La Maleta Del Emigrante
La Maleta Del Emigrante
La Maleta Del Emigrante
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A los herederos de mi maleta de emigrante. Mis amores.
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“Los lugares no se llevan, los lugares están en uno.”
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Capítulo 1
Parecía una más entre aquel grupo de mujeres y hombres solitarios que el
destino había reunido en la misma última estación: el geriátrico. La mayoría era de
distintas regiones de España, aunque ganaban los gallegos por amplia mayoría.
También había algunos argentinos, que acompañaban los recuerdos de la tierra
lejana de sus compañeros con los suyos más cercanos del barrio, o a lo sumo de la
provincia nativa.
Cuando somos niños nos ilusionamos con los Reyes Magos, las hadas o los
duendes. Cuando nos hacemos mayores esa ilusión la convertimos en un viaje
fantástico que nos aleje de algo tan aterrador como es la muerte, el inevitable final.
El sentido del viaje, aunque sea el definitivo, tiene una proyección hacia alguna
parte, hacia otra estación. También me advirtió que a mi nueva admiradora no le
fuera a decir abuela porque eso la pondría furiosa. Lina, a secas, es como quería
que la nombrasen.
El salón principal del geriátrico era amplio y confortable, con una gran mesa
en el centro. En aquel momento de la tarde cuatro ancianos jugaban a las cartas,
aparentemente ajenos al entorno. En un rincón había una mesita con dos termos y
algunas cajas de té en saquitos de distintos sabores y también mate cocido. Una
mujer deambulaba solitaria espantando de las paredes algo que solo ella veía. Otra,
en una silla de ruedas, se dirigía empujada por una tercera hacia una puerta del
fondo. “Ahí está la salita para ver televisión”, me aclaró la asistente.
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algunos rosales, que le daban un espectacular marco al caminito que atravesaba el
parque solitario. Sentada en una silla en la que parecía estar hundida, una anciana
cabeceaba por una somnolencia tonta que no alcanzaba al sueño. Supe que era ella,
aun antes de que la asistente le dijera con dulzura:
Lina alzó la cabeza y nos miró desde la tristeza de sus ojos color cielo
mientras levantaba el brazo derecho y hacía aletear los dedos de la mano como un
pájaro herido que no puede volar. Sin pensarlo atrapé entre mis manos aquella
otra, fría y descarnada, pero aún palpitante como la sonrisa que le bailaba entre los
labios pintados de rojo.
—Tú debes ser Carmen —me dijo con su voz cascada, con un lejano acento
de la aldea gallega de sus orígenes mezclado con el porteño aprendido deprisa—.
Gracias por venir. Me emocionó mucho lo que escribiste de tu pueblo gallego. Yo
también soy gallega, aunque no recuerdo de qué lugar. Por eso le dije a Clarita que
quería conocerte. Aquí son tan buenos con nosotros que hacen lo posible por
complacernos. Evaristo, ese loco de boina negra que está jugando a las cartas,
también nació en Galicia. A Evaristo le gusta leer y la hija siempre le trae cosas de
nuestra tierra. El otro día él me leyó tu artículo y yo me puse a llorar, no sé bien si
de emoción o de tristeza, o por las dos cosas. ¿Sabes lo que estuve pensando? Que
lo peor no es sentir tristeza, sino no saber por qué se está triste. La gente es según
sus recuerdos, y yo perdí los míos. Soy como un envase vacío.
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De pronto sentí unas irrefrenables ganas de salir corriendo para
encontrarme a solas con el espejo y comprobar que la nueva arruga que había
descubierto aquella misma mañana no se había hecho más profunda ni más larga,
ni más visible. Miedo, puro, desnudo miedo a mi propia finitud me recorría el
cuerpo. Los peores miedos son los miedos inexplicables que nos asaltan de pronto
sin causa ni razón, los miedos sin pies ni cabeza, los miedos que vienen de adentro
hacia fuera, que nacen en la sangre y no en el aire. El miedo a la oscuridad, el
miedo a la soledad, el miedo al paso del tiempo... Yo todavía no quería conocer ese
miedo, no estaba preparada. ¿Alguien lo estará llegado el momento?
—Ahí no, siéntate frente a mí, así puedo verte bien —me contradijo Lina.
Hoy quiero invitarte a hacer un viaje muy especial para mí (permíteme esta licencia
egoísta). Y por serme tan especial y revelador quiero compartirlo contigo, amigo/a de Lume
Novo.
Este lugar está recostado en una falda de la Península del Salnés (Pontevedra) y
mira eternamente hacia las rías, desperdigadas a sus pies. Es mi pueblo, al que yo llamo
Bustomeu, aunque al topónimo le sobra el adjetivo posesivo, que aquí corre por mi cuenta.
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Y lo nombro mío porque formo parte de sus raíces y de su historia y porque ese rincón es un
pedazo sustancial de mi vida.
De las veces que volví a Bustomeu, una quedó estampada en mi memoria como un
tesoro. Quizá porque aquella noche sentí que estaba comulgando en plenitud con lo más
esencial de mi tierra, con su espíritu, al que pertenezco por entero. Quizá porque presentí
que por fin recuperaba las alas de aquella niña que un remoto día marchó gritando porque
le cortaban abruptamente su infancia y el vínculo con los seres más queridos.
Estoy aquí, buscando señales de un tiempo gastado, que solo están dentro de mí.
Echo a volar los ojos y me sumerjo en la perspectiva que me da este pedacito de la falda del
Monte Castrove, donde ya no hay ovejas blancas ni cabras negras, sino plateados eucaliptos
soñolientos, y oscilantes pinos con sus agujas mirando al cielo.
El mismo cielo de la noche que semeja un desierto de lámparas sin dueño que
alumbran las casas adormecidas, nuevas, blancas, bonitas... Del otro lado, un robledal
centenario, manchón oscuro y misterioso entre el monte y los campos sin caminos y
brillantes de luna que resbalan por la pendiente como si quisieran fundirse, allá abajo, en
los cientos de titilantes luciérnagas. Son las rías, donde bulle la vida marinera.
Aquí, en la pendiente del monte, el sonido del mar tiene murmullo de hojas, de
lechuzas insomnes, de ranas cantarinas. Toda la Creación, detenida en un remanso del
tiempo, como yo, semeja conspirar para agasajar mis sentidos y mis sentimientos
incontaminados, como si nunca marchara, como si aún tuviera diez años.
Esta es una noche mágica, para cabalgar en los recuerdos y en la sublime confusión
de los sueños olvidados; todo me parece posible. Puedo vaciar el espíritu en las acacias
borrachas de estrellas donde duermen pájaros errabundos; puedo alimentarme de la huerta
de los abuelos, donde resplandece bajo una fronda de luceros una catarata de naranjas, o
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bañarme en las gotas de luna de los limoneros. Y hasta puedo liberar los fantasmas
temblorosos de los recuerdos para que paseen por los senderos del aire, que huele a mar y a
hinojo, a arena salada y a romero.
Puedo subir por el viejo manzano, abrigado con viejos cantares procedentes de
noches de antaño. Puedo, al fin, ser niña cuando yo quiera —ahora lo sé— y flotar, como el
lucero, en el agua de la silenciosa poza, que supo en tiempos lejanos acompañarse de
inocentes risas infantiles.
Una inmensa avenida luminosa atraviesa mi corazón. Al fin pude trocar el doloroso
remolino de gritos lanzados al partir hacia el destierro por un tibio y agradecido remanso de
suspiros.
Tal vez no fuera tan extraño, pensé mientras Clarita les anunciaba que ya era
hora de la cena, lo cual produjo un desbande apurado y febril. Eran como niños
ansiosos rumbo a sus rutinas encadenadas.
—¿Vas a volver, neniña? —me preguntó Lina con una ansiedad que no
podía defraudar.
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comedor, sin preguntar por qué yo le daba las gracias. Me temblaban las piernas y
tenía ganas de llorar. La anciana que había extraviado las reliquias de sus
recuerdos terminaba de nombrarme como lo hacía la abuela Pilar: neniña, una
palabra muy cariñosa y usual para decirles a los niños pequeños en Galicia. Lina la
había recordado y ni siquiera se había dado cuenta. Sin duda su alma no había
perdido la memoria aunque su cabeza no pudiera responderle. Cuando salí a la
calle sentí que algo había cambiado en los arcanos de mi alma, aunque todavía no
sabía decir qué era.
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Capítulo 2
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pertenencias, y lo que era más importante para ella, su maleta de madera y cartón
con la que bajara del barco hacía ya muchos años. “A ustedes no les sirve, ya que lo
único que guardo ahí son recuerdos que solo a me interesan a mí”, suplicó Lina.
“¿Ese vejestorio lleno de porquerías? Lo tiramos al basural de al lado”, le dijo una
mujer apenas asomada a la puerta de su casa que ya no era suya.
Aquella imagen la trastornó de tal manera que su mente se alzó con un solo
pensamiento: ya sabía qué hacer. Lo único que tenía en el mundo eran esas cuatro
paredes. ¿Qué más le podían quitar? No el coraje, sin duda; ella no era de las que
miran complacientes la cara de su verdugo. Sin perder tiempo fue a la casa de
Francisca, se hizo de un bidón de querosén y una caja de cerillas y sin más trámite
se dirigió a la puerta de su casa, derramó el líquido inflamable y sin dudarlo le
prendió fuego. Los vecinos la encontraron estática a punto de ser devorada por las
llamas que ya daban cuenta del que había sido su lugar de vivir, recordar y
seguramente también su lugar de morir de no ser por unos intrusos, que se
salvaron de las llamas escapando por los fondos.
El trauma de Lina fue muy grande, y estuvo casi un mes gritando que le
quemaban los pies y riendo con las travesuras de los gatos que inundaban la pared
de su habitación y de sus desvaríos. Hasta que un día volvió a la realidad y
entonces estuvo casi una semana llorando sin saber por qué. Ahora estaba ubicada
en tiempo y espacio pero su mente había quedado en blanco.
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A veces nos encontramos de pronto parados en un cruce de caminos
sabiendo que no tenemos más remedio que elegir, y eso nos produce mucha
angustia e indecisión. ¿Estoy pensando en Lina o en mí?
A veces tengo la sensación de que vamos tan aprisa con todo, de vivir todo
sin vivirlo, de correr tanto o más que el tiempo, que me da vértigo. Me asusta el
modelo de vida que estamos teniendo y reproduciendo entre todos. Andamos a
todo correr, sin darles a las cosas el tiempo que precisan para ser digeridas.
Estamos inmersos en una carrera febril sin tener para nada claras las metas a
alcanzar. La sociedad de la información, eso dicen. Se da todo en dosis tan
exageradas y centelleantes que sufrimos sobredosis de todo, por lo tanto, exceso, y
por lo tanto, no asimilación. Todo va como un flash sin más.
En fin, que no me gusta. Que quisiera volver a los tiempos en que las
canciones idealizaban. Retomar el tiempo de la poesía que conmueve el alma.
Volver a encontrarnos con un paisaje que nos estremezca, disfrutarlo, saborear
cada instante, cada palmo de tiempo, cada pedazo de vida. Sin prisa, con la debida
pausa, para que nos dé tiempo a asimilar cuanto vivimos, y a entenderlo.
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pertenecen solo a mí nunca las miré, no quise prestarles atención. Ignoré su
presencia sistemáticamente en las innumerables ocasiones que abrí el placar para
buscar cualquier otra cosa que no fuera “eso” que ya no dolía, como si el paso del
tiempo pudiera ser garantía de olvido.
Nada más entrar en el apartamento voy derecho al placar. Allí están, con la
quietud de los que esperan y saben que en algún momento alguien se tendrá que
hacer cargo de su existencia. Son dos. Las abro con ansiedad y vuelco su contenido
encima del sofá. Son objetos, recuerdos, señales de mi propia identidad, una parte
de mi pasado —ahora me doy cuenta, aunque hace tiempo que lo intuyo— no
resuelto.
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alguien hubiera seleccionado varios de esos escritos para darles un destino
diferente del que yo deseaba en aquella sufrida etapa de mi niñez recién
trasplantada. Busco en la mezcolanza de la caja pero las hojas arrancadas no están,
y tal vez nunca sepa qué suerte corrieron. Eso me angustia.
“La gente es lo que recuerda, es según sus recuerdos”, me había dicho Lina.
Yo necesitaba poner orden en los míos, sanearlos, apaciguarlos y sobre todo
aceptarlos.
Son las doce de la noche. No cené pero tampoco tengo apetito, ni sueño.
Una idea va surgiendo en mi cabeza y solo quiero comenzar a darle forma.
Entonces enciendo la computadora y comienzo a escribir. Desde mis cicatrices,
desde mis mejillas mojadas de recuerdos, desde mis frustraciones, desde los
cadáveres de mis sueños rotos, desde mis ilusiones nuevas. Desde mi lugar de
mujer en la mitad de su vida. Ni joven ni vieja, en medio de mi propia historia, en
medio de dos mundos, en medio de mil preguntas suspendidas en alguna
dimensión de la conciencia, para las que todavía no tengo respuestas.
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ávidos sobre el teclado. A mi alrededor, cajas vacías y un mundo de papeles, fotos,
postales, documentos y cartas. Es mi maleta de emigrante, una parte intrínseca de
mi existencia, página entrañable de un diario escrito en imágenes y acuñadas en
objetos. Son las sombras de los afectos cuando todavía tenía a quien llamar abuelo,
abuela, madre, padre, todo el murmullo de los días señalados. Es mi maleta de
emigrante, pero también puede ser la de Juan, la de Camilo, la de Dolores, la de
Manuel, la de Lina, un sobrenombre corto para una vida tan larga y sufrida.
¿Quién fui? ¿Qué hicieron conmigo? ¿Qué dejé que hicieran? ¿Qué quiero
ahora? ¿En qué puerto amarraré mi barco de dos orillas?
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Capítulo 3
Soy una trasplantada. Una de tantas. Cuando mis raíces llevaban poco más
de 10 años respirando el oxígeno de la tierra que me vio nacer, la que me dio el
carácter y la esencia, decidieron trasplantarme a una tierra amable y generosa, pero
ajena a aquella otra que forjara mi espíritu. “Carmucha, la vida no termina allí
donde remata la mirada”, me dijo doña Anunciación —una por demás extraña
anciana que estimuló mi temprana imaginación hasta hacerla volar— cuando le
conté que me llevarían lejos de mi aldea contra mi voluntad solo porque era una
niña. ¡Cuando sea grande ya verán!, amenacé entre lágrimas de impotencia.
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A modo de SOS
hablo en la madrugada:
te partieron a hachazos.
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Además de mi condición de emigrante, soy una mujer de los '60, con toda la
carga generacional que eso implica, aunque algunos signos de mi tiempo apenas
me rozaron. Soy de la época de la revolución sexual, pero en mi familia las
enseñanzas estaban muy lejos de semejantes aperturas. “Los hombres son unos
recalcitrantes demonios que solo buscan ‘eso’ ”, decía la tía Dora amparada por la
angélica coraza de la ignorancia. Soy contemporánea de los que experimentaban
con las drogas pero yo no experimenté, ni fui a Woodstock ni tampoco me sumé a
los que se fueron de la casa para cambiar el mundo porque yo quería casarme y
tener hijos.
¿Puedo decir entonces que soy una mujer de los '60? Sí, definitivamente,
porque aunque no todas nos lanzamos a bebernos nuestra década de un solo trago
el mensaje nos llegó, se nos metió en la sangre y en los huesos. El resultado es éste
de hoy, un envase donde cabe la mujer, la madre, la abuela, la compañera, la
amiga, la hermana, la desocupada, la luchadora de batallas inútiles, la cultivadora
de ancestrales mitos femeninos, la transgresora por herencia y pertenencia
generacional. Una realidad en elaboración porque, entre otras coas, todavía no sé
dónde está mi lugar. Estas interlocutoras que viven en mí, todas juntas y
potenciadas, se encuentran en plena crisis de los cincuenta.
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formé una familia.
Sin duda vivir es pasar inevitablemente por una sucesión de pérdidas, pero
hay algunas que además de herir, dividen, escinden, provocan un cisma interior
que nunca tendrá la solución que quisiéramos, que es volver el tiempo atrás.
Somos conscientes de que eso no es posible, pero aun así magnificamos los
recuerdos y los acomodamos a nuestras necesidades que tienen la medida de un
hueco interior que nunca será ocupado como quisiéramos, porque el tiempo no se
detiene, no nos espera.
Hoy conocí a una anciana que no se entregó, que cayó luchando. Si ella
pudo, yo también podré poner a descansar las viejas penas, los viejos traumas, las
viejas culpas. La culpa, otra vez la culpa. Qué palabra detestable que nos define a
las mujeres, seamos de la generación que fuéremos. No volveré a escribir en este
libro —que no sé a qué conclusiones me arrastrará— la palabra culpa. Si se me
escapa alguna pido a quien la encuentre que la borre por mí, y también en nombre
de todas las mujeres culposas, que no es lo mismo que culpables.
“Tu problema es que te sientes forastera del mundo y no estás más a gusto
que donde no estás”. Mi amiga Eva habla desde su lugar, desde su barrio, desde
sus olores, desde la plaza de su niñez, desde la música de sus calles. En cambio yo
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aún no encuentro mi lugar en el mundo; estoy dividida en dos y no puedo ni
quiero renunciar a ninguna de las dos mitades. Eso afecta cada acto de mi vida. Si
ordeno “mi maleta” quizá pueda también ordenar mis dos mitades, aunque mejor
sería integrarlas en esta mujer que soy hoy, con una edad cronológica que no le
permite encontrar su sitio, el espacio donde encajar. Cuando quiero y puedo, no
me dejan; cuando me dejan siento que aún no es ése mi lugar. Mis cincuenta y pico
están fuera de los avisos que buscan empleados y profesionales jóvenes, pero con
experiencia. Qué contrasentido. La estupidez humana no tiene límites.
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sobre aquélla otra y compruebo que la tapo, la sobrepaso, la oculto, como hice con
la asustada niña emigrante. Cada vez comprendo más a Lina y su angustia al
perder sus huellas. De no ser por este cuaderno y esta hoja nunca habría recordado
lo mucho que me gustaba dejar la marca de mi mano en cuanto papel se me
pusiera delante. Desde pequeña, desde la aldea y también en la inmigración seguí
con la costumbre, que un día de no sé cuándo dejé y olvidé. Miro mis manos, son
las mismas de entonces, ¿acaso cruelmente desmemoriadas? Las manos deberían
servir para sujetar aquello que no quisiéramos dejar huir jamás, si caso estuvieran
hechas del mismo blando material del corazón.
Querido abuelo: espero que esté bien, lo mismo que la abuela y el resto de la familia.
Esta es la primera carta que le escribo desde Buenos Aires. Antes que nada quiero decirles
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que los extraño muchísimo. Tanto que no sé cómo decirlo. Y después quiero decirle que no
es cierto lo que me dijo que el viaje en barco me iba a gustar mucho. Fue horrible. Por poco
morimos todos, y no solo ahogados sino tragados por unos enormes peces que le llaman
ballenas que iban al lado del barco comiendo los restos que tiraban de la cocina. Eso me lo
dijo un camarero amigo mío. Puede que sea cierto, o no. Nadie parece decirme la verdad de
nada. Ser pequeña es una desgracia.
La casa donde estamos viviendo no es una casa, por lo menos como la nuestra de
Bustomeu ni tampoco como su hijo nos había dicho que era muy bonita. Nuestra pieza —
así llaman aquí a la habitación de cada una de las familias— es más pequeña que el corral
de sus vacas, abuelo, que tienen más libertad que yo. Las piernas se me van a entumecer al
no poder correr y saltar de piedra en piedra, como antes. A veces para entretenerme subo y
bajo las escaleras hasta que mamá me dice que me quede quieta o me va a calentar las
cachas. Nunca mamá me había dicho que me quedara quieta, salvo que estuviera enferma. A
ella no le molestaba que yo corriese por las fincas o por el monte, porque ella también corría,
bueno no corría, caminaba, pero aquí nos tropezamos todo el tiempo unos con otros.
De corazón: Carmen
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Capítulo 4
Afuera es otoño, como entonces, como aquel día de marzo de hace 40 años.
“El otoño es callado pensamiento, pausa de soledad, melancolía, y una hoja que
llora con el viento su dorada elegía”, dice Luis Fernández Ardavín en uno de sus
poemas.
Tal vez este año el otoño se equivoque y decida quedarse sin tristeza, sin
pájaros entonando un réquiem azul de despedida.
Tal vez...
El viaje había sido duro y traumatizante para las dos. Pero mucho más para
mí, que solo miraba hacia atrás, hacia mi casa con su lar de piedra y memoria de
cuentos ancestrales contados en mi lengua materna, la primera que escuché y la
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única que sabía. Me había despedido de la abuela Pilar y del abuelo Joaquín
prometiéndoles volver pronto, desoyendo la voz del corazón que me decía que
jamás volvería a verlos. Había llorado con mis amigos de infancia arropados por la
esperanza de un reencuentro en algún lugar impreciso, pues eran años de
emigración y los niños no tenían poder de decisión para elegir dónde ir ni dónde
quedarse. Había dejado a mi perra Mora y a la cabra más bonita que jamás haya
existido, porque yo la amaba y la cuidaba con la dedicación de una niña de aldea
que no tenía muñecas para echar a andar el natural instinto maternal.
Las evocaciones son como alimento para el alma y mucho más las que nos
marcan de por vida. Aquel cruce del Atlántico, desnuda de los afectos más
entrañables, es una de esas cosas que irremediablemente siempre van a formar
parte de mi equipaje; lo que tengo que lograr es que tenga el peso justo y no el
sobrepeso que molesta y entorpece.
Aun rodeada de mucha gente uno se puede sentir abandonado. Y eso sentí
yo en aquel viaje de pesadilla. No bien el Alberto Dodero zarpó de Vigo, mi madre
se metió en el camarote, se echó en la litera y no volvió a levantarse hasta que
atracamos en el puerto de Buenos Aires. Ella, como yo, había nacido en plena
montaña y solo veía el mar a la distancia o cuando íbamos a la playa a pescar
berberechos.
El caso es que le atacó el “mal de mar” y lo único que podía hacer era
vomitar, en medio de funestas predicciones que iban desde la más leve, “voy a
llegar hecha un cristo y tu padre me va a mandar de vuelta”, hasta la más
pesimista, “me voy a morir y me van a tirar al océano”. Yo estaba aterrada, por
mamá y también por mí, desvalida, huérfana de afectos y de los cuidados que
siempre tuviera.
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Hay personas que perdieron tantas cosas que dedican su vida a buscar
nuevas cosas para perder. No sé dónde escuché esta frase, pero se me ocurre que
puedo aplicarla perfectamente a mi vida. Pero mejor sigo con el relato del viaje
rumbo al nuevo mundo. Fuera de mis visitas a proa y popa me entretenía
correteando por todo el barco, espiando a las parejas que buscaban los rincones
más apartados de las cubiertas para dar rienda suelta a su amor. Pero mi ansiedad
la ahogué sobre todo en la comida.
Por mi parte yo los había adoptado, y hasta llegué a fantasear que cuando
creciera un poco hasta podría casarme con alguno de ellos. Los dos eran buenos
mozos y siempre tenían una sonrisa dispuesta solo para mí, aunque una vez a uno
de ellos le arranqué unas fenomenales carcajadas. Fue después de cruzar el
Ecuador. Hubo una fiesta en la cubierta y todos bailaban y cantaban con gran
algarabía. Hasta que de pronto unas nubes negras y cargadas decapitaron
tempranamente el día. El viento arreciaba y azotaba el barco con gran violencia.
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Por supuesto que en el comedor no había nadie. Estaba oscuro y por el ojo
de buey solo podía ver agua. Chorros de agua, gotas de agua, vapor de agua. Su
genio extraño lo podía todo, lo engullía todo como quizá lo hiciera con el Alberto
Dodero, cansado ya de acarrear emigrantes con sus baúles y maletas repletos de
morriña y esperanzas. Apenas me podía sostener en medio del tremedal pero
estaba dispuesta a que me dieran de comer.
Mi primer nuevo amigo, que se llamaba Francisco, puso para mí, en medio
de una fenomenal tormenta, una mesa en un rincón del comedor en la que había
un solo plato y un gran bocadillo de queso que me supo a gloria. Durante el
tiempo que nos quedaba hasta el final del viaje Francisco alimentó mi desamparo
junto con mi estómago.
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acostumbrarás no todo es tan malo como aparenta”. Era mi amigo Francisco, que
se despedía de mí acariciando mis ojos tristes con su mirada tan celeste como el
mar que había desaparecido en ese caudal de agua sucia que ya no veía, pues el
Alberto Dodero terminaba de atracar en el puerto de Buenos Aires.
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Capítulo 5
Después de hacer los trámites en la Aduana, por fin mamá dio rienda suelta
a sus emociones. Corrió, olvidada de mí y del mundo, hasta fundirse en los brazos
de un señor que se parecía bastante al de la foto. Había sol, lo sé porque nunca
olvidaré la sombra de mis padres, fundidos en un interminable abrazo,
proyectándose en el suelo pedregoso donde yo había decidido clavar los ojos.
Cuando ya creía que se habían olvidado de mí, parada muy tiesa sobre mis zapatos
nuevos, que me oprimían tanto los pies que quizá por eso me costaba respirar,
alguien me pasó torpemente una mano por la cabeza diciendo palabras que yo me
negaba a escuchar. No me importaba lo que tuvieran para decirme esas personas
extrañas, que después supe que eran el abuelo Serafín y la señora petisa y
regordeta la tía Dora, hermana de mamá, su marido y sus dos hijos, mayores que
yo, y... ese desconocido señor que me arrancara de mi aldea, que al parecer recordó
que el pasaje incluía una menor de diez años que era su hija. Se agachó para estar a
mi altura y me abrazó. No puedo recordar lo que me dijo porque sus palabras me
llegaban como el rumor trashumante del viento escuchado desde el lado de
adentro de una ventana en una tarde de invierno.
Después papá, mamá y yo nos metimos dentro de un coche —que más tarde
supe que se llamaba taxi— previa despedida de todos los familiares y una promesa
de vernos pronto. “Vamos a Carlos Calvo 948”, le dijo papá al chofer. Una
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dirección que tantas veces viera escrita en el remitente del sobre que traía las cartas
de papá, y que ahora iba a tener presencia y forma. Algunas veces me puse a
imaginar cómo sería la casa donde iríamos a vivir y también las calles de Buenos
Aires, “una ciudad muy grande y bonita”, según había escuchado tantas veces en
mi aldea gallega.
La verdad que lo que veía a través de la ventanilla del coche, como si fuera
una película, no me gustaba. Las casas eran antiguas y descoloridas y había
demasiados autos, mucho más que en Pontevedra. Se veían pocos árboles y no
había campos ni montañas. Por fin llegamos. El taxi se detuvo frente a una puerta
—forjada en hierro y con vidrios que dejaban ver una gran escalera ascendente de
mármol— que en su lado derecho, arriba, mostraba una placa blanca con el
número 948 en negro. Papá me dijo que siempre tuviera en cuenta que el nombre
de la calle estaba en las esquinas y que cada casa tenía su correspondiente número.
Era muy importante que lo recordara para que cuando comenzara a andar sola no
me perdiera, me aconsejó, sin que yo me dignara a dirigirle la palabra, y no por
causa del nudo que tenía en la garganta sino porque no se me daba la gana. Enojo
y pena me provocaban peligrosamente; pero ya estaba empezando a aprender a
llorar para adentro, como me enseñara la abuela.
Subimos las escaleras hasta llegar al hall, donde había tres o cuatro personas
dándonos la bienvenida (después supe que era la encargada y parte de su familia).
Mi cabeza parecía ser el sitio preferido para ensayar bruscas y ligeras caricias
mientras las palabras estaban dirigidas a mis padres: “¡Qué bonita niña!; aquí
todos nos conocemos y van a estar muy bien”.
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Mientras recorríamos el tortuoso pasillo de las austeras piezas salían más
personas, más manoseo de pelo, más pellizcos de cachetes, más palabras sin
sentido. “Esta es la cocina”, nos informó el guía-papá cuando llegamos a un amplio
e indefinido patio con ropa a secar al sol y macetas con plantas florecidas. Me
llamó la atención una sábana que mostraba su antigua prosapia solo en su bordado
doblez; todo lo demás eran remiendos con cierta voluntad de estilo que la hacía
muy atractiva y singular.
“Y éstos son los baños”, nos dijo la encargada, que se llamaba Lila, y que no
nos perdía pisada, igual que un grupo de mujeres que seguían nuestro recorrido.
Primero nos enseñó el más grande, donde había una ducha a alcohol para bañarse,
por riguroso turno de llegada, nos aclaró. Y luego pasamos por el más chico, que
era apenas una letrina, que se utilizaba solamente en caso de que el otro estuviera
ocupado. Se olvidó decirnos que los tendríamos que compartir con todos los
vecinos, esa gente desconocida, toquetona y charlatana.
Una escalera del mismo alto que la que habíamos subido desde la calle, pero
de planchas herrumbrosas, se abrió ante mi asombro. Bajamos hasta un amplio
patio con paredones altos cubiertos con verdes barbas de musgo; a la derecha, una
enorme higuera que alegró en algo mi alicaído ánimo. A la izquierda, y contra el
límite mismo de la pared del fondo, había una pieza y encima de ésta, a modo de
palomar —eso me pareció— otra más, a la que se subía por una escalera de madera
vieja y reumática en cuyo nacimiento había un piletón que servía “tanto para lavar
los platos como para lavar la ropa”, le indicó mi padre a mamá, que hacía grandes
esfuerzos para no perder la sonrisa con la que había bajado del barco. Por lo menos
yo no tenía por qué disimular; cuanto más se me notara el enojo, mejor.
Terminarían por cansarse de mí y me mandarían de vuelta a la aldea.
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llamada Lola, también de Pontevedra, que se dedicaba al “trabajo fácil”, dijo con
suspicaz sonrisa. Es puta, ¿por qué no lo dice con todas las letras?, pensé
fastidiada.
Mamá y papá me precedían cuando por fin entramos en la pieza, así que yo
tuve tiempo de imaginarme que a lo mejor del otro lado habría más escaleras, o
quizás otra pieza, y otra más… Estaba tan confundida que me parecía estar
viviendo un sueño de esos que nunca terminan. Pero no, era la más pura de las
realidades. De ahí en más ésa sería nuestra casa, “toda” nuestra casa.
Por dentro estaba pintada de blanco, o algo así, porque era difícil ver las
paredes a través de la cortina floreada que aún tenía el olor del plástico nuevo, y
que la dividía a la mitad. En la parte de adelante, el comedor, sala de estar,
recibidor, todo en uno, con una mesa, cuatro sillas y un aparador pintado de verde
(se ve que papá había comprado pintura verde de más), con unas cuantas tacitas
colgadas, una pila de platos, vasos y poco más a la vista. Al lado, una heladera “a
hielo”, aclaró papá.
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Entonces lo sentí por primera vez, punzante, cabrero dolor en la boca del
estómago, tan fuerte y violento que apenas me dejaba respirar. No era el mismo de
cuando en la aldea me daba un atracón de duraznos verdes —aún me gustan—, de
higos o de guindas, sin olvidar las castañas asadas. No, éste era distinto y nuevo,
como todo lo que había a mi alrededor. Desde aquella mañana de marzo en que vi
mi cara reflejada en la medialuna del ropero, la dimensión de mis trastornos
emocionales la sigue midiendo mi estómago.
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Capítulo 6
Querida abuela: espero que esté bien de salud, lo mismo que el abuelo. Yo por el
momento estoy bastante bien, aunque últimamente me duele un poco el estómago. Debe ser
porque los extraño mucho o por la comida, que no me gusta nada porque todo es con carne
de vaca. Ni la escuela me gusta. Hoy empecé. La maestra es muy buena y se llama señorita
Mercedes. Me sentó al lado de ella en el escritorio, así que cada vez que levantaba los ojos
veía a todos los chicos mirándome raro. También tenemos un descanso que aquí llaman
recreo. Fue muy feo porque yo no supe dónde ponerme ni qué hacer. Algunos chicos
jugaban a juegos que yo no conozco y otros hacían rondas para hablar en voz baja mientras
miraban para mí.
Tenía muchas ganas de llorar abuela, pero no se preocupe que ya aprendí a llorar
para dentro, como usted me enseñó, así que nadie se dio cuenta. Tampoco se dieron cuenta
de que hablo mal el castellano porque hablo gallego. Y no se dieron cuenta porque solo dije
sí y no, si me preguntaban algo. La señorita Mercedes me hizo escribir en un papel mi
nombre, los años que tengo, el nombre de mamá y también el de papá. Y aunque no me lo
pidió, también escribí el suyo, el del abuelo y el de Bustomeu. La señorita Mercedes me
miró raro después de leerlo, y yo tuve miedo, aunque ella tiene cara de buena. Se ve que le
caigo bien porque echó una sonrisa y después me acarició el pelo, y también me dijo que
tengo buena letra.
Cómo se ve que no conoce a mamá ni los sopapos que me tragué hasta que aprendí a
escribir como ella quería. ¿Se acuerda abuela cuando usted o el abuelo algunas veces me
salvaban de estar escribiendo toda una tarde de lluvia? Aquí todo es distinto, hasta la
lluvia. Los truenos tienen otro sonido y no hay niebla, y el cielo no tiene nubes con forma
de conejos ni de zorros ni de lobos. Aquí el cielo es muy estrecho.
34
sueños, como el chico de aquel libro que me regalara el tío Juan? Bueno, pues ahora sí que
ando papando moscas porque los sueños no los encuentro.
De corazón: Carmen
Los sueños son el alimento del alma, las alas del espíritu con las
que sobrevolamos la realidad, muchas veces dura, intransigente y
hasta despiadada. Claro que una cosa es tener la capacidad para soñar
y otra muy distinta es poseer el potencial para realizar esos sueños,
luchar por ellos, perseguirlos hasta, en el mejor de los casos,
alcanzarlos. Y los emigrantes sabemos muy bien cómo es eso de
perseguir los sueños, literalmente, si pensamos que les podremos dar
alcance más allá de nuestro horizonte visible.
Soñaba con ser grande como mi prima Laura para poder bailar con los
mozos los domingos en el atrio de la iglesia después de la misa, e ir a Pontevedra
sola y ser maestra, como un tío de mamá que nunca conocí. Los sueños de los
pequeños emigrantes no están adelante, quedan atrás, desdibujándose,
muriéndose con nuestro adiós. Al llegar al nuevo mundo tenemos que
reinventarnos, desde la cotidianeidad hasta los sueños, y no estamos preparados.
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Cuando termino de leer la segunda carta metida en el cuaderno azul—ésta
no tiene la mano dibujada— no puedo menos que sentirme satisfecha porque
todavía no perdí la capacidad de soñar, que mi abuela llamaba papar moscas, el
abuelo inventar historias y mi madre mirar la luna.
Se me ocurre que ésta es una edad para cambiarle la piel a los sueños, para
elegirse a una misma, darse a luz, barajar y dar de nuevo. ¿Por qué no?
36
mismo y ancho cielo, que es mi vida.
Como si temiera rasgar el velo que cubre un fantasmal espectro, busco con
cierta inquietud entre el papelerío una foto que según recuerdo tiene que ver con la
carta que le escribí a la abuela. Aquí está. El rectángulo de cartón me devuelve la
imagen de mí misma, muy tiesa y seria, sosteniendo en la mano derecha la cartera
marrón del colegio. Por debajo del delantal blanco asoman unos pocos centímetros
del vestido beige con el que desembarqué en el puerto de Buenos Aires. También
tengo los mismos zapatos y los calcetines blancos. Estoy en el patio del inquilinato.
Reconozco los malvones florecidos.
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familiares dirigidos a que me despojara de mi “traje” de aldeana —por dentro y
por fuera— en bien de una inserción rápida y prolija, cuando yo todavía seguía
prendida a mi aldea gallega por la ilusión de volver lo antes posible.
Sin duda pensaban que era lo mejor, pero no hacían más que confundirme.
Recuerdo a papá diciéndome que no hiciera caso si escuchaba decir que los
gallegos éramos brutos, esto o aquello... —el esto o aquello fue lo que más me
preocupó—, “porque eso es solo de chiste. Pero de todas maneras ten cuidado de
que no se te escape ninguna palabra en gallego porque no te van a entender y se
van a burlar de ti. Tampoco corras como en la aldea ni hables fuerte porque aquí
todos estamos cerca y nos escuchamos perfectamente”. Y así, siguió una larga lista
de cómo no ser más gallega.
Todos los paraísos son siempre los perdidos, y ante semejante futuro
amenazante yo comencé a sobredimensionar el mío: mi aldea, mi pequeño mundo
ausente. Aunque trato de no caer en esa ilusión pasajera, en ocasiones en que el
ánimo decae, todavía tiendo a idealizar los caminos de mi tierra ancestral, donde
quedó vagando mi infancia. Porque cuando llegué a la Argentina dejé de ser niña
de golpe.
Nunca olvidaré a la señorita Mercedes. Cierro los ojos y aún puedo oler su
perfume a agua de rosas. Siempre peinaba igual su cabello entrecano: recogido en
la nuca en un perfecto rodete. Era estricta y pocas veces sonreía, pero en mi alma
siempre habrá un rinconcito de luz para ella, por su infinita bondad y
comprensión. Durante una semana me sentó a su lado en el escritorio de madera
oscura con muchas manchas de tinta, que yo conté infinitas veces para no levantar
la cabeza y ver a mis compañeros mirando más para mí que para el pizarrón.
El maestro que venía a Bustomeu tenía mal genio, y eso era todo, pero
mamá y papá siempre contaban que los maestros que ellos tuvieron les pegaban en
los dedos con una madera y también en la cabeza, así que yo estuve esperando que
la señorita Mercedes descargara en mi mollera una regla grande y gastada que
tenía a su derecha, junto con una escuadra, cuando las cuentas me salían mal. Por
las dudas, no bien terminaba de hacer los ejercicios que me daba, ponía las manos
en los bolsillos del delantal, ya que la cabeza no la podía esconder. Pero mis
temores en cuanto al castigo se fueron calmando cuando luego de siete días la
señorita Mercedes no había batido su temida regla contra ninguno de los chicos,
incluyéndome.
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hora de que me sentara con los otros alumnos, como correspondía. El miedo se me
hizo carne. Nadie me hablaba y yo tampoco abría la boca si no era para atrapar el
aire que me faltaba. Me sentó al lado de una niña que se llamaba Lidia, más bien
gordita, que me dio la bienvenida con una sonrisa amable y sincera. Yo me esforcé
por devolverle el gesto amistoso, y enseguida hundí la cabeza en el pupitre y solo
la levanté para mirar al pizarrón y a la señorita Mercedes, con nostalgia de su olor
a agua de rosas.
Querido abuelo: espero que esté bien de salud, y también la abuela. Yo estoy mejor
porque tengo una amiga que se llama Lidia, y que es argentina. Es muy buena conmigo y
hasta me convida con unos dulces que aquí le llaman alfajores, y que trae de la casa. Ella es
menor que yo, tiene 8 años. Todos los otros chicos tienen la misma edad; yo soy más vieja,
pero como soy pequeñita no se nota.
Me gusta mucho aprender, porque como usted sabe, quiero ser maestra, pero hay
cosas que se me hacen difíciles. El mes que viene aquí se festeja el 25 de Mayo. Después les
cuento cómo estuvo. Lo cierto es que festejan que en ese entonces echaron a los españoles de
Buenos Aires y fueron libres para siempre. Eso lo entendí, pero lo que me dolió, aunque no
dije nada, es que la señorita Mercedes hablaba de los españoles como que era gente mala y
que hasta mataban indios. Entonces comprendí por qué algunos chicos me miran raro,
seguramente piensan que yo soy mala también. Lidia no, ella me dijo en el recreo que yo no
tengo la culpa, eso porque me vio un poco triste. Pero solo un poco abuelo; ni siquiera lloré.
La historia argentina es muy bonita, si no fuera por esto de los españoles que parece
que no hicieron cosas buenas. También le cuento que tengo un sobrenombre nuevo. Me
dicen “galleguita”, salvo Lidia y la maestra, todos los chicos me dicen así. No sé por qué
pero no me gusta. Me gustaba más el que tenía ahí, pero nunca se lo diré a nadie porque ése
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es solo para Bustomeu. Abuelo, le pedí a papá que cuando le escriba al tío-padrino le diga
que me mande un libro para que pueda aprender la historia de España. Quiero saber, para
poder decirles que los españoles no somos todos malos.
Querido abuelo, en la carta del tío que llegó anteayer, dice que usted no está bien de
salud y que el asma le atacó más fuerte que nunca. Ya sabe que no tiene que fumar, que le
hace mal. Cómo se ve que no estoy yo para esconderle los cigarros... Cuídese abuelo, que no
le pase nada malo, por favor.
De corazón: Carmen
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Capítulo 7
ni me empapo de rocío?
El tibio sol husmeaba por el patio, subía a la vieja higuera y se perdía por las
paredes sucias que nos separaban de las casas vecinas. Los últimos días de otoño se
apretaban detrás de los cristales de la pequeña ventana, único ojo que me
conectaba con el afuera, apenas un rincón sin horizonte, por lo menos sin horizonte
visible. Me ahogaba la falta de espacio, de verde, de montañas y ríos. La radio era
mi conexión con un mundo desconocido hasta entonces y que me permitía volver a
inventarme fantasías: eran los radioteatros de la tarde que escuchaba mientras
hacía los deberes.
Era una tarde más, excepto por un acontecimiento que me tenía un tanto
41
inquieta y curiosa: estaba invitada a tomar la leche en la pieza 3, donde
desarrollaban sus vidas tres generaciones de mujeres, a las que llamaban las
madrileñas, aunque solamente la mayor, doña Francisquita, había nacido en la
capital española. Tanto su hija, a la que le decíamos Porota —nunca supe su
nombre verdadero—, y Norita, la hija de esta última y nieta de la primera, una
joven de unos dieciocho años criada como una princesa que circunstancialmente
naciera en un conventillo-inquilinato, eran argentinas.
En la pieza 5 vivían dos gallegas que le decían las marineras, porque habían
nacido Marín, cuyo comportamiento me llevó a no pocas confusiones, que las
respuestas de mamá no me ayudaron para nada a esclarecer (“No es asunto tuyo”;
“No te metas en las cosas de los grandes”; “Si les llegas a preguntar lo que no
debes, te mato”), así que dejé de averiguar por qué Laura —la mayor y más
introvertida de las dos— se afeitaba como los hombres. Cada mañana al marchar
para la escuela la encontraba frente a la puerta de su pieza afeitándose ante un
pequeño espejo que colgaba del paredón de chapa, mientras su compañera Lidia
preparaba el desayuno en el pequeño calentador Primus.
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“A veces una se enamora de un corazón, del alma de una persona, sin
importar el cuerpo donde éstos habiten”, me dijo Lidia un día mientras
saboreábamos unas galletas riquísimas que sacaba de una lata de metal con
ventana, regadas apenas por una copita de licor —hecho por ella— con gusto a
naranjas del cielo, que para no tener alcohol —según me decían— me producía un
efecto de contento y desenvoltura que no conseguía con la leche chocolatada.
Terminé por quererlas mucho y ellas a mí, por eso poco a poco y con mucho
tino me fueron diciendo qué clase de relación las unía, sin que tuviera necesidad
de preguntarles directamente. Fue todo un descubrimiento para mí enterarme de
que una mujer se podía enamorar de otra mujer.
Y la última pieza de la parte alta, la 8, era donde vivía don José, carpintero,
quien estaba considerado el artista del conventillo porque hacía unas magníficas
tallas de madera. Era natural de Pontevedra, donde pasó su infancia y juventud.
Llevaba su oficio en el alma, a lo mejor porque sus únicos juguetes habían sido las
herramientas de su padre —carpintero de ribera y calafate— de quien heredara su
habilidad y sapiencia, solía decirme orgulloso. Esta especialidad de la carpintería
la ejercían los carpinteros que en la ribera se dedicaban a la construcción y
reparación de embarcaciones de madera, pequeñas o de mediano porte, ya que a
escala más grande se hacen en los astilleros.
Don José era un hombre amable y de conversar sereno, igual que su andar
suave y mortecino, propio de los que no tienen a donde ir. Hasta sus ojos
semejaban estar hechos para esperar, acostumbrados a las lejanías y a los grandes
rumbos. Pasé muchas tardes viéndolo labrar en la madera sus formas y fantasías,
mientras me contaba sus aventuras y desventuras en el servicio militar allá en
Ferrol y la manera en que el destino le había hecho conocer a su mujer, Amalia —
fallecida había unos pocos años— en el mismo barco que los alejaba de su tierra.
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“Yo me había unido a un grupo de hombres que cantaban canciones republicanas
en la popa del barco, cuando la vi, hermosa y sola, despidiéndose en silencio de la
costa gallega. Sentí una imperiosa necesidad de consolarla, de compartir con ella la
misma pena, el mismo adiós. Me acerqué para hablarle, y nunca nos volvimos a
separar”.
Sin duda su joven y bonita esposa fue su primera inspiración para iniciarse
en lo que luego sería su pasión, que lo ayudó a espantar la rutina de su trabajo. En
el lugar más destacado del aparador sobresalía la estupenda figura de una mujer
de curvas perfectas y generosas. Tenía el pelo atado en una cola de caballo que
dejaba ver en plenitud una cara de rasgos finos y amables. Era su Amalia, el amor
de su vida, rodeada de otras tallas de anónimas mujeres con el típico traje gallego,
un gaitero con su gaita al hombro, un Alfonso Castelao muy logrado, un busto de
Rosalía de Castro. Tampoco faltaba a la cita con las esculturas de variopintos
personajes, Gardel con su guitarra, un gaucho y su moza, un mate y hasta unas
cajas que simulaban ser libros que en la tapa tenían distintas figuras de caras, como
la de Quevedo, don Quijote, Martín Fierro...
Todas las figuras eran hermosas, sin embargo mi preferida era un barco de
guerra de buen tamaño que navegaba solitario encima de un estante. No le faltaba
ningún detalle, desde los puentes, las velas, los cabos y los cañones, con la bandera
de combate y el gallardete de mando en el palo mayor. Tampoco carecía de los
correspondientes botes, áncoras y lanchas salvavidas. Cuando don José me explicó
con infinita paciencia cada detalle del garboso navío, no pude evitar acariciar el
casco suave y brillante y soñar con meterme dentro y navegarlo hasta las suaves
rías gallegas.
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Habíamos quedado en la invitación de las madrileñas, que aunque rompía
mi rutina diaria —algo que agradecía— no dejaba de producirme cierto
nerviosismo. Cinco minutos antes de la cuatro de la tarde bajé al patio y fui
subiendo la larga escalera de chapa con las recomendaciones de mamá
persiguiéndome: “Compórtate con educación; no hagas preguntas que puedan
molestar; come lo que te den aunque no te guste...”. Aquel día fue el principio de
mi larga amistad con las madrileñas, que me incorporaron a sus vidas con la
misma naturalidad con que ellas vivían el día a día.
Entre las tres mujeres reinaba una armonía difícil de concebir en aquel
reducido espacio de cuatro metros por cuatro, que muy bien podría representar la
tienda de un ilusionista, si se lo recorría con mirada virgen, limpia de todo
prejuicio. Apenas entrar, una mesa pequeña y tres sillas oficiaban de modesta
recepción. A la izquierda, contra la pared que seguía a la puerta sobresalía un
armario pintado del color predominante en el cuarto: “A nosotras nos gustan los
rojos rabiosos y muy putones”, me aclaró doña Francisquita, provocando las risas
de su hija y nieta.
Pero si el ropero estaba engalanado como para fiesta, todo el espacio que
quedaba libre en las paredes era un escaparate de abanicos, peinetas, castañuelas,
mantillas, afiches de corridas de toros y hasta un cuadro con la desdibujada
imagen, entre el sepia y el gris, de la Puerta del Sol. Pero lo que más destacaba —
no solo por estar frente a la puerta — era una pintura de una hermosa y joven
mujer. Estaba sentada en un banco sin respaldo, forrado en rojo oscuro, ofreciendo
su perfil derecho con la misma gracia con que envolvía su cuerpo en un
espectacular mantón, donde predominaba el rojo subido por encima del negro, que
a la vez cubría y descubría pedacitos de su piel extremadamente blanca: un
hombro, una delicada y perfecta pantorrilla, el nacimiento del pecho turgente y
joven, el cuello y parte de la nuca ofrecidos con generosidad por el pelo recogido,
que también dejaba en plenitud la cara bonita y delicada, con una tierna ansiedad
en las cejas y en la sonrisa apenas insinuada.
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¿Quién es?, pregunté fascinada por la imagen. Soy yo, me contestó doña
Francisquita con orgullo no exento de un dejo de triste nostalgia, que me indicó
que no debía seguir preguntando, como le prometiera a mamá. Ninguna otra foto
personal estaba a la vista, y solo una vez doña Francisquita me enseñó algunas, con
la emoción de quien mira el cielo a través de un agujero. Era su maleta de
emigrante, sus tesoros, pedacitos de su vida demasiado entrañables como para
exponerlos a miradas que podían no entender cuánto significaban para ella. Pero
eso sucedió mucho tiempo después de aquella tarde.
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semejante —si no igual— al que su abuela le contara que en un tiempo tuvieran
sus antepasados allá en Madrid. Norita era alta, tirando a rellenita sin esquinas.
Tenía unos enormes ojos vacunos, marrones con chispitas doradas, que resaltaban
sobremanera en la cara redonda de piel extremadamente delicada y blanca,
enmarcada por una cabellera larga y negra. Usaba unas polleras más bien cortas,
que dejaban al descubierto las piernas blancas y gorditas que hacían las delicias de
su más conspicuo admirador, el parlanchín Eulogio. Lo que más me llamaba la
atención en ella eran sus manos de princesa, decía su abuela, de dedos largos y
perfectos, que se prolongaban en las uñas siempre impecablemente pintadas de
rojo.
Tampoco faltaban las tardes de cuentos y anécdotas, en las que llevaba las
de ganar un fantasma apodado “el curita” que visitaba por las noches a la
adolescente Norita, tal como me contaron aquella tarde de finales de otoño. El
susodicho fantasma al parecer tenía su morada en el pasillo chico —así le decíamos
— que extendía su largo brazo por detrás de todas las piezas, incluido el baño
grande y la cocina comunitaria, y al que estaba terminantemente prohibido acceder
—por orden de la encargada— pese a que todas las piezas tenían una puerta de
acceso a él, cuya llave nadie poseía.
Seguramente en otros tiempos esa casa había sido residencia de una sola
familia, por cuanto todas las habitaciones se comunicaban interiormente a través
de aquel estrecho y oscuro corredor que dejó de cumplir su antigua función y se
convirtió, por obra y gracia de la imaginativa Norita, en la morada del fantasma
del curita. Por lo visto del pasillo chico surgía el travieso espíritu de ultratumba
para velar el sueño de la muchacha, que para facilitarle las cosas al espectro
nocherniego dormía del lado de la cama doble ancho que daba a la misteriosa
puerta.
Tanto la abuela como la madre creían sin dudas en las visiones de Norita, ya
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que ellas mismas habían sido testigos de la presencia del espectral visitante, según
me contaron. Solo lo habían visto una vez, y les resultó más que suficiente para
convencerse. Fue una noche en que la joven estaba enferma y ellas, rendidas de
cansancio, se abandonaron a un sueño de vigilia. Doña Francisquita se recostó a su
lado, mientras Porota se echó a los pies de su hija atenta a su respiración
entrecortada y anhelante. La vieja madrileña fue la primera en verlo entre las
nubes del sueño y la débil luz de la pequeña lámpara situada encima del aparador.
Solo se atrevió a mover un pie y tocar a su hija, que al abrir los ojos se encontró con
la figura envuelta en un hábito blanco como llevaban —según doña Francisquita—
los seminaristas capuchinos. Ellas juraron haberlo visto joven y hermoso tal como
Norita lo describiera, si bien su aparición fue tan breve que no les dio tiempo a
indagar en más detalles, pues antes de que pudieran reaccionar el curita traspasó
la puerta como el sol penetra con su luz el algodón de las nubes, y desapareció
como si nunca hubiera estado allí.
Así fue como supe, entre sorbos de leche con chocolate y facturas con
nombres tan fuera de mi vocabulario como pan de leche, vigilantes, medialunas,
sacramentos, bolas de fraile, que nada es tan extraño a nosotros como parece. De
alguna manera aquella tarde en la pieza de las madrileñas yo me sentí menos fuera
de lugar, más próxima a una tierra donde todo me era ajeno, o casi todo, porque
allí también había fantasmas. Como en Galicia, uno de los países más viejos de la
vieja Europa, donde el día pertenece a los vivos pero la noche es para los muertos.
De allí que el fantasma del pasillo chico fuera un nexo entre mis orígenes y
la tierra americana, donde me sentía tan expuesta y ajena como un beduino en
medio de las pampas. Poco a poco estaba venciendo la parálisis inicial de quien
pierde sus raíces. Recuerdo mi satisfacción al escuchar a las mujeres atropellándose
por contarme las andanzas del curita. De alguna manera fue como volver
nuevamente a la cocina de la casa de los abuelos, solo que aquellos fantasmas
nocturnos recorrían los caminos boscosos y solitarios de Galicia y éste deambulaba
por un pasillo de conventillo, enamorado, tal vez, de una doncella que a falta de un
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príncipe encantado se conformaba con un porteño fantasma en crisis.
la honestidad es el dote
La voz de doña Francisquita, que se hacía miel en los versos del Hidalgo
Caballero, fue herida de repente por un fuerte ronquido que le puso sonido a la
improvisada siesta aquella tarde otoñal que vio nacer mi amistad con las
madrileñas. La historia tantas veces escuchada y repetida por su madre llevó a
Porota al discreto punto de quedarse dormida. Norita aprovechaba para hacerse la
pedicuría, que realizaba con el mismo esmero que ponía en el cuidado de sus
manos. En cambio yo desplegaba todos mis sentidos para escuchar a la vieja
madrileña, ávida como estaba de aprender cosas nuevas, y la anciana se sentía
encantada de mostrarme su pequeño universo, que para quienes llevaban toda una
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vida a su lado no eran más que secuencias repetidas de una misma película.
“Las palabras que pronuncias se las lleva el viento, pero si las dejas escritas
alguien te va a recordar, para bien o para mal”, solía decir. Hoy estaría feliz de
saber que en mi recuerdo va implícito el profundo agradecimiento por haberme
incorporado a su pequeño mundo, sostén del que yo necesariamente tenía que
comenzar a fabricar mientras dejaba abruptamente mi infancia atrás. Y aunque no
tengo un recuerdo preciso, podría asegurar que su cuaderno fue inspiración del
mío, que hoy me lleva a recopilar fragmentos de la memoria.
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Capítulo 8
Cuando la guerra terminó deambuló por Los Pirineos rumbo a Francia por
días, en los que se sintió morir porque ya no tenía sus sueños para sostenerlo. En
suelo francés estuvo solo un mes, al cabo del cual se encontró metido en un barco
atestado de españoles como él, desilusionados como él, que veían en América el
lugar donde desplegar el rosario de sus utopías necesarias y realizables.
Del otro lado del Atlántico, el verdadero padre de Eulogio supo cumplir con
su promesa y no solo lo desheredó sino que tanto él como el resto de la familia
tacharon su existencia definitivamente, como si nunca hubiera existido.
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pocos. Si se pudiese acaparar el ocio, e incluso comerciar con él, se le prestaría un
gran servicio a la humanidad. Los hombres ociosos tienen tiempo para el disfrute
de la vida sin culpa alguna”, se despachaba cuando encontraba alguna oreja
propicia a sus extravíos emocionales.
sobre el agua,
así en mi corazón
tus palabras.
frente a la tarde,
sobre tu carne.
Los versos de García Lorca sacudían los rincones del viejo conventillo y de
alguna manera, como la gota que orada la roca, también conmovían el alma de
Norita, que sin decir palabra le dedicaba al barbero no solo su sonrisa más fresca
sino también —y más que nada— las piruetas de su corta falda de volados, segura
de los efectos de alto voltaje que producía en su vecino y admirador, que si es
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cierto aquello de que el amor mata la razón, la de Eulogio estaba definitivamente
enterrada en los encantos juveniles de su vecina.
—Sí —contesté tratando de ocultar las lágrimas que pugnaban por salir. Ya
no estaba el agua de la ducha para enjuagarlas.
—Es normal, nos pasa a todos los que dejamos nuestra tierra. También sería
normal que no sintieras miedo de decir que estás triste sin pensar que estás
cometiendo un pecado. Me gustaría decirte dos cosas o tres: la primera es que no
debes dejar que el enojo te confunda. Aunque ahora pienses que lo que más quieres
está lejos, aquí tienes a tus padres y ellos desean lo mejor para ti. La segunda es
para decirte que nunca permitas que alguien, el que sea, intente que te avergüences
de tus orígenes, y mucho menos que lo logre. Y la tercera y última, ¿quieres venir
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conmigo a tomar el mejor submarino de Buenos Aires?
Esta espinosa mujer no dejaba de machacar con que el fantasma que acosaba
por las noches a Norita no era otro que Eulogio, que debía tener las llaves de todas
las puertas que daban al pasillo interior. Por supuesto que nadie le hacía el menor
caso, pues tener un fantasma en la casa—aunque fuera bastante selectivo— daba
cierto prestigio, pero tener un degenerado daba vergüenza, así que la intratable del
conventillo no tuvo adherentes y sí una firme detractora en Norita, que decía
conocer muy bien a su fantasma enamorado.
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“Nosotros luchamos para que el pueblo vote”, decía uno de los
interminables comunicados de los sublevados legalistas, que se habían apoderado
de la torre de transmisión de una radioemisora porteña. Papá se mantenía pegado
a la radio y yo no salía de al lado de papá. Tenía mucho miedo. Hasta que en las
alas del viento comenzó a navegar un ruido sordo y fuerte, desconocido para mis
oídos: eran los tanques que marchaban hacia la Plaza Constitución, donde se
habría de librar una de las batallas que culminaría con el triunfo “azul” y con el
general Onganía como comandante en jefe del Ejército.
“Así que colorados de un lado y azules del otro. Una pandilla de imbéciles
jugando a la guerra, eso son. Espero que se zurren bien a ver si aprenden a vivir en
paz”. Eulogio se paseaba por el patio como un experto general arengando a su
tropa. “Son iguales en todos lados estos mequetrefes. Arman las de San Quintín
por el bienestar del pueblo y para salvar a la patria, cuando lo que hacen es
alimentar su ego deformado y lleno de mierda”.
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apretada confusión, pero Eulogio seguía en el piso cubriendo con su cuerpo
templado en mil batallas cada milímetro del joven e inexperto cuerpo Norita, que
no daba señales de vida, ni buenas ni malas... Hasta que doña Francisquita
reaccionó con la celeridad de sus temores —que no tenían que ver con la lucha
fratricida que se desarrollaba en las calles porteñas— propinándole un soberano
puntapié en la espinilla al héroe de la jornada, que acababa de salvar a la doncella
de imaginarias balas enemigas.
Desde aquel día Eulogio creció de manera evidente ante los ojos de la
candorosa muchacha, que intensificó el movimiento de sus caderas para darle más
vuelo al telón movedizo de sus polleras, que impedían ver pero dejaban un amplio
campo a la imaginación.
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Capítulo 9
Llevo días enteros escribiendo casi sin parar. Estoy con la conciencia en vilo.
Es como si temiera perder los recuerdos, igual que Lina, sola y vacía frente a la
muerte. Hoy llamé al geriátrico y me dijeron que continúa sin recordar nada,
mirando más allá del jardín y envuelta en un soliloquio de conjeturas porque ya no
puede contar con la memoria. Sigue aferrada al papel que encierra parte de mi
propia historia ensayando, como si una débil luz se filtrara en la espesura de su
mente, la mecánica sonrisa del que quiere recordar y no puede. Nada en la vida
sucede por casualidad. Si ella se aferró a mis recuerdos y yo a su desamparo, por
algo y para algo será.
Carmen”.
La piedra de la ría
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La piedra de la ría, así es como se la conoce —desde no se sabe cuándo— la piedra
desde la que saqué la foto que acompaña este relato. La misma foto, la misma imagen
indeleble que nunca se pondrá amarilla, que guardo en el rincón más preciado de la
memoria, ese dorado cofre donde reposa mi infancia.
No se puede negar que el paso del tiempo desfigura los recuerdos, pero no tanto
como para no reconocer la piedra de la ría. Aunque ahora que yo soy más grande, ella me
parece más pequeña, pero es la misma que yo recuerdo, en la que tantas veces me senté a
contemplar la ría de Pontevedra, allá abajo, a los pies del Monte Castrove donde se recuesta
mi aldea.
Aquella misma piedra que vive en mis recuerdos de infancia como una compañera
protectora en los días de viento helado, la misma que tenía la marca inconfundible de las
hogueras que hacíamos los chicos para calentar las manos cuando íbamos con el ganado al
monte, la misma que semeja ser imponente vigía de la ría.
Al volver a verla lo primero fue buscar, con la urgencia de las ilusiones renovadas,
el rastro que me llevara otra vez a aquellas hogueras compartidas con mis amigos, con mis
compañeros de niñez. Pero no, la piedra de la ría ya no tenía las marcas del fuego, a lo
mejor las borró porque le dolían las ausencias de los que marcharon hacia el mar que ella
mira eternamente. Mas aunque las marcas no se vean, están, porque las piedras tienen
memoria, y también están, inalterables, las lágrimas que recogió de los ojos de una niña de
diez años y de su amigo más querido, Evaristo —solo dos años mayor— cuando juntos
dejaban salir la pena que les producía el inminente adiós.
Mientras que las vacas y las cabras disfrutaban de la comida que el generoso monte
les ofrecía en aquella mañana tibia y diáfana, le dije a mi sorprendido compañero de
infancia, a mi manera, la única que me permitía la angustia que me arañaba el corazón y
también el estropajo que tenía en la lengua: “¿Ves aquel barco que cruza la ría? Pues en
uno así, o puede que un poco más grande, según me dijo mamá, pronto voy a embarcar para
Buenos Aires”.
Y vaya que lloramos. Calladitos, sin palabras inútiles, sin esas frases de
circunstancias con las que los mayores llenamos, inútilmente, los silencios teñidos de dolor.
Solamente dejamos que la pena saliera.
Desde aquella mañana, hasta el día en que marché de la aldea, no volví a la piedra
de la ría, a lo mejor porque no quería ver el mar, o quizá porque no me quería despedir de
todo cuanto esa sencilla roca significaba en mi corta vida.
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Treinta y cinco años pasaron hasta que volví a encontrarme con ella, arropada ahora
por la sombra de los pinos, y como antes rodeada de tojos y helechos. Mucho vio pasar la
piedra amiga, mudo testigo montesino, en esta larga ausencia, y mucho viví yo, pero
solamente bastó que me sentase en su regazo, mientras le echaba una mirada a la ría, para
que luego de cerrar los ojos sintiera las risas y la algarabía de un grupo de chicos brincando
alrededor de una hoguera, que medraba confiada en un hueco de nuestra leal piedra. Hasta
pude ver la cara de mi amigo Evaristo iluminada por las llamas, sonriéndome desde el lugar
donde su alma se encuentre. Una parte de esa alma noble, no tengo dudas, quedará
eternamente en la memoria de la piedra de la ría.
Me sorprendo porque juraría que tenía una con mamá juntando berberechos
en la playa de Sanxenxo. No está, acaso solo habite en mi memoria. Es que esto de
revisar, de acomodar la mochila de nuestras emociones, crea muchas dudas.
59
Cuando volví a Galicia, por vez primera, metida en la piel de una persona
adulta y con una vida hecha, deshecha algunas veces y vuelta a hacer, intenté
desesperadamente encontrar vestigios, señales, datos, cualquier cosa que me
llevara a encontrar las pisadas de la niña aquella que de alguna manera había
quedado atrapada en aquel sueño de infancia, deambulando intemporal en la
aldea, que ya no está. O sí está, pero no es “aquella”, ni tampoco la gente. Hay
amigos que ya no están y otros a los que el tiempo nos volvió extraños. Nos
unieron ocho, diez, doce años de infancia, pero nos separan treinta, cuarenta años
de luchar con la vida en un campo de batalla tan distinto y lejano, que ya no nos
podemos reconocer. La sensación es tan desagradable, que más se parece al
insondable sentimiento de perder algo muy, pero muy importante, y no podemos
dar con él, entonces para espantar ese odioso sentir echamos mano de los
salvadores recuerdos. La piedra de la ría es uno muy importante para mí. Deseo
fervientemente que el alma de Lina pueda verse reflejada en él.
Son las dos de la mañana y recién me doy cuenta de que estuve mucho
tiempo navegando las aguas confusas y obsesivas del pasado. Este monólogo
introspectivo lleno de luces y sombras, estaciones frías y cálidas, montañas y
mares, selvas y valles me produce una perturbadora inquietud que me aleja del
sueño y de la realidad.
Esta vez seré yo quien deba tomar la decisión. No tendré a quien echarle la
culpa porque soy muy dueña de mis sueños y pesadillas, de mis saberes e
ignorancias. Deberé hacerme cargo de mí misma, una senda en la que cada cual
construye sus esquizofrenias, paranoias y neurosis, y también su cordura, incluso,
a veces, todo al mismo tiempo y sin solución de continuidad. Claro que tendré que
tener en cuenta el tiempo, no sea cosa que un día me encuentre masticando con
rabia el dolor del tiempo perdido en estériles indecisiones.
60
Capítulo 10
Querida abuela: espero que esté bien de salud, en compañía del abuelo. Yo estoy
bien, aunque ayer me llevé un susto terrible. Resulta que esta casa —que todavía sigue sin
gustarme aunque la gente es muy buena— tiene un fantasma que hasta ahora solo había
visto Norita, una amiga más grande que yo pero que siempre me cuenta sus cosas y hasta
me prometió que cuando fueran al teatro a ver una zarzuela me iban a llevar.
Pero le cuento lo del fantasma, que ahora sé que es cierto porque yo también lo vi. Y
no sabe abuela el susto que me llevé cuando me estaba duchando en el baño grande y vi sus
ojos mirándome desde la puerta del pasillo chico, que tiene un vidrio en la parte de arriba.
Me asusté tanto que el dolor de estómago se me despertó con mucha rabia y las Pepas, que
son medio brujas, me llevaron a su pieza para intentar curarme. Yo no quería, pero mamá
me dijo que si no lograban sacarme el dolor tampoco me iban a matar, así que no tuve más
remedio que aguantar a Pepa haciendo filigranas encima de mi estómago mientras Pepita
daba vueltas por la habitación recitando cosas raras.
Abuela, reciba muchos besos y también déselos al abuelo de mi parte. No veo la hora
de dárselos en persona. Los extraño mucho.
De corazón: Carmen
61
¿Acaso no es la misma?
Me siento triste por aquella niña que tuvo que olvidar quién había sido y
quién era para sentirse aceptada en el nuevo mundo donde la soltaron sin más
armas que su imaginación. ¿Por qué hablo de ella como si fuera otra persona? La
busco en mis entrañas, en mi alma confundida de mujer madura que debe decidir
cómo quiere vivir el resto de su vida. La necesito. Me viene a la memoria una frase
de un poema de Hölderlin: “(...) Que así el hombre mantenga lo que de niño
prometió”. ¿Qué prometió aquella niña que fui al llegar a Buenos Aires? Volver.
Volver a la tierra, a su lugar de pertenencia. La voz de aquella niña me reclama que
cumpla con mi palabra. ¿Cuarenta años después? Acaso aquélla sea una más de las
muchas deudas contraídas conmigo misma, y que ya va siendo hora de saldar.
Era muy difícil asumir semejante cosa cuando no se encuentran las razones.
Yo le pertenecía a mi pueblo, donde todos me conocían, me querían y me llamaban
por ni nombre. En cambio en Buenos Aires me sentía un ser anónimo perdido entre
multitudes anónimas y extraños de mi historia y yo de la de ellos. “Mi'jita, ya es
hora de que dejes ese horrible acento gallego, sino nunca vas a tener amigos”, me
dijo cierta vez la dueña del almacén que estaba a la vuelta de casa. Jamás volví a
entrar en ese lugar —además ni una sola vez me había dado un caramelo, como
hacían en otros lados—, aunque era el más cercano al inquilinato. Prefería caminar
tres cuadras más —mamá nunca llegó a enterarse— antes de verle la cara a la
primera persona que me había humillado de aquella manera.
62
Pero eso fue mucho después del episodio del baño y de los ojos del
fantasma fijos en mí, según le cuento a la abuela en la carta. Aquella mañana de
domingo sí que me llevé un buen susto. Se suponía que los fantasmas deambulan
por las noches, así que excepto las Pepas, entendidas en asuntos del mundo de
ultratumba, y la blonda Norita, nadie creyó en mi versión de los hechos, relatados
no bien salí del baño envuelta en una toalla y acusando al fantasma del corredor
encantado de espiarme a través del vidrio de la puerta. “Lo vi, no lo imaginé,
estaba mirándome con ojos que echaban lenguas de fuego”. Quizá lo del fuego fue
un exceso de mi fecunda imaginación pero los ojos estampados en el ventanuco
fijos en mí era la más pura verdad.
Así fue como vi unos ojos saltones mirándome devoradores. Pestañeé varias
veces para ahuyentar aquel mirar sin párpados ni cara que pudiera ver, con su frío
de trasmundo acechante, que dejó desnortados todos mis pensamientos y
suposiciones. Pero no hubo caso, seguían allí inamovibles, como yo, tiesa debajo
del chorro de agua, que insensible ante mi estupor y vergüenza iba arrastrando el
jabón hasta dejarme expuesta y temblorosa.
63
curita, arguyendo que “él no lo hizo a propósito; tal vez pensó que era yo la que se
estaba bañando”. Con lo cual a muchos les quedó claro que el fantasma no solo
espiaba a la muchacha en su pieza.
Yo sabía muy bien cuando no había que contradecir a mamá, que era casi
nunca. Así que antes de que pudiera darme cuenta estaba tendida en el piso con
los brazos estirados por encima de la cabeza mientras obedecía la orden de Pepa de
juntar las palmas. Cuando estuve lista ella las aprisionó con fuerza mientras Pepita
recitaba uno de sus conjuros exorcizantes haciendo cruces encima de mi estómago:
Jesucristo va delante
Santísimo Sacramento
64
Verbim cruz perpetum non est.
65
Capítulo 11
Querido abuelo, ayer fui con doña Francisquita y Norita a un teatro que se llama el
Avenida a ver una zarzuela, que tenía la misma música que escuchábamos en su victrola,
una que se llama Luisa Fernanda, ¿se acuerda? Fue la primera vez que fui a un teatro y me
gustó mucho. Todo lo dicen cantando, y aunque me costaba entenderlos, con lo que veía me
bastaba para estar muy contenta.
Abuelo, me hubiera gustado mucho que usted también pudiera verlo. Escucharlo es
muy bonito pero verlo es precioso, con todas esas chicas llevando unos largos y hermosos
vestidos, sombreros y sombrillas de muchos colores. Yo estaba encantada, a pesar de que
doña Francisquita parecía triste, y en el viaje de vuelta ni siquiera habló una palabra. A mí
me pareció que el recordar no le hizo bien. A veces eso pasa, y una queda muy triste.
Abuelo, será hasta la próxima. Reciba un beso muy grande y dele otro de mi parte a
la abuela. Yo los sigo extrañando muchísimo, aunque haya veces que algo me pone
contenta.
66
De corazón: Carmen
Parecía muy vieja aquella tarde. También la pieza daba la sensación de estar
sumergida en un extraño silencio a circo vacío, sin payasos, sin disfraces, sin
música, sin la palabra acertada y valiente del hidalgo caballero de la Mancha
relatándonos sus aventuras por las tierras de Castilla. Norita había ido a hacer un
recado y Porota estaba atendiendo su puesto de flores.
—Mucho, ¿a usted?
—Varias veces.
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—Lo que no te conté es que yo estuve en el estreno de Luisa Fernanda, en el
Teatro Calderón de Madrid. Estuve allí, arriba del escenario, como una de las
chicas de las sombrillas que anoche tanto te entusiasmaron. Eso fue apenas dos
años antes de que embarcara hacia Buenos Aires con mi niña en el vientre.
Yo abrí los ojos y la boca del tamaño de mi asombro —que era mucho— y
doña Francisquita esbozó la sonrisa más triste que yo hubiera visto jamás.
—Así que usted es una artista de verdad. ¿Y entonces por qué vino a Buenos
Aires? A mí me trajo mi madre pero a usted...
—Eres insistente, ¿eh? Está bien, te voy a contar una historia de la vida real,
como que le pasó a una vieja amiga que cuando creyó tocar el cielo con las manos
se dio cuenta de que solo era papel pintado. ¿Estás dispuesta?
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quitó el aliento. La imaginación de la hidalguía vivía en los últimos esfuerzos de
galán del irresistible Fernando —así lo llamaremos—, un fulano de los que
retrasan el reloj para retrasar el tiempo. Tenía algo así como un cuarto de siglo más
que Bernardita, que no vio en ello razón alguna como para no entregarle su
corazón y todo el continente que lo sostenía.
”Debido a esta circunstancia, Fernando creía que por el momento era mejor
mantener en secreto la relación, para no darle a su madre ningún sobresalto que
acelerara su final. Bernardita no era feliz manteniendo aquella relación casi en la
clandestinidad —solo su madre viuda y las dos hermanas, mayores que ella, lo
sabían— pero Fernando le hizo ver que las cosas estaban bien así, que si ella
pensaba que era tan desgraciada se debía a que aunque era muy feliz no se lo creía.
Y para demostrárselo hasta la hizo posar para el mejor pintor de Madrid, sino de
toda España, para que el artista inmortalizara su gran belleza en el lienzo.
Bernardita entonces se dijo que ninguna mujer podía ser desgraciada con
semejante muestra de amor de su prometido clandestino. Ya iba siendo hora de
que comenzara a darse cuenta de su gran felicidad.
”El amor así guardado, sobre todo para la familia de Fernando —en el
círculo donde se movían ya no era un secreto para nadie— duró toda una
primavera y todo un verano, que trajo consigo sus frutos. Bernardita estaba
embarazada. Lo primero fue decírselo a su enamorado y padre de su futuro hijo,
que quedó sin habla, pálido como un conejo y con la boca abierta buscando el aire
que se le había atragantado con la noticia.
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correspondía a un caballero —y él decía serlo en todo el sentido de la palabra—
pues le había prometido a su madre que mientras ella viviera nunca se casaría ni le
llevaría ninguna mujer ante su presencia. Y para colmo de males ahora estaba tan
enferma que los médicos luchaban día a día para sacarla de las garras de la muerte
—que al parecer no se decidía a llevársela—, así que su unión era imposible, por el
momento.
”Así las cosas, Bernardita no tuvo más remedio que hablar con su madre, y
su madre con su abuelo, y éste con el resto de los parientes, que en cónclave
general acordaron que para salvar el honor de la familia era mejor que emigrara a
América, claro que antes el abuelo tenía que hablar con el esquivo Fernando para
ajustar ciertos detalles que no estaban muy claros.
”Para darle más argumentos a su charla con el maduro galán llevó consigo
la escopeta con la que cazaba los domingos. Y se ve que fue muy convincente,
porque en menos de quince días Bernardita y Fernando estaban a bordo de un
buque rumbo a Buenos Aires, con las bendiciones del más que influyente abuelo,
que no escatimó ningún esfuerzo —incluso monetario— para contribuir a la
felicidad de su alocada nieta menor, que por algo se había metido a artista, y el
desconsuelo de la madre del esquivo novio, eternamente moribunda. La joven
embarazada estaba feliz —ahora parecía ser cierto— no solo por dejar atrás los
reproches de su familia sino porque de ahí en más tendría a su amado solo para
ella, lejos del mundillo madrileño que frecuentaba más de la cuenta, y al que ella
jamás pudo entrar ni conocer.
70
hija, una noche, otras veces dos, tres... Todo en Bernardita era un volver la cabeza
hacia la puerta por donde él debía entrar. ¡Qué impaciencia! Nada se movía
mientras él no estaba, salvo la niña que aún no sabía de olvidos ni de
mezquindades.
”Por cierto que además de la escopeta también le hizo falta decisión y coraje,
sin olvidar una buena dosis de amor propio para no echarse atrás en la ejecución
de la sentencia que, como juez y verdugo, debía llevar a cabo. Aquella misma
noche Fernando desapareció para siempre sepultado en las tinieblas con su traje de
taita arrabalero, su sonrisa de medio lado y su pelo engominado.
”Lo que sigue de esta historia está en algunas botellas que aún siguen
navegando sin arribar a ninguna playa.
71
almohada su cuaderno con el Tamborcito de Tacuarí.
—Pues escribí sobre los rituales que deseo para el día de mi muerte. Quiero
muchas velas que recuerden mi último cumpleaños, y solo una corona de flores
que simbolice el triunfo de haber llegado a la meta después de una larga y dura
carrera.
—Me da escalofríos de solo pensar en esas cosas —le dije cada vez más
perturbada.
—Tienes razón. Creo que nos pusimos demasiado tristes esta tarde. Pero si
te sirve de algo, yo no le tengo miedo a la muerte. Sin embargo, me duelen mucho
los sueños que dejé morir sin haber hecho lo suficiente por ellos. También me duele
no haber podido conquistar el olvido.
72
Capítulo 12
—¿Le pasa algo malo? —me preguntó dejando de revolver la olla para
mirarme de frente.
—No lo sé. Me estuvo contando una historia rara. Quizá pensó que como
soy chica no me iba a dar cuenta pero creo que cuando era joven despachó a su
marido de un escopetazo para el otro mundo.
La cara de mamá fue del asombro a la risa, todo en uno y sin descanso.
—¿Acaso te volviste loca? Era previsible que tanto cuento y tantas historias
terminarían por confundirte la realidad.
—Sé de lo que hablo. Ella me contó con mucho detalle su historia como si
fuera de otra, sin olvidar la escopeta del abuelo con que mandó a Fernando para la
tumba vestido como para el baile. Y hasta pienso que el fantasma que hay en esta
casa, y que se le aparece a Norita, es su abuelo que quiere contarle la verdad.
Alguien tendría que hablar con él para que pueda decir lo que le pasó en vida, que
no lo deja quedarse en el otro mundo en paz.
73
—¿No te dolió la cabeza últimamente? —me preguntó muy seria.
El día siguiente era sábado así que no tenía que ir a la escuela. Mamá
parecía haberse olvidado del tema que nubló de pesadillas mi noche —o por lo
menos eso creía— y yo no quise insistir en hacer preguntas, total no iba a creer
nada de cuanto le dijera. Estaba verdaderamente confundida, por lo que hasta
llegué a tratar de convencerme a mí misma de que tal vez solo eran figuraciones de
mi fecunda imaginación.
74
hagas la digestión vas y te das una buena ducha —sentenció sin mirarme.
Eso era muy fácil para ella pero para mí significaba un doble problema: por
un lado no quería encontrarme con ninguna de las madrileñas porque tenía miedo
de que se me notaran los pensamientos, y por otro, el sueño que tuviera en la
noche todavía estaba demasiado fresco en mi memoria. Creo que aquella tarde
rompí el récord en que un ser humano puede ducharse, y muy bien, porque a
mamá no se la podía engañar. Eso sí, ni siquiera se me ocurrió levantar la mirada
hacia la puerta que limitaba con el más allá. Después me atrincheré nuevamente en
la pieza hasta que al atardecer Norita llamó desde lo alto de la escalera.
—Ahora no puedo, lo dejamos para otro día —le contesté apenas asomada a
la ventana.
Norita dio por contestada su pregunta y marchó sin insistir. Pero mamá
estaba atenta a mi repentino cambio de actitud.
—Realmente algo malo te está dando vueltas en la cabeza, y para eso hay
solo un remedio: sacarse las dudas. Piénsalo.
75
a los gritos.
¿Se habría enterado ella también? Norita estaba muy alterada, y tanto que se
adelantó a su abuela poco menos que corriendo para contarme que habían llegado
a la Inmaculada Concepción cinco curas españoles recién consagrados, cuya
primera misión era contactarse con la grey católica argentina. En la parroquia de la
Inmaculada se quedarían una semana, confesando y dando misa. Aquel domingo
se habían limitado a saludar en el atrio para conocer e informar a los feligreses
cuáles serían sus actividades en esos siete días. Eso no tendría más significado que
una simple y bonita novedad, pero lo que tenía excitadísima a Norita era que los
noveles curas tenían el mismo hábito blanco que el fantasma del pasillo que por las
noches vigilaba su sueño mientras su aliento de ultratumba le acariciaba la cara
como una brisa celestial. Era algo contradictorio, pero si ella lo decía, así debía ser.
—Pero si lo del hábito se podría tomar como una coincidencia, lo del padre
Rafael no lo es de ninguna manera.
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—¿A dónde vas tan apurada, galleguita? —preguntó la vieja.
—¿Qué te pasa niña? ¿Qué fue lo que te molestó? —me preguntó mudando
el sonido de su voz hacia la ternura con la que me tenía acostumbrada—. ¿Te
pusiste mal porque te llamé galleguita? Te lo dije cariñosamente, nunca te haría
daño.
La miré aún desconfiada. Era una nueva forma de sentimiento, una alarma
en mi cerebro de emigrante. Sin embargo la caricia de la mano, suave y tibia de la
vieja sobre mi cara me desarmó. Doña Francisquita no podía ser una asesina, era
demasiado buena. Entonces le conté el episodio del colegio, mantenido en secreto
hasta entonces, y también cuando la almacenera se burló de mi forma de hablar.
77
todo a Buenos Aires. La gente discrimina lo que no conoce; lo hace por ignorancia
no por maldad, en la mayoría de los casos.
—Supe que la historia que te conté el otro día te dejó algo preocupada, sobre
todo por el destino que le pudo haber tocado en suerte al tal Fernando.
Por una vez, de las tantas que mamá me dejaba en evidencia, no estaba
enojada con ella.
—No te aflijas, pero cuando tengas una duda siéntete con la libertad de
preguntarme, ¿lo harás la próxima vez?
—Sí.
78
—Pues ahora vete, que tu mamá debe estar preocupada. Y si ves a Norita
por ahí dile que venga que tenemos que preparar la comida, que ya debe estar por
llegar Porota. Seguramente esta alocada de mi nieta debe estar contándole a todo el
mundo que el fantasma de sus sueños se convirtió en uno de carne y hueso.
Aunque a decir verdad prefiero eso a que le esté moviendo el culo al barbero
enamoradizo, que no es más que uno de esos al que en el fondo nada le importa
verdaderamente, y por consiguiente puede sobrevivir a todo. La vida es una jodida
que nos hace ver la misma película varias veces, sino como protagonista, como
simples espectadores.
—¿Por qué Bernardita nunca se casó? Por lo que me contó, era muy bonita
—dije mirando con intención el cuadro con su joven figura.
79
Capítulo 13
Por más que busco en mis sombras rescatadas, hechas un revoltijo sembrado
encima del sillón, no hay nada que testimonie el día en el que el conventillo se
conmocionó al ver en carne y hueso a quien, según Norita, era la misma
reencarnación del fantasma clerical que solía deambular por el largo y estrecho
pasillo hasta su cama. Ni siquiera mi cuaderno de cartas guarda alguna referencia
al respecto. Solamente cuento con las diapositivas que retengo en la memoria y que
paso en cámara lenta para poder ponerlas en palabras.
La caja nueva con los objetos viejos revisados está a medio llenar. En un
costado, la misteriosa llave descansa su sueño de olvido, como olvidada está para
mí la puerta que supuestamente alguna vez abrió.
—De ninguna manera vas a ir a la iglesia vestida de esa manera. Sácate esa
ropa y te vistes como siempre lo haces para entrar en la casa de Dios. ¿Vas a
confesarte o a llenarte de pecado? —preguntó realmente enojada doña
Francisquita.
Por supuesto que lo que menos tenía la abuela era tranquilidad viendo por
donde iban las intenciones de su única nieta, que ya estaba saliendo de la pieza
80
poco menos que huyendo, con su chaqueta a medio poner y la mantilla blanca en
la mano. Yo me maravillaba ante la destreza de Norita para bajar las escaleras de
mármol casi corriendo con unos tacos de diez centímetros.
Las dos calles que nos separaban de la iglesia Norita las empleó en
aleccionarme sobre cómo comportarme: yo venía a ser algo así como su dama de
compañía, pero en cuanto la viera con el cura que le sorbía el seso me mantendría a
prudente distancia, “para que él no se sienta cohibido con la presencia de una niña
inocente”, dijo Norita sin que yo entendiera muy bien lo de cohibido y para qué.
Yo quedé sentada, resignada a la larga espera que tenía por delante, ya que
como todavía no había tomado la Primera Comunión no me estaban permitidos los
Sacramentos. De todas maneras, por alguna razón que prefiero no analizar, pensé
que no podría contarle mis pecados, ni grandes ni chicos, a un cura tan buen mozo
y joven. Para eso estaban los curas mayores, que era como confesarse con un
81
abuelo.
Ahora ya estaba del otro lado del Atlántico. ¿Qué le iba a pedir a la
Inmaculada? ¿Que me llevara de vuelta cuando no pudo hacer que me quedara?
Indudablemente mucho caso no me hacía; debía ser porque era muy chica o
porque no había completado los Sacramentos. Eso iba a tener solución el año
siguiente, cuando empezara el catecismo con vistas a tomar la Primera Comunión
en el próximo diciembre.
—Me hubiera gustado verle la cara cuando le conté sobre las apariciones —
me dijo en un susurro no bien se sentó a mi lado, casi dos horas después de haber
ido a confesarse.
El rostro de Norita expresaba mil cuestiones que mis casi once años no
podían comprender del todo. Tenía los ojos brillantes y las mejillas encendidas, y
estaba tan exaltada que no se había dado cuenta de que la mantilla apenas le cubría
el escote que ya ningún botón podía ocultar. Cuando le hice notar el detalle pareció
82
volver a la realidad, abotonándose la chaqueta apresuradamente mientras nos
poníamos de pie. La misa, oficiada por el quinto cura venido de España, estaba por
comenzar.
—Pues, dígale que mañana a eso de las cinco de la tarde iré a verla para
confortarla y rezar con ella— le contestó el curita, de ojos grandes y negros que
parecían bailar en la cara morena, en medio de una respetuosa pero acosadora
aglomeración.
—Tuve que inventar eso porque ellos solo visitan en la casa a los enfermos.
Espero que me ayudes a convencer a la abuela para que finja un poco, porque de
todas formas ya escuchaste que mañana irá a la casa, mejor dicho, irá a nuestra
pieza. Quiero tenerlo para mí sola aunque sea por unos minutos.
—Estás loca. Los curas no se casan ni miran a las mujeres, eso decía mi
abuela. ¿No te da miedo que Dios te castigue? —pregunté preocupada.
—Espero que mañana Dios esté distraído aunque sea por el tiempo
suficiente como para que me lo coma con los ojos.
—Claro que le conté, porque eso es lo que me tiene sobre ascuas. Anoche
mismo lo vi, y no estaba dormida, te lo juro. Se acercó hasta rozar la cama, y yo ahí
quietecita, casi sin respirar, para no espantarlo, para que se quedara un rato más a
mi lado, como siempre hago.
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—¿Y todo esto se lo dijiste al cura en confesión?
—Ya te dije que sí, pero él pareció no darle importancia y me contestó que
seguramente había estado soñando, que debe ser un sueño que mi imaginación
repite por alguna cuestión que él no puede saber ni yo tampoco. Yo creo que en el
fondo de su alma solo estaba tratando de disimular porque estaba en el
confesionario. Cuando mañana lo tenga frente a frente en la pieza veremos si
puede seguir negando que de noche se transforma en fantasma o en santo para
venir a verme.
84
Capítulo 14
Querido abuelo: espero que esté bien, lo mismo que la abuela. Hoy es la primera vez
que le escribo de noche, y sin luz, así que no me pida buena letra. Estoy justo al lado de la
ventana, por donde entra la luna, redonda como un plato y brillante como un sol. Me hace
recordar a la luna de Bustomeu que convertía la noche en un día nublado. ¿Se acuerda
abuelo cuando lo acompañaba a regar los campos en aquellas noches de luna llena? ¡Cómo
me gustaba! Me daba mucho miedo, es verdad, pero me gustaba igual.
Cuando me pongo a pensar en esas cosas me siento muy triste, sobre todo por las
noches, porque en el día me entretengo con una cosa o con la otra. Esta noche me puse a
pensar que ya estamos en diciembre. Mi mes. Porque usted siempre me decía que era mi
mes, que yo no podría haber nacido en otro mes que no fuera diciembre. Ahora no recuerdo
por qué dijo eso, pero me gustó mucho. Le voy a pedir a papá cuando le escriba que le
pregunte, porque debe ser algo muy bonito.
Quizá sean ideas mías, abuelo, pero siento que este diciembre de aquí no es
totalmente mío como el de allá; aquí nada es mío, como si siempre estuviera de visita. Doña
Francisquita dice que eso es así al principio pero después echamos raíces y ya nos sentimos
como en casa. ¿Después cuándo, abuelo? ¿Después de qué? La gente es buena, aunque hay
algunos que se burlan de los gallegos. Yo trato de no escucharlos, aunque me da una rabia...
Abuelo, voy a ver si duermo, porque mañana tengo que ir a la escuela (ya son los
últimos días) y a la tarde va a venir a la pieza de las madrileñas un cura español que parece
que de noche se convierte en fantasma. O al revés. Bueno, es igual, ya le contaré en la
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próxima.
De corazón: Carmen
Cuando termino de leer esta carta no puedo evitar el poso de tristeza que
me queda en el alma. Es la última carta que le escribo al abuelo; ya no habrá una
próxima. Tal vez me lo dijo la luna que alumbró mis palabras aquella noche de
insomnio, acaso lo intuí desde el amor que no sabe de distancias, porque en esta
carta volví a dibujar mi mano pequeña sobre el texto, como un adiós, como una
caricia lejana, como un hasta pronto.
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cortadas, arrancadas de mala manera. ¿Qué palabras navegaron por esas hojas
ausentes? Es inútil hacerse preguntas que sabemos que nadie puede contestar, pero
aún así insistimos en formularlas como un desafío a la realidad. Una realidad
arrogante que me muestra, insensible, solamente lo que tengo delante de mis ojos:
objetos que parecen descansar de un largo viaje. Allí estamos los presentes y los
ausentes, una crónica del tiempo transcurrido, donde todavía sobreviven los
afectos básicos. Donde aún me veo a mí misma dando vueltas como un perro que
busca su lugar en la tierra para echarse a descansar.
Protégeme, crepúsculo,
buscar en la infancia
87
(Xohana Torres)
—Hola...
Qué poco —y qué tanto— necesitamos a veces para descorrer las nubes del
alma.
—Sí claro, por eso me llamas tan seguido —desliza irónica—. Quería
agradecerte por el último relato que me mandaste, que me hizo sentir emociones
nuevas que vienen de lejos, y decirte que pienso mucho en ti, como si te conociera
de siempre.
—Desde luego que sí; es la flor del tojo que dora los montes de Galicia.
¿Acaso está empezando a recordar Lina? —pregunté ansiosa.
—No sé, son como pequeños destellos de la memoria que yo creía muerta
para siempre, imágenes que de pronto aparecen contradiciéndose, atropellándose
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unas con otras, y eso me pone muy ansiosa y hasta me sube la presión. Por eso
ayer el doctor me dijo que viva el presente y que ya no me preocupe de nada más.
Le faltó decir que por el poco tiempo que me queda no tiene sentido esforzarme en
recuperar mis recuerdos.
—Desde luego —dije con la cabeza aún puesta en la promesa que acababa
de hacerle, acaso temerariamente.
—¿Y qué voy a hacer? ¡Devolvérselo como corresponde, que soy vieja no un
cadáver! De todas maneras, aquí entre nosotras, me puse a pensar en cuanto me
quedé sola que me salió demasiado natural, sin ningún pudor y por encima tenía
ganas de más. Me gustaría averiguar cómo me gané la vida cuando llegué a
Buenos Aires.
—Lo mismo que tú. Y ahora te dejo porque me está esperando mi novio, y
no quiero que se inquiete. La mañana está hermosa y la queremos aprovechar.
Hasta pronto neniña, y no me falles.
89
Hasta cada instante Lina. Lina sorprendente, Lina que saluda a la vida
mientras busca a tientas un resquicio por donde se cuelen sus recuerdos. Es que
nada se entenderá del todo si antes no regresamos al punto de partida. Ella lo sabe
y yo lo sé.
90
Capítulo 15
—¿Cómo lo tomó tu abuela cuando le dijiste que tenía que hacer de enferma
ante el cura Rafael?
—Como decirme, en realidad lo que hizo fue tirarme con las mejores
palabrotas de su variado repertorio, y también con algunas cosas que tenía a mano,
incluido un zapato, pero fuera de eso no hubo mucho más. No le quedó más
remedio que aceptar fingirse enferma porque de todas formas el curita va a venir...
¡dentro de cuatro horas! —terminó diciendo Norita, como si acabara de descubrir
la pólvora, mientras corría por el pasillo rumbo a su pieza y yo me encaminaba a la
mía.
Un grito de la joven me hizo dar vuelta justo cuando comenzaba a bajar las
escaleras. Rápidamente retomé mis pasos para ver qué le pasaba. Entonces los vi.
Al parecer Norita se había tropezado en su carrera con Eulogio, que volvía de la
barbería para almorzar. A Norita casi no la podía ver, ni ella a mí porque Eulogio,
de espaldas, se interponía entre las dos. Pero en cambio pude escuchar muy
claramente lo que el barbero le decía gracias a que la rabia le impedía moderar su
tono airado.
—No puede ser que estés tan embobada con ese cura que hasta lo traes a tu
casa, y por encima con engaños. Si tanto te gustan los hábitos blancos puedo
alargar hasta los pies mi chaqueta de barbero a ver si te fijas en mí, que no soy ni
fantasma ni cura.
—Tienes razón, Norita. Son muchas las cosas de las que quisiera
desentenderme: del tiempo que pasa, de la lluvia que cae, del camino de regreso,
de las palabras no dichas, del amor que se esfuma. No quisiera tener tantas cosas
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recordándome todo el tiempo que no me puedo desentender de ellas, sobre todo
de una: no me puedo desentender de ti —terminó diciendo Eulogio antes de dar
media vuelta y dejar a Norita a medio camino entre el asombro y un sentimiento
que todavía no sabía qué nombre ponerle.
Mientras bajaba las escaleras se me ocurrió que a pesar de que Eulogio era
demasiado viejo para la inexperta Norita, por lo menos era real y parecía quererla
mucho. Pero ella aún prefería lo inalcanzable.
—No creo que se niegue, pues es un pastor de Dios y se debe a sus ovejas —
decía doña Lila atareada en sus quehaceres.
—Si tiene algo que ver con el fantasma, como dice la alocada de Nora, por
supuesto que no va a querer saber nada, y si no es así es su deber ayudarnos a
encaminar a la pobre alma en pena, condenada a vagar eternamente por el pasillo
de adentro —remató Ernestina al tiempo que se santiguaba.
—No sé si voy a poder engañar a este buen cura que tiene la bondad de
venir a verme, ¡como si estuviera al borde de la muerte! ¡Me van a excomulgar! —
estalló con rabia.
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—Mamá, ya sabemos que usted no está enferma pero está vieja, que para el
caso es lo mismo, en la consideración de los curas —cargó Porota con la
habitualidad de su ácido sentido del humor, que se llevaba muy bien con aquella
especie de mesura apachorrada que no la abandonaba jamás.
Doña Francisquita conocía muy bien a su hija, y por la forma en que a veces
se enfurecía con ella se podría pensar que sus actitudes le recordaban a alguien de
quien no tenía una buena opinión. Y aquel podría ser uno de esos momentos, por
cuanto con un gesto que no se emparentaba con su condición de enferma, se
arrancó la mañanita de los hombros, la enrolló con un solo ademán y la lanzó en
dirección a su hija, que ni siquiera levantó la cabeza del florero en el que
acomodaba con profesionalismo un hermoso y colorido ramo que engalanaría el
centro de la mesa, ya dispuesta con un mantel blanco bordado a mano.
Me pareció más alto que el día anterior en la iglesia, y hasta su hábito blanco
se veía más luminoso, lo mismo que su sonrisa amable, llena de dientes relucientes
y fuertes. Su actitud gentil apenas disimulaba la inquietud que bailaba en sus ojos
negros e inteligentes y en sus dedos entrelazados nerviosamente sobre la barriga
plana.
—Buenas tardes, padre, bienvenido a nuestra casa. Todos nos sentimos muy
honrados con su visita, que espero sea placentera —dijo doña Lila mirando
intencionadamente a Porota, tranquilamente instalada en la puerta de la pieza.
—Ese problemita tiene que ver con el fantasma que visita mi pieza, así que
no es necesario que se traslade al patio ni a ningún otro lado para tratar el tema, si
es que quiere hacerlo —dijo Norita echando chispas por sus enormes ojos saltones
hacia sus vecinas.
—En esta casa soy yo quien decide, por lo tanto se harán las cosas a mi
manera, que para eso soy la encargada. Lo esperamos en el patio, padre —terminó
tajante doña Lila cuando ya el inquieto cura era introducido en la pieza 3 por una
decidida Norita, y yo detrás, que el asunto se estaba poniendo muy bueno y no
quería perderme detalle.
Y casi lo logro, si no fuera por la mano más que conocida que me tomó del
brazo justo cuando estaba por poner el pie en el umbral de la puerta de la pieza en
la que acababa de entrar el cura, que quien sabe a estas alturas ya estaría pensando
si no se estaría metiendo en un lío.
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Fastidiada a más no poder decidí ventilar mi enojo pasillo adelante, vacío y
silencioso, hasta que llegué al patio y me topé de golpe con Eulogio. Todavía tenía
puesto su saco de barbero, y por la forma en que caminaba sin ir a ningún lado se
podría decir que tenía atragantadas todas las esperas.
—Eres la única que no está acosando al cura, debe ser porque todavía eres
muy chica —dijo aplastando con el pie la colilla del cigarro en el piso recién
lavado.
—Eres una buena rapaza. ¿Ya no piensas en marchar para la aldea? —me
preguntó inesperadamente.
—Desde luego que sí, pero trato de no pensarlo todo el tiempo así le doy
descanso a la cabeza.
—¿Y qué es eso que quieren, si se puede saber? ¿Acaso piensan desnudarlo
para ver si es de carne y hueso o si en verdad es la encarnación del fantasma, como
asegura Norita? —preguntó sarcástico Eulogio.
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que tenga que hacer para mandar al fantasma a su descanso eterno, que por algo
será que se mantiene aferrado a este mundo. Nosotras no lo pudimos conseguir.
La que así hablaba era Pepita, que junto con su hermana habían hecho lo
imposible —según sus saberes en el tema— para lograr que el curita fantasma
emigrase a la vida de ultratumba, ya que en ésta corría serios peligros si es que una
noche cualquiera Norita decidía pasar a la acción. Era de buen cristiano
preocuparse por difuntos confundidos y ellas lo eran.
Tenía una sonrisa beatífica, las mejillas arrebatadas y se lo veía bastante más
suelto que a su llegada. Puede que el licor o el anís que las madrileñas tenían por si
acaso, tuvieran algo que ver.
—Qué bonita anécdota —dijo el cura más por compromiso que por interés
—, pero...
—Ni falta que hace, Pepita, que ni yo te tengo que dar explicaciones del
manejo de este inquilinato ni en esas maletas hay algo que les pueda interesar ni a
vivos ni a muertos. Yo misma me olvidé de ellas hasta este momento en que quise
contarle al padre apenas un detalle de la historia de esta casa, cuyo primer
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encargado fue mi difunto suegro, que en paz descanse.
—Esto cambia las cosas. Quién sabe si el fantasma es de alguno que murió y
que está buscando su maleta porque algo importante dejó en ella —aventuró
pensativa Lidia.
Para entonces el patio se estaba poblando con quienes iban llegando de sus
trabajos. Papá, don José, Laura y hasta el matrimonio de ermitaños se sumaron al
coro de opinólogos que, a favor o en contra, querían dejar bien sentado su parecer.
Al padre Rafael, joven e inexperto, se lo veía encajado en su hábito blanco como
una palomita de la paz a punto de suicidarse con el ramo de olivo.
—Que eche al fantasma, padre ¿es tan difícil de entender? —dijo Pepa como
si allí todo estuviera muy claro.
—¡Qué fantasma ni fantasma, señor cura! Aquí hay gente de carne y hueso
que pretende tomarnos el pelo a todos, incluso a usted. Ese pegote que tiene usted
al lado sabe muy bien quién es el fantasmita —dijo Josefina antes de lanzar al aire
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una carcajada que en ella parecía más bien un graznido de lechuza—. No crea que
todos los que estamos aquí nos caímos de un camión de nabos. No, señor, hay
quienes no nos dejamos llevar de las narices por descocadas y putañeros —terminó
porque ya Porota se dirigía hacia ella peligrosamente.
—Ya me tienes harta con tus medias palabras. O escupes lo que tengas que
decir de una buena vez y delante de todos o te rompo el culo a patadas, y no te
olvides que tengo el pie grande —amenazó, y no en vano, la madre de Norita.
¿Qué sabría Lola de ella como para meterla en caja con tan solo una frase? A
todos los que estábamos allí nos hubiera gustado saberlo, con excepción del padre
Rafael que lo único que quería era marcharse lo antes posible.
—No es a lo que vine, y mi tiempo es muy limitado pues tengo que ver a
otros enfermos.
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casa que no cree en el fantasma del pasillo, usted ya la escuchó, acostumbrada a
cultivar la sospecha con gran entusiasmo, pero los demás estamos convencidos de
su presencia, y nada mejor que un cura para encargarse de estas cosas
—No hables por todos Pepita —dijo papá desde el compacto grupo que
formaban los hombres—. Espero que perdone a las mujeres, padre, que son muy
afectas a creer en estas cosas, así que puede irse tranquilo.
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Capítulo 16
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plato, pero no podía evitar pensar en mi último cumpleaños en Bustomeu,
ensombrecido ya por el fantasma de la emigración, pero aún así lo disfruté porque
estaba en mi lugar y con mi gente. Hacía mucho frío aquel día y a la noche
comimos en la casa de los abuelos y después vinieron los vecinos y cantamos
canciones de la tierra acompañados por la pandereta de mamá y el acordeón de
don Gumersindo.
Sin embargo, ese día de diciembre aunque el almanaque indicaba que era mi
cumpleaños el sol calentaba a pleno. El mundo se había puesto del revés, y yo
estaba a punto de caerme de él. Intenté calmarme para no llorar. No quería
preocupar a mamá, que últimamente parecía no sentirse muy bien de salud.
Como tantas veces había pasado, nuestra vecina más próxima, Lola —que
tendría la misma edad de mamá, es decir unos 34 años— apareció en el alto de la
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escalera con el novio, según decía ella, o el cliente a domicilio, según decía mamá,
que siempre le reprochaba que trajera el trabajo a casa, donde vivía gente decente y
de familia. Se ve que Lola no le hacía caso porque ya venía bajando la escalera
seguida de un señor mucho mayor que ella, embutido en un traje marrón y
sombrero al tono, que saludó muy educado con un buenos días mientras
aguardaba que la portentosa Lola abriera la puerta de la pieza.
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Fui cruzando calles que no conocía sin detenerme ni dejar de llorar. Tenía
que vaciar la angustia que me estaba ahogando. Basta de llorar para dentro. No se
me daba la gana de tragar más lágrimas. Sin darme cuenta llegué a una avenida
muy ancha, por lo menos eso es lo que me pareció. Busqué el letrero en la esquina,
que me indicó que estaba en la Avenida Paseo Colón. Había caminado en línea
recta, así que si volvía sobre mis pasos podría llegar nuevamente al inquilinato.
Pero no era esa mi intención, aunque por el momento no tenía otra mejor.
Tenía que cruzar la avenida para seguir mi camino pero no me animaba con
tantos coches circulando a gran velocidad. Entonces vi, a lo lejos y a mi izquierda,
la garita del policía que dirigía el tránsito. Era lo que necesitaba, así que hacia allí
me dirigí. Caminé dos cuadras para darme cuenta de que la garita estaba vacía. No
importaba, nada iba a detenerme, cruzaría lo mismo aunque me pisara un coche,
pensé mientras lloraba mi indecisión y mi pena paradita en la esquina.
Temblé. Los guardia civiles me daban mucho miedo, y papá me dijo que
estos policías cumplían la misma función. Estaba en problemas.
—¿Cómo te llamas?
—Carmen.
—¿Carmen qué... ?
No le contestaría ni una sola palabra más. Por mi acento sabría que no era
argentina y por encima me había escapado de casa. Terminaría presa, sin duda
alguna y ya no podría meterme en un barco de polizón. La idea me surgió de
pronto, y era para tenerla muy en cuenta para otra ocasión, porque por el
momento el vigilante no parecía tener intenciones de ir a dirigir el tránsito y
dejarme tranquila, como hizo la señora entrometida, que se fue por donde vino
después de depositarme en manos de la policía.
—...
—Muy bien, creo que una Bidú le va a gustar —decidió por mí el policía
ante mi silencio.
—Parece que le dijo a la mujer que la encontró que quería ir al puerto, pero
yo pienso que está perdida o que se escapó de la casa. No voy a tener más remedio
que llevarla a la comisaría —dijo el vigilante poniendo énfasis en la última palabra.
—Muy bien, veo que nos estamos entendiendo. ¿Y a qué quiere ir al puerto
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una niña tan pequeña y sola?
—No soy nada pequeña, hoy cumplo 11 años y estoy triste porque se me da
la gana.
Bueno, si quería un motivo para llevarme presa, ahí lo tenía. Tal vez me
deportaran por faltarle el respeto a la autoridad y por fin terminaría arriba de un
barco rumbo a España. ¿Acaso no era eso lo que quería?
Con la lengua desatada, sin que me importara mi acento —hasta creo que
metí en la conversación alguna que otra palabra en gallego— le conté a Carlitos y
al mozo hasta el día en que había dejado la teta, incluyendo la dirección de donde
vivía. “Carlos Calvo 948”, les dije, aclarando que era un conventillo que le decían
inquilinato, o casa de familia. Grande fue mi sorpresa cuando el vigilante me dijo
que éramos casi vecinos, pues él vivía en Humberto 1° entre Piedras y Tacuarí, y
que tenía una hija tan solo un año menor que yo que se llamaba Olga.
Una cuadra antes de llegar a casa pude ver en la puerta del conventillo a un
grupo de personas, entre las que distinguí a mamá. Ella también me vio porque
enseguida corrió a mi encuentro, algo que yo no podía hacer porque me temblaban
las piernas. Lo primero fue el abrazo interminable contra su pecho y después me
tomó por los hombros y me miró buscando alguna herida de guerra o algo por el
estilo. Entonces, al ver que estaba enterita su semblante cambió peligrosamente,
para mí.
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había encontrado conmigo, pues ella llegó apenas unos minutos después de que yo
decidiera darle el gusto a mi espíritu agobiado. Me abracé con mi amiga y le pedí
disculpas, prometiéndole que cuando estuviéramos a solas le contaría lo ocurrido.
Me dejó un bonito paquete que contenía mi regalo de cumpleaños, y se fue con su
mamá mientras yo me sentía la peor de todas.
Aquel atardecer, que se extendió hasta bien entrada la noche, tuve más de
una sorpresa. En el patio de arriba estaba dispuesta “la mesa de todos”, que no era
más que una gran tabla sostenida por tres caballetes y vestida con un bonito
mantel que se preparaba para alguna celebración en la que participaban todos los
vecinos del conventillo, como ser Navidad o Año Nuevo. Esta vez estaba dispuesta
para agasajarme a mí.
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y hasta los malvones tenían unos adornos que se estiraban como acordeones, que
yo no había visto jamás. Estaba tan contenta que los pensamientos tristes se
batieron en retirada aquella noche ante la presencia del cariño de mis vecinos que,
sin saberlo —o sí— me estaban ayudando a sentir que lejos de Bustomeu también
había gente que me quería y a la que podía querer. Después de todo Buenos Aires
no era tan malo.
Una jota, un pasodoble pedido por doña Francisquita, una muiñeira, una
ranchera, que la improvisada orquesta de gaita y pandereta se atrevía a todo,
incluso con una milonga —un solo de gaita— coreada por todos: Cuando tú pasas
caminando por la calle, repiqueteando tu taquito en la vereda...
Eulogio intentaba sin mucho éxito sacar a bailar a Norita, que se hacía rogar
con provocativos movimientos del vuelo de su vestido rojo. Después apagué las
velitas y vinieron los regalos. El primero que abrí —no sin culpa— fue el de Lidia.
Era un diccionario grande y gordo, el primero que tenía en mi vida. Don José me
regaló una caja de madera rectangular, hecha por él, “para guardar los lápices”, me
dijo. Se la agradecí, aunque mi pensamiento se posó en el barco que no podía
navegar, como yo. Las madrileñas me dieron un muñeco grandote, vestido con
pantalones blancos y camisa roja, que fuera el preferido de Norita hasta que “le
empezaron a crecer las tetas y la intención”, según su abuela. Lola tenía guardada
una sorpresa en forma de lápiz labial, para que fuera practicando, que mamá
incautó sin más trámite. Doña Lila me obsequió un monopatín que fuera de su
nieto, ya adolescente, y los demás me dieron ropa, igual que mamá y papá, que
tenían además un regalo extra, que me habría de durar toda la vida. Mi madre no
estaba enferma, sino embarazadísima de dos meses. Iba a tener un hermano o una
hermana argentino/a. Aunque la sorpresa fue mucha sorpresa, la sumé a mi alegría
recuperada, aunque fuera por una noche.
107
Capítulo 17
108
En el sillón se va perfilando un cierto orden, lo mismo que en mi cabeza: de
un lado, la caja nueva en la que voy acomodando los recuerdos saneados y de
alguna manera recobrados e incorporados a mi historia, a la que sumo la foto del
festejo de mis once años, donde luzco un vestido floreado sin mangas y con
volados alrededor de la sisa. Se me ve muy contenta soplando por primera vez las
velitas de cumpleaños —en la aldea no había esa costumbre— rodeada de mamá
tocando la pandereta, don José y su gaita, y Norita mostrando su generoso escote.
Del otro lado del sillón, los objetos que aún me quedan por ver. Casi todos
me despiertan imágenes familiares y recuerdos, excepto la misteriosa llave que no
logro ubicar en ningún lugar de mi vida: “Carmiña, no la pierdas”. La de la pieza
era mucho más chica, y además nunca tuve llave propia. ¿Acaso sería la de la
puerta de calle del conventillo? Ni siquiera recuerdo que tuviera llave. Después de
diez minutos de tocar el metal oxidado y releer el singular y anónimo mensaje la
dejo nuevamente en su sitio con la esperanza de que en algún momento pueda
descubrir la huella que me lleve a su puerta.
—En ningún lado, pero es lo que se acostumbra. Además, dicen que festejar
los cumpleaños antes de la fecha trae mala suerte —me contestó la asistente social
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muy amablemente, aunque me hubiera gustado saber qué pensaba realmente de
mí en aquel momento.
El breve pero significativo silencio que se produjo del otro lado me indicó
que no iba a ser fácil mi cometido. Pero estaba decidida a intentarlo, así que en
pocas palabras le conté a Clarita mis intenciones de hacer una reunión festiva ese
mismo día como un adelanto —el primero de todos cuantos quisiéramos— del
cumpleaños de Lina y también del mío, ya que las dos habíamos nacido en el
mismo mes solo que con once días de diferencia, y el de cuantos quisieran sumarse
a nuestro festejo anticipado, que no era otra cosa que honrar la vida sin fechas
preestablecidas.
—Lo mismo digo, Lina. Y como le había prometido, esta tarde iré a visitarla,
pero como además me levanté con ganas de festejar porque sí, se me ocurrió que
podríamos comenzar hoy mismo la celebración de nuestros respectivos
cumpleaños, ya que las dos somos sagitarianas. ¿Qué le parece?
—Me quedé pensando que tu idea es como hacerle una travesura al tiempo,
y también tratando de recordar alguna travesura que haya hecho de grande o de
chica, pero no encuentro nada en mi memoria vacía. Así que estoy encantada con
tu ocurrencia, neniña.
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—¡Me alegro tanto! —dije casi tan emocionada como aquella tarde de mis
once años y una impensada fiesta sorpresa—. ¿Qué le gustaría que le lleve de
regalo?
—Y del mío...
—Claro, también del tuyo. Ya me contarás qué te está pasando para que
tengas tantas ganas de festejar.
¿De qué manera, además de con la memoria, se puede recordar? Sin duda
con el olfato, con el gusto, con los ojos, que a modo de cámara fotográfica
imprimen fotos en el alma que ya nunca podremos olvidar. Los olores familiares
están en todos lados, agazapados esperando para despertar los recuerdos: la piel
del hijo recién nacido, la del ser amado, el perfume del primer lápiz labial, o el del
primer novio. El olor de los barcos, el de la escuela, perfumada por la leche con
toddy y los pan de leche; el aroma de la ropa secada al sol en un patio de
conventillo. Y como olvidar la mezcla de olores del mercado de San Telmo, los
sábados por la tarde, vacío de gente y lleno de música para que un grupo de
muchachas y muchachos practicáramos, entre los pasillos de las carnicerías,
verdulerías y pollerías, el rock de Elvis Presley, Little Richard, Chubi Chequer, o
los revolucionarios Beatles, para no hacer papelones a la noche en el baile. Pero ya
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me estoy adelantando a otra época de mi vida, muy distinta de la que ahora me
ocupa.
La memoria también tiene presentes los sabores que ponen en éxtasis a las
papilas gustativas, que recordarán por siempre ese singular sabor de las comidas
de nuestras madres y abuelas. La empanada gallega que viaja en el baúl del coche,
hecha por manos expertas —que no son las mías— y piadosas de estómagos
gerontes, puede que a Lina le despierte un recuerdo dormido. Es una esperanza.
También creí necesario agregar unos bocadillos, algunas gaseosas y también la
infaltable torta, con una sola vela, grande y gorda, donde dibujé cada letra de la
siguiente frase, una de mis preferidas: “El espíritu es el plumero de cualquier
telaraña”.
En mi bolso —bien escondida— espera una botella de buen vino tinto con
su lenguaje que sabe de viajes al fondo de la mente para alegrarle el alma a una
mujer llamada Lina que se resiste a morir sin saber quién fue. También llevo un
libro grande y voluminoso, que en sus trescientas páginas nos pasea por toda
Galicia a través de hermosas y entrañables fotos. Será mi especial regalo de
cumpleaños para Lina. Hay una hermosa foto de la Catedral de Lugo y otra de las
murallas romanas, que sin duda ella habrá recorrido más de una vez, puesto que
entre los pocos datos que tenemos es que Lina había nacido en esta provincia
gallega y desembarcó en Buenos Aires con 15 años. Y nada más.
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la botella de vino, claro.
—Ya viene, está terminando de arreglarse. Esta idea tuya la puso muy feliz.
Esto de festejar por anticipado la tiene ilusionada, y ya ves que van a tener varios
invitados —me dijo señalando a los ancianos que se acercaban a saludarme.
Entonces apareció Lina del brazo de Evaristo, radiante con su falda roja,
blusa blanca floreada al tono y una sonrisa capaz de tapar el sol, sin importar que
afuera siguiera lloviendo. En el salón del geriátrico comenzábamos a festejar un día
más de nuestros respectivos próximos cumpleaños. Los invitados nos cantaron el
cumpleaños feliz después de arrasar con todo lo que había en la mesa, que era
mucho. Luego bailamos intercambiando las parejas, excepto una: Lina y Evaristo
no se separaban, como si temieran perderse de vista. Era emocionante verlos
amarse con la mirada.
—Estoy casi feliz neniña. Solo que quisiera poder contarle a Evaristo quien
fui. Él es el hombre más maravilloso que la vida me pudo haber regalado ahora,
porque antes no sé si hubo otros que merecen ser recordados.
—¡Ay neniña! ¡Cuántas fotos preciosas! Mira ésta… Yo creo que estuve
ahí… Mira este río… Se me vienen imágenes a la cabeza de un cubo de agua
jabonosa y una mujer lavándome la cabeza en un sitio así mientras cantaba: El sol
le dijo a la luna/ que no se fuera a meter/ que aquellas no eran horas/ de andar sola
una mujer. Yo era pequeña —dijo Lina con una amplia sonrisa antes de que todos
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se pusieran a aplaudir.
Lina estaba feliz y yo no podía estarlo más. ¿Recordaría quién fue alguna
vez? Puede que sí o puede que no. Ya no era una prioridad, o por lo menos eso me
pareció en aquel momento.
El festejo llegó a su fin. Cuando salí del geriátrico la noche se había puesto
su pijama gris y el cielo ya no lloraba. Yo tampoco, porque me sentía arropada por
muchos abrazos débiles y temblorosos, pero infinitamente cálidos y llenos de
afecto, y por la voz temblorosa de Lina encontrándose con sus recuerdos. “Gracias
neniña”, me despidió junto a su enamorado Evaristo.
114
Capítulo 18
Querida abuela: espero que se encuentre bien de salud, lo mismo que el abuelo.
Abuela, quise escribirle antes para contarle lo bonito y diferente que fue mi
cumpleaños, pero justo una semana después me pesqué lo que aquí se llama tos convulsa y
ahí tos ferina. Creí que me moría, abuela. Se me salían los ojos de tanto toser. Y por encima
tenía que estar todo el día encerrada en la pieza, con el calor que hace aquí. Y por encima de
encima, mamá se siente mal porque como usted ya sabrá, voy a tener una hermana o
hermano, que va a ser argentino. ¿Qué raro no?
A lo mejor como no voy a ser la única hija ellos me dejen marchar para allá. Yo
tengo muchas ganas de verlos a todos. Aunque no les digo nada a ellos, me cuesta dormir de
noche y el estómago se me cierra de dolor. La comida no me gusta, porque todo sabe distinto
aquí, así que como lo que puedo. Todavía tengo tos, eso que papá me llevó a un puente que
por debajo pasa el tren. Nos quedamos esperando hasta que vino la primera locomotora y
comenzó a largar chorros de humo negro y apestoso, y papá diciéndome que respirara
hondo, bien hondo que eso me iba a aliviar la tos convulsa.
Yo no sé de dónde sacó semejante idea su hijo, abuela, porque por poco muero
ahogada, sobre todo cuando el segundo tren largó la bocanada de humo justito de debajo de
nosotros y directo a mi boca abierta, por orden de papá pero sobre todo porque me faltaba el
aire.
Ahí recién su hijo se asustó y me llevó casi en andas hasta el autobús porque a mí ya
no me quedaban fuerzas para caminar. Cuando llegamos mamá se enojó mucho con papá,
que insistía en ir al día siguiente para seguir tragando humo. Por suerte ganó mamá así
que por el momento estoy salvada, por lo menos por ese lado, porque hoy mamá me va a
llevar al médico. Estoy esperando que ella baje de ducharse y nos marchamos. Falta solo
una semana para Nochebuena. ¿Se acuerda abuela? La anterior Nochebuena cuando
todavía vivía ahí también estaba enferma y no pude festejar con mis amigos. Debe ser por la
tristeza que uno se enferma. Ahí estaba triste porque faltaba poco para marchar; aquí estoy
triste porque los extraño mucho y además no tengo un lugar donde ponerme. Bueno, lugar
tengo, pero me siento rara.
Mamá dice que estoy hecha una piltrafa. Estoy pensando que a lo mejor me mandan
de vuelta a Galicia para que me cure ahí, como le pasó al tío Juan cuando lo mandaron de
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Brasil para que se curase en su tierra, aunque usted siempre decía que en realidad lo que
quisieron decirle era que fuese a morir a su tierra. Pero el tío sanó en la aldea, porque
seguro que lo que le pasaba era que extrañaba, como yo. A lo mejor hoy el médico le dice a
mamá que me tienen que mandar de vuelta para que reviva allá. Ya le contaré en la
próxima.
Ahora la tengo que dejar, abuela, porque mamá ya está bajando las escaleras. Dele
un beso muy grande al abuelo.
De corazón: Carmen
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reconocerlo, sencillamente porque no podía perder la esperanza.
Quienes probaron algún día ese aceite apestoso sabrán entenderme cuando
les diga que terminé en el médico más cercano, que estaba a solo dos calles de casa,
porque poco faltó para que muriera. Después de berrear y hacer arcadas no bien la
cuchara se acercaba a mi boca, tragué el revulsivo porque mamá era muy
convincente cuando hacía falta, y no había dios que se le retobara. Claro que por
algo yo era su hija y más tarde o más temprano hacía escuchar mi voz. Aquella vez
fue temprano porque a las dos horas de haber tomado el brebaje me hinché como
un sapo y me salió una brutal erupción al mismo tiempo que mi garganta se
negaba a dejar entrar el aire que me faltaba en los pulmones.
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cuerpo. El precio de no tomar nunca más el aceite de bacalao no fue barato, pero
bien valió la pena.
Junto con nosotros también iría a la casa de los tíos el abuelo Serafín. El
padre de mamá era un ejemplo —a no imitar— de aquellos emigrantes que se
marcharon dejando mujer e hijos para nunca más volver. Sus mujeres, viudas de
vivos, como las nombró Rosalía de Castro, en el mejor de los casos recibían de sus
maridos ausentes algo de dinero de cuando en cuando para que no pudieran decir
de ellos que eran malos hombres porque habían abandonado a su familia y roto
todas las promesas que les hicieran al partir. La madre de mamá era una de esas
mujeres; crió sola a sus tres hijas y al hijo que su marido le dejó en el vientre
cuando fue a visitarla por única vez. El abuelo nunca llegó a ver personalmente a
su hijo varón ni éste a su padre.
Mamá tenía siete años cuando el padre emigró, y volvió a verlo 28 años
después. A ella le sucedía algo parecido a mí, pero con más edad. A mamá le
costaba mucho entenderse con su padre y a mí me costaba mucho aceptar al mío
simplemente porque eran unos perfectos desconocidos. El vínculo de mamá con el
abuelo Serafín se circunscribía a la visita que nos hacía cada sábado por la tarde,
cuando entre cafés y unos tragos de Legui nos relataba sus peripecias en la cocina
del Alvear Palace Hotel, donde trabajó por años, hasta que compró su propio
restaurante.
118
fundamentos de mamá ante el desapego del abuelo y el silencio cómplice de papá.
y todos se van.
y campos de soledad,
(Rosalía de Castro)
119
Capítulo 19
Lo último que vio del cura fue su espalda blanca poco menos que corriendo
por la calle Tacuarí hacia la Iglesia de la Inmaculada, donde seguramente pensaba
que podía estar a salvo de sus estrambóticos compatriotas emigrantes. Así fue
como en las fantasías de Norita solo quedaba su fantasma de entrecasa, que
significativamente después de la visita del padre Rafael comenzó a escatimar sus
visitas nocturnas. “Es que tal vez se puso celoso por la manera en que te lo querías
comer al cura ese de polleras blancas”, le decía Eulogio a la muchacha de sus
sueños, hablando más por él mismo que por el espectro.
120
resguardo, como correspondía a su investidura de encargada.
—No hace falta que rompan nada. Ésta abre la puerta del pasillo que da a
nuestra pieza —dijo la anciana de cabellos tan blancos como su piel balanceando
entre el pulgar y el índice una llave plateada, ni grande ni chica.
—¿De dónde la sacó abuela? ¿Por qué nunca supe que la tenía? Usted sabe
las ganas que siempre tuve de entrar en el pasillo —se quejó Norita.
Las Pepas estaban eufóricas porque podían ejercitar su bien ganada fama de
brujas entendidas en casi todo, y quizá hasta podrían tener un encuentro con el
fantasma y preguntarle si necesitaba ayuda para encontrar la entrada al más allá, o
si solo estaba ahí por gusto.
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dejaba de mirar el reloj. Estaba muy ansiosa, así que cuando aún no habían dado
las once y media pedí permiso para sumarme a las aventureras que develarían el
secreto del pasillo.
—Espera que vamos juntas, todavía es temprano —me dijo mamá mientras
juntaba los platos.
Mis inquietudes iban en aumento, pero por aquella época no había mucho
en qué entretenerse, así que tenía que aprovechar cualquier distracción que se
presentase y la conquista del pasillo, con toda su carga de misterio, no era para
desperdiciar. Cuando llegamos al patio de arriba don José y Eulogio compartían la
sobremesa.
—¿No quieren que les preste mi navaja barbera por si acaso el fantasma se
enoja y las enlaza una por una con su hábito de pecador? ¿O solamente Norita
quiere probar el poder del más allá?—preguntó zumbón Eulogio, que ya llevaba
una buena cantidad de vino en la bodega.
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escuchar el chirrido de los goznes de la vieja puerta, que se fue abriendo con un
quejido de pereza importunada mientras la anciana madrileña la iba empujando
suavemente.
Una a una y en fila —el estrecho pasillo no daba para mucho más— fuimos
entrando y dirigiéndonos en primer término a la derecha, la parte más larga que
terminaba en la cocina. A la izquierda quedaba un tramo que continuaba hasta la
pieza 2 y remataba en la residencia de la encargada. Yo me aferré a la pollera de
mamá y me sobresalté cuando me di cuenta de que detrás de mí solo tenía a
Porota, que si bien era bastante por sí sola yo hubiera preferido a alguien más
guardándome la retaguardia, amenazada por las garras misteriosas de las sombras.
La mezquina luz de las velas —dos de Pepita y dos entre Lidia y Lola— con
que nos alumbrábamos nos hacía imprecisos los límites del pasillo y más turbios e
insondables los rincones. El latido de la llama ahuyentaba por momentos el asedio
de las tinieblas pero no el aire húmedo y sofocante, impregnado de pronto por la
voz de Pepita entonando un conjuro que a su entender limpiaría el pasillo de todo
mal.
123
—Tropecé con algo duro y me lastimé la pierna. Traigan las velas y vayan a
buscar más para ver bien qué es esto que hay aquí.
—¿Qué pasa ahí dentro? ¿Están bien? —se escuchó la voz de papá
demasiado cerca. Estaba en el baño, y nosotras del otro lado sin poder avanzar
sobre el trecho que nos faltaba.
—De ninguna manera. Mañana vuelve Lila así que vayamos por más velas y
veamos que hay aquí dentro —fue la firme respuesta de doña Francisquita. Por
una vez yo no estaba de acuerdo con ella.
Pero entonces llegaron los refuerzos. Detrás de nosotras una luz potente nos
habló:
—De salir nada, José. Trae ese farol para aquí para ver de qué se trata esta
montaña de cosas que tapan el pasillo.
Y don José avanzó, como pudo, hasta llegar al nudo del pasillo. Yo,
favorecida por la menudez de mi cuerpo, me colé detrás de él para ver lo que fuera
que había que ver. Entre las velas y el farol se hizo una buena claridad. Por
empezar, contra el fondo se veía una pila de maletas, acomodadas por tamaño: las
más grandes abajo, y así hasta llegar a la más chica en la punta. Maletas de
emigrantes, según dijera doña Lila, viejas, resignadas ¿olvidadas? La imagen me
pegó duro, y no fui la única. Pero para llegar a ellas había que sortear toda clase de
objetos dispuestos en perfecto orden y prolijidad. Encima de una mesita
descansaba una plancha de hierro como la que usaba la abuela en la aldea, dos
paraguas negros, una palangana de loza blanca con florcitas de varios colores, una
escupidera...
124
—¡Fuego! ¡Fuego! ¡Salgan inmediatamente de ahí! —gritaba
desesperadamente papá a la altura de la pieza de las madrileñas.
125
sidra seguía corriendo y las divagaciones eran dignas de una antología. En un
momento dado, cuando todos —menos yo— estaban distraídos en encontrar un
argumento valedero para entender lo que allí había sucedido, Eulogio se acercó
disimuladamente a Norita y le entregó un paquetito de muy bonito envoltorio, que
ella guardó en el amplio bolsillo de su pollera de vuelo bien corto.
—¿Qué es eso que guardas ahí dentro con tanto celo? Tenemos derecho a
saberlo —dictaminó Laura en su tono tranquilo pero firme.
—En eso estoy de acuerdo. En realidad no nos importa lo que pueda haber
ahí dentro, aunque lo del fuego fue bien extraño —dijo papá todavía
impresionado.
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Doña Lila aseguró que no iba a tomar represalias si doña Francisquita
accedía a devolverle la llave que abriera todo un problema, a lo que la anciana
consintió, aunque la sonrisa que le bailó en los ojos color cielo me dio qué pensar.
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Capítulo 20
Querida abuela: quise escribirle antes pero estaba tan triste que ni siquiera tenía
ganas de abrir el cuaderno. No es que ahora esté menos triste de cuando llegó la carta, pero
aprovecho que estoy sola para decirle... No sé qué decirle abuela. El abuelo no pudo
esperarme y ahora no lo voy a ver más. Ni tampoco a usted, ni a nadie. Ya no tengo a donde
ir.
Estoy muy triste y no sé qué hacer para que se me pase, porque ya quiero que se me
pase. En la carta dicen que el abuelo se murió a causa del asma. El asma debe ser como la
tristeza, que va subiendo hasta la garganta y no deja pasar el aire. Entonces el abuelo murió
de tristeza ¿no le parece?
Mamá y papá estuvieron discutiendo eso del luto. Ellos van a llevarlo, pero
discutían si ponerme por algún tiempo algo negro a mí también. Que hagan lo que quieran,
total yo no voy a sentir más pena por ponerme luto o no. Ahora que lo pienso, recuerdo que
el abuelo un día me dijo que el luto solo servía para que las mujeres presumieran de
dolorosas y los hombres de fuertes, o algo así.
Ayer un vecino me dijo, por algo que yo le confesé porque estaba muy enojada, que
si yo quería culpar a alguien, que culpara a Colón, que era un desnortado que no sabía a
dónde iba ni tampoco a dónde había llegado en su viaje, que por encima le habían pagado
otros.
Lo intenté abuela, pero no me sirvió para desviar mi rabia. Pero ya no quiero pensar
más, ni recordar, ni nada. Tengo la cabeza cansada y solo quisiera dormir mucho.
Le mando un montón de besos, que no sé si le servirán para que esté menos triste.
De corazón: Carmen
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Los vidrios de la ventana lloran delante de mis ojos, que también lloran
porque en la oscuridad de mis venas todavía navegan lágrimas viejas en la popa de
los recuerdos. Llueve en Buenos Aires. La primavera es inestable, caprichosa,
pujante, desnortada como Colón, pero me gusta, porque huele a futuro. El árbol
que se dibuja a través de mi ventana me demuestra cada día el renacer de la vida.
Se va llenando de verde, color esperanza como un bolero.
Afuera sigue lloviendo. Sobre la calle y las veredas, sobre mi árbol amigo y
sobre los edificios grises, pero no sobre mis recuerdos. Hacía mucho calor aquel
sábado de febrero cuando llegó la carta que habría de marcar un antes y un
después en mi historia de emigrante. Será por eso que no me gusta el verano. El
calor me agobia, me deprime, me angustia. El abuelo había muerto en invierno, sin
embargo yo asocio su muerte al denso calor del mediodía en que papá, sentado a la
mesa ya preparada para el almuerzo, se puso a leer para sí la carta del tío Cándido.
Después, como tenía por costumbre, la leería nuevamente pero esta vez en voz alta
para mamá y para mí.
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Cuando llegaba carta de Bustomeu yo me quedaba rondando mientras
trataba inútilmente de disimular la ansiedad. Así que me apuré a terminar de lavar
la lechuga y los tomates para hacer la ensalada, no quería perder ningún detalle de
las noticias de la aldea. El sol pegaba de lleno sobre el patio y solo el agua que salía
en abundante chorro del grifo me aliviaba de tener que estar bajo los rayos
ardientes por un buen rato, ya que no era muy ducha en la tarea de lavar las
verduras y mamá era demasiado exquisita en el tema. Pero en la pieza parecía ser
peor. El techo de chapa candente nos acorralaba hasta derretir nuestros cuerpos,
atrapados en el laberinto plástico de las cortinas. Mamá estaba poniendo los
churrascos en la plancha y rezongando ante la incomodidad de tener que cocinar
en aquellas condiciones con semejantes temperaturas, mientras la panza que crecía
deprisa. Era su manera de decirle a papá que debíamos mudarnos de aquel
cubículo asfixiante.
—¡Dios mío, qué desgracia! —escuché la voz de mamá entrecortada por una
súbita congoja.
Mamá me contestó con un sollozo. Para ella el abuelo había sido el padre
que nunca tuviera. Papá apoyó los codos en la mesa y escondió la cabeza entre las
dos manos. ¿Eso era todo? No para mí. Quería una explicación, necesitaba saber
por qué el abuelo no había cumplido su promesa: “Siempre estaré aquí,
esperándote”, me dijo antes de partir.
130
—¿Qué le pasó? ¿Qué le hicieron?
—No le hicieron nada. Tenía muchos años y estaba enfermo, eso le pasó —
me contestó mamá apoyando las manos en el abultado vientre como protegiendo
al hijo que venía en camino.
“... Después de que ellas marcharon se fue metiendo en la cama atacado por
el asma. Cada vez se fue quedando más tiempo, hasta que un día ya no quiso
levantarse”.
No quise leer más, ¿para qué? Salí al patio porque no sabía qué otra cosa
hacer. Me senté debajo de la higuera a llorar lágrimas de pena y de rabia. No
volvería nunca más a Bustomeu. ¿Para qué si el abuelo no estaba? Pronto llegaría
otra carta para decir que la abuela también había muerto de tristeza. Se había
quedado sola, aunque tuviera mucha gente alrededor. Como yo. La quería mucho,
pero ya no deseaba volver, borraría de mi cabeza todo aquello, porque me hacía
sufrir mucho.
Estaba furiosa con el mundo, con mi tierra, que había dejado morir al
abuelo, con mis padres y con el calor que se me pegaba a la piel. Terminaba de
tomar una decisión que nadie me podría cuestionar, ni rebatir, porque solo yo era
su dueña y hacedora: no volvería a visitar la popa de ningún barco ni a mirar hacia
atrás porque, como decía mamá, no valía la pena sufrir por sufrir. A partir de ese
momento cerraría la puerta que me comunicaba con mi infancia y echaría la llave
al mar, ese entidad omnipotente que todo lo devora.
Encima del sillón aún están las cajas con los objetos que son parte de mi
memoria viva: fotos, documentos, tarjetas postales, objetos. Los puedo visitar
cuando quiera y ellos se abrirán para mí sin esconder ni retacear ni un milímetro
de ese trozo de mi historia. En cambio el cuaderno y la llave me ocultan algo. ¿Por
qué no puedo recordar qué escribí en aquellas hojas ni tampoco quién me dio esa
llave con su enigmático mensaje?
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Nada me dirán que mi mente no recuerde, así que vuelvo a aquel sábado
caluroso en que con la muerte del abuelo decidí olvidarme del mundo atesorado
en mi corazón, como mis padres me venían recomendando desde que llegara a
Buenos Aires. Lo que no sabía es que en algún momento los recuerdos deciden
rebelarse. Los míos igual se tomaron su tiempo. Tuvieron que pasar cuarenta años
para que decidiera escucharlos golpear desde el otro lado de la puerta que cerré de
improviso aquel mediodía porteño. Esto moviliza muchas cosas que creía
superadas. Nada se soluciona cerrando puertas sin poner en orden lo que hay
dentro. Pensamos que avanzamos y solo terminamos andando en círculos.
—Otra vez con lo mismo. No empecemos con eso que tu padre está muy
mal y yo también como para estar lidiando con tus manías.
—Sería lo mejor para todos. No se puede estar siempre mirando para atrás,
aunque… Nada, es mejor dejar todo como está, no es un día para hablar de ciertas
cosas, así que mejor te cuento que por el tiempo que tu padre decida no se podrá
encender la radio ni cantar. Te salvaste de ponerte algo negro porque él dice que
aquí los niños no llevan luto, pero eso no significa que cumplas con todo lo demás.
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Cuando papá se levantó me preguntó si quería ir al balneario a comer
sandía. Al parecer había escuchado nuestra conversación y tomado nota. El calor
estaba bajando cuando pusimos rumbo a la costanera. A él le gustaba bajar por la
avenida Belgrano, así que allá fuimos, despacito y en silencio. Él no tenía ganas de
hablar y yo tampoco. Solo cuando llegamos a los primeros puestos donde vendían
sandía me preguntó si quería un pedazo grande o uno pequeño. Me encogí de
hombros dando a entender que me daba lo mismo. Con un trozo de sandía cada
uno fuimos en busca de un asiento debajo de la pérgola, pero estaban todos
ocupados. Había mucha gente escapando del calor. Entonces nos sentamos en la
punta de uno de los escalones de piedra que bajaban a la pequeña playa, comiendo
sandía y mirando las olas perezosas del río amarronado. Fue la sandía más salada
que comí en mi vida. Las lágrimas iban cayendo pero no quería secarlas para que
papá no se diera cuenta de que estaba llorando. Más allá del río estaba el mar, y yo
me estaba despidiendo de él y del abuelo, que ya estaba enterrado en la otra orilla.
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Capítulo 21
Después del capítulo anterior estuve casi una semana sin poder escribir,
rumiando, pensando, elaborando los recuerdos en cada contractura de mi cuerpo.
“Ya va a pasar, neniña, ya va a pasar”. Qué sabia la abuela. Y pasó, por eso éste es
el mejor día para ir en busca de aquella niña asustada, desposeída de la piel de su
identidad, negando su origen porque las personas y las circunstancias la
convencieron de que era lo mejor.
Antes de salir tengo el impulso de llamar por teléfono a Lina; hace unos días
que no hablamos. Pero hoy no quiero ni debo sentirme culpable por dedicarle tan
poco tiempo en este lapso de escritura casi terapéutica. O sin casi. Necesitaba un
espacio en soledad y todas las energías de reserva para enfrentarme a los
fantasmas del pasado y desentrañarlos de una buena vez. Según dicen, hay
fantasmas buenos y fantasmas malos. Recuerdos buenos —aunque produzcan
cierta nostalgia dolorosa— y recuerdos malos, dañinos, que solo entorpecen,
enlodan y confunden nuestro diario vivir. A cada uno le corresponde su lugar, y
mezclarlos solo produce confusión y una horrible inquietud. Aquí, justo en este
punto, podría comenzar otra historia. Tal vez algún día me atreva.
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Desde la acera de enfrente miro su fachada vieja. Ya no es la misma de
entonces. Yo tampoco. Nos pasaron cuarenta años por encima, en los cuales
muchas veces habré pasado por la esquina, en coche o simplemente caminando,
pero nunca me detuve a sentir su presencia. Nada es casual, ni los encuentros ni
los desencuentros.
Me quedo un buen rato mirando el balcón de doña Lila mientras dejo que
las imágenes desempolvadas afloren en mi memoria. Sonrío al pensar que tal vez
la baranda de hierro aún guarde las huellas de mis manos pequeñas. Bajo la vista
hasta la puerta de hierro, entreabierta, como esperándome. Sacudo la cabeza. Debo
tener cuidado con la fecundidad de mi imaginación. Los escombros en la acera me
llevan a pensar que la están arreglando, o echándola abajo, como tantos edificios
emblemáticos de esta Ciudad de Buenos empecinada en demoler su pasado. Lucho
para no dejarme ganar por el pesimismo. Quiero y necesito sacarle dramaticidad a
este encuentro porque sino de nada me habrá servido escribir esta obra, ni los
meses de terapia, ni siquiera haberme encontrado con Lina. Respiro hondo y cruzo
la calle. El número 948 ya no está en el lado derecho del marco. Es una lástima.
Fisgoneo a través de los vidrios la escalera de mármol, menos blanca, pero la
misma, y ya quiero subirla de dos en dos, como entonces. Probablemente aún
pueda pero me falla el atrevimiento. Cuando nos va pasando el tiempo, antes que
el físico no pueda nos puede el miedo a no poder.
—¿Necesita algo?
La voz a mis espaldas me hace sentir como una espía viajera del tiempo. Un
joven de mirada agradable me mira con curiosidad.
—Lo que había para demoler ya está hecho, pero esta parte queda —me dijo
José desde el nacimiento del pasillo largo como un gusano.
Mis movimientos entre esas paredes reconocidas se hacían cada vez más
lentos como si tratara de percibir lejanas voces familiares. Es que cuando una se
encuentra en el lugar donde vivió una parte tan importante y señalada de su niñez,
hasta las piedras murmuran algo entre susurros que solo el corazón puede
escuchar.
—Aquí va a ir una escalera para bajar al patio —me dijo José señalándome
el espacio que veía extendido a mis pies.
—En el sitio donde está ese árbol nuevo había una higuera que daba unos
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higos muy sabrosos —dije con nostalgia.
—¡Qué casualidad! No estoy seguro pero creo que fue el arquitecto que dijo
que ahí había que poner un árbol, justo en ese lugar.
137
despido de doña Lila, la rígida encargada que tenía pudor de mostrar su pequeño
museo de la emigración, porque los objetos tienen memoria y no había que
importunarla. De Lola, que siguió aportando su sapiencia, obtenida en los montes
de Galicia, para todo aquel que la pudiera pagar. De Eulogio, que por fin conquistó
el corazón de Norita, y algo más, porque la doncella dejó de serlo y quedó
embarazadísima de su eterno enamorado a los pocos meses de fallecer doña
Francisquita, que en tales circunstancias no hubiera dudado en usar la escopeta
que nunca me enseñó, y eso que insistí muchas veces.
Eulogio estaba felicísimo porque iba a ser padre y por fin podría formar una
familia con Norita, si bien mantendría a buen resguardo uno de sus principios no
negociables. “Padre y compañero amantísimo sí, marido jamás”, respondió el
anarquista bebedor de todas las libertades. A Norita no le importó seguir la
tradición familiar de no casarse y Porota, fiel a su costumbre, no tenía nada que
decir. Antes de dar a luz a una niña, a la que le pusieron Libertaria, Eulogio y
Norita se mudaron a un departamentito en el que ya no tendrían que compartir su
intimidad con nadie más, ni siquiera con un fantasma indiscreto.
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rejuvenecida y sanada. Al llegar a la esquina de Bernardo de Irigoyen doy vuelta la
cabeza para mirar mi rincón amado, mi lugar especial en la porteña Buenos Aires
que me recibió allá hace tiempo. En la otra orilla del Atlántico, en un pequeño
bonsai llamado Galicia, también tengo mis lugares amados, entrañables y jamás
olvidados. Son mis lugares en el mundo, y nunca dejarán de serlo. Siempre estaré
mirando hacia atrás en cualquiera de las dos orillas donde me encuentre. Darme
cuenta primero y aceptarlo después no fue fácil.
Ya estoy nuevamente en casa. Sin duda hoy es un día para ser feliz. Me
siento en paz conmigo misma y con una parte tan fundamental de mi pasado.
Encima del sillón descansa la caja, mi renovada maleta de emigrante, con papeles y
fotografías que son un nomeolvides. A su lado el cuaderno sigue abierto en la
última página. Su presencia ya no me produce inquietud ni angustia, tampoco la
llave y su mensaje impenetrable. La tomo, y vuelvo a leer: “Carmiña, no la
pierdas”. No sé si la perdí o alguien la guardó para que yo no la perdiera, lo que sí
sé es que ella me encontró.
Ahora sí: cierro el cuaderno con la llave acurrucada en su corazón, y los dos
en el mío.
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Capítulo 22
Escribo, vivo, sueño, amo entre dos mundos, pero ya no siento dolor, solo
nostalgia. Ya no me recuesto en la morriña sino que formo parte de ella. Ya no la
siento como una enfermedad sino como un acto de amor, de entrañable afirmación
de sentirse unido a lo ancestral, a lo intransferible, a lo más auténtico de nosotros.
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antes de saludarme me pregunta con ironía si no vengo a hacer otro festejo
anticipado.
—Hoy solo estoy de visita, y en cierta forma vengo a cumplir una promesa.
Además, si la muchachada quiere vengo preparada para contarle otras historias de
las que tanto le gustan.
La primavera también llegó a aquel rincón ocupado por vidas otoñales que
pasean sus silencios entre árboles bien cuidados. Lina y Evaristo caminan tomados
de la mano contemplando el paisaje a la medida de sus pasos pequeños, sin apuro.
Es Lina quien presiente mi presencia y se da vuelta para mirarme.
—Muy bien neniña, estamos muy bien. Tenía muchas ganas de verte, las
charlas telefónicas sirven pero no alcanzan. ¿Ya terminaste lo que estabas
escribiendo?
—Sí, y estoy muy feliz porque me ayudó a reconciliarme con una parte de
mí muy importante y especial.
—Que se divierta —le deseé mientras tomaba del brazo a Lina y me dejaba
conducir por ella por los senderos bordeados de flores—. Es cierto que no nos
vimos mucho pero ahora prometo venir a verla todas las semanas. Ya terminé el
libro así que nos podremos dedicar a corretear por el bosque del tiempo en busca
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del duende de los recuerdos. La última vez que hablamos me dijo que tenía
imágenes sueltas, aunque todavía no formaban parte de ningún retablo. ¿Cómo va
eso?
—No...
—No soy sabia ni mucho menos. Sé muy poco de muchísimas cosas, entre
las cuales me encuentro yo misma. ¿Y sabes cuándo empecé a darme cuenta?
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—Fue aquí mismo cuando empecé a tener esas charlas, o sesiones como
ellos les dicen, con la licenciada Susana, que es inteligente y también muy sensible
aunque trate de disimularlo. A ella le conté que cuando Evaristo me leyó tu primer
relato fue como si abriera una nueva ventana en mi vida. A partir de ahí empecé a
recordar con el alma lo que mi cabeza no podía. Por eso quiero pedirte algo.
—Quiero que rastrees mi vida, en Galicia y aquí también. Busca las señales
que fui dejando en el tiempo hasta componer mi historia, por si acaso los recuerdos
se me niegan. ¿Es mucho pedir?
—Al principio pensé que estaba loco, pero después sus locuras sirvieron de
excusa a las mías y acepté— terminó diciendo entre risas contagiosas como sus
ganas de vivir.
—Depende de ti. Necesito saber quién fui y cómo llevé mi vida para poder
aceptar el ofrecimiento de Evaristo, aunque él dice que no le importa. Está muy
ilusionado con la boda, porque así pasaremos más tiempo juntos. Yo no lo estoy
menos porque según averiguaron aquí nunca me casé, así que será la primera vez.
Quizá tuve muchos amantes pero ningún marido —terminó diciendo entre
carcajadas.
No importa lo que tuviera que hacer pero así como reconstruí mi etapa de
inmigrante, de la misma manera compondría la historia de una anciana gallega
que necesitaba saber quién había sido para poder sentirse libre de vivir ilusiones
nuevas. La tarde iba cayendo en un ocaso color esperanza. Los habitantes del
geriátrico, con Lina y Evaristo en el medio, se preparaban para escucharme leerles
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un rebaño de palabras que había mucho hicieran nido en mi garganta y que ahora
eran libres para recorrer nuevos caminos, como yo, inmigrante peregrina de
sueños.
No hay victoria más difícil que la que se obtiene sobre uno mismo.
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