Escribir Lo Que Imagino - Max Aub PDF
Escribir Lo Que Imagino - Max Aub PDF
Escribir Lo Que Imagino - Max Aub PDF
www.lectulandia.com - Página 2
Max Aub
ePub r1.0
Titivillus 20.06.15
www.lectulandia.com - Página 3
Título original: Escribir lo que imagino
Max Aub, 1994
www.lectulandia.com - Página 4
PRÓLOGO
www.lectulandia.com - Página 5
O frecemos a los lectores curiosos una selección de textos narrativos de un
auténtico maestro del relato breve cuya fama, como tal, ha sido eclipsada por
el éxito de su ciclo novelesco en torno a la guerra civil española. Polígrafo en el más
riguroso sentido de la palabra, este español de adopción —fue por voluntad propia lo
que la inmensa mayoría somos por voluntad o descuido ajenos, de modo que ¿con
qué cara le va nadie a negar españolía?— ha hecho, como pocos, cierta una verdad de
siempre en la vida literaria: que ni uno sabe bien, al ponerse en camino hacia esa
cierta lucha con el ángel —con los ángeles— que se inicia cuando se enristra la
pluma y se cabalga sobre las manchegas llanuras del blanco papel, por dónde saldrán
Dulcineas, ni tras de qué genéricas y encantadas peñas nos esperan follones y
malandrines que nos den y nos roben la fama. Creía Aub, en su juventud, que iba para
dramaturgo, y de ese género tejió numerosas hazañas de toda suerte, pero dicen que
el teatro es como Jean-Paul Sartre decía que era el jazz: plátano que hay que consumir
donde y cuando madura, o se echa a perder, y mientras no advenga el milagro, que
siempre es posible, Aub es recordado hoy como novelista de vasto aliento y de talante
testimonial y mimético.
Pertenece ya a la tradición historiográfica de la literatura española, cuando se trata
de buscarle trazas y señas particulares de identidad a esa mítica entelequia, dar por
evidente que una de las más indiscutibles es su realismo. El mismo Max Aub, en
alguna ocasión en que tuvo que actuar de historiador de la tal literatura, recogió la
especie dándola, al parecer, por buena: en un escrito titulado «De la novela de
nuestros días y de la española en particular» redactado en 1963, afirmaría:
La novela española ha sido casi siempre así. Cuando intentó lo contrario, en el siglo XIX o en el
nuestro, no pudo cristalizar en obras valederas, así fueran tan interesantes como El doctor Lañuela o
alguna novela de Benjamín Jarnés. La actual novela española es realista porque así es la novela española y
enemiga del régimen porque así lo fueron las mejores, desde el Lazarillo de Tormes. Los conformistas
contaron y cuentan poco o nada. Las novelas idealistas —las de caballería, las pastoriles, las históricas de
los románticos, las tradicionalistas o las fantásticas de Gómez de la Serna— lo demuestran. Lo único que
queda de ellas, si queda, es la lírica que las trufa. Valle-Inclán es el mejor ejemplo. La real caricatura del
Ruedo Ibérico es por lo menos para mí, infinitamente superior al modernismo de las Sonatas. El realismo
en la novela —y su espejo cóncavo, el humorismo, el sarcasmo— es una caricatura propia del español que
así la inventó. (Recogido en Hablo como hombre, pp. 155-156).
www.lectulandia.com - Página 6
Y sin embargo, esa irresistible inclinación del público por el realismo mimético,
y, consiguientemente, de los autores (si como ya intuía Lope, había que dar al lector
por su gusto), no es compartida por Aub, cuando en una nota de 1946, al dar a la
imprenta su drama El rapto de Europa escribía: «Creo que no tengo derecho todavía
a callar lo que vi para escribir lo que imagino». Esta actitud de anteponer el deber
testimonial, cívico, al placer lúdico de la imaginación creadora, le sobrevino a Aub,
como a todos los hombres de bien, cuando las circunstancias históricas contrarias al
bien de su pueblo, y amordazadas las vías naturales de expresión de la disidencia y la
manifestación pública de la oposición al estado de cosas, se lo impusieron como un
deber ascético, y eso explica que, tras una feliz primera época de escritura
imaginativa, se someta en los más críticos años a una narrativa mimética, y de
mimesis de unas realidades colectivas de fundamentación básicamente socio-política.
De ahí que en nuestra edición, salvo una excepción, recojamos textos anteriores a
1936 y posteriores a 1949. Entre esas fechas, si algo se escribió, como La lancha, que
es de 1944, quedó inédito hasta que aquella hercúlea empresa emprendida en 1949 de
hacer una revista por sí solo —Sala de espera—, le impulsa a resucitar sus ya
demasiado tiempo retenidas maneras, aunque nunca con la visión totalmente
optimista que caracteriza el último texto escrito antes de la guerra, e interrumpido por
ella: nos referimos a Yo vivo, prosa poética inundada de felicidad sensorial, que
publicaría, tal cual, en 1953, como recuerdo melancólico de un Aub y un tiempo
irrecuperables.
De los relatos aubianos en los que juega libremente su fantasía, hemos excluido
para esta selección aquellos que sólo toman pie en la fantasía para mejor hacer una
descripción realista de la tragedia humana, restándole algo del inevitable pathos
humano cuando de hechos tan dolorosos se trataba, al encomendar el papel de
narrador a un ser no humano. Nos referimos, concretamente, a los relatos Enero sin
nombre y Manuscrito Cuervo, ambos recogidos en su libro Cuentos ciertos.
Precisamente esa decisión de Aub de incluirlos en un volumen de relatos realistas y
no en el de Ciertos cuentos[1] —donde la fantasía señorea la creación de los relatos
allí recogidos— es un indicio cierto de que lo maravilloso no es, en ambos casos, sino
un pretexto para esas visiones distanciadas de unos episodios históricos de la guerra
civil y de sus secuelas, excesivamente duros para adentrarse en ellos sin la debida
protección distanciadora que se procura al dar la voz narrativa a un árbol y a un
cuervo, respectivamente.
También hemos excluido la obra más original y de mayor interés desde el punto
de vista del tratamiento de lo fantástico, de las que hizo Aub, porque no entra dentro
de los límites genéricos de nuestra antología: Jusep Torres Campalans (1958), en
efecto, tiene las dimensiones de una novela (aunque no la estructura habitual), y
exigiría, por sí sola, un tomo aparte. Quede cuando menos constancia aquí, para el
lector, de que mientras no se ha leído ese libro, no se conoce la más original de las
contribuciones de Aub a la narrativa de fantasía.
www.lectulandia.com - Página 7
Dentro de esta narrativa, la primera contribución aquí recogida es, además, el
primer relato publicado por el joven Aub, y que en vida suya, por razones ajenas
enteramente a la voluntad del autor, que le había perdido la pista, no había sido
recogido en ninguno de sus volúmenes de relatos. Se trata de una narración
típicamente «deshumanizada», según la infeliz expresión acuñada por Ortega y
Gasset, pero que acompañó y acompaña casi inseparablemente a toda la narrativa
vanguardista producida en las literaturas hispánicas a ambos lados del Atlántico.
Tuvieron como modelo y prototipo las tabuladas por aquel extraordinario precursor
que fue Ramón Gómez de la Serna, y de cuya producción se inspiró básicamente
Ortega para describir la poética narrativa de la vanguardia. Una poética en la que
bebieron y se formaron los jóvenes de la generación a la que perteneció Aub. Es
cierto que se hicieron sobre todo famosos —y así han pasado a la historia— como
«una generación poética», y que evocar los nombres de García Lorca, Guillén,
Salinas, Alberti, Cernuda, Dámaso Alonso, Gerardo Diego o Aleixandre es evocar la
poesía lírica de una breve pero brillante «edad de plata», así felizmente bautizada por
José Carlos Mainer. Pero no es menos cierto que todos ellos, incluyendo el propio
García Lorca, escribieron también relatos en prosa/y que los escritores de este grupo
que optaron precisamente por el género narrativo y rara vez escribieron poesía, o
alternaron el cultivo de ambas (desde Benjamín Jarnés a Antonio Espina, Max Aub,
César M. Arconada o Mauricio Bacarisse, por no citar más que a unos cuantos), son
víctimas de un injusto olvido cuando se constituyen las listas de los escritores que
contribuyeron a hacer de esos quince o veinte años el prodigio del que hoy extraemos
todavía muy fructífera lectura y menos justificada vanidad.
www.lectulandia.com - Página 8
se les reduce a aspectos vegetativos, etcétera. Esta caleidoscópica
desorganización/reorganización de los datos de la realidad produce, además, efectos
sorprendentes, desorientadores, vertiginosos, inquietantes o incluso aterradores, todos
ellos propios, por otra parte, de la literatura no mimética, bien sea en su vertiente
maravillosa, bien sea en la fantástica. Distinguimos ambas, fundamentalmente, por el
efecto producido —o que se pretende producir— en los lectores, a través de ese
intermediario entre autor y lector que es el narrador de la historia. Según éste describa
esas presencias (para nosotros lectores, insólitas), aceptándolas como perfectamente
naturales, o dando muestras de reaccionar con alguna forma de asombro, inquietud,
etcétera, nos es posible separar los relatos maravillosos de los fantásticos.
Nos parece evidente, por otra parte, que esa frontera es histórica y, por
consiguiente, sujeta a variación. Demos un ejemplo clarísimo. El relato de la creación
del mundo ha sido hecho en el Antiguo Testamento por un narrador que relata
aquellos prodigios sin la menor muestra de sorpresa, y los lectores creyentes de todas
las religiones mosaicas, desde la hebrea hasta la musulmana, pasando por la cristiana,
lo han recibido como un relato que causa maravilla, pero considerándolo no sólo
cierto y real, sino indiscutible, por haber sido escrito al dictado por el propio Creador
del Universo. Pero para los agnósticos o los ateos, la lectura de ese relato maravilloso
es ya distinta, y fundada en unos saberes sobre la realidad física y sobre los orígenes
del universo que ponen en entredicho la verosimilitud del relato bíblico. Lo que para
los creyentes es un relato que parece maravilloso, pero dogmáticamente mimético de
la realidad, para otros es un relato fantástico, que puede provocar inquietud y
tribulaciones en los agnósticos (los indecisos, que se ven sin recursos para decidir
entre la veracidad o la ficcionalidad del relato), y para otros en fin, los ateos, es un
relato maravilloso que no tiene fundamento y que, por consiguiente, no les produce la
menor inquietud: lo que los ateos franceses llamaban «sornettes d’église» y los
españoles «cuentos para viejas» o «cuentos de Calleja», es decir, para niños sin uso
suficiente de razón, que todo dan por cierto, con tal de que venga de la boca de una
persona mayor.
Naturalmente, no sólo la frontera entre ambos tipos de relato es variable en el
tiempo, sino fluida y no siempre discontinua en el espacio, por lo que pueden
combinarse dentro del relato —y dentro de una lectura individual— elementos que
apuntan a lo maravilloso, y otros que apuntan a lo fantástico, o combinados incluso
con elementos realistas, siempre que éstos sean secundarios o sometidos a los efectos
primeros. En esa zona mixta se inscribe Caja, el primer relato de Aub que
presentamos, en el que el narrador de la historia, un narrador testigo de la mayor parte
de los hechos que narra y que relata los que aparentemente no ha presenciado —
precisamente aquellos más insólitos, los que ocurren en el desenlace de la historia—
con la misma convicción y ausencia de indicios de sorpresa que si hubiera asistido a
ellos personalmente y los relatara con la convicción de quien se alegra de un final
www.lectulandia.com - Página 9
feliz para una triste historia de cautiverio.
El lector atento notará la perfección con que el autor ha ido poniendo en su relato
pequeños indicios fantásticos —es decir, que provocan inquietud en el narrador, y
consiguientemente, en el lector— a propósito de las circunstancias y los actos
protagonizados por la muchacha aparentemente insignificante, cajera de una tienda de
tejidos, que sin embargo ha conseguido llamar la atención del narrador y suscitarle la
idea de protagonizar con ella una pequeña historia de seducción-redención. Todos
esos indicios sorprendentes que van apareciendo en el desarrollo de la anécdota
encuentran su justificación —su explicación— al producirse el desenlace que,
curiosamente, resuelve en maravilla aceptada esa sarta de inquietantes notas e
indicios. Si siguiéramos rigurosamente la preceptiva de Todorov, el estudioso que con
mayor audiencia ha tratado de la narrativa fantástica, este relato no sería clasificable
como fantástico en su resolución. Y sin embargo, es evidente que en su fundamento
lo es, porque ni el autor ni el lector, por mucho que el narrador se haga el tonto, creen
en las sirenas. Sólo que esa fantasía no se resuelve dejando abierta la inquietud y,
menos aún, los temores ante lo insólito, sino con una sonrisa cómplice entre autor y
lector que, a diferencia del narrador, están al cabo de la calle. Por ese camino,
precisamente, le iba a seguir Alejandro Casona en la secuela teatral de La sirena
varada, a la que se añadirá también un carácter de apólogo social al que hubo de
responder positivamente Max Aub: los años locos de la alegre y despreocupada
vanguardia se iban disolviendo al son de los tambores y de los pífanos, temblaba la
tierra con la sacudida de las botas militarizadas, y la variopinta caleidoscopia era
reemplazada por la uniformidad de las camisas negras, las camisas pardas, las
camisas y los monos azules.
Conviene decir aquí, respecto de este bellísimo relato, que está inspirado en la
experiencia personal de Max Aub, quien, desde que había terminado el bachillerato,
en lugar de ir a la universidad, como le apetecía, había decidido echar una mano a su
padre en el negocio familiar de representación de bisutería y adminículos para ropa.
Esa decisión meditada le permitió además adquirir una vasta experiencia de primera
mano de los pueblos y ciudades provincianas de toda España. Seis meses al año,
durante los quince que transcurren entre 1920 y 1935, Aub ayudaba a su padre y
descubría la España recóndita, aprovechando las largas horas de viaje también para
sus lecturas, o para encuentros más o menos insólitos, como el que le lleva a
relacionarse con Jules Romains, el poeta y narrador unanimista francés, en Gerona, y
que tanto hubo de influir en su carrera literaria. Los otros seis meses del año, los
dedicaba a su familia y a su vida y obra literaria, viviendo de la renta de su trabajo.
Traemos esto aquí a cuento y cuenta del despropósito que, en ocasiones, se ha
vertido al decir que Aub escribía como lo que era: un viajante de comercio. Aub vivió
muchos más años de su pluma y de su ingenio como escritor que los siete y medio,
por ser precisos, que puso no sólo al servicio de su padre, sino al del aprendizaje de
www.lectulandia.com - Página 10
una realidad que le permitió conocer a su país de adopción bastante mejor de lo que
se descubre entre los humos de una cafetería o los vapores de una sala de redacción.
Sobre gustos hay mucho escrito, y nadie puede escribir para dar gusto a todos. Habrá
gente a quien la obra —o la persona, que también entra a veces en juego en las
valoraciones— de Max Aub no haya suscitado esa placentera y gustosa complicidad
que en tantos otros ha provocado. Pero resulta extemporáneo, y es salida de pie de
banco, atribuir la manera de escribir a lo que se ha tenido como profesión esporádica
durante algunos años: si por ahí nos fuéramos, podría llegar a decirse que Cervantes
también escribió como lo que fue: recaudador de impuestos.
www.lectulandia.com - Página 11
fondo de cada página, una ilustración de la botánica de Cavanilles, y que venía
acompañada en la portada por dibujos originales de Genaro Lahuerta y de Pedro
Sánchez, nos incita a un paradójico agradecimiento a quienquiera que fuese que
obligó a Aub a hacer la edición por cuenta de autor, dejándonos esta joya para
bibliófilos[5].
* * *
www.lectulandia.com - Página 12
cuestionamiento de ciertos principios de raigambre ancestral, como el orgullo racista.
Como antes en Caja, lo maravilloso y lo fantástico se mezclan en La gran guerra,
relato propiamente bimembre en el que el modo maravilloso y el fantástico se van
turnando. Antonio Risco en su seminal libro Literatura fantástica de lengua española
(1987, pp. 199-200), consideró este relato como perteneciente a la modalidad
fantástica en la que lo maravilloso, exterior al hombre, hace irrupción en la esfera de
lo cotidiano. El cuento nos parece además una notable ilustración del principio
freudiano de la extrañeza inquietante. Acentos míticos y bíblicos caracterizan el estilo
narrativo de este relato que comienza como una mitificación de los orígenes para, en
su segunda parte, irrumpir en la realidad contemporánea, o más bien futurista, en la
que se produce una invasión de las huestes mitológicas, antropomorfizadas como en
los relatos vanguardistas de los años veinte, pero con resultados inquietantes por sus
efectos de realidad y sus posibles interpretaciones alegórico-apocalípticas.
A otra combinación habitual en la narrativa de fantasía —la de lo fantástico con
lo lírico— corresponde el relato La gran serpiente, cuya motivación puede estar en
una actividad contemplada en la realidad —un grupo de obreros trabajando con esos
inmensos tambores en los que se enrollan los cables subterráneos o submarinos— y a
partir de la cual se desarrolla una anécdota preparatoria poco verosímil o que, cuando
menos, implica una metamorfosis (un perro de caza trae a su amo, en lugar del pájaro
cazado, algo absolutamente insólito) y, consiguientemente, por una lógica absurda
propia más de los sueños o las ensoñaciones, ese gesto banal se transforma en una
amenaza apocalíptica.
Más evidente relación con los sueños tiene el relato Trampa, cuya atmósfera de
pesadilla se instala a partir de la frase inicial del narrador-protagonista, que desde el
primer instante abandona el mundo tranquilizador de la realidad para caer en el
universo extraño y fantástico en que queda atrapado como en un laberinto, ese lugar a
la vez mítico y real que tanta importancia tiene en la figuración narrativa de Aub. El
sujeto, escindido, enajenado, asaltado por las dudas y la inquietud va desarrollando
un discurso sembrado de trampas y alguna incongruencia que sería inútil resolver con
una lectura verosimilizante, pero que tiene mayores posibilidades de interpretación
por el camino de la alegoría existencial, en la línea de los relatos kafkianos.
Con otros dos relatos de los aquí recogidos —El fin y La llamada—, ambos
relacionados con el extraño mundo de lo inconsciente, pudieran intentarse
explicaciones racionales. Si podía sospecharse un ambiente de pesadilla en La
trampa, en El fin no es cuestión de simple sospecha, ya que el narrador nos la ofrece
como tal, sirviendo una vez más para poner en juego el fondo animista del relato
deshumanizado, al dar vida inquietante a un número. Por otra parte, La llamada
podría haber tomado como contrapunto de referencia la famosa frase de Churchill
que describía el vivir en democracia como la tranquilidad que uno experimenta
cuando, al sonar el timbre a una hora intempestiva de la madrugada, está seguro de
www.lectulandia.com - Página 13
que es el lechero. El pobre protagonista, víctima de tres visitas de la policía franquista
en madrugadas de la guerra civil, se obsesiona con que el cuarto timbrazo que suene
de madrugada le matará. ¿Puede el subconsciente ser el asesino responsable de un
crimen perfecto?
La gabardina es, a la vez, un relato fantástico y una suave parodia de los relatos
decimonónicos de fantasmas y apariciones, de aquella narrativa que se ha convenido
en apellidar de «gótica», y que no hubiera sido difícil dar como un apócrifo
becqueriano o del mismísimo Edgar Allan Poe, si exceptuamos el sorprendente final,
www.lectulandia.com - Página 14
que reserva una divertida broma. No vamos a revelarla aquí al lector, si ha tenido la
paciencia de leerse estas hojas antes de adentrarse en la lectura de lo que realmente
importa: los estupendos relatos aubianos.
www.lectulandia.com - Página 15
desde el punto de vista clasificatorio, a pesar de disponer de un tan variado abanico
de opciones como la que nos proponen minuciosos tratadistas como Antonio Risco en
su ya citada obra. Hay una materia fantástica, un tratamiento pseudoilosófico,
hermético, y un discurso narrativo de efectos hipnóticos —o al menos, ésos son los
que nos ha producido su lectura—. Lo fantástico significa, ciertamente, pero ¿qué es
exactamente lo que significa? ¿Quién reina, qué rige en el universo mágico de lo
fantástico, donde los reinos de la naturaleza se trasmudan inesperadamente, se
metamorfosean sin la menor previsibilidad? Nuestros pies de lectores avezados
sienten temblar el firme suelo de la narratología, y nos preguntamos, con el lector,
qué fallas oculta el subsuelo de esta azul y luciente California…
Y queda para el final El monte, ese minirrelato, como «encore» o «bis» en este
recital de un maestro del instrumento maleable, polifacético de la fantasía narrativa.
Nunca mejor citada que aquí aquella idea de Rosemary Jackson, cuando afirma que la
literatura fantástica es una literatura del deseo, que persigue lo que se experimenta
como ausencia y pérdida. Aquí Mahoma no le ha pedido nada al monte, pero puesto
que a éste le da un día por ponerse al mundo por montera, o echarse al monte, ¿por
qué no tomar las cosas como vienen?
Tómeselas el lector como Juan y su mujer, y eche por el camino adelante en esta
visita por la fantasía narrativa de Max Aub, que le deparará un tour tan lleno de
sorpresas que ni la más experta agencia de viajes podría ofrecerle con tantas
garantías: divertissement garanti ou argent remis, como anuncian siempre los que
nada devuelven nunca. Sólo nos queda desearle: Bon voyage…!!
www.lectulandia.com - Página 16
CAJA
www.lectulandia.com - Página 17
T enía indudablemente ojos de pez, tan redonditos y asustados, además ¿quién no
hubiese seguido inmediatamente la sugerencia al verla encerrada en aquel
acuarium de cristal?
Peces, pececitos de colores, tornad a mi imaginación, engrandeceos con los
recuerdos de mis niñedades, dad vueltas seguros de vuestro viaje y pasad
magníficamente indiferentes frente al asombro redondo —globitos rojos y azules—
del niño que yo fui, frente al acuarium, allá, en aquella gruta, tan húmeda y
misteriosa, que necesitaba de la proximidad de una falda para no tropezar y caer en
espantosos abismos.
Alargaba los brazos con esa misma languidez de las anguilas y su cabello
espejaba en el recuerdo las algas que danzaban tan bien como las serpentinas que
atábamos, en la cercanía del ventilador, mucho más tarde. Y debía de ser tan diferente
la atmósfera allí dentro: aire rarificado, extraños presentimientos, y ella tan dulce, tan
poca cosa, y la incurable melancolía del león del parque zoológico, que parecía flotar
resignada y si pretendía usted, al entregar el talón, tocarle la mano, rehuía el contacto
como las medusas un objeto extraño. Os devolvía el dinero de manera que no parecía
tocarle, era vanamente imposible esperar al recoger la vuelta rozar sus desmayadas
manos.
En la tienda se entretejían los compradores. La señora elegante —ay elegancia de
mi ciudad— dejaba cuidadosa, apoyado en el mostrador, su paraguas que,
invariablemente, se deslizaba y caía produciendo con su acorde mate un agujero de
curiosidad por el cual se deslizaba el humorismo de los parroquianos, el dependiente
presuroso adelantaba el busto sobre el mostrador y se echaba a nadar en el vacío sin
lograr alcanzar, él ya lo sabía, la prenda caída.
Tras ellos se alzaban las columnas barrocas de los tejidos e iban y venían
llevándolos en alto dependientes y aprendices como bandejas de pasteles, camareros
de los colores. Y aquél desplegaba ante los impertinentes de una señora metros y
metros de sedas, enseñándolas como si fuese presentando paisajes: éste me gusta y
éste no.
Salido el amo, lo era él. Y no podía engañar ni su cuello a la última moda, ni su
corbata que pasaba a todo el mundo por las narices, ni su bigote cuidadosamente
recortado y sobre todo su pelo, y sobre todo su sonrisa —secretos, secretos,
cosmético y paciencia—. Había que verle, efectuada una venta, lanzar su brazo al aire
abriendo su mano como un paracaídas, indicar la caja con un aire tal de propietario y
triunfo que todos mirábamos un poco asombrados hasta que al ver la sonrisa triste,
cohibida y resignada de la cajera salíamos del comercio con un satisfactorio «¡Ah,
vamos!», muestra complaciente de nuestra comprensión.
Conseguí que viniera un domingo por la tarde a merendar conmigo,
aprovechando una de las oportunidades escasas en que el empleado tuvo que
acompañar al jefe en un corto viaje de negocios.
(¡Ay, por qué no seré uno de esos maravillosos novelistas que florecieron treinta
www.lectulandia.com - Página 18
años ha para contaros con todas minucias, las obscenas sobre todo, la historia de esta
insignificante muchachita, veríais cómo la vendió su madre —¡santa indignación!—
al antenombrado y digno empleado contra promesa solemne de eterno empleo de
cajera y «quién sabe si de algo más, si el día menos pensado me establezco»!).
Merendamos sin alegría —esa alegría que desaparece cuando al ir con una mujer
a la cual aún inconscientemente se desea llegamos a saber que es posesa de otro—.
Hablé, ella, pobrecita, qué iba a decir con sus ojitos de pez, y al despedirnos musitó:
«¿Me permite que le dé un beso?», como recobrara un sentido de la vida que me
había hacía horas abandonado y ella me humedeciera las mejillas, le cogí la cabeza y
le planté decidido un beso fuerte en la boca; siempre recordaré la impresión
angustiosa de esos labios fríos, viscosos y anhelantes. ¡Sí que era aljófar lo que
asomaba en sus tristes ojitos de pez!
Pudo una vez venir a cenar conmigo; sólo comió pescado —no estaba alegre, no
— y hubieseis debido ver cómo chupaba las ostras —verdes, blancas, negras y cómo
brillaban— y cómo descaparazonaba[8] los langostinos y cómo latían furtivos su cola
entre sus labios, y qué delicadamente envolvía en el armiño de la salsa la rosada
turgencia de las truchas, y cómo bailaban a su alrededor las lubinas, los congrios, las
merluzas, las aristocráticas sardinas, plata y azul, y un sinfín de pescados para mí
desconocidos, aplastados, cortos, largos, blancos, grises, rojos, negros que, si fuese
uno de esos anteañorados novelistas cogiera un diccionario y os asombrara con mi
saber de marinero.
Llegó, como llegan los frutos, el blanco verano y el digno dependiente de
mercader llevó su cajera al mar —cajoncitos del corazón— ¡cómo corría aquel año la
playa por la orilla del mar y cómo saltaba encima de los roquedos para continuar
bordando firme hasta aquel recoveco, que era el fin del mundo!
¡Cómo la sacudió el mar! Y cómo se sintió suya. Ya no oía cómo gritaba la
sombrilla de su madre, ni los velludos brazos del galán, cómo moría la tierra,
Conchita de la mar, y cómo se diseminaba el pecho por las aguas todas, ¡y nadaba, sí,
nadaba sin saber!
Sirena de la caja, ya no tomarás resignada los dineros, que te fuistes con tus
hermanas a bailarle el coro al viejo dios del mar. Cómo bailaba loca, nuevecita tu cola
y cómo te revolvías ligera sin saber todavía la alegría de tu vida nueva, sirenita de la
mar.
www.lectulandia.com - Página 19
F Á B U L A V E R D E
www.lectulandia.com - Página 20
Al departamento del
Oise, con todo mi amor
www.lectulandia.com - Página 21
imposición, ni por vegetarianismo, sencillamente porque le era imposible digerir otra
cosa. Empezó a conocer todos los verdes y a amar, por parentesco, los amarillos y los
tostados. El siena le sabía ya a putrefacto. Y nunca consintió vestirse de rojo; una vez
en que una lejana tía le envió para su cumpleaños un traje carmesí se puso mala, con
fiebres altas. En el cocimiento de los cuatro granos radica su salvación.
Desde siempre sintió la gran atracción de los prados, y cuando iba a las afueras de
la ciudad a pasear, en esos días bien vestidos, las botas atadas con los menos ruidos
posibles, dejaba ir por el medio de las sendas artificiales, que entonces le parecían de
verdad, al papá, a la mamá y a la criada, e iba por las orillas de los caminos falsos
pisando aquella hierba de mentira, pequeña y renegrida, que le proporcionaba un
placer intenso y verdadero. Hasta que dejó de creer en el buen Padre Navidad y
descubrió que plantaban aquellos bosques los sábados y que los quitaban en la
madrugada de los lunes.
Las flores cultivadas no le gustaban, no las comprendía, les tenía lástima. Sentía,
eso sí, una gran simpatía por las siemprevivas; le parecían algo así como las bolas de
naftalina, necesarias para la conservación del reino vegetal. ¿Qué son las flores al
lado de la hierba, tan pintadas y azucaradas? Como es natural, no le gustaban los
dulces, y un poquito nada más los caramelos.
Contaba que un día en el que tuvo un fuerte dolor de muelas se le pasó al
entreabrir las vainas de un guisante «Príncipe Alberto», y descubrir las semillas
alineadas como una perfecta, fresca dentadura. Porque gustaba de entrar en la cocina
para desgranar lo que ella llamaba sus plátanos.
Las calabazas, los grandes pepinos, los melones, le hacían el efecto de enormes
animales prehistóricos, hipopótamos y rinocerontes. Uno de sus amores eran los
berros, violetas de las legumbres, escondidos y limpios, aunque ella pregonaba su
maridaje con las manzanas. Y a propósito de las manzanas:
Un letrero imprimía en la tarde sucia de bruma «Frutería» y desde la acera al
escaparate una escalera de manzanas puestas como pelotas en cajones de madera,
todas del mismo amarillo. Ella iba muy seria y con la velocidad que su seriedad le
permitía. Se sintió arrastrada hacia atrás por el olor —había pasado de largo
enfundada en la importancia de sus doce años— y tuvo que volver. ¿Habían piado?
No, era el canario de Susana, hoy miércoles, mañana jueves, chocolate en casa de
Susana, el canario amarillo, amarillas las manzanas. Se quedó un rato oliendo y se
puso a acariciar las frutas «Ma p’ite demoiselle… el kilo». Le debió de mirar desde
tan lejos que el aprendiz repitió la oferta. «Ah». «¿Cuántas le pongo? ¿Un kilo?». Era
seguramente su primera venta y enrojeció. Serían de la misma edad. Ella quiso
contestar algo preciso y sintió su esfuerzo de volver a la superficie. Iba a hablar en el
momento en que el chico le puso entre las manos un saco de papel brillante y pesado.
Ella echó a andar. «Señorita, se olvida usted de pagar». Ella le tendió el paquete con
tanta naturalidad, que el chico dudó un rato en recogerlo. El recuerdo de esa
inseguridad le persiguió muchos días. Se miraban, ella y el aprendiz, cada día, cuatro
www.lectulandia.com - Página 22
veces. Una tarde, con un movimiento rapidísimo, al pasar, le tendió la manzana más
bonita de la frutería; ella le miró, no le dijo nada, mordió la manzana, sonrió y volvió
la cabeza desde la esquina. El minuto de su pasada se hizo, para el chico, el cuarto de
hora que le precedía y el que le seguía. Lo echaron de allí: por «bobo», le dijeron a su
padre cuando fue a saber el porqué.
Todo el dinero que recogía lo empleaba en comprar legumbres encurtidas, frascos
de pickles. ¡Y eso fueron coliflor, zanahoria, pepinillos, cebollas! ¡Pobre mostaza, tú
también! Le daban gran lástima, tan renegridos y viejos. Iba a los jardines públicos a
romper las botellas y las tiraba a los macizos, triste, a sabiendas de que no habían de
revivir, como se tira a veces el pescado muerto a la mar, porque, ¿quién sabe?, a lo
mejor… Y volvía con una estrella pegada en su imaginación, una estrella anaranjada
hecha de zanahoria sabiamente recortada; la veía largo rato, triste, en la pared gris de
la casa frontera balancearse como en un cielo verdadero. «Estás mustia», le decían, y
ella, para sonreír, cogía una gran Botánica encuadernada de verde y se ponía a leer de
los Aloes de Buena Esperanza, de los nardos mejicanos, de los jacintos de Oriente, de
los tulipanes holandeses, de las orquídeas del Canadá, aspirándolos poco a poco
como el que no está acostumbrado a beber, y que, además, no le gusta, que bebe por
olvidar o por crearse un mundo nuevo. Se hinchó de orgullo cuando leyó que la
levadura de cerveza también era vegetal.
«No sabemos nada cierto del origen de las lechugas», repetía ella tristemente,
como si se le hubiese caído una mancha en el traje y procurase disimularla a los
transeúntes, que no se fijaban en ella. «Pero viene cultivándose tantos siglos», decía
para disculparse de sus imaginarios censores. «La romana parece haber sido
introducida en la región de París en 1389». Y enumeraba como quien extiende sus
títulos nobiliarios: lechugas repolludas, lechugas romanas, lechuga larga, lechugón y
lechugas para cortar. Eran los vástagos legítimos. Las llaves se multiplicaban:
lechugas rizadas, lechugas de borde rojo, lechuga perezosa —sonreía—, lechuga
blanca de Versalles, lechuga del Trocadero, ¿quién olvida el lechuguino?, lechuga de
la Pasión, lechuga de la Pasión, repetía, de la pasión; le quitaba las hojas rojizas y
mordía el cogollo, y empezaba a inventar nuevas especies de lechugas en forma de
corazón. Cerraba los ojos y no sentía nada: «Soy feliz», pensaba. Luego, en un
torbellino verde, primero las romanas, y, en graciosos caracoleos, las lechugas
crespas pronto vencidas por las escarolas y, sobre todas, las achicorias finas de
corazón amarillo, esponjas terrestres, gótico floridísimo.
Iba almacenando todas sus impresiones sin fijarse demasiado en ellas, como
quien guarda libros y cartas para un viaje próximo y vacío. No tenía recuerdos
precisos ni de sus trece ni del empezar de sus catorce años, todo se le condensaba en
aquella tarde turbia, preñada de sangre, en que se sintió arrastrada por la corriente
rápida que precede las cataratas. El recuerdo más claro eran los asientos del tren y
aquella dirección de encaje, perpetua: NORD. Todo era un deslizamiento. La ciudad,
www.lectulandia.com - Página 23
¿dónde quedaba? Recordaba piedras, piedras y humo, nubes, piedras y sangre,
piedras amalgamadas con carne. Y la lluvia colorada. Y las nubes rojas de todas las
noches. Carnes sangrientas trituradas con barro, horroroso cemento. Los mercados
muertos. Soles, rayos rojos.
Es incuestionable que fue hacia la estación empujada por la circulación,
despedida por la sístole del corazón de la ciudad; de eso estaba segura. Circulación de
la sangre. Arterias. Los anuncios establecían contactos eléctricos, mudos rayos en la
niebla carmesí.
En aquel vagón verde no entró nadie en toda la noche. El tren paraba en todas las
estaciones para que Margarita Claudia sintiese su corazón. Se durmió y soñó. Caía
dando vueltas hasta marearse y entonces penetró en el mar donde las algas la trataron
de engañar meciéndose en las aguas al compás de un viento imaginario. Sólo le
apeteció una ensalada de corales rosas, iba a aderezarla cuando aparecieron,
bailándole en corro, gran número de tiburones; la ronda alcanzó una velocidad
inaudita, el agua en remolino la llevó arriba, arriba, hasta dejarla, cansada, en una
verde duna. El mar a lo lejos, huyendo, moría retorciéndose como una culebra,
horizonte ya. A salitre le sabían los labios al despertar.
Por las ventanillas del tren le daban el paisaje partido en tres pedazos y ella no
sabía cuál coger —tenía dolor de vientre—, cuando se decidía por uno se acordaba
del otro y lanzaba su mirada con recelo de perder el inmediato. Desesperación de ver
uno huido, alegría de uno nuevo. Incertidumbre. Pasaban en trozos largos muestras de
huertas, de campos, de bosquecillos. Ella se quiso dejar arrastrar por un campo de
coles moradas, se hizo con él por la ventanilla pequeña, lo vio inmediatamente mejor
por la ventanilla grande y se aplastó la nariz en la tercera, desesperada como un pez
en un acuarium. Se le quebraba el corazón, el campo de coles huía a campo traviesa.
El tren se puso de pronto a correr cuesta abajo, alegremente, meneando la cola. Le
parecía que los postes de telégrafo huían veloces a formar un gran haz, y los verdes
de los prados se le amontonaban hasta ahogarla. Sintió que la misma inquietud que en
la ciudad la empujara hacia la estación la sobrecogía; aumentaban sus dolores de
vientre; todos los frutos verdes que recordaba bailaban en su imaginación, con sus
pepitas blancas y su pulpa dura. Ni el más amado tenía la menor culpa.
No sabía cuánto tiempo llevaba el tren parado cuando se dio cuenta de ello. Punto
y aparte. De pronto era otra cosa: el campo por todas partes. Bajó y echó a andar. Sus
dolores eran cada vez más fuertes. Imposible recordar la cena del día anterior. Campo
absoluto, ¿había existido el día anterior? Empezó a correr, atravesó un campo de
remolachas y llegó a orillas de un bosquecillo. Florecían cercanas, rojo presagio,
multitud de pimpinelas. «No puedo más», susurró, y se dejó caer. Cogió, sin verla,
una hoja, intentó sonreír al reconocerla. «Fresales: hojas compuestas, dentadas,
trifoliadas. ¿Fresal Bella de Meaux?, ¿Presidente Thiers?». Todo se le embrollaba.
Rojo. Fresas rojas. Intentó incorporarse y coger una que había visto entre sus piernas.
Se desmayó al ver manar sangre en ellas. La tierra, callada, bebía.
www.lectulandia.com - Página 24
La hallaron desmayada, en cruz. Fue la futura «tía», con el moño gris y la bondad
pintada en su corpiño de brillante falletina, bien apretada en las ballenas del corsé.
Volvía de coger setas en compañía de su hermano. La casa era blanca, con su techo
de pizarra. Los muebles ya sin color por los años, el piso rojo oscuro —tan oscuro
que Margarita Claudia ni se fijó— y la limpieza presentida. Estuvo dos días sin
miradas, perdida. Salió por vez primera al campo apoyada en el brazo de su tía futura,
«Señora» todavía respetuosamente. Le pareció, era necesario, que todo rodaba a su
alrededor. Entonces recuerda el gramófono que trajeron a su casa las amigas, y la
circunferencia de fieltro verde que rodaba visible antes de poner la placa. Sí, era eso,
la placa negra, y desfalleció.
Aquí la alegría le empezaba a amontonar los recuerdos. No recordaba qué pieza,
qué sentido, qué miembro le había devuelto diariamente la huerta, el campo. A poco
empezó a correr, a gritar. Se sentía empujada por todas partes, hecha por el campo.
Rodaba prado abajo, toda envuelta por la hierba, palpada por las manos de la tierra y
le salían estridentes gritos de júbilo. El recio y rancio olor del estiércol la penetraba y
le hizo sentir el regusto de la tierra; lo aspiraba con ese mismo entusiasmo con el que
un buen cazador huele un plato de liebre caliente, ya un poco pasada. Le dio valor, se
sintió asegurada en sus raíces profundas, anclada. Anclada con un ancla de cuatro
brazos, como los globos.
¡Los manzanos y los verdes! A través de los setos y por las sendas escondidas por
la hierba alta, ¡correr toda la mañana! El rocío, madrugada condensada, mojaba
inmediatamente los zapatos, las medias, los bordes de la falda. Plata fundida en
alegría. Las bocanadas del amanecer desaparecían con los amplios latigazos del sol.
El hilo de alambre con las púas de la propiedad se salvaba con un grito. Las flores
amarillas, azules y rojas hacían de estrellas en el cielo verde. Los manzanos con la
corteza entrecana bailaban en ronda a su alrededor. Las manzanas lanzadas
parabólicamente entretejían el agua azul del cielo, frutas en las antípodas de los
acianos, de los amargones y de las amapolas.
Cuando llegaba el atardecer, por si acaso, sentía, vehemente el deseo de grabar
inolvidables en ella los colores de las colinas. Cerraba los ojos. Uno, dos, tres,
contaba como si se tratara de una fotografía hecha con exposición. Los matices se le
confundían, las líneas se le atrofiaban y todo lo visto se convertía en una mezcla sin
color, color del tiempo, color «siempre», que ella inventó. Le daba rabia de ello y
mordisqueaba briznas de hierba.
Sentía poca simpatía por las amapolas, rojas, carne casi ya, con las piernas
velludas y el corazón negro. Y se iba a dormir la siesta entre las verduras, al son de
las adormideras. Las grandes hojas de col eran los mapas de su imaginación; viajaba
por las nervaduras más altas y veía un extenso paisaje fértil y verde; canales,
ferrocarriles, ríos, se juntaban camino del corazón. Y la hoja se hacía más blanca
cuando más a la cumbre se acercaba, como en los montes de verdad que ella
desconocía. Amarillo claro, corazón de col, topacio. Color hecho para ser traspasado,
www.lectulandia.com - Página 25
espacio. Nadaba por el amarillo claro de un amanecer con un corazón de col, col
«corazón de buey», en la mano, como salvavidas.
Los días en los cuales se sentía llena, sin un solo recoveco disponible, pensaba,
con gusto, en la muerte. Se suicidaba entonces sorbiendo digitales. Se las ponía en los
dedos y moría como en el teatro de Víctor Hugo, único por ella conocido.
El primer día completamente gris, por el brezo y la luz velada, se le despertaron
sus deseos hacia Escocia, sentimiento que sobrenadó muchos atardeceres en que el
hálito de la luna luchaba contra las nubes. Volvía a casa con una rama de retama en la
mano, retama de retar, dura, flexible, inflexible, implacable, amarilla, azotando los
aires. Batiéndose valiente, campeona de esgrima. El viento la embravecía, cartel de
desafío y pregonero de su victoria.
A veces se quedaba perpleja, «¿Amaré de igual manera al manzano que a la
coliflor?». Esperaba inconscientemente que un día apareciese la hortaliza celosa que
le dijera: «Sola para mí, para toda la vida», y no dejaba de pasar con temor cerca de
los espárragos, sobre todo cuando empezaban a apuntar.
Es fácil de adivinar su antipatía por los tomates, no podía comprender que fuesen
legumbres, tan rojos, tan aparatosos, con ese cambio de casaca del verde verde, al
rojo maduro, y que se llamasen tan relumbrantemente «Lycopersicum esculentum».
Se consolaba pensando que, igual que los pimientos —son de charol, decía—, eran de
origen americano.
Las cebollas no la hacían llorar, y se reía de los demás; bromeaba con su ya «tía»
cuando llevaba a sus ojos la punta doblada de su delantal azul.
La yedra, decía, debe de ir seguramente al cine, con su encina, los sábados por la
noche. Le parecía el símbolo de un amor pegajoso, honrado, abrumador. Margarita
Claudia descubría por aquellos días los lugares comunes. Esta falta de simpatía podía
decantar de cierta retorcida y difícil afinidad de la yedra con la vid; a lo lejos existía
una pasavolandera lectura de una Mitología y un recuerdo: «Yedra, planta dedicada a
Baco». Margarita Claudia no probaba el vino. No podía representarse sin
estremecimientos esos hombres demoníacos pisando las uvas. Y ese color sangre…
Por entonces, una noche, confundió una campanilla enroscada en el cerezo con una
serpiente de cascabel.
Las encinas también tienen flores —indagaba— y reía como quien ha dado la
mano a un gigante terrible y forzudo.
El tío, que había viajado por España vendiendo pipas y cepillos de dientes, dijo
un día, con su aire más convincente, al levantar la cabeza y ver el cielo con sólo una
nubecilla: «Así es el cielo en España, siempre, pero sin esta nubecita». Margarita
Claudia recordó que en su vida anterior la vistieron, un carnaval, de «petite
espagnole» y tenía un recuerdo confuso de oros bordados y montera negra. Se apoyó
en el tilo —era su manera de calmarse las imágenes y las fantasías— y se durmió.
Soñó nadar entre azahares y chumberas, sostenida por los fuertes olores; las naranjas,
los limones y las chirimoyas rodaban en grandes plataformas y las palmeras
www.lectulandia.com - Página 26
formaban interminables alamedas; entre ellas, los banderilleros daban graciosos
saltitos. El cielo azul era morado.
Se ponía a pensar: si son perfectas col, lilas, cerezos, ¿yo?… Sentía ya llegar su
plenitud hasta las puntas de sus dedos. Al granero subía ahora a dormir la siesta y
maduraba en el heno. Heno más dulce que la pluma, almohada parda de sus sueños de
colores, blando, oloroso, nube; verde viejo apagado, con rescoldos de prados en celo,
picando las piernas a través de las medias, amorosamente.
Retorcía, vigorosa, su gran mata de pelo frente a un espejo —superficie lunar
encuadrada en un marco negro con listas doradas—. Hablaba sin ver ni dónde ni de
dónde venían o iban las palabras sueltas.
—Tengo el corazón como un trébol.
—¿Será un trébol de cuatro hojas difícil de encontrar?
—No, un sencillo corazón de tres hojas.
—¿Abiertas o cerradas?
—Según los vientos.
—¿Rueda mi corazón?
—No comprendo.
—Que si al viento ruedan las hojas de papel de los molinillos.
—Sí, y me mareo.
Se quedó quieta, contenta, y se puso a silbar. Dio una pirueta. Bajó a toda prisa la
escalera y se fue a correr por la alfalfa del vecino. Saltó y se revolcó hasta que puso la
mano en un manojo de ortigas. Se rascó y le salieron las ampollas blancas del dolor.
«Y estoy hecha de carne», se hizo a ella misma constar tristemente. «¿Por qué?».
Los días en los cuales se sentía de humor vagabundo imaginaba especies nuevas
de legumbres y fantásticos injertos.
Pasaron aeroplanos y dirigibles y fueron, pero los vilanos ¡Señor!, los vilanos
quedaban. Y ella se sentía —sobre todo en los suaves atardeceres en los que
empezaba a gozar de no sentirse— piloto de vilano. Tomaba hoja en un peral para
mejor ir a rozar los guisantes de olor.
Empezó a notar el peso, el volumen de su alegría y de que algo enorme, confuso,
la llamaba. Acariciaba maternalmente los frutos, encariñada. Marchó hacia el prado
con un pensamiento en la mano, feo, cara hirsuta y barbas picudas. Plantabandas de
pensamientos y resedas. ¡Pensamientos! ¡Si se les pudiese dar la vuelta igual que a la
flor! ¡El tallo entre los dedos! ¡Margarita Claudia!
Margarita Claudia no ve claro hacia adentro. Existe una gran barrera. Un
obstáculo desconocido. Pero se siente lo suficientemente fuerte para salvarlo. Las
huertas, las legumbres, los árboles frutales y las hierbas quedan afuera. Dentro ¿qué
siente, qué ve? Y ella, que a sí misma se interroga sin darse exacta cuenta, se ve
deslizar cuesta abajo —el prado en pendiente era una última luz—, y luego la
oscuridad y el atascamiento. Había llegado, miraba y no veía, pensaba y no
recordaba, ¿qué mira?, ¿qué ve?, ¿qué piensa?, ¿qué recuerda?
www.lectulandia.com - Página 27
¿Siente acaso subir entre ella y lo demás las barreras infranqueables, o ni siquiera
las ve, ciega más allá de los límites de su carne, o mejor, sin divisar su fin? ¿Se
preocupa por saber dónde acaba? ¿Dónde empieza a ser o a ser otra cosa? ¿O siente
esa seguridad, esa placidez de sentirse en su epidermis sin saber más que lo que
estrictamente le rodea, le toca a un centímetro de distancia, sin importarle lo demás?
(¿No ves aquel cerezo? ¿Te sientes punto? ¿O, al revés, tienes inmensa sed de
amar y te notas a ti misma impalpable, inexistente, pero en potencia de amarlo todo?).
No lo sabe y quisiera ahondar más y se pierde; no son conocidos laberintos,
revueltos caminos por los cuales por el gusto, el olor, el tacto, teniendo la sensación
de haberse perdido —voluntariamente, pero no hay que decirlo— se sabe
exactamente a qué calle, a qué plaza interior se va a salir. Es un estanque quieto,
profundo, de mercurio si se quiere, incomprensible. (Un grillo, Margarita Claudia,
¿has oído un grillo? Y, en seguida, de su ruido, atado sin saber cómo, un recuerdo, un
recuerdo exacto, claro, nimio, un rótulo, por ejemplo: «Frutería»). Un salto sobre el
estanque; ya se siente del otro lado, con luces nuevas. Pero es indiscutible que en el
salto se ha desprendido algo suyo. En esa busca del no sé qué perdido en la
persecución del recuerdo exacto, Margarita Claudia se vuelve a hundir en su
inseguridad interior.
El pensamiento, caído, yace cara hacia abajo, olvidado.
Se olvidó de cenar, de volver a casa, del día ahogado. Halló muy natural que
fuese tan tarde. La noche había hecho tomar cuerpo a la atmósfera, y era cristal,
cristal limpísimo y ligero. La luna arriba, en lo más alto, redonda en absoluto se
dejaba caer formando un enorme paracaídas que lo envolvía todo. Las estrellas
multiplicadas se habían limpiado los cristales con viento. Ella se sentía, de pronto,
pura, clara y transparente, hecha del cristal ligero de la luz artificial de la noche.
Cantó. Sintió como la tierra la mecía y que su respirar era el de la tierra. No veía ni
subir ni bajar sus senos porque todo vivía a compás. Llena de infinito, clarísima
comprensión de la nada. Quieta. Los grillos tan a su tiempo chirriaban aserrando el
silencio que parecían ser el silencio mismo. Y el viento muerto colgaba, hecho plata,
de todos los árboles. Inmovilidad absoluta. A la madrugada temprana —verano
caliente— se desprendió el viento, cayó a tierra rizando las hierbas, borrando
suavemente la noche.
Margarita Claudia se desperezó y encontró en seguida un chiste: con c se
pronuncia calle y con v se pronuncia valle. Estaba alegre, alegre sin alegría. Alta. Sí,
debía de haber crecido aquella noche, aunque sólo hubiese sido por dentro.
Entró la criada y dijo: «Es ese señor para la… anunciación». Margarita Claudia se
conmovió y se sintió vuelta del revés al modo de las pieles de conejo. Escapó hacia la
huerta. Él era joven y traía en la mano un anuario de horticultura… «Señora, dijo a la
tía, permitirá que me presente, Gabriel Chabrier, agente de propaganda del anuario de
horticultura “Divino”, del cual ya habrá oído usted hablar, o habrá consultado ya,
www.lectulandia.com - Página 28
seguramente, ¿no? El anuncio…». Y levantaba su índice, derecho hacia los cielos. El
cielo estaba azul, las mayas y las primaveras blancas, amarillas, verdes y rosadas.
Él se debió de hacer simpático a la tía porque ésta se extrañó de no ver a
Margarita Claudia, y salieron en su busca. Había ido a refugiarse en sus cuarteles, en
el huerto, buscando la seguridad que las legumbres le daban. La divisaron plantada en
jarras en medio del cuadro de las coles, y tan teatral aparecía que esperaron un
momento que ascendiese la visión, como en cualquier pieza de magia. Vino hacia
ellos saltando los caballones con una gran coliflor en los brazos. Se excusó de dar la
mano «La llevo llena de barro». «No importa» arguyó él, pero sintió al estrecharla,
rugosa y extraña, un sabor de tierra, y hasta le pareció hallar entre sus dientes granos
perdidos de arena. «Vengo tan borracha de sol —dijo ella turbada, por decir algo—
que lo negro me parece verde».
Se hicieron amigos. Él menudeó las casualidades. En seguida llegaron a la
especie de las historias familiares. «Mi padre, mi madre, mi posición», mostraba él.
«Yo no tengo más árbol genealógico —decía ella— que los helechos». Los dos
callaron mucho tiempo, escondiéndose él en todos sus bolsillos, como si le diese
vergüenza. «Pero todo no se arregla con silencios», dijo temerosamente al emprender
la vuelta. La tarde se acababa consumida al fuego lento. «Mañana hablaremos», dijo
ella casi naturalmente, sin saber lo que decía. El campo subía en el anochecer hecho
olor mojado que oprimía el pecho. Casi simultáneamente respiraron hondo y con el
suspiro se miraron y sonrieron. La tierra estaba húmeda y los setos, cosidos por los
dondiegos, olían. Las nubes estaban en el cielo por casualidad, completamente
olvidadas, las estrellas brillaban. La calma cubría el mundo como una tapadera. En la
carretera, vía láctea del atardecer, Margarita Claudia pretendía abrazar las brasas del
día. Arrancó la manzana más verde que adivinó y la mordió; el sabor acre, verde, le
llenó la boca de dulzor. Se volvió creyendo que Gabriel se había atrevido a besarla;
estaba lejos. Se ató al manzano orgásticamente. Cerró los ojos y se dejó caer. Se
sintió sobre el suelo mojado. Agarrada al tronco notaba cómo la tierra era dulce,
única y sin celos.
Gabriel llegó corriendo y la levantó. «¿Qué le pasó?». «Nada». «¿Resbaló?».
Margarita Claudia, estremecida, no se daba cuenta de las palabras. Al llegar al
bosquecillo echó ella a correr hasta la entrada del pueblo. Entró en casa, dio los besos
correspondientes, cogió tres manzanas del frutero y se fue a su cuarto. Se echó
encima de la cama y se puso a morder las manzanas, inútilmente: sólo sabían a
manzana. La llamaron para cenar, dijo que tenía jaqueca. Durmió sin sueños,
pétreamente, con la mente de piedra, se dijo ella al desnudarse con la ayuda del sol, a
la mañana, y tener pesada la cabeza y mal sabor de boca.
Quizá por coquetería fue a ver a las peras aquella mañana, no lanzando hacia los
manzanos más que una mirada de reojo. Escogió la que creyó más jugosa, la peló —
nunca hubiese pelado una manzana— y con cierto retintín fuese a pasear por el prado,
entre los manzanos. El jugo corría por su barbilla y ella se relamía los labios.
www.lectulandia.com - Página 29
Anduvo todo el día con aquel sueño sin sueños a cuestas. Se puso a llorar sin
saber por qué y le pareció verle huir en cataratas. ¡Quién sabe de los soles que le
volverían a su imaginación, vapor, nube, rocío! «Tu mejilla, Margarita Claudia,
parece una hoja de rosa cubierta con rocío», le dijo él con la más dulce cursilería
cuando la fue a buscar, corriendo con un paraguas enorme y azul, aquella tarde.
Empezaba a llover; las gotas, gruesas, estallaban al llegar al suelo con un ruido sordo
de ametralladora de plomo.
La tormenta no llegó a caer y se fue a descansar en los cerros próximos. Salieron
a «dar una vuelta». Pasaron por la linde de un alcachofal. «¿Sabe usted que lo que se
come de la alcachofa es el cáliz?», y sonriendo con un tonillo de suficiencia: «¿Sabe
usted cómo se plantan? Dejando fuera de la tierra el cogollo o corazón». Eso, que no
quería decir nada, les turbó.
Habían puesto un almendro en flor para que se fuesen a sentar bajo él, en el talud
de la carretera. El cielo era gris y los verdes de los prados, que iban cayendo valle
abajo entrelazados con los boscajes, eran de todos los colores; volvían a subir —allá
enfrente— una vez velados por el agua del regato que, olvidado completamente,
corría por el ángulo de las colinas —las piernas eran puentes—. Las nubes, en el
perfil abullonado de los árboles cumbreros, formaban bolsas y curvas sucias. «Parece
una gran hoja de col», dijo ella refiriéndose a ellas[9].
«Si la vida tuviese algún otro fin que éste que vivimos, sería absurdo» (absurdo
no, rectificó interiormente, tonto). Después de «vivimos» sacó la lengua y se relamió
los labios. «¿No lo cree usted así? Porque entonces…». Y se quedó colgada de los
puntos suspensivos, hacia él. Éste, sin saber dónde ir, con los ojos más abiertos para
ver mejor y sin comprender, detenido por un obstáculo, indeciso, contestó: «Claro, sí,
sí…». «Tan bonita como es la ciudad», dijo luego, por decir. Ella desmigajaba un
poco de tierra entre los dedos. Con una guija entre ellos se entretenía en contestar sin
palabras, para ella misma, convirtiendo el sí en media vuelta a la derecha, y el no en
una vuelta entera a la izquierda.
Volvió a recordar la ciudad. No sabía jamás dónde empezaban las fotografías.
Tenía el cliché del bosque, la hierba clara y un cielo inexistente de primavera. Otro
era la escalera con su vidriera de colores, la rejilla protectora, el rojo sucio mezclado
con el amarillo de la alfombra. Su vida doble descendía prontamente a una confusión
bilingüe. Una cosa cierta brillaba: la ciudad y el campo. Como en una composición
clásica, con regusto retórico. Procuraba pesar con exactitud los valores emocionales.
Colocaba, con infinita delicadeza, de un lado, la madeja pesada de los hilos
multicolores de sus andanzas ciudadanas repletos de escaparates y mercados, y no
podía evitar que unas espinacas en libertad —o una rama de estragón, o un frambueso
— vencieran inmediatamente de su lado la aguja de su corazón.
La piedra se aja, el talle este año se lleva alto, la lluvia le puede a la talla, y la
torre Eiffel desaparecerá. La hierba es del mismo color que siempre: Margarita
Claudia se sentía florecer por dentro.
www.lectulandia.com - Página 30
Él no se daba cuenta de su silencio preocupado con sus frases: «¿Tanto le gusta el
campo?». «¿Vivir en él toda la vida?». «¿Le gustan los niños?». «Creo poder
comprarme un automóvil el año que viene». «¡París!». «Los tranvías». Las calabazas,
pensó ella. «Los anuncios». Las cerezas. «Luna Park, ¡hay unas corrientes de aire que
levantan las faldas!». Los espinos.
Ella sentía que las palabras no hacían más que flotar, sostenerse en la superficie.
Hasta que él acertó a decir: «Parecen dos manzanas». Ella notó cómo saltaba un
botón de su corpiño al brinco de sus senos. Sentía, ahora, una turbación completa.
Todo su ser, sus piernas, su cintura, sus hombros, llenos a reventar, desbordaban.
Recordaba el prado grande en pendiente y las veces que se había dejado rodar por él
hasta los setos —ayudándose, sin querer saberlo, con las manos— sintiendo los
brazos de la tierra. No acertó a distinguirlos, del recuerdo a la realidad, de los del
galán en su cintura. La conversación artificial trenzaba todavía sus emparrados.
—Esto es demasiado razonable.
—Seguramente tiene usted razón.
—Margarita Claudia.
—¿Qué?
El rubio Gabriel se decidió.
—Yo la quiero a usted.
—Es imposible. (Ella estaba todavía lejos).
—Margarita Claudia, yo la quiero a usted.
—Es imposible.
—Margarita Claudia, Margarita Claudia, yo la quiero a usted —gritando acabó la
frase; de repente, sin saber cómo, se daba cuenta del valor de la palabra imposible; de
un valor nuevo hecho de la nada, de lo que se puede coger alargando el brazo y que,
sin embargo, no se coge. Todas las palabras se le amontonaron de pronto. Se puso
furioso. Sintió de dentro afuera y de abajo arriba un impulso que se le colgó del
pecho, y, del terrado de su malhumor, cabeza abajo, se lanzó hacia la boca de
Margarita Claudia.
Ella sintió tal asco que creyó desvanecer. Del desván de sus recuerdos sacó
seguidamente el del día —único— en que la hicieron probar carne y en el cual
creyeron que se moría.
Se marchó corriendo a difuminarse en las hierbas, rabiosa, llevada sin saber cómo
—ésta es la frase verdadera—. Ella, que se sentía enraizada, que notaba al despegar
los pies de la tierra como que algo se le quebraba, no recordó luego, de esas horas que
tantos recuerdos le proporcionaron, ni la manera, ni el itinerario de su vagabundeo.
Los recuerdos empezaban, ya tarde, en el prado imaginario. Sentía, recostada, como
la tierra la acogía amorosa y la abrazaba. Las hierbas eran todas diferentes y de la
misma estatura, baño verde imposible de volver a tomar. Ni acianos, ni dientes de
león, ni amapolas, ni una piedra escondida; hierba, hierba sola, lisa, pelo insoñado
por perfecto, frescor maravilloso (a lo lejos el recuerdo de la carne con cierto gusto a
www.lectulandia.com - Página 31
orégano o clavillo, aromatizando, sin llegar a lo picante). Suavísima brisa, sensación
marina de las olas del prado. Espasmo. Ella se sentía poseída, briznas de hierba en la
boca. Verde, verde, verde. A lo lejos el pipirigallo entonaba su kiri-kikí.
No volvió a morder los frutos desde aquel día sino que ellos venían hacia ella
para ser acariciados. Al otoño, con una manzana en cada mano, sentada en la hierba
vieja del prado en declive, miraba vagar los atardeceres. Fue un otoño seco y ella
anhelaba el sabor de la tierra húmeda. En el bosquecillo se hundían las pisadas
secamente, rompiendo los sarmientos con un clac sonoro; ella hubiese preferido la
manta de la humedad que suaviza los ruidos.
Vio venir con temor aquel invierno. Recluida en casa, bajo la tierra de los techos,
mientras los árboles levantaban sus brazos desesperados hacia los cielos grises,
nervaduras negras, diseños esqueléticos de hojas monstruosas, antediluvianas, vistos
por los rayos X del invierno, empezó a estudiar las patatas.
La primavera brotó del mes de abril. Nabos, remolachas, zanahorias, perifollos,
cebollas, rapónchigos, ajos: una hermana os ha nacido. Lechugas, espinacas,
espárragos, coles de Bruselas, berros, acelgas, coliflores, cardos, mostazas, lindo
perejil, ajos porros, delicioso estragón, arquitecturales alcachofas: una hermana, una
hermana. Menta, tomillo, albahaca —¡qué bonito, albahaca!— pimpinela, romero,
mejorana —¡qué bonito, mejorana!— ¡una hermana recién nacida, hierbas buenas de
tomar! Y a vosotros también, frutos de legumbres, una hermana nueva, guisantes,
pimientos, sandías, habas, lentejas, berenjenas —cardenales en los mercados—,
calabazas, alcaparras, melones, habichuelas, fresas y fresones.
Las nubes bajas, como techo de algodón en rama, por si algo imprevisto
sucediese. Ella entre sus hierbas y una legumbre de cada especie… Una serpiente en
el manzano más próximo como único testigo.
«Sí, señor, sí, no lo tome usted a broma, una manzana, una manzana grande
parida sin dolor».
Los amargones se partían los tallos para amamantar el fruto recién nacido.
1930
www.lectulandia.com - Página 32
L A V E R D A D E R A H I S T O R I A D E L O S P E C E S
B L A N C O S D E P Á T Z C U A R O
www.lectulandia.com - Página 33
A Gutierre Tibón
E n aquel tiempo los chinos creían que los peces eran almas fugadas. Inmóviles,
los miraban hora tras hora. Y si un pez atravesaba su imagen reflejada tenían el
convencimiento de que aquel animal era parte de su propio ser. Supongo que el mito
de Narciso tiene cierta relación con esto.
Viéndolos, quietos, frente a frente, sin pestañear, años y años, ganaron aquella
impasibilidad de los músculos de la cara que ha llegado a caracterizarlos. Y de tanto
sol se pusieron amarillos. En esa contemplación, los mejores llegaron a perder el
conocimiento de sí mismos. Nadie pensaba entonces que el hombre fuera la medida
del hombre, sino la medida de los peces. De eso no supieron ni Confucio ni Mencio,
ni Chountzé, ni Tseyou, ni la reina Nancia, ni su marido el duque, ni el barón Kan Ki
de Lou. Es una historia muy anterior: cuando los peces inventaron la palabra
melancolía. Entonces Poseidón era todavía un dios muy poderoso, tanto o más que
Zeus, y no sólo reinaba sobre el mar, sino en las entrañas de la tierra. Lo dice
Homero, aunque sólo habló de oídas, tiempo después. Poseidón —el don de poseer—
era entonces, todavía, el rey de los temblores. Por eso se llama también Enochtithón,
el que conmueve la tierra. De Enochtithón a Tenochtitlán, no hay más que un soplo.
Pero no adelantemos acontecimientos.
En esa época, tan lejana que nadie se acuerda de ella, el lago de Pátzcuaro —que
no se llamaba todavía así ni de ninguna manera— estaba triste, sin peces. Al agua le
gustan los peces porque le divierten y hacen cosquillas en la espina dorsal de la
Tierra. Se los pidió a los ríos y a los mares, pero ni unos ni otros podían llegar a él:
estaba demasiado alto. Hubo grandes tormentas en la mar, pero a pesar de todos los
esfuerzos de las olas y sus espumas, éstas se quedaron a medio camino. Así se formó,
entre otras cosas, el golfo de California. El río Lerma y el río Balsas intentaron llegar
a él, con la ayuda de sus hijos, el Tepalcatepec, el Carácuaro y el Tacámbaro —que
tampoco se llamaban entonces así—, pero tampoco pudieron. Entonces el Viento le
dijo al Lago que sólo los hombres podían traerle peces. Pero el Lago no sabía qué
eran los hombres, ninguno se había mirado en sus aguas. El Lago se moría de quieto.
El Viento que en él se posaba le tuvo lástima y fue un día a contárselo al Emperador
de la China. Pero el Emperador, sublimado de honra y dignidad, no le oyó, y lo
remitió al dios de la Literatura y a su vez éste al de los Exámenes. Pero debido a la
gran burocracia china, el Viento tuvo que ir a contárselo al portero del ministerio,
siguiendo un estricto escalafón. El portero se lo comunicó al mozo tercero, y éste al
segundo, pero a éste se le olvidó. No importa, porque el viento tiene poco que ver con
esta verdadera historia.
El Emperador de la China tenía mil peces negros en un vivero de jade. El
Emperador de la China, vestido de seda negra, se pasaba las tardes sentado frente al
estanque verde viendo el ir y el venir de sus peces negros. El Emperador de la China
www.lectulandia.com - Página 34
solía tener el humor negro, porque desde hacía algún tiempo, sin que ningún filósofo
alcanzara a saber el porqué, algunos peces nacían con una o varias pintas amarillas.
El Emperador hizo llamar sabios de todos los lugares de la tierra. Llegaron hombres
de infinita sabiduría desde las márgenes del río Azul, del Imperio del Tíbet, de los
montes Kuensún, del Indostán, del Misora, del Coromandel, del Penjab y de los
montes de Cabul, del Laos y de Thap-muir, del Turkestán. Fineses, tártaros,
mongoles, tungusos, turcos, turamos, de los valles del Ural, de las laderas del Altai,
de las riberas del Éufrates. Vino el propio escultor que había labrado la estela de E-
Anna-Du. Y un embajador del rey semita Urukagina.
No se pudieron poner de acuerdo acerca del extraño fenómeno. Las razones
fueron muy variadas, según las informaran el interés, el halago o la ciencia. Sin
embargo, dos fueron las causas más generalizadas en las que basaron sus
especulaciones acerca de las escamas amarillas: el Sol y el Oro.
De ahí nació una de las controversias místicas más enconadas acerca del alma de
los peces.
Los puntos extremos fueron sostenidos respectivamente por las escuelas Chan y
los de una escuela tibetana cuyo nombre exacto se ha perdido. Los representantes de
esta última, tenían en menos el mar y las aguas y afirmaban que los peces eran seres
inferiores. Posiblemente eran materialistas, y acabaron todos en el patíbulo, menos
Rhan y Po-Vu, los grandes maestros, que fueron echados al tanque de las lampreas;
pero éstas no se los quisieron comer. En ello vio el Emperador una seña de la
clarividencia divina. Entonces se los llevaron, con gran prosopopeya, al mar, donde
los tiburones no les hicieron ascos. Pero todo esto sucedió después del concilio de
Pekín, años más tarde de lo que estoy refiriendo.
La cuestión esencial de las escamas doradas quedó sin resolver. Los guardianes
fueron torturados. Lo-Si-Tan suponía, con cierta verosimilitud, que alguno de ellos,
resentido con el jefe de los viveros, había pasado subrepticiamente un pez dorado a la
balsa de los Peces de la Noche. Mas no se pudo probar. Siguiendo el consejo del
tercer ministro, el Emperador promulgó una ley mandando matar todos los peces que
tuvieran aunque sólo fuese una sola escama amarilla, en cien leguas a la redonda. A
los tres meses volvieron a nacer, de padres negrísimos, algunos pececillos con
escamas doradas.
Entonces Fu-No-Po, el famoso desterrado, envió al Emperador un largo
razonamiento que empezaba diciendo:
«La noche es larga, pero no interminable.
Las nubes se deshacen en los almendros y las flores miran las nieves eternas de
tus montañas lejanas.
Los pájaros se miran en las aguas quietas de los lagos y bajan raudos creyendo
encontrar el amor.
Luego vuelven a subir más lentos tras haber formado los círculos de la sabiduría y
del desengaño, que van a morir en las orillas.
www.lectulandia.com - Página 35
¡Oh poderosísimo monarca del mundo!
Todos los seres miran, el universo está lleno de miradas y aparece cruzado por
ellas, rayado de mil modos.
Los peces tienen ojos y ven. Mas tus peces —los que tienes encerrados— no
pueden sino ver el jade que los rodea y tienen que reconcomer sus propias miradas. Y,
sabido es, el verde es el color de la envidia, que degenera siempre, y más en el otoño,
en amarillo.
En eso no se parecen a tus cortesanos que no ven más allá de la punta roma de sus
narices».
Los cortesanos protestaron, pero el Emperador hizo construir un enorme vaso de
cristal para que sus peces negros pudieran ver el mundo. Así se inventaron los
acuarios. Pero de nada sirvió. Las escamas doradas siguieron apareciendo y el
Emperador, sobrado de razón, mandó ajusticiar al poeta que, gracias a su escrito,
había regresado a la patria.
«Todo hecho tiene una base real». Éste era el lema de una famosa escuela
filosófica de Ur. El Emperador hizo venir al más conocido maestro de esta doctrina.
Pero el filósofo declinó la invitación (pudo hacerlo porque todo un mundo le separaba
de la fuerza del Emperador de la China) y recomendó que se consultara a un
historiador.
En China no sabían lo que era un historiador. Entonces buscaron al hombre más
viejo de la capital, que era un mendigo. Lo trajeron a palacio. El pobre, apergaminado
como una pasa, temblaba de miedo. Se prosternó ante su señor. Todos los agüeros
eran favorables: el Gavilán a la izquierda y la Paloma a la derecha.
Los ministros empezaron a interrogarle, el mendigo tenía buena memoria.
Recordaba el tiempo en el que trajeron los peces, en siete lunas distintas. Cada
especie de un color. Peces blancos, peces negros, peces rojos, peces dorados, peces
rosas, peces grises y peces moteados, peces con pecas. El abuelo del abuelo del
Emperador los hizo venir de todos los mares y de todos los ríos y fue feliz con ellos.
Un día el hijo del hijo del hijo, padre del actual Emperador, tuvo un sueño: los peces
blancos se marchaban hacia el Norte y se lo llevaban arrastrando entre hielos. (El
Emperador mandó matar a todos los peces blancos. Tirándolos en el campo. Y no se
volvió a saber de ellos hasta que se descubrió el nácar, y empezó a utilizarse para
incrustar cajas y biombos y hacer botones).
El Emperador mandó ajusticiar al mendigo porque los sabios no supieron sacar
nada en claro de cuanto contó y seguían apareciendo escamas doradas en los lomos
de los peces negros.
El Emperador murió, y nadie sabía por qué los peces negros procreaban a veces
peces moteados de oro pálido. La verdad, como siempre, estaba del otro lado del mar.
Pero Poseidón, enojado por haber sido relegado al Mediterráneo, no dejaba pasar
noticias.
La cosa fue que muchos años antes de que todo esto sucediera hubo una gran
www.lectulandia.com - Página 36
sequía y los hielos empezaron a retroceder hacia el extremo norte de la China. El
guardián de los jardines del Emperador era un famoso guerrero, más conocido por su
apetito nunca saciado que por sus empresas. Gran comedor de osos blancos y de
focas lustrosas, solía salir a cazarlos cada día, y los mataba con su potente brazo
armado de una gran lanza. Cuando los hielos se fueron retirando hacia la gran estrella
fija, inalcanzable y siempre viva, el guardián de los jardines del Emperador pidió
permiso para seguirlos; según dijo para ver adónde iban a parar, pero en verdad de
verdad para no perder su alimento favorito. El fornido guardián se llamaba Ku Ri Le
y marchó tras los hielos con lucida compañía. Llevó a su mujer y a sus hijos, a
numerosos criados y a cientos de parientes en segundo grado.
Ku Ri Le tenía un hijo predilecto, de su décima mujer, que se llamaba A La Ka.
El niño se había criado en los jardines del Emperador, y había hecho gran amistad
con los peces. Cuando supo de la partida se quedó triste pensando que ya nunca vería
a sus amigos dar vueltas y revueltas, y, sin decirle nada a nadie, puso en una de las
sillas de mano, adornada con incrustaciones de nácar, un gran recipiente y en él varias
carpas, las que más le gustaban.
El viaje duró años, a través de la China y de la Manchuria. Ku Ri Le era feliz
entre tanto desierto helado. En aquel tiempo hacía tanto frío que nadie sabía si pisaba
agua o tierra. De cuando en cuando sobre la enorme extensión blanca aparecían los
picos duros y negros de las montañas. En una de ellas dejó su vida Ku Ri Le. Pero sus
hijos —que ya tenían muchos años— siguieron adelante olvidados de cualquier otra
clase de vida. A La Ka era feliz con sus peces, a pesar de que sucedió con ellos un
extraño fenómeno: cuando estuvieron rodeados de hielos por todas partes las carpas
empezaron a perder su color y volverse más finas y transparentes. Por aquellas tierras
murió también A La Ka y, como sólo él sabía Geografía, los demás se encontraron
perdidos. Sus descendientes decidieron volver a la China, que ellos no habían
conocido, y empezaron a bajar hacia el Sur. Transcurrieron años y años, y así fueron
descubriendo los árboles, los colores y las praderas floridas. De tanto sol el color se
les volvió bronceado. Hablaban ya un idioma propio que los chinos no podían
entender. Sólo su arte conservaba rastros del de sus antepasados. Llegaron a un país
encantador, lleno de lagos, y decidieron, ya perdida la esperanza de llegar nunca a
China, quedarse para siempre allí, porque las mujeres protestaban de tanto y tanto
andar. Llevaban ya muchos peces, que ellos consideraban sagrados por ser, como
ellos, descendientes del gran imperio del cielo. Los echaron a los lagos y en recuerdo
a sus emperadores los llamaron Kan que también quería decir en su nueva lengua:
lugar (Rey y lugar —lugar del Rey—). A los peces los llamaban Mi Chi que con Hua
(afijo posesivo) vino a dar Mi Chi Hua Kan: lugar de los peces.
Mientras en los jardines del Emperador de la China, las carpas se acordaban
todavía de A La Ka, porque las carpas chinas viven miles de cientos de años, y
recordando al que se fue hacia el Norte, tras los hielos, llevándose las más hermosas
de sus hermanas, en sus largas noches, empezaron a componer cantos y canciones en
www.lectulandia.com - Página 37
los que se narraban las aventuras de los idos. Entonces inventaron la palabra
melancolía. Los peces negros oyeron los cantos de las carpas y les nacieron escamas
doradas. Cuando se supo, porque todo acaba por saberse, el Emperador —hijo del
hijo del hijo del Emperador— mandó arrancar las lenguas de las carpas. Desde
entonces los chinos dicen: «Mudo como una carpa».
El Emperador empezó a hablar:
—¿Dónde queda Michoacán?, —porque era un poco duro de oído y confundía los
sonidos.
—Del otro lado del mar.
—Allá iremos.
—No puede ser —le dijeron—; los hielos se fueron y ahora no se puede pasar.
Entonces el Emperador de la China mandó construir una gran escuadra.
Pero los peces de Michoacán se habían vuelto nacionalistas. Empezaron por
inventar el esdrújulo para marcar su independencia sobre las lenguas antiguas. Así
nacieron los nombres refulgentes de sus ríos: Tacámbaro, Camécuaro, Cupítero. Y el
de sus pueblos: Pátzcuaro, Puruándiro, Yurécuaro, Zitácuaro, Queréndaro y
Acámbaro.
Cuando los pájaros trajeron la noticia de la próxima arribada de unos extranjeros,
los peces blancos y transparentes del lago de Pátzcuaro decidieron defenderse y
recurrieron a las serpientes. Éstas bajaron a los infiernos y consiguieron firmar una
alianza indefinida con los señores del fuego, en recuerdo de Tenochtitlán. Y así
nacieron, como bastiones naturales alrededor de su lago, los volcanes que hoy se ven:
al norte: Triguindín, Quinceo y Cirate; al este, Tzinzunzán, al oeste, Patambán y
Tancítaro; al sur, Jorullo, que necesitó abrir y vomitar fuego por doscientas cincuenta
bocas para rechazar un ataque, todavía en el siglo XVIII. Hacia el segundo tercio del
siglo XX, no se sabe exactamente en qué año, intentaron por última vez la conquista
por el sudoeste, y nació entonces el Parangaricutiro.
Es posible que todo esto suceda por falta de información y que cuando los peces
blancos de Pátzcuaro sepan exactamente lo que desean los peces chinos, la paz reine
sobre la tierra.
www.lectulandia.com - Página 38
UBA-OPA
www.lectulandia.com - Página 39
E ra del Yatenga, allí cerca de Onagadougou, tierra adentro. Se decía
descendiente del rey Soninké, el Kaya Magan Sissé[10].
Estoy seguro de que me lo contó porque le propuse que se viniera conmigo a
España:
—El mar es un círculo encantado, y todo el que lo atraviesa, cambia o perece.
Babua-Opó se había hecho muy amigo mío. No sé por qué. La simpatía no tiene
nada que ver con los pigmentos epiteliales. Babua reía siempre y me miraba con ojos
picaros. Ojos amarillos y rojos, y un labio inferior que barría con todo, como una
catarata de lava. Me solía sentar a su lado y hablábamos muy largo con pocas
palabras, las que sabíamos en el idioma del otro. Por eso, quizá, me figuro haber oído
parte de lo que cuento: no se sabe nunca dónde acaba lo de los demás.
—Tú, negro.
Como me lo repitió varias veces supuse que era para demostrar el aprecio en que
me tenía.
—Yo, negro —contestaba halagado.
—Tú no saber, pero tú: negro.
—Yo, negro.
—Todos negros.
No voy a intentar reproducir su manera de hablar porque sin la mímica sería falsa.
—Mi padre decía…
No se refería a su padre sino al abuelo de su abuelo o al tatarabuelo de su
tatarabuelo: los blancos no han sorprendido nunca a los negros, ni aun aquellos
portugueses, primeros que buscaron el reino del Preste Juan; tienen la superioridad
del tiempo, siempre igual; tan llano el mar como el desierto, las penas y las sorpresas
no tienen donde agarrarse.
Estábamos allí, en aquella rinconada del África, frente a Fernando Poo. El calor
era lo de menos.
—Hubo una vez un negro que era un gran nadador. En el agua resistía más que
nadie. Un día hizo una apuesta que a todos pareció descabellada: iría nadando hasta la
isla. Ninguno lo creyó, él se empeñaba, hizo una apuesta con el Gran Sacerdote. Y
una mañana se fue tranquilamente mar adentro.
»Mientras tuvo tierra a sus espaldas no pasó nada, pero cuando la perdió de vista
se le acercó una sardina y le dijo al oído:
»—Negro, negrito, si sigues adelante perderás el color…
»El negro, que se llamaba Uba-Opa —lo cual equivale a Santiago— no le hizo
caso y siguió nadando. Entonces se le acercó un salmonete y le dijo al oído:
»—Negro, negrito, no olvides lo que te dijo la sardina. Si sigues adelante perderás
el color…
»Uba-Opa no le hizo el menor caso. Se sentía muy animoso y muy tranquilo y
siguió nadando mar adentro. Entonces se le acercó una merluza y le dijo al oído:
»—Negro, negrito, no te olvides de lo que te dijeron la sardina y el salmonete. Si
www.lectulandia.com - Página 40
sigues adelante perderás el color.
»Uba-Opa se reía y nadaba, seguro de ganar la apuesta. Él conocía muy bien las
tretas del Gran Sacerdote. Entonces se le acercó una lubina y le dijo al oído:
»—Negro, negrito, no te olvides de lo que te dijeron la sardina, el salmonete y la
merluza. Si sigues adelante perderás el color…
»Uba-Opa no se preocupaba. Él estaba seguro de llegar a la isla y de ganar la
apuesta. La verdades que ya había ido y vuelto antes sin decírselo a nadie. Entonces
se le acercó un besugo y le dijo al oído:
»—Negro, negrito, no te olvides de lo que te dijeron la sardina, el salmonete, la
merluza y la lubina. Si sigues adelante perderás el color…
»Uba-Opa no quería oír, sonreía porque había dejado una novia en la isla. Una
novia tan bonita como la noche. Nadie lo sabía sino él y ella. Uba-Opa nadaba cada
vez más y mejor. Entonces se le acercó una lisa y le dijo al oído:
»—Negro, negrito, no te olvides de lo que te dijeron la sardina, el salmonete, la
merluza, la lubina y el besugo. Si sigues adelante perderás el color…
»Uba-Opa se hizo el sordo. Empezaba a extrañarse de no llegar a la isla, pero
seguía y seguía, sin cansarse. Entonces se le acercó un delfín y le dijo, bastante
fuerte, al oído:
»—Negro, negrito, no te olvides de lo que te dijeron la sardina, el salmonete, la
merluza, la lubina, el besugo y la lisa. Si sigues adelante perderás el color…
»Ub-Opa no hizo caso. Sacaba la cabeza para ver la estrella y asegurarse de que
iba por el buen camino. Entonces se le acercó el pez espada y casi le gritó al oído:
»—Negro, negrito, no te olvides de lo que te dijeron la sardina, el salmonete, la
merluza, la lubina, el besugo, la lisa y el delfín. Si sigues adelante perderás el color…
»Uba-Opa empezó a preocuparse y pensó en las corrientes de las cuales había
oído hablar, y que desconocía. Pero como no se cansaba no se preocupó. Entonces se
le acercó un tiburón que le habló a gritos, cerca del oído:
»—Negro, negrito, no te olvides de lo que te dijeron la sardina, el salmonete, la
merluza, la lubina, el besugo, la lisa, el delfín y el pez espada. Si sigues adelante
perderás el color…
»Uba-Opa no quiso oírle. Le daba vergüenza volverse atrás y perder la apuesta.
Siguió nadando como si tal cosa, brazada va y brazada viene. Entonces se le acercó la
ballena que con su vozarrón terrible y espantoso le atronó al oído:
»—Negro, negrito, no olvides lo que te dijeron la sardina, el salmonete, la
merluza, la lubina, la lisa, el delfín, el pez espada y el tiburón. Si sigues adelante
perderás el color…
»Uba-Opa no le hizo caso. Pensaba en su novia negra como la noche, en la isla
verde, y seguía nadando[11]. Nadó muchas horas, muchos días, muchas noches meses
y meses; no se cansaba nunca. Mas no daba con la isla.
»Aquí todos creyeron que se había muerto y se le hicieron grandes funerales y se
repartieron sus bienes. Pero Uba-Opa seguía nadando y nadando hasta que una
www.lectulandia.com - Página 41
mañana llegó a una tierra desconocida y desierta. Uba-Opa descansó y luego empezó
a recorrer aquella isla. Llegó a una fuente, tuvo sed y quiso beber. Pero al inclinarse
se le apareció un hombre blanco y se asustó. Se volvió rápidamente para ver quién
era aquel ser extraño, pero estaba solo. Se volvió a inclinar para beber y de nuevo
apareció el hombre blanco. Uba-Opa abrió la boca y el hombre blanco hizo lo mismo.
Entonces Uba-Opa se dio cuenta de que aquella cara era la suya y se puso a llorar[12].
»Decidió volverse en seguida, seguro de que a medida que se acercara de nuevo a
su tierra recobraría su color perdido. Y así se echó de nuevo a la mar nadando día y
noche, noche y día. La ballena se le acercó y le dijo al oído:
»—Ya te lo dije, y el tiburón, y el pez espada, y el delfín, y la lisa, y el besugo, y
la lubina, y la merluza, y el salmonete, y la sardina. ¿Qué vas a hacer ahora?
»Uba-Opa lloraba.
»—Tendrás que cambiar hasta de nombre…
»—Uba-Opa tenía la esperanza de recobrar su color y nadaba y nadaba cada vez
con más fuerza. Se le acercó el tiburón, que dando vueltas a su alrededor le susurró:
»—Ya te lo dijo el pez espada, y el delfín, y el besugo, y la lubina, y la merluza, y
el salmonete, y la sardina. ¿Qué vas a hacer ahora?… Tendrás que cambiar hasta de
nombre…
»Uba-Opa empezaba a cansarse de tanto nadar. Entonces se le acercaron el pez
espada, el delfín, la lisa, el besugo, la lubina, la merluza, el salmonete y la sardina, y
bailándole en coro le dijeron:
»—Ya te lo dijimos, ya te lo dijimos… Tendrás que cambiar hasta de nombre…
»Uba-Opa sintió cómo el mar se le metía por los ojos y cómo sus brazos ya casi
no le sostenían. Se acordaba de su color y le iban faltando las fuerzas. Cuando ya
estaba dispuesto a morir —tristísimo de hacerlo blanco—, sus pies tocaron tierra. Y
se encontró en Fernando Poo. Se fue en seguida a casa de su novia, pero ésta no le
conoció. Y no quiso saber nada de él. Uba-Opa se miró en el agua y vio con tristeza
que seguía siendo blanco. Entonces le contó a su novia todo lo que le había sucedido,
y su novia le reconoció. Ella quería mucho a Uba-Opa, pero le daba vergüenza su
color: le parecía que estaba desnudo, dispuesto para la fiesta de la Luna Verde, que no
podía mirarlo, porque era pecado. Entonces Uba-Opa le propuso que se fueran a la
isla que había descubierto y cambiaran de nombre sin decírselo a nadie. Su novia, tras
dudarlo mucho, porque quería entrañablemente a sus padres, acabó diciéndole que sí.
»A la mañana siguiente echaron a nadar hacia el horizonte. Esta vez ningún pez se
les acercó, mientras seguían hacia la estrella fija. La novia fue perdiendo también su
color. Uba-Opa la iba mirando mientras nadaba y su corazón sufría. Tras muchos días
y muchas noches llegaron a aquella tierra extraña y no supieron qué hacer.
Anduvieron por largas playas hasta encontrar un hermoso jardín, y en él un árbol, y
en el árbol una fruta que desconocían. No se atrevían a comerla cuando una anguila
se desenrolló del tronco y empezó a hablarles. (La anguila es un pez envidioso al que
castigaron quitándole las aletas y que desde entonces se arrastra por el fango).
www.lectulandia.com - Página 42
Uba-Opa no quería hacerle caso, pero su novia sí.
»Lo que sucedió después lo sabes tú mejor que nosotros…
Babua-Opó no dijo más de aquello, luego añadió:
—Los negros lo éramos todo. Pero un día vinieron los hijos de Uba-Opa y su
novia que, por lo visto, conocían la verdad de la historia. Empezaron a reclamarlo
todo por suyo… ¿Qué podíamos hacer nosotros?… Luego se hicieron los amos. Todo
sucedió porque un negro no le hizo caso a los peces. El mar es un círculo encantado.
Todo el que lo atraviesa, cambia o perece. Tú no eres más que un negro desteñido[13]
…
www.lectulandia.com - Página 43
L A G R A N G U E R R A
www.lectulandia.com - Página 44
A Hugo Latorre Cabal
H e aquí que ha llegado la hora de restablecer la verdad con las armas del
adversario.
Nosotras somos las auténticas serpientes ardientes que Jehová envió para morder
al pueblo, como hay prueba fehaciente en su libro.
Nosotras fuimos entonces las vencidas por nuestra representación. Porque Jehová
dijo a Moisés: «Hazte una serpiente ardiente y ponía sobre la bandera»: y será que
cualquiera que fuere mordido y mirase a ella vivirá.
Fuimos entonces vencidas por nuestra propia imagen, diversión de quien todo lo
puede y fuego del de los mil nombres. Mas aquí la impusimos: base y ejemplo de la
pirámide.
Y Moisés hizo una serpiente de metal y púsola sobre la bandera; y fue que,
cuando una serpiente mordía a alguno; miraba a la serpiente de metal y vivía. Mas
aquí no.
Más tarde, dijo San Ambrosio: «Porque la imagen de la cruz es la serpiente de
bronce… que era el prototipo del cuerpo de Cristo, de tal modo que, cualquiera que lo
mirase, no moriría». Mas aquí somos la representación de nosotras mismas; base y
ejemplo de la pirámide.
Partieron los hijos de Israel y asentaron campo en Obeoth. Mas ¿quién se
preocupó por saber qué fue de nosotras?
Muchas quedaron en Egipto, miles cerca del mar Bermejo, en la tierra de Edom,
cerca del monte de Hor.
Pero la mayor multitud se puso a su vez en camino, siguiendo la gran cintura del
mundo, por los mares y los desiertos.
Y unas se quedaron para siempre en el Océano y otras, para siempre, en la India
—base de Buda— y otras, las más, llegaron hasta aquí.
Decid dónde existe el culto de las serpientes: Donde las hay. En su reino. En
Egipto y en México. En la India. Porque nosotras somos la base y el ejemplo de la
pirámide. Donde hay pirámides, hay serpientes.
Somos la representación universal, la de Cristo, la del Sol; en Egipto, en
Mesopotamia, aquí, centro de nuestro reino.
Nadie es más antiguo que nosotras, en el peinado de Isis, en el centro de Osiris —
figura del Todopoderoso.
Somos la tierra y el agua, que sólo nosotras sabemos cómo son —la tierra y el
agua— a todo lo largo de nuestro cuerpo frío.
Somos la eternidad y su representación, la base misma del espíritu de esta tierra
pasajera, que no tendría conciencia de sí si no fuese por nosotras.
www.lectulandia.com - Página 45
Somos el bien y el mal, el sol y la inteligencia. ¿Quién se atreve hoy a llamarnos,
todavía, reptiles o tarasca?
Somos la culebra de Esculapio —amarilla, gris o negra—, hija de los terrenos
pedregosos y de la maleza.
Somos la culebra de las cuatro rayas grises —rojo sangre y el vientre azul y los
bordes de los escudos amarillos.
Somos la culebra leopardina —parda clara caoba—, con puntos pequeños en
forma de medias lunas negras.
Somos la culebra viperina —gris oscura y amarilla—, del viejo mundo.
Somos la culebra negra frenética —azulado abdomen ceniciento de cuello claro—
del norte de América.
Somos las coralillos —anillos rojos, amarillos y negros—, tan respetables y la
verde serpiente arbórea, esbelta, que los de Siam llaman rayos del sol,
restituyéndonos nuestro origen.
Somos las víboras —rojo de cobre, rojo de orín, pardo negruzco—, la víbora
cornuda andaluza y el víboro, el escursó valenciano, la víbora rosa italiana y griega,
hijas de Asia Menor.
Somos las víboras europeas de cabeza ancha, de color ceniciento oscuro y
manchas triangulares negras.
Somos los áspides —pajizo y pardo oscuro—, amarillas claras.
Somos la boa divina, la constrictor —rojo-gris, manchas amarillas ovaladas—, la
anaconda, la eunectes, la de anillos, la hortelana, la de badojí, la aquilada, la viperina,
la ocelada.
Somos los pitones, el moluro, el de Natal —verde gris de rayas grises y vientre
gris amarillento—, adorado en Guinea y el Dahomey. El de Nueva Holanda, de
narices laterales, cabeza negra y losanges amarillos sobre azul oscuro y vientre
clarísimo.
Somos la boa voladora —pinta de negro y amarillo.
Somos la tan feamente llamada «de anteojos» —amarilla con reflejos cenicientos
—, la dusitá-negú de los hindúes, tan del gusto de los aojadores, trotaferias y
titiriteros, indios que creen conocer sus tretas.
Somos la sierpe y la culebra, y el pitón y la boa, el crótalo y el león, la cascabela
y el bastardo, el nauyaque y el ocozoal, la macagua y el macauguel, la cobra y la fara,
el cantil y la sabanera, el canacuato y la oracionera, el cuayma y el drino, la tar y el
áspid, la víbora y la totoba, la serasta y el cenco, el hemorroo y el tamagás, la hidra y
la equis, el coral y la calabazuela, la amodita y el tragavenado, el hipnal y la alicante,
el viborezno y la alicántara.
Y la serpiente de mar de Isaías, en la Biblia, y la descrita por Job. El odontotirano
de Palacio. La que los hombres sueñan.
Somos la serpiente de toca —pardo verdosa, verde amarilla— y la nariguda, de
rayas blancuzcas sobre el más hermoso verde yerba.
www.lectulandia.com - Página 46
Somos aquí, la tepecolcóatl, la cuech, la tlehua, la chiaucóatl, la hocico de puerco,
la rayada, la chirrionera, el sincuate y la sincuata, la masacuata, a la que también le
dicen venada, la palanca, el bejuquillo y la limpiacampos y el achoque, la mazacóatl
enorme y la chaquirilla brillante, la víbora serrana, la llanera y la chatilla, la de cintas,
y todas las de cascabel, tan buenas como la primera, y todas las culebras prietas y de
agua, y las que no son ni lo uno ni lo otro.
La pichocuate y la cencóatl, la benda-cuba y la benda-dusko, la llamacoa, la
salamanquesa y la mano de piedra, la de todos los colores y la de reflejos metálicos.
¡Ya no es hora de Apolo ni de Hércules!
Ni de esa absurda distinción que hacen los hombres entre nosotras, según seamos
—para ellos— venenosas o no. ¿Hácenla entre ellos? Mejor les iría.
No repitieron los apóstoles y los misioneros la única palabra que hubiera
convertido a su creencia al Nuevo Mundo: «Sed prudentes como la serpiente».
Porque los hombres de aquí son callados y prudentes como nosotras, de quien han
aprendido. Más los otros…
¡No es hora ya de Apolo ni de Hércules!
Ésta es nuestra tierra. Y construyen, alzan, aplazan, cavan, destrozan, deshacen,
como si fuese suya.
Pagamos quizá nuestro orgullo y despego; nuestra indiferencia, raíz de la fe que
los indígenas tuvieron en nosotras y el odio de los conquistadores. Admiraron los
caballos porque les salvaba de nuestro perenne recuerdo. Desaparecía la inseguridad
en que vivían, raíz de su ser. Alzados. Mas los españoles no fueron nuestros
enemigos: destruyeron, esparcieron las piedras, a cuya sombra podíamos vivir.
Estamos en el mundo para esperar. Pero todo tiene límite. Jamás habíamos
atacado; pero ellos construyen, destrozándolo todo. Ya no podemos escoger. Hay que
poner coto. Dar lección. Bien está la humildad, no la humillación. Aquí, siempre,
donde hubo una piedra, hubo una serpiente. Aquí, siempre, donde hubo una piedra,
hubo el temor de la muerte. Aquí, siempre, donde más serpientes hubo, se tuvo en
menos la vida. Gran lección.
Bastábanos la tierra tal como Dios la creó; pedregales, laderas riscosas, espesuras
con algunos claros para gozar del sol —nuestro padre—, la maleza y las ruinas. La
tierra tal como es. Nosotras, siempre idénticas a nosotras mismas.
¿Quién puede describirnos? No hay entre millones de millones dos iguales.
¿Quién diría nuestros matices blancos, grises, cenicientos, verdes, amarillos, pardos,
azules, negros, rojos? Base y ejemplo de la pirámide.
Vinieron los españoles y destruyeron, pero en las ruinas se puede vivir. Mas
vinieron los otros con el cemento y el alquitrán, el fierro y los adobes y fueron
carcomiendo sin piedad lo que nos pertenece.
Somos las más, las que sostienen la tierra, la entraña, lo que queda del mundo tal
y como se hizo, la vida de las piedras, base y ejemplo de la pirámide.
www.lectulandia.com - Página 47
II
LA INVASIÓN[14]
Primero era el silencio. Nadie por la llanura. A la derecha, unos cerros bajos. No
se veía nada que no fuese de todos los días. Todo normal, pero nadie respiraba como
de costumbre. Nos ataban las exageraciones del temor. El ejército, presa fácil del
miedo, no tenía más idea que huir. Los oficiales superiores no tenían fuerza para
combatir los terrores y abandonaban todas sus funciones militares. Lo único que se
les ocurría era enviar partes pidiendo refuerzos para salvar sus banderas y los tristes
restos de un ejército destruido por el pavor. Prometían esperar, defenderse hasta
morir. Mentían, sabiéndolo. La cobardía se enseñoreaba. Todo eran reuniones vanas.
www.lectulandia.com - Página 48
El horizonte se movía. Surgían las terribles voces infernales: —¡Estamos
cercados!—. Todos salían huyendo según sus medios.
Soy de los pocos que, desde cierta altura, he visto adelantar el ejército enemigo.
La impresión de advertir cómo se mueve y anda la tierra es irresistible. El pelo se
eriza, las piernas de piedra. Todo se vuelve pasivo. La sensación del riesgo, de la
inminencia del peligro incontenible, la amenaza de sentirse vendido sin remedio, de
estar con el agua al cuello, paralizado, puede más que todo. Porque la muerte no basta
para ellos. Son más. Todos nuestros artificios son inútiles: son más. La mortandad
debió ser espantosa, pero pasan, adelantan: son más.
El pánico se retorcía en el aire como una serpiente enorme; se lo llevaba todo por
delante. Pavor, no ante lo desconocido, sino ante lo visible, lo palpable. Ojalá hubiera
sido una fabulosa manada de bisontes. Pero esa humanidad fría avanzando,
incontenible… Espeluzno invencible.
Yo las he visto, avanzan como un mar, recubriéndolo todo, a ras de tierra. Nada
les detiene, menos el agua: pasan los ríos a nado, elegantemente, como si nada.
Todos acoquinados, inútiles, clavados por el horror, mutilados. La vergüenza, la
timidez, la cobardía, los temblores se anudan y machihembran. ¿Dónde meterse?
¿Quién no se amedrenta viéndolas progresar ininterrumpidamente? Y no tienen
problemas de abastecimiento: teniendo hambre se entredevoran y siguen. Son el
diablo.
Avanzan, se rebasan, progresan, renovando sin cesar la vanguardia. Nunca se
rezagan, su movimiento progresa uniforme. Millones de cabezas, de ojos, de lenguas,
ganando tierra, siempre idénticas, cubriendo cuanto se ve con sus ondulados cuerpos
viscosos.
Contaminan la tierra, emponzoñan las mejores obras, revuelven el mundo,
tronchan, arruinan estados, asuelan las más principales grandezas, destruyen,
deshacen, anonadan, acaban. Progresan. Instrumentos de aniquilación, vuelven en
nada, desbaratan, vencen cualquier hueste. Humillan.
Con las cabezas cortadas aún son capaces de matar.
¡Quiera Dios salvarnos!
www.lectulandia.com - Página 49
L A G R A N S E R P I E N T E
www.lectulandia.com - Página 50
V oló la torcaz, disparé. Cayó como una piedra negra, mi perro fue a recogerla,
entre breñales. Reapareció ciando, arrastrándose, gruñendo; tiraba de algo
largo, oscuro, que principiaba. El animal retrocedía con esfuerzo, ganando poco
terreno. Fui hacia él.
La tarde era hermosa y se estaba cayendo. Los verdes y los amarillos formaban
todas las combinaciones del otoño; la tierra, friable y barrosa con reflejos
bermejones, se abría en surcos, rodeada de boscajes. Suaves colinas, alguna nube en
la lontananza.
El perro se cansaba. De pronto, le relevaron grandes cilindros, enormes tornos de
madera alquitranada que giraban lentamente enroscando la serpiente alrededor de su
ancho centro. Era la gran serpiente del mundo; la gran solitaria. La iban sacando poco
a poco, ya no ofrecía resistencia, se dejaba enrollar alrededor de aquel cabestrante de
madera que giraba a una velocidad idéntica y suave.
Cuando el enorme carrete negro no pudo admitir más serpientes, pusieron otro y
continuaron. Se bastaban dos obreros, con las manos negras.
El perro, tumbado a mis pies, miraba con asombro, las orejas levantadas, la
mirada fija: Era la gran anguila de la tierra, le había cogido la cola por casualidad.
Me senté a mirar cómo caía infinitamente la tarde, morados los lejanos encinares,
oscura la tierra, siempre crepúsculo. Seguía sosteniendo la escopeta con una mano,
descansando la culata en la muelle tierra.
Cuando se llenaron muchos carretes, la tierra empezó a hundirse por partes, se
sumía lentamente, resquebrajándose sin estrépito; combas suaves, concavidades que,
de pronto, se hacían aparentes; metíase a lo hondo donde antes aparecía llana, nuevos
valles. La edad —pensé—, los amigos. Pero no cabía duda de que, si seguían
extrayendo la gran serpiente, la tierra se quedaría vacía, cáscara arrugada.
Apunté con cuidado a los dos obreros, disparé. El último torno empezó a
desovillarse con gran lentitud, cayó la noche. La tierra empezó de nuevo a respirar.
www.lectulandia.com - Página 51
TRAMPA
www.lectulandia.com - Página 52
E mpujó la puerta entreabierta y cayó en la trampa. No tenía por qué haber
entrado. Fue la puerta entreabierta: nada más. Tan pronto como dio un paso
adentro la puerta se cerró y ya no hubo salida.
Un cuarto redondo. Y enseguida se puso a golpear las paredes y a intentar
alcanzar más allá de lo posible. Fuerza, astucia, engaño. ¡A las tres! Todo inútil. Y a
dar y a darle vueltas. ¿Por qué entró allí? ¿Por qué no había seguido derecho,
corredor adelante? ¿Quién le mandaba? Ahora estaría libre, por el corredor, en la luz.
Golpeó la pared sorda. La arañó, y las uñas se le llenaron de cal. Y vuelta, vuelta
y vuelta. Golpear la pared, hasta más no poder.
Gritar, quedarse sin voz, para nada. El único culpable era él. ¿Por qué entró?
Nadie le empujó: fue la puerta entreabierta. Echó maldiciones para adentro. Las
maldiciones no sirven para nada. Entonces entra el descorazonamiento. Las paredes
lisas: ni un banco, ni una silla. Y el monólogo: ¡Imbécil de mí! ¡Quién me mandaba!
Cerrado, encerrado, sin salida. Celda, vuelta, rueda, punto. Cúpula, tapa.
Una puerta cerrada es peor que una pared lisa: No hay nada peor que caer en una
trampa; no en una celda, sino en una trampa. Ser uno el escogido, por idiota.
(¿Quién me mandaba empujar y entrar por aquella puerta? Mi camino era el
pasillo. Todo el problema está en que las cosas sólo se hacen una vez, sólo se pueden
hacer una vez. Que el tiempo corre, y uno siempre se queda atrás, en el momento de
pensarlo).
No poder salir, no poder seguir adelante, no poder volver atrás, atrapado. Dar
vueltas: morderse la cola. Cercado, circunvalado, circunvallado, a piedra y lodo. Y la
cal, blanca; hasta en las uñas. Y no poder echar la culpa a nadie. Por no pensar, por
no fijarse, por no andar con pies de plomo. Cogido, al azar.
No hay razón para que yo esté aquí adentro. Debo salir. Tengo que salir. Hay que
apelar a la razón. Salir debe ser sencillo y relativamente fácil. Debe haber una manera
de salir que corresponda, en su facilidad, a la de entrar. Lo que se hizo siempre se
puede volver a hacer. ¿O, no? Hay que tener calma, y pensar. Empezar en cero. Si la
puerta se cerró tiene que abrirse, dar paso. Vayamos paso a paso. ¿Por qué vayamos?
¿Yo y quién? ¿Cuántos soy yo? Lo peor sería impacientarse. Claro está que allí veo
llegar la desesperación, poco a poco, morada, allá al fondo, ganando terreno, como
una franja de mar, pegada al horizonte. Me llegará el agua al cuello y perderé pie.
Pero aún tengo tiempo. Tengo que calcular, discurrir, con calma. En el recuerdo está
la solución. Yo venía por el corredor y vi la puerta entornada. ¿Por qué entré? No.
Éste es mal camino. Lo pasado, pasado. Lo malo es que no hay dónde sentarse.
¡Cuidado con las equivocaciones! Y contar con los dedos: primero, segundo, etcétera.
Bien, he aquí el orden. ¿Pero para qué sirve si he caído en una trampa? Lo
primero: no perder la compostura. Afeitarse todas las mañanas.
Estoy cercado, sin salida. Pero, ante todo, no desesperar. Antever los
inconvenientes y suputar con los dedos. No echar la culpa a nadie.
Si por lo menos hubiese dónde sentarse. Siempre se puede uno sentar en el suelo.
www.lectulandia.com - Página 53
Pero si se sienta uno en el suelo todo está perdido. Hay que tocar la pared con los
nudillos, ver a qué suena.
Sorda, como era de esperar. Mudo muro, de tierra, lleno sin hueso.
Que no llegue la cólera. ¡Alto a la sinrazón! Empieza en los pies, y sube
enroscándose. Estoy encerrado sin que nada lo justifique. Nadie lo podía prever. ¿Por
qué entré? Cuidado con mi sangre. La sangre no atiende razones. Y lo que importa
aquí es la razón. La razón de la trampa. Nadie lo podía prever, más que yo. Entonces,
¿hay que creer en Dios sólo cuando se cae en una trampa?
No dejar una flor sana. Despachurrarlo todo. Porque no hay derecho.
Hay que suponer que me buscarán. La salvación vendrá de afuera. Es vergonzoso,
pero sin remedio. Entonces, ¿hay que esperar, sentado en el suelo? ¿Y si me olvidan?
Las sabandijas que están encovadas en la pared.
¿Y de dónde viene la luz, si no hay resquicio que le deje paso?
Lo espantoso era que había perdido la voz.
www.lectulandia.com - Página 54
E L F I N
www.lectulandia.com - Página 55
E ra difícil, pero se lo tragó. Al principio su preocupación fue saber si era el 4 o el
6, sobre todo por el movimiento del brazo al empujárselo por el gaznate. La
duda fue corta: el 4 tiene cuatro puntas, difíciles de pasar, y su odio al 6 era notorio.
Redondo, se le atragantó. Mejor dicho: se le detuvo a medio camino y ahora
empezaba el dolor. Una puñalada terrible en medio del esternón, que le atravesaba el
cuerpo y le salía por la columna vertebral. Peso y cuchillo.
Entonces comprendió que iba a morir, asesinado por el 6 —¡la hoz!, ¡la hoz!—,
quiso protestar, se levantó, fue al cuarto de baño, se metió los dedos en la boca,
intentó devolver. En vano. El peso y la sierra (no era un cuchillo, no). En pleno plexo
solar.
Volvió a la cama y pensó que quizá las cosas estaban bien así: que era justo que
muriera asesinado por el número 6. ¿A qué mezclar el 4 en eso? El 4 siempre es
inocente.
www.lectulandia.com - Página 56
L A L L A M A D A
www.lectulandia.com - Página 57
— L o salvará?
soñaré, lo soñaré —gritaba espantado—. Y, entonces, ¿quién me
Durante la guerra civil, don Marcos Oñate Ballesteros fue visitado —es un decir
— a menudo por la policía. Preso tres veces, puesto en libertad otras tantas por
influencias de su cuñado, general de división. No vivía en espera de la cuarta entrada
por salida. Detuviéronle por republicano, masón y protestante. Lo último fue cierto
durante algunos años de su lejana juventud, por amor hacia una escocesa empleada en
casa de don Pedro Domecq, en Jerez, su pueblo.
Se le resintió el corazón, no del hacía ya mucho tiempo olvidado desprecio de
Pamela, sino de los timbrazos de los polizontes, siempre en la madrugada. Su médico,
don Mauricio Ortega, para el que no tenía secretos desde la pubertad, ordenó a doña
Consuelo, que había venido a ser, de novia suya de los quince años, esposa de su
amigo del alma a los veinticuatro, con consenso de todos, quitar cuantos timbres,
aldabas, llamadores, campanas y campanillas habidos y por haber en el cortijo y en la
casa de la calle del Gran Capitán.
No le valió. Halláronle muerto una mañana, con la cara dando clara cuenta «de
haber oído el timbrazo».
—Lo soñó —decía la viuda—. ¡No abras!, gritó, y se fue. Parece mentira ¡a los
veinticinco años! Se acordaba más de eso que de su noche de bodas.
www.lectulandia.com - Página 58
L A V E R R U G A
www.lectulandia.com - Página 59
A Alí Chumacero
www.lectulandia.com - Página 60
»¿No ha visto nunca una piedra pómez de cerca? ¿No ha visto nunca una verruga
con lupa? Hablo de una verruga corriente, mírela con un cristal de aumento, se lo
recomiendo: es una peña, un menhir, una roca, una estalagmita, un mundo de piedra
pómez, un universo desolado, una corteza enferma que se abulta como una buba
cerrada, lava que se levanta y barre con todo, pero lava verdadera, humana, sin
volcán a la vista.
»Aquella verruga fue creciendo, creciendo, creciendo, haciéndose enorme,
caballero, hasta que le impidió salir a la calle. Llena de surcos, de ranuras, de lorzas,
de plisados, de fruncidos, de recogidos, pero de piedra, de piedra vieja, arrugada;
como si dijésemos escarolada: créalo o no, aquella verruga se lo comió; lo recubrió
todo, absolutamente todo hasta convertirlo en una enorme piedra pómez. Ahí la
tengo. ¿Quiere verla, caballero?
»Le advierto que no es del tamaño de un hombre normal, no: a medida que la
verruga le iba recubriendo, mi hijo se encogía, aunque no perdió gran cosa de su
peso, ¿qué cree, caballero, fue por la pérdida de agua? ¿De verdad no quiere ver a mi
hijo convertido en una gran piedra pómez? Le advierto que no pasa del tamaño de un
guarda cantón y de que, si yo no lo hubiese visto, nadie creería que ese molón es mi
hijo; ahora bien, si usted, caballero, lo mira con lupa, no hay equivocación posible: es
idéntica a la verruga que lo fue recubriendo, la excrecencia es la misma, petrificada:
rasca y raspa igual. Ahí lo tengo guardado, no se lo enseño a nadie, ¿para qué?, ¿no le
parece, caballero? Pero si usted quiere verlo…
»Le salió una verruga, la tronchó y ésta creció, creció y se lo comió; bueno
comérselo no: lo recubrió, como un fósil. ¿Usted no cree, caballero, que alguien
rascó, tal vez, un monte o lo cortó, o lo taló y éste se enfureció y le echó la lava por
montera? Claro, usted no lo sabe, ni yo tampoco; pero, a veces, me pongo a pensar de
que quizá la luna es una gran verruga, una verruga ¿se da usted cuenta, caballero?,
una verruga enfurecida…
www.lectulandia.com - Página 61
L A L A N C H A
www.lectulandia.com - Página 62
É l decía que era de Bermeo, pero había nacido del otro lado de la ría de
Mundaca. Lo que pasaba era que aquel caserío no tenía nombre, o varios, que
es lo mismo. Esas playas y escarpes fueron todo lo que supo del mundo. Para él el
Finisterre se llamaba Machichaco, Potorroarri y Uguerriz; el Olimpo, Sollube; París,
Bermeo; y los Campos Elíseos, la Alameda de la Atalaya. Su mundo propio, su
Sahara, el Arenal de Laida y el fin del mundo, por oriente, el Ogoño, tajado a pico
por todas partes, romo y rojizo. Más allá estaba Elanchove y los caballeritos de
Lequeitio, en el infierno. Su madre fue hija de un capataz de una fábrica de armas de
Guernica. El padre, de Matamoros y minero: no duró mucho. Lo llamaban «El
Chirto» quizá porque era medio tonto. Cuando se puso malo dejó las minas —
Franco-Belges des Mines de Somorrostro— y se vino a trabajar en una serrería. Allí,
entre máquinas de acepillar y manchihembrar, creció Erramón Churrimendi.
Lo que le gustaba eran las lanchillas pequeñas de vapor, las boniteras, las
traineras para la sardina. Los aparejos de pescar: los palangres, los cedazos, las nazas,
las redes. El mundo era el mar y los verdaderos seres vivos las merluzas, los
congrios, los meros, los atunes, los bonitos. Sacar con salabardo el pescado moviente;
pescar anchoas o sardinas con luz o al galdeo, atún y bonito con curricán, a la cacea.
Con sólo poner el pie en una barca, se mareaba. No tenía remedio. Acudió a todas
las medicinas oficiales y escondidas, a todos los consejos dichos o susurrados. A don
Pablo —el de la botica—, a don Saturnino —el del Ayuntamiento—, a Cándida —la
criada de don Timoteo—, al médico de Zarauz, que era de Bermeo. No le valió: con
sólo poner el pie en una barca, se mareaba. Él mismo recurrió a cien estratagemas:
embarcarse en ayunas, bien almorzado, sobrio, borracho, al desvelo; y aun a los
ensalmos que le proporcionó la Sebastiana, la del arrabal; a las cruces, a los limones,
al pie derecho, al izquierdo, a las siete en punto de la mañana, al cuarto creciente, a
las mareas, a los amuletos, a las yerbas, al día de la semana, a las misas y
padrenuestros, a la sola voluntad y sueño propio: «Ya no me mareo, ya no me
mareo». Pero no tenía remedio. Tan pronto como pisaba una tabla moviente, se le
revolvía el adentro, perdía la noción de sí mismo y se tenía que acurrucar en una
esquina de la lancha procurando pasar inadvertido de los pescadores que lo llevaban.
Pasaba unos ratos terribles. Pero no era de los que desmayaban y durante años intentó
repetidamente la aventura. Porque, claro, la gente se reía de él —poco, pero se reía de
él. Luego se aficionó al vino, ¿qué iba a hacer? El chacolí es un remedio. Erramón no
se casó, ni siquiera le pasó por las mientes el hacerlo. ¿Quién se iba a casar con él?
Era un buen hombre. Eso lo reconocían todos. Y tampoco tenía la culpa de nada. Pero
se mareaba. El mar jugaba con él sin derecho alguno.
Dormía en un barracón, cerca de la ría. Aquello era suyo. Hubo allí un hermoso
roble —si digo hubo, por algo será—. Era un árbol de veras espléndido. Alto tronco,
altas ramas. Un roble como hay pocos. El árbol era suyo y cada día, cada mañana,
cada noche, al paso, el hombre tentaba el tronco como si fuese la grupa de un caballo
o el flanco de una mujer. A veces hasta le hablaba. Le parecía que la corteza era tibia
www.lectulandia.com - Página 63
y que el árbol le quedaba agradecido. La rugosidad del tronco correspondía
perfectamente a la epidermis carrasposa de las palmas de las manos de Erramón. Se
entendían muy bien él y su roble.
Erramón era un hombre muy metódico. Trabajaba en lo que fuera con tal de que
no fuese lo mismo. Lo hacía todo con voluntad y aseo. Le llamaban para cien faenas
distintas: componer redes, cavar, ayudar en la serrería que fuera de su padre; lo
mismo alzaba una barba que calafateaba o se ganaba alguna peseta ayudando a entrar
el pescado. No decir que no a nada. Además Erramón cantaba, y cantaba bien. En la
taberna le tenían en mucho. Una de sus canciones —en vasco— decía:
Erramón soñó una noche que no se mareaba. Estaba solo en una barquichuela,
mar adentro. La costa se veía fina y lejana. Sólo el Ogoño, rojo, relucía como un sol
falso que se hundiera tierra adentro. Erramón era feliz como nunca lo fue. Se tumbó
en el fondo de su lancha y se puso a mirar las nubes. Sentía en su espalda el vaivén
inmortal del mar que le mecía. Las nubes pasaban veloces empujadas por un viento
que le saludaba de largo. Las gaviotas dando vueltas le gritaban su bienvenida:
—¡Erramón, Erramón!
Y otra vez:
—¡Erramón, Erramón!
Parecían palomas de orla. Erramón cerró los ojos. Estaba en el mar y no se
mareaba. Las olas le hamaqueaban en su bamboleo, flujo y reflujo eterno, tumbo va y
tumbo viene, en dulce remecer y cunear… Tenía toda su niñez alrededor de la
garganta y, sin embargo, en aquel momento, Erramón no tenía recuerdos; ni otros
deseos que el de seguir siempre así. Acariciaba las paredes de su lancha. De pronto,
sus manos le hablaron. Erramón levantó la cabeza sorprendido: ¡no se equivocaba!
¡Su bote estaba hecho con la madera de su roble!
Fue tal la impresión, que despertó.
De allí en adelante cambió la vida de Erramón. Se le metió en la cabeza que si
hacía una lancha con su árbol no se marearía. Para no llevar a cabo ese crimen bebió
más chacolí que de costumbre, pero no podía dormir. Se volvía y revolvía en su
camastro, perseguido por las estrellas. Oía su sueño. Intentaba convencerse de lo
absurdo que aquello era:
—Si me he mareado siempre, seguiré mareándome.
Se volvía sobre el costado izquierdo.
Se levantaba a mirar su árbol, lo acariciaba.
www.lectulandia.com - Página 64
—Salgo perdiendo, ¿o qué?
Pero en el fondo comprendía que no debía hacerlo, que sería un crimen. ¿Qué
culpa tenía su roble de que él se mareara? Pero Erramón no pudo resistir mucho
tiempo la tentación de su sueño, y una mañana, él mismo, ayudado por Ignacio, el del
aserradero, tumbó el árbol. Cuando cayó, Erramón se sintió muy triste y muy solo,
como si se le hubiese muerto el ser más querido de la familia que ya no tenía. Le
costaba trabajo reconocer ahora su barracón tan solitario. Sólo de espaldas, frente a la
ría, estaba tranquilo.
Cada tarde iba a ver cómo su roble se convertía en lancha. Sucedía eso en la
misma playa donde su amigo Santiago, carpintero de ribera y calafate, la construía.
Del tronco salió todo: quilla, varengas, cuadernas, roda y bao, hasta los asientos y los
remos y un mastilillo, por si acaso.
Y así fue como una mañana de agosto en que el mar no lo parecía, de tan quieto,
Erramón lo surcó, hacia dentro, en su barquichuela nueva. La lancha era de maravilla,
volaba al impulso virgen del hombre; metía éste los remos con suavidad y luego
echaba atrás la espalda antes de darle a sus brazos la contracción leve que le
empujaba volandera. Por primera vez Erramón se sentía borracho: se le iba el santo al
cielo. Se alejó de la costa. Metía el remo derecho para dar vueltas y luego el contrario
para zigzaguear. Después los retiró y se puso a acariciar la madera de su bote. Lentas,
las tablas rezumaban un poco de agua. Erramón llevó las manos a su frente para
remojársela. La quietud era absoluta: ni una nube, ni un soplo de viento, ni siquiera
una gaviota. La tierra se había sumergido. Erramón puso sus manos en la borda y la
acarició. De nuevo sacó las palmas mojadas. Se extrañó un poco: hacía tiempo que
las salpicaduras habían sido secadas por el sol. Recorrió con la vista el interior de la
lancha: de toda ella trazumaba lentamente un poco de agua. En el fondo había ya una
ligera capa brillante. Erramón no sabía a qué atenerse. Volvió a pasar la mano por los
flancos de su barca. No había duda: la madera dejaba filtrar agua. Erramón miró en
torno, una ligera inquietud empezó a roerle el estómago. Él mismo había ayudado a
calafatear su bote y no le cabía duda que el trabajo se había realizado
concienzudamente. Se inclinó a inspeccionar las junturas: estaban secas. ¡Era la
madera la que exudaba el agua! Impensadamente se llevó la mano a la boca: ¡el agua
era dulce!
Empezó a remar desesperadamente, pero el bote no se movía a pesar de sus
frenéticos esfuerzos. Miró con afán a su alrededor. Le pareció que su lancha estaba
encallada entre las ramas de un enorme árbol submarino, cogida como en una mano.
Remó a cuanto más podía: el bote no adelantó. ¡Y ahora podía ver, ver con sus
propios ojos, cómo la madera de su árbol extravenaba agua limpísima y fresca!
Erramón cayó de rodillas y empezó a achicar con las manos, que no traía balde.
Pero el casco seguía manando cada vez más abundantemente. Era ya un manantial
de mil ojos. Y del mar parecían surgir ramas.
Erramón se santiguó.
www.lectulandia.com - Página 65
No le volvieron a ver por las costas de Vizcaya. Unos dijeron que se le había
apercibido por San Sebastián, otros que si en Bilbao. Algún marinero habló de un
pulpo enorme que apareció por aquel tiempo. Pero, de cierto, nadie pudo dar ya razón
de él. El roble volvió a crecer. La gente se alzó de hombros. Corrió la voz de que
estaba en América. Luego, nada.
www.lectulandia.com - Página 66
L A G A B A R D I N A
www.lectulandia.com - Página 67
A mi novia, que me lo contó.
www.lectulandia.com - Página 68
Parecía perdida, miraba como recordando, haciendo fuerza con los ojos para
acostumbrarse. Su mirada recorrió la estancia, dio con él, pero sus pupilas siguieron
adelante, como si arrastrara con todo, red pescadora. Arturo era tímido, lo cual le
empujó a decidirse, tras una apuesta consigo mismo. La cuestión era atravesar a nado
el centro del salón repleto de parejas. El mozo se proveyó del número suficiente de
«ustedes perdonen», «perdones» y «por favores», y se lanzó a la travesía; ésta se
efectuó sin males, con sólo girar con cuidado y deslizarse —pensó que audazmente—
reduciendo el esqueleto del pecho. Además tocaban una polka, lo que siempre ayuda.
Ofreció ceremoniosamente sus servicios. La muchacha, que miraba al lado contrario,
volviéndose lentamente hacia él, sin pronunciar palabra, le puso la mano en el
hombro. Bailaban.
La mirada de la joven tuvo sobre Arturo un efecto extraordinario. Eran ojos
transparentes, de un azul absolutamente inverosímil, celestes, sin fondo, agua pura.
Es decir: color aire, clarísimo, de cielo pálido, inacabable. Su cuerpo parecía sin peso.
Entonces, ella sonrió.
Y Arturo, felicísimo, sintió que él también, queriendo o sin querer, sonreía.
Todo daba vueltas. Vueltas y más vueltas. Y no únicamente porque se tratara de
un vals. Él se sentía clavado, fijo, remachado a los ojos claros de su pareja. Lo único
que deseaba era seguir así, indefinidamente. Sonreía como un idiota. La muchacha
parecía feliz. Bailaba divinamente. Arturo se dejaba llevar. Se daba cuenta, desde
muy lejos, que nunca había bailado así, y se felicitaba. Aquello duró una eternidad.
No se cansaba. Sus pies se juntaban, se volvían a separar, rodando, rodando, de una
manera perfecta. Aquella muchacha era la más ligera, la más liviana bailarina que
jamás había existido. Nunca supo cuándo acabó aquello. Pero es evidente que hubo
un momento en el cual se encontraron sentados en dos sillas vecinas, hablando. Ya no
quedaba casi nadie en la sala. Los farolillos, las cadenetas de papel, las serpientes que
adornaban trivialmente el techo parecían cansados. Las tirillas de papel de colores
caían aquí, allá, desmadejadamente. Los confetis pinteaban el suelo con su viruela de
colores, dándole aire de cielo al revés, cansado, inmóvil, quizá muerto. El quinteto
ratonero tomaba cerveza.
Como la muchacha no quería dar ni su apellido ni su dirección —su nombre,
Susana—, Arturo decidió seguir con ella pasara lo que pasara. Con esta
determinación a cuestas se sintió más tranquilo. Se quedaron los últimos. El salón, de
pronto, apareció desierto, más grande de lo que era, las sillas abandonadas de
cualquier manera, la luz vacilante haciendo huir las paredes en cuya blancura dudosa
se proyectaban, desvaídas, toda clase de sombras. El muchacho no pudo resistir el
impulso de decir el «¿Nos vamos?» que le estaba pujando por la garganta hacía
tiempo. Susana le miró sin expresión y se fue lentamente hacia la puerta. Arturo
recogió su gabardina y salieron a la calle. Llovía a cántaros, ella no tenía con qué
cubrirse. Su trajecillo blanco aparecía en la penumbra como algo muy triste. Se
quedaron parados un momento. Susana seguía sin querer decir dónde vivía.
www.lectulandia.com - Página 69
—¿Y va a volver a pie a su casa?
—Sí.
—Se va a calar.
—Esperaré.
Arturo tomó su aire más decidido, adelantando la mandíbula:
—Yo también.
—No. Usted no.
—Yo, sí.
Arturo se estrujaba la mente deseoso de decir cosas que llegaran adentro, pero no
se le ocurría nada; absolutamente nada. Se sentía vacío, vuelto del revés. No le acudía
palabra alguna, la garganta seca, la cabeza deshabitada. Hueco. Después de una pausa
larga, tartamudeó:
—¿No nos volveremos a ver?
Susana le miró sorprendida como si acabara de proponerle un fantástico disparate.
Arturo no insistió. Seguía lloviendo sin trazas de amainar. El agua había formado
charcos y las gotas trenzaban el único ruido que los unía.
—¿Hacia dónde va usted?
Como si no recordara sus negativas anteriores Susana indicó vagamente la
derecha, hacia las colinas.
—¿Esperamos un rato más? —propuso el muchacho.
Ella denegó con la cabeza.
—No puedo.
—¿La esperan?
—Siempre.
Fue tal la entonación resignada y dulce, que Arturo se sintió repentinamente
investido de valor, como si, de un golpe, estuviese seguro de que Susana necesitaba
su ayuda. Su corta imaginación creó, en un instante, un tutor enorme, cruel; una tía
gordísima, bigotuda, con manos como tenazas acostumbradas a espantosos pellizcos,
promotora de penitencias insospechables. Se hubiera batido en ese momento con
cualquiera, valiente a más no poder. Pasó un simón. Arturo lo detuvo con un gesto
autoritario. Por propia iniciativa no había subido jamás a ninguno. Sólo recordaba el
que tomó el día en que fue a buscar al médico cuando su madre se puso mala, hacía
más de cinco años. Su voz salió demasiado alta, queriendo aparecer desenvuelto:
—Tenga. —Y puso su gabardina sobre los hombros de la muchacha—. Suba
usted.
Susana no se hizo rogar.
—¿Dónde vamos?
Pareció más perdida que nunca, sin embargo musitó una dirección y el auriga
hizo arrancar el coche. Arturo no cabía en sí de gozo y miedo. Evidentemente, era
persona mayor. ¿Qué diría su madre si le viese? Su madre que, en este momento, le
estaba esperando. Se alzó de hombros. Temblaba por los adentros. Con toda clase de
www.lectulandia.com - Página 70
precauciones y muy lentamente, cogió la mano de la muchacha entre la suya. Estaba
fría, terrible, espantosamente fría.
—¿Tiene frío?
—No.
Arturo no se atrevía a pasar su brazo por los hombros de la muchacha como era
su deseo y, creía, su obligación.
—Tiene las manos heladas.
—Siempre.
¡Si se atreviera a abrazarla, si se atreviera a besarla! Sabía que no lo haría. Tenía
que hacerlo. Llamó a rebato todo su valor, levantó el brazo e iba a dejarlo caer
suavemente sobre el hombro contrario de Susana cuando a la luz pasajera de un
reverbero, vio cómo le miraba, los ojos transparentes de miedo. Ante la súplica
Arturo se dejó vencer, encantado; se contentaba con poco, lo sucedido le bastaba para
muchos días. De pronto, Susana se dirigió al cochero con su voz dulce y profunda:
—Pare, hágame el favor.
—Todavía no hemos llegado, señorita.
—No importa.
—¿Vive usted aquí? —preguntó Arturo.
—No. Unas casas más arriba, pero no quiero que me vean llegar. O que me
oigan…
Bajó rápida. Seguía lloviendo. Se arropó con la gabardina como si ésta fuese ya
prenda suya.
—Mañana la esperaré aquí, a las seis.
—No.
—Sí, mañana.
No contestó y desapareció. Arturo bajó del coche y alcanzó todavía a divisarla
entrando en un portal. Se felicitaba por haberse portado como un hombre. De eso no
le cabía duda. Estaba satisfecho de la entonación autoritaria de su última frase con la
que estaba seguro de haberlo solucionado todo. Ella acudiría a la cita. Además, ¿no se
había llevado su gabardina en prenda?
Fue su primera noche verdaderamente feliz. Se regodeaba de su primicia, de su
auténtica conquista. La había realizado solo, sin ayuda de nadie, la había ganado por
su propio esfuerzo. Sería su novia. Su novia de verdad. Su primera novia. Todo era
nuevo.
A las cinco y media del día siguiente paseaba la calle desigualmente adoquinada.
La casa era vieja, baja, de un solo piso, lo cual le tranquilizó porque hubo momentos
en los que le preocupó pensar que viviesen allí varias familias. El cielo no se había
despejado, corrían gruesos nubarrones y un vientecillo cicatero. «Me devolverá la
gabardina», pensó sin querer. (La noche anterior su madre pudo suponer que la había
dejado colgada en el perchero. Pero hoy tenía que volver para cenar y tendría que
explicar su llegada a cuerpo).
www.lectulandia.com - Página 71
Tocaron las seis en Santa Águeda. Seguía paseando arriba y abajo, sin
impaciencia. Empezó a llover. Se resguardó en un portal frontero al de la casa de su
amada. Las seis y media. Arreciaron lluvia y viento. Se levantó el cuello de la
chaqueta. Las gotas hacían su ruidillo manso en el empedrado brillante de la calle
solitaria. Tocaron las siete, seguidas, mucho tiempo después, por la media. Hacía
tiempo que la noche había caído. Tocaron los ocho. Entonces se le ocurrió una idea:
¿por qué no presentarse en la casa con el pretexto de la gabardina? Al fin y al cabo,
era natural.
Pensado y hecho. A lo más que alcanzaron sus piernas atravesó la calle, penetró
en el portal. El zaguán estaba oscuro. Llamó a la primera puerta que le pareció la
principal. Se oyeron pasos quedos y entreabrieron. Era una viejecilla simpática.
—¿Usted dirá?
—Mire usted, señora…
—Pase.
Arturo entró, un poco asombrado de su propia audacia, aconchado en su timidez.
—Siéntese. Usted perdonará. No esperaba visita. Viene tan poca gente. No veo a
nadie.
Era el mismo tono de voz, la misma nariz, el mismo óvulo de cara. Debía ser su
madre, o su abuela.
—¿No está la señorita Susana?
La viejecita se quedó sin poder articular palabra, asombrada, lela.
—¿No está?
La anciana susurró temblorosa:
—¿Por quién pregunta?
La voz de Arturo se hizo más insegura.
—Por la señorita Susana. ¿No vive aquí?
La vieja le miraba empavorecida. Desasosegado, Arturo sintió crecer
monstruosamente su desconcierto por el espinazo. Intentó justificarse.
—Anoche le dejé mi gabardina. Me pareció verla entrar en esta casa… Es una
joven como de dieciocho años. Con los ojos azules, azules claros.
Sin lugar a dudas, la vieja tenía miedo. Se levantó y empezó a retroceder mirando
con aturullamiento a Arturo. Éste se incorporó sin tenerlas todas consigo. Por lo visto
la desconfianza era mutua. La vieja tropezó con la pared y llevó su brazo hacia una
consola. El muchacho siguió instintivamente la trayectoria de la mano, que no
buscaba sino apoyo; al lado de donde se detuvo temblorosa, las venas azules muy
salientes en la carne traslúcida y manchada de ocre —recordando que el orín no es
sólo signo de hierro carcomido sino de la vejez—, vio un marco de plata repujada y
en él a Susana, sonriendo.
La anciana se deslizaba ahora hacia la puerta de un pasillo, apoyándose en la
pared, sin darse cuenta de que empujaba con su hombro una litografía ovalada en un
marco de ébano negro que, muy ladeada, acabó por caerse. Del ruido y del susto
www.lectulandia.com - Página 72
anterior la vieja se deslizó, medio desvanecida, en una silla de reps rojo obscuro.
Arturo adelantó a ofrecerse en lo que pudiera. En su atolondramiento había más
asombro que otra cosa. Sin embargo, pensó: «¿Le habrá pasado algo a mi
gabardina?». La viejecilla le miró adelantarse con pavor; parecía dispuesta a gritar
pero el hálito se le fue en un ayear temblequeante.
—¿Qué le sucede, señora? ¿Le puedo ayudar en algo?
Arturo volteó ligeramente la cara hacia la fotografía, la vieja siguió su mirada.
—¿Ella?
—Sí.
—Es mi sobrina Susana. —Hizo una pausa, luego, mucho más bajo, añadió:
Murió hace cinco años.
A Arturo se le erizaron los pelos. No porque creyese lo que acababa de decirle la
anciana, sino porque supuso que estaba loca, y no había vestigio de otra vida en la
casa. Sólo el ruido de la lluvia.
—¿No me cree?
—Sí, señora. Pero yo juraría…
Ambos se miraron demudados.
—Estuvimos en un baile.
La frase hirió de lleno la cara de la anciana. Se le sacudieron todas sus finas
arrugas.
—Su padre no la dejó ir nunca. Él está en América. ¡Que Dios le perdone!…
¿Usted no me cree?
—Sí, señora.
De pronto, el tono de voz de aquella mujer diminuta calmó a Arturo.
«Seguramente no es peligrosa —pensó—, lo único que importa es llevarle la
corriente».
—Si usted quiere podemos ir al cementerio y verá su nicho.
—Sí, señora.
—Me pongo la manteleta. Es cuestión de un minuto…
Arturo se quedó solo. El miedo le empujó: de puntillas se fue hacia la puerta. Pero
el cuidado le hizo perder tiempo. No llegaba aún al umbral cuando la viejecilla estaba
ya de vuelta.
Salieron. Había dejado de llover, la noche estaba clara entre nubes que huían.
Subiendo alcor arriba hasta llegar a la explanada donde estaba el camposanto, los pies
se les pusieron pesados del lodo. El viento había amainado, el frescor de la tierra lo
rejuvenecía todo. Llamaron en vano. Por lo visto el guardián había salido o se había
dormido profundamente. Arturo porfió en volver: la creía bajo su palabra. (Debía de
ser muy tarde. Su madre le estaría esperando). Iban a marcharse cuando la viejecilla
hizo un último intento y se dio cuenta de que la verja sólo estaba entornada. Como
era de esperar, los goznes chirriaron deteniéndoles, por si acaso, sin saber por qué.
Entraron. No había luna, pero la luz de las estrellas empezaba a ser suficiente para
www.lectulandia.com - Página 73
discernir las sendas y los cipreses. Los charcos brillaban. Las ranas. Avanzaron sin
titubeos hasta llegar ante una larga pared. Los nichos recortaban sus medios puntos
de más sombra.
—¿Tiene usted una cerilla?
Arturo tentó su bolsillo, sacó su fosforera, rascó el mixto, y a la luz vacilante, que
adquirió en la obscuridad una proporción desmesurada, pudo leer, tras un cristal:
AQUÍ DESCANSA
SUSANA CERRALBO Y MUÑOZ
FALLECIÓ A LOS DIECIOCHO AÑOS
EL 28 DE FEBRERO DE 1897.
Rascayú,
cuando mueras:
¿qué harás tú?
Tú serás
un cadáver
nada más.
Rascayú,
cuando mueras:
¿qué harás tú?
Arturo echó a correr. Luego, como siempre, pasaron los años. (Con mudos pasos
el silencio corre, como dijo Lope).
El joven, que pronto dejó de serlo, se hizo muy amigo de la viejecilla. En su casa,
mientras las tardes se iban a rastras, cojeando, hablaban interminablemente de
Susana. Murió hace poco, soltero, virgen y pobre. Lo enterraron en el nicho vecino
del de la muchachita sin que nadie lograra explicarse su intransigente deseo. La vieja
desapareció, no sé cómo; la casa fue derruida.
La gabardina pasó de mano en mano sin deteriorarse. Era una de esas prendas que
heredan los hijos o los hermanos menores, no cuando le quedan pequeños a los
afortunados o crecidos, sino porque no le sientan bien a nadie. Corrió mundo: el
Rastro en Madrid, los Encantes de Barcelona, el Mercado de las Pulgas en París,
www.lectulandia.com - Página 74
estuvo en la tienda de un ropavejero, en Londres. Acabo de verla, ya confeccionada
para niño, en la Lagunilla, en México —que los trajes crecen y maduran al revés.
La compró un hombre triste para una niña blanca y ojerosa que no le soltaba la
mano.
—¡Qué bien le sienta!
La niña pareció feliz. No se hagan ilusiones: se llama Lupe.
www.lectulandia.com - Página 75
L A F A L L A
www.lectulandia.com - Página 76
A rturo Carbonell era hombre algo, narigón, algo echado para adelante por el
peso de una espalda más desarrollada de lo que debiera, despacioso, pasicorto,
con una mirada un si no es desconfiada, recelosa de un mundo demasiado grande. Era
hombre de bien, que sabía muchas cosas, perspicaz y de pocas palabras, casi siempre
dichas en voz baja. Le oí asegurar, alguna vez, cosas inciertas para todos que, quizá
por el solo hecho de que él las dijera y con ello pusiese en el buen camino a los
interesados, se realizaron. Su roncería le atraía reclamaciones, él solía decir entonces,
lentamente: «Descuide, yo siempre llego a tiempo». Era cierto. No fue zahorí pero
daba por hecho lo que estaba por hacer, sobre todo si estaba en su mano: «La
voluntad es la mejor consejera», era otro de sus tranquillos.
Viudo, fontanero —aprendiz, oficial, patrón—, había nacido en Chirivella hacia
el año 75, murió en Valencia el 36: atropellado por un coche cuando ya no tenía nada
que hacer en el mundo, su hijo ya crecido. Si lo supo de antemano no hizo nada por
evitarlo.
Allá por el 17 o 18, la noche de San José —Amparo, la criada, había ido a
Burjasot a felicitar a su hermano Pepe y no volvería hasta el martes—, notó un
inconfundible olor de gas, en la cocina de su casa, y se puso a componer la cañería.
Su hijo le apremiaba para salir. La verdad es que podía haber cerrado la llave de paso
y dejado el arreglo para el día siguiente. Sea por morosidad, por afición profesional o
por rebeldía inconsciente ante las prisas del muchacho, quiso acabar el trabajo. El
ruido de las tracas entre el lejano rebombar de los cohetes le decidieron al fin, a su
pesar.
—Vamos a llegar tarde.
—No te preocupes: yo siempre llego a tiempo.
En Valencia, la noche de San José no es noche, sino día. La algazara hace vez de
luz. Participan las paredes y los árboles del alrededor, hácense las cosas más ligeras,
alborotando; anda todo puesto en cantares y coplas, sácase cualquier menudencia a
plaza, todo es pregón y arde: si la madera más despacio y el cartón con cierta lentitud,
la tela se inflama en un dos por tres, la cera se derrite, la paja se abrasa, todo se
consume hacia lo alto, en llamas que se apoderan del monumento entero y del ánimo
de los espectadores antes de cualquier otra cosa, cebo vivo.
—¡Qué bien arde!
—¡Qué bien se quema!
Y lo que se abrasa son los miles de ojos que ven quemarse la falla.
—El fuego alegra los ojos y sosiega el alma, y más si se le espera. Que un cartón,
una tela, un papel, un madero puedan convertirse sin más en llama es un hecho tan
extraordinario y fuera de lo racional (no habiendo sido inventado por el hombre), que
no existe mente capaz de suponerlo de antemano. Que una vela, un trapo, una hoja
seca pueda revertir en tanta hermosura inmaterial es milagro. (De la llama al alma no
va nada, ni un paso, a lo sumo un traspaso). No hay transubstanciación más
sorprendente; si no estuviésemos acostumbrados a ellos, ¿qué mayor prueba de la
www.lectulandia.com - Página 77
existencia de Dios? Sabían, Zeus y su cuerda, lo que hicieron con Prometeo, por
cuanto les hurtó. Por eso el fuego siempre produce cierta suspensión del ánimo.
Nuestros antepasados, por una razón u otra, tienen que ver con él.
Eso iba diciendo, suficiente, don Álvaro Gamón —aquel que fue promesa de
todo, en prosa y en verso, y no fue nada—, profesor de psicología, lógica y ética del
instituto, a dos de sus alumnos que le habían arrastrado a presenciar el espectáculo.
No le hacían mayor caso, encandilados por la gran hoguera. Yo era uno de ellos.
¡Cuánta gente! La calle de las Barcas rebosaba, hasta untar en las paredes
centenares de hombres, mujeres, niños que se alzaban a cuanto más podían para ver
mejor; los más pequeños se aprovechaban de su corta talla: eran los mejor colocados,
a horcajadas y aun de pie sobre los hombros de sus progenitores. Otros, ya mayores,
aprovechaban los faroles, encaramados en equis; la mayoría envidiaba a los
aristócratas de los balcones, apretujados allí a cuanto más no podían. (Según la
condición: «¿Vendréis a ver quemar la falla? Os esperamos a cenar». «¿No tendréis
un lugar para Purita?, tiene muchas ganas de ver quemar la falla y su padre no la deja
estar en la calle a esas horas, con tanta gente». «No, mujer, no; no faltaba más,
nosotros llevaremos una botellita de anís…»). No se podía dar un paso. El
monumental armazón se consumía. Cayó su estructura con lenta elegancia alzando
miríadas de chispillas doradas en el oro claro de las llamas retorcidas que, de pronto,
se realzaron rojas.
—¡Qué bien se quema!
Arturo Carbonell, llevando a su hijo de la mano, desembocó en ese preciso
momento de la calle de Pascual y Genís. Sentía, a través de su mano, el desconsuelo
del niño; le dio una pena increíble, como si, de repente, el muchacho se hubiese
marchitado, y se avivó más su amor. Le pesaba su culpa, y la tristeza del chico le
desoló el alma. Ni siquiera tendría el consuelo de quejarse a su madre; no la conoció.
¿No podía haber dejado para el día siguiente el arreglo de ese escape? Entretenido en
el trabajo, habían llegado tarde, ya vencida la falla bajo su propio peso destruido.
Las fachadas brillaban como las mismas ascuas entre la alegría del pueblo curioso
y satisfecho: había visto surgir el primer ramalazo del último estallido de la traca, el
mismo que le había obligado a salir de casa, a la carrera, con su hijo de la mano, con
la conciencia ya mordida por el reconcomio de la tardanza.
(«Yo siempre llego a tiempo»).
La tristeza del niño —desconsuelo, luto, amargura— estaba a punto de reventar
en lágrimas. Arturo la sentía, pesada como plomo, de arriba abajo. No era
resentimiento sino un velo oscuro, dolor sin figura, desengaño. Había llegado tarde,
estaba solo, ya se habían ido. ¿Quién? ¿Quién se había ido? La multitud los envolvía.
Arturo percibía en su sangre la desilusión trasmitida por la de su hijo a través de la
palma de su pequeña mano, laxa, desmadejada, vencida por un descalabro interior, a
la deriva su fe en él («Yo siempre llego a tiempo»), que era casi tanto como todo lo
demás junto: su perro, las natillas, las birlas, la caja de compases, el baño de los
www.lectulandia.com - Página 78
domingos en la playa del Cabañal. Las arterias y las venas, convertidas en yedras, le
estrujaban el corazón, fatigando el pecho, avivándole el sentimiento. No podía hablar,
que tenía toda la culpa: nada le hubiese impedido salir media hora antes de casa.
¿Qué le retuvo? ¿El deseo de arreglar de una vez el desperfecto? Sí, tal vez, pero
también cierta rebeldía engendrada por el constante: «Vámonos ya, vamos a llegar
tarde». («Ya nos vamos, tenemos tiempo. Yo siempre llego a buena hora»). «Tenemos
tiempo». Y no lo habían tenido: ya estaba la falla a medio quemar cuando dieron la
vuelta a la última esquina. Si, por lo menos, el muchacho hubiese levantado la vista…
Con los ojos solía entenderse con él y ahora estaba perdido, arrastrado a la deriva por
el soplo de aquella malhadada ocurrencia de haber perdido el tiempo en aquel arreglo
innecesario en ese preciso momento. Apretó con timidez la mano de su hijo, mas éste
no respondió a la presión amorosa. El chico tenía la vista clavada en tierra, huyendo
del alto fuego que iluminaba alegremente el día de la noche de San José. Arturo no
sabía hacia dónde tirar al faltarle las puertas abiertas de los ojos de su hijo, claror
oscuro aterciopelado, largos corredores, conducto subterráneo, túnel afelpado por el
que comunicaba naturalmente, sintiéndose más penetrado a medida que más se
hundía en las pupilas contrarias, tan suyas. Quedábale el tacto —que el olfato no
servía, a pesar del alegre olor de la pólvora—, pero el niño permanecía insensible al
repetido apretón de manos de su padre. Y la voz se le negaba porque no sabía,
ignorándolas, pronunciar las palabras necesarias. No podía pedir perdón, porque no
está bien en boca de padre, y, luego, porque no le había. Hubiese dado su mano
derecha por una mirada de reproche: aquellos ojos pardos con ciertos reflejos
moradillos que conocía mejor que cualesquier otros, que le solían hablar en la lengua
que inventaron: idioma preciso, sin engaños ni biombos de palabras. Si ahora
levantara la cabeza y le mirase diciéndole su rencor con los ojos —¿qué era?, ¿el iris,
la pupila, las pestañas, los párpados, las cejas?—, ¡qué tranquilidad! Pero no, el chico
pesaba como un ancla que fuera rasguñando la tierra en busca de un recoveco en el
que agarrarse definitivamente, sin dar con él. A pesar de ello, lo llevaba a rastras: el
brazo empezó a dolerle horrendamente.
(Arduum est nomina rebus et res nominubus reddere, como dijo Plinio, y don
Álvaro nos enseñó. Ardua empresa amoldar los nombres a sus objetos, y éstos a
aquéllos. Don Álvaro era un escritor sucio y de pocas pretensiones, como no fuera
convertirnos, a Vicente y a mí, en ensayistas; solía venir a tomar el té a mi casa, algún
que otro jueves, refinamiento inaudito para la época. Con don Emilio, don Floro, don
Bartolomé, don Juan y aquel inaudito don Doreomundo. Entonces oímos por vez
primera La cathédrale engloutie, el nombre de Freud antes de envolvernos en la capa
del espacio-tiempo de Einstein, Valencia, 1918, 1919, 1920, 1921…).
Arturo llevó a su hijo a la playa. Larga, anchísima, quieta, desierta, sin más luz
que la de las estrellas, tan clara como la de la luna, más dura, más profunda,
pavonada como acero, dibujando los bordes de todas las cosas y más la espumilla de
las suavísimas olas que lamían incansables la fina arena parda que mataba todos los
www.lectulandia.com - Página 79
ruidos hasta el de su mismo mar, convirtiendo su presencia en sordas, tibias palmadas
en las ancas de la tierra. Olas pequeñas, resignadas, sin otro aliento que el lento
palpitar del agua inmensa, sístole y diástole del Mediterráneo dormido. Y un aire
suave, nocturno, que no iba más allá de las espaldas de los solitarios paseantes.
El niño apretó un poco la mano de su padre, para darle a entender que su rencor
había cedido. Arturo respiró hondo, dándose cuenta de que el aire le llegaba al pecho
por primera vez desde hacía algunas horas. Quien le liberaba era el mar: el agua,
enemiga del fuego. Además, la noche solitaria, la playa, imagen misma de la noche,
era una manta que lo apagaba todo: siempre se puede renacer.
Anduvieron de consuno con el mismo infinito de playa desierta por delante.
Cuando el niño empezó a rezagarse, volvieron hacia la ciudad, que iluminaba el
horizonte con un ancho halo rojizo. Subieron a un tranvía, únicos viajeros. Ambos
sentían una gran placidez, suavemente cogidas las manos.
Al llegar a la calle de las Barcas oyeron el alegre repiqueteo continuo de la traca.
La cara del niño se iluminó: llegaban con el tiempo justo para ver empezar a
quemarse la falla. Arturo encaramó a su hijo sobre sus hombros en señal de triunfo.
—Ves tú —le dijo—, yo siempre llego a tiempo.
La primera llamarada encendía todos los rostros.
www.lectulandia.com - Página 80
L A I N G R A T I T U D
www.lectulandia.com - Página 81
E ra ya vieja cuando tuvo una hija. El marido murió a los pocos años y ella fue
cuidando su retoño como a la niña de sus ojos.
Era una muchachita desmedrada, de ojos azules, casi grises, mirada perdida,
sonrisa indiferente, dócil, de pelo lacio, suave, voz lenta y gravecilla.
Gustaba permanecer cerca de su madre, ovillar la lana y ayudarle a coser.
Vivían ambas en una casa humilde, a orillas de la carretera, que debió ser, en otro
tiempo, de peón caminero.
La madre bordaba para poder vivir. Cada quince días pasaba un cosario que le
dejaba unas telas y se llevaba otras llenas de bodoquitos y deshilados. El cosario
murió a consecuencia de las heridas que, a coces, le propinó un burro, furioso por una
picada de tábano, en una venta del camino. Desde entonces, con la misma
regularidad, apareció su hijo. Cuando Luisa cumplió diecisiete años, Manuel se la
llevó. Como la vieja era tan pobre, no pudieron celebrar la boda; pero dio a su hija
cuanto tenía: los cacharros de la cocina, un traje negro y una sortija de latón que su
difunto le había regalado cuando fue a la feria de Santiago.
Luisa era todo lo que en verdad tenía. Sintiéndose encoger, la vio subir a la
carretera del cosario y perderse en la lejanía. Cuando doblaron, al final de la lenta
bajada, ya hacía tiempo que sólo divisaba el polvo que levantaban las patas del mulo
y las ruedas de la galera.
La vieja se quedó sola, ni un perro tenía, sólo algunos gorriones volaban por los
campos; alfalfa a la derecha y trigo ralo a la izquierda de la carretera.
Se quedó sola, completamente sola. Bordaba menos porque sus ojos se llenaban
de lágrimas recordando a Luisa. Los primeros días, su hija le hizo saber, por Manuel,
que era muy feliz, y le mandó una cazuela con un dulce que había hecho. A los seis
meses el hombre le dijo que pronto esperaba un niño. La vieja lloró durante una
semana; luego tomó más trabajo para poder comprar tela y hacer unas camisitas y
unos pañales para su nieto. Manuel se los llevó, muy agradecido. La vieja siempre
tuvo la seguridad de que sería un nieto, y no se equivocó. Unos meses después de su
nacimiento, Manuel le dijo que iba a tomar un arriero para que la ayudara en su
negocio, que prosperaba. Dos semanas más tarde, en vez de Manuel vino Luis, un
mocetón colorado y tonto que cantaba siempre la misma canción:
El bombo dombón,
la lomba dombera,
¡Quién fuera lanzón!
¡Quién lanceta fuera!
Manuel y su mujer se fueron a vivir más lejos y ni siquiera Luis pudo dar noticias
a la vieja. Suponía, sencillamente, que estaban bien. La vieja se reconcomió poco a
poco. «Los hijos son así», se decía para consolarse, pero recordaba cómo se había
portado con su madre. Se quedaba horas y horas sentada a la orilla del camino
www.lectulandia.com - Página 82
esperando que apareciese alguien que le trajera noticias de su hija y de su nieto, pero
no venía nadie y la vieja se iba secando.
Nunca tuvo gusto para muchas cosas, pero dejó de hacer lo poco que hacía: sin
comer, sin dormir, luchaba contra la palabra ingratitud que le molestaba como una
mosca pertinaz; espantábala de un manotazo, pero volvía sin cesar, zumbando. «Los
hijos son así», se decía, pero ella se acordaba de cómo se había portado con su madre.
Seca, sin moverse, se convirtió en árbol; no era un árbol hermoso: la corteza
arrugada, pocas hojas, y éstas llenas de polvo; parecía una vieja ladeada en el borde
del camino.
El paisaje era largo y estrecho, las montañas, peladas, grises y rojizas a trechos; la
carretera bajaba lentamente hacia el valle, sólo verde muy abajo, donde torcía el
camino, cerca del riachuelo tachonado de cantos.
Era un árbol que no tenía nada de particular, pero era el único que había hasta la
hondonada. Todavía está allí.
www.lectulandia.com - Página 83
RECUERDO
www.lectulandia.com - Página 84
C laro está que nosotros nunca hemos tenido principios. Ni hay razón para que
los tuviéramos. Vivimos cerca de la playa, en una casa de madera, con algunos
pinos alrededor. Margarita se empeñó a ir a pasar sus vacaciones en la casa de al lado.
No es que esté cerca, pero como no hay otra que nos separe, somos vecinos. No
hablábamos con ellos, no por nada: no somos orgullosos, no. Ellos son negros, como
nosotros, y no había pasado nada, pero no nos hablábamos: cosas que suceden.
Margarita se empeñó en ir, y fue. Yo no estaba tranquilo, ella se reía de mí. Por si
acaso quedamos en que si algo le sucediera, me llamaría.
Ella no era fácil de colocar, con todo y ser blanca: tenía bastante mala reputación
por el contorno. Bueno. La cosa es que, al ir a la escuela, la dejé en casa de los Walter
y no entré en clase. Pasaron las horas y me reconcomía. Anduve por la playa, pasé
frente a la casa y como no se veía a nadie me puse nervioso. Miré a través de la cerca
de cañas: el jardín estaba tan descuidado y sucio como siempre, con trozos de
periódicos arrugados entre viejas latas de conservas abiertas y vacías, cubiertas de
orín, tiradas entre maderos y yerbajos que crecían como podían por la arena llena de
cascotes. Una palmera esquelética, unos arbustillos de nada, unas gallinas picoteando.
Por la noche no pude más y decidí que algo había pasado. Cogí un gran trozo de
carne cruda en la cocina y me fui acercando como un asesino al jardín de los Walter.
Oí a Margarita cuchichear con alguien, que no podía ser otro que Sostenes, entonces
les eché la carne, oí cómo caía en el suelo, entre ellos.
Nunca me lo ha perdonado porque, según me dijo, estaba a punto de casarse con
Sostenes, y mi trozo de carne deshizo la boda. Cuando me pongo a pensar en ello no
acabo de comprenderlo, porque, ya lo dije, ellos no tienen prejuicios y esa carne era
carne de res, un trozo cualquiera, buena, roja, no podrida. Pero no se casaron. Yo
tenía entonces doce o trece años —eso nunca se sabe—, y Margarita ya andaría por
los veinticinco o los veintiséis.
www.lectulandia.com - Página 85
L A R A M A
www.lectulandia.com - Página 86
L as cosas se saben o no; no hay por qué comprenderlas. Comprender, ¿de qué
sirve? El entendimiento, lo dijo santa Teresa: un bien donde juntos se encierran
todos los bienes. ¿Para qué tanto? Por mi voluntad te digo mis secretos: no andar
corto en repartir —doy lo que tengo: lo que sé—; romper si es necesario con los
amigos, desavenirse de los compañeros. Es cruz pesada, enfadosa: mas, si quieres ser,
a veces, necesaria. Sólo camino solo. ¿Y qué? Tomar la carga y comprender. Dirás:
todo es atar sentencias cuando de lo que se trata es de explicar.
He dado muchas vueltas, que los demás las den. Estoy en mi derecho, ¿no?
Despabílales el entendimiento y serán otros. Lo que hay que saber es si me conviene.
Contigo es otro cantar. Siempre imitamos a alguien. ¿A quién yo ahora? A ti, porque
te quiero. Esto no es una cátedra de teología ni pretendo ensanchar los términos de mi
reino: siempre quedan cortezas vanas en las cabezas de alrededor. No sirve preferir el
estudio al descanso, ni estar ocupado siempre con los libros. ¡Busca verdades con el
entendimiento a ver a qué te saben! Aplícate, dale vueltas y vénmelo a contar. Mejor,
créeme, échate a dormir. Despestáñate tesonero, codicioso estudiante; ocúpate a
levantarte sobre las estrellas: a empellones te echarás de ti mismo.
Tal vez creas que el ingenio humano saca la plata de las entrañas de la tierra
reparando contra el sol. Reniega de la verdad, escúchame. Te advierto que si no tú, yo
me canso de tanto rodar y rodear. ¿Quieres saberlo, no? Ahora bien, no me vengas
luego con que no me crees: el que me lee, el que me escucha, soy yo. No suelo
emplear palabras con dos filos, embotan. Escoge, pero pronto. ¿Callas? Allá tú. Yo
hago vela: sígueme si puedes; no voy a emplear mi elocuencia en balde ni cobro bríos
con la antigüedad como tantos amigos tuyos que, con sólo asomarse al abismo,
sienten vértigo literario o demuestran ferocidad negando lo que desconocen y
seguirán ignorando, por porfía.
Me preguntarás, con razón —porque es otra—, por qué estoy en el secreto. La
verdad es que subí esperadamente a gran privanza, estuve a punto de obtener la
combinación de su secreto pero algo me detuvo en el quicio, como siempre. (¿No te
gusta: perder el quicio?). Sigo pues hablando de oídas y viviendo de suposiciones.
Pero lo visto no hay quién me lo quite y si hay verdad ésta es espejo. Basta, no llevo
hilo para tan largo discurso. Vamos al artificio y dejemos lugar espacioso a la verdad.
El suceso:
Corté una rama
La rama de un arbusto. Una rama oscura, de más o menos una vara de largo, una
rama tierna de no sé qué especie, de no sé qué género, por lo que no puedo decirte el
nombre. Si te sirve de algo, haz una lista y te iré diciendo que no era laurel, ni
madreselva, ni arrayán, ni mirto, ni boj, ni madroño, ni parra, ni retama, ni brezo, ni
jara. Era mayor, sin llegar a árbol. La tierna rama se cortó con dificultad, no de golpe:
hubo que retorcerla, tenía vida, no quería dejar de ser lo que era. Parecía tener púas
espinosas, no eran sino blandos brazuelos de la misma rama. Ni espino, ni
escaramujo, ni zarza. Acacia sin rancajos, moral sin dientes, rosal sin espinas. No
www.lectulandia.com - Página 87
planta rara —por nada se distinguía— mas nadie la conoció.
Olía a epazote: no sabes lo que es, hierba aromática del otro mundo. Una rama
hermosa, con renuevos por todas partes.
Lentamente empezó a moverse. No me crees. Se empezó a mover por sí sola,
empujada tal vez por su olor, quizá por el recuerdo. (No quiero ni pensarlo. ¿Te das
cuenta?, porque si entonces, a su vez…). Se empezó a mover. ¿Cómo se mueve una
rama, una rama sola, negra, sin espinas ni púas, médula negra, a remolque de sí?
Echó hacia adelante, arrastrándose atareada, meneándose en continuo
movimiento. ¿Qué hace crecer la eternidad, la calma o el vaivén, la inmovilidad o la
agitación? No lo sabes. Ahora aprendiste algo, no pidas demasiado. Se movió y se
trocó. O al revés. Se torció: de lo que era a lo que fue. Todo cambia y se convierte; a
ver cuándo te toca. Todo cambia menos el viento. Confíate, aunque sólo fuese por
eso: el viento no cambia sino las cosas: la sierpe, de la rama (de raíz le venía). Lo vi
con estos ojos que esperan mirarte.
Corté la rama, la dejé a mis pies, y la rama empezó a moverse, mudada. Como
tenía que ver, tuvo ojos; que acabar, cola. Como lo vi te lo cuento, como sucedió te lo
digo. ¿Fue mal trueque? Me dejó asombrado, aún lo estoy, no son mudanzas diarias;
si no ¿dónde pararíamos? Aseguran que nunca está una pelota mucho tiempo en una
misma mano. Gran consuelo para el mañana.
Pensándolo no halla justificación, mas viéndolo te aseguro que pareció natural,
nadie se llamó a engaño. Las púas o lo que fueran vinieron a escamas. Ahora,
sabiéndolo, no puedes extrañarte de su falta de firmeza y constancia. Si mudan las
estaciones ¿cómo no han de dejar las pieles abandonadas entre hierbajos? ¿Qué
nuevos colores no cobra así el mimetismo? ¿Quién se asimila las apariencias, las
plantas o los animales? ¿Se defienden engañando o engañando se defienden?
Mimetismo viene de mimo. Siempre imitamos a alguien. ¿A quién yo? A ti, porque te
quiero.
¡Qué fácil —ahora— colegir por qué no hay hoja, viva o muerta, o rama, con las
que no se las pueda confundir! Píntanse con la perfección del natural, no hay quien
las conozca o reconozca… ¿A quién imitan si no a sí mismas siguiendo sus propios
ejemplos? Se amoldan a lo que fueron, no va mucho a lo que son. Haz prueba: corta
una rama proporcionada y espera: todo es cuestión de paciencia y trasladar la
representación.
Aquélla —la otra— esperó la ocasión. Se la dieron, la aprovechó. Pocas sierpes
suelen andar por los árboles, gústales más arrastrarse y dormir; es animal para poco.
Ahora bien, si lo que vi es lo cierto —¿por qué voy a dudar? Santo Tomás, auténtico
abogado de los posibles, me ampare—, el origen, como siempre, lo explica todo. Tal
vez fue yedra trepadora que se enroscaba a cuanto árbol le venía a raíz. Si lo sabía, si
estaba enterada, el caso sería distinto; plantaría problemas nuevos que no tengo ganas
de abordar ahora.
El propio Jesucristo ¿cuántas veces fue representado por la serpiente? ¿Quién dijo
www.lectulandia.com - Página 88
que «aquel que había sido vencido por el leño iba a su vez a ser vencido por el leño
mismo»? ¿No pidió el propio Jesucristo que fueran prudentes como ella? ¿No
escribió san Ambrosio que la misma imagen de la Cruz era «la serpiente de bronce»?
Y, ¿no queda todo más claro si la serpiente fue antes leño?
Acabo de verlo, lo tengo que creer. Que tú hagas igual porque te lo digo es otro
cantar. Pero me conoces bastante —tiempo y espacio— para saber que soy incapaz de
mentir.
El aire preña, díganlo si no los dioicos: ando muy dispuesto a aceptar cualquier
explicación. Te escribo ésta desde la casa del cura de Tlacochahuaya, y no digo más,
que suelen decir los personajes de don Miguel de Cervantes. Ten en cuenta que
siendo los siglos en todas partes idénticos, aquí se pueden contar con la vista.
Quédese todo bajo las alas del entendimiento, que la razón y sus engarces son harina
de otro costal.
Sólo una vez más te lo aseguro: corté una rama, la dejé en el suelo y, vuelta
víbora, echó a caminar. Así fue, estoy dispuesto a dejarme arrastrar —yo también—
antes de desdecirme. No le busques más pies al gato, tiene cuatro. Ya te dije que te
quiero, ¿basta repetirlo? Lo escribió otro, y de esa misma tierra:
El corazón ya no puede
con tanto bosque furioso.
www.lectulandia.com - Página 89
E L M O N T E
www.lectulandia.com - Página 90
C uando Juan salió al campo, aquella mañana tranquila, la montaña ya no estaba.
La llanura se abría nueva, magnífica, enorme, bajo el sol naciente, dorada.
Allí, de memoria de hombre, siempre hubo un monte, cónico, peludo, sucio,
terroso, grande, inútil, feo. Ahora, al amanecer, había desaparecido.
Le pareció bien a Juan. Por fin había sucedido algo que valía la pena, de acuerdo
con sus ideas.
—Ya te decía yo —le dijo a su mujer.
—Pues es verdad. Así podremos ir más de prisa a casa de mi hermana.
www.lectulandia.com - Página 91
Notas
www.lectulandia.com - Página 92
[1] No hace falta insistir en el cambio semántico que al adjetivo «cierto» imprime su
posición pre o pospuesta al nombre, por lo que el valor significativo en uno y otro
caso resulta prácticamente antonímico. <<
www.lectulandia.com - Página 93
[2] El lector curioso puede ver el excelente estudio de César A. Molina (La revista
Alfar y la prensa literaria de su época, 1984) sobre esta revista, o repasarla casi
enteramente en la edición facsímil realizada por este mismo investigador y crítico. Y
decimos casi enteramente porque precisamente el número 60, de agosto-septiembre
de 1926, en el que apareció Caja, debía incluirse en el último tomo de esa edición
facsímil que, hasta ahora, no ha sido publicado. <<
www.lectulandia.com - Página 94
[3] Ver en la revista El Mono Gráfico, 5, Valencia, 1993, el artículo de I. Soldevila al
respecto. <<
www.lectulandia.com - Página 95
[4] Madrid, Ed. Gredos, 1973, pp. 54-55. <<
www.lectulandia.com - Página 96
[5] El archivo-biblioteca Max Aub de Segorbe ha hecho una muy útil edición escolar
www.lectulandia.com - Página 97
[6] Bastante más pronto que él recuperó la capacidad lúdica Ramón J. Sender, que en
los relatos de Mexicayotl, a comienzos de los años cuarenta, ya utiliza los relatos
mítico-legendarios de los pueblos autóctonos de México. <<
www.lectulandia.com - Página 98
[7] Nos permitiremos anotar que este relato, leído únicamente en su título, provocó
graves consecuencias no sólo en la dificultad que más tarde tuvo Aub para obtener un
visado —siquiera fuese temporal— para visitar España, sino incluso en quienes,
desempeñando un cargo de funcionario de España en el extranjero, tuvimos la
desvergüenza de relacionarnos con Aub e invitarlo a dar una conferencia en la
Universidad de Quebec, allá por los comienzos de los sesenta, cuando ya el relato en
cuestión llevaba más de dos años publicado. <<
www.lectulandia.com - Página 99
[8] En Alfar aparece este término separado [descapa razonaba]. El carácter neológico
otro! Del castellano al francés, sin razón, porque sí. ¡Qué fácil entonces mi cometido!
De col a col, de chou a cuello. Todo quedaría perfectamente explicado. El beso
iniciado por él hacia la nuca, el fruncimiento de las cejas y la razón de la frase
anterior de Margarita Claudia y hasta el vago deseo que «chou» despertaba en él.
Pero todavía no llegó el tiempo… <<
formó un lago. Cuando éste forzó las montañas, vino a río. Los blancos suelen
llamarlo Nilo. Cada año Uba-Opa hace el viaje, cada año los peces le advierten de lo
que le va a pasar, cada año Uba-Opa no les haces caso, cada año Uba-Opa llora y
cada año el río se desborda». <<
ejemplo, la tumba de los Askias en Gao— se parece a las pirámides aztecas y mayas.
Quizá Uba-Opa fue de los primeros en cruzar el Atlántico. Por otra parte existe otra
versión —del Uban-ga-Chari— según la cual el negro —que se llama La Yasibo—
marcha tierra adentro: se le acercan diez animales para disuadirle de seguir adelante:
(a) Un mosquito, (b) un moscardón, (c) una mariposa, (d) un pájaro de cien colores,
(e) un búho, (f) una liebre, (g) una gacela, (h) una jirafa, (i) un elefante y, finalmente,
(j) un tigre, que se lo come. La letanía es más o menos idéntica. Lo curioso es que el
negro, que marcha hacia el oriente, se va volviendo amarillo de tanto sol y que el
propio astro le va encogiendo la piel, con lo cual sus ojos se le vuelven pequeños y
oblicuos. <<