Grillo Ioan El Narco PDF

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Ioan

Grillo

El Narco
En el corazón de la insurgencia criminal mexicana
Traducción de Antonio-Prometeo Moya

TENDENCIAS EDITORES
Argentina - Chile - Colombia - España - Estados Unidos - México -
Perú - Uruguay - Venezuela
Contenido
Portadilla

Mapa
1. Fantasmas
PRIMERA PARTE. Historia
2. Amapolas
3. Hippies
4. Cárteles
5. Magnates
6. Demócratas
7. Señores de la guerra
SEGUNDA PARTE. Anatomía
8. Tráfico
9. Asesinato
10. Cultura
11. Fe
12. Insurgencia
TERCERA PARTE. Futuro
13. Detenciones
14. Expansión
15. Diversificación
16. Paz
Agradecimientos
Bibliografía
Notas
Fotos
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Créditos
1

Fantasmas


A hora todo parecía un mal sueño.
Había sido vívido y salvaje, de eso no cabía la menor duda, pero de algún modo
parecía algo irreal, como si Gonzalo hubiera presenciado aquellas horribles
escenas desde arriba, como si hubiera sido otro el que había cruzado disparos en
plena luz del día con los policías cubiertos con pasamontañas. Otro el que había
irrumpido violentamente en las casas y sacado a rastras a hombres inútilmente
protegidos por esposas y madres que lloraban. Otro el que había atado de pies y
manos a las víctimas con cinta adhesiva de seguridad para que recibieran golpes
sin poder moverse de la silla y estuvieran días sin comer. Otro quien les había
partido el cráneo a machetazos cuando aún estaban vivos.
Pero todo había sido real.
Cuando había hecho esas cosas era un hombre diferente, me cuenta Gonzalo.
Fumaba crack y bebía whisky todos los días, tenía poder en un país donde los
pobres no pueden defenderse, tenía una troca[*] del año y estaba en condiciones
de comprar casas pagando en efectivo, tenía cuatro esposas e hijos repartidos por
todas partes... No tenía ningún Dios.

En ese tiempo no tenía ningún temor. No sentía nada, no tenía
compasión por nada —dice con lentitud y titubeando ante algunas
palabras.

Tiene la voz aguda y nasal, dado que la policía le machacó los dientes a golpes
hasta que confesó. Su cara revela pocas emociones. Me cuesta percatarme de la
gravedad de lo que dice, hasta que más tarde rebobino el vídeo de la entrevista y
transcribo sus palabras. Entonces me doy cuenta cabal de lo que me ha dicho,
hago una pausa y me estremezco por dentro.
Hablo con Gonzalo en una celda en la que hay otros ocho presos; es un
soleado martes por la mañana y estamos en Ciudad Juárez, la ciudad con más
homicidios de todo el planeta. Estamos a unos 10 kilómetros de Estados Unidos
y del Río Grande, que corta América del Norte como las rayas de la mano.
Gonzalo está sentado en el catre, en un rincón de la celda, con las manos unidas y
los antebrazos apoyados en los muslos. Viste una sencilla camiseta blanca que
pone de manifiesto su vientre prominente, sus anchas espaldas y los poderosos
músculos que cultivó de adolescente, cuando jugaba al fútbol americano, y que a
sus 38 años mantiene aún en forma. De pie mide 1,88 metros, su físico es
imponente y hace valer su autoridad sobre sus compañeros de celda. Pero
cuando habla conmigo se muestra humilde y comunicativo. Luce un curvo
bigote negro y lleva perilla (barba de chivo) que se le ha vuelto gris. Mira con
fijeza e intensidad, su aspecto intimida y parece implacable, pero también deja
traslucir un sufrimiento interior.
Durante diecisiete años ha hecho de soldado, secuestrador y asesino a sueldo
de las bandas mexicanas de la droga. En ese período ha segado más vidas
humanas de las que es capaz de recordar. En casi todos los demás países sería
considerado un peligroso asesino en serie y estaría encerrado en una cárcel de
máxima seguridad. Pero en México, actualmente, hay miles de asesinos en serie.
Incluso en los presidios, que están atestados, se producen matanzas espantosas.
En un disturbio mueren veinte presos; en otro, veintiuno; en otro, veintitrés; y
todo esto en cárceles próximas a la misma malhadada frontera.
Dentro del sangriento presidio nos encontramos en una especie de santuario,
un ala entera para los cristianos renacidos. Es el reino de Jesús, me dicen, un
oasis donde acatan las leyes de su propio «gobierno eclesiástico». Otras alas están
en manos de las distintas bandas: una está controlada por Barrio Azteca, que
trabaja para el cártel de Juárez; otra está en poder de sus enemigos declarados, los
Artistas Asesinos, que matan para el cártel de Sinaloa.
Los trescientos cristianos tratan de vivir al margen de la guerra. Bautizada con
el nombre de Libres en Cristo, la secta fundada en la cárcel ha asimilado algunos
elementos alborotadores y radicales del evangelismo sudamericano con objeto de
salvar estas almas. Asisto a una misa carcelaria antes de sentarme con Gonzalo.
El pastor, otro condenado por tráfico de drogas, mezcla anécdotas sobre la
antigua Jerusalén con sus crudas experiencias de la calle, utiliza la jerga
delincuente y llama a su grey «los compadres del barrio». Una banda que toca en
vivo introduce en los himnos aires de rock, de rap y de música norteña. Los
pecadores se desahogan a gusto, practican el slam-dancing al compás de lo que
canta el coro, rezan con los ojos cerrados, aprietan los dientes hasta que
rechinan, sudan, elevan los brazos al cielo, aprovechan toda su fuerza espiritual
para exorcizar sus abyectos demonios.
Gonzalo tiene más demonios que la mayoría. Lo encarcelaron un año antes de
conocerlo yo y compró su acceso al ala de los cristianos esperando que fuese un
lugar tranquilo donde escapar de la guerra. Pero mientras escuchaba
atentamente sus declaraciones, me dio la impresión de que había entregado su
corazón a Cristo con sinceridad, de que rezaba realmente para redimirse. Y
cuando habla conmigo —un entrometido periodista británico que hurga en su
pasado— es como si se confesara realmente con Jesús.

Conocer a Cristo es una cosa totalmente diferente. Es un temor y uno
empieza a pensar las cosas y lo que ha hecho y dejado de hacer. Porque
era lo malo. Pensar en las otras personas; pudo haber sido un hermano
mío a quien yo le hacía eso, podría haberle pasado a mis hermanos.
Muchos padres sufrieron.
El hecho de pertenecer al crimen organizado es así. Tienes que
cambiar, pues. Puedes ser la persona más buena del mundo y la gente con
quien tú convives te cambia totalmente. Te vuelves otra. Las drogas te
hacen otra, el vino.

He visto demasiados vídeos donde se ha plasmado el sufrimiento causado por
sicarios como Gonzalo. He visto a un sollozante adolescente torturado en una
cinta enviada a su familia; a un anciano cubierto de sangre que confesaba haber
hablado con un cártel rival; una hilera de víctimas arrodilladas, con bolsas
cubriéndoles la cabeza, muertas una por una de un balazo en el cráneo. ¿Merece
el perdón quien comete estos crímenes? ¿Merece un lugar en el paraíso?
Sin embargo, veo en Gonzalo un lado humano. Es cordial y amable.
Hablamos de asuntos más superficiales. Quizás en otro tiempo y lugar hubiera
podido ser un hombre como Dios manda, que trabajara con abnegación y se
preocupara por su familia; como su padre, que, según cuenta, fue electricista toda
la vida y sindicalista.
En mi país he conocido a hombres violentos y llenos de furia; gamberros que
dan botellazos a otros o los apuñalan en una discusión sobre fútbol. En
apariencia se diría que son hombres más detestables y temibles que Gonzalo
cuando habla conmigo en la celda de la cárcel. Sin embargo, no matan a nadie.
Gonzalo ha contribuido, en el amanecer del siglo XXI, a que México sea el
sangriento campo de batalla que ha conmocionado al mundo.


En los diecisiete años que ha estado al servicio de los grupos mafiosos, Gonzalo
ha visto cambios extraordinarios en la industria mexicana de la droga.
Empezó sus andanzas en Durango, el montañoso estado del norte que se
enorgullece de haber sido la patria chica del dirigente revolucionario Pancho
Villa. Está relativamente cerca del foco de contrabandistas que vienen
exportando droga a Estados Unidos desde que Washington las declaró ilegales.
Tras abandonar los estudios secundarios y renunciar a ser un quarterback de la
Liga Nacional de Fútbol Americano, Gonzalo hizo lo que muchos chicos duros
de su ciudad: ingresar en la policía. En el cuerpo aprendió las muy rentables
habilidades del secuestro y la tortura.
El camino que conduce de la policía a la delincuencia está alarmantemente
transitado en México. Los grandes capitostes de la droga, como el «Jefe de Jefes»
de los años ochenta Miguel Ángel Félix Gallardo, empezaron siendo agentes del
orden, o como el infame secuestrador Daniel Arizmendi, alias el Mochaorejas».
Al igual que éstos, Gonzalo dejó la policía al cabo de un tiempo relativamente
breve y desde los 20 años se dedicó al delito a jornada completa.
Se instaló en Ciudad Juárez y se dedicó a hacer trabajos sucios para una red
de traficantes que pasaban droga a lo largo de 1.500 kilómetros de frontera, entre
Juárez y el océano Pacífico. Corría el año de 1992, época gloriosa para las
narcomafias mexicanas. Un año antes se había hundido la Unión Soviética, y los
Gobiernos de todo el mundo se preparaban para globalizar su economía. Un año
más tarde, la policía colombiana abatió a tiros al rey de la coca Pablo Escobar,
muerte que señaló el comienzo de la desaparición de los narcocárteles de
Colombia. Durante los años noventa florecieron los traficantes mexicanos,
enviando toneladas de drogas al norte y recaudando miles de millones de dólares
gracias al auge del libre comercio instaurado por el NAFTA [Tratado de Libre
Comercio de América del Norte]. Estos grupos reemplazaron a los colombianos
en el panorama mafioso del continente americano. Gonzalo aportó fuerza
efectiva a estos aventureros gansteriles, apretando las clavijas (o secuestrando y
matando) a quienes se negaban a pagar las facturas. Se hizo rico, ganó cientos de
miles de dólares.
Pero cuando lo detuvieron diecisiete años después, su trabajo y su industria
habían cambiado radicalmente. Por entonces dirigía grupos fuertemente
armados que participaban en la guerra urbana contra las bandas rivales. Cometía
secuestros en masa y controlaba casas francas donde había docenas de víctimas
atadas y amordazadas. Contaba con el apoyo de altos funcionarios de la policía
local, aunque libraba reñidas batallas con los agentes de la policía nacional.
Sembraba el terror del modo más brutal, por ejemplo practicando incontables
decapitaciones. Según me cuenta, era ya un hombre al que no reconocía cuando
se miraba al espejo.

Aprendes torturas, sí, muchas. Ciertamente gozaba uno haciéndolo. Nos
reímos del dolor de las personas, de las formas que las torturamos. Brazos
cortados, decapitaciones. Esa es la más fuerte verdad. Decapitas a alguien
sin sentir ningún sentimiento, ningún temor.


El presente libro trata sobre las redes criminales que pagaban a Gonzalo por
cortar cabezas. Es la historia de la transformación radical de grupos que
empezaron dedicándose al tráfico de drogas y han acabado siendo batallones
paramilitares que han matado a docenas de miles de personas y han aterrorizado
a comunidades con coches bomba, matanzas y ataques con granadas. Es una
mirada al interior de su mundo misterioso y una descripción del brutal
capitalismo gansteril que perpetran. Es la historia de muchos mexicanos
corrientes que han acabado engullidos por la guerra de bandas o que han
sucumbido en ella.
El presente libro propone asimismo un debate sobre la naturaleza de esta
asombrosa transformación. Sostiene —en contra de lo que afirman ciertos
políticos y expertos— que estos mafiosos representan una sublevación de la
criminalidad que supone una amenaza armada, la mayor que vive México desde
la revolución de 1910. Aduce que los fracasos de la guerra estadounidense contra
la droga y el volcán político y económico de México han propiciado dicha
sublevación. Y aboga por un enérgico replanteamiento de las estrategias para
impedir que el conflicto se convierta en una guerra civil de mayor alcance a las
mismas puertas de Estados Unidos. Este libro arguye que la solución no saldrá
del cañón de un arma de fuego.
Comprender la guerra mexicana de la droga es crucial no sólo por la morbosa
curiosidad que despiertan los montones de cráneos seccionados, sino también
porque los problemas de México se desarrollan en todo el mundo. Últimamente
se habla poco de la guerrilla comunista en América Latina, pero las sublevaciones
criminales se extienden como regueros de pólvora. En El Salvador, la Mara
Salvatrucha obligó a los conductores de autobús de todo el país a declararse en
huelga para protestar contra las leyes antibandas; en Brasil, el Primer Comando
Capital incendió ochenta y dos autobuses y diecisiete bancos, y mató a cuarenta y
dos policías en una ofensiva coordinada; en Jamaica, la policía se enfrentó con
partidarios de Christopher Coke, alias «Dudus», dejando setenta muertos. ¿Van a
repetir los expertos que se trata sólo de un típico caso de policías y ladrones? La
guerra mexicana de la droga es una espeluznante advertencia de hasta qué punto
podría deteriorarse la situación en los demás países mencionados. Es un estudio
de campo sobre la sublevación criminal.
Muchos miembros de las bandas callejeras salvadoreñas son hijos de
guerrilleros comunistas; y se consideran combatientes a semejanza de sus padres.
Pero lo que les importa no es el Che Guevara ni el socialismo, sino sólo el dinero
y el poder. En un mundo globalizado, los nuevos dictadores son los capitalistas
mafiosos, y los nuevos rebeldes son los insurgentes criminales. Bienvenidos al
siglo XXI.


Cualquier habitante de este planeta que preste un poco de atención a las noticias
televisivas sabe que las matanzas son espectáculos cotidianos en México. El país
está tan anegado en sangre que apenas impresiona ya. Ni el secuestro y asesinato
de nueve policías ni los cráneos amontonados en la plaza principal de un pueblo
son noticias de interés en la actualidad. La atención de los medios sólo se fija ya
en las atrocidades más sensacionales: atacar con granadas a una multitud de
juerguistas que celebraban el Día de la Independencia; coser la cara de una
víctima para que pareciese un balón de fútbol; hallar una antigua mina de plata
con cincuenta y seis personas ya muertas y descompuestas, algunas de las cuales
fueron arrojadas en su momento todavía con vida; secuestrar y matar a tiros a
setenta y dos trabajadores extranjeros, entre ellos una mujer embarazada. Las
matanzas en México son comparables a bárbaros crímenes de guerra.
Y todo esto porque unos cuantos universitarios estadounidenses quieren
colocarse.
¿O no?
Cualquiera que observe con atención la guerra mexicana de la droga se dará
cuenta enseguida de que nada es lo que parece. El engaño y los rumores
oscurecen todas las imágenes, los grupos y departamentos con intereses
encontrados discuten todos los hechos, y todas las personalidades clave aparecen
envueltas en el misterio y las contradicciones. Se filma a un grupo de hombres
con uniforme de policía en el momento de secuestrar a un alcalde. ¿Son
realmente policías? ¿O son gánsteres disfrazados? ¿O las dos cosas a la vez? Un
matón detenido lo cuenta todo, y en su confesión, que se ha grabado, hay
indicios incontestables de que ha sido sometido a tortura. Entonces los matones
capturan a un policía y lo graban dando una versión distinta de los hechos. ¿A
quién hay que creer? Un maleante comete homicidios en México y acaba siendo
un testigo protegido en Estados Unidos. ¿Se puede confiar en su testimonio?
Otro elemento anómalo es que el conflicto esté en todas partes y en ninguna.
Millones de turistas se broncean felizmente en las playas de Cancún sin detectar
el menor problema. En la capital de México se registran menos homicidios que
en Chicago, Detroit o Nueva Orleans.1 Incluso en las zonas más peligrosas la
situación puede parecer perfectamente normal.
Yo llegué a un restaurante del estado de Sinaloa veinte minutos después de
que un oficial de la policía fuera tiroteado mientras desayunaba. En menos de
una hora se llevaron el cadáver y los camareros preparaban las mesas para el
almuerzo; cualquiera podía comer unos tacos y no ver el menor indicio de que
horas antes se había cometido un asesinato. He visto a cientos de soldados peinar
un barrio residencial, derribar puertas a patadas y desaparecer de pronto con la
misma velocidad con que habían llegado.
Los estadounidenses que visitan la ciudad colonial de San Miguel de Allende
o las pirámides mayas de Palenque se preguntan a qué viene tanto alboroto. No
ven ni guerra ni cráneos seccionados. ¿Por qué la prensa y la televisión arman
tanto escándalo? Otros visitan a familiares que viven en el estado de Tamaulipas,
al otro lado de la frontera de Texas. Oyen en la calle disparos que suenan como
petardos en carnaval y se preguntan por qué esas batallas ni siquiera se
mencionan en la prensa del día siguiente.
Los políticos ya no saben cómo describir el conflicto. El presidente de
México, Felipe Calderón, se pone un uniforme militar y exige que no haya
cuartel para los enemigos que pongan en peligro la patria; pero luego se enfada
ante la menor insinuación de que en México se está combatiendo una
insurrección. El Gobierno de Obama está más confundido aún. La secretaria de
Estado, Hillary Clinton, asegura a la gente que en México sólo hay una ola de
crímenes urbanos como la que asoló a Estados Unidos en los años ochenta. Pero
luego afirma que se trata de una insurrección semejante a la de Colombia. El
aturdido Obama da a entender que Clinton no ha querido decir lo que ha dicho.
¿O sí? El director de la DEA [Agencia Antidroga] anima a Calderón a que gane la
guerra. Pero luego un analista del Pentágono avisa que México está en peligro de
fraccionarse de un momento a otro al estilo de la antigua Yugoslavia.2
¿Estamos ante un «narcoestado»? ¿Ante un «Estado capturado»? ¿O sólo ante
un país sangriento normal y corriente? ¿Existen los narcoterroristas? ¿O esta
expresión, como alegan ciertos teóricos de la conspiración, forma parte de un
plan estadounidense para invadir México? ¿O es un plan de la CIA para quitar
presupuesto a la DEA?
Puede que esta confusión sea un resultado lógico de la guerra mexicana de la
droga. Se sabe que la guerra contra el tráfico de estupefacientes es un juego de
cortinas de humo y espejos.3 México es un clásico moderno del género llamado
«teoría de la conspiración». Y en toda guerra hay confusión. Si ponemos las tres
cosas juntas, ¿qué obtenemos? Una opacidad y una oscuridad tan densas que
apenas veremos lo que tenemos delante de nuestras narices. Aturdidos por tanta
confusión, es comprensible que muchos se encojan de hombros y digan que es
imposible entender lo que sucede.
Pero debemos entenderlo.
No se trata de una explosión casual de violencia. Los ciudadanos del norte de
México no se han vuelto sicarios psicóticos de la noche a la mañana por beber
agua en malas condiciones. Esta violencia ha estallado y crecido en un contexto
temporal muy claro. Los factores que la han desencadenado pueden identificarse.
Es gente real, gente de carne y hueso, la que ha movido los hilos de los ejércitos,
la que se ha enriquecido con la guerra, la que ha adoptado una política ineficaz
en el Gobierno.


En el centro de este sucio drama están las figuras más misteriosas de todas: los
narcotraficantes. Pero ¿quiénes son?
En México se suele llamar «narco» indistintamente al narcotraficante y al
narcotráfico. Esta palabra, que se grita en los noticiarios y se susurra en las
cantinas, evoca la imagen de una forma fantasmal y gigantesca que mira con
codicia a la sociedad. Los jefes son multimillonarios misteriosos que proceden de
míseras aldeas de montaña; lo más que se conoce de ellos es alguna fotografía
granulada de hace veinte años y lo que dicen los versos de las baladas populares.
Sus ejércitos están formados por sujetos andrajosos y bigotudos que aparecen en
las páginas de los periódicos como soldados de un enigmático país enemigo que
han sido hechos prisioneros. Atacan como demonios surgidos de la nada, en las
mismas narices de los miles de policías y soldados que patrullan las calles, y la
inmensa mayoría de sus homicidios no se soluciona nunca. Se calcula que estos
fantasmas ganan alrededor de 30.000 millones de dólares al año introduciendo
en Estados Unidos cocaína, marihuana, heroína y cristales de metanfetamina. Un
dinero que desaparece como polvo cósmico en la economía global.
En pocas palabras, el narco es el amo de la calle, del barrio y de la ciudad.
Pero pocas personas conocen los rasgos faciales del amo.
En las calles donde reina el narco, estar en el hampa de la droga se dice estar
en «la movida». La palabra transmite el amplio sentido que tiene el crimen
organizado en la base; es toda una forma de vida para un sector de la sociedad.
Los gánsteres han engendrado un género musical, el «narcocorrido», han
propiciado un estilo de vestir particular, el «buchonismo», y han dado pie a la
aparición de sectas religiosas propias. Canciones, indumentaria y sermones han
construido una imaginería en que los señores de la droga son héroes icónicos a
los que los moradores de los barrios de casas de piedra artificial rinden culto
como si fueran rebeldes con arrestos para enfrentarse y parar los pies al ejército y
a la DEA. El narcotráfico lleva más de un siglo atrincherado en estas
comunidades. Si rastreamos su desarrollo en tanto que movimiento —en vez de
limitarnos a yuxtaponer las anécdotas policiales sobre los cerebros de la droga—,
estaremos mucho más cerca de entender la amenaza que representa y de
aprender los mecanismos del contraataque.


Mi contacto personal con el tráfico de estupefacientes empezó más de veinte
años antes de que acabara visitando una calurosa prisión próxima al Río Grande
para recabar anécdotas de un asesino de masas; empezó allá en los verdes pastos
del sureste de Inglaterra. Yo crecí cerca de la ciudad marítima de Brighton,
donde mi padre enseñaba antropología. En los años ochenta, cuando era
adolescente, las drogas entraban en la región como la marea, a pesar de Nancy
Reagan, La Toya Jackson y los granujientos adolescentes de un programa
británico titulado Grange Hill que exclamaban: «¿Drogas? ¡No, gracias!» Las
drogas más conocidas eran el hachís marroquí (costo, chocolate, piedra), la
heroína turca (jaco, caballo) y, tiempo después, el éxtasis holandés, llamado
simplemente E. Tanto los estudiantes como los que dejaban los estudios podían
colocarse, enrollarse, flipar, flotar y ponerse ciegos en cualquier parte, desde los
parques hasta los lavabos públicos.
Nadie dedicaba ni un minuto de atención a los lejanos países de donde venían
aquellas endiabladas sustancias ni a lo que el narcotráfico daba o quitaba a los
países en cuestión. El eslabón más lejano de la cadena alimentaria se conocía
cuando un «conecte»[**] o dealer local era detenido por los estupas (policías de
la brigada de estupefacientes) y comentábamos emocionados los detalles de la
redada y cuánta cárcel le había caído.
Cuando dejamos atrás los años de adolescencia, muchos que habían probado
las drogas consiguieron buenos empleos y fundaron una familia. Algunos
seguían reincidiendo ocasionalmente, y muchos se pasaron a la cocaína
colombiana, que se puso de moda en Inglaterra en los años noventa. Conocí a
más de uno que se había vuelto adicto, sobre todo a la heroína, y tras alguna mala
racha en que se dedicaban a robar en casa de sus padres, procuraban curarse en
centros de rehabilitación. Casi todos vencieron el hábito al final. Otros siguen
enganchados después de veinte años, y cuando vuelvo a mi país me los encuentro
medio tirados en la barra de bares de mala muerte.
Entre los 16 y los 21 años conocí también a cuatro jóvenes que murieron de
sobredosis de heroína. Dos eran hermanos. Otro pasó a mejor vida en unos
lavabos públicos. El cuarto, Paul, se había hospedado en mi casa días antes de
inyectarse la dosis mortal.
Paul era un tipo desenvuelto y musculoso, con una mata de abundante pelo
negro y manos carnosas; solía trabar conversación con desconocidos lo mismo
en bares que en paradas de autobús. Nos quedábamos despiertos toda la noche y
se ponía a hablar de la chica con la que salía, de sus peleas con su hermano
menor y de sus opiniones sobre la lucha de clases. Y de pronto ya no estaba.
Personalmente no culpo de su muerte a las personas que traficaban con heroína.
Creo que él tampoco lo habría hecho. Pero me esfuerzo por comprender los
motivos que empujan a una persona en esa dirección y por buscar un mundo
diferente en el que la muerte de Paul hubiera podido evitarse; actualmente
seguiría abordando a los desconocidos en las paradas de autobús.


Me fui a Latinoamérica con una mochila en la espalda, un billete de ida en el
bolsillo y la intención de ser corresponsal extranjero en climas exóticos. Me dio
la idea Salvador, la película de Oliver Stone en que los periodistas eluden las balas
en medio de las guerras civiles centroamericanas. Pero con la llegada del nuevo
milenio desaparecieron los dictadores militares y los rebeldes comunistas. Se
decía que habíamos llegado al «fin de la historia» y se nos prometía una edad de
oro de democracia y libre comercio en todo el mundo.
Llegué a México el año 2000, un día antes de que Vicente Fox, ex ejecutivo de
la Coca-Cola, iniciase su mandato presidencial y pusiera punto final a los setenta
y un años de gobierno del PRI [Partido Revolucionario Institucional]. Fue un
momento memorable en la historia de México, un desplazamiento sonado de las
placas tectónicas de su política. Una época de optimismo y celebración. La
camarilla del PRI que había saqueado el país y se había llenado los bolsillos
durante la mayor parte del siglo XX había sido destronada. Se habían acabado las
matanzas de estudiantes y la guerra sucia contra la oposición, y la ciudadanía
estaba contenta. Los mexicanos corrientes miraban el futuro con la esperanza de
aprovechar el fruto de su trabajo en libertad y con garantías de que se respetarían
los derechos humanos.
Un decenio después, los desencantados ciudadanos se negaban a admitir que
vivían en un Estado fallido. Los pistoleros de las bandas alfombraban las plazas
de cadáveres; los secuestradores robaban fortunas a los empresarios con suerte, y
aunque el Gobierno ya no censuraba la prensa, los gánsteres abrían fosas para
docenas de periodistas y obligaban a callar a los rotativos. ¿Qué había pasado?
¿Por qué el sueño se había convertido en pesadilla tan rápidamente?
Nadie fue capaz de prever la crisis durante los primeros años del nuevo siglo.
Los medios estadounidenses depositaron grandes esperanzas en un Fox que
calzaba botas de vaquero cuando se entrevistó con Kofi Annan y pasó a ser el
primer mexicano en dirigirse al pleno del Congreso estadounidense. La otra gran
sensación mexicana fue el subcomandante Marcos, un rebelde de la
posmodernidad que acaudilló a los mayas de Chiapas en una insurrección
simbólica por los derechos indígenas. Marcos apareció entrevistado en televisión
con pasamontañas y fumando en pipa, citando a varios poetas y dando ideas a los
izquierdistas de todo el mundo. Cuando se habló del narcotráfico, fue en el
contexto de soldados que hacían redadas en busca de jefes.
Sin embargo, el eco de los disparos y el chasquido de las hachas de los
verdugos empezó a oírse al fondo. La primera ofensiva bélica seria del cártel se
produjo en otoño de 2004, en la frontera con Texas, y repercutió en todo el país.
Cuando Felipe Calderón llegó a la presidencia, en 2006, y declaró la guerra a las
bandas, la violencia se multiplicó exponencialmente.
La pregunta es: ¿por qué prosperaron los cárteles mexicanos durante el
primer decenio de democracia? Es trágico decirlo, pero el mismo sistema que
prometía esperanza era débil a la hora de controlar a las mafias más poderosas
del continente. Puede que el régimen anterior hubiera sido autoritario y
corrupto, pero tenía métodos infalibles para contener el crimen organizado:
desmantelaba unas cuantas redes representativas y sangraba a las demás. Casi
todos los estudiosos mexicanos admiten hoy este particular y es un tema
recurrente en este libro: la guerra de la droga está indisolublemente unida a la
transición democrática.
Así como el hundimiento de la Unión Soviética propició el auge del
capitalismo mafioso, lo mismo ocurrió con la desaparición del PRI. Los soldados
de las fuerzas especiales se volvieron mercenarios de los gánsteres. Los
empresarios que antes pagaban a los funcionarios corruptos empezaron a pagar a
los grupos mafiosos. Las fuerzas de policía se enfrentaban entre sí, llegando a
veces a producirse tiroteos entre departamentos. Cuando Calderón reemplazó a
Fox, lanzó a todo el ejército a la calle para restaurar el orden. Pero en vez de
adaptarse a la nueva situación, como Calderón esperaba, los gánsteres se
apoderaron de la administración.


Durante los primeros cuatro años de Gobierno de Calderón, la guerra de la droga
se cobró la alucinante cantidad de treinta y cuatro mil vidas.4 Basta esta trágica
estadística para comprender la seriedad del conflicto: más bajas que en muchas
guerras entre países. Pero este hecho debería enfocarse con sentido de la
perspectiva. En un país de ciento doce millones de habitantes5 es una guerra de
baja intensidad. La de Vietnam causó tres millones de bajas; la estadounidense de
Secesión, seiscientos mil; en Ruanda, las milicias civiles mataron a ochocientas
mil personas en cien días.
Otro dato contundente es la cantidad de funcionarios asesinados. En este
mandato cuatrienal, los pistoleros del cártel han matado a más de dos mil
quinientos funcionarios, entre los que figuraban dos mil doscientos policías,6
doscientas personas entre soldados, jueces, alcaldes, un destacado candidato a
gobernador, el presidente de un Gobierno estatal y docenas de funcionarios
nacionales. Este porcentaje de víctimas supera con creces el de las fuerzas
rebeldes más peligrosas del mundo y es desde luego un balance más mortífero
para un Gobierno que el causado por Hamas, ETA o el IRA en sus tres decenios
de lucha armada. Representa una seria amenaza para la nación mexicana.
El carácter de los ataques resulta más temible aún. Los matones mexicanos
acribillan normalmente las comisarías de policía con armas ligeras y
lanzagranadas; secuestran en masa a funcionarios y abandonan sus cuerpos
mutilados en lugares públicos; y en cierta ocasión incluso secuestraron a un
alcalde, lo ataron y lo mataron a pedradas en una calle importante. ¿Quién
afirmaría sin inmutarse que no es un cuestionamiento de la autoridad vigente?
Sin embargo, conceptos como «insurgente» e «insurgencia» plantean en
México cuestiones más explosivas que los coches bomba de los narcos.
Insurgentes fueron los gloriosos padres fundadores que se levantaron contra el
régimen español. La mayor arteria del país, que cruza Ciudad de México, se
llama Avenida Insurgentes. Poner esta etiqueta a las bandas criminales es dar a
entender que podrían ser héroes. Son criminales psicópatas. ¿Quién se atrevería a
compararlos con los rebeldes honorables, con los patriotas?
Hablar de insurgencia, guerras y Estados fallidos produce escalofríos a los
funcionarios que buscan los dólares del turismo y las inversiones extranjeras. La
marca México ha recibido una buena paliza en los tres últimos años. Algunos
funcionarios están convencidos de que hay un complot estadounidense para
desviar el turismo de Cancún hacia Florida.
Pero México no es Somalia. México es un país avanzado con una economía
que mueve un billón de dólares,7 con varias compañías multinacionales y once
multimillonarios.8 Tiene una clase media culta, y la cuarta parte de la juventud
estudia en universidades. Posee asimismo algunos de los mejores museos, playas
y centros turísticos de todo el planeta. Y está soportando una extraordinaria
amenaza criminal que necesitamos comprender. Mientras se amontonan las
docenas de miles de cadáveres, la política del silencio no puede ser la solución.
Como dicen allí, esto es «tapar el sol con el pulgar».


Desde el principio de mi estancia en México me sentí fascinado por la incógnita
del narcotráfico. Escribía artículos sobre redadas y confiscaciones. Pero
interiormente sabía que aquello era la superficie, que la policía y los «expertos»
no eran fuentes capaces de satisfacer mi curiosidad. Tenía que hablar
directamente con los narcos. ¿De dónde eran? ¿Cómo funcionaban sus
operaciones comerciales? ¿Qué objetivos tenían? ¿Y cómo podía un inglés
resolver estos misterios?
La búsqueda de respuestas me condujo a lo largo del decenio a ambientes a la
vez trágicos e irreales. Ascendí a montañas donde la droga nace en forma de
hermosas flores. Cené con abogados que representan a los capos más poderosos
del planeta, me emborraché con agentes secretos estadounidenses que se habían
infiltrado en los cárteles. También corrí por las calles para ver muchos cadáveres
ensangrentados, y oí las palabras de muchas madres que habían perdido a sus
hijos y con ellos su corazón. Y finalmente llegué a los narcos. Desde los
agricultores que cultivaban coca y marihuana hasta los jóvenes sicarios de los
barrios bajos, pasando por «muleros» (llamados «burros» en México) que
transportaban la mercancía destinada a los sedientos gringos y por gánsteres que
ansiaban el perdón, busqué historias humanas en una guerra inhumana.
El presente libro es fruto de este decenio de investigación. La primera parte,
«Historia», recorre la drástica transformación de los narcotraficantes, que
empezaron siendo campesinos montañeses a principios del siglo XX y acabaron
por organizarse en los grupos paramilitares de hoy. El movimiento tiene un siglo
de existencia. Esta historia no se propone seguir la andadura de todos los capos
ni cubrir todos los episodios, sino explorar los momentos clave que han dado
forma a la bestia y le han permitido fortificarse en determinadas comunidades
mexicanas. La segunda parte, «Anatomía», observa las columnas que sostienen
esta dinámica narcoinsurgente a través de los ojos de las personas que las viven
diariamente: el tráfico, la maquinaria de asesinato y terror, y su cultura y su fe
tan particulares. La tercera parte, «Futuro», se centra en la previsible trayectoria
de la guerra de la droga y cómo se puede matar a la bestia.
Aunque centrado en México, el libro sigue los tentáculos del narcotráfico
hasta Estados Unidos y los Andes colombianos. Los gánsteres no respetan las
fronteras, y el tráfico de drogas ha sido siempre internacional. Desde sus
decididos comienzos hasta la sangrienta guerra de nuestros días, el crecimiento
de las mafias mexicanas ha estado inextricablemente unido a acontecimientos
que se producían en Washington, en Bogotá y en otras partes.
Para profundizar en mi tema he contraído una deuda inmensa con muchos
latinoamericanos que han estado décadas esforzándose por comprender el
fenómeno. Más de treinta periodistas mexicanos que han desenterrado
información vital han muerto a tiros en los últimos cuatro años. No deja de
impresionarme la valentía y el talento de los investigadores locales, ni su
generosidad a la hora de compartir sus conocimientos y de brindarme su
amistad. La lista es interminable, pero mentiría si no dijera que me ha inspirado
en concreto la labor del periodista de Tijuana Jesús Blancornelas, el académico
de Sinaloa Luis Astorga, y el novelista brasileño Paulo Lins, autor de Ciudad de
Dios.
Grabé o filmé muchas entrevistas que forman este libro, así que las palabras
que se reproducen se han transcrito al pie de la letra. En otros casos pasé días
husmeando en la vida de las personas y me he basado en las notas que tomé.
Algunas fuentes me pidieron que no mencionara apodos o que cambiara los
nombres. Dada la tasa actual de homicidios que se cometen en México, no podía
desoír estas peticiones. En cierta ocasión, dos gánsteres encarcelados fueron
entrevistados en televisión, y al cabo de unas horas ya estaban muertos. Cinco
personas cuyas declaraciones han contribuido a dar forma a este libro fueron
asesinadas o desaparecieron posteriormente, aunque estoy convencido de que su
muerte nada tuvo que ver con mi trabajo. Estas personas eran:

Alejandro Domínguez, jefe de policía, muerto a tiros en Nuevo Laredo el 8 de
junio de 2005.
Sergio Dante, abogado pro derechos humanos, muerto a tiros en Ciudad Juárez
el 25 de enero de 2006.
Mauricio Estrada, periodista, desaparecido en Apatzingán en julio de 2008.
Américo Delgado, abogado criminalista, muerto a tiros en Toluca el 29 de agosto
de 2009.
Julián Arístides González, director de la policía antidroga de Honduras, muerto a
tiros en Tegucigalpa el 8 de diciembre de 2009.

El último de la lista, Julián Arístides González, me concedió una entrevista en
su despacho de la calurosa capital hondureña. Este funcionario de mandíbula
cuadrada habló durante horas del crecimiento de las bandas mexicanas en
Centroamérica y de los colombianos que las abastecían de narcóticos. En el
despacho había 140 kilos de cocaína incautada y montones de mapas y
fotografías aéreas en que se veían aeródromos clandestinos y mansiones de los
narcos. Me impresionó lo abierto y franco que era González a propósito de sus
investigaciones y de la corrupción policial que había salido a la luz. Cuatro días
después de la entrevista dio una conferencia de prensa para anunciar sus últimas
averiguaciones. Al día siguiente, dejó a su hija de 7 años en la escuela. En esto
pasó una moto y uno de los ocupantes le metió once balas en el cuerpo. Había
planeado jubilarse dos meses después y trasladarse a Canadá con su familia.
No sé hasta qué punto podrán los libros detener este incesante aluvión de
muertes. Pero la literatura sobre el narcotráfico puede al menos contribuir a
comprender mejor este complejo y mortífero fenómeno. Los ciudadanos y los
Gobiernos deben empezar a entender todos los aspectos de esta ola de violencia y
trazar políticas más eficaces para impedir que sigan repitiéndose estas tragedias.

*Todoterreno con la parte de atrás descubierta. Todas las notas a pie de página y aclaraciones entre
paréntesis son de la editorial.

* *En España: camello. Vendedor de drogas al por menor.


PRIMERA PARTE

HISTORIA

Amapolas

Entonces Helena, hija de Júpiter, ordenó otra cosa. Echó en el vino que
estaban bebiendo una droga contra el llanto y la cólera, que hacía olvidar
todos los males. Quien la tomare, después de mezclarla en la crátera, no
logrará que en todo el día le caiga una sola lágrima en las mejillas, aunque
con sus propios ojos vea morir a su padre y a su madre o degollar con el
bronce a su hermano o a su mismo hijo.

Homero, Odisea, canto IV

B ajo el sol abrasador de la Sierra Madre Occidental, la roja amapola adquiere


un ligero tinte anaranjado, que hace destacar las abarquilladas hojas sobre el
marrón de la tierra y el verde polvoriento de los nudosos cactos. Estoy mirando
las amapolas adormideras después de conducir durante horas por carreteras sin
asfaltar en una camioneta destartalada. El camino tenía tantos baches y era tan
empinado que no dejaba de dar saltos, como si estuviese en una montaña rusa.
Había sido un milagro que una rueda no sufriera un pinchazo o que no saltara
una piedra y nos perforase el depósito. Por suerte, mi chófer, un cantante local
que utiliza el nombre escénico del Comandante, se sabía todos los trucos para
eludir las piedras más cortantes.
Pocos forasteros llegan aquí. Dice la gente que es un lugar donde cortan
cabezas y las empalan, como había sucedido unos días antes en un pueblo
cercano. Pero en aquel momento no veo cráneos seccionados. Sólo veo amapolas,
y me maravillo de su hermosura.
Lo que miro no es una plantación de opio, sino unas cuantas plantas que
cultiva una mujer delante de la tienda que tiene en el pueblo y que está el otro
lado de una polvorienta encrucijada, enfrente de un cuartelillo militar. Matilde es
una atractiva señora de unos cincuenta y tantos años, con unos ojos muy bonitos
y brillantes y una piel seca y bronceada de tanto sol. En estas montañas se habla
arrastrando tanto las palabras que apenas entiendo lo que dice la gente. Pero
Matilde pronuncia con mucho cuidado y me mira a los ojos para estar segura de
que la entiendo.
—Son bonitas las amapolas, ¿verdad? —dice al darse cuenta de que admiro
sus flores.
—¿Dónde consigue las semillas? —pregunto.
—Me las da mi hermano —dice, y añade que aquél es un pueblo de
«valientes», pues así llaman los montañeses a los traficantes, que han sacado al
pueblo de la pobreza. Al mismo tiempo se burla de los soldados del cuartelillo, a
los que llama «guachos», una antigua palabra india con que se designa a los
criados.
Matilde está particularmente enfadada con los guachos por un reciente
tiroteo que ha tenido lugar en el cruce de carreteras.1 Cuatro jóvenes locales se
dirigían en un reluciente todoterreno Hummer blanco a celebrar el aniversario
de una muchacha que cumplía 15 años. (Es un pueblo de viviendas precarias,
pero a sus habitantes les gustan los coches de fantasía.) Los soldados gritaron a
los del Hummer que se detuvieran. Estaba anocheciendo, los juerguistas tenían la
música a todo volumen y siguieron adelante. Los soldados dispararon con los
fusiles de asalto, y como pensaron que les respondían al fuego, siguieron
disparando. Tras otro par de descargas, el Hummer se detuvo; en la refriega
murieron los cuatro jóvenes y dos soldados.
El ejército informó al principio de que los valientes soldados habían matado a
cuatro sicarios del cártel. Pero luego circuló una versión distinta. Los hombres
del Hummer no iban armados. No habían devuelto el fuego; los soldados habían
disparado desde lados opuestos y se habían matado entre sí. Era un disparate
clásico que recordaba el comportamiento de los aturdidos reclutas
estadounidenses que combatieron en Europa en la Primera Guerra Mundial. Un
disparate que siguen cometiendo los soldados a los que Estados Unidos,
mediante un plan de ayuda de 1.600 millones de dólares, apoya para que la
guerra contra la droga se libre en su lugar de origen.
—Los guachos son idiotas —dice Matilde—. Deberían irse a su casa, a su
pueblo de idiotas.


Aquí es donde empezó todo. Los traficantes mexicanos venían cultivando opio
en estas montañas desde hacía más de un siglo. Generación tras generación, estos
pueblos y aldeas destartalados han producido un capo tras otro. Hombres que
apenas sabían leer y escribir y que se expresaban con el acento cerrado de los
montañeses salían al mundo para fundar y ampliar unas redes internacionales
que acabaron moviendo miles de millones de dólares.
Más arriba, a unas horas de camino de la tienda de Matilde, se encuentra la
casa familiar de Joaquín Guzmán, llamado el Chapo,2 el señor de la droga de 1,68
metros de estatura al que Forbes valoraba en mil millones de dólares. Agentes del
Gobierno dicen que sigue escondido en algún lugar de estas escabrosas
montañas, protegido por aldeanos que lo aman y lo temen. Cerca de allí se alza la
casa de su amigo de la infancia Arturo Beltrán Leyva, alias el Barbas. Centenares
de infantes de marina mexicanos se han lanzado recientemente a la caza del
Barbas. Tomaron por asalto un bloque de viviendas donde estaba escondido y
estuvieron disparando durante dos horas mientras los hombres de aquél
replicaban con fuego de fusiles automáticos y lanzando granadas de
fragmentación. Cinco guardaespaldas del Barbas murieron antes de entregarlo.
Los militares cosieron a balazos al señor de la droga hasta hacerlo picadillo y
luego decoraron el cadáver con billetes de un dólar.
Para vengarse, los incondicionales de Beltrán Leyva localizaron a la familia de
un soldado que había muerto en la refriega. Le siguieron la pista y mataron a la
madre, al hermano, a la hermana y a su tía. Antes mataban sólo a gánsteres
rivales; ahora masacran a familias enteras. ¿Qué tendrán estas montañas? ¿Qué
tendrán para engendrar hombres tan creativos, tan emprendedores y con una
sangre tan fría?
La Sierra Madre Occidental es una cordillera de 1.500 kilómetros de longitud
que nace al sur de Arizona y recorre toda la costa occidental de México hasta
Jalisco. Es un territorio suficientemente agreste y grande para esconder todo un
ejército, como demostró Pancho Villa cuando huyó de las fuerzas
estadounidenses después de atacar Columbus, Nuevo México, en el curso de la
Revolución Mexicana. Desde el aire parece una alfombra arrugada cubierta de
pelo verde amarillento, salpicada de lagos y de barrancos profundos. La
cordillera cruza los estados de Sonora, Sinaloa, Durango y Chihuahua. Los tres
últimos se conocen con el nombre de Triángulo Dorado, por toda la droga que
producen.
Los soldados patrullan diariamente el Triángulo con helicópteros, en busca
del resplandor verde de las plantaciones de marihuana o el rojo y rosa de las
adormideras. Cuando encuentran plantaciones, las queman; son tan expertos ya
que en menos de una hora pueden arrancar e incinerar casi media hectárea de
marihuana. Los agricultores plantan más marihuana y adormidera y crean más
parcelas verdes y rojirrosadas localizables desde el aire. Y el ritual empieza de
nuevo.
La encrucijada donde me quedé embobado mirando las adormideras está en
el rincón suroccidental del Triángulo, en el estado de Sinaloa. Hay gánsteres por
todas estas montañas, pero casi todos los jefazos proceden de aquí. Así como
Sicilia es la patria de la mafia italiana, Sinaloa es la cuna de las bandas mexicanas,
el punto de origen de la más antigua y poderosa red de narcotraficantes, el
llamado cártel de Sinaloa.
Las autoridades estadounidenses utilizan el nombre de cártel de Sinaloa en las
acusaciones desde hace sólo dos años. Antes lo llamaban la Federación, y antes
empleaban un abanico de nombres, por ejemplo cártel de Guadalajara, por la
segunda ciudad de México, que los jefes de Sinaloa utilizaban como base de
operaciones. Pero estos nombres no son más que aproximaciones para describir
un conflictivo imperio de traficantes que se extiende desde Sinaloa hasta la
frontera con Estados Unidos. Algunos capos tienen lazos de sangre o
matrimoniales con los primeros campesinos que cultivaron adormidera en las
alturas, hace un siglo. Es una dinastía ininterrumpida.
Al igual que Sicilia, Sinaloa tiene rasgos geográficos que favorecen el crimen
organizado. El estado es algo menor que Virginia Occidental, pero cualquiera
que desee desaparecer puede ganar fácilmente la Sierra Madre y pasar a Sonora,
Chihuaha o Durango. Al pie de la cordillera, Sinaloa dispone de 650 kilómetros
de costa oceánica que han servido durante siglos de plataforma para el
contrabando entrante y saliente. Por aquellas playas han pasado plata,
mosquetes, opio y píldoras de seudoefedrina, que sirven para fabricar cristales de
metanfetamina. Entre el océano y la cordillera hay valles fértiles con grandes
plantaciones —sobre todo de tomates y cebollas— y tierra rica en oro, plata y
cobre. Esta riqueza natural alimentó el crecimiento de la capital del estado,
Culiacán, una animada ciudad que se alza donde confluyen los ríos Tamazula y
Humaya, y el del activo puerto de Mazatlán.
Los centros comerciales son decisivos para el crimen organizado, pues en
ellos pueden instalarse oficinas de mando y empresas para blanquear dinero.
Estos centros también señalan el parecido que hay entre Sinaloa y otros puntos
de intensa actividad delictiva. La mafia siciliana es como un puente tendido entre
el indómito medio rural y el núcleo comercial de Palermo, un puerto que enlaza
el norte de África con Europa. La colombiana Medellín es una próspera ciudad
comercial rodeada por montes llenos de bandidos, de los que surgió Pablo
Escobar, que se convirtió en el primer traficante de coca del mundo. Los grupos
criminales no aparecen en determinadas regiones por casualidad.


Sinaloa tiene una historia de indisciplina que es mucho más antigua que el cártel
vinculado a la zona. Su nombre procede de una planta espinosa que se llama así
en el idioma de los cahitas, uno de los seis pueblos que habitaban en la región
antes de la llegada de los europeos. Las tribus de entonces eran cazadoras y
recolectoras, a diferencia del gran imperio de los aztecas (mexicas) y el de los
mayas, situado más al sur. No obstante, su resistencia a los invasores europeos
fue más feroz y efectiva que la de las numerosas legiones aztecas, que fueron
derrotadas por el conquistador español Hernán Cortés en 1521. Cuando los
aventureros españoles quisieron extender su conquista por el noroeste, las tribus
de Sinaloa se lo impidieron, ayudados por los accidentes del inhóspito terreno.
Uno de sus triunfos más señalados fue la muerte del conquistador Pedro de
Montoya, que cayó a manos de los zuaques en 1584.3
Los españoles, asustados, volvieron a Ciudad de México y escribieron sobre el
canibalismo ritual de las feroces tribus de Sinaloa. Algunos historiadores
desmienten estas versiones y alegan que eran fantasías de los españoles. Fuera
verdad o leyenda, la idea ha arraigado en la mentalidad de los actuales habitantes
de la zona, que se enorgullecen de que sus antepasados se comieron a los
conquistadores que asomaron por allí. Se comieran o no a las víctimas, la
resistencia indígena convirtió Sinaloa en una frontera ensangrentada donde a
finales del siglo XVI no quedaron más que poblados habitados por esqueletos.
Los misioneros jesuitas averiguaron que los crucifijos eran más efectivos que
los cañones para integrar a los nativos en el imperio católico. Así pues, la
conquista de Sinaloa se basó más en la fe que en el uso de la espada. El resultado
puede verse todavía hoy, ya que los pobladores de la Sierra Madre siguen fieles a
sus creencias religiosas y a los santos de sus antepasados. A pesar de todo, la
región se mantuvo en los márgenes de la ley y fue semillero del contrabando de
plata y armas durante la Guerra de Independencia que se libró contra España
entre los años 1810 y 1821.


Liberado del yugo español, México vivió decenios de guerras y agitaciones civiles
que permitieron que floreciera el bandidaje en Sinaloa y otros lugares. Un tema
fundamental con que México viene contendiendo desde que logró la
independencia es la seguridad. Los herederos de Nueva España se vieron de
pronto gobernando un país muy complejo con multitud de feudos y grupos
étnicos enfrentados entre sí. La herencia dejada por los españoles fue una
burocracia corrupta, una policía acostumbrada a la tortura y millones de
desposeídos. Los nuevos gobernantes necesitaban un sistema para controlar este
caos. Pero durante los primeros decenios del siglo XIX estuvieron más
preocupados por ver quién mandaba. Los golpes de Estado se sucedieron. Los
liberales peleaban contra los conservadores. Los descendientes de los españoles
se aferraban al poder, mientras las tribus indígenas y los bandoleros asolaban los
territorios fronterizos.
Los desórdenes internos dejaron al país en una situación de debilidad frente a
las ambiciones de su poderoso vecino del norte. Las milicias civiles texanas y
luego el ejército regular estadounidense derrotaron a las tropas mexicanas en dos
guerras, y Estados Unidos obligó a México por la fuerza de las armas a cederle
todo el tercio septentrional de su territorio. El Tratado de Guadalupe de 1848 le
obligó a ceder grandes partes de Colorado, Arizona, Nuevo México y Wyoming,
toda California, Nevada y Utah, y a reconocer políticamente la pérdida de
Texas.4 En total, México perdió 2.340.000 kilómetros cuadrados de territorio,
sentando así las bases para que Estados Unidos pudiera convertirse en
superpotencia en el siglo XX. Sinaloa se encontraba a unos 580 kilómetros al sur
de la nueva frontera.
La guerra mexicano-estadounidense sigue siendo un tema de conflicto entre
los dos países. México conmemora todos los años el fusilamiento de un pelotón
de jóvenes cadetes («los niños héroes») por los soldados estadounidenses, y los
políticos despotrican por rutina contra el monstruo imperial del norte. Al mismo
tiempo, a la masiva emigración mexicana hacia Estados Unidos se le da el
nombre de «reconquista». Muchos ciudadanos de Texas y Arizona, por otro
lado, se indignan cuando los acusan de haber robado aquellos vastos territorios.
Los escasos habitantes de aquellas tierras, aducen, en realidad fueron liberados
por los soldados de gorro verde [green en inglés]; según se cuenta, los mexicanos
les gritaban Green, go [«Verde, vete»], y de aquí la palabra «gringo».
Una valla publicitaria que anunciaba en 2009 el vodka sueco Absolut ilustra
hasta qué punto siguen abiertas las heridas. Detrás del eslogan «EN UN MUNDO
ABSOLUT», el anuncio mostraba un mapa imaginario en el que México aparecía
con sus antiguos territorios y llegaba casi hasta la frontera de Canadá,
reduciendo considerablemente el tamaño de Estados Unidos. El anuncio
contribuyó a vender el licor y a inventar chistes en México. Los estadounidenses
se enfadaron tanto que bombardearon al fabricante del vodka con miles de
quejas hasta que Absolut retiró el anuncio y pidió disculpas por la ofensa
causada. Estas actitudes han influido profundamente en la guerra mexicana de la
droga y en la preocupación de Estados Unidos por su desarrollo.


Como resultado de perder territorios y morder el polvo de manera humillante,
México sufrió más conflictos y desórdenes civiles, hasta que el dictador Porfirio
Díaz se hizo con el poder. Antiguo arriero de origen mixteco, Díaz, antes de
gobernar el país con mano dura entre 1876 y 1911, era un héroe de la guerra
contra los estadounidenses y contra los franceses. Su gobierno, sin embargo, no
se basó totalmente en la fuerza. Encontró una fórmula efectiva para contener a la
salvaje fiera mexicana: una red de caciques locales, cada uno de los cuales se
quedaba con una parte del pastel. Pese a todo, si algún cacique se atrevía a
desafiar su autoridad, Díaz lo machacaba sin el menor miramiento. Lo cual, allá
en la Sierra Madre, equivalía a ríos de sangre. Cuando la tribu de los yaquis se
negó a ceder sus tierras históricas para permitir la ampliación de ciertas
plantaciones, Díaz autorizó cacerías humanas y transportó a los presos atados
con cadenas a las plantaciones de tabaco de las pantanosas tierras del sur. Casi
todos murieron de enfermedad y a causa de las inhumanas condiciones en que
vivían.
El aumento de la seguridad permitió una rápida industrialización y el
desarrollo de la agricultura. En Sinaloa, los adinerados amigos de Díaz
explotaron a conciencia las lucrativas plantaciones, mientras las compañías
estadounidenses y británicas construían vías férreas y abrían minas con
dinamita. La industrialización hizo que Sinaloa entrara en la red internacional y
atrajo barcos de todo el mundo. Las plantaciones engulleron las parcelas de los
pequeños agricultores, creando un ejército de campesinos sin tierras y deseosos
de oportunidades. El territorio estaba maduro para el contrabando. Lo único que
necesitaban ahora los bandoleros de Sinaloa era un producto. Y durante el
reinado de Porfirio Díaz empezaron a llevarse bonitas amapolas de color rojo y
rosado a las tierras altas de Sinaloa.


Un siglo después del derrocamiento de Díaz, estoy mirando las amapolas de
Matilde, que crecen entre cactos de forma fantástica que han brotado de la tierra
como tentáculos. Al acercarme me doy cuenta de que los pétalos son suaves
como el terciopelo y despiden un dulce aroma, como un jardín inglés en una
mañana de primavera. Plantas preciosas que son causa de mucho sufrimiento.
Cuando informamos sobre la violencia de la guerra de la droga —los millares de
muertos y decapitados, los kilos de billetes incautados, la ayuda extranjera, la
cambiante geografía de los cárteles, los ríos de refugiados—, perdemos de vista la
raíz de todo el conflicto. Porque todo empieza por una sencilla flor en un monte.
La amapola adormidera, de la que se extrae el opio, y cuyo nombre científico
es Papaver somniferum, es una flor de propiedades particularmente potentes.
Contiene una de las drogas más antiguas que se conocen, una sustancia que ha
recibido los calificativos de «mágica» y «divina», y también los de «ponzoñosa» y
«maligna». Para extraer esta sustancia hay que practicar unas ligeras incisiones
en el capullo con un cuchillo; de estos cortes mana una resina parda. En los
montes de Sinaloa la llaman «goma», y quienes sajan los capullos reciben el
nombre de gomeros. Cada planta exuda una pequeñísima cantidad de goma. Los
gomeros de Sinaloa necesitan un campo de una hectárea y docenas de miles de
capullos de adormidera para conseguir 10 kilos de opio puro. Me quedo mirando
un saco de sustancia incautado por los soldados. La planta ya no tiene buen
aspecto ni huele bien; es una masa oscura y pegajosa, y emite un hedor tóxico.
Cuando esta pasta se come o se fuma, produce su milagroso efecto: el dolor
cesa de repente. El consumidor podría tener un agujero en la sien y, de súbito, lo
único que sentiría sería entumecimiento. La insospechada velocidad con que
surte efecto tiene consecuencias en verdad impresionantes. El opio es uno de los
anestésicos más potentes que se conocen. En Estados Unidos llegó a venderse
con la etiqueta de «MEDICINA DE DIOS». Pero aunque cura el sufrimiento, la pasta
produce también un lamentable efecto secundario: el consumidor siente
somnolencia y euforia.
Pido a Matilde que me describa el efecto de las flores. ¿Qué propiedad mágica
tienen? ¿Por qué son tan valiosas? Me mira sin expresión durante un momento,
luego responde con lentitud y amabilidad: «Es una medicina. Y cura el dolor.
Todo el dolor. Cura el dolor del cuerpo y el dolor del corazón. Se siente como si
el cuerpo fuera barro. Todo de barro. Se siente como si uno pudiera derretirse y
desaparecer. Pero no importa. Nada importa. Se siente felicidad. Aunque no se
ríe. Es una medicina, ¿entiende?»
Estos efectos han inspirado a los escritores desde hace tres mil años, desde
Homero a Edgar Allan Poe. Describen la embriaguez del opio como si tuvieran el
cuerpo envuelto en algodón en rama; es lo mejor que les ha ocurrido en la vida;
cuentan que es como si su cabeza fuese un cojín de plumas que podría reventar.
Los músicos elogian este bendito colocón en cientos de canciones y buscan
acordes melancólicos que despiertan sonrisas espasmódicas en los fumaderos de
opio llenos de humo.
Los secretos científicos del opio fueron descubiertos por dos físicos en
Baltimore, Maryland, en 1973.5 Cuando se come o se fuma, estimula ciertos
grupos de receptores del sistema nervioso central, concretamente del cerebro y la
médula espinal. Todo el lío de la guerra de la droga empieza, pues, por
determinadas reacciones químicas.
El opio tiene un efecto particularmente poderoso cuando llega al tálamo del
cerebro, que es una masa ovoide de dos centímetros y medio de longitud que es
responsable de que sintamos dolor. Por decirlo con la mayor sencillez, cuando
nos duele una muela es porque el nervio afectado envía mensajes al tálamo y éste
los transmite a la conciencia. Los componentes del opio se pegan a los receptores
del tálamo y frenan y amortiguan los mensajes que le llegan. Puede que la caries
de la muela siga allí, pero ahora sólo sentimos un leve pinchazo y no como si nos
clavaran un clavo. Este mismo amortiguamiento químico del dolor hace que nos
sintamos eufóricos. Las funciones del cerebro se desaceleran, sentimos una gran
paz y nos volvemos creativos, filosóficos, románticos.
Los demás derivados del opio, como la morfina, la codeína y la reina de todos,
la heroína, actúan del mismo modo. En las montañas de Sinaloa, los gomeros
actuales transforman casi todo el opio en heroína, es decir, en «barro mexicano»,
que es de color pardo, y en «alquitrán negro», que es..., bueno, es negro y parece
alquitrán.
La química que produce estos efectos «divinos» también origina un temible
inconveniente: la adicción. El cerebro, de forma natural, emite sus propias
señales de tipo opiáceo para reducir el dolor. Cuando una persona consume opio
o heroína con mucha frecuencia, estos mecanismos naturales dejan de funcionar.
Cuando no consume la dosis habitual, la persona en cuestión siente los efectos
del «mono» o síndrome de abstinencia (por ejemplo, diarrea, depresión y
paranoia). Como decía un heroinómano que conocí en Gran Bretaña: «Imagina
la peor gripe y multiplícala por diez. Sólo que en este caso sabes que eliminarás
los síntomas con otra dosis».


Miles de años antes de que los gomeros de Sinaloa fabricasen heroína ya se
conocían los efectos del opio. Las cápsulas de semillas de adormidera demuestran
que los cazadores-recolectores de Europa rascaban la goma cuatro milenios antes
de Jesucristo. Hacia el año 3400 a.C., en el sur de Mesopotamia (el Irak actual),
los primeros agricultores de la historia dibujaban adormideras en tablillas de
arcilla y les daban el nombre de Hul gil, «planta de la alegría». Dos milenios
después los egipcios escribieron sobre las adormideras en el llamado Papiro
Ebers, que es uno de los escritos de medicina más antiguos de la humanidad; y
allí se dice que la adormidera es un remedio para evitar el exceso de llanto de los
niños. Con el desarrollo de la civilización europea, el opio se consumió desde
Constantinopla hasta Londres. Pero donde más popular fue la flor fue en China,
cuyos poetas decían que su goma era «digna de Buda»,6 y los fumadores de opio
del país se contaban por millones.
Los chinos acabaron por ver el lado desagradable de su apreciada flor a fines
del siglo XVIII, momento en que se elevaron crecientes quejas contra la adicción.
En 1810, la dinastía Quing publicó un decreto prohibiendo la goma y
condenando a muerte a los vendedores. «El opio es un veneno que mina las
buenas costumbres y la moralidad», proclamaba la primera ley del mundo
moderno que prohibía los narcóticos.7
La prohibición propició la aparición de los primeros traficantes de drogas,
que no eran sino educados caballeros del imperio británico. Comprendiendo que
había allí una oportunidad de oro, los comerciantes británicos de la Compañía
de las Indias Orientales pasaron de contrabando miles de toneladas de opio de la
India a China. Cuando los soldados Quing empezaron a asaltar los barcos
británicos, los galeones de la reina Victoria replicaron cañoneando la costa. Si la
Compañía de las Indias Orientales fue el primer cártel de la droga, la Marina Real
fue la primera banda de matones a sueldo del cártel. Después de las dos guerras
del opio, la compañía consiguió el derecho a traficar en 1860. Los chinos
siguieron fumando y se llevaron consigo la adormidera cuando se dispersaron
por el planeta.
Desde 1860 los obreros chinos viajaron en vapor a Sinaloa para trabajar en el
ferrocarril y en las minas. Siguiendo su costumbre, los emigrantes chinos
llevaban adormideras, goma y semillas para la larga travesía del Pacífico. La árida
tierra de la Sierra Madre resultó un suelo ideal para que prosperaran las
adormideras asiáticas. Un estudio encargado por el Gobierno mexicano en 1886
señalaba ya que la adormidera era parte de la flora de Sinaloa. La flor había
arraigado.8
Los periódicos de Sinaloa no tardaron en comentar que se estaban
multiplicando los fumaderos de opio en Culiacán y en Mazatlán. Según la
prensa, eran sucias habitaciones que había encima de las tiendas del centro que,
frecuentaban sólo los asiáticos. No se han conservado fotos de estos antros, pero
probablemente eran parecidos al que aparece documentado en una típica foto
periodística que se hizo por entonces en el barrio chino de Manila. Es una foto en
blanco y negro en que se ve a unos chinos recostados en colchones o contra la
pared, chupeteando pipas de más de medio metro de longitud. En su cara hay
una expresión de beatitud petrificada que parece reflejar el estado de euforia
mágica que les produce la goma parda.9 Se conocen escenas parecidas de
fumaderos de opio de California y Nueva York, donde los chinos y los
estadounidenses curiosos quemaban sus penas.
Pero entonces el Gobierno de Estados Unidos levantó la mano y tomó una
decisión que trajo cola: prohibió la Flor de la Alegría. La historia del narcotráfico
mexicano es también la historia de la política sobre estupefacientes de Estados
Unidos.


Cuando se ha crecido con la prohibición de las drogas, es fácil creer que su
ilegalidad viene de antiguo, como la proscripción del robo y el homicidio. Se
tiene la impresión de que es como una ley natural: la Tierra da vueltas alrededor
del Sol, la gravedad hace caer los objetos, y los estupefacientes son ilegales:
realidades de la vida puras y simples. Pero los investigadores han demostrado
que la prohibición es una política de cuño reciente que siempre ha estado
rodeada por la polémica, el desacuerdo y la desinformación.
El cuestionamiento básico de la política contra los estupefacientes es claro y
rotundo: la mayoría de la población consiente ciertos productos recreativos,
como el alcohol, que causa adicción y muerte. Los médicos y los soldados
necesitan ciertas drogas, como los opiáceos. Por otro lado, los habitantes de
comunidades pobres y sin futuro viven torturados por la adicción a cualquier
sustancia embrutecedora que puedan conseguir.
El debate sobre la legislación antidroga ha estado empañado por prejuicios
sentimentales, anticientíficos e incluso raciales. Mitos absurdos acaban
convirtiéndose en verdades aceptadas. Al principio, los periódicos
estadounidenses alegaban que los chinos utilizaban el opio sistemáticamente
para violar a las mujeres blancas y que la cocaína daba a los negros sureños una
resistencia sobrehumana. En fecha más reciente se han oído bulos sobre la
procreación de seres infrahumanos y trastornados a los que llamaban hijos del
crack y se decía que el LSD hacía creer a los usuarios que podían volar.
En medio del miedo al hundimiento moral, es imposible oír la voz de los
médicos y los científicos. Gritando en primera línea encontramos a los grandes
cruzados de los tiempos modernos: los guerreros antidroga. Los políticos no
tardaron en darse cuenta de que el tema de la droga era una plataforma útil para
luchar contra un enemigo malvado y extranjero que no puede replicar. Parecían
a la vez implacables y moralizadores, y consiguieron el apoyo de ese grupo
decisivo: la preocupada clase media.
El padre de los guerreros antidroga de Estados Unidos es Hamilton Wright,
nombrado fiscal especial contra el opio en 1908. Oriundo de Ohio, tenía
convicciones puritanas y una inquebrantable ambición política. Hizo de su
trabajo una cruzada personal para proteger a los buenos norteamericanos de un
peligro extranjero y fue el primero en soñar que Estados Unidos se pondría en
cabeza de una campaña global para desterrar el uso de las drogas. Fue un profeta
para posteriores guerreros antidroga; sus críticos piensan que empezó su carrera
política con mal pie. Hizo sonar las campanas de alarma epidémica en una
entrevista que se publicó en el New York Times en 1911 con el siguiente titular:
«EL TÍO SAM ES EL PEOR TOXICÓMANO DEL MUNDO». Según dijo al periódico:

El hábito se ha apoderado de esta nación hasta un extremo insospechado.
Nuestras cárceles y hospitales están llenos de víctimas suyas, ha despojado
de sentido moral a diez mil comerciantes y los ha convertido en alimañas
que explotan a su prójimo, y sin darnos cuenta es hoy una de las más
eficaces causas de infelicidad y pecado en Estados Unidos. [...]
El consumo habitual de opio y morfina es ya una maldición nacional,
y de un modo u otro debe frenarse si queremos mantener nuestro elevado
lugar entre las naciones del mundo y un nivel digno de inteligencia y
moralidad ante nosotros mismos.10


En la época de Wright, había, en efecto, un consumo creciente de opio; se calcula
que el número de usuarios estadounidenses oscilaba entre cien mil y trescientos
mil. Es una cantidad importante, pero se trataba sólo del 0,25 por ciento de la
población, un porcentaje que es una bagatela en comparación con el consumo
actual. Aunque algunos «toxicómanos» fumaban opio en sombríos fumaderos,
muchos se enganchaban por culpa de las prescripciones médicas.
Wright estaba también preocupado por otra droga que ganaba popularidad a
principios del siglo XX: la cocaína. Recogió informes policiales sobre el uso de la
cocaína por los afroestadounidenses y propaló la idea de que el polvo blanco
estaba espoleando los aires de superioridad de los negros. El infundio tuvo
amplia resonancia en la prensa. Entre los muchos artículos que se publicaron
acerca de los negros que enloquecían por culpa de la cocaína, el más infame
apareció en el New York Times en 1914. Fue una lamentable muestra de racismo
incendiario, aunque para los lectores modernos raya en la autoparodia. Con unos
titulares que rezaban «LOS NEGROS COCAINÓMANOS, LA NUEVA AMENAZA SUREÑA»
(muy apropiados para llamar la atención del ciudadano que se tomaba el café del
domingo por la mañana), el artículo empezaba echando pestes de los negros
enloquecidos por la cocaína que acababan matando a los blancos. Seguía la
espectacular historia de un jefe de policía de Carolina del Norte que tenía que
vérselas con un negro «colocado»:

El jefe fue informado de que un negro, inofensivo hasta la fecha, y al que
conocía bien, se estaba comportando como un enajenado, presa de un
delirio causado por la cocaína; había querido apuñalar a un tendero, y en
aquellos momentos estaba en su casa, propinando una paliza a sus
familiares. [...]
Sabiendo que debía matar a aquel hombre o morir él mismo en el
empeño, el jefe desenfundó el revólver, apoyó el cañón en el corazón del
negro y disparó. «Mi intención era matarlo en el acto», cuenta el jefe de
policía, pero el disparo ni siquiera hizo pestañear al otro. [...]
No le quedaban más que tres cartuchos en el tambor y podía
necesitarlos para detener después a la muchedumbre. Ahorró pues la
munición y «rematé al tipo con la porra».11

¡Un negro enloquecido por la cocaína que se había convertido en la Masa!
¡Chinos que utilizaban su pócima extranjera para seducir a las mujeres blancas!
Aquello sí que hizo perder los nervios a la sociedad blanca. Wright consiguió en
1914 que trece países firmaran un acuerdo para frenar la circulación de los
opiáceos y la cocaína, y en diciembre de aquel mismo año el Parlamento de
Estados Unidos publicó la progenitora de la legislación antidroga de este país: la
Ley Harrison sobre Estupefacientes. No fue un prohibicionismo total, ya que el
objetivo era controlar y no suprimir los productos. La medicina, entonces como
hoy, necesitaba cierta cantidad de opiáceos autorizados. Pero la Ley Harrison
redundó inmediatamente en la aparición de un mercado negro del opio y la
cocaína. Había nacido el narcotráfico.


Allá en Sinaloa no se tardó mucho en hacer números. Una región indómita,
adormideras en las montañas y un mercado ilegal de opio en el norte, a 580
kilómetros de allí. Era una operación sencilla: las adormideras de Sinaloa podían
transformarse en dólares de Estados Unidos.
Los inmigrantes chinos y sus descendientes tenían imaginación y conexiones
para organizar la primera red de tráfico mexicana. Con el paso de los decenios, la
comunidad creció desde Sinaloa hasta las ciudades noroccidentales de la
frontera. Casi todos hablaban español y chino mandarín, y tenían nombres
cristianos. Entre los primeros traficantes detenidos figuraban un Patricio Hong,
un Felipe Wong y un Luis Siam. Los chinos construyeron una red capaz de
cultivar y cosechar las adormideras, extraer la goma y vender el opio a los
vendedores chinos del lado estadounidense. Así como los británicos habían
hecho caso omiso de la prohibición china, los chinos desoyeron la legislación
estadounidense.
La larga frontera mexicano-estadounidense era ideal para el tráfico, un
problema que llevó de cabeza a las autoridades de Estados Unidos durante el
pasado siglo. Es una de las fronteras más largas del planeta: 3.200 kilómetros
desde San Diego (océano Pacífico) hasta Brownsville (golfo de México). El lado
mexicano cuenta con dos grandes metrópolis: Ciudad Juárez, que se alza en el
centro de la línea de demarcación, y Tijuana (que al parecer se llamó así por la
Tía Juana, una madame que regentaba un prostíbulo). Muchos emigrantes que
fueron a parar a estas ciudades procedían de las zonas montañosas de Sinaloa y
Durango, estableciendo así lazos familiares entre la frontera y los bandoleros de
la Sierra Madre.
En la frontera se alzan asimismo unas doce ciudades de tamaño medio, entre
ellas Mexicali, Nogales, Nuevo Laredo, Reynosa y Matamoros. Entre ciudad y
ciudad, discurren vastas extensiones de campo inculto, desiertos y montes áridos.
Con el transcurso de los años ha pasado de todo por esta frontera sin barreras,
desde cráneos ceremoniales aztecas hasta ametralladoras Browning y tigres
blancos. Los primeros cargamentos de opio pasaron por la divisoria como agua
por un colador.
Washington advirtió a México que pusiera fin a este tráfico. Pero México
tenía preocupaciones más apremiantes. Porfirio Díaz vetó la democracia durante
treinta y cinco años, pero los mexicanos se sublevaron al final y lo derrocaron.
Las celebraciones duraron poco, ya que el país fue presa de una sangrienta guerra
civil en la que participaron cuatro grandes ejércitos. Las batallas de la revolución,
por ejemplo las de Ciudad Juárez y Parral, se libraron sobre todo en el sector
noroccidental. Participaron en ellas muchos sinaloenses, entre ellos el verdugo de
Pancho Villa, Rodolfo Fierro, famoso por ser uno de los asesinos más
sanguinarios del conflicto. La tremenda violencia desatada ocasionó cerca de un
millón de bajas, el 10 por ciento de la población mexicana, una herencia de
sangre derramada que todavía se siente hoy en la memoria popular y de las
familias.


Mientras los mexicanos se preocupaban por sobrevivir, los estadounidenses se
preocupaban por el contrabando de opio. La Ley Harrison dio lugar a la
fundación de la Dirección de Estupefacientes con objeto de controlar el comercio
de la droga, pero no había presupuesto para realizar estudios serios. No obstante,
los agentes de aduanas, los consulados y la Secretaría de Hacienda unieron sus
fuerzas para llevar a cabo la primera investigación estadounidense de
importancia sobre los traficantes mexicanos. Los detalles de la pesquisa fueron
exhumados tiempo después por el erudito sinaloense Luis Astorga, que buscó y
rebuscó por todo Washington documentos olvidados. La información ponía de
manifiesto que los investigadores habían ido derechos a un pozo de serpientes.
La investigación comenzó en septiembre de 1916, cuando un agente especial
de aduanas de Los Ángeles envió a Washington un informe de consecuencias
explosivas.12 Sus informadores, decía, habían seguido la pista de una
organización de mexicanos de origen chino que pasaban a California opio de
contrabando por Tijuana. En Los Ángeles, la organización vendía el opio a un
chino llamado Wang Si Fee, que también tenía contactos en San Francisco. Con
los traficantes trabajaba un sujeto misterioso llamado David Goldbaum, de
nacionalidad desconocida. Goldbaum asistió a una reunión nada menos que con
el coronel Esteban Cantú, gobernador del estado de Baja California, cuya ciudad
más importante era Tijuana. Tras una acalorada discusión, Goldbaum accedió a
pagar a Cantú 45.000 dólares a tocateja y 10.000 mensuales a cambio de
inmunidad para que la organización siguiera traficando en el norte de México.
El informe revela que los agentes estadounidenses utilizaban ya por entonces
una táctica que sería característica de la lucha oficial contra la droga durante
todo el siglo XX: pagar a los informantes secretos. Por otro lado, el montante del
soborno —45.000 dólares de 1916— indica que ya en aquellos días iniciales se
sacaba mucho provecho con el comercio ilegal de droga. El informe dice también
que un miembro de la organización criminal conducía un Saxon Six, uno de los
coches más caros que salían de las fábricas de Detroit. Pero los agentes estaban
más interesados por la revelación central: había políticos mexicanos metidos en
el ajo.
Se consiguieron más pruebas para el expediente del gobernador Cantú. Un
agente de aduanas informó de que la policía de Baja California practicaba
redadas y se incautaba de variables cantidades de opio, por ejemplo de
cuatrocientas latas de goma que se confiscaron en el puerto de Ensenada; y que
esta misma droga reaparecía luego para la venta. Los agentes de Hacienda
declararon que Cantú vendía opio a un distribuidor llamado J. Uon, de Mexicali,
la capital de la Baja California. Uon distribuía luego el opio a través de un
establecimiento llamado Casa Colorada, que pasaba por ser una agencia china de
empleo.13 Otro informe de Hacienda añadía que el propio Cantú era
morfinómano. El gobernador se había inyectado el opiáceo tantas veces en los
brazos y las piernas que los tenía cubiertos de moraduras, aseguraba la fuente.
Se enviaron a Washington kilos de documentos con testimonios
condenatorios. Los funcionarios de aduanas y de Hacienda presionaron al
Departamento de Estado para que investigase y presentara una reclamación a
México. Los agentes pensaban que el caso no tenía vuelta de hoja. Pero... no
ocurrió nada. No hay el menor indicio de que Washington presionara a México
por aquel asunto, y Cantú acabó su mandato sin que nadie lo molestase. Puede
que Cantú fuera partidario de la alianza que deseaba Washington en aquellos
momentos de la Revolución Mexicana. Puede que el Gobierno estadounidense
estuviese más preocupado por la guerra que tenía lugar en suelo europeo. Puede
que los funcionarios no quisieran cortar el suministro de opiáceos, que se
estaban repartiendo a manos llenas entre las tropas de todos los bandos en las
ensangrentadas trincheras de Francia.
Fuera cual fuese el motivo, el caso Cantú sentaría un precedente del que los
funcionarios antidroga de Estados Unidos se quejarían desde entonces. Cada vez
que los agentes iniciaran una investigación en la que hubiera implicados políticos
extranjeros, el Departamento de Estado no haría nada e incluso obstaculizaría
sus esfuerzos. La guerra contra la droga en el extranjero y la política exterior de
Washington eran misiones diferentes con prioridades muy distintas.


El comercio del opio pasó a ser una prioridad más secundaria aún en los años
veinte, época en que la policía se concentró en un nuevo demonio público: el
alcohol. Mientras el «noble experimento» de la prohibición del alcohol daba
origen al gánster de peor fama de Estados Unidos, Al Capone, por otro lado
financiaba a los prometedores matones del Río Grande. Las ciudades de la
frontera mexicana ya eran célebres por sus prostíbulos y sus clubes de
espectáculos sicalípticos. El señuelo del alcohol multiplicó las cantinas que
servían whisky y tequila a los sedientos estadounidenses. Los mexicanos con
iniciativa también pasaban licor de contrabando a la vasta red de bares
clandestinos del otro lado de la frontera. Así como los contrabandistas de
Chicago replicaban disparando a los policías que querían incautarse de su botín,
también los contrabandistas de la frontera devolvían el fuego.
Un artículo aparecido en El Paso Times de 1924 cuenta que una banda de
contrabandistas se enzarzó en un tiroteo con aduaneros que quisieron confiscar
tres sacos de botellas de tequila y 240 litros de whisky. El drama se centra en el
heroísmo de un aduanero llamado simplemente agente Threepersons que se
enfrenta solo a dieciséis contrabandistas y consigue matar a un mexicano. O eso
dice él. La trepidante acción que tiene lugar en la frontera comienza así:

Los primeros indicios de la batalla se vieron venir a eso de la medianoche
del sábado, cuando los agentes de aduanas Threepersons y Wadsworth
estaban apostados al final de la calle Uno en espera de un cargamento de
licor que iba a cruzar la frontera.
Poco después de situarse al lado de un grueso árbol que se alza junto al
monumento, Wadsworth dejó solo a Threepersons para estacionar su
automóvil más cerca del escenario de las operaciones. No bien hubo
desaparecido Wadsworth cuando llegaron dieciséis mexicanos. [...]
Un hombre se puso en su camino de un salto y lo apuntó con una
pistola. Threepersons dijo al hombre que levantara las manos, pero el
hombre se negó y disparó al agente a bocajarro. Threepersons disparó su
carabina de calibre 30-30 al hombre, que se desplomó en el suelo.
El tiroteo duró más de una hora y se oyó prácticamente en toda la
ciudad.14

¡Un tiroteo que dura una hora en el centro de la ciudad! ¡Una banda de
dieciséis hombres armados! La noticia se asemeja mucho a las que aparecen
actualmente en la prensa de la frontera. Sólo que esta batalla se desarrolló en el
lado estadounidense, en el centro de El Paso. En aquellos tiempos, sin embargo,
con todos los tiroteos y matanzas que se producían a diario en Chicago, la
escaramuza de El Paso era una insignificancia, relegada a la página diez del
periodicucho local.


Conforme se acercaba el fin de la Ley Seca, los contrabandistas mexicanos
buscaron nuevos productos. No tardaron en fijarse en los bonitos beneficios que
obtenían los chinos con sus latas de opio y heroína. Los bandoleros de los montes
de Sinaloa también envidiaban los coches y las casas grandes de los gomeros
asiáticos. Los mexicanos querían una ración del pastel. Pronto se dieron cuenta
de que podían quedarse con todo.
Los pérfidos mexicanos robaron a los chinos el negocio del opio en medio de
una ola de violencia racial contra ellos. (No es sólo el racismo estadounidense el
que ha dado forma al tráfico de drogas.) Hacía decenios que había ido creciendo
la hostilidad contra los chinos; los mexicanos calumniaban a los inmigrantes
acusándolos de inmorales y sucios, y miraban con envidia la prosperidad de sus
tiendas y restaurantes. El racismo llegó al paroxismo espoleado por políticos
destacados.
También los delincuentes lo promovían. En 1933, el cónsul estadounidense
de Ensenada envió a Washington un informe sobre el crecimiento de la
hostilidad contra los chinos. Mencionaba a un informante, un estadounidense
que hablaba el mandarín, y que sostenía que entre los principales activistas
antiasiáticos había delincuentes conocidos. Entre ellos estaba un contrabandista
apodado Segovia, que se movía por los estados de Sonora, Sinaloa y Baja
California, repartiendo dinero entre los grupos antichinos violentos. El objetivo
de Segovia, decía el informe, era apoderarse de la producción china de
adormideras.
La tensión racial estalló en las calles. Entre los que se unieron a las
muchedumbres linchadoras había un estudiante universitario llamado Manuel
Lazcano. Nacido en 1912 en un rancho de Sinaloa, llegó a ser una figura
prominente en la policía y la política, y fue fiscal general de Sinaloa durante tres
legislaturas. Más tarde se avergonzó de haber participado en las agresiones
raciales y afirmó estar escandalizado por la crueldad desplegada. Sus memorias se
cuentan entre las más sinceras que hayan escrito los funcionarios mexicanos y
entre las principales fuentes para conocer el tráfico de drogas mexicano de
aquellos tiempos. Puede vérsele en una foto: joven, elegante, atractivo, fumando
en pipa; en sus memorias describe la marcha de una muchedumbre que llegaba a
la plaza central de Culiacán para reclutar seguidores.

Eran unas ciento cincuenta personas, que para ese entonces en Culiacán
representaba una cantidad significativa. Las pancartas eran patéticas:
chinos dibujados comiendo ratas, chinos con llagas en la cabeza (por
aquello que se decía de que los orientales traían enfermedades sin fin y
que además eran muy sucios, que comían reptiles). Era un rosario
vergonzante de ataques e infundios. [...] Los muchachos empezaron a
empujar, a sugerir, a incitar para que nos involucráramos. Recuerdo sus
voces: «Éntrale, éntrale». Y pues le entré: me puse antichino. Es algo que
aún hoy me causa malestar.15

Lazcano cuenta que el gentío peinaba las calles en busca de chinos. Cuando
encontraba víctimas, la muchedumbre las arrastraba hasta una cárcel clandestina
que había en una casa cerrada a cal y canto y allí se quedaban, atadas de pies y
manos. Cuando capturaban suficientes individuos, los metían en vagones de
carga, enganchaban éstos a trenes de mercancías y los expulsaban del estado. Los
linchadores se apoderaban de las casas y propiedades de los chinos. La limpieza
étnica de Sinaloa se produjo mientras el régimen nazi perseguía a los judíos de
Europa. Lazcano no elude la comparación.

Hemos visto películas de la represión brutal de que fueron objeto los
judíos, y escenas sugerentes de cómo los trasladaban como animales. Pues
igualito ocurrió en Sinaloa, pero aquí con los chinos. Estábamos saturados
de ver imágenes en vivo.16

Los gánsteres de otras partes de México no se molestaban en buscar furgones:
mataban a tiros a los chinos rivales y en paz. En Ciudad Juárez se contaba que un
pistolero llamado el Veracruz juntó y mató a once chinos que trabajaban en el
negocio del opio. Al parecer, estaba a las órdenes de una mujer de Durango
llamada Ignacia Jasso, la Nacha. Los mexicanos empezaban a dominar el
comercio de la droga desde las plantaciones de la Sierra Madre hasta las
bulliciosas ciudades fronterizas.
Baja, robusta y con cola de caballo negra, la Nacha fue la primera mujer que
alcanzó la celebridad en la delincuencia mexicana. Por lo que se sabe, era una
empresaria con talento. Se daba cuenta de las cambiantes demandas del mercado
y amplió la producción de heroína, y según parece tenía laboratorios
improvisados para procesar las adormideras de la Sierra Madre. En vez de cruzar
la frontera con las drogas, vendía los paquetes de heroína en su casa del centro de
Juárez. Los estadounidenses, entre ellos muchos soldados de la base de El Paso,
cruzaban el río para adquirir la mercancía. Otros clientes llegaban de mucho más
lejos, por ejemplo de Albuquerque, Nuevo México, en busca de su famoso barro.
El mercado era pequeño en comparación con lo que es hoy, y el barro
mexicano se consideraba de calidad inferior a la heroína dominante entonces, la
turca. Pero se trapicheaba lo suficiente para que la Nacha fuera una de las
personas más ricas de Juárez. Financiaba un orfanato y un programa de
desayunos para niños, y además tenía un coche americano de lujo. Y sobornaba a
la policía. Según informó el periódico local El Continental el 22 de agosto de 1933
acerca de la reina de la heroína:

La señora Ignacia Jasso viuda de González, alias la Nacha, no ha sido
aprehendida aún por las autoridades por posesión y venta de drogas
heroicas [heroína], que se dice ha estado llevando a cabo desde hace
muchos años en su domicilio, ubicado en la calle Degollado número 218.
Se nos informa de que la Nacha se pasea tranquilamente por las calles de
Ciudad Juárez en el lujoso automóvil que acaba de comprar, pero parece
que goza de grandes influencias y tal vez a eso se deba el que no haya sido
capturada.17

Una vez más, como en el caso de Cantú, los primeros años del narcotráfico
hacían salir a la luz pública historias de corrupción. Pero en la época de la Nacha
la corrupción no estaba representada ya por un gobernador poco convencional
en medio de la guerra civil. Los años de guerra habían pasado y en México
mandaba ahora un partido todopoderoso.


El Partido Revolucionario Institucional, o PRI, ha sido comparado con el Partido
Comunista soviético por su apego el poder, ya que gobernó México casi tanto
como los bolcheviques en Rusia. Además, tiene el mérito de haber dado a México
el período de paz más largo de su historia y de haberlo protegido de los
sangrientos conflictos que asolaron Sudamérica durante todo el siglo XX.
El padre fundador del PRI, el general Plutarco Elías Calles, organizó el
partido en 1929 después de ser presidente durante un mandato. Su objetivo era
restaurar la paz y el orden unificando los sectores básicos de la sociedad —
sindicatos, campesinos, empresarios y militares— para que cantaran la misma
canción y enarbolaran la misma bandera. Influido por el totalitarismo de los
comunistas soviéticos y los fascistas italianos, Calles viajó a Europa para observar
a los políticos. No deja de ser curioso que acabase por dedicar más tiempo a
observar al Partido Laborista británico y al Partido Socialdemócrata alemán. En
cualquier caso, el PRI fue una organización auténticamente mexicana que
incluso adoptó los colores verde, blanco y rojo de la bandera nacional. Su idea
era que el partido encarnase la nación.
Algunos periodistas estadounidenses creen que era un partido de izquierdas.
Se equivocan. Aunque dio algunos presidentes izquierdistas, como Lázaro
Cárdenas, también dio capitalistas al ciento por ciento, como Carlos Salinas.
Básicamente, al partido le interesaba menos la ideología que el poder. Gran parte
de sus métodos procedían directamente del manual de estrategias de Porfirio
Díaz. Volvió a crear una red de caciques, que mantenían el orden en sus
respectivos territorios. En este mosaico de pequeños feudos se crearon miles de
organizaciones policiales. Sin embargo, una diferencia fundamental respecto del
régimen de Díaz era que el PRI cambiaba de presidente cada seis años.
Gobernaba una institución, no un hombre de hierro. La genialidad de esta
organización hizo que el premio Nobel Mario Vargas Llosa dijese que era la
«dictadura perfecta».18
Para que las cosas marchasen con cierta holgura, el régimen del PRI se basaba
en la corrupción. Los empresarios pagaban un diezmo a los caciques de las
ciudades medianas, que a su vez pagaban otro diezmo a los gobernadores, que a
su vez pagaban al presidente. El dinero subía como la espuma y el poder bajaba
como el agua. Todos estaban contentos y todos se ponían en la cola porque todos
recibían su paga. Los historiadores han señalado esta paradoja de la política
mexicana: la corrupción no era la podredumbre, sino el aceite y el pegamento de
la maquinaria.19 En este sistema, el dinero de la heroína era una mordida más. El
mercado de la droga era entonces una fracción de lo que es hoy y los
funcionarios no lo consideraban un negocio millonario. Era una simple fechoría,
algo similar a como hoy ven muchas personas la música pirateada.
Manuel Lazcano —el estudiante que había estado en los disturbios raciales—
recuerda la vigencia de esta actitud mientras ascendía en la maquinaria política
del PRI en Sinaloa. Cuenta que conoció a muchas personas que se apoderaban
del negocio chino de la droga.

Así empezaron las cosas. Yo quiero pensar —así lo veo— que se creía, que
no se tenía conciencia del daño que se estaba haciendo. Acaso al principio
el asunto se vio casi como si fuera algo natural, quizá como un delito
menor, tolerable, pasable. Semejante al hecho de ir a Nogales a traer de
contrabando una caja de coñac sin pagar impuestos.20


La producción del opio de Sinaloa creció espectacularmente en los años
cuarenta, recuerda Lazcano. Como muchos otros, dice que el crecimiento se
debió a un misterioso cliente que pagaba en dólares toda la adormidera que se le
diese. Ese generoso cliente, dice, tal vez fuera el propio Tío Sam.
La idea de que el Gobierno estadounidense comprara sistemáticamente el
opio de Sinaloa durante la Segunda Guerra Mundial es propia de la aplicación de
la teoría clásica de la conspiración a los comienzos del tráfico mexicano. En la
Sinaloa actual, los políticos, la policía y los propios traficantes hablan de esas
transacciones como de una verdad comprobada. La Secretaría de Defensa
mexicana también se hace eco de esa versión en la historia oficial del tráfico de
drogas que puede verse en las paredes de su sede en Ciudad de México. Sin
embargo, los funcionarios de Estados Unidos la han negado con energía.
La teoría de la conspiración dice que el Gobierno estadounidense necesitaba
opio para fabricar la morfina que necesitaban sus soldados en la Segunda Guerra
Mundial. El ejército de Estados Unidos enviaba cargamentos enteros de morfina
para tratar a los soldados alcanzados por las bombas japonesas y alemanas. El
abastecedor tradicional de adormidera de los laboratorios médicos
estadounidenses era Turquía. Pero la guerra cortó las rutas de abastecimiento, ya
que los submarinos alemanes patrullaban el Atlántico y hundían los buques
mercantes. El Gobierno de Estados Unidos se dirigió entonces a los gomeros
sinaloenses e hizo un trato con el Gobierno mexicano para que les dejaran
plantar sus adormideras.
Lazcano, para confirmar la existencia de dicho trato, recuerda la facilidad con
que amigos suyos enviaban pasta de opio al norte en aquellos tiempos.

Yo conocí a varias personas que sembraban. Se trataba de amigos míos
que cultivaban amapola y luego de la cosecha se iban a Nogales vestidos
como campesinos, con cuatro o cinco bolas en un veliz o en unos
morrales, y lo curioso es que en la frontera pasaban por la aduana sin
ningún problema, sin ningún peligro. A la vista de los aduaneros.
Entregaban su cargamento a donde tenían que entregarlo y regresaban
muy campantes; era evidente que los dejaban pasar.21

Un periodista estadounidense estuvo en Sinaloa en 1950 y comprobó que sus
interlocutores del mundo empresarial y de la administración local confirmaban
el acuerdo. Escribió para estar seguro a la Dirección Nacional de Estupefacientes
(U.S. Federal Bureau of Narcotics), el organismo fundado en 1930 para
coordinar mejor las operaciones antidroga de Estados Unidos. El máximo
responsable de la Dirección durante sus primeros treinta y dos años de vida fue
Harry Anslinger, un guerrero antidroga de la línea dura. Anslinger respondió
personalmente a las preguntas relativas al acuerdo, diciendo que la teoría que
circulaba era «totalmente fantástica y desborda la imaginación más
desbocada».22 Tampoco los mejores expertos en drogas de México han
conseguido encontrar ninguna prueba concluyente de la existencia del acuerdo, y
algunos se preguntan si no lo habrán inventado las autoridades mexicanas para
tranquilizar su conciencia.
Contribuyera el Tío Sam o no, el caso es que el negocio del opio sinaloense
prosperó. Los sinaloenses adquirieron tal reputación como productores de goma
que incluso su equipo de béisbol era conocido con el nombre de Los Gomeros.
En los años cincuenta, Lazcano, por asuntos administrativos, fue al mismo
municipio montañés donde yo me quedé mirando las bonitas amapolas.
Entonces ni siquiera había una mala carretera de tierra para subir. Él fue en
avión. Y en las tierras altas, dice, vio campesinos con «walkie-talkies
[transmisores-receptores portátiles], armas de fuego, coches e incluso latas de
comida gringa»,23 todo fruto de la economía del opio.
Los descendientes de las viejas tribus caníbales, los bandoleros y los
campesinos desplazados habían encontrado un cultivo que los sacaba de la
miseria. La economía del opio y la heroína acabó integrándose en su cultura,
junto con las furgonetas de reparto, los santos folclóricos, y en fecha posterior los
fusiles Kaláshnikov. El narcotráfico había arraigado en una comunidad en la que
podía crecer como una planta carnívora. En viviendas precarias típicas de este
entorno nacieron el Chapo Guzmán y Beltrán Leyva, el Barbas, en 1957 y 1961
respectivamente. Mientras crecían, estalló en el mundo un fenómeno de vasto
alcance que acabaría modificando el comercio de la droga, que si hasta entonces
había sido un negocio local para alimentar a unas cuantas familias montañesas,
se convirtió en un mercado mundial multimillonario: la revolución social de los
años sesenta.
3

Hippies

Mira que es curioso. Todos los bastardos que quieren que se legalice la
marihuana son judíos. ¿Qué coño pasa con los judíos, Bob? ¿Qué pasa con
ellos? Supongo que es porque casi todos son psiquiatras.

RICHARD NIXON, 26 de mayo de 1971,
cintas de la Casa Blanca, hechas públicas
en marzo de 2002

S e dice que el Verano del Amor comenzó el 1 de junio de 1967, cuando los
Beatles lanzaron su histórico álbum Sgt. Pepper’s Lonely Hearts Club Band, con
aquella simbólica cubierta en que aparecían los chicos de Liverpool con uniforme
rojo, magenta, azul y amarillo. El álbum estuvo en el primer puesto de los «200
Principales» de Estados Unidos (Billboard 200) durante quince semanas
seguidas, entre otras cosas porque a los estadounidenses que compraban discos
les entusiasmaron las referencias que se hacían a las drogas. Vistas
retrospectivamente, eran referencias ridículamente pacatas. La única vez que se
mencionaba una droga era en clave, concretamente en la canción «Lucy in the
Sky with Diamonds» (cuyas iniciales, por si queda alguien que no lo sepa, dicen
LSD). Y en la canción final aparecían aquellas palabras, oh, tan rebeldes: «Me
gustaría colocarte», que bastó para que la BBC la prohibiese, alegando que podía
«promover una actitud permisiva hacia el consumo de drogas». Pero las drogas
parecían tan emocionantes aquel verano que bastaba una insinuación para que
los muchachos se acercaran corriendo. De la noche a la mañana, las hierbas
estupefacientes representaron a la juventud, la revolución y el mundo feliz. Aquel
mismo mes se contaban por miles los que fumaban marihuana delante de las
cámaras de televisión mientras Jimi Hendrix y Janis Joplin interpretaban nuevas
y extrañas formas de rock en el festival californiano de Monterey. El mundo
estaba patas arriba.
Pero no en la Sierra Madre. En el verano de 1967, un joven de 16 años
llamado Efraín Bautista dormía en el sucio suelo que venía compartiendo con sus
ocho hermanos desde que había nacido. En su pueblo de viviendas precarias de
cañas y barro nadie sabía nada del Sargento Pepper, de los Beatles, del LSD, de
Liverpool, ni siquiera de Monterey, porque nadie tenía radio ni tocadiscos, y no
digamos televisor, y los periódicos no llegaban tan lejos ni tan arriba.
Habría sido difícil tener allí un verano de amor porque la gente de aquella
parte de las montañas estaba enzarzada en una serie de enfrentamientos
mortales. Su familia estaba en guerra con otro clan a causa de una reyerta medio
olvidada que había tenido su tío por una mujer. Su tío había acabado matando a
un pretendiente rival, y el clan agraviado se había vengado matando a otro tío de
Efraín y a un primo suyo. Los dos clanes esperaban el momento oportuno para
derramar más sangre. Estas riñas solían exterminar a generaciones enteras de
ciertas familias.
A pesar de que Efraín y su aldea estaban en un mundo distinto del de los
hippies estadounidenses que sacudían la melena oyendo a Ravi Shankar, estaban
intrínsecamente relacionados por una planta verde de capullos pegajosos y un
inolvidable olor agridulce. Mientras la sed estadounidense de marihuana se
disparaba de manera vertiginosa, la hierba psicodélica corría por el campo
mexicano. Como los cultivadores sinaloenses de la droga no podían satisfacer el
exceso de demanda, los agricultores empezaron a plantarla en el estado vecino de
Durango, luego en Jalisco, luego en la zona sur de la Sierra Madre, en los estados
de Oaxaca y Guerrero, que era donde vivía Efraín. Efraín y su familia iban a
sufrir una súbita transformación; eran pequeños agricultores y pasaron a ser
productores del primer eslabón de la cadena de la droga.
El meteórico aumento del consumo de drogas en Estados Unidos durante los
años sesenta y setenta repercutió de manera espectacular en otros países, aparte
de México: a saber, en Colombia, Marruecos, Turquía y Afganistán. En menos de
diez años, las drogas recreativas dejaron de ser un vicio localizado y se
convirtieron en una mercancía global. En México, el aumento de la demanda
transformó a los productores de droga: al principio eran un puñado de
agricultores de Sinaloa, y acabaron siendo una industria nacional que afectaba a
una docena de estados. El Gobierno tuvo que responder a una infracción de la ley
que crecía como una mancha de aceite. Pero como la industria empezó a ingresar
miles de millones de dólares, los políticos quisieron sacar tajada. El incremento
del capital en juego fomentó la aparición de jefes y desató la primera ola de
matanzas relacionadas con la droga. El narcotráfico experimentó un repentino y
asombroso período de desarrollo.


La familia de Efraín se dio cuenta de que el negocio de la marihuana estaba
extendiéndose por las montañas de México cuando un primo suyo empezó a
plantarla en una aldea vecina. El padre y el abuelo de Efraín conocían el cáñamo
de toda la vida, ya que sus atractivas hojas estrelladas crecían esporádicamente
por toda la Sierra Madre. A diferencia de las adormideras, que fueron importadas
a fines del siglo XIX, la marihuana se viene consumiendo en México por lo menos
desde los tiempos del dominio español, incluso hay quienes aducen que ya la
consumían los aztecas. Durante las sangrientas campañas de la revolución, la
marihuana ayudó a muchos soldados a sumergir sus pesares en nubes de humo.
La hierba también inspiró el pasaje más famoso de la canción popular «La
cucaracha», cuya letra dice: «La cucaracha, la cucaracha ya no puede caminar,
porque no tiene, porque le falta marihuana que fumar». En épocas de paz, el
cáñamo era muy conocido en las cárceles y era consumido por iconos culturales
como el muralista Diego Rivera.1
Cuando el padre de Efraín vio que su primo sacaba buenos beneficios de la
marihuana, quiso plantar él también. El primo le dio semillas con mucho gusto y
le presentó a su comprador. Efraín explica la decisión de entrar en el negocio de
la droga.
—Mi padre tenía cuatro campos, o sea que éramos una familia acomodada
para lo que era la vida en las montañas. Teníamos algunas vacas, cosechábamos
maíz y limas y algún que otro producto. Pero aun así era difícil ganar dinero
suficiente para alimentar a todos. Entre hermanos y hermanas, éramos nueve en
total, y mi padre cuidaba además de los hijos de su hermano, que había muerto
en una reyerta. Mi padre era vago, pero inteligente. Buscaba formas de ganar
dinero que dieran poco trabajo y muchas ganancias. Por eso probamos con la
marihuana.
Efraín sonríe al recordar su juventud mientras comemos huevos con chiles en
un restaurante de Ciudad de México. Vive en la capital desde hace décadas, pero
conserva ciertas costumbres montañesas: es tosco, pero abierto y sincero. Tiene
la piel curtida por el clima y unos ojos claros que él atribuye a ciertos
antepasados franceses que se remontan a muchos siglos atrás. A pesar de esta
ascendencia europea, está orgulloso de ser de Guerrero, un estado de nombre
belicoso que tiene fama de ser uno de los más violentos de México.
—Primero plantamos marihuana en medio campo; en el otro medio crecía
maíz. La marihuana es una planta sencilla de cultivar y las montañas son
perfectas para eso. La dejamos a merced del sol y la lluvia, y la tierra hizo el resto.
Al cabo de unos meses teníamos unas plantas muy crecidas. Medían metro y
medio. La cosechamos mi hermano y yo, con el machete. Es fácil de cortar.
Llenamos un par de sacos con las ramas. Olía padre, así que imagino que era de
buena calidad. La llevamos a la ciudad para venderla.
El centro comercial más cercano era Teloloapán, un pueblo de montaña con
calles de piedra que es famoso por sus platos de moles [chocolate y chile] y fiestas
en las que los lugareños se disfrazan de diablos. Efraín y su padre encontraron al
comprador del primo, que les dio 1.000 pesos por los sacos, que contenían unos
25 kilos de hierba. Aquello representaba sólo 5 dólares por kilo y era una fracción
del precio al que se vendería en los patios de Berkeley. Pero para Efraín y su
familia fue como si hubieran hallado oro.
—Fue la mejor cosecha que habíamos vendido hasta entonces, y mucho más
dinero del que conseguíamos vendiendo maíz, limas o lo que fuese. Lo
celebramos por todo lo alto, con carne, y todos nos compramos ropa y zapatos.
Así que nos pusimos a plantar marihuana en dos de los cuatro campos, y cada
tantos meses vendíamos la cosecha, que era ya de unos 100 kilos. Aún no éramos
ricos, pero tampoco pasábamos hambre como antes.
Efraín y su familia llevaban dos años cultivando marihuana cuando llegaron
soldados para destruir la plantación. Por suerte, el comprador les había avisado
con una semana de antelación, lo que indicaba que la organización que movía la
hierba tenía contactos útiles.
—Recogimos la marihuana a toda prisa —recuerda Efraín—. Parte de las
plantas había madurado ya y pudimos esconderla en sacos en las montañas. Otra
parte había crecido sólo a medias y la tiramos. Cuando llegaron los soldados a la
aldea, ni siquiera inspeccionaron los campos. Mi padre se enfadó por haber
desperdiciado tanta hierba.
»Al principio no sabíamos adónde iba a parar nuestra marihuana. Lo único
que sabíamos es que bastaba con bajar al pueblo y la vendíamos. Pero al cabo del
tiempo nos enteramos de que la llevaban al norte [Estados Unidos]. Por entonces
hubo gente de las montañas que se dirigió al norte en busca de trabajo. Pero
nosotros no quisimos irnos. Queríamos demasiado las montañas.»
Efraín y su familia llamaban a la hierba simplemente marihuana, o mota, que
es como se dice en jerga mexicana. Pero es muy probable que en Estados Unidos
se vendiera utilizando la atractiva marca «Acapulco Gold». Teloloapán está en
Guerrero, lo mismo que Acapulco, la ciudad donde Elvis Presley y Johnny
Weissmüller, el intérprete de Tarzán, tomaban margaritas en cáscara de cocos en
los años sesenta. Con el tiempo circularon toneladas de marihuana entre el sur
de la Sierra Madre y el célebre centro turístico, desde donde viajaba al norte en
barcos pesqueros. Años más tarde, al entrar en una comisaría de la policía
nacional de Acapulco, vi a un agente, que llevaba una cadenita de oro, sentado
con toda indiferencia delante de un alijo incautado de 300 kilos de Acapulco
Gold, prensada en forma de ladrillos compactos. Exhalaba un perfume tan fuerte
que se podía oler desde la calle. Al acercarme vi que tenía ese color dorado
verduzco que es la causa de que la llamen gold, «oro».


En los años sesenta, la Acapulco Gold era muy buscada por los consumidores
estadounidenses, ya que pensaban que era de mejor calidad que la hierba que
cultivaban en California o en Texas. En cualquier caso, el mercado
estadounidense de la marihuana creció tan aprisa que los traficantes la
importaban de donde podían. En resumen, fueron los estadounidenses quienes
crearon la demanda y se fijaron en México como país proveedor. Los
«pachecos»[***] (fumadores de marihuana) acudían en manada, pasaban la
frontera por Tijuana y compraban hierba de cualquier parte. Un grupo de
estudiantes del Instituto de Coronado, San Diego, con su profesor al frente,
empezó a pasar marihuana a Estados Unidos por la playa de Tijuana, en tablas de
surf. La llamada Compañía Coronado amplió el pasivo y utilizó yates, hasta que
la policía nacional los detuvo a todos.2 Otros consumidores iban a la frontera de
Texas, se apostaban en la orilla del Río Grande y esperaban a que los mexicanos
les lanzaran bolsas de hierba por encima del agua. Y otros iban a los peores
tugurios de El Paso o de Laredo y buscaban mexicanos con aspecto sospechoso
con la esperanza de que fueran camellos.
El kilo de marihuana valía en la frontera unos 60 dólares, y en las
universidades de la costa atlántica se vendía por 300. Algunos estadounidenses
con iniciativa se adentraban en México para conseguir el producto más barato
aún. Entre estos aventureros estaba George Jung, un fumeta de Boston que
empezó transportando hierba por todo el país. Boston George se pasó luego a la
cocaína, consiguió que se hiciera sobre él una película de éxito, Blow, y ha
acabado siendo un traficante superestar, con un sitio web, un club de fans y una
colección de camisetas (Smuggler Wear).
Hippie de largo pelo rubio, nariz grande y marcado acento de Boston, George
ha contado sus hazañas en numerosos vídeos y memorias escritas en su celda de
la cárcel La Tuna, en Anthony, Texas, donde cumple una condena de quince
años. Cuando fue a México por primera vez en busca de marihuana, dice, se
inspiró en la película La noche de la iguana y por eso se dirigió a Puerto Vallarte,
centro turístico de la costa pacífica. Como hablaba sólo un español macarrónico,
estuvo vagabundeando dos semanas hasta que encontró algo. No tardó en ganar
100.000 dólares al mes, transportando hierba en una avioneta. Boston George
compraba a los intermediarios, que adquirían la marihuana a miles de
agricultores como Efraín. Estos intermediarios, dice George, tenían contactos
entre los militares mexicanos.
George acabó siendo detenido con el maletero lleno de marihuana en el Club
Playboy de Chicago. Por suerte (o por desgracia) coincidió en una celda con el
colombiano Carlos Lehder, que lo presentó al Cártel de Medellín y le hizo ganar
millones con la cocaína.
El cierre de las operaciones mexicanas de George tuvo poco efecto en la
afluencia de hierba hacia el norte. El mercado siguió creciendo hasta que, en
1978, un sondeo de la Casa Blanca reveló que el 37,8 de los alumnos de último
curso de los centros de segunda enseñanza admitía haber fumado hierba. Por
aquellas fechas también aumentó el consumo de la heroína y, un tiempo después,
el de la cocaína. Los guerreros antidroga se basaron en esto para aducir que era
una prueba de que la hierba empujaba a los consumidores por una pendiente que
conducía a vicios más sórdidos. Puede que tuvieran razón. O puede que las
grandes modificaciones de los factores socioeconómicos básicos disparasen la
oferta y la demanda de las tres sustancias.
Fueran cuales fuesen los motivos, en la época se produjo un cambio radical en
el consumo de drogas en Estados Unidos. En 1966, la Dirección Nacional de
Estupefacientes (Federal Bureau of Narcotics) dijo que la droga más lucrativa del
país era la heroína, y calculaba que el mercado negro estadounidense movía al
año mercancía por un valor de 600 millones de dólares.3 En 1980, se calculaba
que el mercado negro tenía un valor de 100.000 millones de dólares. Era
ciertamente una modificación de dimensiones cósmicas que cambió la cara de
Estados Unidos, desde las universidades hasta las zonas urbanas deprimidas; y la
de México, desde las montañas hasta los palacios gubernamentales.


Durante la explosión del consumo de drogas en Estados Unidos, el presidente
que más influyó en la política de narcóticos fue sin duda Richard Nixon. El
batallador californiano declaró la Guerra a las Drogas; intimidó a los Gobiernos
extranjeros en materia de producción de estupefacientes; y creó la Drug
Enforcement Administration, la DEA, la Agencia Antidroga. Sus contundentes
decisiones definieron la política estadounidense durante los siguientes cuarenta
años; y tuvo una influencia tremenda en México. Sin embargo, como Nixon
quedó desprestigiado por el caso Watergate, los guerreros antidroga posteriores
prefirieron quitar importancia a sus titánicas aportaciones. Pese a todo, los
críticos de la política sobre drogas admiten que, aunque Nixon fue un presidente
polémico, concedió más fondos a los programas de rehabilitación que algunos de
sus sucesores liberales.
Nacido en 1913, Nixon llegó a la edad adulta durante la campaña contra la
marihuana que orquestó el director de la Dirección Nacional de Estupefacientes
Harry Anslinger, que sostenía que fumar hierba causaba comportamientos
repugnantes e inmorales e inducía a las personas a matar. Estas ideas se reflejan
en la clásica película de propaganda Reefer madness («La locura de la
marihuana», también titulada Tell your children, «Cuénteselo a sus hijos»),
realizada en el punto culminante de la abnegada campaña de Anslinger. La
película describe las andanzas de unos virtuosos estudiantes de bachillerato a
quienes un «conecte» (camello) incita a fumar marihuana, y desde entonces se
dedican a violar, matar y volverse locos. Tiene algunos momentos delirantes,
como cuando un estudiante da unas chupadas a un «toque»[****] y suelta una
carcajada de malo hollywoodense.
La idea de que la marihuana incita a las personas a violar y matar quedó
obsoleta en los años sesenta. Pero Nixon seguía creyendo que la hierba volvía
inmoral a la gente y llegó a decir que descarriaba a la juventud y era responsable
de la revolución contracultural que tan obscena le parecía a él. Quedó muy claro
lo que pensaba en las cintas de la Casa Blanca que se hicieron públicas en 2002.
Las drogas, decía, formaban parte de una conspiración comunista para destruir
Estados Unidos. Como dijo en una grabación:

La homosexualidad, las drogas, la inmoralidad en general. Ésos son los
enemigos de las sociedades fuertes. Por eso los comunistas y los
izquierdistas promueven estas cosas. Tratan de destruirnos.4


Nixon también estuvo preocupado por la heroína, a la que culpaba del
incremento de la criminalidad desde Washington a Los Ángeles. En su campaña
electoral prometió ley y orden. Y cuando ocupó el cargo, en 1969, quiso
emprender acciones que demostraran que cumplía lo que prometía. Su primer
mazazo fue cerrar la frontera mexicana.
La Operación Interceptación surgió cuando los hombres de Nixon fueron a
Ciudad de México para convencer a las autoridades mexicanas de que rociaran
con herbicida las plantaciones de marihuana y adormidera. Las autoridades
mexicanas se negaron, alegando que la utilización del agente naranja en Vietnam
estaba causando espantosos efectos secundarios. Según cuenta en sus memorias
G. Gordon Liddy, que estuvo presente: «Los mexicanos, utilizando naturalmente
un lenguaje diplomático, nos dijeron que nos fuéramos a hacer gárgaras. El
Gobierno Nixon no podía aceptar que un Gobierno extranjero nos hiciese comer
mierda. Su réplica fue la Operación Interceptación»5.
Durante la Operación Interceptación, los inspectores de aduanas registraban
concienzudamente —«comprobaban», en lenguaje aduanero— todos los
vehículos y a todos los transeúntes que querían entrar en Estados Unidos por
cualquier punto de la frontera meridional. Entre un puesto y otro, el ejército
instaló unidades móviles de radar, mientras agentes antidroga patrullaban en
aviones alquilados. La operación causó un caos total, formándose colas que
cruzaban Tijuana y Ciudad Juárez. Los mexicanos con permiso de trabajo (green
card) no podían ir al trabajo, los aguacates se pudrían en los camiones y el
consumo que hacían los mexicanos cayó en picado en las ciudades
estadounidenses. A pesar de todo, los agentes se incautaron de pocos alijos de
droga, ya que los contrabandistas aguardaron al levantamiento del asedio. Al
cabo de diecisiete dolorosos días y un diluvio de quejas, Nixon dio marcha atrás a
la operación. Estados Unidos y México acordaron que trabajarían juntos en un
nuevo plan, la Operación Cooperación.
Los historiadores no se ponen de acuerdo sobre los méritos y deméritos del
agresivo experimento de Nixon. Por un lado, puso de manifiesto que Estados
Unidos no podía permitirse las consecuencias económicas del cierre de su
frontera meridional. Cuarenta años después, con un comercio bilateral mucho
más intensivo y con la inestabilidad de los mercados globales, una medida así es
impensable. Los aduaneros tienen que enfrentarse a la realidad de que sólo
podrían registrar una fracción de los coches e individuos que llegan de México. Y
por mucho que confisquen, siempre se colará cierto porcentaje de droga.
A pesar de todo, Nixon proclamó que fue un triunfo. Había dejado claro ante
sus bases que quería relaciones comerciales y un México implacable en la lucha
contra el tráfico de drogas. Como parte de la Operación Cooperación, México se
comprometió a tomar medidas enérgicas contra las plantaciones y permitió que
agentes estadounidenses operasen al sur de la frontera. Y se desarrolló un nuevo
modus operandi en la guerra contra la droga en el extranjero: obligar a los países
implicados a destruir los productos en su lugar de origen.
En 1971 Nixon aplicó esta táctica con Turquía, a cuyo Gobierno presionó
para que pusiera freno a la producción de opio, amenazándolo con suprimir las
ayudas militares y económicas estadounidenses. También presionó a Francia
para destruir la llamada conexión francesa de laboratorios de heroína. Estas
medidas tuvieron un serio impacto en la producción turca. Pero fue como agua
de mayo para los productores sinaloenses, que ampliaron sus operaciones para
cubrir el hueco. El barro mexicano y el alquitrán negro pasaron de ser el último
recurso de los yonquis estadounidenses a ser un elemento básico de su dieta.
Durante las elecciones generales de 1972, Nixon hizo de su lucha contra la
heroína una piedra angular de su campaña. Era un objetivo fácil. La heroína era
un mal, un enemigo extranjero, y no admitía réplicas. Además, desviaba la
atención de la realidad de la derrota de la Guerra de Vietnam y le permitía
afirmar que ayudaba a los negros de las zonas urbanas deprimidas al mismo
tiempo que a sus partidarios blancos. Nixon definió la guerra en términos
absolutos, augurando que el adversario sería completamente destruido:

Nuestro objetivo es la rendición incondicional de los comerciantes de la
muerte que trafican con heroína. Nuestro objetivo es desterrar por
completo el consumo de drogas de la vida estadounidense. Luchamos por
la vida de nuestros hijos. Y su futuro es la razón por la que debemos
vencer.6

Nixon ganó las elecciones llevándose el 60 por ciento de los votos, algo
sorprendente. Por supuesto, hubo otros factores que contribuyeron a su victoria,
por ejemplo la fortaleza de la economía. Pero los estrategas de todo el mundo
aprendieron una valiosa lección: la guerra contra la droga es buena política.
Con la fundación de la DEA en 1973, Nixon dejó una herencia aún más
sólida. Fundó la agencia mediante un decreto-ley destinado a «establecer un solo
mando unificado que emprenda una guerra total global contra la amenaza de la
droga».7 Y ya teníamos todo un departamento gubernamental cuya única razón
de ser era la guerra contra las drogas. Una vez instalada en Washington, la DEA
fue consiguiendo un presupuesto creciente con el paso de los años. Al principio
contaba con 1.470 agentes especiales y con un presupuesto anual de menos de 75
millones de dólares. Hoy tiene 5.235 agentes especiales, oficinas en 63 países, y
un impresionante presupuesto que supera los 2.300 millones de dólares.


En los primeros días de la DEA, días de optimismo, los agentes pensaban en serio
que podían alcanzar el objetivo nixoniano de «desterrar por completo» a los
traficantes de drogas. El error de tiempos anteriores, argüían los agentes, era que
iban detrás de los infelices camellos callejeros. Pero el nuevo equipo estaba
capacitado para ir detrás de las grandes conspiraciones... y atrapar al diablo. Los
agentes no tardaron en abrir una investigación así en México. Y se metieron en
una de las aventuras más singulares de la historia de la DEA, una investigación
con la complejidad de una novela de espías de John Le Carré, con una lista de
personajes en la que figuraban guerrilleros cubanos, una amante del presidente
de México y la Cosa Nostra.
La investigación comenzó cuando los agentes de San Diego realizaron unas
confiscaciones gracias a las cuales descubrieron que había grandes cargamentos
que entraban en California por Tijuana.8 Sirviéndose de confidentes pagados,
llegaron hasta una residencia palacial de Tijuana, llamada la Casa Redonda.
Espiaron la mansión y averiguaron que por ella circulaban invitados bien
vestidos que llegaban en caros coches deportivos y un interminable reguero de
prostitutas... y prostitutos. La riqueza y el derroche sugerían que no se trataba de
simples operaciones de nivel callejero. Al investigar al propietario de la Casa
Redonda, averiguaron que ni siquiera era mexicano, se trataba de un
estadounidense de origen cubano que se llamaba Alberto Sicilia Falcón.
En una foto puede verse al joven Sicilia, con el pelo negro engominado y
aspecto de estrella de cine. Había nacido en Matanzas, Cuba, en 1944, y había
huido a Miami con su familia a raíz de la revolución castrista de 1959. Tras un
período en el ejército estadounidense, una detención por sodomía y un breve
matrimonio con divorcio, se le vio por última vez en San Diego, en 1968. Habían
pasado los años, era ya treintañero y había ascendido hasta situarse en la jefatura
de una organización de traficantes mexicanos. ¿Cómo diablos lo había
conseguido?
Los agentes de la DEA detuvieron a algunos traficantes que trabajaban para
Sicilia Falcón y les apretaron las clavijas —en el lenguaje de la agencia—, es decir,
los pusieron en el plan de protección de testigos para que delataran al jefe. Según
su confesión, Sicilia Falcón compraba por encargo heroína y marihuana a los
productores de las montañas de Sinaloa y las transportaba en avioneta a la zona
de Tijuana. Allí cruzaba la frontera con ellas, con ayuda de un ejército de
«burros», es decir, contrabandistas pagados que en otros países llaman
«muleros»; el punto de destino era Coronado Cays, un lujoso barrio de San
Diego. Sicilia Falcón también estaba abriendo caminos nuevos para traficar con
cocaína de Sudamérica. Según cálculos de la DEA, conseguía 3,6 millones de
dólares a la semana, lo que convertía a su grupo en la más importante
organización de tráfico que los agentes hubieran visto en México.
La DEA entregó sus pruebas a la policía mexicana, que pareció
sorprendentemente contenta de hacerse con el caso. En julio de 1975, Sicilia
Falcón fue detenido en una mansión de Ciudad de México. Fue entonces cuando
empezaron a suceder cosas extrañas.
La policía registró la casa de Sicilia y encontró pasaportes cubanos,
estadounidenses y mexicanos, y libretas de ahorros de bancos suizos en cuyo
haber se cuantificaba la cantidad de 260 millones de dólares. Por lo visto, el
extravagante bisexual se movía en la alta sociedad mexicana, codeándose con
famosos y políticos. Tenía una relación particularmente estrecha con una
deslumbrante actriz de cine llamada Irma Serrano, apodada la Tigresa, conocida
por ser la amante de un anterior presidente de México. Pero esto era sólo el
principio. Después de molerlo a palos y aplicarle electrodos en todo el cuerpo,
Sicilia Falcón dijo que era agente de la CIA, que utilizaba el dinero de la droga
para abastecer de armas a los rebeldes de Centroamérica. Una historia así podía
desestimarse como típica ocurrencia que suelta un sinvergüenza bajo tortura.
Pero más tarde repitió aquellas declaraciones en un libro sobre su estancia en la
cárcel que presenta ciertas pruebas.9
Sicilia escribió que había sido adiestrado por la CIA en Fort Jackson, Florida,
como potencial elemento anticastrista. Otro detenido con él era el también
cubano José Egozi Béjar, que participó en la intentona de Bahía Cochinos de
1961 para derrocar a Castro.10 Los funcionarios estadounidenses confirmaron
que Sicilia había intervenido en alguna operación de tráfico de armas. Agentes de
la ATF (Agencia estadounidense para el control de alcohol, tabaco, armas y
explosivos) adujeron que un comerciante de armas de Brownsville, Texas, vendió
a la organización de Sicilia millones de cartuchos para armas de fuego.
La policía mexicana descubrió otra curiosa conexión. Ciertas huellas digitales
encontradas en una casa visitada por Sicilia coincidían con las del gánster de
Chicago Sam Giancana. Sin embargo, Giancana fue muerto a tiros trece días
antes de la detención de Sicilia. Documentos desclasificados en fecha posterior
han confirmado que Giancana había trabajado con la CIA en una operación para
matar a Castro. El retrato de Sicilia que se estaba pintando poco a poco revelaba
que vivía en una disparatada zona indefinida transitada por mafias, políticos y
guerrilleros.
La historia dio el último giro extraño cuando Sicilia y Egozi se fugaron de la
cárcel mexicana en 1976, por un túnel dotado incluso de luz eléctrica. Tres días
después fueron apresados gracias a un aviso anónimo que la policía mexicana
recibió de la embajada de Estados Unidos. Sicilia fue acusado de pertenecer al
crimen organizado, de tráfico de drogas, tráfico de armas y fraude, y se pudrió en
una cárcel de México. Sus supuestos vínculos con la CIA no se investigaron y
muchas preguntas comprometedoras siguen sin respuesta.
Así pues, ¿qué puede decirnos el extraño caso de Alberto Sicilia Falcón sobre
la consolidación del narcotráfico mexicano? ¿Qué era realmente este misterioso
personaje? ¿Un cerebro o un cabeza de turco? Los teóricos de la conspiración
dicen que su caso demuestra que el tráfico de drogas estaba secretamente
controlado por agentes secretos estadounidenses, un tema recurrente en la
historia del narcotráfico. Sin embargo, no hay ninguna prueba concreta. Aun en
el caso de que la CIA hubiera financiado en otra época a Sicilia y a Egozi para
luchar contra Castro, eso no significa que estuvieran todavía en activo en los
años setenta.
No obstante, no deja de tener interés el hecho de que el primer capitoste
detenido en México fuera un extranjero, trabajara con agentes secretos o no. Los
gánsteres cubanos y estadounidenses tenían una larga experiencia en el crimen
organizado, y conocimiento de las redes transfronterizas y del blanqueo de
dinero necesario para el creciente tráfico de drogas de los setenta. Si en algún
momento tuvieron contactos con los servicios secretos, mejor para ellos. Los
bandoleros montañeses de Sinaloa estaban todavía empezando a comprender los
movimientos de aquella industria multimillonaria. Los extranjeros les enseñaron
cómo funcionaba. Los periódicos mexicanos pintaron a Sicilia como una
encarnación del mal, un jefe criminal extranjero y un degenerado sexual. Pero
también comentaron su inmensa fortuna, dato que no escapó al público
mexicano.


La entrada de dólares estadounidenses había transformado a los gomeros de
Sinaloa en un clan más rico y ruidoso. Desde los años cincuenta, los prósperos
cultivadores de adormideras solían bajar de las montañas para instalarse en las
afueras de Culiacán. En los setenta tenían para sí todo un barrio llamado Tierra
Blanca, casas de lujo y camionetas pick-up nuevas para recorrer las carreteras sin
asfaltar. La prensa sinaloense empezó a llamarlos narcotraficantes o simplemente
narcos, y ya no sólo gomeros. El cambio de terminología supone un cambio de
condición social: de simples cultivadores de adormideras pasaron a ser
contrabandistas internacionales. Las viejas familias de Culiacán trataban con
desdén a los zafios narcotraficantes, con sus esclavas [pulseras] de oro, su acento
montañés y sus guaraches. Pero también miraban con ansia sus fajos de dólares.
En las calles de Tierra Blanca resonaban los disparos cuando aquellos paletos
con sombrero charro se enfrentaban entre sí, cosa que solía suceder a plena luz
del día. Durante todo 1975, los periódicos de Sinaloa estuvieron publicando
declaraciones de políticos locales que se quejaban de la creciente amenaza de los
narcos, alegando que los tiroteos eran ya el pan nuestro de cada día y que los
gánsteres se paseaban en coches sin matrícula y con las ventanillas ahumadas. Un
titular decía: «SINALOA EN PODER DE LA MAFIA CRIMINAL».11 Los funcionarios
también estaban preocupados por los informes sobre los cultivadores de droga
de las montañas, que «tienen armas de sobra para organizar una pequeña
revolución». La presión sobre el Gobierno nacional aumentó.
El mazazo cayó por fin en 1976, cuando el Gobierno preparó la Operación
Cóndor. Diez mil soldados peinaron el Triángulo Dorado, a Culiacán llegaron
nuevos jefes de policía, gente dura, y los aviones fumigaron las plantaciones de
droga. El objetivo declarado del Gobierno era aniquilar por completo a los
narcos.
La Operación Cóndor fue la mayor ofensiva que se lanzó contra el
narcotráfico en los setenta y un años de historia del PRI. Según todos los
informes, hirió profundamente a los traficantes. La DEA proporcionó aviones
para fumigar las plantaciones: en las de adormidera utilizaron ácido 2.4-D, y en
las de marihuana, el herbicida tóxico Paraquat. Se permitió que agentes de la
DEA sobrevolaran la zona en misiones de verificación para comprobar los daños.
Uno de estos agentes, Jerry Kelley, describió aquellas misiones a la corresponsal
del Time Elaine Shannon:

Sobrevolamos cada palmo de terreno y así sabíamos lo que hacían y lo
que había allí. No importaba quién fuera el corrupto. No había manera de
ocultar lo que hacían.12

Fue la primera operación fumigadora que se hizo con respaldo
estadounidense en la guerra contra la droga y ensayó una táctica que se repetiría
en todo el mundo, desde Colombia hasta Afganistán. La historia ha demostrado
ya que la fumigación por sí sola no destruye la industria de la droga. Pero
algunos traficantes mexicanos cometieron al parecer un error fatal: cosecharon
marihuana fumigada y la enviaron al norte. Las pruebas de laboratorio realizadas
por la administración estadounidense encontraron Paraquat en la hierba
mexicana. Quién sabe cuánta marihuana envenenada ha entrado desde entonces
en el mercado. Pero bastó hablar de ello para que se echaran a temblar los
legisladores estadounidenses, preocupados por la posibilidad de que sus hijos
universitarios se intoxicaran. El Departamento de Salud hizo pública una
advertencia dirigida a los consumidores de marihuana, avisando que podía
causar daños pulmonares irreversibles.
La mala prensa obligó a los distribuidores a buscar nuevas fuentes de hierba
para millones de hippies hambrientos. No se tardó en encontrar un país con
tierra, trabajadores y desorden para llenar el hueco: Colombia. Los agricultores
venían plantando marihuana en la colombiana Sierra Nevada desde principios de
los años setenta. Cuando México se vino abajo, los colombianos intensificaron el
cultivo, dando lugar a un período de expansión de la propia industria que los
historiadores locales llamaron «bonanza marimbera».13 Los agentes de la DEA
no tardaron en localizar la Santa Marta Gold por todas partes, desde los festivales
de rock del Medio Oeste hasta las universidades de la Ivy League. Este
desplazamiento geográfico de la producción de droga ha acabado conociéndose
con el nombre de efecto globo. Según este símil, cuando se aprieta una parte del
globo del narcotráfico, el aire se limita a desplazarse y a hinchar el resto.
En Sinaloa, las tropas machacaron a los narcos en tierra y desde al aire. Los
habitantes de la Sierra Madre guardan todavía dolorosos recuerdos de los
soldados que peinaban las aldeas, derribaban puertas a patadas y sacaban a
rastras a centenares de jóvenes. Se recibieron tantos informes sobre los malos
tratos que se dispensaban a los sospechosos que la asociación de abogados de
Culiacán envió a un equipo para que investigara. Sus miembros entrevistaron a
457 personas encerradas por acusaciones relacionadas con las drogas y todas se
quejaron de haber sido golpeadas y torturadas. Los malos tratos consistían en
aplicación de electrodos, quemaduras e inyecciones de agua con picante en las
fosas nasales. Otros detenidos adujeron haber sido violados por policías. Ningún
agente fue recriminado.
Puede que la táctica fuese brutal, pero fue efectiva para pararles los pies a los
narcos. Las tropelías de los soldados en las montañas incitaron a muchos
plantadores y otros agricultores a huir de las aldeas y refugiarse en los barrios
bajos urbanos. La policía nacional también mató a tiros a varios sospechosos
clave, como el cacique Pedro Avilés, muerto en 1978. Los lugartenientes de
Avilés huyeron del avispero de Sinaloa y se instalaron en Guadalajara. El veneno
del narcotráfico se había extendido. La narcotribu sinaloense se expandió y llegó
desde las montañas hasta la segunda ciudad más grande de México.


Así pues, ¿por qué el Gobierno mexicano orquestó la Operación Cóndor?
¿Habían comprendido repentinamente los políticos que el tráfico de drogas era
inmoral y peligroso?
Desde la óptica de la táctica del palo y la zanahoria, un incentivo clarísimo fue
la zanahoria estadounidense. Los jefazos de la DEA y la Casa Blanca de Jimmy
Carter entonaron encendidos cánticos a los esfuerzos mexicanos contra la droga,
calificándolos de «programa modelo». Yendo más al grano, México se quedó con
el equipamiento que Estados Unidos le suministró para las fumigaciones. En
menos de dos años, México compró treinta y nueve helicópteros Bell, veintidós
avionetas y un reactor para ejecutivos, consiguiendo así el mayor parque de
vehículos policiales de toda América Latina. La labor antidroga se convirtió en el
nuevo método para que los Gobiernos consiguieran de Estados Unidos ayuda y
potencia aérea.
El Gobierno mexicano se sirvió igualmente de la Operación Cóndor para
ajustar cuentas con los grupúsculos de izquierdistas revoltosos. Estudiantes y
trabajadores desafectos se habían rebelado en los años sesenta para protestar
contra el régimen totalitario. El PRI reaccionó adoptando una actitud tranquila y
dialogante: en 1968, rodeó de fusileros una manifestación y ordenó abrir fuego
contra la multitud. En la triste plaza Tlatelolco de Ciudad de México pueden
verse aún dibujos de los muertos. Incapaces de enfrentarse al sistema mediante
protestas, los izquierdistas han formado grupos guerrilleros que esporádicamente
cometen secuestros y ataques contra instalaciones gubernamentales. Se volvieron
muy molestos a mediados de los años setenta, precisamente cuando se puso en
marcha la Operación Cóndor.
Los soldados de las operaciones antidroga detenían a los sospechosos de
pertenecer a la guerrilla, que casualmente eran abundantes en Sinaloa y
Chihuahua, es decir, los estados donde se concentró la operación. Los
izquierdistas eran detenidos con frecuencia, acusados de estar relacionados con
las drogas. Cientos de activistas han desaparecido para siempre. Los mexicanos
hablan precisamente de «los desaparecidos» cuando se refieren a estas personas.
Cuando las operaciones antidroga se desplazaron hacia otros estados, ocurrió lo
mismo con la guerra sucia contra los izquierdistas. Sin embargo, en la guerra
contra la droga se establecía otro modus operandi, pues era una tapadera efectiva
de las operaciones contra la insurgencia.
Casualmente, también la CIA había llamado en clave «Operación Cóndor» a
su propia operación regional contra los comunistas de los años setenta.
Observando la campaña mexicana de erradicación, la CIA se dio cuenta de que el
Gobierno mexicano utilizaba al equipo antidroga para realizar trabajos políticos.
Como se dice en un desclasificado memorando para la Casa Blanca:

El ejército aprovechará igualmente la campaña de erradicación para
localizar cualquier tráfico de armas y cualquier actividad guerrillera. [...]
Las fuerzas militares de erradicación podrían dedicar tanto esfuerzo a la
seguridad interior como a la erradicación misma. Sin embargo, no
disponen de infraestructura para el apoyo aerotransportado y podrían
pedir helicópteros y otro equipo a las limitadas fuentes de erradicación
del Fiscal General.14

El resto del memorando está tachado con rotulador. Nada cuesta suponer que
ahí están las partes realmente jugosas. Pero no hay que temer nada. No nos dejan
verlas por nuestra propia seguridad.


Parece que después de dos años de la Operación Cóndor el Gobierno mexicano
quedó satisfecho y dejó de machacar a los narcos. En marzo de 1978 los
funcionarios mexicanos avisaron a los agentes de la DEA para que no hicieran
más vuelos de verificación. La campaña de erradicación proseguiría oficialmente
—y aún sería elogiada por la Casa Blanca—, pero sin la supervisión a vista de
pájaro. El presidente Carter, acorde con su menos polémica actitud hacia las
drogas, no puso objeciones. Pero los agentes destacados se quejaron a sus
superiores de que allí había una maniobra de ocultación. Los agentes de la DEA
del lado estadounidense también se dieron cuenta de que la marihuana mexicana
volvía a entrar a raudales; al parecer, se había olvidado el miedo a la hierba
tóxica.
Otro acontecimiento posterior vino a manchar la herencia de la Operación
Cóndor. El fiscal Carlos Aguilar había dirigido la detención de capos en Culiacán
y había sido tratado como un Eliot Ness mexicano. Su recompensa fue dirigir las
operaciones antidroga en todo el noreste de la nación. Sin embargo, al cabo de
unos años, abandonó el servicio e invirtió un dineral en un hotel y otras
empresas en la ciudad fronteriza de Nuevo Laredo. En 1984 fue detenido con seis
kilos de heroína y cocaína, pero salió bajo fianza y huyó del país. En 1989 unos
agentes judiciales de Texas lo detuvieron en Harlingen y lo entregaron a la
policía mexicana, pero se las arregló para no ir a la cárcel. Finalmente fue abatido
de un tiro en la cabeza en su propia casa, en 1993, por motivos tal vez
relacionados con la droga.
Así pues, ¿qué fue realmente de la Operación Cóndor? ¿Sintieron los altos
funcionarios mexicanos la tentación de los narcodólares? ¿Había vuelto el país a
la política de detener a cierta cantidad de traficantes y aceptar que el tráfico
prosiga? ¿O había sido toda la operación un ejercicio para poner en su sitio a los
narcotraficantes y demostrarles quién mandaba allí? Una vez que aprendieron la
lección, los gánsteres volvieron a traficar, pero sabiendo ya que eran los políticos
quienes dirigían el espectáculo.
Las preguntas de más arriba ponen de manifiesto la naturaleza compleja de la
corrupción y el tráfico de drogas en México. Es un delicado baile de sobornos,
detenciones y cambios de chaqueta. En casi todas partes se acepta que durante el
Gobierno del PRI el dinero de la droga entraba en el sistema como el agua
subterránea en un pozo. No otra cosa demuestra el incesante reguero de policías
y funcionarios detenidos por cohecho. Pero queda sujeto a debate hasta dónde
llegaba la corrupción y hasta qué punto y con qué sistematismo estaba
organizada.
Dice un dicho popular de México que «Si tienes a Dios, ¿para qué necesitas a
los ángeles? Y si tienes a los ángeles, ¿qué falta te hace Dios?» Este adagio se
aplica a la corrupción y el tráfico de drogas. En unos casos los traficantes
contaban con la complicidad de un policía patrullero; era el ángel; no
necesitaban tener entonces en nómina a los jefes del policía. Pero en otros casos
podían contar con la complicidad de un jefe de policía o un gobernador —Dios
—, y entonces no hacía falta sobornar a sus subordinados. En algunas ocasiones
contaban con la ayuda de Dios y de los ángeles, y entonces era como estar en el
cielo.
Naturalmente, el sistema era delicado. Un hombre que sobornaba a un policía
podía acabar detenido por otro; o los agentes podían bajarle los humos a un
bribón que sobornaba a su jefe. No obstante, las cosas estaban controladas
gracias a la estructura de poder del PRI. El policía de base podía reexpedir dinero
cadena de mando arriba. Los altos funcionarios ni siquiera necesitaban saber de
dónde venían los sobornos ni tener contacto directo con los gánsteres. Todos
respetaban la jerarquía, y si un funcionario no guardaba las formas, era
reemplazado por otro aspirante a miembro del PRI.
En el contexto de la complicada corrupción del PRI apareció el sistema de
«plazas» para controlar el tráfico. La idea de plaza es fundamental para entender
la moderna guerra mexicana de la droga. Parece que, en relación con la droga, se
mencionó por primera vez a fines de los años setenta, a propósito de las ciudades
fronterizas. En los noventa había ya referencias a las plazas en todo México,
desde las costas caribeñas del sur hasta las cimas de la Sierra Madre.
La palabra «plaza» describe en México una jurisdicción que depende de una
autoridad policial, por ejemplo Tijuana o Ciudad Juárez. Sin embargo, los
contrabandistas se apropiaron del término para referirse al territorio concreto
que servía de pasillo para realizar el tráfico. Cuando el tráfico que discurría por
estos territorios pasó de varios kilos a varias toneladas, la organización de las
operaciones se volvió más compleja. En cada «plaza» apareció una figura para
coordinar el tráfico y negociar la protección de la policía. Este jefe de plaza podía
mover su propia droga y al mismo tiempo imponer sus condiciones a cualquier
otro que quisiera pasar mercancía por el pasillo en cuestión. A cambio de
mantener la concesión, pagaba la correspondiente «mordida» a la policía y a los
soldados.
Según consta, la policía era la parte favorecida en estas transacciones.15 Los
agentes podían machacar a los gánsteres, y si éstos se daban aires de importantes
—o se dejaban ver en los radares de la DEA—, quitárselos de en medio. La
policía también podía detener a cualquiera que no pagara sus deudas, haciendo
como que estaban luchando contra la droga y practicando confiscaciones y
detenciones. El sistema garantizaba el control del delito y que todo el mundo
cumpliera.


Allá en las alturas de la Sierra Madre, Efraín Bautista y su familia sobrevivieron a
los cambios producidos en los años setenta y siguieron vendiendo
tranquilamente sus cosechas de marihuana en el mercado de Teloloapán. Efraín
decía que en su aldea no había guerrilleros izquierdistas, y de ese modo se
libraban de las incursiones militares dirigidas contra los insurgentes. En la
comunidad vecina de El Quemado, los soldados irrumpieron en busca de
guerrilleros y se llevaron a todos los varones físicamente aptos. Muchos no
volvieron. Efraín decía también que como sus cosechas estaban en alturas
inaccesibles, entre rocas escarpadas y bosques, se libraron de la fumigación con
Paraquat. Sin embargo, las incesantes reyertas acabaron por obligarlo a huir.
Cuenta Efraín que conforme entraba en su comunidad el dinero de la
marihuana, muchos jóvenes compraban armas más eficaces, sobre todo fusiles
Kaláshnikov. El ruso Mijaíl Kaláshnikov inventó el fusil de asalto AK-47 durante
la Segunda Guerra Mundial porque era de fácil mantenimiento y para que los
campesinos soviéticos defendieran la patria de los saqueadores extranjeros. Al
igual que los campesinos rusos, los agricultores de la Sierra Madre abrazaron el
fusil con entusiasmo, llamándolo cariñosamente Cuerno de Chivo, porque su
cargador era curvo. Efraín recuerda el momento en que su familia tuvo uno.

En las montañas, la gente tenía escopetas, o viejos Colts estadounidenses,
o Winchesters de los tiempos de la Revolución. Librábamos nuestras
batallas con estas armas, incluso con machetes. Pero de pronto
empezamos a ver Cuernos de Chivo [subfusiles Kaláshnikov]. Eran unas
armas increíbles que disparaban ráfagas en pocos segundos y daban en el
blanco desde 500 metros de distancia. Preguntamos a los que nos
compraban la marihuana y nos dijeron que ya veríamos. Y un día se
presentaron con un AK-47 nuevo, y nos quedamos con él a cambio de
toda la cosecha. Nos lo llevamos a la montaña y lo utilizamos para matar
serpientes y coyotes. Y de pronto nos vimos en la necesidad de utilizarlo
para defender a la familia.

El clan de Efraín había soportado varias reyertas en los últimos años. Muchos
beligerantes vendían marihuana, pero los enfrentamientos eran por problemas
que nada tenían que ver con la hierba, por ejemplo mujeres o faltas de respeto. A
finales de los años setenta la familia de Efraín se vio desbordada. El conflicto
empezó por una discusión entre borrachos que jugaban a las cartas y acabó
siendo una pelea a muerte.

En la familia con la que nos enfrentamos había un tipo que era un
auténtico criminal. Tenía una cara inocente e infantil que hacía creer que
no iba a hacer daño a nadie. Pero era un asesino nato. Mató a un hermano
mío y a dos primos. No tuve más remedio que huir con mi familia para no
morir.

Efraín se instaló en una zona de viviendas precarias de Mixcoac, en la parte
sur de Ciudad de México. Cuando llegó, tenía 25 años, esposa y tres niños
pequeños a los que mantener. Había vendido marihuana durante diez años,
abasteciendo de toneladas a los consumidores de Estados Unidos. Pero no había
ahorrado nada y tuvo que empezar de cero. Era uno más entre los millares que
habían entrado y salido del negocio durante las décadas de crecimiento de la
industria de la droga.

Estábamos en la ruina y teníamos que vender chicles por las calles para
poder comer. Trabajamos duro y ahorrábamos todo lo que podíamos. Yo
encontré trabajo en la construcción y me pasaba las horas transportando
ladrillos y cemento. Al cabo de los años conseguí tener dinero suficiente
para comprar un taxi y empezamos a vivir bien. Mi hijo menor pudo
terminar la secundaria y ponerse a trabajar en una oficina. Pero echo de
menos las montañas. Allí es donde está mi corazón.

* **En España: fumetas.

****En México: cigarrillo de marihuana. Al acto de fumar se le denomina «darse un toque». En España:
canuto, porro.
4

Cárteles

Cartel o cártel. (Del al. Kartell).


1. m. Organización ilícita vinculada al tráfico de drogas o de armas.
2. Econ. Convenio entre varias empresas similares para evitar la mutua
competencia y regular la producción, venta y precios en determinado
campo industrial.

Diccionario de la Real Academia Española,
22ª ed., 2001.

E n el terrible desierto de Colorado, empotrada entre cactos solitarios y ranchos


abandonados, se alza la prisión más segura del planeta. Llamada el Alcatraz de las
Rocosas, o simplemente Supermax, tiene un método infalible para impedir que
los 475 reclusos se maten entre sí o que se fuguen: están siempre encerrados y
pasan las veinticuatro horas del día en celdas individuales de tres metros y medio
por dos. Las organizaciones defensoras de los derechos humanos se han quejado
en el sentido de que los años de aislamiento conducen a los reclusos a la locura.
Los funcionarios replican que tienen lo que se han buscado.
La lista de reclusos de Supermax se lee como un diccionario biográfico de los
peores terroristas y criminales del mundo. Los autores de los ataques del 11 de
septiembre en Nueva York y Washington; Theodore Kaczynski, alias
Unabomber; Barry Byron Mills, que fundó la sanguinaria banda carcelaria
Hermandad Aria; Salvatore Gravano, llamado Sammy el Toro, un jefecillo de la
mafia neoyorquina; Richard Reid, alias el Zapato-Bomba; Ramzi Yousef,
responsable, entre otros, de las bombas del World Trade Center en 1993; y otros
asesinos, violadores, pirómanos, extorsionistas y terroristas que llenan aquel
infierno del estéril desierto.
Entre esta colección de máximos granujas, hay un viejo latino de pelo rizado
gris y tez oscura al que llaman, no sin razón, el Negro. El Negro lleva más de
veinte años aislado, y sólo le faltan otros 128 para cumplir la condena de siglo y
medio que le impusieron en el primer juicio; entonces podrá empezar a cumplir
las diversas condenas que le cayeron en otro. Con una sentencia tan
exageradamente larga podría pensarse que los fiscales estaban personalmente
resentidos con él. Y lo estaban. Su imperdonable delito, alegan, fue conspirar
para secuestrar al agente de la DEA Enrique Camarena, alias Kiki, que fue
violado y asesinado en México en 1985. El asesinato, dijo la DEA, se ordenó para
proteger al primer cártel mexicano de la droga.
Curiosamente, el único cacique del primer cártel mexicano que se encuentra
en una prisión estadounidense no es mexicano, es hondureño y se llama Juan
Ramón Matta Ballesteros. Los agentes judiciales estadounidenses lo secuestraron
en su casa de Honduras en 1988, se lo llevaron del país en avión y lo entregaron a
los tribunales de Estados Unidos. La operación no sentó bien en Honduras. Los
secuaces del señor de la droga, para vengarse, incendiaron la embajada
estadounidense.
Matta estuvo en el centro del bum de la cocaína de los años setenta y ochenta,
lo que significa que también estuvo en el centro de un laberinto de teorías de la
conspiración, maniobras golpistas y revoluciones relacionadas con aquél. En
aquellos vertiginosos días, la cocaína corría por Estados Unidos como un reguero
de pólvora y llegaba a los suburbios en forma de crack. El excitante producto
químico dio pie a la famosa ola de crímenes de Miami, que inspiró la clásica
película Scarface [El precio del poder en España, Caracortada en
Hispanoamérica] de 1983; desató la guerra de bandas de Los Ángeles, que inspiró
la clásica Boyz N the Hood (Los chicos del barrio y Los dueños de la calle), de 1991;
y disparó una violencia mucho peor en Colombia, demasiado sangrienta para
que se hicieran películas. Además, financió a los guerrilleros nicaragüenses
apoyados por Estados Unidos, a los generales hondureños apoyados por Estados
Unidos, y al picoso dictador de Panamá, Manuel Noriega. En realidad, con tantas
conspiraciones, guerras, gánsteres e historias secundarias sobre la cocaína que
hubo en los años ochenta, es fácil perderse por una docena de desviaciones.
Pero la línea más decisiva en el desarrollo del narcotráfico mexicano es la
aparición de lo que la gente empezó a llamar cárteles de la cocaína. Estas
organizaciones eran maquinarias multimillonarias que revolucionaron el
negocio de la droga. Y Matta fue un elemento clave. Su papel básico fue vincular
a los principales traficantes de México con los mayores productores de cocaína
en Colombia, y le vino muy bien que su patria, Honduras, quedara
oportunamente entre los dos países.


Empecé a interesarme por Matta cuando llegué a Honduras, horas después del
golpe militar de 2009. El caluroso país centroamericano, que dio lugar a la
expresión «república bananera»,1 tiene una larga historia de golpes
protagonizados por bigotudos generales que fuman puros. Pero el golpe de 2009
llamó la atención de un modo especial porque, una vez acabada la Guerra Fría,
los políticos decían que vivíamos en una edad de oro de la democracia en la que
los militares ya no podían tomar el poder en América Latina al frente de dudosos
ejércitos. Al ver a los soldados disparar en la calle contra los manifestantes no
había más remedio que pensar lo contrario.
Mientras cubría esta desdichada historia conocí a una periodista local que
dijo que conocía a la familia del traficante más célebre de Honduras. Le pedí que
me concertara una cita con dicha familia, pero lo más que esperaba era que
mandasen a paseo a un entrometido reportero británico. Ante mi sorpresa,
Ramón Matta, hijo del gánster que agonizaba en el Alcatraz de las Rocosas, se
presentó en el salón de mi hotel.
Ramón era un personaje carismático y amable de 35 años, llevaba barbita de
chivo muy arreglada y vestía ropa de buen gusto. Respondió a mis preguntas con
entusiasmo y charlamos durante horas mientras tomábamos litros de fuerte café.
Ramón me contó las cosas buenas que se derivan de ser hijo de un señor latino
de la droga —de adolescente voló a España para ver los Mundiales de fútbol de
1982—, y también las cosas malas: era difícil conseguir un empleo, e incluso
contratar un seguro para el coche. Pero lo que más le preocupaba era la salud de
su padre y los problemas de la familia para visitarlo.
«Es inhumano que tengan allí a mi padre aislado durante tantos años. Los
seres humanos necesitan relacionarse entre sí. Es ya un anciano y no representa
ninguna amenaza para nadie. Pero siguen teniéndolo en aquel agujero del
desierto, sufriendo», me dijo.
Además de la entrevista con Ramón, conseguí polvorientos papeles judiciales,
informes confidenciales y periódicos antiguos. El nombre del gánster aparecía en
una infinita serie de lugares. Lo normal es que se refieran a él como miembro del
cártel de Guadalajara. Pero también se cree que tuvo estrechos lazos con los
máximos jefes del cártel de Medellín, y a veces hablan de él como si formara
parte de esta organización criminal. En su patria pasa por haber sido el más
importante patrón privado de todo el país. Su nombre aparece incluso en el
escándalo de la colaboración de la CIA con traficantes de droga para financiar a
la contra nicaragüense. Un hombre muy ocupado, sí señor.
Como en el caso de todos los señores de la droga, muchos detalles de la vida
de Matta están rodeados de oscuridad y contradicciones. Empezando por su
nombre. Aunque normalmente aparece citado con los apellidos Matta
Ballesteros, en la Supermax está registrado como Matta López. Aparece a veces
como Matta del Pozo y José Campo. En todos los informes figura la misma foto
en blanco y negro, que se tomó a fines de los ochenta. Aparece sentado ante una
mesa y levanta la mano derecha con energía. Tiene abundante pelo rizado y
rasgos toscos y fuertes: frente poderosa, ojos hundidos y nariz ancha.
Matta nació en 1945 en un barrio pobre de Tegucigalpa, una ciudad
caóticamente construida que se extiende por montañas, entre selvas y
plantaciones bananeras. No le hacía gracia trabajar recogiendo plátanos por un
dólar al día. Así que a los 16 años hizo lo que muchos jóvenes hondureños: viajar
al norte en pos del Sueño Americano. Trabajó en un supermercado de Nueva
York y se mezcló en un gueto cosmopolita con cubanos, mexicanos,
colombianos, nicaragüenses y muchos otros atraídos por las luces de la Gran
Manzana. Se casó con una colombiana, y cuando fue expulsado de Estados
Unidos, alegó curiosamente ser colombiano, de modo que fue deportado a la
nación andina, donde empezaba a florecer la industria de la coca.


Desde 1914, en que la Ley Harrison había prohibido la cocaína en Estados
Unidos, no habían faltado contrabandistas que pusieran el polvillo bajo la nariz
de los consumidores que esnifaban fuerte. Estos tempranos traficantes de cocaína
procedían de varios países, entre ellos Perú —que estaba en el centro de la región
donde se cultivaba la coca—, Cuba y Chile.2 Cuando llegó Matta, los
colombianos estaban construyendo sus laboratorios, sobre todo alrededor del
área de Medellín.
Matta volvió pronto a Estados Unidos, donde fue detenido por falsificación
de pasaporte y encerrado en un campo de prisioneros de la base aérea de Eglin.
Pero el «campo» no tenía las vallas suficientemente altas para impedir que el
joven granuja escapara en 1971 y se fuera a trabajar con los colombianos que
estaban organizando el mercado estadounidense de la cocaína. Uno de sus
primeros clientes, informa la DEA, fue el estadounidense de origen cubano
Alberto Sicilia Falcón, el gánster bisexual de Tijuana. Matta entregó a Sicilia
cocaína colombiana, prosigue la DEA, que Sicilia descargó en California. El
hondureño de pelo crespo se dio cuenta de que era más sensato quedarse él en
América Central o en América del Sur y que otros arriesgaran su libertad en los
puertos de Estados Unidos.
Una vez que la cocaína estaba en suelo estadounidense, eran los propios
ciudadanos de Estados Unidos quienes la distribuían entre el mayor número de
consumidores. Ni colombianos ni mexicanos tenían el menor acceso a los
estadounidenses blancos de las zonas residenciales de las periferias urbanas.
Entre los estadounidenses que se enriquecieron con el bum del polvo blanco hay
que señalar a Boston George Jung, a Max Mermelstein, a Jon Roberts y a Mickey
Munday.
La cocaína se vendía fácilmente. A diferencia de la heroína o el LSD, no
producía trances interiores, sino que incitaba a la fiesta, al sexo prolongado, y no
dejaba una resaca espantosa. En realidad, lo único que hacía era insensibilizar al
consumidor, que no sentía ningún cansancio durante un par de horas; luego,
esnifaba otra raya y proseguía. Ése es el truco de la cocaína, que no tiene nada de
especial. Pero esta droga de discoteca consiguió tener imagen de limpia,
prestigiosa, sexy y de moda. Y conquistó Estados Unidos. Como recuerda Boston
George:

Pensaba, como todo el mundo, que la cocaína era una droga fantástica.
Una droga fabulosa. Te daba chorros de energía. Podías estar despierto
durante días enteros, era sencillamente maravillosa y no pensaba que
fuera perjudicial, en absoluto. La ponía casi en la misma categoría que la
marihuana, sólo que era muchísimo mejor. Era una patada de energía
colosal.
Se volvió un producto aceptado, como la marihuana. Quiero decir que
la promovía Madison Avenue. La industria del cine. La industria
discográfica. Quiero decir que, si tenías dinero y eras de la jet set, estaba
bien esnifar cocaína. Quiero decir Studio 54 de Nueva York, todo el
mundo esnifaba cocaína, todo el mundo reía, se lo pasaba bien y esnifaba
cocaína.3

Las rayas de polvo blanco en espejitos de mano eran un producto de consumo
básico en los Estados Unidos de los años setenta, como las discotecas de Fiebre
del sábado noche y las superproducciones de Hollywood. El público de los cines
se tronchaba de risa cuando Woody Allen estornudaba sobre una raya de coca en
Annie Hall, de 1977. La plantilla de los Pittsburgh Steelers estuvieron de fiesta
toda la noche con el traficante Jon Roberts, se concentraron un par de días y
ganaron la Super Bowl de 1979. En 1981, la revista Time publicó una cubierta en
que se calificaba a la cocaína de «LA DROGA GENUINAMENTE AMERICANA».
El bombo publicitario ayudaba a los traficantes a vender la coca a unos
precios demencialmente elevados. Ésa es la sencilla belleza de la cocaína, que es
asquerosamente cara. Entre los años setenta y los primeros del siglo XXI, el precio
del gramo al por menor ha pasado de 50 dólares a 150. Los distribuidores y
camellos tienen mucho más margen de beneficio con la cocaína que con
cualquier otra sustancia psicoactiva, con lo que los traficantes consiguen unos
beneficios alucinantes. La dama blanca ha logrado más dinero del que habrían
soñado la heroína y la marihuana, miles y miles de millones de dólares.
Matta contribuyó a canalizar este dinero hacia los gánsteres de Medellín, que
no tardaron en ser los delincuentes más ricos del planeta. Nadie sabe cuánto
ganan los reyezuelos de la droga, probablemente ni los mismos gánsteres lo
saben. Pero los traficantes de Medellín fueron seguramente los primeros
contrabandistas de droga que se hicieron multimillonarios. La revista Forbes
calculó tiempo después que la fortuna personal del contrabandista medellinense
número uno, Pablo Escobar, llegaba a 9.000 millones de dólares, lo que lo
convertía en el delincuente más rico de todos los tiempos. Se calculaba que el
número dos era su colega Carlos Lehder, con 2.700 millones. Quién sabe en qué
datos se basó Forbes para hacer esas especulaciones. Pero si se equivocó tuvo que
ser por poco: los jinetes de la cocaína eran asquerosamente ricos.


A principios de los ochenta, los gánsteres de Medellín eran ya figuras visibles y
poderosas. Escobar construyó toda una urbanización para los sin techo y fue
elegido diputado del Parlamento de Colombia en 1982, aunque fue inhabilitado
poco después por sus actividades delictivas. Por esta época los gánsteres
empezaron a denominarse cártel de Medellín; era la primera vez que la palabra
«cártel» se utilizaba para describir el tráfico de drogas. Dicha palabra daba a
entender que los traficantes se habían convertido en un bloque político
omnipotente. Era una idea que asustaba. Pero ¿era verdad?
La expresión «cártel de la droga» ha merecido el desprecio de algunos
eruditos, que aducen que confunde a la gente porque les hace creer que los
traficantes se dedican a fijar precios. Pero a pesar de sus quejas, la expresión ha
arraigado con firmeza en los treinta últimos años, la utilizan los agentes de
Estados Unidos, los periodistas y, sobre todo, muchos traficantes. En
consecuencia, la idea de cártel ha tenido una gran influencia en cómo concibe el
tráfico en Latinoamérica tanto la población que participa en él como la que no.
No está claro quién acuñó la expresión. Pero es casi seguro que influyó el uso
de la palabra cártel para describir la estructura de la OPEP, la Organización de
Países Exportadores de Petróleo, que estuvo muy presente en los medios en los
años setenta. La OPEP representaba los intereses de los explotados países
tercermundistas que se unían para fijar los precios del crudo y ejercer su poder
sobre los países ricos. Del mismo modo, el cártel de Medellín proyectaba la
imagen de unos hombres de la forcejeante Latinoamérica que amenazaban al
adinerado norte. El mismo Escobar explotó esta idea, vistiéndose como el
revolucionario Pancho Villa4 y calificando la cocaína de bomba atómica que
arrojaba sobre Estados Unidos.
Para la DEA, la idea de cártel fue muy útil a la hora de perseguir
judicialmente a los gánsteres. Muchos casos tempranos que se incoaron contra
los contrabandistas latinoamericanos se basaron en la llamada ley RICO
(Racketeer Influenced and Corrupt Organizations [ley contra las organizaciones
corruptas e influidas por el crimen organizado], que se había ideado para
combatir a la mafia italoestadounidense. Para aplicar la ley RICO había que
demostrar que los sospechosos formaban parte de una organización criminal en
activo. Era mucho más cómodo dar a esa organización un nombre, sobre todo un
nombre que sonara tan amenazador como cártel de Medellín, que decir que era
sólo una red informal de contrabandistas.
Más tarde, los fiscales atacaron a los traficantes con la ley contra la
conspiración para distribuir sustancias oficialmente controladas. Una vez más,
que las conspiraciones tengan nombre facilita mucho las cosas, y las acusaciones
formales contra los traficantes mexicanos citan por lo general el nombre del
cártel. Por ejemplo, la sentencia que envió a Matta al Supermax dice: «Las
pruebas han demostrado que Matta Ballesteros era miembro del cártel de
Guadalajara y que participó en algunas reuniones con otros miembros del
cártel...»5
Un hombre que conocía bien a los gánsteres de Medellín era su abogado,
Gustavo Salazar. Probablemente el narcoabogado más famoso de todos los
tiempos, Salazar ha representado a veinte capos de primera magnitud, entre ellos
Pablo Escobar, y a unos cincuenta lugartenientes. Ha vivido para contarlo. En la
actualidad sigue trabajando con la última generación de contrabandistas
colombianos de cocaína.
En el curso de una visita que hice a Colombia, llamé al bufete de Salazar y dejé
un mensaje a la secretaria diciendo que quería hablar con él de los cárteles de la
droga. Dos días después me llevé una sorpresa, pues recibí una llamada de
Salazar, comunicándome que se reuniría conmigo en cierto café de Medellín.
Cuando le pregunté cómo lo reconocería, me dijo: «Me parezco a Elton John».
En efecto, cuando llegué me encontré con un auténtico doble del cantante inglés.
Tras tomar unos crepes colombianos, Salazar dijo que la idea de cártel era una
ficción ideada por los agentes estadounidenses: «Los cárteles no existen. Aquí no
hay más que una serie de traficantes de drogas. Unas veces trabajan juntos y otras
no. Los fiscales estadounidenses los llaman cárteles para facilitar sus
imputaciones. Todo es parte del juego».
Los medios también se apresuraron a utilizar la etiqueta de cártel. Es más fácil
dar un nombre a un grupo que una descripción pormenorizada. A los reporteros
también les gustó la aliteración: cárteles colombianos de la coca. Todo servía para
animar las noticias.
Treinta años después, la idea de cártel ha adquirido un significado concreto
en las ensangrentadas calles de México. Todos los días se encuentran cadáveres
cerca de tarjetas de visita de organizaciones como el cártel del Golfo, CDG en
lenguaje abreviado. Estas redes de sicarios y traficantes son mucho más que
simples bandas callejeras. Y evidentemente tratan de reducir la competencia,
como en la acepción económica de la palabra cártel. Además, son más bien
federaciones de gánsteres que organizaciones monolíticas. El Diccionario de la
Real Academia Española hace bien en dar una definición aparte del término,
porque así refleja mejor en qué ha degenerado.
A principios de los ochenta, el cártel de Medellín enviaba casi toda su cocaína
a las costas de Florida. Era un trayecto de casi 1.500 kilómetros desde la costa
septentrional de Colombia, y a cielo abierto. Los colombianos y sus socios
estadounidenses soltaban la carga aerotransportada en el mar, desde donde se
llevaba a tierra en lanchas motoras, aunque también se soltaba en zonas rurales
de la Florida continental.
Los traficantes de ahora sonríen al ver las despreocupadas historias de
aquellos tranquilos días. En el documental titulado Cocaine cowboys,6 el
contrabandista Mickey Munday —un agricultor reaccionario de Florida con un
feo tupé— recuerda haber pilotado una motora con 350 kilos de cocaína y
remolcado una lancha aduanera cuyo motor se había estropeado. En otra
ocasión, una carga de cocaína lanzada desde el aire atravesó el techo de una
iglesia de Florida mientras el predicador estaba pronunciando un sermón
antidroga. Fue mejor que la ficción.
El comercio de la coca también inundó de dólares la economía de Florida.
Nadie sabrá nunca con cuánto dinero blanqueado se construyeron los rascacielos
de Miami. En cualquier caso, la riada pecuniaria dejó rastros imborrables. En el
año 1980, la sucursal de Miami del Federal Reserve Bank de Atlanta era la única
del sistema de reserva estadounidense que evidenciaba un superávit de líquido: la
friolera de 4.750 millones de dólares.7 Las autoridades no estaban muy
preocupadas por aquellos billetes. Pero se pusieron chulas cuando silbaron las
balas.
Durante los primeros cinco años del bum de la cocaína el índice de
homicidios del condado de Miami-Dade casi se triplicó: si habían pasado de
doscientos en 1976, en 1981 llegaron a más de seiscientos.8 La violencia no se
debió sólo a la droga. La llegada de ciento veinte mil cubanos, muchos
procedentes de las cárceles de la isla, contribuyó a disparar el crimen. Además,
los asesinatos de los gánsteres tenían poco que ver con los jefazos de Medellín y
mucho con el personal local de los distribuidores colombianos, por ejemplo con
una vendedora psicótica llamada Griselda Blanco. Esta baja y fornida colombiana
había sido prostituta de niña y luego secuestradora de adolescentes en Medellín,
antes de trasladarse a Estados Unidos para vender coca. Se cargaba a todo el que
la cabreaba de un modo u otro, incluyendo a tres maridos, por lo que acabaron
llamándola la Viuda Negra. Era ciertamente un método más rápido que ir a los
juzgados a divorciarse. Pero allá en Medellín los jefazos la maldecían por poner al
rojo vivo sus operaciones multimillonarias.


Este intenso calor llegó hasta las paredes de la Casa Blanca de Ronald Reagan. Si
su antecesor Jimmy Carter, más interesado por cuidar las formas que por hacer
la guerra, había adoptado una política poco agresiva contra los narcóticos, el
bueno de Ronnie empuñó el timón y lo primero que hizo fue culpar a Carter del
bum de la coca. Las acusaciones trajeron cola y los guerreros antidroga
estuvieron décadas señalando a Carter y a los liberales años setenta como
grandes errores de la historia. Aquellos nefastos años de tolerancia habían
pasado, rugió el triunfante Reagan. Ya era hora de ponerse duros con los
malvados camellos. Y Miami era el epicentro.
En enero de 1982, Reagan dio luz verde a la creación del Grupo Operativo
Florida Sur para machacar a los barones de la cocaína. Dirigido por el
vicepresidente George Bush, el grupo incluía fuerzas del FBI, el ejército de tierra
y la armada. Era una guerra real, dijo Reagan, así que luchemos con soldados
reales. Aviones de vigilancia y helicópteros cañoneros nublaron de pronto el
cielo de Florida, mientras agentes del FBI atacaban los bancos corrompidos. El
estado quedó tan al descubierto que no tardó en haber resultados. En menos de
ocho meses la incautación de cocaína subió un 56 por ciento. Reagan y Bush se
felicitaron por su éxito y posaron sonrientes mientras los fotografiaban rodeados
de toneladas de nieve confiscada.
Allá en Colombia, los caciques sintieron el mordisco del grupo operativo. Las
confiscaciones representaban pérdidas de cientos de millones de dólares; el cártel
de Medellín necesitaba replantearse su estrategia. Y recurrió a Matta para que
solucionase el problema.
Matta había utilizado inicialmente el trampolín mexicano para introducir
drogas en Estados Unidos a principios de los setenta, cuando vendía cocaína al
estadounidense de origen cubano Alberto Sicilia Falcón. Después del
encarcelamiento de Sicilia, Matta había estrechado las relaciones con las estrellas
que sobresalían entre los gánsteres de Sinaloa. Estos mexicanos podían aportar
una gran solución a los reyes de la cocaína: ¿por qué arriesgarlo todo en Florida
cuando podían repartir la mercancía por otros 3.200 kilómetros de frontera
terrestre? Los mexicanos ya tenían rutas de contrabando, así que para Matta y los
colombianos sólo era cuestión de entregarles la cocaína y recogerla al norte del
río. El director de la región andina de la DEA, Jay Bergman, lo describe así:

La primera etapa de la negociación fue: «Somos los colombianos, el
producto es nuestro y nuestra la distribución de coca en Estados Unidos.
Los mexicanos tienen su hierba y su heroína alquitrán negro. La
distribución de coca desde las soleadas playas de Los Ángeles hasta las
miserables calles de Baltimore, eso es nuestro. En eso es en lo que
trabajamos. Vamos a hacer algo por ustedes y ese algo es negociar. Vamos
a darles cocaína y ustedes la transportarán desde cualquier lugar de
México a cualquier lugar de Estados Unidos, y luego nos la entregarán, la
entregarán a los emisarios del cártel». Así es como empezó.

Nunca se subrayará lo suficiente la importancia histórica de este acuerdo.
Una vez que miles de millones de dólares de cocaína entraron en México, el
tráfico de drogas se hizo más grande y más sangriento de lo que nadie había
imaginado. Los mexicanos empezaron siendo correos pagados. Pero en cuanto
pillaron un pellizco, quisieron quedárselo todo.


Los amigos mexicanos de Matta eran antiguos actores del narcoescenario
sinaloense, y muchos tenían vínculos consanguíneos con los primeros
contrabandistas. Entre ellos figuraba Rafael Caro Quintero, un vaquero
montañés, forajido desde la adolescencia. Tres tíos suyos y un primo habían sido
traficantes de heroína y marihuana. Caro Quintero los superó a todos.
Por encima de Caro y otros montañeses con grandes hebillas en el cinturón
había un sujeto de Culiacán que vestía pantalón blanco de calidad y camisas de
diseño. Miguel Ángel Félix Gallardo acabó siendo el contacto más importante
entre Matta y los señores colombianos de la droga. Muchos sinaloenses pensaban
que Félix Gallardo era el capo mexicano más grande de la historia, el indiscutible
rey del hampa mexicana de su época. También la DEA lo tenía fichado como uno
de los mayores traficantes del hemisferio occidental. En términos generales se
cree que la canción «Jefe de jefes», de los Tigres del Norte, quizá el narcocorrido
más célebre de todos los tiempos, se refiere a Félix Gallardo. Sin embargo, como
suele suceder en el turbio mundo de los gánsteres mexicanos, no queda claro si
su poder y riqueza reales eran tan grandes como su nombre.
Nacido en Culiacán en 1946, Félix Gallardo siguió el ejemplo de muchos
delincuentes sinaloenses con iniciativa y se unió a las fuerzas de seguridad. En
una antigua foto lo vemos pulcro y elegante con un ancho sombrero de agente.
En una foto posterior aparece recién salido del cuerpo, ya un gánster con aspecto
desenvuelto, con las típicas gafas de sol grandes de los años setenta, sentado en
una moto Honda recién salida de fábrica.9 Delgado, con rasgos angulosos y 1,88
metros de estatura, era un tipo alto para la media mexicana.
Cuando la Operación Cóndor machacó Sinaloa, Félix Gallardo y otros
granujas se instalaron en Guadalajara, la segunda ciudad más grande de México.
Adornada con una bonita serie de plazas coloniales atestadas de mariachis y
cantinas folclóricas, Guadalajara era un sitio ideal para que los narcos escaparan
del fuego y compraran algunas villas de lujo. Apagada la Operación Cóndor, no
tardaron en organizar envíos de droga más ambiciosos que antes.
Para maximizar los beneficios hicieron lo que hace cualquier empresario listo:
practicar la economía de escala. En vez de comprar la marihuana a los pequeños
cultivadores familiares, prepararon plantaciones gigantescas. La DEA tuvo
noticia de la existencia de una plantación en el desierto de Chihuahua y presionó
al ejército mexicano para que la desmantelase. La redada estableció un récord
mundial que no ha sido superado desde entonces. La plantación abarcaba
kilómetros de desierto y la hierba se secaba en más de veinticinco cobertizos, casi
todos mayores que un campo de fútbol. En total había más de 5.000 toneladas de
hierba. Miles de campesinos habían trabajado allí por seis dólares diarios.
Cuando llegó el ejército, todos los jefes habían volado, aunque los campesinos
seguían vagando por allí, sin agua ni comida.10
Cantidades tan colosales de droga representaban montañas de dólares. Pero
los beneficios de la cocaína eran aún mayores. La documentación sumarial señala
que Matta y su socio Félix Gallardo ingresaban personalmente unos cinco
millones de dólares semanales filtrando cocaína por los conductos mexicanos.
Cuando los gánsteres mexicanos entregaban la mercancía en Estados Unidos,
dicen los documentos, Matta, gracias a una red de distribuidores, la introducía
en Arizona, California y Nueva York. El capo siguió utilizando personal
anglosajón para vender la coca entre los clientes de las discotecas. El jefe de la red
de Arizona era John Drummond, que al final recurrió al programa de protección
de testigos para delatar al cerebro.11
Es probable que Matta, Félix Gallardo y otros nunca se considerasen un cártel
ni dieran a la estructura de su banda un nombre particular. En su diario
carcelario, escrito en fecha posterior, Félix Gallardo dice: «En 1989 no existían
los cárteles [...], fueron las autoridades encargadas de combatirlos quienes
empezaron a hablar de “cárteles”».12
Pero al margen de lo que dijeran los propios gánsteres, los agentes de la DEA
destacados en México empezaron a llamarlos cártel de Guadalajara en informes
enviados a Washington ya en el año 1984. Como ya se apuntó más arriba, es
mucho más fácil perseguir judicialmente a una organización si tiene nombre.
Además, los agentes de la DEA en México estaban deseosos de recuperar el
interés de sus superiores, que al parecer se habían olvidado del país para
concentrarse en Colombia y Florida. Los agentes gritaban que también había
cerebros en México. Decir que había un «cártel» era decir que había una
amenaza tan poderosa como en Medellín.
A pesar de las quejas de estos agentes, el trampolín mexicano tenía
confundido al Gobierno Reagan. Aunque el grupo operativo exhibía sus lanchas
cañoneras en los cayos de Florida, el precio de la cocaína en las calles de Estados
Unidos bajaba. Los agentes de la DEA se quejaban de que la guerra de Reagan
daba demasiado dinero a los militares y poco a los elementos experimentados
que podían realmente detener a los jinetes de la cocaína.


A mediados de los años ochenta, Matta y los gánsteres de Guadalajara parecían
invencibles. El mercado de la cocaína marchaba viento en popa, el trampolín
mexicano parecía una catapulta en un asedio, y el Gobierno Reagan estaba
comprometido en tres guerras centroamericanas. Parecía que las cosas no podían
ir peor. Pero entonces se confiaron: en febrero de 1985 los sicarios de
Guadalajara secuestraron al agente de la DEA Enrique Camarena, llamado Kiki;
lo torturaron, lo violaron y lo mataron a golpes.
Para los agentes de la DEA, el asesinato de Camarena es el episodio más
negro de la historia de sus operaciones en México. Su foto adorna las oficinas de
la DEA de todo el mundo como suele hacerse con un héroe caído, en este caso un
musculoso hispano de casi 40 años, con una cara sonriente que revela a un
hombre avispado, aunque quizás algo ingenuo y optimista.
Elaine Shannon ha contado detalladamente su vida en un libro de 1988
titulado Desperados. Nacido en Mexicali y educado en California, Camarena
había sido una estrella del fútbol estudiantil y marine antes de ingresar en la
DEA. Tras realizar algunas importantes detenciones en Estados Unidos, recibió
el sobrenombre de Dark Rooster [el Gallo Moreno] por su carisma y su
combatividad. Era una presa muy fácil en las calles mexicanas.
Al llegar a Guadalajara, en 1980, Camarena vio con frustración el crecimiento
de la fuerza y el poder de los traficantes. Para contraatacar, recorría las cantinas
más siniestras y las calles más peligrosas, organizando una red de informadores.
Investigó las operaciones industriales de las plantaciones de marihuana y no
dudó en participar personalmente en las redadas del ejército mexicano. Su cara
empezó a ser conocida. Pero no se dio por satisfecho. Él y sus colegas enviaban a
Washington mensajes en los que se quejaban de que los gánsteres de Guadalajara
contaban con protección policial. Estados Unidos no podía desentenderse ni
tolerar tamaña corrupción. Estaba muy enfadado. Y se arriesgaba
peligrosamente.
La gota que colmó el vaso cayó a fines de 1984, cuando las autoridades
mexicanas y estadounidenses llevaron a cabo varias operaciones contra la banda
de Guadalajara. Entre ellas, la ocupación de la plantación de hierba que superaba
todas las marcas. Pero también se dieron serios golpes a la ruta de la cocaína en el
lado estadounidense de la frontera. En Yucca, Arizona, un detective de
vacaciones localizó huellas recientes de avión en un aeródromo de los tiempos de
la Segunda Guerra Mundial. Cuando dio parte, la policía montó un control de
carretera en el desierto y no tardó en confiscar 700 kilos de cocaína en bonitos
ladrillos envueltos en papel de estaño de vivos colores navideños.13
La buena suerte del detective no tuvo nada que ver con Kiki Camarena, pero
los gánsteres no lo sabían. Para los contrariados caciques que perdían decenas de
millones de dólares, los agentes de la DEA se estaban pasando de listos. Y se
enfadaron mucho. Según se declaró en el juzgado, los principales actores, a saber,
Matta, el elegante Félix Gallardo y el contrabandista y pistolero Caro Quintero,
celebraron reuniones para decidir qué hacer. En los documentos del caso se
declara:

Los miembros de la organización, entre ellos Matta Ballesteros, se
reunieron y comentaron las confiscaciones de la DEA, así como un
informe policial sobre una de las confiscaciones de marihuana más
importantes, que había tenido lugar en Zacatecas, México. Se volvió a
hablar del agente de la DEA responsable de las confiscaciones. La
organización celebró otro encuentro [en el que] se sugirió que fuera
apresado el agente de la DEA cuando se conociera su identidad.14

Mientras Kiki Camarena iba andando por la calle tras haber estado en el
consulado estadounidense de Guadalajara, fue asaltado por cinco hombres que le
cubrieron la cabeza con una chaqueta y lo metieron en una furgoneta
Volkswagen. Un mes después dejaron su cadáver en una carretera, a cientos de
kilómetros de allí. El cadáver, ya en estado de descomposición, llevaba puesto un
calzoncillo tipo slip y tenía las manos y las piernas atadas. Lo habían molido a
golpes, de pies a cabeza, y tenía un palo metido en el recto. La causa de la muerte
había sido un golpe producido con un instrumento contundente que le había
hundido el cráneo.
Los agentes de Estados Unidos, encolerizados, exigieron justicia. Pero la
investigación se perdió en un laberinto de escenarios inutilizados y chivos
expiatorios. La policía mexicana asaltó un rancho de sospechosos y mató a tiros a
todos los presentes, y luego acusó de homicidio a los agentes de la redada.
Aparecieron cintas grabadas mientras torturaban e interrogaban a Camarena. Le
preguntaban por policías y políticos corruptos, así como por acuerdos sobre
drogas.
Los agentes estadounidenses siguieron la pista del jinete Rafael Caro Quintero
hasta Costa Rica, donde fue detenido por fuerzas especiales y deportado a
México. Desde entonces está en la cárcel. Los agentes de la DEA localizaron
entonces a Matta y pensaron que habían encontrado oro; lo encontraron por una
llamada realizada desde un teléfono intervenido a una casa de Ciudad de México.
«He pagado mis impuestos», oyeron decir a Matta, que al parecer se refería a
sobornos policiales. Pasaron la información a los investigadores mexicanos, pero
le pesquisa se estancó. Mientras los agentes de la DEA vigilaban la casa un
sábado por la noche, salieron cuatro hombres que se fueron en un coche.
Cuando la policía nacional mexicana derribó la puerta el domingo por la
mañana, sólo encontró a una mujer que dijo que Matta se había marchado la
noche anterior. Los agentes de la DEA estaban pálidos de ira.15
Matta reapareció en las playas de Cartagena de Indias, Colombia. La DEA
pasó la información a la policía nacional colombiana, y esta vez una unidad llegó
a tiempo y lo capturó. Pero ni siquiera la cárcel paró los pies al delincuente de
pelo rizado. Consiguió salir cruzando siete puertas cerradas, según se dijo,
después de repartir millones de dólares entre los guardianes. «Me abrieron las
puertas y yo las crucé», citó un periódico de Honduras. Matta volvió a su patria y
se instaló en una mansión palacial del centro de Tegucigalpa. Honduras no tenía
tratado de extradición con Estados Unidos.


Mientras el caso Camarena se prolongaba indefinidamente, la guerra de Estados
Unidos contra la droga pisó el acelerador. En 1986, dos estrellas del deporte, Len
Bias y Don Rogers, murieron por sobredosis de cocaína. ¡Dios mío!, exclamaron
los periódicos, parece que la cocaína mata, después de todo. Luego los medios
descubrieron el crack. No era una novedad. El uso de la pasta básica de la coca
había venido creciendo con una serie de nombres distintos desde que se había
inventado en las Bahamas, en los años setenta. Pero Time y Newsweek publicaron
artículos de portada, y CBS lanzó un reportaje especial, «48 horas en Crack
Street», que figuró entre los de mayor audiencia de la historia de la televisión.
Decididamente, el crack vendía.
Ronald Reagan hizo suyo el tema al acercarse las elecciones legislativas de
1986. «Mi generación recordará de qué modo entraron en acción los ciudadanos
de este país cuando fueron atacados en la Segunda Guerra Mundial —exclamó—.
Ahora estamos librando otra guerra por la libertad.»16 Su palabrería bélica se
convirtió en un arma de fuego en la Ley contra el Consumo de Drogas de aquel
año. Esta ley combatió a los traficantes en las playas y calas de desembarco
facilitando la confiscación de bienes y haberes mientras se dictaban sentencias
con un mínimo obligatorio, sobre todo contra los vendedores de crack. El
Gobierno también aumentó los recursos de la DEA y las aduanas. La guerra
contra los estupefacientes chorreaba hormonas.
A pesar de todo, la DEA aún tenía delante un gran obstáculo en América
Central: la Guerra Fría. Durante los años ochenta, la región fue un frente en la
lucha contra el comunismo, una palestra en la que los agentes secretos y los
conservadores creían luchar contra la amenaza soviética en las mismas puertas
del continente. La CIA invirtió más que nada en la red derechista de la contra
nicaragüense, que se armaba y entrenaba en la vecina Honduras. Tanto los
guerrilleros de la contra como los oficiales hondureños sacaban dinero de la
cocaína.
El apoyo de la CIA a la derecha centroamericana relacionada con el tráfico de
drogas se ha venido documentando sólidamente desde entonces, y sería
interesante pasar de la teoría de la conspiración a la comprobación de datos. A
algunos estadounidenses empapados de sentimiento patriótico todavía les cuesta
aceptarlo. Las conexiones son complicadas. Para confundir el debate, unos
autores lanzan acusaciones indemostradas contra la CIA, mientras otros
tergiversan las acusaciones.
Se pueden seguir varias pistas, pero la más infame y conocida fue denunciada
por el periodista Gary Webb en su serie de artículos Dark Alliance [Alianza
oscura], que apareció en 1996 en el San José Mercury News.17 Webb reveló que
un destacado vendedor de crack de Los Ángeles obtenía el producto a través de
dos nicaragüenses, que a su vez financiaban a la contra. La noticia desencadenó
una reacción atómica. Los afroestadounidenses de Los Ángeles convocaron una
manifestación en Watts y desfilaron gritando que la CIA estaba complicada en la
epidemia de crack.
Dark Alliance fue aplaudida al principio y calificada de notición de la década.
Pero luego empezó a recibir ataques de los principales periódicos. Webb había
cometido algunos errores. Había dicho que la cocaína de Nicaragua era la
principal fuente de droga de los barrios negros de Los Ángeles. En realidad, la
coca había estado entrando desde hacía decenios. Los críticos también
arremetieron contra Webb por cosas que no había dicho. Se le echaron encima
por acusar a la CIA de vender directamente el crack. Nunca había escrito una
cosa así. Pero como la conspiración ya era un poco confusa, era muy fácil alegar
que los artículos contaban que los agentes de la CIA estaban en las esquinas
vendiendo piedras y luego acusar al articulista de estar loco.
La presión de los medios acabó obligando a Webb a abandonar el periódico y,
en un triste capítulo final, se suicidó en 2004. Desde entonces son muchos los
que han reivindicado la labor de Webb y afirmado que su crucifixión mediática
fue un momento oscuro del periodismo estadounidense. Aunque Webb pudo
equivocarse en algunos detalles, nadie ha podido desmentir los hechos básicos:
que un importante vendedor de crack conseguía drogas de hombres que daban
dinero a un ejército organizado por la CIA. Los Angeles Times y el New York
Times deberían haber investigado estas pistas en vez de limitarse a buscar
agujeros.
Pero por muchos ataques que recibiera, Dark Alliance encendió dos potentes
reflectores. Primero, llamó la atención lo suficiente para que una subcomisión de
Relaciones Exteriores del Senado investigara en los años ochenta las conexiones
entre la contra y los traficantes de cocaína. Segundo, obligó a la CIA a llevar a
cabo su propia investigación interna, cuyos hallazgos se hicieron públicos en
1998. Así pues, para guiar nuestra historia contamos actualmente con hechos
establecidos por el Gobierno. Los dos informes confirman que los vendedores de
cocaína canalizaban dinero hacia la contra pagada por la CIA. Y hay un nombre
que destaca en los dos informes: el de Juan Ramón Matta Ballesteros, alias El
Negro.
Para entregar armas al ejército de la contra, la CIA contrató los servicios de la
compañía aérea hondureña SETCO, al parecer fundada ni más ni menos que por
el amigo Matta. El informe del Senado afirma: «Los pagos efectuados por el
Departamento de Estado [...] entre enero y agosto de 1986 fueron como sigue:
SETCO, por servicios de transporte aéreo, 186.924 dólares con 25 centavos».
Unas páginas después añade: «Los ficheros policiales de EE.UU. informan de que
SETCO fue fundada por el traficante de cocaína hondureño Juan Matta
Ballesteros».18
Puede que los agentes de la CIA no se enterasen de que estaban trabajando
con traficantes de drogas. El informe interno de la agencia aduce que no hay
pruebas concluyentes de que lo supieran, exonerándolos así de complicidad. No
obstante, afirma con frases largas y divagatorias que «el conocimiento por parte
de la CIA de imputaciones o de información que indicara que organizaciones o
individuos han estado complicados en tráfico de drogas no impide su empleo por
la CIA. En otros casos, la CIA no ha operado para verificar las imputaciones o
informaciones relativas al tráfico de drogas cuando tenía la oportunidad de
hacerlo».19
En otras palabras, no ver nada, no oír nada.


¿Qué conclusiones podemos sacar sobre los espías estadounidenses y la aparición
del tráfico de drogas mexicano? Decir que la CIA era el Dr. Frankenstein que
inventó el monstruo del narcotráfico parece exagerado. Las fuerzas del mercado
habrían creado el comercio latinoamericano de la coca con o sin la ayuda
de agentes secretos. Además, la geografía habría garantizado que este comercio
pasara por México, fueran cuales fuesen los traficantes que recibieran ayuda de
los sonrientes espías.
Sin embargo, el papel de la CIA es crucial para entender la historia de la
cocaína. Pone de manifiesto que el Gobierno estadounidense no ha sabido tener
una política unificada en su guerra contra la droga en el extranjero. Mientras que
la misión de la DEA era combatir el tráfico, la de la CIA era fortalecer a la contra,
y era inevitable que las dos agencias se estorbaran. Es de temer que la situación se
haya repetido en otros lugares de conflicto, como Afganistán, dado que se ha
acusado de traficar con drogas a miembros de la Alianza del Norte, que es aliada
de Estados Unidos. Además, el asunto demuestra que donde hay un tráfico ilegal
de drogas que mueve miles de millones, habrá grupos rebeldes que correrán a
explotarlo. En unos casos podrán ser aliados de Estados Unidos, como la contra
nicaragüense o la Alianza del Norte, pero en otros podrían ser enemigos, como
las FARC de Colombia o los talibanes. Y un día este dinero podría caer en manos
de adversarios aún más peligrosos.


Por desgracia para los jinetes de la coca (y por suerte para América Central), la
Guerra Fría no fue eterna. El 23 de marzo de 1988 la contra y el Gobierno
sandinista de Nicaragua firmaron un alto el fuego, con un balance final de
sesenta mil personas muertas en las hostilidades. Doce días después, agentes
estadounidenses llegaron a Honduras en busca de Matta. No pudieron detenerlo
legalmente porque no había tratado de extradición. Pero se lo llevaron de manera
ilegal. Las fuerzas especiales hondureñas y los agentes judiciales de Estados
Unidos habían hecho un pacto para apoderarse del señor de la droga.
Poco antes del amanecer del 5 de abril, los Cobras hondureños y cuatro
agentes judiciales (marshals) de Estados Unidos irrumpieron en el palacete de
Tegucigalpa en que vivía Matta. Se necesitaron seis Cobras para sujetar al fornido
señor de la droga, de 43 años por entonces, esposarlo, taparle la cabeza con una
capucha negra y tenderlo en el suelo del coche que aguardaba. Incluso dentro del
vehículo siguió Matta forcejeando; tuvieron que inmovilizarlo entre un agente
estadounidense y un agente hondureño mientras lo conducían a una cercana
base militar de Estados Unidos. Los agentes judiciales estadounidenses lo
llevaron a la República Dominicana y de aquí a Estados Unidos, donde fue
encerrado en Marion, Illinois. Durante la travesía aérea, los agentes judiciales le
dieron una paliza y le dispararon con pistolas eléctricas en los pies y los genitales,
según dijo Matta después. El rápido secuestro ahorraba evidentemente un largo
proceso de extradición. Matta pasó de su casa hondureña a una penitenciaría
estadounidense en menos de veinticuatro horas.
En Tegucigalpa, mientras tanto, la ira se extendió por los barrios donde el
querido Matta había construido escuelas y regalado bienestar. También los
estudiantes estaban irritados porque su Gobierno había infringido la
Constitución hondureña para ayudar a los gringos. Dos días después de la
detención se concentraron unas dos mil personas delante de la embajada de
Estados Unidos. Después de gritar «Queremos a Matta en Honduras» y «Arde,
arde», lanzaron piedras y cócteles Molotov. Los guardias privados de seguridad
dispararon contra la multitud desde el interior y mataron a cuatro estudiantes.
No pudieron impedir el incendio. La embajada se quemó hasta los cimientos; las
llamas prendieron en un coche y acabaron con la vida de otra persona. El
Gobierno hondureño decretó la ley marcial en grandes sectores del país.20
Una vez dentro de la maquinaria carcelaria de Estados Unidos, Matta recibió
un alud de acusaciones: por traficar con cocaína, por secuestrar a Camarena,
incluso por fugarse de la base aérea de Egin allá en 1971. Sin embargo, según su
hijo Ramón, los fiscales le ofrecieron un trato. Le dijeron que si testificaba contra
el presidente panameño Manuel Noriega, le garantizaban una condena llevadera.
Noriega, valioso peón de la CIA en otros tiempos, había estado ayudando
descaradamente a los traficantes de cocaína y era el objetivo de una operación de
primera magnitud. Matta se negó. Fuera lo que fuese, no era un soplón.
Los jueces admitieron que Matta había sido sacado ilegalmente de su patria.
«El Gobierno no discute que ha sido secuestrado por la fuerza en su casa de
Honduras», se dijo en la sala. Pero añadieron que aquello no afectaba al proceso.
El caso Matta se cita hoy como precedente de secuestro justificado de
sospechosos en países extranjeros. Las acusaciones contra Matta se basaron
además en dudosos testigos que se acogieron el programa de protección, entre
ellos varios vendedores de cocaína estadounidenses que tuvieron un trato
especial por declarar.
Matta recibió varias condenas por conspirar para traficar con cocaína y
conspirar para secuestrar a un agente nacional. Sin embargo, fue absuelto de la
imputación de haber matado personalmente a Camarena. Pudriéndose en la peor
cárcel de Estados Unidos, se ha convertido en una amenaza útil para los fiscales
estadounidenses que tratan con traficantes latinoamericanos. «Si no haces un
trato —parecen decir— acabarás como Matta.» El arquitecto del trampolín
mexicano desapareció en el tórrido desierto de Colorado. Pero allá en México
una nueva generación de traficantes heredó el trampolín de mil millones de
dólares y ha construido otros más grandes, más elásticos, más sangrientos.
5

Magnates

Es periodista el señor,
escribe lo que sucede,
él sigue con su misión
aunque la mafia lo agrede.
Ha denunciado al cártel,
ha criticado al Gobierno
es hombre de mucha fe,
que busca la paz del pueblo.

Es muy valiente el señor,
no cabe la menor duda,
pone a temblar la nación,
con una sencilla pluma.
El periodista es el rey,
lo dicen los analistas,
prensa de primer nivel,
el zar de narconoticias.

Los Tucanes de Tijuana, «El periodista», 2004

A cariciada por la fresca brisa marina de Tijuana, al sur de la Avenida


Revolución, entre clubes de pornoespectáculos, bares especializados en tequila y
tiendas de sombreros charros, se alza una casa reformada con ventanas de
barrotes y puerta de seguridad. Se diría que es una casa franca [vivienda
clandestina] o un cuartelillo de la policía, pero en realidad es la redacción de una
revista. Al entrar se ve una antigua máquina de escribir oxidada bajo una foto
con marco de madera del director que la fundó, Jesús Blancornelas, un viejo con
barba gris rala, gafas de cristales redondos y montura de oro, y mirada
penetrante.
En el piso de arriba, los reporteros prosiguen la labor periodística iniciada por
Blancornelas, adentrándose más que nadie en el turbio mundo del narcotráfico.
La revista que fundó ha pagado un elevado precio por sus informaciones. Dos de
sus directores fueron muertos a tiros, y el propio Blancornelas sobrevivió a
cuatro balazos, hasta que murió de cáncer en 2006, tal vez a causa del plomo
recibido.
La historia del crecimiento del narcotráfico es también la historia de los
periodistas mexicanos que arriesgaron su vida por informar de lo que sucedía. La
prensa estadounidense y británica no llegaría a ninguna parte con sus reportajes
especiales o esos artículos sobre la situación mexicana que aspiran al premio
Pulitzer si no se basara en el trabajo de los reporteros, fotógrafos y cámaras
mexicanos que cubren diariamente lo que sucede en todo el país. Los rastreos y
denuncias rutinarios de los anónimos peones del periodismo local han llegado a
ser la principal fuente informativa de las investigaciones de la policía mexicana y
los agentes estadounidenses. Por salarios tan bajos como 400 dólares al mes, los
reporteros se enfrentan a las agresiones y las intimidaciones para denunciar la
corrupción y buscar justicia.
Como es lógico, la historia de los medios mexicanos que han cubierto el
narcotráfico también tiene sus puntos negros. Algunos periodistas aceptan
sobornos de los cárteles. A cambio impiden que el nombre de los gánsteres
aparezca en los periódicos y publican el de los rivales, o prestan una atención
especial a la narcopropaganda. A algunos periodistas corruptos se los reconoce
por sus coches nuevos o las lujosas ampliaciones de sus casas.
Pero en términos generales, los medios mexicanos han sido un obstáculo
crítico y decisivo para la expansión del narcotráfico y aparecen bajo una luz más
positiva que otras instituciones del país, como la policía o los políticos. Ningún
periodista encarna mejor este espíritu crítico que Jesús Blancornelas. Con el oído
siempre atento a lo que se decía en la calle, olfateando con la nariz lo que se cocía
en los pasillos del poder y con las manos siempre dispuestas a escarbar,
Blancornelas publicó miles de artículos y varios libros sobre los cárteles, la
corrupción y las matanzas, estableciendo la tónica del periodismo mexicano en el
amanecer del nuevo milenio. Su valor, además de disparos, consiguió multitud
de recompensas internacionales, entre ellas ser nombrado Héroe de la Libertad
de Prensa Mundial por el Instituto Internacional de la Prensa. ¿Y cuántos
periodistas pueden jactarse de ser protagonistas de un corrido mexicano?
Blancornelas cubrió el desarrollo de los cárteles de la droga durante treinta
años, aunque sus mejores trabajos datan de la última década del siglo XX. Este
dinámico decenio se caracterizó por el fin de la Guerra Fría y la entrada de
México en el libre comercio globalizado. Las compañías estatales se vendían por
docenas, y un nuevo grupo de multimillonarios mexicanos surgió de la nada.
Este espíritu de empresa fue más intenso en la frontera con Estados Unidos,
donde crecieron rápidamente plantas de montaje, la NAFTA cuadruplicó el
tráfico de mercancías y brotaron nuevos y gigantescos suburbios. En este
período, el poder de los traficantes de droga pasó de Sinaloa y Guadalajara a la
frontera, sobre todo a tres cárteles: el de Tijuana, el de Juárez y el del golfo de
México. El narcotráfico consolidó su poder en medio de la fiebre del oro de la
globalización.
Blancornelas dedicó casi todos sus esfuerzos al cártel de Tijuana, no dando
cuartel a la mafia y denunciando a sus capos, los hermanos Arellano Félix. Sus
artículos fueron tan decisivos que casi todos los informes e historias sobre el
cártel de Tijuana lo citan (y si no, deberían citarlo). A cambio, los hermanos
Arellano Félix ordenaron matarlo y enviaron a diez sicarios para borrarlo del
mapa.


Cuando llegué a México, en 2000, trabajé en la vieja redacción del Mexico City
News, un periódico en lengua inglesa que se imprime en el centro histórico de la
capital. Por un espléndido salario de 600 dólares al mes, otros periodistas
hambrientos y yo preparábamos artículos para nuestro decreciente público en
unos ordenadores viejos y con manchas de café que utilizaban líneas telefónicas
que pitaban ruidosamente cada tres segundos. Era el mejor trabajo que había
tenido en mi vida. Tenía a mi cargo la crónica de sucesos de Ciudad de México,
lo que suponía ir detrás de una gorda vendedora de crack apodada Ma Barker y
pasarme una semana sentado en la sala mientras sometían a consejo de guerra a
unos generales corruptos.
Muy pronto empecé a leer los artículos de Blancornelas y lo llamaba por
teléfono para pedirle consejo. El veterano periodista fue muy paciente con el
verde reportero británico que le hacía preguntas idiotas. Siempre respondía a mis
llamadas semanales, a pesar de los apretadísimos plazos que le daban, y me
aclaraba todos los temas que yo pugnaba por entender. Cuando lo llamaba para
preguntarle por un traficante concreto, respondía con sus habituales metáforas
deportivas:
—Grillo, si ese traficante sobre el que escribe estuviera jugando al béisbol,
estaría en las ligas menores.
—¿Y ese tal Ismael Zambada? —preguntaba yo muy tímidamente.
—Bueno, Zambada jugaría con los Yanquis de Nueva York.
Estas metáforas suyas eran espontáneas, ya que había pasado años
informando sobre deportes antes de escribir sobre gánsteres. Al salir de la
universidad entró de redactor jefe de la sección de deportes en un periodicucho
de su estado natal, San Luis Potosí, y al cabo del tiempo se trasladó más de 1.500
kilómetros al norte, a la ciudad de Tijuana, a la sazón en desarrollo. La gente
puede reinventarse a sí misma en la frontera, y Blancornelas estuvo entre los
muchos que emprendieron una nueva vida en la ciudad que los californianos
llaman TJ. En 1980, con 44 años, Blancornelas se asoció con otros dos periodistas
y fundaron el primer semanario mexicano especializado en el narcotráfico. Lo
bautizaron Zeta, por la letra Z (sin nada que ver con la banda de los Zetas).
En 1988 se derramó la primera sangre de Zeta. No fue por drogas, sino por
cuestiones de poder. El codirector Héctor Félix escribió unas columnas
criticando al empresario de Tijuana Jorge Hank, hijo de uno de los políticos más
poderosos de México. Jorge Hank era propietario de un concurrido hipódromo y
Félix escribió que amañaba las carreras y sacaba provecho de las apuestas. El
guardaespaldas de Hank y algunos empleados del hipódromo siguieron a Héctor
Félix cuando salió del trabajo, una tarde lluviosa. Un vehículo le salió al paso y
otro se detuvo junto a él. Blancornelas escribió lo que ocurrió a continuación:

El guardaespaldas de Hank disparó desde la camioneta Toyota. Una vez,
dos veces. Con mucha precisión. Un balazo en el cuello, otro en las
costillas. [...]
Esto no es el guión de un serial dramático: su corazón quedó
totalmente destrozado.
Su chaqueta gris de Members Only quedó hecha jirones, con olor a
pólvora, empapada en sangre y carne.1

Blancornelas y su equipo denunciaron a los asesinos y consiguieron que los
detuvieran y encarcelaran. Pero el periodista quería que el propio Hank se
sentara en el banquillo. Los fiscales no tocaron al hijo de un político tan
poderoso, así que Zeta publicó una carta semanal, exigiendo justicia, impresa en
una página en negro. «Jorge Hank, ¿por qué me mató tu guardaespaldas?»,
empieza la carta, que firma Félix. Zeta sigue apareciendo actualmente. Jorge
Hank fue después alcalde de Tijuana durante un mandato. Niega tener nada que
ver con el asesinato.


El año que mataron a Félix, México eligió otro presidente. Conforme se acercaba
el gran día, parecía que lo impensable pudiera ocurrir: el candidato izquierdista
Cuauhtémoc Cárdenas estaba en condiciones de derrotar al PRI. Cárdenas no era
en el fondo un revolucionario. Su padre había sido el legendario Lázaro
Cárdenas, presidente por el PRI allá en los años treinta, y él mismo había
militado muchos años en el partido gobernante. Pero intuyendo que el Gobierno
había perdido el contacto con la gente, había dimitido y ahora se enfrentaba al
PRI en el primer duelo auténtico a dos bandas que se celebraba desde 1929.
El día de la votación, los mexicanos no daban crédito a sus ojos: Cárdenas iba
en cabeza en el recuento. Todo indicaba que el combate no se había amañado.
Era demasiado bueno, parecía mentira. Los votos se amontonaban en favor de
Cárdenas. Y de pronto, crac. Se produjo un inesperado fallo en el ordenador.
Había sido ciertamente demasiado bueno. Un mes después se notificó que había
ganado el candidato del PRI, Carlos Salinas de Gortari. Nada había cambiado.
Cárdenas dijo a sus partidarios que se alejaran de las calles. No quería
derramamiento de sangre y menos aún una revolución. De todos modos, hubo
derramamiento de sangre cuando los pistoleros acribillaron a balazos a docenas
de militantes izquierdistas que apoyaban a Cárdenas. Antes de transcurridos dos
meses, los asesinados se contaban por centenares.
A pesar del apaño de las elecciones, Salinas de Gortari adquirió buena prensa
en Estados Unidos. Bajo, con una calvicie característica, con orejas grandes y un
fino bigote, el presidente Salinas cortejó a los políticos estadounidenses con su
inglés perfecto y su doctorado por Harvard. Era otro PRI y otro México. El
nuevo PRI se pasó al libre comercio y al capitalismo moderno, aunque tuvo que
recurrir a los chanchullos de siempre para dejar fuera de las votaciones a los
comunistas. Empresas y bienes del Estado fueron vendidos a precio de ganga:
compañías telefónicas, ferrocarriles, la televisión.
De pronto apareció una nueva clase de magnates mexicanos que se
desplazaba en reactores particulares. En 1987, cuando Forbes empezó a publicar
su lista anual de multimillonarios, había un mexicano en ella. En 1994, cuando
Salinas dejó el cargo, había veinticuatro. ¿De dónde había salido aquel dinero?
Salinas negoció además con Bill Clinton el Tratado de Libre Comercio de
América del Norte [NAFTA], que produjo igualmente unos resultados
espectaculares. En 1989, el comercio transfronterizo fue de 49.000 millones de
dólares; en 2000 era ya de 247.000 millones.2 Los mexicanos salieron de las
cabañas rurales para trabajar en las plantas de montaje de la frontera. Durante
los años noventa, Tijuana y Juárez crecieron a razón de una manzana de
viviendas al día y los barrios periféricos se extendieron por las montañas, barrios
que luego serían el centro de la guerra de la droga.
Salinas también quiso reorganizar el comercio de estupefacientes. Cuando
llegó a la presidencia, el indiscutible padrino de México era Miguel Ángel Félix
Gallardo, el sinaloense que había sido socio de Matta Ballesteros en el tráfico de
coca. En 1989, por orden de Salinas, el jefe de la policía Guillermo González
Calderoni detuvo al jefazo Félix Gallardo, de 43 años a la sazón, en un
restaurante de Guadalajara. No se disparó ni un solo tiro.
Félix Gallardo escribió luego en su diario de cárcel que se había reunido con
Calderoni cinco veces antes de la detención, y que el jefe de la policía incluso le
había regalado unos guacamayos. El día de la detención, escribió Félix Gallardo,
en realidad fue al restaurante para reunirse con Calderoni y hablar de negocios.3
Fuera verdad o no lo que contó el capo, que el Gobierno mexicano pudiera
atrapar al mayor gánster del país sin disparar un solo tiro era revelador. En 1989,
los gánsteres aún confiaban en la policía para sus operaciones y los agentes
podían eliminar a los narcos cuando les hacía falta. La detención del principal
pez gordo recordó a los traficantes quién mandaba en el país.
A raíz de la detención, los capos mexicanos celebraron una cumbre gansteril
en Acapulco. Parecerá una escena de El padrino, pero estas narcoconferencias se
celebran realmente. El periodista Blancornelas hizo pública la noticia que
después fue confirmada por diversas fuentes. Blancornelas dijo que la había
organizado Félix Gallardo desde la cárcel. Sin embargo, Félix Gallardo escribió
que fue el jefe de la policía Calderoni quien arregló el oportuno encuentro. Es
posible que lo convocaran los dos. Blancornelas describe así la escena:

[Rafael Aguilar Fajardo] alistó el chalet cercano a Las Brisas. Desde allí se
veía como en cinemascope y a todo color la hermosa bahía de Acapulco,
alejados del tráfico inacabable de la Costera, ningún vendedor encimoso
de condominios, sin la molestia de los ruidajos en las discotecas
habilitadas junto a la playa, lejos de la mirada policiaca. Rafael fue tan
espléndido como inteligente, logró rentar la casa que en algunas ocasiones
ocupó el sha de Irán; quién sabe cómo le hizo.4

Durante la cumbre, que duró una semana, los capos de vacaciones analizaron
el futuro del hampa mexicana. Casi todos los invitados eran de la antigua
narcotribu de Sinaloa, un puñado de familias unidas por lazos matrimoniales,
amistosos y comerciales. En la reunión había otros actores que serían decisivos
en la remodelación del tráfico durante los veinte años siguientes. Entre ellos
estaban el maleante de la Sierra Madre Chapo Guzmán y su viejo amigo Ismael
Zambada, el Mayo. Cada capo poseería una plaza en la que podría mover su
droga e imponer sus condiciones económicas a cualquier otro contrabandista
que operase allí.
A todos les pareció una buena idea. Pero el pacífico acuerdo no funcionó. Sin
la jefatura del encarcelado padrino, Félix Gallardo, los capos intrigaron y se
apuñalaron por la espalda para conseguir un pedazo mayor del pastel. Como
escribió Blancornelas:

Nunca en la historia mexicana del narcotráfico [habría] alguien como él
[Félix Gallardo] para operar. Era hombre de palabra, de tratos antes que
de disparos, de convencimiento y no de ejecuciones. [...]
Si [los capos] hubieran seguido sus instrucciones, ahora existiría el
cártel más poderoso del mundo; pero la ausencia de un líder y la presencia
de varios jefes sintiéndose todos superiores al de enfrente hizo brotar la
desorganización.5

De este caos surgieron tres cárteles que consiguieron imponerse: en Tijuana, en
Juárez y en el Golfo. Aunque tenían sus propias jerarquías, el tráfico en los 1.500
kilómetros que hay entre el este de Juárez y la costa del Pacífico quedó
controlado por los sinaloenses. Los hermanos Arellano Félix, que dirigían el
cártel de Tijuana, y Amado Carrillo Fuentes, que mandaba en Juárez, eran de la
zona de Culiacán y estaban profundamente arraigados en el viejo escenario del
narcotráfico. En el imperio sinaloense se movieron distintos caciques,
colaborando en los cargamentos, compartiendo policías corruptos y cediéndose
personal. Para ver la lógica de la actual guerra mexicana de la droga, es decisivo
entender los vínculos que había dentro del reino sinaloense.
El sicario Gonzalo, al que entrevisté en la cárcel de Juárez, estuvo al servicio
de este imperio en los años noventa. Dijo que hizo trabajos en Durango,
Culiacán, Tijuana, Juárez y otras ciudades controladas por otros cárteles. Los
capos, que se conocían entre sí, se limitaban a hacerle sugerencias. Los agentes de
la DEA admitían igualmente la cooperación entre toda clase de gánsteres en el
noroeste de México. Un informe clasificado de los equipos de información en
activo y que data de los años noventa hacía las siguientes observaciones sobre la
organización:

En general se acepta el esquema típico del cártel, aunque desvirtúa el
poder y la fuerza auténticos de los traficantes de drogas mexicanos. Entre
los casos de individuos con habilidad para trascender los límites del
«cártel» está Amado Carrillo Fuentes.
Joaquín Guzmán-Loera y Carrillo Fuentes gestionaron conjuntamente
partidas de toneladas de cocaína de Bolivia y Colombia con destino a
Sonora, México, y luego a Estados Unidos a través de Arizona. Durante
este tiempo Carrillo Fuentes también trabajó estrechamente con Ismael
Zambada García, abriendo rutas de contrabando por Tijuana, Baja
California.6


Aunque el clan sinaloense trabajaba unido, era muy pendenciero. El roce más
importante de principios de los años noventa se produjo entre los hermanos
Arellano Félix y Joaquín Guzmán, el Chapo, por el tráfico destinado a California.
No estalló una guerra tan violenta como las del siglo XXI, con unidades
paramilitares. Pero hubo enfrentamientos de matones, tiroteos y atentados, que
dejaron tras de sí docenas de cadáveres.
Al mirar atrás podemos detectar ya por entonces los primeros indicios de que
el Gobierno mexicano no iba a ser capaz de contener al monstruo del
narcotráfico, de que el derramamiento de sangre llegaría a escapársele de las
manos. Pero estas observaciones suelen hacerse a posteriori, sabiendo ya lo que
ocurrió. Como dicen los historiadores profesionales, siempre resulta peligroso
leer la historia hacia atrás. En aquella época ningún elemento del Gobierno
mexicano parecía preocupado. «Hay violencia, pero son narcos que matan a
otros narcos», decían los políticos suspirando. En cualquier caso, los traficantes
no atacaban al sistema, sino que competían entre sí por conseguir los mejores
favores de los personajes sobornables. El Gobierno podía sentarse a esperar y a
cobrar, ganara quien ganase.
En medio de este conflicto hubo un homicidio en concreto que sacudió la
conciencia nacional, y fue el asesinato del cardenal Juan Jesús Posadas Ocampo,
en mayo de 1993. Muchos conocen la explicación oficial: el eclesiástico, de 66
años, se dirigía a Guadalajara para tomar un avión, y cayó casualmente en una
refriega entre matones de Arellano Félix y el Chapo Guzmán. Cuando llegó el
cardenal Posadas en su Grand Marquis blanco, los pistoleros le dispararon,
pensando que era el Chapo Guzmán en persona. Sin embargo, esta explicación
no fue aceptada por el Vaticano, que preguntó cómo era posible que los
pistoleros confundieran a un clérigo alto y con alzacuello con un gánster que
medía 1,68 metros. Los teóricos de la conspiración asomaron la cabeza y
aseguraron que el cardenal había sido asesinado porque tenía información
explosiva sobre la corrupción del Gobierno.
Aunque el caso Posadas probablemente no se aclarará nunca, fue un hecho
históricamente importante porque puso a la mafia de la droga en el centro de la
atención pública. La mayoría de los mexicanos no había oído hablar hasta
entonces de los «cárteles de la droga», y sin duda fue la primera vez que la mafia
de Arellano Félix y el Chapo Guzmán recibieron tanta cobertura. Que estas
organizaciones pudieran eliminar a un miembro destacado de la milenaria Iglesia
católica indicaba que eran muy poderosas. Pese a todo, muchos mexicanos
escépticos siguieron pensando que aquellos «cárteles» debían de ser cabezas de
turco inventadas para tapar los crímenes del Gobierno. Cuando se vive en un
país dominado durante setenta años por un partido único, y dado a las
conspiraciones, es fácil creer que su mano está en todo lo que ocurre. Y muchas
veces está.
La atención mediática obligó al Gobierno mexicano a detener a algunos
capos. Luego, por arte de magia, dos semanas después del asesinato del cardenal,
la policía de Guatemala detuvo al Chapo Guzmán y lo deportó a México, donde
fue encerrado en una cárcel de máxima seguridad. Los hermanos Arellano Félix
habían superado definitivamente, en armas y en sobornos, a su rival.


Los hermanos Arellano Félix eran un clan de siete varones y cuatro mujeres que
se reinventaron en Tijuana, como muchos otros que llegaban a la frontera; en
Sinaloa y en Guadalajara habían sido empleados; ahora eran patronos. Al frente
del clan había dos varones: Ramón Arellano Félix, un psicótico con cara de niño
que pasó a ser el jefe del brazo armado, y Benjamín Arellano Félix, el
segundogénito de la familia y el cerebro de la organización. Blancornelas los
comparaba con los hermanos de la familia de la serie El padrino. Ramón, decía,
era como el impulsivo y violento Sonny Corleone, interpretado por James Caan.
Benjamín era el frío y calculador Michael Corleone, encarnado por Al Pacino.
Otro hermano, Francisco, era Fredo Corleone, poca cosa para el negocio y un
mujeriego impenitente.
Blancornelas me enseñó un antiguo vídeo de la familia filmado mientras
celebraban una barbacoa en Tijuana, en sus primeros tiempos. Parecían un
grupo alegre y feliz, los hombres con el negro pelo cortado según su propia
versión del estilo mullet o salmonete y con vistosas camisas hawaianas metidas
por dentro del pantalón. Bebían cerveza Tecate en lata mientras una horda de
niños saltaban en un trampolín. En la calle, sin embargo, tenían una reputación
espeluznante.
Ramón Arellano Félix organizó un temible batallón de sicarios con
pandilleros chicanos de San Diego y aburridos niñatos de familias ricas de
Tijuana, un cuadro que acabó conociéndose con el nombre de «narcojuniors». La
mezcla no dejaba de tener gracia: chicos pobres de Estados Unidos y chicos ricos
de México. Pero sus víctimas no reían. Los sicarios quitaban de en medio a todo
el que se pusiera en el camino de los jefes, y no sólo lo mataban, sino que además
deshacían el cadáver con ácido. El objetivo del castigo no era tanto destruir las
pruebas del homicidio como aterrorizar psicológicamente a la familia de las
víctimas. Ramón incluso tenía fama de arrojar los cadáveres a una hoguera, asar
unos filetes encima y quedarse allí con sus secuaces, comiéndose la carne,
tomando cerveza y esnifando cocaína. No se sabe si todo esto era verdad, pero al
nivel de la calle, los rumores de toda esta crueldad era un poderoso factor
disuasorio.
Ramón ideó además una nueva y sangrienta táctica: el «encobijado». Se
trataba de envolver un cadáver en una sábana y arrojarlo en un lugar público, por
lo general con una nota de amenaza. El asesinato se exhibía para que toda la
ciudad lo viera. Ramón había creado el primer ejército de verdugos e inició el
terrorismo gansteril en México, una ominosa invención en la historia del
narcotráfico.


En el capitalismo moderno, las grandes empresas no dejan de crecer, y utilizan
los beneficios para ampliar su imperio y devorar a los pequeños competidores.
Los cárteles mexicanos de la frontera se expandieron así en los años noventa. Su
riqueza y su poder crecieron hasta el extremo de sustituir a los cárteles iniciales
de Colombia. Al desplazar a los colombianos, las bandas mexicanas pasaron a ser
las organizaciones criminales dominantes en toda América Latina.
Para entender mejor cómo los traficantes mexicanos consiguieron ganar la
partida a los colombianos, hablé con Jay Bergman, el director de la DEA para la
región de los Andes. Bergman estudió aquel tremendo desplazamiento mientras
trabajaba en docenas de detenciones masivas e investigaciones en todo el
continente. Pero Bergman no resultó ser el típico agente de la DEA que trata de
glorificar la política de la agencia o impresionar con historias de heroicas
detenciones de narcotraficantes. Parecía más bien un intelectual que había leído
mucho sobre teoría económica para entender la dinámica de las mafias del
contrabando. Cuando me senté con él, me soltó una parrafada sobre el
desplazamiento del poder con la energía del escritor que tiene en el cerebro un
libro que pugna por salir. Explicó: «Lo interesante es que la toma del poder se
produjo sin hostilidades ni violencias. En cada paso, los cárteles colombianos
decidían conscientemente la cesión de más parcelas a los mexicanos. Hasta que
llegó un momento en que los mexicanos empezaron a tener la última palabra».
Los colombianos, al principio, dejaron que los mexicanos metieran la mano
en el pastel de la cocaína. Reagan había tomado medidas enérgicas en Florida y la
nueva situación obligó a los cárteles a concentrar el contrabando en la frontera
mexicano-estadounidense. En 1990, me contó Bergman, los agentes
estadounidenses habían ideado ya la forma de cerrar por completo el pasillo del
contrabando en Florida, sirviéndose de vehículos navales y aéreos para tener
vigilado un cuello de botella de 150 kilómetros de anchura. Los colombianos no
tuvieron más remedio que confiar casi toda la mercancía a los correos
mexicanos, que acabaron moviendo el 90 por ciento de la cocaína que entraba en
Estados Unidos. Esta maniobra desplazó las rutas de la dama blanca hacia el
Pacífico, un amplio tramo de agua sin cuellos de botella naturales y con una
presencia menos acusada de la marina estadounidense. Era típico de la lucha
contra la droga: la solución de un problema había creado otro mayor.
Los agentes estadounidenses se lanzaron entonces sobre el supremo
mandamás colombiano, Pablo Escobar, para poner freno al flujo de la coca. El
final de la Guerra Fría los ayudó en esta misión. Al no haber comunistas que
perseguir, los agentes secretos y soldados estadounidenses se sintieron motivados
para combatir el tráfico de droga, al menos durante un tiempo (hasta que
descubrieron a los militantes islámicos). En vez de ponerse zancadillas
mutuamente, el Pentágono, la CIA y la DEA trabajaron juntos, pasando a la
policía colombiana la información de los soplones de la calle y de los satélites
espías.7
Escobar se había convertido en un foco de atención especial a causa de sus
tácticas terroristas: había llegado incluso a poner una bomba en un avión, en el
que murieron ciento diez pasajeros, para impedir que lo extraditaran a Estados
Unidos. La brutal violencia que desplegó contra sus rivales le creó tantos
enemigos que las víctimas organizaron un grupo paramilitar para capturarlo. Se
formó una curiosa alianza entre policías, soldados y criminales colombianos y
también espías, agentes antidroga y soldados estadounidenses, con objeto de dar
con el pez gordo. Escobar tenía los días contados. Los policías colombianos
acabaron encontrándolo en una casa de Medellín, lo frieron a tiros y posaron
sonrientes junto al cadáver. Los guerreros antidroga aprendieron un nuevo
modus operandi: que a veces es mejor olvidarse de las detenciones e ir a matar
directamente.
Presionados por todas partes, los colombianos empezaron a pagar a los
correos mexicanos con cocaína en vez de con dinero. Los colombianos tenían
unos márgenes de beneficios enormes. Un kilo de cocaína, vendido al por mayor,
valía 25.000 dólares en Estados Unidos, pero a los colombianos les costaba sólo
2.000 en un laboratorio. Los magnates mexicanos de la frontera se dieron cuenta
del negocio que representaba cobrar en especie y no en metálico. Podían
venderla en la calle por mucho más y construir sus propias redes de distribución.
La DEA no tardó en atacar otra vez a los colombianos, detuvo a los
vendedores de Nueva York y Miami y utilizó estos casos para acusar a los jefazos
de conspiración. Ante la perspectiva de acabar en una cárcel estadounidense, los
colombianos hicieron un nuevo pacto con los mexicanos: salieron todos de
Estados Unidos y dejaron que los mexicanos vendieran allí la droga. Bergman
explica el porqué: «Pensaron: “¿Cómo reducir las posibilidades de que me
extraditen? ¿Por qué no lo dejo todo en manos de los mexicanos? Seguiré
ganando dinero a espuertas y reduciré las posibilidades de que me extraditen
porque la droga ya no será mía. Salgo del negocio porque hay demasiada presión
para continuarlo en Estados Unidos. Y al mismo tiempo que entro en el mercado
europeo, gano dinero a manos llenas en Europa y gano toneladas de dinero en
México. Que sean los cárteles mexicanos los que se enfrenten con la DEA, el FBI
y los aduaneros estadounidenses”.
»Sin embargo —prosigue Bergman—, las leyes estadounidenses se cambiaron
para que los fiscales pudieran extraditar colombianos, aunque no estuvieran
directamente relacionados con los vendedores en Estados Unidos. Un individuo
que vendiera drogas en el extranjero podría ser procesado sólo por saber que la
droga en cuestión iba destinada a territorio estadounidense. Al mismo tiempo, la
policía nacional colombiana empezó a machacar a los barones de la droga por la
retaguardia.
»Les salió el tiro por la culata. Los colombianos no sólo ganaron menos
dinero, no sólo dejaron que los mexicanos se hicieran los dueños, sino que
fueron extraditados en masa y acusados de más y peores delitos. En ningún
momento entendieron lo que pasaba. Siempre habían jugado a las damas y
nunca al ajedrez. Eran incapaces de prever más allá de un par de movimientos.»


La consecuencia fue que los cárteles mexicanos recaudaron más dinero que
nunca. Los informes daban cuenta de fiestas monstruo que se celebraban entre
Tijuana y el golfo de México, con invitados que llegaban en reactores
particulares, tigres que se exhibían en jaulas y reinas de la belleza que ofrecían
cocaína. Fueron años de fiesta para la frontera. A cambio, el sistema recibió
sobornos más enjundiosos que nunca.
En los setenta años de gobierno del PRI, las acusaciones más enérgicas de
narcocorrupción que se hicieron en las altas esferas fueron para el presidente
Salinas de Gortari. Nada se ha probado de manera concluyente. Pero las
investigaciones no pasan por alto las profundas sospechas que ha habido sobre el
papel del Gobierno en el mantenimiento del crimen organizado a fines del siglo
XX.
El principal sospechoso era el hermano del presidente, Raúl Salinas. Durante
el mandato de Carlos, entre 1988 y 1994, Raúl tuvo un empleo gubernamental
con un salario anual de 192.000 dólares. Era un dineral en un país cuyo salario
mínimo es de cinco dólares diarios. Pero Raúl resultó que era además una
hormiguita ahorrando. En 1995 se averiguó que tenía 85 millones de dólares en
un banco suizo, y se supo porque su mujer quiso retirarlos y la detuvieron. Pero
esto no era más que la punta del iceberg. Los investigadores descubrieron que
tenía la friolera de 289 cuentas bancarias en instituciones tan tangibles como
Citibank. La policía suiza calculó que poseía en total más de 500 millones de
dólares.8
Un político mexicano tiene muchas formas de esquilmar dinero, aparte de la
droga. Pero la policía suiza, que entrevistó a noventa asociados de Raúl Salinas,
incluso a traficantes de droga ya sentenciados, concluyó que la fuente principal
de sus ingresos había sido el narcotráfico. El informe empezaba:

Cuando Carlos Salinas de Gortari fue nombrado presidente de México, en
1988, Raúl Salinas de Gortari se hizo con el control de casi todos los
envíos de droga que pasaban por México. Gracias a su influencia y a los
sobornos que pagaba con dinero de la droga, oficiales del ejército y
agentes de la policía defendieron y protegieron el próspero negocio de la
droga.

Raúl y su presidencial hermano han negado sistemáticamente estas
acusaciones, alegando que son calumnias y efectos de la mala información. Pero
cuando Carlos Salinas terminó su mandato, en 1994, Raúl Salinas fue detenido
en México por planear un homicidio y pasó diez años en la cárcel hasta que fue
absuelto y puesto en libertad. Pesan sobre él todavía las acusaciones de blanqueo
de dinero que se le hicieron en Suiza.
Acabado el mandato presidencial, Carlos Salinas se fue de México y se instaló
en la República de Irlanda. Por lo visto, le gustan la lluvia y la cerveza negra
fuerte. Los mexicanos han acabado por demonizarlo y lo representan como a un
manipulador afín al emperador del mal de la serie La guerra de las galaxias, y se
temen que sea suya la mano oculta que está detrás de todo, desde los ataques
guerrilleros hasta el mal tiempo.


Tras la marcha de Salinas, su milagro económico se vino abajo como un castillo
de naipes. En 1995, meses después de la investidura del nuevo presidente,
Ernesto Zedillo, el dinero salió de la economía y el peso mexicano cayó en
picado, disparando una inflación de dos cifras. De la noche a la mañana, los
veinticuatro multimillonarios mexicanos quedaron reducidos a doce. Por debajo
de ellos, la clase media se quedó sin ahorros, muchas empresas fueron a la
quiebra y se perdieron millones de puestos de trabajo. Bill Clinton, que había
trabajado estrechamente con Salinas, corrió fielmente al rescate con un
salvavidas de 50.000 millones de dólares, para impedir el hundimiento del país.
La crisis disparó el delito. A pesar de que el narcotráfico no había hecho más
que crecer, el México moderno no había sido un país peligroso hasta entonces.
Los índices de atracos y robos habían sido relativamente bajos incluso en los
años ochenta, y los mexicanos paseaban por las calles de las grandes ciudades a
todas horas. Pero aquellos buenos tiempos acabaron bruscamente. Los atracos,
los robos de coche con intimidación y el abyecto crimen del secuestro crecieron
de manera vertiginosa, sobre todo en la capital. De súbito, todos los habitantes de
Ciudad de México tenían alguna anécdota que contar sobre algún pariente al que
le habían apoyado una pistola en la cabeza y obligado a vaciarse los bolsillos. La
policía se sentía impotente para detener aquella ola de delitos, y creó un clima de
impunidad que preparó el camino para la actual insurgencia criminal.
Sólo una industria mexicana no resultó afectada por la crisis del peso. El
tráfico de drogas siguió ingresando miles de millones y, como cobraba en
dólares, la devaluación del peso dio más poder al narcotráfico. Dado el
desempleo vigente, los cárteles pudieron reclutar soldados por menos dinero que
antes. El narcotráfico se atrincheró aún más en los barrios bajos de todo el país.
Por esta época se produjo otra transformación decisiva: el consumo de la
droga dura se multiplicó. Durante mucho tiempo, los mexicanos habían
considerado la cocaína y la heroína como vicios gringos. La broma local decía:
«Los colombianos la fabrican, los mexicanos la comercializan y los gringos la
esnifan». Pero a fines de los noventa México tuvo que admitir que tenía su
propio ejército de yonquis y consumidores de crack.
La difusión de estas drogas era consecuencia directa del tráfico. Para
maximizar beneficios, los capos mexicanos empezaron a pagar a sus segundos
con ladrillos de cocaína y bolsas de heroína, además de con dinero. Muchos de
estos granujas de medio pelo vendían su mercancía en las calles de México para
conseguir dinero rápido.
Los niveles más altos de consumo del país se registraron en Tijuana, donde
los asociados de los Arellano Félix instalaron centenares de «tienditas» para
vender droga, sobre todo en el centro y en los barrios bajos de la zona este. Los
matones del cártel protegían a estos minoristas, añadiendo así una nueva
dimensión a la violencia generada por la droga. Ya no era sólo por pasar
toneladas por la frontera; era también por pasar crack a los adictos.
Los enfrentamientos en las esquinas urbanas hizo crecer los índices de
violencia a finales de los noventa, llegándose a unos trescientos asesinatos
anuales en Tijuana y a otros tantos en Juárez. Eran índices comparables a los de
las ciudades estadounidenses donde prosperaban las bandas, como Los Ángeles,
Washington, D.C. y Nueva Orleans. Los medios estadounidenses empezaron a
detectar aquel derramamiento de sangre y, por primera vez, a hablar del peligro
de la «colombianización» del país o de la posibilidad de que en las puertas
mismas de Estados Unidos estallara una guerra de la droga en toda regla. Casi
todo el mundo tachó a estos pesimistas de profesionales del alarmismo. Pero el
tiempo demostró que los profesionales del alarmismo tenían razón.


Los medios estadounidenses también se dieron cuenta del efervescente carácter
de los hermanos Arellano Félix, de sus juergas con cocaína, sus veladas
discotequeras y que disolvían a sus víctimas en ácido. La revista Time publicó un
reportaje sobre ellos,9 y la película Traffic presentaba personajes basados en ellos
que hacían tratos sobre cocaína con Catherine Zeta-Jones. Junto con la atención
de los medios hubo una serie de imputaciones y recompensas en Estados Unidos.
Y cada vez que alguien mencionaba a los hermanos Arellano Félix, el nombre del
periodista Blancornelas saltaba por algún sitio. Estaban realmente enfadados con
él.
Blancornelas cree que lo que hizo estallar a Ramón Arellano Félix no fue
ningún artículo que escribiera él, sino una carta que publicó. Cierto día, una
mujer de aspecto angustiado entró en la redacción de Zeta y quiso publicar un
anuncio. Cuando le dijeron el precio, la mujer respondió con voz apagada que no
tenía suficiente dinero. El empleado de la revista, lleno de curiosidad, le preguntó
qué quería publicar y cuando le mujer se lo dijo, el empleado llamó
inmediatamente a Blancornelas. El periodista leyó la carta y se conmovió tanto
que accedió a publicarla gratis.
La mujer había escrito una carta dirigida a Ramón Arellano Félix, que había
ordenado el asesinato de sus dos hijos. Los jóvenes habían caído en una trifulca
callejera con un lugarteniente de Ramón. La madre escribió sin miedo, por amor
a los dos hijos perdidos:

Mis adorados hijos fueron víctimas de la envidia y la cobardía de ustedes,
los Arellano. [...] No merece morir todavía. Que la muerte no sea su
precio ni su castigo. Que viva muchos años más y que conozca el dolor de
perder hijos.10

La mujer desapareció de Tijuana al publicarse la carta. Blancornelas cree que
huyó para que la mafia no la matase. El indignado Ramón Arellano Félix dirigió
entonces su ira contra el periodista.
Diez matones tendieron una emboscada a Blancornelas cuando éste iba en
coche con su guardaespaldas, Luis Valero. Acribillaron el vehículo, matando a
Valero en el acto. Blancornelas recibió cuatro impactos, pero no murió. El jefe de
los matones se acercó para darle el tiro de gracia. Pero mientras el sicario
avanzaba, hizo un disparo, la bala rebotó en el asfalto y le dio en el ojo al sicario,
que murió al instante. El resto del grupo abandonó al jefe en un charco de
sangre. Blancornelas se salvó de milagro.

Ramón ordenó matarme. Dios no lo quiso. [...], pero desgraciadamente
asesinaron a mi compañero y protector Luis Valero Elizaldi.11

El jefe de los matones fue identificado; se llamaba David Barrón, era un
gánster chicano de San Diego y se sabía que trabajaba para los Arellano Félix.
Barrón tenía catorce cráneos tatuados en los hombros y el diafragma, al parecer
uno por cada hombre que había matado. Los reporteros de Zeta identificaron a
otros seis matones, que eran compañeros de andanzas de Barrón y del barrio
Logan Heights de San Diego. A pesar de que Zeta presentó montones de pruebas
a la policía mexicana, no se acusó a los matones, a quienes se vio en libertad por
San Diego. Algunos siguen allí.


Los tres magnates que dominaban la frontera en los años noventa acabaron
cayendo. Juan García Ábrego, del cártel del Golfo, fue detenido en 1996. Se
entregó él mismo sin disparar un solo tiro cuando lo fueron a buscar a un rancho
cercano a Monterrey. Como buen capo de la vieja escuela, respetaba in extremis
el sistema mexicano, en el que el Gobierno tenía la última palabra. Un año
después moría Amado Carrillo Fuentes en un hospital de Ciudad de México, a
consecuencia de unas complicaciones que se presentaron durante una operación
de cirugía plástica. ¿O no murió? Gánster de dimensiones mitológicas en vida,
todo quedó en nada. En las calles de Juárez la gente susurra que todo es una
artimaña; Amado está realmente en el Caribe, pasándolo en grande y bebiendo
margaritas. O puede que esté trabajando en una gasolinera de Texas, con Elvis
Presley.
Los que más duraron fueron los hermanos Arellano Félix. Ramón, el
psicópata de cara de niño que inició el narcoterrorismo en México, vivió para ver
el siglo XXI, aunque no mucho. En 2002 un policía del centro turístico de
Mazatlán lo mató de un tiro cuando aquél detuvo el coche en un cruce de calles.
Una muerte poco espectacular para un forajido legendario. Algo serio había
tenido que pasar con la red de protección policial. Blancornelas escribió la
crónica de la muerte del hombre que había querido matarlo, señalando: «Si
alguna de sus muchas víctimas pudiera hablar desde la sepultura, tal vez le diría a
Ramón: “Como se ve, me vi. Como me veo, se verá”».12
Un mes más tarde, fuerzas especiales del ejército detenían a Benjamín
Arellano Félix en la casa donde tenía a su mujer y a sus hijos. Parece que los
ayudantes del jefe de jefes no se olieron la trampa. El capo está actualmente en
una cárcel mexicana de máxima seguridad, luchando para que no lo extraditen a
Estados Unidos. Falto de sus dos dirigentes, el clan Arellano Félix siguió adelante
con el resto de la familia, pero estaba seriamente debilitado.


Blancornelas no pudo celebrar mucho tiempo la desaparición de su mortal
enemigo. En 2004, Francisco Ortiz, tercer fundador de la revista Zeta, fue muerto
a tiros por un grupo de sicarios. Salía de una clínica del centro con su hijo y su
hija cuando los pistoleros le metieron cuatro balas en el cuello y en la cabeza. Los
dos pequeños gritaron «¡Papi, papi!» mientras el padre moría junto a ellos, según
declaró un testigo. Esta vez, la revista Zeta ya no estaba tan segura de quién había
ordenado el crimen.
Blancornelas se desesperaba. Aunque su trabajo podía haber contribuido a
detener a un puñado de canallas, los cárteles se volvían más poderosos y
violentos. Él era uno de los pocos que sabían que su fin se acercaba. Como dijo
en una entrevista, poco antes de morir:

El narcotráfico florecía antes en algunos estados. Pero ha crecido y ahora
abarca toda la República. No tardará en llamar a la puerta del palacio
presidencial. Llamará a la puerta del despacho del fiscal general. Y esto
representará un gran peligro.13
6

Demócratas

Si la perra está amarrada,


aunque ladre todo el día,
no la deben de soltar;
mi abuelito me decía
que podrían arrepentirse
los que no la conocían.

Por el zorro lo supimos,
que llegó a romper los platos
y la cuerda de la perra
la mordió por un buen rato.
Y yo creo que se soltó
para armar un gran relajo.

Los Tigres del Norte, «La granja», 2009

E l mundo vio surgir algunos héroes intrépidos y representativos de la


democracia a fines del siglo XX. En Polonia tuvieron a Lech Walesa, el
endurecido sindicalista que resistió años de represión antes de dirigir a su pueblo
a la rebelión y a la derrota del comunismo autoritario. En Sudáfrica, Nelson
Mandela sobrevivió veinte años en una isla-prisión, y luego libró al mundo del
pestilente estigma de la segregación racista y evitó una venganza posiblemente
sangrienta que habría estremecido al país. Y México tuvo a... al señor Vicente
Fox.
El hombre que protagonizó el definitivo adiós al autoritario PRI y condujo a
México a la democracia multipartidista fue el personaje más inesperado. No
procedía ni de la izquierda socialista ni de la derecha católica, las dos facciones
que planteaban problemas a la hegemonía del PRI. Por el contrario, era un rico
hacendado y ejecutivo de la Coca-Cola que entró casualmente en política a los 46
años, y siete años más tarde fue gobernador de su estado natal de Guanajuato.
Aunque se integró en una formación conservadora, el Partido de Acción
Nacional, no fue nunca un correligionario auténtico. Más que una ideología,
defendía los valores patrios del trabajo duro y la honradez. Era conocido por sus
sinceros comentarios de hombre del campo que a veces meaba fuera del tiesto.
En cierta ocasión dijo: «Los mexicanos hacen en Estados Unidos el trabajo que ni
siquiera los negros querrían hacer»,1 y de las mujeres dijo que eran «lavadoras
con patas».
Fox tenía un talento político apto para aquel momento de la historia. Los
mexicanos estaban hartos de políticos maniobreros que habían saqueado el país.
Fox parecía ajeno a todo esto, un tipo de fiar que podía reparar la estropeada
maquinaria política como quien arregla un tractor. A diferencia de los tediosos
discursos de los presidentes del PRI, Fox hablaba con un lenguaje cotidiano que
la gente entendía. Cuando invocaba la democracia, era como si creyera en ella en
el fondo de su corazón. Durante todo el ciclo electoral, tanto para que su partido
lo nombrara candidato como para competir por la presidencia, estuvo en vena.
Decía las palabras justas en el momento oportuno. Pero cuando ganó, de pronto
perdió la onda. Parecía un zorro acorralado, desbordado y sin saber bien qué
hacer.
Abierto con la prensa, Fox transmitía una sensación cálida y familiar, como si
fuera el vecino con el que cambiamos impresiones de vez en cuando o un viejo
amigo de la universidad. Alto, desgarbado y con bigote, tenía un aire algo
cómico, parecido al del actor inglés John Cleese, aunque Fox calzaba botas de
vaquero y yo nunca lo vi con sombrero hongo. Su voz era profunda y potente, lo
cual lo convertía en un orador carismático.
«Me siento muy feliz de estar al frente de este movimiento que ha liberado a
México del yugo del autoritarismo», me dijo Fox en cierta ocasión, reflexionando
sobre su labor presidencial durante una entrevista que le hice en su patria chica.2
Lo realmente notable es que el PRI le permitiera ganar y no anunciara ningún
fallo del ordenador en medio del recuento de votos. El último presidente del PRI,
Ernesto Zedillo, era un personaje curioso, un hombre que venía de una familia
necesitada, que llegó a ser un tecnócrata educado en Yale y que accedió a la
presidencia del país porque el candidato anterior había sido asesinado. Zedillo,
que no quiso ceder a las presiones de su propio partido, estaba resuelto a
permitir la transición democrática. Si México hubiera sido la Unión Soviética,
Zedillo habría sido el dinámico reformista Mijaíl Gorbachov, y Fox el menos
chispeante Borís Yeltsin, que empuñó las riendas.
Zedillo tomó valientes medidas contra la corrupta clase dirigente: autorizó la
detención de Raúl Salinas por presunto homicidio; la detención del gobernador
del estado de Quintana Roo por tráfico de drogas; incluso la detención de su
propio zar antidroga, el general Jesús Gutiérrez Rebollo, por estar en connivencia
con los gánsteres. Zedillo convenció además al PRI para que aflojara la tenaza
con que se aferraba al poder antes de que cediera la presidencia. El colegio
electoral nacional consiguió la autonomía en 1996, y el PRI perdió la mayoría en
el Parlamento en 1997. Se había vuelto más difícil amañar unas elecciones, por
mucho que lo quisiera el PRI.
Estos movimientos reestructuraron totalmente el hampa de la droga y el
sistema de protección policial y política. Los gánsteres se reorganizaron con
cautela y se quedaron a la expectativa para ver qué hacía un presidente
democrático. Cuando Fox juró el cargo, las líneas de fuerza del poder mexicano
se movieron; el final de los setenta y un años de dominio del PRI supuso un
auténtico terremoto político.
Desde el inicio mismo de su mandato se puso de manifiesto que Fox no tenía
una dirección clara en muchos asuntos, entre ellos el tráfico de drogas. Proponía
planes una y otra vez, y cuando tropezaba con obstáculos, cambiaba de rumbo o
capitulaba. Juró encarcelar a los funcionarios del antiguo régimen que habían
sido responsables de la guerra sucia que había causado la «desaparición» de
quinientos izquierdistas. Pero como el PRI no quiso cooperar, dejó los sumarios
a medias y se limitó a publicar un informe. Prometió modernizar radicalmente la
economía y el sistema judicial. Pero como la oposición lo abucheó en el
Parlamento, evitó tratar con el cuerpo legislativo todo lo que pudo. Promovió los
derechos de los emigrantes, y fue el primer mexicano que habló ante una reunión
plenaria del Congreso de Estados Unidos y que pidió que se revisara el estatuto
de los trabajadores extranjeros. Pero cuando se produjeron los atentados del 11
de septiembre, los estadounidenses aparcaron el tema de la inmigración.
Fox, por lo visto, abandonó pronto los programas domésticos para dedicarse
a recorrer mundo y a agasajar a dignatarios de otros países. Naciones Unidas, la
Organización de Estados Americanos, la Organización Mundial del Comercio y
muchos otros grupos celebraron cumbres en las que los críticos hablaban de
«Foxilandia». Cuando Fox parecía más contento era cuando acogía y presidía
estos acontecimientos, cantando las maravillas del pluralismo y la difusión de la
democracia.
Había hablado poco de drogas durante su campaña electoral, ya que se había
concentrado en echar al PRI del poder. Los guerreros antidroga estadounidenses
esperaban que un presidente democrático inaugurase una nueva era de
cooperación. Los días de la policía corrupta que intrigaba para matar a agentes
de la DEA habían pasado. México podía ahora ayudar a los agentes a anotarse
detenciones y confiscaciones, tal como hacían los colombianos. Fox aceptó el
reto con entusiasmo e hizo una muy citada promesa en la primera entrevista que
concedió a la televisión estadounidense después de su triunfo electoral. Dijo en
Nightline de ABC: «Vamos a librar la madre de todas las batallas contra el crimen
organizado en México. No lo duden».3
Fox había prometido echar a los militares de la guerra contra las drogas. Pero
tras una reunión inicial con funcionarios estadounidenses, que pensaban que los
soldados eran los elementos más fiables en aquella guerra, cambió de idea. Los
estadounidenses quedaron contentos. Aquél era un tipo con el que se podía
trabajar.


El primer indicio de que la política antidroga de Fox tal vez no fuera tan eficaz
como esperaban los estadounidenses se vio dos meses después de formar
gobierno. El 21 de enero de 2001, el archimafioso Chapo Guzmán se fugó de una
cárcel de alta seguridad de Guadalajara. El padrino de Sinaloa había vuelto.
Según información conseguida por el periodista José Reveles, el Chapo
consolidó su poder dentro de la cárcel sobornando a funcionarios durante varios
años.4 A cambio de los sobornos adquirió el derecho de llevar mujeres a la celda;
de elegir a mujeres del personal de la limpieza para tener relaciones sexuales con
ellas; y de tener relaciones con una presa llamada Zulema Hernández, una rubia
treintañera y alta que estaba encerrada por atraco a mano armada. El Chapo,
además, introducía Viagra de contrabando en la penitenciaría. Más consecuente
con lo que hacía, aprovechó la red de corrupción para escapar. Zulema
Hernández entregó después al periodista Julio Scherer una carta de amor del
Chapo en la que el señor de la droga le decía que su fuga era inminente. El autor
de la carta, fuera el Chapo o alguien que la escribió por encargo, como algunos
han sugerido, decía:

Todo tiene su razón de ser, preciosa, el hecho de que no nos podamos ver
tan seguido como quisiéramos y de que ahora la trasladen y nos
separemos por un tiempecito quizáz [sic] es para que los dos valoremos lo
que somos el uno para el otro, cuánto es el amor que le tengo, cuánto la
necesito y cuánto debo hacer por pronto tenerla a mi lado viviendo ambos
la vida en libertad.5

Dos guardianes ayudaron al Chapo a salir de la cárcel. Para ganárselos, el
capo pagó una operación médica al hijo de uno, y al otro lo relacionó con una
guapa chica sinaloense. Este último sacó personalmente al preso en la camioneta
de la lavandería.
Cuando se hizo pública la noticia de la fuga, el avergonzado Fox puso
anuncios en los periódicos y carteles en las calles con un teléfono de línea directa
para que llamaran los ciudadanos que supieran algo. Se recibieron casi cien
llamadas cada hora. Pero todas daban información falsa o inútil, y en muchos
casos se oían risas al fondo. A niños y adultos les parecía ridículo que un
presidente pidiera ayuda. Los mexicanos no acababan de entender aquello de que
los ciudadanos podían contribuir a mantener el orden.6


Así pues, ¿qué nos dice realmente la fuga de Guzmán sobre la presidencia de
Fox? Los teóricos de la conspiración la citan como prueba de que el Gobierno
Fox estaba asociado con Guzmán y sus amigos del hampa sinaloense. Si le habían
abierto las puertas, decían, era porque se habían recibido órdenes de arriba. El
objetivo secreto de Fox era renovar el cártel de Sinaloa para convertirlo en el
grupo mafioso más fuerte, con Guzmán en el puesto de padrino nacional, tal
como lo había sido en los años ochenta el capo Miguel Ángel Félix Gallardo.
Después de liberar al Chapo, Fox eliminó a sus rivales, como los hermanos
Arellano Félix, y permitió que el Chapo se expandiera por el país. Esta política de
apoyo a Guzmán, alegaban estos teóricos, prosiguió cuando fue investido Felipe
Calderón.
Este mensaje conspirativo, presentado de diversas formas, ha perjudicado a
los dos presidentes de la era democrática. Los gánsteres lo han plasmado en
carteles y pancartas, los políticos lo han voceado, y ha llenado muchas columnas
periodísticas.7 Pero ¿hay algo de verdad en todo esto?
Desde luego, no hay ningún indicio que relacione directamente con el Chapo
Guzmán ni a Fox ni a Calderón. Más sólida que la teoría de la conspiración es
aquí la teoría de la chapuza. Es posible que Fox no tuviera nada que ver con la
fuga de Guzmán ni con su ulterior encumbramiento. Sencillamente, Guzmán y
sus socios mafiosos fueron muy eficaces y supieron construir una red de
funcionarios corruptos en todos los departamentos de la administración. Ni Fox
ni Calderón podrían controlar todo el Estado. Con la desaparición del PRI había
desaparecido también el sistema básico de poder. Y ésta ha sido la clave del
desmoronamiento de México.
Vista en perspectiva, la fuga del Chapo Guzmán parece un acontecimiento
histórico. Pero en 2001 fueron pocos los que lo vieron como un hecho con
consecuencias. Era sólo un gánster más y un ejemplo más de lo mal que
funcionan las prisiones latinoamericanas. Un tribunal de Arizona había acusado
al Chapo de extorsión en 1993, y otro de San Diego de conspiración para
importar cocaína en 1995. Pero allí no daban aún siete millones de dólares de
recompensa por él. Casi todos los observadores de México estaban concentrados
en acontecimientos totalmente distintos: la llegada a Ciudad de México de un
pacífico convoy de rebeldes zapatistas, y las investigaciones que se estaban
realizando sobre la antigua guerra sucia del PRI. Como dijo Fox en una
entrevista posterior cuando le pregunté por la fuga del Chapo: «Es importante,
pero no es la prioridad de mi Gobierno. Una golondrina no hace verano. Mis
oponentes y mis enemigos políticos lo esgrimen hoy como un asunto
enigmático».


En el curso de los tres años siguientes, Estados Unidos aplaudió la política
antidroga de Fox. En 2002, la policía municipal mató a tiros al psicópata de
Tijuana Ramón Arellano Félix, y el mes siguiente los soldados detuvieron a su
inteligente hermano Benjamín. Luego, en 2003, las fuerzas de seguridad
apresaron al jefe Armando Valencia, en el estado de Michoacán, y al capo Osiel
Cárdenas en el de Tamaulipas. Para los agentes antidroga de Estados Unidos, que
aplaudían las detenciones y confiscaciones, las cosas no podían ir mejor. A
principios de 2004 estuve hablando con tres agentes de la DEA en la embajada de
Ciudad de México. Estaban extasiados con el Gobierno Fox. Un agente me dijo:
«En comparación con los borrascosos tiempos de Kiki Camarena, es la diferencia
que va de la noche al día. México ha dado un giro copernicano en la lucha contra
los narcotraficantes. Este país tiene un gran futuro por delante».
Y entonces empezó la guerra.
Empezó por una bagatela en la ciudad fronteriza de Nuevo Laredo, en otoño
de 2004. Casi todos los informes mediáticos tergiversan este detalle y dicen que la
guerra de la droga empezó en diciembre de 2006, cuando Felipe Calderón fue
investido presidente. Esto viene muy bien. Aunque las simplificaciones ayudan a
entender el cuadro general, también pueden generar ideas falsas y peligrosas, por
ejemplo que esta guerra está totalmente relacionada con la presidencia de
Calderón, y que cuando la deje se acabará por arte de magia. La verdad es que el
conflicto empezó antes de Calderón y probablemente seguirá después de él.
Pocos entendieron el significado de las luchas internas que estallaron en
Nuevo Laredo. Pero el conflicto introdujo una serie de tácticas inéditas: el uso de
grupos paramilitares, los ataques generalizados contra la policía y los secuestros
en masa. Estas tácticas se difundieron por todo México a una escala espantosa y
definieron los métodos con que se libraría la guerra.
En el centro de la batalla de Nuevo Laredo estaba la banda más sanguinaria de
México, la de los Zetas. Los ex soldados de fuerzas especiales militarizaron el
conflicto, transformando la «guerra contra las drogas» en una «guerra de la
droga». De pronto, la gente empezó a ver criminales detenidos con uniforme de
campaña y armas pesadas. ¿De dónde habían salido aquellos militares? Para
entender cómo surgieron los Zetas, necesitamos saber cómo se produjo la radical
transformación del tráfico de drogas en la zona de Nuevo Laredo.


El noreste de México había sido un pasillo para el contrabando desde los tiempos
de la Prohibición [la ley seca] estadounidense, en que un criminal con iniciativa
llamado Juan Nepomuceno pasaba alcohol de contrabando.8 Conforme la
organización de Nepomuceno se transformaba en el cártel del Golfo, el área
conocida como «pequeña frontera» crecía en importancia estratégica gracias a la
rápida expansión de las ciudades estadounidenses de Dallas y Houston. En el
lado mexicano de la pequeña frontera no había grandes metrópolis, a diferencia
de la parte alta del río, donde estaba Juárez. Pero por allí pasaba más cargamento
real. En 2004, sólo por Nuevo Laredo —que no tenía más que 307.000 habitantes
— pasaban al año mercancías de circulación legal por valor de 90.000 millones de
dólares. Era más del doble de los 43.000 millones que circulaban por la creciente
Ciudad Juárez, y cuatro veces los 22.000 millones que cruzaban Tijuana.
Este volumen de negocios significaba que por la ciudad pasaban al día diez
mil camiones y dos mil vagones de ferrocarril. En el lado estadounidense, Laredo
(Texas) es la terminal de la autopista I-35, que conduce a Dallas. Las drogas
pasaban en medio de todo este tráfico de vehículos y se distribuían rápidamente
por Texas, de donde se enviaban al resto del sur y a la costa oriental. Laredo era
el sumidero del tráfico. Y era el único punto de la frontera que no controlaban
los sinaloenses.
En 1997, Osiel Cárdenas, antiguo ladrón de coches y ya medio calvo, había
llegado a la jefatura del cártel del Golfo matando a todo el que se cruzaba en su
camino. Le habían puesto el apodo de Mataamigos a causa de su maquiavelismo
para hacerse con el poder, ya que apuñalaba por la espalda a sus aliados. Para
asegurarse el puesto de gran jefe de la pequeña frontera, tuvo la idea de organizar
un cuerpo especial que fuese más temible que los sicarios que pudieran ir a
buscarlo. Había visto que los hermanos Arellano Félix importaban gánsteres
chicanos para proteger sus narconegocios. Él quería algo mejor. Y no se le
ocurrió otra cosa que dirigirse al propio ejército mexicano.
Cárdenas hizo amistad con un mando de las fuerzas especiales llamado
Arturo Guzmán Decena, que había sido enviado a Tamaulipas para tomar
medidas contra las bandas de traficantes. Según todos los testimonios, Guzmán
Decenas era un oficial con talento e iniciativa. Una foto suya de cuando era un
joven alistado lo muestra ancho de espaldas, recién afeitado y en buena forma,
con la mano derecha en el pecho, que es el saludo nacional mexicano. Sus ojos
miran al frente con fijeza, con determinación militar, y en su cara hay cierto aire
de joven inocente. Pero algo tuvo que suceder para convertir a este joven en un
frío narcosicario llamado en clave Z-1.


Arturo Guzmán procedía de una aldea del estado de Puebla, al sur de México, y
se alistó en el ejército para huir de la pobreza. Su historial es típico de los
militares mexicanos. La institución no está controlada por oficiales aventureros
de clase alta, como en el caso británico; ni es una reserva de la derecha ideológica,
como en el caso español; es más bien un ejército formado por ex campesinos que
han salido de las tierras pobres del sur.
Elemento destacado y brillante, Guzmán se alistó en el GAFE (Grupo
Aeromóvil de Fuerzas Especiales), el equivalente de los Boinas Verdes
estadounidenses. Es tradicional en las fuerzas especiales que los oficiales pongan
a los soldados en situaciones de resistencia límite y les inculquen una mentalidad
resuelta y fanática. El lema de la unidad es: «Ni la muerte nos detiene, y si la
muerte nos sorprende, bienvenida sea». El entrenamiento del GAFE corrió a
cargo de unidades de élite de todo el mundo. Los soldados aprendieron tácticas
de las Fuerzas de Defensa israelíes, cuyas experiencias en el Líbano y en la orilla
occidental del Jordán las hicieron acreedoras a figurar entre las mejores en lucha
urbana. Pero la principal influencia que recibió el GAFE llegó de más cerca, de
los militares estadounidenses.
Estados Unidos ha venido adiestrando a los soldados latinoamericanos en
tácticas de guerra y antiinsurrección, desde finales del siglo XX, en la tristemente
célebre Escuela de las Américas de Georgia y en Fort Bragg (Carolina del Norte).
Cuando los manuales que se daban a los alumnos se desclasificaron, en 1996,
despertaron la indignación. Impresos sólo en español, los manuales de
instrucción explicaban el uso de la guerra psicológica para contrarrestar las
rebeliones. Un manual especialmente polémico, titulado Manejo de fuente [sic],
instruye a los oficiales latinoamericanos sobre cómo utilizar a los informantes.
En términos fríos y clínicos, detalla la presión que debe ejercerse sobre los
informantes, con violencia contra ellos y sus familias. Según se dice literalmente
en la página 79:

El agente de CI [contrainsurgencia] podría causar el arresto o detención
de los parientes del empleado [informante], encarcelar al empleado o
darle una paliza como parte del plan de colocación de dicho empleado en
la organización de las guerrillas.9

Allá en México, Guzmán y sus compañeros pusieron en práctica lo que
habían aprendido cuando el levantamiento zapatista sorprendió al mundo en
1994. Encabezados por el subcomandante Marcos, revolucionario y fumador en
pipa, unos tres mil rebeldes zapatistas se apoderaron de los ayuntamientos del
empobrecido estado meridional de Chiapas. La insurrección fue básicamente una
protesta simbólica contra la pobreza y el Gobierno unipartidista; los rebeldes
eran pobres mayas autóctonos, armados con escopetas viejas y fusiles del calibre
0,22, y se batieron en rápida retirada hacia la jungla en cuanto llegó el ejército.
Sin embargo, y a pesar de la nula amenaza militar que representaban, el
Gobierno mexicano quiso replicar con dureza y lanzó al GAFE en persecución de
los zapatistas.
Las unidades de ataque los alcanzaron mientras los insurrectos se retiraban
por Ocosingo, una destartalada población que se alza en los límites de la jungla.
Al cabo de unas horas, treinta y cuatro rebeldes yacían muertos. El
subcomandante Marcos dijo en un comunicado que los muertos se habían
rendido y habían sido ejecutados en el acto, aunque los militares replicaron que
habían muerto combatiendo. Al día siguiente los soldados capturaron a otros
tres rebeldes en la vecina comunidad de Las Margaritas. Sus cadáveres fueron
arrojados en la orilla de un río; les habían cortado la nariz y las orejas. Aquella
carnicería estremeció al movimiento rebelde y Marcos se apresuró a firmar un
alto el fuego doce días después del inicio de la sublevación. Desde entonces, los
zapatistas han optado por las protestas no violentas, aunque siguen manteniendo
un pequeño ejército guerrillero en el interior de la jungla.10


Estrella en ascenso y soldado que contaba ya con un inmejorable entrenamiento
y un historial de sangre, Guzmán se trasladó a la pequeña frontera. Chabacanas
narcomansiones se alzaban en calles de tierra donde se celebraban ruidosas
fiestas que duraban toda la noche, y millares de prostitutas bailaban en crecientes
zonas de tolerancia. Fue un cambio tremendo para el joven oficial que había
pasado su juventud chapoteando en los barrizales de la selva.
Los investigadores dicen que los primeros trabajos que hizo Guzmán para
Cárdenas consistieron en aceptar sobornos a cambio de hacer la vista gorda ante
los cargamentos de droga del cártel del Golfo. Aquellas mordidas eran típicas.
Pero aunque hacía tiempo que los soldados esquilmaban a los traficantes, era
inconcebible que desertaran para asociarse con ellos. Los oficiales aún se
consideraban defensores de la república, y había tantas posibilidades de que se
asociaran con los narcos como de que un soldado de Estados Unidos se pasase a
las filas de los rebeldes en Irak. Los soldados consideraban los sobornos como
una especie de beneficio indirecto por su trabajo. Pero Guzmán hizo trizas este
modelo. Dejó el cuartel definitivamente y reapareció como narcomercenario.
¿Qué impulsó a Guzmán a dar un paso tan espectacular en su carrera
castrense? Se ha dicho, a modo de explicación, que se sintió tentado por el brillo
del oro, que veía que los ostentosos gánsteres ganaban más en un año que
muchos militares profesionales en toda su vida. Pero él también habría podido
vivir bien en el ejército como joven promesa. Al unirse al cártel se convertía en
un fugitivo que se arriesgaba a morir o a ir a la cárcel.
Un factor decisivo pudo ser el cambio radical que estaba descomponiendo el
orden anterior. La transición democrática puso muy nervioso al ejército, que no
sabía qué lugar iba a tener en el nuevo México. Los oficiales galardonados
estaban particularmente preocupados porque les exigían que eliminaran los
abusos propios del antiguo régimen. Las familias de los «desaparecidos» se
manifestaban diariamente en la capital y varios oficiales fueron juzgados por
violar los derechos humanos o ser cómplices del tráfico de drogas. Cuando un
juez condenó al general Gutiérrez Rebollo a cincuenta años de prisión por
aceptar sobornos de los narcos, todo el ejército quedó a la expectativa. En medio
de esta confusión, el oficial Guzmán decidió que era mejor salir del sistema.


Cuando Osiel Cárdenas contrató a Guzmán, no quería un pistolero más.
Cárdenas pidió a su nuevo empleado que organizara la compañía de sicarios más
feroz que encontrase. Cárdenas era un intrigante, y tenía imaginación de sobra
para concebir lo que podía ser una banda de matones con instrucción militar.
Pero gran parte de la iniciativa para organizar una fuerza paramilitar en toda
regla procedió probablemente del propio Guzmán. La policía nacional mexicana
hizo pública tiempo después una conversación conseguida al parecer por un
confidente y que se refería a la formación de la nueva unidad:

—Quiero los mejores hombres. Los mejores —decía Cárdenas.
—¿Qué clase de hombres necesita? —preguntaba Guzmán.
—Los que mejor sepan manejar armas.
—Ésos sólo se encuentran en el ejército.
—Quiero a ésos.11

De acuerdo con aquellas órdenes, Guzmán reclutó a docenas de soldados de
élite. Algunos medios han comentado que los Zetas se organizaron a raíz de una
deserción en masa de una sola unidad militar. Pero los archivos militares
contradicen esta versión. Los soldados dejaban los cuarteles para trabajar con
Guzmán durante unos meses y procedían de varias unidades, por ejemplo el 7º
Batallón de Infantería y el 15º Regimiento de Caballería Motorizada. Pero
también hubo mucho personal procedente del GAFE en la unidad en ciernes,
que se denominó «los Zetas» por una señal de radio utilizada por los boinas
verdes mexicanos. A todos los miembros se les daba un número con la clave Z,
empezando por Guzmán, que era Z-1. En unos meses Z-1 tenía bajo su mando a
38 ex soldados.


Apoyado por la nueva unidad, Osiel Cárdenas se sintió más poderoso que nunca.
La arrogancia lo empujó a cometer un error que le costó caro: amenazó a los
funcionarios estadounidenses. Los agentes en cuestión —uno de la DEA, otro del
FBI— iban en coche por Matamoros en noviembre de 1999 con un confidente
que iba a indicarles dónde se encontraba una propiedad de los narcotraficantes.
Al advertir que los seguían, pisaron el acelerador del coche, que llevaba matrícula
consular, pero fueron bloqueados por ocho vehículos entre turismos y camiones.
Se apearon unos quince hombres, entre ellos algunos Zetas, y rodearon el coche
consular, al que apuntaron con fusiles Kaláshnikov. Cárdenas en persona salió de
entre el grupo y exigió a los agentes que le entregaran al informador. Los
estadounidenses se negaron y recordaron a Cárdenas que si mataban a unos
agentes de Estados Unidos el crimen no quedaría impune. Según la declaración
de los agentes, Cárdenas replicó con furia: «Éste es mi territorio, gringos. No
pueden controlarlo. ¡Así que largo de aquí!»12
Los agentes se dirigieron directamente a la frontera y llegaron ilesos a Estados
Unidos. En marzo de 2000, un gran jurado con competencia nacional, reunido
en Brownsville, Texas, declaró que Cárdenas era culpable de agredir a los agentes
y de traficar con drogas, y la DEA puso precio a su cabeza: dos millones de
dólares. Cuando Vicente Fox fue investido presidente, Osiel Cárdenas estaba en
el primer puesto de la lista de gánsteres buscados por Estados Unidos.
Sin embargo, a diferencia de los capos de la vieja escuela, Osiel Cárdenas se
negó a negociar su rendición. Lejos de ello, llamó a su unidad de Zetas para que
lo defendiera con las armas en la mano. Cárdenas creyó que podía enfrentarse al
Gobierno para impedir su detención y se convirtió en el primer narcoinsurgente.
El modus operandi que había regulado el comercio de la droga durante décadas
había periclitado y el telón volvía a subir para la representación de la inminente
guerra.
Los Zetas, para engrosar su contingente, reclutaron a más soldados, así como
a ex policías y a otros gánsteres. Las calles de Tamaulipas presenciaron batallas
muy reñidas entre el ejército y los Zetas. Enfurecido por esta resistencia, el
ejército pidió refuerzos para atrapar a Cárdenas; la consigna era disparar primero
y preguntar después. Esta política de andarse sin miramientos redundó en la
eliminación de Z-1. Guzmán estaba comiendo en una marisquería de la playa
con algunos hombres de su séquito, en noviembre de 2002. En esto entraron
soldados con los fusiles vomitando plomo y Arturo Guzmán fue alcanzado antes
de poder responder. En total recibió cincuenta balazos, en la cabeza, el pecho, los
brazos y las piernas. El joven oficial prometedor y fundador del primer grupo
paramilitar de los cárteles mexicanos acabó acribillado en el suelo de un
restaurante.
Los soldados siguieron la pista de Osiel Cárdenas, que fue localizado en
marzo de 2003 en una casa franca. Esta vez los guardaespaldas Zeta tuvieron
ocasión de replicar al fuego, disparando miles de balas y lanzando granadas de
fragmentación contra los sitiadores. Pero los gánsteres eran muy inferiores en
número y estaban rodeados por todas partes. Al cabo de media hora, los soldados
irrumpieron por la puerta y detuvieron al cacique. Los Zetas, sin embargo, no se
rindieron y gracias a los refuerzos que llegaron siguieron lanzando ataques para
liberar a su jefe. Los soldados se abrieron paso a tiros hasta el aeropuerto y
volaron con Cárdenas a Ciudad de México. En otra época, la policía detenía a los
capos pacíficamente en los restaurantes; las cosas eran ya muy distintas y acabó
creándose una nueva tónica.
Osiel Cárdenas, con las manos esposadas, fue un magnífico trofeo para el
presidente Fox. Pero las consecuencias de la existencia de los Zetas no se
entendieron plenamente. Casi todos los periodistas los vieron como una extraña
banda armada, aunque con un historial curioso. Tampoco los traficantes rivales
supieron comprender la amenaza que representaba el grupo paramilitar. Antes
bien, con Z-1 muerto y Cárdenas en la cárcel, la banda sinaloense pensó que el
cártel del Golfo estaba acabado y se trasladó a su territorio.
La mafia sinaloense convocó una narcocumbre para planificar la expansión.
Los detalles de este encuentro histórico se saben por un traficante que se acogió
al programa de protección de testigos y que estuvo en la reunión.13 Según sus
declaraciones, los gánsteres de Sinaloa, entre ellos el fugado Chapo Guzmán y
Beltrán Leyva, el Barbas, se sentaron a comentar su plan de dominio. Los
sinaloenses ya controlaban la frontera desde Juárez hasta el Pacífico, dijeron. Y
ahora podían hacerse con las lucrativas rutas del este de Texas. ¿Quiénes eran los
paletos del noreste de México para impedirlo? Los gánsteres sinaloenses se
dirigieron al noreste para reclamar el territorio. La primera fase de la guerra
mexicana de la droga consistió en el enfrentamiento del poderoso cártel de
Sinaloa con los insurgentes Zetas.


En 2004, poco antes de que estallara la guerra interna, conseguí un empleo
consistente en informar sobre México para el Houston Chronicle. El director era
un texano generoso y no le importó trabajar con un reportero que tenía un tonto
acento británico. Claro que si no entendía mi media lengua, siempre podíamos
comunicarnos por correo electrónico. Lo único que yo tenía que hacer era saber
qué le gustaba y no le gustaba a Bubba, el típico texano. «A Bubba no le gusta la
palabra bourgeois [burgués]. Usa otra más breve», me decía. Me puse a escribir
sobre la transición democrática de México. Por entonces se amontonaban los
cadáveres en el lado mexicano de la frontera texana: no tardaría en haber veinte,
luego cincuenta, y luego un centenar de homicidios. Tuve que volar a Nuevo
Laredo. Bubba quería saber qué diantres pasaba allí.
Conforme aumentaba el número de muertos en 2005, los tres principales
rotativos texanos —el Houston Chronicle, el Dallas Morning y el San Antonio
Express— trataron de sacar jugo periodístico a la situación. Sin darnos cuenta
nos enzarzamos en una batalla por las primicias, al viejo estilo. «¡Vete allí e
informa como si fuera una guerra!», me gritó el director. Pensé que exageraba.
Pero al evocarlo ahora me doy cuenta de que estábamos en el comienzo de un
conflicto de muy serias consecuencias.
Tuve la suerte de trabajar con dos veteranos que figuraban entre los mejores
reporteros que había tenido el Chronicle en toda su historia: Dudley Althaus y
Jim Pinkerton. Pero aun así, mientras estuve en Nuevo Laredo me esforcé por
comprender la lógica de la guerra interna. Era frustrantemente difícil conseguir
información fidedigna: la policía, los fiscales, el alcalde, todos contaban la versión
prevista. Intenté otras formas de acercarme a los hechos. Había conocido a
multitud de drogadictos allá en Gran Bretaña; sin duda podría encontrar en la
frontera a más de uno que supiera algo de lo que se cocía. Busqué en los centros
de rehabilitación, en las calles, en las cantinas. Y no tardé en localizar a camellos
y contrabandistas al por menor que me describieron la batalla desde abajo.
Trabé amistad con un tipo de 28 años llamado Rolando. Era delgado, nervudo
y el benjamín de los diez hijos que había tenido un jefe de la policía local.
Rolando había pasado marihuana a Estados Unidos y había estado un tiempo en
una cárcel de Texas, donde había aprendido a hablar muy bien el inglés. Además
tenía dos nefastas drogadicciones: la heroína y el crack. Nos sentábamos en una
pequeña habitación de la casa de su novia, se inyectaba heroína y fumaba una
piedra de crack inmediatamente después. Nunca he entendido por qué la gente
emprende el vuelo y se tira al suelo al mismo tiempo. Pero a Rolando parecían
funcionarle bien las dos cosas y se ponía a divagar sobre la familia, sobre temas
filosóficos y cualquier otro tema que surgiese.
Se ganaba la vida en un barrio de Nuevo Laredo que los estadounidenses
llamaban Boy’s Town (Ciudad de los Muchachos), y los mexicanos la Zona (por
«zona de tolerancia»), cuatro manzanas amuralladas con anchas calles de tierra,
burdeles y bares de estriptis. Según cuenta la leyenda, Ciudad de los Muchachos
fue fundada por el general estadounidense John Pershing para que todos los
soldados puteros se concentrasen en un solo lugar. Un siglo después, los
camioneros estadounidenses y los adolescentes texanos que querían perder la
virginidad visitaban aquel antro de pecado. Rolando hacía valer su conocimiento
del inglés para conducir a los puteros a los mejores bares y presentarles a las
chicas más guapas a cambio de una propina. Se gastaba casi todo el dinero en
drogas. Además, tenía una novia que trabajaba de estríper. El día que supo que
su novia estaba embarazada lo celebramos bebiendo cerveza y escuchando
música en la máquina de discos de una mugrienta cantina de Ciudad de los
Muchachos. La siguiente vez que lo vi, me dijo que su novia había perdido el
niño. Para conmemorarlo vi que tomaba su dosis habitual de crack y heroína.
Yo lo acompañaba cuando iba a comprar las dosis, a los «conectes» (camellos)
de Ciudad de los Muchachos o a las «tienditas» de los barrios. Me contó que
cuando era pequeño la gente vendía drogas y se quedaba con el dinero. Pero
ahora todos los camellos tenían que pagar un impuesto a los Zetas. Con mucha
cautela me señaló a unos elementos de los Zetas que merodeaban por Ciudad de
los Muchachos. Eran sujetos fornidos apostados cerca de los clubes nocturnos,
charlando por teléfono móvil o vigilando la calle. Ciudad de los Muchachos,
como todo Nuevo Laredo, era territorio suyo.
Cuando llegaron los sinaloenses, me contó Rolando, también ellos quisieron
extorsionar a los camellos y contrabandistas. Algunos matones locales pensaron
que iba a ser ventajoso. Los Zetas eran un grupo de represión. Puede que les
fuera mejor con los nuevos amos. Así que ayudaron a los forasteros a organizar
casas francas y a meter las zarpas en la ciudad. Pero otros eran leales a los Zetas y
señalaban con el dedo a cualquiera que pasara información a los invasores. A
quien pillaban trabajando con la competencia lo secuestraban, torturaban y
dejaban muerto en la calle. La guerra entre empresas por una misma clientela es
un negocio feo.


Los sinaloenses subestimaron peligrosamente a sus rivales. Muchos reclutas de
los sinaloenses eran matones de la Mara Salvatrucha de El Salvador y Honduras.
Los gánsteres tenían una reputación terrible. Pero no estaban a la altura de los
Zetas, que estaban muy bien armados y organizados. En una casa franca de
Nuevo Laredo aparecieron cinco cadáveres de estos reclutas centroamericanos,
en cuyos hombros y brazos se veían los reveladores tatuajes de la MS. Junto a
ellos había una nota garabateada con la confusa caligrafía de los narcosicarios.
«Chapo Guzmán y Beltrán Leyva. Mandar más pendejos como éstos pa que los
chinguemos.» Los Zetas estaban aplicando su táctica militar: sembrar el terror en
las calles. Las bandas restantes no tardarían en hacer lo mismo.14
El presidente Fox envió a Nuevo Laredo setecientos soldados y policías
nacionales para acabar con la violencia. La ofensiva recibió el nombre de
Operación México Seguro, una campaña que Fox incorporó luego a sus planes
antidroga para todo el país. Nuevo Laredo fue un laboratorio para la estrategia
del Gobierno, así como una táctica contra el cártel.
Las tropas no tardaron en detener a las unidades de matones Zetas y pusieron
en fila a diecisiete elementos para que la prensa sacara fotos. La intención era
humillarlos, para demostrar que quien mandaba era el Gobierno. Pero produjo el
efecto contrario. Los matones aparecieron en todos los televisores de México, de
pie, con la espalda muy tiesa y mirando sin parpadear los fusiles que les
apuntaban, los chalecos antibalas y los walkie-talkies. Todo el mundo supo así
que los Zetas eran una banda a la que había que temer.
Al frente de los Zetas estaba Heriberto Lazcano, Z-3, llamado el Verdugo.
Natural del estado agrícola de Hidalgo,15 el musculoso Lazcano tenía los mismos
orígenes campesinos que su amigo y mentor Guzmán, Z-1. También él se alistó
en el ejército de adolescente y consiguió pasar a las fuerzas especiales. Cuando
Guzmán desertó, el leal Lazcano siguió pronto su ejemplo. Pero Lazcano, que se
puso al frente de los Zetas a los 28 años, resultó más sanguinario que su maestro.
Los guardianes de la penitenciaría de Matamoros se negaron a pasar artículos
de lujo ilegales a algunos presos Zetas. Lazcano recurrió a la presión. Una noche,
cuando seis trabajadores de la cárcel acabaron su turno, los Zetas que los
esperaban los secuestraron uno por uno. Horas después, un horrorizado
guardián de la puerta encontró los cadáveres de los seis empleados en un Ford
Explorer. Les habían vendado los ojos, esposado las manos y disparado en la
cabeza. Los Zetas tenían su propio método para negociar con las autoridades.
Hasta entonces la policía acosaba a los criminales hasta que éstos pagaban. Pero
las tornas habían cambiado.
El presidente de la Cámara de Comercio, Alejandro Domínguez, estaba
deseoso de manifestarse contra aquella ola de terrorismo. Hablé con él en su
despacho del centro, a unas calles de unas tiendas de recuerdos turísticos y de
bares de tequila muy frecuentados por los ciudadanos texanos. Era alto, con una
mata de pelo plateado y modales agradables. Adujo que la violencia estaba
oprimiendo a los vecinos, que necesitaban recuperar el dominio de la ciudad:
«Este baño de sangre se está llevando nuestra libertad. La gente está demasiado
asustada para pasear de noche por la calle. Pero la gente tiene que recuperar sus
calles. Tiene que recuperar sus parques. No podemos entregar tranquilamente la
ciudad a los criminales».
Seis semanas después, el alcalde nombró a Domínguez jefe de la policía de
Nuevo Laredo. Prestó el juramento del cargo en una ceremonia pública,
poniéndose la mano derecha en el pecho y prometiendo proteger y servir a la
ciudad. Un periodista local le preguntó si no tenía miedo de morir. El nuevo jefe
de policía le respondió con toda seriedad: «Creo que son los funcionarios
corruptos los que deben asustarse. Yo sólo trabajo para el pueblo».
Aquella tarde Domínguez fue a su despacho del centro, el mismo donde yo lo
había entrevistado. A eso de las siete cerró y se dirigió a su coche deportivo. Dos
pistoleros le dispararon y le metieron cuarenta balas en el cuerpo. Sólo había
durando seis horas en el cargo de jefe de la policía local. El atentado fue noticia
en muchos países y fue una de las primeras veces en que la naciente guerra de la
droga llamaba la atención.16


Los terroristas empezaron a tender emboscadas a los policías en todo Nuevo
Laredo. Luego la policía nacional y la local empezaron a tirotearse entre sí. La
podredumbre de México estaba saliendo a la superficie.
Recibí una llamada concerniente a un tiroteo un sábado por la mañana,
mientras desayunaba en mi hotel. Corrí al lugar de los hechos y me encontré a un
agente nacional sangrando en una camilla. Venía del aeropuerto en coche con
otros agentes cuando un policía local los paró y les dijo que quería registrar el
vehículo. Discutieron, luego se liaron a puñetazos y acabaron disparándose. El
agente nacional recibió varios disparos, pero sobrevivió.
Al día siguiente, agentes nacionales y soldados entraron en la jefatura de
policía y detuvieron a los setecientos agentes del cuerpo. Las tropas nacionales
irrumpieron en una casa franca y se encontraron con un espectáculo
espeluznante: cuarenta y cuatro prisioneros atados, amordazados y sangrando.
Los prisioneros dijeron que los habían detenido los policías locales y que los
habían entregado en calidad de cautivos a los temidos Zetas.
La comprobación de que la policía local trabajaba para los insurgentes Zetas
representó al principio un auténtico escándalo, pero no tardó en volverse
lúgubremente habitual en el país. Una y otra vez las tropas nacionales peinaban
las ciudades y acusaban a la policía local de estar en connivencia con los
gánsteres. Los funcionarios ya no se limitaban a hacer la vista gorda ante el
contrabando, sino que colaboraban como secuestradores y verdugos por derecho
propio, lo que suponía una seria desintegración del Estado. Para agravar el
problema se descubrió que muchos funcionarios nacionales trabajaban también
para los gánsteres, por lo general para distintas facciones del cártel de Sinaloa.
Así que cuando las tropas nacionales detenían a los Zetas, los observadores
preguntaban al servicio de quién estaban, del público o de los capos sinaloenses.
Estas revelaciones acentúan un problema central que se arrastra en la guerra
de la droga. Los años del PRI se caracterizaron por una delicada danza de la
corrupción; en los años de la democracia se ha vuelto una corrompida danza de
la muerte. En los viejos tiempos, los policías estaban corrompidos, pero al menos
trabajaban juntos. En la democracia, la policía trabaja para mafias rivales y se
enfrentan activamente entre sí. Los gánsteres eliminan tanto al buen policía que
se interpone en su camino como al mal policía que trabaja para la competencia.
Para los artífices de la política se ha vuelto un nudo gordiano.
A este espinoso tema de la corrupción hay que añadir otro más fundamental,
y es el de la represión del tráfico de drogas. Cada vez que se detiene a un
traficante se está ayudando a sus rivales. De este modo, cuando la policía
nacional asaltaba las casas francas de los Zetas, estaba concediendo victorias a los
sinaloenses, les gustara o no. Las detenciones no reducían la violencia, sólo la
acentuaban.
La guerra interna de Nuevo Laredo prosiguió durante el largo, cálido y
sangriento verano de 2005. En otoño la violencia se propaló a otras partes de
México. Aunque seguían combatiendo por su territorio, los Zetas se
expandieron, ocupando muchas áreas tradicionalmente controladas por la mafia
sinaloense. La mejor defensa es el ataque.
Para incrementar sus fuerzas reclutaron a más personal. La fama sanguinaria
que ya tenían les ayudó. Miles de jóvenes matones se dieron cuenta de que el
nombre «Zeta» significaba poder y estaban deseosos de enrolarse en el equipo de
los más malos. Y para estimularlos, el Verdugo tuvo la audacia de publicar
anuncios ofreciendo trabajo: sus hombres los escribían en mantas y colgaban
éstas de los puentes.
«El grupo operativo de los Zetas le llama, soldado o ex soldado —decía un
rótulo—. Ofrecemos buen salario, comida y atención a su familia. Nunca más
pasará hambre ni sufrirá malos tratos.» Otro decía: «Únanse a las filas del cártel
del Golfo. Ofrecemos beneficios, seguro de vida, casa para sus familias e hijos.
Dejen de vivir en barriadas y de viajar en autobús. Un coche o camión nuevos,
elijen ustedes».
Los Zetas también viajaron al extranjero en busca de sicarios inteligentes.
Encontraron a los mercenarios más dispuestos en Guatemala, antiguos
miembros de los comandos de élite kaibiles que arrasaban las aldeas rebeldes en
la guerra civil. Al lado de los curtidos kaibiles, las fuerzas especiales mexicanas
parecían boy scouts. Con su lema «Si retrocedo, máteme», fueron adiestrados
para sacarse ellos mismos las balas del cuerpo en pleno combate. El ejército
mexicano mató a cientos de insurgentes de izquierdas, pero los kaibiles
exterminaron a docenas de miles de rebeldes con sus familias.
El cártel del Golfo gastó millones de narcodólares en financiar el rápido
crecimiento de los Zetas. Pero para que la expansión fuera más rentable, las
unidades Zetas generaron sus propios ingresos. Matones con cantidades
industriales de armamento conocían una forma rápida de conseguir dinero: la
extorsión. Al principio exigieron impuestos a todo el que estaba metido en el
negocio de la droga, incluyendo a los cultivadores de marihuana y a los camellos
de la calle. Luego diversificaron las actividades y explotaron a todo bicho
viviente.
Efraín Bautista, que cultivó marihuana durante muchos años al sur de la
Sierra Madre, vio los cambios que se producían en su antigua comunidad.
Aunque se había trasladado a Ciudad de México a principios de los años
ochenta, volvía para visitar a la familia, y aún tenía primos y sobrinos que
plantaban marihuana en los campos próximos a Teloloapán, en el estado de
Guerrero. Cuenta así la llegada de los Zetas:

En Teloloapán no había habido nunca peleas por la marihuana. Si querías
cultivar mota, la plantabas y la vendías a los traficantes de la ciudad. Así
había sido siempre desde los años sesenta, cuando empezamos a cultivar
nosotros.
Pero entonces aparecieron esos Zetas y dijeron que todo el que
plantaba marihuana debía pagarles. Los de mi parte de las montañas
tienen malas pulgas y les dijeron a aquellos cabrones que se fueran a
chingar a su madre. Y entonces aparecieron cadáveres en las calles. Y la
gente empezó a pagar.

Cuando los policías detenían a soldados Zetas de la región, descubrían que
muchos eran hombres locales que se habían alistado en las bandas del noreste.
Los agentes mexicanos de inteligencia explican que las células Zetas son como las
franquicias. Como en el caso de las tiendas McDonald’s, los reclutas locales
reciben entrenamiento y las mejores marcas de la empresa. Luego, un jefe local,
al que los Zetas llamaban segundo comandante, puede dirigir su propio punto de
venta mientras paga las cuotas al cuartel general. Las unidades paramilitares que
surgieron en Colombia en los años noventa operaban con un parecido nivel de
autonomía local.
Las nuevas células Zetas se enfrentaron con los sinaloenses y sus socios de
todo México. La violencia llegó inesperadamente a la playa turística de Acapulco;
los cadáveres se amontonaron en el estado vecino de Michoacán; un convoy de
Zetas se desplazó cientos de kilómetros para llevar a cabo una matanza en el
estado de Sonora. Con la intensificación de la guerra se endureció la táctica. En el
México moderno apenas se había oído hablar de decapitaciones. En abril de 2006
se arrojaron delante del Ayuntamiento los cráneos de dos policías de Acapulco.
Los agentes habían matado a tiros a cuatro pistoleros en una larga refriega, y los
gánsteres quisieron darles una lección especial.
Sigue sin estar claro qué inspiró esta brutalidad. Muchos señalan la influencia
de los kaibiles guatemaltecos que trabajaban con los Zetas. En la guerra civil de
Guatemala los soldados le cortaban la cabeza a los rebeldes delante de sus
vecinos, para disuadirlos mediante el terror de unirse a la insurgencia
izquierdista. Convertidos en mercenarios en México, es posible que los kaibiles
reanudaran su infalible táctica para aterrorizar a los enemigos del cártel. Otros
sugieren la influencia de los vídeos de decapitaciones de Al Qaeda, que se
pasaban completos por algunos canales de la televisión mexicana. Y ciertos
antropólogos incluso remiten a la práctica precolombina de la decapitación,
utilizada por ejemplo por los mayas para demostrar su dominio absoluto sobre
sus enemigos.
Los Zetas no pensaban como gánsteres, sino como un grupo paramilitar que
controla un territorio. Su forma de combate se difundió rápidamente en todos
los frentes de la guerra de la droga. En septiembre del mismo año, personal de la
banda La Familia —que trabajaba con los Zetas en el estado de Michoacán—
lanzó cinco cabezas humanas a la pista de baile de una discoteca. A finales de
2006 había habido ya docenas de decapitaciones. En el curso de los años
siguientes hubo centenares.
Los gánsteres de todo México imitaron además la organización paramilitar de
los Zetas. Los sinaloenses crearon sus propias células de guerreros, con muchas
armas y uniformes de combate. Tenían que responder al fuego con el fuego.
Beltrán Leyva, el Barbas, dirigía pelotones de la muerte bien armados. Un
pelotón fue detenido tiempo después en una casa de vecinos de Ciudad de
México. Encontraron veinte fusiles automáticos, diez pistolas, doce
lanzagranadas M4 y chalecos antibalas con el logotipo de la empresa: FEDA,
siglas de Fuerzas Especiales De Arturo.


Mientras los montones de cadáveres pasaban de la frontera a las playas turísticas,
los reporteros corrían a los lugares donde se había cometido un asesinato al estilo
de una ejecución o habían arrojado un cadáver. El Gobierno mexicano hacía
tiempo que se guardaba de facilitar información sobre el número de homicidios.
Pero los periódicos llevaban la cuenta de los asesinatos y publicaban sus cálculos
en una especie de «ejecutómetros» no poco truculentos. Algunos tabloides
regionales adornaban estos cálculos con gráficas como las deportivas. Los
cálculos recibían críticas a causa de su carácter deshumanizado. Pero fueron
útiles en la medida en que fueron los primeros termómetros decisivos de la
violencia. En 2005 se atribuyeron al crimen organizado mil quinientos asesinatos
cometidos en todo el país. En 2006 hubo dos mil.
Aquella creciente ola de homicidios disparó la preocupación. Pero a nivel
internacional el conflicto interesó poco, ya que todavía se consideraba un
problema de criminalidad interior con algunas emocionantes anécdotas sobre
canallas que perdían la cabeza. La prensa extranjera se concentraba en las
primeras elecciones presidenciales desde la caída del PRI y en cómo cedería Fox
el testigo. Por ley, Fox no podía presentarse para otro mandato.
Se había dicho que iba a ser una competición muy reñida entre muchos
candidatos, pero resultó una carrera de dos caballos entre el conservador Felipe
Calderón, del Partido de Acción Nacional de Fox, y el canoso Andrés Manuel
López Obrador, del Partido de la Revolución Democrática, de ideología
izquierdista. Sin embargo, las calumnias y las intrigas echaron a perder las
elecciones y empañaron la joven democracia mexicana.
López Obrador era un carismático animal político con grandes dotes para
hablar en público, y enardecía a las multitudes con largas parrafadas contra el
injusto México en que los pobres trabajaban y los ricos robaban. La clase
dirigente le lanzó de todo, por ejemplo vídeos tomados con cámara oculta que
revelaban que sus asesores recibían sobornos. Pero no se arredró por eso. En un
último intento de cerrarle la boca la fiscalía le acusó de una oscura disputa por
unas tierras, lo que lo dejó fuera del sorteo. Fue claramente un acoso político. Sus
incansables seguidores celebraron una manifestación de protesta en la que
participaron cientos de miles de personas, y la prensa de Londres y Washington
acusó a Fox de sabotear la democracia. Al darse cuenta de que corría peligro su
propia herencia, Fox despidió al fiscal general y retiró las acusaciones.
El caso se había cerrado. Pero dejó una terrible cicatriz. Durante los años que
siguieron, todos los políticos acusados de algún delito replicaban que eran
víctimas de un acoso político. Este problema dificultó aún más la labor de
limpiarle la cara a la podrida clase dirigente de México. La izquierda hizo bien en
defender a López Obrador. Pero luego se puso a defender y a apoyar a políticos
sobre los que pesaban acusaciones más verosímiles de colaborar con la mafia.
Con la policía tenida por un instrumento político, la confianza pública en la
justicia se vino abajo.


Conforme se acercaban las elecciones presidenciales, las tensiones alcanzaron un
punto límite. López Obrador dijo que la clase dirigente era una banda de
capitalistas mafiosos. Calderón replicó describiendo a López Obrador como a un
populista loco y mesiánico que llevaría la crisis a México. Su pegadizo eslogan,
«López Obrador, un peligro para México», resultaba muy efectivo para asustar a
un país que iba de crisis en crisis.
En el recuento oficial, Calderón ganó por una diferencia del 0,6 por ciento de
los votos, lo que convirtió aquellas elecciones en las más reñidas de la historia del
país. López Obrador alegó que se había amañado la votación y organizó
campamentos de protesta en la capital. Mientras tanto, en el estado meridional
de Oaxaca, una huelga de maestros se transformó en una insurrección sin armas
contra el impopular gobernador del PRI. La crisis duró cinco meses, durante los
cuales los manifestantes quemaron autobuses y levantaron barricadas, y la
violencia política mató al menos a quince personas, la mayoría manifestantes
izquierdistas. Después del asesinato del periodista de American Indymedia Brad
Will,17 Fox envió a cuatro mil policías nacionales para tomar la ciudad de
Oaxaca. Según Calderón, México era el caos. Cuando juró el cargo, en diciembre,
el ex abogado estaba decidido a restaurar el orden.
Acabado su mandato, Fox se retiró a su rancho y siguió haciendo
comentarios sinceros a los periodistas. Su presidencia había sido testigo del inicio
de la guerra de la droga. Sin embargo, sería injusto acusar a Fox de esto (como
han hecho algunos). Vicente Fox, estimulado por Estados Unidos, emprendió
puntualmente la difícil lucha contra los cárteles de la droga. Pocos preveían en el
año 2006 que México estaba al borde del abismo.
Un interesante aspecto secundario del problema es que Fox se convirtió en
defensor de la legalización de las drogas. «Legalizar en este sentido no quiere
decir que las drogas sean buenas o no dañen a quien las consuma —escribió
desde su rancho en 2010—. Más bien tenemos que verlo como una estrategia
para golpear y romper la estructura económica que les permite a las mafias
generar enormes ganancias en su comercio, lo que a su vez les sirve para
corromper e incrementar sus cotos de poder.»18 El hombre, cuya «madre de
todas las batallas» fue aplaudida por los agentes de Estados Unidos, había llegado
a la conclusión de que luchar era inútil.
7

Señores de la guerra

Herimos a la serpiente, no la matamos. Curará y será la misma mientras


nuestra triste maldad sigue bajo el peligro de su prístino diente. [...] Antes
comeremos con miedo y dormiremos con la aflicción de estos sueños
terribles que nos agitan de noche. Mejor estar con el difunto a quien, por
ganar la paz, hemos dado la paz.

Shakespeare, Macbeth, acto III, esc. II

E l 1 de diciembre de 2006 los diputados de la nación discutían acaloradamente


en el Parlamento mexicano horas antes de que Felipe Calderón entrase en la
Cámara para ser investido presidente. Peleaban por el espacio. Los diputados de
izquierdas alegaban que su candidato, Andrés Manuel López Obrador, había
ganado las elecciones, pero había sido despojado de su legítima victoria. Querían
hacerse con la tribuna de oradores para impedir que Calderón pronunciara el
juramento y entrara en funciones. Los diputados conservadores defendían la
tribuna para que el futuro presidente jurase el cargo. Los conservadores ganaron
la trifulca. Eran más y parecían mejor alimentados.
Entre los asistentes a la ceremonia estaban el ex presidente de Estados Unidos
George Bush (Bush I) y el gobernador de California Arnold Schwarzenegger. Yo
cubría la entrada del Congreso y repartía preguntas conforme llegaban los
invitados. Bush el Viejo pasó cojeando con seis guardaespaldas de cabeza calva y
con micrófonos en la boca. Le pregunté qué pensaba del alboroto que había en la
Cámara.
—Bueno, espero que los mexicanos sepan resolver sus diferencias —
respondió con diplomacia.
Schwarzenegger también pasó por allí sin ningún guardaespaldas. Le
pregunté qué le parecían los guantazos que se habían dado. Terminator se volvió,
me miró con fijeza y murmuró:
—It’s good action! [¡Buena movida!]
Repetí sus declaraciones por teléfono a la oficina central y aparecieron en un
artículo de agencia. De pronto, la declaración de Schwarzenegger se oyó en todas
las cadenas de televisión de California. Luego la BBC empezó su noticiario con
ella: «Hace falta mucho para impresionar a Arnold Schwarzenegger, pero hoy,
mientras estaba en México...» Recibí telefonazos frenéticos de la oficina del
gobernador en Los Ángeles. ¿Se estaban citando sus palabras quizá fuera de
contexto? Bueno, repliqué, yo le pregunté a bocajarro y él me respondió a
bocajarro.
Para el presidente Calderón, la buena movida en su primer día de ejercicio fue
una auténtica prueba. Tuvo que colarse por la puerta trasera, jurar el cargo a toda
velocidad mientras sus diputados repelían a los izquierdistas, y luego salir por
piernas otra vez, defendido por policías con equipo antidisturbios. A pesar de
todo, lo consiguió. Y gracias a eso, insufló tranquilidad en una situación
complicada y acalló cualquier queja relativa a no haber jurado el cargo
debidamente. En un México caótico, parecía ser un hombre activo y decidido.
Diez días más tarde, declaró la guerra a los cárteles de la droga. Vaya, volvió a
pensar el público. Aquí tenemos un hombre activo y decidido.
Al cabo de cuatro años, sabiendo que la guerra de Calderón ha dado lugar a
35.000 asesinatos, a coches bomba, a ataques con granadas contra grupos de
juerguistas, a docenas de atentados políticos, a una matanza especial con 72
víctimas y a una interminable lista de atrocidades, la decisión presidencial de
atacar a los cárteles parece un momento revolucionario. Todo el mundo imagina
que debía de tener un plan maestro. Pero es muy fácil leer la historia hacia atrás.
En aquella época, Calderón probablemente no tenía la menor intención de seguir
adelante con su ofensiva cuatro años después, y desde luego no contaba con que
el país le estallase en la cara. Como abrirse paso hasta la tribuna del Congreso, su
declaración de guerra fue una reacción momentánea y una exhibición de fuerza y
decisión. Y al igual que con el juramento, esperaba resolver rápidamente una
situación confusa. En lo primero acertó. Pero en la guerra de la droga se
equivocó de medio a medio.


Calderón es del mismo grupo conservador, el Partido de Acción Nacional, que
Vicente Fox, pero tienen poco más en común. Fox entró en política ya
cuarentón, mientras que Calderón nació con ella. Su padre, Luis Calderón, era
un católico practicante que se unió a la rebelión de los Cristeros a fines de los
años veinte para defender a la Iglesia de la represión de los generales
revolucionarios. La Guerra de los Cristeros se cobró noventa mil vidas en tres
años y fue el último gran enfrentamiento bélico que hubo en México hasta la
guerra de la droga. Terminó en tregua: los católicos seguirían practicando su
religión libremente, pero el Gobierno sería laico. En 1939, Luis Calderón fundó
con otros el Partido de Acción Nacional como fuerza política para luchar por los
valores espirituales. El viejo Calderón creía en un catolicismo político que pedía
justicia social al mismo tiempo que fe, y era una tercera vía entre el socialismo
ateo y el capitalismo protestante de la época.
Como el PRI mantenía al margen de toda acción de gobierno a los políticos
de Acción Nacional, Luis Calderón educó a sus hijos en una casa de clase media
que contrastaba vivamente con las grandes haciendas de los incondicionales del
partido gobernante. El presidente la describía diciendo que era un entorno
fuertemente politizado, y cuatro hermanos de los cinco que eran entraron en
política y se integraron en las filas del creciente PAN. «Mi casa era con frecuencia
un “cuartel de campaña”. Doblábamos propaganda impresa en lo que entonces
se llamaba “papel ferrocarril”. En la cocina hervían constantemente grandes ollas
(“calderones”, para acabar pronto) de engrudo. Mis hermanos y yo salíamos por
las noches a pegar propaganda.»1
Felipe Calderón, que era el menor de los hermanos, obtuvo una beca para ir a
un colegio marista antes de estudiar derecho en una universidad privada; luego
hizo un máster en economía y finalmente otro en administración pública en
Harvard. Una educación de tan amplio espectro lo calificó para ser un buen
tecnócrata. Entró en política con plena dedicación a los 26 años, fue diputado
nacional, presidente del PAN, ministro de Energía, y finalmente fue elegido para
el cargo máximo a sus 43 maduros años.
La política de Felipe Calderón difería de forma notable de la de su padre en
que su catolicismo era básicamente privado. Conforme subían los peldaños del
poder, los políticos de Acción Nacional llegaron a la conclusión de que no
querían parecer fanáticos religiosos y se concentraron en promover políticas
económicas de libre mercado. Los izquierdistas acusan injustamente al PAN de
ser un partido fascista de extrema derecha. El PAN lo niega, alegando que es
centrista, y acusa a la izquierda de ser descaradamente populista. Calderón pasó
la campaña electoral tachando a López Obrador de lunático mesiánico que
hundiría al país en la crisis.
El público conocía poco a Calderón antes de ser elegido, de modo que carecía
de antecedentes susceptibles de ser atacados por la oposición. Los rivales se
concentraron entonces en lo más viejo y pedestre de toda campaña: el aspecto
físico del otro. Calderón es bajo, casi calvo y lleva gafas. En el primer debate
presidencial, Roberto Madrazo, candidato del PRI, se volvió hacia él y puso la
mano en el aire, a un metro del suelo:
—No está usted a mi altura —dijo con sonrisa de suficiencia—, no da la talla.2
El aspecto de enano del presidente no tardó en ser el motivo fundamental de
los chistes políticos. Se veía al pequeño Calderón forcejeando dentro de un
uniforme militar para parecer un tipo aguerrido; lo dibujaban sentado en un
tanque, esforzándose por ver por encima del volante; y en fecha posterior lo
dibujaron empequeñecido por el largo presidente gringo Barak Obama, que le
daba palmaditas en la cabeza. Cuanto más hablaba de guerra en tono agresivo,
más se burlaban de él los humoristas. Lo dibujaban como un enano que va a la
guerra... como otros belicistas paticortos que parecen repetirse en la historia.


La declaración de guerra fue hecha el 11 de diciembre por el nuevo gabinete de
seguridad de Calderón, compuesto por el ministro de Defensa, el fiscal general y
el secretario de Seguridad Pública. El primer golpe se daría en el estado natal de
Calderón, Michoacán, donde La Familia, banda asociada a los Zetas, había
dejado regueros de cadáveres decapitados. La Operación Michoacán, anunció el
gabinete, movilizaría a seis mil quinientos soldados de tierra, apoyados por
helicópteros y lanchas cañoneras de la Armada. Los ministros repitieron mucho
la expresión «reconquistar territorio». Fue un mensaje clave de la campaña de
Calderón que se oiría una y otra vez, una ofensiva para recuperar partes de
México donde los gánsteres se habían hecho demasiado fuertes. «Es para
recuperar la tranquila vida cotidiana de los mexicanos», dijo el presiente.3
Corrí con otros reporteros para seguir a los soldados a la batalla, dejando
atrás los magníficos lagos de Michoacán y subiendo hasta las peligrosas
comunidades montañesas que producían droga. La ofensiva, desde luego, tenía
buen aspecto. Largas columnas de vehículos militares y jeeps llenos de policías
nacionales con pasamontañas desfilaban por las carreteras. Las calles del pueblo
montañés de Aguililla, conocido desde hace tiempo como semillero de
traficantes, fueron tomadas por los soldados que registraban camionetas y abrían
puertas a patadas mientras los helicópteros zumbaban sin cesar en las alturas.
Estas imágenes recorrieron la nación en los noticiarios diarios. Ya tenían un
presidente que se tomaba las cosas en serio, observaba la gente. El Gobierno
demostraba su poder.
Calderón amplió la ofensiva a otros estados. Siete mil soldados cayeron sobre
la playa turística de Acapulco, tres mil trescientos policías nacionales y soldados
entraron en Tijuana, otros seis mil peinaron la Sierra Madre. Unos cincuenta mil
hombres —casi todo el contingente de la policía nacional y buena parte de los
efectivos militares— fueron movilizados en la guerra contra la droga en una
docena de estados.
Otro movimiento temprano fue la extradición masiva de jefes. Llevaba
Calderón poco más de un mes de presidente cuando un avión despegó de Ciudad
de México con destino a Houston, Texas, con quince traficantes encadenados y
vigilados por «federales» (policías nacionales) con pasamontañas. Entre ellos
estaban Osiel Cárdenas, jefe del cártel del Golfo, y Héctor Palma, alias el Güero,
del cártel de Sinaloa, dos de los delincuentes más buscados en Estados Unidos.
Fue otro movimiento clave que se vio en todas las pantallas de televisión y tuvo
importantes consecuencias.


Calderón se dirigió en avión a una base militar de Michoacán. En contra de la
tradición, pasó revista a las tropas con gorro de soldado y guerrera verde oliva
del ejército de tierra. Los presidentes mexicanos han eludido la indumentaria
militar desde los años cuarenta, cuando los políticos civiles del PRI ocuparon el
lugar de los generales revolucionarios. Las fotos de Calderón en la base se
hicieron políticamente simbólicas: el presidente con la mano derecha levantada y
con el gorro calado hasta las gafas, empequeñecido por su musculoso ministro de
Defensa. Para asegurarse de que el ejército estaba de su parte, Calderón defendió
en el Congreso que les subieran el sueldo, y cada vez que tenía ocasión los
elogiaba diciendo que eran héroes de la República. Como dijo a los soldados en la
base militar número uno a los dos meses de ser presidente:

Los instruyo a perseverar en el ataque hasta alcanzar la victoria, y al
hacerlo escribirán nuevas páginas de gloria. [...] No nos vamos a rendir, ni
ante provocaciones ni ante ataques contra la seguridad de los mexicanos.
No daremos tregua ni cuartel a los enemigos de México.4

Fue ciertamente un discurso enérgico. Pero ¿era diferente la ofensiva de
Calderón de las políticas del Gobierno Fox? Conforme proseguía la guerra,
Calderón seguía arguyendo que él había inaugurado un nuevo capítulo. Los
presidentes anteriores habían dejado que el narcotráfico creciera hasta
convertirse en un monstruo, mientras que él era el primero en hacerle frente. Si
había violencia, subrayaba, la culpa era de quienes lo habían precedido.
Pero en muchos aspectos, las diferencias entre la política antidroga de Fox y
la de Calderón afectaban más al estilo y a la escala que a la esencia. También Fox
mandó soldados a luchar contra las bandas, también él realizó importantes
detenciones y batió marcas en el tema de las extradiciones. Los actos más
novedosos de Calderón eran aumentar la presencia militar en las zonas urbanas y
dar mucha publicidad a todas sus medidas antidroga. Además, rodeaba los
golpes contra los cárteles de una retórica más agresiva: era una lucha del bien
contra el mal, decía; una lucha contra los enemigos de la nación; una batalla en la
que se está con nosotros o contra nosotros. Su estilo era en gran parte su guerra.
Estaba comprometido con la lucha.
Calderón había aprendido de los ejemplos de Nixon y Reagan que la guerra
contra la droga era buena política. Los dos presidentes estadounidenses, en
cuanto llegaron al poder, afinaron su retórica y llevaron a cabo movilizaciones
espectaculares, y los votantes se decantaron por ellos por ese motivo. Calderón
también tenía el precedente de la Operación Cóndor de los años setenta. En
aquella ofensiva, el Gobierno mexicano había hecho morder el polvo a los narcos
durante un año y los había metido en cintura. Calderón probablemente
imaginaba que la suya iba a ser una campaña breve y rápida, un error frecuente
en muchos conflictos que se vuelven interminables. A los soldados británicos que
cruzaron el Canal para participar en la Primera Guerra Mundial se les prometió
que estarían de vuelta para comer el pavo de Navidad.
Como en la Operación Cóndor, también Calderón podía servirse de su guerra
contra la droga para lanzar una advertencia a los militantes izquierdistas.
Durante los seis años anteriores, Calderón había visto que Fox se cruzaba de
brazos mientras los movimientos de inspiración izquierdista ponían en apuros al
Gobierno. En San Salvador Atenco, un grupo se manifestó contra los planes de
construcción de un aeropuerto secuestrando policías y amenazando con
matarlos, hasta que el Gobierno cedió y dio marcha atrás. En Oaxaca, los
manifestantes tomaron la capital del estado durante cinco meses. Y en Ciudad de
México, los partidarios de López Obrador bloquearon el centro durante dos
meses. Los izquierdistas argüían que estaban luchando contra un sistema injusto
que favorecía a los ricos y perjudicaba a los pobres. Calderón desdeñaba lo que él
consideraba vestigios de un México anárquico y atrasado. No iba a tolerar tales
barbaridades. Durante sus primeras semanas de mandato, la policía nacional
detuvo a un importante líder rebelde de Oaxaca, y un juez condenó a un
manifestante de Atenco a cincuenta años de cárcel. Calderón hablaba una y otra
vez de la necesidad de restaurar el orden y reafirmar la autoridad del Estado. Este
mensaje se refería tanto a las barricadas y disturbios callejeros como a las
decapitaciones de los narcos.
Como siempre, la zanahoria estadounidense estaba de oferta. A los tres meses
de jurar el cargo, Felipe Calderón se sentaba en Mérida con su homólogo George
W. Bush y juntos improvisaron las condiciones de la famosa Iniciativa Mérida,
que concedía ayuda estadounidense para la guerra. Se acordó que Estados
Unidos entregaría 1.600 millones de dólares en material y adiestramiento en el
curso de tres años.5 La ayuda incluía trece helicópteros Bell, ocho Black Hawk,
cuatro aviones de transporte, y los más recientes escáneres gamma y aparatos
para intervenir teléfonos.
La iniciativa se comparó inmediatamente con el Plan Colombia, que
fortaleció al país andino en su lucha contra los cárteles y los guerrilleros. No
obstante, hay algunas diferencias fundamentales. Con el Plan Colombia se dio
más dinero a un país más pequeño y se contribuyó a transformar las fuerzas de
seguridad, que estaban al nivel de los Keystone Kops, en una potencia regional.
La Iniciativa Mérida sólo dio unos 500 millones de dólares anuales a México,
cuyo presupuesto nacional total para la seguridad era ya de 15.000 millones.6 El
dinero aportado por los estadounidenses no podía cambiar gran cosa el
equilibrio de fuerzas. Sin embargo, los defensores de la Iniciativa arguyeron que
la ayuda demostraba al menos que Estados Unidos se estaba responsabilizando
de sus consumidores de drogas. Ahora bien, era una ofensiva con apoyo
estadounidense, y cualquier cosa que hicieran los soldados mexicanos en el
terreno pasaba a ser asunto estadounidense.
La ofensiva de Calderón no tardó en surtir efectos importantes con las
redadas. Los agentes nacionales irrumpieron en una mansión de Ciudad de
México y confiscaron 207 millones de dólares que al parecer procedían de la
venta de metanfetamina. Era la mayor cantidad que se había confiscado en todo
el mundo hasta la fecha. En octubre de 2007, los infantes de marina mexicanos
establecieron otro récord. Los soldados hicieron una redada sorpresa en el puerto
industrial de Manzanillo, que se encuentra aproximadamente en el centro del
litoral del Pacífico. Los militares cruzaron el puerto y asaltaron el navío llamado
La Esmeralda, un buque portacontenedores con bandera de Hong Kong que
había llegado del puerto colombiano de Buenaventura. Los soldados
inspeccionaron la cubierta y notaron algo sospechoso. La rompieron y... bingo.
Ladrillos de cocaína por todas partes. Tardaron tres días en contarlos. En total
encontraron 23.562 ladrillos de un kilo, es decir, más de 23,5 toneladas de dama
blanca, el mayor alijo de cocaína que se confiscaba en toda la historia. Ardió en la
mayor hoguera de cocaína que ha visto el mundo.
Cuesta imaginar una cantidad de cocaína tan grande. Para hacernos una idea,
se trata de veintitrés millones de papelinas de un gramo, unos doscientos
millones de rayas en doscientos millones de espejos. Vendida al precio que tiene
el gramo en las calles de Estados Unidos, valdría unos 1.500 millones de dólares,
y eso antes de cortarse con harina. Calderón se estaba ganando a pulso su
reputación de ser el Eliot Ness de México. Y los gánsteres empezaban a cabrearse
en serio.


Durante el primer año de presidencia de Calderón, la violencia siguió en las
calles de México como en el último año de Fox. Los Zetas combatían contra el
cártel de Sinaloa y sus socios en media docena de estados. Ambos bandos hacían
cada vez más vídeos snuff [con grabación de asesinatos reales] y dejaban
cadáveres decapitados en lugares públicos. Pero el número total de víctimas
superó por muy poco al de 2006.
De pronto llegaron noticias asombrosas en agosto: los Zetas y el cártel de
Sinaloa habían convenido en hacer un alto el fuego. Como muchos
acontecimientos que se producen en la guerra mexicana de la droga, el primer
indicio de la tregua fue un rumor procedente de una fuente sin nombre, en este
caso un agente de la DEA. Los funcionarios mexicanos, entre ellos el fiscal
general, no tardaron en confirmarlo. Y el narco Edgar Valdez, llamado la Barbie
por su pelo rubio, hizo una declaración grabada en vídeo en la que describía los
detalles del encuentro en que se había fraguado la tregua.7
La cumbre de la narcopaz tuvo lugar en Monterrey, ciudad industrial del
norte, entre las oficinas centrales de la tercera compañía de cemento más grande
del mundo y la fábrica de cerveza Sol. Asombra que unos capos que habían
estado cortándose la cabeza unos a otros pudieran sentarse para charlar
amistosamente. Pero los negocios calman el resentimiento. Las dos mafias
acordaron dejar de matarse y reorganizar el mapa de sus respectivos territorios,
contó la Barbie. El cártel del Golfo y sus Zetas seguirían controlando el noreste
de México, incluidos Nuevo Laredo y el estado oriental de Veracruz; el cártel de
Sinaloa conservaría sus antiguos territorios, incluido Acapulco, y además se
quedaría con San Pedro Garza, un municipio del área metropolitana de
Monterrey y el más rico de todo México. Beltrán Leyva, el Barbas, sería el
encargado sinaloense de mantener la paz con los Zetas.
A finales de 2007 hablé con el fiscal general Eduardo Medina Mora, un
hombre lleno de optimismo. En los meses posteriores a la tregua se habían
reducido los asesinatos; el año terminó con dos mil quinientos homicidios
relacionados con la droga. Más que en 2006, señaló Medina, pero la guerra se
había encauzado por fin en la buena dirección. El Gobierno había conseguido
decomisos históricos, había extraditado a jefes de importancia fundamental y
estaba recuperando el control. Los agentes antidroga de Estados Unidos decían
que ahora trabajaban con el mejor presidente de la historia mexicana, y los
helicópteros Black Hawk no tardarían en llegar de Estados Unidos. Después de
un año de presidencia de Calderón, la guerra contra el narcotráfico se estaba
ganando. El presidente decía que había que ponerse ya a pensar en otros asuntos,
como la reforma de la industria del petróleo.
Y entonces México explotó.


En 2008, la guerra de la droga se intensificó bruscamente y se convirtió en una
rebelión criminal declarada. En 2007, la media de homicidios relacionados con la
droga era de doscientos al mes. En 2008 subió a quinientos. Durante todo el año
se sucedieron agresiones contra policías y funcionarios, y el conflicto empezó a
afectar seriamente a la vida de los ciudadanos, como en el ataque con granadas
contra unos juerguistas en el curso de las celebraciones del Día de la
Independencia. Los tiroteos prolongados en zonas residenciales y matanzas con
quince o más víctimas a la vez se volvieron habituales. En el curso de aquel año,
las cadenas de televisión estadounidenses se hicieron eco de lo que sucedía y la
prensa empezó a decir que en México se estaba librando una guerra con todas las
de la ley (aunque seguían dudando sobre qué clase de guerra era).
La localización geográfica de los enfrentamientos de 2008 se puede identificar
con facilidad. Nuevo Laredo estuvo relativamente en paz, aunque bajo el puño de
hierro de los Zetas. El 80 por ciento de los asesinatos se produjo en tres estados
noroccidentales que forman un triángulo entre la Sierra Madre y la frontera con
Estados Unidos: Sinaloa, Chihuahua y Baja California. Era la región controlada
desde hacía mucho por la narcotribu sinaloense. Aunque los capos de este reino
siempre se habían llevado como el perro y el gato, era la primera vez que
se atacaban con tantos efectivos. Así, mientras que la primera fase de la guerra de
la droga había sido sinaloenses contra Zetas, la segunda fase era una guerra civil
dentro del imperio sinaloense.
En aquella guerra había tres puntos críticos: Ciudad Juárez, Tijuana y
Culiacán. Los jefes del cártel de Sinaloa, Joaquín Guzmán, el Chapo, e Ismael
Zambada, tenían intereses en los tres frentes. En Juárez se enfrentaban al
sinaloense Vicente Carrillo Fuentes; en Tijuana, apoyaban al sinaloense Teodoro
García contra los herederos del cártel (también sinaloense) de los Arellano Félix;
y en el centro de Sinaloa, luchaban contra su viejo amigo y aliado Beltrán Leyva,
el Barbas. Se comprendía que una guerra civil así pudiera causar tantas bajas.
Pero ¿por qué reventó el imperio en 2008?


Para explicarlo se suelen esgrimir dos argumentos fundamentales. El primero lo
expuso el Gobierno mexicano con apoyo de la DEA. Según esta tesis, la guerra
fue resultado de la continua presión de Calderón sobre los cárteles. Con las
históricas confiscaciones como la de las 23,5 toneladas de cocaína,8 dicen, los
gánsteres estaban perdiendo miles de millones de dólares. Esta situación los
empujó a pelearse entre sí por conseguir las cuotas de las plazas y para ver quién
reponía las toneladas de droga perdidas. Los sinaloenses siempre habían sido un
clan pendenciero, cuyas familias se peleaban entre sí en reyertas de montaña o se
tiroteaban en el gueto de Tierra Blanca. Gracias a las iniciativas de Calderón, las
tensiones estallaron en una guerra abierta entre ellos mismos, y en desesperados
intentos por replicar a la policía. La violencia fue, pues, un indicio de éxito,
argüía el Gobierno, e indicaba que los cárteles se estaban debilitando.
El otro argumento venía de los propios gánsteres y tenía el apoyo de muchos
periodistas e investigadores mexicanos. Según este enfoque, la guerra estaba
relacionada con la corrupción del Gobierno. El cártel sinaloense de Chapo
Guzmán y Zambada, alias el Mayo, decían, se envalentonó en virtud de una
alianza con funcionarios nacionales para apoderarse de todo el tráfico de México,
con ayuda de la policía y el ejército. Chapo Guzmán ayudó a detener a sus
rivales, uno de ellos fue el hermano del Barbas, Alfredo Beltrán Leyva, a quien los
soldados detuvieron en Culiacán el 21 de enero de 2008. Los dolidos capos
reaccionaron devolviendo el golpe contra la policía nacional por estar
colaborando con el Chapo. Esta acusación se formuló en centenares de mensajes
llamados «narcomantas» porque se escribían en mantas que se colgaban de
puentes. Una típica nota, colgada en Juárez, decía literalmente:

Esta carta es para la ciudadanía: para que se den cuenta y para los que ya
tienen conocimiento, el Gobierno federal protege al Chapo Guzmán y su
gente, que son los causantes de la masacre de gente inocente. Para el
Gobierno federal sólo hay [...] cárteles que son enemigos del Chapo
Guzmán, que es el protegido de los panistas [Partido de Acción Nacional]
desde que Vicente Fox entró al poder, y todavía sigue el compromiso
hasta la fecha a pesar de las masacres que hacen. ¿Qué es eso de matar
gente inocente en las discotecas? La pregunta es por qué lo hacen.
¿Porque no se pueden defender? ¿Por qué no pelean con nosotros frente a
frente? ¿Cuál es su mentalidad? Invitamos al Gobierno federal a que
ataque a todos los cárteles.9

El Gobierno menosprecia estas acusaciones y las califica de garabatos de
gánsteres ignorantes que ni siquiera firman con sus nombres. Calderón incita a
los medios a no reproducir la narcopropaganda. Y, como ya he dicho, no hay
ninguna prueba sólida que relacione a Calderón con el cártel de Sinaloa.
En cambio, sí hay pruebas de que algunos funcionarios nacionales apoyaron
la ofensiva del Chapo Guzmán. Hacia fines de 2008, una investigación
gubernamental llamada en clave Operación Limpieza puso al descubierto una
red de veinticinco funcionarios nacionales en la nómina del cártel de Sinaloa.
Entre ellos había militares, jefes de la policía nacional y agentes. Sin embargo,
para contradecir la teoría de la conspiración, los indicios sugieren que algunos de
estos funcionarios nacionales trabajaron con rivales del Chapo Guzmán. Como
parte de la misma operación, la policía detuvo a cincuenta agentes que al parecer
trabajaban para Beltrán Leyva, el Barbas.
Como ya he dicho, prefiero la teoría de la chapuza a la teoría de la
conspiración. Puede que Calderón sea sincero, pero declaró la guerra a los
cárteles de la droga con un aparato administrativo corrupto, un aparato que no
podía controlar plenamente. Gracias a su empuje, policía y soldados golpean a
los gánsteres con más fuerza que nunca, pero los cuerpos y fuerzas de seguridad
del Estado siguen siendo sensibles al soborno. En consecuencia, la ofensiva de
Calderón no hizo sino atizar el fuego. La violencia relacionada con la droga venía
creciendo desde 2004. Y como el agua que se pone a calentar, la violencia acabó
llegando al punto de ebullición.


Durante todo el año de 2008, mi teléfono no dejó de sonar con llamadas que me
hacían desde números desconocidos de todo el mundo. Cuando respondía, oía a
nerviosos productores de televisión, de Tokio o de Toronto, deseosos de ponerse
a filmar la guerra mexicana de la droga.
«Queremos subirnos a un tanque mexicano durante un mes para captar la
acción en primera línea —solicitaban—. Queremos una entrevista con el Chapo
Guzmán. —Pero también querían medidas de seguridad absoluta—. Tenemos
que estar seguros de que el equipo vuelve ileso. ¿Puede usted garantizarnos al
ciento por ciento que no serán tiroteados ni secuestrados?»
Las cadenas enviaron a sus curtidos corresponsales de guerra para aquella
misión. Los veteranos llegaron contando anécdotas de correrías con las milicias
bosnias, de haber escapado a las bombas en Chechenia, de haber cruzado Kuwait
mientras ardían los campos de petróleo. Muchos acababan de estar con el
ejército estadounidense en Irak y Afganistán. Querían llegar a un acuerdo
parecido con el ejército mexicano. Pero no tardaron en darse cuenta de que la
guerra mexicana era un conflicto completamente diferente. No había ninguna
unidad de élite mexicana como la Battle Company de Afganistán, a la que
pudieran seguir durante la acción, hablando con los experimentados soldados y
filmando con cámaras de visión nocturna los ataques con lanzacohetes. No
podían quedarse vigilando en los valles los puestos avanzados insurgentes.
El ejército y la policía de México se movían libremente por el campo; pero
también podían ser atacados desde cualquier punto. No los atacaban con bombas
ni cohetes desde el aire, sino con fusiles Kaláshnikov y algunas granadas. Un día
podían ser abatidos siete policías nacionales en Culiacán; al día siguiente, podían
encontrarse con cadáveres amontonados en Tijuana; al siguiente, un jefe militar
podía sufrir un atentado en su casa de Ciudad de México. Nadie podía adivinar
cuál era el lugar indicado para captar la acción.
Aproveché mis mejores contactos en Sinaloa y me concentré en cubrir la
guerra desde allí. Todos los meses iba a Culiacán con distintos equipos de
televisión para filmar la guerra entre los matones que trabajaban para Chapo
Guzmán y los que trabajaban para Beltrán Leyva, el Barbas. Sinaloa fue testigo de
1.162 homicidios en 2008, casi todos cometidos en Culiacán, así que los equipos
de filmación tenían asegurada la observación de una docena de cadáveres como
mínimo. Triste y sucio oficio informar sobre la muerte.


A un humorista de Culiacán le desconcertaba tanto ver a los altos y pálidos
gringos correteando con chalecos antibalas que ideó una tira cómica sobre ellos.
«Dada la imprevista aparición en nuestro estado de reporteros, cámaras,
periodistas y fotógrafos de todo el mundo y dadas sus dificultades para descifrar
la jerga tan peculiar de las crónicas de sucesos, hemos decidido echarles una
mano y presentar esta guía de culichi-inglés para corresponsales de guerra»,
escribió en el cómic sinaloense La Locha. Y a continuación hacía una divertida
traducción de la narcolengua de Culiacán, como la que sigue:

Sicario: forma elegante de llamar al asesino a sueldo.
Cártel: familia numerosa.
Ejecutado: resultado final de los juicios sumarísimos a que se somete a los
miembros del cártel rival.
Balacera o tiroteo: ensalada de tiros. ¡Corre, o no lo cuentas!10

Para estar más cerca de los acontecimientos de Culiacán, trabajaba con el curtido
fotógrafo de sucesos Fidel Durán. Cuarentón de tamaño osuno, Fidel tenía barba
poblada, esclava de oro de san Judas Tadeo y un marcado acento sinaloense que
lo hacía parecer un típico macho local. Había hecho fotos de víctimas de la mafia
durante decenios y conocía muy bien las entretelas del conflicto. Tras llenar las
páginas de sucesos de varios periódicos locales, creó con un colega un sitio web
llamado Culiacán AM, donde publicó multitud de fotos de asesinatos y
derramamiento de sangre. Algunos criticaron la página por su mal gusto. Pero
tuvo un amplio número de visitantes, no sólo de Sinaloa, sino de todo México y
de Estados Unidos. También consiguió una envidiable cantidad de anunciantes
que ofrecían de todo, desde teléfonos móviles hasta clubes de espectáculos porno.
Fidel parecía conocer a todos los habitantes de Culiacán y a los policías del
estado, a todos les daba abrazos y les estrechaba la mano cordialmente antes de
ponerse a charlar con ellos de la familia y los amigos. Los policías nacionales y los
soldados, en cambio, eran «extranjeros» que llegaban de otras partes de México.
Éstos trataban a los fotógrafos sinaloenses de sucesos con suspicacia; a cambio,
los fotógrafos los tenían por forasteros que querían saquear la ciudad. Cuando
los fotógrafos seguían las operaciones de los agentes nacionales, decían que
estaban vigilando para cerciorarse de que los soldados no robaran en las casas ni
hicieran daño a la gente.
Fidel también había cubierto las hazañas de los gánsteres locales. Incluso en
cierta ocasión había viajado con unos reporteros hasta la casa familiar del Chapo
Guzmán, en las montañas, para hacerle una entrevista a su madre. La señora
vivía en la destartalada aldea de La Tuna, en una casa muy sencilla, aunque tenía
una criada. Mamá Guzmán se quejaba de que a su hijo lo acusaran de tantas
fechorías; la fuga de la cárcel había sido para ella «irse de permiso sin
autorización». A continuación hizo la comida para los periodistas.
Cada vez que había un asesinato, un tiroteo o una redada, Fidel era de los
primeros en llegar al lugar de los hechos. Su walkie-talkie nunca dejaba de
zumbar. Policías, colegas o su inacabable colección de amigos lo llamaban por
teléfono para informarle de tiroteos, del hallazgo de cadáveres o de explosiones
de granadas. Siempre lo llamaban mientras estábamos comiendo; Fidel comía
como una lima, y yo me encargaba de que los equipos de televisión que llegaban
de fuera nos llevasen a las mejores marisquerías de Sinaloa o a los mejores antros
donde servían pollo a la brasa. Cuando llamaban avisando de algún tiroteo,
salíamos a toda velocidad, y Fidel no se olvidaba de recoger algunos langostinos y
trozos de algún pez mientras se llevaban los platos. Ya en camino, quemaba los
neumáticos como si fuera un corredor de NASCAR. Los fotógrafos mexicanos de
sucesos son los conductores más temerarios que he visto en mi vida, pues
moverse aprisa es clave para conseguir la foto. Nos saltábamos los semáforos, y
cuando llegábamos, veíamos otro corro de gente que miraba los casquillos del
suelo, otro ensangrentado montón de cadáveres, otra familia llorando.


Si había creído que la guerra interna de 2005 en Nuevo Laredo era trágica, la de
Culiacán en 2008 fue terrorífica. Los capos rivales se atacaban por toda el área
urbana como si jugaran con soldaditos de plomo. Los pistoleros del Chapo
Guzmán atacaban la casa franca de Beltrán Leyva con granadas y bombas
incendiarias. Beltrán Leyva devolvía el golpe al día siguiente, repartiendo en
camioneta cadáveres mutilados de empleados del Chapo. Los pistoleros del
Chapo ametrallaban entonces un bar donde bebían los hombres del Barbas. Los
sicarios de Beltrán Leyva entraban en un taller de desguace de coches robados
que pertenecía a algún socio del Chapo y acababan con todo el que había dentro.
¡El Chapo (chaparro) contra el Barbas! Los dos hombres habían crecido
juntos en las montañas, juntos habían pasado drogas de contrabando durante
años, y juntos habían hecho la guerra contra los Zetas. Y ahora se enfrentaban en
una guerra de exterminio. Mientras habían cooperado, habían atesorado
información crucial sobre el otro: sabían dónde estaban sus casas francas, a qué
policías tenían en nómina, qué compañías de tapadera eran suyas. Esto explicaba
la facilidad y rapidez con que las dos bandas se atacaban y contraatacaban, y
también por qué la lucha era tan sangrienta.
Los dos gánsteres eran físicamente opuestos. El Chapo era bajo y llevaba
bigote o la cara afeitada; Beltrán Leyva era un coloso y hacía honor a su apodo
llevando barba. El Chapo dirigía personalmente sus operaciones; Beltrán Leyva
trabajaba con sus cuatro hermanos, todos unos bribones de siete suelas. Era cosa
de familia.
El 9 de mayo, Beltrán hizo la guerra aún más personal: sus hombres mataron
al hijo del Chapo. Edgar Guzmán era un universitario de 22 años de quien decían
los lugareños que no tenía ningún papel activo en la organización de su padre.
Estaba con dos amigos en el estacionamiento de un centro comercial de
Culiacán, hablando delante de su Ford Lobo a prueba de balas. Quince pistoleros
se lanzaron al ataque y dispararon quinientos proyectiles contra los tres jóvenes.
Un cámara local llegó poco después y filmó el cadáver de Edgar Guzmán caído
en el asfalto; con la mano derecha empuñaba una pistola de fabricación belga,
conocida como matapolicías. Cuando los habitantes de Culiacán vieron la
filmación, supieron que aquello significaba catástrofe.
Dicen que el Chapo Guzmán compró todas las rosas del noroeste de México
para acompañar a su hijo al cementerio; puso cincuenta mil flores en su tumba.
Y se compuso un corrido sobre su muerte. A continuación, el Chapo fue a la
guerra. Hubo refriegas en todo el centro de Culiacán. Una noche estalló un
tiroteo a una manzana de un restaurante de la plaza central de Culiacán. Todos
los comensales se escondieron debajo de las mesas. Los ciudadanos declararon su
propio toque de queda y se quedaron en casa por la noche durante los meses de
mayo y junio, dejando las calles a merced de los pistoleros. Luego la gente
recuperó poco a poco sus costumbres de antes y asimiló el nuevo nivel de
violencia que había aparecido en su vida.


Horas antes de que los pistoleros mataran al joven Edgar, otro narcosicario llevó
a cabo otro atentado de consecuencias mortales a 1.000 kilómetros de allí, en
Ciudad de México. Edgar Millán, el director de la policía nacional, entraba en su
casa, sita en la colonia (barrio) Guerrero, cuando el sicario que lo aguardaba le
disparó a bocajarro. El guardaespaldas de Millán replicó e hirió al agresor. El
agonizante director de la policía empleó su último aliento para interrogarlo.
«¿Quién te ha enviado? ¿Quién te ha enviado?», preguntó. Millán falleció antes
de que el sicario respondiera.
La policía nacional detuvo a una serie de sospechosos, entre ellos un
funcionario corrupto que había dado al sicario las llaves de la casa. Acabados los
interrogatorios, los «federales» anunciaron que el cerebro del atentado había sido
Beltrán Leyva. La agresión había sido la revancha por la detención de su
hermano en enero. El Barbas se estaba volviendo un insurgente más osado aún
que los Zetas.
Para la clase dirigente mexicana, el asesinato del director de la policía
nacional fue una llamada de alerta. ¿Cómo era posible que mataran a un
funcionario de tal categoría, en su propia casa y en la capital? Ya no era un
problema del hampa; era un problema de seguridad nacional.
La policía nacional cayó sobre Culiacán en busca de los matones de Beltrán
Leyva. Una unidad acabó en un barrio de clase media mientras perseguía a un
sospechoso. Una banda de pistoleros emboscados acribilló a los agentes con
fuego de fusiles automáticos. Siete agentes fueron destrozados a balazos; los
asesinos huyeron en medio de la noche. La rebelión de Beltrán Leyva iba a toda
máquina.
Yo estuve en el lugar de la emboscada. Los pistoleros habían disparado a
través de la puerta metálica de un garaje, donde estaban escondidos. La puerta
estaba completamente agujereada y parecía un rallador de queso. Otros
pistoleros habían disparado por las ventanas, rociando de plomo a los policías
desde arriba. La casa estaba abandonada, así que entré y husmeé. Los sicarios
habían dejado su pequeña basura esparcida por el edificio: cajas de pizzas,
pasteles a medio comer y revistas pornográficas muy manoseadas. Era fácil
representarse la escena: una docena de matones escondidos en el edificio y
masticando pizza, hojeando revistas de señoras desnudas y esperando para matar
«federales».
En la casa contigua vivía un pescadero. Los hombres que se habían
introducido en el vacío garaje le habían parecido sospechosos, pero había sido
prudente y no había dicho nada. Cuando estalló el tiroteo, estaba en el suelo del
dormitorio, con su mujer y dos hijos, rezando para que no entraran balas
perdidas por la ventana.


Conforme proseguía la guerra interna en Culiacán aquel caluroso verano, los
vecinos se esforzaron por volver a su vida normal. Pero las balas alcanzaban cada
vez a más civiles. Quienes perdían a seres queridos se sentían destrozados,
asustados, aislados. No se atrevían a hablar con la policía o con la prensa por
miedo a las represalias. Pero algunas madres de niños asesinados empezaron a
reunirse y a compartir su dolor. Juntas se sentían más fuertes para denunciar las
muertes y exigir justicia.
Me reuní con estas familias y traté de convencerlas de que contaran su
historia a los equipos de televisión con los que trabajaba. Pero las madres temían
que las vieran hablando con periodistas extranjeros. Estaban preocupadas por si
las espiaban los gánsteres, la policía, los espías del Gobierno. ¿Molestaría a
alguien con poder la historia de sus hijos muertos? ¿Se atreverían a poner a sus
otros hijos en peligro? Les dije que había que documentar lo ocurrido para que el
Gobierno hiciera algo al respecto. Sólo el 5 por ciento de tales asesinatos se
resolvía, aduje, pero la presión de los medios obligará al Gobierno a resolver más.
No hablé con sinceridad absoluta. Yo quería que llorasen ante las cámaras; pero
no sabía si aquello iba a tener alguna influencia en las investigaciones del
Gobierno.
La madre más valiente y franca era Alma Herrera, empresaria de 50 años y
madre soltera. Estaba muy bien conservada para su edad, parecía tener quince
años menos, su piel morena clara carecía de arrugas y vestía con elegancia.
Hablaba con un acento sinaloense dulce y melodioso, y señalaba a los
responsables de la situación con tanta vehemencia que yo sentía miedo por ella.
Me recordaba a la valiente madre de Tijuana que escribió la carta a la revista
Zeta, acusando a Arellano Félix de haber matado a sus hijos. Como decía Alma:
«Han matado a nuestros hijos en la flor de la edad. Les han arrebatado la vida
muy pronto. Y no vemos que se haga justicia. ¿Tienen miedo las autoridades de
descubrir la verdad de lo ocurrido? ¿Tienen miedo porque hay muchos policías y
políticos de Sinaloa compinchados con la mafia?»
Alma había vivido con sus dos hijos, César, de 28 años, y Cristóbal, de 16.
César era un muchacho rechoncho y cordial, de manos carnosas y pelo negro y
abundante; Cristóbal era delgado y muy sociable.
Una noche se estropearon los frenos del coche familiar. César era un manitas
con los coches, pero no pudo arreglar el mecanismo del freno, en vista de lo cual
prometió llevar el coche al mecánico al día siguiente. Lo primero que él y
Cristóbal hicieron por la mañana fue llevar el coche a un taller, conduciendo con
cuidado. Era un miércoles muy caluroso, una mañana del todo normal. Había
cola en el taller y los dos hermanos esperaron, hablando y bromeando con otros
clientes. En total había diez personas.
De súbito, a las once, entró en el taller un pelotón de pistoleros. En el
momento en que entraron, César estaba debajo de su coche, mirando los frenos.
Cristóbal, los otros ocho clientes y los mecánicos estaban al descubierto. Bang,
bang, bang. Los sicarios dispararon contra todos, acribillándolos con centenares
de balas. En cuestión de segundos, nueve personas, entre ellas Cristóbal, habían
muerto.
Como César estaba debajo del coche, los asesinos no lo vieron. Aquello le
salvó la vida. No obstante, dos proyectiles le habían alcanzado la pierna. Ni
siquiera sentía las heridas. Lo único que podía pensar era: «Si me ven, soy
hombre muerto». Sentía en el bolsillo el bulto del teléfono móvil. Si sonaba, los
pistoleros lo oirían y sería hombre muerto. Y si intentaba apagarlo, podía emitir
un pitido y sería hombre muerto. A un sicario se le cayó un cargador al lado del
coche. «Si se agacha a recogerlo —pensó César—, seré hombre muerto.»
Los minutos parecían horas. Los pistoleros recorrieron el taller,
comprobando que no quedaban supervivientes que pudieran identificarlos. No
vieron a César de milagro. Y se marcharon.
El muchacho esperó una eternidad. Luego salió reptando de debajo del coche
y se quedó mirando los cadáveres. Eran nueve, dos más que en la matanza del día
de San Valentín en Chicago. Y no era más que un incidente perdido en la guerra
mexicana de la droga. Un cadáver era el de Cristóbal. No podía hacer nada por
su hermano menor, el muchacho al que había visto crecer desde que había
nacido hasta los 16 años.
César tenía dos balas en la pierna, pero también demasiada adrenalina en el
aparato circulatorio para sentirlas. Salió corriendo a la calle y se las arregló para
alejarse antes de que llegase la policía y precintara el escenario del crimen. Los
asesinos estaban causando más alboroto, disparando a un coche de la policía
local mientras cruzaban la población a toda velocidad.
El joven anduvo unas manzanas y se introdujo en el hervidero de gente que se
dirigía a su rutina diaria —comprar, recoger a los niños en la escuela, preparar la
comida—, ajena a la matanza. El nivel de adrenalina empezó a descender. César
se detuvo. Lo primero en que pensó no fue en ir a un hospital a curarse la pierna,
sino en su hermano y en su madre. Telefoneó a ésta.
—Mamá, hubo un tiroteo en el taller. Yo estoy bien. Pero no sé dónde está
Cristóbal. —Es difícil decirle a la propia madre que su hijo ha muerto.
Alma recogió a César y lo llevó al hospital. Un cirujano le extrajo los
proyectiles y el joven respondió bien. Podría andar, aunque nunca más podría
correr. Un periódico local se equivocó e informó de que había muerto en la
matanza. No quiso que rectificaran la noticia; no necesitaba llamar la atención
sobre su presencia en el taller. No había visto nada desde su escondite. Pero otros
podrían creer lo contrario. Sus amigos se mantuvieron a distancia. Temían que
fueran a rematarlo y no querían estar cerca para no recibir un balazo.
Alma había perdido a su hijo menor. Nadie debería enterrar a sus hijos y
menos cuando tienen 16 años y gozan de buena salud. Tengo otro amigo que
perdió a una hija pequeña y me lo explicó con estas palabras: «No hay nada peor
que perder a un hijo».
Filmé a Alma llorando junto a la tumba de Cristóbal, con una foto suya en la
mano, una imagen que titiló unos segundos en los televisores de tierras lejanas.
César y Alma supieron después que el taller de reparación de automóviles
formaba parte de la red económica de un traficante de drogas. Un equipo rival
había organizado la matanza en el marco de la guerra entre clanes. Acabas con el
enemigo destruyendo toda su infraestructura: su protección policial, sus soldados
y sus bienes. Pero ¿realmente necesitaba morir para eso un inocente de 16 años?
¿Hacía más victorioso a un capo?
Después de recibir muchas presiones por parte de Alma y otras familias, la
fiscalía general de la nación acabó haciéndose cargo del caso. Al cabo de dos años
seguían sin resultados. El Gobierno tiene ante sí 35.000 asesinatos relacionados
con la droga, entre ellos el de un destacado candidato a gobernador, y los de
docenas de alcaldes y jefes de policía. La matanza del taller de Culiacán ocupa un
lugar muy bajo en su lista de prioridades. Alma y otras madres se desplazaron a
Ciudad de México para protestar en la plaza central. Estuvieron en medio de un
mar de gente, una manifestación más en una metrópolis abarrotada de
manifestaciones diarias.


El Chapo y Beltrán Leyva estuvieron haciéndose la vida imposible durante todo
el año de 2008. En 2009, las fuerzas nacionales y los agentes estadounidenses
empezaron a estrechar el cerco alrededor del Barbas. Los «federales» hicieron
una redada en una narcofiesta en la que tocaban músicos famosos, pero el Barbas
escapó por los pelos. En diciembre de aquel año, agentes de inteligencia de
Estados Unidos siguieron la pista de Beltrán Leyva y lo localizaron en un bloque
de viviendas de Cuernavaca, una población turística a una hora en coche de
Ciudad de México y donde el conquistador Hernán Cortés había creado una
gran plantación en el siglo XVI. El Barbas utilizaba la verde hierba de la zona para
el aterrizaje de aviones con cocaína.
Los agentes estadounidenses pasaron la dirección de la casa franca de Beltrán
Leyva a los infantes de marina mexicanos, una fuerza de élite que había sido
adiestrada en el Northern Command de Estados Unidos. Doscientos hombres
rodearon el edificio y un helicóptero lo sobrevoló. Beltrán Leyva llamó por
teléfono a su antiguo amigo y protegido Edgar Valdez, la Barbie, para pedirle
pistoleros con que romper el cerco y huir. La Barbie replicó que la situación era
desesperada y aconsejó al Barbas que se entregase. Beltrán Leyva repuso que
nunca se entregaría por las buenas.
Los soldados intentaron entrar a tiro limpio. Beltrán Leyva y su banda de
forajidos replicaron disparando desde las ventanas y lanzando granadas. Dos
horas después los militares conseguían entrar en la casa y se llevaban por delante
todo lo que veían. Beltrán Leyva y cinco colaboradores quedaron hechos
picadillo. El Barbas acabó sus días como Al Pacino en Scarface [Caracortada/El
precio del poder], con más agujeros que un colador.11
Alguien decidió divertirse un poco con el cadáver. Puede que fueran los
victoriosos infantes de marina, puede que fuera el equipo forense. Le bajaron los
pantalones hasta los tobillos y lo decoraron con billetes de un dólar. Los
gánsteres jugaban con los cadáveres de los policías muertos, así que ¿por qué no
iban a hacer lo mismo los buenos para humillar a sus víctimas? Se invitó a los
fotógrafos para que tomaran instantáneas del mancillado cuerpo del Barbas.
Horas más tarde, todo estaba en Internet.
El Gobierno Calderón cometió el error de celebrar en público el entierro de
un militar muerto en la redada. Hombres de uniforme bajaron el ataúd al fondo
de la fosa y dispararon salvas de homenaje. Al día siguiente, la familia del
soldado celebró un velatorio en El Paraíso, población del estado meridional de
Guerrero. Los pistoleros irrumpieron en el lugar iluminado con velas y mataron
a la madre del militar, a su tía, su hermano y su hermana. Calderón llamó
«cobardes» a los asesinos. Pero le costó ahogar el claro mensaje: si vienes por
nosotros, liquidaremos a toda tu familia. Desde entonces se mantiene en secreto
la identidad de los infantes de marina.
Los miembros de la familia enterraron al Barbas en los Jardines del Humaya
de Culiacán, un camposanto abarrotado de tumbas grandiosas de generaciones
de narcos sinaloenses. La policía y los soldados se quedaron esperando que
aparecieran sus canallescos hermanos. Todos se mantuvieron alejados y sólo
asistieron al entierro las mujeres y los niños. Unas semanas después apareció una
cabeza cortada encima de la tumba del Barbas. Una truculenta foto la muestra
con detalles gráficos; la víctima es un hombre de unos treinta y tantos años, con
bigote; el cráneo yacía entre dos enormes ramos de flores. Ni siquiera con la
muerte terminaba del todo el conflicto.


El fin del Barbas, uno de los traficantes mexicanos más poderosos de todos los
tiempos, representó una gran victoria para Calderón. Pero no detuvo la
violencia. Antes bien, incitó a las mafias locales a apoderarse de los rentables
territorios de Beltrán, extendiendo la guerra desde el noroeste hasta el centro y el
sur del país. Los belicistas cambiaron de aliados, se traicionaron unos a otros y se
vengaron de un modo sangriento, exacerbando el ya enredado conflicto. La
guerra de la droga entró así en su tercera fase, más sangrienta que las anteriores:
ahora se libraba en una docena de estados entre una docena de señores de la
guerra.
Mientras tanto, la rivalidad entre los capos sinaloenses siguió causando
estragos en Ciudad Juárez y la guerra interna por una población alcanzó una
intensidad insólita. Miles de pandilleros de las crecientes zonas deterioradas se
vieron arrastrados al conflicto y unos barrios pelearon contra otros. En 2009,
Juárez se convirtió en la ciudad con más asesinatos del planeta, sobrepasando a
Mogadiscio, a Bagdad y a Ciudad del Cabo.12 Docenas de miles de personas
provistas de papeles cruzaron corriendo la frontera para vivir en El Paso. Este
éxodo sangró la economía, dejando a sus espaldas más jóvenes sin empleo que
acababan en las filas de los cárteles. Era un círculo vicioso. Juárez se convirtió en
un caso ejemplar de fracaso urbano.
A fines de 2009 parecía que las cosas no podían ir peor. Y, sin embargo,
empeoraron. Mientras el ejército y la policía eran arrastrados a la guerra
sinaloense del noroeste, los Zetas se habían multiplicado por todo el este del país,
hasta los estados meridionales de Oaxaca y Chiapas y hasta el otro lado de la
frontera con Guatemala. Muchos Zetas habían sido chicos pobres del campo y
ahora reclutaban a miles como ellos, organizando células en todas las
poblaciones pequeñas, aldeas y barrios por donde pasaban. En 2010 se calculaba
que los Zetas tenían más de diez mil soldados.13 Allí donde iban extorsionaban,
secuestraban y saqueaban sin piedad. Los antiguos jefes del cártel del Golfo no
podían contenerlos; eran un ejército dirigido por sicarios como Lazcano, el
Verdugo. La violencia ya no era una forma de control, sino un lenguaje básico de
comunicación. Cometían atrocidades que ponían enfermos incluso a los curtidos
jefes del cártel, como la matanza de setenta y dos emigrantes. Se habían pasado
de la raya.
Muchas personas, tanto de los servicios de seguridad como de los antiguos
cárteles, pensaban que los Zetas eran un movimiento psicótico y antisocial que
había que eliminar. Los gánsteres ponían mensajes en mantas y en páginas web
pidiendo un esfuerzo nacional para destruirlos. Esto dio lugar a algunas de las
peores batallas registradas hasta la fecha, sobre todo en el noreste, principal foco
de los Zetas. Éstos se enfrentaron a unidades del ejército y a pelotones de asalto
del cártel rival con ametralladoras de grueso calibre y lanzacohetes. Los combates
hicieron que la guerra de la droga empezara por fin a parecerse a una guerra
tradicional, con batallas que duraban seis horas y dejaban docenas de muertos.
En 2010, aumentaron vertiginosamente los asesinatos relacionados con la droga,
llegándose a fin de año a la espeluznante cantidad de quince mil muertos.
Desesperado, Calderón incrementó la ofensiva militar con más recursos y su
recurrente consigna: «No retrocederemos ante los enemigos de México». Pero
cuando sus tropas contraatacaban, le producían inevitablemente otros
quebraderos de cabeza, ya que acababan causando víctimas entre la población
civil. Cuando se lanza a los soldados a combatir contra bandas criminales,
siempre acaban cayendo civiles. Ha ocurrido en las llamadas misiones de paz en
Afganistán, en Irak, en Irlanda del Norte, por mencionar unos pocos casos. Es
verdad que los soldados mexicanos no eran extranjeros, como los
estadounidenses que arrasaron Faluya. Pero eran de diferentes estados, por lo
general del depauperado sur de la nación, y les encomendaban misiones en la
rica franja septentrional. Peleaban contra un enemigo integrado en
comunidades, como los insurgentes de Bagdad, Kandahar o Belfast. Los soldados
pasaban enseguida a desempeñar el papel de fuerzas de ocupación que miraban a
todos los lugareños como a narcosicarios en potencia. Y muchos lugareños, en
efecto, eran espías de las mafias de la droga.
Como los soldados destacados en Irak o Irlanda del Norte, las fuerzas de
seguridad mexicanas se enfrentaban a un enemigo que utilizaba tácticas
guerrilleras. Entre los peores ataques que sufrieron hay que destacar el secuestro
y asesinato de diez soldados en Monterrey; la emboscada y muerte de cinco
soldados en Michoacán; y un coche bomba en Ciudad Juárez que acabó con un
agente de la policía nacional y otras dos personas. Más agotadores eran los
secuestros y emboscadas diarios de agentes en pequeños grupos. Los soldados se
mostraban irritados, asustados y agresivos, y abrían fuego sobre los coches que se
acercaban demasiado despacio a los controles, como ocurrió en Sinaloa, donde
mataron a dos mujeres y a tres niños. En otras ocasiones, disparaban sin darse
cuenta contra civiles en medio de una refriega con pistoleros de los cárteles,
como sucedió en Monterrey, donde cayeron dos estudiantes. Peor aún, se
acusaba a los soldados de crueldades premeditadas, como torturas, violaciones y
asesinatos. Por ejemplo, cuatro chicas adolescentes de Michoacán declararon
haber sido conducidas a un cuartel militar y haber sido violadas varias veces.
Cuatro años después de iniciada la ofensiva de Calderón, las balas de la policía y
el ejército habían matado a más de cien civiles inocentes.14
Calderón estaba en una situación insostenible. La guerra que había
promovido triunfalmente durante su primer año de mandato se le había
escapado de las manos como un perro rabioso. Varias veces había tratado de dar
prioridad a otras cosas, incluso decía que se estaba concentrando en otros
asuntos. Pero siempre había matanzas o atrocidades que saltaban a los titulares
de la prensa y tenía que olvidarse de lo demás. Los soldados y la policía nacional
seguían deteniendo a peces gordos, pero la violencia no menguaba. Calderón se
alejó de la retórica belicista, aduciendo que al fin y al cabo sólo era un problema
de criminalidad. Culpaba a los medios de dedicar demasiado espacio al
derramamiento de sangre y de dar mala fama a México. Prometió, pero sin
convencer a nadie, que cuando hubiera un nuevo presidente, en 2012, ya habría
acabado él con el narcotráfico. La Constitución prohibía repetir mandato
presidencial, y los presidentes por lo general se volvían incompetentes hacia el
final de sus respectivos mandatos.
El Gobierno Obama estaba confuso en lo que respectaba a México. Los
funcionarios seguían aplaudiendo en público la campaña de Calderón. Pero en
WikiLeaks podía verse que los diplomáticos, en privado, tenían serias reservas
acerca del rumbo que había tomado la guerra. En enero de 2011, la secretaria de
Estado Hillary Clinton se desplazó a México para decir que Calderón estaba
ganando la guerra; era parte de una gira para reducir los perjuicios causados por
WikiLeaks. Pero en febrero el mandatario civil número dos del ejército de
Estados Unidos, Joseph Westphal, contradijo a Clinton alegando que los
insurgentes criminales podían acabar controlando México:

Existe la posibilidad de que el Gobierno quede en manos de individuos
corruptos y con proyectos diferentes. [...] No quisiera ver una situación en
la que tuviéramos que mandar soldados para sofocar una sublevación en
nuestra frontera.15

El Gobierno mexicano repitió que no se estaba luchando contra una
sublevación, y Westphal se retractó de sus declaraciones. Pero el giro del
Gobierno Obama envió un mensaje revelador: que cada vez las tenía menos
consigo en lo referente a México y que su apoyo a la estrategia del momento
titubeaba.
Los intereses de Estados Unidos en la guerra de la droga crecieron cuando en
febrero de 2011 fue asesinado en el estado de San Luis Potosí el agente Jaime
Zapata. Zapata, que trabajaba en el Servicio de Inmigración y Aduanas (ICE) de
Estados Unidos, fue atacado por presuntos Zetas, que rodearon su coche en la
carretera. Zapata señaló la matrícula diplomática de su vehículo y un pistolero
replicó: «Me vale madre» [Me importa un carajo]. Los Zetas dispararon contra
Zapata y además hirieron a su compañero, que recibió dos balazos. No estuvo
claro si se buscó deliberadamente a los dos agentes del ICE o si fue un incidente
casual por cruzar una zona Zeta. Fuera cual fuese el motivo, el primer asesinato
de un agente estadounidense desde el caso Camarena concentró la atención
pública en la misión de Estados Unidos al sur del río.
Mientras los candidatos presidenciales competían por el timón mexicano en
2012, los asesores políticos de ambos lados de la frontera se preguntaban qué
nueva estrategia podía aplicarse en la guerra contra la droga. ¿Por qué la
creciente cantidad de detenciones y confiscaciones aumentaba la violencia? ¿Por
qué las bandas de la droga parecían tener un inagotable ejército de sicarios? Para
responder a estas preguntas hay que observar el funcionamiento interno del
negocio de la droga y por qué su consecuencia es el asesinato sin fin. Hay que
ponerse en la piel de los narcotraficantes.
SEGUNDA PARTE

ANATOMÍA

Tráfico

Así terminó mi profesión de contrabandista; profesión que, aunque


calculada para compensar mi tenacidad y mi espíritu emprendedor y
poner en juego todas las latentes energías de mi alma, está plagada de
dificultades y peligros; y en cuya prosecución han sido muchos y variados
los expedientes a que he tenido que recurrir con objeto de evitar que me
descubrieran, burlar a mis perseguidores y eludir la vigilancia de los
infatigables pícaros que por todas partes infestan nuestras costas.

John Rattenbury, Memorias de un contrabandista, 1837

P ara un fanático de las drogas, la sala de pruebas de la base militar de Culiacán,


Sinaloa, sería como un fantástico sueño erótico; contiene suficientes cristales de
metanfetamina, cocaína, hierba, pastillas y heroína para que una persona se
coloque, viaje, flote, se arrastre, pierda el conocimiento y vea hadas volando
durante un millón de años. Y bastantes más.
Es una fortaleza dentro de otra fortaleza, protegida por alambradas y cámaras
de circuito cerrado que, según se nos avisó, estarían grabando la visita
periodística que hicimos aquella soleada tarde de diciembre. Aunque la llaman
«sala» de pruebas, en realidad tiene el tamaño de un almacén, se cierra con una
sólida puerta de acero y no tiene ventanas. Cada vez que se abre, agentes
nacionales cortan unos precintos especiales y, cuando se cierra, ponen otros
nuevos, para convencerse y convencernos de que ningún soldado roba manjares.
En las calles de las ciudades estadounidenses aquel oculto tesoro valdría cientos
de millones de dólares.
El general Eduardo Solórzano nos guía por la cámara de las sustancias
pecaminosas. Es un cincuentón chaparro, de quijada cuadrada, con gafas
apoyadas en la punta de la nariz y un chaleco negro que alberga buscapersonas,
walkie-talkies y teléfonos móviles por los que no cesa de hablar con un tono seco
y autoritario. Ameniza la visita con comentarios en comedido lenguaje militar,
aunque se entusiasma ocasionalmente, cuando ve muestras de estupefacientes
raros en medio de las bolsas, los ladrillos y los paquetes.
Al entrar nos recibe un combinado de olores místicos y tóxicos. A la
izquierda, las torres de marihuana envuelta en plástico adherente sobrepasan
nuestras cabezas. A la derecha, hay grandes sacos de cogollos de marihuana, muy
troceados, y semillas suficientes para plantar un bosque de cáñamo. Seguimos
andando y nos encontramos con un montón de pucheros de los que se utilizan
en los restaurantes mexicanos para preparar pozole y consomé. El general
Solórzano levanta la tapa de uno y esboza una sonrisa de sabiduría: «Cristales»,
dice. El barro blanco de la metanfetamina pura llena el puchero como un
maloliente guiso de helado y leche agria. En un rincón vemos un producto
sinaloense mucho más antiguo, la heroína llamada alquitrán negro, que parece
plastilina negra y rezuma de unas latas amarillas.
Un inventario lista limpiamente el nombre de cada droga al lado de una
cantidad expresada en kilos; en estos momentos suman en total más de siete
toneladas. De manera periódica, un burócrata en una oficina de alguna parte
firma una orden para que cierta cantidad de heroína, o marihuana, o cristales de
metanfetamina, sea trasladada y quemada en una hoguera. Pero las existencias se
reponen rápidamente gracias a la entrada regular de nuevas cantidades de
productos, obtenidas en redadas semanales en casas francas repartidas por todo
Culiacán, y en aldeas y ranchos de los alrededores.
La tarde de nuestra visita llega muy oportunamente uno de aquellos
cargamentos para que lo fotografiemos. El camión se acerca a la entrada y unos
soldados jóvenes se dedican a descargar con disciplina militar cientos de
paquetes marrones que se dejan en el almacén. El general Solórzano coge uno,
saca un cúter del chaleco y abre un triángulo en el paquete para que veamos que
contiene polvo blanco comprimido en forma de ladrillo. «¡Cocaína!», exclama
con voz de triunfo. Un técnico de laboratorio comprueba inmediatamente que es
así. El especialista, que viste bata blanca, hace la prueba con un equipo portátil
que parece una caja de herramientas para coche. Selecciona un tubo de solución
rosa, la mezcla con un pellizco del polvo confiscado y al instante se vuelve azul:
resultado afirmativo.
El general Solórzano, que mide 30 centímetros menos que yo, pero que tiene
las espaldas el doble de anchas, me mira a los ojos. «Pruébela —dice muy serio—.
Adelante.» Miro a los oficiales, agentes y técnicos que me rodean para ver si está
bromeando. Todos me miran impasibles y con mucha seriedad. Introduzco el
dedo en el ladrillo de cocaína y me lo llevo a la boca. La cocaína tiene un
inconfundible sabor agridulce, ni sabroso ni repugnante, como una medicina que
se traga con precaución y se comprueba con alivio que no sabe tan mal.
—Notará que la lengua se le duerme —dice el general, que ahora ha vuelto a
sonreír—. Es cocaína pura, sin cortar.
En efecto, noto que la lengua se me entumece. Y también siento cierto mareo.
Pero quizá se deba a que me ha dado mucho el sol. O quizá sea un efecto
retardado de algo que ha ocurrido antes: cuando mirábamos a unos soldados que
habían recogido toda la marihuana de un campo confiscado y la habían quemado
en una hoguera de llamas verdes y doradas que liberaba nubes de humo que
volaban hacia las áridas y escabrosas montañas del horizonte.


En cierta ocasión entrevisté al jefe del FBI de una importante ciudad del lado
estadounidense de la frontera con México. Antes de llegar yo, se había tomado la
molestia de leer algunos artículos míos. Con marcado acento neoyorquino me
contó que había pasado quince años cerca del Río Grande buscando pruebas
contra traficantes de drogas. Añadió:
—Me han gustado sus artículos. Cuando me manden más hombres, les diré
que así es como no hay que entender el negocio de la droga.
Aquello me picó y creo que se me notó en la cara. ¿En qué me había
equivocado?, pregunté. Replicó que no se trataba de que me hubiera equivocado.
Era que los aspectos en que yo me fijaba no servían para reunir pruebas. Con
nuestro enfoque periodístico vemos historias de jefes pintorescos y mapas
cambiantes del territorio del cártel. Pero al nivel del suelo el comercio de la droga
no se ve así. Se trata de estupefacientes en movimiento, nada más. Drogas que se
producen, se transportan, se venden y se consumen. Siga la droga y reunirá
pruebas, dijo. Olvide las leyendas populares sobre los jefes y los concienzudos
mapas de las fronteras del cártel.
No fue mal consejo. Reducido a sus rasgos básicos, el narcotráfico no es más
que una industria. Y como en cualquier industria, la mecánica de preparar y
vender productos es más decisiva que las empresas y los ejecutivos que salen en
las fotos. La sala de pruebas de la base militar de Culiacán es un fastuoso
escaparate de esta industria. Muestra los colosales resultados del tráfico de
drogas: toneladas de productos en cientos de envases. ¿Quién sabe cuántos
cárteles o jefes invierten en esas mercancías? ¿Y a quién le importa? Estas
sustancias psicoactivas han pasado por millares de manos en campos,
laboratorios, barcos, aviones y camiones. Y todas han acabado por coincidir en
una sala donde se enseñan a unos periodistas para demostrar que México lucha
contra el tráfico, pero que tienen el efecto contrario de ilustrar lo increíblemente
productiva que es la industria del país.
La narcoindustria de México nunca duerme. Veinticuatro horas al día, 365
días al año, crecen nuevas plantas en alguna parte, se aplican productos
químicos, los transportistas acarrean cargamentos, los muleros («burros» en
México) cruzan la frontera. Y todos los días, en muchos lugares de Estados
Unidos, los ciudadanos compran drogas que han llegado de México y la inhalan,
la esnifan o se la inyectan en las venas. Los jefes se encumbran y caen, los
adolescentes experimentan, y los viejos adictos toman sobredosis; y todo el
tiempo la maquinaria de la droga sigue marchando con el mismo ritmo
inmutable con que la Tierra da vueltas alrededor del Sol.


Todos sabemos que el comercio de la droga es tan lucrativo en México que es
una de las fuentes de riqueza más importantes del país. Rivaliza con las
exportaciones de crudo para ayudar a estabilizar el peso. Proporciona miles de
puestos de trabajo, muchos en las zonas rurales pobres que más los necesitan. Sus
beneficios se extienden a otros sectores, en particular la hostelería, la ganadería,
carreras de caballos, sellos discográficos, equipos de fútbol y compañías
cinematográficas.
Pero tenemos pocos datos fiables sobre él en tanto que industria. Casi todo se
basa en estimaciones. Hay que hacer estimaciones basadas en estimaciones,
factores X multiplicados por factores Y que generan números confusos y
dudosos que circulan como estadísticas. Tanto los medios como la
Administración contribuyen a alimentar la máquina de la desinformación. A
todos nos gusta adornar con cifras un reportaje o un comunicado de prensa. La
revista Forbes calcula que el Chapo Guzmán vale 1.000 millones de dólares, y qué
oportuno que se dé la cifra exacta con una ristra de ceros pelados. ¿Cuál es la
fórmula mágica para adivinar la cantidad? Pues en grandísima medida, lanzar
una conjetura al aire. Allá en los años setenta, una vez desmantelada la «conexión
francesa», la DEA decía que los mexicanos controlaban por el momento las tres
cuartas partes del mercado estadounidense de la heroína. Un año después, ya
desmantelada la infraestructura mexicana, decía que los traficantes colombianos
de marihuana controlaban las tres cuartas partes del mercado estadounidense de
la hierba. ¡Qué casualidad! ¡Cómo coinciden las estadísticas! ¿O es que las tres
cuartas partes son sólo una estimación típica que en realidad significa toda la
droga?
Sin embargo, la industria mexicana de la droga es tan importante que
tenemos que aceptar su magnitud. Las cifras más sólidas son las de las
confiscaciones llevadas a cabo en la frontera sur de Estados Unidos. Se trata de
cantidades tangibles de droga de una magnitud que podemos comparar año tras
año. Y son cantidades que vienen de México para proveer a usuarios
estadounidenses.
Las confiscaciones totales confirman, por si alguien lo duda, que hay
cantidades astronómicas de estupefacientes que se transportan al norte. En 2009,
los agentes de aduanas destacados en los pasos fronterizos y encargados de
inspeccionar coches y peatones se incautaron de un total de 298,6 toneladas de
marihuana, heroína, cocaína y cristales de metanfetamina. En ese mismo
período, las patrullas que vigilaban los tramos fluviales y desérticos de la frontera
confiscaron la enormidad de 1.159 toneladas de marihuana, más diez de cocaína
y tres de heroína. Drogas suficientes para colocar a cientos de millones de
personas y que habrían valido miles de millones de dólares en las calles. Pero
nadie sabría decir cuántas toneladas de drogas no se confiscaron. Esa cantidad, la
más importante, se ha convertido en otra incógnita.
Estas confiscaciones fronterizas se producen año tras año. En 2006 se
aprehendieron 211 toneladas de droga; en 2007 fueron 262; en 2008 se bajó a
242; en 2009 se experimentó otro aumento, 298.1 Los agentes aduaneros dicen
que el último aumento podría deberse a la presencia de más agentes, pero no
están seguros, ya que podría significar simplemente que los contrabandistas
están más atareados. Lo que está claro es que la guerra contra la droga del
presidente Calderón y los millares de tiroteos, detenciones y matanzas no
decrecen el flujo de estupefacientes hacia el norte.
En la frontera de Ciudad Juárez las confiscaciones cayeron mientras la
violencia crecía: de 90 toneladas en 2007 se pasó a 75 en 2008 y a 73 en 2009.
Pero siguen estando por encima de las 50 aprehendidas en 2006, cuando los
atentados eran muy inferiores. En los pasos entre San Diego y Tijuana, las
confiscaciones, que se fijaron en 103 toneladas en 2007, subieron a 108 en 2008,
año en que los enfrentamientos entre facciones rivales del cártel dejaron
montones de cadáveres sin precedentes.
Podría parecer que jugamos con números para consolarnos. Pero no es así.
Estas frías cantidades tienen espantosas consecuencias humanas: los cárteles de la
droga aún trabajan a pleno rendimiento mientras libran sangrientas batallas
entre sí y contra el Gobierno. Por lo que parece, la economía de guerra funciona
a la perfección en el negocio de la droga. Los gánsteres están en condiciones de
seguir con sus refriegas con los soldados en el centro de la ciudad, dejar
montones de cabezas cortadas y transportar la misma cantidad de droga. Mala
señal para la paz.


Costaría mucho superar la fórmula que tienen los mexicanos para ganar dinero
con la droga.
Pensemos en la cocaína. Un agricultor colombiano podría vender por 80
dólares un fardo de hojas de coca de un campo de una hectárea. Las hojas pasan
luego un sencillo proceso químico en laboratorios rurales que en Colombia
llaman «chagras», y el kilo de pasta de coca obtenida se puede vender por 800
dólares en las montañas colombianas. La pasta vuelve a procesarse para que
cristalice y se convierta en un ladrillo de cocaína pura de un kilo, como el que me
enseñó el general Solórzano. Según Naciones Unidas, uno de estos ladrillos, en
los puertos colombianos, valía 2.147 dólares en 2009, una cantidad que podría
alcanzar los 34.700 cuando llegara a la frontera de Estados Unidos, y los 120.000
cuando se vendiese en las calles de Nueva York.2 El tráfico y distribución de la
droga, la parte que corre a cargo de los gánsteres mexicanos, obtiene un beneficio
neto del 6.000 por ciento entre el vendedor y la nariz del consumidor. Si se
calcula el coste desde que sale del campo, el beneficio es del 150.000 por ciento.
Es uno de los negocios más rentables del planeta. ¿Quién más daría tanto por
cada dólar desembolsado?
Los cárteles mexicanos tienen en Colombia embajadores que hacen los
pedidos de cocaína. Pero aquéllos consiguen que sean los propios colombianos
los que les entreguen el polvo discotequero en México o en América Central,
sobre todo en Panamá y en Honduras. Tal como se ha desarrollado el negocio,
los traficantes mexicanos están por encima de los productores colombianos. El
director de la oficina andina de la DEA, Jay Bergman, me lo explicó recurriendo
nuevamente a las metáforas: «¿Quiénes tienen la última palabra en una economía
global donde impera la ley de la oferta y la demanda? ¿Los cárteles mexicanos o
los abastecedores colombianos de cocaína? ¿Los fabricantes o los distribuidores?
»En un modelo económico legítimo, ¿quién tiene la última palabra, Colgate
(producto) o Walmart (cadena de comercios)? En realidad, es Walmart quien
dice: “Quiero pagar tanto por esto, el precio por unidad será tanto, quiero que
me lo entreguen tal día, y así es como ha de ser”, y la postura de Colgate es:
“Mientras saquemos beneficio, mientras no perdamos dinero, trabajaremos en
esas condiciones. Y cuanto más muevan ustedes nuestro producto, mayor
descuento les haremos y tendrán realmente la última palabra. Dígannos dónde lo
quieren, dígannos cómo lo quieren, lo pondremos en las estanterías que ustedes
quieran, pero véndanlo” [...] Éste es el moderno mercado de la cocaína con el que
estamos tratando.»
Desde América Central, los gánsteres mexicanos transportan la cocaína en
barcos, submarinos o avionetas. El general Solórzano me enseña los aviones que
han capturado en Sinaloa. Son sobre todo Cessnas monomotores comprados en
Estados Unidos a unos 50.000 dólares la unidad. El ejército protege ahora estos
aparatos, porque cuando estaban en una base de la policía, los gánsteres se
colaron allí y los robaron. En los dos últimos años los soldados se han apoderado
de doscientas avionetas. El tamaño de la flota, vista desde un coche que rodea el
aeródromo, parece impresionante. Y éstos son sólo los capturados.
Mientras la droga se dirige a Estados Unidos, individuos de todos los pelajes
ganan dinero con ella. Se subcontrata a gente para que la embarque, la transporte
en camión, la almacene y finalmente la pase al otro lado de la frontera. Para
complicarlo aún más, la mercancía suele comprarse y venderse muchas veces por
el camino. Quienes la manejan no saben por lo general a qué jefe o cártel
pertenece y sólo conocen a los contactos con quienes tratan directamente.
Preguntad a un camello que vende coca en Nueva York quién la introdujo en el
país. Lo normal es que no tenga ni la menor idea.
Todo esto explica por qué el comercio de la droga es una red tan complicada
y por qué desorienta tanto a periodistas y policías por igual. Averiguar quién
exactamente tocó un cargamento a lo largo de su recorrido es muy difícil.
Pero esta dinámica industria tiene un sólido centro de gravedad: los
territorios o plazas. Las drogas, para entrar en Estados Unidos, han de pasar por
un territorio concreto en la frontera, y quien manda en la plaza en cuestión
recibe un impuesto por cada cosa que entra y sale. Las plazas fronterizas se han
convertido en cuellos de botella que no se ven en otros países productores de
drogas, como Colombia, Afganistán o Marruecos. Es una de las razones
fundamentales por las que las guerras internas de México son tan sangrientas.
Los enormes beneficios del comercio de la droga atraen a toda clase de
personal: campesinos, adolescentes de barrios depauperados, estudiantes,
profesores, empresarios, niñatos ricos que se aburren y muchos otros. A menudo
se ha señalado que la gente de los países pobres se dedica al comercio de la droga
por desesperación. Es verdad. Pero también prueban fortuna muchos elementos
de la clase media y de la clase pudiente. En el sur de Inglaterra, donde me crié,
conocí a docenas de personas que movían y vendían drogas y procedían tanto de
colegios privados como de urbanizaciones subvencionadas por el Ayuntamiento.
En Estados Unidos nunca ha habido escasez de ciudadanos deseosos de
transportar y vender drogas. Lo esencial es que las drogas son buen negocio
incluso para los ricos, y pocos tienen problemas morales para dedicarse a ellas.
Irán Escandón es uno de los miles de individuos que han transportado dama
blanca hacia el norte. Me lo encuentro en la prisión municipal de Ciudad Juárez,
tocando el teclado con la banda de la iglesia de la cárcel. Buscando la lógica del
comercio mexicano de la droga, he entrevistado a docenas de traficantes en
celdas, cantinas y centros de rehabilitación. Pero Irán destaca en mis recuerdos
porque da la impresión de ser inocente. Puede parecer gracioso que diga una
cosa así; Irán no niega haber traficado con cocaína. Pero parece inocente en el
sentido de que es inofensivo o ingenuo. Nunca perteneció a ninguna banda ni ha
consumido drogas, como tantísimos contrabandistas; tampoco ha sido policía ni
asesino, como tantísimos otros. Lo detuvieron con 40 kilos de cocaína cuando
sólo tenía 18 años. De la noche a la mañana desapareció su juventud y la cayeron
diez años de cárcel. Cuando lo conozco le faltan cuatro para salir.
Habla con una voz tan suave que tengo que estirar el cuello para oírlo. Una
cazadora acolchada beis cubre una magra complexión que contrasta con la de
otros reclusos, que exhiben pechos musculosos y tatuados que fortalecen
levantando bloques de hormigón bajo un sol que abrasa. Tiene ojos grandes y
cordiales. Mientras me cuenta su historia se mece suavemente en el extremo del
catre de una celda que comparte con otros seis.
—Los coches me trajeron aquí. Me gustaban los coches nomás. Me gustaba
arreglarlos, armarlos. Me gustaba correr con ellos. Los coches eran mi pasión.
Creció en Cuauhtémoc, una ciudad de cien mil habitantes que se alza entre
haciendas ganaderas y huertos de manzanos, a cinco horas al sur de Juárez.
Cuando tenía 17 años, dejó los estudios secundarios y se puso a trabajar en un
taller de reparación de automóviles que tenía un amigo cerca de la plaza del
mercado. Durante catorce horas al día desmontaba depósitos de gasolina,
reforzaba motores, pintaba capós con pistola.
—Recogíamos coches viejos y los arreglábamos para convertirlos en
máquinas que corrían como balas. Aprendí muy rápido a trabajarlo todo,
deportivos, camionetas, jeeps.
Sus ojos desbordan de felicidad cuando recuerda los buenos tiempos pasados;
tiempos anteriores a vivir encerrado en una cárcel de la ciudad más criminal del
planeta; tiempos que ahora le parecen a siglos de distancia, como un recuerdo
muy lejano, un sueño que espera recuperar algún día.
Su familia era comprensiva, pero humilde; el padre era un esforzado
trabajador manual y un predicador, se había convertido al protestantismo
evangélico, que se estaba difundiendo muy deprisa por el país. Al igual que su
padre, Irán dice que cree en una relación personal con Jesús. También cree en el
trabajo duro y se esfuerza por mejorar. Eso eran para él las competiciones
callejeras. Los sábados por la noche, Irán y sus amigos recogían los coches que
habían apañado en el taller y competían con automóviles de otros talleres. Estas
carreras ilegales que se hacen en las calles se llaman en México «arrancones».
Cuando le hablo de Rápido y furioso (en España A todo gas), se echa a reír.
—No se parecían a las carreras que se ven en el cine. No había bandas con
valijas de dinero ni Uzis [subfusiles israelíes]. Sólo éramos grupos de amigos a
quienes nos gustaba correr. Armábamos máquinas con todo lo que
encontrábamos. Era una forma de crear, de saber utilizar recursos. Y éramos
capaces de derrotar a los otros talleres, que tenían más dinero que nosotros. Era
una gran sensación.
Una tarde en que Irán estaba con la cabeza entre motores sucios se presentó
un cliente para que le reparasen el vehículo. Era un cuarentón de Guadalajara,
bien vestido, que hablaba con mucha educación. Cuando le repararon el coche
preguntó a los jóvenes si querían hacerle un servicio, conducir un coche hasta el
norte del estado, por 10.000 pesos (unos 900 dólares). Los neumáticos estarían
rellenos con cocaína colombiana pura.
—Pensamos: vaya suerte. Diez mil pesos sólo por ir en coche al norte del
estado. Con diez mil pesos podríamos armar un coche de lo más chingón y
podríamos ganar las carreras. No se nos ocurrió que fuéramos a hacer nada
malo. Sólo éramos unos recaderos.
Una vez realizado el servicio, Irán y sus compadres lo celebraron por todo lo
alto. Una semana después reapareció el hombre y les propuso hacer otra entrega.
Al cabo de unos días llegó un socio de Sinaloa con otro paquete. Cuando se
dieron cuenta, transportaban al norte varios paquetes a la semana. Lo que
transportaban en cada viaje eran alijos de 120 kilos de cocaína, por cada uno de
los cuales ganaban 50.000 pesos, unos 4.500 dólares. Aquel dinero era una
pequeña fortuna para aquellos chicos de 17 y 18 años. Pero era una diminuta
fracción de lo que el polvo blanco recaudaría en los clubes nocturnos de Estados
Unidos.
—En unos pocos meses cambié de no tener nada a tener más dinero del que
podía gastar. Armamos buenos coches para los arrancones. También ayudé a mi
familia. Tenía varios coches para mí: un Escort, un Jetta, un Mustang. Cuando
tenemos dinero, las chavas se interesan. Empecé a vivir con una novia.
Los días de gloria duraron poco. Al poco de cumplir Escandón los 18 años,
aceptó el encargo más ambicioso que le habían hecho hasta entonces: transportar
40 kilos desde Cuauhtémoc hasta Colorado, cruzando la frontera, por la
principesca suma de 15.000 dólares. Al entrar en Ciudad Juárez lo pararon los
soldados para registrarlo. Tragó una profunda bocanada de aire cuando los
soldados miraron debajo del capó y dentro de los neumáticos. Y encontraron el
cargamento.
—Era una pesadilla. Encontraron la cocaína y se me paró el corazón. Era
como un juego, como una fantasía. En seis meses hicimos todo, de nada a la
riqueza. Y ahí se terminó todo.
Los contrabandistas no volvieron a ponerse en contacto con él ni le
reprocharon haber perdido la droga. Puede que todo estuviera planeado, dice
suspirando, para que otro cargamento mayor pasara la frontera, era un viejo
truco de traficantes. Mientras su pandilla transportaba drogas al norte, otros
equipos a los que no conocían sin duda transportaban cocaína por la misma
carretera para los mismos gánsteres.
La cárcel de Juárez fue una experiencia aterradora y brutal para un esmirriado
chico de 18 años. En aquel ambiente se volcó de lleno en el evangelismo de su
padre. Entre rejas no podía trabajar con coches, así que dedicó todas sus energías
a aprender a tocar el teclado con la banda de la iglesia.
—Perdí a mi familia. Perdí muchas cosas. Tuve que adaptarme a un lugar
duro y violento. Aquí he tenido que crecer y hacerme hombre. Cuando salga,
quiero estudiar música. Quiero compartir la música de Dios. No puedo
arrepentirme más. Los años han pasado. Tengo que ver el futuro. Por lo menos
sigo vivo.


En las ciudades fronterizas mexicanas todo el mundo conoce a alguien que ha
estado involucrado en el comercio de la droga: un primo, un hermano, un
compañero de estudios, un vecino. Todo el mundo tiene historias que contar. Un
taxista recogió a un hombre que le enseñó diez kilos de cocaína que llevaba
debajo del jersey; la policía hizo una redada en la casa del vecino de un asistente
social y encontró un millón de dólares en billetes; el hermano y el padre de una
camarera están en sendas cárceles estadounidenses cumpliendo cadena perpetua
por tráfico; el primo de un empresario se puso a pasar droga y acabó disuelto en
una bañera llena de ácido.
Todo el mundo sabe también que las drogas son una forma rápida de ganar
dinero. Si hemos perdido un empleo y andamos a la caza de otro, tenemos
problemas para pagar la casa o necesitamos con urgencia otro coche, siempre
hay posibilidades de pasar las vacaciones trabajando de «burro» o de «mulero»,
es decir, pasando droga por la frontera. Mientras hacía una película sobre la
juventud de Ciudad Juárez, hablé con adolescentes y gente veinteañera de los
barrios que habían aceptado la oferta. El cártel ofrecía una tarifa plana: 1.000
dólares por pasar 30 kilos de marihuana a Estados Unidos; más si se trataba de
heroína, cocaína o metanfetamina. Se podía usar el propio coche u otro prestado.
El trabajo duraba unas tres horas y a continuación se cobraba en metálico; y se
ganaba tanto como si se estuviera un mes sudando en una planta de montaje de
Juárez. Se podía traficar una vez y dejarlo. O se podía repetir cuatro, cinco veces a
la semana, y empezar a ganar dinero en serio.
Los muleros más buscados son los ciudadanos de doble nacionalidad o los
mexicanos con permiso de residencia en Estados Unidos. Yo entrevisté a un
joven de 20 años que vivía en El Paso y que había hecho varios servicios de 1.000
dólares, un dinero que había empleado en ayudar a su madre a salir adelante y en
adquirir un equipo de estudio para grabar música. Pero lo habían pillado y
condenado a cinco años; estaba en libertad condicional y tenía que quedarse en
casa por la noche, llevar un dispositivo de seguridad y se le había prohibido
entrar en México. Le pregunté qué era lo que más le fastidiaba. Respondió que
morirse de aburrimiento en El Paso y no poder ir a Juárez a saludar a los amigos.
La televisión estadounidense ha dedicado muchos programas al inagotable
ingenio de los contrabandistas mexicanos. En México hay toda una industria
dedicada a fabricar los llamados coches trampa, que tienen compartimentos
secretos en los neumáticos, en el depósito de gasolina y debajo de los asientos.
Hay camiones con contenedores metálicos herméticamente cerrados, con
aspecto de cisternas para combustible, que los agentes de aduanas tienen que
abrir con soplete para inspeccionar por dentro. Desguazar un vehículo con fuego
es muy pesado en un lugar como Laredo, por donde pasan diariamente diez mil
camiones. Y para los agentes tiene que ser muy embarazoso quemar un coche
que a lo mejor no contiene nada.
Muchos traficantes evitan los puestos fronterizos y cruzan el desierto
andando. Las bandas incluso fabrican mochilas resistentes, especialmente hechas
para llevar el máximo de paquetes de marihuana o cocaína. Dado que hay cientos
de miles de emigrantes que cruzan la frontera a pie, para los contrabandistas es
fácil seguir las mismas rutas: práctica por la que los grupos de presión
estadounidenses que piden «militarizar la frontera» ponen el grito en el cielo.
Otros no pasan por las puertas ni las rodean, sino que se cuelan por debajo.
Los contrabandistas han construido una extensa red de túneles que rivaliza con
la de la Franja de Gaza. Para las patrullas fronterizas es como jugar a Invasores
del espacio: cada vez que tapan un pasadizo con cemento, se abre otro. No son
simples conejeras. Los cárteles contratan a ingenieros profesionales que
construyen túneles con puntales de madera, suelos de hormigón, luz eléctrica, e
incluso vagonetas y raíles para transportar la droga. Un pasadizo que llegaba
hasta Otay Mesa, California, tenía 700 metros de longitud.3 Otro medía 150 y
tenía la salida detrás de una chimenea de Tecate, México, de aspecto totalmente
inocente.
También está el arte del disfraz. Imaginemos todas las formas posibles de
camuflar un estupefaciente y descubriremos en la vida real formas más raras aún.
Los contrabandistas han escondido cocaína debajo de la capa de chocolate de los
dulces y dentro de melones, y han metido cocaína mezclada en muñecas
prefabricadas de fibra vítrea, incluso dentro de una imitación de la Copa de los
Mundiales de fútbol. Un contrabandista fue más lejos y metió heroína en dos
láminas de carne artificial que se pegó en los glúteos. La heroína se le filtró hasta
la sangre y le causó la muerte.


En un hotel de Culiacán una joven de 21 años llamada Guadalupe enseña un
nuevo método de esconder marihuana. Trabaja para unos gánsteres de Sinaloa,
que accedieron a que hablase con periodistas e incluso fuera filmada con la
droga, al parecer sin ninguna clase de indemnización. Puede que les gustara
demostrar que eran muy listos. Evidentemente, no temían revelar grandes
secretos.
Guadalupe incrusta una vela verde en una botella de vidrio y poco a poco
ahueca la cera de la punta con una cucharilla de metal. A la derecha tiene un
periódico con un montón de cogollos que inspecciona y mete en bolsas de
plástico transparente. Luego coge un carrete de película Fuji, saca la cinta y la
enrolla alrededor de una bolsita de cogollos. Introduce el pequeño cilindro en el
hueco de la vela y lo tapa con la cera. Y listo, ya tenemos una vela de aspecto
normal pero rellena de droga. Y todo se ha hecho con la rapidez de un chef
famoso que prepara una receta.
—Es una nueva técnica y está entre las más efectivas. El olor de la vela es
fuerte y la policía no quiere sacar toda la cera. Crearon esta técnica un grupo de
personas que tiene el trabajo sólo de pensar en nuevas maneras de transportar la
mercancía.
Ya he oído hablar de estos ingenios. Los llaman «cerebros», y son personas
que trabajan para los gánsteres inventando trucos para camuflar la droga. En el
mundo empresarial serían esos superdotados que se reúnen para tomar café con
leche mientras se devanan los sesos ideando nuevos envases para un dentífrico o
un eslogan pegadizo para la Big Mac.
—Al principio me dio miedo —prosigue Guadalupe—. Aprendí a controlar el
miedo para que no me traicionara y me detuvieran. Si me hubieran agarrado, no
estaría aquí.
Guadalupe tiene la voz sedosa y el pelo negro y reluciente. Muchas chicas de
Sinaloa llevan ropa ceñida y tacones altos, y se cubren de collares de oro y joyas.
Pero ella viste con modestia: tejanos negros y una camisa roja con círculos
blancos. Dice que lo mejor es vestirse informalmente para no llamar la atención.
Un amigo de la escuela secundaria la introdujo en el negocio de la droga cuando
tenía 17 años.
—Le platiqué que tenía ciertos problemas económicos. Él me comentó que
estaba involucrado en todo esto y me invitó a conocer a más amigos suyos. Me
mostró que se gana más dinero y más rápido. Al principio pensaba que todos
eran hombres en este negocio, pero ves que las mujeres también se involucran.
Probablemente es por la difícil situación económica que sufre el país.
Las mujeres jóvenes y guapas tienen un valor especial para la mafia. Son
buenas para establecer contactos, dice la joven, y saben espiar. Además de ir a
recoger drogas a un puerto de Sinaloa, Guadalupe ha sido enviada muchas veces
a recoger información: sobre rivales, sobre la policía, sobre políticos, sobre
cualquier cosa que al cártel le interese averiguar. En cierta ocasión fue enviada a
pasar unos días en Rusia, para que viese cómo trabajaban allí los delincuentes y
juzgar si era posible hacer negocios con ellos.
—Fui a observar todo su sistema de mafia, cómo se mueven los negocios con
ciertos mafiosos rusos. Fui a observar para saber si podíamos hacer tratos con
ellos, para saber si podíamos enviar droga allí. Pero fue imposible. Tienen sus
propios métodos y están muy organizados. No podíamos unir fuerzas.
En otra ocasión, en México, ordenaron a Guadalupe que sedujera y durmiese
con un hombre, para espiarlo y sondearlo en busca de información.
—Era como una obligación. Era como un compromiso que tú tienes que
cumplir por estar ahí. Fue lo más grave que hice en este negocio, para mí como
persona: seducir a alguien para sacarle información.


Los estadounidenses gastan más dinero en drogas ilegales que los restantes
habitantes del planeta. No es de extrañar. También gastan más en jeeps
Wrangler, en Big Macs, en videoconsolas Xbox. México no saca provecho de las
ventas de las Xbox, pero el macabro don del negocio de la droga va directamente
al otro lado del Río Grande.
El mejor indicador del consumo de drogas en Estados Unidos es un estudio
anual que hace el Departamento de Sanidad y Servicios Humanos, un organismo
de nivel ministerial.4 Los investigadores llaman a las puertas y preguntan a la
gente si ha fumado crack recientemente o si alguna vez ha fumado marihuana.
Van de acá para allá entre Alaska y Brownsville y encuestan a 67.500 personas de
más de 12 años. El método presenta un fallo evidente. No se sabe si la gente ha
mentido o no; tampoco se sabe si los depravados yonquis que encontrarán en
una casa mandarán a paseo a los encuestadores mientras los testigos de Jehová
que viven al lado estarán contentísimos de contarles su vida. Pero al menos
puede esperarse que el margen de error sea parecido año tras año.
Según este sondeo, el consumo total de drogas en Estados Unidos se ha
mantenido estable desde el año 2000, esto es, en el período en que estalló y creció
la guerra mexicana de la droga. Sin embargo, entre 2008 y 2009 la cantidad de
personas que admitió haber consumido drogas recientemente subió siete
décimas, del 8 al 8,7 por ciento. En total, según la encuesta, se calculaba que 21,8
millones de estadounidenses habían consumido alguna clase de sustancia
psicoactiva en 2009. Si más estadounidenses consumen, no parece probable que
el derramamiento de sangre en México esté restringiendo la oferta.
Pese a todo, la encuesta estima que el consumo de cocaína, que es el más
rentable, ha descendido: si en 2006 había 2,4 millones de esnifadores
estadounidenses, en 2009 había 1,6. Este dato ha permitido aducir a algunos
observadores que la reducción del mercado es una de las causas básicas de la
carnicería mexicana. Presionados por el descenso de los beneficios, prosigue esta
línea argumentativa, las bandas han multiplicado los asesinatos. Este argumento
juega con muchos factores desconocidos, pero la hipótesis podría ser correcta. Si
es así, la ecuación pone a México en un terrible dilema: cuando los beneficios de
la droga aumentan, los gánsteres se vuelven más poderosos; cuando disminuyen,
se vuelven más violentos. Es la lógica del diablo.


Así pues, en cuanto al dinero contante y sonante que cuesta el consumo
estadounidense, estamos condenados a las conjeturas. Las estimaciones más
aireadas figuran en los informes encargados por la oficina del zar antidroga.
Cuando se piensa en los problemas que han de afrontar los expertos para
compilar estos estudios, la pregunta inevitable es cómo diantres lo hacen. Se
desconocen muchísimos factores; la cantidad que se consume varía de un modo
asombroso (tenemos casos como el de Bill Clinton, que dio una chupada a un
«toque» (un porro), pero no se tragó el humo, y el del ex jugador de los Gigantes
de Nueva York Lawrence Taylor, que dijo haberse gastado casi millón y medio de
dólares en coca en un año); y los precios varían de ciudad en ciudad e incluso de
camello en camello. Pero las encuestas, que se titulan «Cuánto gastan en drogas
ilegales los consumidores de Estados Unidos», hacen valientes esfuerzos para
llegar a una plausible serie de estimaciones.
Los informes se acompañan de tablas que muestran toda clase de hechos
fascinantes sobre el consumo. Así, sabemos que en 1988 los consumidores de
marihuana fumaron una media de 16,9 «toques» por mes y que los canutos
pesaban una media de 0,416 gramos, mientras que en el año 2000 fumaron 18,7
porros, que pesaban una media de 0,423 gramos. Oooh, eso es hilar fino. Los
analistas también tratan de establecer un método preciso que contrarreste el
hecho de que los yonquis y consumidores de crack son unos zumbados que
incluso se mienten a sí mismos. Como dice el informe:

Dado que los consumidores niegan con frecuencia que consumen,
necesitamos medios para exagerar las declaraciones y eliminar las
minimizaciones. Hacía falta, pues, una estimación de las probabilidades
que había de que un consumidor crónico dijera la verdad cuando se le
preguntaba por su consumo. Para establecer esa estimación,
seleccionamos a todos los neoyorquinos que dieron positivo en el análisis
de cocaína y calculamos la proporción que admitía haber consumido
alguna droga ilegal en los treinta días previos a su detención. [...] Los
índices de veracidad diferían de año en año y de sitio en sitio, pero en
términos generales fueron considerados sinceros alrededor del 65 por
ciento de consumidores de cocaína. Lo llamamos índice provisional de
veracidad.

También podría denominarse brujería estadística. Ninguna ecuación
matemática puede compensar el imprevisible comportamiento de los
drogadictos. Aunque también es verdad que se trata sólo de estimaciones.
Las encuestas tienen datos sobre el mercado de la droga desde 1988, cuando
se calculaba que movía 154.300 millones de dólares, hasta 2000, en que se estima
que movió 63.700 millones. Este paulatino descenso se cree que no sólo refleja la
reducción del consumo estadounidense, sino también el hecho innegable de que
la cocaína y la heroína eran mucho más baratas en las calles de Estados Unidos;
en 2000, chutarse una dosis de heroína costaba menos de la mitad de lo que
habría costado en 1988.5
En la primera década del siglo XXI, las estimaciones más o menos aleatorias se
han incorporado al informe sobre drogas de Naciones Unidas, que calcula que el
mercado estadounidense de la droga se ha mantenido razonablemente estable
alrededor de los 60.000 millones de dólares. Los analistas pasan esta cantidad por
más cribas estadísticas y calculan que alrededor de la mitad, 30.000 millones, van
a parar a los bolsillos de los gánsteres mexicanos. Una vez más, hay que recordar
que no es una ciencia exacta. Pero todo el mundo está de acuerdo en que los
cárteles mexicanos pelean por una presa que arrastra diez ceros como mínimo.


Entonces, ¿adónde van a parar los otros 30.000 millones de narcodólares en
negro?
Los banqueros creen que el narcotráfico contribuyó, sin duda, a mantener el
peso a flote durante la crisis económica mundial de 2008 a 2009. En efecto, si
analizamos otras fuentes de divisas —en 2009, las exportaciones de petróleo
alcanzaron un valor de 36.100 millones de dólares;6 el dinero enviado a México
por los emigrantes ascendió a 21.000 millones;7 y el turismo extranjero aportó
11.300 millones—, vemos que el dinero de la droga estaría en el segundo lugar de
la lista.
Pero no habría que entusiasmarse demasiado con su influencia. México no es
Bangladés. En el país hay once multimillonarios, varias compañías
multinacionales y una economía total valorada en un billón de dólares. Si la cifra
de 30.000 millones de dólares es cierta, entonces el tráfico de drogas supone
alrededor del 3 por ciento del producto interior bruto.
El dinero, sin embargo, representa un porcentaje mucho mayor en
determinadas comunidades y grupos sociales. En los barrios depauperados del
oeste de Ciudad Juárez o en las montañas de Sinaloa, la mafia que controla el
tráfico es probablemente la principal creadora de empleo. Si nos fijamos sobre
todo en los sectores pobres, 30.000 millones de dólares tienen un efecto
particularmente potente.
Treinta mil millones de dólares también dan para corromper a las
instituciones del país. El secretario de Seguridad Pública, Genaro García Luna,
dijo en un discurso que los cárteles podrían emplear alrededor de 1.200 millones
de dólares al año para triplicar el salario de todas las fuerzas de la policía
municipal de la nación.8 Esto es cierto como posibilidad matemática. Pero es
asimismo otro factor X. Nadie sabe realmente cuántos agentes están en la
nómina del cártel, ni si el policía que nos para por exceso de velocidad se gana un
sobresueldo trabajando para la mafia o sólo quiere una mordida de los
conductores.
En un plano físico, gran parte del líquido entra y sale por la frontera en valijas
llenas o en los mismos compartimentos secretos que las drogas. Los policías y
soldados mexicanos que con tanta frecuencia derriban puertas a patadas
encuentran millones de dólares en billetes decorando salones y cocinas. En total,
las tropas de Calderón confiscaron más de 400 millones en los primeros cuatro
años de su ofensiva. Ese considerable pellizco hizo que el Gobierno mexicano
ganara millones en intereses. Pero es sólo una pequeña fracción del total de los
120.000 millones que se estima que los cárteles movieron en el mismo período.
Al norte del río, y en el mismo tiempo, la policía estadounidense confiscó otros
80 millones relacionados con los cárteles mexicanos, una meada en el océano aún
más corta.
Una vez en México, se cree que los miles de millones van directamente a las
cámaras de seguridad de los bancos. El profesor Guillermo Ibarra, de la
Universidad Autónoma de Sinaloa, calculó el dinero generado por la economía
normal del estado y lo comparó con el que había en los bancos. Encontró más de
680 millones de dólares en depósitos bancarios sin justificar. Y Sinaloa es un
páramo económico en comparación con los monstruos financieros de Ciudad de
México, Guadalajara y Monterrey.9
Los gustos ostentadores de los gánsteres también vierten mucho dinero en las
empresas locales. Culiacán alardea de haber vendido las mayores cantidades de
coches deportivos y jeeps del hemisferio, ayudando a sostener marcas como
Hummer. Al mismo tiempo, las chabacanas mansiones que bordean las colinas
contratan a arquitectos y constructores que puedan satisfacer los extravagantes
gustos de los capos y a quienes no les importe trabajar para clientes
superestresados.
Pero el dinero de verdad funda compañías de tapadera. El Departamento del
Tesoro de Estados Unidos tiene en la lista negra más de doscientas empresas
mexicanas que al parecer blanquean dinero de la droga. Las hay de todas clases,
desde una importante central lechera de Sinaloa hasta casas de lavacoches,
pasando por floristerías y tiendas de ropa.10


Fui a Ciudad de México para ver algunas de las empresas de la lista negra del
Tesoro estadounidense. Mi primera parada fue una clínica de salud situada en el
lujoso barrio de Las Lomas. Al cruzar la puerta me recibieron unas jóvenes muy
cordiales vestidas con holgados uniformes blancos, mientras señoras cuarentonas
y cincuentonas hojeaban revistas ilustradas en la sala de espera. La directora dijo
que allí no sabían nada de cárteles de la droga ni de las listas negras del
Departamento del Tesoro estadounidense, pero sí mucho de implantes de mama
y liposucciones. Señalándome el estómago, me preguntó si me interesaba un
masaje para reducir peso. Para aumentar mi gordura fui a otra empresa listada,
una taquería para gourmets que se encontraba entre las oficinas de unas
importantes empresas mexicanas y estadounidenses. El restaurante estaba
especializado en platos sazonados con chile habanero, el más picante de todos los
chiles. Después de zamparme tres tacos, noté el ardiente calor del chile..., pero no
averigüé nada sobre jefes mafiosos.
La lista negra del Tesoro prohíbe a los estadounidenses entablar relaciones
comerciales con estos lugares (yo no soy estadounidense, de modo que no cometí
ningún delito). Pero cerrarlos correspondería al Gobierno mexicano. Y
evidentemente no los cerraban. Y las supuestas blanqueadoras de dinero seguían
aumentando el volumen de los pechos y sirviendo platos superpicantes.
De aquí viene un reiterado reproche que se hacía a la potente guerra de
Calderón. Pudo haber machacado a los gánsteres con un buen martillo. Pero no
siguió «el rastro del dinero». Mientras el dinero líquido siga fluyendo, gritan los
críticos, los malos seguirán sacándole provecho.
Calderón ha tratado de remediarlo con más medidas para poner restricciones
a los depósitos de dólares en metálico y presentando una importante ley sobre el
blanqueo de dinero en 2010. El objeto de la ley es vigilar a los bancos, las
inversiones y los fondos; en pocas palabras, hacer todo lo que los críticos
estadounidenses estiman necesario. Es de esperar que si la ley se aprueba,
limitará la economía de los gánsteres mexicanos en el futuro.
Sin embargo, en un planeta globalizado, México no podrá impedir totalmente
que los barones de la droga muevan dinero líquido. Aunque salga de los bancos,
el dinero puede ir a otra parte, por ejemplo a Estados Unidos, o a los paraísos
fiscales, o a China. Ya hay grandes cantidades en estos sitios. Las reformas para
facilitar los movimientos de capital en todo el planeta han hecho más difícil
vigilar el dinero. En 1979 había unos setenta y cinco bancos en paraísos fiscales;
hoy hay más de tres mil. Cada día hay setenta mil transferencias internacionales
que mueven un billón de dólares. Antonio María Costa, director ejecutivo de la
Oficina para Drogas y Delito de Naciones Unidas, ha escrito:

El blanqueo de dinero se produce por doquier y prácticamente no conoce
impedimentos. [...] En una época de grandes quiebras bancarias, si el
dinero no huele, los banqueros parecen creerlo. Los ciudadanos honrados,
que se esfuerzan en una época de dificultades económicas, se preguntan
por qué no se confiscan los ingresos del delito, que se convierten en fincas
ostentosas, coches, yates y aviones.11

El dinero negro mexicano no es más que una rebanada del enorme pastel del
blanqueo de dinero en el mundo.


Los ríos que conectan los narcodólares mexicanos con los vastos mares
financieros tienen un buen ejemplo en tecnicolor en el extraño caso de Zhenli Ye
Gon. El señor Ye Gon nació en China en los años sesenta y se nacionalizó
mexicano en 2002. El mismo presidente Fox le entregó los papeles de ciudadanía
y estrechó la mano de aquel hombre que parecía ser un empresario farmacéutico
con iniciativa. Ye Gon habla español con marcado acento chino, pronunciando
las erres como eles, lo que ha generado multitud de chistes sobre él en México. Al
igual que a muchos empresarios, le gusta jugar al póquer apostando fuerte.
También le gusta decorar su casa con montañas de dólares en billetes. Montañas
altas, inmensas.
Los «federales» encontraron esta decoración en 2007 cuando registraron la
mansión que tenía en Lomas de Chapultepec, zona residencial de lujo de Ciudad
de México: 205,6 millones de dólares en billetes de cien. Había tanto dinero que
los montones de billetes se salían del salón y se podían encontrar en los pasillos e
incluso en la cocina. Los agentes de la DEA dieron una triple voltereta lateral y
dijeron que era el mayor alijo en metálico del mundo aprehendido hasta la fecha.
También había grandes montones de pesos. La policía mexicana informó de
que había 157.000 dólares en pesos, pero los periodistas analizaron las fotos y
adujeron que parecía haber mucho más. Ah, pues es verdad, replicó la policía,
que rectificó diciendo que los pesos sumaban millón y medio de dólares. El
mayor alijo en metálico del mundo resultó mayor de lo que se pensaba. Cuando
al final se contó, había más de 207 millones de dólares.
Zhenli Ye Gon estaba en Las Vegas en el momento de la redada, practicando
su deporte favorito: apostar. Los agentes nacionales mexicanos lo iban siguiendo,
y seguramente llamaron su atención cuando confiscaron toneladas de
seudoefedrina en un puerto mexicano del Pacífico en diciembre. El empresario
importaba este producto, alegaron los agentes, y lo vendía a los gánsteres, que lo
transformaban en cristales de metanfetamina. Zhenli Ye Gon compraba el
producto químico a una empresa farmacéutica de la República Popular China.
Zhenli Ye Gon concedió una entrevista a Associated Press en Nueva York.12
En medio de una perorata que se filmó con videocámara, se puso a hacer
acusaciones sin ton ni son para defenderse. Admitió que el dinero había estado
en su casa, pero dijo que un político mexicano le había obligado a guardarlo allí,
amenazándole con que, si no lo hacía, moriría. También dijo que tenía miedo de
volver a México porque seguramente lo matarían. No obstante lo dicho, sus
alegaciones más sorprendentes se refirieron a Estados Unidos. Afirmó que había
perdido 126 millones de dólares en Las Vegas, pero que le habían devuelto el 40
por ciento y que además le habían regalado coches de lujo. Lo que estaba
explicando era un sencillo método para introducir en el sistema maletas llenas de
dólares en papel moneda: adquiría fichas de casino por valor de varios millones
de dólares y recuperaba las pérdidas en cheques y coches.
La policía estadounidense detuvo a Zhenli Ye Gon en un restaurante de la
periferia de Washington y lo acusó de conspiración para importar cristales de
metanfetamina. Sin embargo, un testigo clave de Las Vegas se retractó, el
Gobierno chino se negó a entregar documentos, y los fiscales estadounidenses
acordaron retirar los cargos con la condición de que fuera extraditado a México y
juzgado allí. Ye Gon seguía oponiéndose a la extradición en 2011, alegando que
no tendría un juicio justo al sur de la frontera. Admitía que había importado
productos químicos de China, pero alegaba que no sabía que sirvieran para
preparar los cristales que el general Solórzano me enseñó.
El caso demuestra que, aunque el viaje de una raya de cocaína desde la
plantación hasta la nariz puede resultar extraño, el viaje de un narcodólar puede
serlo aún más. Imaginemos a un empleado de Walmart que trabaja en Nebraska,
es adicto a la metanfetamina y compra una dosis de cristales con cinco billetes de
diez dólares. Los arrugados billetes pasan de los camellos locales a los
distribuidores mexicanos, y luego viajan al sur cruzando la frontera en un coche
trampa. Uno termina en la mansión de un narco de las colinas de Sinaloa; otro,
en una mansión de Ciudad de México, cubriendo un suelo y esperando una
redada que hará historia; otro se va a China para pagar los ingredientes en bruto;
otro vuelve a cruzar la frontera y compra fichas en Las Vegas.
El libre comercio puede ser surrealismo puro en este siglo. Así es el
capitalismo mafioso en su faceta más espectacular. Todo es dinero. Es el motivo
por el que los matones cortan cabezas y las arrojan a las pistas de las discotecas. Y
en esto es en lo que se emplea el quinto billete de nuestro adicto de Nebraska: en
pagar el segundo producto que genera el narcotráfico después de la droga: el
asesinato.
9

Asesinato

Llegó un matón al infierno,


a inspeccionar un trabajo,
sin saber que sus muertitos
ya lo estaban esperando.
No más cruzó aquella puerta,
no se la andaba acabando.

Grupo Cártel, «Llegó un matón al infierno», 2008

U n tiroteo de veinte segundos. Cuatrocientas treinta y dos balas. Cinco policías


muertos.
Cuatro estaban caídos de cualquier manera sobre una reluciente camioneta
Dodge Ram, tan agujereada por los balazos que parecía un colador. Los
cadáveres estaban doblados y torcidos, con las posturas antinaturales de los
muertos; los brazos arqueados hacia atrás, sobre el espinazo, las piernas abiertas
de lado; con la desmaña de los cuerpos que caen como muñecos de trapo cuando
les disparan.
Después de haber visto tantos escenarios de crímenes, suelo sentirme
embotado cuando miro los montones de carne llenos de plomo que yacen en el
asfalto, en las carreteras de tierra, en los asientos de los coches. Las imágenes se
confunden en una sola. Pero luego me vuelven a la mente los pequeños detalles:
los codos doblados en la espalda, las cabezas sobre los hombros. Recuerdo estas
imágenes cuando pienso en los escenarios de los crímenes; y esas imágenes se
cuelan en las pesadillas, mientras duermo a mil kilómetros de allí.
He visto este escenario concreto un caluroso atardecer de diciembre, en
Culiacán. Los policías estatales habían parado en un semáforo próximo a un
centro comercial cuando los atacaron los pistoleros. Bang, bang, bang. Les
dispararon por el costado y por detrás, soltando ráfagas en fracciones de
segundo. Un Kaláshnikov personalizado con cargador circular puede disparar
cien proyectiles en diez segundos. Es una guerra relámpago. La gente tiende a
encogerse de hombros ante los gánsteres que empuñan lanzacohetes. Pero el AK
es mucho más mortal.
El quinto policía muerto es un suboficial musculoso, de 48 años, que yace a
tres metros de la camioneta, bañado en su propia sangre. Tiene la mano derecha
doblada hacia arriba y empuña con ella una pistola de nueve milímetros, en una
posición de muerte que habría podido ser un decorado para una película
de Hollywood. Cuando los sicarios dispararon, el suboficial se las arregló para
bajar de un salto y correr pistola en mano. Pero los asesinos lo siguieron con su
lluvia de proyectiles y acabaron con él en el borde de la acera.
El suboficial tiene facciones pronunciadas, pómulos altos, y una nariz ancha
encima de un bigote finamente recortado. Tiene los ojos muy abiertos y mira a
las alturas. Tiene el lado izquierdo de la cara, por debajo de la oreja, agujereado
por un proyectil de Kaláshnikov que le ha desfigurado la expresión. De cerca
parece una máscara de caucho y no una cara de ser humano. Cuesta comprender
la muerte.
Llegamos diez minutos después del tiroteo y la policía aún tiene que
acordonar el área y cubrir los cadáveres con sábanas de plástico. No tardará en
llenarse la manzana de soldados con ametralladoras, policías de homicidios con
pasamontañas y equipos forenses. Pero por el momento podemos pisar los
casquillos de la munición disparada y fotografiar a las víctimas con la cámara
pegada a sus rostros.
Los mirones se agolpan en la calle. Cuatro adolescentes analizan el ataque
jadeando. «Esa bala es de Kaláshnikov. Esa otra de un AR-15», dice un crío
delgaducho con gorra de béisbol, señalando un largo casquillo plateado que hay
junto a otro dorado y más corto. Con ellos, hay parejas cuarentonas, ancianos,
madres con niños pequeños que miran boquiabiertos el morboso espectáculo.
Los chicos de la prensa local acreditada se apelotonan en la acera, comprueban
las fotos en los visores para asegurarse de que tienen las mejores imágenes para
las páginas de la policía. Están relajados, animados; es el pan suyo de cada día.
Treinta minutos después del atentado, un abollado Ford Focus se abre paso
entre el gentío y frena con un chirrido ante el precinto policial. La esposa de una
víctima baja de un salto y chilla histéricamente a los soldados de uniforme verde
oliva que custodian el escenario. Su hermano, con los ojos enrojecidos por el
llanto, le sujeta los brazos. Yo y mi cámara estamos a un metro de ambos, de
modo que le pongo la mano en el hombro y lo aparto para que no reciba una
bofetada de algún entristecido e irritado pariente. Sólo cuando veo la dolorida
expresión de sus rostros me doy cuenta cabal de que se han perdido vidas
humanas. Los gritos reflejan el sufrimiento de quienes conocían al hombre en sus
mejores y peores momentos, como marido en el altar, como padre que bailó con
su hija al cumplir ésta 15 años, como amante en la oscuridad de la noche.


Otro día. Otro asesinato. Se ha vuelto tan común esta violencia en la guerra
mexicana de la droga que matar a cinco policías en un semáforo sólo merece una
breve nota en la sección de crímenes locales. Las víctimas son nuevos sumandos
para la prensa y la cuenta del Gobierno; su perfil humano y las familias que
sufren no tardan en olvidarse.
Estas matanzas de tipo emboscada son el modelo de casi todas las muertes
que origina el conflicto. Se las llama «ejecuciones». Incluso la designación
produce escalofríos; viene a significar que alguien ha dictado una sentencia de
muerte contra la víctima. Los pistoleros raramente fallan. México no tiene pena
de muerte, pero en los peores días ha habido más de sesenta ejecuciones: dos
docenas en Ciudad Juárez, y otras que se perpetraron en Michoacán, en
Guerrero, en Tamaulipas, en Sinaloa, en Durango, en Tijuana. La siguiente
categoría de víctimas de la guerra es la de los secuestrados que luego son
asesinados y arrojados a la vía pública. Los muertos en tiroteos representan un
pequeño porcentaje. Ésta es una guerra librada por sicarios. Es muy difícil
defenderse de su típica táctica de agredir y salir corriendo.
El atentado era en México un negocio lucrativo y muy especializado a
mediados del siglo XX. Los sicarios se llamaban entonces «gatilleros». Eran
profesionales hábiles que estaban en servicio hasta los cincuenta y tantos años,
utilizaban pistola, y despachaban a las víctimas disparándoles de cerca, a menudo
en la oscuridad de la noche.
Uno de los primeros gatilleros fue Rodolfo Valdés, un sinaloense al que
llamaban el Gitano. Valdés dirigía una banda de pistoleros, los Dorados; los
terratenientes les pagaban para que acabasen con los campesinos sublevados de
los años cuarenta. Así surgieron muchas bandas de sicarios en Sinaloa, para
proteger de la reforma agraria las plantaciones y propiedades de los ricos. Se
cuenta que el Gitano mató a más de cincuenta personas. Se dice que también
eliminó al gobernador de Sinaloa, a quien cosieron a balazos en 1944, en el
carnaval de Mazatlán. El gobernador Rodolfo Loaiza traía a mal traer a los
terratenientes a causa de sus abundantes expropiaciones. Parece que también
molestaba a los plantadores de adormideras, confiscándoles las cosechas.1
Otros gatilleros profesionales trabajaban en Ciudad de México al servicio de
políticos veteranos y de funcionarios de seguridad. Se encargaban del trabajo
sucio que no quedaba registrado en los archivos. El pistolero del Gobierno más
famoso fue José González, que escribió un libro sobre sus hazañas en 1983. Hijo
de españoles, González afirmaba haber perpetrado más de cincuenta homicidios
para varios funcionarios, sobre todo para Arturo Durazo, alias el Negro, jefe de la
policía de Ciudad de México. El Negro Durazo acabó encarcelado por extorsión
y otros delitos.
González era por excelencia el sicario profesional de antaño. Tenía un título
universitario, no empezó a matar hasta los 28 años, y siguió matando hasta que
fue cincuentón. En sus memorias atribuye su capacidad para matar a sangre fría
al hecho de que su padre muriera en una reyerta de bar. «Yo creo que ahí se
sembró en mi alma el desprecio por la vida de los demás y mi afán de desquite»,
escribió.2
La mafia colombiana revolucionó la profesión de matarife en los años
ochenta. El artífice de su maquinaria asesina fue Isaac Guttnan Esternberg, un
colombiano descendiente de alemanes que trabajaba para los traficantes de
Medellín. Guttnan inventó la «escuela de los sicarios en moto», en la que se
matricularon millares de jóvenes de los barrios pobres. Se dio cuenta de que se
podía conquistar a la juventud marginada por un salario algo más que decente y
un objetivo en la vida. Los sicarios todavía utilizaban pistola, pero atacaban en
equipos que iban en moto, uno conducía y el que iba detrás disparaba. Ellos
empezaron a ser llamados «sicarios», una palabra con cierta tradición literaria en
España e Italia que se remonta al derecho romano (sicarius), en el que designaba
por antonomasia a los fanáticos judíos que llevaban una daga (sica) escondida
para agredir a los soldados romanos.
En 1986, el propio Guttnan fue eliminado por un sicario.3


Recorrí Medellín en coche para reunirme con un sicario. Es una ciudad
agradable situada en un valle de montaña. Una brisa fresca impide que haga
demasiado calor en ella. Las despejadas plazas están adornadas con esculturas de
personas cómicamente gordas, basadas en cuadros del pintor medellinense
Fernando Botero. Las mujeres más hermosas del mundo pasean por sus anchas
aceras.
En 1991, Medellín era la ciudad con más asesinatos per cápita de todo el
planeta, 6.500 entre una población de dos millones. Los laureles han pasado
actualmente a Ciudad Juárez. Pero aunque en Medellín se ha reducido la
cantidad de asesinatos, sigue siendo muy violenta. En 2009, por ejemplo, hubo
2.899 homicidios.4
El hombre al que voy a ver ha apretado el gatillo en varios atentados. El
fotoperiodista alemán Oliver Schmieg concierta la entrevista. Es oriundo de
Múnich, lleva once años en Colombia y ha hecho fotos impresionantes de
laboratorios clandestinos de cocaína y de guerrilleros en combate con el ejército.
A mí me alucina su tenacidad y determinación. Trabaja con una red de narcos,
chivatos de la policía y matones callejeros. Pero su mejor contacto es un ex
soldado que acabó siendo jefe de seguridad de un destacado jefe paramilitar de
Medellín. El contacto tira de algunos hilos y Oliver no tarda en tener al sicario al
teléfono. El asesino tiene que pedir antes a su jefe directo autorización para la
entrevista, así que nos indica que volvamos a llamarlo. Oliver lo llama otra vez a
la mañana siguiente y el tipo dice que podemos vernos. Acudimos a la dirección
con algún nerviosismo.
Llegamos a una finca de viviendas de Envigado, un barrio de clase media que
desde hace mucho es el centro de operaciones de la mafia de Medellín. Un
portero llama al piso y nos conduce arriba. Nuestro hombre abre la puerta y nos
invita a sentarnos a una ancha mesa de madera. El piso es grande y tiene pocos
muebles, pero hay un televisor último modelo con pantalla de plasma y una
consola PlayStation 3.
Gustavo tiene 24 años y es muy delgado, un poco moreno y lleva el pelo muy
corto. Viste una camisa verde de manga corta, muy a la moda, pantalón corto
hawaiano, y calza botas de lona de color verde brillante. Vive con otro sicario, un
voluminoso amigo de su infancia que se pasea por la habitación sin camisa,
dejando al descubierto los tatuajes de la espalda. Gustavo se sienta con nosotros y
clava los codos en la mesa mientras juguetea con una cajetilla metálica de tabaco.
Al principio está un poco nervioso, pero conforme hablamos se vuelve más
cordial y abierto. Conversamos durante horas. Cuanto más charlamos, mejor me
cae el tipo. Es listo y carismático, aunque sin perder la humildad. Acabo
olvidando que es un asesino a sueldo. Luego me pregunto a mí mismo si está mal
simpatizar con un sujeto que arrebata vidas humanas. ¿De veras puedo aislar el
lado humano de una persona, haciendo abstracción de los actos que ha
cometido?
El lujoso apartamento en que estamos contrasta con el mísero barrio en que
creció Gustavo. Nació en las comunas que serpentean por las faldas de las
montañas que dominan Medellín. En aquellas barriadas de casas de hormigón
sin pintar y con techumbre metálica, vivían sin permiso miles de personas que
habían llegado de las cumbres, valles y selvas de Colombia. Muchos habían huido
de las bombas y tiroteos que intercambiaban el Gobierno y la guerrilla
comunista. Otros sólo buscaban ganar suficiente dinero para alimentar a sus
familias.
Gustavo fue el segundo de los tres hijos que tenía un trabajador de la
construcción. Éste solía ganar lo suficiente para alimentarlos, pero no para salir
del gueto. Cuando Gustavo tenía un año, había tiroteos diarios en su comuna.
Cuando tenía ocho, la policía mató a Pablo Escobar en Medellín.5 Ya de niño lo
sabía todo sobre el capo de la cocaína.
—Allá en las comunas, Pablo era como un rey. Era más importante que el
presidente de Colombia —dice Gustavo.
El sicario habla con el melódico acento de los barrios bajos de su ciudad y
utiliza muchas palabras de la jerga mafiosa local. Las pistolas son fierros; los
fusiles, guitarras; la cocaína, perico, y las víctimas de los asesinatos, muñecos.
Pero a pesar de la jerga, pronuncia bien las palabras y no suelta exabruptos.
Después de la muerte del Rey Escobar, los máximos traficantes de Medellín se
reunieron para hablar de negocios en un garaje subterráneo de Envigado. A raíz
de esta infame cumbre nació la llamada Oficina de Envigado, una organización
que supervisa las operaciones delictivas de Medellín. Para evitar los
derramamientos de sangre inútiles, la oficina procuraría que todas las deudas
entre traficantes se pagaran, y cobraría el 33 por ciento por el servicio.
Al frente de la Oficina estaba Diego Murillo, alias Don Berna, antiguo jefe de
una banda de sicarios. Don Berna estipuló que para que alguien cometiera un
homicidio, la Oficina tenía que autorizarlo. Fue uno de los motivos
fundamentales por los que el índice de asesinatos decreció. Cada barrio tenía un
«comandante» que respondía ante el capo. La organización también se conocía
en la calle con el nombre de mafia. Los agentes estadounidenses la llamaban
cártel de Medellín.
Cuando Gustavo llegó a la adolescencia, su padre se esforzó para que él y sus
hermanos se alejaran de la mafia. Pero era difícil convencerlos de que la vida
honrada valía la pena.
—Veías a tu padre sudando la gota gorda todo el día a cambio de unos
míseros pesos. Y a veces estaba meses sin trabajo. Y los tipos del barrio que
trabajaban para la Oficina manejaban carros [automóviles] y motocicletas de
último modelo, e iban con viejas.
Gustavo empezó a ir con muchachos mayores relacionados con la mafia, y el
padre se enfadaba con él. Al final el padre lo pilló fumando marihuana cuando
tenía 13 años y lo echó de la casa.
—Fue un poco severo —recuerda Gustavo—. Vivimos en la capital mundial
de la cocaína y mi viejo me bota de casa por fumar un bareto.
Dormía en casa de amigos y a veces en las sucias calles del barrio; no pasaba
frío gracias al calor tropical. Y poco a poco se fue introduciendo entre el personal
de la mafia. Además de pasar drogas de contrabando, los gánsteres de Medellín
hacían servicios de protección y vendían vehículos robados. Gustavo empezó a
crearse una reputación como experto ladrón de coches, la misma rama delictiva
en la que se inició Pablo Escobar.
—Iba al centro de la ciudad y robaba carros o motocicletas. Podía entrar en
cualquier parte. Me gustaba robar. Acabó siendo una adicción.
A pesar de que robaba día y noche, siguió yendo al colegio hasta que cumplió
17 años. Por entonces ya ganaba más que la mayoría de los adultos de su comuna
y dejó los estudios para dedicar todo su tiempo a la banda. Se ganó la confianza
de los jefes y le encargaron transportar ladrillos de cocaína o paquetes de dinero,
que unas veces eran dólares y otras euros. El polvo blanco procedía de
plantaciones y laboratorios del norte y el oeste de Medellín. Pero los jefes de la
ciudad lo controlaban y pasaban toneladas por los barrios bajos, camino de los
puertos del Pacífico o del Caribe.
—Probé a esnifar perico, pero nunca me gustó. A algunos amigos les gustaba.
Yo siempre preferí la hierba.
Gustavo se fue acercando a los elementos de la cúpula mafiosa de Medellín, y
en una entrega se vio cara a cara con el jefazo Don Berna.
—Fue muy cordial. Naturalmente, era un hombre muy poderoso. Pero no era
arrogante. Se comportó como una persona normal —recuerda Gustavo con un
ligero temblor respetuoso en la voz. Poco después de aquel encuentro recibió el
visto bueno para empezar a adiestrarse como sicario. Acababa de cumplir 18
años.
Nos mira con fijeza mientras explica las técnicas de los atentados:
—Normalmente, atacamos con un equipo en motocicleta y otro en carro. En
la moto van un conductor y un tirador. El carro bloquea el camino de la víctima
y la moto se pone a su lado. El tirador dispara rápido y entrega el arma a los del
carro, que la guardan en un compartimento secreto.
Gustavo empezó conduciendo la moto de su mentor, un sicario veterano.
—Me enseñó cómo se hacía, qué había que hacer para mantenerte firme, para
estar concentrado y, por encima de todo, para no fallar el blanco. Hay que
disparar a la cabeza y al pecho para estar seguro de que lo matas.
»Cuando hice mi primer trabajo, me acerqué demasiado y disparé demasiadas
balas. La sangre y las tripas del tipo me saltaron encima. Tuve que quitarme la
ropa y lavarla a conciencia. Aquella noche tuve pesadillas. No dejaba de recordar
que disparaba al tipo y que la sangre saltaba.
Gustavo hizo más trabajos y las pesadillas desaparecieron. Le encargaban una
nueva misión cada pocas semanas. Mataba sobre todo en Medellín, pero también
lo enviaban a otras ciudades como Bogotá y Cali. En poco tiempo mató a diez
personas, luego a quince, luego a veinte. Luego perdió la cuenta.
Le pregunto si piensa en las víctimas. Niega con la cabeza.
—Me concentro y hago mi trabajo. Antes de salir rezo a Jesús y me aclaro las
ideas. Nunca tomo drogas ni bebo antes de un trabajo, porque necesito disponer
de mis cinco sentidos. Cuando vuelvo, me relajo, me fumo un bareto y escucho
música.
Gustavo dice que no sabe o no pregunta quiénes son las víctimas. Se elige un
blanco y otro equipo sigue sus movimientos hasta dar con el mejor momento
para atacar. Entonces se llama a los sicarios.
—Recibo una llamada y me dicen: «Ahí va el muñeco. Encárgate de él». Me
dan una foto del objetivo. Y entonces nos ponemos en marcha y lo buscamos.
Gustavo dice que todo es por dinero. Recibe un salario base de unos 600
dólares al mes, más una comisión que oscila entre 2.000 y 4.000 por cada trabajo
que realiza. Aunque estas cantidades distan una eternidad del dinero que tienen
los traficantes multimillonarios con sus mansiones engastadas en diamantes y
sus flotas de aviones privados, es un hombre rico en comparación con lo que es
normal en los barrios bajos de Medellín. Además, con el 22 por ciento de parados
menores de 26 años que hay en Colombia es sin duda el empleo mejor pagado
que podría conseguir.6
—Hay quienes matan porque les gusta, porque realmente disfrutan matando
y se vuelven adictos a la sangre. Pero yo lo hago por necesidad.
Con el dinero de la sangre ha sacado a su familia del gueto. Además de pagar
el alquiler del piso en que estamos, Gustavo ha comprado una casa a su familia
en un barrio de clase media baja. Las discusiones que tenía con sus padres
cuando era adolescente se han olvidado hace mucho y ahora los ve varias veces a
la semana. Su hermano mayor trabaja también para la mafia, pero entre los dos le
están pagando un colegio privado al hermano menor con la esperanza de que
encuentre un trabajo decente y legal.
Aparte de apoyar a su familia, a Gustavo le gusta gastar sus ganancias en ropa
de diseño y en motos japonesas de alta tecnología. También es un hincha de la
Premier League inglesa de fútbol, y tiene televisión por cable para ver todos los
partidos que puede; además, juega al fútbol con la PlayStation 3.
—Soy fan del Wigan porque ahí juega de delantero el colombiano Hugo
Rodallega. Reconozco que el Manchester United también juega bien. Pero el
Arsenal, por ejemplo, no me gusta.
Las referencias a los equipos de fútbol de mi lejano país parecen una
asociación de ideas un tanto surrealista para venir de este pistolero colombiano.
Luego publico la entrevista con Gustavo en un periódico británico, y un grupo de
hinchas del Wigan sube el artículo a su página web. Les parece divertido que un
sicario colombiano sea forofo de su equipo.
Gustavo me cuenta que le gusta la música salsera romántica, pero que evita
los clubes nocturnos de Medellín para no tropezar con sicarios rivales. También
es fan de la música electrónica de baile, y una vez fue con una prima suya a
Bogotá para ver al disc jockey de Londres Carl Cox.
—Todos los que había en la disco bebían agua y bailaban como locos. Le
pregunté a mi prima qué pasaba y me dijo que todos habían tomado éxtasis. Pero
yo no quise tomarlo porque temía que fuera demasiado fuerte. He oído que el
LSD también es peligroso. Yo respeto a la gente que toma esas cosas, pero no sé
si quiero arriesgarme.
La referencia al pinchadiscos británico me parece otra conexión surrealista
con el mundo del que procedo. Ser sicario ha permitido a Gustavo acceder al
estilo de vida consumista propio de los ricos países occidentales: ver fútbol por
cable, jugar a videojuegos, vestir ropa de diseño, ir a clubes nocturnos; los típicos
pasatiempos con que se entretiene cualquier estudiante, trabajador de la
construcción o botones de oficina de mi país. También le da cierta sensación de
éxito: ser alguien en un barrio lleno de nulidades. Incluso le otorga una posición
social que hace que dos tontos periodistas europeos se sienten delante de él y
disfruten con cada palabra que dice.
Pero se consigan los beneficios que se consigan, Gustavo lo tendría muy
difícil fuera de la mafia. No hay planes de jubilación para los matones del cártel.
—Los jefes no dejan que te vayas porque sabes demasiado. Cuando alguien
quiere irse, puede acabar muerto. La única forma es desaparecer sin decir nada.
Afirma que no teme la cárcel, donde ya estuvo una breve temporada cuando
lo pillaron con un coche robado. Su jefe (su comandante) cuidó de él, le
mandaba comida, y todas las semanas conseguía que le dejaran estar con chicas.
Hizo los exámenes finales de la enseñanza secundaria entre rejas y aprobó con
notas apreciables. Le pregunto si hay algún otro trabajo que le gustaría hacer con
sus aptitudes.
—Me gustaría ser policía de homicidios —dice con expresión muy seria—.
Pero no puedo a causa de mis antecedentes penales.
Le pregunto por su futuro, por la posibilidad de casarse y tener hijos. Tiene
varias novias, pero dice que no quiere atarse todavía.
—Puede que me comprometa cuando llegue el momento. A las chicas de
Medellín les gustan los sicarios. Buscan novio en la mafia porque saben que
tienen mucha plata para gastar.
¿No siente remordimientos por las personas que ha matado?, le pregunto.
¿Cómo compagina lo que hace con su catolicismo?
—Sé que está mal —dice—. Pero lo hago por necesidad. Lo hago para ayudar
a mi familia.
También sabe que su trabajo puede conducir a su propia muerte. Pero se
esfuerza por guardar el temor muy dentro de sí.
—Necesito estar fuerte y concentrado. No puedo pasarme el tiempo
preocupado por si van a matarme. Todo el mundo muere al final.


Los sicarios colombianos se hicieron famosos en todo el mundo, especialmente
en México. Mientras los mexicanos trabajaban con sus socios trasladando la
dama blanca al norte, también analizaban la canallesca maquinaria de matar
colombiana. El respeto por los sicarios colombianos puede verse en muchos
narcocorridos sinaloenses, como el titulado «De oficio pistolero», cuya segunda
estrofa empieza: «Son las mafias colombianas/que no perdonan errores».7
Los pistoleros mexicanos copiaron muchas técnicas colombianas y también
ellos empezaron a llamarse sicarios. Al igual que sus socios, los capos reclutaban
jóvenes de los barrios bajos. También ellos utilizaban coches para cerrar el paso a
sus víctimas. A diferencia, sin embargo, de los colombianos, que utilizaban
motos, los mexicanos tendían emboscadas con jeeps y coches deportivos. Y
mientras los colombianos empleaban pistolas, los mexicanos mataban con sus
queridos fusiles Cuerno de Chivo.
Conforme se recrudecía la guerra de la droga, los emboscados con AK-47
empezaron a gastar cantidades delirantes de proyectiles. Las víctimas aparecían a
menudo hasta con cincuenta balas en el cuerpo, y a su alrededor se veían otras
trescientas. Estas supermatanzas aseguran la muerte de la víctima. También
supermultiplican las posibilidades de alcanzar a personas ajenas al hecho.
Empecé a encontrarme con una creciente cantidad de escenarios donde se había
herido a gente que pasaba: una empresaria que iba detrás de la víctima con un
Volkswagen Escarabajo; un hombre que preparaba tacos junto a la carretera; una
madre que paseaba a su pequeño en un cochecito. La prensa mexicana empezó a
llamarlas víctimas de «balas perdidas». Estas muertes de personas ajenas al
conflicto se cuentan por centenares.
Pero los sicarios siempre dan en el blanco. Y casi siempre escapan sin que
nadie haga nada. Yo me quedaba de piedra al ver que los sicarios mexicanos
podían atacar en tres puntos de Culiacán o de Ciudad Juárez en medio de cientos
de policías y soldados y a continuación esfumarse como si nada. Y me
maravillaba la eficacia con que los gánsteres secuestraban a las víctimas en sus
casas, en sus puestos de trabajo, en restaurantes, y luego arrojaban el cadáver en
lugares públicos. ¿Por qué las personas se rinden a un comando criminal si
recelan que las van a torturar y a matar? ¿Por qué no echan a correr?


Vuelvo a la cárcel de Ciudad Juárez y se lo pregunto a Gonzalo, el sicario que ha
preparado tantos secuestros y atentados. El matón, de 38 años, está sentado en el
camastro de la celda del ala donde se encuentran los cristianos evangélicos,
hablándome de la brutalidad de su vida en la mafia. Veo poca emoción en su cara
cuando recuerda las técnicas que utilizaba para enviar a la gente al otro barrio.
—Cubrimos todos los puntos. Como se maneja la policía de Estados Unidos,
¿entiendes? Hay puntos para cada trabajo. Si se mueven de lugar, hay puntos que
tienen que responder. Para hacer un secuestro tienes que pensar mucho tiempo.
Hay que hacer las cosas bien hechas. No más una vez, porque si no fallas y ahí
quedas.
Me explica asimismo que los gánsteres emplean una amplia red de espías. Y
que, en muchos casos, son los propios parientes quienes traicionan a la víctima.
—En este medio se mueven mujeres, y chavos de dieciséis a dieciocho años.
Son puntos importantes. Muchas veces las personas que encargan los trabajos
son familiares, los hermanos, los tíos, los primos, y es más fácil porque conocen
todo, cómo se mueve, y para nosotros es más fácil. Muchas veces lo citaban en tal
parte y nosotros llegábamos.
Gonzalo pasa por fin a hablar del apoyo más importante de todos: el de la
policía. Los agentes locales que trabajan con la mafia bloquean algunas calles
para que los sicarios lleven a término el trabajo, y aparecen cuando el comando
ya se ha ido. Además, los gánsteres suelen dar claves a los policías que los paran
para que sepan que están «bajo protección». Que estas prácticas abundan puede
parecer una revelación aterradora, pero han sido confirmadas en muchos
interrogatorios de delincuentes, y aireadas por el propio Gobierno.
La cárcel no para los pies a determinados sicarios. Se ha sabido que algunos
reclusos de la penitenciaría estatal de Durango salían por la noche, perpetraban
un asesinato y volvían a la celda, con la complicidad de los funcionarios de
prisiones. Incluso se desplazaban en vehículos de la cárcel y utilizaban las armas
de los guardianes.8 En otros casos, se han fugado en masa y se han reintegrado al
ejército del cártel. A la prisión estatal de Zacatecas llegó un convoy de jeeps y
todoterrenos, y con ayuda de un helicóptero consiguieron sacar a cincuenta y
tres presos. En Reynosa escaparon ochenta y cinco reclusos antes del amanecer
salvando el muro con escaleras de mano. Ni en las películas de Hollywood se
aceptarían estas fugas tan elementales.
El propio Gonzalo dice que sus antiguos compañeros le han ofrecido
ayudarlo a escapar. Pero no le interesa.
—Mi gente, mis amigos dijeron: «Vamos a arreglarte. Hay formas de sacarte».
Y me decidí a quedarme aquí mejor, a buscar la paz y la tranquilidad, dejar aquel
hombre [que fui] tiempo atrás. [...]
»Conozco un Cristo. Sé que sí existe, que está con nosotros. Ni tengo temor. E
igual si llega[n] a tumbarme, pues amén. Estoy decidido a lo que venga. Lo que
sea.
El veterano sicario quiere abandonar el juego al final. Una nueva generación
de sicarios reemplaza a la anterior, a los muertos, a los encarcelados. Y así como
Gonzalo mató y torturó para hacerse rico, la sangre joven se juega la vida por una
miseria.


A ocho kilómetros de la cárcel de Juárez donde hablo con Gonzalo se encuentra
la llamada Escuela de Mejoramiento Social para Menores, a la que van los chicos
de 13 a 18 años. El nombre no deja de ser irónico, porque es una cárcel y no una
escuela, y en ella se encierra a criminales peligrosos durante una breve
temporada, y desde luego no se los prepara para la universidad. Para que no haya
lugar a engaños, la fachada de la «escuela» está defendida por soldados, sacos
terreros y ametralladoras, y una serie de jaulas señalan la entrada. Detrás de los
barrotes hay docenas de «estudiantes» que aspiran a ser la próxima generación de
señores de la droga.
Dentro todo es desnudez y orden. En una zona donde hay mesas de piedra
para comer, encuentro a José Antonio, un animado diecisieteañero que viste
pantalón ancho y camiseta por fuera. José Antonio mide 1,68 metros, tiene la piel
de color chocolate y le llaman el Frijol, como a todos los morenos bajitos. Tiene
el pelo negro y rizado y muchos granos en la cara, como muchos adolescentes
que pueden verse sacudiendo la cabeza en los conciertos de rock alternativo de
Seattle o Manchester. A pesar de su inofensiva actitud, ha visto más tiroteos y
asesinatos que muchos soldados destacados en Irak y Afganistán.
El Frijol creció en una zona de guerra. Cuando los Zetas y el cártel de Sinaloa
dieron comienzo a sus enfrentamientos paramilitares en la frontera de Texas,
tenía sólo 12 años, y ese año se unió a una banda callejera de su barrio de Juárez.
Cuando Felipe Calderón declaró la guerra a los cárteles de la droga, el Frijol tenía
14 años, y ya había participado en atracos a mano armada, venta de drogas y
peleas a tiros con bandas rivales. A los 16 lo detuvo la policía por posesión de un
pequeño arsenal —dos fusiles automáticos y una Uzi— y por ser cómplice de un
homicidio relacionado con drogas.
El reclutamiento masivo de matones juarenses por cárteles de la droga es una
de las causas fundamentales del baño de sangre que padece la ciudad. Ha
producido una nueva generación de sicarios jóvenes y sanguinarios controlados
única e informalmente por los capos del crimen. Pone a los jóvenes de barrios
enteros en la línea de fuego: en las calles, campos de fútbol y fiestas privadas.
Adolescentes juarenses en edad estudiantil toman parte en —y son víctimas de—
matanzas que estremecen al mundo.
El Frijol es un típico joven de Ciudad Juárez atraído a las filas de la mafia. Sus
padres eran de un pueblo rural del estado de Veracruz, pero se unieron a la ola
migratoria que llegó a Juárez en los años noventa para trabajar en las plantas de
montaje. Trabajaron como esclavos en distintas fábricas, construyendo
televisores japoneses, produciendo cosméticos estadounidenses y maniquíes para
almacenes de Estados Unidos, por una media de 6 dólares al día. Supuso un
pequeño avance después de haber plantado maíz en su pueblo, pero sobre todo
supuso un cambio radical en su vida. Los padres del Frijol todavía celebraban las
fiestas campesinas y cultivaban los valores masculinos propios de su medio rural,
pero el joven creció en una ciudad en expansión de un millón trescientos mil
habitantes9 en la que podía sintonizar los canales de la televisión estadounidense
y ver los rascacielos de El Paso al otro lado del río. Hacia el sur fluían armas y
mercancías de contrabando, y hacia el norte drogas. El Frijol estaba entre dos
mercados y entre dos mundos.
Vivían en un barrio pobre que se extiende por la ladera de una montaña del
oeste de Juárez. La llaman Montaña de la Biblia porque más arriba hay un
mensaje pintado con letras blancas que dice: «CD JUÁREZ: LA BIBLIA ES LA VERDAD.
LÉELA». Los estadounidenses cómodamente instalados en El Paso distinguen la
frase, y la pobreza del barrio. Los barrios construidos en la montaña son
materialmente mejores que muchos de Latinoamérica. No es un arrabal de
viviendas precarias. Las casas son de piedra artificial gris, sin pintar. Casi todas
tienen agua y electricidad. Pero los barrios de la Montaña de la Biblia están entre
los más violentos del continente.
Mientras los padres del Frijol pasaban largas jornadas en las fábricas, él se
quedaba solo en casa. Pronto encontró compañía en la calle, en la comunidad de
adolescentes que frecuentaban las esquinas. Jugaban al fútbol, se contaban
anécdotas, reían juntos y se protegían entre sí. Y sólo por eso —sin que mediara
ninguna ceremonia de iniciación— formaba parte de una banda callejera. Estas
bandas reciben el mismo nombre que los barrios. Su barrio se llamaba Calaveras,
tenía unos cien miembros y todos eran de unas cuantas manzanas de la montaña.
—La pandilla es como tu casa, tu familia. Es un lugar donde encuentras
amistad y gente con quien hablar. Allí te sientes parte de algo. Y sabes que la
pandilla te apoyará si tienes problemas.
El barrio Calaveras estaba aliado con otro del sur llamado El Silencio, pero
tenía una enconada enemistad con otro del oeste llamado Chema 13. El
cambiante sistema de alianzas de pandillas se extendía como una contrahecha
telaraña por la ladera montañosa. Cada territorio tenía pintado en las paredes el
emblema de la pandilla que residía allí. Las peleas entre barrios rivales eran
habituales y a menudo terminaban con muertos. Para los miembros de la
pandilla era peligroso vagar por territorio enemigo. La mayoría de los chicos se
quedaba a salvo en las pocas manzanas de su territorio.
Estas pandillas existían en Juárez desde hacía decenios. Las nuevas
generaciones llenaban los huecos dejados por los veteranos que se hacían
mayores y se iban. Siempre habían luchado: con palos, con piedras, con cuchillos
y con pistolas. Siempre había habido muertos. En 2004 escribí un reportaje sobre
las pandillas de Juárez. Aquel año la policía me contó que a esta guerra callejera
se atribuían unos ochenta muertos. Pero fue una insignificancia en comparación
con la sangre que correría por las calles al finalizar la década. El cambio radical se
produjo cuando las pandillas fueron absorbidas por la guerra de la droga.
El Frijol aprendió a manejar pistolas en el barrio Calaveras. Por las calles de
Juárez circulaban las armas con entera libertad, y cada pandilla tenía su arsenal
escondido en la casa de unos cuantos miembros. Hacían prácticas de tiro en
parques o en la montaña y se iniciaban en batallas contra pandillas enemigas.
Cuando los cárteles de Sinaloa y Juárez empezaron a batallar por la ciudad, las
mafias acudieron a las pandillas en busca de más carne de cañón.
—Los hombres que tenían conexiones empezaron a fijarse en quienes sabían
disparar. Había un tipo que había estado en el barrio unos años antes y ahora
trabajaba con la gente importante. Y se puso a proponer trabajos a los más
jóvenes. Los primeros eran para vigilar o proteger tienditas [de droga]. Luego
empezaron a pagar para hacer cosas importantes. Empezaron a pagar para matar.
Le pregunto cuánto paga la mafia por cometer asesinatos. El Frijol me lo dice
sin vacilar. Mil pesos. Eso son unos 85 dólares. La cifra me parece tan absurda
que la compruebo en otras entrevistas con ex pandilleros y pandilleros en activo.
Todos dicen lo mismo. Mil pesos por cometer un asesinato. El precio de una vida
humana en Juárez es 85 dólares.
Traficar con drogas no es adentrarse en el lado más oscuro. En todas partes
hay un sinfín de personas que transporta drogas y nadie piensa que esté
cruzando ninguna línea roja. Pero quitar una vida humana es otra cosa. Es un
delito grave. En última instancia puedo entender que los sicarios maten para
pasar de la miseria a la riqueza. Pero quitar una vida humana por 85 dólares —
un dinero que sólo da para comerse unos tacos y tomarse unas cervezas durante
la semana— revela una aterradora degradación de la sociedad.
Para tratar de hacerme una idea de cómo ha ocurrido esto, hablo con la
asistente social Sandra Ramírez en un centro juvenil de los barrios bajos
occidentales. Sandra creció en estos barrios y trabajó en cadenas de montaje
antes de ponerse a encauzar a los jóvenes para alejarlos del delito. Dice que los
sicarios adolescentes son fruto de la marginación sistemática de los últimos
veinte años. Los barrios pobres vienen muy bien para contratar trabajadores
fabriles, pero el Gobierno no hace nada por ellos. Los empleos fabriles se hunden
con la economía y los barrios pobres se descomponen totalmente. Un estudio
realizado en 2010 puso al descubierto que ciento veinte mil jóvenes juarenses en
edades comprendidas entre 13 y 24 años —el 45 por ciento del total— no estaban
matriculados en ningún centro de enseñanza ni tenían ningún empleo estable.10
—El Gobierno no ofrece nada. Ni siquiera puede ofrecer mil pesos. La mafia
es la única que se acerca a esos muchachos y les ofrece algo. Les ofrece dinero,
teléfonos móviles y pistolas para que se defiendan. ¿Cree que esos muchachos se
van a negar? No tienen nada que perder. Sólo ven el día a día. Saben que pueden
morir y lo dicen. Pero no les importa. Porque siempre han vivido así.
Cuando los miembros de la pandilla del Frijol empezaron a trabajar para la
mafia, se vieron de pronto con armas más potentes en las manos. Hasta entonces
habían peleado con pistolas de nueve milímetros. Y de repente tenían
Kaláshnikov y Uzis. Dar un Ak-47 a un quinceañero sediento de sangre y sin
estudios es un billete para el desastre. Los pandilleros que matan en nombre de
los cárteles han participado en todas las matanzas que se producen en la ciudad.


Muchos pandilleros fueron absorbidos por dos bandas mucho mayores que
trabajan para los cárteles de la droga. Una es Barrio Azteca, un grupo formado en
los años ochenta por presos chicanos de una cárcel de Texas. Desde entonces los
Aztecas se han convertido en una nutrida organización de matones, vendedores
de droga y pistoleros que trabaja para el cártel de Juárez. La otra es Artistas
Asesinos [AA], una banda que empezó siendo una pandilla callejera y creció al
aliarse con el cártel de Sinaloa. Las dos organizaciones son conocidas como
bandas. Además de adolescentes sedientos de sangre, hay en ellos adultos de
veintitantos o treintitantos años, y aun mayores, con un largo historial delictivo.
Un fundador de Artistas Asesinos es un joven de 27 años que responde al
apodo de Saik. Está en la cárcel por cometer un triple homicidio para el cártel de
Sinaloa. Otro miembro de la banda me enseña una pintura que hizo Saik; estos
matones son realmente artistas, de aquí su nombre. La morbosa pintura me
sobresalta y me invita a mirarla con fijeza. La idea básica es sencilla y corriente:
una calavera con casco fumándose un canuto (toque). Pero hay algo en el fondo
y en la personalidad de este cráneo putrefacto que me embelesa. Es como si el
amarillento cráneo me mirase fijamente a los ojos con confianza y casi con
expresión de suficiencia en la verde dentadura. El pintor es ya una mascarilla
fúnebre. Pero la pintura también emite una fuerte personalidad, respira el
engreimiento y el garbo del gueto.
La guerra entre los AA y los Aztecas ha sido catastrófica. Los pistoleros
entraron en un centro de rehabilitación de Juárez, pusieron contra la pared a
diecisiete adictos que se recuperaban y les volaron los sesos a todos. Al parecer
los asesinos eran miembros de AA que querían matar a un jefe azteca que se
había escondido allí. Los liquidaron a todos, dejando al mundo estupefacto.
Tal vez para vengarse, se cree que los Aztecas estuvieron detrás de la horrenda
matanza de Salvárcar en enero de 2010, que hizo temblar a todo México. Según
las confesiones obtenidas, los pistoleros fueron a una fiesta en busca de tres
miembros de AA. Los sicarios cerraron las salidas a la calle y dispararon contra
todo el mundo: mataron a trece estudiantes de segunda enseñanza y a dos
adultos. Entre las víctimas había un futbolista y un estudiante que sacaba muy
buenas notas. Casi ninguno, quizá ninguno, tenía nada que ver con la guerra de
la droga.


Pregunto al Frijol qué es estar en un tiroteo, ver que tus amigos mueren en la
calle y ser cómplice de un asesinato. Responde sin parpadear.
—Estar en una balacera es pura adrenalina. Pero ves cuerpos muertos y no
sientes nada. Se mata todos los días. Unos días hay diez ejecuciones, otros días
treinta. Ahora es algo normal.
Puede que este adolescente se haya acostumbrado de verdad. O puede que sea
una coraza que se pone delante. Pero me parece que los adolescentes que
experimentan tanta violencia llegan a la vida adulta con cicatrices. ¿Qué clase de
hombre se puede llegar a ser?
Se lo pregunto a la psicóloga de la escuela, Elizabeth Villegas. Los
adolescentes que trata han asesinado y violado, le digo. ¿Cómo les afecta
psicológicamente? Me devuelve la mirada como si no hubiera pensado en ello
hasta ahora.
—No piensan que hayan matado a nadie —responde—. No entienden el
dolor que han causado a otros. Casi todos proceden de familias rotas. No
reconocen reglas ni límites.
Los sicarios adolescentes saben que las consecuencias jurídicas de sus delitos
no pueden ser muy graves. Según la legislación mexicana, los menores sólo
pueden ser condenados a un máximo de cinco años de cárcel sin que importe
cuántos asesinatos, secuestros o violaciones hayan cometido.11 Si estuvieran al
otro lado de la frontera, en Texas, y fueran juzgados como adultos, podrían
caerles cuarenta años o la cárcel perpetua. Muchos asesinos que cumplen
condena en la «escuela» estarán en la calle antes de que cumplan veinte años. El
Frijol, sin ir más lejos, saldrá cuando tenga 19.
Pero la ley es su menor preocupación; las mafias administran su propia
justicia. Los pistoleros del cártel de Juárez iban a los barrios donde los
sinaloenses habían reclutado pandilleros. No importaba que sólo se hubieran
unido a la organización dos o tres chicos. Sobre todo el barrio cayó una sentencia
de muerte. La mafia sinaloense devolvía el favor a las pandillas que se habían
unido al cártel de Juárez. Fui a un barrio en el que un año antes había visto a
veinte adolescentes y jóvenes. Quince habían sido eliminados en una ensalada de
tiros, y un bar que frecuentaban, incendiado. Un puñado de supervivientes están
en la cárcel, el resto ha huido de la ciudad y el barrio ha quedado abandonado
como una ciudad fantasma. El Frijol reconoce que la prisión juvenil puede ser
dura, pero hoy por hoy es mucho más segura que la calle.
—No dejo de enterarme de amigos que han sido asesinados por ahí. Puede
que también yo estuviera muerto ahora. Puede que la cárcel me haya salvado la
vida.
10

Cultura

La cultura de un país reside en el corazón y el alma de sus habitantes.



MAHATMA GANDHI

C uando Fausto Castro, alias Tano, estuvo a punto de morir, no vio puertas
celestiales ni ángeles. Pero como era de esperar en un músico, se dio cuenta de
que el sonido se transformaba bruscamente. Cuando más de cien proyectiles de
Kaláshnikov acribillaron su negro Chevrolet Suburban y siete se le alojaron en
brazos, piernas y pecho, sintió que los ruidos que lo rodeaban se volvían
diáfanos, como si estuviese en un estudio insonorizado. Al mismo tiempo se
notó entumecido, aunque sin sentir ningún dolor físico.
Pero cuando se dio cuenta de que seguía vivo y volvió la cabeza para
comprobar los daños, los ojos se le inundaron de lágrimas. Caído junto a él, en el
asiento del copiloto, yacía su primo, uno de los cantantes más apreciados del
norte de México, Valentín Elizalde, llamado El Gallo de Oro. Le habían
alcanzado veintiocho proyectiles, tenía el cuerpo desgarrado y había muerto al
instante. «Lo rodeé con los brazos y lo besé —me dijo—. El momento me parecía
cargado de irrealidad. Veinte minutos antes habíamos estado tocando ante una
multitud. Se volvían locos cuando oían a Valentín. Y estaba allí, a mi lado,
empapado en sangre.»
Castro me cuenta lo ocurrido dieciocho meses después de la emboscada, que
se produjo en noviembre de 2006, después de estar en el Palenque Reynosa,
viendo una pelea de gallos. Reynosa queda enfrente de McAllen, Texas, a este
lado de la frontera. Se ha recuperado muy bien. Las heridas cicatrizaron y hoy
son pequeños bultos carnosos y rojizos que le puntean el costado derecho.
Después de estar seis meses en el hospital, camina sin ayuda, e incluso vuelve a
tocar la trompeta con su banda, a cuyo cantante, evidentemente, han sustituido.
La verdad es que su grupo, la Banda Guasaveña, nunca había estado tan
buscado. Elizalde ha estado nominado a título póstumo para un Grammy Latino,
y ha sido comparado con los mejores cantantes mexicanos de la historia, como
Pedro Infante. Sus fans llenan los locales para oír tocar al grupo las canciones
más aclamadas de Valentín, entre las que destacan «118 balazos» y «El narco
batallón». Mientras tanto, en el año y medio transcurrido desde el asesinato,
otros catorce músicos mexicanos han sido acribillados, quemados o muertos por
asfixia en atentados que llevan la marca del crimen organizado.
Para entender por qué los sicarios matan a cantantes, trompetistas y baterías,
hay que adentrarse en el mundo surrealista de la llamada narcocultura, y sobre
todo en su forma más emblemática, los narcocorridos. Valentín Elizalde fue una
de las mayores estrellas que ha producido este género. Aunque la música suele
tener el sonido tradicional de los acordeones y las guitarras de doce cuerdas, las
letras describen las hazañas de los Kaláshnikov, los jefes de la cocaína y los
asesinos a sueldo.
De forma muy diferente a lo que ocurre con el rap gansteril (gangsta rap) en
Estados Unidos, el Gobierno mexicano critica duramente esta música, que está
prohibida en la radio. Los críticos dicen que exalta a los narcotraficantes, y en
parte es responsable de mucha violencia. Sea cierto o no, la increíble popularidad
de la narcocultura ilustra el grado de arraigo de los traficantes en la sociedad. Los
narcocorridos son éxitos de ventas y se oyen en toda clase de fiestas, desde las
selvas de Centroamérica hasta los guetos de inmigrantes de Los Ángeles.
Mientras los gánsteres pasan toneladas de oro blanco por la frontera y se
despedazan entre sí en las guerras internas, los intérpretes de narcocorridos
ponen la banda sonora.
Pero los cantantes hacen algo más que poner música alegre a las matanzas.
Les ponen además un guión. Siguiendo una tradición que tiene siglos de
antigüedad, los corridos son una forma de informar a la gente de la calle,
describen fugas carcelarias, carnicerías, nuevas alianzas y pactos rotos a un
público que lee poca prensa. Si a los mariachis del siglo XIX había que oírlos en las
plazas de las ciudades, los mensajes de los grupos actuales se oyen en toda clase
de medios, desde los equipos estereofónicos de Brownsville hasta las gramolas de
las cantinas guatemaltecas.
Las canciones ponen color a las sombrías figuras de los capos del crimen. Al
jefe de jefes, el Mayo Ismael Zambada, se le conoció durante mucho tiempo
únicamente por una foto granulada de los años setenta. Pero por las calles circula
una imagen muy vívida de él gracias a cientos de canciones que describen sus
hazañas. Los versos cuentan con orgullo que soborna a los políticos más
encumbrados, descuartiza a los rivales y tiene una flota de aviones para traficar
con su mercancía. En un álbum del famoso grupo Los Tucanes de Tijuana que
lanzó Universal Music en Estados Unidos y México en 2007, hay una canción
(«El MZ») al parecer dedicada al Mayo:

Le apodan el MZ,
otros le dicen padrino,
su nombre ya lo conocen
hasta los recién nacidos.
Lo buscan por todos lados
y el hombre ni está escondido.
Los dólares lo protegen,
también sus Cuernos de Chivo [Kaláshnikovs].

En el centro de la narcocultura se alza la figura del padrino mafioso. Este
personaje se exalta en términos legendarios como el andrajoso campesino que
llega a hacerse rico; el gran forajido que desafía al ejército mexicano y a la DEA;
el benefactor que entrega fajos de dólares a las madres hambrientas; la pimpinela
escarlata que desaparece en el aire.
México no es la única nación que idolatra a los bandidos. Inglaterra ha
celebrado a Robin Hood en verso y prosa desde el siglo XIII (Robyn hode in
scherewode stod,1 «Robin Hood en Sherwood estaba»). Sicilia idealizó al
bandolero campesino Salvatore Giuliano en el cine y en la ópera. ¿Y qué sería la
cultura popular estadounidense sin Jesse James, Pretty Boy Floyd, Al Capone y
John Dillinger? ¿O sin el Notorious B.I.G. y Tupac Shakur?
Pero en el interior del México septentrional el culto al bandido tiene una
resonancia especial. La zona era una frontera conquistada por curtidos
aventureros muy alejados del eje del poder, fuera Ciudad de México, Washington
o Madrid. Añádase a esto que muchos piensan que han sido tratados de forma
injusta (y realmente lo han sido) por un país en que los políticos ricos se
divierten en sus palacios y tienen varias amantes, mientras que los pobres han de
romperse los riñones para sobrevivir. Los narcos se reverencian en tanto que
rebeldes que han tenido huevos para derrocar ese sistema. En las calles de
Sinaloa, la gente se refiere tradicionalmente a los gánsteres llamándolos «los
valientes».
La película El padrino —la suprema glorificación cinematográfica de un capo
— conoció un éxito arrollador en Sinaloa. Incluso en la actualidad, el cártel la
Familia recomienda a sus secuaces que vean la trilogía. Las tres películas son
particularmente pertinentes porque el padrino Michael Corleone apoya los
valores familiares y la lealtad, aunque a su retorcida manera (mata a su hermano
por ser desleal).
Otro gran papel gansteril de Al Pacino, Tony Montana, goza igualmente de
inmensa popularidad al sur del Río Grande. Fui a una cárcel de Nuevo Laredo
donde un jefe criminal había sido muerto a tiros. La policía nacional había
ocupado la cárcel y se estaba llevando todo el contrabando de lujo que el capo
había escondido en su celda, por ejemplo una mesa de billar y un sistema
acústico de discoteca. (El encarcelamiento había sido una fiesta para él.) Pero el
artículo que más me llamó la atención fue una gigantesca foto enmarcada de Al
Pacino en Scarface [Caracortada/El precio del poder]. Todos los machos llenos de
testosterona del mundo entero aman al ficticio cubano-estadounidense Tony
Montana. Es, pues, natural que a los gánsteres hispanoamericanos les resulte fácil
identificarse con el granuja cocainómano que se va de este mundo diciendo:
«¡Saludad a mi pequeño amigo!»


El propio narcocine mexicano ha producido literalmente millares de películas
desde los años ochenta. La industria despegó con la invención del vídeo
doméstico, que permitió a los productores hacer películas baratas que iban
directamente al mercado del VHS y luego al del DVD. Estas producciones,
llamadas vídeos domésticos, se liquidan en dos semanas de rodaje, utilizando por
lo general como actores a personas que se interpretan a sí mismas: campesinos
auténticos, prostitutas auténticas, e incluso matones auténticos con pistola y
todo. Han creado así dos superestrellas: Mario Almada, un pistolero delgado al
estilo de Clint Eastwood que normalmente hace de policía; y Jorge Reynoso, alias
el Señor de las Pistolas, un malo de película con todos los atributos que suele
hacer de criminal sediento de sangre. Almada y Reynoso han hecho más de mil
quinientas narcopelículas entre los dos y tienen multitud de fans, entre los que
hay muchos traficantes. Además, admiten haber conocido a algunos de los capos
más buscados, que son grandes admiradores de sus filmes.
Son historias de sexo y violencia con títulos tan geniales como Coca Inc., El
Hummer negro y Me chingaron los gringos. Algunos de los títulos más populares
llegan a tener siete secuelas. Como es de esperar, hay muchos trapicheos con
cocaína, mujeres ligeras de ropa, tiroteos frenéticos y camiones que arden en el
desierto.
He pasado horas viendo narcopelículas, pero me cuesta entrar en ellas. Las
tramas carecen de lógica y son confusas, y los diálogos dan risa. Pregunto a
Efraín Bautista (el natural de la Sierra Madre del Sur que creció en la aldea que
cultivaba marihuana) qué atractivo tienen. ¿Qué ve la gente en estas películas de
pacotilla? En cuanto se las menciono, sonríe de oreja a oreja. «Tendría usted que
ver cómo se ponen mis primos de las montañas cuando ven esas películas —me
dice—. Las miran como si fueran cosas de la vida real, como si estuvieran
sucediendo en ese momento. Cuando el héroe se equivoca, lo insultan, gritan al
televisor. Cuando las armas empiezan a disparar, se encogen como si una bala
pudiera alcanzarlos.»
Sin embargo, los principales consumidores de películas y cedés de
narcocorridos no viven en las polvorientas aldeas mexicanas, sino en Texas, en
California, en Chicago y en otros núcleos de latinoamericanos de Estados
Unidos. Los inmigrantes se identifican con las luchas de los pobres y disfrutan
con las visiones idealizadas de su patria. Además, compran más versiones
originales, mientras que en todos los mercados de México venden copias pirata.
Pero por muchas películas que se vendan, los productores de narcocine
cuentan con otra fuente especial de ingresos: los narcodólares. Los capos
financian películas para blanquear dinero o para que se inmortalicen sus hazañas
en la gran pantalla. El capo Edgar Valdez, alias la Barbie, dijo en un
interrogatorio de la policía que había entregado 200.000 dólares a un productor
para que hiciera una película biográfica sobre él.2 Para los cineastas frustrados y
en la ruina, cualquiera que regale dinero es como un hada madrina (aunque sea
un padrino de la mafia).
Estos dispendios por parte de un jefe mafioso caracterizan todos los aspectos
de la narcocultura. Las vistosas mansiones de los capos han creado un estilo
arquitectónico propio, la narcotectura, que mezcla la villa griega con el jacuzzi y
las jaulas para tigres. Los capos financian toda una industria de aspersores de
baño de artesanía, de oro y diamantes, con grabados complejos. Y pagan por
ropa de diseño a prueba de balas, por ejemplo chaquetas vaqueras con flecos.
Estos gastos hacen que los capos se parezcan a los señores de la Europa medieval
que financiaban las artes e imponían las modas que luego pasaban al pueblo. Y la
forma artística que los capos más apoyan, el estilo que tiene más impacto en las
calles, es el narcocorrido.


Como muchos otros elementos de la cultura mexicana, el origen del corrido se
remonta a los tiempos de la conquista española y a la fusión de las tradiciones
europeas e indígenas. Su base es el romance español en octosílabos que cantaban
tradicionalmente, acompañados por guitarras, los juglares y los ciegos. Estos
músicos fueron a América tras la estela de los conquistadores, y los mestizos del
Nuevo Mundo heredaron y desarrollaron el género.
Los romances fueron especialmente populares en el interior de Chihuahua y
Texas, en la época en que este estado pertenecía a México. Las pequeñas
comunidades separadas por áridas llanuras y espesos bosques estaban deseosas
de noticias, y los músicos ambulantes se encargaban de informar sobre
conquistas y coronaciones. Su papel fue crucial durante la sangrienta Guerra de
Independencia de 1810. La gesta del cura Miguel Hidalgo que tocó las campanas
al grito de «Viva México» se difundió en versos rítmicos. Desde aquellos
tiempos, el romance local fue rebelde y subversivo.
Pero el corrido propiamente dicho adquirió entidad propia en los diez años
que duró la sangrienta guerra revolucionaria, de 1910 a 1920. Los gritos que
pedían tierra y libertad y dinamitar las ciudades se transformaron en baladas
interminables que se cantaban tanto en los campamentos de los rebeldes como
en las caravanas de refugiados. En esta época adquirió el corrido su forma épica
moderna. «Las canciones más auténticas y que mejor representaban nuestros
sentimientos populares florecieron en el campo de batalla y en los vivaques», ha
escrito Vicente T. Mendoza, el más destacado conocedor del género.3
Demostrando una notable memoria popular, los cantantes rurales del norte
de México todavía recitan rimas de sangre y traición, como las del conocido
«Corrido de la Revolución»:

Despierten ya, mexicanos,
los que no han podido ver
que andan derramando sangre
por subir a otro al poder.
[...]
Mira a mi patria querida
nomás cómo va quedando;
que esos hombres más valientes
todos la van traicionando.

Con la aparición de la radio y la televisión, los corridos perdieron
importancia como medios de información, y los cantantes se concentraron en
historias personales de trabajo esforzado y amor perdido. Pero en un área
siguieron estando en la vanguardia de la noticia: en la criminalidad. Ya en los
años treinta, los intérpretes cantaban sobre bandidos y traficantes de licor. Un
poema popular en la época era la «Balada de Gregorio Cortez», sobre un
mexicano de Texas que mataba a un sheriff en defensa propia y huía cruzando el
Río Grande. El famoso folclorista Américo Paredes rescató el poema en su libro
With His Pistol in Hand (1958), del que se hizo una película en 1982, y una
videograbación en 1987:

Decía Gregorio Cortez
con su pistola en la mano:
«¡Ah, cuánto rinche montado
para un solo mexicano!»4

Cuando el rock dio origen a la moderna industria discográfica, la música
mexicana tuvo la puerta abierta para escalar puestos en las listas de superventas.
Ritchie Valens (o, mejor dicho, Ricardo Valenzuela) consiguió ya en 1958 un
éxito internacional con «La Bamba», y en la década siguiente Carlos Santana
fundió la música latina con el rock. Pero los corridos alcanzaron su verdadera
expresión gracias a tres hermanos y un primo que viajaron al norte para trabajar
de braceros en el sur de California en 1968. Un funcionario de inmigración que
los llamó «tigrillos» les dio la idea. Los Tigres del Norte estaban tocando un
domingo en una plaza de San José, California, cuando los vio el promotor Art
Walker (de la pérfida Albión como yo) y firmó con ellos un contrato con su
primeriza casa discográfica Fama Records. Este acuerdo fue el inicio de la colosal
trayectoria que permitiría a Los Tigres grabar cuarenta discos, ganar casi todos
los premios importantes a ambos lados de la frontera, y lanzarse a una gira
ininterrumpida que duraría cuarenta años y les haría merecer el apelativo de
Rolling Stones mexicanos.
Así como la leyenda jamaicana Bob Marley introdujo en su música un rasgo
roquero para comercializarla, Walker animó a Los Tigres a utilizar un zumbante
bajo eléctrico y una batería junto con el primitivo acordeón. El resultado fue un
éxito arrollador que definió el nuevo sonido del corrido que todavía hoy se toca;
las canciones de los Tigres eran pegadizas y bailables, y al mismo tiempo retenían
el exquisito tono melancólico y el ritmo de polca de la canción mexicana.
Los Tigres no tardaron en descubrir la popularidad de las canciones sobre
forajidos con su tercer sencillo, «Contrabando y traición», que los lanzó a la
fama. El disco de 1974, que probablemente es el primer narcocorrido en vinilo,
cuenta la historia de los traficantes Emilio Varela y Camelia la Tejana que cruzan
la frontera por San Diego con kilos de marihuana metidos en los neumáticos del
coche. Cuando llegan a una oscura calle de Los Ángeles y entregan la hierba a
cambio de dinero, Camelia saca una pistola, cose a balazos a Emilio y se marcha
con todo el botín. La canción alcanzó la categoría de himno, inspiró cubiertas de
varias bandas de rock y una película en 1977. Cuando se escucha en la actualidad,
suena como un inocente recuerdo de los buenos tiempos pasados, como si se
hablara de los traficantes despreocupados de las películas de Cheech y Chong y
no de los sicarios psicópatas que patrullan con pasamontañas.


Mientras Los Tigres titubeaban en exhibir su faceta narco, apareció un auténtico
cantante gansteril en la figura de Rosalino Sánchez, llamado Chalino Sánchez. Si
Los Tigres fueron los Rolling Stones de los corridos, Chalino fue su Tupac
Shakur, encantador y loco, orgulloso de proceder de los barrios bajos y con una
vida realmente violenta. Entraba y salía de la cárcel, participó en tiroteos, fue
considerado un auténtico malvado, a diferencia de Los Tigres, que iban con el
pelo cortado a lo salmonete y con trajes vistosos. Chalino cantaba sin cortarse
sobre la vida de los traficantes, maldiciéndola, llegando a los límites del género, y
acabó considerado como el padrino del narcocorrido duro.
Al buen estilo forajido, la sangrienta vida y la no menos sangrienta muerte de
Chalino están rodeadas de leyenda. Las investigó a fondo el reportero de Los
Angeles Times Sam Quiñones, que recorrió aldeas y buceó en archivos carcelarios
para escribir su biografía, que apareció en 2001 con el título de True Tales from
Another Mexico.5 Su historia empieza con un episodio notablemente parecido al
de Pancho Villa. Chalino vivía en un rancho de Sinaloa, y cuando tenía 11 años,
un matón local violó a su hermana. Cuatro años después, Chalino irrumpió en
una fiesta, mató a tiros al violador, intercambió disparos con dos hermanos de
éste y huyó a Los Ángeles. Durante el resto de su adolescencia trabajó de
lavacoches, de camello y de coyote (transportista de indocumentados), antes de
sufrir el doble trauma de ver asesinar a su hermano y ser enviado a la terrible
prisión Mesa de Tijuana en 1984.
La muerte del hermano introdujo a Chalino en el camino de la fama, ya que el
primer corrido que compuso fue sobre aquella tragedia. Luego se puso a dar la
lata a sus compañeros de prisión para escribir canciones sobre ellos. Al volver a
las calles de Los Ángeles utilizó su talento recién hallado para documentar la vida
de los hampones mexicanos; por las canciones recibía dinero, pero también
esclavas de oro, relojes y pistolas decoradas. Al ver el éxito que tenía, se puso a
regrabar sus cintas y a venderlas en una camioneta, al más puro estilo
underground. Corrió la voz, y cuando se dio cuenta, estaba actuando en clubes
californianos delante de miles de personas y firmando un contrato con una
importante casa discográfica. Era el Sueño Americano... durante un glorioso
momento.
Los sangrientos sucesos de 1992 lo convirtieron en leyenda. Primero fue lo del
concierto que dio en enero en Coachella, ciudad del desierto de California; un
alborotador borracho subió al escenario con una pistola y le disparó. Fiel a su
reputación, Chalino sacó la suya y devolvió el fuego. En el tiroteo siete personas
resultaron heridas y hubo al menos un muerto. El incidente se comentó en ABC
News y sus ventas se multiplicaron. Cuatro meses después, luego de actuar ante
una rugiente multitud en Sinaloa, su estado natal, fue detenido por varios
hombres con uniforme de policía. La mañana siguiente encontraron su cadáver
junto a un canal con dos balazos en la cabeza: otro asesinato en Sinaloa que no se
ha aclarado hasta la fecha.
Chalino había muerto, pero el sonido que creó se extendió. Aunque los
críticos musicales arremetieron contra sus letras malsonantes y su voz nasal y
desafinada, fue un éxito entre los matones sinaloenses y los pandilleros chicanos
de California. Los centenares de imitadores que aparecieron a ambos lados de la
frontera no tardaron en fabricar narcocorridos duros en serie. Criados con el rap
gansteril, los jóvenes estadounidenses se identificaron inmediatamente con las
letras que hablaban de drogas, con las pistolas en las cubiertas de los álbumes y
las pegatinas con alertas parentales. Los pandilleros urbanos de cabeza rapada
incluso empezaron a vestirse al estilo vaquero de Chalino: sombrero blanco de
ala ancha, inclinado hacia un lado, cinturón de hebilla grande, botas de piel de
cocodrilo y pistola empotrada en la cinturilla del pantalón. Quiñones resume así
la influencia del cantante: «En manos de Chalino, la música popular mexicana se
había convertido en una peligrosa música bailable de ciudad».


Veinte años después de Chalino, los narcocorridos son más populares que nunca.
En las calles de Culiacán hay quioscos donde se venden cientos de cedés en cuya
cubierta aparecen los intérpretes con Kaláshnikov, sombrero tejano,
pasamontañas o uniforme paramilitar. La música grita desde camionetas de lujo
y todoterrenos Hummers de un blanco cegador y con las ventanillas ahumadas
que pasan a toda velocidad sin hacer caso de los semáforos. Hace temblar los
clubes nocturnos llenos de mujeres con uñas sintéticas de tres centímetros de
longitud y con gemas incrustadas, y de hombres con botas de piel de cocodrilo
que marcan el ritmo disparando al aire con pistolas. Y es interpretada por
cuartetos apostados en las esquinas, en espera de que alguien los contrate para
tocar algunas canciones en la casa de algún juerguista borracho o harto de coca.
Dada esta demanda de corridos, miles de jóvenes aspirantes se esfuerzan por
ser los próximos Chalinos o Valentines Elizalde. Sólo en Culiacán hay cinco casas
discográficas que producen corridos, y cada una tiene alrededor de doscientos
intérpretes en su escudería.
Visito los estudios Sol Records, que se han instalado en una casa de dos
habitaciones en las afueras de Culiacán. Cuando entro, una tarde de mediados de
semana, veo docenas de músicos con puñados de cedés propios señalando las
pistas de sus presuntos éxitos futuros. En la cabina insonorizada una banda graba
una canción sobre el último derramamiento de sangre en una sesión única que-
debe-salir-bien. El cantante escupe la letra y luego agita los brazos en el aire,
imitando el gesto de disparar un fusil automático.
El productor de Sol, Conrado Lugo, es un alegre y voluminoso treintañero
que dirige la empresa que fundó su padre. Me habla del mundo surrealista del
corrido sinaloense por el que pasa un chorro interminable de músicos. Confiesa
que de adolescente prefería el heavy metal y que al principio no le gustaba
producir narcocanciones.
—Me sentía deprimido y detestaba mi trabajo. Entonces mi padre me dijo:
«¿Te gustaría tener una camioneta último modelo? ¿Te gustaría tener un reloj de
oro? Entonces han de gustarte los corridos». Tenía razón, y con el tiempo he
aprendido a amar esta música.
Sin duda es un buen negocio para Sol Records. No es la casa discográfica la
que financia los álbumes, sino las propias bandas o sus patrocinadores quienes
pagan por las sesiones de grabación. Una de las principales fuentes de ingresos de
las bandas es tocar en fiestas privadas, juergas organizadas a menudo por los
mismos delincuentes sobre los que cantan. Incluso los grupos de nivel medio
pueden llegar a ganar 10.000 dólares por actuar una noche para estos clientes de
las cadenitas de oro. Las grandes estrellas pueden embolsarse hasta 100.000
dólares por una actuación nocturna.
Pero algo más significativo es que los traficantes pagan a los compositores
para que escriban canciones sobre ellos. Todos los artistas con quienes he
hablado comentan sin reparos el precio que cargan por componer un corrido.
Mientras los principiantes piden apenas 1.000 dólares por unos versos sobre un
matón en ciernes, los músicos establecidos pueden pedir decenas de miles de
dólares por una canción sobre un miembro destacado del cártel. Algunos
traficantes tienen dinero suficiente para desperdiciarlo, pero también lo enfocan
como una buena inversión. Un corrido dedicado a ellos significa prestigio, y en la
calle se traduce por respeto y contratos.
—Para los narcos, que escriban una balada sobre ellos es como obtener un
doctorado —dice Conrado.
El productor de Sol me cuenta la historia de un traficante de poca monta que
pagó porque escribieran sobre él un corrido muy pegadizo. Al cabo de poco
tiempo lo oía todo el mundo en el equipo del coche.
—Los amos del crimen decían: «Tráiganme al tipo ese de la canción. Quiero
que me haga un trabajo». Y subía de categoría gracias a la canción.
—¿Y qué ha sido de él? —pregunté.
—Bueno, lo mataron. Subió demasiado arriba. En el fondo fue por culpa de la
canción.


Pregunto a Conrado si cree que está mal glorificar a los gánsteres, si cree que la
música promueve el derramamiento de sangre que está matando ahora a los
propios músicos. Me da la misma respuesta que me han dado docenas de
compositores y cantantes: que ellos son simples cronistas que describen la
realidad que ven a su alrededor, y que dan al público lo que el público quiere. El
mismo razonamiento se usa para defender el rap gansteril. Puede que tengan su
parte de razón. Las canciones no matan; las armas son las que matan (aunque no
según la NRA, la Asociación Nacional del Rifle).
—Hay mucha violencia ahora. Pero no la trajeron los músicos. Matan a
cantantes, pero en la mayoría de los casos no es por su música, sino por asuntos
de mujeres, de dinero o de cualquier otra cosa. O por estar donde no deben o con
gente con la que no deben.
—¿Y los cantantes que aparecen empuñando armas en las portadas de los
discos? —le pregunto.
—Eso es pura pose. No quiere decir que sean gánsteres. Cualquiera puede
sentirse interesante posando con un arma. Yo también lo hago. —Y saca un
teléfono móvil del bolsillo en cuya pantalla aparece él empuñando un
voluminoso fusil de alta tecnología.
No obstante, concede Conrado, el tono sanguinario de las canciones ha
aumentado porque también la guerra se ha vuelto más violenta. Los corridos
aparecen a los pocos días, incluso a las pocas horas de haberse hecho pública la
noticia que causa sensación, como la muerte de Beltrán Leyva, el Barbas, o una
matanza importante. Hay varios corridos que cuentan la historia de un sicario
conocido con el nombre del Pozolero, porque disolvió en ácido los cadáveres de
trescientas víctimas del cártel de Tijuana. Y un popular corrido titulado «El
comando negro» describe la posición social de estos pelotones de sicarios con
pasamontañas que se dedican a secuestrar y torturar. Para estar a tono con esta
brutalidad, ha salido un subgénero nuevo, los «corridos enfermos». Uno de estos
corridos cuenta con detalles gráficos que unos sicarios van a una casa y mutilan a
toda una familia.


Conrado me presenta a los miembros de una de las bandas más duras que hay en
estos momentos. Su solo nombre es de los que no se andan con rodeos: Grupo
Cartel de Sinaloa o Grupo Cartel a secas. No cuesta adivinar su conexión
mafiosa.
—Yo quería un nombre que dijera lo que es, sin disfraces —me cuenta el
compositor César Jacobo, de 33 años—. No somos hipócritas, como otros. Ésta
es la vida que llevamos.
El Grupo Cartel no es internacionalmente conocido, pero en Culiacán
protagoniza actos al aire libre con miles de seguidores. Es un clásico grupo de
corridos con cuatro miembros: un batería, un bajo eléctrico, una guitarra de doce
cuerdas y un cantante-acordeonista. Este último tiene sólo 18 años y una voz
melódica y de una potencia increíble; los otros músicos son veinteañeros.
Cuando posan para que les hagamos fotos, visten todos igual: traje color crema y
camisa roja. César usa barbita de chivo bien recortada y lleva tejanos y una
moderna camisa de diseño. Se aparta para no salir en las fotos:
—No voy vestido para la cámara —dice a la banda con una sonrisa.
Salta a la vista que es él quien manda. Además de escribir las canciones,
supervisa el dinero, los contactos, los conciertos y todo lo demás. También
parece ser la figura que goza de autoridad entre otra docena de organizadores de
giras, transportistas y ayudantes. Cuando vamos del estudio a diversas
marisquerías, en el curso de un par de días, no cesa de atender a dos teléfonos
móviles por los que habla entre susurros. A pesar de eso, me presta la máxima
atención y le complace que vaya a hablar del grupo en un reportaje que preparo
para el suplemento dominical de una publicación británica.
—Va usted a hacernos famosos en Londres. La gente escuchará a Robbie
Williams y al Grupo Cartel —dice en tono de broma.
El ambiente en que se mueve el Grupo Cartel es una muestra de la
excentricidad de la actual narcocultura sinaloense. Niños de barrios bajos y
minifundios pobres se mezclan con estudiantes de colegios privados. Los narcos
de Sinaloa hace mucho que mandan a sus hijos a centros docentes caros y se
relacionan con la alta sociedad. Para los niños ricos puede resultar muy cool
vestirse de matón o andar por ahí con los hijos de los capos. Al igual que sucede
en Estados Unidos, la cultura gansteril ejerce una atracción que supera las
fronteras de clase. En la última generación se pueden encontrar jóvenes de
familias traficantes que parecen yuppies, y retoños de ricas familias hacendadas
que parecen traficantes.
Los jóvenes sinaloenses de esta narcocultura híbrida se llaman «buchones» y
visten con un estilo que mezcla lo urbano y lo rural, lo tradicional y lo moderno.
A los buchones les gustan los sombreros tejanos y las botas de piel de avestruz,
pero también el calzado deportivo y las gorras de béisbol de colores vivos. Las
buchonas suelen vestir ropa cara y ajustada, se cargan de joyas, se operan de los
pechos y presumen de la riqueza de sus novios gansteriles.
El propio César salió de la pobreza rural cuando tenía 10 años y se crió en un
barrio bajo de Culiacán. Le gusta que escuchen su música los muchachos ricos y
de clase media de Sinaloa.
—Tocamos en ésta o aquella mansión para los hijos de un empresario. Y nos
tratan como si fuéramos famosos —dice sonriendo—. Eso hace que me sienta
grande. Como si hubiéramos alcanzado algo.
Los muchachos ricos de la más sofisticada Ciudad de México se interesan
menos por los narcocorridos y prefieren el rock y la música electrónica de
Estados Unidos y Europa. Es más probable que sean fans de U2 que de Los
Tigres del Norte. Pero los narcocorridos suenan de manera creciente en las
amplias zonas depauperadas de Ciudad de México. Cedés piratas de Valentín
Elizalde, de Chalino Sánchez y del duro Grupo Cartel suenan en los autobuses y
taxis de la capital, en las fiestas caseras y en las cantinas, ya que su sonido
melancólico y sus incisivas letras atraen a todos, lo mismo a los adolescentes que
a los abuelos.
César dijo que su padre no había oído nunca la narcomúsica y que en su casa
sólo se oían canciones de amor tradicionales. Pero a César le interesaban más los
corridos sobre pistoleros y jefes del crimen de su barrio. Cuanto más tiempo paso
con él, más admite que está relacionado con este mundo. Sus amigos de la
infancia son sicarios. Otros son traficantes. Y él prefiere escribir canciones sobre
eso.
Sus letras profundizan en la vida personal de los sicarios, describen sus
conflictos por haber elegido un camino que en muchos casos conduce a la
muerte. Sus letras narran hechos con lenguaje realista, pero también introducen
fantasías y metáforas. Un corrido habla de un asesino a sueldo que llega al
infierno y tiene que enfrentarse con sus víctimas. Mientras César habla, tararea
pasajes de las canciones.
—Las palabras son para mí lo más importante. A veces se me ocurren cosas
raras y necesito convertirlas en canción. Quiero expresar bien los mensajes.
Luego hago que pegue el ritmo.
También ha escrito una canción de amor. O algo parecido. Es sobre un amigo
que fue muerto a tiros mientras estaba con su amante. En la canción, habla el
amigo, que se disculpa ante su mujer por no estar con ella, por haber muerto a
causa de una tontería. Se titula «Perdóname, María».

Quiero pedirte perdón
por ya no ver a mis hijos,
el llanto nubla mi conciencia
al emprender mi camino.
Quiero que sepas, María,
que estaré siempre contigo.

César ha tenido nueve hijos de dos mujeres. Eso es trabajar rápido para un
hombre de 33 años. Uno de los pequeños nos sigue mientras hacemos las fotos y
su padre lo entretiene cariñosamente jugando a boxear sobre un montón de
tierra.
Casi todo el repertorio del grupo habla de gánsteres concretos del cártel de
Sinaloa, a los que se identifica por sus apodos. Hay canciones sobre
lugartenientes llamados el Indio, el Cholo, el Eddy, el Güero, y textos enteros
sobre el gran jefe Mayo Zambada. En todas se describe a los traficantes con la
clásica glorificación. Como dice la canción «El Indio»:

Armas de grueso calibre,
rifle de alto poder,
mucho dinero en la bolsa [...]
Primero mandaban kilos,
ahora ya son toneladas.

Hay muchas canciones del grupo en Internet junto con fotos de los gánsteres
sobre los que cantan. En algunos vídeos hay metraje granulado de sicarios
sinaloenses disparando mientras se entrenan, o primeros planos de víctimas
cosidas a balazos, envueltas en cinta o cortadas en pedazos. Los vídeos están
montados como lo haría un aficionado y tienen cientos de miles de visitas.
Pregunto a César quién hace esos clips.
—No tengo ni idea —responde—. Hay mucha gente enferma por ahí.
César admite que los estrechos vínculos del grupo con el cártel de Sinaloa son
potencialmente peligrosos, ya que los convierte en blanco de bandas rivales. Pero
dice que son prudentes, que no tocan mucho fuera de Sinaloa o de otros estados
«amigos».
—Siempre se corre el riesgo de morir. Pero es mejor ser una estrella unos
cuantos años —añade sonriendo— que vivir pobre toda la vida.


Puede que el asesinato de Valentín Elizalde, después del concierto de Reynosa, se
debiera a su estrecha relación con el cártel de Sinaloa. O puede que la razón fuera
un vídeo de splatter music con una de sus canciones. ¿O fue porque se lió con la
mujer del gánster menos indicado? ¿O porque la novia de un sicario cometió el
error de decir que Valentín era atractivo?
Muchas mujeres del norte de México pensaban sin duda que el Gallo de Oro
era un símbolo sexual, con su ancha nariz, el sombrero blanco ladeado y la
simpática sonrisa. Pero su voz era lo que realmente despertaba pasiones. Además
de tener la imagen urbana de Chalino, poseía un toque melancólico que
transmitía tanto la alegría como las luchas de los suyos, una cualidad épica
parecida a la de un John Lennon o un Ray Charles.
La música de Valentín era además superbailable gracias a los metales de la
Banda Guasaveña. Otra gran tradición del norte de México es la banda de
música, caracterizada por el sonar de trompetas y trombones. Este sonido
procede de los inmigrantes alemanes que fundaron destilerías de cerveza en el
puerto de Mazatlán en el siglo XIX. Por tradición, ningún vocalista podía cantar
tan alto como para hacerse oír por encima del estrépito de la banda. Pero cuando
los norteños incorporaron instrumentos eléctricos y altavoces, los cantantes
pudieron hacerse oír gracias a los micrófonos.
Muchas canciones de Valentín no eran sobre gánsteres. Su éxito más famoso,
«Cómo me duele», era una canción bailable y pegadiza sobre los celos en el amor.
Pero el Gallo de Oro también escribió algunas de las narcoletras más incisivas.
Una canción, «118 balazos», habla de un mafioso que sobrevive a tres atentados.
Empieza (con clamor de metales):

Ya tres veces me he salvado
de una muerte segurita,
con puro Cuerno de Chivo
me han tirado de cerquita
ciento dieciocho balazos
y Diosito me los quita.

Poco antes de morir asesinado, Valentín conoció otro éxito con una canción
titulada «A mis enemigos». La letra tiene un aire revanchista, aunque no se sabe a
quién se estaba dirigiendo. ¿A otro músico, a un gánster rival, a un político? En
Internet aparecieron vídeos con la canción e imágenes de Zetas asesinados.
Algunos interpretaron el disco como un insulto del cártel de Sinaloa a sus rivales.
La melodía se hizo popular en el momento culminante de la guerra entre el cártel
de Sinaloa y los Zetas, y algunos instantes de los vídeos son especialmente
brutales, por ejemplo hay un momento snuff en que se ve a un Zeta atado a una
silla y luego le disparan a la cabeza.
Mientras este vídeo recibía cientos de miles de visitas, Valentín tocaba en
Reynosa, el centro del territorio de los Zetas. El concierto fue más escandaloso de
lo habitual y acabó con una lluvia de balas.6
Los fotógrafos llegaron a tomar instantáneas del guapo joven de 27 años que
yacía en el asiento del coche. Vestía traje beis y camisa negra y tenía los ojos
ligeramente abiertos. El chófer también murió en la emboscada. Que Tano
Castro sobreviviese fue un milagro.
—Todos los días doy gracias a Dios por estar vivo —me dice.
Los enemigos de Valentín no lo dejaron en paz ni siquiera en la muerte. Se
hizo un vídeo de él, tendido desnudo en la sala de autopsias. En su pecho pueden
verse los agujeros de los balazos, aún tiene los ojos entreabiertos, la chaqueta de
flecos y las botas de vaquero están al lado de la mesa, cubiertas de sangre. El
vídeo se colgó en Internet con risas de fondo. La policía dijo haber detenido a dos
empleados del instituto anatómico-forense a raíz del incidente.


Después del asesinato de Valentín hubo una serie de atentados contra otros
músicos por todo México. Una banda llamada Los Herederos de Sinaloa salían
de una entrevista radiofónica en Culiacán y fueron recibidos por cientos de balas.
Murieron tres miembros del grupo y el mánager. En una semana fueron
asesinados otros tres músicos en diferentes momentos: un cantante fue
secuestrado, estrangulado y arrojado a una carretera; un trompetista fue
encontrado con la cabeza dentro de una bolsa; y una cantante fue muerta a tiros
en el hospital donde convalecía (se estaba curando de las heridas recibidas en un
tiroteo anterior).
El asesinato de Sergio Gómez horrorizó al público mexicano de un modo
especial. Gómez había fundado el grupo K-Paz de la Sierra mientras vivía en
Chicago. Una canción de amor lo catapultó a la fama, «Pero te vas a arrepentir»,
con una melodía tan pegadiza que medio México la tarareaba. Los agresores lo
secuestraron después de celebrar un concierto en su estado natal de Michoacán y
lo torturaron durante dos días. Le quemaron los genitales con un soplete y lo
estrangularon con un cordón de plástico. También Sergio Gómez fue nominado
a un Grammy Latino a título póstumo, rivalizando por el premio con el difunto
Valentín Elizalde en 2008. Ninguno de los dos lo consiguió.
La policía no ha practicado detenciones ni ha mencionado sospechosos en
casi ningún asesinato de músicos. Esto es típico, si tenemos en cuenta que sólo se
aclara alrededor del 5 por ciento de los asesinatos que se producen en el contexto
de la guerra de la droga. Las muertes tenían «todas las trazas de ser obra del
crimen organizado», dice la policía habitualmente cuando hay un asesinato. ¿Por
qué matan a músicos?, preguntaban los reporteros. «Quién sabe», respondían.
Sin embargo, la policía practicó algunas detenciones en el caso de Valentín
Elizalde. En noviembre de 2008 la policía nacional irrumpió en una casa y detuvo
al jefe regional de los Zetas, Jaime González, alias el Hummer. En unas
declaraciones de prensa, los agentes dijeron que el Hummer había organizado y
participado personalmente en el homicidio del Gallo de Oro, como represalia
por sus vídeos musicales. El incidente sigue teniendo detalles confusos. El
Hummer fue condenado a dieciséis años de prisión por acusaciones relacionadas
con drogas y armas, pero aún no ha sido oficialmente acusado del asesinato de
Valentín.


Como en los casos de Jim Morrison, Tupac Shakur y Kurt Cobain, la celebridad
del Gallo de Oro creció con su muerte. Conociendo el fin que tuvo, sus canciones
parecen más dulces, su voz melancólica más triste, sus palabras de muerte más
siniestras.
—Su presencia se siente mucho. Todavía lo veo en sueños —dice Tano—. Y
no hago más que encontrarme con muchas otras personas que me dicen que
Valentín sigue con ellas. Su pérdida los ha dejado muy tristes.
Los amantes del corrido, de California a Colombia, visitan la tumba de
Valentín en Sinaloa y la cubren de flores.7 Y para mantener la estrella titilando,
los baladistas jóvenes incluso han escrito canciones sobre la vida del Gallo. Al
igual que los jefes mafiosos a los que cantaba, el Gallo de Oro ha sido
inmortalizado en canciones.
11

Fe

Y el mar devolvió sus muertos; y la muerte y el infierno devolvieron los


suyos; y cada uno fue juzgado según sus obras.
Y el infierno y la muerte fueron arrojados al lago de fuego. Ésta es la
muerte segunda.
Y el que no fue hallado escrito en el libro de la vida, fue arrojado al
lago de fuego.

Apocalipsis 20, 13-15

E l cadáver del archigánster Arturo Beltrán Leyva, el Barbas, reposa en un


panteón de dos plantas en el cementerio de los Jardines del Humaya, en el
extremo meridional de Culiacán. Cerca de allí se alza la tumba de otro hampón
destacado, Ignacio Coronel, el Nacho, que fue abatido a tiros por los soldados en
julio de 2010. Del Nacho Coronel se decía que era amigo del Chapo Guzmán y
luchaba contra Beltrán Leyva. El Nacho y el Barbas estaban en bandos opuestos
en la vida y en la guerra, pero en la muerte comparten la misma tierra.
Los Jardines del Humaya tienen cientos de narcotumbas en unos terrenos
castigados por el sol. Es uno de los cementerios más estrambóticos del mundo.
Los mausoleos se han construido con mármol italiano y decorado con piedras
preciosas, y algunos incluso tienen aire acondicionado. Muchos han costado más
de 100.000 dólares, más que la mayoría de las casas de Culiacán. Dentro hay
delirantes pinturas bíblicas junto a fotos de los difuntos, normalmente con
sombrero tejano y por lo general empuñando armas. En algunas fotos se los ve
posando en campos de marihuana; en otras tumbas, pequeños aviones de
cemento indican que el mafioso enterrado era piloto (transportista de cosa
buena).
Además de capos, hay muchos lugartenientes o simples soldados de a pie que
gozan de magníficos monumentos. Una alarmante cantidad tiene menos de 25
años, y todos han muerto en los últimos años: 2009, 2010, 2011. Cada vez que
viajo a Culiacán hay muchísimas tumbas nuevas, a cual más exuberante.
En cierta ocasión visito el camposanto inmediatamente después del Día del
Padre. Todo rebosa de flores que se amontonan junto a pancartas preparadas por
afligidas esposas. Fotos de padres jóvenes se estampan a todo color en lienzos
con mensajes de los hijos pequeños. «TE QUEREMOS, PAPÁ, SIEMPRE ESTARÁS CON
NOSOTROS», dice una pancarta. Para estos jóvenes, las tumbas espectaculares son
el mejor recuerdo que tendrán de sus padres.
Varias veces he visto a personas que acuden a visitar a sus seres queridos. A
menudo llevan grupos musicales y se sientan con toda la familia a beber cerveza
y cantar los corridos favoritos de los difuntos. En una ocasión me quedé con tres
hermanos que lloraban a su padre. Uno se había llevado a una novia
despampanante vestida con una indumentaria atrevida y cargada de joyas.
«Nuestro papá era agricultor. Y plantaba cosa buena», me explicó el menor
con una sonrisa y un guiño.
Colocan sobre la tumba botellas del whisky preferido del viejo, de acuerdo
con la tradición mexicana. Puede que los difuntos se hayan ido, pero su presencia
sigue allí.
Pero ¿a qué lugar habrán ido estos traficantes muertos? ¿Habrán pedido
perdón a Dios? ¿Se les habrá permitido entrar en el paraíso? ¿Habrá un cielo
especial para los gánsteres?
La alta clerigalla católica de México dice que no. Los narcos violentos se han
excomulgado ellos solos, vociferan los curas en los púlpitos. No se sentarán al
lado del cordero y el león en la otra vida. Ciertos sacerdotes rurales dicen lo
contrario. Dios, dicen, perdona los pecados de quien se arrodilla y se arrepiente
antes de morir. Y sobre todo cuando los capos hacen generosas donaciones a las
parroquias rurales, unas donaciones que históricamente han sido tan habituales
que incluso tienen un nombre: las narcolimosnas.1
Pero mientras la guerra de la droga crecía en intensidad, muchos jefes
alegaban que les importaba poco lo que dijeran los cardenales católicos. Si no les
permitían entrar en la casa de Roma, ellos se construirían otra.
La expresión más feroz de la narcorreligión es la del cártel La Familia de
Michoacán. La Familia inculca a sus seguidores su propia versión del
cristianismo evangélico, mezclada con elementos políticos de rebeldía
campesina. El jefe espiritual de la banda, Nazario Moreno, el Más Loco, llegó a
escribir su propia biblia, que es de lectura obligada entre las tropas. Esta historia
parece tan desquiciada que al principio pensé que era otra leyenda de la guerra
de la droga. Hasta que tuve en las manos un ejemplar de este nuevo «libro
sagrado». Difícilmente podría ser un libro de cabecera.
Pero aunque la más definida, la Familia es sólo una voz en un coro
narcorreligioso que crece en volumen desde hace décadas. En otras secciones del
coro se encuentran por ejemplo ciertos rituales modificados de la santería
caribeña, el santo folclórico Jesús Malverde y la rabiosamente popular Santa
Muerte.
No todos los adeptos a estas sectas son traficantes de drogas o aficionados a
apretar el gatillo. Todas tienen un atractivo particular que seduce a los mexicanos
pobres que piensan que la sobria Iglesia católica pasa por encima de ellos y de sus
problemas. En cualquier caso, los gánsteres se sienten cómodos en estas nuevas
sectas, que ejercen una poderosa influencia en ellos y aportan una vertebración
espiritual y semiideológica a los narcoclanes. Esta columna vertebral fortalece el
narcotráfico en tanto que movimiento insurgente que desafía al antiguo orden.
Los jefazos combaten por las almas, además de por los territorios.


Jesús Malverde es el símbolo religioso más antiguo que se asocia con el
narcotráfico. El auténtico Malverde fue un famoso bandolero sinaloense
ejecutado hace un siglo. Su santa efigie adorna amuletos y estatuillas que se ven
desde los campos de marihuana de la Sierra Madre hasta las celdas carcelarias de
San Quintín, pasando por los ranchos ganaderos de Jalisco y los refugios de
emigrantes en Arizona. Pero el santuario más reverenciado de todos se encuentra
en el centro de Culiacán, enfrente mismo del grandioso palacio donde tiene su
sede el Gobierno del estado de Sinaloa. Los analistas hace mucho que se han
fijado en este simbolismo: los poderes gemelos de Sinaloa —la política y el
narcotráfico—, frente por frente.
El santuario se encuentra en el interior de un sencillo edificio de ladrillo
pintado de verde oscuro y decorado con baldosas verdes. Malverde en español
significa literalmente «mal verde» o «verde malo»; en Sinaloa, lo verde puede
referirse tanto a la marihuana como al verde de los dólares («los verdes»). Las
paredes del santuario están cubiertas de fotos de visitantes que se funden
formando una especie de mosaico de papel. En las fotos vemos a recién casados y
a recién nacidos, a niñas vestidas de blanco para la primera comunión, a
adolescentes tatuados y de cabeza rapada, y a multitud de varones curtidos con
sombrero tejano. Los visitantes pegan asimismo rótulos con mensajes de
veneración. «JESÚS MALVERDE, GRACIAS POR LOS FAVORES QUE ME HAS HECHO», dice
una placa de Ventura, California. «GRACIAS, JESÚS MALVERDE, POR ILUMINAR Y
ACLARAR NUESTROS CAMINOS», dice otra de Zapopán, Jalisco. Muchas nos muestran
cómo mezclan los fieles la devoción por el santo folclórico con símbolos del
catolicismo tradicional, y dirigen a Malverde mensajes que también son para la
Virgen de Guadalupe y san Judas Tadeo, muy populares en México.
En una pequeña habitación interior del santuario se encuentra la atracción
principal: un busto pintado de Malverde, rodeado de rosas blancas y rosadas.
Tiene la piel pálida, el pelo negro, un bigote bien recortado y el tradicional traje
blanco mexicano. Hay en su rostro una expresión triste, al modo celestial, sabio y
doliente con que muchas imágenes muestran la tristeza de Jesucristo. Los
visitantes esperan en las antesalas, bebiendo y cantando, antes de ponerse a rezar
en silencio delante del busto y tocar su abatida faz.
El propietario del santuario, Jesús González, tiene un despacho a un lado, con
un revoltillo de crucifijos e imágenes de Malverde. Es treintañero, hijo del
fundador que construyó el santo lugar con sus propias manos, allá en los años
setenta. Localizo a González una tarde de verano, tan calurosa que la calle parece
un horno. Viste chaleco blanco y suda a mares. Tomamos Coca-Cola en botellas
de plástico y me habla del significado de Malverde.
—Jesús Malverde ama a los pobres y se ocupa de ellos, de los humildes.
Conoce sus conflictos. Los ricos explotan y los pobres sufren hoy lo mismo que
cuando Malverde estaba vivo. Malverde entiende lo que la gente tiene que
aguantar. Sabe que tienen que luchar. No discrimina a los marginados.
Una vez más, un símbolo del narcotráfico se asocia con la evocación de las
luchas de los pobres, con la idea de rebelión social.
—Todos los países tienen su Robin Hood —prosigue González—. Seguro que
en su país tienen...
—¿Un Robin Hood? —digo—. Robin Hood procede de mi país.
Sonríe con complicidad.
—Entonces usted lo entiende.
Jesús Malverde nació en Sinaloa en 1870, me cuenta González. En aquella
época, el dictador Porfirio Díaz gobernaba México con mano de hierro, sus
amigos construían grandes haciendas en Sinaloa, mientras que los pobres indios
eran expulsados de sus tierras. En aquellos desventurados días, añade, los padres
de Malverde eran tan pobres que murieron de hambre. El joven huérfano luchó
para sobrevivir y aceptó trabajos peligrosos, como la construcción del ferrocarril.
Después de algunos enfrentamientos con los crueles patrones y la policía, se vio
obligado a situarse fuera de la ley. Huyó a las montañas y se puso al frente de una
banda de pícaros que robaban a los ricos y daban el botín a los pobres. Pero el
despiadado gobernador de Sinaloa puso precio a su cabeza y uno de sus propios
hombres lo traicionó por un puñado de oro. Malverde cayó ante un pelotón de
fusilamiento en 1909 y colgaron su cabeza de un árbol, para que sirviera de aviso
a los demás rebeldes.
En toda Sinaloa se puede oír la misma versión, con ligeras variantes. Los años
en que al parecer vivió Malverde coinciden casi exactamente con los del reinado
de Díaz, y el santo bandolero murió inmediatamente antes de la revolución.
Como suele suceder en la historia de los santos, no hay documentos que
confirmen la vida y la muerte de Malverde, y la verdad es que ni siquiera hay
pruebas fehacientes de que existiera este hombre. Lo que sí está comprobado es
que los pobres de Sinaloa han atribuido milagros al espíritu de Malverde durante
todo el siglo XX: la vaca estaba seca hasta que la gente rezó al bandolero y de
pronto el animal dio leche; un joven estaba ciego, pero un día despertó y podía
ver; un hombre se moría de cáncer y contra todo pronóstico se curó. Las
anécdotas corrieron de pueblo en pueblo, generaron más historias de milagros, y
Malverde se convirtió en leyenda.
González minimiza la asociación de Malverde con los narcos y señala
justamente que le rezan personas de toda clase y condición. En una visita
conozco al propietario de una inmobiliaria de Arizona que es hijo de inmigrantes
sinaloenses. Me cuenta que ha estado al volante quince horas para rogar al santo
bandolero por el buen resultado de una operación médica a la que va a someterse
su hijo en Phoenix. En otra ocasión conozco a una anciana que ruega por su
moribundo marido.
Pero lo cierto es que los traficantes de drogas veneran a Malverde. Hay
símbolos suyos en las manos de los jefazos detenidos y en los cadáveres de los
pistoleros abatidos en la calle. Los fines de semana, el santuario de Malverde se
llena de buchones que luego se quedan fuera, en coches y camionetas, con el
equipo de música vociferando narcocorridos.
La Iglesia católica no reconoce a Malverde, aunque hay sacerdotes que
tampoco lo condenan. Los santos folclóricos se toleran desde hace mucho en
toda la cristiandad porque es una forma de que los fieles concilien sus
convicciones religiosas con las tradiciones locales. Más que una nueva religión,
Malverde es simplemente una figura. Casi todos los que creen en él se sieguen
considerando católicos romanos mientras besan el bigotudo busto.
Dentro del santuario hay un grupo musical que toca para los fieles a 5 dólares
el corrido. Les pago para oír todos los que puedan recordar y grabarlos en un
magnetófono, pero no tardo en quedarme sin dinero, y entonces me dicen que
aún quedan docenas por interpretar. Algunos corridos son historias que hablan
del bandolero que peleaba contra los hombres del gobernador. Otros hablan
explícitamente de gánsteres que rezan a Malverde y acaban siendo
contrabandistas ricos. Como éste que dice:

Mis manos llenas de goma, a Malverde saludé,
prometiéndole la banda, a él me le encomendé,
Dios en esto no se mete, al mal no te ayudaré.

Sé que las drogas no son buenas, pero de ahí sale el dinero,
no culpen a sinaloenses, si en todo México entero
el negocio está creciendo, y en el mundo, compañeros.

Hoy me paseo en Culiacán, en una troca del año,
voy con rumbo a una capilla, porque allá tengo una cita
es la de Jesús Malverde, le llevo sus mañanitas.2

La Santa Muerte es físicamente un símbolo mucho más agresivo que el de
Jesús Malverde. Mientras que el bandolero es sólo un hombre con bigote y traje
blanco, la Santa Muerte es, como su nombre indica, la misma muerte. La
esquelética figura tiene las cuencas vacías y dientes afilados, y con la mano
derecha empuña una guadaña para segar vidas. Como en muchas otras culturas,
la Muerte es aquí una mujer y viste variedad de ropas, desde capa negra hasta
vestidos rosados con volantes, y a menudo lleva una vistosa peluca.
Los críticos católicos dicen que venerar a la Santa Muerte es obra de Satanás.
Aducen que es un culto dirigido por los narcos y que por culpa de esta diabólica
figura hay tanta violencia en México. Dicen que los sicarios cortan cabezas en
homenaje a la Descarnada. Pero los defensores de la Santa Muerte replican que es
sólo un espíritu popular que ampara a los pobres y a los oprimidos. Existía en
México antes de la conquista española, alegan, y se menciona en la Biblia. Sus
fieles también la llaman la Niña Blanca.
Gran parte de la atracción que ejerce la Santa Muerte se basa simplemente en
el impacto de su imaginería. Es imposible que sus estatuillas y representaciones
gráficas no llamen la atención. Actualmente hay toda una forma de arte con
miles de representaciones, todas distintas: esculturas gigantescas, pendientes,
tatuajes, relojes, incensarios, en corbatas, en camisetas, en murales. Pero además
de ser un arte y un accesorio de la moda, es asimismo una influyente figura
religiosa que adorna altares callejeros y santuarios domésticos y tiene iglesias
propias.
Su popularidad ha crecido de un modo meteórico. En un decenio, la Santa
Muerte pasó de ser un oscuro símbolo que pocos conocían a estar en casi todas
las ciudades y barrios de México, en las comunidades mexicanas de Estados
Unidos, en muchas partes de América del Sur, e incluso en España y en
Australia. Pero el corazón de su culto está en Tepito, en el centro de Ciudad de
México.
Conocido también como el Barrio Bravo, Tepito es un abarrotado barrio cuya
historia se remonta a tiempos anteriores a la conquista española y es famoso por
sus vendedores callejeros, sus boxeadores y sus pistoleros.3 Sus habitantes se
enorgullecen de él por ser un baluarte de la cultura callejera, pero admiten que
los callejones estrechos pueden resultar tan peligrosos como la kasbah de Argel.
En el gran mercado de Tepito, dicen, se puede encontrar cualquier cosa que se
venda en el planeta, los últimos televisores de plasma, ropa para surfear, copias
piratas de las últimas películas, pistolas, crack y pintorescos juegos de té. Hay
además una interminable colección de objetos relacionados con la Santa Muerte
en quioscos y tiendas enteramente dedicados a ella.
Hay dos lugares en el barrio que compiten por ser el centro espiritual de la
Santa Muerte. El primero es un altar próximo a una arteria importante y que tal
vez fuera el primer punto en que se veneró en público a la Santa Muerte en
nuestros días. La propietaria es una señora de 62 años, Enriqueta Romero,
llamada doña Queta, que construyó el altar en 2001, en la parte exterior de la
casa donde vive. El altar de doña Queta es muy popular y hay una cola continua
de fieles que se acercan para ofrecer a la Niña Blanca ramos de flores, velas, fruta,
e incluso botellas de cerveza y cigarrillos (a la Santa Muerte le gusta beber y
fumar). Alrededor del altar veo toda clase de personas: un vendedor callejero de
50 años que ruega por su problemático hijo; un musculoso y tatuado policía que
dice que la Santa Muerte le protege de las balas; una rubia oxigenada que se
dedica a la prostitución y afirma que la Muerte la protege de clientes agresivos. El
día 1 de cada mes miles de creyentes se apelotonan delante del altar para una
celebración especial en la que cantan, bailan, beben cerveza, fuman marihuana y
expresan su amor a la muerte.
A unas manzanas de distancia, David Romo tiene una actitud más formal
hacia este culto a la muerte. Este moreno y sedicente obispo ha construido una
iglesia dentro de su casa, en la que da la comunión y celebra otros ritos medio
católicos al pie de esqueléticas efigies de la Muerte. Incluso celebró el casamiento
de una famosa actriz de culebrones mexicanos (antigua bailarina porno de clubes
nocturnos).4 Romo afirma que es católico, pero alega que el conservadurismo
vaticano ha perdido el contacto con el pueblo; y acoge en su templo a toda clase
de pecadores, como homosexuales y divorciados. Según él, la Santa Muerte es el
Ángel de la Muerte que se describe en la Biblia.
Filmo una misa en el templo de Romo, que tiene una atmósfera algo sombría.
Mientras miro por el visor noto un pinchazo en la pierna; un gallo negro de aire
perverso y que al parecer vive en la iglesia quiere picarme. Algunos cristianos
dicen que el gallo negro es un símbolo de Lucifer. Otros también guardan rencor
a las cabras.
La secta de Romo ha batallado con el Gobierno y con la Iglesia católica.
Inscribió su movimiento en la Secretaría del Interior, pero los funcionarios, por
presión eclesiástica, lo han borrado de la lista de sectas reconocidas.5 A modo de
respuesta, Romo organiza con sus fieles manifestaciones de protesta por toda la
capital, enarbolando imágenes de la Niña Blanca. Alega que hay dos millones de
fieles de la Santa Muerte y afirma que está creando iglesias filiales por todo
México y en Estados Unidos. Los curas acusaron entonces a los traficantes de
drogas de estar financiando a Romo. En diciembre de 2010, la policía lo detuvo
por ingresar en un banco los fondos de una banda de secuestradores relacionada
con un cártel, y en el año 2011 estaba en la cárcel en espera de juicio. Seguía
dirigiendo su secta desde la celda.
Es difícil que Romo o cualquier otra persona domine el culto a la Santa
Muerte. La fe se extiende rápido y orgánicamente, de ciudad en ciudad y de
barrio en barrio. Cualquiera puede fundar una congregación al modo que quiera.
Es una oportunidad de oro para los mesías en ciernes.


En un arrabal industrial del norte de Ciudad de México, hay una enorme Santa
Muerte de 20 metros que da a los almacenes, las fábricas y las viviendas de
hormigón. El esquelético coloso, esculpido con fibra vítrea y pintado de negro y
gris, es el hijo de un delgado joven de 26 años llamado Jonathan Legaria.
Construyó la figura en un solar vacío e invitó a los vecinos a rezar con él; ahora
acuden centenares todos los domingos. Los fieles llaman a Legaria el
Comandante Pantera.
El Comandante Pantera escribió la historia de su vida en un libro publicado
en edición del autor que se tituló Hijo de la Santa Muerte. Había nacido en
Sinaloa, según él mismo, pero la familia se mudó a Tepito cuando era pequeño.
Abandonado por sus padres, fue de adolescente campeón de boxeo y testigo de
sangrientos asesinatos en el Barrio Bravo. Después de un homicidio se le
apareció la Santa Muerte en una visión y encontró un millón de pesos [85.000
dólares] en la mochila de la víctima. Así descubrió su misión en el mundo y
fundó su secta. En 2008, su congregación de la Santa Muerte era una de las más
populares de México.
Pero el hijo de la muerte no tardó en volver al seno de su madre. Mientras
conducía su todoterreno Cadillac por el área industrial, recibió una lluvia de
balazos. El vehículo fue atravesado por más de un centenar de proyectiles y
Legaria murió al instante. Tenía todas las trazas de ser un clásico golpe del
crimen organizado. Los investigadores dijeron que el Comandante Pantera
probablemente había estado comerciando con drogas y no había pagado a la
mafia. Era, añadieron con un suspiro, un predicador financiado por alguna
banda y murió en el mundo criminal que él perpetuaba.
Pero ¿lo era realmente?
La madre de Legaria dio una conferencia de prensa y presentó una versión de
los hechos completamente distinta. El Pantera nunca había estado en Sinaloa ni
vivido en el Barrio Bravo, dijo; en realidad, era un niño rico, nacido en la lujosa
urbanización Ciudad Satélite, al norte de la capital. Fue a colegios privados, y su
padre le dio un trabajo muy lucrativo: comprobar el nivel de contaminación de
los coches. Legaria entró en lo de la Santa Muerte después de inscribirse en un
club de motorismo y descubrir que tenía talento para predicar en los guetos. Al
verse con un rebaño, se inventó una nueva identidad con mucho dinamismo.
Pero según descubrió demasiado tarde, fingirse gánster durante la guerra de la
droga no era cosa de risa.
La madre ofreció una recompensa por cualquier información que permitiera
hacer justicia a su hijo. Recibió docenas de telefonazos con un abanico de
acusaciones: unos dijeron que el responsable del asesinato era el templo de la
Santa Muerte de Tepito; otros, que el cártel de la droga La Familia; otros incluso
acusaron a unos pistoleros que trabajaban para la Iglesia católica. El caso estaba
condenado a ser otro misterio mexicano sin resolver.6
Asisto a una misa en el templo del Pantera un mes después de su asesinato. Su
pareja de hecho preside la ceremonia. Es una fiesta de locos. Los mariachis tocan
canciones alegres y los fieles saltan como posesos; una cuarentona se vuelve loca
y se pone a bailar frenéticamente trazando círculos. Luego vienen unas plegarias
que recuerdan las meditaciones tipo New Age. Centenares de creyentes miran al
cielo con los ojos muy abiertos y afirman ver la cara del Pantera. Una estudiante
de secundaria me dice que la Santa Muerte le curó un cáncer. Un joven tatuado
afirma que tienen varias cabezas enterradas en los terrenos del templo. Decido
no investigar.


Las sectas religiosas suelen atraer a los chiflados, a los bichos raros y a los
fantasiosos. Pero hay gente realmente peligrosa que también venera a la Santa
Muerte. Los territorios del norte de México donde se libra la guerra de la droga
abundan en santuarios. Los soldados destrozaron en el noreste varios altares de
la Santa Muerte que al parecer habían levantado los Zetas. Personalmente,
informé sobre una narcomatanza de trece personas en un pueblo de Sinaloa.
Mientras iba en coche, tropecé con un altar de la Niña Blanca que había en el
arcén. Ver la imagen de la muerte tan cerca de tanta sangre derramada pone
nervioso a cualquiera.
En el estado meridional de Yucatán, los sicarios dejaron doce cabezas
cortadas y amontonadas en dos ranchos. La policía detuvo a unos Zetas que
tenían las hachas empleadas en las decapitaciones. En sus casas encontraron
altares con la esquelética reina de la muerte.7 Por lo visto, estos psicópatas creen
que la Santa Muerte aprueba estas barbaridades, o incluso que se siente
complacida.
Es comprensible que los sacerdotes católicos arremetan contra las herejías de
los predicadores de la Santa Muerte. Desde el púlpito estimulan a los fieles a no
mezclarse con lo oscuro y lo diabólico. Arguyen que la Parca incita a la violencia
haciendo creer a los devotos que pueden desviar las balas. Como me dijo el padre
Hugo Valdemar, portavoz de la diócesis de Ciudad de México: «Los creyentes
piensan que pueden obrar con impunidad. Piensan que tienen una protección
divina, además de su fuerza humana. Naturalmente, la Muerte para ellos es
fuerte y es valiente. Y de aquí se deriva más crimen».


Yo personalmente no creo ni en el papa Benedicto ni en la esquelética
encarnación de la muerte. Me bautizaron según el rito romano, pero dejé de
asistir a la iglesia de adolescente. Si estuviera en la segregada Irlanda del Norte (o
en el norte de Texas), diría que soy un católico agnóstico. En México soy sólo
agnóstico.
Sin embargo, encuentro desagradable la idea de que los sicarios corten
cabezas y recen a una divinidad con cráneo. El culto ayuda a los canallas a
justificar actos de barbarie, por lo menos desde su punto de vista. Ya sabemos
que los fieles de muchas religiones han justificado atrocidades en nombre de su
Dios. Es posible que estos sicarios cometieran exactamente los mismos crímenes
si no estuviera por medio el esqueleto con capa. Es posible.
Los antropólogos, mientras tanto, hacen su agosto con las especulaciones
religiosas. La Santa Muerte, dicen, refleja la vieja fascinación nacional por los
desaparecidos, según se ve en lo que allí llaman Día de los Muertos. El esqueleto
podría ser incluso la resurrección de una antigua deidad azteca llamada
Mictecacihuatl, Señora de la Muerte.8 La fe subterránea en deidades
prehispánicas, aducen algunos, es prueba de una incesante resistencia de la clase
obrera de México a la cultura colonial.
Otros señalan la faceta posmoderna de la Santa Muerte. En muchos aspectos
es una estrella pop urbana. Se ha difundido rápidamente gracias a los mismos
medios que la han demonizado: Internet, DVD piratas, camisetas estampadas y
tatuajes. Responde a los apremios de la pobreza moderna, prometiendo ayuda en
las luchas cotidianas y no en el más allá.
Sean cuales fueren los porqués y para qués, es curioso que la popularidad de
la Santa Muerte se haya disparado al mismo tiempo que la guerra de la droga... y
que la transición democrática. Mientras los traficantes fundan templos, la Santa
Muerte se propaga con una energía propia. Puede que ambos fenómenos sean
indicios de rebelión contra el viejo orden. En el amanecer del siglo XXI, México se
encuentra en la encrucijada de donde han de partir el futuro jurídico y el futuro
espiritual.


Aprovechando la momentánea locura del nuevo milenio, los jefes del cártel La
Familia tomaron medidas para que México encajase en su visión de las cosas.
Advirtieron el talante con que los soldados de a pie de la banda se aferraban a los
símbolos religiosos. Y los capos se preguntaron: ¿por qué financiar predicadores
cuando podemos predicar nosotros? El resultado es una evolución escalofriante
de la narcorreligión.
Procedente del estado occidental de Michoacán, La Familia acaparó la
atención internacional con varios actos espectaculares de violencia, como arrojar
cinco cabezas humanas en la pista de baile de una discoteca.9 En julio de 2009 fue
detenido uno de sus lugartenientes, y La Familia demostró tener una gran
capacidad para hacer la guerra en una ciudad de provincias, atacando una
docena de puestos de policía y matando a quince agentes. Los expertos se vieron
sorprendidos y calificaron la operación de variante de la Ofensiva del Tet.
Pistoleros de La Familia detenidos por entonces afirmaron que eran nueve mil
hombres armados y todos con adoctrinamiento religioso. Los barones de los
medios, que estaban pendientes del norte, volvieron la cabeza hacia el oeste. ¿De
dónde había salido aquel ejército de desconocidos? ¿Cómo se atrevían a desafiar
a las tradicionales narcopotencias de Sinaloa y el Golfo? ¿Era la religión lo que les
había hecho crecer tan deprisa?
El investigador más capacitado para responder se encuentra en un
superprotegido despacho de Morelia, capital del estado de Michoacán. Carlos ha
sido testigo del crecimiento del infame imperio gansteril desde que empezó a
trabajar en las fuerzas del orden, concretamente en el servicio de espionaje
nacional. En la actualidad, dirige una unidad especial que coordina fuerzas
nacionales y estatales y se dedica a vigilar a La Familia. Posee montañas de
documentos, fotos y grabaciones de los gánsteres. No deja de hablar del enemigo.
Sus datos configuran una truculenta imagen que describe cómo y por qué
construyó la feliz familia su narcoiglesia.
La Familia surgió en un tórrido valle montañés de Michoacán llamado Tierra
Caliente. Aquellos campos abundantes en magueyes han sido desde hace mucho
caldo de cultivo de bandoleros y sobre todo de fundamentalistas religiosos. Los
habitantes de la monumental Morelia, que se alza en la montaña, llamaban al
valle «el infierno». Los criminales montaraces eran desterrados a este infierno,
donde vivían como podían en míseras aldeas. Pero las cosas han cambiado. Los
matones del infierno tienen ahora la sartén por el mango y controlan a las
parloteantes clases políticas de Morelia. Y si los políticos no cooperan, los
gánsteres descargan sobre ellos su divino castigo.
La Familia tenía tres jefes que nacieron en el seno de sendas familias de
agricultores de Tierra Caliente entre mediados de los años sesenta y los setenta.
Nazario Moreno, llamado el Chayo y el Más Loco; Servando Gómez, alias la
Tuta; y José de Jesús Méndez, alias el Chango. Se repartían el poder de manera
teóricamente equitativa, aunque Nazario dirigía los asuntos espirituales del clan.
Solía vérsele en una foto en blanco y negro muy borrosa que estaba hecha de
cuadrados grises que perfilaban su grueso cuello, su cara redonda y su negro y
fino bigote.
Como muchos habitantes del valle del infierno, Nazario viajó a Estados
Unidos de adolescente y desempeñó diversos oficios manuales en California y
Texas. Pero pronto fue seducido por el lujo de los contrabandistas de droga. Se
quedó en Estados Unidos, trabajando con gánsteres mexicanos en la distribución
del producto.
Todavía en el devoto Norte, Nazario acabó contactando con el cristianismo
evangélico y se sintió renacer con una nueva vocación. Escuchaba a los
latinopredicadores evangélicos, pero sobre todo se volvió un discípulo
incondicional de un escritor religioso llamado John Eldredge. En su libro Wild at
Heart, Eldredge plasma una idea romántica del cristianismo como religión de
fuerza; del hombre indomable pero noble que lucha por sobrevivir en un páramo
que podría ser Mesopotamia, el desierto del Sinaí o el Colorado rural.10 En este
erial, el hombre resiste las heridas y afronta los retos que debe vencer como un
guerrero, con actos brutales pero santos. La metáfora echó raíces profundas en el
Más Loco. ¿Qué otra cosa podría parecerse más al páramo que Tierra Caliente, y
qué lucha podría ser más dura que la del pobre campesino mexicano?
Nazario resistió una herida no metafórica en 1998, cuando estuvo a punto de
morir en un accidente de tráfico. Para cerrarle la grieta de la cabeza, los médicos
le pusieron una placa metálica en el cráneo. Según el investigador Carlos, aquella
lámina lo volvió más loco de lo que estaba. Pero Nazario pensaba como un
visionario y se puso a escribir pensamientos ocasionales que más tarde
compondrían su «biblia».
Allá en Michoacán, el hampa quedó patas arriba cuando en 2003 detuvieron
al cabecilla regional Armando Valencia.11 Durante el período de agitación que
siguió, Nazario volvió a México y se unió a sus antiguos compinches de Tierra
Caliente para competir por el poder. La Familia se alió primero con los Zetas y se
adiestró con sus comandos en la guerra urbana y rural. Pero con el tiempo se
sintieron fuertes, dieron un giro de 180 grados y empezaron a matar Zetas para
quedarse ellos con el territorio.
La Familia se puso a adoctrinar en materia religiosa a sus combatientes, bajo
la dirección de Nazario. Los aspectos espirituales eran útiles porque daban
cohesión y disciplina a la organización. Como explica Carlos:

Estos tipos creen en su religión. Son conversos de verdad. Pero también se
dan cuenta de los beneficios que trae la religión cuando se practica el
crimen organizado. Cuando se tiene una ideología, por estrafalaria que
sea, se da un norte a la banda y una justificación a todo lo que hace. No es
sólo una guerra. Es una guerra santa.

La Familia apoyó económicamente a ciertas iglesias evangélicas y regalaba
ejemplares de Biblias protestantes en español. Hasta que Nazario imprimió su
propio libro, que tituló Pensamientos.
Tengo en la mano un ejemplar que me dieron en Morelia. Tiene cien páginas
y está ilustrado con fotos de tierras verdes e imágenes bíblicas dibujadas por el
Más Loco en persona. No era mal dibujante. No figura ningún precio, ya que La
Familia lo entrega gratis a sus tropas. El ejemplar que tengo, según la página de
créditos, es la cuarta edición, de la que se han tirado siete mil quinientos
ejemplares. La misma página dice que en total se han impreso veintiséis mil
quinientos.
Fiel a su título, Pensamientos es un popurrí de opiniones personales,
anécdotas y moralejas. Estructuralmente, se parece mucho al Libro rojo de Mao
Zedong, que también salta de una pequeña idea a otra pequeña idea. Muchos
pasajes tienen ese estilo de autoayuda evangélica que puede oírse en sermones
que se pronuncian desde Misisipi hasta Río de Janeiro. Como escribe el
narcoprofeta:

Le pedí a Dios fuerza, y me dio dificultades para hacerme fuerte. Pedí
sabiduría, y me dio problemas para resolver. Pedí prosperidad, y me dio
cerebro y músculos para trabajar.

Sin embargo, en otras páginas Nazario hilvana frases que se parecen
muchísimo a las acuñadas por el revolucionario Emiliano Zapata: palabras de
campesinos que luchan contra los opresores. Esto dice el Más Loco: «Es
preferible ser dueño de un peso que ser esclavo de dos, es preferible morir
peleando de frente que de rodillas y humillado».
En otras páginas habla de modo más concreto sobre el fortalecimiento del
«movimiento» La Familia:

Hola, compañeros hermanos cristianos, estamos empezando una labor
ardua pero muy interesante que es la de concientizarnos, que hoy en día
necesitamos prepararnos para defender nuestros ideales, para que nuestra
lucha rinda frutos, organizarnos para ir por el mejor camino, quizás no
sea el más fácil, pero es el que mejores resultados puede ofrecer.


Puede que Pensamientos no sea candidato al Premio Booker, pero Carlos me
asegura que sus ideas pegan fuerte entre los campesinos analfabetos de Tierra
Caliente, lo mismo que la sugerencia de que pueden vengarse con violencia en
nombre del Señor. Una vez reclutados los sicarios, la religión les da una
disciplina que los hace soldados más dignos de confianza. Pero si alguno se
descarría, deberá afrontar la ira de Dios. Según declaraciones de La Familia, los
empleados que cometen el primer error son atados en una habitación; con el
segundo sufren tortura; el tercer error es el último.
Es una evidente y flagrante contradicción, pues ¿cómo pueden afirmar los
traficantes y asesinos que son cristianos devotos? Para justificar sus actos, los
jefazos de La Familia arguyen que han llevado empleos mejor pagados a
Michoacán y, a semejanza de muchos gánsteres, se comportan como padrinos
benévolos que entregan regalos navideños a los niños pobres en actos
multitudinarios. También se hacen los justicieros que llevan justicia divina a las
calles invadidas por la anarquía, y dicen que venden narcoveneno a los gringos,
pero no comerciarían con los suyos. Para difundir el mensaje de que son
realmente ángeles custodios, no han tenido empacho en recurrir a los medios.
Cuando irrumpieron en escena, en 2006, pusieron un anuncio en varios
periódicos. El atrevido texto tenía un párrafo titulado MISIÓN que decía:

Erradicar del estado de Michoacán el secuestro, la extorsión directa y
telefónica, asesinatos por paga, el secuestro exprés, robo de tráileres y
automóviles, robos a casas habitación, por parte de gente como la
mencionada que han hecho del estado de Michoacán un lugar inseguro.
Nuestra única razón es que amamos a nuestro estado y ya no estamos
dispuestos a que la dignidad del pueblo sea atropellada.12

Tiempo después un miembro de La Familia concedió una entrevista a la
revista Proceso, la más vendida del país, mientras la Tuta llamaba por teléfono a
un noticiario de Michoacán para reivindicar que La Familia estaba defendiendo
la patria.13 En otro alarde publicitario, los soldados de La Familia detuvieron a
docenas de presuntos violadores y atracadores de la ciudad de Zamora de
Hidalgo. Cinco fueron muertos a tiros mientras que los demás fueron azotados y
luego condenados a desfilar por las calles con pancartas en que confesaban sus
delitos. En la narcomisión encomendada por Dios a La Familia, la justicia del
Antiguo Testamento se interpretaba al pie de la letra.
Carlos es inflexible cuando afirma que la pretensión justiciera de La Familia
es una simple pose. Podrán matar a secuestradores y extorsionistas, dice, pero
sólo para secuestrar y extorsionar ellos en su lugar. A pesar de todo, hay
ciudadanos de Tierra Caliente que apoyan abiertamente a La Familia y aducen
que son más eficaces que los tribunales cuando se trata de cobrar una deuda o
resolver un conflicto. Cuando sus pistoleros piden dinero, la gente no suele
negarse.
La Familia también explota el orgullo local para conseguir el apoyo de los
agricultores y los delincuentes de provincias. Alegan que son buenos
michoacanos que han echado a los «extranjeros» sinaloenses y Zetas, incluso se
han liberado de los «federales». En esta vena, el Más Loco hizo que todos sus
soldados vieran la película Braveheart. Mientras los pistoleros de La Familia
abaten soldados, pueden sentirse como bárbaros escoceses que expulsan a los
bastardos ingleses (aunque los sicarios de La Familia no visten falda de tartán).
La trilogía El padrino también es de degustación obligada, ya que enseña a los
hombres lealtad y valores familiares.
Así pues, ¿qué era Nazario? ¿Un tarado víctima de la metanfetamina o un
visionario religioso? Hay que admitir que en su locura había método. Su religión
y su proyecto de ideología daban a La Familia atractivo y disciplina, y
contribuyeron a hacer de ella uno de los grupos de más rápido crecimiento en la
guerra de la droga. Además de apoderarse muy pronto del estado de Michoacán,
La Familia se introdujo en Jalisco, Guanajuato, Guerrero, Puebla y el Estado de
México, con los pueblos que rodean la capital. La religión de La Familia puede
parecer un batiburrillo disparatado. Pero no es más ilógica que otras religiones
para chiflados y muchos nacionalismos extremos que han surgido por todo el
globo y que a veces alegan tener millones de secuaces. Tener algo parecido a una
ideología pone garra a la cosa. Y por lo que se ha visto en la guerra de la droga,
las bandas imitan las técnicas rivales que resultan eficaces. Es posible que el Más
Loco no sea el último capo mexicano que se declare sumo sacerdote de un
templo propio.
El éxito de La Familia, sin embargo, la puso en el centro del radar de la
policía. Los agentes de Estados Unidos detuvieron a algunos de sus hombres en
ciudades como Dallas y Atlanta, y el Gobierno mexicano ofreció una recompensa
de 30 millones de pesos [2.550.000 dólares] por la cabeza de Moreno. Alguien
próximo al narcoevangelista parece que ambicionó este oro e informó al
Gobierno de que estaría en una fiesta navideña en diciembre de 2010 en
Apatzingán, una ciudad de la región de Tierra Caliente. Cuando la policía
nacional y los soldados entraron en la ciudad, el cártel reaccionó con rapidez
llamando a sus soldados para que bloqueasen las carreteras y atacaran a los
invasores. En las calles estallaron tiroteos que se cobraron once vidas, entre ellas
la de un niño pillado en medio de la refriega. Pero la policía nacional afirmó
haber matado a su principal blanco, el Más Loco.14
Moreno, sin embargo, fue el último en reír, ya que la policía no encontró su
cadáver. Aprovechando el caos del enfrentamiento, aduce la policía nacional, los
hombres de La Familia se lo llevaron a las montañas. El Gobierno hizo pública
una grabación en que otro jefe, la Tuta, admitía que Moreno había muerto. Pero
al no haber cadáver, en la cabeza de la gente persiste la duda. Moreno se ha
convertido en otro pretexto generador de fábulas, como Carrillo Fuentes, que
murió mientras le hacían una operación de cirugía plástica en 1997. El Más Loco,
susurran los lugareños, vaga todavía por Tierra Caliente vestido de campesino. Se
ha disfrazado de cura y celebra misa en Apatzingán, murmuran. El
narcopredicador místico se ha convertico en leyenda y sus enseñanzas aún tienen
una gran fuerza en las bullentes colinas donde nació.
12

Insurgencia

Si alguien va a atacar a mi padre, a mi madre, a mis hermanos, por


buscarme a mí, me van a encontrar, pero de otra manera. [...] Nuestro
pleito única y exclusivamente es con la Policía Federal Preventiva [...]
porque están atacando a nuestras familias.

Servando Gómez, la Tuta, capo de La Familia, 2009

E n un episodio de la segunda temporada de la premiada serie de televisión


estadounidense Breaking Bad hay una escena que transcurre en la capital del
homicidio, Ciudad Juárez. Agentes estadounidenses y mexicanos andan en busca
de un informador y son atraídos al desierto que queda al sur de la frontera. Lo
que encuentran es la cabeza del informador, cortada y empotrada en el cuerpo de
una tortuga gigante. Pero la cabeza es una bomba caminera, explota y mata a los
agentes. El episodio fue emitido en 2009.1 Pensé que era irreal, una fantasía.
Hasta el 15 de julio de 2010.
Aquel día, en la Ciudad Juárez auténtica los gánsteres secuestraron a un
hombre, lo vistieron con uniforme de policía, le pegaron un tiro y lo arrojaron
desangrándose en una calle del centro. Cuando se acercaron la policía y los
paramédicos, un cámara filmó lo que sucedía. En el vídeo se ve que los
enfermeros se inclinan sobre el hombre herido, comprueban sus constantes
vitales. De pronto se oye un timbrazo y la imagen se pone a dar saltos porque el
cámara ha echado a correr. Los gánsteres habían utilizado un teléfono móvil para
detonar diez kilos de explosivos guardados en un coche cercano. Un minuto
después, el cámara vuelve y vemos el coche que arde y humea junto a las víctimas
que gritan. Un enfermero yace en tierra, cubierto de sangre, pero aún
moviéndose y con la incredulidad pintada en el rostro. Los agentes tienen miedo
de acercarse a él. El enfermero muere minutos más tarde, al igual que un policía
nacional y un civil.
No estoy diciendo que Breaking Bad inspirase los asesinatos. Los programas
de televisión no matan a la gente. Matan los coches bomba. La miga de la
anécdota es que la guerra mexicana de la droga está llena de una violencia que
supera a la ficción. El escritor mexicano Alejandro Almazán tuvo un problema
parecido. Mientras escribía su novela Entre perros2 imaginó una escena en la que
los hampones decapitan a un hombre y acoplan la cabeza de un perro al
mutilado cadáver. Una buena escena para una novela. Pues resulta que en la vida
real unos gánsteres hicieron exactamente eso, sólo que en vez de acoplar la
cabeza de un perro pusieron la de un cerdo. Es difícil competir con la
sanguinaria imaginación de los criminales. Los matones del cártel han metido
varias cabezas cortadas en una nevera portátil y han enviado ésta a la redacción
de un periódico; han puesto a un policía asesinado un sombrero de charro y le
han cortado las mejillas para que parezca que sonríe «de oreja a oreja»; y han
llegado a coser una cara humana a un balón de fútbol.
Hay muchos informes sobre el impacto social de este terrorismo. Pero hay
una cuestión básica que se sigue debatiendo acaloradamente: ¿por qué? ¿Por qué
los soldados del cártel cortan cabezas, tienden emboscadas a la policía y preparan
coches bomba? ¿Y por qué lanzan granadas sobre las multitudes jaraneras o
acribillan a jóvenes inocentes que celebran fiestas? ¿Qué ganan con tamaño
derramamiento de sangre? ¿Contra quién combaten? ¿Qué quieren?
Esta incógnita toca el meollo del debate sobre lo que es actualmente el
narcotráfico. Las motivaciones de los gánsteres definen en muchos aspectos lo
que son. Si matan a civiles deliberadamente y con intención, entonces se
comportan como terroristas. Si lo que tratan es de tener el monopolio de la
violencia en determinado territorio, se comportan como señores de la guerra. Y
si están librando una guerra total contra el Gobierno, muchos alegarían que son
rebeldes o insurgentes.
Es un tema delicado. Palabras como «terroristas» e «insurgentes» disparan las
alarmas, espantan a los que invierten dólares y despiertan los fantasmas
nocturnos de Estados Unidos. El lenguaje influye en el modo de enfocar la guerra
mexicana de la droga y en la cantidad de «drones» [aviones teledirigidos] y
helicópteros Black Hawk que se ponen en movimiento.
Los periodistas empezaron a hablar de narcoinsurgentes en 2008, conforme la
guerra se recrudecía y cuando los pelotones de sicarios de Beltrán Leyva mataron
al jefe de la policía nacional y a docenas de agentes. El término fue analizado
entonces con mayor detalle en la prensa y en gabinetes estratégicos
informalmente vinculados con las fuerzas de seguridad y el estamento militar de
Estados Unidos, sin olvidar unos artículos que se publicaron en Small Wars
Journal, órgano especializado en los conflictos de baja intensidad de todo el
mundo. Como se dice en un reportaje de John Sullivan y Adam Elkus titulado
«Cártel contra cártel: la insurgencia criminal en México»:

La insurgencia criminal no ha sido un proyecto unificado en ningún
momento. Los cárteles luchaban entre sí y contra el Gobierno por el
control de importantes rutas del contrabando de drogas, las llamadas
plazas. La condición fragmentaria y posideológica de la lucha ha
confundido a menudo a los comentaristas estadounidenses,
acostumbrados a la idea de una insurgencia unificada e ideológica de tipo
maoísta. Sin embargo, si Von Clausewitz estuviera por aquí actualmente y
sintonizara las emisoras de Tijuana que emiten narcocorridos financiados
por los gánsteres, reconocería sin la menor duda que tienen la
característica básica de la insurgencia.3

Esta idea circuló ya en fecha temprana por el Pentágono y apareció en un
informe de diciembre de 2008 preparado por el Mando Unificado de las Fuerzas
Armadas de Estados Unidos. Entre las preocupaciones militares relativas a los
próximos decenios, decía, figuraba el temor de que la violencia de la droga en
México precipitase un rápido hundimiento nacional, comparable al de
Yugoslavia. «La caída de México en el caos exigiría una respuesta estadounidense
basada en las serias consecuencias que podría tener para la seguridad de la
patria», decía.4 Esto era dinamita pura. El informe no sólo sugería que la guerra
de la droga podía empujar a México al abismo, sino que además preveía una
situación en la que las tropas estadounidenses tuvieran que cruzar el Río Grande
por vez primera desde los tiempos de la Revolución Mexicana. No era más que
una especulación que se hacía en las más recónditas entrañas del Pentágono.
Pero conforme se intensificaba la violencia, la idea fue subiendo por los peldaños
del Gobierno hasta llegar a la Secretaría de Estado y a su actual titular Hillary
Clinton. Como dijo la propia Clinton en unos comentarios, hoy lamentables, de
septiembre de 2010:

Nos enfrentamos a la creciente amenaza de una bien organizada red de
traficantes de drogas, amenaza que en algunos casos se está convirtiendo
o está haciendo causa común con lo que podríamos llamar insurgencia,
en México y América Central. [...] Y estos cárteles de la droga presentan
crecientes indicios de insurgencia... Ya saben a qué me refiero, todo eso
que ponen de manifiesto unos coches bomba que no estaban antes allí.
Esto se está convirtiendo, se está pareciendo cada vez más a la Colombia
de hace veinte años.5


Estas declaraciones suscitaron un vendaval de respuestas indignadas. México
replicó que la comparación con Colombia estaba fuera de lugar y que sus fuerzas
de seguridad no estaban seriamente amenazadas. Cualquier sugerencia de que el
Gobierno está perdiendo el control es, por supuesto, desastrosa para la Marca
México.
Pero también hubo críticas de académicos liberales y de ONG de Estados
Unidos que alegaban que los cárteles mexicanos de la droga no eran insurgentes
porque, a diferencia de los rebeldes islámicos o comunistas, no querían tomar el
poder (ni instalarse en el palacio presidencial, ni dirigir el aparato escolar, etc.).
De un modo más incisivo alzaban la voz contra la expansión de las tácticas
militares antiinsurgencia empleadas en Colombia o en Afganistán, y en
particular contra la idea de que el ejército estadounidense entrara en la Sierra
Madre del mismo modo que entró en el valle de Korengal para combatir a los
talibanes.
Esos temores tienen una base real. Las campañas de contrainsurgencia han
sido históricamente desastrosas para los derechos humanos: en Colombia, en
Irak, en Perú, en El Salvador, en Argelia y en docenas de otros países. Y que las
tropas estadounidenses crucen el Río Grande en los próximos años es una
posibilidad real. La idea de narcoinsurgencia tiene un papel en las manos de
ciertos círculos de la extrema derecha estadounidense. Los radicales islamistas, la
guerrilla comunista, los traficantes de drogas, los narcoterroristas, los
narcoinsurgentes, todos van a parar al mismo saco tóxico del antiamericanismo.
La guerra contra la droga está claramente relacionada con la guerra contra el
terrorismo, y con el empleo de cualquier medio que sea necesario para combatir
a un demonio conceptual.
El conflicto mexicano pasa por la política de modos muy peculiares,
suscitando respuestas de todos los sectores estadounidenses, desde los lobbies
armamentistas y los grupos antiinmigración hasta los críticos de la política
exterior y los defensores de la legalización de la droga. Expresiones como
«insurgencia criminal» invariablemente enfurecen o satisfacen a determinados
grupos de interés en el debate. Pero, sea cual sea la política, es necesario entender
la amenaza que vive México. Los cárteles se han transformado en organizaciones
con una capacidad de violencia que rebasa la de los criminales y entra en el reino
de la seguridad nacional. El argumento de que los gánsteres no quieren
apoderarse del palacio presidencial no reduce la amenaza. Hay muchos grupos
insurgentes clásicos que no han tenido intención de tomar el poder. Se estima
que Al Qaeda no tiene en Irak más de un millar de combatientes y que no tiene
ninguna posibilidad real de derrotar al Gobierno. A pesar de lo cual lanza
bombas contra soldados y civiles pensando en fines globales. El Ejército
Republicano Irlandés o los separatistas de ETA tampoco tenían ninguna
posibilidad de hacerse con el poder, pero luchaban como una forma de presión.
Ni siquiera los grandes insurgentes mexicanos Pancho Villa y Emiliano Zapata
querían el trono para sí mismos: su objetivo era derrocar a los tiranos para que
hubiera un presidente más acorde con sus intereses.
El Diccionario de la Lengua de la Real Academia Española define la
insurgencia como un «levantamiento contra la autoridad».6 Podemos suponer
que para que haya un auténtico «levantamiento» tiene que producirse por la
fuerza de las armas y no mediante protestas pacíficas. ¿Encaja en esta definición
el narcotráfico? Algunos gánsteres, ciertamente sí. No son forajidos típicos que
disparan a un par de policías y salen corriendo. Su levantamiento contra la
autoridad civil comporta ataques de más de cincuenta hombres contra cuarteles
del ejército; atentados contra políticos y policías de alto rango; y secuestros en
masa de diez o más policías y soldados. ¿Quién dirá sin sonrojarse o sin reírse
que no estamos hablando de un serio desafío al Estado?
Los cárteles también emplean tácticas políticas más tradicionales para la
insurgencia. Desde Monterrey hasta Michoacán, las bandas han organizado
manifestaciones contra el ejército, y en algunas los manifestantes llevaban
pancartas en apoyo de determinados cárteles, como La Familia. Y para aumentar
la presión, los gánsteres, de un modo creciente, bloquean las calles principales
con camiones ardiendo, una medida que cuesta mucho a la economía y
aterroriza al público en general. Estas tácticas se han copiado de las de los grupos
de oposición de toda América Latina e ilustran una clara politización de la
rebelión.
El otro gran punto polémico en relación con la insurgencia se refiere a la
ideología. El propio Gobierno mexicano ha dicho en diversas declaraciones que
los cárteles no son insurgentes porque «no tienen un programa político».7 Sin
duda, los insurgentes tienen que creer en algún principio superior, arguyen los
críticos, sea el marxismo, una bandera nacional o Alá y las setenta y dos vírgenes.
La palabra «insurgente», y más aún la palabra «guerrillero», se utilizan en
Latinoamérica para describir a individuos que son fanáticos de alguna causa,
aunque se trate de chiflados violentos. Los narcos mexicanos, aducen los
negativistas, creen en poco más que en blanquear sus millones, comprarse
esclavas de oro y tener una docena de novias. En el mejor de los casos, son
«rebeldes primitivos», en el sentido que vemos en la obra que escribió el
historiador Eric Hobsbawm sobre los bandidos.8 En el peor, no son rebeldes en
absoluto, sólo empresarios psicóticos.
Sin embargo, los analistas han señalado que algunas insurgencias modernas
no tienen nada que ver con ideologías. Steven Metz, del U.S. Strategic Studies
Institute, escribió allá en 1993 un ensayo titulado «El futuro de la insurgencia»,
en el que analizaba las insurrecciones de la era posterior a la Guerra Fría.
Algunas rebeliones, concluía, eran únicamente por asuntos monetarios y habrían
podido definirse mejor como «levantamientos comerciales» o «insurgencias
delictivas» sin más.9 Otro ejemplo de insurgencia comercial/delictiva que señalan
los analistas es la rebelión del delta del Níger por los campos de petróleo.


Los motivos de los capos mexicanos varían de un cártel a otro y cambian con el
tiempo. En 2011 había siete cárteles principales. Todos tenían miles de hombres
armados, organizados en unidades paramilitares. (La definición de paramilitar
es: «dicho de una organización civil: con estructura o disciplina de tipo militar».)
Cuatro cárteles emplean estas fuerzas para atacar regularmente a los cuerpos y
fuerzas de la seguridad del Estado. Son los Zetas, La Familia, el cártel de Juárez y
la organización de Beltrán Leyva. Los más insurgentes de todos son los Zetas, que
diariamente libran batallas con soldados.
Los ataques suelen tener un motivo y un objetivo concretos. Marco Vinicio
Cobo, alias el Locochón, formaba parte de una célula de los Zetas que secuestró y
decapitó a un soldado en el estado meridional de Oaxaca. Durante el
interrogatorio, que fue filmado con videocámara, cuenta que se ordenó el
asesinato porque la víctima era un agente del espionaje militar que se estaba
acercando demasiado a las actividades de los Zetas.10 En pleno campo de
Michoacán los pistoleros de La Familia atacaron a una docena de puestos de
policía y mataron a quince agentes para responder a la detención de uno de sus
lugartenientes. A raíz de esta ofensiva, el capo de La Familia Servando Gómez
tuvo la desfachatez de llamar a unos estudios de televisión. Al habla con un
asombrado presentador, dijo que La Familia respondía a las agresiones que se
cometían contra los gánsteres y sus parientes, pero ofrecía una tregua. «Nosotros
lo que queremos es paz y tranquilidad —dijo—. Queremos llegar a un pacto
nacional.»11
En estos casos, la narcoviolencia es una reacción a ataques concretos contra
las organizaciones criminales. Presionan al Estado para que ceda y dan a
entender que quieren un Gobierno blando que no interfiera en sus negocios.
En otros casos, sin embargo, son más agresivos en su deseo de controlar
algunos aspectos del Estado. Por ejemplo, atacando a candidatos políticos. Los
aspirantes no están en el cargo, así que no han tenido ocasión de lesionar los
intereses de los cárteles. Pero los gánsteres quieren asegurarse de que tienen ya a
los políticos en el bolsillo y castigan a los que se niegan a hacer un trato o
trabajan para los rivales. Entre las muchas agresiones que se han cometido contra
candidatos, la más destacada fue la que se hizo contra Rodolfo Torre, que se
presentó para ser gobernador del estado de Tamaulipas en 2010. Era médico, se
presentaba como candidato del PRI, y se vaticinaba que iba a ganar la
competición por un margen arrollador de más de treinta puntos. Pero una
semana antes de las elecciones, los pistoleros acribillaron el convoy de su
campaña con disparos de fusil, y acabaron con el candidato y cuatro ayudantes.12
La capacidad para decidir si vivirán o no los favoritos de las campañas electorales
es un siniestro mensaje para que los políticos conozcan el poder de los
narcotraficantes.


Pero ¿por qué premio compiten? Si los gánsteres quieren simplemente que se les
conceda el derecho a pasar droga de contrabando, arguyen los observadores,
entonces no representan una amenaza insurgente tan destructiva para la
sociedad. Sin embargo, conforme se ha recrudecido la guerra de la droga, los
gánsteres se han vuelto más ambiciosos. Ciertos cárteles extorsionan ahora a
todas las empresas que pueden. Además, se han introducido a la fuerza en
industrias tradicionalmente explotadas por el Gobierno nacional. Los Zetas
controlan el este del país, donde la industria del petróleo es más fuerte. Y cobran
a esta industria todos los «impuestos» que pueden, extorsionando al sindicato y
robando gasolina para venderla de contrabando. En Michoacán, La Familia
explota la minería y la tala ilegal de árboles, que son fuentes de ingresos del
Gobierno. Estas actividades varían de una banda a otra. El cártel de Sinaloa se
limita en términos generales a traficar con droga. Al mismo tiempo, los grupos
criminales que más se han ramificado son los que atacan con más intensidad a
los cuerpos y fuerzas de seguridad del Estado. Hay una seria debilitación del
Estado cuando las bandas consiguen sangrar a la industria con «impuestos».
Donde los cárteles son más fuertes, su poder pasa de la política al sector
privado y a los medios. En Juárez, la patronal arguye que si los empresarios
tienen que pagar a la mafia para estar protegidos, no tienen por qué pagar
impuestos al Gobierno de la nación. Fue un argumento revelador. El Diario de
Juárez, principal rotativo de la ciudad, puso las cosas más difíciles a raíz del
asesinato de un fotógrafo de 21 años, muerto por la mafia mientras almorzaba.
En un editorial de primera plana titulado «¿Qué quieren de nosotros?», el
periódico se dirigía directamente a los cárteles, y tocó fibras delicadas en el
Gobierno de Calderón:

Ustedes son, en estos momentos, las autoridades de facto en esta ciudad,
porque los mandos instituidos legalmente no han podido hacer nada para
impedir que nuestros compañeros sigan cayendo, a pesar de que
reiteradamente se lo hemos exigido. [...] Hasta en la guerra hay reglas. Y
en cualquier conflagración existen protocolos o garantías hacia los bandos
en conflicto, para salvaguardar la integridad de los periodistas que las
cubren. Por ello les reiteramos, señores de las diversas organizaciones del
narcotráfico, que nos expliquen qué quieren de nosotros para dejar de
pagar tributo con la vida de nuestros compañeros.13


¿Qué significado tiene para el futuro de México todo este narcopoder? Se baraja
la espeluznante perspectiva de un «Estado fallido». Pero cuando se analiza, el
concepto de Estado fallido no es útil para comprender la guerra mexicana de la
droga. El Fondo para la Paz y la revista Foreign Policy preparan todos los años un
Índice de Estados Fallidos. En 2010 Somalia estaba en el primer puesto, en
calidad de Estado más fallido que ninguno. México ocupaba el lugar noventa y
seis, en mejor situación que potencias como la India y China. Un factor clave es
que México cuenta con mejores servicios públicos y una clase media más rica que
muchos países desarrollados. China o Cuba tendrán un Gobierno más fuerte,
pero la renta per cápita es relativamente baja en ambos países. La violencia de
México, por ejemplo, no ha cortado el suministro de electricidad ni de agua, y
casi todos sus ciudadanos han pasado por la escuela. Por el momento.
Más útil es el concepto de «Estado capturado». La idea surgió para describir el
momento en que la oligarquía y los capitalistas mafiosos se apoderaron de
grandes partes del aparato estatal en Europa oriental a raíz de la caída del
comunismo. En México es innegable que los cárteles combaten por ciertas
parcelas del Estado, en concreto por las fuerzas de policía regionales. Cuando un
cártel controla un territorio, pasa a ser un gobierno local en la sombra, aquel ante
el que tienen que responder los funcionarios y los empresarios. Los exprimidos
en un territorio así no saben qué jefes de la policía están en los bolsillos de la
mafia y normalmente es preferible pagar... o salir por piernas para no morir. Es
una realidad espeluznante.
El otro gran indicador de la degradación de México es en la actualidad una
historia archisabida: la comparación con Colombia. La colombianización y la
narcoinsurgencia andina hace mucho que decoran los enfoques sobre la
situación de México, como se colaron en los comentarios de Clinton. La
experiencia de Colombia con la guerrilla y los grupos paramilitares financiados
con la cocaína encierra ciertamente enseñanzas que vale la pena aprender. En
todo el mundo, Colombia es el país que ha afrontado una insurgencia criminal
más parecida a la de México.
Pero en muchos aspectos la comparación es una cortina de humo. Colombia
es Colombia y México es México. Las dos naciones tienen una historia y una
dinámica diferentes, y sus respectivas guerras de la droga se libran de manera
distinta. Por suerte, la mexicana no ha caído todavía en las honduras a que llegó
la guerra civil colombiana de mediados de los años noventa, que desplazó a unos
dos millones de personas y que aisló de la capital amplios sectores del país.
Colombia tiene un ejército guerrillero marxista más numeroso que ninguno de
cuantos ha tenido México en toda su historia. Pero esto no significa que México
no esté ante un serio conflicto armado. En los restantes países iberoamericanos
se habla ahora de la mexicanización de la industria local de la droga y del empleo
de sicarios y de unidades paramilitares de asesinos. México se está convirtiendo
en el nuevo término de comparación para las insurgencias criminales.


Miguel Ortiz dirigió las operaciones de La Familia en Morelia, capital del estado
de Michoacán, hasta que fue detenido en 2010. Antes de ser lugarteniente de la
banda fue, durante cinco años, agente de La Familia en el seno de la policía
estatal de Michoacán. Participó en varios ataques contra las fuerzas nacionales,
entre ellos el que acabó con quince agentes, y en atentados contra funcionarios
de la localidad. Después de su detención, el vídeo de su interrogatorio se hizo
público.14
Verlo pone los pelos de punta. Este hombre describe con detalles gráficos
diversas técnicas para trocear cadáveres y atentar contra funcionarios. Cuando el
vídeo se exhibió en la televisión mexicana en el noticiario de las 22.30 horas, la
gente que lo vio no daba crédito a lo que veía y oía. Vaya psicópata, se
murmuraba. Gracias a Dios que ya está entre rejas. Éste es el objetivo de los
funcionarios nacionales cuando hacen públicos estos vídeos, decir a la
ciudadanía que detienen a criminales altamente peligrosos. Pero las películas de
los interrogatorios ponen de manifiesto una versión algo tosca y distorsionada de
la seguridad pública, porque hacen que los ciudadanos, en vez de sentirse más
tranquilos, tengan más miedo, porque piensan en todos los demás psicópatas que
no están entre rejas. Pese a todo, Ortiz revela algunos detalles sorprendentes
relacionados con la táctica guerrillera del cártel, y su declaración enseña muchas
cosas sobre cómo funciona la insurgencia.
En el vídeo vemos a Ortiz, de 28 años, con una camisa oscura abotonada
hasta arriba. Es corpulento, de cara redonda, con doble papada y un cuello
poderoso que le da un aspecto de bulldog que ha merecido el apodo que tiene: el
Tyson [por el boxeador estadounidense Mike Tyson]. Habla en fríos términos
militares de las carnicerías que se perpetran y utiliza un lenguaje que se ha vuelto
común entre los paramilitares de los cárteles: las víctimas de la ejecución son
«objetivos»; las personas secuestradas y retenidas en casas francas son
«cargamentos».
Ortiz se alistó en la policía cuando tenía 18 años, en 1999. Cuando tenía 21,
dice, empezó a ganarse un sobresueldo con La Familia, precisamente cuando la
organización estaba estableciéndose en Michoacán. Eligió al equipo ganador.
Durante los años que siguieron La Familia amplió su fuerza para dominar la
región. Puesto que trabajaba en la policía, podía detener objetivos y entregarlos a
los pistoleros de La Familia, incluso eliminarlos él mismo. Este procedimiento
revela el clásico modus operandi que practican bandas como los Zetas y los
cárteles de Juárez: si la policía explotaba a los maleantes en tiempos anteriores,
ahora trabajan de verdugos para la mafia. Es la captura del Estado en acción.
Ortiz dejó la policía en 2008 para trabajar con plena dedicación para La
Familia. Aun así, siguió patrullando con coches policiales, llevando el uniforme y
colaborando con otros agentes, según confiesa. Las ventajas de tener a un
miembro de la policía eran demasiado lucrativas para que la mafia renunciase a
ellas.
En julio de 2009 La Familia lanzó un ataque a gran escala contra distintos
puestos de la policía nacional. A las cinco de la mañana llamaron a Ortiz y le
dijeron que tenía trabajo. Los pistoleros del campo fueron en coches hasta
Morelia para participar en el ataque insurgente, y Ortiz los apoyó con todos los
vehículos de la policía local que pudo movilizar. Que la policía local apoye un
ataque contra los «federales» es un terrible ejemplo de la fragmentación del
Estado mexicano. Los insurgentes acribillaron a tiros el puesto de la policía
nacional y, al marcharse, a los apretados sicarios que iban en una furgoneta
Mitsubishi se les pinchó una rueda. Ortiz trasladó rápidamente a los pistoleros a
los coches patrulla, los llevó a un Walmart y allí los introdujo en taxis. Los
sicarios se despidieron hasta un nuevo día de combate.
Al mes siguiente Ortiz fue recompensado con el importante empleo de
encargado de la plaza de Morelia. Miembros de La Familia lo condujeron al
interior de Tierra Caliente para formalizar la promoción durante un caluroso fin
de semana de agosto. Cruzaron Apatzingán, recorrieron una serpenteante
carretera de montaña y llegaron a Aguililla, donde dejaron el vehículo y
caminaron dos horas por el monte. Llegaron a un rancho y allí Ortiz fue recibido
por los jefazos de La Familia, a saber, Nazario Moreno, el Más Loco, y Servando
Gómez, la Tuta.

Es muy breve. Dicen ellos que entre menos se deje ver la gente, mucho
mejor. Duramos a lo mucho diez minutos, quince minutos en la plática,
se platicó de lo que se tenía que platicar, y una vez que se van ellos, ya no
me hablaron, y me dijeron que a partir de la fecha tú ya eres mando, tú
eres segundo, tú eres el encargado de la plaza Morelia y tu mando
inmediato es Chuky [apodo de otro jefe].

La estructura organizativa de La Familia, tal como la cuenta Ortiz, procede de
la de los Zetas, que adiestraron a sus fundadores. Los jefes de plaza dirigen
células, que son semiautónomas. Ganan dinero en su territorio y lo pasan al
mando, que a su vez es el que trata con los capos. Más abajo están los sicarios, y
por debajo de éstos los halcones, que son los espías e informadores del cártel.
Todos utilizan apodos para saber el mínimo unos de otros. Cuando encargan un
trabajo a unos sicarios, éstos, por lo general, no saben por qué se busca a ese
objetivo. Se limitan a cumplir las órdenes.
Los Zetas basaron inicialmente su cadena de mando en el ejército mexicano,
del que procedían. Había jefes y subjefes, como en el ejército. Pero la guerra
modificó su estructura, que acabó pareciéndose a la de los guerrilleros
latinoamericanos y a la de los grupos paramilitares de ultraderecha, que tienen
miles de hombres organizados en células autónomas. Los Zetas entrenaron a los
miembros de La Familia en esta guerra de guerrillas en 2005 y 2006, hasta que la
banda de Michoacán los traicionó y pelearon por el territorio.
Ortiz instruía en el uso del terror a los nuevos reclutas de su célula. Cuenta
que una noche se reunieron en un monte de las afueras de Morelia unos cuarenta
sicarios de La Familia. Llevaron allí a unos prisioneros capturados para que los
novatos se iniciaran con ellos.

Ahí pusimos a prueba a toda la gente nueva que va entrando. Los pusimos
a que los mataran, los degollaran, los destazaran y todo. [...]
Posteriormente se dedicaron a la cocina, se puede decir, para que el
cocinero los cocine. Para que la gente nueva que va entrando vaya
perdiendo miedo a cortarse un brazo, o para que lo pongan a cortar una
pierna, un brazo, algo, y vayan perdiendo el miedo. [...] Usamos un
cuchillo de carnicero de unos treinta centímetros, un machetito. [...] No
[es fácil] porque hay que cortar el hueso y todo, pero se busca que sufran
para que pierdan el miedo de ver sangre. [En descuartizar a una víctima
tardan] aproximadamente diez minutos. Es mucho y puede durar mucho
menos, pero ahí se van poniendo a prueba los muchachos, para que no se
pongan nerviosos, aproximadamente duran diez minutos. [Yo tardo] tres,
cuatro minutos.

Carlos, el agente de inteligencia que ha seguido la pista a La Familia, dice que
los gánsteres son particularmente aptos para despedazar cadáveres porque
muchos miembros de la primera etapa eran carniceros. Los reclutas posteriores,
añade, trabajaban por lo general en taquerías. Aplican a la carne humana su
habilidad para trocear el cerdo todavía humeante.
Cuando los sicarios de Ortiz cometían asesinatos, dejaban un mensaje
firmado por «La Resistencia», nombre que utilizan algunas células de La Familia.
Este nombre exalta la rebelión, pero para las autoridades era un medio para
intimidar. Ortiz confiesa haber intervenido personalmente en el asesinato de un
subsecretario de Seguridad del Estado de Michoacán. El ataque fue ordenado
porque el funcionario quiso desarticular el sistema de protección policial de La
Familia, dice Ortiz. Éste dio a continuación un paso más atrevido al querer
atentar contra la propia secretaria de Seguridad Pública de Michoacán, Minerva
Bautista. Primero encargó a un halcón que la siguiera:

Se le puso un muchacho de confianza de nosotros, se le dio seguimiento
por diez días, dónde comía, dónde dormía, a qué hora se iba a su oficina y
todo. [...] Nos informaron y esperamos el momento en que ella llegó a la
línea de fuego que teníamos nosotros prevista.

Cuando Bautista abandonó con su séquito el recinto de una feria local, Ortiz y
sus sicarios bloquearon con un camión averiado un estrecho tramo de la
carretera y abrieron fuego por ambos lados. Bautista iba en un vehículo blindado
que recibió la alucinante cantidad de dos mil setecientos proyectiles. Dos
guardaespaldas murieron y la secretaria recibió un balazo. Los pistoleros se
marcharon pensando que el blanco había muerto. Pero Bautista sobrevivió
milagrosamente al atentado.15 Poco después del frustrado ataque, la policía
nacional detuvo a Ortiz en un piso franco de Morelia.

Por ahí me llegaron unos rumores de que andaban cerquita de mí.
Siempre tuve en la mente que me iban a detener. Algún día me iban a
detener.


Para asegurarse de que los pistoleros no fallan en los atentados, los cárteles han
abierto campamentos de instrucción. El primero que se descubrió estaba en el
noreste de México y pertenecía a los Zetas, aunque en fecha posterior se han
encontrado otros por todo el país, incluso en la frontera con Guatemala. Casi
todos están en ranchos y granjas, como el que se descubrió en la comunidad de
Camargo, al sur de la frontera de Texas. Están equipados con campos de tiro y
terrenos para simular ataques, y en ellos se han encontrado arsenales de armas
pesadas, incluso cajas de bombas de mano.
Los gánsteres detenidos han explicado que los cursillos duran dos meses, y en
ellos se enseña a utilizar lanzagranadas y ametralladoras de 0,50. En un vídeo de
instrucción capturado por la policía en 2011, vemos a los reclutas corriendo por
un campo, ocultándose en la hierba y disparando con fusiles de asalto.16 A veces
la instrucción resulta mortal. Un recluta se ahogó durante un ejercicio en que
tenía que nadar cargado con la mochila y el fusil. El descubrimiento de estos
campamentos ha precipitado la inevitable comparación con los de Al Qaeda en
Afganistán.
Pero por mucha instrucción que impartan, los cárteles siguen confiando en
los pistoleros con experiencia militar de verdad. Durante el primer decenio de
democracia, hasta 2010, desertaron cien mil soldados del ejército mexicano.17
Hay una consecuencia asombrosa en este fenómeno: los jóvenes del campo y los
guetos se alistan en el ejército, reciben la paga del ejército por entrenarse y luego
ganan dinero de verdad con la mafia.
Un ingrediente fundamental para tener elementos paramilitares es el acceso
al armamento de categoría militar. No ha representado ningún problema para los
cárteles, que están bien surtidos de cantidades demenciales de fusiles de asalto y
cartuchos. ¿Quién dispararía dos mil setecientas balas en un atentado sino quien
tiene más munición que sentido común? Las ametralladoras Browning vomitan
gruesos proyectiles de calibre 0,50 [casi 13 milímetros], mientras en una sola
batalla se lanzan centenares de granadas. ¿De dónde sale toda esta capacidad de
fuego? Los funcionarios mexicanos estiran el dedo y señalan al norte del Río
Grande. El Tío Sam, dicen, arma hasta los dientes a los mismos narcoinsurgentes
para combatir a los cuales paga al Gobierno mexicano. Es una acusación
delicada. Pero ¿es verdad?
El tráfico de armas estadounidenses a México ha sido durante decenios una
manzana de la discordia que se ha metido en el horno desde que empezó la
guerra de la droga. Los funcionarios mexicanos gritan sin parar que Estados
Unidos necesita controlar seriamente la venta ilegal de armas. El Gobierno
estadounidense promete tomar medidas que frenen milagrosamente el flujo de
armamento. No lo hace. Los cadáveres se siguen amontonando, los medios no
cesan de subrayar el papel de las armas estadounidenses, y lo cierto es que las
autoridades de Estados Unidos han sido incapaces de parar el tráfico.
El lobby armamentista estadounidense es hipersensible al tema. ¿Por qué
deberían los aficionados a las armas de Estados Unidos sufrir los problemas que
tiene México?, exclaman. Las armas no matan a las personas. Son las personas las
que matan. En páginas pro armamentistas de Internet se cuelgan informes al
respecto con comentarios airados, a veces con insultos personales a los
periodistas.
He seguido este rastro de las armas desde los alijos aprehendidos en Sinaloa
hasta las tiendas de armas de Texas y Arizona. En Estados Unidos conocí a
algunos propietarios de armerías muy responsables y entusiastas que me hicieron
observaciones válidas. La guerra de México, señalaron, se debe a muchos factores
y no sólo a las armas, por ejemplo a la corrupción de las fuerzas de policía.
Tienen toda la razón.
Pero la desagradable verdad es que una elevada cantidad de armas fabricadas
o vendidas en Estados Unidos van a parar a los cárteles de México. Y esto es un
hecho irrefutable. México apenas tiene armerías y fábricas de armas y concede
pocas licencias. Casi todas las armas que obran en poder de los cárteles son
ilegales. En 2008, México envió a la ATF (agencia estadounidense para el control
de alcohol, tabaco, armas y explosivos) el número de serie de cerca de seis mil
armas aprehendidas a los gánsteres. Alrededor del 90 por ciento, concretamente
5.114 armas, procedían de vendedores estadounidenses.
La ATF y el Gobierno Obama han admitido la responsabilidad de Estados
Unidos en esta tragedia. Pero el lobby armamentista se niega a reconocerlo. ¿Qué
hay de las docenas de miles de armas confiscadas en México cuyo origen se
desconoce?, replican los partidarios de la venta de armas. El Gobierno mexicano,
alegan, sólo rastrea el origen de las armas que parecen proceder de Estados
Unidos para echar leña al fuego. Así que, para facilitar la investigación sobre el
origen de las armas confiscadas en México, la ATF viene utilizando un nuevo
programa informático. Entre 2009 y abril de 2010, el programa ha identificado
otras 63.700 armas de fuego que proceden de armerías de Estados Unidos.18 Y
hablamos sólo de las confiscadas. La gente podrá discutir hasta la eternidad sobre
los porcentajes exactos, pero el hecho innegable es que hay docenas de miles de
armas que salen de los almacenes estadounidenses y van a parar a los gánsteres
mexicanos. Por mucho que se defienda el derecho a llevar armas, hay que admitir
que se trata de un problema acuciante.
Las armerías estadounidenses no son las únicas fuentes de armas de las mafias
mexicanas. También se roban a las fuerzas de seguridad, y se han aprehendido
grandes alijos que proceden de los militares guatemaltecos. Los traficantes de
armas internacionales también han movido mucho material por Centroamérica
y el Caribe. Si los cárteles mexicanos no compraran armas en Estados Unidos,
alega un defensor de las armas, las comprarían en estos otros lugares. Es posible.
Pero el tráfico de armas por mar y por Centroamérica sería más lento y más fácil
de combatir, lo cual incrementaría el precio de las armas y las municiones. El
transporte de armas más allá del límite de las 2.000 millas es una marea tan difícil
de parar como las drogas y los emigrantes que suben al norte.


La producción y venta global de armas pequeñas es un factor clave, y es lo que
vuelve tan peligrosos a los modernos insurgentes criminales. Estados Unidos
tiene una importante participación. El fusil de asalto AR-15, la versión civil del
M16, es una de las armas preferidas por el hampa mexicana. Colt fabrica el arma,
que se vende libremente en Texas, Arizona y otros estados.
El arma preferida por los cárteles es, obviamente, el Kaláshnikov, es decir, el
AK-47, llamado en jerga Cuerno de Chivo. Ése no es estadounidense, señalan los
entusiastas de las armas: es ruso. En realidad, el Kaláshnikov se fabrica hoy por lo
menos en quince países. Firmas como Arsenal Inc. de Las Vegas lo fabrican en
Estados Unidos. Las armerías de Texas y Arizona también venden elevadas
cantidades de Kaláshnikov importados de China, Hungría y otros países. Las
armas, como las drogas y los dólares, también realizan sus propios viajes
surrealistas en el comercio moderno: armas que se fabrican en Pekín, se venden
en San Antonio y se emplean para matar en Matamoros. Las armerías
estadounidenses sólo venden versiones semiautomáticas del AK. Pero para los
hampones mexicanos es fácil adaptarlas y transformarlas en armas totalmente
automáticas. La inmensa mayoría de asesinatos de la guerra de la droga se
comete con fusiles de asalto.
Muchas versiones de estas armas fueron prohibidas por una ley emitida por el
Gobierno de Bill Clinton en 1994. El Gobierno de George W. Bush anuló la
prohibición en septiembre de 2004, exactamente el momento en que estalló en la
frontera de Texas la guerra mexicana de la droga. La causa principal del conflicto
no fue el aligeramiento del control sobre las armas, pero sin duda echó gasolina
al fuego.


Estoy en el centro de Phoenix, Arizona, y entro en las oficinas acristaladas de la
ATF para entrevistarme con Peter Forcelli, que dirige la unidad contra el tráfico
de armas de fuego. Forcelli es un neoyorquino lleno de vitalidad, con un acento
local tan grande como él.
—¿Si sé hablar español? —dice—. No, ni siquiera sé hablar inglés.
Me lleva al ascensor y en él bajamos a la cámara acorazada del sótano, donde
se guardan todas las armas confiscadas a los contrabandistas. Es un arsenal
idóneo para un ejército civil.
Colocados en los armeros y metidos en bidones, hay Kaláshnikov y AR-15 de
todas las formas y tamaños. En un rincón veo unos fusiles ultramodernos que
parecen salidos de Starship Troopers (Las brigadas del espacio/Invasión), pero que
están fabricados por la Fabrique Nationale de Bélgica y se venden en las armerías
de Arizona. Hay además unas pistolas de la Fabrique National, calibre 5,7,
llamadas matapolicías porque la munición que dispara puede atravesar los
blindajes. Una pistola de esta clase estaba en la mano del hijo del Chapo Guzmán
cuando murió desangrado en el asfalto de Culiacán. En general, el depósito de
Phoenix es uno de los mayores arsenales de armas capturadas de todo Estados
Unidos.
—La primera semana que pasé aquí vi más Kaláshnikov que en los quince
años que pasé en la policía de Nueva York —me dice Forcelli.
Para comprar armas en Arizona, hay que estar domiciliado en el estado, me
explica. Así que los traficantes de armas pagan a los ciudadanos estadounidenses
para que entren en las armerías y adquieran armas para ellos. Estas operaciones
se denominan compras de paja. Un comprador de paja podría recibir unos 100
dólares por comprar un arma de fuego, dice Forcelli. Los traficantes siempre
encuentran a alguien dispuesto a hacerlo. En teoría, los vendedores de armas
tienen que informar de los clientes sospechosos, como cuando entra una mujer
con la cara pálida y pide media docena de Kaláshnikov. La unidad de Forcelli
investiga entonces la información recibida para irrumpir en los pisos francos y
detener a los personajes principales. Han hecho muchas redadas cuyos excelentes
resultados pueden verse en el arsenal del sótano. Pero Forcelli admite que la ATF
confisca sólo una fracción de las armas que se dirigen al sur.
—Tenemos veinte investigadores en una ciudad donde hay miles de
vendedores de armas —dice—. Hay tiendas que no se inspeccionan durante
años.
La gran jugada del Gobierno Obama ha sido apostar soldados en las
carreteras de Arizona y Texas para detener a los traficantes que transportan sus
compras a México. Pero habría sido mejor invertir el dinero en información de la
ATF, dado que los coches se paran al azar y este procedimiento no es muy
efectivo cuando circulan miles de vehículos. Casi todo el tráfico rodado que entra
en México pasa la frontera sin que se efectúe ninguna clase de registro. Éste es
otro motivo de queja del lobby armamentista. Si México no quiere que entren
armas de fuego de contrabando, ¿por qué no controla mejor su frontera?, dicen.
Es una observación válida. Puede que la frontera con Estados Unidos estuviera
mejor protegida si hubiera allí más soldados como los que queman campos de
marihuana.
Muchos coches trampa que se utilizan para transportar drogas hacia el norte
se aprovechan para transportar material bélico al sur, con armas en los
compartimentos secretos. Algunas armas se cuelan de una en una o de dos en
dos, es lo que en la zona se conoce como «tráfico hormiga». Pero con el
recrudecimiento de la guerra han aparecido cargamentos mayores. En mayo de
2010 se capturó un alijo importante. La policía de Laredo, que ya estaba avisada,
detuvo un camión que se dirigía a México. Transportaba 175 fusiles de asalto
nuevos, embalados; 200 cargadores de máxima capacidad; 53 bayonetas; y 10.000
cartuchos: un arsenal propio de un potente pelotón de asesinos.19
Cuando la ATF hizo una redada en la casa de un traficante de Yuma, Arizona,
descubrieron que los gánsteres se habían dejado una prueba más bien idiota, un
vídeo de ellos mismos probando un arma comprada a un vendedor de Arizona.
Era una herramienta tan bonita que no se pudieron resistir a la tentación. La
película, grabada en un ordenador portátil, muestra a los dos hampones
disparando con un Barret de primerísima calidad, calibre 0,50. Es un fusil tan
pesado que se ha montado en un trípode, mientras los tiradores están sentados y
disparan utilizando las dos manos. Los cartuchos miden 13,8 centímetros de
longitud, como un cuchillo de postre. Los hombres se encuentran en un lugar
que parece el desierto de Arizona. Cada disparo produce un ruidoso estampido, y
el cámara sufre un sobresalto antes de trazar una panorámica hasta una lámina
de metal que el proyectil ha atravesado. Uno de aquellos hombres fue detenido y
la acusación se basó en parte en el vídeo. El otro hombre y el arma se creía que
estaban en México, haciendo la guerra.
A juzgar por la mayoría de las definiciones, las armas de calibre 0,50 son
armas de guerra y sólo deberían estar en manos militares. Pero están disponibles
en las tiendas de Arizona, y cada vez son más solicitadas por las bandas de la
droga. Los entusiastas de las armas repiten que sus proyectiles no pueden
traspasar los vehículos blindados. Pero un agente mexicano con el que hablo dice
que sí, y añade que las ha visto en el bando opuesto en el campo de batalla.
Cuando los cárteles tienden emboscadas a grupos de soldados, dice, a menudo
abren fuego con armas de calibre 0,50, apostadas en senderos de montaña o en
carreteras comarcales. Luego continúan el ataque con lanzacohetes.
No venden granadas en las tiendas de Estados Unidos, así que se trata de un
arma que el lobby armamentista no necesita defender. Pero se fabrican muchas
en el país. Los agentes de la ATF han identificado algunas granadas aprehendidas
como las M67 que Estados Unidos suministraba a las fuerzas centroamericanas
durante la Guerra Fría, hace una generación. Su pista ha llevado hasta
Guatemala, El Salvador, Honduras y Nicaragua. Hay muchas en circulación. El
Salvador recibió unas 266.000 entre 1980 y 1993.20 Hace mucho que en Estados
Unidos se han olvidado de la guerra civil que asoló este país. Pero los agentes
dicen que siguen vendiéndose estas granadas en el mercado negro por un precio
que oscila entre los 100 y los 500 dólares la unidad. En los primeros cuatro años
del Gobierno Calderón hubo más de cien ataques con granadas. Más aún, en una
sola batalla —aquella en que los infantes de marina mataron en Matamoros al
capitoste Ezequiel Cárdenas, alias Tony Tormenta— se lanzaron más de
trescientas granadas.21


Los coches bomba son menos frecuentes. Hasta 2010 habían explotado unas
cuantas bombas camineras en distintos puntos del país, que causaron heridos y
daños materiales, pero no muertos. Pero después de la bomba de Juárez que
mató a tres personas en julio de aquel año, el miedo se apoderó de México ante la
posibilidad de que hubiera más carnicerías. En efecto, en enero de 2011 explotó
otro coche bomba en el estado de Hildago, que mató a un policía e hirió a tres. La
gran inquietud que provocan los coches bomba se debe a que son menos
selectivos que los fusiles en lo que se refiere a las víctimas, y a menudo se llevan
por delante a civiles. Los agentes de la ATF explican que la bomba de Juárez era
un artefacto activado a distancia mediante un teléfono móvil, y tenía una
complejidad parecida a las bombas camineras que se ponen a las tropas
estadounidenses en Irak y Afganistán.
El explosivo propiamente dicho era un material industrial llamado Tovex. Un
informe del Centro de Datos sobre Bombas de Estados Unidos arroja cierta luz
sobre su procedencia, y los fabricantes estadounidenses podrían estar implicados,
aunque no a sabiendas. El informe explica que una empresa con sede en Texas
había sufrido un robo en sus instalaciones, concretamente en un almacén de
explosivos situado en México, en el estado de Durango. Custodiaba la entrada un
equipo compuesto por padre e hijo, dice el informe, y en esto aparecieron dos
vehículos todoterreno del que bajaron entre quince y veinte hombres con
pasamontañas y fusiles automáticos. Se llevaron 121 kilos (o novecientos
cartuchos) de explosivo, más doscientos treinta detonadores eléctricos. (En el
ataque se utilizaron únicamente 10 kilos para fabricar la bomba.) Es peligroso
almacenar material explosivo en una región por donde corretean los elementos
paramilitares de los cárteles.22
Los agentes nacionales detuvieron a varios hombres a los que acusaron de ser
responsables de la bomba; entre ellos estaba el que al parecer había hecho la
llamada por el teléfono móvil para detonar el explosivo. Los autores, alegan los
agentes, componían una célula de hampones del cártel de Juárez que utilizaban
tácticas terroristas para replicar a las detenciones. Como las bombas
generalizaban el pánico, ejercían más presión que las simples armas de fuego y
venían a ser una intensificación natural. Es la misma lógica que incitó a Pablo
Escobar a valerse de bombas; o la que incitó al IRA; o a ETA; o a Al Qaeda: las
bombas causan una gran explosión.
Los grafitos en las paredes urbanas revelan que el cártel de Juárez ha estado
ciertamente detrás de las bombas. Pero los garabatos de la mafia añaden otra
dimensión. No querían matar «federales» porque éstos les quitaran la droga, sino
porque eran aliados de su rival Chapo Guzmán. Como decía un grafito: «FBI Y
DEA: PÓNGANSE A INVESTIGAR A LAS AUTORIDADES QUE LE ESTÁN DANDO APOYO AL
CÁRTEL DE SINALOA PORQUE SI NO LES VAMOS A PONER MÁS COCHES BOMBA».
Calderón nos dice que no leamos los garabatos de los asesinos de la mafia.
Pero tanto si queremos aceptar que los agentes nacionales están corruptos como
si no, el razonamiento expresado en el grafito coincide con la retorcida lógica de
los cárteles mexicanos de la droga. Los enemigos que primero ven y que más les
preocupan son los cárteles rivales. Cuando atacan a policías o a civiles, a menudo
es para agredir a los rivales rompiendo su sistema de protección. Esta lógica
ayuda a explicar las motivaciones que hay detrás de muchas agresiones en la
guerra de la droga.
Un razonamiento parecido rodea el ataque con granadas que mató a ocho
civiles que celebraban el Día de la Independencia de 2008. Las bombas de mano
se arrojaron en la plaza mayor de Morelia poco después de que el gobernador del
estado hiciera sonar la campana llamando a la independencia. Los marchosos
pensaron al principio que estaban tirando petardos, y de pronto vieron a docenas
de hombres, mujeres y niños caídos y cubiertos de sangre. Si se quiere utilizar la
palabra terrorismo para describir la guerra de la droga, éste es el lugar idóneo.
Los «federales» detuvieron a un hombre que confesó haber lanzado una
granada. Dijo que le habían pagado los Zetas para sembrar el pánico. Pero
consecuente con la férrea estructura de mando, no sabía por qué se había
ordenado el ataque. Los paramilitares del cártel son expertos en mantener la
información al nivel mínimamente necesario.
Sin embargo, el agente Carlos, de la inteligencia mexicana, explica la
motivación del ataque con granadas. Los Zetas atentaban contra el estado de
Michoacán como si fuera la casa de La Familia, dice, que los había traicionado.
Al herir a civiles, atentaban contra el regionalismo michoacano de La Familia. De
un modo más profundo, estaban forzando además al Gobierno a tomar medidas
enérgicas en la zona y desbaratar así las operaciones ilegales de La Familia. En
México llaman a esto «calentar la plaza», es decir, poner al rojo vivo el territorio.
Como en Juárez, el primer pensamiento es para los cárteles. Los civiles son
colaterales.


Cabezas cortadas, granadas, coches bomba: tácticas terroristas a cuál más
sanguinaria. Es como si los cárteles estuvieran jugando al póquer y tuvieran que
subir las apuestas sin parar para llevarse todo lo que hay sobre la mesa. Las
apuestas siguen subiendo. Tú has matado a cinco hombres míos; yo mataré a
diez tuyos. Tú atentaste contra un agente de la policía nacional que tenía en mi
nómina; yo secuestraré y mataré a quince de la tuya. Tú lanzaste granadas, yo
arrojaré una bomba. A nadie se le ocurre decir que no va, porque en ese caso
perdería todas las fichas que ha puesto en el centro.
Los ataques se conciben con toda la saña posible para causar el máximo
impacto mediático. A veces, los sicarios llaman a las redacciones y hablan del
montón de cadáveres o de las cabezas cortadas para que se mencionen en las
páginas del periódico. Es inquietante cuando se llega al escenario de un crimen
antes que la policía. Un hampón de Juárez detenido por el ataque con coche
bomba dijo que las atrocidades también se cronometraban para que coincidieran
con el horario de los medios. «Muchas veces se hacen los atentados una hora
antes o en el transcurso del horario del noticiero para que... alcance a salir a la luz
pública —dijo Noé Fuentes en un interrogatorio videograbado—, para que vea la
gente, pues, para que se dé cuenta... este... del problema en que están metidos.»23
Resonando en los televisores de plasma, la carnicería cuenta historias distintas a
públicos diferentes: el público en general aprende a temer el narcotráfico, pero
los jóvenes hampones de la calle ven quién es el equipo ganador.
Los medios mexicanos están atrapados en una delicada polémica sobre cómo
manejar lo que ocurre. Muchos directores de periódicos han minimizado en
2011 la cobertura de la violencia para no jugar al juego terrorista de los narcos.
Al mismo tiempo no quieren censurar la información sobre el conflicto, que
obviamente tiene un enorme interés público.
En los estados de primera línea, estas decisiones no suelen estar en manos de
los periodistas. Los gánsteres ordenan a los periódicos que no cubran tal matanza
o tal batalla. Por la seguridad de la plantilla y de sus familias, los directores tienen
que transigir. En otras ocasiones, es la misma mafia la que dice al periódico que
cubra determinados asesinatos. Una vez más, es mejor obedecer. A veces sucede,
sin embargo, que una banda dice a un periódico que informe de algo y los rivales
le dicen que no. Los directores se encuentran entonces entre la espada y la pared,
y a menudo piensan que el mejor movimiento es escapar por piernas.
Dada esta intensa presión, los medios mayoritarios están perdiendo
importancia en los estados más conflictivos. Los ciudadanos recurren a menudo
a Twitter para averiguar si ha habido tiroteos en el camino por el que van al
trabajo, o entran en YouTube para ver los vídeos sobre el tema que han subido
los aficionados. En la Red han aparecido sitios nuevos única y exclusivamente
para informar de la narcoviolencia. El más conocido es el lamentable Blog del
Narco, que se administra desde un lugar desconocido, al parecer por un
estudiante, y publica vídeos sin óbices ni cortapisas de todos los cárteles, y
también de periodistas ciudadanos. El Gobierno dice a la gente que no vea la
narcopropaganda, pero los agentes nacionales analizan cuidadosamente todo lo
que se cuelga en el blog. Éste recibe millones de visitas y sus ventas de publicidad
son astronómicas.
Algunos de los primeros narcovídeos snuff casi parecían copiados, fotograma
a fotograma, de las videoejecuciones de Al Qaeda: una víctima atada a una silla,
un hombre con pasamontañas y una espada, y una cabeza que se corta. Así como
en el póquer van aumentando las apuestas, lo mismo pasa con los vídeos. Una
célula de los Zetas de Tabasco colgó en YouTube doce cabezas ensangrentadas.
Enfocadas en primer plano, la expresión de las caras era apacible, la muerte les
había eliminado la tensión de las mejillas, tenían los ojos cerrados, se les veía el
poblado bigote, la barbilla cuadrada. Pero entonces la cámara retrocede, el plano
se amplía y se revela el horror: los cuellos están cortados, no hay tronco debajo,
los cadáveres decapitados están en otra parte de la habitación, colgados boca
abajo de ganchos de carnicero, la sangre chorrea hasta las baldosas blancas del
suelo. «Esto y todo lo que tú ocasiones de aquí en adelante va a ser únicamente tu
responsabilidad por no respetar los tratos que haces con nosotros, Luis Felipe
Saidén Ojeda [secretario de Seguridad Pública del estado de Yucatán]», se lee en
una cartulina escrita a mano que hay junto a las cabezas.24
Los vídeos snuff se han vuelto más frecuentes conforme se recrudece el
conflicto. Las víctimas torturadas a menudo revelan, antes de que caiga el hacha,
el nombre de funcionarios corruptos que trabajan para cárteles rivales. Al
principio se trataba sólo de pistoleros atados a la silla con cinta adhesiva; luego
fueron policías capturados; luego políticos. Algunas confesiones videofilmadas
producen escándalos sonados, como cuando se reveló que a los presos de una
cárcel se les dejaba salir de las celdas para cometer atrocidades y luego volvían a
dormir al presidio. En otras ocasiones se limitan a propalar sospechas que no se
corroboran. Muchos narcovídeos tienen un penoso parecido con el metraje que
filma el Gobierno durante el interrogatorio de los matones que detienen. Las
imágenes de sangre y tortura se han convertido en un sangriento telón de fondo
de la vida política mexicana.
Hay un vídeo que no consigo olvidar. Por el parloteo que se oye parece de los
Zetas. Hay cuatro prisioneros de rodillas, con los ojos vendados y las manos
atadas a la espalda. Los prisioneros visten uniforme militar, pero no son
soldados; un interrogador Zeta dice que son una unidad que trabajaba para el
cártel del Golfo, al que los Zetas combaten. El interrogador los insulta por
haberse dejado convencer de que maten para el enemigo. Entonces empiezan las
ejecuciones. «Mataremos a tres y dejaremos a uno con vida», dice el
interrogador. Bang. Disparan a uno en la cabeza y el prisionero se desploma
como un saco de patatas. Los otros tres están inmóviles. Todos rezan para ser el
que sobreviva. Bang. Disparan a otro. «Vamos a dejar a uno con vida», repite el
interrogador. Los dos que quedan siguen arrodillados. Los dos tienen el 50 por
ciento de probabilidades de sobrevivir. Bang. Disparan al tercero, que cae al suelo
como un muñeco de trapo. Uf, piensa el prisionero que queda. De buena me he
librado. Bang. Le disparan a él también. El interrogador ha mentido. Pensaban
matar a los cuatro desde el comienzo. Puede que el interrogador los haya
engañado para que se estén quietos mientras les disparan. Puede que le guste
destrozar cabezas. Puede que haya querido jugar con la esperanza para que el
vídeo tenga más emoción.
Es un comportamiento psicótico y nauseabundo. Pero se vuelve habitual en
muchas zonas de guerra. Los matones de los cárteles se pasan de la raya porque
están completamente inmersos en un conflicto violento y viven como los
soldados en las trincheras. Imaginemos la vida de los matones Zetas en el noreste
de México, una zona desgarrada por la guerra, luchando diariamente con
soldados y bandas rivales, moviéndose de casa franca en casa franca,
completamente aislados de la realidad de los ciudadanos normales. En esas
condiciones delirantes cometen atrocidades que el mundo no puede entender.
Para muchos soldados de los cárteles que están en primera línea, la guerra y la
insurgencia se ha convertido en su principal misión. Los matones,
tradicionalmente, hablaban de combatir para defender el contrabando, pero
ahora hay muchos que hablan de pasar contrabando para financiar la guerra.
Por mucho que Calderón diga que el Gobierno está ganando, la ampliación
de la insurgencia criminal está castigando con dureza a los representantes del
poder, desde Ciudad de México hasta Washington. Los funcionarios de
inteligencia del Pentágono siguen devanándose los sesos para adivinar cómo
repercutirá el conflicto en la seguridad estadounidense. Todos sus informes
formulan una pregunta elemental: ¿adónde va la guerra mexicana de la droga?
¿Meterán en cintura la policía y los soldados a los narcotraficantes, como dicen
Calderón y la DEA? ¿O la bestia ampliará su reino por todo México, por Estados
Unidos y por todo el mundo? ¿Y podría alcanzar la insurgencia criminal las
dimensiones de una guerra civil? Este posible futuro del narcotráfico es el que
vamos a ver a continuación.
TERCERA PARTE

FUTURO


13

Detenciones

Toda mi vida he procurado ser un buen chico, el chico de los putos


principios. ¿Y para qué? Para nada. No es que me esté volviendo como
ellos; soy uno de ellos.

Johnny Depp en Donnie Brasco, 1997

C uando Daniel, agente de la DEA, vio la película Corrupción en Miami en un


cine de la capital de Panamá, el corazón se le subió a la garganta. En la película,
un remake de la emblemática serie de los años ochenta del mismo título, los
agentes Crockett y Tubbs planean un ingenioso golpe contra los traficantes de
coca colombianos. Con sus habituales trajes blancos y sus camisetas, se hacen
pasar por transportistas de droga independientes para negociar un transporte de
dama blanca y apoderarse de él. Todo tiene el aspecto de una curiosa
contradicción: los policías transportan la droga para poder detener a los malos.
Pero ésa era exactamente la trampa que Daniel quería preparar en Panamá, en la
vida real.
Daniel también se había reunido con los barones colombianos de la cocaína,
también se hacía pasar por transportista independiente. Después de meses de
cuidadosa infiltración, estaba a punto de convencer a los gánsteres de que
cargaran tres toneladas de cocaína en una embarcación controlada por la DEA
que zarparía de Panamá. Era la redada de su vida. Y de pronto se estrena
Corrupción en Miami. Si los gánsteres la veían, pensaba Daniel, era hombre
muerto.
—Era un feo asunto. Yo la había visto y me decía: no voy a ser tan imbécil.
Estábamos completamente pillados. Toda una putada. Era la misma jugada que
estábamos preparando. Porque la película la hicieron policías. Por eso es tan
redonda. Es muy, muy parecido.
»Pero tienes que echarle huevos. A la mierda la película. Yo soy yo. Y me
importa un carajo. Así lo entendí entonces: o lo consigo o la cago.»


Una operación así tiene todo el aspecto de un trabajo sórdido. Y lo es.
Aprehender droga es un asunto sucio. Y en la moderna guerra de la droga se ha
vuelto realmente asqueroso. Los agentes tienen que bajar a las trincheras con
criminales psicóticos para adelantarse a ellos. Tienen que reclutar soplones
próximos a estos canallas. Y tienen que saber manejarlos y sacudirles el polvo
cuando procede.
Las aprehensiones de cantidades importantes de droga no se hacen ni por
casualidad ni por la fuerza. Son el resultado de la información, de saber dónde
estará el cargamento o en qué piso franco estará escondido el capo el próximo
martes. Sólo entonces puedes enviar a los infantes de marina para que empiecen
la juerga. La información, como los agentes antidroga han acabado por averiguar
después de cuarenta años en la brecha, suele proceder de los infiltrados o de los
informadores.
Muchos narcojefes están entre rejas o en decúbito supino y cosidos a balazos
por culpa de las traiciones. En consecuencia, los gánsteres son particularmente
violentos con los que cambian de chaqueta. A los soplones, en México, se les
cortan los dedos y se los meten en la boca; los delatores, en Colombia, reciben el
nombre de sapos.
Pero cuando se extradita a los jefes a Estados Unidos, muchos se vuelven
también soplones, y de los que lo soplan todo. Hacen tratos para entregar a otros
jefes y bienes valorados en docenas de millones de dólares. Así los agentes
antidroga pueden hacer más aprehensiones y detener a más granujas; y los capos
encarcelados escriben sus memorias y se hacen estrellas de cine.
Los irritantes trámites del enjuiciamiento criminal, como ha venido viéndose
después de cuarenta años de guerra contra la droga, son decisivos para entender
el futuro del narcotráfico en México, porque una pregunta clave es si los agentes
mexicanos y estadounidenses podrán derrotar a la bestia del tráfico mediante las
detenciones y las aprehensiones. Los mandos de la DEA y el Gobierno Calderón
insisten en proseguir con esta táctica. Ha sido difícil y ha habido muchas bajas,
alegan, pero si se mantienen firmes, al final prevalecerá la justicia.
Gracias a su reinado de terror, los cárteles aparecen a menudo como
organizaciones invencibles, inmunes a cualquier ataque que lance contra ellos la
policía o el ejército. Pero si los agentes trabajan juntos, ¿se derrumbarían los
cárteles como tigres de papel? ¿Podrán los buenos de la historia ganar en la
guerra contra la droga y poner a los narcos entre rejas? Y si la policía detiene a
suficientes cabecillas, ¿dejarán al menos los contrabandistas de representar una
insurgencia criminal que amenaza la seguridad nacional y volverán a ser un
problema delictivo clásico?


En la trayectoria profesional del agente de la DEA Daniel no faltan los momentos
de temeridad y perspicacia en su intento de conseguir la derrota del narcotráfico.
Personalmente, ha estado infiltrado en un importante cártel mexicano y en otro
colombiano. Y ha vivido para contarlo. Su historia revela lo que significa en las
calles de las ciudades fronterizas la estrategia en la guerra antidroga ideada en
Washington.
Como muchos luchadores, Daniel procede de la clase social más
desfavorecida. Los agentes secretos de la DEA son los primos desheredados de
los espías ricos de la CIA. Un anglosajón con título de Harvard difícilmente sabrá
hacer tratos con el cártel de Medellín. Así que la DEA necesita personas como
Daniel, que nació en Tijuana, anduvo con una pandilla californiana emparentada
con los Crips, y pasó la adolescencia entre palizas. No cayó en la delincuencia,
dice, porque se alistó en los marines. Estuvo en Kuwait y empuñó una
ametralladora en la Primera Guerra del Golfo, y luego fue a las trincheras en la
guerra contra la droga.
Me reúno con Daniel en un piso anónimo y me cuenta su historia mientras
tomamos pizza y cerveza Tecate. Es un hombre fornido, viste traje y corbata, y
utiliza un vocabulario militar muy preciso, como es habitual entre los veteranos y
los polis. Pero de vez en cuando asoma la cabeza su díscola juventud y lo
sorprendo tarareando antiguas canciones punk y raperas de los años ochenta,
desde Suicidal Tendencies hasta Niggaz With Attitude. También le encanta la
película El precio del poder/Caracortada. Ayuda el tener los mismos gustos
cinematográficos que los hampones con los que tratas.
—Caracortada es la mejor película que he visto. Era el Sueño Americano,
sobre todo para un inmigrante; el sueño de llegar a Estados Unidos y triunfar.


Daniel ya sabía cosas del tráfico de drogas cuando vio El precio del poder de
pequeño, en Imperial Beach, California. Había pasado su infancia en la fronteriza
Tijuana cuando el comercio del cáñamo subió vertiginosamente en los años
setenta. En uno de sus primeros recuerdos ve a su padre invitando a casa a
desconocidos y sacar un buen fajo de dinero de un compartimento secreto que
había en una mesa de centro. A los diez años murió su madre y Daniel se fue a
Estados Unidos, a vivir con sus abuelos.
—Mi madre era muy ruda conmigo, y cuando se murió, cinco días antes de
mi cumpleaños, le guardé mucho resentimiento. Es uno de los demonios que me
ha perseguido toda la vida. He hecho muchas cosas y nunca me ha importado un
carajo.
Cambiar de casa y de país fue una dura experiencia para un niño. Daniel no
habló inglés con fluidez hasta los 14 años, y por entonces era ya un chico
problemático. Lo expulsaron de tres colegios porque se peleaba y por su mala
conducta. Tenía amigos que robaban coches o motos y pasaban droga por la
frontera, y él fumaba hierba y bebía mucho, sobre todo licor de menta y ginebra
o vodka.
—Era de los que no saben beber y estropean la fiesta. Cada vez que iba a
pelearme, rompía mi camisa. En el instituto hice mucho levantamiento de pesas
y también lucha libre. Quería fanfarronear y decir: «¿Seguro que quieres pelear
conmigo?» Era un ritual.
Consiguió terminar la enseñanza media en un instituto de San Diego. Y poco
después se alistó en el Marine Corps. Le gustó la instrucción física y dejó de
fumar marihuana. Hábil en diversos deportes, fue elegido para una unidad de
élite de los marines y se lo pasó bien en el ejército. Entonces Saddam Hussein
invadió Kuwait y ya no se divirtió tanto. Después de adiestrarse en Omán, fue a
parar a un hoyo del desierto y estuvo disparando con una ametralladora SAW a
los soldados iraquíes conforme iban saliendo de Kuwait. Seguramente mató a
muchos.
—Fue triste, porque el personal se rendía. Pero algunos resistían, sobre todo
la Guardia Republicana, y ocurrió lo que ocurrió.
»A mí se me helaron los huevos. Dijeron que iba a hacer calor, así que nos
retiraron toda la ropa de abrigo. E hizo un frío del carajo. Llovió y diluvió todo el
tiempo, y los agujeros se llenaban de agua. Fue una desgracia.»
Después de pasar cuatro años en los marines, volvió a la vida civil y llevó a su
casa parte de su desgracia bajo la forma de síndrome de la guerra del Golfo, una
enfermedad que se cree causada por la inhalación de productos químicos tóxicos
y cuyos síntomas abarcan desde las migrañas hasta los defectos congénitos en los
hijos de los veteranos de guerra. Consiguió su primer empleo gracias a su
experiencia militar y se dedicó a detener traficantes en California en una unidad
operativa del ejército. Junto con otros veteranos sobrevolaba el estado en un
helicóptero y hacía redadas en plantaciones de marihuana con un fusil
automático M16 en las manos. Muchas plantaciones estaban dirigidas por
mexicanos y se encontraban en el interior de parques y bosques nacionales; por
lo general, eran granjas grandes que llegaban a tener hasta doce mil plantas.
Durante una redada, unos matones de Michoacán les dispararon con
Kaláshnikov.
—Me estaba acercando a la plantación cuando dispararon. Saltamos del
helicóptero, nos pusimos rodilla en tierra y replicamos, pero ya se habían ido.
Esos tipos tienen huevos, están locos.
El siguiente empleo de Daniel fue en el Servicio de Aduanas. Detener
contrabandistas antes de que llegaran a la frontera. A causa de la gran cantidad
de tráfico que pasa por Tijuana-San Diego, los agentes sólo pueden investigar un
pequeño porcentaje de vehículos. Lo fundamental para Daniel y otros agentes era
saber adivinar quién era qué. Él descubrió que tenía un talento especial para
identificar contrabandistas.
—Es como un sexto sentido. Los miro y veo si la persona que conduce no
pega con el coche, o si el coche no pega con la persona. Me acerco a su cara y
pregunto: «¿Qué tal va la cosa? Si quieres pasar droga o dinero, te los voy a meter
por el culo». El problema era que yo había crecido allí y la gente de la calle me
conocía. Algunos decían: «Esto es una contradicción. En otro tiempo fumamos
hierba juntos». Bueno, en otro tiempo era en otro tiempo, ahora es ahora. Para
evitar las represalias, tuve que apartarme y trasladarme al norte.
Daniel iba acumulando éxitos con las confiscaciones de marihuana, cristales
de metanfetamina, cocaína y heroína. Los agentes de la DEA se fijaron en él y lo
invitaron a colaborar. Cuando se dio cuenta, ya era agente nacional, ganaba un
salario más elevado y realizaba investigaciones de más relieve. Su prestigio subió
como la espuma. Al principio se quedó en la frontera y lo llamaban cuando los
agentes aduaneros hacían una detención. Su trabajo era marear al contrabandista
y convencerlo de que colaborase con la DEA. Su conocimiento de la cultura de la
frontera le permitía convertir a los sospechosos en informantes.
—No necesito ser un mal poli. Sólo necesito ser quien soy porque conozco el
producto. Lo que has hecho, hecho está. Es asunto tuyo. ¿Te puedo ayudar a
salir? No puedo dar marcha atrás y borrar tu vida de mierda. Si quieres seguir
adelante, hagámoslo. Yo me presento como soy, me presento de modo que
puedo contactar con los tipos y hablarles.
»No les miento. Yo ya sé lo que hay en el coche. Sé adónde vas. O lo aceptas y
detengo a la gente que realmente manda, o te quedas un tiempo sentado encima
de esta mierda y cumples la puta condena. Si es coca, heroína o cristal, estás
jodido. Lo que se dice jodido de verdad. Pero no te preocupes. Si estás jodido, la
única forma de ayudarte es saber adónde tienes que ir. No miento en estas cosas,
todo es verdad. Si tienes cinco o diez kilos, estás jodido. Si tienes más, estás
jodido para siempre.»
Daniel convencía a los contrabandistas de que llevaran la droga hasta el punto
de entrega, seguidos por agentes. Entonces éstos tal vez podían apoderarse de
todo un almacén de droga, en San Diego o, más a menudo, en Los Ángeles. O
podían seguir vigilando a la banda y detener a toda una red de contrabandistas.
Daniel aprendió el arte de cultivar a los informantes y adiestrarlos para que se
infiltraran más en los cárteles. Conforme aumenta el contacto entre los soplones
y la DEA, los primeros pueden ser empleados para una variedad de misiones, por
ejemplo para presentar a otros infiltrados a los hampones de categoría superior.
—Los informantes son piezas clave. Pueden decir que somos colegas, decir
que fueron a la escuela conmigo durante diez años. Pueden preparar muchas
coberturas. Mientras os comportéis como tíos legales, los gánsteres se lo creerán.
También tú tienes que llegar a creértelo.
El uso de informantes es éticamente cuestionable. La DEA acaba dando
dinero a personajes dudosos, aunque es para capturar partidas de droga más
sustanciosas y a criminales de mayor importancia. En teoría, los agentes no
pueden pagar a informantes implicados en actividades delictivas. En la práctica,
sin embargo, procuran no saber en qué andan metidos los soplones. Según ellos
mismos confiesan, «esos tipos no son niños cantores». A los agentes les preocupa
también la posibilidad de que los soplones sean agentes dobles que estén pasando
información al cártel. O agentes triples. Daniel descubrió que hay que meterse en
la mente del soplón para estar seguro de que juega limpio.
—Tengo que estar seguro de que no me mienten y de que no piensan
jugármela. Nadie quiere morir por nada. No puedo permitírmelo.
»Todos los soplones son basura. Absolutamente todos. Quizás en algún
momento sean gente de fiar. Son como tipos sucios que se duchan ese día. ¿Y
entonces? Entonces son tipos limpios ese día. Pero al día siguiente vuelven a estar
sucios.
En la guerra mexicana de la droga hay dos casos notables de soplones
tramposos que han perjudicado a las fuerzas de seguridad de Estados Unidos.
Los escándalos no salpicaron a la DEA, sino al Servicio de Inmigración y
Aduanas (ICE), una agencia que forma parte del Departamento de Seguridad
Interior creado por Bush y que también ha intervenido en la lucha contra las
mafias de la droga. Los agentes del ICE infringieron las normas y contrataron a
soplones que cometieron homicidios en Ciudad Juárez. El hedor se sintió a
ambos lados de la frontera: matones en nóminas estadounidenses cometen
asesinatos en México.1
Fue un patinazo de unos malos agentes. Pero incluso los mejores agentes
tienen que correr riesgos, porque la misma naturaleza del comercio de la droga
siembra semillas de conspiración. No es como dar un golpe en un banco; aquí,
las víctimas sollozantes ayudarán a la investigación y testificarán contra los
atracadores. En el comercio de estupefacientes, hay miles de millones de dólares
circulando entre millares de personas. No hay víctimas de libro, sólo
consumidores callejeros que toman su dosis voluntariamente y no tienen la
menor idea de quién la mueve. Así que los funcionarios antidroga han de
infiltrarse en la industria mediante soplones y agentes secretos. Tienen que
entrar en el juego del espionaje.


Después de dos años y medio trabajando con contrabandistas en la frontera, los
funcionarios de la DEA vieron que Daniel tenía un gran potencial. Tenía las
cualidades idóneas para trabajar clandestinamente al sur del Río Grande: era
mexicano, un tipo duro, espabilado, ex marine y con buenos antecedentes. Así
que lo enviaron a la academia en la que los agentes aprenden a hacer trabajo
clandestino; fue un cursillo de dos semanas.
—En dos semanas no aprendes una mierda. No tienes ni puta idea de nada.
Es sólo porque lo indica el protocolo, y aun así únicamente para decir que
estuviste. No aprendes más que lo que las calles te enseñarán sobre la marcha.
Con autorización para realizar trabajo clandestino, Daniel se puso a indagar
sobre las grandes operaciones de tráfico internacional. Voló al paraíso rico de
Centroamérica, que estaba lleno de empresarios y criminales de todo el planeta,
discotecas deslumbrantes, casinos fabulosos, prostitutas de lujo, y todo en un
sofocante clima tropical. Como casi todos los casos importantes, éste empezó por
un soplón, un colombiano que había heredado de su padre una agencia de
transportes. El hombre presentó a Daniel a traficantes de primer orden y
cimentó la relación en el terreno.
Los modernos traficantes de drogas contratan a independientes para llevar a
cabo gran parte de sus operaciones de transporte. Les ahorra el engorro de poseer
muchos barcos y aviones y reduce la cantidad de personal propio que toca el
producto. Todo esto contribuye a formar la variada estructura de los cárteles, que
por eso resultan más difíciles de abatir que las organizaciones omnímodas.
Daniel se hizo pasar por un transportista independiente que hacía servicios
con su barco y ofreció un precio fijo por tonelada de cocaína. La idea era ésa, que
los traficantes confiaran una gran cantidad de droga a una embarcación
controlada por la DEA, que además recibiría una buena cantidad de dinero.
Cuando se analiza parece una operación muy sencilla, pero a una escala tan
brutal que a los gánsteres ni se les había ocurrido.
Para resultar persuasivo, Daniel tuvo que mentalizarse hasta saber representar
bien su papel de traficante de drogas independiente, hasta que fuera su otro yo.
Me enseña una foto en que aparece caracterizado como tal. Tiene el pelo largo,
sujeto en la frente con una cinta, y tiene en los ojos una expresión salvaje.
—Me inventé otro yo, pero era muy realista, para no cagarla. La diferencia
entre este tipo y yo —chasca los dedos—... Podría ser yo ahora mismo. Ése es el
problema. Tiene mucho de mí. Me crié en tal ambiente que no me cuesta nada.
La gente me pregunta: «¿Te vas a poner en situación?» ¿Qué situación? Este
cabrón soy yo.
Daniel tomó una suite grande en un hotel del Casco Viejo de Panamá en el
que paraban todos los traficantes. También iba a los mejores clubes de
espectáculos porno y se dejaba ver repartiendo dinero. Todo para resultar
convincente. (La DEA se hacía cargo de las facturas del hotel, pero el dinero que
se dejaba en los puticlubes salía de su propio bolsillo.) Iba y venía de Panamá
varias veces al mes, consolidando relaciones con traficantes. Coincidía con ellos
en restaurantes de lujo. Primero conoció a uno, luego a dos, luego a cuatro. Llegó
un momento en que estuvo sentado a la mesa con ocho traficantes colombianos.
—Es un poco preocupante, porque hay muchos ojos que te miran. Rompí el
hielo hablando de un partido de fútbol. Entiendo bastante de fútbol; me gusta el
Arsenal y me gusta el Boca Juniors, y estuvimos hablando durante horas. Son
muy ansiosos y van detrás del dinero.
»A mí me gusta sentir que me corre la adrenalina, y en esta clase de aventuras
se siente un montón. Ser agente secreto es muy emocionante porque no sabes
qué va a pasar, si vas a regresar o no.»
Daniel se estaba acercando. Pero el trabajo le estaba costando caro. Empezó a
perder su identidad, a perderse en el mundo de lujo de los traficantes
colombianos, con su séquito de mujeres exuberantes. ¿Quién era él en realidad?
¿El poli de la secreta o el traficante? Cada vez que iba a reunirse con sus nuevos
amigos le entraba el pánico. ¿Y si se confundía y dejaba ver quién era realmente?
Algo que lo ayudaba a mantener los pies en el suelo, dijo, era un disco del
productor neoyorquino Moby que contenía pistas con un ritmo profundo y
melancólico.
—Escuchaba esa canción y me sentía muy animado. Así es como encontraba
la motivación dentro de mí y sacaba toda la energía y la adrenalina que
necesitaba para hacer lo que tenía que hacer. Tomaba un taxi en el hotel y me iba
a ver a los malos, y sabía que tenía que ir allí y ganar. Eso es lo único que tenía
que hacer. Tenía que ir allí y engañarlos, convencerlos de que yo era quien decía
que era.
»Nunca apartaba los ojos de ellos, nunca bajaba la mirada. Era muy
contundente y taxativo en lo que decía. Cuando pienso ahora en mi forma de
comportarme, también yo me lo habría creído. Era muy incisivo, hablaba de un
modo cortante e iba al grano. Tenía una expresión que decía: “Si me jodes, te
machaco”.»
Fue entonces cuando estrenaron Corrupción en Miami; con la misma trampa
que Daniel estaba fraguando. Cuando la vio, sintió la tentación de tomar las de
Villadiego. Pero se mantuvo firme. Y por suerte parece que los colombianos no
vieron la película.
Por fin llegó el día del acuerdo. Los colombianos se tragaron su historia y le
entregaron cerca de cuatro toneladas de cocaína y una maleta con dinero. La
droga se trasladó al carguero de diez metros de eslora que se utilizaba para la
instalación de cable submarino. Tenía combustible suficiente para llegar a
España. Los colombianos pusieron a bordo a un tipo al cuidado del alijo, y
además estaban Daniel y la tripulación. El carguero surcó las aguas. Y entonces
—bang— apareció la Marina y se quedó con todo. Daniel se había apoderado de
mercancías que en la calle valían cientos de millones de dólares.
Panamá era territorio quemado. Pero hubo otro trabajo que dejó a Daniel una
cicatriz más profunda: fue cuando representó una farsa idéntica para cazar a
unos traficantes mexicanos.
La trampa se tendió en una ciudad de la frontera de México con Estados
Unidos. Daniel estableció los contactos con una importante red de
contrabandistas. Ofreció un camión para introducir drogas en Estados Unidos.
La idea era apoderarse de las drogas, del dinero y de todos los maleantes en el
almacén al que debía dirigirse el camión.
Su principal contacto era un estudiante de derecho de unos 25 años. El joven
colaboraba con los traficantes para pagarse los estudios. Iba a licenciarse al cabo
de seis meses. El estudiante se creyó el cuento de Daniel y contrató sus supuestos
servicios de transporte. Sin darse cuenta, puso la mercancía de sus jefes en manos
de la DEA.
Ya decomisada la droga, Daniel recibió un telefonazo del estudiante. El cártel
lo había tomado como rehén y lo tenía prisionero en una casa hasta que se
entregase la droga.
—Me llamó y me suplicó que le salvara la vida desde un teléfono en una
habitación donde oí que le estaban dando una paliza de muerte. Lo
desmantelamos todo, entregamos la droga, detuvimos a la gente que tenía que
recogerla. Pero no volví a verlo [al estudiante]. Encontraron su coche y su
billetera en la calle.
Unos días después recibió una llamada de los padres del estudiante. Habían
encontrado el teléfono del hijo y visto el teléfono de Daniel. Y llamaban para
saber dónde podían encontrar el cadáver de su hijo.
—Los padres me preguntaron si sabía dónde estaba, para darle un entierro
decente. Una cosa así te pone con los pies en la tierra. Hace que te sientas una
basura, porque ¿y si se tratara de tu propio hijo? Quieres tanto a tu hijo que lo
sacarías del agujero donde estuviera. Creo que aquello me despertó, como si me
preguntara: «¿Qué coño estás haciendo? Estás matando gente. Estás empujando a
la gente al desastre».
Daniel empezó a sentir dudas. Pidió permiso para dejar las misiones secretas
y volver a ser un agente normal, al menos durante una temporada. Unos meses
después nos reunimos para tomar pizza y cerveza.
—Me corté todos los pelos. Quería un cambio. Quería dejar de ser el que
había sido.


Los agentes de la DEA, entre ellos Daniel, adiestran a sus homólogos mexicanos
para las operaciones antidroga. Es parte de la Iniciativa Mérida. Washington ha
llegado a la conclusión de que la clave para restablecer el orden en México es
fortalecer las instituciones policiales del país. Estados Unidos puede ofrecer una
experiencia de décadas de lucha contra la droga cuya culminación es la red de
agentes secretos como Daniel. Con ayuda de los policías estadounidenses se
espera que México esté en condiciones de machacar a los cárteles.
Desde este punto de vista, se presenta a Colombia como un triunfo cuyo
proceso debe seguir México. Colombia tenía unos cuerpos y fuerzas de seguridad
débiles y corruptos a principios de los años noventa; la criminalidad de la droga y
la guerra civil lo convirtieron en el país con más violencia en el mundo. Gracias
al Plan Colombia, sin embargo, el dinero y la experiencia estadounidenses
ayudaron al país a formar una policía y un ejército temibles. La Policía Nacional
colombiana cuenta ahora con 143.000 agentes y docenas de aviones, helicópteros
y armas pesadas en una fuerza unificada. Su brigada de estupefacientes tiene un
elevado porcentaje de triunfos en la detención de traficantes. Para ver el futuro
de la seguridad interior mexicana, hay que fijarse en Colombia.
La Policía Nacional colombiana basa su estrategia antidroga en el uso de
informantes que hace la DEA. En realidad, han perfeccionado la técnica.
Disponen de amplios recursos para dar a los informantes recompensas tan
elevadas que les permitan vivir holgadamente el resto de su vida con una sola
delación. El Gobierno también trabaja para convencer a la comunidad de que
denunciar a los maleantes es un gesto de civismo y no un acto deshonroso. A raíz
de las detenciones, afirman los funcionarios, «el Gobierno felicita a los valientes
que han dado información que ha permitido esta detención», o algo parecido.
Los que denuncian son héroes, alegan, no sapos.
Quise ver más de cerca cómo usa Colombia el trabajo de los informantes. Así
que en el curso de una visita a Bogotá el fotógrafo alemán Oliver Schmieg me
presenta a un contacto de confianza de la brigada de estupefacientes de la Policía
Nacional colombiana, un agente cuyo nombre en clave es Richard. Cuando
llamamos a Richard, dice que en aquel mismo momento va a ver a un
informante. Pero no debemos preocuparnos, añade: podemos ir con él y encima
hablar con su confidente.
Acudimos al encuentro, que se celebra en un club de policías y militares de un
elegante barrio bogotano. Estos clubes están por todo el país y son un incentivo
que contribuye a fortalecer la moral de las fuerzas de seguridad. Uno de los
problemas más graves de la policía mexicana es su baja moral, así como una paga
exigua y un catastrófico índice de muertos y heridos. En cambio, en los clubes de
la policía colombiana hay piscinas, campos de fútbol y restaurantes.
Encontramos a Richard sentado a una mesa y tomándose un café. A su derecha
hay otro agente y a su izquierda dos confidentes. Tomamos asiento para asistir a
una velada simpática: dos periodistas, dos estupas y dos soplones.
Richard es un cuarentón amable de pelo largo y negro. Viste una cazadora de
cuero beis. Con su actitud consigue que los que estamos a la mesa nos sintamos a
gusto, como si fuera una reunión cotidiana. El confidente que lleva la voz
cantante es un sinvergüenza delgado y de piel pálida que viste unos tejanos muy
sucios. Trabaja en un laboratorio de cocaína en una zona de la selva controlada
por paramilitares derechistas. Ahora bien, estos mismos gánsteres le compran la
cocaína a guerrilleros izquierdistas. Richard aprovecha la ocasión:
—Ya ven cómo están las cosas: ahora los malos trabajan juntos. Todo por el
vil metal.
Colombia, al igual que México, nos dice, se enfrenta en realidad a una
insurgencia criminal, no a una insurgencia ideológica.
Richard invita al confidente a que describa todas las partes del laboratorio
para que la policía pueda tomarlo. Le pregunta dónde están apostados los
pistoleros, dónde se depositan las armas, dónde se encuentra el generador, qué
vehículos tienen. Necesita saberlo todo para que no haya sorpresas cuando vaya
una unidad de ataque. Son datos que no se consiguen con las imágenes vía
satélite. Tienen que comprarse.
El confidente dice que en el laboratorio hay entre 60 y 80 hombres. Utilizan
camionetas Toyota y hay francotiradores con Kaláshnikov. Richard apunta todos
los detalles en un cuaderno de bolsillo y transmite la información por un teléfono
móvil. Unos minutos más tarde recibe una llamada y sonríe con satisfacción.
—Misión autorizada —dice al confidente—. Trato hecho.
Si todo sale según el plan, añade, el confidente cobrará decenas de miles de
dólares.
—En este trabajo, el informante necesita mucho dinero para llevarse a su
familia a vivir a otra parte. Tienen que rehacer su vida con lo que les demos.
Podemos hacer que se sientan orgullosos de su colaboración, pero el incentivo
principal es el dinero.
Aunque éste podría ser el balance final, Richard tiene una relación
asombrosamente amistosa con sus confidentes. Ríe, bromea y comenta asuntos
familiares privados. Volviéndose hacia mí, me explica el porqué de este trato.
—Tenemos que fomentar la amistad en este trabajo, porque tenemos que
confiar los unos en los otros. Si alguien es leal y trabaja bien, es porque confía en
ti. A un informante le puede costar confiar en mí, y a mí confiar en él, así que has
de construir esa confianza.
Richard procede de un tosco pueblo del norte de Colombia y se alistó en la
policía para salir de la pobreza. Lleva ya veintiún años en el cuerpo, sobre todo en
la brigada de estupefacientes. Durante ese tiempo ha visto los cambios que se han
producido en las fuerzas de seguridad. La compra sistemática de información,
dice, es una parte fundamental del cambio. Es uno de los agentes que mejor
negocia con los informantes. En la actualidad tiene contacto con unos
doscientos.
—Lo más importante es la información. Si tienes las fuentes, si tienes la
información, entonces puedes atrapar a cualquier traficante del planeta.


El empleo de delatores al estilo colombiano se está importando en México a gran
escala. Aunque pagar a confidentes estuvo prohibido durante mucho tiempo, el
Gobierno Calderón introdujo un importante sistema de recompensas. En 2010 y
2011 estos pagos fueron decisivos para localizar a una red de traficantes de
mayor cuantía, que acabaron detenidos o abatidos. El uso de confidentes es una
de las principales razones por las que el Gobierno Calderón ha podido echarle el
guante a tantos delincuentes de alto nivel, para alegría de los agentes
estadounidenses. Si pensamos en el futuro de la guerra contra la droga, es
probable que se incremente el uso de confidentes, dinámica que aumentará la
vulnerabilidad de los jefes.
Los individuos que más saben de las operaciones de la droga son los
ejecutivos gansteriles de alto nivel: los lugartenientes, los segundones y los
propios capos. Así que cuando las fuerzas del orden detienen a estas buenas
piezas, les sacan toda la información que pueden. De este modo se ponen por
delante y capturan más cargamentos, laboratorios y personal implicado.
En los años noventa, los colombianos llegaron a la conclusión de que estos
archicriminales planteaban menos problemas si se extraditaban a Estados
Unidos. Así que gran parte de la extracción de información se efectúa allí, en
forma de tratos y negociaciones. El alto narcoabogado Gustavo Salazar —que
representó a Pablo Escobar, a otros veinte capos y a cincuenta lugartenientes—
me explicó cómo se realizan las negociaciones cuando nos reunimos para charlar
en un café de Medellín: «Yo trato con los señores de la droga todos los días. Son
esos gánsteres terribles de que se habla. Pero cuando los detienen, se vuelven
como niños asustados. Tienen miedo. No quieren pasar encerrados y aislados el
resto de su vida. Así que hacen tratos.
»Cuentan a los agentes dónde tienen algunas cuentas bancarias y
determinados bienes. Y dan nombres y rutas de otros traficantes. A cambio, los
envían a cárceles más cómodas o les reducen la condena.»
Todo el mundo sabe que a los tribunales estadounidenses les encanta que
abogados y fiscales negocien las condenas. Y también les encanta apoderarse de
los bienes de los traficantes de drogas. Los principales capitostes tienen cuentas
con docenas de millones de dólares o más.
Los tratos con los traficantes se han hecho públicos en diversas ocasiones.
Entre los gánsteres colombianos que hicieron un pacto, está Andrés López, un
capo del cártel del Norte del Valle. López delató a otros miembros de su
organización, que a su vez también cantaron. López escribió un libro sobre todo
aquello y lo tituló El cártel de los sapos; basándose en él, una televisión
colombiana realizó un serial que tuvo mucha audiencia.2 López, que por lo visto
fue puesto en libertad, escribió otro libro en colaboración y ahora vive en Miami,
en el lujoso mundo de las estrellas de los culebrones latinoamericanos, y sale con
algunas actrices mexicanas famosas.
También México ha aumentado las extradiciones de narcocerebros a Estados
Unidos. Los tratos que negociaban los cerebros colombianos y los tribunales
estadounidenses se negocian ahora con los capos mexicanos.
El trato más notable hasta la fecha fue el del señor de la droga Osiel Cárdenas,
fundador de los Zetas. Osiel fue extraditado en 2007 y negoció con las
autoridades estadounidenses durante los tres años siguientes. Los detalles del
pacto resultante no se hicieron públicos al principio. Pero al final se conoció una
parte sustanciosa gracias a las averiguaciones de Dane Schiller, del Houston
Chronicle. Osiel Cárdenas no fue enviado al tórrido desierto de Colorado y
encerrado con Juan Ramón Matta Ballesteros, artífice del trampolín mexicano.
Osiel fue enviado a un presidio de seguridad media de Atlanta, donde puede ir a
comer, a la biblioteca, y tiene tiempo de recreo. Y a diferencia de Matta, no ha
sido condenado a varios siglos de encierro. En principio saldrá en libertad en
2028. A cambio, los agentes se apoderaron de bienes valorados en 32 millones de
dólares y Cárdenas facilitó información sobre traficantes que eran antiguos
aliados suyos. Es seguro que estos datos tienen que ver con muchas detenciones
masivas de Zetas en 2010 y 2011.3
Es probable que el futuro de la guerra mexicana contra la droga esté jalonado
por muchos tratos como éste. Puede que se produzcan negociaciones parecidas
en el caso de otros traficantes mexicanos buscados en Estados Unidos, como
Benjamín Arellano Félix, Alfredo Beltrán Leyva y —si alguna vez lo capturan—
el propio Chapo Guzmán.
Este método tiene defectos evidentes. Puede tomarse por un mal ejemplo que
los grandes criminales hagan tratos para salir antes. Es poco edificante que una
trayectoria criminal finalice con el malo de la historia ligando con guapas
estrellas de culebrón. La lista de traficantes de drogas que han acabado siendo
ricos y famosos es larga.
La confiscación de bienes también es polémica. Los agentes estadounidenses
acaban invirtiendo narcodinero negro. Dicen que están consiguiendo capital
para el Tío Sam, pero una vez más estamos ante la paradoja de que se cosechan
los beneficios de la venta de cocaína y heroína. Cuando los agentes sacan dinero
al detener a los traficantes, hay un incentivo añadido para que no se acabe la
guerra contra la droga.
No obstante, quedan realmente fuera de juego cuando se ha extraditado a los
capos y ha habido negociaciones con ellos. El mayor beneficio, alegan los
agentes, es utilizarlos para atrapar a más maleantes. Es el imperativo
fundamental de los guerreros antidroga: seguir confiscando, seguir deteniendo.


Pero por muchos traficantes que detenga la policía, los chicos buenos siguen
teniendo un problema gordo: que siempre hay otros malos que sustituyen a
aquéllos. Es una de las críticas fundamentales que se hacen a la guerra contra la
droga: que no se puede ganar. Mientras esté por medio el incentivo del dinero,
habrá maleantes dispuestos a pasar estupefacientes de contrabando.
Este argumento viene avalado por abundante experiencia histórica. Richard
Nixon fue el primero que declaró la guerra a la droga y se expresó en términos
absolutos pidiendo «la completa aniquilación de los comerciantes de la muerte».4
Cuarenta años después nadie se atreve a ser tan optimista. El objetivo ha
cambiado: ahora se trata de controlar los daños. Si no estuviéramos aquí, afirman
los guerreros antidroga, la situación sería mucho peor.
La experiencia colombiana es un clásico ejemplo de esta paradoja. La policía
colombiana ha mejorado mucho en el tema de la detención de traficantes, pero
hay multitud de indicios de que la cantidad de cocaína que sale del país andino
no ha variado gran cosa. La policía fumiga plantaciones, hace redadas en
laboratorios, captura submarinos, encarcela a capos. Y otros maleantes plantan
más coca, construyen otros laboratorios y embarcan el nuevo producto en
motoras. ¿Qué ha conseguido Colombia realmente? Planteo la pregunta al jefe de
la oficina andina de la DEA, Jay Bergman, que me da una respuesta convincente.
Combatiendo a los traficantes, dice, su capacidad para poner en peligro la
seguridad nacional se ha reducido considerablemente.
«Pensemos en Pablo Escobar. Este tipo voló un avión de pasajeros, jefaturas
de policía, financió guerrilleros para que mataran a jueces del Tribunal Supremo
e hizo que mataran al principal candidato a la presidencia de Colombia. En la
actualidad no hay en Colombia ninguna organización con capacidad para
enfrentarse cara a cara con el Gobierno, ninguna que pueda amenazar la
seguridad nacional. Con cada generación de traficantes que aparece se reduce su
poder.
»Pablo Escobar duró quince años. Los cerebros que hay ahora duran quince
meses por término medio. Te nombran cerebro de aquí y ya estás sentenciado. El
Gobierno de Colombia y el Gobierno de Estados Unidos no permitirán que
ningún traficante dure lo suficiente para convertirse en una amenaza factible.»
Desde este punto de vista, la lucha contra la droga puede verse como un
martillo gigante que no deja de golpear. Si un gánster se vuelve demasiado
poderoso, el martillo lo machaca. Esto se llama decapitar el cártel, arrancarle la
cabeza a la banda. Los malos de la historia están controlados. Pero el comercio de
la droga continúa, y la guerra también.


Los militares mexicanos y los agentes estadounidenses están aplicando en
México la táctica de la decapitación del cártel. Ya han quitado de en medio a
Beltrán Leyva, el Barbas; a Nazario, el Más Loco, y a Antonio Cárdenas, alias
Tony Tormenta. La lista de golpes ha sido impresionante. Pero ¿golpeará el
martillo a los cárteles con fuerza suficiente para que dejen de ser una amenaza
para la seguridad nacional? Los agentes antidroga aducen que ya hay indicios de
que será así. Con todas las detenciones, los cárteles se están debilitando, dicen. La
violencia es una reacción a los ataques y un signo de desesperación por parte de
los criminales. México verá el fin de la lucha. Puede que tengan razón.
Pero la dinámica de los cárteles mexicanos no ha evolucionado igual que la de
los colombianos. México tiene siete grandes cárteles —Sinaloa, Juárez, Tijuana,
La Familia, Beltrán Leyva, el Golfo y los Zetas—, así que es difícil decapitarlos a
todos a la vez. Cuando dirigentes como Osiel Cárdenas salen de escena, la
organización correspondiente se vuelve más violenta porque los lugartenientes
rivales luchan para hacerse con la corona. Los grupos como los Zetas y La
Familia también se han vuelto poderosos, más por su denominación de origen
que por la reputación de sus capos. Aunque detuvieran al jefe de los Zetas,
Heriberto Lazcano, el Verdugo, los Zetas seguirían siendo probablemente un
ejército temible.
Se debiliten los cárteles o no, todo el mundo está de acuerdo en que México
necesita sanear su policía para seguir adelante. Nadie cree que el progreso
consista en que los agentes corruptos se disparen entre sí y trabajen para
distintos capos. Obviamente, es mucho más fácil hablar de la reforma de la
policía que llevarla a cabo. Los presidentes mexicanos vienen hablando del tema
desde hace años, proceden a hacer limpieza, reorganizan las fuerzas, pero
siempre aparecen más unidades corruptas. Un problema fundamental es que hay
muchos cuerpos de seguridad. México tiene varios organismos ejecutivos de
nivel nacional, 31 gobiernos estatales y 2.438 cuerpos de policía municipales.
Sin embargo, Calderón presentó en octubre de 2010 un proyecto de ley que
podría modificar radicalmente la policía. Era una propuesta polémica para
absorber todos los cuerpos de policía en uno solo, como ocurre en Colombia.
Supone una reforma colosal con una elevada cantidad de problemas técnicos.
Pero una reforma así podría ser un factor clave para alejar a México del abismo.
Aun en el caso de que las drogas acabaran legalizándose, un solo cuerpo de
policía constituiría un mecanismo más eficaz para combatir otros delitos del
crimen organizado, por ejemplo los secuestros.
La iniciativa tiene muchos críticos. Algunos arguyen que sólo conseguiría
facilitar la corrupción. Pero incluso eso sería bueno para la paz. Los policías
corruptos estarían al menos en el mismo lado en vez de pegarse tiros entre sí.
Otros alegan que un cuerpo todopoderoso sería autoritario. Es posible. Pero un
cuerpo así siempre estaría controlado por un Gobierno democrático. La red de
los diferentes cuerpos de policía funcionaba en otro tiempo porque un partido lo
dirigía todo. En democracia, esta organización necesita una reforma. Si una
causa fundamental de la descomposición de México ha sido la fragmentación del
poder gubernamental, la unificación de la policía bajo un solo mando podría
representar un paso adelante. Parte de los problemas básicos y de las soluciones
radica en las instituciones de México.
14

Expansión

Se ha dicho que discutir la globalización es como discutir la ley de la


gravedad.

KOFI ANNAN, secretario general de la ONU, 2000

N o fue la pobreza lo que impulsó a Jacobo Guillén a vender crack y


metanfetamina en su barrio del este de Los Ángeles; no tenía problemas para
conseguir trabajo en restaurantes o concesionarias de vehículos, y ganaba dinero
suficiente para salir adelante. La causa tampoco fue una familia rota; sus padres
estaban juntos, trabajaban y le estimulaban. Simplemente, le gustaba la golfería.
—Me gustaba vivir a lo loco. Me gustaba colocarme. Me gustaba la idea de
conseguir diez mil dólares en un par de horas. Y me gustaba la adrenalina que
me producía saber que querían chingarme. No me preocupaba por nada.
»No hay nadie a quien echar la culpa, sólo a mí mismo. Mis hermanos y
hermanas se hicieron médicos, contables y todo eso. Yo soy el único que la
cagó.»
Jacobo está pagando caras sus equivocaciones. Nació en el estado de Jalisco,
aunque creció en California. Fue detenido en Los Ángeles con una bolsa de
metanfetamina, fue encarcelado y luego deportado. Los agentes de la frontera lo
echaron por la puerta de Tijuana y le dijeron que no volviese. Estaba en un país
desconocido, sin dinero, y hablaba el español macarrónico de Los Ángeles. Había
sido extranjero en California, pero aún se sentía más extranjero en México. Sin
embargo, tenía una habilidad rentable: pasar droga. No tardó en aparecer en una
esquina de Tijuana ofreciendo cristales de metanfetamina.
—En México necesitaba vender droga para sobrevivir. Pero era mucho más
jodido y peligroso que en Los Ángeles. Aquí hay una auténtica mafia con la que
debes tratar. Y hay gente que está muy loca. Nada más llegar aquí un tipo me
apuñaló. Seguí con vida, seguí vendiendo y fumando cristal. Luego otros tipos
me sacaron una pipa mientras les vendía y quisieron dispararme. Tampoco morí
esta vez de milagro, porque la pistola se encasquilló. Entonces me di cuenta de
que tenía que parar. Tenía que alejarme de la droga y de las pandillas.
Me cuenta esta historia dos meses después de que se encasquillara
milagrosamente la pistola. Nos encontramos en un centro de rehabilitación de
drogadictos de Tijuana, dirigido por cristianos evangélicos, donde Jacobo se está
desintoxicando. Tiene 25 años, cabeza rapada, cara redonda y mofletuda, manos
gordezuelas. De acuerdo con el espíritu de la rehabilitación cristiana, lleva una
camiseta negra con una inscripción que dice: «SOY DE LA PANDILLA DE JESÚS».
También escucha rap evangélico y me pone unas canciones que tiene en su
teléfono móvil. Algunas son en español, aunque él prefiere las que están en
inglés, hechas por raperos de Los Ángeles. Vivir en Tijuana le ha obligado a
mejorar su español de un modo espectacular, pero se sigue sintiendo más
cómodo cuando habla en inglés, ya que su corazón está en Los Ángeles.


Fruto de una cultura transfronteriza, Jacobo es uno de los muchos eslabones que
unen la cadena del narcotráfico en México y la cadena de la distribución en
Estados Unidos. Ha vendido metanfetamina en Tijuana y en Los Ángeles. Ha
pasado droga por la frontera, ha cruzado a pie el desierto de California con
mochilas llenas de marihuana. Para traficar ha hecho tratos con personajes del
crimen organizado de ambos lados de la línea divisoria.
Pero aunque la trayectoria vital de Jacobo ejemplifica la relación de los dos
mundos, muestra asimismo que dicha relación es tenue. Como descubrió
dolorosamente, las reglas son distintas en ambos países. El poder a uno y otro
lado de la frontera está en manos de jefes y organizaciones distintos. Y la actitud
de los gánsteres hacia la policía y el Gobierno cambia radicalmente en cuanto se
cruza el Río Grande.
Estos bruscos contrastes podrían ayudarnos a ver el aspecto que tendrá el
futuro del narcotráfico. Un tema central de las perspectivas de los gánsteres
mexicanos es su expansión hacia el otro lado de la frontera, pues los hampones
del cártel se están afincando en todo el hemisferio occidental y a orillas del
Atlántico. Algunos temen que el narcotráfico acabe siendo una potencia global.
Pero ¿qué forma adoptará en los demás países? La experiencia demuestra que los
cárteles saben adoptar formas distintas en los distintos lugares donde echan
raíces.
Los cárteles mexicanos han crecido, con la misma ampliación lógica que otras
entidades en el capitalismo. El pastel ha crecido, lo cual permite ganar más
dinero y que aquél siga creciendo. Los cárteles mexicanos, después de reemplazar
a los colombianos y convertirse en las organizaciones criminales más grandes de
América, se han introducido en otros países. No sólo se están abriendo paso en
los débiles estados centroamericanos, así como en Perú y Argentina. También
circulan informes sobre su poder adquisitivo en los frágiles estados africanos, sus
negociaciones con la mafia rusa, incluso sobre su papel en el abastecimiento de
droga a los traficantes de Inglaterra. Pero la expansión que más preocupación ha
despertado es la que se produce en Estados Unidos.
La capacidad del cártel para exportar a Estados Unidos es un tema candente.
Los análisis sobre el avance de los narcotraficantes mexicanos hacia el norte han
inflamado, por lo general sin razón alguna, el debate sobre la inmigración. El
frente xenófobo habla de los trabajadores mexicanos como si fueran un ejército
invasor; y todos ven a los obreros sin papeles como espías potenciales de los
cárteles, que utilizan a las comunidades de emigrantes para ocultar a sus agentes
secretos. La guerra mexicana contra la droga, aducen, es un motivo más para
militarizar la frontera. Los habitantes de los estados fronterizos se indignan por
la posibilidad de que el drama se desborde y los alcance. Si los hampones
decapitan en Juárez, dicen con inquietud, ¿cuánto tiempo transcurrirá hasta que
corten cabezas en El Paso? ¿Es contagiosa la enfermedad mexicana?
En México se argumenta invirtiendo los términos. Una queja frecuente en
boca de políticos y periodistas es que no se detiene a suficientes peces gordos en
el norte. ¿Por qué no sabemos nada de los capos en Estados Unidos?, preguntan.
¿Cómo es que ciertos perseguidos por la justicia mexicana viven tranquilamente
al norte de la frontera? ¿Por qué se ha incitado a México a declarar la guerra a la
droga mientras ésta circula libremente por los cincuenta estados de la Unión?


Los cárteles mexicanos operan sin duda en todo Estados Unidos. En suelo
estadounidense se han producido asesinatos claramente relacionados con ellos.
Pero la violencia de México no ha invadido el norte. En 2011, después de cinco
años de devastación gansteril al sur del Río Grande, la guerra en cuanto tal sigue
sin cruzar la frontera.
Las cifras apoyan este enfoque. Según el FBI, las cuatro grandes urbes con
menor índice de delitos violentos son precisamente San Diego, Phoenix, El Paso
y Austin, que son ciudades de estados fronterizos. Mientras en 2010 había más de
tres mil asesinatos en Juárez, que está a un tiro de piedra de El Paso, en esta
ciudad sólo hubo cinco homicidios, la cantidad más baja en los últimos veintitrés
años. Más al oeste tenemos Nogales (Arizona), una urbe que se alza en el límite
mismo del estado mexicano de Sonora, un territorio clave del cártel de Sinaloa,
en el que no ha dejado de haber tiroteos y montones de cadáveres decapitados.
Pues en 2008 y 2009 no hubo ni un solo homicidio allí. En general, el delito se
redujo en Arizona en un 35 por ciento entre 2004 y 2009, precisamente cuando
estalló la guerra de la droga.1
Los policías estadounidenses tienen una explicación para esta paradoja: ellos.
Mientras los cárteles atacan y sobornan a la policía mexicana, los delincuentes de
Estados Unidos evitan a la policía todo lo que pueden. Como dice el sargento
Tommy Thompson del departamento de policía de Phoenix:

Los cárteles quieren mover la droga por Estados Unidos y ganar dinero
aquí. La policía representa un obstáculo. La mejor táctica de los gánsteres
es llamar poco la atención y alejarse del radar de la policía. Si cometen un
homicidio, la policía caerá sobre ellos. Si atacan a los propios agentes, las
autoridades se subirán por las paredes. Y es dificilísimo sobornar a los
agentes en Estados Unidos.


Los policías estadounidenses tienen buenas razones para hablar así; nadie duda
que son mejores que sus colegas mexicanos en indicar a los maleantes cuál es su
sitio. Pero, por muy duros que sean, no deja de ser significativo que los cárteles
mexicanos no hayan librado guerras de territorio en suelo estadounidense. A fin
de cuentas es su tierra de promisión y el cielo de donde les llueve el maná de los
dólares en negro. Si los capos pelean por Ciudad Juárez, ¿por qué no pelean por
los miles de millones que se gasta en drogas en Nueva York?
Esto puede explicarse siguiendo el rastro de las drogas. El agente de la DEA
Daniel ha seguido cargamentos de cocaína, heroína, cristal y marihuana desde
Tijuana al interior de Estados Unidos. Engañaba a los contrabandistas, de modo
que podía seguir el rastro de la droga hasta los almacenes estadounidenses y
hasta los puntos de distribución. Gran parte del material se ramificaba en San
Diego e iba a parar a casas esparcidas por todo Los Ángeles. Estos escondrijos
son por lo general casas alquiladas en las que hay pocos muebles, montones de
droga y matones vigilándolas. Desde aquí, según averiguó Daniel, la mercancía
podía ir a cualquier parte del país.

A partir de Los Ángeles se fracciona y se dispersa. Puede ir al Medio
Oeste, a Minnesota o a Dakota del Sur. Pero también puede ir
directamente de L.A. a Nueva York, o a Boston, o a Chicago. ¿Por qué?
¿Por qué cree usted? Porque en Los Ángeles un kilo de cocaína podría
valer dieciocho de los grandes. Cuando llegue a Nueva York, valdrá
alrededor de veinticinco. Siete mil de beneficio.

En otras palabras, una vez que llega a Estados Unidos, la droga se mueve por
una complicada red de rutas que abarca todo el país. Nueva York recibe los kilos
de cocaína que han circulado por Tijuana, que han pasado por el cártel de
Arellano Félix, y también ladrillos de cocaína que han pasado por el territorio del
cártel de Juárez y de los Zetas. Los agentes trazan algunos mapas de estos pasillos,
pero parecen nudos de espaguetis y todos los caminos llegan a Nueva York.
Todas las bandas venden sus productos en la Gran Manzana y ninguna afirma
que es su territorio. No es territorio de nadie, aunque es de todos. Y la insaciable
sed de droga de los neoyorquinos convierte la zona en un mercado con extensión
suficiente para mantener esta situación.
Dentro de la red, Los Ángeles es un eje, un importante centro de
redistribución. Parece que los otros ejes fundamentales son Houston (Texas) y
Phoenix (Arizona). Estos centros tienden a recibir droga de los cárteles que
controlan las ciudades fronterizas más cercanas: en Los Ángeles habrá más droga
del cártel de Tijuana, y en Houston más mercancía de los Zetas. Pero no hay
ningún indicio que sugiera que estos cárteles hayan impuesto su monopolio en
estas ciudades. Ni en Los Ángeles ni en Houston se ha visto un nivel significativo
de violencia vinculado con la guerra de cárteles de México. Parece que, una vez
que llega la droga a Estados Unidos, los traficantes ya no se preocupan por quién
más la vende. El conflicto monopolista y toda la violencia se quedan en el lado
mexicano de la frontera.


Una excepción podría ser Phoenix, donde en los últimos años se han producido
secuestros relacionados con la droga. Ciertos comentaristas denuncian que esto
demuestra que la guerra de la droga está arraigando en Estados Unidos. En 2008
hubo 368 secuestros, cifra que convirtió a Phoenix en la ciudad del rapto del
país.2 En México corren rumores de que el cártel de Sinaloa ha reclamado
Phoenix como propiedad exclusiva. La ciudad está a 250 kilómetros de Sonora,
que es el estado fronterizo que controla la mafia sinaloense.
Recorrí la tórrida ciudad de Phoenix en busca de las casas donde habían
tenido lugar los secuestros. Casi todas son grandes bungalós situados en barrios
predominantemente mexicanos. No tardé en descubrir que pocos secuestros
estaban relacionados con la droga: estaban relacionados mayoritariamente con el
tráfico de personas. El pasillo Sonora-Arizona, con el vasto desierto por medio,
es la ruta más frecuentada por los emigrantes sin papeles que buscan el Sueño
Americano. Cuando llegan a Phoenix con la esperanza de hacer fortuna, los
contrabandistas que han contratado piden a las familias mil dólares más, o una
cantidad parecida, antes de dejar libres a los emigrantes.
La extorsión de los emigrantes es un deporte cruel. Las víctimas reciben a
menudo unas palizas tremendas hasta que pagan. Las jóvenes cuentan casos de
violación. Si es el primer contacto con Estados Unidos, la experiencia es
traumática. Pero no tiene nada que ver con el comercio de la droga. Más bien es
un síntoma más de un sistema de inmigración que no funciona y en el que se da
trabajo a los inmigrantes, pero no permisos.
Algunos secuestros, sin embargo, sí están relacionados con la droga. El
sargento Tommy Thompson, un jovial agente de la policía de Phoenix, dice que
tienden a sospechar que hay drogas por medio cuando los rescates son elevados,
cuando oscilan entre los 30.000 dólares y el millón.
—Una persona normal no puede reunir treinta mil dólares en metálico así
como así, y no digamos trescientos mil. Y los secuestradores, con mucha
frecuencia, piden también drogas como parte del rescate.
»A veces aplastan las manos de la víctima a golpes de ladrillo. Pero no vemos
la violencia que hay en México, donde cortan dedos o las manos enteras.
El sargento Thompson me enseña una casa donde ocurrió un secuestro de
esas características. Es una vivienda de ladrillo, de aspecto agradable, con garaje
doble y cancha de baloncesto. El propietario, de nacionalidad mexicana, salía de
la casa aquella noche cuando los gánsteres bloquearon el paso de su coche y le
pusieron una pistola en la cabeza. Los vecinos lo vieron y avisaron a la policía.
(Las autoridades se enteran de estos secuestros más por los vecinos que por la
familia.) La unidad antisecuestro de Phoenix llegó enseguida y los agentes
protegidos con pasamontañas rodearon la zona. Al verse atrapados, los
secuestradores liberaron a la víctima y huyeron. Aunque cabe la posibilidad de
que la víctima sea un traficante, dice el sargento Thompson, el esfuerzo por
salvarlo vale la pena.
—La víctima salió ilesa y eso es lo fundamental. No importa en qué anden
metidas las personas que sufren un secuestro; lo primero y principal es que las
vemos como a víctimas, como a seres humanos.
»Si los secuestradores abren fuego, las balas no distinguen entre víctimas
inocentes y víctimas no tan inocentes, y eso es lo que nos preocupa. Lo que nos
preocupa es que está ocurriendo en nuestras calles.»
La policía de Phoenix no escatima los recursos humanos a la hora de rescatar
a los traficantes de los secuestradores. A veces se han movilizado hasta cien
agentes para rescatar a un secuestrado de una casa. Hacen bien en replicar con
dureza; es mejor atajar un problema atacando inmediatamente que permitir que
empeore. El método de tolerancia cero parece que surte efecto en Phoenix. En
2009, los secuestros descendieron en un 14 por ciento. (Aunque hubo trescientos
dieciocho secuestros, lo cual siempre es preocupante.)3
Sin embargo, aunque reaccionan bien ante el problema, ni la policía de
Phoenix ni la DEA pueden explicar de manera satisfactoria por qué se producen
los secuestros relacionados con la droga. Una hipótesis es que hay pistoleros
independientes a los que les gusta apretar las clavijas a los traficantes. Esto sin
duda explica algunos casos, pero no parece muy probable que los maleantes
tengan el valor suficiente para ordeñar a traficantes vinculados con el cártel de
Sinaloa. Otra hipótesis es que, como la presión policial se traduce en un aumento
de las confiscaciones, los gánsteres secuestran gente para resarcirse de las
pérdidas. Esto último tiene más sentido, aunque las capturas no han aumentado
significativamente en la frontera Arizona-Sonora en los últimos años.
Es revelador que los secuestros se multiplicaran en 2008, cuando los cárteles
se enzarzaron en su guerra civil particular. Puede que signifique que el cártel de
Sinaloa está tratando de afincarse en el principal centro con que cuenta al norte
de la frontera para que los traficantes de allí paguen impuestos. Sea como fuere,
los acontecimientos, afortunadamente, todavía se producen a una escala más
pacífica que en México. La verdad es que la cantidad de asesinatos ha descendido
en Phoenix: en 2008 hubo 167; en 2009, 122.4


Los cárteles mexicanos son los principales abastecedores de drogas de Estados
Unidos. Se calcula que pasan de contrabando el 90 por ciento de la cocaína, la
mayor parte de la marihuana y la metanfetamina que importa el país, y una
cantidad importante de heroína. La DEA hace más de un decenio que lo
reconoce en informes que presenta al Congreso. Menos publicidad se ha dado al
hecho de que los gánsteres mexicanos están ocupando también los peldaños
inferiores de la escala de la distribución. En los últimos cinco años ha habido
cada vez más mexicanos vendiendo droga al por menor en ciudades y pueblos de
Estados Unidos. Se sabe por las detenciones de ciudadanos de nacionalidad
mexicana en posesión de cantidades elevadas de ladrillos de coca, heroína
marrón y cristales centelleantes, sobre todo en el sur. También se están
introduciendo en rincones del país en los que no se habían aventurado hasta
entonces, desde la región de los Grandes Lagos hasta el Medio Oeste. En los
tiempos de Matta Ballesteros, años ochenta, la cocaína al por mayor estaba por lo
general en manos de colombianos, angloamericanos y afroamericanos, pero
ahora lo habitual es que la manejen los mexicanos.
Este curso de los acontecimientos aumenta el dinero que fluye hasta el crimen
organizado mexicano, y es otro factor por el que la guerra de la droga ha llegado
al punto de ebullición al sur de la frontera. Las bandas mexicanas se han
extendido hacia los dos extremos de la cadena de abastecimiento, y ahora están
más cerca de la hoja de coca de Colombia y más cerca de la nariz consumidora de
Estados Unidos. Pero el lento avance del narcotráfico no parece haber tenido
efectos adversos en este último país. El tráfico de drogas sigue siendo el tráfico de
drogas; a nadie le importa si el traficante que vende el ladrillo de a kilo es un
blanco loco por las motos, un pandillero jamaicano o un mexicano. El ladrillo de
cocaína es el mismo.
El estudio más completo de la actividad de los cárteles mexicanos en Estados
Unidos se debe a un organismo gubernamental, el Centro Nacional de
Información sobre Drogas (National Drug Intelligence Center), y data de 2009.5
Recogieron datos suministrados por las policías nacional, estatales y locales de
todo el país, y con esa información trazaron un detallado mapa de las redes del
narcotráfico al norte de la frontera. En el mapa vemos las actividades de los
cárteles en doscientas treinta ciudades y en todos los estados, incluso en Alaska y
en Hawái. En las dos terceras partes del total de las ciudades con presencia de
narcotráfico, dice el informe, se han encontrado nexos con cárteles concretos.
Por ejemplo, el cártel de Sinalona se detectó en Nashville y en Cincinnati, entre
otros lugares, mientras que el cártel de Juárez se localizó en Colorado Springs y
Dodge City. En otras ciudades, en cambio, los agentes no estaban seguros de la
organización para la que trabajaban los gánsteres.
El informe disparó la alarma por la amplitud del radio de acción del hampa
mexicana, pero dejó muchas preguntas sin respuesta. No explica exactamente
qué clase de representación tienen los cárteles en estas ciudades. Y no aclara
cómo se detectaron los nexos con Sinaloa o Juárez. ¿Rastrearon los agentes
ciertas llamadas telefónicas? ¿Recibieron información veraz de determinados
delatores? ¿O se trata de especulaciones? Es preciso saber estas cosas para hacerse
una idea más clara del arraigo real del narcotráfico en Estados Unidos. Porque
una cosa es que el maleante que vende farlopa en Bismarck, Dakota del Norte,
haya comprado por casualidad una partida que perteneció anteriormente al
cártel de Sinaloa. Y otra muy distinta, que el sujeto en cuestión esté en la nómina
del Chapo Guzmán, porque en este caso podemos temer que las despiadadas
técnicas empleadas en México podrían emplearse allí.
Hay otros casos criminales en curso que permiten deducir mejor la conexión
estadounidense del narcotráfico. Uno de los más importantes tiene lugar en
Chicago, sede de un floreciente mercado de la droga y que cuenta con una
arraigada comunidad mexicana. En 2009, un tribunal de Chicago instruyó
diligencias contra altos dirigentes del cártel de Sinaloa, entre ellos el Chapo
Guzmán, acusándolos de estar involucrados, en palabras del fiscal del distrito, en
«la más importante conspiración para la importación de drogas que se ha
conocido en Chicago». Las cifras eran monstruosas. El acta de acusación decía
que el cártel de Sinaloa había pasado de contrabando dos toneladas de cocaína al
mes a Chicago, transportándola luego en camiones con remolque a diversos
almacenes de Illinois. Los gánsteres habían ganado al parecer 5.800 millones de
dólares introduciendo droga en la región durante casi veinte años. Fueron
imputadas cuarenta y seis personas. Entre ellas figuraban sinaloenses, como el
citado Chapo Guzmán, y bastantes estadounidenses, de todas las razas, acusados
de transportar la droga en Illinois.6
En el centro de la presunta conspiración estaban los estadounidenses de
origen mexicano Pedro y Margarito Flores, hermanos gemelos de 28 años en
2009, momento de su detención. Los agentes de Chicago dicen que los hermanos
Flores procedían de una familia numerosa con vínculos ya antiguos con el tráfico
en Little Village y Pilsen, barrios de Chicago. Tenían una barbería y un
restaurante, aunque según el sumario eran también las principales vías de
entrada de las drogas sinaloenses en Chicago.
Los problemas empezaron cuando el cártel de Sinaloa quedó dividido por la
guerra civil en 2008. Mientras el Chapo Guzmán y Beltrán Leyva, el Barbas,
cortaban cabezas en Culiacán, también competían en Chicago por los contactos.
Según las acusaciones, tanto el Chapo como el Barbas presionaron con violencia
a los gemelos para que comprasen la mercancía a uno y no al otro. En medio de
este conflicto, los agentes de la DEA se infiltraron en la red y detuvieron a los
gemelos y a otros que andaban metidos en la conspiración.
Lo interesante es la lucha de los capos sinaloenses por monopolizar a los
hermanos Flores en calidad de clientes. Los hermanos Flores compraban drogas
a los sinaloenses, pero no trabajaban para ellos; eran sus clientes, no empleados
suyos. Además, los hermanos Flores, siempre según los documentos del juzgado,
vendían las drogas, pero no pagaban a nadie para que las moviera. Como dice la
acusación:

La Banda Flores, a su vez, vendía la cocaína y la heroína por dinero en
efectivo a clientes mayoristas del área de Chicago, así como a otros
clientes de Detroit, Michigan; de Cincinnati, Ohio; de Filadelfia,
Pensilvania; de Washington, D.C.; de Nueva York; de Vancouver,
Columbia Británica; de Columbus, Ohio; y de otros lugares. Además, los
clientes mayoristas de estas ciudades distribuían la cocaína y la heroína a
otras ciudades, entre ellas Milwaukee, Wisconsin.

La conspiración pone de manifiesto más una cadena de venta que una
organización vertical. Puede que los gánsteres de Chicago trabajaran con el cártel
de Sinaloa, pero eran una entidad aparte. Actuaban según la táctica del crimen en
Estados Unidos, es decir, matar ocasionalmente y romper algunos huesos, pero
no según la táctica criminal mexicana, que gusta de eliminar a familias enteras y
de abrir fosas comunes. Por fortuna, no se han visto cerca de Chicago bandas de
cincuenta sicarios armados con lanzacohetes y Kaláshnikov. No todavía.


Al nivel de la calle —la venta al por menor de papelinas de coca y bolsitas de
hierba—, no hay ningún indicio de que los cárteles mexicanos acechen en las
esquinas de Estados Unidos. Esto podría parecer poco claro. Sin duda se detiene
a mexicanos vendiendo droga por todo el país, y es evidente que esa droga ha
pasado por México. Esto es exacto. Pero lo que interesa vender a los cárteles
mexicanos en Estados Unidos es mercancía al por mayor. Al Chapo Guzmán no
le interesa vender unos gramos a un yonqui en una calle de Baltimore; está
demasiado ocupado ganando miles de millones con el tráfico de drogas por
toneladas.
La venta al por menor está en manos de una serie variopinta de individuos,
desde universitarios que venden bolsitas de cogollos en los dormitorios de
Harvard hasta pandilleros que trapichean con crack en Nueva Orleans. Al igual
que casi todos los traficantes del peldaño más bajo, los camellos, profesionales o
improvisados, no tienen la menor idea de dónde viene el producto, más allá del
proveedor local que les vende las bolsas.
Sin duda hay mexicanos, y estadounidenses de origen mexicano, enrolados en
este ejército de camellos callejeros, y su número ha aumentado en los últimos
años. Se ha hablado mucho de los inmigrantes que venden metanfetamina a los
trabajadores que tienen que aguantar largos turnos en las fábricas de comida en
conserva. Y se ve a mexicanos vendiendo droga en las esquinas de las ciudades,
desde San Francisco hasta Queens. Pero todos los indicios sugieren que forman
parte de pandillas locales o que venden a título individual, no que estén
jugándosela a los cárteles o recibiendo dinero de ellos.
Jacobo Guillén, el mofletudo adicto a la metanfetamina, vendía cristal en el
este de Los Ángeles. Su experiencia confirma que el narcotráfico mexicano no ha
llegado al nivel de la calle. No tenía ningún contacto con los cárteles, dice. Por el
contrario, trabajaba para la banda estadounidense llamada Mafia Mexicana. A
pesar de su nombre, se encuentra al norte de la frontera, surgió en las cárceles
estadounidenses y allí tenía su base. Obviamente, está dirigida por personas de
ascendencia mexicana. Como dice Jacobo: «Yo vendía el cristal y todas las
semanas pagaba a la Mafia Mexicana. Si no lo hubiera hecho, habría estado en
serios problemas. Los jefes de la Mafia Mexicana están en prisión, pero su mano
llega a la calle y pueden matar a gente.
»Cuando fui a México, fue completamente distinto. Todos los vendedores de
Tijuana tenían que pagar una cuota al cártel. En México, el cártel controla el
tráfico y la venta callejera.»
Puede que algunos piensen que es una diferencia formalista. Mafia Mexicana
o cártel de Sinaloa, los dos son organizaciones criminales que venden
estupefacientes y cometen asesinatos. Pero la diferencia es muy real. El cártel de
Sinaloa es un complejo paramilitar delictivo que se ha transformado en medio de
la inestabilidad de México; la Mafia Mexicana es una banda carcelaria y callejera
que se ha nutrido de las realidades de Estados Unidos. El cártel de Sinaloa puede
eliminar a mandos veteranos de la policía y dejar veinte cadáveres amontonados;
la Mafia Mexicana sólo entiende de apuñalamientos en el patio de la cárcel y de
tiroteos de barrio con pistolas.
Casi toda la violencia de la droga en Estados Unidos es fruto de peleas
territoriales por controlar las esquinas de esas calles. Hay en esto una lógica que
salta a la vista: las esquinas son territorio físico, demasiado pequeño para dos
bandas. Los asesinatos que se cometen en Baltimore, en Chicago, Detroit, Nueva
Orleans, Los Ángeles y otras ciudades son resultado de las peleas por estos bienes
inmuebles. Y en ellos están implicadas muchísimas pandillas callejeras. Pero los
cárteles mexicanos propiamente dichos aún no se han rebajado a estas trifulcas.
¿Para qué? Sus drogas van a parar a quien venza. Si los cárteles mexicanos
intervinieran alguna vez en la política de las esquinas de Estados Unidos, el
resultado sería catastrófico, y eso es lo que se teme.


La pesadilla que sería que el narcotráfico interviniera en la guerra de pandillas de
Estados Unidos está empezando a materializarse en el estado de Texas, que limita
con media frontera mexicana. El desbordamiento tiene dos frentes: el pasillo
central de El Paso-Juárez, y 1.500 kilómetros al este, junto al golfo de México.
En El Paso, los vínculos entre las calles estadounidenses y los señores
mexicanos de la droga se han reforzado con el crecimiento de la banda Barrio
Azteca. A diferencia de otras bandas chicanas, ésta ha establecido una sólida
relación con los cárteles y se ha convertido en una auténtica organización
transfronteriza.
La banda Barrio Azteca fue fundada, en los años ochenta, por hampones de El
Paso encerrados en la prisión de Cornfield, una institución de alta seguridad de
Texas. Se juntaron para que los reclusos de El Paso, llamado afectuosamente
Chuco Town, pudieran defenderse de otras bandas carcelarias como la Mafia
Mexicana, que tiene raíces californianas. Golpeaban, apuñalaban y estrangulaban
a los bravucones que los trataban con desprecio, y también ellos acabaron
intimidando a los demás.
A semejanza de la Mafia Mexicana, la banda Barrio Azteca saltó a las calles.
Cobraban impuestos de los traficantes, y conforme los miembros encarcelados
eran puestos en libertad, adquirieron una fama terrible por la violencia que
ejercían en el exterior, por ejemplo poniendo precio a la cabeza del enemigo, un
procedimiento llamado luz verde. A fines de los años noventa tenían más de mil
miembros repartidos entre las penitenciarías y ciudades de Texas, y ganaban
millones de dólares con las drogas. Entonces se dieron dos pasos decisivos:
Barrio Azteca formó células al otro lado de la frontera, en Ciudad Juárez, y se
pusieron a negociar directamente con el cártel de Juárez.
El crecimiento del Barrio Azteca al sur del Río Grande está en estrecha
relación con la particular comunidad transfronteriza de la zona. El Paso y Ciudad
Juárez son en muchos aspectos una sola comunidad, con familias, amigos,
empresas —y pandillas— a horcajadas sobre la divisoria. Por si esto no bastara,
algunos mexicanos sin papeles se integraron en el Barrio Azteca cuando fueron a
dar con sus huesos en las cárceles texanas. Cuando cumplían la condena, eran
deportados a Juárez, donde proseguían la actividad de la banda. Estos conversos
reclutaban a nuevos miembros entre las crecientes pandillas callejeras y en las
cárceles municipales y del estado (donde el Barrio Azteca controla ya un ala
entera).
Los miembros del Barrio Azteca hacía tiempo que vendían droga movida por
el cártel de Juárez. Al tener más poder, establecieron con el cártel una alianza
más firme. Un miembro del Azteca llamado Diablo describió este pacto en la
televisión estadounidense: «El cártel vio que estábamos trabajando mucho allí. Y
entonces nos propusieron que fuéramos una especie de delegación».7
Luego contó que el Barrio Azteca empezó a comprar kilos de cocaína
directamente al cártel, a menos precio, y que a cambio pasó al sur alijos de fusiles
de asalto, comprados en armerías de Texas. Además, si el cártel de Juárez
necesitaba alguna operación intimidatoria o violenta en Estados Unidos, dijo
Diablo, avisaba al Barrio Azteca.
Cuando el cártel de Sinaloa irrumpió en Juárez, en 2008, se llamó al Barrio
Azteca para que acudiera a defender el fuerte. Se cree que han participado en
algunas de las matanzas más brutales producidas al sur de la frontera. Como las
investigaciones de la policía de Juárez están llenas de agujeros, es imposible saber
con exactitud cuántos asesinatos cometió el Barrio Azteca entre los seis mil que
se perpetraron en la ciudad, aunque el número es considerable.
Casi todo este derramamiento de sangre se ha producido al sur de la frontera.
Pero hay una creciente cantidad de víctimas de nacionalidad estadounidense. En
la entrevista que le hicieron en televisión, Diablo cuenta que la banda suele
secuestrar a gente en El Paso y la lleva al sur para matarla allí. Un asesinato
cometido en Texas recibe una investigación aparatosa, mientras que en Juárez no
pasa de ser uno más entre los diez diarios que se cometen. México ha pasado a
ser un campo de ejecuciones para los psicópatas de Estados Unidos. En Juárez,
según Diablo, el Barrio Azteca suele torturar y matar a sus víctimas delante de un
jaleante coro de miembros de la banda. Como explica Diablo: «Hacemos un hoyo
en tierra, echamos unas brazadas de arbustos y gasolina. Le damos al cabrón una
paliza de muerte, luego lo tiramos al hoyo y encendemos la hoguera. Unas veces
el cabrón muere, aunque no siempre se da el caso. Otras se queda ardiendo y se
le oye gritar, y encima huele mal el hijo de puta, como cuando se quema la carne
humana. La primera vez que vi una hoguera de ésas, no pude dormir durante un
tiempo».
Los robotizados funcionarios del Departamento de Estado tampoco pudieron
dormir cuando se enteraron de un feroz ataque del Barrio Azteca: en marzo de
2010 la banda mató a tres personas vinculadas con el consulado de Estados
Unidos en Juárez. Los infames asesinatos se cometieron con un intervalo de
varios minutos durante el ataque que sufrieron dos vehículos que abandonaban
una fiesta que se celebraba en casa de un miembro del personal del consulado. En
un coche iba el marido de una empleada mexicana del consulado; en el otro, una
empleada estadounidense y su marido, funcionario de prisiones de Texas; esta
segunda mujer estaba embarazada, y el primer hijo de la pareja, que tenía siete
meses, presenció el asesinato de sus padres desde el asiento trasero.8
Estos crímenes estremecieron al cuerpo diplomático de Estados Unidos
destacado en México y, debido a las presiones, los soldados mexicanos no
tardaron en detener a los presuntos agresores. Mientras tanto, los agentes del FBI
detenían a docenas de miembros del Barrio Azteca en El Paso. A pesar de todos
aquellos mazazos contra la organización, la policía no pudo dar una explicación
concluyente del triple crimen. ¿Se atentó contra la funcionaria porque tardaba en
conceder visados para personal del cártel? ¿O el objetivo era el marido porque
había molestado de alguna forma a los Aztecas encerrados en Texas? ¿Y si la
finalidad era advertir a los agentes antidroga de Estados Unidos? ¿Y si los
asesinos se equivocaron de personas?
Fuera como fuese, el mensaje habló muy claramente del peligro que
representaban el Barrio Azteca y su alianza con el cártel de Juárez. Ésta es otra
preocupación que puede enturbiar el futuro: la posibilidad de que haya más
bandas transfronterizas que vinculen a los cárteles con las calles de Estados
Unidos, y de que las bandas estadounidenses adopten más tácticas brutales,
propias de los narcotraficantes.


Ochocientos kilómetros más al este, en Laredo, otro cártel ha tenido la sangre
fría de cometer atentados de tipo ejecución en suelo estadounidense. Aunque los
gánsteres, por regla general, procuran no acercar el barco a la orilla norte del río,
los responsables de los asesinatos cometidos en el este de Texas pertenecen al
mismo ejército de psicópatas que ha infringido todas las normas en México: los
Zetas.
Estos cinco asesinatos de los Zetas llamaron la atención pública en mitad de
un sonado proceso que se celebraba en 2007. Durante la vista previa se
escucharon las grabaciones realizadas en un teléfono intervenido y en ellas se oyó
a los reclutas Zetas, de origen estadounidense, planear varios homicidios; los
mismos encausados confesaron luego en el banquillo la brutalidad de sus
técnicas. Entre los condenados estaba Rosalio Reta, pistolero de 17 años, natural
de Houston. Personaje descarado, repulsivo y con tatuajes en la cara, Rosalio
confesó haberse unido a los Zetas con 13 años y haber cometido su primer
homicidio por aquellas fechas. Alegó haber sido adiestrado por antiguos
elementos de las fuerzas especiales en un campamento de Zetas en México y
haber cometido un sinfín de asesinatos a ambos lados de la frontera. Los agentes
creen que estuvo implicado en unos treinta homicidios, aunque fue condenado
únicamente por dos y sentenciado a cuarenta años de prisión.9
Rosalio y otros declararon que los Zetas habían organizado células de tres
hombres en Laredo y Dallas. A los reclutas se les pagaba un sueldo base de 500
dólares semanales, y las células recibían entre 10.000 y 50.000 por cada atentado.
Desde luego se cobraba más que por matar en México, pero también es verdad
que el mercado laboral de Estados Unidos era más rentable. Los reclutas se
hospedaban en casas de 300.000 dólares y tenían coches nuevos. Rosalio hablaba
de aquellos extras como de un gran incentivo para un adolescente que había
salido del arroyo.
Los motivos de los asesinatos de Texas fueron confusos y no acabaron de
entenderse. Parece que se preparó la muerte de un hombre porque salía con una
chica que interesaba al jefe de los Zetas; los sicarios se equivocaron al principio y
mataron al hermano del objetivo, luego, unos meses después, mataron a éste.
Otra víctima era miembro de una banda local que había enfurecido a los Zetas.
Otro era un pistolero que por lo visto se había pasado a los sinaloenses.
Los homicidios se perpetraron más o menos al estilo de los cárteles en
México. Los sicarios siguieron a las víctimas, las esperaron emboscados y les
dispararon cuando salían de un restaurante de comida rápida o iban andando
desde el coche hasta su casa. Los homicidas fueron menos aparatosos de lo que
era normal al sur del río, les dispararon sólo unos cuantos tiros y directamente al
cuerpo, no regaron la calle con una lluvia de trescientos proyectiles. Pero
hicieron ruido más que de sobra para la policía de Estados Unidos. Los agentes
de Laredo trabajaron con la DEA y otros organismos nacionales para
desmantelar las células, además de detener a los Zetas, acusados por asuntos de
droga y dinero.
El resultado fue una serie de procesos, después de los cuales no ha habido en
Texas, oficialmente al menos, más atentados de los Zetas, y el índice de
asesinatos en general es bajo. Puede que los Zetas hayan aprendido la lección de
que amontonar cadáveres en Estados Unidos se paga caro. O quizá sea que no
nos hemos enterado todavía de la comisión de otros homicidios. Pero si ha
ocurrido una vez, podría repetirse. La proliferación de células de sicarios Zetas en
Estados Unidos sería realmente una pesadilla.


Otras naciones más pobres y más débiles no han podido contener la violencia de
los cárteles mexicanos. En Guatemala, los Zetas han organizado matanzas tan
terribles como las de la madre patria, sobre todo en la selva del otro lado de la
frontera sur de México. El Gobierno guatemalteco replicó declarando la ley
marcial en la zona en diciembre de 2010 y apoderándose de un campamento de
entrenamiento con un arsenal de quinientas granadas. En represalia, los Zetas
han librado batallas sangrientas con el ejército, y están entre los sospechosos de
haber colocado un autobús bomba que mató a siete personas en la capital en
enero de 2011.
Ejército de jóvenes pobres del campo, los Zetas están en su elemento en
Guatemala, y han conseguido que multitudes ingentes de guatemaltecos se unan
a sus filas y a su causa. Estas células Zetas no sólo protegen las rutas de la droga,
sino que también establecen sus propias franquicias para vender y extorsionar,
como en México. Mientras que la mayoría de las empresas legales mexicanas han
sido incapaces de explotar el mercado centroamericano, Industrias Narco tiene
sólidas aspiraciones internacionales.
Estos objetivos globales permiten llegar lejos a los cárteles mexicanos. Se ha
detectado la presencia de maleantes mexicanos en campos tan alejados como
Australia, África e incluso Azerbayán. A menudo, las excursiones son para
comprar ingredientes que necesitan los laboratorios de drogas, sobre todo
seudoefedrina y efedrina, para fabricar cristales de metanfetamina. En 2008, en
una operación patrocinada por la ONU, la Operación Ice Block, fueron
aprehendidos en todo el mundo cuarenta y seis cargamentos ilegales de las
referidas sustancias; la mitad se dirigía a México. Los países de origen eran, entre
otros, China, la India, Siria, Irán y Egipto. Un cargamento de efedrina confiscado
cuando salía de Bagdad iba destinado al hampa mexicana.10
En muchos casos, los cargamentos de productos químicos hacen escala en el
oeste de África antes de cruzar el Atlántico. Las empobrecidas naciones africanas
de esta antigua costa de los esclavos se vienen utilizando de manera creciente
como trampolín de los criminales internacionales de diferentes pelajes; los
colombianos también rebotan en ellos para colar cocaína en Europa. Guinea-
Bissau —el quinto país más pobre del mundo, donde no hay red eléctrica
nacional y el salario medio es de un dólar al día— es uno de los más lamentables
Estados capturados. Los gánsteres latinoamericanos podrían comprar el país por
cuatro cuartos. Los Gobiernos poderosos tienen que esforzarse más para
defender a estas naciones, y el crecimiento del narcotráfico en estos delicados
rincones despunta en el horizonte.


Empotrada entre Colombia y México, la tórrida y tropical Honduras ha sido
desde hace mucho una importante escala para los transportes de cocaína. Juan
Ramón Matta Ballesteros dirigía su imperio allí en los años ochenta, mientras la
contra nicaragüense, parcialmente financiada por la cocaína, se entrenaba en sus
tierras. Honduras fue llamada «república bananera» en 1904, en un libro del
norteamericano William Sydney Porter que hablaba del poder de las compañías
fruteras extranjeras. Los bananeros todavía dominan la economía local y el país
avanza a trancas y barrancas, con la mitad de la población sumida en la pobreza,
una inestabilidad política que dio lugar a un golpe de Estado en 2009, y con uno
de los peores niveles de violencia de todo el globo. Pan comido para los cárteles
mexicanos.
El general Julián Arístides González era el funcionario hondureño que más
sabía del crecimiento del narcotráfico en su país. Militar de mandíbula cuadrada,
González dejó el ejército en 1999 para integrarse en la Dirección Nacional para la
Lucha Contra el Narcotráfico, de la que luego fue titular, una especie de zar
antidroga. Hablé con él en diciembre de 2009, en su despacho, entre montones
de mapas y 140 kilos de cocaína decomisada descansando junto a su escritorio.
Tenía los modales rígidos de los militares, pero fue uno de los funcionarios
antidroga de Latinoamérica más francos y abiertos con quienes he tenido ocasión
de hablar. En los últimos diez años, según me dijo, la creciente presencia
mexicana en Honduras había sido espectacular.
—Es como si quisiéramos detener la subida de la marea. Arrestamos
criminales, decomisamos toneladas de cocaína, pero siguen llegando con mucho
dinero y mucha fuerza. Estamos librando una batalla cuesta arriba.
Los gánsteres mexicanos, prosiguió, han comprado muchas tierras en
Honduras, sobre todo en la selva, en las montañas y en la costa, donde apenas
hay habitantes. Las adquisiciones blanquean dinero al mismo tiempo que
proveen de lugares de almacenaje y tránsito para la cocaína. González me enseñó
fotos y mapas de una de estas narcopropiedades, incautada por la policía. Era
una antigua plantación bananera situada en el interior de la jungla, con edificios
coloniales y todo, y miles de hectáreas de terreno. Los hampones construyeron
una pista de hormigón en la plantación para que aterrizaran allí los aviones
cargados con oro blanco.
Los hombres de González detuvieron docenas de aviones. Se trataba sobre
todo de monomotores ligeros como los usados por el cártel de Sinaloa. Pero los
gánsteres tenían también aviones de más fuste para cargar muchas toneladas de
cocaína. Además de despegar de Colombia, muchos transportes de cocaína
despegaban igualmente de Venezuela, dijo González. Los guerrilleros de las
FARC cruzaban la selva y se adentraban en Venezuela para emprender vuelos
que evitaran las defensas aéreas de Colombia, que eran más modernas. Estas
acusaciones han contribuido a ensanchar el abismo político que separa a la
izquierda y la derecha en Sudamérica. Los conservadores utilizan el tema de la
droga para atacar al dirigente izquierdista Hugo Chávez. El agitador Chávez
replica que la CIA ha estado en connivencia con los traficantes de cocaína
durante décadas.
Pero al margen de quién saque la cocaína de Colombia, quienes reciben los
paquetes de miles de millones de dólares son los mexicanos. El cártel de Sinaloa
había estado especialmente activo en Honduras, dijo González, entre rumores de
que el Chapo González había pisado el país.
—Oímos de varias fuentes que estaba por acá. Tratamos de concentrarnos en
él, pero no pudimos localizarlo. Quizá nunca estuvo. Quizás esté ahora.
González sonríe. Otras bandas han querido establecer una cabeza de puente
en el lugar, incluso los Zetas, incluso los predicadores que cortan cabezas: La
Familia. Cuando las bandas mexicanas rivales tropiezan en Honduras, dijo
González, se lían a tiros.
Los gánsteres mexicanos subcontratan a maleantes locales para apoyar sus
operaciones, prosiguió el general. Para asegurarse el dominio de estos
empleados, «ejecutan» a todo el que se sale de la fila, inaugurando así otro
pretexto para derramar sangre. Los capos mexicanos también trabajan con las
bandas criminales propiamente hondureñas, a saber, la Mara Salvatrucha y
Barrio 18. Los maleantes hondureños distribuyen en el mercado local grandes
cantidades de droga de los cárteles, prosiguió González, aunque también hacen
de asesinos a sueldo. Se cree que algunas matanzas perpetradas en los últimos
años por la Mara y el 18 se han cometido por orden de los criminales mexicanos.
—Los de la Mara ya son violentos de por sí, son un auténtico problema social.
Pero cuando tienen detrás organizaciones internacionales como los mexicanos,
son mucho más peligrosos. Ésa es la amenaza que tenemos para el futuro: que los
criminales de aquí se organicen más, que estén mejor armados, y entonces serán
un verdadero problema.
Hablé con el general González un jueves. El martes siguiente, ya en México,
recibí un telefonazo mientras desayunaba. González había sido asesinado. Había
llevado a la escuela a su hija de 7 años, acababa de amanecer y unos sicarios
fueron por él. Iban en moto, se pusieron al lado de su coche y le dispararon once
veces; recibió siete proyectiles.11
Los fiscales no hicieron detenciones por aquel homicidio. Tenía la marca de
los sicarios colombianos, que siempre agredían en moto, pero ¿quién sabe?
González había celebrado el lunes una conferencia de prensa, reiterando la
acusación de que las FARC transportaban cocaína desde Venezuela. Pero había
resultado muy molesto para muchas personas durante los diez años que había
estado deteniendo traficantes; también dijo que en 2008 había recibido amenazas
de muerte y no sabía de quiénes.
A pesar del peligro que corría, nunca tuvo guardaespaldas. Preguntaron sobre
esto a su viuda, Leslie Portillo, durante el funeral.12 Con los ojos llenos de
lágrimas, la señora Portillo replicó que siempre le había pedido que se protegiera,
pero nunca le hizo caso.
—Yo le preguntaba: «¿Es que no vas a tener seguridad?» Él me respondía: «Mi
seguridad es Dios, que camina a mi lado».
15

Diversificación

La ruindad de los hombres malos también obliga a los buenos a tomar


medidas para su propia protección. [...] En estas condiciones no hay lugar
para el trabajo productivo porque el resultado es incierto, [...] ni para la
vida social; y lo que es peor de todo, el miedo continuo y el peligro de
morir violentamente; y la vida del hombre, solitaria, pobre, repugnante,
embrutecida y breve.

Thomas Hobbes, Leviatán, 1651

V eo el vídeo que ha filtrado a la prensa un jefe de policía. Me produce


pesadillas. Es la filmación más turbadora que he visto en mi vida. Es peor que ver
cadáveres acribillados a balazos en el asfalto; cabezas cortadas y amontonadas en
público; las imágenes de Zetas con pasamontañas disparando en la cabeza a sus
prisioneros. Es peor que escuchar a los matones cuando hablan de decapitar
víctimas, que oír los impactos de los disparos que resuenan en las calurosas
calles. Y en la película en cuestión no hay asesinatos ni tiroteos ni mutilaciones.
Pero hay crueldad pura.
La cámara enfoca a un chico sentado con las piernas cruzadas en una
alfombra gris, delante de una cortina blanca. Tiene unos 13 años y parece
raquítico, huesos y pellejo. Está desnudo, una venda blanca le cubre los ojos y la
nariz, y tiene las manos atadas con un cordón eléctrico. Ha abatido la cabeza y
tirita, evidenciando un grave sufrimiento. Una voz en off gruñe: «Empieza». El
chico habla. Su voz adolescente tiembla, revelando un dolor más allá del llanto.
—Mamá. Dales el dinero. Saben que tenemos aquí la consultora y tres
propiedades. Por favor, o me cortarán un dedo. Y saben dónde vive tía
Guadalupe. Por favor. Quiero irme, mamá.
La voz áspera vuelve a oírse en off:
—¿Sufres o estás a gusto?
—No —dice el chico con voz suplicante—. Sufro.
Entonces empieza la paliza. El torturador le da patadas en la cabeza. Luego lo
azota con un cinturón. Vuelve a darle patadas en la cabeza. Acto seguido, gira al
chico desnudo para que se vean las magulladuras que tiene en la espalda, y
golpea las heridas con el cinturón. Es insoportable. La paliza prosigue. El chico
pide misericordia, jadea, gime y dice: «No, no, no». Mientras golpea, el
torturador habla, dirigiéndose a la madre a la que enviará el vídeo.
—¿Esto es lo que quieres, puta? Te lo advierto, es el principio del fin. De ti
depende hasta dónde lleguemos. El siguiente paso será un dedo. ¿Es lo que
quieres? Todo depende de ti. Quiero seis millones de pesos.1


No me atrevo ni a imaginar el sufrimiento de la madre o el padre del muchacho
al ver este vídeo. No me atrevo ni a imaginar el daño físico y psicológico que
sentirá un inocente chico de 13 años.
México posee una fuerte cultura familiar. Los padres suelen mimar a sus hijos
hasta un punto que jamás he visto en la fría Inglaterra. Si sale de noche una chica
de 20 años, los padres esperarán despiertos hasta que vuelve a las cuatro de la
madrugada. Un tío va al hospital con un tobillo dislocado, y al cabo de unas
horas hay veinte parientes en la puerta para saber si está bien. Hay mucho amor
familiar. Cuesta entender que en esta misma cultura haya hombres tan crueles
como para explotar ese amor. Porque así es como funcionan los secuestros cuyo
objetivo es el rescate. Impulsa a la gente a dar todo lo que ha ganado para que
cese el dolor de la persona querida.
También los mexicanos encuentran difícil de entender esta crueldad. Cuando
se cuentan estas atrocidades, la gente suele responder con furia. Cuando se
detuvo a cierta banda de secuestradores, por ejemplo, la página web del periódico
El Universal, el más vendido de México, recibió comentarios como éstos:
«Un balazo en la cabeza. Son basura que no merece vivir.»
«Deseo que les alcance la divina providencia porque es el único castigo que
podemos esperar.»
«Escoria. Cuélguenlos de los árboles.»
«Córtenlos en pedazos y dénselos a los perros.»


Estas llamadas a la venganza violenta son comprensibles. La gente se siente
frustrada e impotente. El secuestro para pedir un rescate es el más cruel de los
delitos, y con el recrudecimiento de la guerra de la droga, la cantidad de raptos se
ha disparado. Un estudio del Gobierno mexicano revela que entre 2005 y 2010
los secuestros de que se tiene noticia han aumentado el 317 por ciento.2 En 2010
hubo una media de 3,7 secuestros diarios, unos 1.350 en todo el año. Los medios
policiales dicen que por cada secuestro denunciado hay por lo menos diez sin
denunciar, porque los secuestradores dicen que si la policía se entera, el rehén
sufrirá las consecuencias. Muchísimas familias han padecido secuestros. Por
muchas razones, México se ha convertido en el lugar del planeta donde más se
comete este delito.
La cronología de esta explosión de violencia no es casual. Muchos hampones
vinculados con los cárteles de la droga están implicados en secuestros. La más
infame banda de traficantes que practica el secuestro a cambio de rescate es la de
los Zetas. Mientras chocan violentamente con la policía y los militares para
proteger camiones llenos de cocaína, también sonsacan millones a familias
angustiadas. Cuando se tiene un ejército privado tan temible y con tantas armas,
el secuestro es una fácil actividad suplementaria.
Pero el secuestro es sólo una de las vertientes de la diversificación de los
Zetas. También se han dedicado a la extorsión de bares y discotecas; exigen
impuestos a los comercios; recaudan dinero de las redes de prostitución; roban
coches; roban petróleo crudo y gasolina; recaudan dinero del tráfico de
emigrantes; e incluso piratean con su propio sello los DVD de los últimos éxitos
de taquilla. Etiquetas como «organización narcotraficante» resulta insuficiente ya
para describir a los Zetas; ahora son un complejo delictivo paramilitar.
La diversificación del narcotráfico ha sido rápida y dolorosa para México.
Como me dijo un periodista en Juárez: «Hasta 2008 sólo habíamos oído hablar
de pagar por protección en las viejas películas de Al Capone. Y, de pronto, a
todos los establecimientos de la ciudad les piden una cuota». Al igual que
muchos otros rasgos de la guerra de la droga, los cárteles no tardan en copiarse
estas tácticas entre ellos mismos. Si un mes los Zetas extorsionan a los comercios,
al mes siguiente corre la noticia de que La Familia recibe dinero a cambio de
protección; y al mes siguiente la que extorsiona es la organización de los Beltrán
Leyva. Es una progresión lógica. Cuando unos gánsteres ven lo que sus rivales se
están llevando y cuánto consiguen, quieren una parte del botín. La
diversificación del delito se ha convertido en una nefasta tendencia de los cárteles
de la droga. Señala un siniestro futuro para las comunidades mexicanas.


El crimen organizado tiene dos funciones básicas: puede ofrecer un producto que
el comercio legal no puede proporcionar; y puede robar o extorsionar. La
primera categoría engloba la venta de drogas, la prostitución, los artículos pirata,
el juego, las armas, el tráfico de inmigrantes. La segunda comprende el secuestro,
el robo de cargamentos, el robo de vehículos, los atracos a los bancos.
La primera categoría es la menos perjudicial para la economía. Con las
drogas, las prostitutas y el juego, los mafiosos al menos están vendiendo un
producto y mueven dinero. Las extorsiones y los secuestros, en cambio,
aterrorizan a la comunidad, ahuyentan a los inversores y arruinan el negocio. La
asociación de comerciantes de Juárez nunca se quejó mucho por las toneladas de
estupefacientes que circulaban por la ciudad ni por los miles de millones de
narcodólares que entraban. Pero cuando los gánsteres empezaron a extorsionar a
los empresarios, pidieron a las Naciones Unidas que mandara a los cascos azules
para controlar la situación.3 La extorsión afecta a los bolsillos. A nivel personal, el
paso de la droga al secuestro y a la extorsión es aterrador para la comunidad y
siembra la tensión en las redes sociales de un país ya sobrecargado de problemas.
Todos empiezan a temer la posibilidad de que cualquiera —el vecino, el
mecánico, el compañero de trabajo— pase información a una banda de
secuestradores. Se crea un clima de miedo y paranoia.


María Elena Morera es una destacada activista antisecuestro que ha crecido en
medio de la ola delictiva que inunda México. Ella y otras personas como ella
dirigen un movimiento ciudadano que trata de acabar con esta plaga de raptos y
delitos antisociales. Hasta el momento han fracasado. Pero podrían ser la clave
para resolver el problema del delito en el futuro.
María dice que nunca ha querido ser una figura pública. Nacida en 1958 de
padres catalanes, es alta y rubia, estudió odontología y se ha pasado la vida
arrancando muelas alegremente y compartiéndolo todo con su marido y tres
hijos que gozan de buena salud. Pero en el año 2000 su vida dio un giro
copernicano. Un día su marido no volvió del trabajo. Lo llamaba al teléfono
móvil y no respondía. Llamó a la empresa donde trabajaba, pero nadie lo había
visto. Hasta que recibió la temida llamada, la voz ronca que le confirmaba sus
peores sospechas: habían secuestrado a su marido.
—No hay palabras para describir el dolor en un momento así. Es como
cuando ocurre algo y no puedes creer que sea verdad, no puedes creer que te esté
ocurriendo a ti. Pero ha ocurrido y has de hacer de tripas corazón.
Me está contando esta experiencia años después. La ha contado ya muchas
veces, pero aún sufre cuando la evoca. En su rostro se percibe la angustia, su voz
tiembla y consume media cajetilla de tabaco mientras habla. La pesadilla fue
interminable. Los secuestradores atemorizaron al marido, un empresario, para
que la familia pagase un rescate de millones de dólares que no tenía. Dijeron a la
mujer que recogiera un paquete en la cuneta de una carretera. Ella acudió al
lugar y encontró un sobre. Dentro había un dedo cortado desde el nudillo, el
dedo corazón del marido. Una semana más tarde recibió otro dedo; luego otro;
luego otro. ¿Cómo se puede afrontar una situación así?, le pregunto. ¿Cómo
puede recuperarse nadie?
—Nunca te recuperas de una cosa así —dice despacio—. Sigues recordándolo
toda la vida. Te cambia. Mata una parte de ti. Era incapaz de concebir lo que
estaría pasando mi marido. Te sientes culpable. Te quema por dentro.
María hizo lo que la mayoría teme hacer: acudió a la policía. Presionó a los
agentes para que se movilizaran, trabajó con ellos en la localización de llamadas y
de la banda. Cuando el marido llevaba ya veintisiete días secuestrado, la policía
nacional lo localizó y entró en la casa. Se detuvo a varios miembros de la banda,
incluido un médico contratado para cortar los dedos. Y liberaron al hombre.
Pero las secuelas eran imborrables y ha tenido que seguir viviendo con ellas.
Los padecimientos no acabaron aquí. El marido se mostraba retraído y
distante y no quiso someterse a terapia. María se dio cuenta de que tampoco ella
podía reanudar su vida normal. Lo único que veía sensato era luchar contra
aquella aflicción, impedir que otros pasaran por el mismo sufrimiento. Se integró
en el grupo México Unido Contra la Delincuencia y acabó siendo presidenta.
Recogió testimonios de personas que habían sido secuestradas, violadas y
violentadas y les proporcionó ayuda psicológica y legal. También elaboró
estadísticas para que se conociera la gravedad del problema. El marido de María
apareció en un anuncio para apoyar la campaña. Viste un polo blanco y está de
cara a la cámara.
—Cuando mis secuestradores me cortaron el primer dedo, sentí mucho
dolor. Cuando me cortaron el segundo, sentí miedo. Cuando me cortaron el
tercero, me dio rabia. Y cuando me cortaron el cuarto, me llené de fuerza para
exigirles a las autoridades que no mientan, que trabajen y salven a nuestra ciudad
del miedo. Si les tiemblan las manos, tengan, les presto las mías.
Levanta las manos y las acerca a la cámara. A la derecha le falta el meñique; a
la izquierda le falta el meñique, el anular y el corazón. Los muñones que quedan
son de tamaño desigual, son un retrato de la crueldad.
Otra activista, Isabel Miranda de Wallace, llevó la lucha un paso más allá.
Cuando los secuestradores mataron a su hijo, presionó hasta que los tribunales la
autorizaron a investigar oficialmente el caso. Cinco años después localizó a todos
los culpables y consiguió que los detuvieran. Fue un gran acontecimiento, pero
también puso de manifiesto la debilidad del aparato judicial mexicano.
El movimiento antidelincuencia se ha fortalecido hasta alcanzar cierta
prominencia nacional. Ha organizado dos manifestaciones para protestar contra
la inseguridad, y las dos veces un cuarto de millón de personas tomó las calles
para pedir al Gobierno que actuara. Sin embargo, se pueden señalar algunas
razones para explicar la falta de efectividad de todo esto. Primera, el movimiento
ha entrado en las discusiones de los políticos, y unos lo utilizan para atacar a
otros. Las profundas divisiones de clase que hay en México representan también
un obstáculo. Parte de la izquierda acusa a los activistas de ser burgueses ricos
que viven al margen de los problemas de los mexicanos pobres. Esta polarización
ha debilitado la resistencia de la sociedad ante la marea criminal.
El mayor problema que hay últimamente es la participación de los cárteles en
los secuestros. Cuando empezaron a ser habituales, a principios de los años
noventa, casi todos eran cometidos por criminales independientes que no tenían
nada que ver con la mafia. Uno de estos psicópatas era Daniel Arizmendi, alias el
Mochaorejas, antiguo agente de policía de la ciudad industrial de Toluca, al oeste
de la capital. Este sádico de pelo largo, que se parece un poco a Charles Manson,
consiguió sacar varios millones de dólares con los rescates hasta que la policía lo
encerró en un pabellón de seguridad.4
Luego algunos pistoleros vinculados con la mafia empezaron a participar en
secuestros en Sinaloa. A otra banda la llamaban «los mochadedos». Trabajaban
con cultivadores y contrabandistas de droga de la Sierra Madre, pero también
secuestraban a familiares de terratenientes ricos. Su víctima más famosa fue el
hijo del famoso cantante Vicente Fernández, que perdió dos dedos antes de ser
liberado, según se informó, a cambio de 2,5 millones de dólares.5 A raíz de un
contragolpe protagonizado por los empresarios locales, parece que el cártel de
Sinaloa prohibió los secuestros en la zona. El castigo por infringir esta
prohibición era la muerte.
Llego al escenario de un crimen cometido en Culiacán que parece ser
resultado de la justicia del cártel. Hay dos cadáveres a un lado de la carretera con
señales de tortura y balazos en la cabeza. Junto a ellos hay una nota: «MALDITOS
SECUESTRADORES. QUÉ PASÓ. PÓNGANSE A TRABAJAR». Esta ley de hierro ha sido
efectiva. Sinaloa, cuna de los cárteles de la droga, ha tenido uno de los índices de
secuestros más bajos del país. La mafia se presenta como protectora de la gente,
sin excluir a los ricos ni a la clase media.
Pero aunque el cártel de Sinaloa prohíbe los secuestros en su patria chica,
otros pistoleros vinculados con la mafia sinaloense secuestran en otras partes de
México. En 2007, la batalladora revista Zeta publicó un artículo sobre ciertos
secuestros cometidos en Tijuana por la mafia sinaloense. «Para el crimen
organizado, la vida de la gente de Baja California vale muy poco», empezaba el
artículo, que describía la ola de secuestros de empresarios tijuanenses por los
«mochadedos» de Sinaloa.6 Un jefe local del cártel sinaloense también fue
acusado de secuestrar a miembros de una colonia menonita de Chihuahua.
Estos contrastes en el comportamiento de la mafia mexicana son típicos. En
una zona se presentan como protectores de la gente y administradores de
justicia; en otra, sangran a la comunidad. La Familia afirma que ejecuta a
secuestradores en Michoacán, su estado base. Pero al otro lado de la frontera con
el Estado de México los pistoleros de La Familia están acusados de cometer
secuestros a destajo para financiar sus plazas.


El secuestro ha alcanzado niveles sin precedentes desde 2008, cuando se
intensificó la guerra contra la droga. Muchos dicen que los cárteles reaccionan a
las confiscaciones importantes y buscan otras fuentes de ingresos. El Gobierno
afirma que esto demuestra que los gánsteres están desesperados, contra las
cuerdas. Pero hay también indicios de que el secuestro ha aumentado
simplemente por el clima de anarquía que ha generado toda esta violencia.
Cuando se secuestra y mata incluso a los funcionarios de la Policía Federal
Preventiva, se reducen las esperanzas de que puedan salvarnos a nosotros o a
nuestras familias.
Los secuestros iniciales de los años noventa afectaban a los ricos, pero en
fechas posteriores las víctimas han sido de clase media o media baja. Los rescates
oscilan a menudo entre 5.000 y 50.000 dólares, suficientes para obligar a los
mexicanos de clase media a perder los ahorros de toda una vida o a vender sus
casas. Los médicos, que son muy visibles, han sido víctimas predilectas de la ola
de secuestros, al igual que los propietarios de casas de automóviles, los
ingenieros, y cualquiera que cobre una indemnización, una liquidación o un
finiquito. Las personas con parientes que ganan dinero en Estados Unidos
también son objetivos frecuentes.
Los traficantes de drogas a quienes más se acusa de cometer secuestros son los
habituales malísimos entre los malos, es decir, los Zetas. El secuestro es uno de
los métodos básicos que tienen las células Zetas para financiarse. Secuestran a
escala industrial. Se dice que elaboran detalladas listas de víctimas potenciales de
las ciudades del golfo de México y se llevan a cualquiera que crean que puede
pagar. Un empresario secuestrado en Tampico en 2010 alegó conocer cincuenta
casos de secuestrados en el año que había transcurrido desde que los Zetas se
apoderaron de la ciudad.
Los Zetas también se lanzan sobre víctimas de clase menos afortunada, como
los emigrantes de Centroamérica. El territorio que controlan, al este de México,
es uno de los pasillos más concurridos de emigrantes que quieren llegar a Estados
Unidos. La mayoría de ellos procede de Honduras, El Salvador y Guatemala,
viajan en trenes de mercancías y luego en autobuses, hasta que cruzan a nado el
Río Grande. Es un duro camino para llegar al Sueño Americano y a menudo
conduce al infierno por culpa de los Zetas.
No parece tener mucho sentido que se quiera secuestrar a los emigrantes
pobres. Es seguro que no tienen dinero. Por eso arriesgan su vida en la aventura
migratoria. Pero incluso los pobres tienen parientes con ahorros y los Zetas sacan
a menudo 2.000 dólares por emigrante secuestrado. Multiplicados por 10.000 son
20 millones; a eso se le llama secuestrar en masa.
Quien mejor ha detallado este genocidio es Óscar Martínez, un valiente
periodista salvadoreño que pasó un año siguiendo a sus paisanos por las
sombrías carreteras de México, abordando trenes con ellos, durmiendo en
albergues y oyéndoles contar sus miedos. Óscar remontaba el comienzo de los
secuestros masivos a mediados de 2007. Pero la información fue pasada por alto
durante años, cuenta Óscar, por dos razones: los periodistas locales estaban en
peligro de muerte si informaban; y a pocos les importaba lo que les ocurriera a
los más pobres entre los pobres.
Por fin la tragedia empezó a llamar la atención en 2009. La Comisión
Nacional de los Derechos Humanos de México publicó un informe basado en
testimonios de emigrantes que habían sido secuestrados. El informe calculaba
que en seis meses se había secuestrado a diez mil personas. La magnitud era
inconcebible.7 Para capturar a tantos emigrantes, los pistoleros Zetas se llevan a
numerosos grupos que viajan en tren o en autobús o que van a pie por el campo.
Su nutrida red de corrupción, sobre todo las policías municipales, les ayuda en la
tarea. Ejército de pobres, los Zetas son particularmente aficionados a utilizar a los
policías de base.
Los Zetas se llevan entonces a los grupos secuestrados a unos ranchos hasta
que reciben el dinero del rescate de los familiares que viven en Estados Unidos o
en Centroamérica. Por lo general, reciben el botín por giro telegráfico de
compañías como Western Union. Estos campos de detenidos se encuentran en la
costa oriental de México, sobre todo en el estado de Tamaulipas, a este lado de la
frontera de Texas, en Veracruz y en Tabasco.
Uno de estos campos se hallaba en el rancho Victoria, cerca de Tenosique, en
el pantanoso sur. Los asistentes de derechos humanos recogieron testimonios
detallados sobre los horrores que se representaban allí. En julio de 2009,
cincuenta hombres armados obligaron a bajar de un mercancías a cincuenta y
dos emigrantes. Al llegar al campo, los secuestradores anunciaron: «Somos los
Zetas. Si alguno se mueve, lo matamos». Eligieron a unos cautivos, los obligaron
a arrodillarse delante del grupo y les machacaron los riñones con una tabla. Los
Zetas practican con frecuencia este tormento que ellos llaman «tablear». Produce
un dolor intenso, pone en peligro órganos vitales y deja unos hematomas bien
visibles. Mataban de hambre a los prisioneros, los ahogaban con bolsas y los
golpeaban con bates de béisbol. A las prisioneras las violaban repetidas veces.
Dos emigrantes consiguieron escapar cierta noche. Un comando los persiguió
por los pantanos. Los emigrantes no conocían el terreno y los Zetas disponían de
lugareños que lo conocían como la palma de su mano. Los fugados fueron
capturados y devueltos a rastras. Los Zetas les pegaron un tiro en la cabeza
delante de los aterrados prisioneros.
Para entender mejor la experiencia, fui a un refugio de emigrantes sito al sur
del estado de Oaxaca. No tardé en oír anécdotas de labios de personas que habían
sobrevivido a los secuestros y que venían a confirmar lo que ya conocía. Entre
aquellos emigrantes estaba Edwin, un afable veinteañero hondureño de origen
africano, de ojos bondadosos y rastas bien cuidadas. Los Zetas lo habían
capturado con un grupo de 65 emigrantes en el estado de Veracruz y lo habían
llevado en un coche a lo largo de cientos de kilómetros hasta que lo escondieron
en una casa franca de Reynosa, en la frontera.
—Lo único que tienes en la cabeza en esos momentos —me dijo mientras
recordaba aquella ordalía— es que vas a morir. Piensas que te llevarán a un sitio
y que allí se acabará todo.
Edwin estuvo encerrado cuatro meses. Sus secuestradores sólo le daban de
comer una vez al día, alubias con un huevo duro, y el muchacho se quedó en los
huesos. Al final lo dejaron en libertad porque los familiares enviaron por giro un
rescate de 1.400 dólares, una pequeña fortuna para ellos. El chico añadió que le
daba miedo volver a cruzar México, pero que la pobreza lo empujaba.
—Las cosas están muy difíciles en mi país y no tengo más remedio que
arriesgarme a viajar. Dios quiera que todo salga bien.
Algunos grupos internacionales de defensa de los derechos humanos se
hicieron eco de los secuestros masivos que Amnistía Internacional describió
como «gravísima crisis de los derechos humanos».8 Los Gobiernos, sin embargo,
siguieron con su deprimente actitud pasiva ante estos fenómenos, que
desestimaban y consideraban temas sin importancia. Hasta el mes de agosto de
2010. Entonces se produjo la matanza que estremeció al mundo.
La matanza de San Fernando constituye un acontecimiento histórico en la guerra
de la droga. Sin duda despertó a todo el que todavía dudaba de la existencia de
un serio conflicto armado al sur de Río Grande. Pero para quienes estaban al
tanto de los ataques masivos contra los emigrantes fue una tragedia que tenía que
suceder tarde o temprano.
Lo de San Fernando empezó exactamente igual que los demás secuestros en
masa. Los pistoleros Zetas detuvieron a las víctimas en un puesto de control y los
hicieron bajar de dos autobuses. En el grupo había muchos centroamericanos,
como de costumbre, pero esta vez también había bastantes brasileños y
ecuatorianos. Los Zetas se llevaron a los detenidos al rancho de San Fernando,
que está en el estado de Tamaulipas, a unos 150 kilómetros de la frontera
estadounidense. Después de un largo y duro viaje, los emigrantes estaban más
cerca que nunca de su punto de destino. Pero algo falló y los Zetas decidieron
matarlos a todos.
La sola cantidad de los muertos escandalizó al mundo. Los setenta y dos
cadáveres fueron amontonados de cualquier manera junto a un granero de
hormigón, brazos y piernas entrelazados, cinturas y espaldas dobladas de manera
antinatural. Había adolescentes, cuarentones, niñas e incluso una mujer
embarazada. Aquel horror no podía pasarse por alto.
¿Cómo es posible —murmuraba la gente jadeando— que una matanza de las
dimensiones de un crimen de guerra tenga lugar en una de las regiones más
desarrolladas de México? San Fernando hizo que se tomara conciencia de la
erosión de la sociedad. En los comentarios que se produjeron a raíz de la tragedia
había una palabra reveladora que se repetía una y otra vez: vergüenza. ¿Cómo
verían las otras naciones lo que los mexicanos habían hecho a sus ciudadanos? ¿Y
con qué cara iban ahora los mexicanos a condenar el maltrato que daban a los
inmigrantes en Estados Unidos?
Las circunstancias concretas que motivaron aquella ejecución en masa siguen
sin estar claras. La mayor parte de los detalles que conocemos procede de un
ecuatoriano de 19 años que, contra todo pronóstico, se salvó de la matanza.
Cuando los asesinos dispararon, un proyectil le entró por la nuca y le salió por la
mandíbula. Se desplomó como si estuviera muerto, pero aún estaba consciente, y
después de esperar pacientemente durante horas se levantó y anduvo
trastabillando varios kilómetros. Se cruzó con otras personas, pero estaban
demasiado asustadas para auxiliarlo; el terror a los cárteles era tal que le gente
tenía miedo incluso de ayudar a un moribundo. Por último, llegó a un control
militar. Al día siguiente los infantes de marina irrumpieron en el rancho y
encontraron los cadáveres.9 No obstante, los periodistas no recibieron un
testimonio completo de labios del superviviente. Por su propia seguridad, el
ecuatoriano se quedó en la base militar hasta que lo devolvieron en avión a su
país. Aún teme por su vida.
Debería haberse hecho una investigación exhaustiva sobre la matanza, pero
pronto se convirtió en la típica chapuza. Primero, un fiscal encargado del caso
murió en un atentado. Luego un informador anónimo llamó a la policía para
decir que tres cadáveres que había en la cuneta eran de los responsables de la
matanza. Los Zetas, por lo visto, habían hecho su propia justicia.
Mientras las familias enterraban a los suyos en su lugar de origen, exigían
respuestas. ¿Qué ganaba nadie con una atrocidad así? ¿Era un mensaje para
indicar la inutilidad de toda resistencia? ¿O eran los capturados demasiado
pobres para pagar? ¿Se rebelaron los prisioneros? ¿O es que el jefe de los Zetas
allí presentes era un loco de atar? Puede que nunca lo sepamos.
Lo peor de todo es que la matanza no fue un hecho aislado. El periodista
salvadoreño Óscar Martínez ha conocido innumerables casos de emigrantes que
han desaparecido al pasar por México. Las autoridades tienen que excavar en los
ranchos utilizados como campos de detenidos, dice. Podría haber fosas comunes,
sospecha, con miles de cadáveres.


Los Zetas también saben hacer uso de la musculatura para ganar algún dinero sin
derramar sangre. Uno de estos procedimientos es la fabricación de DVD piratas.
El grupo publica sus propias versiones de las películas de éxito y las vende a las
tiendas. Tengo delante una copia de los Zetas de Resident Evil, una película de
acción con zombis. En la carátula hay fotos del film, y en el ángulo superior
izquierdo el logotipo «PRODUCCIONES ZETA» en letras azules. Los propietarios de
las tiendas dicen que se las compran al distribuidor de los Zetas a 10 pesos (80
centavos de dólar) la unidad. El cártel exige a los propietarios de las tiendas que
no compren a ningún otro proveedor. A cambio, promete protección frente a
cualquier problema que tengan con la policía.
En el caso de la piratería, el dinero al menos mueve la economía en vez de
abandonarla. Pero lo que en realidad hace el cártel es cobrar impuestos por una
industria de mercado negro que ya estaba allí. México ha soportado una enorme
economía informal durante años. El Gobierno mexicano calculaba en 2010 que
cerca del 30 por ciento de la mano de obra trabajaba en la economía sumergida,
sin pagar impuestos ni recibir beneficios.10 Millones de personas trabajan
vendiendo toda clase de artículos en puestos callejeros que se instalan en las
aceras o en las terminales de los autobuses. Estos vendedores ambulantes ofrecen
multitud de artículos de consumo que llegan de Estados Unidos sin pagar
aranceles aduaneros. También venden millones de copias piratas de cedés, DVD
y videojuegos. Mientras que una película original cuesta unos 20 dólares en
México, una copia pirata vale 2 dólares por término medio. Se puede encontrar
de todo, desde los últimos episodios de The Wire, del cablecanal HBO, hasta
películas que aún no han llegado a los cines. De cada diez películas que se venden
en México, calculan los estudios, nueve son copias pirata. Hay un mercado
gigantesco que los cárteles pueden exprimir.
La industria del sexo también ha prosperado en México durante siglos.
Prostitutas callejeras, puticlubes, señoritas de compañía al viejo estilo, burdeles y
salones de masaje se toleran a todo lo largo y ancho del país. Los cárteles pueden
añadir muy poco a la industria, salvo obligar a los propietarios a pagarles una
cuota. Para los propietarios es difícil decir que no. Estando una noche en Ciudad
Juárez, fui con unos periodistas a un burdel cuyo propietario, por lo visto, no
había pagado la cuota. Los gánsteres habían puesto en el local una bomba
incendiaria mientras el personal trabajaba a toda máquina; a una prostituta y a su
cliente tuvieron que llevárselos corriendo a un hospital con graves quemaduras.


El crecimiento de las extorsiones en Juárez ha sido rápido y dinámico. Paseé por
la ciudad con José Reyes Ferriz, que fue alcalde entre 2007 y 2010, cuando
llegaron las complicaciones. Este funcionario, que se educó en Estados Unidos y
habla un inglés perfecto, me explicó que las extorsiones proliferaron en 2008, en
el curso de pocos meses, precisamente en el momento en que estalló la guerra de
la droga.
—Los criminales empezaron cobrando impuesto de protección en los
establecimientos de coches usados, que desde siempre han tenido ciertos
contactos con el crimen organizado. Luego le tocó el turno a los bares, a las
farmacias y a las empresas de servicios fúnebres. Luego sacaron dinero a las
escuelas y a los médicos. Y desde entonces explotan todo lo que ven.
Los impuestos de los comercios suelen ser relativamente bajos: los bares, 400
dólares al mes; una tienda de comestibles con mucha clientela, 500. Pasamos por
delante de algunos edificios quemados y condenados con tablas, lugares que no
habían pagado la cuota. El alcalde Reyes suspira.
—Ha sido terrible para el comercio. Pero a nivel municipal estamos
desbordados. Yo no tenía ningún poder frente a la mafia. Por eso llamé al ejército
y dejé que los soldados cuidaran de la seguridad en las calles. Pero también ellos
están librando una dura batalla.
Le pregunté quiénes son los responsables de las extorsiones. Me da una
respuesta reveladora. Las extorsiones se dispararon cuando «depuró» a la policía
y expulsó a seiscientos agentes corruptos, dijo. Hacía tiempo que se sospechaba
que los policías despedidos trabajaban con el cártel de Juárez y cometían otros
delitos. Algunos fueron detenidos en fecha posterior por estar involucrados en
operaciones de extorsión. Fue un poco como la chapucera «desbaazificación» de
Irak. Cuando el Gobierno respaldado por Estados Unidos expulsó a funcionarios
del antiguo Gobierno de Saddam Hussein, estos individuos se unieron a la
insurgencia. Cuando Reyes despidió a los agentes corruptos de Juárez, los polis
malos dispararon contra todo lo que se movía.
Algunos extorsionistas de Juárez parecían ser independientes que
aprovechaban la coyuntura. En otras ocasiones parecían delincuentes con
contactos en los cárteles, por ejemplo pandilleros del Barrio Azteca. A los
aterrorizados comerciantes les resulta muy difícil saber quiénes les están
exigiendo el dinero. Pero con la abundancia de homicidios que hay, siempre es
más seguro pagar, o reaccionar como muchos ciudadanos de clase media, que
hacían las maletas y se iban a Estados Unidos.
En otras partes de México las extorsiones son monopolio de cárteles como los
Zetas y La Familia. Si granujas de tres al cuarto se atreven a meter cuchara, sus
cadáveres aparecen en un lugar público, a modo de escarmiento.
Aunque los impuestos de protección asustan a los ciudadanos, pueden
contribuir paradójicamente a que los cárteles arraiguen en la comunidad. Diego
Gambetta, un destacado experto en crimen organizado de la Universidad de
Oxford, ha realizado amplias investigaciones sobre los impuestos de protección
que han cambiado la idea que se tenía sobre ellos. Sus puntos de vista se
encuentran en su destacado libro La mafia siciliana. El negocio de la protección
privada.11 En él explica que la mafia no es sólo una industria de la violencia que
intimida. Los empresarios también pagan gustosamente por protección y
servicios activos para conseguir cosas que el Estado no les da. Esta integración
voluntaria es una de las razones por las que la mafia siciliana ha seguido con vida
tras un siglo de ataques gubernamentales; un sector de la comunidad está en
connivencia con ella.
Esta dinámica funciona ya en México. Los Zetas cobran impuestos de bares y
discotecas de toda el área de Monterrey. Pero los propietarios de las discos del
rico municipio de San Pedro Garza, que también está en el área metropolitana de
Monterrey, prefieren pagar a los pistoleros de la organización de los Beltrán
Leyva para mantener alejados a los Zetas. En muchos aspectos se trata de una
trampa: pagar a un grupo para no tener que pagar a otro. Pero estos empresarios
pensaron que los pistoleros de Beltrán Leyva eran el mal menor y acabaron
siendo cómplices de la red criminal. Las autoridades no pueden velar por ellos,
decían los empresarios, así que aceptaron lo que Gambetta llama «el negocio de
la protección privada». Este negocio desempeñará probablemente un papel
importante en el futuro del narcotráfico.


Las extorsiones vienen atormentando a la sociedad desde hace siglos. Las bandas
callejeras de las Cinco Esquinas (Five Points) de Nueva York las practicaban;
todo el mundo sabe que Al Capone extorsionaba a medio Chicago; los
pandilleros de Centroamérica las llevan a cabo. No hace falta organizar un cártel
paramilitar para obligar a una persona a pagar. A menudo basta con un matón
psicótico de cara tatuada. Puede que unas cuantas extorsiones en México no
signifiquen el fin de la civilización.
Sin embargo, hay dos factores que revelan que las extorsiones de los cárteles
en México podrían apuntar a un futuro más terrible. Primero, los cárteles
practican extorsiones que ya practicaba el propio Gobierno. Los funcionarios del
país son tristemente célebres por esperar y exigir sobornos de las empresas. Si los
empresarios no se avienen al cohecho, los burócratas siempre encuentran la
forma de cerrarles el negocio. «Vaya, vaya, de modo que no hay tirador en la
puerta del lavabo, pues lo sentimos, pero tendrán que cerrar ustedes
temporalmente»; «Vaya, vaya, de modo que en este restaurante no tienen carta
en braille, ¿discriminan ustedes a los ciegos?, pues a cerrar»; «Vaya, vaya, veo que
la puerta principal es un poco estrecha... ¡Clausurado!» Gracias a la autoridad
que tienen, los funcionarios siempre encuentran una excusa para llenarse los
bolsillos con regularidad, sobre todo en temporada navideña.
Pero como los cárteles extorsionan ahora a las empresas, los empresarios se
quejan de que no pueden pagar por partida doble. Así que los cárteles arreglan
las cosas para cobrar ellos y decir a los funcionarios que tengan las manos
quietas. En la mayoría de los casos, los gánsteres sobornan a los funcionarios. La
espantosa consecuencia es que el narcotráfico asume el papel extorsionador del
Gobierno, que es algo más que un Estado paralelo, que es el esqueleto y el
verdadero poder que hay detrás de la fachada de los políticos elegidos.
El segundo factor que afecta a las extorsiones de los cárteles es que los
criminales tienen ambición de sobra para ir detrás de la industria pesada. El
propietario de una mina de Michoacán al que entrevisté dijo que tenía que pagar
al cártel. A cambio, los gánsteres se ofrecían a castigar a cualquier extorsionista
que quisiera sacarle jugo a las obras en construcción que tuviera en Ciudad de
México. Los gánsteres también cobran impuestos a la industria maderera de
Michoacán y ayudan a los leñadores a no hacer caso de las restricciones a la
deforestación.
En el este, los Zetas cobran impuestos del recurso natural más importante de
México, el petróleo. El oro negro mexicano es propiedad del monopolio nacional
Pemex, Petróleos Mexicanos. Según investigaciones de la policía, los Zetas han
utilizado taladradoras de alta tecnología y mangueras de caucho para extraer el
crudo de los oleoductos y trasvasarlo a camiones cisterna robados. En algunos
casos, el petróleo robado se ha transportado a Estados Unidos y allí se ha
vendido barato a compradores texanos. En 2009, un ex presidente de una
compañía petrolera de Houston se declaró culpable de comprar petróleo
mexicano robado. Robar petróleo puede ser altamente peligroso. En diciembre
de 2010 unos ladrones perforaron un oleoducto en el estado de Puebla; el hecho
causó una explosión que lanzó bolas de fuego sobre las calles de una población
cercana y como consecuencia se incendiaron varios edificios y murieron treinta
personas.
Los Zetas han sido acusados asimismo de secuestrar y matar a varios enlaces
sindicales de Pemex. Un empleado de las oficinas centrales dice que la violencia
es parte de la injerencia del cártel en los negocios sucios del sindicato, como
aceptar sobornos a cambio de empleos bien remunerados.
El dinero del petróleo robado no es calderilla. Los robos practicados en los
oleoductos entre 2009 y 2010 costaron a Pemex mil millones de dólares.12 Pero
esto es sólo la punta del iceberg. Pemex es una de las mayores compañías
petroleras del mundo, con un volumen total de ventas de 104.000 millones de
dólares en 2010.13 El oro negro es aún más lucrativo que las drogas.
Todo esto tiene consecuencias mortales. Cuando los grupos delictivos pelean
por el botín de la industria pesada y la parte del león que se lleva el Gobierno,
México se juega su futuro. La guerra de la droga podría recrudecerse hasta
adquirir las dimensiones de una guerra civil por los recursos naturales y
económicos de la nación. Pensemos en la posibilidad de que diversas unidades
paramilitares se encuentren guardando instalaciones petrolíferas y explotaciones
mineras y ahuyentando a los enemigos que tratan de apoderarse de ellas. Un
conflicto de esta envergadura podría atraer a cientos de miles de personas y
tendría un coste humano devastador.
Las profecías que hablan de guerra civil tal vez parezcan alarmistas. Pero
pocos auguraban que fuese a haber treinta mil muertos en una guerra entre
narcotraficantes. Cuando los señores de la guerra lanzan a sus ejércitos privados
a campo abierto, hay que tomar en serio la posibilidad de que la guerra se
generalice. La insurgencia criminal podría hundir a México en un abismo aún
mayor. Nos estremece que haya mil quinientos asesinatos al año, pero
imaginemos las consecuencias si fueran cincuenta mil. Los que toman las
grandes decisiones políticas y los ciudadanos corrientes no deberían permitir que
el incendio de la guerra de la droga siga propagándose y aumentando su poder
destructivo: tenemos que encontrar la forma de apagarlo.
16

Paz


O í aproximadamente la misma frase dos veces, una en Culiacán y otra en
Ciudad Juárez. La primera en boca de Alma Herrera, la elegante señora de 50
años cuyo inocente hijo había sido asesinado al ir a reparar los frenos del coche
de la familia. Estábamos hablando de los asesinatos e injusticias que se cometían
en Culiacán, de lo indefensos que se sentían los ciudadanos normales ante el
poder de las mafias y la corrupción de policías, militares y políticos. De lo
inútiles que llegan a sentirse cuando los secuestradores se llevan a sus hijos o los
llenan de plomo antes de que cumplan 18 años. De la impotencia que sienten al
ver que los pistoleros arrebatan la vida de quien les da la gana y cuando les da la
gana. Entonces dijo la frase que se me quedó grabada en la memoria:
«Necesitamos que venga un supermán a salvarnos, que limpie esta ciudad y se
lleve a los malos».
Podría parecer ridículo, una fantasía basada en los ingenuos cómics de
superhéroes y las películas de Hollywood, un cruzado con capa que surca el cielo,
desvía las balas y atrapa a los malhechores por el pescuezo. Pero en medio de
tanta frustración y tanta desesperanza, lo que desea esta mujer es del todo
comprensible, aunque inverosímil. Culiacán es más siniestra que Gotham en sus
peores momentos. En Gotham no empalan cabezas.
Volví a oír la misma idea en Ciudad Juárez, en una canción, mejor dicho, un
rap. El rapero se llama Gabo y forma parte de una nueva escuela de hip-hop de la
frontera que critica en vez de glorificar la violencia y la vida pandillera. Gabo
daba rienda suelta a su vehemencia verbal en una acera, delante de un club
nocturno, mientras yo filmaba con un equipo de televisión. Sus versos eran sobre
la frustración que se siente al vivir en un barrio castigado por los sicarios de los
cárteles y los polis corruptos. Y entonces recitó la estrofa que pulsó otra cuerda
dentro de mí.

Paz será la última palabra que se escuche,
¿dónde están Supermán o Jesucristo?
Que bajen del cielo y contra esto luchen.
Perdóname, Dios, no soy ateo,
Simplemente estoy cansado de lo que vivo, siento y veo.

Una vez más, uno se dirige a un poder superior cuando se siente indefenso.
¿Dónde está el hombre de las mallas, el del traje rojiazul o el coronado de espinas
que bajará de las nubes? Es un deseo comprensible.
Por desgracia, no hay ningún superhombre, ningún mesías que haga
desaparecer la guerra de la droga. Ninguna varita mágica para mejorar las cosas.
La solución está en los seres humanos, codiciosos, evasivos, confusos y falsos.
Está en los mismos humanos que crearon el problema, los que hicieron crecer el
narcotráfico poco a poco, comprando drogas, vendiendo armas, blanqueando
dinero, aceptando sobornos, pagando rescates. Y está en los malos políticos de
Washington y Ciudad de México que han fomentado estrategias y planes que no
funcionan, que han dejado a los niños abandonados en un rincón, sin esperanza,
y que han dejado que los sicarios cometan asesinatos impunemente.
La solución no pasa por mejorar las estrategias en un solo país, sino por una
serie de estrategias mejoradas en México, en Estados Unidos y en otros lugares.
Aunque el narcotráfico sea una insurgencia criminal, los militares son sólo una
pequeña parte de la solución. Estados Unidos y Europa tienen que despertar y
tomar conciencia de las cantidades de narcodinero y armas que producimos. El
debate no puede posponerse por más tiempo. Se calcula que los beneficios
generados por la droga en México durante la última década superan el cuarto de
billón de dólares. Regalar a los psicópatas de los cárteles otro cuarto de billón en
los próximos diez años no es admisible. ¿Toleraríamos que una nación extranjera
regalase ese dinero a los insurgentes armados de nuestro país?
Pero aun en el caso de que los demonios del narcotráfico sean derrotados por
arte de magia, México debe resolver sus propios problemas, que son graves. El
país sigue forcejeando con una transición histórica: el viejo mundo del PRI ha
muerto; la nueva democracia aún está por construir. La nación tiene que
encontrar a los arquitectos que la construyan. Tiene que organizar una auténtica
policía que no permita que un niño inocente sea secuestrado y su vida destruida;
y tiene que ofrecer a los adolescentes más esperanza que la de empuñar un
Kaláshnikov, ganar dólares rápidos y morir antes de ser adultos.
La paz tiene que llegar algún día, pero antes habrá muchos más cadáveres. Y
me temo que no todos esos cadáveres estarán al sur del Río Grande.


Al norte de la frontera, en California, algunos dicen que tienen una solución para
acabar con el narcotráfico violento: plantas de color verde esmeralda, criadas con
luz eléctrica y vendidas en cajas de galletas. Quien recorra un kilómetro cuadrado
de Los Ángeles verá una veintena de tiendas de marihuana médica que ostentan
nombres como Little Ethiopia, Herbal Healing Center, Green Cross, Smokers,
Happy Medical Centers, La Kush Hemporium y Natural Way. Cruzamos la
puerta de una y nos detenemos ante un recepcionista que nos pide la receta del
médico que nos autoriza a fumar unos cogollos quizá por padecer alguna
enfermedad (cáncer, parálisis, Alzheimer) o por ser víctima del estrés (¿y quién
no lo es?). Luego pasamos a una sala llena de tarros de golosinas con nombres
como Purple Kush, Super Silvers, God’s Gift, Strawberry Cough, Grandaddy y
Trainwreck. Las plantas californianas de interior suelen ser más puras y tener un
color más claro que las mexicanas, con un matiz amarillento. Los pacientes
pueden tomarse la medicina en la tranquilidad de su casa y conseguir que se
desvanezcan sus pesares con el humo aromático. Y nadie resulta tiroteado por
sicarios con pasamontañas y fusiles de asalto.
Los reformistas de la política sobre la droga dicen que estas tiendas son un
atisbo del futuro. La hierba se planta en Estados Unidos, se fuma legalmente en
Estados Unidos y paga impuestos en Estados Unidos. No se gasta dinero en
decomisarla y ningún narcodólar va a parar a las manos de los ejércitos de los
cárteles mexicanos. El narcotráfico, dicen algunos, podría resistir un millón de
balazos de los militares, pero podría fenecer ante la temida palabra que empieza
por ele: la legalización. En consecuencia, pasemos a ese tóxico, polémico,
prohibido, confuso y crucialmente necesario tema: el debate de la legalización.
Precisamente cuando la guerra de la droga se recrudece, el debate llega al
segundo gran momento de su historia. El primero se produjo en los años setenta,
con Jimmy Carter en la Casa Blanca. Los defensores de la legalización, entre ellos
varios médicos, ocupaban puestos clave en la Administración, sus informes
tenían repercusión, sus ideas ganaban adeptos. Estados Unidos empezó por
despenalizar la marihuana, y la cocaína se veía en los medios como una droga
recreativa para alegrar las fiestas. Los reformistas pensaron que habían ganado la
batalla. Se equivocaban. En los años ochenta Estados Unidos cargó contra las
drogas con auténtica saña, y en los noventa la guerra contra los estupefacientes se
recrudeció. Estalló la epidemia del crack, los famosos morían de sobredosis, y
muchos padres de clase media acabaron preocupándose por los chicos de clase
media que consumían caballo, speed y maría. Según las encuestas de principios
de los noventa, muchos estadounidenses pensaban que las drogas eran el
problema número uno del país. Los medios ponían en circulación historias sobre
niños que nacían deformes por culpa del crack, sobre pandilleros que se volvían
locos, y preciosas criaturas de raza blanca que se transformaban en demonios por
culpa de las drogas.
Pero eso fue hace veinte años. Las tornas vuelven a cambiar. Por el momento.
Los estadounidenses, la mayoría al menos, ni siquiera ponen ya las drogas entre
los diez problemas más graves del país. La economía es la principal prioridad, y
el terrorismo, la inmigración, la delincuencia, la religión, el aborto, los
matrimonios homosexuales y el medio ambiente generan más preocupación que
los estupefacientes. Al mismo tiempo, los reformistas de la política sobre drogas
han salido fortalecidos con propuestas de despenalización, difusión del uso
médico, y por último legalización total de la marihuana. La Propuesta 19 de
legalizar el cáñamo en California no se aprobó por un estrecho margen, pues
consiguió el 46,5 de los votos en 2010. Los activistas están resueltos a que se
apruebe en 2012. Y si no, en 2014. O en 2016. Lo intentarán una y otra vez.
El movimiento de reforma de la política también cuenta con un gran apoyo
en América Latina, donde hay muchos políticos destacados que se unen al coro
que pide el cambio a gritos. En febrero de 2009, el ex presidente mexicano
Ernesto Zedillo, el ex presidente colombiano César Gaviria (que supervisó la
eliminación de Pablo Escobar) y el ex presidente brasileño Fernando Cardoso
firmaron un documento histórico que pedía un giro copernicano en la política.
El informe, que presentaron con la intención de que iniciara un movimiento, se
manifestaba en términos que no tenían vuelta de hoja:

La violencia y el crimen organizado asociados al tráfico de drogas ilícitas
constituyen uno de los problemas más graves de América Latina. [...]
Las políticas prohibicionistas basadas en la prohibición de la
producción y de interdicción del tráfico y la distribución, así como la
criminalización del consumo, no han producido los resultados esperados.
Estamos más lejos que nunca del objetivo proclamado de erradicación de
las drogas. [...]
América Latina sigue siendo el mayor exportador mundial de cocaína
y marihuana, se ha convertido en creciente productor de opio y heroína, y
se inicia en la producción de drogas sintéticas. [...]
El tema se ha transformado en un tabú que inhibe el debate público
por su identificación con el crimen, bloquea la información, y confina a
los consumidores de drogas a círculos cerrados donde se vuelven aún más
vulnerables a la acción del crimen organizado.
Por ello, romper el tabú y reconocer los fracasos de las políticas
vigentes y sus consecuencias es una condición previa a la discusión de un
nuevo paradigma de políticas más seguras, eficientes y humanas.1

La declaración causó una conmoción en todo el continente. Pero, detalle
típico de los debates sobre drogas, fue una palinodia que cantaron ex presidentes,
no quienes ocupaban la presidencia. Cuestionar la licitud de la guerra contra la
droga se ha considerado desde hace mucho como una forma segura de perder
votos. Hasta que el político en cuestión abandona el cargo.
Otro jefe de Estado retirado que se unió al movimiento en favor de la
legalización fue Vicente Fox. Fui a verlo a su rancho para hablar con él de su
nueva postura. Parecía indudablemente menos estresado que cuando estaba en el
cargo; ahora se paseaba por su extensa propiedad en tejanos y camiseta. Cuando
le pregunté por qué había cambiado de planteamiento, me explicó que también
la situación había cambiado; el problema de la violencia suponía ahora un coste
más elevado para México.
Me sorprendió que sus opiniones sobre la reforma fueran tan radicales. No
quería sólo despenalizar, sino que hablaba de legalización absoluta, y de gravar
con impuestos a toda la industria de los estupefacientes. Ya ve a los cultivadores
de marihuana de la Sierra Madre cuidando de sus cosechas como agricultores
legítimos. La marihuana mexicana podría ser como la industria del tequila,
permitiría algunos magnates rurales, y sería conocida por los consumidores de
todo el mundo. Añadió que era una lástima que la Propuesta 19 no hubiera sido
aprobada en California, porque habría sido un primer paso importante. Con su
habitual voz de barítono, el ex presidente prosiguió: «La prohibición no sirvió de
nada en el Jardín del Edén. Adán comió la manzana. Y Al Capone y Chicago son
el mejor ejemplo de que la prohibición no funciona. Cuando se legalizó el
alcohol, desapareció la violencia.
»La prohibición está costando a México unos perjuicios que no harán sino
agravarse. Afecta a las inversiones y al turismo. Destruye hoteles, restaurantes y
clubes nocturnos en el norte del país. Importantes empresarios abandonan el
país y se van a San Antonio, a Houston o a Dallas.
»Pero no se trata sólo de una pérdida de ingresos. Es también la pérdida de la
tranquilidad. En la psicología colectiva, hay miedo en el país, y cuando se vive en
un clima de discordia y crispación, ningún ser humano puede dar lo mejor de sí
mismo. No vale la pena pagar este precio.
»También hay que pensar en la responsabilidad del consumidor de drogas.
Hay que informar y educar a las familias. No podemos dejar esa responsabilidad
en manos del Gobierno. El Gobierno tiene que responder urgentemente de
nuestra seguridad. Tiene que asegurarse de que nuestros hijos lleguen a casa
sanos y salvos, de que no se vean atrapados de pronto en un tiroteo.»


Fox aborda algunos puntos básicos que vienen planteando desde hace años los
reformistas de la política sobre drogas en Estados Unidos: que la prohibición de
las drogas no ha detenido el consumo; que origina crimen organizado con
consecuencias catastróficas; y que la sola idea de que un Gobierno diga a los
ciudadanos qué deben consumir carece de sentido.
La defensa de la legalización ha llenado libros enteros y éste no pretende ser
uno más. Éste es un libro sobre el narcotráfico y la guerra de la droga en México.
La mayoría de la gente tiene ya una idea más o menos firme sobre la legalización.
Pero el debate es fundamental para entender el futuro del narcotráfico, porque
según se interprete la reforma de la política sobre drogas habrá unas
consecuencias u otras para México.
El creciente movimiento en favor de la reforma es de composición muy
heterogénea. En él están desde los rastafaris que fuman maría hasta los
fundamentalistas del libre mercado, pasando por todos los que caben entre estos
dos extremos. Hay socialistas que piensan que la guerra de la droga perjudica a
los pobres, capitalistas que ven una oportunidad económica, liberales que
defienden el derecho a elegir, y conservadores en asuntos económicos que se
quejan de que Estados Unidos gaste 40.000 millones de dólares al año en la
guerra contra las drogas en vez de ingresar unos cuantos miles de millones
gravándolas con impuestos.2 El movimiento está de acuerdo en que la actual
política no funciona, pero en poco más. Sus miembros discuten si las drogas
legalizadas deberían estar controladas por el Estado, por empresas, por pequeños
comerciantes o por agricultores independientes; y tampoco saben si deberían
anunciarse públicamente, gravarse con impuestos o entregarse gratis a los
adictos en cajitas blancas.
Hay grupos poderosos que han cerrado filas contra la reforma. Ciertos grupos
cristianos y algunas organizaciones de orientación religiosa creen que las drogas
son inmorales y que nuestra obligación es combatir su consumo. Este principio
viene guiando la guerra contra las drogas desde que el director general para el
Opio Hamilton Wright arremetió contra las adormideras en 1908, y no debería
subestimarse la influencia de dicho principio en la opinión estadounidense.
Muchos miembros de los organismos de lucha contra la droga también
permanecen firmemente atrincherados en sus posiciones. La DEA no quiere
perder su presupuesto de 2.300 millones de dólares, y los militares que han
dedicado su vida a esa batalla no soportan la idea de que haya sido en vano.
Muchos agentes bienintencionados creen con sinceridad que los estupefacientes
son una plaga contra la que hay que luchar con energía. Y por último tenemos
ese grupo que ha empujado a los políticos a lanzar el grito de guerra desde el
comienzo: la preocupada clase media. Ser enérgico con las drogas se considera
bueno para ganar votos por una razón: los padres están seriamente preocupados
por el tema.
Fuera de Estados Unidos también hay voces que se suman al campo
antidroga. Los tratados de las Naciones Unidas piden que todos los firmantes
mantengan políticas prohibicionistas y aquí es difícil que haya cambios. Apoyan
esta postura conservadora representantes de países como Italia, Rusia, Irán,
Nigeria y China: todos están convencidos de que la política de prohibición no
debe modificarse. Si California legalizase la marihuana, no sólo infringiría las
leyes nacionales de Estados Unidos, sino que además incumpliría el tratado de
Naciones Unidas. Sería legalizar una fuente de problemas.3
Conforme se multiplican las peticiones de reforma, los que militan en el
campo contrario suben el volumen de sus protestas. Afirman que la legalización
de las drogas sería una catástrofe. Aunque legalizáramos la marihuana, dicen,
¿cómo vamos a legalizar cosas como la cocaína, la heroína y la metanfetamina?
Un informe especulaba a tontas y a locas que el consumo de cocaína se
multiplicaría por diez. Si creen que las cosas están mal ahora, dice, imagínense el
caos que se organizaría si las drogas fueran legales. Habría drogadictos
psicópatas y armados en todas las esquinas. Sería el infierno en la Tierra. El
narcotráfico habría vencido.


A pesar de estos importantes obstáculos, hay varios factores que hacen que el
movimiento reformista sea más fuerte que nunca. El más decisivo es la
experiencia histórica. Desde los años sesenta, en que comenzó el consumo
masivo, han transcurrido más de cuatro decenios, durante los que se han
observado las tendencias dominantes. Algo revelador es que las leyes no parecen
ser el factor subyacente que determina el consumo. Holanda, por ejemplo, ha
tenido leyes liberales al respecto, y sin embargo el consumo es allí inferior al del
Reino Unido, cuyas leyes son más estrictas. Portugal, cuya legislación era estricta,
tenía uno de los índices de consumo más bajos de Europa, y ha seguido
descendiendo a pesar de la despenalización de todas las drogas que se decretó en
2001. El principal logro de este cambio fue ahorrar dinero y reducir contagios del
sida.
Estados Unidos continúa teniendo uno de los niveles de consumo más altos
del mundo, a pesar de seguir con una política prohibicionista en términos
generales. Hay que señalar, sin embargo, que con el paso del tiempo han
cambiado las drogas que se consumen. La cocaína en polvo estuvo de moda en
los años setenta, el crack hizo irrupción en los ochenta, el éxtasis adquirió
protagonismo en los noventa, y los cristales de metanfetamina tuvieron
temporada de fama con el advenimiento del nuevo milenio. Estos cambios
parecen estar más relacionados con las modas y la transformación de los
entornos sociales que con la legislación y los golpes policiales al tráfico. El
argumento de que la legalización de las drogas crearía una catastrófica avalancha
de consumidores no está avalado por los hechos.
El consumo en América Latina, México incluido, es muy inferior al de
Estados Unidos, aunque se ha elevado mucho en los últimos veinte años, por lo
que los distintos países tienen problemas propios con adictos y batallas por las
esquinas urbanas. A juzgar por la experiencia histórica, es probable que el
consumo aumente en esos países, hagan lo que hagan los Gobiernos. Las drogas
son parte de la globalización y de las modernas sociedades de consumo. Esto
redundará en beneficio del narcotráfico y volverá más apremiante la reforma de
la política.
Defender la legalización de las drogas no es afirmar que sean buenas, ni
mucho menos. Todo el mundo está de acuerdo en que la heroína es una
calamidad. Los reformistas aducen que la mejor forma de controlar los
estupefacientes es que circulen abiertamente y regularlos. Al mismo tiempo, los
miles de millones de dólares que se gastan tratando de prohibirlos podrían
invertirse en campañas de prevención y rehabilitación. En general, los
consumidores no son adictos problemáticos, del mismo modo que los
consumidores de alcohol no son en términos generales alcohólicos patológicos.
Pero los adictos entregan casi todos sus recursos al crimen organizado y causan
los peores daños a sus familias y a sus comunidades. Los asistentes que trabajan
en rehabilitación saben que quienes sufren de consumo compulsivo tienen otros
problemas: maltrato infantil, pobreza, abandono. Necesitan ayuda.
Normalmente, criminalizarlos agrava sus males en vez de solucionarlos.
Al mismo tiempo, el delito violento relacionado con la droga no se deriva de
los estupefacientes en cuanto tales; surge precisamente porque están prohibidos.
Los hampones matan por las esquinas porque buscan la riqueza que genera el
mercado negro, no porque fumen marihuana. Los gánsteres mexicanos no les
cortan la cabeza a sus rivales porque estén viajando con ácido. Cometen tropelías
porque hay mucho dinero por medio.
Los defensores de la reforma imaginan un futuro optimista en el que la
comunidad internacional se reconciliará con el consumo de drogas dentro de un
marco legal. De este modo se acabaría con las mafias del tráfico, que ya no
tendrían razón de ser. Ya no habría más trifulcas por las esquinas, ni tiroteos por
los cargamentos, ni ejecución de camellos minoristas que no han pagado la
cuota, ni dinero negro que fuera a parar a las manos del Barrio Azteca, el cártel
de Sinaloa, el cártel de Medellín, los Zetas, La Familia, la Cosa Nostra, las bandas
jamaicanas. Ya no habría peleas por la cocaína en las favelas brasileñas, ni
atentados de los cárteles contra los zares antidroga, ni más derramamientos de
sangre relacionados con la droga en ninguna esquina ni rincón del planeta.
Este enfoque ha sido objeto de burlas y calificado de utópico y de inverosímil.
Pero está adquiriendo fuerza y seduciendo a nuevos conversos, desde nuevos
convertidos entre los multimillonarios de Internet hasta agricultores
latinoamericanos. Este impulso da a los defensores de la reforma un efecto de
bola de nieve, la sensación de que la historia está de su parte. Como decía Victor
Hugo: «Nada es más poderoso que una idea cuyo momento ha llegado».
De todos modos, muchos activistas se sienten como en los años setenta. La
confianza excesiva puede ser peligrosa. El péndulo siempre retorna.


El principal cambio de política hasta la fecha ha sido la despenalización del
consumo. Los Gobiernos que adoptan esta medida siguen considerando ilegales
los estupefacientes, pero no castigan —o al menos no encarcelan— a nadie por
llevar encima una cantidad para uso personal. Esta política se ha adoptado ya en
trece estados de Estados Unidos en lo referente a la marihuana, y también en
Holanda y en Portugal. En los últimos años ha ganado terreno en los países
punteros de América Latina. El tribunal supremo de Argentina dictaminó que la
posesión de marihuana no era delito, y Colombia y México también han
despenalizado el uso personal de casi todos los estupefacientes. Según la
legislación mexicana aprobada en 2009, la persona que esté en posesión de dos o
tres «toques» (porros), unas cuatro rayas de cocaína, incluso un poco de
metanfetamina o heroína, ya no podrá ser detenida, multada ni encarcelada.4 No
obstante, la policía proporcionará a la persona en cuestión la dirección de la
clínica de rehabilitación más próxima y le aconsejará que no consuma. La ley se
aprobó basándose en que la policía tenía que fijarse metas más importantes,
como perseguir a delincuentes de más relieve y más violentos. Y desde luego, hay
muchos.
Esta ley mexicana ha sido un hito histórico, en particular si tenemos en
cuenta la reacción de Estados Unidos. En 2006, el Parlamento mexicano había
aprobado una ley casi idéntica. Pero la Casa Blanca de Bush se puso agresiva y
presionó al presidente Fox, que la vetó. En cambio, la Casa Blanca de Obama no
dijo absolutamente nada en 2009, y Calderón la firmó. Esta reacción no dejó de
advertirse en toda América Latina y podría indicar un cambio de orientación a
largo plazo en Washington y en las capitales del resto de América. Otro detalle a
tener en cuenta es que la ley mexicana no tuvo ningún efecto inmediato en el
consumo a nivel callejero. Los escolares no salieron corriendo a probar la heroína
ni hubo un consumo masivo de crack entre los niños. A largo plazo,
naturalmente, la cosa podría ser diferente. Pero desde el punto de la política
social, derriba el argumento de que la Tierra dejaría de dar vueltas si se
despenalizasen las drogas. Un factor que viene alimentando la polémica desde
hace mucho tiempo es el miedo al desconocido mundo de las drogas autorizadas.
Sin embargo, aunque la despenalización ahorra dinero a la policía y deja de
castigar a los adictos, sus enemigos tienen razón al señalar que no sirve para
detener el crimen organizado. Aunque el consumo de drogas sea legal, el tráfico y
la venta siguen en la sombra. Probablemente tendremos que vérnoslas con esta
dolorosa contradicción durante muchos años.
La Propuesta 19 de California no ataja estas contradicciones, pero permite dar
un paso en un nuevo reino, el de la marihuana legalizada. La versión de 2010
proponía que cualquier persona mayor de 21 años tendrá derecho a poseer hasta
una onza (28,35 gramos) de hierba para uso personal, a fumarla en su casa y a
cultivarla en un invernadero. Habría comerciantes autorizados para venderla y
tiendas de marihuana medicinal donde se darían ejemplos prácticos; no haría
falta receta médica. El debate se reanudará en 2012, y habrá polémicas sobre la
salud de los niños y la economía pública. (Los defensores dicen que con la
marihuana el Estado podría ingresar alrededor de 1.400 millones de dólares al
año.) Pero habrá otros que estén observando atentamente a cientos de kilómetros
al sur de la frontera, en los campos de marihuana de la Sierra Madre.
Todo el mundo está de acuerdo en que la legalización de la marihuana en
Estados Unidos repercutiría en el narcotráfico mexicano. La cuestión es hasta
qué punto. Tenemos que volver al problema básico de que como el comercio de
drogas es ilegal, no sabemos cuánto produce México ni cuánto cruza la frontera,
ni siquiera cuántos estadounidenses fuman hierba. Pero podemos hacer cálculos.
Y las estimaciones sobre cuánta hierba vende México a Estados Unidos varían
mucho, entre un impresionante máximo de 20.000 millones de dólares y un
mínimo de 1.100 millones.
Las cifras más altas proceden de la oficina del zar antidroga [director de la
Oficina de Política Nacional para el Control de Estupefacientes], que en 1997
multiplicó la producción estimada de los campos de marihuana mexicanos,
según las observaciones aéreas y otros factores. Luego multiplicó este
rendimiento por los precios a que se vendía en las calles estadounidenses y
obtuvo una cifra astronómica con muchos ceros. Era incluso más de lo que
ganaban los mexicanos con la cocaína. La oficina llegó así a la conclusión de que
las bandas mexicanas sacaban de la hierba el 60 por ciento de sus ingresos.
Volvió a llegarse a una cifra parecida cuando el Gobierno mexicano calculó que
los cárteles cultivaban unos impresionantes 35 millones de libras [16 millones de
kilos] de marihuana al año, multiplicó esta cantidad por el precio de coste en las
calles estadounidenses (unos 525 dólares la libra, o 1.156 dólares el kilo) y obtuvo
los 20.000 millones. Esta cantidad circuló por los medios durante la etapa previa
a la votación de la Propuesta 19.
La Rand Corporation hizo públicos sus propios resultados antes del
referéndum californiano.5 El informe supuso un ataque a las cifras máximas,
alegando que no se podían tomar en serio. «Los defensores de la legalización se
acogen a esas cifras para lubricar sus argumentos de siempre», decía. Y pasaba a
exponer los tremendos problemas de las estimaciones y que los números que
manejábamos eran dudosos. El informe hacía a continuación sus propios
cálculos con muchas ecuaciones que parecían de broma, a base de letras y largas
cifras. Tras adentrarse en el confuso territorio de adivinar cuánta hierba se pone
en cada «toque» (canuto) (una posibilidad era 0,39 gramos), pasaba a los datos
dividiendo a los fumadores en cuatro categorías que iban de los consumidores
accidentales a los fumadores crónicos. Y entre pitos y flautas llegaba a la
conclusión de que los traficantes mexicanos ganaban entre 1.100 millones de
dólares y 2.000 millones en todo el mercado estadounidense de la maría, y que
sólo el 7 por ciento procedía de California. En resumen: votar sí a la Propuesta 19
no afectaría a la violencia mexicana de la droga.
Toda esta especulación es muy cuestionable. La fuente más concreta que
conocemos, los decomisos, muestra que en California entran toneladas de hierba
de los cárteles directamente desde México. El mayor alijo de marihuana que se ha
confiscado desde los años ochenta fue en la frontera con California, en Tijuana,
en el año 2010 (dos semanas antes de la votación de la Propuesta 19). Eran 134
toneladas. Había tanta hierba que tuvo que transportarla un convoy de camiones
y los soldados llenaron un aparcamiento con ella. Los prietos fardos de color
amarillo, rojo, verde, gris y blanco llegaban al cielo. La hoguera fue espectacular.
Aquella hierba habría valido 100 millones de dólares en las calles de California.
Tal vez como represalia, un cártel eliminó a trece adictos en un centro de
rehabilitación. Una vida por cada diez toneladas de hierba.6
Si los cárteles matan por entrar hierba de contrabando en California es
porque se trata de un mercado importante. Y lo de arriba fue sólo una
confiscación. Las patrullas fronterizas y el personal de aduanas confisca cientos
de toneladas de cáñamo al año.
La marihuana mexicana que entra en California se desplaza también hacia
otros estados del país. Si California legalizara la hierba, la confusión sería
notable: tendríamos hierba plantada y cosechada legalmente en California y
vendida de forma ilegal en otros estados; hierba mexicana introducida
ilegalmente en San Diego y vendida sin receta en Los Ángeles, y muchas otras
combinaciones para marear al personal. Y para los soldados mexicanos sería
grotesco apoderarse en Tijuana de un camión de maría que fuera a venderse
legalmente en consultorios al otro lado de la frontera.
Los defensores de la reforma, como es lógico, ven California como un primer
paso. Una vez que se viera que funciona allí, la nueva política podría aplicarse en
Nuevo México o en el estado de Washington. Al final podría legalizarse en todo
el país. Y si Estados Unidos legaliza la marihuana, México, de manera inevitable,
legalizaría el trabajo de los cultivadores y transportistas. Los campesinos de la
Sierra Madre saldrían del tráfico y entrarían en la esfera de la economía legal;
sería un cultivo más, como el café, el maguey del tequila o los aguacates.
Se podría discutir eternamente por las cifras que describen el tamaño de esta
industria. Pero aun en el caso de que se prefieran las más bajas, el comercio de la
marihuana mexicana en Estados Unidos es del orden de miles de millones cada
año. Si se legalizara, el crimen organizado se quedaría sin ese dinero. Causaría
anualmente un daño económico superior al que infligieran la DEA o las fuerzas
armadas mexicanas en una década.


Apartar la producción de marihuana del mercado negro significaría invertir
menos dinero en Kaláshnikov y en asesinos de niños. Pero ocurra lo que ocurra
en la reforma de la política de la droga, los ejércitos privados de los cárteles no
desaparecerán de la noche a la mañana. Bandas como los Zetas y La Familia
seguirán luchando por las drogas ilegales que queden en el mercado y
cometiendo extorsiones, secuestros, contrabando de personas y todos los demás
delitos que tengan en reserva. Representan una amenaza que México debe
resolver.
Algunos analistas temen llamar insurgentes a estos grupos porque temen la
aplicación de tácticas contrainsurgencia. Los ejércitos que combaten a los grupos
rebeldes han ocasionado tragedias en todo tiempo y lugar, desde Argelia hasta
Afganistán. Los soldados mexicanos ya han infringido los derechos humanos en
multitud de sitios, y si se estrenan para una auténtica campaña antiinsurgencia,
sus actuaciones podrían empeorar. Es un temor justificado.
Pero la guerra de la droga ya está completamente militarizada. Aunque el
Gobierno mexicano se niege a admitir que está combatiendo una insurgencia, la
verdad es que utiliza una estrategia totalmente militar contra las milicias de los
cárteles, enfrentándose a ellos con el ejército de tierra, la infantería de marina y
las unidades de la policía nacional. Hay manifestaciones para protestar por los
excesos de los soldados; pero también protestan porque el Gobierno no acierta a
defender a los ciudadanos de los gánsteres. A menudo se protesta contra las dos
cosas en la misma manifestación. Es el problema básico de Calderón y de quien
le suceda. Se le condena si utiliza el ejército; y se le condena si no lo utiliza.
Desde un punto de vista práctico, ningún presidente retirará totalmente a los
militares mientras grupos como los Zetas tengan la fuerza que tienen
actualmente. ¿Cómo va a permitir un Gobierno que unidades de cincuenta
hombres con fusiles automáticos, lanzacohetes y ametralladoras de cinta arrasen
los pueblos? Tiene que hacerles frente. Y sólo los militares tienen capacidad para
enfrentarse cara a cara con los comandos negros de los Zetas.
No obstante, el Gobierno podría sin duda hacer más sutil esta estrategia. El
ejército de tierra, o sobre todo la infantería de marina, han sabido golpear a los
jefes de los cárteles, como cuando capturaron a Arturo Beltrán Leyva, el Barbas,
en su propia casa. Pero los soldados emplean demasiado tiempo asaltando casas
al azar cuando están faltos de información, hostigando a los civiles en la calle e
instalando controles en oscuras carreteras comarcales. Los soldados se ponen
nerviosos y han matado a muchos inocentes en esos controles. Los militares han
de movilizarse para las operaciones pesadas. La información ha de ser recabada
por agentes civiles que entienden de estas faenas, o por los agentes
estadounidenses que han sido delincuentes y que de todos modos están muy al
tanto de estas cosas; y las labores policiales diarias han de estar en manos de la
policía.
La infantería de marina ya se está reorganizando como fuerza de élite para
esta clase de operaciones. Como revelan los informes de WikiLeaks, son el
cuerpo mexicano más respetado por los funcionarios estadounidenses. En un
cable de diciembre de 2009, el entonces embajador de Estados Unidos Carlos
Pascual elogiaba a los infantes de marina por su actuación en la eliminación del
Barbas y de algunos dirigentes Zetas, mientras deslizaba reproches contra el
ejército de tierra, que, según el embajador, no había sabido aprovechar la
información estadounidense.

La eficaz operación contra ABL [Arturo Beltrán Leyva] se produce a raíz
de un agresivo esfuerzo de SEMAR [infantería de marina] en Monterrey
contra fuerzas Zetas y pone de manifiesto su creciente papel como
elemento clave en la lucha antinarcóticos. SEMAR está bien entrenado,
bien equipado, y ha demostrado que es capaz de responder rápidamente a
información viable. Su éxito pone al ejército de tierra en la difícil posición
de tener que explicar por qué ha sido reacio a actuar con buena
información y a realizar operaciones contra objetivos de alto nivel.7

El embajador también dejaba constancia (demos las gracias a WikiLeaks) de
que la unidad de infantes de marina que realizó la operación había recibido «un
intenso entrenamiento» del Mando Norte de Estados Unidos, el centro de
operaciones conjuntas del Pentágono en Colorado. Otros informes expresaban
las dudas de los estadounidenses acerca del ejército de tierra mexicano y
recomendaban más adiestramiento con fuerzas de Estados Unidos. John Feeley,
ministro plenipotenciario de la embajada de Estados Unidos en Ciudad de
México, escribió en enero de 2010 unos comentarios muy cáusticos sobre la
capacidad de los militares mexicanos. Decía que las fuerzas armadas eran
«pueblerinas y reacias a arriesgarse», añadía que eran «incapaces de asimilar
información y de entender indicios», y llamaba «actor político» al ministro de
Defensa, general Galván. Aquello contrastaba con la actitud pública de Estados
Unidos, y para Feeley fue muy embarazoso cuando sus palabras aparecieron en
Internet. La solución de Feeley: más instrucción con Estados Unidos y con los
colombianos.8
Estados Unidos seguirá invariablemente entrenando a las tropas mexicanas, y
organizar unidades de élite que machaquen a los peores gánsteres y comandos es
una buena perspectiva. Pero México también tiene que hacer un esfuerzo para
pagar a esas unidades decentemente, para conservar su lealtad y que no deserten
para convertirse en mercenarios. La moderna infantería de marina está mejor
entrenada y tiene más experiencia que Arturo Guzmán Decena cuando se pasó a
los Zetas. Si una compañía de infantería de marina desertara alguna vez,
representaría un peligro impresionante. Aunque Estados Unidos entrena a los
mexicanos, el empleo de tropas estadounidenses debería descartarse
radicalmente. Sería una catástrofe que haría brotar resentimientos nacionalistas y
pondría a las fuerzas armadas estadounidenses en un atolladero.


Estados Unidos necesita ir un paso más allá y ayudar a mejorar la policía
mexicana. Una solución a largo plazo para resolver los problemas de seguridad
en México es entrenar a policías de verdad, no a gánsteres con uniforme que
permiten que los delincuentes maten impunemente. Haya un solo cuerpo
nacional o instituciones autonómicas, la calidad de los agentes ha de mejorar
mucho. Es un proyecto que tardará generaciones, no algo que sucederá
milagrosamente en uno o cinco años, ni siquiera en diez. Los policías de base
tienen que entrenar, mejorar, seguirse de cerca, seleccionarse y volver a
entrenar... Además de recibir ayuda de la policía estadounidense, el apoyo de las
demás policías latinoamericanas es crucial, pues se trata de cuerpos que viven en
culturas y circunstancias parecidas. Hay que hacer elogios de la Policía Nacional
de Colombia, como es lógico, pero también otras fuerzas de policía han ganado
respeto y alcanzado buenos niveles de competencia en América Latina, incluso la
policía de Nicaragua, el país más pobre de Centroamérica, aunque uno de los
más seguros.
Afrontar las montañas de asesinatos y delitos sin resolver que arrastra México
parece hoy por hoy una hazaña imposible. Así que la policía tiene que fijarse una
lista de prioridades. Detener a los pequeños traficantes es una empresa de nunca
acabar que llena las cárceles, pero no detiene el tráfico ni la violencia. El
secuestro a cambio de rescate es el delito antisocial más nauseabundo y no
debería tolerarse por ningún concepto. Dada la cantidad de secuestros que hay
en México, debería ser la prioridad número uno.
La buena nueva a propósito del secuestro es que puede tener fin (a diferencia
del tráfico de drogas). Me lo señaló el ex presidente de Colombia César Gaviria.
En una entrevista me describió la experiencia colombiana con el secuestro en los
años noventa y lo que México podría aprender de ella.
«El secuestro es un problema debido al mal mantenimiento del orden. Porque
la buena policía siempre captura a los secuestradores. Los malos tienen que
descubrirse para ponerse en contacto con la familia y sacarles el dinero. Y por ahí
es por donde se los localiza. Si el índice de secuestros impunes baja radicalmente,
el negocio deja de parecer ventajoso.
»A diferencia de los traficantes de droga, no hay tantos secuestradores. Si se
encierra a una sola banda de secuestradores, eso influye en la cantidad de
secuestros. Si se detiene a cinco bandas, se produce un cambio significativo.»9
En Colombia, prosiguió Gaviria, la policía perseguía encarnizadamente a los
secuestradores y la situación terminó por cambiar de manera radical. Se pasó de
tener el peor índice de secuestros del mundo a ocupar el noveno puesto de la lista
(con México en cabeza, seguido por Irak y la India). Casi todos los secuestros que
hay todavía en Colombia se producen en los rincones rurales devastados por la
guerra. Los secuestros por dinero se han reducido prácticamente a cero en
Bogotá, la capital.
México necesita una estrategia práctica parecida para combatir el secuestro.
Gaviria sugería tener una unidad nacional antisecuestro para cada caso. (En la
conflictiva situación actual que hay en México, unos secuestros están bajo la
responsabilidad de los «federales» y otros bajo la de la policía estatal, de la que no
se fía la gente por si estuviera compinchada con la banda.) Si una unidad
nacional cuidadosamente vigilada alcanzase un alto índice de eficacia, la gente
confiaría más en las fuerzas del orden y pagaría menos rescates. Una vez que las
víctimas empiecen a recurrir a la policía, los secuestros dejarán de ser una
industria en crecimiento.


Aunque la policía de México se modifique, los malos barrios seguirán
produciendo hampones. Cuando los adolescentes dejan la escuela, vienen de
hogares rotos, figuran en pandillas violentas, no tienen empleo, son hostigados
por los soldados y no tienen ningún porvenir a la vista, se ponen en manos de la
mafia. Todos los políticos prometen mejores oportunidades de empleo, pero del
dicho al hecho... ya se sabe. Sin embargo, hay formas de remediar las
comunidades deterioradas incluso con recursos limitados.
El gobierno de Ciudad de México fomentó un plan de becas y ayudas para
que los muchachos completaran la enseñanza secundaria. Si conseguían cierta
nota media, recibirían una asignación mensual para salir adelante. El plan se hizo
muy popular, llegando a beneficiarse cincuenta mil alumnos. Las autoridades de
Ciudad de México dicen que es una de las razones por las que el índice de delitos
violentos de la capital se mantiene al nivel de las ciudades estadounidenses, en
vez de alcanzar los devastadores niveles de Juárez o Culiacán. Los cincuenta mil
muchachos pobres ya no vagan por las calles, no trabajan de halcones, no roban
ni se prostituyen, no son sicarios. ¿Por qué no se ha implementado un plan así en
toda la nación? A veces, invertir un poco de dinero en la adolescencia sale más
barato que encerrarlos luego cuando van por mal camino. (Mantener a un preso
cuesta 125 pesos diarios, mantener a un chico en la escuela cuesta 23.)10
A veces, lo único que necesitan los adolescentes es más atención. Sandra
Ramírez es una asistenta social que trabaja en los barrios bajos del oeste de
Ciudad Juárez, caldo de cultivo de muchos matones de los cárteles. Desempeña
su cometido en el centro llamado La Casa, que ofrece orientación, así como
talleres de pintura, de música, de informática, y un lugar donde pasar el rato.
Cierto día que hacía un calor infernal vi docenas de muchachos de ambos sexos
corriendo y saltando con monopatín o sentados en la sombra y tocando la
guitarra. Sandra, que creció en el barrio y trabajó en una planta de montaje,
trabaja abnegadamente con los chicos y chicas para apartarlos de la vida
delictiva.
«Hay un muchacho con el que trabajo que tiene catorce años y sólo ha
estudiado primera enseñanza —me dijo—. Su madre se droga y él no vive con
ella. Me dijo que se le acercó un coche con unos individuos a los que no había
visto nunca. Y que le ofrecieron quinientos pesos (cuarenta dólares) a la semana,
un teléfono celular y trabajo. Y lo único que tenía que hacer era quedarse en un
sitio y vigilar. Hay centenares de casos así en Juárez, centenares. Nadie más ha
venido a ofrecerle nada. Sólo esa gente.»
El futuro del chico pende de un hilo y Sandra y La Casa son lo único que le
impide caer. Otro adolescente, algo mayor, que hay en el centro, nos enseña lo
que ha hecho: un retrato del barrio con perfiles surrealistas, gente borrosa,
inmersa en la niebla. A un lado hay jefes mafiosos de aspecto tenebroso, al otro
un soldado con cara de sádico. Los chicos del barrio están en medio. Es una
imagen deprimente, pero el autor dice que al pintarla se ha sentido relajado... y
ha puesto de relieve su talento artístico. Cuando las personas encuentran algo de
valor en sí mismas, tienden a alejarse de la calle y del delito.
Sandra y La Casa han salvado la vida a docenas de muchachos, pero sólo hay
dos centros sociales como éste, mientras en el resto de la zona occidental de la
ciudad no hay ninguno. La Casa, que depende de los donativos de las ONG y del
Gobierno, ha perdido recursos desde que empezó la guerra de la droga, recursos
que necesita urgentemente. Puede que con un pellizco de los presupuestos
generales del Estado, que reservan para los políticos algunos de los salarios más
elevados del mundo —o con una pequeña fracción de los 1.600 millones de
dólares de la Iniciativa Mérida que entregó a México los helicópteros Black
Hawks—, pudieran financiarse más centros en los barrios bajos. Los asistentes
sociales son más útiles que los soldados a la hora de ayudar a los adolescentes
marginados.


Hay dos capitales mafiosas, en otros países, que han sido reformadas gracias a
una autoridad con iniciativa. Una es Palermo, en la isla de Sicilia, cuna de la
mafia más célebre de todas. La ciudad fue tristemente famosa durante mucho
tiempo, por sus asesinos y sus ladrones. Sin embargo, cuando el ex profesor
universitario Leoluca Orlando fue alcalde durante dos mandatos, en los años
ochenta y noventa, se produjo un renacimiento, se restauraron ciento cincuenta
edificios en peligro, se construyeron parques, se puso alumbrado público en las
calles que no lo tenían. Fomentó planes para comprometer a los ciudadanos,
incluidos los escolares, en el mantenimiento del patrimonio comunitario,
haciendo que se sintieran orgullosos de él. Puede que no sea el método
tradicional de combatir la delincuencia, pero el índice de delitos descendió
radicalmente.11
Al otro lado del Atlántico, en Medellín, el melenudo matemático Sergio
Fajardo fue nombrado alcalde de la ciudad en 2004 y llevó más lejos las ideas de
Orlando. Invirtió dinero municipal en la construcción de un teleférico que
llegaba hasta los barrios periféricos (comunas) y contrató a arquitectos
mundialmente célebres para construir edificios públicos, entre ellos una
biblioteca de forma singular y el mejor conservatorio de música del municipio.
La reforma del transporte hizo posible que la clase media viajara a las comunas,
para muchos ciudadanos por vez primera. Durante el mandato de Fajardo, los
homicidios descendieron espectacularmente. Al visitar Medellín, pregunté a
Fajardo si tal regeneración sería posible en una ciudad tan agresiva como Juárez.
Su respuesta fue inmediata: «Tiene que hacerse. No tenemos otra opción. El
Gobierno tiene la obligación de llevarla a cabo. Yo lo veo como un problema
matemático. ¿Cómo se pueden corregir las desigualdades sociales? Muy sencillo.
Los edificios más hermosos tienen que estar en las zonas más pobres».


Los críticos señalan que Fajardo no fue el único responsable del descenso de la
tasa de asesinatos en Medellín. También supo sacar provecho de la actitud de un
importante padrino mafioso, Diego Murillo, alias Don Berna, que tuvo a los
sicarios a raya gracias a la organización Oficina de Envigado. Quien quisiera
cometer un homicidio tenía que recibir el permiso, o morir a su vez. Don Berna
podía terciar en la paz y en la guerra en su imperio incluso desde la cárcel. Pero
cuando fue extraditado a Estados Unidos, en 2008, la Oficina se escindió en dos,
estalló una guerra por el territorio y el índice de homicidios de Medellín volvió a
subir.
En 2010, los dirigentes cívicos, entre ellos un conocido sacerdote y un ex
guerrillero, se reunieron con los jefes de la mafia en una cárcel de Medellín y
negociaron otra tregua. Hablar con los gánsteres fue un movimiento polémico.
Pero al parecer surtió un efecto inmediato, pues descendió la cantidad de
muertes en la calle. Los dirigentes cívicos no tenían respaldo oficial del
ayuntamiento y no ofrecieron a la mafia nada a cambio. Fue una simple súplica:
«Por el bien de la comunidad, ¿no podrían dejar de matarse entre ustedes a plena
luz del día?»
Las peticiones de tregua también podrían dar un respiro a las capitales
mexicanas del homicidio. Pedir paz no es autorizar el crimen organizado. Es
únicamente pedir a los jefes de las bandas que dejen de matar. Estados Unidos
utiliza esta táctica en las penitenciarías y se trabaja activamente con las bandas
carcelarias para negociar treguas. Algunos jefes mafiosos escuchan esas
peticiones: tampoco ellos quieren que se mate a sus familiares. No hace falta
hablar con los padrinos en sus palacios, también los subalternos de banda
callejera se preocupan por la comunidad. Las sangrientas guerras territoriales y
los altos índices de homicidios no ayudan a derrotar a la mafia; antes bien, crean
un clima de inseguridad en el que el delito prevalece.


México tiene un serio problema para curar las heridas de los incontables
ciudadanos que han perdido familiares en el baño de sangre. El creciente número
de huérfanos de la guerra de la droga necesita ayuda, o esos chicos y chicas se
convertirán en una generación más perdida aún, que buscará venganza
derramando más sangre. Otros países con conflictos todavía candentes han
implementado planes nacionales para las víctimas. En algunos casos, los
huérfanos o las viudas necesitan ayuda económica; pero en muchos otros la
necesidad es psicológica.
Las familias de las víctimas se ayudan entre sí compartiendo su dolor. En
Culiacán hay un grupo de hombres y mujeres que se reúnen para hablar del
sufrimiento que sienten por haber perdido a sus seres queridos. Muchas mujeres
son madres. Nunca se harán a la idea de haber enterrado a sus hijos, pero al
menos se dan cuenta de que otras personas sufren como ellas.
Alma Herrera, la mujer cuyo hijo murió tiroteado en el garaje, me lleva una
tarde a ver a una amiga en sus mismas circunstancias. Vamos a un parque del
centro de Culiacán donde los ancianos descansan, los niños juegan junto a las
fuentes y las parejas jóvenes se arrullan en los bancos y siembran las semillas de
su futuro enlace y su futura familia. La luz que baña Sinaloa poco antes del
crepúsculo es hermosa, de un azul pródigo y brillante que llena las calles.
La amiga de Alma tiene 40 años y se llama Guadalupe. Perdió a su hijo
mayor, Juan Carlos, abatido por la policía. Lleva una foto grande de él, un guapo
muchacho de 23 años que mira fijamente a la cámara. La policía buscaba a otra
persona en el barrio, dice Guadalupe, y Juan Carlos cayó alcanzado por el fuego
cruzado. Solloza con fuerza, incapaz de contenerse, mientras cuenta lo sucedido.
Lo tuvo con sólo 17 años, lo llevó en su seno, le cambió los pañales, vigiló sus
primeros pasos, lo llevó a la escuela... y luego besó su cadáver.
Guadalupe tiene en brazos un niño de tres meses. El pequeño duerme
mientras la madre solloza y cuenta la historia, de pronto despierta porque tiene
hambre, luego vuelve a dormirse. Pregunto por su nombre. «Juan Carlos», dice la
madre. El mismo que el del primogénito tiroteado. Un nuevo hijo a cambio del
que desapareció. La madre ha depositado sus esperanzas en el nuevo retoño para
que crezca y mejore el mundo que mató a su hermano. También nosotros
debemos depositar en él nuestras esperanzas.
Agradecimientos


U n periodista extranjero no podría cubrir ni un centímetro de la guerra que se
libra en México contra el narcotráfico sin el trabajo y la ayuda de periodistas y
estudiosos mexicanos que trabajan día a día en condiciones extremadamente
difíciles. Nunca dejaré de sorprenderme por el profesionalismo y la generosidad
de mis colegas mexicanos. Gracias especialmente a los que cito a continuación.
También quiero dar las gracias de modo especial a todas las personas que
accedieron a ser entrevistadas para este libro y que me contaron sus historias de
crimen, tragedia y supervivencia, a menudo corriendo un riesgo personal.
Además de las personas mencionadas en el texto, hay otras docenas de
entrevistados que contribuyeron a dar forma a mi historia. Entre ellos, hay
muchos agentes de la ATF, la DEA, el FBI, la Procuraduría General de la
República, la Policía Federal Preventiva y el ejército de México, parlamentarios,
abogados y activistas, así como muchos gánsteres, contrabandistas, drogadictos,
y bastantes borrachines.

Ciudad de México: Diego Osorno, Alejandra Chombo, Daniel Hernández,
Alejandro Almazán, Luis Astorga, José Reveles, John Dickie, Marcela Turati,
Alfredo Corchado, Dudley Althaus, Guillermo Osorno, Gustavo Valcárcel, Mark
Stevenson, Eduardo Castillo, Wendy Pérez, Laurence Cuvilliert, Matthieu
Comín, Jonathan Roeder, Jason Lange, José Cohen, José Antonio Crespo,
Lorenzo Meyer, Federico Estévez, Ciro Gómez Leyva, Alejandro Sánchez,
Alberto Nájar, Enrique Martí, Jorge Barrera, Marco Ugarte, Olga Rodríguez,
Louis Loizides.
Sinaloa: Fernando Brito y El Debate de Sinaloa, Fidel Durán, Javier Valdez (y
el personal de El Guayabo), Ismael Bohórquez, Froylán Enciso, Vladimir
Ramírez, Raúl Quiroz, Bárbara Obeso, Cruz Serrano, Emma Quiroz, Bobadilla,
Arturo Vargas y todos los de La Locha, Elmer Mendoza, Lizette Fernández,
Francisco Cuamea, Manuel Insunza, Socorro Orozco, Mercedes Murillo.
Resto de México: Miguel Perea, Justino Mirando, Francisco Castellanos,
Magdiel Hernández, José María Álvarez, Vicente Calderón, Víctor Jaime, Víctor
Clark, Luis Pérez, Martha Cazares, Miguel Turriza, Jorge Machuca, Jorge Chárez.
Centroamérica y Sudamérica: Alfredo Rangel, Oliver Schmieg, John Otis,
Wenceslao Rodríguez, Juan Carlos Llorca, Lourdes Honduras, Mery Cárcamo,
Kenya Torres, Noé Leiva, Karla Ramos, Gustavo Duncan, Otilia Lux.
Estados Unidos: Michael Marizco, Mike Kirsch (Mad Dog), Elijah Wald,
Chris Shively, Darlene Stinston, Dane Schiller, Jim Pinkerton, Tracey Eaton, Tim
Padgett, Howard Chua, Tony Karon, Stephanie Garlow, Mark Scheffler, Tomás
Mucha, Charles Sennot, Jorge Mújica, George Grayson, Rob Winder.


Mi especial agradecimiento a mi agente Katherine Fausset y al responsable de la
edición Pete Beatty por creer en este libro y convertirlo en realidad. Sin ellos no
habría llegado a ninguna parte. Ni sin mis padres. Ni sin mi mujer, Myri, que ha
tenido que aguantar mis indagaciones sobre el narcotráfico durante los últimos
diez años. Gracias.
Bibliografía


L a literatura sobre el narcotráfico en Latinoamérica es casi tan compleja como
el propio narcotráfico. Abarca investigaciones excepcionales, estudios
académicos profundos, informes de agentes estadounidenses, anecdotarios de
gánsteres medio analfabetos y novelas fascinantes, que a menudo constituyen la
forma más segura de contar lo innombrable. He tratado de leer todo lo que se ha
publicado sobre el hampa mexicana, pero es difícil estar al día con todo el alud de
libros que han aparecido en los últimos años. Destaca El cártel de Sinaloa, de
Diego Osorno, que entre otras cosas pone a nuestra disposición los diarios del
padrino Miguel Ángel Félix Gallardo. Los libros de José Reveles, Julio Scherer,
Ricardo Reveles, Javier Valdez y Marcela Turati también son imprescindibles
para trazar un cuadro general de este complicado tema.
La veterana obra de Jesús Blancornelas todavía brilla, sobre todo su histórico
libro El cártel: los Arellano Félix, la mafia más poderosa en la historia de América
Latina. Entre los académicos mexicanos, o narcólogos, el campeón indiscutible
sigue siendo Luis Astorga. Sus libros El siglo de las drogas y Drogas sin fronteras
son particularmente útiles. La moda de la narcoficción ha producido grandes
novelas de Élmer Mendoza y Alejandro Almazán, aunque la más famosa es La
reina del sur, del español Arturo Pérez-Reverte.
Los libros en inglés sobre el narcotráfico mexicano han sido más esporádicos.
Desperados, de Elaine Shannon [traducción en castellano: Los señores de la droga:
la batalla que EE.UU. no podrá ganar, Madrid, 1989], es una joya para el
contexto histórico, ya que cuenta la odisea de los agentes de la DEA en los años
ochenta, mientras que Drug Lord, de Terrence Poppa, presenta una fascinante
historia protagonizada por los propios traficantes en la misma época. Charles
Bowden ha escrito una serie de títulos influyentes sobre el tema, y Down By the
River me permitió conocer todo el contexto de la época de Salinas. Entre los
estudiosos estadounidenses, y concretamente entre los mexicanólogos, destacan
John Bailey y George Grayson. También me ha sido muy útil Drug War Zone, del
antropólogo Howard Campbell, por sus entrevistas con traficantes del lado
estadounidense de la frontera. Para México en general, Distant Neighbors
[traducción en castellano: Vecinos distantes, Ciudad de México, 1986], de Alan
Riding, sigue vigente después de treinta años. Bordering on Chaos [traducción en
castellano: En la frontera del caos, Javier Vergara, Buenos Aires, 1996. México en
la frontera del caos, Barcelona, 1999] de Andrés Oppenheimer, y Opening Mexico
[traducción en castellano: El despertar de México, Ciudad de México, 2004], de
Julia Preston y Samuel Dillion, también me ayudaron a recomponer la turbulenta
transición de la democracia de los años noventa.
En otros países se han publicado libros sobre el crimen organizado que me
han sido útiles para descifrar el enigma mexicano. McMafia [McMafia, el crimen
sin fronteras, Destino, Barcelona, 2008], de Misha Glenny, permite entender los
entresijos de la mafia rusa y la expansión global del crimen organizado desde el
fin de la Guerra Fría. El clásico de Roberto Saviano, Gomorra [Gomorra: Un viaje
al imperio económico y al sueño de poder de la Camorra, Debate, Barcelona,
2007/2010], es útil para identificar sistemas criminales y no sólo familias del
crimen. Confesiones de un paraco [Bogotá, 2007], de José Gabriel Jaraba, me
ayudó a entender el crecimiento de las organizaciones paramilitares colombianas
y sus equivalencias mexicanas. Cocaine, de Dominic Streatfeild, es una historia
de la droga, muy bien escrita. Pero Goodfellas[*****] y Casino[******], dos libros
sobre la mafia neoyorquina de Nicholas Pileggi, uno de los mejores periodistas
de sucesos de todos los tiempos, nos demuestran que los libros sobre el crimen
organizado pueden ser muy exactos con los datos y a pesar de todo leerse como
si fueran novelas.

*****Título original Wiseguy. Hay un vídeo en castellano: Goodfellas: Uno de los nuestros, RBA, Barcelona,
1999/2006.

******Casino, Grijalbo Mondadori, Barcelona, 1996/1998.


Notas

Capítulo 1: Fantasmas
1. Comparación de las estadísticas del FBI sobre homicidios con las estadísticas
de la PGJDF [Procuraduría General de Justicia del Distrito Federal] de Ciudad de
México.
2. Informe titulado Joint Operating Environment 2008, del United States Joint
Forces Command con sede en Virginia.
3. La expresión «cortinas de humo y espejos» para describir la guerra contra la
droga procede del clásico de Dan Baum Smoke and Mirrors. The War on Drugs
and the Politics of Failure (Little, Brown, Nueva York, 1996).
4. Base de datos hecha pública en diciembre de 2010 por la Secretaría de
Seguridad Pública de México, sobre las muertes relacionadas con el crimen
organizado.
5. Según el censo de 2010, México tenía 112.332.757 habitantes.
6. La cuenta de los policías muertos fue hecha pública por el secretario de
Seguridad Pública Genaro García Luna el 7 de agosto de 2010, y fue actualizada
en diciembre del mismo año.
7. El Fondo Monetario Internacional valoraba en 2010 el producto interior bruto
de México en 1,004 billones de dólares, la decimocuarta economía más fuerte del
mundo.
8. Lista Forbes de los multimillonarios del mundo (2010).

Capítulo 2: Amapolas
1. El cruce descrito está en la aldea de Santiago de los Caballeros, municipalidad
de Badiraguato, Sinaloa.
2. La casa familiar de Joaquín Guzmán está en La Tuna, aldea de la
municipalidad de Badiraguato, Sinaloa.
3. Mi historia de Sinaloa está en deuda con Sergio Ortega, Breve historia de
Sinaloa (Fondo de Cultura Económica, Ciudad de México, 1999).
4. El Tratado de Guadalupe Hidalgo se firmó el 2 de febrero de 1848 en la
entonces villa de Guadalupe Hidalgo, hoy incorporada al Distrito Federal. Las
nuevas fronteras territoriales aparecen descritas en el artículo 5, que empieza:
«La línea divisoria entre las dos repúblicas comenzará en el golfo de México, tres
leguas fuera de tierra...»
5. El primer estudio detallado sobre los receptores del opio fue publicado por
Candace Pert y Solomon H. Snyder en marzo de 1973.
6. David Stuart, Dangerous Garden: The Quest for Plants to Change Our Lives
(Frances Lincoln Limited, Londres, 2004), p. 82. [Hay traducción en castellano:
El jardín de la tentación: plantas que curan, plantas que matan y plantas que
enamoran, Océano, Barcelona, 2006.]
7. Lo-shu Fu, A Documentary Chronicle of Sino-Western Relations, The
Association for Asian Studies, The University of Arizona Press, Tucson, 1966,
vol. I, p. 380.
8. La referencia figuraba en el estudio gubernamental Geografía y estadística de la
República Mexicana, citado por Luis Astorga en El siglo de las drogas: El
narcotráfico, del Porfiriato al nuevo milenio, Plaza y Janés, Ciudad de México,
2005, p. 18.
9. La fotografía descrita es de un fumadero de opio de Malinta Street, Manila,
Filipinas, y puede verse en la Biblioteca del Congreso de Washington, D.C.,
sección Prints and Photographs, LC-USZ62-103376.
10. Edward Marshall, «Uncle Sam is the worst drug fiend in the world», New
York Times, 12 de marzo de 1911.
11. Edward Huntington Williams, «Negro cocaine “fiends” new southern
menace», New York Times, 8 de febrero de 1914.
12. El documento fue enviado por F. E. Johnson, agente de servicio, 16 de
septiembre de 1916, citado por Luis Astorga en Drogas sin fronteras: Los
expedientes de una guerra permanente, Grijalbo, Ciudad de México, 2003, p. 17.
13. Informe entregado por G. S. Quate, interventor delegado del Departamento
del Tesoro, 15 de enero de 1918, citado por Astorga en Drogas sin fronteras, p.
20.
14. «Customs agents in gun battle with runners», El Paso Times, 16 de junio de
1924.
15. Manuel Lazcano, Una vida en la vida sinaloense, Talleres Gráficos de la
Universidad de Occidente, Los Mochis (Sinaloa), 1992, pp. 38-39. Edición de
Nery Córdova Solís.
16. Ibíd., p. 40.
17. «Todavía no han logrado aprehender a La Nacha», El Continental, 22 de
agosto de 1933.
18. Vargas Llosa pronunció esta muy citada frase en 1990, durante un debate con
Octavio Paz organizado por la revista Vuelta.
19. El periodista Alan Riding tiene un capítulo sobre esta metáfora en su clásico
Distant Neighbors: A Portrait of the Mexicans, Knopf, Nueva York, 1985. [Hay
traducción en castellano: Vecinos distantes: un retrato de los mexicanos, Joaquín
Mortiz/Planeta, Ciudad de México, 1985.]
20. Lazcano, Una vida, p. 207.
21. Ibíd., p. 202.
22. Carta de Anslinger al periodista Howard Lewis, citada en Astorga, Drogas sin
fronteras, pp. 138-139.
23. Lazcano, Una vida, p. 207.

Capítulo 3: Hippies
1. El consumo de marihuana por Diego Rivera y otros pintores mexicanos se
describe en el libro del muralista David Alfaro Siqueiros Me llamaban el
Coronelazo (Grijalbo, Ciudad de México, 1977).
2. Los detalles del caso de la Compañía Coronado pueden verse en el sumario
The United States vs. Donald Eddie Moody, 778F.2d 1380, 4 de septiembre de
1985.
3. Elaine Shannon, Desperados: Latin Drug Lords, U.S. Lawmen and the War
America Can’t Win (Viking, Nueva York, 1988), p. 33. [Hay traducción en
castellano: Los señores de la droga: la batalla que Estados Unidos no podrá ganar,
Madrid, 1989.]
4. Grabación del Despacho Oval, 13 de mayo de 1971, entre las 10.32 y las 24.20
horas.
5. G. Gordon Liddy, Will: The Autobiography of G. Gordon Liddy (St. Martin’s
Press, Nueva York, 1980), p. 134.
6. Discurso de Richard Nixon, 18 de septiembre de 1972.
7. Richard Nixon, Orden Ejecutiva 11727, Cumplimiento de la Ley sobre
Estupefacientes, 6 de julio de 1973.
8. Uno de los primeros informes generales sobre el caso de Sicilia Falcón fue un
artículo alemán, «Die gefährlichen Geschäfte des Alberto Sicilia», Der Spiegel, 9
de mayo de 1977. El caso aparece también descrito con detalle en la obra de
James Mills Underground Empire (Dell Publishing Company, Nueva York, 1985).
9. El libro que Sicilia Falcón escribió en la cárcel se titulaba El túnel de
Lecumberri (Compañía General de Ediciones, México, DF, hacia 1977 [2.ª ed.,
1979]).
10. José Egozi figura en los Cuban Information Archives como partícipe de la
invasión de la bahía de los Cochinos. Su número en clave era R-537.R-710.
11. Luis Astorga, El siglo de las drogas (Plaza y Janés, Ciudad de México, 2005), p.
115.
12. Shannon, Desperados, p. 63.
13. Fabio Castillo, Los jinetes de la cocaína (Editorial Documentos Periodísticos,
Bogotá, 1987), pp. 18-21.
14. Documentación desclasificada de la CIA, Mexico: Increases in Military
Antinarcotics Units (desclasificado en octubre de 1997).
15. Puede verse una descripción gráfica del sistema de plazas de los años setenta
en Terrence Poppa, Drug Lord: The Life and Death of a Mexican Kingpin (Pharos
Books, Nueva York, 1990).

Capítulo 4: Cárteles
1. La expresión «república bananera» fue acuñada por el escritor estadounidense
O. Henry en su libro Cabbages and Kings (1904).
2. El primer caso de tráfico de cocaína se encuentra bien documentado en
Andean Cocaine: The Making of a Global Drug (University of North Caroline
Press, Chapel Hill, 2003), de Paul Gootenberg, máxima autoridad en la materia.
3. Entrevista del programa de televisión Frontline con George Jung en la cárcel
(año 2000).
4. Pablo Escobar se disfrazó de Pancho Villa en una foto representativa en la que
aparece con sombrero charro y cananas. La foto puede verse en James Mollison,
The Memory of Pablo Escobar (Chris Boot, Nueva York, 2009).
5. Documentos del Tribunal de Casación del 9.º Distrito de Estados Unidos, USA
vs. Matta Ballesteros, N.º 91-50336.
6. Billy Corben, Cocaine Cowboys (Rakontur, Miami, 2006).
7. Michael Demarest, «Cocaine: Middle Class High», Time, 6 de julio de 1981.
8. Estadísticas oficiales sobre homicidios del Departamento de Policía de Miami-
Dade.
9. Las fotos de Félix Gallardo fueron publicadas por su hijo en el sitio de Internet
http://www.miguelfelixgallardo.com hasta que el sitio se suspendió.
10. La granja de marihuana estaba en el rancho El Búfalo, cerca de Jiménez y
Camargo, estado de Chihuahua, registrado en noviembre de 1984.
11. Documentos del Tribunal de Casación del 9.º Distrito de Estados Unidos,
USA vs. Matta Ballesteros, 91-50165 (causa vista el 4 de enero de 1993).
12. El diario de la cárcel fue entregado por Félix Gallardo a su hijo y publicado en
Diego Osorno, El cártel de Sinaloa (Grijalbo, Ciudad de México, 2009), pp. 207-
257.
13. La confiscación se produjo en Yucca, Arizona, el 27 de noviembre de 1984.
14. USA vs. Matta Ballesteros, N.º 91-50336.
15. El episodio se cuenta también en Elaine Shannon, Desperados (Viking, Nueva
York, 1988), pp. 213-214.
16. El discurso de Ronald Reagan fue transmitido en directo el 14 de septiembre
de 1986.
17. La versión completa de la serie Dark Alliance, más docenas de archivos de
audio y pruebas documentales, se ha colgado en la red, en el sitio
http://www.narconews.com/darka lliance/drugs/start.htm.
18. The Senate Commitee Report on Drugs, Law Enforcement and Foreign Policy
es también conocido como Informe Kerry, por el senador John F. Kerry, que
presidió la comisión que lo preparó.
19. CIA Report on Cocaine and the Contras, párrafo 35. El informe se publicó en
1998, durante el intento de acusación de Bill Clinton, ocultando la noticia de que
se reconocieron algunas verdades básicas de Dark Alliance.
20. La violencia se describe con detalle en B. Esteruelas, «Cinco muertos en una
manifestación frente a la embajada norteamericana en Honduras», El País, 23 de
febrero de 1988.

Capítulo 5: Magnates
1. Jesús Blancornelas, «Death of a Journalist», El Andar (otoño de 1999).
2. Cifras oficiales procedentes de la Oficina del Representante Comercial de
Estados Unidos.
3. Diego Osorno, El cártel de Sinaloa (Grijalbo, Ciudad de México, 2009), pp.
184-185.
4. Jesús Blancornelas, El cártel: Los Arellano Félix, la mafia más poderosa en la
historia de América Latina (Plaza y Janés, Ciudad de México, 2002), p. 46.
5. Ibíd., pp. 46-48.
6. Informe titulado Amado Carrillo-Fuentes, de la Unidad de Inteligencia
Operacional del Centro de Inteligencia de El Paso, con el sello «DEA
confidencial».
7. La búsqueda de Pablo Escobar se cuenta con detalle en Mark Bowden, Killing
Pablo: The Hunt for the World’s Greatest Outlaw (Penguin, Nueva York, 2001).
[Hay traducción en castellano: Matar a Pablo Escobar: la cacería del criminal más
buscado del mundo, RBA, Barcelona, 2001/ 2007.]
8. La investigación de la policía suiza estuvo dirigida por Valentin Roschacher y
el informe se preparó en 1998. Se detalla en Tim Golden, «Questions Arise
About Swiss Report on Raúl Salinas’s Millions», New York Times, 12 de octubre
de 1998.
9. Tim Padgett y Elaine Shannon, «La Nueva Frontera: The Border monsters»,
Time, 11 de junio de 2001.
10. Blancornelas, El cártel, p. 237.
11. Ibíd., pp. 243-244.
12. Ibíd., p. 284.
13. Jesús Blancornelas en entrevista con Guillermo López Portillo para Telvisa,
2006.

Capítulo 6: Demócratas
1. Fox hizo este lamentable comentario en una conferencia de prensa celebrada
en Puerto Vallarta el 13 de mayo de 2005.
2. Entrevisté a Vicente Fox en San Francisco del Rincón el 25 de noviembre de
2010.
3. La cita procede de Nightline (ABC) de 3 de julio de 2000, transcrita de la
grabación original por gentileza de la oficina de ABC en Ciudad de México.
4. José Reveles, El cártel incómodo: El fin de los Beltrán Leyva y la hegemonía del
Chapo Guzmán (Random House Mondadori, Ciudad de México, 2010), pp. 57-
71.
5. Una serie de cartas de amor de Joaquín, el Chapo Guzmán, se publicó con
mucho aparato en Julio Scherer García, Máxima seguridad: Almoloya y Puente
Grande (Nuevo Siglo Aguilar, Ciudad de México, 2009), pp. 21-28.
6. La anécdota se comenta también en Diego Osorno, El cártel de Sinaloa
(Grijalbo, Ciudad de México, 2009), p. 193.
7. En la revista Proceso y otras publicaciones mexicanas han aparecido multitud
de artículos sobre los vínculos del Gobierno nacional y el cártel de Sinaloa.
8. Juan Nepomuceno, llamado también el Padrino de Matamoros, fue una
destacada figura durante más de medio siglo. En la vejez concedió una entrevista
a Sam Dillon, «Matamoros Journal: Canaries Sing in Mexico, but Uncle Juan
Will Not», New York Times, 9 de febrero de 1996.
9. Texto tomado de «Manual de SOA [School of Americas]: Manejo de Fuente,
capítulo V», disponible en
http://www.derechos.net/soaw/manuals/manejo5.html.
10. Detalles de estos ataques en el comunicado zapatista titulado Sobre el PFCRN,
La ofensiva militar del Gobierno, los actos terroristas y el nombramiento de
Camacho (11 de enero de 1994).
11. El texto de la conversación fue hecho público por un miembro de la Agencia
Federal de Investigación (AFI).
12. El agente de la DEA era Joe DuBois, y el agente del FBI, Daniel Fuentes.
13. De la reunión habló antes que nadie el periodista mexicano Alberto Nájar,
que obtuvo un documento informativo de la PGR. Posteriormente fue
corroborada por testimonios, recogidos por agentes nacionales, de testigos
protegidos.
14. La matanza tuvo lugar en Nuevo Laredo el 8 de octubre de 2004.
15. Las fuentes no se ponen de acuerdo sobre el lugar de nacimiento de Lazcano,
aunque los indicios señalan diversas ciudades del estado de Hidalgo cercanas a la
frontera con el estado de Veracruz, en las que ha financiado por lo menos dos
iglesias.
16. El asesinato del jefe de policía de Nuevo Laredo Alejandro Domínguez
ocurrió el 8 de junio de 2005.
17. Bradley Roland Will, de 36 años, fue muerto a tiros el 27 de octubre de 2006
en Oaxaca de Juárez. Por lo menos otras dos personas murieron en los tiroteos
que se produjeron en la misma ciudad el mismo día.
18. Los comentarios de Fox en su blog personal, 7 de agosto de 2010.

Capítulo 7: Señores de la guerra
1. Felipe Calderón, El hijo desobediente: Notas en campaña (Aguilar, Ciudad de
México, 2006), p. 16.
2. Primer debate presidencial, 25 de abril de 2006.
3. Cubrí esto para la agencia AP en artículos como Ioan Grillo, «Thousands of
mexicans troops ordered to arrest smugglers, burn marijuana and opium fields»,
Associated Press, 12 de diciembre de 2006.
4. Felipe Calderón hizo estos comentarios en una dependencia de la Secretaría de
Defensa en Ciudad de México, el 10 de febrero de 2007. Puede verse el texto
completo de su discurso en
http://www.lupaciudadana.com.mx/SACSCMS/XStatic/lupa/template/declaracion_detalle.asp
n=5925.
5. El acuerdo inicial de la Iniciativa Mérida fue de 1.600 millones de dólares
durante los años fiscales de 2008 a 2010. La ayuda ha ido más allá. El presidente
Obama solicitó 334 millones para financiar a México en 2011.
6. El presupuesto de la seguridad nacional aprobado para 2011 se repartía del
siguiente modo: 4.700 millones de dólares para la Secretaría de Defensa (Sedena),
1.460 millones para la Armada y la infantería de marina (Semar), 2.800 millones
para la Secretaría de Seguridad Pública (SSP), y 5.760 millones para la
Procuraduría General de la República (PGR); total, 14.720 millones de dólares.
7. La declaración de Edgar Valdez fue tomada y filmada por agentes de la
Secretaría de Seguridad Pública (SSP) y luego entregada a la prensa.
8. Una tonelada de cocaína equivale a mil ladrillos de 1 kilo y a un millón de
papelinas de 1 gramo.
9. El narcomensaje fue hecho público en mantas en diversas ciudades del país el
12 de febrero de 2000.
10. Paquiro, «Breve tumba-burros culichi-inglés para corresponsales (de guerra),
La Locha, septiembre de 2008.
11. Arturo Beltrán Leyva fue muerto el 16 de diciembre de 2009. La información
sobre el tiroteo se detalla en el informe clasificado del Departamento de Estado,
luego publicado por WikiLeaks y titulado «Mexico Navy Operation Nets Drug
Kingpin Arturo Beltrán Leyva» (con fecha de 17 de diciembre de 2009).
12. El cómputo de homicidios del propio Gobierno mexicano comparado con las
cifras del censo da 191 asesinados en Ciudad Juárez por cada 100.000 habitantes
en 2009, y 229 asesinados por cada 100.000 en 2010. Según estadísticas del FBI,
Nueva Orleans era la ciudad más violenta de Estados Unidos en 2009, con 52
homicidios por cada 100.000 habitantes.
13. La estimación de los diez mil Zetas procede de un miembro del CISEN, el
servicio de espionaje de México, que se reunió con periodistas extranjeros en
2010.
14. La Comisión Nacional de Derechos Humanos informó en una conferencia
celebrada en Ciudad de México el 22 de noviembre de 2010 de que había más de
cien expedientes sobre civiles muertos por policías y soldados.
15. El subsecretario del ejército de Estados Unidos, Joseph Westphal, hizo estos
comentarios en el Instituto Hinckley de Política de la Universidad de Utah el 8
de febrero de 2011.

Capítulo 8: Tráfico
1. Las estadísticas sobre decomisos proceden del Departamento de Seguridad
Interior, que abarca tanto el servicio de patrullas fronterizas como el de vías de
entrada.
2. Datos de 2010 World Drug Report, que publica la oficina de Naciones Unidas
para drogas y delincuencia (United Nations Office on Drugs and Crime).
3. Los agentes del servicio de patrullas fronterizas descubrieron en enero de 2006
un túnel de 730 metros en Otay Mesa. Sigue siendo el más largo descubierto
hasta la fecha.
4. El estudio se titula «National Survey on Drug Use & Health».
5. El estudio, titulado «What America’s Users Spend on Illegal Drugs, 1988-
2000», fue preparado por consultores privados para la Oficina de Política
Nacional para el Control de Estupefacientes (la oficina del zar antidroga).
6. Petróleos Mexicanos (Pemex), Informe Anual 2009.
7. Cifras del Banco de México basadas en transferencias y movimientos
bancarios de pequeñas cantidades.
8. El secretario de Seguridad Pública, Genaro García Luna, hizo la declaración
durante un discurso pronunciado en la Conferencia Nacional de Gobernadores,
Puerto Vallarta, 7 de agosto de 2010.
9. Jason Lange, «From Spas to Banks, Mexico’s Economy Rides on Drugs»,
Reuters, 22 de enero de 2010.
10. La lista negra se titula «List of specially designated nationals and blocked
persons», y la publica la Oficina de Control de Haberes Extranjeros del
Departamento del Tesoro.
11. En World Drug Report 2009, del United States Office on Drugs and Crime.
12. La entrevista fue concedida a la oficina de AP en Nueva York en mayo de
2007 y finalmente publicada en julio del mismo año, después de que la agencia de
noticias tratara de corroborar la información considerada confidencial. La
demora disparó hipótesis conspirativas en los medios mexicanos.

Capítulo 9: Asesinato
1. Un detallado capítulo sobre el Gitano en Diego Osorno, El cártel de Sinaloa
(Grijalbo, Ciudad de México, 2009), pp. 95-109.
2. José González, Lo negro del Negro Durazo: Biografía criminal de Durazo,
escrita por su Jefe de Ayudantes (Editorial Posada, Ciudad de México, 1983), p.
22.
3. Fabio Castillo, Los jinetes de la cocaína (Editorial Documentos Periodísticos,
Bogotá, 1987), p. 11.
4. Estadísticas de homicidios por el Instituto Nacional de Medicina Legal y
Ciencias Forenses de Colombia.
5. La policía mató a tiros a Pablo Escobar en Medellín el 2 de diciembre de 1993.
6. La tasa de desempleo juvenil en Colombia del 22 por ciento —
aproximadamente el doble de la tasa de desempleo general— se refiere a marzo
de 2010, cuando sostuve la entrevista.
7. Del Grupo Cartel, un conjunto norteño.
8. El escándalo de los presos que salían para cometer homicidios estalló el 25 de
julio de 2010, causando una tormenta política.
9. Según el censo de 2010, el municipio de Ciudad Juárez tenía 1.328.000
habitantes.
10. Del estudio (costeado por el Gobierno) Todos somos Juárez, reconstruyamos
la ciudad (Colegio de la Frontera Norte, Ciudad Juárez, marzo de 2010), p. 4.
11. Las penas máximas para menores varían según la edad y el estado, pero en
ninguno se permite una condena mayor de cinco años. En el estado de Morelos,
los menores de edad de 16 años sólo pueden ser condenados a tres años, hecho
que llamó la atención pública a raíz de la detención, en diciembre de 2010, del
presunto sicario Edgar Jiménez, alias el Ponchis, de 14 años.

Capítulo 10: Cultura
1. Del primer poema sobre Robin Hood que se conoce (siglo XV).
2. La declaración de Edgar Valdez, alias la Barbie, fue tomada y filmada por
agentes de la Secretaría de Seguridad Pública (SSP) y cedida a la prensa.
3. Vicente T. Mendoza, El romance español y el corrido mexicano, estudio
comparativo (UNAM [Universidad Nacional Autónoma de México], Ciudad de
México, 1939), p. 219.
4. Américo Paredes, With His Pistol in His Hand (University of Texas Press,
Austin, 1958), p. 3. [Hay traducción en castellano: Persecución en Texas = The
Ballad of Gregorio Cortez (videograbación), IVS (Internacional Vídeo Sistemas),
Pamplona, 1987.]
5. Sam Quiñones, True Tales from Another Mexico: The Lynch Mob, the Popsicle
Kings, Chalino and the Bronx (University of New Mexico Press, Albuquerque,
2001).
6. El asesinato de Valentín Elizalde se produjo en Reynosa, el 15 de noviembre de
2006.
7. La tumba de Valentín Elizalde se encuentra en Guasave, estado de Sinaloa.

Capítulo 11: Fe
1. El cardenal de Ciudad de México, Norberto Rivera, escribió una declaración
en el periódico parroquial Desde la fe (31 de octubre de 2010), reconociendo y
condenando la extendida costumbre de dar narcolimosnas.
2. Del «Corrido de Malverde» de Julio Chaidez.
3. Antes de la conquista española de 1521, Ciudad de México se llamaba
Tenochtitlán y abarcaba el centro histórico actual, más Tepito y otros barrios
periféricos.
4. La actriz y bailarina Niurka Marcos, de origen cubano, se casó con el actor
Bobby Larios en febrero de 2004 en una ceremonia celebrada por David Romo.
5. La iglesia de Romo estuvo registrada en la Secretaría de la Gobernación con el
nombre de Iglesia Católica Tradicional México-EE.UU. La Secretaría anuló el
registro en abril de 2007.
6. La vida y la muerte de Jonathan Legaria se cuenta también con detalle en
Humberto Padgett, «Vida, obra y fin de Padrino Endoque, el ahijado de la Santa
Muerte», Emeequis, 1 de septiembre de 2008.
7. Los cadáveres fueron hallados en el estado de Yucatán el 28 de agosto de 2008.
Los tres supuestos asesinos fueron detenidos cerca de Cancún el 2 de septiembre
del mismo año.
8. Mictecacihuatl recibe también el nombre de Catrina y se representa asimismo
como un esqueleto, igual que la Santa Muerte.
9. Los gánsteres perpetraron esta atrocidad en Uruapán, estado de Michoacán, el
6 de septiembre de 2006.
10. John Eldredge, Wild at Heart: Discovering the Secret of a Man’s Soul (Thomas
Nelson, Nashville, 2003).
11. Armando Valencia Cornello, presunto cabecilla de Michoacán, fue detenido
el 15 de agosto de 2003.
12. Publicado en La Voz de Michoacán, 22 de noviembre de 2006.
13. Servando Gómez, alias la Tuta, llamó por teléfono en directo al presentador
del programa Voz y solución, Marcos Knapp, el 15 de julio de 2009.
14. Nazario Moreno, al parecer, fue muerto a tiros en Apatzingán el 9 de
diciembre de 2010. Tenía 40 años.

Capítulo 12: Insurgencia
1. Breaking Bad, producida por Vince Gilligan, segunda serie, episodio 7, 19 de
abril de 2009.
2. Alejandro Almazán, Entre perros (Grijalbo Mondadori, Ciudad de México),
2009.
3. John P. Sullivan y Adam Elkus, «Cartel v. cartel: Mexico’s Criminal
Insurgency», Small Wars Journal, 26 de enero de 2010.
4. Informe titulado Joint Operating Environment 2008, del United States Joint
Forces Command con sede en Virginia.
5. Clinton hizo este comentario en el Council for Foreign Relations, Washington,
8 de septiembre de 2010.
6. Real Academia Española, Diccionario de la lengua española, 22.ª edición, 2001.
7. Declaración de la Secretaría de Asuntos Exteriores de México, 9 de febrero de
2011.
8. Eric Hobsbawm, Primitive Rebels: Studies in Archaic Forms of Social
Movement in the 19th and 20th Centuries (Manchester University Press,
Manchester, 1959). [Hay traducción en castellano: Rebeldes primitivos, Ariel,
Barcelona, 1968.]
9. Stephen Metz, «The future of insurgency», Strategic Studies Institute, 10 de
diciembre de 1993.
10. El interrogatorio de Marco Vinicio Cobo corrió a cargo de la inteligencia
militar, a raíz de su detención el 3 de abril de 2008 en Salina Cruz, Oaxaca.
11. Servando Gómez, la Tuta, llamó por teléfono en directo al presentador del
programa Voz y solución, Marcos Knapp, el 15 de julio de 2009.
12. Rodolfo Torre, candidato del PRI, fue muerto por pistoleros el 28 de junio de
2010. Su hermano ocupó su lugar y fue elegido gobernador de Tamaulipas.
13. Editorial de primera plana de El Diario de Juárez, 19 de septiembre de 2010.
14. Miguel Ortiz fue interrogado por miembros de la Secretaría de Seguridad
Pública.
15. El atentado contra Minerva Bautista tuvo lugar en las afueras de Morelia, el
24 de abril de 2010.
16. El vídeo de entrenamiento de supuestos miembros de La Resistencia fue
hecho público en febrero de 2011.
17. Cifras publicadas por la Secretaría de Defensa mexicana (Sedena).
18. Informe titulado Combating Arms Trafficking, publicado por la embajada de
Estados Unidos en Ciudad de México, mayo de 2010.
19. La captura se produjo en Laredo, Texas, el 29 de mayo de 2010.
20. Nick Miroff y William Booth, «Mexican drug cartels’ newest weapon: Cold
War-era grenades made in U.S.», Washington Post, 17 de julio de 2010.
21. Los infantes de marina mataron a tiros a Ezequiel Cárdenas en Matamoros el
5 de noviembre de 2010.
22. Según el informe titulado Advisory: Explosives Theft by Armed Subjects,
publicado por el United States Bomb Data Center, 16 de febrero de 2009.
23. La confesión de Noé Fuentes fue publicada por la Secretaría de Seguridad
Pública a raíz de su detención, el 13 de agosto de 2010.
24. Los cadáveres fueron hallados en el estado de Yucatán, el 28 de agosto de
2008.

Capítulo 13: Detenciones
1. El primer escándalo estalló en 2005, con las crónicas de Alfredo Corchado en
el Dallas Morning News. El segundo en 2009, con noticias procedentes de
diversas organizaciones informativas.
2. Andrés López, El cártel de los sapos (Planeta, Bogotá, 2008).
3. Los detalles del caso Cárdenas fueron revelados en una serie de artículos
publicados por Dane Schiller en el Houston Chronicle en 2010.
4. Discurso de Richard Nixon, 18 de septiembre de 1972.

Capítulo 14: Expansión
1. De FBI Uniform Crime Reports, 2004-2010.
2. Cifra proporcionada por el Departamento de Policía de Phoenix.
3. Ibíd.
4. Ibíd.
5. National Drug Intelligence Center, Cities in Which Mexican DTO’s Operate
Within the United States, 13 de abril de 2008, actualizado en National Drug
Threat Assesment 2009, enero de 2009.
6. Acta de acusación del U.S. District Court, Northern District of Illinois, Eastern
Division, United States of America vs. Arturo Beltrán Leyva.
7. Del excelente documental Blood River: Barrio Azteca, quinta serie, episodio 4,
ciclo «Gangland», de History Channel, emitido el 18 de junio de 2009.
8. Las agresiones contra los empleados del consulado ocurrieron en Ciudad
Juárez el 13 de marzo de 2010.
9. Revelado en el juicio y reiterado en el recurso de apelación titulado Rosalio
Reta vs. State of Texas, presentado el 3 de marzo de 2010 en el 49.º distrito
judicial, Texas.
10. Del informe titulado Precursors and chemicals frequently used in the illicit
manufacture of narcotic drugs and psychotropic substances, realizado por el
International Narcotics Control Board, 19 de febrero de 2009.
11. El general Julián Arístides González fue muerto a tiros en Tegucigalpa el 8 de
diciembre de 2009.
12. El funeral tuvo lugar en Tegucigalpa el 9 de diciembre de 2009.

Capítulo 15: Diversificación
1. En 2011 seis millones de pesos equivalían aproximadamente a medio millón
de dólares.
2. Estudio publicado por la Cámara de Diputados del Parlamento de México,
basado en cifras oficiales, 7 de septiembre de 2010.
3. Los presidentes de la Cámara de Comercio y la Asociación de Maquiladoras de
Ciudad Juárez (Amac) pidieron públicamente la intervención de la ONU en
noviembre de 2009. Los funcionarios de la ONU dijeron que hacía falta una
petición directa del Gobierno nacional.
4. Daniel Arizmendi fue detenido en Naucalpán, Estado de México, el 17 de
agosto de 1998. Cumple una condena que no podrá exceder de cincuenta años.
5. Vicente Fernández dijo después que se ofreció a trasplantar sus propios dedos
a su hijo, pero un médico le aconsejó que no lo hiciera.
6. Rosario Mosso Castro, «Secuestradores vienen de Sinaloa», Zeta, edición de
2007, n.º 1721.
7. Comisión Nacional de Derechos Humanos, Informe especial sobre los casos de
secuestro contra migrantes, 15 de junio de 2009.
8. Amnistía Internacional, Mexico: Invisible victims. Migrants on the move in
Mexico, 28 de abril de 2010.
9. El superviviente contactó con los infantes de marina el 23 de agosto de 2010.
Se cree que la matanza tuvo lugar el 21 o el 22 de agosto.
10. Instituto Nacional de Estadística y Geografía (Inegi), Encuesta nacional de
ocupación y empleo, informe publicado el 13 de agosto de 2010.
11. Diego Gambetta, The Sicilian Mafia: The Business of Private Protection,
Harvard United Press, Cambridge (Mass.), 1993. [Trad. cast.: La mafia siciliana.
El negocio de la protección privada, Fondo de Cultura Económica, Buenos Aires,
2007.]
12. Estimaciones de Pemex.
13. Informe anual de Pemex sobre 2010, 1 de marzo de 2011.

Capítulo 16: Paz
1. Zedillo, Gaviria y Cardoso expusieron sus argumentos en un documento
titulado Drogas y democracia. Hacia un cambio de paradigma, 11 de febrero de
2009. Disponible en Internet, en
http://www.plataformademocratica.org/Publicacoes/declaracao_espanhol_site.pdf.
2. Estimación tomada de un estudio de Jeffrey Miron (Harvard) y Katherine
Waldock (Universidad de Nueva York), The Budgetary Impact of Ending Drug
Prohibition (Cato Institute, Washington, D.C., 2010).
3. Los tratados comprenden la Convención de N.U. contra el tráfico ilegal de
estupefacientes y sustancias psicotrópicas de 1988, la Convención sobre
sustancias psicotrópicas de 1971 y la Convención única sobre estupefacientes de
1961.
4. La ley que despenaliza en México la posesión de pequeñas cantidades de
estupefacientes fue aprobada el 20 de agosto de 2009.
5. Rand Corporation, Legalizing marijuana in California will not dramatically
reduce mexican drug trafficking revenues, 12 de octubre de 2010.
6. La marihuana fue aprehendida el 18 de octubre de 2010. Los adictos que se
rehabilitaban fueron asesinados el 24 de octubre.
7. Informe clasificado del Departamento de Estado, luego publicado por
WikiLeaks, «Mexico Navy Operation nets drug kingpin Arturo Beltrán Leyva»
(dado a conocer el 17 de diciembre de 2010).
8. Informe clasificado del Departamento de Estado, luego publicado por
WikiLeaks, «Scene-setter for the opening of the Defense Bilateral Working
Group» (dado a conocer el 29 de enero de 2009).
9. Entrevista del autor con Gaviria en Ciudad de México, 22 de febrero de 2010.
10. La cifra fue dada a la prensa por Mario Delgado, secretario de Educación de
Ciudad de México, el 6 de diciembre de 2010.
11. Leoluca Orlando fue alcalde de Palermo de 1985 a 1990 y de 1993 a 2000.
Fotos


La medicina de Dios. Adormideras de la Sierra Madre Occidental. (Fernando Brito)
Mezclando pasta de coca en un laboratorio clandestino de Putumayo, Colombia. (Oliver Schmieg)
El producto acabado. Un ladrillo de kilo de coca pura. Las marcas indican a qué cártel pertenece. (Oliver
Schmieg)
Economía de escala. Soldados arrancando una plantación de marihuana de tamaño industrial en
Sinaloa. (Fernando Brito)
Los intérpretes del Grupo Cártel, especializados en narcocorridos, posan delante del cementerio del
Humaya de Culiacán. Los mausoleos del fondo son de narcotraficantes muertos. (Fernando Brito)
La Santa Muerte. El devoto reza, baila y fuma delante de un altar
d e la Santa Muerte de Tepito, Ciudad de México. (Keith Dannemiller)
El Eliot Ness de México. El presidente Felipe Calderón explica su estrategia en la guerra contra la droga.
(Keith Dannemiller)
Sinaloa. Un soldado en el escenario de un crimen del cártel. (Fernando Brito)
Medellín. El sicario Gustavo en un piso franco del cártel. (Oliver Schmieg)
No te muevas o te mato. Fuerzas especiales colombianas detienen una furgoneta cargada de cocaína.
(Oliver Schmieg)
Guerra urbana. Soldados corriendo hacia el escenario de un crimen en Culiacán. (Fernando Brito)
Sinaloa. Una víctima del cártel. (Fernando Brito)
Duelo diurno. Miembros de la familia despiden a un policía asesinado en Sinaloa. (Fernando Brito)
El cuerpo es el mensaje. Cadáver arreglado por los gánsteres en Sinaloa. (Fernando Brito)
Terror. Una víctima del cártel sumergida en un canal de Sinaloa. (Fernando Brito)
¿Paz en el futuro? Colegialas de Culiacán en una manifestación contra la violencia. Llevan fotos de
víctimas inocentes. (Fernando Brito)
Título original: El Narco. The Bloody Rise of Mexican Drug Cartels

Editor original: Bloomsbury, London, Berlin, New York, Sidney

Traducción: Antonio-Prometeo Moya

ISBN EPUB: 978-84-9944-272-3

Reservados todos los derechos. Queda rigurosamente prohibida, sin la autorización escrita de los titulares
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Copyright © 2011 by Ioan Grillo

This book is published by arrangement with Bloomsbury Publishing. Inc.

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© de la traducción 2012 by Antonio-Prometeo Moya

© 2012 by Ediciones Urano, S.A.


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