ANDRADE, Gabriel (2015), Jesucristo, ¡Vaya Timo!. Pamplona, Laetoli

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Jesucristo

¡vaya timo!
Colección dirigida por Javier Armentia
y editada en colaboración con la
Sociedad para el Avance del Pensamiento Crítico
Gabriel Andrade

JESUCRISTO
¡VAYA TIMO!

LAETOLI
1ª edición: mayo 2015

Diseño de portada: Serafín Senosiáin


Maquetación: Carlos Álvarez, www.estudiooberon.com

© Gabriel Andrade Campo-Redondo, 2015


© Editorial Laetoli, 2015
Paseo Anelier, 31, 4º D
31014 Pamplona
www.laetoli.es

ISBN: 978-
Depósito legal:

Impreso por: Isazluma, s. a


Pol. Ind. Mutilva
31620 Huarte, Navarra

Printed in the European Union

Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación


de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción
prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos)
si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra (www.conlicencia.com;
91 702 19 70 / 93 272 04 47).
Al Jesús que siempre he querido, Jesús Alberto…

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Introducción

No me gustan los clichés, pero debo aceptar que Jesús de Nazaret


ha sido hasta ahora el hombre más importante de la historia. No
fundó propiamente ninguna religión, pero en su nombre se formó
una que hoy tiene entre sus fieles a más de un quinto de la huma-
nidad y ha ejercido una abismal influencia durante los últimos
2000 años. Las obras de arte más bellas, las historias más emo-
cionantes, las piezas musicales más sublimes han tenido a menu-
do a Jesús como protagonista o, al menos, como parte de la trama.
Dan Brown sorprendió a muchos con las extravagantes afirma-
ciones hechas en El código Da Vinci sobre las relaciones sexuales de
Jesús, su descendencia y las sociedades que han mantenido su se-
creto. Mel Gibson hizo llorar al público con las espeluznantes tor-
turas que presentó en la película La pasión de Cristo. J. J. Benítez
mantuvo a muchos fascinados con sus historias sobre astronautas
que viajan en el tiempo para encontrarse con Jesús...
Parece tratarse de un fenómeno relativamente reciente, pero en
realidad no lo es. Desde los mismos inicios del cristianismo ha ha-
bido fascinación por el personaje de Jesús y se han inventado toda
clase de historias sobre su vida. Los evangelios apócrifos en la an-
tigüedad, las leyendas medievales sobre el santo grial o los alegatos
decimonónicos de que Jesús estuvo en la India son vivo testimo-
nio de que nuestra civilización está fascinada con la vida de un os-
curo artesano judío que vivió hace 20 siglos.

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Es muy fácil decir que Dan Brown se ha aprovechado de la fi-
gura de Jesús para armar un enorme truco publicitario sensacio-
nalista y aumentar las ventas de sus libros. Nos ocuparemos más
adelante de algunas de sus afirmaciones. Pero deseo advertir ya lo
siguiente: escritores como Dan Brown no son los únicos que dis-
torsionan la figura de Jesús.
De hecho, los mismos evangelistas fueron quienes comenzaron
la distorsión que ha perdurado durante 2000 años. Las diversas
Iglesias nos alertan de que las historias que cuenta Dan Brown son
ridículas, pero esas mismas iglesias deberían reconocer que las his-
torias que ellas mismas cuentan lo son también. Ciertamente, Je-
sús no se casó con María Magdalena y su descendencia no pasó a
ser una dinastía de reyes franceses, pero, ¿es más creíble que un
hombre nació de una virgen?
En la vida de Jesús, a diferencia de la de Krishna o Zeus, se en-
tremezcla confusamente la historia y la leyenda. Hay episodios de
su vida que, a simple vista, son claramente legendarios: el naci-
miento virginal, la trasfiguración, caminar sobre las aguas, etcéte-
ra. Hay otros episodios de su vida que, por motivos que veremos
en este libro, son seguramente históricos: que fue bautizado por
Juan, que murió crucificado, etcétera. Hay ciertos episodios que a
simple vista no parecen fantasiosos, pero que seguramente sí lo son:
la matanza de los inocentes, la liberación de Barrabás, etcétera. Y
hay aún otros aspectos de su vida sobre los cuales es difícil diluci-
dar si son o no históricos: ¿se creía el Mesías?, ¿esperó su propia
muerte?, ¿predijo el fin del mundo?, ¿instituyó la eucaristía?
La ardua tarea del historiador consiste en separar el trigo de la
cizaña (una imagen original de Jesús, seguramente auténtica: véa-
se Mateo 13,24-30) y tratar de decidir qué es histórico y qué le-
gendario en los evangelios. Aquí nos movemos entre dos extremos.
Por una parte se encuentran los fundamentalistas, que creen que
todo cuanto se narra en los evangelios sobre Jesús ocurrió literal-
mente. En muchas de estas historias hay contradicciones entre los
propios evangelios y los fundamentalistas buscan maneras de re-
solver estas contradicciones (muchas veces de forma ingeniosa, pe-
ro inadecuada).

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Otras personas, aunque aceptan que algunas cosas narradas en
los evangelios son adornos literarios (como, por ejemplo, que los
muertos de Jerusalén resucitaron tras la crucifixión de Jesús: véase
Mateo 27,52-53), sostienen también que la mayoría de los hechos
ocurrieron tal como se narran. Esta es la visión tradicional de la
Iglesia católica, la que recientemente ha tratado de dar el expapa
Joseph Ratzinger en sus libros dedicados a la vida de Jesús. Del otro
extremo están quienes afirman que todo cuanto se dice sobre Je-
sús en los evangelios es legendario. Para estas personas, Jesús es un
personaje ficticio del mismo calibre que Robin Hood o Superman.
Ambos extremos son problemáticos. Jesucristo es un timo, pe-
ro no por ello no existió. Es un timo en el sentido de que en tor-
no a su vida hay una serie de falsas afirmaciones. Pero ese timo está
construido sobre una base histórica real. Si se me permite la ex-
presión, Jesús es real; Cristo es un timo. Jesús es el personaje que
vivió en Palestina hace 2000 años. Cristo (que no es un nombre
propio, sino meramente una traducción al griego del título Mesí-
as, que quiere decir en hebreo ungido) es el artificio teológico le-
gendario que crearon sus seguidores y que lo entremezclaron con
el personaje real.
Así pues, en este libro, al separar el trigo de la cizaña, atacaré
tres frentes. Primero, las afirmaciones según las cuales Jesús no exis-
tió. Segundo, las hechas por los mismos evangelistas y aceptadas
por los creyentes. Y tercero, algunas que proceden de leyendas pos-
teriores a los evangelios y que, aunque no suelen contar con aval
eclesiástico, gozan de cierta popularidad en los medios de comu-
nicación. Así pues, he dividido el libro en falsas afirmaciones so-
bre Jesús y su respectiva refutación.
El núcleo, por supuesto, estará dirigido contra el segundo fren-
te, a saber, las mismas historias de los evangelios. Espero que al fi-
nal el lector se dé cuenta de que el Cristo que nos presenta el
cristianismo es distinto del Jesús que vivió realmente. Y esta dife-
rencia es sustancial.
¿Afecta esto a la fe? ¿Puede alguien ser cristiano una vez que ha
comprendido que muchos relatos de los evangelios son falsos? El
gran historiador y teólogo alemán del siglo XX Rudolph Bultmann

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opinaba que puede mantenerse perfectamente la fe aún desmitifi-
cando el Jesús histórico. A juicio de Bultmann, los detalles de la
vida de Jesús son irrelevantes. Lo importante es la enseñanza que
nos dan los relatos de los evangelios y el compromiso de fe que asu-
mamos. Nunca hubo un pastor mentiroso que advertía falsamen-
te de la llegada del lobo, pero la falta de historicidad de esta fábula
de Esopo no la despoja de su enorme valor moralizante. Algo si-
milar, pensaba Bultmann, podría decirse de la historia de Jesús. De
hecho, aunque dedicó voluminosos estudios a la figura del Jesús
histórico, Bultmann terminó por afirmar que, para el cristiano con-
vencional, el Jesús histórico es irrelevante.
No opino lo mismo. Esopo dejó muy claro que contaba fábu-
las y no veo tan claro que los evangelistas tuvieran la intención de
contarnos meras historietas moralizantes. El conocimiento de la
vida de Jesús debe más bien conducirnos a rechazar la fe. Al cono-
cer algunos detalles de la vida de Jesús, y tener en consideración su
nacionalismo y, sobre todo, su expectativa apocalíptica fallida, de-
bemos concluir que este hombre no pudo haber sido Dios. La re-
ligión que nos exige confesar que este mismo predicador
apocalíptico fracasado del siglo I es el creador del universo, omni-
potente y omnisciente, nos está pidiendo que aceptemos algo casi
tan absurdo como proclamar que el círculo es cuadrado. Y una ins-
titución que pide semejante cosa no es digna de nuestra confianza.
Estoy de acuerdo con el apóstol Pablo en que “si Cristo no re-
sucitó, vana es nuestra fe” (I Corintios 15,17). Pero yo no diría eso
solamente sobre la resurrección, sino sobre muchos otros aspectos
de la vida de Jesús. Si este fue como los historiadores críticos dicen
que fue, entonces proclamarlo Dios es una de las cosas más escan-
dalosas que pueden hacerse. De hecho el mismo Pablo pareció en-
tender que su proclama (no propiamente que Cristo era Dios, pero
sí que era el Mesías y salvador de la humanidad en tanto crucifi-
cado) era una locura (I Corintios 1,23-24). Francamente, prefiero
que las locuras se queden en los manicomios.

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Reimarus, Strauss, Schweitzer

En este libro refutaré muchas afirmaciones hechas sobre la vida de


Jesús a partir del consenso al que han llegado los historiadores crí-
ticos. Por supuesto, las imágenes de Jesús que ofrecen estos histo-
riadores son muy variadas, pero eso no es motivo para prescindir
de esos estudios críticos. Puede haber algún desacuerdo entre ellos,
pero en muchas cosas hay consenso. Seguramente el punto sobre
el cual hay mayor desacuerdo tiene que ver con la naturaleza del
mensaje de Jesús y sus pretensiones mesiánicas. Unos alegan que
Jesús fue algo así como un maestro cínico judío que pronunciaba
frases cortas, no tenía grandes preocupaciones rituales en el mar-
co del judaísmo, no estaba inmerso en la mentalidad apocalíptica
de su época y, sobre todo, que no se creyó ser el Mesías. Otros, en
cambio, sostienen que la predicación de Jesús fue fundamental-
mente sobre el inminente fin del mundo, que tuvo un firme com-
promiso con el cumplimiento de los preceptos de la Ley de Moisés
y que sí se creyó ser el Mesías (aunque, seguramente, sólo al final
de su vida y quizá no haciendo demasiado notoria esa pretensión).
Pero hay bastante acuerdo en lo que respecta a las historias sobre
su nacimiento e infancia, muerte y resurrección.
Los esfuerzos por estudiar críticamente los evangelios y acercarse
al Jesús histórico se remontan al siglo XVIII. En el pasado, los estu-
dios sobre Jesús se limitaban a establecer concordancias entre los
evangelios, a saber, tratar de organizar los cuatro evangelios (mu-
chas veces divergentes entre sí) en una sola narración coherente.
Pero a partir de los escritos de Hermann Samuel Reimarus en el
siglo XVIII, se empezó a acentuar las contradicciones y mostrar más
escepticismo respecto a las historias sobre Jesús. Según Reimarus,
Jesús fue un predicador que fracasó en su misión al ser crucifica-
do, y ante ese fracaso los discípulos empezaron a inventar delibe-
radamente historias sobre su vida para tratar de disimularlo. Así,
los aspectos fantasiosos de la vida de Jesús habrían procedido de
un fraude deliberado perpetrado por sus discípulos.
Después de Reimarus, algunos trataron de ser más condescen-
diente con los discípulos. Las historias sobre milagros no se debían

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a mentiras de los discípulos, pues esos relatos tendrían una expli-
cación racional. Así, por ejemplo, Jesús no multiplicó los panes
(Marcos 6,34-52), sino que exhortó a compartir su propio pan y
así dio la impresión de que los panes se habían multiplicado. Y
cuando resucitó a personas, estas no estaban muertas en realidad
sino sólo desmayadas.
Pero, frente a estas interpretaciones, en el siglo XIX hubo una re-
acción considerable por parte de David Friedrich Strauss. A juicio
de este, los milagros narrados en los evangelios no procedían de
fraudes deliberados, pero tampoco provenían de hechos reales que
fueron interpretados como milagros. Más bien, según Strauss, los
milagros formaban parte de una visión mitológica del mundo, en
la cual era común acudir a hechos fantasiosos como artificio lite-
rario para expresar algún mensaje. Por tanto, los milagros no ocu-
rrieron ni tienen base histórica, pero los discípulos tampoco
mintieron. Fueron más bien alegorías y formas poéticas de pro-
nunciarse sobre la vida de Jesús.
Así se abrió paso una nueva generación de autores que intenta-
ron buscar el Jesús histórico a partir de la interpretación original
de Strauss. En muchas de estas biografías, Jesús es presentado co-
mo un hombre sensible y generoso, con gran relevancia para el
mundo moderno, pero que lamentablemente no fue comprendi-
do por sus contemporáneos. Pero en todos estos estudios empeza-
ba a ocurrir lo mismo que Jenófanes decía que ocurría con los
dioses: los negros adoran a dioses negros y los rubios a dioses ru-
bios. Cada biografía presentaba a un Jesús muy parecido al propio
biógrafo. Jesús aparecía como una especie de proto-socialista, sos-
pechosamente muy en sintonía con la ideología socialista que tan-
to prosperó en el siglo XIX.
El teólogo Albert Schweitzer era de la opinión de que todos es-
tos esfuerzos por presentar a un Jesús histórico habían sido en va-
no, pues ocurría que cada biógrafo era como un pastor que se acerca
a un pozo y describe lo que ve en el fondo: en realidad, no hace
más que describir el reflejo de sí mismo en el agua. Frente a eso,
Schweitzer optó por presentar su propia interpretación de Jesús
cuidándose de no incurrir en el sesgo que él mismo denunciaba. Y

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así, en una obra cumbre publicada en 1906, La búsqueda del Jesús
histórico, Schweitzer presentó a Jesús como un predicador apoca-
líptico que anunciaba el inminente fin del mundo. En un inicio,
Jesús tenía la expectativa de que llegara el Hijo del Hombre y pa-
ra preparlo envío a sus discípulos a predicar. Pero, en vista de que
el fin no llegaba, Jesús interpretó que él mismo tendría que ir a Je-
rusalén a encontrar su muerte a fin de acelerar la llegada del Reino.
Por motivos que veremos más adelante, la interpretación de
Schweitzer es cuestionable, pero su obra es sumamente valiosa por
dos motivos. Primero, porque puso énfasis en el carácter escatoló-
gico de la predicación de Jesús y no trató de endulzar su ministe-
rio como el de una especie de reformador progresista decimonónico,
sino que lo presentó como un hombre de su tiempo. Segundo, por-
que precisamente en la medida en que lo presentó como un pre-
dicador apocalíptico del siglo I, ofreció la idea de que gran parte
del mensaje de Jesús no es relevante para el hombre moderno.
Frente a este devastador retrato, en las décadas siguientes hubo
poco interés en seguir estudiando al Jesús histórico y los teólogos
más bien defendieron la idea de Bultmann, según la cual lo im-
portante no son los detalles de la vida de Jesús sino la posterior pro-
clamación de la Iglesia. Pero en las últimas cuatro décadas ha
surgido de nuevo el interés por descubrir al Jesús histórico y hoy
pululan libros sobre su vida. No obstante, en medio de este reno-
vado interés se ha colado una enorme cantidad de libros que o bien
hacen afirmaciones extravagantes sobre la vida de Jesús, o bien con-
cluyen que la aplicación de métodos historiográficos confirma co-
mo veraces la mayor parte de las narraciones contenidas en los
evangelios. Urge enfrentarse a estos timos.

Criterios históricos

Tenemos muy pocas fuentes para reconstruir la vida de Jesús. Bá-


sicamente se reducen a los cuatro evangelios canónicos, aunque
hay algunas fuentes adicionales que podemos considerar. ¿Cómo
podemos separar el trigo de la cizaña en estas fuentes? ¿Cómo sa-

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ber qué es histórico y qué es legendario? Los historiadores mane-
jan algunos criterios muy útiles.
Cuanto más antigua es la fuente, más digna de confianza. No
debe haber un período de tiempo demasiado largo entre los suce-
sos que se narran y la redacción del texto. Es sabido que la memo-
ria humana es muy vulnerable a las omisiones, elaboraciones y
distorsiones. Desde luego, que un texto sea escrito tiempo después
de los sucesos no constituye automáticamente una razón para no
confiar en él, pues así como la memoria humana es falible, quizá
también un tiempo de reflexión sea necesario para poder organi-
zar los recuerdos. Pero, de forma general, cuanto más pasa el tiem-
po, más se olvida y se distorsiona. En este sentido, son más dignas
de confianza las fuentes más antiguas, y menos fiables las más re-
cientes.
Como veremos, el evangelio de Marcos es seguramente el más
antiguo y el de Juan el más tardío. Por ello, resulta más prudente
confiar en los evangelios sinópticos (es decir, los evangelios de Ma-
teo, Marcos y Lucas, así llamados porque son bastante similares
entre sí y forman una sinopsis) que en Juan. Y puesto que Marcos
es el evangelio más antiguo, cuando en este libro me refiera a los
evangelios sinópticos sólo citaré la versión de Marcos, pero hay que
advertir que muchos de estos pasajes tienen paralelos en los otros
dos evangelios sinópticos.
Hay evangelios apócrifos (a saber, que no fueron incluidos en la
Biblia) que también narran historias sobre la vida de Jesús. Algu-
nos se centran en su infancia, otros en sus enseñanzas y otros en su
muerte y resurrección. Desde hace mucho tiempo se sabe que es-
tos evangelios existían y teníamos fragmentos y versiones enteras
de algunos. Pero fue hacia la mitad del siglo XX cundo se descu-
brieron por primera vez los manuscritos de muchos de estos evan-
gelios en Nag Jamadi, Egipto.
En sus inicios, la Iglesia toleró quizá la lectura privada de los
evangelios apócrifos, pero no les confirió el estatuto de escritura
revelada y exigió a los fieles que no se leyeran en la liturgia. Pero a
medida que la Iglesia consolidaba su poder, probablemente em-
prendió alguna forma de censura e intentó destruir estos textos, lo

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cual explica por qué los manuscritos de Nag Jamadi se hallaban es-
condidos en una vasija, seguramente como un intento desespera-
do de algunas comunidades para salvaguardar esos textos frente a
la persecución. Hoy es popular la idea de que, en vista del celo per-
secutor de la Iglesia, esos textos tienen información relevante so-
bre el Jesús histórico. Pero no es probable que así sea. Todos esos
textos (salvo quizá el evangelio copto de Tomás) son bastante más
tardíos que los evangelios canónicos, y están recargados de mucha
más decoración teológica, suficiente para no confiar en la histori-
cidad de sus relatos. Si hemos de seguir el criterio según el cual,
cuanto más antigua es una fuente, más fiable es, entonces por re-
gla general podemos prescindir de los evangelios apócrifos como
fuente para reconstruir la vida de Jesús.
Además, como se sabe, en los evangelios canónicos (es decir, los
incluidos en el Nuevo Testamento) Jesús hace milagros. Pero en los
evangelios apócrifos se suele presentar a un Jesús que verdadera-
mente deslumbra con las cosas que hace cotidianamente, muchí-
simo más que en los evangelios canónicos. Por ejemplo, siendo
niño Jesús hace pájaros de barro y les da vida, vuelve ciegos a sus
vecinos, resucita a un niño que murió al caerse de un techo y con
sus palabras mata a otro niño (Evangelio de la infancia de Tomás).
En el evangelio de Pedro se narra que, al salir de la tumba tras su
resurrección, Jesús es un gigante y la cruz habla. En el Protoevan-
gelio de Santiago, unos pájaros se paralizan en el aire en el mo-
mento del nacimiento de Jesús. Todos estos elementos fantasiosos,
que son aún mayores que los que encontramos en los evangelios
canónicos, nos hacen desconfiar mucho de la historicidad de los
evangelios apócrifos.
Hay otros criterios para orientarnos respecto a la historicidad
de una narración. Si una historia es narrada por varias fuentes, en-
tonces las probabilidades de que sea verdadera aumentan, pues ha-
bría que explicar cómo múltiples fuentes inventaron la misma
historia. Así, por ejemplo, los cuatro evangelios narran que Jesús
murió en la crucifixión, pero sólo Mateo relata que Jesús vivió en
Egipto durante su niñez. En este sentido, la crucifixión es fiable
como hecho histórico, pero no así la estancia en Egipto. Pero esto

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no es una regla inflexible, pues un hecho narrado en una sola fuen-
te puede ser fiable mientras que otro narrado en varias fuentes pue-
de no serlo. Por ejemplo, la parábola del hijo pródigo sólo aparece
en Lucas pero, aun así, es bastante posible que Jesús la haya pro-
nunciado, en función de otros criterios que le confieren fiabilidad.
Por su parte, la resurrección aparece en los cuatro evangelios ca-
nónicos, pero, aun así, no es una narración históricamente fiable,
en buena medida porque, además de atentar contra las leyes de la
naturaleza, los detalles respecto a cómo ocurrió varían en cada evan-
gelio.
Más aún, para que una historia sea aceptada en función del cri-
terio de que proviene de diversas fuentes, estas deben ser autóno-
mas entre sí. Muchas veces, los relatos sobre sucesos no proceden
de testigos directos sino de cronistas que se apoyan en otras fuen-
tes. De esa manera, dos cronistas pueden coincidir respecto a su
testimonio en función de que ambos relatos proceden de una mis-
ma fuente original; en este sentido, los relatos no son autónomos
entre sí. Como veremos, es un hecho indiscutible que los evangelios
de Lucas y Mateo se apoyaron en el de Marcos para su redacción.
Es muy probable que, entre los primeros textos cristianos, hu-
biera un documento que recogiera los dichos de Jesús. Este docu-
mento habría servido como fuente para Mateo y Lucas y explica
cómo estos dos evangelios comparten muchos dichos que no es-
tán presentes en Marcos. Los especialistas en el estudio del Nuevo
Testamento llaman Q a ese hipotético documento, la inicial de la
palabra alemana quelle, que significa fuente.
Además, para que un hecho narrado sea históricamente fiable,
también debe ser coherente con lo que otras fuentes mencionan si
no sobre el hecho en cuestión al menos sobre el contexto en el cual
se inscribe. Por fortuna, los evangelios canónicos no son los úni-
cos textos del siglo I, de manera que para aceptar como histórico
un hecho narrado en los evangelios, debe tenerse en consideración
si ese hecho es plausible en función de lo que se conoce sobre las
circunstancias en que supuestamente ocurrió.
Por último, las intenciones y la subjetividad del autor de la fuen-
te son cruciales para considerar si un hecho narrado es o no histó-

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rico. Los evangelios no son propiamente crónicas objetivas de los
acontecimientos que narran. Son más bien textos de propaganda
religiosa, que muchas veces prefieren cargar las tintas y adornar las
historias a fin de expresar el mensaje que les interesa. Así pues, el
historiador debe ser muy cauteloso ante los relatos y considerar
hasta qué punto pueden ser inserciones que vienen motivadas por
los intereses del autor.
Si, por ejemplo, a lo largo del texto es evidente que el autor tie-
ne la intención de que un personaje desempeñe un determinado
papel o haga cumplir alguna profecía, entonces lo que sucede pa-
ra que el personaje en cuestión desempeñe ese papel o se cumpla
esa profecía no es históricamente fiable. Los cuatro evangelios ca-
nónicos creen firmemente en Jesús como el Mesías: según esto, es
sospechosa la historicidad de algunos sucesos que expresamente
ocurren para convencer al lector de que, en efecto, Jesús es el Me-
sías que cumple las profecías del Antiguo Testamento (aunque, co-
mo veremos, en vista de que quizá al final de su vida Jesús se creía
el Mesías, es posible que él mismo buscara cumplir algunas de esas
profecías, como entrar triunfalmente en Jerusalén montado en un
burro).
Pero este criterio también puede emplearse a la inversa: aque-
llos sucesos narrados que parecen ir en detrimento de las inten-
ciones del autor son probablemente históricos. Los que fuesen
vergonzosos para el autor (o que, al menos, le generara dificulta-
des), pero que, con todo, permanecen en el relato, son probable-
mente históricos. Pues ningún autor se complace en fabricar relatos
que van en contra de su propósito textual, y tampoco se atrevería
a eliminar hechos vergonzosos si estos fueran lo suficientemente
conocidos. Por otro lado, los intentos por excusar lo vergonzoso
con otras relatos son sospechosos por las mismas razones.
Así, por ejemplo, el hecho de que Jesús muriera crucificado es
vergonzoso para los evangelistas, pues no se esperaba que el Mesí-
as fracasara y fuese ejecutado; por tanto, la crucifixión de Jesús es
un hecho muy probable. Ningún autor inventaría una muerte por
crucifixión cuando va en detrimento de las intenciones del texto
al presentarlo como el Mesías.

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Surge una pregunta: si los evangelistas tenían vergüenza respec-
to a algunos hechos de la vida de Jesús y sus textos son propagan-
dísticos, ¿por qué no eliminaron sencillamente todo lo que les
avergonzaba? La respuesta la dieron precisamente los teóricos de la
propaganda: para hacer más convincente un texto propagandísti-
co es necesario entremezclarlo con elementos reales. Como vere-
mos, Jesús sí es un personaje histórico. Y cabe suponer que en la
antigua tradición oral se narraban una serie de sucesos que, senci-
llamente, los evangelistas no podían suprimir, pues de hacerlo ha-
brían perdido público.

Un hombre de su tiempo

Jesús fue un hombre de su tiempo y por ello merece una breve con-
sideración el contexto en el que vivió. El pueblo judío estuvo so-
metido al dominio babilónico, persa y griego. En el siglo II antes
de nuestra era, Israel se hallaba bajo el dominio de la dinastía pto-
lemaica (descendientes de Ptolomeo, uno de los generales de Ale-
jandro Magno). Pero a partir del año 198 antes de nuestra era, el
reino seléucida (fundado por Seleuco, otro general de Alejandro
Magno) tomó el control de Judea.
La dinastía ptolemaica había permitido bastante autonomía po-
lítica a los judíos, y aunque se había esforzado en divulgar la cul-
tura helénica, no tenía gran interés en que los se helenizaran
compulsivamente. Los reyes seléucidas tenían más interés en que
los judíos adoptaran las costumbres griegas (especialmente religio-
sas) y se propusieron combatir muchas de las costumbres judías. El
rey Antíoco IV llevó al paroxismo la helenización, en detrimento
de las costumbres judías, cuando en el año 168 antes de nuestra era
irrumpió en el Templo de Jerusalén y lo consagró a Zeus, prohibió
las costumbres religiosas judías fundamentales (en especial, la cir-
cuncisión y la observación del sábado como día de descanso), ate-
rrorizó a la población y obligó a rendir sacrificios a los dioses griegos.
En vista de esta irrupción helenista (en parte apoyada por judí-
os helenizados), especialmente en sus costumbres religiosas (que

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formaban parte fundamental de la identidad judía), surgió un fer-
vor nacionalista judío. Esto condujo a una sublevación en el año
168 antes de nuestra era al mando de una familia judía, los has-
moneos. Esta rebelión vino a ser llamada la rebelión macabea de-
bido al título de uno de sus artífices, Judas Macabeo. El cabeza de
esta familia, Matatías, junto a sus cinco hijos (entre ellos Judas Ma-
cabeo), emprendieron tácticas guerrilleras que dieron resultados:
obtuvieron el control de Jerusalén y consagraron nuevamente el
Templo, restaurando las antiguas costumbres judías en detrimen-
to de las griegas, a pesar de que, irónicamente, los hasmoneos lle-
garon a ser una dinastía bastante helenizada.
Tras la expulsión del poder seléucida, los judíos restauraron su
autonomía política y se instauró un nuevo reino bajo la dinastía
hasmonea. Pero desde hacía siglos tenían la convicción de que el
rey de los judíos debía ser descendiente de David. Los hasmoneos
no eran descendientes de David pero, aun así, se mantuvieron en
el poder. La dinastía hasmonea gozó de cierto esplendor durante
casi un siglo, hasta que, a partir del año 67 antes de nuestra era,
unos sucesos alteraron el panorama político de la región. La reina
Salomé Alejandra murió en el 67 antes de nuestra era y sus dos hi-
jos, Hircano II y Aristóbulo II, se disputaron el trono en una gue-
rra civil.
Hircano II contaba con el apoyo de un general de la región de
Idumea, Antípater, y del hijo de este, Herodes (el mismo bajo cu-
yo reinado nació Jesús). Los idumeos (naturales de la región de
Idumea, al sur de Judea) habían quedado bajo el dominio judío
durante la expansión territorial de la dinastía hasmonea. En el mo-
mento de la guerra civil, los idumeos habían adoptado la religión
judía pero siempre conservaron parte de su identidad idumea, y
los judíos no terminaban de apreciarlos como parte de su propio
pueblo.
Al mismo tiempo, Roma se perfilaba como el nuevo poder im-
perial dominante en la región. Y en tanto poder dominante los ro-
manos no desaprovecharon la oportunidad para interferir en los
asuntos de los judíos a fin de ejercer mayor dominio sobre la re-
gión. Así pues, los ejércitos romanos también tomaron partido en

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la contienda por la sucesión al trono de la dinastía hasmonea. En
el año 63 antes de nuestra era, el general romano Pompeyo, que
había decidido apoyar a Hircano II, invadió Judea y tomó el con-
trol de Jerusalén.
Pero Pompeyo no hizo de Judea un territorio romano en pleno
sentido; antes bien, a la usanza romana, optó por un sistema de
mandato indirecto en el que se instauraba un procurador con una
autonomía limitada, siempre al servicio de Roma. Ni Hircano II
ni Aristóbulo II (los hasmoneos que originalmente se disputaban
el trono) recibieron el gobierno de Judea. Hircano hubo de con-
formarse con ser el sumo sacerdote del Templo pero no el rey. Pom-
peyo concedió el gobierno a Antípater, el idumeo.
Por su parte, a partir del año 49 antes de nuestra era estalló una
guerra civil en Roma entre Pompeyo y Julio César, otro general ro-
mano. Pompeyo fue derrotado en la guerra civil y murió asesina-
do el año 48 antes de nuestra era. Aunque Antípater había recibido
apoyo de Pompeyo, logró mantener el favor de Julio César. Pero
Antípater, que nunca fue popular entre los judíos en buena medi-
da por su ascendencia idumea, fue asesinado el año 43 antes de
nuestra era.
Antípater fue sucedido por su hijo Herodes. Pero en el 40 an-
tes de nuestra era Antígono II, hijo de Aristóbulo II, con la ayuda
de los partos tomó el control del gobierno de Judea. Herodes es-
capó a Roma y allí convenció a las autoridades romanas de que lo
restauraran en el poder. De nuevo, las tropas romanas hicieron su
entrada en la región y restauraron a Herodes, y esta vez el Senado
romano lo designó como rey de los judíos. Desde entonces, este
rey fue conocido como Herodes el Grande. Con él se puso fin a la
dinastía hasmonea y se instauró una nueva, inaugurada por un rey
judío pero cuyos antepasados eran idumeos, el cual era visto por
sus súbitos como un extranjero.
Aunque fue impopular debido a su ascendencia, Herodes supo
mantener la suficiente astucia política para reinar durante más de
tres décadas. En tanto rey nombrado por el Senado romano, He-
rodes fue en realidad un títere del poder imperial romano, pero
aprovechó la autonomía que aún detentaba para emprender gran-

22
des proyectos arquitectónicos, especialmente la remodelación y me-
jora del Templo de Jerusalén.
A la muerte de Herodes el Grande, el año 4 antes de nuestra
era, sus hijos se repartieron el gobierno de los territorios. Herodes
Antipas fue proclamado tetrarca (un antiguo título empleado pa-
ra designar al gobernante de una región) de las regiones de Galilea
y Perea y gobernó desde el año 4 antes de nuestra era hasta el 39.
La región de Galilea, de la que era oriundo Jesús, era predomi-
nantemente campesina. Y aunque los galileos habían mantenido
su fidelidad al culto en el Templo de Jerusalén y, por tanto, no eran
tan despreciados como los samaritanos, aún así eran vistos con cier-
to desprecio por los judíos de Jerusalén y de Judea en general. Pues
Galilea formaba parte del territorio que antiguamente formaba el
reino de Israel, con el cual el antiguo reino de Judá mantenía riva-
lidad. A pesar de varios siglos de movimientos migratorios, Gali-
lea mantuvo una vinculación cultural con Judea y, a diferencia de
los samaritanos, los galileos se adherían a una versión convencio-
nal del judaísmo. Pero, con todo, Galilea siempre fue considerada
una región lejana a Judea y demasiado cercana a los gentiles, has-
ta el punto de que era frecuentemente conocida como Galilea de
los gentiles. Según parece, la distinción entre los galileos y los oriun-
dos de Judea era muy notoria en el acento; de hecho, el evangelio
de Mateo se vale de esta diferencia en el habla para enmarcar el re-
lato sobre las negaciones de Pedro (Mateo 26,73).
Varias comarcas galileas (entre ellas Nazaret y Cafarnaún, luga-
res en los que habitó Jesús) servían como poblaciones satélites a Sé-
foris, ciudad favorecida por los proyectos arquitectónicos de
Herodes el Grande y marcadamente helenizada. Herodes Antipas
estableció su gobierno en esta ciudad. Hacia el año 20, no obs-
tante, Antipas fundó otra ciudad y la estableció como su capital.
Lo mismo que su padre, tenía habilidad para buscar el favor de los
romanos y por ello nombró a la nueva ciudad Tiberias, en honor
del emperador romano de la época, Tiberio.
Herodes Filipo, otro hijo de Herodes el Grande, fue designado
tetrarca de Iturea y Traconítida. Gobernó desde el año 4 antes de
nuestra era hasta el 34. Herodes Arquelao, otro de los hijos de He-

23
rodes, fue designado etnarca (un título de mayor rango que te-
trarca) de Idumea, Samaria y Judea. En Judea se encontraba Jeru-
salén, el centro religioso del culto judío pues en esa ciudad estaba
el Templo. Pero entre los proyectos arquitectónicos de Herodes el
Grande había figurado la construcción de una ciudad a orillas del
Mediterráneo que sirviera como puerto, a la cual, para ganar el fa-
vor romano, la llamó Cesarea Marítima. Aunque Jerusalén seguía
siendo el centro religioso de Judea, Cesarea Marítima era el centro
político y administrativo desde donde los romanos ejercían el con-
trol de la región.
Arquelao demostró ser particularmente cruel y gobernó con ma-
no dura reprimiendo brutalmente las frecuentes sublevaciones.
Puesto que su crueldad suscitaba quejas por parte de la población
frente a la administración romana, los romanos depusieron a Ar-
quelao el año 6 de nuestra era y lo enviaron exiliado a la Galia. A
partir de entonces, los romanos asumieron el pleno control de las
regiones de Idumea, Samaria y Judea, las cuales a efectos adminis-
trativos aglutinaron en una sola provincia: Judea.
Desde entonces, esta provincia contaba con un procurador ro-
mano, el cual concedía cierta autonomía de gobierno a los judíos.
Con todo, el procurador ejercía la autoridad en casos que lo me-
reciera, sobre todo cuando se trataba de situaciones de sublevación
o que colocaran en situación de riesgo la primacía del dominio ro-
mano. De hecho, generalmente los procuradores residían en la ciu-
dad portuaria de Cesárea Marítima y sólo acudían a Jerusalén
cuando alguna situación perturbadora lo merecía. Fue bajo las ór-
denes de un procurador romano, Poncio Pilato, cuando Jesús fue
crucificado en Jerusalén.
En comparación con los poderes imperiales que les antecedie-
ron en el dominio de Judea, los romanos no eran especialmente
despóticos. Por supuesto, impusieron el pago del tributo y repri-
mieron duramente cualquier sublevación. A ojos de los romanos,
la Palestina del siglo I era un hervidero de revueltas, muchas de
ellas con tintes mesiánicos. Puesto que Roma no tenía la suficiente
fuerza demográfica para gobernar directamente muchos de sus te-
rritorios, los romanos optaban por un gobierno indirecto a través

24
de gobernantes locales que debían rendir cuentas a las autoridades
romanas.
Así, la provincia de Judea estaba gobernada por el Sanedrín, un
consejo de jueces y sacerdotes que se encargaba de asuntos civiles
y religiosos: fundamentalmente de resolver querellas, mantener el
orden y asegurar el recto cumplimiento de la ley mosaica y del
culto en el Templo de Jerusalén. El Sanedrín estaba presidido por
el sumo sacerdote del Templo, pero las autoridades romanas te-
nían el poder de decidir quién desempeñaba esa posición. Con es-
to los romanos pretendían que, aún si concedían autonomía a los
judíos, en realidad sus gobernantes fuesen dependientes de la vo-
luntad romana. De esta manera, el Sanedrín solía cooperar y estar
en buenos términos con las autoridades romanas. La subordina-
ción del sumo sacerdote y del Sanedrín al poder imperial romano
generaba gran malestar entre muchos judíos. No en vano, el sumo
sacerdote, la figura encargada de hacer cumplir las estrictas normas
del culto monoteísta, era seleccionado por un romano probable-
mente adorador de Júpiter y, en fechas posteriores, del emperador
de Roma.
El Sanedrín tenía a su disposición una guardia que custodiaba
el Templo, pero la presencia militar en la región estaba formada
abrumadoramente por tropas romanas. Los romanos impusieron
altos impuestos a la población judía para poder mantener la pre-
sencia militar y, a su vez, el poder militar era empleado para ase-
gurarse de que se pagaran los impuestos. En ocasiones, las tropas
romanas podían irrumpir en poblaciones civiles y obligar a sus ha-
bitantes a prestar servicios para el bienestar de los soldados. Al mis-
mo tiempo, las tropas romanas tenían la misión de mantener el
orden, cuestión que hacían relativamente bien pero a menudo bru-
talmente.
Por otra parte, los romanos sabían bien que, con una población
como la de los judíos, era sumamente importante permitirles prac-
ticar su religión. La experiencia seléucida hacía más de siglo y me-
dio había demostrado que los judíos podían volverse muy fieros
frente al invasor si este profanaba las costumbres religiosas judías.
Aún así, tenemos noticias de que Pilato no respetó la sensibilidad

25
religiosa judía al introducir emblemas paganos en Jerusalén, y que
utilizó los tesoros del Templo para construir un acueducto.
Con todo, el equilibrio del poder romano en Judea y las regio-
nes vecinas era muy inestable. Aunque Herodes el Grande había
logrado cierta estabilidad durante su reinado, a su muerte el con-
trol romano mediante gobernantes clientelares se tambaleaba en
ocasiones. No tardaron en aparecer grupos de insurrectos judíos
que emprendían campañas guerrilleras con el fin de vulnerar el po-
der romano. La rebelión macabea aún generaba ecos. Y frente a la
ocupación militar romana y la severa imposición del pago del tri-
buto, surgió una nueva facción rebelde.
El mismo año en que Herodes Arquelao fue depuesto (año 6 de
nuestra era), el gobernador romano de Siria, Cirino, ordenó un
censo en la provincia de Judea y Siria, el cual, como veremos, fue
empleado por el autor del evangelio de Lucas para ambientar su
relato sobre el nacimiento de Jesús. En aquella época, los censos
tenían la intención de conocer aproximadamente el tamaño de-
mográfico de una región con la finalidad de llevar un control res-
pecto al cobro de impuestos. En este sentido, los censos eran muy
impopulares para las poblaciones locales. Y tras la iniciativa de es-
te censo (el cual, seguramente, llevaría mayores impuestos), se pro-
dujo una rebelión.
Esta rebelión, al mando de Judas el Galileo, fue brutalmente re-
primida. Cabe sospechar que Jesús en su infancia fue testigo de es-
tos acontecimientos, lo cual debió haber tenido un impacto en sus
actitudes frente al poder imperial romano y sus expectativas apo-
calípticas. Aunque la rebelión fue un fracaso, el partido organiza-
do por Judas continuó y décadas después se convirtió en la secta
de los celotas. Estos se propusieron expulsar a los romanos y libe-
rar al pueblo de Israel del yugo extranjero, y en su lugar instaurar
un régimen autónomo que asegurase el recto cumplimiento de la
Ley mosaica y repudiase cualquier vinculación con los extranjeros,
al punto de rayar en la xenofobia. Para alcanzar sus objetivos, em-
pleaban tácticas guerrilleras que consistían en asesinar a soldados
romanos y judíos de quienes se sospechaba que colaboraban con
el poder imperial. Pero, como suele ocurrir en casi todos los mo-

26
vimientos violentos de liberación, también asesinaban inocentes,
hasta el punto de aterrorizar a la población civil.
Probablemente los celotas fueron los principales promotores de
una rebelión que comenzó en el año 66, la cual en un inicio re-
sultó ser exitosa pero que cuatro años más tarde fue brutalmente
reprimida, lo cual produjo un enorme impacto sobre el posterior
desarrollo del cristianismo.
En un principio los insurrectos judíos lograron algunos objeti-
vos militares. La rebelión empezó porque en la ciudad de Cesarea
Marítima, unos griegos realizaron unos sacrificios a sus ídolos fren-
te a una sinagoga, lo cual irritó la susceptibilidad religiosa judía.
Las facciones judías se organizaron y atacaron los puestos milita-
res de Jerusalén, al punto de apoderarse de la ciudad y de las re-
giones circunvecinas. Pero la respuesta romana no se hizo esperar
y el emperador romano del momento, Nerón, encomendó al ge-
neral Vespasiano, y al hijo de este, Tito, el mando de la ofensiva
romana. Los romanos recuperaron territorio y tras cuatro años de
guerra sitiaron Jerusalén durante seis meses. El sitio de Jerusalén
fue espeluznante: los romanos rodearon la ciudad y crucificaron a
todo aquel que intentara escapar sin bajar los cuerpos de las cru-
ces, para que esto sirviera de señal terrorífica a los habitantes de Je-
rusalén y se rindieran. Pero los celotas, determinados a prolongar
la lucha hasta el final, quemaron las fuentes de comida de la ciu-
dad a fin de que sus habitantes se vieran obligados a luchar en vez
de negociar la rendición. Estas condiciones provocaron prácticas
caníbales durante el sitio de Jerusalén.
Al final, en parte como producto del hambre y de la mala or-
ganización de los celotas, los romanos lograron dominar la ciudad
el año 70. Estos saquearon el tesoro del Templo de Jerusalén y que-
maron la mayor parte de la ciudad, incluido el Templo.

Celotas, fariseos, saduceos y esenios

El contexto religioso de Jesús era también complejo. El culto a un


solo Dios por parte de los judíos es probablemente bastante anti-

27
guo, pero el monoteísmo en pleno sentido probablemente se ori-
ginó durante los tiempos del exilio babilónico en el siglo VI antes
de nuestra era. Y aunque había existido una religión yahvista, el ju-
daísmo probablemente se originó tras el regreso del exilio con la
restauración del Templo. Como toda religión, el judaísmo man-
tuvo muchas instituciones intactas, pero también varias de sus ins-
tituciones fueron evolucionando hasta la época de Jesús.
El judaísmo de tiempos de Jesús se adhería al cumplimiento de
una ley religiosa que, según la tradición, había sido instaurada por
Moisés (de ahí el nombre de Ley mosaica), que estaba explícita en
la Torá, los primeros cinco libros de la Biblia. Aunque todos los ju-
díos coincidían en que la Torá era escritura sagrada, no había ple-
no acuerdo respecto al estatuto de otros escritos. El judaísmo de
tiempos de Jesús no tenía a su disposición una Biblia claramente
definida; sólo dos décadas después de la destrucción del Templo,
los principales rabinos judíos se reunieron en un concilio en la ciu-
dad de Yamnia, hacia el año 90, y decidieron formalmente qué li-
bros serían aceptados para formar una colección que pudiera ser
definida como la Biblia.
La Ley mosaica estipula mandatos que regulan asuntos civiles y
penales y, además, dedica una extensa atención al recto cumpli-
miento del culto. Por esta razón, el judaísmo de la época de Jesús
era una religión muy ritualista. El sacrificio era el acto ritual cen-
tral de la religión judía, de ahí la importancia del Templo. Pues só-
lo en el Templo se debían llevar a cabo los actos sacrificiales, y si
bien en el Templo se realizaban otros actos litúrgicos, su organi-
zación estaba formada en torno al rito sacrificial. Aunque el ju-
daísmo de la época había concebido una deidad trascendente que
no residía en ningún espacio físico en particular, aún llevaba la
impronta del ritualismo que exige que se rinda tributo sacrificial
a la Divinidad. De hecho, aunque los judíos concebían a un Dios
trascendente, todavía mantenían la idea de que la presencia de
Dios se sentía en el lugar más sagrado del Templo, el Santísimo,
al cual sólo podía entrar el sumo sacerdote una vez al año. El San-
tísimo fue profanado por griegos y romanos en más de una oca-
sión y cada una de esas irrupciones desembocó en rebeliones.

28
Los judíos de las regiones de Judea y Galilea, e incluso los judí-
os de la diáspora en el mundo griego, viajaban frecuentemente a
Jerusalén para dar cumplimiento al rito sacrificial, que era oficia-
do por uno de los sacerdotes del Templo, que se quedaban con la
mayor parte de la ofrenda. Los judíos practicaban varios tipos de
sacrificios. Los más comunes eran los sacrificios de comunión (pa-
ra establecer vínculos con la Divinidad) y de expiación (para repa-
rar alguna falta cometida). De este modo, el Templo tenía una
inmensa actividad económica a su alrededor. Los mercaderes cam-
biaban monedas y vendían animales para el sacrificio. Los pere-
grinos más pudientes ofrendaban corderos pero la gran mayoría se
conformaba con sacrificar palomas.
Mucho más que los cambistas y vendedores de animales y otros
objetos cultuales, los grandes favorecidos por el sistema sacrificial
eran los sacerdotes. Puesto que el rito sacrificial era el acto central
de la religión judía, el Templo contaba con un contingente de guar-
dias y sacerdotes que velaban por la administración del Templo y
el recto cumplimiento del culto. Si bien los sacerdotes estaban sub-
ordinados a las autoridades romanas, gozaban de una cómoda po-
sición social. Y para el mantenimiento del Templo y la manutención
de guardias y sacerdotes, se habían añadido impuestos a la pobla-
ción de Judea y Galilea.
No todos los judíos que vivían fuera de Jerusalén tenían capa-
cidad de asistir frecuentemente para cumplir las exigencias ritua-
les en el Templo. Pero durante los principales festivales judíos del
año, los judíos de todas las regiones concurrían masivamente a Je-
rusalén. Tres grandes fiestas judías eran propicias para esta concu-
rrencia: la Pascua, que conmemoraba la liberación del pueblo de
Israel de la esclavitud en Egipto; la fiesta de las semanas, que cele-
braba la entrega de la Ley a Moisés; y la fiesta de los tabernáculos,
que conmemoraba la estancia del pueblo de Israel en el desierto
tras el éxodo de Egipto.
Además de las exigencias respecto al sacrificio, el judaísmo de
aquel entonces era también muy estricto respecto al cumplimien-
to de las normas de pureza, no sólo en el culto sacrificial sino en
todos los aspectos de la vida cotidiana. Un grupo de judíos con los

29
cuales Jesús mantuvo varias controversias (que, como veremos, han
sido exageradas por los evangelios), los fariseos, destacaban por su
enorme preocupación respecto a la pureza ritual.
La palabra fariseo viene del hebreo parush, que se refiere a al-
guien que está separado del resto. Así, los fariseos se consideraban
separados del resto de las personas debido al sumo cuidado con
que querían mantener su pureza ritual. Este grupo, aunque no era
muy numeroso, tenía una notable influencia en la sociedad judía
del momento y estaba esparcido por la mayor parte de los pobla-
dos de Judea y Galilea. Los fariseos habían surgido durante la épo-
ca de la dinastía hasmonea y, aunque fueron perseguidos durante
varios períodos, habían logrado sobrevivir y constituirse como secta
influyente en el siglo I.
Además de su insistencia en la pureza ritual, los fariseos tam-
bién se caracterizaban por algunas creencias que los separaban del
resto de los judíos. Consideraban que la Torá no es el único texto
sagrado y estaban dispuestos a aceptar otros libros como deposita-
rios de la revelación; en especial tenían en alta estima los libros de
los profetas y los Salmos.
No fue hasta después de la destrucción del Templo cuando los
judíos decidieron hacer la lista de libros revelados y formar la co-
lección de textos que luego vendría a ser la Biblia hebrea. Pues bien,
estos judíos fueron fariseos, pues los otros grupos judíos habían
desaparecido (o iban camino de desaparecer) tras la destrucción de
Jerusalén. Fue labor de los fariseos la reestructuración del judaís-
mo tras la destrucción del Templo. Y desde entonces se formó lo
que ha venido en llamarse el judaísmo rabínico (pues el nuevo ju-
daísmo fue asumido por los maestros), del cual es heredero el ju-
daísmo contemporáneo. Los fariseos propagaron la idea de que,
además de la Ley, Moisés recibió de Dios una tradición oral, y es-
ta idea ha permanecido vigente en el judaísmo contemporáneo.
Desde la época de la dinastía hasmonea, los fariseos habían esta-
do en rivalidad con los saduceos, un grupo mucho más poderoso en
la sociedad judía de la época. Allí donde los fariseos tenían una gran
preocupación por mantener la pureza ritual, la gran preocupación
de los saduceos era el recto cumplimiento del culto sacrificial en el

30
Templo de Jerusalén. Los saduceos tenían control mayoritario en
la administración del Templo y dominaban el Sanedrín.
Los saduceos diferían de los fariseos en varios asuntos doctri-
nales. Creían que sólo la Torá contenía la revelación divina y, co-
mo consecuencia, rechazaban las doctrinas que parecían ajenas a
las enseñanzas de la Torá, en especial los ángeles y espíritus, pero
también la resurrección de los cuerpos.
Puesto que las autoridades del Templo y el sumo sacerdote eran
designados por las autoridades romanas, los saduceos estaban en
buenos términos con los romanos. Dada su posición sacerdotal y
sus buenas relaciones con estos, los saduceos lograron constituirse
como un grupo aristocrático, el más poderoso de la sociedad ju-
día. A pesar de su poder y la cómoda posición con los romanos,
los saduceos, a diferencia de los fariseos, no lograron sobrevivir a
la destrucción de Jerusalén en el año 70 y desaparecieron como sec-
ta. Sus actividades se centraban en torno al Templo, pero cuando
fue destruido, los saduceos ya no tenían posibilidad de reconsti-
tuirse como grupo.
Junto a celotas, fariseos y saduceos, había en Judea y las regio-
nes vecinas una cuarta secta prominente que, a diferencia de las
tres primeras, había optado por recluirse en comunidades aisladas
del resto de la sociedad, a la vez que rehusaban rendir culto en el
Templo de Jerusalén. Se trataba de los esenios. Sabemos sobre la
existencia de los esenios debido a que son mencionados en fuen-
tes históricas de la época, pero no abundan detalles sobre ellos. No
obstante, en 1947 se descubrieron en la localidad de Qumrán, a
orillas del Mar Muerto, en Judea, una colección de rollos manus-
critos que pertenecían a una comunidad recluida. Esos rollos es-
tán formados por escritos que luego formarían parte de la Biblia
hebrea, pero también por otros que no fueron incluidos en el ca-
non de las escrituras sagradas, así como de textos particulares so-
bre las enseñanzas por las que se regía esa comunidad. A partir de
estos datos, se puede inferir que la comunidad recluida en Qum-
rán era de esenios.
Los esenios veían con desdén el sistema sacrificial del Templo
de Jerusalén: a su juicio, el culto se había desvirtuado por la co-

31
rrupción de los sacerdotes, quienes se beneficiaban a expensas de
las ofrendas de los peregrinos. Su descontento frente al Templo era
tal que decidieron apartarse del resto de los judíos en comunida-
des ascéticas y adoptaron una nueva teología, según la cual la co-
munidad de esenios era en sí misma el Templo. En vez de sacrificar
animales, los esenios concibieron una nueva forma de sacrificio: la
entrega de sí mismo mediante una estricta vida ascética y un có-
digo ético bastante rígido.

Brevísima biografía

Hecho este recorrido fugaz por el contexto político y religioso de


los tiempos de Jesús, esbozaré una brevísima biografía suya y del
proceso mediante el cual se formó el cristianismo. Esta recons-
trucción servirá al lector como guía inicial para entender cómo de-
ben valorarse los textos que narran historias de la vida de Jesús.
Jesús fue un discípulo de Juan el Bautista, acudió a él para ser
bautizado en el río Jordán. Probablemente formó parte de su mo-
vimiento, el cual proclamaba la inminente llegada del Reino de
Dios en medio de cataclismos y del juicio a pecadores y opresores.
Juan fue hecho prisionero por Herodes Antipas (seguramente vio
en él una amenaza política pues su movimiento crecía), fue ejecu-
tado y después el movimiento menguó. Pero Jesús decidió organi-
zar el suyo propio. Así regresó a Galilea y empezó a predicar un
mensaje similar al de Juan aunque con algunas diferencias (la lle-
gada del Reino era inminente pero aún había tiempo para arre-
pentirse y hacer buenas obras).
Jesús empezó a acumular seguidores y creció en fama como exor-
cista y realizador de milagros. Su mensaje consistía básicamente en
el anuncio de la inminente llegada del Reino de Dios, el cual sería
una realidad material de suma prosperidad en la Tierra, parecido
a un gran banquete. A este Reino Dios enviaría una misteriosa fi-
gura, el Hijo del Hombre, para poner fin a las injusticias; y los
opresores extranjeros de Israel, así como los pecadores, serían aplas-
tados. Este Reino sería una teocracia en la cual las 12 tribus de Is-

32
rael serían reconstituidas y se formaría un gobierno teocrático se-
gún la Ley de Moisés. Los gentiles tendrían una participación muy
secundaria en este Reino.
En algún momento tardío de su vida, Jesús llegó a creer que él
mismo era el Mesías que traería la liberación a Israel, pero no me-
diante la acción armada sino a la espera de la irrupción divina. Pro-
bablemente Jesús no proclamó en público su identidad mesiánica.
Pero con esta convicción decidió ir a Jerusalén con sus seguidores
a esperar la llegada del Reino. En Jerusalén protagonizó una espe-
cie de revuelta en el Templo, en la cual volteó las mesas de los cam-
bistas y expulsó a algunos mercaderes. No buscaba abolir el culto,
sino más bien purificarlo. Y probablemente era de la opinión de
que la casta sacerdotal había profanado el culto con los negocios
que se hacían allí.
Esto debió haber captado la atención de los saduceos, quienes
vieron a Jesús como un peligroso agitador que podía alterar el or-
den social, en el cual los mismos saduceos, como colaboradores de
los romanos, tenían una cómoda posición. Seguramente Jerusalén
estaba repleta de peregrinos que acudían a celebrar la Pascua, pre-
cisamente una festividad que celebraba la liberación de Egipto, y
eso, a juicio de los saduceos, hacía más peligrosa aún la actividad
de Jesús. Así pues, el Sanedrín decidió arrestarlo.
Quizá Jesús sintió que corría peligro por las acciones que había
realizado (unido a su predicación sobre la llegada del Reino, la cual
los romanos seguramente interpretarían en términos políticos) y
previó que podía ser arrestado. Organizó una cena de despedida
con sus seguidores (no una cena pascual) y momentos después fue
apresado por soldados romanos y gentes a las órdenes de las auto-
ridades del Templo. Los seguidores de Jesús huyeron.
Las autoridades judías lo entregaron a los romanos. Poncio Pi-
lato, quien probablemente había venido a Jerusalén como refuer-
zo por la peligrosidad que representaba la proximidad de la Pascua
(una ocasión que siempre podía dar pie a revueltas), no titubeó en
ordenar la ejecución de Jesús, seguramente por considerarlo un se-
dicioso que se autoproclamaba rey ya que se consideraba el Mesí-
as. Y Jesús fue crucificado.

33
La misión de este al parecer había fracasado. Anunció el Reino
y este nunca llegó. Se proclamó el Mesías (aunque quizá no tan no-
toriamente, en cuyo caso alguien tuvo que informar al Sanedrín
sobre sus proclamaciones privadas, quizá Judas), y fue ejecutado
de la forma más degradante. La muerte del jefe debió haber aca-
bado con el movimiento, como de hecho ocurrió con muchos otros
pretendientes mesiánicos que corrieron con un final similar, pero,
insólitamente, no ocurrió así.
En vez de asimilar su fracaso, los seguidores de Jesús empeza-
ron a reinterpretar su misión en un proceso que los psicólogos lla-
man disonancia cognoscitiva: aun frente a una realidad que choca
obviamente contra las expectativas, la mente humana tiene mane-
ras de defenderse inventando explicaciones para justificar el in-
cumplimiento de las expectativas. A sus seguidores se les ocurrió
la idea de que quizá la crucifixión era parte del mismo plan divi-
no. En sus lecturas de las Escrituras judías, encontraron pasajes en
los que se hablaba de una figura que recibía maltratos (salmo 22)
y que fue sacrificada para el perdón de los pecados (Isaías, 53). Ahí
se describía al Mesías, interpretaban ellos: después de todo, la muer-
te de Jesús formaba parte del plan mesiánico.
Como parte de esta disonancia cognoscitiva empezaron a decir
que Jesús había resucitado y que se les había aparecido. Primero
tuvieron esas visiones las mujeres que le seguían, seguramente con
intenso dolor, que luego convencieron a los discípulos de que el
maestro estaba aún presente. Así pues, la muerte de Jesús no im-
plicó el fin de su movimiento; antes bien, gracias al reajuste de la
disonancia cognoscitiva incluso cobró fuerza.
Sus seguidores se mantuvieron en Jerusalén. Un hermano de Je-
sús, Santiago, se constituyó en jefe de la comunidad. Al parecer, el
hecho de que habían proclamado que Jesús, un reo ejecutado, era
el Mesías les causó problemas con algunos judíos. Uno de esos ju-
díos de la diáspora, Saulo, en el camino a Damasco, parece que tu-
vo una visión de Jesús resucitado. Desde entonces, tras haber
asumido el nombre de Pablo, recorrió varias ciudades de la cuen-
ca mediterránea y enseñó que Jesús (ahora llamado Cristo, la pala-
bra griega para Mesías) había muerto en un sacrificio para el perdón

34
de los pecados de toda la humanidad. Como corolario, invitaba a
los gentiles a aceptar este mensaje y, como parte de su invitación,
les aseguraba que no tenían que someterse a las exigencias rituales
del judaísmo.
En Jerusalén, Santiago, fiel al mensaje original de Jesús, insistía
en que, para formar parte de este movimiento, era necesario cum-
plir las exigencias de la Ley de Moisés. Pablo y Santiago se reunie-
ron para tratar de solventar esas diferencias y parece ser que llegaron
a un acuerdo, pero no fue duradero. Santiago enviaba delegados a
los lugares donde Pablo tenía influencia a fin de contrarrestar su
mensaje y asegurarse de que se siguiera cumpliendo la ley de Moisés.
Se formó así una especie de cisma en el movimiento iniciado
por Jesús: los seguidores de Pablo contra los seguidores de Santia-
go. Al final prevalecieron los de Pablo y el cristianismo que hoy te-
nemos es la versión paulina. Hasta el siglo IV hubo comunidades
de judeocristianos seguidores de la facción de Santiago, pero siem-
pre fueron minoría y estuvieron dispersos. Aunque nos dejaron al-
gunos escritos, la mayor parte del canon del Nuevo Testamento y
el posterior desarrollo doctrinal fue obra de la facción paulina y los
escritos de la facción de Santiago quedaron excluidos (salvo quizá
la Epístola a Santiago, que hubo de ser incluida para mantener al-
guna continuidad con el movimiento original).
A medida que la facción paulina fue cobrando prominencia en
las décadas posteriores a la muerte de Jesús, el movimiento se fue
universalizando. Se incorporaron judíos de la diáspora y gentiles
y, a medida que esto ocurría, el movimiento de Jesús iba perdien-
do su carácter judío. Cuando estalló la guerra en Judea se profun-
dizó aún más la ruptura entre los judíos y los seguidores del
movimiento de Jesús. Cuando la rebelión judía fue aplastada por
los romanos, los cristianos tuvieron interés en formarse como un
grupo aparte y tratar de buscar el favor romano.
Hasta ese momento los administradores romanos no distinguían
entre judíos y cristianos. Pero tras el fracaso de la rebelión y el es-
tablecimiento de un impuesto adicional a los judíos, los cristianos
se esforzaron aún más en desvincularse de sus raíces originales. Ade-
más, la destrucción del Templo planteó la cuestión teológica de

35
que ya no era posible seguir participando en el culto sacrificial. Es-
to propició que la secta de los saduceos desapareciera (los celotas
fueron seguramente los primeros en desaparecer pues habían sido
los instigadores de la rebelión) y sólo quedaran dos facciones deri-
vadas del tronco judío original: los fariseos, que mantuvieron ape-
go a un judaísmo reformado, y los cristianos de origen paulino, los
cuales optaban más bien por considerar superada la Ley.
Las cartas de Pablo (sólo siete son auténticas: Romanos, I y II
Corintios, Filipenses, Filemón, I Tesalonicenses y Gálatas) proce-
den de un período en el cual apenas se estaba formando esta va-
riante del cristianismo, y la mayoría de los miembros del
movimiento original de Jesús seguían siendo practicantes del ju-
daísmo. Pero los evangelios proceden de una época más tardía, se-
guramente posterior a la destrucción de Jerusalén.
En esa época la variante del cristianismo que estaba triunfando
era la paulina. Y así los evangelios proceden de autores influidos
por las ideas originales de Pablo. En los evangelios se empieza a
perfilar un Jesús que rompe con el judaísmo (aunque, por supues-
to, en los mismos evangelios quedan muchos rastros que nos per-
miten inferir que Jesús nunca pretendió romper con el judaísmo).
Sobre todo, se empieza a perfilar un Imperio romano más bene-
volente. En la época en que los evangelios fueron redactados (y al
menos dos de ellos, Marcos y Lucas, por autores gentiles), Jerusa-
lén había sido ya devastada, y los cristianos no tenían más reme-
dio que ganar el favor romano y presentarse como ciudadanos cuya
religión no era un peligro para el poder imperial. La figura de Je-
sús se fue amansando (pero quedan de nuevo en los propios evan-
gelios rastros que nos permiten pensar que Jesús no fue tan manso).
Con el paso del tiempo, la imagen de Jesús se fue haciendo me-
nos judía y menos terrenal. La facción de Santiago no exaltaba a
Jesús de la misma forma como lo hacía la de Pablo. Y puesto que
los evangelios fueron redactados bajo la influencia de la facción
paulina, la figura de Jesús se fue exaltando progresivamente hasta
el punto de convertirse en Dios.
En Marcos, el evangelio más antiguo, Jesús es apenas adoptado
por Dios como su hijo en su edad adulta durante el bautismo (Mar-

36
cos 1,11) y siente una terrible angustia por su futura muerte (Mar-
cos 14,35-36), así como desesperación en la propia cruz (Marcos
15,34). En cambio, en Juan, el evangelio más tardío, Jesús es Dios
encarnado desde el inicio (Juan 1,14) y en la cruz parece asumir
con mucha calma que todo se trata de una misión a la cual se le es-
tá dando cumplimiento (Juan 19,30).
La mayoría de los timos en torno a Jesús proceden de este pro-
ceso de trasformación de su imagen. Comencemos, pues, a buscar
al Jesús original. Esto lo lograremos en la medida en que refute-
mos muchas de las cosas que se han dicho sobre él.

37
38
1
Fuentes sobre su vida

¿Existió Jesús?

Hoy se discute mucho si Dios existe. Y puesto que el cristianismo


afirma la doctrina de la encarnación, a saber, que Jesús es Dios he-
cho hombre, hay gente que cree que refutar la existencia de Dios
implica refutar la existencia de Jesús. Pero, por supuesto, esto es
un sofisma. Si rechazamos la premisa cristiana de que Dios es Je-
sús, no tenemos necesidad de negar la existencia de Jesús al negar
la existencia de Dios.
Sobre Jesús se han dicho muchas tonterías y la imagen cristia-
na que se ha elaborado sobre este personaje es mayormente un ti-
mo, pero es una exageración decir que Jesús no existió. Hay
suficientes indicios para pensar que, en la Palestina del siglo I, hu-
bo un predicador itinerante cuya biografía se relata en los evange-
lios. Estas biografías están obviamente distorsionadas, pero no por
ello inventaron al personaje. José Luis Sáenz de Heredia dirigió la
película Franco, ese hombre, una asquerosa adulación del dictador.
Hacemos bien en no fiarnos de todo lo que allí se cuenta pero, aun
así, no podemos negar que Franco existió.
Quienes niegan la existencia de Jesús afirman que el relato de
los evangelios no es fiable porque se trata de propaganda religiosa.
No les falta razón, pero los evangelios, a diferencia de textos que sí
son obviamente mitológicos, entremezclan la ficción y la leyenda.
Quienes niegan la existencia de Jesús opinan que, si no hay fuen-

39
tes no cristianas sobre su vida, debemos concluir que se trata de
una invención literaria, pues en tanto los evangelios son textos re-
dactados con la clara intención de divulgar un mensaje religioso,
no podemos confiar en ellos. Sólo podemos confiar en fuentes neu-
trales que, aunque no tienen un interés especial en dar a conocer
la vida de Jesús, aún así hacen alguna referencia a él. Pues bien, no
tenemos fuentes no cristianas contemporáneas de Jesús, pero sí te-
nemos tres referencias que nos acercan a pensar que Jesús fue un
personaje histórico.
La primera de esas fuentes es Plinio el joven. Este Plinio era so-
brino de Plinio el viejo, un eminente científico romano que, al en-
trar en erupción el Vesuvio el año 79, organizó una expedición para
estudiarlo, pero se acercó demasiado y murió. Plinio el joven ha-
bía sido nombrado gobernador de la provincia del Ponto, en Asia
menor (la actual Turquía). En el desempeño de su labor, Plinio en-
frentó algunas dificultades y solicitó consejo al emperador Trajano
en una serie de cartas.
En una de ellas, escrita en el año 112, Plinio informaba a Tra-
jano de algunos problemas que presentaba un grupo de gente que
él llamaba cristianos. Resulta que en aquel momento no había li-
bertad de asociación por temor a revueltas. Esto era una dificul-
tad, pues los bomberos eran una de esas asociaciones, y al estar
prohibidas las reuniones no había quien se pudiera encargar de los
incendios. Los cristianos eran uno de los grupos que se reunían ile-
galmente. Plinio buscó conocer algo más sobre ellos e informó a
Trajano que se trataba de gente de diversa índole que compartía
comidas y cantaban himnos a Cristo como si se tratase de un Dios.
Esta no parece una fuente muy convincente pues no habla so-
bre el personaje de Jesús sino meramente sobre una comunidad
que rinde culto a Cristo. Pero al menos nos sirve como indicio de
que, ya en el siglo II, los romanos tenían noticias de que existían
los cristianos y que estos consideraban a Jesús un personaje real.
Una segunda fuente, quizá de mayor peso, procede de Sueto-
nio, autor de la Vida de los doce césares. En una biografía del em-
perador Claudio (que gobernó del año 41 al 54), Suetonio narra
que el emperador expulsó a los judíos de Roma porque había ha-

40
bido revueltas instigadas por un tal Chrestus. Sabemos por otras
fuentes que, efectivamente, hubo tal expulsión (en Hechos 18,2
Pablo narra que se encontró con Áquila y Priscila, judíos deporta-
dos de Roma). Al parecer, había disputas entre los judíos que acep-
taban a Jesús como el Mesías (es decir, judeocristianos) y los judíos
que no lo hacían, y para poner fin a este desorden Claudio los ex-
pulsó a todos.
Al igual que la de Plinio, esta referencia no es muy convincen-
te pues sólo hace referencia a una comunidad de cristianos, no pro-
piamente al personaje de Jesús. Además, Suetonio escribe mal el
nombre (Chrestus en vez de Christus, la versión latina de Cristo),
de forma que no podemos estar absolutamente seguros de que se
trate de una referencia a Jesús. Tal vez se trataba de otro judío cu-
yo nombre era Chrestus. Pero si Suetonio se refería a Cristo, esto
nos sirve como fuente para estar seguros de que, ya durante el pe-
ríodo de Claudio, había judíos que daban importancia a la figu-
ra de Jesús.
Hay una tercera fuente más contundente. Procede de Tácito, el
historiador romano del siglo II. En sus Anales, obra compuesta en
el año 115, Tácito hace un recuento de la historia del imperio. Al
tratar del período de Nerón, relata la historia del incendio de Ro-
ma, ocurrido en el año 64. Esta historia ha levantado muchas sus-
picacias entre los críticos contemporáneos. Según Tácito, Nerón
provocó el incendio para hacer espacio a fin de emprender nuevas
obras arquitectónicas. Frente al rumor del pueblo de que él había
sido el responsable, decidió culpar a la secta de los cristianos y los
sometió a una cruel persecución. La historia levanta sospechas por-
que parece contener algún elemento de propaganda, y no es del
todo seguro que Nerón haya provocado el incendio deliberada-
mente. Pero podemos estar seguros de que el incendio ocurrió y
de que, probablemente, Nerón culpó a los cristianos.
En esa crónica, Tácito describe a la secta de los cristianos y ha-
ce alguna referencia a Jesús como personaje. Su crónica es más sus-
tanciosa que las de Suetonio y Plinio, pues ofrece algún detalle
histórico sobre Jesús. Dice Tácito que Jesús fue ejecutado por ór-
denes del procurador Poncio Pilato, durante los tiempos de Tibe-

41
rio como emperador. Así pues, se refiere a un personaje real de la
historia y no a un mero dios a quien se le rinde culto.
Respecto a este testimonio, queda alguna duda, pues Tácito di-
ce que Pilato era procurador (un cargo que se ocupa de la recolec-
ción de impuestos). Nosotros, en cambio, sabemos que Pilato era
en realidad prefecto (un cargo que tiene a su disposición fuerzas mi-
litares), pues así consta en una inscripción que se descubrió en 1961
en Cesárea (la ciudad donde residía Pilato). Este error hace pensar
que Tácito sólo informaba de lo que oía entre la gente, pero no se
trataba propiamente de una información oficial. En ese sentido,
su testimonio no sería concluyente.
Hay que admitir que las tres fuentes romanas sobre Jesús no son
muy convincentes. Pero debemos estar muy atentos para no incu-
rrir en el error de sostener que, como no hay noticias sobre un per-
sonaje en un determinado contexto, ese personaje no existió. En
los estudios históricos hay siempre el peligro de acudir a los lla-
mados argumentos del silencio. El silencio sería un argumento con-
tundente si cupiera esperar que hubiera noticias sobre el suceso en
cuestión. Si, por ejemplo, el 12 de septiembre de 2001, no hubie-
ra aparecido en ningún diario norteamericano la noticia de que el
día anterior hubo unos atentados terroristas en Nueva York, en-
tonces sospecharíamos que tales sucesos no ocurrieron.
Pero la vida de Jesús no habría sido algo de lo cual esperaríamos
tener noticias por parte de los historiadores de la época. Como él,
hubo muchas otras figuras que se proclamaron Mesías. Y difícil-
mente los historiadores romanos iban a dedicar mucha atención a
un rebelde crucificado en una lejana provincia. Eso era casi una
cuestión cotidiana y Jesús habría sido uno más del montón.
En el caso de Jesús y los historiadores romanos, la ausencia de
evidencia no es evidencia de ausencia. Aun si no contamos con
fuentes no cristianas concluyentes, hay otros motivos, mucho más
contundentes, que nos obligan a afirmar que, efectivamente, Jesús
existió.
El principal motivo procede del criterio de vergüenza. Según
hemos visto, los evangelios son efectivamente textos de propagan-
da religiosa. Pero en los propios evangelios se relatan cosas que ha-

42
brían generado vergüenza en los propios evangelistas. Y no se tra-
ta del tipo de cosas que los evangelistas habrían inventado. Nin-
gún propagandista inventará detalles que van en detrimento de su
objetivo. Si se narran esos eventos vergonzosos, ha de ser porque
fueron reales.
Hay varios motivos vergonzosos en la vida de Jesús, pero me re-
feriré a dos de los más importantes. El primero: Jesús murió cru-
cificado. Si los evangelistas habrían de inventar un dios, no narrarían
que ese dios sufrió una humillante derrota. Los evangelistas tienen
la convicción de que Jesús es el Mesías. Pero en el contexto judío
de Jesús, no se esperaba que el Mesías fuese crucificado. Más bien
se esperaba que encabezara alguna gloriosa misión militar que ex-
pulsara al opresor extranjero. Los evangelistas se esfuerzan en rein-
terpretar la vida y muerte de Jesús como si las Escrituras judías
hubiesen contemplado que el Mesías debía sufrir horriblemente (al-
go que no estaba estipulado en las Escrituras, por lo que esta rein-
terpretación resultaba bastante forzada). Si todo se tratara de una
invención, hubiera sido mucho más fácil para los evangelistas na-
rrar que, en efecto, Jesús como Mesías llegó cumpliendo las profe-
cías originales de las Escrituras judías (y no aquellas que los primeros
cristianos buscaron para explicar su fracaso).
Un segundo motivo vergonzoso relevante en la cuestión de si
Jesús existió o no es la siguiente: a lo largo de los evangelios, se
enuncia (o se deja entrever) que Jesús procede de Nazaret (Marcos
1,9; 1,24; 10,47; 14,67; Mateo 13,54-57; Lucas 4,23-24; Juan
1,46; 7,41-42). La expectativa era que el Mesías procediese de Be-
lén, la ciudad original de David y, como veremos, seguramente las
narraciones sobre el nacimiento de Jesús en Mateo y Lucas se in-
ventaron para hacer frente a este problema. De hecho, en el evan-
gelio de Juan el mismo Natanael exclama: “¿Puede salir algo bueno
de Nazaret?” (Juan 1,46), dejando entrever que había rechazo a la
idea de que de ese pueblo podía surgir el Mesías.
De nuevo, si el personaje de Jesús hubiese sido una invención
total, habría sido más fácil para los evangelistas obviar las referen-
cias a Nazaret y postular sencillamente que Jesús procedía de Ju-
dea, tal como era la expectativa mesiánica. El hecho de que narren

43
que Jesús proceda de Nazaret (y que luego al menos dos evange-
listas tengan que inventar una historia para disimular ese detalle),
hace pensar que esto es un hecho histórico.
Hay algunos críticos que sostienen que, al menos en la tradi-
ción más antigua, no se habría narrado que Jesús procede de Na-
zaret propiamente sino que era un nazareno. El ser nazareno no
habría denotado un lugar de origen sino una variante de los na-
zaritas, gente que, en tiempos del antiguo Israel, habría tomado
un voto descrito en Números 6,1-21. El autor de Marcos, el pri-
mer evangelio en escribirse, asumió erróneamente que nazareno
era el que era oriundo de Nazaret, un pueblo inventado por el evan-
gelista.
Esta teoría es colorida, pero muy especulativa. El autor de Mar-
cos cita en ocasiones las Escrituras judías y parece tener un cono-
cimiento aceptable de ellas, de forma que habría sabido qué era un
nazarita y habría evitado esa confusión. Además, si bien el evan-
gelio de Marcos sirvió como matriz al de Mateo y Lucas, no es del
todo seguro que haya servido al de Juan. Con todo, Juan repite la
información de que Jesús era oriundo de Nazaret, de forma que es
dudoso que Marcos haya inventado este dato.
Quienes niegan la existencia de Jesús postulan frecuentemente
que la arqueología no ha encontrado rastro de la existencia de una
aldea llamada Nazaret en el siglo I. Los rastros arqueológicos de
Nazaret son, al parecer, de fechas posteriores. Además, en los tex-
tos del Antiguo Testamento nunca se menciona esta aldea. Basán-
dose en esto, se dice que Nazaret sería un lugar similar a
Nuncajamás o Narnia: una pura invención literaria.
Aun si Nazaret fuese pura invención literaria, ello no probaría
que Jesús no existió. A lo sumo, probaría que el lugar de donde su-
puestamente vino es ficticio, pero no diría gran cosa sobre la exis-
tencia o no del personaje en cuestión. En todo caso, aún es asunto
bastante disputado entre los arqueólogos si existió o no Nazaret en
el siglo I. Se han excavado sitios que habrían servido como campo
de cultivo que datan de ese período. También se han excavado mo-
nedas de la época de los hasmoneos (es decir, ligeramente anterio-
res a la época de Jesús). Y de forma bastante notoria, se ha

44
encontrado en Nazaret una casa que se remonta a la primera mi-
tad del siglo I.

¿Podemos confiar en el testimonio


de Flavio Josefo?
He aceptado que los testimonios de Plinio, Suetonio y Tácito no
son definitivos. Pero queda aún otra fuente no cristiana que pare-
ce atestiguar la existencia de Jesús. Se trata del historiador judío
Flavio Josefo, que fue un combatiente en la rebelión contra los ro-
manos. Según nos dice, fue acorralado en una cueva por los ro-
manos y acordó con sus seguidores que se suicidarían, y así se
fueron suicidando uno tras otro. Pero él logró convencer al último
guerrillero que quedaba de que no se suicidasen y se entregasen a
los romanos. Al ser hecho prisionero por estos, se encontró con el
general Vespasiano, al que le dijo que Dios le había revelado que
él (Vespasiano) sería emperador. Efectivamente, tras unas intrigas
en Roma, Vespasiano se hizo emperador y premió a Josefo con una
pensión considerable.
Desde una cómoda posición, Josefo escribió en el año 93 An-
tigüedades de los judíos, una historia del pueblo judío. En ella pa-
rece referirse a Jesús en dos ocasiones. La primera es esta:

Por este tiempo apareció Jesús, un hombre sabio, si es que es


correcto llamarlo hombre, ya que fue un hacedor de milagros
impactantes, un maestro para los hombres que reciben la ver-
dad con gozo, y atrajo hacia él a muchos judíos y a muchos
gentiles además. Era el Cristo. Y cuando Pilato, frente a la de-
nuncia de aquellos que son los principales entre nosotros, lo
había condenado a la cruz, aquellos que lo habían amado pri-
mero no le abandonaron ya que se les apareció vivo nueva-
mente al tercer día, habiendo predicho esto y otras tantas
maravillas sobre él los santos profetas. La tribu de los cristia-
nos, llamados así por él, no ha cesado de crecer hasta este día.
(Antigüedades de los judíos, 18, 3, 3)

45
Con esta referencia Josefo parece darnos un testimonio claro de
que Jesús existió, pero el problema es que el texto parece ser una
interpolación. Josefo era un judío convencional que no aceptaba
que Jesús fuese el Mesías. De hecho, él se expresa de forma des-
pectiva respecto a otros personajes que tenían pretensiones mesiá-
nicas. Por ello resulta muy extraño que se exprese sobre Jesús
llamándolo “el Cristo”, que acepte que hacía milagros y que se apa-
reció resucitado a los discípulos.
Con toda seguridad, podemos deducir que algún copista cris-
tiano, tras leer el texto original de Josefo, añadió este pasaje para
hacer creer que este autor no sólo daba noticias sobre Jesús sino
que también daba testimonio sobre sus grandes hazañas. Pero es
objeto de debate si el pasaje en su totalidad es una interpolación o
sólo lo son algunas frases. Es posible que este fuera el pasaje origi-
nal de Josefo:

Por este tiempo apareció Jesús, un hombre sabio, y atrajo ha-


cia él a muchos judíos. Y cuando Pilato, frente a la denuncia
de aquellos que son los principales entre nosotros, lo había con-
denado a la cruz, aquellos que lo habían amado primero no le
abandonaron. La tribu de los cristianos, llamados así por él, no
ha cesado de crecer hasta este día.

El copista habría interpolado sólo algunos fragmentos que mag-


nifican la figura de Jesús. Pero en el pasaje original Josefo podría
haber dado testimonio de la existencia de Jesús, aunque sin mag-
nificarlo.
Hay razones para pensar que el texto reducido sí es original de
Josefo. El especialista Antonio Piñero es de la opinión de que, ya
que Josefo relata esto en un contexto en el cual presenta negativa-
mente a otras figuras mesiánicas, el copista no habría interpolado
la referencia a Jesús en ese lugar sino que habría elegido otro. Si el
copista interpoló el texto ha de ser porque Josefo originalmente ya
mencionaba a Jesús. Además, los filólogos nos aseguran que el pa-
saje de Josefo mantiene un flujo natural si se lee sin las adiciones a
las que me he referido.

46
Algunos críticos señalan que, hasta el siglo IV, ningún apolo-
gista cristiano menciona el testimonio de Josefo. Sólo a partir de
la Historia eclesiástica de Eusebio empiezan a aparecer menciones
del testimonio. Y se supone que pudo haber sido el mismo Euse-
bio (un autor que, según consta, no fue muy honesto al narrar his-
torias) quien lo forjó. Esto sería una señal de que, antes del siglo
IV, en los manuscritos de Josefo no había referencias a Jesús.
Pero a esto cabe responder que, precisamente porque Josefo ori-
ginalmente trata a Jesús en el contexto de figuras mesiánicas sobre
las cuales se expresa negativamente, los apologistas no habrían bus-
cado citar a Josefo, pues habrían dado voz a un autor que no se ex-
presa del todo favorable a Jesús. Además, las disputas de los
primeros apologistas no tenían casi nada que ver con la existencia
o no de Jesús (según parece, incluso los mismos opositores al cris-
tianismo admitían que hubo un Jesús histórico). Y en el testimo-
nio original de Josefo no hay mucha información relevante sobre
Jesús, más allá de hablar de su existencia. Eusebio pudo haber si-
do el artífice de la interpolación, pero el pasaje original ya men-
cionaba a Jesús.
Además, hay todavía otra referencia a Jesús en las Antigüedades
de los judíos. Dice así:

Ananías era un saduceo sin alma. Convocó astutamente al Sa-


nedrín en el momento propicio. El procurador Festo había fa-
llecido. El sucesor, Albino, todavía no había tomado posesión.
Hizo que el Sanedrín juzgase a Santiago, el hermano de Jesús
llamado el “Cristo”, y a algunos otros. Los acusó de haber trans-
gredido la ley y los entregó para que fueran apedreados. (An-
tigüedades de los judíos, 20, 9, 1)

Frente a este pasaje, los críticos alegan que pudo tratarse de otra
interpolación (si no de todo el pasaje, al menos sí de la frase “el
hermano de Jesús”) como refuerzo de la primera. Esto parece un
recurso ad hoc sin fundamento. Si el copista interpoló nuevamen-
te, ¿por qué hizo una referencia tan modesta a Jesús? A diferencia
de la primera, esta se limita a mencionar a un Santiago que es her-

47
mano de Jesús, sin títulos grandilocuentes. Otros críticos apuntan
que, si bien el pasaje puede ser original, no necesariamente se re-
fiere al Jesús que nosotros tenemos en mente, pues ese nombre era
bastante común. En aquel contexto pululaban figuras con preten-
siones mesiánicas y no sería muy improbable sostener que quizá
había otro Jesús que también era llamado el “Cristo” y que tenía
un hermano llamado Santiago. De hecho, el mismo Josefo nos da
testimonio de un tal “Jesús hijo de Ananías”, quien, al parecer, pro-
fetizaba la destrucción de Jerusalén.
Ciertamente “Jesús” era un nombre común en la Palestina del
siglo I. Pero tenemos noticias de que el jefe de la primera comuni-
dad cristiana era un tal Santiago, llamado el “hermano del señor”
(Gálatas 1,19; Marcos 6,3; Mateo 13,55). Puede ser que, en efec-
to, no fuese tan difícil que un tal Santiago fuese hermano de un tal
Jesús. Pero, según el testimonio de Pablo en Gálatas y del relato de
Hechos 15, podemos inferir que Santiago, en tanto jefe de la pri-
mera comunidad cristiana, era una figura conocida. Y si Josefo lo
menciona, entonces debió ser notorio, lo cual aumenta las posibi-
lidades de que se refiriera al mismo Santiago.

¿Inventó Pablo a un Cristo


enteramente celestial?

Las referencias más antiguas a Jesús proceden de las cartas del após-
tol Pablo, la primera de ellas escrita hacia el año 52 (I Tesaloni-
censes). Por complejos motivos que ahora no abordaré, los
estudiosos están de acuerdo en que, como he dicho, sólo siete car-
tas son auténticas: Romanos, Gálatas, I y II Corintios, Filipenses,
Filemón y I Tesalonicenses. El resto fueron compuestas segura-
mente por seguidores de Pablo que escribieron en su nombre.
Quienes niegan la existencia de Jesús ponen énfasis en que en
las cartas auténticas no hay referencias a un Jesús terrenal. La ima-
gen de Jesús que aparece en esos textos es más afín a una figura ce-
lestial. Según este razonamiento, esto debe ser prueba de que Jesús
no existió, pues en la tradición más antigua Jesús es una figura mi-

48
tológica celestial y sólo después, con la redacción de los evangelios
a partir del año 70, se empiezan a inventar detalles sobre su su-
puesta vida terrenal.
En las cartas de Pablo no se menciona el nacimiento virginal,
sus parábolas, sus disputas con los fariseos o los milagros. Sólo hay
referencias a su muerte y su resurrección y los efectos teológicos
que tienen. La forma en que se hace referencia a su muerte y resu-
rrección es más afín a un drama cósmico que a un suceso propia-
mente terrenal. Así pues, según estas teorías, el personaje de Jesús
habría sido inventado por Pablo. Finalmente, gente influida por
su invención original habría expandido el mito añadiendo detalles
sobre su vida terrenal.
Es cierto que Pablo deja sin mencionar una abrumadora mayo-
ría de detalles sobre la vida de Jesús, pero, de nuevo, apelar al si-
lencio como prueba de inexistencia es problemático. Debe tenerse
en cuenta que Pablo escribió cartas a distintas comunidades para
resolver problemas muy puntuales. Y no podemos esperar que en
esta correspondencia epistolar salgan a relucir todos los detalles de
la vida de Jesús.
No es cierto, además, que Pablo no haga ninguna referencia a
Jesús como personaje terrenal. Pablo dice, en primer lugar, que Je-
sús nació de una mujer y bajo el sometimiento de la Ley (Gálatas
4,4). Dice también que Jesús era descendiente de David (Roma-
nos 1,3), obviamente en cumplimiento de las profecías mesiáni-
cas. Nos dice que Jesús tenía hermanos (I Corintios 9,5) y narra
que él mismo tuvo personalmente un encuentro con Santiago, her-
mano de Jesús (Gálatas 1,19). Este no parece ser un etéreo perso-
naje celestial. Además, Pablo hace referencia también a los 12
discípulos (I Corintios 15,5), otro detalle sobre la vida terrenal de
Jesús.
Además, aunque Pablo discute muchas veces la muerte de Jesús
en términos cargadamente teológicos (a saber, como un sacrificio
para expiar los pecados de la humanidad) y no hace referencia ni
siquiera a Poncio Pilato (una figura que, con toda seguridad, es his-
tórica), en alguna ocasión Pablo menciona un aspecto terrenal de
la vida de Jesús, a saber, que los judíos le dieron muerte (I Tesalo-

49
nicenses, 2,15). Como veremos, es muy poco probable que los ju-
díos fueran responsables de haber ejecutado a Jesús (o, en todo ca-
so, no más responsables que los romanos). Quizá este sesgo empezó
con el propio Pablo, pero, al margen de esto, parece bastante evi-
dente que para Pablo Jesús no es un personaje enteramente celes-
tial, pues tuvo una muerte terrenal propiciada por enemigos muy
concretos.
Hay quien sostiene que este pasaje de I Tesalonicenses es una
interpolación por complejos motivos, lo cual sigue siendo asunto
debatido. Pero en todos los manuscritos que tenemos está inclui-
do el pasaje, de forma que no es convincente la afirmación de que
se trata de una interpolación.
Hay aún otro pasaje en el que Pablo se refiere a la muerte de Je-
sús en términos bastante terrenales: “Mas hablamos sabiduría de
Dios en misterio, la sabiduría oculta, la cual Dios predestinó an-
tes de los siglos para nuestra gloria, la que ninguno de los prínci-
pes de este siglo conoció; porque si la hubieran conocido, nunca
habrían crucificado al Señor de gloria” (I Corintios 2,8).
Si bien el pasaje en cuestión tiene cierto parecido con una refe-
rencia celestial, el hecho de que diga que Cristo (el Señor de glo-
ria) fue crucificado por los “príncipes de este siglo”, le da un carácter
más terrenal pues se refiere a las autoridades mundanas que, en
efecto, buscaron su muerte.
En todo caso, al trasmitir algunas exhortaciones, Pablo apela al
mensaje de Jesús para tratar asuntos muy terrenales. Por ejemplo,
exhorta a los esposos a no divorciarse e insiste en que esa exhorta-
ción no es original de él sino de Jesús (I Corintios 7,10). En efec-
to, el mismo Jesús enseña en los evangelios la indisolubilidad del
matrimonio (Marcos 10,11-12). Esto es señal de que Pablo tras-
mite las enseñanzas no de una figura celestial sino de un predica-
dor terrenal que da consejos muy puntuales.
No deja de ser cierto que, al trasmitir alguna enseñanza con-
creta, Pablo pudo haber citado a Jesús como refuerzo y no lo hizo.
Por ejemplo, al exhortar a bendecir a quienes nos persiguen (Ro-
manos 12,14), Pablo no cita la enseñanza de Jesús de que debemos
amar a los enemigos (Mateo 5,44). Pero esto, de nuevo, es apelar

50
al silencio, lo cual no resulta muy covindente. Quizá el contexto
epistolar de Pablo no propició que en ocasiones como estas se ci-
tara directamente a Jesús. O incluso cabe admitir que, como Pa-
blo nunca conoció a Jesús, hubo varios aspectos de sus enseñanzas
que ignoraba. Pero Pablo sí hace referencia a varios aspectos terre-
nales de la vida de Jesús, los suficientes para suponer que se trata
de un personaje histórico.

¿Su figura está construida sobre


la de varios dioses mediterráneos?

Otra afirmación común entre quienes niegan la existencia de Je-


sús es que su figura es un pastiche de dioses mediterráneos cuyas
hazañas sirven como modelo para construir el personaje de Jesús.
Algunos dioses nacen de una virgen, otros nacen el 25 de diciem-
bre, otros tienen 12 discípulos y muchos mueren y resucitan. Je-
sús sería un revoltijo de Horus, Osiris, Mitra, Adonis y Dioniso,
entre otros dioses (se ha intentado hacer paralelismos con Krishna
y Buda, pero esto es ir ya demasiado lejos).
Hay quizá alguna coincidencia entre Jesús y otros dioses. Pero
pretender concluir que, a partir de unos escuetos paralelismos, la
figura de Jesús es enteramente legendaria y procede de mitologías
previas es incurrir en lo que ha venido en llamarse paralelomanía.
Los paralelismos entre Jesús y los dioses mediterráneos no son tan
prominentes como habitualmente se supone. Es cierto que Justino
Mártir, un autor cristiano del siglo II, afirmaba que Satanás había
pretendido engañar a los cristianos haciendo aparecer en otras reli-
giones figuras que cumplían las profecías del Antiguo Testamento.
Pero insisto en que los paralelismos no son tan destacados.
Empecemos con Mitra, un dios de origen persa que llegó a ser
muy popular entre los soldados romanos. Se dice que Mitra nació
de una virgen el 25 de diciembre y que tuvo 12 discípulos. Parece
coincidir nítidamente con la figura de Jesús, pero es prudente ir
con más cautela. En primer lugar, casi no conocemos nada sobre
Mitra. Lo poco que podemos afirmar sobre este dios procede fun-

51
damentalmente de pruebas arqueológicas, no textuales. La religión
de Mitra era secreta y no han quedado muchos detalles. Por eso no
debemos apresurarnos a afirmar detalles sobre la historia de Mitra
pues, sencillamente, no la conocemos bien.
Además, aun en el caso de los detalles que conocemos algo me-
jor, los supuestos paralelismos desaparecen al analizarlos con más
cautela. Por ejemplo, Mitra no nació de una virgen sino que sur-
gió de una roca en las riberas de un río. Tampoco tuvo 12 apósto-
les: a lo sumo se le ha representado en un bajorrelieve junto a lo
que parecen ser los 12 signos del zodíaco. Pudo haberse creído que
Mitra nació el 25 de diciembre, pues hay una prueba escultórica
que lo representa junto al Sol Invicto, una deidad romana que, en
efecto, nace en esa fecha. Pero, como veremos, la creencia cristia-
na original no era que Jesús nació el 25 de diciembre; antes bien,
se fijó esa fecha para atraer a los paganos (que tenían celebraciones
en esa ocasión) al cristianismo.
Se ha hablado mucho de las similitudes entre el dios egipcio
Osiris y Jesús. Según el mito, Osiris tuvo un enfrentamiento con
su hermano Set, este lo mató, descuartizó su cuerpo en 14 peda-
zos y repartió los pedazos por varios lugares del mundo. La diosa
Isis (esposa de Osiris) buscó los pedazos y los enterró, pero no lo
hizo así con el falo. De ese falo resurgió Osiris, que quedó como
amo y señor del inframundo.
La similitud con Jesús radica, supuestamente, en morir y rena-
cer, pero visto con más detenimiento no hay tal similitud. Osiris
no resucita propiamente, como lo hace Jesús. No interactúa con
los vivos. Más bien permanece amo y señor del inframundo pero
nunca regresa a nuestro mundo.
También se ha buscado algún paralelismo con los dioses grie-
gos Dioniso y Adonis. En la historia de Dioniso, Zeus se muestra
con todo su poder a Semele (madre de Dioniso) y esta muere. Zeus
saca a Dioniso del vientre de su madre y lo cose a su propia pier-
na hasta que está listo para nacer de nuevo y así nació dos veces.
Esto es muy distinto de la muerte y resurrección de Jesús.
En el caso de Adonis, nace de un árbol de mirra (de nuevo, no
cabe comparar con el nacimiento virginal de Jesús) y muere a cau-

52
sa del ataque de un animal. Sólo en versiones mucho más tardías
se narra que Adonis regresa a la vida. Y muy probablemente, fue
el cristianismo el que influyó sobre esta versión del mito y no a la
inversa.
A finales del siglo XIX, los estudiosos de la mitología quisieron
agrupar bajo una sola categoría a diversos mitos que narran histo-
rias sobre dioses que mueren y renacen. Estos dioses estarían aso-
ciados a los ciclos vegetativos, pero en la muerte y resurrección de
Jesús, en cambio, no hay tales ciclos.
También se ha querido comparar a Jesús con Horus, quien ha-
bría sido hijo de Isis y Osiris. Es cierto que en la antigua represen-
tación pictórica de María y el niño Jesús se tomó como modelo las
figuras de Isis y Horus. Pero en el contenido de la historias no hay
propiamente elementos que nos permitan suponer que Jesús es
una invención literaria construida sobre dioses mediterráneos.

¿Es un invento literario basado


en modelos antiguos?

La paralelomanía no sólo apela a dioses mediterráneos que mue-


ren y renacen sino también a otras figuras con las cuales, supues-
tamente, Jesús tiene paralelismos. Y así, según diversas teorías, Jesús
sería una invención literaria que toma como modelo a otros per-
sonajes.
El estudioso G. A. Wells ha sostenido la hipótesis de que, en las
cartas de Pablo, Jesús es presentado de la misma forma en que, en
algunos textos del Antiguo Testamento, se personifica a la Sabi-
duría. Efectivamente, en el libro de Proverbios, la Sabiduría narra
sus propias experiencias en primera persona y se presenta como en-
gendrada por Dios (Proverbios 8,22-31).
Según Wells, cuando Pablo se pronuncia sobre Cristo lo hace
de forma muy parecida. Y así, Cristo no sería un personaje real si-
no una personificación literaria, del mismo modo que en el libro
de Proverbios la Sabiduría es claramente la personificación de un
concepto, no propiamente un personaje histórico.

53
El problema, no obstante, es que en los textos a los que Wells
se remite, su tesis no se sostiene. Por ejemplo, Wells cree que Cris-
to se perfila como la Sabiduría personificada en Colosenses 1,15-
20. Ahí se presenta a un Cristo bastante exaltado y podría discutirse
si, efectivamente, es afín a la Sabiduría de Proverbios. Pero ese pa-
saje procede de una carta que, muy probablemente, Pablo no com-
puso y que podría ser posterior a los evangelios. En las cartas
auténticas de Pablo no hay pasajes claros que nos permitan supo-
ner que Cristo es la personificación de la Sabiduría.
Wells señala que Pablo identifica a Cristo con la Sabiduría en I
Corintios 1,23-24 (una carta que sí es auténtica): “Nosotros pre-
dicamos a un Cristo crucificado: escándalo para los judíos, locura
para los gentiles; pero para los llamados, judíos y griegos, un Cris-
to, fuerza de Dios y sabiduría de Dios”. Ciertamente aquí Pablo
predica de Jesús el ser sabiduría de Dios, pero eso está muy lejos
de suponer que se trata de la personificación de la Sabiduría al mo-
do como lo es en Proverbios. En las cartas de Pablo, Jesús es mu-
chas otras cosas y no se insiste en una identificación con la
Sabiduría.
También se han buscado paralelismos con personajes reales de
una generación anterior a Jesús. De nuevo, al encontrar paralelis-
mos se pretende concluir que la figura de Jesús es legendaria y que
fue construida sobre la base de esos modelos. Una de las teorías
más populares es que la figura de Jesús en realidad es una cons-
trucción basada en la vida de Julio César.
Esta teoría, formulada por Francesco Carotta, establece diver-
sos paralelismos entre ambas figuras. César y Jesús empiezan sus
carreras en regiones situadas al norte de los centros de poder y con
nombres parecidos: Galia y Galilea. Ambos cruzan un río: el Ru-
bicón y el Jordán. Ambos viajan continuamente hasta llegar a la
gran ciudad: Roma y Jerusalén. Ambos tienen un triunfo inicial,
pero luego caen estrepitosamente. Ambos tienen una relación es-
pecial con una mujer: Cleopatra y María Magdalena. Ambos su-
fren a manos de un traidor: Bruto y Judas.
Esto es paralelomanía. Sí, hay alguna similitud. ¿Y qué? No pa-
recen ser similitudes relevantes. César tiene una relación especial

54
con Cleopatra y Jesús no tiene una relación especial con María
Magdalena (aunque, como veremos, sobre esto también hay mu-
chos timos). Pero ¡es perfectamente natural que un hombre tenga
una relación especial con una mujer! Nada de eso implica que una
figura sea legendaria y que su historia tome como modelo a otra
figura. Podríamos hacer muchos otros paralelismos (ambos tenían
nariz y eran hombres), pero son demasiado vagos como para afir-
mar que se trata de una invención literaria. Parece operar aquí un
sesgo de confirmación: tomar en cuenta sólo los detalles que sus-
tentan una tesis que se cree verdadera y dejar de lado la enorme
cantidad de información que va en contra de esa tesis.
Hay otra teoría que parece está ganando popularidad. Procede
de un tal Joseph Atwill. Según ella, el personaje de Jesús fue in-
ventado por la dinastía Flavia de emperadores romanos. Después
de la cruenta guerra contra los judíos, sostiene esta teoría, los ro-
manos tenían interés en pacificarlos definitivamente. Y en vista de
la efervescencia mesiánica que se vivía en la época (que en parte
motivó la rebelión judía), los romanos buscaron la manera de ha-
cer una gran campaña de propaganda, en la cual se presentase a un
Mesías judío pacífico que estuviese en buenos términos con los ro-
manos. Así fue como se inventó la figura de Jesús.
Para intentar demostrar su tesis, Atwill acude a paralelismos en-
tre los evangelios y diversos episodios que Flavio Josefo narra en
La guerra de los judíos. Por ejemplo, Josefo relata que en el mar de
Galilea, el general Tito se enfrentó a rebeldes judíos a bordo de em-
barcaciones, que cayeron al mar y que los romanos decapitaron a
los que trataron de salvarse. Del mismo modo, se narra en Marcos
1,17 que en el mar de Galilea Jesús convocó a unos discípulos pa-
ra ser “pescadores de hombres”. La historia del evangelio es, su-
puestamente, una parodia del terrible episodio narrado por Josefo,
pues allí donde las tropas de Tito pescaron a los rebeldes en el mar
de Galilea, ahora Jesús invita a sus seguidores a seguir pescando
gente. Todo esto habría servido como una ironía literaria para que
los romanos, al difundir este mito, humillasen secretamente a los
judíos derrotados al aceptar como historia piadosa una versión de
los acontecimientos que llevaron a su catástrofe.

55
De nuevo, hipótesis como las de Atwill se basan en compara-
ciones forzadas. Además, hay graves problemas con sus tesis. Si,
como sostiene, los evangelios inventan a Jesús a partir de la obra
de Josefo, ¿cómo explicar las referencias en las cartas paulinas? Si
la dinastía Flavia quiso inventar a Jesús como un Mesías pacífico
y manso, ¿cómo explicar que, como veremos, en los propios evan-
gelios aparecen vestigios de un Jesús en ocasiones aguerrido y no
del todo dispuesto a aceptar el dominio romano?

¿Son los evangelios relatos


totalmente fiables?

No hay motivos para dudar de que Jesús fue un personaje históri-


co, pero eso no debe conducirnos a la muy ingenua idea de que to-
do cuanto se dice sobre Jesús en los evangelios canónicos es cierto.
En primer lugar, es necesario considerar qué tipo de literatura
son los evangelios. En el mundo antiguo, casi no existía algo que
podamos considerar una crónica objetiva de los hechos. La im-
portancia de la objetividad en el oficio de historiador es una idea
bastante tardía, quizá apenas surgida en el siglo XVIII. Antes de ese
siglo no escandalizaba que una crónica no contase los hechos tal
como ocurrieron. Era relativamente común que quien contaba la
historia cargase las tintas para expresar un punto de vista, político
o religioso.
En este sentido, es evidente que los evangelios son textos de pro-
paganda religiosa. Ante todo, se busca en ellos defender una idea
central: que Jesús de Nazaret es el Mesías y que su muerte y resu-
rrección fueron parte del plan divino como cumplimiento de las
profecías mesiánicas. Las historias se narran, y muchas de ellas se-
guramente tienen una base real, pero en todos los episodios hay la
intención de hacer cumplir profecías y dar a conocer a Jesús como
el Mesías. Para lograr este propósito, los evangelistas se tomaron
muchas libertades a la hora de narrar los hechos.
Por motivos que veremos más adelante, es obvio que ningún
evangelio fue escrito por un testigo ocular de los hechos, ni siquiera

56
por gente cercana a quienes fueron seguidores de Jesús. Lo más
probable es que el primer evangelio, Marcos, fuera escrito hacia el
año 70. Es posible que, incluso antes de que se escribiera Marcos,
circulase un documento con dichos de Jesús, la fuente Q. Quizá
una década después de que se escribiera Marcos, el autor de Ma-
teo recopiló sus propias tradiciones y, al tener enfrente tanto a Mar-
cos como Q, también tomó tradiciones de esos textos y así compuso
Mateo. Algunos años después, el autor de Lucas debió haber he-
cho lo mismo (aunque, probablemente, el autor de Lucas no tuvo
ante sí el evangelio de Mateo). Respecto al de Juan, el asunto es
más complejo. Los estudiosos debaten sobre si el autor de Juan tu-
vo o no frente a sí los otros evangelios, pues aunque hay algunas
coincidencias es bastante distinto. Sea como fuere, es evidente-
mente el más tardío de todos. Y cabe también la hipótesis de que
el evangelio de Juan contara con varios autores.
Varios datos apoyan esta reconstrucción. En los tres primeros
evangelios hay mucho material en común. No se trata meramen-
te de que se narran las mismas historias, sino de que se emplean
casi las mismas palabras. Es muy improbable que los tres evange-
lios coincidan con las mismas palabras en sus narraciones si se tra-
taran de relatos independientes. Es mucho más razonable pensar
que algún evangelista copió de otro o, en todo caso, de alguna fuen-
te externa.
Una parte sustancial del evangelio de Marcos aparece en Mateo
y Lucas, pero estos dos evangelios tienen bastante material propio
que no aparece en los otros evangelios. Esto parece indicar que
Marcos es fuente de Mateo y Lucas y no viceversa. Hay también
material común a Mateo y Lucas que no aparece en Marcos. Los
estudiosos deducen que este material debe proceder de la hipoté-
tica fuente Q, la cual consta de dichos (y en tanto sólo parecen ser
dichos y no ser una fuente muy elaborada, podría ser la fuente más
antigua), pues el material común a Mateo y Lucas, pero ausente
en Marcos, son dichos.
Esta reconstrucción no es perfecta pero sigue siendo la más acep-
tada entre los especialistas. Y al tenerla en cuenta, nos permite apre-
ciar que los evangelios no pueden ser enteramente fiables pues, en

57
primer lugar, no son fuentes autónomas. Unos dependen de otros.
A su vez, el más antiguo, Marcos, recoge tradiciones orales (aun-
que, como he dicho, en los otros evangelios hay también tradicio-
nes propias que pueden remontarse a fuentes orales) 40 años
después de los sucesos que narran (aunque cabe la posibilidad de
que Marcos no haya sido la primera fuente escrita sobre Jesús si-
no que su autor se basó parcialmente en un material escrito ante-
rior que no poseemos).
Este dato es muy significativo. En un mundo en el cual, según
los cálculos de especialistas, apenas el 15% de la población sabía
leer, y no había periódicos ni nada por el estilo, es poco probable
que la tradición oral se mantuviera fiable durante 40 años. Estu-
dios de antropólogos confirman que la tradición oral es notable-
mente vulnerable a exageraciones, omisiones y simples invenciones.
Cuando finalmente estas tradiciones empezaron a ponerse por es-
crito hacia el año 70, habían trascurrido cuatro décadas de distor-
siones. Ya Pablo había escrito sus cartas, ya había establecido
comunidades en rivalidad con las comunidades judeocristianas ori-
ginales, ya el Templo de Jerusalén estaba destruido, ya empezaba
la fricción de los cristianos con los judíos. Las tradiciones orales
que se recopilaron y se pusieron por escrito fueron, por así decir-
lo, filtradas a través de la versión paulina del cristianismo. Por ejem-
plo, tal vez Jesús tuvo alguna disputa con los fariseos, pero no debió
ser mayor cosa y así constó en la tradición oral. No obstante, en el
momento de escribir los evangelios, los fariseos habían pasado a
ser personajes incómodos (pues eran la única secta judía que ha-
bía sobrevivido a la guerra) y en la versión escrita de las tradicio-
nes sobre Jesús las disputas de Jesús con los fariseos eran ahora de
gran envergadura.
Además, a medida que un evangelista toma de otro, va distor-
sionando todavía más. Como veremos, es un hecho indiscutible
que Jesús fue bautizado por Juan, por lo cual habría sido su discí-
pulo y acudido a que le fueran perdonados sus pecados. En la ver-
sión de Marcos, la más antigua, se empieza a adornar esta historia
para tratar de disimular el hecho de que Jesús aparece como infe-
rior a Juan, y se dice que los cielos se abrieron y la voz divina lo

58
proclamó como su hijo (Marcos 1,9-11). En Mateo, el evangelio
que sigue cronológicamente a Marcos, se empiezan a exagerar los
detalles. Juan aparece como reticente a bautizar a Jesús e incluso le
dice que es él quien le debe bautizar (Mateo 3,13-14). En Lucas,
Juan desaparece de la escena del bautismo de Jesús (Lucas 3,21-22).
En el de Juan, el más tardío, en el encuentro de Juan y Jesús ya ni
siquiera hay bautismo; antes bien, al ver a Jesús, Juan lo declara co-
mo el cordero de Dios que quita el pecado del mundo (Juan 1,29).
Puede observarse, por tanto, que los evangelistas no se confor-
man con narrar historias tal como ocurrieron. En este caso parten
de una historia real, pero empiezan a agregar detalles para hacer
que la historia parezca otra cosa. Es una vieja táctica de los propa-
gandistas y, por supuesto, con los propagandistas debemos tener
mucho cuidado. No son mentirosos en pleno sentido. Dicen más
bien medias verdades e inventan historias sobre algunas bases rea-
les. Joseph Goebbels engañó al pueblo alemán, pero supo hacerlo
mezclando sus mentiras con hechos reales. Algo similar hicieron
los evangelistas. Y por eso no son enteramente fiables.

¿Son íntegros los manuscritos


de los evangelios?

Hay asimismo otro problema respecto a la fiabilidad de los evan-


gelios. No solamente quienes escribieron esos textos cargaron las
tintas con sus intereses de propaganda religiosa. También algunos
de quienes copiaron los manuscritos originales a lo largo de varios
siglos distorsionaron las historias, muchas veces también con inte-
reses propagandistas.
En un mundo sin fotocopiadoras, los manuscritos tenían que
copiarse a mano. Ni siquiera existía aún la imprenta para repro-
ducir varias copias a partir de un molde. Este proceso de copiado
a mano debió ser terriblemente tedioso y es comprensible que al-
gún copista cometiese algún error.
Sorprendentemente, este proceso de copiado fue relativamente
eficiente. No contamos con manuscritos originales de los autores

59
del Nuevo Testamento, a lo sumo contamos con copias, fragmen-
tarias e íntegras. El fragmento más antiguo se remonta al siglo II
(veremos más adelante que se ha dicho que existe un fragmento de
mediados del siglo I, pero esto es muy dudoso). Al comparar estos
manuscritos, se han encontrado pocas discrepancias entre sí. Al-
gunos apologistas cristianos han tomado este dato como prueba
de que el Nuevo Testamento es un libro fiable, pero esto, por su-
puesto, es una burda falacia. El hecho de que las variantes de ma-
nuscritos de un texto tengan un alto nivel de coincidencia no
implica de ninguna manera que ese texto narre hechos históricos.
En todo caso, aunque hay un alto nivel de concordancia entre
los manuscritos, no deja de ser cierto que hay discrepancias, mu-
chas de las cuales proceden de errores por parte de los copistas. Pe-
ro hay algunos errores que no son tales sino, más bien, como en el
caso del testimonio de Josefo, interpolaciones deliberadas en el tex-
to. En el caso de los manuscritos de Josefo, todos tienen el texto
que proclama a Jesús como el Mesías. Los estudiosos llegan a la
conclusión de que ese texto es una interpolación no sólo contras-
tando manuscritos sino razonando que es muy poco probable que
Josefo escribiera esos pasajes.
En cambio, en el caso de los evangelios y otros textos del Nue-
vo Testamento, se han comparado manuscritos y se ha encontra-
do que, en algunos de los más antiguos, faltan algunos pasajes. Si,
además, esos pasajes adicionales tienen contenido que favorece doc-
trinas cristianas posteriores, entonces son señal inequívoca de que
se trata de interpolaciones.
Hay varias de estas pero mencionaré sólo las más notorias. Has-
ta fechas relativamente recientes, en la Biblia este era el pasaje de I
Juan 5,7: “Pues son tres los que dan testimonio en el cielo, el Pa-
dre, la Palabra y el Espíritu Santo, y estos tres son uno”. En los ma-
nuscritos más antiguos no aparece este pasaje de esta manera, y
cabe sospechar de que no se trata de un error inocente. Más bien
algún copista quiso enunciar la doctrina de la Trinidad y modifi-
có el texto. El original debe ser este, en el cual no hay alusión a
la doctrina de la Trinidad: “Pues son tres los que dan testimonio:
el Espíritu, el agua y la sangre, y los tres convergen en lo mismo”.

60
Actualmente las ediciones de la Biblia son lo suficientemente hon-
radas como para incorporar el pasaje original y no la versión in-
terpolada.
Pero hay otros pasajes que son interpolaciones y, sin embargo,
siguen siendo incluidos en la mayoría de las Biblias contemporá-
neas. Uno es la muy famosa historia de Jesús y la adúltera en Juan
7,35-8,11. Es una historia cautivadora, incluida en muchísimas re-
presentaciones cinematográficas y noveladas de la vida de Jesús, pe-
ro no aparece en los manuscritos originales del evangelio de Juan.
Más confusamente, en algunos manuscritos aparece en el evange-
lio de Lucas.
Tal vez la interpolación más importante sea la de Marcos 16,9-
20, donde se relatan las apariciones de Jesús resucitado. Como ve-
remos, es muy importante tener en cuenta que este relato no forma
parte de los manuscritos originales. En su versión original, Marcos
narra sencillamente que las mujeres que encontraron la tumba va-
cía salieron despavoridas y no dijeron nada a nadie. Esto da pie a
pensar que, en la tradición más antigua, no había detalles sobre las
apariciones y así se resta probabilidad histórica a estos sucesos.

¿Quién escribió el evangelio de Marcos?

Un timo recurrente en torno a Jesús sostiene que las fuentes en las


cuales nos basamos para narrar su vida proceden de testigos ocu-
lares, y si quienes escribieron los evangelios estuvieron presentes
en los hechos que narran, entonces han de ser bastante fidedignos.
La tradición piadosa sostiene que, de los cuatro evangelios, dos pro-
ceden de personas que conocieron de cerca a Jesús: los apóstoles
Mateo y Juan. Los otros dos, Marcos y Lucas, aunque no proce-
den de apóstoles de Jesús, sí provienen de gente que vivió de cer-
ca con algún apóstol. Marcos fue seguidor de Pedro y Lucas
seguidor de Pablo.
Es muy probable que, originalmente, los evangelios no llevaran
los nombres por los cuales hoy los conocemos. En los evangelios
sinópticos no hay indicios de que el autor se identifique a sí mis-

61
mo. En el evangelio de Juan parece que sí hay esa identificación
pero, como veremos, es muy dudosa. Lo más probable es que só-
lo a partir del siglo III se agregó a los evangelios los nombres que
llevan en la actualidad.
No obstante, hay una antigua tradición que atribuye a Marcos
la autoría del segundo evangelio en orden canónico. Papías, un au-
tor cristiano del siglo II, dejó un testimonio que, si bien se perdió,
fue citado por Eusebio, otro autor cristiano del siglo IV. En este
testimonio, Papías recoge la tradición de un anciano de la Iglesia
que dejó esta información:

Marcos, que fue el intérprete de Pedro, puso puntualmente


por escrito, aunque no con orden, cuantas cosas recordó refe-
rentes a los dichos y hechos del Señor. Porque ni había oído
al Señor ni le había seguido, sino que más tarde, como dije,
siguió a Pedro, quien daba sus instrucciones según sus nece-
sidades, pero no como quien compone una ordenación de las
sentencias del Señor. De suerte que en nada faltó Marcos, po-
niendo por escrito algunas de aquellas cosas, tal como las re-
cordaba. Porque en una sola cosa puso cuidado: en no omitir
nada de lo que había oído y en no mentir absolutamente en
ellas.

A partir de esto, la tradición cristiana ha querido indagar quién


pudo haber sido ese tal Marcos. Se ha afirmado que este Marcos
es el mismo de quien Pedro habla en una de sus cartas (I Pedro
5,13, aunque muy probablemente Pedro no escribió esta carta), el
Juan Marcos que aparece en algunos episodios narrados en Hechos
(12,12; 12,25; 13,5; 15,37) y el Marcos que es mencionado por
Pablo en Filemón 24; Colosenses 4,10 y Timoteo 4,1 (estas dos úl-
timas cartas no son auténticas de Pablo).
El testimonio de Papías no es muy fiable. El mismo Eusebio de-
cía que Papías tenía un “entendimiento limitado” (Historia ecle-
siástica, 3, 39, 13) y, según parece, contaba cosas muy extrañas,
como, por ejemplo, que Judas murió porque su cabeza se infló y
estalló.

62
Pero el principal motivo por el cual debemos dudar de que el
supuesto discípulo de Pedro sea el autor está en el contenido del
propio evangelio. En el capítulo 13, Jesús pronuncia una serie de
discursos apocalípticos que tienen bastante resonancia con los acon-
tecimientos de la destrucción de Jerusalén en el año 70. Jesús dice
en referencia al Templo de Jerusalén: “¿Ves estas grandiosas cons-
trucciones? No quedará de ellas piedra sobre piedra. Todo será des-
truido” (Marcos 13,2). Y cuando narra la muerte de Jesús, dice el
evangelio que la cortina del Templo se rasgó (Marcos 15,38).
También narra la parábola de los viñeros asesinos (Marcos 12,1-
12), en la cual el dueño de una viña envía emisarios a supervisar
su propiedad, y cada vez que van los emisarios son maltratados. Fi-
nalmente, el dueño de la viña matará a los trabajadores y dará la
viña a otros. Es fácil interpretar que el dueño de la viña es Dios y
que, después de enviar profetas y de que estos sean maltratados,
destruirá Jerusalén y se la dará a otro dueño. Parece bastante obvio
que el autor de este evangelio sabía que Jerusalén había sido ya des-
truida junto a su Templo, y atribuyó a Jesús esa profecía 40 años
antes.
Un investigador de los rollos del Mar Muerto, José O’Callag-
han, alegó que se había encontrado un fragmento del evangelio de
Marcos en una de las cuevas de Qumrán. Sabemos que esa cueva
fue cerrada en el año 68 y que la comunidad que hacía vida en ella
(de esenios) se remonta a fechas más antiguas. De forma que, si
O’Callaghan tiene razón, el evangelio de Marcos procede de una
época bastante anterior a la que tradicionalmente se ha supuesto y
quizá el autor de Marcos sí fuera un testigo ocular. Pero el frag-
mento en cuestión es pequeñísimo y es muy difícil llegar a una con-
clusión definitiva sobre ello.
Una tradición ha inventado que Marcos, el supuesto autor de
este evangelio, es el mismo joven que seguía a Jesús, el que en el
momento de su prendimiento salió corriendo desnudo (Marcos
14,51-52). Pero esta tradición es muy dudosa pues, además de que
el evangelio hubo de ser escrito después del año 70, procede de al-
guien que claramente es ajeno al entorno de Palestina, pues comete
algunos errores en la descripción geográfica de la región. Narra,

63
por ejemplo, que la región de los gerasenos está en la costa del la-
go de Tiberíades (Marcos 5,1), cuando en realidad está a más de
50 kilómetros de la orilla. También dice que Jesús “se marchó a la
región de Tiro y vino de nuevo, por Sidón, al mar de Galilea, atra-
vesando la Decápolis” (Marcos 7,31). Pero esto no coincide con la
geografía palestina. En cambio, lo más probable es que el evange-
lio de Marcos proceda de la comunidad cristiana de Roma (la re-
dacción del texto tiene algunos giros latinos).

¿Quién escribió el evangelio


de Mateo?

El evangelio de Mateo no puede proceder de un testigo ocular. Si


su autor hubiese sido testigo de los acontecimientos que narra, no
habría tenido necesidad de copiar, casi palabra por palabra, la ver-
sión que Marcos ofrece de muchos acontecimientos.
Papías, el mismo autor cristiano que atribuyó a Marcos el se-
gundo evangelio en orden canónico, atribuyó a Mateo el primero
de esta manera: “Mateo ordenó en lengua hebrea los dichos del Se-
ñor y cada uno los interpretó conforme a su capacidad”. Ireneo de
Lyon, otro autor cristiano del siglo II, dice también que Mateo es-
cribió un evangelio en hebreo, y más tarde Orígenes y Clemente
de Alejandría (autores cristianos de unas décadas posteriores) re-
pitieron la misma información, probablemente con la de Papías
como base.
A partir de este testimonio, la tradición cristiana, lo mismo que
hizo con Marcos, ha querido buscar referencias de alguien llama-
do Mateo. Y las encontró, por supuesto, en el personaje que se
menciona en Mateo 9,9 y 10,3. Así pues, quedó establecido que
el autor de este evangelio es el recaudador de impuestos que for-
maba parte del grupo de los 12 apóstoles: en otras palabras, un tes-
tigo ocular de los hechos.
Ya he señalado que el hecho de que este evangelio dependa del
de Marcos hace imposible esta identificación pero, además, el tes-
timonio de Papías no coincide con el evangelio que nosotros te-

64
nemos. Papías habla de un evangelio que consta enteramente de
dichos, pero el evangelio de Mateo no consta enteramente de di-
chos, más bien tiene bastante de relato. Además, Papías habla de
un evangelio en hebreo, pero la versión de Mateo que nosotros te-
nemos está en griego, y los filólogos nos aseguran que tiene todas
las señales de haber sido escrito originalmente en esa lengua, de
forma que no es una traducción de un texto hebreo original.
En definitiva, Mateo seguramente procede de un autor de al
menos la segunda generación de cristianos, que no conoció direc-
tamente a Jesús. Tomó a Marcos como fuente para la redacción de
su evangelio, de manera que procede de hacia el año 80. Aunque
el autor era probablemente judío, pues en este evangelio hay mu-
cha vinculación con las escrituras judías y un firme interés en que
Jesús cumpla las profecías mesiánicas, es probable que el autor fue-
se oriundo de Siria, pues alguna referencia al valor económico de
una moneda en particular (Mateo 17,24-27), específica de Da-
masco y Antioquía, hace pensar que así sea.

¿Quién escribió el evangelio de Lucas?

La tradición cristiana ha querido ver en un tal Lucas al autor del


tercer evangelio en el orden canónico. Esta tradición se basa en un
testimonio de Ireneo de Lyon, quien dice que Lucas, compañero
de Pablo, puso por escrito el evangelio que Pablo le dictó. Así que,
de nuevo, se buscaron referencias a un tal Lucas en los escritos del
Nuevo Testamento y se encontraron en Filemón 24, Colosenses
4,14 (de ahí se tomó la tradición de que este Lucas era médico) y
II Timoteo 4,11 (estos dos últimos pasajes proceden de cartas no
auténticas). Así pues, aunque la tradición no dice exactamente que
Lucas fuese un testigo ocular de los acontecimientos que narra en
su evangelio, sí afirma que estuvo muy cercano a Pablo y que re-
cibió de este el evangelio.
Todo esto es muy dudoso. El evangelio de Lucas depende del
de Marcos. Si el autor de Lucas hubiese recibido directamente de
Pablo todo el testimonio, no habría tenido necesidad de basar su

65
evangelio en otra fuente. Además, el mismo autor parece recono-
cer su distancia respecto a los hechos que narra: “Algunas personas
han hecho empeño por ordenar una narración de los aconteci-
mientos que han ocurrido entre nosotros, tal como nos han sido
trasmitidos por aquellos que fueron los primeros testigos y que des-
pués se hicieron servidores de la Palabra” (Lucas 1,1-2).
Es cierto que en el libro de Hechos (el cual se acepta que tuvo
como autor al mismo que escribió Lucas) hay pasajes que, al na-
rrar los viajes de Pablo, se hacen en primera persona del plural. Se-
gún esto se ha querido argumentar que Lucas debió haber formado
parte del grupo que acompañaba a Pablo. Pero esto también es muy
dudoso. El libro de Hechos tiene bastantes discrepancias con la in-
formación que el mismo Pablo nos da en sus cartas (no se ponen
de acuerdo en cuántas veces fue Pablo a Jerusalén ni cuándo fue la
primera vez y hay diferencias en el mensaje que predicó Pablo). Si
Lucas hubiese viajado con Pablo, habría aclarado todas estas dis-
crepancias. Más bien, podemos pensar que el uso de la primera
persona en plural es en realidad una técnica retórica para afirmar
la continuidad de la comunidad que formó Pablo.

¿Quién escribió el evangelio de Juan?

El evangelio de Juan es distinto de los otros tres. La tradición cris-


tiana ha sostenido que el autor de este evangelio es Juan, uno de
los 12 apóstoles y, por tanto, un testigo ocular de los hechos que
narra. La base de esta tradición es que, al parecer, el mismo autor
se identifica a sí mismo como autor del evangelio en Juan 21,24 y
es el discípulo a quien Jesús amaba (Juan 21,20). En otros pasajes
del mismo evangelio de Juan se hace referencia a este discípulo
amado (13,23-26, 18,15-16, 19,25-27 y 20,2-10). La tradición ha
querido buscar paralelismos de algunos de estos pasajes en los otros
evangelios y al parecer los ha encontrado. Puesto que en el evan-
gelio de Juan el discípulo amado aparece como compañero de Pe-
dro en esos episodios, se han buscado otras referencias donde
aparezca algún compañero de Pedro (Hechos 1,13, 3,1-4, 3,11,

66
4,13, 4,19 y 8,14), y así, puesto que en estos pasajes ese compa-
ñero es Juan, se ha dado por hecho que el discípulo amado es Juan.
Por tanto, esta cadena de razonamientos lleva a la idea de que el
autor del evangelio de Juan es uno de los 12 apóstoles.
Pero conviene hacer varias advertencias. En primer lugar, el pa-
saje donde, al parecer, el autor del evangelio se identifica a sí mis-
mo es, casi con toda seguridad, un añadido posterior y proba-
blemente de otro autor. El evangelio original de Juan parece con-
cluir en 20,30-31: “Muchas otras señales milagrosas hizo Jesús en
presencia de sus discípulos que no están escritas en este libro. Es-
tas han sido escritas para que crean que Jesús es el Cristo, el Hijo
de Dios. Crean y tendrán vida para su nombre”.
Pero tras este comentario, que es claramente una conclusión, el
relato continúa inexplicablemente con la aparición de Jesús a ori-
llas del lago de Tiberíades (Juan 21,1-24). Esto es a, todas luces,
un apéndice añadido posteriormente y al cual se le incorporó una
nueva conclusión parecida a la original (Juan 21,25). Fuera de es-
te apéndice (que, hay que insistir, es posterior y no procede del au-
tor original), no hay testimonio de que el autor del evangelio sea
el discípulo amado. Hay referencias a ese discípulo amado, pero
no aparece como autor del propio evangelio.
En todo caso, hay razones de peso para dudar de que ese evan-
gelio proceda del apóstol Juan. En primer lugar, las ideas religio-
sas que se esbozan son indicativas de que el evangelio fue escrito
en época ya tardía, seguramente a finales del siglo I. Allí donde
Marcos, el evangelio más antiguo, presenta a un Jesús más huma-
no y angustiado por su suerte, Juan presenta a Jesús como el logos
encarnado y preexistente que sigue las pautas de un plan divino.
El retrato exaltado de Jesús en el evangelio de Juan hace suponer
que corresponde a una época en la que los cristianos ya habían
abandonado sus raíces judías y empezaban a perfilar un Jesús con
identidad divina.
El evangelio relata que Jesús cura a un ciego de nacimiento y
que los padres del ciego están algo reticentes en proclamar a Jesús
como sanador. La razón, según el evangelio, es que “los padres de-
cían esto por miedo a los judíos, pues los judíos se habían puesto

67
ya de acuerdo en que, si alguno le reconocía como Cristo, queda-
ra excluido de la sinagoga” (Juan 9,22). A partir de este versículo,
los especialistas han inferido que el autor de Juan tiene muy pre-
sente el concilio de Yamnia, celebrado hacia el año 90, en el que
los judíos que se reunieron para reestructurar el judaísmo decidie-
ron expulsar de sus sinagogas a los judíos que proclamaban a Jesús
como Cristo. Así pues, muy probablemente, este evangelio es pos-
terior al año 90 y no procedería de un testigo ocular.
Además, la serie de largos discursos que pronuncia Jesús hace
poco probable que quien los narra estuviese presente recogiendo
cada uno de los detalles. Esos discursos tienen el aspecto de ser
construcciones literarias.
Es muy dudoso que un simple pescador de la Galilea del siglo I,
como se dice que era el apóstol Juan (Marcos 1,19-20), no sólo su-
piera leer y escribir, sino que también compusiera un manuscrito
de cierta sofisticación y complejidad. Además, el mismo testimo-
nio de Hechos 4,13 es que Pedro y Juan eran hombres “sin ins-
trucción ni cultura”. Según esto, difícilmente Juan puede haber
sido el autor del cuarto evangelio.

68
2
Relatos de infancia

¿Ordenó Cirino un censo que hizo


que José y María viajaran a Belén?

La historia del nacimiento de Jesús procede sólo de dos evangelios:


el de Mateo y el de Lucas. Aunque la piedad cristiana ha aglutina-
do los dos relatos en uno solo, en realidad son muy distintos. En
la versión de Mateo, se supone (aunque no se dice explícitamen-
te) que José y María eran oriundos de Belén, en Judea. María es-
taba embarazada, pero José sólo estaba comprometido con ella y
no habían tenido relación sexual. Al ver que María estaba emba-
razada quiso repudiarla, pero un ángel se le apareció en sueños pa-
ra anunciarle que María estaba encinta por obra del Espíritu Santo.
José aceptó a María y nació Jesús.
Lucas, en cambio, relata que María y José eran oriundos de Na-
zaret (Lucas 1,26), en Galilea. Seguramente había una firme tra-
dición de que Jesús y su familia eran oriundos de Nazaret, pues en
varios lugares de los evangelios se afirma que Nazaret es la patria
de Jesús (Marcos 6,1, Mateo 20,10, Lucas 4,23, Juan 1,45 y Juan
18,5-7). Pero hay que recordar que todos los evangelistas tienen
la firme convicción de que Jesús es el Mesías y procuran narrar su
vida haciendo cumplir en él lo que creen que son profecías me-
siánicas.
Mateo considera explícitamente que Jesús debió haber nacido
en Belén para cumplir una profecía mesiánica. En el relato de Ma-

69
teo, el rey Herodes pregunta a los escribas dónde tenía que nacer
el Mesías y ellos le responden que en Belén, pues así lo dice el pro-
feta: “Y tú, Belén, tierra de Judá, no eres en absoluto la más pe-
queña entre los pueblos de Judá, porque de ti saldrá un jefe, que
apacentará a mi pueblo” (Mateo 2,6). Esto es una paráfrasis de una
profecía contenida en el libro de Miqueas 5,1-3.
Lucas, por su parte, no cita explícitamente esta profecía pero sí
parece tenerla en cuenta, pues frente al dato firme de que Jesús pro-
cedía de Nazaret tuvo que inventar una historia para hacer que Je-
sús naciera en Belén. Para ello Lucas se vale de entremezclar leyenda
con realidad histórica, una técnica que maneja bastante bien, me-
jor que cualquier otro evangelista.
Josefo nos da noticias de que, después de que Herodes el Gran-
de murió y le sucedió su hijo Arquelao, la situación se volvió com-
plicada y el emperador César Augusto destituyó a Arquelao e hizo
de Judea una provincia romana. Con este nuevo cambio, el go-
bernador de Siria, Cirino, ordenó un censo (con el objetivo de re-
caudar tributos) en el año 6, lo cual despertó la ira de muchos
judíos y propició la rebelión de Judas el galileo.
El autor de Lucas seguramente tenía noticia de este censo y lo
usó como marco de su historia. Lucas narra que, siendo Cirino go-
bernador de Siria, el emperador César Augusto ordenó un censo
en todo el imperio, y que José, en tanto descendiente de David,
tuvo que acudir a Belén pues se ordenaba a la gente ir a la tierra de
sus antepasados. María estaba encinta y, tras la travesía con José, al
llegar a Belén dio a luz.
El relato parece extraño. ¿Por qué habría que ir a la tierra de los
antepasados? Eso habría sido una pesadilla burocrática para las au-
toridades romanas. Hubiera sido mucho más fácil hacer el censo
en el lugar de residencia de cada cual. ¿Por qué el rey Herodes ha-
bría de aceptar que los romanos hicieran un censo siendo él rey? Y
aunque Josefo nos dejó una crónica del censo de Cirino, no dijo
que ocurriese en todo el imperio y no tenemos ninguna otra noti-
cia de un censo parecido.
Además, hay un gigantesco problema cronológico. Tanto Lucas
como Mateo nos informan de que Jesús nació bajo el reinado de

70
Herodes (Mateo 2,1 y Lucas 1,5). Josefo dedicó bastante atención
a los últimos días de Herodes en sus crónicas y nos informa de que
murió el año 4 antes de nuestra era (obviamente, Josefo no utilizó
el sistema “antes y después de Cristo”). No obstante, al hacer refe-
rencia a Cirino, Josefo nos informa de que el censo ocurrió el año
6 de nuestra era. Es decir, que cuando Cirino ordenó el censo, He-
rodes ya había muerto 10 años antes, al contrario del testimonio
de Lucas. Y sabemos por fuentes romanas que Cirino fue gober-
nador del año 6 al 12.
Lo más probable es que el autor de Lucas recapitulara la infor-
mación que había escuchado sobre el censo y la usara para expli-
car por qué José y María viajaron a Belén sin tener en cuenta que
el censo ocurrió al menos 10 años después de la muerte de Hero-
des. Este error cronológico, aunado a la sospecha de un procedi-
miento tan extraño como el censo que narra Lucas y al interés de
los evangelistas por hacer cumplir la profecía de Miqueas, debe
hacernos concluir que el relato de Lucas sobre el censo es pura fan-
tasía.
Además, el evangelista (que, además de ser el autor de Lucas, es
asimismo autor de Hechos) demuestra en otro pasaje no tener muy
clara la cronología. Sabemos que la rebelión de Judas el galileo ocu-
rrió el año 6, precisamente como consecuencia del censo de Ciri-
no. Pero en un discurso en boca de Gamaliel, Lucas sostiene que
la rebelión de Judas el galileo ocurrió después del alboroto causa-
do por Teudas (un pretendiente mesiánico del siglo I), que apare-
ció después de que muriera Jesús (Hechos 5,36-38). Lucas parece
ignorar que el censo de Cirino generó la rebelión de Judas el gali-
leo y sitúa erróneamente esta rebelión varias décadas después de
que ocurriera.
Hay quien trata desesperadamente de salvar la integridad del re-
lato sobre el censo sosteniendo que, si bien Cirino fue gobernador
del año 6 al 12 y el censo fue en el año 6, en realidad él había sido
previamente gobernador también durante el reinado de Herodes
y que el censo narrado por Lucas es otro, uno anterior al censo al
que se refiere Josefo. ¿Pruebas de esto? Ninguna. Otra pura conje-
tura.

71
En ausencia de pruebas, frente al problema cronológico plan-
teado lo más razonable es sostener lo siguiente: la historia del via-
je de Nazaret a Belén es una leyenda. Jesús nació seguramente en
Nazaret, y Mateo y Lucas inventan por separado historias para ha-
cerle nacer en Belén a fin de cumplir una profecía mesiánica. Al-
gunos historiadores han sostenido la hipótesis de que el relato de
Lucas sobre el censo de Cirino y la migración a Belén es un recur-
so literario del que se vale el evangelista para perfilar la idea de que
los cristianos no representaban un peligro para el Imperio roma-
no, ya que, desde el inicio, la familia de su fundador acató los dic-
támenes de las autoridades romanas.

¿Era descendiente de David?

Del mismo modo en que Mateo y Lucas coinciden en que Jesús


nació en Belén, pero acuden a historias muy distintas, también re-
latan que Jesús era descendiente del rey David, pero con genealo-
gías contradictorias.
En algunos pasajes de los evangelios se da la impresión de que
Jesús es descendiente de David. Podemos ver esto, por ejemplo, en
Marcos 10,47: “Al enterarse el ciego de que era Jesús de Nazaret el
que pasaba, se puso a gritar: ‘¡Hijo de David, Jesús, ten compasión
de mí!’. Pero, aparentemente el mismo Jesús lo dudaba: ‘¿Cómo
dicen los escribas que el Cristo es hijo de David? El mismo David
le llama Señor; ¿cómo entonces puede ser hijo suyo?’” (Marcos
12,35-37).
Ciertamente, la expectativa era que el Mesías fuese descendien-
te del rey David y, según parece, muchos de quienes se oponían a
Jesús lo despreciaban precisamente porque no consideraban que
fuera descendiente de David (Juan 7,41-42). En consecuencia, los
pasajes en los que se anuncia que Jesús era descendiente de David
resultan sospechosos pues se empeñan, nuevamente, en hacer cum-
plir las profecías mesiánicas del Antiguo Testamento. Por otra par-
te, que Jesús fuese descendiente de David no habría sido un hecho
muy extraordinario.

72
No obstante, debemos tener en cuenta el criterio de vergüenza.
Si unas tradiciones afirman que Jesús es descendiente de David y
otras parecen ponerlo en duda, debemos elegir aquella que debió
resultar más vergonzosa a los evangelistas, y esta es claramente la
que postulaba que Jesús no era descendiente de David, pues los
evangelistas no habrían inventado esa historia precisamente por-
que iba contra sus propósitos. Así pues, esa descendencia es sos-
pechosa.
Las genealogías que Mateo 1, 1-17 y Lucas 3, 23-28 presentan
son claramente legendarias y simplemente contradictorias entre sí.
De Abrahán hasta David ambas genealogías coinciden, pero Lu-
cas nombra dos personajes, Arní y Admín, que no aparecen en nin-
gún otro lugar de la Biblia. De David en adelante, sólo coinciden
en nombrar a David, Sealtiel y Zorobabel.
Además de estas contradicciones, hay aún otros problemas. Aun-
que en el mundo antiguo se mantenían registros genealógicos bas-
tante extensos, es dudoso que se pudiera mantener una genealogía
del alcance de las ofrecidas en Mateo y Lucas. Mateo, por ejemplo,
las hace llegar hasta Abrahán, pero los especialistas dudan de que
Abrahán haya sido un personaje histórico. Lucas incluso las hace
llegar hasta Adán, personaje clarísimamente legendario.
En la genealogía ofrecida por Mateo, el hecho de que haya mu-
jeres de dudosa reputación entre los ancestros de Jesús también ha-
ce sospechosa esa lista. Se incluye a Tamar, la mujer que se disfrazó
de prostituta para quedar encinta de Judá (Génesis 38,15-18); Ra-
jab, la prostituta que ayudó a los israelitas a conquistar Jericó (Jo-
sué 2,1); Betsabé, la mujer que fue objeto del adulterio de David
(II Samuel 11,2-5); y Ruth, una gentil. Puede ser que mediante es-
ta genealogía Mateo quisiera expresar el mensaje de que la misión
de Jesús estaba abierta a los gentiles, pues Rajab y Ruth eran forá-
neas y Betsabé estaba casada con un hitita.
También es posible que, al enfrentarse a las dudosas circuns-
tancias del nacimiento de Jesús respecto a la integridad de María,
Mateo incorporase mujeres pecadoras a fin de preparar al lector so-
bre la cuestión del embarazo de María. Como veremos, corrían ru-
mores de que Jesús era hijo ilegítimo. Al incluir a estas mujeres

73
como antepasadas de David, Mateo podría haber buscado expre-
sar la idea de que, si el propio David tuvo entre sus antepasadas a
mujeres de dudosa reputación, entonces no sería gran obstáculo
para él el hecho de que se rumoreara que era ilegítimo. Sea como
fuere, la genealogía parece servir a algún propósito literario y es
muy sospechosa.

¿Nació de una virgen?

Las nociones más elementales de biología nos permiten saber que


los seres humanos no podemos nacer de madres vírgenes. En otras
especies hay casos de partogénesis, es decir, un tipo de reproduc-
ción asexual, pero eso no ocurre en los seres humanos. De mane-
ra que sólo por un milagro Jesús pudo haber nacido de una virgen,
y más adelante veremos que hay buenos motivos para dudar de las
historias de milagros. Además, hay otras razones que hacen sospe-
char de este relato.
Mateo y Lucas son fuentes autónomas y coinciden en el naci-
miento virginal de Jesús (son los únicos documentos bíblicos que
hacen mención de ello), pero, aun así, semejante suceso es muy
improbable. En rigor, Mateo no dice propiamente que María fue-
se virgen en el momento de parir a Jesús. Sólo señala que José no
había tenido relaciones con ella y que María quedó encinta por
obra del Espíritu Santo. Ello no impide que María pudiera haber
tenido relaciones con otros hombres antes de quedar encinta mi-
lagrosamente. No obstante, el autor de Mateo afirma que todo es-
to ocurrió para cumplir una profecía, la cual, supuestamente,
implica a una virgen. Lucas, por su parte, afirma que María era vir-
gen en el momento de quedar encinta (Lucas 1,26), pero no ex-
plicita que María no tuviera relaciones entre su concepción y su
parto, a pesar de que el contexto del relato lo supone.
No obstante, lo más probable es que María no fuese virgen en
el momento de nacer Jesús y que la historia sobre el nacimiento
virginal sea legendaria. Mateo, típico de su estilo, narra el naci-
miento virginal como el cumplimiento de una profecía de las es-

74
crituras judías y cita un pasaje de Isaías 7,14 como anuncio: “Ved
que la virgen concebirá y dará luz a un hijo” (Mateo 1,23).
El mero hecho de que un suceso haya ocurrido para hacer cum-
plir las profecías ya lo hace sospechoso. Pero es que, peor todavía,
el pasaje que cita el autor de Mateo es erróneo. El evangelio de Ma-
teo está escrito en griego y su autor leía la versión griega de las es-
crituras judías, la cual había sido traducida del hebreo al griego por
escribas y copistas judíos en Alejandría durante el siglo III antes de
nuestra era. En la versión original de las escrituras judías, el pasa-
je de Isaías 7,14 enuncia no que una virgen, sino una muchacha,
concebirá y dará a luz a un hijo. La palabra empleada en el texto
es almah, que significa una joven que apenas ha alcanzado la pu-
bertad. Los traductores de las escrituras judías al griego, por su par-
te, emplearon la palabra griega parthenos, que puede significar una
muchacha pero se refiere más bien a una virgen. El autor de Ma-
teo, al emplear la versión griega de las escrituras judías al compo-
ner su evangelio, habría entendido que el texto de Isaías se refiere
a una virgen, a pesar de que en la versión original hebrea sólo ha-
ce referencia a una muchacha. Y a partir de este error de traduc-
ción, el autor de Mateo atribuyó un nacimiento virginal a Jesús
como cumplimiento de una profecía mesiánica, a pesar de que en
ningún rincón de las escrituras judías se dice que una virgen dará
a luz a una figura mesiánica.
No obstante, esta explicación no es absolutamente satisfactoria
pues Lucas es autónomo de Mateo, pero también afirma que Jesús
nació de una virgen. En otras palabras, aun si el autor de Lucas no
conoció probablemente el evangelio de Mateo, comparte con este
la atribución del nacimiento virginal de Jesús. Ello es indicio de
que la tradición del nacimiento virginal no procede exclusivamente
de Mateo y, por ello, la traducción errónea de Isaías 7,14 no es su-
ficiente para explicar el origen de la tradición.
Antonio Piñero opina que, tal vez, los autores de Lucas y Mateo
se enfrentaron a un mismo problema: los rumores de ilegitimidad
sobre Jesús. Y ambos coincidieron en el intento de solución: in-
ventar la historia de que nació de una virgen, cada uno a su mane-
ra. Lucas lo hace a partir del relato de la anunciación (Lucas 1,26-38)

75
y Mateo a partir de la comunicación de un ángel a José (Mateo
1,20-21).
Hay también un contenido simbólico que debe considerarse.
La tradición judía era rica en personajes grandiosos cuya concep-
ción había vencido las adversidades. Como casi todos los pueblos
semíticos, la fertilidad era una preocupación central entre los ju-
díos, y concebir un niño en circunstancias adversas siempre se con-
sideraba un augurio de grandeza, pues constituía una intervención
de Dios para proveer de fertilidad a la madre y así sembrar la se-
milla de un personaje grandioso. El Antiguo Testamento es rico en
estos temas: Sara, la mujer de Abrahán, concibe a Isaac a los 90
años (Génesis 21,1-2); Raquel, la estéril, concibe con Jacob a José
gracias a la intervención divina (Génesis 30,22-23); la mujer de
Manóaj, estéril, concibe a Sansón, con un previo anuncio por me-
diación de un ángel (Jueces 13,3-4); y Ana, también estéril, con-
cibe a Samuel (I Samuel 1,1-20).
El mismo Lucas inventa una historia similar que es anterior al
nacimiento de Jesús. Se dice en ella que el ángel Gabriel se apare-
ce a un tal Zacarías, un sacerdote del templo cuya mujer era esté-
ril, para anunciarle que concebirán a un niño a quien habrán de
llamar Juan, el futuro Juan el Bautista (Lucas 1:5-23). No es muy
difícil apreciar el patrón: Isaac, José, Sansón, Samuel y Juan, todas
ellas figuras prominentes, son concebidas en circunstancias mila-
grosas. Y según los evangelistas, Jesús, una figura incluso superior
a las antes mencionadas, debió haber nacido en circunstancias mi-
lagrosas.
Con todo, el nacimiento milagroso de Jesús presenta una dife-
rencia respecto a los nacimientos milagrosos de otras figuras pro-
minentes en el folklore judío, pues Jesús, a diferencia de Isaac,
Sansón, Samuel y Juan, nace de una virgen. Quizá los evangelistas
estuvieron influidos por mitos mediterráneos similares. Pues así
como el folklore judío era rico en temas alusivos a los nacimientos
milagrosos de figuras destacadas, a lo largo y ancho del mundo grie-
go y romano proliferaban mitos respecto a héroes que eran conce-
bidos por vírgenes o, al menos, en circunstancias similares: Perseo,
Horus, Rómulo, etc.

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Es grande la posibilidad de que el nacimiento virginal sea una
estrategia empleada por los evangelistas para disimular una situa-
ción de bastardía. Frente a la incertidumbre de conocer los padres
de un personaje, se puede intentar eludir este problema inventan-
do que el personaje en cuestión no tiene padre, precisamente por-
que ha sido concebido por una madre virgen.
Sin duda, corría el rumor de que Jesús era bastardo, tal como
parecen reprochárselo sus adversarios: “Nosotros no hemos naci-
do de la fornicación” (Juan 8,41). De nuevo, esto va claramente
en contra de los intereses del evangelista, de forma que debe ser un
hecho histórico. Además, en el mismo evangelio de Juan se dice
que, con mucha ironía, los fariseos reprochaban a Jesús: “¿Dónde
está tu padre?” (Juan 8,19), quizá una forma de someterlo a escar-
nio por su ilegitimidad.
El evangelio apócrifo de Nicodemo (a veces conocido como las
Actas de Pilato) recoge también esta acusación (2,3). Y en el siglo
II, los adversarios del cristianismo volvieron a ello. Celso, un elo-
cuente filósofo romano del siglo II que tenía una gran animadver-
sión hacia al cristianismo, sostenía que Jesús era el hijo bastardo de
una unión de María con un soldado romano llamado Pantera. Y
este mismo tema fue retomado por algunos autores del Talmud (el
conjunto de tratados rabínicos surgidos en el judaísmo a partir del
siglo II), que hacen una referencia odiosa a un tal Yeshu Ben Pan-
dera (quizás “Jesús, el hijo de Pantera”), señalando de nuevo el ori-
gen ilegítimo de Jesús. Se ha encontrado en Alemania la tumba de
un tal Tiberio Pantera, del siglo I, y algunos investigadores han su-
puesto que debió tratarse del padre biológico de Jesús. Pero esto
resulta demasiado especulativo, pues Pantera era un nombre rela-
tivamente común entre los romanos y no tenemos forma de saber
si, en efecto, se trata del mismo personaje.
Ni Celso ni las fuentes talmúdicas son muy fiables, pues resul-
tan demasiado tardías y contaminadas por los prejuicios en contra
de Jesús y el cristianismo. Con todo, al menos en el caso de Celso,
conviene contemplar la posibilidad de que su alegato no sea es-
trictamente producto de su imaginación, sino que quizá recapitu-
ló alguna tradición oral que circulaba entre los detractores de Jesús.

77
A lo sumo, podemos afirmar con bastante seguridad que Jesús no
nació de una virgen y que su nacimiento estuvo rodeado de extra-
ñas circunstancias, lo cual da fuerza a la hipótesis de que era un hi-
jo ilegítimo.

¿Tuvo hermanos?

Las Iglesias ortodoxas, así como la Iglesia católica, defienden el dog-


ma de la virginidad perpetua de María. Según este dogma, María
nunca tuvo relación sexual y su himen quedó incluso intacto aún
después del nacimiento de Jesús. El apócrifo Protoevangelio de
Santiago cuenta, en apoyo de esta doctrina, la historia de que una
partera quiso comprobarlo introduciendo su mano en los genita-
les de María y su mano resultó quemada (Protoevangelio de San-
tiago 20,1).
No hay nada en los evangelios que permitan pensar que María
fue virgen siempre. De hecho, hay indicios de lo contrario. Se di-
ce que José “no la conocía hasta que ella dio luz a un hijo” (Mateo
1, 25). Esto sugiere que hasta ese momento no tuvieron relación,
pero luego sí. Lucas 2,7 narra que Jesús era el primogénito de Ma-
ría pero, de nuevo, la mención de “primogénito” sugiere que des-
pués vinieron otros hijos.
Además, hay mención de los hermanos de Jesús en varios pasa-
jes de los evangelios, así como en las cartas de Pablo y el libro de
Hechos: Marcos 3,31-35 y 6,3, Mateo 12,46 y 13,54-55, Lucas
2,7 y 8,19, Juan 2,12 y 7,2-5, Hechos 1,14, Gálatas 1,19 y I Co-
rintios 9,5.
Los defensores del dogma de la virginidad perpetua han trata-
do de buscar dos salidas. Primero, siguiendo a Epifanio, un autor
cristiano del siglo IV, se ha dicho que los personajes mencionados
en esos pasajes no son hermanos sino hermanastros. José habría es-
tado casado anteriormente, y al casarse con María habría traído los
hijos de su matrimonio anterior. Esta misma versión se narra en el
apócrifo Protoevangelio de Santiago (8,2-9), del siglo II. Cabe esa
posibilidad pero, francamente, parece mucho más sencillo aceptar

78
que los “hermanos” no son hermanastros sino, sencillamente, her-
manos de sangre. El Protoevangelio de Santiago es claramente le-
gendario en casi todo lo que narra, y Epifanio, autor bastante tardío,
tiene la obvia intención de defender la virginidad perpetua de Ma-
ría, un dogma que ya aparecía en su época. Esto hace bastante sos-
pechosa su versión de la historia.
Otro intento por defender la virginidad perpetua de María pro-
cede de Jerónimo, autor cristiano del siglo V. Este sostuvo la pos-
tura tradicional en el catolicismo: los hermanos de Jesús en realidad
serían sus primos. El argumento de Jerónimo y sus seguidores es
el siguiente: en arameo, la lengua de Jesús, lo mismo que en he-
breo, la lengua del Antiguo Testamento, no existe una palabra pa-
ra primo. Para hacer referencia a los primos o a otros parientes, en
hebreo y arameo se emplea la misma palabra para referirse a los
hermanos: aj. Esto es muy evidente en pasajes del Antiguo Testa-
mento como Génesis 13,8, Génesis 29,15 y I Crónicas 23,21-22,
en los que se menciona a “hermanos” pero, en realidad, se hace re-
ferencia a parientes más lejanos.
De manera que, a la usanza aramea, los autores del Nuevo Tes-
tamento se refieren a unos personajes como “hermanos” de Jesús
cuando en realidad son sus primos. E incluso cuando se traduje-
ron las escrituras al griego se conservó la palabra griega para “her-
mano”, adelfos, para traducir los pasajes anteriormente citados,
aun cuando el griego tiene una palabra específica para referirse a
“primo”: anepsios. De tal forma que, así como los traductores grie-
gos emplearon adelfos para referirse a parientes y primos en algu-
nas ocasiones, los autores del Nuevo Testamento habrían empleado
en ocasiones adelfos para referirse también a primos y otros pa-
rientes.
Además, la palabra adelfos no es exclusiva para hacer referencia
a hermanos de sangre, pues en el mismo contexto del Nuevo Tes-
tamento se emplea esta palabra para referirse a personajes que cla-
ramente no tienen un vínculo consanguíneo entre sí, sino más bien
espiritual como, por ejemplo, en I Corintios 1,1 y I Corintios 5,1.
En función de eso, los “hermanos” de Jesús no serían tales sino más
bien primos.

79
El argumento de Jerónimo es ingenioso pero resulta débil por
varias razones. Si bien el Antiguo Testamento emplea el mismo tér-
mino (aj) para referirse a relaciones tanto entre hermanos como
entre parientes lejanos, cuando no hace referencia a hermanos pre-
cisa genealogías para evitar la confusión. No ocurre así en la refe-
rencia a los hermanos de Jesús. Todo lo contrario, cuando los
“hermanos” de Jesús son nombrados, aparecen junto a su madre
María, cuestión que permite deducir que, en efecto, también son
hijos de María.
Asimismo, en el Nuevo Testamento se especifican palabras pa-
ra “primo” (por ejemplo, anepsios en Colosenses 4,10) y “parien-
te” (por ejemplo, siggennes en Lucas 1,6), de manera que, si hubiese
querido calificar a esos personajes como primos de Jesús, y no co-
mo sus hermanos, se hubiera empleado el término específico para
ello. Interpretar como “primos” una llana referencia a los “herma-
nos” de Jesús depende de un compromiso teológico con la virgi-
nidad perpetua de María. Y eso es un timo. La simple realidad, más
bien, es que Jesús tuvo hermanos de sangre.

¿Nació el 25 de diciembre del año 1?

La navidad se celebra el 25 de diciembre y en muchos países del


norte se tiene la esperanza de que haya nieve en esa fecha, pero en
ninguno de los evangelios se precisa la fecha en la que nació Jesús.
Lucas nos ofrece algún indicio, pues relata que en Belén los pasto-
res dormían al raso (es decir, a cielo abierto) (Lucas 2,8). Si esto es
correcto, cabría presumir que Jesús no nació en época invernal (ha-
ría demasiado frío para que los pastores durmieran al raso), sino
más bien en primavera o verano. Pero puesto que los relatos sobre
el nacimiento de Jesús son demasiado legendarios, no podemos tomar
muy en serio la referencia de Lucas como guía para saber cuándo na-
ció Jesús.
¿De dónde viene la fecha del 25 de diciembre? Es bastante pro-
bable que cuando el emperador romano Constantino, en el siglo
IV, emitió un edicto de tolerancia para el cristianismo y hubo un

80
interés oficial en que la población romana asimilara la religión cris-
tiana, se buscó celebrar las festividades cristianas en las mismas fe-
chas que las paganas a fin de atraer más conversos. Los romanos
tenían la celebración del Sol Invictus cada solsticio de invierno. El
Sol Invictus era la deidad solar romana, en la cual se reunían atri-
butos de varios dioses populares de los romanos. En invierno los
días se van haciendo más cortos hasta el día del solsticio: a partir
de ese momento, los días empiezan a hacerse más largos y, en tér-
minos poéticos, el Sol emergía victorioso. Pues bien, los romanos
aprovechaban esta ocasión para celebrar una fiesta en honor del
dios Sol. Antes de la reforma del calendario gregoriano en el siglo
XVI, el solsticio de invierno ocurría el 25 de diciembre. A fin de
atraer más conversos, a partir del año 336 las autoridades romanas
cristianizadas hicieron coincidir la celebración de la navidad con
la del solsticio de invierno.
Jesús tampoco nació el año 1. Hasta el siglo VI, la historia no
era dividida en “antes de Cristo” y “después de Cristo”. El aconte-
cimiento que se utilizaba para separar épocas era más bien la fun-
dación de Roma o, en algunos casos, el inicio del gobierno del
emperador Diocleciano. Puesto que este había perseguido a los cris-
tianos, el papa Juan I buscó cambiar este sistema (pues no desea-
ba seguir honrando la memoria del cruel emperador) y encomendó
a un tal Dionisio el Exiguo la misión de calcular la fecha exacta en
que nació Jesús y usarla como señal para separar las dos eras. Dio-
nisio determinó que Jesús nació en los últimos días (él aceptaba la
fecha del 25 de diciembre) del año 753 de la fundación de Roma
(de forma que el 1 de enero de 754 habría sido el primer día de la
era cristiana). Nótese que, según el sistema de Dionisio, Jesús ha-
bría nacido el 25 de diciembre del año 1 antes de Cristo, pues el
año 1 después de Cristo comenzó siete días después. Dionisio no
se planteó un año 0, que hubiese servido de transición entre la era
antes de Cristo y la era después de Cristo, y debido a ese gazapo el
presente milenio comenzó no el año 2000 (como erróneamente lo
anticiparon muchos medios de comunicación), sino el 2001.
Dionisio calculó la fecha basándose en dos pasajes del evange-
lio de Lucas. En 3,23 se dice que, cuando Jesús inició su predica-

81
ción, tenía alrededor de 30 años. En Lucas 3,1 se dice que duran-
te la predicación de Juan el Bautista corría el año 15 del imperio
de Tiberio. Sabemos que César Augusto murió el año 767 de la
fundación de Roma (14 de nuestra era). Si añadimos los 15 años
que Tiberio llevaba gobernando en el momento en que Juan pre-
dicaba y fue apresado, y añadimos uno como transición, tenemos
que 16 años después de la muerte de César Augusto, Jesús tenía 29
o 30 años. Al restarle 30 a ese momento, Dionisio concluyó que
Jesús había nacido el año 753 de la fundación de Roma.
Pero hay varios problemas. Lucas 3,23 nos dice que Jesús ten-
dría “unos treinta años”; es decir, el pasaje no pretende dar mayor
precisión. Además, en Juan 8,57 los judíos reprochan a Jesús: “¿Aún
no tienes cincuenta años y has visto a Abrahán?”, lo cual sugiere
que, aunque Jesús aún no tenía 50, se acercaba a esa edad. De for-
ma que no es nada seguro que Jesús tuviera 30 años al inicio de su
vida pública.
Pero el problema más grave de la cuenta de Dionisio el Exiguo
es que sabemos con bastante seguridad (gracias a los testimonios
de Josefo y Dion Casio) que Herodes murió el año 749 de la fun-
dación de Roma, es decir, el 4 antes de nuestra era. Pero, como he-
mos visto, los mismos evangelios nos dicen que Jesús nació antes
de que muriera Herodes (Mateo 2,1, Lucas 1,5). Por tanto, Jesús
debió nacer, a más tardar, el año 4 antes de nuestra era. Suena ex-
traño, pero es así: Jesús nació en una fecha antes de Cristo. Debe-
mos esta paradoja al error de cálculo de Dionisio el Exiguo.

¿Al niño lo visitaron los pastores


y los Reyes Magos?

Mateo y Lucas relatan que el niño Jesús fue adorado pero no coin-
ciden en cómo ocurrió esto. Lucas narra que un ángel se les apa-
reció a los pastores y, envolviéndolos en una luz, les anunció que
Jesús, el Mesías, había nacido. Luego otros ángeles se acercaron pa-
ra dar sus alabanzas y, finalmente, unos pastores llegaron a Belén
a rendir homenaje (Lucas 2,8-20).

82
La historia, por supuesto, tiene un clarísimo aire legendario. Era
común en el mundo antiguo atribuir nacimientos prodigiosos a fi-
guras importantes, y el caso de Jesús no es una excepción. Estos
sucesos espectaculares son similares a los que se narran en el apó-
crifo Protoevangelio de Santiago cuando nace Jesús (los pájaros se
quedan quietos en el cielo, muchas personas permanecen parali-
zadas mirándolo, las ovejas quedan también inmovilizadas), y a los
cuales no damos crédito histórico. Del mismo modo en que re-
chazamos las crónicas fantasiosas del Protoevangelio de Santiago,
debemos rechazar también esta fantasía del evangelio de Lucas.
El relato de Mateo es más interesante y parece tener más plau-
sibilidad histórica. En su versión, no son los pastores sino los ma-
gos quienes acuden a Belén a adorar al niño. Mateo narra que los
magos procedían de Oriente (Mateo 2,1), pero no especifica qué
lugar de Oriente, en vista de lo cual su aparente intención es se-
ñalar que los magos procedían de un lugar lejano fuera del terri-
torio judío. En otras palabras, Mateo presenta a los magos como
personajes exóticos, y para asegurarse de ello no se conforma con
indicar que proceden de tierras foráneas pero conocidas (como,
por ejemplo, algún rincón del mundo romano) sino del Oriente
inexplorado y misterioso.
Durante la época del exilio babilónico, seis siglos antes del na-
cimiento de Jesús, los israelitas entraron en contacto con muchas
ideas religiosas procedentes de la civilización persa, la cual había
albergado una tradición monoteísta autónoma, el zoroastrismo. La
tradición zoroastriana otorgaba mucha importancia a la astrología,
y cuando los griegos entraron en contacto con los persas, a partir
del siglo III antes de nuestra era, emplearon la palabra magos para
designar a los sacerdotes de esa tradición religiosa. De ahí procede
nuestra palabra magia, con el significado no propiamente de una
manipulación de fuerzas sobrenaturales sino de un conocimiento
esotérico profundo. Y en función de esto, los magos zoroastrianos
eran respetados fuera de su país por sus supuestos conocimientos
astrológicos.
La actitud judía respecto a la magia y la astrología era muy am-
bivalente. Una variedad de textos procedentes del Antiguo Testa-

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mento manifiesta un desdén hacia esas actividades (Levítico 19,26,
Deuteronomio 18,10, Isaías 47,13-14, Jeremías, 10,2, Sofonías
1,4-5). Pero el autor de Mateo, aún siendo el más judío de los evan-
gelistas, prescinde de esta animadversión y extiende la fascinación
y el respeto que el mundo mediterráneo sentía por la magia y la as-
trología persa. Aunque no hace explícita la procedencia de los ma-
gos, es probable que el autor de Mateo tuviese en mente a Persia
como lugar de procedencia de estos personajes. El hecho de que
los magos procedan de un lugar ajeno al territorio judío es muy
significativo. Pues así Mateo ofrece una ocasión para afirmar que
Jesús es adorado no sólo por los judíos sino también por los gen-
tiles.
Recordemos que los cuatro evangelistas estaban muy influidos
por la enseñanza paulina de que el mensaje de Jesús ha de exten-
derse a los gentiles. Aunque el autor de Mateo es a todas luces ju-
dío, probablemente procedía de alguna comunidad de judíos
helenizados, abierta a la expansión de la naciente religión cristia-
na a los gentiles. El relato sobre los magos es un magnífico recur-
so literario para expresar la idea de que el mensaje cristiano no está
confinado a los judíos sino que está destinado al mundo entero:
de este modo, los primeros en adorar a Jesús no son judíos sino
gentiles. Este uso literario permite dudar seriamente de la histori-
cidad de los personajes.
Incluso los regalos ofrecidos por los magos parecen estar im-
pregnados de simbolismo procedente del Antiguo Testamento. Sal-
mos 72,10-11 e Isaías 60,5 hacen mención de una figura que es
adorada por reyes extranjeros con regalos. Quizá basándose en es-
to, la tradición posterior ha identificado a los magos como reyes
(de ahí el título de reyes magos), a pesar de que el evangelio de Ma-
teo no especifica que los magos fueran reyes. Los tres regalos (oro,
incienso y mirra) han sido frecuentemente interpretados por los
autores cristianos como símbolos mesiánicos respecto a la realeza
(oro), divinidad (incienso) y pasión (mirra) de Cristo. El evange-
lio de Mateo nunca especifica que se trata de tres magos. Pero ya que
traían tres regalos, la tradición ha asumido que cada mago traía un
regalo, y así se ha mantenido que hubo tres.

84
Los nombres Melcón, Gaspar y Baltasar aparecen por primera
vez en el apócrifo evangelio armenio de la infancia, del siglo VI.
Existe la tradición de que en Colonia, Alemania, están enterrados
los reyes. Supuestamente, los restos mortales de los magos estu-
vieron en Palestina hasta el siglo III, cuando Elena, la madre del
emperador Constantino, viajó a esas tierras y los trasladó a Cons-
tantinopla. Luego se llevaron los restos a Milán y de ahí a Colonia.
Por supuesto, la fiabilidad de esta tradición es nula. El mundo cris-
tiano ha sido muy proclive a inventar historias orales que se dis-
torsionan con frecuencia. Lo más probable es que los reyes magos
no hayan existido, pero si alguna vez existieron es muy improba-
ble que sus tumbas hayan sobrevivido a los ciclos de destrucción
que sufrió Palestina durante los primeros siglos de nuestra era.

¿La estrella de Belén guió


a los Reyes Magos?

Mateo relata que los magos se presentaron en Jerusalén pregun-


tando por el niño pues habían visto una estrella en Oriente. Los
magos inician su recorrido hacia Belén y la estrella los va guiando,
pues aparece siempre delante de ellos hasta que se detiene encima
del lugar donde estaba el niño (Mateo 2,1-10).
La historia tiene un aspecto absolutamente legendario que bus-
ca enaltecer el nacimiento de Jesús con un suceso milagroso. No
obstante, ha habido algunos intentos por explicar racionalmente
este extraño fenómeno. Se ha sostenido que pudo haberse tratado
de la conjunción de los planetas Júpiter y Saturno. También se ha
dicho que pudo haber sido un cometa (quizá el Halley) o, inclu-
so, una supernova.
Francamente, estos intentos racionalistas son vanos. Si un su-
ceso así hubiese ocurrido, habría quedado constancia en otras fuen-
tes. Y de ello no tenemos ninguna noticia. En la misma Biblia, sólo
Mateo nos habla de este supuesto suceso; ni siquiera Lucas, la otra
fuente del nacimiento de Jesús, da noticia del fenómeno de la es-
trella. En vista de que todo ello tiene un aspecto legendario y es so-

85
lamente narrado por un evangelista, podemos suponer que es una
invención literaria.
Además, la historia sobre la estrella de Belén es muy simbólica.
El autor de Mateo tiene dos maneras de hacer cumplir las profecí-
as en Jesús. Suele narrar sucesos y menciona explícitamente que
ocurrieron para que se cumpliera lo dicho por algún profeta, en
cuyo caso Mateo suele incorporar la cita textual de las escrituras
judías. No obstante, una manera más sutil es incorporar elemen-
tos que recapitulan el simbolismo de las escrituras judías aunque
sin citarlas explícitamente.
Pues bien, el relato sobre la estrella de Belén parece ser uno de
esos casos. Números 24,17 tiene una referencia que, aunque no es
un anuncio mesiánico, el autor de Mateo pudo haberlo interpre-
tado como tal y a partir de ahí elaborar su relato sobre la estrella
de Belén: “Lo veo, aunque no por ahora; lo diviso, pero no de cer-
ca: de Jacob avanza una estrella, un cetro surge de Israel”.
En todo caso, en el contexto de esta historia, Balaán, un hom-
bre ajeno al pueblo de Israel que procedía de Oriente, fue convo-
cado por un rey enemigo de Israel para que lanzara una maldición
contra los israelitas. Pero, en lugar de ello, Balaán bendijo a Israel.
Seguramente, este debió haber servido como arquetipo para la cre-
ación literaria de los magos como personajes: se trata de un ex-
tranjero que reconoce la grandeza de Israel (o de alguien nacido en
su seno) y de una estrella que forma parte del oráculo.

¿Había una mula y un buey en el establo?

La escena del nacimiento de Jesús que se representa todas las na-


vidades incorpora una mula y un buey, una imagen que ha sido
frecuentemente representada en las artes. Según la creencia popu-
lar cristiana, esos animales estuvieron efectivamente en el establo
en el momento del nacimiento de Jesús.
Ni Mateo ni Lucas hacen mención de estos animales. Se trata
de una interpretación posterior. Probablemente, al leer el pasaje de
Isaías 1,3, “conoce el buey a su dueño, y el asno el pesebre de su

86
amo”, se dio por hecho que esto se aplicaba a Jesús. Pero, de nue-
vo, esto es un mero artificio literario para hacer corresponder en
Jesús elementos del Antiguo Testamento.
El apócrifo evangelio del Pseudo Mateo, del siglo VII, es el pri-
mero que hace mención explícita de estos animales. Este evange-
lio narra también que, en vez de nacer en un establo, Jesús nació
en una cueva. Lo mismo relata el apócrifo Protoevangelio de San-
tiago, del siglo II. Aunque no con la misma popularidad que la mu-
la y el buey, algunas representaciones artísticas han imaginado a
Jesús naciendo en una cueva. Como hemos visto, los apócrifos son
textos bastante tardíos y legendarios, y por ello podemos confiar en
que Jesús no nació en una cueva ni al lado de una mula y un buey.
En algún momento de su papado, Benedicto XVI exhortó a re-
tirar de las escenas del nacimiento a la mula y el buey, precisamente
porque estos elementos proceden de los apócrifos. Y en sus libros
sobre Jesús de Nazaret (que pretenden estudiar la vida de Jesús con
métodos históricos, pero al final no hacen más que afirmar el per-
fil confesional dado por la Iglesia) reitera que la crítica histórica no
puede aceptar a la mula y el buey.
Es bienvenido el aporte crítico que hace Ratzinger respecto a
estos animales, pero si de verdad quiere atenerse a las reglas del mé-
todo de investigación crítica en historia, debería llegar a la con-
clusión de que no sólo la presencia de la mula y el buey es
legendaria, sino que toda la historia sobre el nacimiento de Jesús,
construida a partir de una unión forzada de las versiones de Lucas
y Mateo, es mítica.

¿Herodes ordenó la matanza


de los santos inocentes?

Mateo narra que, después de adorar al niño, los reyes se dirigieron


a su país sin regresar a visitar a Herodes. Su decisión se debe a un
anuncio por parte de algún agente no especificado (pero presumi-
blemente el ángel de Dios) a través del mismo medio por el que
Dios se comunica con José en el evangelio de Mateo: los sueños.

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Según el relato, Herodes, al verse burlado por los magos, se enfu-
reció y mandó matar en Belén a todos los niños menores de dos
años, suponiendo que entre ellos se encontraba Jesús (Mateo 2,16).
En la piedad cristiana ha sido tradicional interpretar esta ma-
tanza como un intento desesperado por parte de Herodes de eli-
minar a Jesús por temor a que el niño, siendo rey de los judíos, lo
destronara. Pero el texto de Mateo no hace mención a dicho te-
mor: sólo dice que Herodes se enfureció al verse burlado por los
magos. No obstante, no es del todo claro que esta furia sea la de-
tonante de la matanza, pues parece que Herodes ya la tenía plani-
ficada, en vista de lo cual el ángel ordena a José emigrar a Egipto
para evitar la muerte del niño (Mateo 2,13).
No hay buenas razones para creer que la matanza de los ino-
centes haya sido histórica. En el Nuevo Testamento, ese relato so-
lamente aparece en el evangelio de Mateo, y aunque aquella época
estuvo teñida con mucha sangre por continuas rebeliones, un su-
ceso como ese debió haber generado la suficiente impresión como
para que fuera incluido en alguna crónica. No obstante, no es men-
cionado en ninguna otra fuente. Además, Herodes era un rey bas-
tante impopular entre sus propios súbditos, y una atrocidad como
esa habría generado probablemente un levantamiento popular del
que tendríamos noticia.
La razón de mayor peso por la cual resulta muy dudosa la his-
toricidad de la matanza de los inocentes es, de nuevo, su cargado
simbolismo procedente del Antiguo Testamento. El relato de Ma-
teo sobre la salvación de Jesús niño frente a una matanza ofrece
muchos paralelismos con el relato de Éxodo sobre la salvación de
Moisés en circunstancias similares. Éxodo narra que el faraón de
Egipto, al preocuparse por el hecho de que el pueblo de Israel cre-
cía en número, ordenó suplicios contra los israelitas a fin de que
no se reprodujeran en gran número. Puesto que su medida no era
eficaz, ordenó finalmente que todos los niños recién nacidos fue-
ran arrojados al río (Éxodo 1,22). La madre de uno de ellos lo co-
locó en una cesta y la dejó correr por el río. La hija del faraón se
encontró la cesta y rescató al niño, y cuando este hubo crecido fue
llamado Moisés, que significa sacado de las aguas.

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Como se puede apreciar, el paralelismo con el relato de Mateo
es evidente. En ambas historias un rey ordena una matanza masi-
va de niños y en ambas un niño sobrevive para convertirse después
en un personaje destacado. Moisés es el hombre que, según la tra-
dición hebrea, condujo al pueblo de Israel desde Egipto hasta Ca-
naán. Y en la huída de la matanza ordenada por Herodes, José
emigra desde la tierra de Israel a Egipto. Así el autor de Mateo em-
plea el relato sobre la matanza de los inocentes como una forma
de presentar a Jesús como el nuevo Moisés que, una vez más, sal-
vará al pueblo de Israel. Según el autor de Mateo, la matanza de
los inocentes ha ocurrido para hacer cumplir la profecía que cita
de Jeremías 31,15: “Un clamor se ha oído en Ramá, mucho llan-
to y lamento: es Raquel que llora a sus hijos, y no quiere conso-
larse porque ya no existen” (Mateo 2,18).
Hay que insistir en que, por regla general, las historias que ha-
cen cumplir profecías no son dignas de credibilidad histórica. Con
todo, sí es un hecho histórico que Herodes el Grande promovió la
ejecución de tres de sus hijos: Aristóbulo, Alejandro y Antípater.
Quizá el autor de Mateo tenía noticias de estos sucesos, y aprove-
chó la fama de Herodes el Grande como rey sanguinario para ha-
cer más creíble su historia sobre la matanza de los inocentes.
Herodes no era propiamente un infanticida, pues sus tres hijos eje-
cutados eran ya adultos, pero en el imaginario popular no existe
gran distancia entre filicidas e infanticidas, y es más creíble que un
rey que ordena ejecutar a sus propios hijos no tenga escrúpulos en
ordenar la matanza de todos los niños de una comarca.

¿Pasó Jesús parte de su infancia


en Egipto?

Mateo narra que, justo antes de la matanza de los inocentes, un


ángel se le apareció en sueños a José y le ordenó tomar al niño y a
la madre e ir a Egipto, pues Herodes se disponía a buscar al niño
para matarlo (Mateo 2,13). El mismo Mateo dice que eso ocurrió
para que se cumpliera una profecía: “De Egipto llamé a mi hijo”

89
(Mateo 2,15), la cual hace paráfrasis de Oseas 11,1. Una vez más,
Mateo narra la historia de forma que se cumplan en Jesús las pro-
fecías, y a esto no le podemos dar credibilidad histórica.
Además, la historia de la estancia en Egipto parece ser un arti-
ficio literario del cual se vale Mateo para justificar cómo, aunque
Jesús había nacido en Belén y su familia era oriunda de esa comarca,
a Jesús lo llamaban “Jesús de Nazaret”. Mateo narra que, al regre-
sar de Egipto, José entró en la tierra de Israel pero, al enterarse de
que Arquelao (sucesor de Herodes) gobernaba Judea, se fue de allí
a Nazaret. Esto, según Mateo 2,23, ocurrió para que se cumpliera
la profecía: “Será llamado Nazareno”.
Es cierto que Arquelao era un gobernante despótico y temido,
pero es dudoso que José se fuera a Nazaret por ello. Toda la histo-
ria parece tener un doble propósito: justificar por qué a Jesús le
atribuyen provenir de Nazaret aun habiendo nacido en Belén, y
hacer cumplir una profecía. Por lo demás, no sabemos a cuál pro-
fecía se refiere Mateo (podría ser Jueces 13,5, Isaías 11,1 o Isaías
42,6, pero son muy vagas). Y a los relatos que pretenden cumplir
estos propósitos no se les puede dar fiabilidad histórica.
La estancia de Jesús en Egipto es muy improbable. Con todo,
debió haber resultado enigmática e interesante a los primeros cris-
tianos, pues varios evangelios apócrifos aparecieron con la inten-
ción de elaborar más los detalles sobre su viaje a Egipto. El evangelio
de Pseudo Mateo, por ejemplo, narra que en la travesía a Egipto
la familia se detuvo en una cueva y estuvo al acecho de unos dra-
gones, pero Jesús se interpuso y los dragones lo adoraron. Ese mis-
mo evangelio relata que, en el camino, María quiso tomar un fruto
pero las palmeras estaban muy altas. Jesús ordenó a los árboles que
se doblaran y estos así lo hicieron para que María pudiera recoger
los frutos.
La tradición copta en Egipto tiene también como lugares sa-
grados algunos sitios por los cuales paso supuestamente la familia
de Jesús, pero, por supuesto, al igual que las historias de los apó-
crifos, son leyendas sin valor historiográfico.
Con todo, el rumor de que Jesús estuvo un tiempo en Egipto
se mantuvo desde fechas antiguas e incluso de ese dato se valieron

90
algunos oponentes del cristianismo para atacar a Jesús. Como es
sabido, Egipto es un país de antiquísimas tradiciones en las artes
ocultas. Según parece, algunos acusaban a Jesús de haber practica-
do la magia y de haberla aprendido durante su estancia en Egipto
(aunque, cabe presumir, el aprendizaje de la magia habría sido no
durante la infancia sino en un momento posterior, cuando Jesús
habría regresado a Egipto ya adulto). Aun así, sólo tenemos esta
acusación por parte de Celso (filósofo anticristiano del siglo II) y
parece más bien que él aprendió esta tradición de Mateo y le dio
un giro para acusar a Jesús.

¿Fue presentado en el Templo?

Lucas narra que, cumplidos ochos días de nacido, Jesús fue cir-
cuncidado (Lucas 2,21). No hay motivos para dudar de esta his-
toria pues, en efecto, la Ley de Moisés así lo exigía (Levítico 12,3).
Desde muy pronto, parece que las comunidades cristianas tuvie-
ron interés en preservar reliquias de la infancia de Jesús, a la cual
atribuían poderes mágicos. Por ejemplo, el evangelio árabe de la
infancia relata que, cuando los magos regresaron a su tierra, se lle-
varon consigo un pañal sucio de Jesús. Para celebrarlo se hizo una
gran fiesta y se arrojó el pañal al fuego, pero este quedó intacto.
Después, la gente empezó a besar el pañal y se lo restregaba por las
cabezas.
No creo que este insólito suceso de coprofilia haya sido real pues
procede de un evangelio apócrifo muy tardío y legendario. Pero,
aunque no haya habido mucho interés en las deposiciones del ni-
ño Jesús, sí lo hubo en el prepucio que fue cortado tras la circun-
cisión. El mismo evangelio árabe de la infancia narra que, tras la
circuncisión, una mujer judía preservó el prepucio. A lo largo de
la historia cristiana, ha habido varios lugares que han alegado te-
ner en su posesión la reliquia del santo prepucio. Por supuesto, no
todas pueden ser auténticas. Seguramente la que más renombre ha
tenido es la que se encuentra en Calcatta, cerca de Roma. Pero, co-
mo sucede con casi todas las otras reliquias del cristianismo, es muy

91
dudoso que esta sea auténtica, pues proceden de tradiciones im-
posibles de verificar.
Lucas narra también que, después del parto, María tuvo que pu-
rificarse según la Ley de Moisés. Para ello llevaron al niño a Jeru-
salén y lo presentaron en el Templo, al cual llegó un hombre
llamado Simeón y una mujer llamada Ana, los cuales, al ver al ni-
ño, lo proclamaron como futuro Mesías (Lucas 2,22-38). La his-
toria es muy sospechosa por varios motivos. En primer lugar, la ley
exigía la purificación de la madre, pero no que el niño fuese pre-
sentado. La presentación estaba permitida (Números 18,15), pe-
ro no era lo habitual.
Por supuesto, la historia de que Simeón y Ana tenían poderes
proféticos y anunciaron que este niño haría grandes cosas es muy
sospechosa: se trata de un artificio literario de Lucas para engran-
decer a Jesús y decir que desde que era un niño los demás ya reco-
nocían como poderoso. Pero además hay otro problema: si al
escuchar a Ana y Simeón (e incluso, previamente, el anuncio del
ángel Gabriel: véase Lucas 1,26-38), María ya sabía que su hijo ha-
ría grandes cosas y tendría una gran misión religiosa, ¿por qué los
parientes de Jesús (entre los cuales, cabe suponer, estaba su propia
madre) rechazaban su misión y consideraban que estaba loco (Mar-
cos 3, 21)? ¿Había olvidado María el anuncio de cuando Jesús era
niño? No lo creo. Es mucho más probable pensar que ese anuncio
nunca ocurrió.

¿Se perdió a los 12 años en Jerusalén


y predicó en el Templo?

Parece ser que en la tradición más antigua no había historias sobre


hazañas de Jesús cuando era niño. Este silencio hizo que desde el
siglo II aparecieran textos apócrifos que pretendían llenar este va-
cío. Y así aparecieron historias en las que, ya desde niño, Jesús bri-
llaba con maravillosas hazañas.
Seguramente las más espectaculares están recogidas en el evan-
gelio de la infancia de Tomás, del siglo II. En él se presenta a un Je-

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sús con grandes poderes pero con dudosa moralidad. Por ejemplo,
los otros niños corren y se alejan de él, y en castigo Jesús los con-
vierte en ovejas. Los adultos que lo acusan quedan ciegos. Un ni-
ño que pretende fastidiarle muere súbitamente.
No hace falta decir que, como en casi todas las historias que pro-
ceden de los apócrifos, estas son puramente legendarias. Ahora
bien, el mismo evangelio de la infancia de Tomás narra una histo-
ria que sí se halla en Lucas 2,41-50: a la edad de 12 años, Jesús fue
con sus padres a Jerusalén, pero de regreso los padres se dieron
cuenta de que no estaba con ellos y volvieron a Jerusalén a bus-
carlo. Allí lo encontraron enseñando en el Templo mientras los
maestros lo escuchaban.
Así como dudamos de todas las historias que están en el evan-
gelio de la infancia de Tomás, no hay motivo para suponer que es-
ta, por el mero hecho de que está en Lucas, sea auténtica. De nuevo,
Lucas se esfuerza por presentar a un Jesús con una infancia prodi-
giosa, algo históricamente muy sospechoso. Y parece muy extraño
que, unos 20 años después, los mismos maestros que escucharon
maravillados a Jesús de niño ahora buscaran su muerte.
La historia tiene más bien todo el aspecto de ser un artificio li-
terario para engrandecer la imagen de Jesús ya desde su infancia
(algo bastante habitual en la literatura antigua) y, además, procla-
mar desde el inicio que Jesús siente una relación especial con Dios.
Pues es bastante probable que Jesús llamara a Dios abba, que quie-
re decir padre (Marcos 14,36), y así, mediante esta historia, Lucas
perfila la idea de que desde un inicio Jesús siente que tiene una re-
lación de especial cercanía con Dios, pues cuando María le repro-
cha haberse perdido, Jesús le responde: “¿Por qué me buscabais? ¿No
sabíais que yo debía estar en la casa de mi Padre?” (Lucas 2, 49).

93
94
3
Vida privada y años perdidos

¿Estuvo en otros países?

Hay en los evangelios un notorio silencio respecto a la vida de Je-


sús antes del inicio de su predicación. Marcos y Juan no tienen re-
latos sobre su infancia. Como hemos visto, Mateo narra los sucesos
de su nacimiento, pero inmediatamente pasa a su vida como pre-
dicador. Por su parte, Lucas relata el incidente de Jesús en el tem-
plo cuando tenía 12 años y se limita a decir que “Jesús iba creciendo
ya sea espiritual como físicamente, y era grato a Dios como todo
el mundo” (Lucas 2,52).
Este vacío que hay entre los relatos de la infancia y el inicio de
su vida pública, a saber, los llamados años perdidos, ha estimulado
la imaginación de mucha gente. Curiosamente, los evangelios apó-
crifos, varios de los cuales surgieron para complementar historias
que apenas tienen desarrollo en los evangelios canónicos, no se in-
teresaron por el tema de los años perdidos de Jesús. En cambio, en
los dos últimos siglos han surgido leyendas que han tratado de lle-
nar ese vacío y mucha gente se las ha tomado muy en serio.
Las teorías más populares son aquellas que sostienen que du-
rante esos años perdidos Jesús viajó por otros países. Seguramente
la más conocida de estas teorías es que Jesús viajó a la India. Qui-
zá estas historias tengan alguna remota inspiración en Hechos de
Tomás, un texto apócrifo que narra que el apóstol Tomás era ge-
melo de Jesús y viajó a la India a predicar.

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En todo caso, la teoría de que Jesús viajó a la India procede de
un libro de finales del siglo XIX, La vida desconocida de Jesucristo.
Su autor, el periodista ruso Nicolás Notovitch, narra que mientras
viajaba por la India en 1887, en su travesía escuchó a lamas del Tí-
bet contar historias sobre un profeta llamado Issa (Jesús). Siguien-
do la pista de estas historias, Notovitch llegó al monasterio de
Hemis y allí oyó más historias sobre Issa. Notovitch se fue del mo-
nasterio, pero unos días después sufrió un accidente en el cual se
fracturó una pierna y tuvo que regresar a él. Allí se hizo amigo del
abad y este le contó más historias sobre Issa, leídas en unos ma-
nuscritos.
Según estas historias, cuando Jesús tenía 13 años se unió a una
caravana de mercaderes que viajó hasta la India. Allí estudió con
los sacerdotes del hinduismo, pero Jesús se opuso al sistema de cas-
tas y por ello los sacerdotes trataron de matarlo. Jesús huyó, se unió
a unos budistas y luego fue a Persia. Después de haber asimilado
toda esa sabiduría oriental, regresó a Palestina a la edad de 29 años.
Más tarde, unos mercaderes judíos regresaron a la India y conta-
ron la historia de su vida pública, y quienes habían conocido a Je-
sús anteriormente se dieron cuenta de que se trataba de la misma
persona.
Algunas gentes se han tragado por completo esta historia, dado
su sensacionalismo. Pero ya desde el momento en que salió publi-
cada se demostró su falsedad. Un investigador que leyó el libro fue
al monasterio de Hemis y entrevistó al abad y los monjes. Estos le
dijeron que nunca los había visitado ningún periodista ruso y que
nunca atendieron a alguien con una pierna fracturada. Además, no
tenían en su poder ningún libro que recogiera las hazañas del tal
Issa. De hecho, ni siquiera sabían quién era ese Issa. Todo, según
parece, era un truco sensacionalista del que se valió Notovitch pa-
ra vender libros.
No obstante, las leyendas sobre la estancia de Jesús en la India
no terminaron ahí. La versión de Notovitch dice que Jesús viajó
durante sus años perdidos. Pero ha habido otras historias que na-
rran que Jesús sobrevivió a la crucifixión, viajó a Cachemira junto
a su discípulo Tomás y allí está enterrado.

96
Aunque esta leyenda fue popularizada por Andreas Faber Kai-
ser en un libro que causó mucha sensación, en realidad, según pa-
rece, la leyenda fue un invento de Mirzad Ghulam Ahmad, el
fundador de la secta islámica Ahmadiyya en la India, a finales del
siglo XIX. Ahmad habría modificado una antigua leyenda árabe que
narra que un tal Budhasaf llegó a Cachemira con un discípulo, y
ajustó los nombres haciendo creer que esa historia en realidad na-
rraba que Jesús había llegado a Cachemira con un discípulo. Pare-
ce bastante obvio que Ahmad inventó la historia para dar fuerza al
movimiento mesiánico que fundó, pero los públicos occidentales
se la tragaron sin tener en cuenta su contexto, y hasta el día de hoy
tiene cierta popularidad en el mercado de libros sensacionalistas.
No hace falta decir que no tiene el menor ápice de credibilidad.
Se ha querido buscar algún paralelismo entre el mensaje reli-
gioso de Jesús y las ideas religiosas del hinduismo, como una su-
puesta prueba de que Jesús estuvo formándose en la India en sus
años de juventud y luego divulgó sus conocimientos al regresar a
Galilea. Así, por ejemplo, se ha pretendido que Jesús enseñó la doc-
trina del karma en pronunciamientos como este: “Todos los que
empuñen la espada, a espada perecerán” (Mateo 26,52). También
se ha jugado con la idea de que Jesús enseñó de alguna forma la
doctrina de la reencarnación, pues se rumoreaba que él era Elías
(Marcos 8,28). Por supuesto, todas estas conjeturas son muy dé-
biles y sólo muy forzadamente aparecen paralelismos con las doc-
trinas hindúes. Además, si hay algún paralelismo, no por ello
necesariamente tuvo que viajar Jesús para poder enseñar estas doc-
trinas. Desde el destierro babilónico seis siglos antes, el judaísmo
había estado influido por ideas religiosas foráneas, y no sería del
todo descabellado aceptar que alguna idea de origen hindú pudo
haberse colado en las doctrinas de maestros judíos del siglo I.
El gusto por el Jesús viajero se extendió también a las teorías se-
gún las cuales Jesús visitó Inglaterra en su juventud. Originalmente,
la leyenda del santo grial formaba parte del ciclo de leyendas en
torno al rey Arturo, compuestas durante la Edad Media. Una va-
riante de esta leyenda, original del poeta Robert de Borron en el
siglo XIII, es que José de Arimatea logró hacerse con la copa con la

97
cual Jesús bebió vino la última noche (el santo grial). En algunas
versiones, José recogió en el grial la sangre de Jesús durante la cruci-
fixión; en otras, José recibió el grial en una aparición de Jesús ya re-
sucitado. José habría llevado el grial a Inglaterra, y a partir de eso se
desarrolla el tema medieval de la búsqueda de este sagrado objeto.
En un desarrollo posterior de la leyenda se relata que José de
Arimatea era tío de Jesús: José habría sido comerciante y se llevó
al joven Jesús en un viaje de negocios a Inglaterra. Allí Jesús habría
conocido a los druidas y se habría nutrido de sus enseñanzas. Lue-
go habría regresado a Palestina y habría enseñado algunos de estos
conocimientos a sus discípulos.
Por supuesto, son leyendas muy tardías sin el menor funda-
mento. Los viajes tan largos no eran absolutamente impensables
en el contexto de Jesús, pero es dudoso que un artesano de una re-
gión empobrecida como Galilea tuviera medios para emprender
viajes tan largos. Además, como veremos, Jesús mostró una faceta
muy nacionalista que raya en lo xenofóbo, de forma que es muy
dudoso que tuviera un interés cosmopolita en viajar a otros países.
Es más bien posible que muchas de estas leyendas sobre encuen-
tros de Jesús con otras civilizaciones surgieran en el contexto del
colonialismo europeo y el interés por lo foráneo: serían una forma
de tratar de hacer más amigables las relaciones entre Oriente y Oc-
cidente.

¿Se formó con los esenios


en el Mar Muerto?

Según el testimonio de fuentes antiguas (Plinio el viejo, Filón y Jo-


sefo), existía un grupo de judíos que se había retirado a llevar una
vida ascética a orillas del Mar Muerto. A mediados del siglo XX, en
las cuevas de Qumrán se encontraron manuscritos que nos per-
miten reconstruir mucho mejor la vida de esas comunidades. La
abrumadora mayoría de especialistas opina que los rollos del Mar
Muerto proceden de los esenios, la comunidad que se había reti-
rado a esos lugares.

98
Estos rollos tienen información muy importante, pero en rea-
lidad son documentos judíos y no dicen nada sobre el cristianis-
mo. Sirven para reconstruir mejor el contexto del siglo I, pero no
tienen un vínculo directo con el cristianismo. No obstante, ha ha-
bido algunos autores que han tratado de vincular a Jesús con los
esenios. La teoría más popular es que Jesús pasó algunos años en
estas comunidades de esenios y de ellos recibió enseñanzas que luego
trasmitió a sus seguidores.
A mediados del siglo XIX empezó a circular un documento que
pretendía ser una carta escrita en latín por un esenio de Jerusalén
dirigida a otro esenio, de Alejandría, en la cual se narraba la vida
de Jesús sin referencias sobrenaturales. En ella destacaba la hipó-
tesis de que José de Arimatea y Nicodemo eran seguidores de Je-
sús que se estaban iniciando en la secta esenia y que lo habían
ayudado con unas drogas para fingir su muerte y aparecerse a los
discípulos.
El documento es a todas luces fraudulento (¿por qué los esenios
se comunicarían en latín?), pero abrió paso a la idea de que Jesús
era un esenio y, más aún, que en las cuevas de Qumrán hay docu-
mentos cristianos. Muchas de esas hipótesis sensacionalistas se ba-
san en el gusto popular por las teorías de la conspiración. Pues la
compilación de los rollos del Mar Muerto estuvo en un inicio a
cargo de autoridades católicas y empezó a prosperar la idea de que
el Vaticano escondía documentos que podrían alterar dramática-
mente nuestro conocimiento sobre los orígenes del cristianismo.
Un intento un poco más serio de vincular a Jesús con los ese-
nios procede del sacerdote católico José O’Callaghan. Tras encon-
trar un pequeñísimo fragmento en una cueva de Qumrán, alegó
que el documento en cuestión procedía del evangelio de Marcos.
Si su hipótesis era correcta, habría que datar a Marcos en una fe-
cha mucho más antigua y sostener que las comunidades de Qum-
rán tenían algún vínculo con el cristianismo. El problema, no
obstante, es que el fragmento es demasiado pequeño y sólo tie-
ne una palabra completa (kai, “y” en griego), la cual, obviamen-
te, se usa en cualquier documento. De hecho, los especialistas
consideran que es mucho más probable que ese fragmento pro-

99
ceda del libro de Henoc, un escrito judío que no fue incluido en
la Biblia.
Ha habido otros intentos por encontrar resonancias cristianas
en los rollos del Mar Muerto. Se ha dicho que un fragmento trata
de una figura mesiánica que debe ser ejecutada, lo cual es muy ex-
traño pues sabemos que esa no era la forma de representar al Me-
sías en el judaísmo del siglo I. La interpretación del Mesías como
una figura que debe morir es cristiana. Así pues, se sostiene que, si
en los rollos del Mar Muerto hay un documento que trata de un
Mesías que debe morir, entonces los esenios debieron tener algu-
na conexión con los cristianos.
No obstante, en torno a esto hay toda una disputa filológica,
pues el pasaje tiene cierta ambigüedad gramatical que permite otra
interpretación. La mayoría de los especialistas opina que el texto
dice, en realidad, que la figura mesiánica en cuestión no será eje-
cutada sino que ejecutará a otra persona.
En los rollos del Mar Muerto aparecen dos misteriosas figuras:
el “maestro de justicia” y el “sacerdote malvado”. Los especialistas
no saben bien quiénes son. El “maestro de justicia” parece ser el
fundador de la secta y los rollos lo tienen en alta estima. El “sacer-
dote malvado” es, aparentemente, un sumo sacerdote del Templo,
a quien obviamente los miembros de la secta despreciaban. Los ese-
nios consideraban que el Templo estaba corrompido, no sólo por
el carácter excesivamente comercial que había adquirido el culto,
sino también por el hecho de que los sumos sacerdotes habían de-
jado de ser descendientes del linaje de Sadoc, tras la llegada de la
dinastía hasmonea, quienes nombraron como sumos sacerdotes a
miembros de su propia familia. Los especialistas piensan que el “sa-
cerdote malvado” es alguno de los sumos sacerdotes de la era has-
monea (el más probable es Jonatán el Macabeo).
Pero no han faltado teorías que pretenden vincular al “maestro
de justicia” y al “sacerdote malvado” con algunas figuras del cris-
tianismo. Naturalmente, algunos han sostenido que Jesús es el
“maestro de justicia” y que los esenios habrían sido proto-cristia-
nos. La escritora Barbara Thiering ganó cierta fama con su alega-
to sensacionalista de que Juan el Bautista era el “maestro de justicia”

100
y Jesús el “sacerdote malvado”. Según esta teoría, Juan y Jesús ha-
brían sido originalmente esenios, pero habrían tenido una dispu-
ta: los textos se compusieron en simpatía por Juan y en antipatía
por Jesús.
Otra teoría (formulada por Robert Eisenmann) sostiene que
Santiago, el hermano de Jesús, era el “maestro de justicia” y Pablo
el “sacerdote malvado”, Según esto, los seguidores originales de Je-
sús habrían sido judíos que cumplían estrictamente la Ley (algo
perfectamente aceptable por los historiadores, aunque es muy dis-
cutido que los rollos del Mar Muerto sean obra cristiana) y habrí-
an codificado su disputa con Pablo aplicándole el título de
“sacerdote malvado”.
Todos estos intentos por vincular los rollos del Mar Muerto con
el cristianismo se enfrentan a una objeción monumental: las prue-
bas paleográficas, así como las del carbono 14, determinan que es-
tos documentos fueron producidos al menos un siglo antes de
nuestra era. De esta manera, las menciones al “maestro de justicia”
y el “sacerdote malvado” deben hacer referencia a personajes ante-
riores.
Hay, por supuesto, algunos paralelismos entre las prácticas y cre-
encias de los esenios y personajes como Juan el Bautista y Jesús.
Los esenios tenían firmes expectativas apocalípticas (lo mismo que
Juan y Jesús). Los esenios tenían una enorme preocupación por
cumplir la Ley de Moisés (como veremos, aunque Jesús estuvo dis-
puesto a relajarla en algunas cosas, también tenía un firme com-
promiso con el cumplimiento de la Ley). Los esenios practicaban
un ascetismo bastante riguroso, el cual puede compararse con el
de Juan (no obstante, si bien Jesús pudo haberse retirado al desier-
to a ayunar, y sus posturas frente al divorcio son bastante rígidas y
parecidas a las de los esenios, no parece haber sido muy riguroso
en las prácticas ascéticas).
Por otra parte, hay diferencias importantes entre los esenios y
Juan y Jesús. Aquellos se retiraron de las ciudades y se internaron
en comunidades cerradas. Juan también se retiró, pero no se in-
ternó en una comunidad cerrada. Jesús, por su parte, buscaba la
atención pública y parecía estar muy lejos de buscar el aislamien-

101
to. Los esenios tenían un grandísimo compromiso con la pureza y
les habría resultado chocante asociarse con personajes impuros. Je-
sús, en cambio, buscó deliberadamente relacionarse con publica-
nos, prostitutas y otros indeseables.
No podemos descartar totalmente que Jesús o Juan tuvieran aso-
ciación con los esenios. La ubicación geográfica de Qumrán no es-
tá tan alejada (comparada, al menos, con Inglaterra o la India); de
hecho, está bastante cerca del área de actividad de Juan (las riberas
del Jordán) y sabemos con certeza que Jesús había sido discípulo
de Juan. Pero el hecho de que en el Nuevo Testamento no haya
mención de los esenios recomienda cautela: sencillamente no sa-
bemos si Jesús formó parte de ese movimiento, y en caso de que
hubiera sido esenio al inicio, parece evidente que finalmente se apar-
tó e inició su propio movimiento, con algunas semejanzas pero tam-
bién con notables diferencias.

¿Era homosexual?

Se ha especulado que Jesús pudo haber sido homosexual. Esto se


basa en dos hechos. El primero es la mención al “discípulo que Je-
sús amaba” a lo largo del evangelio de Juan. No obstante, la refe-
rencia a este amor en el evangelio de Juan se hace mediante la
palabra griega agape y no de eros. La primera palabra se empleaba
para un amor no sexual, más afín al amor a Dios, mientras que la
segunda palabra hace referencia a un amor carnal. El evangelio de
Juan no utiliza eros para referirse al misterioso discípulo amado. En
todo caso, como hemos visto, la referencia al discípulo amado pa-
rece ser más bien un artificio literario diseñado para que el autor
del texto gane autoridad como autor, haciéndose pasar por un tes-
tigo ocular de los hechos.
La otra pista que puede hacer pensar que Jesús fue homosexual
es un misterioso suceso narrado en el evangelio de Marcos 14,51-
52. En el momento en que Jesús era apresado por las autoridades,
un joven seguía a Jesús envuelto en una sábana, pero para huir se
desprendió de ella y corrió desnudo. Así se abre el compás de la

102
sospecha. ¿Qué clase de seguidor andaba envuelto en una sábana?
El hecho de que sea joven levanta aún más sospechas pues, en efec-
to, invita a pensar en la posible influencia de la homosexualidad
pederasta griega entre los judíos. El historiador Morton Smith in-
dagó al respecto y documentó prácticas existentes en la época en
el mundo mediterráneo, en las cuales un maestro iniciaba a sus se-
guidores en los misterios de la magia. Este ritual de iniciación con-
tenía una fase previa en la cual los iniciados iban envueltos en
sábanas. Posiblemente, parte de la iniciación incluía un encuentro
sexual entre el maestro y el pupilo.
Smith se sintió reforzado en su hipótesis cuando, tras visitar un
monasterio en Palestina, dijo haber encontrado un manuscrito del
siglo XVII, el cual era, a su vez, una copia de una carta que Cle-
mente de Alejandría (autor cristiano del siglo II) dirigía a un ami-
go, en la que le advertía que había una versión de Marcos más larga
que la actual.
Según Clemente, la versión más larga del evangelio de Marcos
está reservada a los iniciados en el conocimiento cristiano. En su
carta, Clemente cita una de las partes adicionales de Marcos. Este
pasaje relata que Jesús resucitó a un joven (presumiblemente, esto
sería un paralelo de la historia de la resurrección de Lázaro en el
evangelio de Juan), y que después de eso estuvo en casa del joven
durante varios días. El joven se acercaba a Jesús envuelto en una
sábana y Jesús se quedó con él una noche, enseñándole el misterio
del Reino de Dios.
El pasaje no dice más. Si hay una alusión sexual, es muy escue-
ta: el joven envuelto en una sábana y la enseñanza de los misterios
del Reino de Dios durante toda la noche. Al tener en considera-
ción algunos ritos mágicos en varias culturas mediterráneas, se po-
dría conjeturar que este misterio nocturno del Reino de Dios, con
un joven envuelto en una sábana, incorpora alguna forma de ini-
ciación homosexual.
Pero todo esto es mera conjetura. Además, la honestidad del
propio Smith ha sido puesta en entredicho. Smith tomó fotos del
manuscrito (no pudo llevarse el original porque sólo visitaba la bi-
blioteca), pero después de hacer sus afirmaciones el manuscrito ori-

103
ginal desapareció de la biblioteca y nunca ha podido encontrarse.
Muchos especialistas acusaron a Smith (después de su muerte) de
haber cometido un fraude, quizá debido a su propia inclinación
sexual. Smith era homosexual y, al parecer, sufrió vejámenes debi-
do a su condición. Varios estudiosos han sospechado que Smith
planificó el fraude como una forma de vengarse de aquellos que
obstaculizaron su carrera.
En todo caso, aun si el evangelio secreto de Marcos fuese au-
téntico, no es suficiente prueba para afirmar la homosexualidad de
Jesús. En asuntos sexuales, el juego de la especulación se vuelve
muy peligroso, pues de cualquier dato trivial pueden sacarse con-
clusiones peregrinas. Así como el misterioso relato sobre el joven
que sale corriendo desnudo puede usarse para afirmar que Jesús era
homosexual, también podríamos concluir que era un pedófilo a
partir de su dicho: “Dejen que los niños vengan a mí y no se lo im-
pidan, porque el Reino de Dios es de los que se parecen a los ni-
ños” (Marcos 10,14).
Por supuesto, esto es ir ya demasiado lejos. Lo más razonable
es, sencillamente, sostener que no tenemos indicios de que Jesús
fuese homosexual. Pudo haberlo sido y pudo no haberlo sido. En
caso de que hubiera sido homosexual, debió mantenerse muy en
secreto, pues cabría esperar algún reproche por parte de sus opo-
nentes, ya que la Ley de Moisés condena severamente la homose-
xualidad (Levítico 18,22 y 20,13).

¿Estuvo casado con María Magdalena?

Los evangelios no mencionan que Jesús tuviese relaciones sexuales


de ningún tipo. Pero así como ha habido un gusto por especular y
pintar a un Jesús homosexual sobre la base de algunas misteriosas
escenas, también ha habido un gusto por pintar a un Jesús sexual-
mente activo con alguna de las mujeres que lo acompañaban.
Hay alguna escena con cierto tinte erótico. En Lucas 7,36-50
se narra que un fariseo invitó a Jesús a comer, y estando en la me-
sa se acercó una pecadora pública y derramó un frasco de perfume

104
sobre la cabeza de Jesús. La mujer empezó a llorar, con sus lágri-
mas mojó los pies de Jesús y los secó con sus cabellos. A partir de
esto, con un poco de imaginación puede representarse una escena
erótica.
El evangelio de Marcos tiene una escena con cierto paralelismo.
Se narra en Marcos 14,3-9 que, estando en Betania, en casa de Si-
món el leproso, una mujer se acercó y derramó un frasco de per-
fume sobre Jesús (la historia tiene paralelos en Mateo 26,6-13 y
Juan 12,1-8). Visto en detalle, es fácil apreciar que se trata de dos
historias distintas: en la versión de Lucas, la escena ocurre en casa
de un fariseo y la mujer que derrama el perfume es una pecadora
pública. En cambio, en la versión de Marcos y similares, la unción
es en Betania (en la versión de Marcos y Mateo es en casa de Si-
món el leproso; en la de Juan parece ser en casa de Marta).
No obstante, la imaginación popular ha juntado estas y otras
historias para formarse una imagen única de María Magdalena y
su supuesta relación sexual con Jesús. En Juan se cuenta que una
tal María ungió los pies de Jesús y los secó con sus cabellos. Erró-
neamente, se ha dado por hecho que esta María es María Magda-
lena, a pesar de que la mujer en cuestión es oriunda de la ciudad
de Betania (pues ahí ocurre la escena). María Magdalena era oriun-
da de la ciudad de Magdala (de ahí su nombre).
Al dar por hecho que la mujer que derrama el perfume sobre
Jesús es María Magdalena, se asume también erróneamente que es-
ta mujer es la pecadora pública que en el relato de Lucas hace al-
go parecido (pero, a todas luces, es obvio que se trata de otra escena
distinta). Lucas no especifica qué tipo de pecadora pública es esta
mujer, pero ha sido frecuente creer que sus pecados están asocia-
dos a la prostitución. Así ha surgido la idea de que María Magda-
lena era una prostituta, a pesar de que en ningún pasaje de la Biblia
se dice o se deja entrever tal cosa.
Es una vulgar muestra de misoginia asumir que el principal pe-
cado que una mujer puede cometer es la prostitución. Pero así ha
quedado en la imaginación popular, en buena medida gracias a
unas homilías dictadas por el papa Gregorio I en el siglo VI. Gre-
gorio fue el primero en aglutinar a la pecadora pública, a María de

105
Betania y a María Magdalena en un solo personaje, y desde en-
tonces esta representación ha sido muy popular. Algunos historia-
dores han manejado la hipótesis de que esta asociación entre María
Magdalena y la prostitución pudo haber sido bastante anterior a
Gregorio I: habría sido una manera de desprestigiar un poco la
imagen de María Magdalena, pues se había convertido en figura
de grupos (muchos con tendencias gnósticas) que daban mayor es-
pacio de participación a la mujer.
Lucas 8,2 menciona que de María Magdalena habían salido sie-
te demonios (Gregorio I supuso que los siete demonios que habí-
an salido de María Magdalena eran los siete pecados capitales).
Como veremos, Jesús tuvo mucha fama como exorcista y se ha cre-
ído que él mismo fue el exorcista de María Magdalena, a pesar de
que el texto no dice nada al respecto. Para completar la imagen, se
ha asociado a los demonios con la prostitución, de forma tal que
María Magdalena, además de haber sido endemoniada, ejercía la
prostitución. Al curarla, Jesús la habría reformado y así quedó la
imagen de María Magdalena como prostituta arrepentida. Hay que
insistir en que todo esto es una interpretación arbitraria, pues na-
da de ello se lee en los textos.
Como complemento, se ha dicho que la mujer adúltera cuya
historia se narra en Juan 7,35-8,11 es la misma María Magdalena
(se da por hecho que el adulterio y la prostitución son lo mismo:
de nuevo, una suposición muy aventurada). Recordemos que esta
historia no figura en los manuscritos más antiguos del Nuevo Tes-
tamento y, por tanto, probablemente sea una interpolación poste-
rior, de modo que esa historia nunca ocurrió.
Algunos evangelios apócrifos tienen extrañas referencias a Ma-
ría Magdalena y de ello han partido algunos autores para insistir
en que, aunque los evangelios canónicos no dan testimonio firme
de la relación carnal entre Jesús y María Magdalena, esta tradición
se ha mantenido firme en los apócrifos.
El evangelio de María, de finales del siglo II, es uno de los más
invocados a este respecto, el cual tiene una fuerte influencia de ide-
as gnósticas. Los gnósticos eran un conjunto de grupos cristianos
que, aunque tenían creencias muy diversas, al menos parecían es-

106
tar de acuerdo en la idea de que la materia es mala y que es nece-
sario tratar de liberar al espíritu de la prisión del cuerpo, para lo
cual se valían de conocimientos secretos. En este evangelio, Jesús
parece enseñar cosas similares: se narra en este evangelio que Jesús,
ya resucitado, predica a sus discípulos y luego se va. Los discípu-
los están tristes pero María Magdalena los consuela. María ha re-
cibido una revelación privada del propio Jesús y Pedro le pide que
la comparta. Al parecer, María comparte esa información, pero no
sabemos su contenido pues el manuscrito de este evangelio es frag-
mentario. Más tarde, Andrés y Pedro ponen en duda lo que Ma-
ría les ha comunicado y dicen que Jesús no pudo haber tenido a
una mujer como discípula predilecta.
En este evangelio se perfila la idea de que Jesús era bastante cer-
cano a María Magdalena, incluso mucho más que a los apóstoles.
Pero hay aún otro evangelio que, aparentemente, incorpora algún
elemento erótico. Se trata del evangelio de Felipe, del siglo III. Se
dice en este evangelio que Jesús amaba a María Magdalena por en-
cima de los demás y la besaba. El evangelio está en estado frag-
mentario y no se especifica dónde la besaba, pero el contexto
permite suponer que era en la boca.
No obstante, no hay que asumir que esto sea una referencia eró-
tica. El evangelio de Felipe tiene también un aire marcadamente
gnóstico. Y así es posible que este beso en la boca forme más bien
parte de un antiguo ritual que, en este contexto, está asociado a la
trasmisión de conocimiento. Otro texto apócrifo con fuertes reso-
nancias gnósticas, el segundo Apocalipsis de Santiago (del siglo II),
menciona asimismo que Jesús besaba en la boca a Santiago (su pro-
pio hermano). En este contexto gnóstico, el beso en la boca no pa-
rece tener ninguna connotación sexual.
Así pues, basándose en esta cadena de interpretaciones muy
aventuradas, muchos han concluido que Jesús fue esposo o aman-
te de María Magdalena. Pero, insisto, no hay nada que nos per-
mita afirmar esto con seguridad. Pudo ser y pudo no ser.
Es cierto que en el judaísmo del siglo I, la costumbre general era
que los hombres se casaran y el celibato era una práctica poco fre-
cuente. Pero de ninguna manera había una regla que así lo exigie-

107
ra; esta regla sólo entró en efecto durante la fase del judaísmo ra-
bínico (posterior a la destrucción del Templo). En la misma épo-
ca de Jesús había judíos que practicaban el celibato, como los
esenios. Así pues, no sería algo absolutamente extraño que Jesús
hubiese sido célibe. Quienes se empeñan en sostener que Jesús es-
taba casado señalan que, de haber sido célibe, se hubiese especifi-
cado en los evangelios, pues tal anomalía habría requerido alguna
explicación. Pero no era propiamente una anomalía, pues algunos
grupos sí practicaban el celibato.
Más bien parece ser al contrario. Si Jesús hubiera estado casa-
do, se habría dado alguna noticia de ello, de la misma forma en
que se dice con naturalidad que Pedro estaba casado (Marcos 1,30,
I Corintios 9,5). Y hay algún pasaje que hace pensar que Jesús más
bien exhorta al celibato, al menos como forma de preparación pa-
ra la llegada del Reino: “Porque hay eunucos que nacieron así del
seno materno, y hay eunucos que fueron hechos tales por los hom-
bres, y hay eunucos que se hicieron tales a sí mismos por el Reino
de los Cielos” (Mateo 19,12)
Recientemente, la estudiosa Karen King ha presentado un pa-
piro (al parecer, del siglo II), al cual se la ha dado el nombre de
“Evangelio de la esposa de Jesús”. El papiro, de muy pequeñas di-
mensiones, tiene la frase siguiente: “Jesús les dijo: ‘Mi esposa...’”.
De esto, naturalmente, se ha querido inferir que Jesús estaba casa-
do. Pero entre los especialistas hay serias dudas respecto a la au-
tenticidad de este papiro, el cual parece depender del evangelio de
Tomás y los fragmentos del texto no coinciden gramaticalmente
con el resto del papiro. En todo caso, aun si el papiro fuese autén-
tico, la propia Karen King ha advertido (acertadamente) que eso
no probaría que Jesús tuvo una esposa. Pues, nuevamente, la ima-
gen de la esposa, como la imagen del beso, podría representar al-
go muy distinto en el contexto gnóstico.

108
¿Tuvo descendencia
con María Magdalena?

Que Jesús tuviera alguna relación carnal con María Magdalena no


consta en ningún documento pero no sería descabellado. No obs-
tante, hay quien pretende llevar la especulación aún más lejos y se
llega a afirmar que en el momento de la crucifixión María Mag-
dalena llevaba en su vientre a una hija de Jesús. Este habría sobre-
vivido a la crucifixión y habrían viajado juntos al sur de Francia.
Allí nació la niña, y sus descendientes se convirtieron en los reyes
merovingios.
Esta extraña teoría fue popularizada por Dan Brown en la no-
vela El código Da Vinci. Supuestamente, existe una sociedad secre-
ta llamada el Priorato de Sión (entre cuyos miembros figuraba el
propio Leonardo Da Vinci), la cual se encarga de proteger a los
descendientes de Jesús, muchos de los cuales se hallan actualmen-
te entre nosotros. Según esta hipótesis, el santo grial no sería la co-
pa de la cual bebió Jesús en la última cena, sino la sang real, la sangre
real, la propia María Magdalena.
Esta teoría parece tener sus orígenes en La leyenda dorada, un
conjunto de historias sobre santos escritas por Santiago de la Vo-
rágine en el siglo XIII. En la historia dedicada a María Magdalena
se dice que María era hermana de Lázaro (el autor así asume erró-
neamente que María Magdalena es la misma persona que María
de Betania), y que junto a su hermano y otros seguidores de Jesús
fueron arrojadas al mar en una barca por perseguidores de los cris-
tianos varios años después de la resurrección de Jesús. Milagrosa-
mente, la barca llegó a Marsella y después María Magdalena tuvo
otras aventuras.
En el sur de Francia hay varias tradiciones orales que narran que,
en efecto, María Magdalena llegó a las costas francesas, pero no di-
cen que Jesús fuese su compañero sexual y mucho menos que sus
descendientes fueran los reyes merovingios. No obstante, la leyen-
da empezó a cambiar cuando surgió la extraña historia del sacer-
dote francés Bérenger Saunière a finales del siglo XIX. Este cura
llegó a la localidad de Rennes-le-Château y empezó a acumular

109
mucho dinero (muy por encima de sus posibilidades como cléri-
go rural). Construyó una torre a la cual llamó Magdala y adornó
la iglesia de la parroquia con muchas pinturas alusivas a María Mag-
dalena. Según parece, los lugareños empezaron a especular que, en
la iglesia que administraba, el cura había encontrado unos docu-
mentos secretos que hacían constar la relación carnal de Jesús con
María Magdalena y sobornó al Vaticano. Eso explicaba su inmen-
sa fortuna.
En realidad, después se descubrió que Saunière comercializaba
con sacramentos e indulgencias, además de algunas otras activida-
des fraudulentas. Pero los rumores abrieron paso a que Pierre Plan-
tard, un fascista francés con simpatías monárquicas, inventara la
historia de que existía el Priorato de Sión. Con la ayuda de algún
colaborador de escasa estabilidad mental, Saunière colocó docu-
mentos en la Biblioteca Nacional de Francia para hacer creer que
la historia del Priorato de Sión era real. Cabe suponer que las sim-
patías monárquicas de Plantard lo llevaron a esto, pues él mismo
se consideraba descendiente de los merovingios y, por extensión,
de Jesús y María Magdalena.
Plantard tuvo más tarde querellas financieras con algunas de las
personas que lo acompañaron en estos proyectos fraudulentos y
terminó por admitir que todo había sido una gran mentira. Pero,
por supuesto, era demasiado tarde, pues Dan Brown había apro-
vechado toda esta fantasía para escribir su novela, sin aclarar que
se trataba de mera ficción e incluso señalando que el Priorato de
Sión era real. Por supuesto, todo ello es un gran escándalo sensa-
cionalista sin el menor ápice de verdad: Jesús no sobrevivió a la cru-
cifixión ni viajó con María Magdalena a Francia ni es el antepasado
de los merovingios.

110
4
Inicios de su vida pública

¿Recibió el bautismo de Juan


y fue su discípulo?

Los evangelios contienen mucho material legendario, pero hay un


dato del cual podemos estar bastante seguros: Jesús acudió al río
Jordán a ser bautizado por Juan. ¿Cómo podemos estar tan segu-
ros de ello? La historia está recogida en los cuatro evangelios, a pe-
sar de que en Lucas no se dice que Juan oficiara el bautismo. Pero,
de forma más coherente, sabemos que la historia es real por el cri-
terio de vergüenza. El bautismo era un rito que se realizaba para
conseguir el perdón de los pecados. Los autores de los evangelios,
que escriben 40 años después de la muerte de Jesús, empiezan a
presentar progresivamente a un Jesús no plenamente divinizado (el
evangelio de Juan sí llega a presentarlo así), pero como una figura
libre de pecado. Por tanto, si incorporan la historia de que Jesús
fue bautizado (y esto implica que acudió al bautismo para el per-
dón de sus pecados), debió haber sido real. Pues les genera una tre-
menda dificultad y los evangelistas no habrían inventado historias
que fueran contra sus propósitos teológicos. Desde muy pronto,
las comunidades cristianas parecían considerar a Jesús libre de pe-
cado (véase Hebreos 4,15).
En el judaísmo del siglo I, se asumía que los pecados quedaban
perdonados mediante una serie de ritos que se cumplían en el Tem-
plo de Jerusalén. Aunque no tenemos constancia de que Juan se

111
pronunciara explícitamente contra el sistema ritual del Templo (co-
mo, por ejemplo, lo hicieron los esenios), el hecho de que se haya
abrogado la labor de realizar un rito para el perdón de los pecados
parece una prueba de que, al menos, manifestaba una oposición
implícita.
En el judaísmo del siglo I eran frecuentes los baños para la pu-
rificación ritual, especialmente después de la eyaculación, la mens-
truación o el parto. Pero las actividades de Juan parecían ser de otro
talante. No se trataba de una mera purificación, sino más bien del
inicio de una nueva vida basada en el arrepentimiento. De hecho,
este parece haber sido el núcleo de la predicación de Juan: “Re-
nuncien a su mal camino, porque el Reino de los Cielos está cer-
ca” (Mateo 3,2).
El rito del bautismo parecía ser una reescenificación del paso de
Josué por el río Jordán. Según la historia contenida en el libro de
Josué, después de que los israelitas salieran de Egipto, entraron en
la tierra prometida y para ello se valieron del paso milagroso del
río Jordán. Pues bien, Juan se habría retirado al río Jordán a prac-
ticar el rito bautismal. Es verosímil que a él acudían muchas per-
sonas que, no conformes con la forma convencional de buscar el
perdón de los pecados a través de las exigencias rituales en el Tem-
plo, buscaban un nuevo camino.
Jesús debió haber sido uno de esos que acudían a Juan para el
perdón de sus pecados y el inicio de una nueva vida. Sabemos que
Juan no era meramente un personaje que bautizaba, sino que pre-
dicaba un mensaje y tenía discípulos. Con bastante seguridad, Je-
sús debió haber sido un discípulo de Juan y debió tomar de él
muchas enseñanzas.
Juan era un típico predicador apocalíptico, uno de tantos que
por aquella época pululaban por Palestina. Anunciaba con gran vi-
gor el castigo divino que pronto caería sobre los pecadores, espe-
cialmente sobre aquellos que detentaban algún poder: “Raza de
víboras, ¿cómo van a pensar que escaparán del castigo que se les
viene encima? [...]. El hacha ya está puesta a la raíz de los árboles,
y todo árbol que no da buen fruto, será cortado y arrojado al fue-
go” (Mateo 3,8-10). Como veremos, cuando Jesús empezó a pre-

112
dicar su propio mensaje, enseñó cosas muy similares. Así como
Juan advierte que el árbol que no da buen fruto será arrojado al
fuego, Jesús cuenta la parábola de un hombre que siembra buena
semilla en el campo, luego viene un adversario y siembra cizaña, y
en el tiempo de la siega ordenará recoger la cizaña y “atarla en ga-
villas para quemarla” (Mateo 13,24-30). Incluso Jesús hace explí-
cita la proclama: “Todo árbol que no da buenos frutos se corta y
se echa al fuego” (Mateo 7,19). Es la misma imagen apocalíptica:
llegará el momento en que los malos serán castigados y arrojados
al fuego. También utilizaba Jesús el insulto “raza de víboras” con-
tra sus adversarios (Mateo 23,33).
Si Jesús acudió a Juan para ser bautizado, es muy probable que
también fuera su discípulo. Además, más tarde en su vida minis-
terial el propio Jesús bautizaba (Juan 3,22-23), señal de que man-
tenía alguna continuidad con su maestro. Y parece que Jesús enseñó
a orar a sus discípulos de la misma forma que Juan a los suyos, pues
un discípulo le pidió: “Señor, enséñanos a orar, como Juan enseñó
a sus discípulos” (Lucas 11,1). Inmediatamente después de esto,
Jesús les enseñó el padrenuestro, señal de que, quizá, parte de esta
oración era original de Juan. Al menos, la parte apocalíptica de esa
oración —“venga tu Reino” (Lucas 11,2)— pudo haber procedi-
do de Juan pues, en efecto, la predicación apocalíptica era en él
central.
No se dice explícitamente en los evangelios que Jesús fuese dis-
cípulo de Juan, pero es bastante posible que fuese así y que los evan-
gelistas, ante la dificultad de presentar a un Jesús inferior a Juan,
tuvieran que modificar un poco la historia para disimular este he-
cho. Así, los evangelios se ven obligados a presentar la historia del
bautismo de Jesús, pues debió haber sido un hecho demasiado co-
nocido como para obviarlo, pero al mismo tiempo intentan perfi-
lar la idea de que Jesús no era discípulo de Juan y que, por tanto,
no era su inferior.
A medida que progresa el tiempo y la figura de Jesús se va exal-
tando, Juan es presentado como una figura cada vez más inferior. En
el primer evangelio en orden cronológico, Marcos, Jesús acude a Juan
a ser bautizado. Pero no puede tratarse de un bautismo como el de

113
los otros discípulos de Juan. En el momento del bautismo, los cie-
los se abren, baja el Espíritu y se oye la voz divina que proclama:
“Tú eres mi hijo, el amado, el elegido” (Marcos 1,11).
En Mateo, el siguiente evangelio en orden cronológico, se desa-
rrolla aún más la inferioridad de Juan. Al contemplar a Jesús, el
mismo Juan le dice humildemente: “¿Tú vienes a mí? Soy yo quien
necesita ser bautizado por ti” (Mateo 3,13). En Lucas, el siguien-
te evangelio en orden cronológico, se relata que Jesús fue bautiza-
do, pero no se menciona a Juan en la escena (se supone más bien
que está preso, pues la escena anterior relata que Herodes Antipas
lo había hecho prisionero). Así pues, se esboza otra manera de di-
simular la inferioridad de Jesús frente a Juan. Por último, en el cuar-
to evangelio Juan ni siquiera bautiza a Jesús sino que, al
contemplarlo, lo proclama como el cordero de Dios que carga con
el pecado del mundo (Juan 1,29).
Estos intentos progresivos por borrar la escena del bautismo y
tratar de disimular la superioridad de Juan hacen suponer que, en
efecto, Jesús debió ser su discípulo. Por algún motivo, Jesús se se-
paró de Juan y formó su propio movimiento llevándose consigo a
algunos discípulos que originalmente eran seguidores de Juan (Juan
1,40). No está claro el motivo de esta ruptura. Pudo haber sido,
sencillamente, que Juan fue apresado (como narran los evangelios
sinópticos y Josefo) y que Jesús, ya sin su maestro, diera lugar a un
nuevo movimiento. O pudo haber sido que Jesús tuviera alguna
discrepancia con Juan (pues, tal como narra Juan 3,22-24, Jesús ya
había empezado su propio movimiento antes de que a Juan lo apre-
saran, pues bautizaba al mismo tiempo que este).
Para evitar una rivalidad entre Juan y Jesús, el mismo cuarto
evangelio precisa (contradiciendo el testimonio anterior) que, en
realidad, Jesús bautizaba sólo a sus discípulos (Juan 4,1-3). En to-
do caso, está bastante claro que Jesús mantuvo siempre en estima
a Juan por dichos como este: “Yo les digo: de entre los hijos de mu-
jer no se ha manifestado uno más grande que Juan Bautista, y sin
embargo el más pequeño en el Reino de los Cielos es más que él”
(Mateo 11,12). Parecen las palabras de un antiguo discípulo que
sigue apreciando al maestro.

114
¿Eran parientes Juan el Bautista y Jesús?

El evangelio de Lucas menciona que Juan y Jesús eran parientes.


Lucas 1 narra que Zacarías, el padre de Juan, era un sacerdote de
avanzada edad, casado con Isabel, también mayor. A Zacarías se le
aparece un ángel y le anuncia que tendrá un hijo. Luego el ángel
Gabriel se le aparece a María y le anuncia que también tendrá un
hijo. Ante la sorpresa de María (por el hecho de ser virgen), Ga-
briel le comunica que su pariente Isabel está esperando un hijo en
su vejez porque para Dios nada es imposible. Así, como María e
Isabel son parientes, Jesús y Juan también lo son.
Todo esto es dudoso en extremo. En primer lugar, esta tradición
sólo está en Lucas. Si de verdad Juan y Jesús eran parientes, se ha-
bría comunicado en los otros evangelios, pues en una sociedad co-
mo la judía del siglo I se concedía muchísima importancia a las
relaciones de parentesco y ese no era un detalle que se le habría es-
capado a los otros evangelistas cuando hablan de Juan.
Además de eso, la historia es muy sospechosa. La comunicación
del ángel con Zacarías aparece claramente como una antecesora de
la de María. Así, ya incluso desde antes de nacer, se perfila Juan co-
mo quien prepara el camino a Jesús. Juan nace en circunstancias
milagrosas pues Isabel es estéril y de avanzada edad. Este milagro
es antecesor del milagro del nacimiento virginal de Jesús. Para ha-
cer más dramática y convincente la vinculación de ambos naci-
mientos, se inventa la historia de que ambos personajes están
emparentados. De hecho, sabemos bastante bien que en la anti-
güedad había un gusto por presentar como parientes a personajes
que tenían alguna conexión. Juan y Jesús no habrían sido la ex-
cepción. Todo esto tiene el aspecto de ser un artificio literario.
El historiador James Tabor ha ofrecido la interesante hipótesis
de que, quizá, Juan y Jesús sí eran finalmente parientes. Después
de la muerte de Jesús, uno de sus hermanos, Santiago, asumió el
liderazgo de la primera comunidad de cristianos. Tabor supone
que, desde un inicio, Jesús tuvo la intención de proclamarse como
rey y Mesías bajo una dinastía real. Y de esta dinastía formaría par-
te su pariente Juan el Bautista, quien también sería proclamado co-

115
mo Mesías. La idea de dos Mesías no es tan extraña, pues quienes
escribieron los rollos del Mar Muerto creían que llegarían dos Me-
sías: uno sería el sacerdote y el otro el rey. Juan procedía de un li-
naje de sacerdotes (tanto Zacarías como Isabel venían de familias
sacerdotales; véase Lucas 1,5) y Jesús venía del linaje real de Da-
vid. Consciente de esto y de su parentesco con Juan, Jesús se unió
al grupo de Juan en expectativa del cumplimiento de los roles me-
siánicos. Cuando Juan fue arrestado, Jesús siguió el movimiento;
esta vez reunió a 12 discípulos, entre los cuales se encontraban cua-
tro de sus hermanos, para así continuar con sus pretensiones de
fundar una dinastía real.
La hipótesis es interesante pero demasiado ingenua. Ciertamente,
quienes escribieron los rollos del Mar Muerto tenían la expectati-
va de dos Mesías, pero fuera de esas comunidades cerradas y aisla-
das no parece que la idea fuese popular. Además, Tabor es
demasiado ingenuo con el relato de Lucas respecto al parentesco
entre Jesús y Juan (por los motivos que he mencionado) y confía
demasiado en las genealogías que hacen a Jesús descendiente de
David. Como hemos visto, las genealogías de Mateo y Lucas son
contradictorias y el mismo Jesús parecía poner en duda que fuera
descendiente de David.

¿Juan el Bautista anunció a Jesús


como Mesías?
La principal forma de la que se valen los evangelistas para disimu-
lar la inferioridad de Jesús respecto a Juan es postular que Juan
anunció a Jesús como el Mesías. Esta es la concepción piadosa de
Juan el Bautista: un precursor del Salvador.
La historia se presenta como si la predicación de Juan fuese, en
realidad, una preparación para la llegada de Jesús. En Marcos, Juan
anuncia que él sólo está preparando el camino para uno que viene
con más poder: “Detrás de mí viene uno con más poder que yo.
Yo no soy digno de desatar la correa de sus sandalias, aunque fue-
se arrodillándome ante él. Yo os he bautizado con agua, pero él os

116
bautizará con Espíritu Santo” (Marcos 1,7). Es posible que Juan
hiciese esta proclama. En tanto predicador apocalíptico, Juan pa-
recía tener la convicción de que pronto habría una irrupción divi-
na y, en esta expectativa apocalíptica, bien podría caber la idea de
que viniera alguna figura poderosa.
Pero es dudoso que Juan creyera que Jesús era ese personaje con
más poder. Ciertamente, en el contexto de los relatos de los evan-
gelios, parece que, en efecto, esa figura con más poder es el propio
Jesús. En los relatos de los sinópticos, después de que Juan dice es-
to, llega Jesús, los cielos se abren y la voz divina lo proclama como
su hijo. En el cuarto evangelio, el mismo Juan proclama a Jesús co-
mo el cordero de Dios en dos ocasiones distintas (Juan 1,29 y 1,35).
Juan el Bautista rechaza también categóricamente ser el Mesías e
incluso ser un profeta (Juan 1,18-28). Así, el evangelista da a en-
tender que Juan sabía desde un primer momento que el Mesías se-
ría el propio Jesús.
Pero hay algunas pistas que indican lo contrario. Lucas 3,15 nos
informa de que alguna gente consideraba a Juan como el Mesías.
La aclaración de Juan, según la cual él está a la espera de uno más
poderoso, parece artificiosa. Se trataría de un recurso al cual acu-
den los evangelistas para rebajar la prominencia de Juan y sus po-
sible pretensiones mesiánicas.
Pues si Juan hubiese proclamado realmente a Jesús como el Me-
sías, habría abandonado su movimiento y se habría hecho segui-
dor de Jesús. No obstante, tenemos noticia de que el movimiento
de Juan siguió independientemente del de Jesús. Hechos 19,1-7
narra que en Éfeso Pablo se encontró con unos seguidores de Juan
que, según parece, eran autónomos del movimiento de Jesús. De
hecho, hasta el día de hoy, la secta de los mandeos en Irak tiene en
alta estima a Juan, pero no a Jesús. Es probable que los mandeos
sean un remanente del movimiento original de Juan.
Hay un pasaje fundamental que nos permite dudar seriamente
de que Juan proclamó a Jesús como el Mesías y de que su minis-
terio no fue más que una preparación para la llegada de Jesús: “Juan,
que en la cárcel había oído hablar de las obras de Cristo, envió a
sus discípulos a decirle: ‘¿Eres tú el que ha de venir, o debemos es-

117
perar a otro?’” (Mateo 11,2-3). El texto tiene un paralelo en Lucas
7,20, pero no en Marcos. Podemos así deducir que procede de la
fuente Q. Recordemos que la fuente Q es quizá incluso anterior al
evangelio de Marcos, de forma que podemos suponer que la pre-
gunta de los enviados de Juan recapitula una tradición bastante
primitiva y, por tanto, fiable.
El texto da la impresión de que Juan ni siquiera había conoci-
do personalmente a Jesús y que sólo viene a saber quién es duran-
te su estancia en la cárcel. Si esto fuese así, entonces nunca hubo
siquiera una escena de bautismo. De hecho, Lucas 3,21-22 deja en-
trever que Juan ya estaba en la cárcel cuando Jesús fue a recibir el
bautismo. Pero no debemos apresurarnos en esta conclusión. Co-
mo tantos maestros que tienen muchos discípulos, quizá Juan
no precisara la identidad de uno de ellos. En otras palabras: Juan
pudo haber bautizado a Jesús sin recordar quién era.
Pero el texto hace muy difícil aceptar que Juan hubiese anun-
ciado previamente que Jesús era el Mesías, aquel que vendría a bau-
tizar con fuego y de quien no sería digno de desatar las correas de
sus sandalias. Pues si Juan proclamaba ya la identidad mesiánica
de Jesús, y su ministerio no era más que una preparación para la
venida de este, ¿cómo es que desde la cárcel mandó a sus discípu-
los a preguntar a Jesús si él era el Mesías? Obviamente, Juan nun-
ca proclamó a Jesús como el Mesías; y si llegó a considerarlo como
tal, tuvo sus dudas. Sólo al estar prisionero oyó noticias de que Je-
sús, un antiguo discípulo suyo (sin precisar si Juan lo recordaba o
no) realizaba acciones que le hacían pensar que quizá sí se trataba
del Mesías.
Frente a la pregunta que le hacen los discípulos de Juan, Jesús
responde: “Id y contad a Juan lo que oís y veis: los ciegos ven y los
cojos andan, los leprosos quedan limpios y los sordos oyen, los
muertos resucitan y se anuncia a los pobres la buena nueva, ¡y di-
choso aquel que no halle escándalo en mí!” (Mateo 11,4-6). Con
tantos prodigios, Jesús espera que los discípulos de Juan se con-
venzan de que, en efecto, Jesús mismo es el Mesías. Aunque, co-
mo hemos visto, al parecer algunos de los discípulos de Juan se
unieron al movimiento de Jesús (Juan 1,40), no todos aceptaron

118
a Jesús como el Mesías, pues el movimiento de Juan siguió inde-
pendientemente del de Jesús.

¿Fue ejecutado Juan el Bautista por reprochar


a Herodes Antipas su conducta sexual?
Otro recurso al cual acuden los evangelios sinópticos para enfren-
tar el problema de la superioridad de Juan respecto a Jesús consis-
te en intentar eliminar los vestigios de que Juan pudiera ser una
figura mesiánica. Si Juan alegaba ser el Mesías, u otros lo identifi-
caban como tal, eso representaba una amenaza política para los go-
bernantes, pues el rol de Mesías tenía implicaciones políticas: sería
un rey que desplazaría a los poderes de turno. Proclamarse Mesías
sería interpretado automáticamente como un acto sedicioso (pero
no blasfemo, como veremos más adelante) y seguramente produ-
ciría el prendimiento de quien hiciera esa proclama.
Tenemos noticias de que, en efecto, Juan fue arrestado por He-
rodes Antipas, gobernante de Galilea. Pero para disimular el peli-
gro político que representaba Juan (y, por extensión, disimular
cualquier autoproclama mesiánica que pudo haber hecho Juan),
los evangelios inventan una historia sobre las circunstancias de su
prendimiento y ejecución (Marcos 6,17-29).
Según se narra, Herodes Antipas se había casado con Herodías,
la mujer de su propio hermano Filipo. Juan le reprochaba esto a
Herodes (habría sido contrario a la Ley de Moisés; véase Levítico,
18,16 y 20,21) y el rey ordenó arrestarlo. Herodes Antipas admi-
raba a Juan, pero Herodías no quería seguir escuchándole. El día
del cumpleaños de Herodes, la hija de Herodías bailó. Herodes
Antipas, complacido, le ofreció satisfacer cualquier deseo, y la mu-
chacha, tras consultar con su madre, pidió la cabeza de Juan el Bau-
tista en una bandeja. Herodes tuvo que cumplir ese deseo y ordenó
que ejecutaran a Juan.
La historia tiene varios indicios de ser un artificio literario. En
primer lugar, tiene un gran dramatismo de intrigas (a pesar de que
el mismo Josefo nos confirma que, en efecto, Herodes Antipas se

119
divorció de su esposa para casarse con Herodías, quien estaba ca-
sada con un hermano de Antipas, pero no de Filipo, como vere-
mos). No en vano, ha sido representada en múltiples ocasiones en
diversas artes. Además, la historia tiene resonancias con el libro de
Esther en el Antiguo Testamento: en ese libro, Esther se vale de sus
encantos para hacer una petición al rey Asuero, quien le había ofre-
cido la mitad de su reino (la misma oferta que Herodes Antipas
había hecho a Salomé). Es posible ver también en toda la escena
un anticipo de la actitud de Pilato frente a Jesús: Herodes (como
Pilato) no desea matar a su prisionero, pero recibe una tremenda
presión y al final debe ceder.
Pero el principal motivo por el cual esta historia es dudosa es
que Josefo nos ha dado una versión muy distinta de la muerte de
Juan. Josefo relata que Herodes Antipas temía la capacidad de Juan
para persuadir al pueblo y organizar una gran revuelta, y por ese
motivo decidió apresarlo y llevarlo a la fortaleza de Maqueronte,
donde fue ejecutado. En otras palabras, Herodes Antipas conside-
raba a Juan un potencial sedicioso.
Herodes Antipas había sufrido una derrota militar frente al rey
Arestas IV, su propio suegro. El motivo de este conflicto era que
Herodes Antipas había repudiado a su mujer para casarse con He-
rodías (en este sentido, la versión de Marcos sobre la denuncia de
Juan el Bautista podría tener algún sustrato histórico). Herodes
Antipas sufrió una humillante derrota en este conflicto y Josefo in-
terpretaba que todo ello había sido un castigo divino por haber eje-
cutado a Juan.
Por otra parte, los evangelios sinópticos, en su esfuerzo por ma-
quillar a Juan como un predicador sin pretensiones mesiánicas, se
esfuerzan en modificar la historia y relatan que Juan no es ejecu-
tado por motivos políticos sino, sencillamente, por un capricho de
la mujer de Herodes. Parece mucho más probable que la versión
de Josefo sea la correcta, pues el historiador judío no tiene ningún
interés en su retrato de Juan (a diferencia de los evangelistas) y, ade-
más, la predicación apocalíptica de Juan, recogida en los propios
evangelios, parece coincidir bastante con el hecho de que, tal co-
mo lo atestigua Josefo, Juan era muy convincente ante al pueblo.

120
En la versión de los evangelios hay, además, un error que hace
levantar muchas sospechas respecto a su historicidad. Marcos y
Mateo dicen que Herodías era esposa de Filipo, el hermano de He-
rodes Antipas. Pero sabemos por Josefo que, en realidad, Herodí-
as era la madre de Salomé (presuntamente la muchacha que baila,
aunque nunca se especifica su nombre en los evangelios) y que es-
ta Salomé era la esposa de Filipo. Es decir, Herodías era la suegra
de Filipo, no su esposa. Herodías había sido esposa de otro her-
mano de Herodes Antipas, Herodes Boeto. Esta confusión por par-
te de Marcos (que es bastante comprensible, pues la familia de
Herodes era un revoltijo de relaciones incestuosas) hace sospechar
más aún que gran parte de su historia es un invento.

¿Fue tentado en el desierto


por Satanás?

Los evangelios sinópticos relatan que, después de recibir el bautis-


mo, Jesús se retiró al desierto a ayunar por 40 días. Al menos es
plausible que así fuera. Las prácticas de ayuno eran relativamente
frecuentes entre varios grupos en el contexto del judaísmo del si-
glo I. Sabemos que los esenios practicaban ayunos durante 40 dí-
as, y a partir de este dato algunos comentaristas han aventurado la
hipótesis de que Jesús pudo haber sido un esenio, a pesar de que,
como hemos visto, esto es muy improbable.
Tal vez, después de la experiencia renovadora con Juan, Jesús
buscó momentos de soledad, introspección y encuentro con Dios,
y la retirada al desierto habría sido ocasión para ello. No obstante,
no parece que, después de aquella experiencia, Jesús se siguiera to-
mando muy en serio el ideal ascético.
Juan era un hombre del desierto. Según la descripción de Mar-
cos, llevaba una piel colgada de la cintura y un manto hecho de
pelo de camello; su comida eran langostas y miel silvestre (Marcos
1,6). Obviamente, no se deleitaba con manjares ni usaba ropas fi-
nas. Jesús, en cambio, no tenía problemas en asistir a banquetes y
disfrutar de algunos lujos. De hecho, su predicación del Reino de

121
Dios usa el banquete como imagen típica de prosperidad. Jesús re-
cibe también un perfume de una mujer y, ante la queja de los dis-
cípulos porque el valor de ese perfume se pudo haber usado para
ayudar a los pobres, Jesús les critica (Marcos 14,3-9).
Quizá Jesús y sus discípulos practicaron ayunos, pues en su pre-
dicación ofrece algún consejo sobre cómo ayunar (Mateo 6,16-17).
Pero en sus disputas los adversarios le reprochaban que sus discí-
pulos no ayunaran, a diferencia de los de Juan el Bautista (Marcos
2,18-20). Además, el mismo Jesús parece admitir que en ocasio-
nes le gusta la comida y la bebida: “Porque vino Juan, que no co-
mía y bebía, y dijeron: ‘Está endemoniado’. Luego vino el Hijo del
Hombre, que come y bebe, y dicen: ‘Es un comilón y un borra-
cho’, amigo de publicanos y pecadores” (Mateo 11,18).
Ahora bien, aunque es bastante verosímil que Jesús se retirara
al desierto a ayunar, la forma en que los evangelios narran los de-
talles es absolutamente fantasiosa y, por tanto, no es digna de cre-
dibilidad.
Marcos dice simplemente que Jesús “fue tentado por Satanás”
(Marcos 1,13), pero Mateo y Lucas proporcionan muchos más de-
talles. Satanás le tienta ofreciéndole grandes placeres y Jesús los re-
chaza con citas del libro del Deuteronomio. Satanás le ofrece
convertir las piedras en panes (Mateo 4,3-4), pero Jesús responde
que no sólo de pan vive el hombre (véase Deuteronomio 8,3). Sa-
tanás insta a Jesús a saltar desde lo más alto del Templo para que
unos ángeles acudan a su rescate (Mateo 4,5-7), pero Jesús res-
ponde que no debe colocarse a prueba a Dios (véase Deuterono-
mio 6,16). Satanás le ofrece dominio sobre todos los reinos del
mundo (Mateo 4,8-10), pero Jesús repite el mandamiento de só-
lo adorar a Dios (véase Deuteronomio 6,13).
Quizá esta historia tenga algún sustrato real, como visiones mís-
ticas de Jesús que contó a sus seguidores y que luego la tradición
oral recogió. Como es sabido, los ayunos prolongados pueden fa-
cilitar las alucinaciones. Pero el hecho de que las respuestas de Je-
sús sean paráfrasis del Deuteronomio hace pensar que quizá se trate
más de otro artificio literario de Mateo y Lucas (basados en la fuen-
te Q) que de un testimonio original de Jesús. Pues las palabras de

122
Jesús coinciden con la versión griega del Deuteronomio y es muy
improbable que Jesús citase la versión griega de la Biblia.
Es posible también que toda la historia del ayuno durante 40
días en el desierto sea un invento. En los esfuerzos por presentar a
Jesús como un nuevo Moisés se pudo haber creado esta historia pa-
ra recapitular el relato según el cual Moisés subió al monte y estu-
vo en ayuno 40 días para recibir las tablas de la Ley (Deute-
ronomio 9,9).

¿Conocemos a los 12 apóstoles?

Marcos 1,16-19 relata que, después de que Jesús estuvo ayunando


en el desierto, regresó a Galilea y allí se encontró con gente a la que
convocó para formar parte de su movimiento. Juan 1,35-51 da un
testimonio similar. Desde entonces, según parece, Jesús formó un
grupo de una docena de seguidores, los 12 apóstoles.
En principio, la existencia de un grupo de 12 apóstoles resulta
bastante verosímil por varios motivos. El autor más antiguo del
Nuevo Testamento, Pablo, da testimonio de que había un grupo
de 12 seguidores de Jesús (I Corintios 15,5). Esto es señal de que
la tradición de los 12 apóstoles es bastante antigua y difícilmente
puede ser un invento posterior.
Además, la conformación del grupo de los 12 es bastante cohe-
rente con lo que sabemos sobre el ministerio de Jesús y la natura-
leza de su mensaje. Como veremos, Jesús era ante todo un
predicador apocalíptico que estaba firmemente convencido de que,
en poco tiempo, Dios intervendría abruptamente en la historia para
traer su Reino.
Según parece, Jesús pensaba que él mismo tendría una partici-
pación protagonista en todos esos acontecimientos, seguramente
en la medida en que creía que él mismo era el Mesías. La expecta-
tiva mesiánica era que las tribus de Israel se reconstituirían. Cuan-
do, en el siglo VIII antes de nuestra era, el imperio asirio destruyó
el reino de Israel, las tribus que constituían ese reino del Norte fue-
ron deportadas y seguramente dispersadas. Pero entre las tribus del

123
reino del Sur (a saber, las de Judá y Benjamín) quedó la esperanza
de que algún día esas tribus perdidas se reunirían.
Pues bien, en la expectativa mesiánica, Jesús parece que tenía la
esperanza de que se formara el reino mesiánico con 12 tronos, los
cuales representan a las 12 tribus de Israel. Así les dice Jesús a sus
discípulos: “A ustedes que me han seguido, yo les digo: cuando to-
do comience nuevamente y el Hijo del Hombre se siente en su tro-
no de gloria, ustedes también se sentarán en doce tronos, para
juzgar a las doce tribus de Israel” (Mateo 19,28).
Este dicho procede de la fuente Q y, como hemos visto, es pro-
bable que esta fuente sea un documento bastante antiguo, quizás
incluso anterior al evangelio de Marcos. Por ello, cabe pensar que,
si la expectativa de conformar los doce tronos procede de Q, debe
tratarse de un evento real. En su pretensión mesiánica, Jesús ha-
bría buscado deliberadamente formar un grupo de 12. Y según pa-
rece, algunos de los mismos discípulos se tomaron muy en serio la
promesa que Jesús les había hecho de sentarse en el trono a juzgar
(gobernar, en realidad) a las tribus de Israel. La madre de dos de
los apóstoles, Santiago y Juan, se acercó a Jesús para pedirle esto:
“Aquí tienes a mis dos hijos. Asegúrame que, cuando estés en tu
reino, se sentarán uno a tu derecha y otro a tu izquierda” (Mateo
20,21).
Además, podemos guiarnos por el criterio de vergüenza. Ob-
viamente, toda esta fantasía sobre la llegada de un Reino, del rey
sentado en un trono de gloria y del gobierno de 12 tribus no lle-
gó: De hecho, Jesús fracasó estrepitosamente en su misión al ser
crucificado. Difícilmente los evangelistas habrían inventado una
fantasía incumplida. Si ponen en boca de Jesús palabras sobre la
llegada de un Reino y 12 tronos, ha de ser porque realmente las
dijo. Además, los evangelios se escribieron después de la muerte de
Judas. En aquel momento, no había 12 sino 11 apóstoles. Si en su
retrato de Jesús este hace referencia a un grupo de 12 (y no 11),
entonces seguramente esas palabras son originales de Jesús.
Pero hay algunos hechos que hacen dudar. Los evangelios si-
nópticos ofrecen listas de los apóstoles (Marcos 3,14-19, Mateo
10,2-4, Lucas 6,13-16). Juan 6,67 hace mención de que hubo 12

124
apóstoles, pero nunca ofrece una lista. Y al sumar la mención de
los apóstoles por separado en el evangelio de Juan, encontramos
ocho, no 12 apóstoles.
Las listas, además, no coinciden nítidamente entre sí. Las de
Mateo y Marcos son idénticas; la de Lucas no menciona a Tadeo,
pero sí incorpora a Judas, hijo de Santiago. Se ha dado por hecho
que Judas y Tadeo son la misma persona. Del mismo modo, el
evangelio de Juan nunca hace mención de Bartolomé, pero sí de
Natanael (nuevamente, se ha dado por hecho que Natanael y Bar-
tolomé son la misma persona).
Pueden ser la misma persona o pueden no serlo. No debemos
a asumir que lo son, pues existe la probabilidad de que, aunque
hubo un grupo de 12, los evangelistas no tuvieran claro quiénes
eran. Por ejemplo, las tres listas de los evangelios sinópticos inclu-
yen a Mateo. Cuando en el evangelio de Mateo se dice que Jesús
invitó a un recaudador de impuestos a ser su seguidor, a este se le
llama “Mateo” (Mateo 9,9-10). Pero en la versión paralela de esta
historia en Marcos y Lucas, a este personaje se le llama “Leví” (Mar-
cos 2,14-15, Lucas 5,27-29). De nuevo, se ha dado por hecho que
Leví y Mateo son la misma persona, pero esto podría ser apresu-
rado. Quizá, más bien, el autor de Marcos no conocía bien la iden-
tidad de los apóstoles, y Mateo, al copiar la historia procedente de
Marcos, se dio cuenta de la discrepancia y corrigió la historia lla-
mando “Mateo” al publicano.
Parece que la existencia de un grupo de 12 es real, pero no po-
demos decir que conozcamos bien quiénes eran los apóstoles. Pre-
cisamente, el vacío que dejaron las escuetas menciones de estos
personajes en el Nuevo Testamento propiciaron que, siglos más tar-
de, aparecieran textos apócrifos que expandían los relatos sobre las
aventuras de varios apóstoles en viajes misioneros. Sobra decir que
estas crónicas no tienen ninguna fiabilidad.

125
126
5
Mensaje de Jesús

¿Buscó superar el judaísmo y crear una nueva religión?

La religión cristiana da por hecho que Jesús es su fundador y que,


naturalmente, en su predicación anunció una ruptura con el ju-
daísmo para abrir paso a una nueva religión. Para la mayoría de los
cristianos, no ha sido fácil admitir que Jesús era judío, y han in-
tentado más bien presentarlo como una especie de anomalía en el
seno del judaísmo, hasta el punto de que constituía una ruptura
con la religión de sus antepasados.
Pero esta imagen de Jesús es falsa. Jesús fue un judío en todas
las facetas de su vida y en ningún momento buscó separarse de la
religión de sus ancestros. Buscó, eso sí, una reforma del judaísmo,
pero nunca pretendió crear una nueva religión. Sus intentos de re-
forma siempre se mantuvieron en el seno del judaísmo, como tan-
tos otros reformistas que hubo en su época.
El Dios de Jesús era el mismo que se proclamaba en las escritu-
ras judías. Jesús pensaba que este Dios había establecido una alian-
za especial con Israel, y de ninguna manera sostuvo que esta alianza
estaba ya caduca. A la hora de resumir los mandamientos, Jesús
preserva poderosamente su carácter judío, pues, según su ense-
ñanza, el primero de todos los mandamientos es: “Escucha Israel:
El Señor, nuestro Dios, es el único Señor, y amarás al Señor, tu
Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma, con toda tu mente
y con todas tus fuerzas” (Marcos 12,28). Este mandamiento, que

127
es una paráfrasis de Deuteronomio 6,4-5, es conocido como la She-
má Israel y hasta el día de hoy sirve como la principal plegaria de
los judíos. El hecho de que Jesús la empleara es una prueba con-
tundente de que siempre se mantuvo en los límites del judaísmo.
No en vano acudió a Jerusalén a celebrar la Pascua, una de las fes-
tividades judías más importantes.
Tampoco buscó Jesús desviarse de las exigencias rituales del ju-
daísmo. Al curar a un leproso, inmediatamente le dice: “Mira, no
digas nada a nadie, sino vete, muéstrate al sacerdote y haz por tu
purificación la ofrenda que prescribió Moisés para que les sirva de
testimonio” (Marcos 1,44). Claramente, Jesús considera que in-
cluso aquellos a quienes ha sanado deben cumplir las purificacio-
nes que, según la tradición judía, habían quedado estipuladas en
la Ley de Moisés, sobre todo en los casos de lepra (Levítico 14).
Además, Jesús frecuentaba las sinagogas (Marcos 1,21 y 3,1-6), una
práctica común entre los judíos.
La ruptura con el judaísmo, como he dicho, no vino de Jesús
sino de la facción paulina de sus seguidores, en un proceso gradual
y complejo después de su muerte. Puesto que los evangelios fue-
ron escritos bajo la influencia de esta facción, se incluyeron algu-
nos pasajes en los que se da la impresión de que, en efecto, Jesús
buscó superar el judaísmo y crear una nueva religión.
Por ejemplo, al discutir las reglas de pureza Jesús pronuncia es-
tas palabras: “‘Nada hay fuera del hombre que, entrando en él, pue-
da contaminarle; sino lo que sale del hombre, eso es lo que
contamina al hombre. Quien tenga oídos para oír, que oiga [...].
¿No comprendéis que todo lo que de fuera entra en el hombre no
puede contaminarle, pues no entra en su corazón sino en el vien-
tre y va a parar al excusado?’. Así declaraba puros todos los ali-
mentos” (Marcos 7,14-19).
El pasaje es sorprendente pues la Ley de Moisés está repleta de
minuciosas exigencias rituales en la preservación de la pureza, so-
bre todo en las comidas. Jesús aparece aquí como alguien que de-
roga la Ley de Moisés al declarar que ninguna comida es impura.
Pero el consenso entre los historiadores es que Jesús no pronunció
esa frase, pues en otros pasajes Jesús declara explícitamente que no

128
ha venido a abolir la Ley sino a darle cumplimiento (Mateo 5,17).
Parece una contradicción: si Jesús pronunció unos pasajes, parece
que no pudo haber pronunciado los otros. ¿Cuáles son los autén-
ticos: aquellos en los que Jesús deroga la Ley o aquellos en los que
anuncia que más bien viene a darle cumplimiento? De nuevo po-
demos aplicar el criterio de la dificultad: los evangelistas, en tanto
escriben en una época en que las comunidades cristianas ya se em-
piezan a separar de las judías, y en tanto dirigen su mensaje al mun-
do de los gentiles despreocupados de cumplir la Ley de Moisés, no
habrían inventado que Jesús anunciara que no vino a abolir la Ley
sino a darle cumplimiento. Ese pasaje les resulta bastante vergon-
zoso, dadas sus intenciones. Por tanto, la continuidad de Jesús con
el judaísmo es auténtica, y el pasaje en el que declara que ninguna
comida es impura no es auténtico, sino más bien un invento del evan-
gelista para ajustar la nueva religión al mundo gentil.
Además, el autor de Hechos (mismo de Lucas), aunque tiene
una clara influencia paulina, admite que, después de la muerte de
Jesús, “acudían diariamente al Templo con perseverancia y con un
mismo espíritu” (Hechos 2,46). Si los seguidores de Jesús seguían
yendo al Templo a dar cumplimiento a la Ley de Moisés, ha de ser
porque Jesús en ningún momento buscó derogar la Ley, y mucho
menos declarar que ninguna comida es impura.
Hay otro dato relevante: Jesús llevaba borlas en su manto, que
cuidaba mucho (Marcos 6,56). Esas borlas eran un requisito esti-
pulado en Números 15,37-38 y servían como recordatorio de la
Ley. Si Jesús llevaba esas borlas, ha de ser porque tenía un firme
compromiso con el cumplimiento de la Ley.
Así pues, todas aquellas cosas que se le atribuyen a Jesús, pero
que chocan con las expectativas del mundo judío del siglo I, no
pueden ser históricas. Precisamente debido a su condición judía,
sabemos que Jesús no hizo nada de esto: proclamarse Dios, abolir
el culto en el Templo, extender su mensaje a los gentiles, buscar la
salvación del mundo con su propia muerte e instituir la eucaristía.
Con todo, podemos admitir que, a lo sumo, Jesús trató de re-
lajar un poco la Ley frente a aquellos que buscaban una interpre-
tación rigurosa. Pero siempre concibió este relajamiento en el

129
mismo seno de la religión judía. Su enseñanza era más bien que,
en el fondo de la exigencia ritual, había un principio más profun-
do, que es lo verdaderamente importante. Pero incluso en esto ha-
bía ya antecedentes en el propio Israel. El profeta Oseas, por
ejemplo, presentaba a un Dios que quiere amor, no sacrificios (Ose-
as 6,6), pero nadie diría que Oseas buscó derogar la Ley y el rito
sacrificial. Del mismo modo, Jesús sigue requiriendo que se cum-
plan los sacrificios y la Ley, pero insiste en que hay un principio
más profundo.

¿Buscó deliberadamente
no respetar el sábado?

Uno de los casos en los que Jesús buscó superar el judaísmo es, su-
puestamente, su falta de respeto deliberado del sábado. Sus adver-
sarios se lo reprocharon en varias ocasiones y muchos apologetas
del cristianismo han visto este detalle como una confirmación de
que Jesús buscó romper con el judaísmo.
El sábado como día de descanso era una institución muy im-
portante entre los judíos. Era una forma de conmemorar cómo
Dios, tras haber creado el mundo en seis días, descansó. Éxodo 20,
8-11 proclama el mandamiento de que ese día no se debe trabajar
en honor a Yahvé. En el Antiguo Testamento hay historias terri-
bles de castigos contra personas que no cumplen el descanso; por
ejemplo, un hombre es ejecutado por recoger leña un sábado (Nú-
meros 15,32-36).
Jesús, como cualquier otro judío convencional, cumplía el sá-
bado. Marcos 1,21 narra que Jesús fue a Cafarnaún y, al llegar el
sábado, entró en la sinagoga y se puso a enseñar. Pero hay algunos
casos en los que, al parecer, sus discípulos y él violaron la exigen-
cia de descansar el sábado.
Marcos 2,23-28 relata que un sábado Jesús cruzaba unos sem-
brados y los discípulos arrancaron espigas, lo cual fue criticado por
los fariseos. También narra Marcos 3,1-6 que ese mismo sábado
Jesús entró en la sinagoga y curó a un paralítico, y que por ello los

130
fariseos y partidarios de Herodes buscaban eliminarlo. Lucas 13,10-
17 narra que Jesús estaba enseñando en una sinagoga un sábado y
Jesús curó a una mujer encorvada, pero el jefe de la sinagoga se in-
dignó recordando que en sábado no se puede trabajar.
Frente a todo esto debemos tener en cuenta varias cosas. En el
episodio de las espigas arrancadas, no está del todo claro que Jesús
mismo participara en la acción, pues se dice que fueron los discí-
pulos pero no él propiamente. En todo caso, a raíz de la indigna-
ción de los fariseos, Jesús tiene una disputa con ellos. Recordemos
que los fariseos habían desarrollado una tradición oral como com-
plemento a la Ley de Moisés. El problema, no obstante, es que las
directrices de la Ley en esa tradición oral no estaban claras. En las
escrituras judías no se especifica con suficiente precisión qué ac-
ciones violaban el descanso sabatino. Ciertamente, tenemos la te-
rrible historia de Números 15,32-36 sobre el hombre que recoge
leña, pero eso es un relato, no propiamente un mandamiento. Así
pues, Jesús seguramente tuvo disputas con los fariseos respecto a
qué acciones eran lícitas, pero nunca se propuso dejar de respetar
el sábado. Según la interpretación de Jesús, recoger espigas un sá-
bado para saciar el hambre o curar a los enfermos no es conside-
rado propiamente un trabajo, y en este sentido mantiene intacto
su respeto por el sábado.
En estas disputas, Jesús deja muy claro que, aunque el respeto
al sábado forma parte de la Ley de Moisés y esta debe cumplirse,
hay cosas más profundas e importantes que atender. Pues del mis-
mo modo en que en sábado puede salvarse a una oveja que cae en
una zanja, también en sábado puede hacerse una acción para sal-
var a un hombre, pues los hombres valen más que los animales
(Mateo 12,10-12). Ante la obsesión ritual, Jesús aconseja un poco
más de sensibilidad ante el sufrimiento de los seres humanos. Su
juicio es muy elocuente: “El sábado ha sido instituido para el hom-
bre, y no el hombre para el sábado” (Marcos 2,27). Asimismo, pre-
gunta retóricamente: “¿Es lícito en sábado hacer el bien en vez de
hacer el mal, salvar una vida en vez de destruirla?” (Marcos, 3,4).
Pero antes de ver esto como una sensibilidad “cristiana” contra
el ritualismo “judío”, hay que apreciar que la actitud de Jesús está

131
contemplada ya en el propio judaísmo. Para defender su posición,
el mismo Jesús acude a relatos de la historia judía y a un modo de
argumentación muy propio de los mismos fariseos. Frente al re-
proche de los fariseos sobre las espigas arrancadas en sábado, Jesús
les dice: “¿Nunca habéis leído lo que hizo David cuando tuvo ne-
cesidad, y él y los que lo acompañaban sintieron hambre, cómo
entró en la casa de Dios, en tiempos del sacerdote Abiatar, y co-
mió los panes de la presencia, que sólo a los sacerdotes les es lícito
comer, y dio también a los que estaban con él?” (Marcos 2,25-26).
Vemos que Jesús no está justificando su acción diciendo que el
descanso en sábado es una tontería. Más bien apela a una historia
que él mismo debió aprender en su formación judía (la historia es
narrada en I Samuel 21,2-7, a pesar de que Jesús hace referencia
erróneamente al sacerdote Abiatar, cuando en realidad es Ajimé-
lec) para justificar que, en casos de extrema necesidad, se puede re-
lajar la exigencia ritual de la Ley de Moisés, pero no por ello se
violan los parámetros religiosos del judaísmo, pues el mismo rey
David así lo hizo.

¿Su postura sobre el divorcio


violaba la Ley de Moisés?

Otras de las supuestas violaciones de la Ley de Moisés fue su pos-


tura en torno al divorcio. Muchos apologetas del cristianismo pre-
tenden valerse de esto para perfilar un Jesús que rompe con la
religión de sus antepasados e instituye una nueva. Y en el caso del
divorcio esto es aún más latente pues siempre ha habido en el se-
no del cristianismo un celo por la santidad del matrimonio (hasta
el punto de que, hasta fechas bastantes recientes, en países como
España el divorcio no estaba legalizado), especialmente frente a la
laxitud de otras religiones como el Islam y el judaísmo. Según la
interpretación apologeta cristiana, desde un inicio Jesús mismo
marcó esta diferencia entre las religiones.
Esta interpretación se basa en una enseñanza de Jesús recogida
en Marcos 10,2-12: “Se acercaron unos fariseos que, para ponerle

132
a prueba, preguntaban: ‘¿Puede el marido repudiar a la mujer?’. Él
les respondió: ‘¿Qué os prescribió Moisés?’. Ellos le dijeron: ‘Moi-
sés permitió escribir el acta de divorcio y repudiarla’. Jesús les di-
jo: ‘Teniendo en cuenta la dureza de vuestro corazón escribió para
vosotros ese precepto. Pero desde el comienzo de la creación, Él los
hizo varón y hembra. Por eso dejará el hombre a su padre y a su
madre, y los dos se harán una sola carne. De manera que ya no son
dos, sino una sola carne. Pues bien, lo que Dios unió, no lo sepa-
re el hombre [...]. Quien repudie a su mujer y se case con otra, co-
mete adulterio contra aquella, y si ella repudia a su marido y se casa
con otro, comete adulterio”.
Efectivamente, la Ley de Moisés había permitido el divorcio de
esta manera: “Si un hombre toma una mujer y se casa con ella, y
resulta que esta mujer no halla gracia a sus ojos, porque descubre
en ella algo que le desagrada, le escribirá un acta de divorcio, se la
pondrá en su mano y la despedirá de su casa” (Deuteronomio
24,1). Pero no estaba claro en qué circunstancias exactas podía ocu-
rrir este repudio y entre los propios judíos había mucho debate al
respecto.
En tiempos de Jesús se habían formado dos grandes escuelas de
interpretación de la Ley de Moisés. Una era seguidora del maestro
Hillel; la otra, del maestro Shammai. En lo concerniente al divor-
cio, la de Hillel era la interpretación más laxa: un hombre podía
repudiar a su mujer incluso por algo tan simple como que a la mu-
jer se le quemara la comida. En cambio, la de Shammai era más ri-
gurosa: bajo ningún concepto podía aceptarse el divorcio.
La postura de Jesús es básicamente la misma que la de Sham-
mai. Nadie ha acusado a Shammai de promover una ruptura con
el judaísmo. Del mismo modo, que Jesús endureciera la postura
frente al divorcio no es ninguna prueba de que pretendiera rom-
per con el judaísmo y fundar una nueva religión. Además, sabe-
mos que los esenios tenían también una postura similar en torno
al divorcio, y estos eran tan judíos como los demás.
Más aún, cuando Jesús pronuncia su enseñanza, apela a las mis-
mas escrituras judías para justificarla. Cuando dice que Dios los
hizo varón y hembra, está citando el Génesis 1,27, y cuando dice

133
que el hombre dejará a sus padres y se unirá en una sola carne, es-
tá citando el Génesis 2,24. Si de verdad Jesús estaba buscando se-
pararse del judaísmo y violar la Ley de Moisés, no habría citado el
Génesis, un libro que, según la tradición, ¡había sido escrito por el
mismo Moisés!
En esta enseñanza hay algún dato que nos permite dudar de que
proceda íntegramente de Jesús. Pues dice Jesús que “si ella repudia
a su marido, y se casa con otro, comete adulterio” (Marcos 10,12).
No hay tal prescripción en la Ley de Moisés; la mujer no tenía de-
recho a repudiar. Tal mandamiento es más bien propio del dere-
cho romano, y hay que recordar que Marcos pudo haber sido
compuesto en alguna comunidad romana, con bastante seguridad
dirigido a los gentiles. Por ello, Jesús seguramente no pronunció la
cláusula sobre la mujer que quiera repudiar a su marido.
Asimismo, en Mateo 5,32 Jesús dice que en caso de fornicación
sí se puede repudiar a la mujer. Pero el hecho de que esta cláusula
no esté incluida en los otros evangelios que tratan del tema (Mar-
cos y Lucas), ni tampoco por Pablo en I Corintios 7,10-16 (re-
cordemos que Pablo dice que recibió del propio Jesús la enseñanza
sobre el divorcio), hace pensar que es un añadido posterior de Ma-
teo.
Con todo, a pesar de estas sutiles adiciones, sí es probable que
el núcleo de la intransigencia en contra del divorcio proceda de Je-
sús. Pero, hay que insistir, no se trata de un rechazo a la Ley de
Moisés, sino más bien de una reinterpretación siempre en el mar-
co del judaísmo.

¿El Sermón de la Montaña


marca su ruptura con el judaísmo?

Varios apologetas del cristianismo han visto también en el famoso


Sermón de la Montaña, una serie de pronunciamientos en los cua-
les Jesús se aparta de Moisés y trasmite una nueva enseñanza que,
según ellos, es el fundamento de una nueva religión. Advirtamos
que la autenticidad del Sermón de la Montaña ha sido cuestiona-

134
da por los historiadores. En la narración de Mateo, antes de pro-
nunciar este sermón se dice que Jesús, “viendo la muchedumbre,
subió al monte, se sentó, y sus discípulos se le acercaron” (Mateo
5,1); pero en la versión de Lucas de este mismo discurso, se dice:
“Bajó con ellos y se detuvo en un paraje llano” (Lucas 6,17). Esta
contradicción hace pensar que el episodio pudo ser legendario.
Además, los discursos largos, como los de este sermón (y, por su-
puesto, más aún los del evangelio de Juan), no suelen ser auténti-
cos: la memoria humana y la tradición oral retienen mejor mensajes
cortos y sencillos (y recordemos que los evangelios se escribieron
40 años después de los sucesos que narran).
No obstante, el núcleo del sermón sí puede ser histórico, pues
parece recapitular enseñanzas que Jesús reiteró en otros contextos.
En el sermón están las llamadas antítesis; en estos pronunciamien-
tos, Jesús cita algunos mandamientos de la Ley de Moisés, pero él
da un nuevo mandamiento.
En el siglo II, Marción, un comerciante cristiano originario de
Sínope pero con residencia en Roma, buscó separar definitivamente
el cristianismo del judaísmo, un proceso que, como he menciona-
do, empezó con Pablo, pero que se desarrolló de forma muy pro-
gresiva y compleja. Marción quiso desvincular a Jesús de su contexto
judío y llegó a sostener que el Dios del Antiguo Testamento es dis-
tinto del Dios del Nuevo Testamento. Para lograr su propósito,
Marción compuso un texto, hoy perdido, llamado Antítesis, en el
cual contraponía las visiones tremendas y violentas de Yahvé con
las palabras tiernas de Jesús.
Los apologetas pretenden ver en el Sermón de la Montaña algo
similar, pero en realidad no cabe tal interpretación. Jesús no bus-
ca contraponer sino complementar las enseñanzas de Moisés. Moi-
sés ordenó no matar (Éxodo 20,13); Jesús enseña a no estar
enfadado, no insultar a nadie y no llamar “imbécil” (Mateo 5,22).
Moisés ordenó no cometer adulterio (Éxodo 20,14); Jesús dice que
quien mire a una mujer deseándola ya comete adulterio (Mateo
5,27-30). Moisés ordenó no jurar en falso (Éxodo 20,7); Jesús di-
ce que no se debe jurar en modo alguno (Mateo 5,34). Moisés di-
ce que se puede aplicar la leu del talión (ojo por ojo); Jesús invita

135
a ofrecer la otra mejilla (Mateo 5,39). Moisés ordenó amar al pró-
jimo y odiar al enemigo (Levítico 19,18); Jesús ordena incluso
amar a los enemigos (Mateo 5,43-48).
En nada de esto hay propiamente antítesis. Hay más bien pro-
fundidad. Moisés ordenó no matar; Jesús no está contradiciendo
la Ley y sigue enseñando que sí está permitido matar. Sólo está pro-
fundizando aún más la enseñanza diciendo que no sólo no se de-
be matar, sino que tampoco se debe insultar. Tampoco está
contradiciendo a Moisés en el asunto del juramento en falso; sen-
cillamente, está diciendo que no se debe jurar.
De hecho, el mismo Jesús es muy explícito en este mismo Ser-
món de la Montaña, y dice casi como previsión frente a aquellos
que corren el riesgo de malinterpretarlo: “No penséis que he veni-
do a abolir la Ley y los profetas. No he venido a abolir, sino a dar
cumplimiento” (Mateo 5,17). Insistamos: Jesús es un judío puro
y duro, y ni por asomo buscó una ruptura con el judaísmo para
formar una religión aparte.

¿Fundó la Iglesia?

El principal argumento apologeta a favor de la idea de que Jesús


rompió con el judaísmo y fundó una nueva religión se basa en es-
te pasaje: “Díceles él: ‘Y vosotros ¿quién decís que soy yo?’. Simón
Pedro contestó: ‘Tú eres el Cristo, el Hijo de Dios vivo’. Repli-
cando Jesús le dijo: ‘Bienaventurado eres Simón, hijo de Jonás, por-
que no te ha revelado esto la carne ni la sangre, sino mi Padre que
está en los cielos. Y yo a mi vez te digo que tú eres Pedro, y sobre
esta piedra edificaré mi Iglesia, y las puertas del Hades no prevale-
cerán contra ella. A ti te daré las llaves del Reino de los Cielos, y
lo que ates en la tierra quedará atado en los cielos, y lo que desates
en la tierra quedará desatado en los cielos” (Mateo 16,15-19).
Se ha dado por hecho este pasaje como el fundamento de la Igle-
sia. Jesús la fundó y designó a Pedro como su sucesor. Desde en-
tonces, supuestamente, ha habido una cadena ininterrumpida de
sucesión apostólica. Cualquiera que visite la basílica de San Pedro,

136
en el Vaticano, podrá ver grabado este pasaje en letras gigantescas
sobre la pared, pues se asume que la autoridad de la Iglesia proce-
de de esta designación.
Como respaldo, también se ha invocado lo narrado en Juan
21,15-17: “Después de haber comido, dice Jesús a Simón Pedro:
‘Simón de Juan, ¿me amas más que estos?’. Le dice él: ‘Sí, Señor,
tú sabes que te quiero’. Le dice Jesús: ‘Apacienta mis corderos’. Vuel-
ve a decirle por segunda vez: ‘Simón de Juan, ¿me amas?’. Le dice
él: ‘Sí, Señor, tú sabes que te quiero’. Le dice Jesús: ‘Apacienta mis
ovejas’. Le dice por tercera vez: ‘Simón de Juan, ¿me quieres?’. Se
entristeció Pedro de que le preguntase por tercera vez: ‘¿Me quie-
res?’ y le dijo: ‘Señor, tú lo sabes todo; tú sabes que te quiero’. Le
dice Jesús: ‘Apacienta mis ovejas’”. En esta escena, Jesús, ya resuci-
tado, reivindica a Pedro, sobre todo teniendo en cuenta que pre-
viamente Pedro lo había negado tres veces. Esta triple afirmación
del amor de Pedro a Jesús parece ser el reverso de la triple negación
después del arresto de Jesús. Y el hecho de que Jesús le ordene “apa-
cienta mis corderos” es señal de que Jesús le está encomendando
una posición de liderazgo.
No obstante, hay serias dudas de que todo esta sea histórico. El
evangelio de Juan, escrito casi 70 años después de la muerte de Je-
sús, es poco fiable. Y en esta escena en particular, se describe a un
Jesús ya resucitado, un elemento fantasioso al cual no podemos dar
crédito histórico, de manera que podemos descartar de antemano
la escena narrada por Juan.
Es más difícil formarse un juicio respecto de la escena narrada
por Mateo. Quienes consideran que es histórica y que Jesús fundó
la Iglesia argumentan que toda la escena tiene un aspecto semíti-
co que probablemente la hace remontar a un momento original.
La frase “todo lo que ates”, así como la referencia a Pedro como
“hijo de Jonás”, es muy propia de las lenguas semíticas, y obvia-
mente, si la escena fuese inventada, el autor de Mateo, que escri-
be en griego, no la habría incorporado.
Pero hay motivos para dudar de la historicidad de la escena. Ma-
teo parece copiar la escena de Marcos: en Marcos 8 se dice que Je-
sús fue con sus discípulos a la ciudad de Cesárea de Filipo y allí

137
Jesús preguntó a los discípulos quiénes creían ellos que era. Pedro
responde que Jesús es el Cristo. Pero, extrañamente, en el relato de
Marcos no está presente la bienaventuranza por parte de Jesús, ni
tampoco el pasaje sobre la fundación de la Iglesia. Parece entonces
que Mateo copió la escena de Marcos y le añadió las palabras de
Jesús sobre la fundación de la Iglesia, las cuales no aparecen en los
otros evangelios. El relato más antiguo, el de Marcos, no dice na-
da sobre esto, señal de que en la tradición más antigua estaba au-
sente.
Si la escena fuese histórica, seguramente habría aparecido en los
otros evangelios. Pues se trata de un hecho de suma importancia;
a saber, la fundación de una Iglesia y, en cierto sentido, la ruptura
con el judaísmo y la aparición de una nueva religión. Además, en
los textos del Nuevo Testamento en los cuales hay una gran preo-
cupación por la organización de la Iglesia (Tito, II Timoteo, I y II
Pedro, I y II Juan) tampoco aparece mención de la fundación de
la Iglesia por parte de Jesús, algo muy extraño, pues precisamente
el tipo de cosas que tratan esos documentos habrían hecho enca-
jar muy bien la afirmación de que Jesús fundó la Iglesia.
Además, resulta extraño que, después de la muerte de Jesús, Pe-
dro no aparezca como el jefe de la primera comunidad de cristia-
nos. Esta posición fue más bien ocupada por Santiago, el hermano
de Jesús. Aunque está claro que Pedro fue uno de los discípulos
más cercanos de Jesús, y Pablo en sus cartas reconoce a Pedro co-
mo uno de los pilares de la comunidad junto a Juan y Santiago
(Gálatas 2,9), parece bastante evidente que Santiago era el jefe in-
discutible. En una dramática escena que Pablo narra en Gálatas
2,11-14, Pedro parece que estaba dispuesto a comer con los gen-
tiles de Antioquía, pero cuando llegaron delegados de Santiago in-
mediatamente se negó a seguir comiendo con ellos. Es fácil inferir
que quien verdaderamente estaba al mando era Santiago, y que Pe-
dro, dubitativo, accedió a comer con los gentiles, pero que cuan-
do llegaron los delegados de su jefe se negó a seguir comiendo con
los gentiles pues sabía que a Santiago no le agradaría.
En todo caso, si la escena narrada por Mateo no es enteramen-
te ficticia, tampoco es necesario admitir que ahí Jesús está fun-

138
dando la Iglesia en el sentido que lo entendemos hoy. La palabra
griega que se usa en el texto es ekklesia, que sencillamente signifi-
ca asamblea. Es un conjunto de personas que se reúne para cum-
plir algún propósito. Esta misma palabra, ekklesia, se utiliza en
Mateo 18,17. El sentido que en ese pasaje se la da es claramente
de comunidad y no de una gran institución burocrática como el
Vaticano. La Biblia de Jerusalén traduce así Mateo 18,17: “Si les
desoye a ellos, díselo a la comunidad. Y si hasta a la comunidad
desoye, sea para ti como el gentil y el publicano”. Utiliza la pala-
bra comunidad, no la palabra Iglesia.
Del mismo modo, cuando Jesús funda la ekklesia en Mateo
16,18, podría interpretarse que sólo está fundando una comuni-
dad especial de seguidores, pero de ninguna manera una nueva re-
ligión con toda una estructura burocrática. Como veremos, una
parte sustancial del mensaje de Jesús es el inminente fin del mun-
do, y bajo este concepto es muy difícil pensar que tenía en mente
la fundación de una Iglesia que perdurara más de 2000 años.
Jesús reunió a un grupo de seguidores y les encomendó misio-
nes para predicar en distintas ciudades. No sólo lo hizo con los 12
apóstoles sino también con un grupo de 72 (Lucas 10,1). Pero es-
tas misiones eran de corto plazo y consistían en predicar la inmi-
nente llegada del Reino de Dios: en otras palabras, un mensaje
apocalíptico. Y cuando encomienda estas misiones, Jesús tiene la
expectativa de que sus discípulos ni siquiera tengan tiempo de re-
correr todas las ciudades pues el fin está cerca: “Cuando os persigan
en una ciudad huid a otra, y si también en esta os persiguen, mar-
chaos a otra. Yo os aseguro: no acabaréis de recorrer las ciudades de
Israel antes de que venga el Hijo del Hombre” (Mateo 10,23).
Jesús desde luego tenía la idea de que él estaría al frente de una
comunidad, de una asamblea. Pero esta asamblea estaría enmarca-
da dentro del propio judaísmo, con los símbolos propios de la re-
ligión judía, y bajo ningún concepto como una institución religiosa
aparte: “Yo os aseguro que vosotros que me habéis seguido, en la
regeneración, cuando el Hijo del Hombre se siente en su trono de
gloria, os sentaréis también vosotros en 12 tronos, para juzgar a las
12 tribus de Israel” (Mateo 19,28).

139
¿Extendió su mensaje
a los gentiles?

El cristianismo es una religión universal. A diferencia de otras re-


ligiones, no está asociada a ningún grupo étnico y cualquier per-
sona, de cualquier origen, puede convertirse en cristiano. En este
sentido, cabe admitir que, en buena medida, el cristianismo ha si-
do un antídoto a los movimientos nacionalistas que tanto daño
han hecho a la humanidad. En la medida en que los apologetas del
cristianismo asumen que Jesús es el fundador de esta religión, sos-
tienen que Jesús estuvo muy lejos de ser un nacionalista, que su
mensaje fue universalista y que extendió su misión a los gentiles.
Esto es falso. Recordemos que la forma en que el cristianismo
se abrió a los gentiles fue progresiva y compleja, pero seguramen-
te el gran artífice de este proceso fue Pablo. El movimiento origi-
nal de seguidores de Jesús era puramente judío, al punto de que
seguían yendo al Templo (Hechos 2,46). En las ciudades griegas
Pablo fue formando comunidades de cristianos gentiles y así fue
creando una nueva rama desvinculada del judaísmo, que al final
vino a prevalecer por varias contingencias históricas. Pero hay que
insistir en que el movimiento de Jesús fue ante todo judío y na-
cionalista; no tuvo interés en los gentiles.
Por supuesto, algunos pasajes perfilan un Jesús abierto a los gen-
tiles. Pero recordemos que los evangelios fueron escritos bajo la in-
fluencia paulina, y que estos pasajes de apertura a los gentiles
seguramente no se remontan al Jesús histórico sino que son aña-
didos de los evangelistas. Como sabemos que los evangelistas te-
nían la intención de dirigir su mensaje a los gentiles, los pasajes en
los que Jesús se muestra con una faz nacionalista e incluso xenó-
foba tuvieron que causarles mucha dificultad; luego son históricos,
pues los evangelistas no habrían inventado pasajes que les causa-
ran vergüenza.
Hay varios pasajes de los evangelios en los cuales los gentiles se
presentan con simpatía y Jesús parece tener muy buenas relaciones
con ellos. Los Magos acuden a adorar a Jesús (Mateo 2); un cen-
turión romano le pide que cure a su criado, Jesús accede a esta pe-

140
tición y además queda admirado por la fe del centurión (Mateo 8,
5-10); Pilato es reticente a ejecutar a Jesús y sólo lo hace bajo la
presión del pueblo judío (Marcos 15,1-15); tras la muerte de Je-
sús ocurren unos prodigios y un centurión romano admite que Je-
sús es el Hijo de Dios (Marcos 15,39).
Todos estos pasajes son de dudosa historicidad. Ya hemos visto
que la existencia de los Magos es muy improbable. Quizás la his-
toria de la fe del centurión sea la que mayor plausibilidad tenga
(pues procede de la fuente Q) pero, aún así, resulta bastante ex-
traño que Jesús, un hombre que buscaba la liberación de Israel y
consideraba a los romanos un poder invasor, se manifestase de esa
manera sobre un centurión romano. La historia sobre el otro cen-
turión es claramente ficticia, pues está enmarcada en el momento
de la crucifixión (no había testigos oculares pues los discípulos ha-
bían huido) y está adornada con fenómenos sobrenaturales, como
la rasgadura de la cortina del Templo.
El mismo Jesús, en su discurso de despedida, exhorta a los dis-
cípulos de esta manera: “Id, pues, y haced discípulos a todas las
gentes, bautizándolas en el nombre del Padre y del Hijo y del Es-
píritu Santo, y enseñándoles a guardar todo los que yo os he man-
dado” (Mateo 28,19). Pero esta frase es pronunciada por un Jesús
ya resucitado, de forma que su historicidad es muy sospechosa. De
nuevo, es más bien probable que sea un añadido posterior del evan-
gelista, influido por la idea paulina de extender el cristianismo a
los gentiles.
Hay, en cambio, otros pasajes que muestran a Jesús en una fa-
ceta nacionalista (y según el criterio de vergüenza, debemos con-
siderarlos históricos). En algunas ocasiones, Jesús abandona el
territorio judío y tiene cierta interacción con los gentiles en terri-
torios foráneos. Pero, con bastante seguridad, esto no se debe a un
interés intrínseco por extender su mensaje a todas las gentes; antes
bien, la incursión en territorios extranjeros es sencillamente debi-
da a que Jesús escapaba de quienes buscaban perjudicarlo y así se
lo advertían algunos amigos (Lucas 13,31).
En una de las ocasiones en que Jesús entra en territorio no ju-
dío, no se muestra nada amigables con ellos. Una mujer sirofeni-

141
cia le pide que cure a su hija endemoniada, y Jesús le responde du-
ramente: “Espera que primero se sacien los hijos, pues no está bien
tomar el pan de los hijos y echárselo a los perrillos” (Marcos 7,27).
Es decir, Jesús considera que, antes de ayudar a los gentiles, él de-
be ayudar a los judíos; y al pronunciar esto, Jesús llama despecti-
vamente “perrillos” a los gentiles. Sólo ante la insistencia de la mujer,
Jesús accede a curar a su hija, pero a distancia, del mismo modo
en que supuestamente curó al criado del centurión. ¿Por qué cura
a distancia? Porque Jesús considera tan impuros a los gentiles que
no está dispuesto a entrar en sus casas.
De hecho, Jesús es bastante explícito al postular que su mensa-
je está dirigido sólo a los judíos. Así dice a sus discípulos: “No to-
méis camino de gentiles ni entréis en ciudad de samaritanos, dirigíos
más bien a las ovejas perdidas de la casa de Israel” (Mateo 10,5-6).
Luego de la versión de Mateo de la escena de la mujer sirofenicia,
Jesús reitera su nacionalismo con palabras similares (Mateo 15,24).
En Jerusalén, unos griegos (que, al parecer, adoraban a un Dios
único y tenían cierta aproximación con el judaísmo) piden hablar
con Jesús, pero este no los recibe (Juan 12,20), probablemente por-
que no son judíos.
Además, claramente, considera que los gentiles tienen conduc-
tas reprochables: “Y, al orar, no charléis mucho, como los gentiles,
que se figuran que por su palabrería van a ser escuchados” (Mateo
6,7). Y enseña a sus discípulos que si tras varios esfuerzos no se lo-
gra una reconciliación con una persona, se le considere como a los
gentiles y publicanos (Mateo 18,15-17), es decir, como una im-
pura y despreciable.
La relación con los samaritanos es más compleja. Estos eran un
grupo étnica y religiosamente emparentado con los judíos, y ale-
gaban ser descendientes de las tribus de Efraím y Manasés, origi-
narias del Reino del Norte. Practicaban una religión parecida al
judaísmo, pero no rendían culto en el Templo de Jerusalén, pues
decían que el Templo debía ubicarse en el monte Garizim. En tiem-
pos de Jesús, los samaritanos no eran considerados propiamente
gentiles, pero aún así eran vistos como extranjeros por los judíos
y el celo nacionalista muchas veces se dirigía contra ellos.

142
No obstante, en algunas ocasiones, Jesús pareció tener cierta
amabilidad con ellos. Por ejemplo, Jesús cura a diez leprosos or-
denándoles ir a presentarse al sacerdote, pero sólo uno regresó a
agradecérselo. El leproso que regresó era samaritano, y Jesús elogia
al samaritano y reprocha a los otros leprosos que, al parecer, son
judíos: “¿No quedaron limpios los diez? Los otros nueve, ¿dónde
están? ¿No ha habido quien volviera a dar gloria a Dios, sino este
extranjero?” (Lucas 17,18).
Además, Jesús cuenta la célebre parábola del samaritano, en la
cual un hombre herido es ignorado por los que transitan cerca pe-
ro un samaritano se apiada de él (Lucas 10,29-37). Esta parábola
podría proceder originalmente de Jesús, pero no está del todo cla-
ro que sea una extensión de su mensaje a los samaritanos y genti-
les. Jesús la utiliza más bien como una forma retórica para enseñar
el amor general y una forma de ampliarlo más allá del pequeño cír-
culo de vecinos.
El evangelio de Juan narra también un encuentro de Jesús con
una mujer samaritana en un pozo (Juan 4,1-39). Jesús pide agua
a la mujer y esta queda sorprendida de que Jesús, un judío, hable
con ella. Jesús hace un prodigio (le dice cosas sobre ella que por
medios normales no ha podido sabido), la mujer proclama este he-
cho en su ciudad y los samaritanos dan la bienvenida a Jesús.
Pero esta historia es claramente legendaria. Como es típico del
evangelio de Juan, Jesús pronuncia una serie de discursos con una
teología muy elaborada (“el que beba del agua que yo le dé, no ten-
drá sed jamás, sino que el agua que yo le dé, se convertirá en él en
fuente de agua que brota para la vida eterna”; véase Juan 4,14), pa-
labras que, claramente, el Jesús histórico no pudo decir.
Las expectativas de Jesús eran claramente nacionalistas: Dios
irrumpiría en la historia para instaurar su Reino, los opresores ex-
tranjeros serían exterminados, Israel sería liberada, Jesús goberna-
ría y sus 12 discípulos se sentarían en tronos para juzgar a las 12
tribus de Israel. Los gentiles no están incluidos en esta fantasía. A
lo sumo, tendrán un papel secundario. Para el gran festín que for-
ma parte del Reino, “vendrán muchos de oriente y occidente y se
pondrán a la mesa con Abraham, Isaac y Jacob en el reino de los

143
Abrahán o Abraham o cómo?

cielos” (Mateo 8,11). Habrá gentiles de oriente y occidente en el


Reino, pero siempre en perfil secundario frente a los patriarcas de
Israel.
Jesús se muestra así con una faz etnocentrista. Dios ratifica su
alianza con Israel como pueblo elegido. Los gentiles pueden parti-
cipar en el Reino, pero sólo en una posición subordinada, como
los mismos profetas del Antiguo Testamento anunciaron (Isaías
49,5-7, 56,1-8, 60,10-14, 66,18-2; y Miqueas 4,2). Por supuesto,
la nación que no se doblegue ante Dios soportará un tremendo cas-
tigo.

¿Fueron los fariseos enemigos


acérrimos de Jesús?

También aparece recurrentemente entre los apologetas cristianos


el argumento de que Jesús tuvo enormes disputas con los fariseos.
Y en tanto estos eran uno de los principales grupos religiosos de la
época y promovían un celoso cumplimiento de la Ley de Moisés,
el hecho de que Jesús discutiera con ellos es evidencia de que bus-
caba separarse del judaísmo y formar una nueva religión. La ene-
mistad con los fariseos es, implícitamente, una enemistad con el
judaísmo.
Ciertamente, en los evangelios hay agrios desencuentros entre
Jesús y los fariseos. Los fariseos le reprochan violar el sábado (Mar-
cos 2,24), traman con los herodianos para matar a Jesús (Marcos
3,6), le reprochan no lavarse las manos antes de comer (Marcos
7,1-3), le piden signos milagrosos y le hacen preguntas truculen-
tas para ponerlo a prueba (Marcos 8,11, 10,2, 12,13), le acusan de
expulsar demonios con el poder del príncipe de los demonios y
Belcebú (Mateo 9,34, 12,24), le reprochan comer con pecadores
(Lucas 5,30, 15,2), intentan detenerle (Juan 7,32), disputan la
identidad de Jesús (Juan 8,13) y dan orden de detenerlo (Juan 11,
57). Jesús, por su parte, denuncia la hipocresía de los fariseos (Ma-
teo 23,1-12), les lanza siete maldiciones (23,13-32) y cuenta una
parábola en la cual los fariseos son representados como vanidosos

144
que dan gracias a Dios por no ser como los otros hombres (Lucas
18,9-14).
Pero hay muchos motivos para dudar de todo esto. Aunque hu-
bo disputas con los fariseos, parece bastante claro que estos no tu-
vieron ninguna participación en la muerte de Jesús. Juan 11,47
dice que los fariseos, junto a los sumos sacerdotes, organizaron un
consejo en el cual se decidió previamente la muerte de Jesús. Pero
hay dudas sobre la historicidad de esta escena. Sólo aparece en Juan,
el más tardío de los evangelios, y está cargado con ideas teológicas
que perfilan a Jesús como una víctima que ha de morir por la hu-
manidad. El mismo Caifás dice en la escena: “Conviene que mue-
ra uno solo por el pueblo y no que perezca toda la nación” (Juan
11,50). En los evangelios sinópticos, los fariseos no tienen ningu-
na responsabilidad en la muerte de Jesús; de hecho, cuando Jesús
predice su propia muerte, anuncia que participarán los ancianos,
los sumos sacerdotes y los escribas (Marcos 8,31), y en el momen-
to del prendimiento de Jesús están presentes ancianos, sumos sa-
cerdotes y escribas (Marcos 14,43). Los fariseos no aparecen por
ningún lado.
De hecho, en alguna ocasión, los fariseos más bien salvan a Je-
sús (Lucas 13,31). Y se narran varias ocasiones en las cuales Jesús
tiene encuentros muy amigables con ellos. Los fariseos invitan a
comer a Jesús (Lucas 7,36, 11,37, 14:1), y en el mundo antiguo
la invitación a comer era muestra de sumo respeto y afecto, de for-
ma que estas escenas hacen muy improbable que hubiera una ene-
mistad profunda entre Jesús y los fariseos. Los fariseos escuchan
con atención la prédica de Jesús (Lucas 5,17), a diferencia, por
ejemplo, de su propia familia, quien aparentemente lo considera-
ba un loco (Marcos 3,21). Incluso se dice que Nicodemo, un fari-
seo, vino a admirarlo (Juan 3,1-2).
Las disputas con los fariseos parecen más bien querellas que sue-
len ocurrir en el seno de los miembros de un mismo grupo. Entre
comunistas hay disputas, y un trotskista puede acusar a un maoís-
ta de ciertas cosas, y si la discusión alcanza niveles altos de sensi-
bilidad puede usarse un lenguaje apabullante. Pero al final el
trotskista y el maoísta llegarán a la conclusión de que ambos son

145
comunistas y de que hay entre ellos mucha más cercanía que con,
por ejemplo, un capitalista liberal.
Pues bien, las disputas entre Jesús y los fariseos son propias de
judíos que discuten entre sí por detalles sobre la interpretación de
la Ley de Moisés y la tradición oral, pero que están de acuerdo en
lo básico. Las maldiciones que Jesús les lanza en Mateo 23 van di-
rigidas contra la hipocresía de los fariseos al no cumplir lo que pre-
dican, pero no propiamente contra su mensaje. De hecho, el mismo
Jesús así lo aclara: “En la cátedra de Moisés se han sentado los es-
cribas y los fariseos. Haced, pues, y observad todo lo que os digan,
pero no imitéis su conducta, porque dicen y no hacen” (Mateo
23,3).
De todos los grupos religiosos del judaísmo del siglo I, los fari-
seos son el grupo al cual más se parece Jesús. Si los fariseos no hu-
biesen considerado a Jesús como uno de los suyos o, al menos,
alguien con quien tuviesen cercanía, no habrían siquiera entrado
en disputas con él. Algunos comentaristas han llegado al extremo
de decir que Jesús era un fariseo (igual que el propio Pablo, según
su confesión en Filipenses 3,5), quizá heterodoxo. Esto segura-
mente es demasiado pues, a diferencia de los fariseos, Jesús busca-
ba asociarse con gente impura (algo que los fariseos evitaban
celosamente), pero en términos generales Jesús era cercano a los fa-
riseos en su consideración de la ley oral como reforzamiento de la
original Ley de Moisés, así como la aceptación de elementos reli-
giosos que la facción de los saduceos rechazaba (la inmortalidad,
el Juicio Final, la existencia de los ángeles, etc.).
Si Jesús no era propiamente un fariseo, al menos podemos te-
ner algún grado mayor de seguridad de que debió recibir alguna
formación rabínica durante su infancia en Galilea. En sus dispu-
tas, Jesús parece conocer relativamente bien las escrituras judías, y
se vale de ellas para construir su retórica y armarse en el debate. Al-
gunos historiadores han negado que Jesús supiera leer y escribir,
pues la tasa de alfabetismo en el Imperio romano no superaba el
15% y debía ser más baja aún en Galilea. Si Jesús era analfabeto,
la forma en que acude a episodios y pasajes de las escrituras judías
debe ser más bien una invención posterior de los evangelistas. Pe-

146
ro parece más probable que Jesús sí sabía leer y escribir y que tenía
una formación rabínica básica. De otro modo, no se explicaría por
qué varios grupos lo llaman rabbi o maestro (Marcos 9,5, 10,51,
11,21, Mateo 8,19, Lucas 3,12, Juan 1,35-38, 3,1-2).
Así pues, los enfrentamientos con los fariseos han sido exagera-
dos en los evangelios. Seguramente esta exageración es más bien
un reflejo de las circunstancias en las cuales se escribieron. Recor-
demos que los evangelios se escribieron bajo influencia paulina, a
medida que empezaba la ruptura entre cristianos y judíos. Y tras
la destrucción de Jerusalén, el grupo judío que sobrevivió y se en-
cargó de reorganizar el judaísmo fue el de los fariseos (de hecho, el
judaísmo rabínico, el actual, es descendiente de los fariseos). Así
pues, en aquel momento los fariseos aparecían como los antago-
nistas del movimiento cristiano, y este antagonismo se proyectó en
los evangelios.
En el evangelio de Juan, el más tardío de todos, Jesús ya no se
enfrenta específicamente con los fariseos, sino con “los judíos”, de-
jando entrever que el enfrentamiento ya no es con una facción re-
ligiosa sino con todo un pueblo, y que Jesús claramente se separa
de ellos (Juan 2,18, 6,41, 7,35, 8,22, 8,48, 11,8, 11,36, 18,38,
19,20). Por supuesto, cabe inferir que se trata de adornos poste-
riores, con la clara intención de separar a Jesús de sus raíces judí-
as. El hecho de que los textos más antiguos incluyan muchos pasajes
en los cuales Jesús es un judío puro y duro, y mantenga relaciones
amistosas con los fariseos, es señal de que su ministerio estuvo en-
marcado en el contexto religioso de su época y que nunca preten-
dió romper con el judaísmo.

¿Anunció el inminente fin del mundo?

La predicación de Jesús da la impresión de ser muy variada pero


en realidad es bastante monolítica. Hay un tema que subyace a ca-
si todo lo que dijo: el anuncio de la llegada del Reino de Dios. Pa-
ra comprender esto debemos ubicarnos en el contexto. La
expectativa apocalíptica que había empezado en la época de los ma-

147
cabeos frente al poder seléucida no hizo más que ampliarse frente
al poder romano. Los judíos, frustrados por ser oprimidos por po-
deres extranjeros, depositaban su esperanza en la intervención
abrupta de Dios para librar una batalla cósmica contra las fuerzas
del mal. Los representantes del diablo serían vencidos y el mundo
llegaría a su fin en medio de cataclismos para abrir paso a una nue-
va etapa idílica.
Pero precisamente la esperanza se mantenía con un sentido de
inminencia. Aquellas expectativas no estaban depositadas en un
futuro lejano sino en tiempos muy próximos, tal vez en cuestión
de semanas. El mensaje de Jesús se ubica en este contexto. Fue a
todas luces un predicador apocalíptico, como su maestro Juan el
Bautista. Creía firmemente en la fantasía religiosa de que, casi en
un estilo hollywoodense repleto de efectos especiales, bajaría mon-
tado sobre las nubes una misteriosa figura, el Hijo del Hombre,
habría cataclismos, aparecerían legiones de ángeles y se desarrolla-
ría una batalla en la cual, finalmente, saldrían ganando quienes es-
taban a su lado. Luego vendría una etapa en la que él mismo sería
rey (algo así como la fantasía de Sancho Panza de ser gobernador
de una ínsula) y los males del mundo desaparecerían.
Hay muchísimos pasajes en los evangelios en los cuales queda
testimoniada toda esa fantasía de Jesús y, sobre todo, su sentido de
inminencia. Algunas de sus parábolas se refieren a este asunto. Un
hombre deja su casa y da órdenes a sus siervos; estos deben estar
siempre atentos pues en cualquier momento puede regresar el se-
ñor; de la misma forma, hay que estar preparados para la llegada
del Reino en cualquier instante (Marcos 13,33-37). Unas vírgenes
esperaban a su novio pero no llevaron aceite en sus lámparas, y
cuando llegó el novio no tenían aceite para salir a su encuentro;
igualmente, el Reino puede llegar en cualquier momento (Mateo
25,1-13). Asimismo Jesús dice de forma explícita: “El tiempo se
ha cumplido, y el Reino de Dios está cerca; convertíos y creed en
la Buena Nueva” (Marcos 1,15).
Jesús no ofrece aclaraciones sobre cómo será el Reino, pero bá-
sicamente tiene dos facetas. Para los derrotados habrá terribles cas-
tigos y suplicios. Para los salvados será similar a una gran fiesta, con

148
mucha comida. No se trata, en modo alguno, de las escenas ma-
jestuosas que representaban los trípticos renacentistas, con los sal-
vados entrando a una catedral entonando alabanzas. Tampoco es
un reino espiritual o una escena sobre nubes. Se trata más bien de
una realidad terrenal con goces mundanos (aunque parece que sin
sexo; véase Marcos 12,25): se recibirá el ciento por uno (Marcos
10,19-30) y habrá un gran banquete (Mateo 8,11 y 22,1-14). De
hecho, en vista de que el Reino ya viene y habrá una gran prospe-
ridad, no es necesario preocuparse por las labores diarias: “No an-
déis preocupados por vuestra vida, qué comeréis, ni por vuestro
cuerpo, con qué os vestiréis [...], fijaos en los cuervos: ni siembran
ni cosechan, no tienen bodega ni granero, pero Dios los alimenta
[...]. Fijaos en los lirios, cómo ni hilan ni tejen [...]. Así pues, vos-
otros no andéis buscando qué comer ni qué beber, y no estéis in-
quietos” (Lucas 12,22-29).
Pero Jesús enseñaba que, antes de la llegada de toda esta felici-
dad, habría terribles acontecimientos. Pues, naturalmente, en el
momento de su predicación, Israel seguía siendo oprimido por los
extranjeros y el mal seguía presente. Para que llegara la nueva eta-
pa de dicha y prosperidad, era necesario aniquilar las fuerzas del
mal y eso tendría que ocurrir en medio de grandes catástrofes. Así,
el discurso que Jesús pronuncia en Marcos 13 presenta terribles
imágenes de sucesos apabullantes. El Templo será destruido (13,
1), habrá guerras (13,7), terremotos y hambre (13,8), azotes (13,9),
fratricidios, filicidios y parricidios (13,12), una tribulación (13,
19), el Sol se oscurecerá, la Luna no dará resplandor (13,24) y las
estrellas caerán del cielo (13,25). Todo esto, según creía Jesús, su-
cedería muy pronto. De hecho, él mismo lo presenciaría: “Yo os
aseguro que no pasará esta generación hasta que todo esto suceda”
(Marcos 13,30); “Yo os aseguro que entre los aquí presentes hay
algunos que no gustarán la muerte hasta que vean venir con poder
el Reino de Dios” (Marcos 9,1).
A nuestros ojos modernos, todo esto resulta una inmensa fan-
tasía hasta el punto de parecer un delirio. Hoy quien se invente his-
torias sobre invasiones extraterrestres, batallas intergalácticas y la
posterior instauración de un imperio con fiestas será remitido in-

149
mediatamente a un psiquiatra. En efecto, en el siglo XIX hubo una
gran ola racionalista que pretendió imponer sobre Jesús algún diag-
nóstico de patología psiquiátrica, pero debemos tener cuidado. Karl
Jaspers señaló prudentemente que, para que una creencia sea con-
siderada propiamente un delirio, debe estar completamente divor-
ciada de su contexto cultural. No es el caso de Jesús. Su propio
maestro, Juan el Bautista, enseñaba cosas muy parecidas y todo su
entorno tenía una gran expectativa apocalíptica. Más aún, el he-
cho de que Jesús apenas no presente detalles de cómo será el Rei-
no es prueba de que presuponía que su público sabía a qué se estaba
refiriendo y en este sentido era algo bastante común en la expec-
tativa popular. Jesús pudo haber tenido una gran fantasía, pero no
estaba loco.
Ahora bien, el hecho de que anunciara la llegada de sucesos gran-
diosos, incluso antes de que pasara su propia generación, creó tre-
mendos problemas a sus seguidores. A todas luces, lo que Jesús
anunció no se cumplió. Fue un predicador apocalíptico fallido, co-
mo tantos otros que, en los últimos 20 siglos, han anunciado el fin
del mundo sólo para sentirse decepcionados al descubrir que todo
sigue igual. Este es quizá el problema más grande al que tiene que
enfrentarse el cristianismo: un hombre al que se proclama como
Dios (por tanto, omnisciente) hace predicciones (bastante pun-
tuales) que no se cumplen. En otras palabras, Jesús se equivocó.
Algunos apologetas del cristianismo han tratado de evadir este
problema sosteniendo que Jesús no anunció el fin del mundo in-
minente. Alegan que las profecías sobre catástrofes que hizo Jesús
sí se cumplieron, pues en el año 70 Jerusalén fue destruida por los
romanos y su Templo fue arrasado (tal como advirtió Jesús que
ocurriría). Este es un recurso ingenioso, pero fallido. Jesús no se li-
mita a hablar de las catástrofes militares de aquel asedio. Habla
también, en típica clave apocalíptica (afín no a una película bélica
sino más bien de fantasía), de la venida del Hijo del Hombre en-
tre nubes (Marcos 13,26), entre otras cosas raras. En la predica-
ción de Jesús todo viene en un solo paquete. El asedio al Templo
ocurrirá al mismo tiempo que el colapso de las estrellas y todo su-
cederá antes del fin de esa generación.

150
Otros apologetas han dicho que cuando Jesús habla de “esta ge-
neración” no se refiere a sus oyentes sino a la generación que vivi-
rá todo eso. Pero esto es muy dudoso. La prédica apocalíptica de
Jesús es típica de muchos otros personajes de su época y en todo
ello hay un fuerte sentido de inminencia. El filólogo Antonio Pi-
ñero asegura incluso que, gramaticalmente, el uso del adjetivo esta
en ese contexto denota claramente a la propia audiencia.
Los teólogos liberales (los que no se toman todo lo de los evan-
gelios al pie de la letra pero pretenden aún así rescatar el mensaje
cristiano) suelen tratar de disimular el fracaso de los anuncios de
Jesús sosteniendo una de estas dos alternativas: 1) todo es una gran
metáfora; 2) Jesús no dijo eso, esas palabras proceden en realidad
de sus discípulos.
La primera alternativa es defendida principalmente por N. T.
Wright. Según esta tesis, Jesús hablaba en parábolas y cometemos
un error al interpretar literalmente algo que, originalmente, era
una metáfora de la llegada espiritual del Reino de Dios a través del
mensaje de amor de Jesús. Esto es bastante difícil de aceptar. Mu-
chos otros predicadores apocalípticos de la época y ligeramente
posteriores, incluido el mismo Pablo, tenían la expectativa de que
todas esas cosas ocurrirían literalmente, y de ahí la urgencia en di-
fundir el mensaje (sobre todo en el caso de Pablo). El error lo co-
mete más bien Wright, al pretender presentar a una especie de poeta
alegórico al estilo de Platón en el contexto marcadamente apoca-
líptico de la Palestina del siglo I.
La segunda alternativa es defendida por los miembros del Jesus
Seminar, una institución norteamericana dedicada al estudio del
Jesús histórico. Según su teoría, Jesús habría sido un maestro cíni-
co itinerante, más interesado en mensajitos cortos y sencillos que
tienen que ver con la ética y ciertos comentarios políticos. A jui-
cio de estos autores, el evangelio de Tomás es bastante antiguo, y
como ese evangelio está desprovisto de contenido apocalíptico ca-
be sospechar que el mensaje original de Jesús no era apocalíptico.
Y que el discurso del Monte de los Olivos y otras prédicas pareci-
das fue añadido posteriormente por los seguidores, quienes sí te-
nían expectativas apocalípticas.

151
Esta alternativa es más plausible pero sigue sin ser muy convin-
cente. Los especialistas siguen discutiendo de qué época procede
el evangelio de Tomás, pero la mayoría se inclina hacia el siglo II
debido a su extenso contenido de ideas gnósticas, las cuales sabe-
mos que aparecieron por aquella época.
Además, ¿por qué Jesús, habiendo sido bautizado por un pre-
dicador apocalíptico, y vivido una época de profunda angustia so-
cial y expectativa de liberación, habría estado inmune a esta
cosmovisión apocalíptica? Estos autores dicen que el hecho de que
Jesús busque alejarse de Juan el Bautista (diciendo que en el Reino
todos son más grandes que Juan o que el Hijo del Hombre es glo-
tón mientras Juan es asceta) es prueba de que busca alejarse de su
mensaje. Pero esto no está tan claro. Antes de Jesús hubo predica-
dores apocalípticos, durante su vida también y continuó habién-
dolos después de su muerte. ¿Cómo Jesús pudo ser la excepción?
Los dichos apocalípticos de Jesús, entre los cuales se predice erró-
neamente el fin del mundo, han de ser auténticos pues presentan
una tremenda dificultad y producen vergüenza a los evangelistas.
Estos no habrían inventado que Jesús anunció erróneamente la lle-
gada del apocalipsis.

¿Era el Reino de Dios una realidad


espiritual ya presente?

Otra forma que los apologetas tienen de enfrentar este problema


es señalar que, cuando Jesús habla del Reino de Dios, en realidad
no hace referencia a una realidad material que está por venir en el
futuro inmediato, sino que se refiere a algo espiritual que ya está
en cada uno de nosotros. El Reino de Dios no es un gran gobier-
no de dicha y prosperidad material precedido por grandes catás-
trofes sino, más bien, una forma de vivir, un cambio de vida en
nuestros corazones. Algunas sectas fundamentalistas cristianas siguen
sosteniendo que ese Reino es una realidad material futura, pero la
mayoría de las Iglesias, incluida la católica, suelen presentar más
bien el Reino de Dios bajo esta interpretación espiritual.

152
El fundamento de esta interpretación está en Lucas, 17,20-21:
“Habiéndole preguntado los fariseos cuándo llegaría el Reino de
Dios, les respondió: ‘La venida del Reino de Dios no se producirá
aparatosamente, ni se dirá ‘vedlo aquí o allá’, porque, mirad, el Rei-
no de Dios ya está entre vosotros’”. Pero hay serias dudas de que
este pasaje sea auténtico. Contradice los otros pasajes ya citados,
en los cuales Jesús anuncia que el Reino está por venir y se habla
de ello en tiempo futuro. Este pasaje está sólo en Lucas. Marcos,
el evangelio más antiguo, no tiene pasajes en los que se defina al
Reino de Dios como una realidad ya presente. Lo más probable es
que, ante el obvio problema que se presentaba a raíz del anuncio
no cumplido de Jesús, el autor de Lucas buscó solucionarlo modi-
ficando la naturaleza del mensaje apocalíptico.
Hay algunos otros pasajes en los que, de forma no tan clara, po-
dría defenderse la idea del Reino como una realidad ya presente.
Dice Jesús en Mateo 13,16: “¡Pero dichosos vuestros ojos, porque
ven, y vuestros oídos, porque oyen! Pues os aseguro que muchos
profetas y justos desearon ver lo que vosotros veis, pero no lo vie-
ron, y oír lo que vosotros oís, pero no lo oyeron”. En otras pala-
bras, el Reino ya ha llegado y el público de Jesús lo contempla. Al
pronunciarse sobre la batalla entre Dios y Satanás, Jesús no anun-
cia que será futura (al estilo apocalíptico), sino más bien que ya es
pasada: “Yo veía a Satanás caer del cielo como un rayo” (Lucas
10,18). También este pasaje ha sido frecuentemente invocado pa-
ra sustentar la idea de que el Reino ya ha llegado: “Pero, si por el
dedo de Dios expulso yo los demonios, es que ha llegado a voso-
tros el Reino de Dios” (Lucas 11,21).
Pero la forma correcta de interpretar estos pasajes es que, si el
Reino ya es una realidad presente, apenas es algo incipiente y to-
davía queda mucho por venir. De hecho, de este modo interpre-
tó Pablo la resurrección de Jesús: habría sido la primicia de los que
ya murieron (I Corintios 15,20), es decir, un abreboca de lo que
aún está por venir. Según la concepción de Jesús, él hace prodi-
gios y muestra ya algunas señales de que el Reino está llegando,
pero todo esto es apenas el inicio. Lo sustancioso vendrá próxi-
mamente.

153
Hay algunas parábolas en las que Jesús presenta el Reino de Dios
como algo que madura, a saber, que primero muestra una fase ini-
cial pero luego se desarrolla más. El Reino es como una semilla que
va creciendo (Marcos 4,26-29); como el grano de mostaza, que se
siembra y se convierte en un árbol (Marcos 4,30-32); como la le-
vadura, que fermenta con el tiempo (Mateo 13,33). De nuevo po-
dría aceptarse la idea de que, según estas parábolas, el Reino ya está
acá. Pero sólo está acá parcialmente. Más bien narran una prepa-
ración de algo mucho más tremendo que aún no ha llegado, pero
que muy pronto lo hará.
De hecho, además de los discursos apocalípticos en los que Je-
sús claramente anuncia el inminente fin del mundo, hay otros
dichos que complementan su expectativa. La oración del padre-
nuestro, por ejemplo, manifiesta emblemáticamente la expecta-
tiva apocalíptica: “Venga tu Reino” (Mateo 6,10). Y las biena-
venturanzas, una serie de bendiciones, se pronuncian en tiempo
futuro: “Bienaventurados los que lloran, porque ellos serán con-
solados” (Mateo 5,5). De hecho, las bienaventuranzas expresan
un tema típico de la expectativa apocalíptica del siglo I: la vuelta
de la fortuna.
Ante un Israel oprimido, los predicadores apocalípticos gana-
ban audiencia anunciando que, cuando llegue el fin inminente, los
opresores serán oprimidos y los que antes sufrieron y tuvieron una
recta conducta serán reivindicados. Los últimos serán los primeros
y los primeros serán los últimos (Mateo 20,16); el que se ensalce
será humillado y el que se humille será ensalzado (Mateo 23,12).
Eso explica en buena medida por qué Jesús buscó tanta asociación
con gente marginada (prostitutas, publicanos, etc.): en su expec-
tativa apocalíptica, anticipaba que los más despreciados serían rei-
vindicados tras la llegada del Reino.

¿Predicó un Dios
exclusivamente amoroso?

Este tema de la vuelta de la fortuna es muy recurrente en la predi-

154
cación de Jesús. Y así su anuncio de la llegada del Reino es una bue-
na nueva para los salvados, pero una terrible para los condenados.
De esta manera, no todo en la prédica de Jesús es dicha y felicidad.
Hay también rechinar de dientes. Dios es amable con los suyos,
pero terrible con quienes condena. El corolario del Reino es el Jui-
cio Final.
En la imaginación de casi todos los cristianos, Jesús predicó un
mensaje de paz y amor y para ello ofreció la imagen de un Dios
compasivo y amoroso. Según esta interpretación, esa imagen de
Dios se contrapone a la del Dios iracundo, vengativo y violento
del Antiguo Testamento. Pero, en realidad, esta separación entre el
Dios violento del Antiguo Testamento y el Dios amoroso del Nue-
vo es más bien debida a Marción de Sinope, del siglo II, autor cris-
tiano frigio habitante de Roma quien, como hemos visto, buscó
terminar de separar el cristianismo de sus raíces judías, y para ello
acentuó que el Dios del Antiguo Testamento es distinto del Dios
del Nuevo: el primero es iracundo; el segundo, amoroso. Para Je-
sús, en cambio, son dos caras de una misma monedas y es senci-
llamente falso que en su predicación está ausente el Dios tremendo
y punitivo.
Hay varios pasajes que, efectivamente, hacen pensar que Jesús
pudo haber predicado a un Dios amoroso. Pero, de forma bastan-
te sectaria, Jesús deja entrever que esta faceta amable de Dios está
reservada sólo para aquellos que estén a su lado en el momento de
la llegada del Reino. A los otros, a los opresores y malvados, les es-
pera un Dios terrible. La mentalidad apocalíptica, de la cual for-
maba parte Jesús, era marcadamente dualista. No había medias tintas:
“El que no está conmigo, está contra mí” (Mateo 12,30). Jesús
era proclive a presentar un Dios muy cariñoso para quienes estu-
vieran con él, pero terrible para los que estuvieran contra él.
Para los buenos, este Dios tiene un aspecto paternal y tierno. Je-
sús lo llama abba, una palabra aramea que significa papá (Marcos
14,36). En las parábolas, se perfila mucho el Dios compasivo que
se alegra cuando los pecadores regresan a Él. Así aparece un Dios
que, siempre y cuando haya arrepentimiento, recibe con brazos
abiertos.

155
Dios es como un padre que tuvo dos hijos. Uno pidió su he-
rencia, lo gastó en prostitutas y regresó arrepentido; su padre dio
un festín pare recibirlo. El otro hijo se molestó, pero el padre le ex-
plicó que siempre será gran motivo de alegría cuando los que se
pierden regresan (Lucas 15,11-32). Dios es como un pastor que se
aparta de su rebaño de 99 ovejas para buscar a la que está perdida
(Mateo 18,12-14). También es como la mujer que pierde una mo-
neda, se esmera en buscarla y se alegra mucho cuando la encuen-
tra (Lucas 15,8-10). Otra imagen de este Dios amoroso es el
prestamista que perdona las deudas (Lucas 7,36-50) o el propieta-
rio de una viña que paga por igual a los que trabajan el día entero
y a los que lo hacen sólo una hora (Mateo 20,1-16).
Pero hay algunas parábolas que, aunque seguramente no vinie-
ron en su totalidad de boca de Jesús, pudieron haber recogido al-
guna tradición más antigua, y en esas parábolas se presenta a un
Dios terrible contra aquellos que no acepten el mensaje de Jesús.
Por ejemplo, en la parábola del banquete nupcial aparece un Dios
tremendo: un rey hizo invitaciones a un banquete nupcial, pero
los invitados no fueron y mataron a algunos emisarios del rey; es-
te se enojó, ordenó matar a quienes rechazaron la invitación y re-
cibió en el banquete a nuevos invitados (Mateo 22,1-14). Dios
también es similar a un hombre que plantó una viña y se la ar-
rrendó a unos viñadores para que la trabajaran; cuando llegó la ven-
dimia, envió a un criado para cobrar su parte pero fue asesinado
por los viñadores, Al final, el dueño de la viña irá y dará muerte a
los labradores (Marcos 12,1-9).
Otras parábolas presentan a un Dios nada amable y bastante
vengativo. Forman parte precisamente de la prédica apocalíptica
de Jesús, el anuncio del terrible Juicio Final. Dios es como un pas-
tor que separa a las cabras de las ovejas en su rebaño y a los que es-
tán a su izquierda los condena al fuego eterno (Mateo 25,31-46).
Dios es también como un señor que reparte dinero entre sus sier-
vos y, al cabo de algún tiempo, pide cuentas: quienes se esforzaron
en producir más riqueza son recompensados, pero contra el siervo
que guardó el dinero y no produjo nada se sentencia el despojo de
sus riquezas. El señor da esta sentencia final: “Y a esos enemigos

156
míos que no querían que yo reinara sobre ellos, traedlos aquí y ma-
tadlos delante de mí” (Lucas 19,27).
El Reino de Dios será como una red que recoge peces, que lue-
go se apartan en distintas cestas de peces buenos y malos. “Así su-
cederá al fin del mundo: saldrán los ángeles, separarán a los malos
de entre los justos y los echarán en el horno de fuego, allí será el
llanto y el rechinar de dientes” (Mateo 13,47-50; este dicho es pro-
bablemente auténtico, pues también está recogido de forma lige-
ramente distinta en el Evangelio de Tomás 8). La amenaza de
castigo infernal es bastante destacada en el mensaje de Jesús. Ha-
ce continua referencia al fuego de la gehena (Marcos 9,43. 9,45,
9,47, Mateo 5,22, 5,29-30, 10,28, 18,9, 23,15, 23,33, Lucas 12,5).
La gehena era un basurero que ardía a las afueras de Jerusalén, don-
de antiguamente se ofrecían sacrificios de niños (I Reyes 23,19, Je-
remías 32,35), por lo que, basándose en ese recuerdo, se asimiló a
la imagen de un sufrimiento terrible acompañado por el “rechi-
nar de dientes”, otra imagen apabullante de Jesús para asustar a
su público.

¿Era manso y tolerante?

De la misma forma en que Jesús presenta la imagen de un Dios


tremendo y violento en el Juicio Final, él mismo se presenta con
una faz iracunda y a veces violenta, corolario del nacionalismo que
expresó en su desdén por los gentiles. Existen, por supuesto, mu-
chas imágenes de un Jesús manso. Hay una bienaventuranza para
los mansos (Mateo 5,4), él mismo declara su mansedumbre (Ma-
teo 11,29) y desde muy temprano los cristianos vieron a Jesús co-
mo un Mesías sufriente que, a través de su mansedumbre, salva a
la humanidad. Pero no parece que este sea el sustrato original de
los evangelios. Hay otros pasajes en los que aparece un Jesús ira-
cundo, y según el criterio de vergüenza o dificultad debemos asu-
mir que los episodios en los que aparece con una faz menos mansa
han de ser los auténticos. Pues si los evangelistas se empeñaron tan-
to en presentar a un personaje que no causara problemas al Impe-

157
rio romano, y que estaba desvinculado de los movimientos nacio-
nalistas violentos, no habrían inventado a un personaje que es ve-
hemente en su predicación y se enoja fácilmente.
Así, por ejemplo, cuando cura a un leproso lo hace furiosamente
(Marcos 1,40-41). De hecho, en algunos manuscritos de este pa-
saje no se describe a Jesús como “encolerizado”, sino como “com-
padecido”, señal de que los copistas de épocas posteriores debieron
escandalizarse ante un Jesús furioso y alteraron el texto delibera-
damente.
También en alguna ocasión Jesús se enfureció cuando discutió
con sus adversarios (Marcos 3,44). En realidad, Jesús está muy le-
jos de ser un conversador equilibrado que escucha a los demás con
respeto y delibera racionalmente. A la manera de los fanáticos re-
ligiosos, muchas veces prefiere el insulto y el apabullamiento en su
retórica, muy por encima de la persuasión racional. Dice que quien
llame “imbécil” a su hermano será reo ante el Sanedrín (Mateo
5,22), pero él mismo no tiene reparos en llamar “raza de víboras”
a sus adversarios (Mateo 3,7, 12,34, 23,33) e insultar a Herodes
con el calificativo de “zorro” (Lucas 13,32), un animal bastante
despreciado en aquel contexto.
Al igual que en los fanáticos religiosos, hay en su predicación la
constante amenaza de que a quien no acepte su mensaje le sobre-
vendrá un destino terrible: “Y si no se os recibe ni se escuchan vues-
tras palabras, al salir de la casa o de la ciudad aquella sacudíos el
polvo de vuestros pies. Yo os aseguro: el día del Juicio habrá me-
nos rigor para la tierra de Sodoma y Gomorra que para aquella ciu-
dad” (Mateo 10,14-15). Como es sabido, según la historia del
Génesis, Sodoma y Gomorra fueron ciudades pecaminosas, arra-
sadas por el fuego y el azufre en un castigo divino. Pues bien, Je-
sús, en toda su intolerancia, advierte que a las ciudades que no
reciban a sus discípulos predicando su mensaje les irá peor que a
las desgraciadas Sodoma y Gomorra.
De hecho, Jesús reitera su amenaza contra las ciudades que no
acepten su mensaje, comparándolas nuevamente con Sodoma y
otras ciudades que antaño recibieron castigos divinos: “¡Ay de ti
Corazaín! ¡Ay de ti Betsaida! Porque si en Tiro y en Sidón se hu-

158
bieran hecho los milagros que se han hecho en vosotras, tiempo ha
que en sayal y ceniza se habrían convertido. Por eso os digo que el
día del Juicio habrá menos rigor para Tiro y Sidón que para voso-
tras. Y tú, Cafarnaún, ¿hasta el cielo te vas a encumbrar? ¡Hasta el
hades te hundirás! Porque si en Sodoma se hubieran hecho los mi-
lagros que se han hecho en ti, aún subsistiría al día de hoy. Por eso
os digo que el día del Juicio habrá menos rigor para la tierra de So-
doma que para ti” (Mateo 11,21-24).
Con todo, toda esta fantasía es puramente escatológica, es de-
cir, está reservada para el final de los tiempos. Jesús aún deja la
puerta abierta para la conversión y no parece sugerir que es el mo-
mento de la destrucción. Aunque Jesús aparece con una faz de tre-
mendo fanatismo religioso, sus discípulos más cercanos son aún
más fanáticos que él (como suele ocurrir muchas veces en dinámi-
cas de grupo con un líder fuerte, quien sabe rodearse de seguido-
res aún más vehementes que él). En un pueblo de samaritanos,
Jesús y sus seguidores son rechazados, y Santiago y Juan (llamados
“hijos del trueno”, quizá por lo vehemente de sus posiciones) le
proponen hacer una invocación para que baje fuego del cielo y con-
suma a la ciudad. No obstante, Jesús no se contagia de ese frenesí
violento y les reprende (Lucas 9,54-55).

¿Fue su predicación
estrictamente religiosa?

Los evangelistas se esforzaron en presentar a un Jesús apolítico. El


Imperio romano había vencido a los judíos y la única forma en que
la secta cristiana podía sobrevivir era buscando el favor de los ro-
manos, ahora con total control de la situación. Así pues, se inten-
tó retratar a un Jesús cuya predicación había sido estrictamente
religiosa. Y hasta el día de hoy, especialmente en las sociedades se-
cularizadas modernas, esta es la imagen de Jesús que persiste, a fin
de mantener en esferas separadas la política y la religión.
Hay, por supuesto, episodios que presentan a un Jesús apolíti-
co, que aparecen en el evangelio de Juan, el más tardío de todos y

159
el menos históricamente fiable. Este evangelio narra que, después
del milagro de la multiplicación de los panes, la gente venía a to-
marle para hacerle rey pero él huyó (Juan 6,15). Con esto se per-
fila la idea de que no tenía intereses políticos. Y en el mismo
evangelio de Juan, cuando Jesús es confrontado por Pilato, le di-
ce: “Mi Reino no es de este mundo. Si mi Reino fuese de este mun-
do, mi gente habría combatido para que no fuese entregado a los
judíos, pero mi Reino no es de aquí” (Juan 18,36). En este pasa-
je, el Reino está en otra dimensión, quizá espiritual, totalmente
desvinculado del acontecer político.
Pero hay muchos otros episodios que presentan a un Jesús cu-
yo mensaje tiene tremendas implicaciones políticas. De nuevo, se-
gún el criterio de dificultad o vergüenza, debemos asumir que el
sustrato más antiguo corresponde al retrato del Jesús con interés
político, pues en su intento por ganar el favor de los romanos los
evangelistas no habrían inventado esos episodios.
Jesús anuncia, ante todo, una teocracia. Como tantos otros fa-
náticos religiosos de todas las épocas, para él no habrá separación
entre la ley religiosa y la civil. El Reino vendrá y en él se hará cum-
plir la Ley de Moisés. Ese Reino será más afín a Arabia Saudí (una
teocracia) que a Finlandia (una democracia bastante secularizada).
No habrá libertad religiosa ni derecho a la blasfemia ni equilibrio
de poderes ni liberación de la mujer. La constitución será la Torá:
fundamentalismo puro y duro.
Jesús se imagina a sí mismo como un rey que gobernará junto
a sus 12 discípulos, sentados cada uno sobre un trono (Mateo
19,28). Su entrada triunfal en Jerusalén, sobre la cual volveremos,
es muy representativa de sus intenciones de presentarse como rey.
Y aunque no pareció estar muy seguro de su identidad como Me-
sías y parece que sólo la asumió al final de su vida, esta identidad
estaba tradicionalmente acompañada por la idea de que el Mesías
sería el liberador y rey de Israel. Si los romanos colocaron en son
de burla el letrero de “Rey de los judíos” sobre su cruz, hubo de ser
porque, efectivamente, llegó a tener alguna pretensión política.
En la fantasía apocalíptica de Jesús, el poder imperial romano
no tenía cabida. Su mensaje no trata meramente sobre una libera-

160
ción espiritual del pecado. Trata también sobre la redención me-
siánica de Israel y la expulsión definitiva del poder invasor ro-
mano.
Los apologetas que desean despolitizar a Jesús suelen invocar la
famosa escena del tributo al César como prueba de que su mensa-
je es estrictamente religioso. Dice así: “Y envían hacia él algunos
fariseos y herodianos para cazarle en alguna palabra. Vienen y le
dicen: ‘Maestro, sabemos que eres veraz y que no te importa por
nadie, porque no miras la condición de las personas, sino que en-
señas con franqueza el camino de Dios: ¿Es lícito pagar tributo al
César o no? ¿Pagamos o dejamos de pagar?’. Mas él, dándose cuen-
ta de su hipocresía, les dijo: ‘¿Por qué me tentáis? Traedme un de-
nario, que lo vea’. Se lo trajeron y les dice: ‘¿De quién es esta imagen
y la inscripción?’. Ellos le dijeron: ‘Del César’. Jesús les dijo: ‘¿Lo
del César, devolvédselo al César, y lo de Dios, a Dios’. Y se mara-
villaban de él” (Marcos 12,13-17).
La escena ocurre en Jerusalén. Problemente la ciudad está re-
pleta de soldados romanos y Jesús sabe muy bien que están aten-
tos de lo que dice. Por eso debe ser muy cuidadoso. En tanto
nacionalista, Jesús rechaza pagar el tributo al César. Pero sabe que,
si así lo proclama, será apresado de inmediato. Por tanto, con bas-
tante astucia, busca una salida: dar al César lo que es del César y a
Dios lo que es de Dios.
Antonio Piñero señala que la sentencia de Jesús es más bien una
forma camuflada de exhortar a no pagar el tributo. Dar a Dios lo
que es de Dios implica dar a Israel. El César no merece nada y, por
tanto, cuando Jesús dice que hay que dar al César lo que es del Cé-
sar, está diciendo a sus seguidores que a Roma no debe entregarse
nada.
En todo caso, otro pasaje deja bastante claro que Jesús promo-
vía deliberadamente que no se pagara el tributo a Roma. En su en-
cuentro con Pilato, Lucas dice que así le acusaban sus detractores:
“Hemos encontrado a este alborotando a nuestro pueblo, prohi-
biendo pagar tributos al César y diciendo que él es Cristo rey” (Lu-
cas 23,2). De nuevo, según el criterio de dificultad o vergüenza,
este pasaje debe ser auténtico, pues si los evangelistas querían pre-

161
sentar a un Jesús apolítico no habrían inventado esta acusación. El
mensaje de Jesús, en consecuencia, tenía implicaciones políticas y
una de ellas consistía en no pagar tributo al poder imperial romano.

¿Fue un pacifista?
Como parte del perfil del Jesús manso, también habitualmente se
le ha querido presentar como un pacifista dispuesto a amar a los
enemigos. Esto tiene su base en los evangelios. Dice en el Sermón
de la Montaña: “Habéis oído que se os dijo: ojo por ojo y diente
por diente. Pues yo os digo: no resistáis el mal; antes bien, al que
le abofetee en la mejilla derecha ofrécele también la otra; al que
quiera pleitear contigo para quitarle la túnica, déjale también el
manto; y al que te obligue a andar una milla, vete dos con él” (Ma-
teo 5,38-41). También: “Habéis oído que se dijo: amarás a tu pró-
jimo y odiarás a tu enemigo. Pues yo os digo: amad a vuestros
enemigos y rogad por los que os persigan, para que seáis hijos de
vuestro Padre celestial, que hace salir su sol sobre malos y buenos,
y llover sobre justos e injustos” (Mateo 5,43-46).
Pero hay que hacer alguna aclaración respecto al amor a los ene-
migos. La predicación de Jesús sobre el amor se remonta al Levíti-
co (como no podía ser de otra forma en un predicador que expresa
un tremendo apego a la Ley de Moisés). Su mandamiento del amor
al prójimo recapitula este otro: “No te vengarás ni guardarás ren-
cor a los hijos de tu pueblo. Amarás a tu prójimo como a ti mis-
mo” (Levítico 19,18). Hay que precisar que esto no es una
exhortación universal al amor incondicional: es más bien un amor
sectario y así lo planteó Jesús. Este plantea un amor a los enemi-
gos, pero sólo a aquellos que forman parte del pueblo de Israel, de
la misma forma en que se hace en Levítico.
Jesús exhorta a una solidaridad intranacional, no internacional.
El extranjero no es de ninguna manera un prójimo para el israeli-
ta y a él no debe estar dirigido el amor. A lo sumo, Jesús buscó ex-
tender ese amor a los samaritanos, un pueblo odiado pero cultural
y religiosamente bastante cercano a los judíos, que explica su pa-

162
rábola del buen samaritano (Lucas, 10,25-37), la cual se cuenta pa-
ra responder a un doctor de la ley que preguntaba quién ha de ser
su prójimo. Pero esta parábola no pretende decir que todos los se-
res humanos son prójimos: es sencillamente una extensión a los sa-
maritanos del amor entre los judíos.
Como cumplidor de la Ley de Moisés, Jesús debió compartir el
desprecio nacionalista hacia los extranjeros (hemos visto ya varios
ejemplos). Ciertamente, Levítico exhorta a amar al prójimo y en
algún pasaje ordena tratar al extranjero con amor (Levítico 19,34).
Pero en otros lugares de la Ley de Moisés hay un llamamiento ex-
plícito a no mostrarse compasivo con los extranjeros. Por ejemplo,
Éxodo 23,31-32: “Entregaré en tus manos a los habitantes del pa-
ís para que los arrojes de tu presencia. No pactes con ellos ni con
sus dioses”. Y en vista de las difíciles relaciones de Israel con sus ve-
cinos, es verosímil pensar que pesaban más los pasajes xenofóbos.
En el mensaje de Jesús se puede amar al enemigo, pero siempre y
cuando sea del propio grupo nacional, es decir, judío.
Hay aún otras pistas que nos hacen dudar de que Jesús fuese el
pacifista que se pretende representar. Si su mensaje tenía implica-
ciones políticas, no podía ser tan pacifista, pues tendría que en-
frentarse al opresor romano y para vencerlo tendría que usar la
violencia.
Hemos visto que Jesús tenía la expectativa apocalíptica de que
Dios intervendría abruptamente para instaurar el Reino. En esta
fantasía apocalíptica habría que esperar que Dios lo hiciera todo.
Según este esquema, no hay necesidad de usar la violencia. Pero
hay rastros que nos permiten pensar más bien lo contrario.
Uno de los discípulos de Jesús, un tal Simón, era del grupo de
los celotas (revolucionarios que pretendían expulsar a los romanos
mediante la acción violenta) (Lucas 6,15). Como hemos visto, otros
dos discípulos de Jesús, Juan y Santiago, eran llamados los “hijos del
trueno” quizá debido a su carácter violento y, por extensión, a algu-
na asociación con los celotas (estos discípulos, como hemos visto,
querían que bajara fuego para que ardiera una aldea samaritana).
Al parecer, Jesús exhorta a sus discípulos a estar armados: “El
que tenga bolsa que la tome, y lo mismo la alforja, y el que no la

163
tenga, que venda su manto y se compre una espada” (Lucas 22,36).
Jesús no descarta que su ministerio estará cargado con violencia:
“No penséis que he venido a traer paz a la tierra. No he venido a
traer paz, sino espada” (Mateo 10,34).
En torno a este asunto, probablemente el dato más relevante es
la serie de acontecimientos que se relatan durante el prendimien-
to de Jesús. Se envió a una cohorte (un destacamento de guarni-
ción romana) para arrestarle (Juan 18,3), señal de que no iba a ser
una entrega pacífica. Y, en efecto, en el prendimiento hubo un al-
boroto con violencia. Uno de los discípulos sacó una espada y cor-
tó una oreja al siervo del sumo sacerdote. En la versión de Mateo,
Lucas y Juan, Jesús reprocha al discípulo que saca la espada (se iden-
tifica con Pedro en Juan 18,10). Esto podría ser indicativo de que,
aunque algunos discípulos iban armados, Jesús mantenía un ca-
rácter pacífico y por eso los reprendió. Pero es igualmente relevante
que en Marcos, el evangelio más antiguo, se narre el incidente vio-
lento pero Jesús no reproche al discípulo sacar la espada. Esto da
pie a pensar que, originalmente, Jesús tenía inclinaciones a usar la
fuerza armada, pero a medida que los otros evangelistas trataban
de acercar el mensaje cristiano al mundo romano, trataron de mo-
derar la escena presentando a un Jesús que critica a los violentos.

¿Fue un celota?

Las indicaciones de que Jesús tuvo disposición a usar la violencia


están en los textos, pero son tenues y no nos deben llevar al extre-
mo de considerar a Jesús un celota. En fechas recientes, autores co-
mo Reza Aslan han intentado presentarlo de ese modo, como una
especie de Che Guevara del siglo I, un guerrillero que estaba dis-
puesto a organizar un ejército en aras de la liberación nacional.
Pero no debemos ir tan lejos. Hay algún ruido de sables en los
evangelios, pero no el suficiente para formarnos inequívocamente
la imagen de un Jesús celota. Es más probable que fuese un apo-
calíptico puro y duro que, aunque tenía una expectativa de libera-
ción nacional y su mensaje incluía una dimensión política, confiaba

164
en que no era necesaria la acción humana (más allá del arrepenti-
miento) pues Dios mismo se encargaría de intervenir. Jesús hace
un llamamiento a la inacción; sencillamente, hay que sentarse y es-
perar la llegada del Reino, sin necesidad de preocuparse por co-
mida, vestidos y otras cosas mundanas (Lucas 12,22-32): Dios
proveerá. Del mismo modo, podemos concluir que en el progra-
ma de Jesús para la liberación nacional de Israel no es necesario ar-
marse: Dios proveerá. Para derrotar al opresor y otros objetivos, es
más eficaz la oración que cualquier otra cosa: “Pedid y se os dará;
buscad y hallaréis; llamad y se os abrirá” (Mateo 7,7). El Imperio
romano sería derrotado en la batalla apocalíptica por ángeles, no
por guerrilleros.
Quizá la versión más fiable del prendimiento de Jesús sea la de
Mateo. Cuando el discípulo saca la espada y corta la oreja al sier-
vo del sumo sacerdote, Jesús le dice: “Vuelve tu espada a su sitio,
porque todos los que empuñen espada, a espada perecerán. ¿O
piensas que no puedo yo rogar a mi Padre, que pondría al punto
a mi disposición más de doce legiones de ángeles?” (Mateo 26,53).
Esto encaja muy bien con la imagen del Jesús apocalíptico que se
desprende de otros pasajes mencionados. La sangre del opresor se-
rá derramada, sí, pero no serán los hombres los encargados de ha-
cerlo sino el propio Dios y sus ángeles.
Aparte de la escueta exhortación de Jesús a sus discípulos para
estar armados (la cual, desde luego, podría aceptar una interpreta-
ción en sentido figurado), no parece que Jesús tuviera mucha in-
tención de organizarse militarmente. Para organizar un ejército es
necesario recaudar fondos, y Jesús exhortaba más bien a sus discí-
pulos a desprenderse de las riquezas como preparación para la lle-
gada del Reino.

¿Sigue siendo relevante


su mensaje ético?

En esta época de secularización, cada vez menos gente acepta que


Jesús es Dios. Pero, aun así, mucha gente sigue pensando que, aun-

165
que Jesús fue un mero mortal, fue un gran maestro moral y sus en-
señanzas éticas son elevadísimas. Esto es bastante cuestionable.
A inicios del siglo XX, el gran historiador Albert Schweitzer ad-
vertía que la ética de Jesús es prisionera de su contexto apocalípti-
co y que no es aplicable al siglo XX. A juicio de Schweitzer, la ética
de Jesús era de “tiempo intermedio”, es decir, estaba dirigida a la
preparación del acontecimiento apocalíptico, de la inminente lle-
gada del Reino de Dios. En vista de que los anuncios apocalípti-
cos de Jesús fueron un fracaso y el Reino no llegó, podemos con-
cluir que su mensaje ético no es relevante para nuestro tiempo.
Jesús pronunció la siguiente célebre “regla de oro” ética: “Por
tanto, todo cuanto queráis que os hagan los hombres, hacédselo
también vosotros a ellos; porque esta es la Ley y los profetas” (Ma-
teo 7,12). Ciertamente, es un consejo muy sabio y eficaz. Para po-
der mantener el orden y la cordialidad en una sociedad, una regla
elemental es no hacer a los demás lo que no deseamos que nos ha-
gan a nosotros y a la inversa, hacer a los demás lo que deseamos
que nos hagan.
Pero de ninguna manera esto es exclusivo u original de Jesús.
Muchos sistemas filosóficos y religiosos, más antiguos que el pro-
pio cristianismo, han pronunciado esa regla de oro. El confucia-
nismo expresaba ya un concepto muy similar. Y en las propias
escrituras judías estaba presente esa máxima. Tobías, 4,15 enuncia
una versión de la regla (a pesar de que, finalmente, el libro de To-
bías no llegó a formar parte del canon judío). En época de Jesús,
el rabino Hillel ponía también el acento en la regla de oro y es plau-
sible sostener que el pronunciamiento de Jesús proceda del propio
Hillel, si tenemos en cuenta que Jesús participaba en discusiones
con fariseos, algunos de los cuales formaban parte seguramente de
la escuela de Hillel.
Más allá de la regla de oro, las enseñanzas éticas de Jesús no son
muy relevantes para la mentalidad del siglo XXI. Casi todas ellas se
ubican en su contexto apocalíptico, y en vista de que nosotros mo-
dernos no estamos a la espera del inminente fin del mundo, el men-
saje ético de Jesús debe resultarnos francamente anacrónico e
imposible de cumplir.

166
Por ejemplo, Jesús enseña a no trabajar: “No andéis preocupa-
dos por vuestra vida, qué comeréis, ni por vuestro cuerpo, con qué
os vestiréis [...], fijaos en los cuervos: ni siembran ni cosechan; no
tienen bodega ni granero, pero Dios los alimenta. ¡Cuánto más va-
léis vosotros que las aves!” (Lucas 12,22-24). En la expectativa apo-
calíptica no tiene mucho sentido trabajar, y mucho menos si se
trata de proyectos a largo plazo. Dios intervendrá muy pronto y
saciará todas nuestras necesidades. Es comprensible esta exhorta-
ción en el contexto apocalíptico de Jesús, pero es totalmente ajena
a nuestro contexto. Si hiciésemos caso de esa exhortación, no ten-
dríamos ningún proyecto ni nos ocuparíamos de nada. La socie-
dad moderna no puede seguir esa directriz.
Como complemento, Jesús enseña el poder de la oración. Si ora-
mos consecuentemente, conseguiremos lo que anhelamos (Mateo
7,7-11). En el esquema apocalíptico de Jesús, esto tiene sentido:
Dios está a punto de intervenir ya y, en función de esto, conviene
orar para que en el momento de su intervención (el cual está muy
próximo) actúe en nuestro favor. Pero esto es inoperativo en nues-
tro mundo. Para resolver los problemas, los seres humanos deben
ocuparse, diagnosticar las situaciones, estudiarlas y obrar oportu-
namente para encontrar soluciones. Orar e inclinarse a la espera
de que Dios intervenga para solucionar las cosas no es un buen
consejo.
A lo largo de su ministerio, hay en Jesús una tremenda impa-
ciencia respecto a quienes no creen en él. Jesús exhorta a confiar y
tener fe en cosas ridículas e imposibles. Este optimismo exagerado
en el poder de la oración y la fe en Dios es sencillamente inope-
rante en nuestro mundo, el cual depende de nuestra propia acción
para trasformar las cosas. Dice Jesús a sus discípulos: “Si tenéis fe
como un grano de mostaza, diréis a este monte: ‘Desplázate de aquí
allá’, y se desplazará, y nada os será imposible” (Mateo 17,20). Des-
de entonces ha prosperado entre los cristianos la peligrosa idea de
que la fe mueve montañas. Pero no, la fe no mueve ninguna mon-
taña. La dinamita, empleada con los rigores de la ciencia, la técni-
ca y el trabajo, sí mueve montañas, no la fe. Si hemos de creer en
algo, debemos exigir pruebas que nos permitan sostener esa cre-

167
encia. La fe es, sencillamente, un salto en el vacío que cultiva fal-
sas esperanzas y no nos sirve para resolver óptimamente los pro-
blemas del mundo.
Las enseñanzas de Jesús sobre la paciencia también están en-
marcadas en el contexto apocalíptico y, por tanto, son inoperantes
en nuestro tiempo. Frente a la idea de que el mundo se acabará
muy pronto, tiene bastante sentido exhortar a entregar la otra me-
jilla y a no ofrecer resistencia contra el opresor. Jesús exhorta a ha-
cer esto pues, a su juicio, el mundo llegará pronto a su fin y el
mismo Dios se encargará de liberar a los oprimidos y castigar a los
invasores. Pero en un mundo que no tiene esa expectativa apoca-
líptica, como es el nuestro, estas enseñanzas éticas son perjudicia-
les. ¿Cómo sería el estado del mundo si cada vez que alguien comete
un acto de agresión se ofreciera la otra mejilla? Seguramente el agre-
sor seguiría agrediendo, pues no habría nada que lo detuviera. El
uso de la fuerza en defensa propia es perfectamente legítimo y mo-
ralmente aceptable, y una ética que enseñe a prescindir de ella es
una invitación a la entrega suicida.
Este mismo contexto apocalíptico propició que en sus ense-
ñanzas Jesús restara importancia a la institución de la familia. Hoy
la mayoría de los cristianos considera que Jesús era un paladín de
los valores familiares, pero eso está muy lejos del retrato que hacen
los propios evangelios. Como hay que prepararse para la llegada
del Reino, hay que abandonar el apego a las cosas del momento, y
eso incluye a la familia. El Reino exige un compromiso total, lo
cual incluye el abandono de la familia.
Es cierto que, en su apego a la Ley de Moisés, Jesús exhortó a
cumplir el mandamiento de honrar al padre y a la madre (Marcos
7,10; 10,19), pero el mismo Jesús no pareció tomarse muy en se-
rio este mandamiento. La relación con su madre fue al parecer fría
y distante. En las bodas de Caná le dice: “¿Qué tengo yo contigo,
mujer?” (Juan 2,4), dejando entrever que no tienen un vínculo cer-
cano. En una ocasión se informó a Jesús de que su madre y sus her-
manos le estaban buscando y él respondió: “¿Quién es mi madre
y mis hermanos? [...] Quien cumple la voluntad de Dios, ese es mi
hermano, mi hermana y mi madre” (Marcos 3,33-35). No extra-

168
ña que, dado este desprecio hacia su propia familia, los parientes
de Jesús llegaran a considerar que estaba loco (Marcos 3,21) y no
creyeran en él (Juan 7,5).
Hay otros dichos en los que no se muestra muy amable con las
relaciones familiares: “Si alguno viene junto a mí y no odia a su
padre, a su madre, a su mujer, a sus hijos, a sus hermanos, a sus
hermanas, y hasta su propia vida, no puede ser discípulo mío” (Lu-
cas 14,26). En una ocasión, un hombre manifiesta estar dispuesto
a seguirle, pero le dice: “Déjame ir primero a enterrar a mi padre”.
Jesús le responde: “Deja que los muertos entierren a sus muertos;
tú vete a anunciar el Reino de Dios” (Mateo 8,21-22).
En el contexto apocalíptico, el desapego a la familia puede te-
ner algún sentido, pues si Dios pronto intervendrá y establecerá
un nuevo orden, podemos ir desprendiéndonos de las relaciones
que tenemos en este mundo. Nuevamente, este es un consejo muy
desafortunado. La familia es una institución fundamental para la
salud mental de los individuos. Odiar (en realidad, la frase exhor-
ta a abandonar) a los padres para seguir a un fanático religioso es
propio de sectas que han hecho mucho daño en las sociedades mo-
dernas. Nada de esto es aplicable en nuestros días.
Los teólogos de la liberación han hecho mucho alarde del com-
promiso moral de Jesús con la justicia social. En efecto, hay en Je-
sús una gran preocupación por los oprimidos, y en esto parece
recoger la tradición profética de Israel. Así pues, tiene duras pala-
bras contra los ricos: “¡Qué difícil es que los que tienen riquezas
entren en el Reino de Dios! [...]. Es más fácil que un camello pa-
se por el ojo de la aguja que el que un rico entre en el Reino de
Dios” (Marcos 10,25). También: “Pero ¡ay de vosotros los ricos!,
porque habéis recibido vuestro consuelo. ¡Ay de vosotros, los que
ahora estáis hartos!, porque tendréis hambre” (Lucas 6,24-25).
Pero muchas de estas palabras parecen obedecer más a un re-
sentimiento social y menos a un genuino intento por resolver opor-
tunamente la injusticia social. En la mentalidad apocalíptica habrá
una vuelta de fortuna, y en ese sentido es cómo Jesús simpatiza con
los pobres y critica a los ricos. Es más el deseo de venganza que el
de resolver las carencias de los pobres. Por ejemplo, en la parábola

169
de Lázaro y el hombre rico, se describe un terrible castigo infernal
para el rico, pero nunca se especifica el pecado del hombre rico. El
mismo Abraham le dice: “Hijo, recuerda que recibiste tus bienes du-
rante tu vida, y Lázaro, al contrario, sus males; ahora, pues, él es
aquí consolado y tú atormentado” (Lucas 16,25). Parece entonces
que, por el mero hecho de tener riquezas (sean honestamente ad-
quiridas o no), el rico será castigado en cumplimiento de la vuel-
ta de la fortuna. Esto es mero revanchismo y no propiamente una
reforma social.
Jesús exhortó al abandono de las riquezas (Mateo 9,21) y a no
rendir culto al dinero (Mateo 6,24), pero esta exhortación a aban-
donar las riquezas parece ser coherente sólo con la expectativa apo-
calíptica: como Dios pronto intervendrá y el mundo llegará a su
fin para dar paso a una nueva etapa con el Reino, de nada sirve ate-
sorar riquezas. De hecho, al parecer, los primeros cristianos, en su
expectativa apocalíptica, vendieron sus riquezas (Hechos 2,44), se-
guramente a precios muy bajos dadas las prisas. Es posible que, fi-
nalmente, esta venta apresurada los llevara a la miseria, y esto explica
por qué Pablo dedicó tanta atención a la colecta para los pobres de
la comunidad cristiana de Jerusalén (II Corintios 8; Gálatas 2,10).
Al igual que los primeros cristianos, corremos el riesgo de caer en
una miseria desesperante si seguimos al pie de la letra la exhorta-
ción de Jesús a abandonar las riquezas.
Además, Jesús no ofreció consejos prácticos sobre cómo acabar
con la explotación social y económica. De hecho, en algunas de
sus parábolas, el señor (que representa a Dios) enuncia palabras
muy alejadas de la justicia social: “Porque a todo el que tiene, se le
dará y le sobrará; pero al que no tiene, aun lo que tiene se le qui-
tará” (Mateo 25,29). Parece que su preocupación por el despren-
dimiento de las riquezas es puramente apocalíptica, y no
propiamente una reforma social realizada por los propios hombres.
En varias parábolas Jesús representa las relaciones entre el señor
y sus siervos y nunca se propone cuestionarlas. Las traducciones
modernas de la Biblia suelen suavizar esto usando la palabra sier-
vo, pero en realidad era una relación de esclavitud. En toda su pre-
dicación, Jesús no tuvo ni una sola palabra de condena contra esta

170
terrible institución. Esa omisión es totalmente reprochable. Lo úni-
co que puede esgrimirse en su defensa es que Jesús era un hombre
de su época, miembro de una sociedad esclavista, y no podemos
esperar mucho más de él. Pero si fue sólo un hombre de su época,
no podemos considerarlo divino ni tampoco pretender que su men-
saje ético sea aplicado en nuestros días.
De hecho, Jesús no dijo nada sobre las grandes preocupaciones
morales de nuestro tiempo (la guerra, el racismo, el aborto, la eu-
tanasia, el abuso de los recursos naturales, los derechos de los ani-
males, las reivindicaciones laborales, etc.). Su predicación es
ajustable a la sociedad del siglo I, compuesta por gentes que creí-
an que el mundo se acabaría próximamente, pero no es relevante
para la sociedad moderna.
Muchos han querido ver en Jesús a un protofeminista, a un re-
formador que se enfrenta a la sociedad marcadamente patriarcal
de su momento. En estas afirmaciones hay mucha exageración.
Ciertamente, Jesús curó a algunas mujeres, pero esto no parece na-
da excepcional. También es cierto que entre sus seguidores había
mujeres, pero es igualmente notorio que ninguna formó parte del
círculo de los 12, y en su fantasía política no tenía ninguna expec-
tativa de que las mujeres se sentaran sobre tronos a gobernar las 12
tribus de Israel. Más aún, el papel que las seguidoras parecían cum-
plir no era propiamente el de discípulas sino el de personas que le
servían con sus bienes (Lucas 8,3). En tanto predicador itineran-
te, Jesús no tenía medios económicos para subsistir y se valía del
aporte económico de algunas de las mujeres que le seguían.
Se ha insistido mucho en que su postura en torno al divorcio es
profundamente reivindicativa de la mujer. En efecto, como hemos
visto, la Ley de Moisés facilitaba el divorcio al hombre (pero no a
la mujer) y esto dejaba a la mujer repudiada en una situación de
minusvalía. Al endurecer la permisividad del divorcio, Jesús favo-
rece la condición de la mujer. Pero, como hemos visto, Jesús no
fue el primero en querer endurecer esa ley: la escuela de Shammai
ya se le había adelantado.
Además, aunque la indisolubilidad del matrimonio favoreció a
las mujeres en el contexto de Jesús, es dudoso que hoy pueda se-

171
guir teniendo aplicabilidad. Varios países cristianos (entre ellos Es-
paña hasta fechas recientes) ilegalizaron el divorcio, lo cual trajo
consecuencias negativas tanto para hombres como para mujeres.
Personas con diferencias irreconciliables han sido condenadas a se-
guir unidas y no poder reconstruir sus vidas. A las mujeres que su-
fren la convivencia con maridos abusivos se les ha despojado de la
posibilidad de liberarse. De nuevo, la ética de Jesús sirve para su
contexto, pero difícilmente es aplicable para el nuestro.
Más aún, Jesús tiene una curiosa enseñanza ética respecto al
adulterio: “Habéis oído que se os dijo: No cometeréis adulterio.
Pues yo os digo: todo el que mira a una mujer deseándola, ya co-
metió adulterio con ella en su corazón” (Mateo 5,27-28). A sim-
ple vista, esta enseñanza ética tiene también un aspecto feminista,
pues tradicionalmente ha sido más fácil acusar de adulterio a la
mujer que al hombre. Pero merece la pena que consideremos las
implicaciones de esta enseñanza. Jesús no está condenando la ac-
ción sino el mero pensamiento. Esto recuerda mucho a la terrible
“policía del pensamiento” que George Orwell pintó en 1984. Los
sistemas éticos racionales sostienen que nuestros juicios éticos de-
ben dirigirse a las acciones, no a los pensamientos. Siempre y cuan-
do la acción no sea exteriorizada, cada individuo es autónomo de
tener los pensamientos que le plazcan. Pretender juzgar los pensa-
mientos es abrir el camino al totalitarismo. Y francamente, en una
sociedad con tanta publicidad sexual como la nuestra, según el dic-
tamen de Jesús la mayoría de sus ciudadanos serían adúlteros al
contemplar con mayor o menor agrado a una mujer sexy promo-
cionar algún producto.
Hay también en la ética de Jesús una desproporción en los cas-
tigos, lo cual hace muy cuestionable el valor de sus enseñanzas éti-
cas. Tiene Jesús esta curiosa enseñanza: “Todo pecado y blasfemia
se perdonará a los hombres, pero la blasfemia contra el Espíritu no
será perdonada. Y al que diga una palabra contra el Hijo del hom-
bre, se le perdonará; pero al que la diga contra el Espíritu Santo,
no se le perdonará ni en este mundo ni en el otro” (Mateo 12,31-
32). Hitler y Stalin serán perdonados, pero si un hombre muy vir-
tuoso exclama en un momento de frustración: “¡Me cago en el

172
Espíritu Santo!”, sufrirá una condena eterna. Esto es ridículo. El
problema con las enseñanzas éticas de Jesús es que están teñidas de
fanatismo religioso. Sus juicios morales son propios de funda-
mentalistas que anteponen la ley religiosa a la civil y que conside-
ran la blasfemia más grave que el asesinato. Eso, en nuestra sociedad
moderna, racional y secularizada, es inaceptable.

¿Se proclamó Dios encarnado?

Un famoso apologeta cristiano del siglo XX, C. S. Lewis, formuló


un argumento para probar que Jesús es Dios. Es el siguiente: Jesús
se proclamó Dios; y para hacer ese tipo de proclamación hay tres
opciones: o Jesús estaba loco o era un mentiroso o era quien dijo
ser, pues proclamarse Dios no es algo ligero. No hay intermedios,
opinaba Lewis. Si Jesús no era Dios, y aún así se proclamó como
tal, entonces o estaba loco o engañaba a la gente. Pero, según Le-
wis, Jesús no dio muestras de ningún desajuste mental. Y tampo-
co dio muestras de ser un fraude deliberado, pues estuvo dispuesto
a morir por su causa y nadie se entrega como mártir por una men-
tira. Luego debió haber sido quien dijo que era, a saber: Dios.
Esta argumentación ha sido criticada desde muchos frentes. No
es necesario ser un mentiroso o estar loco para hacer ese tipo de
declaración. En primer lugar, existe la posibilidad de que Jesús no
fuera voluntariamente a su muerte, sino que más bien lo atrapa-
ron por sorpresa; en este caso, cabe la hipótesis de que fuera un
fraude. Pero, además, mucha gente tiene ideas delirantes y aun así
puede llevar vidas aparentemente normales. En muchas facetas de
su vida Jesús pudo haber sido una persona mentalmente sana, pe-
ro al pensar sobre su identidad pudo haber tenido la idea deliran-
te de que era Dios.
En todo caso, el argumento de Lewis parte de una premisa fal-
sa. Jesús nunca se proclamó Dios. Sólo en el evangelio de Juan
enuncia explícitamente su propia identidad divina, y nunca taxa-
tivamente con las palabras “yo soy Dios” sino con formas más po-
éticas que deben ser interpretadas: “En verdad, en verdad os digo:

173
antes de que Abrahán existiera, Yo Soy” (Juan 8,58). El texto deja
entrever en la declaración de Jesús que Él ya existía antes de todas
las cosas (y, además, se hace eco de la forma en que Dios enuncia
su propia identidad en Éxodo 3,14), luego es Dios. En ese evan-
gelio hay también otros pronunciamientos del mismo Jesús que
parecen enunciar lo mismo, como por ejemplo: “Yo soy la luz del
mundo, el que me siga no caminará en la oscuridad, sino que ten-
drá la luz de la vida” (Juan 8,12).
En sus descripciones de Jesús (no ya propiamente en las pala-
bras del propio Jesús), el evangelio de Juan le atribuye también
identidad divina. En el prólogo de este evangelio hay una especie
de discusión teológica en la cual se anuncia que Dios se hizo hom-
bre en Jesús: “En el principio existía la Palabra, la Palabra estaba
junto a Dios, y la Palabra era Dios [...]. Y la Palabra se hizo carne,
y puso su Morada entre nosotros” (Juan 1,1-14). En una escena en
la que Jesús ya ha resucitado, el apóstol Tomás lo reconoce: “Señor
mío y Dios mío” (Juan 20,28).
Recordemos que el evangelio de Juan es bastante diferente. Los
sinópticos, los evangelios más antiguos, ofrecen relatos con más ac-
ción y menos palabrería; sus discursos son más cortos y sencillos.
En cambio, en el evangelio de Juan Jesús pronuncia discursos lar-
guísimos y con un cargado simbolismo. Antes de que se escribie-
ran los evangelios, hubo 40 años de tradición oral durante los cuales
circularon historias sobre Jesús. Es sabido por los antropólogos que
la tradición oral preserva más fielmente aquellos discursos que son
breves y sencillos de entender. Por esta razón, las breves sentencias
de Jesús que se recogen en los sinópticos tienen muchísima más
probabilidad de ser auténticas que los largos discursos que se re-
cogen en Juan.
Por este motivo debemos dudar seriamente de la autenticidad
de los relatos de Juan, en los cuales, en medio de largos y comple-
jos discursos, Jesús enuncia su propia identidad divina. El episo-
dio en el cual Tomás lo reconoce como “Señor mío y Dios mío”
tampoco puede ser auténtico, pues procede de una escena en la
cual Jesús está ya resucitado y, como veremos, nada de esto es his-
tórico.

174
El evangelio de Juan tiene una teología avanzadísima. No se li-
mita a contar historias sino, más bien, a expresar conceptos teoló-
gicos y representar a un Jesús que está muy por encima de los
mortales. Según lo que sabemos sobre la evolución de la historia
del antiguo cristianismo, podemos inferir que se trata del evange-
lio más tardío, pues la identidad divina de Jesús se proclamó pro-
gresivamente en un proceso bastante complejo. Así, como Juan es
el evangelio más tardío y el que más interés tiene en presentar a un
Jesús sobrehumano, podemos concluir que los pasajes en los cua-
les se autoproclama Dios no son auténticos.
No obstante, algunos apologetas cristianos han argumentado
que, incluso en los evangelios sinópticos, Jesús se autoproclama
Dios y es representado como tal. Su argumento se basa en dos he-
chos: Jesús perdona los pecados, un gesto que sólo se esperaba de
Dios, y otra gente se postra a sus pies, una clara veneración de su
condición divina.
Después de curar a un paralítico, Jesús le dice: “Hijo, tus peca-
dos te son perdonados” (Marcos 2,5). El argumento de los apolo-
gistas es que en aquel contexto se creía que sólo Dios podía
perdonar los pecados, y si Jesús se atribuye esa labor ha de ser por-
que efectivamente se creía divino. Pero esto es una lectura errónea
del pasaje. Jesús no dice: “Yo te perdono los pecados”, sino “tus pe-
cados te son perdonados”. Con esto Jesús enuncia que es Dios, y
no el mismo Jesús, quien perdona los pecados. Jesús sirve mera-
mente como un instrumento para que Dios perdone los pecados,
del mismo modo en que los sacerdotes del judaísmo oficiaban ri-
tos para la expiación de los pecados (Levítico 4-5). A lo sumo, con
esta acción Jesús estaría pretendiendo ser un sacerdote, pero de nin-
guna manera Dios mismo. Lucas relata que Jesús hace algo pare-
cido con una pecadora, pero no es él directamente quien perdona
sino Dios, pues se repite la frase: “Tus pecados quedan perdona-
dos” (Lucas, 7,48).
Tras su encuentro con el paralítico, se dice que “estaban allí sen-
tados algunos escribas que pensaban en sus corazones: ‘¿Por qué
este habla así? ¿Quién puede perdonar pecados, sino Dios sólo?’”
(Marcos 2,7). Los apologetas han tomado esto como prueba de

175
que en aquel contexto las palabras de Jesús pretenden proclamar
su identidad divina, pues los escribas las consideraban blasfemas.
Pero debemos tener cuidado con esto. Como veremos, en el rela-
to del juicio a Jesús, el Sanedrín lo condena por blasfemia, a pesar
de que lo que al parecer confesó en su juicio no era blasfemia en
el judaísmo del siglo I. Esto es señal de que los evangelistas tienen
una predisposición a representar a los judíos como un grupo que
de antemano tiene animadversión contra Jesús, y el motivo es la
blasfemia de este. Pero de la misma forma en que, en el juicio an-
te el Sanedrín, lo que Jesús pronunció no era una blasfemia, de esa
misma manera pronunciar “tus pecados te son perdonados” tam-
poco lo es.
En todo caso, esta historia no parece muy fiable, pues el mismo
Marcos narra que “estaban allí sentados algunos escribas que pen-
saban en sus corazones”. Esto parece suponer que el autor de Mar-
cos tiene el poder paranormal de leer la mente de los escribas.
Naturalmente, esto es fantasioso y no puede considerarse históri-
co. Por tanto, podemos sospechar que la historia no ocurrió en re-
alidad sino que se trata de una invención literaria.
Los apologetas sostienen también que en los sinópticos varias
personas se postran ante Jesús, y como él no los reprende se pue-
de dar por hecho que se considera divino. Así ocurre en Mateo
2,11, 8,2, 9,18, 17,14, 20,20, Marcos 5,6, 10,17 y Lucas 5,8. Re-
clinarse es una señal de respeto en muchas culturas del mundo, pe-
ro difícilmente puede pensarse que se trate de una proclamación
de identidad divina. ¿Se considera el papa Dios encarnado porque
mucha gente se reclina ante él cuando lo ven? El propio Jesús cuen-
ta la parábola de un siervo que se reclina ante su rey para rogarle
que le ofrezca más tiempo para pagar sus deudas (Mateo 18,26).
En el mundo mediterráneo antiguo era frecuente que los siervos
tuvieran estos gestos con sus superiores, pero no por ello se busca
reconocer una identidad divina.
En todo caso, en los evangelios hay pasajes en los cuales Jesús
mismo no se considera Dios. Y según el criterio de vergüenza o di-
ficultad, debemos asumir que esos pasajes son auténticos. Pues si
la antigua Iglesia tenía la intención de proclamar a Jesús como Dios,

176
entonces no habría inventado pasajes en los cuales rechaza ser Dios.
Luego esos pasajes no son inventados, y en tanto contradicen aque-
llos otros en los cuales Jesús se considera divino (en el evangelio de
Juan), esos pasajes que afirman la identidad divina no pueden ser
auténticos.
Un hombre se arrodilla ante Jesús y le llama “maestro bueno”.
Jesús responde: “¿Por qué me llamas bueno? Nadie es bueno sino
sólo Dios” (Marcos 10,18). Claramente, ahí Jesús niega ser Dios.
Al proclamar su mensaje apocalíptico, Jesús hace una advertencia:
“Mas de aquel día y hora nadie sabe nada, ni los ángeles en el cie-
lo ni el Hijo, sino sólo el Padre” (Marcos 13,32). Si Jesús se con-
sidera a sí mismo el Hijo (y este es un asunto bastante confuso,
sobre lo cual volveremos), entonces está admitiendo que ni siquiera
él tiene conocimiento de cuándo será el día en que ocurran todas
las cosas que está anunciando. En este sentido, no es omnisciente
y, por tanto, no es Dios.
Además, como hemos visto, Jesús fue un judío puro y duro cu-
ya misión fue dar cumplimiento a la Ley de Moisés, al punto de
proclamar que “mientras duren el cielo y la tierra, no dejará de es-
tar vigente ni una i ni una tilde de la ley sin que todo se cumpla”
(Mateo 5,18). Semejante compromiso con el judaísmo es enor-
memente incoherente con la pretensión de proclamarse divino.
El proceso mediante el cual los seguidores de Jesús interpreta-
ron su persona como divina es complejo y los especialistas no lo
tienen absolutamente claro. Pero al menos podemos delinearlo de
esta manera: desde muy antiguo hubo la creencia de que Jesús fue
un ser humano que fue resucitado por Dios. Como no se le vio
más, ascendió al cielo para estar junto a Dios y con su resurrección
fue exaltado. Una antigua tradición que recoge el autor de Hechos
así lo manifiesta al colocar esta proclama en boca de Pedro duran-
te su discurso: “A este Jesús Dios lo resucitó; de lo cual todos no-
sotros somos testigos. Así pues, exaltado por la diestra de Dios, ha
recibido del Padre el Espíritu Santo prometido y lo ha derramado;
esto es lo que vosotros veis y oís” (Hechos 2,32-33). Una tradición
similar se recoge en otro discurso del propio Pedro: “El Dios de
nuestros padres resucitó a Jesús, a quien vosotros matasteis col-

177
gándole de un madero. A este le ha exaltado Dios con su diestra
como jefe y salvador, para conceder a Israel la conversión y el per-
dón de los pecados” (Hechos 4,30-31).
Pablo, el autor más antiguo del Nuevo Testamento, manifiesta
también una idea similar, lo que hace pensar que la creencia más
antigua es la que sostiene la exaltación de Jesús en el momento de
su resurrección: “[...] acerca de su Hijo, nacido del linaje de Da-
vid según la carne, constituido Hijo de Dios con poder, según el
Espíritu de santidad, por su resurrección entre los muertos” (Ro-
manos 1,3-4).
El evangelio de Marcos dio más tarde un giro. Representó no
ya a un Jesús exaltado en el momento de la resurrección sino a un
Jesús adoptado por Dios como su Hijo en el momento del bautis-
mo (Marcos 1,9-11). Luego Mateo y Lucas desarrollaron aún más
el proceso y representaron no ya a un Jesús adoptado por Dios co-
mo su Hijo en el bautismo, sino a un Jesús engendrado por el pro-
pio Espíritu Santo en el cuerpo de María (Mateo 1,18-25; Lucas
1,26-38). Más tarde, el evangelio de Juan consumó este proceso al
retratar no ya a un Jesús engendrado por el propio Dios, sino exis-
tente desde siempre (Juan 1,1-18).
En fechas recientes ha prosperado la idea de que Jesús vino a ser
considerado divino sólo a partir del Concilio de Nicea, en el siglo
IV. El novelista Dan Brown ha sido el principal artífice de esta te-
oría, expuesta en su novela El código Da Vinci. Pero, como vemos,
es una teoría errónea: aunque en el sustrato más primitivo de la
tradición Jesús no era considerado divino (o, al menos, no antes
de su resurrección), ya en el momento en que se escribió el evan-
gelio de Juan, a finales del siglo I o principios del II, estaba asenta-
da la creencia en la identidad divina de Jesús (seguramente, por
este motivo la comunidad de la cual surgió el evangelio de Juan fue
expulsada de las sinagogas). Lo que se discutió en el Concilio de
Nicea no fue si Jesús era o no divino sino si era de la misma esen-
cia que el Padre (los arrianos o seguidores de Arrio postulaban que
Jesús era de esencia similar, pero no de la misma esencia).
No obstante, hay que admitir que el proceso de divinización de
Jesús es mucho más complejo de lo que aquí se ha delineado pues

178
no hay una nítida progresión lineal desde un Jesús humano sólo
exaltado tras la resurrección a un Jesús divino preexistente. Como
hemos visto, Pablo, el autor más antiguo del Nuevo Testamento,
proclama en Romanos 1,3-4 a un Jesús constituido como Hijo de
Dios por su resurrección. Pero el mismo Pablo dice en la misma
carta a los romanos: “[...] de ellos también procede Cristo según la
carne, el cual está por encima de todas las cosas, Dios bendito por
los siglos. Amén” (Romanos 9,5).
En su carta a los filipenses, Pablo recoge una antigua tradición
(y sabemos que no es propia, dada su naturaleza lírica) que pre-
senta a Jesús en términos de una teología bastante avanzada: “Te-
ned entre vosotros los mismos sentimientos que Cristo; el cual,
siendo de condición divina, no codició ser el igual a Dios, sino que
se despojó de sí mismo, tomando condición de esclavo” (Filipen-
ses 2,5-7). Hay que advertir que este es uno de los pasajes de más
difícil interpretación de todo el Nuevo Testamento y que no hay
consenso entre los especialistas sobre cómo hacerlo. Por ello no
ahondaré en este asunto. Baste con mencionar que no tenemos
del todo claro cómo Jesús se convirtió en Dios, pero que pode-
mos estar bastante seguros de que el mismo Jesús no se consideró
divino.

¿Es el “Hijo del Hombre”?

Jesús no se proclamó a sí mismo Dios explícitamente, pero sí se re-


firió a sí mismo como el “Hijo del Hombre”. Y según algunos apo-
logetas, este título, lo mismo que “Hijo de Dios” (sobre el cual
volveremos en el capítulo 7), denota divinidad.
La respuesta a este alegato es compleja, pues trata de uno de los
temas más difíciles en los estudios críticos sobre el Nuevo Testa-
mento y la vida de Jesús. Pero, para abreviar, puede responderse
así: Jesús se refirió a sí mismo como el “Hijo del Hombre”, y des-
de luego este título puede denotar alguna relación de exaltación
(aunque es más un ser celestial que propiamente Dios mismo). Pe-
ro cuando Jesús se refirió a sí mismo como Hijo del Hombre, no

179
lo hizo en referencia a la figura celestial; y cuando se refirió al Hi-
jo del Hombre como la figura celestial, no hizo referencia a sí
mismo.
En los evangelios hay tres formas en las que Jesús utiliza la fra-
se “Hijo del Hombre”. En primer lugar, en continuidad con el uso
de la lengua aramea (la lengua de Jesús), “Hijo del Hombre” es sen-
cillamente una forma coloquial de autoreferencia, una forma de
decir “yo”, “este servidor” o “este hombre que habla”; una forma
que la persona tiene para referirse a sí mismo, ya que es un mortal
que ha nacido de otro ser humano (es decir, un “hijo de la huma-
nidad”).
Jesús tiene varios dichos de este tipo. Por ejemplo: “Las zorras
tienen guaridas, y las aves del cielo nidos; pero el Hijo del Hom-
bre no tiene donde reclinar la cabeza” (Mateo 8,20). Jesús está di-
ciendo aquí que él mismo es muy pobre pues ni siquiera tiene
dónde reclinarse. Otro de esos dichos: “[...] y el que quiera ser el
primero entre vosotros, será esclavo de todos, que tampoco el Hi-
jo del Hombre ha venido a ser servido, sino a servir y a dar su vi-
da como rescate por muchos” (Marcos 11,44). De nuevo, aquí Jesús
se refiere a sí mismo como un individuo altruista que está dispuesto
a servir a los demás.
Hay un segundo tipo de empleo del título “Hijo del Hombre”.
Se refiere a pasajes en los cuales Jesús anuncia que él va a morir.
Por ejemplo: “Y comenzó a enseñarles que el Hijo del Hombre de-
bía sufrir mucho y ser reprobado por los ancianos, los sumos sa-
cerdotes y los escribas, ser matado y resucitar a los tres días” (Marcos
8,31). También: “El Hijo del Hombre será entregado en manos de
los hombres; le matarán y a los tres días de haber muerto resucita-
rá” (Marcos 9,31). En estos pasajes, Jesús de nuevo se refiere a sí
mismo pues está anunciando su propia pasión. Pero, por supues-
to, a diferencia del primer grupo, estos pasajes claramente no son
auténticos. Se trata más bien de profecías puestas en de Jesús pues
los evangelistas sabían ya cómo habían sucedido los hechos.
Un tercer grupo de dichos trata del “Hijo del Hombre” en un
sentido plenamente apocalíptico. Cuando Jesús describe los dra-
máticos momentos en los que llegará el Reino de Dios, hace men-

180
ción de una figura a la cual llama “Hijo del Hombre”. Por ejem-
plo, “[...] y veréis al Hijo del Hombre sentado a la diestra del Po-
der y venir entre las nubes del cielo” (Marcos 14,62).
La referencia a esta misteriosa figura apocalíptica está tomada
del libro de Daniel, un texto compuesto durante la rebelión ma-
cabea imbuido de expectativa apocalíptica. En él se relata esta vi-
sión: “Vi venir sobre las nubes del cielo alguien parecido a un ser
humano [la traducción literal es ‘Hijo de Hombre’] que se dirigió
hacia el anciano y fue presentado ante él. Le dieron poder, honor
y reino y todos los pueblos, naciones y lenguas le servían” (Daniel
7,13-14). La coincidencia de esta figura montada sobre nubes per-
mite concluir que, en efecto, en la proclama apocalíptica de Jesús
sobre el Hijo del Hombre el referente es el libro de Daniel. En el
mismo sentido apocalíptico aparece el Hijo del Hombre también
en el primero libro de Henoc y el cuarto libro de Esdras, textos no
incluidos en el canon del Antiguo Testamento.
Este “Hijo del Hombre” es claramente un personaje celestial (va
montado sobre nubes) y hasta cierto punto parece participar de la
exaltación divina (es enviado por Dios para juzgar al mundo). Los
primeros cristianos finalmente lo identificaron con Jesús (Apoca-
lipsis 1,13) y es probable que los propios evangelistas creyeran que,
cuando Jesús hablaba del Hijo del Hombre en sentido apocalípti-
co, se refería a sí mismo. Pero esto habría sido más bien una ra-
cionalización del fracaso de Jesús. Como este murió sin que el Reino
llegara y se cumplieran los anuncios apocalípticos que había hecho,
los evangelistas habrían reinterpretado que, cuando Jesús hablaba
del Hijo del Hombre en sentido apocalíptico, se refería a sí mismo
como una promesa de que volvería. En torno a esta segunda veni-
da de Cristo (parousía) hubo gran expectativa desde muy pronto en
el cristianismo (I Corintios 15,23, I Tesalonicenses 2,19, 3,13, 4,15,
5,23), pero es casi seguro que Jesús no predicó su segunda venida.
Hay pistas de que originalmente Jesús no se consideró a sí mis-
mo el Hijo del Hombre en sentido apocalíptico. Este pasaje es fun-
damental: “Porque quien se avergüence de mí y de mis palabras en
esta generación adúltera y pecadora, también el Hijo del Hombre
se avergonzará de él cuando venga en la gloria de su Padre con los

181
santos ángeles” (Marcos 8,38). Parece bastante obvio que, al ha-
blar del Hijo del Hombre en sentido apocalíptico, Jesús se está re-
firiendo a otra persona, pues primero usa el pronombre personal
para referirse a sí mismo y luego hace mención del Hijo del Hom-
bre como si se tratara de otro personaje.
Lo más probable es que en la expectativa apocalíptica de Jesús
él mismo sería rey de Israel en tanto Mesías, pero no sería el juez
enviado por Dios. Esa labor le correspondería a ese ser celestial, el
Hijo del Hombre, quien también participaría en el drama apoca-
líptico pero no sería propiamente Jesús.
Los especialistas discuten dos posibilidades. Puede ser que ori-
ginalmente Jesús habló de sí mismo como del “Hijo del Hombre”
en un sentido mundano (es decir, como simple sustituto de “yo”
o “quien les habla”) y que cuando, después de su muerte, sus dis-
cípulos empezaron a reinterpretar su persona, terminaran por usar
la expresión “Hijo del Hombre” original, entendiéndola ahora en
el sentido apocalíptico tras acudir al libro de Daniel u otros textos
apocalípticos que hacían uso de esa expresión. También puede ser
que originalmente Jesús más bien habló del Hijo del Hombre en
sentido apocalíptico, y que en la reinterpretación que hicieron los
discípulos se utilizó esa expresión en los pasajes en los que Jesús
hace referencia a sí mismo pero de un modo mundano. Sea como
fuere, el caso es que, si las referencias de Jesús al Hijo del Hombre
en sentido apocalíptico son auténticas, Jesús se refería a esa figura
como si se tratase de otro personaje y no de él mismo.

¿Se presentó como un Mesías sufriente?

Debemos dudar seriamente de que Jesús se hubiera proclamado


Dios y también de que sus menciones sobre el Hijo del Hombre
como juez apocalíptico montado sobre nubes sea una referencia a
sí mismo. Pero, al menos, ¿se consideró el Mesías? Es difícil preci-
sarlo, y a pesar de que en este asunto hay más consenso entre los
especialistas en una respuesta afirmativa, siempre lo hacen con cau-
tela, pues los textos no lo dejan totalmente claro.

182
La palabra Mesías originalmente hacía referencia en hebreo a un
personaje que ha sido ungido. En tiempos de la monarquía de Is-
rael, la ceremonia de coronación incorporaba el ritual del ungi-
miento y al rey se le proclamaba como ungido (I Samuel 10,1).
Más tarde, cuando la monarquía israelita fue definitivamente sa-
cudida por los babilonios en el siglo VI antes de nuestra era, los ju-
díos empezaron a concebir que aparecería un ungido que restauraría
a Israel y su monarquía. Ese ungido es el Mesías.
A pesar de que en tiempos de Jesús había gran expectativa res-
pecto al Mesías, no estaba del todo claro cómo sería, ni tampoco
cuáles eran los pasajes de las escrituras judías que anunciaban su
aparición. Se daba por hecho, pero algo siempre abierto a discu-
sión, que pasajes como Génesis 49,10, Números 24,17, Isaías 11,1,
Jeremías 23,5-6 y 33,14-17 eran referencias a la futura llegada del
Mesías. Sería un caudillo militar que expulsaría a los opresores ex-
tranjeros y restauraría a Israel.
Jesús no pareció estar muy convencido de que él mismo era es-
ta figura tan esperada. Los mismos evangelios retratan a un Jesús
muy dubitativo en este asunto. A lo sumo, parece más bien que sus
seguidores son quienes lo proclaman Mesías y él acepta al final es-
ta identificación pero muy cautelosamente, hasta el punto de que
a lo largo de su ministerio se asegura de que su identidad mesiáni-
ca se mantenga en secreto.
Al parecer, en Jesús empezó a germinar la idea de que él mismo
era el Mesías, pero necesitó la confirmación de sus discípulos. Así
les pregunta quién creen ellos que es y Pedro le responde: “Tú eres
el Cristo” (Marcos 8,29). Jesús no rechaza esa identidad, pero en
esa misma escena se dice: “Y les mandó enérgicamente que a na-
die hablaran acerca de él” (Marcos 8,30). Con esto se repite un pa-
trón, sobre todo en el evangelio de Marcos, en el cual Jesús muestra
una gran preocupación por mantener en secreto su mesianismo.
Cuando expulsa demonios, les impide hablar pues parece que no
quiere que se hable de él (Marcos 1,34, 3,12). Cuando cura gen-
te, se asegura de dar instrucciones de que no se cuente a nadie lo
sucedido (Marcos 1,43-45, 5,43, 7,36, 8,26). Además de tratar de
mantener en secreto su identidad como Mesías, Jesús también se

183
asegura de enseñar en privado a sus discípulos (Marcos, 4,34, 7,17-
23, 9,28, 8,31, 9,31, 10,32-34, 13,3).
En el evangelio de Juan, Jesús proclama públicamente su iden-
tidad mesiánica en su encuentro con la mujer samaritana en el po-
zo (Juan 4,23-26). Pero hemos visto que esta historia es una
leyenda. El sustrato más antiguo, por tanto, es que Jesús mantuvo
su identidad mesiánica en secreto.
¿Por qué tanto misterio? A inicios del siglo XX, el historiador
Wilhelm Wrede planteó la teoría de que Jesús nunca se consideró
el Mesías, sino que fue sólo después de su muerte cuando los dis-
cípulos lo interpretaron como tal. Así, la insistencia en mantener
en secreto la identidad mesiánica es, en realidad, un recurso lite-
rario del evangelista para explicar por qué, aun si Jesús era el Me-
sías, había una antigua tradición en la cual Jesús no se proclamaba
públicamente como tal.
Hoy pocos especialistas aceptan la hipótesis de Wrede. Es más
probable que Jesús, aunque dubitativo al inicio, finalmente se cre-
yera él mismo el Mesías. Jesús trataba de mantener en secreto su
identidad porque sabía que una proclamación como esa lo colo-
caba en peligro frente a las autoridades romanas, las cuales supri-
mirían cualquier indicio de sedición. Sólo al final de su vida, cuando
estaba convencido de que el Reino llegaría en cualquier momento,
asumió de forma más notoria su identidad mesiánica. Eso explica
por qué organizó la entrada triunfal en Jerusalén (la cual tiene pro-
babilidades de ser auténtica) y quizá también por qué protagonizó
el incidente de la expulsión de los mercaderes del Templo (el cual
tiene asimismo altas probabilidades de ser un hecho histórico).
De esta manera, es probable que Jesús se creyera el Mesías. Aho-
ra bien, no es probable que se creyera el Mesías en el sentido que
hoy lo entiende el cristianismo. Hasta el día de hoy, entre judíos y
cristianos hay una notoria división respecto a quién es el Mesías.
Los judíos creen que el Mesías aún no ha llegado y que será un per-
sonaje tal como se anunció en las escrituras: un caudillo militaris-
ta, liberador de Israel, que será proclamado rey. En cambio, los
cristianos creen que el Mesías fue Jesús, pero el Mesías no habría
sido un caudillo militar sino una figura sufriente.

184
Lo más probable es que Jesús y sus seguidores, judíos en su ma-
yoría, no creyesen que el Mesías sería una figura sufriente sino un
caudillo liberador. Jesús seguramente se proclamó Mesías, pero la
liberación de Israel no ocurrió, las legiones de ángeles no bajaron
y el Reino no llegó. Con todo, después de la crucifixión de Jesús
sus seguidores siguieron creyendo que él había sido el Mesías. ¿Có-
mo, tras semejante fracaso, se podía seguir creyendo eso? Reinter-
pretando las escrituras. Por tanto, empezaron a formular la idea de
que el Mesías anunciado no era el caudillo liberador, sino más bien
un siervo sufriente que había sido anunciado en otros pasajes bí-
blicos (pero que tradicionalmente no se creía que anunciaran al
Mesías).
En los propios evangelios hay indicios de que la creencia más
antigua era, en efecto, que el Mesías sería un caudillo liberador. En
la entrada triunfal en Jerusalén, Jesús se presenta como tal (a pesar
de que, en el cumplimiento de una profecía de Zacarías, Jesús bus-
ca presentarse como un rey humilde, pero esta no es propiamente
una figura sufriente). Algunos seguidores tratan de proclamar rey
a Jesús (Juan 6,15), señal de que la expectativa mesiánica era la del
rey terrenal y no la de un siervo sufriente. Cuando Jesús habla del
Reino, los discípulos parecen tener bastante claro que se refiere a
una realidad política terrenal (y, por consiguiente, que el Mesías
sería liberador del yugo extranjero), pues dos se apresuran a pedir
a Jesús un lugar destacado en el trono (Marcos 10,35-45).
Incluso después de su muerte, algunos discípulos parecen seguir
con la idea tradicional judía de que el Mesías tendría una misión
política y militar. Por ejemplo, se dice que cuando Jesús ya resuci-
tado se encuentra con dos discípulos en el camino a Emaús (pero
ellos no reconocen a Jesús), uno de ellos dice a propósito de este:
“Nosotros esperábamos que sería él el que iba a liberar a Israel”
(Lucas 24,21).
En el momento en que se escribieron los evangelios, ya estaba
bastante consolidada la reinterpretación del papel mesiánico y se
concebía a un Mesías sufriente. Pero la presencia de estos pasajes,
en los que se expresa la idea judía tradicional, atestigua que esa de-
bió ser la creencia original, incluida la del mismo Jesús. De nuevo

185
nos guiamos por el criterio de vergüenza o dificultad. La Iglesia
más antigua tenía la intención de presentar a un Mesías sufriente,
por lo que los pasajes en los que Jesús aparece como un caudillo li-
berador no fueron inventados.
Como resultado de esa reinterpretación, hay en los evangelios
varios pasajes en los cuales el Mesías ha de ser una figura sufriente
y el propio Jesús se identifica como tal. Incluso Jesús no sólo anun-
cia que en su papel mesiánico deberá sufrir y morir sino que tam-
bién resucitará al tercer día. Por ejemplo, después de que Pedro lo
reconozca como Mesías, Jesús les anuncia todas las terribles cosas
que le sucederán, pero también su resurrección (Marcos 8,31), y
vuelve a hacer lo mismo en Marcos 9,30-32 y 10,32-34. El hecho
de que en estas historias los discípulos no entiendan de qué les ha-
bla Jesús parece ser señal de que la creencia original (y, seguramente,
la del mismo Jesús) era que el Mesías no sería una figura sufriente
sino un caudillo liberador.
Hay anuncios similares en los discursos previos a la Pasión en
Juan 13-17. La referencia de Mateo 12,39-40 a la misteriosa señal
de Jonás es también un anuncio de su muerte y resurrección (del
mismo modo que Jonás estuvo tres días dentro de la ballena, así
resucitará Jesús al tercer día, aunque en la versión de Lucas 11,29-
30 no se interpreta la señal de Jonás de este modo).
Todo esto, obviamente, son añadidos posteriores. En vista del
fracaso de Jesús, se reinterpreta su misión como si desde un inicio
él mismo se entregara a la muerte. Asimismo, se pone en boca de
él una serie de profecías que el evangelista ya sabía que ocurrieron
(o que, en todo caso, creía que habían ocurrido). En su mensaje
apocalíptico, Jesús pudo haber predicho la destrucción del Tem-
plo de Jerusalén (no habría sido el único en hacerlo), pero el evan-
gelio de Juan lo reinterpreta como si Jesús hablase de su propio
cuerpo (pues anuncia que reconstruirá el Templo al tercer día), es
decir, un anuncio de su propia muerte y resurrección (Juan 2,19-
22). Esta reinterpretación ha de ser una leyenda y, además, con-
tradice el alegato de Marcos 14,57-58, según el cual el anuncio de
que el Templo sería destruido y restaurado al tercer día procedía
de un falso testimonio contra Jesús.

186
Así pues, Jesús se creyó el Mesías, pero de ninguna manera tu-
vo la expectativa de ser un Mesías sufriente. Ahora bien, quizá no
sea del todo letenda el hecho de que Jesús esperaba su propia muer-
te violenta. El historiador Albert Schweitzer sostuvo la hipótesis de
que, en vista de que el Reino no llegaba, Jesús se impacientó y fue
a Jerusalén a buscar su muerte para acelerar la llegada del Reino y
así cumplir las profecías que, en su reinterpretación, tenían que
ocurrir. En otras palabras, según la hipótesis de Schweitzer, la rein-
terpretación del papel mesiánico no fue hecha por los discípulos
más tarde sino por el propio Jesús en su frustración.
Hoy el consenso entre los especialistas es que esa hipótesis es
errónea. Jesús no buscó deliberadamente su propia muerte para dar
cumplimiento a un plan mesiánico reinterpretado, pero es posible
que la muerte tampoco le agarrara totalmente por sorpresa. Jesús
sabía que su antiguo maestro Juan el Bautista había sido ejecuta-
do por predicar un mensaje similar al suyo y cabe sospechar que
tenía alguna expectativa de que algo similar podía ocurrirle a él.
Había una firme tradición según la cual los profetas de Israel son
matados por su propia gente (Mateo 23,34-37) y es muy posible
que Jesús mismo creyese que existía el peligro de que él fuese uno
de esos profetas rechazados. De hecho, se dice que en su ministe-
rio hubo varios intentos de apresarlo y matarlo (Lucas 4,28-30,
Juan 5,18, 7,1, 7,30, 7,44, 8,59, 10,31 y 10,39, aunque es proba-
ble que varios de estos episodios no sean históricos, pues podrían
ser un artificio literario para formar la idea de que desde el inicio
los judíos rechazaban a Jesús).
Tal vez Jesús percibía, después del episodio en el Templo, que
sobre él estaban puestos los ojos de las autoridades judías y roma-
nas. Mantenía cierta confianza de que Dios enviaría legiones de
ángeles para impedir su arresto (26,53), pero dudaba. Así pues, no
hizo predicciones de que moriría y resucitaría al tercer día, pero
quizá percibió el peligro y organizó una cena de despedida con sus
discípulos anticipando su trágico final.

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188
6
Milagros

¿Ocurren los milagros?

Jesús no fue un mero maestro itinerante. De hecho, su capacidad


para atraer masas seguramente no radicaba en la naturaleza de su
mensaje (el cual, según hemos visto, en realidad no fue muy ori-
ginal). Su capacidad para reunir a tantos públicos se hallaba más
bien en su fama como realizador de milagros. En los evangelios se
dice genéricamente que Jesús realizó múltiples curaciones (Marcos
1,34; 9,35) y también se enumeran seis exorcismos, cinco cura-
ciones a paralíticos, tres a ciegos y dos a leprosos. También hay una
curación a la madre de Pedro, otra a una mujer con hemorragia,
otras a un sordomudo, un hombre hidrópico y un guardia a quien
se le corta una oreja. Hay tres resurrecciones de muertos, una mul-
tiplicación de panes, pescas milagrosas, una aparición de monedas
en peces para pagar impuestos, una tempestad calmada, una con-
versión de agua en vino, una ocasión en la cual Jesús camina sobre
las aguas y la transfiguración.
Algunos críticos opinan que Jesús no hizo ningún prodigio. Só-
lo posteriormente, cuando se escribieron los evangelios, se inven-
taron estas historias. El hecho de que Pablo, el autor más antiguo
del Nuevo Testamento, no haga casi mención de los milagros de
Jesús (a excepción de alguna oscura referencia en Romanos 15,19),
parece dar cierto sustento a esta hipótesis: en los estratos más an-
tiguos de la tradición cristiana, los milagros parecen estar ausen-

189
tes. El mismo Pablo proclama en I Corintios 1,22: “Así, mientras
los judíos piden signos y los griegos buscan sabiduría, nosotros pre-
dicamos a un Cristo crucificado: escándalo para los judíos, locura
para los gentiles; mas para los llamados, lo mismo judíos que grie-
gos, un Cristo, fuerza de Dios y sabiduría de Dios”. Al parecer, Pa-
blo reconoce que, aunque los judíos piden a Jesús y sus seguidores
signos de su naturaleza mediante la realización de algún milagro,
ellos no pueden realizar estos prodigios y sólo pueden limitarse a
ofrecer un Cristo crucificado.
Pero esta interpretación es errónea pues hay suficientes motivos
para pensar que, desde muy temprano, Jesús creció en fama debi-
do a los prodigios que hacía. Los milagros aparecen en los cuatro
evangelios, de forma que es bastante seguro que se remonten a tra-
diciones antiguas y que reflejen acordemente la fama de Jesús co-
mo realizador de prodigios. Además, el criterio de vergüenza o
dificultad también permite concluir que esta fama de realizador de
prodigios es auténtica, pues no son sólo los evangelistas sino igual-
mente las personas hostiles a Jesús quienes lo reconocen.
En Marcos 3,22 hay una afirmación de que Jesús realizaba pro-
digios, pero no procede de los seguidores de Jesús sino de quienes
se oponen a él y le acusan de usar poderes demoníacos para hacer
esos prodigios: “Los escribas que habían bajado de Jerusalén decí-
an: ‘Está poseído por Belcebú’ y ‘por el príncipe de los demonios
expulsa a los demonios’”. Esta acusación de posesión demoníaca
obviamente habría resultado incómoda al autor de Marcos (quien
tiene interés en presentar a Jesús como Hijo de Dios), luego no ha
de ser un invento por parte del evangelista. Puede decirse lo mis-
mo de la acusación que se lanza contra Jesús en Juan 8,48: “¿No
decimos con razón que eres samaritano y que tienes un demonio?”.
El hecho es que, aunque los opositores de Jesús opinaban que es-
taba poseído por los demonios, no negaban que él mismo expul-
sara demonios. Lo cuestionado era, a lo sumo, la fuente de poder
para realizar los prodigios, pero no estos en sí mismos.
Igualmente hay otros pasajes que, en base al criterio de vergüenza
o dificultad, nos permiten concluir que Jesús había ganado fama
como realizador de prodigios. Cuando los enviados de Juan el Bau-

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tista llegan a preguntar a Jesús si él es el Mesías, Jesús responde: “Id
y contad a Juan lo que oís y veis: los ciegos ven y los cojos andan,
los leprosos quedan limpios y los sordos oyen, los muertos resuci-
tan y se anuncia a los pobres la Buena Nueva; ¡y dichoso aquel que
no halle escándalo en mí!” (Mateo 11,5). Este texto debió ser ver-
gonzoso para los primeros cristianos, pues deja entrever que Juan
no estaba seguro de que Jesús fuese el Mesías. Por tanto, el episo-
dio no debió ser un invento del evangelista, y en este sentido esas
palabras de Jesús seguramente son históricas (además, proceden de
la fuente Q). Luego es probable que, tal como lo anuncia Jesús en
su respuesta a los discípulos de Juan, tuviera fama de realizar todos
esos prodigios con ciegos, cojos, leprosos y resucitados.
En Mateo, 11,21, Jesús proclama: “¡Ay de ti Coraozaín! ¡Ay de
ti Betsaida! Porque si en Tiro y Sidón se hubieran hecho los mila-
gros que se han hecho en vosotras, tiempo ha que en sayal y ceni-
za se habrían convertido”. Este texto debió ser vergonzoso para los
primeros cristianos pues se está admitiendo que Jesús falló en su
misión de extender su mensaje a estas ciudades ya que lo rechaza-
ron. Luego este pasaje debe ser auténtico. Y en tanto auténtico,
probablemente es histórica la fama de que, como el mismo Jesús
lo proclama, hizo milagros en esas ciudades, pero ni siquiera con
esos milagros sus habitantes aceptaron el mensaje de Jesús.
De hecho, hay otras afirmaciones sobre los prodigios de Jesús
que no proceden de las propias fuentes cristianas. Celso, filósofo
anticristiano del siglo II, citado por el autor cristiano Orígenes, sos-
tuvo que Jesús había sido un mago que había aprendido las artes
ocultas en Egipto. En el siglo V, el Talmud de Babilonia (un con-
junto de textos judíos rabínicos) sostenía que Jesús había sido eje-
cutado por haber practicado la magia.
En su testimonio sobre Jesús, Josefo dice que “fue un hacedor
de milagros impactantes”. Recordemos que algunos críticos opi-
nan que este texto de Josefo sobre Jesús es una interpolación en su
totalidad, pero la mayoría de los historiadores piensa que, aunque
el texto ha sido manipulado por algún copista cristiano, es autén-
tico en una forma más primitiva, y esa forma primitiva incluía la
referencia a Jesús como hacedor de milagros. Así pues, aún Josefo,

191
un autor que no tuvo simpatías por personajes mesiánicos como
Jesús, admite que era un realizador de prodigios. Luego, en vista
de que los propios detractores de Jesús admitían su capacidad pa-
ra obrar prodigios, debemos encontrarnos ante algo verdadero.
Además, la fama de Jesús como exorcista y realizador de prodi-
gios encaja bien con su mensaje apocalíptico. Hay que recordar
que, según el esquema apocalíptico, hay un enfrentamiento entre
Dios y las fuerzas del mal. Los exorcismos son una especie de pre-
ámbulo a la batalla apocalíptica y el modo en que Jesús vence a los
demonios es un anuncio de lo que está por venir. La realización de
prodigios es una confirmación de que el Reino de Dios está em-
pezando a manifestarse.
Pero, ¿qué eran exactamente esos prodigios? ¿Fueron milagros
en pleno sentido, es decir, violaciones de las leyes de la naturaleza?
Es muy dudoso. Sencillamente, es poco probable que los milagros
ocurran. Para entender por qué es improbable, consideremos bre-
vemente la solución epistemológica que en el siglo XVIII dio el fi-
lósofo David Hume a este problema.
Hume entendía que un milagro es un acontecimiento que desa-
fía las leyes de la naturaleza. Aunque es poco probable que un equi-
po de fútbol de secundaria venza por goleada a un equipo
profesional, lo que conocemos sobre las leyes de la naturaleza (y
hemos de admitir que no conocemos todas ellas) permite que al-
go así ocurra. Ahora bien, en ocasiones se informa sobre sucesos
que van en contra de las leyes de la naturaleza: un cuerpo muere y
resucita a los tres días, un hombre camina sobre las aguas, una es-
tatua religiosa se mueve para esquivar una bala, etc. Las leyes de la
naturaleza presuponen una regularidad que no admite excepcio-
nes; cuando se informa sobre una excepción a una ley de la natu-
raleza, entonces estamos en presencia de un milagro. Según quienes
informan sobre estos sucesos, Dios ha intervenido para alterar el
curso natural de los acontecimientos. Y eso, a diferencia de la de-
rrota del equipo profesional de fútbol, es un milagro.
No obstante, para Hume la cuestión fundamental está en de-
terminar hasta qué punto debemos creer en esas historias sobre mi-
lagros. Debemos empezar por admitir que los milagros son, al

192
menos, lógicamente posibles. Que un cadáver regrese a la vida es
físicamente imposible (dado lo que conocemos sobre las leyes de
la naturaleza que rigen la descomposición de los cadáveres), pero
no lógicamente imposible. Podemos al menos imaginarlo y, si Dios
existe y es omnipotente, entonces está en su poder resucitar los
cuerpos. Pero aun si es posible que los milagros ocurran, parece
que nunca tenemos justificación racional para creer que ocurran.
Las noticias sobre milagros provienen siempre del testimonio
de algún testigo. Si la prueba del milagro no proviniese del testi-
monio de alguien, sino que estuviese disponible para que todos lo
viesen y fuera un hecho repetible susceptible de verificación, en-
tonces no sería ya propiamente un milagro y, en todo caso, pasa-
ría a ser una nueva ley de la naturaleza. Ahora bien, Hume sostiene
que la veracidad del testimonio siempre será más improbable que
su falsedad.
La evolución respecto a la veracidad de los milagros es análoga
a un público en el que nosotros somos el jurado. De una parte es-
tá la persona que alega que el milagro ocurrió; de otra, la que ale-
ga que el testimonio sobre el milagro es falso, bien sea por fraude
deliberado o por simple equivocación. Supongamos que ambas
personas son íntegras y no se les conoce como mentirosos o enfer-
mos mentales. ¿A quién debermos creer? Lo racional es creer a quien
alega que el testimonio es falso por una razón muy sencilla: en
igualdad de condiciones, ambas personas parecen tener la misma
credibilidad. En función de eso, habría que recurrir a la fuerza de
la experiencia para determinar cuál de los dos testimonios es más
fiable. La persona que alega que el milagro ocurrió no tiene el res-
paldo de la experiencia a su favor. Pues esa misma persona está ale-
gando un suceso que, según su misma confesión, no ha ocurrido
antes (por eso es un milagro): en otras palabras, no tiene antece-
dentes a su favor.
Por otra parte, la persona que alega que el testimonio sobre el
milagro es falso tiene el respaldo de la evidencia en su favor. Pues
así como no hay pruebas de sucesos milagrosos, sí la hay de falsos
testimonios. Por tanto, Hume afirma que el falso testimonio siem-
pre será más probable que el hecho milagroso.

193
Frente a un testimonio sobre un milagro hay que preguntarse:
¿es más probable que un suceso viole las leyes de la naturaleza o
que se está dando un falso testimonio al respecto? La razón incli-
na la balanza hacia la segunda opción pues la probabilidad es cal-
culada en función de experiencias pasadas. Anteriormente, nunca
se ha visto a un cadáver regresar a la vida, pero sí se ha escuchado
a personas ofrecer falsos testimonios, deliberados o no. Por tanto,
siempre será más probable el falso testimonio, sea por genuina equi-
vocación o por fraude.
Ahora bien, si en tiempos del mismo Jesús estaba ya asentada la
idea de que realizaba milagros, ¿cómo explicar su fama? Hay varias
posibles respuestas, pero me inclino por la siguiente: Jesús curó a
mucha gente mediante el efecto placebo y muchos interpretaron
estos hechos como milagros. En otras palabras, la fama que Jesús
adquirió como realizador de milagros se basaba en curaciones que
hoy tendrían explicaciones científicas relativamente sencillas, pero
que en la Palestina del siglo I causarían asombro. Una vez creada
esta fama, los evangelistas la inflaron aún más y fabricaron histo-
rias sobre sucesos que hoy ya no serían tan fáciles de explicar cien-
tíficamente. A este conjunto de historias inventadas corresponden
los milagros, no ya de curaciones relativamente sencillas sino de
sucesos asombrosos como la tempestad calmada, la transfiguración
o caminar sobre las aguas.

¿Fue un mago?

El historiador Morton Smith apuntó un dilema tremendo en el


cristianismo. Por una parte, este acepta que Jesús hizo milagros;
por la otra, rechaza que Jesús fuese un mago. Smith, en cambio,
como muchos antropólogos, no veía muy nítida la separación en-
tre magia y milagros. A juicio de Smith y de muchos antropólo-
gos, la diferencia es apenas una arbitrariedad semántica: cuando
un personaje que admiramos hace un prodigio, llamamos a eso mi-
lagro. Pero, cuando lo hace alguien por quien no tenemos simpa-
tía, llamamos a eso magia. Milagro tiene una connotación positiva;

194
magia tiene una connotación negativa pero, en el fondo, son lo
mismo. Smith aceptaba que, en efecto, Jesús tenía fama de realizar
prodigios, pero insistía en que conviene evitar la arbitrariedad se-
mántica y debemos admitir que Jesús era un mago.
Ciertamente, en el contexto de Jesús la magia era habitual. An-
tes, durante y después de su vida, tanto en Palestina como en el
mundo grecorromano, hubo magos que, según parece, hacían pro-
digios. En Palestina, un tal Honí el dibujante de círculos (del siglo
I antes de nuestra era), por ejemplo, resultó ser muy famoso. Ho-
ni dibujaba un círculo en la arena, invocaba a Dios y advertía que
no saldría del círculo hasta que lloviese. Después de la muerte de
Jesús, hubo otro mago judío destacado del que tenemos noticia:
Hanina Ben Dosa, quien, al igual que Honi, realizaba encanta-
mientos mágicos para traer la lluvia. Josefo asimismo da noticia de
un tal Eleazar, un judío exorcista que expulsaba demonios, pero, a
diferencia de lo que hacía Jesús, acudía a ceremonias elaboradas
para lograr su propósito. Hechos 13,6 narra el encuentro de Pablo
con un mago judío en Chipre. En el contexto grecorromano, te-
nemos noticias de que Apolonio de Tiana, un personaje ligera-
mente posterior a Jesús, también practicaba la magia y hacía
prodigios similares a los de Jesús. Al parecer, el mismo Jesús cono-
cía a otros que, como él, expulsaban demonios (Marcos 9,38).
En alguna tradición judía de tiempos de Jesús se atribuía al pro-
feta Elías poderes mágicos, dados los prodigios que realizó. Como
Jesús fue identificado con Elías en alguna ocasión (Mateo 16,14),
se ha especulado con que esta asociación viniese dada por el hecho
de que estuvo asociado con la magia. El hecho de que otra gente
lo identifique como Juan el Bautista (Marcos 6,14), y que por ello
hace milagros, hace pensar también en que Jesús, siguiendo ritos
mágicos, pudo haber invocado el espíritu de Juan para realizar pro-
digios.
Hemos visto que el evangelio secreto de Marcos describe un ex-
traño ritual de magia, pero también que hay muchas dudas sobre
la autenticidad de ese evangelio. En todo caso, es verdadero que
Marcos 14,51 narra la presencia de un joven cubierto con un lien-
zo que sale corriendo desnudo en el momento del prendimiento

195
de Jesús, lo cual Morton Smith interpretó como indicio de prácti-
cas mágicas.
Smith especuló sobre otras pistas de prácticas mágicas en los
evangelios. En sus curaciones y exorcismos, Jesús nunca invoca a
Dios, más bien obra por cuenta propia. Este es un rasgo típico de
la magia, la cual, a diferencia de la religión (y esto siempre ha sido
señalado por los antropólogos), busca manipular fuerzas ocultas
directamente. Para resucitar a una niña, Jesús utiliza unas palabras
en arameo que, a juicio de Smith, tienen aspecto de ser formula-
ciones mágicas: Talitá kum (Marcos, 5,41), que significa “mucha-
cha, levántate”. Smith especula que, cuando en Hechos 9,40 Pedro
resucita a una mujer, usa esa misma fórmula mágica, pero el autor
de Hechos confunde la situación creyendo que se refiere al nom-
bre propio de la mujer, Tabitá, cuando en realidad usa las palabras
mágicas originales de Jesús.
En sus curaciones, Jesús parece usar procedimientos típicos de
la magia. Para curar a un ciego, escupe en tierra, hace barro con la
saliva y lo unta en los ojos del ciego (Juan 9,7), como si se tratase
de un ungüento que adquiriese propiedades mágicas. Por supues-
to, siempre se ha manejado la idea de que la transustanciación es
en realidad un procedimiento mágico, y que cuando Jesús con-
vierte el pan en su cuerpo ejecuta ritos mágicos antiguos (Marcos
14,22).
Smith sostiene también que Jesús parece manejar poderes de in-
visibilidad. Pues la gente se dispone a despeñarlo pero atraviesa la
multitud sin que lo logren atrapar (Lucas 4,29-30), y también hay
gente hostil que desea ejecutarlo pero no puede (Juan 7,30, 7,44,
8,20, 8,59, 10,39). Esto es mucho más especulativo, pues los pa-
sajes en cuestión sólo mencionan que no pudieron atrapar a Jesús,
pero no dan ningún indicio contundente de que tuviera el poder
de hacerse invisible.
Contra la interpretación de Smith se ha dicho que en Jesús hay
ausencia de dos rasgos fundamentales que caracterizan a la magia
en el mundo antiguo: el afán de lucro y la realización de hechizos
perjudiciales. Ni Jesús ni sus discípulos cobran por sus servicios, y
cuando alguien intentó pagar a los discípulos para recibir sus po-

196
deres mágicos, fue severamente reprendido (Hechos 8,18-24).
Igualmente, Jesús hace curaciones y exorcismos, pero nunca pro-
digios para perjudicar a los demás. La magia antigua, en cambio,
perseguía el lucro, y los hechiceros podían usar sus prodigios tan-
to para beneficiar como para perjudicar.
No obstante, Smith sostiene que Jesús persiguió el lucro y que
hizo hechizos para perjudicar. Cuando Jesús exhorta a abandonar
las riquezas, según Smith, lo hace con la intención de que se las en-
treguen a él. Además, usa sus poderes mágicos para autoinvitarse
a comidas, como sucedió cuando, al parecer, deslumbró a Zaqueo
con el reconocimiento de su identidad sin haberlo conocido pre-
viamente (Lucas 19,1-10).
Respecto a los hechizos malignos, Smith considera que Jesús hi-
zo este tipo de cosas al introducir demonios en una manada de cer-
dos y conducirlos a un precipicio (el propietario habría tenido una
pérdida económica significativa; véase Marcos 5,1-20). También usó
su magia para secar una higuera (Marcos 11,14) e introdujo a Sata-
nás en Judas al hacerlo comer de su propio pan (Juan 13,26-27).
Según la interpretación de Smith, Jesús era un mago, como tan-
tos otros en el mundo mediterráneo antiguo, en el sentido de ser
una persona a quien se le atribuyen poderes para trasformar la re-
alidad y manejar fuerzas ocultas. En su opinión, Jesús, como se-
guramente ocurre con muchos hechiceros, pudo haber creído
genuinamente en la eficacia de sus procedimientos mágicos. Y
cuando la gente acusa al hechicero, le reprocha manejar fuerzas
ocultas pero no propiamente engañar a la gente, pues se reconoce
que su poder es real.
Pero, ¿pudo haber sido Jesús un mago en el sentido más mo-
derno de la palabra, a saber, un ilusionista que deliberadamente se
valió de trucos para engañar a su público y así conseguir poder y
fortuna? Las artes del ilusionismo son muy antiguas y en el con-
texto de Jesús seguramente se conocía la prestidigitación y trucos
como el de las pelotas y los cubiletes. Entre las acusaciones que se
lanzan contra Jesús está la de que “solivianta al pueblo con sus ense-
ñanzas por toda Judea, desde Galilea, donde comenzó, hasta aquí”
(Lucas 23,5), quizá un indicio de que tenía fama no solamente co-

197
mo hechicero sino también como ilusionista que se vale de trucos.
En sus confrontaciones con los fariseos, estos le piden un signo (es
decir, que realice un prodigio), pero él rehúsa hacerlo (Marcos
8,11-13); cuando los ilusionistas no controlan el escenario (como
parece que era el caso en la confrontación con los fariseos), optan
por no exponerse a fin de que sus trucos no sean revelados. Smith
especula que Jesús usaba la técnica de enviar primero a sus discí-
pulos a distintas aldeas (Lucas 10,1) y que estos recogían infor-
mación sobre los aldeanos y se la comunicaban a Jesús. Con esta
información anticipada, Jesús sorprendería a la gente haciéndole
creer que sabía cosas sobre ellos de forma sobrenatural. Así, por
ejemplo, impresiona a Zaqueo (Lucas 19,1-10) o, agrego yo, así
pudo haber impactado a la mujer samaritana cuando le dijo que
ella había tenido cinco maridos (aunque ya he advertido previa-
mente que esta historia es con mucha seguridad ficticia; véase Juan
4,16-19).
Otros autores han manejado la idea de que en sus curaciones
Jesús pudo haber usado drogas. Incluso el historiador Hugh Schon-
field sostuvo la teoría de que Jesús buscó fingir su propia muerte
y resurrección, y para ello se valió de una droga que se le adminis-
tró en una esponja con vinagre (Marcos 15,36). Supuestamente,
esta droga lo colocaría en estado de coma, daría la apariencia de
estar muerto y, después de que se pasara el efecto, saldría de la tum-
ba. De ser así, este procedimiento habría sido el paroxismo de las
artes ilusionistas de Jesús (aunque, en la versión de Schonfield, el
plan fracasa pues no estaba entre los planes que el soldado clavase
una lanza en el costado de Jesús, lo cual acabó con su vida; véase
Juan 19,34).
Las especulaciones de Smith y otros que manejan la idea de Je-
sús como mago o ilusionista son coloridas e interesantes, pero no
han convencido a los especialistas. Se basan en escuetos pasajes y
acuden a interpretaciones forzadas (como, por ejemplo, la del po-
der de invisibilidad de Jesús). Aunque en el contexto de Jesús ha-
bía mucha magia, no parece muy evidente que él participara de
estas artes. Jesús estaba más bien convencido de su vocación pro-
fética y su expectativa apocalíptica, la cual incluía un enfrenta-

198
miento con los demonios y la realización de prodigios, pero siem-
pre afirmando la posición suprema de Dios, al servicio de las fuer-
zas del bien y sin buscar enriquecimiento (de haberse enriquecido,
no habría tenido tantas dificultades y seguramente habría busca-
do más actividad en las ciudades en lugar de en las aldeas galileas).

¿Expulsó demonios e hizo curaciones?

Por las razones que hemos visto, con bastante seguridad podemos
afirmar que Jesús creció en fama debido a sus dotes como exorcis-
ta y como sanador. Por supuesto, también hemos visto que las ex-
plicaciones milagrosas siempre serán las menos probables. Y como
la expulsión de demonios y las curas descritas en los evangelios son
aparentemente sucesos milagrosos, debemos buscar alguna otra al-
ternativa para explicar esos fenómenos. ¿Y cuáles son esas alterna-
tivas?
En primer lugar, puede tratarse de enfermedades psicosomáti-
cas. Los médicos han documentado suficientemente bien el lla-
mado efecto placebo. Una parte considerable de las enfermedades
(pero, en contra de lo que mucha gente irresponsable cree, no to-
das) tiene un alto componente psicosomático. Una persona que ha
sido sometida a situaciones de alto estrés puede desarrollar alguna
dolencia física. Por otra parte, si encuentra una situación que le
agrade, o tenga la expectativa de que un procedimiento la puede
curar, hay grandes probabilidades de que, por pura sugestión, esa
persona consiga efectivamente una mejora (y en el caso de algunas
enfermedades totalmente psicosomáticas, desaparezca la enferme-
dad por completo). Los médicos contemporáneos acuden muchas
vecesa este fenómeno al recitar pastillas sin ningún contenido es-
pecial. El mero hecho de que el paciente crea que esas pastillas tie-
nen alguna fórmula farmacológica puede hacerles mejorar.
El acento que Jesús ponía en que la gente tuviera fe en él es fun-
damental para entender cómo curó a tanta gente. El placebo no
sirve si la gente no tiene expectativas de cura. De hecho, en varias
de las curaciones hechas por Jesús, la mera fe salva: el sirviente del

199
centurión (Mateo 8,5-13), la mujer con hemorragia (Marcos 5,24-
34), la hija de la mujer sirofenicia (Marcos 7,24-30), el ciego de
Jericó (Marcos 10, 46-52) o uno de los diez leprosos curados (Lu-
cas 17,11-19). Al parecer, incluso los propios discípulos no tenían
fe en sus propios esfuerzos como exorcistas y trataron de expulsar
en vano los demonios de un niño. Sólo Jesús, con fe firme en su
propio poder, logró hacerlo (Marcos 9,14-29).
Lo que en tiempos de Jesús se creía eran posesiones demonía-
cas hoy la ciencia moderna lo explica de forma mucho más efi-
ciente. Muchos de los síntomas que aparecen en los supuestos casos
de posesión demoníaca son fácilmente reconocibles por los psi-
quiatras e, incluso, pueden ser inducidos mediante sustancias bio-
químicas o la estimulación de ciertas regiones del cerebro. Por
ejemplo, las contorsiones que tanto impactan a quienes las pre-
sencian (por ejemplo, la mujer encorvada en Lucas 13,10-17), po-
drían deberse al llamado síndrome de Tourette. El consenso entre
los investigadores es que este síndrome tiene un origen cerebral, a
pesar de que los neurocientíficos no han logrado estipular con pre-
cisión en qué región del cerebro está su origen, y se supone que se
debe a desajustes en la región cortical y subcortical. Además de las
contorsiones, el síndrome de Tourette puede ocasionar tics ner-
viosos y gritos violentos y profanos (se narra este tipo de reacción
en Marcos 1,23, 5,6). Una vez más, las posesiones demoníacas pa-
recen coincidir con esta sintomatología.
El supuesto poseído renuncia también a su personalidad y per-
mite que otra personalidad foránea se apodere de su cuerpo. Aun-
que esto ha sido motivo de controversia entre los psiquiatras,
algunos han sostenido la existencia de un trastorno de identidad di-
sociativa, en el cual residen en la persona dos o más personalidades
desconectadas entre sí (en Marcos 5,9 un poseído proclama que su
nombre es Legión porque en él habitan muchos demonios). Si es-
te trastorno existe efectivamente (y hay que advertir que algunos
psiquiatras consideran que más bien ha sido inducido por los me-
dios de comunicación en tiempos modernos), podría explicar al-
gunos ejemplos de posesiones demoníacas, en las cuales la persona
asume de repente la personalidad del demonio.

200
También hay en la posesión demoníaca algunos elementos de
histeria. Como es sabido, tradicionalmente los psiquiatras pensa-
ban que la histeria era una condición exclusivamente femenina, y
por ello algunos ponían en tela de juicio la validez de este diag-
nóstico. Con todo, hoy se llama histeria a un desorden psiquiátri-
co que implica una ausencia de control de las emociones (lo cual
puede causar automutilación, como parece ser el caso del ende-
moniado que aparece en Marcos 5,5) y, en ocasiones, la aparición
de síntomas psicosomáticos.
Por supuesto, los síntomas de la epilepsia, un desorden neu-
rológico, han sido atribuidos a la posesión demoníaca desde ha-
ce mucho tiempo. Un exorcismo de Jesús es claramente un caso
de epilepsia: “Maestro, te he traído a mi hijo que tiene un espí-
ritu mudo y dondequiera que se apodera de él, le derriba, le ha-
ce echar espumarajos, rechinar de dientes y le deja rígido” (Marcos
8,17).
En muchos de estos casos, una muestra de cariño o una exhibi-
ción de autoridad tierna, como es el gesto de imposición de ma-
nos (Marcos 6,5, Lucas, 4,40, 13,13) puede activar el efecto placebo
y propiciar una mejora significativa. En algunos casos más serios,
por supuesto, no desaparece la enfermedad. Pero puede darse el ca-
so de que, frente al gesto de Jesús, pudiera haber un estado mo-
mentáneo de exaltación psicológica y cesara la sensación de
sufrimiento, a pesar de que al poco tiempo volviera la dolencia. Por
supuesto, en la tradición oral sólo habría quedado el recuerdo del
momento de la curación y así se creó la leyenda.
Pudo haber ocurrido también que en algunos casos se tratara
de enfermedades en las cuales es común esperar alguna fase de me-
jora temporal, la cual pudo coincidir con la acción de Jesús. O qui-
zá este pudo utilizar algunas hierbas que, al aplicarlas, pudieran
curar a los pacientes, como hacen efectivamente muchos chama-
nes al aplicar remedios eficientes, sin conocer necesariamente los
fundamentos químicos de su tratamiento, por lo cual los los atri-
buyen a fenómenos sobrenaturales.
La medicina también ha documentado casos de enfermedades
que desaparecen espontáneamente, y algunas de las supuestas cu-

201
raciones de Jesús pudieron haber obedecido a este fenómeno. Asi-
mismo, si Jesús fue un ilusionista (cuestión que, como hemos vis-
to, es más bien dudosa), pudo haberse valido de trucos para hacer
creer a la gente que exorcizaba y curaba (por ejemplo, contratar a
alguien para fingir posesión demoníaca frente al público y actuar
normalmente tras el exorcismo).
En muchas de estas curaciones y exorcismos opera lo que el fi-
lósofo Etienne Vermeersch llama el efecto de Lourdes (así llamado
por el tipo de sucesos que ocurren en las peregrinaciones a Lour-
des): los prodigios que ocurren son muy ambiguos y siempre dan
lugar a explicaciones racionales que no necesitan fenómenos so-
brenaturales. Jesús y tantos otros curanderos y exorcistas curan pa-
rálisis y cegueras momentáneas, pero nunca se ha visto a ninguno
de estos personajes hacer que a un manco le crezca la mano o co-
sas por el estilo.
En los evangelios hay algunas curaciones y exorcismos que no pa-
recen encajar en el tipo de fenómenos propios del efecto Lourdes.
Hay, al menos, un exorcismo y una curación espectacular, los cuales
no pueden ser explicados como trucos de ilusionismo, mejora tem-
poral, efecto placebo o curación espontánea. Se trata de la cura-
ción del ciego de nacimiento y el exorcismo del hombre de Gerasa.
Jesús cura a personas que tienen cegueras aparentemente tem-
porales. Varios de estos episodios tienen muchas probabilidades de
haber ocurrido. Por ejemplo, la curación del ciego de Betsaida
(Marcos 8,22-26) parece histórica, pues se narra ahí que, en su pri-
mer intento de curación, Jesús falla pues el hombre sólo ve árbo-
les; sólo tras un segundo intento, el hombre ve perfectamente. Es
dudoso que, si esta historia fuese inventada, Jesús no lograra su ob-
jetivo al primer intento.
La curación del ciego de Jericó tiene también alta probabilidad
de ser auténtica (Marcos 10,46-52), pues el hecho de que se iden-
tifique el nombre del curado (Bartimeo) y la ciudad donde ocu-
rrió (Jericó) hace pensar que debió tratarse de un hecho real cuyo
recuerdo queda vívido en la tradición.
Ambas historias son seguramente auténticas pero, como he
apuntado, no es necesario invocar un milagro para explicarlas, pues

202
puede haber explicaciones alternas. Pero, ¿qué hay de la curación
del ciego de nacimiento en Juan 9,1-41? La ceguera de nacimien-
to no tiene cura temporal ni espontánea, ni se cura con remedios
medicinales tradicionales ni con placebos.
Pudo haberse tratado de un truco: Jesús pudo haber contrata-
do a un hombre para hacerse pasar por ciego de nacimiento y tam-
bién a sus padres, para que estos diesen testimonio frente a los
fariseos. Pero debemos insistir en que la hipótesis del Jesús ilusio-
nista pierde valor al tener en cuenta que se trata de un personaje
fanatizado y con convicciones muy profundas.
Frente a la improbabilidad de otras alternativas, ¿debemos acep-
tar la naturaleza milagrosa de la curación del ciego de nacimiento?
No, desde luego. Pues, como lo habría postulado Hume, sigue sien-
do más probable que la historia sea un invento a que haya ocurri-
do tal como se relata. De hecho, en esta historia hay varios
elementos que hacen suponer que, a diferencia de las curaciones
de otros ciegos, es inventada.
En primer lugar, esta historia aparece sólo en el evangelio de
Juan. Ya hemos visto en varias ocasiones por qué los testimonios
de este evangelio no son fiables. Pero, además, la forma en que se
desarrolla la historia levanta sospechas. Los fariseos se muestran in-
cisivos ante el ciego curado y presionan a sus padres. Los padres
dan testimonio de que el hombre era ciego de nacimiento, pero
son algo renuentes a hacerlo. El evangelio da esta razón: “Sus pa-
dres decían esto por miedo a los judíos, pues los judíos se habían
puesto de acuerdo en que, si alguno le reconocía como Cristo, que-
dara excluido de la sinagoga” (Juan 9,22). Esto, como hemos vis-
to, refleja la profundización de la ruptura entre judíos y cristianos
a finales del siglo I, pues a esa fecha se remonta la decisión de los
judíos de expulsar de las sinagogas a quienes aceptaran a Jesús co-
mo el Mesías. Por tanto, es presumible que el relato haya sido in-
ventado en relación con ese proceso de ruptura y no se trate de una
historia real.
La historia se enmarca también en una conversación entre Je-
sús y el ciego sobre la identidad del propio Jesús. Según parece, en
esta conversación Jesús mismo se considera el Hijo del Hombre en

203
sentido apocalíptico: “¿Tú crees en el Hijo del Hombre? [...]. Le
has visto, el que está hablando contigo, ese es [...]. Para un juicio
he venido a este mundo: para que los que no ven, vean; y los que
ven, se vuelvan ciegos” (9,35-40). Hemos visto ya por qué es muy
poco probable que Jesús se considerara el Hijo del Hombre en sen-
tido apocalíptico. Por ello, toda esta conversación es seguramente
ficticia y, por extensión, la historia de la curación del ciego de na-
cimiento también lo es.
En los exorcismos hay asimismo historias que son seguramen-
te auténticas. Por ejemplo, en el exorcismo de la hija de una mu-
jer sirofenicia (Marcos 7,24-30), Jesús aparece con un perfil
nacionalista y xenófobo. Esto, obviamente, habría ido en contra
de los intereses del evangelista, que se esfuerza en ofrecer una reli-
gión abierta a los gentiles, luego la historia no debió ser inventa-
da. Pero aunque sea auténtica, no necesita invocar explicaciones
milagrosas pues puede acudirse a cualquiera de las alternativas.
Pero, ¿qué hay de la historia de un poseído que, al ser exorciza-
do, los demonios abandonan su cuerpo, pasan a una piara de cer-
dos y estos se lanzan por un barranco (Marcos 5,1-20)? De nuevo,
nada de esto es explicable por placebos, curaciones temporales o
espontáneas.
No obstante, una vez más, no es necesario acudir a la explica-
ción milagrosa. La historia pudo haber ocurrido en dos fases. Pri-
mero, Jesús pudo haber exorcizado al poseído y luego, por alguna
circunstancia fortuita, los cerdos pudieron haberse arrojado al mar
por algún accidente. En el recuerdo de la tradición oral, pudieron
haberse unido dos historias que en un principio estaban inconexas
entre sí.
Por otra parte, la historia tiene poquísimas probabilidades de
ser auténtica. En primer lugar, hay una confusión respecto a su ubi-
cación. Mateo 8,28 dice que ocurre en la región de los “gadare-
nos”, pero Marcos 5,1 y Lucas 8,26 dicen que ocurre en la región
de los “gerasenos”. Gadara y Gerasa son dos ciudades distintas.
Además, en Marcos, la versión más antigua, se dice que Gerasa es-
tá al otro lado del mar de Galilea, lo cual, como hemos visto, es
un error geográfico (además, como Gerasa no está al lado del mar,

204
¿cómo explicar que los cerdos se arrojaran al mar?). Esto hace pen-
sar que todo se trate de una invención. También hay una confu-
sión respecto a cuántos endemoniados hubo: Marcos y Lucas dicen
que sólo fue uno y Mateo dice que fueron dos.
El hecho de que el endemoniado tenga asociación con los cer-
dos (animales impuros en el judaísmo) y more en los sepulcros de
la aldea, hace pensar que todo el suceso es un artificio literario pa-
ra expresar la idea de que en el Reino de Dios serán aceptados in-
cluso los más impuros si se arrepienten. Es posible también que la
historia refleje el interés posterior de abrir el cristianismo a los gen-
tiles, dado que el suceso ocurre fuera del territorio judío.
Más aún, aunque a nosotros no nos cause risa, los especialistas
nos aseguran que la historia tiene elementos humorísticos del si-
glo I. El hecho de que el demonio, cuyo nombre es Legión, pase a
unos cerdos y estos se arrojen al mar, pudo haber sido jocoso para
los judíos, en la medida en que se representa a un Imperio roma-
no (y sus legiones) que, enloquecido, entra en animales repugnantes
y se suicida. Si la historia tiene este componente humorístico, ca-
be suponer que es un invento y no propiamente un suceso real.
Además, si Jesús hubiera sido el responsable de la pérdida de 2000
cerdos, su propietario habría tomado alguna medida de represalia,
pero nada de eso se dice en los evangelios.

¿Resucitó a varios muertos?

Cuando los discípulos de Juan acuden a Jesús a preguntarle si él es


el Mesías, responde diciendo que “los ciegos ven, los cojos andan,
los leprosos quedan limpios, los sordos oyen, los muertos resuci-
tan”. Hemos visto que esta declaración es seguramente auténtica,
de forma que Jesús tenía fama de realizar todos estos prodigios.
Hemos visto también los procedimientos que Jesús pudo emplear
para realizar estos milagros (una enfermedad como la lepra no pa-
rece admitir placebos o curaciones espontáneas, pero es probable
que la mención bíblica de “lepra” no se refiera a la enfermedad cau-
sada por la mycobacterium leprae sino a una amplia gama de enfer-

205
medades de la piel como, por ejemplo, la soriasis, muchas de las
cuales pueden tener un considerable componente psicosomático).
Ahora bien, ¿cómo resucitó a los muertos?
Los evangelios registran tres ocasiones en las cuales Jesús hizo
este prodigio: con la hija de Jairo (Marcos 5,21-43), con el hijo de
la viuda de Naín (Lucas 7,11-17) y con Lázaro (Juan 11,1-45). De
estas tres ocasiones, sólo en la primera hay la presunción de que la
persona en realidad no estaba muerta. Pero también sólo la pri-
mera parece remontarse a un hecho auténtico.
La historia de la resurrección de la hija de Jairo tiene el aspecto
de haber sido retocada por el autor de Marcos. Pues el evangelista
la enlaza con la curación de una hemorroísa y establece entre am-
bas historias conexiones que resultan sospechosas (en ambas cura-
ciones la fe es importante: la mujer ha estado 12 años con su
hemorragia, la niña muerta tiene 12 años). Además, el nombre de
Jairo significa “él se despertará”, lo cual coincide sospechosamen-
te con el final de la historia (la niña se levanta).
No obstante, hay otros indicios de que la historia puede re-
montarse a un suceso real. El hecho de que en su relato Marcos ci-
te unas palabras de Jesús en su lengua original, el arameo (Talitá
kum), las cuales, además, como hemos visto, pueden ser una for-
mulación mágica (y esto confirmaría las acusaciones contra Jesús),
lo que hace pensar que se trata de una historia real.
¿Significa eso que Jesús resucitó a la niña? No necesariamente.
Los antiguos no tenían el conocimiento médico que nosotros te-
nemos y con frecuencia declaraban erróneamente la muerte de per-
sonas enfermas. Tenemos noticia, por ejemplo, de un joven que
cayó de un tercer piso y todo el mundo creyó que estaba muerto,
pero Pablo supo reconocer que estaba vivo (Hechos 20,7-12). Así
pues, la hija de Jairo no estaba muerta y Jesús sencillamente la le-
vantó. En el relato más antiguo, el de Marcos, Jairo se acerca a Je-
sús y le dice: “Mi hija está a punto de morir” (Marcos 5,23). En la
versión de Mateo, Jairo anuncia explícitamente la muerte de su hi-
ja (Mateo 9,18), pero la versión original es la de Marcos.
En esta versión, Jesús mismo advierte: “¿Por qué alborotáis y
lloráis? La niña no ha muerto, está dormida” (Marcos 5,39). Es

206
cierto que en el mundo bíblico el sueño es usado como eufemis-
mo de la muerte. Así, por ejemplo, cuando Jesús resucita a Lázaro
(de quien no hay dudas de que está muerto, pues lleva días en el
sepulcro), se dice que está durmiendo (Juan 11,11-13). Pero pare-
ce bastante obvio que, en el caso de la hija de Jairo, Jesús se refie-
re a un estado de somnolencia (o quizá a alguna forma de
catalepsia), pues niega explícitamente que la niña haya muerto. De
esta manera, la supuesta resurrección de la hija de Jairo no es tal.
Es, sencillamente, otro caso de curación ambigua (otro ejemplo
más del efecto Lourdes).
En los otros dos casos de resurrecciones, no caben explicacio-
nes racionales. Los relatos ofrecen con bastante claridad que el hi-
jo de la viuda y Lázaro estaban muertos. Pero ambas historias tienen
toda el aspecto de ser invenciones.
El relato del hijo de la viuda de Naín tiene muchas resonancias
con un milagro similar que hizo el profeta Elías (I Reyes 17,8-24).
En ambas historias la viuda se encuentra con el profeta en la puer-
ta de la ciudad. En ambas el hijo de la viuda está muerto y es re-
sucitado por el profeta. Después de la resurrección, en ambas
historias el profeta devuelve el niño a su madre. Los dos prodigios
sirven para convencer a su público de que el profeta es un hombre
de Dios. Con tales paralelismos, es difícil dar crédito histórico a es-
te suceso. Resulta bastante obvio que los evangelistas desean colo-
car a Jesús a la par de Elías y Moisés (en el relato de la trasfiguración,
la idea es presentar a Jesús en una posición aún superior). Para lo-
grar este propósito, se inventan historias en las cuales Jesús repite
las hazañas de esos personajes y, evidentemente, esta es una de ellas.
La historia de la resurrección de Lázaro también tiene el aspec-
to de ser legendaria. Al igual que en la historia del hijo de la viu-
da, no cabe racionalizar que se trata de catalepsia o algo por el estilo,
pues el texto es muy explícito al señalar que Lázaro llevaba ya cua-
tro días en el sepulcro (Juan 11,39). No obstante, si Jesús era un
ilusionista, cabe la posibilidad de que haya organizado un truco
con Lázaro; este habría fingido su muerte, esperado dentro de la
tumba cuatro días y salido cuando llegó Jesús. Con todo, es una
posibilidad muy remota.

207
Lo más probable es que la historia no sea auténtica. Tiene un
claro aspecto legendario, como anticipación de la propia resurrec-
ción de Jesús. Además, sólo se encuentra en el evangelio de Juan.
Y la ocasión sirve a Jesús para hacer pronunciamientos típicos del
evangelio de Juan, los cuales, como hemos visto, no son históricos,
como por ejemplo: “Yo soy la resurrección, el que cree en mí, aun-
que muera, vivirá; y todo el que vive y cree en mí, no morirá ja-
más” (Juan 11,25-26).
Hay asimismo algún detalle que no encaja bien con otras his-
torias recogidas en los evangelios sinópticos. El evangelio de Juan
relata que Lázaro es hermano de Marta y María. Estas mismas mu-
jeres son también mencionadas en Lucas 10,38-42, pero en esa
mención no aparece Lázaro. Resulta extraño, lo suficiente como
para sospechar que el autor de Juan pudo haber recogido la tradi-
ción de Lucas y añadido el personaje de Lázaro para elaborar esta
historia.
De hecho, hay otro pasaje en Lucas que pudo servir de plata-
forma para la invención de este episodio. Lázaro sí aparece en el
evangelio de Lucas, pero no como hermano de Marta y María si-
no como el personaje de una parábola de Jesús. En ella, un hom-
bre rico muere y va al Hades (el infierno) a ser atormentado,
mientras Lázaro muere y los ángeles se lo llevan al seno de Abra-
hán. El rico le suplica a Abrahán que envíe a Lázaro a avisar a sus
hermanos (los del rico) para que eviten ese tormento, y Abrahán
le responde: “Si no oyen a Moisés y a los profetas, tampoco se con-
vencerán aunque un muerto resucite (Lucas 16,31).
En la historia de la resurrección de Lázaro, los judíos se empie-
zan a preocupar por las maravillas que hace Jesús y deciden apre-
sarlo cuando llegue el momento. La historia, que vincula mediante
el nombre al hombre resucitado con el hombre que va al seno de
Abrahán, podría buscar reflejar la idea de que los judíos, aun vien-
do el prodigio de la resurrección de un muerto, siguen sin con-
vertirse.
De todas maneras, siempre es recomendable un poco de caute-
la a la hora de evaluar estas historias tan asombrosas. No estamos
en situación de saber si toda la historia es legendaria o si al menos

208
algunos elementos son históricos. El eminente historiador J. P. Meier
(quien ha dedicado un grueso volumen al análisis de los milagros)
ha sugerido que la historia de la resurrección de Lázaro pudo haber
tenido alguna base histórica como un relato de curación, y que só-
lo la tradición posterior convirtió en una historia sobre la resurrec-
ción de un hombre que llevaba cuatro días en el sepulcro.

¿Hizo prodigios controlando


fenómenos de la naturaleza?

La fama de Jesús como realizador de prodigios se forma en torno


a milagros en los que otras personas salen curadas o favorecidas.
Jesús no anuncia que caminó sobre las aguas, calmó tempestades,
hizo pescas milagrosas, multiplicó panes o que Elías y Moisés lo
visitaron. Todos estos sucesos narrados en los evangelios son lla-
mados milagros de manifestación porque tienen la intención de
presentar a Jesús como un personaje sobrehumano que manifies-
ta su identidad precisamente en la medida en que controla la na-
turaleza.
A diferencia de los milagros de curación, exorcismos y alguno
de resurrección (el de la hija de Jairo), estos milagros de control de
la naturaleza no tienen ningún sustento histórico y tienen todo el
aspecto de ser artificios literarios de los cuales se vale el evangelis-
ta para magnificar la identidad de Jesús.
En una época hubo entre los historiadores críticos una tenden-
cia a racionalizar los milagros, pero con resultados muy inverosí-
miles. La primera ola de biógrafos de Jesús (e incluso, en fechas
relativamente recientes, el teólogo William Barclay) aceptaba la his-
toricidad de estos sucesos pero buscaba una explicación racional.
Jesús encontró un pedazo de madera en la profundidad del mar, se
montó sobre ella y pudo flotar, y los discípulos, imbuidos en una
mentalidad precientífica, pensaron que caminaba sobre las aguas.
Jesús exhortó a sus seguidores a compartir el pan que estaba es-
condido, y así la gente creyó que había multiplicado los panes. Y
así sucesivamente.

209
Es mucho más viable sostener que todas estas historias son in-
venciones. Y que, como suelen hacer los evangelistas, se basan o
bien en historias del Antiguo Testamento o bien en relatos mito-
lógicos de otras culturas mediterráneas. Por ejemplo, el evangelio
de Juan presenta los milagros de Jesús como signos que revelan su
identidad. Pues bien, en Éxodo Moisés también hace prodigios co-
mo signos de su identidad. En Éxodo 4,8-9, Yahvé ordena a Moi-
sés hacer el prodigio de tomar el agua del río y convertirla en sangre.
Esto tiene un obvio paralelismo con el signo de Jesús, que consis-
te en convertir el agua en vino en las bodas de Caná (Juan 2,1-12).
Jesús calma una tempestad, problemente signo de su identidad
como una persona que controla las aguas (Marcos 4,35-41). La voz
de Yahvé tiene poder para agitar las aguas (Salmos 107,25) y para
calmarlas (Salmos 65,7), un poder que se repite en una escena de
la vida del profeta Jonás (Jonás 1,4). Jesús mismo proclama una
asociación con Jonás (Mateo 12,39).
Esta historia, junto al relato de Jesús caminando sobre las aguas
(Marcos 6,45-52), fue seguramente un artificio literario para des-
tacar en Jesús un poder que en las escrituras judías estaba reserva-
do a Yahvé. Hay un relato según el cual Buda también hizo este
prodigio, y el historiador Randel Helms opina que esta historia nu-
trió la versión de los evangelios, pero veo esta interpretación más
forzada, pues aunque el judaísmo del siglo I se había impregnado
de conceptos persas, es más improbable que recibiera influencia
budista. Más bien, la descripción del Creador como aquel que
“aplasta la espalda del mar” en Job 9,8 pudo ser otra fuente para
construir la imagen de un Jesús que camina sobre las aguas.
La trasfiguración (Marcos 9,2-8), la epifanía en la cual Jesús su-
be una montaña con tres discípulos, se vuelve resplandeciente y
habla con Elías y Moisés, toma mucho del relato de Éxodo 24,15-
16, en el cual el mismo Moisés sube a una montaña al encuentro
con Dios. En otra ocasión, Moisés desciende de la montaña res-
plandeciente (Éxodo 34,29), detalle que seguramente inspiró el re-
lato sobre la trasfiguración.
Hay otros milagros de control de la naturaleza que, aunque no
tienen propiamente una base en las escrituras judías, hay suficien-

210
tes indicios para concluir que se tratan de invenciones literarias en
su totalidad. Por ejemplo, la maldición de la higuera (Marcos
11,12-14), y luego el descubrimiento de que esta maldición la se-
có (Marcos 11,20-21), tiene todo el aspecto de ser un artificio li-
terario, pues entre ambos sucesos se narra la expulsión de los
mercaderes del Templo (Marcos 11,15-19). El milagro parece ser
una forma literaria de expresar que, de la misma forma en que Je-
sús ha juzgado al Templo y ha castigado a la higuera, asimismo
Dios juzgará con la llegada del Reino. Además, es posible que es-
te milagro sea también una leyenda derivada de la parábola narra-
da en Lucas 13,6-9 (la cual tiene más aspecto de ser auténtica)
sobre un hombre que tiene una higuera que no da frutos (la pará-
bola nuevamente representa la idea del juicio, aunque ofrece una
última oportunidad para el arrepentimiento).
La pesca milagrosa al inicio del ministerio de Jesús (Lucas 5,1-
11) es seguramente una reproducción de un relato sobre la apari-
ción de Jesús ya resucitado en Juan 21,1-6. Con su fe en la
resurrección de Jesús, el autor de Lucas habría aprovechado la his-
toria sobre la vocación de los primeros discípulos y su oficio como
pescadores y la habría unido al relato sobre Jesús después de su re-
surrección.
A juicio de J. P. Meier y otros historiadores, de todos estos mi-
lagros de manifestación quizá uno tenga alguna base histórica: la
multiplicación de los panes y los peces. El suceso resulta sospechoso
pues, como en otros milagros de este tipo, parece basarse en algu-
na historia del Antiguo Testamento: Eliseo realiza un milagro si-
milar y con apenas 20 panes comen 100 hombres, hasta el punto
de que incluso quedan sobras (II Reyes 4,42-44). Pero el hecho de
que aparezca en los cuatros evangelios, y de que el milagro sea na-
rrado en dos ocasiones en un mismo evangelio (Marcos 6,30-44,
8,1-9), hace pensar que debió tratarse de un suceso real lo sufi-
cientemente importante para quedar en la memoria del evangelis-
ta y contarlo dos veces. Dada la importancia que tenía la comida
como imagen del Reino en la predicación de Jesús, y más tarde la
cena de despedida antes de su arresto, es posible que Jesús tuviera
alguna ocasión en la cual un gran número de personas compartie-

211
ra comida. Este suceso pudo haber servido como plataforma para
que, finalmente, la tradición oral añadiera el aspecto milagroso de
aquella ocasión.

212
7
Últimos días

¿Entró triunfalmente en Jerusalén?

Los últimos días de Jesús ocupan la mayor parte de los relatos de


los evangelios. En la tradición cristiana, los acontecimientos ocu-
rren durante una semana: el domingo de ramos entra triunfante
en Jerusalén y al domingo siguiente ya ha resucitado.
Pero muchos historiadores han sospechado que toda la historia
ha sido comprimida en una semana por alguna fuente primitiva
de la que se valieron los evangelistas, seguramente para darle un
efecto dramático. A juicio de estos historiadores, los sucesos que
van desde la entrada triunfal en Jerusalén hasta la muerte de Jesús
pudieron ocurrir en un período de unos seis meses.
Hay varios indicios de ello. Los sucesos que se narran son muy
numerosos como para que hubieran ocurrido en apenas una se-
mana. Los evangelios sinópticos relatan que Jesús protagonizó el
incidente del Templo esa misma semana, pero Juan dice que ocu-
rrió al inicio de su ministerio (Juan 11,47-50). Es difícil precisar
cuál es la versión correcta, pero al menos nos sirve de indicio de
que hubo una tradición que planteaba que los sucesos en Jerusa-
lén ocurrieron durante un tiempo más prolongado del que la pie-
dad cristiana da por hecho.
En el relato de la entrada triunfal en Jerusalén hay también al-
guna pista que nos hace considerar la posibilidad de que todo el
drama duró más de una semana. Los evangelios sitúan la estancia

213
de Jesús en Jerusalén unos días antes de la celebración de la Pascua
pero, tal como me ha sugerido el historiador Javier Alonso, el he-
cho de que en su entrada triunfal Jesús sea recibido con palmas
(Juan 12,13) hace suponer que Jesús entró en Jerusalén durante la
fiesta de los tabernáculos (la fiesta judía que conmemoraba la es-
tancia del pueblo de Israel en tabernas durante su travesía en el de-
sierto), pues estaba estipulado, como parte de la celebración de la
fiesta, que los peregrinos usaran palmas (Levítico 23,40). La fies-
ta de los tabernáculos se celebra en el mes de septiembre, seis me-
ses antes de la Pascua; por tanto, si esta teoría es correcta, Jesús
entró triunfalmente en Jerusalén seis meses antes de su muerte.
No obstante, no debemos apresurarnos a aceptar esta interpre-
tación pues tenemos noticias de otra entrada triunfal en Jerusalén,
también adornada con ramos, la cual no ocurre durante la cele-
bración de la fiesta de los tabernáculos (I Macabeos 13,51).
El hecho es que, tras una predicación itinerante por Galilea, Je-
sús tomó la decisión de ir a Jerusalén con sus discípulos, segura-
mente con la expectativa de que —ahora sí— el Reino llegaría
definitivamente (promete no beber más vino hasta que llegue el
Reino, véase Marcos 14,25) y Jesús quería estar en la ciudad san-
ta a la espera de ese grandioso momento. Quizá cuando Jesús ha-
bía tomado esa decisión ya se creía el Mesías y así organizó una
entrada triunfal en Jerusalén, propia de la ceremonia de entroni-
zación de los antiguos reyes de Israel.
No obstante, hay elementos que hacen dudar de la historicidad
de este suceso. En el relato de Marcos hay un error básico de geo-
grafía (algo que, como hemos visto, es frecuente en este evangelio).
Marcos narra que Jesús llegó a Jerusalén desde Jericó pasando por
Betfagé y Betania (Marcos 11,1), cuando, en realidad, el camino
pasa por Betania y luego por Betfagé.
El relato sobre la entrada triunfal en Jerusalén está adornado con
elementos de las escrituras judías que hacen suponer que se trata
de una invención literaria. Mateo narra explícitamente que la en-
trada ocurrió para cumplir una profecía de Zacarías 9,9. Y en su
empeño de que Jesús cumpla esta profecía, Mateo relata algo su-
mamente extraño: Jesús entra montado sobre dos animales a la vez.

214
El texto original de Zacarías 9,9 es este: “Que viene a ti tu rey: jus-
to y victorioso, humilde y montado en un asno, en una cría de as-
na”. Obviamente, el autor de este texto da por hecho que se trata
de un solo animal a pesar de que hace una doble mención. Pero el
autor de Mateo, al citar la profecía, dice: “Que tu Rey viene a ti,
manso y montado en un asno y un pollino, hijo de animal de yu-
go” (Mateo 21,4). Para Mateo no se trata meramente de una do-
ble mención de un mismo animal sino de dos animales (un asno
y un pollino), sobre los cuales se colocan los mantos y el propio Je-
sús (Mateo 21,7). Este detalle, bastante cómico por lo demás, ha-
ce suponer que hay una alta dosis de artificio literario en esta
historia.
El crítico Randel Helms ha señalado otro detalle interesante en
Marcos. En la versión hebrea del libro de Zacarías no se mencio-
na que el asno haya sido montado nunca. Pero en la versión grie-
ga de la Biblia (la cual servía de referencia a los evangelistas) se usa
la expresión polon neon, que significa “pollino nuevo”, es decir, que
nunca ha sido montado. Así, Marcos narra que Jesús ordenó bus-
car un pollino atado que “nunca ha sido montado” (Marcos 11,2).
Helms señala que un pollino que nunca ha sido montado ocasio-
naría demasiadas dificultades a su jinete (bien sea porque el po-
llino es demasiado joven y frágil, bien porque no está domado),
señal de que al menos algunos detalles de esta historia parecen in-
ventados.
No obstante, la escena tiene cierto aspecto de mesianismo ju-
dío tradicional (y hasta cierto punto, agresivo) que no encaja bien
con las expectativas cristianas. Recordemos: la expectativa judía era
que el Mesías fuese un caudillo militarista, mientras que en la rein-
terpretación cristiana después de la muerte de Jesús el Mesías era
una figura mansa y sufriente. Es cierto que en la profecía de Za-
carías 9,9 se presenta a un rey humilde, pero unos versos después
se describe la irrupción del Mesías en términos bastante más vio-
lentos (Zacarías 9,14-15).
En la entrada de Jesús se entonan alabanzas que en el Antiguo
Testamento se dirigen al rey liberador (Marcos 11,10, Salmos
148,1). Pero es poco probable que los evangelistas, que tienen la

215
intención de presentar a un Mesías sufriente, inventasen una esce-
na en la que Jesús aparece no como una figura sufriente sino co-
mo el rey de Israel en el sentido militarista tradicional. De hecho,
según parece, la escena causó algún alboroto con tonalidades po-
líticas, pues los fariseos le piden a Jesús que reprenda a la gente que
lo aclama, pero Jesús se niega a hacerlo (Lucas 19,39-40).
Por estos motivos, quizá hubo una entrada triunfal en Jerusalén
e incluso no debe descartarse del todo que el mismo Jesús, cono-
cedor de la profecía de Zacarías 9,9, buscase él mismo entrar sen-
tado sobre un pollino como una forma teatral de afirmar su
identidad mesiánica. Pero hay que advertir lo siguiente: si esa es-
cena ocurrió, debió ser muy modesta; quizá no hubo en ella más
de unas pocas decenas de participantes. Si la escena hubiese cau-
sado un gran alboroto, las autoridades romanas hubiesen deteni-
do a Jesús en el acto, pues al escuchar la proclamación de un rey,
hubiesen tomado las medidas necesarias para suprimir cualquier
indicio de sedición.
Hay otra escena en la que, al parecer, se volvió a afirmar la iden-
tidad mesiánica de Jesús: la unción en Betania, una ciudad cerca-
na a Jerusalén. Recordemos que la palabra Mesías significa ungido,
en conmemoración de las ceremonias de entronización de los an-
tiguos reyes de Israel. Originalmente, la escena pudo ser precisa-
mente una ceremonia mesiánica en el sentido tradicional judío.
Pero los evangelistas le dan un giro y la interpretan como una pre-
paración para la muerte de Jesús, de forma tal que el ungimiento
es un anticipo del embalsamamiento de su cadáver (Marcos 14,8,
Juan, 12,7).
La forma en que los evangelios narran esta escena está plagada
de contradicciones, suficientes como para arrojar algunas dudas so-
bre su historicidad. Marcos relata que la unción ocurrió dos días
antes de la Pascua, en casa de Simón el leproso (Marcos 14,1-2),
Juan narra que fue en casa de Marta y Lázaro, seis días antes de la
Pascua (Juan 12,1-2), mientras que Lucas dice que ocurrió en ca-
sa de un fariseo (Lucas 7,36), sin especificar que fuera en la ciudad
de Betania y sin señalar tampoco el momento (pero suponiendo
que fue al comienzo del ministerio de Jesús, pues se sitúa la esce-

216
na en los inicios de su vida pública). Esta incongruencia en los de-
talles le resta credibilidad histórica.

¿Por qué expulsó a


los mercaderes del Templo?
Tras la entrada en Jerusalén, Jesús protagonizó un incidente en el
Templo. Nuevamente, los evangelios se contradicen en los deta-
lles: Marcos señala que ocurrió el día después de la entrada en Je-
rusalén (Marcos 11,12), Mateo y Lucas dicen que fue al día
siguiente (Mateo 21,12-17, Lucas, 19,45-48) y en la versión de
Juan sucedió al inicio de su vida pública (Juan 2,13-22, posible-
mente tres años antes, pues Juan narra tres celebraciones de la Pas-
cua). No obstante, estas discrepancias no afectan al hecho central.
Con bastante seguridad podemos afirmar que este suceso sí ocu-
rrió, entre otras razones porque con ello se explica bastante bien
por qué detuvieron a Jesús.
El hecho, según parece, fue escandaloso. Jesús volteó las mesas
de los cambistas, hizo un látigo con cuerdas para golpear a la gen-
te, liberó a los animales y predijo la destrucción del Templo. Al-
gunos detalles son claramente legendarios. Por ejemplo, en la
versión de Juan se dice que cuando Jesús anuncia que el Templo
será destruido y levantado en tres días, se refería a su propio cuer-
po, un claro anticipo de su resurrección (Juan 2,21-22).
Pero es posible que Jesús sí anunciase la destrucción del Tem-
plo. Podemos sospechar que esto sea un invento literario, pues en
el año 70 el Templo fue efectivamente destruido por los romanos,
y los evangelistas habrían puesto en boca de Jesús una profecía que
ya se había cumplido. Pero Jesús anunció que “no quedará piedra
sobre piedra que no sea derruida” (Marcos 13,2) y esto no se cum-
plió (aún queda una pared del Templo en Jerusalén). Los evange-
listas no habrían inventado una profecía que no se cumplió.
Quizá aquel suceso fue algo así como una dramatización deli-
berada de Jesús para expresar su mensaje (la tradición profética de
Israel era muy dada a este tipo de cosas; véase Jeremías 28,10-11).

217
Y ese mensaje sería el rechazo a la institución del Templo. Los apo-
logistas cristianos suelen ver en esto un acto deliberado de Jesús
para romper con el judaísmo y establecer una nueva religión (a sa-
ber, el cristianismo), pero no cabe esa interpretación. Jesús pudo
haber buscado la destrucción del Templo, pero no para fundar una
nueva religión. Más bien lo habría hecho con la expectativa de que,
una vez llegara el Reino, no habría más pecados que expiar (cier-
tamente, así lo interpretaron los cristianos de las siguientes gene-
raciones, véase Apocalipsis 21,22). La principal función religiosa
del Templo era precisamente ser el santuario donde los judíos acu-
dían para practicar los ritos de expiación. Así pues, la destrucción
del Templo habría sido una manera de anunciar la inminente lle-
gada del Reino, pero todo ello en el mismo marco del judaísmo.
Con todo, el hecho de que, después de su muerte, los discípulos
de Jesús siguieran yendo al templo hace dudar de que Jesús decla-
rara su destrucción.
Si Jesús no tuvo expectativas de destruir el Templo, al menos sí
tuvo la intención de reformarlo. No era el único en considerar que
la institución se había corrompido; hay que recordar que los ese-
nios opinaban lo mismo. La casta sacerdotal de los saduceos tenía
un gran negocio. Judíos de todo el mundo venían a Jerusalén a
practicar ritos de expiación, pero se consideraba que su dinero era
profano (después de todo, sus monedas llevaban la cara del César)
y debían cambiar las monedas para hacer el ofrecimiento. Además,
a los peregrinos no les resultaba práctico traer a los animales al sa-
crificio, de forma que esos animales se vendían en el mismo Tem-
plo (es aguda la observación de que aquello era algo así como un
Eurodisney de la antigüedad, con un gran negocio en ventas de re-
cuerdos). Naturalmente, el negocio era muy rentable para la élite
sacerdotal de Jerusalén.
Jesús, un predicador procedente de una zona rural empobreci-
da, debió sentir indignación al ver aquello: la religión se había co-
mercializado y la élite se enriquecía a expensas del pueblo. El
Templo de Jerusalén era la máxima representación de la opresión
que tanto denunció Jesús en su predicación. Formó un alboroto
no propiamente para abolir el culto sino para purificarlo.

218
Lo cierto, no obstante, es que el alboroto no fue lo suficiente-
mente grande, pues Jesús no fue apresado de inmediato (a dife-
rencia, por ejemplo, de otro alboroto de mayor envergadura en el
Templo que años después protagonizó Pablo, y que sí mereció la
intervención inmediata de los soldados romanos; véase Hechos
21,27-33). El Templo era un lugar enorme y es poco probable que
un predicador con apenas algunos seguidores (quizá no más de 30)
lograra interrumpir el flujo comercial. Sin embargo, en los días su-
cesivos Jesús debió ir acumulando más seguidores, pues acudía al
Templo pero las autoridades judías no se atrevían a arrestarlo (Ma-
teo 26,55), posiblemente porque tenía mucha gente a su alrededor
y no sería fácil hacerlo. De hecho, aun si desde el mismo momen-
to en que ocurrió el incidente hubo intención de matar a Jesús
(Marcos 11,18), parece que algunos proponían esperar a que pa-
sara la Pascua, pues arrestarlo en los días anteriores podría alboro-
tar más al pueblo (Marcos 14,2).
El incidente debió poner a Jesús en el punto de mira de las au-
toridades judías, pues ante un agitador que busca sabotear los ne-
gocios del Templo los saduceos seguramente debieron sentir
preocupación. Esta no debió ser porque Jesús lograra interrumpir
los negocios, pero seguramente les preocupaba que, si crecía el al-
boroto (y además, a medida que se aproximaba la Pascua Jerusa-
lén se llenaba de peregrinos y esto hacía la situación aún más
explosiva), los romanos tuviesen una excusa para intervenir, pro-
fanar o destruir el Templo (al parecer, los romanos siempre tuvie-
ron la intención de apropiarse del lugar; años después de la muerte
de Jesús, el emperador Calígula tuvo el proyecto de erigir su esta-
tua en el Templo pero fue disuadido por Herodes Agripa).
El evangelio de Juan narra una reunión de las autoridades judí-
as en la cual se decidió la muerte de Jesús (Juan 11,45-54). La es-
cena tiene algunos aspectos legendarios (por ejemplo, la
participación de los fariseos, véase Juan 11,47, hecho que no pa-
rece histórico, pues en los relatos sobre la muerte de Jesús los fari-
seos no aparecen) y la ubica inmediatamente después de la
resurrección de Lázaro, desvinculada del incidente en el Templo
(Marcos 14,18 dice que después del incidente en el Templo los su-

219
mos sacerdotes buscaban la manera de matar a Jesús, y quizá esto
corresponda con la reunión que se narra en Juan). El núcleo de la
escena parece histórico y, de ser así, debió haber ocurrido después
del alboroto en el Templo. Los sacerdotes expresan esta preocupa-
ción: “Si le dejamos [a Jesús] que siga así, todos creerán en él y ven-
drán los romanos y destruirán nuestro Lugar Santo y nuestra
nación” (Juan 11,48). En esta reunión el sumo sacerdote Caifás
pronunció unas infames palabras: “Os conviene que muera un so-
lo hombre por el pueblo y no perezca toda la nación” (Juan 11,50).
El tema de que Jesús muera por todo un colectivo tiene sospe-
chosas resonancias en la posterior teología cristiana sobre el papel
salvador de Cristo, y por ello quizá la frase de Caifás no sea au-
téntica. Por otro lado, la frase y la escena en general encajan bien
con lo que ocurría. Caifás, en tanto sumo sacerdote, tenía la difí-
cil labor de servir de mediador entre las autoridades romanas y el
pueblo judío. Era miembro de una clase colaboracionista con los
romanos pero a la vez, en tanto sacerdote, buscaba preservar la ins-
titución del Templo. Naturalmente, veía en Jesús el peligro de que
sus acciones pudieran alterar el delicado equilibrio y que los ro-
manos se decidieran a apretar más y destruir definitivamente el
Templo. Caifás juzgaba que, como medida preventiva, convenía
sacar a Jesús del paso. En el momento del alboroto no hubo opor-
tunidad de arrestarlo, seguramente porque cuando llegó a oídos de
Caifás lo sucedido, Jesús y sus seguidores ya se habían dispersado.
Pero desde ese momento Caifás tenía en su punto de mira a Jesús.
Como veremos, fue este motivo, y no la blasfemia, lo que propi-
ció el arresto y la ejecución de Jesús.
El incidente en el Templo pudo haber puesto también a Jesús
en la mira de los romanos. Obviamente, a las autoridades roma-
nas les importaba poco si el negocio del Templo seguía o no. Pero
sí les importaba mucho que se mantuviera la estabilidad, especial-
mente en una época en que Jerusalén estaba repleta de peregrinos
que acudían a celebrar una festividad religiosa que conmemoraba
cómo Israel se había liberado de un yugo opresor extranjero. Cual-
quier agitación debía ser suprimida, y más aún si esta era promo-
vida por un líder mesiánico que, al parecer, se hacía llamar rey de

220
los judíos. Así pues, con el incidente del Templo seguramente Je-
sús selló su destino trágico, pues ahora tanto las autoridades judí-
as como las romanas buscarían quitarlo de en medio. Mateo y
Marcos narran que en el arresto de Jesús sólo participó un grupo
armado que venía de parte de los sacerdotes, pero Juan dice que
también participó una cohorte romana (Juan 18,3). Parece más
histórica la versión de Juan, pues no es algo que el evangelista ha-
bría inventado, sobre todo teniendo en cuenta que es un evange-
lio tardío, de una época en que los cristianos se habían separado
de sus raíces judías y empezaban a buscar el favor romano.

¿Hubo una última cena?

En el relato de los evangelios, Jesús organizó una cena con sus dis-
cípulos. Esto es probablemente histórico, pues así lo atestiguan los
cuatro evangelios. En las descripciones del Reino figura la imagen
del festín y quizá, como que pensaba que el Reino estaba muy pró-
ximo, decidió anticiparse con una cena. O quizá Jesús percibía tam-
bién un tremendo peligro tras el incidente del Templo y organizó
la cena como una forma de despedirse de sus discípulos.
No obstante, a pesar de la historicidad del hecho, hay incon-
gruencias en los relatos. La más importante de ellas tiene que ver
con la cuestión de cuándo se celebró la cena.
Los evangelios sinópticos narran que la cena en cuestión era una
celebración de la Pascua (Marcos 14,17), la festividad judía que
conmemora la salida de los israelitas de Egipto. Esta, según la exi-
gencia prevista en Números 28,16-17 y en Éxodo 12,18, debe ce-
lebrarse el día 15 del mes lunar de nisán (según el calendario judío).
Así pues, según la versión de los sinópticos, la cena se celebró el 15
de nisán, y como los judíos empezaban a contar el día a partir de
la puesta del Sol, cuando Jesús fue ejecutado a la mañana siguien-
te, ese día seguía siendo el 15 de nisán. Así pues, tanto la cena co-
mo la crucifixión corresponden a ese día
Pero hay detalles que hacen dudar seriamente de que la cena ha-
ya sido efectivamente el día de la Pascua. Este festival recapitula la

221
historia antigua según la cual Dios ordenó a los israelitas sacrificar
un cordero y untar su sangre en las paredes de sus casas, a fin de
distinguirlas de las casas de los egipcios. Así, durante la celebración
de la Pascua, los judíos debían preparar un cordero pascual, así co-
mo hierbas amargas (para recordar sus días amargos en Egipto) y
otra serie de procedimientos rituales. En la descripción de la cena
en los evangelios no aparece nada de eso.
Además, los evangelios sinópticos narran que, al concluir la ce-
na, Jesús salió con sus discípulos al monte de los Olivos. Pero la
instrucción de la Pascua era que el día de su celebración estaba pro-
hibido salir de casa hasta por la mañana (Éxodo 12,25). Es muy
extraño que Jesús, un judío que proclamaba que no dejaría de es-
tar vigente ni una jota ni una tilde de la Ley, la violase tan fla-
grantemente en una festividad tan importante como la Pascua.
En cambio, el evangelio de Juan dice que la última cena se ce-
lebró no el día de la Pascua (el 15 de nisán) sino el anterior (Juan
13,1) y, por supuesto, tanto la cena como la crucifixión habrían si-
do el 14 de nisán. La versión de Juan es más probable precisamente
por el motivo que he mencionado: en la última cena hay detalles
que no se corresponden con una cena pascual; en la versión de Juan,
la cena no es la celebración de la Pascua. En los tres primeros si-
glos del cristianismo hubo grupos que celebraban la Pascua cris-
tiana el 14 de nisán (en concordancia con el evangelio de Juan). A
estos grupos se les llamó cuartodecimanos (el nombre viene del nú-
mero 14, fecha del mes de nisán) pero fueron suprimidos, y a par-
tir del siglo IV se decidió que la Pascua cristiana se celebraría el
primer domingo después de la luna llena que aparezca inmediata-
mente después del equinoccio invernal.
Es probable que la cronología de los evangelios sinópticos bus-
cara alguna afirmación teológica: Jesús habría celebrado la Pascua
no propiamente para celebrar la Alianza que Dios había hecho con
Israel, sino para instituir una nueva mediante la eucaristía.
No obstante, hay que advertir que, aunque en este detalle el
evangelio de Juan tiene más probabilidad histórica, seguramente
no se debe a un interés objetivo del evangelista de narrar los he-
chos tal como ocurrieron, sino también a un motivo teológico. El

222
evangelio de Juan tiene el interés de presentar a Jesús como el cor-
dero que, en la posterior interpretación cristiana basada en Isaías
53, acude al sacrificio para expiar los pecados. El 14 de nisán, los
corderos eran sacrificados en el Templo como preparación de la
Pascua que se celebraría esa noche (según el calendario judía, eso
sería ya al día siguiente). Así pues, Juan desea hacer coincidir la
muerte de Jesús con el momento en que los corderos eran sacrifi-
cados para expresar la idea teológica de que Jesús es también un
cordero sacrificial.
En la versión de los sinópticos, Jesús instituyó la eucaristía du-
rante la última cena (Marcos 14,22-25). Según parece, se trata de
un ritual bastante primitivo en el cristianismo, pues el autor más
antiguo del Nuevo Testamento, Pablo, ya hace referencia a ello:
“Porque yo recibí del Señor lo que os transmití: que el Señor Je-
sús, la noche en que era entregado, tomó pan, dando gracias lo par-
tió y dijo: ‘Este es mi cuerpo que se entrega por vosotros; haced
esto en conmemoración mía’. Asimismo tomó el cáliz después de
cenar diciendo: ‘Esta copa es la nueva Alianza en mi sangre. Cuan-
tas veces la bebiereis, hacedlo en memoria mía’” (I Corintios 11,
23-25).
Suele argumentarse que, como esta tradición es muy primitiva,
seguramente viene del mismo Jesús. Así pues, en cierto sentido, Je-
sús anticipó mediante la eucaristía una nueva alianza que suplan-
taría a la vieja alianza de Dios con Israel y, como corolario,
estableció una nueva religión que superó al judaísmo.
Pero esto es bastante dudoso. Antonio Piñero ha señalado que
en el testimonio de Pablo las palabras se enuncian no como si se
recogiese una tradición de los primeros seguidores de Jesús sino co-
mo resultado de una visión que Pablo tuvo de Jesús. En este sen-
tido, estas palabras habrían sido originales de Pablo, pero no se
remontan a una comunidad anterior a él.
Y resulta extraño que en la Didaché, un documento cristiano
primitivo no incluido en el Nuevo Testamento (pero anterior in-
cluso a algunos textos que sí fueron incluidos en él), que discute
procedimientos litúrgicos, no haya ninguna mención a la eucaris-
tía. Es también extraño que en el evangelio de Juan no aparezca en

223
el contexto de la última cena la institución de la eucaristía sino el
lavado de los pies (Juan 13,1-20).
Es cierto que en otro pasaje del evangelio de Juan se tocan te-
mas eucarísticos cuando Jesús pronuncia estas palabras: “Yo soy el
pan vivo, bajado del cielo. Si uno come de este pan, vivirá para
siempre; y el pan que yo le voy a dar, es mi carne por la vida del
mundo” (Juan 6,51). Pero en el contexto del evangelio de Juan es-
ta proclamación no es propiamente como la que se hace en los
evangelios y en la epístola de Pablo, a saber, como una afirmación
de la doctrina de la transustanciación, sino meramente como un
símbolo de las ocasiones de comida de Jesús.
En todo caso, la institución de la jerarquía no encaja con lo que
ya sabemos sobre Jesús: que era un judío que no pretendía ningu-
na ruptura con su religión y que aspiraba a dar pleno cumplimiento
a la Ley de Moisés. En la versión de Mateo, la eucaristía se insti-
tuye para el perdón de los pecados (Mateo 25,28), pero en el con-
texto ritual judío el perdón de los pecados se conseguía por ritos
realizados en el Templo. Sabemos que los primeros seguidores de
Jesús seguían yendo al Templo aún después de su muerte (Hechos
2,46), de forma que ellos seguían acudiendo a los rituales judíos
para la expiación. Incluso el mismo testimonio de Hechos es que
los primeros cristianos partían el pan en las casas (Hechos 2,46),
pero no se menciona nada de la celebración de la eucaristía. Ade-
más, la idea de que es posible comer el cuerpo de una persona a
través de un ritual eucarístico es absolutamente ajena a las pres-
cripciones del judaísmo.
Lo más probable es que la institución de la eucaristía fuese una
invención de Pablo, quien alegó haberla recibido directamente de
Jesús en una visión, y los evangelistas sinópticos, influidos por la
teología paulina, la incorporaron en su descripción de la última ce-
na. Quizá Pablo inventó este ritual como una especie de estrategia
proselitista para potenciales conversos gentiles a quienes estaba ex-
tendiendo el mensaje cristiano. En el mundo griego, las religiones
mistéricas gozaban de gran popularidad, y una manifestación ri-
tual de estas religiones era la teofagia, a saber, la ingesta de alguna
comida que representaba a una divinidad como una forma de apro-

224
piarse de sus poderes o cualidades. Tenemos noticias de que este
tipo de prácticas se realizaban en los cultos a Dioniso (se comía a
un cabrito que representaba al dios) y Deméter (se bebía una po-
ción que representaba a la diosa). Pablo pudo haber incorporado
estos rituales mistéricos a la religión que predicaba para así hacer-
la más accesible a su audiencia grecorromana.
En los relatos de los cuatro evangelios, durante la última cena
Jesús hace una serie de predicciones asombrosas que, por supues-
to, se cumplen más adelante. En primer lugar, anuncia que Judas
lo traicionará; luego anuncia su propia muerte y resurrección; y,
por último, ante la insistencia de Pedro de que no lo abandonará,
anuncia que Pedro lo negará tres veces.
De estos anuncios, quizá el que más se acerque a algún grado
de historicidad sea el anuncio de su propia muerte, precisamente
porque Jesús percibía que su vida estaba en peligro, dados los acon-
tecimientos previos que seguramente lo colocaron en el punto de
mira de las autoridades. Por supuesto, sus anuncios sobre la resu-
rrección son seguramente legendarios, más bien añadidos poste-
riores que proceden de una tradición que ya tiene la firme
convicción de que Jesús ha resucitado y de que todo estaba plani-
ficado desde un inicio.
Es poco probable que Jesús supiera que Judas sería su traidor y
tampoco es muy posible que Jesús supiera que Pedro lo negaría. Se
trata de un caso típico de vaticinium ex evento, una profecía escri-
ta después de que sucedieran los hechos pero puesta en boca de Je-
sús, como si la hubiera pronunciado antes de que ocurrieran. En
el anuncio de la traición a Judas en la versión de Juan hay, además,
todo un ropaje mitológico (Satanás entra en Judas tras mojar el bo-
cado, véase Juan 13,27), lo cual hace sospechar aún más de su his-
toricidad.
En la versión del cuarto evangelio sobre la última cena, Jesús
pronuncia también un larguísimo discurso que es, a todas luces,
ficticio (Juan 13,31-17,26). Recordemos que la tradición oral no
preserva bien discursos tan largos y, según esto, los discursos pro-
longados del evangelio de Juan casi no tienen credibilidad históri-
ca. Además, en este discurso Jesús aparece como ya resucitado (Juan

225
17,11-12), un detalle claramente legendario. Desde un punto de
vista doctrinal, este discurso es muy importante pues en él Jesús
anuncia la venida del Paráclito (Juan 16,7), el cual se ha interpre-
tado como el Espíritu Santo, que es recibido en Pentecostés por los
discípulos (Hechos 2,1-13). La escena de Pentecostés, con todos
sus prodigios (lenguas de fuego, xenoglosia, etc.) es claramente le-
gendaria pero, como veremos, también es legendaria la escena en
la que Jesús anuncia la próxima venida del Paráclito en la última
cena.

¿Por qué Judas traicionó a Jesús?

Los evangelios narran que, después de la cena, Jesús fue a un huer-


to. En la versión de los sinópticos, vivió momentos de mucha an-
gustia: se llevó consigo a Pedro, Santiago y Juan y fue a orar. De
regreso, encontró que los discípulos estaban durmiendo, volvió a
alejarse para orar, regresó nuevamente, se volvió a alejar, nueva-
mente regresó y después fue prendido por las autoridades.
La historia presenta una dificultad: ¿cómo sabemos de qué for-
ma ocurrieron esos sucesos si no hubo testigos? Los discípulos es-
taban dormidos y, según el mismo relato, Jesús fue apresado en el
mismo momento (de forma que no tuvo tiempo para contar a los
discípulos lo que estaba haciendo mientras estaba lejos), hasta el
punto de que aún estaba hablando con los ellos (Marcos 14,43).
Si no hubo testigos que observaran las palabras que Jesús pronun-
ció durante su oración, debemos dudar de esta historia.
Por otra parte, el relato tiene elementos que le dan un aire de
historicidad. Jesús aparece en un estado de tremenda angustia fren-
te a su trágico destino, al punto de sudar sangre (Lucas 22,44). Un
Jesús angustiado por su propia muerte debió generar dificultades
a los evangelistas, quienes tenían interés de presentarlo en los tér-
minos más exaltados (de hecho, en algunos manuscritos la men-
ción del sudor de sangre está ausente, probablemente porque el
copista se escandalizó con un Jesús tan humano). Luego podemos
asumir que esta escena es verdadera, según el criterio de dificultad

226
o vergüenza. Además, el uso de una palabra aramea para referirse
a Dios (abba, véase Marcos 14,36), puede ser indicio de que efec-
tivamente algo así ocurrió. Con todo, al menos en la versión de
Lucas, la escena está adornada con elementos claramente legenda-
rios como es la aparición de un ángel (Lucas 22,43).
A estos momentos dramáticos le sigue la llegada de Judas, acom-
pañado por un grupo armado para detener a Jesús. Judas se acer-
ca, besa a Jesús y esto sirve como señal para que los otros lo
prendan. La escena ha evocado una pregunta antiquísima: ¿cuál
fue el motivo de la traición de Judas?
Pero, antes de responder, debe considerarse si esta escena es his-
tórica. Si Jesús había protagonizado un incidente notorio en el Tem-
plo y, además, había tenido disputas con algunos sacerdotes,
seguramente era un personaje ya reconocido; ¿qué necesidad ha-
bía de que Judas lo identificara? Pero, como bien me señala Javier
Alonso, quizá la alta concurrencia de peregrinos durante la Pascua
habría dificultado esa identificación y era necesario que alguien
cercano a Jesús confirmara su identidad.
No obstante, podemos dudar incluso de la existencia misma del
personaje de Judas por varios motivos. En primer lugar, en la tra-
dición cristiana más primitiva no parece haber noticias de la trai-
ción. Pablo dice en I Corintios 11,23: “El Señor Jesús, la noche en
que era entregado, tomó pan [...]”. John Shelby Spong ha adver-
tido que las palabras “era entregado” (paredideto, en griego) no de-
notan necesariamente una traición sino sencillamente una entrega,
lo cual en este contexto puede ser el cumplimiento de un plan, en
el cual Dios entrega a Jesús como sacrificio. Es un debate abierto.
Pero aun si asumimos que Pablo atestigua que Jesús fue traicio-
nado, resulta extraño que no mencione a Judas como el artífice de
esta traición. Si hubo traición, pudo haber procedido de alguien
ajeno al grupo de los 12, pues Pablo mismo dice en I Corintios
15,5 que Cristo “resucitó al tercer día [...], se apareció a Cefas y
luego a los doce”. Si el número 12 se mantiene, ha de ser porque
Judas aún era parte del grupo. Algunos apologetas han dicho que
Matías reemplazó a Judas (Hechos 1,26), y que eso explica por qué
se conserva el número 12, pero hay que destacar que este reem-

227
plazo ocurre después de la ascensión de Cristo al cielo (Hechos 1,6-
11), probablemente después de las apariciones que atestigua Pa-
blo.
Además, la historia de Judas parece estar construida sobre dos
episodios del Antiguo Testamento. En el primero, Ajitófel traicio-
na al rey David y luego se suicida ahorcándose (II Samuel 17,23),
en paralelismo con la muerte de Judas según Mateo 23,7-10 (aun-
que, como veremos, esto contradice la versión de Hechos). En el
segundo, Joab sujeta la barba de Amasá para besarlo pero lo mata
con su espada (II Samuel 20,9-10), quizá un paralelismo con el be-
so de Judas.
Tal vez el motivo más importante para dudar del personaje his-
tórico de Judas esté en su propio nombre. Aunque Judas era un
nombre muy común, el hecho de que sea el mismo nombre del hi-
jo de Jacob, patriarca de los judíos, levanta sospechas. Pues, como
veremos, en los evangelios hay una animadversión hacia los judí-
os y un empeño por presentarlos como responsables de la muerte
de Jesús. El personaje de Judas pudo haber sido una invención his-
tórica para expresar la idea de que los judíos cometieron el acto de
vileza más grande.
Todo esto, no obstante, es un asunto aún muy discutido y, aun-
que con espacio para las dudas, podemos admitir que hubo un Ju-
das y que traicionó a Jesús. Las autoridades romanas y judías se
valían en la antigüedad de espías infiltrados en grupos que repre-
sentaban un peligro subversivo (los historiadores Thijs Voskuilen
y Rose Mary Sheldon han sugerido la idea de que incluso Pablo
pudo haber sido un espía al servicio de los romanos, pero esta hi-
pótesis es muy aventurada) y desde luego Judas pudo haber servi-
do de chivato.
El historiador Bart Ehrman, no obstante, es de la opinión de
que la información que Judas proporcionó no consistía en identi-
ficar a Jesús, sino en dar a conocer a las autoridades su proclama-
ción como Mesías rey de Israel. Pues Jesús no proclamó en público
su identidad mesiánica (más bien, según hemos visto, hizo gran-
des esfuerzos por mantenerla en secreto, y la entrada mesiánica en
Jerusalén debió ser muy modesta), y la traición de Judas habría

228
consistido en hacer saber a las autoridades lo que estaba enseñan-
do en secreto.
Sea como fuere, las motivaciones de Judas no están claras. Los
sinópticos dicen que sencillamente lo empujó la codicia (Marcos
14,10-11), pero esta versión es dudosa. Si Judas acompañó tanto
tiempo a Jesús, seguramente tenía la misma expectativa apocalíp-
tica que el maestro, y entre gente que cree que el mundo se acaba
no tiene sentido el afán de lucro, pues en el Reino el dinero no val-
drá nada. Además, Mateo, típico de su estilo, dice que la codicia
de Judas sucedió para cumplir una profecía de Jeremías sobre 30
monedas de plata, pero en realidad Mateo comete un error, pues
la profecía a la cual hace referencia procede de Zacarías 11,12-13.
El evangelio de Juan dice que Judas era el administrador de los fon-
dos del grupo de discípulos (Juan 12,6), los cuales robaba, pero es
más probable que esto sea un invento literario posterior para re-
forzar la imagen de Judas como codicioso.
Es más plausible pensar que Judas tenía alguna asociación con
los celotas, pues su nombre, Judas Iscariote, podría tener algún vín-
culo con los sicarios, el partido de terroristas que cometía asesina-
tos políticos con la daga. Si Judas efectivamente tenía relación con
este grupo, es posible que se hubiera impacientado con Jesús, pues
este no se terminaba de proclamar como Mesías y no promovía
una rebelión. Judas pudo haber entregado a Jesús bien para causar
una revuelta en Jerusalén, bien por su frustración ante la inacción
de Jesús. Otras hipótesis, como que Judas en realidad quiso con-
certar una entrevista o negociación entre Jesús y las autoridades, o
que estaba resentido por ser el único discípulo originario de Judea
y no de Galilea (Iscariote puede referirse al gentilicio de Queriote,
una aldea de Judea), no tienen fundamento.
En todo caso, las motivaciones de Judas siguen siendo un mis-
terio y desde un principio generaron intriga entre los primeros cris-
tianos. Ya a finales del siglo II se había formulado entre algunos
grupos cristianos la idea de que Judas, a diferencia de los otros dis-
cípulos, comprendía las enseñanzas gnósticas de Jesús, y de que la
entrega que hizo Judas fue promovida por el mismo Jesús para dar
cumplimiento al plan de escapar a la carne, versión que procede

229
del evangelio de Judas. En tiempos más recientes se ha manejado
la idea de que, si Jesús buscaba su propia muerte para cumplir las
profecías mesiánicas, quizá indujo a Judas a hacer lo que hizo (que-
da algún vestigio de ello en el modo en que Jesús moja el pan con
Judas). No obstante, estas interpretaciones son muy dudosas.
Tampoco parece tener mucho fundamento la historia de la
muerte de Judas. Hay de hecho dos versiones contradictorias en el
Nuevo Testamento. La primera procede de Mateo 27,3-5, donde
se dice que Judas devolvió las 30 monedas a los ancianos y sumos
sacerdotes por remordimiento y después se ahorcó. Los ancianos
y sumos sacerdotes usaron las monedas para comprar un campo,
al cual se llamó Campo de sangre pues se compró con el dinero que
se había entregado como precio de la sangre. La otra versión pro-
cede de Hechos 1,18-19 y en ella Judas no devuelve las monedas
sino que las utiliza para comprar el campo, pero cayó de cabeza y
sus entrañas se esparcieron; por este acto tan macabro el campo se
llamó de sangre. Obviamente, los autores de Mateo y Hechos co-
nocían el nombre de un campo y su asociación con Judas, pero ca-
da uno inventó historias distintas para explicar por qué el campo
llevaba ese nombre. Por otra parte, la forma tan extraña en que
muere Judas (al menos en la versión de Hechos) hace suponer que
a Judas “lo suicidaron”, tal como me lo ha sugerido el investigador
Javier Alonso. Después de todo, algunos discípulos de Jesús esta-
ban armados, y en medio de aquella cólera por la detención de su
maestro pudieron tomar represalias contra Judas.

¿Hubo un juicio ante el Sanedrín?

Los cuatro evangelios relatan que, después del prendimiento de Je-


sús, fue presentado ante las autoridades judías, se organizó un jui-
cio y allí fue condenado a muerte. Toda esta narración es
altísimamente improbable.
Los evangelios se contradicen en la cronología de los sucesos.
Mateo sigue de cerca a Marcos en su versión de los hechos, pero
Lucas y Juan ofrecen cronologías significativamente distintas. En

230
la versión de Marcos, a Jesús lo llevan al palacio del sumo sacer-
dote Caifás y el juicio ocurre de noche. En la versión de Lucas, lo
llevan al palacio de Caifás pero el juicio es por la mañana. Y en la
versión de Juan, primero llevan a Jesús a casa de Anás y luego al
palacio de Caifás. Todas estas incongruencias hacen sospechar.
Pero además hay otros detalles que no encajan. En el juicio a Je-
sús hubo muchas violaciones elementales de los procedimientos
jurídicos judíos, los cuales conocemos por referencias posteriores
del Talmud y otras fuentes judías. Esto es reconocido por los pro-
pios apologistas que confían en la historicidad del relato, pero sue-
len insistir en que el Sanedrín violó deliberadamente sus propios
procedimientos para buscar la condena de Jesús (en La pasión de
Cristo de Mel Gibson, la versión cinematográfica ultrapiadosa de
estos sucesos, se presenta a algunos miembros del Sanedrín que
protestan por las irregularidades pero que finalmente quedan des-
plazados por los demá, aunque nada se dice en los evangelios so-
bre esta protesta, salvo una escueta referencia sobre José de Arimatea
en Lucas 23,51). He de admitir que vivo en un país (Venezuela)
con un pésimo sistema judicial, en el cual continuamente se vio-
lan los procedimientos, de manera que es al menos considerable la
posibilidad de que el Sanedrín, lo mismo que los sistemas jurídi-
cos tercermundistas, fuera corrupto y violara deliberadamente sus
propias leyes. Pero, en realidad, en el caso del juicio a Jesús, la vio-
lación de procedimientos habría sido tan abiertamente corrupta
que cabe sospechar que todo el juicio fue una invención literaria.
En primer lugar, el Sanedrín debía reunirse en el lugar de las
piedras talladas, un recinto adjunto al Templo. Los evangelios si-
nópticos, en cambio, dicen que el Sanedrín se reunió para el jui-
cio en el palacio de Caifás, el sumo sacerdote. No estaba permitido
que el Sanedrín se reuniera de noche y, sin embargo, en la versión
de Mateo, Marcos y Juan así ocurre. En la versión de los sinópti-
cos, el arresto de Jesús ocurre el mismo día de la celebración de la
Pascua; hemos visto que la Ley de Moisés prohibía salir de las ca-
sas en la noche durante la celebración de la Pascua, y los códigos
judíos tampoco permitían al Sanedrín reunirse durante el día de
esta festividad. Además, en la versión de Marcos y Mateo, el Sa-

231
nedrín dicta sentencia de muerte inmediatamente, algo que tam-
bién estaba prohibido por las reglas del Sanedrín: lo estipulado era
que hubiera una deliberación más prolongada.
En el relato de Juan se resuelven algunos de estos problemas,
pero aparecen otros. Hemos visto que en su relato el prendimien-
to de Jesús ocurre el día antes de la Pascua, de forma que al menos
no cabe la objeción de que se violó el procedimiento que exige no
reunirse durante la Pascua. Pero hay una incoherencia elemental
en el relato de Juan. Se dice primero que a Jesús lo llevan a casa de
Anás, el suegro de Caifás. Sabemos, por datos ofrecidos por Jose-
fo, que Anás era el suegro de Caifás y que había sido sumo sacer-
dote anteriormente. El evangelio, no obstante, reconoce que el
sumo sacerdote en ese momento es el propio Caifás (Juan 18,13).
En casa de Anás el interrogatorio es hecho por el sumo sacerdote
(Juan 18,19), el cual debemos identificar con Caifás, según el tes-
timonio anterior. Pero, de manera insólita, al terminar el interro-
gatorio el evangelio dice que Anás envió a Jesús a Caifás (Juan
18,24), dando a entender que Caifás no estaba presente en el in-
terrogatorio. Esta confusión hace suponer que detrás de esto no
hay un hecho real sino que se trata de una invención literaria.
Pero quizá el aspecto más dudoso de todo el juicio es el motivo
de la condena, según es narrado por los sinópticos. Caifás pregunta
a Jesús sí él es el Mesías y Jesús responde afirmativamente. Caifás
se rasga las vestiduras en señal de arrebato y el Sanedrín decide con-
denarlo a muerte por blasfemia (Marcos 14,62-65).
Esto es absolutamente incoherente con lo que conocemos del
judaísmo de aquella época (e incluso del judaísmo contemporá-
neo). Considerarse el Mesías no era blasfemia. Antes y después de
Jesús hubo varios pretendientes mesiánicos (o, al menos, así pare-
cían serlo, y el mismo Jesús advirtió sobre ellos, véase Mateo 24,23),
ninguno de los cuales fue condenado como blasfemo. Después de
todo, los judíos estaban esperando que apareciera el Mesías y sería
ridículo suponer que tendrían la expectativa de acusar de blasfe-
mia a quien pretendiera serlo. En el judaísmo, el Mesías no es di-
vino; por tanto, proclamarse el Mesías no debió ser ningún motivo
para rasgarse las vestiduras. La proclama mesiánica de Jesús, un ga-

232
lileo con capacidad militar casi nula, pudo haber resultado ridícu-
la a los miembros del Sanedrín, pero no blasfema. La blasfemia ha-
bría sido identificarse como divino expresamente o utilizar el
nombre de Yahvé, pero en el interrogatorio Jesús no hace nada de
esto.
Algunos apologistas han sugerido la idea de que el motivo de la
blasfemia no es propiamente proclamarse como Mesías sino como
Hijo de Dios. En Marcos, Caifás pregunta: “¿Eres tú el hijo del
Bendito?”, y Jesús responde afirmativamente (Marcos 14,61); en
Mateo, la pregunta es más explícita: “Te conjuro por Dios vivo que
nos digas si tú eres el Cristo, el Hijo de Dios” (Mateo 26,63), y de
nuevo la respuesta es afirmativa.
Ciertamente en el posterior comprnsión cristiana, la expresión
“Hijo de Dios” llegó a entenderse como una afirmación de la iden-
tidad divina de Jesús. Jesús sería el Hijo, la segunda persona de la
Trinidad. Pero es curioso que, incluso en nuestros días, muchos
cristianos usen la expresión hijo de Dios para referirse a personas
corrientes, sin que eso se considere blasfemia. Del mismo modo,
en el contexto judío del siglo I, la expresión hijo de Dios se emple-
aba para referirse a personas que tenían alguna relación especial
con Dios, pero no por ello eran consideradas divinas. Por ejemplo,
a unos ángeles se les adjudica este título en Job 1,6, 2,1, 38,7. Po-
día usarse también el título hijo de Dios para referirse a los reyes en
su entronización (Isaías 9,5, Salmos 2,7, 89,27, 110,3) y Dios ha-
bía prometido al rey David que cada uno de sus descendientes se-
ría considerado un hijo de Dios (II Samuel 7,14). El Mesías, en
tanto rey descendiente de David, sería considerado también hijo
de Dios. También podía usarse la expresión para referirse a los is-
raelitas como “hijos de Dios” (Oseas 2,1, Isaías 1,2, Jeremías 3,19)
o también a Israel como nación en singular, “hijo de Dios” (Éxo-
do 4,22, Oseas 11,1, Jeremías 31,20).
Así pues, el relato del juicio judío a Jesús es muy improbable.
Como hemos visto, hay más probabilidad de que el Sanedrín se
hubiese reunido previamente para decidir el arresto de Jesús, pero
debió ser en ausencia de este. El motivo de la blasfemia no tuvo
absolutamente nada que ver. Es más verosímil que, como veremos,

233
los evangelistas hacen un gran esfuerzo por exculpar a los romanos
(hay que mantener presente que los evangelistas escribían después
de la victoria romana sobre los judíos) y, con el objetivoº de su se-
paración de los judíos, culparlos de ser los principales promotores
de la muerte de Jesús. Para ello inventan la historia del juicio en el
Sanedrín y agregan el motivo religioso de la supuesta blasfemia.

¿Hubo un juicio ante Pilato?

Podemos estar seguros de algo: Jesús fue ejecutado por las autori-
dades romanas, no por las judías, de forma que, a diferencia del
juicio ante el Sanedrín, es probable que Jesús tuviese alguna com-
parecencia frente a Poncio Pilato. Debemos recordar que, aunque
en el incidente del Templo las autoridades judías pusieron a Jesús
en el punto de mira, pues sus acciones saboteaban el negocio reli-
gioso rentable para los saduceos, las autoridades romanas segura-
mente tuvieron también algún interés en prender a Jesús. Si con
sus acciones y predicación Jesús empezaba a proclamarse como Me-
sías (y, por tanto, rey de Israel), ello se convertía en un peligro pa-
ra el poder romano, especialmente en tiempos de Pascua, una
festividad que celebraba la liberación de los judíos frente a un yu-
go extranjero. Roma no toleraba sediciosos y las autoridades ha-
brían buscado sacar a Jesús del paso. El evangelio de Juan dice que
una cohorte romana participó en el arresto de Jesús (Juan 18,3), y
aunque la mención de toda una cohorte es exagerada, es posible
que hubiera soldados romanos participando en el arresto.
Tras este, los judíos seguramente entregaron a Jesús a Pilato,
quien pudo haber tenido una conversación con Jesús para indagar
sobre el caso. Pero la forma en que se relata en los evangelios es
muy improbable. La conversación debió ser muy breve y, tras en-
terarse de que Jesús efectivamente se creía el Mesías, Pilato, sin ti-
tubear, debió ordenar su ejecución. El prefecto no estaba dispuesto
a perder demasiado tiempo con un sospechoso de sedición.
A diferencia de Judas, no cabe duda de que Pilato fue un per-
sonaje real. Tenemos información sobre él que procede de otras

234
fuentes. Hay una inscripción del siglo I que lleva su nombre. Fi-
lón de Alejandría, un filósofo judío del siglo I, describía a Pilato
como un hombre tosco, ladrón, insultante, que tenía gusto por eje-
cutar sumariamente.
Josefo narra algunos episodios en los que, efectivamente, Pila-
to hizo exhibición de su brutalidad y falta de sensibilidad frente a
los judíos. Sus antecesores en el cargo, por ejemplo, tenían cuida-
do de quitar las imágenes del César en las banderas militares ro-
manas para no ofender a la religión judía pero, en cambio, Pilato
ordenaba mantenerlas deliberadamente a sus soldados. En una oca-
sión Pilato usó el dinero del Templo para construir un acueducto;
los judíos protestaron airadamente y Pilato acudió a una táctica
atroz: infiltró a sus soldados entre los civiles, les ordenó apalear a
quienes encabezaban la protesta, y en la violencia y el caos subsi-
guientes hubo varias muertes. Luego apareció un profeta samari-
tano y Pilato masacró a 4000 samaritanos. Esta masacre fue
demasiado y finalmente fue destituido de su cargo.
Pilato era un personaje brutal, y ante un potencial sedicioso co-
mo Jesús habría ordenado seguramente su ejecución inmediata.
Pero los evangelios no lo retratan así. Antes bien, representan a un
Pilato muy dubitativo, que se niega a ejecutar a Jesús por cuenta
propia, pues no ve en él ninguna falta y que sólo cede ante la in-
mensa presión de las autoridades y el pueblo judío.
Pilato pregunta a Jesús si él es el rey de los judíos y Jesús res-
ponde afirmativamente (Marcos 15,2). ¿Un prefecto romano bru-
tal habría tolerado que un agitador judío se considerase rey? Es
muy dudoso, pero en los evangelios Pilato aún no toma la decisión
de crucificar a Jesús. En la versión de Juan, Jesús dice que su reino
no es de este mundo (Juan 18,36) y esto es presumiblemente un
artificio literario para hacer creer que, aunque Jesús se proclama
rey de los judíos, no es en realidad un peligro para Pilato pues no
tiene verdaderas aspiraciones políticas.
En el mismo evangelio de Juan hay toda una conversación im-
pregnada de tonos filosóficos (de este diálogo procede la famosa
pregunta “¿Qué es la verdad?”) entre Jesús y Pilato, la cual es le-
gendaria (Mel Gibson en su película hace que hablen en latín, al-

235
go muy improbable). Después del arresto de Jesús, todos sus dis-
cípulos huyeron (Marcos 14,50). Pero se dice también que Pedro
siguió a Jesús hasta la casa de Caifás (Marcos 14,54; en la versión
de Juan hay otro discípulo en escena, véase 18,15), de manera que,
al menos en el caso del juicio del Sanedrín (si existió), podríamos
tener testigos que dieron testimonio sobre lo que ocurrió allí. Pe-
ro en el caso de la entrevista entre Jesús y Pilato es improbable que
hubiera testigos, pues las autoridades romanas no habrían permi-
tido el acceso a los judíos. Por tanto, si no hubo testigos, ¿cómo
podemos saber qué palabras intercambiaron Jesús y Pilato?
En la versión de Lucas, Pilato quiere zafarse de tener que casti-
gar a Jesús y, al enterarse de que es galileo, decide enviarlo a He-
rodes Antipas, que en aquellos días estaba en Jerusalén (pues Galilea
era jurisdicción de Antipas). Según se dice, este se burla de Jesús,
le coloca una túnica y lo devuelve a Pilato (Lucas 22,8-12). La his-
toria es muy improbable. El evangelista dice que aquel día “Hero-
des y Pilato se hicieron amigos, pues antes estaban enemistados”
(Lucas 22,12). Es posible que esta historia sea un artificio literario
que recapitula lo dicho en Salmos 2,1-2: “¿Por qué se amotinan las
naciones y los pueblos conspiran en vano? Los reyes de la tierra se
sublevan, los príncipes a una se alían contra Yahvé y su Ungido”.
Las autoridades de romanos y judíos se unen para conspirar con-
tra el ungido de Dios.
En todo caso, el episodio de Antipas está repleto de cosas poco
probables. Antipas ya sabía quién era Jesús y de hecho había bus-
cado matarlo (Lucas 13,31). ¿Cómo es que, ahora que tiene la opor-
tunidad dorada de hacerlo, lo deja en paz? Además, ¿a cuenta de
qué Pilato cedería la jurisdicción a Antipas por el mero hecho de
que el prisionero era originario de Galilea? Pilato no era el tipo de
personaje que cedería poder a un gobernante títere.
En la narración de los evangelios, Pilato acude a una tradición
según la cual cada Pascua se liberaba a un preso que pidiera el pue-
blo. La intención de Pilato era, al parecer, usar este recurso para li-
berar a Jesús, pero el pueblo le pide la liberación de un tal Barrabás,
un sedicioso. Y al preguntar qué haría con Jesús, el pueblo pide que
lo crucifiquen. En la versión de Juan, los judíos manipulan a Pila-

236
to diciéndole que si no crucifica a Jesús, no es amigo de César, pues
todo el que se hace rey se enfrenta a César (Juan 19,12). El evan-
gelio representa a un Pilato débil que se deja manipular con este
chantaje y no tiene más remedio que acceder. Pero esto no encaja
con lo que sabemos de la personalidad de Pilato.
Aunque en el evangelio de Juan los judíos manipulan agresiva-
mente a Pilato y lo inducen a pronunciar la sentencia contra Jesús,
ellos mismos no pueden hacerlo porque no tenían el poder de dar
muerte a nadie (Juan 18,31); este derecho era exclusivo de los ro-
manos. Algunos críticos, con Paul Winter a la cabeza, han dispu-
tado esto pues años después Esteban fue ejecutado por lapidación
por órdenes del Sanedrín (Hechos 6,8-15; 7,55-60). Pero otros crí-
ticos sospechan de la historicidad del relato sobre el martirio de Es-
teban, y aunque fuera real, no está claro que haya sido un
procedimiento jurídico en toda regla sino un linchamiento.
En todo caso, en la versión de Mateo Pilato se lava públicamente
las manos para expresar su inocencia frente a la sangre derramada
de Jesús, pero el pueblo responde: “¡Su sangre sobre nosotros y
nuestros hijos!” (Mateo 27,25). Este es uno de los pasajes más te-
rribles de toda la Biblia: a partir de él se ha atribuido el deicidio a
los judíos (interpretados como descendientes de los que estaban en
aquella asamblea) y este argumento se ha usado para justificar la
persecución a los judíos durante veinte siglos. En todo caso, la es-
cena es claramente legendaria: sólo aparece descrita en Mateo y va
en contra de lo que sabemos sobre Pilato.
De hecho, a medida que avanza la tradición se va exculpando
más a Pilato. En Marcos aparece un Pilato dubitativo, pero que al
final cede a la presión del pueblo. En Mateo aparece la mujer de
Pilato, quien sueña con Jesús y lo considera un hombre justo (Ma-
teo 27,19), detalle también claramente legendario. En Lucas, co-
mo hemos visto, aparece un Pilato que busca la manera de salvar
a Jesús enviándolo a Herodes. En Juan, Pilato enuncia explícita-
mente tres veces que no encuentra delito en Jesús (Juan 18,38;
19,4; 19,6). Incluso esta progresión siguió en los apócrifos: en las
Actas de Pilato, el prefecto tiene poquísima responsabilidad (en es-
te texto, Antipas tiene bastante) y en el evangelio de Gamaliel tam-

237
bién se desarrolla este perfil. La Iglesia copta incluso canonizó a Pi-
lato como santo.
Todo esto es explicable en función del contexto en el cual se es-
cribieron los evangelios: después de la guerra entre romanos y ju-
díos y de la separación definitiva entre judíos y cristianos, el
cristianismo sólo tenía futuro abriéndose paso entre conversos del
mundo grecorromano. Con ese propósito, resultaba incómodo pre-
sentar a un salvador que fue ejecutado por el Imperio Romano co-
mo un criminal. Era necesario inventar una historia en la cual el
prefecto ordenó la crucifixión bajo la enorme presión de los judí-
os. Precisamente por eso, la historia de la liberación de Barrabás es
muy sospechosa, pues parece un artificio literario para confirmar
la idea de que Pilato era reticente a crucificar a Jesús.
No tenemos ninguna noticia de que existiese la costumbre de
liberar a un preso judío durante la Pascua. El nombre de Barrabás,
además, es muy sospechoso: significa el hijo del padre, un juego de
palabras que podría representar algo así como un álter ego de Je-
sús para añadir ironía a todo el relato. El personaje de Barrabás es
probablemente legendario.
No obstante, algunos críticos opinan que pudo haber habido
un suceso real detrás de esta historia. En los manuscritos más an-
tiguos, el nombre del reo es Jesús Barrabás (Orígenes, autor cris-
tiano del siglo III, se escandalizó de que el reo también se llamase
Jesús, y quizá a raíz de ello los manuscritos a partir de entonces só-
lo lo nombran como Barrabás). Javier Alonso ha sugerido que es-
to fue lo que pudo haber ocurrido: los soldados romanos buscaban
a un sedicioso llamado Jesús, pero al final terminaron por captu-
rar a dos personas que llevaban el mismo nombre. Pilato tenía a
los dos y tuvo que consultar al pueblo para ver cuál era el sedicio-
so; al otro lo dejaría libre, pues lo había capturado por error.
Es una hipótesis interesante, pero me inclino más por la idea de
que, aunque pudo haber habido un Barrabás histórico, nunca hu-
bo tal escena. Una fuerza conjunta de judíos y romanos prendie-
ron a Jesús, lo entregaron directamente a Pilato, y este, quizá al
escuchar las acusaciones políticas (como, por ejemplo, que albo-
rota al pueblo, se declara rey y prohíbe pagar tributo; véase Lucas

238
23,2), decidió ejecutarlo. El hecho de que en la cruz se colocase el
letrero “El rey de los judíos” (Marcos 15,26) deja bastante claro
que Jesús fue ejecutado por los romanos y por meros motivos po-
líticos. Las autoridades judías (difícilmente el pueblo) pudieron
haber instigado a Pilato, pero también por motivos políticos (a la
élite colaboracionista de saduceos no le convenía que hubiera un
agitador), no religiosos. En todo caso, Pilato seguramente ya esta-
ba decidido a ejecutar a Jesús y de ninguna manera era el perso-
naje débil y manipulable que pintan los evangelios; aunque las
autoridades judías pudieron tener alguna pequeña participación
en la ejecución de Jesús, Pilato controlaba la situación y fue el prin-
cipal responsable de la crucifixión.

¿Son históricos los detalles sobre


su tortura y muerte?

La condena de la crucifixión era humillante (su objetivo era, pre-


cisamente, servir como castigo ejemplarizante y disuadir a poten-
ciales criminales), de forma que podemos confiar en que,
efectivamente, Jesús fue torturado antes de ser crucificado. Algu-
nos apologistas creen que la sábana santa de Turín es la prueba fo-
rense de todo el suplicio por el que pasó Jesús pero como veremos,
esa reliquia no es auténtica. Y cabe sospechar que muchas de las
torturas que se narran en los evangelios son, en realidad, artificios
literarios con algunas inconsistencias.
Por ejemplo, Mateo narra que en el juicio ante el Sanedrín “se
pusieron a escupirle en la cara y abofetearle; y otros a golpearle, di-
ciendo: ‘Adivínanos, Cristo. ¿Quién es el que te ha pegado?’” (Ma-
teo 26,67). ¿Dónde estaría lo prodigioso en que Jesús adivinara
quién le ha pegado, si presumiblemente, puede ver a su agresor
pues lo tiene enfrente? Lucas corrige la narración diciendo que le
colocan a Jesús un velo mientras lo golpean (Lucas 22,63-65). El
hecho de que Lucas tenga que corregir el relato hace improbable
que se trate de un hecho auténtico, y Lucas contradice a Mateo,
pues dice que esta tortura fue antes del juicio en el Sanedrín.

239
Varios de los detalles de la tortura previa a la crucifixión tienen
claras resonancias en pasajes del Antiguo Testamento, especialmente
en salmos que expresan dolor. Aunque la crucifixión de Jesús es
claramente un hecho histórico, también resulta claro que, al des-
cribir los detalles, los evangelistas acuden a las escrituras judías y
así cuentan la historia de Jesús con imágenes del pasado.
Por ejemplo, el detalle de que a Jesús le colocan un manto púr-
pura (Marcos 15,17) resuena en Jeremías 10,9: “de plata lamina-
da traída de Tarsis, o de oro importado de Ofir; obra de orfebres
y fundidores cubierta de púrpura violeta y escarlata”. La burla de
los soldados romanos (Marcos 15,18) recapitula Salmos 22,8: “to-
dos cuando me ven de mí se mofan”, y pasajes similares en Salmos
69,11-12 y 109,25. No es totalmente imposible que los soldados
romanos se burlaran de Jesús, pero el hecho de que se acuda a imá-
genes del Antiguo Testamento hace sospechar. Hay más probabi-
lidad de autenticidad en la orden de Pilato de azotar a Jesús (Mateo
27,26; Juan 19,1), pues ese era un procedimiento normal entre los
romanos.
En el camino a su crucifixión, los evangelios cuentan que un tal
Simón de Cirene fue obligado a ayudar a Jesús a cargar la cruz
(Marcos 15,21). Hay razones para pensar que este episodio sí es
histórico: el hecho de que se mencione el lugar específico de pro-
cedencia, así como el nombre de sus hijos (Alejandro y Rufo), le
añade credibilidad. Además, los evangelistas no habrían inventa-
do una historia en la cual Jesús, el Mesías, necesitaría ayuda para
cargar la cruz. El evangelio de Juan no narra este episodio, pero es
presumible que la ausencia se debe precisamente al interés del evan-
gelista de presentar a un Jesús que, en tanto figura exaltada, no ne-
cesita ayuda. Curiosamente, a partir del siglo II, los docetas, una
secta cristiana que enseñaba que Jesús sólo dio la apariencia de su-
frir, sostenía que quien realmente murió en la cruz fue Simón de
Cirene, mientras Jesús se reía porque había burlado a todos.
Se dice también que, en el camino a ser crucificado, una mul-
titud y unas mujeres se lamentaban de Jesús y él pronunció un pe-
queño discurso dirigido a ellas (Lucas 23,26-32). La escena sólo
aparece en Lucas, lo cual la hace sospechosa, además de que es po-

240
co probable que, en medio de tantos ultrajes, Jesús tuviera la ca-
pacidad de pronunciar un discurso elocuente. Una tradición pos-
terior, que se remonta al texto apócrifo Declaración de José de
Arimatea, hace que una de esas mujeres sea Verónica, una mujer
que le ofrece un paño para que Jesús seque su rostro, cuya imagen
queda impregnada en la tela (hay varias reliquias de las cuales se
alega que son el paño original). Está por demás decir que este de-
talle es legendario.
En la versión de Marcos, a Jesús le dan a beber vino mezclado
con mirra, pero lo rechaza (Marcos 15,23), mientras que en la ver-
sión de Mateo es vino con hiel (Mateo 27,34). La contradicción
es motivo de sospecha. Y más sospechoso aún es su resonancia con
Salmos 69,22: “Me han echado veneno en la comida, han apaga-
do mi sed con vinagre”.
Una vez que se crucifica a Jesús, los soldados reparten sus ves-
tiduras echando suertes (Marcos 15,24). No parece que esta prác-
tica fuera común entre los soldados romanos. En cambio, sí tiene
resonancias en otro pasaje del Antiguo , Salmos 22,19: “Reparten
entre sí mi ropa y se echan a suertes mi túnica”.
Lucas narra que, después del reparto de las ropas, Jesús dijo: “Pa-
dre, perdónalos, porque no saben lo que hacen” (Lucas 23,34).
Ciertamente, es una de las frases más conocidas de Jesús, y más be-
llas. Pero probablemente no es auténtica. Sólo aparece en el evan-
gelio de Lucas, y en los manuscritos más antiguos está ausente.
Además, aunque Jesús predicó el perdón a los enemigos (con los
matices señalados), hay lugar para dudar de que en un momento
tan crítico mantuviera esa actitud.
La inscripción “rey de los judíos” sobre la cabeza (Marcos 15,26)
es histórica, pues refleja bastante bien el motivo por el cual fue cru-
cificado por los romanos. Conviene destacar que la inscripción no
dice “Hijo de Dios” ni ningún otro motivo religioso por el cual,
supuestamente, los judíos buscaron la ejecución de Jesús. La ins-
cripción revela que se trató de un asunto estrictamente político, y
que en la condena de Pilato estaba también el propósito de ofre-
cer un castigo ejemplarizante a quien se le ocurriera proclamarse
rey y poner en duda la autoridad romana. Como con otras reli-

241
quias, la cristiandad ha desarrollado un conjunto de leyendas so-
bre el paradero de este letrero, el titulus crucis; la tradición más po-
pular sostiene que se encuentra en la basílica de la Santa Cruz de
Jerusalén en Roma, pero los exámenes de carbono 14 revelan que
en realidad se trata de una reliquia medieval.
Una vez en la cruz, Jesús es nuevamente ultrajado. La gente que
pasa por allí menea la cabeza, lo insultan y lo exhortan a salvarse
(Marcos 15,29). Pero, de nuevo, esto no es más que una recapitu-
lación de un lamento en Salmos 22,8: “Todos cuantos me ven de
mí se mofan, tuercen los labios y menean la cabeza”. Los sacerdo-
tes se burlan de Jesús diciendo que a otros salvó pero que no pue-
de salvarse a sí mismo (Marcos 15,31), en paralelismo con Salmos
22,9: “Se confió a Yahvé, ¡pues que lo libre, que lo salve si tanto lo
quiere!”. Claramente, toda la historia es una leyenda.
Los cuatro evangelios coinciden en que, junto a Jesús, fueron
crucificadas dos personas más. El hecho es probablemente históri-
co (a pesar de que pudo haberse incluido para hacer una profecía
de Isaías 53,12, en la cual el siervo está entre rebeldes). Pero hay
discrepancias respecto a quiénes eran estos crucificados. En la ver-
sión de Marcos, la más antigua, se describe a estos personajes con
la palabra griega lestai (Marcos 15,27), la cual puede traducirse co-
mo agitadores. Esto podría confirmar que el motivo de la ejecución
de Jesús fue político y es posible que los otros dos crucificados fue-
ran miembros celotas del grupo de Jesús.
En el evangelio de Lucas, en cambio, se usa la palabra kakour-
goi (Lucas 23,32) para describirlos, cuyo uso hacía referencia a mal-
hechores comunes sin implicaciones políticas. Obviamente, el autor
de Lucas, que escribe varios años después de Marcos, busca pre-
sentar a un Jesús apolítico a fin de que su mensaje cuaje mejor en-
tre los romanos. En la versión de Lucas, estando ya en la cruz, uno
de los ladrones participa también de los reproches contra Jesús,
mientras que el otro interviene para defenderle. Después el buen
ladrón y Jesús tienen una conversación sobre el Reino y, aparente-
mente, el estado de inmortalidad antes de la resurrección (Lucas
23,39-43). Toda esta discusión teológica es seguramente legenda-
ria, pero Javier Alonso ha señalado la interesante hipótesis de que

242
algo de histórico puede haber en el reproche del ladrón, pues le es-
taría reclamando a Jesús que, debido a su agitación política, han
llegado a un fin trágico.
Los evangelios también tratan de la presencia de mujeres en la
cruz, pero en la versión de Marcos miran desde lejos (Marcos
15,40-41), mientras que en la de Juan tienen una conversación con
Jesús (Juan 19,25-27). Es poco probable que los romanos permi-
tieran acercarse a la cruz debido al peligro que eso representaba
(quizá un intento para liberar a los crucificados). El hecho de que
seguramente nadie pudiera acercarse resta probabilidad a la histo-
ricidad de todos los detalles sobre lo que ocurrió mientras Jesús es-
taba en la cruz: no hubo testigos que pudieran presenciar los sucesos
en detalle.
Los cuatro evangelios narran que, estando en la cruz, a Jesús le
ofrecieron vinagre en una esponja. El hecho puede ser histórico,
pero levanta sospechas que Juan 19,28-30 lo narre para explícita-
mente hacer cumplir un pasaje de Salmos 22,16. Juan 19,31-34
relata que un soldado clavó una lanza en el costado de Jesús y sa-
lió sangre y agua; el hecho es verosímil pero, como es típico de es-
te evangelio, este detalle contiene una alusión teológica (Jesús, como
el cordero, derrama su sangre y ofrece agua como símbolo del es-
píritu), lo suficiente como para al menos levantar dudas. Además,
el episodio no aparece en los sinópticos.
Marcos 15,34 narra que, a la hora nona (mediodía), Jesús mu-
rió. Antes de morir, gritó Eloí, Eloí, ¿lemá sabactaní?, que quiere
decir: “Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?”. Es-
tas palabras proceden de Salmos 22,2, pero quizá no sean legen-
darias pues, además de que se pronuncian en arameo, difícilmente
el evangelista habría inventado un grito de desesperación por par-
te de Jesús. De hecho, Lucas y Juan tratan de disimular esta deses-
peración modificando las últimas palabras, y haciendo que Jesús
acepte tranquilamente su muerte como parte de un plan divino.
En la versión de Lucas dice Jesús: “Padre, en tus manos pongo mi
espíritu” (Lucas 23,45, una paráfrasis de Salmos 31,6); y en la ver-
sión de Juan: “Todo está cumplido” (Juan 20,30). Claramente, es-
tas palabras son una invención.

243
Se dice que, en el momento de la muerte de Jesús, hubo oscu-
ridad en toda la tierra, el velo del Santuario se rasgó en dos y un
centurión romano dijo: “Verdaderamente este hombre era hijo de
Dios” (Marcos 14,39). Mateo añade detalles aún más fantasiosos:
la tierra tembló, las piedras se partieron, se abrieron los sepulcros,
muchos cuerpos resucitaron y entraron en la ciudad (Mateo 27,51-
53). Todo esto, por supuesto, es legendario, un típico artificio li-
terario muy común en la antigüedad para adornar los relatos sobre
la muerte de personajes prominentes. Y la declaración del centu-
rión es obviamente otro esfuerzo más del evangelista para acercar-
se al mundo romano.
No obstante, algunos apologistas han querido demostrar que
hubo oscuridad y que no pudo ser un eclipse, sino que se debió
tratar de un hecho milagroso. En el siglo IX, el cronista bizantino
Jorge Sincelo citó un fragmento (ahora perdido) del autor cristia-
no Sexto Julio Africano (del siglo III), quien a su vez mencionó que
el historiador griego Talus (los apologistas dan por hecho que Ta-
lus escribió en la década de los 50 del siglo I, en vista de lo cual pa-
rece que la tradición de la oscuridad debió ser muy antigua), trató
de explicar la oscuridad señalando que aquello en verdad fue un
eclipse. Sexto Julio Africano comenta que ello no es posible, pues
en la fecha del 14 de nisán la luna está llena, y con luna llena no
puede haber eclipses.
A su vez, el autor cristiano Eusebio de Cesárea (que vivió en el
siglo iv) escribió que Flegón, en una obra escrita hacia el año 33,
describió un eclipse solar durante el período imperial de Tiberio,
el emperador que reinaba durante la muerte de Jesús. Según el ar-
gumento de los apologistas cristianos, la oscuridad a la cual se re-
fiere Flegón tuvo que ser la misma a la que se refiere Talus, y puesto
que no pudo ser un eclipse, debió ser un hecho milagroso. No obs-
tante, el argumento es muy débil: los apologistas asumen gratui-
tamente que Talus escribió en la década de los 50 del siglo I (los
apologistas se basan en la mención de un tal Talus por Josefo, pe-
ro es cuestionable que se trate de la misma persona), y no sabemos
si Talus vinculó en realidad el eclipse con la muerte de Jesús, o si
fue más bien Sexto Julio Africano quien interpretó por cuenta pro-

244
pia que Talus, en su descripción del eclipse, se refería al suceso na-
rrado en los evangelios.

245
246
8
Resurrección

¿Enterró José de Arimatea a Jesús


en una tumba privada?

Pablo, el autor más antiguo del Nuevo Testamento, da testimonio


en I Corintios 15,4 de que Jesús fue sepultado. La forma en que
está redactado ese pasaje parece indicar que Pablo está recogiendo
una tradición primitiva de manera que, desde un principio, se sa-
bía que Jesús había sido enterrado.
Algunos críticos, como John Dominic Crossan, opinan que Je-
sús no fue enterrado, sino que los romanos permitieron que los pe-
rros se comieran el cadáver de Jesús. Esta hipótesis tiene algún grado
de verosimilitud pero, francamente, no hay pruebas históricas que
nos permitan aceptarla. Más bien parece lo contrario, pues Deu-
teronomio 21,22-23 exige que los cadáveres de los reos ejecutados
no pasen la noche colgados de un árbol (la cruz, hecha de made-
ra, era interpretada como un árbol) y deben ser enterrados el mis-
mo día. Es más razonable pensar que, en continuidad con el
testimonio de Pablo, Jesús fue sepultado.
Como complemento podría aducirse que el hallazgo arqueoló-
gico en 1980 de un osario en el barrio de Talpiot, Jerusalén, con
el nombre de Jesús, es prueba de que efectivamente fue enterrado.
Pero en torno a este hallazgo ha habido mucho sensacionalismo.
Aunque el osario es del siglo I, hay dudas de que la inscripción se
refiera realmente a un tal Jesús. En todo caso, Jesús era un nom-

247
bre muy común en la Palestina del siglo I, de forma que no pode-
mos aventurarnos a sostener que esa sea la tumba de Jesús de Na-
zaret.
Ahora bien, la versión que nos ofrecen los evangelios sobre có-
mo fue sepultado Jesús es muy cuestionable. Se dice en los sinóp-
ticos que José de Arimatea, un miembro del Sanedrín, se acercó a
Pilato para pedir el cuerpo de Jesús y Pilato lo cedió. José compró
una sábana, envolvió el cuerpo y lo puso en un sepulcro. En la ver-
sión de Juan, José recibe la ayuda de Nicodemo, un discípulo ocul-
to de Jesús.
En la versión de Marcos hay un detalle que hace dudar de su
historicidad. Se dice que, después de la muerte de Jesús, al atarde-
cer (según las cuentas judías, al día siguiente, es decir, ya el sába-
do), José fue a encontrarse con Pilato. El cuerpo es cedido a José,
quien “comprando una sábana, lo descolgó de la cruz” (Marcos
15,46). Los especialistas discuten si el flujo y el sentido gramatical
del pasaje permiten suponer que José compró la sábana antes de
ese momento o no. Pero si se juzga que el pasaje indica que José
compró la sábana en ese mismo momento, entonces aparece una
gran dificultad: ya era sábado y los judíos tenían prohibidas las
transacciones comerciales los sábados.
En todo caso, las versiones de los evangelios parecen contrade-
cir una tradición que el autor de Hechos pone en boca de Pedro
durante un discurso: “Y cuando hubieron cumplido todo lo que
referente a él estaba escrito, [los habitantes de Jerusalén y sus jefes]
le bajaron del madero y le pusieron en el sepulcro” (Hechos 13,29).
Es decir, ¡fueron los propios judíos quienes enterraron a Jesús! Y
como era un reo ejecutado, probablemente lo enterraron en una
fosa común. Desde luego, el pasaje en cuestión dice que fue ente-
rrado en un sepulcro (mnemeion en griego), y no en una fosa co-
mún, pero ¿a cuenta de qué los habitantes de Jerusalén y sus jefes
rendirían ese honor? Es mucho más probable que el autor de He-
chos incluyera el detalle del sepulcro para hacer frente a la tradición
de que Jesús fue enterrado por los mismos judíos. Según el criterio
de dificultad, esta versión es con toda seguridad histórica, pues el
autor de Hechos no habría inventado este detalle tan vergonzoso.

248
La tradición de los evangelios busca disimular esto aún más e
inventa la historia de José de Arimatea. Podemos sospechar inclu-
so que tal personaje es ficticio. Aunque Pablo menciona que Jesús
fue enterrado, no menciona ni a José de Arimatea ni una tumba
privada. Y la figura de José se va agrandando en los evangelios, de
forma que parece muy evidente que se trata de un artificio litera-
rio para justificar su iniciativa de enterrar a Jesús y hacer frente a
la tradición de que fue enterrado por los propios judíos (proba-
blemente en una fosa común).
Marcos retrata a José como un miembro del Sanedrín que, a la
vez, tiene simpatías por Jesús (“esperaba el reino de Dios”, véase
Marcos 15,42-43), pero no es propiamente su discípulo. En otro
lugar Marcos narra que todos los miembros del Sanedrín buscaron
la ejecución de Jesús (Marcos 14,55). En el relato de Marcos, José
habría deseado la muerte de Jesús y, al mismo tiempo, habría sido
su simpatizante y le habría rendido honores funerarios. Resulta bas-
tante incoherente.
Parece que los autores de los evangelios posteriores reconocen
esta incoherencia en Marcos e intentan enmendarla, haciendo a
José de Arimatea menos judío y más cercano a Jesús. En Mateo,
José ya no es un simpatizante sino un discípulo de Jesús, y además
ya no es miembro del Sanedrín (Mateo 27,57). Lucas, por su par-
te, dice que José era miembro del Sanedrín pero se apresura a ad-
vertir que no había estado de acuerdo con la decisión del consejo
(Lucas 23,50-52). Y Juan, el más tardío de los evangelios, hace de
José, junto a otro personaje, Nicodemo, un discípulo secreto de Je-
sús. La transformación de José, desde un personaje ambiguo en
Marcos hasta un seguidor fiel en Juan, hace pensar que no se tra-
ta de un personaje real, o al menos que nada tuvo que ver en la se-
pultura de Jesús. Pues, de nuevo, la fuente más antigua sobre la
participación de José, el evangelio de Marcos, es incoherente al res-
pecto y los evangelios que presentan una visión más coherente so-
bre este episodio son posteriores. Claramente, para dar más
credibilidad a la historia, los autores de los otros evangelios habrí-
an modificado el relato para presentar a José de Arimatea más fa-
vorablemente.

249
Además, no tenemos noticia textual o arqueológica de José de
Arimatea, lo cual es un indicio, al menos parcial, de que este per-
sonaje es ficticio.

¿Custodiaron unos guardias


el sepulcro?
Como veremos, entre los primeros cristianos surgió la tradición de
que la tumba privada de Jesús se encontró vacía. Y al menos en el
momento en que se escribió el evangelio de Mateo, corría el ru-
mor de que los discípulos habían robado el cuerpo para hacer creer
que Jesús había resucitado.
Según el relato de Mateo, los sacerdotes y fariseos recuerdan a
Pilato que Jesús había hecho predicciones sobre su resurrección.
En consecuencia, piensan en la posibilidad de que sus seguidores
roben el cuerpo para hacer creer a la gente que esa profecía se ha
cumplido. Para evitar que ocurra, persuaden a Pilato para que or-
dene asignar una guardia para custodiar el sepulcro (Mateo 27,62-
66). Luego se dice que tiene lugar una serie de sucesos milagrosos:
ocurre un terremoto, un ángel baja, hace rodar la piedra y se co-
munica con las mujeres. Después Jesús se aparece también y con-
versa con ellas. Los soldados, que han presenciado todo esto,
cuentan temerosos a los sacerdotes lo ocurrido. Estos los sobornan
para que inventen la historia de que los discípulos robaron el cuerpo
(Mateo 27,11-15).
La historia resulta inverosímil por varios motivos. En primer lu-
gar, su espectacularidad, con ángeles y terremotos, es sospechosa.
Pero, dejando a un lado el aspecto naturalista, hay otros elemen-
tos que restan fuerza a su verosimilitud histórica. La historia no
aparece en ningún otro evangelio. Si hubiera realmente ocurrido,
cabría esperarla en los otros evangelios, pues frente al hipotético
rumor de que los judíos alegaban que los discípulos habían roba-
do el cuerpo, esta historia habría sido crucial para hacer frente a
esa difamación. No se trata de un detalle sin mayor importancia;
una historia como esa habría sido incluida por otras fuentes.

250
Además, la historia supone que Jesús había anunciado su muer-
te y resurrección. Hemos visto ya que es altísimamente improba-
ble que Jesús hiciera estas predicciones (pudo haber anticipado su
muerte en los momentos previos a su arresto, pero difícilmente
predecir su propia resurrección).
Hay otro factor más. Si los soldados romanos contaron a los sa-
cerdotes judíos todos los prodigios que observaron (la aparición de
los ángeles y la resurrección de Jesús), ¿por qué los sacerdotes no
se convirtieron a la naciente secta cristiana? Si los sacerdotes so-
bornaron a los soldados, hubo de ser porque suponían que los sol-
dados decían la verdad. Frente a semejante testimonio, eso habría
sido suficiente prueba de que Jesús era quien alegaba ser, y los sa-
cerdotes no habrían vacilado en aceptar a Jesús como el Mesías; en
vez de sobornar a los soldados, les habrían inducido a comunicar
su experiencia. Todo esto hace que la historia sea muy inconsis-
tente.

¿Encontraron las mujeres


el sepulcro vacío?

Los evangelios narran que, pasado el sábado, unas mujeres acu-


dieron al sepulcro de Jesús y lo encontraron vacío. Hay varios mo-
tivos para pensar que esto es una leyenda.
Los apologistas consideran que este detalle es histórico, pues na-
die inventaría un relato en el cual unas mujeres son testigos, ya que
en la sociedad judía el testimonio de las mujeres no era válido. Pe-
ro en realidad el testimonio de las mujeres sí tenía validez si no ha-
bía hombres testigos. El mismo evangelio de Juan narra que en
cierta ocasión los samaritanos creyeron en Jesús debido al testi-
monio ofrecido por una mujer (Juan 4,39). He mencionado que
esta historia es seguramente ficticia, pero lo importante acá es que
permite suponer que no es plenamente inverosímil que se inven-
tara un relato con mujeres como testigos.
Según los apologistas, el hecho de que los primeros cristianos
no veneraran la tumba de Jesús es señal de que estaba vacía. Este

251
alegato tiene verosimilitud, pero resulta aún más plausible pensar
que, si los primeros cristianos no veneraron la tumba de Jesús, tu-
vo que ser porque no hubo una antigua tradición respecto al se-
pulcro vacío. Pues si la historia del sepulcro vacío es real, los
cristianos hubieran venerado ese lugar desde un principio, no pro-
piamente como el lugar donde yace el cuerpo de Jesús pero sí co-
mo donde ocurrió el milagro de la resurrección. Es más probable
que se venere el lugar donde ocurrió un milagro que aquel donde
yacen los restos de un maestro recordado.
El hecho de que no hubiera veneración del sepulcro de Jesús pa-
rece más bien ser indicativo de que los discípulos no sabían dón-
de había sido enterrado (cuestión que confirmaría la hipótesis de
que fue enterrado en una fosa común). Pues si fue enterrado en
una tumba privada y el cuerpo permaneció siempre allí, se habría
esperado la veneración de esa tumba. Y si la tumba estaba vacía,
también se habría esperado veneración. Por tanto, la conclusión
parece ser que no hubo veneración, sencillamente porque los dis-
cípulos no sabían dónde estaba la tumba.
Los apologistas cristianos sostienen que el sepulcro estaba vacío
pues, cuando los primeros cristianos empezaron a proclamar que
Jesús había resucitado, las autoridades judías sólo necesitaban se-
ñalar dónde estaba el cuerpo, suficiente para su refutación. Pero
quizá las autoridades judías sencillamente habían olvidado dónde
estaba enterrado Jesús, especialmente si damos por hecho que fue
enterrado en una fosa común. Y aunque no hubieran olvidado dón-
de estaba enterrado, habría sido difícil reconocer el cuerpo, pues
los discípulos esperaron al menos 50 días para empezar sus pro-
clamas (Hechos 2,1), tiempo suficiente para que el cuerpo de Je-
sús ya estuviera descompuesto.
Uno de los principales motivos que hace pensar que la historia
sobre el sepulcro vacío es ficticia, y ajena a la más antigua tradición
cristiana, es el silencio de Pablo al respecto. Este tipo de argumen-
tos tiene sus riesgos, pues es sabido que el argumento que apela al
silencio es muchas veces falaz: que no se tenga noticia de un suce-
so no implica que ese suceso no sucediera. Pero en algunas ocasio-
nes el argumento puede no ser falaz. Este tipo de argumento

252
funcionaría en aquellas situaciones en las que cabría esperar men-
ción del suceso y aun así no hay noticia de ello. En el caso del se-
pulcro vacío, esperaríamos que Pablo ofreciera alguna referencia al
respecto, sobre todo dada la importancia que la resurrección ocu-
pa en su pensamiento. I Corintios 15, el mismo capítulo en el que
ofrece el testimonio al que he hecho referencia, pretende ser tam-
bién un argumento a favor de la resurrección general y la resu-
rrección de Jesús frente a quienes la ponían en duda. En este
contexto, cabría esperar que Pablo hiciera alguna referencia al se-
pulcro vacío, pues habría sido una estrategia eficaz para convencer
de que Jesús había resucitado.
El silencio de Pablo sugiere que el sepulcro vacío aparece en una
tradición posterior, redactada por primera vez en Marcos. Y a me-
dida que aparecieron los otros evangelios, la historia se habría ador-
nado más. Esto explicaría las notorias discrepancias en los relatos
de los evangelios sobre el sepulcro vacío, que son otro motivo, mu-
cho más contundente, para dudar de la historicidad del relato so-
bre él.
Marcos relata que tres mujeres descubrieron el sepulcro vacío,
Mateo narra que sólo fueron dos. Lucas dice que fueron al menos
cinco, Juan señala que fue sólo María Magdalena. Según Marcos
y Lucas, las mujeres fueron con el propósito de llevar especias pa-
ra embalsamar el cuerpo; según Mateo, el propósito era observar
la tumba. Mateo narra que la tumba no estaba abierta cuando lle-
garon las mujeres; los otros evangelios relatan que sí estaba abier-
ta. Según Marcos, en la tumba había un joven; según Mateo, un
ángel; según Lucas, dos hombres; según Juan, dos ángeles. Ni Mar-
cos ni Mateo hacen mención de la presencia de Pedro en la tum-
ba, mientras que Lucas y Juan narran que sí estaba presente. Estas
discrepancias hacen pensar que el relato sobre el sepulcro vacío de-
be ser una leyenda posterior. Si fuera un hecho histórico conocido
desde la tradición más antigua, se habría mantenido un mejor re-
gistro de sus detalles, de forma que se evitaran tantas discrepancias.
Pero aun si se admitiera que hubo un sepulcro vacío, eso no se-
ría prueba de la resurrección. Hay otros escenarios que permiten
explicar cómo hubo un sepulcro vacío sin necesidad de alegar que

253
Jesús resucitó. En el siglo XVIII, Reimarus propuso la tesis de que
los discípulos robaron el cuerpo de Jesús. Por supuesto, hemos vis-
to que en el momento en que se escribió el evangelio de Mateo cir-
culaba esta hipótesis. Ahora bien, si esta hipótesis circulaba ya
incluso en tiempos de la redacción de Mateo, entonces algún tras-
fondo histórico pudo tener, y la historia sobre los guardias sería un
invento de Mateo para disimular el hecho de que, efectivamente,
había una tradición primitiva según la cual los discípulos robaron
el cuerpo.
No obstante, es importante el hecho de que varios de los pri-
meros cristianos sufrieron martirio y no habrían estado dispuestos
a morir por una mentira fabricada por ellos mismos. Por otra par-
te, sería un error suponer que el robo fue perpetrado por los mis-
mos discípulos. Pudo tratarse de ladrones comunes, ajenos al círculo
de Jesús; ciertamente, tenemos noticias de profanadores de tum-
bas en la antigüedad. En un escenario que el historiador Bart Ehr-
man sólo apunta como posible, quizá dos discípulos de Jesús
acudieron al sepulcro para llevar el cuerpo a la tumba de los fami-
liares. A medio camino con el cuerpo, fueron capturados por una
patrulla de soldados romanos, tuvieron un forcejeo, murieron los
dos discípulos y, en consecuencia, la patrulla romana ya tenía tres
cuerpos, que decidieron enterrarlos en una fosa común.
Cabe también la posibilidad de que las mujeres fueron a la tum-
ba equivocada. Ciertamente, Marcos 15,47 narra que las mujeres
se fijaron dónde era enterrado Jesús, pero nada impide que ese de-
talle sea más bien un artificio del evangelista para hacer frente al
rumor de que las mujeres habían ido a la tumba equivocada. Hay
que admitir que estos escenarios tienen un alto grado especulativo
y un bajo grado de probabilidad. Pero debe mantenerse la premi-
sa propuesta por la visión filosófica de David Hume: ¿qué es más
probable: que un ladrón profane una tumba o que un cuerpo re-
grese a la vida? Antes del episodio del sepulcro vacío, ¿cuántos la-
drones habían profanado tumbas y cuántos cadáveres habían
resucitado?

254
¿Se apareció resucitado
a los discípulos?

Los relatos de los evangelios sobre las apariciones tampoco pare-


cen ser fiables. Son muy diferentes entre sí, y en lo único en que
parecen coincidir es en que Jesús se apareció a sus discípulos. El
evangelio de Marcos incorpora unos relatos sobre las apariciones
en sus últimos versículos (16,9-20), pero es muy probable que es-
tos versículos sean un añadido posterior y que originalmente el
evangelio de Marcos concluyera con el relato sobre el sepulcro va-
cío (16,1-9). Hay dos razones fundamentales para pensar que el fi-
nal de Marcos es un añadido posterior: en primer lugar, el estilo es
muy diferente al resto del evangelio y, más importante aún, en los
manuscritos más antiguos de este evangelio no aparecen los últi-
mos 11 versículos.
Si el evangelio más antiguo no tiene relatos sobre las aparicio-
nes de Jesús, es razonable pensar que el autor de Marcos no cono-
cía esas tradiciones y que, por tanto, son posteriores a él y no son
fiables en tanto están alejadas del supuesto hecho original. Como
cabe esperar, cuanto más tardío es el evangelio, más elaborado es
el relato sobre las apariciones. En Mateo, Jesús se aparece en Jeru-
salén a las mujeres y en una montaña en Galilea. Lucas, posterior
a Mateo, narra la aparición de Jesús a los discípulos camino de
Emaús y, además, a los discípulos en Jerusalén, con instrucciones
más elaboradas. Juan, el más tardío de los evangelios, es mucho
más extenso y elaborado en sus relatos sobre las apariciones: el mis-
mo Jesús aparece en la tumba, se aparece a los discípulos atrave-
sando las puertas, se aparece nuevamente a los discípulos y a Tomás,
y aún hace otra aparición en el lago de Tiberíades para propiciar
una pesca milagrosa.
No obstante, los evangelios no son la única fuente de los rela-
tos sobre las apariciones de Jesús. En I Corintios 15,3-5, un tex-
to bastante antiguo, Pablo da testimonio de que Jesús se apareció
a Cefas (Pedro), a 500 personas a la vez, a Santiago y luego al mis-
mo Pablo. Hay lugar para discutir si las apariciones que Pablo
menciona son de la misma naturaleza que las narradas en los evan-

255
gelios. Allí donde los relatos de los evangelios retratan a un Jesús
resucitado plenamente, con encuentros casi cotidianos con sus
discípulos (Lucas 24,42-43 narra que incluso come con ellos), al-
gunos textos dan la impresión de que Pablo pensaba que las apa-
riciones de Jesús eran meramente espirituales, a saber, que habrían
sido visiones y revelaciones y no propiamente encuentros cerca-
nos (II Corintios 12,7, Gálatas 1,11, 1,16, 2,2, Hechos 9,3, en-
tre otros).
En todo caso, es bastante probable que Pablo creyera tener al-
guna experiencia de Jesús. Y basándose en el temprano testimonio
de Pablo, también es probable que los otros discípulos creyeran te-
ner experiencias de Jesús. En este sentido, no es muy discutible que
los primeros discípulos dijeran haber tenido apariciones de Jesús,
pero estas apariciones no habrían sido las narradas por los evange-
lios. Y hay una diferencia importante entre la posibilidad de que
Jesús se haya aparecido a los discípulos y la de que los discípulos
hayan creído que Jesús se les aparecía. Es poco discutible que los
discípulos hayan creído tener una experiencia real de Jesús, pero sí
lo es que hayan tenido realmente una experiencia de Jesús. Quizá,
sencillamente, estaban alucinando.
Aunque el relato sobre el sepulcro vacío es una leyenda, tiene
más posibilidad de ser histórica la tradición de que las primeras
personas en tener las experiencias de ver a Jesús resucitado fueron
las mujeres. Y según una plausible hipótesis sugerida por Antonio
Piñero, es bastante conocido que, ante un intenso dolor, las ma-
dres y viudas son más susceptibles de tener alucinaciones de la per-
sona fallecida. Las mujeres pudieron haber comunicado esto a los
otros discípulos, y en estas condiciones los discípulos también pu-
dieron tener alucinaciones de Jesús resucitado. En el caso de los
discípulos, pudo operar el mecanismo psicológico conocido como
disonancia cognoscitiva: frente a una expectativa que no se cumple,
la mente humana puede acudir a racionalizar el fracaso de la ex-
pectativa haciendo ajustes. Jesús, obviamente, fracasó en la cruz,
pero en la disonancia cognoscitiva de los discípulos esto no habría
sido realmente un fracaso sino parte de un plan divino, pues ahora
estaba resucitado.

256
Si las alucinaciones no proceden originalmente de las mujeres,
podemos contemplar también la hipótesis del historiador Gerd Lu-
demann: Jesús habría sido crucificado en Jerusalén, probablemen-
te junto a otros criminales acusados de ser agitadores políticos, y
en este sentido su ejecución no habría sido un hecho singular pa-
ra las autoridades romanas. Por ello, seguramente, Jesús fue sepul-
tado junto a los otros reos en una fosa común. En el momento de
su arresto, sus discípulos lo habrían abandonado y probablemen-
te regresaron a Galilea.
Pero allí alguno de los discípulos afirmó haber tenido alguna vi-
sión de Jesús. Ludemann cree, en concordancia con el testimonio
de Pablo en I Corintios 15, que ese discípulo habría sido Pedro.
Probablemente este habría tenido un intenso sentimiento de cul-
pa por haber abandonado a su maestro durante su arresto y haberlo
negado, y la noticia de su ejecución habría generado en él una gran
inestabilidad emocional. Esta inestabilidad abrió el camino para
que Pedro tuviera visiones de Jesús. Pedro habría comunicado es-
ta visión a los otros discípulos, quienes también habrían quedado
afectados por la trágica muerte de su maestro. Y así fue creciendo
el número de personas que tuvieron esas visiones. Pudo haber lle-
gado un momento en que 500 personas a la vez tuvieran una vi-
sión de Jesús (como atestigua Pablo en I Corintios 15,6). En vista
de lo cual regresaron a Jerusalén para proclamar la resurrección de
Jesús y la continuidad de su mensaje.
Las autoridades judías no habrían dedicado especial atención a
esta pequeña secta, pues apenas era una entre varias. Pero frente al
alegato de que Jesús había resucitado no podían hacer mucho, pues
o no sabían dónde estaba enterrado o sencillamente el tiempo tras-
currido no permitía ya identificar el cuerpo en la fosa común. Qui-
zá la incapacidad de las autoridades para identificar el cuerpo, así
como la vergüenza suscitada por el entierro en una fosa común,
propició que surgiera el relato posterior según el cual un destaca-
do miembro del Sanedrín enterró a Jesús en una tumba privada y
unas personas que fueron a visitar esa tumba la encontraron vacía.
Puesto que entre los seguidores de Jesús había mujeres, y proba-
blemente estas también se contagiaron de las visiones de los discí-

257
pulos, la tradición atribuyó a unas mujeres haber sido quienes en-
contraron el sepulcro vacío.
Por su parte, Pablo habría sido un fanático perseguidor de quie-
nes proclamaban la resurrección de Jesús. Pero, como suele ocurrir
entre fanáticos, su inestabilidad psicológica pudo propiciar un re-
pentino cambio en sus creencias. Al escuchar el testimonio de
quienes perseguía, Pablo mismo sucumbió frente a las visiones
del Jesús resucitado. Años después se habría reunido con sus anti-
guos perseguidos y habría conocido un poco más los detalles de las
visiones.
Para la siguiente generación, unos 25 años después de la visión
de Pablo, las tradiciones respecto a las visiones originales se habrí-
an modificado en la transmisión oral. Y en el momento de com-
ponerse el evangelio de Mateo (el primero en incluir noticias sobre
las apariciones de Jesús resucitado pues, como hemos visto, los re-
latos incluidos en Marcos son adiciones muy posteriores), los re-
latos sobre las apariciones de Jesús no eran ya meramente visiones
sino encuentros cercanos.
La hipótesis de la alucinación ha sido sometida a algunas críti-
cas por los apologistas. Suele objetarse que las alucinaciones no son
colectivas sino, más bien, fenómenos privados, producto de la con-
figuración psicológica de cada uno, y en función de ello es muy
improbable que la misma alucinación se reprodujera en diferentes
personas.
A esto se puede responder que, aunque las alucinaciones suelen
ser privadas, la psicología no desecha la posibilidad de alucinacio-
nes colectivas. Si un grupo logra ejercer suficiente presión sobre
sus miembros, hasta el punto de someterlos inclusoa alguna su-
gestión, los miembros pueden coincidir en tener visiones si no idén-
ticas al menos parecidas. Los discípulos de Jesús no necesariamente
habrían tenido la misma alucinación, pero sí habrían podido coin-
cidir en que veían a Jesús, si bien el contenido preciso de cada alu-
cinación pudo haber variado, como lo atestigua, de hecho, la
disparidad de las visiones de Jesús resucitado en los evangelios. Las
alucinaciones son contagiosas. Si un discípulo carismático como
Pedro afirmaba haber visto a Jesús, quizá aquellos discípulos sobre

258
quienes Pedro ejercía influencia estaban más proclives a tener esas
alucinaciones.
De hecho, así parecen operar las apariciones de criaturas como
el Chupacabras: primero, un pastor, sea por diversión, sea por al-
guna alucinación, dice haber visto en la lejanía una figura como
esa. Al enterarse de la noticia, otro pastor dice haber visto al Chu-
pacabras, esta vez ofreciendo detalles más precisos sobre la expe-
riencia. Y así el rumor va corriendo y creciendo el número de
apariciones del Chupacabras, hasta que al final alguien afirma sin-
ceramente haber tenido encuentros muy vívidos con el Chupaca-
bras. Lo mismo ocurre con Elvis Presley.
Los apologistas insisten en que es poco probable que las aluci-
naciones ocurran a diferentes personas simultáneamente, pero el
control que ejerce el grupo sobre el individuo puede propiciar una
sugestión colectiva, al punto de que muchas personas tengan la
misma alucinación. Además, la hipótesis de que la aparición de Je-
sús fue una alucinación colectiva no implica que todas las perso-
nas tuvieran la misma alucinación con los mismos detalles; sólo
implica que varias personas tuvieron alguna visión de Jesús, sin ne-
cesidad de precisar el contenido de esa visión.
En todo caso, el testimonio que Pablo ofrece en I Corintios 15,6,
según el cual Jesús se apareció a 500 personas a la vez, no es del to-
do fiable. Aunque es bastante probable que ese pasaje proceda ori-
ginalmente de Pablo, su veracidad puede ser sospechosa. Pablo es
el único testigo ocular que da testimonio de ese acontecimiento, y
bien podría haber suceedido que Pablo alucinó que Jesús se apare-
cía a 500 personas. Después de todo, Pablo era muy proclive a las
alucinaciones, no solamente a la de Jesús resucitado sino también
a visiones místicas celestiales (II Corintios 12,2).
Los apologistas insisten en que el encuentro de los primeros dis-
cípulos con Jesús debió ser real y no una mera alucinación, pues
los encuentros con Jesús son muy vívidos. En las apariciones na-
rradas en los evangelios no es un mero fantasma sino un cuerpo
resucitado que come, bebe y es tocado por otras personas. Además,
si el encuentro hubiera sido una mera alucinación, los discípulos
no habrían estado dispuestos a morir por sus creencias.

259
Se puede responder a este alegato del siguiente modo. Quienes
sufren alucinaciones las creen reales; estas no solamente represen-
tan visiones pues es perfectamente posible alucinar con encuentros
muy cercanos. Las alucinaciones no son exclusivamente visuales,
pueden involucrar a todos los sentidos incluyendo el tacto, de ma-
nera que los discípulos no habrían distinguido entre un encuentro
real y una alucinación. Precisamente por esta razón los discípulos
habrían estado dispuestos a morir por sus creencias, pues tuvieron
la experiencia de un encuentro real. Pero el hecho de que los dis-
cípulos creyeran haber tenido un encuentro real no implica que
ese suceso fuera real en sí mismo. Muchas personas están dispues-
tas a morir por alguna creencia derivada de alucinaciones, pero ello
no implica que esa creencia sea verdadera.
Por último, los apologistas sostienen que, para que ocurra una
alucinación, debe haber un condicionamiento previo a tenerla. Pe-
ro los discípulos no tenían expectativa en la resurrección de Jesús,
pues el judaísmo de aquel entonces no contemplaba un Mesías que
muriera y resucitara, y la resurrección de los cuerpos sólo ocurri-
ría al final de los tiempos. Así, puesto que los discípulos no tenían
expectativa respecto a la resurrección, es inverosímil que tuvieran
alguna alucinación al respecto.
No obstante, resulta plausible que los discípulos tuvieran ex-
pectativas respecto a la resurrección de Jesús. La atmósfera apoca-
líptica del momento permite pensar que los discípulos creían estar
viviendo el final de los tiempos y que los cuerpos resucitarían en
cualquier momento. En medio de esta expectativa apocalíptica, ha-
brían tenido una anticipación de la resurrección; de hecho, habrí-
an creído que la resurrección de Jesús marcaba el inicio del
acontecimiento apocalíptico que este, junto a muchos otros pre-
dicadores de la época, venía anunciando.

¿Hay otras explicaciones de la creencia


en la resurrección de Jesús?

Al igual que con el sepulcro vacío, aún si admitiéramos que las vi-

260
siones de Jesús resucitado no fueron alucinaciones sino encuentros
reales, ello no probaría automáticamente la resurrección. Hay otros
escenarios naturalistas que podrían explicar lo ocurrido. Quizá Je-
sús sobrevivió a la crucifixión o tal vez los discípulos se encontra-
ron con otra persona y lo confundieron.
Incluso los historiadores críticos se oponen vehementemente a
estas teorías. Antonio Piñero, por ejemplo, las ha desestimado, pe-
ro, a mi juicio, lo hacen apresuradamente pues hay algunos indi-
cios que nos obligan, al menos, a considerarlas, como ha invitado
a hacerlo el crítico Robert Price.
Suele decirse que Jesús no pudo sobrevivir a la crucifixión pues
los romanos eran expertos en matar gente con este castigo y es muy
improbable que alguien pudiera sobrevivir. Pero Flavio Josefo nos
ofrece el testimonio de que él se encontró con tres amigos crucifi-
cados y acudió al general romano Tito suplicándole que los bajara
de la cruz. Dos murieron, pero un tercero sobrevivió.
Marcos 15,43-45 narra que Pilato se extrañó de que Jesús mu-
riera tan rápido y cediera el cuerpo a José de Arimatea. Si Pilato,
un experto en asuntos de crucifixiones, estaba extrañado de ello,
fue quizá porque Jesús aún no había muerto. Y el hecho de que,
según la versión de Juan 20,32-33, a los otros dos reos les rompie-
ran las piernas, pero no a Jesús, admite la posibilidad de que fue-
ra bajado vivo de la cruz.
Si no convence esta teoría, consideremos la posibilidad de que
los encuentros con Jesús resucitado fueran en realidad casos de
identidad equivocada y los discípulos vieron a otra persona pero
se convencieron de que era Jesús. En algunas apariciones, los dis-
cípulos quedan confundidos y no están seguros de si se trata de Je-
sús o no lo reconocen (Mateo 28,17, Lucas 24,13-35, Juan 20,14,
21,4). En vida de Jesús, alguna gente lo confundió con Juan el Bau-
tista o con Elías (Marcos 6,14, 8,28). De la misma forma en que,
en aquel contexto, resultaba fácil confundir a Jesús con otros per-
sonajes, no habría habido tanta dificultad en que, después de muer-
to, se confundiera a Jesús con un nuevo personaje.
Hay una tradición según la cual Jesús tuvo un hermano geme-
lo. El nombre del discípulo Tomás en realidad quiere decir gemelo

261
en arameo. El texto apócrifo Hechos de Tomás, de tradición siria,
dice que el nombre propio de este Tomás habría sido Judas (el her-
mano de Jesús mencionado en Marcos 6,3) y así habría sido el her-
mano gemelo de Jesús. Si existió este hermano gemelo, entonces
hay más probabilidades de que la confusión después de la muerte
pudiera haber ocurrido.
Estas especulaciones, por supuesto, son problemáticas. En el ca-
so de la hipótesis de que Jesús bajó vivo de la cruz, surgen varias
preguntas. ¿Cómo pudo Jesús mover la roca de la tumba? ¿Cómo
Jesús, un hombre aparentemente sincero en su mensaje, pudo bus-
car engañar a sus discípulos haciéndoles creer que había resucita-
do? ¿Cómo los discípulos pudieron creer que un hombre debilitado
por la tortura había vencido a la muerte? En el caso de la hipóte-
sis de identidad equivocada, hay también interrogantes. ¿Cómo no
pudieron darse cuenta los discípulos, en sus encuentros cercanos,
de que no se trataba de Jesús? ¿Cómo pudieron olvidarse los evan-
gelistas de mencionar explícitamente que Jesús tenía un hermano
gemelo?
Pero hay que insistir en que debemos regresar a la premisa de
Hume: debemos guiarnos por las probabilidades. Aun si es poco
probable que Jesús bajara vivo de la cruz, que un hermano geme-
lo se hiciera pasar por él, o incluso que un grupo de personas com-
partiera las mismas alucinaciones, debemos caer en la cuenta de
que todos esos escenarios son más probables que el hecho mila-
groso de la resurrección. ¿Cuántos hombres han sobrevivido a eje-
cuciones? Josefo nos habla de al menos uno, pero sabemos que
desde entonces ha habido más. ¿Cuántos hombres han sido con-
fundidos con otros después de morir? Varios. ¿Cuántos cadáveres
han resucitado? Ninguno.
Críticos como Antonio Piñero y Bart Ehrman suelen decir que
el historiador nunca podrá hablar de la resurrección, pues eso está
al margen de la historia, y no es un hecho repetible o comproba-
ble. Me parece que estos críticos se equivocan.
Si, efectivamente, Jesús resucitó, eso formaría parte de la histo-
ria, aun si sucedió algo que violó las leyes de la naturaleza. El his-
toriador debe rechazar la resurrección de Jesús no porque se trate

262
de un suceso sobrenatural, sino sencillamente porque no hay sufi-
cientes pruebas que respalden ese alegato. Como sostenía en frase
célebre Carl Sagan, los alegatos extraordinarios requieren pruebas
extraordinarias. Pero el historiador no se debe cerrar a la posibili-
dad de que aparezcan pruebas extraordinarias. En teoría, hay po-
sibilidad de verificar la resurrección de Jesús, no propiamente como
hecho repetible pero sí comprobable.
Si mañana llega volando por los cielos un hombre, los científi-
cos corroboran que no se trata de ningún truco y, además, ese hom-
bre da unas coordenadas precisas para que se excave en un lugar
específico del actual Israel, y ahí se encuentra un artefacto del si-
glo I que indiscutiblemente debió pertenecer a Jesús de Nazaret,
entonces, estaría dispuesto a aceptar todo ello como prueba de la
resurrección o, al menos, de la continuidad de la existencia física
de Jesús. Hasta ahora, por supuesto, no ha habido nada por el es-
tilo, y las pruebas que los apologistas cristianos ofrecen para tratar
de demostrar la resurrección de Jesús (el testimonio del sepulcro
vacío y las apariciones) son lo suficientemente débiles como para
dar más probabilidad a otras hipótesis. Pero, insisto, la resurrec-
ción podría ser demostrable; es una postura dogmática asumir que
es imposible que haya ocurrido y que el historiador nunca podrá
demostrarla. Ni siquiera Hume opinaba esto: la resurrección es al-
tísimamente improbable, pero no imposible.

¿Puede ser la sábana santa de Turín


una prueba de la resurrección?

Algunos apologistas afirman que el testimonio de los evangelios no


es la única prueba de la resurrección de Jesús. También está la sá-
bana santa de Turín. Este es un tema sobre el que se han escrito
muchísimos libros (entre ellos, La sábana santa ¡vaya timo!, publi-
cado en esta colección), de forma que sólo ofreceré una revisión
muy rápida del asunto.
La sábana santa es una tela exhibida en la catedral de Turín de
la que se dice que sirvió como sudario para envolver el cuerpo de

263
Jesús, que se supone tiene la estampación de su cadáver. Ya hemos
visto que es improbable que Jesús fuese enterrado privadamente,
e incluso que José de Arimatea u otra persona pudiera comprar una
sábana al atardecer tras la muerte de Jesús. Pero dejemos de lado
estas objeciones. A finales del siglo XIX, el fotógrafo Secondo Pia
tomó fotografías de la sábana y, al revelar las fotos, descubrió que
en los negativos de la foto había muchos detalles forenses que no
se observan en la sábana tal como la vemos. Es decir: la sábana es
un negativo, y al sacar un negativo de la sábana aparece la imagen
con mucha más nitidez.
Los apologistas alegan dos hechos extraordinarios: que la ima-
gen de Jesús quedó impregnada en la sábana y que la sábana sea
como un negativo. Ninguna sábana que envuelva un cadáver pue-
de quedarse impregnada con una imagen tan nítida del cuerpo y
mucho menos quedar como un negativo. Así pues, los apologistas
sostienen que estamos ante un milagro. Y lo único que puede ex-
plicar este milagro es que, en el momento de la resurrección, hu-
bo una radiación que generó tal nivel de energía que la imagen
quedó impregnada en la sábana.
No estoy convencido de que, si se llegase a demostrar que la sá-
bana es, en efecto, el manto con el cual se cubrió el cadáver de Je-
sús, esto fuese prueba de la resurrección. En concordancia con la
citada máxima de Sagan, un alegato tan extraordinario como la re-
surrección requiere una prueba mucho más extraordinaria que un
mero pedazo de tela.
En todo caso, hay bastantes indicios de que la sábana santa no
es auténtica. Su mención como reliquia sólo aparece a partir del si-
glo XIV, y en ese mismo siglo el obispo que por primera vez la men-
ciona advierte que ha sido un fraude perpetrado por un pintor. Los
apologistas dicen que en la Edad Media no había tecnologías que
permitieran producir algo como la sábana santa, pero eso es falso:
había técnicas rudimentarias de fotografía, y también se pudo fa-
bricar la reliquia usando productos químicos, como en el frota-
miento de un bajorrelieve.
La estocada, no obstante, es la prueba del carbono 14 que se hi-
zo a finales del siglo XX. Tres laboratorios, de forma independien-

264
te, arrojaron el mismo resultado: la sábana santa es del siglo XIV.
Sólo los apologistas más testarudos van en contra de una prueba
tan contundente, hasta el punto de que el propio Vaticano ha tra-
tado de desvincularse de la sábana de Turín. Ha aprobado su ve-
neración, pero ha sido cuidadoso de no avalarla como una reliquia
auténtica.

265
266
Para leer más

Alonso, Javier, La última semana de Jesús, Oberón, Madrid, 2004.


Libro ameno en el que se trata con mucha perspicacia detalles
sobre la última semana de Jesús. Entre otras teorías interesan-
tes, el autor propone que Jesús entró a Jerusalén durante la fies-
ta de los tabernáculos y que Jesús Barrabás fue arrestado por
error y confundido con Jesús de Nazaret.

Beskow, Per, Strange Tales about Jesus, Fortress, Filadelfia, 1985.


Obra clásica en la que se examinan las teorías sobre los viajes de
Jesús a la India y Francia así como su supuesta relación sexual
con María Magdalena. En escritos posteriores, Beskow ha des-
montado las falsedades de El código Da Vinci de Dan Brown.

Crossan, John Dominic, Jesús: biografía revolucionaria, Grijalbo,


Barcelona, 2005. Aunque el autor presenta a Jesús como un cí-
nico judío y no como un profeta apocalíptico (retratos con los
que no estoy de acuerdo), ofrece una perspectiva interesante so-
bre su vida. Defiende la teoría de que el cuerpo de Jesús fue de-
vorado por perros.

Eherman, Bart, Jesús, el profeta judío apocalíptico, Paidós, Barcelo-


na, 2001. Ehrman es una de las figuras contemporáneas más
importantes en el estudio de Jesús y lo presenta como un pre-
dicador apocalíptico.

267
Helms, Randel, Gospel Fictions, Prometheus, Nueva York, 1988.
El autor desmonta muchas ficciones narradas en los evangelios,
destacando especialmente la manera en que muchas de ellas son
paráfrasis de relatos procedentes del Antiguo Testamento.

Ludemann, Gerd y Alf Ozen, La resurrección de Jesús, Trotta, Ma-


drid, 2001. En este libro se analizan las dificultades en los rela-
tos sobre el entierro y la resurrección de Jesús. Se ofrece la
hipótesis de que las apariciones son alucinaciones, quizás origi-
nadas en el sentido de culpa de Pedro y Pablo.

Meier, John, Un judío marginal, Verbo Divino, Salamanca, 2000.


Obra ambiciosísima en varios tomos. El segundo es especial-
mente relevante en el estudio de la historicidad de los milagros.

Piñero, Antonio, Guía para entender el Nuevo Testamento, Trotta,


Madrid, 2006. Piñero es, a todas luces, la mayor autoridad en
lengua castellana en estudios críticos del Nuevo Testamento. Ha
escrito muchos libros sobre el tema, pero de todos ellos este es
el más completo. A pesar de que es voluminoso, está escrito en
un lenguaje muy accesible.

Smith, Morton, Jesús el mago, Martínez Roca, Madrid, 1988. Aun-


que el libro está lleno de especulaciones improbables sobre las
prácticas mágicas de Jesús, no dejan de ser interesantes y colo-
ridas. Además, sirve para ubicar el contexto de taumaturgos en
el que estuvo inmerso.

Tobin, Paul, The Rejection of Pascal’s Wager, Authors on line, Nue-


va York, 2009. Obra sistemática en la que se analizan con rigor
muchas de las inconsistencias existentes en los evangelios.

Vermes, Geza, El nacimiento de Jesús, Barcelona, Crítica, 2007. Ver-


mes fue una de las máximas autoridades en los estudios del Je-
sús histórico. Aquí analiza en detalle los relatos sobre el
nacimiento y la infancia de Jesús.

268
Índice

Introducción . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 9
Reimarus, Strauss, Schweitzer . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 13
Criterios históricos . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 15
Un hombre de su tiempo . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 20
Celotas, fariseos, saduceos y esenios . . . . . . . . . . . . . . 27
Brevísima biografía . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 32

1. Fuentes sobre su vida . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 39


¿Existió Jesús? . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 39
¿Podemos confiar en el testimonio de Flavio Josefo? . . 45
¿Inventó Pablo a un Cristo enteramente celestial? . . . . 48
¿Su figura está construida sobre la de varios dioses
mediterráneos? . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 51
¿Es un invento literario basado en modelos antiguos? . 53
¿Son los evangelios relatos totalmente fiables? . . . . . . . 56
¿Son íntegros los manuscritos de los evangelios? . . . . . 59
¿Quién escribió el evangelio de Marcos? . . . . . . . . . . . 61
¿Quién escribió el evangelio de Mateo? . . . . . . . . . . . . 64
¿Quién escribió el evangelio de Lucas? . . . . . . . . . . . . 65
¿Quién escribió el evangelio de Juan? . . . . . . . . . . . . . 66

2. Relatos de infancia . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 69
¿Ordenó Cirino un censo que hizo que José y María
viajaran a Belén? . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 69

269
¿Era descendiente de David? . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 72
¿Nació de una virgen? . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 71
¿Tuvo hermanos? . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 78
¿Nació el 25 de diciembre del año 1? . . . . . . . . . . . . . 80
¿Al niño lo visitaron los pastores y los Reyes Magos? . . 82
¿La estrella de Belén guió a los Reyes Magos? . . . . . . . 85
¿Había una mula y un buey en el establo? . . . . . . . . . . 86
¿Herodes ordenó la matanza de los santos inocentes? . 87
¿Pasó parte de su infancia en Egipto? . . . . . . . . . . . . . 90
¿Fue presentado en el Templo? . . . . . . . . . . . . . . . . . . 91
¿Se perdió a los 12 años en Jerusalén y predicó en el
Templo? . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 92

3. Vida privada y años perdidos . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 95


¿Estuvo en otros países? . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 95
¿Se formó con los esenios en el Mar Muerto? . . . . . . . 98
¿Era homosexual? . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 102
¿Estuvo casado con María Magdalena? . . . . . . . . . . . . 104
¿Tuvo descendencia con María Magdalena? . . . . . . . . 109

4. Inicios de su vida pública . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 111


¿Recibió el bautismo de Juan y fue su discípulo? . . . . . 111
¿Eran parientes Juan el Bautista y Jesús? . . . . . . . . . . . 115
¿Juan el Bautista anunció a Jesús como Mesías? . . . . . 116
¿Fue ejecutado Juan el Bautista por reprochar a
Herodes Antipas su conducta sexual? . . . . . . . . . 119
¿Fue tentado en el desierto por Satanás? . . . . . . . . . . . 121
¿Conocemos a los 12 apóstoles? . . . . . . . . . . . . . . . . . 123

5. Mensaje de Jesús . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 127


¿Buscó superar el judaísmo y crear una nueva religión? 127
¿Buscó deliberadamente no respetar el sábado? . . . . . . 130
¿Su postura sobre el divorcio violaba la Ley de Moisés? 132
¿El Sermón de la Montaña marca su ruptura con
el judaísmo? . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 134
¿Fundó la Iglesia? . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 136

270
¿Extendió su mensaje a los gentiles? . . . . . . . . . . . . . . 140
¿Fueron los fariseos enemigos acérrimos de Jesús? . . . . 144
¿Anunció el inminente fin del mundo? . . . . . . . . . . . . 148
¿Era el Reino de Dios una realidad espiritual ya presente? 152
¿Predicó un Dios exclusivamente amoroso? . . . . . . . . . 155
¿Era Jesús manso y tolerante? . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 157
¿Fue su predicación estrictamente religiosa? . . . . . . . . 159
¿Fue un pacifista? . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 162
¿Fue un celota? . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 164
¿Sigue siendo relevante su mensaje ético? . . . . . . . . . . 166
¿Se proclamó Dios encarnado? . . . . . . . . . . . . . . . . . . 173
¿Es el “Hijo del Hombre”? . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 180
¿Se presentó como un Mesías sufriente? . . . . . . . . . . . 183

6. Milagros . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 189
¿Ocurren los milagros? . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 189
¿Fue un mago? . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 194
¿Expulsó demonios e hizo curaciones? . . . . . . . . . . . . 199
¿Resucitó a varios muertos? . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 205
¿Hizo prodigios controlando fenómenos de la naturaleza? 209

7. Últimos días . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 213


¿Entró triunfalmente en Jerusalén? . . . . . . . . . . . . . . . 213
¿Por qué expulsó a los mercaderes del Templo? . . . . . . 217
¿Fue su predicación estrictamente religiosa? . . . . . . . . 159
¿Fue un pacifista? . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 162
¿Fue un celota? . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 164
¿Sigue siendo relevante su mensaje ético? . . . . . . . . . . 166
¿Se proclamó Dios encarnado? . . . . . . . . . . . . . . . . . . 173
¿Es el “Hijo del Hombre”? . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 180
¿Se presentó como un Mesías sufriente? . . . . . . . . . . . 183
¿Hubo una última cena? . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 221
¿Por qué Judas traicionó a Jesús? . . . . . . . . . . . . . . . . . 226
¿Hubo un juicio ante el Sanedrín? . . . . . . . . . . . . . . . 230
¿Hubo un juicio ante Pilato? . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 234
¿Son históricos los detalles sobre su tortura y muerte? . 239

271
8. Resurrección . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 247
¿Enterró José de Arimatea a Jesús en una tumba privada? 247
¿Custodiaron unos guardias el sepulcro? . . . . . . . . . . . 250
¿Encontraron las mujeres el sepulcro vacío? . . . . . . . . 251
¿Se apareció resucitado a los discípulos? . . . . . . . . . . . 255
¿Hay otras explicaciones de la creencia en
la resurrección de Jesús? . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 260
¿Puede ser la sábana santa de Turín una prueba de
la resurrección? . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 263

Para leer más . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 267

272
273

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