Viaje A La Patagonia Austral

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Viaje a la Patagonia Austral

Francisco Moreno

1879

Exportado de Wikisource el 11/01/19


VIAJE
A LA

PATAGONIA AUSTRAL
(20 de octubre de 1876 a 8 de mayo de 1877)
POR

FRANCISCO P. MORENO
DOCTOR AD-HONOREM DE LA UNIVERSIDAD NACIONAL-MIEMBRO DE
LA ACADEMIA NACIONAL DE CIENCIAS DE LA REPÚBLICA ARGENTINA
- MIEMBRO ACADÉMICO DE LA FACULTAD DE CIENCIAS FÍSICO-
NATURALES DE BUENOS AIRES-MIEMBRO HONORARIO DEL CÍRCULO
MÉDICO ARGENTINO-MIEM​BRO HONORARIO DE LA SOCIEDAD
ITALIANA DE ANTROPOLOGÍA Y ETNOLOGÍA-MIEMBRO
CORRESPONSAL DE LA SOCIEDAD DE ANTRO​POLOGÍA DE PARÍS - DE LA
SOCIEDAD DE ANTROPOLOGÍA, ET​NOLOGÍA, ETC., DE BERLÍN-DE LA
SOCIEDAD REAL DE CIEN​CIAS DE LIÉGE-Y DE LA SOCIEDAD MEJICANA
DE HISTO​RIA NATURAL.

SOCIEDAD DE ABOGADOS EDITORES

TALLERES GRÁFICOS ARGENTINOS DE L. J. ROSSO Y CÍA.


ÍNDICE
Pág.

. . . . Al
. . .lector
............................................ 3
. . . . Primeros
. . . . . . . . ensayos
....................................... 5
. . . . Preparativos—Partida—Llegada
. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . al . . Chubut
.................. 11
. . . . Excursión
. . . . . . . . . a. la
. . .meseta
. . . . . .norte—Tumbas
. . . . . . . . . . . . .indias
............... 20
. . . . Puerto
. . . . . . Deseado.—Excursión
. . . . . . . . . . . . . . . . . . al . . interior
..................... 30
La bahía de Santa Cruz—Llegada a la isla
. . . . . . Pavón
............................................. 52
. . . . Excursión
. . . . . . . . . a. las
. . . Salinas
. . . . . . .y. a. .la. .isla
. . .de
. . Leones
................. 67
Una visita de indios patagones—Excursión a
Shehuien-Aikem—La toldería—Vista de los
. . . . . . Andes
............................................. 81
. . . . Ascención
. . . . . . . . . del
. . . río
. . . Santa
. . . . . Cruz
........................... 98
. . . . Llegada
. . . . . . . al
. . lago
...................................... 131
. . . . En
. . . el
. . lago
. . . . Argentino
...................................... 161
. . . . Excursión
. . . . . . . . . hacia
. . . . .el. .norte—Las
. . . . . . . . . tolderías
...................... 185
. . . . El
. . .lago
. . . .San
. . . Martín—El
. . . . . . . . . . lago
. . . . Viedma
....................... 193
Excursión al Oeste—Los Andes—Descenso del
Santa Cruz—Viaje a Punta Arenas—
. . . . . . Conclusión
............................................. 212
AL LECTOR:

Este «diario» que contiene mis impresiones de viajero, no tiene


pretensiones de ningún género. No espere, pues, el lector
encontrar en él descrip​ciones brillantes de los grandiosos
panoramas que se desarrollan en las comarcas que he visitado,
pues tengo la sinceridad suficiente para creer que semejante
tarea es superior a mis fuerzas y que no debo tentarla.

La pintura de la naturaleza patagónica, unas veces


terriblemente árida, otras lujosa hasta re​cordar el trópico, pero
imponente siempre, tanto en sus habitantes como en sus áridas
mesetas, en sus mantos volcánicos inmensos, en sus elevadas
montañas nevadas, en sus volcanes, en sus lagos, en sus ríos, en
sus torrentes, en sus bosques, ne​cesita para ser fiel, la pluma de
Humboldt o de Darwin. Simple admirador de esas tierras
nues​tras, poco visitadas, sólo aspiro a que con esta narración
mis compatriotas puedan formarse una idea de lo que encierra
esa gran porción de la pa​tria, siempre denigrada por los que se
contentan con mirarla mentalmente desde las bibliotecas.

Hácese necesario que sepamos con seguridad, con qué


elementos puede contribuir Patagonia a la prosperidad de la
República y esto sólo se pue​de conseguir conociendo su
geografía y sus pro​ductos naturales. Hay que estudiar allí las
condi​ciones geológicas y climatéricas, su geografía, sus
producciones, y las ventajas que puede ofrecer para su
colonización; todo por medio de investigaciones serias y
minuciosas.
PRIMEROS ENSAYOS

Niño aún, la lectura de las aventuras de Marco Polo, de Simbad


el Marino, de las relaciones de los misioneros de la China y del
Japón, publica​das en los Anales de Propaganda Fide, hecha en
alta voz en el refectorio del colegio, despertó en mí un vivo
deseo de correr tierras. Y, más que todo, los cortos extractos
que los diarios de en​tonces publicaban de los viajes y
exploraciones de Livingstone, y de las expediciones enviadas
en busca de Franklin, perdido entre los hielos del Norte,
ejercieron en mi cerebro predispuesto un efecto singular e
inexplicable y suscitaron en mi alma, un sentimiento de
profunda admiración por esos mártires de la ciencia, y un vivo
anhelo de seguir, en esfera más modesta, el ejemplo de tan
atrevidas empresas.

Nuevas lecturas despertaron en mí afición por la Historia


Natural, e influyeron a que me deci​diera a formar un «Museo».
El camino de Palermo fué puesto a contribución los días
domingo, procurándome abundante acopio de cornalinas y
jaspes mientras los empedrados de las calles su​ministraban
magníficos ejemplares de otras rocas.

Algunas personas se dignaron aumentar la co​lección con los


donativos siguientes, que conside​raba adquisiciones
importantísimas: dos vértebras caudales, fracturadas, de un
Glyptodon; tres pla​cas de la coraza del mismo animal; algunos
insec​tos del Paraguay; un arco con seis flechas, arma de los
indios del Chaco, y un famoso «Idolo de una pagoda China»
figurón bautizado así por nosotros, y que era el crédito de
nuestra colección, digo nuestra, porque entonces tenía de
socios a mis dos hermanos, quienes me cedieron algún tiempo
después su parte en ella. Ese ídolo era dig​no rival de un «Oso
trabajado en marfil de morsa por los esquimales» de la misma
y en alto grado dudosa autenticidad, y que mi primo y colega E.
L. Holmberg guardaba con respeto casi religioso. Este era el
objeto de mayor valor de su importan​te colección que entonces
cabía, holgada, en una caja de madera, que antes de servir de
salón de museo, había contenido una gorra de señora.

El Dr. Germán Burmeister, el sabio director del Museo


Público, también tuvo la bondad de interesarse por nosotros,
haciéndonos algunos rega​los de minerales insignificantes, y sin
darse por aludido, una vez que uno de mis hermanos le pi​dió
inocentemente el magnífico brillante en bruto de la colección
del Museo. Su bondad llegó hasta el punto de visitar repetidas
veces lo que llamaba «mis colecciones», subiendo, inválido
como es, los setenta empinados escalones de un mirador.

Llegada la época de la fiebre amarilla en 1871, durante mi


permanencia en el campo, principió mi verdadera prosperidad.
La laguna de Vitel y el arroyo del mismo nombre me
suministraron riquezas paleontológicas, dignas de figurar hasta
en los museos más ricos del mundo.

En 1872 el envío hecho por un amigo, residente en el Carmen


de Patagones, de algunos objetos considerados muy
importantes por personas com​petentes, me decidió a llevar a
cabo mi primer viaje a la Patagonia.
Mi imaginación exaltada con la vista de esas adquisiciones, me
prometía abundante cosecha en los arenales del Sur. Corto fué
el viaje, pero pro​vechoso. Los paraderos y cementerios cuya
exis​tencia había revelado Strobel, me suministraron cráneos y
objetos de piedra en número suficiente para poder formarme
una idea del interés que ofrecía el estudio del indígena
patagónico. Los primeros resultados de esa escursión,
publicada merced a la buena voluntad del Profesor Broca, me
dieron a conocer que había aún mucho que reunir allí para la
historia antigua del hombre en América.

Había descubierto singulares formas craneanas que indicaban


elementos étnicos distintos, puros y mezclados, esparcidos en
un espacio muy limi​tado; sílices tan magníficamente
trabajados que despiertan admiración por esos hombres
primiti​vos, incultos y sepultados en la barbarie, pero do​tados
de un sentimiento artístico bastante ade​lantado.

Mi vocación estaba decidida: había descubierto un tesoro


científico y era necesario explotarlo.

La gran cuestión del hombre fósil cuya existen​cia, aún no hace


muchos años, era considerada co​mo un mito, acababa de ser
sometida a discusión por eminentes sabios, y los congresos y
reuniones arqueológicas y antropológicas llamaban la aten​ción
del mundo entero.

Esos sabios habían entrevisto, hacía tiempo, para la


humanidad, una antigüedad mayor que la que le asignaban las
tradiciones bíblicas, y la ciencia escudriñaba impasible, en
busca de la verdad, las capas geológicas formadas por los
grandes ca​taclismos de la creación.

La cronología vulgar había sido desechada, y en cambio se


concedía al hombre una edad tan considerable que no podía
avaluarse por años ni por siglos y para la cual la época
histórica era un segundo en la hora de los tiempos.

Los sílices rudamente tallados y la mandíbula humana,


envuelta aún en el rojo sudario del diluvium de Moulin-
Quignon, habían demostrado a los asombrados pero rectos
geólogos ingleses y franceses, la existencia del primitivo
habitante que vivió allí en épocas ya perdidas en la oscu​ridad
de las edades geológicas. Su revelación por el inmortal, pero
modesto Boucher de Perthes, contestada por unos, aceptada por
otros, había re​cibido la más brillante comprobación.

Las huellas de esa marcha progresiva a la per​fección, efectuada


por medio y a impulsos de la lucha por la existencia, estaban
marcadas en las más apartadas y misteriosas soledades, por
obras portentosas, hijas del espíritu humano.

Los gobiernos y corporaciones científicas, que de un siglo a


esta parte, se habían apresurado a reunirlas en grandiosos
templos, dieron entonces nueva actividad a las investigaciones
en su busca.

El eco de ellas llegó a Buenos Aires, reforzado para mí, por los
consejos alentadores del profe​sor Pablo Broca, uno de los
sabios más modestos y eminentes de la Francia, que había
consagrado su poderoso talento al engrandecimiento y a la
di​vulgación de la nueva ciencia, la ANTROPOLOGÍA, que, puede
definirse como Historia de la forma​ción y evolución del
hombre.

Desde entonces, mi mayor anhelo fue contribuir con mi


humilde concurso a esos adelantos. Fruto de mis tareas ha sido
la colección que he formado y que he tenido la honra de donar
para fundar «El Museo Antropológico y Arqueológico de
Bue​nos Aires», del que soy director.

Para mí, el suelo austral, árido y triste, tenia grandes atractivos


después de mi primer visita.

No bastaba estudiar las generaciones extingui​das que el tiempo


había sepultado en el litoral marítimo patagónico. Era
necesario compararlas con las tribus que las sucedieron en la
posesión del territorio y al efecto debía visitarlos en perso​na.
Vivir con los indígenas en sus mismos reales y recoger allí los
datos buscados, vale mucho más que leer todas las relaciones
de cronistas, que ge​neralmente no son abundantes de verdad.

Otro motivo que me impulsaba a viajar en el interior de la


Patagonia, era la escasez de conoci​mientos que tenemos sobre
su geología y geo​grafía.

Quizás donde las cartas geográficas presentan grandes claros,


existían nuevos ríos, lagos y mon​tañas que las completarían y
modificarían al mis​mo tiempo, y la atracción de lo
desconocido me arrastraba a buscarlos.
Por ese tiempo, a mediados de 1874, el gobierno nacional
resolvió enviar a Santa Cruz el bergan​tín goleta Rosales
comandado por D. Martín Guerrico y con consentimiento
oficial me embarqué en él en compañía del Dr. Carlos Berg.

Salimos en agosto y regresamos a fines de di​ciembre. En los


cuatro meses que duró la excur​sión, visitamos dos veces el
Carmen y una la ba​hía Santa Cruz, donde nos detuvimos menos
tiem​po del que pensábamos, pues nuestras intenciones eran
ascender el río hasta sus nacientes. Motivos que no es este el
lugar de enunciar, nos impidie​ron llevar a cabo nuestro
programa en esa parte. Las dos visitas al Río Negro dieron por
cosecha ochenta cráneos de indígenas antiguos, más de
quinientas puntas de flechas, trabajadas en pie​dra, muchos
otros objetos y algunos cráneos y utensilios de los actuales.

Los acontecimientos políticos que tuvieron lu​gar en ese año


influyeron para que ese viaje no fuera más prolongado y
provechoso; sin embargo, había conseguido entenderme con
algunos indios sometidos a la autoridad nacional y había
entre​visto la posibilidad de efectuar un viaje a través de la
Patagonia. Allí encontraría lo que buscaba.

De vuelta a Buenos Aires, mi nuevo programa era seguir el


ejemplo de Villarino, Cox y Musters y visitar los celebrados
manzanares y pinares de los Andes.

Este programa fué aceptado por la Sociedad Científica


Argentina y el gobierno de la provin​cia, que costearon la mayor
parte de los gastos de viaje.
Si ese viaje no realizó todas mis esperanzas, no fué por falta de
voluntad: encontré las tribus an​dinas hostiles y tuve que
retroceder desde la Cor​dillera.

Verificada la excursión a la Patagonia Setentrional por tierra


desde Buenos Aires, iniciéme en el arte de viajar en las
pampas, acostumbrán​dome a las fatigas inherentes, y de allí
resolví la exploración del río Santa Cruz que trato en los
capítulos siguientes de describir en extenso.
PREPARATIVOS — PARTIDA — LLEGADA AL CHUBUT

El pensamiento de efectuar el reconocimiento del río Santa


Cruz, fué aprobado por el presiden​te de la república, [1] quien,
por medio del minis​terio de relaciones exteriores, [2] puso a mi
disposición la mayor parte de los elementos nece​sarios.

Desgraciadamente, la falta de práctica que aun tenemos para


esta clase de viajes, raros entre nosotros, impidió que obtuviera
todo lo que juz​gaba necesario para llevarlo a cabo con buen
re​sultado.

La goleta «Santa Cruz» estaba pronta a zarpar para el punto de


su nombre, y en ella me embar​qué el 20 de octubre de 1876. A
bordo me espera​ban los dos marineros que había solicitado del
go​bierno y un grumete que el capitán del puerto había
destinado para mi servicio personal durante el tiempo que
empleara en la exploración.

Las provisiones y el bote que debían servir pa​ra la navegación


del río, habían sido ya embarca​dos; pero las primeras, quizás
por error, eran su​mamente reducidas y desproporcionadas para
el número de personas que habían de acompañarme, y el
segundo demasiado grande y pesado. Además, uno de los dos
marineros se hallaba enfermo.

En esas condiciones, el viaje, desde su princi​pio, presentaba


graves dificultades, pero no era ya tiempo de pensar en
allanarlas. El buque había demorado más de lo necesario en el
puerto, y le urgía a su capitán hacerse a la mar.
A las doce de ese día levó andas la «Santa Cruz».

Pocas veces el Plata estuvo más sereno; la cal​ma era casi


completa, y ésta, que hace la delicia de los pasajeros de un
vapor, desespera y fastidia en un buque de vela, sobre todo a la
salida de puerto. El viento escaso apenas movía las velas y
recién a la noche fondeamos frente a Quilmes.

El buque, de solo cien toneladas, ofrecía pocas comodidades,


pero en cambio llevaba buenos com​pañeros de viaje, el señor
Juan Richmond y él capitán Luis Piedrabuena, quien, a cada
momento, me suministraba curiosos datos sobre las tierras
australes, que él había adquirido en su vida aza​rosa de marino.

Algún día se escribirá la biografía de este bravo y modesto


compatriota. Su nombre se halla estam​pado en las relaciones
de viaje que de 20 años a esta parte se han publicado, tratando
de las cos​tas patagónicas.

Malos vientos y otros contratiempos nos detu​vieron a la salida


del río de la Plata y recién el día 6 de noviembre pasamos
Punta Médanos.

Marchábamos con lentitud y el buque, poco ca​minador por su


pesada construcción, era escolta​do de cuando en cuando por
multitud de jugueto​nas Pontoporias y lobos marinos.

En la tarde divisamos, entre la monótona línea que forman los


médanos, el pueblo de la Lobería, y luego, el elevado Cabo
Corrientes.
La marejada era allí grande y una línea blanca de espuma nos
señaló las rocas, que desde Punta Mogotes, se adelantan por
cinco millas en el mar y que son reveladas al marino, que se
acerca demasiado durante la noche, por el ruido de las olas al
estrellarse contra ellas.

En esa noche, grandioso espectáculo ofrecióse a nuestras


miradas. La brisa suave y favorable del Norte nos empujaba a
rumbo. El cielo despejado de nubes revelaba su inmenso
tesoro, como reflejo de las riquezas soñadas de los cuentos
árabes, en la vía láctea y en las bellas nebulosas que llevan, el
nombre del inmortal Magallanes. El océano agi​tado por vientos
anteriores, que ya habían calma​do, hacía también ostentación
de sus riquezas, que rivalizaban con la belleza del cielo ante la
vista extasiada de los que contemplábamos esas mara​villas.
Las olas parecían inflamadas y los grandes cetáceos que
cruzaban rápidos las aguas del buque o seguían su estela
luminosa, bañados en fósforo líquido, se nos presentaban a la
imaginación como fantásticos monstruos con melenas de
fuego, entre los cuales se deslizaba la goleta, levantando con la
proa verdadera lluvia de diamantes.

La palabra es impotente para describir ese es​pléndido


fenómeno, que siempre dará abundante alimento a la fantasía
insaciable de los poetas, y cuyas causas, aún no hace muchos
años, eran esplicadas de maneras estravagantes.

El día 7 a las doce, la observación astronómica mostró que nos


encontrábamos en latitud 38° 17. Muchas palomas del Cabo y
otros pájaros volaban en torno del buque y mi asistente Tiola,
encontra​ba distracción en cazarlos con un alfiler torcido en
forma de anzuelo. El buque roló durante esa noche como
nunca; y el movimiento y el ruido del agua, al quebrarse en los
costados, me mantuvo desvelado.

La responsabilidad de llevar a cabo una empre​sa, quizás


superior a mis fuerzas, con pocos ele​mentos, y que según las
personas prácticas de a bordo estaban lejos de ser suficientes,
contribuía también a ello. Los dos marineros estaban
enfer​mos; el correntino Francisco Gómez, nunca había
navegado en el mar, y Pedro Gómez, negro nacido bajo los
trópicos, perezoso por naturaleza, muy pocas esperanzas daba
de prestar los servicios que de él esperaba.

Francisco, impotente contra el mareo que le te​nía postrado,


prometía cumplir en tierra con su deber, y este hombre
paciente y trabajador como todos sus paisanos, fué más tarde
uno de los que más contribuyeron a que la expedición tuviera
fe​liz resultado.

Esos dos hombres debían tripular el bote de ocho remos (yo


había solicitado de cuatro), que serviría para efectuar la
exploración del Santa Cruz, cuyo porvenir dependía de la
manera cómo ellos se condujeran.

Los trabajos que experimentó Fitz-Roy cuando en 1834 tentó


igual cosa, me eran bien conocidos. En botes en extremo
livianos, tripulados por 25 hombres elegidos, no había
alcanzado buen éxito, y yo no lo esperaba mejor.
A bordo, embarcado en calidad de contramaes​tre, iba Francisco
Estrella, práctico del río de la Plata, que había deseado viajar
con Piedrabuena, cuyo arrojo en el mar lo ha hecho popular
entre nuestros marinos. Deseaba visitar tierras nuevas y mi
expedición le proporcionaba buena ocasión. En las horas de
cuarto, conversábamos sobre los parajes que debía visitar en el
trayecto y de las dificultades con que ya tropezaba, y poco me
costó para que prometiera acompañarme.

A la altura de la península de Valdés, la mar estaba muy


agitada por las corrientes que nos im​pelían hacia el Norte.

Las corrientes encontradas, que las mareas y los vientos


ocasionan en el golfo San Matías y las inmediaciones de la
península Valdés, son temidas con razón por los marinos que
frecuentan esas costas. Desde lejos se divisan líneas blancas
for​madas por el choque de las olas del mar, siempre inquietas,
y el ruido del remolino que hierve, hace estremecer a los que
no están habituados a este es​pectáculo.

El paraje en que nos encontrábamos era la Pun​ta Norte, donde


esos terribles remolinos son más peligrosos. Piedrabuena, en
épocas anteriores, ha​bía perdido el palo mayor de su buque que
fue arrastrado por uno de ellos, y en ese mismo pun​to, cerca de
Valdés Creek que teníamos a la vista, en una noche de
tempestad que hacía más veloces esas corrientes, se perdía, en
1874, la barca americana «Mary A. Packer», hermoso buque de
700 toneladas, parte de cuya tripulación recogimos el 11 de
noviembre de ese año a bordo del «Rosales», cuando mi primer
viaje a Santa Cruz.
La brisa que el capitán esperaba, llegó, y la «Santa Cruz»,
costeando las elevadas barrancas a pique de la península,
cubiertas de médanos, que alumbrados por los rayos solares
muy calientes ese día presentaban un aspecto triste aunque
pintoresco, dobló Punta Delgada con intenciones de entrar en
Bahía Nueva, mas el viento calmó de pronto, luego tornó al
Norte poniéndose de proa, encrespando las aguas que con la
marea corrían veloces en dirección opuesta para entrar al golfo.
Pasamos de largo cerca de la Punta Nueva y Pun​ta Ninfas que
semejan gigantescas fortificaciones, y, cortando con la proa del
buque, inmensos camalotes de la alga más gigantesca que
existe, la Macrocystis patagonica, nos dirigimos al Chubut.
Esa alga lleva entre sus hojas y raíces un pequeño mundo
animal, del cual se alimentaban las innu​merables gaviotas que
blanqueaban su superficie y que al pasar nosotros cubrían el
cielo con sus albas alas.

A tres millas de la costa se arrojó el ancla y el buque durmió


tranquilo después de varios días de movimiento contínuo; las
elevadas murallas ter​ciarias del «Promontorio del Norte» a
cuyo abrigo habíamos fondeado, se destacaban sombrías y esa
noche descansamos tranquilos escuchando el chi​llido del timón
en los suaves balances, y los sopli​dos de algunos negros
cetáceos que jugueteaban alrededor nuestro, sin ponerse al
alcance del ar​pón, siempre listo en la proa.

El día siguiente amaneció con viento contrario, pero,


bordejeando, nos acercamos a la Bahía En​gaño, donde desagua
el río Chubut. Fondeamos en ocho brazas, en fondo de rocas
firmes y cascajo rodado, pero no pudimos bajar a tierra por la
ma​rea en contra y la fuerte marejada. La draga pro​curó varios
interesantes moluscos, crustáceos, anélidas, etc. Durante la
noche, hubo que levantar el ancla nuevamente y salir mar
afuera, a causa del viento fuerte del naciente. La titulada bahía
es una costa abierta, sin resguardos para los vien​tos de afuera
que, cuando soplan recio, contribu​yen con las corrientes a
poner los buques en pe​ligro. Los de tierra, son los únicos que
permiten fondear con alguna seguridad a los buques que por su
mucho calado no pueden resguardarse den​tro del río y que se
exponen a permanecer cru​zando un mes en las inmediaciones,
desde Punta Atlas hasta Bahía Nueva, sin poder poner en tie​rra
su cargamento.

El día quince amaneció favorable y pudimos acercarnos al río


Chubut. Este figura definitiva​mente en la geografía de
Patagonia, desde el 24 de febrero de 1833, en cuya fecha, el
teniente Wickham, de la espedición de Fitz-Koy, penetró en él,
a bordo de la lancha «La Liebre».

En la costa fuimos bien recibidos por el Sr. An​tonio Oneto,


comisario nacional y administrador de la colonia, y que luego
que supo el objeto que me llevaba, puso a mi disposición su
casa y su me​sa y me proporcionó inmediatamente caballos con
qué llegar al pueblito, situado a cuatro millas de la
desembocadura.

La vegetación es pobre relativamente, y los ar​bustos espinosos


que crecen decrépitos entre los cascajos y los innumerables
moluscos destruidos que blanquean el suelo, signo evidente del
levan​tamiento de la costa, predisponen mal el ánimo del recién
llegado, que encuentra, en ese paraje árido, la corroboración de
la fama inhospitalaria de las tierras patagónicas. Pero esa
primera y desagradable impresión, se disipa después de cru​zar
los primeros médanos, y tórnase placentera pasada una milla,
donde el cascajo y la arena mo​vediza e incómoda desaparecen:
se presentan pe​queños retazos de pastos fuertes y la vegetación
es más uniforme, predominando ya las gramíneas, entre otras,
la preciosa cortadera.

En las inmediaciones de la aldea principian los trigales y se


ven diminutas huertas, con legumbres y pequeños alfalfares; y
algunos pocos álamos plantados por los colonos y sauces de los
que, an​tes de la venida de éstos, adornaban las orillas del río,
alegran el punto poco pintoresco, donde se le​vantan los escasos
edificios de Tre-Rawson. El nombre de este pueblo ha sido
dado en honor del Dr. Guillermo Rawson, quién, siendo
ministro del interior, decretó la formación de la colonia. Fué
fundado el 28 de julio de 1865, y se halla situado en la margen
izquierda del río. Propiamente, no se le puede llamar pueblo,
pues sólo consiste en una pequeña agrupación de 15 ó 20
casuchas, la mayor parte construidas de adobe crudo.

Setecientos individuos de ambos sexos, forman la colonia y ese


número está, dividido en 509 galenses adultos, 35 adultos de
varias nacionalidades y 156 argentinos, de los que 150 son
nacidos en la colo​nia y sólo 6 adultos. No carece, pues, de
funda​mento, la afirmación que ya se ha hecho varias veces, de
que la colonia se componía, exclusiva​mente, de habitantes del
país de Gales. Esos 700 habitantes se hallan esparcidos en 120
casas, más o menos, en una extensión de 20 millas de Este a
Oeste, en el valle y a orillas del río. Además de Tre-Rawson,
hay otro grupo de casas en Gaiman (Piedra Blanca) a la entrada
del valle superior. En ese punto, las habitaciones son más
cómodas y están construídas, en su mayor parte, de arenisca
endurecida, que se obtiene de la meseta inmediata.

Si no hubiera sido por los auxilios del gobierno, que algunos


han tratado de hacer creer que no pa​saban de promesas, la
existencia de la colonia galense hubiera sido de pequeñísima
duración.

Basta saber que de los 509 colonos galenses, menos de la


décima parte han sido agricultores en el país de su nacimiento,
donde casi todos han te​nido ocupaciones de un orden distinto,
como ser trabajadores en las minas de carbón, picapedre​ros,
etc.

Felizmente, los colonos que llegaron desde 1875, son más


aptos que los antiguos y la comunicación que se hace con más
frecuencia, entre Buenos Ai​res y ese punto, junto con la
mensura definitiva de los terrenos y el establecimiento de la
comisaría nacional, que distribuye raciones y semillas, han
dado gran impulso a la actividad de la población.

Todo el terreno cultivable o de sembradío, no alcanza a 15.000


hectáreas en el valle. Por esto es que la colonia jamás alcanzará
el desarrollo que aguarda a muchas de las establecidas en otros
pa​rajes de la República Argentina.

Sin embargo, creo que con algunos trabajos en el cauce del río,
y haciendo acequias que lleven las aguas hasta regar los
plantíos, como ya lo han hecho algunos colonos industriosos,
las cosechas serán más aseguradas. Deben asimismo, en vez de
destruir los pocos árboles con que la naturaleza ha adornado
esos parajes, hacer plantaciones de otros, tales como
eucalyptus, algunos coniferos, álamos y sauces, que si bien no
es cierto que su infuencia en el cambio de las condiciones
meteo​rológicas sea muy grande, proporcionarán made​ras para
construcción, que hoy tienen que condu​cirse desde Buenos
Aires, o del Estrecho de Ma​gallanes e Isla de los Estados.

Abrigo la convicción de que, si la colonia del Chubut, en las


actuales condiciones, no tiene gran porvenir ni vida propia,
cuando se estudie el te​rritorio comprendido entre el río Negro y
el Chu​but y la inmigración haya llevado la vida a los vastos
valles del occidente hasta los Andes, su im​portancia será
grande y será la válvula de desaho​go de esas extensas
comarcas.

1. ↑ Don Nicolás Avellaneda.


2. ↑ Don Bernardo de Irigoyen.
EXCURSION A LA MESETA NORTE—TUM​BAS INDIAS

Un viajero halla siempre múltiples atractivos en los parajes que


visita, por mal que los haya do​tado la naturaleza; y su
curiosidad no deja de en​contrar incentivos, sea cual fuere el
carácter de las comarcas que recorra, desde los hielos
paleocrísticos del polo, hasta los pantanos miasmáticos del
Africa con su calor sofocante. Cediendo a ese impulso, y a
pesar de los muy reducidos recursos de que disponía y de la
falta de seguridad sobre el tiempo que debía demorar el buque,
lo que no me permitía internarme a largas distancias, no pude
menos de hacer un paseo a la meseta que li​mita por el norte el
valle.

Muy triste me hubiera sido abandonar el Chubut, sin haber


tentado siquiera, el inquirir lo que escudado por esa monotonía
poco halagadora, guardaba en sus soledades aquel lecho de mar
an​tiguo, levantado por las fuerzas que desde su in​terior diseñan
y cambian continuamente la fisono​mía externa del globo.

Después de tocar con mil dificultades para pro​curarnos


caballos, tan escasos allí, salí una mañana en compañía de los
señores J. M. Thomas y Berwin con rumbo a cruzar el valle.
Este, muy desigual, estaba cubierto por pequeñas lagunas secas
o ba​ñados antiguos, limitados por albardones matiza​dos de
arbustos espinosos. En su suelo blanquizco, relumbraban
numerosos fragmentos de sílices, a que los indígenas ya
extinguidos, antiguos habitantes de esos puntos elevados,
habían dado la for​ma de puntas de flechas.
Inclinándonos al Este, divisamos una inmensa sábana salina,
que inutiliza gran extensión del va​lle y que se denomina
Laguna de Chiquichano, nombre del cacique de los
quirquinchos, tribupampa. A la sazón estaba seca, su suelo era
blan​do, muy suelto, hasta hundirse en él el caballo, y contenía
eflorescencias salinas a las que el sol co​munica una
reverberación que daña la vista.

Cruzamos la laguna, con gran fatiga de los ca​ballos, y


alcanzamos el pie de la meseta, a tiempo que se acercaba un
chubasco, que, apenas llegados a la cumbre plana, descargó
sobre nosotros. Resguardados detrás de unas matas, con la
cabeza protegida por las caronas del recado contra el gra​nizo
grueso que podía herirnos, almorzamos un pe​dazo de pan y
manteca. El viento frío nos helaba, mojados como estábamos
por la lluvia.

Un matorral de Colletias resinosas, que encen​dimos, nos volvió


el calor necesario para continuar viaje. Estas plantas, verdes y
mojadas, arden con facilidad.

Hasta la tarde continuó desagradable el tiempo. A intervalos, él


aparecía o la lluvia arreciaba; nuestro camino se hacía en
extremo tortuoso y el fuerte viento impedía observar en la
pequeña agu​ja, la dirección que seguíamos.

La planicie, entre la niebla de la lluvia y la bruma que, al


reaparecer el sol, se levantaba, oca​sionada por la evaporación,
cuyo proceso se hace con gran rapidez, en las tierras altas, se
extendía llana, limitada al oeste y norte por el escalón de la
segunda meseta. Sólo algunos guanacos viejos, rumiaban
impasibles las escasas gramíneas, acostumbrados ya, y
veteranos de las inclemencias de las estepas; otros más
jóvenes, con sus largos cue​llos cómicamente estirados y
agachados, sus cabezas en rueda, se prestaban protección
mutua esperando la calma, al reparo de algún gran incienso.

El desierto patagónico, hubiérase dicho abandonado por los


dones de la naturaleza desde el último tiempo geológico. La
capa aluvional moderna que llamamos humus, no lo cubre ni
fertiliza en ninguna parte.

A la caída del día, ascendimos el segundo escalón, elevado de


doscientos pies sobre el primero, al que la influencia colectiva
del levantamiento y la erosión, han dado un aspecto de grada
ruinosa pero soberbia. La misma vista y el mismo carácter
monótono, sólo interrumpido a lo lejos por algunos pequeños
cerros aislados, restos quizás de mesetas que el agua en cientos
de siglos ha gastado y que se elevan solitarios, como grandes
formas truncadas, semejando gigantescos Teocalis mejicanos.

En una suave hondonada, guarecida del viento, encontramos un


buen retazo de pasto dorado, y resolvimos hacer allí noche. No
nos había sido dado encontrar agua: la lluvia había sido
duradera, pero era tal la sed de la estepa, que toda la había
absorbido. Los pobres caballos hubieron de contentarse con el
duro pasto y nosotros con un fragmento de pan negro y queso.
Sin embargo, no podíamos quejarnos; después de ese día
desagradable, la tarde presentábase espléndida, iluminada por
los rayos solares oblicuos que daban largas sombras y matices
oscuros a los matorrales.

Tan bello espectáculo no duró largo tiempo; el horizonte


oscurecióse rápidamente al sudeste y pronto los característicos
chubascos se sucedieron sin interrupción, apagaron nuestra
hoguera y apenas pudimos gozar de algún sueño, envueltos en
los quillangos.

La noche del 27 de noviembre pasóse así, y habiendo


amanecido el día siguiente claro y despejado, prometiendo
buena continuación de viaje, ensillamos y nos dirigimos a las
elevaciones citadas.

Entramos en un terreno más ondulado que de costumbre; la


vegetación era más robusta y el pasto abundante, por lo que
dimos un pequeño descanso a los caballos, para prepararlos a
ascender un cerrito de aspecto extraño, que a la distancia de
una milla al oeste, se divisaba. Llegados a él, vimos que las
rocas que lo formaban, no eran del terciario, sino más antiguas,
alteradas por acciones plutónicas; eran rocas metamórifcas no
denunciadas aún en esos parajes, y por consiguiente, un
descubrimiento de gran importancia.

Las planicies terciarias desaparecían allí, para dar lugar a una


formación de diverso origen.

En la cumbre del cerro nos aguardaba una sorpresa.

Elevábase del suelo un montón de piedras y ramas secas, de un


metro y medio de altura, que parecía haber sido arreglado hacía
largo tiempo, y entre cuyas junturas blanqueaban restos
humanos. Era un cairn funerario.

Ya en mi viaje a Nahuel-Huapí había visto esos modestos


monumentos que el respeto y la amistad a más de la costumbre,
han elevado, en forma de pirámide de piedras sueltas, sobre los
restos y para recuerdo de los que allí murieron. En
Choconyegu, a inmediaciones de Limay, pasé junto a nueve
tumbas de esa clase, atribuídas por mis compañeros indígenas a
una familia Mapuche (gentes de los campos), que según ellos,
habían muerto de frío, a causa de haberles arrebatado los
caballos los Picunches (gentes del norte) durante la noche.

Los indios, al pasar por ese punto, colocaban antes, sobre las
tumbas, una piedra que aumentaba la altura u ocupaba el sitio
de las que el tiempo desmorona; luego se contentaron con
cortar ramas de los arbustos cercanos y ponerlas sobre las
piedras, y ya en el momento de mi viaje, se limitaban a
depositar, respetuosamente, y en silencio, ramitas pequeñas e
hilos de los ponchos desflecados por las espinas.

Ni a la ida ni a la vuelta, pude registrar esas tumbas, de las que,


de todas maneras, no me hubiera sido dado sacar provecho
alguno, pues a haber intentado recoger los despojos que
encerraban, enviáranme mis guías a hacerles compañía.

En la meseta alta del Chubut, era caso distinto, y pude extraer


siete cráneos y algunos fémures, sintiendo que el mal estado de
los caballos no permitiese llevar todos los huesos. Semejantes
monumentos fúnebres no son raros en Patagonia; en las costas
del mar los viajeros hanlos mencionado repetidas veces, y Cox
señala uno de ellos en un paso de la cordillera. En el interior
los he visto, y el Sr. Dournford que últimamente ha seguido el
curso del Chubut en una gran extensión, ha encontrado más de
diez de ellos, aunque sin poder reconocerlos, ni obtener un solo
cráneo, como ha sucedido con los otros descubridores.

Esos cairnes están formados de piedras amontonadas, que


rodean y cubren los restos humanos, colocados al parecer,
sobre un piso artificial de piedras planas; el más elevado que
conozco, mide cerca de tres metros, y algunas piedras de las
que los forman, pesan de cuarenta a cincuenta kilogramos.

Las Chulpas de los antiguos bolivianos, más civilizados que


dichas tribus, no son sino un simple perfeccionamiento del
cairn patagón; digo patagón, porque me ocupo ahora de
Patagonia; pero es bien sabido que ese modo de perpetuar el
sitio de una tumba, es casi universal, en los tiempos y en las
razas primitivas. En Europa, Asia, Africa y América, ha sido
empleado; Livingstone menciona los cairnes en su último viaje
y aún los noruegos y corsos, tienen respeto por ellos y les
colocan piedras y ramas.

El humilde cairn, levantado sobre la cumbre de los cerros, y


habitado por las aves de rapiña, es fruto de la misma idea que
ha elevado las gigantescas tumbas de la India, las pirámides de
Egipto y los ciclópeos monumentos funerarios de Bolivia, Perú
y México.

Ese cairn domina una región completamente distinta de la que


habíamos dejado atrás: un valle profundo o mejor dicho, un
gran bajo, situado al pie del cerro en que nos encontrábamos, se
extiende hacia el N. E. hasta una larga distancia. En el centro
levántanse rocas rojizas de aspecto abrupto, que quiebran la
igualdad del paisaje, pero de tan escasa altura, que apenas
llegaban al nivel de las mesetas, no sobresaliendo de ellas para
alterar en lo mínimo su triste horizonte.

Algunas matas de incienso brindaban su sombra humilde, y a


ella nos acogimos durante la siesta, mientras el fuerte sol de
medio día reflejaba sus rayos como en espejo, en las grandes
lajas de yeso, de que estaba sembrado el suelo. Animaba el
paisaje, la presencia de algunos guanacos que relinchaban
sobre las rocas, y mostraban sus elegantes y curiosas cabezas
entre las grietas de las pequeñas cavernas, que semejan
burbujas gigantescas, que dejara, al solidificarse, el líquido
ígneo. Capas de tufas de colores suaves, que alternan del
blanco al amarillo y rosado, veíanse al pie de los cerros, y
embellecían el aspecto caótico de aquel fragmento de la tierra.

El fenómeno del espejismo se reproducía a esa hora, y los


mirajes surgían del horizonte imitando inmensos bosques que
en vano se buscaría. En la planicie, al oeste de los cerros rojos,
el bañado cargado de sales cristalizadas, representaba una
extensa plaza de cristal, en cuyo centro, los fragmentos
aislados del pórfido, adquirían proporciones gigantescas
imitando arcos de triunfo y enormes monolitos macizos de
figuras extravagantes.

Nada más monótono que la hora del medio día en aquellas


regiones: los rayos de un sol ardiente caen a plomo del cielo
sofocado de nubes; sólo el modesto ruido peculiar del tucu-
tucu, que se escucha a intervalos desde el fondo de su cueva,
cavada preferentemente en el suelo blando, cerca del agua,
interrumpe durante las horas de la siesta, el silencio y la
quietud.

El viajero no puede sacudir la pereza y laxitud que le asaltan, y


esa influencia no desaparece hasta que el sol declina y llega el
aire fresco de la tarde, que despeja el cerebro, sacándolo de su
abatimiento.

Subiendo la meseta que frente al paradero mostraba sus


barrancas perpendiculares y su estratificación horizontal
característica, y caminando dos días al oeste, se llega a esas
montañas, a cuya pie se halla la laguna Getalaik (quizás
corrupción de Fetalafquen, que en araucano significa Laguna
Grande), que es alimentada por las nieves de los cerros que
llegan a ella por un arroyuelo situado poco más al norte. La
naturaleza parece que ha prodigado a esas montañas los favores
que ha negado a la meseta: allí, según los indios y por las
muestras que ellos han traído, abundan los metales.

Pero en medio de esa fertilidad, hay planicies engañosas


situadas en valles, en los que la actividad volcánica continúa en
acción. Ese "país del diablo", como me lo han señalado algunos
indios, lo ha visitado Musters; su suelo es caliente, haciendo un
agujero, la tierra parece estar encendida y el calor quema el
pelo de las patas de los caballos. Al perforar éstas, la costra
amarillenta de la superficie, muestran un subsuelo negro, en el
que, aunque en combustión, no se ven llamas, pero de donde se
eleva un vapor suave. Las fuentes calientes abundan; hay
grandes pozos hasta de seis pies de diámetro donde hierve el
agua, y sé de parajes donde el agua surgente lanza chorros a
cuatro metros de altura, que son probablemente Geysers en el
centro de Patagonia. Gran parte de esa región es aún misterio
no desvelado por europeos; los indios, poseídos por un terror
supersticioso, no se atreven a penetrar en ella, y quizás
contenga riquezas explotables con provecho, en las substancias
que la acción de los volcanes produce.

Al día siguiente, veintinueve, emprendimos, apurados por la


necesidad, el regreso a la colonia, siguiendo el bajo hacia el
sur. Caminamos por un bañado salitroso, surcado por pequeños
zanjones, sumamente pantanosos, donde, entre los grandes
claros sin vegetación, se veían de cuando en cuando algunas
matas de incienso y muchos guanacos que, por la refracción
atmosférica, aparecían gigantes, como elevadas jirafas,
recordando involuntariamente a los rumiantes de las épocas
perdidas. Concluído el bajo, ascendimos la meseta, donde
esperábamos cazar algunas liebres para nuestro alimento. Este
animal tan lindo como el europeo, pero menos ligero, sólo se
encuentra bien en ese desierto, que su mayor enemigo, el indio,
poco frecuenta. Veíamoslas en tropas de veinte o más, unos
momentos atentas, sobrecogidas de terror, paradas todas al
mismo tiempo, para escuchar el ruido sospechoso que su
timidez y su fino oído les revelan desde lejos, y luego
corriendo veloces a grandes saltos en línea recta, para escapar
de nuestros caballos cansados. No sé si por lo mismo que para
el zorro de la fábula, las uvas estaban verdes, las liebres nos
parecieron flacas y nos contentamos con verlas desaparecer
entre los matorrales y esconderse en sus cuevas.

A la caída de la tarde, bajamos entre cañadones, cuyas


pendientes desnudas de vegetación mostraban escrita la
formación geológica del terreno. Recogí algunos fósiles
marinos. Ya avanzada la noche, llegamos a una de las casas de
Gaiman, donde pedimos hospitalidad; al día siguiente
cruzamos el río en la angostura que divide ambos valles, y tres
horas más tarde entraba en la comisaría, contento de la corta,
pero provechosa excursión, con las maletas cargadas de
cráneos, rocas y fósiles y con un vivo deseo de emprender Otra.

El aviso de Piedrabuena de que estuviera pronto a embarcarme


a la primera señal, me obligó a completar lo más ligero
posible, las colecciones sobre todo, las de antropología, que
figuraban en primera línea en mi programa, y que hasta
entonces sólo se componían de los objetos recogidos en los
albardones del valle ya mencionado, en otros puntos y en el
cerro del Cairo, y que dejaban mucho que desear en cuanto a
restos de los indios que de cuando en cuando visitan el Chubut.

Cerca de la comisaría está situado el cementerio de la colonia y


en él había sido inhumado mi amigo Sam Slick, buen
tehuelche, hijo del cacique Casimiro Biguá. Conocí a ese indio
en mi viaje anterior a Santa Cruz; había sido herido en uno de
los frecuentes combates que tienen los patagones cuando el
aguardiente los excita y le encontré refugiado en los galpones
de la colonia Roucaud, donde había sido socorrido por
Lacalaca, a quien tanto estiman los indígenas. Nuestra llegada
en el "Rosales" a ese punto, fué motivo de gozo para el buen
Sam, por los regalos y los ponches con que lo obsequiábamos y
que realizaba uno de sus mayores deseos, al probar esa bebida
que había oído ponderar en Malvinas, paraje que conocía por
haber sido llevado a él por Piedrabuena. Su contento rayaba en
entusiasmo cuando le embarcábamos de vez en cuando en el
bote, le dejábamos manejar el timón, y escuchar el tambor y el
pífano a bordo del bergantín.

Consintió en que hiciéramos su fotografía, pero de ninguna


manera quiso que midiera su cuerpo y sobre todo su cabeza. No
sé por qué rara preocución hacía esto, pues más tarde, al volver
a encontrarle en Patagones, aún cuando continuamos siendo
amigos, no me permitió acercarme a él mientras permanecía
borracho, y un año después, cuando llegué a ese punto, para
emprender viaje a Nahuel-Huapí, le propuse me acompañara, y
rehusó diciendo que yo quería su cabeza. Su destino era ese.
Días después de mi partida, dirigióse al Chubut, y allí fué
muerto alevosamente por otros dos indios, en una noche de
orgía. A mi llegada, supe su desgracia, averigüé el paraje en
que había sido inhumado y en una noche de luna, exhumé su
cadáver, cuyo esqueleto se conserva en el Museo
Antropológico de Buenos Aires; sacrilegio cometido en
provecho del estudio osteológico de los tehuelches.

Lo mismo hice con los del cacique Sapo y su mujer, que habían
fallecido en ese punto, en años anteriores, en una de las
estadías de las tolderías. Ambos habían sido enterrados en
cementerio cristiano, conservando, sin embargo, las prácticas
indígenas en la colocación sentada de los cadáveres. Al lado
del cacique encontramos un hacha de hierro, de construcción
inglesa, quizás la prenda más estimada del pobre jefe y de
quien ni la muerte le separaba; al costado de la mujer,
mezclados con algunas de sus alhajas, recogimos huesos de un
pelado, infeliz sacrificado al cariño casi maternal que las
tehuelches tienen por esa clase de perros. Con estos objetos y
los anteriores quedé satisfecho sobre este punto importante de
mi viaje.

El 10 de diciembre, concluído todos los arreglos, me embarqué


en la goleta con las colecciones.
PUERTO DESEADO.—EXCURSION AL INTERIOR

Con una hermosa tarde y favorecidos por la fresca brisa del


norte, nos alejamos del Chubut.

Al día siguiente, en la línea de la costa, paralela a nuestro


rumbo, y más pintoresca que los inmensos murallones de la
Península de Valdez, se diseñaron los innumerables picos
eruptivos de Punta Atlas, Punta Tombo y del Puerto Santa
Elena. Con los postreros rayos del sol, perdimos de vista la
tierra, en este último punto, para tener, por todo horizonte, el
inquieto Atlántico.

Diciembre 12.—En la noche del once al doce, la tormenta cruza


rápida, estremeciendo el casco del pequeño buque, y los fuegos
del mar rivalizan de nuevo con los del cielo; diríase que
navegamos entre relámpagos, en el océano ardiente, y que la
tempestad eléctrica, poco frecuente en estas latitudes, se
desencadena en el agua y no en el aire, donde sólo refleja.

Diciembre 13.—Un magnífico tiempo nos reconcilia con el


Golfo San Jorge, tan temido. La primera claridad del día
alumbra las olas ya acalladas y pocas horas después divisamos
la costa que limita por el sur al golfo, y en cuyo extremo se
destacan los peñones del Cabo Tres Puntas. Así lo llamaron por
tres promontorios de 60 metros de elevación, que afectan la
forma cónica, desde alguna distancia y que son las avanzadas
del continente.
A algunas millas se desliza serena la "Santa Cruz", con todas
sus velas desplegadas, más blancas, por el contraste con el mar
oscuro, azul-verdoso, matizado de pequeñas ondas, rizadas por
las crecientes que doblan el Cabo.

La alegría reina a bordo; el buen humor se ha apoderado del


equipaje y de los pasajeros; el primero ve que, sin sus
esfuerzos, el buque corta las aguas, con rumbo casi fijo hacia el
próximo puerto; los segundos ansían el momento de llevar sus
proyectos a buen fin.

Primero, las olas espumosas y rugientes que se estrellan contra


los arrecifes de Byron, y luego, en el fondo, formando
horizonte, las mesetas uniformes, limitadas por barrancas a
pique, de suaves pero claros colores, acentuados por la fuerte
luz de un día caluroso y sin nubes, dan a ese paisaje, envuelto
en una tenue bruma, resultado de la evaporación del mar y de
las varias lagunas saladas de las inmediaciones, tintes
agradables, que nos hacen olvidar la triste desolación real.
Exceptuando el bullicio a bordo, algunos albatros y pengüines
que pescan y las gaviotas que surcan el espacio, ningún
síntoma de vida presentimos en esas playas cercanas.

Bordejeamos en aquel mar tranquilo, aunque sombrío, si se


recuerdan las muchas tragedias que oculta su seno, y donde
tanto intrépido marino pescador, ha encontrado su tumba.
Sentados en la popa, gozamos del espectáculo que Piedrabuena
anima a nuestros sentidos, relatándonos las terribles escenas de
naufragio que ha presenciado el golfo.
La belleza del día, y el aspecto del mar, su elemento, hacen que
nuestro amigo, generalmente parco en palabras, cuando se trata
de referirnos su vida en esas regiones, dé, en esos momentos,
rienda suelta a sus recuerdos, para asombrarnos, sin pensarlo,
con los rasgos de valor que modestamente menciona.

Marino, educado por audaces pescadores, ha hecho su


aprendizaje en la extensa costa austral. Patriota como el que
más, con voluntad de hierro, sacrificando sus propios intereses,
ha conservado durante veinte años, flameando a orillas del
Santa Cruz, la bandera que le recuerda lo que más quiere.

Su carrera le llevó a establecerse en la Tierra de los Estados,


envuelta en las nieblas polares, y en cuyas costas ya había
auxiliado cientos de desgraciados náufragos.

Allí, único jefe, con un puñado de heroicos hombres de mar de


todas las nacionalidades, ingleses, americanos, argentinos,
entre éstos, tehuelches y fueguinos, ha continuado su
humanitaria tarea, aumentado siempre, y sin interrupción, su
corona de gloria.

El aislado peñón, batido sin cesar por las tempestades, ha sido


convertido por él en noble morada de la caridad.

En la región del sur donde como en ninguna parte, el hombre


experimenta más vivamente la convicción de su impotencia, en
un mundo inerte, lúgubre, y silencioso, donde todo amenaza el
anonadamiento de sus facultades; allí donde si tuviera la
desgracia de quedar abandonado a sí mismo, ningún recurso,
ningún rayo de esperanza podría suavizar sus últimos
momentos, es donde el marino argentino, con su pequeña
chalupa, busca, con estoica serenidad, sin temer a la muerte, a
quien necesita su ayuda. En él hay un magnetismo desconocido
que le conduce a donde la desgracia impera.

Más de una vez la lancha argentina ha salvado las vidas


confiadas a fragatas extranjeras, en cuyos pescantes hubiera
podido ser ella suspendida. ¡Cuántas veces no han cabido en
ella salvados y salvadores, habiendo quedado estos últimos
abandonados en las rocas!

Oír a Piedrabuena el episodio del salvamento de la tripulación


del buque «Dr. Hansen» es escuchar un cuento fantástico. La
encuentra asilada en una peña de la Tierra del Fuego y la
conduce a Punta Arenas en su lanchón, dejando parte de sus
propios tripulantes en el lugar del naufragio, lo que le obliga a
tomar otros para ir a buscarles.

Piedrabuena no sabe el número de buques y tripulantes que ha


auxiliado o salvado y opino que la mejor escuela que pueden
tener nuestros marinos, es un crucero de un año, en el Cabo de
Hornos, con el Capitán de la «Santa Cruz».

Uno de los primeros servicios que prestó éste, fué ayudar al


descubrimiento de los restos mortales del malogrado Capitán
Allen Gardner, el mártir de la Tierra del Fuego, muerto de
necesidad con sus acompañantes, en la playa frondosa y
sombría de la isla de Navarino, cerca del Cabo de Hornos.
Escuchamos las últimas palabras consignadas en el diario del
marino misionero,—que demuestra la sublime energía del
mártir inglés, realzada por la palabra del marino argentino,
relación que se había encontrado donde lo llevó su generoso
afán de esparcir la luz de la civilización en el cerebro del
salvaje fueguino y en la que, en sus últimos momentos, pedía,
desde esa helada región, como años después lo hizo
Livingstone, desde el corazón del Africa, no fuera abandonada
su humanitaria empresa,—cuando el vigía, de lo alto del
mastelero, anuncia una vela cerca de la playa, entre las rugosas
toscas del Cabo Blanco, en la pequeña ensenada situada en el
lado norte del istmo que une el promontorio con la meseta.

La distancia no permite distinguirla con claridad, pero el


marinero novicio cree tener la certeza de lo que dice.

Vamos, pues, a tener la dicha de auxiliar a algunos colegas


desgraciados y esto, en condiciones mucho más favorables que
las que acabamos de escuchar.

La vela blanca en su principio parece pertenecer a un bote


inmediato a la orilla; más próximos, semeja una gran lona
cuadrada o enorme bandera levantada en la costa, como en
demanda de socorro, y momentos después podemos
convencernos que lo que nos ha sugerido la idea de ser testigos
de algún terrible drama, es una solitaria roca, cubo calcáreo,
desprendido del elevado murallón, alto de cuarenta metros y
rodado hasta el mar, que lame su blanquecina base.

Reconocido el error, doblamos el Cabo; pensando, cada uno,


aunque sin comunicárnoslo, que si para nosotros, ha habido
engaño, cuántas escenas de desconsuelo habrá presenciado esa
abandonada costa, cuando en vez de la roca blanca, es una
tienda o bandera de desgraciados que solicitan auxilios y el
buque salvador, que parece acercarse, una vana ilusión, una
nube fugaz que el viento disipa, junto con la esperanza que ha
engendrado.

Diciembre 14.—La proa de la goleta surca majestuosa las


aguas inmediatas a Puerto Deseado, que es, indudablemente, el
paraje más pintoresco de la tan igual costa oriental patagónica.
Nuestra vista, ya cansada del aspecto monótono de las
barrancas terciarias, se distrae con la de los cerros porfíricos de
distintas formas a las afectadas por la meseta y con los grandes
peñascos calizos blancos que avanzan entre los colores rojizos
de las rocas plutónicas aisladas en el mar donde baten las olas,
y donde algunos lobos marinos juguetean o duermen calentados
por el bello sol de diciembre. Inmensas bandadas de aves
revolotean gozosas y gritonas, arrojándose sobre los
cardúmenes de pequeños pescados que abundan en esa región.

Impelidos por la marea, damos la vuelta al Promontorio del


Norte y penetramos por las rompientes en el largo puerto,
rozando la roca, entonces visible, donde el casco del Beagle
chocó en su célebre viaje de exploración.

Fondeamos momentos después frente al antiguo


establecimiento español, en el norte, y frente también a la
conocida Roca de la Torre, situada en el costado del sur, en la
bahía.
Puerto Deseado es célebre en los anales de la navegación de las
tierras australes. Lo descubrió, el día 17 de diciembre de 1586,
el marino inglés Thomas Candish, quien lo bautizó, y perdió
allí varios de sus hombres que, mientras lavaban sus ropas, el
día de Navidad, fueron heridos por las flechas de los salvajes
dueños del suelo.

Su compatriota Juan Chidley fondeó allí en 1589, y el 18 de


marzo de 1592, Candish, de regreso, volvió a resguardarse allí,
después de haber sido rudamente batido por la tempestad sobre
la costa de los Patagones.

El almirante holandés Olivero de Noort, entró el 20 de


setiembre de 1599, cuando era habitado por una tribu de indios,
que atacó, matándole tres hombres. Quizás Drake, siguió a
Noort, en su visita a Puerto Deseado, y el 6 de diciembre de
1615, fondeaba en él Jacques de Lemaire para carenar el bajel
que poco tiempo después, surcara por vez primera el estrecho
que lleva su nombre.

El 26 de febrero de 1670, llegaba el célebre navegante Juan


Narborough;—hizo allí una colecta de cien mil huevos de
pengüin, y tomó posesión de esa región en nombre del rey
Carlos II de Inglaterra, el 25 del mes siguiente.

Desde ese tiempo, la pintoresca bahía ha albergado casi todas


las expediciones que han recorrido la costa patagónica y ha
sido frecuentada por gran número de buques pescadores, que
han hecho abundante cosecha en sus aguas.
Fué uno de los puntos de la costa que, en el siglo pasado,
determinó ocupar el gobierno español.

Frente a nuestro fondeadero, en la ladera de los cerros, vénse


aun los restos del fuerte que levantó Francisco de Viedma, en
1780, para abandonarlo poco después.

Destruyóse con la misma rapidez con que había sido levantado,


pues nueve años más tarde, sólo quedaban ruinas, al decir del
teniente de navio Viana, que lo visitó en ese tiempo.

Inmediatamente después de fondeado el buque, bajamos a


tierra; las parásitas y los aterciopelados Mytilus, los moluscos
más abundantes de esas costas que cubren, sombreándolas, las
pulidas rocas de la playa, crujieron bajo nuestros pies, y
cruzando sobre ruinas, llegamos a uno de los bastiones del
fuerte.

El fuerte está situado en la primera colina, antes, de llegar a la


cumbre de la meseta, en una pequeña eminencia que le sirve de
asiento y domina la bahía. En el norte, lo resguardan
pintorescos cerros porfíricos, color púrpura y negruzco, que le
dan, a la tarde, un aspecto triste; al este, la vista se abisma en el
océano; al sur, la dilatada costa, el peñón de las islas Pengüin,
la Bahía del Oso marino y las onduladas colinas, donde, de vez
en cuando, un verde manchón, en la parda aridez, delata un
pequeño manantial, que en hilos, desagua en una lagunita que
reverbera al sol. En el fondo oeste, la angosta bahía donde se
balancea la goleta, se interna, serpenteando, hacia lo
desconocido.
Las ruinas hoy existentes demuestran un vivo deseo u orgullo,
por parte de quienes levantaron el establecimiento, de
perpetuar el recuerdo del poderío de España en esas regiones;
todo ha sido bien construído y a haber concluído esos
depósitos, las inclemencias de la intemperie y de los años poco
detrimento hubieran ocasionado.

Inmediato a las ruinas hay un pequeño pozo con agua potable,


el que parece había sido ahondado por manos de hombre.

En el vallecito cercano al pozo, donde se encuentran rastros de


antiguas habitaciones españolas, hay un pequeño bañado
salitroso, inmediato a la cantera de donde han sacado las tufas
eruptivas de bellos colores, para construir los edificios y parece
que en tiempos anteriores fuera ese punto ocupado por los
indios, a juzgar por la bella punta de flecha, resto de su
industria, que he recogido en este punto.

Sobre una de las colinas encontramos un caim igual al del


Chubut, pero que había sido destruido. No dudo que fuera el
mismo que el jesuíta Cardiel examinó en 1745 y donde
encontró «restos de un hombre de mediana estatura», «ya casi
todos podridos» y «pedazos de ollas» enterrados con ellos.

Varios de los antiguos visitantes de Puerto Deseado han


hablado de restos humanos, y algunos han llegado a asegurar
que en ese punto y sus inmediaciones se han encontrado huesos
gigantescos. Los oficiales del «Adventure» y del «Beagle», se
refieren a ellos varias veces, en distintos puntos cercanos y el
mismo Darwin describe un dolmen, que allí se puede ver y que
he tenido ocasión de examinar a la ligera.

La noticia del descubrimiento de restos humanos, por los


antiguos navegantes, quizás indujo al jesuíta Falkner, quien no
creo visitase la comarca situada al sur de 40° latitud, a colocar
allí la región sepulcral de los patagones. Es fuera de duda que
varias de las antiguas tribus llevaron en sus migraciones los
restos de sus deudos, muertos en lejanos parajes, para
enterrarlos en el panteón donde reposaban sus abuelos, pues
conozco algunos depósitos mortuorios; que en las tolderías se
preparaban las osamentas, después de cierto tiempo de
inhumado el cadáver, para transportarlas en viaje y que las
adornaban por lo general con vistosos colores, costumbres
todas que muy de tarde en tarde se practican aún; pero no por
eso creo que la costa del océano fuera la región preferida para
esas inhumaciones. En todo el territorio se encuentran tales
enterratorios.

Las formas de los cráneos del cairn del Chubut, y la presencia


de restos de alfarería en el de Puerto Deseado, me hacen
suponer que los indios que tuvieron la costumbre de elevar esos
monumentos, quizás conmemorativos, y los que bien puede ser
que interpretaran otra idea que la de simple resguardo de las
fieras y de la intemperie, a restos queridos, no fueran los
patagones actuales, y que estos sólo la hubieran heredado y
puesto en práctica algunas veces. Me inclino también a pensar
que esa costumbre se hiciera efectiva en épocas anteriores a la
propagación del caballo y de ciertos animales domésticos, pues
a haberlo sido después, es indudable, que los huesos de esos
animales se encontrarían al lado de los de los indígenas que los
utilizaron en vida y a los cuales, según sus creencias o ritos
religiosos, debieran acompañarles a la otra, en la cual creen.

Sólo descubrí un fragmento de flecha, un rascador y un


cuchillo de piedra, cerca del monumento citado. Este dolmen
es parecido, si no en un todo, a lo menos por su figura general
arquitectónica, a los que la nueva ciencia de la investigación
del hombre ha descubierto en todos los puntos, donde habitaron
nuestros antepasados congéneres.

Después de haber dado un pequeño paseo por la huerta de


Viedma, vuelvo a bordo para arreglar las colecciones formadas
en aquel día.

Esta huerta se halla situada al oeste de la fortaleza, en un


pequeño valle que puede utilizarse para la agricultura, lo
mismo que otros inmediatos y desde el pasto fuerte, llamado
comúnmente de puna, al cual pronto se acostumbra el ganado,
abunda con tal lozanía, que es molesto transitar a pie por entre
él. Hállase rodeada por algunas pequeñas paredes de piedra,
que levantaron los antiguos colonos para preservarla quizás del
daño que pudieran causarle los ganados.

Algunas coles, un pequeño monte de manzanas, membrillos y


cerezos, con sus frutos aun verdes, estos últimos, recostado
todo sobre un murallón de pórfiro, de fuerte colorido,
hermosean ese paisaje sombreado ya por el crepúsculo. A no
ser la necesidad de preparar las colecciones, no regresaría a
bordo.
Estos restos del antiguo jardín, plantado quizás por la mano de
Viedma, noventa años antes, y que gracias a la fertilidad del
suelo se ha reproducido sin ayuda del hombre, tiene infinitos
atractivos.

Cada vez que el viajero, lejos del hogar, encuentra algo que le
sugiera un recuerdo de él, experimenta un bienestar indefinible,
y con sentimiento se aleja de donde su espíritu lo trasporta a
puntos queridos.

Diciembre 15.—Apenas la aurora destacó las cimas de los


cerros y bañó de suave luz las aguas de la bahía, lanzamos al
mar el bote que el gobierno me había proporcionado. Va a
servir por primera vez al objeto para el cual ha sido destinado,
y como un favorable augurio, su elegante quilla seguirá las
huellas de la lancha que condujo a Darwin.

Gratas emociones me ha brindado mi buena estrella, al


permitirme visitar los parajes y pisar las mismas sendas, donde
probablemente el campeón de la teoría de la descendencia
bosquejara, en esas excursiones, la base de sus célebres ideas.

Hacemos fuerza de remos con rumbo al oeste, donde la tierra


es aún un nublado. Las algas marinas, en inmensas guirnaldas,
nos rodean, mientras cruzamos sobre los arrecifes sumergidos,
que se destacan de los cerros vecinos, y en los cuales vara el
bote, obligándonos a penetrar en el agua salada, hasta medio
cuerpo, para aligerarlo de peso y remolcarlo, desligándolo de
las plantas, entre cuyos flexibles vástagos encalla.
Mis marineros reciben aquí el bautismo patagónico, que debe
darles constancia y fe en la utilidad del viaje.

La brisa nos permite izar el velamen, y por el medio de la


bahía, teniendo a la derecha los obscuros cerros eruptivos y a la
izquierda una blanca costa, baja y acantilada, pasamos
inmediatos a algunas pequeñas islas. En esos momentos las
gaviotas rozan el ligero gallardete, los pengüines zambullen y
luego se yerguen batiendo gozosos sus aletas para mirarnos
asombrados; los patos marinos, unos solitarios, cruzan como
flechas, otros, en bandadas, trazan en el aire figuras
geométricas; los cormoranes ganan presurosos, con la primera
comida de la mañana, las nidadas, donde, como en un damero
gigantesco, han nacido sus negruzcos y velludos hijos.

Algunas millas adelante, cruzamos frente a una pequeña


península de aspecto alegre, donde una tropilla de guanacos
busca su alimento sin preocuparse del enemigo que los mira.

Ya el sol muestra su disco, y sus rayos, interceptados por


tenues nubes, alumbran ese paisaje, donde aparecen los dos
grandes sistemas geológicos, que caracterizan la Patagonia.
Ora inunda de vivida luz los enormes peñascos rojo-plomizos
del pórfiro; ora las blancas y rosadas tufas y las fajas terciarias,
—que se alternan también, formando un precioso contraste y
reflejando en las aguas azuladas de la bahía,—ora en las bellas
laderas verdes amarillentas por su vegetación herbácea y en los
-obscuros y tupidos matorrales de arbustos.

Cerros rojos perpendiculares elevan en la costa norte sus


atrevidas, aunque pequeñas crestas, y en el sur, entre las
colinas, se evapora visiblemente el rocío de la noche, en medio
del cual distinguimos guanacos curiosos, relinchando
estridentemente o bajando hacia las aguas mansas a arrancar el
musgo de la costa.

A medida que nos internamos divisamos nuevos horizontes, los


cerros se aproximan y la bahía es más estrecha; de su centro se
elevan torres monolíticas de aspecto gótico, cuyas murallas
asaltan de continuo las aguas, pero inútilmente; entre las grutas
de su base duermen aún grandes Otarias, arrulladas por el eco
suave del cuchicheo de las ondas. La rápida corriente y la vela
bien cortada y llena nos llevan por entre ese paisaje que
recuerda un fjord escandinavo.

A medio día llegamos al último punto donde alcanzó la


expedición inglesa. En el costado sur, el agua baña la base del
murallón de pórfiro; en el norte, un desplayado bajo, cubierto
de matorrales, se extiende al pie de un cerro aislado. En el
fondo, el canal sigue enangostándose, a causa de un enorme
peñón, entre el cual y el cerro del sur corre descendiendo ya
con fuerza la marea, arrastrando un agua turbia y de gusto
menos salado que el de la mar. Por más esfuerzos que hacemos,
es imposible pasar más adentro, y después de tentarlo sin
resultado, varando repetidas veces, resuelvo tomar tierra en
aquella playa, Allí también desembarcó Darwin.

He aquí lo que él dice de esos parajes:

«El paisaje no presenta sino soledad y desolación: no se


distingue allí un solo arbusto y, a excepción, quizás, de algún
guanaco que parece montar la guardia, centinela vigilante,
sobre la cumbre de alguna colina, apenas se ve un solo animal.

«El punto en que habíamos establecido nuestro vivac estaba


rodeado por elevadas barrancas e inmensas rocas de pórfiro. No
creo haber visto jamás un sitio que pareciera más aislado del
resto del mundo, que esta grieta de rocas, en medio de aquella
inmensa llanura».

Pintura exacta, pero sombría. Con cuarenta y tres años de


intervalo, en la misma estación y con una semana de
diferencia, visito este punto, y, francamente, el espectáculo que
aquí se desarrolla, no me causa una impresión tan desfavorable.

Quizá la costumbre ya adquirida y el mayor conocimiento de la


región patagónica, me hacen encontrar alegrías donde Darwin
sólo halló tristezas. Quizás también el tiempo en que él
describiera ese paraje fuera desagradable y distinto del día
verdaderamente «glorioso» en que yo tengo la dicha de
visitarlo.

Verificado nuestro frugal almuerzo, en el punto donde


probablemente plantó Darwin su carpa, y dejando tres hombres
al cuidado del bote, con orden de ir alejándose de allí
gradualmente con la marea, para no quedar en seco, lejos del
canal, me interno acompañado de otros dos, siguiendo la gran
quebrada.

Pasamos el cerro que oculta la prolongación del canal y


encontramos de nuevo éste, ya muy pequeño y que corre
lentamente con gruesas aguas, serpenteando por el centro de
una planicie o bañado, despojado de vegetación y cubierto de
pequeños fragmentos de yeso en lajas y de cristales salitrosos
que brillan y donde sólo algunas liebres saltonas vagan
inquietas. En las guadalosas orillas vemos algunos moluscos y
cangrejos marinos, que las grandes marcas han acarreado hasta
allí. Una pequeña fuente cargada de cloruro de sodio destila,
conduciendo sucios cristales al arroyo, y revelando la presencia
de alguna capa de sal gema en el interior del terreno.

Seguimos por entre esa quebrada, bordeada de cerros abruptos


bastante tristes, unas ocho millas, hasta el punto donde, de la
dirección oeste que ha llevado hasta allí, tuerce al N. N. O. y
donde, desde el verde cañadón, se distinguen algunas mesetas
terciarias. Aquí la comarca mejora, la cañada se ensancha algo
y es alimentada por algunos manantiales insignificantes de
agua potable.

El desfiladero que seguimos, pues no merece el nombre de


valle, parece haber sido, en remotas épocas, lecho de algún
gran río, que corrió a gran profundidad del resto del terreno, a
juzgar por la cantidad de cantos rodados, bastante voluminosos,
de piedras extrañas a la formación vecina, de tamaño mayor
que los que se encuentran sobre la meseta inmediata y que por
otra parte pertenecen, además, a las rocas andinas. Este río que
descendía quizás de las cordilleras, o que era desagüe de algún
otro que se desprendiera de ellas, para llevar las nieves
derretidas al Atlántico, se ha obstruido cerca de sus fuentes por
algún accidente notable.
A juzgar por las señales que hay en las grandes piedras que de
vez en cuando perforan el suelo arenoso, inmediato al cauce, y
las que veo en un manto de melafira (roca que sólo he
encontrado en ese punto), el nivel de las aguas procedentes de
las avenidas, si es que existen éstas en notable escala, o de las
lluvias, no aumenta mucho, o por lo menos, el cajón no
permanece inundado suficiente tiempo para dejarlo marcado.

El terreno que rodea este pequeño curso es suel​to y fangoso, y


creo que no nace en la cordillera, como lo supone Darwin,
prefiriendo atenerme a la opinión de Fitz-Roy que es la
contraria. Puede ser que tenga su principio en la cadena de
monta​ñas pequeñas del centro del país, que el ilustre
na​turalista no conoció.

En la actualidad ningún vestigio induce a supo​nerle, al


impropiamente llamado «Río Deseado», naciente en los Andes;
y alimentado por sus deshielos, por el contrario, casi todo el
antiguo lecho del río se halla cubierto por una capa aluvial
are​nosa casi despojada de tierra vegetal, y cuyo espesor varía
de uno a dos metros, sin contar algunos médanos. Sólo en
determinados parajes se notan signos de su antigua velocidad,
en los lechos de cantos rodados.

El agua, aunque potable, no es completamente dulce; el terreno


contiene sulfato de sosa y las grandes mareas alcanzan hasta 40
millas desde la boca de la bahía. En las inmediaciones hay
pe​queñas lagunas con cloruro de sodio.

La velocidad de sus aguas en este tiempo es apenas sensible y


su ancho varía, en el punto más lejano que alcanzo, de uno a
tres metros por 10 a 50 centímetros de profundidad.

Llegado al punto en que la quebrada cambia de dirección, nos


sorprende la tarde y con ella enjam​bres de pequeños dípteros,
que nos acosan de tal manera, que luego que saciamos en los
pozos nues​tra sed, no tenemos más remedio que incendiar los
matorrales para ahuyentarlos. El fuego se propaga con tal
rapidez que, para no exponernos a ser sofocados, tenemos que
emprender la ascensión de un cerro inmediato, cuyas faldas,
casi a pique, están cubiertas de espinas. Lo hacemos jadeando,
aprovechando los senderos de los guana​cos o trepando como
lagartijas, sujetándonos con manos, codos, rodillas y pies y casi
sin aliento, al​canzamos un retazo más extenso, situado a 50
me​tros sobre el incendio, que chisporrotea entre las plantas
resinosas.

Los unos cargados con el herbario, los otros con bolsas llenas
de muestras de rocas, tenemos que descansar unos momentos al
reparo de una piedra, que intercepta el rayo del sol y el humo.

Ascender más es difícil, pero uno de los mari​neros, alegre


francés que había visitado las escar​padas costas noruegas,
pronto encuentra senda para llegar a la cumbre próxima, donde
podemos ha​cer funcionar libremente nuestros pulmones, y
presenciar la puesta del sol en plena Patagonia, entre los
espirales de humo que se elevan de la quebrada incendiada.

Antes de emprender el regreso al bote, nos di​rigimos a una


piedra aislada que semeja, desde le​jos, una choza sobre la
meseta horizontal. Es el resto de un cerro antiguo, cuyo altivo
piso, corroí​do por los hielos, ha quedado reducido a dos
mo​nolitos muy próximos uno de otro, de 20 pies de altura y
que están rodeados de los residuos del mar terciario,
representados allí por la gigantes​ca Ostrea.

Por el estilo de Tower Rock, a la que los ingleses llaman


también Roca Britania, doy a esta el nombre de «Roca
Porteña».

Los dos fragmentos rojizos parecen restos de un monumento


funerario o sagrado, menhir de las edades perdidas,
abandonados por el hombre, si​guiendo la progresión de su
inventiva, y figuran en el primer plano de una perspectiva
verdadera​mente patagónica. Hacia el setentrión, un cerro
so​litario se pierde en el azul ahumado, color carac​terístico aquí
de la atmósfera de la tarde y a cier​ta distancia, al oeste, se
escalonan las mesetas, prestando la hora un aspecto de
melancolía a esas regiones desconocidas aún, que tenemos
delante, y cuyos misterios no podemos despejar en este viaje.

Con las últimas vislumbres del crepúsculo, des​cendemos la


cuesta de una quebrada para buscar el bote; las piedras ruedan
con sonidos graves para llegar al fondo oscuro, aumentando así
la lo​breguez del camino.

Cuando llegamos al sitio en que hemos dejado la embarcación,


no la hallamos; en cambio un gran incendio se ha propagado en
ese punto, donde can​sados y con la soñolencia que da la media
noche, esperamos encontrar el deseado reposo.
Las rocas entonces negras, se destacan sombrías e imponentes,
entre las llamas del voraz elemento y creo presenciar una
escena de los tiempos en que el rojo pórfiro se formara.

Después de una hora de penosísimo camino, que​mados y


lastimados por las ramas carbonizadas, que con la
reverberación deslumbradora no se dis​tinguen de noche,
encontramos, en un claro que el fuego ha respetado, y rodeado
por las sierpes ardientes de la llama que devora el pasto y los
ar​bustos, al negro brasilero, que, como en danza dia​bólica,
atiza el incendio. El muy cobarde ha encen​dido los grandes
matorrales resinosos, con el pre​texto de marcarnos el punto a
que había llevado el bote; pero, en realidad, con la idea de
resguar​darse de los leones o pumas, que su espíritu pusi​lánime
imagina, escondidos en las cavernas de las rocas, listos a
arrojarse sobre él al menor descuido.

A la una de la mañana podemos tendernos so​bre el junco


mojado por la marea.

Diciembre 16. — Dos horas después, una brisa del oeste nos
despierta, y apenas aclara el día, em​prendemos la vuelta al
fondeadero de la «Santa Cruz». Venciendo la corriente
contraria, poco des​pués nos ponemos en frente de las islas
donde, a nuestra ida, abundaban las aves.

En los pequeños huecos de una elevada muralla de pórfiro,


vemos una gran cantidad de cormora​nes que pían sin cesar.

Con la escopeta puedo procurarme dos, uno de los cuales


desaparece inmediatamente de caído al agua, devorado por un
tiburón, que la claridad de aquélla permite distinguir nadando
gallardo, moviendo velozmente sus bien modeladas aletas, al
costado del bote; el otro figurará en el Museo Pú​blico de
Buenos Aires al cual haré donación.

Un cóndor joven, monarca alado de las regiones australes, se ve


posado sobre la cumbre inaccesi​ble; golpeando con ruido
estridente su filoso y córneo pico, abre sus garras ensayando
los podero​sos músculos, y batiendo las monstruosas alas,
lan​za penetrantes gritos de lujuriosa alegría. Se pre​para a la
carnicería de los tiernos cormoranes, cuyos gritos temerosos
atraen a sus padres, los in​teligentes pescadores de la bahía.

La vista aguda del feroz rey andino goza ya de la tierna presa


casi segura, cuando el rayo arti​ficial lo precipita revoloteando,
muerto, al abismo, rozando las habitaciones de sus
perseguidos, y ca​yendo frente al bote, con gran susto del negro,
que teme le aplaste aquella inmensa mole.

Al pasar por una isla, cercana al Atlántico, pre​senciamos una


interesante escena. Sobre la suave playa ancha, que aún no ha
cubierto la marea, creemos ver un ejército, cubierto de
armaduras escamosas relucientes, dirigirse, desde un matorral
cercano, hacia el agua. Aunque estamos inmedia​tos a la costa,
parécenos presenciar desfiles mili​tares en alguna gran plaza,
todo reducido por la inversión de anteojos.

Batallones, tras batallones, en fila y orden, lle​gan a la orilla del


mar, nos miran unos instantes y desaparecen en sus ondas.
El espectáculo es gracioso, y nos lo proporcionan los
respetables pengüines, que, sin temer al bote, se dirigen,
zarandeándose, al agua, para ser el terror de los pescados y
cangrejos pequeños. Saltamos a tierra: algunos, viéndonos ya
próximos a ellos, apresuran su marcha y de consiguiente
ruedan por la pérdida del equilibrio, hasta refu​giarse en el mar.
Otros, que se hallan más distan​tes, dan vuelta automáticamente
e imitando vene​rables cartujos liliputienses, con las manos
escon​didas entre sus anchas mangas (las aletas), se di​rigen a
sus conventos (o nidos).

El destrozo que de sus tranquilos habitantes ha​cemos en esta


isla es grande. Veinte de ellos que​dan en el fondo del bote,
víctimas del coleccionista y de las necesidades del estómago de
los tripulan​tes. Nuestros instintos sanguinarios no se
compa​decen al ver a los curiosos pengüines, defender, con
valentía, entre una mata, hiriéndonos en las piernas, sus
jóvenes hijuelos. La impotencia de es​tos animales en tierra es
tal, que sólo cuando el hombre procura darles el golpe que ha
de herir​los, tratan de huir y si no lo consiguen, buscan por la
astucia la región más vulnerable de las panto​rrillas del
enemigo para hincarle su agudo pico.

Al mirarlos, se creería encontrarlos asombrados, embebidos en


una muda admiración, que no les permite huir; más tarde sus
movimientos parecen indicar que un sentimiento de burla se
apodera de ellos, al ver al intruso de sus dominios. Mueven de
derecha a izquierda la cabeza, luego lo hacen a la inversa,
batiendo las mandíbulas terribles, y mirándonos, se puede decir
que con desden, de rabo de ojo, se creería que nos piden cuenta
de nuestra presencia aquí y de lo que buscamos.

A las cuatro de la tarde llegamos con las presas a la goleta, y,


una hora después, cruzamos al sur, a examinar la célebre Roca
de la Torre. Está situada a corta distancia de la costa, y sirve de
excelente punto de marca para entrar al puerto. Como la «Roca
Porteña», es resto vetusto de un antiguo peñón destruido por la
formidable acción del tiempo y de los elementos y cuyos restos
se hallan esparcidos alrededor del monolito principal, adherido
aún a la montaña y sobre una pequeña eminencia rodeada de
enormes piedras sueltas.

«Tower» o «Britannia Rock» mide diez metros de alto por tres


de diámetro y recuerda el enorme tronco petrificado de algún
Baobab, gigante de las selvas africanas, transportado por el
fósforo del cerebro a las áridas playas patagónicas. A un tercio
de su altura se divide en dos ramas, la una mayor que la otra,
forma que le da el mencionado aspecto. La roca que la
constituye es el mismo pórfiro de los alrededores. La
fisonomía que desde lejos le comunican los musgos y líquenes
que han arraigado en las grietas, hacen de este interesante
monumento geológico, uno de los objetos más dignos de
mención que pueden citarse en Puerto Deseado. A sus
inmediaciones parece que de tiempo en tiempo acampa alguna
tribu indígena, pues se notan huesos de animales, destruídos y
comidos, sobre todo de guanacos y caballos;—el día de nuestra
salida de ese puerto vimos un fornido caballo salvaje que
pastaba tranquilo al costado de una hermosa piedra y que
relinchaba al ver las blancas velas de la «Santa Cruz».
Faltándole valle extenso y agua dulce en abundancia, creo que
este punto sólo puede ser colonizado en pequeña escala, pues
apenas hay suficiente tierra, pasto, agua en la cañada y en los
pozos, y caza, para un centenar de colonos. El fuerte es de
posible reparación, y trayendo de Buenos Aires o del Estrecho
de Magallanes maderas, para techos y puertas, podría ser
ocupado por una pequeña fuerza militar. Entonces sería
cuando, enviándose al interior expediciones en busca de
terrenos apropiados y mejores, pudiera utilizarse ese punto con
ventaja.

Los cien colonos, además del cuidado de sus ganados,


encontrarían lucro en la caza de liebres, guanacos, avestruces,
que son muy numerosos, y en la pesca de que es abundante la
bahía; con pequeñas expediciones marítimas, podrían apresar
lobos marinos y pengüines para la fabricación de aceite.
Aquello sería, en cierto modo, cambiando unas producciones
por otras, una imitación de un villorio de los Fjords, de
Noruega, pero más productivo. Inútil será tentar aquí la
formación de una colonia agricultora, pues la tierra cultivable
sólo es la suficiente para el consumo de los pobladores.

El puerto militar podría servir de presidio para los destinados a


trabajos forzados por la justicia nacional, los que se ocuparían
en abrir represas para conservar las aguas de las lluvias.
Entonces Puerto Deseado sería visitado por muchos buques
pescadores, que irían en busca de ese elemento necesario, que
no se encuentra en grandes cantidades entre el Chubut y Santa
Cruz. Creo que entre estos dos puertos hay algunos parajes
fértiles, los que conocidos y colonizados, con el tiempo, la
República Argentina tendría allí una población ganadera más
importante que la que el gobierno inglés tiene, indebidamente,
en Malvinas, donde los campos parecen inferiores a los que
menciono.

Diciembre 17.—Salimos de Puerto Deseado, pasando cerca de


la isla de Pengüin, cuyas costas alteradas por espléndidos
mirajes no puedo copiar. Este fenómeno de la refracción ha
sido mencionado por Fitz Roy a quien llamó la atención su
extraordinario efecto en estas regiones.

Diciembre 18.—Avistamos el Monte Wood y un rato después


la entrada de la Bahía San Julián. Durante la noche vientos
polares nos traen un fuerte temporal.

Diciembre 19.—Continúa el mal tiempo; el 20, con la virazón


de la tarde volvemos a acercarnos a tierra de donde nos ha
alejado el temporal del día de ayer.

Diciembre 21.—Con viento en popa seguimos a dos millas de


la costa, pasando el cabo San Francisco, admirando las rectas
capas arenosas y calizas de la meseta y los verdes manantiales
de hilos cristalinos que caen al mar; y a mediodía fondeamos
frente a Monte Entrance, en la entrada de la Bahía de Santa
Cruz.
LA BAHIA DE SANTA CRUZ.—LLEGADA A LA ISLA
PAVON

En 1519, el piloto Serrano, de la armada de Magallanes,


fondeaba en la Bahía San Julián; descubrió, en un
reconocimiento al sur, la Bahía Santa Cruz. Allí su buque
naufragó, y dejó su casco entre las rocas.

Serrano, al perder su buque, en esa bahía, la descubrió para la


historia; King y Fitz Roy la dieron a conocer a la ciencia
geográfica. Donde el «Beagle» había fondeado en 1834, la
goleta dió fondo a su ancla. Por segunda vez llego yo a este
puerto, con las mismas intenciones; pero felizmente, ahora con
los auxilios de que no había podido disponer en el primer viaje,
y que eran necesarios para satisfacerlos.

Entrando en el lado norte orillando la costa medanosa, se


presenta por la proa el monte Entrance siguiendo hacia el oeste
una línea de colinas uniformes. A ambos lados de la extensa
bahía se dilatan llanuras desiertas, que están lejos de indicar,
por su pálido colorido, huellas de fertilidad. Como sucede
generalmente con el aspecto topográfico de los puertos
patagónicos, donde algún río desagua, sus dos costas no tienen
el mismo nivel. A la inversa de Puerto Deseado, que en su
entrada, tiene la costa elevada al norte y baja al sur, las costas
de la Bahía Santa Cruz tienen en general la misma disposición
que en el río Chubut y río Negro, cuyas márgenes izquierdas, al
llegar al Atlántico, bañan una larga extensión de médanos, y en
la derecha, orillean murallones terciarios a pique. La excepción
de Puerto Deseado puede ser debida a su formación geológica
distinta, y la igualdad de la disposición de la desembocadura de
los tres ríos patagónicos, que conozco, a partir del Río Negro,
de igual formación geológica, no deja de ser curiosa y digna de
mencionarse; lo mismo sucede con las del río Colorado, el que
desagua en Coy Inlet, y río Gallegos.

La vista de Monte Entrance es notable: de forma cónica, visto


del N. E., rodeado de grandes fragmentos de rocas que se han
desprendido de su masa terciaria y contra los cuales se estrella
la mar, empujada por la corriente veloz de la marea, su efecto
es imponente, a pesar de su poca elevación.

Hacia el sur desde el monte citado, se diseñan,


desvaneciéndose en la lejanía, varias mesetas escalonadas, de
quebradas suaves y murallones blancos, a pique, con médanos
cuyos granos de arena cuarzosa relumbran. Hacia el sur oeste,
entre los barrancos elevados de la costa, se destaca el Monte
León (1.000 pies). En la línea del agua del mar, una faja blanca
amarillenta picada de penachos diamantinos, señala la barranca
a pique, donde el océano se agita; ciertos intervalos bajos,
pardos o rosados, señalan los médanos; más arriba cerros,
denudados con fajas y escalinatas, representando graderías de
anfiteatro, coronados de redondeadas cúpulas, son los
contrafuertes de la meseta, que se desagrega para formar la
playa, y a mayor elevación aún una línea recta señala la meseta
verdadera.

Desde la entrada, una serie de cerros listados, quebradas


angostas, colinas cubiertas de arbustos, llegan hasta la punta
Keel, donde Fitz Roy, varó el «Beagle» para reparar las averías
causadas por el arrecife de Puerto Deseado. Desde allí, pasando
un pequeño valle, continúan las barrancas terciarias hasta la
Punta Repair, donde desagua un manantial, cerca del
Promontorio Weddell, nombre que recuerda el heroico marino
que visitó ese paraje, antes de internarse en las soledades del
polo antártico. Al fondo, como una cuña, se adelanta el
Promontorio Beagle, que ascendiendo en tres escalones, se
pierde de vista al oeste. En la margen norte la tierra es baja,
muy poco elevada sobre el nivel de las mareas; desde Punta
Cascajo, sólo es un bañado antiguo que se extiende elevándose
gradualmente con lagunitas saladas, zanjones profundos casi
invisibles y se prolonga hasta la línea de mesetas que
concluyen el Cabo San Francisco. Es región verdaderamente
desolada y árida.

Más al oeste el terreno se levanta algo y a la altura del


Promontorio Weddell, la barranca de cascajo alcanza un
espesor de 30 pies. En el centro de la bahía se encuentra la isla
de Leones Marinos, que no mide una milla de largo por media
de ancho.

La bahía es considerada como uno de los mejores puertos de la


costa atlántica austral. Aunque las cartas hidrográficas señalan
en su entrada una barra, con rompientes muy visibles en marea
baja, no debe esto asustar al marino que por primera vez entra a
ese puerto, pues hay entre esos arrecifes o bancos, canales que
tienen, cuando las aguas están en completa bajante, más de
quince pies de profundidad.

Un buque que nunca haya entrado a Santa Cruz puede fondear


afuera o mantenerse a la vela, hasta la completa bajamar, y
marcar entonces los bancos y arrecifes que se presenten
visibles. Después, cuando la marea asciende, a medio de ella,
puede dirigirse al fondeadero que mejor le convenga, sin
cuidado alguno, por alguno de los varios canales de entrada.

La grande diferencia que hay entre la bajante y la creciente de


la marea, ambas en su plenitud, es tan notable, que cambia
totalmente el panorama de la bahía cada vez que esos
fenómenos se presentan. A marea llena, una gran sábana
líquida se extiende tranquila delante del que, desde su centro,
admira el noble panorama que se desarrolla ante sus ojos. Sólo
la isla de los Leones Marinos, se eleva a pocos pies sobre su
nivel. En la bajante sucede todo lo contrario; se presentan
bancos en casi toda su extensión, separados por tortuosos
canales, entre los cuales, el torrente, que siempre desciende,
reparte sus aguas, enturbiadas por el limo que arrastran, y esos
bancos se diseñan tan bien, que hay algunos que semejan
islotes, de cuyas lomadas se desprenden pequeños arroyuelos
de corta vida. En algunos de ellos se ven sinuosidades y
ondulaciones que dibujan las olas que se retiran, para volver
luego a borrarlas; en otros, millares de moluscos que los
tapizan. El buque entretanto, tumbado sobre una de sus bandas,
parece más bien el resto de un naufragio. Completamente en
seco, sus grandes vergas tocan a veces la arena, sobre la cual
reposa su quilla.

En muchas ocasiones he dado largos paseos alrededor del casco


del «Rosales» en busca de moluscos y zoófitos. Alejado a
cierta distancia, y dando vuelo a la imaginación, diríase que se
tiene delante un paisaje polar. Los oscuros tintes de la tarde
reemplazan las brumas que parecen preceder, en el lejano
norte, la desaparición del astro de la vida, y cambiando
mentalmente el blanco virginal del hielo por el sucio parduzco
de la revuelta arena, se tendrá un paisaje de la Bahía Melville.
El buque recostado sobre el banco, recuerda el buque recostado
sobre el pack, que tritura sus flancos, mientras se distraen de la
invernada sus tripulantes escalando pequeños témpanos o
hummocks (aquí bancos) en busca de las deseadas focas, osos
blancos o zorras. Pero la bahía no tarda mucho en adquirir su
primitivo aspecto, un rumor lejano se escucha del este, y
entonces el paseante debe acudir inmediatamente a bordo, pues
es peligroso esperar en seco la marea, que llega anunciada por
ese rumor con una rapidez de seis millas por hora, y que
fácilmente corta la retirada al poco precavido soñador que se
cree en las regiones donde desafiando las iras del Espíritu del
Polo, se inmortalizaron los Franklyn, Ross, Parry, Mac-
Clintock, Hall, Nares y Marekham.

En la Bahía Santa Cruz las mareas alcanzan hasta 42 pies y su


velocidad es de 3 a 6 millas por hora, y como sus orillas son de
contornos suaves y sin grandes piedras, pueden vararse en ellas
los mayores buques. A 3 millas de la entrada el navegante
encuentra baraderos de todas clases, fondo duro, blando,
arenoso, limoso, etc., donde su buque pueda formar «cama».
Para reparaciones es uno de los puertos más aparentes que
existen en el mundo, pues seis horas después de varadas, las
embarcaciones pueden estar nuevamente a flote, haciendo lo
primero a media marea bajante.
Diciembre 21.—Tan luego como fondea la «Santa Cruz», la
rodean centenares de delfines que se ponen al alcance del
arpón. La curiosidad los ciega y aún cuando la sangre de los
que son heridos colorea el agua, no abandonan el costado de la
goleta durante más de dos horas. Obtengo dos ejemplares: la
especie a que pertenecen es desconocida. (Desgraciadamente,
los cráneos de estos individuos fueron arrojados más tarde al
agua, durante el regreso del buque a Buenos Aires, lo que hace
imposible su clasificación zoológica exacta, por la falta de esa
porción tan esencial del esqueleto). Aun cuando varios de estos
cetáceos, manchados de blanco y negro, se conocen en la
ciencia y que algunos habitan estas regiones, ninguno
concuerda con el modo de distribución de sus colores.
Inmediatamente que concluyo de despojar los esqueletos de sus
partes blandas, hago lanzar el bote, para aprovechar la marea
que entra con fuerza y dirigirnos a la isla de Pavón, último
punto argentino, habitado ahora, en el extenso territorio del sur.

Pasamos de largo por la isla de Leones, sin atrevernos a


abordarla, teniendo presente el estado caluroso del día y las
emanaciones fétidas del huano, que ya en otro tiempo había
aspirado, el 8 de octubre de 1874.

Los tufones de viento que descienden por las quebradas y que


en unos momentos nos son favorables y en otros contrarios, nos
obligan a bordejear.

A veces, entorpecen nuestra marcha las algas marinas: el Kelp


o Macrocystis. Sus delgadas hojas, sujetas a las vesículas
piriformes que le han dado el nombre, se enredan en los remos
o la fuerza de estos no basta para, cortar las largas tiras verdes
de decenas de metros que la marea hace afluir desde el océano
hacia el interior de la bahía.

Todos los que han viajado por el sur han pagado un tributo de
admiración a esta inmensa y simpática planta, el organismo
gigante que revela la lujosa fuerza de la vegetación marina, y
ciertamente bien la merece. Es una enmarañada pradera en el
mar, que flota lozana y tranquila en medio de las tempestades y
conserva la calma en los sitios que cubre su ramazón
bienhechora. ¡Qué grandes historias podría contarnos esta alga
que vive sobre las siempre inquietas aguas australes,
arraigando en las inmóviles peñas del fondo de ese océano!

¡Cómo cambiaría la faz de esos distantes parajes si ese humilde


gigante faltara! El mundo animal que, en esas regiones de
aspecto mortuorio y desierto, vive casi invisible, se extinguiría;
los eslabones de la cadena que suministra la vida, se quebrarían
y todo sucumbiría.

Los primeros navegantes, tan ignorantes como heroicos, los


intrépidos investigadores del misterio, al mencionar esta
planta, a mediados del siglo XVI, no le dieron la importancia ni
el verdadero rol benéfico que tiene en la naturaleza; sólo vieron
un beneficio para ellos, una alerta que les revelara las rocas,
una planta aislada que prestaba inconscientes servicios al
hombre, previniéndole los peligros; sólo cuando la luz de la
ciencia iluminó las oscuras soledades del sur, esta alga fué
comprendida.
Cook, Dumont d'Urville, Fitz Roy, Hooker y Darwin la
admiraron, unos en su brillante escenario flotante, otros en el
laboratorio del sabio. ¡Dignos espectadores de tal espectáculo!

Darwin compara esa selva acuática del hemisferio meridional


con las selvas terrestres de las regiones inter-tropicales, y
agrega que no cree «que la destrucción de una selva, en
cualquier país, arrastre, más o menos, la muerte de tantas
especies animales como la Macrocystis. En medio de las hojas
de esa planta viven numerosas especies de pescados que en
ninguna otra parte encontrarían abrigo y alimentos; si esos
pescados desaparecieran, los cormoranes y los otros pájaros
pescadores, las nutrias, las focas, los delfines, pronto
desaparecerían también y en fin, el salvaje fueguino, el
miserable dueño de ese miserable país, redoblaría sus festines
de caníbal, decrecería en número y quizás dejaría de existir».

Bajo su aparente modestia, alberga orgullosa, mundos


pequeños pero interesantes en alto grado. Cada vez que he
examinado una hoja de Macrocystis, he encontrado infinidad
de organismos vivientes que la han elegido para su domicilio y
cuando la curiosidad me ha llevado a rebuscar en el intrincado
laberinto de raíces que forma su base, Invisto cientos de
pequeños seres guarecidos y viviendo tranquilos allí.

La Macrocustis, ciñe el globo en su región austral, con una


verde y gigantesca orla. Allí, precediendo a la muerte glacial,
ondula lujosa entre la región templada y algunas veces se la ve
flotando hasta en las inmediaciones de los hielos polares. En
sus inofensivas redes, varan y mueren inmensos y terribles
témpanos.

Su verdor sólo adorna el Atlántico y el Indico en los parajes


donde cruzan las corrientes australes y llega a veces hasta la
embocadura de nuestro fecundo Plata. En las costas de
Quequen he recogido sus muestras. Camalotes inmensos de ella
navegan por las costas patagónicas, hasta doscientas millas al
norte de las islas Falkland, en cuyas costas nacen también, y
muchas veces varan en las playas del Cabo de Buena
Esperanza. Continúan su viaje en esa dirección, pues las
corrientes y la temperatura del océano no les permitiría llegar
más al norte, en esos puntos. El gran Pacífico, es más
privilegiado: las corrientes que parten de las inmediaciones del
Cabo de Hornos, esparcen y adornan, con bancos de Macrocytis
las costas occidentales de ambas Américas. Nacidas al reparo
del extremo sur del rugoso continente, con las corrientes frías,
cruzan las zonas templadas y cálidas; trasladan la vida
antártica a las costas árticas de Aleutia y Kamstchatka.

¡Qué inmenso papel desempeñan, en la economía del mundo,


las humildes hojas que corta nuestro bote y que al principio
considerábamos un estorbo!

Continuemos viaje, distraigámonos con los juguetones delfines


que retozan por centenares en las aguas tranquilas de la bahía,
irguiéndose de a dos y tres juntos, saltando fuera de ellas, u
ondulando suavemente, describiendo curvas iguales, en las que
muestran primero su cabeza y aleta dorsal negra, y luego sus
costados blancos cuando azotan las pequeñas ondas con sus
elegantes colas.
Esos veloces nadadores son tan confiados, que no temen
acercarse al bote; si levantamos los remos y permanecemos
silenciosos, vemos acercarse con rapidez sus blancas formas,
bajo las aguas limpias; cruzar bajo la quilla y ascender al nivel,
rozando los costados del bote, permitiéndonos pasar la mano
sobre sus suaves lomos, mientras lanzando sonoros bufidos
vuelven a hundirse en las profundidades, para describir una
nueva curva.

Los patos vapores, las gaviotas, los grandes patos y los ostreros
cruzan y recruzan mientras tanto sobre nuestras cabezas, unos
silenciosos, y otros haciendo oír fuertes chillidos, y ruidos
metálicos, producidos por el movimiento rápido de sus alas.

En una de las bordadas nos acercamos a la costa norte, frente al


Promontorio Weddell; aquí encuentro el primer trozo errático
de gran tamaño que revela la presencia indudable de la época
glacial; su parte visible mide un metro cúbico, pero como se
ensancha hacia su base, sepultada entre la arena y el cascajo,
creo que su tamaño total es mucho mayor.

¿Qué otro agente que el hielo puede haber transportado esa


enorme roca desde los Andes hasta el Atlántico?—Quizás un
témpano al fundirse, depositólo allí.

El tiempo transcurrido en esas observaciones es tanto, que


cuando queremos continuar viaje, ha principiado el descenso de
la marea. Me alegro de ello: es necesario experimentar, antes
de separarme completamente del buque, la gente que debe
acompañarme en el trabajo de ascender, remolcando el bote, el
Santa Cruz.

Cruzamos a remo las dos millas que nos separan de la costa


opuesta, que abordamos en el ya citado promontorio, en
momentos en que la bajante es ya muy sensible. «Todos al
agua» es la primera orden que doy a mi gente en el Santa Cruz,
y principiamos el remolque que más tarde debemos continuar
por trescientas millas.

Desde este momento, los dos marineros comprenden las fatigas


que les aguardan. El cascajo se desliza al impulso del pie, y les
hace caer por la falla de costumbre, o se hunden en la fangosa
arena de los bancos en formación. Sin embargo, todos están
contentos, tenemos la fe suficiente para arrostrar las fatigas y
los peligros venideros.

Al doblar la punta del promontorio, entramos en el majestuoso


río, que teniendo allí un ancho de dos millas, desciende veloz
encajonado entre barrancas escarpadas, elevadas de 250 pies en
el costado sureste, y de colinas suaves de la misma elevación,
al N. O. Aquí, se adelanta como una cuña el Promontorio
Beagle, cuya falda baña el segundo de los dos brazos fluviales
que forman la Bahía de Santa Cruz y que se denomina «Río
Chico». Ese brazo lo remontó el capitán Stokes de la
expedición de King, hasta doce millas en el interior, donde cesa
de ser navegable.

Los bancos fosilíferos que se encuentran en esas barrancas, nos


dan motivo para unos momentos de descanso, o de variedad en
el trabajo; juntamos una abundante cantidad de moluscos y
principalmente de la gigantesca ostra, y como nada es más
trasmisible que el entusiasmo, en nuestro carácter nacional,
hasta mis marineros se convierten en adeptos de la
paleontología y muchos de los interesantes moluscos terciarios,
descubiertos en las distintas paradas de este día, se los debo a
ellos.

A la tarde, llega el momento en que la baja marea es completa,


lo que hace imposible, por ahora, continuar el remolque, y
como mi deseo es llegar esta misma noche a la isla, dejo los
marineros al cuidado del bote, para que, cuando la marea
vuelva a repuntar, continúen a remo; por mi parte, sigo a pie,
acompañado por Estrella.

El cañadón por donde subimos a la colina está cubierto de


magníficos pastos y las planicies llenas de arbustos y cactos;
algunos bajos ostentan una alegre alfombra de césped, y
algunos altos son tan áridos que sólo los tapizan cantos
rodados.

Es la primera noche que voy a pasar en la región que tanto


ambiciono conocer a fondo. Las emociones de este día deben
ser el preludio de las que experimente en este, mi segundo
viaje, en el cual debo tentar lo que no ha sido posible verificar
en el primero. La inquietud del espíritu, que abarca todo, quiere
dominar y comprender el panorama presente.

De pronto, unos médanos, con profundos pozos, nos cortan el


camino. Están próximos a la costa, nos acercamos a ella, y
distinguimos que aun continúa descendiendo el río y batiendo
la escarpada muralla.

Ya el cansancio y la sed se van apoderando de nosotros, y los


médanos la aumentan, hasta que descubrimos un sendero que, a
algunas cuadras de allí, nos conduce nuevamente a la barranca.
Delante de nosotros tenemos una llanura de plata, reluciente,
imagen de la salina, cuyos cristales de cloruro de sodio le dan
esa apariencia. Abajo de la loma vemos unas negras sombras:
son las poblaciones donde se guarda la sal.

Emprendemos el descenso, con gran cuidado por parte de


Estrella, quien, no estando acostumbrado a estos trances, cree
desplomarse a cada momento.

Abajo va, en el pequeño valle que forma el río, en una de sus


bruscas vueltas, la oscuridad es tan grande, que mis recuerdos
no bastan para orientarnos y en vez de dirigirnos por el que
conduce, bordeando las lomas, hasta frente a la isla Pavón,
tomamos el que se interna en la península, hacia el río.

Recién cuando nos encontramos delante de los fangosos


pajonales, mojados por la marea, comprendemos nuestro error,
pero la sed y el cansancio son tan grandes, que no tenemos
valor para retroceder. Con la ayuda de los sombreros,
recogemos agua, aún salobre, y decidimos pasar allí la noche,
en un pequeño desplayado.

No teniendo cubierta de ninguna especie para envolvernos, no


hay más remedio que amontonar un poco de arena, para
impedir que la humedad del pantano se trasmita al cuerpo;
ponemos de almohada el saco lleno de piedras y de plantas y
nos cubrimos las cabezas con los sombreros mojados y los
pañuelos. Esta es exigua defensa contra los millones de
mosquitos que nos asedian.

Diciembre 22.—Al despuntar el día, volvemos a emprender la


marcha, sorprendidos agradablemente con el encuentro de
varias puntas de flechas de piedra, producto de los antiguos
indígenas que allí vivieron en remotos tiempos, ocupados
seguramente en tomar la abundante pesca que se obtiene en los
remansos que forma esta casi isla. Más adelante, recojo
cuchillos de piedra, rascadores, boleadoras pulidas, hasta llegar
al paradero de los indios actuales; desde él distinguimos la isla
Pavón. Una pequeña columna de humo que se eleva de las
casas; los caballos, perros y gallinas que relinchan, ladran y
cacarean respectivamente, nos anuncian la vida civilizada, en
esta apartada posesión argentina.

Frente al paso, disparamos unos tiros de revólver; los perros


nos contestan con furiosos ladridos y una figura humana
aparece sobre el pequeño techo de la casa, para averiguar
quiénes interrumpen de ese modo, al aclarar, la plácida
tranquilidad de la isla. Momentos después, un hombre cruza a
caballo el brazo de río que separa la isla de la meseta sur y se
acerca a nosotros; es un gaucho compatriota; luego, una rara
figura, envuelta en un quillango, llega apresuradamente; es mi
antiguo conocido Isidoro Bustamante, gaucho santiagueño, que
el azar de la vida ha conducido aquí. En seguida estrecho la
mano del Sr. Dufour, cuñado de Piedrabuena.
Estamos entre amigos, con gran contento de los que, al
principio, habían creído que nuestros gritos y tiros eran de
desertores chilenos de Punta Arenas, o náufragos.

Cruzamos el río por el vado y llegamos a la casa, donde dos


años antes había grabado mi nombre, al lado de los de algunos
oficiales chilenos, cuando estos tentaron, tan inútilmente, lo
que yo iba a procurar, quizás con el mismo resultado. Aquí
encuentro al subteniente Moyano, que desea ser mi compañero
de viaje. A la tarde llega la embarcación con mi gente, y la
bandera de sol se iza sobre la casa, para contestar a la que, con
gozo, se arría y se iza en el tope del mástil del bote.

La isla Pavón es la que, en la carta de Fitz-Roy lleva el nombre


de Islet Reach y pertenece, por donación que de ella le hizo el
gobierno de la nación, al capitán Piedrabuena. Mide, más o
menos, dos kilómetros de largo, comprendiendo pequeñas
porciones de tierra, situadas en sus extremos, y que se
convierten en islas, cuando la marea o la creciente es grande.
Su anchura mayor pasa de trescientos metros. En el centro está
situada la población principal, que consiste de cuatro pequeñas
piezas unidas y un corral para el ganado y los caballos. A la
isla se llega por el costado sur, cruzando un brazo de río de 50-
60 metros de ancho, pero que pocas veces puede seguirse recto,
sino al sesgo, lo que hace que el vado mida ciento cincuenta
metros. Además, sólo en el tiempo en que la bajante es muy
grande, se puede cruzar a toda hora, pues cuando las mareas
toman mayor fuerza, sólo es posible hacerlo durante el reflujo.
El canal del norte es el verdadero canal del Santa Cruz, ancho
allí de más de 300 metros; corre con una velocidad mínima de
cinco millas, siendo esta anormalmente menor cuando las
grandes mareas ejercen hasta este punto su influencia, y atajan
las aguas que descienden de los Andes; entonces la isla se
anega casi completamente.

En una pequeña huerta, los habitantes de la isla cultivan


algunas legumbres, tales como papas, nabos, rábanos, coles,
lechuga, que adquieren todas un tamaño notable.

La vida que aquí se pasa es monótona, pero la visita que hacen


de cuando en cuando los indios tehuelches, que llegan en
procura de la industria europea, a los cuales van
acostumbrándose de tal manera que ya les es muy sensible
pasarse sin ellos, proporciona distracción a sus habitantes,
tomando compensación, al mismo tiempo, del sacrificio que
hacen los que viven en este punto.

La agradable temperatura y la poca humedad contribuyen a


que, en este paraje, no se sufran graves enfermedades, aun
cuando las transiciones barométricas y termométricas sean
muy notables, en ciertas ocasiones, y esto hace que, si bien las
comodidades no son aquí abundantes, por lo menos la salud se
robustece, y no se desea mucho el bullicio enfermizo de la
ciudad.

Diciembre 22-28.—Esta semana la empleamos en arreglar los


víveres y los objetos que debemos emplear en la ascensión del
río, y disponemos el bote para recibirlos; se le hacen cajones, y
lo calafateamos. Luego envío los marineros a ayudar en la
descarga del buque, que ha venido a fondear frente a las
Salinas.

Festejamos la Noche Buena, reunidos todos en la isla,


acompañados del capitán, recordando a los que estimamos.

En la tarde del veintiocho, decimos adiós a la goleta, que lleva


a Buenos Aires las colecciones formadas durante los dos meses
que han transcurrido desde mi salida de ese punto, y el anuncio
de que pronto emprenderé la marcha hacia los Andes.

En las observaciones practicadas en estos días y las que he


adquirido en épocas anteriores, puedo convencerme de la
verdad de los párrafos siguientes de Musters, que reproduzco
aquí, porque mis datos son el fiel reflejo de los suyos, y si los
consignara podíaseme acusar de plagiario. Además, me anima
el deseo de que la obra del valiente esplorador inglés sea más
conocida por mis compatriotas.

«Fué un error singular el de los españoles en formar una


población en el Puerto San Julián, descuidando las ventajas
mayores que proporciona Santa Cruz. Las llanuras y las islas de
este último presentan buenos terrenos pastosos y de labranza,
lo mismo que asiento partí un pueblo seguro contra las
repentinas invasiones de los indios; por lo que respecta a la
conveniencia para una estación de embarque, no hay
comparación posible entre ambas localidades, porque los
buques pueden vararse en Santa Cruz, en sitio resguardado, con
la marea; en cuanto a la madera, en busca de la cual hizo
Viedma su expedición, se encuentra en abundancia,
ascendiendo el río».
Pero si Santa Cruz es más favorecida que otras regiones de
Patagonia, no se deben hacer muchas ilusiones sobre los
elementos de lucro que pueda suministrar. La precipitación
puede arruinar a los que, sin preparación, se dirijan a este punto
donde la labor que da resultado es dura y difícil.
EXCURSION A LAS SALINAS Y A LA ISLA DE LEONES

Antes de principiar el viaje al interior, decido recorrer la


pequeña extensión de tierra que se encuentra al este de la isla
Pavón y que está rodeada, a partir de Monte León, por el
Atlántico, la bahía, parte del río y la cadena de colinas,
precursoras de mesetas más elevadas, que se extienden hacia
suroeste, en dirección del primer paradero de los indios,
«Amenkelt».

Diciembre 30.—De madrugada, salgo con rumbo al este,


acompañado del Sr. Moyano y del buen gaucho Cipriano
García. Nuestra primera visita es a las salinas de la primera
meseta, las que, en número de dos, semejan a la distancia
grandes láminas de plata bruñida, que reverberan al sol; aun no
están secas completamente; una espuma con grandes burbujas
rodea la masa solidificada, y líneas onduladas marcan los
distintos niveles de las aguas y los diversos períodos de
sequedad. Un borde oscuro, barroso en extremo, las circunda y
sigue el descenso del terreno, cuyas depresiones circulares u
ovaladas sirven de receptáculo a la sal como una gigantesca
fuente; a ese borde suceden cristales aún sucios, hasta llegar
gradualmente a la sal blanca, cristalizada y de apariencia
congelada.

El espesor de la capa no es ahora grueso, y no lo gradúo en más


de cuatro pulgadas, en término medio, pues los guanacos y
avestruces han dejado las impresiones de sus pies en el fango
que cubre la sábana blanca.
Una milla más al este, trepamos otra meseta, por entre
lomadas, abundantes de pastos y abrigadas, y después de
recorrer un trayecto igual, encontramos otra salina, que nos es
desconocida. Su aspecto es el mismo que el de las anteriores, a
excepción de los cristales de sal, que son de un tamaño mucho
mayor, y de un color blanquizco-amarillento.

En el lado norte, nada altera la llana superficie en el punto


donde el cielo se confunde con la tierra, pero la gradería de
mesetas, primero verdosas, luego pardas, azules y celestes,
tenues, se ven, alejándose en las demás direcciones. Es un
anfiteatro grandioso pero solitario; su arena sólo es frecuentada
por los guanacos y avestruces; y el puma, el gato salvaje y el
cóndor son los dominadores de la región. La civilización no ha
extendido aún su influencia hasta allí. La monotonía del
desierto sólo la interrumpe, de tarde en tarde, el cazador
argentino y el tehuelche, o algún desertor chileno. Mientras el
hombre no ha penetrado en esta comarca, todo es soledad en
ella, nada se mueve; los animales tranquilos cumplen con las
exigencias de la vida, reposan y se alimentan; pero la presencia
de nosotros, enemigos de casi todas las obras animadas,
interrumpe hoy esa aparente soledad.

Apenas hemos pasado la salina, nos separamos los tres


individuos que formamos la comitiva. Pero a poco, de los
matorrales se elevan al cielo densas columnas de humo; el
cerco que nos debe proporcionar la cena va cerrándose, y en
donde no habíamos visto ser animado alguno, aparecen cientos
de guanacos y avestruces; de cada mata, de cada hondonada,
huyen con extrema ligereza tropas de esos animales tan
deseados.

Tres émulos de Nemrod acosan a los ágiles habitantes de la


pampa, pero la rapidez de los guanacos y las gambetas de los
avestruces no les permiten obtener, en sus hazañas, el mismo
éxito que al gran cazador antiguo.

En esta llanura hay abundancia de lagunas de agua salobre y


dulce, que se suceden sin interrupción y que están muy lejos de
dar al suelo la aridez terrible de que le hace gozar la fama. La
abundancia de gansos, cisnes, patos y avutardas es inmensa en
ellas, y con constancia, mojándonos algo y después de
chapalear dentro de una de ellas, más de una hora, persiguiendo
los pichones de estas últimas, cuyas pequeñas plumas no les
permiten volar, obtenemos a fuerza de astucia y rebencazos
cuatro de ellos, suficiente número para pasar una agradable
noche, la que no se presenta muy de nuestro gusto, pues la
tormenta se cierne sobre la cumbre de las colinas, donde
esperamos descansar. Esas lagunas no son permanentes, pero
hay algunas suficientemente grandes para que, con excepción
de dos o tres meses del año, puedan aplacar la sed de los
animales de una estancia. Su fondo no es barroso, sino más
bien duro y lleno de cascajo; sus orillas sumamente fértiles y
cubiertas de un césped tan tupido y lozano que las convierte en
pequeños oasis.

La parada para la noche la hacemos dentro de los cañadones,


rodeados de un precioso escenario, al borde de una laguna de
agua dulce, dominada por las colinas cubiertas de pastos
amarillentos. Este punto es un valle que se dirige serpenteando
desde el este, con manantiales cristalinos que descargan sus
aguas, subterráneamente algunos, en la laguna.

Sus elevadas orillas, cubiertas de cantos rodados, recuerdan el


borde del océano, a lo que contribuye el murmullo continuo del
rodar de sus pequeñas olas, aumentado por el eco de las
colinas.

Nuestra parada aquí desaloja una tropa de más de cien


guanacos que iban a pasar, abrigados en los matorrales, la
próxima tormenta y a los que parece que nuestra llegada
indiscreta disgusta, sobre todo a los machos de ella, pues
momentos después que las hembras y los pequeñuelos se
cobijan en las quebradas, vuelven aquellos a presentarse en las
alturas, relinchando, quizás de disgusto, haciendo cabriolas
hasta el oscurecer, y los vemos, centinelas frente a nosotros, y
hasta muy avanzada la noche, no dejamos de oír sus estridentes
relinchos. La lluvia que ha principiado, calma sus enojos.

Por nuestra parte, tenemos tiempo de resguardarnos contra el


chubasco del sureste, detrás de unas pequeñas matas, donde
pelamos y comemos dos de los pichones. No es posible
conciliar el sueño con la lluvia fría; y tenemos que pasar la
noche sentados, envueltos en los quillangos, cubierta que
recomiendo y que debe ser inseparable compañero del viajero
en Patagonia; presta el servicio de abrigo y techo, y en
ocasiones como esta sirve de capa de goma.

Diciembre 31.—Me parece inútil decir que vemos llegar el día


con vivo placer: apenas el cielo cambia su negro tinte por el
aplomado de la madrugada tormentosa, deshacemos el montón
de ceniza que guarda el fuego, digno de ser venerado en esta
ocasión; acercamos a las brazas algunas ramas de olorosos
arbustos y momentos después la caldera nos proporciona agua
para el mate.

No se crea que el mate, para el viajero andariego, es el mismo


mate, instrumento que favorece la ociosidad proverbial de
nuestros paisanos, para quienes es casi indispensable. Para él,
tiene una grande importancia moral; el mecanismo de sorberlo
da una tregua a su agitación intelectual y con hacer esta
operación, en rueda, en el pequeño campamento, se olvida la
mala noche anterior y los sufrimientos que trae consigo.
Nosotros no nos hallamos, sin embargo, en este caso: no ha
habido padecimiento, sino molestia, y aunque la noche pasada
no ha sido de las más deseables, en cambio, el día de ayer, nos
ha dado mas de un motivo de agrado.

Dividimos con los perros los dos últimos pichones de avutarda;


ensillamos, y emprendemos marcha al este, para salir al
encuentro del sol que ya refleja en las cimas de las colinas,
vivificándolas. Un aire frío e incómodo corre por los
cañadones, pero cuando, para acortar camino, trepamos los
cerros, una tibia atmósfera nos envuelve agradablemente.

A medida que nos internamos, cruzamos una región de


ondulaciones, que ascienden de un modo insensible, con faldas
pedregosas algunas, y otras pastosas; todas presentan arbustos
más o menos desarrollados. Las adesmias de hermosas flores,
agrupadas en pequeños hemisferios, semejan claros peñascos
redondeados y son las mismas que crecen en las inmediaciones
de la bahía. Los calafates, con sus frutas aún verdes, crecen
lozanos, cerca de los manantiales, que en las profundas
quebradas vemos correr en delgados hilos de agua, cristalina y
agradable en algunos, y en otros tan salobre que ni aún los
caballos la quieren beber. El incienso, menos abundante que en
la meseta que cruzamos ayer, lo vemos, enmarañado, en los
arenales y pedregales. En las lomadas, el golpe de vista que nos
regalan las Oxalis y Calceolarias, aviva la naturaleza
adormecida; las primeras, con sus flores en forma de estrellas,
de colores fuertes o suaves, varían de colorido según la altura a
que crecen, o según la mayor o menor sombra o sol de que
gozan, desde el azul sombrío, con venas aún más oscuras, del
mismo color, en los bajos, hasta el blanco, venado de lila, en
las cumbres.

Nos aproximamos al mar; escuchamos un rumor sordo que se


hace oír en la lejanía; la comarca se vuelve más agreste aún, y
las quebradas difícilmente dan paso; muchas veces no podemos
mantenernos a caballo por la gran pendiente de las cuestas. Los
torrentes insignificantes, secos casi todos entonces, nos cortan
el camino con sus bordes a pico. Todos estos son
inconvenientes que aumentan, momentos después, nuestra
admiración, al presenciar, desde una altura de ochocientos pies,
el grandioso panorama.

A nuestros pies, la acción lenta e incesante de la atmósfera y


del tiempo, ha desagregado la meseta, la ha grietado y hecho
presentar sus carcomidas faldas, como si monstruosas olas la
hubieran atacado; sus abundantes vestigios, a cuya base se
amontonan grandes cantidades de sutil polvo, producto del
formidable ataque, muestran, en sus flancos, gigantescas
graderías, dignas de aquel grande anfiteatro.

El Monte León se eleva delante, triste, árido, sembrado de


cascajo glacial y perforada su abrupta ladera por innumerables
cuevas, puntos negros en el blanco calcáreo, donde se asilan los
pumas, mientras los cóndores anidan o revolotean en la
cumbre.

Los guanacos, a los que sirven de pedestales, labrados por el


tiempo, ese gran modelador, los restos de las colinas, escuchan
asustados el ruido de las piedras que se desprenden a nuestro
paso y que ruedan al fondo. Uno que otro avestruz silva
tranquilo, haciendo la guerra a cuanta fruta o insecto encuentra,
y algunos zorros, que abundan allí, huyen de los perros,
guareciéndose en las cuevas. Uno de ellos, preocupado en
devorar el contenido de un huevo huacho de avestruz, que ha
quebrado contra las piedras, muere víctima de su glotonería.
Una vaca alzada muge en las quebradas.

El vapor de la tierra húmeda se va expandiendo sobre el mar,


unas veces azul sombrío, otras verdoso parduzco, y donde
grandes sombras diseñan, fantásticamente, la forma de
sencillas nubes que recorren el hermoso cielo.

Todo parece envuelto en una atmósfera luminosa, particular, y


cada objeto titila, desde el lejano Monte Entrance del Norte,
hasta el solitario Monte Observación del Sur. El espejismo nos
regala con sus castillos, tomados por la fantasía de la óptica de
los desiertos, pero que parecen levantados por algún amable
mago, que desea olvidemos la siempre árida perspectiva.

Subiendo y bajando quebradas, llegamos al pie del Monte León


y buscamos, entre los médanos movedizos, camino para llegar
al mar. Vuelvo la cabeza hacia los sitios que acabo de cruzar
¡qué triste desolación, qué estragos ha hecho el tiempo, cómo
ha desvastado esta inmensa costa!

Tenemos que esperar la bajante que se aproxima, para llegar a


la isla de Leones, que ha dado tanto que hablar y discutir desde
el apresamiento injustificable de la «Jeanne Amélie» en ese
punto. A pesar de hallarse a cortísima distancia de nosotros, la
mar alta no nos permite cruzar hasta allí. La agitación de este
rincón rocalloso, es demasiado grande, aún en el estado de
calma en que se encuentra el océano. Son dignas de admirar
estas mansas olas, casi insensibles, que a medida que se
acercan, se encrespan, se ondulan fuertemente, rozan el fondo,
retroceden, chocan contra las piedras y lanzan fina lluvia, que
irradia al sol y cae blanca, al parecer hirviendo, a nuestros pies,
moviendo los cascajos, y haciendo rodar los barriles; algunas
se estrellan contra la muralla geológica, o truenan entre las
pequeñas cavernas, horadadas por ellas.

Ya que tenemos que aguardar un par de horas antes que el mar


haya dado paso, evoquemos recuerdos, que aunque me son
tristes, darán a conocer a mis lectores una tragedia casi
ignorada. Este mismo mar, cuya calma es hoy tan grande como
su agitación en el día de que me voy a ocupar, guarda en sus
abismos marinos amigos, argentinos. Durante el gran temporal
que en los primeros días de noviembre de 1874, se desencadenó
en estas costas, llegando sus fuerzas hasta ocasionar grandes
destrozos en la bahía de Montevideo, sucumbió, quizás a la
vista del paraje, desde donde lo recuerdo, el comandante de la
marina argentina Guillermo Lawrence, con toda la tripulación
de un pequeño pailebot, en el cual se había lanzado al mar.
Días antes, nos habíamos despedido contentos en la Bahía
Santa Cruz, dándonos cita para el Río Negro. El día 2 de
noviembre, al principio del huracán, avistamos desde el
«Rosales», en el océano, el pequeño barco, y desde entonces no
hemos vuelto a saber más de él, ni de los amigos que conducía.
La osadía de Lawrence lo condujo a la muerte.

¡Qué espantoso temporal aquel! Una tempestad en el sur es


indescriptible, lo mismo que las escenas que se desarrollan a
bordo de los buques que sorprende. El cielo, momentos antes
despejado, cúbrese totalmente; las nubes bajan y parece que
oprimen las grandes olas, cuyas crestas hace blanquear el
viento, o la pesadez de la atmósfera las convierte en inmensas
moles de grandes cavidades, silenciosas y gruesas como si
tuvieran la consistencia del aceite; los negruzcos nimbos y los
variados cirros cruzan veloces; el viento sopla con fuerza
intensa y una oscuridad prematura parece descender sobre el
océano. De repente ábrese el cielo; los rayos del sol, que
calientan las tranquilas capas superiores de la atmósfera,
alumbran el buque, que, con dificultad, combate contra los
elementos; doran con fulgor, casi siniestro, los mástiles,
algunas veces astillados, y bañan con su luz, las escenas
heroicas de que es teatro la cubierta. La claridad se difunde
entonces sobre el océano enfurecido y presencia el conmovedor
espectáculo de la lucha del hombre, contra los grandes
elementos de la naturaleza, que trata de dominar.

Creo que nada puede infundir mayor entusiasmo ni más valor,


que la vida de mar; esta es la lucha continua que proporciona
confianza en sí mismo; que obliga al hombre a reconcentrarse
y a buscar en sus fuerzas los medios de continuarla.

La marea ha bajado; las olas ya no cubren la playa; esta nos


muestra las aristas de piedra, contra las que momentos antes, se
estrellaron las aguas; podemos cruzarla sin peligro. Sólo
nuestros caballos oponen alguna resistencia, alarmados por el
sordo rugido del océano, que al alejarse, se encabrita frente a la
muralla del peñón. Llegamos a su pie, que ha sido ya rodeado
por bandadas de pequeñas Sternas que vienen a buscar los
despojos que el Atlántico les ha abandonado.

La isla es un fragmento de meseta que se ha separado del


continente por la lenta acción de las aguas modernas, que
destruyen lo que las pasadas formaron. Fué en otro tiempo un
prolongado cabo, que se internaba atrevido y que combatió
rudamente, durante siglos; pero como nada resiste a la ley que
quiere que todo, por más inerte que aparezca, no permanezca
inactivo.

Algunos escalones, tallados con atrevimiento en la roca


endurecida, y algunos fragmentos de cuerdas que cuelgan de la
cima, permiten llegar hasta la llana superficie del islote, que se
eleva a cerca de cien pies sobre la playa. Llegados allí,
encontramos una plaza de quince mil metros cuadrados, más o
menos, que es todo lo que constituye aquel paraje renombrado.
Muchas bolsas llenas de huano y apiladas, barriles, armas,
carpas y una habitación construida con maderas y que contiene
abundantes víveres, se encuentran abandonadas desde el día del
atentado. La isla sólo está habitada, en el momento en que la
visitamos, por millares de pájaros.

A excepción de los pengüines, cuyas formas no les permiten


trepar esas paredes abruptas, todas las especies aladas que
habitan las costas del mar antártico se dan cita bulliciosa en
este paraje. Esta isla puede contener aún dos mil quinientas
toneladas de huano.

No dudo que su presencia aquí, sea el signo de un


levantamiento en tiempos no muy lejanos, pero el cual no ha
sido el agente que ha separado la isla de la tierra firme, pues
ésta no muestra ninguna alteración ni diferencia en su
estratificación horizontal.

El embate continuo de las poderosas olas, durante las


tempestades, sobre todo cuando éstas coinciden con las grandes
mareas, ha motivado este fenómeno, y los grandes fragmentos
de roca que han quedado en el espacio comprendido entre
ambas murallas, semejan enormes cubos, trabajos de cantería,
restos de una construcción ciplópea destruida, entre los que
crecen algas y bajo los cuales se ampara más de una población
marina.

Inmediata a la isla en las barrancas que limitan la costa, al


nivel de la playa, encontramos una caverna curiosa, en cuya
entrada, los marinos que han visitado esta bóveda natural, han
grabado sus nombres: los imito, dejo mis iniciales y penetro a
caballo a ella, por un pasadiso, largo de unos ocho metros. En
el interior, una pieza de más o menos doce metros de ancho,
casi circular, de techo elevado de cuatro metros y abovedado,
constituye la caverna, que está enlozada con grandes
fragmentos de arenizca endurecida.

La luz sólo penetra por la entrada, así es que se goza adentro de


una agradable penumbra, y donde, si en un principio la
transición desde la claridad fuerte del día, enceguece y no
permite distinguir nada, pronto aparecen definidos sus suaves
contornos. ¡Qué interesante monumento natural! Esa
obscuridad es fecunda; una hermosa tapicería cubre sus
paredes, donde las mareas dejan diariamente señales de sus
caricias, y en las que depositan la vida que traen, en finísimas
cintas de colores que varían del verde al azul morado. Todo
tiene el vello del terciopelo, barniz viviente, producto de
animalículos microscópicos o pequeñas plantas.

Volvemos a subir la barranca y almorzamos unos fragmentos


de un guanaco que García ha boleado esta mañana y nos
dividimos un huevo de avestruz que hemos salvado de las
mandíbulas de los zorros.

Algunos cuchillos de piedra y gran número de Patellas


destruídas indican que este paraje ha sido también en tiempos
anteriores, paradero temporario de indios, cuando los
manantiales vecinos no se habían agotado. Nosotros, para
nuestro almuerzo tenemos que contentarnos con el agua que se
ha depositado en una pequeña cavidad hecha por los guanacos
al revolcarse. De esta agua tienen que beber, antes que
nosotros, los caballos, quienes no lo hubieran hecho después de
enturbiada, lo que es casi imposible, a no convertirla en barro.
Tres calderas o tres litros, es todo lo que conseguimos para el
mate y el té.

A la tarde retrocedemos y pasamos inmediatos al fogón que ha


dejado la guardia puesta por los chilenos, para cuidar lo que ha
quedado abandonado aquí, después del apresamiento de la
«Jeanne Amélie». El camino que seguimos, es mucho más fácil
y más agreste que el que hemos traído esta mañana; los cerros
son algo más elevados, sus flancos unas veces más desnudos,
salvajes, otras más verdosos, proporcionan interesantes
contrastes, y las sombras de la tarde que llegan y que van
cubriendo las cañadas les dan un aspecto más característico de
soledad. Acampamos en un pequeño bajo rodeado de preciosas
colinas y donde el pasto es abundante; unos pozos de agua,
aunque algo salobre, nos han invitado a hacerlo aquí, después
de haber buscado en otros puntos parecidos, un rincón donde
los mosquitos no fueran tan numerosos. Antes de entrarse
totalmente el sol, obtenemos, con el revólver, un hermoso
guanaco que se había empecinado en vigilar nuestros
movimientos; es destinado para servir de provisión fresca en la
isla Pavón.

El cielo vuelve a presentar la misma apariencia sospechosa que


en la tarde de ayer y gruesas nubes se amontonan sobre nuestro
profundo vivac, por lo que, inmediatamente después de
asegurar los caballos, de manera que los pumas, los zorros o
los mosquitos, que abundan aquí, no los hagan alejar y nos
dejen a pie, tomamos serias disposiciones para la noche. Cada
uno elige una mata de incienso, la despoja de alguna de sus
ramas inferiores y de las espinas del suelo, y tiende su recado
sobre las pequeñas piedras; dejamos los quillangos amarrados a
las ramas del espinoso arbusto para que en caso de lluvia sirvan
de carpas.

Este es el último día del año de 1876, y lo festejamos


dignamente con un magnífico asado de guanaco y un buen jarro
de té indígena, hecho con hojas de la olorosa Verónica
elliptica. Después de combinar el plan de campaña para
mañana, cada uno se retira a su dormitorio.

Raros son los días, de esta clase, que he pasado lejos de las
personas que quiero. Mis pocos años han transcurrido en el
seno de la familia, hasta que mis inclinaciones me han alejado
de ese centro, y lejos, en estas soledades australes, acaricio
recuerdos.

Me aparto del campamento. El espíritu sibarita y hasta el poco


movimiento que se nota aquí me molesta.

A la claridad de la noche, pues la tormenta prevista se ha


disuelto,—y envuelto en mi quillango, trepo al cerro inmediato
y más elevado de los alrededores, que domina la región. Desde
él se abraza el panorama del cielo, del continente y del océano.
Es el modo más digno de principiar un nuevo año, corta etapa
de nuestra vida.
La calma y el silencio reinan también en la alta meseta; uno
que otro grito de águila o de cóndor desvelado lo rompe, y en el
bajo se apagan ya los últimos fulgores de la hoguera, a cuyo
alrededor, negras sombras diseñan los compañeros que
duermen y los perros que velan atentos. En lo alto, un bello
cielo, claro, estrellado, permite extasiar la vista en el encantado
paisaje de los mundos del firmamento.

El espectáculo es espléndidamente bello, pero triste;


predispone a la contemplación de la naturaleza, y arrastra hacia
ella el pensamiento.

Enero 1.° de 1887.—La obscuridad del firmamento disminuye,


anunciando la aparición del nuevo día, cuando bajo a descansar
a mi sencillo lecho.

Horas después en seguida de desearnos, casi a un mismo


tiempo, «un buen año», para los que queremos y para nosotros,
nos ponemos en camino.

El rumbo es recto al oeste, dirección siempre deseada por mí;


adelantamos por entre las colinas que en las cartas geográficas
figuran con el nombre de Cadena del León. El sol ya alumbra y
la naturaleza se anima; vuelven los avestruces y los guanacos a
vagar en tropas, y con el calor de la mañana, que promete un
medio día ardiente, aparecen numerosos insectos.

A medio día cruzamos una meseta llana elevada, desde la cual


se distinguía los cerros lejanos del río Chico, y donde disparan
inmensas tropillas de guanacos. Una de ellas cuenta quizás más
de quinientos individuos. Muchas lagunitas preciosas abundan
en bandurrias, flamencos y espátulas rosadas que viven en
tranquila sociedad, con numerosos patos. Los hacemos volar
para deleitarnos con la belleza y variedad del plumaje
que.ostentan sus cuerpos al alejarse.

Almorzamos en un profundo y árido cañadón, al borde de una


zanja donde encontramos agua potable. Dormimos la siesta y
volvemos a ascendee la segunda meseta, dejando ya las dos
altas que forman la gran planicie. Este cañadón o quebrada es
muy profundo: al este lo forman los descensos de cuatro
escalones y corresponde, con pequeña diferencia, al nivel del
valle por el cual corre el Santa Cruz.

Corremos innumerables guanacos, chicos y grandes, y cogemos


tres pequeños, y a la caída del día, cuando los cerros se
entristecen, llegamos satisfechos a la isla Pavón, donde desde
lejos divisamos banderas nacionales izadas en festejo del día.

Nos reunimos aquí todos los que componemos la colonia, y


hasta muy avanzada la noche nos entretiene el acordeón, la
guitarra y los dos organitos que he traído para los indios. El
himno nacional, tocado por Dufour es escuchado por todos con
recogimiento; los aires gauchescos y las alegres cuadrillas de
la Belle Helene, nos alegran el alma, que no toma nota de seis
distintos aires alemanes que o son de música clásica o son tan
incomprensibles que sus melodías no causan gran impresión a
nuestros oídos poco musicales.
UNA VISITA DE INDIOS PATAGONES — EXCURSION A
SHEHUEN-AIKEN—LA TOLDERIA—VISTA DE LOS
ANDES.

Enero 2.—Habiéndose señalado humos al oeste, enviamos a


Isidoro al encuentro de los indígenas, que emplean este
telégrafo primitivo para anunciar su aproximación a las
habitaciones de los cristianos.

Llegan a media tarde. La comitiva la componen cuatro indios


que vienen acompañando a la china María, esposa del cacique
Conchingan, cuyos toldos están clavados en el valle de
Shehuen, inmediato al del río Chico. Desean cambiar algunos
quillangos y una pequeña cantidad de pluma de avestruz, por
azúcar, yerba, galleta y, sobre todo, por aguardiente, el cual
están deseosos de beber.

No pueden llegar en mejor oportunidad. Mi intención era salir


a buscar los tehuelches por los alrededores de San Julián,
creyéndolos aún en ese paraje, donde comúnmente algunas
tribus se dirigen en el invierno, demorando allí hasta el tiempo
en que comienza la parición de los guanacos.

Es necesario recibir a estos hijos de la pampa con la


solemnidad debida, para atenuar con cierta apariencia pomposa
el desdén que pueden sentir por el insignificante personal de la
expedición, destinada a cruzar los territorios donde ellos vagan
como únicos dueños. La bandera se iza; los marineros visten su
traje de gala; Moyano se coloca su uniforme y la espada, y yo
no tengo más remedio que revestirme de un sobretodo que he
adornado con botones dorados y galones, y que reservo para
ocasiones solemnes. El indio es amigo del aparato, y las pobres
pompas que nos es dado ostentar pueden contribuir en algo al
respeto de nuestra misión por parte de ellos.

Como sea necesario un título que equilibre siquiera al de


cacique, adopto el de comandante.

Tenemos una larga conferencia con María, quien habla algo el


español por haber vivido durante algún tiempo en las
inmediaciones del río Negro y frecuentado la colonia de Punta
Arenas, los dos extremos del territorio patagónico.

María, aunque esposa de un patagón, no es de la misma raza; es


pampa, Gennacken. Aunque sus facciones no tienen nada de
agradables, su modo de expresarse y el amor que demuestra
tener por sus hijos, sobre todo por Shelsom, su hija mayor, para
quien reserva en una bolsita de cuero, unas galletitas de Bagley
y unas pasas de higo, que le doy, disponen bien el ánimo y
auguran buena acogida en el Kau de su marido, el jefe de los
hospitalarios habitantes de Shehuen-Aiken. Nada más plácido,
relativamente, que la sonrisa de la buena india cuando le
muestro las ilustraciones del libro de Musters y refiérole lo que
dice de sus amigos los tehuelches. La muerte del valiente
Castro, en las alturas del río Chico, las penalidades del
invierno, la caza de toros salvajes y tanto otro cuadro de la vida
nómade en esas regiones, trazado por la pluma del explorador
inglés, aunque abreviado por mí, son fielmente traducidos por
María a sus compañeros que no comprenden el español. Ella ha
conocido a Musters, y lo recuerda perfectamente; me dice:
«Musters mucho frío tenía; muy bueno pobre Musters». Las
penalidades que este valiente marino sufrió, y que aumentan el
valor de su excelente relato de viaje, fueron más tarde materia
de largas conversaciones.

Los lagos, las montañas, y los campos del interior del país, los
ríos que hay allí, y la posibilidad de visitarlos, es el principal
objeto de la conferencia, y como sea satisfactorio el resultado,
propóngoles alquilarles caballos para mi expedición, con la
condición de que iré personalmente a buscarlos a sus toldos. La
noticia de que voy a subir en bote el Santa Cruz, no les parece
creíble.

María me ha hecho regalo de un quillango, formado de cueros


de avestruz, y en cambio le he dado dos mantas de bayeta
punzó que le agradan sobre manera, quedando así sellada
nuestra amistad que debe ponerse más de una vez a prueba en
el transcurso de este viaje. Igual obsequio hago a los demás
indios conquistando así su voluntad, para cuando tenga lugar la
medición de sus macizos cuerpos, operación que es uno de los
motivos de mi viaje.

Uno de ellos, el anciano Haikokclteish, verdadero tehuelche,


bronceado, de formas atléticas y de elevada estatura, recuerda
cuando había españoles en San Julián, y me dice que conoció a
los cristianos que fueron al «Agua Grande», es decir, a Viedma.
Cuenta, pues, más de un siglo, que, sin embargo, no lo doblega.

En la indiada, tiene fama de loco, lo que puede ser debido a los


viejos acontecimientos que relata, como habiéndolos
presenciado, y que los demás indios, más jóvenes, no creen
verosímiles.

Gennayo, también tehuelche puro, es otro de los acompañantes


dé María, y representa 25 años, más o menos.

El tercero de los indios es uno de los hijos de María, Gencho de


nombre. El cuarto es un mestizo tehuelche y fueguino,
conocido por Shesko o Juan Caballero, indio ladino que servía
de intérprete a Piedrabuena en sus viajes a la costa de la Tierra
del Fuego.

Enero 3.—Es excusado decir lo que sigue a la venta de los


productos indios y a la compra de los productos cristianos. La
borrachera dura hasta el día de hoy, en que emprenden los
indios el regreso a sus toldos.

Enero 5.—Temprano cruzamos el río, Moyano, García, Isidoro


y yo, en dirección al campamento tehuelche. Después de
galopar por una planicie abundante en arbustos, ascendemos la
meseta con rumbo hacia el N. O. Encontramos varias lagunas
con agua dulce, pero no permanentes, por ser muy pequeñas.

El paisaje es el mismo que en el lado del este que ya he


descrito. Desde el río se distinguen con claridad cinco
escalones que son otras tantas mesetas.

A diez millas encontramos un gran bajo que probablemente


comunica con la quebrada mencionada y en el cual abundan
depósitos salinos. En él vemos algunas aguadas permanentes y
potables. Muchos fragmentos de yeso, ostras y turritelas
revelan la formación geológica del terreno.

Más al norte de este bajo, subiendo nuevamente a la meseta,


encontramos malísimos campos cubiertos de cascajo y arbustos
pequeños. En ciertos parajes engaña el verde del orozú, y
después de buscar largo tiempo un paradero aparente, tenemos
que acampar al lado de un pozo de agua salobre, donde una
nube de mosquitos nos incomoda cruelmente, no teniendo
como impedir que esas pequeñas fieras nos piquen a nosotros y
a nuestros pobres caballos que tratan de huir desesperados.
Como se ve, poco halagador es el paisaje de este día; la aridez,
la falta de agua buena y los enemigos mencionados, hacen que
ofrezca pocos alicientes al caminante.

Enero 6.—Al salir el sol continuamos con rumbo al O. N. O.


por campos, mejores, donde la vegetación es más abundante y
el terreno mucho más ondulado y pintoresco.

Algunas veces nos cortan el paso profundos zanjones que dan


interés al paisaje y hacen prever un próximo descenso de la
meseta; pocas horas después' divisamos un extenso valle que se
dirige al oeste. La perspectiva al norte es completamente
desolada; tiene por fondo las lejanas mesetas situadas del otro
lado del río Chico, el que se distingue apenas entre la desnuda
pampa.

El valle extenso presenta aspecto más agradable, vense


inmensos manchones verdes alrededor de una laguna bastante
importante, formada por las aguas de un río que desciende por
el centro del valle y que luego se une al río Chico, que se
desliza viniendo del N. O. por entre las mesetas, formando en
su conjunción una hermosa isla, en cuyo extremo este los dos
se enlazan y se unen para correr en un solo brazo en dirección a
la bahía de Santa Cruz, costeando el pie de la meseta. Hemos
descendido ésta, siguiendo por los rastros de los indios, unas
quince millas, por malos campos y galopando siempre al oeste
hasta llegar al río. Este es indudablemente el río Chalia del
cual se ocupa Viedma en su diario al relatar su interesante
visita al lago que desde entonces lleva su nombre.

Como se sabe, Viedma salió de San Julián en dirección al


oeste, lo que le hizo cruzar primeramente el río Chico, y
después de entrar en otra pampa, llegar a un río llamado
«Chalia» que no pudo vadear allí por su mucho fondo. De la
relación de ese trayecto se desprende que el arroyo donde
acabo de acampar es el Chalia, que no pudo examinar ni
distinguir Musters, quién llevó su camino más al este del
paraje, donde se unen los dos ríos, es decir, en el punto que los
indios nombran Corpe, másal este de Cayick y que algunas
veces les sirve de cuarteles de invierno.

Musters es quien está equivocado al decir que Viedma cruzó


dos veces el río Chico, tomándolo luego por dos ríos distintos.

En el punto donde paramos, tiene el río de cuatro a diez metros


de ancho por algo más de medio de profundidad, pero esta es
sumamente variable. Su corriente es aquí de cuatro millas más
o menos por hora.

Habiendo boleado García un guanaco, almorzamos en este


punto, y después de dormir una corra siesta, volvemos a
caminar a las tres de la tarde. Dejamos a nuestra izquierda la
roca que llama Viedma Quesanexes y que no es otra cosa que
un fragmento de meseta que se desmorona lentamente pero que
tiene una vista bastante interesante para llamar la atención del
viajero, aburrido de la monotonía del paisaje general.

A medida que adelantamos hacia los Andes, el terreno mejora;


lo notamos en las diez millas que recorremos esta tarde, pero
ya grandes extensiones están totalmente cubiertas de cantos
rodados, y algunos de estos alcanzan un pie de diámetro. Puede
juzgarse, por ellos, qué torrente inmenso tendría por cauce este
valle, en tiempos no muy remotos, cuando esas piedras
rodaban, como hoy ruedan las arenas en el rápido curso que es
su resto.

A la noche descansamos sobre un precioso césped al lado del


agua, después de haber obtenido para la cena algunos pichones
de avutarda que antes de completar su plumaje, nadan ya en el
arroyo.

Enero 1.—A medio día, distinguimos humos en el horizonte y


a poca distancia de una angostura, donde se acercan las dos
barrancas de la meseta, divisamos grandes hogueras sobre las
cuales se elevan densas espirales de humo negro; es la señal
que hemos convenido con los indios para indicarnos sus
tolderías.

Pocos momentos después, algunos de ellos vienen a recibirnos


y a acompañarnos al paradero de Shehuen, donde una buena
extensión de campo fÉrtil, cubierto de excelentes manantiales,
proporciona a los nómades patagones las comodidades exigidas
por su casi ninguna ambición.

La sensación que experimenta el viajero cuando llega a una


toldería tehuelche, está lejos de ser la misma que se siente ante
el recibimiento solemne que se le hace en los aduares de los
tehuelches y mapuches.

No hay aquí ninguna etiqueta previa que cumplir, ni siquiera es


necesario el permiso para penetrar en el Kau, donde lo esperan
curiosos los indígenas. La confianza que inspira la vista de ese
tumulto, que lo mira con asombro, es más o menos la misma
que se tiene cuando se llega a un rancho de gauchos boleadores,
en los puntos apartados de la pampa porteña; en uno y otro
punto, todo es del viajero, con tal que se acomode a las escasas
comodidades de que en ambos se gozan.

Las grandes juntas de guerra, en las que el explorador debe


exponer el objeto que le lleva a las regiones donde el tehuelche
o el mapuche es rey, no intervienen para nada en el
recibimiento que se le hace en el humilde toldo del bondadoso
patagón. No encuentro aquí esa fiereza de carácter guerrero, de
que hace ostentación el habitante de las regiones del Limay.
Sin embargo, el patagón no es menos valiente y defensor de su
soberanía, como lo atestiguan las relaciones de combates que,
en las veladas, cuentan los guerreros de todas esas tribus, y en
las que muchas veces, la peor parte se la han llevado los
tehuelches.
Estos son exaltados en la guerra, pero en la paz, no creo que
haya salvaje, en el mundo, más tratable, sin tener en manera
alguna la susceptibilidad del carácter del belicoso araucano o
pampa.

La alegría que es dado demostrar a un salvaje, que en medio de


la barbarie en que trascurre su vida, no deja de dar
hospitalidad, sin restricción alguna, al civilizado que lo visita
en su hogar, primitivo, es muy diferente de la cruel
desconfianza con que al principio se le trata en las regiones
donde la vecindad y la lucha continua de distintas razas, hace
nacer la ambición y el deseo de predominio.

Mi anhelo de varios años se satisface con mi llegada a


Shehuen. Siéntome dichoso de penetrar en la vida íntima del
legendario patagón; voy a estudiarlo en su misma patria, en
toda su libertad, vagando en la árida meseta o cazando en las
llanuras.

Apenas bajado del caballo, María me condujo a un pequeño


toldo, que con el objeto de hospedarnos, había preparado con
cueros y ramas, inmediato al de su marido. Esta preocupación
la agradezco debidamente, pues si bien la vista de él tiene poco
de halagadora, indica por lo menos el deseo de festejarnos,
proporcionándonos comodidades para nosotros, y local donde
los recados y los objetos traídos para obsequios puedan
conservarse, lejos de la mano de los chiquillos. Estos se
encargan siempre de aligerar en la mayor escala posible el
equipaje del caminante.
La perspectiva que tenemos de pasar algunos días en este toldo,
no tiene nada de risueña.

Aun cuando recién ha sido construido, y los quillangos y cueros


que sirven para asientos son nuevos, es imposible no sentir,
después de transcurridos algunos minutos, dentro de esta tienda
de pieles, ciertas sensaciones desagradables, que al principio
pueden creerse nerviosas o producidas por el desasosiego que
trae consigo una marcha rápida, en días calurosos; pero fuerza
es convencerse que ellas son los preludios de una invasión de
asquerosos insectos, que por más cuidado que se tenga atacarán
indefectiblemente.

El jefe Conchingan se halla enfermo de una oftalmía purulenta


que se ha declarado hoy, pero esto no obsta a que trate de
agasajarnos de la mejor manera posible, después que le he
hecho algunos regalos y prometídole otros, si consigue cumplir
mis deseos.

Esta enfermedad que lo aqueja es muy común en los indios que


habitan la Patagonia, y en su desarrollo debe influir mucho la
vida nómade que llevan, siempre expuestos a la intemperie,
sufriendo las grandes humaredas de los incendios, y sobre todo
la irritación que sobreviene después de las grandes borracheras.

Conchingan me dice que le es muy agradable y honroso que un


comandante haya llegado a su casa a visitarlo y que puedo
contar con su influencia para que los demás indios, que
dependen de él, me alquilen los caballos necesarios para mi
expedición. Por su parte siente, sin embargo, no poder hacer
gran cosa en mi favor, pues su tropilla ha sufrido mucho en las
boleadas que han tenido lugar estos días y está casi
imposibilitada de prestar servicios.

Sólo María y su pelado predilecto tienen dos caballos


disponibles que quizás podríamos utilizar, en caso que el
precio que ofrezcamos por su alquiler le convenga. Aconsejará
además a otro indio amigo suyo que nos proporcione algunos,
en las mismas condiciones.

Antes de principiar el trato, que es asunto importante, pues el


indio jamás está contento con lo que se le da, considerándolo
todo insuficiente, María quiere que almorzemos con ella, en lo
que tengo que consentir, aún cuando sé el suplicio
gastronómico que me aguarda. En las tolderías no es bien
mirado que el viajero consuma sus provisiones, cuando iguales
hay en ellas, y rehusando el ofrecimiento galante de la buena
india la hubiera desagradado, porque no habría podido hacer
efectivos los deberes que le impone la hospitalidad. Según ella,
el guanaco que ha boleado García está flaco y lo da a los
perros, sin pedirnos nuestro consentimiento.

Chora, otra hija de María, colocó delante del toldo, sobre las
brasas del fuego, que se alimenta casi perpetuamente, un
asador conteniendo un gran trozo de carne de caballo, de
apariencia espléndida y cuya vista era un deleite para indios y
cristianos. María se encargó de hacer un puchero de avestruz,
en un tarro de pintura vacío, que había destinado para olla.

El hambre, acostumbrado ya a no revelarse sino cuando hay


con qué satisfacerlo, principiaba a despertar ante el olor del
asado, cuando los perros hambrientos, que hasta entonces
habían permanecido a cierta distancia, gozando de las
emanaciones del futuro almuerzo, y esperando impacientes que
se les tiraran algunos huesos con qué atenuar su apetito jamás
satisfecho, se tomaron en pelea con los del toldo inmediato,
con los que viven en enemistad continua, apurados por la
necesidad. En la furia del combate, voltearon asado y puchero,
que fueron a caer entre los desperdicios que rodean al fogón.
Los encargados del almuerzo recogen los pedazos de carne y
los colocan nuevamente en sus respectivos adminículos
culinarios, después de limpiarlos con un asqueroso cuero de
guanaco.

Sólo los pelados, esos perros de aspecto repulsivo que


conocemos, fueron admitidos y se encargaron de espumar, con
sus lenguas, el puchero, lamiendo de cuando en cuando el
asado, que en las brasas concluía de condimentarse; así, se
producía una escena desagradable para un blanco, y que pasa
desapercibida ante el sucio dueño del toldo. Pero esto no es
todo! El pelado preferido de María alterna las lamidas del
asado, con engullidas de piojos que las chinas se sacan para
regalar con ese bocado al estimable faldero!

Nuestro círculo, alrededor del asado, se compone, además de


los dueños del toldo y de sus hijos, del viejo Kaikokelteish, del
gigante Collohue, de su mujer, una especie de bruja a quien le
hemos dado el apodo de «la Silvestre» por el inmenso matorral
que representa su cabellera, y Zamba, desgraciada india, de
aspecto repugnante por estar desfigurada por la caries sifilítica
que le ha consumido la nariz.

Buen espectáculo para prepararse a almorzar!... Pero los


viajeros se acostumbran a todo, y haciendo abstracción mental
de los pelados, de la suciedad del toldo y de sus habitantes, diré
que el asado satisfizo nuestra hambre, ya poco exigente sin
embargo, después de los paliativos que nos han proporcionado
esas escenas.

A costa de empeños y regalos, puedo conseguir que María me


alquile un caballo, por cierta cantidad de azúcar y yerba; pero
tengo que solicitar del pelado, tan estimado de ella, y ya tan
odiado por mí, su consentimiento, y esto con la mayor seriedad
posible, para que me ceda uno de los suyos.

No sé cómo comprende el perro la importancia del ruego, pero


su propietaria asegura que accede con tal que se lo pague bien.
Según ella, este pelado es muy rico, es dueño exclusivo de
cuatro caballos, dos vacas y un toro, lo que constituye la mayor
fortuna que hay en la tribu, pues en toda el ganado vacuno se
compone de tres vacas, el citado toro y un ternero.

El alquiler de los otros caballos no se puede conseguir en el


toldo de María y tengo que ir a solicitarlo de los indios
propietarios en sus respectivas chozas, pues así lo prescribe la
etiqueta.

Para hacer esas visitas a los otros toldos, para llegar a los
cuales, aunque no distan, el más cercano, dos metros del de
Conchingan, hay que hacer un peligroso viaje, pues el arribo a
ellos es casi imposible sin serio peligro; a causa de los perros
centinelas, tengo que envolverme en un quillango. De otra
manera, los citados animales, que no conocen los deberes de la
hospitalidad, hubieran dado pronto cuenta de mis pantorrillas.
Trasformado en tehuelche de una manera tan exacta que mis
enemigos no conocen el disfraz, consigo, en el toldo de Bera
(otro indio gigante), dos caballos más, al mismo precio que los
otros.

En otro toldo vive Juan Caballero con su novia, la china Losha,


joven viva y coqueta en extremo, que tiene trastornado al pobre
fueguino.

Desgraciadamente para él, los padres de ella conocen la belleza


de su hija, y la consideran, con fundamento, la más hermosa
Ahonnecke que habita estos toldos, y los vehementes deseos
del pobre enamorado chocan contra el gran precio que los poco
compasivos progenitores de Losha quieren obtener por ella.
¡Seis caballos! es demasiado caro para quien no posee uno
solo, viviendo de prestado, y el infeliz Juan ha tenido que dejar
para tiempos mejores, que es probable no lleguen nunca, la
oportunidad de ser dueño exclusivo de la risueña china. Sin
embargo, más de una vez pone hoy a contribución mi escasa
provisión de regalos, para poder conservar encendido el amor
que ella siente por él, y que probablemente se hubiera apagado
a no tener a mano las mantas rojas, los espejos, las cuentas y
las sortijas que hay en mi equipaje.

Con los cuatro caballos conseguidos, agregándoles los de que


dispone Isidoro, tengo ya los necesarios para el viaje, y aunque
ninguno de ellos es bueno del todo, no quiero insistir en
obtener mejores, temiendo que los volubles tehuelches
cambien de opinión, y desconfiando de nosotros, no quieran
alquilarnos ninguno. El viejo pampa Rapa no puede
comprender qué interés tiene para un comandante visitar las
sierras y el agua grande, donde nace el río Santa Cruz, y como
todo lo que no es comprensible es sospechoso para ellos, ya
cierto recelo se nota en los toldos, respecto al destino que debo
dar a los cuatro caballos, de los cuales uno es manco, otro cojo
y tuerto y el tercero lastimado en el lomo.

Tranquilo ya sobre este primer punto, trato de tomar algunas


medidas antropométricas, lo que también consigo, mediante
algunos regalos y algunas mentiras.

Cuando los indios visitaron la isla Pavón, me hablaron de un


«agua» que hervía y que era venenosa, pues cuando hombres,
caballos y perros la bebían, morían indefectiblemente.

Está situada a trescientos metros de los toldos; es un pequeño


pozo, que se nota en el centro de una costra, al parecer
calcárea, llena de fragmentos de rocas volcánicas y de la cual
los indígenas han desprendido trozos para cubrir la fuente, pues
la superstición la hace ser habitada por el Agschem, o espíritu
maligno.

Mide la boca veinte centímetros de ancho y su profundidad


quince. Está casi lleno de un agua que exhala un olor bastante
semejante al petróleo y que bulle en infinidad de burbujas.
Puedo llenar una botella que con este objeto he traído desde
Pavón; en el fondo del pozo, la mano, al remover el barro,
siente corrientes gaseosas que sé elevan, pero el nivel del agua
no aumenta mientras la registro, y los indios me dicen que
nunca han visto lleno el pozo.

La temperatura de dicha agua es de 25°, mientras al sol marca


el termómetro 28.75 Reamur.

(El Dr. Arata que ha estudiado el agua contenida en la botella,


ha tenido la bondad de darme el análisis siguiente:

Agua 989.55
Carbonato sódico 10.19
Cloruro de sodio 0.26
1.000.00)

Hubiera deseado averiguar, por medio del fuego, si hay aquí


gases combustibles, pero la superstición ya ha alarmado a la
indiada que me rodea mientras registro la fuente y se queja de
los males que puede acarrearles mi osadía, al tratar de
averiguar lo qué hay en la morada del maligno espíritu. Para
los pobres, estas burbujas tienen algo de sobrenatural, y el poco
sensible ruido que hacen lo interpretan en el sentido de
demostrar los enojos de quien mora en el pozo, y que no desea
ser molestado; según ellos el agua está quieta mientras no la
miran.

Su asombro al verme meter el brazo dentro del agua aumenta


cuando pruebo de ella sin que me haga ningún mal, y algunas
miradas del viejo Tétao me indican que la sospecha de que sea
yo brujo, ha cruzado por su cerebro. Me amenaza con el
Agschem, que me hará caer la mano que he mojado, y con el
rencor de los indios, a quienes por mi imprudencia van a
sobrevenir grandes males. Una formidable nevazón caerá el
próximo invierno, y si durante ella no mueren todos los
habitantes de la toldería, tendrán que sufrir grandes penurias.

La vista de la botella y el misterioso fin con que he recogido el


agua que contiene, da pábulo al insaciable espíritu
supersticioso de la indiada. Indudablemente va a servir para
algún maleficio, y este pensamiento tiene desveladas y llorosas
a la mayoría de las mujeres, alarmadas con el augurio del viejo
y el del daño que puedo hacerles yo, usando esa agua venenosa.

Ninguno de los tres grandes hechiceros tehuelches, Cuastro,


Samell y Enrique el fueguino, está en la toldería de Shehuen;
ellos viven ahora entre los indígenas que habitan el valle del
río Gallegos y no pueden, felizmente, explotar la credulidad de
mis huéspedes en pro de la gran fama de que gozan y en contra,
quizás, de mi expedición.

Enero 8.—El paisaje que rodea la toldería indica la presencia,


en sus cercanías, de fuerzas volcánicas, de las cuales esas
fuentes pueden ser manifestaciones. En el fondo se distinguen
negras fajas horizontales que parecen basálticas y al norte,
cruzando varias mesetas escalonadas, que se interponen entre
el valle de Shehuen y el río Chico, se distinguen cerros cuyas
formas, indudablemente, son debidas a la existencia de esas
rocas, y uno de ellos afecta la estructura volcánica y según el
nombre con que lo señalan los tehuelehes, «Chalten», se ve que
estos han encontrado semejanza entre él y otros picos
volcánicos que se encuentran en la cordillera, que más adelante
mencionaré y que son señalados del mismo modo.

El valle de Shehuen, en ciertos parajes, situados al este de los


toldos, en el trayecto de la ida, no presenta sino desolación, y
las mesetas denudadas y casi sin vegetación tienen el aspecto
más triste que conozco hasta ahora en Patagonia; pero a partir
de ellas, hacia el oeste, el paisaje es inverso; todo cambia, el
valle es más angosto, más verde, el pasto amarillento es más
visible y tupido y las mesetas tienen sus escalones más
inmediatos. Además las montañas que al noroeste se elevan,
cruzan el horizonte; y al oeste, la grandiosa cordillera, erizada
de picos siempre nevados, celestes, blancos, dorados y rosados,
se presenta unas veces como nubes y otras contorneada
severamente en el espacio azul, ostentando la esplendidez de
los soberbios gigantes.

Enero 9.—Emprendemos regreso a la isla Pavón, después de


despedirnos de los habitantes de Shehuen, quienes, burlándose
amigablemente de nosotros, nos dan cita para el lago donde
nace el Santa Cruz, al cual debemos apresurarnos a llegar
cuanto antes, por temor de que la estación fría se aproxime.

Seguimos el mismo camino que antes y acampamos a la orilla


del río, en el punto donde lo hemos hecho a la ida. Aun cuando
el terreno, en este punto, es malo ahora, creo que en este paraje,
haciendo algunas acequias, que en ciertas estaciones
fertilizarán las cercanías, podrá plantearse una pequeña
población que sirviera de intermediaria entre las de la costa y
las que han de construirse en las inmediaciones de la cordillera.
La principal vegetación consiste en algunas Quenopodiáceas.

Enero 10.—A la tarde cruzamos el río Chico para penetrar en


la hermosa isla que ya he mencionado, pasando antes por el
paradero nombrado Cayick donde María nos ha dicho que
encontraremos su depósito de pinturas.

Lo encontramos, y recojo muestras de ellas. Están envueltas en


un cuero y atado este sobre un palo; alrededor hay gran
cantidad de huesos de animales, pero no puedo ver ningún
objeto que haya sido usado por los indios.

Los tehuelches, lo mismo que los mapuches, queman, al


cambiar de toldería, cuanto objeto inservible no pueden llevar
consigo. Creen que basta que un brujo enemigo encuentre uno
de ellos, para que pueda dañar al indio a quien ha pertenecido;
según ellos, el pelo es uno de los objetos que más prefieren los
brujos para sus maldades.

El río Chico da vado en el paso y sus aguas correntosas no


tienen el claro color del Shehuen.

Arrastra materias terrosas que le dan cierta opacidad que


contrasta con la limpieza de las del arroyo. En los dos puntos
que lo cruzamos no hay más de metro y cuarto de agua. Lo
costeamos por su margen del sur, y a la noche acampamos en
otro paradero indígena abandonado y donde, a causa de la
obscuridad, no podemos obtener buena agua, y tenemos que
contentarnos con la salobre de unos pozos vecinos. Esta noche
es terrible; los mosquitos son abundantísimos. Sobre una loma
cercana, no dormimos, sino que nos revolcamos toda la noche,
envueltos en nubes de ellos, que no nos permiten conciliar el
sueño.

Enero 11.— En la madrugada continuamos, sobre las mesetas,


con rumbo hacia el suroeste, perseguidos de tal manera por los
mosquitos, que hasta impiden arrear los caballos de muda que
llevamos; felizmente, una benéfica lluvia acompañada de
fuerte viento aleja poco después esos crueles insectos, que van
a alojarse en las quebradas. A las doce del día entramos a la
isla de donde no saldremos ya sino para ascender el río.
ASCENSION DEL RIO SANTA CRUZ

Enero 12-14.—Los días transcurridos entre nuestro regreso de


Shehuen-Aiken y el señalado para la partida definitiva, los
empleamos en arreglar el velamen de la embarcación, que es
demasiado grande, y en construir dentro de ésta divisiones
destinadas a contener las provisiones necesarias para el viaje.

Enero 15.—Todo queda listo, temprano, y los víveres


embarcados; hacemos cruzar la caballada a la ribera del norte,
que es la elegida para principiar la labor que debe conducirnos
a los Andes. A mediodía, después de haber almorzado, todos
juntos los habitantes de la isla, y de habernos regalado con los
mejores manjares de que aquí podemos disponer, nos
despedimos del señor Dufour, brindando por el buen resultado
del viaje.

Entre saludos, con las banderas izadas en el mástil de la


ballenera, y sobre la casa de la isla, las salvas de los revólvers
y los «adiós» deseándonos mutuas felicidades, llegamos al
costado opuesto donde nos aguarda, listo ya, Isidoro.

Algo de solemne en el fondo, aunque muy vulgar en la


apariencia, tiene para mí el momento en que embicamos en el
cascajo para principiar el remolque. ¿Llevaré a cabo mi
proyecto? ¿Tendré suficiente fuerza para ello?

Todas las expediciones que antes que la que dirijo han


intentado descubrir las fuentes del río Santa Cruz, contaron con
mayores elementos. En 1834, la que emprendió el ilustre Fitz-
Roy, y que es uno de los más importantes trabajos de
exploración llevados a cabo en las costas argentinas por el
«Beagle», dió a conocer la importancia de este gran curso de
agua, aunque tuvo que retroceder a los veintiún días de
penosísimo trabajo, sin haberlo podido reconocer en toda su
extensión. Fitz-Roy llevó en esa excursión tres botes ligeros,
tripulados por diez y ocho marineros, además de un cuerpo de
oficiales, y sin embargo, los obstáculos fueron tantos, que
hubiera sido temerario continuar, entonces, dicha exploración.
Si bien no pudo obtener el éxito deseado, cábele a esa
expedición la gloria de haber señalado el camino a otros, y los
nombres del almirante inglés y de Carlos Darwin, son protestas
suficientes contra los que pretendan tachar de poco feliz el
relativamente importantísimo resultado de aquella primera
ascensión del Santa Cruz.

En estos últimos años, dos expediciones chilenas han tratado de


seguir el imperecedero surco de las embarcaciones inglesas,
pero ninguna de ellas ha podido adelantar nada a lo que nos han
dejado los exploradores de 1834. La más importante,
compuesta de una lancha a vapor y de dos embarcaciones
livianas de remos, sirgadas por caballos, regresó a la bahía,
después de diez días de viaje, habiendo recorrido sólo una
pequeña parte del curso del río.

Unicamente la expedición que en 1873 envió el comandante


Lawrence de la goleta nacional «Chubut» y que dirigía el
subteniente Valentín Feilberg, compuesta de cinco hombres,
llegó, con un bote ballenero, hasta el punto donde un gran lago
lanza las aguas en el Santa Cruz, pero no pudo navegar en él
por los malos tiempos que reinaron durante su exploración. No
obstante, Feilberg pudo pasar más adelante del paraje desde el
cual regresó Fitz-Roy.

La expedición que a mi turno dirijo y que va a tratar de avanzar


más, si posible es, es aún más modesta que la de Feilberg,
dadas las condiciones náuticas de la embarcación. Esta mide
una estora de ocho metros y sesenta y cinco centímetros, lo que
corresponde a ocho remeros, y, sin embargo, es tripulada por
sólo dos de ellos, Francisco Gómez (el correntino) y José
Gómez (el brasilero), y un timonel (Estrella). He destinado el
grumete para el cuidado de los caballos, pues Isidoro tendrá
que alejarse continuamente para proveernos de caza.

Además, me acompaña el subteniente de marina Carlos


Moyano, quien, desde hace largo tiempo, desea tomar parte en
esta excursión, tan soñada por mí.

Como se ve, humildes son los recursos con que cuento, pero el
valiente y alentador adelante! lacónica frase que nos sirve de
proclama para el combate que vamos a librar contra la
«Llanura Misteriosa», lo acalla todo y aleja los presentimientos
funestos.

No pensamos, por supuesto, en ascender a remo: la poderosa


correntada nos hubiera llevado al Atlántico en vez de a la
cordillera: ellos son inútiles mientras nos encontremos en el
canal del río, y sólo podremos hacer uso en los remansos
formados por las innumerables vueltas.
La sirga de este día es encomendada al brasilero Pedro.
Encargo al correntino Francisco de impedir, sondando con el
bichero, que el bote vare, y de llevarlo siempre a cierta
distancia de la orilla, para que las ramas no entorpezcan el
remolque. Estrella dirige el timón, para que la embarcación
ofrezca siempre la proa a la correntada. El señor Moyano se
encarga de seguir en ella, con la aguja de marear, las
ondulaciones del río, comparándolas con la carta de Fitz-Roy,
que hemos aumentado, para este objeto, en una gran escala. A
Abelardo le recomiendo el cuidado de la tropilla, mientras que
Isidoro va a bolear algo, para la cena. Yo sigo a pie por tierra y
por agua, dirigiendo la sirga, y juntando al mismo tiempo
objetos para las colecciones.

Nuestra inexperiencia nos ocasiona, al principio, grandes


embarazos. El caballo y el caballero, ambos poco prácticos en
la sirga, trastornan a cada momento la marcha; la inteligencia
del primero le hace conocer el poco valor del segundo, y a la
menor dificultad con que tropieza, se resiste a ir adelante,
seguro de que quien le guía, no pondrá gran empeño en la
prosecución del viaje. El temeroso «Patricio» (es el apodo que
le hemos dado al brasilero Pedro, y así lo llamaré en la relación
de este viaje), desde el momento que se sienta en el recado,
comprende lo penoso de la tarea que le he encomendado, y
aunque no hay más recurso que obedecer, lo hace de bastante
mala gana. Confieso, que, para su primera prueba, esperaba de
él algo peor, teniendo en cuenta sus antecedentes y conociendo
los desvelos continuos que le ha producido la sola idea de ver
los Andes, y sobre todo, vivir con los salvajes.
En un momento en que pensando en los rigores de su suerte no
se fijó en un rápido producido por una enorme mata de
incienso, que está va casi cubierta por la inundación, cae con el
caballo dentro del río, recibiendo así, involuntariamente, el
bautismo del Santa Cruz, al cual tanto teme. Este cómico
suceso, aunque retarda unos momentos la marcha, contribuye
eficazmente a que Patricio juzgue prudente abandonar esos
tristes pensamientos que le sugieren la desidia con que cumple
su trabajo, tome aliento, obligado por la necesidad, y continúe
mejorando su servicio.

La marcha, ya más enérgica, nos aleja pronto de la isla; el bote,


remolcado por una briosa yegua, rompe, aunque con trabajo, la
corriente, que lleva una velocidad de seis millas.

La unión de las mareas, que algunas veces llegan hasta este


punto, han formado algunos pantanos, que ofrecen dificultades
para cruzarlos, pero pronto los pasamos, y con la llegada de la
tarde suspendemos el trabajo, a unas seis millas de la isla
Pavón, trayecto suficiente para el primer día.

En los parajes por donde hemos cruzado hoy, el fondo del río lo
componen unas veces capas de cascajo, esto es, cuando el hilo
de la creciente los baña, pero cuando, a la inversa, forma
remansos, se ve arena mezclada con arcilla muy fangosa. En
este lugar, el ancho del río mide 300 metros más o menos y no
varía visiblemente, donde las costas son bastante elevadas, para
que la inundación no las cubra; en los bajos el ancho es
sumamente variable.
Las mesetas inmediatas se aproximan, enangostando el valle;
el gran bajo, que se extiende al N. O. de la isla Pavón,
desaparece gradualmente, y en el lado este, la primera meseta
que se desprenda, desde más al sur de dicha isla, se ha unido
con la que se divisa en frente de ella, y forma un primer
escalón bastante elevado, que hace que cese la diferencia que
se notaba, en la altura de ambas costas. El suelo es arenoso,
arcilloso, y cubierto casi completamente de cascajo; grandes
cantidades de arbustos de hojas de colores distintos, armonizan
el paisaje, y entre ellos, manchones con pasto amarillento de
penachos plateados le dan cierta apariencia metálica que alegra
el suelo. Este está surcado por infinidad de pequeñas sendas de
guanacos, que facilitan la marcha a pie, pues los Cactus, las
espinas de los arbustos y la fabulosa cantidad de cuevas de
Ctenomys, cansan y maltratan cruelmente al caminante.

Una pequeña bahía nos proporciona lugar seguro donde


amarrar la embarcación, y la gran cantidad de arbustos, que hay
aquí, pues este es uno de los parajes más abundantes de leña,
nos suministra la suficiente para hacer grandes fogatas con que
anunciar a los habitantes de la isla el punto a que hemos
alcanzado en nuestro primer día de exploración.

Isidoro ha corrido, mientras trabajamos con el bote, una


tropilla de guanacos, y trae uno pequeño para la cena, el que es
asado y comido alegremente por todos los expedicionarios.
Apenas oscurece, cada uno tiende su quillango, y se entrega al
reposo, bien ganado, de estas primeras fatigas de la expedición.

Por mi parte he hecho un hallazgo feliz en el pequeño claro


donde he arreglado mi cama. Consiste en dos hermosas puntas
de flechas; una de ellas, de obsidiana renegrida, tallada a
grandes golpes, me ha sido revelada por su hermoso brillo; otra
más pequeña, de distinta forma, trabajada exquisitamente, en
sílice translúcido, con sus aristas admirablemente definidas, la
he exhumado al alisar el suelo arenoso donde mi espalda debe
encontrar comodidad. Un tercer objeto, consistente en un
cuchillo pequeño de obsidiana, tallado de un solo golpe en una
de sus faces y de tres en la otra y que es el instrumento que aún
a veces emplean los indios para sangrarse por las venas del
brazo, cuando no han tenido buen éxito en los tiros de bola,
completa mi felicidad, que poco ambiciona este día. ¿Qué
mayor éxito puede desear un viajero antropólogo, en estas
regiones que dormir en el mismo sitio en que quizás lo hizo el
primitivo patagón, en sus incansables correrías, cuando tenía
por única habitación el resguardo de las matas y cuando
buscaba con esas humildes armas su alimento o confiaba a
ellas su defensa?

Todos descansamos perfectamente esta noche, a excepción de


Patricio, quien ha hallado en la costa del río, una avutarda
destrozada por un zorro, y en cuyas heridas ve, con seguridad,
las terribles garras de un león. A él nadie le engaña; vela toda
la noche.

Enero 16.— Bien temprano continuamos la marcha que


debemos distribuir diariamente en dos etapas, a causa de los
largos días de la estación y del calor que a medio día es
sofocante. Tomado el café con una galleta por hombre, pues
esta clase de provisión no abunda, habiéndose perdido casi el
total de ella por descuido de los marineros, la sirga dirigida
esta vez por el correntino Francisco, remolca el bote con mayor
empuje que en el día de ayer. El curso del río se dirije desde el
sur, teniendo varias islas en su centro y en ambas márgenes;
costas bajas, arenosas, con gran cantidad de matorrales. Aún
cuando el trabajo se hace con empeño, esos obstáculos ofrecen
siempre dificultades, que entorpecen la marcha, la cual debe
continuar unas veces tirando el bote, a pie, por dentro del agua,
o espinándose entre la maleza. En los puntos donde el río no
presenta islas, su aspecto es magnífico; los hilos de su rápida
corriente se dibujan con claridad, y las aguas bullen saltando
sobre las matas que la inundación ha cubierto; una noble
placidez reina en el centro del gran torrente, que desciende con
ligereza, mientras que en los costados, el agua choca, en los
recodos, entre las rocas de las barrancas, o asalta las citadas
ramazones. En ciertos parajes la corriente es tan veloz, que al
menor accidente del terreno forma un pequeño rápido o
remolino, que dificulta el paso del bote, y que nos obliga a
hacer grandes esfuerzos.

A unos trescientos metros del paradero, el río corre, lamiendo y


batiendo la meseta del norte, casi vertical, mientras que al sur,
se dilata una planicie inundada. Esta, por desgracia nuestra, no
tiene agua suficiente para permitir el trabajo del remolque, sea
a pie, sea a caballo; los traicioneros Cactus ocultos, las espinas
de los arbustos y las cuevas <de Ctenomys, llenas de agua, nos
son bien conocidas ya por desgracia nuestra y comprendemos
la imposibilidad de cruzar a ese costado.

No hay más remedio que salvar la meseta, y a ello vamos. La


pendiente del río es visible al ojo, y la fuerza de su descenso,
aunque grande, no acobarda. La inclinación de la cuesta y el
suelo suelto, producido por el desmoronamiento de la cumbre
que forma la meseta, no nos permiten emplear los caballos,
pero tratamos de salvar el mal paso poniéndonos, los dos
marineros y yo, a hacer ese trabajo. Lo conseguimos, no
haciendo caso de las espinas que nos arrancan grandes
fragmentos de las ropas, y no pocas gotas de sangre; hay que
hacer pie y tirar la cuerda, sin preocuparse de que basta una
sola pisada falsa, para desplomarnos hasta el agua, de una
altura que varía entre 30 y 50 pies. Pasada la meseta, la costa es
más tendida y los matorrales van decreciendo en número. No se
divisan tropiezos en la parte que se distingue del río, y
juzgando innecesaria mi presencia allí, salgo a caballo, a
visitar los alrededores.

Subiendo hacia el N. N. O., la meseta empinada, pedregosa,


diviso nuevamente el gran bajo que he mencionado, situado en
frente de Pavón, y que se dirige hacia el oeste. Entre ese bajo y
el río, se eleva una isleta separada, compuesta de tres mesetas
de las más inferiores en altura (300 pies) y que la expedición
de Fitz-Roy nombró «Cerro Guanaco».

Un panorama tristísimo se extiende desde esta cumbre; los


cerros denudados, áridos, pálidos, no se destacan bien
contorneados en esa monotonía continua, que resulta de la
disposición igual que ha producido la erosión del tiempo; sólo,
en la parda planicie baja, se ven algunas lagunas; tres de ellas
son de regular tamaño y dan al paisaje cierta variedad, que la
vista contempla con algún gozo, aunque el suelo blando, la
falta de vegetación y el poco aire que corre en el bajo hacen
preferir la brisa de las alturas, que continuamente refresca las
piedras caldeadas por el sol. Desde ellas, si bien la perspectiva
no es más variada, por lo menos, hay mayor grandeza en su
misma uniformidad.

Desciendo de la meseta y sigo los bajos que se extienden al pie


de ella, con matorrales tupidos, en pequeñas agrupaciones,
hasta un punto en que el río vuelve a recostarse a la barranca, y
donde seguramente tendré que prestar ayuda, por más débil que
ella sea; hago campamento junto a Isidoro que me ha precedido
con la caballada y me espera con el mate listo. El bote no se
distingue aún, y por más fuegos que he encendido en todo el
trayecto, desde el sitio en que me he separado de él, en la costa
no se divisa ningún humo en contestación. Recién a medio día
llega; cruzamos el mal paso y descansamos.

Seis horas de consecutivo trabajo son merecedoras de un buen


pedazo de puchero o asado y un jarro de café, menú, que con un
poco de fariña, debe variarse rara vez en el transcurso del viaje.
Un piche que ha casado Isidoro, y que incita el apetito con su
amarillenta gordura, es pronto asado y devorado de una manera
poco conocida de los que no han gozado de la vida austral.

No podré decir si la necesidad, o la gastronomía patagónica, ha


revelado el siguiente procedimiento culinario a los indígenas,
que lo emplean frecuentemente, pero sí declaro, que merece
imitadores. Basta calentar algunas piedras rodadas (planas y
ovaladas son las preferidas), colocarlas dentro del piche, y
coser con el mismo cuero o con una ramita, la abertura del
vientre por donde se han extraído los intestinos, para conseguir
un manjar delicioso. Esto, en menos tiempo que el que se
emplearía haciéndolo directamente en el fuego. El medio entre
asado y cocido, que producen las piedras, es excelente, y el
jugo de la carne y la gordura deja un caldo substancioso que no
se desperdicia jamás. Este mismo procedimiento se emplea en
otros muchos animales, avestruces, guanacos pequeños, etc.

El descanso a la sombra de unos inciensos dura hasta las tres de


la tarde. A esa hora continuamos y pasamos frente al paradero
indígena de Amenkelk, que se encuentra a la entrada de una
quebrada honda, fértil, donde se unen varias mesetas, formando
un conjunto de cerros de apariencia bastante pintoresca. En este
punto concluyen los Cerros Azules, y la pampa alta, que
continúa hacia el estrecho se eleva en varios escalones bien
pronunciados, pero tendidos. El río baña aquí la costa sur,
formando grandes recodos a los cuales no llega la inundación.
Las orillas son firmes; las matas poco numerosas, y el camino
se hace esta tarde tan cómodo como ha sido engorroso en el
trayecto verificado por la mañana.

A la entrada del sol, paramos en un pequeño desplayado,


inmediato a una gran mata de incienso, donde hallamos
algunos troncos cortados, hace muchos años; es el paradero de
Fitz-Roy en el tercer día de su exploración, pero a la inversa de
la noche cruel que esa inolvidable expedición pasó allí,
nosotros, felices de haber hallado esos vestigios y gozando de
una temperatura bien distinta de la del 21 de abril de 1834,
cenamos y nos dormimos en santa paz.
Enero 17.— Los rumbos que hemos anotado hasta ahora
concuerdan perfectamente con los de la expedición inglesa.
Ponemos el mayor empeño en observarlos, y salvo detalles
muy insignificantes, no podemos sino admirar la precisión
asombrosa con que han sido dibujados. La marcha se hace hoy
muy difícil. Los matorrales espinosos abundan en el lado norte,
por donde vamos, pues en el sur, los cerros llegan hasta el
agua.

Apenas hemos andado una milla, enfrentamos el paradero de


Chickerook-aiken situado en el lado sur; es punto bastante
frecuentado en las cercanías por los habitantes de Pavón. Fitz-
Roy señala en él (o en sus proximidades), un paso a vado de los
indios.

Las pendientes sucesivas de varias mesetas, que descienden


gradualmente, desde alguna distancia, forman una pintoresca
quebrada. Principia ésta desde los primeros derrames de las
alturas, y aumenta en ancho y profundidad a medida que se
acerca al río, a cuyo nivel, con muy corta diferencia, se
encuentra la región inmediata. La humedad producida por la
capa acuosa que se halla entre el cascajo que cubre el suelo de
Patagonia, y la impermeable terciaria, adorna el paisaje con
una faja de verdor entre el punto permeable y el impermeable
del terreno. Además, abundantes arbustos, protegidos por los
barrancos contra los vientos, forman un pequeño prado,
risueño, si se le compara con la esterilidad de la margen
opuesta del río.

Pasando Chickerook-aiken, el horizonte, al oeste, se despeja,


las barrancas no son tan inmediatas al agua, ni sus pendientes
tan escarpadas, y a ambos lados, las mesetas se alejan,
formando llanuras bastante extensas. Una planicie se
desarrolla, amarillenta y triste, rodeada por graderías gigantes
que gradualmente se desvanecen hacia el oeste, y pequeños
sacos de barrancos bajos, cubiertos de pedregullo grueso, por
en medio de los cuales corre el torrente, en caprichosos
serpenteos, son los únicos puntos que ofrecen algún verdor.

Faltan en estas regiones los accidentes del terreno, que halagan


tanto la vista y que ofrecen al viajero tanto motivo de estudio y
de ilimitada variación en sus ideas; todo es igual, la monotonía
opresora enerva aquí, desespera. La aridez continua, las
sábanas de piedras, los arbustos, que viven muriendo, le
comunican un abatimiento con el que sólo la energía puede
luchar.

La igualdad de Patagonia es lo que más choca al viajero que,


ávido de paisajes, sean risueños, salvajes, tristes, recorre con la
vista ese panorama, y si en la disposición orográfica y
geológica ofrecen esas comarcas tan pocas variaciones, en la
fauna y flora sucede igual cosa. Guanacos, avestruces y nada
más divisamos sobre la tierra; algunas aves de rapiña vuelan
tétricas, y los lucientes y renegridos coleópteros desafían las
arenas calentadas por el fuerte sol. Sólo las orillas inmediatas
al río ofrecen vegetación relativamente casi lujosa, pero ella,
nos incomoda para nuestro trabajo; así, lo único que en la
naturaleza nos sonríe, nos es también tropiezo. Sin embargo, en
el río hay vida; patos y avutardas lo surcan descendiendo, pues
la corriente no les permite ascenderlo, y en los remansos sus
nuevas y jóvenes familias aletean zambullendo contentas.

El remolque se hace muy dificultoso; la corriente ha


aumentado en velocidad, y encontramos algunos parajes donde
se forman verdaderos rápidos. Nos vemos obligados a ayudar al
caballo, tirando todos de la cuerda. A la menor negligencia, la
embarcación puede zozobrar y concluir con nuestra expedición;
además, las vueltas van aumentando en tal número, que parece
que no adelantamos camino.

Encontramos en la primera parte del tránsito de este día una


tropilla de jóvenes avestruces, de la que obtenemos una
docena; los demás, en número de cien, más o menos, se
dispersan en las mesetas, o cruzan el río a nado. El avestruz no
se echa al agua por su propio gusto, y lo hace sólo cuando se
encuentra apurado por el cazador o por alguna fiera. Fitz-Roy
cita el caso presenciado en el río Santa Cruz, de seis o siete
avestruces que cruzaron el río nadando, y agrega que hasta
entonces no había tenido idea de que ave de patas tan largas,
pudiera, por su solo gusto, echarse al agua y cruzar un torrente
rápido, pero que ese espectáculo le daba la prueba de lo
contrario, porque nada, a su modo de pensar, había incomodado
en tierra a los avestruces. Quizás algún zorro, o un puma, los
estuvo acosando en esos momentos. Es curiosa la vista que
proporcionan estos animales nadando; sólo dejan que el largo
pescuezo salga fuera del agua, y van lanzando un triste silbido.

A medio día descansamos, para pelar los avestruces y almorzar


algunos de ellos, pues el trabajo nos ha dado gran hambre; una
vez satisfecha esta, nos tendemos sobre la arena a reposar, en la
siesta bien ganada. La modesta expedición duerme dos horas,
lo suficiente para recuperar fuerzas y ánimo, que se consumen
en la pesada tarea. Esta continúa a la tarde de una manera aún
más engorrosa. El desaliento, va apoderándose de los
marineros.

A la caída de la tarde, en lo más penoso del trabajo, que se hace


por la falda de una barranca sumamente tupida de arbustos y
que nos hace marchar con lentitud y precaución, sentimos, a
algunos pasos de nosotros, los ladridos de los perros, y vemos
un puma que corre saltando entre los arbustos, y que luego
busca su salvación cruzando a nado el río. Estos animales son
ya muy frecuentes en estos parajes, y más de una vez han
asustado al brasilero las señales que sus patas dejan en la arena.
Los huesos de las víctimas que encontramos, entre las matas,
donde la fiera se ha regalado, y los guanacos muertos que aun
conservan parte de sus carnes con el cuello dislocado y los
miembros destrozados, son testimonios suficientes para hacer
temer la vecindad de estos terribles merodeadores de la
Patagonia.

Nos encontramos frente a una barranca a pico, bastante


extensa, y avanzando ya la noche, hacemos campamento, a
pesar de las protestas de Patricio, a causa de la vecindad de las
fieras. El miedo le mantiene desvelado y acompaña en la
guardia a los perros.

Enero 18.— De madrugada, monto a caballo y me dirijo hacia


el norte, hasta alcanzar la meseta alta. Se cuentan cinco
escalones que ascienden gradualmente desde el río. Entre los
primeros hay menor diferencia en sus respectivas elevaciones y
éstas aumentan a medida que se asciende. La altura total de los
cinco la calculo en 550 pies. Hacia el interior se ven otras aún
más elevadas. La vegetación es pobrísima y los arbustos muy
pequeños; la mata negra es raquítica, aunque prepondera en
número entre las escasas plantas que aquí viven.

Es demasiada desolación y no quiero permanecer largo tiempo


en esta altura; desciendo la falda de la meseta, en momentos en
que una gran tropilla de guanacos desfila, costeándola por las
sendas que durante años han seguido. Los curiosos animales, al
verme, se han parado como autómatas, todos al mismo tiempo;
el venerable macho, el sultán de la tropa se adelanta y relincha
con brío, pateando el suelo y corcoveando; reconoce al intruso
en sus poco disputados dominios.

Desciendo del caballo y me siento sobre el cascajo para


presenciar el espectáculo que se prepara y que me ha dado a
conocer el «Viaje» de Darwin. Los guanacos van
aproximándose; siguen al jefe. La curiosidad les hace olvidar el
miedo y, de la gran tropa, sólo permanecen lejos algunas
madres temerosas, que amamantan en la quebrada sus recientes
hijos, y que ya prevenidas, están prontas a fugar a la primera
señal de peligro. El ser desconocido silba «Rigoleto» y «la
Filie de Mme. Angot», producen en ellos sensación; parecen
luego preferir «Aída»; ponen gran atención, estiran los cuellos,
los yerguen, reconocen con mirada curiosa los alrededores y la
fijan luego en quien les hace oír ese relincho o grito; se alejan
algunos pasos, se paran; el macho brinca, saltan todos, corren,
vuelven apresurados, se paran atentos y haciendo cómicas
cabriolas se acercan hasta pocos metros del que les proporciona
tal espectáculo. Se vuelven atrevidos; los relinchos se suceden
al mismo tiempo que las piruetas y pasan en estas evoluciones
largo rato, hasta que un tiro al aire los calma, pero no los
asusta. Prestan atención nuevamente; quizá comprenden, por la
impresión que han causado al caballo el fogonazo y el trueno,
que hay peligro; parecen consultarse, acercan sus suaves
hocicos al suelo, lo aspiran; su instinto les hace comprender
que esa manifestación de la industria humana les es hostil y
deciden alejarse. Principia el desfile; las hembras, con sus
crías, marchan adelante, luego las que aún no las tienen. El
macho es el último; camina con pausa, salta de cuando en
cuando, relincha, me mira a la distancia, y cuando parece
comprender que no los persigo, vuelve a rumiar en las faldas.
Tres o cuatro tiros más los asustan nuevamente y una nube de
polvo, que dura largo rato, me indica que huyen con gran prisa.
Sin embargo, no he pensado hacerles mal, sino observarlos.

Después de perder de vista a los guanacos en los cañadones,


enciendo grandes fogatas para anunciar a la gente del bote el
sitio donde me encuentro y bajo por un arroyo, seco ahora, pero
que en invierno conduce al río las aguas y las nieves de la
meseta.

Recién a medio día nos movemos hoy. El camino por tierra es


tan malo, hay tanta piedra, que los caballos han empezado a
sufrir mucho. Antes de subir a la meseta había resuelto parar
este día y dar descanso a la tropilla, pero he reconocido un
pedazo del río y como veo que hay un pequeño trayecto
inadecuado para hacer uso del caballo, decido que continuemos
a pie para salvar irnos tres kilómetros de mal camino. A la
tarde los hemos hecho, después de grandes esfuerzos; tenemos
que emplear toda la cuerda que traemos y añadir cuarenta
metros más de la que nos sirve para sondar, pues encontramos
pequeños rápidos extremadamente correntosos, que nos obligan
a llevar el bote alejado de la costa, y a remolcarlo por donde el
agua desciende con mayor violencia.

Un refresco de Hesperidina de Baglev con agua y azúcar y dos


galletitas del mismo fabricante, por hombre, es la recompensa
que doy a toda la comitiva, que la recibe alegremente y olvida
las fatigas de este día.

Hemos muerto dos gatos (Felis pajero). Est< animal abunda


mucho más en estas regiones que en la parte setentrional. En
este punto no se encuentran pajonales como en las pampas,
donde aquella especie tiene costumbre de vivir y cuyo nombre
deriva de ellos, pero en cambio se esconde en los matorrales
que le sirven de segura guarida. Es de mayor tamaño que el
gato doméstico, pero menos que el montés; su cuerpo es más
elegante y su pelaje difiere bastante; su fondo es blanco gris
con manchas redondas, ovaladas, negras, bien pronunciadas,
que le dan el aspecto de un pequeño leopardo; en la cola, las
manchas se convierten en amarillas, que alternan entre el
blanco y el negro, y lo mismo sucede con las piernas. Es una
fiera pequeña, pero irascible de una manera asombrosa y cuesta
mucho trabajo cazarla. Relativamente, es más difícil obtener
un gato pajero que un puma. Se defiende con valentía; sus
pequeños ojuelos relumbran y sus garras crispadas mantienen
en respeto a los perros que lo combaten.
Es el enemigo declarado de cuanto animal vive en estos
parajes, pues hace destrozos en los avestruces grandes y
pequeños, a los cuales les come la cabeza y el pecho.

En este paradero pescamos dos truchas.

Hemos sido más felices que Darwin, cuyas tentativas de pesca


no tuvieron buen éxito. Las truchas son de regular tamaño; una
de ellas pesa cerca de dos libras; su carne es buena y nos sirve
de exquisito manjar con que variar nuestra cena.

Enero 19.— Trabajamos muchísimo hoy; es un día cruel;


caminamos poco y con dificultades enormes; las dos orillas son
a pico; la del sur, más baja, nos deja ver la línea fértil que
separa el cascajo de la roca terciaria; los matorrales, en el
norte, son sumamente incómodos y el río corre con tanta fuerza
que forma ondulaciones; perdemos más camino que lo que
ganamos y a medio día nos encontramos más abajo del paraje
donde hemos dormido anoche. Más de una vez tenemos que
soltar la cuerda del remolque, pues los que lo llevamos por
tierra, nos encontramos en inminente peligro de ser arrastrados
al río. Nada resiste a la correntada de un recodo: la cuerda se-
corta cada vez que hacemos esfuerzos y los borbollones de
agua, que asaltan la proa del valiente bote, son tan altos, que
pueden inundarlo. Nadie se fija en las espinas que nos
traspasan las piernas; el rápido y el bote son centro de nuestras
miradas. Estamos ya sobre él. Estrella y Patricio a bordo,
tratan, el primero en el timón, el segundo en la proa con un
remo, de mantener esta última fija hacia la corriente; ya casi
tocamos el fin, cuando la cuerda se corta nuevamente y la
embarcación tuerce con velocidad y retrocede cerca de una
milla por el centro del canal. Debemos volver al mismo
trabajo, pero esta vez con mejor éxito; descargamos parte de
las provisiones, aligeramos el bote y hacemos con la pala un
pequeño canal, por el cual cruzamos, dejando atrás el rápido. A
las tres de la tarde volvemos a encontrar otra barranca elevada
de 100 pies y casi a pique, sumamente arbustosa; la cruzamos
con peligro, pero con felicidad; es el punto llamado por Fitz-
Roy, Swim Bluff, promontorio a cuyo pie se extiende una
hondonada que sirve de estuario, en invierno, a las aguas de las
mesetas vecinas.

Acampamos a las cinco de la tarde en una excelente rinconada,


bien abrigada. Aquí parece que acampó Fitz-Roy, pues
hallamos viejos troncos hachados y huesos quemados hace
largo tiempo. El Sr. Moyano caza un guanaco con el revólver, y
los dos marineros descansan y pescan luego algunas truchas,
que comemos fritas en grasa de avestruz. La cena es abundante
y consuela nuestros estómagos, vacíos desde la noche anterior.

Por no permanecer ocioso, pongo mis iniciales, con grandes


piedras, para señalar nuestro paso por este punto.

Enero 20.— ¡Qué mal día se prepara hoy! He pasado una mala
noche! El trabajo de ayer ha extenuado mi gente, sobre todo en
el último momento, al pasar una muralla perpendicular
cubierta de médanos y en los cuales nos ha costado trabajo
hacer pie para sirgar el bote. Tenemos las manos quemadas por
la soga y las piernas y pies ulcerados por las piedras y las
espinas.
Hacemos media milla sin serias dificultades pues ya no lo van
siendo para nosotros los arbustos que incomodaban tanto al
salir de Pavón; la costumbre y el encuentro de otras mucho más
grandes las hacen olvidar y no nos causa extrañeza ni mucha
pena, el encontrarnos de un momento a otro, arañado el rostro
por una rama atrevida de berberis, o casi cruzado el pie por una
espina de cactus. En los barriales, que están tan sueltos que no
se puede emplear el caballo, pues desaparecería entre ellos, nos
hundimos algunas veces hasta cerca de la cintura y, para
adelantar camino, hay que hacer dos trabajos: remolcar y
arrancarnos de una arcilla pegajosa que parece querer
absorbernos. Nuestras caras parecen brotar sangre; el calor de
la mañana y la excitación nerviosa, nos tienen agitados, y la
perspectiva de una inmensa meseta a pique, en un recodo del
río, nos pone casi fuera de nosotros. Trabajamos como
fanáticos y no nos fijamos en obstáculos. La corriente ha
aumentado y los rápidos van siendo más frecuentes; llega un
momento en que parece imposible adelantar; las orillas del sur
son a pique, y no nos dejan paso; la del norte, por la cual
vamos, presenta aún mayores dificultades; las vueltas del río se
hacen más seguidas y las aguas, al costearlas, forman
remolinos que mantienen el bote en continua oscilación. Al
pasar un rápido, el pobre Patricio se asusta:—con grandes
esfuerzos hemos ido tirando los tres por dentro del agua, pero
el miedo se apodera de él, y creyendo ahogarse, se lanza dentro
del bote. Este suceso, casi nos lleva a una perdida segura.
Como cada hombre tiene su lugar señalado en el trabajo, basta
que uno falte para que este se modifique y la menor alteración
en él, aquí, puede perdernos. El señor Moyano ha sido
encargado de llevar la punta de la cuerda por tierra, para
enredarla en alguna mata en caso de que la fuerza de la
corriente arrastre la embarcación y a los hombres que la
remolcamos; Francisco Gómez sigue llevando la cuerda a la
chincha, y cinco metros más atrás le sigo yo, haciendo el
mismo trabajo dentro del agua, y Patricio, al costado del bote,
trata de que este conserve la proa a la corriente; Estrella dirige
el timón. Con la falta de Patricio, la embarcación, que se siente
libre, se inclina y presenta su flanco al rápido, el agua la asalta
y ya la imagino así perdida; me lanzo al agua, pero pierdo pie;
una poderosa fuerza de absorción me arrastra hacia el fondo del
torrente y pareciendo que me hace girar, me vuelve a la
superficie; creo que he trazado con mi cuerpo una espiral en
medio del cauce del Santa Cruz. Felizmente, al ascender al
nivel, puedo apoderarme de la cuerda que Francisco hace
esfuerzos para no largar, arrastrándose en el suelo. Es tal la
velocidad del agua que me cuesta trabajo sujetarme.

Hay que cruzar al sur para pasar un nuevo rápido y perdemos


tres horas en andar cien metros; hechos estos, descansamos un
momento. La fatiga nos vence; amarramos el bote en un
recodo, y así, mojados como estamos, tomamos un pequeño
lunch; el balde-despensa, contiene unos fragmentos de puchero
de guanaco que el brasilero ha guardado con grandes
precauciones, y esto, con migas de galleta y unas gotas de
jerez, que distribuyo de mi pequeña provisión, a la gente, nos
dan nuevas fuerzas, que bien necesitamos para cruzar el
murallón que nos desafía en frente. Aquí se ven elevados
barrancos, algunos de trescientos pies y son los que entorpecen
tanto nuestra exploración. No es sólo su elevación sino que
encajonan el río, el cual adquiere así mayor velocidad y se
torna caprichoso en sus vueltas, lo que hace que las aguas las
batan y remolineen en ellas. Aquí los dos lados presentan
orillas a pique, aunque generalmente, hasta ahora, siempre
hemos tenido una costa baja, frente a otra alta.

Atacamos la alta muralla, pero hay que tomar grandes


precauciones; un previo reconocimiento me muestra rocas que
hacen bullir el agua al pie, y el paredón geológico a pique, no
permite que cerca de ella lo costeen hombres; el río lleva una
velocidad de ocho millas. Embarco toda la gente y sólo
quedamos yo y Abelardo en tierra; Isidoro va conduciendo los
caballos a través del valle. Hago que Abelardo monte la briosa
yegua, que es la que destino para los pasos difíciles, ponemos
toda la cuerda disponible y ¡adelante! He embarcado a todos
porque en este punto, si no se está prevenido, el bote puede
zozobrar y perderse irremediablemente; además, en caso de
que la soga se corte, el bote arribará a la costa contraria y la
sirga tendrá que buscar camino por allí. También, lo confieso,
veo serio peligro en llevar la cuerda por sobre la meseta; el
caballo debe ir retirado del borde de ella, lo menos cinco
metros, y la gran inclinación de la soga, vista la gran altura a
que la llevamos (más de 100 pies) hace que roce los cantos de
la muralla y, que se enrede en las matas o grietas verticales del
abismo. Hay que seguirla para impedir estos estorbos y el
menor descuido puede lanzar al agua (es decir a la muerte) a
quien haga este trabajo.

Hemos subido a la meseta y he principiado mi trabajo; los


esfuerzos son grandes, mi corazón parece querer estallar y el
pañuelo mojado que llevo en la frente se calienta, tanta es la
sofocación que me produce el ascenso con la cuerda. El bote se
desliza con trabajo, pero adelanta, la valerosa yegua no afloja y
resuella con fuerza al adelantar inclinada, pero la muralla se
resiste, no se deja vencer fácilmente; de pronto, la correntada
es tan fuerte, que el bote arrastra el remolque y no hay más
remedio que largar la cuerda; esta silba, chicotea las piedras,
pero no me envuelve. El bote, sintiéndose libre, ha
remolineado, el torbellino de la correntada lo ha hecho girar,
pero obedece al brazo fuerte del buen Estrella, que no deja el
timón, los marineros no pierden ánimo, están listos a los
remos, hacen fuerza, y un momento después, luego que puedo
arrastrarme hasta el borde del precipicio, veo al blanco bote
que cruza ondulando, descendiendo veloz al este, y que trata de
tomar la orilla opuesta. Toca la costa a quinientos metros más
abajo y distingo a la gente que no se acobarda y que principia
el trabajo del frustrado ascenso. Esta gran vuelta que Fitz-Roy
llama Swamp Bend (vuelta del pantano), es difícil dejarla atrás,
sobre todo con la actual inundación.

El cansancio es tan grande que luego que veo a los marineros


adelantar en frente, aunque con lentitud, bajo por la muralla
para tomar agua, pues la sed es espantosa y el calor sofocante.

Caigo deshecho sobre un médano que han calentado los rayos


solares, y mojado como estoy y fatigado hasta no poder más,
quedo rendido y dormido al sol. Quizás lo hubiera sido para
siempre, a no haberme despertado tres horas después Abelardo,
quien me buscaba, a caballo, temiendo que a pie, y en esta
soledad, sin armas, hubiera sido atacado por los pumas, pues
dos de estos animales se han visto en los alrededores.
No sé lo que pasó por mí durante ese transcurso; sólo recuerdo
que mi sangre afluía con fuerza al cerebro y hasta me era
difícil articular palabras, y fué necesario que el grumete me
trajera agua para mojarme la cabeza. El bote había cruzado a
este lado y había pasado la muralla, feliz nueva, después de mi
siesta forzada.

Pero no hemos concluído por hoy; volvemos a remolcar el bote


por la costa baja, pero esta se hace más pantanosa. Las aguas
llegan con tal fuerza, que hay que volver a largar la sirga y
quedando Francisco Gómez en el norte, todos los demás cruzan
obligatoriamente al sur. La corriente es muy grande, tanto que
impide el manejo del bote, el cual no puede presentar sus
bandas porque se tumbaría. Vamos adelantando con la proa
hacia el río que desciende y así llegamos al sur. Trabajamos,
pues, pero con dificultad; son muy empinadas las costas y llega
un momento en que la barranca es a pique. En un instante en
que el señor Moyano ha bajado a atar la cuerda, el bote se
suelta y tenemos que volver a cruzar al norte, porque ir a to
mar la costa sur, más abajo, sería perder el trabajo de todo el
día; remolineando como una tina, tomamos la tierra en el punto
donde había dormido la siesta letárgica. Patricio y yo, al remo,
hemos hecho este tour de force; ¡cuarenta metros más abajo, y
hubiéramos tenido que volver a cruzar la inolvidable muralla!
Con más felicidad ahora y con más precauciones, podemos,
ayudados de la pala y del pico, adelantar lo suficiente para
dejar atrás el mal paso que nos hizo cruzar al otro lado, y
cuando calculo que podemos hacerlo sin perder mucho camino,
atravesamos nuevamente, para traer al señor Moyano, quien,
considerándose olvidado, hace grandes fogones para llamar
nuestra atención. Es la primera vez que se divide así el
personal del bote.

Llegados al extremo de la vuelta pantanosa, acampamos al


borde del río, antes que el sol desaparezca entre los negruzcos
cerros de oeste. Media hora después, reunidos todos alrededor
del fogón, devoramos un asado de guanaco, pues desde la
madrugada no hemos tomado nada caliente. Estamos
completamente mojados y el estómago frío necesita calentarse.

Enero 21.— Paramos, obligados por el mal tiempo, lo que nos


vuelve las fuerzas perdidas. Un temporal fuerte del S. E.
inquieta el río; el agua parece que hierve y blanquea su curso
con miles de penachos, formados por el viento, al soplar contra
la correntada. Hemos pasado la noche al lado del bote, pero el
ventarrón es tan fuerte que no podemos plantar las carpas, y
además, la inundación aumenta, y nuestro campamento, al
borde del agua, va siendo invadido. Hemos sentido pumas en la
vecindad y Patricio ha velado y ha quemado su quillango,
porque ha tendido su cama al borde del fogón.

Cada uno hace campamento aparte para pasar el día con las
mayores comodidades posibles; las matas abundan, y con
paciencia, las convertimos en palacios provisorios. La que he
elegido yo, antigua guarida de pumas, es magnífica, y
habiéndola despojado de sus ramas espinosas y de las espinas y
huesos que abundan a su alrededor, restos de feroces festines,
construyo un resguardo donde sólo me incomoda la arena
menuda que levanta el viento y donde con la lectura, dejo
transcurrir, echado sobre el cascajo, las horas del día. Es
imposible hacer nada para comer; la arena lo convierte todo «a
la milanesa» y los granos de cuarzo platean y doran el asado.
Los remolinos elevan columnas de arena y si nos alejamos de
nuestras respectivas cavernas vegetales, el polvo no nos deja
respirar, ni mirar. En este paraje, el valle es más ancho y ya
abundan mucho los fragmentos pequeños de basalto, que
venimos encontrando de tiempo en tiempo desde el Atlántico.

Enero 22.— A pesar de haber calmado el viento ayer tarde, esta


mañana vuelve a arreciar y en dirección distinta; desciende de
la cordillera y nos obliga a buscar nuevos reparos, porque las
carpas no pueden mantenerse sujetas al suelo, a causa de su
blandura. El río parece de leche; el viento levanta una lluvia
fina que nos oculta por momentos la otra orilla y hay algunos
en que es tal la fuerza de rotación de los remolinos, que estos
elevan pequeñas columnas de agua de un metro de altura.

Enero 23.— Tercer día de temporal: tenemos los ojos rojos a


causa de la arena; pero ya vamos acostumbrándonos y podemos
pasarlo con más comodidad. Como ha disminuido el viento,
Isidoro y yo salíamos a recorrer el camino al oeste y tratar de
obtener algún avestruz. La demás gente se ocupa en hacer, de
cogotes de guanacos, cuerdas para aumentar la línea de sirga y
reemplazarla, en caso que se gaste, lo que desgraciadamente es
muy probable, vistos los inconvenientes que vamos
encontrando; hacen también calzado, de repuesto, pues el
nuestro ha casi concluído.

Enero 24.— Habiendo calmado el viento pampero, salimos a


las diez de la mañana y caminamos sin tregua hasta las siete de
la noche. Es el mejor camino que hemos encontrado desde la
Bahía, pues la margen norte siempre nos da paso con grandes o
pequeñas dificultades, pero nos estorban las mesetas a pique
que tanto tememos. Pasamos por parajes donde el río es
bastante más angosto que su curso general, pero hay pocos
rápidos en la orilla y aunque las vueltas son numerosas, los
arbustos han disminuido y permiten que el caballo nos ayude
en el trabajo.

Van siendo más abundantes los restos de industria humana; a


cada momento vemos rastros del paso de los antiguos
indígenas, y sin alejarme de la cuerda que tiro encuentro varios
cuchillos de piedra. El paraje en que se recogen estas
antigüedades es generalmente en los bajos, donde una lomada
baja, que desciende hasta el río, proporcionaba abrigo a los
primitivos habitantes.

Una loma que sirva de reparo al viento, una mata que brinde
protección, las boleadoras y las flechas para los guanacos y
avestruces, las pequeñas puntas de flecha para el pescado, que
la claridad del agua permite distinguir, cuando hay calma,
nadando en los remansos, bastaron al antiguo patagón para
llevar una vida que, quizás, lo hizo feliz. Se comprende
fácilmente que ellos eligieran estos rincones, porque no
teniendo caballos, la caza en los despoblados abiertos hubiera
sido imposible, y sólo en los bajos, con lomadas y arbustos,
pudieron encontrar emboscadas fáciles y provechosas.

Las mesetas desagregadas que dejamos al sur, nos ofrecen un


interesante panorama; una arquitectura fantástica ha convertido
ese pedazo de pampa en castillos arruinados, murallas
imponentes, pirámides de flancos desmenuzados, con grandes
cubos en la base; todo árido, blanquisco y alumbrado por el sol,
que los destaca del fondo incierto. Allí parece yacer una ciudad
geológica destruida, entre cuyos edificios inmensos se han
formado médanos. Una interesante colección de fósiles espera,
en ella, al feliz colector que disponga de tiempo.

En el paradero de esta noche, Isidoro ha cazado un puma, el


que después de haber sido despojado de su piel, que se destina
para las colecciones, es dividido en dos partes, una para la cena
y la otra para los perros, los que no quieren comerla. Esta
pieza, en el momento en que Isidoro la encontró, espiaba una
tropilla de guanacos, que bajaba a beber al río. Patricio, al
verla, ya muerta, se asusta de tal manera, que sin fijarse que es
inofensiva, dispara de ella y se refugia en el bote; sólo cuando
la ve dividida cobra ánimo y devora su carne con un placer tan
grande como el temor que antes le ha tenido. Los negros y
otros salvajes comen la carne de las fieras para tratar de
adquirir por ese medio el valor y la fuerza de ellas. Patricio, tal
vez por herencia de sangre, hace lo mismo. Notando la afición
que tiene por esta clase de alimento, le damos el apodo de
«Yanta-féras», aunque él desea el de «Mataféras».

El paradero está situado en la falda de la meseta norte, al


principiar una vuelta del río, que cruza transversalmente el
valle y donde hay un pequeño bañado bajo, que se interna en
una quebrada que cae de los cerros y que presenta un aspecto
pintoresco por la abundancia de arbustos. Se nota cierto cambio
en la orografía de la región, y divisamos al oeste tablas negras
que nos anuncian el basalto; en la costa hemos visto
fragmentos redondeados de esta roca, muy celulares, que
semejan negras esponjas petrificadas. En el bañado cazamos
algunos zamaragullones y un ardea que, con el cuello encogido,
esperaba la noche para hacernos oír su lúgubre grito.

Enero 25.—Corriendo el río por la falda de la meseta casi


vertical, el principio del trabajo es sumamente engorroso, pues
cuando no tenemos ese obstáculo, los bañados de la orilla
opuesta se han vuelto intransitables con la creciente; esta va en
aumento y en ciertos sitios bate con tal fuerza la costa a pique,
que se desploman grandes fragmentos de roca, que pueden
aplastar nuestro bote, el que arrastramos con energía y
paciencia.

Salvado el primer mal paso, monto a caballo y subo a la


meseta. Alcanzo a cruzar tres mesetas elevadas, la última es de
cerca de 1.200 pies y, sobre ésta, encuentro un manantial
situado en una hondonada agreste pero triste, y al cual rodean
más de cincuenta guanacos, que se revuelcan en el barro
salitroso, para refrescarse del calor insoportable del día. Es el
fragmento de territorio más triste que he cruzado. Reina una
aridez espantosa; la sequedad se opone al desarrollo de la vida
orgánica, y asombra que el guanaco recorra esta tierra muerta;
la lluvia pocas veces humedece esta planicie, y si llega con ella
a desarrollarse la vegetación, pronto la crudeza del tiempo la
abate.

Sólo he visto escasas matas de calafates, pero en cambio, en la


última meseta, la mata negra sombrea grandes extensiones con
sus obscuras ramas, y encendiéndolas, me dan ocasión de
avisar a los del bote mi paradero, poniendo en fuga, al mismo
tiempo, a los pumas y zorros que, guarecidos en ellas, presiente
el famoso picaso, tuerto y cojo, que monto.

Cruzando planicies y quebradas, llego a una de éstas, cuyos


bordes perpendiculares y renegridos, anuncian el basalto.
Corresponde a la meseta mediana que se eleva a 750 pies sobre
el mar. Cuesta trabajo encontrar fácil descenso entre estos
enormes cristales imperfectos, opacos, que parecen ahumados
por tremendos incendios. Es un desfiladero sombrío y tétrico,
dominado por inmensas murallas, cuyos flancos parecen haber
sido asaltados y defendidos por gigantes, que desmoronaron
sus piedras. La lava basáltica ha formado, entre la soledad de
las mesetas, parajes aún más tristes, más imponentes,
verdaderamente salvajes, abrigos de pumas y cóndores que en
las cuevas rugen y en las alturas aletean.

La sábana ígnea que se extendió bajo el antiguo mar se ha


quebrado sembrando de fragmentos la grieta, y entre estos sigo
por el precipicio que se dirige desde el N. O. Lo dominan a
ambos costados el basalto en cristales imperfectos, negros
unos, pardos otros, sirviéndoles de contrafuerte los fragmentos
que su infatigable enemigo, el tiempo, ayudado por el frío, han
arrancado de esos muros verticales, de 120 pies de alto y que se
elevan soberbios, entristeciéndolo todo. Es un espectáculo que
ejerce melancólica influencia sobre el viajero; este enmudece,
y hasta puedo decirlo, cierto temor, inspirado por el recuerdo
de la catástrofe geológica que produjo esta escena, se apodera
de él. Todo calla aquí; hasta los guanacos cesan de anunciar su
presencia y vagan solos entre los matorrales; únicamente
chillan los halcones blancos y negros y los cóndores. Un
pequeño arroyuelo, hoy casi seco, con mala agua, pero que en
otoño o en invierno debe contenerla en más abundancia,
serpentea por el centro de la quebrada, que está obstruida en
distintas partes por los peñascos que han caído de las alturas, y
por los matorrales que la naturaleza parece haber colocado aquí
para atenuar la desoladora perspectiva de esta región
verdaderamente infernal. Verdes gramíneas, algunas tan altas
que parecen juncos, contrastan con la roca volcánica, y algunas
amarillas y rojas calceolarias, inclinan su tallo sobre esta negra
lava, representando la vida sobre una región de muerte.

El río corre lejos de la meseta, y me es necesario galopar largo


rato, entre parajes sumamente áridos para encontrar el bote que
avanza lentamente.

Enero 26.— Hoy, a medio día, hemos llegado al punto


peligroso que señala Fitz-Roy; el Santa Cruz baja saltando por
sobre rocas que costean su margen septentrional. Inmensas
moles negras se destacan sobre la meseta, formando siniestro
contraste con el celeste del cielo y las faldas están sembradas
de enormes fragmentos cubiertos de arbustos.

A cada instante nos encontramos en presencia de dificultades,


pero siempre tenemos suerte y las vencemos, y dejamos atrás
el paradero de Fitz-Roy, al llegar a Basalt Glen. Esta sombría
quebrada, inmensa rajadura, en la estrata volcánica que la
domina a ambos costados con sus moles geométricas, se dirige
desde el N. O., hacia el río, formando en este punto una
pequeña bahía pintoresca en su misma tristeza. Estas moles
obscuras, casi columnares, que caen a plomo desde la meseta y
cuyos fragmentos han rodado hasta el agua, están matizadas de
lujosas gramíneas y de otras plantas distintas a las de la
meseta, y todo indica más vida vegetal y más variedad en ella,
que en el territorio ya recorrido. Estos pequeños desfiladeros
obscuros, sembrados de enormes peñascos de ángulos fuertes,
negros, y mohosos por el tiempo, dan al paisaje el aspecto de
una región de hierro; el basalto, cubierto de pequeños líquenes
tiene, desde lejos, cierto viso de vetustez, que caracteriza las
antiguas construcciones del hombre. Un pequeño manantial
corre por el centro con poquísima agua.

Fitz-Roy se equivoca al creer que por esta quebrada corre el


Chalia, mencionado por Viedma, en su viaje a la cordillera. El
manantial que he visto hoy, se habría sin duda convertido en
pequeño arroyo, en el tiempo que el célebre marino lo
examinó, es decir, en otoño (26 de abril de 1834) y esto le hizo
suponer esa dirección al río citado por Viedma y a quien los
indios dijeron que desaguaba en el Santa Cruz. El Chalia no es
otro que el arroyo que pasa por el paradero de Shehuen Aiken y
que desagua en el río Chico el cual a su vez, afluye a la bahía
Santa Cruz.

Hemos conseguido salvar los malos pasos y hacemos nuestra


parada al pie del murallón basáltico, en la vuelta del río que
forma un valle pequeño. En este, la caballada puede encontrar
buen alimento. Establecemos el campamento en un sitio bien
resguardado y cómodo para poder descargar el bote y revisar el
estado de las provisiones.
Enero 27.— El viento de los Andes sopla con fuerza y agita el
agua que se encrespa sobre las piedras y choca en ellas con
gran ruido. Como el cauce del río es aquí angosto (más o
menos 200 metros), la corriente es más veloz y el trabajo
incómodo en alto grado; no debo exponerme a que fracasen mis
proyectos y resuelvo no moverme hoy. El señor Moyano sale a
cazar y vuelve con un avestruz, cuyo cuero saco para las
colecciones y en seguida hago una excursión a las quebradas
basálticas, para poder, desde las alturas, buscar las crestas de la
cordillera.

Todo se combina para hacer más lóbrego este desfiladero de


basalto; el día es frío, obscuro y a ratos cae lluvia fina y el
viento sopla con furia, produciendo en ciertos momentos, en el
valle silencioso, silbidos tristísimos. Este escenario fuera digno
teatro de las hazañas cantadas por Ossian: recuerda las
soledades, hijas del paso de Fingal. Cuando, en un momento,
un chubasco cargado de grueso granizo, blanquea, golpeando
los negros flancos de los peñascos, la superficie escabrosa de la
angosta quebrada, mi imaginación cree ver aquí su sudario
mortal, y en los esqueletos, residuos del festín del puma,
despojos de algún héroe de las huestes de Loclin, abatido por el
dardo del titán de Morven. Los cristales de sólida lava,
tronchados y caídos unos sobre otros, semejan piedras
funerarias, sobre las cuales exhalan las águilas gritos
siniestros, que el espíritu toma por un momento como fatales
augurios.

Enero 28.— Al oeste del paradero, el río forma una rápida


vuelta viniendo del sur, desde el borde de la meseta opuesta,
dejando al norte una extensa llanura, pues la meseta basáltica
no la sigue, viniendo casi en línea recta E. O. Presenta esa
llanura dos pequeñas mesetas, y en la superficie, inmediata a
lava, se admiran preciosos manantiales, fertilísimos, como no
esperaba encontrar aquí: dos pequeñas lagunas permanentes
alimentan miles de aves, y se regocija el viajero mirando los
flamencos, patos, chorlos, y gallaretas que en innumerables
bandas cambian a cada momento de bañadero. Esta capa de
agua, que nace bajo el basalto, fertiliza la región, y su aspecto
nos arrebata la tristeza que produjeron las quebradas visitadas
ayer. Los guanacos abundan por cientos, y en todas direcciones
vemos tropas de avestruces que huyen de los perros de Isidoro.

Esta tarde he hecho una excursión sobre la capa de lava; sobre


ella se divisan mesetas elevadas de 2.000 a 2.500 pies, que se
escalonan hacia el oeste, pero a pesar de hallarse despejado el
horizonte en esa dirección, la cordillera está velada aún por la
distancia a que nos encontramos de ella.

Enero 29.— Por las alturas termométricas tomadas hoy, en el


punto de ebullición, obtengo una altura para la meseta
basáltica, inmediata al campamento, de 751 pies y para este la
de 235.

Enero 30.— Nos ocupamos de levantar un pequeño cairn, como


signo de nuestro paso por este punto.

He incendiado los matorrales de la falda del cerro para


ahuyentar los pumas que anoche han molestado a la caballada y
que distinguimos ahora, huyendo por las obscuras grietas que
abundan en los flancos de estos enormes peñascos.

Enero 31.— Aún dura nuestra detención; innumerables


cóndores y caranchos acuden al campamento en busca de los
despojes de nuestra cocina, y estamos rodeados de centinelas
alados que alarman al brasilero, el cual no duerme la siesta de
temor de ser atacado por ellos.

El tiempo ha recrudecido; a las doce el termómetro marca 5°


Réamur; el frío andino nos llega y a la noche, en el arbusto
inmediato a mi cama, encuentro que dicho instrumento ha
descendido a 2°, temperatura bastante desagradable para el mes
de enero!

Nuestro campamento presenta un aspecto mágico. El incendio


continúa con mayor intensidad; ha atacado los murallones de
basalto y devora los arbustos.

La luna, que hace un mes veía elevarse sobre el tranquilo


océano, alumbra radiante esta escena ardiente; las llamas
gigantescas serpentean entre las grietas y hacen destacar los
negros muros invencibles para ellas y las columnas
tumultuosas de densísimo humo hacen resaltar la suavidad y
los tenues contornos de pequeñas nubes fugitivas que corren
empujadas por el crudo viento andino. Los rayos lunares las
platean unas veces y otras los interceptan ellos; entonces
admiramos más la escena infernal que se desarrolla frente a
nosotros, produciendo ruidos pavorosos y que contrastan con el
bello panorama que, desde la altura, domina a nuestro tranquilo
campamento.
LLEGADA AL LAGO
Febrero 1.º Resolvemos continuar viaje a la madrugada. La
inmensa vuelta hacia el sur no nos ofrece grandes
probabilidades de adelantar mucho al oeste, lo que nos obliga a
levantar campamento, antes de la hora ordinaria, para poder
llegar a otra meseta, cuyos flancos se inclinan a cierta
distancia, anunciándonos que allí corre el río, antes de torcer
para formar la gran curva.

Al principio encontramos tropiezos, porque las piedras agitan


demasiado el agua y además es necesario conocer la
profundidad del río en este punto, para lo cual debemos cruzar
a la otra orilla, largando la sonda en medio del cauce.

Concluída esta operación, dejo que la gente continúe con el


bote, y emprendo la cruzada a pie para acortar camino y
conocer ligeramente la llanura.

El aspecto de la comarca es bastante variado y las lomas no son


planas, imitando mesetas, sino onduladas, como si hubieran
sido levantadas por fuerzas internas, y forman bajos bastante
pronunciados al llegar a la meseta alta que es coronada por el
basalto negro.

Todo es más fértil; la vista del paisaje es más risueña y los


pájaros más abundantes; los guanacos ascendiendo las
pequeñas colinas retosan alegres, sin recelo del hombre que, a
pie, cruza cercano, espantando bandadas de pechos colorados o
de patos que se alimentan con la exquisita fruta del calafate. El
río corre por el lado sur, pero las mesetas del norte se han
aproximado más, siempre con las ondulaciones ya señaladas, lo
que impide distinguir una larga distancia desde la costa.

He descansado durante la siesta al resguardo de un pequeño


matorral, hasta que Isidoro llega con la caballada a este punto,
pero el bote no se divisa y varios cóndores que revolotean
lejanos entre las colinas inmediatas al curso del río, me hacen
pensar que alguna desgracia ha acontecido a su tripulación;
retrocedo a pie siguiendo la orilla, y recién a las tres millas doy
con él y comprendo la causa que motiva el retardo; el camino
que ha hecho es engorroso y además ha sido necesario demorar
para cargar un guanaco que han cazado y que es la presa que
atrae a los cóndores.

Recién a las diez de la noche llegamos al matorral paradero, no


sin grandes esfuerzos, sobre todo en la última parte, donde el
borde del río es en extremo fangoso, y donde la noche obscura
nos oculta los buenos trechos para llevar la sirga. Pasamos
agradable noche, después de habernos alimentado bien con
fariña guisada con grasa de avestruz y excelentes beefsteacks
de guanaco.

Febrero 2.—La corriente no es tan rápida en este punto, pero la


inundación nos retrasa mucho en la marcha; hay parajes en que
el río tiene 400 metros de ancho y donde las aguas han ocultado
matorrales sobre los cuales vara el bote y que nos maltratan
cruelmente al echarnos al agua para desligarlo de las ramas. El
cauce del Santa Cruz se dirige ahora al norte; y estos zig-zags
van siendo tan numerosos y tan espaciosos que poco ganamos
al oeste. A mediodía se levanta un fuerte viento, que acrece la
velocidad de la corriente de tal manera, que nos obliga a parar
antes de entrado el sol, entre un bajo inundado, cubierto de
matorro blanco y de calafates. Es el paraje más montuoso que
he encontrado hasta aquí; lo cubren médanos grandes, que
ocultan los peñascos negruzcos desmoronados de la capa
basáltica que lo domina y con la cual el río, que desciende
rugiendo al pie, forma un cercado natural, casi completo, para
nuestra caballada. Este es el punto donde el almirante Fitz-Roy
estuvo a punto de perder una de sus embarcaciones; el ruido
que las aguas hacen al chocar en los peñascos derrumbados que
hay en el fondo en una boya profunda circundada por otras
piedras, es grande: es una enorme caldera que bulle y cuyo
hervidero siembra de blanca espuma todo el ancho del canal.
Un trueno siniestro aunque no fuerte, se siente continuamente y
nos avisa el peligro que vamos a arrostrar si tentamos salvar
ese infierno de rocas y de olas. El río está sembrado de islas
formada por la inundación que va invadiendo el valle y me
encuentro perplejo sobre cuál de los canales debo seguir, pues
por todas partes vemos piedras o matorrales cubiertos, pero
denunciados por los penachos que el agua forma sobre ellos.

Febrero 3.—Nuestro campamento ha sido instalado ayer entre


unas matas abrigadas, que la casualidad nos ha mostrado.

Aun en el abrigo en que nos encontramos todavía hoy, pues


dura el temporal, hemos sentido los efectos de las inclemencias
patagónicas. La maleza que me recuerda días agradables
pasados en las salinas catamarqueñas, durante mi expedición a
las ruinas de las calchaquíes, ha sido débil reparo; la lluvia ha
descargado sobre nosotros y nos ha mojado completamente, a
pesar de las cuevas que cada uno ha formado en los intrincados
troncos de los arbustos, precaución que no olvidamos cada vez
que el tiempo nos amenaza. Al despertar, cada uno se encuentra
convertido en isla, rodeado completamente por el agua y
apenas podemos levantarnos, pues nos encontramos sumidos en
la tierra guadalosa.

El viento continúa con fuerza cada vez mayor, levantando


remolinos de arena que recorren, caracoleando, la llanura y
elevando columnas de polvo sobre los peñascos basálticos, lo
que nos produce la ilusión del humo de la lava, aún
incandescente; el bote balancea con el viento y la corriente, y a
pesar de sus buenas amarras, nos infunde serios cuidados su
situación.

No hay posibilidad de movernos; si tratáramos de cruzar a la


orilla opuesta, seguramente iríamos a tomar la costa, frente al
paradero de donde salimos ayer de mañana; más vale
permanecer tranquilos entre tanta intranquilidad y aguardar,
para continuar la marcha, que los elementos se apacigüen. El
señor Moyano, Isidoro y Patricio salen a cacería y vuelven a la
tarde con los excelentes resultados de la excursión, la que ha
proporcionado un guanaco, un avestruz y una ardea, en cuyo
buche encuentro pequeños pescados.

Todas estas presas, aumentadas con un gordo pato de carne


sumamente agradable, se convierten en pródigo banquete con
que mi expedición festeja el aniversario de la caída del tirano.
Es el apéndice forzoso al bautismo que he hecho del cerro
basáltico inmediato y donde truenan las rompientes. Acabo de
recorrer sus pedregosas faldas; he rebuscado en sus peñascos
sombríos, en medio de ruinas geológicas inmensas, a las que
los elementos han dado la apariencia de devastaciones humanas
y por una de esas evoluciones del pensamiento, que sin
quererlo, unen en una misma idea sensaciones bien opuestas,
he encontrado analogías entre esta creación de las furias
volcánicas y las sangrientas obras del hombre odiado, cuya
caída tuvo lugar hace hoy 25 años.

He mirado el espantoso remolino que gira vertiginoso,


puliendo los negros cantos del basalto, que se ven renegridos
entre la blanca espuma; he visto los desplomes del borde
arenoso, que la creciente labra y desprende de la orilla a pique
y que pulverizan las veloces corrientes, que debemos tratar de
vencer, siguiendo nuestra marcha adelante, y esos obstáculos
físicos me han recordado obstáculos morales que produjeron
los malos días; dando impulso al cuerpo al mismo tiempo que a
la mente, me he internado entre las peñas y los matorrales
espantosamente sombríos por la tormenta que oscurece el cielo
y el fuerte viento que hace temblar los tupidos arbustos en las
empinadas y angostas quebradas, y al llegar a una de éstas,
cauce de un pequeño pero profundo torrente, seco hoy, he visto
un gran puma que destroza los sangrientos despojos de un
indefenso guanaco que acaba de sacrificar, saltándole al cuello
desde el escondrijo volcánico que le sirve de guarida. Esa
escena, aquí, dominada por esos cerros negros que para alejar
las fieras he coronado de llamas que serpentean ascendiendo y
asaltando la cumbre que queda envuelta en denso humo,
impone y fortifica más el recuerdo triste evocado al entrar en la
quebrada obstruída: y para perpetuar el aniversario de la caída
de Rosas, hombre, pero puma de instintos, doy a este paraje el
nombre de «Cerro 3 de Febrero».

He encontrado rastros del paso del hombre salvaje; desiertos


hoy, estos parajes han debido ser sumamente frecuentados en
épocas lejanas. Conforme con la opinión de Fitz-Roy, creo que
la naturaleza del terreno no incita a que los que usan caballos
atraviesen estas regiones donde hay tan poco alimento para
ellos, y tan mal terreno; pero para el hombre a pie, necesitado,
nada le presenta serios estorbos, y la prueba de que han pasado
por este punto rocalloso no consiste sólo en cuchillos y
rascadores, con los cuales las mujeres preparan las sencillas
vestiduras de esos nómades Nemrods australes; en la cima del
basalto he encontrado esta mañana un pequeño túmulo o cairn,
muy antiguo, casi destruido completamente y donde sólo he
hallado un fragmento de antebrazo humano, señal de que
aquello fué el sepulcro de un indígena, y cuyos despojos
trataron sus deudos de preservar de esa manera.

Febrero 4.—Apenas aclara, Isidoro, que ha pasado casi toda la


noche en vela a causa de haberse alejado la caballada
alborotada por algún puma, y que se halla impaciente por salir
de este sitio, nos despierta con un buen jarro de café bien
fuerte, según lo he dispuesto anoche. Vamos a atacar el mal
paso; energía no nos falta, pero juzgo conveniente cierta
excitación artificial para llevar adelante la marcha, donde el
terreno nos ofrece tantos obstáculos. La principiamos, pero por
más tentativas que hacemos, es imposible vencer el remolino;
avanzamos hasta él, pero la corriente poderosa nos arranca la
cuerda de las manos y hace girar el bote, alejándolo aguas
abajo y exponiéndolo a zozobrar contra las piedras.

Tres ataques seguidos y enérgicos no nos ayudan y resolvemos


emprender la tarea del remolque por el sur, que es bien ruda y
la más penosa que hemos efectuado hasta hoy. La anchura del
río es grande, pues la inundación va ganando terreno y no es
posible ir por ladrilla, porque los arbustos son numerosísimos y
los rápidos que la corriente forma sobre ellos son casi
invencibles; la velocidad es tal que el agua ondula en los
canales formados en los desplayados, y los matorrales
cubiertos sólo están denunciados por los penachos del agua que
choca contra ellos. Todos nos lanzamos al agua y no ya tirando
sino arrastrando el bote, unas veces tendiéndonos, otras
enredándonos en las matas sumergidas, avanzamos así hasta
que por entre ese intrincado archipiélago de islas, piedras y
arbustos sueltos, podemos llegar con grandes precauciones al
cauce del río, y haciendo esfuerzos para no dejarnos arrastrar
demasiado por la corriente, arribamos a la orilla norte, donde
Isidoro nos espera con la caballada. El sitio en que varamos
solo queda a cien metros del torbellino y para salvar ese
espacio hemos necesitado cinco horas de trabajo continuo.

Después de almorzar, continúa la marcha del bote,


remolcándolo con el caballo hasta el punto donde desemboca
una quebrada, y allí, como la barranca es a pique, e imposible
de salvarla por su falda y presentando al lado sur, orilla
cómoda para continuar a pie, hago cruzar el bote y me dirijo
con Isidoro y los caballos por la quebrada mencionada. Esta, en
su borde derecho, se presenta coronada de basalto; a la
izquierda el cascajo glacial reposa sobre la arenisca terciaria.
Las capas de esta última formación no se encuentran aquí en
estratas horizontales; hállanse inclinadas hacia abajo, en
dirección al este.

La formación basáltica cesa aquí, y bordea la quebrada en


dirección noroeste, hasta mesetas altas, que se divisan hacia
ese lado y cuyas cimas onduladas no presentan la
horizontalidad de las líneas que caracterizan las regiones que
ha cubierto la lava submarina luego de solidificada. La meseta
terciaria sobre la cual cruzamos se dirige al sur, sin indicar el
menor rastro de sábana basáltica. Curioso es el fenómeno de
estas colinas, tan próximas unas de otras, unas coronadas de
negra lava, otras de arena y cascajo, sin que estas últimas
conserven señales que puedan inducir a pensar que en otro
tiempo, fueran cubiertas por el liquide ígneo, aún cuando éste
después de solidificado, se hubiera descompuesto. Los
fragmentos de esta roca son raros sobre ellos.

Al ascender por un cañadón la quebrada despojada de basalto,


hallamos que sus laderas están cubiertas de un pasto
amarillento, con pequeños manantiales profundos, rodeados de
lujosas gramíneas, donde los caballos gozan aprovechando esta
yerba tierna que hace ya tiempo no comen. Un león espanta la
caballada que huye despavorida, y mientras Isidoro lo corre
con sus perros me encargo yo de dirigir la tropilla y el carguero
en busca de descenso fácil por la abrupta ladera.

Las yeguas y potrillos se asustan al mirar al abismo, caracolean


y echan a disparar por la inmensa pampa alta; el carguero
siembra la llanura de los despojos de su carga desarreglada, y
el picaso tuerto y cojo, se convierte aparentemente en estatua
de piedra, al borde de la meseta, al mirar cómicamente, de
reojo, la profundidad árida del valle. Sólo después de largo rato
y de repetidas tentativas, consigo que la caballada se arriesgue
por los empinados senderos de los guanacos, que serpentean en
la falda.

Mientras trabajo en las vueltas y revueltas espantando los


caballos que por cualquier piedra grande que se desprenda o
cualquier matorral que se les interponga al paso, vuelven hacia
atrás, diviso algo más al norte, en el bajo de la meseta, enormes
rocas pardas y amarillentas de fisonomía extraña a las demás y
que atraen mi atención. Llegado al paradero del bote, donde
Isidoro ya me ha adelantado llevando a la grupa el león que nos
proporciona buen asado, hago atar el caballo a la sirga, pues el
camino se presta para ello, y me dirijo en seguida a esas rocas
curiosas.

En el trayecto examino los primeros grandes trozos erráticos;


inmensos peñascos pulidos, suavizados por el enérgico
rozamiento de los hielos, se ven sepultados entre el cascajo, y
con más generalidad, al borde del río, donde van a aumentar
con los matorrales, el número de los rápidos, y por
consiguiente, el de los inconvenientes del viaje. Esos enormes
fragmentos transportados, de granito, basalto y traquita,
muestran sus faces negras blancas y grises sobre la superficie
del suelo. Son páginas imperecederas, donde encuentra el
geólogo, que lee en el gran libro de la naturaleza, la prueba
evidente de uno de los fenómenos más grandiosos de los
últimos tiempos geológicos. Al verlos, la imaginación
retrocedo en las edades e imagina el gigante ventisquero que
sembró con los destrozos de las montañas el valle triste por
donde serpentea el Santa Cruz, que se alimenta hoy de las
frágiles ruinas de sus hermanos menores, las sábanas heladas
de las cordilleras, y que salta bullicioso sobre los antiguos
testigos de la pasada actividad del líquido elemento congelado.

Las rocas amarillentas, que había distinguido desde la meseta,


se encuentran a un kilómetro de la orilla del río. Es la parte
más compacta del terreno terciario, que por la desagregación
de las superiores más deleznables avanza, en peñascos macizos
y de grandes dimensiones, al pie de la meseta, medio ocultos
por matorrales de ropaje bastante lujoso, si se les compara con
los que brotan en la planicie. Cubos enormes, grupas rodeadas
de inmensos monstruos, escalinatas, aún bien conservadas,
vestigios de labor humana en los tiempos de su grandeza
brutal, créese ver en esos trabajos del tiempo, que semejan
productos de creaciones antiguas del hombre.

Este rincón aislado que escapó a la observación de Darwin, qué


inmenso interés hubiera tenido para el ilustre naturalista! La
historia de generaciones pasadas yace sepultada en las entrañas
arenosas de este gris zócalo de meseta. La superposición de las
capas ha conservado entre ellas restos de seres que la
naturaleza ha colocado en ese lecho, unas veces enteros otras
en pequeños fragmentos, para atestiguar a los otros organismos
generados por la incansable progresión de sus fuerzas, la
genealogía de los que le precedieron en el teatro de la vida,
preparando su aparición en esta escena. Esos animales cuyos
restos han hecho rodar las aguas marinas y las fluviales hasta
dejarlos sepultados bajo la superficie del suelo patagónico,
muestran la riqueza y la variedad de seres que ostentaban sus
curiosas formas en los paisajes terciarios.

El período eoceno, no denunciado aún en Patagonia, me ha


asombrado con la extraña forma de alguno de los seres que
vivieron durante él y que han cumplido su evolución, sin
dejarnos descendientes próximos, en que imaginarnos la figura
de los que cesaron. Incrustados en la dura piedra, mi feliz
estrella me hace encontrar grandes osamentas, el colmillo de
un poderoso paquidermo desaparecido, y ascendiendo la
escalinata geológica de blancas, amarillas y grises fajas, mi
colección palenteológica se enriquece con los despojos de
variadas formas vivientes en los distintos períodos del
terciario; marsupiales, roedores, carnívoros, paquidermos y
hasta los desdentados, que habíamos creído hasta ahora
pertenecer al cuaternario. Diez formas distintas de seres
vivientes en épocas en que la tierra patagónica estaba distante
de tener la disposición orográfica de la actualidad, han
encontrado un nuevo reposo en mi maleta, después de haber, en
su duradero yacimiento, cruzado los grandes cataclismos; han
reposado en el fondo del mar; han sido arrastrados por perdidos
ríos, han vuelto a las profundidades del océano, han sentido
quizás el calor de la ardiente lava que cubre hoy las mesetas,
luego el frío glacial representado por la capa de detritus de esa
época, hanse sentido humedecidos por las lluvias diluvianas, y
hoy el cierzo seco y el sol halos acariciado antes de ser
admirados por el hombre.
A la entrada del sol, acampamos en la márgen norte en un
retazo fértil, al pie de un gran calafate de aspecto arbóreo y que
por su tamaño se divisa desde una distancia considerable,
destacado sobre el azul del agua, que dominada al sur por una
barranca casi a pique, corre, sombría, por la hora, cubierta
aquella cumbre por la lava basáltica a la que la fantasía de los
elementos ha dado el aspecto de una imponente fortaleza.

El sol ha descendido enrojeciendo el horizonte pequeño que


dejan ver dos negros peñones volcánicos y el cielo azul oscuro
con la tenuidad de la declinación del crepúsculo, nos muestra
lánguidos los grandes astros aislados. Gozando del fresco de la
noche que reemplaza al calor sofocante del día, alrededor del
fogón, que mirado de lejos parece una llama desprendida de la
lava que lo domina, comentamos las fatigas del día, y
contentos con haber cumplido nuestro deber, nos dormimos
todos.

Febrero 5.—Desde el momento en que salimos hoy las piedras


entorpecen nuestra marcha; un promontorio basáltico se
adelanta hasta el mismo cauce y forma innumerables rápidos, a
lo que contribuye el menor ancho del río.

Encontramos aquí extensos pastizales verdes, alegres,


alimentados por preciosos y ligeros manantiales que nacen en
la base del basalto. El viento fresco hace ondular los penachos
de las gramíneas, entre las cuales de vez en cuando se destaca
un montuoso calafate que las domina con sus obscuras hojas;
los juncos abundan en los parajes pantanosos y los berros
prosperan en las orillas del manantial poco profundo que los
alimenta. Cruzamos cuadras y cuadras refrescándonos los pies
en esta agua fría y en el césped, pero encontramos pasos tan
barrosos que es imposible cruzar por allí tirando a pie el bote;
hay que hacerlo por el sur.

Estos sitios son los preferidos por los pumas y los cóndores;
sobre todo, en las dos mesetas basálticas que dominan las
márgenes del río, borrando su vista, la alegría que comunican
los fértiles matorrales. Entre las peñas blanqueadas por sus
escrementos, se ven los gigantes del aire chillando
lúgubremente, persiguiendo a veces algunos loros incautos
mientras no se le ofrece a su aguda vista otra presa más
importante. En la llanura, donde los avestruces y los guanacos
vienen a solazarse en estos oasis, situados en el centro de tanta
desolación, los pumas huyen de nuestro tropel y de nuestros
cuatro perros. Miran asombrados la tropilla; que un momento
creyeron ser de guanacos y dando grandes saltos se alejan a
buscar refugio entre los peñascos y los tupidos matorrales.

Paramos a medio día en las inmediaciones de un buen matorral


y en la pequeña península que forma un río seco.

Mientras descansan los marineros salgo a caminar por el cauce


seco, y encuentro un puma, el más grande, visto hasta ahora, y
que Isidoro enlaza momentos después. Estaba en acecho
esperando la oportunidad de arrojarse sobre uno de los
potrillos, pero lo descubren los perros y el gaucho vaqueano
poco tarda en alcanzarlo; lo ha enlazado de una mandíbula al ir
a incar sus colmillos en uno de los cachorros que lo acosaban, y
que ha herido con sus garras. Al irle a colocar bien el lazo y
concluirlo de matar, se abalanza sobre mí, y casi me hubiera
despedazado si Isidoro no da un buen tirón del lazo y lo
arrastra. Vi su garra a pocas pulgadas de mi cabeza. Patricio
guarda las manos, con las uñas, para hacer tabaqueras que
regalará a sus amigos en Buenos Aires, como prueba de la
veracidad de las aventuras de viaje que contará. Los demás nos
contentamos con comer un buen costillar y con guardar el resto
para los días venideros.

A las tres de la tarde continuamos: el río corre con menos


fuerza y considero fácil ganar el extremo de la vuelta que
hemos nombrado «de los Tres Cerros» por algunos mamelones
glaciales que distinguimos sobre la meseta norte.

Este punto era en otro tiempo uno de los preferidos por los
indios para efectuar el paso del río y en sus márgenes he
encontrado pedazos de palos de toldos. Le llaman «Yaten-
huajen»; conjeturo que haya sido elegido por la facilidad que
presenta el menor ancho del río, su corriente menos veloz a
causa de la pila poco pendiente, los buenos pastos para los
caballos cuando llegó el tiempo que los indígenas los tuvieran,
y por la abundancia de caza en los manantiales, cuando cazaban
a pie.

Los hielos flotantes antiguos han depositado en este valle


inmensa cantidad de rocas amontonadas, que forman pequeñas
colinas, como si hubieran sido depositadas por un inmenso
ventisquero en distintos puntos de descanso, aunque me inclino
a creer en lo primero. La ondulación del terreno es cada vez
más pronunciada en el bajo, cuando se adelanta hacia el
interior y las mesetas se elevan a 1150 pies; se nota más
variedad en la disposición de las cumbres lo que hace cesar la
perspectiva uniforme hasta ahora de la región por donde corre
encajonado el Santa Cruz.

Cruzando el valle a caballo para alcanzar el extremo de la


vuelta he encontrado en el camino un elegante zorrino, que
aprovechando la tarde hacía caminar sus pequeños hijuelos;
esta preciosa escena que se desarrolla alrededor de la cueva, en
cuya boca los esperaba la madre amorosa, fue interrumpida por
mis acompañantes, los perros, que dieron muerte a esos bonitos
pero asquerosos habitantes de la antigua Morena.

Paramos la caballada en la falda de los Tres Cerros, entre unos


médanos que bordean el río. La abundancia de piedras erráticas
es muy grande y los vientos han levantado la arena que las
rodeaban, formando profundas cavidades, en medio de las
cuales se hallan esos trozos. De nuestro paradero situado en
una de esas hondonadas no se distingue nada, sólo el río que
ruge al saltar de unos peñascos que se divisan al pie de la
opuesta barranca a pique, pero he subido al primero de los tres
cerros y desde allí he experimentado un gran gozo. ¡Los Andes
están en el fondo del horizonte! Sus atrevidas moles azules se
destacan severas, coronadas sus cumbres de blanca nieve, pues
ninguna nube los oculta. Encuentro compensadas todas las
fatigas y sólo siento no tener la tripulación a mi lado para
admirar juntos el grandioso respaldo de nuestra gran patria.

Nuevos trapiezos detienen el bote que no se avista y recién en


la noche avanzada distingo una hoguera lejana en el oscuro
fondo sur, inmediato a la meseta; dejo a Isidoro en el paradero
y temeroso de que algo haya sucedido a mi gente, cuando
vamos tan cerca de ver coronadas de éxito nuestras fatigas, me
dirigo hácia la luz, sin preocuparme de llevar armas, y con sólo
una caja de fósforos para ir anunciando mi aproximación.

Aseguro que más de un rato amargo he pasado en el trayecto


que separan ambos campamentos. La noche es sumamente
oscura y los pozos en los médanos tan numerosos que no
comprendo cómo no he muerto al caer a ellos por entre los
arbustos espinosos que cubren sus bordes; pero esto no ha sido
el mayor peligro. Sólo quedaba un fósforo y faltaba la mitad
del camino que hacer, cuando escucho el ruido producido por
un animal que se mueve en la oscuridad; el instinto de
conservación me anuncia un enemigo, enciendo ese fósforo
último y veo delante un puma listo a lanzarse sobre el hombre,
que ha equivocado con el guanaco y que al reconocer el error
huye saltando. Cómica escena, que hubo de convertirse en
sangrienta, pero bastó la luz del fósforo, destello de la
inteligencia humana, para hacer comprender a la fiera la
inmensa distancia que existe entre la víctima que creyó tener
delante y la que encuentra.

Recién a media noche llegué al paradero del bote que había


sido sorprendido por la obscuridad al dar la vuelta al norte.

Febrero 6.—Un fuerte viento andino no nos permite caminar;


además, la enfermedad que me han producido las ablaciones
físicas y morales, sobre todo en los últimos días de trabajo, me
ha abatido hoy, de tal manera, que me es imposible moverme.
Con bayetas calientes desaparecen momentáneamente mis
dolores y una fuerte dosis de sulfato de quinina calina la fiebre;
esto me permite recorrer a la tarde las alturas de los tres cerros,
para volver a ver la cordillera.

Moyano caza un guanaco y Estrella solícito conmigo, se


convierte en excelente cocinero y me obsequia con un exquisito
beefteack del puma cazado ayer, que me hace olvidar por un
momento mi triste posición.

Febrero 7.—Cruzamos a la orilla opuesta con el bote, porque


los rápidos aumentan del lado este, y los médanos inundados se
han vuelto tan pantanosos que hay peligro de vida en ir por
dicha orilla del río; al concluir la vuelta, vemos que éste
desciende ondulado, pero casi recto del oeste, lo que nos
promete adelantar gran camino hoy; muchas de las barrancas
son a pique, en otras el basalto inclinado llega hasta el agua,
formando inmensos remolinos, pero siempre una de las dos
costas nos permite el paso, y además, la gente ha visto los
Andes; estos ejercen atracción sobre ellos, y hacen grandes
esfuerzos.

Pasado el terreno volcánico, el valle se ensancha a ambos


lados; colinas suaves preceden a las mesetas basálticas que se
han alejado hacia los costados; el campo mejora; la vista tiene
para admirar un horizonte más vasto y más alegre; los arbustos
tienen mayor amplitud y más verdor; los cañadones son más
fértiles y toda la comarca aumenta el contento que procura al
ánimo entristecido por la sombría lava el lejano panorama de la
cordillera.
La llanura está cubierta de matorrales de matorro blanco, que
le dan un bello aspecto y la arena que cubre el cascajo pequeño
permite galopar con gusto. Se respira libremente aquí. Todos
tiramos la sirga con placer y vamos amontonando castillos
sobre castillos, que se desmoronan en los primeros rápidos que
encontramos al llegar a un zanjón que se dirige del noroeste.
Dormimos en él.

Febrero 8.—El camino continúa por bañados extensos donde


no se puede sirgar a caballo, siéndolo sumamente molesto a
pie, pero en los parajes donde la inundación ha abarcado gran
parte del valle, podemos marchar ayudando los remos con el
bichero. Las vueltas son sumamente rápidas en ciertas partes, y
en otras el cauce del río adquiere un ancho normal, mayor que
en la región que hemos recorrido. El valle es muy pobre de
vegetación, pudiéndose decir que casi son tantos los trozos
erráticos, como los arbustos; así el país vuelve a revestir su
triste carácter patagónico. En la costa del río hemos encontrado
los primeros troncos de árboles, mayores que los inciensos o
calafates, los que nos anuncian los bosques de la cordillera.

Febrero 9.—Anoche los pumas han alborotado la caballada, lo


que no nos ha permitido dormir; uno de ellos se ha atrevido
hasta llegar a nuestro campamento, causando gran pánico a
Patricio y llevándose un avestruz que Isidoro boleó ayer.

El camino es pésimo y el calor insoportable; la creciente es


terrible y hace difícil la continuación de la marcha; cuando no
hay que cruzar por sobre matorrales sumergidos, los vueltas
nos desesperan. Algunas barrancas a pique, que se desploman
nos ponen a riesgo de zozobrar.

Con peligro emprendemos el paso de la barranca, habiendo


estado los dos marineros y yo, que somos quienes tiramos, a
punto de perecer desplomados, pero a mitad de camino, se
aumenta tanto el trabajo, que decido cruzar al sur,
exponiéndome a estrellar la embarcación contra una barranca
de piedra dura, o zozobrar en el centro del río sobre una isla
medio sumergida.

Patricio se resiste a marchar a pie tirando el remolque, porque


ha visto en las orillas ciertas señales que le demuestran que los
pumas han andado por allí; tanto más cuanto que oímos los
ladridos de los perros, que en la ribera opuesta persiguen a uno
de estos animales.

Lo que ha alarmado al brasilero son las impresiones de las


patas de los avestruces que se han refrescado en la arena
humedecida.

Debo ponerme en la punta de la cuerda y tirarla por dentro del


agua ayudado por el correntino, porque Estrella y Patricio,
desde adentro, dirigen el bote. El señor Moyano ha quedado en
la orilla del norte.

Llegados al punto que Fitz-Roy señala como segundo «Paso de


los indios», encontramos huesos de caballos y un fragmento de
cuchillo, lo que prueba la veracidad de la observación del
marino inglés; y habiendo cruzado a la margen norte,
acampamos en el mismo punto que lo hizo él, alrededor de las
osamentas que menciona en su diario.

Los picos de la cordillera están más definidos, y nos


orientamos con la aguja, tomando como punto de observación
el «Castle Hill» de Fitz-Roy. La apariencia de esta tarde es
espléndida y nos compensa el mal día. Una nube celeste y
blanca oculta el agudo pico de un atrevido cerro muy elevado,
cubierto de hielo, eterno, y la ilusión del deseo me dice que es
la gigante bandera patria que flamea gozosa saludando nuestra
llegada. ¡Qué alegres ensueños voy a tener esta noche! ¡Qué
agradables recuerdos va a evocar mi alma, mientras el cuerpo
descansa de la marcha penosa del día!

Febrero 10.—Peor camino que ayer; no hemos hecho en todo


el trayecto marcha más penosa; encontramos puntos en que el
río parece tener una milla de ancho; tal es la gran inundación.
Las orillas del norte son bajas, preciosas, con pastos
excelentes, con abras, que son cauces de ríos de invierno, y
cuyos horizontes extensos y amarillentos dejan ver a lo lejos,
en el noroeste, las capas basálticas que van retirándose a ambos
lados, formando un valle más ancho; en el sur, barrancas a
pique, tristes, cubiertas de piedras, limitan el valle, por ese
lado. En el fondo los Andes van definiéndose cada vez más, y
algo nos dice que pronto estaremos a la vista del ansiado lago.
Una gran quemazón oculta la región del S. O. y una cadena casi
recta E. O. de colinas elevadas de 1400 pies, con grandes
quebradas y que sirven de escalones para llegar a otros cerros
más elevados, limitan el valle en el sur. Al oeste de nosotros y
al este de «Castle Hill» se divisa una quebrada grande a cuyo
pie me parece que debe correr un río. Vamos, pues, a entrar en
la parte más interesante del viaje, en la región desconocida, en
lo que Fitz-Roy llamó «Llanura del Misterio».

En el cauce actual del río hemos encontrado un gran trozo


errático que mide fuera del agua 4 pies de altura.

En este día alcanzamos el paraje donde suspendió su


exploración Fitz-Roy, pero no hemos podido hallar el menor
vestigio porque la creciente lo oculta todo; hubiera sido una
dicha, para nosotros, obtener algún resto de aquella tentativa,
de desvelar las misteriosas fuentes del Santa Cruz. Sólo la falta
de elementos, pudo hacer que retrocediera el marino inglés;
tantos esfuerzos, tantas fatigas, se estrellaron contra la falta de
provisiones, y tuvo que dejar sin concluir la expedición, que
realizada en todas sus partes, hubiera tenido magnífico
resultado.

La rápida vuelta del río hacia el sur y un gran bajo que sigue en
esa dirección, en este punto, fué la causa por la cual
suspendiera Fitz-Roy el trabajo de los botes para proseguir un
día más a pie, hacia el oeste. Al principiar esta vuelta, hay, en
el norte, una laguna bastante bonita, casi circular, la cual no fue
vista por Fitz-Roy, y que se alimenta con las aguas del río, que
penetran a ella por un pequeño canal.

Hemos tenido que tirar el bote a pie, durante casi todo el día, y
esto dentro del agua, a causa de los arbustos y de la inundación,
pero lo hacemos con gusto, deseando llegar cuanto antes al
famoso lago Viedma, que es donde, nos dicen, nace el Santa
Cruz. El valle está formado aquí por cascajo y arena traída por
los hielos; la cantidad de los trozos erráticos es inmensa y
vemos colinas de pedregullo, exclusivamente, a 200 pies sobre
el río.

El bote ha tenido que parar en el centro del cauce y fondear en


medio de un matorral casi sumergido porque no ha sido posible
llegar a tierra a causa de los guadales, donde, a pisar en ellos,
gran trabajo hubiéramos tenido para salir.

La corriente velocísima aquí, lo devasta todo y habiéndose


desviado en parte el curso del río, este está sembrado de
rápidos. Su aspecto desde la barranca, casi me ha desalentado
en un principio, pero esos penachos blancos que saltan sobre
las matas, con ruido que abruma, esas líneas de corrientes
blancas, que van arrastrándolo todo y que debemos resolvernos
a atacar, so pena de suspender la marcha, no nos han arredrado
y hemos emprendido la tarea de combatirlas con la pala, el
remo y la sirga, exponiéndonos a perdernos antes que
retroceder.

Un espectador impasible, que mirara la escena que se


desarrolla en el centro de esta vuelta, dominada por barrancas a
pique de las cuales se desploman grandes fragmentos al venir
las avalanchas de la corriente, y donde el bote y sus tripulantes
tratan valientemente de vencer los obstáculos, hubiera creído
empresa de locos, el trabajo que estamos haciendo; desnudos,
con el medio cuerpo en el agua helada, con la cabeza calentada
por el ardiente sol, arrastramos la blanca embarcación sin
nombre, que lentamente avanza, gracias a los esfuerzos que
trae consigo una pequeña ambición de gloria.
A la noche, el mismo espectador, atónito, hubiera visto la
misma embarcación, inmóvil, fondeada en el centro del río,
iluminada por rojas hogueras, fantásticas luminarias con que
alumbramos el veloz Santa Cruz, encendiendo las copas de los
arbustos a mitad inundados. Es un mágico espectáculo el que
nos proporcionan esta noche los rayos que serpentean sobre las
aguas que bajan.

Febrero 11.—Entre las bancadas del bote o entre los arbustos,


encogidos como aves de rapiña, dormimos esta noche pasada,
sin acordarnos que el menor cambio de la corriente nos hubiera
arrastrado a la muerte.

Hemos dejado atrás las huellas de las canoas de Fitz-Roy y


vamos siguiendo las del guigue de Feilberg, quien más feliz
que yo, no tuvo que luchar con esta gran inundación, y esto es
consuelo grande; los colores argentinos son los únicos que han
flameado en estos parajes, pero es deber nuestro llevarlos aún
más adelante y con provecho.

Esta vuelta del Santa Cruz, prolongada en apariencia por un


gran bajo que a primera vista parece ser el cauce del río, pues
la bordean barrancas escarpadas que se internan al sur hasta
perderse entre elevados cerros, fue, como ya he dicho, lo que
indujo a Fitz-Roy a no continuar el viaje por agua; a nosotros
también nos ha desconsolado durante todo el día, hasta que en
un momento en que podemos atracar a la costa sur,
distinguimos desde lo alto de la muralla el curso del río, que a
pocas cuadras de allí desciende rápidamente desde el oeste, por
entre barrancas muy aproximadas, lo que nos indica que el gran
bajo que nos ha alarmado es solo un antiguo cauce. En esta
vuelta, inmensa S. bordeada de barrancas escarpadas unas
veces, otras de pantanos, es donde mi tripulación demuestra su
resistencia tenaz y no desmaya en el penosísimo trabajo de diez
y seis horas consecutivas, durante las cuales sólo adelantamos
a rumbo cuatrocientos metros. Pasados estos, nos encontramos
en la «Llanura Misteriosa», próxima al lago, que debe estar
ocultado por las grandes humaredas producidas por incendios
de bosques andinos. Esta inmensa hoguera de leguas, nos
oculta hoy toda la falda sud-oeste de la cordillera y no nos
permite orientarnos con sus montañas.

Febrero 12.—Continúa el trabajo para concluir la vuelta, lo


que conseguimos a mediodía, acampando en la margen norte,
en el paraje donde el río desemboca, descendiendo casi recto
del oeste. En el gran bajo hemos encontrado un arroyo angosto,
muy correntoso, que corre en el centro de un pequeño valle
bastante fértil que se alterna con médanos y grandes
extensiones de cantos rodados por donde el agua salta
bulliciosa. Este bajo, como ya lo he dicho, es el cauce de un
gran río antiguo aunque menos profundo que el Santa Cruz.
Debió ser alimentado en lejanos tiempos por las aguas y las
nieves de las montañas terciarias y basálticas que se elevan al
sur a una altura mayor de tres mil pies, negras, pardas y todas
áridas. Llamo a este pequeño curso de agua «Arroyo del Bote»
en recuerdo de la embarcación que tripulamos.

Ni ayer ni hoy hemos comido carne, y sí, sólo algunas galletas


y dos cajas de sardinas con fariña frita en grasa de avestruz.
Salgo a pie a recorrer las inmediaciones y a contemplar otra
vez más la vuelta que nos ha costado gran trabajo en salvar; la
llanura alta está sembrada de gruesas piedras y hay puntos en
que parece que la mano del hombre ha contribuído a elevar los
montones que el hielo ha formado. Más de una vez me he
engañado creyendo tener delante un cairn, donde Fitz-Roy y
Darwin hubieran dejado testimonio de su llegada hasta aquí. En
las cumbres de algunas colinas se ven inmensas piedras
erráticas, que semejan monumentos sepulcrales, tumbas de
antiguos héroes que la idea transporta desde las Galias heroicas
al despoblado desierto austral. En el paradero he hecho
repetidas observaciones termométricas, para averiguar por
medio del grado de ebullición del agua la altura del terreno
sobre el nivel del mar, las que me han dado un término medio
de 392 pies, altura que concuerda bastante con la observada en
estas inmediaciones por Fitz-Roy, y que, comparándolas con
las que he verificado en otros puntos, me dan la creencia de que
el río no es uniforme en su descenso gradual, sino que hay
puntos en que la diferencia de nivel, en un espacio dado, es
menor o mayor. Esto también puede corroborarse por la
variación en la velocidad de las correntadas.

Febrero 13.—Caminamos; el río desciende por un cauce


angosto con barrancas bastante elevadas, algunas de ellas a
pique. Al principio es un verdadero rápido, pero poco a poco la
corriente disminuye en velocidad hasta alcanzar a lo más
cuatro millas, tanto que nos permite adelantar con los remos y
el bichero, durante gran parte del trayecto. Paramos después de
caminar unas seis millas a rumbo, habiendo encontrado sólo
pequeñas vueltas. Nuestro campamento se instala en un
pequeño desplayado donde abunda el pasto suficiente para la
caballada, y donde, en las orillas, encontramos muchos trozos
de madera de los bosques de la cordillera, que pueden servirnos
para arreglar las carpas, pues el tiempo amenaza.

Luego que queda arreglado el campamento de manera que la


tormenta no nos ocasione perjuicios, monto a caballo y sigo al
oeste en busca del lago, del cual debemos encontrarnos
próximos a juzgar por el aspecto de las montañas. A ambos
lados el triste valle está limitado por mesetas escalonadas que
se elevan hasta cerca de mil metros, pero a cierta distancia, al
N. O. se distingue un claro al pie del descenso de una colina, lo
que me hace presumir la presencia, allí de un río. Más al oeste,
las montañas vuelven a aparecer, más rugosas, hasta Castle
Hill, y en el fondo, anteponiéndose a la cordillera, limitan el
horizonte grandes macisos de cerros menos elevados que ella;
al S. O. hay mesetas semejantes a las del norte y en el centro,
un gran bajo, envuelto en el humo de los incendios, denuncia el
lago.

Me parece que este es el punto donde Fitz-Roy, en su última


excursión a pie, hizo su observación de altura, y llamó a la
comarca que en la estación de nieblas se desarrollaba,
desconocida frente a él y la cual no podía desvelar, «Llanura
del Misterio».

Mirando hacia el oeste, sobre el montón de rocas, me imagino


que tristes reflexiones harían y con qué disgusto retrocederían
los infatigables exploradores de 1834, al verse obligados por la
necesidad a suspender la marcha adelante; me impresiona el
pensar a qué corta distancia del lago almorzaron Fitz-Roy y
Darwin, seguramente bien tristes, tratando de indagar con la
mirada los nebulosos horizontes del oeste antes de volver hacia
atrás.

Estos recuerdes y presunciones atenúan bastante mi contento al


encontrarme en el último paradero de mis predecesores
ingleses y con mayores elementos que ellos, para seguir
adelante.

De este punto continúo recto al oeste; el camino mejora aunque


el terreno es en extremo pedregoso y los trozos erráticos
innumerables, habiendo alguno de extraordinario tamaño.

Las colinas glaciales que forman el valle del Santa Cruz y


algunos mamelones terciarios que en otro tiempo fueron islas,
se acercan más unas de otras y van descendiendo gradualmente
hasta un bajo lleno de graneles médanos, semejantes a los que
ocupan las orillas del Atlántico en la provincia de Buenos
Aires; unos tienen sus flancos desnudos, otros son sombreados
por inmensos matorrales de berberis, en fruta, la que se halla
en tal abundancia qué hace tomar a las matas un color azul-
morado, y en las cuales sacio mi apetito bastante sensible. Esta
fruta es excelente y en extremo agradable y los indios que van
a los bosques de la cordillera a cortar palos para los toldos, se
alimentan únicamente de ellas, cuando la carne les falta.

Entre estos médanos se ven pequeñas playas, desnudas y


cubiertas de cascajo o pobladas de pasto amarillento felposo
que le comunica un reflejo pintoresco, aumentado con la
presencia de tropas de guanacos que pastan en ellas, mientras
los avestruces atacan gozosos, sin piedad, las moradas guindas
del calafate, sin fijarse que un hombre los mira de cerca,
contemplándoles en su natural libertad. Mi presencia alarma
las bandadas de rojos pechos colorados, que vuelan chillando, a
mi aproximación; alborotan a los tranquilos dueños del arenoso
anfiteatro y un relincho del caballo llena de espanto a la
temerosa cuadrilla de guanacos que cruza y recruza delante de
mí, sin atinar a alejarse mientras los avestruces desplegando
vaporosos sus pequeñas alas, describen curvas y círculos en sus
raídas gambetas, hundiendo sus patas en la arena, al tiempo que
un piche calmoso, trata de huir, escalando en vano un médano.

El aire ha refrescado; hay olor de agua, y un ruido cercano,


halagador en extremo y que revela olas que baten contra rocas,
me hace olvidar todo lo anterior.

Nada puede expresar mi entusiasmo en estos momentos en que


el caballo asciende y desciende jadeando, la cadena de
médanos, aguijoneado por la espuela, hasta caer extenuado en
un pozo o embudo formado por el remolino de viento entre la
arena movediza. El ruido es mucho más sensible, pues parece
que detrás del médano choca el agua, ya se oye el ruido del
cascajo que rueda a su impulso; trepo la oleada de arena y
encuentro al grandioso lago, que ostenta toda su grandeza hacia
el oeste. Es un espectáculo impagable y comprendo que no
merece siquiera mención lo que hemos trabajado para
presenciarlo — todo lo olvido ante él. Las aguas azules-
verdosas, penacheadas por las corrientes, vienen ondulando a
desparramarse sobre estas playas. Moviéndose a la distancia
vese un cristalino témpano que balancea, fantástico, su blanco
castillo, en las profundas aguas del centro que minan su base,
mientras que el sol radiante, derrite manchones de nieve nueva
sobre la elevada cumbre de «Castle Hill», inmensa fortaleza
geológica destruída por el tiempo.

Un día más de trabajo y veremos flotando nuestro bote en las


aguas de este mar interior, dulce, claro y profundo, alimentado
por los derrites de los grandes ventisqueros.

Es deber mío ir a denunciar a los compañeros la buena nueva, y


arrancándome a la contemplación que me absorbe, desde el
médano árido, ante el espléndido panorama que se desarrolla
frente a mí, me alejo, no sin haber penetrado en el agua a
caballo, mojándome todo lo posible; pueril satisfacción de un
deseo largo tiempo arraigado.

Siguiendo la costa medanosa encuentro la naciente del Santa


Cruz, en la que, por un ancho canal, descarga el lago sus
siempre aumentadas aguas, por entre grandes trozos erráticos,
sobre los cuales las corrientes se estrellan con ruido atronador,
pero que sin embargo, halaga mi oído.

En la entrada del lago he encontrado, elevado sobre un médano,


un remo que conserva en su extremo restos de una bandera. Es
el pabellón argentino que dejó flameando el subteniente
Feilberg en el punto más lejano que él alcanzó en su
exploración. Atada al remo recojo una botella que contiene el
documento que demuestra la feliz realización de la primera
expedición nacional llevada a este punto. Con su lectura espero
dar un gran gozo a mi tripulación, pues es la prueba, irrefutable
por ella, de que está cerca el punto donde terminarán las fatigas
del remolque por el Santa Cruz para lanzarse en medio de las
aguas desconocidas del anchuroso lago.

Al regresar por sobre la barranca, elevada de más de doscientos


pies sobre el río, en una pequeña rinconada formada por una
vuelta rápida, encuentro grandes trozos erráticos, los mayores
que he visto hasta ahora, uno de los cuales, desde lejos, parece
un edificio arruinado. Esa inmensa mole de roca cuarzosa
situada a esa elevación, en medio de una meseta terciaria y
cascajo extraña a la formación petrográfica del citado trozo, es
una de las pruebas más evidentes que se encuentran en estas
regiones de la antigua inmersión del valle, entonces inmenso
río y donde flotaban témpanos tan grandes que podían
transportar monolitos de más de quinientos metros cúbicos,
como el que me ocupo.

A la tarde llego al campamento donde la buena nueva es


recibida con gran gozo. Isidoro ha boleado un avestruz el que
llenamos de piedras, asamos y devoramos contentos. La
tormenta que nos alarmó se ha disipado sin causar daño al
campamento, habiéndose reducido a un simple chubasco.

Febrero 14.—La aurora pálida del día nebuloso nos encuentra


ya levantados y listos para continuar la marcha que se vuelve
difícil porque la corriente ha aumentado y encontramos
barrancas a pique, donde infinidad de cóndores que anidan en
sus grietas inexpugnables, chillan cuando pasamos al pie de
ellas.
La vuelta que he mencionado ayer, en el punto donde están los
trozos transportados, nos detiene algún tiempo por estar casi
inundada y por formar el río una curva tan pronunciada, que
aparentemente desciende del este. A las doce la cruzamos y a
una milla de distancia al oeste, nos detenemos para tratar de
cazar unos guanacos que se presentan en la orilla sur, y que,
muy confiados, nos miran con curiosidad. Herido uno de ellos,
nos da gran trabajo para agarrarlo y cuando no puede disparar
más que los que lo perseguimos a pie, se arroja al río y puede
cruzarlo, muriendo frente a la barranca del norte.

A las cuatro de la tarde, los que vamos tirando de la cuerda que


remolca el bote, divisamos el lago, en momentos en que
hacemos grandes esfuerzos para cruzar un rápido producido por
el derrumbe de un barranco elevado. La alegría rebosa y se
refleja en nuestras caras. Rozando las piedras donde las aguas
furiosas se estrellan, adelantamos por entre enmarañados
matorrales hasta un pequeño remanso, donde al cuidado de los
marineros, dejo amarrado el bote, mientras Moyano, Estrella y
yo, vamos por tierra en busca del punto por donde debemos
hacer nuestra entrada al lago.

Todo nos halaga: el día baña con luz nítida, las aguas tranquilas
o agitadas contra las rocas; el sol brilla en todo su esplendor
purpureando las quebradas lejanas y dorando las crestas con
sus rayos. La vista se recrea y el corazón se expande, y para
que el regocijo sea completo, encuentro bajo una hermosa mata
de calafate, de la cual cuelgan los más exquisitos frutos de esta
clase que he conocido, algunos cuchillos de piedra. El antiguo
patagón también ha tenido la suerte de admirar este majestuoso
panorama; sus cacerías han tenido lugar ante él.

Las corrientes del lago se unen al llegar al principio del


desagüe del río, donde creo que hay algún banco escondido, a
juzgar por unos trozos erráticos que se distinguen, elevándose
de la superficie, bañados y batidos siempre por las olas y
forman un solo hilo sumamente veloz, pero de corto ancho.
Aprovechamos ese punto para cruzar al norte, lo que
conseguimos, no sin habernos balanceado en grande, al llegar a
las corrientes, en las que penetramos, dándoles la proa a causa
de su potencia. Nuestra buena suerte nos hace entrar en un gran
remanso, que nos lleva hacia el lago en vez de alejarnos de él,
tanto que, casi sin necesidad de remos, podemos poner en tierra
al Sr. Moyano, que a caballo, debe ir en busca del guanaco
muerto, el que, dada nuestra escasez de provisiones, no
podemos dejar que sea aprovechado por los cóndores.

Sólo quedamos con el bote, Estrella, los dos marineros y yo,


para hacerlo penetrar en el lago, doblando la punta que forma
la entrada norte, a la que he bautizado con el nombre de
Feilberg.

Después de dos horas de trabajo conseguimos doblar la punta y


descansar un momento, bebiendo el agua del lago, y varar el
bote en el cascajo fino al pie del médano donde Feilberg elevó
la bandera.

El lago está cubierto en parte por el humo del gran incendio de


las montañas del sur; las blancas crestas de los Andes
muestran, de cuando en cuando, sus nevadas y azules cumbres,
sobre el horizonte plomizo; pero es imposible distinguir la gran
cordillera en toda su majestad, a causa de las nubes que se han
agolpado sobre ella. El cielo se ha convertido en espléndida
paleta de la luz artista; los renegridos chubascos que asoman
cerca de Castle-Hill contrastan con blancos cúmulus, que se
forman y se disipan, cual enormes capullos de nieve, a media
altura de las montañas; cirrus purpurinos parecen reflejar en lo
alto las ondulaciones del lago, y de vez en cuando, una rajadura
entre las estratas, permite ver el azul oscuro del cielo. La esfera
que se hunde entre dos picos, cuyas agujas doradas cruzan las
nubes, enrojece entre las grandes sombras de los cerros las
aguas verde-azuladas del lago, y baña con sus luces la punta
donde, sobre un médano cubierto de pasto claro que amarillea
ondulando, he elevado la bandera.

Este es un momento que no olvidaré: Moyano, Isidoro y


Abelardo han llegado; los dos primeros trayendo la caza sobre
el caballo; la tropilla baja gozosa a beber en las aguas del lago,
mientras los perros ladran a las olas y a los pequeños palos que
ellas arrastran. Los tripulantes, dentro del agua, rodean la
ballenera, para sacarla fuera, aprovechando los últimos rayos
que destacan la blancura de ella, del azul del lago y de la
amarillenta arena vidriada.

El tiempo es de una dulzura inexplicable, en el sitio en que nos


encontramos, mientras que a lo lejos los chubascos y el
incendio desvastan la región aún misteriosa. Todos estamos
impresionados; todo ejerce sobre nosotros una sensación
inexplicable de bienestar y gozamos de este espectáculo que
por más previsto que nos haya sido, lo encontramos nuevo,
pues ninguno de nosotros imaginó la salvaje grandeza del lago,
digno de la salvaje aridez del desierto que hemos cruzado. En
las provisiones vienen dos botellas de cognac; destapo una de
ellas y doy una ración a cada hombre, y todos, sin
consultárnoslo, brindamos por la patria, cuyo recuerdo nos ha
dado ánimo para llegar hasta aquí.

El pequeño grupo que con la cabeza descubierta, rodea la


bandera sobre el árido médano, promete cumplir con su deber y
seguir adelante, mientras los escasos recursos lo permitan.

Pasamos el resto de la tarde en festín, regado, no por el vino,


sino por el agua del lago, que preferiríamos, a tenerlo, al más
exquisito champagne Piche, avestruz, guanaco, fariña frita, y
de postre dulce de leche, con un buen jarro de café y dos
galletas por hombre, forman este banquete, que nos damos en
honor del gran acontecimiento del día.

La misma mata de calafate que sirvió de asilo a Feilberg, nos


proporciona cómodo abrigo contra el viento que se prepara y
que ya agita el lago que muge sordamente. El cansancio del día
no da lugar a soñar, ni a formar nuevos castillos, que la
experiencia va demostrando ser cada vez más imposibles, y
pasamos una noche plácida, durmiendo sobre la blanda arena,
arrullados por las olas inmediatas y por el ruido del cascajo que
va y vuelve al impulso de ellas.
EN EL LAGO ARGENTINO

Febrero 15.—¡Qué delicioso despertar! Aún resuenan


agradablemente en mis oídos las armonías que el Espíritu de
las Aguas hace entonar por las olas del lago que ruedan sobre
las piedras, al aparecer la aurora de este día. ¡Qué espléndidos
mirajes se reflejan en mi mente al mirar desde mi arenoso
lecho estas aguas verdosas que han arrullado mi sueño!

Los vientos de la noche han calmado; el lago está tranquilo.


Los destellos del gran incendio oscilan en las montañas del sur.
El fondo de la llanura misteriosa de Fitz-Roy, para nosotros,
lago grandioso, permanece soñoliento, envuelto en la bruma
que anuncia el día. Sobre él, en las alturas, los eternos y
mágicos espejos de hielo que coronan los picos que rasgan
altivos el velo de las nieblas, reflejan ya, en medio de sus
colores, el naciente sol de nuestra bandera. ¡Mar interno, hijo
del manto patrio, que cubre la cordillera, en la inmensa
soledad, la naturaleza que te hizo, no te dió nombre: la
voluntad humana desde hoy te llamará «Lago Argentino»! ¡Que
mi bautismo te sea propicio; que no olvides quién te lo dio y
que el día en que el hombre reemplace al puma y al guanaco,
nuestros actuales vecinos; cuando en tus orillas se conviertan
en cimientos de ciudades los trozos erráticos que tus antiguos
hielos abandonaron en ellas; cuando las vedas de los buques se
reflejen en tus aguas, como hoy lo hacen los gigantes témpanos
y dentro de un rato la vela de mi bote; cuando el silbido del
vapor reemplace al grito del cóndor que hoy nos cree fácil
presa; le recuerdes los humildes soldados que le precedieron,
para revelarte a él y que en este momento pronuncian el
nombre de la patria bautizándote con tus propias aguas!

Inmediatamente de levantados, descargamos el bote para


organizar nuestro almacén de provisiones que debe quedar en
tierra al cuidado de Isidoro y Abelardo, mientras me interno al
Oeste con el bote; las malas condiciones marineras de este no
permiten conducir nuestras riquezas alimenticias a través de
las aguas, pues sería perderlas.

Levantamos al lado del matorral la carpa que nos queda,


habiéndose destrozado completamente la otra, y colocamos
dentro de ella todo lo que tenemos de más precioso; es decir, la
fariña, el azúcar y la yerba, mi baúl de libros y las colecciones.
En el bote quedan algunas conservas y provisiones para quince
días, y dos guanacos charqueados, para el caso que, en las
montañas, no podamos obtener caza, y hacemos en él las
reparaciones indispensables, sobre todo en el timón que se ha
hecho pedazos durante el trabajo de subir el río. Cuando está
todo listo y almorzamos para embarcarnos, el tiempo se
descompone, y los chubascos que desde ayer tarde se formaban
en los desfiladeros del oeste, se desencadenan barriendo la
superficie del lago, inquietándolo, y el viento aumenta
rápidamente, de tal manera, que en vez de salir a navegar con
el bote, tenemos que retirarlo de las aguas y vararlo sobre la
playa lo más lejos posible de ellas, pues las olas ya se estrellan
y pueden destrozarlo.

El día de hoy no ha sido perdido; lo hemos empleado en


examinar el desagüe que forma el Santa Cruz, y la ribera hacia
el norte, donde la quebrada nos ha indicado la probable
existencia de un río.

Desde el punto en que nos encontramos dominamos el canal


con rompientes en el centro, por donde el lago envía al océano,
a través de cien leguas de desierto que acabamos de atravesar,
la exuberancia de sus aguas. En vano el ventisquero andino se
grieta y siembra con sus fragmentos las profundas aguas; estas
nunca rebosarán ni cubrirán totalmente las áridas orillas, pues
el curso del Santa Cruz las vaciará en el Atlántico, unas veces
con lentitud, otras con increíble rapidez, como sucede en estos
momentos.

El canal, desde cierta distancia no se distingue, y media milla


antes de llegar al lago no se sospecharía su proximidad, por el
poco aumento de la velocidad de las aguas que descienden por
él, comparándola con la de otros puntos, ya señalados en
nuestro trayecto, pero una vez que se llega frente a su
principio, los trozos erráticos, al estorbar el tranquilo paso de
las aguas, hacen rugir sordamente éstas, refrescando sus
pulidos bordes con la blanca espuma que produce el choque y
recuerdan involuntariamente al viajero el serio peligro que
correría, si dentro del lago, las corrientes arrastraran su
embarcación hacia el desagüe.

El río Santa Cruz no nace inmediatamente de la gran cuenca


del lago; le precede una pequeña ensenada, con recodos
tranquilos, abrigados por médanos y lujosos matorrales, donde
los botes que lleguen a ese punto, en momentos de malos
tiempos que no permitan pasar por sobre las piedras de la
entrada, pueden anclar o sujetarse en la costa, antes de entrar,
sin temor alguno. Luego que una embarcación haya entrado en
el lago, operación que siempre deberá hacerse con buen
tiempo, no encontrará fácilmente reparo: en el paraje donde me
encuentro ahora estará siempre expuesto a los vientos del N. O.
hasta S. S. O. y creo que inmediato a la boca del río, ningún
abrigo ofrecerá buen refugio, pues en lo que alcanzo a
distinguir no veo sino una playa desamparada, limitada en un
lado por un médano y en otro por la intranquila línea blanca
que forma la ola al derramarse sobre el cascajo.

Este lago, en tiempos no muy remotos, ha debido tener una


extensión bastante mayor, y esto en la época geológica actual.
Las mesetas que dominan la llanura, baja medanosa, han sido
la muralla contra la cual, en los tiempos a que me refiero,
batían las aguas del lago; tanto detritus amontonado con
lentitud, pero también incesantemente por las olas, han llenado
ese espacio; le han levantado sobre el nivel del agua,
sembrándolo de rocas y polvo de ellas, que han formado los
médanos sobre los cuales hemos instalado el campamento.

He recorrido a caballo la pequeña extensión situada al norte del


paradero; el camino es incómodo por la gran cantidad de
médanos elevados, algunos de diez metros, y sumamente
sueltos, y el paisaje, ahora que la tormenta nos oculta el
horizonte montañoso, es parecido al del océano Atlántico, en
las inmediaciones de la bahía San Blás; pero aquí, los arbustos
(que son algo distintos de los que allí se encuentran) adquieren
mayor tamaño. El calafate y el matorro blanco son los
principales; aún que el último parece preferir terreno más
sólido, abundando con mayor profusión en las mesetas. La
costa es corrida N. S. con sólo pequeñas entradas bajas, donde
acuden en vano, en busca de alimento, algunas gaviotas que,
engañadas, chillan tristemente. A cierta distancia, los médanos
cesan, reemplazados por colinas glaciales de altas pendientes y
que muestran en sus flancos inmensos trozos de rocas; el agua
baña su pie batiéndolo suavemente.

El lago concluye en este punto; pasando una corriente que baja


del norte, se divisa, desde la colina al oeste una planicie
inundada, luego una ensenada profunda, que se interna hacia el
norte; en seguida una lengua de tierra que adelanta al sur y más
lejos elevadas mesetas y montañas lo bordean en línea casi
recta al oeste, inclinándose algo al sur.

La corriente que desciende a nuestros pies desde el norte, es un


río; desemboca en el inmenso bañado que tenemos en frente y
sus aguas que corren por la pendiente, se dividen en infinidad
de brazos, por el delta que les ha formado la inundación; pero
entre ellos se distinguen dos canales, que cuando bajen las
aguas, serán indudablemente los únicos por donde descarga sus
aguas este río, que creo es el que Viedma vió salir del lago que
lleva su nombre y que los indios, que le acompañaban, le
dijeron ser el Santa Cruz. Galopando más hacia el norte, veo
que este río aumenta de velocidad en su descenso, la que es
mayor que la del Santa Cruz.

La vista del territorio es diferente ya aquí; aunque es un


desierto, hay algo de pintoresco en las barrancas que dominan
este río, donde hay más arbustos y pastos, bien distintos de las
áridas barrancas y médanos movedizos que han fatigado la
vista en la comarca recientemente recorrida; algunos pequeños
vallecitos me parecen risueños, a pesar de ser solitarios, y un
trozo errático de esplendida blancura hace creer a mis ilusos
sentidos, que tienen delante una pequeña morada humana en
los flancos escondidos de la quebrada.

El aspecto geológico de la meseta inmediata, que cae casi a


plomo sobre dicho río, el cual corre encajonado, sin valle, es
distinto al de las mesetas dominan el Santa Cruz; se elevan
gradualmente hasta una altura de más o menos 1.500 pies, y en
su límite superior, bajo el manto glacial, se ve una capa
verdosa amarillenta en estratificación poco visible, grietada,
con grandes derrumbes que han sembrado su base de peñascos
enormes. La roca es blanquizca y amarillenta cerca del río.
Este no corre directamente de norte, y forma una vuelta al salir
del cajón de las mesetas, con un desagüe ancho.

Ningún ser viviente vimos en estos parajes, a no ser dos zorros


que nuestros perros no pudieron cazar. a pesar de haberlos
perseguido con encarnizamiento. A la noche regresamos al
paradero, sin traer carne, y sí solo la noticia de que aunque no
hemos visto ningún guanaco ni avestruz, los rastros de estos
animales son muy comunes; Isidoro dice que mañana saldrá a
campearlos. Si bien no los hemos visto vivos, en cambio, es
inmensa la cantidad de osamentas de guanacos que hay entre
los médanos, al abrigo de las grandes matas.

Febrero 16.—El día ha amanecido tranquilo; las pesada nubes


que ocultaban el oeste se han disipado y las cumbres de los
Andes despiden entre la bruma rosada, destellos dignos de esos
eternos gigantes; el lago, hermoso en su calma, nos convida a
internarnos en él mientras su Espíritu agitador duerme. No hay
tiempo que perder y tratamos que el primer rayo de sol refleje
en el bote, navegando, izada la blanca vela y el pabellón al
tope. Como el deseo no tiene en cuenta los obstáculos, ya nos
hemos embarcado; mentalmente, la embarcación flota
ondulando y se sacude gozosa, sintiendo llena de aire la lona;
creemos vernos en el centro del lago, atracados a un témpano,
saciando la sed en la nieve, que como cana cabellera, cubrió,
durante siglos, la montaña, y que la tempestad de ayer ha hecho
rodar hasta las profundas aguas; cuando el Walichu del lago
despierta y parece ordenar a los vientos, que nos son
favorables, que se tornen en contrarios. Tristes, volvemos a
desembarcar y sirgamos el bote desde la costa, durante un
trayecto de dos millas hasta colocarnos en posición aparente
para que aprovechando el viento del O. S. O. que sopla, cruzar
a la orilla del noroeste frente al río que baja del norte.

El viento arrecia, pero no nos acobardamos. Francisco y yo nos


mojamos completamente y el bote casi se llena de agua, pues al
varar sobre un banco, una ola lo cubre y lo tumba. Nos
embarcamos nuevamente y tratamos de dirigirnos a la
desembocadura del río del norte, lo que recién conseguimos
después de repetidas tentativas, pues tenemos que luchar contra
el viento y la correntada que nos arrastra con fuerza hacia el
desagüe y que al mismo tiempo nos impide, no pudiéndola
vencer, de ganar camino hacia el punto de desembarque. El
bote es sumamente pesado, de malas condiciones marineras y
no se levanta con facilidad al cruzar la ola, y ésta penetra
dentro de él o choca con violencia, y como es sumamente
angosto se tumba con facilidad, poniéndonos en peligro de
parecer ahogados. Además, cuando en las viradas el viento nos
es contrario, tenemos que emplear sólo los dos remos, pues la
vela es inútil. Entonces la embarcación no obedece bien al
timón y las corrientes que hacen bullir el agua y blanquean de
espuma la superficie del lago, juegan con él arrastrándolo fuera
de rumbo. Los remolinos que forman estas corrientes
encontradas en sus choques y que nos ponen en serios peligros,
tienen acción sobre el fondo del lago, el que en ciertos puntos,
como por ejemplo el paraje que cruzamos, no debe ser muy
profundo, y comunican a los hilos de corrientes, con los
detritus que levantan, un color parecido al del río de la Plata.
Estas fajas plomizas, de color siniestro, forman contraste con
las aguas que a cierta distancia divisamos azuladas,
meciéndose, pero sin sacudir sus cabelleras.

Recién a medio día podemos, a fuerza de remos, llegar a la


costa y desembarcar en una caleta angosta y profunda (25 pies),
protegida contra todos los vientos, suerte rara, pues los abrigos
parecen ser muy escasos en este inhospitalario lago.

He satisfecho una de mis más grandes aspiraciones; es decir,


navegar en el lago, y pisar tierra virgen de planta humana; ni
salvajes ni civilizados han impreso sus plantas en la fina arena
de esta playa, pues no creo que los antiguos patagones fueran
navegadores.

Mis compañeros, al pisar tierra, piensan probablemente en el


cumplimiento de mi promesa al salir de Pavón: «Navegaréis
donde flotan témpanos; hollaréis tierras vírgenes». ¡Qué gran
satisfacción experimento!

En este ancón escondido, pero desde el cual se distinguen bien


el lago y sus imponentes costas, no sopla el viento y el agua
clara está tranquila. Los patos, las avutardas y las gallaretas la
rayan con animado buril, mientras el blanco casco del bote se
refleja en ellas. La bandera que mis amigos me entregaron al
embarcarme en Buenos Aires, sube al mástil; la pequeña que ha
flameado constantemente en tierra y en agua, sobre el basalto y
sobre el lago, se coloca en la costa sobre un remo y armamos
campamento sobre esta virgen tierra argentina, no hollada aún
ni por sus mismos dueños.

Luego que ponemos a secar nuestras ropas y las mantas que


forman nuestras camas, dejo a cargo de Estrella el
desembarque de los víveres que están completamente averiados
y salgo con Moyano hacia el norte a visitar el país y buscar
objetos. El aspecto del suelo no varía mucho del de la costa del
este; las mismas plantas, los mismos pájaros, los mismos
médanos.

Caminando hacia el norte, llegamos hasta el nuevo río, frente a


la meseta elevada del este; el río parece descender con una
pendiente muy grande y veo que es imposible emprender, con
la clase de embarcación que llevo, su ascensión a la sirga, pues
los rápidos son en doble número que en el Santa Cruz, y
siempre aumentan con la inundación. Es más angosto aquí, y
tiene en su aspecto general cierto parecido con el Limay,
aunque la formación geológica de la comarca es distinta.
Ya tarde, a la noche entrada, regresamos al paradero, que nos
es señalado por grandes fogatas encendidas para indicarme el
camino y para anunciar a los dos expedicionarios que vigilan el
almacén de provisiones, en la margen este del lago, el punto
donde hemos acampado y al mismo tiempo la feliz nueva de
haber cruzado el lago. Después de comer un humilde puchero
con fariña, y festejado el acontecimiento con un trago de
hesperidina, que es el último licor que nos queda en el bote,
encontramos en nuestra cama humilde descanso de las fatigas
del día, bajo la inmensa bóveda austral celeste y plateada. Los
cinco tripulantes del bote dormimos orgullosos y contentos;
somos los primeros navegantes del Lago Argentino.

Febrero 17.—El tiempo no nos favorece; los ventarrones que


bajan de los Andes, alborotan el lago durante la noche; sus olas
han rugido, y hoy, cuando lo miramos a la claridad del día, lo
encontramos encrespado, rompiendo ruidosamente contra la
estrecha península que se va inundando, y saltando sobre las
grandes piedras glaciales. Él viento nos es contrario para
hacernos a la vela; juzgo, pues, conveniente disfrutar un día
más de esta soledad que hoy debiéramos abandonar.

Paso parte del día sobre una colina cubierta de despojos


glaciales que domina parte del lago y el río del norte y desde la
cual distingo en frente a Isidoro, que busca los guanacos cuyos
rastros vimos hace algunos días. Es un punto aparente para
orientarse y tomar direcciones para formar el croquis de la
región.

Frente a este sitio, hacia el S. O., se ve en el lado sur del lago


un elevado promontorio blanco amarillento, o negruzco, según
el estado del cielo, y que se adelanta hacia el agua, despertando
cierto interés por visitarlo. Parece ser un contrafuerte de las
mesetas elevadas que en ese costado bordean en una línea casi
recta, que asciende en escalones desde el Atlántico hasta los
Andes, en dirección E. O. Desde este mamelón se ve la pequeña
ensenada donde está amarrado el bote.

Siguiendo al oeste, encuentro una larga llanura cuya costa se


inclina al N. O. hasta casi encontrarse con la meseta alta. Allí,
un brazo del lago se interna y forma una preciosa bahía casi
circular, en cuyo fondo norte y este, se elevan murallas altas
que le dan un aspecto agreste. Toda esta región, a partir del
punto donde la meseta elevada que sigue desde el este, es casi
paralela a la que he mencionado en el sur, y que se interrumpe,
para dar paso al río del norte. Continuando luego hasta el borde
de la citada bahía redonda, el terreno es bajo, exceptuando el
mamelón que me sirve de observatorio y que ha sido formado
por los materiales glaciales; está tan sembrado de arbustos,
como de trozos erráticos, sobre los cuales veo parados
infinidad de caranchos y chimangos. Al norte, el río, que baja
de esa dirección, aparece entre quebradas; el lado este es más
elevado que el contrario, donde una hilera de colinas precede
una meseta inclinada y deja ver su cumbre, sembrada de
amarillento pasto que doran los rayos solares, alegrándola. Más
al oeste, otras mesetas más o menos uniformes, pero más
elevadas, se siguen hasta Castle-Hill, cuya cumbre, que imita
restos de geológica torre, elevada por fuerzas gigantes y
destruida por los hielos eternos, los indios la creen morada de
espíritus. A su pie se eleva una montaña más baja, puntiaguda,
que creo es la que Fitz-Roy llama Hobler Hill, aunque su
posición geográfica no concuerda del todo con la que el marino
inglés le asigna en el mapa.

El viento va calmando en el bajo y ha tornado al sud y luego al


sud-oeste como ayer, lo que muestra que la virazón aquí es a la
inversa de la de Buenos Aires, pero en el cielo se nota gran
agitación en las nubes. Son imponentes los blancos y plomizos
chubascos que naciendo tras de Castle-Hill, en una nubecilla
blanca, van aumentando de volumen hasta cubrir la mitad del
cielo y pasan veloces, regando al mismo tiempo que
sombreando, un gran espacio, mientras a corta distancia los
rayos solares, que cruzan por el firmamento azul despejado de
nubes, alumbran otros parajes que parecen recibir más brillo a
causa del contraste. Cuando la luz y la sombra se alternan sobre
la superficie del lago, se diseñan en él inmensos fantasmas.

Esta tarde el viento calma y el tiempo, de crudo que ha sido


durante el día, se torna agradable. Hace feliz a quien lo
disfruta; el sol se hunde tras los Andes, entre nubes de púrpura,
y sus rayos, aunque colorean los bordes de ellas, hacen resaltar
la blancura del hielo de sus picos, que aparecen y desaparecen,
agujereando altivos las capas de rosadas nubes para presentarse
gallardos ante el azul del firmamento. El lago calla sus enojos,
ya no alborota entre las rocas; todo me anuncia para mañana un
buen día, para ir a buscar lo que encierra el otro costado. Soy
feliz aquí; puedo abandonarme libremente a mis pensamientos.
Me siento sólo en este inmenso pero escondido templo de la
naturaleza, y en una niebla intelectual dejo transcurrir las horas
de la tarde que siguen a la humilde cena, hasta que el sueño me
sorprende.

Febrero 18.—A medio día, un viento favorable nos ayuda y


abandonamos el campamento para hacernos a la vela en
dirección al fondo del lago, a rebuscar en los ancones del pie de
Castle-Hill y en los residuos de los antiguos ventisqueros, los
bosques que han producido los troncos y las hojas que boyan
sobre las aguas. Al principio, la corriente nos empuja
nuevamente hacia el desagüe, pero el viento arrecia y ciñendo
la vela, a la que tomamos rizos, vamos contentos, saltando de
ola en ola, hacia los témpanos. Estos parecen islas de claro
cristal en medio de las aguas; unas veces brillan, otras
permanecen pálidos y tristes. La incidencia de la luz, producida
por las nubes, les comunica alegrías o tristezas. Cuando
alumbrados por el sol, proporcionan contento; hay entonces
algo de suave dulzura en esas inmensas moles congeladas que
balancean sobre el celeste del agua, pero cuando un negro
chubasco oculta el rayo vivificante, pierden ese aspecto,
adquieren un color equívoco, terroso, severo, y parece que
reflejan las nubes pardas.

A lo lejos, vemos inclinarse una enorme masa blanca, que se


hunde momentos después con estruendo y produce una gran ola
que viene rodando hasta estrellarse contra nuestra
embarcación. Donde ha desaparecido, vemos alzarse blancos
conos que se diseminan y balancean al impulso del agua
alborotada con el choque. Son los restos del gótico
monumento, tallado y desprendido por la hábil naturaleza en el
flanco del ventisquero. ¡Qué cruel es el destino de este! La
nieve vetusta que lo forma, anciana de siglos y siglos, ha
avanzado lentamente hacia el lago, coronada de ligeros
capullos y de rocas que han desprendido, a su lento pero
majestuoso paso, del flanco de la montaña, y de este modo ha
ido creciendo el campo de hielo que cubre los valles, o sirve de
cintura cristalina al pico de granito. Pero las aguas del lago
hijas de otros hielos anteriores, baten con sus olas los flancos
congelados, lo carcomen, lo grietan por su base, desgajan
grandes trozos y dan nacimiento al grandioso témpano; así la
bulliciosa onda triunfa, y en un instante desaparece la obra del
cierzo helado de los siglos, que se disipa a los primeros rayos
del sol de enero. La montaña flotante es un pedazo del
ventisquero; los pequeños conos que vemos son los fragmentos
en que se ha convertido ella, con su hundimiento, en el seno de
las aguas.

¡Qué multitud de recuerdos se despiertan en mí, mientras dirijo


el timón hacia los hielos! Recién ahora comprendo las obras de
los navegantes polares, que tantas veces he hojeado y que otras
tantas me han producido sensaciones desconocidas con su
lectura: de asombro, de admiración y de incredulidad algunas,
lo confieso, ante la sublime abnegación de esos hombres que
oponen solo el ardiente entusiasmo de la ciencia, al espantoso
frío del polo, donde los lleva la progresión del pensamiento que
no reconoce barreras. Recién, cuando tengo delante un pálido
reflejo, me imagino las bellezas sublimes, pero terribles, que
ostenta el mundo en sus extremos.

Lo mismo que los lagos alpinos, estos lagos de los Andes


deben tener grandes profundidades, en relación con su tamaño,
pero me encuentro desprovisto de los elementos necesarios
para hacer sondajes;, sin embargo, cuando hemos largado el
plomo, nos ha dado honduras que varían entre 17, 32, 56, 65, 78
pies a corta distancia del paradero de donde hemos salido, y a
dos millas de la costa, la línea de sonda que mide 120 pies, no
encuentra fondo en las varias veces que tentamos buscarlo.

Al creernos ya próximos al canal que se extiende al pie de los


cerros de Castle-Hill, en dirección al N. O. de esas montañas, y
que es uno de los canales por donde bajan los hielos, nos
encontramos con vientos sumamente violentos, que ponen por
un momento en peligro nuestra embarcación y nos obligan a
retroceder y buscar punto de desembarco en la margen sur.
Estos tufones y las corrientes, nos arrojan a una pequeña playa
rodeada de rocas, y en la cual varamos el bote, que las grandes
olas y el viento hacen chocar contra el fondo, llenándolo de
agua, lo que nos hace perder otra parte de las provisiones.

El arribo a estas playas desabrigadas y sin fondeaderos,


equivale casi a un naufragio. Necesitamos hacer esfuerzos
serios para poner el bote a salvo, haciéndolo rodar por sobre
ramas de árboles que la casualidad nos proporciona, hasta la
mitad de la barranca, donde, aunque las olas al estrellarse
barran sus costados, no hay peligro de que lo arrastren.

Febrero 19.—Mal tiempo; es imposible navegar a causa de la


agitación de las aguas. Salgo a caminar hacia el promontorio y
después de curiosear largo rato entre los derrumbes que caen
casi a pique sobre el lago, hago un descubrimiento interesante.

Las barrancas verticales están cubiertas de siggnos trazados por


mano de hombre. Tengo delante más o menos los mismos
vestigios que en medio de las lujuriosas selvas y al lado de las
fragosas cataratas del Orinoco, revelaron al ilustre Humboldt la
existencia de un gran pueblo antiguo y extinguido. Estas
inscripciones, aunque más humildes y menos complicadas que
aquellas, revelan aquí, al borde del gran lago austral, el paso, y
quizás también la prolongada morada de hombres más
perfectos moralmente que el tehuelche, que no tiene otra idea
del dibujo que las informes rayas y puntos que traza al reverso
de sus quillangos.

Estas inscripciones se extienden en la escarpa del promontorio,


en grupos aislados, representando cada uno una combinación
de distintas figuras; adelantaré que en el primer grupo, si se
exceptúan unas dobles sucesiones prolongadas de puntos rojos
que en un extremo se unen y que probablemente en un
principio hicieron parte de un tosco dibujo de forma animada y
que se hallan situadas a ambos extremos del fragmento de
barranca sobre el cual han sido pintadas, se nota gran
semejanza en estas combinaciones de signos con las que han
sido descubiertas en el territorio del Colorado, en Arizona y
Nuevo Méjico, y que allí han sido trazadas en peñascos de
estructura igual a los que menciono. Esas manos rojas
estampadas son idénticas, lo mismo que ciertas combinaciones
de puntos y líneas. Encuentro también cierto parecido con
algunas figuras informes de animales, formadas con puntos
rojos, que se notan en otro peñasco, y más adelante veo figuras
humanas, trazadas tan toscamente que algunas podríanse tomar
por imágenes de lagartos y que son del mismo género que las
ya citadas de Norte América. En más de cien signos que copio,
noto analogías más o menos exactas con las que Schomburgk y
Brown citan de las Guayanas, con las de Ceará en el Brasil,
descritas por J. Whitfield, con las que se encuentran en el Perú,
Bolivia, República Argentina y Chile, hallando muchas
parecidas a las de Norte América. Hasta los mismos colores de
las últimas se encuentran en esta; el rojo predomina, pero hay
algunas purpúreas, blancas, amarillas y hasta verdes.

Este descubrimiento me demuestra que las inscripciones que


asombraron a Humboldt no están ya encerradas en centenares
de leguas, sino en decenas de miles; me hace ver que, con corta
diferencia, se encuentran los mismos signos en todo el nuevo
mundo, desde las islas de Vanconver cerca del círculo boreal,
hasta este «Lago Argentino», y que las figuras pintadas que
copio de las paredes abruptas y verticales de Punta Walichu,
nombre que le he dado a este promontorio, son iguales a las
que los exploradores americanos han señalado al norte de
Méjico, y que las piedras grabadas en remotos siglos, por los
habitantes de Méjico, Centro América, Guayanas, Brasil, Perú,
Bolivia, Chile y República Argentina parecen haber sido
trabajadas por individuos, sino de la misma raza, a lo menos
provistos de igual cultura.

La descripción de estos signos, que será clave del conocimiento


de una raza extinguida, es materia de arduos estudios; la
interpretación de los signos antiguos americanos está por
principiarse, y largos años pasarán antes que pueda bosquejarse
siquiera el plan de ellos; pero dato etnográfico bastante
importante es el encontrarse signos iguales en regiones tan
apartadas.
Más adelante hacia el oeste, al llegar a un pequeño ancón
abrigado por grandes fragmentos de peñascos caídos de los
flancos de la barranca, hago un hallazgo aún más valioso, en
una pequeña cueva, de paredes con figuras pintadas y que mide
ocho metros de ancho por tres de profundidad, siendo su altura,
en el frente, de dos y medio, disminuyendo gradualmente hasta
tener sólo veinte centímetros en el fondo. Las excavaciones que
emprendo en ella, son coronadas de buen éxito; a poco rato, la
pala y el pico dan con un objeto que impresiona al brasilero,
quien huye, abandonando la tarea que le he confiado, mientras
copio los signos estampados en la piedra. Con algún trabajo
prosigo yo mismo la investigación y tengo la felicidad de
extraer del fondo de la cueva, un cuerpo humano bastante bien
conservado, que ha sido inhumado, envuelto en cueros de
avestruz y cubierto luego con pasto y tierra, sobre la cual he
recogido dos cuchillos de piedra y una punta de flecha de la
misma materia.

El cuerpo está pintado de rojo; la posición en que se encuentra


es análoga a la de las momias del Perú y a la disposición en que
las tribus pampeanas sepultan sus muertos. La pierna derecha
ha sido replegada sobre el cuerpo de una manera tan forzada
que poco ha faltado para que la cabeza del fémur abandone la
cavidad catilóidea.

El fémur izquierdo ha desaparecido, lo mismo que gran parte


del costado del mismo lado, que ha sido descubierto y comido
por algunos carnívoros, quizás zorros; se conserva, sin
embargo, el resto de la pierna y la posición del pie que es igual
a la de su congénere me indica que esta pierna ha tenido, en el
cadáver fresco, la misma colocación que la otra. Congeturo que
los pies han sido colocados de manera que los dedos grandes se
tocaran. El brazo izquierdo está doblado y la mano cubre la
cara y los ojos. ¿Es esto un signo de dolor, o de meditación
eterna?

Entre este brazo y el cuerpo encuentro cruzada una bella pluma


negra de cóndor, que también ha sido pintada; ¿es un signo de
poder, señala el rango que en vida revistió en la tribu, perpetúa
la memoria de un cazador atrevido, o es un simple adorno con
que el deudo o el amigo sencillo ha querido ataviar al muerto?
Tampoco sabré decirlo.

El brazo derecho ha sido colocado casi verticalmente entre


ambas piernas; la mano crispada, parece que araña la tierra y el
plumoso sudario en que ha sido envuelto y del cual sólo quedan
restos y que también ha sido pintado de rojo. La posición del
cuerpo, en la tierra, en relación a la disposición de la caverna,
es curiosa: no ha sido colocado sentado como en vida, como
sucede con las momias peruanas; por el contrario, la encuentro
con la cara vuelta hacia abajo y dirigida hacia el punto más
obscuro de la cueva. Junto con los cuchillos, recojo huesos de
guanacos, tallados; son los alimentos con que los sirvientes han
querido alimentar al que ha muerto, en el tránsito a la vida
futura.

Esta momia tiene el cabello cortado casi a la raíz, y esto, junto


con la pintura roja con que ha sido cubierto el cuerpo, en vida o
después de la muerte, me hace pensar que quizás ella
pertenezca a un fueguino, no de los que habitan la gran isla
sino de los del continente, que vivían en el tiempo en que
Francisco Sarmiento de Gamboa hizo su memorable
expedición al estrecho de Magallanes (año 1580). Este
navegante menciona mujeres con el pelo cortado y el cuerpo
pintado de rojo. Sin embargo, creo que la momia en cuestión es
un hombre, y de muy elevada estatura.

Otros antiguos navegantes descubrieron también huesos


humanos en algunas cavernas, en la costa del Pacífico, en la
región patagónica; los antiguos habitantes del archipiélago de
Chonos, que probablemente pertenecían a la misma raza, que
los que menciona Sarmiento, también enterraban sus muertos
de la misma manera, y añadiré que los tehuelches me han dicho
que sus abuelos les contaron que en estas regiones habitaban en
otro tiempo fueguinos.

No hay duda que esta momia no pertenece a los tehuelches,


pues la forma de su cráneo es suficiente para demostrarlo.
Aunque deformado artificialmente, tienen mucha más
semejanza con él los de otros antiguos patagones, que los de
los actuales.

Más al oeste es imposible seguir por el pie de la barranca


porque el agua nos corta el camino; ascendemos el cerro,
dominamos el lago, aunque sin distinguir sus contornos, pues
la tormenta lo alborota, oscureciéndolo, y bajamos nuevamente
a la playa, para prolongar las pesquisas que continúan con buen
éxito.

Siguiendo la barranca, me encuentro en un trance apurado; la


roca es a pique, pero tal es el entusiasmo, que sin fijarme en
ello, sigo adelante, indicando el camino al señor Moyano que
continúa detrás de mí. Llega un momento en que las ramas en
que me he asido se desprenden de la roca y me hacen rodar más
de 30 pies hacia el abismo. Felizmente un peñasco se encuentra
a mi paso, puedo sujetarme a él, y quedar suspendido al borde
del precipicio, profundo de casi cien pies, y donde las olas
saltan estrepitosamente sobre las puntiagudas rocas terciarias.
Tenemos que retroceder y esto ya de noche, pues con los
felices hallazgos, no nos hemos fijado en el tiempo que ha
transcurrido; llegamos a las diez de la noche al paradero donde
la tripulación se halla alarmada de nuestra ausencia.

Estamos muy fatigados, y encontramos exquisito el poco de


fariña y arroz que compone nuestra comida, pues un golpe de
ola nos ha arrebatado el charque que por descuido de Patricio
había quedado secándose sobre el bote.

Dormimos profundamente al reparo de los remos y de algunas


pequeñas tablas del bote, que son un exiguo abrigo contra el
temporal.

Febrero 20.—En una excursión verificada esta mañana, a los


matorrales inmediatos a los elevados cerros terciarios que
dominan la ondulada llanura, sobre la cual nos encontramos, he
recogido una punta de flecha perfectamente trabajada de la
forma que comúnmente se reconoce con el nombre de «laurel».
Un hermoso huevo de avestruz, proporciona además, un nuevo
manjar con que aumentar nuestro humilde almuerzo.
Los temporales han dado mala cuenta de nuestras provisiones y
sólo haciendo economías, a expensas de nuestros estómagos,
podremos continuar la exploración; de manera que cada nuevo
contingente que recibimos es bien acogido; pues en estas
circunstancias no nos cuidamos de ser muy delicados; más de
una vez me ha sacado de apuro un hallazgo semejante, que es el
gran recurso del viajero en el desierto. Los huevos que han sido
puestos antes del momento en que el macho forma la nidada, y
que las hembras han dejado diseminados en el campo, duran
largo tiempo, pues nunca son empollados; sólo el zorro, el gato
o el puma los destruyen.

La manera patagónica como se les prepara permite que no


quede ningún desperdicio y que el feliz descubridor los
aproveche enteramente. Se le hace en un extremo un pequeño
agujero de una pulgada de diámetro, y después de haberle
sacado una parte de la clara, se le coloca entre la ceniza
cuidando de mantenerlo vertical y de revolver su contenido;
así, a fuego lento, se asa sin que la cáscara se quiebre.
Cocinados de esta manera son excelentes. Si se ha cuidado
bien, la cáscara puede servir después de taza para te o café y
hasta de mate. El contenido de este huevo se divide entre los
cinco que forman la tripulación del bote; es una ayuda a la
fariña con porotos que ha preparado Patricio, quien ha sido
nombrado cocinero de la expedición.

Continúo el reconocimiento de las cuevas de punta Walichu,


poro sólo encuentro cuchillos de piedra.

Pasando este promontorio se extiende una llanura, cubierta de


médanos donde inútilmente perseguimos algunos avestruces.

Hay al oeste de la punta una bahía, casi circular, mayor que la


que he mencionado en el lado norte y la que, con la inundación
adquiere mayor tamaño; sus quietas aguas sirven de estanque a
millares de pájaros que casi la cubren, matizándola
armoniosamente; las bandurrias, los flamencos, los gansos, los
patos, las gallaretas, vuelan gozosas en todas direcciones,
arrojándose luego sobre los pequeños pescados, y en una isla,
peñón terciario, que domina la entrada, miles de blancas
gaviotas alborotan con sus gritos agudos la solemne majestad
del lago.

El incendio de las montañas va disminuyendo y podemos ver


en el S. O. las blancas cumbres, entre las nubes que corren
impulsadas por los vientos polares, atravesando el humo y
dominando las altas llamaradas.

Febrero 21.—Continúa el mal tiempo. Las rocas pertenecen a


la formación terciaria. El terreno tiene gran cantidad de
pedregullo grueso o sumamente fino. En punta Walichu hay
una capa, al parecer de un metro de grueso, de arcilla verde
azulada, pero es imposible reconocerla de cerca por ser un
precipicio el paraje donde se encuentra. No he podido descubrir
ningún fósil, en esta tarde que he empleado en investigar los
peñascos.

Febrero 22.—Este temporal se prolonga demasiado; es


necesario salir de aquí lo más pronto posible, pues perdemos
un tiempo precioso. Vuelvo a subir la punta Walichu, sin tener
en cuenta las ramas espinosas y los cactus que me maltratan los
pies, pues el calzado está completamente destrozado. Desde la
cumbre descubro, en el centro del lago, una inmensa mole de
hielo que viaja empujada por el temporal. Un rayo de sol que
cruza por las rasgaduras de los chubascos, hace resaltar su
azulada blancura. Se distinguen fácilmente las columnas
cristalinas, sosteniendo una cúpula colosal, elevada
aparentemente de cien pies, y la luz juega entre las bóvedas
formadas por el agua congelada; aquello parece un foco gigante
de luz eléctrica, aunque no daña la vista de quien se recrea con
ese espectáculo.

Esta tarde, notando que la entrada del sol tras los picos andinos
enrojece unos y amarillea otros, entre nubes plomizas y
renegridas, anunciándonos un día nada bueno para mañana,
decido tentar la suerte, lanzándonos en las aguas intranquilas
del lago. Desde temprano hemos distinguido humos sobre las
montañas del noreste al pie del cerro inclinado, que me
anuncian la llegada de los indios a nuestro paradero en busca
de los víveres que les prometí llevarles a estos parajes; y más
tarde, en el punto donde ha quedado acampado Isidoro, vemos
grandes hogueras, que son la señal convenida para indicamos el
arribo de los tehuelches. La contesto encendiendo la falda
montuosa de un cerrito vecino, operación que en esta clase de
telégrafo patagónico, dice a mis lejanos compañeros—¡allá
vamos!

Si los elementos se oponen a que continúe por ahora la


exploración hacia el oeste, hay que tentarla al norte. Allí se
extienden otros lagos que esperan nuestra visita.
Lanzamos el bote; las olas que ruedan lo hacen golpear sobre la
playa, pero haciendo esfuerzos, nos desprendemos de la costa
después de haber acondicionado los preciosos objetos
coleccionados.

El viento continúa soplando fuerte y el lago se encrespa a su


impulso; tomamos tres rizos a la vela y ciñéndola, volamos,
tratando de alcanzar la ribera norte, antes que nos sorprenda la
noche que va a llegar. Desgraciadamente sobreviene la calma,
no una calma plácida que nos asegure una marcha lenta pero
sin peligros, sino la que precede a la tempestad. El cielo torna
un aspecto imponente; las nubes se convierten en círculos y en
esferas plomizas, divididas por estratas variadas, y cirros
veloces cruzan en diversas direcciones; podría decirse que se
arremolinea la espesa atmósfera, en un combate de vientos.
Negras nubes descienden de las montañas del oeste y se hallan
tan bajas que parece que reposan sobre las aguas; el aire andino
se acerca salpicándolas, y a las siete de la tarde se declara el
temporal, rugiendo sordamente. Nuestro bote no resiste la vela
mayor y sólo dejamos el pequeño foque para aprovechar la
furia del viento, pues los remos apenas tocan las olas que se
ondulan. La noche llega y con ella el temor de ser estrellados
contra el gran témpano que no debe hallarse a mucha distancia,
pues el viento y las corrientes han debido empujarlo hacia el
punto por donde navegamos; lo sentimos cerca, pues algo
truena; son los fragmentos que le arrebata el furioso chubasco
del noroeste. No hay tiempo que perder; podemos chocar con
ellos, y nuestra ruina sería entonces segura. Las corrientes
aumentan la excitación de las aguas, que alborotadas, se lanzan
dentro del bote, continuando así hasta más de medianoche, hora
en que nos encontramos, a merced de la corriente en el centro
del lago, balanceados por una marejada sumamente gruesa y
que no nos permite adelantar nada, mojados completamente y
extenuados del trabajo de desagotar el agua que embarca el
bote cada vez que una oleada choca contra sus costados. A las
dos de la mañana, creemos distinguir tierra inmediata; la
superficie del lago está blanca de espuma, que hierve;
conjeturo que nos encontramos en las inmediaciones de la
desembocadura del río del Norte. Momentos después una veloz
correntada nos arrastra, haciendo dar vueltas a la embarcación,
que recibe de costado el viento y el oleaje.

Cerca de nosotros se elevan sombrías barrancas que podemos


distinguir a pesar de la obscuridad, mientras escuchamos el
estruendo de las olas que chocan; calculo que vamos
arrastrados hacia la naciente del Santa Cruz. Las rompientes
rugen estruendosamente; las olas encontradas se abalanzan y
casi llenan la embarcación; no veo más remedio que poner la
proa a la costa y si es necesario, naufragar allí; esto es
preferible a perecer destrozados contra las rocas glaciales del
centro de la boca del río. Al acercarnos a la costa, las olas
embravecidas con el choque que las repele, tumban al bote,
dándonos sólo tiempo a lanzarnos todos al lago, exponiéndonos
a quedar aplastados bajo la embarcación; y rodando entre las
arrolladas aguas, tomamos tierra en el instante en que una gran
ola arroja el bote sobre la playa, llenándolo de cascajo que la
fuerza de la marejada arranca de la costa y deposita dentro de
él. Hemos embicado al píe de los médanos, sobre una playa de
pedregullo sumamente pendiente, lo que pone en serio peligro
la embarcación, que se encuentra rodeada por un furioso oleaje
que la barre en todo sentido; con inmenso y peligroso trabajo,
maltratados por las piedras rodadas que nos golpean las
espaldas, al ser bañados por las olas, conseguimos salvarla
descargándola, habiendo perdido el timón y el palo pintado y
una gran parte de las colecciones que el agua arrebata. Los
víveres están casi completamente inutilizados; sólo la momia
se ha salvado, habiéndola preservado un espeso sudario de
lona, con el cual la había envuelto.

El gran peso del bote no nos permito sacarlo más afuera de las
aguas que continúan batiéndolo, y acompañado de Moyano
salgo, siguiendo la costa, en busca del campamento de Isidoro.
Encontramos que se halla muy cerca de nosotros, a 500 metros.
Esto me dice que si hubiera tardado algunos minutos más en
embicar, habríamos perecido todos.

Nuestra presencia alarma a la gente dormida; la sorpresa de los


indios, que ya han llegado, se traduce en gritos; quizás nos
creen fantasmas; ¿quién puede figurarse que en una noche
semejante hayamos cruzado el lago?

Los perros hambrientos nos atacan y tenemos que refugiarnos


nuevamente entre las olas, de las cuales hemos salvado tan
milagrosamente. Nos cuesta hacer comprender a nuestros
amigos que venimos del otro lado del lago; María, Bera, su
mujer y la madre, la coqueta Losha, que son las recién llegadas
en busca de las provisiones prometidas, lloran prorrumpiendo
en alaridos. Me echan en cara mi tentativa sacrílega contra el
«agua que hierve» de Shehuen y dicen que este temporal es un
castigo del Agschem.
El buen Isidoro, siempre dispuesto, toma caballo y se dirige al
galope, sin cuidarse de los médanos y pozos, a prestar auxilio a
los que quedan con el bote; pero no consigue gran cosa a pesar
de sus esfuerzos y tenemos que dejar el trabajo del salvamento
del bote hasta que calme un poco el temporal.

Cada uno carga con sus mantas mojadas y se acuesta sobre la


arena, molido de cansancio, pero feliz de haber navegado en el
lago.
EXCURSION HACIA EL NORTE—LAS TOLDERIAS

Febrero 23.—Anoche, mientras el temporal azotaba el lago,


caía nieve en abundancia sobre las montañas del sud y sobre la
derruída torre de «Castle Hill». Hoy tienen blancas sus
cumbres.

El viento continúa con mayor fuerza, pero a la tarde disminuye


cambiando al oeste, y los chubascos se suceden con rapidez,
prometiendo una noche cruda. Conseguimos descargar el bote,
vaciando el cascajo que durante la tempestad han depositado
las olas dentro de él y podemos llevarlo, arrastrándolo sobre
troncos a un punto seguro; entierro la momia, para que no sea
vista por los indios.

Nuestra triste situación no ablanda el corazón de los indios; la


pérdida de casi todas nuestras provisiones, no les hace olvidar
nuestras promesas de Shehuen-Aiken y me acosan sin cesar,
pidiendo el cumplimiento de mi palabra; con harto
sentimiento, y para satisfacer mis compromisos, hechos en un
momento de entusiasmo, tengo que entregarles la mayor parte
de las provisiones que poseemos.

Un momento después reina la alegría en el desamparado


campamento, cuando de un pequeño órgano que les regalo,
hago brotar poco pretensiosas armonías. Singulares
sensaciones les produce la música. Estas melodiosas
manifestaciones de la cultura humana agradan sobre manera a
los tehuelches; los cuatro que están presentes no saben cómo
manifestar su contento al escuchar las alegres cuadrillas
francesas.

Doy a los indios un poco del aguardiente que he traído para las
colecciones y tenemos fiesta. La madre de Losha, que goza de
renombre como gran bebedora, no está contenta con la porción
que le doy; incitada por el ardiente licor, quiere beber más; se
pone frenética, me ofrece todas sus riquezas, y por último, para
halagarme, pretende cederme, en matrimonio, a la novia de
Juan! La fueguina Ast'elche, repelente en extremo, decide
abandonar a su poco envidiado esposo Bera, pues quiere
quedarse con nosotros,—tenemos aguardiente. Estas infernales
brujas, repugnantes engendros, degradan la danza, saltando
borrachas alrededor del brasilero, que en el paroxismo del
terror, se ve rodeado por estas mujeres de caras pintadas de
negro y de melenas desgreñadas.

La madre de Losha se empeña, luego que la borrachera va


desapareciendo, en comprarme al brasilero;—lo considera
apropiado para ayudar a llevar los toldos y ofrece tres yeguas
por él. Es escusado decir que el infeliz cree posible la venta y
que llora para que no lo esclavice. La fueguina me ha
prometido mostrarme carbón de piedra en estos alrededores,
pero por más que lo buscamos no lo hallamos. No se da cuenta
del paraje donde se encuentra, y más bien creo que equivoca
este lago con otro.

Febrero 24.—Temprano, al alba, despido a los indios; no


quiero demorarlos porque no tenemos carne que comer desde
ayer a la tarde y es imposible obtener caza, pues esta se ha
alejado.—Llevan orden de hacer fuegos sobre los cerros para
mostrarme el camino que debo seguir en la marcha que voy á
emprender a la toldería.

El bote queda a cargo de Francisco Gómez, quien tiene orden


de no moverse del punto donde se encuentra; le quedan
provisiones abundantes, relativamente, para quince días.

Echamos la tropilla por delante y cruzamos el titulado valle del


Santa Cruz; vemos que la gran moraina antigua, donde abundan
los grandes trozos erráticos, se halla separada por el cauce de
un río seco de la meseta alta que limita el valle por el norte.
Este ex-río conserva visibles vestigios de su importancia
pasada y él fue sin duda el reemplazante de uno de los brazos
del gran ventisquero prehistórico. Así, la moraina citada parece
haber sido una moraina central. El suelo en este punto es de un
color rojizo amarillento, debido al óxido ferruginoso.

A la meseta, que podría llamársela sierra, pues presenta muy


ondulada, se asciende por una pendiente bastante notable
cubierta de trozos glaciales, que reposan en ciertos parajes,
sobre ricos mantos fosilíferos terciarios. Siguiendo por sobre
ella, encontramos una quebrada profunda, que muestra su
tortuoso fondo a nuestros pies; las laderas desnudas de los
cerros, cuyas bases la forman, presentan las macisas carpas
terciarias, grandiosas, perfectamente bien definidas, entre las
cuales de tiempo en tiempo se notan rojos manchones, que
señalan depósitos de los ocres tan estimados por los indios, que
los usan como pinturas para adornar sus facciones y sus
quillangos. Este paisaje solitario en extremo y en el cual no se
oye otro ruido que el monótono andar de nuestra caballada,
encajonado a ambos lados por elevados cerros formados de
capas basálticas, tiene algo de los panoramas que han dibujado
los infatigables exploradores de las Malas Tierras de los
Estados Unidos. Como lo diré más adelante, se nota, en la
constitución física de la Patagonia, más de una relación curiosa
con las de ciertas regiones de Norte América. Este paraje es un
Cañón, aunque sus murallas no son tan perpendiculares y
probablemente en sus entrañas petrificadas guarda, también,
inmensas riquezas paleontológicas, análogas a las que
encontraron, en compensación de sus fatigas, los exploradores
de las regiones del norte.

Apenas se ve en este desierto uno que otro guanaco y avestruz


intranquilo; de cuando en cuando un zorro salta de entre los
matorrales y nos observa, azotando su peluda cola; algunos
cóndores nos muestran sus altivas figuras en las negras peñas,
o al elevarse, sombrean nuestro camino con sus grandes alas
extendidas. Costeamos la ladera de la quebrada, a mitad de
ella, lo que nos hace algo penoso el trayecto, pues a cada
momento hay que cruzar, descendiendo o ascendiendo,
continuamente, los derrames de los cerros.

Ninguno de los cañadones que cruzamos tiene agua en esta


estación y ya no es sólo el hambre lo que motiva la marcha
apresurada que no me permite examinar tanto objeto nuevo:
nos molesta la sed de un día de camino continuo, así es que con
gozo distinguimos al anochecer, sobre un elevado cerro, verdes
manchas que se destacan de las nieblas que van envolviendo las
alturas; son los manantiales que nos han indicado los indios.
Después de trepar entre la oscuridad largo rato, acampamos
alrededor de uno, que contiene el líquido suficiente para
atenuar nuestra sed y la de la caballada. Entre el triste paisaje
donde se desarrolla esta verde escena, puede considerarse ella
como lujosa; los arbustos son espesos y mullidos y una que
otra modesta anémona se distingue en los alrededores de mi
lecho herbáceo. Estas plantas nos sirven de débil abrigo contra
la gran helada que cae, endureciendo el suelo y congelando las
aguas del pozo. El hambre clama, pero no es posible
satisfacerla.: tenemos que contentarnos con un poco de café
amargo.

Febrero 25.—¡Qué bella madrugada es la de hoy! No ha


aclarado completamente y las estrellas, con la claridad de la
atmósfera, pues las nubes se han alejado, se ven aún en el
espléndido cielo austral; la nieve relumbra con suavidad a
nuestro alrededor y nuestro fogón esparce tibios rayos sobre el
polvo blanco que cubre nuestros quillangos y el escaso pasto de
la ladera. Rato después, al aparecer el día, las vaporosas
brumas de la mañana nos envuelven en una atmósfera húmeda
y fría y luego graniza; son las rápidas transiciones
metereológicas que produce la aparición del calor del día,
despues del frío de la noche. La luz nos permite ver inmensos
trozos erráticos, pero la capa glacial no parece tener aquí gran
espesor, comparándola con la que se encuentra en el valle.

A mediodía llegamos a los toldos, que están situados a 50


kilómetros, más o menos al N. del río Santa Cruz. Los indios
han elegido un valle hondo y abrigado, con buenos pastos y
mejores manantiales, donde han encontrado una manada de
cuarenta caballos salvajes, de los cuales han muerto seis. Estos
animales, restos de las antiguas tropas de caballos que en siglos
pasados, vagaban salvajes en las pampas de Buenos Aires,
viven en estas regiones desde los tiempos que los indios
recuerdan.

El amor a la querencia, no es solo patrimonio de los animales


domesticados; estos caballos, que hace siglos nacen y mueren
en estas regiones poco penetradas, nunca se alejan a gran
distancia de ellas. Mis datos no me dicen que un caballo
salvaje haya sido visto en las inmediaciones del Atlántico, al
sur de la bahía Santa Cruz, y por el contrario se les encuentra
siempre en las inmediaciones de la cordillera, pero no
esparcidos en grandes extensiones de tierra, sino en lugares
determinados. Su principal paradero está situado al sur del lago
Argentino, en las regiones que domina el monte Stockes; allí
los indios desde hace muchos años, van en verano a cazarlos.
Estas alturas también son otros oasis de vida caballar; más de
una vez en el silencio de la noche, he sentido el lejano relincho
de un potro salvaje. En las alturas de la bahía San Julián, hacia
el oeste de dicho punto, los indios me han mencionado otro
paradero muy frecuentado por los baguales.

La toldería está dominada por un manto de basalto, que reposa


sobre una capa terciaria de cascajo pequeño.

María ha llegado esta madrugada y ha anunciado mi visita; al


principio los indios no la han creído, pero las golosinas que le
he regalado han probado la verdad de ella y también han
contribuido a que se me espere con vivos deseos.
El órgano ha entusiasmado la chusma y desde que me avistan
descendiendo las lomadas, el gigante Collohue monta a caballo
llevando el instrumento que ya ha aprendido a manejar. Me
recibe en la cima de una colina, montado sobre un potro, el que
por más que desea, no puede encabritarse con el enorme peso
del caballero, y se contenta con rascar frenético el suelo,
polvoreando al jinete. Este, con la majestad de un Hércules y
con la seriedad de un diplomático, no atiende al enojo del
bagual; parece sentado sobre un caballo de piedra, medio
oculto por el enorme quillango de 15 cueros de revés amarillo
y rojo, y con la calma mayor toca las cuadrillas de «Orphée aux
Enfers.» Es quizá la centésima repetición en estos lugares de la
popular ópera francesa, cuyos aires hoy no se pierden en el
estrecho recinto de un teatro, entre el humo de los fumadores y
la gritería del alegre público, sino que tienen un eco grandioso
en el sonoro basalto. Pollas desiertas mesetas se expanden las
armonías, entre el clamoreo de la indiada que alrededor de los
toldos golpea las bocas en señal de regocijo.

A pesar de nuestros regalos, principalmente de las mantas que


hago sacudir con Estrella para que sus colores animen a las
chinas, encuentro muchos obstáculos para conseguir nuevos
caballos con que continuar mi marcha hacia los otros lagos. Sin
embargo, después de ruegos y promesas, consigo uno.

Resuelvo parar y tentar de ablandar el corazón de los indios,


para obtener los otros tres caballos que necesito. También la
estación fría avanza; mi gente no tiene abrigo y hay que hacer
negocio para procurar algunas mantas de pieles. De a tres
mantas rojas, por un buen quillango, logro conseguir cinco de
estos.

Por precaución, he traído conmigo el resto del alcohol


destinado para las colecciones; la dama juana que lo contiene
está casi vacía y sólo hay en ella dos litros de líquido, pero es
lo suficiente, sabiéndolo distribuir, para conseguir de los indios
todo cuanto ambicionamos.

Hay que tener, para tratar con ellos, el mismo tino que para los
muchachos; hay que tentarlos. Así lo hago, después de agregar
al contenido de la damajuana igual cantidad de agua, y doy a
Collohue, que es el que más caballos tiene, una pequeña dosis
del licor bautizado. Le gusta, lo considera puro, fuerte y no
desagradable «como el que los chilenos le han vendido en el
Río Gallegos». Este que le doy no le produce dolor de cabeza,
«porque es verdadera lama, (bebida pura), sin agua!». Según él,
la que venden los comerciantes de Punta Arenas está muy
mezclada y enferma a los indios. Collohue me dice que no hay
peor cosa que el aguardiente impuro; puede matar a un hombre,
el puro sólo emborracha. Como todo es empezar, como lo dice
el adagio, pronto la bebida ejerce influencia, benéfica para
nosotros, en el cerebro de estos buenos amigos y poco a poco
piden más cantidad; satisfago sus deseos, pero cuando llega el
momento en que la necesidad imperiosa de beber más, se
apodera de ellos, guardo la damajuana. ¡No doy ahora, vendo! y
héteme aquí convertido en comerciante falsificador.

El licor que contiene la damajuana ya es agua casi pura, pues


no tiene una décima parte de alcohol. Primero compro dos
matambres de potro, luego, para no dejar de aprovechar nada,
hago repartir por Jonjonia, asado que se condimenta largo rato
sobre las brazas. Un pequeño cuerno lleno de aguardiente, que
doy a beber a la cocinera, hace su delicia; corta a grandes
trozos la carne asada y nos la distribuye a los presentes
arrojándola de la misma manera que la que emplean los
cazadores cuando reparten alimentos a una numerosa jauría. No
hacemos caso de este ceremonial gastronómico sui generis y
devoramos las delgadas tiras que nos corresponden y que
hemos agarrado en el aire, en contra de los deseos de los perros
que aúllan, o se lamen los labios, impacientes, detrás de
nosotros. Es curioso observar los ardides de estos canes
famélicos, para conseguir un trozo de carne o un hueso. Se
acercan, aparentan dormirse; no se quejan si son pisados, pero
pobre del indio que se descuida con el pedazo que la china le
arroja; antes que pueda recogerlo, el perro "dormido" lo ha
agarrado y no lo suelta aún cuando lo maltraten.

Conchingan no bebe, pero los demás indios se entusiasman, y


me estrujan; recibo seis o siete puñetazos de amistad; Collohue
casi me ahoga abrazándome y llamándome su padre, mientras
los pelados, quizá de alegría al ver contentos a sus dueños, me
muerden las pantorrillas. Acepto todo, pues he alquilado dos
caballos y un petizo, tengo carne para un día más y llevo cinco
quillangos para la gente. Esto es más de lo que esperaba
obtener. Collohue continúa bebiendo y quiere más licor, pero
se resiste a darnos un caballo por lo que me resta. Transigimos
por un potrillo y le doy en cambio cuatro litros de agua y la
damajuana.

La música del órgano completa la fiesta; la noche nos


sorprende escuchando esas modestas armonías que
entusiasman tanto a los indios, que hacen poco caso de los
sonoros relinchos de los baguales que desde los cerros vecinos
llaman las yeguas mansas de la toldería.
EL LAGO SAN MARTIN—EL LAGO VIEDMA

Febrero 26.—Lon indios han decidido mudar su campamento.


Las exigencias de la vida nómade, han despojado de caza estos
alrededores, y hoy temprano levantan sus tiendas de pieles para
dirigirse a otro punto, donde los cazadores avanzados han
avistado las caballadas salvajes. A la misma hora en que
concluyen las chinas de cargar los toldos, en los escuálidos
cargueros; cuando principia el pintoresco y pausado desfile de
la caravana mujeril, seguida de los aulladores y famélicos
perros, que ladran de envidia a los pelados que reposan
orgullosos sobre los quillangos acondicionados sobre los
caballos, o echados entre el carguero de suaves plumas, me
despido de mis buenos amigos y emprendemos la marcha hacia
el norte.

Mi comitiva se ha aumentado; llevo a Chesko o sea Juan


Caballero, quien debe servirme de guía para llegar a los otros
lagos.

Las mesetas que dominan en un principio nuestro camino, no


varían en su disposición orográfica de las que he señalado
anteriormente, pero no todas presentan el basalto en sus cimas.
Atravesamos anchos cañadones, más alegres, que son lechos de
ríos que cesaron de correr hace tiempo, y que con el transcurso
de él, se transformarán en prados más o menos fértiles. Las
colinas que vamos costeando están sembradas de monolitos de
variados colores, monumentos sencillos pero grandiosos, que
conmemoran uno de los grandes hechos en la evolución del
globo y que hoy, solitarios, entre las elevadas gramíneas sirven
de distracción al que viaja entre tanta igualdad.

Después de caminar por la altura y por las secas cañadas unos


treinta kilómetros, llegamos a un cerro basáltico inclinado,
desde donde distinguimos hacia el este, el valle del Shehuen,
donde encontramos los indios de Conchingan, en el mes
pasado.

En la tarde acampamos a orillas del arroyo, que corre angosto y


encajonado, por una quebrada oscura, pero donde encontramos
pastizales, excelentes aunque no muy extensos.

Inmediato al pie del cerro de basalto se ven varios pequeños


troncos, destruidos, de árboles petrificados, e innumerables
fragmentos de ostras; de una especie pequeña, que no he
encontrado en los depósitos fosilíferos de la costa, de menor
dimensión que la Ostrea Patagónica. Este es un
descubrimiento precioso; estos troncos y estos moluscos ¡qué
cumulo de grandiosos fenómenos físicos representan! Revelan
que, miles de siglos ha, la árida planicie dominada hoy por la
negra lava de rugosos flancos, donde hemos perseguido
inútilmente un puma, ha alimentado frondosos bosques, y que
estas tierras, donde hoy las negras Nyctelias se arrastran
perezosas, fueron las riberas de un antiguo mar siempre
agitado. Donde el viajero sediento no encuentra una sola gota
de agua, se estrellaron inmensas olas contra murallas
escarpadas. En los mansos abrigos de estas y en las
profundidades inmediatas, vivieron las parásitas ostras, cuyos
calcáreos esqueletos cubren el suelo y se quiebran con la
presión del pie del caballo.
Los fragmentos de vegetales, que recojo, convertidos en
informes piedras, no hay duda que son vestigios de un bosque
terciario, quizá semejante en su aspecto a los que hoy mezclan
sus murmullos con los de las aguas del Magallanes, y que se
elevaba tupido y lozano sobre lo que hoy cubre la lava
arrasadora.

Un sacudimiento de la tierra, una de las portentosas


manifestaciones de su vida interna, hundió esas antiguas
riberas y ese bosque en el seno de las aguas, haciendo elevar
sobre ellas, otras tierras, en lejanos parajes. El fuego interno
surgió luego de las entrañas del globo, y cubrió esta región bajo
el océano, con manto ígneo devastador. Su vida orgánica
sucumbió, y sus restos quedaron oprimidos por los dos grandes
elementos: el fuego y el agua, restos que aún se ven bajo las
escorias y las lavas, vomitadas por los volcanes submarinos. La
dura temperatura transformó más tarde el agua en montañas
congeladas, pedazos de cordilleras heladas y llanuras inmensas
de hielos, que en su aparente inmovilidad marchaban,
depositaron nuevos elementos en las profundidades del mar
cuaternario, y aumentaron el gran monumento geológico que
cubre los despojos del bosque y del mar terciario. A través de
un sueno de dos mil siglos, revisto de opulenta vida la ingrata
región donde hoy viajamos, y trato, en vano, de imaginarme el
harnero de columnas de fuego de los hogares valcánicos
subterrestres que lanzaron por sus rocallosas chimeneas, la lava
que en gigantes manchones, se consolidó en las profundidades
del entonces océano: la tan enérgica como lenta fuerza, que
hizo emergir la llanura antigua del seno de las aguas, después
de haberla sumergido esta vez no poblada de bosques, sino
desnuda, cubierta por la masa líquida producida en las fraguas
internas y solidificada rápidamente al contacto del agua. Esta
masa ha sido bautizada por el hombre con el nombre de lavas
basálticas y el espíritu investigador ha sorprendido en su
aparente rudeza, en su uniforme colorido, en sus finos granos,
las trazas del fuego cósmico.

El valle del Shehuen, en este punto, es muchísimo más angosto


que en la parte ya visitada, pero en cambio es mucho más fértil
y encontramos verdadero placer en tender nuestro secado y
hacer nuestro humilde campamento, sobre los verdes
pastizales, en los húmedos sitios y al borde del arroyo, sin
acordarnos de la aridez que nos domina desde las alturas.

Febrero 27.—Marchamos al oeste siguiendo el valle: al norte


distinguimos dos escalones de mesetas elevadas a más de 2.000
pies. Chesko bolea un avestruz, el que aunque muy joven, es un
buen contingente para nuestra reducida despensa, pues sólo
contamos con un asado de potro y una caja de conservas, para
los días que debe durar la presente excursión. El camino es
excelente, casi recto, pero a corta distancia del paradero que
hemos abandonado, el valle cambia de dirección, desciende del
N. O. El arroyo Shehuen penetra en él a unos 7 kilómetros,
aproximadamente, del punto donde hemos dormido anoche y
aparece por el centro de una cadena de colinas. En el valle, hay
un lecho de río antiguo, con muchos manantiales y algunas
pequeñas lagunas. En algunos parajes, la fertilidad de la región
disminuye y sucede a ella la arena y el cascajo, pero luego
vuelve a verdear el suelo, y la región continua bastante feraz en
el punto donde almorzamos, situado antes de llegar a un
inmenso bañado que ocupa casi todo, el valle hacia el oeste.

El paisaje ha variado; ya tenemos en el horizonte verdaderas


montañas; hay cerros rojizos imponentes y poderosos mantos
de basalto, elevados a 2.500 pies, que son polvoreados en estos
momentos por la nieve que cae allí; el aspecto del cielo nos
anuncia que pronto la tormenta andina nos visitará. Dejamos
pasar una turbonada de lluvia y viento al abrigo de un
bosquecillo.

En este punto confluyen tres mesetas elevadas, con basalto en


las cumbres; los trozos erráticos son muy numerosos en la más
baja y parecen, entre Los matorrales, los restos de una ciudad
ciclópea arruinada, arrasada hasta la superficie del suelo.

Al pie de las colinas, hacia el oeste, se extienden campos de un


verde lozano, surcado de hilos de agua. Es el paradero
tehuelche nombrado Tar-Aiken, que los indios de Shehuen han
abandonado hace pocos días. Este campamento es magnífico,
pero no de gran extensión; al sur lo limitan las mesetas; al
norte, el gran bañado o laguna llama da Tar o «Sucia» se
extiende con aguas enturbiadas, hasta el pie de un cerro
eruptivo de curiosa forma, llamado Kochait (Pájaro) y el que,
aunque domina el valle y las lagunas, es mucho menos elevado
que las mesetas que la bordean al norte.

El campamento indio está desierto; los boleadores se han


alejado, y sólo en las verdes orillas de la laguna, un gallardo
bagual renegrido, de largas crines, relincha y se pasea; quizá
desprecia, en su vida libre, sus hermanos domesticados, que,
cansados, trotan en fila, conduciendo los expedicionarios. El
terreno es en extremo blando, y hay que cruzar con cuidado un
bañado cubierto de espléndidas gramíneas y regado por varios
manantiales. Hacia el O. N. O. encontramos dos lagunas de
menores dimensiones que la Tar, bordeadas de lomas
amarillentas, y entre las cuales pasan arroyuelos límpidos y
poco profundos. Cruzados estos parajes, ascendemos una hilera
de lomadas sumamente agradables, de piso sólido, sin las
innumerables cuevas de Ctenomys que hay en los bajos, y
galopamos un largo rato, hasta que desde una de las colinas,
divisamos un gran lago, y en el fondo elevadas montañas
agrestes.

Es la tarde; tendemos los recados al borde de un manantial, que


corre entre preciosos Gynneriums y apetitoso apio; asamos el
pequeño avestruz, lo devoramos, y luego impresionado por la
hora que aumenta la majestad del panorama donde ondulan sus
aguas busco el nombre que he de darle a este lago. Somos los
primeros cristianos que lo visitan; que admiramos sus ondas
oscurecidas por el tormentoso cielo, cuyas nubes llegan a
reposar sobre las cumbres de las bellas montañas del oeste y
sud, escondiéndolo al abrigarlo. Parece separado del resto del
territorio patagónico, pues todo es distinto aquí y en vano se
buscaría la planicie y los médanos que preceden al lago
Argentino. Este es un paisaje de los Alpes, pero triste,
desconocido, sin nombre; sólo lo visita el indio, que de cuando
en cuando, viene a plantar en sus orillas el toldo primitivo,
llamándole al punto donde acampa «Kellt-Aiken»; pasa aquí
algunos días sin darse cuenta de la belleza del paisaje; recoge
la fruta del dulce calafate; corta algún tierno árbol para su
sucio kau; persigue algún altivo bagual y regresa a la llanura.
La civilización no le conoce aún, y necesario es buscarle un
nombre que le sirva de égida de progreso.

Llamémosle «Lago San Martín», pues sus aguas bañan la


maciza base de los Andes, único pedestal digno de soportar la
figura heroica del gran guerrero.

En el fondo del poniente está limitado este lago por una cadena
de montañas eruptivas, de elegantes contornos.

Febrero 28.—Anoche hemos admirado una espléndida luna


llena; el plateado disco se ha mostrado tras el monte Pana,
(cerro volcánico situado al este del lago), derramando sus
suaves luces sobre el oscuro cono y ha alumbrado de lleno el
lago, cuyas tranquilas aguas reproducen la imagen del satélite
sin vida.

El lago mide, aproximadamente, a la vista, doce millas en su


mayor diámetro N. S. por diez de ancho; sus aguas son tan
claras como las del «Agentino». Al este está limitado por el
cerro Kochait de formación eruptiva y al norte por sierras
precedidas por lomadas terciarias, pardo-amarillentas; por
entre estas últimas, corre un río caudaloso que desagua en el
lago, según opinión de los indios. Al N. O. del paradero, unos
montes se ostentan macizos, precedidos por cerros de elevación
menor, cuyas hondas quebradas dan paso a varios torrentes.
Estos montes están limitados al sur por una gran abra o canal
que comunica con otro lago que está situado hacia el N. O. al
poniente de las montañas citadas, pero al naciente de los
Andes. Desde las alturas se divisa en esa dirección el gran bajo
que sirve de cuenca al lago, aún misterioso para mí, y que
envía los témpanos, hijos de sus ventisqueros, por el citado
canal, a que aumenten las aguas del «San Martín». Al fin del
gran canal, se alzan varios macizos de montañas, cuyas crestas
desnudadas de distintas maneras, revelan diferentes
formaciones petrográficas. Entre los picos eruptivos, vénse
torreones sedimentarios; un inmenso cerro ostenta en su
cumbre la imitación de un castillo feudal arruinado, otro,
catedrales góticas, resplandecientes de blancura, adornadas de
festoneadas cúpulas, formando todo un paisaje maravilloso de
grandeza, pero también de oscura soledad en las bases de las
colinas.

A media tarde levantamos campamento y caminamos hacia el


sur un corto trecho, pero nuestros caballos están en deplorable
estado y no podemos apurarlos mucho porque sería exponernos
a perderlos. Los malos caminos y las piedras han destrozado
sus patas y todos están mancos o cojos. Acampamos a orillas
de un torrente que baja del macizo del «Pana». Recojo aquí
muestras de carbón de piedra, que supongo superior a la lignita
considerada terciaria, de Punta Arenas; y algunos moluscos
fósiles, incrustados en un calcáreo compacto muy arcilloso y
magnesífero, que hay rodados, en el torrente, y que considero
cretáceos, me hacen suponer para el manto carbonífero de
donde provienen, una edad geológica, contemporánea con la
del depósito de lignita de Magallanes, que el profesor Agassiz
cree pertenecen también al período cretáceo. Este yacimiento
carbonífero, que ocultan las quebradas, evoca el recuerdo de
una vegetación opulenta que cubrió a principios de la época
terciaria o fines de la secundaria el occidente de la Patagonia
oriental desde el cabo Froward, y quizá desde la Tierra del
Fuego, hasta las fuentes del Neuquen y aun más al norte hasta
cerca de La Rioja. Las minas de Punta Arenas alimentan ya la
industria moderna; las que se encuentran en Otway y Syring
Water, pronto serán explotadas: éstas del lago San Martín
contribuirán, con su combustible precioso, a dar vida humana
exuberante a sus territorios.

En nuestro campamento no hay casi alimentos, sólo queda la


caja de conservas y una libra de fariña y tenemos que visitar el
lago Viedma, aún distante de este punto. Sentimos hambre,
pero falta con qué apaciguarla, pues no quiero tocar las
modestas provisiones mencionadas, y para que Moyano,
Estrella y Chesko puedan comer, o más bien roer, entre los tres,
un alón de avestruz (único resto del pequeño cazado ayer por la
mañana), tengo que alejarme del campamento.

En seguida, mientras los dos primeros llevan mi revólver para


tratar de cazar algún guanaco y Chesko va a atar los caballos,
subo amarillas colinas y bajo verdes cañadas, para adelantar
algo al sur y poder examinar los bosques que se distinguen al
pie de las montañas.

No hay nada que impresione más al viajero que las grandes


soledades; la naturaleza severa de estos sitios se graba en mi
imaginación y podré contar estos instantes, entre los más
agradables de mi existencia. Reina una tarde espléndida: el
lago no tiene ninguna arruga en la superficie llana de sus
aguas; los témpanos blanquean cerca, pero tristes; los cerros se
colorean de rosa en sus cumbres y de violeta oscuro en sus
bases, y el verde de las hayas antárticas se destacan con los
rayos del sol que penetran por el canal que da paso a los hielos
andinos. No había notado el menor movimiento en el lago, pero
de pronto veo elevarse de su centro a larga distancia, a seis
millas, una columna de agua que surge espumosa, remolinea
algunos instantes y desaparece para volver a elevarse otra vez.
Pienso que es una de las manifestaciones de la actividad
volcánica que conocemos con el nombre de geysers; es un
fenómeno imponente, pero bello en alto grado. Observándolo,
he visto inmensas moles cristalinas, blancas, celestes, que se
hallan diseminadas en estas orillas. Es un témpano varado,
dividido en grandes fragmentos, que muere, licuándose, para
aumentar las aguas del «San Martín». Llego a él y corto
algunos trozos; así me creo por un momento en las regiones
polares. Sentado sobre un cubo de casi diáfano cristal,
dominado por una columna partida y rodeada de tenues ruinas
celestes, de un palacio de hadas antárticas todo de agua
congelada, que el sol de mañana disipara, pienso en las
gloriosas víctimas del hielo: en Franklyn, en Bellot, en Hall;
lleno los bolsillos de baldosas de agua, y vuelvo al
campamento a avisar a mis compañeros el interesante hallazgo.

Marzo 1.°.—A las 9 a. m. abandonamos el paradero; cruzamos,


casi asfixiados, el gran incendio que desde unas matas
quemadas por Chesko ha tomado gran incremento en las
misteriosas laderas de los cerros, y cuyos humos envuelven, en
fantásticas espirales la cumbre del Pana; y después de caminar
unas diez millas por el camino hecho anteriormente, paramos a
orillas de la laguna «Tar» para almorzar algunas frutas de
calafate y un poco de fariña seca.

Desde la laguna Tar, cambiamos de rumbo y nos inclinamos al


sur, costeando un arroyuelo, el que desciende de esa dirección
por dos millas, apareciendo de entre angostos cajones formados
por las barrancas de enormes capas de cascajo rodado. Cruzado
este arroyo, continuamos unas seis millas y llegamos a un
paradero indio abandonado a orillas del Shehuen; este último
arroyo corre aquí, por sobre un lecho de piedras rodadas y por
el centro de un valle, bastante fértil si se tiene en cuenta la
poca feracidad de estas tierras altas; los pastizales son
verdaderamente hermosos; los manantiales muy abundantes, y
no dudo que este sitio será habitable, con provecho, el día que
el hombre aproveche las riquezas que encierran las vírgenes
montañas vecinas al lago San Martín. Las grandes gramíneas
pueden ser cortadas para provisión de invierno y los animales
lanares, vacunos y caballares, si bien no encontrarán en dicha
estación alimentos en campo abierto, a causa de la nieve,
podrán vivir con pasto seco. Este valle está limitado por
mesetas terciarias, coronadas de basalto las más elevadas, y
todas muestran inmensos trozos erráticos sobre los que
abundan algunos líquenes.

Los caballos están en un estado tal que no podemos correr


avestruces, y el señor Moyano ha sido desgraciado en sus tiros
a los guanacos. Van ya dos días de casi absoluto ayuno y de
marcha por estos parajes donde el fresco aire andino despierta
el apetito; por mi parte sólo he comido el hielo del témpano.

Marzo 2.—Salimos temprano y caminamos unas ocho millas


por parte de un hermoso aunque solitario valle y por mesetas
basálticas. Ascendemos algunos cerros, cruzando capas de
tenues nubes que nos hielan mojándonos, estos fríos húmedos
de la niebla densa hacen apreciar más el tibio rayo de sol
cuando el vaporoso cúmulo se aleja. Llegados a un cerro
bastante elevado, del que se desploman algunos trozos de lava
y que sirve de guarida maternal a algunos cóndores que chillan
al sentirnos, vemos la gran ladera del sur, y en el bajo el
extremo este del extenso lago de Viedma.

Es un espectáculo en extremo desolador el que presenta este


gran lago, el mayor de los que sirven de depósito para sus
derrites a las nieves de los Andes patagónicos. También el día
tempestuoso se presta a hacerlo más triste; el incendio humea
aún en la ladera por donde descendemos, y en frente, al sur,
áridas mesetas elevadas que forman parte del macizo situado
entre el lago Argentino y este, se elevan pardas, rosadas,
violáceas, limitando el agua azul-verdosa oscura; la mayor
parte del lago está envuelta en la bruma, pero de tiempo en
tiempo, de entre las nubes, aparece una cresta oscura o un
blanco cerro que anuncia la proximidad de la cordillera.
Bajamos de la cumbre de la meseta basáltica a la orilla del
lago, por entre lomadas cubiertas de duros pastos y de trozos
erráticos y en este trayecto, algo, penoso, una feliz casualidad
me hace bendecir la buena idea que hemos tenido en buscar
descenso por este punto y no por donde más al este, hubiera
sido más fácil.

La falta absoluta de provisiones se convierte en abundancia de


ellas con el encuentro que hacemos en una quebrada honda de
un joven avestruz, que algún zorro o gato ha hecho inválido;
cojea saltando en una sola pierna y trata en vano de alejarse de
nosotros, pero lo descubrimos, lo tomamos y pronto es asado y
devorado.

Mi deseo es continuar al N. O., siguiendo el trayecto de


Viedma, para tratar de rodear el lago pero los caballos no
pueden marchar más y tengo que dirigirme al S. S. E. para
reconocerlo por esa parte hasta el desagüe que debe ser el
mismo río que los indios dijeron a Viedma ser el Santa Cruz y
que es el que desemboca en la margen N. E. del lago Argentino.

Los Andes del fondo O. N. O. están cubiertos por las nubes; el


volcán, del cual tanto me han hablado los indios, apenas se
distingue vagamente y conjeturo que la gran tormenta que
ennegrece el lago en esa dirección puede ser de origen
volcánico, pues un polvo tenue casi imperceptible, cae cerca de
nosotros. El viento no agita las aguas, pero la tormenta avanza
con tal rapidez que pronto se oscurece casi por completo el
cielo, quedando la región poco menos que en tinieblas.

Luego que se despeja el cielo, los rayos solares alumbran una


inmensa sábana plateada, que se destaca, con la viva luz, de los
oscuros nubarrones que la dominan. Es el gran ventisquero que
vió Viedma, resto de la llanura helada que ocupó en otro
tiempo la cuenca del actual lago.

A la tarde, después de haber galopado algunas horas por tierras


áridas, encontramos el río que desagua el lago, y acampamos a
alguna distancia de él, a algunos metros del lago.
La costa que hemos recorrido está circundada de médanos e
inundada y lo mismo sucede con la parte baja del lago que
alcanzó a divisar; no se ve el menor rincón fértil, pero Chesko
me dice que acercándose a las montañas hay arboledas y
abundantes pastizales.

Por lo que he visto, puedo decir que este lago es mayor que el
«Argentino». Pasando el desagüe hay una sucesión de cerros
bajos que se interna en el lago, formando en su parte oeste un
abra prolongada; luego se adelantan otros cerros con varias
ensenadas entre ellos, hasta el gran ventisquero, el que parece
tener en su punto norte otra bahía cuyo fondo está ocultado por
un cerro pequeño que se ve delante; al N. O. hay otra abra.
Varios macizos montañosos preceden en esa dirección a los
picos nevados de los Andes. Al N. E. de la citada abra se ven
las mesetas cubiertas de basalto que continúan hacia el E. S. E.
y son las que hemos cruzado esta mañana. En el fondo sólo
distinguimos una pequeña cadena de cerros; el horizonte, sobre
ellos, está toldado de nubes plomizas y oculta las cordilleras,
pero en un momento en que se hace un claro entre los vapores
agolpados, vemos el negro cono del volcán y una ligera
columna de humo que se eleva de su cráter.

Los tehuelches me han mencionado varias voces y con terror


supersticioso, esta «montaña humeante». Es el «Chalten» que
vomita humo y cenizas y que hace temblar la tierra; sirve de
morada a infinidad de poderosos espíritus que agitan las
entrañas del cerro y que son los mismos que hacen tronar el
témpano que se desmorona en el lago. Todo lo que no se
explica por causas sencillas, encierra un misterio para el
indígena primitivo, y esto motiva que, en sus supersticiones,
jueguen un papel importante los fenómenos volcánicos.

Grandioso espectáculo debe presenciar el salvaje, al pie del


Chalten, cuando en la noche, el fuego brota del centro del agua
congelada en las altas montañas e ilumina como gigantes faros
con sus rojizos resplandores las blancas nieves de los Andes y
las azules aguas del lago, mientras la densa columna de negro
humo oculta las brillantes estrellas del sur.

Este volcán es la montaña más elevada de las que se ven en


estas inmediaciones y creo que su cono activo, es uno de los
más atrevidos del globo; su cráter, situado a una altura que
calculo a la vista en 7.000 pies, no guarda la nieve, y su color
negro, igual al del pico más agudo, situado en su costado oeste,
se destaca sombrío de la nieve de la base. Viedma cita en su
diario esta montaña al decir que hay dos piedras como torres
que los indios llaman «Chaltel», pero no dice que sea un
volcán. Los volcanes activos de la América del Sur, se les
consideraba todos situados mucho más al norte de este; el más
austral (exceptuando el que creyó ver Hall en la Tierra del
Fuego, 55° 3'), está situado en el grado 44°20' pero hoy puedo
decir, siguiendo las indicaciones de los indios, que las
montañas cuyas fuerzas volcánicas aún no se han extinguido
son varias, entre el grado 44 y el 51; sin embargo, ninguna de
ellas arroja lava en fusión, ni rocas incandescentes; sólo emiten
vapores y cenizas y esto no constantemente, sino con
intermitencias prolongadas; parecería que la lava concluyó
hace tiempo de derramarse en Patagonia, agotados los focos
que la producen, por las antiguas erupciones que sembraron de
acumulaciones de materias volcánicas de centenares de pies de
espesor la región situada entre el 40° y 52° y que he podido
visitar en sus extremos. Las capas de basalto cavernoso y
escoriáceo que domina el Limay, en el primer tercio de su
curso, se extienden con cortos intervalos hasta las
inmediaciones del estrecho de Magallanes, lo mismo que los
mantos conglomerados que contienen cenizas y productos
eruptivos vitrificados, obsidiana y piedra pómez, que he
observado cutre el Caleufú y el Yala-leicurá y que llegan hasta
cerca del Atlántico. El monte «Pana» que ya he mencionado, no
hace muchos años que arrojó humo (según dicen los indios);
quizá aún tiene vida y su nombre, en indio, lo indica. (Paán-
humo) y las cenizas rojas que hay en los alrededores del lago
San Martín pueden haber salido del cráter de ese monte.

Es sabido que la mar es la que provee generalmente a los focos


volcánicos del alimento necesario para ayudar a su actividad,
como lo han demostrado el análisis de sus lavas y sus vapores,
y puede ser muy bien que las aguas de estos grandes y
profundos lagos contribuyan a alimentar la actividad
solfatárica del Pana y del que me ocupo y la aparición del
geyser en el lago San Martín lo comprueban.

Mas al sur de los lagos, hay otros volcanes aún no estinguidos


del todo. Musters dice que los indios que vivían Coy Inlet, se
vieron envueltos una vez por una nube de humo negro denso
que venía del oeste, y que los atemorizó sobre manera; dicho
viajero cree que era el resultado de una erupción volcánica.

Como este volcan activo no ha sido mencionado por los


navegantes ni viajeros y como el nombre de «Chalten» que le
dan los indios, lo aplican ellos también a otras montañas, me
permito llamarle «Volcán Fitz-Roy», como una muestra de la
gratitud que los argentinos debemos a la memoria del sabio y
enérgico almirante inglés, que dió a conocer a la ciencia
geográfica las costas de la América Austral.

Marzo 3. - La noche ha sido cruda, pero el lecho blando entre el


menudo cascajo y el tierno césped, que la humedad de las
infiltraciones del lago hace brotar en la árida llanura. El agua
ha salpicado con sus heladas gotas las abrigadas matas, y estas
caricias de las olas que baten las piedras que nos sirven de
almohadas, me despiertan de madrugada, haciendo que admire
el inquieto descanso de este inmenso lago. Los chubascos se
han sucedido sin cesar toda la noche, y apenas aclara
distinguimos, cubiertos por la nieve, los cerros basálticos que
cruzamos ayer. La aparición de la mañana calma la agitación
de la atmósfera y podemos volver a observar el volcán «Fitz-
Roy», dorado por el sol, humeando impasible, mientras en su
base duermen pesadas y negras nubes.

Caminaba solo hacia el río para dejar en su orilla una botella


que contuviera la prueba de mi visita a él, cuando al pasar
cerca de un matorral he sido atacado por una leona. La poca
precaución que toma el viajero, pocas veces agredido, hace que
me encuentre sin armas; el revólver lo tiene Estrella. y sólo
llevo Conmigo la brújula prismática en su estuche y unas
pinzas para tomar insectos, débiles armas ambas para repeler
una fiera. Sin embargo, la presencia de ánimo no me ha
abandonado y a pesar de haber sido arrojado al suelo por la
fuerza del choque violento que he recibido de la leona, al
sujetarse esta con las uñas sobre mis espaldas y cara, tratando
de morderme en el cuello, he podido levantarme, arrollar el
poncho y remolinear velozmente la brújula a manera de
boleadora, e imponer así a la puma, que se lanza varias veces
con intención de herirme, consiguiendo sólo romper el poncho
y arañarme en el pecho y piernas, desgarrándome las ropas.

He podido, sin ser ofendido gravemente, llegar hasta el


paradero, en cuyas inmediaciones se ocultó la puma cerca de
unas matas, para esperar el momento de hacer la víctima que
esperaba su estómago vacío, y aquí la hemos muerto.

El río que Viedma creyó fuera el Santa Cruz, recibe por este
suceso, que poco ha faltado para ser trágico, el nombre de «Río
Leona», y luego de almorzar en su margen retrocedemos para
buscar a Isidoro.

Siguiendo al este por el pie del cerro «Cheul», llegamos a


través de una abra bastante extensa, cortada de cuando en
cuando por colinas cubiertas de grandes piedras erráticas y
capas de lava, al paradero de Isidoro, instalado en la falda de
un cerro al lado de preciosos manantiales, donde los caballos se
han repuesto algo de las fatigas de la ascensión del Santa Cruz.

Marzo 4.—Temprano levantamos el campamento y nos


dirigimos al lago Argentino siguiendo el mismo camino de la
venida, hasta llegar a las inmediaciones del cerro Inclinado, y
luego subimos la meseta hacia el oeste, para conocer la pampa
alta. Es un panorama grandioso el que se presenta a nuestra
vista, luego de galopar algún tiempo. Los cerros basálticos se
destacan de la pampa verdosa amarillenta por donde llevamos
nuestro camino al oeste; los Andes son dorados por el sol que
fulgura sobre el firmamento celeste y en el fondo, en el bajo, el
gran lago Argentino esta matizado de blancos témpanos. En la
abrupta ladera vemos un ciervo; es el primer huemul, el tan
celebre y casi fabuloso ciervo chileno, considerado como
caballo-anta en los tiempos de la conquista. Encontramos
nuestro campamento tranquilo: los dos marineros y Abelardo
han limpiado el bote y arreglado las escasas provisiones que
nos quedan.

Marzo 5.—Malísimo tiempo; los chubascos continúan todo el


día sin interrupción, y las nubes parece que ruedan sobre las
aguas. En la cordillera hay gran temporal de nieves. Es
imposible salir del paradero; la arena movediza no permite ver
nada y no hay más remedio que tener paciencia y aguardar
mejor tiempo para arreglar, los preparativos de marcha.

Marzo 6.—Salgo hacia el norte a tomar algunas direcciones


con la aguja, desde los cerros inmediatos al «Rio Leona».
Llegado a la cumbre diviso el volcán y un gran bajo, que es el
lago Viedma. El señor Moyano que ha salido a cazar consigue
matar un guanaco, el que dividimos y cargamos sobre nuestros
caballos, en momentos que principia a llover; el terreno se
vuelve intransitable, la oscuridad de la noche no nos permite
usar de la brújula, y completamente mojados llegamos al
paradero a las 9 de la noche, costeando las márgenes del lago,
entre ramas y médanos; lo descubrimos por grandes hogueras
que Isidoro y Estrella han tenido la precaución de encender,
pero que a pesar de sus grandes llamaradas, no se distinguen
desde lejos, a causa de la lluvia copiosa que cae.

Marzo 7.—Continúa la lluvia y el temporal que enfurece las


aguas del lago. La época de los malos tiempos ha llegado y con
los escasos elementos que me quedan no considero deber tentar
navegar nuevamente al oeste. Prefiero hacer el reconocimiento
por tierra y a caballo, para vencer la mayor distancia hacia ese
rumbo y regresar luego a la isla Pavón.

Marzo 8.—Nos ocupamos en trasladar por tierra la colección y


los objetos más delicados y valiosos hasta la punta Feilberg
para no exponernos a perderlas, si embarcadas en el bote, este
sufre averías al penetrar en el correntoso desagüe.

Marzo 9.—Algunas observaciones termométricas por medio


del punto de ebullición del agua, me han dado para este paraje
una altura sobre el nivel del mar de 412 pies.

Marzo 10.—El lago está calmado y el día amanece menos


crudo que ayer. A las 10 a. m. teniendo un viento favorable, es
decir, del este, que no levanta marejada, echamos el bote al
agua y despidiéndonos del lago Argentino, nos dirigimos
velozmente arrastrados por la corriente, a la rinconada situada
al este de punta Feilberg, de donde, después de dejar un poste
clavado donde ato una botella conteniendo un documento que
indique nuestro paso, ponemos la proa al este y principiamos el
descenso del río. El bote desciende con gran rapidez y pocos
momentos después encontramos una playa donde hacemos
cruzar los caballos, no teniendo que lamentar pérdida ninguna a
pesar de que algunos han sido arrastrados por los remolinos.
Fondeamos el bote en una pequeña abra tranquila, formada por
la inundación que continúa.
EXCURSION AL OESTE.—LOS ANDES.—DESCENSO DEL
SANTA CRUZ.—VIAJE A PUNTA ARENAS.—
CONCLUSION.

Marzo 11.—Bien almorzados, como para poder soportar el


hambre durante algún tiempo, y llevando la aun intacta caja de
paté de foie que ha viajado por los lagos San Martín y Viedma,
trotamos y galopamos todo el día, Moyano. Isidoro y yo, hacia
el oeste. El trecho que nos separa de punta Walichu se
compone de lomas más o menos elevadas; algunas tienen
pendientes suaves, otras laderas abruptas, por entre las cuales
corren tres pequeños arroyuelos que en invierno y durante el
deshielo que produce la llegada de la primavera, conducen las
aguas de las tierras del sur. Los trozos erráticos son numerosos
y algunos de enorme tamaño; puede decirse que el terreno está
cubierto por ellos; varían desde un decímetro hasta 300 metros
cúbicos.

La vegetación es la misma que la que hemos encontrado en el


trayecto del Atlántico hasta este lago. Vemos lagunitas que
contienen pequeñas cantidades de sulfato de sosa.

Desde Punta Walichu, donde los médanos vuelven a aparecer,


el terreno mejora rápidamente; hay un pequeño arroyo que
desciende del sur con corto caudal de aguas y en cuyos
alrededores el pasto es excelente y tan abundante que podría
ser cegado para servir de provisiones de invierno; los calafates
adquieren proporciones notables y cantidad inmensa de patos,
avutardas, cisnes, gansos, gallaretas y ardeas llenan de vida la
región. Pasando este arroyo que baña el pie de la montaña
inclinada, subimos varias colinas, de ascensión fatigosa por la
cantidad de pequeños torrentes, secos hoy, que llegan a la
Bahía Redonda. En estas colinas el pasto es bueno y las
haciendas que vivan aquí, en los años venideros, podrán
encontrar abundante forraje. Pasando esas colinas descendemos
a un bajo y hacemos campamento entre unos médanos que se
elevan a la orilla del lago, cubiertos de matorrales de berberis y
entre los cuales nuestros perros tratan en vano de hacer presa
de un Canis Magallanicus, que se refugia en las peñas; lo
mismo sucele con un joven huemul que hemos encontrado
pastando en lo que va a ser nuestro alojamiento. El elegante
ciervo prefiere la muerte entre las heladas aguas, a ser presa de
ellos, y lo vemos lanzarse al lago y nadar largo rato hasta que
desaparece en sus profundidades.

Marzo 12.—Ayer al acampar, teníamos delante un gigantesco


témpano; su enorme tamaño, pues calculo su altura sobre el
agua, en más de 30 metros por un largo de 100, lo mantenía
inmóvil, varado; durante esta noche pasada hemos escuchado
grandes estruendos, prolongadas salvas, y el día nos ha
mostrado que lo que las ha producido ha sido la cristalina isla
que sucumbe. Ahora que el sol calienta, el hielo eterno zafa de
su varadura y se dirige majestuoso hacia el Santa Cruz. Imita
un fantástico navío con blancas y celestes velas trasparentes y
desplegadas; el desplome de los fragmentos agita las ondas
aéreas, y escuchamos lúgubres cañonazos que completan la
ilusión: parece pedir auxilio. Entre los manantiales cercanos,
donde la vegetación herbácea es espléndida, encontramos
muchos rastros de caballos y más al oeste, a la orilla de un
pequeño río, el que califico así para distinguirlo de los
torrentes o arroyuelos que he mencionado ayer, vemos un
camino de chinas lo que nos muestra que los indios del sur han
vivido aquí hace pocos días. A ellos se les debe seguramente el
gran incendio de los bosques de los cerros inmediatos que nos
han ocultado la cordillera a nuestra llegada al lago.
Continuamos caminando hacia el poniente costeando la falda
de un cerro bastante elevado y extenso, aislado, de formación
arcillo-esquistosa, y cuyo pie baña el lago. Llamo a este cerrro
«Monte Félix Frías» en honor de mi amigo, el esclarecido
patriota que defiende la causa de los argentinos, contra las
pretensiones chilenas. El camino que hacemos por faldas es en
extremo incómodo. Los ctenomys tienen la culpa; han revuelto
los terrenos sueltos, donde las raíces de los arbustos y del pasto
son más fáciles de descubrir. Pasando este mal paso que mide 5
kilómetros más o menos, llegamos a un bajo con pastizales
abundantes, y luego, siguiendo hacia el noroeste, a una hilera
de colinas donde los trozos glaciales son muy numerosos.

No encontrando paso por este paraje y viendo que el lago


enangosta a causa de una punta de tierra que avanza al norte, y
que luego se divide en dos brazos, uno que se interna al NO.
hacia los ventisqueros, y el otro al SO., dejando en el centro,
como una enorme cuña, bellas y elevadas montañas,
cambiamos de dirección y nos dirigimos a las sierras del O.
para internarnos siguiendo sus laderas.

Varias pequeñas lagunas con algunos árboles y muchos


manantiales a cuál de ellos más fértil, alegran la región,
cambiando totalmente el aspecto árido que tiene desde el
Atlántico. Es un hermoso parque que la naturaleza ha formado
sin ayuda del hombre y que espera a éste para aprovecharlo. En
la falda de las sierras volvemos a encontrarnos con los
guadales y los tucu-tucales y el camino se hace casi imposible
por la inmensa cantidad de matas de calafates y de árboles
secos; a las cinco de la tarde no podemos adelantar más. Nos
encontramos en el último punto donde es posible llegar con los
caballos, y establecemos campamento en un pequeño prado,
frente a uno de los grandes canales que, desprendiéndose de los
Andes, forman el lago.

El camino hecho en el falda del monte Félix Frías, donde se


han instalado en las sueltas arenas glaciales esos millones de
ctenomys que han convertido el zócalo de la montaña en paraje
tan intransitable, ha cansado completamente nuestros caballos,
y aunque las colinas elevadas por hielos han presentado menos
obstáculos que los ofrecidos por las habitaciones de los
trogloditas roedores, cuando éstas han vuelto a aparecer
amenazándonos con hundirnos en sus antros arenosos, no
podemos seguir con ellos. La inundación ha cubierto la región,
llenándola de peligros; los bosquecillos de tiernas hayas apenas
asoman sus amarillentas y verdosas copas sobre el azulado
bañado inmediato, y únicamente después de seguir un laberinto
de albardones hemos parado, extenuados, en la mullida
alfombra, que cubre este fértil pedazo de la falda de la gran
cordillera.

La noche va acercándose: las nubes pardas abandonan las


alturas, buscan sus gigantes nidos entre los flancos de las
montañas vecinas y descienden a extenderse sobre este valle,
que pierde el agradable calor del día, ante la fina lluvia que
empieza a caer, ocultándonos el fondo del hermoso, aunque
imponente paisaje, que a ambos lados nos domina. Al sur, los
flancos de una elevada montaña muestran tristes y renegridos
troncos, ruinas vegetales creadas por el incendio; al norte, el
anchuroso brazo lacustre baña el pie de un bosque virgen que
se eleva tupido en la empinada falda de otra montaña cuya
cumbre nos oculta, en blanco vapor, la evaporación del día. Al
oeste, en el primer plano, un grupo de árboles gallardos resalta
de los contrafuertes parduscos de los peñascos, reflejando sus
lucientes hojas en las aguas de un bullicioso torrente. Más allá,
lomadas cubiertas de vegetación preceden rugosos cerros, y
más lejos, entre la niebla de la lluvia y las sombras del
chubasco que se descarga sobre nosotros, una forma aguda,
atrevida, se eleva radiante de blancura entre rosados tintes que
comunica al cielo, allí tan despejado, el sol que en estos
momentos alumbra el horizonte inmenso del Pacífico, y que se
despide de ella dándole la última caricia de la tarde.

Esta montaña se llamará en adelante el «Cerro de Mayo»; su


inmensa aguja paleocrística se destaca del cielo celeste a través
de la capa de nubes.

Establecemos nuestro wigwam al resguardo de un frondoso


berberis; las largas y tiernas ramas de las hayas y los ponchos,
nos proporcionan tosco y abovedado techo, y así nos
encontramos a la entrada de la noche, abrigados bajo una
cabaña improvisada. De sus endebles murallas vegetales que
dejan respirar el céfiro andino, cuelgan dulces y moradas frutas
y si la puerta ocupa todo el frente de la choza, en cambio, sin
movernos de su ancho dintel admiramos el lago y los
fragmentos de hielo que arrastran sus aguas. Lástima es que de
la alegría de nuestros ojos y de la mente no participe el
estómago. Nos encontramos en el punto deseado hace tanto
tiempo, pero también sin las provisiones que hubieran
amenizado nuestra estadía en él. El contenido de la media lata
de paté, un puñado de fariña y otro de café, amén de la ración
de yerba que es inseparable compañera de Isidoro, es todo lo
que contamos para festejar el punto más avanzado al oeste a
que hemos alcanzado en esta expedición.

Isidoro está triste, pues por haber perdido, en el camino, el


mate y la bombilla, no tenemos cómo tomar mate y cada uno
reflexiona buscando la manera de proveernos de lo necesario
para prepararlo. Me cabe a mí el honor de fabricar ambos
aparatos indispensables. Derramo sobre un pañuelo el resto del
paté, seguro que la cruda temperatura no lo desleirá; limpio la
lata que lo contuvo: tenemos ya mate. Después de largas
tentativas, mi inventiva, hija de la necesidad ayudada por el
deseo, hace nacer la bombilla de un hueso de avestruz que pasa
a servir de tubo, y de un pedazo de lata de la tapa de la caja, el
que, envuelto toscamente en una de las puntas del hueso se
convierte en colador de la yerba.

Marzo 13.—La madrugada despierta las pesadas nubes que se


han abrigado durante la noche en esta profunda quebrada, y
cuando ellas se elevan, despejando las onduladas cumbres,
dejamos Moyano y yo nuestro paradero para continuar a pie al
oeste. El aspecto del paisaje que nos rodea me promete bellezas
desconocidas en las áridas mesetas, y este ultimo día de
marcha adelante va a proporcionarme perspectivas nuevas que
compensaran las fatigas. Inmediato a nosotros, en la costa del
lago, hay un bosque pequeño de libocedrus tetragonus
sumamente tupido, pues apenas hay un metro de distancia entre
cada árbol. Este conífero no ha sido señalado aún en la falda
oriental de los Andes; aquí tampoco alcanzo a divisar otros
árboles que los que forman ese grupo, compuesto de 150
ejemplares, muy poco elevados, pues el mayor no alcanza a
tener 5 metros de altura por 20 centímetros de diámetro.

Nuestra marcha tiene por objeto tratar de alcanzar una punta


rocallosa lejana que se divisa en el tondo. Marchamos,
costeando la orilla del lago. La naturaleza no ha sido hollada
aquí por la planta del hombre civilizado; las tupidas ramas de
árboles gigantescos que crecen en las faldas de los elevados
cerros, sobre los detritus dejados por los hielos al fundirse, e
innumerables torrentes pequeños que se desprenden de las
cumbres de los montes que he llamado «Buenos Aires», donde
hilos y manchas de nieve reciente, depositada en las grietas de
la roca, anuncian la entrada del invierno, hacen sumamente
difícil el camino. No nos preocupamos de los pequeños
fragmentos de oro que arrastra el torrente que lava el cascajo
aurífero. Seguimos adelante, hollando helechos y espesos
musgos; apartando las barbas rojizo-amarillentas, que cuelgan
de los inmensos coigües y de las hayas de oscuras y plegadas
hojas.

Muchas veces caminamos arrastrándonos bajo un lóbrego techo


vegetal, entre piedras erráticas inmensas; otras el torrente a
pique corta nuestro paso: cruzamos la bulliciosa corriente por
sobre alguna haya añosa, o seguimos por alguna escalinata
geológica, formada por la desagregación del esquisto micáceo
de los cerros. Llegamos así hasta la punta donde un precipicio
separado del macizo de la cordillera por un hermoso canal que
arrastra témpanos, ramificación del lago Argentino, impide
continuar más adelante. Inútil es que tratemos de cruzar el
inmenso peñón; la arcilla esquistosa que lo forma está
quebrada en grandes fragmentos verticales y no da paso;
retrocedemos algunos metros y en un pequeño claro del
bosque, teniendo a nuestra derecha la arqueada falda de los
montes que he llamado de «Buenos Aires», al pie el ramal del
lago que precede a los inaccesibles Andes y al norte el
pintoresco monte Avellaneda, que nombro así en honor del
presidente de la república, resuelvo no seguir más adelante.

Descansamos un momento, al reparo de un gran tronco abatido


por la tempestad, y a la tarde emprendemos el regreso, después
de dejar solitaria, como signo de nuestro paso, clavada sobre un
enorme fragmento de roca, testigo mudo de la poderosa erosión
de los hielos, y rodeada de verdes helechos y rojas fuchsias, la
bandera patria que nos ha acompañado durante toda la
expedición y cuyos colores copia ahora la alfombra blanca de
nieve recién caída y el celeste hielo eterno que cubre desde la
cima el inaccesible pico de «Mayo».

Esos colores que se han reflejado en las aguas de los lagos


Argentino, Viedma y San Martín, y que han sido más de una
vez saludados por el alarido del gigante patagón, lo son hoy por
las salvas atronadoras que producen los aludes al desprenderse
de los ventisqueros vecinos. El calor del límpido sol que los
alumbra, arranca témpanos inmensos que truenan como
cañones de gran calibre, frente al punto donde nos
encontramos.

Conseguimos cazar una pareja de huemules y extraer el cuero y


el cráneo del macho, objeto rarísimo en las colecciones
zoológicas. Recién a las 10 p. m. llegamos al Real, yo todo
dolorido, con la ropa hecha pedazos por haber, como más
baqueano, servido de guía, y medio sofocado con el pesado
cuero del ciervo que he llevado a manera de boa. La lluvia y la
oscuridad casi nos ha obligado a pasar la noche entre los
torrentes, pero las hogueras que ha encendido Isidoro nos han
señalado el campamento en momentos en que íbamos a
suspender la marcha.

Marzo 14.—Ha nevado casi toda la noche; el techo de nuestra


vivienda parece cubierto de algodón, y el pasto y los árboles
blanquean; triste es la vista de la nieve sobre los negros troncos
quemados. Al mediodía, luego de reparadas las ropas y
arreglado el herbario, salimos todos hacia el sur, por el valle
situado entre los cerros «Buenos Aires» y el «Monte Frías»; en
el trayecto recojo varios fragmentos de cristal de roca. El
camino en su principio es bueno, muy fértil, pero a dos millas
encontramos colinas glaciales con trozos erráticos y pasando
éstas, los terrenos blandos que sirven de guarida a los tucu-
tucus. Aquí vemos que los cerros «Buenos Aires», en su frente
este, presentan un paisaje espléndido, rodeado de inmensos
bosques y donde corre bullicioso, formando bellas cascadas, un
torrente que nace entre dos cumbres en una sombría quebrada.

Al principio creemos que están circundados al sur por otro lago


y seguimos sus orillas hasta convencernos que no es sino la
prolongación del lago Argentino, con el que comunica esta
gran bahía por el canal de los témpanos.

Seguimos al este por un extenso guadal y vemos que un gran


número de avestruces, que indudablemente se han internado en
los bosques a la aproximación de los indios, vuelven a la
llanura abandonando las faldas de las montañas. La lluvia
principia a caer al anochecer y paramos en la orilla del riacho
que he mencionado anteriormente. Este desciende del sur, con
fuerte pendiente, bañando el pie de un cerro eruptivo que he
llamado «Monte Moyano» en honor de mi compañero de viaje.
Las rocas eruptivas abundan en estas inmediaciones; vénse
cerros y estratas que indudablemente son producciones
volcánicas antiguas.

Marzo 15.—La mañana clara permite ver más de cuarenta


picos de notable tamaño en esta parte de los Andes. Momentos
después una tempestad de nieve los cubre; el cielo toma un
color amarillento imponente, las nieblas nos envuelven y
ráfagas formidables cruzan la región. Apenas tenemos tiempo
de ensillar los caballos y ponernos en marcha dando la espalda
al temporal y a los Andes.

Nadie ignora que el cordón andino tiene a sus lados la pre-


cordillera oriental o argentina, y la cordillera marítima o de la
costa en la república de Chile.

De formación general más moderna, al parecer, que las de sus


costados, el cordón central que es el que sirve de división de
las aguas, tiene los conos más elevados, los que disminuyen de
altura hacia el sur, formando algunas veces pasos bastante
bajos e importantes como el boquete de Ranco y de Villarica,
los de Bariloche y Pedro Rosales, frente al lago de Nahuel-
Huapí, el que visitó Musters frente a Teckel, el del río Aissen,
en los 45° y el situado en 50° 40' más o menos, poco al sur del
monte Stokes y que se divisa cubierto por el hielo desde el
fondo de este lago «Argentino» en cuyas inmediaciones ya no
se ve la formación más antigua de la pre-cordillera oriental,
quedando sólo la arcilla esquistosa.

En estos parajes los Andes se separan, y ese hermoso conjunto


de picos atrevidos y de murallas, casi verticales unos, otros
redondeados como cúpulas y torres, todo pulido y cubierto por
el hielo eterno que reflejan los colores del cielo, cambian su
rumbo norte-sur que traen, puede decirse, desde las regiones
boreales, y se inclinan casi imperceptiblemente al sur-oeste y
se pierden completamente al llegar al 53° de latitud austral.

En el espacio comprendido entre el 51° y 53° los últimos


eslabones de la gran cadena se separan y se desvían por entre
un intrincado laberinto de canales profundos y angostos, cuya
sinonimia geográfica revela las angustias y el desconsuelo de
los atrevidos marinos que trazaron en las cartas las líneas que
allí dibujó la creación.

El Abra de la Pequeña Esperanza, la de la Ultima Esperanza, la


Zonda de la obstrucción y el Canal de las Montañas que corre
al pie de la Cordillera de Sarmiento, rodean casi la extremidad
de la verdadera cordillera, y sólo el monte Burney, su último
pico elevado, se levanta en la tierra del Rey Guillermo. Los
últimos contrafuertes andinos llegan poco más al sur,
terminando en las inmediaciones del cabo Providencia donde
«los Andes propiamente dichos, principian en el Estrecho de
Magallanes», según la opinión de Agassiz, eminente autoridad
científica. Allí, en las cercanías, el espinazo de América
concluye, ocultado por selvas impenetrables.

Nuestro camino está casi compuesto totalmente de trozos


erráticos; encontramos algunos de arcilla negra compacta muy
antigua, algo esquistosa, tan grandes que al principio he creído
que formarían parte de alguna punta de sierra, que la capa
glacial hubiera cubierto. La inclinación distinta de sus bordes y
lajas me hace pensar que no se hallan in situ, sino que han sido
transportados, pero me llama la atención el gran número de
ellos y que sean de la misma roca.

Al subir la punta Walichu, vemos que el lago arrastra los


fragmentos de la gran isla flotante que vi desmoronarse hace
tres días. A la tarde llegamos al campamento del bote.

Marzo 16.—A medio día hemos embarcado todos los objetos


coleccionados, y abandonamos, no sin tristeza, los lagos y la
salvaje y severa cordillera. Salimos de este abrigo para ir a
esperar en el arroyo del Bote a Moyano e Isidoro que llevan la
caballada por el sur. El viento del oeste aumenta la velocidad
de las aguas del Santa Cruz, y apenas la angosta embarcación
toma el centro del canal, emprendemos el descenso del río de
una manera tan veloz, como lenta fué la ascensión. La vuelta
que domina los grandes trozos erráticos nos expone a zozobrar,
a causa de las olas que levanta el viento con la corriente
encontrada, y que blanquean el curso del río formando
remolinos en las inmediaciones de las rocas de las orillas. El
bote no obedece al remo que nos sirve de timón, ni a los dos
que, en las bandas, manejan Francisco y Patricio; las aguas lo
oprimen, lo zamarrean, inclinándolo sobre sus bandas y
arrastrándolo con rapidez vertiginosa entre las piedras donde
las olas revientan con estruendo. El deshielo producido por los
últimos días calurosos ha sido tan grande, que el caudal del
Santa Cruz ha aumentado tres pies de ayer a hoy y barre todo lo
que encuentra de una manera que impone. El bote carga un pie
de agua en esta vuelta. Los puntos por donde habíamos pasado
sirgando a pie hoy se hallan cubiertos y las barrancas donde
chillaban los cóndores se desploman con gran estruendo al
pasar nosotros. Luchando, salvamos la vuelta y la embarcación
surca el trecho comprendido entre ella y el arroyo del Bote. El
paradero del 13 de febrero está cubierto por el agua, pero las
corrientes no han aumentado mucho en este punto por la poca
pendiente. Acampamos a inmediaciones del arroyo citado, pero
los puntos donde lo habíamos hecho antes están bajo las aguas,
y no hay más remedio que atar el bote en la costa este y hacer
campamento momentáneo a algunas cuadras, dentro del valle
del arroyo donde Isidoro ha parado su tropilla. En las
inmediaciones del bote no hay como hacer pastar los caballos,
y debiéndose separar la comitiva mañana temprano, quiero que
todos los expedicionarios cenemos juntos. Un avestruz que
acaba de ser víctima de los perros, es comido con gran
contento, sin dejar más restos que algunos huesos, pues la
necesidad no admite desperdicios; en el bote sólo hay un
fragmento de guanaco, y las municiones que nos quedan sólo
son tres tiros de remington, seis de revólver y algunos de
escopeta; son los únicos recursos que disponemos para llegar
hasta la isla.

Al anochecer nos retiramos al bote, habiendo ya combinado


con Isidoro las señales que indicarán nuestra posición en caso
de algún accidente desgraciado, pues en el diario del almirante
Fitz-Roy encuentro que mayores peligros ofrece el descenso
que el ascenso del Santa Cruz, y esta opinión vale. En
compañía de Isidoro queda Patricio para que le ayude en la
conducción de la caballada.

Cerca del bote no encontramos sitio suficiente para dormir, la


pendiente de la meseta es demasiado grande para tender sobre
su falda el recado y los quillangos, pero con la pala y el pico
cada uno forma una pequeña cueva que cubrimos con ramas, y
pasamos la noche lluviosa como antiguos trogloditas.

Marzo 17.—No ha aclarado aún cuando Patricio aparece en


nuestro paradero; llora, no ha podido dormir. «Ha sentido algo
en sus adentros que le dice que si lo hubiera hecho Chesko (a
quien cree antropófago) lo hubiera muerto». Me pide que lo
lleve en el bote. Me compadezco de él, envío en su reemplazo a
Abelardo, y tomando la corriente continuamos descendiendo.
En menos de cinco minutos desandamos el camino verificado
en tres días; caminamos a 10 y 12 millas por hora, rapidez
considerable para un bote de dos remos. Todos los bajos están
anegados y pocos son los que se conocen de nuestros antiguos
paraderos; las barrancas caen a plomo sobre el río y el polvo
que producen al desprenderse los desplomes, llega hasta el
bote. Con buena suerte pasamos los «Tres Cerros»,
remolineando el bote en las cavidades formadas por las
corrientes encontradas que lo quieren absorber, y dormimos en
la orilla del sur en las inmediaciones de la «Fortaleza». Varias
veces hemos querido acampar, pero la velocidad de las aguas
es tan grande que hubiera sido peligroso embicar en la costa;
sólo el gran remanso donde lo hacemos, nos da buen atracadero
para el bote y bastante leña para pasar cómodamente la noche
que se presenta muy fría.

Marzo 18.—Volando por sobre las aguas del río llegamos hasta
frente al punto donde había descubierto los fósiles, y a fuerza
de pico, extraigo gran parte del cráneo del gran paquidermo.
Varios restos de otros animales que recojo, me parecen
pertenecer a la capa superior del terciario inmediato a la
formación glacial.

Pasamos el cerro «Tres de Febrero», no siguiendo el cauce del


río, sino por entre las islas de la margen derecha; el bote
tiembla con el choque repetido del agua, y el ruido, semejante
al que produce una pila eléctrica en acción y que resulta del
roce del agua en los costados de la embarcación aumenta de tal
manera que impresiona; es difícil remar; la gran velocidad de
la marcha apenas lo permite, y el menor obstáculo nos perdería
a todos.

Nuestro campamento en la quebrada basáltica está cubierto por


el agua; únicamente se distingue la parte superior del cairn que
elevamos para señalar nuestro paso. Nos anochece frente a la
meseta desnuda; la lluvia empieza a caer sobre el pequeño
rincón que hemos elegido y lo convierte en un pantano.

Marzo 19.—A las 5 a. m. aún oscuro, continuamos la marcha,


sin parar; la crepitación del bote por efecto de la corriente se
siente más fuerte que ayer. El paradero de Chickerook-aiken
está inundado y el río tiene hoy en sus inmediaciones hasta
cerca de 500 metros de ancho; en algunos puntos la fuerza de la
corriente es tan grande que levanta olas, y ha habido momentos
en que no obedeciendo el bote al timón provisorio, ha
continuado descendiendo sin dirección a merced de las aguas,
dando vuelta como si fuera vacío y abandonado.

A las once embicamos en el punto donde habíamos dormido el


primer día de nuestra marcha, cuando emprendíamos la
fatigosa sirga; grandes fogatas de humos claros, señal de gozo
y de próximo arribo, coronan las lomadas inmediatas, para
avisar a los isleños el regreso de la expedición.

El río es ancho en extremo; la embarcación lo surca veloz sin


riesgo alguno; no hay tropiezos y la alegría vuelve a renacer
entre quienes se ven próximos al fin de las fatigas.
Distinguimos el techo de la población de la isla y su chimenea
que humea; está habitada pero no han conocido nuestras
señales. Momentos después llegamos al islote que está situado
antes de Pavón y donde los guindos y membrillos que ha
plantado Piedrabuena reemplazan la pobre vegetación del valle.
El blanco bote aparece en el canal frente a la isla. Hemos izado
las velas y con ellas rasgamos las corrientes, haciendo doce
millas. Las aguas se arrollan en la filosa proa que se levanta
sobre olas de espuma; la embarcación ondula y los tripulantes
saludamos gozosos la cultivad a ribera. Son instantes estos de
grata emoción; hemos cumplido lo prometido y las nacientes
del Santa Cruz han sido por fin desveladas.

La margen norte del río está ocupada por varios toldos, que no
conozco; el tiro de rifle, salva que anuncia nuestra presencia,
ha alarmado a sus habitantes. Grande debe ser el asombro de
los tehuelches que contemplan atónitos el curioso espectáculo
incomprensible para ellos, de la llegada de un bote tripulado,
que desciende con velocidad increíble desde la cordillera, pues
desde un recodo oculto los vemos ansiosos; los hombres
observan en la orilla y las mujeres frente a las pintarrajeadas
tiendas de pieles; los perros que presienten algo desconocido
ahullan: todo representa la barbarie estática ante la
civilización. De pronto el bote da vuelta a la pequeña isla y
aparece esta vez navegando gallardo a la vista de los toldos. Un
clamoreo salvaje contesta nuestros saludos de alegría. Los
hombres montan los potros en pelo y a todo correr,
prorrumpiendo en alaridos, tratan de acortar la distancia que
aun nos separa de sus primitivas moradas. Chesko les contesta
con estentórea voz, sacudiendo al aire su quillango y
descubriendo su bronceado cuerpo indígena. ¡Un indio en un
bote descendiendo el Santa Cruz! Verlo y correr a los toldos, y
armar una vocinglería infernal, es obra de un momento. Al
pasar frente a ellos, las muchachas que han formado un grupo
sobre la barranca, palmotean y vemos llegar a todo escape al
gigante Collohue que había apresurado a los indios
asombrados. Me saluda a gritos: ¡Coom'ant! ¡La incógnita se
ha despejado—es el comandante que llega de las «Aguas
grandes»!
En veinte y tres horas y media de navegación hemos desandado
el camino hecho en un mes, lo que demuestra la gran velocidad
de las aguas del Santa Cruz, y las dificultades con que se
tropieza para remontarlas.

En esta isla no encontramos novedades de ningún género. Los


indios que han acampado frente a ella son los de Conchingan y
los del cacique Gumerto que vienen estos últimos desde las
inmediaciones de Nahuel-Huapí, a conocer los campos de
Santa Cruz. A la tarde los visito llevándoles aguardiente.
Gumerto me dice que «tiene el corazón muy contento» porque
conoce ya al Comandante, y que como pariente de Shaihueque
ha oído hablar de mi visita al campamento del Rey de las
Manzanas.

La mayor parte de los pocos indios que dependen de este


cacique son de sangre pampa, de menos estatura que los
tehuelches, y entre las mujeres jóvenes hay algunas muy bien
parecidas. Contentamos a éstas, dándoles abundantes sartas de
cuentas y mantas; los hombres se emborrachan con
aguardiente, y la noche se pasa entre llantos y alaridos. Sólo
Chesko, contento con la presencia, de la hermosa Losha, y
luego melancólico con la bebida, no participa de la alegría
general; con el Cooll'á, instrumento musical tehuelche, pasa
rozando con hueso hueco de cóndor las cerdas del primitivo
violín y acompañando a la triste armonía que arranca del
sencillo instrumento, una especie de canto, compuesto de
frases incoherentes, sin sentido común, que no son
pronunciadas sino balbuceadas por el enamorado indio.
Noto en este toldo más mujeres que hombres, y algunas me
dicen estar separadas de sus maridos; la causa de este
alejamiento es que están en cinta unas y otras tienen hijos
pequeños, y que por una costumbre de los tehuelches, el marido
abandona temporariamente a su mujer, mientras ella se halla en
ese estado y no vuelven a juntarse ambos hasta que la criatura
tenga más de un año.

Marzo 20.—Tranquilo, durmiendo bajo techo, contento con los


resultados del viaje, paso este día analizándolos. La
exploración que acabo de verificar en las nacientes del Santa
Cruz, donde he podido comprobar la verdad de la opinión de
Fitz-Roy quien suponía que este río nacía en varios lagos, me
ha revelado extensos territorios desconocidos que pueden ser
aprovechados por sus propietarios los argentinos. El valle del
Shehuen, espera los ganados que han de fructificar esa tierra
hoy improductiva. Algunos parajes en él pueden utilizarse con
ventaja para la agricultura. Las quebradas del oeste, donde los
pastos hacen ostentación de hermosura, pueden alimentar miles
de animales vacunos. Los ricos depósitos de carbonato de sodio
atraerán la industria. Las minas de carbón del lago «San
Martín» harán que el silbido del vapor se mezcle con el del
hacha y del martillo, que aproveche los bosques que hemos
visto en ese solitario paraje y que los buques a vapor que llegan
hoy a la bahía de Santa Cruz, vayan a buscar a través de cerca
de doscientas leguas de ríos, lagos y canales, el combustible
precioso.

Veo no muy lejano el día en que la hélice alborote las aguas de


los lagos «Argentino», «Viedma» y «San Martín», y llene de
vida la región hoy desierta. Los campos abrigados entre el lago
«San Martín» y el «Vieldma» pueden ser utilizados por
estancias, y hemos de ver que el faro gigante del volcán Fitz-
Roy, no tendrá por único admirador al temeroso tehuelche, sino
también a los civilizados que lo estudiarán y buscarán en sus
faldas las riquezas que revela la ciencia. El lago Argentino con
sus bosques y los valles hermosos que lo rodean ofrece al
hombre elementos de vida lucrativa. Dedicándose allí al corte
de los hermosos árboles, que luego de arreglados en balsas, las
aguas del lago y del Santa Cruz se encargarán de llevar al
Atlántico, contribuirá esa población andina con las maderas
necesarias a la construcción de las futuras colonias argentinas
del litoral patagónico.

Los habitantes de la Bahía Santa Cruz no verán entonces


descender como ahora, un bote como el mío, sino grandes
embarcaciones que traigan al Atlántico las riquezas del corazón
de la Patagonia y de los Andes. Donde hoy no hay más que
soledad y desamparo, hemos de ver colonias florecientes, y la
hoy poco visitada bahía de Santa Cruz ha de ser el punto más
frecuentado de los mares del sur.

Marzo 21.—Abril —Esperaba encontrar en este punto noticias


de Buenos Aires de donde he salido hace 5 meses, y que el
buque del capitán Piedrabuena debía traer. Defraudado en mis
esperanzas, resuelvo dirigirme por tierra hasta Punta Arenas y
tomar allí el vapor del estrecho. He empleado algunos días en
el arreglo de las colecciones, en la formación de nuevas y en la
reconstrucción, puedo llamarla así, de la Capitanía Argentina
que yacía abandonada en la Bahía Santa Cruz, sin techo, ni
piso, ni ventanas, ni puertas y con el asta bandera en el suelo.

Abril 6.—Mayo 8.—Llenado este deber de argentino, dejó en la


isla Pavón al teniente Moyano con los dos marineros, el
muchacho y el bote, me despedí del señor Dufour a quien debo
mil atenciones, y emprendí viaje al sud. Me acompañaban
Isidoro y Estrella.

Aunque me proponía revisar detenidamente y por completo la


región situada al sur del Santa Cruz, no he podido hacerlo en
todas sus partes. Nuestras provisiones son sumamente escasas
y consisten tan sólo en algunas tortas, regalo de la tehuelche
Rosa, mujer de Manuel Coronel, otro buen gaucho compatriota
que ha acompañado a Pertuiset a la Tierra del Fuego; a las
tortas agrégase carne para un día y dos cajas de paté de foie
gras, que a nuestra ida para el interior había dejado de reserva
en la isla. Aumentan lo penoso del viaje el mal estado de los
caballos y la extenuación de los perros, que es tanta, que sólo
uno de estos, el bravo «Perilla», ha podido acompañarme,
aunque sin prestar el menor servicio. Esto nos advierte desde el
principio, que no podemos contar con la caza y que debemos
contentarnos con lo poco que tenemos. La necesidad hace
prodigios y aunque algo escuálidos llegamos a Punta Arenas
después de una travesía de siete días.

La sequedad del clima y la esterilidad del suelo, circunstancias


desfavorables para la colonización de Patagonia, principian en
Bahía Blanca, donde llueve mucho menos que en Buenos Aires;
aumenta gradualmente en el río Negro y el Chubut; sigue en las
mesetas, es decir en la región árida de que ya me he ocupado y
alcanza a su máximum en el grado 47 a 48, según los informes
de los indígenas.

En Santa Cruz, el continente principia a enangostarse,


disminuyendo la distancia entre la cordillera y el mar, y las
lluvias vuelven a ser más frecuentes, aunque no de gran
duración. El valle extenso que desde el río Chico se dirige
hacia el oeste, hasta el lago «San Martín» regado por el río
Shehuen, presenta extensiones de verdura, verdaderamente
lujuriosa que contrasta con la aridez de las mesetas que la
rodean, y durante el tiempo que permanecí allí en enero y
febrero la temperatura era sumamente agradable.

Desde ese punto, a contar desde el grado 50 al sur, principia la


zona útil, que fertilizan las lluvias, que siendo casi diarias en la
Patagonia Occidental pasan sobre la cordillera poco elevada, y
la riegan, de cuando en cuando, sin hacerla inhabitable, como
en la opuesta. La vegetación raquítica de las mesetas, batida
incesantemente por los vientos, al aproximarse a la zona
mencionada, experimenta un cambio brusco sin acercarse aún a
la zona andina. Su aspecto agreste impresiona agradablemente
al viajero que acaba de atravesar la elevada pampa, donde el
paisaje entero no presenta más que soledad y desamparo, y
dónde sólo el guanaco inquieto, pace, espiado incesantemente
por los pumas, que en ellos y en los avestruces hacen sus
mejores presas.

Al sur de los lagos, desde la cordillera, praderas extensas,


verdes de pastos tiernos y trébol, cubren los depósitos
glaciales, y son esos los paraderos preferidos de los indios
durante las grandes boleadas de caballos salvajes. Esta pradera
la limita al sud la planicie de lava que desde el pie de los
Andes se dirige en una extensión de 30 leguas al este, con
mesetas basálticas gigantescas, que disminuyen gradualmente
su altura, y de entre las cuales, se levantan algunos volcanes
extinguidos. De allí descienden varios arroyuelos, algunos de
los cuales arrastran pajitas de oro, y desaguan en el lago
«Argentino», en pequeñas bahías abundantes de pescado y en
las que se bañan innumerables, garzas y cisnes blancos, rosados
flamencos, avutardas y patos. La planicie basáltica está cruzada
de distancia en distancia por profundas quebradas que le son
perpendiculares y llega hasta el «Abra de la Ultima
Esperanza», donde cesa bruscamente, bañado su pie por las
aguas marinas. En esos parajes, nace- bullicioso entre rocas de
lava, salpicada del verdor de los manantiales que se forman en
las grietas, el río Gallegos que desagua en el Atlántico.

Desde las nacientes del Gallegos, el paisaje es distinto; se ven


colinas suaves y onduladas, que principian en pequeñas
mesetas y disminuyen en altura a medida que se alejan al sur, y
hacia el oeste inmensos bosques, en las llanuras de Diana,
forman un cordón alboreo, al borde de los canales.

Más al sur, se divisa la «Laguna Blanca», cuyo borde está


situado a pocas millas de Skyring Water. El nombre de esta
laguna se deriva del color de sus aguas tomado de la arcilla
arenosa que cubre en parte el suelo.

En la laguna Blanca, los campes son magníficos, y allí viven


los indios del cacique Papón durante grandes temporadas del
año, alternándose con los valles fértiles de Coy Inlet, y del río
Gallegos.

Algo más al sur se encuentran excelentes mantos carboníferos


que se extienden hacia el mar, hasta ser ocultados por él en
marea alta. Ellos dan una importancia enorme a esa región, que
continúa hasta el estrecho con algunas poblaciones, tales como
«Palomares», en una llanura que está limitada al oeste por las
aguas Otway Water y por las mesetas de la península de
Brunswick cubiertas de bosques impenetrables que crecen entre
las rocas erráticas, que a su turno ocultan las ricas capas de
huella que se explotan en Punta Arenas.

Entre la parte norte de la región que acabo de describir a


grandes rasgos y la costa del Atlántico sobre el río Santa Cruz,
se extiende la mesa elevada, primero de 3000 pies, luego de
1500, 1150 y 900 formando otros escalones más pequeños
hasta el río; todo terreno árido, aunque mejor que el de la
margen norte, mejorando, a medida que se acerca al océano. El
profundo valle escalonado del Santa Cruz, (antiguo estrecho
interoceánico probablemente; según Darwin) como el Valle
Coy Inlet y el del río Gallegos, no tienen extensiones fértiles
notables. Desde su nacimiento en el lago, el río corre por entre
rocas erráticas, mantos volcánicos y poderosas capas de cantos
rodados, hasta las inmediaciones de la isla Pavón donde las
mesetas bajas se apartan y donde el río se bifurca entre islas
formando recodos de alguna importancia en ambas márgenes,
hasta que se llega a la bahía, que desde el Atlántico se dirige al
oeste, formando el pie de la gran Y, con los brazos del río
Chico y Santa Cruz. En la bahía en el lado sur, hay pequeñas
cuchillas con pastos regulares; pero el agua potable es escasa.
Subiendo el primer escalón de la escalinata de mesetas, que
forman el pedestal de los Andes en esas regiones, se llega a la
altura de 350 pies, a una llanura con desigualdades insensibles,
de mejores pastos que todos los que nacen desde el Chubut
hasta allí, en el litoral, y que tiene pequeñas lagunas, unas
dulces y otras saladas que abundan en cloruro de sodio que el
capitán Piedrabuena extrae de cuando en cuando.

Más al sur se extienden las colonias del León, que principian


en la costa del océano, elevándose 710 pies sobre el mar, hasta
la cuarta meseta cuya altura varía de 850 a 1000 pies.

En esas colonias los pastos son excelentes, aunque duros, y el


agua es escasa, pero cavando pozos hasta cruzar la capa de
cascajo, espesa de 30 a 60 pies, se encontrará de muy buena
calidad.

Esa es la mesa alta que se extiende desde Santa Cruz hasta


Gregory Range, donde cae a pique, batida por las correntosas
aguas del estrecho y es la que crucé en toda su extensión en mi
viaje.

Al subirla, desde un poco más al NE. de Chikerrook-aiken, la


vista se dilata por una extensión inmensa, bastante parecida a
la pampa del sur de Buenos Aires, sin límites y sólo al SO. se
ven azuladas y tenues las lejanas mesetas cercanas a la
cordillera.

A medida que se adelanta hacia el sur, el terreno mejora, se


penetra en algunos cañadones que hacen recordar las
inmediaciones de las sierras del Tandil, y cruzando una
quebrada transversal, pasando después los «Tres Chorrillos»
preciosos manantiales de agua dulce, que se pierden en una
laguna salada y en cuyos alrededores viven a veces los indios,
se vuelve a subir a la meseta.

Así consecutivamente por entre lomadas suaves y lagunas


saladas a las que acompañan casi siempre pozos dulces, se
llega a Coy Inlet, punto extremo a que alcanzan las salinas
verdaderas y que Darwin da como situado en las inmediaciones
de San Julián, dos grados más al norte.

La vista de Coy Inlet, es pintoresca, es hoya de un río antiguo o


quizá de un estrecho marino, que cruza de este a oeste. Sigue
esa línea un arroyo tortuoso, entonces seco, que me indicó que
no nace en las montañas nevadas por que era ese el tiempo de
los deshielos, como lo había notado poco antes de las nacientes
del Santa Cruz. En un ancho de dos leguas, tiene campos
buenos para pastoreo, que aprovechan los indios en el punto
llamado Uajen aiken.

Desde Coy Inlet a río Gallegos, los campos son aún mejores.

El río Gallegos es el paradero principal de los indios, sobre


todo en Guerr-aiken. Allí, los encontré, pero como estaban en
gran borrachera, sólo pude conversar con algunos, y esto, de
paso. Esos parajes son de gran porvenir, y es lástima que el
tehuelche, antes de una sobriedad extrema, se extinga
rápidamente a causa del alcohol que los cristianos les venden.
El río Gallegos corre con una velocidad media de cuatro a
cinco millas por hora y se alimenta de las nieves que en
invierno caen en las altas mesetas volcánicas y en las sierras
inmediatas a la cordillera. Nace de dos brazos que a corta
distancia se juntan, recibiendo además dos pequeños arroyuelos
que riegan una extensión regular al sur del río principal. El
valle puede ser utilizado para la agricultura y ganadería.

En ambas orillas, sobre las mesetas, principian capas de lava


que las cubren hacia el sur, en enormes rocas negruscas, que
como murallones inmensos se levantan de las colinas fértiles,
sembradas de grandes fragmentos de columnas, semejando una
ciudad antigua destruída.

Los distintos paisajes sombríos que se admiran entre los


manantiales que se destacan de la masa oscura del basalto y las
tranquilas lagunas saladas que ocupan hondonadas, quizá
cráteres antiguos, y a cuyas orillas el guanaco centinela da su
grito de alarma, traen a nuestra memoria los espantosos
cataclismos que han formado esas masas tristes. El fuego y el
hielo han dado su relieve a esa región.

Todas esas elevaciones, muchas ya marcadas en las cartas


geográficas, y que se extiende desde cerca del Cabo Vírgenes,
son pequeños volcanes extinguidos submarinos en un tiempo
independientes del sistema andino y cuya mayor altura parece
ser ahora de cerca de mil pies sobre el nivel del mar.

Las capas de lava que se extendieron bajo el mar antiguo, se


han inclinado cuando el levantamiento de las mesetas
terciarias, al que contribuyeron ciertamente esas fuerzas
volcánicas, y han salido algunas de ellas de 150 a 200 pies
sobre el nivel medio del terreno en forma caprichosa como el
«Monte Aymon», «Los Frailes», «Las Orejas de Asno», «El
Volcán», «Los Bonetes», etc.

Esa formación volcánica, entre el estrecho y el Gallegos, se


dirige hacia el ONO.

En la región comprendida entre el Gallegos y las barrancas de


San Gregorio donde se elevan esas capas, parece que el
levantamiento no se ha hecho de una manera tan igual como en
el resto de Patagonia, y allí los hielos la han bosquejado con
rasgos más pronunciados. El camino serpentea por
sinuosidades caprichosas, unas veces en bajos ocupados por
lagunas y manantiales, formando valles preciosos, otros tantos
paraderos indígenas; otras en elevaciones que, cubiertas de
pasto, dejan ver a intervalos grandes piedras erráticas.

Llegando al límite de la meseta, el paisaje cambia; a la


derecha, la línea azul y blanca de las montañas nevadas se
destaca del fondo oscuro del cielo tempestuoso de occidente; a
la izquierda la punta de San Gregorio, luego las angosturas que
como fajas de plata, forman el estrecho, y más allá, de color
rosado-pálido, envueltas en la bruma y en el humo de los
incendios, característicos de la índole salvaje de los habitantes,
se divisan las mesetas fueguinas. Al frente, en el bajo que
termina en el estrecho y en la elevada península de Brunswick,
la campaña ondulada y verde más aún que las pampas de
Buenos Aires, cruzada de hebras cristalinas y adornada de
pequeños bosquecillos de «calafate» que proporcionan
deliciosa fruta y de algunas lagunas dulces y saladas que llegan
al pie de los mamelones glaciales; imitando todo un inmenso
parque inglés, con sus prados, bosques, lagos y montañas
artificiales.

El camino sigue al sur, bordeando al oeste, una línea de colinas


bajas glaciales, antigua moraina que señala un período de
reposo de algún ventisquero prehistórico, el que cruza el
«Dinamarquera» arroyuelo rápido con pequeños saltos que
corre entre bellas plantas acuáticas y desagua en el estrecho;
regando una gran extensión de tierras fértiles, producto de
innumerables generaciones vegetales que las han cubierto con
una riquísima capa de humus.

La región continúa así, con pequeñas alteraciones, hasta la


Cabeza del Mar, canal marítimo que se interna desde «Peckett
Harbour», formando una angostura que concluye más adentro
en un bonito lago salado que casi toca a «Otway Water».

Al oeste del canal ya principian los árboles y se ven pequeñas


agrupaciones de fagus, que dan sus nombres a ese paradero,
«Los Robles», y la llanura feraz que colorean los frutos de la
chaura y de la mutilla, se extienden hasta el Cabo Negro,
surcada de arroyos que bajan de la península hasta el estrecho.
El cielo claro de las regiones australes embellece ese paisaje
que no tiene nada de la monotonía de las mesetas ni de la
severidad de las montañas.

La región que he descripto y que presenta tan alegres paisajes,


donde la vida parece ser más abundante que en el resto de la
Patagonia, ha sido el resultado de una de las revoluciones más
terribles del globo.

El período glacial ostenta allí toda su terrible acción y sus


detritus, provenientes de los gigantescos ventisqueros que
avanzaban en otro tiempo hasta el Atlántico y que han
arrancado de las montañas esos enormes fragmentos que miden
hasta 1000 metros cúbicos, llevados allí por los hielos
flotantes, proporcionarán, con los depósitos vegetales, riquezas
importantes al pionner que en el porvenir los trabaje.

Los cambios que se han producido en Patagonia desde el


principio de la época terciaria permiten admirar allí la fuerza
portentosa de la naturaleza.

En el período eoceno, la tierra se eleva del fondo del océano, y


alimenta monstruos fósiles terrestres parecidos al Dinoceras
del mismo tiempo en Norte América y que desconocidos aún
en esos parajes, he tenido la suerte de encontrar en dicha capa
geológica, cuya existencia he revelado en Patagonia. Luego se
sumerge y permanece quieta durante un número indefinido de
años que la geología no cuenta, período que se nota por la
horizontalidad de las capas. Más tarde, vuelve a mostrarse en la
superficie y nutre árboles enormes, cuyos troncos petrificados
se ven en las inmediaciones de la cordillera, y curiosas formas
animales y el mar alimenta en sus costas lobos marinos,
delfines, enormes saureanos y tiburones, y moluscos. A su
turno esta capa vuelve a desaparecer en las profundidas del mar
hasta 800 pies más o menos, y bajo ella se depositan entonces
los basaltos en mantos tan gruesos que alcanzan hasta 400 pies.
En seguida de este mar de fuego, llega el mar de hielo a
aumentar el espesor de las mesetas, con detritus de 250 pies en
algunas partes.

Después, por un movimiento lento, la Patagonia se despoja de


su manto glacial, elevándose en partes hasta tres mil pies sobre
el mar. Y este levantamiento continúa todavía: se nota en la
costa, desde Buenos Aires, cuyas pampas quizá se deben a los
hielos, y he visto lagunas saladas con conchas actuales y vivas
todavía, que en la región fértil del estrecho se han alzado hasta
una altura mayor de 100 pies!

«Cabo Negro» es precioso paisaje, rodeado de bosques y de


pequeños prados pastosos que alimentan una cantidad regular
de ganado de una estancia chilena, situada frente al cabo, desde
el que se domina a la isla Isabel, punto poblable.

Desde allí en una extensión de 10 millas es preciso hacer el


camino por la costa, cubierta de grandes piedras erráticas y
troncos de árboles que las aguas del estrecho bañan
incesantemente. Compénsase la molestia del viaje con la
impresión que causa el ruido ritmado de las olas y del bosque
espeso y florido que lo verdea, haciéndolo delicioso para el
viajero. A lo lejos, al sur, divísase la cresta de los montes
Sarmiento y Darwin, cuyo «hielo se ha vuelto azul, a fuerza de
envejecer» y que aparecen dorados por el sol.

Quince millas dista Punta Arenas del Cabo Negro y se llega a


ella atravesando el arroyo «Tres Puentes», a cuyos bordes se
levanta un aserradero a vapor que reduce a tablas los árboles
seculares para emplearlos en los edificios de Punta Arenas e
Islas Malvinas; y cuyo denso humo, indicio de civilización, se
detiene en las copas elevadas de los coigües que llegan hasta
treinta metros de altura. Desde «Tres Puentes» se extiende una
preciosa llanura, en la cual viven los pocos animales que tiene
la colonia, que está situada en la falda de la meseta separada de
dicha llanura por el «Río de Oro», que arrastra en sus
bulliciosas aguas pepitas de ese metal e inmensos troncos de
árboles aún más valiosos.

Luego de recorrer durante algunos días las pintorescas


inmediaciones de Punta Arenas transpórteme a Montevideo en
el vapor inglés «Galicia» y después de una deliciosa
navegación desembarcaba el 8 de mayo de 1877 en Buenos
Aires, contento con este viaje que me ha dado motivo de
apreciar la gran importancia que tienen para nosotros las
feraces tierras inmediatas a los lagos y las que se encuentran
entre el «Gallegos» y Punta Arenas, futuros asientos de ricas
colonias nacionales; y que me había convencido que la región
vecina al estrecho, en vez de ser árida, como se creía, es quizá,
la tierra más fértil de la parte austral de la república.

El río Santa Cruz que tanto ansiaba conocer, habíalo recorrido


en toda su extensión y por esa hermosa vía fluvial, que, a pesar
de la velocidad de sus aguas, creo que puede ser navegable para
vapores de 12 pies de calado y de gran fuerza, había llegado a
los hermosos lagos andinos. En ellos había vivido la vida del
trópico y del polo; había comido hielo flotante de los
ventisqueros eternos que baten las olas lacustres a sólo 500
pies sobre el mar, en parajes situados a la misma latitud de
París; había admirado la majestuosa cordillera, con su manto
de hielo en su cima y su guirnalda arbórea en su base; había en
los mismos días, navegado al lado de los témpanos y habíame
internado en los bosques vírgenes que recuerdan el trópico; en
fin, los lagos Argentino y San Martín, situados a los lados del
lago Viedma, habían sido revelados a la geografía de la patria,
y, con la ayuda de mis compañeros, había agregado algunas
noticias más a las que teníamos sobre las tierras australes.

En fin, había cumplido con el grato deber de dar cuenta al


gobierno de la nación que la «Llanura del Misterio» del
Almirante Fitz-Roy, había sido explorada, y que las planicies
que los marinos ingleses llamaron del «Desengaño», albergan
hermosos lagos, donde pronto navegarán las naves argentinas.
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