III - El Dragón en La Espada
III - El Dragón en La Espada
III - El Dragón en La Espada
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Michael Moorcock
El dragón en la espada
Crónicas del Campeón Eterno III
ePUB v1.0
Dyvim Slorm 05.12.11
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Título original: The Dragon in the Sword
ISBN 84-270-1481-3
1986 by Michael Moorcock
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Para Minerva, la más noble romana.
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Prólogo
¡Rosa de todas las Rosas, Rosa del Mundo entero!
Tú, también, has venido donde las oscuras olas saltan
sobre los muelles del dolor, y has escuchado
la campana que nos llama, el dulce tañido lejano.
Su eternidad afligió a la Belleza,
te convirtió en uno de los nuestros, y del sombrío mar gris.
Nuestras largas naves rinden sus velas entretejidas de pensamientos y
aguardan,
pues Dios les ha prometido compartir el mismo hado,
y cuando, al fin derrotadas en Sus guerras,
se han hundido bajo las mismas estrellas blancas,
Él nunca más escuchará el lamento
de nuestros tristes corazones, que no pueden vivir ni morir.
W. B. YEATS
La Rosa de la Guerra
Soy John Daker, la víctima de los sueños del mundo entero. Soy Erekosë,
Campeón de la humanidad, el que exterminó a la raza humana. Soy Urlik Skarsol,
señor de la Fortaleza Helada, el que empuñó la Espada Negra. Soy Ilian de
Garathorm, Elric Matamujeres, Hawkmoon, Corum y muchos más —hombre, mujer
o andrógino—. He sido todos ellos. Y todos son guerreros que combaten en la
perpetua Guerra de la Balanza, dedicados a imponer la justicia en un universo
siempre amenazado por el Caos incesante, a instaurar el Tiempo en una existencia sin
principio ni fin. Sin embargo, no es ésta mi verdadera maldición.
Mi verdadera maldición consiste en recordar, siquiera vagamente, cada
encarnación diferente, todos los momentos de una infinidad de vidas, una
multiplicidad de edades y mundos, concurrentes y secuenciales.
El Tiempo es a la vez la agonía del presente, el largo tormento del pasado y la
terrible perspectiva de incontables futuros. El Tiempo constituye también un
complejo de realidades que se entrecruzan sutilmente, de imprevisibles consecuencias
y causas ignotas, de profundas tensiones y dependencias.
Aún no sé por qué fui elegido para este destino o cómo llegué a cerrar el círculo
que, si no me liberó, al menos contenía la promesa de mitigar mi dolor.
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Sólo sé que mi sino es luchar eternamente y disfrutar de la paz en contadas
ocasiones, porque soy el Campeón Eterno, defensor, y al mismo tiempo destructor, de
la justicia. En mí, toda la humanidad está en guerra; en mí, macho y hembra se aunan,
en mí combaten; en mí, muchas razas aspiran a convertir en realidad sus mitos y
sueños...
No obstante, soy tan humano como cualquiera de mis iguales. El amor y la
desesperación, el miedo y el odio se apoderan de mí con idéntica facilidad.
Fui y soy John Daker, y conseguí hallar por fin una cierta paz, la apariencia de
una conclusión. Voy a tratar de poner por escrito mi historia final...
Ya he explicado cómo fui llamado por el rey Rigenos para luchar contra los
Eldren y cómo me enamoré y cometí un terrible pecado. He narrado asimismo lo que
ocurrió cuando (supongo que en castigo por mi crimen) fui llamado a Rowernarc,
cómo fui inducido a empuñar de nuevo la Espada Negra contra mi voluntad, cómo
encontré a la Reina de Plata, y lo que hicimos juntos en las llanuras del Hielo Austral.
Creo que también he contado en alguna parte otras de mis aventuras, o acaso fueron
transmitidas por otros que las oyeron de mis labios. Me he referido a las
circunstancias que me llevaron a viajar en una nave oscura, guiada por un timonel
ciego. Sin embargo, no estoy seguro de haber descrito cómo abandoné el mundo del
Hielo Austral y mi identidad de Urlik Skarsol, así que empezaré mi historia con mis
últimos recuerdos del planeta agonizante, cuyas tierras sucumbían lentamente al
asalto del frío y cuyos mares perezosos estaban tan saturados de sal que podían
sostener el peso de un hombre adulto. Habiendo expiado hasta cierto punto mis
anteriores pecados en aquel mundo, confiaba en reunirme con mi único amor, la
hermosa princesa de los Eldren, Ermizhad.
Aunque un héroe para aquellos a los que había ayudado, me abismé cada vez más
en mi soledad y sufrí raptos de una melancolía casi suicida. En ocasiones, me
encolerizaba sin objeto contra mi hado, contra aquello y aquellos que me separaban
de la mujer cuyo rostro y presencia llenaban mis horas, tanto despierto como
dormido. ¡Ermizhad! ¡Ermizhad! ¿Habría existido alguien que amara con tal
profundidad y constancia?
Recorría el Hielo Austral en mi carruaje de plata y bronce tirado por grandes osos
blancos, siempre inquieto, acosado por los recuerdos, rezando para volver junto a
Ermizhad, presa de un anhelo casi doloroso. Dormía poco. De vez en cuando
regresaba al Fiordo Escarlata, donde muchos se alegraban de ser mis amigos y
oyentes, pero las ocupaciones habituales que llenaban las vidas de la gente
conseguían irritarme. Evitaba su hospitalidad y compañía siempre que me era posible,
pues detestaba parecer hosco. Me confinaba en mis aposentos y allí, medio dormido,
siempre agotado, intentaba abstraerme por completo, separarme de mi cuerpo, buscar
en el plano astral, como yo lo denominaba, a mi amor perdido. Sin embargo, había
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muchos planos de existencia, un infinito número de mundos en el multiverso, como
ya sabía, una enorme variedad de cronologías y geografías posibles. ¿Cómo podría
explorarlos todos y encontrar a mi Ermizhad?
Me habían dicho que tal vez daría con ella en Tanelorn, pero ¿dónde se hallaba
Tanelorn? Sabía por mis recuerdos de otras existencias que la ciudad adoptaba
muchas formas y resultaba muy difícil localizarla, incluso para alguien avezado en
moverse entre las numerosísimas capas del Millón de Esferas. ¿Qué posibilidades
tenía, encadenado a mi cuerpo, encadenado a un plano terrenal, de encontrar
Tanelorn? Si bastara con el anhelo, ya habría descubierto la ciudad una docena de
veces.
Poco a poco, los efectos del agotamiento se hicieron notar. Algunos pensaban que
iba a morir, otros que me volvería loco. Les tranquilicé, aduciendo que mi voluntad
era demasiado fuerte para permitirlo. Accedí, no obstante, a aceptar medicamentos
que me ayudaron, por fin, a dormir profundamente y, casi con alegría, empecé a
experimentar los sueños más extraños.
Al principio, me pareció que iba a la deriva en un océano informe de luz y color
que remolineaba en todas direcciones. Poco a poco comprendí que contemplaba el
multiverso. Percibía, hasta cierto punto, todas las capas y todos los períodos al mismo
tiempo. Sin embargo, mis sentidos eran incapaces de seleccionar un detalle en
particular de esta visión asombrosa.
Después, fui consciente de que caía muy despacio, pasando a través de todas las
edades y planos de la realidad, a través de mundos, ciudades, grupos de hombres y
mujeres, bosques, montañas y océanos, hasta que vi frente a mí una pequeña isla llana
y verde que ofrecía una tranquilizadora apariencia de solidez. Cuando mis pies se
posaron sobre ella, olí a hierba fresca y vi pequeñas extensiones de césped y algunas
flores silvestres. Todo semejaba de una sencillez maravillosa, aunque existiera en
aquel caos revuelto de color puro, de oleadas de luz que cambiaba constantemente de
intensidad. Otra figura se erguía sobre aquel fragmento de realidad. Iba cubierta de
pies a cabeza con una armadura a cuadros amarillos y negros, y la visera me impidió
discernir algún detalle del ser en cuestión.
Sin embargo, sabía quién era, pues nos habíamos encontrado antes. Le conocía
como el Caballero Negro y Amarillo. Le saludé, pero no respondió. Me pregunté si
habría muerto petrificado en el interior de su armadura. Una bandera de color claro,
desprovista de insignias, ondeaba entre nosotros. Podía tratarse de una bandera de
tregua, pero no existía enemistad entre ambos. Era un hombre gigantesco, más alto
que yo. Nuestro último encuentro había tenido lugar sobre una colina, mientras
veíamos a los ejércitos de la humanidad luchar a lo largo y ancho de los valles. Ahora
no mirábamos nada. Yo deseaba que alzara el yelmo y descubriera su rostro. No lo
hizo. Deseaba que hablara. No fue así. Deseaba escuchar la confirmación de que
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estaba vivo. No se produjo.
El sueño se repitió muchas veces. Noche tras noche le supliqué que me revelara
su identidad, formulé las mismas peticiones de siempre y no obtuve ninguna
respuesta.
Por fin, una noche, hubo un cambio. Antes de que procediera a recitar mis
súplicas rituales, el Caballero Negro y Amarillo me habló...
—Ya te lo he dicho antes. Responderé a cualquier pregunta que me hagas.
Era como si prosiguiera una conversación cuyo principio yo hubiera olvidado.
—¿Cómo puedo hallar de nuevo a Ermizhad?
—Tomando pasaje en el Bajel Negro.
—¿Dónde encontraré el Bajel Negro?
—El barco irá a tu encuentro.
—¿Cuánto tiempo he de esperar?
—Más del que deseas. Debes dominar tu impaciencia.
—Esa respuesta es muy vaga.
—Te prometo que es la única que puedo darte.
—¿Cómo te llamas?
—Al igual que tú, he sido dotado de muchos nombres. Soy el Caballero Negro y
Amarillo. Soy el Guerrero Que No Puede Combatir. A veces me llaman el Lirio
Blanco.
—Déjame ver tu cara.
—No.
—¿Por qué?
—Ah, ésa es una pregunta delicada. Creo que todavía no ha llegado el momento.
Si te revelara demasiadas cosas, eso afectaría a demasiadas cronologías. Has de
saber que el Caos amenaza todos los planos del multiverso. La Balanza se inclina en
exceso a su favor. Hay que respaldar la Ley. Hemos de evitar males mayores. Estoy
seguro de que pronto sabrás mi nombre. Pronto, según tu medida del tiempo. En la
mía, bien podrían pasar diez mil años...
—¿Puedes ayudarme a regresar junto a Ermizhad?
—Ya te he explicado que debes esperar el barco.
—¿Cuándo hallaré la paz espiritual?
—Cuando hayan concluido todas tus tareas, pero antes te esperan algunas.
—Eres cruel, Caballero Negro y Amarillo, por responderme con tanta vaguedad.
—Te aseguro, John Daker, que no poseo respuestas más concretas. No eres el
único que me acusa de crueldad...
Hizo un amplio ademán, y pude ver que señalaba un risco. Hilera tras hilera de
guerreros provistos de armaduras abolladas se alineaban hasta el mismo borde,
algunos a pie, otros a lomos de monturas que no podían ser calificadas de caballos
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normales. Me hallaba lo bastante cerca para observar sus rostros. Tenían ojos vacuos,
que habían contemplado horrores sin cuento. No podían vernos, pero me dio la
impresión de que nos estaban suplicando; al menos, al Caballero Negro y Amarillo.
—¿Quiénes sois? —grité.
Y entonces me contestaron, alzando la cabeza para entonar una letanía aterradora.
—Somos los olvidados. Somos los últimos. Somos los crueles. Somos los
Guerreros en los Confines del Tiempo. Somos los pisoteados, los desesperados, los
traicionados. Los veteranos de mil guerras psíquicas.
Fue como si les hubiera hecho una señal, dándoles la oportunidad de expresar sus
terrores, sus anhelos y la agonía que padecían desde siglos atrás. Cantaban como un
solo hombre, con voz fría y monótona. Tuve la sensación de que llevaban toda la
eternidad esperando al borde del risco, y que habían hablado por primera vez en
respuesta a mi pregunta. La salmodia no se detuvo, sino que aumentó de intensidad...
—Somos los Guerreros en los Confines del Tiempo. ¿Dónde está nuestra alegría?
¿Dónde nuestra pena? ¿Dónde nuestro miedo? Somos los sordos, los mudos, los
ciegos. Somos los eternos. Hace mucho frío en los Confines del Tiempo. ¿Dónde
están nuestras madres y nuestros padres? ¿Y nuestros hijos? ¡Hace un intenso frío en
los Confines del Tiempo! Somos los nonatos, los ignorados, los inmortales. ¡Hace
demasiado frío en los Confines del Tiempo! Estamos cansados. Tan cansados...
Estamos cansados en los Confines del Tiempo...
Su dolor era tan inmenso que intenté taparme los oídos.
—¡No! —grité—. ¡No! ¡No debéis llamarme! ¡Tenéis que marcharos!
Y entonces se hizo el silencio. Habían desaparecido.
Me volví para hablar con el Caballero Negro y Amarillo, pero también se había
desvanecido. ¿Había sido uno de aquellos guerreros? ¿Acaso les había acaudillado?
¿O tal vez eran todos ellos facetas de un único ser..., yo?
No sólo no podía responder a ninguna de esas preguntas, sino que no deseaba
saber las respuestas.
No estoy seguro de si fue en ese punto, o algún tiempo después, en otro sueño,
cuando me encontré de pie en una playa rocosa, contemplando un océano envuelto en
una espesa niebla.
Al principio, la niebla me impidió ver nada; después, poco a poco, percibí un
contorno oscuro, un barco anclado cerca de la orilla.
Supe que era el Bajel Negro.
En algunos puntos del barco brillaba una luz anaranjada. Era una luz cálida,
tranquilizadora. Me pareció oír un intercambio de voces profundas, procedentes unas
de cubierta y las otras de las vergas. Creo que llamé al barco para atraer su atención,
obteniendo respuesta, pues pronto (tal vez transportado en una chalupa) me encontré
sobre la cubierta principal, frente a un hombre alto y enjuto, vestido con un
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chaquetón que le llegaba por debajo de las rodillas. Me tocó el hombro a modo de
saludo.
Mi otro recuerdo es que por todo el barco había esculpidos dibujos peculiares;
muchos eran geométricos, y un buen número representaban seres grotescos, relatos
completos o incidentes que pertenecían a toda clase de historias impensables.
—Navegaréis con nosotros de nuevo —dijo el capitán.
—De nuevo —repetí, aunque en aquel momento no recordé cuándo había
navegado con él.
Posteriormente, abandoné el barco varias veces, investido de diferentes
personalidades, y viví todo tipo de aventuras. Una de ellas acudió a mi memoria con
más claridad que las otras, e incluso recordé mi nombre. Era Clen de Clen Gar.
Recordé algo así como una guerra entre el Cielo y el Infierno. Rememoré engaños,
traiciones y lo que podría calificarse de victoria. Después, me encontré otra vez a
bordo del barco.
—¡Ermizhad! ¡Tanelorn! ¿Navegamos hacia allí?
El capitán tocó mis lágrimas con las puntas de sus largos dedos.
—Todavía no.
—Entonces, no perderé ni un minuto más a bordo de este bajel...
Me encolericé. Advertí al capitán que no podría retenerme. No me quedaría
encadenado a aquel barco. Decidiría mi destino a mi manera.
No se opuso a mi partida, si bien pareció entristecerle.
Volví a despertar en mi cama, en mis aposentos del Fiordo Escarlata. Creo que
tenía fiebre. Estaba rodeado de criados que habían acudido al oír mis gritos. Bladrak
Morningspear, apuesto y de roja cabellera, que me había salvado la vida en una
ocasión, se abrió paso entre ellos. Se mostraba preocupado. Recuerdo que le pedí
ayuda a gritos, le rogué que cogiera su cuchillo y me liberara de mi cuerpo.
—¡Matadme, Bladrak, si en algo valoráis nuestra amistad!
Pero no lo hizo. Largas noches se sucedieron. En algunas creí encontrarme otra
vez en el barco. En otros momentos me parecía que alguien me llamaba. ¿Ermizhad?
¿Era ella quien llamaba? Intuía la presencia de una mujer...
Sin embargo, al abrir los ojos vi a un enano de rostro afilado. Bailaba y hacía
piruetas, canturreando para sí, sin hacerme caso. Creí reconocerle, pero no pude
recordar su nombre.
—¿Quién eres? ¿Te ha enviado el timonel ciego, o el Caballero Negro y
Amarillo?
El enano, como sorprendido, volvió su rostro burlón hacia mí por primera vez, se
echó el gorro hacia atrás y sonrió.
—¿Que quién soy? No era mi intención tenerte en inferioridad de condiciones.
Tú y yo somos viejos amigos, John Daker.
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—¿Me conoces por ese antiguo nombre? ¿Como John Daker?
—Te conozco por todos tus nombres, pero sólo serás más de una vez dos de esos
nombres. ¿Te parece un acertijo?
—Lo es. ¿Debo hallar ahora la respuesta?
—Sólo si crees que necesitas una. Haces muchas preguntas, John Daker.
—Preferiría que me llamaras Erekosë.
—Tu deseo se cumplirá de nuevo. ¡Bueno, ya te he dado una respuesta concreta,
después de todo! No soy un enano tan malo, ¿verdad?
—¡Ya me acuerdo! Te llamas Jermays el Encorvado. Eres como yo: la
encarnación de muchos aspectos del mismo ser. Nos encontramos en la cueva del
ciervo marino.
Rememoré nuestra conversación. ¿Había sido el primero en hablarme de la
Espada Negra?
—Éramos viejos amigos, señor Campeón, pero en aquel momento no conseguiste
recordarme, como tampoco me recuerdas ahora. Tal vez tengas demasiadas cosas en
la memoria, ¿eh? No me has ofendido. Observo que, por lo visto, has vuelto a perder
tu espada...
—Nunca la volveré a llevar. Era un arma terrible. No quiero utilizarla de nuevo,
ni otras semejantes. Me parece que mencionaste dos...
—Dije que, a veces, había dos. Que acaso se tratase de una ilusión, ya que, en
realidad, sólo existía una. No estoy seguro. Ceñiste la que llamarás, o has llamado,
Tormentosa. Supongo que ahora buscas a Enlutada.
—Hablaste de cierto destino unido a las espadas, al que insinuaste que iba
vinculado el mío...
—Ah, ¿sí? Bien, tu memoria está mejorando. Estupendo, estupendo. Estoy seguro
de que te resultará útil. O quizá no. ¿Ya sabes que cada una de estas espadas es el
receptáculo de otra cosa? Según tengo entendido, fueron forjadas para ser ocupadas,
para estar habituadas. Para poseer, como tú, un alma. Observo tu confusión. Por
desgracia, yo también me siento un poco perplejo. Poseo indicios, por supuesto.
Indicios de nuestros diversos destinos. Y se mezclan con frecuencia. ¡Si continúo así,
te confundiré, y probablemente a mí también! Ya me he dado cuenta de que te hallas
indispuesto. ¿Es un simple achaque físico, o se ha extendido a tu cerebro?
—¿Puedes ayudarme a encontrar a Ermizhad, Jermays? ¿Puedes decirme dónde
se halla Tanelorn? Es todo cuanto deseo saber. El resto no me importa en absoluto.
No quiero hablar más de destinos, espadas, barcos y países extraños. ¿Dónde está
Tanelorn?
—El barco zarpa hacia allí, ¿no? Tengo entendido que Tanelorn es su meta final.
Hay muchas ciudades que llevan ese nombre, y el barco transporta una carga de
otras tantas identidades. No obstante, todas son la misma, o un aspecto de la misma
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personalidad. Demasiado para mí, señor Campeón. Has de volver a bordo.
—No deseo regresar al Bajel Negro.
—Desembarcaste demasiado pronto.
—No sabía adonde me llevaba el barco. Temía equivocarme de dirección y no
encontrar a Ermizhad.
—¡Así que por eso te largaste! ¿Creías haber alcanzado tu objetivo, o que existía
alguna otra forma de encontrarlo?
—¿Desembarqué contra la voluntad del capitán? ¿Estoy siendo castigado por
ello?
—Me parece imposible. Al capitán no le gusta mucho castigar. No es un arbitro,
sino más bien un traductor, diría yo. Pero ya lo averiguarás por ti mismo cuando
regreses al barco.
—No quiero volver al Bajel Negro.
Sequé una mezcla de llanto y sudor de mis ojos y fue como si hubiera borrado a
Jermays de mi vista, pues había desaparecido.
Me levanté y me vestí, pidiendo a gritos mi vieja armadura. Les rogué que me la
pusieran, aunque apenas me tenía en pie. Después, solicité un trineo marino grande,
con las poderosas garzas adiestradas para tirar de él por aquellas llanuras saladas y
onduladas, por aquellos océanos agonizantes. Rechacé a los que querían seguirme,
ordenándoles que regresaran al Fiordo Escarlata. Desprecié su amistad. En la noche,
huí de toda presencia humana, la cabeza alzada mientras aullaba como un perro y
llamaba a mi Ermizhad. No hubo respuesta. Tampoco la esperaba. Por tanto, clamé al
capitán del Bajel Negro. Clamé a todos los dioses y diosas cuyo nombre conocía. Y,
por fin, clamé a mis yos, a John Daker, Erekosë, Urlik, Clen, Elric, Hawkmoon,
Corum y a todos los demás. Clamé por último a la Espada Negra, pero sólo me
contestó el silencio más terrible y cruel.
Escudriñé la luz desvaída de la aurora y me pareció ver un alto risco en el que se
alineaban guerreros demacrados. Eran los mismos guerreros que se erguían en el
borde de aquel risco desde hacía una eternidad, todos con mi rostro. Sin embargo, no
vi otra cosa que nubes, espesas como el océano por el que navegaba.
—¡Ermizhad! ¿Dónde estás? ¿Quién o qué me llevará hacia ti?
Oí un viento solapado y desagradable que susurraba cerca del horizonte. Oí el
batir de alas de mis garzas, y el rumor sordo del trineo marino al desplazarse sobre la
superficie del oleaje. Y escuché mi propia voz diciendo que sólo me quedaba una
alternativa, puesto que ningún poder acudiría en mi ayuda. Ése era, desde luego, el
motivo que me había impulsado a marcharme solo, el motivo de que me hubiera
ataviado con la armadura de batalla de Urlik Skarsol, señor de la Fortaleza Helada.
—Has de arrojarte al mar —dije—. Tienes que hundirte, ahogarte. Al morir, lo
más seguro es que te encuentres en una nueva encarnación. Incluso es posible que
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vuelvas a ser Erekosë y te reúnas con tu Ermizhad. Al fin y al cabo, será un acto de fe
que ni siquiera los dioses podrán ignorar. Tal vez esperen eso, ser testigos de tu
valentía, comprobar la sinceridad de tu amor.
Solté las riendas de las enormes aves y me preparé para zambullirme en aquel
océano viscoso y horrible.
Pero el Caballero Negro y Amarillo se materializó a mi lado en la plataforma y
apoyó un guante de acero sobre mi hombro. En la otra mano sujetaba el Pendón
Blanco. Y esta vez levantó la visera para que pudiera ver su cara.
Aquella cara era un monumento a la grandeza. Traslucía una inmensa y antigua
sabiduría. Era un rostro que había visto mucho más de lo que yo desearía ver a lo
largo de todas mis encarnaciones. La estructura ósea era ascética y fina, los grandes
ojos, penetrantes y autoritarios. Su piel era de un azabache pulido, y su voz, profunda,
poderosa como el trueno que se acerca.
—No sería valentía, Campeón. Insensatez, a lo sumo. Crees que buscas algo,
pero tu acto sería el de quien desea escapar del tormento. Hay aspectos del Campeón
mucho menos tolerables que el actual. Y, además, puedo decirte que esta prueba en
particular no durará mucho. Habría venido antes, pero estaba ocupado en otro lugar.
—¿Con quién?
—Oh, contigo, por supuesto. Se está contando una historia en otro mundo y tal
vez en tu futuro, pues el Millón de Esferas giran a través del tiempo y el espacio a
velocidades muy diferentes, y el lugar y el momento en que se cruzan suelen ser
sorprendentes, incluso para mí. En cualquier caso, te aseguro que este momento es el
menos adecuado para acabar con tu vida, o con este cuerpo. No adivino las
consecuencias, pero creo que serían bastante desagradables. Una gran y
trascendental aventura te espera, Campeón. Si cumples tu misión de la forma más
eficaz, es posible que te liberes en parte de esta maldición. Podría dar lugar a un
principio y un final de enorme importancia. Deja que te llamen. Presumo que ya les
habrás oído.
—No he distinguido nada en las voces que he oído. Los que me llaman no pueden
ser esos guerreros...
—Llaman para que se les libere de su maldición en particular. No, te llaman
otros, como ya ha sucedido anteriormente. ¿Has oído algún nombre, un nombre
desconocido para ti?
—Creo que no.
—Eso significa que debes volver al Bajel Negro. Es lo único que se me ocurre.
Estoy muy perplejo...
—Si tú estás perplejo, señor Caballero, yo estoy confundido por completo. No
tengo el menor deseo de ponerme en manos de ese hombre y su barco. Aumenta mi
sensación de impotencia. Es más, sigo viviendo en la misma carne, y es casi seguro
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que no podré encontrar a Ermizhad en esta carne. Debo volver a ser Erekosë o John
Daker.
—Es posible que tu nueva personalidad no esté preparada todavía. Las
comprobaciones y equilibrios implicados en el proceso son en extremo delicados. De
todos modos, sé que has de regresar a ese barco...
—¿Es lo único que me ofreces? ¿No puedes brindarme la esperanza de que si
vuelvo al Bajel Negro encontraré a mi Ermizhad?
—Perdóname, Campeón. —La mano del gigante negro no se separaba de mi
hombro—. No soy omnisciente por completo. De hecho, es imposible, puesto que la
estructura misma del Tiempo y del Espacio fluye continuamente.
—¿Qué quieres decir?
—Sólo puedo explicarte lo que percibo, y aconsejarte que subas al barco. Sé que,
gracias a ese medio, serás transportado hacia aquellos que más precisan tu ayuda y
que, a su vez, te prestarán la suya para que obtengas una cierta liberación de tu
actual tormento. Quedaréis unidos de tal forma que eso garantizará una unidad
posterior. Es todo cuanto percibo...
—¿Dónde he de buscar ese barco?
—Si tal es tu deseo, el barco irá en tu busca. Te encontrará, no temas.
Entonces, el Caballero Negro y Amarillo silbó inopinadamente y de la niebla
anaranjada surgió un gran garañón. Sus cascos golpeaban el agua sin atravesar la
superficie. El Caballero montó en el animal, cuyo pelo era tan negro como la piel del
hombre; el hecho de que pudiera galopar sobre aquellas olas sin hundirse ni un
centímetro me maravilló. Me dejó tan sorprendido aquella aparición que olvidé
hacerle más preguntas al jinete. Me quedé mirando mientras levantaba el Pendón
Blanco a guisa de saludo, espoleaba al caballo hacia las nubes y se alejaba con suma
rapidez.
Estaba confundido, como si el Caballero Negro y Amarillo me hubiera aportado
una forma de esperanza, poniendo punto final a mi locura. Después de todo, no me
iba a suicidar, aunque tampoco me apetecía viajar en el Bajel Negro. En lugar de ello,
me tendería en mi trineo marino mientras las garzas me conducían a donde se les
antojara (tal vez de vuelta al Fiordo Escarlata, pues pronto llegarían al límite de sus
fuerzas, o quizá se acomodarían junto a mí en el trineo antes de continuar su viaje al
otro lado del océano; sabía que tarde o temprano emprenderían el regreso al hogar).
Me habría gustado preguntarle su nombre al Caballero. A veces, los nombres
reavivaban recuerdos, revelaban indicios sobre mi futuro, incidentes de mi pasado.
Me dormí y los sueños retornaron. Oí voces distantes y supe que eran los
guerreros quienes cantaban; los Guerreros en los Confines del Tiempo.
—¿Quiénes sois? —inquirí.
Me estaba cansando de mis propias preguntas. Había demasiados misterios.
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Entonces, el cántico de los guerreros cambió de tono, hasta que capté un solo
nombre:
—¡SHARADIM! ¡SHARADIM!
La palabra carecía de significado para mí. Sabía que no era mi nombre. Nunca lo
había sido. Ni lo sería. ¿Acaso era víctima de algún pavoroso error cósmico?
—¡SHARADIM! ¡SHARADIM! ¡EL DRAGÓN ESTÁ EN LA ESPADA!
¡SHARADIM! ¡SHARADIM! ¡SHARADIM! ¡VEN, TE LO SUPLICAMOS!
¡SHARADIM! ¡SHARADIM! ¿HAY QUE LIBERAR AL DRAGÓN!
—Pero yo no soy Sharadim —dije en voz alta—. No puedo ayudaros.
—¡PRINCESA SHARADIM, NO NOS RECHACES!
—Ni soy una princesa ni vuestra Sharadim. Es cierto que espero una llamada,
pero vosotros necesitáis a otra persona...
Me pregunté si se trataría de otra pobre alma agobiada por la maldición que recaía
sobre mí. ¿Habría muchas en mi misma situación?
—¡UN DRAGÓN EN LIBERTAD EQUIVALE A UNA RAZA EN LIBERTAD! ¡NO
PERMITAS QUE CONTINUEMOS EN EL EXILIO, SHARADIM! ESCUCHA, EL
DRAGÓN RUGE EN LA ESPADA. TAMBIÉN QUIERE REUNIRSE CON SU REY.
¡DÉJANOS EN LIBERTAD A TODOS, SHARADIM! ¡DÉJANOS EN LIBERTAD!
¡SÓLO LOS DE TU LINAJE PUEDEN EMPUÑAR LA ESPADA Y HACER LO QUE
SE DEBE!
La cantinela me resultaba familiar, pero sabía sin lugar a dudas que yo no era
Sharadim. Como habría razonado John Daker, era como un sintonizador que recibiera
mensajes por una onda equivocada. Y eso resultaba tanto más irónico cuanto que en
aquel instante deseaba ser arrancado de mi cuerpo e introducido en otro,
preferentemente en el de Erekosë, reunido con su Ermizhad.
Aun así, no podía deshacerme de ellos. El cántico aumentó de intensidad y creí
ver figuras borrosas (figuras femeninas) formando un círculo en torno a mí. Sin
embargo, yo seguía en el trineo. Pese a todo, el círculo continuó moviéndose
lentamente a mi alrededor, primero en el sentido de las agujas del reloj, y después al
revés. Concéntrico con éste, y más cerca de mí, otro círculo me rodeaba, compuesto
de pálidas llamas que casi me cegaban.
—¡No puedo ir! ¡No soy el que buscáis! ¡Debéis indagar en otra parte! Me
necesitan en un lugar distinto...
—¡LIBERA AL DRAGÓN! ¡LIBERA AL DRAGÓN! ¡SHARADIM! ¡SHARADIM!
¡LIBÉRALE, SHARADIM!
—¡NO! ¡Es a mí a quien debéis liberar! ¡Por favor, creedme, seáis quienes seáis!
¡No soy el que buscáis! ¡Dejadme marchar! ¡Dejadme marchar!
—¡SHARADIM! ¡SHARADIM! ¡LIBERA AL DRAGÓN!
Las voces parecían casi tan desesperadas como la mía, pero por más que gritaba
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no conseguía sofocar su clamor. Me sentí solidario con ellas. Me habría gustado
hablarles y proporcionarles la escasa información de que disponía, pero mi voz
continuaba ahogada.
Como consecuencia, creí recordar una conversación de otros tiempos. ¿Me habían
hablado alguna vez de un dragón en una espada? ¿Fue una conversación con el
Caballero Negro y Amarillo, o con Jermays el Encorvado? ¿Fue el capitán quien me
habló de que había sido elegido para buscar la espada, y por eso decidí abandonar el
barco? No me acordaba. Todos los sueños se mezclaban en mi cabeza, del mismo
modo que mis anteriores encarnaciones; acudían a mi mente como pecios que
ascendiesen a la superficie de un lago y volvieran a hundirse de la misma forma
misteriosa.
Una voz gritó ¡ELRIC!, otra ¡ASQUIOL! Otro grupo llamaba a Corum. Unos
cuantos querían a Hawkmoon, Rashono, Malan´ni. Les pedí a gritos que se callaran.
Nadie llamaba a Erekosë. ¡Nadie me llamaba! Aun así, sabía que yo era todos ellos.
Todos ellos y muchos, muchos más.
Pero no Sharadim.
Huí de aquellas voces. Supliqué que me dejaran en paz. Sólo deseaba a Ermizhad.
Mis pies se hundieron un poco en la costra salina del océano. Pensé que, después de
todo, me iba a ahogar, pues había abandonado el barco. El agua me llegaba hasta los
muslos; yo sostenía la espada sobre mi cabeza. Ante mí, recortada su sombra oscura
contra la bruma, se erguía un barco de gran envergadura con altos castillos a proa y
popa, un grueso palo mayor provisto de una enorme vela, molduras minuciosamente
talladas, una sólida proa curva y grandes timones en las dos cubiertas superiores.
—¡Capitán! ¡Capitán! —grité—. ¡Soy yo! ¡Erekosë regresa! ¡He venido para
cumplir mi misión! ¡Haré lo que deseáis!
—Bien, señor Campeón. Esperaba encontraros aquí. Subid a bordo, subid a
bordo y sed bienvenido. De momento no llevamos más pasajeros. De todos modos, os
espera una ingente tarea...
Supe que el capitán estaba hablando conmigo y que había dejado atrás para
siempre el mundo de Rowernarc, el Hielo Austral y el Fiordo Escarlata. Pensarían
que me había perdido en el océano, topándome con un ciervo marino o ahogándome.
Sólo lamentaba la manera de despedirme de Bladrak Morningspear, que había sido un
buen camarada.
—¿Será largo mi viaje, capitán?
Subí por la escalerilla que habían descolgado y me di cuenta de que vestía
únicamente una falda de piel suave, sandalias y un ancho tahalí sobre el pecho. Miré
a los ojos del sonriente capitán, que extendió una mano musculosa y me ayudó a
saltar por la borda. Iba ataviado con la misma sencillez de antes, incluyendo su
chaquetón de piel de becerro.
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—No, señor Campeón. Creo que esta parte en concreto os resultará muy corta.
Existe cierto problema entre la Ley y el Caos y las ambiciones del archiduque
Balarizaaf, sea quien sea.
—¿Ignoráis adonde nos dirigimos?
Le seguí a su pequeño camarote, situado bajo el alcázar, en el que nos esperaba la
comida preparada para ambos. Olía muy bien. Me indicó con un gesto que tomara
asiento frente a él.
—Podría ser Maaschanheem —dijo—. ¿Conocéis ese reino?
—No.
—Pues pronto os familiarizaréis con él. De todos modos, será mejor que no
hable. A veces soy como una brújula errática. En cualquier caso, el lugar al que nos
dirigimos es el menos importante de nuestros problemas. Comed, porque pronto
volveréis a desembarcar. La comida os dará fuerzas para realizar vuestra tarea.
Nos pusimos a comer. Los platos eran abundantes y de calidad, y en cuanto al
vino, me agradó sobremanera. Fuerte y con cuerpo, me inyectó resolución y energía.
—¿Podéis contarme algo de Maaschanheem, capitán?
—Es un mundo no muy apartado del que conocisteis como John Daker. Mucho
más cercano, de hecho, que cualquiera al que hayáis viajado hasta el momento. La
gente del mundo de Daker que entiende de estas cosas dice que es un reino de sus
Marcas Intermedias, pues su mundo se cruza a menudo con él, aunque tan sólo
ciertos adeptos pueden pasar de un lugar a otro. No obstante, esa Tierra no forma
parte en verdad del sistema al que Maaschanheem pertenece. El sistema contiene
seis reinos, y sus habitantes los llaman los Reinos de la Rueda.
—¿Seis planetas?
—No, señor Campeón. Seis reinos. Seis planos cósmicos que se mueven
alrededor de un punto central, girando de forma independiente y oscilando sobre un
eje; presentan diferentes facetas unos a otros en distintos puntos de su movimiento,
mientras, al mismo tiempo, cada uno gira alrededor de un sol más conocido, como el
que solíais ver en vuestro cielo. El cielo de John Daker. Todos los orbes del Millón de
Esferas son aspectos de un solo planeta, que Daker llamaba la Tierra, al igual que
vos sois un único aspecto de una infinidad de héroes. Algunos llaman a esto el
multiverso, como ya sabéis. Esferas dentro de esferas, superficies deslizándose
dentro de superficies, reinos dentro de reinos, que a veces se encuentran y forman
portales entre sí, pero otras nunca coinciden. Por tanto, es difícil cruzar, a menos que
naveguéis entre los reinos con un barco como el nuestro.
—Pintáis un cuadro sombrío, señor capitán, para alguien que, como yo, busca un
objeto en esta multiplicidad de existencias.
—Deberíais estar alegre, Campeón. De no ser por esta variedad, no estaríais
vivo. Si sólo existiera un aspecto de vuestra Tierra, un aspecto de vos, un aspecto de
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la Ley y otro del Caos, todo habría desaparecido casi al instante de ser creado. El
Millón de Esferas ofrecen una infinidad de variedades y posibilidades.
—¿Que la Ley quiere limitar?
—Sí, o en las que el Caos no interfiere en absoluto. Por eso lucháis por la
Balanza Cósmica, para mantener un verdadero equilibrio entre ambos y para que la
humanidad desarrolle y explore todo su potencial. Vuestra responsabilidad es
grande, señor Campeón, sea cual sea la personalidad que adoptéis.
—¿Cuál será la próxima? ¿Puede que la de una mujer, una tal princesa
Sharadim?
El capitán meneó la cabeza.
—No lo creo. No tardaréis en saber vuestro nombre. Si salís triunfante de esta
aventura, debéis prometerme que acudiréis cuando os venga a buscar. ¿Lo
prometéis?
—¿Por qué?
—Porque sin duda os será de utilidad, creedme.
—¿Y si no acudo?
—No os puedo asegurar nada.
—Entonces, no haré la promesa. Tengo el propósito de exigir respuestas más
específicas a mis preguntas en este momento, señor capitán. Sólo puedo deciros que,
muy probablemente, volveré a buscar vuestro barco.
—¿Buscar? Sería más fácil encontrar Tanelorn sin ayuda. —El capitán parecía
divertido—. A nosotros no se nos busca. Nosotros encontramos. —Su rostro adquirió
una expresión de franca preocupación y movió la cabeza de un lado a otro. Puso un
educado pero brusco final a la conversación—. Se ha hecho tarde. Debéis dormir y
recuperar vuestras fuerzas.
Me guió hasta uno de los camarotes más grandes, en la popa del barco. Cabían
más personas, pero sólo lo ocupé yo. Elegí una litera, me lavé con el agua que me
habían proporcionado y me tendí en la cama. Reflexioné irónicamente en que bien
podía estar durmiendo en un sueño, dentro de otro sueño, englobado a su vez en un
tercero. ¿Cuántos planos de realidad percibía de ordinario, sin contar los que el
capitán había mencionado?
Mientras me zambullía en la inconsciencia volví a oír el mismo cántico, las voces
de las mismas mujeres, e intenté repetirles que trataban de invocar a la persona
equivocada. Lo sabía sin lugar a dudas. El propio capitán me lo había confirmado.
—¡No soy vuestra princesa Sharadim!
—¡SHARADIM! ¡LIBERA AL DRAGÓN! ¡SHARADIM! ¡COGE LA ESPADA!
¡SHARADIM, EL DRAGÓN DUERME PRISIONERO EN EL ACERO FORJADO
POR EL CAOS! ¡SHARADIM, REÚNETE CON NOSOTROS! PRINCESA
SHARADIM, SÓLO TÚ PUEDES EMPUÑAR LA ESPADA. ¿VEN, PRINCESA
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SHARADIM! ¡TE ESPERAREMOS ALLÍ!
—¡No soy Sharadim!
Las voces se desvanecieron poco a poco, y su canto fue reemplazado por otro.
—Somos los exhaustos, los melancólicos, los cegados. Somos los Guerreros en
los Confines del Tiempo. Estamos cansados, muy cansados. Estamos cansados de
hacer el amor...
Distinguí fugazmente a los guerreros que aguardaban en el borde. Traté de hablar
con ellos, pero ya habían desaparecido. Estaba gritando. Desperté y vi al capitán
inclinado sobre mí.
—John Daker, ha llegado la hora de que nos dejes de nuevo.
Afuera estaba oscuro y brumoso como siempre. La vela aparecía hinchada como
el estómago de un niño hambriento. Después, de súbito, se desinfló y se agitó contra
el mástil. Tuve la sensación de que el barco había echado el ancla.
El capitán señaló la barandilla y seguí su mirada. Percibí a otro hombre, un
hombre idéntico al capitán, salvo que no podía ver. Me indicó con un gesto que bajara
por la escalerilla y me reuniera con él en la barca. En aquel momento yo no llevaba
falda ni espada. Estaba completamente desnudo.
—Dejadme buscar ropas y un arma.
El capitán, a mi lado, denegó con la cabeza.
—Todo lo que necesitas te está esperando, John Daker. Un cuerpo, un nombre,
un arma... Recuerda una cosa: será mejor para ti que acudas cuando vengamos a
buscarte.
—Me inclino a pretender, al menos de momento, que poseo cierto dominio sobre
mi destino— le contesté.
Y mientras bajaba por la escalerilla y entraba en la chalupa, creí oír la suave risa
del capitán. No se burlaba de mí. No era sardónica. Pero se erigía en comentario de
mi afirmación final.
Salimos de la bruma y nos internamos en una fría aurora. Una luz gris iluminaba
franjas de nubes grises. Grandes aves blancas sobrevolaban lo que aparentaba ser una
vasta extensión pantanosa; de las centelleantes aguas grises surgían haces de cañas
también grises. Cerca, sobre una elevación del terreno, se erguía una figura. Era como
una estatua, de tan rígida e inmóvil. Sin embargo, adiviné al instante que no estaba
hecha de piedra o de hierro. Supe que la figura era de carne. Sus rasgos resultaban
visibles en parte...
No tardé en distinguir que su atavío era de piel oscura y ajustada, complementado
con una gruesa capa, asimismo de piel, que colgaba de sus hombros y un sólido casco
cónico sobre la cabeza. Parecía apoyarse en una lanza de mango largo que sujetaba en
una mano, y llevaba otras armas cuyos detalles costaba más apreciar.
Al tiempo que nuestra chalupa se acercaba a la figura inmóvil, vi otra en la
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lejanía. Era un hombre vestido de una forma muy poco adecuada para el mundo por
el que viajaba. Algo en su aspecto fatigado sugería que le estaban persiguiendo.
Llevaba lo que parecían ser los restos de un traje del siglo xx. De tez curtida por la
intemperie, sus ojos azul claro destacaban en un rostro estragado por algo más que el
viento y el sol, y enmarcado por lacios cabellos rubios. No tendría más de treinta y
cinco años. Parecía alto y corpulento, aunque un poco delgado. Cuando gesticuló en
dirección a la estatua y gritó algo que no pude oír, tuve la sensación de que iba a
desmayarse. Siguió avanzando penosamente, gracias a un evidente esfuerzo de
voluntad, por los fríos marjales.
El gemelo del capitán me indicó con un gesto que saliera de la chalupa. Lo hice a
regañadientes. Cuando puse el pie descalzo en la blanda turba, dijo:
—John Daker, permíteme desearte algo más que suerte. Permíteme desearte que,
cuando llegue el momento, seas capaz de reunir todas tus reservas de valentía y
cordura. ¡Hasta la vista! Confío en que ansies navegar de nuevo con nosotros...
Procedí a salir con la mayor presteza de la chalupa, pues las últimas frases no
habían contribuido ni un ápice a fortalecer mi espíritu.
—>Por mi parte, confío en no veros nunca más a tu barco o a ti...
Pero el barco, el remero y la figura petrificada ya habían desaparecido. Les
busqué con la mirada, consciente de que de pronto sentía mas calor. Al menos,
comprendí de inmediato por qué se había desvanecido la figura Ahora, yo la habitaba
y le insuflaba vida. Sin embargo, aún no sabía mi nombre o cuál era mi objetivo en
este nuevo reino.
El otro hombre continuaba chapoteando en mi dirección, sin cesar de gritar para
reclamar mi atención Alcé la lanza a guisa de saludo .
Y experimenté una súbita punzada de miedo Tuve la premonición de que en mi
nueva encarnación podía perder todo lo que había poseído, todo lo que alguna vez
había deseado...
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Libro primero
Se durmió sobre una piedra
soñó sin cesar
y cuanto mas soñaba mas solo estaba
y el futuro semejaba el pasado
Pero al despertar entumecido y poner el pie en tierra
a la luz del alba la luz incierta
el bosque cercano pareció fruncir el ceño
y el pasado se desplegó ante el
Pues su dragón tanto tiempo ausente se hallaba al acecho,
prevenido y sin deseos de huir
y sin la menor duda supo que iba a morir
aunque la muerte no era mas que el principio de la historia
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1
El hombre se llamaba Ulrich von Bek, y había estado prisionero en el campo de
concentración alemán de Sachsenwald Su delito consistía en ser cristiano y haber
criticado a los nazis Había sido puesto en libertad (gracias a los oficios de unos
buenos amigos) en 1938 En 1939, cuando fracasó su intento de matar a Adolf Hitler,
huyó de la Gestapo entrando en el reino que ahora ocupábamos ambos Yo le llamaba
Maaschanheem, pero él lo denominaba simplemente las Marcas Intermedias Le
sorprendió que me resultara tan familiar el mundo que había dejado a su espalda.
—¡Parece usted un guerrero salido de Los Nibelungos! —dijo—. Y habla ese
alemán arcaico que parece ser el idioma de estos andurriales, aunque me ha dicho que
procede de Inglaterra, ¿no?
Consideré ocioso contarle demasiados detalles sobre mi vida como John Daker, y
también mencionarle que yo había nacido en un mundo en el que Hitler fue
derrotado. Había aprendido desde hacía mucho tiempo que tales revelaciones solían
acarrear desastrosas consecuencias. Se hallaba allí no sólo para escapar, sino también
para encontrar el medio de destruir al monstruo que se había posesionado del alma de
su país. Cualquier cosa que le dijera podría desviarle de nuestro destino. Por lo que
yo sabía, igual había sido el responsable de la derrota de Hitler. Le di las
explicaciones sobre mis circunstancias que consideré pertinentes, y bastaron para
dejarle boquiabierto.
—La pura verdad —dije— es que ninguno de los dos estamos preparados para
lidiar con este mundo. Al menos, usted tiene la ventaja de saber su nombre.
—¿No recuerda nada de Maaschanheem?
—Nada en absoluto. Lo único que conservo es mi facilidad habitual para hablar el
idioma predominante en el plano al que voy a parar. ¿Ha dicho que tenía un mapa?
—Una herencia familiar que perdí en la batalla que le he contado contra los
chicos protegidos por armaduras que intentaron sacarme de aquí. Era muy poco
preciso. Yo diría que fue trazado hacia el siglo quince. Me permitió llegar a este
lugar, y confiaba en que me permitiría abandonarlo al desaparecer los motivos que
me impulsaron a venir, pero ahora temo que estaré atrapado aquí hasta que alguien
me ayude a salir.
—Al menos, el lugar está habitado. Ya se ha encontrado con algunos moradores.
Quizá ellos le ayuden.
Hacíamos una pareja pintoresca. Yo vestía ropas que parecían adecuadas para el
terreno, con botas altas hasta los muslos, una especie de arpón metálico de mango
largo sujeto al cinto, como los que se utilizan para pescar salmones, un cuchillo curvo
de hoja dentada y una bolsa que contenía un poco de cecina, algunas monedas, un
tintero, un punzón para escribir y unas cuantas hojas mugrientas de papel de hilo. No
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me proporcionaron ninguna pista sobre mi tarea, pero al menos no tenía la desgracia
de ir vestido con un raído traje de franela gris, un jersey Fair Isle bastante chillón y
una camisa sin cuello. Ofrecí mi capa a Von Bek, pero la rechazó de momento. Dijo
que se había acostumbrado al melancólico clima de aquel lugar.
Nos encontrábamos en un mundo extraño. No sucedía con frecuencia que se
abrieran claros en las nubes grises y dejaran pasar un tenue rayo de sol, el cual
revelaba aguas someras por doquier. El mundo parecía consistir en largas franjas de
tierras bajas separadas por pantanos y riachuelos. Apenas crecían árboles de cierta
altura.
Tan sólo unos pocos arbustos ofrecían protección a las aves acuáticas de raros
colores y a los curiosos animales que veíamos de vez en cuando. Nos sentamos sobre
un montículo cubierto de hierba, paseamos la vista en derredor y masticamos la
cecina que había encontrado en mi bolsa. Von Bek (explicó con cierto embarazo que
en Alemania era conde) estaba hambriento, y era obvio que se reprimía para no
devorar la comida antes de masticarla adecuadamente. Convinimos en que sería
mejor permanecer juntos, puesto que nos hallábamos en circunstancias similares.
Indicó que su propósito era encontrar un medio de destruir a Hitler y que éste era su
objetivo fundamental. Le dije que yo también estaba decidido a realizar una tarea
concreta, pero en tanto no peligraran mis intereses, me encantaría contar con él como
aliado.
En este punto, Von Bek entornó los ojos y señaló detrás de mí. Me volví y vi a lo
lejos lo que semejaba una especie de edificio. Estaba seguro de no haberlo visto
antes, pero di por hecho que la niebla lo había ocultado. Se hallaba demasiado lejos
para distinguir detalles.
—En cualquier caso —dije—, lo más prudente será dirigirnos hacia allí.
El conde Von Bek asintió con entusiasmo.
—Quien no se aventura, no pasa la mar —sentenció.
La comida y el descanso habían mejorado sus condiciones físicas y mentales.
Parecía un individuo alegre y estoico. Lo que solíamos llamar en el colegio, eones
atrás, el «prototipo de alemán».
Atravesar los marjales resultó costoso y lento. Teníamos que detenernos
constantemente, comprobar la solidez del terreno con mi lanza o el arpón que ahora
sostenía Von Bek, buscar apoyo para pasar de un trozo de tierra firme al siguiente,
rescatarnos mutuamente cuando nos hundíamos hasta la cintura en charcos de agua
engañosos, y evitar empalarnos en las afiladas frondas de las cañas, que eran las
plantas más altas de la región. A veces veíamos el edificio delante de nosotros, y otras
daba la impresión de desvanecerse. En algunas ocasiones adoptaba la apariencia de
una ciudad de regular tamaño o de un gran castillo.
—Tiene aspecto medieval —dijo Von Bek—. Me pregunto por qué me recordará
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a Nuremberg.
—Bueno, esperemos que los ocupantes no se parezcan a los habitantes de su
mundo.
Volvió a mostrarse un poco sorprendido por mis detallados conocimientos al
respecto, y tomé la secreta resolución de referirme lo menos posible a la Alemania
nazi y al siglo xx que compartíamos.
—¿Es posible que estuviéramos destinados a encontrarnos aquí? —preguntó Von
Bek cuando le ayudaba a cruzar una zona particularmente dificultosa del pantano—.
¿Puede que nuestros sinos se hallen unidos?
—Perdone si le parezco despreciativo —respondí—, pero he oído hablar
demasiado de destinos y planes cósmicos. Estoy harto. ¡Lo único que quiero es
encontrar a la mujer que amo y marcharme con ella a donde nadie nos moleste!
Pareció simpatizar con mis palabras.
—Debo admitir que toda esta charla sobre hados y predestinaciones tiene cierto
tufillo wagneriano..., y me recuerda demasiado la degradación a la que los nazis han
sometido nuestros mitos y leyendas para justificar sus horrendos crímenes.
—He oído muchas justificaciones de actos crueles y salvajes. La mayoría iban
acompañadas de argumentos altisonantes y sentimentales, tanto si se trataba de una
persona dando de latigazos a otra en una obra de Sade como de un líder nacional
instigando a su pueblo a matar y morir.
Me pareció que refrescaba y empezaba a lloviznar. Esta vez insistí en que Von
Bek cogiera mi capa, y aceptó por fin. Apoyé mi lanza sobre un altozano, cercano a
un grupo de cañas particularmente altas, y Von Bek dejó el arpón en el suelo para
acomodarse la prenda de piel sobre los hombros.
—¿Se está oscureciendo el cielo? —preguntó, levantando la vista—. Me cuesta
precisar la hora. Llevo aquí dos noches, pero aún no he averiguado cuánto dura el día.
Tuve el presentimiento de que se acercaba el crepúsculo. Estaba a punto de
sugerir que echáramos otro vistazo a mi bolsa por si encontrábamos con qué encender
fuego, cuando algo golpeó mi hombro con fuerza y me derribó de bruces sobre el
suelo.
Me apoyé en una rodilla y me volví para tratar de alcanzar la lanza, que, aparte
del cuchillo, era mi única arma. Entonces, una docena de guerreros que se cubrían
con pavorosas armaduras salieron de entre las cañas y se precipitaron sobre nosotros.
Un garrote lanzado por uno de los atacantes me había derribado. Von Bek gritaba,
corriendo agachado para coger su arpón, cuando un segundo garrote le alcanzó en un
lado de la cabeza.
—¡Alto! —grité a los hombres—. ¿Por qué no parlamentamos? ¡No somos
enemigos!
—Eso no te lo crees ni tú, amigo —gruñó uno, mientras los demás lanzaban
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desagradables carcajadas en respuesta.
Von Bek rodaba de costado, aferrándose la cara. Estaba lívida a causa del golpe.
—¿Nos mataréis sin desafiarnos? —aulló.
—Os mataremos como nos dé la gana. Cualquiera puede cazar a las sabandijas de
los pantanos, bien lo sabéis.
Sus armaduras eran una mezcla de metal y láminas de piel, pintadas de verde
claro y gris para confundirse con el paisaje. Hasta sus armas lucían los mismos
colores, y se habían untado de barro la piel expuesta para disfrazarse mejor. Su
apariencia era bastante bárbara, pero lo peor de todo era el hedor malsano que
desprendían, una mezcla de olor humano, excrementos de animales y podredumbre
de los pantanos. ¡Era suficiente para dejar sin sentido a sus víctimas!
No sabía lo que eran las sabandijas de los pantanos, pero sí que teníamos pocas
esperanzas de sobrevivir al ataque. Se arrojaron sobre nosotros, riendo, con sus
garrotes y espadas levantados.
Intenté alcanzar mi lanza, pero el golpe me había alejado demasiado. Mientras
gateaba entre la hierba húmeda y blanda, estaba convencido de que un garrote o una
espada me alcanzarían antes de llegar a mi arma.
Y Von Bek se hallaba en peores condiciones que yo.
Lo único que se me ocurrió fue darle instrucciones a gritos.
—¡Corra! ¡Corra, Von Bek! ¡Es absurdo que muramos los dos!
Oscurecía por momentos. Existía una débil posibilidad de que mi compañero se
perdiera en la noche.
En cuanto a mí, alcé instintivamente los brazos cuando lanzaron una lluvia de
armas para liquidarme.
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Recibí el primer impacto en un brazo, y estuvo a punto de rompérmelo. Aguardé
el segundo y el tercero. Mi única esperanza residía en que uno me dejara
inconsciente: una muerte rápida y sin dolor.
Entonces oí un sonido extraño que, al mismo tiempo, reconocí. Un estampido
seco, seguido casi al instante de dos más. Mis atacantes más próximos habían caído,
evidentemente muertos. Sin detenerme a indagar el origen de mi buena suerte, me
apoderé de una espada, y después de otra. Resultaban extrañas y pesadas, del tipo que
prefieren más los carniceros que los espadachines, pero eran todo cuanto yo deseaba.
¡Ahora tenía una posibilidad de sobrevivir!
Retrocedí hacia el lugar donde había visto por última vez a Von Bek y, por el
rabillo del ojo, observé que se ponía en pie con una pistola automática humeante
sujeta con ambas manos.
Hacía mucho tiempo que no veía ni oía un arma semejante. Acogí con cierto
humor sombrío el hecho de que Von Bek no hubiera venido por completo desarmado
a Maaschanheem. ¡Había tenido la presencia de ánimo suficiente para traer algo
sumamente útil a un mundo como éste!
—¡Déme una espada! —gritó mi compañero—. Sólo me quedan dos balas y
prefiero ahorrarlas.
Le tiré una espada sin apenas mirarle y avanzamos hacia nuestros enemigos, que
se hallaban muy desmoralizados a causa de los inesperados disparos. Estaba claro que
nunca habían visto un arma de fuego en acción.
El líder resongó y me arrojó un garrote, pero lo esquivé. El resto le imitó, y
recibimos un diluvio de aquellas toscas armas, que esquivamos o desviamos. Pronto
nos enfrentamos cara a cara con nuestros atacantes, que habían perdido casi todas las
ganas de luchar.
Apenas había matado a dos, cuando me paré a pensar en ello. Llevaba una
eternidad enzarzado en enfrentamientos similares, y sabía que era preciso matar o
arriesgarse a perder la vida. Cuando le tocó el turno al tercero, había recobrado la
serenidad y me limité a desarmarle. Von Bek, mientras tanto, sin duda un experto en
el manejo del sable, como tantos de su clase, había dado cuenta de otros dos, de modo
que sólo seguían en pie cuatro o cinco individuos.
En ese momento, el líder indicó con un rugido que nos detuviéramos.
—¡Retiro lo dicho! No sois sabandijas de los pantanos. Nos equivocamos al
atacaros sin parlamentar. Guardad vuestras espadas, caballeros, y hablemos. Saben
los dioses que no soy de esos que se niegan a admitir un error.
Depusimos las armas con cautela, dispuestos a prevenir cualquier añagaza de él o
de sus hombres.
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Sin embargo, procedieron con gran aparato a envainar sus espadas y ayudar a los
compañeros supervivientes a incorporarse. Despojaron automáticamente a los
muertos de sus bolsas y armas. El líder les indicó que se detuvieran.
—Los despellejaremos cuando hayamos resuelto este asunto a plena satisfacción
de todos. Mirad, ya estamos muy cerca de casa.
Miré en la dirección que les indicaba y vi con gran asombro que el edificio —o
dos— hacia el que Von Bek y yo nos habíamos encaminado se hallaba ahora mucho
más cerca. Distinguí el humo de las chimeneas, los estandartes de las torres, las luces
que parpadeaban en algunos puntos.
—Bien, caballeros —dijo el líder—, ¿qué debemos hacer? Habéis matado a
varios de los nuestros, por lo cual opino que nosotros seguimos en desventaja, dado
que os hemos atacado, pero sin causaros heridas graves. Además, tenéis dos de
nuestras espadas, que valen lo suyo. ¿Seguís vuestro camino y no se hable más del
asunto?
—¿Carece de ley este mundo hasta el punto de que podéis atacar a otro ser
humano cuando os place sin sufrir ulteriores consecuencias? —preguntó Von Bek—.
Si es así, no es mejor que el que acabo de abandonar.
Me parecía absurdo abundar en este tipo de argumentaciones. Había aprendido
que los hombres de tal calaña, fuera cual fuese el mundo en el que vivían, no tenían
interés en discutir cuestiones de ética, ni cerebro para hacerlo. Yo pensaba que nos
habían confundido con forajidos, y eso, además de descubrir que éramos otra cosa,
les estaba enseñando a respetamos, aunque fuera a regañadientes. Me decantaba por
aceptar el riesgo de ir a su ciudad y ver qué tipo de recibimiento nos ofrecían sus
gobernantes.
Susurré al oído de Von Bek un resumen de mis ideas, pero parecía poco inclinado
a dar el asunto por concluido. Sin duda, se trataba de un hombre de considerables
principios (tales personas eran las que se levantaban contra el terror infundido por
Hitler), y se ganó mi respeto. De todos modos, le supliqué que juzgara a aquella gente
más tarde, cuando supiéramos algo más acerca de ellos.
—Me da la impresión de que son muy primitivos. No debemos esperar demasiado
de ellos. Por otra parte, puede que sean nuestro único medio de averiguar más cosas
de este mundo y, llegado el caso, escapar de él.
Como un perro lobo que sólo desea proteger a sus amos (o, en este caso, un
ideal), Von Bek desistió.
—De acuerdo, pero opino que debemos conservar las espadas —comentó.
La oscuridad era cada vez más intensa. Nuestros atacantes se estaban poniendo
nerviosos.
—Si hemos de seguir parlamentando —dijo el líder—, tal vez os apetezca hacerlo
como invitados nuestros. Os prometo que esta noche no sufriréis el menor daño.
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Tenéis mi Promesa de Abordaje.
Eso parecía significar mucho para él, y me sentí inclinado a creer en su palabra.
Pensando que vacilábamos, se quitó el yelmo verdegrisáceo y se lo puso sobre el
corazón.
—Os comunico, caballeros —declamó—, que me llamo Mopher Gorb, basurero
mayor de Armiad-naam-Sliforg-ig-Vortan.
Transmitir estos nombres parecía ser también muy significativo.
—¿Quién es ese Armiad? —pregunté, observando que una enorme sorpresa se
reflejaba en sus feos rasgos.
—Pues el capitán barón de nuestro casco natal, que se llama el Escudo Ceñudo,
perteneciente a nuestro fondeadero La Mano Que Aprieta. Os sonarán, aunque no
hayáis oído hablar de Armiad, que sucedió al capitán barón Nedau-naam-Sliforg-ig-
Vortan...
—Basta —gimió Von Bek, levantando la mano—. Todos esos nombres me
producen una jaqueca insoportable. Estoy de acuerdo en aceptar vuestra hospitalidad,
y os doy las gracias.
Sin embargo, Mopher Gorb no se movió. Esperaba algo, expectante. Entonces
comprendí lo que debía hacer. Me quité el yelmo cónico y me lo puse sobre el
corazón.
—Soy John Daker, también llamado Erekosë, en un tiempo Campeón del rey
Rigenos, y más tarde de la Fortaleza Helada y el Fiordo Escarlata, y éste es mi
hermano de armas el conde Ulrich von Bek, en otros tiempos de Bek, principado de
Sajonia, en la tierra de los alemanes...
Continué un poco más en esta vena hasta que pareció satisfecho con los nombres
y títulos enunciados, si bien no entendió ni jota. Por lo visto, la ofrenda de nombres y
títulos significaba que tenías la intención de mantener tu palabra.
Von Bek, menos versado en estas materias y menos flexible que yo, estaba a un
paso de estallar en carcajadas, hasta el punto de que se negaba a encontrar mi mirada.
Mientras todo esto sucedía, el «casco natal» había aumentado de tamaño.
Observamos ahora que su monstruosa masa se movía. No era tanto una ciudad o
castillo como una especie de barco de madera, increíblemente grande (aunque
supongo que un poco más pequeño que algunos de nuestros transatlánticos), e
impulsado por algún motor responsable del humo que yo había confundido con
señales de vida doméstica. De todas formas, pensar desde lejos que se trataba de una
fortaleza medieval era disculpable. Las chimeneas parecían dispuestas al azar. Las
torretas, torres, agujas y almenas tenían la apariencia de la piedra, aunque lo más
probable era que estuvieran hechas de madera y metal, y lo que yo había supuesto
astas de bandera eran, en realidad, altos mástiles de los que colgaban vergas, cierto
número de velas de lona, profusión de obenques, como la obra de una araña loca, y
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una rica variedad de banderas bastante sucias. El humo de las chimeneas era de un
gris amarillento; de vez en cuando, soltaban una lluvia de cenizas calientes que no
constituían ninguna amenaza para las cubiertas, pero que debían de cubrirlas por
completo. Me pregunté cómo soportaba aquella gente vivir en medio de tanta
suciedad.
Cuando el inmenso y estruendoso bajel avanzó despacio por las aguas someras
del pantano, comprendí que el olor de nuestros atacantes era el característico de su
barco. Incluso desde lejos podía captar mil hedores nauseabundos, incluyendo el
empalagoso humo. Imaginé que las calderas de aquellas chimeneas debían de quemar
toda clase de desperdicios y excrementos.
Von Bek me miró, indicándome que rechazara la hospitalidad de Mopher Gorb,
pero yo sabía que era demasiado tarde. Quería averiguar más cosas de aquel mundo,
sin insultar a sus habitantes hasta el punto de que se sintieran moralmente obligados a
darnos caza. Me dijo algo que no pude oír a causa del estrépito producido por el
barco, que ahora se alzaba sobre nosotros, recortado contra las nubes grises del
crepúsculo.
Negué con la cabeza. Él se encogió de hombros y sacó de un bolsillo un pañuelo
de seda primorosamente doblado. Lo colocó sobre su boca y fingió, por lo que pude
observar, que había pillado un resfriado.
Alrededor del gigantesco casco, que era un batiburrillo de metal y madera,
reparado y reconstruido un centenar de veces, las aguas fangosas del pantano se
agitaban y volaban en todas direcciones, cubriéndonos de espuma, montoncitos de
hierba y no poco barro. Casi nos sentimos aliviados cuando bajaron una especie de
puente levadizo desde la parte posterior del barco, cerca del fondo, y Mopher se
adelantó para dirigir gritos tranquilizadores a alguien que se hallaba dentro.
—No son sabandijas de los pantanos. Son invitados honorables. Creo que son de
otro reino y van a la Asamblea. Hemos intercambiado nombres. ¡Embarquemos en
paz!
Una diminuta parte de mi cerebro se puso en guardia de repente. Reconocí una
palabra familiar, pero no pude identificarla por completo.
Mopher se había referido a «la Asamblea». ¿Dónde había oído esa expresión?
¿En qué sueño? ¿En qué encarnación anterior? ¿O acaso había sido una premonición?
Porque la maldición del Campeón Eterno consistía en recordar tan bien el futuro
como el pasado. El Tiempo y las consecuencias no son lo mismo para nuestros
semejantes.
Mis esfuerzos no me aportaron ningún esclarecimiento y aparqué el problema.
Seguimos a Mopher Gorb, basurero mayor del Escudo Ceñudo (el nombre del barco,
evidentemente), hasta las oscuras y hediondas entrañas de su casco natal.
Mientras subíamos por la pasarela, el olor se hizo tan nauseabundo que estuve a
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punto de vomitar, pero logré controlarme. Había luces encendidas en el interior del
bajel. Por las rendijas del suelo pude atisbar más abajo; gente desnuda corría de un
lado para otro, atendiendo lo que imaginé que serían los rodillos sobre los que se
desplazaba el barco. Distinguí una serie de pasadizos elevados, unos de metal, otros
de madera, y algunos, simples cuerdas tendidas entre otros. Oí gritos y chillidos sobre
el lento retumbar de los rodillos, y deduje que aquellos hombres y mujeres estaban
lubricando y limpiando la maquinaria mientras funcionaba. Ascendimos por unos
escalones de madera y nos encontramos en una amplia sala llena de armas y
armaduras, de la que se cuidaba un sudoroso individuo de casi dos metros de altura;
parecía un milagro que su inmensa gordura le permitiera moverse.
—Habéis intercambiado nombres y, por lo tanto, sois bienvenidos a bordo del
Escudo Ceñudo. Me llamo Drejit Uphi, maestro armero de nuestro casco. Veo que
portáis dos de nuestras espadas; me complacería que las devolvierais. Tú también,
Mopher. Y los otros. Devolved todas las espadas. Y también las armaduras. ¿Qué hay
de los demás? ¿Hemos de enviar a las mujeres para despellejarlos?
Mopher parecía avergonzado.
—Sí. Atacamos a estos invitados, pensando que eran sabandijas de los pantanos.
Nos convencieron de lo contrario. Umift, lor, Wetch, Gobshot, Pnatt y Strote han de
ser desollados. Ahora se convertirán en combustible.
La referencia al combustible me dio una ligera idea de por qué el humo de las
chimeneas era tan repugnante y por qué todo el barco parecía cubierto de una película
aceitosa, ligeramente pegajosa.
Drejit Uphi se encogió de hombros.
—Os felicito, señores. Sois buenos luchadores. Esos guerreros eran avezados e
inteligentes.
Hablaba con la mayor cortesía, pero estaba claro que se hallaba muy disgustado,
tanto con Mopher como con nosotros.
No pensaron en pedirle la pistola a Von Bek, y por consiguiente me sentí un poco
más seguro cuando, después de que Mopher se desprendiera de la armadura y dejara
al descubierto el justillo y los pantalones de algodón, muy sucios, seguimos al
basurero mayor hacia los niveles superiores del barco-ciudad.
Todo el casco estaba atestado como un poblado medieval. La gente ocupaba los
pasillos, portalones y aceras, cargados con fardos y llamándose entre sí, trocando
mercancías, cuchicheando y discutiendo. Todos iban muy sucios, todos eran pálidos y
de aspecto enfermizo y, por supuesto, ninguna prenda de ropa se veía libre de las
cenizas que caían por doquier y obstruían las gargantas con el mismo éxito con que
cubrían nuestra piel. Cuando salimos de nuevo al aire de la noche y cruzamos un
largo puente, tendido sobre lo que en tierra firme equivaldría a la plaza de un
mercado, ambos respirábamos con dificultad y nuestros ojos y narices chorreaban.
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Mopher se dio cuenta de lo que nos pasaba y se puso a reír.
—Vuestro cuerpo se acostumbrará tarde o temprano —dijo—. ¡Fijaos en mí! ¡Ni
se os ha pasado por la cabeza que mis pulmones han absorbido ya la mitad de la
mierda de este barco!
Volvió a reír.
Me así a la barandilla del puente cuando el viento lo hizo oscilar y el movimiento
del barco, que seguía su rumbo, estremeció su estructura. Arriba, en las vergas, vi
figuras que trabajaban sin cesar, mientras otras hormigueaban entre el aparejo, todas
iluminadas por súbitas cascadas de llameantes cenizas que brotaban de las chimeneas.
Observé que los fragmentos más grandes eran recogidos en redes de alambre que
rodeaban las chimeneas, y luego reunidos alrededor de los lados, en la parte superior,
o devueltos al interior.
Von Bek meneó la cabeza.
—Por sucio y destartalado que esté todo, constituye un milagro de ingeniería
demencial. Cabe suponer que la fuerza motriz es el vapor.
—Los folfeg son famosos por sus inventos científicos —declaró Mopher, que le
había oído—. Mi abuelo era un folfeg, del fondeadero del Langostino Herido. Él
fabricó las calderas del gran Lagarto Reluciente, que pretendió seguir a Ilabam
Kreym más allá del Borde. El barco regresó, como sabemos todos los de
Maaschanheem, sin un solo miembro de la tripulación vivo..., pero los motores no
fallaron. Los motores lo trajeron de vuelta al Langostino Herido. En los días de las
Guerras entre los Cascos conquistó catorce fondeaderos rivales, incluyendo La
Bandera Rasgada, El Helecho Flotante, La Langosta Liberada, El Tiburón
Depredador y La Lanza Rota, además de muchos barcos.
Von Bek demostró más curiosidad que yo.
—¿Cómo bautizáis a vuestros fondeaderos? —preguntó—. Imagino que son
franjas de tierra firme entre las que navegan vuestros barcos.
El basurero mayor se quedó sorprendido de nuevo.
—Exacto, señor. Les damos a los fondeaderos el nombre de aquello a lo que más
se parecen sobre el plano. La forma que adopta la tierra, señor.
—Por supuesto —replicó Von Bek, tapándose la boca con el pañuelo. Su voz sonó
apagada—. Perdonad mi ignorancia.
—Podéis preguntarnos lo que deseéis —dijo Mopher, intentando borrar la
expresión de desagrado que había aparecido en sus peludas facciones—, porque
hemos intercambiado nombres. Sólo no podemos daros cuenta de lo Sagrado.
Llegamos al extremo del puente y nos detuvimos ante un rastrillo con rejas de
hierro, al otro lado del cual se veía una sala en sombras en la que brillaba la luz tenue
de unos fanales. Mopher emitió un grito y la maciza puerta se alzó, permitiéndonos el
paso. La sala estaba decorada con esmero, y entonces observé que una fina gasa
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cubría el rastrillo. Las cenizas apenas habían invadido esa parte del barco.
Sonó una trompeta —un graznido de lo más desagradable— y se oyó una voz
desde la galería mal iluminada que corría sobre nuestras cabezas.
—Bienvenidos sean nuestros honorables huéspedes. Que disfruten de esta noche
en compañía del capitán barón y viajen con nosotros hasta la Asamblea.
No se distinguía bien al que hablaba, pero, por lo visto, no era más que un simple
heraldo. Un individuo bajo y corpulento, con cara de boxeador y el porte de un
hombre agresivo que intenta controlar un temperamento por lo general irascible, bajó
a toda prisa por una amplia escalera situada al otro extremo de la sala.
Sostenía un casquete sobre su pecho, cubierto del brocado rojo, dorado y azul más
trabajado, y llevaba unos pantalones acampanados de tono chillón, lastrados en los
bajos por unas pesadas bolas de fieltro de diversos colores. Se tocaba la cabeza con
uno de los sombreros más raros que había visto en todas mis correrías por el
multiverso, y no me extrañó que lo descartara para proceder al acostumbrado rito de
cubrirse el corazón. El sombrero medía como mínimo un metro de alto, muy similar a
los antiguos sombreros de copa, pero de ala más estrecha. Supuse que llevaba un
forro de cierta rigidez, pero de todos modos se inclinaba en más de una dirección de
forma muy acentuada, y su deslumbrante color amarillo mostaza era tan brillante que,
por un momento, creí que me dejaría ciego. Hice lo que pude por reprimir una
carcajada.
El propietario de esta indumentaria parecía convencido de que no sólo era
perfectamente congruente, sino bastante impresionante. Cuando llegó al pie de la
escalera, se detuvo, hizo un breve gesto de saludo y se volvió hacia Mopher Gorb.
—Estás despedido, basurero mayor. Y, como ya supondrás, te hago responsable
de que no se abastezcan más contenedores durante este viaje. Demostraste un pésimo
juicio al confundir a nuestros invitados con sabandijas de los pantanos. Como
resultado, perdiste buena mano de obra.
—Lo acepto, capitán barón —dijo Mopher Gorb, haciendo una reverencia.
El barco se estremeció de repente, emitiendo gemidos y quejidos que parecían
proceder de sus mismísimas entrañas. Todos nos aferramos a lo que pudimos durante
unos momentos, hasta que el movimiento cesó. Después, Mopher Gorb prosiguió.
—Cedo mis contenedores al que me suceda y ruego que se cacen buenas
sabandijas para nuestras calderas.
Aunque no entendía muy bien lo que decía, tuve ganas de vomitar.
Mopher Gorb se escabulló por el rastrillo, que descendió al instante a su espalda.
El capitán barón avanzó pavoneándose hacia nosotros; el gran sombrero osciló sobre
su cabeza.
—Soy Armiad-naam-Sliforg-ig-Vortan, capitán barón de este casco, perteneciente
a La Mano Que Aprieta. Me siento profundamente honrado de daros la bienvenida a
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vos y a vuestro amigo. —Me hablaba a mí, en un tono de voz conciliador bastante
desagradable. Su reacción me sorprendió, y el hombre sonrió—. A mi entender,
señor, sólo transmitisteis a mi basurero mayor unos cuantos de vuestros títulos, ya
que no os rebajaríais a comunicar a una persona como él vuestro auténtico nombre y
jerarquía. Sin embargo, como capitán barón me está permitido, ¿verdad?, dirigirme a
vos por el nombre más conocido entre nosotros, al menos en nuestro Maaschanheem.
—¿Conocéis mi nombre, capitán barón?
—Oh, por supuesto, alteza. He reconocido vuestro rostro gracias a los libros.
Todos han leído vuestras hazañas contra los piratas de Tynur, vuestra búsqueda de la
Perra Vieja y su hija, el misterio relativo a la Ciudad Turbulenta que resolvisteis. Y
muchas, muchas más. Sois un héroe para los habitantes de Maaschanheem, alteza,
como lo sois para vuestros conciudadanos de Draachenheem. No sé deciros cuánto
me satisface poder agasajaros, sin el menor deseo de publicidad para mi casco. Me
gustaría dejar claro que nos abruma el honor de teneros a bordo.
Apenas pude contener una sonrisa ante los torpes y groseros intentos de imitar los
buenos modales de que hacía gala aquel hombrecillo deleznable. Decidí adoptar un
tono altivo, puesto que tal se esperaba de mí.
—Entonces, señor, ¿cómo me llamáis vos?
—¡Oh, alteza! —exclamó, con una sonrisa tonta—. ¡Pero si sois el príncipe
Flamadin, señor electo de Valadeka, y el héroe de los Seis Reinos de la Rueda!
Por lo visto, ya sabía mi nombre. Temí por enésima vez que se esperase de mí
más de lo que yo pretendía o deseaba.
—También a mí me habéis ocultado ese gran secreto, príncipe Flamadin —dijo
Von Bek con sorna.
Yo ya le había explicado mis circunstancias. Le dirigí una mirada.
—Ahora, bondadosos caballeros, seréis mis invitados a una fiesta que he
preparado en vuestro honor —dijo el capitán barón Armiad.
Señaló con un casquete el otro extremo del salón, donde una pared se elevaba
lentamente, dejando al descubierto una habitación muy bien iluminada, en la que se
había dispuesto una gran mesa de roble que exhibía variados platos de aspecto
nauseabundo.
Evité la mirada de Von Bek y recé para que fuera posible, al menos, encontrar un
bocado o dos que resultaran aceptables.
—Tengo entendido, bondadosos caballeros —dijo Armiad, mientras nos guiaba
hacia nuestros asientos—, que habéis optado por tomar pasaje en nuestro casco y que
os dirigís a la Asamblea.
Asentí con gravedad, puesto que ardía en deseos de averiguar la naturaleza de esa
Asamblea.
—Imagino que os embarcáis rumbo a una nueva aventura —dijo Armiad, cuyo
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sombrero oscilaba peligrosamente muy cerca de mí, pues se había sentado a mi lado;
por lo demás, aunque no tan ofensivo, su olor se diferenciaba en poco del de sus
hombres.
Comprendí que aquel individuo no sólo desdeñaba los buenos modales como
norma sino que estaba poco familiarizado con los rituales que conllevan. Me
decantaba por creer que, si no pensara que servía más a sus fines agasajarnos como
huéspedes, nos habría rebanado alegremente el pescuezo y arrojado nuestros
cadáveres a sus contenedores y calderas. Me tranquilizaba que me hubiera reconocido
como el príncipe Flamadin (¡o me hubiera confundido con él!), y resolví disfrutar de
su hospitalidad lo menos posible.
Mientras comíamos, le pregunté cuánto pensaba que tardaríamos en llegar a la
Asamblea.
—A lo sumo, dos días más. Caramba, buen señor, ¿estáis ansioso por llegar antes
que los demás? En ese caso, aumentaremos la velocidad. Simple cuestión de ajustes
mecánicos y consumo de combustible...
Negué con la cabeza al instante.
—Dos días es perfecto. ¿Se reunirá todo el mundo en esta Asamblea?
—Representantes de los Seis Reinos, como ya sabéis, alteza. No puedo responder,
por supuesto, de visitantes imprevistos a la reunión.
La hemos venido convocando, como no ignoráis, en Maaschanheem, tanto si
acuden todos los reinos como si no. Cada año, desde el Armisticio, cuando las
Guerras entre los Cascos concluyeron por fin. Vendrán muchos, todos bajo tregua,
por supuesto. Hasta las sabandijas de los pantanos, esos horribles renegados sin casco
ni fondeadero, pueden presentarse sin ir a parar a los contenedores. Sí, en conjunto
será una bonita reunión, alteza. Y yo os conseguiré un lugar preferente entre los
cascos más privilegiados. Nadie osaría negároslo. ¡El Escudo Ceñudo es vuestro!
—Os estoy muy agradecido, capitán barón.
Los criados iban y venían, depositando horrísonos platos bajo nuestras narices;
por lo visto, era correcto rechazarlos, porque nadie parecía enfadarse. Reparé en que,
como yo, Von Bek se las componía con una ensalada de plantas pantanosas
relativamente sabrosas.
—Perdonadme, capitán barón —habló por primera vez Von Bek—. Como sin
duda os ha comunicado su alteza, sufro una perturbación que me ha robado gran parte
de mi memoria. ¿De qué otros reinos habláis, aparte de éste?
Admiré su franqueza y su método de explicarse, evitando que yo me sintiera
turbado.
—Como sabe su alteza —dijo Armiad, con impaciencia apenas contenida—,
somos los Seis Reinos, los Reinos de la Rueda: Maaschanheem, en el que nos
hallamos, Draachenheem, donde gobierna el príncipe Flamadin —me señaló con un
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gesto de la cabeza—, cuando no se va de aventuras por ahí, y Gheestenheem, reino de
las Mujeres Fantasma Caníbales. Los otros tres son Barganheem, reclamado por los
misteriosos príncipes ursinos, Fluugensheem, cuyo pueblo está custodiado por la Isla
Volante, y Rootsenheem, en el que los guerreros tienen la piel de sangre brillante.
Está también, por supuesto, el reino del Centro, pero nadie viene de allí ni se aventura
en él. Lo llamamos Alptroomensheem, reino de las Marcas Diabólicas. ¿Lo recordáis
ahora todo, conde Von Bek?
—Por completo, capitán barón. Os agradezco la molestia. Temo que tengo muy
mala memoria para los nombres.
El capitán barón desvió hacia mí sus belicosos y groseros ojos con cierto alivio, o
al menos eso me pareció.
—¿Asistirá vuestra prometida a la Asamblea, alteza, o prefiere la princesa
Sharadim quedarse a defender el reino mientras vais en pos de la aventura?
—Ah —dije, cogido por sorpresa e incapaz de disimular el sobresalto—— La
princesa Sharadim. Aún no lo sé.
Y en algún lugar de mi mente resonó aquel cántico desesperado.
¡SHARADIM! ¡SHARADIM! ¡HAY QUE LIBERAR AL DRAGÓN!
Fue en ese momento cuando alegué cansancio y rogué al capitán barón Armiad
que me condujeran a mi alcoba.
Von Bek se reunió conmigo en mis aposentos, contiguos a los suyos.
—Parece intranquilo, Herr Daker —dijo—. ¿Teme que descubran su engaño y
que el príncipe auténtico aparezca en esa Asamblea?
—Oh, casi no dudo de que soy el auténtico príncipe, amigo mío. Lo que me
sorprende es que el único nombre que me resulta más o menos familiar desde que
llegué a este mundo es el de una mujer con la que, en apariencia, estoy prometido.
—Al menos, eso le evitará turbarse cuando la conozca por fin.
—Tal vez —respondí, pero la verdad es que me sentía muy preocupado, y no
estaba seguro del motivo.
Aquella noche apenas dormí.
Había llegado a temer al sueño.
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A la mañana siguiente no me costó nada despertarme. La noche había estado
plagada de visiones y alucinaciones: las mujeres que cantaban, los guerreros
desesperados, las voces que llamaban no sólo a Sharadim, sino también a mí, por mil
nombres diferentes.
Von Bek vino a buscarme cuando yo estaba dando los últimos toques a mi aseo
personal, y volvió a insistir en mi aspecto enfermizo.
—¿Se han convertido esos sueños en una condición permanente de la vida que me
ha descrito?
—Permanente no —respondí—, pero sí frecuente.
—No le envidio, Herr Daker.
A Von Bek le habían dado ropas nuevas. Se movía con torpeza en su atavío,
compuesto de camisa y pantalones de piel suave, chaquetón de piel más gruesa y
botas altas.
—Parezco un bandido salido de una obra teatral del Sturm una Drang —dijo.
Seguía reaccionando ante su situación con talante irónico, y admito que su
compañía me alegraba. Al menos, aliviaba mis sueños y premoniciones agoreros.
—Estas ropas están muy limpias —comentó—, y veo que también le han
proporcionado, agua caliente. Supongo que podemos considerarnos afortunados.
Anoche estaba tan angustiado, Herr Daker, que olvidé agradecerle su ayuda. —
Extendió la mano—. Señor, me gustaría ofrecerle mi amistad.
Estreché su mano calurosamente.
—Puede contar con la mía —dije—. Me alegra tener un camarada de sus
características. No esperaba tanto.
—He leído muchas maravillas sobre las Marcas Intermedias —continuó—, pero
ninguna tan extraña como este gran barco de madera. Me he levantado pronto para
inspeccionar la maquinaria. Es tosca, pues funciona a vapor, pero cumple su
cometido. ¡Nunca habrá visto tantas palancas y pistones de tan diversa antigüedad! El
barco debe de ser increíblemente viejo, y yo diría que se han hecho pocas mejoras
desde hace un siglo o más. Todo está zurcido y remendado, atado con cuerdas,
soldado de cualquier manera. Las calderas y hornos son enormes. Y curiosamente
eficientes. Mueven un tonelaje equivalente, como mínimo, al de su Queen Elizabeth,
y el agua sólo lo sustenta en parte. Depende más del potencial humano que un
transatlántico, por supuesto, y puede que en eso radique la explicación. Debo admitir
que mis conocimientos de ingeniería se limitan a un año en una escuela técnica, pues
mi padre insistió en ello. ¡Era un tipo progresista!
—Más que el mío, desde luego. No sé nada de esas cosas. Ojalá fuera al
contrario. Tampoco he necesitado de tales habilidades en los mundos que he
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conocido. En ellos la magia está más a la orden del día, o lo que llamábamos magia
en el siglo veinte.
—Mi familia —dijo Von Bek, con una de sus irónicas sonrisas también está algo
familiarizada con la magia.
Entonces procedió a contarme la historia de su familia, remontándose hasta el
siglo XVII. Por lo visto, sus antepasados siempre habían poseído medios de viajar
entre los diferentes reinos y a diversos mundos, cada uno con sus reglas peculiares.
—Se supone que subsisten reminiscencias en la existencia —añadió—, pero
nunca las hemos detectado, excepto una que, en parte, es falsa.
Por eso había buscado la ayuda de alguien al que llamó «Satán» para luchar
contra Hitler. Satán le había ayudado a descubrir la forma de desplazarse a las Marcas
Intermedias, y le dijo que había alguna esperanza de que encontrara los medios de
derrotar a Hitler.
—Sin embargo, aún no sé si es el mismo Satán que fue expulsado del Cielo o una
deidad menor, un diosecillo prisionero —concluyó—. A pesar de todo, me ayudó.
Me sentí aliviado. En contra de lo que había sospechado, Von Bek no necesitaría
excesivas explicaciones previas antes de darle cuenta de hechos que habían llegado a
ser normales para mí. Con todo, aquel reino parecía carecer de maravillas
sobrenaturales, exceptuando el dato de que se daba como segura la existencia de
otros planos, lo cual me tranquilizaba.
Von Bek, que ya había explorado en parte el barco, me guió por los chirriantes
pasadizos de madera de lo que yo ya consideraba el palacio del capitán barón hasta
una pequeña cámara, adornada con telas acolchadas de confección demasiado
primorosa para ser de aquel mundo. Habían dispuesto una mesa de madera. Probé un
trozo de queso salado y pulverulento, un poco de pan duro, un sorbo de lo que tomé
por yogur casi líquido y, por último, me conformé con una jarra de agua tibia,
relativamente clara, y un huevo duro de un ave desconocida. Después, seguí a Von
Bek por otro laberinto de pasadizos sinuosos y angostos, desembocando en una
endeble pasarela elevada que se extendía entre dos mástiles. Oscilaba con tanta
violencia que me mareé y tuve que agarrarme a la barandilla. Abajo, la gente del
barco se dedicaba a sus asuntos. Vi carros tirados por bestias similares a bueyes, oí
los gritos de las mujeres en los edificios destartalados, hablándose de ventana a
ventana, vi a niños jugando en los cordajes inferiores, mientras los perros ladraban a
sus pies. El humo lo invadía todo, ocultando algunas escenas por completo; de vez en
cuando, el viento despejaba el panorama y se podía oler un poco de aire puro,
procedente de tierras alejadas del inmenso y centelleante pantano que el Escudo
Ceñudo surcaba con una especie de incómoda dignidad.
Maaschanheem, aunque llano y monótonamente verdegrisáceo, era espléndido a
su manera. Las nubes casi nunca se levantaban durante mucho rato, pero la luz que se
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filtraba entre ellas cambiaba sin cesar, revelando diferentes aspectos de las lagunas,
los pantanos y las estrechas franjas de tierra que aquel pueblo nómada llamaba
«fondeaderos». Se veían bandadas de aves hermosas y extrañas deslizándose sobre
las aguas o vadeando entre las cañas; en ocasiones, se elevaban en el aire, formando
una enorme masa oscura, y se alejaban hacia el horizonte invisible. Animales de
aspecto inverosímil se escurrían entre las hierbas o sacaban la cabeza del agua para
saciar su curiosidad. El que más me sorprendió fue uno parecido a una nutria, aunque
más grande que la mayoría de los leones marinos. El curioso apelativo con que lo
designaban era vaasarhund, es decir, perro acuático. Empezaba a darme cuenta de
que aquel idioma, que yo hablaba con más fluidez que Von Bek, era de origen
teutónico, un cruce de alemán antiguo, holandés y, en menor grado, inglés y
escandinavo. Ahora entendía por qué me habían dicho que aquel mundo mantenía
una relación más estrecha con el que yo había conocido como John Daker que con la
mayoría de los que había visitado como Campeón Eterno.
Los perros acuáticos eran tan juguetones como nutrias, y seguían al barco a
prudente distancia cuando se internaba en aguas más profundas (aunque éste nunca
flotaba libre por completo), ladrando y brincando para apoderarse de los restos de
comida que les arrojaban sus habitantes.
No tardé mucho en darme cuenta de que ni el casco ni sus ocupantes eran
especialmente siniestros, si bien su actual gobernante y sus basureros mayores
resultaban bastante desagradables. Habían aprendido a vivir con la suciedad de las
chimeneas y estaban acostumbrados al hedor de aquel lugar, pero parecían muy
alegres y cordiales, una vez se aseguraron de que no pretendíamos hacerles el menor
daño y no éramos «sabandijas de los pantanos», un término vago que describía a
cualquier persona carente de casco natal, declarada fuera de la ley por crímenes
diversos, o que hubiera optado por vivir en tierra. A veces, formaban bandas y
atacaban cascos si tenían la oportunidad, o raptaban a gente de los barcos, pero no me
dio la impresión de que todos fueran malvados o merecieran ser perseguidos.
Averiguamos que la orden de matar a toda la gente que viviera en tierra y destinar sus
cadáveres a los contenedores había sido dictada por el capitán barón Armiad.
—Como resultado —nos dijo una mujer que raspaba un pellejo de animal—,
ningún habitante de tierra comercia ya con el Escudo Ceñudo. Nos vemos obligados a
saquear lo que podemos del fondeadero o depender de lo que consigan arrebatar los
basureros mayores a las sabandijas de los pantanos.
Descubrimos que una forma rápida de desplazarse por la ciudad consistía en
utilizar los pasadizos elevados tendidos entre los mástiles. Así nos ahorrábamos el
tiempo que tardábamos en recorrer las tortuosas callejuelas, y no nos perdíamos. Los
mástiles contaban con una escalerilla permanente y rejas de protección que los
recorrían de arriba abajo, de modo que existían pocas posibilidades de perder pie y
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precipitarse sobre los edificios de la cubierta.
Nos topamos con un grupo de jóvenes de ambos sexos que, sin duda, eran nobles,
aunque no vestían muy bien e iban casi tan sucios como la plebe. Nos localizaron
cuando estábamos cruzando el techo de una torreta. Intentábamos echar un vistazo a
la popa del barco y a sus monstruosos timones, que se utilizaban para frenar y dar la
vuelta, hundiéndose con frecuencia en el barro. Del grupo se destacó una joven de
ojos brillantes, que frisaría en los veinte años y vestía un gastado traje de piel muy
semejante al de Von Bek. Fue la primera en presentarse.
—Soy Bellanda-naam-Folfag-ig-Fornster —dijo, colocando el gorro sobre el
corazón—. Queríamos felicitaros por vuestro enfrentamiento con Mopher Gorb y sus
recogedores. Se han acostumbrado en exceso a perseguir parias medio muertos de
hambre. Esperamos que lo sucedido ayer les sirva de lección, aunque no estoy segura
de que la gente de su ralea sea capaz de aprender.
Nos presentó a sus dos hermanos y a los demás amigos.
—Parecéis estudiantes —dijo Von Bek—. ¿Hay alguna universidad a bordo?
—Sí —contestó ella—, y asistimos cuando se abre, pero desde que nuestro nuevo
capitán barón tomó el poder, no se fomenta demasiado el estudio. Desprecia
profundamente lo que él llama ocupaciones menores. Desde hace tres años se
estimula poco a artistas e intelectuales, y casi todos han abandonado nuestro casco.
Los que pudieron marcharse del Escudo Ceñudo, por poseer habilidades o
conocimientos apetecidos por otros cascos, ya se han ido. Nosotros sólo contamos
con nuestra juventud y nuestras ganas de aprender. Existen pocas esperanzas de
cambiar de fondeadero, al menos durante mucho tiempo. Ha habido peores tiranos en
la historia de los cascos, peores fomentadores de guerra, peores imbéciles, pero no es
agradable saber que eres el hazmerreír de todo el reino, que ninguna persona decente
de otro barco querrá casarse contigo, ni siquiera ser vista en tu compañía. Sólo
logramos comunicarnos un poco en la Asamblea, pero guardando las formas y por
escaso tiempo.
—Y si abandonarais el barco sin más... —empezó Von Bek.
—Exacto, nos convertiríamos en sabandijas de los pantanos. Únicamente nos
queda la esperanza de que el actual capitán barón se caiga entre los rodillos o muera
de cualquier otro modo lo antes posible. Confío en no parecer presuntuosa, pero es un
arrivista de la peor especie.
—¿Aquí no se heredan los títulos? —pregunté.
—Sí, pero Armiad depuso a nuestro anterior capitán barón, Nedau. Era su
senescal, y llegó a asumir muchas responsabilidades de mando, como suele ocurrir
cuando un gobernante sin hijos envejece. Estábamos preparados para elegir a un
nuevo capitán barón entre los familiares directos de Nedau. Por ejemplo, estaba
emparentado con mi madre por la rama de los Fornster. Por otra parte, el tío de
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Arbrek —señaló a un joven pelirrojo, tan tímido que su rostro entró en competición
con su cabello— era señor de los Rendeps, y tenía un Vínculo Poético con el, a la
sazón, mandatario. Por último, el Doowrehsi de los Monicanos Piadosos poseía
derechos de sangre más estrechos, aunque en los últimos años se había convertido en
un solitario, célibe y erudito. Todos ellos entraban en la votación. Entonces, obcecado
por su senilidad (no pudo tratarse de otra cosa), nuestro capitán barón exigió un
Desafío de Sangre. Esta ceremonia no se celebraba desde las Guerras de los Cascos,
hace muchísimos años, pero todavía sigue vigente en la Legislación del Mástil y tenía
que dársele satisfacción. Nunca averiguamos por qué Nedau desafió a Armiad, pero
supusimos, que le había incitado en este sentido, tal vez mediante un insulto grave, o
amenazándole con revelar su secreto. Armiad, por supuesto, aceptó el Desafío de
Sangre y ambos combatieron en el pasadizo colgante principal, tendido entre los
grandes mástiles medios. Todos presenciamos el duelo desde abajo, siguiendo una
tradición que ya se había olvidado, y si bien el humo ocultó los momentos finales del
combate, no cupo la menor duda de que Nedau fue alcanzado en pleno corazón antes
de caer desde treinta metros o más a la plaza del mercado. Y así, porque nunca se
derogó una vieja ley, nuestro nuevo capitán barón es un tirano grosero e ignorante.
—Sé algunas cosas de los tiranos —dijo Von Bek—. ¿No es peligroso que
expreséis tales sentimientos en voz alta y en público?
—Tal vez, pero me consta que es un cobarde. Además, está preocupado porque
los otros capitanes barones no quieren saber nada de él. No le invitan a sus
celebraciones. No le visitan en nuestro casco. De hecho, ya no asistimos a las
reuniones de cascos. Sólo nos queda la Asamblea anual, en la que todos deben
congregarse y no se permiten disputas. Sin embargo, hasta en ella se nos dispensa
únicamente el mínimo de cortesía exigido. El Escudo Ceñudo tiene una pésima
reputación desde tiempos remotos, desde antes de las Guerras de los Cascos. Todo lo
ha conseguido Armiad al invocar esa vieja ley. Gracias al asesinato de su superior,
según pensamos todos. Si cometiera más crímenes contra su propio pueblo,
intentando silenciar a los parientes del anterior capitán barón, por ejemplo a nosotros,
tendría todavía menos posibilidades de ser aceptado en las filas de los demás nobles.
Sus esfuerzos por ganarse su aprobación han sido tan ridículos y mal calculados
como groseros sus planes y maquinaciones. Cada vez que intenta conseguir su
aprecio, con regalos, con exhibiciones de valentía, con ejemplos de su firme política,
como en el caso de las sabandijas de los pantanos, se aleja más de él. —Bellanda
sonrió—. Es una de las escasas diversiones que quedan a bordo del Escudo Ceñudo.
—¿Y no hay manera de deponerle?
—No, príncipe Flamadin, pues sólo un capitán barón puede solicitar un Desafío
de Sangre.
—¿No puede otro capitán barón ayudaros en su contra? —inquirió Von Bek.
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—La ley lo prohibe. Es un punto de la gran tregua, cuando se puso fin a las
Guerras de los Cascos. Está prohibido inmiscuirse en los problemas internos de otro
bajel-ciudad —tartamudeó Arbrek—. Estamos orgullosos de esa ley, aunque no
representa ninguna ventaja, al menos de momento, para el Escudo Ceñudo...
—¿Comprendéis ahora por qué Armiad os da tanta coba? —preguntó Bellanda
con una leve sonrisa—. No para de adularos, príncipe Flamadin.
—Debo admitir que no es la experiencia más grata de mi vida. ¿Por qué lo hace,
cuando ni siquiera se siente obligado a ser atento con su pueblo?
—Nos cree más débiles que él. Vos sois más fuerte, según su criterio. De todos
modos, juraría que el motivo verdadero por el que quiere ganarse vuestra aprobación
es que confía en impresionar a los demás capitanes barones en la Asamblea. Cree que
le aceptarán como a un igual si entra en el Terreno de la Asamblea con el famoso
príncipe Flamadin de los valadekanos a su lado.
Von Bek se lo estaba pasando en grande. Estalló en carcajadas.
—¿Ése es el único motivo?
—En cualquier caso, el principal —dijo la joven, compartiendo su alborozo—. Es
un tipo muy simple, ¿verdad?
—Cuanto más simples, más peligrosos —repuse—. Me gustaría seros de ayuda,
Bellanda, y libraros de su tiranía.
—Sólo confiamos en que algún accidente acabe con él cuanto antes —dijo.
Hablaba con franqueza. Era evidente que no pensaban perpetuar el historial de
crímenes de su casco.
Le estaba agradecido a Bellanda por arrojar luz sobre la cuestión. Decidí pedirle
un poco más de ayuda.
—Deduje de lo que dijo Armiad anoche que soy una especie de héroe popular
para algunos de vosotros. Me habló de aventuras que no me resultaron del todo
familiares. ¿Sabéis a qué se refería?
—Sois modesto, príncipe Flamadin —rió de nuevo Bellanda—, o fingís modestia
con sumo encanto y destreza. Estaréis enterados de que en Maaschanheem, al igual
que en los demás Reinos de la Rueda, todos los narradores de cuentos de los
mercados relatan vuestras aventuras. Se venden libros a lo largo y ancho del reino, y
no todos salidos de las imprentas de nuestros cascos, que tratan de describir cómo
derrotasteis a aquel ogro o rescatasteis a aquella doncella. ¡No me diréis que nunca
los habéis visto!
—Un momento —dijo uno de los muchachos, agitando en la mano un libro de
tapas brillantes, que me recordó un poco nuestras novelas baratas de la era victoriana
—. ¡Mirad! Precisamente iba a pediros que me lo dedicarais, señor.
—Me dijo que era un héroe popular en sus muchas encarnaciones, Herr Daker,
pero hasta el momento carecía de pruebas —susurró Von Bek.
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Ante mi extrema turbación, cogió el libro de manos del joven y lo examinó antes
de pasármelo. Vi un grosero remedo de mí mismo, a lomos de una especie de lagarto,
combatiendo espada en alto contra lo que parecía un cruce entre el perro acuático y
un enorme mandril. Tenía a una aterrorizada joven detrás de mí, en la silla, y encima
de la ilustración, como en las típicas revistas baratas de ciencia ficción, había un
título: EL PRÍNCIPE FLAMADIN, CAMPEÓN DE LOS SEIS MUNDOS. En el
interior se desarrollaba un relato escrito en prosa pomposa, evidentemente ficticio,
que describía mis valerosas hazañas, mis nobles sentimientos, mi extraordinaria
apostura y todo eso. Aturdido e incómodo, me sorprendí trazando el nombre —
Flamadin— con una fioritura antes de devolver el libro a su dueño. Fue un gesto
automático. Quizá, después de todo, yo era aquel personaje. Mis reacciones, desde
luego, me resultaban familiares, y además sabía hablar y leer el idioma. Suspiré.
Nunca había conocido nada tan normal y extraño al mismo tiempo en toda mi
existencia. En aquel mundo, encarnaba a una especie de héroe, pero un héroe cuyas
hazañas eran completamente ficticias, como las de Jesse James, Buffalo Bill o, en un
grado menor, las estrellas de la música y los deportes del siglo xx.
Von Bek dio en el clavo.
—No tenía ni idea de que me había hecho amigo de alguien tan famoso como Old
Shatterhand o Sherlock Holmes —dijo.
—¿Todo es cierto? —preguntó el muchacho—. ¡Cuesta creer que habéis obrado
tantas proezas, señor, siendo tan joven!
—Vos debéis decidir dónde se halla la verdad —respondí—. Con todo, yo diría
que lo han embellecido un poco.
—Bien —dijo Bellanda con una amplia sonrisa—, me siento predispuesta a creer
cada palabra. Necios rumores sostienen que vuestra hermana posee el auténtico
poder, que vos os limitáis a prestar vuestro nombre a los escritores sensacionalistas.
Sin embargo, ahora que os he conocido, príncipe Flamadin, puedo decir que sois un
héroe de pies a cabeza.
—Me abrumáis —respondí con una reverencia—, pero estoy seguro de que mi
hermana merece también un gran reconocimiento.
—¿La princesa Sharadim? He oído que se niega a ser mencionada en estos libros.
—¿Sharadim?
¡Otra vez aquel nombre! El día anterior se habían referido a ella como mi
prometida.
—Sí... —Bellanda pareció sorprenderse—. ¿Mi humor es demasiado atrevido,
príncipe Flamadin?
—No, no. ¿Sharadim es un nombre común en mi país...?
Era una pregunta estúpida. Había desconcertado a la muchacha.
—No os entiendo, señor... , Von Bek acudió en mi rescate.
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—Me han dicho que la princesa Sharadim es la prometida del príncipe
Flamadin...
—En efecto, señor —dijo Bellanda—. Y la hermana del príncipe. Se trata de una
tradición de vuestro reino, ¿no? —Cada vez estaba más confundida—. Si he repetido
estúpidas habladurías o creído demasiado en estas fantasías, os ruego que me
disculpéis...
—No debéis excusaros —dije, recobrándome.
Me dirigí hacia el borde de la tórrela y me apoyé en él. Sopló una ráfaga de aire,
que disipó el humo, refrescó mis pulmones y mi piel, y me ayudó a mantener lúcida
mi mente.
—Estoy fatigado —proseguí—. A veces olvido cosas...
—Venga —dijo Von Bek, disculpándose con los jóvenes—, le acompañaré a sus
aposentos. Descanse una hora. Se sentirá mejor.
Le permití que me alejara del aturdido grupo de estudiantes.
Cuando llegamos a los camarotes, encontramos a un mensajero que aguardaba
pacientemente frente a la puerta principal.
—Señores —dijo—, el capitán barón os envía sus respetos. Os ruega que
compartáis su mesa.
—¿Significa eso que debemos reunimos con él lo antes posible? —preguntó Von
Bek al hombre.
—Si os apetece, señores.
Entramos y me senté pesadamente en la cama.
—Lo siento, Von Bek. No deberían afectarme tanto ese tipo de revelaciones. Si
no fuera por mis sueños, por esas mujeres que me llaman Sharadim...
—Creo que le comprendo, pero tiene que serenarse. No queremos que esta gente
se vuelva contra nosotros. Todavía no, amigo mío. Me parece que los intelectuales
sienten curiosidad por saber si es usted el héroe que describen los libros. Tengo la
impresión de que corren rumores referentes a que el príncipe Flamadin es una simple
marioneta. ¿Se dio cuenta?
—Quizá por eso llaman a Sharadim.
—No estoy seguro de entenderle.
—Insinuaron que es ella la que ostenta el poder, que su hermano, y prometido, no
es más que un impostor. Tal vez a ella le convenga hacerle aparecer como una
leyenda viviente, un héroe popular. Después de todo, en nuestro mundo no son raras
tales relaciones.
—No saqué tantas conclusiones, pero estoy de acuerdo en que existe la
posibilidad. ¿Significa eso, pues, que usted y Flamadin de los valadekanos no son
necesariamente el mismo personaje?
—El armazón cambia, Von Bek, pero el espíritu y el carácter no. No sería la
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primera vez que me encarno en el cuerpo de un héroe que decepciona hasta cierto
punto a la gente.
—Si estuviera en su piel, otra cosa que despertaría mi curiosidad es saber cómo
llegué a este mundo. ¿Cree que lo descubrirá pronto?
—No estoy seguro de nada, amigo mío. —Me levanté y cuadré los hombros—.
Preparémonos para cualquier horrible experiencia que la comida pueda
proporcionarnos.
—Me pregunto si la tal princesa Sharadim estará en la Asamblea —dijo Von Bek,
mientras caminábamos hacia la sala del capitán barón—. La verdad es que cada vez
tengo más ganas de conocerla. ¿Y usted?
—Temo ese encuentro, querido amigo. —Intenté sonreír—. Creo que el único
resultado será sufrimientos y terror.
Von Bek me miró de hito en hito.
—Creo que estaría menos impresionado, Herr Daker, si no viera esa espantosa
sonrisa en sus labios.
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El capitán barón quería pedirme un favor. Gracias a mi conversación con los
estudiantes, no me sorprendí cuando se decidió a preguntarme si le concedería el
honor de acompañarle a bordo de otro casco, antes de la Asamblea.
—Los cascos acuden lentamente al Terreno de la Asamblea, navegando a menudo
uno junto al otro durante muchas millas antes de llegar allí. Los vigías ya han
avistado otros tres cascos. A juzgar por las señales, son el Chica de Verde, el
Escalpelo Certero y el Nuevo Razonamiento, todos de fondeaderos más alejados.
Para estar tan cerca del Terreno de la Asamblea deben de haber corrido bastante. Los
capitanes barones tienen la costumbre de hacer llamadas de cortesía sucesivas en ese
momento. Tales llamadas sólo se rechazan en caso de enfermedad a bordo u otro gran
desastre. Me gustaría hacer señales con las banderas al Nuevo Razonamiento,
indicando que deseamos visitarlo. ¿Os apetecería a vos y a vuestro amigo ver otro
casco?
—Estaremos encantados —respondí.
No sólo deseaba comparar los cascos, sino hacerme una idea de la opinión que
tenían otros capitanes barones sobre el nuestro. De sus palabras se desprendía que era
imposible rechazar su oferta. Estaba claro que ansiaba exhibir a su invitado ante los
demás para que corriera la voz previamente a la Asamblea. De esta forma confiaba en
ganarse su aceptación o, como mínimo, aumentar su prestigio.
Se quedó muy aliviado. Sus rasgos porcinos se relajaron. Casi me sonrió con
alegría.
—Bien. Ordenaré que hagan las señales.
Se excusó un rato después y nos dejó a nuestras anchas. Continuamos explorando
el barco-ciudad y nos encontramos por segunda vez con Bellanda y sus amigos. Eran
las personas más interesantes que habíamos conocido hasta el momento. Nos llevaron
a lo alto de los mástiles y nos enseñaron el humo de los cascos distantes, que
navegaban lentamente hacia el Terreno de la Asamblea.
Un muchacho de cara pálida llamado Jurgin tenía un catalejo y conocía las
banderas de todos los barcos. Los nombró en voz alta a medida que los iba
reconociendo.
—Ahí está el Ganga Lejana, que pertenece a La Cabeza Flotante. Y ése es el
Chica de Verde, de El Jarro Mellado... —Le pregunté cómo podía saber tanto, y me
tendió el aparato—. Es sencillo, alteza. Las banderas representan el aspecto de los
fondeaderos sobre el plano, y los nombres describen el parecido más exacto de esas
representaciones. Del mismo modo bautizamos a las constelaciones. En la mayoría de
los casos, los nombres de los cascos son antiquísimos, y perpetúan los de antiguos
veleros en los que zarparon nuestros antepasados. Sólo de forma muy gradual se
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trasladaron a las ciudades en las que ahora vivimos.
Miré por el catalejo y distinguí una bandera que ondeaba en el palo mayor del
barco más próximo. Era un símbolo rojo sobre campo negro.
—Yo diría que se trata de una especie de trasgo. Una gárgola.
—La bandera que está izada —rió Jurgin— pertenece al fondeadero El Hombre
Feo y, por tanto, el casco es el Nuevo Razonamiento, que viene del norte. Es el que
visitaréis esta noche, ¿no?
Me impresionó su clarividencia.
—¿Cómo lo sabéis? ¿Tenéis espías en la corte?
El joven meneó la cabeza sin cesar de reír.
—Es mucho más sencillo, alteza. —Señaló nuestro palo mayor, donde se agitaban
al viento un buen puñado de banderas—. Lo dicen nuestras señales. Y el Nuevo
Razonamiento ha respondido con la debida cortesía, probablemente a regañadientes
en lo que concierne a nuestro gran capitán barón, que se espera vuestra visita una
hora antes del crepúsculo. Lo cual significa —añadió con una sonrisa— que el
encuentro sólo durará una hora, pues Armiad detesta aventurarse de noche por las
aguas. Acaso teme la venganza de las sabandijas de los pantanos con las que ha
alimentado los contenedores. ¡No cabe duda de que el Nuevo Razonamiento está al
corriente de este hecho!
Unas horas más tarde, Von Bek y yo nos encontramos acompañando al capitán
barón Armiad-naam-Sliforg-ig-Vortan, ataviado con sus prendas más exquisitas (y
abominables), a bordo de una especie de balsa, provista de pequeñas ruedas e
impelida con pértigas por una docena de hombres (también engalanados con vistosos
ropajes), que a veces flotaba y otras rodaba a través de las ciénagas y lagunas hacia el
Nuevo Razonamiento, ya muy cercano a nuestro Escudo Ceñudo. Armiad apenas
podía caminar, estorbado por la capa acolchada, las calzas almohadilladas, el enorme
y bamboleante sombrero y el jubón grotescamente hinchado. Di por supuesto que
había visto las ilustraciones de algún libro antiguo, y decidido que éstas eran las
prendas adecuadas y tradicionales de un auténtico capitán barón. Le costó mucho
subir a la embarcación y tuvo que sujetarse el sombrero con ambas manos cuando el
viento amenazó con derribarlo. Los hombres nos impulsaban con mucha parsimonia
hacia el otro casco, mientras Armiad les gritaba que tuvieran cuidado, que procurasen
no salpicarnos y que sacudieran la chalupa lo menos posible.
Nosotros, vestidos con ropas sencillas y desprovistos de armas, no padecíamos
esas dificultades. La única grave era disimular nuestras risas.
El Nuevo Razonamiento no estaba menos maltrecho y reparado que el Escudo
Ceñudo, y era incluso algo más viejo, pero, en conjunto, se hallaba en mejores
condiciones que nuestro casco. El humo que vomitaban las chimeneas no era la
misma materia oleosa y amarillenta, Y sus cañones estaban dispuestos de manera que
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muy poca ceniza caía sobre las cubiertas. Las banderas se veían bastante decentes
(aunque les resultaba imposible mantenerlas limpias del todo), y la pintura más
brillante. Se habían preocupado de conservar en buen estado el casco, y sospecho que
le habían dado forma de barco a propósito, en vista de la inminente Asamblea.
Parecía extraño que Armiad no se diera cuenta de que podía tener el suyo más limpio,
que su abandono reflejaba su falta de inteligencia, la escasa moral de su gente y
media docena de cosas más.
Avanzamos hacia el otro casco, vadeando aguas frías, hasta llegar a la rampa que
habían bajado para nosotros. Los hombres izaron la embarcación por la rampa con
cierto esfuerzo, y no tardamos en hallarnos en las entrañas del Nuevo Razonamiento.
Paseé la vista en derredor con curiosidad.
La apariencia general del casco coincidía con la del que habíamos dejado, pero el
orden y pulcritud reinantes conseguían que el bajel de Armiad pareciera un viejo
vapor comparado con un buque de guerra. Además, aunque los hombres que nos
recibieron vestían como los primeros que habíamos visto, iban considerablemente
más limpios, y era evidente que no tenían el menor deseo de agasajar a personas
como nosotros. A pesar de que Von Bek y yo nos habíamos bañado y mudado de
ropa, una película de mugre se había adherido a nuestra piel al desplazarnos desde
nuestros aposentos a la chalupa. También estaba seguro de que los tres olíamos al
casco, aunque ya nos habíamos acostumbrado. Asimismo quedó muy claro que la
dotación del Nuevo Razonamiento consideraba el atavío de Armiad tan ridículo como
nosotros.
Comprendimos enseguida que los demás capitanes barones no sólo se negaban a
recibir en sus cascos a Armiad por razones de altivez; en todo caso, si eran altivos, la
apariencia física y el temperamento de Armiad bastaban para confirmar todos sus
prejuicios.
Armiad estaba inquieto, si bien no parecía darse cuenta de la impresión que
causaba. Fanfarroneó ante el comité de bienvenida mientras nos presentábamos
oficialmente e intercambiábamos nombres. Era la pomposidad personificada cuando
dio a conocer la identidad de los que le acompañábamos en calidad de invitados del
Nuevo Razonamiento, y pareció complacido cuando nuestros anfitriones reconocieron
mi nombre con sorpresa, casi con sobresalto.
—Pues sí —dijo al grupo—, el príncipe Flamadin y su acompañante han elegido
nuestro casco, el Escudo Ceñudo, para desplazarse a la Asamblea. Harán de él su
cuartel general durante la travesía. Ahora, marineros, conducidnos hasta vuestros
amos. El príncipe Flamadin no está acostumbrado a esta lentitud.
Seguí al comité de bienvenida, muy molesto por su grosería e intentando
demostrar a nuestros anfitriones que no aprobaba sus comentaños, por una serie de
rampas que conducían a las cubiertas exteriores. También allí existía una próspera
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ciudad, de calles tortuosas, escaleras, tabernas, comercios de alimentación, e incluso
un teatro. Von Bek murmuró palabras de aprobación, pero Armiad, que caminaba a su
lado y justo detrás de mí, susurró con voz estridente que observaba signos de
decadencia por todas partes. Yo había conocido a ciertos ingleses que asociaban
pulcritud con decadencia, y las pruebas palpables de que en el Nuevo Razonamiento
florecían las artes y los oficios, habrían confirmado su opinión. Por mi parte, traté de
trabar conversación con el comité de bienvenida; todos sus miembros eran jóvenes y
parecían agradables, pero se mostraron poco dispuestos a responderme, incluso
cuando alabé el empaque y la belleza de su casco.
Cruzamos varios pasadizos elevados hasta llegar a lo que parecía ser un edificio
público bastante grande. No poseía el aspecto fortificado del palacio de Armiad, y
pasamos bajo altos arcos ojivales para desembocar en una especie de patio rodeado
de airosas columnas. De la parte izquierda surgió otro grupo de hombres y mujeres,
todos de edad madura, e incluso avanzada. Vestían largas túnicas de intensos colores
oscuros, sombreros gachos, engalanados cada uno con una pluma de diferente color,
y guantes de piel teñida en tonos brillantes. Sus rostros apenas eran visibles bajo las
máscaras de fina gasa, que se quitaron con presteza, colocándolas sobre el corazón en
una versión del mismo gesto que Mopher Gorb y sus hombres habían realizado
cuando nos encontramos por primera vez. Sus dignos rasgos me impresionaron, y
también me sorprendió que dos de ellos, un hombre y una mujer, tuvieran la piel
bronceada. Todos los miembros del grupo que nos había recibido eran blancos de tez.
Sus modales fueron perfectos y elegantes sus palabras, pero resultaba más que
evidente que nuestra visita no les complacía. Estaba claro que no hacían distinciones
entre Von Bek y yo y Armiad (¡lo que, por supuesto, hirió mi orgullo!) y, aunque no
fueron descorteses, dieron la impresión de patricios romanos padeciendo la visita de
algún bárbaro grosero.
—Saludos, honorables huéspedes del Escudo Ceñudo. Nosotros, el Consejo de
nuestro capitán barón Denou Praz, Hermano Poético de los Larens de Toirset y
nuestro Defensor del Oso Polar, os damos la bienvenida en su nombre y os rogamos
que nos acompañéis a tomar un frugal refrigerio en nuestra sala de reuniones.
—Encantados, encantados —replicó Armiad con un ademán airoso que se vio
obligado a interrumpir para devolver el sombrero a su posición anterior—. El
príncipe Flamadin y yo nos sentimos más que honrados de ser vuestros huéspedes.
La reacción de nuestros anfitriones ante mi nombre no me halagó en modo
alguno, pero su autodisciplina era demasiado grande para permitirles exhibir su
desagrado. Hicieron una reverencia y nos guiaron bajo las arcadas, atravesando
puertas con paneles de cristal coloreado, hasta un agradable salón iluminado por
lámparas de cobre; en el cielo raso se habían esculpido versiones estilizadas de
escenas pertenecientes al lejano pasado del casco, relacionadas con hazañas llevadas
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a cabo en bancos de hielo flotante. Recordé que el Nuevo Razonamiento era del norte,
donde debía de navegar mucho más cerca del polo (si el reino poseía un polo como
yo lo entendía).
Un anciano se levantó de una silla tapizada de brocado, situada al extremo de la
mesa, se quitó la máscara de gasa y la posó sobre su corazón.
—Capitán barón Armiad, príncipe Flamadin, conde Ulrich von Bek, soy el
capitán barón Denou Praz. Acercaos y sentaos a mi lado, por favor.
—Ya nos hemos encontrado una o dos veces, hermano Denou Praz —dijo Armiad
en un tono de fanfarrona familiaridad—. ¿Os acordáis? En la Conferencia de Cascos
celebrada a bordo del Ojo del Leopardo, y el año pasado en Mi tía Jeroldeen, en el
funeral del hermano Grallerif.
—Lo recuerdo bien, hermano Armiad. ¿Reina la satisfacción en vuestro casco?
—Una satisfacción excepcional, gracias. ¿Y en el vuestro?
—Pienso que mantenemos el equilibrio, gracias.
Me di cuenta enseguida de que Denou Praz intentaba ceñir la conversación a
cauces estrictamente oficiales. Armiad, sin embargo, siguió metiendo la pata con
despreocupación.
—No tenemos cada día al príncipe electo de los valadekanos entre nosotros.
—No, desde luego —dijo Denou Praz con escaso entusiasmo—. Claro que el
buen caballero Flamadin ya no es el príncipe electo de su pueblo.
Estas palabras sobresaltaron a Armiad. Yo sabía que Denou Praz había hablado
con sarcasmo, rozando los límites de la cortesía, pero ignoraba lo que significaba su
afirmación.
—¿Ya no es electo?
—¿No os lo ha dicho el buen caballero?
Mientras Denou Praz hablaba, los demás consejeros se habían reunido alrededor
de la mesa y tomado asiento. Todo el mundo me estaba mirando. Meneé la cabeza.
—Estoy desconcertado —dije—. Tal vez, capitán barón Denou Praz, seáis tan
amable de explicar lo que queréis decir.
—Si no os parece poco hospitalario...
Le había llegado el turno de sorprenderse a Denou Praz. Imaginé que no esperaba
tal respuesta por mi parte, pero como yo estaba realmente confundido, me había
decidido a pedirle una aclaración.
—La noticia se sabe desde hace algún tiempo —empezó—. Nos enteramos de
que Sharadim, vuestra gemela, con la que rehusasteis casaros, mandó desterraros y
relevaros de todas vuestras funciones. Perdonadme, buenos caballeros, pero no quiero
continuar por temor a infringir las leyes de un anfitrión...
—Continuad, capitán barón, os lo ruego. Contribuiréis a arrojar luz sobre algunos
de mis misterios.
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El hombre vaciló, como si ya no estuviera seguro de sus datos.
—Parece ser que la princesa Sharadim amenazó con revelar algún delito del que
seríais culpable, o una serie de engaños, y que vos intentasteis asesinarla. Aun así,
estaba dispuesta a perdonaros si accedíais a ocupar el lugar que os pertenecía por
derecho como Señor Consorte de Draachenheem. Vos os negasteis, alegando que
deseabais continuar vuestras aventuras por otras tierras.
—En otras palabras, me comporté como un ídolo popular mimado. Y frustrado en
mis egoístas deseos, ¿traté de asesinar a mi hermana?
—Tal es la historia que nos llegó de Draachenheem, buen caballero. Una
declaración firmada por la propia princesa Sharadim, en realidad. Según ese
documento, ya no sois un príncipe electo, sino un fuera de la ley.
—¡Un fuera de la ley! —Armiad se levantó en parte de su asiento. De no haber
recordado dónde se hallaba, hubiera descargado el puño sobre la mesa—. ¡Un fuera
de la ley! No me dijisteis nada de esto cuando abordasteis mi casco. Ni cuando disteis
vuestro nombre a mi basurero mayor.
—El nombre que di a vuestro basurero mayor, capitán barón Armiad, no fue el de
Flamadin. Fuisteis vos el primero en llamarme así.
—¡Aj! Qué atroz engaño.
Aquella falta de cortesía horrorizó a Denou Praz. que levantó su frágil mano.
—¡Buenos caballeros!
También el Consejo estaba conmocionado.
—Lamentamos profundamente haber ofendido a nuestros invitados... —se
apresuró a decir una de las mujeres que nos habían recibido antes.
—El ofendido soy yo —saltó Armiad en voz alta, su feo rostro enrojecido como
un tomate—, pero no lo he sido por vosotros, buenos consejeros, o por vos, hermano
Denou Praz. Mis buenas intenciones, mi inteligencia, todo mi casco han sido
insultados por estos charlatanes. ¡Tendrían que haberme explicado qué hacían en
nuestro fondeadero!
—Todo el mundo lo sabía —dijo Denou Praz—, y no creo que el buen caballero
Flamadin haya intentado engañaros. Después de todo, me pidió que refiriera esas
noticias. Si las hubiera conocido o deseado mantenerlas en secreto, no lo habría
hecho.
—Os pido perdón, señor —intervine—. Mi acompañante y yo no deseábamos
deshonrar vuestro casco ni fingir que éramos otra cosa de lo que en un principio
dijimos.
—¡Yo no sabía nada! —vociferó Armiad.
—Pero los periódicos... —dijo una mujer en tono apaciguador—. Casi todos han
publicado largos artículos...
—No permito esa basura a bordo de mi casco. Pervierte la moral.
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Ahora ya sabía por qué una historia conocida a lo largo y ancho de
Maaschanheem no había llegado a los incultos oídos de Armiad.
—¡Sois un fraude! —me espetó.
Echaba chispas por los ojos, y frunció el ceño cuando comprendió que la
desaprobación de los demás había aumentado. Intentó mantener la boca cerrada.
—Pese a todo, estos buenos caballeros son vuestros invitados —dijo Denou Praz,
peinándose la perilla con una mano delicada—. Estáis obligado a continuar
ofreciéndoles vuestra hospitalidad, como mínimo hasta la Asamblea.
Armiad exhaló un profundo suspiro. Se puso en pie de nuevo.
—¿La Ley no prevé tal contingencia? ¿No puedo aducir que dieron nombres
falsos?
—¿Llamasteis Flamadin al buen caballero? —preguntó un anciano desde el otro
extremo de la mesa.
—Le reconocí. ¿Acaso no es eso razonable?
—No esperasteis a que se identificara, sino que vos mismo le nombrasteis. Eso
significa que no ha logrado el asilo de vuestro casco mediante un engaño deliberado.
Me parece que estamos ante una cuestión de autoengaño...
—Estáis diciendo que fue culpa mía.
El consejero guardó silencio. Armiad bufó y montó en cólera.
—Tendríais que haberme dicho que ya no erais un príncipe electo, sino un
criminal, reclamado en vuestro propio reino. ¡Una auténtica sabandija de los
pantanos!
—¡Por favor, buenos caballeros! —El capitán barón Denou Praz elevó en el aire
sus dedos bronceados—. Éste no es el comportamiento adecuado de anfitriones o
invitados...
Armiad, anhelando con desespero la aprobación de sus iguales, logró contenerse.
—Sois bienvenidos a bordo de mi casco —nos dijo—, hasta que la Asamblea
haya concluido. —Se volvió hacia el capitán barón—. Perdonad esta violación de la
etiqueta, hermano Denou Praz. De haber sabido lo que traía a bordo de vuestro casco,
creedme que jamás...
—Tales disculpas —interrumpió la mujer— no son necesarias ni figuran en
nuestras tradiciones de cortesía. Se han intercambiado nombres y ofrecido
hospitalidad. Eso es todo. Permitidme que os lo recordemos, por favor.
El resto de los concurrentes estaban violentos, por decir algo. Von Bek y yo nos
miramos sin poder articular palabra, mientras Armiad gruñía y rezongaba para sí, sin
apenas responder a las observaciones que el capitán barón Denou Praz y su Consejo
continuaban haciendo. Armiad parecía presa de la más brutal indecisión. No deseaba
permanecer en un lugar donde había quedado tan mal parado, desde su punto de vista.
Y no quería llevarnos de vuelta con él. Por fin, al darse cuenta de que oscurecía, nos
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indicó con una señal que nos levantáramos. Dedicó una reverencia a Denou Praz e
hizo un esfuerzo para agradecerle la hospitalidad de su casco, disculpándose por la
tensión producida. Von Bek y yo murmuramos la más breve y formal de las
despedidas, a la que el capitán barón Denou Praz respondió con gran gentileza:
—No me corresponde a mí juzgar a los hombres por lo que informan los
periódicos. Imagino que no buscasteis la fama que hizo de vos un héroe en la
imaginación popular y que ahora os ha convertido, tal vez, en un villano, sólo porque
la gente os consideró durante mucho tiempo como la personificación de todo lo
arrojado y noble. Confío en que perdonéis mi demostración de mal gusto, que me
impulsó a juzgaros, buen caballero, antes de conoceros o averiguar algo de vuestras
circunstancias.
—Esa disculpa es innecesaria, capitán barón. Os agradezco vuestra gentileza y
cortesía. Si alguna vez vuelvo a vuestro casco, espero que sea por haberme
demostrado merecedor de pisar el suelo del Nuevo Razonamiento.
—¡Bonitas palabras para ser un hombre que intentó matar a su propia hermana!
—gruñó Armiad, mientras nos escoltaban por los oscilantes pasadizos y cubiertas
hasta nuestro bote, dispuesto a conducirnos de regreso al Escudo Ceñudo—. ¿Y por
qué? Porque amenazó con revelar al mundo la verdad sobre él. Sois un impostor, un
bergante. Os advierto que la hospitalidad de nuestro casco se termina con la
Asamblea. Después, os tocará correr el albur en los fondeaderos o elegir un casco
antes de veinte horas. Si alguno os acepta, cosa que dudo. Los dos estáis
prácticamente muertos.
El bote rodó por la rampa hacia los bajíos. Estaba a punto de anochecer y un
viento frío azotaba las lagunas, agitando las cañas. Armiad se estremeció.
—¡Más deprisa, haraganes! —Descargó un puñetazo sobre el hombre más
cercano—. No volveréis a abusar de la hospitalidad de ningún casco. Todos se
enterarán de quiénes sois mañana, antes de que la Asamblea empiece. Podéis sentiros
afortunados, porque no se permiten derramamientos de sangre durante la reunión. No
se puede matar ni a un insecto. Os retaría a duelo, pero pienso que no sois digno...
—¿Un Desafío de Sangre, mi señor barón? —preguntó Von Bek, incapaz de
contenerse. Todo el asunto le parecía de lo más divertido—. ¿Retaríais a un Desafío
de Sangre al príncipe Flamadin? Creo que es una prerrogativa de los capitanes
barones, ¿no?
Al oírle, Armiad le miró con una ferocidad capaz de prender fuego al pantano.
—Vigilad vuestra lengua, conde Von Bek. No sé de qué crímenes sois culpable,
pero sin duda no tardarán en salir a la luz. ¡Vos también pagaréis por vuestra añagaza!
—Cuan cierto es que nada enfurece más a un hombre que descubrir su
autoengaño —murmuró Von Bek.
—Nuestra acostumbrada hospitalidad entraña ciertas condiciones, conde Von Bek
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—dijo Armiad, que le había oído—. Si las quebrantáis, la Ley me permite exiliaros, o
algo peor. Si obrara a mi manera, os colgaría a ambos de las crucetas. Tenéis que
agradecer su intercesión a esos decadentes y debilitados viejos del Nuevo
Razonamiento. Por fortuna, respeto la Ley. Vos, señores, evidentemente no.
Ignoré sus comentarios. Estaba abismado en mis pensamientos. Ahora, tenía
cierta idea de por qué el príncipe Flamadin se hallaba solo en Maaschanheem. Pero
¿qué le había llevado a negarse a contraer matrimonio con su hermana gemela
Sharadim, siendo lo que todo el mundo esperaba de él? ¿Era un farsante, descubierto
por ella cuando demostró ser un traidor? Si eso era cierto, no me extrañaba que el
mundo se hubiera vuelto contra él. La gente detestaba adorar a un héroe y descubrir
después que poseía las flaquezas de cualquier ser humano.
Armiad, de mala gana, nos permitió volver con él a su palacio.
—Pero tened cuidado —nos advirtió—. La más ínfima infracción de la Ley es la
excusa que necesito para expulsaros...
Regresamos a nuestros aposentos.
Una vez en mi habitación, Von Bek estalló por fin en carcajadas.
—¡El pobre capitán barón pensó que iba a ganar prestigio a costa de usted y
descubre que aún lo ha perdido más! ¡Oh, cómo le gustaría matarnos! Esta noche
dormiré con la puerta cerrada a cal y canto. No me agradaría pillar un resfriado y
perecer...
Mi humor no era tan bueno, porque el número de misterios sobre los que debía
reflexionar se había incrementado. Me consideraba afortunado por poseer poder y
fama en este mundo. Ahora, me los habían arrebatado. Y si Sharadim era la verdadera
líder de Draachenheem, ¿por qué me había tocado habitar este cuerpo?
Se trataba de la experiencia más extraña de todas mis encarnaciones.
Quienesquiera que llamasen invocaban a Sharadim, mi gemela, como si supieran que
ella ostentaba el poder real, que yo era un vulgar farsante que prestaba su nombre a
una serie de fantasías increíbles. Resultaba bastante lógico, y verosímil. Sin embargo,
tanto el Caballero Negro y Amarillo como el capitán del Bajel Negro parecían estar
de acuerdo en que era crucial para el Campeón Eterno acudir a este reino.
Hice cuanto pude para no pensar demasiado en todo ello. Intenté meditar sobre
nuestros problemas inmediatos.
—La tradición nos permite quedarnos aquí durante la Asamblea. Después, nos
convertiremos en forajidos, piezas de caza para los basureros de Armiad. ¿He
resumido bien la situación?
—Así lo entiendo —corroboró Von Bek—. Parecía convencido de que nadie nos
contrataría. Tampoco es que tenga muchas ganas de trabajar para pagarme el pasaje
en uno de estos cascos. —Antes de que terminara de hablar, el camarote sufrió una
sacudida y casi fuimos a parar a la pared opuesta—. Me pregunto qué posibilidades
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tenemos de trasladarnos a otro reino. Creo que no es difícil en las Marcas
Intermedias.
—Lo mejor será quedarnos aquí y asistir a la Asamblea. Así nos haremos una
idea de quiénes piensan todavía que el príncipe Flamadin es un héroe, quiénes no
creen en la historia de Sharadim y quiénes me aborrecen de corazón.
—Yo diría que encontrará pocos amigos en este momento. O fue responsable de
esos crímenes, en calidad de príncipe Flamadin, o es víctima de una propaganda
eficiente. Sé lo que es convertirse en un villano de la noche a la mañana. Hitler y
Goebbels son maestros en ese arte. Tal vez sería posible demostrar en la Asamblea
que no es culpable de todo lo que se le imputa.
—¿Cómo podría empezar?
—Eso no lo sabremos hasta mañana. Entretanto, lo más prudente será quedamos
donde estamos. ¿Advirtió que llamé a un criado en cuanto entramos?
—Y no acudió ninguno. Por lo general, son muy rápidos. Por lo visto, sólo
recibiremos la mínima hospitalidad por parte de Armiad.
Ninguno de los dos tenía hambre. Nos lavamos como pudimos y nos fuimos a la
cama. Yo sabía que debía descansar, pero las pesadillas fueron particularmente
intensas. Las voces continuaban llamando a Sharadim. Me atormentaban sin cesar. Y
luego, al hundirme cada vez más en aquel sueño, empecé a ver con toda claridad a las
mujeres que llamaban a mi hermana gemela. Eran altas y sorprendentemente
hermosas, tanto de cara como de cuerpo. Poseían las figuras esbeltas y delicadas que
yo conocía tan bien, las barbillas afiladas, los pómulos altos y anchos, los ojos
rasgados y almendrados, las orejas menudas y el cabello suave. Vestían de forma
diferente, pero ésa era la única disparidad. Las mujeres que formaban el círculo detrás
del pálido fuego, y cuyas voces llenaban la oscuridad, eran Eldren. Pertenecían a la
raza a veces llamada Vadhagh, y otras Melnibonea. Una raza cuyos miembros eran
primos carnales de la de John Daker. Como Campeón Eterno, había pertenecido a
ambas. Como Erekosë, había amado a una de tales mujeres.
Y de repente, cuando las llamas blancas se fueron apaciguando, vi algo al otro
lado que me hizo estremecer de miedo y éxtasis; lancé un gemido y extendí los
brazos, anhelando tocar el rostro que había reconocido.
—¡Ermizhad! —dije—. ¡Oh, querida mía! Estoy aquí. Estoy aquí. ¡Ayúdame a
atravesar las llamas! ¡Estoy aquí!
Pero la mujer, que enlazaba los brazos con los de sus hermanas, no me oyó. Tenía
los ojos cerrados. Continuó cantando y oscilando, cantando y oscilando. Empecé a
dudar que se tratara de ella, a menos que fuesen los Eldren quienes me llamaran de
vuelta, que invocasen a Sharadim pensando que era a mí a quien lo hacían. El brillo
del fuego aumentó, cegándome por un momento. La vislumbré de nuevo. Estaba casi
seguro de que era mi amor perdido.
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Algo me arrancó de ese sueño y me precipitó hacia otro. En éste, no tenía ni idea
de cuál era mi nombre. Vi un cielo rojo surcado por dragones, enormes animales
voladores similares a reptiles, que parecían obedecer a un grupo de gente erguida
sobre las ruinas ennegrecidas de una ciudad. También semejaban Eldren, aunque sus
ropajes eran más trabajados, como de lechuguinos, si bien yo no comprendía cómo
podía saber tantas cosas. Sin embargo, estaba seguro de que eran Eldren, de otro
tiempo y otro lugar. Se les veía afligidos. Existía una afinidad entre ellos y los
animales voladores que me costaba entender; con todo, me vino el eco de un recuerdo
(o de una premonición, que para las personas como yo es lo mismo). Intenté hablar
con uno de mis acompañantes, pero no sabían que me encontraba entre ellos. Al
poco, caí en un pozo sin fondo, alejándome del grupo, y descubrí que me hallaba
sobre una llanura cristalina sin horizonte. El color de la planicie viró sucesivamente
al verde, púrpura y azul, regresando al verde de nuevo, como si la acabaran de crear y
aún no se hubiera estabilizado. Un ser de sorprendente belleza, piel dorada y los ojos
más bondadosos que había visto nunca, me estaba hablando. Pero yo era Von Bek.
Las palabras no significaban nada para mí, porque una vez más se dirigían a la
persona errónea. Intenté decirle la verdad a aquella criatura maravillosa, mas mi boca
no se movió. Yo era una estatua, hecha de la misma sustancia cristalina y resbaladiza
de la llanura.
—Somos los olvidados, somos los últimos, somos los crueles. Somos los
Guerreros en los Confines del Tiempo. Somos los insensibles, los lisiados, los sordos,
los ciegos. Ejércitos petrificados del Destino, veteranos de las guerras psíquicas...
Volví a ver a aquellos soldados desesperados, alineados en el borde dentado de un
gran risco que se alzaba sobre un abismo insondable. ¿Se dirigían a mí, o hablaban
cuando presentían la presencia de alguien que les escuchaba?
Vi a un hombre cubierto con una coraza negra y amarilla que cabalgaba a lomos
de un gigantesco corcel por un tramo de aguas embravecidas. Le llamé, pero no me
oyó o prefirió ignorarme.
Después, por un momento, vi la cara de Ermizhad. Oí el cántico, mucho más
fuerte que unos segundos antes.
—¡SHARADIM! ¡SHARADIM! ¡SHARADIM! ¡AYÚDANOS, SHARADIM!
¡LIBERA AL DRAGÓN! ¡DEJA EN LIBERTAD AL DRAGÓN, SHARADIM, Y
LIBÉRANOS A NOSOTROS!
—¡Ermizhad!
Abrí los ojos y descubrí que estaba gritando su nombre al rostro preocupado y
perplejo de Von Bek.
—Despierte —dijo—. Creo que hemos llegado al Terreno de la Asamblea. Venga
a ver.
Meneé la cabeza, sumido todavía en mis recuerdos de aquellos sueños.
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—¿Se encuentra mal? —se interesó mi compañero—. ¿Quiere que vaya a buscar
a un médico? Suponiendo que haya alguno en este deleznable barco.
Respiré hondo varias veces.
—Perdóneme. No quería asustarle. Estaba soñando.
—¿Con la mujer a la que busca? ¿Su amada?
—Sí.
—Gritaba su nombre. Lamento haberle interrumpido, amigo mío. Le dejaré a
solas para que se recupere...
—No, Von Bek. Quédese, se lo ruego. La compañía de personas normales es lo
que más necesito ahora. Ya ha subido a cubierta, ¿verdad?
—El movimiento del casco me impidió dormir. Y también el olor. Tal vez sea
demasiado remilgado, pero me recuerda un poco a un campo de concentración al que
me enviaron.
Comprendí algo más el desagrado que le causaba el barco de Armiad.
Me vestí enseguida y me lavé lo mejor que pude, siguiendo a Von Bek a la galería
situada frente a nuestros aposentos, y que permitía una vista excelente a estribor. A
través del humo, los enmarañados cordajes, las banderas, chimeneas y torretas
comprobé que, en efecto, habíamos anclado en una isla de tierra firme casi circular; el
terreno se elevaba hasta un punto central en el que se había erigido un sencillo
monolito de piedra, similar a los que había visto en Cornwall cuando era John Daker.
Casi cincuenta cascos habían llegado ya, y sus enormes moles empequeñecían a las
siluetas humanas que remolineaban entre ellos. Continuaban echando vapor, pero de
manera bastante esporádica. De vez en cuando, algún casco emitía un gran silbido y
arrojaba una columna de humo al aire, como un grupo de ballenas varadas, si bien la
disposición de los barcos no era casual. La distancia exacta entre cada uno se había
calculado con impresionante precisión.
Los cascos formaban un semicírculo alrededor de la isla. En el extremo más
alejado se hallaba un grupo de bajeles esbeltos y elegantes, parecidos a las galeras
griegas, provistos de remos y escaso velamen. Podría haberlos confundido con barcos
oficiales de naciones ricas. Había cinco. Cerca se encontraban seis bajeles más
pequeños, que, a su manera, resultaban tan impresionantes como los otros. Estaban
pintados de blanco de proa a popa. Casi todo lo que podía ser blanco, lo era: mástiles,
velas, remos, hasta la solitaria bandera que ondeaba en cada bordado de la esquina
izquierda. Parecía una simple cruz, y una larga púa remataba cada extremo.
A continuación, venían tres naves mucho más grandes y voluminosas, también
impulsadas a vapor, por lo visto, aunque no me recordaban a nada que hubiera visto
anteriormente. El material predominante en su estructura era la madera; contaba con
altos castillos, troneras para cañones o remos, una gruesa chimenea en la sección de
popa y un grupo de unas ocho ruedas de paletas a cada lado. Daban la impresión de
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haber sido diseñados por alguien que sólo poseyera leves nociones sobre los buques
de vapor, indiferente al hecho de si funcionarían o no. Con todo, no me tocaba juzgar
a mí. Era obvio que aquellos pesados barcos funcionaban muy bien. Cierto número de
navios en forma de plato habían atracado detrás de estos últimos. Parecían tallados en
un solo bloque de madera —el árbol tendría que haber sido enorme—, y les habían
dado una capa de oro. Contaban con un único mástil de bandera en un extremo, así
como toletes en toda la periferia, en los que se habían dispuesto largos remos de
madera. Su aspecto indicaba que sólo servían para navegar por las aguas interiores
poco profundas. Obviamente, la gente que los utilizaba no había tenido que cruzar un
océano para llegar hasta allí.
Por último, entre el casco de Maaschanheem más alejado, a nuestra izquierda, y
las embarcaciones en forma de plato, se veía un gran bajel, lo más parecido a un Arca
de Noé estilizada que yo había visto surcar las aguas. Era de madera y tenía la popa y
la proa muy afiladas, así como una sola casa enorme en la cubierta, de diseño muy
sencillo pero con una altura de cuatro pisos; las puertas y ventanas se hallaban
dispuestas a intervalos regulares, sin la menor ornamentación. Era uno de los barcos
más funcionales y poco imaginativos que había contemplado en mi vida. Lo único
que atrajo mi curiosidad fue el tamaño de las puertas, bastante más grandes de lo
necesario para gente de estatura media. No ondeaba ninguna bandera, y Von Bek fue
tan incapaz como yo de adivinar a quién pertenecía o de dónde procedía.
Algunas siluetas lejanas habían saltado a tierra cerca de sus embarcaciones, pero
no distinguimos ningún detalle significativo. Los pasajeros de los bajeles blancos
parecían ir cubiertos de pies a cabeza con ropas también blancas. Por contra, y como
cabía esperar, la gente de las recargadas galeras vecinas exhibía colores vivos. Los
que viajaban a bordo de los barcos grandes y abiertos habían plantado tiendas altas y
angulares, y a juzgar por el humo que brotaba de la mayor de ellas, estaban
preparando la comida. No se veía ni rastro de los ocupantes del arca.
Ojalá hubiera tenido el catalejo de Jurgin, pues sentía una enorme curiosidad por
todos los habitantes de los Seis Reinos.
Estábamos especulando sobre la identidad de la gente y sus barcos, cuando una
voz gritó por encima de nuestras cabezas.
—¡Disfrutad de vuestro ocio, buenos caballeros! Poco tendréis después de la
Asamblea. ¡Veremos si el príncipe depuesto de los valadekanos sabe correr tan bien
como las ratas del pantano!
Era Armiad, con la cara enrojecida y casi echando espuma por la boca, ataviado
con una especie de túnica púrpura y cereza. Estaba asomado a un balcón situado
encima de nosotros y a nuestra derecha, y apretaba los puños como si quisiera
estrujarnos hasta dejarnos sin vida.
Le dedicamos una reverencia, dándole los buenos días, y volvimos adentro.
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Habíamos decidido correr el riesgo de abandonar los aposentos (aunque cogimos
todas nuestras pertenencias) e ir en busca de nuestros jóvenes amigos, en la esperanza
de que les apetecería pasar el rato en nuestra compañía.
Encontramos a Bellanda y a sus compañeros sentados en un rincón apartado de la
cubierta de proa. Jugaban a algo que no reconocí con fichas de colores. Se
sorprendieron un poco al vernos y dejaron de jugar a regañadientes.
—Veo que os habéis enterado de la noticia —dije a Bellanda, en cuyo rostro
hermoso y juvenil se reflejaba una franca turbación—. Por lo visto, de héroe he
pasado a ser villano. ¿Aceptaríais mi palabra, por el momento, de que no sé nada de
los crímenes que se me imputan?
—No tenéis aspecto de ser un hombre que abandone sus responsabilidades o
intente asesinar a su propia hermana —repuso Bellanda lentamente. Alzó los ojos y
me miró—. Sin embargo, no os habríais convertido en un héroe popular si no
supierais presentaros ante la gente como una persona recta y honrada. Resulta difícil
descubrir el corazón que se oculta tras un rostro hermoso, como decimos en el
Escudo Ceñudo. Es más fácil detectar el carácter de uno feo... —Desvió la vista un
momento, pero volvió a mirarme con ojos sinceros—. Por todo ello, príncipe
Flamadin, o ex príncipe, hemos llegado al acuerdo de ofreceros el beneficio de la
duda. Hemos de confiar en nosotros mismos. ¡Es mejor que creer en las fantasías de
las revistas populares o en los edictos de nuestro buen capitán barón Armiad! —
Lanzó una carcajada—. Pero ¿qué os importa a vos, héroe o villano, nuestra opinión?
No os causaremos ni bien ni mal. Aquí, en el Escudo Ceñudo, nos encontramos en
una situación de impotencia casi total.
—Creo que lo que el príncipe Flamadin desea es vuestra amistad —dijo Ulrich
von Bek sin levantar la voz—. Ello ofrece, al menos, una cierta confirmación de que
lo que nosotros apreciamos vale la pena...
—¿Sois un adulador, señor conde?
Bellanda sonrió a mi compañero, que se mostró confundido.
Vi al joven Jurgin subido en las crucetas, observando un casco con el catalejo.
Tras una breve conversación con los demás, empecé a trepar por el cordaje hasta
sentarme junto a Jurgin en el peñol.
—¿Algo interesante? —pregunté.
El joven negó con la cabeza.
—Me limitaba a envidiar a los otros cascos. Somos el más sucio, descuidado y
pobre de todos. Solíamos sentirnos orgullosos de su apariencia. Lo que no consigo
entender es por qué Armiad no se da cuenta de lo ocurrido a nuestro casco desde que
mató al anterior capitán barón. ¿Qué quiso obtener de ese acto?
—Los miserables creen con frecuencia que la posesión del poder por el poder es
lo que ha satisfecho más a los otros. Se aferran a él de muchas y variadas formas, y
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les desconcierta el hecho de que sigan siendo tan miserables como antes. Armiad
mató para conseguir algo que, en su opinión, le proporcionaría la felicidad. Ahora,
puede que su única satisfacción sea hacer a los demás tan infelices como lo es él.
—Una teoría algo complicada, príncipe Flamadin. ¿Hemos de llamaros todavía
así? Os vi con Bellanda y supuse que los demás han decidido seguir siendo vuestros
amigos. No obstante, ya que os habéis autodesheredado...
—Llamadme simplemente Flamadin, si queréis. He subido para pediros prestado
el catalejo. Siento una curiosidad especial por ese barco grande y sin adornos, y por la
gente vestida de blanco. ¿Sabéis quiénes son?
—El barco grande es el único bajel de su clase que poseen los príncipes ursinos.
Permanecerán en su interior hasta que dé comienzo la auténtica Asamblea. Se dice
que las mujeres vestidas de blanco son caníbales. No se parecen a los demás seres
humanos. Sólo dan a luz niñas, y eso significa que han de comprar o robar hombres
de otros reinos, por motivos obvios. Las llamamos las Mujeres Fantasma. Van
cubiertas de pies a cabeza con armaduras de marfil, y casi nunca muestran el rostro.
Nos enseñan a temerlas y a mantenernos alejados de sus barcos. A veces, invaden
otros reinos para conseguir varones. Prefieren muchachos y hombres jóvenes. Por
supuesto, no se llevarán nada de la Asamblea, salvo lo que se les ofrezca mediante el
comercio. Vuestro pueblo no tiene remilgos en hacer tratos con ellas, y creo que
Armiad tampoco, pero no puede arriesgarse al ostracismo más total por parte de los
demás capitanes barones. Hace siglos que ninguno de nuestros cascos se dedica al
tráfico de esclavos.
—¿De modo que mi pueblo, el pueblo de Draachenheem, compra y vende
hombres y mujeres?
—¿No lo sabíais, príncipe? Pensábamos que era de sobra conocido. ¿Es que
vuestro pueblo sólo se entrega a tales negocios en el curso de una Asamblea?
—Deberéis dar por sentado que sufro lapsos de memoria, Jurgin. Las costumbres
locales de Draachenheem me desconciertan tanto como a vos.
—Lo peor es —dijo Jurgin, tendiéndome el catalejo— que los rumores apuntan a
que las Mujeres Fantasma son caníbales. Son como arañas hembra, que se comen a
los hombres en cuanto su cometido ha terminado.
—Pues son unas arañas de aspecto muy elegante.
Había enfocado a un grupo de mujeres, que conferenciaban entre ellas. Parecían
incómodas en sus armaduras, cuyo color, al verlas más de cerca, distinguí que no era
sólo blanco, sino que mostraba todos los tonos del marfil cuando se utiliza para
fabricar artefactos, desde el amarillo pálido hasta el pardo. Estaban cubiertas de finos
grabados, los cuales me recordaron un poco las típicas figuras que tallan los
marineros para distraerse, y sus piezas se mantenían unidas mediante ganchos de
hueso y juntas de piel, maravillosamente articuladas para amoldarse a todo el cuerpo,
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de tal manera que las mujeres parecían bellos insectos protegidos por caparazones de
dibujos musitados. Su altura sobrepasaba la media, y a pesar de la armadura, se
movían con una gracia que consideré muy atractiva. Costaba creer que mujeres de tal
belleza fueran caníbales y traficantes de esclavos.
Dos mujeres acercaron sus cabezas, cubiertas con yelmos, para hablar. Una
negaba con un impaciente ademán, mientras la otra intentaba repetir lo que había
dicho. Frustrada, levantó la visera.
Vi parte de su rostro.
Era joven, e increíblemente hermosa. Su piel era blanca, y sus ojos grandes y
oscuros. Tenía el rostro largo y triangular que yo asociaba con los Eldren y, cuando se
volvió hacia mí, estuve a punto de soltar el catalejo.
Contemplé sin impedimentos los rasgos de una mujer que había atormentado mis
sueños, que había llamado a mi hermana Sharadim, que había hablado con suma
desesperación de un dragón y una espada...
Pero lo que me trastornó por completo fue reconocer su rostro.
Era el rostro de la mujer que llevaba eones tratando de encontrar, la mujer con la
que, día y noche, ansiaba reunirme...
¡Era el rostro de mi Ermizhad!
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Tuve la impresión de estar contemplando aquellas facciones durante siglos. No sé
cómo evité caerme del aparejo. No cesaba de repetir su nombre. Después, presa de
una gran excitación, traté de seguirla con el catalejo mientras se movía. Sonrió a la
otra mujer, como si le contara un chiste, levantó la mano y bajó la visera.
—¡No! —No quería que ocultase su exquisito rostro—. ¡Ermizhad! ¡No! Soy yo,
Erekosë. ¿Me oyes? Te he buscado durante tanto tiempo...
Sentí unas manos que me ayudaban a bajar del aparejo. Intenté apartarlas, pero
eran demasiadas. Poco a poco me depositaron sobre la cubierta, al tiempo que voces
inquisitivas preguntaban el motivo de mi trastorno. Lo único que podía hacer era
repetir su nombre y luchar por soltarme y seguirla.
—¡Ermizhad!
Sabía, en el fondo de mi corazón, que no era mi esposa Eldren, sino alguien que
se le parecía muchísimo. Lo sabía, pero me resistía a asumirlo con el mismo empeño
que demostraba en liberarme de las manos de mis estupefactos compañeros.
—¡Daker! ¡Herr Daker! ¿Qué ocurre? ¿Se trata de una alucinación? —El conde
Von Bek me sujetó la cara y me miró a los ojos—. ¡Está actuando como un loco!
Respiré hondo. Me hallaba cubierto de sudor, y jadeaba. Les odiaba a todos por
retenerme, pero me esforcé en serenarme.
—He visto a una mujer que podría ser la hermana de Ermizhad —le dije—. La
misma mujer que vi en mi sueño de anoche. Debe de guardar alguna relación. No
puede ser ella. Mi locura no llega al extremo de alterar mi lógica. Sin embargo, al
verla experimenté lo mismo que si hubiera visto a Ermizhad. He de abordarla, Von
Bek. He de interrogarla.
Bellanda chillaba detrás de mí.
—No podéis ir. Lo ordena la Ley. Todos los encuentros son oficiales. La hora de
la Asamblea no ha llegado todavía. Debéis esperar.
—No puedo esperar. Ya he esperado demasiado tiempo. —Con todo, dejé que mi
cuerpo se relajara, y ellos aflojaron su presa—. Ningún otro ser podría creer que me
he pasado vidas buscándola...
La compasión se apoderó de mis acompañantes. Cerré los ojos, y después los abrí
un poco. Divisé una posible ruta de acceso a la orilla.
Me puse en pie de un salto, corrí hacia un lado de la cubierta, salte por encima de
la barandilla, me precipité hacia el cordaje y luego me dejé caer sobre la cubierta
inferior externa. Mientras varios trabajadores proferían gritos de protesta, me abrí
paso a empujones entre grupos de hombres que halaban sogas, otros que iban
cargados con toneles en dirección a los rodillos y algunos más que transportaban
grandes placas de madera de las utilizadas en reparaciones. Ignorando a éstos, me
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dirigí a un costado y descubrí las sogas que habían sido dispuestas por si alguien
deseaba inspeccionar el casco. Me deslicé por una, caí sobre una plancha oscilante,
salté hacia una alta escalerilla y bajé por ella hacia tierra. Me puse a correr, pisando el
suave césped de la isla, hacia los barcos de las llamadas Mujeres Fantasma.
Estaba a medio camino de su campamento, pasado el monolito, que ahora se
alzaba sobre mi cabeza, cuando mis perseguidores (en los que no había reparado) me
atraparon. De pronto, me encontré debatiéndome en una enorme red, y a través de la
malla vi a Von Bek, Bellanda, algunos de sus compañeros y a un grupo de basureros.
—¡Príncipe Flamadin! —oí que gritaba Bellanda—. Armiad busca cualquier
excusa para destruiros. ¡Si irrumpís en otro campamento antes de que dé comienzo la
Asamblea, os condenarán a muerte!
—No me importa. He de ver a Ermizhad. La he visto, o a alguien que sabrá dónde
está. Soltadme. ¡Os ruego que me soltéis!
Von Bek avanzó hacia mí.
—¡Daker, amigo mío! Estos hombres tienen órdenes de matarle, si es necesario.
No quieren obedecer a Armiad, pero se verán forzados a hacerlo si usted no se calma.
—¿Se da cuenta de lo que he visto, Von Bek?
—Creo que sí, pero si aguarda a que empiece la Asamblea, quizá pueda abordar a
esa mujer de una forma civilizada. La espera no será muy larga, después de todo.
Asentí con la cabeza. Corría el peligro de perder la cordura por completo.
También podía poner en dificultades a los que me habían ofrecido su amistad. Me
obligué a recordar las normas de conducta de los seres humanos normales.
Al levantarme ya había recuperado el pleno control de mi juicio. Me disculpé con
todos. Me volví y empecé a caminar hacia nuestro casco. Desde tierra, el
agrupamiento de barcos resultaba todavía más impresionante. Era como si todos los
grandes transatlánticos, incluyendo el Titanic, se hubieran congregado allí,
perfectamente varados, con la proa apuntando a tierra firme y sosteniendo sobre su
parte trasera una ciudad medieval completa. El espectáculo logró que me olvidara en
parte de Ermizhad. Sabía que estaba contemplando algo similar a una alucinación
continua, una extensión de mis sueños de la noche anterior. No cabía duda, sin
embargo, de que la mujer se parecía a Ermizhad, desde la forma de la boca al sutil
color de sus ojos. por lo tanto, las mujeres eran Eldren, aunque no de la misma época,
ni siquiera del mismo reino del que me habían alejado contra mi voluntad. Resolví
establecer contacto con aquellas mujeres lo antes posible. Quizá me proporcionaran
una pista sobre el paradero de Ermizhad. Y tal vez descubriese por qué llamaban a
Sharadim.
Von Bek y yo no tardamos en constatar que había sido una sabia medida llevarnos
nuestras posesiones al salir de nuestros aposentos. Cuando llegamos ante el rastrillo
de Armiad y llamamos a la guardia sólo nos respondió el silencio. Después de repetir
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la petición por tercera vez, oímos un murmullo.
—¡Hablad en voz alta! —gritó Von Bek—. ¿Cuál es el problema?
Por fin, un guardia chilló que la puerta estaba atorada y pasarían horas antes de
que la reparasen.
Von Bek y yo intercambiamos una mirada y sonreímos. Nuestras sospechas se
habían confirmado. Armiad no podía expulsamos de su casco, pero haría cuanto
estuviera en su mano por amargarnos la vida.
Por mi parte, me alegré de tenerle lejos, y nos dirigimos hacia la parte del barco
donde solían reunirse nuestros amigos estudiantes. Algunos se encontraban allí,
jugando con sus fichas, y nos comunicaron que Bellanda había ido a una clase
particular con un profesor al que habían despedido poco antes de la universidad.
Continuamos asistiendo a los preparativos de la Asamblea, asesorados de buen
grado por Jurgin. Se habían erigido varios establos, corrales, tiendas de campaña y
otros edificios provisionales. Cada grupo de los Seis Reinos había traído productos
con los que deseaba comerciar, así como ganado, publicaciones y herramientas
nuevas. Las gentes de Draachenheem parecían despreciar un poco a las demás, en
tanto las Mujeres Caníbales se mantenían apartadas de todo el mundo.
Un grupo en especial parecía más acostumbrado al comercio. Poseían el aspecto
sencillo y tenaz de las personas habituadas a viajar de pueblo en pueblo para
cambalachear cosas. Se distinguían de los demás por la forma de montar sus puestos,
mirar a sus vecinos y charlar entre ellos. Lo único que me sorprendió fueron sus
embarcaciones, muy poco eficaces. Imaginé que su fuerte sería viajar por tierra. Su
reino, que según recordaba estaba protegido por una isla volante, se llamaba
Fluugensheem. Un nombre muy exótico para gente de aspecto tan normal.
Todavía no se veían señales de los que habían llegado en el arca de forma extraña,
ni de los que viajaban a bordo de los enormes vapores de paletas.
—Esta noche —me dijo Jurgin— empezará la primera ceremonia, cuando todo el
mundo se presente y ofrezca sus nombres. Entonces les veréis a todos, incluyendo a
los príncipes ursinos.
No dijo más. Cuando le pregunté por qué estos últimos eran llamados así, se
limitó a sonreír. Tal enigma deliberado no me molestó, porque el principal objeto de
mi interés eran las Mujeres Fantasma.
Huelga decir que ni Von Bek ni yo estábamos incluidos entre los invitados a la
primera ceremonia, pero observamos desde el cordaje del Escudo Ceñudo cómo se
iban congregando poco a poco alrededor del monolito los diferentes habitantes de los
Seis Reinos. El monolito recibía el nombre de Piedra de Encuentro y había sido
erigido siglos antes, cuando se iniciaron esas extrañas reuniones. Hasta entonces, me
explicó Bellanda, todos los reinos se contemplaban mutuamente con supersticioso
temor, y las contiendas bélicas eran frecuentes. Poco a poco, al irse conociendo,
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habían inventado este método de comerciar e intercambiar información. Por lo visto,
cada trece meses y medio, los Seis Reinos se cruzaban, de forma que cualquiera
podía penetrar en otro. El período no duraba más de unos tres días, pero bastaba para
que todo el mundo ultimara sus negocios, con la condición de aplicarse tan sólo las
normas formales más rigurosas. No se podía perder tiempo en otra cosa que no fueran
las actividades concertadas.
Los imperturbables mercaderes de Fluugensheem ocuparon sus lugares a un lado
del monolito. A continuación, las Mujeres Fantasma de Gheestenheem se situaron al
otro lado. Las siguieron los seis capitanes barones de Maaschanheem, seis
espléndidos mandatarios de Draachenheem y, procedentes de los extraños vapores,
seis barbudos representantes de Rootsenheem, adornados con pieles y provistos de
grandes guanteletes metálicos y máscaras, también de metal, que ocultaban la mitad
superior de su cabeza. Pese a ello, el último contingente fue el que más me
sorprendió.
El nombre de príncipes ursinos era muy preciso. Los cinco grandes y hermosos
animales que surgieron del arca y se deslizaron por una rampa hasta el suelo no eran
seres humanos, sino osos de enorme tamaño, mayores que los grises, ataviados con
sedas ondulantes y finas capas a cuadros. Cada uno llevaba sobre los hombros una
especie de delicada estructura en la que, suspendida sobre su cabeza, colgaba una
bandera, sin duda la bandera de su familia.
Von Brek frunció el ceño.
—Estoy patidifuso. ¡Es como estar viendo a los legendarios fundadores de Berlín!
Ya sabe que tenemos algunas leyendas... En mi familia se cuentan historias relativas a
animales inteligentes. Creía que se referían a lobos, pero ahora comprendo que
hablaban de osos. ¿Ha visto algo parecido a los príncipes ursinos durante sus viajes,
Daker?
—Nada en absoluto —dije.
Estaba muy impresionado por su belleza. Se agruparon también alrededor de la
Piedra de Encuentro, y pronto captamos algunas palabras de la ceremonia. Cada
persona dio su nombre. Cada una explicó los motivos que la habían impulsado a
participar en la Asamblea. Hecho esto, uno de los capitanes barones exclamó:
—¡Hasta mañana por la mañana!
—¡Hasta mañana por la mañana! —fue la respuesta.
Todos volvieron por diferentes caminos hacia sus barcos.
Me había esforzado por escuchar los nombres de las Mujeres Fantasma. Ninguno
se parecía ni remotamente a «Ermizhad».
Aquella noche fuimos invitados de los estudiantes. Dormimos en sus ya
abarrotadas dependencias, inhalando ceniza sin cesar, acosados por corrientes de aire,
arrojados de un lado a otro por repentinos movimientos del casco, que, pese a estar
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inmóvil, seguía sujeto a peculiares estremecimientos, como alguien que padece un
sueño inquieto. En ocasiones, tuve la impresión de que el Escudo Ceñudo había
sintonizado con mi estado de ánimo.
Las pesadillas me visitaron con frecuencia durante la noche. Oí cantar a las
Mujeres Fantasma, pero no en mis sueños, sino en su propio campamento. Anhelaba
ir a su encuentro, pero la única vez que me levanté con la intención de saltar una vez
más por la borda, Von Bek y Jurgin me sujetaron para impedírmelo.
—Sea paciente —dijo Von Bek—. Recuerde la promesa que nos hizo.
—Pero están llamando a Sharadim. Necesito saber lo que quieren.
—A ella, probablemente. No a usted. —Su tono era perentorio—. Si se va ahora,
es probable que Armiad y sus hombres le vean. Considerarán que tienen derecho a
matarle. ¿Para qué arriesgarse, si mañana puede acercarse a ellas, durante la
Asamblea?
Reconocí que el mío era un comportamiento infantil. Hice un esfuerzo y me
acosté de nuevo. Yací en mi camastro, escrutando a través de las grietas del techo
ocasionales explosiones de cenizas brillantes, el cielo frío y gris, intentando apartar
mis pensamientos de Ermizhad o de las Mujeres Fantasma. Dormí un poco, pero sólo
conseguí oír las voces con más claridad.
—¡No soy Sharadim! —grité en cierto momento.
Estaba amaneciendo. Los estudiantes acostados a mi alrededor comenzaban a
removerse. Bellanda se abrió paso por entre los cuerpos dormidos.
—¿Qué pasa, Flamadin?
—¡No soy Sharadim! —le dije—. Quieren que sea mi hermana. ¿Por qué? No me
llaman a mí. Es decir, sí, pero por el nombre de mi hermana. ¿Es posible que
Sharadim y Flamadin sean la misma persona?
—Sois gemelos, pero de sexo diferente. No cabe que os confundan con ella... —
La voz de Bellanda estaba un poco aletargada de sueño—. Perdonadme. Supongo que
estoy diciendo tonterías.
Alargué una mano para tocarla y disculparme.
—No, Bellanda, soy yo quien debe pedir perdón. Últimamente, cometo muchas
estupideces.
—Si pensáis así —sonrió ella—, quiere decir que no estáis tan loco. ¿Decís que
esas mujeres han estado llamando durante toda la noche a la princesa Sharadim? Yo
no las oí con tanta nitidez. Sonaba como un conjuro. ¿Creen que Sharadim es un ser
sobrenatural?
—No lo sé. Hasta ahora, siempre he reconocido el nombre que oía en mis sueños,
y he respondido a él. Fui Urlik Skarsol, después otras varias encarnaciones, luego
otra vez Skarsol, y ahora Flamadin. El hecho es, Bellanda, que es a mí a quien
deberían estar llamando.
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Me callé, pensando que desvariaba como un egomaníaco (y tal vez lo fuera). Me
encogí de hombros y me desplomé sobre la manta.
—Más tarde tendré la oportunidad de responderles cara a cara —dije.
Dormí un poco más, soñando con plácidas escenas de mi vida junto a Ermizhad,
cuando juntos gobernábamos a los Eldren.
Al despertar, todo el mundo se había levantado ya. Me estiré, avance dando
tumbos hasta los lavabos comunes y traté de arrancar la mugre oleaginosa de mi
cuerpo.
Miré hacia el Terreno de la Asamblea. Lo que vi me sorprendió e impresionó a la
vez.
Pequeños grupos de gente sostenían animadas conversaciones en algunos
rincones. Vi a dos osos acuclillados junto a una Mujer Fantasma que desplegaba unos
mapas, y los tres hablaban vehementemente. En otro lugar, los brillantes toldos de los
puestos ambulantes producían la ilusión de que se trataba de una feria campestre,
pero esta sensación se disipó cuando desvié la vista hacia un corral donde dos
desagradables y malhumorados lagartos, parecidos a dinosaurios y erguidos sobre sus
patas traseras, lanzaban dentelladas de sus rojas bocas hacia dos habitantes de
Maaschanheem que alababan detalles de las monturas y arneses de las bestias e
interrogaban a su propietario, un alto subdito de Draachenheem.
Se exhibían toda clase de animales extraños, así como otros más familiares para
mí. Igualmente, había ciertos productos que no logré identificar por completo, pero
que tenían una gran aceptación.
Estos intercambios daban lugar a un clamor intenso pero festivo. Mucha gente
paseaba en pequeños grupos, sin comprar ni vender, sólo disfrutando del espectáculo.
Cerca de la gran arca, el bajel de los príncipes ursinos, se veía un aspecto del día
mucho menos agradable. Las Mujeres Fantasma estaban inspeccionando a unos
aterrorizados adolescentes, completamente desnudos y sujetos con cadenas. Apenas
podía creer que los Eldren se hubieran corrompido hasta el punto de convertirse en
caníbales y poseedores de esclavos.
—¿Ése es el pueblo al que considera mucho más noble que la raza humana? —
preguntó Von Bek. Hablaba con sarcasmo, repugnado por la escena—. Si tales cosas
se permiten, no creo que encuentre ayuda para cumplir mi misión.
Bellanda se unió a nosotros.
—Los príncipes ursinos gobiernan un reino en donde los humanos son salvajes.
Se matan y comen entre ellos. Se compran y venden mutuamente. Por lo tanto, los
príncipes creen que es una costumbre normal entre los humanos y sacan provecho de
ella. Tratan bien a los chicos..., al menos, los osos.
—¿Y qué hacen las mujeres con ellos?
—Reproducirse. —Bellanda se encogió de hombros—. Es la misma situación que
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se da entre nosotros, pero al revés.
—Sólo que nosotros no cocinamos y devoramos a nuestras esposas —señaló Von
Bek.
Bellanda no respondió.
—Por todo ello —dije—, voy a bajar ahora mismo. Mi intención es acercarme a
las Mujeres Fantasma y hacerles algunas preguntas. Está permitido, ¿no?
—Está permitido intercambiar información —dijo Bellanda—, pero no debéis
interrumpir un trueque antes de que finalice.
Desembarcamos junto con otros habitantes del casco que querían ver los lugares
de interés y echar un vistazo a los productos que estaban a la venta. Me encaminé
directamente, seguido de Von Bek, a la zona cercana a los barcos blancos, donde las
Mujeres Fantasma habían plantado sus tiendas y recintos de seda trenzada. Al no ver
a nadie fuera, elegí como meta el pabellón de mayores dimensiones. La entrada
estaba custodiada. Entré y me detuve al instante, consternado.
—¡Dios mío! —exclamó Von Bek detrás de mí—. Un auténtico mercado de
ganado.
El lugar hedía a cuerpos humanos, pues allí habían reunido los mercaderes de
esclavos a sus presas para ser examinadas. Un individuo cubierto de cicatrices, que lo
miraba todo con los ojos muy abiertos, me impresionó en particular. Algunos se veían
turbados o avergonzados de su ocupación. Otros preferían cerrar sus tratos en relativa
intimidad.
A la escasa luz de la tienda vi al menos una docena de corrales, con el suelo
cubierto de paja, en los que se hacinaban jóvenes y adolescentes. Algunos llevaban
las marcas de toda clase de crueldades, mientras que otros, con aire orgulloso,
hinchaban el pecho y miraban a los rostros invisibles de las Mujeres Fantasma que les
examinaban. La mayoría se mostraban pasivos, dóciles como terneros.
Pero lo que realmente me conmocionó fue ver al capitán barón Armiad cerrando
un trato con una de las mujeres vestidas de blanco. Un rufián, que no pertenecía a la
dotación del casco, sujetaba una ristra de seis jóvenes, atados por el cuello con una
especie de dogal continuo. Armiad cantaba sus virtudes a la mujer, haciéndole
bromas que ella ni entendía ni le interesaban. Por lo visto, el capitán había
descubierto un medio más lucrativo de reducir el exceso de población y, como sus
compatriotas de Maaschanheem odiaban la trata de esclavos, se sentía a salvo de
miradas indiscretas.
Levantó la vista en mitad de una sonrisa untuosa, vio que Von Bek y yo le
estábamos observando y se libró a un estallido de furia.
—¡Espías y forajidos al mismo tiempo! ¡Así pensáis vengaros de mí, por haber
descubierto vuestra perfidia!
Levanté las manos, intentando darle a entender que no pensaba entrometerme en
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sus asuntos, pero el capitán barón estaba loco de furor. Le arrebató la soga a su
subalterno y se precipitó sobre mí, sin dejar de gritar.
—¡Quedaos con los malditos esclavos! —aulló a las sorprendidas Mujeres
Fantasma—. Os los podéis cenar esta noche, con mi bendición. Ven, Rooper, he
cambiado de idea. —Se detuvo frente a mí. Tenía la cara de un rojo encendido y
echaba chispas por los ojos—. Flamadin, renegado, ¿por qué me habéis seguido?
¿Queréis chantajearme, avergonzarme delante de los demás capitanes barones? Bien,
la verdad es que no estaba vendiendo a esos chicos. Esperaba ponerles en libertad.
—No me interesan vuestros asuntos, Armiad —respondí con frialdad—. Y mucho
menos vuestras mentiras.
—¿Estáis diciendo que miento?
Me encogí de hombros.
—He venido para hablar con las Mujeres Fantasma. Seguid con vuestros
negocios, por favor. Haced lo que os dé la gana. No quiero saber nada más de vos,
capitán barón.
—Empleáis un tono demasiado altivo para ser un asesino frustrado y un exiliado
ignominioso.
Se abalanzó sobre mí. Yo retrocedí. Extrajo un largo cuchillo de su sencilla
túnica. Sabía que estaba prohibido llevar armas durante la Asamblea. Hasta Von Bek
había dejado su pistola al cuidado de Bellanda. Alargué la mano para agarrar su
muñeca, pero él se echó hacia atrás. Se quedó inmóvil, jadeando como un perro
rabioso. Me miró con odio y atacó de nuevo, cuchillo en alto.
En ese momento se produjo un gran estrépito en el pabellón de las Mujeres
Fantasma. Media docena de leyes venerables se habían violado al mismo tiempo.
Intenté contenerle y pedí ayuda a Von Bek.
Sin embargo, el secuaz de Armiad había atacado a mi amigo, y éste se las tenía
que ver con otro cuchillo.
Salimos corriendo de la gran tienda, gritando auxilio y tratando de apaciguar a
Armiad y Rooper. Se estaban poniendo en evidencia y llamando la atención.
De pronto, una docena de hombres y mujeres cayeron sobre nosotros, sujetaron a
Armiad y a su matón y les arrebataron los cuchillos.
—Me estaba defendiendo de ese villano —dijo Armiad—. Los cuchillos los
llevaban ellos, lo juro.
Me parecía imposible que alguien creyera su historia, pero un fornido habitante
de Draachenheem escupió ante mis pies.
—Creo que me conoces, Flamadin. Fui uno de los que te eligieron como señor
nuestro, pero tú nos menospreciaste, y aún peor. Tienes suerte de que no se pueda
derramar sangre aquí. Si no fuera por eso, te clavaría el cuchillo yo mismo. ¡Traidor!
¡Charlatán!
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Volvió a escupir.
Ahora, casi todo el mundo congregado me miraba con odio.
Tan sólo las mujeres, cuyas emociones quedaban ocultas tras las máscaras de
marfil, me contemplaban de forma diferente. Tuve la impresión de que me habían
reconocido y su interés por mí se acentuaba por momentos.
—¡Cuando termine la Asamblea, Flamadin, no tardaremos en encontrarte! —dijo
el de Draachenheem.
Entró como una exhalación en la tienda que encerraba los corrales de esclavos.
Armiad estaba casi tan sorprendido como yo de que aquella gente hubiera creído
su historia. Compuso su atavío y se enderezó, resoplando y carraspeando.
—¿Quien, si no, osaría quebrantar nuestras viejas leyes? —preguntó a la
muchedumbre en general.
Algunas personas no le creían, pero eran más las que ya me odiaban y estaban
predispuestas a creerme culpable de otra docena de crímenes.
—Armiad —dije—, os aseguro que no era mi intención mezclarme en vuestros
asuntos. Vine a visitar a las Mujeres Caníbales.
—¿Quién va a visitar a las Mujeres Fantasma, sino un esclavista? —preguntó a la
multitud.
Un anciano corpulento se abrió paso hacia nosotros. Portaba un bastón que le
doblaba la altura, y la importancia de su cometido se reflejaba en la severidad de sus
rubicundas facciones.
—Ni discusiones, ni peleas, ni duelos. Así lo manda la tradición. Seguid vuestro
camino, buenos caballeros, y no nos aflijáis con más oprobios.
Las Mujeres Caníbales sólo estaban interesadas en mí. No cesaban de
observarme. Oí que hablaban entre sí. Capté el nombre «Flamadin» en sus labios. Les
dediqué una reverencia.
—He venido como amigo de la raza Eldren.
No hubo respuesta. Las mujeres continuaron tan impasibles como sus máscaras
de marfil.
—Me gustaría hablar con vosotras —dije.
Tampoco hubo respuesta. Dos mujeres se alejaron.
Armiad seguía encolerizado, acusándome de iniciar el incidente. El anciano, que
se autodenominaba el Mediador, se mantenía en sus trece. No importaba quién
hubiera iniciado la disputa. Debía interrumpirse hasta después de concluida la
Asamblea.
—Ambos seréis confinados en vuestros cascos bajo pena de muerte. Esa es la
Ley.
—Pero he de hablar con las Mujeres Fantasma —le dije—. Para eso he venido.
No tenía la menor intención de enzarzarme en una pendencia con un bravucón.
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—¡Basta de insultos! —insistió el Mediador—. De lo contrario, seréis castigados.
Volved al Escudo Ceñudo, buenos caballeros. Permaneceréis en él hasta que termine
la Asamblea.
—No puede hacer nada delante de toda esta gente —murmuró Von Bek—. Tendrá
que esperar a que anochezca.
Armiad me dirigió una desagradable mirada. Pensé que ya había planeado mi fin.
Imaginé que casi nadie le culparía si se veía obligado a encerrarme y me sentenciaba
a muerte en cuanto finalizara la Asamblea. Sus pensamientos eran tan primitivos que
no costaba mucho leerlos.
A regañadientes, me encaminé hacia el casco con Armiad. El Mediador y un
grupo que había sido elegido entre los presentes para velar por el cumplimiento de la
Ley nos escoltó. No lograba imaginar cómo escaparía del casco para ir al encuentro
de las Mujeres Fantasma.
Miré hacia atrás. No apartaban la vista de mí, indiferentes a todo lo demás. Estaba
claro que mi visita les interesaba sobremanera. Sin embargo, ignoraba por completo
qué querían de mí y qué esperaban hacer conmigo.
Ya en el casco, Armiad permitió que la gente del Mediador nos condujera a
nuestros aposentos. Seguía sonriente. Después de todo, la situación se había inclinado
en su favor. No sabía cómo se las arreglaría para acusarnos a mí y a Von Bek, ni de
qué, pero estaba seguro de que ya tenía un plan en la cabeza.
—Dentro de poco, buenos caballeros —fueron sus últimas palabras, antes de
dirigirse a sus habitaciones—, lamentaréis que las Mujeres Fantasma no se hayan
quedado con vosotros, arrancado la piel a tiras ante vuestros ojos y devorado vuestros
miembros mientras el resto de vuestro cuerpo se asaba lentamente.
—Cualquier cosa sería preferible a vuestra cocina, capitán barón —respondió Von
Bek, enarcando una ceja.
Armiad frunció el ceño, sin comprender el comentario. Después, casi por
principios, nos miró con odio y se marchó.
A los pocos segundos oímos que las rejas exteriores descendían sobre nuestras
puertas. Aún podíamos salir al balcón, pero acceder a las cubiertas inferiores sería
largo y dificultoso, y no sabíamos si Armiad había dejado a propósito esa vía de
escape para atraparnos. Tendríamos que forjar un plan meticuloso y buscar otra salida
menos obvia. Cabía la posibilidad de que no nos molestaran durante la noche, pero no
existía la menor seguridad.
—Dudo que sea tan sutil como usted piensa —dijo Von Bek.
Ya estaba buscando algo que se pudiera utilizar a guisa de cuerda.
Por mi parte, necesitaba pensar. Me senté en la cama, ayudándole
automáticamente a atar las mantas unas con otras, mientras pasaba revista a los
acontecimientos de la mañana.
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—Las Mujeres Fantasma me reconocieron —dije.
—Y también casi todo el campamento —bromeó Von Bek—, pero no parece que
despierte la aprobación de mucha gente. Por lo visto, para la mayoría de los aquí
reunidos es un crimen mucho peor negarse a respetar la tradición que intentar
asesinar a la propia hermana. Estoy familiarizado con esa lógica. En mi país en un
hecho frecuente. ¿Con qué posibilidades cree que cuenta, aun si consigue escapar de
este casco? Casi todo el mundo, con la posible excepción de los príncipes ursinos y
las Mujeres Fantasma, le perseguirán a grito pelado. ¿Adonde podemos huir, amigo
mío?
—Debo admitir que he pensado en el mismo problema. —Le sonreí—. Confiaba
en que usted encontraría la solución.
—Nuestra primera tarea consiste en revisar todas las rutas de escape posibles.
Después, debemos esperar a que se haga de noche. Todo lo que intentemos antes será
inútil.
—Creo que no le ha reportado ningún beneficio compartir su suerte conmigo —
dije, a modo de disculpa.
—Temo que no me quedaba otra elección, amigo mío —rió Von Bek—. ¿Y a
usted?
Von Bek siempre conseguía elevar mi moral, por lo que le estaba enormemente
agradecido. Tras deliberar sobre todas las rutas de escape (ninguna de las cuales nos
pareció útil), me tendí en la cama y traté de desentrañar por qué las Mujeres
Fantasma me habían mirado con tanta curiosidad. ¿Me habrían confundido, por una
ironía, con mi hermana gemela Sharadim?
Llegó la noche. Nos habíamos decantado por nuestra primera alternativa: salir por
el balcón, alcanzar el mástil más próximo y bajar por el cordaje. Carecíamos de
armas, pues Von Bek había entregado su pistola a Bellanda. Si nos veían, nuestra
única esperanza sería conseguir huir de nuestros perseguidores.
Salimos al frío aire nocturno; a lo lejos vimos un centenar de hogueras, y oímos el
sonido producido por gentes de diferentes razas y culturas, algunas ni siquiera
humanas, mientras celebraban su extraña Asamblea. Von Bek había pergeñado una
especie de arpeo con la madera de un mueble. La intención era lanzarlo hacia el
enmarañado cordaje con la esperanza de que quedara sujeto. Me susurró que
estuviera preparado para dejar caer nuesra cuerda improvisada en cuanto me diera la
orden, y luego arrojó el arpeo. Oí el golpe; se quedó fijo un momento, y después se
soltó. Tras cuatro o cinco tentativas pareció hacer presa. Dejé que la cuerda se
deslizara entre mis manos hasta que Von Bek me ordenó parar. Ató el extremo a la
barandilla de la galería.
—Ahora —murmuró—, hemos de confiar en la suerte. ¿Voy yo primero?
Negué con la cabeza. Lo menos que podía hacer era correr el riesgo antes que él,
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pues la situación en que nos hallábamos era el resultado de mis obsesiones. Trepé al
otro lado del balcón, me sujeté de la cuerda con ambas manos y empecé a
columpiarme hacia el cordaje.
En ese momento, una voz triunfal gritó desde lo alto.
—Los ladrones escapan. ¡Capturadles, rápido!
Todo el casco pareció cobrar vida. Los haces de las linternas iluminaron a Von
Bek, sentado a horcajadas sobre la barandilla, y a mí, que colgaba indefenso en el
vacío, sin poder avanzar ni retroceder.
—¡Nos rendimos! —gritó Von Bek en tono distendido—. Volveremos a nuestra
prisión.
—Oh, no, no lo haréis, buenos caballeros —replicó Armiad con malicioso
regocijo—. Tendréis que caer a las cubiertas y romperos algunos huesos antes de que
os capturemos de nuevo...
—No sólo sois un arribista grosero, sino también un bastardo sin corazón —dijo
Von Bek. Estaba aflojando el nudo que ataba la cuerda a la barandilla. ¿Iba a
matarme? Entonces saltó, se aferró a la cuerda justo detrás de mí y aulló—: ¡Cogeos
bien, Herr Daker!
La cuerda se soltó de la barandilla y nos balanceamos con enorme fuerza hacia el
cordaje. Las sogas alquitranadas nos produjeron cortes en la cara, pero el impacto
también hizo caer a nuestros enemigos de sus puestos cercanos. Descendimos a toda
prisa.
Pero todo el casco hormigueaba de hombres armados, y cuando pisamos una
cubierta, dos o tres nos vieron y se abalanzaron sobre nosotros.
Corrimos hacia la barandilla más próxima y nos asomamos. No había forma de
saltar, nada a lo que sujetarnos.
Oí un peculiar tamborileo sobre nuestras cabezas y, cuando miré hacia arriba, vi
asombrado a una mujer alta, cubierta con una armadura blanca como el hueso, que se
deslizaba por una cuerda. Llevaba una espada bajo el brazo y un hacha de batalla
colgando de una correa ceñida a su muñeca. Se dejó caer junto a nosotros y avanzó
con seguridad, acuchillando en apariencia el aire.
No sé lo que hizo en realidad a los hombres de Maaschanheem, pero dio la
impresión de que se desplomaban en el suelo despedazados. La mujer nos indicó con
un gesto que la siguiéramos, y no lo dudamos ni un momento. Vimos entonces a una
docena de Mujeres Fantasma esparcidas por el barco, y por donde pasaban no
quedaba ningún marinero bloqueando el camino.
Oí la risa de Armiad, una risa desagradable, y casi se ahogaba con las carcajadas.
—Hasta la vista, perros. Os merecéis vuestra suerte. ¡Será mucho peor que la que
yo os reservaba!
Las Mujeres Fantasma formaban una especie de barrera móvil alrededor de
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nosotros. Avanzaban con gran celeridad por el barco, arrasando todo a su paso.
Al cabo de unos momentos, Von Bek y yo saltamos por la borda y las mujeres nos
condujeron a sus tiendas.
Sabía que habían quebrantado todas las antiguas leyes de la Asamblea.
¿Qué podía ser tan importante para ellas como para correr un riesgo de tal
magnitud? Les resultaría difícil conseguir más esclavos masculinos para sus
propósitos concretos sin la Asamblea. ¡Su raza estaría en peligro!
—Amigo mío, creo que no somos sus invitados, sino sus prisioneros —me dijo
Von Bek con voz algo temblorosa—. ¿Qué se propondrán hacer con nosotros?
—Cerrad la boca —le espetó una de las mujeres—. Nuestro futuro y nuestra
propia existencia se hallan amenazados. No fuimos a pelear con aquella gente, sino a
buscaros. Hemos de partir cuanto antes.
—¿Partir? —Mi estómago se revolvió—. ¿Adonde pensáis llevarnos?
—A Gheestenheem, por supuesto.
Von Bek lanzó una de sus estentóreas carcajadas.
—Oh, esto es demasiado para mí. He escapado de los torturadores de Hitler sólo
para convertirme en pavo de Navidad. Confío en que me encontréis sabroso, señoras.
Soy más delgado de lo que os conviene.
Nos habían conducido a bordo de un esbelto bajel blanco. Nos bajaron por un
costado. Oí que desembarcaban unos osos.
—Bien, Von Bek —le dije a mi amigo—, vamos a resolver el misterio de
Gheestenheem en directo.
Me senté erguido en el barco. Nadie me reprimió cuando, apoyándome en un
asiento de madera, me levanté y escudriñé las negras aguas. Detrás de nosotros se
distinguían las hogueras y las enormes sombras del Terreno de la Asamblea. Estaba
seguro de que jamás las vería de nuevo.
Me volví para hablar con la mujer que había dirigido el ataque contra el casco.
—¿Por qué arriesgasteis todo lo que estimáis? Nunca podréis asistir a otra
Asamblea, ¿verdad? ¡Todavía no sé si estaros agradecido o no!
Se estaba soltando la armadura y desatándose la visera.
—Juzgaréis por vos mismo cuando lleguemos a Gheestenheem —contestó.
Se quitó la visera.
Era la mujer que había visto antes. Al contemplar sus hermosas facciones me
acordé de un sueño que había tenido en cierta ocasión.
Hablaba con Ermizhad. Me decía que ella no se reencarnaría eternamente como
yo, pero cuando su espíritu habitara otra forma, ésta sería siempre la misma. Y jamás
dejaría de amarme. No observé la menor señal de reconocimiento en aquel rostro,
pero aun así las lágrimas acudieron a mis ojos mientras la contemplaba.
—¿Eres tú, Ermizhad? —pregunté.
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La mujer me miró con cierta sorpresa.
—Mi nombre es Alisaard —dijo—. ¿Por qué lloráis?
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Libro segundo
Sin dejar de recordar transcurre nuestro exilio
de los caminos celestiales
De la larga noche de los días infinitos
retuvimos una hora en el tiempo suspendida
Con solemne alegría las estrellas danzaban,
apartadas en mágicas alturas
Las lilas suspiraban entre las sombras de las luces
verdes azules y amarillas
Pero ya la noche cerrada parecía
fantasmal y sombría,
pues nuestros corazones inflamados
a todos su s delirios habían renunc lado
La belleza llamaba a la belleza,
y a voluntad del mago ac udían en tropel
las horas de amor desvanecidas que arden
en el corazón del silencio inmortal
Y en fuga pusieron dulces rostros eternos
a las sombras de la tierra,
y tenue y frágil como una mariposa
tu blanca mano aleteó y se alejó
Oh, ¿quién soy yo para erguirme junto a esta diosa
del aire crepuscular?
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Recuerdo poco de aquel viaje hasta el amanecer del día siguiente. El sol se
levantó, rojo, enorme e insustancial, temblando en la húmeda neblina y
proporcionando un barniz rosado y escarlata a las grandes olas. El viento hinchaba la
vela blanca y el sol también nos bañó, tiñéndonos de los mismos colores sutiles, hasta
que nos fundimos con el océano a medida que avanzábamos hacia el astro.
Después, poco a poco, distinguí algo delante de nosotros. Era como si el mar
arrojara al aire gigantescos chorros de agua. Luego comprendí que no era agua, sino
luz. Grandes columnas de luz que caían del cielo e iluminaban una vasta superficie.
Detrás se veía bruma, espuma y nubes. El agua de la zona rodeada por las columnas
estaba en calma.
Von Bek se hallaba en la proa. Apoyaba una mano en una cuerda tirante y con la
otra se protegía los ojos. Estaba excitado. Gotas de espuma cubrían su piel. Parecía
que acabara de resucitar. Yo también me sentía agradecido por el agua salada que me
libraba de la mugre oleosa.
—¡Qué maravilla de la naturaleza! —exclamó Von Bek—. ¿Cómo cree que se
formó, Daker?
Negué con la cabeza.
—Siempre doy por sentado que se trata de magia.
Me eché a reír, comprendiendo la ironía de mi comentario.
Alisaard, con el cabello rojo oscuro agitado por el viento, subió desde una
cubierta inferior.
—Ah, ¿habéis visto la Entrada? —preguntó con mucha seriedad.
—¿Entrada? —se extrañó Von Bek—. ¿Adonde?
—A Gheestenheem, por supuesto.
Demostró claramente que consideraba encantadora su ingenuidad. Sentí una
inesperada punzada de celos. ¿Por qué no podía ser amable con aquellos a los que
elegía? No era mi Ermizhad, pero costaba retener la idea en la mente, pues el
parecido era asombroso. La mujer se volvió hacia mí.
—¿Habéis dormido, u os habéis pasado toda la noche llorando, príncipe
Flamadin?
Hablaba en un tono de compasión irónica. Me resultaba difícil creer que aquellas
mujeres fueran crueles propietarias de esclavos y, por añadidura, caníbales. De todos
modos, resolví que no debía olvidar mi propia experiencia: a menudo, las culturas
más urbanas, civilizadas y humanas poseían al menos un aspecto que, aunque normal
a sus ojos, parecía monstruoso a otros. Pese a ello, aquellas mujeres tenían la gracia
que yo asociaba con mis Eldren.
—¿Os autodenomináis «Mujeres Fantasma» —pregunté, ansioso de retener su
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atención.
—No, pero descubrimos hace mucho tiempo que nuestra mejor arma defensiva
consistía en alentar las supersticiones de los humanos para aprovecharnos de ellas. La
armadura tiene varias funciones prácticas, en especial cuando nos encontramos cerca
de esos cascos humeantes, pero también conlleva cierto misterio, asusta a los que nos
dedicarían toda clase de insultos y vejaciones.
—Entonces, ¿cómo os autodenomináis? —pregunté, sin muchos deseos de oír la
respuesta.
—Somos mujeres de la raza Eldren —dijo.
—¿Y vuestro pueblo habita en Gheestenheem?
Mi corazón se puso a latir con violencia.
—Las mujeres habitan en Gheestenheem.
—¿Sólo las mujeres? ¿No hay hombres?
—Hay hombres, pero vivimos separadas de ellos. Se produjo un éxodo. Los
Eldren fueron expulsados de su reino primitivo por humanos bárbaros que se
llamaban los Mabden. Buscamos refugio en otra parte, pero en un momento dado nos
separamos. Por eso nos hemos perpetuado durante muchos siglos mediante varones
humanos. Sin embargo, de tales uniones sólo podemos concebir niñas. Basta para que
nuestro linaje perdure, pero nos resulta un proceso desagradable.
—¿Qué les ocurre a los varones cuando han servido a vuestros propósitos?
La mujer rió, echando hacia atrás su hermosa cabeza. La luz del sol pareció
prender fuego a su cabello.
—¿Creéis que abrigamos la intención de cebaros para celebrar un festín, príncipe
Flamadin? ¡Obtendréis respuesta a vuestra pregunta cuando lleguemos a
Gheestenheem!
—¿Por qué arriesgasteis tanto para rescatarnos?
—No teníamos la intención de rescataros. Ignorábamos que estabais en peligro.
Queríamos hablar con vos. Entonces, cuando vimos lo que estaba ocurriendo,
decidimos ayudaros.
—¿Así que vinisteis a capturarme?
—A hablar. ¿Preferís que os llevemos de vuelta a aquel casco maloliente?
Me apresuré a negar cualquier deseo de volver a ver el Escudo Ceñudo.
—¿Cuándo pensáis darme una explicación?
—Cuando lleguemos a Gheestenheem. ¡Mirad!
Las columnas se alzaban a gran altura sobre nuestras cabezas, aunque el barco
aún no las había alcanzado. La luz que se reflejaba en el blanco bajel lo dotaba de un
brillo extraordinario. Al principio, había pensado que las columnas eran también
blancas, como de mármol, pero en realidad resplandecían con todos los colores del
arco iris.
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En la popa, las mujeres que se encargaban del timón estaban inclinadas sobre los
osos que tiraban de la embarcación, desplazándola con gran cautela entre las
columnas.
—Es peligroso tocarlas —explicó Alisaard—. Podrían reducirnos a cenizas en
cuestión de segundos.
Yo estaba medio cegado por la luz deslumbrante. Entreví vagamente olas enormes
que se alzaban alrededor de la base de las columnas, y noté que el barco era
impulsado hacia arriba, zarandeado de un pilar luminoso a otro. Pero la tripulación
era experta. De pronto, las dejamos atrás y nos mecimos en total silencio sobre las
calmadas aguas. Miré hacia arriba. Era como si me encontrara en un inmenso túnel
que se extendiera hasta el infinito. No veía el final. Reinaba una atmósfera tranquila
en su interior que disipaba todos los temores que había sentido al entrar.
—¡Es magnífico! —exclamó Von Bek, estupefacto—. ¿Realmente es cosa de
magia?
—¿Sois supersticiosos como aquella gente, conde Von Bek? —preguntó Alisaard
—. Me había imaginado lo contrario.
—Supera todos mis conocimientos científicos —replicó él con una sonrisa—.
¿Qué otra cosa podría ser, sino magia?
—Nosotras lo consideramos un fenómeno perfectamente natural. Tiene lugar
siempre que las dimensiones de nuestros reinos se cruzan. Se forma una especie de
vórtice, por el que es posible acceder a los Reinos de la Rueda, con tal que se posea la
curiosidad o valentía suficientes. Tenemos cartas de navegación que nos revelan
cuándo y dónde se materializan esas entradas, adonde es probable que conduzcan y
cosas así. Puesto que son regulares y predecibles, no las definimos como mágicas.
¿Os satisface la explicación?
—Completamente, señora —respondió Von Bek, enarcando las cejas—, pero creo
que no podría convencer ni a Albert Einstein de la existencia de este túnel.
Ella no entendió la referencia, pero sonrió. No cabía duda de que a Alisaard le
agradaba Von Bek. Recelaba más de mí, pero yo no entendía el motivo, a menos que
también creyera las historias de mis crímenes y traiciones. ¡De repente lo comprendí!
Aquellas mujeres querían a Sharadim, mi hermana gemela. ¿Pensaban entregarme a
la justicia, a cambio de su ayuda? Después de todo, estaban acostumbradas a traficar
con hombres. ¿Me consideraban una simple mercancía?
Todos estos pensamientos se alejaron de mi mente cuando el barco empezó a dar
vueltas. Fuimos arrojados contra las cuadernas, si bien no giraba con la suficiente
rapidez para salir despedidos por la borda, y después empezó a elevarse poco a poco
en el aire. ¡Parecía que el túnel nos estaba atrayendo hacia arriba, aspirándonos hacia
la dimensión contigua! El barco cabeceó y temí que cayéramos al agua, pero nuestra
gravedad no varió. Navegábamos por el túnel como si siguiéramos la veloz corriente
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de un río. Casi esperaba ver riberas a ambos lados, pero sólo percibí los
resplandecientes colores del arco iris. Tuve ganas de llorar otra vez, pero a causa de
la belleza y maravilla que entrañaba todo aquello.
—Es como si todos los rayos de más de un sol nos bañasen al mismo tiempo —
dijo Von Bek, acercándose a mí—. Tengo curiosidad por saber más cosas de estos
Seis Reinos.
—Existen en el multiverso, según tengo entendido, docenas de agrupaciones
diferentemente constituidas, al igual que existen distintas clases de estrellas y
planetas que obedecen a leyes físicas diversas. Lo que ocurre es que no son
fácilmente perceptibles para la mayoría de los que habitamos en la Tierra, eso es
todo. Por qué es así, lo ignoro. A veces, pienso que nuestro mundo es una especie de
colonia que alberga una raza subdesarrollada o tullida, puesto que muchas otras creen
sin ambages en la existencia del multiverso.
—Me gustaría vivir en un mundo en que espectáculos como éste fueran normales
—repuso Von Bek.
El barco siguió viajando a toda velocidad por el túnel. Reparé, sin embargo, en
que las timoneles se mantenían alerta. Me pregunté si existiría algún peligro
adicional.
Entonces, el bajel empezó a girar de nuevo y varió de posición, como si fuera a
zambullirse en la oscuridad. Las tripulantes se lanzaron gritos unas a otras,
preparándose para algo. Alisaard nos dijo que nos agarrásemos con fuerza a los
costados de la embarcación.
—Y rezad para que lleguemos a Gheestenheem —añadió—. ¡Estos túneles son
famosos por desplazar los objetos y a los viajeros atrapados hasta la siguiente
revolución!
La oscuridad era tan completa que no veía a ninguno de mis compañeros. Noté
una peculiar sacudida, oí que las cuadernas del barco crujían y después, muy
lentamente, la luz volvió. Nos mecíamos en aguas normales y seguíamos rodeados de
brillantes columnas, aunque de resplandor más débil que las anteriores.
—¡Seguid en línea recta! ¡Seguid en línea recta! —gritó Alisaard.
El barco saltó hacia adelante, avanzando entre las columnas. Las timoneles
remaron con todas sus energías. Alzados sobre la cresta de una ola nos dirigimos a
una orilla distante que me recordó, por razones que no pude precisar, las rocas
blancas de Dover, coronadas de hierba exuberante y ondulada.
Un sol dorado bañaba las azules aguas. Pequeñas nubes blancas flotaban en un
cielo luminoso. Casi había olvidado el sencillo placer de un paisaje de verano normal.
Habían pasado varias eternidades desde que contemplara algo semejante, pensé. De
hecho, desde mi separación de Ermizhad.
—¡Dios mío! —exclamó Von Bek—. Es Inglaterra, ¿verdad? ¿O tal vez Irlanda?
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Tales palabras carecían de sentido para Alisaard. La mujer agitó la cabeza.
—Sois un compendio de nombres extraños, conde Von Bek. Habéis viajado
mucho, ¿no?
Él lanzó una carcajada al oír eso.
—Ahora sois vos la ingenua, buena mujer. Os aseguro que mis viajes han sido
muy insípidos, en contra de lo que imagináis.
—Supongo que lo desconocido siempre parece más exótico.
Alisaard disfrutaba de la brisa que revolvía su cabello, y se había quitado más
piezas de la armadura marfileña, al igual que las demás, para sentir el sol sobre la
piel.
—Maaschanheem es un mundo triste —comentó—. Imagino que aquellas aguas
poco profundas le confieren su color gris.
Miró al frente. Los acantilados se abrían, delimitando una gran bahía. En la curva
de la bahía había un muelle, y detrás una ciudad cuyas casas trepaban por tres laderas
sobre el mar.
—¡Barobanay! —señaló Alisaard con cierto alivio—. Ya podemos volver a ser
nosotras mismas. Odio estas pantomimas.
Golpeó con los nudillos su peto de marfil.
Había muchos otros veleros de todas clases amarrados a los muelles de
Barobanay, pero ninguno como el nuestro. Sospeché que los barcos blancos formaban
parte del decorado que las «Mujeres Fantasma» empleaban para mantener alejados a
los extraños.
La nave viró por avante, se desarmaron los remos y se lanzaron cuerdas a jóvenes
de ambos sexos que aguardaban para asegurarlas a los cabrestantes. Las mujeres eran
claramente de sangre Eldren, pero los hombres también eran humanos. Ningún sexo
poseía el porte de los esclavos. Se lo comenté a Alisaard.
—Los hombres son bastante felices —contestó—, si bien no gozan de ciertos
derechos específicos.
—Algunos habrán querido escapar, por agradable que fuera su vida, ¿no? —
razonó Von Bek.
—Antes que nada, deberían conocer nuestro Túnel de Entrada —dijo Alisaard,
mientras la embarcación chocaba contra el muro.
Se tendió una pasarela de desembarco entre la nave y el muelle.
Alisaard fue la primera en descender a tierra firme. Atravesamos una pequeña
plaza cuadrada, empedrada con adoquines, y recorrimos un sinuoso sendero
empinado que conducía a una casa alta de estilo similar al gótico, algo alejada de la
orilla. Tenía aspecto de ser un edificio público.
El sol calentaba nuestros cuerpos cuando subimos los últimos peldaños que
llevaban al edificio.
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—Nuestra Sede del Consejo —dijo Alisaard—. Una obra de arquitectura bastante
modesta, pero aquí se reúne nuestro gobierno.
—Tiene el aspecto sencillo de nuestros viejos ayuntamientos alemanes —aprobó
Von Bek—, y es lo más bello que hemos visto en los últimos tiempos. ¡Imagínese,
Daker, lo que haría un basurero de Armiad con un edificio como éste!
No pude por menos que estar de acuerdo con él.
Por dentro, el lugar era fresco y agradable, lleno de flores y plantas odoríferas. El
suelo era de mármol, pero había hermosas alfombras diseminadas por todas partes, y
la obsidiana verde de las columnas y chimeneas no tenía nada de siniestro. Colgaban
tapices en las paredes, la mayoría no figurativos, y los techos estaban pintados con
dibujos complicados y exquisitos. Una serena dignidad reinaba en el lugar, y todavía
me resultó más difícil creer que aquellas mujeres Eldren planeasen utilizarme como
mercancía.
Una mujer de edad madura y cabello plateado, cuyo rostro no mostraba los
estragos de la edad tan frecuentes entre los humanos, salió por una pequeña puerta
situada a nuestra derecha.
—Así que os han persuadido de venir a visitarnos, príncipe Flamadin —dijo con
entusiasmo—. Os estoy muy agradecida.
Alisaard presentó a Ulrich von Bek y explicó por encima lo sucedido. La mujer
mayor vestía de rojo y oro. Nos dio la bienvenida y se identificó como Phalizaarn, la
Anunciadora Electa.
—Supongo que nadie os habrá explicado todavía por qué os buscábamos,
príncipe Flamadin.
—Me dio la impresión, lady Phalizaarn, de que deseabais la ayuda de mi
hermana, Sharadim.
Se quedó sorprendida. Nos indicó con un gesto que la precediéramos por una
puerta, y entramos en un invernadero lleno de hermosísimas flores.
—¿Cómo lo habéis sabido?
—Poseo un sexto sentido para estos asuntos. ¿Es verdad, pues?
La mujer se detuvo junto a un rododendro púrpura. Parecía turbada por mis
palabras.
—Es verdad, príncipe Flamadin, que algunas de nosotras intentaron, por medios
poco convencionales, invocar á vuestra hermana, o al menos pedirle ayuda. No se les
prohibió hacerlo, pero su acto mereció la desaprobación de todo el mundo, incluido el
Consejo. Nos pareció un método bárbaro e inadecuado de abordar a la princesa
Sharadim.
—¿Esas mujeres no representan, pues, a todas las Eldren?
—Se trata de una simple facción.
La Anunciadora Electa dirigió una mirada algo irónica a Alisaard, que bajó la
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vista. Comprendí que ella era, o había sido, una de las mujeres que invocaron la
ayuda de mi hermana mediante métodos «bárbaros». Sin embargo, ¿por qué me había
salvado de las garras de Armiad? ¿Por qué me había escogido?
Creí justo decir algo en favor de Alisaard.
—Debo deciros, señora, que estoy acostumbrado a tales sortilegios. —Sonreí a
Alisaard, que levantó la vista algo sorprendida— No es la primera vez que he sido
llamado desde más allá de las barreras que separan los mundos. Lo que me
desconcierta es por qué oí la llamada dirigida a Sharadim.
—Porque Sharadim no es la persona que buscábamos —intervino Alisaard—.
Debo admitir que hasta ayer me sentía dispuesta a insistir en que el oráculo nos había
engañado. Estaba convencida de que ningún humano de sexo masculino poseía la
afinidad con las Eldren que necesitábamos para actuar. Os conocíamos a los dos, por
supuesto. Sabíamos que erais gemelos. Pensamos que el oráculo había hablado de
Flamadin confundiéndole con Sharadim.
—Se han producido enconados debates sobre la cuestión —dijo en tono gentil
lady Phalizaarn—. En esta misma sala.
—La penúltima noche —continuó Alisaard— intentamos otra vez llamar a
Sharadim. Pensamos que el lugar más adecuado era el Terreno de la Asamblea.
Éramos conscientes de la energía que fluía en nosotras en aquel momento. Más fuerte
que nunca. Encendimos nuestra hoguera, enlazamos nuestros brazos y nos
concentramos. Y por primera vez vimos a la persona que buscábamos. Ya supondréis
a quién pertenecía aquel rostro, estoy segura.
—Visteis al príncipe Flamadin —dijo lady Phalizaarn, intentando ocultar la
satisfacción que vibraba en su voz—. Y luego le visteis en carne...
—Recordamos que habíais encargado a la timonel Danifeí abordar al príncipe
Flamadin si se hallaba en la Asamblea. Fuimos a buscarla y admitimos nuestra
equivocación. Juntas, como podéis ver, fuimos a visitar al príncipe Flamadin. Nos
vimos obligadas a actuar en secreto, dada la naturaleza de la Asamblea y el carácter
brutal del capitán barón que gobierna el casco donde se hospedaban el príncipe
Flamadin y su amigo. Descubrimos con total asombro que ambos estaban tratando de
huir, así que les ayudamos.
—Alisaard —dijo con suavidad lady Phalizaarn—, ¿pensaste en invitar al
príncipe Flamadin a Gheestenheem? ¿Le dejaste otra alternativa?
—En la excitación del momento me olvidé, señora Anunciadora Electa. Me
disculpo ante todos. Pensamos que nos iban a perseguir.
—¿Perseguir?
—Los enemigos sedientos de sangre de los que Alisaard nos salvó —se apresuró
a intervenir Von Bek—. Os debemos nuestras vidas, señora. Y, desde luego,
habríamos aceptado vuestra invitación si nos la hubieran comunicado.
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Lady Phalizaarn sonrió. También ella se había rendido a los encantos de la
ancestral cortesía alemana de mi amigo.
—Sois un cortesano nato, conde Von Bek, aunque diplomático nato sería mucho
más correcto.
—Me inclino por lo último, mi señora. Nosotros, los Von Bek, nunca hemos sido
muy aficionados a los monarcas. Un miembro de nuestra familia llegó a pertenecer a
la Asamblea Nacional francesa revolucionaria.
Más palabras que ellas no comprendieron. Yo sí, pero para los demás eran como
un idioma extranjero. Von Bek aprendería un día, como yo lo había hecho, a
mantener una conversación sin introducir referencias a la existencia de nuestra Tierra
o a su siglo xx.
—Todavía no se me ocurre qué podéis desear de mí —dije cortésmente—. Os
aseguro, mi señora, que he venido de buen grado, dado que todos los demás parecen
estar en contra mía, pero seré franco con vos. No tengo el menor recuerdo de ser el
príncipe Flamadin. La verdad es que llevo pocos días habitando su cuerpo. Si
Flamadin posee un conocimiento que deseáis, temo que voy a decepcionaros.
Al oír esto, lady Phalizaarn mostró su alegría.
—No sabéis cuánto me tranquilizan esas palabras, príncipe Flamadin. La
precisión de nuestro «oráculo», como Alisaard insiste en llamarlo, se ha confirmado
más si cabe. Os enteraréis de todo cuando se convoque el Consejo. No debo hablar
hasta que reciba instrucciones en ese sentido.
—¿Cuándo será convocado el Consejo? —le pregunté.
—Esta tarde. Gozáis de libertad para explorar nuestra ciudad o descansar. Se os
han destinado aposentos. Informadnos de todo lo que necesitéis en materia de comida
o ropa. Estoy muy complacida de veros aquí, príncipe Flamadin. ¡Pensaba que ya era
demasiado tarde!
Nos retiramos después de estas palabras misteriosas. Alisaard nos guió a los
aposentos que habían preparado para mí.
—No se os esperaba, conde Von Bek, de modo que tardaremos un poco en
preparar vuestros aposentos. Entretanto, disponéis de dos habitaciones contiguas, con
un sofá lo bastante grande, incluso para un hombre de vuestro tamaño.
—Esto es lo que más me interesa —exclamé al abrir la puerta. Era una enorme
bañera, que me recordaba un poco las de la era victoriana, aunque no se veían
cañerías conectadas a ella—. ¿Hay alguna forma de conseguir agua caliente?
La joven me indicó algo que colgaba de un lado de la bañera, y que yo había
tomado por el cordón de un timbre.
—Dos tirones para agua caliente, y uno para la fría —dijo ella.
—¿Cómo llega el agua a la bañera? —quise saber.
—Por ese conducto. —Indicó una especie de espita situada cerca de un extremo
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—. Y por ahí arriba.
Me hablaba como si yo fuera un bárbaro al que estuviera introduciendo en las
comodidades de la civilización.
—Gracias —dije—. Estoy seguro de que pronto aprenderé el funcionamiento.
El jabón que me entregó era una especie de polvo abrasivo, pero se suavizaba
bastante en el agua. El primer chorro de agua caliente casi me mató. Advertí que salía
tibia tirando tres veces de la cadena, pero se había olvidado de decírmelo...
Von Bek había charlado con Alisaard mientras yo me bañaba. La joven se marchó
cuando le tocó a Ulrich el turno de usar la bañera. Se benefició de lo que yo había
aprendido sobre la temperatura del agua. Mientras se enjabonaba, continuó
parloteando alegremente.
—Le he preguntado a Alisaard si su raza y los humanos pueden reproducirse.
Cree que es improbable, aunque sólo puede hablar por propia experiencia. Por lo
visto, el método que utilizan es algo complicado. Dice que entra en juego «mucha
química». Deben de emplear productos químicos y otros agentes. Tal vez alguna
forma de inseminación artificial...
—Por desgracia, no entiendo de esos temas, pero los Eldren siempre fueron
expertos en medicamentos. Lo que me intriga es cómo llegaron a separarse las
mujeres de los hombres, y si esta gente desciende de la que yo conocí, o son sus
antepasados.
—Me resulta difícil seguirle —admitió Von Bek.
Se puso a silbar un popular tema de jazz de su época (algunos años anterior a la
mía, cuando era John Daker).
Las habitaciones estaban amuebladas en el mismo estilo presente en el resto de la
Sede del Consejo, con grandes piezas de madera dura tallada, tapices y alfombras. Un
enorme edredón cubría mi cama, y a juzgar por su complejidad, su confección debía
de haber requerido unos cincuenta años. Había flores por todas partes, y las ventanas
daban a un patio que tenía un sendero de grava, césped y una fuente en el centro.
Reinaba un ambiente de tranquilidad. Pensé que sería muy grato establecerme en
aquel lugar, pero sabía que no era posible. Experimenté una punzada de agonía casi
física. ¡Cuánto echaba de menos a mi Ermizhad!
—Bien —dijo Von Bek más tarde, mientras se secaba con la toalla—, si no me
esperasen asuntos urgentes con el canciller de Alemania, pensaría que Barobanay es
un lugar excelente para pasar unas vacaciones, ¿verdad?
—Oh, desde luego —respondí, distraído—. Sin embargo, amigo mío, creo que
pronto estaremos muy ocupados. Estas mujeres opinan que traernos aquí era una
cuestión urgente, pero sigo sin comprender por qué llamaban a Sharadim y no a mí.
¿Le ha dado Alisaard más explicaciones?
—Me parece que para ella se trataba de una cuestión de principios. No quería
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creer que un hombre les fuera de alguna utilidad. Supongo que se basa en su propia
experiencia. Además, estaba el asunto del asesinato, o del probable asesinato.
—¿Cuál? ¿El que dicen que planeé? ¿Piensan ahora que conseguí asesinar a mi
hermana gemela?
—Oh, no, desde luego que no. —Von Bek se frotó el cabello—. ¿No estaba usted
presente cuando Alisaard lo mencionó? Por lo visto, es muy probable que el príncipe
Flamadin haya muerto. La historia que nos contaron en Maaschanheem es el reverso
de la verdad. ¡Parece que Flamadin fue asesinado siguiendo instrucciones de la
mismísima Sharadim! —Von Bek lo encontraba divertido. Rió y me palmeó el
hombro—. El mundo da muchas vueltas, ¿eh, amigo mío?
—Oh, sí —corroboré, notando que el corazón se me aceleraba de nuevo. —El
mundo da muchas vueltas...
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—Lo primero que debemos deciros —empezó lady Phalizaarn, poniéndose de pie
entre las mujeres sentadas— es que nos hallamos en grave peligro. Hemos intentado
durante muchos años localizar a nuestro pueblo, los Eldren, y reunimos de nuevo con
él. Nuestro método de perpetuar la raza, como ya os imaginaréis, nos resulta muy
desagradable. No hace falta decir que tratamos bien a los hombres seleccionados y
que les concedemos casi todos los privilegios de la comunidad, pero el proceso global
es contrario a la naturaleza. Preferiríamos procrear mediante la unión con alguien que
accediera de buen grado. Últimamente, nos hemos embarcado en una serie de
experimentos destinados a localizar a nuestra raza. Una vez conseguido, creemos que
estaremos en condiciones de reunimos con ella. Sin embargo, hemos hecho una serie
de descubrimientos inesperados. Aún más, nos hemos visto obligadas a transigir y,
por último, algunas de nosotras han tomado direcciones equivocadas. Ahora, por
ejemplo, vuestra hermana Sharadim sabe mucho más de lo que habríamos permitido,
de haber conocido su carácter.
—Tendréis que aclararme muchos puntos oscuros respecto del asunto —dije.
Von Bek y yo estábamos sentados, con las piernas cruzadas, frente a las mujeres,
la mayoría de las cuales eran de edad similar a la de Phalizaarn, aunque había algunas
más jóvenes y dos más ancianas. Alisaard no estaba presente, ni tampoco ninguna de
las que nos habían rescatado del casco de Armiad.
—Lo haremos —prometió la Anunciadora Electa.
Sin embargo, antes pasó a describir brevemente la historia de su pueblo. Un
puñado de supervivientes habían conseguido ocultarse de las numerosas fuerzas de
bárbaros humanos. Por fin, decidieron escapar a un reino al que no pudieran seguirles
los Mabden. Allí empezarían una nueva vida. Habían explorado otros planos, pero
deseaban encontrar uno no colonizado por los humanos. Idearon un medio de llegar a
un mundo que poseyera tal característica. Los primeros exploradores habían traído
consigo dos grandes animales, cuya curiosidad les había impulsado a seguir a los
exploradores. Se sabía ya que estos animales poseían medios de volver a su mundo,
creando un nuevo portal entre las barreras. Los Eldren decidieron dejarlos en libertad
a seguirlos. Aquellas bestias no eran hostiles con los Eldren. Existía cierto respeto
mutuo entre ellos, difícil de precisar. Los Eldren pensaban que no les resultaría difícil
vivir en el mismo mundo que los animales. Un grupo siguió al macho por el portal
que había creado. El segundo grupo, formado por mujeres, se preparó para seguirles
un poco después, cuando los hombres hubieran comprobado que no existía peligro.
Esperaron y, al enterarse de que no lo había, enviaron por la brecha a la hembra. Sin
embargo, cuando la estaban siguiendo desapareció de repente. Presintieron que tenía
lugar una lucha, que el animal trataba de prevenirlas, y se encontraron de improviso
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en este mundo. De alguna manera, el animal que les guiaba hacia la seguridad se
había perdido, o lo habían secuestrado.
—El portal se había desplazado —prosiguió Phalizaarn—. Los planos del
multiverso se intersecan como los dientes de las ruedecillas en un reloj. Una
oscilación del péndulo y te encuentras en un mundo por completo diferente, quizá
distante muchas épocas del que buscabas. Eso fue lo que nos ocurrió. Hasta hace
poco no supimos qué había sido del animal que iba a guiarnos. Para sobrevivir, nos
vimos forzadas a utilizar nuestros conocimientos de alquimia, a fin de poder
reproducirnos con los varones venidos de dimensiones humanas. A la larga,
descubrimos que podíamos comprar esos varones a varios comerciantes de los Seis
Reinos. Los reinos sólo se cruzan en la Asamblea. En ocasiones, sin embargo, no es
difícil visitar uno o dos cuando queremos. Entretanto, nos hemos consagrado al
estudio de lo que constituye el multiverso, de cómo y cuándo se intersecan las órbitas
de ciertos reinos. Gracias a nuestras médiums, las mismas que contactaron con vos,
confundiéndoos con Sharadim, nos hemos comunicado contadas veces con los
hombres de nuestro pueblo. Llegamos a la conclusión de que la única manera de
llegar hasta ellos era encontrar al animal que nos iba a guiar. Después, hace algunos
años, nos topamos con un problema todavía más inquietante. Descubrimos que las
hierbas que utilizamos en nuestros procesos alquímicos para perpetuarnos
comenzaban a escasear. Ignoramos por qué. Tal vez un cambio climático. Cultivamos
plantas muy similares en nuestros jardines especiales, pero no tienen exactamente las
mismas propiedades. Cada vez nos quedan menos reservas. Casi no tenemos hijas.
Pronto no tendremos ninguna. Nuestra raza peligrará. Por eso la búsqueda de ayuda
se hizo más perentoria. Después, un hombre nos dijo que sabía dónde encontrar al
animal, pero que un solo ser en todo el multiverso estaba destinado a encontrarlo.
Llamó a ese ser el Campeón Eterno.
—No sabíamos si era hombre o mujer, humano o Eldren —intervino otra
consejera, que estaba sentada en el suelo—. Sólo contábamos con la Actorios. La
piedra.
—Dijo que os encontraríamos por medio de esta piedra —siguió Phalizaarn. La
sacó de una bolsa que llevaba colgada de la cintura y la sostuvo sobre la palma de la
mano—. ¿La reconocéis?
Algo de mí reconoció la piedra, pero el recuerdo no acudió a mi mente. Hice un
gesto de impotencia.
—Bien, ella parece conoceros —sonrió Phalizaarn.
La gema, oscura como el humo, salpicada de colores indefinibles e inquietantes,
casi parecía agitarse en su palma. Experimenté una urgente necesidad de poseerla.
Quise alargar la mano y arrebatársela, pero me contuve.
—Tuya es —dijo una voz detrás de mí. Von Bek y yo nos volvimos—. Tuya es.
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Cógela.
El gigante negro Sepiriz, que ya no iba ataviado de negro y amarillo, sino de
púrpura, me miró con una especie de divertida compasión.
—Siempre te pertenecerá, dondequiera que la veas —continuó—. Cógela. Te será
de ayuda. Aquí ya ha cumplido su misión.
La piedra estaba caliente. Parecía carne. Me estremecí cuando la encerré en mi
puño. Tuve la impresión de que me llenaba de energía.
—Gracias. —Me incliné ante la Anunciadora Electa y Sepiriz. Guardé la gema en
la bolsa de mi cinturón—. ¿Eres su oráculo, Sepiriz? ¿Las abrumas de misterios,
como a mí?
Sólo podía hablar con afecto.
—La Actorios se sentará algún día en el Anillo de los Reyes —dijo el gigante—.
Y tú la llevarás. De momento, tendrás que participar en un juego. Un juego, John
Daker, en el que podrás ganar al menos una parte de lo que más deseas.
—No es una promesa muy concreta, señor caballero.
—Sólo me atrevo a ser concreto en algunos asuntos. Ahora mismo, la balanza se
encuentra singularmente equilibrada. No quiero moverla ni un ápice. En esta fase no.
¿Te ha descrito mi señora Phalizaarn el animal hembra?
—Recuerdo muy bien el conjuro —le dije—. Era un dragón. Y creo que lo
retienen prisionero. Querían que yo, o Sharadim, liberase al monstruo. ¿Está atrapado
en un mundo que sólo yo puedo visitar?
—No exactamente. Se encuentra atrapado en un objeto que sólo tú estás
calificado para empuñar...
—¡La maldita espada! —Retrocedí, meneando la cabeza con violencia—. ¡No!
No, Sepiriz, no la volveré a llevar. La Espada Negra es perversa. No me gusta la
transformación que opera en mí.
—No es la misma espada —repuso Sepiriz con calma—. En este plano no.
Algunos dicen que las espadas gemelas son la misma. Otros que posee un millar de
formas. Yo no lo creo. La hoja fue forjada para acoger lo que llamaríamos un alma;
un espíritu, un demonio, como quieras, y por una desdichada coincidencia el dragón
hembra quedó atrapado en ella, llenando el vacío que existe en el interior de la hoja.
—Seguro que esos dragones son monstruosos. Y la espada...
—El tiempo y el espacio son detalles sin importancia, irrelevantes para las fuerzas
de las que hablo, y de las que debes saber algo —prosiguió Sepiriz, irguiendo la
cabeza—. No hace mucho tiempo que se forjó la espada. Los que la hicieron aún no
habían concluido su trabajo, y la hoja se estaba enfriando, cuando se produjo un
gigantesco movimiento que conmocionó el multiverso. Incluso entonces, el Caos y la
Ley lucharon por la posesión de la espada y su gemela. Las dimensiones se
deformaron, historias enteras quedaron alteradas en cuestión de momentos, las
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mismas leyes de la naturaleza cambiaron. Fue entonces cuando el dragón, el segundo
dragón, trató de atravesar las barreras que separaban los reinos e irrumpió en su
propio mundo. Una coincidencia inexplicable. Como resultado de aquellas inmensas
conmociones, quedó atrapado en el interior de la espada. Ningún conjuro logró
liberarlo. La espada fue diseñada para ser habitada. Consumada la posesión, tan sólo
bajo portentosas circunstancias sería posible liberar aquello que la habita.
Únicamente tú puedes liberar al dragón. Es un objeto muy poderoso, aun sin ti. En
otras manos podría dañar todo cuanto estimamos, tal vez destruirlo para siempre.
Sharadim cree en la espada. Oyó las voces que la llamaban. Formuló ciertas
preguntas y recibió ciertas respuestas. Ahora, desea poseer ese objeto poderoso. Su
plan es gobernar los Seis Reinos de la Rueda. No le costaría mucho con la Espada del
Dragón.
—¿Cómo has averiguado que se trata de una mujer malvada? —pregunté a
Sepiriz—. Los habitantes de los Seis Reinos, al menos la mayoría, creen que es la
virtud personificada.
—Muy sencillo —intervino lady Phalizaarn—. Lo descubrimos hace muy poco,
después de una expedición comercial a Draachenheem. Compramos un grupo de
varones; todos habían trabajado en la corte. Muchos eran nobles. Sharadim nos los
vendió para asegurarse de su silencio. Como se supone que nos comemos a los
hombres que compramos, es frecuente que nos utilicen para desembarazarse de
personas indeseables. Varios de esos hombres habían sido testigos de que Sharadim
envenenó el vino que os ofreció cuando regresasteis de alguna aventura. Sobornó a
unos cuantos cortesanos para que la secundaran. A los demás los arrestó bajo la
acusación de conspiradores y secuaces de Flamadin, y luego nos los vendió.
—¿Por qué quiso envenenarme?
—Os habíais negado a casaros con ella. Odiabais sus intrigas y su crueldad.
Alentó durante años vuestras aventuras allende las fronteras del reino. Convenía a
vuestro temperamento, y ella os aseguraba que el reino estaba a salvo en sus manos.
Poco a poco, sin embargo, empezasteis a daros cuenta de lo que hacía, de que
corrompía todo cuanto vos considerabais noble, preparando a Draachenheem para la
guerra contra los otros reinos. Jurasteis que lo contaríais todo en la siguiente
Asamblea. En el ínterin, comprendió algo de lo que habían dicho las mujeres Eldren.
Se dio cuenta de que era a vos a quien invocaban. Tenía varios motivos para
asesinaros.
—Entonces, ¿cómo es que me encuentro aquí?
—Convengo en que es desconcertante. Algunos de los hombres que compramos
os vieron muerto. Rígido y exangüe, dijeron.
—¿Qué fue de mi cadáver?
—Algunos creen que todavía sigue en poder de Sharadim, que practica los ritos
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más execrables con él...
—Si no soy el príncipe Flamadin, la pregunta pertinente es: «¿Quién soy yo?».
—Eres el príncipe Flamadin —afirmó Sepiriz—. Todos estamos de acuerdo en
ese punto. Lo que aún está por decidir es cómo escapaste...
—¿Deseas, pues, que vaya en busca de esa hoja? Y después ¿qué?
—Es preciso llevarla al Terreno de la Asamblea. Las mujeres Eldren sabrán lo
que debe hacerse.
—¿Tenéis idea de dónde se halla la espada? —pregunté a lady Phalizaarn.
—Nuestros únicos datos se reducen a simples rumores. Ha cambiado de manos
más de una vez. Casi todos los que han intentado utilizarla para sus propósitos
particulares han encontrado una muerte horrible.
—¿Por qué no dejamos que Sharadim dé con ella? Cuando haya muerto, os traeré
la espada...
—Las bromas nunca han sido tu fuerte, Campeón —dijo Sepiriz, casi con tristeza
—. Es posible que Sharadim cuente con medios para controlarla. Puede que haya
ideado un método para volverse invulnerable a su maldición. No es estúpida ni
ignorante. Cuando encuentre la espada, conocerá la mejor forma de utilizarla. Ya ha
enviado a sus esbirros a recabar información.
—¿Sabe, pues, más que tú, lord Sepiriz?
—Sabe algo. Y eso es más que suficiente.
—¿He de apoderarme de la hoja antes que ella, o debo detenerla como sea? No
acabas de explicar con claridad lo que esperas de mí, mi señor.
Sepiriz sabía que le estaba oponiendo resistencia. No tenía el menor deseo de
poner mis ojos en otra arma como la Espada Negra, y mucho menos la mano.
—Espero que cumplas tu destino, Campeón.
—¿Y si me niego?
—Jamás disfrutarás de una pizca de libertad, eternidad tras eternidad. Sufrirás
mucho más que aquellos a quienes tu egoísmo condenará a un horror infinito. El Caos
desempeña un papel importante en todo esto. ¿Has oído hablar del archiduque
Balarizaaf? Es el más ambicioso Señor del Caos. Sharadim está negociando con él; le
ofrece una alianza. Si el Caos reclama los Seis Reinos, significará la destrucción más
espantosa, una agonía pavorosa para los pueblos conquistados, Eldren o humanos. A
Sharadim sólo le importa el poder, por medio del cual se librará a sus perversos
caprichos. Es el instrumento perfecto para el archiduque Balarizaaf, quien comprende
mejor que ella el significado de la espada.
—De modo que se trata de una disputa entre la Ley y el Caos, ¿eh? —dije—. Y
esta vez se me ha elegido para combatir por la Ley.
—Es la Voluntad de la Balanza —declaró Sepiriz, con una nota de compasión
inusual en su voz.
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—Bien, confío en ti tan de buena gana como en cualquiera de tu clase —aseveré
—. No puedo hacer gran cosa, pero no moveré un dedo a menos que me digas que
mis actos ayudarán a estas mujeres, porque es por los Eldren, y no por cualquier
fuerza cósmica, por quienes siento la mayor lealtad. Si triunfo, ¿se reunirán de nuevo
con sus hombres?
—Estoy en condiciones de prometértelo —dijo Sepiriz.
No parecía resentido por mis palabras, sino impresionado.
—En ese caso, haré cuanto pueda por encontrar la Espada del Dragón y liberar a
su prisionera.
—Cuento con tu palabra —respondió Sepiriz, satisfecho.
Me dio la impresión de que tomaba nota mentalmente. Parecía un tanto aliviado.
Von Bek dio un paso adelante.
—Perdonad esta interrupción, caballeros, pero os agradecería que me dijerais si
yo también tengo un destino predeterminado, o debo hacer cuanto esté en mi mano
por volver a casa.
Sepiriz posó su mano sobre el hombro derecho del sajón.
—Mi joven amigo, vuestros problemas son mucho más sencillos y puedo hablar
sin ambages. Os prometo que, si continuáis esta búsqueda y ayudáis al Campeón a
cumplir su destino, colmaréis vuestro mayor deseo.
—¿La destrucción de Hitler y los nazis?
—Os lo juro.
Me resultaba difícil permanecer en silencio. Yo ya sabía que los nazis habían sido
derrotados. Luego se me ocurrió que, tal vez, podrían haber triunfado, o que Von Bek
y yo habíamos sido los responsables de la destrucción de los fascistas. Ahora,
comprendía vagamente por qué Sepiriz era tan aficionado a hablar de forma velada.
Poseía conocimientos sobre más de un futuro. De hecho, conocía un millón de futuros
diferentes, un millón de mundos diferentes, un millón de períodos...
—Muy bien —decía Von Bek—, continuaré con esto, al menos durante un
tiempo.
—Alisaard también irá con vosotros —intervino lady Phalizaarn—. Se ha
ofrecido voluntaria, puesto que fue la responsable de revelar demasiadas cosas a
Sharadim. Y, por supuesto, os llevaréis a los hombres.
—¿Los hombres? ¿Qué hombres?
Miré como un idiota a mi alrededor.
—Los cortesanos exiliados de Sharadim.
—¿Y para qué quiero llevármelos?
—Como testigos —apuntó Sepiriz—, puesto que tu primera tarea será viajar
cuanto antes a Draachenheem y hacer frente a tu hermana con una acusación y con
tus pruebas. Derrocarla facilitará considerablemente tu misión.
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—¿Crees que nosotros tres y un puñado de hombres seremos capaces de
conseguirlo?
—No te queda otra elección —respondió Sepiriz con gravedad—. Si quieres
encontrar la Espada del Dragón, es la primera tarea que debes llevar a cabo. No hay
mejor punto de partida. Al enfrentarte con tu perversa gemela, fijarás la pauta para el
resto de tu búsqueda. Recuerda, Campeón, que forjamos el tiempo y la materia a
tenor de nuestras acciones. Es una de las pocas constantes del multiverso. Somos
nosotros quienes imponemos la lógica, a fin de sobrevivir. Conforma una buena pauta
y te acercarás un paso más a la consecución del destino que más deseas...
—¡Destino! —reí sin humor.
Por un momento me rebelé. Casi me di la vuelta para salir de la sala, diciéndole a
Sepiriz que ya tenía bastante. Estaba harto de sus hados y sus misterios.
Pero entonces miré a los rostros de las mujeres Eldren y vi, ocultas bajo la gracia
y la dignidad, la angustia y la desesperación. Me contuve. Aquél era el pueblo al que
había elegido servir contra mi propia raza. Ahora, no podía volverles la espalda.
Emprendería el camino a Draachenheem y desafiaría al mal, pero no por Sepiriz y
toda su oratoria, sino por mi amor a Ermizhad.
—Nos iremos por la mañana —prometí.
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3
Éramos doce a bordo de la pequeña embarcación cuando pasamos entre las
columnas de luz y fuimos impelidos hacia el túnel que comunicaba los mundos.
Alisaard, protegida de nuevo con su armadura de marfil, gobernaba el barco, mientras
los demás nos aferrábamos a los costados y tragábamos saliva. Los otros nueve eran
los nobles de Draachenheem. Dos de ellos eran príncipes feudales, soberanos de
naciones enteras, que habían sido derrocados la noche en que Flamadin fue, en
apariencia, asesinado. Otros cuatro eran jefes de policía electos de grandes ciudades,
y tres eran escuderos de la Corte, que habían visto como se administraba el veneno.
—Muchos otros han muerto —me dijo el príncipe feudal Ottro, un anciano de
rostro surcado de cicatrices—, pero no pudo convertirnos a todos en cadáveres, así
que fuimos vendidos a Gheestenheem. ¿Os dais cuenta?, seremos los primeros en
regresar.
—Aunque hemos jurado mantenerlo en secreto —le recordó el joven Federit
Shaus—. Les debemos a esas mujeres Eldren más que nuestras vidas.
Los nueve estaban de acuerdo en ese punto. Se habían comprometido a no revelar
nada sobre la auténtica naturaleza de Gheestenheem.
El barco se internó en la extraña luz irisada, sufriendo sacudidas y virajes bruscos
de vez en cuando, como si encontrara resistencia, pero sin disminuir nunca la
velocidad. De pronto, nos mecimos sobre aguas azules de nuevo, deslizándonos entre
dos columnas. El viento hinchió la vela y nos encontramos sobre un mar salado
normal. Un cielo transparente se extendía sobre nuestras cabezas, y la fuerte brisa nos
impulsaba.
Dos hombres de Draachenheem consultaron un plano con Alisaard, indicándole
más o menos nuestra posición. Avanzábamos en línea recta hacia Valadeka, el país de
los valadekanos, hogar de Sharadim y Flamadin. Algunos de los hombres ansiaban
volver a sus países, reunir sus ejércitos y atacar a Sharadim, pero Sepiriz había
insistido en que fuéramos directamente a Valadeka.
Avistamos la costa. Vimos grandes acantilados negros recortados contra el cielo
pálido. Se parecían mucho a los riscos de mis sueños. Vimos espuma y rocas, y muy
pocos sitios en los que desembarcar.
—Es el gran bastión de Valadeka —me informó Madvad de Drane, un individuo
de cabello negro y pobladas cejas—. Es virtualmente invulnerable a un ataque por
mar, al igual que una isla. Sus escasos puertos accesibles están bien defendidos.
—¿Hay que desembarcar en alguno? —quiso saber Von Bek.
Madvad negó con la cabeza.
—Conocemos una pequeña cueva donde, cuando baja la marea, es posible atracar.
La estamos buscando.
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Había caído casi la noche cuando pudimos desembarcar en una estrecha playa
rocosa rodeada de peñascos de granito negro. Dominaba la ensenada un viejo castillo
en ruinas. Ocultamos la embarcación en la cueva y el escudero Ruberd de Hanzo nos
guió por una serie de pasadizos secretos y un tramo de viejos peldaños hasta los
restos de la fortaleza abandonada.
—En otros tiempos vivió aquí una de nuestras más nobles familias —dijo Ruberd
—. Vuestros mismísimos antepasados, príncipe Flamadin. —Se calló, como turbado
—. ¿O debería decir, simplemente, «los antepasados del príncipe Flamadin»?
Afirmáis que ése no es vuestro nombre, mi señor, pero yo juraría que sois nuestro
príncipe electo...
Me había parecido absurdo engañar a aquella honrada gente, así que les había
hecho partícipes de la verdad, por lo menos de todo cuanto podían comprender.
—Hay un pueblo cerca, ¿no es cierto? —preguntó el viejo Ottro—. Dirijámonos
hacia allí enseguida. Me las arreglaré con algunas vituallas y una jarra de cerveza.
¿Vamos a descansar el resto de la noche y continuar a caballo por la mañana?
—A primera hora de la mañana —le recordé con gentileza—. Debemos llegar a
Rhetalik a mediodía, antes de que, según decís, Sharadim se corone emperatriz.
Rhetalik era la capital de Valadeka.
—Por supuesto, joven cuasi príncipe. Soy consciente de la urgencia, pero se
piensa y actúa mejor comido y descansado.
Alisaard y yo nos envolvimos en capas para no despertar en exceso la curiosidad
de los aldeanos. Descubrimos una taberna lo bastante amplia para alojar a nuestro
grupo. Al posadero le encantó aquel premio fuera de temporada. Llevábamos mucho
dinero del país y fuimos generosos con él. Comimos y dormimos a nuestras anchas, y
a la mañana siguiente elegimos los mejores caballos. Nos pusimos a cabalgar hacia
Rhetalik. Nuestro aspecto debía de resultar extraño a los ojos de los valadekanos: yo
iba vestido con las prendas de piel propias de un cazador de los pantanos, Von Bek
llevaba camisa, chaqueta y pantalones más o menos parecidos a los que usaba la
primera vez que le vi (hechos para él por las Eldren, que también le habían
proporcionado guantes, botas y un sombrero de ala ancha), dos hombres de
Draachenheem exhibían las sedas y las lanas multicolores de sus clanes, otros cuatro
se cubrían con armaduras de marfil prestadas y tres portaban una mezcolanza de
prendas seleccionadas en el almacén de las Eldren. Yo cabalgaba el frente de tan
pintoresca partida, con Von Bek a un lado y Alisaard al otro. Ella llevaba su yelmo,
casi por costumbre. Las Eldren no solían mostrar el rostro a la gente de otros reinos.
Habían hecho una bandera para que adornara mi lanza, pero la mantenía oculta.
Siempre que ríos cruzábamos con alguien en la carretera me cubría la cabeza con la
capucha de la capa. No tenía la intención de ser reconocido todavía.
Poco a poco, el camino de tierra se fue ensanchando. Más adelante, estaba
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pavimentado con grandes losas. A cada momento se agregaba a nuestro grupo más
gente, que caminaba en la misma dirección. Gozaban de buen humor y pertenecían a
todas las clases sociales. Vi hombres y mujeres de evidente inclinación monástica,
mientras que otros manifestaban bien a las claras sus aficiones seglares. Hombres,
mujeres y niños exhibían sus mejores galas, de tonos brillantes y festivos. Los
habitantes de Draachenheem eran aficionados a las telas a cuadros y los retazos, y no
les importaba combinar diferentes colores. Me atrajo su estilo y empecé a sentirme
muy poco elegante en mi atavío de gruesa piel.
No tardamos en ver grandes estatuas doradas a ambos lados de la carretera.
Reproducían a hombres, mujeres, grupos y animales de todas clases, si bien
predominaban aquellos grandes lagartos que había visto por primera vez en la
Asamblea. Con todo, no eran de uso común. Las bestias normales de carga eran
caballos, asnos y bueyes, aunque de vez en cuando se veían grandes animales
parecidos a cerdos que la gente utilizaba para cabalgar y transportar mercancías, por
medio de robustas sillas de madera.
—¡Fijaos! —me dijo el príncipe feudal Ottro mientras cabalgábamos—. Es el
mejor momento para llegar desapercibido a Rhetalik, como ya os dije.
Rodeaban la ciudad altísimas murallas de piedra arenisca rojiza, coronadas por
enormes agujas de roca, similares a las almenas de los castillos medievales, pero de
forma absolutamente diferente. Todas tenían un agujero en el centro, y sospeché que
un hombre podía apostarse detrás y disparar sin excesivos riesgos de ser herido. La
ciudad había sido construida para la guerra, aunque Ottro me aseguró que la paz
reinaba en Draachenheem desde hacía muchos años. En su interior albergaba
edificios fortificados de manera parecida, ricos palacios, lonjas, canales, templos,
almacenes y demás construcciones características de una ciudad mercantil.
Rhetalik parecía inclinarse hacia adentro, y sus estrechas calles corrían todas en
declive descendente hacia un lago central. Allí, sobre una isla artificial de cierta
antigüedad, se alzaba un gran palacio de mármol, cuarzo, terracota y piedra caliza; un
palacio que brillaba y resplandecía a la luz del sol, reflejando una serie de exquisitos
colores desde los altos obeliscos que marcaban el perímetro de la isla. Un centenar de
banderas distintas, cada una de ellas una obra de arte, ondeaban en las torrecillas
centrales del palacio. Un puente esbelto y curvo salvaba el foso y conducía a los
pilares de sillería delicadamente tallada que flanqueaban la puerta, custodiada por
centinelas con armaduras adornadas e ineficaces del diseño más fantasioso. Los
voluminosos animales que, enjaezados con arneses y arreos que rivalizaban con los
de sus amos, se erguían junto a los guardias haciendo gala de similar rigidez,
reforzaban el efecto barroco de las armaduras. Eran los gigantescos lagartos de
montar que había visto antes; los dragones que habían dado su nombre a aquel
mundo. Ottro me había explicado que, en tiempos pretéritos, esos seres eran muy
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numerosos, y su pueblo había tenido que combatirlos para conquistar la tierra.
Detuvimos nuestros caballos junto a una muralla que dominaba el lago y el
castillo. A nuestro alrededor, las calles estaban abarrotadas de banderas, brillantes
estandartes y espejuelos, escudos y placas relucientes, produciendo el efecto de que
todo el lugar estaba bañado de luz plateada. Los valadekanos celebraban la
coronación de su emperatriz. Había música por todas partes, multitudes de jubilosos
hombres y mujeres que festejaban la ocasión en la calle.
—Una festividad muy inocente —dijo Von Bek, inclinándose hacia adelante en la
silla para descansar la espalda. Había pasado varios años desde la última vez que
montara a caballo—. ¡Cuesta creer que celebran la exaltación de alguien que, al
parecer, personifica el mal!
—El mal prospera mejor disfrazado —dijo Ottro con semblante sombrío.
Sus compañeros asintieron con la cabeza.
—Y el mejor disfraz es el sencillo —dijo el joven Federit Shaus—. Honrado
patriotismo, jubiloso idealismo...
—Eres un cínico, muchacho —sonrió Von Bek—, pero, por desgracia, mi
experiencia apoya tu punto de vista. Enséñame a un hombre que grite «Mi patria, con
razón o sin ella», y yo te enseñaré a alguien que exterminará alegremente a la mitad
de su país en nombre del patriotismo.
—Alguien dijo una vez que una nación era una mera excusa para el crimen —
explicó Ottro—. En este caso, estoy de acuerdo. Sharadim ha abusado del amor y la
confianza de su pueblo. Éste la ha convertido en la emperatriz de todo este reino,
porque cree que representa lo mejor de la naturaleza humana. Además, ahora cuenta
con su simpatía. ¿Acaso no intentó su hermano asesinarla? ¿No se ha demostrado que
sufrió durante años, intentando preservar su reputación, dejando que el pueblo le
creyera noble y bueno, cuando en realidad era la depravación y la cobardía
personificadas?
—Bien —repuse—, puesto que, según se ha dicho oficialmente, su hermano ha
muerto y vosotros sois sus víctimas, pensad en la enorme alegría que la embargará
cuando descubra que no erró al confiar en él.
—Nos matará a todos en el acto, os lo digo.
Von Bek no creía que nuestro plan pudiera salir bien.
—Dudo que Sepiriz, a pesar de todas sus artimañas y astucias, nos haya enviado a
una muerte cierta —dijo Alisaard—. Hemos de confiar en su parecer. Se basa en
elementos que nosotros desconocemos.
—No me entusiasma sentirme un peón de su inmensa partida de ajedrez —gruñó
Von Bek.
—Ni a mí tampoco —repliqué, encogiéndome de hombros—, aunque usted
piense que ya me he acostumbrado. Todavía creo que una sola persona puede lograr
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al menos lo mismo que todas esas alianzas de hombres y dioses que menciona
Sepiriz. Más de una vez he pensado que, de tanto enfrascarse en su juego, en su
política cósmica, han olvidado sus propósitos originales.
—Por lo tanto, no os merecen mucho respeto los dioses y los semi-dioses —
intervino Alisaard, llevándose rápidamente los dedos a la cara, como olvidando que
la capucha cubría la visera—. Debo admitir que en Gheestenheem no pensamos
mucho en esos seres. Lo que oímos acerca de ellos nos recuerda demasiado a menudo
los juegos de niños.
—Por desgracia —dijo Von Bek—, a esos niños les interesa mucho más el poder
que a nosotros. Y cuando lo consiguen, pueden destruir a todo aquel que no quiere
participar en sus juegos.
Alverid de Prucca se apartó la capa. Era el más taciturno de todos. Su principado
se hallaba en el lejano oeste, donde la gente tenía fama de hablar poco y pensar
mucho.
—Sea como fuere, seguiremos adelante. Pronto será mediodía. ¿Recordáis todos
el plan?
—No es muy difícil —dijo Von Bek. Dio una sacudida a las riendas de su corcel
—. Adelante.
Avanzamos con lentitud, abriéndonos paso entre la muchedumbre, y llegamos al
puente. Esa parte también estaba vigilada por guardias a pie, que se pusieron firmes
cuando nos aproximamos.
—Somos la delegación invitada de los Seis Reinos —dijo Alisaard—. Venimos a
presentarle nuestros respetos a vuestra nueva emperatriz.
—¿Invitados, señora? —preguntó un guardia, frunciendo el ceño.
—Invitados. Por vuestra emperatriz princesa Sharadim. ¿Hemos de esperar aquí
como vendedores de baratijas o podemos proseguir hacia la entrada de comerciantes?
Esperaba un recibimiento más caluroso de una hermana...
Los guardias intercambiaron una mirada y nos dejaron pasar, algo avergonzados.
Al habernos permitido el paso los primeros, los demás les imitaron sin poner más
reparos.
—Ahora, seguidme —dijo Ottro, poniéndose al frente.
Estaba más familiarizado con el lugar y con el protocolo. Espoleó a su caballo y
pasamos bajo un arco de considerable altura, hecho de granito sólido, que debía de
medir casi cuatro metros de ancho y dos de espesor. Daba a un agradable patio
cubierto de césped y rodeado de grava. Lo cruzamos sin que nadie nos lo impidiera.
Miré a mi alrededor. Las altas murallas del palacio se elevaban por doquier,
rematadas por bellas agujas, casi etéreas. Sin embargo, experimenté la sensación de
que estaba penetrando en una trampa de la que me sería imposible escapar.
Pasamos bajo otros dos arcos y nos acercamos a un grupo de jóvenes, ataviados
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con libreas verdes y pardas, a los que Ottro reconoció.
—Escuderos —gritó—, encargaos de nuestros caballos. Llegamos tarde a la
ceremonia.
Los escuderos se apresuraron a obedecer su orden. Desmontamos y Ottro, sin la
menor vacilación, entró por una puerta central que daba acceso a unas dependencias
privadas, aunque no había nadie.
—Conocía a la dama que ocupa estos aposentos —dijo, a modo de explicación—.
Daos prisa, amigos. La suerte nos acompaña hasta el momento.
Abrió una puerta y salimos a un frío pasadizo de techos altos, decorado con las
multicolores colgaduras que tanto agradaban a aquella gente. Algunos muchachos
que portaban las mismas libreas verdes y pardas, una joven ataviada con un vestido
blanco y rojo, y un anciano de cuyos hombros colgaba una capa a cuadros guarnecida
de piel nos miraron con indiferente curiosidad cuando avanzamos precedidos por
Ottro, doblamos una esquina, después otra, subimos tres tramos de escalera de
mármol y llegamos ante una maciza puerta de madera que nuestro guía abrió con
cautela. Hizo señas de que le siguiéramos.
La estancia se hallaba a oscuras y desierta. Las cortinas estaban corridas sobre
todas las ventanas. Olía empalagosamente a incienso. Se veían grandes plantas de
hoja gruesa por todas partes, proporcionando a la estancia cierto aspecto de
invernadero. Reinaba la misma humedad pegajosa, que recordaba a los trópicos.
—¿Qué es esto? —preguntó Von Bek, estremeciéndose—. La atmósfera es muy
diferente del resto.
—Es la habitación donde murió el príncipe Flamadin —dijo un escudero—. En
aquel sofá. Lo que oléis es la maldad, señor.
—¿Por qué la tienen a oscuras? —quise saber.
—Porque dicen que Sharadim todavía se comunica con el espíritu de su hermano
muerto...
Esta vez fui yo el que sintió un escalofrío. ¿Se refería al espíritu del cuerpo que
yo habitaba ahora?
—Me han dicho que guarda su cadáver en estos aposentos —afirmó Ottro—.
Congelado. Incorrupto. Exactamente igual que cuando exhaló el último suspiro.
—Son simples rumores —dije, impaciente.
—Sí, alteza —se apresuró a corroborar un escudero.
Luego, frunció el ceño. Sentí simpatía por él. No era el único que estaba confuso.
Según el decir general, yo había sido asesinado en aquella habitación, o al menos
algo que casi era yo. Me llevé la mano a la cabeza. Temí caer sin sentido.
Von Bek me sostuvo.
—Aguante, hombre. Dios sabe lo que esto significa para usted. Ya es bastante
malo para mí.
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Gracias a su ayuda logré sobreponerme. Ottro nos guió por las restantes estancias,
todas a oscuras y ominosas como la primera, hasta que nos detuvimos ante otra puerta
que daba al exterior.
Oímos sonidos al otro lado. Música. Gritos. Risas.
El anciano, con un repentino movimiento, asió los pestillos de las dos hojas y las
empujó hacia adelante con gran estrépito.
Contemplamos un mar de colores, de metal y de seda, de rostros que ya se
volvían con curiosidad hacia el motivo del ruido.
Teníamos ante nuestros ojos la gran sala ceremonial abovedada de Valadeka, las
lanzas, estandartes, armaduras y toda clase de adornos, un predominio de rojos de
matiz rosado y blancos, dorados y negros. Grandes chorros de luz solar, que casi nos
cegaron, se derramaban desde las gigantescas ventanas situadas en ambos extremos
de la estancia.
Mosaicos, tapices y vidrieras contrastaban magníficamente con la pálida piedra
tallada, y parecían ideados para atraer la atención del espectador hacia el centro
exacto, donde una mujer de inimaginable belleza se estaba levantando de un trono de
obsidiana azul y esmeralda. Sus ojos se clavaron en los míos cuando llegué al primer
peldaño de la amplia escalinata que descendía hacia el estrado sobre el que
descansaba el trono.
Se hallaba flanqueada por hombres y mujeres ataviados con pesados mantos. Eran
los dignatarios religiosos de Valadeka, también hermanos unidos en matrimonio,
como había sido nuestra costumbre durante dos mil años. Ella lucía el antiguo Manto
de la Victoria. Hacía siglos que ningún valadekano lo ceñía. Nunca quisimos llevarlo
otra vez, pues era un Manto de Guerra, un manto que significaba conquista por la
fuerza de las armas. Ella me lo había ofrecido y yo lo había rehusado.
Sostenía en sus manos la Media Espada, la vieja espada rota de nuestros bárbaros
antepasados. Se decía que había matado al último miembro de la dinastía Anishad,
una niña de seis años, instituyendo el reinado de nuestra familia hasta la reforma de la
monarquía, cuando los príncipes y princesas fueron elegidos por sufragio popular. La
elección recayó en Sharadim y Flamadin, porque éramos gemelos y significaba un
buen presagio. Debíamos casarnos y bendecir a la nación. El pueblo sabía que le
traeríamos suerte. Ignoraba cuánto ansiaba Sharadim esa oportunidad de hacerse con
el poder. Rememoré nuestras discusiones, su disgusto por lo que ella consideraba mi
debilidad. Yo le hice recordar que habíamos sido elegidos, que nuestro poder
provenía del pueblo, que deberíamos responder ante parlamentos y consejos. Ella se
rió al oírme.
—Durante tres siglos y medio nuestro linaje ha esperado la venganza. Durante
tres siglos y medio los espíritus de nuestra familia han contenido su impaciencia,
sabiendo que el momento llegaría, sabiendo que los ilusos olvidarían..., sabiendo que
GEORGE MEREDITH
El bosque de Westermain
Alien Gewalten
Zum Trutz sich erhalten,
Nitnmer sich beugen,
Kráftig sich zeigen,
Rufet die Arme
Der Gótter hierbei.
FIN