III - El Dragón en La Espada

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Éstas

son las crónicas del Campeón Eterno, conocido en los diferentes


planos del Multiverso por muchos otros nombres: Erekosë, Elric, Hawkmoon,
Corum...

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Michael Moorcock

El dragón en la espada
Crónicas del Campeón Eterno III

ePUB v1.0
Dyvim Slorm 05.12.11

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Título original: The Dragon in the Sword
ISBN 84-270-1481-3
1986 by Michael Moorcock

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Para Minerva, la más noble romana.

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Prólogo
¡Rosa de todas las Rosas, Rosa del Mundo entero!
Tú, también, has venido donde las oscuras olas saltan
sobre los muelles del dolor, y has escuchado
la campana que nos llama, el dulce tañido lejano.
Su eternidad afligió a la Belleza,
te convirtió en uno de los nuestros, y del sombrío mar gris.
Nuestras largas naves rinden sus velas entretejidas de pensamientos y
aguardan,
pues Dios les ha prometido compartir el mismo hado,
y cuando, al fin derrotadas en Sus guerras,
se han hundido bajo las mismas estrellas blancas,
Él nunca más escuchará el lamento
de nuestros tristes corazones, que no pueden vivir ni morir.

W. B. YEATS
La Rosa de la Guerra

Soy John Daker, la víctima de los sueños del mundo entero. Soy Erekosë,
Campeón de la humanidad, el que exterminó a la raza humana. Soy Urlik Skarsol,
señor de la Fortaleza Helada, el que empuñó la Espada Negra. Soy Ilian de
Garathorm, Elric Matamujeres, Hawkmoon, Corum y muchos más —hombre, mujer
o andrógino—. He sido todos ellos. Y todos son guerreros que combaten en la
perpetua Guerra de la Balanza, dedicados a imponer la justicia en un universo
siempre amenazado por el Caos incesante, a instaurar el Tiempo en una existencia sin
principio ni fin. Sin embargo, no es ésta mi verdadera maldición.
Mi verdadera maldición consiste en recordar, siquiera vagamente, cada
encarnación diferente, todos los momentos de una infinidad de vidas, una
multiplicidad de edades y mundos, concurrentes y secuenciales.
El Tiempo es a la vez la agonía del presente, el largo tormento del pasado y la
terrible perspectiva de incontables futuros. El Tiempo constituye también un
complejo de realidades que se entrecruzan sutilmente, de imprevisibles consecuencias
y causas ignotas, de profundas tensiones y dependencias.
Aún no sé por qué fui elegido para este destino o cómo llegué a cerrar el círculo
que, si no me liberó, al menos contenía la promesa de mitigar mi dolor.

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Sólo sé que mi sino es luchar eternamente y disfrutar de la paz en contadas
ocasiones, porque soy el Campeón Eterno, defensor, y al mismo tiempo destructor, de
la justicia. En mí, toda la humanidad está en guerra; en mí, macho y hembra se aunan,
en mí combaten; en mí, muchas razas aspiran a convertir en realidad sus mitos y
sueños...
No obstante, soy tan humano como cualquiera de mis iguales. El amor y la
desesperación, el miedo y el odio se apoderan de mí con idéntica facilidad.
Fui y soy John Daker, y conseguí hallar por fin una cierta paz, la apariencia de
una conclusión. Voy a tratar de poner por escrito mi historia final...
Ya he explicado cómo fui llamado por el rey Rigenos para luchar contra los
Eldren y cómo me enamoré y cometí un terrible pecado. He narrado asimismo lo que
ocurrió cuando (supongo que en castigo por mi crimen) fui llamado a Rowernarc,
cómo fui inducido a empuñar de nuevo la Espada Negra contra mi voluntad, cómo
encontré a la Reina de Plata, y lo que hicimos juntos en las llanuras del Hielo Austral.
Creo que también he contado en alguna parte otras de mis aventuras, o acaso fueron
transmitidas por otros que las oyeron de mis labios. Me he referido a las
circunstancias que me llevaron a viajar en una nave oscura, guiada por un timonel
ciego. Sin embargo, no estoy seguro de haber descrito cómo abandoné el mundo del
Hielo Austral y mi identidad de Urlik Skarsol, así que empezaré mi historia con mis
últimos recuerdos del planeta agonizante, cuyas tierras sucumbían lentamente al
asalto del frío y cuyos mares perezosos estaban tan saturados de sal que podían
sostener el peso de un hombre adulto. Habiendo expiado hasta cierto punto mis
anteriores pecados en aquel mundo, confiaba en reunirme con mi único amor, la
hermosa princesa de los Eldren, Ermizhad.
Aunque un héroe para aquellos a los que había ayudado, me abismé cada vez más
en mi soledad y sufrí raptos de una melancolía casi suicida. En ocasiones, me
encolerizaba sin objeto contra mi hado, contra aquello y aquellos que me separaban
de la mujer cuyo rostro y presencia llenaban mis horas, tanto despierto como
dormido. ¡Ermizhad! ¡Ermizhad! ¿Habría existido alguien que amara con tal
profundidad y constancia?
Recorría el Hielo Austral en mi carruaje de plata y bronce tirado por grandes osos
blancos, siempre inquieto, acosado por los recuerdos, rezando para volver junto a
Ermizhad, presa de un anhelo casi doloroso. Dormía poco. De vez en cuando
regresaba al Fiordo Escarlata, donde muchos se alegraban de ser mis amigos y
oyentes, pero las ocupaciones habituales que llenaban las vidas de la gente
conseguían irritarme. Evitaba su hospitalidad y compañía siempre que me era posible,
pues detestaba parecer hosco. Me confinaba en mis aposentos y allí, medio dormido,
siempre agotado, intentaba abstraerme por completo, separarme de mi cuerpo, buscar
en el plano astral, como yo lo denominaba, a mi amor perdido. Sin embargo, había

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muchos planos de existencia, un infinito número de mundos en el multiverso, como
ya sabía, una enorme variedad de cronologías y geografías posibles. ¿Cómo podría
explorarlos todos y encontrar a mi Ermizhad?
Me habían dicho que tal vez daría con ella en Tanelorn, pero ¿dónde se hallaba
Tanelorn? Sabía por mis recuerdos de otras existencias que la ciudad adoptaba
muchas formas y resultaba muy difícil localizarla, incluso para alguien avezado en
moverse entre las numerosísimas capas del Millón de Esferas. ¿Qué posibilidades
tenía, encadenado a mi cuerpo, encadenado a un plano terrenal, de encontrar
Tanelorn? Si bastara con el anhelo, ya habría descubierto la ciudad una docena de
veces.
Poco a poco, los efectos del agotamiento se hicieron notar. Algunos pensaban que
iba a morir, otros que me volvería loco. Les tranquilicé, aduciendo que mi voluntad
era demasiado fuerte para permitirlo. Accedí, no obstante, a aceptar medicamentos
que me ayudaron, por fin, a dormir profundamente y, casi con alegría, empecé a
experimentar los sueños más extraños.
Al principio, me pareció que iba a la deriva en un océano informe de luz y color
que remolineaba en todas direcciones. Poco a poco comprendí que contemplaba el
multiverso. Percibía, hasta cierto punto, todas las capas y todos los períodos al mismo
tiempo. Sin embargo, mis sentidos eran incapaces de seleccionar un detalle en
particular de esta visión asombrosa.
Después, fui consciente de que caía muy despacio, pasando a través de todas las
edades y planos de la realidad, a través de mundos, ciudades, grupos de hombres y
mujeres, bosques, montañas y océanos, hasta que vi frente a mí una pequeña isla llana
y verde que ofrecía una tranquilizadora apariencia de solidez. Cuando mis pies se
posaron sobre ella, olí a hierba fresca y vi pequeñas extensiones de césped y algunas
flores silvestres. Todo semejaba de una sencillez maravillosa, aunque existiera en
aquel caos revuelto de color puro, de oleadas de luz que cambiaba constantemente de
intensidad. Otra figura se erguía sobre aquel fragmento de realidad. Iba cubierta de
pies a cabeza con una armadura a cuadros amarillos y negros, y la visera me impidió
discernir algún detalle del ser en cuestión.
Sin embargo, sabía quién era, pues nos habíamos encontrado antes. Le conocía
como el Caballero Negro y Amarillo. Le saludé, pero no respondió. Me pregunté si
habría muerto petrificado en el interior de su armadura. Una bandera de color claro,
desprovista de insignias, ondeaba entre nosotros. Podía tratarse de una bandera de
tregua, pero no existía enemistad entre ambos. Era un hombre gigantesco, más alto
que yo. Nuestro último encuentro había tenido lugar sobre una colina, mientras
veíamos a los ejércitos de la humanidad luchar a lo largo y ancho de los valles. Ahora
no mirábamos nada. Yo deseaba que alzara el yelmo y descubriera su rostro. No lo
hizo. Deseaba que hablara. No fue así. Deseaba escuchar la confirmación de que

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estaba vivo. No se produjo.
El sueño se repitió muchas veces. Noche tras noche le supliqué que me revelara
su identidad, formulé las mismas peticiones de siempre y no obtuve ninguna
respuesta.
Por fin, una noche, hubo un cambio. Antes de que procediera a recitar mis
súplicas rituales, el Caballero Negro y Amarillo me habló...
—Ya te lo he dicho antes. Responderé a cualquier pregunta que me hagas.
Era como si prosiguiera una conversación cuyo principio yo hubiera olvidado.
—¿Cómo puedo hallar de nuevo a Ermizhad?
—Tomando pasaje en el Bajel Negro.
—¿Dónde encontraré el Bajel Negro?
—El barco irá a tu encuentro.
—¿Cuánto tiempo he de esperar?
—Más del que deseas. Debes dominar tu impaciencia.
—Esa respuesta es muy vaga.
—Te prometo que es la única que puedo darte.
—¿Cómo te llamas?
—Al igual que tú, he sido dotado de muchos nombres. Soy el Caballero Negro y
Amarillo. Soy el Guerrero Que No Puede Combatir. A veces me llaman el Lirio
Blanco.
—Déjame ver tu cara.
—No.
—¿Por qué?
—Ah, ésa es una pregunta delicada. Creo que todavía no ha llegado el momento.
Si te revelara demasiadas cosas, eso afectaría a demasiadas cronologías. Has de
saber que el Caos amenaza todos los planos del multiverso. La Balanza se inclina en
exceso a su favor. Hay que respaldar la Ley. Hemos de evitar males mayores. Estoy
seguro de que pronto sabrás mi nombre. Pronto, según tu medida del tiempo. En la
mía, bien podrían pasar diez mil años...
—¿Puedes ayudarme a regresar junto a Ermizhad?
—Ya te he explicado que debes esperar el barco.
—¿Cuándo hallaré la paz espiritual?
—Cuando hayan concluido todas tus tareas, pero antes te esperan algunas.
—Eres cruel, Caballero Negro y Amarillo, por responderme con tanta vaguedad.
—Te aseguro, John Daker, que no poseo respuestas más concretas. No eres el
único que me acusa de crueldad...
Hizo un amplio ademán, y pude ver que señalaba un risco. Hilera tras hilera de
guerreros provistos de armaduras abolladas se alineaban hasta el mismo borde,
algunos a pie, otros a lomos de monturas que no podían ser calificadas de caballos

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normales. Me hallaba lo bastante cerca para observar sus rostros. Tenían ojos vacuos,
que habían contemplado horrores sin cuento. No podían vernos, pero me dio la
impresión de que nos estaban suplicando; al menos, al Caballero Negro y Amarillo.
—¿Quiénes sois? —grité.
Y entonces me contestaron, alzando la cabeza para entonar una letanía aterradora.
—Somos los olvidados. Somos los últimos. Somos los crueles. Somos los
Guerreros en los Confines del Tiempo. Somos los pisoteados, los desesperados, los
traicionados. Los veteranos de mil guerras psíquicas.
Fue como si les hubiera hecho una señal, dándoles la oportunidad de expresar sus
terrores, sus anhelos y la agonía que padecían desde siglos atrás. Cantaban como un
solo hombre, con voz fría y monótona. Tuve la sensación de que llevaban toda la
eternidad esperando al borde del risco, y que habían hablado por primera vez en
respuesta a mi pregunta. La salmodia no se detuvo, sino que aumentó de intensidad...
—Somos los Guerreros en los Confines del Tiempo. ¿Dónde está nuestra alegría?
¿Dónde nuestra pena? ¿Dónde nuestro miedo? Somos los sordos, los mudos, los
ciegos. Somos los eternos. Hace mucho frío en los Confines del Tiempo. ¿Dónde
están nuestras madres y nuestros padres? ¿Y nuestros hijos? ¡Hace un intenso frío en
los Confines del Tiempo! Somos los nonatos, los ignorados, los inmortales. ¡Hace
demasiado frío en los Confines del Tiempo! Estamos cansados. Tan cansados...
Estamos cansados en los Confines del Tiempo...
Su dolor era tan inmenso que intenté taparme los oídos.
—¡No! —grité—. ¡No! ¡No debéis llamarme! ¡Tenéis que marcharos!
Y entonces se hizo el silencio. Habían desaparecido.
Me volví para hablar con el Caballero Negro y Amarillo, pero también se había
desvanecido. ¿Había sido uno de aquellos guerreros? ¿Acaso les había acaudillado?
¿O tal vez eran todos ellos facetas de un único ser..., yo?
No sólo no podía responder a ninguna de esas preguntas, sino que no deseaba
saber las respuestas.
No estoy seguro de si fue en ese punto, o algún tiempo después, en otro sueño,
cuando me encontré de pie en una playa rocosa, contemplando un océano envuelto en
una espesa niebla.
Al principio, la niebla me impidió ver nada; después, poco a poco, percibí un
contorno oscuro, un barco anclado cerca de la orilla.
Supe que era el Bajel Negro.
En algunos puntos del barco brillaba una luz anaranjada. Era una luz cálida,
tranquilizadora. Me pareció oír un intercambio de voces profundas, procedentes unas
de cubierta y las otras de las vergas. Creo que llamé al barco para atraer su atención,
obteniendo respuesta, pues pronto (tal vez transportado en una chalupa) me encontré
sobre la cubierta principal, frente a un hombre alto y enjuto, vestido con un

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chaquetón que le llegaba por debajo de las rodillas. Me tocó el hombro a modo de
saludo.
Mi otro recuerdo es que por todo el barco había esculpidos dibujos peculiares;
muchos eran geométricos, y un buen número representaban seres grotescos, relatos
completos o incidentes que pertenecían a toda clase de historias impensables.
—Navegaréis con nosotros de nuevo —dijo el capitán.
—De nuevo —repetí, aunque en aquel momento no recordé cuándo había
navegado con él.
Posteriormente, abandoné el barco varias veces, investido de diferentes
personalidades, y viví todo tipo de aventuras. Una de ellas acudió a mi memoria con
más claridad que las otras, e incluso recordé mi nombre. Era Clen de Clen Gar.
Recordé algo así como una guerra entre el Cielo y el Infierno. Rememoré engaños,
traiciones y lo que podría calificarse de victoria. Después, me encontré otra vez a
bordo del barco.
—¡Ermizhad! ¡Tanelorn! ¿Navegamos hacia allí?
El capitán tocó mis lágrimas con las puntas de sus largos dedos.
—Todavía no.
—Entonces, no perderé ni un minuto más a bordo de este bajel...
Me encolericé. Advertí al capitán que no podría retenerme. No me quedaría
encadenado a aquel barco. Decidiría mi destino a mi manera.
No se opuso a mi partida, si bien pareció entristecerle.
Volví a despertar en mi cama, en mis aposentos del Fiordo Escarlata. Creo que
tenía fiebre. Estaba rodeado de criados que habían acudido al oír mis gritos. Bladrak
Morningspear, apuesto y de roja cabellera, que me había salvado la vida en una
ocasión, se abrió paso entre ellos. Se mostraba preocupado. Recuerdo que le pedí
ayuda a gritos, le rogué que cogiera su cuchillo y me liberara de mi cuerpo.
—¡Matadme, Bladrak, si en algo valoráis nuestra amistad!
Pero no lo hizo. Largas noches se sucedieron. En algunas creí encontrarme otra
vez en el barco. En otros momentos me parecía que alguien me llamaba. ¿Ermizhad?
¿Era ella quien llamaba? Intuía la presencia de una mujer...
Sin embargo, al abrir los ojos vi a un enano de rostro afilado. Bailaba y hacía
piruetas, canturreando para sí, sin hacerme caso. Creí reconocerle, pero no pude
recordar su nombre.
—¿Quién eres? ¿Te ha enviado el timonel ciego, o el Caballero Negro y
Amarillo?
El enano, como sorprendido, volvió su rostro burlón hacia mí por primera vez, se
echó el gorro hacia atrás y sonrió.
—¿Que quién soy? No era mi intención tenerte en inferioridad de condiciones.
Tú y yo somos viejos amigos, John Daker.

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—¿Me conoces por ese antiguo nombre? ¿Como John Daker?
—Te conozco por todos tus nombres, pero sólo serás más de una vez dos de esos
nombres. ¿Te parece un acertijo?
—Lo es. ¿Debo hallar ahora la respuesta?
—Sólo si crees que necesitas una. Haces muchas preguntas, John Daker.
—Preferiría que me llamaras Erekosë.
—Tu deseo se cumplirá de nuevo. ¡Bueno, ya te he dado una respuesta concreta,
después de todo! No soy un enano tan malo, ¿verdad?
—¡Ya me acuerdo! Te llamas Jermays el Encorvado. Eres como yo: la
encarnación de muchos aspectos del mismo ser. Nos encontramos en la cueva del
ciervo marino.
Rememoré nuestra conversación. ¿Había sido el primero en hablarme de la
Espada Negra?
—Éramos viejos amigos, señor Campeón, pero en aquel momento no conseguiste
recordarme, como tampoco me recuerdas ahora. Tal vez tengas demasiadas cosas en
la memoria, ¿eh? No me has ofendido. Observo que, por lo visto, has vuelto a perder
tu espada...
—Nunca la volveré a llevar. Era un arma terrible. No quiero utilizarla de nuevo,
ni otras semejantes. Me parece que mencionaste dos...
—Dije que, a veces, había dos. Que acaso se tratase de una ilusión, ya que, en
realidad, sólo existía una. No estoy seguro. Ceñiste la que llamarás, o has llamado,
Tormentosa. Supongo que ahora buscas a Enlutada.
—Hablaste de cierto destino unido a las espadas, al que insinuaste que iba
vinculado el mío...
—Ah, ¿sí? Bien, tu memoria está mejorando. Estupendo, estupendo. Estoy seguro
de que te resultará útil. O quizá no. ¿Ya sabes que cada una de estas espadas es el
receptáculo de otra cosa? Según tengo entendido, fueron forjadas para ser ocupadas,
para estar habituadas. Para poseer, como tú, un alma. Observo tu confusión. Por
desgracia, yo también me siento un poco perplejo. Poseo indicios, por supuesto.
Indicios de nuestros diversos destinos. Y se mezclan con frecuencia. ¡Si continúo así,
te confundiré, y probablemente a mí también! Ya me he dado cuenta de que te hallas
indispuesto. ¿Es un simple achaque físico, o se ha extendido a tu cerebro?
—¿Puedes ayudarme a encontrar a Ermizhad, Jermays? ¿Puedes decirme dónde
se halla Tanelorn? Es todo cuanto deseo saber. El resto no me importa en absoluto.
No quiero hablar más de destinos, espadas, barcos y países extraños. ¿Dónde está
Tanelorn?
—El barco zarpa hacia allí, ¿no? Tengo entendido que Tanelorn es su meta final.
Hay muchas ciudades que llevan ese nombre, y el barco transporta una carga de
otras tantas identidades. No obstante, todas son la misma, o un aspecto de la misma

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personalidad. Demasiado para mí, señor Campeón. Has de volver a bordo.
—No deseo regresar al Bajel Negro.
—Desembarcaste demasiado pronto.
—No sabía adonde me llevaba el barco. Temía equivocarme de dirección y no
encontrar a Ermizhad.
—¡Así que por eso te largaste! ¿Creías haber alcanzado tu objetivo, o que existía
alguna otra forma de encontrarlo?
—¿Desembarqué contra la voluntad del capitán? ¿Estoy siendo castigado por
ello?
—Me parece imposible. Al capitán no le gusta mucho castigar. No es un arbitro,
sino más bien un traductor, diría yo. Pero ya lo averiguarás por ti mismo cuando
regreses al barco.
—No quiero volver al Bajel Negro.
Sequé una mezcla de llanto y sudor de mis ojos y fue como si hubiera borrado a
Jermays de mi vista, pues había desaparecido.
Me levanté y me vestí, pidiendo a gritos mi vieja armadura. Les rogué que me la
pusieran, aunque apenas me tenía en pie. Después, solicité un trineo marino grande,
con las poderosas garzas adiestradas para tirar de él por aquellas llanuras saladas y
onduladas, por aquellos océanos agonizantes. Rechacé a los que querían seguirme,
ordenándoles que regresaran al Fiordo Escarlata. Desprecié su amistad. En la noche,
huí de toda presencia humana, la cabeza alzada mientras aullaba como un perro y
llamaba a mi Ermizhad. No hubo respuesta. Tampoco la esperaba. Por tanto, clamé al
capitán del Bajel Negro. Clamé a todos los dioses y diosas cuyo nombre conocía. Y,
por fin, clamé a mis yos, a John Daker, Erekosë, Urlik, Clen, Elric, Hawkmoon,
Corum y a todos los demás. Clamé por último a la Espada Negra, pero sólo me
contestó el silencio más terrible y cruel.
Escudriñé la luz desvaída de la aurora y me pareció ver un alto risco en el que se
alineaban guerreros demacrados. Eran los mismos guerreros que se erguían en el
borde de aquel risco desde hacía una eternidad, todos con mi rostro. Sin embargo, no
vi otra cosa que nubes, espesas como el océano por el que navegaba.
—¡Ermizhad! ¿Dónde estás? ¿Quién o qué me llevará hacia ti?
Oí un viento solapado y desagradable que susurraba cerca del horizonte. Oí el
batir de alas de mis garzas, y el rumor sordo del trineo marino al desplazarse sobre la
superficie del oleaje. Y escuché mi propia voz diciendo que sólo me quedaba una
alternativa, puesto que ningún poder acudiría en mi ayuda. Ése era, desde luego, el
motivo que me había impulsado a marcharme solo, el motivo de que me hubiera
ataviado con la armadura de batalla de Urlik Skarsol, señor de la Fortaleza Helada.
—Has de arrojarte al mar —dije—. Tienes que hundirte, ahogarte. Al morir, lo
más seguro es que te encuentres en una nueva encarnación. Incluso es posible que

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vuelvas a ser Erekosë y te reúnas con tu Ermizhad. Al fin y al cabo, será un acto de fe
que ni siquiera los dioses podrán ignorar. Tal vez esperen eso, ser testigos de tu
valentía, comprobar la sinceridad de tu amor.
Solté las riendas de las enormes aves y me preparé para zambullirme en aquel
océano viscoso y horrible.
Pero el Caballero Negro y Amarillo se materializó a mi lado en la plataforma y
apoyó un guante de acero sobre mi hombro. En la otra mano sujetaba el Pendón
Blanco. Y esta vez levantó la visera para que pudiera ver su cara.
Aquella cara era un monumento a la grandeza. Traslucía una inmensa y antigua
sabiduría. Era un rostro que había visto mucho más de lo que yo desearía ver a lo
largo de todas mis encarnaciones. La estructura ósea era ascética y fina, los grandes
ojos, penetrantes y autoritarios. Su piel era de un azabache pulido, y su voz, profunda,
poderosa como el trueno que se acerca.
—No sería valentía, Campeón. Insensatez, a lo sumo. Crees que buscas algo,
pero tu acto sería el de quien desea escapar del tormento. Hay aspectos del Campeón
mucho menos tolerables que el actual. Y, además, puedo decirte que esta prueba en
particular no durará mucho. Habría venido antes, pero estaba ocupado en otro lugar.
—¿Con quién?
—Oh, contigo, por supuesto. Se está contando una historia en otro mundo y tal
vez en tu futuro, pues el Millón de Esferas giran a través del tiempo y el espacio a
velocidades muy diferentes, y el lugar y el momento en que se cruzan suelen ser
sorprendentes, incluso para mí. En cualquier caso, te aseguro que este momento es el
menos adecuado para acabar con tu vida, o con este cuerpo. No adivino las
consecuencias, pero creo que serían bastante desagradables. Una gran y
trascendental aventura te espera, Campeón. Si cumples tu misión de la forma más
eficaz, es posible que te liberes en parte de esta maldición. Podría dar lugar a un
principio y un final de enorme importancia. Deja que te llamen. Presumo que ya les
habrás oído.
—No he distinguido nada en las voces que he oído. Los que me llaman no pueden
ser esos guerreros...
—Llaman para que se les libere de su maldición en particular. No, te llaman
otros, como ya ha sucedido anteriormente. ¿Has oído algún nombre, un nombre
desconocido para ti?
—Creo que no.
—Eso significa que debes volver al Bajel Negro. Es lo único que se me ocurre.
Estoy muy perplejo...
—Si tú estás perplejo, señor Caballero, yo estoy confundido por completo. No
tengo el menor deseo de ponerme en manos de ese hombre y su barco. Aumenta mi
sensación de impotencia. Es más, sigo viviendo en la misma carne, y es casi seguro

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que no podré encontrar a Ermizhad en esta carne. Debo volver a ser Erekosë o John
Daker.
—Es posible que tu nueva personalidad no esté preparada todavía. Las
comprobaciones y equilibrios implicados en el proceso son en extremo delicados. De
todos modos, sé que has de regresar a ese barco...
—¿Es lo único que me ofreces? ¿No puedes brindarme la esperanza de que si
vuelvo al Bajel Negro encontraré a mi Ermizhad?
—Perdóname, Campeón. —La mano del gigante negro no se separaba de mi
hombro—. No soy omnisciente por completo. De hecho, es imposible, puesto que la
estructura misma del Tiempo y del Espacio fluye continuamente.
—¿Qué quieres decir?
—Sólo puedo explicarte lo que percibo, y aconsejarte que subas al barco. Sé que,
gracias a ese medio, serás transportado hacia aquellos que más precisan tu ayuda y
que, a su vez, te prestarán la suya para que obtengas una cierta liberación de tu
actual tormento. Quedaréis unidos de tal forma que eso garantizará una unidad
posterior. Es todo cuanto percibo...
—¿Dónde he de buscar ese barco?
—Si tal es tu deseo, el barco irá en tu busca. Te encontrará, no temas.
Entonces, el Caballero Negro y Amarillo silbó inopinadamente y de la niebla
anaranjada surgió un gran garañón. Sus cascos golpeaban el agua sin atravesar la
superficie. El Caballero montó en el animal, cuyo pelo era tan negro como la piel del
hombre; el hecho de que pudiera galopar sobre aquellas olas sin hundirse ni un
centímetro me maravilló. Me dejó tan sorprendido aquella aparición que olvidé
hacerle más preguntas al jinete. Me quedé mirando mientras levantaba el Pendón
Blanco a guisa de saludo, espoleaba al caballo hacia las nubes y se alejaba con suma
rapidez.
Estaba confundido, como si el Caballero Negro y Amarillo me hubiera aportado
una forma de esperanza, poniendo punto final a mi locura. Después de todo, no me
iba a suicidar, aunque tampoco me apetecía viajar en el Bajel Negro. En lugar de ello,
me tendería en mi trineo marino mientras las garzas me conducían a donde se les
antojara (tal vez de vuelta al Fiordo Escarlata, pues pronto llegarían al límite de sus
fuerzas, o quizá se acomodarían junto a mí en el trineo antes de continuar su viaje al
otro lado del océano; sabía que tarde o temprano emprenderían el regreso al hogar).
Me habría gustado preguntarle su nombre al Caballero. A veces, los nombres
reavivaban recuerdos, revelaban indicios sobre mi futuro, incidentes de mi pasado.
Me dormí y los sueños retornaron. Oí voces distantes y supe que eran los
guerreros quienes cantaban; los Guerreros en los Confines del Tiempo.
—¿Quiénes sois? —inquirí.
Me estaba cansando de mis propias preguntas. Había demasiados misterios.

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Entonces, el cántico de los guerreros cambió de tono, hasta que capté un solo
nombre:
—¡SHARADIM! ¡SHARADIM!
La palabra carecía de significado para mí. Sabía que no era mi nombre. Nunca lo
había sido. Ni lo sería. ¿Acaso era víctima de algún pavoroso error cósmico?
—¡SHARADIM! ¡SHARADIM! ¡EL DRAGÓN ESTÁ EN LA ESPADA!
¡SHARADIM! ¡SHARADIM! ¡SHARADIM! ¡VEN, TE LO SUPLICAMOS!
¡SHARADIM! ¡SHARADIM! ¿HAY QUE LIBERAR AL DRAGÓN!
—Pero yo no soy Sharadim —dije en voz alta—. No puedo ayudaros.
—¡PRINCESA SHARADIM, NO NOS RECHACES!
—Ni soy una princesa ni vuestra Sharadim. Es cierto que espero una llamada,
pero vosotros necesitáis a otra persona...
Me pregunté si se trataría de otra pobre alma agobiada por la maldición que recaía
sobre mí. ¿Habría muchas en mi misma situación?
—¡UN DRAGÓN EN LIBERTAD EQUIVALE A UNA RAZA EN LIBERTAD! ¡NO
PERMITAS QUE CONTINUEMOS EN EL EXILIO, SHARADIM! ESCUCHA, EL
DRAGÓN RUGE EN LA ESPADA. TAMBIÉN QUIERE REUNIRSE CON SU REY.
¡DÉJANOS EN LIBERTAD A TODOS, SHARADIM! ¡DÉJANOS EN LIBERTAD!
¡SÓLO LOS DE TU LINAJE PUEDEN EMPUÑAR LA ESPADA Y HACER LO QUE
SE DEBE!
La cantinela me resultaba familiar, pero sabía sin lugar a dudas que yo no era
Sharadim. Como habría razonado John Daker, era como un sintonizador que recibiera
mensajes por una onda equivocada. Y eso resultaba tanto más irónico cuanto que en
aquel instante deseaba ser arrancado de mi cuerpo e introducido en otro,
preferentemente en el de Erekosë, reunido con su Ermizhad.
Aun así, no podía deshacerme de ellos. El cántico aumentó de intensidad y creí
ver figuras borrosas (figuras femeninas) formando un círculo en torno a mí. Sin
embargo, yo seguía en el trineo. Pese a todo, el círculo continuó moviéndose
lentamente a mi alrededor, primero en el sentido de las agujas del reloj, y después al
revés. Concéntrico con éste, y más cerca de mí, otro círculo me rodeaba, compuesto
de pálidas llamas que casi me cegaban.
—¡No puedo ir! ¡No soy el que buscáis! ¡Debéis indagar en otra parte! Me
necesitan en un lugar distinto...
—¡LIBERA AL DRAGÓN! ¡LIBERA AL DRAGÓN! ¡SHARADIM! ¡SHARADIM!
¡LIBÉRALE, SHARADIM!
—¡NO! ¡Es a mí a quien debéis liberar! ¡Por favor, creedme, seáis quienes seáis!
¡No soy el que buscáis! ¡Dejadme marchar! ¡Dejadme marchar!
—¡SHARADIM! ¡SHARADIM! ¡LIBERA AL DRAGÓN!
Las voces parecían casi tan desesperadas como la mía, pero por más que gritaba

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no conseguía sofocar su clamor. Me sentí solidario con ellas. Me habría gustado
hablarles y proporcionarles la escasa información de que disponía, pero mi voz
continuaba ahogada.
Como consecuencia, creí recordar una conversación de otros tiempos. ¿Me habían
hablado alguna vez de un dragón en una espada? ¿Fue una conversación con el
Caballero Negro y Amarillo, o con Jermays el Encorvado? ¿Fue el capitán quien me
habló de que había sido elegido para buscar la espada, y por eso decidí abandonar el
barco? No me acordaba. Todos los sueños se mezclaban en mi cabeza, del mismo
modo que mis anteriores encarnaciones; acudían a mi mente como pecios que
ascendiesen a la superficie de un lago y volvieran a hundirse de la misma forma
misteriosa.
Una voz gritó ¡ELRIC!, otra ¡ASQUIOL! Otro grupo llamaba a Corum. Unos
cuantos querían a Hawkmoon, Rashono, Malan´ni. Les pedí a gritos que se callaran.
Nadie llamaba a Erekosë. ¡Nadie me llamaba! Aun así, sabía que yo era todos ellos.
Todos ellos y muchos, muchos más.
Pero no Sharadim.
Huí de aquellas voces. Supliqué que me dejaran en paz. Sólo deseaba a Ermizhad.
Mis pies se hundieron un poco en la costra salina del océano. Pensé que, después de
todo, me iba a ahogar, pues había abandonado el barco. El agua me llegaba hasta los
muslos; yo sostenía la espada sobre mi cabeza. Ante mí, recortada su sombra oscura
contra la bruma, se erguía un barco de gran envergadura con altos castillos a proa y
popa, un grueso palo mayor provisto de una enorme vela, molduras minuciosamente
talladas, una sólida proa curva y grandes timones en las dos cubiertas superiores.
—¡Capitán! ¡Capitán! —grité—. ¡Soy yo! ¡Erekosë regresa! ¡He venido para
cumplir mi misión! ¡Haré lo que deseáis!
—Bien, señor Campeón. Esperaba encontraros aquí. Subid a bordo, subid a
bordo y sed bienvenido. De momento no llevamos más pasajeros. De todos modos, os
espera una ingente tarea...
Supe que el capitán estaba hablando conmigo y que había dejado atrás para
siempre el mundo de Rowernarc, el Hielo Austral y el Fiordo Escarlata. Pensarían
que me había perdido en el océano, topándome con un ciervo marino o ahogándome.
Sólo lamentaba la manera de despedirme de Bladrak Morningspear, que había sido un
buen camarada.
—¿Será largo mi viaje, capitán?
Subí por la escalerilla que habían descolgado y me di cuenta de que vestía
únicamente una falda de piel suave, sandalias y un ancho tahalí sobre el pecho. Miré
a los ojos del sonriente capitán, que extendió una mano musculosa y me ayudó a
saltar por la borda. Iba ataviado con la misma sencillez de antes, incluyendo su
chaquetón de piel de becerro.

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—No, señor Campeón. Creo que esta parte en concreto os resultará muy corta.
Existe cierto problema entre la Ley y el Caos y las ambiciones del archiduque
Balarizaaf, sea quien sea.
—¿Ignoráis adonde nos dirigimos?
Le seguí a su pequeño camarote, situado bajo el alcázar, en el que nos esperaba la
comida preparada para ambos. Olía muy bien. Me indicó con un gesto que tomara
asiento frente a él.
—Podría ser Maaschanheem —dijo—. ¿Conocéis ese reino?
—No.
—Pues pronto os familiarizaréis con él. De todos modos, será mejor que no
hable. A veces soy como una brújula errática. En cualquier caso, el lugar al que nos
dirigimos es el menos importante de nuestros problemas. Comed, porque pronto
volveréis a desembarcar. La comida os dará fuerzas para realizar vuestra tarea.
Nos pusimos a comer. Los platos eran abundantes y de calidad, y en cuanto al
vino, me agradó sobremanera. Fuerte y con cuerpo, me inyectó resolución y energía.
—¿Podéis contarme algo de Maaschanheem, capitán?
—Es un mundo no muy apartado del que conocisteis como John Daker. Mucho
más cercano, de hecho, que cualquiera al que hayáis viajado hasta el momento. La
gente del mundo de Daker que entiende de estas cosas dice que es un reino de sus
Marcas Intermedias, pues su mundo se cruza a menudo con él, aunque tan sólo
ciertos adeptos pueden pasar de un lugar a otro. No obstante, esa Tierra no forma
parte en verdad del sistema al que Maaschanheem pertenece. El sistema contiene
seis reinos, y sus habitantes los llaman los Reinos de la Rueda.
—¿Seis planetas?
—No, señor Campeón. Seis reinos. Seis planos cósmicos que se mueven
alrededor de un punto central, girando de forma independiente y oscilando sobre un
eje; presentan diferentes facetas unos a otros en distintos puntos de su movimiento,
mientras, al mismo tiempo, cada uno gira alrededor de un sol más conocido, como el
que solíais ver en vuestro cielo. El cielo de John Daker. Todos los orbes del Millón de
Esferas son aspectos de un solo planeta, que Daker llamaba la Tierra, al igual que
vos sois un único aspecto de una infinidad de héroes. Algunos llaman a esto el
multiverso, como ya sabéis. Esferas dentro de esferas, superficies deslizándose
dentro de superficies, reinos dentro de reinos, que a veces se encuentran y forman
portales entre sí, pero otras nunca coinciden. Por tanto, es difícil cruzar, a menos que
naveguéis entre los reinos con un barco como el nuestro.
—Pintáis un cuadro sombrío, señor capitán, para alguien que, como yo, busca un
objeto en esta multiplicidad de existencias.
—Deberíais estar alegre, Campeón. De no ser por esta variedad, no estaríais
vivo. Si sólo existiera un aspecto de vuestra Tierra, un aspecto de vos, un aspecto de

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la Ley y otro del Caos, todo habría desaparecido casi al instante de ser creado. El
Millón de Esferas ofrecen una infinidad de variedades y posibilidades.
—¿Que la Ley quiere limitar?
—Sí, o en las que el Caos no interfiere en absoluto. Por eso lucháis por la
Balanza Cósmica, para mantener un verdadero equilibrio entre ambos y para que la
humanidad desarrolle y explore todo su potencial. Vuestra responsabilidad es
grande, señor Campeón, sea cual sea la personalidad que adoptéis.
—¿Cuál será la próxima? ¿Puede que la de una mujer, una tal princesa
Sharadim?
El capitán meneó la cabeza.
—No lo creo. No tardaréis en saber vuestro nombre. Si salís triunfante de esta
aventura, debéis prometerme que acudiréis cuando os venga a buscar. ¿Lo
prometéis?
—¿Por qué?
—Porque sin duda os será de utilidad, creedme.
—¿Y si no acudo?
—No os puedo asegurar nada.
—Entonces, no haré la promesa. Tengo el propósito de exigir respuestas más
específicas a mis preguntas en este momento, señor capitán. Sólo puedo deciros que,
muy probablemente, volveré a buscar vuestro barco.
—¿Buscar? Sería más fácil encontrar Tanelorn sin ayuda. —El capitán parecía
divertido—. A nosotros no se nos busca. Nosotros encontramos. —Su rostro adquirió
una expresión de franca preocupación y movió la cabeza de un lado a otro. Puso un
educado pero brusco final a la conversación—. Se ha hecho tarde. Debéis dormir y
recuperar vuestras fuerzas.
Me guió hasta uno de los camarotes más grandes, en la popa del barco. Cabían
más personas, pero sólo lo ocupé yo. Elegí una litera, me lavé con el agua que me
habían proporcionado y me tendí en la cama. Reflexioné irónicamente en que bien
podía estar durmiendo en un sueño, dentro de otro sueño, englobado a su vez en un
tercero. ¿Cuántos planos de realidad percibía de ordinario, sin contar los que el
capitán había mencionado?
Mientras me zambullía en la inconsciencia volví a oír el mismo cántico, las voces
de las mismas mujeres, e intenté repetirles que trataban de invocar a la persona
equivocada. Lo sabía sin lugar a dudas. El propio capitán me lo había confirmado.
—¡No soy vuestra princesa Sharadim!
—¡SHARADIM! ¡LIBERA AL DRAGÓN! ¡SHARADIM! ¡COGE LA ESPADA!
¡SHARADIM, EL DRAGÓN DUERME PRISIONERO EN EL ACERO FORJADO
POR EL CAOS! ¡SHARADIM, REÚNETE CON NOSOTROS! PRINCESA
SHARADIM, SÓLO TÚ PUEDES EMPUÑAR LA ESPADA. ¿VEN, PRINCESA

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SHARADIM! ¡TE ESPERAREMOS ALLÍ!
—¡No soy Sharadim!
Las voces se desvanecieron poco a poco, y su canto fue reemplazado por otro.
—Somos los exhaustos, los melancólicos, los cegados. Somos los Guerreros en
los Confines del Tiempo. Estamos cansados, muy cansados. Estamos cansados de
hacer el amor...
Distinguí fugazmente a los guerreros que aguardaban en el borde. Traté de hablar
con ellos, pero ya habían desaparecido. Estaba gritando. Desperté y vi al capitán
inclinado sobre mí.
—John Daker, ha llegado la hora de que nos dejes de nuevo.
Afuera estaba oscuro y brumoso como siempre. La vela aparecía hinchada como
el estómago de un niño hambriento. Después, de súbito, se desinfló y se agitó contra
el mástil. Tuve la sensación de que el barco había echado el ancla.
El capitán señaló la barandilla y seguí su mirada. Percibí a otro hombre, un
hombre idéntico al capitán, salvo que no podía ver. Me indicó con un gesto que bajara
por la escalerilla y me reuniera con él en la barca. En aquel momento yo no llevaba
falda ni espada. Estaba completamente desnudo.
—Dejadme buscar ropas y un arma.
El capitán, a mi lado, denegó con la cabeza.
—Todo lo que necesitas te está esperando, John Daker. Un cuerpo, un nombre,
un arma... Recuerda una cosa: será mejor para ti que acudas cuando vengamos a
buscarte.
—Me inclino a pretender, al menos de momento, que poseo cierto dominio sobre
mi destino— le contesté.
Y mientras bajaba por la escalerilla y entraba en la chalupa, creí oír la suave risa
del capitán. No se burlaba de mí. No era sardónica. Pero se erigía en comentario de
mi afirmación final.
Salimos de la bruma y nos internamos en una fría aurora. Una luz gris iluminaba
franjas de nubes grises. Grandes aves blancas sobrevolaban lo que aparentaba ser una
vasta extensión pantanosa; de las centelleantes aguas grises surgían haces de cañas
también grises. Cerca, sobre una elevación del terreno, se erguía una figura. Era como
una estatua, de tan rígida e inmóvil. Sin embargo, adiviné al instante que no estaba
hecha de piedra o de hierro. Supe que la figura era de carne. Sus rasgos resultaban
visibles en parte...
No tardé en distinguir que su atavío era de piel oscura y ajustada, complementado
con una gruesa capa, asimismo de piel, que colgaba de sus hombros y un sólido casco
cónico sobre la cabeza. Parecía apoyarse en una lanza de mango largo que sujetaba en
una mano, y llevaba otras armas cuyos detalles costaba más apreciar.
Al tiempo que nuestra chalupa se acercaba a la figura inmóvil, vi otra en la

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lejanía. Era un hombre vestido de una forma muy poco adecuada para el mundo por
el que viajaba. Algo en su aspecto fatigado sugería que le estaban persiguiendo.
Llevaba lo que parecían ser los restos de un traje del siglo xx. De tez curtida por la
intemperie, sus ojos azul claro destacaban en un rostro estragado por algo más que el
viento y el sol, y enmarcado por lacios cabellos rubios. No tendría más de treinta y
cinco años. Parecía alto y corpulento, aunque un poco delgado. Cuando gesticuló en
dirección a la estatua y gritó algo que no pude oír, tuve la sensación de que iba a
desmayarse. Siguió avanzando penosamente, gracias a un evidente esfuerzo de
voluntad, por los fríos marjales.
El gemelo del capitán me indicó con un gesto que saliera de la chalupa. Lo hice a
regañadientes. Cuando puse el pie descalzo en la blanda turba, dijo:
—John Daker, permíteme desearte algo más que suerte. Permíteme desearte que,
cuando llegue el momento, seas capaz de reunir todas tus reservas de valentía y
cordura. ¡Hasta la vista! Confío en que ansies navegar de nuevo con nosotros...
Procedí a salir con la mayor presteza de la chalupa, pues las últimas frases no
habían contribuido ni un ápice a fortalecer mi espíritu.
—>Por mi parte, confío en no veros nunca más a tu barco o a ti...
Pero el barco, el remero y la figura petrificada ya habían desaparecido. Les
busqué con la mirada, consciente de que de pronto sentía mas calor. Al menos,
comprendí de inmediato por qué se había desvanecido la figura Ahora, yo la habitaba
y le insuflaba vida. Sin embargo, aún no sabía mi nombre o cuál era mi objetivo en
este nuevo reino.
El otro hombre continuaba chapoteando en mi dirección, sin cesar de gritar para
reclamar mi atención Alcé la lanza a guisa de saludo .
Y experimenté una súbita punzada de miedo Tuve la premonición de que en mi
nueva encarnación podía perder todo lo que había poseído, todo lo que alguna vez
había deseado...

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Libro primero
Se durmió sobre una piedra
soñó sin cesar
y cuanto mas soñaba mas solo estaba
y el futuro semejaba el pasado
Pero al despertar entumecido y poner el pie en tierra
a la luz del alba la luz incierta
el bosque cercano pareció fruncir el ceño
y el pasado se desplegó ante el
Pues su dragón tanto tiempo ausente se hallaba al acecho,
prevenido y sin deseos de huir
y sin la menor duda supo que iba a morir
aunque la muerte no era mas que el principio de la historia

Louis MAC NEICE


El puente quemado

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1
El hombre se llamaba Ulrich von Bek, y había estado prisionero en el campo de
concentración alemán de Sachsenwald Su delito consistía en ser cristiano y haber
criticado a los nazis Había sido puesto en libertad (gracias a los oficios de unos
buenos amigos) en 1938 En 1939, cuando fracasó su intento de matar a Adolf Hitler,
huyó de la Gestapo entrando en el reino que ahora ocupábamos ambos Yo le llamaba
Maaschanheem, pero él lo denominaba simplemente las Marcas Intermedias Le
sorprendió que me resultara tan familiar el mundo que había dejado a su espalda.
—¡Parece usted un guerrero salido de Los Nibelungos! —dijo—. Y habla ese
alemán arcaico que parece ser el idioma de estos andurriales, aunque me ha dicho que
procede de Inglaterra, ¿no?
Consideré ocioso contarle demasiados detalles sobre mi vida como John Daker, y
también mencionarle que yo había nacido en un mundo en el que Hitler fue
derrotado. Había aprendido desde hacía mucho tiempo que tales revelaciones solían
acarrear desastrosas consecuencias. Se hallaba allí no sólo para escapar, sino también
para encontrar el medio de destruir al monstruo que se había posesionado del alma de
su país. Cualquier cosa que le dijera podría desviarle de nuestro destino. Por lo que
yo sabía, igual había sido el responsable de la derrota de Hitler. Le di las
explicaciones sobre mis circunstancias que consideré pertinentes, y bastaron para
dejarle boquiabierto.
—La pura verdad —dije— es que ninguno de los dos estamos preparados para
lidiar con este mundo. Al menos, usted tiene la ventaja de saber su nombre.
—¿No recuerda nada de Maaschanheem?
—Nada en absoluto. Lo único que conservo es mi facilidad habitual para hablar el
idioma predominante en el plano al que voy a parar. ¿Ha dicho que tenía un mapa?
—Una herencia familiar que perdí en la batalla que le he contado contra los
chicos protegidos por armaduras que intentaron sacarme de aquí. Era muy poco
preciso. Yo diría que fue trazado hacia el siglo quince. Me permitió llegar a este
lugar, y confiaba en que me permitiría abandonarlo al desaparecer los motivos que
me impulsaron a venir, pero ahora temo que estaré atrapado aquí hasta que alguien
me ayude a salir.
—Al menos, el lugar está habitado. Ya se ha encontrado con algunos moradores.
Quizá ellos le ayuden.
Hacíamos una pareja pintoresca. Yo vestía ropas que parecían adecuadas para el
terreno, con botas altas hasta los muslos, una especie de arpón metálico de mango
largo sujeto al cinto, como los que se utilizan para pescar salmones, un cuchillo curvo
de hoja dentada y una bolsa que contenía un poco de cecina, algunas monedas, un
tintero, un punzón para escribir y unas cuantas hojas mugrientas de papel de hilo. No

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me proporcionaron ninguna pista sobre mi tarea, pero al menos no tenía la desgracia
de ir vestido con un raído traje de franela gris, un jersey Fair Isle bastante chillón y
una camisa sin cuello. Ofrecí mi capa a Von Bek, pero la rechazó de momento. Dijo
que se había acostumbrado al melancólico clima de aquel lugar.
Nos encontrábamos en un mundo extraño. No sucedía con frecuencia que se
abrieran claros en las nubes grises y dejaran pasar un tenue rayo de sol, el cual
revelaba aguas someras por doquier. El mundo parecía consistir en largas franjas de
tierras bajas separadas por pantanos y riachuelos. Apenas crecían árboles de cierta
altura.
Tan sólo unos pocos arbustos ofrecían protección a las aves acuáticas de raros
colores y a los curiosos animales que veíamos de vez en cuando. Nos sentamos sobre
un montículo cubierto de hierba, paseamos la vista en derredor y masticamos la
cecina que había encontrado en mi bolsa. Von Bek (explicó con cierto embarazo que
en Alemania era conde) estaba hambriento, y era obvio que se reprimía para no
devorar la comida antes de masticarla adecuadamente. Convinimos en que sería
mejor permanecer juntos, puesto que nos hallábamos en circunstancias similares.
Indicó que su propósito era encontrar un medio de destruir a Hitler y que éste era su
objetivo fundamental. Le dije que yo también estaba decidido a realizar una tarea
concreta, pero en tanto no peligraran mis intereses, me encantaría contar con él como
aliado.
En este punto, Von Bek entornó los ojos y señaló detrás de mí. Me volví y vi a lo
lejos lo que semejaba una especie de edificio. Estaba seguro de no haberlo visto
antes, pero di por hecho que la niebla lo había ocultado. Se hallaba demasiado lejos
para distinguir detalles.
—En cualquier caso —dije—, lo más prudente será dirigirnos hacia allí.
El conde Von Bek asintió con entusiasmo.
—Quien no se aventura, no pasa la mar —sentenció.
La comida y el descanso habían mejorado sus condiciones físicas y mentales.
Parecía un individuo alegre y estoico. Lo que solíamos llamar en el colegio, eones
atrás, el «prototipo de alemán».
Atravesar los marjales resultó costoso y lento. Teníamos que detenernos
constantemente, comprobar la solidez del terreno con mi lanza o el arpón que ahora
sostenía Von Bek, buscar apoyo para pasar de un trozo de tierra firme al siguiente,
rescatarnos mutuamente cuando nos hundíamos hasta la cintura en charcos de agua
engañosos, y evitar empalarnos en las afiladas frondas de las cañas, que eran las
plantas más altas de la región. A veces veíamos el edificio delante de nosotros, y otras
daba la impresión de desvanecerse. En algunas ocasiones adoptaba la apariencia de
una ciudad de regular tamaño o de un gran castillo.
—Tiene aspecto medieval —dijo Von Bek—. Me pregunto por qué me recordará

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a Nuremberg.
—Bueno, esperemos que los ocupantes no se parezcan a los habitantes de su
mundo.
Volvió a mostrarse un poco sorprendido por mis detallados conocimientos al
respecto, y tomé la secreta resolución de referirme lo menos posible a la Alemania
nazi y al siglo xx que compartíamos.
—¿Es posible que estuviéramos destinados a encontrarnos aquí? —preguntó Von
Bek cuando le ayudaba a cruzar una zona particularmente dificultosa del pantano—.
¿Puede que nuestros sinos se hallen unidos?
—Perdone si le parezco despreciativo —respondí—, pero he oído hablar
demasiado de destinos y planes cósmicos. Estoy harto. ¡Lo único que quiero es
encontrar a la mujer que amo y marcharme con ella a donde nadie nos moleste!
Pareció simpatizar con mis palabras.
—Debo admitir que toda esta charla sobre hados y predestinaciones tiene cierto
tufillo wagneriano..., y me recuerda demasiado la degradación a la que los nazis han
sometido nuestros mitos y leyendas para justificar sus horrendos crímenes.
—He oído muchas justificaciones de actos crueles y salvajes. La mayoría iban
acompañadas de argumentos altisonantes y sentimentales, tanto si se trataba de una
persona dando de latigazos a otra en una obra de Sade como de un líder nacional
instigando a su pueblo a matar y morir.
Me pareció que refrescaba y empezaba a lloviznar. Esta vez insistí en que Von
Bek cogiera mi capa, y aceptó por fin. Apoyé mi lanza sobre un altozano, cercano a
un grupo de cañas particularmente altas, y Von Bek dejó el arpón en el suelo para
acomodarse la prenda de piel sobre los hombros.
—¿Se está oscureciendo el cielo? —preguntó, levantando la vista—. Me cuesta
precisar la hora. Llevo aquí dos noches, pero aún no he averiguado cuánto dura el día.
Tuve el presentimiento de que se acercaba el crepúsculo. Estaba a punto de
sugerir que echáramos otro vistazo a mi bolsa por si encontrábamos con qué encender
fuego, cuando algo golpeó mi hombro con fuerza y me derribó de bruces sobre el
suelo.
Me apoyé en una rodilla y me volví para tratar de alcanzar la lanza, que, aparte
del cuchillo, era mi única arma. Entonces, una docena de guerreros que se cubrían
con pavorosas armaduras salieron de entre las cañas y se precipitaron sobre nosotros.
Un garrote lanzado por uno de los atacantes me había derribado. Von Bek gritaba,
corriendo agachado para coger su arpón, cuando un segundo garrote le alcanzó en un
lado de la cabeza.
—¡Alto! —grité a los hombres—. ¿Por qué no parlamentamos? ¡No somos
enemigos!
—Eso no te lo crees ni tú, amigo —gruñó uno, mientras los demás lanzaban

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desagradables carcajadas en respuesta.
Von Bek rodaba de costado, aferrándose la cara. Estaba lívida a causa del golpe.
—¿Nos mataréis sin desafiarnos? —aulló.
—Os mataremos como nos dé la gana. Cualquiera puede cazar a las sabandijas de
los pantanos, bien lo sabéis.
Sus armaduras eran una mezcla de metal y láminas de piel, pintadas de verde
claro y gris para confundirse con el paisaje. Hasta sus armas lucían los mismos
colores, y se habían untado de barro la piel expuesta para disfrazarse mejor. Su
apariencia era bastante bárbara, pero lo peor de todo era el hedor malsano que
desprendían, una mezcla de olor humano, excrementos de animales y podredumbre
de los pantanos. ¡Era suficiente para dejar sin sentido a sus víctimas!
No sabía lo que eran las sabandijas de los pantanos, pero sí que teníamos pocas
esperanzas de sobrevivir al ataque. Se arrojaron sobre nosotros, riendo, con sus
garrotes y espadas levantados.
Intenté alcanzar mi lanza, pero el golpe me había alejado demasiado. Mientras
gateaba entre la hierba húmeda y blanda, estaba convencido de que un garrote o una
espada me alcanzarían antes de llegar a mi arma.
Y Von Bek se hallaba en peores condiciones que yo.
Lo único que se me ocurrió fue darle instrucciones a gritos.
—¡Corra! ¡Corra, Von Bek! ¡Es absurdo que muramos los dos!
Oscurecía por momentos. Existía una débil posibilidad de que mi compañero se
perdiera en la noche.
En cuanto a mí, alcé instintivamente los brazos cuando lanzaron una lluvia de
armas para liquidarme.

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2
Recibí el primer impacto en un brazo, y estuvo a punto de rompérmelo. Aguardé
el segundo y el tercero. Mi única esperanza residía en que uno me dejara
inconsciente: una muerte rápida y sin dolor.
Entonces oí un sonido extraño que, al mismo tiempo, reconocí. Un estampido
seco, seguido casi al instante de dos más. Mis atacantes más próximos habían caído,
evidentemente muertos. Sin detenerme a indagar el origen de mi buena suerte, me
apoderé de una espada, y después de otra. Resultaban extrañas y pesadas, del tipo que
prefieren más los carniceros que los espadachines, pero eran todo cuanto yo deseaba.
¡Ahora tenía una posibilidad de sobrevivir!
Retrocedí hacia el lugar donde había visto por última vez a Von Bek y, por el
rabillo del ojo, observé que se ponía en pie con una pistola automática humeante
sujeta con ambas manos.
Hacía mucho tiempo que no veía ni oía un arma semejante. Acogí con cierto
humor sombrío el hecho de que Von Bek no hubiera venido por completo desarmado
a Maaschanheem. ¡Había tenido la presencia de ánimo suficiente para traer algo
sumamente útil a un mundo como éste!
—¡Déme una espada! —gritó mi compañero—. Sólo me quedan dos balas y
prefiero ahorrarlas.
Le tiré una espada sin apenas mirarle y avanzamos hacia nuestros enemigos, que
se hallaban muy desmoralizados a causa de los inesperados disparos. Estaba claro que
nunca habían visto un arma de fuego en acción.
El líder resongó y me arrojó un garrote, pero lo esquivé. El resto le imitó, y
recibimos un diluvio de aquellas toscas armas, que esquivamos o desviamos. Pronto
nos enfrentamos cara a cara con nuestros atacantes, que habían perdido casi todas las
ganas de luchar.
Apenas había matado a dos, cuando me paré a pensar en ello. Llevaba una
eternidad enzarzado en enfrentamientos similares, y sabía que era preciso matar o
arriesgarse a perder la vida. Cuando le tocó el turno al tercero, había recobrado la
serenidad y me limité a desarmarle. Von Bek, mientras tanto, sin duda un experto en
el manejo del sable, como tantos de su clase, había dado cuenta de otros dos, de modo
que sólo seguían en pie cuatro o cinco individuos.
En ese momento, el líder indicó con un rugido que nos detuviéramos.
—¡Retiro lo dicho! No sois sabandijas de los pantanos. Nos equivocamos al
atacaros sin parlamentar. Guardad vuestras espadas, caballeros, y hablemos. Saben
los dioses que no soy de esos que se niegan a admitir un error.
Depusimos las armas con cautela, dispuestos a prevenir cualquier añagaza de él o
de sus hombres.

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Sin embargo, procedieron con gran aparato a envainar sus espadas y ayudar a los
compañeros supervivientes a incorporarse. Despojaron automáticamente a los
muertos de sus bolsas y armas. El líder les indicó que se detuvieran.
—Los despellejaremos cuando hayamos resuelto este asunto a plena satisfacción
de todos. Mirad, ya estamos muy cerca de casa.
Miré en la dirección que les indicaba y vi con gran asombro que el edificio —o
dos— hacia el que Von Bek y yo nos habíamos encaminado se hallaba ahora mucho
más cerca. Distinguí el humo de las chimeneas, los estandartes de las torres, las luces
que parpadeaban en algunos puntos.
—Bien, caballeros —dijo el líder—, ¿qué debemos hacer? Habéis matado a
varios de los nuestros, por lo cual opino que nosotros seguimos en desventaja, dado
que os hemos atacado, pero sin causaros heridas graves. Además, tenéis dos de
nuestras espadas, que valen lo suyo. ¿Seguís vuestro camino y no se hable más del
asunto?
—¿Carece de ley este mundo hasta el punto de que podéis atacar a otro ser
humano cuando os place sin sufrir ulteriores consecuencias? —preguntó Von Bek—.
Si es así, no es mejor que el que acabo de abandonar.
Me parecía absurdo abundar en este tipo de argumentaciones. Había aprendido
que los hombres de tal calaña, fuera cual fuese el mundo en el que vivían, no tenían
interés en discutir cuestiones de ética, ni cerebro para hacerlo. Yo pensaba que nos
habían confundido con forajidos, y eso, además de descubrir que éramos otra cosa,
les estaba enseñando a respetamos, aunque fuera a regañadientes. Me decantaba por
aceptar el riesgo de ir a su ciudad y ver qué tipo de recibimiento nos ofrecían sus
gobernantes.
Susurré al oído de Von Bek un resumen de mis ideas, pero parecía poco inclinado
a dar el asunto por concluido. Sin duda, se trataba de un hombre de considerables
principios (tales personas eran las que se levantaban contra el terror infundido por
Hitler), y se ganó mi respeto. De todos modos, le supliqué que juzgara a aquella gente
más tarde, cuando supiéramos algo más acerca de ellos.
—Me da la impresión de que son muy primitivos. No debemos esperar demasiado
de ellos. Por otra parte, puede que sean nuestro único medio de averiguar más cosas
de este mundo y, llegado el caso, escapar de él.
Como un perro lobo que sólo desea proteger a sus amos (o, en este caso, un
ideal), Von Bek desistió.
—De acuerdo, pero opino que debemos conservar las espadas —comentó.
La oscuridad era cada vez más intensa. Nuestros atacantes se estaban poniendo
nerviosos.
—Si hemos de seguir parlamentando —dijo el líder—, tal vez os apetezca hacerlo
como invitados nuestros. Os prometo que esta noche no sufriréis el menor daño.

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Tenéis mi Promesa de Abordaje.
Eso parecía significar mucho para él, y me sentí inclinado a creer en su palabra.
Pensando que vacilábamos, se quitó el yelmo verdegrisáceo y se lo puso sobre el
corazón.
—Os comunico, caballeros —declamó—, que me llamo Mopher Gorb, basurero
mayor de Armiad-naam-Sliforg-ig-Vortan.
Transmitir estos nombres parecía ser también muy significativo.
—¿Quién es ese Armiad? —pregunté, observando que una enorme sorpresa se
reflejaba en sus feos rasgos.
—Pues el capitán barón de nuestro casco natal, que se llama el Escudo Ceñudo,
perteneciente a nuestro fondeadero La Mano Que Aprieta. Os sonarán, aunque no
hayáis oído hablar de Armiad, que sucedió al capitán barón Nedau-naam-Sliforg-ig-
Vortan...
—Basta —gimió Von Bek, levantando la mano—. Todos esos nombres me
producen una jaqueca insoportable. Estoy de acuerdo en aceptar vuestra hospitalidad,
y os doy las gracias.
Sin embargo, Mopher Gorb no se movió. Esperaba algo, expectante. Entonces
comprendí lo que debía hacer. Me quité el yelmo cónico y me lo puse sobre el
corazón.
—Soy John Daker, también llamado Erekosë, en un tiempo Campeón del rey
Rigenos, y más tarde de la Fortaleza Helada y el Fiordo Escarlata, y éste es mi
hermano de armas el conde Ulrich von Bek, en otros tiempos de Bek, principado de
Sajonia, en la tierra de los alemanes...
Continué un poco más en esta vena hasta que pareció satisfecho con los nombres
y títulos enunciados, si bien no entendió ni jota. Por lo visto, la ofrenda de nombres y
títulos significaba que tenías la intención de mantener tu palabra.
Von Bek, menos versado en estas materias y menos flexible que yo, estaba a un
paso de estallar en carcajadas, hasta el punto de que se negaba a encontrar mi mirada.
Mientras todo esto sucedía, el «casco natal» había aumentado de tamaño.
Observamos ahora que su monstruosa masa se movía. No era tanto una ciudad o
castillo como una especie de barco de madera, increíblemente grande (aunque
supongo que un poco más pequeño que algunos de nuestros transatlánticos), e
impulsado por algún motor responsable del humo que yo había confundido con
señales de vida doméstica. De todas formas, pensar desde lejos que se trataba de una
fortaleza medieval era disculpable. Las chimeneas parecían dispuestas al azar. Las
torretas, torres, agujas y almenas tenían la apariencia de la piedra, aunque lo más
probable era que estuvieran hechas de madera y metal, y lo que yo había supuesto
astas de bandera eran, en realidad, altos mástiles de los que colgaban vergas, cierto
número de velas de lona, profusión de obenques, como la obra de una araña loca, y

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una rica variedad de banderas bastante sucias. El humo de las chimeneas era de un
gris amarillento; de vez en cuando, soltaban una lluvia de cenizas calientes que no
constituían ninguna amenaza para las cubiertas, pero que debían de cubrirlas por
completo. Me pregunté cómo soportaba aquella gente vivir en medio de tanta
suciedad.
Cuando el inmenso y estruendoso bajel avanzó despacio por las aguas someras
del pantano, comprendí que el olor de nuestros atacantes era el característico de su
barco. Incluso desde lejos podía captar mil hedores nauseabundos, incluyendo el
empalagoso humo. Imaginé que las calderas de aquellas chimeneas debían de quemar
toda clase de desperdicios y excrementos.
Von Bek me miró, indicándome que rechazara la hospitalidad de Mopher Gorb,
pero yo sabía que era demasiado tarde. Quería averiguar más cosas de aquel mundo,
sin insultar a sus habitantes hasta el punto de que se sintieran moralmente obligados a
darnos caza. Me dijo algo que no pude oír a causa del estrépito producido por el
barco, que ahora se alzaba sobre nosotros, recortado contra las nubes grises del
crepúsculo.
Negué con la cabeza. Él se encogió de hombros y sacó de un bolsillo un pañuelo
de seda primorosamente doblado. Lo colocó sobre su boca y fingió, por lo que pude
observar, que había pillado un resfriado.
Alrededor del gigantesco casco, que era un batiburrillo de metal y madera,
reparado y reconstruido un centenar de veces, las aguas fangosas del pantano se
agitaban y volaban en todas direcciones, cubriéndonos de espuma, montoncitos de
hierba y no poco barro. Casi nos sentimos aliviados cuando bajaron una especie de
puente levadizo desde la parte posterior del barco, cerca del fondo, y Mopher se
adelantó para dirigir gritos tranquilizadores a alguien que se hallaba dentro.
—No son sabandijas de los pantanos. Son invitados honorables. Creo que son de
otro reino y van a la Asamblea. Hemos intercambiado nombres. ¡Embarquemos en
paz!
Una diminuta parte de mi cerebro se puso en guardia de repente. Reconocí una
palabra familiar, pero no pude identificarla por completo.
Mopher se había referido a «la Asamblea». ¿Dónde había oído esa expresión?
¿En qué sueño? ¿En qué encarnación anterior? ¿O acaso había sido una premonición?
Porque la maldición del Campeón Eterno consistía en recordar tan bien el futuro
como el pasado. El Tiempo y las consecuencias no son lo mismo para nuestros
semejantes.
Mis esfuerzos no me aportaron ningún esclarecimiento y aparqué el problema.
Seguimos a Mopher Gorb, basurero mayor del Escudo Ceñudo (el nombre del barco,
evidentemente), hasta las oscuras y hediondas entrañas de su casco natal.
Mientras subíamos por la pasarela, el olor se hizo tan nauseabundo que estuve a

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punto de vomitar, pero logré controlarme. Había luces encendidas en el interior del
bajel. Por las rendijas del suelo pude atisbar más abajo; gente desnuda corría de un
lado para otro, atendiendo lo que imaginé que serían los rodillos sobre los que se
desplazaba el barco. Distinguí una serie de pasadizos elevados, unos de metal, otros
de madera, y algunos, simples cuerdas tendidas entre otros. Oí gritos y chillidos sobre
el lento retumbar de los rodillos, y deduje que aquellos hombres y mujeres estaban
lubricando y limpiando la maquinaria mientras funcionaba. Ascendimos por unos
escalones de madera y nos encontramos en una amplia sala llena de armas y
armaduras, de la que se cuidaba un sudoroso individuo de casi dos metros de altura;
parecía un milagro que su inmensa gordura le permitiera moverse.
—Habéis intercambiado nombres y, por lo tanto, sois bienvenidos a bordo del
Escudo Ceñudo. Me llamo Drejit Uphi, maestro armero de nuestro casco. Veo que
portáis dos de nuestras espadas; me complacería que las devolvierais. Tú también,
Mopher. Y los otros. Devolved todas las espadas. Y también las armaduras. ¿Qué hay
de los demás? ¿Hemos de enviar a las mujeres para despellejarlos?
Mopher parecía avergonzado.
—Sí. Atacamos a estos invitados, pensando que eran sabandijas de los pantanos.
Nos convencieron de lo contrario. Umift, lor, Wetch, Gobshot, Pnatt y Strote han de
ser desollados. Ahora se convertirán en combustible.
La referencia al combustible me dio una ligera idea de por qué el humo de las
chimeneas era tan repugnante y por qué todo el barco parecía cubierto de una película
aceitosa, ligeramente pegajosa.
Drejit Uphi se encogió de hombros.
—Os felicito, señores. Sois buenos luchadores. Esos guerreros eran avezados e
inteligentes.
Hablaba con la mayor cortesía, pero estaba claro que se hallaba muy disgustado,
tanto con Mopher como con nosotros.
No pensaron en pedirle la pistola a Von Bek, y por consiguiente me sentí un poco
más seguro cuando, después de que Mopher se desprendiera de la armadura y dejara
al descubierto el justillo y los pantalones de algodón, muy sucios, seguimos al
basurero mayor hacia los niveles superiores del barco-ciudad.
Todo el casco estaba atestado como un poblado medieval. La gente ocupaba los
pasillos, portalones y aceras, cargados con fardos y llamándose entre sí, trocando
mercancías, cuchicheando y discutiendo. Todos iban muy sucios, todos eran pálidos y
de aspecto enfermizo y, por supuesto, ninguna prenda de ropa se veía libre de las
cenizas que caían por doquier y obstruían las gargantas con el mismo éxito con que
cubrían nuestra piel. Cuando salimos de nuevo al aire de la noche y cruzamos un
largo puente, tendido sobre lo que en tierra firme equivaldría a la plaza de un
mercado, ambos respirábamos con dificultad y nuestros ojos y narices chorreaban.

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Mopher se dio cuenta de lo que nos pasaba y se puso a reír.
—Vuestro cuerpo se acostumbrará tarde o temprano —dijo—. ¡Fijaos en mí! ¡Ni
se os ha pasado por la cabeza que mis pulmones han absorbido ya la mitad de la
mierda de este barco!
Volvió a reír.
Me así a la barandilla del puente cuando el viento lo hizo oscilar y el movimiento
del barco, que seguía su rumbo, estremeció su estructura. Arriba, en las vergas, vi
figuras que trabajaban sin cesar, mientras otras hormigueaban entre el aparejo, todas
iluminadas por súbitas cascadas de llameantes cenizas que brotaban de las chimeneas.
Observé que los fragmentos más grandes eran recogidos en redes de alambre que
rodeaban las chimeneas, y luego reunidos alrededor de los lados, en la parte superior,
o devueltos al interior.
Von Bek meneó la cabeza.
—Por sucio y destartalado que esté todo, constituye un milagro de ingeniería
demencial. Cabe suponer que la fuerza motriz es el vapor.
—Los folfeg son famosos por sus inventos científicos —declaró Mopher, que le
había oído—. Mi abuelo era un folfeg, del fondeadero del Langostino Herido. Él
fabricó las calderas del gran Lagarto Reluciente, que pretendió seguir a Ilabam
Kreym más allá del Borde. El barco regresó, como sabemos todos los de
Maaschanheem, sin un solo miembro de la tripulación vivo..., pero los motores no
fallaron. Los motores lo trajeron de vuelta al Langostino Herido. En los días de las
Guerras entre los Cascos conquistó catorce fondeaderos rivales, incluyendo La
Bandera Rasgada, El Helecho Flotante, La Langosta Liberada, El Tiburón
Depredador y La Lanza Rota, además de muchos barcos.
Von Bek demostró más curiosidad que yo.
—¿Cómo bautizáis a vuestros fondeaderos? —preguntó—. Imagino que son
franjas de tierra firme entre las que navegan vuestros barcos.
El basurero mayor se quedó sorprendido de nuevo.
—Exacto, señor. Les damos a los fondeaderos el nombre de aquello a lo que más
se parecen sobre el plano. La forma que adopta la tierra, señor.
—Por supuesto —replicó Von Bek, tapándose la boca con el pañuelo. Su voz sonó
apagada—. Perdonad mi ignorancia.
—Podéis preguntarnos lo que deseéis —dijo Mopher, intentando borrar la
expresión de desagrado que había aparecido en sus peludas facciones—, porque
hemos intercambiado nombres. Sólo no podemos daros cuenta de lo Sagrado.
Llegamos al extremo del puente y nos detuvimos ante un rastrillo con rejas de
hierro, al otro lado del cual se veía una sala en sombras en la que brillaba la luz tenue
de unos fanales. Mopher emitió un grito y la maciza puerta se alzó, permitiéndonos el
paso. La sala estaba decorada con esmero, y entonces observé que una fina gasa

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cubría el rastrillo. Las cenizas apenas habían invadido esa parte del barco.
Sonó una trompeta —un graznido de lo más desagradable— y se oyó una voz
desde la galería mal iluminada que corría sobre nuestras cabezas.
—Bienvenidos sean nuestros honorables huéspedes. Que disfruten de esta noche
en compañía del capitán barón y viajen con nosotros hasta la Asamblea.
No se distinguía bien al que hablaba, pero, por lo visto, no era más que un simple
heraldo. Un individuo bajo y corpulento, con cara de boxeador y el porte de un
hombre agresivo que intenta controlar un temperamento por lo general irascible, bajó
a toda prisa por una amplia escalera situada al otro extremo de la sala.
Sostenía un casquete sobre su pecho, cubierto del brocado rojo, dorado y azul más
trabajado, y llevaba unos pantalones acampanados de tono chillón, lastrados en los
bajos por unas pesadas bolas de fieltro de diversos colores. Se tocaba la cabeza con
uno de los sombreros más raros que había visto en todas mis correrías por el
multiverso, y no me extrañó que lo descartara para proceder al acostumbrado rito de
cubrirse el corazón. El sombrero medía como mínimo un metro de alto, muy similar a
los antiguos sombreros de copa, pero de ala más estrecha. Supuse que llevaba un
forro de cierta rigidez, pero de todos modos se inclinaba en más de una dirección de
forma muy acentuada, y su deslumbrante color amarillo mostaza era tan brillante que,
por un momento, creí que me dejaría ciego. Hice lo que pude por reprimir una
carcajada.
El propietario de esta indumentaria parecía convencido de que no sólo era
perfectamente congruente, sino bastante impresionante. Cuando llegó al pie de la
escalera, se detuvo, hizo un breve gesto de saludo y se volvió hacia Mopher Gorb.
—Estás despedido, basurero mayor. Y, como ya supondrás, te hago responsable
de que no se abastezcan más contenedores durante este viaje. Demostraste un pésimo
juicio al confundir a nuestros invitados con sabandijas de los pantanos. Como
resultado, perdiste buena mano de obra.
—Lo acepto, capitán barón —dijo Mopher Gorb, haciendo una reverencia.
El barco se estremeció de repente, emitiendo gemidos y quejidos que parecían
proceder de sus mismísimas entrañas. Todos nos aferramos a lo que pudimos durante
unos momentos, hasta que el movimiento cesó. Después, Mopher Gorb prosiguió.
—Cedo mis contenedores al que me suceda y ruego que se cacen buenas
sabandijas para nuestras calderas.
Aunque no entendía muy bien lo que decía, tuve ganas de vomitar.
Mopher Gorb se escabulló por el rastrillo, que descendió al instante a su espalda.
El capitán barón avanzó pavoneándose hacia nosotros; el gran sombrero osciló sobre
su cabeza.
—Soy Armiad-naam-Sliforg-ig-Vortan, capitán barón de este casco, perteneciente
a La Mano Que Aprieta. Me siento profundamente honrado de daros la bienvenida a

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vos y a vuestro amigo. —Me hablaba a mí, en un tono de voz conciliador bastante
desagradable. Su reacción me sorprendió, y el hombre sonrió—. A mi entender,
señor, sólo transmitisteis a mi basurero mayor unos cuantos de vuestros títulos, ya
que no os rebajaríais a comunicar a una persona como él vuestro auténtico nombre y
jerarquía. Sin embargo, como capitán barón me está permitido, ¿verdad?, dirigirme a
vos por el nombre más conocido entre nosotros, al menos en nuestro Maaschanheem.
—¿Conocéis mi nombre, capitán barón?
—Oh, por supuesto, alteza. He reconocido vuestro rostro gracias a los libros.
Todos han leído vuestras hazañas contra los piratas de Tynur, vuestra búsqueda de la
Perra Vieja y su hija, el misterio relativo a la Ciudad Turbulenta que resolvisteis. Y
muchas, muchas más. Sois un héroe para los habitantes de Maaschanheem, alteza,
como lo sois para vuestros conciudadanos de Draachenheem. No sé deciros cuánto
me satisface poder agasajaros, sin el menor deseo de publicidad para mi casco. Me
gustaría dejar claro que nos abruma el honor de teneros a bordo.
Apenas pude contener una sonrisa ante los torpes y groseros intentos de imitar los
buenos modales de que hacía gala aquel hombrecillo deleznable. Decidí adoptar un
tono altivo, puesto que tal se esperaba de mí.
—Entonces, señor, ¿cómo me llamáis vos?
—¡Oh, alteza! —exclamó, con una sonrisa tonta—. ¡Pero si sois el príncipe
Flamadin, señor electo de Valadeka, y el héroe de los Seis Reinos de la Rueda!
Por lo visto, ya sabía mi nombre. Temí por enésima vez que se esperase de mí
más de lo que yo pretendía o deseaba.
—También a mí me habéis ocultado ese gran secreto, príncipe Flamadin —dijo
Von Bek con sorna.
Yo ya le había explicado mis circunstancias. Le dirigí una mirada.
—Ahora, bondadosos caballeros, seréis mis invitados a una fiesta que he
preparado en vuestro honor —dijo el capitán barón Armiad.
Señaló con un casquete el otro extremo del salón, donde una pared se elevaba
lentamente, dejando al descubierto una habitación muy bien iluminada, en la que se
había dispuesto una gran mesa de roble que exhibía variados platos de aspecto
nauseabundo.
Evité la mirada de Von Bek y recé para que fuera posible, al menos, encontrar un
bocado o dos que resultaran aceptables.
—Tengo entendido, bondadosos caballeros —dijo Armiad, mientras nos guiaba
hacia nuestros asientos—, que habéis optado por tomar pasaje en nuestro casco y que
os dirigís a la Asamblea.
Asentí con gravedad, puesto que ardía en deseos de averiguar la naturaleza de esa
Asamblea.
—Imagino que os embarcáis rumbo a una nueva aventura —dijo Armiad, cuyo

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sombrero oscilaba peligrosamente muy cerca de mí, pues se había sentado a mi lado;
por lo demás, aunque no tan ofensivo, su olor se diferenciaba en poco del de sus
hombres.
Comprendí que aquel individuo no sólo desdeñaba los buenos modales como
norma sino que estaba poco familiarizado con los rituales que conllevan. Me
decantaba por creer que, si no pensara que servía más a sus fines agasajarnos como
huéspedes, nos habría rebanado alegremente el pescuezo y arrojado nuestros
cadáveres a sus contenedores y calderas. Me tranquilizaba que me hubiera reconocido
como el príncipe Flamadin (¡o me hubiera confundido con él!), y resolví disfrutar de
su hospitalidad lo menos posible.
Mientras comíamos, le pregunté cuánto pensaba que tardaríamos en llegar a la
Asamblea.
—A lo sumo, dos días más. Caramba, buen señor, ¿estáis ansioso por llegar antes
que los demás? En ese caso, aumentaremos la velocidad. Simple cuestión de ajustes
mecánicos y consumo de combustible...
Negué con la cabeza al instante.
—Dos días es perfecto. ¿Se reunirá todo el mundo en esta Asamblea?
—Representantes de los Seis Reinos, como ya sabéis, alteza. No puedo responder,
por supuesto, de visitantes imprevistos a la reunión.
La hemos venido convocando, como no ignoráis, en Maaschanheem, tanto si
acuden todos los reinos como si no. Cada año, desde el Armisticio, cuando las
Guerras entre los Cascos concluyeron por fin. Vendrán muchos, todos bajo tregua,
por supuesto. Hasta las sabandijas de los pantanos, esos horribles renegados sin casco
ni fondeadero, pueden presentarse sin ir a parar a los contenedores. Sí, en conjunto
será una bonita reunión, alteza. Y yo os conseguiré un lugar preferente entre los
cascos más privilegiados. Nadie osaría negároslo. ¡El Escudo Ceñudo es vuestro!
—Os estoy muy agradecido, capitán barón.
Los criados iban y venían, depositando horrísonos platos bajo nuestras narices;
por lo visto, era correcto rechazarlos, porque nadie parecía enfadarse. Reparé en que,
como yo, Von Bek se las componía con una ensalada de plantas pantanosas
relativamente sabrosas.
—Perdonadme, capitán barón —habló por primera vez Von Bek—. Como sin
duda os ha comunicado su alteza, sufro una perturbación que me ha robado gran parte
de mi memoria. ¿De qué otros reinos habláis, aparte de éste?
Admiré su franqueza y su método de explicarse, evitando que yo me sintiera
turbado.
—Como sabe su alteza —dijo Armiad, con impaciencia apenas contenida—,
somos los Seis Reinos, los Reinos de la Rueda: Maaschanheem, en el que nos
hallamos, Draachenheem, donde gobierna el príncipe Flamadin —me señaló con un

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gesto de la cabeza—, cuando no se va de aventuras por ahí, y Gheestenheem, reino de
las Mujeres Fantasma Caníbales. Los otros tres son Barganheem, reclamado por los
misteriosos príncipes ursinos, Fluugensheem, cuyo pueblo está custodiado por la Isla
Volante, y Rootsenheem, en el que los guerreros tienen la piel de sangre brillante.
Está también, por supuesto, el reino del Centro, pero nadie viene de allí ni se aventura
en él. Lo llamamos Alptroomensheem, reino de las Marcas Diabólicas. ¿Lo recordáis
ahora todo, conde Von Bek?
—Por completo, capitán barón. Os agradezco la molestia. Temo que tengo muy
mala memoria para los nombres.
El capitán barón desvió hacia mí sus belicosos y groseros ojos con cierto alivio, o
al menos eso me pareció.
—¿Asistirá vuestra prometida a la Asamblea, alteza, o prefiere la princesa
Sharadim quedarse a defender el reino mientras vais en pos de la aventura?
—Ah —dije, cogido por sorpresa e incapaz de disimular el sobresalto—— La
princesa Sharadim. Aún no lo sé.
Y en algún lugar de mi mente resonó aquel cántico desesperado.
¡SHARADIM! ¡SHARADIM! ¡HAY QUE LIBERAR AL DRAGÓN!
Fue en ese momento cuando alegué cansancio y rogué al capitán barón Armiad
que me condujeran a mi alcoba.
Von Bek se reunió conmigo en mis aposentos, contiguos a los suyos.
—Parece intranquilo, Herr Daker —dijo—. ¿Teme que descubran su engaño y
que el príncipe auténtico aparezca en esa Asamblea?
—Oh, casi no dudo de que soy el auténtico príncipe, amigo mío. Lo que me
sorprende es que el único nombre que me resulta más o menos familiar desde que
llegué a este mundo es el de una mujer con la que, en apariencia, estoy prometido.
—Al menos, eso le evitará turbarse cuando la conozca por fin.
—Tal vez —respondí, pero la verdad es que me sentía muy preocupado, y no
estaba seguro del motivo.
Aquella noche apenas dormí.
Había llegado a temer al sueño.

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A la mañana siguiente no me costó nada despertarme. La noche había estado
plagada de visiones y alucinaciones: las mujeres que cantaban, los guerreros
desesperados, las voces que llamaban no sólo a Sharadim, sino también a mí, por mil
nombres diferentes.
Von Bek vino a buscarme cuando yo estaba dando los últimos toques a mi aseo
personal, y volvió a insistir en mi aspecto enfermizo.
—¿Se han convertido esos sueños en una condición permanente de la vida que me
ha descrito?
—Permanente no —respondí—, pero sí frecuente.
—No le envidio, Herr Daker.
A Von Bek le habían dado ropas nuevas. Se movía con torpeza en su atavío,
compuesto de camisa y pantalones de piel suave, chaquetón de piel más gruesa y
botas altas.
—Parezco un bandido salido de una obra teatral del Sturm una Drang —dijo.
Seguía reaccionando ante su situación con talante irónico, y admito que su
compañía me alegraba. Al menos, aliviaba mis sueños y premoniciones agoreros.
—Estas ropas están muy limpias —comentó—, y veo que también le han
proporcionado, agua caliente. Supongo que podemos considerarnos afortunados.
Anoche estaba tan angustiado, Herr Daker, que olvidé agradecerle su ayuda. —
Extendió la mano—. Señor, me gustaría ofrecerle mi amistad.
Estreché su mano calurosamente.
—Puede contar con la mía —dije—. Me alegra tener un camarada de sus
características. No esperaba tanto.
—He leído muchas maravillas sobre las Marcas Intermedias —continuó—, pero
ninguna tan extraña como este gran barco de madera. Me he levantado pronto para
inspeccionar la maquinaria. Es tosca, pues funciona a vapor, pero cumple su
cometido. ¡Nunca habrá visto tantas palancas y pistones de tan diversa antigüedad! El
barco debe de ser increíblemente viejo, y yo diría que se han hecho pocas mejoras
desde hace un siglo o más. Todo está zurcido y remendado, atado con cuerdas,
soldado de cualquier manera. Las calderas y hornos son enormes. Y curiosamente
eficientes. Mueven un tonelaje equivalente, como mínimo, al de su Queen Elizabeth,
y el agua sólo lo sustenta en parte. Depende más del potencial humano que un
transatlántico, por supuesto, y puede que en eso radique la explicación. Debo admitir
que mis conocimientos de ingeniería se limitan a un año en una escuela técnica, pues
mi padre insistió en ello. ¡Era un tipo progresista!
—Más que el mío, desde luego. No sé nada de esas cosas. Ojalá fuera al
contrario. Tampoco he necesitado de tales habilidades en los mundos que he

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conocido. En ellos la magia está más a la orden del día, o lo que llamábamos magia
en el siglo veinte.
—Mi familia —dijo Von Bek, con una de sus irónicas sonrisas también está algo
familiarizada con la magia.
Entonces procedió a contarme la historia de su familia, remontándose hasta el
siglo XVII. Por lo visto, sus antepasados siempre habían poseído medios de viajar
entre los diferentes reinos y a diversos mundos, cada uno con sus reglas peculiares.
—Se supone que subsisten reminiscencias en la existencia —añadió—, pero
nunca las hemos detectado, excepto una que, en parte, es falsa.
Por eso había buscado la ayuda de alguien al que llamó «Satán» para luchar
contra Hitler. Satán le había ayudado a descubrir la forma de desplazarse a las Marcas
Intermedias, y le dijo que había alguna esperanza de que encontrara los medios de
derrotar a Hitler.
—Sin embargo, aún no sé si es el mismo Satán que fue expulsado del Cielo o una
deidad menor, un diosecillo prisionero —concluyó—. A pesar de todo, me ayudó.
Me sentí aliviado. En contra de lo que había sospechado, Von Bek no necesitaría
excesivas explicaciones previas antes de darle cuenta de hechos que habían llegado a
ser normales para mí. Con todo, aquel reino parecía carecer de maravillas
sobrenaturales, exceptuando el dato de que se daba como segura la existencia de
otros planos, lo cual me tranquilizaba.
Von Bek, que ya había explorado en parte el barco, me guió por los chirriantes
pasadizos de madera de lo que yo ya consideraba el palacio del capitán barón hasta
una pequeña cámara, adornada con telas acolchadas de confección demasiado
primorosa para ser de aquel mundo. Habían dispuesto una mesa de madera. Probé un
trozo de queso salado y pulverulento, un poco de pan duro, un sorbo de lo que tomé
por yogur casi líquido y, por último, me conformé con una jarra de agua tibia,
relativamente clara, y un huevo duro de un ave desconocida. Después, seguí a Von
Bek por otro laberinto de pasadizos sinuosos y angostos, desembocando en una
endeble pasarela elevada que se extendía entre dos mástiles. Oscilaba con tanta
violencia que me mareé y tuve que agarrarme a la barandilla. Abajo, la gente del
barco se dedicaba a sus asuntos. Vi carros tirados por bestias similares a bueyes, oí
los gritos de las mujeres en los edificios destartalados, hablándose de ventana a
ventana, vi a niños jugando en los cordajes inferiores, mientras los perros ladraban a
sus pies. El humo lo invadía todo, ocultando algunas escenas por completo; de vez en
cuando, el viento despejaba el panorama y se podía oler un poco de aire puro,
procedente de tierras alejadas del inmenso y centelleante pantano que el Escudo
Ceñudo surcaba con una especie de incómoda dignidad.
Maaschanheem, aunque llano y monótonamente verdegrisáceo, era espléndido a
su manera. Las nubes casi nunca se levantaban durante mucho rato, pero la luz que se

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filtraba entre ellas cambiaba sin cesar, revelando diferentes aspectos de las lagunas,
los pantanos y las estrechas franjas de tierra que aquel pueblo nómada llamaba
«fondeaderos». Se veían bandadas de aves hermosas y extrañas deslizándose sobre
las aguas o vadeando entre las cañas; en ocasiones, se elevaban en el aire, formando
una enorme masa oscura, y se alejaban hacia el horizonte invisible. Animales de
aspecto inverosímil se escurrían entre las hierbas o sacaban la cabeza del agua para
saciar su curiosidad. El que más me sorprendió fue uno parecido a una nutria, aunque
más grande que la mayoría de los leones marinos. El curioso apelativo con que lo
designaban era vaasarhund, es decir, perro acuático. Empezaba a darme cuenta de
que aquel idioma, que yo hablaba con más fluidez que Von Bek, era de origen
teutónico, un cruce de alemán antiguo, holandés y, en menor grado, inglés y
escandinavo. Ahora entendía por qué me habían dicho que aquel mundo mantenía
una relación más estrecha con el que yo había conocido como John Daker que con la
mayoría de los que había visitado como Campeón Eterno.
Los perros acuáticos eran tan juguetones como nutrias, y seguían al barco a
prudente distancia cuando se internaba en aguas más profundas (aunque éste nunca
flotaba libre por completo), ladrando y brincando para apoderarse de los restos de
comida que les arrojaban sus habitantes.
No tardé mucho en darme cuenta de que ni el casco ni sus ocupantes eran
especialmente siniestros, si bien su actual gobernante y sus basureros mayores
resultaban bastante desagradables. Habían aprendido a vivir con la suciedad de las
chimeneas y estaban acostumbrados al hedor de aquel lugar, pero parecían muy
alegres y cordiales, una vez se aseguraron de que no pretendíamos hacerles el menor
daño y no éramos «sabandijas de los pantanos», un término vago que describía a
cualquier persona carente de casco natal, declarada fuera de la ley por crímenes
diversos, o que hubiera optado por vivir en tierra. A veces, formaban bandas y
atacaban cascos si tenían la oportunidad, o raptaban a gente de los barcos, pero no me
dio la impresión de que todos fueran malvados o merecieran ser perseguidos.
Averiguamos que la orden de matar a toda la gente que viviera en tierra y destinar sus
cadáveres a los contenedores había sido dictada por el capitán barón Armiad.
—Como resultado —nos dijo una mujer que raspaba un pellejo de animal—,
ningún habitante de tierra comercia ya con el Escudo Ceñudo. Nos vemos obligados a
saquear lo que podemos del fondeadero o depender de lo que consigan arrebatar los
basureros mayores a las sabandijas de los pantanos.
Descubrimos que una forma rápida de desplazarse por la ciudad consistía en
utilizar los pasadizos elevados tendidos entre los mástiles. Así nos ahorrábamos el
tiempo que tardábamos en recorrer las tortuosas callejuelas, y no nos perdíamos. Los
mástiles contaban con una escalerilla permanente y rejas de protección que los
recorrían de arriba abajo, de modo que existían pocas posibilidades de perder pie y

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precipitarse sobre los edificios de la cubierta.
Nos topamos con un grupo de jóvenes de ambos sexos que, sin duda, eran nobles,
aunque no vestían muy bien e iban casi tan sucios como la plebe. Nos localizaron
cuando estábamos cruzando el techo de una torreta. Intentábamos echar un vistazo a
la popa del barco y a sus monstruosos timones, que se utilizaban para frenar y dar la
vuelta, hundiéndose con frecuencia en el barro. Del grupo se destacó una joven de
ojos brillantes, que frisaría en los veinte años y vestía un gastado traje de piel muy
semejante al de Von Bek. Fue la primera en presentarse.
—Soy Bellanda-naam-Folfag-ig-Fornster —dijo, colocando el gorro sobre el
corazón—. Queríamos felicitaros por vuestro enfrentamiento con Mopher Gorb y sus
recogedores. Se han acostumbrado en exceso a perseguir parias medio muertos de
hambre. Esperamos que lo sucedido ayer les sirva de lección, aunque no estoy segura
de que la gente de su ralea sea capaz de aprender.
Nos presentó a sus dos hermanos y a los demás amigos.
—Parecéis estudiantes —dijo Von Bek—. ¿Hay alguna universidad a bordo?
—Sí —contestó ella—, y asistimos cuando se abre, pero desde que nuestro nuevo
capitán barón tomó el poder, no se fomenta demasiado el estudio. Desprecia
profundamente lo que él llama ocupaciones menores. Desde hace tres años se
estimula poco a artistas e intelectuales, y casi todos han abandonado nuestro casco.
Los que pudieron marcharse del Escudo Ceñudo, por poseer habilidades o
conocimientos apetecidos por otros cascos, ya se han ido. Nosotros sólo contamos
con nuestra juventud y nuestras ganas de aprender. Existen pocas esperanzas de
cambiar de fondeadero, al menos durante mucho tiempo. Ha habido peores tiranos en
la historia de los cascos, peores fomentadores de guerra, peores imbéciles, pero no es
agradable saber que eres el hazmerreír de todo el reino, que ninguna persona decente
de otro barco querrá casarse contigo, ni siquiera ser vista en tu compañía. Sólo
logramos comunicarnos un poco en la Asamblea, pero guardando las formas y por
escaso tiempo.
—Y si abandonarais el barco sin más... —empezó Von Bek.
—Exacto, nos convertiríamos en sabandijas de los pantanos. Únicamente nos
queda la esperanza de que el actual capitán barón se caiga entre los rodillos o muera
de cualquier otro modo lo antes posible. Confío en no parecer presuntuosa, pero es un
arrivista de la peor especie.
—¿Aquí no se heredan los títulos? —pregunté.
—Sí, pero Armiad depuso a nuestro anterior capitán barón, Nedau. Era su
senescal, y llegó a asumir muchas responsabilidades de mando, como suele ocurrir
cuando un gobernante sin hijos envejece. Estábamos preparados para elegir a un
nuevo capitán barón entre los familiares directos de Nedau. Por ejemplo, estaba
emparentado con mi madre por la rama de los Fornster. Por otra parte, el tío de

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Arbrek —señaló a un joven pelirrojo, tan tímido que su rostro entró en competición
con su cabello— era señor de los Rendeps, y tenía un Vínculo Poético con el, a la
sazón, mandatario. Por último, el Doowrehsi de los Monicanos Piadosos poseía
derechos de sangre más estrechos, aunque en los últimos años se había convertido en
un solitario, célibe y erudito. Todos ellos entraban en la votación. Entonces, obcecado
por su senilidad (no pudo tratarse de otra cosa), nuestro capitán barón exigió un
Desafío de Sangre. Esta ceremonia no se celebraba desde las Guerras de los Cascos,
hace muchísimos años, pero todavía sigue vigente en la Legislación del Mástil y tenía
que dársele satisfacción. Nunca averiguamos por qué Nedau desafió a Armiad, pero
supusimos, que le había incitado en este sentido, tal vez mediante un insulto grave, o
amenazándole con revelar su secreto. Armiad, por supuesto, aceptó el Desafío de
Sangre y ambos combatieron en el pasadizo colgante principal, tendido entre los
grandes mástiles medios. Todos presenciamos el duelo desde abajo, siguiendo una
tradición que ya se había olvidado, y si bien el humo ocultó los momentos finales del
combate, no cupo la menor duda de que Nedau fue alcanzado en pleno corazón antes
de caer desde treinta metros o más a la plaza del mercado. Y así, porque nunca se
derogó una vieja ley, nuestro nuevo capitán barón es un tirano grosero e ignorante.
—Sé algunas cosas de los tiranos —dijo Von Bek—. ¿No es peligroso que
expreséis tales sentimientos en voz alta y en público?
—Tal vez, pero me consta que es un cobarde. Además, está preocupado porque
los otros capitanes barones no quieren saber nada de él. No le invitan a sus
celebraciones. No le visitan en nuestro casco. De hecho, ya no asistimos a las
reuniones de cascos. Sólo nos queda la Asamblea anual, en la que todos deben
congregarse y no se permiten disputas. Sin embargo, hasta en ella se nos dispensa
únicamente el mínimo de cortesía exigido. El Escudo Ceñudo tiene una pésima
reputación desde tiempos remotos, desde antes de las Guerras de los Cascos. Todo lo
ha conseguido Armiad al invocar esa vieja ley. Gracias al asesinato de su superior,
según pensamos todos. Si cometiera más crímenes contra su propio pueblo,
intentando silenciar a los parientes del anterior capitán barón, por ejemplo a nosotros,
tendría todavía menos posibilidades de ser aceptado en las filas de los demás nobles.
Sus esfuerzos por ganarse su aprobación han sido tan ridículos y mal calculados
como groseros sus planes y maquinaciones. Cada vez que intenta conseguir su
aprecio, con regalos, con exhibiciones de valentía, con ejemplos de su firme política,
como en el caso de las sabandijas de los pantanos, se aleja más de él. —Bellanda
sonrió—. Es una de las escasas diversiones que quedan a bordo del Escudo Ceñudo.
—¿Y no hay manera de deponerle?
—No, príncipe Flamadin, pues sólo un capitán barón puede solicitar un Desafío
de Sangre.
—¿No puede otro capitán barón ayudaros en su contra? —inquirió Von Bek.

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—La ley lo prohibe. Es un punto de la gran tregua, cuando se puso fin a las
Guerras de los Cascos. Está prohibido inmiscuirse en los problemas internos de otro
bajel-ciudad —tartamudeó Arbrek—. Estamos orgullosos de esa ley, aunque no
representa ninguna ventaja, al menos de momento, para el Escudo Ceñudo...
—¿Comprendéis ahora por qué Armiad os da tanta coba? —preguntó Bellanda
con una leve sonrisa—. No para de adularos, príncipe Flamadin.
—Debo admitir que no es la experiencia más grata de mi vida. ¿Por qué lo hace,
cuando ni siquiera se siente obligado a ser atento con su pueblo?
—Nos cree más débiles que él. Vos sois más fuerte, según su criterio. De todos
modos, juraría que el motivo verdadero por el que quiere ganarse vuestra aprobación
es que confía en impresionar a los demás capitanes barones en la Asamblea. Cree que
le aceptarán como a un igual si entra en el Terreno de la Asamblea con el famoso
príncipe Flamadin de los valadekanos a su lado.
Von Bek se lo estaba pasando en grande. Estalló en carcajadas.
—¿Ése es el único motivo?
—En cualquier caso, el principal —dijo la joven, compartiendo su alborozo—. Es
un tipo muy simple, ¿verdad?
—Cuanto más simples, más peligrosos —repuse—. Me gustaría seros de ayuda,
Bellanda, y libraros de su tiranía.
—Sólo confiamos en que algún accidente acabe con él cuanto antes —dijo.
Hablaba con franqueza. Era evidente que no pensaban perpetuar el historial de
crímenes de su casco.
Le estaba agradecido a Bellanda por arrojar luz sobre la cuestión. Decidí pedirle
un poco más de ayuda.
—Deduje de lo que dijo Armiad anoche que soy una especie de héroe popular
para algunos de vosotros. Me habló de aventuras que no me resultaron del todo
familiares. ¿Sabéis a qué se refería?
—Sois modesto, príncipe Flamadin —rió de nuevo Bellanda—, o fingís modestia
con sumo encanto y destreza. Estaréis enterados de que en Maaschanheem, al igual
que en los demás Reinos de la Rueda, todos los narradores de cuentos de los
mercados relatan vuestras aventuras. Se venden libros a lo largo y ancho del reino, y
no todos salidos de las imprentas de nuestros cascos, que tratan de describir cómo
derrotasteis a aquel ogro o rescatasteis a aquella doncella. ¡No me diréis que nunca
los habéis visto!
—Un momento —dijo uno de los muchachos, agitando en la mano un libro de
tapas brillantes, que me recordó un poco nuestras novelas baratas de la era victoriana
—. ¡Mirad! Precisamente iba a pediros que me lo dedicarais, señor.
—Me dijo que era un héroe popular en sus muchas encarnaciones, Herr Daker,
pero hasta el momento carecía de pruebas —susurró Von Bek.

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Ante mi extrema turbación, cogió el libro de manos del joven y lo examinó antes
de pasármelo. Vi un grosero remedo de mí mismo, a lomos de una especie de lagarto,
combatiendo espada en alto contra lo que parecía un cruce entre el perro acuático y
un enorme mandril. Tenía a una aterrorizada joven detrás de mí, en la silla, y encima
de la ilustración, como en las típicas revistas baratas de ciencia ficción, había un
título: EL PRÍNCIPE FLAMADIN, CAMPEÓN DE LOS SEIS MUNDOS. En el
interior se desarrollaba un relato escrito en prosa pomposa, evidentemente ficticio,
que describía mis valerosas hazañas, mis nobles sentimientos, mi extraordinaria
apostura y todo eso. Aturdido e incómodo, me sorprendí trazando el nombre —
Flamadin— con una fioritura antes de devolver el libro a su dueño. Fue un gesto
automático. Quizá, después de todo, yo era aquel personaje. Mis reacciones, desde
luego, me resultaban familiares, y además sabía hablar y leer el idioma. Suspiré.
Nunca había conocido nada tan normal y extraño al mismo tiempo en toda mi
existencia. En aquel mundo, encarnaba a una especie de héroe, pero un héroe cuyas
hazañas eran completamente ficticias, como las de Jesse James, Buffalo Bill o, en un
grado menor, las estrellas de la música y los deportes del siglo xx.
Von Bek dio en el clavo.
—No tenía ni idea de que me había hecho amigo de alguien tan famoso como Old
Shatterhand o Sherlock Holmes —dijo.
—¿Todo es cierto? —preguntó el muchacho—. ¡Cuesta creer que habéis obrado
tantas proezas, señor, siendo tan joven!
—Vos debéis decidir dónde se halla la verdad —respondí—. Con todo, yo diría
que lo han embellecido un poco.
—Bien —dijo Bellanda con una amplia sonrisa—, me siento predispuesta a creer
cada palabra. Necios rumores sostienen que vuestra hermana posee el auténtico
poder, que vos os limitáis a prestar vuestro nombre a los escritores sensacionalistas.
Sin embargo, ahora que os he conocido, príncipe Flamadin, puedo decir que sois un
héroe de pies a cabeza.
—Me abrumáis —respondí con una reverencia—, pero estoy seguro de que mi
hermana merece también un gran reconocimiento.
—¿La princesa Sharadim? He oído que se niega a ser mencionada en estos libros.
—¿Sharadim?
¡Otra vez aquel nombre! El día anterior se habían referido a ella como mi
prometida.
—Sí... —Bellanda pareció sorprenderse—. ¿Mi humor es demasiado atrevido,
príncipe Flamadin?
—No, no. ¿Sharadim es un nombre común en mi país...?
Era una pregunta estúpida. Había desconcertado a la muchacha.
—No os entiendo, señor... , Von Bek acudió en mi rescate.

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—Me han dicho que la princesa Sharadim es la prometida del príncipe
Flamadin...
—En efecto, señor —dijo Bellanda—. Y la hermana del príncipe. Se trata de una
tradición de vuestro reino, ¿no? —Cada vez estaba más confundida—. Si he repetido
estúpidas habladurías o creído demasiado en estas fantasías, os ruego que me
disculpéis...
—No debéis excusaros —dije, recobrándome.
Me dirigí hacia el borde de la tórrela y me apoyé en él. Sopló una ráfaga de aire,
que disipó el humo, refrescó mis pulmones y mi piel, y me ayudó a mantener lúcida
mi mente.
—Estoy fatigado —proseguí—. A veces olvido cosas...
—Venga —dijo Von Bek, disculpándose con los jóvenes—, le acompañaré a sus
aposentos. Descanse una hora. Se sentirá mejor.
Le permití que me alejara del aturdido grupo de estudiantes.
Cuando llegamos a los camarotes, encontramos a un mensajero que aguardaba
pacientemente frente a la puerta principal.
—Señores —dijo—, el capitán barón os envía sus respetos. Os ruega que
compartáis su mesa.
—¿Significa eso que debemos reunimos con él lo antes posible? —preguntó Von
Bek al hombre.
—Si os apetece, señores.
Entramos y me senté pesadamente en la cama.
—Lo siento, Von Bek. No deberían afectarme tanto ese tipo de revelaciones. Si
no fuera por mis sueños, por esas mujeres que me llaman Sharadim...
—Creo que le comprendo, pero tiene que serenarse. No queremos que esta gente
se vuelva contra nosotros. Todavía no, amigo mío. Me parece que los intelectuales
sienten curiosidad por saber si es usted el héroe que describen los libros. Tengo la
impresión de que corren rumores referentes a que el príncipe Flamadin es una simple
marioneta. ¿Se dio cuenta?
—Quizá por eso llaman a Sharadim.
—No estoy seguro de entenderle.
—Insinuaron que es ella la que ostenta el poder, que su hermano, y prometido, no
es más que un impostor. Tal vez a ella le convenga hacerle aparecer como una
leyenda viviente, un héroe popular. Después de todo, en nuestro mundo no son raras
tales relaciones.
—No saqué tantas conclusiones, pero estoy de acuerdo en que existe la
posibilidad. ¿Significa eso, pues, que usted y Flamadin de los valadekanos no son
necesariamente el mismo personaje?
—El armazón cambia, Von Bek, pero el espíritu y el carácter no. No sería la

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primera vez que me encarno en el cuerpo de un héroe que decepciona hasta cierto
punto a la gente.
—Si estuviera en su piel, otra cosa que despertaría mi curiosidad es saber cómo
llegué a este mundo. ¿Cree que lo descubrirá pronto?
—No estoy seguro de nada, amigo mío. —Me levanté y cuadré los hombros—.
Preparémonos para cualquier horrible experiencia que la comida pueda
proporcionarnos.
—Me pregunto si la tal princesa Sharadim estará en la Asamblea —dijo Von Bek,
mientras caminábamos hacia la sala del capitán barón—. La verdad es que cada vez
tengo más ganas de conocerla. ¿Y usted?
—Temo ese encuentro, querido amigo. —Intenté sonreír—. Creo que el único
resultado será sufrimientos y terror.
Von Bek me miró de hito en hito.
—Creo que estaría menos impresionado, Herr Daker, si no viera esa espantosa
sonrisa en sus labios.

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El capitán barón quería pedirme un favor. Gracias a mi conversación con los
estudiantes, no me sorprendí cuando se decidió a preguntarme si le concedería el
honor de acompañarle a bordo de otro casco, antes de la Asamblea.
—Los cascos acuden lentamente al Terreno de la Asamblea, navegando a menudo
uno junto al otro durante muchas millas antes de llegar allí. Los vigías ya han
avistado otros tres cascos. A juzgar por las señales, son el Chica de Verde, el
Escalpelo Certero y el Nuevo Razonamiento, todos de fondeaderos más alejados.
Para estar tan cerca del Terreno de la Asamblea deben de haber corrido bastante. Los
capitanes barones tienen la costumbre de hacer llamadas de cortesía sucesivas en ese
momento. Tales llamadas sólo se rechazan en caso de enfermedad a bordo u otro gran
desastre. Me gustaría hacer señales con las banderas al Nuevo Razonamiento,
indicando que deseamos visitarlo. ¿Os apetecería a vos y a vuestro amigo ver otro
casco?
—Estaremos encantados —respondí.
No sólo deseaba comparar los cascos, sino hacerme una idea de la opinión que
tenían otros capitanes barones sobre el nuestro. De sus palabras se desprendía que era
imposible rechazar su oferta. Estaba claro que ansiaba exhibir a su invitado ante los
demás para que corriera la voz previamente a la Asamblea. De esta forma confiaba en
ganarse su aceptación o, como mínimo, aumentar su prestigio.
Se quedó muy aliviado. Sus rasgos porcinos se relajaron. Casi me sonrió con
alegría.
—Bien. Ordenaré que hagan las señales.
Se excusó un rato después y nos dejó a nuestras anchas. Continuamos explorando
el barco-ciudad y nos encontramos por segunda vez con Bellanda y sus amigos. Eran
las personas más interesantes que habíamos conocido hasta el momento. Nos llevaron
a lo alto de los mástiles y nos enseñaron el humo de los cascos distantes, que
navegaban lentamente hacia el Terreno de la Asamblea.
Un muchacho de cara pálida llamado Jurgin tenía un catalejo y conocía las
banderas de todos los barcos. Los nombró en voz alta a medida que los iba
reconociendo.
—Ahí está el Ganga Lejana, que pertenece a La Cabeza Flotante. Y ése es el
Chica de Verde, de El Jarro Mellado... —Le pregunté cómo podía saber tanto, y me
tendió el aparato—. Es sencillo, alteza. Las banderas representan el aspecto de los
fondeaderos sobre el plano, y los nombres describen el parecido más exacto de esas
representaciones. Del mismo modo bautizamos a las constelaciones. En la mayoría de
los casos, los nombres de los cascos son antiquísimos, y perpetúan los de antiguos
veleros en los que zarparon nuestros antepasados. Sólo de forma muy gradual se

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trasladaron a las ciudades en las que ahora vivimos.
Miré por el catalejo y distinguí una bandera que ondeaba en el palo mayor del
barco más próximo. Era un símbolo rojo sobre campo negro.
—Yo diría que se trata de una especie de trasgo. Una gárgola.
—La bandera que está izada —rió Jurgin— pertenece al fondeadero El Hombre
Feo y, por tanto, el casco es el Nuevo Razonamiento, que viene del norte. Es el que
visitaréis esta noche, ¿no?
Me impresionó su clarividencia.
—¿Cómo lo sabéis? ¿Tenéis espías en la corte?
El joven meneó la cabeza sin cesar de reír.
—Es mucho más sencillo, alteza. —Señaló nuestro palo mayor, donde se agitaban
al viento un buen puñado de banderas—. Lo dicen nuestras señales. Y el Nuevo
Razonamiento ha respondido con la debida cortesía, probablemente a regañadientes
en lo que concierne a nuestro gran capitán barón, que se espera vuestra visita una
hora antes del crepúsculo. Lo cual significa —añadió con una sonrisa— que el
encuentro sólo durará una hora, pues Armiad detesta aventurarse de noche por las
aguas. Acaso teme la venganza de las sabandijas de los pantanos con las que ha
alimentado los contenedores. ¡No cabe duda de que el Nuevo Razonamiento está al
corriente de este hecho!
Unas horas más tarde, Von Bek y yo nos encontramos acompañando al capitán
barón Armiad-naam-Sliforg-ig-Vortan, ataviado con sus prendas más exquisitas (y
abominables), a bordo de una especie de balsa, provista de pequeñas ruedas e
impelida con pértigas por una docena de hombres (también engalanados con vistosos
ropajes), que a veces flotaba y otras rodaba a través de las ciénagas y lagunas hacia el
Nuevo Razonamiento, ya muy cercano a nuestro Escudo Ceñudo. Armiad apenas
podía caminar, estorbado por la capa acolchada, las calzas almohadilladas, el enorme
y bamboleante sombrero y el jubón grotescamente hinchado. Di por supuesto que
había visto las ilustraciones de algún libro antiguo, y decidido que éstas eran las
prendas adecuadas y tradicionales de un auténtico capitán barón. Le costó mucho
subir a la embarcación y tuvo que sujetarse el sombrero con ambas manos cuando el
viento amenazó con derribarlo. Los hombres nos impulsaban con mucha parsimonia
hacia el otro casco, mientras Armiad les gritaba que tuvieran cuidado, que procurasen
no salpicarnos y que sacudieran la chalupa lo menos posible.
Nosotros, vestidos con ropas sencillas y desprovistos de armas, no padecíamos
esas dificultades. La única grave era disimular nuestras risas.
El Nuevo Razonamiento no estaba menos maltrecho y reparado que el Escudo
Ceñudo, y era incluso algo más viejo, pero, en conjunto, se hallaba en mejores
condiciones que nuestro casco. El humo que vomitaban las chimeneas no era la
misma materia oleosa y amarillenta, Y sus cañones estaban dispuestos de manera que

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muy poca ceniza caía sobre las cubiertas. Las banderas se veían bastante decentes
(aunque les resultaba imposible mantenerlas limpias del todo), y la pintura más
brillante. Se habían preocupado de conservar en buen estado el casco, y sospecho que
le habían dado forma de barco a propósito, en vista de la inminente Asamblea.
Parecía extraño que Armiad no se diera cuenta de que podía tener el suyo más limpio,
que su abandono reflejaba su falta de inteligencia, la escasa moral de su gente y
media docena de cosas más.
Avanzamos hacia el otro casco, vadeando aguas frías, hasta llegar a la rampa que
habían bajado para nosotros. Los hombres izaron la embarcación por la rampa con
cierto esfuerzo, y no tardamos en hallarnos en las entrañas del Nuevo Razonamiento.
Paseé la vista en derredor con curiosidad.
La apariencia general del casco coincidía con la del que habíamos dejado, pero el
orden y pulcritud reinantes conseguían que el bajel de Armiad pareciera un viejo
vapor comparado con un buque de guerra. Además, aunque los hombres que nos
recibieron vestían como los primeros que habíamos visto, iban considerablemente
más limpios, y era evidente que no tenían el menor deseo de agasajar a personas
como nosotros. A pesar de que Von Bek y yo nos habíamos bañado y mudado de
ropa, una película de mugre se había adherido a nuestra piel al desplazarnos desde
nuestros aposentos a la chalupa. También estaba seguro de que los tres olíamos al
casco, aunque ya nos habíamos acostumbrado. Asimismo quedó muy claro que la
dotación del Nuevo Razonamiento consideraba el atavío de Armiad tan ridículo como
nosotros.
Comprendimos enseguida que los demás capitanes barones no sólo se negaban a
recibir en sus cascos a Armiad por razones de altivez; en todo caso, si eran altivos, la
apariencia física y el temperamento de Armiad bastaban para confirmar todos sus
prejuicios.
Armiad estaba inquieto, si bien no parecía darse cuenta de la impresión que
causaba. Fanfarroneó ante el comité de bienvenida mientras nos presentábamos
oficialmente e intercambiábamos nombres. Era la pomposidad personificada cuando
dio a conocer la identidad de los que le acompañábamos en calidad de invitados del
Nuevo Razonamiento, y pareció complacido cuando nuestros anfitriones reconocieron
mi nombre con sorpresa, casi con sobresalto.
—Pues sí —dijo al grupo—, el príncipe Flamadin y su acompañante han elegido
nuestro casco, el Escudo Ceñudo, para desplazarse a la Asamblea. Harán de él su
cuartel general durante la travesía. Ahora, marineros, conducidnos hasta vuestros
amos. El príncipe Flamadin no está acostumbrado a esta lentitud.
Seguí al comité de bienvenida, muy molesto por su grosería e intentando
demostrar a nuestros anfitriones que no aprobaba sus comentaños, por una serie de
rampas que conducían a las cubiertas exteriores. También allí existía una próspera

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ciudad, de calles tortuosas, escaleras, tabernas, comercios de alimentación, e incluso
un teatro. Von Bek murmuró palabras de aprobación, pero Armiad, que caminaba a su
lado y justo detrás de mí, susurró con voz estridente que observaba signos de
decadencia por todas partes. Yo había conocido a ciertos ingleses que asociaban
pulcritud con decadencia, y las pruebas palpables de que en el Nuevo Razonamiento
florecían las artes y los oficios, habrían confirmado su opinión. Por mi parte, traté de
trabar conversación con el comité de bienvenida; todos sus miembros eran jóvenes y
parecían agradables, pero se mostraron poco dispuestos a responderme, incluso
cuando alabé el empaque y la belleza de su casco.
Cruzamos varios pasadizos elevados hasta llegar a lo que parecía ser un edificio
público bastante grande. No poseía el aspecto fortificado del palacio de Armiad, y
pasamos bajo altos arcos ojivales para desembocar en una especie de patio rodeado
de airosas columnas. De la parte izquierda surgió otro grupo de hombres y mujeres,
todos de edad madura, e incluso avanzada. Vestían largas túnicas de intensos colores
oscuros, sombreros gachos, engalanados cada uno con una pluma de diferente color,
y guantes de piel teñida en tonos brillantes. Sus rostros apenas eran visibles bajo las
máscaras de fina gasa, que se quitaron con presteza, colocándolas sobre el corazón en
una versión del mismo gesto que Mopher Gorb y sus hombres habían realizado
cuando nos encontramos por primera vez. Sus dignos rasgos me impresionaron, y
también me sorprendió que dos de ellos, un hombre y una mujer, tuvieran la piel
bronceada. Todos los miembros del grupo que nos había recibido eran blancos de tez.
Sus modales fueron perfectos y elegantes sus palabras, pero resultaba más que
evidente que nuestra visita no les complacía. Estaba claro que no hacían distinciones
entre Von Bek y yo y Armiad (¡lo que, por supuesto, hirió mi orgullo!) y, aunque no
fueron descorteses, dieron la impresión de patricios romanos padeciendo la visita de
algún bárbaro grosero.
—Saludos, honorables huéspedes del Escudo Ceñudo. Nosotros, el Consejo de
nuestro capitán barón Denou Praz, Hermano Poético de los Larens de Toirset y
nuestro Defensor del Oso Polar, os damos la bienvenida en su nombre y os rogamos
que nos acompañéis a tomar un frugal refrigerio en nuestra sala de reuniones.
—Encantados, encantados —replicó Armiad con un ademán airoso que se vio
obligado a interrumpir para devolver el sombrero a su posición anterior—. El
príncipe Flamadin y yo nos sentimos más que honrados de ser vuestros huéspedes.
La reacción de nuestros anfitriones ante mi nombre no me halagó en modo
alguno, pero su autodisciplina era demasiado grande para permitirles exhibir su
desagrado. Hicieron una reverencia y nos guiaron bajo las arcadas, atravesando
puertas con paneles de cristal coloreado, hasta un agradable salón iluminado por
lámparas de cobre; en el cielo raso se habían esculpido versiones estilizadas de
escenas pertenecientes al lejano pasado del casco, relacionadas con hazañas llevadas

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a cabo en bancos de hielo flotante. Recordé que el Nuevo Razonamiento era del norte,
donde debía de navegar mucho más cerca del polo (si el reino poseía un polo como
yo lo entendía).
Un anciano se levantó de una silla tapizada de brocado, situada al extremo de la
mesa, se quitó la máscara de gasa y la posó sobre su corazón.
—Capitán barón Armiad, príncipe Flamadin, conde Ulrich von Bek, soy el
capitán barón Denou Praz. Acercaos y sentaos a mi lado, por favor.
—Ya nos hemos encontrado una o dos veces, hermano Denou Praz —dijo Armiad
en un tono de fanfarrona familiaridad—. ¿Os acordáis? En la Conferencia de Cascos
celebrada a bordo del Ojo del Leopardo, y el año pasado en Mi tía Jeroldeen, en el
funeral del hermano Grallerif.
—Lo recuerdo bien, hermano Armiad. ¿Reina la satisfacción en vuestro casco?
—Una satisfacción excepcional, gracias. ¿Y en el vuestro?
—Pienso que mantenemos el equilibrio, gracias.
Me di cuenta enseguida de que Denou Praz intentaba ceñir la conversación a
cauces estrictamente oficiales. Armiad, sin embargo, siguió metiendo la pata con
despreocupación.
—No tenemos cada día al príncipe electo de los valadekanos entre nosotros.
—No, desde luego —dijo Denou Praz con escaso entusiasmo—. Claro que el
buen caballero Flamadin ya no es el príncipe electo de su pueblo.
Estas palabras sobresaltaron a Armiad. Yo sabía que Denou Praz había hablado
con sarcasmo, rozando los límites de la cortesía, pero ignoraba lo que significaba su
afirmación.
—¿Ya no es electo?
—¿No os lo ha dicho el buen caballero?
Mientras Denou Praz hablaba, los demás consejeros se habían reunido alrededor
de la mesa y tomado asiento. Todo el mundo me estaba mirando. Meneé la cabeza.
—Estoy desconcertado —dije—. Tal vez, capitán barón Denou Praz, seáis tan
amable de explicar lo que queréis decir.
—Si no os parece poco hospitalario...
Le había llegado el turno de sorprenderse a Denou Praz. Imaginé que no esperaba
tal respuesta por mi parte, pero como yo estaba realmente confundido, me había
decidido a pedirle una aclaración.
—La noticia se sabe desde hace algún tiempo —empezó—. Nos enteramos de
que Sharadim, vuestra gemela, con la que rehusasteis casaros, mandó desterraros y
relevaros de todas vuestras funciones. Perdonadme, buenos caballeros, pero no quiero
continuar por temor a infringir las leyes de un anfitrión...
—Continuad, capitán barón, os lo ruego. Contribuiréis a arrojar luz sobre algunos
de mis misterios.

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El hombre vaciló, como si ya no estuviera seguro de sus datos.
—Parece ser que la princesa Sharadim amenazó con revelar algún delito del que
seríais culpable, o una serie de engaños, y que vos intentasteis asesinarla. Aun así,
estaba dispuesta a perdonaros si accedíais a ocupar el lugar que os pertenecía por
derecho como Señor Consorte de Draachenheem. Vos os negasteis, alegando que
deseabais continuar vuestras aventuras por otras tierras.
—En otras palabras, me comporté como un ídolo popular mimado. Y frustrado en
mis egoístas deseos, ¿traté de asesinar a mi hermana?
—Tal es la historia que nos llegó de Draachenheem, buen caballero. Una
declaración firmada por la propia princesa Sharadim, en realidad. Según ese
documento, ya no sois un príncipe electo, sino un fuera de la ley.
—¡Un fuera de la ley! —Armiad se levantó en parte de su asiento. De no haber
recordado dónde se hallaba, hubiera descargado el puño sobre la mesa—. ¡Un fuera
de la ley! No me dijisteis nada de esto cuando abordasteis mi casco. Ni cuando disteis
vuestro nombre a mi basurero mayor.
—El nombre que di a vuestro basurero mayor, capitán barón Armiad, no fue el de
Flamadin. Fuisteis vos el primero en llamarme así.
—¡Aj! Qué atroz engaño.
Aquella falta de cortesía horrorizó a Denou Praz. que levantó su frágil mano.
—¡Buenos caballeros!
También el Consejo estaba conmocionado.
—Lamentamos profundamente haber ofendido a nuestros invitados... —se
apresuró a decir una de las mujeres que nos habían recibido antes.
—El ofendido soy yo —saltó Armiad en voz alta, su feo rostro enrojecido como
un tomate—, pero no lo he sido por vosotros, buenos consejeros, o por vos, hermano
Denou Praz. Mis buenas intenciones, mi inteligencia, todo mi casco han sido
insultados por estos charlatanes. ¡Tendrían que haberme explicado qué hacían en
nuestro fondeadero!
—Todo el mundo lo sabía —dijo Denou Praz—, y no creo que el buen caballero
Flamadin haya intentado engañaros. Después de todo, me pidió que refiriera esas
noticias. Si las hubiera conocido o deseado mantenerlas en secreto, no lo habría
hecho.
—Os pido perdón, señor —intervine—. Mi acompañante y yo no deseábamos
deshonrar vuestro casco ni fingir que éramos otra cosa de lo que en un principio
dijimos.
—¡Yo no sabía nada! —vociferó Armiad.
—Pero los periódicos... —dijo una mujer en tono apaciguador—. Casi todos han
publicado largos artículos...
—No permito esa basura a bordo de mi casco. Pervierte la moral.

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Ahora ya sabía por qué una historia conocida a lo largo y ancho de
Maaschanheem no había llegado a los incultos oídos de Armiad.
—¡Sois un fraude! —me espetó.
Echaba chispas por los ojos, y frunció el ceño cuando comprendió que la
desaprobación de los demás había aumentado. Intentó mantener la boca cerrada.
—Pese a todo, estos buenos caballeros son vuestros invitados —dijo Denou Praz,
peinándose la perilla con una mano delicada—. Estáis obligado a continuar
ofreciéndoles vuestra hospitalidad, como mínimo hasta la Asamblea.
Armiad exhaló un profundo suspiro. Se puso en pie de nuevo.
—¿La Ley no prevé tal contingencia? ¿No puedo aducir que dieron nombres
falsos?
—¿Llamasteis Flamadin al buen caballero? —preguntó un anciano desde el otro
extremo de la mesa.
—Le reconocí. ¿Acaso no es eso razonable?
—No esperasteis a que se identificara, sino que vos mismo le nombrasteis. Eso
significa que no ha logrado el asilo de vuestro casco mediante un engaño deliberado.
Me parece que estamos ante una cuestión de autoengaño...
—Estáis diciendo que fue culpa mía.
El consejero guardó silencio. Armiad bufó y montó en cólera.
—Tendríais que haberme dicho que ya no erais un príncipe electo, sino un
criminal, reclamado en vuestro propio reino. ¡Una auténtica sabandija de los
pantanos!
—¡Por favor, buenos caballeros! —El capitán barón Denou Praz elevó en el aire
sus dedos bronceados—. Éste no es el comportamiento adecuado de anfitriones o
invitados...
Armiad, anhelando con desespero la aprobación de sus iguales, logró contenerse.
—Sois bienvenidos a bordo de mi casco —nos dijo—, hasta que la Asamblea
haya concluido. —Se volvió hacia el capitán barón—. Perdonad esta violación de la
etiqueta, hermano Denou Praz. De haber sabido lo que traía a bordo de vuestro casco,
creedme que jamás...
—Tales disculpas —interrumpió la mujer— no son necesarias ni figuran en
nuestras tradiciones de cortesía. Se han intercambiado nombres y ofrecido
hospitalidad. Eso es todo. Permitidme que os lo recordemos, por favor.
El resto de los concurrentes estaban violentos, por decir algo. Von Bek y yo nos
miramos sin poder articular palabra, mientras Armiad gruñía y rezongaba para sí, sin
apenas responder a las observaciones que el capitán barón Denou Praz y su Consejo
continuaban haciendo. Armiad parecía presa de la más brutal indecisión. No deseaba
permanecer en un lugar donde había quedado tan mal parado, desde su punto de vista.
Y no quería llevarnos de vuelta con él. Por fin, al darse cuenta de que oscurecía, nos

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indicó con una señal que nos levantáramos. Dedicó una reverencia a Denou Praz e
hizo un esfuerzo para agradecerle la hospitalidad de su casco, disculpándose por la
tensión producida. Von Bek y yo murmuramos la más breve y formal de las
despedidas, a la que el capitán barón Denou Praz respondió con gran gentileza:
—No me corresponde a mí juzgar a los hombres por lo que informan los
periódicos. Imagino que no buscasteis la fama que hizo de vos un héroe en la
imaginación popular y que ahora os ha convertido, tal vez, en un villano, sólo porque
la gente os consideró durante mucho tiempo como la personificación de todo lo
arrojado y noble. Confío en que perdonéis mi demostración de mal gusto, que me
impulsó a juzgaros, buen caballero, antes de conoceros o averiguar algo de vuestras
circunstancias.
—Esa disculpa es innecesaria, capitán barón. Os agradezco vuestra gentileza y
cortesía. Si alguna vez vuelvo a vuestro casco, espero que sea por haberme
demostrado merecedor de pisar el suelo del Nuevo Razonamiento.
—¡Bonitas palabras para ser un hombre que intentó matar a su propia hermana!
—gruñó Armiad, mientras nos escoltaban por los oscilantes pasadizos y cubiertas
hasta nuestro bote, dispuesto a conducirnos de regreso al Escudo Ceñudo—. ¿Y por
qué? Porque amenazó con revelar al mundo la verdad sobre él. Sois un impostor, un
bergante. Os advierto que la hospitalidad de nuestro casco se termina con la
Asamblea. Después, os tocará correr el albur en los fondeaderos o elegir un casco
antes de veinte horas. Si alguno os acepta, cosa que dudo. Los dos estáis
prácticamente muertos.
El bote rodó por la rampa hacia los bajíos. Estaba a punto de anochecer y un
viento frío azotaba las lagunas, agitando las cañas. Armiad se estremeció.
—¡Más deprisa, haraganes! —Descargó un puñetazo sobre el hombre más
cercano—. No volveréis a abusar de la hospitalidad de ningún casco. Todos se
enterarán de quiénes sois mañana, antes de que la Asamblea empiece. Podéis sentiros
afortunados, porque no se permiten derramamientos de sangre durante la reunión. No
se puede matar ni a un insecto. Os retaría a duelo, pero pienso que no sois digno...
—¿Un Desafío de Sangre, mi señor barón? —preguntó Von Bek, incapaz de
contenerse. Todo el asunto le parecía de lo más divertido—. ¿Retaríais a un Desafío
de Sangre al príncipe Flamadin? Creo que es una prerrogativa de los capitanes
barones, ¿no?
Al oírle, Armiad le miró con una ferocidad capaz de prender fuego al pantano.
—Vigilad vuestra lengua, conde Von Bek. No sé de qué crímenes sois culpable,
pero sin duda no tardarán en salir a la luz. ¡Vos también pagaréis por vuestra añagaza!
—Cuan cierto es que nada enfurece más a un hombre que descubrir su
autoengaño —murmuró Von Bek.
—Nuestra acostumbrada hospitalidad entraña ciertas condiciones, conde Von Bek

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—dijo Armiad, que le había oído—. Si las quebrantáis, la Ley me permite exiliaros, o
algo peor. Si obrara a mi manera, os colgaría a ambos de las crucetas. Tenéis que
agradecer su intercesión a esos decadentes y debilitados viejos del Nuevo
Razonamiento. Por fortuna, respeto la Ley. Vos, señores, evidentemente no.
Ignoré sus comentarios. Estaba abismado en mis pensamientos. Ahora, tenía
cierta idea de por qué el príncipe Flamadin se hallaba solo en Maaschanheem. Pero
¿qué le había llevado a negarse a contraer matrimonio con su hermana gemela
Sharadim, siendo lo que todo el mundo esperaba de él? ¿Era un farsante, descubierto
por ella cuando demostró ser un traidor? Si eso era cierto, no me extrañaba que el
mundo se hubiera vuelto contra él. La gente detestaba adorar a un héroe y descubrir
después que poseía las flaquezas de cualquier ser humano.
Armiad, de mala gana, nos permitió volver con él a su palacio.
—Pero tened cuidado —nos advirtió—. La más ínfima infracción de la Ley es la
excusa que necesito para expulsaros...
Regresamos a nuestros aposentos.
Una vez en mi habitación, Von Bek estalló por fin en carcajadas.
—¡El pobre capitán barón pensó que iba a ganar prestigio a costa de usted y
descubre que aún lo ha perdido más! ¡Oh, cómo le gustaría matarnos! Esta noche
dormiré con la puerta cerrada a cal y canto. No me agradaría pillar un resfriado y
perecer...
Mi humor no era tan bueno, porque el número de misterios sobre los que debía
reflexionar se había incrementado. Me consideraba afortunado por poseer poder y
fama en este mundo. Ahora, me los habían arrebatado. Y si Sharadim era la verdadera
líder de Draachenheem, ¿por qué me había tocado habitar este cuerpo?
Se trataba de la experiencia más extraña de todas mis encarnaciones.
Quienesquiera que llamasen invocaban a Sharadim, mi gemela, como si supieran que
ella ostentaba el poder real, que yo era un vulgar farsante que prestaba su nombre a
una serie de fantasías increíbles. Resultaba bastante lógico, y verosímil. Sin embargo,
tanto el Caballero Negro y Amarillo como el capitán del Bajel Negro parecían estar
de acuerdo en que era crucial para el Campeón Eterno acudir a este reino.
Hice cuanto pude para no pensar demasiado en todo ello. Intenté meditar sobre
nuestros problemas inmediatos.
—La tradición nos permite quedarnos aquí durante la Asamblea. Después, nos
convertiremos en forajidos, piezas de caza para los basureros de Armiad. ¿He
resumido bien la situación?
—Así lo entiendo —corroboró Von Bek—. Parecía convencido de que nadie nos
contrataría. Tampoco es que tenga muchas ganas de trabajar para pagarme el pasaje
en uno de estos cascos. —Antes de que terminara de hablar, el camarote sufrió una
sacudida y casi fuimos a parar a la pared opuesta—. Me pregunto qué posibilidades

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tenemos de trasladarnos a otro reino. Creo que no es difícil en las Marcas
Intermedias.
—Lo mejor será quedarnos aquí y asistir a la Asamblea. Así nos haremos una
idea de quiénes piensan todavía que el príncipe Flamadin es un héroe, quiénes no
creen en la historia de Sharadim y quiénes me aborrecen de corazón.
—Yo diría que encontrará pocos amigos en este momento. O fue responsable de
esos crímenes, en calidad de príncipe Flamadin, o es víctima de una propaganda
eficiente. Sé lo que es convertirse en un villano de la noche a la mañana. Hitler y
Goebbels son maestros en ese arte. Tal vez sería posible demostrar en la Asamblea
que no es culpable de todo lo que se le imputa.
—¿Cómo podría empezar?
—Eso no lo sabremos hasta mañana. Entretanto, lo más prudente será quedamos
donde estamos. ¿Advirtió que llamé a un criado en cuanto entramos?
—Y no acudió ninguno. Por lo general, son muy rápidos. Por lo visto, sólo
recibiremos la mínima hospitalidad por parte de Armiad.
Ninguno de los dos tenía hambre. Nos lavamos como pudimos y nos fuimos a la
cama. Yo sabía que debía descansar, pero las pesadillas fueron particularmente
intensas. Las voces continuaban llamando a Sharadim. Me atormentaban sin cesar. Y
luego, al hundirme cada vez más en aquel sueño, empecé a ver con toda claridad a las
mujeres que llamaban a mi hermana gemela. Eran altas y sorprendentemente
hermosas, tanto de cara como de cuerpo. Poseían las figuras esbeltas y delicadas que
yo conocía tan bien, las barbillas afiladas, los pómulos altos y anchos, los ojos
rasgados y almendrados, las orejas menudas y el cabello suave. Vestían de forma
diferente, pero ésa era la única disparidad. Las mujeres que formaban el círculo detrás
del pálido fuego, y cuyas voces llenaban la oscuridad, eran Eldren. Pertenecían a la
raza a veces llamada Vadhagh, y otras Melnibonea. Una raza cuyos miembros eran
primos carnales de la de John Daker. Como Campeón Eterno, había pertenecido a
ambas. Como Erekosë, había amado a una de tales mujeres.
Y de repente, cuando las llamas blancas se fueron apaciguando, vi algo al otro
lado que me hizo estremecer de miedo y éxtasis; lancé un gemido y extendí los
brazos, anhelando tocar el rostro que había reconocido.
—¡Ermizhad! —dije—. ¡Oh, querida mía! Estoy aquí. Estoy aquí. ¡Ayúdame a
atravesar las llamas! ¡Estoy aquí!
Pero la mujer, que enlazaba los brazos con los de sus hermanas, no me oyó. Tenía
los ojos cerrados. Continuó cantando y oscilando, cantando y oscilando. Empecé a
dudar que se tratara de ella, a menos que fuesen los Eldren quienes me llamaran de
vuelta, que invocasen a Sharadim pensando que era a mí a quien lo hacían. El brillo
del fuego aumentó, cegándome por un momento. La vislumbré de nuevo. Estaba casi
seguro de que era mi amor perdido.

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Algo me arrancó de ese sueño y me precipitó hacia otro. En éste, no tenía ni idea
de cuál era mi nombre. Vi un cielo rojo surcado por dragones, enormes animales
voladores similares a reptiles, que parecían obedecer a un grupo de gente erguida
sobre las ruinas ennegrecidas de una ciudad. También semejaban Eldren, aunque sus
ropajes eran más trabajados, como de lechuguinos, si bien yo no comprendía cómo
podía saber tantas cosas. Sin embargo, estaba seguro de que eran Eldren, de otro
tiempo y otro lugar. Se les veía afligidos. Existía una afinidad entre ellos y los
animales voladores que me costaba entender; con todo, me vino el eco de un recuerdo
(o de una premonición, que para las personas como yo es lo mismo). Intenté hablar
con uno de mis acompañantes, pero no sabían que me encontraba entre ellos. Al
poco, caí en un pozo sin fondo, alejándome del grupo, y descubrí que me hallaba
sobre una llanura cristalina sin horizonte. El color de la planicie viró sucesivamente
al verde, púrpura y azul, regresando al verde de nuevo, como si la acabaran de crear y
aún no se hubiera estabilizado. Un ser de sorprendente belleza, piel dorada y los ojos
más bondadosos que había visto nunca, me estaba hablando. Pero yo era Von Bek.
Las palabras no significaban nada para mí, porque una vez más se dirigían a la
persona errónea. Intenté decirle la verdad a aquella criatura maravillosa, mas mi boca
no se movió. Yo era una estatua, hecha de la misma sustancia cristalina y resbaladiza
de la llanura.
—Somos los olvidados, somos los últimos, somos los crueles. Somos los
Guerreros en los Confines del Tiempo. Somos los insensibles, los lisiados, los sordos,
los ciegos. Ejércitos petrificados del Destino, veteranos de las guerras psíquicas...
Volví a ver a aquellos soldados desesperados, alineados en el borde dentado de un
gran risco que se alzaba sobre un abismo insondable. ¿Se dirigían a mí, o hablaban
cuando presentían la presencia de alguien que les escuchaba?
Vi a un hombre cubierto con una coraza negra y amarilla que cabalgaba a lomos
de un gigantesco corcel por un tramo de aguas embravecidas. Le llamé, pero no me
oyó o prefirió ignorarme.
Después, por un momento, vi la cara de Ermizhad. Oí el cántico, mucho más
fuerte que unos segundos antes.
—¡SHARADIM! ¡SHARADIM! ¡SHARADIM! ¡AYÚDANOS, SHARADIM!
¡LIBERA AL DRAGÓN! ¡DEJA EN LIBERTAD AL DRAGÓN, SHARADIM, Y
LIBÉRANOS A NOSOTROS!
—¡Ermizhad!
Abrí los ojos y descubrí que estaba gritando su nombre al rostro preocupado y
perplejo de Von Bek.
—Despierte —dijo—. Creo que hemos llegado al Terreno de la Asamblea. Venga
a ver.
Meneé la cabeza, sumido todavía en mis recuerdos de aquellos sueños.

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—¿Se encuentra mal? —se interesó mi compañero—. ¿Quiere que vaya a buscar
a un médico? Suponiendo que haya alguno en este deleznable barco.
Respiré hondo varias veces.
—Perdóneme. No quería asustarle. Estaba soñando.
—¿Con la mujer a la que busca? ¿Su amada?
—Sí.
—Gritaba su nombre. Lamento haberle interrumpido, amigo mío. Le dejaré a
solas para que se recupere...
—No, Von Bek. Quédese, se lo ruego. La compañía de personas normales es lo
que más necesito ahora. Ya ha subido a cubierta, ¿verdad?
—El movimiento del casco me impidió dormir. Y también el olor. Tal vez sea
demasiado remilgado, pero me recuerda un poco a un campo de concentración al que
me enviaron.
Comprendí algo más el desagrado que le causaba el barco de Armiad.
Me vestí enseguida y me lavé lo mejor que pude, siguiendo a Von Bek a la galería
situada frente a nuestros aposentos, y que permitía una vista excelente a estribor. A
través del humo, los enmarañados cordajes, las banderas, chimeneas y torretas
comprobé que, en efecto, habíamos anclado en una isla de tierra firme casi circular; el
terreno se elevaba hasta un punto central en el que se había erigido un sencillo
monolito de piedra, similar a los que había visto en Cornwall cuando era John Daker.
Casi cincuenta cascos habían llegado ya, y sus enormes moles empequeñecían a las
siluetas humanas que remolineaban entre ellos. Continuaban echando vapor, pero de
manera bastante esporádica. De vez en cuando, algún casco emitía un gran silbido y
arrojaba una columna de humo al aire, como un grupo de ballenas varadas, si bien la
disposición de los barcos no era casual. La distancia exacta entre cada uno se había
calculado con impresionante precisión.
Los cascos formaban un semicírculo alrededor de la isla. En el extremo más
alejado se hallaba un grupo de bajeles esbeltos y elegantes, parecidos a las galeras
griegas, provistos de remos y escaso velamen. Podría haberlos confundido con barcos
oficiales de naciones ricas. Había cinco. Cerca se encontraban seis bajeles más
pequeños, que, a su manera, resultaban tan impresionantes como los otros. Estaban
pintados de blanco de proa a popa. Casi todo lo que podía ser blanco, lo era: mástiles,
velas, remos, hasta la solitaria bandera que ondeaba en cada bordado de la esquina
izquierda. Parecía una simple cruz, y una larga púa remataba cada extremo.
A continuación, venían tres naves mucho más grandes y voluminosas, también
impulsadas a vapor, por lo visto, aunque no me recordaban a nada que hubiera visto
anteriormente. El material predominante en su estructura era la madera; contaba con
altos castillos, troneras para cañones o remos, una gruesa chimenea en la sección de
popa y un grupo de unas ocho ruedas de paletas a cada lado. Daban la impresión de

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haber sido diseñados por alguien que sólo poseyera leves nociones sobre los buques
de vapor, indiferente al hecho de si funcionarían o no. Con todo, no me tocaba juzgar
a mí. Era obvio que aquellos pesados barcos funcionaban muy bien. Cierto número de
navios en forma de plato habían atracado detrás de estos últimos. Parecían tallados en
un solo bloque de madera —el árbol tendría que haber sido enorme—, y les habían
dado una capa de oro. Contaban con un único mástil de bandera en un extremo, así
como toletes en toda la periferia, en los que se habían dispuesto largos remos de
madera. Su aspecto indicaba que sólo servían para navegar por las aguas interiores
poco profundas. Obviamente, la gente que los utilizaba no había tenido que cruzar un
océano para llegar hasta allí.
Por último, entre el casco de Maaschanheem más alejado, a nuestra izquierda, y
las embarcaciones en forma de plato, se veía un gran bajel, lo más parecido a un Arca
de Noé estilizada que yo había visto surcar las aguas. Era de madera y tenía la popa y
la proa muy afiladas, así como una sola casa enorme en la cubierta, de diseño muy
sencillo pero con una altura de cuatro pisos; las puertas y ventanas se hallaban
dispuestas a intervalos regulares, sin la menor ornamentación. Era uno de los barcos
más funcionales y poco imaginativos que había contemplado en mi vida. Lo único
que atrajo mi curiosidad fue el tamaño de las puertas, bastante más grandes de lo
necesario para gente de estatura media. No ondeaba ninguna bandera, y Von Bek fue
tan incapaz como yo de adivinar a quién pertenecía o de dónde procedía.
Algunas siluetas lejanas habían saltado a tierra cerca de sus embarcaciones, pero
no distinguimos ningún detalle significativo. Los pasajeros de los bajeles blancos
parecían ir cubiertos de pies a cabeza con ropas también blancas. Por contra, y como
cabía esperar, la gente de las recargadas galeras vecinas exhibía colores vivos. Los
que viajaban a bordo de los barcos grandes y abiertos habían plantado tiendas altas y
angulares, y a juzgar por el humo que brotaba de la mayor de ellas, estaban
preparando la comida. No se veía ni rastro de los ocupantes del arca.
Ojalá hubiera tenido el catalejo de Jurgin, pues sentía una enorme curiosidad por
todos los habitantes de los Seis Reinos.
Estábamos especulando sobre la identidad de la gente y sus barcos, cuando una
voz gritó por encima de nuestras cabezas.
—¡Disfrutad de vuestro ocio, buenos caballeros! Poco tendréis después de la
Asamblea. ¡Veremos si el príncipe depuesto de los valadekanos sabe correr tan bien
como las ratas del pantano!
Era Armiad, con la cara enrojecida y casi echando espuma por la boca, ataviado
con una especie de túnica púrpura y cereza. Estaba asomado a un balcón situado
encima de nosotros y a nuestra derecha, y apretaba los puños como si quisiera
estrujarnos hasta dejarnos sin vida.
Le dedicamos una reverencia, dándole los buenos días, y volvimos adentro.

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Habíamos decidido correr el riesgo de abandonar los aposentos (aunque cogimos
todas nuestras pertenencias) e ir en busca de nuestros jóvenes amigos, en la esperanza
de que les apetecería pasar el rato en nuestra compañía.
Encontramos a Bellanda y a sus compañeros sentados en un rincón apartado de la
cubierta de proa. Jugaban a algo que no reconocí con fichas de colores. Se
sorprendieron un poco al vernos y dejaron de jugar a regañadientes.
—Veo que os habéis enterado de la noticia —dije a Bellanda, en cuyo rostro
hermoso y juvenil se reflejaba una franca turbación—. Por lo visto, de héroe he
pasado a ser villano. ¿Aceptaríais mi palabra, por el momento, de que no sé nada de
los crímenes que se me imputan?
—No tenéis aspecto de ser un hombre que abandone sus responsabilidades o
intente asesinar a su propia hermana —repuso Bellanda lentamente. Alzó los ojos y
me miró—. Sin embargo, no os habríais convertido en un héroe popular si no
supierais presentaros ante la gente como una persona recta y honrada. Resulta difícil
descubrir el corazón que se oculta tras un rostro hermoso, como decimos en el
Escudo Ceñudo. Es más fácil detectar el carácter de uno feo... —Desvió la vista un
momento, pero volvió a mirarme con ojos sinceros—. Por todo ello, príncipe
Flamadin, o ex príncipe, hemos llegado al acuerdo de ofreceros el beneficio de la
duda. Hemos de confiar en nosotros mismos. ¡Es mejor que creer en las fantasías de
las revistas populares o en los edictos de nuestro buen capitán barón Armiad! —
Lanzó una carcajada—. Pero ¿qué os importa a vos, héroe o villano, nuestra opinión?
No os causaremos ni bien ni mal. Aquí, en el Escudo Ceñudo, nos encontramos en
una situación de impotencia casi total.
—Creo que lo que el príncipe Flamadin desea es vuestra amistad —dijo Ulrich
von Bek sin levantar la voz—. Ello ofrece, al menos, una cierta confirmación de que
lo que nosotros apreciamos vale la pena...
—¿Sois un adulador, señor conde?
Bellanda sonrió a mi compañero, que se mostró confundido.
Vi al joven Jurgin subido en las crucetas, observando un casco con el catalejo.
Tras una breve conversación con los demás, empecé a trepar por el cordaje hasta
sentarme junto a Jurgin en el peñol.
—¿Algo interesante? —pregunté.
El joven negó con la cabeza.
—Me limitaba a envidiar a los otros cascos. Somos el más sucio, descuidado y
pobre de todos. Solíamos sentirnos orgullosos de su apariencia. Lo que no consigo
entender es por qué Armiad no se da cuenta de lo ocurrido a nuestro casco desde que
mató al anterior capitán barón. ¿Qué quiso obtener de ese acto?
—Los miserables creen con frecuencia que la posesión del poder por el poder es
lo que ha satisfecho más a los otros. Se aferran a él de muchas y variadas formas, y

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les desconcierta el hecho de que sigan siendo tan miserables como antes. Armiad
mató para conseguir algo que, en su opinión, le proporcionaría la felicidad. Ahora,
puede que su única satisfacción sea hacer a los demás tan infelices como lo es él.
—Una teoría algo complicada, príncipe Flamadin. ¿Hemos de llamaros todavía
así? Os vi con Bellanda y supuse que los demás han decidido seguir siendo vuestros
amigos. No obstante, ya que os habéis autodesheredado...
—Llamadme simplemente Flamadin, si queréis. He subido para pediros prestado
el catalejo. Siento una curiosidad especial por ese barco grande y sin adornos, y por la
gente vestida de blanco. ¿Sabéis quiénes son?
—El barco grande es el único bajel de su clase que poseen los príncipes ursinos.
Permanecerán en su interior hasta que dé comienzo la auténtica Asamblea. Se dice
que las mujeres vestidas de blanco son caníbales. No se parecen a los demás seres
humanos. Sólo dan a luz niñas, y eso significa que han de comprar o robar hombres
de otros reinos, por motivos obvios. Las llamamos las Mujeres Fantasma. Van
cubiertas de pies a cabeza con armaduras de marfil, y casi nunca muestran el rostro.
Nos enseñan a temerlas y a mantenernos alejados de sus barcos. A veces, invaden
otros reinos para conseguir varones. Prefieren muchachos y hombres jóvenes. Por
supuesto, no se llevarán nada de la Asamblea, salvo lo que se les ofrezca mediante el
comercio. Vuestro pueblo no tiene remilgos en hacer tratos con ellas, y creo que
Armiad tampoco, pero no puede arriesgarse al ostracismo más total por parte de los
demás capitanes barones. Hace siglos que ninguno de nuestros cascos se dedica al
tráfico de esclavos.
—¿De modo que mi pueblo, el pueblo de Draachenheem, compra y vende
hombres y mujeres?
—¿No lo sabíais, príncipe? Pensábamos que era de sobra conocido. ¿Es que
vuestro pueblo sólo se entrega a tales negocios en el curso de una Asamblea?
—Deberéis dar por sentado que sufro lapsos de memoria, Jurgin. Las costumbres
locales de Draachenheem me desconciertan tanto como a vos.
—Lo peor es —dijo Jurgin, tendiéndome el catalejo— que los rumores apuntan a
que las Mujeres Fantasma son caníbales. Son como arañas hembra, que se comen a
los hombres en cuanto su cometido ha terminado.
—Pues son unas arañas de aspecto muy elegante.
Había enfocado a un grupo de mujeres, que conferenciaban entre ellas. Parecían
incómodas en sus armaduras, cuyo color, al verlas más de cerca, distinguí que no era
sólo blanco, sino que mostraba todos los tonos del marfil cuando se utiliza para
fabricar artefactos, desde el amarillo pálido hasta el pardo. Estaban cubiertas de finos
grabados, los cuales me recordaron un poco las típicas figuras que tallan los
marineros para distraerse, y sus piezas se mantenían unidas mediante ganchos de
hueso y juntas de piel, maravillosamente articuladas para amoldarse a todo el cuerpo,

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de tal manera que las mujeres parecían bellos insectos protegidos por caparazones de
dibujos musitados. Su altura sobrepasaba la media, y a pesar de la armadura, se
movían con una gracia que consideré muy atractiva. Costaba creer que mujeres de tal
belleza fueran caníbales y traficantes de esclavos.
Dos mujeres acercaron sus cabezas, cubiertas con yelmos, para hablar. Una
negaba con un impaciente ademán, mientras la otra intentaba repetir lo que había
dicho. Frustrada, levantó la visera.
Vi parte de su rostro.
Era joven, e increíblemente hermosa. Su piel era blanca, y sus ojos grandes y
oscuros. Tenía el rostro largo y triangular que yo asociaba con los Eldren y, cuando se
volvió hacia mí, estuve a punto de soltar el catalejo.
Contemplé sin impedimentos los rasgos de una mujer que había atormentado mis
sueños, que había llamado a mi hermana Sharadim, que había hablado con suma
desesperación de un dragón y una espada...
Pero lo que me trastornó por completo fue reconocer su rostro.
Era el rostro de la mujer que llevaba eones tratando de encontrar, la mujer con la
que, día y noche, ansiaba reunirme...
¡Era el rostro de mi Ermizhad!

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Tuve la impresión de estar contemplando aquellas facciones durante siglos. No sé
cómo evité caerme del aparejo. No cesaba de repetir su nombre. Después, presa de
una gran excitación, traté de seguirla con el catalejo mientras se movía. Sonrió a la
otra mujer, como si le contara un chiste, levantó la mano y bajó la visera.
—¡No! —No quería que ocultase su exquisito rostro—. ¡Ermizhad! ¡No! Soy yo,
Erekosë. ¿Me oyes? Te he buscado durante tanto tiempo...
Sentí unas manos que me ayudaban a bajar del aparejo. Intenté apartarlas, pero
eran demasiadas. Poco a poco me depositaron sobre la cubierta, al tiempo que voces
inquisitivas preguntaban el motivo de mi trastorno. Lo único que podía hacer era
repetir su nombre y luchar por soltarme y seguirla.
—¡Ermizhad!
Sabía, en el fondo de mi corazón, que no era mi esposa Eldren, sino alguien que
se le parecía muchísimo. Lo sabía, pero me resistía a asumirlo con el mismo empeño
que demostraba en liberarme de las manos de mis estupefactos compañeros.
—¡Daker! ¡Herr Daker! ¿Qué ocurre? ¿Se trata de una alucinación? —El conde
Von Bek me sujetó la cara y me miró a los ojos—. ¡Está actuando como un loco!
Respiré hondo. Me hallaba cubierto de sudor, y jadeaba. Les odiaba a todos por
retenerme, pero me esforcé en serenarme.
—He visto a una mujer que podría ser la hermana de Ermizhad —le dije—. La
misma mujer que vi en mi sueño de anoche. Debe de guardar alguna relación. No
puede ser ella. Mi locura no llega al extremo de alterar mi lógica. Sin embargo, al
verla experimenté lo mismo que si hubiera visto a Ermizhad. He de abordarla, Von
Bek. He de interrogarla.
Bellanda chillaba detrás de mí.
—No podéis ir. Lo ordena la Ley. Todos los encuentros son oficiales. La hora de
la Asamblea no ha llegado todavía. Debéis esperar.
—No puedo esperar. Ya he esperado demasiado tiempo. —Con todo, dejé que mi
cuerpo se relajara, y ellos aflojaron su presa—. Ningún otro ser podría creer que me
he pasado vidas buscándola...
La compasión se apoderó de mis acompañantes. Cerré los ojos, y después los abrí
un poco. Divisé una posible ruta de acceso a la orilla.
Me puse en pie de un salto, corrí hacia un lado de la cubierta, salte por encima de
la barandilla, me precipité hacia el cordaje y luego me dejé caer sobre la cubierta
inferior externa. Mientras varios trabajadores proferían gritos de protesta, me abrí
paso a empujones entre grupos de hombres que halaban sogas, otros que iban
cargados con toneles en dirección a los rodillos y algunos más que transportaban
grandes placas de madera de las utilizadas en reparaciones. Ignorando a éstos, me

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dirigí a un costado y descubrí las sogas que habían sido dispuestas por si alguien
deseaba inspeccionar el casco. Me deslicé por una, caí sobre una plancha oscilante,
salté hacia una alta escalerilla y bajé por ella hacia tierra. Me puse a correr, pisando el
suave césped de la isla, hacia los barcos de las llamadas Mujeres Fantasma.
Estaba a medio camino de su campamento, pasado el monolito, que ahora se
alzaba sobre mi cabeza, cuando mis perseguidores (en los que no había reparado) me
atraparon. De pronto, me encontré debatiéndome en una enorme red, y a través de la
malla vi a Von Bek, Bellanda, algunos de sus compañeros y a un grupo de basureros.
—¡Príncipe Flamadin! —oí que gritaba Bellanda—. Armiad busca cualquier
excusa para destruiros. ¡Si irrumpís en otro campamento antes de que dé comienzo la
Asamblea, os condenarán a muerte!
—No me importa. He de ver a Ermizhad. La he visto, o a alguien que sabrá dónde
está. Soltadme. ¡Os ruego que me soltéis!
Von Bek avanzó hacia mí.
—¡Daker, amigo mío! Estos hombres tienen órdenes de matarle, si es necesario.
No quieren obedecer a Armiad, pero se verán forzados a hacerlo si usted no se calma.
—¿Se da cuenta de lo que he visto, Von Bek?
—Creo que sí, pero si aguarda a que empiece la Asamblea, quizá pueda abordar a
esa mujer de una forma civilizada. La espera no será muy larga, después de todo.
Asentí con la cabeza. Corría el peligro de perder la cordura por completo.
También podía poner en dificultades a los que me habían ofrecido su amistad. Me
obligué a recordar las normas de conducta de los seres humanos normales.
Al levantarme ya había recuperado el pleno control de mi juicio. Me disculpé con
todos. Me volví y empecé a caminar hacia nuestro casco. Desde tierra, el
agrupamiento de barcos resultaba todavía más impresionante. Era como si todos los
grandes transatlánticos, incluyendo el Titanic, se hubieran congregado allí,
perfectamente varados, con la proa apuntando a tierra firme y sosteniendo sobre su
parte trasera una ciudad medieval completa. El espectáculo logró que me olvidara en
parte de Ermizhad. Sabía que estaba contemplando algo similar a una alucinación
continua, una extensión de mis sueños de la noche anterior. No cabía duda, sin
embargo, de que la mujer se parecía a Ermizhad, desde la forma de la boca al sutil
color de sus ojos. por lo tanto, las mujeres eran Eldren, aunque no de la misma época,
ni siquiera del mismo reino del que me habían alejado contra mi voluntad. Resolví
establecer contacto con aquellas mujeres lo antes posible. Quizá me proporcionaran
una pista sobre el paradero de Ermizhad. Y tal vez descubriese por qué llamaban a
Sharadim.
Von Bek y yo no tardamos en constatar que había sido una sabia medida llevarnos
nuestras posesiones al salir de nuestros aposentos. Cuando llegamos ante el rastrillo
de Armiad y llamamos a la guardia sólo nos respondió el silencio. Después de repetir

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la petición por tercera vez, oímos un murmullo.
—¡Hablad en voz alta! —gritó Von Bek—. ¿Cuál es el problema?
Por fin, un guardia chilló que la puerta estaba atorada y pasarían horas antes de
que la reparasen.
Von Bek y yo intercambiamos una mirada y sonreímos. Nuestras sospechas se
habían confirmado. Armiad no podía expulsamos de su casco, pero haría cuanto
estuviera en su mano por amargarnos la vida.
Por mi parte, me alegré de tenerle lejos, y nos dirigimos hacia la parte del barco
donde solían reunirse nuestros amigos estudiantes. Algunos se encontraban allí,
jugando con sus fichas, y nos comunicaron que Bellanda había ido a una clase
particular con un profesor al que habían despedido poco antes de la universidad.
Continuamos asistiendo a los preparativos de la Asamblea, asesorados de buen
grado por Jurgin. Se habían erigido varios establos, corrales, tiendas de campaña y
otros edificios provisionales. Cada grupo de los Seis Reinos había traído productos
con los que deseaba comerciar, así como ganado, publicaciones y herramientas
nuevas. Las gentes de Draachenheem parecían despreciar un poco a las demás, en
tanto las Mujeres Caníbales se mantenían apartadas de todo el mundo.
Un grupo en especial parecía más acostumbrado al comercio. Poseían el aspecto
sencillo y tenaz de las personas habituadas a viajar de pueblo en pueblo para
cambalachear cosas. Se distinguían de los demás por la forma de montar sus puestos,
mirar a sus vecinos y charlar entre ellos. Lo único que me sorprendió fueron sus
embarcaciones, muy poco eficaces. Imaginé que su fuerte sería viajar por tierra. Su
reino, que según recordaba estaba protegido por una isla volante, se llamaba
Fluugensheem. Un nombre muy exótico para gente de aspecto tan normal.
Todavía no se veían señales de los que habían llegado en el arca de forma extraña,
ni de los que viajaban a bordo de los enormes vapores de paletas.
—Esta noche —me dijo Jurgin— empezará la primera ceremonia, cuando todo el
mundo se presente y ofrezca sus nombres. Entonces les veréis a todos, incluyendo a
los príncipes ursinos.
No dijo más. Cuando le pregunté por qué estos últimos eran llamados así, se
limitó a sonreír. Tal enigma deliberado no me molestó, porque el principal objeto de
mi interés eran las Mujeres Fantasma.
Huelga decir que ni Von Bek ni yo estábamos incluidos entre los invitados a la
primera ceremonia, pero observamos desde el cordaje del Escudo Ceñudo cómo se
iban congregando poco a poco alrededor del monolito los diferentes habitantes de los
Seis Reinos. El monolito recibía el nombre de Piedra de Encuentro y había sido
erigido siglos antes, cuando se iniciaron esas extrañas reuniones. Hasta entonces, me
explicó Bellanda, todos los reinos se contemplaban mutuamente con supersticioso
temor, y las contiendas bélicas eran frecuentes. Poco a poco, al irse conociendo,

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habían inventado este método de comerciar e intercambiar información. Por lo visto,
cada trece meses y medio, los Seis Reinos se cruzaban, de forma que cualquiera
podía penetrar en otro. El período no duraba más de unos tres días, pero bastaba para
que todo el mundo ultimara sus negocios, con la condición de aplicarse tan sólo las
normas formales más rigurosas. No se podía perder tiempo en otra cosa que no fueran
las actividades concertadas.
Los imperturbables mercaderes de Fluugensheem ocuparon sus lugares a un lado
del monolito. A continuación, las Mujeres Fantasma de Gheestenheem se situaron al
otro lado. Las siguieron los seis capitanes barones de Maaschanheem, seis
espléndidos mandatarios de Draachenheem y, procedentes de los extraños vapores,
seis barbudos representantes de Rootsenheem, adornados con pieles y provistos de
grandes guanteletes metálicos y máscaras, también de metal, que ocultaban la mitad
superior de su cabeza. Pese a ello, el último contingente fue el que más me
sorprendió.
El nombre de príncipes ursinos era muy preciso. Los cinco grandes y hermosos
animales que surgieron del arca y se deslizaron por una rampa hasta el suelo no eran
seres humanos, sino osos de enorme tamaño, mayores que los grises, ataviados con
sedas ondulantes y finas capas a cuadros. Cada uno llevaba sobre los hombros una
especie de delicada estructura en la que, suspendida sobre su cabeza, colgaba una
bandera, sin duda la bandera de su familia.
Von Brek frunció el ceño.
—Estoy patidifuso. ¡Es como estar viendo a los legendarios fundadores de Berlín!
Ya sabe que tenemos algunas leyendas... En mi familia se cuentan historias relativas a
animales inteligentes. Creía que se referían a lobos, pero ahora comprendo que
hablaban de osos. ¿Ha visto algo parecido a los príncipes ursinos durante sus viajes,
Daker?
—Nada en absoluto —dije.
Estaba muy impresionado por su belleza. Se agruparon también alrededor de la
Piedra de Encuentro, y pronto captamos algunas palabras de la ceremonia. Cada
persona dio su nombre. Cada una explicó los motivos que la habían impulsado a
participar en la Asamblea. Hecho esto, uno de los capitanes barones exclamó:
—¡Hasta mañana por la mañana!
—¡Hasta mañana por la mañana! —fue la respuesta.
Todos volvieron por diferentes caminos hacia sus barcos.
Me había esforzado por escuchar los nombres de las Mujeres Fantasma. Ninguno
se parecía ni remotamente a «Ermizhad».
Aquella noche fuimos invitados de los estudiantes. Dormimos en sus ya
abarrotadas dependencias, inhalando ceniza sin cesar, acosados por corrientes de aire,
arrojados de un lado a otro por repentinos movimientos del casco, que, pese a estar

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inmóvil, seguía sujeto a peculiares estremecimientos, como alguien que padece un
sueño inquieto. En ocasiones, tuve la impresión de que el Escudo Ceñudo había
sintonizado con mi estado de ánimo.
Las pesadillas me visitaron con frecuencia durante la noche. Oí cantar a las
Mujeres Fantasma, pero no en mis sueños, sino en su propio campamento. Anhelaba
ir a su encuentro, pero la única vez que me levanté con la intención de saltar una vez
más por la borda, Von Bek y Jurgin me sujetaron para impedírmelo.
—Sea paciente —dijo Von Bek—. Recuerde la promesa que nos hizo.
—Pero están llamando a Sharadim. Necesito saber lo que quieren.
—A ella, probablemente. No a usted. —Su tono era perentorio—. Si se va ahora,
es probable que Armiad y sus hombres le vean. Considerarán que tienen derecho a
matarle. ¿Para qué arriesgarse, si mañana puede acercarse a ellas, durante la
Asamblea?
Reconocí que el mío era un comportamiento infantil. Hice un esfuerzo y me
acosté de nuevo. Yací en mi camastro, escrutando a través de las grietas del techo
ocasionales explosiones de cenizas brillantes, el cielo frío y gris, intentando apartar
mis pensamientos de Ermizhad o de las Mujeres Fantasma. Dormí un poco, pero sólo
conseguí oír las voces con más claridad.
—¡No soy Sharadim! —grité en cierto momento.
Estaba amaneciendo. Los estudiantes acostados a mi alrededor comenzaban a
removerse. Bellanda se abrió paso por entre los cuerpos dormidos.
—¿Qué pasa, Flamadin?
—¡No soy Sharadim! —le dije—. Quieren que sea mi hermana. ¿Por qué? No me
llaman a mí. Es decir, sí, pero por el nombre de mi hermana. ¿Es posible que
Sharadim y Flamadin sean la misma persona?
—Sois gemelos, pero de sexo diferente. No cabe que os confundan con ella... —
La voz de Bellanda estaba un poco aletargada de sueño—. Perdonadme. Supongo que
estoy diciendo tonterías.
Alargué una mano para tocarla y disculparme.
—No, Bellanda, soy yo quien debe pedir perdón. Últimamente, cometo muchas
estupideces.
—Si pensáis así —sonrió ella—, quiere decir que no estáis tan loco. ¿Decís que
esas mujeres han estado llamando durante toda la noche a la princesa Sharadim? Yo
no las oí con tanta nitidez. Sonaba como un conjuro. ¿Creen que Sharadim es un ser
sobrenatural?
—No lo sé. Hasta ahora, siempre he reconocido el nombre que oía en mis sueños,
y he respondido a él. Fui Urlik Skarsol, después otras varias encarnaciones, luego
otra vez Skarsol, y ahora Flamadin. El hecho es, Bellanda, que es a mí a quien
deberían estar llamando.

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Me callé, pensando que desvariaba como un egomaníaco (y tal vez lo fuera). Me
encogí de hombros y me desplomé sobre la manta.
—Más tarde tendré la oportunidad de responderles cara a cara —dije.
Dormí un poco más, soñando con plácidas escenas de mi vida junto a Ermizhad,
cuando juntos gobernábamos a los Eldren.
Al despertar, todo el mundo se había levantado ya. Me estiré, avance dando
tumbos hasta los lavabos comunes y traté de arrancar la mugre oleaginosa de mi
cuerpo.
Miré hacia el Terreno de la Asamblea. Lo que vi me sorprendió e impresionó a la
vez.
Pequeños grupos de gente sostenían animadas conversaciones en algunos
rincones. Vi a dos osos acuclillados junto a una Mujer Fantasma que desplegaba unos
mapas, y los tres hablaban vehementemente. En otro lugar, los brillantes toldos de los
puestos ambulantes producían la ilusión de que se trataba de una feria campestre,
pero esta sensación se disipó cuando desvié la vista hacia un corral donde dos
desagradables y malhumorados lagartos, parecidos a dinosaurios y erguidos sobre sus
patas traseras, lanzaban dentelladas de sus rojas bocas hacia dos habitantes de
Maaschanheem que alababan detalles de las monturas y arneses de las bestias e
interrogaban a su propietario, un alto subdito de Draachenheem.
Se exhibían toda clase de animales extraños, así como otros más familiares para
mí. Igualmente, había ciertos productos que no logré identificar por completo, pero
que tenían una gran aceptación.
Estos intercambios daban lugar a un clamor intenso pero festivo. Mucha gente
paseaba en pequeños grupos, sin comprar ni vender, sólo disfrutando del espectáculo.
Cerca de la gran arca, el bajel de los príncipes ursinos, se veía un aspecto del día
mucho menos agradable. Las Mujeres Fantasma estaban inspeccionando a unos
aterrorizados adolescentes, completamente desnudos y sujetos con cadenas. Apenas
podía creer que los Eldren se hubieran corrompido hasta el punto de convertirse en
caníbales y poseedores de esclavos.
—¿Ése es el pueblo al que considera mucho más noble que la raza humana? —
preguntó Von Bek. Hablaba con sarcasmo, repugnado por la escena—. Si tales cosas
se permiten, no creo que encuentre ayuda para cumplir mi misión.
Bellanda se unió a nosotros.
—Los príncipes ursinos gobiernan un reino en donde los humanos son salvajes.
Se matan y comen entre ellos. Se compran y venden mutuamente. Por lo tanto, los
príncipes creen que es una costumbre normal entre los humanos y sacan provecho de
ella. Tratan bien a los chicos..., al menos, los osos.
—¿Y qué hacen las mujeres con ellos?
—Reproducirse. —Bellanda se encogió de hombros—. Es la misma situación que

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se da entre nosotros, pero al revés.
—Sólo que nosotros no cocinamos y devoramos a nuestras esposas —señaló Von
Bek.
Bellanda no respondió.
—Por todo ello —dije—, voy a bajar ahora mismo. Mi intención es acercarme a
las Mujeres Fantasma y hacerles algunas preguntas. Está permitido, ¿no?
—Está permitido intercambiar información —dijo Bellanda—, pero no debéis
interrumpir un trueque antes de que finalice.
Desembarcamos junto con otros habitantes del casco que querían ver los lugares
de interés y echar un vistazo a los productos que estaban a la venta. Me encaminé
directamente, seguido de Von Bek, a la zona cercana a los barcos blancos, donde las
Mujeres Fantasma habían plantado sus tiendas y recintos de seda trenzada. Al no ver
a nadie fuera, elegí como meta el pabellón de mayores dimensiones. La entrada
estaba custodiada. Entré y me detuve al instante, consternado.
—¡Dios mío! —exclamó Von Bek detrás de mí—. Un auténtico mercado de
ganado.
El lugar hedía a cuerpos humanos, pues allí habían reunido los mercaderes de
esclavos a sus presas para ser examinadas. Un individuo cubierto de cicatrices, que lo
miraba todo con los ojos muy abiertos, me impresionó en particular. Algunos se veían
turbados o avergonzados de su ocupación. Otros preferían cerrar sus tratos en relativa
intimidad.
A la escasa luz de la tienda vi al menos una docena de corrales, con el suelo
cubierto de paja, en los que se hacinaban jóvenes y adolescentes. Algunos llevaban
las marcas de toda clase de crueldades, mientras que otros, con aire orgulloso,
hinchaban el pecho y miraban a los rostros invisibles de las Mujeres Fantasma que les
examinaban. La mayoría se mostraban pasivos, dóciles como terneros.
Pero lo que realmente me conmocionó fue ver al capitán barón Armiad cerrando
un trato con una de las mujeres vestidas de blanco. Un rufián, que no pertenecía a la
dotación del casco, sujetaba una ristra de seis jóvenes, atados por el cuello con una
especie de dogal continuo. Armiad cantaba sus virtudes a la mujer, haciéndole
bromas que ella ni entendía ni le interesaban. Por lo visto, el capitán había
descubierto un medio más lucrativo de reducir el exceso de población y, como sus
compatriotas de Maaschanheem odiaban la trata de esclavos, se sentía a salvo de
miradas indiscretas.
Levantó la vista en mitad de una sonrisa untuosa, vio que Von Bek y yo le
estábamos observando y se libró a un estallido de furia.
—¡Espías y forajidos al mismo tiempo! ¡Así pensáis vengaros de mí, por haber
descubierto vuestra perfidia!
Levanté las manos, intentando darle a entender que no pensaba entrometerme en

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sus asuntos, pero el capitán barón estaba loco de furor. Le arrebató la soga a su
subalterno y se precipitó sobre mí, sin dejar de gritar.
—¡Quedaos con los malditos esclavos! —aulló a las sorprendidas Mujeres
Fantasma—. Os los podéis cenar esta noche, con mi bendición. Ven, Rooper, he
cambiado de idea. —Se detuvo frente a mí. Tenía la cara de un rojo encendido y
echaba chispas por los ojos—. Flamadin, renegado, ¿por qué me habéis seguido?
¿Queréis chantajearme, avergonzarme delante de los demás capitanes barones? Bien,
la verdad es que no estaba vendiendo a esos chicos. Esperaba ponerles en libertad.
—No me interesan vuestros asuntos, Armiad —respondí con frialdad—. Y mucho
menos vuestras mentiras.
—¿Estáis diciendo que miento?
Me encogí de hombros.
—He venido para hablar con las Mujeres Fantasma. Seguid con vuestros
negocios, por favor. Haced lo que os dé la gana. No quiero saber nada más de vos,
capitán barón.
—Empleáis un tono demasiado altivo para ser un asesino frustrado y un exiliado
ignominioso.
Se abalanzó sobre mí. Yo retrocedí. Extrajo un largo cuchillo de su sencilla
túnica. Sabía que estaba prohibido llevar armas durante la Asamblea. Hasta Von Bek
había dejado su pistola al cuidado de Bellanda. Alargué la mano para agarrar su
muñeca, pero él se echó hacia atrás. Se quedó inmóvil, jadeando como un perro
rabioso. Me miró con odio y atacó de nuevo, cuchillo en alto.
En ese momento se produjo un gran estrépito en el pabellón de las Mujeres
Fantasma. Media docena de leyes venerables se habían violado al mismo tiempo.
Intenté contenerle y pedí ayuda a Von Bek.
Sin embargo, el secuaz de Armiad había atacado a mi amigo, y éste se las tenía
que ver con otro cuchillo.
Salimos corriendo de la gran tienda, gritando auxilio y tratando de apaciguar a
Armiad y Rooper. Se estaban poniendo en evidencia y llamando la atención.
De pronto, una docena de hombres y mujeres cayeron sobre nosotros, sujetaron a
Armiad y a su matón y les arrebataron los cuchillos.
—Me estaba defendiendo de ese villano —dijo Armiad—. Los cuchillos los
llevaban ellos, lo juro.
Me parecía imposible que alguien creyera su historia, pero un fornido habitante
de Draachenheem escupió ante mis pies.
—Creo que me conoces, Flamadin. Fui uno de los que te eligieron como señor
nuestro, pero tú nos menospreciaste, y aún peor. Tienes suerte de que no se pueda
derramar sangre aquí. Si no fuera por eso, te clavaría el cuchillo yo mismo. ¡Traidor!
¡Charlatán!

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Volvió a escupir.
Ahora, casi todo el mundo congregado me miraba con odio.
Tan sólo las mujeres, cuyas emociones quedaban ocultas tras las máscaras de
marfil, me contemplaban de forma diferente. Tuve la impresión de que me habían
reconocido y su interés por mí se acentuaba por momentos.
—¡Cuando termine la Asamblea, Flamadin, no tardaremos en encontrarte! —dijo
el de Draachenheem.
Entró como una exhalación en la tienda que encerraba los corrales de esclavos.
Armiad estaba casi tan sorprendido como yo de que aquella gente hubiera creído
su historia. Compuso su atavío y se enderezó, resoplando y carraspeando.
—¿Quien, si no, osaría quebrantar nuestras viejas leyes? —preguntó a la
muchedumbre en general.
Algunas personas no le creían, pero eran más las que ya me odiaban y estaban
predispuestas a creerme culpable de otra docena de crímenes.
—Armiad —dije—, os aseguro que no era mi intención mezclarme en vuestros
asuntos. Vine a visitar a las Mujeres Caníbales.
—¿Quién va a visitar a las Mujeres Fantasma, sino un esclavista? —preguntó a la
multitud.
Un anciano corpulento se abrió paso hacia nosotros. Portaba un bastón que le
doblaba la altura, y la importancia de su cometido se reflejaba en la severidad de sus
rubicundas facciones.
—Ni discusiones, ni peleas, ni duelos. Así lo manda la tradición. Seguid vuestro
camino, buenos caballeros, y no nos aflijáis con más oprobios.
Las Mujeres Caníbales sólo estaban interesadas en mí. No cesaban de
observarme. Oí que hablaban entre sí. Capté el nombre «Flamadin» en sus labios. Les
dediqué una reverencia.
—He venido como amigo de la raza Eldren.
No hubo respuesta. Las mujeres continuaron tan impasibles como sus máscaras
de marfil.
—Me gustaría hablar con vosotras —dije.
Tampoco hubo respuesta. Dos mujeres se alejaron.
Armiad seguía encolerizado, acusándome de iniciar el incidente. El anciano, que
se autodenominaba el Mediador, se mantenía en sus trece. No importaba quién
hubiera iniciado la disputa. Debía interrumpirse hasta después de concluida la
Asamblea.
—Ambos seréis confinados en vuestros cascos bajo pena de muerte. Esa es la
Ley.
—Pero he de hablar con las Mujeres Fantasma —le dije—. Para eso he venido.
No tenía la menor intención de enzarzarme en una pendencia con un bravucón.

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—¡Basta de insultos! —insistió el Mediador—. De lo contrario, seréis castigados.
Volved al Escudo Ceñudo, buenos caballeros. Permaneceréis en él hasta que termine
la Asamblea.
—No puede hacer nada delante de toda esta gente —murmuró Von Bek—. Tendrá
que esperar a que anochezca.
Armiad me dirigió una desagradable mirada. Pensé que ya había planeado mi fin.
Imaginé que casi nadie le culparía si se veía obligado a encerrarme y me sentenciaba
a muerte en cuanto finalizara la Asamblea. Sus pensamientos eran tan primitivos que
no costaba mucho leerlos.
A regañadientes, me encaminé hacia el casco con Armiad. El Mediador y un
grupo que había sido elegido entre los presentes para velar por el cumplimiento de la
Ley nos escoltó. No lograba imaginar cómo escaparía del casco para ir al encuentro
de las Mujeres Fantasma.
Miré hacia atrás. No apartaban la vista de mí, indiferentes a todo lo demás. Estaba
claro que mi visita les interesaba sobremanera. Sin embargo, ignoraba por completo
qué querían de mí y qué esperaban hacer conmigo.
Ya en el casco, Armiad permitió que la gente del Mediador nos condujera a
nuestros aposentos. Seguía sonriente. Después de todo, la situación se había inclinado
en su favor. No sabía cómo se las arreglaría para acusarnos a mí y a Von Bek, ni de
qué, pero estaba seguro de que ya tenía un plan en la cabeza.
—Dentro de poco, buenos caballeros —fueron sus últimas palabras, antes de
dirigirse a sus habitaciones—, lamentaréis que las Mujeres Fantasma no se hayan
quedado con vosotros, arrancado la piel a tiras ante vuestros ojos y devorado vuestros
miembros mientras el resto de vuestro cuerpo se asaba lentamente.
—Cualquier cosa sería preferible a vuestra cocina, capitán barón —respondió Von
Bek, enarcando una ceja.
Armiad frunció el ceño, sin comprender el comentario. Después, casi por
principios, nos miró con odio y se marchó.
A los pocos segundos oímos que las rejas exteriores descendían sobre nuestras
puertas. Aún podíamos salir al balcón, pero acceder a las cubiertas inferiores sería
largo y dificultoso, y no sabíamos si Armiad había dejado a propósito esa vía de
escape para atraparnos. Tendríamos que forjar un plan meticuloso y buscar otra salida
menos obvia. Cabía la posibilidad de que no nos molestaran durante la noche, pero no
existía la menor seguridad.
—Dudo que sea tan sutil como usted piensa —dijo Von Bek.
Ya estaba buscando algo que se pudiera utilizar a guisa de cuerda.
Por mi parte, necesitaba pensar. Me senté en la cama, ayudándole
automáticamente a atar las mantas unas con otras, mientras pasaba revista a los
acontecimientos de la mañana.

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—Las Mujeres Fantasma me reconocieron —dije.
—Y también casi todo el campamento —bromeó Von Bek—, pero no parece que
despierte la aprobación de mucha gente. Por lo visto, para la mayoría de los aquí
reunidos es un crimen mucho peor negarse a respetar la tradición que intentar
asesinar a la propia hermana. Estoy familiarizado con esa lógica. En mi país en un
hecho frecuente. ¿Con qué posibilidades cree que cuenta, aun si consigue escapar de
este casco? Casi todo el mundo, con la posible excepción de los príncipes ursinos y
las Mujeres Fantasma, le perseguirán a grito pelado. ¿Adonde podemos huir, amigo
mío?
—Debo admitir que he pensado en el mismo problema. —Le sonreí—. Confiaba
en que usted encontraría la solución.
—Nuestra primera tarea consiste en revisar todas las rutas de escape posibles.
Después, debemos esperar a que se haga de noche. Todo lo que intentemos antes será
inútil.
—Creo que no le ha reportado ningún beneficio compartir su suerte conmigo —
dije, a modo de disculpa.
—Temo que no me quedaba otra elección, amigo mío —rió Von Bek—. ¿Y a
usted?
Von Bek siempre conseguía elevar mi moral, por lo que le estaba enormemente
agradecido. Tras deliberar sobre todas las rutas de escape (ninguna de las cuales nos
pareció útil), me tendí en la cama y traté de desentrañar por qué las Mujeres
Fantasma me habían mirado con tanta curiosidad. ¿Me habrían confundido, por una
ironía, con mi hermana gemela Sharadim?
Llegó la noche. Nos habíamos decantado por nuestra primera alternativa: salir por
el balcón, alcanzar el mástil más próximo y bajar por el cordaje. Carecíamos de
armas, pues Von Bek había entregado su pistola a Bellanda. Si nos veían, nuestra
única esperanza sería conseguir huir de nuestros perseguidores.
Salimos al frío aire nocturno; a lo lejos vimos un centenar de hogueras, y oímos el
sonido producido por gentes de diferentes razas y culturas, algunas ni siquiera
humanas, mientras celebraban su extraña Asamblea. Von Bek había pergeñado una
especie de arpeo con la madera de un mueble. La intención era lanzarlo hacia el
enmarañado cordaje con la esperanza de que quedara sujeto. Me susurró que
estuviera preparado para dejar caer nuesra cuerda improvisada en cuanto me diera la
orden, y luego arrojó el arpeo. Oí el golpe; se quedó fijo un momento, y después se
soltó. Tras cuatro o cinco tentativas pareció hacer presa. Dejé que la cuerda se
deslizara entre mis manos hasta que Von Bek me ordenó parar. Ató el extremo a la
barandilla de la galería.
—Ahora —murmuró—, hemos de confiar en la suerte. ¿Voy yo primero?
Negué con la cabeza. Lo menos que podía hacer era correr el riesgo antes que él,

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pues la situación en que nos hallábamos era el resultado de mis obsesiones. Trepé al
otro lado del balcón, me sujeté de la cuerda con ambas manos y empecé a
columpiarme hacia el cordaje.
En ese momento, una voz triunfal gritó desde lo alto.
—Los ladrones escapan. ¡Capturadles, rápido!
Todo el casco pareció cobrar vida. Los haces de las linternas iluminaron a Von
Bek, sentado a horcajadas sobre la barandilla, y a mí, que colgaba indefenso en el
vacío, sin poder avanzar ni retroceder.
—¡Nos rendimos! —gritó Von Bek en tono distendido—. Volveremos a nuestra
prisión.
—Oh, no, no lo haréis, buenos caballeros —replicó Armiad con malicioso
regocijo—. Tendréis que caer a las cubiertas y romperos algunos huesos antes de que
os capturemos de nuevo...
—No sólo sois un arribista grosero, sino también un bastardo sin corazón —dijo
Von Bek. Estaba aflojando el nudo que ataba la cuerda a la barandilla. ¿Iba a
matarme? Entonces saltó, se aferró a la cuerda justo detrás de mí y aulló—: ¡Cogeos
bien, Herr Daker!
La cuerda se soltó de la barandilla y nos balanceamos con enorme fuerza hacia el
cordaje. Las sogas alquitranadas nos produjeron cortes en la cara, pero el impacto
también hizo caer a nuestros enemigos de sus puestos cercanos. Descendimos a toda
prisa.
Pero todo el casco hormigueaba de hombres armados, y cuando pisamos una
cubierta, dos o tres nos vieron y se abalanzaron sobre nosotros.
Corrimos hacia la barandilla más próxima y nos asomamos. No había forma de
saltar, nada a lo que sujetarnos.
Oí un peculiar tamborileo sobre nuestras cabezas y, cuando miré hacia arriba, vi
asombrado a una mujer alta, cubierta con una armadura blanca como el hueso, que se
deslizaba por una cuerda. Llevaba una espada bajo el brazo y un hacha de batalla
colgando de una correa ceñida a su muñeca. Se dejó caer junto a nosotros y avanzó
con seguridad, acuchillando en apariencia el aire.
No sé lo que hizo en realidad a los hombres de Maaschanheem, pero dio la
impresión de que se desplomaban en el suelo despedazados. La mujer nos indicó con
un gesto que la siguiéramos, y no lo dudamos ni un momento. Vimos entonces a una
docena de Mujeres Fantasma esparcidas por el barco, y por donde pasaban no
quedaba ningún marinero bloqueando el camino.
Oí la risa de Armiad, una risa desagradable, y casi se ahogaba con las carcajadas.
—Hasta la vista, perros. Os merecéis vuestra suerte. ¡Será mucho peor que la que
yo os reservaba!
Las Mujeres Fantasma formaban una especie de barrera móvil alrededor de

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nosotros. Avanzaban con gran celeridad por el barco, arrasando todo a su paso.
Al cabo de unos momentos, Von Bek y yo saltamos por la borda y las mujeres nos
condujeron a sus tiendas.
Sabía que habían quebrantado todas las antiguas leyes de la Asamblea.
¿Qué podía ser tan importante para ellas como para correr un riesgo de tal
magnitud? Les resultaría difícil conseguir más esclavos masculinos para sus
propósitos concretos sin la Asamblea. ¡Su raza estaría en peligro!
—Amigo mío, creo que no somos sus invitados, sino sus prisioneros —me dijo
Von Bek con voz algo temblorosa—. ¿Qué se propondrán hacer con nosotros?
—Cerrad la boca —le espetó una de las mujeres—. Nuestro futuro y nuestra
propia existencia se hallan amenazados. No fuimos a pelear con aquella gente, sino a
buscaros. Hemos de partir cuanto antes.
—¿Partir? —Mi estómago se revolvió—. ¿Adonde pensáis llevarnos?
—A Gheestenheem, por supuesto.
Von Bek lanzó una de sus estentóreas carcajadas.
—Oh, esto es demasiado para mí. He escapado de los torturadores de Hitler sólo
para convertirme en pavo de Navidad. Confío en que me encontréis sabroso, señoras.
Soy más delgado de lo que os conviene.
Nos habían conducido a bordo de un esbelto bajel blanco. Nos bajaron por un
costado. Oí que desembarcaban unos osos.
—Bien, Von Bek —le dije a mi amigo—, vamos a resolver el misterio de
Gheestenheem en directo.
Me senté erguido en el barco. Nadie me reprimió cuando, apoyándome en un
asiento de madera, me levanté y escudriñé las negras aguas. Detrás de nosotros se
distinguían las hogueras y las enormes sombras del Terreno de la Asamblea. Estaba
seguro de que jamás las vería de nuevo.
Me volví para hablar con la mujer que había dirigido el ataque contra el casco.
—¿Por qué arriesgasteis todo lo que estimáis? Nunca podréis asistir a otra
Asamblea, ¿verdad? ¡Todavía no sé si estaros agradecido o no!
Se estaba soltando la armadura y desatándose la visera.
—Juzgaréis por vos mismo cuando lleguemos a Gheestenheem —contestó.
Se quitó la visera.
Era la mujer que había visto antes. Al contemplar sus hermosas facciones me
acordé de un sueño que había tenido en cierta ocasión.
Hablaba con Ermizhad. Me decía que ella no se reencarnaría eternamente como
yo, pero cuando su espíritu habitara otra forma, ésta sería siempre la misma. Y jamás
dejaría de amarme. No observé la menor señal de reconocimiento en aquel rostro,
pero aun así las lágrimas acudieron a mis ojos mientras la contemplaba.
—¿Eres tú, Ermizhad? —pregunté.

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La mujer me miró con cierta sorpresa.
—Mi nombre es Alisaard —dijo—. ¿Por qué lloráis?

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Libro segundo
Sin dejar de recordar transcurre nuestro exilio
de los caminos celestiales
De la larga noche de los días infinitos
retuvimos una hora en el tiempo suspendida
Con solemne alegría las estrellas danzaban,
apartadas en mágicas alturas
Las lilas suspiraban entre las sombras de las luces
verdes azules y amarillas
Pero ya la noche cerrada parecía
fantasmal y sombría,
pues nuestros corazones inflamados
a todos su s delirios habían renunc lado
La belleza llamaba a la belleza,
y a voluntad del mago ac udían en tropel
las horas de amor desvanecidas que arden
en el corazón del silencio inmortal
Y en fuga pusieron dulces rostros eternos
a las sombras de la tierra,
y tenue y frágil como una mariposa
tu blanca mano aleteó y se alejó
Oh, ¿quién soy yo para erguirme junto a esta diosa
del aire crepuscular?

«A. E.» (GEORGE RUSSELL)


Afrodita

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1
Recuerdo poco de aquel viaje hasta el amanecer del día siguiente. El sol se
levantó, rojo, enorme e insustancial, temblando en la húmeda neblina y
proporcionando un barniz rosado y escarlata a las grandes olas. El viento hinchaba la
vela blanca y el sol también nos bañó, tiñéndonos de los mismos colores sutiles, hasta
que nos fundimos con el océano a medida que avanzábamos hacia el astro.
Después, poco a poco, distinguí algo delante de nosotros. Era como si el mar
arrojara al aire gigantescos chorros de agua. Luego comprendí que no era agua, sino
luz. Grandes columnas de luz que caían del cielo e iluminaban una vasta superficie.
Detrás se veía bruma, espuma y nubes. El agua de la zona rodeada por las columnas
estaba en calma.
Von Bek se hallaba en la proa. Apoyaba una mano en una cuerda tirante y con la
otra se protegía los ojos. Estaba excitado. Gotas de espuma cubrían su piel. Parecía
que acabara de resucitar. Yo también me sentía agradecido por el agua salada que me
libraba de la mugre oleosa.
—¡Qué maravilla de la naturaleza! —exclamó Von Bek—. ¿Cómo cree que se
formó, Daker?
Negué con la cabeza.
—Siempre doy por sentado que se trata de magia.
Me eché a reír, comprendiendo la ironía de mi comentario.
Alisaard, con el cabello rojo oscuro agitado por el viento, subió desde una
cubierta inferior.
—Ah, ¿habéis visto la Entrada? —preguntó con mucha seriedad.
—¿Entrada? —se extrañó Von Bek—. ¿Adonde?
—A Gheestenheem, por supuesto.
Demostró claramente que consideraba encantadora su ingenuidad. Sentí una
inesperada punzada de celos. ¿Por qué no podía ser amable con aquellos a los que
elegía? No era mi Ermizhad, pero costaba retener la idea en la mente, pues el
parecido era asombroso. La mujer se volvió hacia mí.
—¿Habéis dormido, u os habéis pasado toda la noche llorando, príncipe
Flamadin?
Hablaba en un tono de compasión irónica. Me resultaba difícil creer que aquellas
mujeres fueran crueles propietarias de esclavos y, por añadidura, caníbales. De todos
modos, resolví que no debía olvidar mi propia experiencia: a menudo, las culturas
más urbanas, civilizadas y humanas poseían al menos un aspecto que, aunque normal
a sus ojos, parecía monstruoso a otros. Pese a ello, aquellas mujeres tenían la gracia
que yo asociaba con mis Eldren.
—¿Os autodenomináis «Mujeres Fantasma» —pregunté, ansioso de retener su

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atención.
—No, pero descubrimos hace mucho tiempo que nuestra mejor arma defensiva
consistía en alentar las supersticiones de los humanos para aprovecharnos de ellas. La
armadura tiene varias funciones prácticas, en especial cuando nos encontramos cerca
de esos cascos humeantes, pero también conlleva cierto misterio, asusta a los que nos
dedicarían toda clase de insultos y vejaciones.
—Entonces, ¿cómo os autodenomináis? —pregunté, sin muchos deseos de oír la
respuesta.
—Somos mujeres de la raza Eldren —dijo.
—¿Y vuestro pueblo habita en Gheestenheem?
Mi corazón se puso a latir con violencia.
—Las mujeres habitan en Gheestenheem.
—¿Sólo las mujeres? ¿No hay hombres?
—Hay hombres, pero vivimos separadas de ellos. Se produjo un éxodo. Los
Eldren fueron expulsados de su reino primitivo por humanos bárbaros que se
llamaban los Mabden. Buscamos refugio en otra parte, pero en un momento dado nos
separamos. Por eso nos hemos perpetuado durante muchos siglos mediante varones
humanos. Sin embargo, de tales uniones sólo podemos concebir niñas. Basta para que
nuestro linaje perdure, pero nos resulta un proceso desagradable.
—¿Qué les ocurre a los varones cuando han servido a vuestros propósitos?
La mujer rió, echando hacia atrás su hermosa cabeza. La luz del sol pareció
prender fuego a su cabello.
—¿Creéis que abrigamos la intención de cebaros para celebrar un festín, príncipe
Flamadin? ¡Obtendréis respuesta a vuestra pregunta cuando lleguemos a
Gheestenheem!
—¿Por qué arriesgasteis tanto para rescatarnos?
—No teníamos la intención de rescataros. Ignorábamos que estabais en peligro.
Queríamos hablar con vos. Entonces, cuando vimos lo que estaba ocurriendo,
decidimos ayudaros.
—¿Así que vinisteis a capturarme?
—A hablar. ¿Preferís que os llevemos de vuelta a aquel casco maloliente?
Me apresuré a negar cualquier deseo de volver a ver el Escudo Ceñudo.
—¿Cuándo pensáis darme una explicación?
—Cuando lleguemos a Gheestenheem. ¡Mirad!
Las columnas se alzaban a gran altura sobre nuestras cabezas, aunque el barco
aún no las había alcanzado. La luz que se reflejaba en el blanco bajel lo dotaba de un
brillo extraordinario. Al principio, había pensado que las columnas eran también
blancas, como de mármol, pero en realidad resplandecían con todos los colores del
arco iris.

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En la popa, las mujeres que se encargaban del timón estaban inclinadas sobre los
osos que tiraban de la embarcación, desplazándola con gran cautela entre las
columnas.
—Es peligroso tocarlas —explicó Alisaard—. Podrían reducirnos a cenizas en
cuestión de segundos.
Yo estaba medio cegado por la luz deslumbrante. Entreví vagamente olas enormes
que se alzaban alrededor de la base de las columnas, y noté que el barco era
impulsado hacia arriba, zarandeado de un pilar luminoso a otro. Pero la tripulación
era experta. De pronto, las dejamos atrás y nos mecimos en total silencio sobre las
calmadas aguas. Miré hacia arriba. Era como si me encontrara en un inmenso túnel
que se extendiera hasta el infinito. No veía el final. Reinaba una atmósfera tranquila
en su interior que disipaba todos los temores que había sentido al entrar.
—¡Es magnífico! —exclamó Von Bek, estupefacto—. ¿Realmente es cosa de
magia?
—¿Sois supersticiosos como aquella gente, conde Von Bek? —preguntó Alisaard
—. Me había imaginado lo contrario.
—Supera todos mis conocimientos científicos —replicó él con una sonrisa—.
¿Qué otra cosa podría ser, sino magia?
—Nosotras lo consideramos un fenómeno perfectamente natural. Tiene lugar
siempre que las dimensiones de nuestros reinos se cruzan. Se forma una especie de
vórtice, por el que es posible acceder a los Reinos de la Rueda, con tal que se posea la
curiosidad o valentía suficientes. Tenemos cartas de navegación que nos revelan
cuándo y dónde se materializan esas entradas, adonde es probable que conduzcan y
cosas así. Puesto que son regulares y predecibles, no las definimos como mágicas.
¿Os satisface la explicación?
—Completamente, señora —respondió Von Bek, enarcando las cejas—, pero creo
que no podría convencer ni a Albert Einstein de la existencia de este túnel.
Ella no entendió la referencia, pero sonrió. No cabía duda de que a Alisaard le
agradaba Von Bek. Recelaba más de mí, pero yo no entendía el motivo, a menos que
también creyera las historias de mis crímenes y traiciones. ¡De repente lo comprendí!
Aquellas mujeres querían a Sharadim, mi hermana gemela. ¿Pensaban entregarme a
la justicia, a cambio de su ayuda? Después de todo, estaban acostumbradas a traficar
con hombres. ¿Me consideraban una simple mercancía?
Todos estos pensamientos se alejaron de mi mente cuando el barco empezó a dar
vueltas. Fuimos arrojados contra las cuadernas, si bien no giraba con la suficiente
rapidez para salir despedidos por la borda, y después empezó a elevarse poco a poco
en el aire. ¡Parecía que el túnel nos estaba atrayendo hacia arriba, aspirándonos hacia
la dimensión contigua! El barco cabeceó y temí que cayéramos al agua, pero nuestra
gravedad no varió. Navegábamos por el túnel como si siguiéramos la veloz corriente

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de un río. Casi esperaba ver riberas a ambos lados, pero sólo percibí los
resplandecientes colores del arco iris. Tuve ganas de llorar otra vez, pero a causa de
la belleza y maravilla que entrañaba todo aquello.
—Es como si todos los rayos de más de un sol nos bañasen al mismo tiempo —
dijo Von Bek, acercándose a mí—. Tengo curiosidad por saber más cosas de estos
Seis Reinos.
—Existen en el multiverso, según tengo entendido, docenas de agrupaciones
diferentemente constituidas, al igual que existen distintas clases de estrellas y
planetas que obedecen a leyes físicas diversas. Lo que ocurre es que no son
fácilmente perceptibles para la mayoría de los que habitamos en la Tierra, eso es
todo. Por qué es así, lo ignoro. A veces, pienso que nuestro mundo es una especie de
colonia que alberga una raza subdesarrollada o tullida, puesto que muchas otras creen
sin ambages en la existencia del multiverso.
—Me gustaría vivir en un mundo en que espectáculos como éste fueran normales
—repuso Von Bek.
El barco siguió viajando a toda velocidad por el túnel. Reparé, sin embargo, en
que las timoneles se mantenían alerta. Me pregunté si existiría algún peligro
adicional.
Entonces, el bajel empezó a girar de nuevo y varió de posición, como si fuera a
zambullirse en la oscuridad. Las tripulantes se lanzaron gritos unas a otras,
preparándose para algo. Alisaard nos dijo que nos agarrásemos con fuerza a los
costados de la embarcación.
—Y rezad para que lleguemos a Gheestenheem —añadió—. ¡Estos túneles son
famosos por desplazar los objetos y a los viajeros atrapados hasta la siguiente
revolución!
La oscuridad era tan completa que no veía a ninguno de mis compañeros. Noté
una peculiar sacudida, oí que las cuadernas del barco crujían y después, muy
lentamente, la luz volvió. Nos mecíamos en aguas normales y seguíamos rodeados de
brillantes columnas, aunque de resplandor más débil que las anteriores.
—¡Seguid en línea recta! ¡Seguid en línea recta! —gritó Alisaard.
El barco saltó hacia adelante, avanzando entre las columnas. Las timoneles
remaron con todas sus energías. Alzados sobre la cresta de una ola nos dirigimos a
una orilla distante que me recordó, por razones que no pude precisar, las rocas
blancas de Dover, coronadas de hierba exuberante y ondulada.
Un sol dorado bañaba las azules aguas. Pequeñas nubes blancas flotaban en un
cielo luminoso. Casi había olvidado el sencillo placer de un paisaje de verano normal.
Habían pasado varias eternidades desde que contemplara algo semejante, pensé. De
hecho, desde mi separación de Ermizhad.
—¡Dios mío! —exclamó Von Bek—. Es Inglaterra, ¿verdad? ¿O tal vez Irlanda?

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Tales palabras carecían de sentido para Alisaard. La mujer agitó la cabeza.
—Sois un compendio de nombres extraños, conde Von Bek. Habéis viajado
mucho, ¿no?
Él lanzó una carcajada al oír eso.
—Ahora sois vos la ingenua, buena mujer. Os aseguro que mis viajes han sido
muy insípidos, en contra de lo que imagináis.
—Supongo que lo desconocido siempre parece más exótico.
Alisaard disfrutaba de la brisa que revolvía su cabello, y se había quitado más
piezas de la armadura marfileña, al igual que las demás, para sentir el sol sobre la
piel.
—Maaschanheem es un mundo triste —comentó—. Imagino que aquellas aguas
poco profundas le confieren su color gris.
Miró al frente. Los acantilados se abrían, delimitando una gran bahía. En la curva
de la bahía había un muelle, y detrás una ciudad cuyas casas trepaban por tres laderas
sobre el mar.
—¡Barobanay! —señaló Alisaard con cierto alivio—. Ya podemos volver a ser
nosotras mismas. Odio estas pantomimas.
Golpeó con los nudillos su peto de marfil.
Había muchos otros veleros de todas clases amarrados a los muelles de
Barobanay, pero ninguno como el nuestro. Sospeché que los barcos blancos formaban
parte del decorado que las «Mujeres Fantasma» empleaban para mantener alejados a
los extraños.
La nave viró por avante, se desarmaron los remos y se lanzaron cuerdas a jóvenes
de ambos sexos que aguardaban para asegurarlas a los cabrestantes. Las mujeres eran
claramente de sangre Eldren, pero los hombres también eran humanos. Ningún sexo
poseía el porte de los esclavos. Se lo comenté a Alisaard.
—Los hombres son bastante felices —contestó—, si bien no gozan de ciertos
derechos específicos.
—Algunos habrán querido escapar, por agradable que fuera su vida, ¿no? —
razonó Von Bek.
—Antes que nada, deberían conocer nuestro Túnel de Entrada —dijo Alisaard,
mientras la embarcación chocaba contra el muro.
Se tendió una pasarela de desembarco entre la nave y el muelle.
Alisaard fue la primera en descender a tierra firme. Atravesamos una pequeña
plaza cuadrada, empedrada con adoquines, y recorrimos un sinuoso sendero
empinado que conducía a una casa alta de estilo similar al gótico, algo alejada de la
orilla. Tenía aspecto de ser un edificio público.
El sol calentaba nuestros cuerpos cuando subimos los últimos peldaños que
llevaban al edificio.

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—Nuestra Sede del Consejo —dijo Alisaard—. Una obra de arquitectura bastante
modesta, pero aquí se reúne nuestro gobierno.
—Tiene el aspecto sencillo de nuestros viejos ayuntamientos alemanes —aprobó
Von Bek—, y es lo más bello que hemos visto en los últimos tiempos. ¡Imagínese,
Daker, lo que haría un basurero de Armiad con un edificio como éste!
No pude por menos que estar de acuerdo con él.
Por dentro, el lugar era fresco y agradable, lleno de flores y plantas odoríferas. El
suelo era de mármol, pero había hermosas alfombras diseminadas por todas partes, y
la obsidiana verde de las columnas y chimeneas no tenía nada de siniestro. Colgaban
tapices en las paredes, la mayoría no figurativos, y los techos estaban pintados con
dibujos complicados y exquisitos. Una serena dignidad reinaba en el lugar, y todavía
me resultó más difícil creer que aquellas mujeres Eldren planeasen utilizarme como
mercancía.
Una mujer de edad madura y cabello plateado, cuyo rostro no mostraba los
estragos de la edad tan frecuentes entre los humanos, salió por una pequeña puerta
situada a nuestra derecha.
—Así que os han persuadido de venir a visitarnos, príncipe Flamadin —dijo con
entusiasmo—. Os estoy muy agradecida.
Alisaard presentó a Ulrich von Bek y explicó por encima lo sucedido. La mujer
mayor vestía de rojo y oro. Nos dio la bienvenida y se identificó como Phalizaarn, la
Anunciadora Electa.
—Supongo que nadie os habrá explicado todavía por qué os buscábamos,
príncipe Flamadin.
—Me dio la impresión, lady Phalizaarn, de que deseabais la ayuda de mi
hermana, Sharadim.
Se quedó sorprendida. Nos indicó con un gesto que la precediéramos por una
puerta, y entramos en un invernadero lleno de hermosísimas flores.
—¿Cómo lo habéis sabido?
—Poseo un sexto sentido para estos asuntos. ¿Es verdad, pues?
La mujer se detuvo junto a un rododendro púrpura. Parecía turbada por mis
palabras.
—Es verdad, príncipe Flamadin, que algunas de nosotras intentaron, por medios
poco convencionales, invocar á vuestra hermana, o al menos pedirle ayuda. No se les
prohibió hacerlo, pero su acto mereció la desaprobación de todo el mundo, incluido el
Consejo. Nos pareció un método bárbaro e inadecuado de abordar a la princesa
Sharadim.
—¿Esas mujeres no representan, pues, a todas las Eldren?
—Se trata de una simple facción.
La Anunciadora Electa dirigió una mirada algo irónica a Alisaard, que bajó la

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vista. Comprendí que ella era, o había sido, una de las mujeres que invocaron la
ayuda de mi hermana mediante métodos «bárbaros». Sin embargo, ¿por qué me había
salvado de las garras de Armiad? ¿Por qué me había escogido?
Creí justo decir algo en favor de Alisaard.
—Debo deciros, señora, que estoy acostumbrado a tales sortilegios. —Sonreí a
Alisaard, que levantó la vista algo sorprendida— No es la primera vez que he sido
llamado desde más allá de las barreras que separan los mundos. Lo que me
desconcierta es por qué oí la llamada dirigida a Sharadim.
—Porque Sharadim no es la persona que buscábamos —intervino Alisaard—.
Debo admitir que hasta ayer me sentía dispuesta a insistir en que el oráculo nos había
engañado. Estaba convencida de que ningún humano de sexo masculino poseía la
afinidad con las Eldren que necesitábamos para actuar. Os conocíamos a los dos, por
supuesto. Sabíamos que erais gemelos. Pensamos que el oráculo había hablado de
Flamadin confundiéndole con Sharadim.
—Se han producido enconados debates sobre la cuestión —dijo en tono gentil
lady Phalizaarn—. En esta misma sala.
—La penúltima noche —continuó Alisaard— intentamos otra vez llamar a
Sharadim. Pensamos que el lugar más adecuado era el Terreno de la Asamblea.
Éramos conscientes de la energía que fluía en nosotras en aquel momento. Más fuerte
que nunca. Encendimos nuestra hoguera, enlazamos nuestros brazos y nos
concentramos. Y por primera vez vimos a la persona que buscábamos. Ya supondréis
a quién pertenecía aquel rostro, estoy segura.
—Visteis al príncipe Flamadin —dijo lady Phalizaarn, intentando ocultar la
satisfacción que vibraba en su voz—. Y luego le visteis en carne...
—Recordamos que habíais encargado a la timonel Danifeí abordar al príncipe
Flamadin si se hallaba en la Asamblea. Fuimos a buscarla y admitimos nuestra
equivocación. Juntas, como podéis ver, fuimos a visitar al príncipe Flamadin. Nos
vimos obligadas a actuar en secreto, dada la naturaleza de la Asamblea y el carácter
brutal del capitán barón que gobierna el casco donde se hospedaban el príncipe
Flamadin y su amigo. Descubrimos con total asombro que ambos estaban tratando de
huir, así que les ayudamos.
—Alisaard —dijo con suavidad lady Phalizaarn—, ¿pensaste en invitar al
príncipe Flamadin a Gheestenheem? ¿Le dejaste otra alternativa?
—En la excitación del momento me olvidé, señora Anunciadora Electa. Me
disculpo ante todos. Pensamos que nos iban a perseguir.
—¿Perseguir?
—Los enemigos sedientos de sangre de los que Alisaard nos salvó —se apresuró
a intervenir Von Bek—. Os debemos nuestras vidas, señora. Y, desde luego,
habríamos aceptado vuestra invitación si nos la hubieran comunicado.

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Lady Phalizaarn sonrió. También ella se había rendido a los encantos de la
ancestral cortesía alemana de mi amigo.
—Sois un cortesano nato, conde Von Bek, aunque diplomático nato sería mucho
más correcto.
—Me inclino por lo último, mi señora. Nosotros, los Von Bek, nunca hemos sido
muy aficionados a los monarcas. Un miembro de nuestra familia llegó a pertenecer a
la Asamblea Nacional francesa revolucionaria.
Más palabras que ellas no comprendieron. Yo sí, pero para los demás eran como
un idioma extranjero. Von Bek aprendería un día, como yo lo había hecho, a
mantener una conversación sin introducir referencias a la existencia de nuestra Tierra
o a su siglo xx.
—Todavía no se me ocurre qué podéis desear de mí —dije cortésmente—. Os
aseguro, mi señora, que he venido de buen grado, dado que todos los demás parecen
estar en contra mía, pero seré franco con vos. No tengo el menor recuerdo de ser el
príncipe Flamadin. La verdad es que llevo pocos días habitando su cuerpo. Si
Flamadin posee un conocimiento que deseáis, temo que voy a decepcionaros.
Al oír esto, lady Phalizaarn mostró su alegría.
—No sabéis cuánto me tranquilizan esas palabras, príncipe Flamadin. La
precisión de nuestro «oráculo», como Alisaard insiste en llamarlo, se ha confirmado
más si cabe. Os enteraréis de todo cuando se convoque el Consejo. No debo hablar
hasta que reciba instrucciones en ese sentido.
—¿Cuándo será convocado el Consejo? —le pregunté.
—Esta tarde. Gozáis de libertad para explorar nuestra ciudad o descansar. Se os
han destinado aposentos. Informadnos de todo lo que necesitéis en materia de comida
o ropa. Estoy muy complacida de veros aquí, príncipe Flamadin. ¡Pensaba que ya era
demasiado tarde!
Nos retiramos después de estas palabras misteriosas. Alisaard nos guió a los
aposentos que habían preparado para mí.
—No se os esperaba, conde Von Bek, de modo que tardaremos un poco en
preparar vuestros aposentos. Entretanto, disponéis de dos habitaciones contiguas, con
un sofá lo bastante grande, incluso para un hombre de vuestro tamaño.
—Esto es lo que más me interesa —exclamé al abrir la puerta. Era una enorme
bañera, que me recordaba un poco las de la era victoriana, aunque no se veían
cañerías conectadas a ella—. ¿Hay alguna forma de conseguir agua caliente?
La joven me indicó algo que colgaba de un lado de la bañera, y que yo había
tomado por el cordón de un timbre.
—Dos tirones para agua caliente, y uno para la fría —dijo ella.
—¿Cómo llega el agua a la bañera? —quise saber.
—Por ese conducto. —Indicó una especie de espita situada cerca de un extremo

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—. Y por ahí arriba.
Me hablaba como si yo fuera un bárbaro al que estuviera introduciendo en las
comodidades de la civilización.
—Gracias —dije—. Estoy seguro de que pronto aprenderé el funcionamiento.
El jabón que me entregó era una especie de polvo abrasivo, pero se suavizaba
bastante en el agua. El primer chorro de agua caliente casi me mató. Advertí que salía
tibia tirando tres veces de la cadena, pero se había olvidado de decírmelo...
Von Bek había charlado con Alisaard mientras yo me bañaba. La joven se marchó
cuando le tocó a Ulrich el turno de usar la bañera. Se benefició de lo que yo había
aprendido sobre la temperatura del agua. Mientras se enjabonaba, continuó
parloteando alegremente.
—Le he preguntado a Alisaard si su raza y los humanos pueden reproducirse.
Cree que es improbable, aunque sólo puede hablar por propia experiencia. Por lo
visto, el método que utilizan es algo complicado. Dice que entra en juego «mucha
química». Deben de emplear productos químicos y otros agentes. Tal vez alguna
forma de inseminación artificial...
—Por desgracia, no entiendo de esos temas, pero los Eldren siempre fueron
expertos en medicamentos. Lo que me intriga es cómo llegaron a separarse las
mujeres de los hombres, y si esta gente desciende de la que yo conocí, o son sus
antepasados.
—Me resulta difícil seguirle —admitió Von Bek.
Se puso a silbar un popular tema de jazz de su época (algunos años anterior a la
mía, cuando era John Daker).
Las habitaciones estaban amuebladas en el mismo estilo presente en el resto de la
Sede del Consejo, con grandes piezas de madera dura tallada, tapices y alfombras. Un
enorme edredón cubría mi cama, y a juzgar por su complejidad, su confección debía
de haber requerido unos cincuenta años. Había flores por todas partes, y las ventanas
daban a un patio que tenía un sendero de grava, césped y una fuente en el centro.
Reinaba un ambiente de tranquilidad. Pensé que sería muy grato establecerme en
aquel lugar, pero sabía que no era posible. Experimenté una punzada de agonía casi
física. ¡Cuánto echaba de menos a mi Ermizhad!
—Bien —dijo Von Bek más tarde, mientras se secaba con la toalla—, si no me
esperasen asuntos urgentes con el canciller de Alemania, pensaría que Barobanay es
un lugar excelente para pasar unas vacaciones, ¿verdad?
—Oh, desde luego —respondí, distraído—. Sin embargo, amigo mío, creo que
pronto estaremos muy ocupados. Estas mujeres opinan que traernos aquí era una
cuestión urgente, pero sigo sin comprender por qué llamaban a Sharadim y no a mí.
¿Le ha dado Alisaard más explicaciones?
—Me parece que para ella se trataba de una cuestión de principios. No quería

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creer que un hombre les fuera de alguna utilidad. Supongo que se basa en su propia
experiencia. Además, estaba el asunto del asesinato, o del probable asesinato.
—¿Cuál? ¿El que dicen que planeé? ¿Piensan ahora que conseguí asesinar a mi
hermana gemela?
—Oh, no, desde luego que no. —Von Bek se frotó el cabello—. ¿No estaba usted
presente cuando Alisaard lo mencionó? Por lo visto, es muy probable que el príncipe
Flamadin haya muerto. La historia que nos contaron en Maaschanheem es el reverso
de la verdad. ¡Parece que Flamadin fue asesinado siguiendo instrucciones de la
mismísima Sharadim! —Von Bek lo encontraba divertido. Rió y me palmeó el
hombro—. El mundo da muchas vueltas, ¿eh, amigo mío?
—Oh, sí —corroboré, notando que el corazón se me aceleraba de nuevo. —El
mundo da muchas vueltas...

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—Lo primero que debemos deciros —empezó lady Phalizaarn, poniéndose de pie
entre las mujeres sentadas— es que nos hallamos en grave peligro. Hemos intentado
durante muchos años localizar a nuestro pueblo, los Eldren, y reunimos de nuevo con
él. Nuestro método de perpetuar la raza, como ya os imaginaréis, nos resulta muy
desagradable. No hace falta decir que tratamos bien a los hombres seleccionados y
que les concedemos casi todos los privilegios de la comunidad, pero el proceso global
es contrario a la naturaleza. Preferiríamos procrear mediante la unión con alguien que
accediera de buen grado. Últimamente, nos hemos embarcado en una serie de
experimentos destinados a localizar a nuestra raza. Una vez conseguido, creemos que
estaremos en condiciones de reunimos con ella. Sin embargo, hemos hecho una serie
de descubrimientos inesperados. Aún más, nos hemos visto obligadas a transigir y,
por último, algunas de nosotras han tomado direcciones equivocadas. Ahora, por
ejemplo, vuestra hermana Sharadim sabe mucho más de lo que habríamos permitido,
de haber conocido su carácter.
—Tendréis que aclararme muchos puntos oscuros respecto del asunto —dije.
Von Bek y yo estábamos sentados, con las piernas cruzadas, frente a las mujeres,
la mayoría de las cuales eran de edad similar a la de Phalizaarn, aunque había algunas
más jóvenes y dos más ancianas. Alisaard no estaba presente, ni tampoco ninguna de
las que nos habían rescatado del casco de Armiad.
—Lo haremos —prometió la Anunciadora Electa.
Sin embargo, antes pasó a describir brevemente la historia de su pueblo. Un
puñado de supervivientes habían conseguido ocultarse de las numerosas fuerzas de
bárbaros humanos. Por fin, decidieron escapar a un reino al que no pudieran seguirles
los Mabden. Allí empezarían una nueva vida. Habían explorado otros planos, pero
deseaban encontrar uno no colonizado por los humanos. Idearon un medio de llegar a
un mundo que poseyera tal característica. Los primeros exploradores habían traído
consigo dos grandes animales, cuya curiosidad les había impulsado a seguir a los
exploradores. Se sabía ya que estos animales poseían medios de volver a su mundo,
creando un nuevo portal entre las barreras. Los Eldren decidieron dejarlos en libertad
a seguirlos. Aquellas bestias no eran hostiles con los Eldren. Existía cierto respeto
mutuo entre ellos, difícil de precisar. Los Eldren pensaban que no les resultaría difícil
vivir en el mismo mundo que los animales. Un grupo siguió al macho por el portal
que había creado. El segundo grupo, formado por mujeres, se preparó para seguirles
un poco después, cuando los hombres hubieran comprobado que no existía peligro.
Esperaron y, al enterarse de que no lo había, enviaron por la brecha a la hembra. Sin
embargo, cuando la estaban siguiendo desapareció de repente. Presintieron que tenía
lugar una lucha, que el animal trataba de prevenirlas, y se encontraron de improviso

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en este mundo. De alguna manera, el animal que les guiaba hacia la seguridad se
había perdido, o lo habían secuestrado.
—El portal se había desplazado —prosiguió Phalizaarn—. Los planos del
multiverso se intersecan como los dientes de las ruedecillas en un reloj. Una
oscilación del péndulo y te encuentras en un mundo por completo diferente, quizá
distante muchas épocas del que buscabas. Eso fue lo que nos ocurrió. Hasta hace
poco no supimos qué había sido del animal que iba a guiarnos. Para sobrevivir, nos
vimos forzadas a utilizar nuestros conocimientos de alquimia, a fin de poder
reproducirnos con los varones venidos de dimensiones humanas. A la larga,
descubrimos que podíamos comprar esos varones a varios comerciantes de los Seis
Reinos. Los reinos sólo se cruzan en la Asamblea. En ocasiones, sin embargo, no es
difícil visitar uno o dos cuando queremos. Entretanto, nos hemos consagrado al
estudio de lo que constituye el multiverso, de cómo y cuándo se intersecan las órbitas
de ciertos reinos. Gracias a nuestras médiums, las mismas que contactaron con vos,
confundiéndoos con Sharadim, nos hemos comunicado contadas veces con los
hombres de nuestro pueblo. Llegamos a la conclusión de que la única manera de
llegar hasta ellos era encontrar al animal que nos iba a guiar. Después, hace algunos
años, nos topamos con un problema todavía más inquietante. Descubrimos que las
hierbas que utilizamos en nuestros procesos alquímicos para perpetuarnos
comenzaban a escasear. Ignoramos por qué. Tal vez un cambio climático. Cultivamos
plantas muy similares en nuestros jardines especiales, pero no tienen exactamente las
mismas propiedades. Cada vez nos quedan menos reservas. Casi no tenemos hijas.
Pronto no tendremos ninguna. Nuestra raza peligrará. Por eso la búsqueda de ayuda
se hizo más perentoria. Después, un hombre nos dijo que sabía dónde encontrar al
animal, pero que un solo ser en todo el multiverso estaba destinado a encontrarlo.
Llamó a ese ser el Campeón Eterno.
—No sabíamos si era hombre o mujer, humano o Eldren —intervino otra
consejera, que estaba sentada en el suelo—. Sólo contábamos con la Actorios. La
piedra.
—Dijo que os encontraríamos por medio de esta piedra —siguió Phalizaarn. La
sacó de una bolsa que llevaba colgada de la cintura y la sostuvo sobre la palma de la
mano—. ¿La reconocéis?
Algo de mí reconoció la piedra, pero el recuerdo no acudió a mi mente. Hice un
gesto de impotencia.
—Bien, ella parece conoceros —sonrió Phalizaarn.
La gema, oscura como el humo, salpicada de colores indefinibles e inquietantes,
casi parecía agitarse en su palma. Experimenté una urgente necesidad de poseerla.
Quise alargar la mano y arrebatársela, pero me contuve.
—Tuya es —dijo una voz detrás de mí. Von Bek y yo nos volvimos—. Tuya es.

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Cógela.
El gigante negro Sepiriz, que ya no iba ataviado de negro y amarillo, sino de
púrpura, me miró con una especie de divertida compasión.
—Siempre te pertenecerá, dondequiera que la veas —continuó—. Cógela. Te será
de ayuda. Aquí ya ha cumplido su misión.
La piedra estaba caliente. Parecía carne. Me estremecí cuando la encerré en mi
puño. Tuve la impresión de que me llenaba de energía.
—Gracias. —Me incliné ante la Anunciadora Electa y Sepiriz. Guardé la gema en
la bolsa de mi cinturón—. ¿Eres su oráculo, Sepiriz? ¿Las abrumas de misterios,
como a mí?
Sólo podía hablar con afecto.
—La Actorios se sentará algún día en el Anillo de los Reyes —dijo el gigante—.
Y tú la llevarás. De momento, tendrás que participar en un juego. Un juego, John
Daker, en el que podrás ganar al menos una parte de lo que más deseas.
—No es una promesa muy concreta, señor caballero.
—Sólo me atrevo a ser concreto en algunos asuntos. Ahora mismo, la balanza se
encuentra singularmente equilibrada. No quiero moverla ni un ápice. En esta fase no.
¿Te ha descrito mi señora Phalizaarn el animal hembra?
—Recuerdo muy bien el conjuro —le dije—. Era un dragón. Y creo que lo
retienen prisionero. Querían que yo, o Sharadim, liberase al monstruo. ¿Está atrapado
en un mundo que sólo yo puedo visitar?
—No exactamente. Se encuentra atrapado en un objeto que sólo tú estás
calificado para empuñar...
—¡La maldita espada! —Retrocedí, meneando la cabeza con violencia—. ¡No!
No, Sepiriz, no la volveré a llevar. La Espada Negra es perversa. No me gusta la
transformación que opera en mí.
—No es la misma espada —repuso Sepiriz con calma—. En este plano no.
Algunos dicen que las espadas gemelas son la misma. Otros que posee un millar de
formas. Yo no lo creo. La hoja fue forjada para acoger lo que llamaríamos un alma;
un espíritu, un demonio, como quieras, y por una desdichada coincidencia el dragón
hembra quedó atrapado en ella, llenando el vacío que existe en el interior de la hoja.
—Seguro que esos dragones son monstruosos. Y la espada...
—El tiempo y el espacio son detalles sin importancia, irrelevantes para las fuerzas
de las que hablo, y de las que debes saber algo —prosiguió Sepiriz, irguiendo la
cabeza—. No hace mucho tiempo que se forjó la espada. Los que la hicieron aún no
habían concluido su trabajo, y la hoja se estaba enfriando, cuando se produjo un
gigantesco movimiento que conmocionó el multiverso. Incluso entonces, el Caos y la
Ley lucharon por la posesión de la espada y su gemela. Las dimensiones se
deformaron, historias enteras quedaron alteradas en cuestión de momentos, las

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mismas leyes de la naturaleza cambiaron. Fue entonces cuando el dragón, el segundo
dragón, trató de atravesar las barreras que separaban los reinos e irrumpió en su
propio mundo. Una coincidencia inexplicable. Como resultado de aquellas inmensas
conmociones, quedó atrapado en el interior de la espada. Ningún conjuro logró
liberarlo. La espada fue diseñada para ser habitada. Consumada la posesión, tan sólo
bajo portentosas circunstancias sería posible liberar aquello que la habita.
Únicamente tú puedes liberar al dragón. Es un objeto muy poderoso, aun sin ti. En
otras manos podría dañar todo cuanto estimamos, tal vez destruirlo para siempre.
Sharadim cree en la espada. Oyó las voces que la llamaban. Formuló ciertas
preguntas y recibió ciertas respuestas. Ahora, desea poseer ese objeto poderoso. Su
plan es gobernar los Seis Reinos de la Rueda. No le costaría mucho con la Espada del
Dragón.
—¿Cómo has averiguado que se trata de una mujer malvada? —pregunté a
Sepiriz—. Los habitantes de los Seis Reinos, al menos la mayoría, creen que es la
virtud personificada.
—Muy sencillo —intervino lady Phalizaarn—. Lo descubrimos hace muy poco,
después de una expedición comercial a Draachenheem. Compramos un grupo de
varones; todos habían trabajado en la corte. Muchos eran nobles. Sharadim nos los
vendió para asegurarse de su silencio. Como se supone que nos comemos a los
hombres que compramos, es frecuente que nos utilicen para desembarazarse de
personas indeseables. Varios de esos hombres habían sido testigos de que Sharadim
envenenó el vino que os ofreció cuando regresasteis de alguna aventura. Sobornó a
unos cuantos cortesanos para que la secundaran. A los demás los arrestó bajo la
acusación de conspiradores y secuaces de Flamadin, y luego nos los vendió.
—¿Por qué quiso envenenarme?
—Os habíais negado a casaros con ella. Odiabais sus intrigas y su crueldad.
Alentó durante años vuestras aventuras allende las fronteras del reino. Convenía a
vuestro temperamento, y ella os aseguraba que el reino estaba a salvo en sus manos.
Poco a poco, sin embargo, empezasteis a daros cuenta de lo que hacía, de que
corrompía todo cuanto vos considerabais noble, preparando a Draachenheem para la
guerra contra los otros reinos. Jurasteis que lo contaríais todo en la siguiente
Asamblea. En el ínterin, comprendió algo de lo que habían dicho las mujeres Eldren.
Se dio cuenta de que era a vos a quien invocaban. Tenía varios motivos para
asesinaros.
—Entonces, ¿cómo es que me encuentro aquí?
—Convengo en que es desconcertante. Algunos de los hombres que compramos
os vieron muerto. Rígido y exangüe, dijeron.
—¿Qué fue de mi cadáver?
—Algunos creen que todavía sigue en poder de Sharadim, que practica los ritos

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más execrables con él...
—Si no soy el príncipe Flamadin, la pregunta pertinente es: «¿Quién soy yo?».
—Eres el príncipe Flamadin —afirmó Sepiriz—. Todos estamos de acuerdo en
ese punto. Lo que aún está por decidir es cómo escapaste...
—¿Deseas, pues, que vaya en busca de esa hoja? Y después ¿qué?
—Es preciso llevarla al Terreno de la Asamblea. Las mujeres Eldren sabrán lo
que debe hacerse.
—¿Tenéis idea de dónde se halla la espada? —pregunté a lady Phalizaarn.
—Nuestros únicos datos se reducen a simples rumores. Ha cambiado de manos
más de una vez. Casi todos los que han intentado utilizarla para sus propósitos
particulares han encontrado una muerte horrible.
—¿Por qué no dejamos que Sharadim dé con ella? Cuando haya muerto, os traeré
la espada...
—Las bromas nunca han sido tu fuerte, Campeón —dijo Sepiriz, casi con tristeza
—. Es posible que Sharadim cuente con medios para controlarla. Puede que haya
ideado un método para volverse invulnerable a su maldición. No es estúpida ni
ignorante. Cuando encuentre la espada, conocerá la mejor forma de utilizarla. Ya ha
enviado a sus esbirros a recabar información.
—¿Sabe, pues, más que tú, lord Sepiriz?
—Sabe algo. Y eso es más que suficiente.
—¿He de apoderarme de la hoja antes que ella, o debo detenerla como sea? No
acabas de explicar con claridad lo que esperas de mí, mi señor.
Sepiriz sabía que le estaba oponiendo resistencia. No tenía el menor deseo de
poner mis ojos en otra arma como la Espada Negra, y mucho menos la mano.
—Espero que cumplas tu destino, Campeón.
—¿Y si me niego?
—Jamás disfrutarás de una pizca de libertad, eternidad tras eternidad. Sufrirás
mucho más que aquellos a quienes tu egoísmo condenará a un horror infinito. El Caos
desempeña un papel importante en todo esto. ¿Has oído hablar del archiduque
Balarizaaf? Es el más ambicioso Señor del Caos. Sharadim está negociando con él; le
ofrece una alianza. Si el Caos reclama los Seis Reinos, significará la destrucción más
espantosa, una agonía pavorosa para los pueblos conquistados, Eldren o humanos. A
Sharadim sólo le importa el poder, por medio del cual se librará a sus perversos
caprichos. Es el instrumento perfecto para el archiduque Balarizaaf, quien comprende
mejor que ella el significado de la espada.
—De modo que se trata de una disputa entre la Ley y el Caos, ¿eh? —dije—. Y
esta vez se me ha elegido para combatir por la Ley.
—Es la Voluntad de la Balanza —declaró Sepiriz, con una nota de compasión
inusual en su voz.

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—Bien, confío en ti tan de buena gana como en cualquiera de tu clase —aseveré
—. No puedo hacer gran cosa, pero no moveré un dedo a menos que me digas que
mis actos ayudarán a estas mujeres, porque es por los Eldren, y no por cualquier
fuerza cósmica, por quienes siento la mayor lealtad. Si triunfo, ¿se reunirán de nuevo
con sus hombres?
—Estoy en condiciones de prometértelo —dijo Sepiriz.
No parecía resentido por mis palabras, sino impresionado.
—En ese caso, haré cuanto pueda por encontrar la Espada del Dragón y liberar a
su prisionera.
—Cuento con tu palabra —respondió Sepiriz, satisfecho.
Me dio la impresión de que tomaba nota mentalmente. Parecía un tanto aliviado.
Von Bek dio un paso adelante.
—Perdonad esta interrupción, caballeros, pero os agradecería que me dijerais si
yo también tengo un destino predeterminado, o debo hacer cuanto esté en mi mano
por volver a casa.
Sepiriz posó su mano sobre el hombro derecho del sajón.
—Mi joven amigo, vuestros problemas son mucho más sencillos y puedo hablar
sin ambages. Os prometo que, si continuáis esta búsqueda y ayudáis al Campeón a
cumplir su destino, colmaréis vuestro mayor deseo.
—¿La destrucción de Hitler y los nazis?
—Os lo juro.
Me resultaba difícil permanecer en silencio. Yo ya sabía que los nazis habían sido
derrotados. Luego se me ocurrió que, tal vez, podrían haber triunfado, o que Von Bek
y yo habíamos sido los responsables de la destrucción de los fascistas. Ahora,
comprendía vagamente por qué Sepiriz era tan aficionado a hablar de forma velada.
Poseía conocimientos sobre más de un futuro. De hecho, conocía un millón de futuros
diferentes, un millón de mundos diferentes, un millón de períodos...
—Muy bien —decía Von Bek—, continuaré con esto, al menos durante un
tiempo.
—Alisaard también irá con vosotros —intervino lady Phalizaarn—. Se ha
ofrecido voluntaria, puesto que fue la responsable de revelar demasiadas cosas a
Sharadim. Y, por supuesto, os llevaréis a los hombres.
—¿Los hombres? ¿Qué hombres?
Miré como un idiota a mi alrededor.
—Los cortesanos exiliados de Sharadim.
—¿Y para qué quiero llevármelos?
—Como testigos —apuntó Sepiriz—, puesto que tu primera tarea será viajar
cuanto antes a Draachenheem y hacer frente a tu hermana con una acusación y con
tus pruebas. Derrocarla facilitará considerablemente tu misión.

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—¿Crees que nosotros tres y un puñado de hombres seremos capaces de
conseguirlo?
—No te queda otra elección —respondió Sepiriz con gravedad—. Si quieres
encontrar la Espada del Dragón, es la primera tarea que debes llevar a cabo. No hay
mejor punto de partida. Al enfrentarte con tu perversa gemela, fijarás la pauta para el
resto de tu búsqueda. Recuerda, Campeón, que forjamos el tiempo y la materia a
tenor de nuestras acciones. Es una de las pocas constantes del multiverso. Somos
nosotros quienes imponemos la lógica, a fin de sobrevivir. Conforma una buena pauta
y te acercarás un paso más a la consecución del destino que más deseas...
—¡Destino! —reí sin humor.
Por un momento me rebelé. Casi me di la vuelta para salir de la sala, diciéndole a
Sepiriz que ya tenía bastante. Estaba harto de sus hados y sus misterios.
Pero entonces miré a los rostros de las mujeres Eldren y vi, ocultas bajo la gracia
y la dignidad, la angustia y la desesperación. Me contuve. Aquél era el pueblo al que
había elegido servir contra mi propia raza. Ahora, no podía volverles la espalda.
Emprendería el camino a Draachenheem y desafiaría al mal, pero no por Sepiriz y
toda su oratoria, sino por mi amor a Ermizhad.
—Nos iremos por la mañana —prometí.

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Éramos doce a bordo de la pequeña embarcación cuando pasamos entre las
columnas de luz y fuimos impelidos hacia el túnel que comunicaba los mundos.
Alisaard, protegida de nuevo con su armadura de marfil, gobernaba el barco, mientras
los demás nos aferrábamos a los costados y tragábamos saliva. Los otros nueve eran
los nobles de Draachenheem. Dos de ellos eran príncipes feudales, soberanos de
naciones enteras, que habían sido derrocados la noche en que Flamadin fue, en
apariencia, asesinado. Otros cuatro eran jefes de policía electos de grandes ciudades,
y tres eran escuderos de la Corte, que habían visto como se administraba el veneno.
—Muchos otros han muerto —me dijo el príncipe feudal Ottro, un anciano de
rostro surcado de cicatrices—, pero no pudo convertirnos a todos en cadáveres, así
que fuimos vendidos a Gheestenheem. ¿Os dais cuenta?, seremos los primeros en
regresar.
—Aunque hemos jurado mantenerlo en secreto —le recordó el joven Federit
Shaus—. Les debemos a esas mujeres Eldren más que nuestras vidas.
Los nueve estaban de acuerdo en ese punto. Se habían comprometido a no revelar
nada sobre la auténtica naturaleza de Gheestenheem.
El barco se internó en la extraña luz irisada, sufriendo sacudidas y virajes bruscos
de vez en cuando, como si encontrara resistencia, pero sin disminuir nunca la
velocidad. De pronto, nos mecimos sobre aguas azules de nuevo, deslizándonos entre
dos columnas. El viento hinchió la vela y nos encontramos sobre un mar salado
normal. Un cielo transparente se extendía sobre nuestras cabezas, y la fuerte brisa nos
impulsaba.
Dos hombres de Draachenheem consultaron un plano con Alisaard, indicándole
más o menos nuestra posición. Avanzábamos en línea recta hacia Valadeka, el país de
los valadekanos, hogar de Sharadim y Flamadin. Algunos de los hombres ansiaban
volver a sus países, reunir sus ejércitos y atacar a Sharadim, pero Sepiriz había
insistido en que fuéramos directamente a Valadeka.
Avistamos la costa. Vimos grandes acantilados negros recortados contra el cielo
pálido. Se parecían mucho a los riscos de mis sueños. Vimos espuma y rocas, y muy
pocos sitios en los que desembarcar.
—Es el gran bastión de Valadeka —me informó Madvad de Drane, un individuo
de cabello negro y pobladas cejas—. Es virtualmente invulnerable a un ataque por
mar, al igual que una isla. Sus escasos puertos accesibles están bien defendidos.
—¿Hay que desembarcar en alguno? —quiso saber Von Bek.
Madvad negó con la cabeza.
—Conocemos una pequeña cueva donde, cuando baja la marea, es posible atracar.
La estamos buscando.

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Había caído casi la noche cuando pudimos desembarcar en una estrecha playa
rocosa rodeada de peñascos de granito negro. Dominaba la ensenada un viejo castillo
en ruinas. Ocultamos la embarcación en la cueva y el escudero Ruberd de Hanzo nos
guió por una serie de pasadizos secretos y un tramo de viejos peldaños hasta los
restos de la fortaleza abandonada.
—En otros tiempos vivió aquí una de nuestras más nobles familias —dijo Ruberd
—. Vuestros mismísimos antepasados, príncipe Flamadin. —Se calló, como turbado
—. ¿O debería decir, simplemente, «los antepasados del príncipe Flamadin»?
Afirmáis que ése no es vuestro nombre, mi señor, pero yo juraría que sois nuestro
príncipe electo...
Me había parecido absurdo engañar a aquella honrada gente, así que les había
hecho partícipes de la verdad, por lo menos de todo cuanto podían comprender.
—Hay un pueblo cerca, ¿no es cierto? —preguntó el viejo Ottro—. Dirijámonos
hacia allí enseguida. Me las arreglaré con algunas vituallas y una jarra de cerveza.
¿Vamos a descansar el resto de la noche y continuar a caballo por la mañana?
—A primera hora de la mañana —le recordé con gentileza—. Debemos llegar a
Rhetalik a mediodía, antes de que, según decís, Sharadim se corone emperatriz.
Rhetalik era la capital de Valadeka.
—Por supuesto, joven cuasi príncipe. Soy consciente de la urgencia, pero se
piensa y actúa mejor comido y descansado.
Alisaard y yo nos envolvimos en capas para no despertar en exceso la curiosidad
de los aldeanos. Descubrimos una taberna lo bastante amplia para alojar a nuestro
grupo. Al posadero le encantó aquel premio fuera de temporada. Llevábamos mucho
dinero del país y fuimos generosos con él. Comimos y dormimos a nuestras anchas, y
a la mañana siguiente elegimos los mejores caballos. Nos pusimos a cabalgar hacia
Rhetalik. Nuestro aspecto debía de resultar extraño a los ojos de los valadekanos: yo
iba vestido con las prendas de piel propias de un cazador de los pantanos, Von Bek
llevaba camisa, chaqueta y pantalones más o menos parecidos a los que usaba la
primera vez que le vi (hechos para él por las Eldren, que también le habían
proporcionado guantes, botas y un sombrero de ala ancha), dos hombres de
Draachenheem exhibían las sedas y las lanas multicolores de sus clanes, otros cuatro
se cubrían con armaduras de marfil prestadas y tres portaban una mezcolanza de
prendas seleccionadas en el almacén de las Eldren. Yo cabalgaba el frente de tan
pintoresca partida, con Von Bek a un lado y Alisaard al otro. Ella llevaba su yelmo,
casi por costumbre. Las Eldren no solían mostrar el rostro a la gente de otros reinos.
Habían hecho una bandera para que adornara mi lanza, pero la mantenía oculta.
Siempre que ríos cruzábamos con alguien en la carretera me cubría la cabeza con la
capucha de la capa. No tenía la intención de ser reconocido todavía.
Poco a poco, el camino de tierra se fue ensanchando. Más adelante, estaba

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pavimentado con grandes losas. A cada momento se agregaba a nuestro grupo más
gente, que caminaba en la misma dirección. Gozaban de buen humor y pertenecían a
todas las clases sociales. Vi hombres y mujeres de evidente inclinación monástica,
mientras que otros manifestaban bien a las claras sus aficiones seglares. Hombres,
mujeres y niños exhibían sus mejores galas, de tonos brillantes y festivos. Los
habitantes de Draachenheem eran aficionados a las telas a cuadros y los retazos, y no
les importaba combinar diferentes colores. Me atrajo su estilo y empecé a sentirme
muy poco elegante en mi atavío de gruesa piel.
No tardamos en ver grandes estatuas doradas a ambos lados de la carretera.
Reproducían a hombres, mujeres, grupos y animales de todas clases, si bien
predominaban aquellos grandes lagartos que había visto por primera vez en la
Asamblea. Con todo, no eran de uso común. Las bestias normales de carga eran
caballos, asnos y bueyes, aunque de vez en cuando se veían grandes animales
parecidos a cerdos que la gente utilizaba para cabalgar y transportar mercancías, por
medio de robustas sillas de madera.
—¡Fijaos! —me dijo el príncipe feudal Ottro mientras cabalgábamos—. Es el
mejor momento para llegar desapercibido a Rhetalik, como ya os dije.
Rodeaban la ciudad altísimas murallas de piedra arenisca rojiza, coronadas por
enormes agujas de roca, similares a las almenas de los castillos medievales, pero de
forma absolutamente diferente. Todas tenían un agujero en el centro, y sospeché que
un hombre podía apostarse detrás y disparar sin excesivos riesgos de ser herido. La
ciudad había sido construida para la guerra, aunque Ottro me aseguró que la paz
reinaba en Draachenheem desde hacía muchos años. En su interior albergaba
edificios fortificados de manera parecida, ricos palacios, lonjas, canales, templos,
almacenes y demás construcciones características de una ciudad mercantil.
Rhetalik parecía inclinarse hacia adentro, y sus estrechas calles corrían todas en
declive descendente hacia un lago central. Allí, sobre una isla artificial de cierta
antigüedad, se alzaba un gran palacio de mármol, cuarzo, terracota y piedra caliza; un
palacio que brillaba y resplandecía a la luz del sol, reflejando una serie de exquisitos
colores desde los altos obeliscos que marcaban el perímetro de la isla. Un centenar de
banderas distintas, cada una de ellas una obra de arte, ondeaban en las torrecillas
centrales del palacio. Un puente esbelto y curvo salvaba el foso y conducía a los
pilares de sillería delicadamente tallada que flanqueaban la puerta, custodiada por
centinelas con armaduras adornadas e ineficaces del diseño más fantasioso. Los
voluminosos animales que, enjaezados con arneses y arreos que rivalizaban con los
de sus amos, se erguían junto a los guardias haciendo gala de similar rigidez,
reforzaban el efecto barroco de las armaduras. Eran los gigantescos lagartos de
montar que había visto antes; los dragones que habían dado su nombre a aquel
mundo. Ottro me había explicado que, en tiempos pretéritos, esos seres eran muy

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numerosos, y su pueblo había tenido que combatirlos para conquistar la tierra.
Detuvimos nuestros caballos junto a una muralla que dominaba el lago y el
castillo. A nuestro alrededor, las calles estaban abarrotadas de banderas, brillantes
estandartes y espejuelos, escudos y placas relucientes, produciendo el efecto de que
todo el lugar estaba bañado de luz plateada. Los valadekanos celebraban la
coronación de su emperatriz. Había música por todas partes, multitudes de jubilosos
hombres y mujeres que festejaban la ocasión en la calle.
—Una festividad muy inocente —dijo Von Bek, inclinándose hacia adelante en la
silla para descansar la espalda. Había pasado varios años desde la última vez que
montara a caballo—. ¡Cuesta creer que celebran la exaltación de alguien que, al
parecer, personifica el mal!
—El mal prospera mejor disfrazado —dijo Ottro con semblante sombrío.
Sus compañeros asintieron con la cabeza.
—Y el mejor disfraz es el sencillo —dijo el joven Federit Shaus—. Honrado
patriotismo, jubiloso idealismo...
—Eres un cínico, muchacho —sonrió Von Bek—, pero, por desgracia, mi
experiencia apoya tu punto de vista. Enséñame a un hombre que grite «Mi patria, con
razón o sin ella», y yo te enseñaré a alguien que exterminará alegremente a la mitad
de su país en nombre del patriotismo.
—Alguien dijo una vez que una nación era una mera excusa para el crimen —
explicó Ottro—. En este caso, estoy de acuerdo. Sharadim ha abusado del amor y la
confianza de su pueblo. Éste la ha convertido en la emperatriz de todo este reino,
porque cree que representa lo mejor de la naturaleza humana. Además, ahora cuenta
con su simpatía. ¿Acaso no intentó su hermano asesinarla? ¿No se ha demostrado que
sufrió durante años, intentando preservar su reputación, dejando que el pueblo le
creyera noble y bueno, cuando en realidad era la depravación y la cobardía
personificadas?
—Bien —repuse—, puesto que, según se ha dicho oficialmente, su hermano ha
muerto y vosotros sois sus víctimas, pensad en la enorme alegría que la embargará
cuando descubra que no erró al confiar en él.
—Nos matará a todos en el acto, os lo digo.
Von Bek no creía que nuestro plan pudiera salir bien.
—Dudo que Sepiriz, a pesar de todas sus artimañas y astucias, nos haya enviado a
una muerte cierta —dijo Alisaard—. Hemos de confiar en su parecer. Se basa en
elementos que nosotros desconocemos.
—No me entusiasma sentirme un peón de su inmensa partida de ajedrez —gruñó
Von Bek.
—Ni a mí tampoco —repliqué, encogiéndome de hombros—, aunque usted
piense que ya me he acostumbrado. Todavía creo que una sola persona puede lograr

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al menos lo mismo que todas esas alianzas de hombres y dioses que menciona
Sepiriz. Más de una vez he pensado que, de tanto enfrascarse en su juego, en su
política cósmica, han olvidado sus propósitos originales.
—Por lo tanto, no os merecen mucho respeto los dioses y los semi-dioses —
intervino Alisaard, llevándose rápidamente los dedos a la cara, como olvidando que
la capucha cubría la visera—. Debo admitir que en Gheestenheem no pensamos
mucho en esos seres. Lo que oímos acerca de ellos nos recuerda demasiado a menudo
los juegos de niños.
—Por desgracia —dijo Von Bek—, a esos niños les interesa mucho más el poder
que a nosotros. Y cuando lo consiguen, pueden destruir a todo aquel que no quiere
participar en sus juegos.
Alverid de Prucca se apartó la capa. Era el más taciturno de todos. Su principado
se hallaba en el lejano oeste, donde la gente tenía fama de hablar poco y pensar
mucho.
—Sea como fuere, seguiremos adelante. Pronto será mediodía. ¿Recordáis todos
el plan?
—No es muy difícil —dijo Von Bek. Dio una sacudida a las riendas de su corcel
—. Adelante.
Avanzamos con lentitud, abriéndonos paso entre la muchedumbre, y llegamos al
puente. Esa parte también estaba vigilada por guardias a pie, que se pusieron firmes
cuando nos aproximamos.
—Somos la delegación invitada de los Seis Reinos —dijo Alisaard—. Venimos a
presentarle nuestros respetos a vuestra nueva emperatriz.
—¿Invitados, señora? —preguntó un guardia, frunciendo el ceño.
—Invitados. Por vuestra emperatriz princesa Sharadim. ¿Hemos de esperar aquí
como vendedores de baratijas o podemos proseguir hacia la entrada de comerciantes?
Esperaba un recibimiento más caluroso de una hermana...
Los guardias intercambiaron una mirada y nos dejaron pasar, algo avergonzados.
Al habernos permitido el paso los primeros, los demás les imitaron sin poner más
reparos.
—Ahora, seguidme —dijo Ottro, poniéndose al frente.
Estaba más familiarizado con el lugar y con el protocolo. Espoleó a su caballo y
pasamos bajo un arco de considerable altura, hecho de granito sólido, que debía de
medir casi cuatro metros de ancho y dos de espesor. Daba a un agradable patio
cubierto de césped y rodeado de grava. Lo cruzamos sin que nadie nos lo impidiera.
Miré a mi alrededor. Las altas murallas del palacio se elevaban por doquier,
rematadas por bellas agujas, casi etéreas. Sin embargo, experimenté la sensación de
que estaba penetrando en una trampa de la que me sería imposible escapar.
Pasamos bajo otros dos arcos y nos acercamos a un grupo de jóvenes, ataviados

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con libreas verdes y pardas, a los que Ottro reconoció.
—Escuderos —gritó—, encargaos de nuestros caballos. Llegamos tarde a la
ceremonia.
Los escuderos se apresuraron a obedecer su orden. Desmontamos y Ottro, sin la
menor vacilación, entró por una puerta central que daba acceso a unas dependencias
privadas, aunque no había nadie.
—Conocía a la dama que ocupa estos aposentos —dijo, a modo de explicación—.
Daos prisa, amigos. La suerte nos acompaña hasta el momento.
Abrió una puerta y salimos a un frío pasadizo de techos altos, decorado con las
multicolores colgaduras que tanto agradaban a aquella gente. Algunos muchachos
que portaban las mismas libreas verdes y pardas, una joven ataviada con un vestido
blanco y rojo, y un anciano de cuyos hombros colgaba una capa a cuadros guarnecida
de piel nos miraron con indiferente curiosidad cuando avanzamos precedidos por
Ottro, doblamos una esquina, después otra, subimos tres tramos de escalera de
mármol y llegamos ante una maciza puerta de madera que nuestro guía abrió con
cautela. Hizo señas de que le siguiéramos.
La estancia se hallaba a oscuras y desierta. Las cortinas estaban corridas sobre
todas las ventanas. Olía empalagosamente a incienso. Se veían grandes plantas de
hoja gruesa por todas partes, proporcionando a la estancia cierto aspecto de
invernadero. Reinaba la misma humedad pegajosa, que recordaba a los trópicos.
—¿Qué es esto? —preguntó Von Bek, estremeciéndose—. La atmósfera es muy
diferente del resto.
—Es la habitación donde murió el príncipe Flamadin —dijo un escudero—. En
aquel sofá. Lo que oléis es la maldad, señor.
—¿Por qué la tienen a oscuras? —quise saber.
—Porque dicen que Sharadim todavía se comunica con el espíritu de su hermano
muerto...
Esta vez fui yo el que sintió un escalofrío. ¿Se refería al espíritu del cuerpo que
yo habitaba ahora?
—Me han dicho que guarda su cadáver en estos aposentos —afirmó Ottro—.
Congelado. Incorrupto. Exactamente igual que cuando exhaló el último suspiro.
—Son simples rumores —dije, impaciente.
—Sí, alteza —se apresuró a corroborar un escudero.
Luego, frunció el ceño. Sentí simpatía por él. No era el único que estaba confuso.
Según el decir general, yo había sido asesinado en aquella habitación, o al menos
algo que casi era yo. Me llevé la mano a la cabeza. Temí caer sin sentido.
Von Bek me sostuvo.
—Aguante, hombre. Dios sabe lo que esto significa para usted. Ya es bastante
malo para mí.

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Gracias a su ayuda logré sobreponerme. Ottro nos guió por las restantes estancias,
todas a oscuras y ominosas como la primera, hasta que nos detuvimos ante otra puerta
que daba al exterior.
Oímos sonidos al otro lado. Música. Gritos. Risas.
El anciano, con un repentino movimiento, asió los pestillos de las dos hojas y las
empujó hacia adelante con gran estrépito.
Contemplamos un mar de colores, de metal y de seda, de rostros que ya se
volvían con curiosidad hacia el motivo del ruido.
Teníamos ante nuestros ojos la gran sala ceremonial abovedada de Valadeka, las
lanzas, estandartes, armaduras y toda clase de adornos, un predominio de rojos de
matiz rosado y blancos, dorados y negros. Grandes chorros de luz solar, que casi nos
cegaron, se derramaban desde las gigantescas ventanas situadas en ambos extremos
de la estancia.
Mosaicos, tapices y vidrieras contrastaban magníficamente con la pálida piedra
tallada, y parecían ideados para atraer la atención del espectador hacia el centro
exacto, donde una mujer de inimaginable belleza se estaba levantando de un trono de
obsidiana azul y esmeralda. Sus ojos se clavaron en los míos cuando llegué al primer
peldaño de la amplia escalinata que descendía hacia el estrado sobre el que
descansaba el trono.
Se hallaba flanqueada por hombres y mujeres ataviados con pesados mantos. Eran
los dignatarios religiosos de Valadeka, también hermanos unidos en matrimonio,
como había sido nuestra costumbre durante dos mil años. Ella lucía el antiguo Manto
de la Victoria. Hacía siglos que ningún valadekano lo ceñía. Nunca quisimos llevarlo
otra vez, pues era un Manto de Guerra, un manto que significaba conquista por la
fuerza de las armas. Ella me lo había ofrecido y yo lo había rehusado.
Sostenía en sus manos la Media Espada, la vieja espada rota de nuestros bárbaros
antepasados. Se decía que había matado al último miembro de la dinastía Anishad,
una niña de seis años, instituyendo el reinado de nuestra familia hasta la reforma de la
monarquía, cuando los príncipes y princesas fueron elegidos por sufragio popular. La
elección recayó en Sharadim y Flamadin, porque éramos gemelos y significaba un
buen presagio. Debíamos casarnos y bendecir a la nación. El pueblo sabía que le
traeríamos suerte. Ignoraba cuánto ansiaba Sharadim esa oportunidad de hacerse con
el poder. Rememoré nuestras discusiones, su disgusto por lo que ella consideraba mi
debilidad. Yo le hice recordar que habíamos sido elegidos, que nuestro poder
provenía del pueblo, que deberíamos responder ante parlamentos y consejos. Ella se
rió al oírme.
—Durante tres siglos y medio nuestro linaje ha esperado la venganza. Durante
tres siglos y medio los espíritus de nuestra familia han contenido su impaciencia,
sabiendo que el momento llegaría, sabiendo que los ilusos olvidarían..., sabiendo que

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si hubieran deseado ver al último de sus señores legítimos, el sardatñano Bharaleen,
habrían hecho lo que les hicimos a los Anishads, asesinando hasta al último de ellos,
hasta a los primos más lejanos. Esa sangre, Flamadin, llena nuestras venas. Nuestro
pueblo clama a gritos que cumplamos nuestro destino...
—¡NO!
Abrió los ojos de par en par cuando, sin prisas, empecé a bajar los escalones.
—No, Sharadim. No os resultará tan fácil haceros con el poder. Que el mundo
conozca, como mínimo, los espeluznantes medios que empleasteis. Que se entere de
que habéis traído desorden, horror y sangrientos tormentos a este reino. Que pensáis
aliaros con los poderes más siniestros del Caos, que conquistaréis primero este reino
y después os haréis nombrar emperatriz de los Seis Reinos de la Rueda. Que sea
consciente de que estáis dispuesta a derribar las barreras que detienen a las fuerzas de
las Marcas Diabólicas. Que esta asamblea sepa, Sharadim, hermana mía, que sólo
sentís desprecio por sus miembros, pues consideraban mansa nuestra sangre, cuando
en realidad había cobrado una extrema ferocidad al estar tanto tiempo constreñida.
Que no ignoren, Sharadim, quién pensó primero en seducirme y después en
asesinarme, lo que vos pensáis de su sencillo entusiasmo y su buena voluntad. ¡Que
se enteren de que aspiráis a ser inmortal, a ser elevada al panteón del Caos!
Había calculado el tremendo impacto que produciría mi declaración en la inmensa
sala. Mi voz retumbaba. Mis palabras eran cuchillos que salían lanzados hacia su
blanco. Sin embargo, hasta ese momento no había sabido lo que iba a decir.
Los recuerdos me habían asaltado de súbito. Por lo visto, durante un rato había
poseído la mente de Flamadin, la memoria de lo que su hermana le había dicho.
Había pensado efectuar alguna revelación ante los nobles venidos de una docena
de naciones, pero no había sospechado ni por un segundo que sería tan preciso y
explícito. Al principio, había tomado posesión del cuerpo del príncipe Flamadin.
Ahora, el príncipe había tomado posesión de mí.
—¡Que todo el mundo conozca vuestros pensamientos, hermana mía!
Seguí descendiendo. Caminaba entre grandes ramos de rosas, rojas y rosadas, y su
dulce perfume embriagaba mis sentidos casi como una droga.
—¡Decidles la verdad!
Sharadim dejó caer la Media Espada, que, hasta aquel momento, había acariciado
como a un amante. Su rostro, lívido de odio, expresaba al mismo tiempo una alegría
exultante. Casi parecía que hubiera redescubierto una admiración por su hermano
largo tiempo olvidada.
Algunos pétalos de rosa flotaban perezosamente en los chorros de luz que
penetraban por las vidrieras. Me detuve, los brazos en jarras, desafiándola con todo
mi cuerpo.
—¡Decídselo, Sharadim, hermana mía!

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Cuando habló, no advertí en su voz la menor vacilación, sino una fría y horrible
autoridad. Y desprecio.
—El príncipe Flamadin ha muerto, señor. ¡Y vos sois un vulgar impostor!

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4
Había esperado a ese momento para echar hacia atrás la capucha. Un murmullo
de reconocimiento se elevó de todos los puntos de la sala. Algunos retrocedieron
aterrados, como si fuera un fantasma; otros avanzaron para verme mejor. Y, a una
señal de Sharadim, irrumpieron medio centenar de hombres armados, con picas
ceremoniales en las manos, formando un círculo alrededor de la mujer y del trono.
—Y si yo soy un impostor, ¿quiénes son éstos? —pregunté, señalando hacia atrás
—. Damas y caballeros, ¿no reconocéis a vuestros iguales?
Ottro, príncipe feudal de Waldana, se situó a mi lado. A continuación lo hicieron
Madvad, duque de Drane, Halmad, príncipe feudal de Ruradani, y todos los demás
nobles y escuderos.
—Éstos son los hombres que vendisteis como esclavos, Sharadim. ¡Ahora
desearéis haberles asesinado, como hicisteis con los otros!
—¡Magia negra! —gritó mi gemela—. ¡Fantasmas invocados por el Caos! Mis
soldados les destruirán, no temáis.
Pero muchos más nobles se lanzaron hacia adelante. Un anciano de elevada
estatura, que llevaba una corona alta hecha de conchas coloreadas, levantó la mano.
—Aquí no habrá derramamiento de sangre. Conozco a Ottro de Waldana como si
fuera mi hermano. Dijeron que os fuisteis a buscar nuevos portales a los otros reinos.
¿Es así?
—Fui detenido, príncipe Albret, cuando iba a embarcar rumbo a mi país. La
princesa Sharadim ordenó el arresto. Una semana después, todos los que aquí veis
fuimos vendidos como esclavos a las Mujeres Fantasma.
Otra oleada de murmullos brotó de la multitud.
—Compramos a estos hombres de buena fe —dijo Alisaard, sin subirse la visera
—, pero cuando nos enteramos de sus circunstancias decidimos liberarles.
—Ésa es vuestra primera miserable mentira —gritó Sharadim, sentándose en el
trono de nuevo—. ¿Cuándo se han preocupado las Mujeres Fantasma por la
procedencia o las circunstancias de sus esclavos? Se trata de un complot urdido entre
nobles rebeldes y enemigos extranjeros para desacreditarme y debilitar a
Draachenheem...
—¿Rebeldes? —El príncipe Ottro bajó uno o dos peldaños, hasta situarse por
debajo de mí—. Por favor, señora, ¿contra qué nos rebelamos? Vuestra autoridad es
puramente formal, ¿no? Y si no lo es, ¿por qué no dais a conocer tal hecho?
—He hablado de vulgar traición —dijo la princesa—. Contra nuestro reino y
contra sus naciones. No desaparecieron porque se les capturase, sino porque fueron a
buscar una alianza con Gheestenheem. Son ellos los que intentan corromper nuestras
tradiciones. Son ellos quienes confían en hacerse con el poder y someternos a todos

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los demás. —El rostro de Sharadim era la viva imagen de la virtud ultrajada. Su
hermosa piel parecía resplandecer de honestidad, y sus grandes ojos azules nunca
habían parecido más inocentes—. Fui elegida emperatriz del reino a propuesta de
varios barones y príncipes feudales. Si esto provoca disensiones, en lugar de
contribuir a la unidad de Draachenheem, rechazaré el honor...
En respuesta a su discurso se produjeron gritos de aprobación, así como otros
instándola a ignorarnos.
—Esta mujer ha engañado a casi todo el reino —continuó Ottro—. Nos traerá la
ruina y la más negra miseria, lo sé. Es una maestra del engaño. ¿Veis a este
muchacho? —Hizo avanzar al joven Federit Shaus—. Muchos le reconoceréis. Es un
escudero que se hallaba al servicio del príncipe Flamadin. Vio a la princesa Sharadim
envenenando el vino con el que pensaba matar a su hermano. Vio al príncipe caer...
—¿Que yo asesiné a mi hermano? —Sharadim paseó sus ojos atónitos por la
asamblea de nobles—. Estoy desconcertada. ¿No dijisteis que este hombre era el
príncipe Flamadin?
—Lo soy.
—¿Y estáis muerto, señor?
Las carcajadas atronaron la sala.
—El intento fracasó, señora.
—Yo no asesiné al príncipe Flamadin. Fue él quien atentó contra mi vida, y por
eso se exilió. Todo el mundo lo sabe. Los Seis Reinos lo saben. Muchos pensaron que
debería haberle matado. Muchos me consideraron demasiado indulgente. Si éste es el
príncipe Flamadin, que ha regresado del exilio, está quebrantando la ley y ha de ser
arrestado.
—Princesa Sharadim —dije—, os apresurasteis en exceso al juzgarme como un
impostor. La reacción normal habría sido asumir que vuestro hermano regresaba...
—Mi hermano tenía sus debilidades, señor, ¡pero no estaba loco!
La respuesta provocó más risas de aprobación entre los congregados, pero
muchos dudaban.
—¡Esto no puede continuar así! —gritó el anciano de la corona de conchas—.
Como Custodio Hereditario de los Registros, he de ejercer mi autoridad en este
asunto. Todo ha de ser sometido a la consideración de la Ley. Se les concederá a
todas las partes implicadas la oportunidad de hablar. Estoy seguro de que bastará un
solo día para escucharles. Y después, si todo sigue en orden, dará comienzo la
coronación. ¿Qué decís, majestad? ¿Damas y caballeros? Si es preciso ahondar en el
conflicto para satisfacción de todos nosotros, convoquemos un juicio. A media tarde
en esta sala.
Sharadim no podía negarse y, en cuanto a nosotros, el resultado era mejor del que
habíamos esperado. Aceptamos al instante.

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—¡Sharadim! —grité—. ¿Me concederéis una audiencia en privado? Podéis
elegir a tres personas para que os acompañen, y yo haré otro tanto.
Ella titubeó y desvió la vista hacia un extremo de la sala, como si buscara
consejo. Después, asintió con la cabeza.
—En la antecámara dentro de media hora —dijo—, pero no me convenceréis,
señor, de que sois mi hermano exiliado. No pensaríais que os iba a aceptar como a tal.
—Entonces, ¿qué soy, señora? ¿Un fantasma?
La vi abandonar la sala con sus guardias, entre una profusión de sedas y metal
brillante. El Custodio de los Registros nos indicó con un gesto que le siguiéramos por
otra puerta lateral, y entramos en una habitación fría, iluminada por una sola ventana
redonda. En cuanto hubo cerrado la puerta, suspiró.
—Príncipe Ottro, temía que estuvierais muerto. Y vos también, príncipe
Flamadin. Han corrido desagradables rumores. Vuestras palabras de hoy confirman lo
que había sospechado sobre esa mujer. Ninguno de los nobles que votaron a favor de
coronarla emperatriz son del tipo que yo invitaría de buena gana a mi casa. Se trata de
individuos ambiciosos, egoístas, necios, que se creen merecedores de un poder
mayor. Eso es lo que ella les habrá ofrecido. Otros, más inocentes, siguieron el
ejemplo en aras de un idealismo equivocado. La consideran una especie de diosa
viviente, la personificación de todas sus esperanzas y sueños más exaltados. Supongo
que su belleza influye mucho. Con todo, no eran necesarias vuestras melodramáticas
declaraciones de hoy para convencerme de que nos encontramos al borde de la tiranía
absoluta. Ya ha empezado a hablar, si bien con suavidad, de los reinos vecinos que
envidian nuestra riqueza, de que deberíamos adoptar más medidas protectoras...
—Los hombres siempre subestiman a las mujeres —dijo Alisaard, con una nota
de satisfacción en su voz—, y eso nos permite a veces reunir más poder del que los
hombres sospechan. Lo he observado en mis estudios de historia, en mis viajes por
los reinos.
—Creedme, señora, yo no la subestimo —dijo el Custodio de los Registros,
cerrando la puerta a su espalda e indicándonos que tomáramos asiento alrededor de
una larga mesa de roble pulido—. Recordaréis, príncipe Flamadin, que os recomendé
más cautela, pero no creísteis en las intrigas de vuestra hermana, en su perfidia. Os
trataba como a un niño mimado, un hijo rebelde, más que como a un hermano. Eso os
permitió vagar en pos de aventuras de un sitio a otro, mientras ella iba ganándose más
aliados. Ni siquiera entonces habríais sospechado el alcance de su maldad de no
haber perdido ella la paciencia y ordenado que os casarais con ella, a fin de
consolidar su posición. Imaginó que podía controlaros, o al menos manteneros
alejado de la corte. En lugar de ello, os opusisteis. Os opusisteis a sus ambiciones, a
sus métodos, a su filosofía. Sé que trató de convenceros. ¿Qué sucedió a
continuación?

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—Intentó matarme.
—Y esparció el rumor de que erais vos quien quería matarla, quien se alzaba
contra todos nuestros ideales y tradiciones. Se diría que es la reencarnación de
Sheralinn, reina de los valadekanos, que llenaba el foso a intervalos regulares con la
sangre de aquellos que consideraba sus enemigos. Ya había adivinado casi todo lo
que habéis dicho hoy, pero no me había dado cuenta de que pretendía restaurar
vuestra dinastía como emperatriz de Draachenheem. ¿Y afirmáis que busca la ayuda
del Caos? El Caos no ha entrado en los Seis Reinos desde la Guerra de las Brujas,
hace más de mil años. Está encerrado en el eje, en el Reino Diabólico. Juramos que
nunca más le permitiríamos entrar.
—Ha llegado a mis oídos que ya se ha puesto en contacto con Balarizaaf,
archiduque del Caos. Busca su ayuda para colmar sus ambiciones.
—¿Y cuál sería el precio del archiduque?
El Custodio de los Registros estaba más preocupado que antes.
—Muy alto, supongo —dijo el príncipe Ottro en voz baja.
Cruzó los brazos sobre el pecho en un gesto deliberado.
—¿Existen tales seres en verdad? —quiso saber Von Bek—. ¿O habláis en
sentido figurado?
—Existen —afirmó con gravedad el Custodio de los Registros—. Su número es
incontable. Quieren gobernar el multiverso y aprovechan la locura y los vicios de los
hombres con tal fin. Los Señores de la Ley, por otra parte, intentan utilizar el
idealismo de la humanidad contra el Caos y para llevar adelante sus propósitos. En el
ínterin, la Balanza Cósmica trata de preservar el equilibrio entre ambos. Todo esto es
bien sabido por los que reconocen la existencia del multiverso y viajan, al menos
hasta cierto punto, entre los reinos.
—¿Conocéis una leyenda referente a una espada, y a un ser que duerme en su
interior? —preguntó Von Bek.
—El dragón en la espada. Sí, por supuesto que he oído hablar de la Espada del
Dragón. Todas las fuentes coinciden en que es un arma terrible. Forjada por el Caos
para conquistar el multiverso. Los Señores del Caos darían mucho por ella...
—¿Podría ser ése el precio exigido por el archiduque Balarizaaf? —insinuó Von
Bek.
Me impresionó la rapidez con que había llegado a comprender la lógica que regía
ahora nuestras vidas.
—¡Sí, podría ser! —respondió el Custodio de los Registros, abriendo los ojos de
par en par.
—Por eso la quiere ella. ¡Por eso se alegró tanto al oírnos hablar de la espada! —
Alisaard apretó los puños—. Oh, qué idiotas fuimos al contarle tanto. La persona que
buscábamos no nos habría hecho tantas preguntas, pero no caímos en la cuenta.

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—¿Conseguisteis comunicaros con ella hasta ese punto? —pregunté, sorprendido.
—Le dijimos todo cuanto sabíamos.
—Y ella poseía, sin duda, información que añadió a la vuestra —dijo Ottro—.
¿Deseabais la Espada del Dragón para negociar con el Caos?
—La queríamos para poder reunimos con nuestro pueblo, que se halla en un reino
lejano. Los Eldren no comercian con el Caos.
—¿Hay algo más que deba saber? —preguntó el Custodio de los Registros—.
Hemos de convocar un juicio y demostrar la maldad de Sharadim. Si no lo logramos,
si la votación nos es desfavorable, habrá que pensar en otros medios de detenerla.
—Pero nuestro testimonio bastará para convencer a la corte —repuso Alisaard.
Von Bek la miró como si envidiara su inocencia.
—He llegado hace poco de un mundo —dijo— cuyos gobernantes son maestros
en hacer verdades de las mentiras y en convertir en abominables mentiras las
verdades. No hemos de esperar que nos crean por el simple hecho de que sabemos
que somos sinceros.
—El problema es que muchos desean creer que Sharadim es el modelo perfecto
de lo que anhelan. A menudo, la gente lucha con todas sus fuerzas por preservar una
ilusión, y persigue a los que ponen en tela de juicio esa ilusión.
Seguimos debatiendo la cuestión hasta que el Custodio de los Registros nos dijo
que había llegado la hora de entrevistarnos con Sharadim. Alisaard, Von Bek, el
príncipe Ottro y yo salimos de la habitación. Acompañados de una escolta
atravesamos la sala ahora desierta, todavía llena de pétalos de rosa, subimos una corta
escalera, pasamos por una serie de estancias, algunas de las cuales servían de
pajarera, y llegamos por fin a una habitación circular. Desde las ventanas se veían los
jardines, henchidos de flores, los setos y el patio interior del palacio. La princesa
Sharadim nos esperaba sentada. A su derecha tenía a un individuo de larga quijada y
lacio cabello claro. Vestía un sobretodo naranja y chaquetón y pantalones amarillos.
A la izquierda, algo reclinado en su butaca, había un ser voluminoso y rechoncho, de
ojos diminutos y en constante movimiento. Movía la mandíbula lentamente, como
una cabra que rumiara. Llevaba un sobretodo malva y las restantes prendas de color
azul oscuro. El último era un joven de una apariencia tan degenerada que apenas di
crédito a mis ojos. Era casi una parodia del tipo: labios húmedos y gruesos, párpados
caídos, piel pálida, manchada y de aspecto enfermizo, músculos y dedos que se
crispaban espasmódicamente y rizado cabello rojizo. Se presentaron de una forma
hosca y desafiante. El primero era Perichost de Risphert, duque de Orrawh, en el
lejano oeste; el segundo, Neterpino Sloch, comandante del ejército de Befeel, y el
último, lord Pharl Asclett, príncipe heredero de Skrenaw, más conocido como Pharl
de la Palma Pesada.
—Os conozco a todos, caballeros —dijo Ottro con mal disimulado desagrado,

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antes de presentarnos—. Ya conocéis al príncipe Flamadin. Éste es su amigo, el
conde Ulrich von Bek. Por último, lady Alisaard, comandante de legión de
Gheestenheem.
Sharadim esperó con impaciencia a que terminara el ceremonial. Se levantó de su
silla y, abriéndose paso a empujones entre sus compañeros, se dirigió hacia mí y me
miró a los ojos.
—Sois un impostor. Aquí podéis admitirlo. Sabéis, como la mayoría de los que os
acompañan, que yo maté al príncipe Flamadin. Es cierto que su cuerpo no se ha
corrompido y yace ahora en mis sótanos, pero acabo de venir de allí, ¡y sigue en su
sitio! Sé que sois aquel a quien llaman el Campeón, el que invocaban aquellas
estúpidas mujeres y al que confundieron conmigo. Y sé lo que intentáis mediante esta
farsa...
—Confían en apoderarse de la espada antes que nosotros —interrumpió Pharl,
rascándose la palma—, y llegar a un acuerdo con el archiduque.
—Callaos, príncipe Pharl —dijo ella con desprecio—. Vuestra imaginación es
notoriamente escasa. ¡No todo el mundo abriga las mismas ambiciones que vos! —
Ignoró el rubor que teñía las facciones del joven, y continuó—. ¿Deseáis expulsarme
del trono y reinar en mi lugar, o sólo dar al traste con mis planes? ¿Servís todos a la
Ley? ¿Os habéis entregado a la causa de combatir al Caos y a sus aliados? Sé algo de
vuestra leyenda, Campeón. ¿No es ése vuestro cometido?
—Os permito que hagáis especulaciones, señora, pero no esperéis que las
confirme o niegue. No he venido para dotaros de más poder.
—Habéis venido para robarme el que tengo, ¿eh?
—Si abandonáis vuestros planes, si rechazáis cualquier trato con el Caos, si nos
decís lo que sabéis de la Espada del Dragón, no me interpondré en vuestro camino.
Si, como sospecho, no aceptáis mis condiciones, tendré que luchar contra vos,
princesa Sharadim. Y esa lucha acarreará, casi con toda seguridad, vuestra
destrucción.
—O la vuestra —repuso ella con calma.
—Yo no puedo ser destruido.
—Me han informado de todo lo contrario —rió la mujer—. Es bastante fácil
acabar con ese disfraz, con esa carne que adoptáis. Lo que amáis puede ser
aniquilado. Lo que admiráis puede ser corrompido. ¡Vamos, Campeón, es indigno de
nosotros andar con tapujos cuando sabemos exactamente de qué estamos hablando!
—Os estaba ofreciendo un trato limpio, señora.
—He recibido otro mejor.
—Los Señores del Caos son notablemente pérfidos. Sus lacayos suelen morir en
horrísonas circunstancias...
Me encogí de hombros.

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—¿Lacayos? No soy un lacayo del Caos. Me he aliado con cierto individuo.
—Balarizaaf. Os engañará, señora.
—O yo a él.
Su sonrisa rebosaba de orgullo. Había visto a muchos como ella en el pasado. Se
creía más lista de lo que era porque les convenía a otros que se empeñara en esa
falacia.
—¡Hablo con sinceridad, princesa Sharadim! —Me sentía algo más alarmado, a
causa de su falta de inteligencia—. No soy vuestro hermano, es cierto, pero el alma
del príncipe se ha mezclado en parte con la mía. Sé que carecéis de la energía
necesaria para enfrentaros con el Caos cuando se vuelva contra vos.
—No se volverá contra mí, señor Campeón. Además, mi hermano desconocía mis
tratos con el Caos. Habéis obtenido la información de otra persona.
Esas palabras me hicieron reflexionar un poco. Si no hacía uso de los recuerdos
de su hermano, debía de recibir mis conocimientos de otras fuentes. Se me ocurrió
que tal vez había establecido cierta comunicación telepática con la princesa
Sharadim. Por eso sabía lo que pretendía hacer. La idea me desagradó.
Flamadin y Sharadim habían sido gemelos, al fin y al cabo. Yo habitaba un
cuerpo que era el duplicado exacto del de Flamadin. Por lo tanto, cabía la posibilidad
de que existiera una comunicación entre nosotros. Y si era así, Sharadim estaba tan
enterada de mis secretos como yo de los suyos.
Pero lo que más me molestaba era saber que un cuerpo idéntico al mío estaba
guardado todavía en los sótanos de Sharadim. Ignoraba por qué me desagradaba tanto
la idea, pero un escalofrío recorrió mi espalda. Al mismo tiempo tuve una repentina
visión: una pared de cristal rojo pálido, y dentro de ella una espada que emitía
destellos verdes y negros, y que en otros momentos parecía arder.
—¿Cómo cortaréis el cristal, Sharadim? —pregunté—. ¿Cómo arrancaréis la
espada de su prisión?
—Sabéis más de lo que imaginaba —dijo la mujer, frunciendo el ceño—. Esto es
absurdo. Deberíamos pensar en una alianza. Todos pensarán que Flamadin ha vuelto.
Nos casaremos. La gente de Draachenheem se alegrará muchísimo. ¡Qué
celebraciones! Nuestro poder aumentará de inmediato. ¡Compartiremos con equidad
todo lo que ganemos!
—Son las mismas propuestas que hicisteis a vuestro hermano. Cuando las
rechazó, le asesinasteis. Ahora que yo también las rechazo, Sharadim, ¿vais a
matarme? ¿En el acto? ¿Aquí y ahora?
La mujer estuvo a punto de escupirme en la cara.
—Mi fuerza aumenta a cada momento. Seréis engullido por la tormenta que
desencadenaré. Os olvidarán, Campeón, y también a todos los que están con vos.
Gobernaré los Seis Reinos y me permitiré todos los caprichos en compañía de mis

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elegidos. Esto es lo que rechazáis: ¡la inmortalidad y una eternidad de placeres!
Habéis elegido una prolongada agonía y una muerte segura.
Me di cuenta de que estaba desatada, y por eso mismo resultaba
excepcionalmente peligrosa. Tenía miedo, como ella esperaba, pero no a causa de sus
amenazas. Si se aliaba con Balarizaaf, los riesgos que correríamos en nuestra
búsqueda de la espada serían incalculables. Y si sus deseos se frustraban, era capaz de
arrastrarlo todo en su caída. Prefería un adversario más perspicaz.
—Bien —dijo Von Bek, que se hallaba detrás de mí—, ya veremos qué se decide
en el juicio. Tal vez la gente se decante por esta posibilidad.
Los rasgos de Sharadim adoptaron una expresión calculadora.
—¿Qué habéis hecho, señora? —exclamó el príncipe Ottro—. Tened cuidado,
príncipe Flamadin. ¡Adivino la traición más ruin en sus ojos!
El príncipe Pharl de la Palma Pesada emitió una risita peculiar.
Alguien golpeó la puerta de la habitación y una voz gritó:
—¡Señora emperatriz! Un mensaje de la máxima urgencia.
Sharadim asintió con la cabeza. Perichost, duque de Orrawh, se levantó para abrir
la puerta.
Un atemorizado criado esperaba de pie, cubriéndose la cara con una mano.
—¡Oh, señora, se han cometido varios crímenes!
—¿Crímenes? —Sharadim mostró una horrorizada sorpresa—. ¿Has dicho
crímenes?
—Sí, señora. El Custodio de los Registros, su esposa y dos jóvenes pajes. ¡Todos
asesinados en la Sala Plateada!
Sharadim se volvió hacia mí con una mirada exultante en sus enormes ojos
azules.
—Bien, señor, parece que la violencia y el terror os acompañan a dondequiera
que vayáis. Y sólo nos visitan cuando vos, o el que se os parece, se halla entre
nosotros.
—¡Vos le habéis matado! —gritó Ottro, llevándose la mano a la cintura antes de
recordar que, como el resto de nosotros, no llevaba armas—. ¡Vos habéis asesinado a
ese anciano admirable!
—¿Y bien? —preguntó Sharadim al criado—. ¿Tienes idea de quién es
responsable de esos crímenes?
—Dicen que fueron Federit Shaus y otros dos, obedeciendo órdenes del príncipe
Halmad de Ruradani.
—¿Como? ¿Los que vinieron con el resto de esta partida?
—Eso es lo que dicen, señora.
—Vos planeasteis esto —dije furioso—. En el plazo de una hora habéis
derramado más sangre para fomentar vuestra monstruosa mentira. ¡Ni Shaus, ni

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Halmad, ni ninguno de nuestros compañeros iban armados!
—Dinos —preguntó Sharadim al criado—, ¿con qué mataron a ese buen hombre
y a su esposa?
—Con las espadas ceremoniales que se guardan en la Sala Plateada —repuso el
sirviente, dirigiendo miradas de perplejidad a mí y a mis amigos.
—No teníamos ningún motivo para matar al príncipe Albret —bramó Ottro,
profundamente ofendido—. Le habéis matado para silenciarle. Le habéis matado a fin
de tener una excusa para destruirnos. Sigamos adelante con el juicio. ¡Presentaremos
nuestras pruebas!
—Ya no habrá juicio —dijo ella en tono triunfal—. Resulta obvio para todos que
vinisteis con el fin de asesinar, que no teníais otro motivo.
En ese momento Von Bek se precipitó sobre Sharadim y la agarró por detrás,
atenazándole la garganta.
—¿Qué vamos a conseguir con esto? —gritó Alisaard, desconcertada ante tanta
infamia—. Si empleamos la violencia, nos rebajamos a su nivel. Si la amenazamos,
abonamos sus acusaciones.
Von Bek no aflojó su presa.
—Os aseguro, lady Alisaard —dijo—, que no actúo atolondradamente. —Como
Sharadim se debatiera, Von Bek la forzó a la inmovilidad—. Mi amplia experiencia
sobre maquinaciones semejantes me dice que todo estaba ya planeado. No habrá un
juicio justo. Tendremos suerte si salimos vivos de esta habitación. En cuanto a
escapar con vida del palacio, creo que nuestras posibilidades son escasísimas.
Los tres lugartenientes de Sharadim avanzaban vacilantes hacia Von Bek. Me
interpuse entre ellos y mi amigo. Mi mente estaba confusa. Experimentaba visiones e
imágenes que, a buen seguro, no eran mías. Provenían de la princesa cautiva. Vi de
nuevo la pared de cristal, la entrada a la cueva. Oí un nombre que sonaba como
Morandi Pag. Más fragmentos de palabras. Una completa, Armiad, y después
Barganheem...
Ottro y Alisaard se situaron junto a mí. Los tres esbirros de Sharadim hicieron
tímidos movimientos en nuestra dirección, pero no se atrevieron a avanzar. Al
advertir que Neterpino Sloch deslizaba la mano bajo el sobretodo, me abalancé sobre
él de súbito y le golpeé en la mandíbula. Se desplomó como fulminado por un rayo.
Me incliné sobre él mientras gemía y babeaba en el suelo. Abrí el sobretodo y
descubrí un cuchillo de unos veinte centímetros de largo, encajado entre la doble fila
de botones de su chaquetón. Me apoderé de él.
Después, registré a los otros dos. Me fulminaron con la mirada y protestaron, pero
no opusieron resistencia. Encontré dos cuchillos más.
—¡Qué despreciables sois! —Entregué un cuchillo a Ottro y el segundo a Von
Bek—. Ahora, Sharadim, le diréis a ese pobre criado que aporreaba vuestra puerta

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que vaya a buscar a nuestros amigos, si todavía siguen con vida. Que les traigan aquí.
Obedeció mis órdenes, casi estrangulada. Von Bek apretó la punta del cuchillo
contra su costado y aflojó un poco la presa sobre su garganta.
Pocos minutos después, las puertas se abrieron. Entró Federit Shaus, aturdido y
asustado, seguido de nuestros demás compañeros.
—Ahora, enviad un mensaje a vuestros guardias, indicándoles que rastreen el ala
este del palacio —ordené. Roja de furia, Sharadim siguió mis indicaciones al pie de
la letra.— Volved al patio y ensillad nuestros caballos —dije a mis compañeros—
Decid que los asesinos han huido y vais a perseguirlos. Esperadnos o, si lo
consideráis más prudente, dirigíos a un lugar seguro. Intentad convencer a vuestro
pueblo de las falaces intenciones de Sharadim. Siguiendo sus instrucciones, el
príncipe Albret y su esposa fueron asesinados para silenciarles y lograr que nos
acusaran del crimen. Hay que levantar un ejército contra ella. Debéis triunfar, al
menos algunos de vosotros. Preparad a vuestro pueblo para lo que planea Sharadim.
Oponedle resistencia. Huid de aquí cuanto antes, si queréis. No tardaremos en
seguiros.
—Id —me apoyó el príncipe Ottro—. Él tiene razón. No hay otra alternativa. Yo
me quedaré con ellos. Rezad para que al menos algunos tengamos éxito.
Cuando desaparecieron, el príncipe Ottro me dirigió una mirada inquisitiva.
—¿Durante cuánto tiempo podremos contener a todas las fuerzas de Valadeka?
Yo digo que debemos matarla ahora.
Ella emitió un fuerte quejido y trató de liberarse, pero sintió la presión del
cuchillo de Von Bek en sus costillas y se lo pensó mejor.
—No —dijo Alisaard—. No podemos recurrir a sus métodos. El asesinato a
sangre fría no tiene justificación.
—Es cierto —asentí—. Si actuamos como ellos, nos rebajamos a su nivel. Y si
somos iguales que ellos, no vale la pena oponerles resistencia.
—Excelente pensamiento —respondió Ottro, frunciendo el ceño—, pero no
tenemos tiempo para esas sutilezas. Estaremos muertos dentro de una hora si no
actuamos enseguida.
—No hay más remedio que utilizarla como rehén —dije—. No nos queda otra
elección.
Sharadim apretó su cuerpo contra Von Bek, intentando alejarse del cuchillo.
—Será mejor que me matéis ahora —espetó con fiereza—, porque si no lo hacéis,
os perseguiré por los Seis Reinos, y cuando os encuentre, yo...
Enumeró una serie de intenciones que me helaron la sangre en las venas,
despertaron náuseas en Alisaard e hicieron palidecer al príncipe Ottro hasta competir
con la armadura de las Mujeres Fantasma. Sólo Von Bek siguió impávido. Al fin y al
cabo, como prisionero de los campos de concentración de Hitler, había presenciado

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muchas de las amenazas proferidas convertidas en realidad.
Tomé una decisión y respiré hondo.
—Muy bien, es probable que os matemos, princesa Sharadim. Quizá sea la única
manera de conseguir que el Caos no se apodere de los Seis Reinos. Y creo que
podremos mataros haciendo gala de la misma imaginación que vos emplearíais.
La mujer me miró fijamente, preguntándose si yo decía la verdad. Me reí de ella
en su cara.
—Oh, señora, no tenéis ni idea de la sangre que ha manchado mis manos. Ni
siquiera os podéis imaginar ni remotamente los horrores que he presenciado.
Permití que se introdujera en mi mente, que accediera a algunos de mis recuerdos,
mis eternas batallas, mis agonías, la época en que, siendo Erekosë, había conducido a
los ejércitos Eldren hacia la total destrucción de la raza humana.
Sharadim lanzó un chillido y se derrumbó.
—Se ha desmayado —musitó Von Bek, estupefacto.
—Ya podemos irnos —dije.

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Nuestros únicos aliados eran la velocidad y la desesperación. Dejamos a los
esbirros de Sharadim atados y amordazados dentro de un gran armario. La llevé en
brazos como si fuera mi amante. Cada vez que nos topábamos con un guardia
gritábamos que estaba enferma y que la transportábamos al hospital del palacio. No
tardamos en volver al patio, y corrimos hacia nuestros caballos.
Sharadim iba envuelta en una capa y echada de través sobre la silla del príncipe
Ottro. Al cabo de pocos minutos habíamos atravesado el puente y cabalgábamos
hacia la ciudad. Nadie nos persiguió. Aún debían de estar conmocionados por el
asesinato del Custodio de los Registros, ajenos al hecho de que su princesa había sido
secuestrada.
Sharadim despertó mientras cruzábamos la ciudad. Oí sus gritos ahogados. No le
hicimos caso.
Llegamos por fin a la carretera y nos dirigimos hacia el lugar donde habíamos
escondido la embarcación. No cesábamos de mirar atrás, pero nadie nos perseguía.
—Ya nos consideraba muertos —sonrió Von Bek—. ¡Hay mucho que decir en
favor de la experiencia!
—Y de llevaría a la práctica con rapidez —señalé.
A mí también me sorprendía el hecho de que hubiéramos logrado escapar antes de
que alguien diera la alarma. Aparte del asesinato del príncipe Albret, el otro factor
que había obrado en nuestro favor era que el palacio estaba preparado para una
pacífica celebración. La mayoría de los guardias habían sido destinados a tareas
relacionadas con la ceremonia. Un gran número de forasteros entraban y salían sin
cesar. A esas alturas ya habrían encontrado a Neterpino Sloch, al duque Perichost y al
príncipe Pharl, y tratarían de descubrir qué había sido de la princesa Sharadim.
Aquella gente no parecía poseer métodos sofisticados para comunicarse a distancia.
Si conseguíamos llegar a tiempo al barco, nada impediría que huyéramos de
Valadeka.
—¿Qué haremos con nuestra cautiva? —preguntó el príncipe Ottro—. ¿Nos la
llevaremos?
—Sólo nos serviría de estorbo —contesté.
—En ese caso, supongo que debemos matarla, si no nos es de utilidad, y si
queremos salvar del Caos a este reino.
Alisaard murmuró una objeción. Yo no dije nada. Sabía que Sharadim estaba
despierta y no perdía detalle de nuestra conversación. También sabía que la había
aterrorizado lo bastante, siquiera momentáneamente, para que nos resultara de cierta
utilidad.
Dos horas después soltamos a los caballos en un prado y descendimos por los

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riscos hasta nuestro barco. Von Bek llevaba a Sharadim cargada sobre el hombro.
Ottro abría la marcha. Llegamos por fin a la orilla. El cielo estaba gris, y la pedregosa
playa parecía muerta. Hasta el océano semejaba desprovisto de vida.
—Podríamos llevarnos el cadáver y arrojarlo al mar —comentó Ottro—. Así nos
libraríamos de ella para siempre. Los nobles recogerían sus restos muy pronto.
—O tal vez desearan vengarse en mis asesinos. —Sharadim, de pie, agitó su
adorable cabellera dorada. Sus ojos eran como dos pedernales azules—. Tal vez
abocarais a nuestro reino a una guerra civil, príncipe Ottro. ¿Es eso lo que deseáis?
Yo prometo la unidad.
El anciano se alejó de ella. Desató las cuerdas del mástil y las dispuso en el centro
del barco.
—¿Por qué no vais a Barganheem e intentáis apoderaros de la espada? —le
pregunté.
Era un farol. Utilizaba las pocas palabras que había captado en su mente.
—Sabéis tan bien como yo que sería una locura —contestó ella—. Me basta con
entrar en Barganheem al frente de un ejército y coger lo que me plazca.
—¿No se opondría Morandi Pag?
—¿Y qué, si lo hiciera?
—¿Y Armiad?
Juntó sus bellas cejas y me miró.
—¿Ese bárbaro? ¿Ese advenedizo? Hará lo que se le diga. Si hubiera venido a
vernos unas horas antes de la Asamblea,—el asunto ya estaría zanjado, pero no
sabíamos dónde estabais vos.
—¿Me buscasteis en la Asamblea?
—El príncipe Pharl estaba allí. Le ofrecí a Armiad compraros a los dos, vivos o
muertos, pero las Mujeres Fantasma os encontraron antes. Armiad es un pésimo
aliado, pero es el único que tengo en Maaschanheem.
En ese momento comprendí que sus planes trascendían las fronteras de su reino.
Conseguía cómplices donde podía. Y Armiad, arrastrado por su odio hacia mí, había
accedido de buen grado a servirla. Ahora, también sabía que la Espada del Dragón se
hallaba, probablemente, en Barganheem, que alguien llamado Morandi Pag conocía
su emplazamiento exacto, o bien era su protector, y que Sharadim presentía que
necesitaría un ejército para derrotarle.
Federit Shaus, Alisaard y el príncipe Halmad habían puesto a punto el barco y se
preparaban para empujarlo al agua. El príncipe Ottro extrajo el largo cuchillo que yo
le había quitado a Neterpino Sloch.
—¿Lo hago? Demos por concluido el asunto.
—No podemos matarla —dije—. Tiene razón en una cosa: el resultado de esta
acción podría ser una guerra civil. Si la dejamos en libertad, alguien se dará cuenta de

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que no somos los asesinos que ella dice.
—La guerra civil ya es inevitable —adujo el príncipe Ottro con dolor—. Más de
un país se negará a reconocerla como emperatriz.
—Pero muchos otros la aceptarán. Nuestros actos deben ser testimonio de nuestra
humanidad y honestidad.
El príncipe Halmad y Alisaard habían llegado a una misma conclusión.
—Que la ley la juzgue —dijo Alisaard—. Yo no me rebajaré a emplear sus
métodos. Flamadin tiene razón. Ahora, muchos sospecharán de ella. Es posible que
su mismo pueblo exija un juicio...
—Lo dudo —aseveró Von Bek con solemnidad—, o digamos que los que exijan
el juicio serán silenciados rápidamente. La ascensión de los tiranos al poder sigue una
pauta monótona que, sospecho, refleja el modelo común de la estupidez humana. Por
deprimente que sea, debemos aceptar ese hecho.
—Bien, ahora tendrá que enfrentarse con una oposición —dijo Ottro, satisfecho
—. Vamos, hemos de zarpar cuanto antes hacia Waldana. Allí, al menos, me creerán.
Sharadim se rió de nosotros cuando desatracamos. Su maravilloso cabello se agitó
en el aire, y su capa aleteó cuando se la ciñó alrededor del cuerpo. Yo me quedé de
pie en la popa, mirándola a los ojos, tal vez intentando conminarla a poner freno a su
maldad, pero rió con más fuerza todavía. La seguí escuchando cuando el barco rodeó
el cabo y la perdimos de vista.
Creo que algunas goletas nos persiguieron. Las divisamos el segundo día, pero
por suerte no nos vieron. Casi habíamos llegado a la costa de Waldana. Por la noche
Ottro y los suyos desembarcaron en un pequeño puerto pesquero.
—Levantaré en armas a mi pueblo —afirmó el príncipe Ottro—. Nosotros, al
menos, lucharemos contra la princesa Sharadim.
Los demás no teníamos tiempo para descansar.
—Hacia el norte —dijo Alisaard. De una cinta que le rodeaba el cuello colgaba
una especie de brújula—. Hemos de darnos prisa. Por la mañana habrá desaparecido.
Navegamos en dirección norte. El negro del océano viró poco a poco hacia un
gris claro, a medida que el sol se levantaba. A lo lejos, en el horizonte, vimos la
entrada. Ya empezaba a desvanecerse. Alisaard movió con pericia la vela para
aprovechar al máximo la brisa. El barco saltó hacia adelante. Von Bek y yo tuvimos
la impresión de volver a la vida. Contemplamos con avidez las grandes columnas de
luz tenue que brotaban de una fuente invisible y descendían hacia un lugar asimismo
invisible.
—Correré el riesgo de acercarme con más rapidez —gritó Alisaard—. Faltan
pocos segundos para que el eclipse termine.
Condujo nuestra pequeña embarcación entre dos columnas, tan cercanas entre sí
que temí lo peor. El templo de luz se estaba contrayendo y las columnas se

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desplazaban para formar un solo y evanescente chorro.
Pero pasamos y, aunque aquel túnel era considerablemente más estrecho que el
último, supimos que estábamos salvados. El agua calma nos deparó unos momentos
de tranquilidad; después, el barco se inclinó y avanzamos por el pasillo a enorme
velocidad.
—Nos enseñan dónde y cuándo encontrar todos los portales entre los reinos —
nos informó Alisaard—. Tenemos cartas de navegación y calculadoras. Podemos
saber por adelantado cuándo se abre un portal y otro se cierra, y sabemos
exactamente adonde conducen. No temáis, pronto llegaremos a Barganheem. A
mediodía, más o menos.
Von Bek estaba cansado. Se dejó caer en el barco. Una débil sonrisa se dibujó en
su rostro.
—He de confiar en su discernimiento, Herr Daker, pero que me cuelguen si sé por
qué decidió que encontraríamos esa espada en Barganheem.
—Tengo la ventaja sobre Sharadim de que puedo leer conscientemente algunos de
sus pensamientos. Ella sólo intuye los míos. O sea, tiene el mismo poder pero no sabe
utilizarlo. Me permití el lujo de dejarle atisbar en mi mente unos momentos...
—¿Por eso se desmayó tan de repente? ¡Aja, me alegro de que no me haya
concedido ese privilegio, Herr Daker! —Bostezó—. Eso significa que si Sharadim
consigue averiguar el secreto, también podrá leer sus pensamientos, amigo mío.
Estarán igualados.
—Ahora mismo podría estar decidiendo cuál de sus intuiciones era la correcta.
Tiene todos los números a su favor.
El barco se estremeció. Miramos adelante y vimos una masa de luz verde
brillante, casi circular, como un sol. Viró lentamente al azul, y después al gris. El
pasillo se estrechó y empezamos a caer. Oímos un sonido errático pero musical, como
el de un órgano, y sufrimos una sacudida espantosa. El barco avanzó a saltos sobre
algo que, por descontado, ya no era agua.
Bajo nuestros pies se veían nubes. En lo alto divisamos un cielo azul y un sol en
su cenit. Las columnas habían desaparecido. Ya no flotábamos en el agua, sino que
estábamos posados sobre un verde prado montañoso. Un poco más lejos, en otro
campo del que nos separaba un muro de piedra seca, pastaban tres vacas blancas y
negras. Dos nos miraron con tibia curiosidad. La otra emitió un sonido, como si
indicara que no le interesábamos lo más mínimo.
Por todas partes se veían los mismos prados empinados, muros y picos
montañosos. Era imposible divisar algún detalle de la tierra que tapaban las nubes.
Reinaba un silencio extraño y agradable. Von Bek pasó una pierna por encima de la
borda y sonrió a Alisaard.
—¿El resto de Barganheem es tan pacífico como esto, mi señora?

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—La mayor parte. Los comerciantes del río son algo pendencieros, pero nunca se
molestan en subir tan arriba.
—¿Y los granjeros? ¿Les desagradará descubrir un barco en uno de sus campos?
Von Bek hablaba con su habitual humor seco.
Alisaard se había quitado la visera. De nuevo, mientras agitaba su largo pelo, me
impresionó su parecido con mi Ermizhad, tanto en gestos como en aspecto físico.
Volví a experimentar una punzada de celos cuando dirigió una sonrisa a Von Bek que
revelaba una emoción más fuerte que la amistad. Me controlé, por supuesto, porque
no tenía derecho a sentirme así. Yo estaba comprometido con Ermizhad. La amaba
más que a mi vida. Y aquella mujer, le recordé al ser infantil que plañía en mi
interior, no era Ermizhad. Si Alisaard encontraba a Von Bek sexualmente atractivo y
él le correspondía, yo debía alegrarme por ambos. Sin embargo, el pequeño demonio
seguía importunándome. Me lo habría arrancado con un cuchillo al rojo vivo de haber
sido posible.
—Observaréis que los granjeros no han traído ganado a este campo en particular
—dijo Alisaard—. Saben, como todo el mundo, que éste es un lugar mágico, por
emplear sus términos. ¡A veces han desaparecido vacas al materializarse los Pilares
del Paraíso! Han visto cosas mucho más extrañas que barcos. Sin embargo, no
podemos contar con su ayuda. No tienen experiencia en viajar entre los reinos. Dejan
esas aventuras para los comerciantes de los valles, que viven mucho más abajo.
—¿Cómo iniciaremos la búsqueda de Morandi Pag? —pregunté, interrumpiendo
con cierta brusquedad su explicación—. Dijisteis que, basándoos en el nombre, os
imaginabais por dónde debíamos empezar a buscar.
Me miró con curiosidad, como si intuyera una emoción relacionada con ella.
—¿Sufrís, príncipe Flamadin?
—Sólo de ansiedad. No podemos permitir que Sharadim se nos adelante ni un
minuto...
—¿No cree que hemos ganado bastante tiempo?
Von Bek se agachó y humedeció sus manos en la exuberante hierba. Se dio unos
golpecitos en la cara y suspiró.
—Ganado un poco y perdido otro tanto —le recordé—. O bien está pensando en
invadir Barganheem con un ejército, o está estudiando una nueva estrategia. Si la
impaciencia por alcanzar el poder la devora, como yo creo, se decidirá a correr más
riesgos que nunca para apoderarse de la Espada del Dragón antes que nosotros. Bien,
lady Alisaard, ¿dónde creéis conveniente que iniciemos la búsqueda de Morandi Pag?
Señaló en silencio las empinadas colinas que descendían hacia las nubes.
—Por desgracia, hemos de bajar a los valles. Ese nombre me resulta vagamente
inhumano. Os advierto una cosa: cuando lleguemos a los valles hablaré yo. Esa gente
ha comerciado con nosotras durante varios siglos, y somos el único pueblo que no les

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ha planteado problemas bélicos. Confiarán en mí, en la medida en que confían en
cualquier extranjero. Sin embargo, no confiarán en vosotros ni por un momento.
—Una raza xenófoba, ¿eh? —dijo Von Bek risueño, disponiéndose a emprender
la marcha.
—No carecen de motivos —respondió Alisaard—. Los Mabden sois la especie
evolucionada más imprevisible. Nosotros, por lo general, aprendemos a apreciar y
comprender las diferencias entre culturas y razas. Vuestra historia parece ser un largo
proceso de persecución y destrucción de todo lo distinto. ¿Cuál es el motivo, en
vuestra opinión?
—Si supiera la respuesta en este momento, mi señora —respondió Von Bek con
energía—, no estaría aquí discutiendo el problema. Lo único que os puedo asegurar
es que algunos «Mabden» estamos tan preocupados por la verdad que acabáis de
proclamar como cualquiera. A veces pienso que nacemos de una monstruosa
pesadilla, que vivimos perpetuamente con el horror de nuestro origen infernal,
intentando silenciar las voces que nos recuerdan las inteligencias deformes que
somos.
Alisaard quedó impresionada por su vehemencia. Ojalá yo hubiera podido hablar
con tal elocuencia. Me esforcé en contemplar el paisaje que nos rodeaba, mientras
bajábamos a buen paso hacia la serena meseta de nubes.
—Cuando dejemos atrás esa capa —anunció Alisaard—, abandonaremos el
territorio de los granjeros. Mirad, ahí hay una de sus casas...
Era un edificio cónico bastante alto, con una chimenea y una techumbre de paja
que casi llegaba hasta el suelo. Vi dos o tres siluetas cercanas, ocupadas en las labores
normales de una granja. Sin embargo, algunos de sus movimientos me parecieron de
lo más peculiar. Nuestro descenso nos llevó cerca de la granja. La gente no levantó la
vista cuando pasamos, aunque tenían que habernos percibido. Deduje que preferían
fingir que no existíamos, y en consecuencia, pude mirarles sin ser descortés. Parecían
extrañamente encorvados. Al principio, lo atribuí a la naturaleza de su trabajo, el
corte inusitado de sus ropas, pero enseguida comprendí, tras echar un vistazo a sus
caras, que no eran humanos. Lo primero que me recordaron fue un mandril. Entonces
entendí mucho mejor lo que Alisaard había querido decir. Una mirada más detenida
reveló grandes y sólidas pezuñas hendidas, en lugar de pies humanos. ¿Qué eran
aquellos tranquilos e inofensivos granjeros, sino los demonios de las supersticiones
que existían en el mundo de Daker?
—Vaya —reí—, creo que estamos desfilando por el infierno, Von Bek.
Mi amigo me dirigió una mirada burlona.
—Le aseguro, Herr Daker, que el infierno no es tan agradable.
Alisaard les saludó con su voz dulce y clara. Fue como si una hermosa ave
cantora hubiera empezado a trinar. Al oírla, las granjeros levantaron la vista. Sus

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rostros extraños y enjutos se iluminaron. Agitaron las manos y gritaron algo en un
dialecto tan raro que no entendí ni una sola palabra. Alisaard me dijo que nos
deseaban buena suerte «bajo el mar».
—Creen que estas masas de nubes son un océano. La gente que vive bajo él posee
una aureola casi mitológica para ellos. Nunca han visto un mar de verdad, por
supuesto. Hay grandes lagos más abajo, pero jamás se han aventurado hasta allí. Por
lo tanto, esto es el mar.
Fue en ese momento cuando me di cuenta de que nos habíamos adentrado en las
nubes, y que la visibilidad disminuía rápidamente. Miré hacia atrás. Apenas pude ver
la granja.
—Ahora —prosiguió—, será mejor que nos cojamos de la mano. Yo continuaré al
frente. Hay grupos de piedras que señalan el sendero, pero los animales suelen
destruirlos. Tened cuidado con las serpientes de humo. Son de color gris oscuro y casi
no se ven hasta que las tienes a los pies.
—¿Qué hacen esas serpientes de humo?
Von Bek le tendió la mano a Alisaard y estrechó la mía con la otra.
—Se protegen si las pisas, y como no llevamos armas, excepto cuchillos, hemos
de ir con mucho cuidado para no hacerlo. Yo vigilaré los grupos de piedras. Vosotros
mirad al suelo. Recordad que son de un gris más oscuro.
Me pregunté cómo sería posible reparar en semejantes animales, puesto que los
colores predominantes eran el blanco y el gris. De vez en cuando, rocas y restos de
muros derruidos sobresalían de la niebla. A pesar de todo, seguí sus instrucciones al
pie de la letra. Había llegado a confiar en Alisaard como camarada y como guía. Ese
hecho contribuyó a aumentar mi aflicción en un aspecto, sobre todo cuando me
pareció que miraba a Von Bek con mayor admiración.
La progresión era cada vez más lenta, pero seguí concentrándome en localizar el
gris oscuro de una serpiente de humo. De vez en cuando, veía algo que se movía, algo
que se retorcía perezosamente hacia arriba como una serpiente y volvía a descender,
que parecía poseer un gran número de anillos, como los antiguos dibujos de
serpientes de mar que adornaban las cartas de navegación. Creí oír un débil ruido,
como el romper de las olas sobre una playa.
—¿Es el sonido que hacen las serpientes de humo? —pregunté a Alisaard.
Me sorprendió el eco que producía la niebla. Mi voz sonaba completamente irreal
a mis propios oídos.
Ella asintió con la cabeza, concentrada en localizar el siguiente grupo de piedras.
Hacía mucho frío y nuestras ropas estaban húmedas, o aun chorreantes de agua.
Imaginé que no haría más calor cuando saliéramos de la niebla, pues era tan espesa
que ocultaba casi por completo la luz del sol. También Von Bek debía de notar los
efectos del frío, porque estaba temblando.

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Miré hacia adelante, preguntándome si la armadura de marfil protegería a
Alisaard de la niebla. En ese momento vi una gran sombra gris sinuosa a menos de un
metro de la Mujer Fantasma. Lancé un grito de advertencia. Ella no respondió, pero
se detuvo. Los tres contemplamos al animal desaparecer en la niebla. No había
podido distinguir ningún detalle.
—No hay que temerlas cuando se mueven así —me dijo Alisaard—. Nos estaba
mirando. Si nos ven, no hay peligro. Las únicas que atacan, y sólo cuando se las
molesta mientras duermen, son las jóvenes. Recordad: no piséis una serpiente de
humo. Reaccionan con violencia cuando se asustan. Estas amigas han visto a muchos
viajeros y saben que no corren peligro. ¿Me he expresado con claridad?
Parecía casi impaciente, como si estuviera hablando con un niño retrasado. Me
disculpé por mi pánico. Dije que recordaría sus advertencias y me concentraría
exclusivamente en el terreno que se extendía ante mí.
Von Bek comprendió que yo había recibido una suave reprimenda. Se volvió para
mirarme cuando reemprendimos la marcha y me guiñó un ojo.
Y en ese momento vi que ponía el pie sobre el extremo de un anillo gris.
—¡Von Bek!
Me miró horrorizado, dándose cuenta de lo que yo había visto. Sus ojos se
agrandaron de dolor.
—Dios mío —dijo en voz baja—, mi pantorrilla...
Alisaard se arrojó al suelo, el cuchillo alzado y la mano izquierda extendida ante
ella.
La espiral gris oscuro ascendía lenta pero firmemente por la pierna de Von Bek.
Yo no distinguía la cabeza, boca ni ojos, pero sabía que el animal reptaba por su
cuerpo, buscando los miembros superiores, la cabeza y la cara. Alargué la mano para
intentar arrancarle aquello, y entonces brotó un salvaje siseo metálico del interior de
la bestia. Otro anillo pareció desprenderse del cuerpo principal, aferrándose a mi
muñeca. Le propiné una cuchillada, tratando de cortarlo, pero el arma se demostró
ineficaz. Von Bek también hacía uso de su cuchillo, sin que tampoco sirviera de nada.
Distinguí la silueta de Alisaard, casi oculta entre la niebla. Continuaba en el suelo,
mascullando, maldiciendo de frustración, como si buscara algo que hubiera perdido.
Oí el roce de la armadura de marfil contra las rocas. Creo que vi su brazo alzarse y
caer. Y la serpiente de humo seguía aferrada a mi brazo y a la pierna de Von Bek al
mismo tiempo. Yo estaba casi mareado de terror, y la palidez que cubría el rostro de
Von Bek era más intensa que la de la niebla.
Miré el extremo de la espiral, que casi había llegado a mi hombro. En el interior
de la bestia, creí ver una tenue insinuación de rasgos. Me miró a la cara, como
ofendida por mi descubrimiento. Sentí un agudo dolor en la mejilla, de la que manó
sangre. Casi al instante, la cabeza de la serpiente de humo reveló una boca apenas

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visible pero nítida, de largos y delgados colmillos, vibrantes fosas nasales y una
sombra de lengua.
Y, gracias a mi sangre, la cabeza exhibía ahora un delicado y horripilante brillo
rosado.

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La serpiente de humo adquirió en pocos segundos un tono rojizo más oscuro. La
otra cabeza había alcanzado y mordido la cara de Von Bek, mientras seguía
arrancando de la mía diminutos, casi delicados trozos de carne. Yo sabía que
continuaría mordiéndome de esa forma hasta que sólo quedara de mi cabeza una
blanca calavera. Creo que grité algo, pero no recuerdo las palabras. Lo más terrorífico
de aquella forma de muerte radicaba en que iba a ser lenta. Agité el cuchillo delante
de su cabeza, que ahora exhibía unos brillantes ojos de color carmesí, confiando en
distraerla, pero hacía gala de una extraña paciencia, como si aguardase a que se
produjera una brecha en mis defensas para atacar de nuevo y morderme la cara.
Recordé las cicatrices que había observado durante la Asamblea en el rostro de un
viajero. Me había preguntado cuál podía ser la causa. Chillé otra vez. Al menos,
pensé, era posible escapar de la serpiente de humo. El hombre lo había hecho, a costa
de un ojo y la mitad de la cara.
Von Bek también estaba gritando. El triunfo de la bestia parecía inevitable. Se
limitaba a esperar, mientras nuestros brazos perdían fuerza y ella se hacía cada vez
más visible gracias a la sangre, sin dejar de sujetar nuestros miembros y emitiendo de
vez en cuando aquel espantoso siseo metálico.
El animal ya no parecía encolerizado, y ese detalle empeoraba todavía más la
experiencia. Supuse que se trataba de un organismo bastante sencillo. Sólo
reaccionaba cuando se creía atacado. Si rodeaba algo con sus anillos, saboreaba ese
algo. Si sabía bien, ese algo se convertía en su presa. Era probable que ni siquiera
recordara ya por qué había atacado a Von Bek. Ahora, ya no tenía motivos para
apresurarse. Podía comer con tranquilidad.
Intenté acuchillar de nuevo las fauces provistas de colmillos. La lógica me decía
que a un animal capaz de infligir tales heridas debía ser posible devolvérselas, pero
no era así. Mis salvajes cuchilladas apenas encontraron resistencia; un tenue polvillo
rosado pareció rodear la cabeza, como un halo, durante un momento, antes de
reintegrarse al cuerpo del animal.
Todo esto sucedió en cuestión de segundos, por supuesto.
Entretanto, Alisaard continuaba gritando y maldiciendo. Yo no podía verla, sólo
oír, como desde muy lejos, el roce de su armadura y sus gruñidos y aullidos animales
de frustración.
La cara de Von Bek parecía cubierta de lágrimas de sangre. Churretones rojos
resbalaban por sus mejillas. Parte de su oreja izquierda había desaparecido. Tenía una
mordedura en el mismo centro de la frente. Respiraba rápida y entrecortadamente.
Sus ojos no reflejaban tanto el miedo a la muerte como el horror y la estupidez de
aquella forma de morir.

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Entonces reparé en que los gritos de Alisaard cambiaban de tono. Se habían
transformado casi en aullidos de triunfo. Aún no la veía, a excepción de una mano
blanca que asía el cuerpo insustancial de la serpiente de humo. La joven emitió una
especie de alarido prolongado. Vi que su cuchillo surgía de la niebla y su otra mano
golpeaba en el mismo punto.
La serpiente de humo retrocedió. Por un momento creí que iba a arrancarme un
ojo. Levanté la mano para protegerme. Como no veía al reptil, no me habría costado
nada pensar que no existía, salvo en mi imaginación. Carecía de peso, pero me
aferraba con fuerza.
Von Bek profirió un rugido brutal. Pensé que el animal le había mordido en un
punto vital y, sin mirar, me lancé hacia adelante, aunque sabía que no podía salvarle.
Recuerdo haber pensado que valía la pena morir en el intento. Ciertas almas siempre
encuentran consuelo, incluso en el instante de la muerte más horrible y violenta.
Sentí que dos brazos me rodeaban. Abrí los ojos. Los anillos de la serpiente de
humo ya no aprisionaban el cuerpo de Von Bek. Me pregunté si ambos estaríamos
muertos, si aquello era una ilusión anodina, en tanto nuestro fluido vital henchía el
estómago de nuestra enemiga.
—¡Herr Daker! —exclamó Von Bek, algo sorprendido—. Creo que se ha
desmayado, mi señora.
Estaba tendido en el suelo. Vi que mis amigos se inclinaban para examinarme,
reflejando diversión y ansiedad al mismo tiempo. Les miré. Me alivió tremendamente
saber que estaban vivos. Y volví a experimentar aquella punzada de celos cuando sus
cabezas se juntaron sobre la mía.
—No —murmuré—. Debes de ser Ermizhad. Sé Ermizhad un solo momento,
mientras muero...
—Es el nombre que ha pronunciado antes —dijo Alisaard.
Pensé que no se mostraban demasiado preocupados por la inminente muerte de su
amigo. ¿Estarían muertos ya?
—Es el nombre de una mujer Eldren, como vos —oí que decía Von Bek—. Está
enamorado de ella. Lleva eones buscándola; la ha rastreado en muchísimos reinos.
Cree que os parecéis a ella.
Las facciones de Alisaard se suavizaron. Se quitó un guante y acarició mi cara.
Moví los labios y dije por segunda vez:
—Ermizhad, antes de morir...
Pero ya había vuelto a la realidad y me di cuenta de que estaba actuando,
fingiendo que seguía semiinconsciente con tal de prolongar el momento, de recibir
una ternura franca y generosa, como la que me había deparado Ermizhad y yo,
confiaba, le había dado a cambio. Hice un gran esfuerzo y declaré con firmeza:
—Disculpadme, mi señora. He recobrado el sentido y me siento mejor. Tal vez

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tendréis la bondad de decirme cómo es que el conde Von Bek y yo seguimos en el
mundo de los vivos.
Von Bek me ayudó a sentarme. La niebla ya no parecía tan espesa. Creí ver, a
cierta distancia de la colina, el brillo plateado del agua.
Alisaard se sentó sobre una roca. Tenía a sus pies algo pequeño y desagradable,
colocado sobre un fragmento plano de pedernal. Me dio la impresión de que poseía
miles de anillos, pero diminutos e inofensivos, a menos que estuvieran envenenados.
Golpeó el objeto negro con la punta del cuchillo. Parecía desprovisto de vida.
Empezó a desmenuzarse, y algunas partes se transformaron casi al instante en
polvillo negro.
—¿No serán los restos de la serpiente de humo? —pregunté, incrédulo.
La joven me miró, se humedeció el labio inferior, enarcó las cejas y asintió con la
cabeza.
—Fue derrotada por la más vulgar de las sustancias —dijo Von Bek,
contemplando los fragmentos—, a manos de la menos vulgar de las mujeres.
La lisonja agradó a Alisaard.
—Sólo conozco una manera de matar a las serpientes de humo. Hay que localizar
su centro. Si se las corta, se crean tantos seres nuevos como pedazos rebanados. Hay
que hacerla sangrar y malaria enseguida, antes de que pueda dividirse. La sangre
contiene lo que se emplea para destruirla. Por suerte, me acordé a tiempo. Y también
por suerte, viajo siempre con provisiones, como todas las mujeres de Gheestenheem.
—Pero ¿qué la mató, lady Alisaard? ¿Cómo salvasteis nuestras vidas, si era
inmune a las armas?
Von Bek lanzó una carcajada.
—Le resultará divertido cuando se lo diga. Alisaard, por favor, no le mantengáis
más tiempo en la ignorancia. ¡El pobre hombre está agotado!
Alisaard me mostró la palma de la mano izquierda. Tenía en el centro una fina
costra blanca.
—Sal. Siempre viajamos con sal.
—¡El maldito bicho reaccionó con la misma rapidez que una vulgar babosa! —
Von Bek estaba exultante—. En cuanto localizó el núcleo, haciendo gala de una
valentía increíble, Alisaard tuvo que acuchillarla para que derramara sangre y aplicar
la sal en el mismo segundo. El núcleo se consumió de inmediato. Y nos salvamos. —
Se dio unos golpecitos en las postillas de la cara. Las heridas ya estaban cicatrizando.
Quedarían pocas señales. Me consideré afortunado—. A lo sumo, parecerá que
hayamos padecido un caso agudo de acné.
Me ayudó a ponerme en pie. Me acerqué a lady Alisaard. Ahora, se parecía más
que nunca a mi Ermizhad.
—Os doy las gracias desde lo más profundo de mi corazón, lady Alisaard. Os doy

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las gracias por haber salvado mi vida.
—Vos habríais dado la vuestra por salvar al conde Von Bek —respondió, mientras
lanzaba el núcleo muerto a la niebla—. Por fortuna, sé un poco de estas cosas. —
Miró a Von Bek con una mezcla de regocijo y severidad—. Y confiemos en que
cierto caballero atienda más a sus pies que a su camarada si vuelve a pasar por aquí.
Von Bek recibió la reprimenda como un ejemplar caballero alemán. Se puso
firmes, hizo entrechocar los talones y se inclinó, como reconociendo la justa censura
que merecía su insensatez.
Tanto a Alisaard como a mí nos costó reprimir la risa ante esa súbita adopción de
maneras formales.
—Vamos —dijo ella—, hemos de darnos prisa para llegar a las laderas inferiores.
Allí estaremos fuera de los dominios de las serpientes y podremos descansar sin
temor a ser atacados. Ya es demasiado tarde para entrar en la ciudad, pues tienen la
costumbre de no aceptar visitantes después del anochecer. Por la mañana,
descansados, entraremos, y espero que nos ayuden a encontrar a Morandi Pag.
Dejamos la niebla atrás por fin, y con la llegada del crepúsculo el frío aumentó.
Caminamos sobre la blanda y cómoda hierba de la ladera, manteniéndonos muy
juntos para darnos algo de calor. Recuerdo que eché un vistazo al valle y vi que se
ensanchaba hasta formar una especie de bahía que daba al lago. También divisé luces
que parpadeaban y hogueras, tanto en la bahía como a lo largo de la ribera del río.
Creí oír voces, pero debía de tratarse de los sonidos emitidos por bandadas de aves
carroñeras, negras como el azabache, que volaban hacia sus nidos de los riscos más
elevados. La ciudad me sorprendió. No vi edificios de ningún tipo, ni barcos, si bien
creí distinguir muelles y malecones a la orilla del agua. Un bosque espeso y
profundo, de árboles parecidos a robles, crecía en la ribera más alejada del lago.
También se percibían algunas luces en el bosque, como si lo recorriera gente que
regresaba a su casa. Busqué en vano las edificaciones. Mientras me sumía en un
sueño profundo y reparador, me pregunté si, al igual que las serpientes de humo, la
ciudad y sus moradores serían invisibles para el ojo humano. Recordé algo sobre
cierto pueblo que era llamado «fantasma» por aquellos que se negaban a
comprenderlo, y traté de precisar el recuerdo. Sin embargo, como sucedía a menudo
en mi cerebro saturado, no lo conseguí. Tenía algo que ver con Ermizhad, pensé.
Ladeé la cabeza y, antes de que la luz se desvaneciera, contemplé el rostro dormido
de Alisaard.
Y creo que, en la intimidad de la noche, lloré por Ermizhad antes de que la
inconsciencia me arrojara hacia más tormentos. Pues soñé con cien mujeres, cien
mujeres traicionadas por hombres belicosos y alocadas empresas heroicas, por sus
profundos sentimientos amorosos, por su idealismo romántico. Soñé con cien
mujeres. Y sabía el nombre de cada una. Las había amado a todas. Y todas eran

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Ermizhad. Y las había perdido a todas.
Desperté con el alba y vi que el cielo estaba despejado de nubes y los rayos
doradorrojizos del sol incidían en la superficie del lago. Esa explosión de luz
contrastaba con el negro y el gris de las montañas y el agua, dotándolas de un
acentuado tinte dramático. Casi esperé escuchar música, ver a la gente del valle
pasear arriba y abajo, disfrutando de aquel magnífico amanecer, pero sólo oí,
procedente de la población cercana, el ruido metálico de los utensilios domésticos, el
gañido de un animal, una voz débil.
Aún no veía dónde estaba la ciudad. Supuse que los habitantes eran trogloditas y
camuflaban la entrada de sus hogares. Era una costumbre muy común en todos los
reinos del multiverso que había visitado. Sin embargo, me sorprendía que
comerciantes capaces de viajar a través de los Pilares del Paraíso, a fin de traficar con
los reinos vecinos, no vivieran en edificios más civilizados.
Alisaard sonrió cuando expresé en voz alta ese enigma. Me cogió por el brazo y
me miró a la cara. Era más joven que Ermizhad y sus ojos poseían un color
sutilmente diferente, al igual que su cabello, pero su cercanía me resultó dolorosa.
—Todos los misterios se resolverán en Adelstane —prometió.
Después, enlazó su brazo con el de Von Bek, como una colegiala de paseo, y nos
guió por la herbosa pendiente de la colina hacia el poblado. Me detuve un momento
antes de continuar. Por un momento había perdido la noción de dónde estaba o quién
era. Creí oler el humo de un cigarrillo. Creí oír un autobús de dos pisos en una calle
cercana. Me obligué a contemplar el amanecer, las enormes nubes que flotaban al
otro lado del lago. Y, por fin, mi mente se serenó. Recordé el nombre de Flamadin.
Recordé a Sharadim. Un leve estremecimiento recorrió mi cuerpo. Y después, al
menos de momento, me recuperé del todo.
Alcancé a mis amigos cuando ya casi habían llegado al pie de la colina. Habían
cruzado una puerta practicada en un muro bajo y mirado hacia atrás, como si se
hubieran dado cuenta en aquel momento de que no estaba con ellos.
Caminamos juntos por un sendero sinuoso hasta un punto en que las aguas, poco
profundas, formaban un vado. Reparé entonces en que la presa había sido construida
artificialmente para eliminar la necesidad de un puente, lo que se podía advertir
fácilmente desde arriba. Medité sobre tan extraña precaución mientras vadeábamos
las frías y claras aguas y poníamos pie en la otra orilla. Observamos una serie de
gigantescas aberturas en la pared del acantilado; todas estaban astutamente
fortificadas y se confundían con la roca natural. Empecé a comprender que aquella
gente no carecía de conocimientos arquitectónicos.
Alisaard se bajó la visera. Juntó las manos y alzó la voz.
—¡Visitantes pacíficos que confían en la misericordia de Adelstane y sus señores!
Se hizo un súbito silencio. Hasta los tenues sonidos de las cacerolas se

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desvanecieron.
—Os traemos noticias de interés general —prosiguió Alisaard—. No llevamos
armas, y no somos ni leales a vuestros enemigos ni servidores suyos.
Aquello se parecía mucho a una declaración oficial, un detalle obligado de
cortesía, imaginé, para ser recibido en audiencia por los trogloditas.
Un nítido ruido sordo rompió el silencio. Después, otro. Luego, uno más fuerte,
como metal chocando contra metal. Por fin, la nota retumbante de un gong brotó de
las entradas más elevadas del sistema de cuevas.
Alisaard bajó los brazos, como satisfecha.
Nos detuvimos. Von Bek quiso hablar, pero ella le indicó con un gesto que
guardara silencio.
El sonido del gong se desvaneció. A continuación se oyó un estruendoso ruido
vibrante, como si un gigante que tocara una monstruosa trompeta hubiera desafinado.
En la caverna más próxima, parte de la entrada pareció desplomarse hacia adentro,
dejando al descubierto una oscura abertura dentada; podría haber sido una fisura
natural de la roca.
Alisaard nos hizo señas de que avanzáramos y, con un grácil movimiento del
cuerpo, se deslizó por la abertura. Von Bek y yo la seguimos, con menos gracia y
algunas quejas.
Doblamos una esquina y contemplamos embelesados el espectáculo que se
ofrecía a nuestros ojos.
Se trataba, tal vez, de la ciudad más hermosa que había visto en todas mis
andanzas. Era blanca, de elegante arquitectura caracterizada por numerosas agujas, y
brillaba como iluminada por la luz de la luna. Su silueta se recortaba contra la
semioscuridad reinante en la inmensa cueva. Sobre nuestras cabezas volvimos a oír el
sonido vibrante, y después el retumbante. Comprendimos que se creaban gracias a la
acústica natural de la cueva, que debía de medir unos cinco kilómetros de
circunferencia. El techo no se veía. La ciudad era de una delicadeza tal, con sus
tracerías de mármol, cuarzo y granito rutilante, que parecía una brisa ligera. Poseía la
fragilidad de una visión maravillosa. Pensé que, si parpadeaba, desaparecería. Había
sospechado, con razón, del aparente primitivismo, pero me había equivocado al
pensar, siquiera por un momento, que los comerciantes eran bárbaros.
—Parece hecha de encaje —susurró Von Bek—. ¡Es mil veces más hermosa que
Dresde!
—Venid —dijo Alisaard, empezando a bajar los enormes y pulidos escalones que
conducían a la carretera de Adelstane—. Debemos avanzar sin la menor vacilación.
Los señores de esta ciudad detectan enseguida a los espías o exploradores enemigos.
Detrás de nosotros, algunas hogueras ardían en las rocas. Vi rostros blancos que
miraban desde las sombras de toscos refugios. Sus propietarios se agitaron y

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murmuraron para sí antes de volver poco a poco a sus tareas interrumpidas. Me costó
relacionar a aquellos salvajes con la gente que había construido la ciudad y habitaba
en ella.
Pregunté a Alisaard quién era la gente que moraba en las cuevas, y ella se excusó
por no extenderse sobre la cuestión.
—Son Mabden, por supuesto. Tienen miedo de la ciudad. De hecho, tienen miedo
de casi todo. Al estarles prohibidas las armas con las que atacar a lo que temen, han
quedado reducidos a ese estado. Parece que los Mabden sólo pueden matar o huir. Su
cerebro no les sirve de nada.
Von Bek se mostró escéptico.
—Pues a mí me parecen los típicos elementos económicos improductivos de un
sistema político súper rígido, aislados aquí para no molestar a los demás.
—No os entiendo.
Alisaard frunció el ceño.
Von Bek sonrió, casi para sí.
—Poseéis grandes conocimientos sobre magia y prodigios científicos, lady
Alisaard, pero, por lo visto, hay muy pocas civilizaciones económicamente complejas
en el multiverso.
—¡Oh, sí, por supuesto! Sí, vuestra teoría es más o menos acertada. Éste no es el
sector apropiado para esas sociedades.
Observé con secreta satisfacción la cara de Von Bek cuando comprendió que no
sólo era culpable de arrogancia intelectual, sino que alguien de inteligencia superior
le había puesto las peras a cuarto.
Von Bek me miró y se dio cuenta de que yo había captado su reacción.
—Es curioso con qué facilidad caemos en las presunciones e insensateces de
nuestra cultura cuando nos enfrentamos con lo extraño y lo inexplicable. Si alguna
vez salgo de ésta y logro mi objetivo, si Alemania se ve libre de la guerra, el horror y
la locura, tengo en mente escribir uno o dos libros sobre las reacciones humanas ante
lo nuevo y lo inverosímil.
—Se libra de una trampa y se precipita en otra, amigo mío —dije, palmeándole la
espalda—. No tema, cuando llegue el momento se revolverá contra esos tratados y se
dedicará a gozar de la vida. No se mejora la suerte aprendiendo muchos volúmenes
de memoria, sino gracias al esfuerzo y el ejemplo ajenos.
Me escuchó de buen talante.
—Creo que, en el fondo, es usted un simple soldado.
—Seguro que hay algunos más simples que yo, más normales. Considero
frustrante haber llegado a ser lo que soy.
—Tal vez sólo un ser fundamentalmente sensato podría aceptar la cantidad de
experiencias e información que usted ha acumulado —dijo Von Bek, casi con

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compasión, carraspeando a continuación—. Sin embargo, el exceso de
sentimentalismo entraña tanto peligro como el exceso de intelectualidad, ¿eh?
Habíamos llegado a la resplandeciente puerta circular de la ciudad. Me dio la
impresión de que en ella ardía, sin desprender calor, un anillo de fuego. Brillaba con
tanta fuerza que casi nos cegaba, y no — podíamos ver Adelstane, al otro lado de la
puerta.
Alisaard no se detuvo, sino que avanzó hacia el enorme círculo y lo atravesó por
el punto donde se encontraba con la superficie rocosa. No nos quedó otro remedio
que seguir su ejemplo. Cerré los ojos, me adentré en el fuego y me encontré
inmediatamente al otro lado, ileso. Von Bek me imitó. Comentó que todo el proceso
le parecía muy interesante.
—El fuego sólo respeta a los visitantes amistosos —indicó Alisaard—. Los
señores de Adelstane nos han deparado la más cordial bienvenida. Podemos sentirnos
honrados.
Vimos unas cinco siluetas delante de nosotros, en la carretera blanca que todavía
reflejaba el fuego que ardía a nuestras espaldas. Las siluetas iban vestidas con túnicas
ondulantes, gruesos tejidos de sobrios colores, sedas más ligeras y encajes que
rivalizaban con la exquisita complejidad arquitectónica de la ciudad. Cada silueta
sostenía un asta, en cuyo extremo sobresalía un rígido estandarte de lino, cada uno de
los cuales constituía, en sí, un diseño muy detallado. Los dibujos eran sumamente
estilizados y no distinguí de inmediato lo que representaban. Sin embargo, los rostros
de los cinco que aguardaban captaron enseguida mi atención. No eran humanos. Ni
siquiera se parecían a los rostros Eldren. No había caído en la cuenta de que
Barganheem era el reino dominado por aquellos extraños seres, los príncipes ursinos.
Aunque estos personajes recordaban a osos, existían muchas diferencias, sobre todo
en las manos y las piernas. Con todo, se mantenían erguidos sin la menor dificultad.
Sus negros ojos eran como ébano lavado por la lluvia, pero no amenazadores.
—Sed bienvenidos a Adelstane —dijeron a coro.
Sus voces eran profundas, vibrantes y, para mí, reconfortantes. Me sorprendía que
alguien pudiera convertirse en enemigo de este pueblo. Sentí que podía confiar en
ellos y hacer exactamente lo que me pidieran. Di un paso adelante y extendí los
brazos a modo de saludo.
Los osos dieron un paso atrás, arrugando la nariz. Intentaron recobrar la
compostura, claramente apesadumbrados por haberse mostrado descorteses.
—Es nuestro olor —susurró Alisaard en mi oído—. Les da asco.

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7
Había esperado que nos condujeran a un gran salón, a una sala de conferencias
donde los invitados expondríamos el motivo de nuestra visita ante los príncipes
ursinos y su séquito. Sería una ceremonia muy acorde con el resto del día.
En lugar de ello, los cinco seres nos guiaron por calles de excepcional pulcritud,
flanqueadas por edificios bellísimos, hasta llegar a un edificio abovedado que, por su
sencillez, me recordó una vieja iglesia baptista. En el interior encontramos butacas
confortables, una biblioteca, el tipo de tesoros que un rector de universidad podría
acumular a lo largo de toda una vida de serena valoración del mundo.
—Aquí vivimos la mayor parte del tiempo —dijo uno de los seres parecidos a
osos—. También tenemos nuestros propios hogares, por supuesto, pero dirigimos
nuestros asuntos desde este lugar. Espero que perdonaréis la informalidad. ¿Deseáis
vino, u otra bebida?
—Agradecemos vuestra hospitalidad —dije con torpeza.
Iba a añadir que deseábamos ver a sus príncipes en cuanto les fuera posible
concedernos unos minutos, pero Alisaard, anticipándose sin duda a mis
pensamientos, me interrumpió.
—Con mucho gusto, señores. Nos sentimos honrados de estar en compañía de los
que son llamados príncipes ursinos a lo largo y ancho de los Seis Reinos.
Me sentí sorprendido y agradecido a Alisaard al mismo tiempo. Esperaba,
erróneamente, que en una ciudad tan exquisita se llevarían a cabo los ceremoniales
más complejos. Había pensado que seríamos examinados por una muchedumbre de
nobles osos, pero ahora sospechaba que aquéllos eran los únicos. Los únicos que
íbamos a conocer, desde luego.
La sala estaba muy perfumada. Grandes bocanadas de incienso surgían de la
chimenea situada en el centro de la pared que teníamos a nuestra izquierda.
Comprendí que nuestro olor debía de resultarles inconcebiblemente repugnante, si se
tomaban tantas molestias.
—Ah, es una de nuestras costumbres —dijo un príncipe, sentándose con su
complicada vestimenta en un butacón, y señalando el fuego con su bastón—. Confío
en que disculparéis nuestras manías. Todos somos más o menos viejos y
conservadores. Soy Groaffer Rolm, príncipe del Río del Norte, sucesor de la familia
Autuvia, que, por desgracia, cesó de tener descendencia. —Se frotó el hocico y
suspiró. Cuanto más de cerca les veía, más cuenta me daba de que su parecido con los
osos era muy superficial. Me dio la impresión de que su especie había existido mucho
antes de la aparición del oso—. Y ésta es Snothelifard Piare, princesa del Gran Río
del Sur y del Pequeño del Este, heredera de la Caravana Invernal. —Un revoloteo de
sedas y encaje dirigido hacia el ser sentado a su lado—. Ésa es Whiclar Hald-Halg,

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princesa de la Gran Catarata del Lago, último vástago de los Flint. Glanat Khlin,
princesa de los Canales Profundos, Portavoz del Murciélago. Y por último, mi
esposa, Faladerj Oro, princesa de los Rápidos Rugientes y regente de las Estaciones
Occidentales. —Groaffer Rolm emitió un breve y educado gruñido—. Temo que soy
el último príncipe varón vivo.
—¿Ha sido vuestro pueblo diezmado por agresores? —preguntó Von Bek con
simpatía, después de presentarnos a nuestra vez—. ¿Por eso habéis obrado con tanta
cautela antes de permitirnos entrar, mi señor?
El príncipe Groaffer Rolm vaciló y levantó una mano.
—Por lo visto, os he inducido a error. Este reino ha conocido la paz durante
siglos, y sólo se ha visto truncada en los últimos tiempos. Nos acostumbramos a ser
acosados, es cierto, y construimos nuestras ciudades lejos de los ojos codiciosos de
los Mabden y otros. Nos hemos ocultado de nuestros enemigos con tal éxito que sólo
hemos conservado el hábito de la cautela.
Fingió ladear la cabeza para mirar el fuego. En realidad, inhaló más incienso.
Su esposa, la princesa Faladerj Oro, tomó la palabra.
—La mayor parte de lo que extraemos de las minas es demasiado precioso,
demasiado hermoso para ser vendido. Veis ante vosotros a cinco decadentes seres
ancianos en el declive de su raza. Hace demasiado tiempo que vivimos sin estímulos.
Nos estamos muriendo.
—Sin embargo —dijo la que yo creía más joven, Whiclar Hald-Halg—, hemos
visto pasar cuatro ciclos completos del multiverso. Muy pocos sobreviven a uno. —
Hablaba con orgullo—. Muy pocos poseen historias tan largas como esos a los que
llamáis príncipes ursinos. Nosotros nos autodenominamos Oager Uv. Casi siempre
hemos sido habitantes del río.
Se dispuso a sentarse, con un revoloteo de encajes y gruesas lanas.
El príncipe Groaffer Rolm aguardó en respetuoso silencio a que Whiclar Hald-
Halg terminara su intervención.
—Aquí nos tenéis —dijo—. Nos quedan algunos familiares, pero son los últimos
representantes de nuestra raza. Confiábamos en acabar nuestros días en paz. Los
Mabden no nos causan problemas. A veces, venden a algún muchacho a cambio de lo
que, en su opinión, necesitan de nosotros. A nuestra vez, pasamos los muchachos a
las mujeres de Gheestenheem, pues sabemos que no sufrirán el menor daño. De
pronto, un día llegó la noticia de que un ejército de liberación se había puesto en pie
para rescatar a los Mabden prisioneros aquí. ¿Es eso lo que venís a advertirnos?
—No conocía la existencia de ese ejército —repuso Alisaard, estupefacta—.
¿Quién está al frente?
—Un Mabden. No recuerdo su nombre. Por lo visto, un gran número de fuerzas
se dirigen hacia aquí por las Riberas Orientales. Han pasado muchos años desde que

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nos establecimos allí. Si sólo desearan esas costas, se las entregaríamos. Nos basta
con esta ciudad y un poco de tranquilidad. Sin embargo, gracias a un Mabden más
honorable que los demás, nos enteramos a tiempo de la invasión. Nuestros aliados
llegarán dentro de poco, para defender nuestros últimos años de vida. Parece una
ironía improbable, y además resulta familiar, ¿no? Los restos de una antigua
aristocracia defendidos por los que eran sus más encarnizados enemigos.
Empecé a sospechar algo, al igual que Alisaard y Von Bek.
—Perdón, príncipe Groaffer Rolm —dijo Alisaard—, ¿cuándo os enterasteis de
esta guerra santa contra vos?
—No han pasado treinta intervalos.
—¿Y recordáis el nombre del honorable Mabden que se ha ofrecido a ayudaros?
—Eso sí que lo recuerdo. Es la princesa Sharadim de Draachenheem. Se ha
convertido en una buena amiga nuestra, y no pide nada a cambio. Comprende
nuestros principios y nuestras costumbres, y se ha entregado al estudio de nuestra
historia. Es una buena persona. Supone una bendición para nosotros el que todas
nuestras demás ciudades estén abandonadas desde hace mucho tiempo. Bastará con
que defienda ésta. Esperamos que sus soldados lleguen durante la próxima
conjunción.
Alisaard enrojeció de furia. Ignoraba, al igual que yo, y que Von Bek, cómo
desengañar al príncipe ursino de la forma más eficaz.
—Ella también os engaña —dijo Von Bek sin andarse por las ramas—. Como ha
engañado a tantos de su propio país. Tiene malas intenciones, mi señor, os lo aseguro.
Se produjeron considerables resuellos, carraspeos y no pocos crujidos de
articulaciones.
—Es verdad, mi príncipe —intervino Alisaard apasionadamente—. Esa mujer
planea confabularse con el Caos y destruir las barreras que separan los reinos,
transformando los Reinos de la Rueda en un inmenso paraje sin ley donde ella y sus
aliados del Caos establecerán una tiranía perpetua.
—¿El Caos? —La princesa Glanat Khlin se acercó contoneándose al fuego y
aspiró el humo—. Ningún Mabden puede aliarse con el Caos y sobrevivir..., con su
forma habitual no, al menos. ¿Acaso confía en ser nombrada Señor del Caos? Suele
ser la ambición de esa clase de gente...
—Quiero recordar a la hermana princesa —dijo Snothelifard Plare— que sólo
hemos oído acusaciones por parte de estos tres. No han aportado pruebas. Por lo que
a mí respecta, confío instintivamente en la mujer Mabden, Sharadim. He llegado a
comprender a su raza. ¡Estas personas podrían ser emisarios de los que marchan
contra Adelstane!
—Os doy mi palabra de que no somos enemigos —exclamó Alisaard—. No
estamos al servicio de Sharadim ni de la jehad de que habláis. Vinimos para que nos

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ayudarais en nuestra búsqueda. Intentamos detener la expansión del mal, poner freno
al Caos e impedir que consume sus planes contra nuestros reinos. Vinimos porque
esperábamos encontrar a Morandi Pag.
—¿Lo veis? —Snothelifard Piare retrajo el hocico y se dio golpecitos en los
dientes con las uñas—. ¿Lo veis?
Alisaard la miró sin pestañear.
—¿Qué queréis decir?
Groaffer Rolm inhaló una enorme bocanada de humo. Mientras hablaba, el humo
escapó de su nariz y se mezcló con el que ya invadía la estancia.
—Morandi Pag se ha vuelto loco. Era uno de los nuestros. Un príncipe ursino,
diríais vosotros: príncipe de los Torrentes del Sudeste y de los Estanques Helados. Un
gran comerciante. Siempre pilota su barco personalmente. Un amigo. ¡Oh!
Groaffer Rolm levantó el hocico hacia el techo pintado y profirió un gemido de
pena.
—El amigo de su infancia —explicó Faladerj Oro mientras acariciaba la arrugada
cabeza de su esposo—. Lo compartían todo. —Un leve plañido escapó de sus labios
—. Sí. Nos han informado de que está con ellos. Enviamos a buscarle. Con urgencia.
Le comunicamos que debía presentarse en Adelstane y confirmarnos que no servía a
los Mabden. Pero no vino. No envió ningún mensaje. Corre la voz entre nuestra gente
de que la mayoría de los rumores son ciertos.
—Morandi Pag posee una mente extraña —dijo Glanat Khlin—. Siempre ha sido
así. Era partidario de la acción. Siempre se seguía ésta de su lógica delicada e
indescifrable. Como comerciante, fue el último de los verdaderos Príncipes del Río.
Como adivino, se dedicó a investigar en mil épocas y lugares. Como científico, sus
teorías eran de una complejidad exquisita. Oh, Morandi Pag era como nuestros
antepasados. Una mente extraña que preveía posibilidades inimaginables. Por fin,
partió hacia su risco. Pero nosotros no sabíamos que desaprobaba la forma en que
tratábamos a los Mabden. Le habría bastado con hablar claro. Nos limitamos a hacer
lo que los Mabden dicen que quieren. Les ofrecimos una de nuestras ciudades más
bellas. La rechazaron. Si somos culpables de razonamiento obtuso, que se nos diga.
Cambiaríamos. Si los Mabden quieren regresar a su reino, les llevaremos a él. Sin
embargo, no aceptaron ninguna sugerencia nuestra. Y ahora pasa esto... Creo que no
nos equivocamos.
—Tal vez sí —dijo Snothelifard Piare—. En tal caso, Morandi Pag era el príncipe
más adecuado para decírnoslo. Pero ya está hecho. Una fuerza de bárbaros avanza
contra nosotros. Significa matar. No podemos defendernos sin recurrir a la muerte.
Estos otros Mabden conocen la muerte y cómo habérselas con ella. En cualquier caso,
no disponemos de instrumentos.
—Sí —corroboró Groaffer Rolm, recobrándose poco a poco—. No tenemos

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armas, y Sharadim cuenta con los medios de conseguirlas. Dice que defiende la
belleza. También nosotros pensamos que vale la pena defenderla. Pero no nos
resultaría fácil matar. En cambio, los Mabden lo hacen con facilidad, como todos
saben aquí. ¡Ay! Morandi Pag. Ni siquiera nos ha enviado unas líneas. No. No
queremos a los Mabden. Son como pulgas. ¡Ay!
Volvió la cabeza hacia el fuego. Su esposa, confusa, nos dirigió una mirada de
disculpa por la descripción que había efectuado su marido de aquellos a quienes ella
consideraba de nuestra raza.
—Son peores que pulgas, princesa Faladerj Oro —dije enseguida—. En todo
caso, la peor clase de pulga. Por donde pasan, dejan un rastro de enfermedad y ruina.
Sospecho, no obstante, que ambos ejércitos Mabden están al mando de Sharadim.
Utiliza uno para asustaros, y el otro para tranquilizaros. Sabíamos que pensaba
invadiros con un ejército, pero creíamos que marcharía contra Morandi Pag. De ser
cierto lo que decís, ¿cómo es posible que se haya coligado con ellos?
—Alguien debería visitar su risco, como ya he dicho. —Groaffer Rolm expulsó
humo por la nariz—. Si está muerto o enfermo, todo quedará explicado. Y estoy de
acuerdo con estos Mabden, hermanas princesas. Ya no se puede confiar en Sharadim.
Sospecho que esperamos durante tanto tiempo encontrar algún Mabden cuya
moralidad pudiéramos respetar, que nos llamamos a engaño...
—La princesa Sharadim es una persona honorable —dijo la princesa Snothelifard
Piare—. Estoy segura.
—Si sospechabais que Morandi Pag estaba enfermo, ¿por qué no habéis enviado a
alguien a su risco? —pregunté.
El hocico de Groaffer Rolm se humedeció. Emitió un ruido gangoso, tosió y
hundió tanto la cabeza en la chimenea que casi desapareció por ella.
—Somos demasiado viejos —respondió—. No hay nadie capaz de hacer el viaje.
—¿Está muy lejos el risco?
Advertí una nota de urgencia en la voz de Von Bek.
—No mucho —dijo Groaffer Rolm, emergiendo del incienso—. Calculo que unos
ocho kilómetros.
—¿Y no hay nadie capaz de recorrer ocho kilómetros? —preguntó mi amigo, en
tono algo despectivo.
—Está al otro lado del lago —se defendió Glanat Khlin—. Él mismo exploró el
lago, en busca del mítico Pasaje Central que, según se dice, permite el acceso a todos
los reinos a la vez. Al parecer, sólo encontró su risco. Se producen frecuentes vórtices
en ese lugar, y huracanes. No tenemos barcos. No hemos construido ninguno. Y ya no
podemos hacerlo.
—¿Vosotros, los grandes Príncipes del Río, no tenéis barcos? Vi vuestra arca en la
Asamblea. —No podía creer que estuvieran mintiendo—. Claro que tenéis barcos.

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—Unos cuantos. El arca es un mero truco para que los Mabden no codicien
nuestros artefactos. Las mujeres de Gheestenheem emplean estrategias similares, por
eso siempre hemos sido aliados. Quedan unos cuantos barcos, sí, pero somos
demasiado viejos.
—Prestadnos uno, pues —dijo Alisaard. Vacilante, posó su mano sobre el enorme
brazo de Groaffer Rolm—. Prestadnos un barco y cruzaremos el lago para ir en busca
de Morandi Pag. Tal vez descubramos que no conspira contra vosotros. Tal vez los
Mabden hayan mentido sobre eso, al igual que en todo lo demás.
—La princesa Sharadim posee poderes psíquicos —gruñó Snothelifard Piare—.
Sabe que Morandi Pag planea nuestra destrucción.
—Dejad que lo demuestren. —Groaffer Rolm se levantó de la butaca con un gran
siseo y crujido de telas—. Permitid que lo hagan, señora princesa. ¿Qué perdemos
con ello?
Snothelifard Piare se inclinó con remilgada lentitud hacia la chimenea y aspiró el
humo con una larga y sonora inhalación.
—Coged el barco, pero sed prudentes —dijo Faladerj Oro, en el tono de una
madre dirigiéndose a sus hijos—. El sol cae de plano sobre el risco. Hace mucho
calor y las aguas se comportan de una forma extraña. Morandi Pag fue allí en busca
de soledad y para estudiar.
Y se quedó. Sólo él sabía el curso exacto de las aguas. Era una de sus habilidades
más importantes. De jóvenes le veíamos olfatear las corrientes ocultas en los cauces
más profundos. Después, subía a su balsa y las atravesaba. La mitad de nuestras
cartas de navegación se trazaron antes de que Morandi Pag naciera. Y la otra mitad,
después. Ni siquiera gente dotada de larga vida como nosotros sobrevive a cuatro
ciclos completos del multiverso. Él era nuestro último gran orgullo. De haber sido un
líder, creo que habríamos sobrevivido a un quinto ciclo. —No parecía muy disgustada
por la inminente extinción de su raza—. Morandi Pag ha extraído sus conocimientos
de todo el multiverso. Comparados con él, los demás somos ignorantes y limitados.
Tenemos barcos. Los pondremos a flote en el antiguo muelle. ¿Esperaréis allí? Os
daremos cartas de navegación, y provisiones. Y os entregaremos mensajes de amistad
y cariño para Morandi Pag. Si vive, responderá.
No había pasado ni una hora, cuando ya nos encontrábamos en un muelle de
piedra deteriorado, bajo los inmensos acantilados, contemplando a la luz grisácea
reinante como surgía de las profundidades un barco dorado, con el mástil dispuesto y
la vela envuelta para protegerla de la humedad, provisto de remos y cajas
impermeables llenas de pastas dulces y cereales. El agua chorreaba por sus costados
cuando se meció junto al muelle de piedra, preparado para recibirnos.
—He visto barcos como éste anteriormente —dijo Alisaard, subiendo con gran
confianza y disponiendo una silla para acomodarse—. No pueden llenarse de agua,

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debido a un sistema de válvulas, ocultas con tal ingeniosidad en el conjunto que sólo
pueden descubrirlas sus constructores.
El barco era mucho más amplio que el último que habíamos utilizado. Estaba
diseñado para aguantar el peso y el volumen del pueblo ursino. Respondía con sutil
facilidad al timón y a la brisa.
Ya no vimos a los príncipes ursinos cuando zarpamos hacia un claro entre las
nubes por el que todavía se derramaba luz, casi con violencia, sobre el agua, que,
como pudimos comprobar al aproximarnos, arrojaba espuma furiosamente,
levantando ocasionales géiseres de vapor.
—Agua hirviente —dijo Von Bek, en tono de hastío. Parecía dispuesto a aceptar
la derrota—. Eso es lo que defiende el risco de Morandi Pag. Examine las cartas,
Herr Daker, a ver si existen medios alternativos de aproximación.
No había ninguno.
Pronto, alumbrados por el amplio haz de luz solar, vimos a través de la espuma y
el vapor una alta punta rocosa que se alzaba unos treinta metros sobre las aguas
turbulentas. En su cima resultaba visible un edificio, parecido a los que habíamos
dejado atrás. Podría haber pasado por una formación natural, cincelada durante miles
de años por los elementos, pero yo sabía que no era así. Sólo podía tratarse de la casa
de Morandi Pag.
Aminoramos la velocidad del barco, poniéndonos al pairo antes de ser atrapados
por las corrientes remolineantes. El vapor era tan caliente que enseguida empezamos
a sudar. Otros riscos y puntas rocosas peligrosas rodeaban el de Morandi Pag, pero
ninguno era tan alto. Nos erguimos en el barco y agitamos las manos, confiando en
que pudiera guiarnos de algún modo, pero no divisamos signos de vida en el palacio
blanco que coronaba el risco.
Alisaard acercó las cartas.
—Podemos pasar por aquí. Es un bloque de roca que el mar ha erosionado. Nos
protegerá de los géiseres. Una vez hayamos pasado, tendremos que maniobrar entre
los riscos, pero el agua, según las cartas, es más fría allí. Por lo visto, en el risco de
Morandi Pag hay una pequeña bahía. Hemos de llegar a ella antes de ser aplastados
contra las paredes rocosas. Creo que es nuestra única posibilidad. También podemos
volver a Adelstane y decirles que hemos fracasado. Esperaremos a que Sharadim se
presente con su ejército. ¿Qué hacemos?
Ya había respondido a su propia pregunta. Seguiríamos adelante. Sin esperar
nuestra aprobación, se puso la carta entre los dientes, cogió con una mano el timón y
con la otra las botavaras, y lanzó el barco hacia el calor rugiente e inestable.
Apenas me di cuenta de lo que sucedió en aquellos breves minutos en que
Alisaard condujo nuestra embarcación. Tuve la impresión de que olas salvajes y
peligrosas nos sacudían de un lado a otro mientras cabalgábamos sobre ellas, de que

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rocas afiladas pasaban a un milímetro del casco, de que el viento rasgaba la vela y de
que Alisaard entonaba una extraña y ululante canción, sin dejar de guiar la
embarcación rumbo al risco.
La negra boca del túnel excavado por las aguas apareció a la vista y nos engulló
al instante. El mar nos increpó con retumbantes alaridos. El barco arañó primero una
pared y después la otra. El canto de Alisaard no enmudeció. Era una hermosa
canción, una canción desafiante, un reto a todo el multiverso.
Y de pronto nos hallamos en una nueva corriente, arrastrados fuera del túnel hacia
la torre rocosa de Morandi Pag. Levanté la vista. Parecía que una lente cósmica
concentrara el intenso sol. Su haz más potente iluminaba de lleno el palacio blanco,
revelando partes completamente destruidas.
Me puse furioso. Descargué mi puño contra el costado del barco.
—Nos hemos arriesgado para nada. Morandi Pag está muerto. ¡Hace años que
nadie vive en este lugar!
Alisaard no me hizo caso. Dirigió el oscilante barco hacia el risco con la misma
delicada precisión. Y, de pronto, vimos un remanso de aguas calmas, rodeado de altas
paredes, con una angosta entrada. Hacia ella encaminó Alisaard nuestro barco. Nos
detuvimos en aquel pequeño enclave de tranquilidad. El barco se meció suavemente
contra la pared del puerto. Al otro lado de ésta se oía el rugido del agua y el estruendo
de los géiseres, pero de forma atenuada, como desde una gran distancia. Alisaard
terminó su canción. Se puso de pie y rió.
También nosotros lo hicimos. Creo que nadie ha reído jamás con tanto
agradecimiento.
Todavía corría adrenalina por nuestra sangre. Ni siquiera Alisaard mostraba
signos de agotamiento. Trepó a toda prisa por los peldaños de la pared del puerto y se
quedó de pie mirando, mientras nosotros bajábamos del barco con más cautela y nos
reuníamos con ella.
—Allí está la entrada al castillo de Morandi Pag —dijo, señalando una abertura
practicada al final de una escalera.
Ulrich von Bek miró hacia el mar todavía espumeante.
—Rezo para que el tal Pag haya ideado un método mejor de abandonar su
fortaleza. ¡Sólo pensar en el viaje de vuelta me pone la carne de gallina!
Alisaard caminaba delante de nosotros. De su armadura de marfil seguía
chorreando agua de mar. Empezó a gritar el nombre de Morandi Pag.
Von Bek lanzó una repentina carcajada.
—Debería gritar que somos de la funeraria. Ese viejo oso lleva años muerto.
Fíjese en qué condiciones se halla este lugar.
Alisaard recitó una versión de la misma proclama que había hecho al llegar a las
cavernas de Adelstane.

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—Somos viajeros pacíficos, enemigos de vuestros enemigos. Entraremos en
vuestro hogar, sabiendo que nos habéis concedido ese privilegio.
Calló, pero no hubo respuesta.
Los tres cruzamos juntos la agrietada y mohosa entrada, que, para nuestra
sorpresa, conducía a unos peldaños que descendían al interior de la roca.
La bajada era muy pronunciada. Oíamos en el exterior los lejanos gruñidos y
murmullos de las olas. El lugar olía a humedad. Me pareció captar un sonido
gangoso, como los que emitía Groaffer Rolm. Provenía de abajo.
Y, de súbito, sonreí. Mis compañeros también sonrieron.
Porque un humo espeso y verdoso empezó a surgir de la oscuridad que se
extendía a nuestros pies. Su perfume era tan potente que casi nos mareó.
—Creo que un príncipe ursino se apresura a darnos la bienvenida.
Era Von Bek el que se había expresado en estos términos. Alisaard demostró su
aprobación con una risita. Pensé que su reacción era excesiva.
Nos adentramos en la enorme nube hasta llegar a una pequeña arcada. Al otro
lado distinguimos mesas, otros muebles, libros, escaleras de mano, instrumentos de
todo tipo, varios planetarios diferentes y una extraña luz que desprendían unas
lámparas de formas curiosas El enorme corpachón de Morandi Pag emergió
lentamente, acompañado de un arrastrar de pies enérgico y rodante. Llevaba poca
ropa, algo adornada con encajes y bordados, y era blanco casi de pies a cabeza.
Sospeché que alguna vez su pelaje había sido negro. Ahora, sólo le quedaban unos
mechones de pelo negro grisáceo en la cabeza y en mitad de la espalda.
Sus grandes ojos negros expresaban una curiosidad despierta, tal vez irónica, de
la que carecían sus semejantes. Brillaba una luz extraña en ellos, y tendía a desviar la
vista de lo que estaba mirando, fijándola en escenas invisibles para nosotros. Su voz
era profunda y tranquilizadora, si bien más indistinta y rica que la de los otros
príncipes. Se comportaba, en suma, igual que si estuviera distraído. Parecía fomentar
este aspecto, como si temiera que su mente le empujase a la coherencia. Se trataba,
sin duda, de una gran inteligencia, pero que había recibido un enorme golpe. Había
percibido lo mismo en los rostros de personas que habían sobrevivido a mil formas
diferentes de atrocidad. Von Bek también se dio cuenta de ello. Intercambiamos una
mirada.
—Más exploradores Mabden, ¿verdad? —preguntó. Parecía cordial—. Bien,
Mabden, sed bienvenidos. ¿Exploráis estas aguas, como yo lo hice en otros tiempos?
—No somos mercaderes aventureros, mi señor —dijo Alisaard con calma—.
Estamos aquí porque confiamos en salvar del Caos a los Seis Reinos.
Un relámpago de conciencia asomó un instante a aquellos ojos mansos y se
apagó. Morandi Pag canturreó una melodía entre los restos de sus dientes. Se dirigió
arrastrando los pies hacia sus libros y retortas.

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—Soy viejo —dijo, sin mirarnos—. Soy demasiado viejo. El saber me ha vuelto,
probablemente, medio loco. No soy de utilidad a nadie.
—Se dio la vuelta con celeridad, casi mirándome. Y fue a mí a quien gritó—.
¡Vos! También a vos os ocurrirá. También a vos, mi pobrecito Mabden. —Se apoyó
en un banco sobre el que había una docena de pebeteros, de los que brotaba el potente
perfume—. El saber cesa de ser sabiduría cuando no se puede extraer sentido o
utilidad de lo que se aprende, ¿eh? Probablemente, era inevitable, ¿no?
—Príncipe Morandi Pag —le apremió Alisaard—, ya os he dicho en qué consiste
nuestra misión. Luchamos contra el Caos y todo lo que comporta. ¿No nos estaréis
ocultando algo, algo crucial para nuestra búsqueda?
—Para protegeros —dijo, moviendo el hocico arriba y abajo como confirmación
de sus palabras—. Sólo eso. Sí.
—¿Sabéis dónde está la Espada del Dragón? —preguntó Von Bek.
—Oh, sí. Eso. Claro que lo sé. Podéis verla, si queréis. Abajo. —Dejó escapar un
profundo suspiro—. ¿Eso es todo? ¿La vieja espada infernal? Sí, sí.
Pero sus ojos ya se habían desviado hacia un tarro de cristal azul que había sobre
la mesa. En su interior parecía bailar una especie de mariposa. Morandi Pag emitió un
ruido que traducía una plácida satisfacción.
Al cabo de un momento, volvió su enorme cabeza en nuestra dirección.
Reflexionó durante casi un minuto, y luego habló serenamente, con voz temblorosa a
causa de la edad.
—Me aterra sobremanera lo que está ocurriendo. ¿Cómo es que vosotros no estáis
asustados?
—Porque todavía hemos de enfrentamos con algo, príncipe Morandi Pag —
respondió con mucha suavidad Von Bek, igual que si estuviera apaciguando a un
caballo.
—¡Ah! —exclamó Morandi Pag, como si la explicación le complaciera—. Ah, no
os podéis imaginar, no os podéis imaginar... —Se distrajo de nuevo. Empezó a
murmurar nombres, fragmentos de ecuaciones, versos de poemas, la mayoría en
idiomas ininteligibles para nosotros—. La, la, la. ¿Queréis compartir conmigo lo que
tengo? La comida nunca ha representado un problema, como ya sabréis, pero...
Se rascó la oreja izquierda y nos miró con aire inquisitivo.
—La Espada del Dragón, príncipe Morandi Pag —le recordó Alisaard.
—Sí. ¿Deseáis verla? Sí. Está abajo.
—¿Nos conduciréis hasta ella, o vamos solos? —preguntó la joven despacio—.
¿Qué hacemos, príncipe Morandi Pag?
—Haced lo que queráis. —Ya se había olvidado de la conversación. Daba
golpecitos a los tubos y botellas—. La, la, la.
Von Bek se encaminó a una puerta que había al otro lado de la habitación.

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—Vamos a ver lo que hay ahí. Lamento parecer maleducado, pero no tenemos
mucho tiempo.
Se abrió paso entre pergaminos y volúmenes, instrumentos abandonados y
montones de tarros, que contenían todos una misteriosa sustancia, y alargó los dedos
hacia la manija. Se detuvo y miró interrogadoramente a Morandi Pag.
El viejo oso volvió a hablar, con voz controlada y llena de cordura.
—Podéis entrar y mirar, si así lo deseáis.
Cuando Von Bek empezó a girar el pomo ya nos habíamos colocado a su lado. La
puerta no estaba hecha de madera, sino de roca porosa, como piedra pómez, de
muchos colores. Tenía dibujos labrados. Eran del mismo estilo que había observado
en los estandartes de Adelstane. No podía ni imaginar qué representaban.
La puerta se abrió con suavidad, sin un crujido. La habitación era pequeña y
circular, como una alacena. Algunas lámparas estaban encendidas. Sobre los estantes
había paquetes, rollos de pergaminos, cajas, tarros, botellas recubiertas de paja y
cierto número de objetos de misteriosa utilidad.
Sin embargo, lo que llamó nuestra atención fue algo que colgaba de la viga
central mediante un gran gancho metálico. Se trataba de una jaula decorativa y, a
juzgar por las deyecciones que se veían a ambos lados y en el fondo, había servido en
otro tiempo para encerrar a un enorme pájaro.
Pero ya no contenía un pájaro. El cautivo que nos miraba a través de los barrotes
era un hombrecillo, ataviado con algo que recordaba mucho a un traje de bufón
medieval. El ser nos miró como agradeciendo nuestra presencia. Era imposible saber
cuánto tiempo llevaba allí.
Oímos la voz de Morandi Pag a nuestras espaldas. Era incierta de nuevo.
—Ah, sí —dijo—. Ahora recuerdo dónde escondí al pequeño Mabden.

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8
El hombre encerrado en la jaula era Jermays el Encorvado, le reconoció casi al
instante y lanzó una carcajada.
—¡Bienhallado, señor Campeón! Me alegro de verte.
Morandi Pag se acercó arrastrando los pies y manipuló desmañadamente la
complicada cerradura.
—Le puse aquí cuando avisté vuestro barco. De esa forma, un enemigo pensaría
que es un esclavo o un animal doméstico, y no le mataría.
—Me puso aquí sin hacer caso de mis protestas, debo añadir —dijo Jermays sin
malicia ni rencor—. Es la quinta vez que me metéis en esta maldita jaula, príncipe
Pag. ¿No os acordáis?
—¿Os había encerrado antes?
—Casi cada vez que veis un barco. —Jermays saltó de la jaula con su proverbial
agilidad y cayó al suelo. Levantó la vista y me miró—. Felicidades, señor Campeón.
El tuyo es el primero que pasa sin recibir daños. Debes de ser un experto timonel.
—Todo el mérito es de lady Alisaard. Domina el timón con maestría.
Jermays dedicó una reverencia a la mujer. El joven enano, a pesar de sus piernas
torcidas y la rala barba de color jengibre, mantenía cierta dignidad. Alisaard parecía
fascinada por él. Después, Jermays y Von Bek intercambiaron las consabidas
presentaciones.
—¿Ya conocéis a mi pequeño Mabden? —preguntó Morandi Pag, en un tono de
absoluta normalidad—. Le irá muy bien tener a otros de su especie para hacerle
compañía. Vos sois el Campeón, lo sé. Sí, sé que sois el Campeón, porque...
Puso los ojos en blanco. Se quedó inmóvil, mirando la lejanía, agitando el hocico.
Jermays se lanzó hacia adelante, cogió al viejo oso por un brazo y le condujo
hacia su silla.
—Tiene demasiadas cosas en la cabeza. Suele pasar.
—¿Le conocéis bien? —preguntó Alisaard, algo sorprendida.
—Oh, desde luego. He sido su única compañía durante casi setenta años. No tuve
otra elección. Parece que, en las presentes circunstancias, no puedo vagar por los
reinos a mi antojo, como en otras ocasiones. Debo decir que cada día ha representado
un estímulo nuevo para mí. Bien, ibais buscando algo. —Ayudó a Morandi Pag a
sentarse—. Me gustaría poder seros de utilidad.
—Morandi Pag dijo que nos enseñaría la Espada del Dragón —aseveró Von Bek.
—Oh, ¿ha hablado del Cristal Escarlata? Sí, sé dónde encontrarlo. Bien, os guiaré
sin el menor problema, pero tendremos que llevarnos a Morandi Pag, pues no sirvo
de nada si hay conjuros de por medio. ¿Le dejaréis descansar un rato?
—Estamos comprometidos en una búsqueda desesperada —dijo Alisaard sin alzar

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la voz.
—¡Iremos ahora! —Morandi Pag se levantó de súbito, pletórico de energías—.
¡Enseguida! ¿Decís que es urgente? Muy bien. ¡Venid, veréis la Espada del Dragón!
En la parte posterior de la habitación donde habíamos encontrado a Jermays se
abría una puerta estrecha. Morandi Pag nos guió hacia una escalera de caracol. Oímos
el estruendo del mar que retumbaba a nuestro alrededor. La violencia del ruido nos
hizo pensar que el agua echaría abajo las paredes de piedra y entraría a raudales.
Jermays el Encorvado encendió un tizón, se agachó y tiró de una cadena fija al
suelo. Era la boca de acceso a un túnel. Una luz brumosa provenía de abajo. Jermays,
tras indicarnos con un gesto que le siguiéramos, desapareció por el agujero.
—Id primero —dijo Morandi Pag—. La edad y el tamaño me harán tardar más.
Vi que Von Bek vacilaba. Sospechaba una trampa. Alisaard le exhortó a avanzar.
La seguí por la resbaladiza escalera.
Descendía directamente a una cueva, un pináculo de roca hueco. Nos detuvimos
sobre una larga placa rocosa que dominaba un remanso de agua remolineante y
espumosa, formado por veloces corrientes que se vertían desde una especie de
ventanas, separadas a intervalos regulares y situadas sobre nosotros. Parecía que el
agua escapaba por una serie de aberturas que había en el fondo. Era un espectáculo
natural maravilloso, y lo contemplamos en silencio durante un rato, preguntándonos
adonde podríamos ir desde allí.
Sentí la pata del oso sobre mi hombro. Me volví y observé que sus ojos se habían
teñido de melancolía.
—Demasiado saber —dijo—. También os sucederá a vos, a menos que prefiráis
la acción. Nuestras mentes tienen una capacidad limitada de almacenar información.
¿Verdad?
—Supongo que sí, príncipe Morandi Pag. ¿Es posible que la espada me cause
algún mal?
—Todavía no. El mal que os ha causado y el mal que causará no forman parte de
vuestro destino actual, pero los actos pueden cambiar el curso de las cosas, por
supuesto. No estoy seguro... —Carraspeó—. Pero queréis ver la espada, ¿no? Pues
debéis mirar ahí, dentro del agua.
—No la verá, príncipe Pag —dijo Jermays el Encorvado, haciéndose oír sobre el
ruido del agua—. Sin vuestro conjuro no.
—Ah, sí. —Morandi Pag parecía inquieto. Se rascó el blanco pecho y me palmeó
el brazo con aire tranquilizador—. No temáis. Se trata de una disposición lógica
particularmente complicada. Una ecuación mental que debo formalizar. Cantar algo
me ayuda. ¿Me perdonáis?
Alzó el hocico y emitió lamentos y gruñidos singulares, un aullido musical y
varios ladridos estridentes.

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—¿Ha vuelto a enloquecer? —preguntó Von Bek.
Jermays le empujó ligeramente.
—Id hacia el borde. Hacia el borde. Mirad dentro del agua. No penséis en nada.
Rápido. ¡Está haciendo el conjuro!
Los cuatro nos acercamos al borde de la placa y miramos a través de la espuma el
interior de las remolineantes aguas verdegrisáceas, que no cesaban de verterse en el
estanque. El agua ejercía un efecto hipnótico. Capturó y retuvo casi al instante
nuestra atención. Me sentí mareado, pero el pequeño Jermays alargó el brazo y me
sostuvo.
—No tengas miedo de caer —dijo—. Concéntrate en el estanque.
Hice lo que me ordenaba, algo nervioso. Percibí que la voz de Morandi Pag se
confundía con el sonido del mar, y tuve la impresión de que éste formaba una
imagen, algo insustancial. Poco a poco, las aguas adquirieron un brillo carmesí.
Afuera, el viento aullaba y el mar continuaba atacando las rocas. Sin embargo, en el
interior, la espuma empezaba a solidificarse, transformándose en menudos
fragmentos de cuarzo inmóviles en el espacio, y el océano carmesí se había
convertido en una cámara de cristal. De pronto, dejé de oír la voz de Morandi Pag, y
los sonidos naturales que retumbaban al otro lado de aquellas paredes. Se había hecho
el silencio total.
A través del cristal carmesí vimos algo verde y negro que parecía petrificado,
incluido en la roca, como una mosca en ámbar.
—Es la Espada del Dragón —murmuró Alisaard—. ¡Exactamente igual que en
nuestras visiones!
Hoja negra, empuñadura verde, la Espada del Dragón parecía retorcerse en su
prisión de cristal. Creí ver una llama amarilla imperceptible moviéndose dentro de la
hoja, como si algo estuviera prisionero en la espada, al igual que ésta se hallaba
aprisionada en el cristal.
—¿Me dejáis cogerla, Morandi Pag? —preguntó Alisaard en un susurro—.
Conozco el conjuro que libera al dragón. He de devolverla a Gheestenheem.
El príncipe ursino estaba tan embelesado como los demás. No pareció oírla.
—Es un objeto bellísimo, pero muy peligroso.
—Permitid que la cojamos, Morandi Pag —rogó Von Bek—. La utilizaremos para
hacer el bien. Dicen que la espada sólo es tan malvada como el que la maneja...
—Sí, pero olvidáis algo. También dicen que instila la maldad en quienes la
empuñan. Además, no soy yo quien ha de decidir si podéis coger o no la Espada del
Dragón. No está en mis manos dárosla.
—Pero se encuentra en vuestra cueva, en vuestro poder, ¿no?
Alisaard empezaba a recelar.
—Puedo llamarla a esta cueva, en virtud de su emplazamiento. ¿A qué me estaré

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refiriendo? Quiero decir que puedo traer la sombra...
De pronto, Morandi Pag se desplomó sobre la piedra y se zambulló en un sueño
tranquilo.
—¿Se encuentra mal? —preguntó Alisaard, alarmada.
—Está cansado. —Jermays se acercó a su amigo. Apoyó una mano en la cabeza
arrugada del oso y la otra cerca de su corazón—. Simplemente cansado. Estos días ha
adoptado la costumbre de dormir no sólo por la noche, sino más de la mitad del día.
Es un ser nocturno.
—¡La espada! —gritó Von Bek—. Está desapareciendo. ¡El muro de cristal se
desvanece!
—Dijisteis que queríais verla —afirmó Jermays, enderezándose tanto como le fue
posible—, y visto la habéis. ¿Qué más queréis?
—Necesitamos liberar al dragón de la espada —le informó Alisaard— antes de
que ésta sea obligada a servir al Caos. El dragón sólo desea volver a su hogar. No
dejes que desaparezca, Jermays. ¡Danos tiempo para liberarla de su prisión, por
favor!
—Pero es que no puedo. Ni tampoco el príncipe Pag. —Jermays parecía
auténticamente desolado—. Lo que habéis contemplado no era más que una ilusión,
una visión, a lo sumo, de la Espada del Dragón. Ni el muro carmesí ni la espada se
encuentran aquí.
El resplandor escarlata se había desvanecido. El rocío se había transformado de
nuevo en vulgar humedad. El mar retumbaba, golpeaba y rugía. Jermays nos pidió
que le ayudáramos a incorporar a Morandi Pag. El viejo oso empezó a recobrarse
mientras le conducíamos hacia la escalera.
—Nos diste a entender que estaba físicamente ahí —se quejó Von Bek, dolido—.
Morandi Pag dijo que estaba ahí.
—Dijo que podríamos verla —le corrigió el enano, exhibiendo una sonrisa
burlona—. Eso fue todo. Bien, es mejor que nada. Tal vez cuando se haya recuperado
por completo nos dirá dónde podemos encontrarla.
Morandi Pag farfulló algo cuando Jermays colocó su hombro bajo el trasero del
oso para empujarle escaleras arriba. Me adelanté y trepé hasta llegar a lo alto,
aferrando la zarpa del viejo príncipe para tirar de él. Cuando por fin le depositamos
en la cámara, ya estaba en plena posesión de sus facultades. Fue él quien cogió el
tizón y nos guió hacia arriba.
—¡Seguidme por aquí! —gritó.
Cuando nos reunimos con él en la estancia principal, se había derrumbado en la
butaca y sumido en un profundo sueño, como si no se hubiera movido de allí.
—Dormirá durante el resto del día —dijo Jermays, contemplándole con afecto.
—¿Tendremos que esperar tanto para continuar nuestra búsqueda? —pregunté.

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—Depende de lo que queráis.
—Dijiste que se nos había concedido la visión de la espada, pero ¿dónde está el
muro de cristal carmesí? ¿Cómo podemos llegar a él? —quiso saber Alisaard.
—Yo pensaba que conocíais el paradero de la espada —dijo Jermays—, y que
habíais decidido abandonar la búsqueda.
—No tenemos la menor pista —admitió Alisaard—. Ni siquiera sabemos en qué
reino está.
—Ah —exclamó Jermays, iluminado, en apariencia, por esa aclaración—. Eso
explica muchas cosas. ¿Y si os dijera que la Espada del Dragón se encuentra en las
Marcas Diabólicas, que lleva allí casi tanto tiempo como las mujeres Eldren en
Gheestenheem? ¿Modificaría eso vuestra intención de proseguir su búsqueda?
Alisaard se llevó las manos a la cara. La noticia no sólo la había confundido, sino
que había debilitado, siquiera por un momento, su determinación.
—¿Qué posibilidad tenemos tres mortales de encontrar algo allí, y aun de
sobrevivir?
—Muy pocas —respondió Jermays, en tono de absoluto convencimiento—. A
menos, por supuesto, que contarais con una Actorios. Incluso en ese caso, sería muy
peligroso. Nos alegraremos de que os quedéis con nosotros. Por mi parte, agradeceré
algo más de compañía. Existen pocos juegos de cartas interesantes para dos
jugadores. Y Morandi Pag no suele prestar mucha atención en los últimos tiempos, ni
siquiera durante una partida de snap.
—¿Por qué nos favorecería llevar encima una Actorios en las Marcas Diabólicas?
—le pregunté.
Introduje la mano en la bolsa que colgaba de mi cinturón y acaricié la cálida
gema, de un tacto parecido al de la carne, que me había dado la Anunciadora Electa
Phalizaarn en Gheestenheem, y cuyo destino, según Sepiriz, se hallaba íntimamente
ligado al mío.
—Tiene algo en común con las runas —me dijo Jermays—. Influye en lo que la
rodea. Hasta cierto punto, desde luego, comparada con otros ingenios más poderosos.
Estabilizará lo que el Caos haya tocado. Además, posee cierta afinidad con esas
espadas. Es posible que te conduzca hacia la que buscas... —Se encogió de hombros
—. ¿Qué bien te hará? Sospecho que ninguno. Y como pasarán bastantes
movimientos del péndulo cósmico antes de que poseas una Actorios, carece de
sentido continuar la discusión.
Saqué la palpitante gema y se la enseñé.
La contempló en silencio durante un rato. Me dio la impresión de que estaba
subyugado, casi atemorizado.
—Bien, así que tienes una piedra de ésas. Aja.
—¿Varía ese detalle tu estimación sobre nuestras posibilidades en las Marcas

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Diabólicas, maese Jermays? —preguntó Von Bek.
Jermays el Encorvado me dirigió una mirada compasiva. Se dio la vuelta,
fingiendo examinar la colección de recipientes alquímicos de Morandi Pag.
—Me conformaría con una pera —dijo—. Tengo el estómago vacío. O una buena
manzana, en último extremo. La comida fresca escasea aquí. A menos que os guste el
pescado. Tengo el presentimiento de que no tardaré en estar ocupado. La Balanza
oscila. Los Dioses se despiertan. Y cuando empiecen a jugar, seré lanzado de un sitio
a otro, de aquí para allá, como de costumbre. ¿Qué será de Morandi Pag?
—Un ejército se dirige hacia aquí —dijo Alisaard—. No estamos seguros de si le
torturarán para obtener información o le asesinarán. La princesa Sharadim va al frente
de ese ejército.
—¿Sharadim? —Jermays se volvió como una flecha y me miró—. ¿Tu hermana,
Campeón?
—Más o menos. Jermays, ¿cómo podemos entrar en las Marcas Diabólicas?
Agitó los brazos, de anormal longitud, y se colocó junto al dormido príncipe
ursino.
—Nadie os detendrá. Las Marcas Diabólicas no acostumbran rechazar visitantes,
ya que la mayoría de ellos van, por decir algo, contra su voluntad. El Caos gobierna
ese lugar, porque ahí fue exiliado durante las viejas contiendas de la Rueda, hace
tantos siglos que casi todo el mundo lo ha olvidado. Ocurrió tal vez al principio de
este ciclo. No me acuerdo. Las Marcas Diabólicas se hallan en el preciso centro de la
Rueda, retenidas por las mismas fuerzas que sustentan los Seis Reinos, casi como
comprimidos por una especie de gravedad. ¿No es Sharadim la que intenta desatar
esas fuerzas? ¿Quién tratará de liberar al soberano de las Marcas Diabólicas, el
archiduque Balarizaaf? ¿De qué sirve ir a su encuentro? Él no tardará en ir a buscarte.
Jermays se encogió de hombros.
—¿Estás enterado de los movimientos de Sharadim? preguntó Alisaard con
vehemencia—. ¿Puedes pronosticar lo que va a hacer?
—Mis pronósticos no son siempre correctos —contestó Jermays—. No son de
utilidad a nadie. Vago de un sitio a otro. Veo un poco de esto, otro poco de aquello.
Carezco de inteligencia o temperamento para sumar dos y dos. Tal vez por eso los
Dioses me permiten viajar de esa forma. Soy apenas algo más que una sombra,
señora. Me veis ahora en una de mis apariciones más sólidas. No durará mucho.
Sharadim alienta enormes y malévolas ambiciones, lo sé, pero nada de lo que yo diga
os servirá para contrarrestarla. Es posible que la pauta actual ya esté conformada.
Conque busca la Espada del Dragón, ¿eh? Y tal vez, gracias a ella, proporcione al
Señor del Caos el máximo poder. Sí...
De pronto, Morandi Pag gruñó en sueños, agitó su enorme cabeza, se rascó la
barba y, por fin, abrió sus grandes e inteligentes ojos.

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—La princesa Sharadim se halla al frente de un ejército que amenaza a mi raza.
Eso es lo que veníais a decirme, ¿eh? ¿Sobre quién pende la amenaza? ¿Adelstane,
los otros reinos? ¿Está implicado el Caos? La oigo. ¿Dónde está?... Ahora, Flamadin,
mi falso hermano, no conseguiréis derrotarme. Mi poder aumenta momento a
momento, a medida que el vuestro se debilita. ¿Todavía cree que estoy en Adelstane?
Eso parece. Derribará nuestras puertas. ¿Conseguirá entrar? ¿Quién sabe? ¡Mis
hermanas están allí! Mi hermano. ¡Mi viejo amigo Groaffer Rolm está allí! ¿Os
enviaron ellos a buscarme?
—Enviaron un mensaje, príncipe Morandi Pag, comunicándoos su preocupación
por vos, y que están en peligro y necesitan vuestra ayuda. Los Mabden les atacan.
Más Mabden de los que sospechan.
—¿Vosotros no?
—Para bien o para mal, príncipe, somos vuestros aliados contra un enemigo
común.
—En ese caso, he de pensar lo que debo hacer.
Cerró los ojos y se durmió de nuevo.
—¿Sabes cómo podemos llegar a las Marcas Diabólicas, Jermays? —preguntó
Von Bek—. ¿Nos lo dirás?
Jermays el Encorvado asintió con aire ausente e inspeccionó el banco de Morandi
Pag. Se agachó bajo el banco y empezó a esparcir viejos pergaminos. Después, reptó
por el suelo y abrió un baúl. Dentro había docenas de pergaminos pulcramente
enrollados y, al parecer, numerados. Los examinó y en su rostro brilló la alegría.
Seleccionó uno con mucha delicadeza, procurando no desordenar los demás.
—Éstos son los mapas de Morandi Pag. Mapas de muchos reinos,
configuraciones y complejos, conjunciones y eclipses. —Desenrolló el pergamino—.
Y ésta es la tabla que esperaba encontrar. —La recorrió con el dedo—. Sí, parece que
un portal está a punto de abrirse en el noroeste. Cerca de la montaña Goradyn. Podéis
ir por ahí. Os conducirá a Maaschanheem. Desde allí deberéis viajar a El Langostino
Herido y aguardar el portal que os permitirá el acceso al reino de los Llorones Rojos.
Bien. Allí, en el interior del volcán que llaman Tortacanuzoo, hallaréis una ruta
directa a las Marcas Diabólicas. Eso creo, al menos. Sin embargo, si preferís esperar
cinco días, siete horas y doce segundos, podéis pasar a Draachenheem desde un punto
muy cercano a Adelstane, después de Fluugensheem, y llegar a las proximidades de
El Langostino Herido casi en el mismo momento en que lo haríais desde Goradyn.
También podríais volver a las montañas más elevadas, esperar el Eclipse Urbano
Diligente, muy poco frecuente y digno de contemplar, e ir directamente a
Rootsenheem de esta forma.
Alisaard consiguió hacerle callar.
—¿Cuándo se materializará ese portal directo desde Maaschanheem?

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Jermays se concentró, estudiando las tablas del mismo modo que un hombre del
siglo xx examinaría los horarios de trenes.
—¿Directo? ¿Desde Maaschanheem? Dentro de unos doce años...
—¿No nos queda otro remedio que dirigirnos al fondeadero de El Langostino
Herido?
—Tal parece. Claro que si viajarais hacia La Camisa Rota...
—Tanto en vuestro mundo como en el mío —dijo Von Bek con sequedad—, cada
vez se hace más difícil entrar en el Infierno.
Alisaard no le hizo caso. Estaba memorizando las palabras de Jermays.
—El Langostino Herido, Rootsenheem, Tortacanuzoo... Ésa es la ruta más corta,
¿no?
—En apariencia. Aunque creo que es necesario atravesar Fluugensheem, al
menos de paso. De todas formas, dicen que hay una falla espaciotemporal que la
circunvala. ¿La habéis descubierto?
Alisaard negó con la cabeza.
—Nuestros viajes por mar no son nada complicados. No nos gusta arriesgar la
piel en travesías azarosas, sobre todo desde que perdimos a los hombres de nuestra
raza. Ahora, maese Jermays, nos dirás dónde hemos de buscar la Espada del Dragón,
una vez lleguemos a las Marcas Diabólicas.
—¡En su mismísimo centro, dónde si no! —retumbó la voz de Morandi Pag, que
levantaba su corpachón de la silla—. En un lugar llamado el Principio del Mundo. Se
halla en el corazón de las Marcas Diabólicas, a las que la espada les presta su apoyo.
Sólo puede ser manejada por uno de la misma sangre, Campeón, de vuestra sangre.
—Sharadim no es de mi sangre.
—Sí, lo bastante para resultar de utilidad a los propósitos de Balarizaaf. Bastará
con que viva lo suficiente para arrancar la espada de su prisión de cristal.
—¿Queréis decir que nadie puede sacarla del cristal?
—Vos sí, Campeón. Y ella también. Además, me atrevería a decir que es
consciente de los peligros que afronta. No se trata de una simple muerte. Podría
lograrlo. Y si lo hace, accederá a la inmortalidad como Señor del Infierno. Tan
poderosa como la reina Xiombarg, Mabelode el Desconocido, o el Viejo Slortar. Por
eso corre tantos riesgos. La apuesta es la mayor imaginable. —Se llevó las garras a la
cabeza—. Ahora, todas las edades se coagulan en un grumo agonizante. Mi pobre
cerebro. Sé que vos lo comprendéis, Campeón. O lo comprenderéis. Vamos, hemos
de abandonar por fin este lugar. Debemos regresar a tierra firme. A Adelstane. He de
cumplir la tarea encomendada. Y vosotros la vuestra, por supuesto.
—Podemos utilizar el barco —dijo Alisaard—. Creo que me las ingeniaré para
sortear las rocas.
Al oír esto, el príncipe Morandi Pag rió con auténtico humor.

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—Confío en que me dejéis llevar el timón. Olfatear las corrientes de nuevo y
guiaros hasta Adelstane será beneficioso para mí.

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—Algunos sostienen que sólo existen cuarenta y seis pliegues diferentes en la
configuración de las olas —dijo Morandi Pag, sentándose pesadamente en la barca—,
pero afirman tal cosa aquellos que, como los isleños feudales del este, reverencian la
sencillez y una especie de buen gusto profano, anteponiéndolos a la complejidad y el
desorden aparente. Yo diría que existen tantos pliegues como olas. En otros tiempos,
era para mí una cuestión de orgullo poder distinguirlas por el olfato. Tengo la
convicción de que las olas y el multiverso son una sola cosa. Sin embargo, el secreto
de pilotar un barco por cualquier ruta, vayas a donde vayas, es considerar cada
aspecto como si fuera nuevo y original. Formalizar, a mi entender, significa perecer.
Los pliegues son infinitos. Poseen personalidad propia. —Arrugó la nariz—. ¿No
oléis las corrientes, todas las realidades que se entrecruzan, los miles de reinos del
multiverso? ¡Cuan maravilloso es todo esto! Y, pese a ello, no estaba equivocado al
sentir miedo.
Ordenó a Alisaard que soltara amarras, giró un poco la vela, imprimió un leve
movimiento al timón y nos lanzamos hacia las rugientes olas, en dirección a la roca
hueca por la que habíamos entrado.
En ningún momento nos sentimos en peligro. El barco danzaba alegremente sobre
las agitadas y restallantes aguas. Se movía con la misma gracia de un pájaro en vuelo,
a veces sobre la cresta de las olas, otras en el fondo de las depresiones, mientras que
en ocasiones parecía yacer de costado a merced del encrespado oleaje. A medida que
atravesábamos la abertura y nos internábamos en la semioscuridad, espuma y viento
azotaban nuestros rostros. Morandi Pag lanzaba carcajadas atronadoras, que casi
apagaban el ruido del mar, mientras nos guiaba hacia la calma relativa del océano.
Jermays el Encorvado, ebrio de alegría, daba saltitos en la proa, profiriendo gritos
de aprobación al menor movimiento del barco.
Morandi Pag movía el hocico de una forma peculiar, como si expresara
satisfacción por su habilidad.
—Ha pasado mucho tiempo —dijo—. Soy demasiado viejo para esto. Ahora,
iremos a Adelstane.
Cruzamos el océano con gran rapidez, rodeados de grandes montañas negras.
Llegamos al pequeño puerto y amarramos el barco. Sólo tardamos unos minutos en
llegar a pie a la entrada de la ciudad.
No había pasado un cuarto de hora, cuando ya nos encontrábamos en la
confortable biblioteca, llena de incienso como de costumbre, en tanto los príncipes
ursinos daban la bienvenida a su añorado hermano. Fue un espectáculo enternecedor.
Todos nos vimos obligados a secarnos las lágrimas. Aquellos seres se profesaban
unos a otros un cariño maravilloso.

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Por fin, Groaffer Rolm, aún muy emocionado, nos dio las gracias por haberle
devuelto a su amigo del alma.
—Tenemos noticias de la princesa Sharadim. Su ejército aguarda tan sólo la
apertura del portal. En cuanto se produzca entrarán en nuestro reino, a un kilómetro
apenas de Adelstane. También nos han informado de que el otro ejército prosigue su
avance, utilizando el cauce de nuestros viejos canales, y llegará aquí hoy mismo.
Supongo, Morandi Pag, que coincides con los Mabden: las intenciones de Sharadim
son malvadas.
—Los Mabden han dicho la verdad —respondió éste—, pero deben llevar a cabo
su misión. Han de ir a Maaschanheem. Desde allí, vía Rootsenheem y Fluugensheem,
viajarán a las Marcas Diabólicas.
—¡Las Marcas Diabólicas! —Faladerj Oro se mostró horrorizada—. ¿Quién sería
capaz de correr ese riesgo?
—Hay que salvar a los Seis Reinos de Sharadim y sus aliados —dijo Von Bek—.
No nos queda otra alternativa.
—Sois verdaderos héroes —dijo Whiclar Hald-Halg. Rió para sí—. ¡Héroes
Mabden! Menuda ironía...
—Yo os conduciré al primer portal —afirmó Morandi Pag.
—¿Qué me decís de Sharadim y su ejército? ¿Cómo os enfrentaréis con esa
amenaza?
Groaffer Rolm se encogió de hombros.
—Ahora estamos todos reunidos de nuevo, y contamos con nuestro anillo de
fuego. Les costará atravesarlo. Y si rompen las defensas de Adelstane, se encontrarán
con nosotros. Hay muchas maneras de impedirles el paso.
Jermays el Encorvado se sirvió un vaso de vino.
—Esa mujer corrompe todos los reinos —dijo—. Puede transformar su
personalidad para cautivar a cualquier civilización. Lo que está ocurriendo en este
reino, también está sucediendo en otras partes, aunque de manera diferente. ¿Cómo
podemos hacer frente a eso?
—No es problema nuestro, y tampoco poseemos la capacidad de hacer las guerras
de otros reinos —adujo Groaffer Rolm—. Nuestra única esperanza es rechazar el
ataque a Adelstane, pero si el Caos irrumpe y se alía con ella, creo que estamos
condenados.
Nos despedimos de los príncipes ursinos y Morandi Pag nos guió a lo largo de las
antiguas riberas del lento y grandioso río, adentrándonos en las profundas sombras
que las paredes montañosas proyectaban por todas partes. Hizo un alto en este punto,
y se disponía a hablar, cuando dio la impresión de que las montañas temblaban y la
oscuridad se henchía de un brillo blanco que, al aumentar de intensidad,
comprobamos que poseía en sí todos los colores. Gradualmente se formaron, en el

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claro abierto junto al río, un conjunto de seis pilares, los cuales dibujaban un círculo
perfecto que conformaba una especie de templete.
—Es un milagro —jadeó Von Bek—. No paro de asombrarme.
Morandi Pag se acarició la frente con una garra blanca.
—Debéis apresuraros —dijo—. Presiento que los ejércitos de los Mabden se
aproximan a Adelstane. ¿Irás con ellos, Jermays?
—Deja que me quede aquí. Quiero comprobar si he recuperado mi antigua
habilidad de viajar. En tal caso, os seré de mayor utilidad. Hasta la vista, Campeón.
Hasta la vista, hermosa dama. Conde Von Bek, ya nos veremos.
Entramos en el espacio limitado por los pilares y casi al instante quedamos
mirando hacia arriba, y empezamos a desplazamos en esa dirección.
La sensación de movimiento era extraña, aun sin la aparente solidez de un barco.
No carecíamos por entero de peso. Era como si nos deslizáramos por una corriente de
agua, aunque el agua no amenazaba con ahogarnos.
Divisé una borrosa luz grisácea frente a nosotros. La cabeza empezó a darme
vueltas y, durante unos segundos, tuve la sensación de que una mano suave y
gigantesca tiraba de mi cuerpo. Instantes después me encontré sobre tierra firme,
rodeado todavía por los pilares luminosos. Alisaard se hallaba a mi lado, y cerca,
fascinado, Von Bek. El conde meneó la cabeza, pasmado otra vez.
—Fascinante. ¿Por qué no habrá portales como éste entre mi mundo y las Marcas
Intermedias?
—Cada mundo tiene portales que adoptan diferentes formas —le dijo Alisaard—.
Esta forma es connatural a los Mundos de la Rueda.
Salimos del círculo de luz y nos encontramos en el paisaje familiar y encapotado
de Maaschanheem. Por todas partes se veían extensiones de hierba áspera, cañas,
estanques y relumbrantes ciénagas. Aves acuáticas de pálidos colores volaban sobre
nuestras cabezas. El terreno llano y las aguas someras se alejaban hasta perderse de
vista en el horizonte.
Alisaard rebuscó en su bolsa y sacó un libro de mapas doblados. Se agachó y
extendió uno sobre la tierra relativamente seca.
—Tenemos que buscar el fondeadero de El Langostino Herido. Éste es La Lanza
Risueña. No hay otra solución que ir caminando. Según el plano, existen rutas de
acceso que atraviesan los pantanos.
—¿A qué distancia se halla de aquí El Langostino Herido? —preguntó Von Bek.
—Ciento veinte kilómetros.
Algo deprimidos, reemprendimos la marcha.
Apenas habíamos recorrido unos veinticinco kilómetros, cuando vimos un poco
más adelante, recortada contra el horizonte, la silueta oscura de un gran casco.
Aunque no parecía moverse, echaba más humo de lo normal. Sospechamos que se

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hallaba en dificultades. Yo prefería alejarme del barco, pero Alisaard opinó que tal
vez existía la posibilidad de que la tripulación nos prestara ayuda.
—La mayoría de los pueblos se inclinan a confiar en nosotras, las mujeres de
Gheestenheem —adujo.
—¿Os habéis olvidado de lo que sucedió a bordo del Escudo Ceñudo? —le
recordé—. Al venir en nuestro auxilio, infringisteis las leyes más sagradas de la
Asamblea. Sospecho que ya no sois bienvenidas en ninguna parte. Sin duda, esa
violación de la diplomacia habrá sido aprovechada por Sharadim, que hará cualquier
cosa con tal de conseguir aliados y envenenar las mentes en vuestra contra. En cuanto
a nosotros, seremos una presa apetecible para todos los basureros que nos localicen.
Voto en contra de llamar la atención de ese barco.
Von Bek forzó la vista y frunció el ceño.
—Tengo el presentimiento de que no representa ningún peligro para nosotros —
dijo—. Fijaos. No es humo lo que surge de sus chimeneas. ¡Está ardiendo! ¡Lo están
atacando y destruyendo!
Alisaard pareció sobrecogerse más que Von Bek o yo.
—¡Se pelean entre sí! Eso no había sucedido durante siglos. ¿Qué puede
significar?
Nos pusimos a correr sobre el blando e irregular terreno, en dirección al casco en
llamas.
Vimos lo que sucedía mucho antes de llegar. El fuego devoraba todo el barco.
Cuerpos ennegrecidos, retorcidos en mil posturas diferentes de agonía, colgaban
sobre las cubiertas humeantes, sostenidos por las barandillas chamuscadas. Pendían
como muñecos rotos sobre las vergas destrozadas. El hedor de la muerte surgía de
todas partes. Aves carroñeras, gordas como animales domésticos, merodeaban entre
el festín de carne. Hombres y mujeres, niños y bebés, todos habían muerto. El casco
yacía de costado, encallado y saqueado.
A unos cincuenta metros del barco divisamos algunas siluetas que salían de entre
las cañas y se alejaban de nosotros. Varios supervivientes estaban ciegos y los demás
les ayudaban, lo que hacía más lenta su marcha.
—No vamos a haceros daño —grité—. ¿Cómo se llama el casco?
Los supervivientes volvieron sus rostros blancos y aterrados hacia nosotros.
Vestían con andrajos, envueltos en lo que habían conseguido salvar del desastre.
Parecían medio muertos de hambre. La mayoría eran mujeres viejas, pero había
algunos jóvenes de uno y otro sexo en el grupo.
Alisaard, siguiendo su costumbre, se cubría el rostro con la visera de marfil. La
alzó y dijo con voz suave:
—Somos amigos, buena gente. Queremos ofreceros nuestros nombres.
—Os conocemos a los tres —la atajó una anciana alta, con sorprendente firmeza

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—. Sois Flamadin, Von Bek y la Mujer Fantasma renegada. Todos proscritos. Quizá
enemigos de nuestros enemigos, pero no tenemos motivos para pensar que sois
amigos, mucho menos ahora que el mundo traiciona todo lo que amamos. La princesa
Sharadim os busca, ¿verdad? Y también ese advenedizo sanguinario de Armiad, su
más feroz aliado...
Von Bek, impaciente, dio un paso adelante.
—¿Quiénes sois? ¿Qué ha ocurrido aquí?
La anciana irguió la cabeza.
—Vuestra presencia nos es ingrata. Habéis traído maldad a nuestro reino, la
maldad que creíamos exiliada para siempre. Ha vuelto a estallar la guerra entre los
cascos.
—Nos hemos visto antes —dije, de repente—. Pero ¿dónde?
La mujer se encogió de hombros.
—Yo era Praz Oniad, consorte del Defensor del Oso Polar, co-capitana y hermana
poética de los Laren de Toirset. Y lo que veis aquí es lo que queda de nuestro casco
natal, el Nuevo Razonamiento, y de nuestras familias. Se ha declarado una segunda
guerra entre los cascos, auspiciada por Armiad. Y aunque vosotros no habéis
desencadenado esta guerra, se os ha utilizado en parte como pretexto. Al quebrantar
las reglas de la Asamblea, provocasteis la mayor incertidumbre.
—¡No podéis responsabilizarnos de las ambiciones de Armiad! —gritó Alisaard
—. Existían antes de que hiciéramos lo que hicimos.
—He dicho «pretexto» —continuó Praz Oniad—. Armiad afirmó que otros cascos
habían colaborado con las Mujeres Fantasma en el ataque contra el suyo. Eso fue lo
que proclamó a los cuatro vientos. Y a continuación argumentó que debía protegerse.
Llegaron aliados desde Draachenheem, guerreros avezados en el arte de matar.
Mucho antes ya había conseguido aliados entre otros barcos que temían su fuerza y
no querían ser destruidos, como le ha ocurrido al nuestro y a otros muchos. Armiad se
halla ahora al frente de treinta barcos y ha profanado el Terreno de la Asamblea,
convirtiéndolo en un campamento militar, su fortaleza, en la que reside junto con sus
aliados de Draachenheem. Los demás cascos han de pagarle un tributo y reconocerle
como almirante rey Armiad, un título que fue abolido hace cientos de años.
—¿Cómo es posible que hayan ocurrido tantas cosas en un espacio de tiempo tan
corto? —susurró Von Bek en mi oído.
—Se olvida de que el tiempo transcurre a velocidad diferente en los distintos
reinos. Por lo visto, han pasado varios meses desde que escapamos de la Asamblea.
—Abrigamos la esperanza de detener a la princesa Sharadim y a sus aliados —
informé a la anciana—. Sus planes y los de Armiad se forjaron mucho antes de que
tuviéramos conocimiento de ellos. Quieren destruirnos porque conocemos un método
de derrotarles.

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La anciana nos miró con escepticismo, pero un leve brillo de esperanza asomó a
sus cansados ojos.
—Los supervivientes del Nuevo Razonamiento no deseamos la venganza.
Moriríamos gustosos si eso sirviera para poner fin a esta terrible guerra.
—La guerra amenaza a los Seis Reinos. —Alisaard se acercó a ella y le cogió la
mano con ternura—. Bondadosa dama, todo es obra de Sharadim. Cuando su
hermano se negó a ser su cómplice, ella le denigró, colocándole fuera de la ley.
La anciana me miró con suspicacia.
—Dicen que este hombre no es el príncipe Flamadin, sino un doppelganger. Que,
en realidad, se trata del archiduque Balarizaaf del Caos, que ha asumido forma
humana. Afirman que el Caos irrumpirá pronto en todos los Reinos de la Rueda.
—Parte de lo que ha llegado a vuestros oídos no carece de fundamento —dije—,
pero os aseguro que no simpatizo con el Caos, sino que nuestro propósito es
derrotarlo. Y, con ello, esperamos devolver la paz a los Seis Reinos. A tal fin, nos
dirigimos hacia el Reino Diabólico...
Praz Oniad lanzó una aguda y amarga carcajada.
—Ningún humano se aventura por propia voluntad en ese reino. ¿Aún más
mentiras? No sobreviviréis. Vuestro cerebro se secará. Las ilusiones de ese reino no
pueden ser percibidas por los mortales sin volverse locos.
—Es nuestra única esperanza de derrotar a Sharadim y a sus aliados —dijo
Alisaard—, entre los que en efecto se cuenta el archiduque Balarizaaf.
—¿Qué clase de esperanza es ésa? —suspiró la anciana—. No es más que una
insensatez.
—Viajamos hacia el Langostino Herido para encontrar un portal —intervino Von
Bek—. ¿Qué fondeadero es éste, bondadosa dama?
—La Fuente Rebosante, fondeadero del Pez Imaginario, también destruido por
los lanzallamas de Armiad, los mismos que Sharadim le proporcionó. No tenemos
armas. Él tiene muchas. El Langostino Herido se halla a muchos kilómetros de aquí.
¿Cómo vais a efectuar el viaje?
—A pie —dijo Alisaard—. No nos queda otro remedio.
La anciana frunció el ceño y meditó unos momentos.
—Tenemos una batea. A nosotros no nos sirve de nada. Si decís la verdad, y yo
presiento que sí, sois nuestra única esperanza. Una esperanza débil es mejor que
ninguna. Coged la batea. Navegando por los bajíos llegaréis a El Langostino Herido
mañana.
Sacaron el barquichuelo de fondo plano del casco quemado. Olía a fuego y
destrucción, pero estaba intacto y flotó sin problemas en el agua. Nos dieron pértigas
y nos enseñaron a utilizarlas. Y después, dejamos al patético grupo en la orilla
mientras conducíamos nuestra batea hacia El Langostino Herido.

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—Tened cuidado —gritó lady Praz Oniad—, los esbirros de Armiad pululan por
todas partes. Sus barcos han imitado el estilo de Draachenheem y son mucho más
veloces que los nuestros.
Proseguimos con cautela nuestro viaje, ruinándonos toda la noche en impeler la
embarcación con la pértiga. Al fin, Alisaard consultó sus planos y extendió el dedo. A
la luz del alba vislumbramos un tenue resplandor blanco.
El portal ya se había materializado.
Pero entre nosotros y él se cernía el enorme bulto de otro casco. Y éste no se
hallaba maltrecho. Ondeaban en él banderas de todos los colores.
—He ahí un bajel dispuesto para la batalla —advirtió Von Bek.
—¿Es posible que Armiad o Sharadim se hayan enterado de nuestro viaje,
enviando un casco para interceptarnos? —pregunté a Alisaard.
Meneó la cabeza en silencio. No lo sabía. Estábamos agotados de impulsar la
batea y no contábamos con medios para enfrentarnos al gigantesco casco.
Lo único que podíamos hacer era varar nuestra embarcación y correr hacia el
palpitante portal. Procedimos de esta forma, tropezando y chapoteando con las
piernas hundidas hasta la rodilla en el pantano, cayendo cuando nuestros pies
quedaban atrapados en las algas. Nos fuimos acercando lentamente al portal, pero ya
nos habían visto. Oímos gritos en el casco. Vi unas siluetas que desembarcaban en el
promontorio cercano al portal. Vestían de verde oscuro, se cubrían con armaduras
amarillas y empuñaban espadas y lanzas. Al no llevar armas, estábamos en clara
inferioridad de condiciones.
Pese a ello nos esforzamos en avanzar hacia el portal. Nuestros corazones latían
violentamente, y confiábamos en que un golpe de suerte nos permitiría alcanzar el
portal antes que los guerreros armados. Ahora, se gritaban entre sí, dispersándose
mientras corrían hacia nosotros.
Al cabo de unos momentos estábamos rodeados. Nos aprestamos a combatir con
las manos desnudas.
No había visto armaduras como las suyas en Maaschanheem. Más bien me
recordaban los atavíos de guerra de Draachenheem. Cuando el líder avanzó,
estorbado por aquel conjunto de metal y piel, comprendí por qué había pensado así.
Conocía muy bien la cabeza sudorosa y enfermiza que quedó al descubierto.
Había sospechado que sería Armiad o uno de sus basureros, pero en realidad se
trataba de lord Pharl Asclett, al que habíamos dejado atado en los aposentos de
Sharadim cuando escapamos de su palacio. Una sonrisa hosca deformaba su rostro.
—Estoy muy contento de volver a veros —dijo—. Traigo una invitación de la
emperatriz Sharadim. Le complacería en extremo que asistierais a su inminente boda.
—Conque ya es emperatriz, ¿eh?
Alisaard buscó con la mirada una brecha en el círculo que nos rodeaba.

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—¿Pensáis defraudarla?
El rostro del príncipe Pharl exhibía cierto aire de superioridad.
—¿Y con quién se casa esa dama? —Von Bek también intentaba ganar tiempo—.
¿Con vos, Pharl de la Palma Pesada? Me habían dicho que no sentíais inclinación por
el bello sexo. O por ninguno, para ser exacto.
—Me sentiría honrado de servir a mi emperatriz en cualquier cometido. —El
príncipe de Skrenaw le miró con ira—. Incluso en ése. No, señor, se casa con el
príncipe Flamadin. ¿No os habíais enterado? Fluugensheem está en fiestas. Ha
elegido como gobernantes a la emperatriz y a su consorte, pues el rey de la Ciudad
Volante se rompió la cabeza en el curso de una borrachera. ¿Seréis tan amables de
volver con nosotros a nuestro casco? Os esperamos desde hace cinco días...
—¿Cómo supisteis dónde encontrarnos? —pregunté.
—La emperatriz cuenta con aliados sobrenaturales. También ella es una gran
vidente. Además, ha situado capitanes en muchos portales de Maaschanheem y
Draachenheem. Se consideró que probablemente elegiríais éste, pero la verdad es que
esperaba veros salir de él...
Se interrumpió cuando percibió un sonido que recordaba a un trueno lejano.
Volvió su horrible cabeza y dio un respingo cuando vio lo que era.
Estiramos el cuello para echar una ojeada. El gran casco intentaba virar, pero
parecía atrapado en una enorme red. Vi una bola de fuego vomitada desde una
cubierta que rebotó al chocar contra la pared. Distinguí cierto número de veloces
veleros, similares a los que había visto en Gheestenheem, rodeando el casco. Eran los
que habían atacado al bajel. El ruido procedía de las cargas utilizadas para disparar el
nudo de redes que atenazaba todo el casco.
Antes de que el príncipe Pharl pudiera dar órdenes, una oleada de guerreros
surgieron de la tierra y atacaron a nuestros captores. Su jefe era un ser de corta
estatura, protegido únicamente por un yelmo y un peto, y armado con un arpón el
doble de alto que él. La pequeña figura hacía cabriolas, algo apartado de la refriega,
agitaba su arma y animaba a sus hombres, cubiertos con las armaduras verdegrisáceas
que había visto por primera vez en Maaschanheem. La figura me sonrió. Era Jermays
el Encorvado.
—¡Nosotros también nos anticipamos al enemigo! —gritó.
Lanzó una carcajada cuando sus hombres cercaron a los esbirros del príncipe
Pharl y les conminaron a rendirse. Pharl fue capturado. Nos miró con ojos furiosos.
Cuando los guerreros levantaron sus viseras, revelando que se trataba de una fuerza
compuesta por Mujeres Fantasma y nativos de Maaschanheem, estuvo a punto de
derramar lágrimas.
Jermays se acercó jadeando como un perro contento.
—Pueblos de diferentes reinos se han unido contra Sharadim y sus adláteres, pero

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somos inferiores en número. Debéis proceder con rapidez. El portal no tardará en
seros de escasa utilidad. Sharadim manda en Draachenheem. Ottro murió en la
batalla. El príncipe Halmad sigue combatiendo contra la emperatriz. Neterpino Sloch
perdió la batalla de Fancil Sepaht y lo ha pagado caro. Ha perdido las dos piernas.
Sharadim ha enviado Mabden de este reino a Gheestenheem, y sus fuerzas amenazan
a las Eldren. En el ínterin, trata de consolidar sus posiciones en Fluugensheem, y todo
Rootsenheem ha caído en su poder. Sus hombres han puesto cerco a Adelstane, pues
los príncipes ursinos no cayeron en su trampa. Casi todo depende de vosotros. ¡Su
poder es tan grande que casi le permite invocar al Caos, unir los reinos conquistados
con los de él! ¡Rápido, rápido, atravesad el portal!
—¡Pero si vamos a Rootsenheem! —grité—. ¿Cómo podemos tener éxito, si ya
ha caído en sus garras?
—¡Presentaos con nombres falsos! —fue el inverosímil consejo de Jermays.
Nos pusimos a correr, zambulléndonos entre las columnas luminosas y dejando
que nos arrastraran hacia otro túnel. Volamos por él, experimentando el júbilo que
deben de sentir las aves cuando se mecen en las corrientes de aire, y al cabo de un
rato vimos una cegadora luz amarilla enfrente. Pasados unos segundos nos
encontramos sobre arena caliente, contemplando un gigantesco zigurat de piedra
tallada que parecía más viejo que el mismísimo multiverso.
—Nos hallamos en el reino de los Llorones Rojos —dijo Alisaard sin alzar la voz
—. Vos sois Farkos, de Fluugensheem. Vos, conde Von Bek, sois Mederic de
Draachenheem. Yo soy Amelar de los Eldren. No hablemos más. Ahí vienen.
Una abertura había aparecido en la base del zigurat. De ella salieron un grupo de
hombres de extraño atavío, similar al que ya había observado en la Asamblea.
Exhibían pobladas barbas y vestían prendas muy peculiares: una especie de fina
seda tensada sobre una holgada armazón, de manera que apenas les rozaba la piel,
anchos guanteletes, y cascos de madera ligera, sostenidos sobre una especie de yugo
que aguantaban los hombros. Se detuvieron a pocos metros de nosotros y alzaron los
brazos a modo de saludo.
Casi me esperaba otro ataque, pero los hombres hablaron con sonora gravedad.
—Os encontráis en el reino de los Llorones Rojos. ¿Habéis cruzado el umbral por
accidente o ex profeso? Somos los guardianes hereditarios del portal y debemos hacer
estas preguntas antes de autorizaros a proseguir vuestro camino.
Alisaard dio un paso adelante y nos presentó bajo nuestros nombres falsos.
—Hemos venido ex profeso, nobles señores, pero no somos comerciantes.
Solicitamos humildemente permiso para atravesar vuestro reino hasta llegar al
siguiente umbral.
Vi con más claridad los rostros de los hombres. Sus ojos eran grandes y saltones,
y estaban ribeteados de rojo. Los cascos les ocultaban en parte la cara, pero pude

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observar que de una armazón de alambre, colocada bajo cada ojo, colgaba una copa
pequeña. Advertí, con un estremecimiento de náusea, que de sus globos oculares
manaba constantemente un fluido rojo viscoso, una especie de mucosidad, y que los
hombres nos miraban sin vernos.
—¿Qué asunto, pues, os ha traído aquí, noble dama? —preguntó un Llorón Rojo.
—Buscamos el conocimiento.
—¿Con qué fines se utilizará dicho conocimiento?
—Exploramos los senderos que comunican los reinos para trazar planos. Juro que
el resultado beneficiará a los Seis Reinos.
—¿No nos haréis daño? ¿No os llevaréis nada de este reino que no os sea ofrecido
voluntariamente?
—Lo juramos.
Nos indicó con un gesto que repitiéramos sus palabras.
—El latido de vuestro corazón sugiere temor —dijo otro Llorón—. ¿De qué
tenéis miedo?
—Hemos escapado por poco de los piratas de Maaschanheem —dijo Alisaard—.
El peligro acecha por todas partes últimamente.
—¿Qué clase de peligro?
—La guerra civil y la conquista de nuestros reinos por el Caos.
—Ah, ya —intervino otro hombre—. Debéis proseguir de inmediato vuestra
tarea. No abrigamos tales temores en Rootsenheem, porque nuestra diosa, que os
bendiga a los tres, nos protege.
—Que la diosa os bendiga a los tres —corearon los demás.
Una sospecha instintiva me asaltó.
—Decidme, nobles señores, os lo ruego, ¿a quién llamáis vuestra diosa?
—Se llama Sharadim la Sabia.
Comprendimos al instante por qué la guerra y la destrucción no se habían cebado
en Rootsenheem. Sharadim no necesitaba desatarlas allí. El reino ya estaba
conquistado y sin duda le pertenecía desde hacía muchos años. No resultaba difícil
imaginar con qué facilidad había engañado a aquel pueblo de ancianos casi seniles.
Imaginé que cuando ofreciera el reino de los Llorones Rojos al Caos, pocos
protestarían o adivinarían lo que estaba ocurriendo.
Este descubrimiento otorgó a nuestra misión una mayor urgencia.
—Buscamos un lugar al que llamáis Tortacanuzoo —dijo Alisaard—. ¿Cómo
podemos llegar a él, nobles señores?
—Deberéis cruzar el desierto, en dirección oeste, pero necesitaréis un animal. Os
prestaremos uno. Cuando ya no preciséis de sus servicios, el animal volverá aquí por
voluntad propia.
Y así, sobre una enorme plataforma de madera fijada al lomo de un animal de

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tamaño y forma similares al rinoceronte, iniciamos la travesía del gran desierto.
—Sharadim controlará pronto todos los reinos, excepto Gheestenheem —aseveró
Alisaard con seriedad—. Y si Gheestenheem cayera, su poder aumentaría. A estas
alturas ya debe de tener millones de guerreros bajo sus órdenes. Y, por lo visto, ha
revivido el cadáver de su hermano asesinado para impresionar a los habitantes de
Fluugensheem.
—Eso es lo que no entiendo —dije, estremeciéndome—. ¿Tenéis idea de lo que
planea?
—Creo que sí. Las leyendas y mitos de Fluugensheem tienen mucho que ver con
el tema de la dualidad. Se remontan a una Edad de Oro, cuando una reina y un rey
gobernaban, y las ciudades del reino volaban. Ahora, tan sólo una posee esa
característica, y está envejeciendo, pues han perdido la ciencia de construir barcos
nuevos. Por lo visto, éstos también eran originarios de otro reino. Si Sharadim ha sido
capaz de insuflar una imitación de vida en el cadáver de su hermano, significa que su
poder, prestado por el Caos, es más grande que nunca. Sin duda habrá convencido a
los habitantes de Fluugensheem, gracias a sus malas artes, de que las historias
relativas a que el príncipe Flamadin había sido puesto fuera de la ley eran falsas. Es
muy hábil en satisfacer las necesidades de todos aquellos a los que quiere manipular.
Presenta una faceta diferente a cada uno de los Seis Reinos, la que más desean ver,
dado su idealismo y sus secretos anhelos de orden y paz...
—Es, en otras palabras, la clásica demagoga —comentó Von Bek, aferrándose al
borde de la plataforma cuando el animal se tambaleó; a continuación, éste se
enderezó y exhaló una enorme y maloliente bocanada de aire—. El secreto de Hitler
consistía en saber dar una imagen diferente a grupos de gente distintos. Por eso
ascendió con tanta rapidez al poder. Son seres muy peculiares. Pueden cambiar,
virtualmente, de forma y color. Poseen una naturaleza amorfa, y al mismo tiempo una
voluntad implacable de dominar a los demás; es su único rasgo consistente, su única
realidad.
Alisaard se quedó muy impresionada.
—¿Habéis estudiado la historia de vuestro mundo? —preguntó—. ¿Sabéis mucho
de tiranos?
—Soy la víctima de uno. Por lo visto, si no tenemos éxito, seré la víctima de otro.
Ella le cogió la mano.
—Debéis conservar vuestra valentía, conde Von Bek. Es considerable y ya os ha
sido de utilidad. He conocido a pocos hombres tan audaces como vos.
Vi como la mano de mi amigo se cerraba sobre la de Alisaard.
Y de nuevo sentí aquella terrible, injustificada e indeseada punzada de celos, igual
que si mi Ermizhad demostrara afecto por un rival. ¡Como si ese rival cortejase a la
única mujer que yo había amado de veras!

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Observaron mi turbación y se mostraron preocupados, pero evadí sus preguntas.
Manifesté que el calor del viejo sol rojo me estaba afectando. Fingí que me hallaba
cansado y, cobijando el rostro entre los brazos, intenté dormir, rechazar los
espantosos pensamientos y emociones que me asaltaban.
Anochecía, cuando Von Bek lanzó una exclamación. Abrí los ojos y vi que su
brazo rodeaba los hombros de Alisaard. Señalaba al horizonte, donde el sol parecía
hundirse en las arenas del desierto, siendo absorbido como sangre. La negra silueta de
una montaña se recortaba contra aquella semiesfera escarlata.
—Sólo puede ser Tortacanuzoo —dijo Alisaard.
Su voz temblaba, pero no sabría decir si era por la cercanía de Von Bek o de
expectación ante lo que íbamos a encontrar.
Los tres, absortos en nuestras reflexiones privadas, contemplamos en silencio el
portal que daba acceso a los dominios del archiduque Balarizaaf, Estábamos a punto
de entrar en el reino del Caos y nos sentíamos abrumados por la enormidad de nuestra
empresa, por las escasas posibilidades que teníamos de sobrevivir.
El animal continuó avanzando pesadamente hacia Tortacanuzoo. Entonces, como
saludándonos, la vieja montaña emitió un rugido casi humano. La bestia se
inmovilizó e irguió la cabeza para responder, con un sonido virtualmente idéntico.
Fue sobrenatural.
Una lengua de fuego brotó sin previo aviso de la cumbre, y algunos hilos de
humo flotaron perezosamente sobre el sol poniente.
Noté una terrible sensación de terror en la boca del estómago. Deseé con todo mi
corazón que el príncipe Pharl nos hubiera capturado en el portal de Rootsenheem, o
haber perecido en las fauces de la serpiente de humo.
Mis compañeros jamás se habían encontrado cara a cara con el Caos. En cuanto a
mí, nunca me las había tenido con él de una manera tan directa como ahora. Sin
embargo, ellos eran ignorantes comparados conmigo, pues yo, al menos, conocía en
parte el poder perverso y mutante de los Señores del Desorden, las entidades
sobrenaturales que en el mundo de John Daker recibían el nombre de archidemonios,
los duques del Infierno. Sabía que se aprovechaban de nuestras virtudes más queridas
y nuestras emociones más nobles, que podían inducir cualquier ilusión, y que si no
salían de su fortaleza para apoderarse de los reinos del multiverso era por precaución,
por su falta de preparación o escasa disposición a combatir contra los poderes rivales
de la Ley. Ahora bien, si los humanos les invitábamos a entrar en nuestros reinos,
acudían.
Acudían cuando se les ofrecían pruebas de la lealtad humana a su causa. Pruebas
que Sharadim les presentaba con cada nueva victoria.
Me estremecí cuando el viejo volcán murmuró y vomitó humo. No resultaba
difícil darse cuenta de que la montaña era la puerta que conducía a las entrañas del

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averno.
Tuve que hacer un esfuerzo mental para entrar en acción. Salté de la plataforma y
avancé, hundido hasta los tobillos en la arena, hacia Tortacanuzoo.
Llamé a los amantes, que vacilaban sin saber qué hacer.
—¡Venid, amigos míos! Tenemos una cita con el archiduque Balarizaaf. No nos
servirá de nada hacerle esperar.
Fue Von Bek quien me respondió, el asombro reflejado en su voz.
—¡Herr Daker! ¡Herr Daker! ¿No se ha dado cuenta? ¡Fíjese, hombre! ¡Es la
emperatriz Sharadim en persona!

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Era Sharadim.
Iba a caballo, rodeada por un grupo de cortesanos muy bien vestidos. Parecía una
partida de aristócratas dirigiéndose a una merienda en el campo o a una cacería.
Cabalgaban montaña arriba, delante de nosotros. Oí fragmentos de conversación y
carcajadas que se imponían sobre el rugido del volcán.
—¡No nos han visto! —exclamó Alisaard, indicándome que retrocediera hasta el
animal.
Ella y Von Bek se habían guarecido tras uno de sus macizos muslos. Comprendí
su cautela y me reuní con ellos.
—Están eufóricos y no se les ocurre que algo pueda amenazarles en un reino
donde adoran a Sharadim como a una diosa —dijo Alisaard—. Cuando doblen esa
curva y se pierdan de vista, tendremos que darnos prisa y llegar hasta aquellos
escalones excavados al pie de la montaña.
Estaba oscureciendo. Comprendí su estrategia y asentí. Poco después, el último
miembro del alegre grupo desapareció en el recodo. Corrimos hacia los escalones,
precedidos por Alisaard, y llegamos a la protección que ofrecía la montaña mucho
antes de que Sharadim saliera por el otro lado. Subimos los peldaños con cautela,
pisando los talones de nuestro más peligroso enemigo.
Cuando llegamos al otro lado vi, algo más abajo, algunas tiendas de campaña
muy lujosas. Un criado daba de comer a las bestias de carga. Era casi un pueblo: el
campamento de Sharadim. ¡Al menos, no pretendía entrar directamente en el
Infierno! A pesar de su orgullo y sus conquistas, no se creía todavía tan invulnerable.
Los caballos aminoraron el paso al acercarse a la cumbre, mientras que nosotros,
al amparo de los escalones que dominaban el sendero, nos movimos con relativa
velocidad hasta adelantarnos un poco a Sharadim y su grupo, a una distancia desde la
que podíamos oír sus voces.
Reconocí la del capitán barón Armiad de Maaschanheem, la del duque Perichost
de Draachenheem y las de dos cortesanos de palacio. Formaban parte del grupo
algunos Mabden de rostro enjuto y el aspecto lobuno de los saqueadores bárbaros,
hombres vestidos con uniformes negros de corte extranjero. Acaso fueran
representantes de todas las civilizaciones de los Seis Reinos, a excepción de los
Eldren y los príncipes ursinos.
Empecé a adivinar la intención de Sharadim. Era una demostración de su poder,
una forma de dar a entender que había convencido a sus aliados mediante amenazas y
promesas.
No reconocí a un hombre que cabalgaba junto a ella, la cabeza cubierta por la
capucha de la capa. Tenía aspecto de sacerdote. Sharadim demostraba un magnífico

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humor, riendo y bromeando sin cesar. Su belleza casi imposible volvió a
impresionarme. No era muy difícil entender por qué persuadía a tanta gente de que
era un ser angelical.
Incluso había llegado a convencer a los llorones ciegos de que era una diosa, y
nunca le habían visto la cara.
Desembocamos en la cumbre del volcán, una especie de amplio anfiteatro. En el
mismo centro de la depresión había una sustancia inestable, brillante y roja que, de
vez en cuando, desprendía una llama delgada y algo de humo. Deseché la posibilidad
de que el volcán fuera a entrar en erupción, pues parecía hallarse en la fase de
enfriamiento. Lo que sí me fascinó fue una larga fila de asientos de piedra erigidos en
un lado. Se accedía a ellos por una calzada de piedra cortada geométricamente.
Sharadim y su partida cabalgaban por esta calzada, casi como viajeros que fueran a
tomar un barco.
Sharadim ordenó a sus cortesanos con un gesto que desmontaran y tomaran
asiento en la fila. Sin descabalgar, se inclinó hacia adelante, apoyó la mano en su
acompañante encapuchado y le acercó a ella.
La voz de la princesa se impuso al rugiente volcán.
—Algunos habéis expresado dudas acerca de que el Caos nos ayude en la fase
final de nuestra conquista. Habéis exigido pruebas de que vuestra recompensa será
casi ilimitada. Bien, pronto mandaré llamar a uno de los nobles más poderosos del
Caos, el mismísimo archiduque Balarizaaf. Oiréis de sus labios lo que os negáis a
creer de los míos. Los que ahora son leales al Caos, los que no titubean ante acciones
que los seres inferiores califican de viles y crueles, se alzarán sobre el resto del
mundo, con excepción de mí. Conoceréis la satisfacción de todo capricho, todo sueño
secreto, todo oscuro deseo. Lograréis una plena realización, que los débiles ni
siquiera son capaces de imaginar. Pronto miraréis cara a cara al archiduque Balarizaaf
y sabréis lo que significa ser fuerte. Me refiero a una fuerza capaz de remodelar la
realidad al dictado de la voluntad. De destruir todo un universo si así lo desea. Una
fuerza que entraña la inmortalidad. Y la inmortalidad supondrá el disfrute del
capricho más ínfimo. ¡Seremos dioses! ¡El Caos promete una infinidad de
posibilidades, libres de las mezquinas coacciones de la Ley!
Se volvió con los brazos alzados hacia el volcán. Su canto, dulce e impecable,
vibró en la atmósfera calma del anochecer:
—¡LORD BALARIZAAF, ARCHIDUQUE DEL CAOS, SEÑOR DEL INFIERNO,
TUS SIERVOS TE LLAMAN! TE OFRECEMOS MUNDOS ENTEROS. TE
TRAEMOS NUESTRO TRIBUTO. ¡TE TRAEMOS MILLONES DE ALMAS! ¡TE
TRAEMOS SANGRE Y HORROR! ¡TE TRAEMOS EL SACRIFICIO DE TODA
DEBILIDAD! ¡TE TRAEMOS NUESTRA FUERZA! AYÚDANOS, LORD
BALARIZAAF. VEN, LORD BALARIZAAF. ¡ACAUDILLA EL CAOS Y APLASTA

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PARA SIEMPRE LA LEY!
Una llama escarlata surgió del centro del volcán a modo de respuesta. Siguió
cantando y sus cortesanos no tardaron en hacerle coro. Cuando el sol se puso, la
noche se llenó de sus cánticos. La única luz provenía del volcán.
—¡Ayúdanos, lord Balarizaaf!
Entonces, como derramándose desde un techo invisible, surgió un rayo de luz, y
luego otro. No eran blancos como los que brotaban de los portales, sino que
reflejaban el brillo escarlata de las llamas. Centelleaban, como pilares hechos de
carne viva y sangrante.
Uno a uno, los pilares aumentaron de tamaño e intensidad, hasta que se alzaron
trece entre el cielo y el volcán. Era imposible saber dónde empezaban y dónde
terminaban.
Sharadim, a quien los pilares teñían el rostro y las manos de color carmesí,
continuaba canturreando. Profería obscenidades y promesas implorantes. Ofrecía a su
dios todo lo que éste podía desear.
—¡Balarizaaf, lord Balarizaaf! ¡Te invitamos a visitar nuestro reino!
El volcán se estremeció.
Sentí que el suelo se agitaba bajo mis pies. Alisaard, Von Bek y yo nos miramos,
indecisos. El portal estaba abierto. Conducía al Caos, sin la menor duda, pero ¿qué
nos ocurriría si osábamos entrar?
—¡BALARIZAAF, SEÑOR DE TODOS, VEN!
Un viento repentino se desató a nuestro alrededor. Empezaron a caer rayos sobre
el borde del cráter. La montaña tembló y estuvimos a punto de caer desde la escalera
a la calzada.
Las columnas de luz escarlata latían como si fueran órganos vivos. Un alarido
atroz se oyó en la lejanía, y comprendimos que procedía de los pilares.
—¡AYÚDANOS, BALARIZAAF!
El alarido se convirtió en un chillido, el chillido en una carcajada escalofriante, y
después se materializó un ser de la altura de un hombre que desprendía llamaradas
negras y anaranjadas, cuyos rasgos inestables se retorcían y cuya forma cambiaba a
cada segundo. De sus labios surgió una voz ensordecedora.
—¿ERES TÚ, PEQUEÑA SHARADIM, QUIEN DISTRAE A BALARIZAAF DE
SUS JUEGOS? ¿HA LLEGADO EL MOMENTO? ¿HE DE GUIARTE HACIA LA
ESPADA?
—El momento casi ha llegado, lord Balarizaaf. Pronto concluirá la conquista de
los Seis Reinos, y se transformarán en uno solo. Un reino del Caos. Mi recompensa
será la espada, y la espada me dará...
—Infinito poder. El derecho a ser uno de los soberanos de la espada. ¡Un Señor
del Caos! Pues sólo tú, o aquel al que llaman el Campeón, podéis empuñar esa hoja y

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seguir vivos. ¿Qué más debo repetir, pequeña Sharadim?
—Nada más, señor.
—Estupendo, porque me resulta penoso permanecer en este reino hasta que no
sea mío por completo. La espada me ayudará a conseguirlo. ¡No tardes en venir,
pequeña Sharadim!
Las garantías de lord Balarizaaf me parecieron insuficientes, pero aquella gente
estaba tan cegada por la perspectiva de un poder ilimitado que podía creer cualquier
cosa que se le prometiera.
Balarizaaf se desvaneció de repente.
Los cortesanos de Sharadim murmuraban entre sí. No cabía duda de que le eran
completamente leales. Dos o tres ya se habían postrado de hinojos ante ella.
Sharadim extendió la mano y echó la capucha de su acompañante hacia atrás,
¡descubriendo un rostro muy familiar para mí!
Era un rostro ceniciento, carente de vida, cuyos ojos de color gris miraban
ciegamente al frente. Se trataba del mío. Estaba mirando a mi doppelgánger.
Sus ojos se encontraron con los míos y adquirieron algo semejante a energía. Los
labios se movieron.
—Él está aquí, ama. Lo que me prometisteis se encuentra aquí. Entregádmelo.
Entregadme su alma. Entregadme su vida...
Alisaard lanzó un grito y Von Bek tiró de mí. Me empujaron hacia la calzada. En
la fila de asientos, varias cabezas se volvieron.
Atravesamos corriendo la calzada, la capa exterior del volcán y nos dirigimos
hacia los pilares de sangre.
—¡Flamadin! —gritó mi falsa hermana.
Sus esbirros nos persiguieron, aullando como chacales. Sin embargo, vacilaban en
aproximarse demasiado al portal, pues sabían que conducía directamente al Infierno.
Los tres titubeamos al llegar a los pilares escarlata. Sharadim y los suyos nos
pisaban los talones. Observé los movimientos de su engendro, similares a los de una
marioneta.
—¡Su vida es mía, ama!
—Dios mío, Herr Daker —jadeó Von Bek—, es lo más parecido a un zombi que
he visto en mi vida. ¿Qué es?
—Mi doppelgánger —dije—. ¡Ha revivido el cadáver de Flamadin,
prometiéndole una nueva alma!
Von Bek me arrastró hacia el círculo de pilares y nos quedamos mirando el núcleo
burbujeante del volcán.
Poco a poco, la capa exterior pareció expandirse, dejando al descubierto un
corazón que latía con violencia, un olor dulce y repelente al mismo tiempo. Y
entonces nos sentimos arrastrados hacia él, arrastrados hacia las puertas del Infierno,

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hacia un reino cuyo gobernante supremo era lord Balarizaaf, el ser que acabábamos
de ver.
Creo que todos chillamos cuando atravesamos el túnel de llamas. Nos dio la
impresión de que el descenso duraba una eternidad. Veíamos llamas rojas y amarillas
volar en todas direcciones.
De repente, volví a sentir tierra firme bajo mis pies. Me alivió comprobar que
todo parecía normal. Se trataba de hierba vulgar. No se ondulaba. No quemaba. No
amenazaba con tragarme. Y olía corno hierba corriente.
Al otro lado de las columnas luminosas, que habían virado a un rosa delicado,
distinguí un cielo azul y un bosque que se extendía bajo él, y oí el canto de unos
pájaros.
Salí poco a poco de las columnas en compañía de mis amigos, y desembocamos
en un claro de montículos herbosos, cubiertos de margaritas y ranúnculos. El bosque
se componía en su mayor parte de robles jóvenes de tronco grueso. Un riachuelo
plateado atravesaba el calvero, y su música se sumaba a la de las aves de exótico
plumaje que volaban en el pacífico cielo o se posaban en las ramas cercanas.
Paseamos la vista a nuestro alrededor, sintiéndonos como niños maravillados.
Una sonrisa se insinuó en el rostro de Alisaard. Me contenté con aspirar el dulce
perfume de las flores y la hierba.
Nos sentamos junto al riachuelo e intercambiamos una sonrisa de complicidad.
Era la materialización de nuestros sueños más inocentes.
—¡Caramba, amigos míos! —exclamó Von Bek, embelesado—. ¡Esto no es el
Infierno, sino el Paraíso en estado puro!
Yo empezaba a sospechar. Cuando miré hacia atrás, comprobé que los pilares
sanguinolentos habían desaparecido. Contemplé un paisaje muy parecido al nuestro.
Volví sobre mis pasos, buscando el portal. Mis sospechas aumentaron. Había algo
extraño en la atmósfera de aquel lugar, algo anormal. Guiado por un instinto extendí
la mano. Tropezó con un muro duro y suave: ¡un muro que reflejaba como un espejo
aquel paraíso, pero no así nuestras imágenes!
Llamé a mis amigos. Reían y charlaban, absortos en sus obsesiones íntimas. Me
impacienté con ellos. Pensé que no era el momento más adecuado para que mis
aliados se convirtieran en amantes.
—¡Lady Alisaard, Von Bek, id con cuidado!
—¿Qué pasa, hombre? —preguntó al fin el conde, irritado por mi interrupción.
—Este lugar no sólo es una ilusión —expliqué—, sino una ilusión que oculta algo
mucho menos agradable. Venid a ver.
A regañadientes, corrieron cogidos de la mano hacia mí, hollando la suave e
idílica hierba.
Me acerqué más al muro y creí distinguir al otro lado sombras borrosas,

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espantosos rostros que suplicaban o amenazaban, manos deformes extendidas hacia
mí.
—Ésos son los auténticos habitantes del reino —dije.
Pero mis amigos no vieron nada.
—Su mente le muestra aquello que más teme —afirmó Von Bek—, y que es tan
ilusorio como esto. Admito que este lugar es imposible, sin duda artificial. Sin
embargo, resulta muy agradable. No todo el Caos se compondrá de terror y fealdad.
—De ninguna manera —corroboré—, y eso forma parte de su atracción. El Caos
puede crear bellezas maravillosas de cualquier tipo, pero nada en él es una sola cosa,
todo resulta ambiguo, un espejismo que disfraza otro espejismo. No hay auténtica
simplicidad en el Caos, sólo apariencia de simplicidad. —Saqué la Actorios de mi
bolsa y la sostuve en alto para que sus extraños y oscuros rayos se proyectaran en
todas direcciones—. ¿Veis?
Dirigí la gema hacia el muro reflectante y, casi al instante, la ilusión se
desvaneció, mostrando lo que se ocultaba detrás de la barrera.
Von Bek y Alisaard, los ojos abiertos de par en par, se demudaron y retrocedieron
involuntariamente un paso.
Seres que no eran ni humanos ni animales arrastraban los pies entre cabañas
inmundas que parecían hechas de pedernal fundido. Algunos apretaban sus rostros
grotescos contra el muro, en actitudes de desesperada melancolía. Los otros se
limitaban a deambular por el pueblo, realizando diferentes tareas. No había ni uno
que no cojeara o tuviera algún miembro deforme.
—¿Cómo se llama esta raza? —murmuró Von Bek, horrorizado—. Me recuerda
las pinturas medievales. ¿Quiénes son, Herr Daker?
—En un tiempo fueron humanos —dijo en voz baja Alisaard—, pero al entregar
su lealtad al Caos, aceptaron la lógica de éste. El Caos no soporta la constancia. No
cesa de fluctuar. Y lo que veis es el cambio que ha infligido a la humanidad. Esto es
lo que Sharadim ofrece a los Seis Reinos. Bien, es posible que algunos disfruten de
un poder enorme durante cierto tiempo, pero al final se convierten en esto.
—¡Pobres diablos! —murmuró Von Bek.
—Pobres diablos —dije— es una descripción bastante exacta de lo que son...
—¿Nos atacarían si el muro no se lo impidiera? —preguntó mi amigo.
—Sólo si nos considerasen más débiles que ellos. No son como los guerreros que
manda Sharadim. Se pusieron al servicio del Caos porque pensaban obtener algún
beneficio.
Alisaard se dio la vuelta. Respiró hondo y exhaló el aire de repente, como si se
hubiera dado cuenta de que estaba emponzoñado.
—Esto es una locura —musitó—, una locura enorme. Nos dijeron que
buscáramos el centro y que en él encontraríamos la espada, pero estamos en el Caos.

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Como nada es constante, no hay forma de saber en qué dirección hemos de viajar.
Von Bek la consoló. Retrocedí, viéndome obligado de nuevo a reprimir mis
emociones, torturado por los celos.
—Podemos considerarnos afortunados, pues el archiduque Balarizaaf todavía no
ha advertido nuestra presencia. Hay que apresurarse. Hemos de alejarnos de aquí lo
máximo posible, internándonos en ese bosque.
—Pero si Balarizaaf es el soberano de este lugar, nos localizará en cuanto decida
emprender la búsqueda —observó Alisaard.
—No necesariamente —negué—. Es casi omnipotente, pero no omnisciente.
Tenemos una pequeña posibilidad de lograr nuestro objetivo antes de que salga en
pos de nosotros.
—¡Eso es lo que yo llamo auténtico optimismo!
Von Bek me palmeó la espalda y rió, evitando mirar el borroso poblado. En
cuanto empezamos a movemos, el reflejo se reprodujo.
—Opino que debemos andar con pies de plomo por ese bosque —comentó—,
pero supongo que no nos queda otra elección. Es espeso, ¿eh? Se parece a los viejos
bosques de las leyendas alemanas. Me pregunto si tendremos la suerte de encontrar
un leñador que nos indique el camino y, tal vez, nos conceda tres deseos.
Alisaard sonrió, recobrando el ánimo. Enlazó su brazo con el del conde.
—Habláis de una forma muy extraña, conde Von Bek, pero vuestras insensateces
poseen una música que me agrada.
Por mi parte, consideraba superficiales sus extravagancias.
Al entrar en el robledal tuve la sensación de que llevaba allí más de mil años.
Vimos conejos y ardillas amparados en las frías y verdes sombras, y reinaba una
tranquilidad maravillosa en el paraje. Aun así, sin necesidad de recurrir a mi
Actorios, supe que era muy diferente de lo que parecía. Al fin y al cabo, eso
constituía una de las escasas normas del Caos.
Apenas nos habíamos adentrado uno o dos metros en el bosque, cuando vi, de pie
tras un haz polvoriento de luz solar, una alta silueta cubierta con una armadura de
metal negro y amarillo.
Al principio, me tranquilizó saber que Sepiriz se hallaba con nosotros, pero luego
pensé que tal vez se tratase de una ilusión. Me detuve. Mis amigos me imitaron.
—¿Eres tú, señor Caballero Negro y Amarillo? —pregunté, estrechando la
Actorios en mi mano—. ¿Cómo has llegado al Caos? ¿O es que tú también le sirves?
El hombre se situó bajo la luz. Su brillante atavío parecía desprender un
resplandor propio. Levantó la visera y vi las impresionantes facciones, negras como
el ébano, que sólo podían pertenecer a Sepiriz, el siervo de la Balanza. Mis sospechas
le divirtieron, pero no las descartó como improcedentes.
—Obras acertadamente poniendo todo en tela de juicio en este reino —dijo.

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Bostezó y se estiró dentro de su prisión metálica—. Perdóname, me dormí mientras te
esperaba. Me alegro de que encontraras la entrada, y de que reunieras el coraje
necesario para venir, pero todavía has de hacer un mayor acopio de valentía. Aquí, en
el Reino Diabólico, padecerás horribles tormentos o salvarás a los Seis Reinos..., ¡y
aún más! Sin embargo, el Caos guarda muchas armas en su arsenal, no todas ellas
normales. En este momento, Sharadim prepara a su engendro para que acoja tu alma,
Campeón. ¿Comprendes las implicaciones de tal hecho?
Adivinó que no era así.
Tras unos instantes de vacilación, prosiguió.
—El cadáver que ha reanimado podrá apoderarse de la Espada del Dragón...,
siempre que posea tu materia vital, John Daker. Sharadim controla a su seudo
Flamadin, que se convertirá en su instrumento. Así corre un riesgo mucho menor que
si se apoderase de la hoja personalmente.
—¿Insinúas que trata de engañar a su aliado, el archiduque Balarizaaf, quien cree
que ella le entregará la espada?
—No le importa cuál de vosotros se apodere de ella, mientras la utilicéis en su
provecho. Te prefiere como aliado antes que como enemigo, Campeón. Será mejor
que lo recuerdes. Y ten presente también que no se debe temer a la muerte en el
Reino Diabólico. Ésta apenas existe aquí, pero ser inmortal es lo peor de todo.
Tampoco has de olvidar que cuentas con aliados. Una liebre te guiará hasta una copa,
que a su vez te conducirá a un caballo con cuernos, y éste hasta un muro. En el muro
encontrarás la espada.
—¿Cómo es posible que existan esos aliados en un mundo dominado por la
tiranía del Caos? —preguntó lady Alisaard.
Sepiriz la miró y le dedicó una sonrisa bondadosa.
—Incluso aquí hay seres cuya pureza e integridad son tan absolutas que nada de
lo que les rodea puede corromperlos. Ocurre con frecuencia que los más capaces de
oponerle resistencia eligen morar en el corazón del Caos. Es una paradoja que
complace a los propios Señores del Caos, una ironía que divierte incluso a los más
serios Señores de la Ley.
—¿Y el que poseáis esta pureza es la razón de que podáis ir y venir por las
Marcas Diabólicas, lord Sepiriz? —preguntó Von Bek.
—Una pregunta muy precisa, conde Von Bek. No, mi tiempo en este reino es
limitado. De no serlo, yo mismo me dedicaría a la búsqueda de la Espada del Dragón.
—Volvió a sonreír—. Como emisario de la Balanza, gozo de mayor libertad de
movimientos que los demás seres, pero esta libertad no carece de restricciones. Ha
llegado el momento de irme. No quiero atraer a Balarizaaf hacia vosotros. ¡Todavía
no!
—¿Encontrará Sharadim una forma de comunicar al Señor del Caos que nos

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hallamos en sus dominios? —pregunté.
—No se comunica con su aliado cuando le place —contestó Sepiriz—, pero
podría decidirse a penetrar en las Marcas Diabólicas, y entonces os acecharía un
peligro mayor.
—Por lo tanto, no es probable que encontremos aliados aquí —concluyó Von
Bek.
—Únicamente a los Guerreros Olvidados, los que esperan en los Confines del
Tiempo. Y podréis pedirles ayuda una vez nada más, si no os queda otro recurso.
Esos guerreros sólo pueden combatir en un ciclo del multiverso. Cuando desenvainan
sus espadas se producen consecuencias inevitables. Pero eso ya lo sabes, ¿verdad,
señor Campeón?
—He oído a los Guerreros Olvidados —dije—. Me han hablado en sueños. Sin
embargo, apenas recuerdo nada.
—¿Cómo podemos llamar a esos guerreros? —preguntó Von Bek.
—Haciendo añicos la Actorios —explicó Sepiriz.
—Eso es imposible, porque la piedra es virtualmente indestructible —clamó
Alisaard, escandalizada—. ¡No nos vengáis con triquiñuelas, lord Sepiriz!
—Es posible romper la piedra, golpeándola con la Espada del Dragón. Es todo lo
que sé.
Sepiriz se bajó la visera.
Von Bek lanzó una carcajada de desesperación.
—Está claro que nos encontramos en el Caos. ¡Menuda paradoja! Sólo podremos
pedir ayuda a nuestros aliados cuando la espada esté en nuestro poder. ¡Cuando ya no
la necesitemos!
—Tomaréis la decisión en el momento oportuno —repuso Sepiriz con voz hueca
y distante, igual que si se estuviera desvaneciendo, aunque su armadura se veía tan
sólida como siempre—. Recordad: vuestras armas más poderosas son el valor y la
inteligencia. Atravesad este bosque a toda prisa. La Actorios os descubrirá un
sendero. Seguidlo Como todos los senderos del Caos, conduce a un lugar llamado El
Principio del Mundo...
La armadura empezó a desdibujarse, a difuminarse, mezclándose con las motas de
polvo que bailaban en los rayos del sol.
—Deprisa, deprisa El Caos gana terreno a cada hora que pasa, y con él, a
multitud de almas que le juran fidelidad Vuestros mundos no tardarán en ser poco
más que un recuerdo, a menos que encontréis la Espada del Dragón.
La armadura se desvaneció por completo. Del Caballero Negro y Amarillo sólo
quedó el eco de un susurro, que enmudeció al cabo de un momento.
Cogí la Actorios y la sostuve ante mí, dándole vueltas en todas direcciones.
Luego, tranquilizado, me detuve. El débil fantasma tembloroso de un sendero se

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extendía ante nuestros pies, siquiera por unos pocos metros.
Habíamos encontrado el camino que conducía a la Espada del Dragón.

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Libro tercero
Aquí, aquí, ven si lo deseas,
instruye o sé instruido
corre por el bosque cual savia de primavera,
gritando ¡luz yo te saludo!
Pero ten cuidado
La trampa puede estar en tu interior
sus caricias tienen precio
Aquí encontrarás a la luz invocada,
aquí el secreto nunca es ocultado
Los esbirros del monstruo podrán hacerte dudar
de cuanto en su giro no se incluya,
¿eres de la raza seca y estéril
que maldice lo que no comprende?
El odio sombra del grano,
gobierna aquí con sus sierras y garrotes
Te has perdido en Westermain
el buitre del sol se lanza sobre la tierra,
carroñero nocturno que ha encontrado su presa,
las copas rebosantes de veneno
gritan brindis a Aquel cuyos ojos están por todas partes;
las flores que cubren el suelo traicionero
gotean beleño y heléboro
La Belleza despojada de sus trenzas,
aúlla como si fuese la loca de la naturaleza
El horror se tambalea ladrando tras sus huellas,
avanzando sobre cascos y pezuñas
La flaca Sabiduría, perdido su porte de reina,
hace muecas y tropieza
La Alegoría golpea la mesa con su jarra,
la Impiedad da saltos y volteretas
Trasgo que bailas trasgo que vuelas
trasgo de la muchacha que se convertirá en demonio
¡Locura de las locuras! Gira con el trasgo de los abismos
dando vueltas a tu alrededor, gira con todos ellos
hasta llegar al manantial pestilente
que brota de Aquel cuyos ojos están por todas partes.
Multitudes incontables

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entregadas a la maldad y ¡as perversiones
y tú preguntas cuál es el nombre de este lugar,
cómo se llama esta sucia madriguera
donde mora la estirpe del ogro y se pudren los huesos:
y su grito te da la respuesta
Entra, si te atreves,
en estos bosques encantados

GEORGE MEREDITH
El bosque de Westermain

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1
Habíamos recorrido unos ocho kilómetros, cuando todas las hojas del bosque se
pusieron a susurrar, como si presintieran una amenaza. Sólo nos guiábamos gracias al
sendero fantasmal. A pesar de la creciente agitación, continuamos avanzando en fila
india, a un paso más vivo. Alisaard caminaba detrás de mí.
—Es como si el bosque advirtiera nuestra presencia y se alarmase —murmuró.
Después, uno tras otro, los árboles se transformaron en piedra, la piedra en
líquido, y todo el paisaje cambió. El sendero seguía siendo visible, pero estábamos
rodeados de gigantescos troncos verdes, y en lo alto de los troncos, muy por encima
de nuestras cabezas, colgaban las campanillas amarillas de narcisos gigantescos.
—¿Es esto lo que se oculta tras la ilusión? —preguntó Von Bek, asombrado.
—Hay aquí tanto de ilusión como de realidad —repuse—. Después de todo, el
Caos también tiene sus cambios de humor y sus caprichos. Como ya le expliqué
antes, es incapaz de permanecer estable. Su naturaleza es cambiante.
—Como la naturaleza de la Ley es permanecer inmutable —señaló Alisaard—.
La Balanza existe para asegurar que ni la Ley ni el Caos adquieran preponderancia,
pues una ofrece esterilidad, mientras que el otro sólo sensaciones.
—¿Y esta pugna entre ambos tiene lugar en todos y cada uno de los reinos del
multiverso? —quiso saber Von Bek.
Contempló las flores inclinadas que nos rodeaban. Su perfume era como una
droga.
—En todos los planos, a un nivel u otro, de una u otra forma. Se trata de la guerra
perpetua. Y, según dicen, existe un campeón cuyo destino es combatir eternamente en
todos los aspectos de esa guerra...
—Por favor, lady Alisaard —la interrumpí—, ¡prefiero que no me recuerden el
destino del Campeón Eterno!
No estaba bromeando.
Alisaard se disculpó. Continuamos caminando en silencio durante otros dos
kilómetros, hasta que el paisaje tembló y se transformó por segunda vez. En lugar de
narcisos gigantescos aparecieron horcas. De cada horca colgaba una jaula, y cada
jaula encerraba a un ser humano deforme y agonizante que suplicaba ayuda.
Les dije que no hicieran caso de los prisioneros y no se apartaran del sendero.
—¿Y qué es esto, una mera ilusión? —gritó Von Bek a mi espalda, casi llorando.
—Una invención, se lo prometo. Se desvanecerá como las demás.
De repente, los prisioneros desaparecieron de las jaulas. En su lugar se
materializaron enormes pinzones, que pedían comida a gritos. Se desvanecieron las
horcas, los pájaros se alejaron volando y nos encontramos rodeados por altos
edificios de cristal, que se perdían en la distancia. Eran de mil estilos diferentes,

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aunque muy inestables. Cada pocos segundos se derrumbaba uno con gran estrépito,
arrastrando en ocasiones a alguno de los vecinos. Para seguir el sendero nos vimos
obligados a caminar entre los fragmentos de cristal, que producían un ruido
ensordecedor mientras avanzábamos. Se oyeron voces en el interior de los edificios,
pero vimos que las casas estaban vacías. Grandes carcajadas, aullidos de dolor.
Horribles sollozos. Los lamentos de los torturados. El cristal empezó a fundirse poco
a poco, tomando la forma de rostros agónicos. ¡Rostros del tamaño de los edificios!
—¡Oh, no hay duda de que estamos en el Infierno y que éstas son las almas de los
condenados! —exclamó Von Bek.
Las caras ascendieron hacia el cielo, transformándose en grandes placas metálicas
con forma de frondas de helecho.
Pero continuamos nuestro camino por el sendero en sombras. Me obligué a pensar
tan sólo en nuestro objetivo, en la Espada del Dragón, que podía devolver a su hogar
a las mujeres Eldren, y no debía caer en manos del Caos. Me pregunté qué medios
emplearía Sharadim para intentar derrotarnos. ¿Durante cuánto tiempo podría alentar
una semblanza de vida en aquel cadáver, mi doppelganger?
El viento aulló entre las hojas metálicas. Entrechocaban, se rozaban entre sí y me
causaban dentera. Sin embargo, no representaban un peligro directo para nosotros. El
Caos, en sí, no era malévolo, pero sus ambiciones eran contrarias a los deseos de los
humanos, de los Eldren y de todas las demás razas del multiverso.
En una ocasión, distinguí siluetas que se movían paralelas a nosotros en aquella
jungla de metal. Levanté la Actorios. Detectaba con facilidad a los seres de carne y
hueso. No obstante, si alguien nos había estado siguiendo, se encontraba ahora fuera
del radio de acción de la piedra.
Los helechos se convirtieron en cuestión de segundos en serpientes petrificadas,
que cobraron vida al instante. Enseguida comenzaron a devorarse unas a otras. A
nuestro alrededor se produjeron una serie de movimientos y siseos, como si un seto
de serpientes enredadas flanqueara ambas orillas del sendero. Apreté con fuerza la
mano temblorosa de Alisaard.
—Recordad que no nos atacarán, a menos que se les ordene. No son reales.
A pesar de mis palabras, sabía que cualquier ilusión del Caos era lo bastante real
para hacer daño en su breve lapso de existencia.
Las serpientes se convirtieron en zarzales y nuestro sendero en una pista arenosa
que conducía al lejano mar.
Me sentí un poco más optimista, aun sabiendo cuan falsa era mi seguridad. Me
puse a silbar, doblamos un recodo del camino y vimos que una masa de jinetes
bloqueaba el paso. A su cabeza se hallaba nuestro viejo enemigo el capitán barón
Armiad del Escudo Ceñudo. Sus facciones habían adoptado un aspecto más bestial
desde la última vez que le viéramos. Las fosas nasales se habían ensanchado tanto

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que recordaban el hocico de un cerdo. Mechones de pelo brotaban de su cara y cuello,
y su voz me trajo a la memoria el mugido de una vaca.
Eran los secuaces de Sharadim, los mismos que habíamos burlado cuando
penetramos en este reino por el portal. No habían perdido ni un segundo en seguimos.
Continuábamos desarmados. No podíamos luchar contra ellos. Los zarzales eran
muy sólidos e impedían nuestra huida en esa dirección. Para escapar tendríamos que
volver sobre nuestros pasos, y los jinetes nos arrollarían con facilidad.
—¿Dónde está vuestra dama, barón porquero? —grité, sin ceder un palmo de
terreno—. ¿Es demasiado cobarde para entrar en el Caos?
Los ya estrechos ojos de Armiad se entornaron todavía más. Gruñó y resopló. Su
nariz y sus ojos parecían en perpetuo estado de humedad.
—La princesa Sharadim no se molesta en ir a cazar sabandijas cuando tiene la
presa más importante al alcance de la mano.
El comentario de Armiad provocó gruñidos y resoplidos de aprobación entre los
suyos. Todos ellos tenían caras y cuernos transformados por su apoyo a la causa del
Caos. Me pregunté si habrían reparado en estos cambios, o si sus cerebros se hallaban
tan afectados como su apariencia física. Apenas reconocí a algunos. El rostro enjuto y
desagradable del duque Perichost recordaba ahora al de un ratón muerto de hambre.
Me pregunté cuánto haría, en términos de tiempo relativo, que estaban allí.
—¿Y cuál es la presa más importante? —le preguntó Von Bek.
Hablábamos con la esperanza de que un nuevo cambio en el paisaje nos
beneficiara.
—¡Ya sabéis cuál es! —gritó Armiad. Su hocico enrojeció y se agitó de furor—.
Sin duda vosotros también la buscáis. ¡No lo neguéis!
—Pero y vos, ¿sabéis cuál es, duque barón Armiad? —preguntó Alisaard—.
¿Gozáis acaso de la confianza de la emperatriz? Me parece poco probable, pues, la
última vez que habló de vos, se quejó de lo escasamente adecuado que resultabais
para sus propósitos. Dijo que seríais eliminado cuando llegara el momento oportuno.
¿Creéis que ya ha llegado, señor capitán barón, o se os ha concedido lo que más
anhelabais? ¿Os respetan por fin vuestros iguales? ¿Saludan a su almirante rey
cuando su casco pasa por su lado? ¿O permanecen en silencio, porque el Escudo
Ceñudo resulta tan asqueroso y repugnante como siempre, pero es uno de los últimos
cascos que navegan por Maaschanheem?
Se estaba burlando de él. Le acicateaba y le ponía a prueba. Trataba de averiguar
qué instrucciones le había dado Sharadim. Y el esfuerzo por controlarse de que hacía
gala Armiad revelaba que le habían ordenado cogernos vivos.
Las ansias de matar brillaban en sus ojos, pero sus manos se retorcieron sobre el
pomo de la silla.
Iba a hablar, cuando Von Bek le interrumpió.

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—Sois un hombre necio, estúpido y codicioso, capitán barón. ¿No os dais cuenta
de que esa mujer se ha desembarazado de todos sus aliados indeseables? Os envía al
Caos. Entretanto, ella prosigue la conquista de los Seis Reinos. ¿Dónde se halla
ahora? ¿Combatiendo contra las mujeres Eldren? ¿Exterminando a los Llorones
Rojos?
Armiad irguió un hocico triunfal y bramó algo similar a una carcajada.
—¿Qué necesidad tiene de combatir contra las Eldren? Se han marchado. Todas
se han ido de Gheestenheem. Huyeron al avistar nuestros navíos. ¡Gheestenheem ha
caído en nuestro poder!
Alisaard le creyó. Era evidente que no mentía. Aunque pálida y temblorosa,
consiguió dominarse.
—¿Adonde han huido? No es probable que puedan ir a ningún sitio.
—¿Adonde, sino al refugio de sus antiguos aliados? Han ido a Adelstane y se han
atrincherado con los príncipes ursinos detrás de sus defensas, mientras el ejército de
mi emperatriz prosigue el cerco. Su derrota es inevitable. Algunas combaten al lado
de los piratas de mi reino, pero la mayoría se amontonan en Adelstane, aguardando la
matanza.
—Han utilizado el portal que comunica Barobanay con la fortaleza ursina —
murmuró Alisaard—. Era su única estrategia posible contra las fuerzas al mando de
Sharadim.
El capitán barón Armiad alzó el hocico y lanzó otra carcajada.
—La conquista de los Seis Reinos ha sido muy rápida. Mi señora pasó años
elaborando sus planes. Y cuando llegó el momento de llevarlos a la práctica,
consiguió sus propósitos de una forma maravillosa.
—Sólo porque muy poca gente racional consigue entender un tanto tal ansia de
poder —explotó Von Bek—. No existe nada más pueril que la mente de un tirano.
—Ni más aterrador —dije para mí.
Los zarzales empezaron a ensortijarse hacia arriba, formando espirales de gasa
teñida de mil colores.
Sin intercambiar una palabra, Alisaard, Von Bek y yo nos zambullimos en el
laberinto de lino crujiente, mientras el vociferante y desmañado grupo, aún más
entorpecido por las grotescas deformaciones de sus cuerpos, cargaba contra nosotros.
Pese a todo, contaban con la ventaja de ir montados.
Nos habíamos desviado del sendero fantasmal. Saltábamos de un escondrijo a
otro. El barón Armiad y sus compañeros nos perseguían, ululando y vociferando.
Daba la impresión de que nos pisaba los talones un rebaño de animales de corral.
Sin embargo, nuestro terror no tenía nada de cómico. Intuíamos que Sharadim
había ordenado cogernos vivos, pero aquellos seres, cegados por su estupidez, podían
matamos accidentalmente.

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Sostuve la Actorios frente a mí, desesperado, y busqué otro sendero.
Las franjas de gasa se convirtieron en grandes surtidores de agua, que salían
disparados hacia el cielo. Nos ocultamos entre ellos. Entonces, el duque Perichost
divisó a Alisaard. Desenvainó la espada con un resoplido triunfal y se precipitó sobre
ella. Vi que Von Bek se volvía y trataba de alcanzarla, pero yo me encontraba más
cerca. Salté hacia arriba y retorcí la muñeca del duque hasta que soltó la espada; su
mano se parecía mucho a una garra. Alisaard se tiró al suelo y cogió la espada,
mientras yo empujaba al duque con todo mi peso y le hacía caer de su montura.
—¡Von Bek! —grité— ¡Salte al caballo!
Le lancé la Actorios a Alisaard, que la cogió, demostrando cierta sorpresa. Más
servidores del Caos nos habían visto y se dirigían en tropel hacia nosotros.
Von Bek giró en redondo y ayudó a Alisaard a subir. Yo corrí junto al caballo
durante unos momentos, gritándoles que siguieran adelante e intentaran encontrar un
nuevo sendero. Haría lo posible por reunirme con ellos.
Me volví para enfrentarme contra un Mabden bárbaro cuya lanza apuntaba
directamente a mi entrepierna. La esquivé, agarrándola por el mango y tirando hacia
abajo, confiando en que el Mabden sería lo bastante imbécil para no soltarla.
Salió despedido de su montura como si ésta estuviera engrasada. Y ahora yo tenía
la lanza.
Monté en el caballo y corrí en pos de mis amigos. Von Bek y yo éramos jinetes
más diestros que aquellos guerreros. Poco a poco, amparados en los enormes
surtidores, fuimos distanciándonos del barón Armiad y su banda. Después, otro muro
reflectante se interpuso entre ellos y nosotros. Les vimos borrosamente al otro lado.
No existía ninguna razón en particular para que el muro se hubiera formado en aquel
punto. Era un capricho del Caos, pero nos resultó de utilidad. Al poco, sudorosos,
aminoramos el paso.
Vi que Von Bek se volvía en su silla y besaba a Alisaard. Ella respondió con
entusiasmo. Le rodeó con los brazos, la piedra Actorios asida en su hermosa mano.
Y era Ermizhad la que besaba a mi amigo. Era Ermizhad quien me traicionaba.
¡La única traición que yo juzgaba imposible!
Ahora tenía la certeza de que se trataba de ella. Todo aquel tiempo me había
estado engañando. Yo había masacrado pueblos enteros por su amor. ¿Y así pagaba
mi lealtad?
Y, aún peor, Von Bek, al que consideraba mi camarada, carecía de escrúpulos al
respecto. Exhibían su deseo. Sus abrazos se mofaban de cuanto yo anhelaba. ¿Cómo
había podido confiar en ellos?
Supe entonces que no tenía otra alternativa que castigarles por el daño que me
causaban.
Me erguí en el caballo y alcé la lanza que había cogido al Mabden. La sopesé en

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mi mano. Era ducho en el empleo de esas armas y sabía que podía atravesarles a los
dos de un solo golpe, uniéndoles en la muerte. Una justa recompensa a su traición.
—¡Ermizhad! ¿Cómo es posible?
Eché hacia atrás el brazo para arrojar el arma. Vi que los cobardes ojos de Von
Bek se abrían de par en par, expresando un incrédulo horror, y que Ermizhad movía
la cabeza, siguiendo la dirección de su mirada.
Me reí de ellos.
Mi risa produjo un eco. Se diría que llenaba todo el reino.
Von Bek gritó. Ermizhad gritó. Imploraban piedad, sin duda. No se la concedería.
La carcajada aumentó de volumen. No sólo oí la mía. Había otra voz.
Vacilé.
Von Bek emitió un tenue grito.
—¡Herr Daker! ¿Está poseído? ¿Qué le pasa?
No le hice caso. Por fin había comprendido la enormidad de su engaño, cómo
había cultivado mi amistad, sabiendo que iba a mantener una relación ilícita con mi
esposa. ¿Le habría ayudado Ermizhad a planear su engaño? Era lógico suponerlo.
¿Cómo no me había dado cuenta? Asuntos menos importantes habían nublado mi
mente. Ya no necesitaba la Espada del Dragón. No debía lealtad a los Seis Reinos.
¿Por qué iban a distraerme esos problemas, cuando mi esposa me deshonraba ante
mis propios ojos?
Dejé de reír en este punto y me preparé a lanzar el arma.
Y entonces me di cuenta de que la risa continuaba. No era la mía.
Miré a un lado y vi a un hombre. Llevaba largas vestiduras de color negro y azul
oscuro. Su rostro me era familiar, pero no supe precisar por qué. Tenía el aspecto de
un estadista maduro, inteligente y sensato. Tan sólo sus feroces carcajadas
desmentían esta impresión.
Entonces comprendí que me hallaba frente al soberano de aquel reino, el
archiduque Balarizaaf en persona.
Y, sin pensarlo, arrojé mi lanza directamente hacia su corazón.
Siguió riendo, mirando el mango que sobresalía de su cuerpo.
—Oh, esto es muy divertido —habló por fin—. Mucho más interesante, señor
Campeón, que conquistar mundos y esclavizar naciones, ¿no creéis?
Comprendí a medias que era víctima de la influencia alucinadora de aquel reino.
Impulsado por mi locura, había estado a punto de matar a mis dos mejores amigos.
El archiduque Balarizaaf desapareció de repente y Alisaard me llamó. Había
localizado, con la ayuda de la Actorios, otro sendero fantasmal, apenas visible. Lo
más interesante, sin embargo, era la liebre de color pardo que saltaba a su lado.
—Debemos seguirla —dije, temblando al pensar en lo que había estado a punto
de hacer—. Recordad lo que Sepiriz nos dijo. La liebre es nuestro primer vínculo con

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la espada.
Von Bek me dirigió una mirada cautelosa.
—¿Se ha recobrado, amigo mío?
—Espero que sí —contesté.
Cabalgaba al frente, siguiendo a la liebre, que, con su característica indiferencia,
nos guiaba por el sendero.
La senda no tardó en estrecharse y los caballos resbalaron en las piedras sueltas.
Desmonté y conduje al mío por las riendas. Von Bek y Alisaard imitaron mi ejemplo.
Me dio la impresión de que la liebre nos esperaba pacientemente. Entonces,
prosiguió su marcha con determinación.
Por fin, el animal se detuvo en un punto donde el sendero parecía atravesar roca
sólida. Vimos un amplio valle más abajo, un río tan grande como el Mississippi y una
gigantesca fortaleza que parecía hecha de plata. Nos acercamos a pie a la liebre y al
muro de roca. Alargué la mano hacia el animal, pero me evitó de un salto. Y
entonces, de súbito, me hundí en la negrura, me hundí en la melancolía del vacío
cósmico. Y creí oír de nuevo la risa de Balarizaaf. ¿Habíamos caído, después de todo,
en una trampa del archiduque del Caos?
¿Permaneceríamos en el limbo durante toda la eternidad?

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2
Tuve la sensación de que caía durante meses, o tal vez años, hasta que me di
cuenta de que el movimiento había cesado y mis pies pisaban tierra firme, envuelto
en una oscuridad absoluta.
—John Daker, ¿está ahí? —me llamó una voz.
—Estoy aquí, Von Bek, sea donde sea. ¿Y Alisaard?
—Con el conde Von Bek —dijo ella.
Poco a poco, conseguimos reagruparnos y enlazar nuestras manos.
—¿Qué clase de lugar es éste? —preguntó mi amigo—. ¿Alguna trampa del
archiduque Balarizaaf?
—Es posible —respondí—, aunque yo pensaba que la liebre nos había guiado
hasta aquí.
—Vaya —rió—, hemos caído por una conejera como Alicia, ¿verdad?
Sonreí ante su comentario. Alisaard se quedó en silencio, desconcertada por la
referencia.
—Hay muchos lugares en los reinos del Caos donde el tejido del multiverso está
muy desgastado, y otros en que los mundos se cruzan al azar —dijo por fin—. Es
imposible señalarlos en un plano, al contrario que los portales, pero a veces existen
durante siglos. Tal vez hayamos caído por una de esas brechas en el tejido. Podríamos
estar en cualquier parte del multiverso...
—¿O en ninguna? —preguntó Von Bek.
—O en ninguna —corroboró ella.
Yo todavía sostenía la opinión de que la liebre nos había conducido hasta allí a
propósito.
—Se nos dijo que encontraríamos una copa, que la copa nos conduciría a un
caballo con cuernos, y que éste nos llevaría a la espada. Tengo fe en los poderes
profetices de Sepiriz. Creo que hemos venido a este lugar para encontrar la copa.
—Aunque estuviera aquí, no sería fácil verla, ¿verdad, amigo mío? —preguntó
Von Bek.
Me agaché para tocar el suelo. Estaba mojado. Un olor mohoso impregnaba el
lugar. Una exploración más detenida me confirmó que pisábamos viejas y gastadas
losas.
—Esto es obra del hombre —argüí—, y yo diría que nos hallamos en una especie
de cámara subterránea, lo cual significa que tiene que haber una pared. Y en ella,
quizá, una puerta. Venid.
Les precedí hasta que mis dedos palparon un bloque viscoso de piedra. Su tacto
era desagradable, pero comprendí que se trataba de una pared. La seguimos, primero
hasta una esquina y después hasta la otra. La cámara mediría unos seis metros de

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ancho. En la tercera pared había una puerta de madera, con goznes de hierro y una
enorme cerradura a la antigua usanza. Cogí la argolla y le di vuelta. El cestillo se
descorrió con sorprendente suavidad. Tiré de ella. Al otro lado había luz. La abrí unos
milímetros más con cautela y escudriñé el pasillo.
Era de techo bajo y curvo, y parecía tan viejo como la cámara. Estaba iluminado
por bombillas comunes del siglo xx, colgadas, a intervalos regulares, de cordones
visibles, como si las hubieran dispuesto para un uso temporal. El pasillo
desembocaba a mi derecha en otra puerta, pero a la izquierda se ensanchaba durante
unos cuantos metros, antes de formar un recodo. Fruncí el ceño. Estaba muy
desconcertado.
—Se diría que nos hallamos en las mazmorras de un castillo medieval —susurré
al oído de Von Bek—, aunque hay luz eléctrica. Eche un vistazo.
Al cabo de un momento metió de nuevo la cabeza en la cámara y cerró la puerta.
Su respiración se había acelerado, pero no dijo nada.
—¿Qué ocurre? —le pregunté.
—Nada, amigo mío. Llámelo una premonición. Sé que podríamos hallarnos en
cualquier sitio, pero he tenido la sensación de conocer este pasillo. Lo cual, estará de
acuerdo conmigo, es improbable. Todos estos lugares se parecen entre sí. Bien,
¿vamos a explorar?
—Si se siente dispuesto...
—Desde luego. —Lanzó una desmayada carcajada—. Mi mente está algo
perturbada por los recientes acontecimientos, eso es todo.
Salimos al pasillo. Nuestra pinta era de lo más curioso: Alisaard iba cubierta con
su armadura de marfil, yo me ceñía las gruesas pieles de un guerrero de los pantanos,
y Von Bek exhibía su atavío imitación del siglo xx. Avanzamos con cautela hasta
llegar a la curva del pasillo. El lugar parecía desierto, pero, a juzgar por las luces, se
utilizaba. Examiné la bombilla más próxima. Era de un estilo desconocido para mí,
mas sin duda funcionaba de la manera habitual.
Estábamos tan absortos inspeccionando el pasillo que no tuvimos tiempo de
ocultarnos cuando una puerta se abrió y por ella salió un hombre. Nos quedamos
inmóviles, dispuestos a enfrentarnos con él como mejor pudiéramos. Aunque detecté
cierta imprecisión en su forma, parecía bastante sólido. Lo que más me sobresaltó
fueron sus ropas, y Von Bek, al fijarse en ellas, dio un respingo.
¡Teníamos frente a nosotros a un oficial de las SS nazis! Iba distraído leyendo
unos papeles, pero cuando levantó la vista nos miró directamente a la cara. No
dijimos nada. Frunció el ceño, nos miró de nuevo, se estremeció, murmuró para sí y
se alejó en dirección opuesta, frotándose los ojos.
—Nuestra situación nos reporta ciertas ventajas —rió Alisaard.
—¿Por qué no nos ha dirigido la palabra? —preguntó Von Bek.

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—En este mundo somos sombras. Me habían hablado de cosas similares, pero
nunca las había experimentado. Aquí sólo poseemos una parte de sustancia. —Volvió
a reír—. Somos lo que los Seis Reinos siempre han llamado a las Eldren. ¡Somos
fantasmas, amigos míos! ¡El hombre pensó que estaba sufriendo una alucinación!
—¿Pensarán todos lo mismo? —preguntó Von Bek, nervioso.
Para ser un espectro, sudaba de mala manera. Él sabía mucho mejor que yo lo que
significaba ser capturado por aquellos brutos.
—Supongo que es de esperar —repuso Alisaard, insegura—. ¡Ver a ese hombre
os ha aterrorizado, conde Von Bek! ¡Es él quien debería tener miedo de vos!
—Creo que empiezo a entenderlo —dije—. Me parece que Sepiriz ha encontrado
un método para cumplir la promesa que le hizo al conde Von Bek y lograr sus
propósitos al mismo tiempo. Usted dijo que reconocía este lugar, amigo mío.
¿Recuerda dónde lo había visto antes?
Inclinó la cabeza y se frotó la cara. Se disculpó por su estado, enderezó la espalda
y asintió.
—Sí. Hace unos años. Me trajo un primo lejano. Era un nazi furibundo y quería
impresionarme con lo que él llamaba la resurrección de la vieja cultura alemana. Nos
hallamos en las criptas secretas del castillo de Nuremberg. Estamos en el mismísimo
centro de lo que los nazis consideran su reducto espiritual. A un forastero le resultaba
imposible visitarlo, pero entonces los nazis era menos numerosos, menos respetables
y tenían menos poder. Se dice que estas criptas se remontan a la época de los
primeros arquitectos godos, que ya se habían instalado aquí antes de los romanos. Se
encuentran bajo la principal ladera de la colina sobre la que se construyó el castillo, y
fueron excavadas hace poco. Cuando vine, los nazis no paraban de pregonar que
habían descubierto los «cimientos» de la verdadera Alemania. En aquel tiempo ya me
había acostumbrado a este tipo de tonterías. El lugar me resultó bastante inquietante,
a causa del valor que mi pariente nazi le adjudicaba. Al cabo de poco tiempo de mi
visita, se prohibió el acceso a todo el mundo, excepto a los gerifaltes nazis.
Desconozco el motivo. Corrieron los típicos rumores acerca de los ritos de magia
negra que Hitler practicaba, pero no los creí. Mi teoría es que habían construido una
instalación militar secreta. En aquellos días, los nazis todavía necesitaban fingir que
cumplían los acuerdos del armisticio.
—Sepiriz dijo que la liebre nos guiaría hasta una copa —insistí, algo
desconcertado—. ¿Qué clase de copa podemos encontrar en Nuremberg?
—Estoy segura de que no tardaremos en descubrirlo. —Tanta charla había
impacientado a Alisaard—. Sigamos adelante. Recordad que de nosotros depende
casi todo. El destino de los Seis Reinos está en nuestras manos.
Von Bek paseó la mirada en derredor.
—Recuerdo que había una cripta principal, una especie de cámara ceremonial, a

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la que mi primo concedía una importancia casi mística. La calificaba de núcleo del
espíritu germano, o alguna estupidez por el estilo. Debo admitir que su cháchara me
aburrió y me dio asco al mismo tiempo. Pero tal vez es eso lo que deberíamos buscar.
—¿Se acuerda del camino?
Reflexionó unos momentos y luego extendió el dedo.
—Hemos de seguir por donde íbamos. Aquella puerta del fondo. Estoy seguro de
que da a la cámara principal.
Nos precedió. Dos nazis más se cruzaron con nosotros, pero sólo uno nos miró
por el rabillo del ojo, y por sus gestos dedujimos que no daba crédito a lo que veía. Si
aquella época era contemporánea a la de Von Bek, supuse que casi todo el mundo iba
falto de sueño y se había acostumbrado a todo tipo de alucinaciones. Si yo hubiera
sido miembro de las SS, lo más probable es que hubiera visto fantasmas de diversas
clases.
Von Bek se detuvo ante una puerta de factura reciente, aunque de estilo románico
como el resto.
—Creo que ésta es la cámara de la que os he hablado —dijo, vacilante—.
¿Entramos?
Entendiendo nuestro silencio como una afirmación, agarró la argolla de hierro y
trató de girarla. No se movió. Apoyó el hombro en la hoja de la puerta y empujó.
Meneó la cabeza.
—Está cerrada con llave. Sospecho que tiene cerraduras modernas al otro lado.
Apenas cede.
—¿Cabe la posibilidad de que, al ser difusa nuestra sustancia en este plano, no
podamos ejercer la fuerza necesaria sobre la puerta? —pregunté a Alisaard.
Sus conocimientos sobre el fenómeno eran escasos. Sugirió que esperásemos a
ver cómo abrían los demás la puerta.
—Es posible que haya un truco.
Nos apretujamos en un nicho cercano y, protegidos por las sombras, observamos
las idas y venidas de oficiales nazis por el pasillo. No vimos soldados armados, y
dedujimos que los nazis se sentían seguros a este respecto.
Esperamos durante una hora. Ya empezábamos a impacientarnos, cuando un
hombre alto de cabello gris, vestido con prendas negras y plateadas que recordaban el
uniforme de las SS, dobló la esquina del pasillo y avanzó hacia nosotros. Parecía un
sacerdote oficiante, pues llevaba una pequeña caja en la mano. Se detuvo ante la
puerta de la cámara y extrajo de la caja una llave, que insertó en la cerradura. Tras
hacerla girar, la puerta se abrió, y un olor mohoso escapó de la estancia.
Nos deslizamos en silencio detrás del hombre canoso. Estaba disponiendo la
cámara para algún rito, como un sacerdote dispondría su iglesia. Encendió grandes
velas con ayuda de cerillas. Las piedras de la cripta se veían muy viejas. Docenas de

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arcos sostenían el techo; resultaba imposible calcular sus dimensiones reales. Las
llamas proyectaron sombras que oscilaron por doquier. Fue fácil ocultarnos. El
sacerdote abandonó la cámara una vez finalizada su tarea, cerrando con llave la
puerta a su espalda.
Gozábamos de libertad para explorarla. Nos dimos cuenta de que había sido
habilitada como templo en fecha reciente. En el extremo más alejado había un altar, y
en la pared situada detrás estaba pintada una cruz gamada negra, roja y blanca,
rodeada de emblemas bárbaros, variaciones de antiguos símbolos teutónicos. Sobre el
altar había un árbol de plata estilizado, y a su lado la figura de un toro salvaje, hecha
de oro macizo.
—Esto es lo que algunos nazis querrían poner en nuestras iglesias —susurró Von
Bek—. Objetos de adoración paganos, que ellos declaran símbolos de la verdadera
religión alemana. Son casi tan anticristianos como antisemitas. Es como si odiaran
cualquier sistema de pensamiento que ponga en entredicho su revoltijo de
seudofilosofía y parafernalia mística. —Contempló el altar con disgusto—. Son
nihilistas de la peor especie. Ni siquiera se dan cuenta de que lo destruyen todo y no
crean nada. Su invención resulta tan hueca como las invenciones del Caos que he
visto. Carece de auténtica historia, de esencia concreta, de profundidad, de calidad
intelectual. Es una mera negación, un brutal rechazo de todas las virtudes alemanas.
Estaba a punto de llorar. Alisaard le cogió la mano. No sabía de qué hablaba, pero
lamentaba profundamente su tristeza.
—Querido, por tu propio bien, intenta pensar en el propósito que nos ha traído
aquí —murmuró.
Era la primera vez que la oía utilizar esa palabra. Y de nuevo unos celos feroces
se apoderaron de mí. Cuánto anhelaba el consuelo de una mujer como ella, tan
semejante a mi Ermizhad que no me habría costado nada fingir que lo era. Recobré la
razón. Recordé la locura que me había acometido hacía poco. Tales espejismos
suponían un peligro constante para mí.
Von Bek agradeció su preocupación y sus palabras.
—Una copa, el Santo Grial, interviene a menudo en la parafernalia de este culto
—dijo—, pero no lo veo por ninguna parte.
—¿El Grial? ¿No me dijo, cuando nos encontramos por primera vez, que su
familia tiene cierta relación con el Santo Grial?
—Una simple leyenda. Se dice que algunos de mis antepasados lo vieron.
También se rumorea que otros lo guardaron en custodia, pero creo que la historia se
exageró demasiado. Otra leyenda dice asimismo que lo preservamos, pero no para
Dios, ¡sino para Satán! Lo leí cuando buscaba un medio de descubrir lo que yo
consideraba viejos pasadizos y huir de Bek sin que los nazis lo advirtieran. Así
encontré los planos y los libros relativos a las Marcas Intermedias...

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Se interrumpió cuando oímos un ruido en el pasillo. Nos ocultamos rápidamente a
la sombra de un arco.
La puerta se abrió, y un rayo de luz eléctrica perforó la oscuridad. Tres siluetas se
recortaron en el umbral. Ninguna era de elevada estatura. Los altos y almidonados
cuellos que enmarcaban sus cabezas nos impedían verles la cara. Las capas
recordaban las utilizadas por ciertas órdenes de monjes guerreros, como los
templarios, y aquellos hombres portaban grandes espadas en sus manos protegidas
por guanteletes, y bajo el brazo, pesados yelmos de hierro, que parecían forjados
durante la Edad Media. Este atavío singular dotaba a los tres personajes de un aspecto
bárbaro y enérgico. Cuando avanzaron hacia el altar, cerrando la puerta a su espalda,
vi que uno era muy delgado y caminaba como si fuera cojo; otro era regordete y
jadeaba un poco al andar, y el tercero se movía con una rigidez peculiar y artificial, la
espalda erguida como un hombre bajo que desea aparentar mayor estatura. Apoyé mi
mano sobre el hombro de Von Bek. Estaba temblando. No me sorprendió.
No cabía duda de que teníamos ante nosotros a tres archivillanos del siglo xx. Los
tres hombres eran Goebbels, Goering y Hitler, y en aquel momento creí al pie de la
letra todo lo que había leído sobre su extravagante doctrina mística, su fe en los
prodigios sobrenaturales y su inclinación a aceptar las ideas más extrañas e
inverosímiles.
Pensando que nadie les veía, empezaron a recitar unos versos de Goethe. Me dio
la impresión de que aquellas palabras, pronunciadas por sus labios, se corrompían y
ultrajaban horriblemente. Pervertían las ideas del poeta alemán, como tantas otras
nociones románticas, con el fin de adaptarlas a sus miserables propósitos. El efecto
habría sido el mismo si hubieran recitado las oraciones de una misa negra o
profanado una sinagoga con sus excrementos.

Alien Gewalten
Zum Trutz sich erhalten,
Nitnmer sich beugen,
Kráftig sich zeigen,
Rufet die Arme
Der Gótter hierbei.

«¡Todos los poderes serán concedidos a las intrépidas almas, si confiadas,


resueltas y desafiantes se muestran, y que los dioses os ayuden!»
Profanaban estas palabras como profanaban cualesquiera otras, al igual que todas

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las hermosas ideas y sentimientos del pueblo alemán, transformándolas en
herramientas para erigir su ideología patéticamente deficiente. No me habría
sorprendido descubrir al fantasma de Goethe a mi lado, dispuesto a vengarse de los
que traicionaban su obra.
Goebbels dio un paso adelante y encendió dos gruesas velas rojas, una a cada lado
del altar.
Sentía la presencia de Von Bek junto a mí, conteniendo a duras penas sus ansias
de saltar sobre aquellos seres. En silencio, le retuve. Teníamos que esperar, y ser
testigos de lo que se nos iba a revelar. Sepiriz quería que viniéramos aquí. Había
enviado a la liebre para que nos guiase. Debíamos aguardar a que el ritual comenzara.
Me dejó atónito la banalidad de sus palabras, plagadas de súplicas a viejos dioses,
a Wotan, a los espíritus del Roble, el Hierro y el Fuego. La luz de las velas iluminaba
sus rostros: Goebbels, una máscara de retorcida alegría ratonil, como un mal
estudiante que se regodea en su perversidad; Goering, gordo y serio, creyendo a pies
juntillas todo cuanto decía y, además, drogado o borracho hasta extremos
inconcebibles, y Adolf Hitler, canciller del Tercer Reich, de ojos similares a espejos
oscuros, rostro pálido que proyectaba una luminosidad malsana, deseando que todo el
ceremonial se convirtiera en realidad, tanto como anhelaba que el resto del mundo
aceptase su ignominiosa locura.
Era una escena impresionante. Ojalá no volviera a contemplarla nunca. Aquella
perversidad humana tenía poco que ver con los peores ejemplos que habíamos
encontrado entre los seguidores del Caos. Estaba tan cercana a mi experiencia, a mi
época, que no me costaba nada comprender a Von Bek. Se debatía consigo mismo
como un perro que sólo ansia matar, pues había visto con sus propios ojos los
horrores que aquel trío desencadenara sobre su nación, y su propósito explícito al
vincular su destino con el mío apuntaba a destruirles, a salvar al mundo de su
infamia.
Miré a Alisaard. Incluso ella presentía el horrendo poder de aquellos personajes.
—Que la omnipotencia de los antiguos dioses tribales, los dioses que prestaron
fuerzas a los conquistadores de Roma, sea concedida a nuestra Alemania en estas
horas de su destino, estas horas decisivas —recitaba Goebbels, sin creer en lo que
decía, pero consciente de que Hitler y Goering lo hacían a pies juntillas—. Que nos
sea concedido el poder místico de los grandes dioses del Mundo Antiguo,
infundiéndonos la oscura energía natural que aplastó a los debilitados defensores del
judeocristianismo, supuestos conquistadores de nuestras antiguas tierras. Que nuestra
sangre, la sangre pura e incontaminada de nuestros intrépidos antepasados, corra de
nuevo por nuestras venas con el dulce estremecimiento que conoció antes de que
nuestros honrados e intachables ancestros fueran corrompidos por las religiones
orientales. ¡Que Alemania reconquiste su plena personalidad, libre de trabas!

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Siguió canturreando insensateces, mientras crecía la inquietud de Von Bek, así
como el aburrimiento y la impaciencia de Alisaard y yo.
—Invocamos ahora el Cáliz, el receptáculo de nuestra esencia espiritual. El Cáliz,
el mismo caldero que buscó Parsifal; el Cáliz de la Sabiduría, que los cristianos nos
robaron e incorporaron a su mitología, llamándolo el Santo Grial. —Goebbels
cantaba, trasladando su peso de un pie a otro, agitándose como un enano deforme—.
¡Invocamos el Cáliz para beber su contenido y saciarnos de la sabiduría que
buscamos!
Hitler y Goering le hicieron eco.
—¡Postraos de hinojos! —gritó Goebbels, disfrutando de su momentáneo poder
sobre los otros dos.
Los dos líderes nazis se arrodillaron obedientemente. Sólo Goebbels continuó de
pie, con los brazos extendidos hacia el altar.
—Aquí, en el más antiguo de todos los lugares, donde el Cáliz ha morado desde
el principio de los tiempos, hacednos el don de una visión. Permitid que bebamos de
su sabiduría. Concedednos el poder de nuestros antiguos dioses, el conocimiento de
nuestra antigua sangre, la certidumbre de nuestra antigua fuerza. Hemos de averiguar
qué camino seguir, si debemos concentrar nuestras fuerzas en liberar la energía del
átomo o aplastar la amenaza que viene del este. Necesitamos una señal, grandes
dioses. ¡Necesitamos una señal!
Nunca sabré si Goebbels interpretaba una pantomima para sus camaradas, menos
escépticos, o si creía realmente en la basura que escapaba de sus labios. Ignoro si sus
conjuros influyeron en lo que ocurrió a continuación, o si la presencia de Von Bek en
la cripta fue la causante del fenómeno. Su familia estaba relacionada con el Grial, del
mismo modo que yo, en todas mis encarnaciones, estaba relacionado con la Espada.
Tal vez por eso el destino nos había reunido, pues la lucha en la que nos hallábamos
comprometidos era enorme e importante. Todavía no sé qué papel desempeñaba
Sepiriz y hasta dónde llegaban sus conocimientos, pero es obvio que empleó sus
poderes de predicción y percepción para asegurarse de que nos encontraríamos en el
momento y el lugar exactos.
Pues dio comienzo una fase del ritual que, estoy seguro, pilló a los tres por
sorpresa, en especial a Goebbels. La cripta se llenó de la más dulce de las melodías,
acompañada de un perfume de rosas. La música era casi coral. Contrastaba
brutalmente con la densa oscuridad de nuestro entorno, con la parafernalia pagana de
la jerarquía nazi. De pronto, se hizo una luz blanca y cegadora, una luz tan hermosa
que pudimos contemplarla de frente un momento sin sufrir. Y en el centro de esa luz,
origen de la música y el perfume, había un sencillo cáliz, un cuenco de oro, que yo
sólo había visto una vez.
Era lo que las leyendas cristianas llamaban el Santo Grial, y los celtas el Caldero

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de la Sabiduría. Había existido siempre, adoptando muchos nombres, al igual que
había existido la Espada que buscábamos, y que yo, el Campeón Eterno, había
existido. Al otro lado del resplandor vi que Goebbels, Hitler y Goering se habían
arrodillado, contemplando con enorme estupefacción la inesperada visión.
Oí que Hitler murmuraba una y otra vez absurdas blasfemias. Me pareció que
Goering hipaba y trataba de levantar su rollizo cuerpo. Goebbels sonreía, de nuevo
como un escolar perverso que ha hecho un lascivo descubrimiento. Casi reía.
—¡Es cierto! ¡Es cierto! —gritaba Goebbels, respondiendo a sus propias dudas—.
¡Es cierto! ¡Aquí está la señal! ¿Qué hemos de hacer? ¿Enfrentarnos a la amenaza del
este antes de concentrar nuestros esfuerzos en fabricar una bomba atómica, o
consolidar nuestras conquistas al tiempo que ponemos nuestras energías a disposición
de los científicos? ¿Cuánto tiempo tardará Rusia en atacarnos? ¿O Estados Unidos e
Inglaterra? ¿Qué debemos hacer? Nuestras conquistas se sucedieron con tal rapidez
que eso nos tiene desconcertados. Necesitamos consejo. ¿Eres en verdad una señal de
los antiguos dioses? ¿Nos dirigen por el buen camino para asegurar el dominio de
Alemania sobre el resto del mundo?
—¡La copa no puede hablarnos, Herr doctor! —Adolf Hitler se mostró de repente
despreciativo, intuyendo la incertidumbre de su ministro sobre la realidad de lo que
sucedía—. Debemos apoderarnos de ella. Entonces, descubriremos la verdad. Es lo
que quiere que hagamos, ¿no?
—¡No, no, no! —Goering consiguió ponerse en pie, jadeando trabajosamente.
Tenía los ojos enrojecidos, moqueaba por la nariz, e hilillos de saliva escapaban de
sus labios. Respiró hondo y continuó—. Tiene que haber una doncella, una doncella
que custodia el Grial. Una doncella del Rin, ¿eh? Lo sé por Wagner, ¿eh?
Emitió una risita.
Apenas podía creer que aquellos tres hombres hubieran influido tanto en el curso
de la historia de mi mundo. Era obvio que actuaban bajo el influjo de alguna droga.
Se comportaban como crios estúpidos. Tenía que haber comprendido que tales
personas son, en el fondo, infantiles. Sólo un niño es capaz de creer que puede lograr
un enorme poder sobre el mundo sin pagar un precio por ese poder. Y el precio suele
ser la cordura del implicado. En cierta manera, aquellos tres hombres constituían
caricaturas más grotescas de las personas que habían sido que los pobres seres
deformes del Caos que nos habían perseguido antes. ¿Se daban cuenta? ¿Les
empujaba esta comprensión a profundizar todavía más en su corrupción y en su
descenso hacia la locura total?
—Sí —dijo Adolf Hitler, haciendo gala de una pomposidad casi ridícula—.
Doncellas del Rin. Valkirias. Wotan en persona. Este cáliz simboliza meramente su
presencia.
La ridícula discusión se prolongó durante unos momentos. Creo que ninguno

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deseaba haber tenido aquella visión. Los rituales que llevaban a cabo servían para
reforzar su necesidad de creer en la rectitud de sus actos. La cripta subterránea del
castillo de Nuremberg, las túnicas, los conjuros, no eran más que un medio para
reanimar sus debilitadas energías drogodependientes, una forma de otorgar
credibilidad a sus destinos místicos.
Se me ocurrió de repente que el Grial no había aparecido en respuesta a las
invocaciones del doctor Goebbels, sino porque estábamos allí o, más concretamente,
porque Von Bek estaba allí. Miré a mi amigo. Tenía la vista clavada en el cáliz. A
pesar de las leyendas de su familia, yo no había pensado que la copa de oro poseyera
una afinidad especial con él.
Hitler avanzó hacia el Grial, con las temblorosas manos extendidas y una
expresión solemne en el rostro. El brillo de la copa acentuaba la horrible palidez de
su piel y su apariencia enfermiza. Me negaba a creer que un ser tan corrupto pudiera
posar su vista sobre el cáliz, y mucho menos tocarlo.
Aquellos dedos agarrotados, manchados con la sangre de millones de personas, se
movieron hacia la copa cantarina. En sus ojos se reflejaba el resplandor que
desprendía el objeto, centelleando como pequeñas gemas; sus húmedos labios se
abrieron y una mueca deformó sus facciones.
—Amigos míos, ésta es la fuente de la energía que buscamos, el poder que nos
permitirá derrotar a todos nuestros enemigos. Los judíos, como de costumbre, se han
equivocado, y el método elegido para fabricar la bomba atómica no es el correcto.
Nosotros la hemos descubierto, aquí, en Nuremberg, ¡en el mismísimo corazón de
nuestro baluarte espiritual! Ésta es la energía que destruirá el mundo entero, ¡o que lo
reconstruirá a nuestra imagen y semejanza! Cuan despreciable es eso que llaman
ciencia. ¡Nosotros poseemos algo superior! Poseemos la Fe. ¡Poseemos una fuerza
mayor que la razón! Una sabiduría que trasciende el mero conocimiento. Poseemos el
Santo Grial. ¡El Cáliz del Poder Ilimitado!
Sus manos, como zarpas negras, se tendieron hacia la luz inmaculada, hacia el
Grial, prestas a profanar algo tan sagrado y maravilloso que me sentí enfermo de sólo
pensarlo.
La copa elevó el volumen de su canto, como si gritara alarmada ante las
intenciones del dictador. Adoptó un tono de advertencia, pero Hitler, sin
amedrentarse, tocó con la punta de sus dedos el oro reluciente.
Y el grito que lanzó fue más fuerte que el del cáliz. Retrocedió, sollozó y se miró
los dedos. Estaban ennegrecidos, como si la piel se hubiera fundido hasta el hueso.
Igual que un niño, se metió los dedos en la boca y se sentó sobre las losas de la vieja
cripta.
Goebbels frunció el ceño. Alargó la mano, pero con más cautela. El Grial emitió
su sonido de alarma. Por su parte, Goering retrocedió unos pasos, cubriéndose la cara

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con las manos, y chilló.
—¡No, no! ¡No soy tu enemigo!
—No era nuestra intención profanar este objeto —dijo Joseph Goebbels, en tono
razonable y aplacador—. Sólo queríamos su sabiduría.
Estaba asustado. Miró a su alrededor como si buscara una vía de escape,
consternado por la reacción de lo que había llevado a aquel lugar. Entretanto, su amo
continuaba sentado en el suelo, chupándose los dedos; contemplaba con semblante
pensativo el cáliz y, de vez en cuando, murmuraba algo para sí.
Avancé para apoderarme de la copa, temeroso de que se desvaneciera con la
misma rapidez con que había aparecido. Al salir a la luz, comprendí de repente que
podían verme. Hitler, en concreto, me había percibido, y se protegía los ojos del
resplandor para distinguirme mejor. Abandoné la idea de coger el Grial.
—Rápido, Von Bek —dije—. Estoy seguro de que sólo usted podrá ponerle las
manos encima. Cójalo. Es la llave que nos abrirá la puerta de la Espada del Dragón.
¡Cójalo, Von Bek!
Los tres nazis avanzaron, acaso fascinados por las siluetas borrosas que
vislumbraban, sin estar absolutamente seguros de que veían algo real.
Alisaard se interpuso entre ellos y el cáliz de un salto, y levantó la mano.
—¡Ni un paso más! —gritó—. Esta copa no os pertenece. Es nuestra. ¡La
necesitamos para salvar a los Seis Reinos del Caos!
Intentaba razonar con ellos, ignorando lo que representaban.
Era evidente que Hermán Goering creía haber visto por fin a su doncella del Rin.
Hitler, sin embargo, meneaba la cabeza como si tratara de liberarse de una
alucinación, mientras que Goebbels se limitaba a sonreír, tal vez convencido y
fascinado al mismo tiempo por su locura.
—¡Escuchad! —gritó Goering—. ¿No os dais cuenta? ¡Habla alto alemán
antiguo! ¡Ha comparecido todo un panteón!
Hitler se mordía el labio inferior, igual que si intentara tomar una decisión.
Desvió la vista de nosotros a sus dedos y luego volvió a miramos.
—¿Qué debemos hacer? —preguntó.
Alisaard no le entendía. Señaló la puerta.
—¡Iros! ¡Iros! Esta copa es nuestra. Hemos venido por ella.
—Juraría que es alto alemán —repitió Goering, pero la entendía tanto como ella a
él—. Trata de comunicarnos la decisión correcta. ¡Está haciendo una señal! ¡Está
señalando al este!
—Coja el Grial, rápido —apremié a Von Bek.
No tenía ni idea de qué podía pasar si nos demorábamos. Los nazis no estaban en
sus cabales. Si escapaban de la cámara y cerraban la puerta con llave, quedaríamos
atrapados. Incluso era posible que muriésemos en la cripta antes de que se atrevieran

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a abrirla de nuevo.
Von Bek reaccionó por fin a mis gritos. Extendió poco a poco sus manos hacia el
hermoso cáliz. El objeto pareció acomodarse en sus palmas, como si siempre hubiera
sido suyo. La voz se hizo más dulce, el brillo más sutil, el perfume más intenso. La
copa iluminó las facciones de Von Bek, dotándole de un aspecto puro y heroico al
mismo tiempo, similar al que debían de observar en los auténticos caballeros de las
leyendas artúricas aquellos que les acompañaban a buscar el Grial.
Nos encaminamos hacia la puerta de la cripta, sin hacer caso de los indecisos
nazis. Llevábamos el cáliz, y ninguno de ellos intentó detenernos, vacilando entre
quedarse o seguirnos.
Les hablé como si me dirigiera a un perro.
—¡Quedaos! Quedaos aquí.
Alisaard aferró el picaporte.
—Sí —murmuró Goering—. Hemos recibido la señal.
—Pero íbamos a extraer del Grial todo nuestro poder...—empezó Hitler.
—Lo volveremos a encontrar —le tranquilizó Goebbels.
Hablaba como en sueños. Tuve la impresión de que no albergaba el menor deseo
de ver de nuevo el Santo Grial o a nosotros. Representábamos una amenaza para el
extraño poder que ejercía sobre sus compañeros, en especial sobre su amo, Hitler. De
los tres hombres, el único que se alegró de vernos salir de la cripta fue Goebbels.
Cerramos la puerta a nuestras espaldas. Ojalá hubiéramos tenido la llave.
—Ahora, debemos regresar lo antes posible a la habitación por la que entramos
—dije—. Sospecho que nos conducirá de nuevo al Caos...
Von Bek, como hipnotizado, continuaba aferrando la copa con las dos manos,
manteniendo nuestro paso, pero con toda su atención concentrada en el Grial.
Alisaard le miró con ojos de amante y le enlazó tiernamente por el brazo. Los
hombres de las SS que venían en dirección contraria retrocedieron, cegados.
Llegamos a nuestro destino sin la menor dificultad. Giré el pomo de la puerta y ésta
se abrió a la negrura total. Entré con cautela, seguido de Alisaard, que guiaba a Von
Bek, cuyos ojos no se apartaban en ningún momento del cáliz. Una expresión de
dulzura embelesada iluminaba su bello rostro. Me sentí turbado, sin saber por qué.
Alisaard cerró la puerta y el brillo del Grial iluminó la habitación. A aquella luz
no éramos más que sombras oscuras.
¡Pero había tres sombras, además de la mía!
La más pequeña acercó su cuerpecillo. Sonrió y me saludó.
Jermays el Encorvado ya no llevaba la armadura de los pantanos, sino que iba
ataviado con su acostumbrado traje de bufón.
—Observo que acabas de pasar por una experiencia muy normal para mí. —Hizo
una reverencia—. ¡Ya conoces las prerrogativas y frustraciones de ser un fantasma!

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Estreché la mano que me ofrecía.
—¿Qué haces aquí, Jermays? ¿Traes noticias de Maaschanheem?
—En estos momentos estoy al servicio de la Ley. Traigo un mensaje de Sepiriz.
—Su rostro se nubló—, Y noticias de Maaschanheem, sí. Noticias de la derrota.
—¿Adelstane? —Alisaard se acercó, apartándose el cabello de sus hermosas
facciones—. ¿Ha caído Adelstane?
—Todavía no —dijo el enano con gravedad—, pero Maaschanheem ha sido
conquistado. Los supervivientes se han refugiado en la fortaleza de los ursinos.
Sharadim ha ordenado que los cascos de mayor envergadura atraviesen los Pilares del
Paraíso en su persecución. Ningún reino se ve libre de la invasión. Todos han sido
atacados. Los Llorones Rojos de Rootsenheem han sido reducidos a la esclavitud; si
no juran lealtad al Caos son asesinados. Lo mismo ocurre en Fluugensheem y, por
supuesto, en Draachenheem. Sólo las fuerzas de Sharadim ocupan ahora
Gheestenheem. Todos los humanos han sido aniquilados. Las Eldren y los príncipes
ursinos continúan resistiendo, pero Adelstane no tardará en caer. Vengo de allí. Lady
Phalizaarn, el príncipe Morandi Pag y el príncipe Groaffer Rolm os envían saludos y
rezan por vuestro éxito. Si Sharadim o su criatura se apoderan de la Espada del
Dragón antes que vosotros, el Caos no tardará en irrumpir y arrasar Adelstane. Para
colmo, las mujeres Eldren nunca conseguirán reunirse con el resto de su raza...
—¿Sabes algo de Sharadim o de su hermano muerto? —pregunté, horrorizado.
—Nada en absoluto, salvo que han vuelto al Caos para concluir unos asuntos
pendientes...
—Intentaremos regresar allí —dije—. Tenemos la copa de que nos habló Sepiriz.
Ahora, buscaremos el caballo con cuernos. ¿Puedes indicarnos la manera de volver al
Caos, Jermays?
—Ya estáis en él —contesto éste, algo sorprendido.
Abrió la puerta, revelando la luz del día, un perfume fuerte y exótico, oscuras
hojas carnosas y un sendero que se internaba en algo muy similar a un bosque
tropical.
Jermays se desvaneció en cuanto atravesamos la arcada, junto con la puerta y toda
huella de las mazmorras de Nuremberg.
Fue en ese momento cuando Von Bek bajó el cáliz, mostrando en su rostro una
expresión de desconsuelo.
—¡He fracasado! ¡He fracasado! —exclamó—. ¿Por qué habéis permitido que me
marchara?
—¿Qué ocurre? —gritó Alisaard—. ¿Qué pasa, querido?
—¡Tuve la oportunidad de matarles y no la aproveché!
—¿Cree que habría podido matarles delante del Grial, dejando aparte el hecho de
que no llevaba armas? —razoné.

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Se calmó un poco.
—Era la única posibilidad de destruirles, de salvar a millones de seres. ¡No tendré
una segunda oportunidad!
—Ha realizado su ambición, pero de forma indirecta, de acuerdo con los métodos
de la Balanza. Estoy en condiciones de prometerle que ahora se autodestruirán,
gracias a lo sucedido hoy en la cripta. Créame, Von Bek, están tan condenados como
cualquiera de sus víctimas.
—¿Es eso cierto?
Miró el cáliz. La copa de oro ya no brillaba, pero era evidente que todavía poseía
un enorme poder.
—Es cierto, se lo juro.
—No sabía que tuviera poderes proféticos, Herr Daker.
—Sólo en este caso. Ya les queda poco. Después, los tres se suicidarán y su
tiranía se derrumbará.
—¿Alemania y el mundo entero se verán libres de ellos?
—Libres de su maldad en particular, se lo prometo. Libres de todo, salvo del
recuerdo de su crueldad y barbarie.
Respiró hondo, casi sollozando.
—Le creo. ¿Sepiriz, por tanto, ha cumplido la palabra que me dio?
—La ha cumplido a su manera habitual, asegurándose de que las ambiciones de
ambos coincidían, obteniendo algo que sirve a sus misteriosos objetivos y, a la vez, a
los nuestros. Todos nuestros actos están relacionados, nuestros destinos tienen algo en
común. Una acción ejecutada en un plano del multiverso puede lograr un resultado en
otro plano muy diferente, separado por milenios y una distancia inimaginable. Sepiriz
practica el Juego de la Balanza. Una serie de jaque mates, correcciones, movimientos
nuevos, todo destinado a mantener, en última instancia, el equilibrio. No es más que
un servidor de la Balanza. Existen varios, por lo que yo sé, moviéndose de aquí para
allá en una miríada de planos y ciclos del multiverso. La verdad es que ninguno de
nosotros puede llegar a conocer la pauta completa y vislumbrar un principio o final
auténticos. Hay ciclos dentro de ciclos, pautas dentro de pautas. Tal vez sea finito,
pero a los mortales nos parece infinito. Dudo que el propio Sepiriz conozca todo el
Juego. Se limita a hacer lo que está en su mano por asegurar que ni la Ley ni el Caos
adquieran una ventaja decisiva.
—¿Y los Señores de los Mundos Superiores? —preguntó Alisaard, que ya sabía
algo del asunto—. ¿Comprenden la totalidad del plan?
—Lo dudo —dije—. Es posible que, en cierto sentido, su visión sea más limitada
que la nuestra. A menudo, el peón es más avispado que el rey o la reina, pues arriesga
menos en la apuesta.
Von Bek meneó la cabeza.

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—Me pregunto si llegará el día en que todos estos dioses, diosas y semidioses
dejen de competir entre sí —murmuró por lo bajo—. ¿Dejarán de existir, tal vez?
—Es posible que se den tales períodos en las historias cíclicas de la miríada de
reinos —contesté—. Puede que todo concluya cuando los Señores de los Mundos
Superiores y la maquinaria del misterio cósmico ya no existan. Tal vez por eso tienen
tanto miedo de los mortales. Sospecho que en nosotros reside el secreto de su
destrucción, aunque todavía no seamos conscientes de nuestro poder.
—¿Tenéis alguna idea de cuál es ese poder, Campeón Eterno? —preguntó
Alisaard.
—Creo que se trata, simplemente, de la facultad de concebir un multiverso que no
necesita de lo sobrenatural, que podría ser abolido si así lo deseara.
La selva se hinchó, transformándose en un océano fluido de cristal fundido que,
sin embargo, no nos quemó.
Von Bek chilló y perdió pie, sin soltar el cáliz. Alisaard le sujetó, impidiendo que
cayera. Empezó a soplar un viento estruendoso.
—¡Utilizad la Actorios! —grité a Alisaard, que todavía la guardaba—. ¡Localizad
el sendero!
El Grial se puso a cantar antes de que la joven introdujera la mano en su bolsa.
Cantó en un tono diferente del primero que habíamos oído, más suave, más sereno, si
bien traslucía una sorprendente autoridad. Las ondulaciones cristalinas se calmaron
lentamente. Las suaves colinas de obsidiana se quedaron inmóviles. Vi un sendero
que corría entre ellas, al final del cual se divisaba una playa arenosa.
Von Bek, sosteniendo el cáliz frente a él, nos guió hasta la orilla. Comprendí que
se trataba de una fuerza más poderosa que la Actorios. Una fuerza que imponía el
orden y el equilibrio, y era capaz de ejercer una influencia enorme sobre cuanto la
rodeaba. Tuve la intuición de que casi todo lo que había ocurrido hasta ahora había
sido fraguado por Sepiriz y los suyos. Ya me había dado cuenta de que Von Bek
poseía una afinidad con el Grial, del mismo modo que yo con la Espada. Había sido
necesario que Von Bek encontrase el cáliz. Y ahora lo introducía en aquel reino, cerca
del lugar llamado el Principio del Mundo. ¿Ocultaba algún significado este hecho?
Llegamos a la orilla. Dunas salpicadas de hierba se alzaban sobre nosotros, y más
allá se distinguía el horizonte. Subimos a una duna y contemplamos una llanura que
parecía infinita. Se extendía frente a nosotros, cubierta de hierba ondulante y flores
silvestres, sin un árbol o una colina que rompiera la monotonía. Percibimos un sutil
perfume a nuestro alrededor y, cuando nos volvimos, el océano de cristal había
desaparecido. La planicie se extendía también en aquella dirección.
Vi a un hombre que se acercaba. Caminaba con parsimonia entre la alta hierba. La
brisa agitaba sus ropas, de color negro y plateado. Pensé por un momento que Hitler o
alguno de sus secuaces nos habían seguido hasta aquel reino, pero luego reconocí el

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cabello cano, las facciones patriarcales. Era el archiduque Balarizaaf. Cuando reparé
en su presencia se detuvo, alzando la mano a modo de saludo.
—Perdonad que no me acerque más, mortales. El objeto que portáis es perjudicial
para mi salud. —Sonrió, casi mofándose—. Debo admitir que su presencia en mi
reino me desagrada. Vengo a proponeros un trato, si hacéis el favor de escucharme.
—No hacemos tratos con el Caos —respondí—. ¿No lo sabíais?
—Oh, Campeón —rió—, qué poco comprendéis vuestra propia naturaleza. Hubo
tiempos, y vendrán otros, en que sólo rendíais lealtad al Caos...
Me negué a escuchar más y proseguí con obstinación.
—Bien, archiduque Balarizaaf, os aseguro que en este momento no abrigo tal
lealtad. Sólo soy fiel a mí mismo, y hago lo que puedo a ese respecto.
—Siempre habéis sido así, Campeón, no importa de qué lado os decantarais.
Sospecho que ahí reside el secreto de vuestra supervivencia. Creedme, sólo siento
admiración... —Tosió, como si hubiera cometido un acto de descortesía—. Respeto
cuanto decís, señor Campeón, pero os ofrezco la oportunidad de alterar el destino de
un ciclo completo del multiverso, como mínimo, a fin de cambiar vuestro propio
sino, de salvaros, tal vez, de la agonía que ya habéis conocido. Os aseguro que, si os
empeñáis en proseguir vuestra misión, sólo os proporcionará más dolor y más
remordimientos.
—Me han dicho que me aportará un poco de paz y la posibilidad de reunirme de
nuevo con Ermizhad —dije con firmeza.
Me resistía a creer en sus argumentaciones, a pesar de que parecían sensatas y
ciertas.
—Un respiro, nada más. Servidme y poseeréis casi todo lo que deseáis.
Inmediatamente.
—¿A Ermizhad?
—A una mujer tan parecida a ella que olvidaréis cualquier diferencia. Una mujer
todavía más bella. Os adorará, como ningún hombre ha sido adorado jamás.
Me reí de él, causándole gran sorpresa.
—Sois de verdad un Señor del Caos, archiduque Balarizaaf. Tenéis imaginación.
Creéis que todos los mortales desean el mismo poder de que vos disponéis. Yo amaba
a una persona, en toda su complejidad. Lo he comprendido aún más desde que
padezco los engaños que este lugar inflige al cerebro humano. Si no puedo reunirme
con la mujer que amo, no deseo sustituías. ¿Qué importa si me adora o no? La quiero
por lo que es. Mi imaginación se complace en el hecho de que existe, no en la
posibilidad de dominarla. Yo no formaba parte de su existencia. Me limitaba a gozar
de ella. Y la gozaré durante toda la eternidad, aunque esté separado de mi amada por
siempre jamás. Y si consigo reunirme con ella, siquiera por un breve tiempo, eso
justificará más que de sobra la agonía que padezco. Vos habéis explicado, con más

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concisión que yo, lo que el Caos se propone, señor archiduque, y por qué me enfrento
a vos.
Balarizaaf se encogió de hombros, como si aceptara mi razonamiento de buen
humor.
—En ese caso, tal vez deseéis que os proporcione otra cosa. Todo lo que yo os
pido es que os apoderéis de la Espada del Dragón en mi nombre. Las mujeres Eldren
están virtualmente acabadas. Sharadim y Flamadin controlan los Seis Reinos de la
Rueda. Si me hacéis ese pequeño favor, para que pueda consolidar mi dominio sobre
este ínfimo fragmento del multiverso, haré cuanto esté en mi mano para que os
reunáis con vuestra Ermizhad. El juego ha terminado, señor Campeón. Hemos
ganado. ¿Qué más podéis hacer? Tenéis la oportunidad de haceros un favor. Estoy
seguro de que no deseáis ser el bufón del destino eternamente...
La tentación era enorme, pero no me costó mucho desecharla cuando miré el
rostro desesperado de Alisaard. Yo luchaba y participaba en el juego por lealtad a las
Eldren. Si traicionaba esa lealtad, negaba el derecho a reunirme con la mujer que
amaba. Meneé la cabeza y dirigí la palabra al conde Ulrich von Bek.
—Amigo mío, ¿sería tan amable de acercar el cáliz un poco más al archiduque
para que pueda examinarlo?
Balarizaaf retrocedió, lanzando un chillido feroz, maligno y terrorífico que
contradecía sus sensatos razonamientos de un momento antes. Su misma sustancia
empezó a transformarse cuando Von Bek se aproximó. Su carne pareció hervir y
metamorfosearse hasta los huesos. En cuestión de segundos exhibió un millar de
rostros, muy pocos de los cuales eran humanos.
Y entonces desapareció.
Caí de rodillas, sollozando y presa de escalofríos. Sólo en aquel instante
comprendí a qué me había resistido, hasta qué punto me habían tentado su invitación
y sus promesas. Mis fuerzas me habían abandonado.
Mis amigos me ayudaron a levantarme.
Un viento frío sopló entre las hierbas, pero no lo consideré un producto del Caos.
Era el resultado, al menos temporal, de la influencia del Grial. Me impresionó
sobremanera que la copa fuera capaz de poner orden en el mismísimo corazón del
Caos.
—Está allí —dijo Alisaard en voz baja—. El caballo con cuernos está allí.
Un animal cuya piel lanzaba destellos, en ocasiones plateados, en otras dorados,
trotaba hacia nosotros sobre la hierba. Alzó la cabeza para emitir un relincho de
saludo. De su frente surgía un solo cuerno. Al igual que el Grial, recordaba
muchísimo a otro mito de la Tierra. Alisaard sonrió alborozada cuando el animal se
detuvo ante ella y le acarició la mano con el hocico.
Una voz sonó detrás de nosotros, una voz familiar, aunque no era la del

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archiduque Balarizaaf.
—Voy a coger la copa —dijo.
Era Sepiriz. Algo en sus ojos sugería dolor. Extendió su gran mano negra hacia
Von Bek.
—La copa, por favor.
—Es mía —se resistió el conde.
Un relámpago de ira cruzó por los ojos de Sepiriz.
—Esta copa no pertenece a nadie —murmuró—. Sólo se pertenece a sí misma. Es
un singular objeto de poder. Todo el que intente quedársela será corrompido por su
locura y su avaricia. No esperaba que dijerais algo semejante, conde Von Bek.
Mi amigo, humillado, bajó la cabeza.
—Perdonadme. Herr Daker me dijo que vos me habíais facilitado iniciar la
autodestrucción de los nazis.
—Así es. Se ha entrelazado en la malla de su destino, gracias a las valerosas
acciones que habéis llevado a cabo aquí y a lo que ocurrió cuando os apoderasteis del
Grial. Os aseguro, Von Bek, que habéis hecho mucho por vuestro pueblo.
Con un gran suspiro, el conde entregó el cáliz a Sepiriz.
—Os doy las gracias, señor. Deduzco que he logrado mi objetivo.
—Sí. Podéis volver a vuestro plano y a vuestro tiempo, si lo deseáis. No estáis en
deuda conmigo.
Pero Von Bek miró con ternura a Alisaard y me sonrió.
—Creo que me quedaré a ver de qué modo termina esto, ganemos o perdamos.
Me intriga saber cómo concluirá esta fase de vuestro juego, lord Sepiriz.
Éste pareció complacido, pero un secreto temor se vislumbraba en sus ojos.
—Debéis seguir al caballo. Os conducirá a la Espada del Dragón. Las fuerzas del
mal cobran a cada momento mayores energías. No pasará mucho tiempo antes de que
los Reinos de la Rueda se derrumben por completo, pasando a formar parte del Caos,
ya que este reino es estabilizado, hasta el punto en que puede serlo, por aquellos que
lo rodean. Si son consumidos, el resultado será el Caos en estado puro, una masa de
horrísona obscenidad, de la que estas Marcas Diabólicas no constituyen sino un
pálido remedo. Nada sobrevivirá en su antigua forma. Y vosotros quedaréis atrapados
en su interior para siempre. ¡Eternas víctimas de los caprichos de un Balarizaaf mil
veces más poderoso que ahora! —Hizo una pausa y respiró hondo—. ¿Todavía
deseáis quedaros aquí, conde Von Bek?
—Por supuesto —dijo mi amigo, con su característico aplomo aristocrático y casi
cómico—. ¡Aún quedan algunos alemanes en el mundo que comprenden la naturaleza
del bien y el mal, y saben cuál es su deber!
—Así sea —dijo Sepiriz.
Ocultó el cáliz en el interior de su manto y desapareció.

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Fuimos en pos del unicornio, ignorando a qué deberíamos enfrentarnos cuando
llegáramos a nuestro destino. La influencia del Grial ya se estaba desvaneciendo. La
hierba viró a un tono amarillo, después al naranja, y por fin al rojo.
El unicornio vadeó un lago de sangre poco profundo.
Le seguimos, hundidos hasta la cintura en aquella sustancia y temblando de
horror.
Era como si chapoteáramos en la sangre de los que habían muerto en aras del
ansia que demostraba Sharadim por alcanzar un poder perverso e inmoral.

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3
Aquel horrible lago se extendía en todas direcciones, hasta perderse en el
horizonte. Al parecer, no había más habitantes en todo el reino del Caos que el
unicornio que nos guiaba y nosotros tres.
Por alguna razón no podía quitarme de la cabeza la idea de que pisábamos la
sangre de incontables muertos. A medida que pasaba el tiempo, se me ocurrió que tal
vez no se trataba de sangre derramada por Sharadim o los Señores del Caos, sino por
mí, en mi personificación del Campeón Eterno. Yo había aniquilado a la humanidad.
Era responsable de muchísimas muertes más, ejecutadas en mis numerosas
encarnaciones. Tuve la sensación de que aquella vasta llanura de sangre sólo
representaba una parte del total.
Mis amigos se habían cogido del brazo, como amantes. Les precedía unos metros,
sin perder de vista al unicornio. Comencé a ver reflejos en el líquido rojo. Vi el rostro
de John Daker, el de Erekosë, el de Urlik Skarsol, el de Clen de Clen Gar. Y me
pareció oír palabras que el viento transportaba.
—Eres Elríc, llamado Matamujeres. Elric, que traicionó a su raza, al igual que
Erekosë traicionó a la suya. Eres Corum, asesinado por la mujer Mabden a la que
amabas. ¿Te acuerdas de Zarozinia? Acuérdate de Medhbh, y de aquellos a los que
traicionaste y que te traicionaron. Rememora todas las batallas en las que
participaste. Recuerda al conde Brass y a Yiselda. Eres el Campeón Eterno,
condenado eternamente a luchar en todas las guerras de la humanidad y en todas las
guerras de los Eldren, justas e injustas. ¡Cuan insensatas son tus acciones! Lo noble
deviene innoble. Lo impuro deviene puro. Todo es maleable. Todo cambia. Nada
permanece constante en los planes del Hombre o de los Dioses. Sin embargo, tú
persistes de eón en eón, plano de existencia tras plano de existencia, permitiendo que
te utilicen como peón en una partida cósmica absurda...
—¡No! —repuse—. Existe una explicación. Mis remordimientos necesitan una
penitencia. He de redimirme, y en la redención encontraré la paz. Y con la paz, por
fin, hallaré a mi Ermizhad. Saborearé un poco de libertad...
—Tú eres Ghardas Valabasian, Conquistador de los Soles Distantes, y no
necesitas a nadie...
—¡Soy el Campeón Eterno, ligado por cadenas cósmicas a una tarea todavía
inconclusa!
—Eres M'v Okom Sebpt O'Riley, Fusilero de los Aventureros Qui Lors, eres
Alivale y eres Artos. Eres Donan, Jeremiah, Asquiol, Goldberg, Franik...
La lista de nombres prosiguió interminablemente. Resonaban en mis oídos como
campanas. Atronaban mi cabeza como tambores. Producían el sonido metálico de las
armas bélicas. Armas bélicas, que llenaban mis ojos de sangre. Un millón de rostros

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me asaltaron. Un millón de seres asesinados.
—Eres el Campeón Eterno, condenado por siempre a luchar, sin la menor tregua.
La batalla no tiene fin. La Ley y el Caos son enemigos irreconciliables. Nunca se
producirá la reconciliación. La Balanza exige demasiado de ti, Campeón. Servirla te
debilita...
—No tengo otra opción. Es lo que estoy destinado a hacer. Y todos debemos
cumplir nuestro sino. No hay elección. No la hay...
—Puedes elegir por quién combates. Rebelarte contra ese hado. Alterarlo.
—Pero no abolido. Soy el Campeón Eterno, y he de cumplir el destino que me ha
sido reservado; no tengo otra vida ni otro dolor que éstos. Oh, Ermizhad, mi
Ermizhad...
El ritmo de mis piernas al caminar imitaba el de las palabras que acudían a mi
mente. Me puse a hablar en voz alta.
—Soy el Campeón Eterno y cumplo un destino cósmico. Soy el Campeón Eterno
y mi hado está escrito, mi hado es la guerra y la muerte, es el miedo...
La voz que me hablaba era mi propia voz, e igualmente la que me respondía.
Brotaban lágrimas de mis ojos, pero me las sequé. Continué andando, vadeando el
terrible lago de sangre.
Sentí que una mano se posaba sobre mi hombro. La aparté con un gesto brusco.
—Soy el Campeón Eterno. No poseo otra vida que ésta. Carezco de medios para
cambiar lo que soy. Soy el Campeón, el héroe de mil mundos, y todavía ignoro mi
verdadero nombre...
—¡Daker! ¡Daker! ¿Qué le ocurre? ¿Por qué murmura de esa manera?
Era la voz de Von Bek, lejana y agitada.
—El destino me persigue. Soy el juguete del hado. El Señor del Caos no mintió
en eso. Pero no flaquearán mis fuerzas. No serviré a su causa. Soy el Campeón
Eterno. Mi remordimiento es infinito, mi culpa enorme, mi destino está sellado...
—¡Daker! ¡Serénese!
Estaba hundido en mi ensimismamiento monomaniaco. Sólo podía pensar en la
espantosa ironía de mi situación. En los Seis Reinos era un semidiós, un héroe
legendario en todo el multiverso, un noble mito para millones de seres. Sin embargo,
sólo experimentaba la tristeza y el terror.
—¡Dios mío, Daker, se está volviendo loco! ¡Escúcheme! Sin usted Alisaard y yo
estamos completamente perdidos. No tenemos modo de saber dónde nos hallamos o
qué debemos hacer. El unicornio nos guía hacia la espada, que sólo usted puede usar,
al igual que sólo yo puedo tocar el Grial.
Los tambores de guerra continuaban martilleando en mis oídos. El fragor del
metal obnubilaba mi mente. Mi corazón se consumía por la melancolía fruto de mi
terrible destino.

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—¡Recuerde quién es! —irrumpió de nuevo la voz de Von Bek—. ¡Recuerde lo
que está haciendo, Herr Daker!
Yo sólo veía sangre frente a mí, sangre a mis espaldas, sangre por todas partes.
—¡Herr Daker! ¡John!
—Soy Erekosë, el que aniquiló a la raza humana. Soy Urlik Skarsol, que luchó
contra Belphig. Soy Elric de Melniboné, y seré muchos otros más...
—¡No, caramba! Recuerde quién es en realidad. Usted me habló de una época,
una época en la que no se acordaba de haber sido el Campeón. ¿Era una especie de
comienzo para usted? ¿Por qué se llama todavía John Daker? Ésa es su primera
identidad, antes de que le llamaran Campeón.
—Ay, cuántos largos ciclos del multiverso han transcurrido desde entonces...
—John Daker, cálmese. ¡Por el bien de los tres!
Von Bek gritaba, pero su voz parecía venir desde muy lejos.
—Eres el Campeón que empuña la Espada Negra. Eres el Campeón, héroe de la
Trinchera de los Mil Quinientos Kilómetros.
La sangre me llegaba a la altura del pecho. Cada vez me hundía más en ella.
Estaba a punto de ahogarme en la sangre que yo había derramado.
—¡Herr Daker! ¡Vuelva en sí!
Ya no estaba seguro de ninguna identidad. Tenía tantas... ¿Serían todas la misma?
Qué vida tan pobre y frustrante combatir así. Nunca había querido luchar. No conocí
la espada hasta que el rey Rigenos me llamó en calidad de Defensor de la
Humanidad...
La sangre me llegaba a la barbilla. Sonreí. ¿Qué más daba? Era lo más apropiado.
Una voz suave y fría me habló.
—John Daker, si traiciona esta identidad, será su única y auténtica traición.
Porque es la verdadera.
Era Von Bek el que hablaba. Le respondí con un encogimiento de hombros.
—Morirá —le oí decir—, pero no a causa de su flaqueza humana, sino por culpa
de su fuerza inhumana. Olvide que fue el Campeón Eterno. ¡Recuerde su vulgar
mortalidad!
La sangre rozó mis labios. Me puse a reír.
—¡Fíjese! ¡Me ahogo en este memorial de mi culpa!
—Con eso sólo demostrará que es idiota, Herr Daker. Nos equivocamos al
considerarle un amigo, y también lo hicieron las mujeres Eldren, y los príncipes
ursinos, y Ermizhad erró al confiar en su amor. Ella no amaba a Erekosë, el
monstruoso instrumento de la Fortuna, sino a John Daker...
La sangre me llenaba la boca y tuve que escupirla. Me erguí, jadeando. Había
estado de rodillas. El nivel del lago no había aumentado. Era yo el que había caído.
Me levanté y miré durante un momento al conde Von Bek y a Alisaard, casi sin

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verles. Me sujetaban y sacudían.
—Usted es John Daker —le oí decir—. Ella amaba a John Daker, no a ese
histérico espadachín.
Tosí. Apenas le entendía, pero poco a poco capté el significado de sus palabras. Y,
a medida que ese significado se hacía más claro, pensé que tal vez decía la verdad.
—Ermizhad amaba a Erekosë —afirmé.
—Tal vez le llamaba así porque ése era el nombre que le dio el rey Rigenos, pero
a quien amaba en realidad era a John Daker, el mortal normal y decente que fue
atrapado en la odiosa red de un destino asombroso. Usted no puede cambiar lo que le
ha ocurrido, pero sí al ser en que se ha convertido. ¿No lo entiende, John Daker?
¡Puede cambiar al ser en que se ha convertido!
Me parecieron las palabras más sensatas que escuchaba desde hacía muchos años.
Me sequé el líquido que cubría mi rostro. No era sangre. Parpadeé y sacudí las manos
para librarme de las gotas.
El unicornio aguardaba pacientemente. Me di cuenta de que, una vez más, había
perdido el contacto con la realidad, pero ahora estaba claro que había dejado algo de
mi auténtica identidad en el camino, a lo largo de mis aventuras cósmicas. Como
John Daker, me sentía descontento. El mundo se me antojaba triste. Sin embargo, en
algunos aspectos era más rico que todas las turbulentas y fantásticas esferas que había
visitado.
Estreché la mano de Von Bek y le sonreí.
—Gracias, amigo. Creo que es el mejor camarada que he tenido.
Él también sonrió. Los tres nos abrazamos en aquel lago carmesí, mientras sobre
nuestras cabezas el cielo comenzaba a hervir y humear, adoptando un tono tan rojizo
como el de las aguas.
Después, nos dio la impresión de que el océano de sangre se alzaba para fundirse
con el cielo, formando una inmensa muralla de cristal carmesí centelleante.
El unicornio se había desvanecido. Ante nosotros sólo vimos el acantilado
carmesí. Entonces, recordé la visión que habíamos tenido en la fortaleza de Morandi
Pag. Forcé la vista y distinguí en el interior del muro, empotrada como un insecto en
ámbar, una espada verdinegra en la que titilaba un menudo fragmento de color
amarillo.
—¡Ahí está la Espada del Dragón! —dije.
Mis amigos permanecieron en silencio.
Sólo entonces me di cuenta de que el líquido se había solidificado por completo.
Nuestras piernas se hallaban presas en roca cristalina, al igual que la espada.
Estábamos atrapados.
Oí el resonar de unos cascos. La roca que aprisionaba mis piernas tembló cuando
los caballos se acercaron. Torcí el cuerpo para mirar hacia atrás.

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Dos figuras cabalgaban hacia nosotros, montando idénticos caballos. Vestían
trajes vistosos, con chaquetones y capas a juego, y portaban espadas y estandartes que
también armonizaban. Una era Sharadim, la emperatriz de los Seis Reinos, y la otra
su hermano muerto, Flamadin, que pretendía absorber mi alma y hacerla suya.
El archiduque Balarizaaf, ataviado de nuevo como un sobrio patricio, se erguía en
la base del gran acantilado rojo. Se cruzó de brazos y esperó. Sonrió, sin dignarse
mirarme.
—Saludos, fieles servidores —dijo, dirigiéndose a Sharadim y Flamadin—. He
cumplido la promesa que os hice. ¡Aquí tenéis estos tres bocados, pegados como
moscas al papel, para que hagáis con ellos lo que os apetezca!
Flamadin echó hacia atrás su flaca cabeza gris y emitió una hueca carcajada. Su
voz poseía aún menos vida que la última vez que la oyera, en el borde del volcán de
Rootsenheem.
—¡Por fin! Volveré a estar completo. He aprendido a ser prudente. ¡He aprendido
que es una estupidez servir a otro amo que no sea el Caos!
Escruté una señal de inteligencia auténtica en aquel rostro muerto. No percibí
ninguna.
De todos modos, tuve la impresión de estar mirando mis propias facciones, pero
casi una parodia que me recordaba la transformación que, como Campeón Eterno,
corría el peligro de sufrir.
Sentí piedad por aquel ser desdichado, y un miedo atroz al mismo tiempo.
La pareja avanzó hacia nosotros con parsimonia. Sharadim miró a Alisaard y
sonrió con afectación.
—¿No te has enterado, querida, de que las mujeres Eldren han sido expulsadas de
su reino? Se han escondido como ratas en la guarida de los osos.
Alisaard sostuvo su mirada con firmeza.
—Ha sido vuestro lacayo Armiad quien nos ha comunicado la noticia. Por cierto,
la última vez que le vi se parecía más que nunca a un cerdo. ¿Será posible que detecte
una textura similar en vuestras facciones, mi señora? ¿Cuánto tiempo tardarán en
aflorar vuestras afinidades con el Caos?
Sharadim echó chispas por los ojos y espoleó a su caballo. Von Bek dedicó una
sonrisa a Alisaard. Había asestado un duro golpe a la emperatriz. No dijo nada,
limitándose a no prestar la menor atención a los dos jinetes. Sharadim resopló y
cabalgó en mi dirección.
—Saludos, señor Campeón. ¡Cuan engañoso es este mundo! Vos lo sabéis muy
bien, puesto que os hacéis pasar por mi hermano Flamadin. ¿Estáis al corriente de
que ya circula una leyenda en los Seis Reinos, entre los pocos que todavía no han
sido capturados o eliminados? Creen que Flamadin, el antiguo Flamadin de los
cuentos, volverá para ayudarles a luchar contra mí, sólo que Flamadin y yo formamos

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por fin un solo ser. Nos hemos casado. ¿No os habíais enterado?
Exhibió una sonrisa perversa y aterradora.
Al igual que Von Bek, preferí no hacerle caso.
Se acercó al muro de cristal y escudriñó en su interior, humedeciéndose los
labios.
—Esa espada pronto será nuestra. ¿Deseas cogerla con las dos manos, querido?
—Con las dos manos —repitió Flamadin, mirando al infinito con sus ojos vacíos
—. Con las dos manos.
—Tiene hambre —dijo Sharadim, como disculpándole—, mucha hambre. Echa
en falta a su alma.
Me miró a los ojos con depravada y sonriente crueldad. Tuve la sensación de que
unos cuchillos atravesaban mis párpados. Me obligué a aguantar su mirada y pensé:
«Soy John Daker. Nací en Londres en 1941, en el curso de un ataque aéreo. Mi
madre se llamaba Helen, y mi padre Paul. No tengo hermanos ni hermanas. Fui a la
escuela...». Pero no pude recordar a qué escuela fui primero. Intenté pensar. Me vino
la imagen de una blanca carretera de los suburbios. Después del ataque nos mudamos
al sur de Londres. A Norwood, ¿verdad? ¿Y la escuela? ¿Cuál era el nombre de la
escuela?
Sharadim estaba perpleja. Quizá adivinó que mi mente vagaba. Tal vez temía que
yo poseyera algún poder oculto, algún medio de huir.
—Creo que no es necesario perder más tiempo, lord Balarizaaf —dijo.
—Vuestro engendro ha de absorber la esencia del Campeón, siquiera por un breve
lapso de tiempo —respondió él—. Si fracasa, Sharadim, deberéis cumplir la palabra
que me disteis y coger la espada vos. Ése fue el trato.
—¿Y qué me concederéis, si lo consigo?
De momento, gozaba de cierto poder sobre aquel dios.
—Seréis elevada al panteón del Caos. Reemplazaréis al Soberano de la Espada
que ha sido expulsado.
Balarizaaf me miró, como dolido por mi negativa a aceptar su oferta. Era obvio
que me habría preferido en lugar de Sharadim.
—En cualquier encarnación, sois un enemigo poderoso —dijo—. ¿Recordáis,
lord Corum, cómo combatisteis contra mis hermanos y hermanas? ¿Recordáis vuestra
gran guerra contra los dioses?
Yo no era Corum. Era John Daker. Renegaba de todas las demás identidades.
—Creo que habéis olvidado mi nombre, señor —dije—. Soy John Daker.
Balarizaaf se encogió de hombros.
—¿Qué más da el nombre que prefiráis, señor Campeón? Con cualquiera de
vuestros muchos nombres habríais podido gobernar un universo.
—Sólo tengo uno.

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Mi respuesta le obligó a meditar. También Sharadim se mostró intrigada. Gracias
a mis recientes experiencias y a la ayuda de mis amigos, era capaz de hablar con
autoridad. Estaba decidido a considerarme un solo individuo y un mortal común.
Presentía que ésa era la clave de mi salvación y la de aquellos a quienes quería. Miré
a los ojos de Balarizaaf y escruté el abismo. Desvié la vista hacia Sharadim y vi en su
cara la misma vacuidad que poseía al Señor del Caos. La mirada perdida de Flamadin
no era nada comparada con lo que percibía en sus rostros.
—No negaréis, espero, que sois el Campeón Eterno —ironizó Sharadim—, pues
todos sabemos que lo sois.
—Sólo soy John Daker.
—Es John Daker —intervino Von Bek—, de Londres, una ciudad de Inglaterra.
No sé a qué parte del multiverso pertenece. Tal vez vos podáis descubrirlo, lady
Sharadim.
Me prestaba su apoyo, y se lo agradecí con todas mis fuerzas.
—Estamos perdiendo el tiempo con estas tonterías —gruñó Sharadim,
desmontando del caballo—. Flamadin ha de alimentarse, y después cogerá la espada.
Luego asestará el golpe que desencadenará el Caos sobre los Seis Reinos.
—Deberíais esperar a que vuestros secuaces presenciaran el espectáculo —dijo
Von Bek con frialdad—. Según recuerdo, les prometisteis...
—¡Esos borregos! —Sonrió desdeñosamente y miró a Alisaard—. Ya han
demostrado su inutilidad. Les he enviado a pelear en Adelstane. Allí estarán
contentos, dándose de narices contra las murallas. ¡Los supervivientes no tardarán en
pasárselo bien con las mujeres de tu raza! Ahora, Flamadin, querido hermano muerto,
desmonta. ¿Recuerdas lo que has de hacer?
—Lo recuerdo.
No aparté la vista de él mientras desmontaba y caminaba arrastrando los pies en
mi dirección. Vi que Alisaard le daba algo a Von Bek, que se hallaba más cerca de mí.
Sharadim no se dio cuenta. Toda su atención se centraba en el cadáver resucitado del
hermano al que había asesinado. Cuando se acercó, percibí el hedor a corrupción que
desprendía. ¿Era aquél el cuerpo que esperaba entrar en posesión de mi alma?
Von Bek tocó mi mano con la suya. Abrí la palma para coger lo que me daba. Era
la piedra Actorios, vibrante y cálida, nuestra única protección contra la brujería de
aquel reino.
Flamadin extendió sus dedos muertos hacia mi cara. Levanté los brazos para
defenderme, pues no podía liberarme de la roca sólida que aprisionaba mis piernas.
Una sonrisa peculiar y estúpida, más parecida a un rictus de muerte que a una
expresión de humor, se dibujó en los labios de Flamadin. El aliento que surgía de su
boca era repugnante.
—Dame tu alma, Campeón. La devoraré y volveré a estar completo...

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Alcé la Actorios sin pensarlo dos veces y la descargué sobre la frente
semipodrida. Me dio la impresión de que se hundía en la carne, chamuscándola.
Flamadin se quedó donde estaba y emitió una especie de sollozo ahogado. En el
punto donde la piedra le había golpeado apareció una quemadura.
—¿Qué pasa? ¿Qué pasa? —chilló Balarizaaf, en tono de maldad frustrada—. No
hay tiempo que perder, ¡Haced lo que debéis, rápido!
Flamadin extendió de nuevo la mano hacia mí. Me preparé para asestarle un
segundo golpe, pero entonces se me ocurrió probar otra cosa. Dibujé en el cristal rojo
un círculo a mi alrededor con la Actorios.
—¡No! —gritó Sharadim—, ¡Ay, la Actorios! ¡Tiene una Actorios! ¡No lo sabía!
La roca que me rodeaba se puso a burbujear y a hincharse, desprendiendo un
vapor rosado. Quedé libre y me erguí sobre el cristal sólido. Tiré la Actorios a Von
Bek, diciéndole que me imitara, y empecé a correr hacia el muro carmesí. Flamadin
corrió detrás de mí pesadamente, mientras Sharadim gritaba:
—¡Detenedle, lord Balarizaaf! ¡Cogerá la espada!
—No me importa quién de vosotros la coja, siempre que su empleo sirva a mis
propósitos —explicó éste.
Sus palabras lograron que me detuviera. ¿Estaba cayendo sin darme cuenta en una
trampa urdida por el Señor del Caos? Me volví. Mis amigos corrían hacia mí, pero
Flamadin les llevaba ventaja. Sus dedos partieron hacia mi cara.
—He de comer —me dijo—. Debo apoderarme de tu alma. Nadie más lo hará.
Esta vez no contaba con la Actorios. Empujé su frío cuerpo, intentando
mantenerle a distancia, pero cada vez que me tocaba sentía que me arrebataba una
parte de mi ser. Traté de retroceder, pero el muro de cristal me lo impidió.
—Campeón —dijo Flamadin, codicioso. En sus ojos aleteaba una semblanza de
vida—. Campeón. Héroe. Volveré a ser un héroe... Cogeré lo que me pertenece...
Las energías me iban abandonando en el curso de la pelea. Mis amigos nos
alcanzaron e intentaron apartarle, pero se pegaba a mí como una lapa. Oí las
carcajadas de Sharadim. Entonces, Alisaard apretó la piedra Actorios contra la
garganta de Flamadin. Éste lanzó un rugido estrangulado y se debatió para zafarse de
la joven. Tuve la sensación de que el fuego abrasaba mi propia garganta. El grado de
simbiosis que experimentaba me horrorizó. Sollozaba mientras luchaba por liberarme
de su presa.
Mi vida animaba la carne estragada de Flamadin. Mis ojos se nublaron. Por un
momento, me vi desde el punto de vista de Flamadin.
—¡Soy John Daker! —grité—. ¡Soy John Daker!
Conseguí recobrarme un poco gracias a este recordatorio, pero la carne me
quemaba en todos los puntos donde Alisaard, presa del pánico, aplicaba la Actorios.
Por fin caí a tierra, completamente exhausto. Mis amigos trataron de arrastrarme

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lejos de los seres del Caos, pero yo les supliqué que detuvieran a Flamadin. Todavía
se aplastaba contra el cristal, tras el que la espada estaba empotrada. Vi que,
centímetro a centímetro, iba siendo absorbido por la roca. De pronto, penetró por
completo en su interior. Yo también sentí que me abría paso a través del cristal
carmesí. Vi que mi mano se extendía hacia el puño de la espada negra y verde
cubierta de runas talladas, que desprendía llamas amarillentas.
Entretanto, con los ojos de John Daker, observé que Balarizaaf sonreía. Lo que
pasaba le complacía, y no dio el menor paso para interferir.
Sólo Sharadim se sentía insegura. Ignoraba qué cantidad de mi ser había
absorbido el doppelgánger. Mi punto de vista oscilaba sin cesar. Parte del tiempo era
Flamadin, que seguía avanzando hacia la enorme espada, y parte era John Daker, al
que ayudaban a reincorporarse mis amigos, mientras buscaban una vía de escape o un
arma para defenderse. Teníamos la Actorios. Pensé que ni Sharadim ni Balarizaaf
podrían atacarnos mientras estuviera en nuestro poder.
Flamadin avanzaba lenta pero incesantemente a través del cristal. Yo padecía
intensos dolores. No dejaba de murmurar que era John Daker y sólo John Daker. No
obstante, mis dedos decrépitos tanteaban en busca de una espada, demostrando que
también era Flamadin. Gemí, presa de náuseas. Un eco susurrante martilleaba en mi
cabeza, y llegué a la convicción de que era la mente de Flamadin, luchando por
aferrarse a la vida, recordando tal vez un razonamiento que su hermana le había
instalado antes de que decidiera asesinarle.
—La espada puede cortar el mal de raíz... La espada puede traer la armonía...
La espada es un arma honorable... Mas no en malas manos... La espada usada para
defenderse es decididamente buena...
—¡No! —grité, dirigiéndome a los vestigios del Flamadin original—. Es un
engaño. La Espada del Dragón no deja de ser una espada. Tocadla, príncipe Flamadin
de los valadekanos, y seréis condenado eternamente al limbo...
Oí que Sharadim le animaba a proseguir. Con los ojos de John Daker, vi que
avanzaba un paso hacia el acantilado de cristal. Las manos de Flamadin ya casi
rozaban el puño de la espada.
Luché por retener la mano, inmerso en aquel cuerpo fantasmal, pero una voluntad
desesperada se opuso. Lo que había sido Flamadin estaba hambriento de vida,
hambriento de las recompensas que le habían prometido.
La luz roja brillaba a mi alrededor. Estaba cercado por fragmentos y reflejos. Creí
ver mil versiones de mí mismo.
Me estaba debilitando.
—Soy John Daker —gemí—. Sólo soy John Daker...
Flamadin tocó la espada, que profirió un lamento, como si le reconociera. El
engendro rodeó la empuñadura con la mano. La hoja no opuso resistencia. Tocarla no

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le produjo el menor daño. Ahora, ya era casi por completo Flamadin, una extraña
imitación de vida, exultante de poder.
Levanté la espada. La mostré a los que me estaban mirando, al otro lado del
cristal.
Como John Daker, agonizaba lentamente mientras los últimos restos de mi alma
se fundían con la de Flamadin.
Me deshice de esa idea, no sin un enorme esfuerzo. Alargué la mano, sollozando
y gritando, hacia la piedra Actorios, que Alisaard todavía sostenía.
—Soy John Daker, y ésta es mi realidad.
La misma mano que rodeaba la Espada del Dragón rodeaba ahora la Actorios. Oí
gritos. Eran míos. Eran de Flamadin. Eran de John Daker. Yo era ambos. Me estaba
partiendo en dos.
John Daker hizo un monumental esfuerzo por liberar su alma del cuerpo de
Flamadin. Recordé mi niñez, mi primer trabajo, mis vacaciones. Alquilamos una casa
con techumbre de paja en Somerset, no lejos del mar. ¿En qué año fue?
Flamadin flaqueaba un poco. Su visión se hizo borrosa, mientras la de John Daker
ganaba en claridad. Al recordar mi parte humana vulgar y rechazar el papel de héroe,
tenía la oportunidad de desembarazarme del peso que me agobiaba. Y, al hacerlo, tal
vez pudiera ser de ayuda a otros.
Estaba seguro de que John Daker iba a ganar la batalla, pero Sharadim y
Balarizaaf se agregaron a la lucha. Oí que animaban a Flamadin a utilizar la hoja, a
cumplir lo que había jurado.
Luché contra él, pero echó el brazo hacia atrás. Traté de impedírselo. Su brazo
cayó hacia adelante y la Espada del Dragón se hundió en el muro de cristal. ¡Estaba
abriendo una brecha para que el Caos se introdujera!
El John Daker debilitado gimió. Ahora que había recuperado el alma absorbida
por Flamadin, me esforcé por recobrarme y detenerle.
La Espada del Dragón se alzó y golpeó el muro de cristal por segunda vez. Una
luz rosada centelleó, y sus rayos partieron en todas direcciones. Por la brecha
practicada por la espada vi la oscuridad. Y en la oscuridad había otro mundo, de
blancas torres resplandecientes. Un mundo que yo conocía.
¡Lo habían planeado con todo detalle! El portal abierto en el Caos permitiría el
acceso a la vasta caverna de Adelstane, donde el ejército de Sharadim ponía cerco a
los últimos defensores de los Seis Reinos.
Expresé a gritos mi horror. Sharadim estalló en carcajadas. Me volví, observando
que Balarizaaf parecía crecer hasta doblar su tamaño, con una expresión de sublime
satisfacción en sus rasgos.
—¡Está practicando una entrada a Adelstane! —dije a mis amigos—. Hay que
impedírselo.

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Lo que insuflaba vida en Flamadin ya no era mi alma. Yo la había recuperado. Sin
embargo, a pesar de que mis fuerzas regresaban, vi que el cristal rojo fluía y
desaparecía, llenando el cielo y convirtiéndose en líquido de nuevo. Y aquel brillo
impío se derramaba sobre la gigantesca caverna.
Corrí en pos de Flamadin sin pensarlo dos veces, tratando de detenerle, pero se
había introducido por el angosto portal. Le vi dirigirse hacia el campamento del
ejército de Sharadim. Adelstane se hallaba rodeada de cabañas de piedra, tiendas de
campaña y algunos cascos de Maaschanheem.
Alisaard y Von Bek se reunieron conmigo y bajamos por las rocas hacia la
caverna. Flamadin gritaba algo a los guerreros, muchos de los cuales ya habían
sufrido la influencia del Caos. Exhibían las facciones degradadas y bestiales que yo
había visto en Armiad y los demás.
—¡Por el Caos! ¡Por el Caos! —gritó Flamadin—. He vuelto. Ahora os conduciré
contra nuestros enemigos. ¡Ahora saborearemos las mieles de la auténtica victoria!
Por un momento creí que la espada insuflaba vida en Flamadin.
La luz carmesí que inundó de repente la caverna desconcertó y deslumbre a la vez
al ejército. Sharadim y Balarizaaf aún no habían entrado. Sabía que la brecha no
tardaría en ensancharse y permitir que todo el Caos penetrara para infectar, kilómetro
a kilómetro, el pacífico Barganheem y, con el tiempo, el conjunto de los Seis Reinos.
Y no se me ocurría la forma de impedir esta invasión.
—¡HEMOS ENTRADO! ¡OH, HEMOS ENTRADO!
La voz de Sharadim sonó a mis espaldas. Había montado en su caballo negro,
desenvainado su espada y cabalgaba en nuestra persecución.
Flamadin, agitándose y tambaleándose como un espantapájaros, se dirigió hacia
el casco más próximo. Un terrible hedor surgía del bajel. El humo que brotaba de sus
chimeneas era todavía más apestoso que antes.
Mi único pensamiento era alcanzarle antes de que lo hiciera Sharadim, arrebatarle
la Espada del Dragón y hacer lo posible por salvar a los supervivientes de Adelstane.
Sabía que mis amigos compartían este deseo. Empezamos a trepar al casco,
conteniendo nuestras náuseas. Los servidores del Caos correteaban, gruñían, gritaban
y hacían gestos a nuestro alrededor. Entonces, al salir Sharadim del resplandor
carmesí, se produjo un gran revuelo.
Miré hacia Adelstane y su anillo de fuego, que todavía ardía, admirando la
delicadeza de sus torres blancas y su belleza soberbia. No podía permitir que lo
destruyeran, no mientras conservara la vida. Cuando los tres llegamos a la barandilla,
vimos al capitán barón Armiad en persona, que levantaba su espada para saludar a
Sharadim. Por obra del destino o la casualidad, nos encontrábamos de vuelta en el
Escudo Ceñudo.
Estaban tan enfrascados en celebrar su triunfo que no nos vieron subir. El estado

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del bajel nos horrorizó. El aspecto de los escasos habitantes que quedaban,
probablemente esclavizados para servir a las necesidades de la guerra, era espantoso.
Hombres, mujeres y niños iban andrajosos. Parecían hambrientos y apaleados. Con
todo, distinguí un hálito de esperanza en más de un rostro cuando nos vieron.
Pudimos refugiarnos en una de las casas. Casi al instante se nos unió una infeliz
joven cuyas sucias facciones todavía conservaban huellas de juventud y belleza.
—Campeón —dijo—, ¿eres tú? Entonces, ¿quién es el otro?
Se trataba de Bellanda, la entusiasta estudiante que habíamos conocido en el
bajel. Su voz se quebró. Parecía a las puertas de la muerte.
—¿Qué te ha pasado, Bellanda? —susurró Alisaard.
La joven meneó la cabeza.
—Nada en particular, pero desde que Armiad declaró la guerra a los que se le
oponían, se nos ha obligado a trabajar casi sin descanso. Muchos han muerto. Los del
Escudo Ceñudo podemos considerarnos afortunados. Aún me cuesta creer con qué
rapidez pasamos de un mundo gobernado por la justicia a otro dominado por la
tiranía...
—Cuando la enfermedad se desencadena —señaló Von Bek con gravedad—, se
extiende con tal rapidez que muy pocas veces es posible controlarla a tiempo. En mi
mundo ocurrió lo mismo. Por lo visto, no hay que descuidar la vigilancia ni un
momento.
Vi que Armiad guiaba a Flamadin hasta la escalera de la cubierta central. Éste
continuaba sosteniendo en alto la Espada del Dragón, para que todo el mundo la
viera. Miré al extremo de la caverna y comprobé que Sharadim corría hacia el casco,
llamando a Flamadin, que no le hacia el menor caso. Disfrutaba de su extraño triunfo.
Las facciones del cadáver se retorcían en una espantosa parodia de alegría. Se
columpió desde la cubierta central hasta el cordaje del palo mayor, a fin de que le
vieran todos los que se congregaban abajo.
Sabía que contaba con pocos minutos para alcanzar a Flamadin antes que su
hermana. Sin pensarlo más, me puse a trepar, con la idea de utilizar la red de palos y
cuerdas para llegar hasta él, al igual que en otra ocasión la había empleado como
atajo para moverme por el barco.
Subí poco a poco por la telaraña de cuerdas grasientas, hasta situarme cerca de la
cubierta central.
Flamadin se hallaba sobre una plataforma, exhibiendo la Espada del Dragón.
Daba la impresión de que su carne estragada se le iba a desprender de los huesos. Su
gesto, cuando levantó la espada, fue casi patético.
—Vuestro héroe ha vuelto —gritó con aquella voz muerta y monótona.
Mientras me deslizaba hacia él, pensé que Flamadin constituía una expresiva
parodia de aquello en lo que yo me había convertido. El cuadro no me gustó. Me

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recordé que era John Daker, reptando por un palo que corría sobre las cabezas de los
guerreros congregados. Creí rememorar que había sido un pintor de cierto prestigio, y
que mi estudio dominaba el Támesis.
Flamadin me intuyó antes de que me dejara caer sobre él. Sus ojos de cadáver me
miraron. Tenía el aspecto de un niño sorprendido al que le iban a quitar su juguete
nuevo.
—Por favor —dijo en voz baja—, déjamela un poquito más. Sharadim también la
quiere.
—No hay tiempo —respondí.
Caí a su lado. Extendí la mano hacia la Espada del Dragón, sosteniendo la
Actorios frente a mí. Vi que la llama amarilla parpadeaba en su corazón, detrás de las
runas.
—Por favor —suplicó.
—En nombre de lo que fuisteis una vez, príncipe Flamadin, entregadme esa
espada.
Flamadin se apartó de la Actorios.
Se oyó una conmoción abajo. Era Armiad.
—Hay dos iguales. ¡Dos iguales! ¿Cuál es el nuestro?
Mi mano se cerró sobre su muñeca. El simulacro estaba mucho más debilitado
que antes. La espada ya no le transmitía su fuerza. Era como si la hoja recuperara su
energía y también la que quedaba en Flamadin.
—Esta espada no es mala —musitó—. Sharadim me dijo que no es mala. Se
puede utilizar para el bien...
—Es una espada —contesté—. Un arma. Fue forjada para matar.
Una torcida e infeliz sonrisa se dibujó en sus facciones corruptas.
—En ese caso, ¿cómo puede hacer el bien...?
—Rompiéndola —contesté, mientras le retorcía la muñeca.
Y la Espada del Dragón se soltó.
Armiad y sus hombres trepaban por las cuerdas. Todos iban armados hasta los
dientes. Creo que por fin habían comprendido lo que estaba ocurriendo. Miré hacia
atrás. Sharadim casi había llegado al casco, seguida de su ejército.
Flamadin emitió un peculiar sollozo cuando me vio recuperar la Espada del
Dragón.
—Ella prometió que me devolvería el alma si yo empuñaba la espada en favor del
Caos, pero no era mi alma, ¿verdad?
—No —respondí—. Era la mía. Por eso vuestra hermana os mantuvo vivo. De
esa forma, podíais engañar a la Espada del Dragón.
—¿Puedo morir ya?
—Pronto —le prometí.

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Me volví en redondo. Armiad y sus hombres habían alcanzado la plataforma. La
Espada del Dragón, sujeta entre mis manos, gritaba. A pesar de todo lo que había
padecido, de las decisiones que había tomado, me descubrí haciéndole coro, henchido
de una salvaje alegría.
Levanté el arma y corté las cabezas de los dos primeros atacantes. Sus cuerpos
cayeron sobre los que subían tras ellos, y todos se precipitaron en la lejana cubierta,
formando un revoltijo de sangre y miembros que se agitaban.
Me así de una cuerda colgante, con la espada en la otra mano, y me columpié
sobre mis enemigos, aniquilándoles en un abrir y cerrar de ojos. El movimiento de
retroceso me condujo detrás de Armiad, que había sido uno de los últimos en
aparecer.
—Creo que deseáis saldar una cuenta conmigo —le dije, lanzando una carcajada.
Miró la hoja y después mi rostro, horrorizado. Masculló algo mientras retrocedía
hacia el mástil. Di un paso adelante y apoyé la punta de la Espada del Dragón en la
madera de la cubierta.
—Aquí me tenéis, capitán barón. Convendréis conmigo en que el acuerdo se ha
cumplido.
Regresó hacia la cubierta a regañadientes, agitando su hocico de cerdo. Todos sus
hombres contemplaban la escena con un enorme interés reflejado en sus rostros
bestiales.
De repente, se oyó un monstruoso rugido detrás de mí. Miré por encima de mi
hombro izquierdo. La luz carmesí todavía brillaba. La brecha se estaba ensanchando.
Percibí movimientos al fondo: grotescas figuras de enorme envergadura avanzaban,
montadas en corceles aún más extraños. Después, centré mi atención de nuevo en
Armiad.
Avanzó de mala gana, espada en mano. Creí oír un lloriqueo que escapaba de su
agitado hocico.
—Os mataré con rapidez —le prometí—, pero es mi deber mataros, mi señor.
Y entonces sentí que un tremendo peso caía sobre mi espalda. Me desplomé de
bruces, soltando la Espada del Dragón. Luché por reincorporarme. Armiad lanzó un
gran resoplido de alivio. Unos labios fríos se posaron en mi cuello, y percibí un fétido
aliento.
Levanté la vista. Armiad y sus hombres empezaron a rodearme. Intenté coger la
Espada del Dragón, pero alguien la apartó de un puntapié.
—Ahora, me alimentaré de nuevo —pronunciaron los labios podridos de
Flamadin, montado a horcajadas sobre mí—. Y tú, John Daker, morirás. Seré el único
héroe de los Seis Reinos.

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4
A una orden de Flamadin, Armiad y sus hombres me sujetaron. Mi doppelgánger,
con extraños y torpes movimientos, caminó hacia la Espada del Dragón y la cogió.
—La hoja beberá tu alma —dijo—, y me revigorizará a su vez. Yo y la espada
seremos uno, inmortal e invencible. ¡Los Seis Reinos me admirarán de nuevo!
Hizo una mueca de dolor cuando cogió la espada, y me miró casi con pesar. Me
resultaba imposible saber qué terribles y fríos fragmentos de alma le animaban,
cuánto quedaba del antiguo ídolo de los Mundos de la Rueda. Su hermana había
podido paralizar el progreso de corrupción del cuerpo, pero ahora se estaba
desintegrando ante mis ojos. No obstante, confiaba en vivir. Confiaba en vivir a mi
costa.
Armiad gruñó de placer. Me agarró el brazo con sus manos frías y húmedas.
—Matadle, príncipe Flamadin. He ansiado presenciar su muerte desde que os
suplantó y atrajo sobre mí la burla de los demás capitanes. ¿Le matáis, mi señor?
Por el otro lado me flanqueaba algo que apenas reconocí como Mopher Gorb, el
basurero mayor de Armiad. Su nariz se había alargado y sus ojos se habían
aproximado tanto que parecía un perro. Me apretó el brazo con fuerza. De su hocico
manaba saliva. También él paladeaba por anticipado mi muerte.
Flamadin movió el brazo hasta que la punta de la Espada del Dragón se detuvo a
pocos milímetros de mi corazón. Después, emitiendo una especie de sollozo, se
dispuso a asestar el golpe definitivo.
Toda la caverna era una masa de ruidos y guerreros que andaban de un lado para
otro, bañados en la luz carmesí. Sin embargo, percibí un sonido que se imponía a los
demás. Un estampido seco y preciso.
Flamadin gruñó y se inmovilizó. Tenía un agujero rojizo en la frente, del que
manaba una sustancia que tal vez en otro tiempo hubiera sido sangre. Bajó la Espada
del Dragón y se volvió para mirar detrás de él.
Vio a Ulrik von Bek, conde de Sajonia, con una Walther PPK 38 humeante en la
mano.
Flamadin se tambaleó hacia su nuevo atacante, con la Espada del Dragón medio
alzada. Después, se desplomó sobre la cubierta. Los últimos vestigios de vida le
habían abandonado.
De todos modos, Armiad y sus hombres todavía me sujetaban. Mopher Gorb sacó
un largo cuchillo, con la clara intención de degollarme. Pero, de súbito, emitió un
leve quejido y dejó caer el arma. Una herida asomaba en su sien.
Armiad me soltó. El resto de la fantasmal tripulación empezó a retroceder.
Alisaard se precipitó hacia adelante, arrebató a Mopher Gorb su arma y atacó al
capitán barón, que se defendió con ferocidad y pericia de la Mujer Fantasma, pero no

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estaba en modo alguno a su altura. La joven le atravesó el corazón a los pocos
momentos y concentró su atención en los demás. Yo, por mi parte, cogí una espada y
me enzarcé en la lucha. Había demasiados enemigos entre el cadáver de Flamadin y
yo. Traté de avanzar como mejor pude. Von Bek también empuñaba una espada. Los
tres unimos nuestras fuerzas para rechazar a los atacantes.
—¡Ya veo que Bellanda le guardó la pistola! —grité a Von Bek.
—Ahora no me arrepiento de habérsela pedido —sonrió el conde—. ¡Pensé que
nunca la volvería a ver! Por desgracia, sólo quedaban dos balas.
—Muy bien empleadas —le respondí con agradecimiento.
De pronto, nos dimos cuenta de que estábamos rodeados de cadáveres. Habíamos
aniquilado a la desagradable tripulación de Armiad. Algunos heridos se arrastraban
por el suelo, intentando escapar. Von Bek lanzó un alarido de triunfo, interrumpido
por un grito de Bellanda. Sharadim había ejecutado un salto imposible a lomos de su
gran corcel negro y aterrizó en la cubierta central. Los cascos resonaron como
tambores de guerra sobre el cadáver de su hermano, que todavía aferraba la Espada
del Dragón.
Me puse a correr, tratando de llegar a la hoja antes de que ella desmontara, pero
descendió de la bestia con un revoloteo de la capa y se agachó para apoderarse de la
Espada del Dragón.
Lanzó un gemido de dolor cuando cerró la mano sobre ella. No era la indicada
para hacerlo. Consiguió levantarla con un supremo esfuerzo, sin soltar en ningún
momento su presa.
Su belleza extraordinaria no cesaba de impresionarme. Mientras caminaba con la
Espada del Dragón hacia el caballo, ajena en apariencia a los que la observaban,
pensé que se parecía más que ninguna mujer a la diosa en que anhelaba convertirse.
—¡Princesa Sharadim! —exclamé, dando un paso adelante—. ¡Esa espada no os
pertenece!
Ya había llegado a su caballo. Miró lentamente a su alrededor, frunciendo el ceño
de irritación.
—¿Cómo?
—Es mía.
Dejó caer su mano adorable a un lado y me miró.
—¿Cómo?
—No debéis coger la Espada del Dragón. Sólo yo tengo derecho a empuñarla.
Empezó a subir a la silla.
Lo único que se me ocurrió hacer fue sacar la Actorios y sostenerla frente a mí.
Su luz serpenteante y pulsátil tino mi mano de un resplandor negro, rojo y carmesí.
—¡Reclamo la Espada del Dragón, en nombre de la Balanza! —grité.
Su rostro se nubló y sus ojos llamearon.

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—Estáis muerto —dijo lentamente, rechinando los dientes.
—No. Dadme la Espada del Dragón.
—Me he ganado esta espada y todo lo que representa —respondió, pálida de ira
—. Es mía por derecho. He servido al Caos. He entregado los Seis Reinos a lord
Balarizaaf para que haga con ellos lo que le plazca. De un momento a otro, él y los
suyos entrarán cabalgando por el portal que yo creé, en virtud de mis actos. Entonces
recibiré mi recompensa. Me convertiré en Soberana de la Espada, con derecho a
gobernar mis propios reinos. Seré inmortal. Y, como inmortal, empuñaré esta espada
como símbolo de mi poder.
—Moriréis. Balarizaaf os matará. Los Señores del Caos no cumplen sus
promesas. Va en contra de su naturaleza.
—Mentís, Campeón. Alejaos de mí. Aún no sé cómo utilizaros.
—Debéis darme esa espada, Sharadim.
La Actorios latía con una luz más intensa. Su tacto en la palma de mi mano era
casi orgánico.
Avancé hasta situarme junto a Sharadim, que abrazó la hoja contra su cuerpo.
Comprendí que le producía intensos dolores allí donde la tocaba, pero ella no hizo
caso, en la creencia de que pronto dejaría de experimentar para siempre el dolor
físico.
Distinguí la pequeña llama amarilla que parpadeaba detrás de las runas talladas en
el metal negro.
La Actorios empezó a cantar con voz suave y hermosa. Cantaba para la Espada
del Dragón.
Y ésta murmuró una respuesta. El murmullo se transformó en un lamento fuerte y
poderoso, casi un grito.
—¡No, no, no! —chilló Sharadim. En su piel también se reflejaba la peculiar luz
serpenteante—. ¡Mirad! ¡Mirad, Campeón! ¡El Caos se acerca! ¡El Caos se acerca!
Lanzó una carcajada y me arrebató la Actorios de la mano con un limpio
mandoble. Me precipité sobre la piedra, pero ella fue más rápida. Levantó la espada,
profiriendo gritos de dolor por las quemaduras que sufría en las manos.
Se disponía a destruir la Actorios.
Mi primer instinto fue abalanzarme hacia ella y salvarla a toda costa, pero
entonces recordé algo que me había dicho Sepiriz. Di un paso atrás.
Sharadim me sonrió, el lobo más bello del mundo.
—Ahora os dais cuenta de que no podéis derrotarme —dijo.
Descargó la espada con increíble ferocidad, golpeando de lleno la piedra brillante,
que latía como un corazón vivo.
Chilló cuando la hoja entró en contacto con la Actorios. Era un grito de triunfo
absoluto que, en el espacio de un segundo, se convirtió en uno de confusión, luego de

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rabia y, por fin, en un lamento agónico.
La Actorios estalló en fragmentos, que salieron proyectados en todas direcciones.
¡Y cada fragmento contenía una imagen de Sharadim!
Cada trozo de la Actorios se llevaba una parte de Sharadim al limbo. Había
aspirado a serlo todo para todo el mundo. Ahora, era como si cada faceta de su
personalidad se hubiera separado y estuviera aprisionada en una esquirla de aquella
extraña gema. Sin embargo, Sharadim continuaba frente a mí, petrificada en su
postrer acto de destrucción. Poco a poco, su expresión de colérico dolor se transformó
en puro terror. Se puso a temblar. La Espada del Dragón gemía y sollozaba en sus
manos. Me dio la impresión de que su carne se fundía hasta los huesos. Toda su
pasmosa belleza se estaba desvaneciendo.
Von Bek, Alisaard y Bellanda se abrieron paso hacia mí, pero les indiqué con un
gesto que retrocedieran.
—Todavía nos acechan grandes peligros —grité—. Debéis regresar a Adelstane,
contarles a las Eldren y a los príncipes ursinos lo que está ocurriendo aquí. Decidles
que deben esperar y vigilar.
—¡Pero el Caos se acerca! —dijo Alisaard—. ¡Mirad!
Las siluetas que había distinguido en la bruma rojiza aumentaban de tamaño.
Grotescos jinetes al mando del archiduque Balarizaaf en persona. Los Señores del
Infierno acudían para reclamar su nuevo reino.
—¡Dirigíos a Adelstane, rápido! —les conminé.
—¿Qué va a hacer usted, Herr Daker? —preguntó Von Bek, con una expresión de
honda preocupación en el rostro.
—Lo que debo hacer. Lo que se ha convertido en mi tarea.
Pensé que comprendería esas palabras.
Von Bek inclinó la cabeza.
—Le esperaremos en Adelstane.
Estaba claro que los tres se consideraban ya prácticamente muertos.
La enorme brecha abierta en el tejido cósmico continuaba ensanchándose. Los
jinetes negros aguardaban sin impacientarse a que fuera lo bastante amplia para
permitirles el paso.
Cogí la Espada del Dragón. Emitió un sonido tenue y dulce, como si reconociera
a un igual.
Los fragmentos de la Actorios remolineaban alrededor de la hoja, como planetas
alrededor de un sol. En varios de ellos distinguí algunos de los muchos rostros de
Sharadim, con la misma expresión de horror que había mostrado antes de que su
cuerpo se desplomara.
Contemplé su cadáver consumido. Yacía frente al de su hermano. Uno había
representado la maldad del mundo, el otro el bien. Ambos habían sido aniquilados

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por el orgullo, la ambición y la promesa de la inmortalidad.
Vi que Von Bek, Alisaard y Bellanda desaparecían por un costado del casco. La
confusión reinaba en los campamentos del ejército de Sharadim. Parecían esperar
órdenes de su soberana. Mis amigos tenían una buena oportunidad de llegar a
Adelstane sin ser vistos. Debían hacerlo. Sabía que no sobrevivirían a lo que se
avecinaba.
Levanté la espada y me concentré en una idea determinada. Recordé lo que
Sepiriz me había dicho que hiciera cuando la Actorios se rompiese, a qué poder me
era dado invocar. Les oí cantar en los recovecos de mi mente. Oí sus voces
desesperadas, como las había percibido mil veces en mis sueños.
—Somos los olvidados, los últimos, los crueles. Somos los Guerreros en los
Confines del Tiempo. Estamos cansados. Tan cansados... Estamos cansados de hacer
el amor...
—¡YO OS LIBERO! ¡GUERREROS, YO OS LIBERO! VUESTRA HORA HA
LLEGADO. ¡POR EL PODER DE LA ESPADA, POR LA DESTRUCCIÓN DE LA
ACTORIOS, POR LA VOLUNTAD DE LA BALANZA, POR EL BIEN DE LA
HUMANIDAD, YO OS CONVOCO! EL CAOS NOS AMENAZA. EL CAOS NOS
CONQUISTARÁ. ¡OS NECESITAMOS!
Vi un acantilado en el extremo más alejado de la caverna, sobre la maravillosa
ciudad blanca de Adelstane. Y en él se alineaban fila tras fila de hombres. Algunos
montaban a caballo, otros iban a pie. Todos llevaban armas y se protegían con
armaduras. Todos me miraban fijamente, como dormidos.
—Somos las migajas de vuestras ilusiones, los restos de vuestras esperanzas.
Somos los Guerreros en los Confines del Tiempo...
—¡GUERREROS! VUESTRA HORA HA LLEGADO. COMBATIRÉIS DE
NUEVO. ¡UNA BATALLA MÁS, OTRO CICLO MÁS! ¡VENID! ¡EL CAOS NOS
ATACA!
Corrí hacia el corcel de Sharadim, que piafaba y resoplaba cerca del cadáver de su
ama. No ofreció resistencia cuando subí a la silla. El peso de un jinete pareció
alegrarle. Galopé hacia la barandilla del casco, salté por encima de la borda y aterricé
en el suelo rocoso de la cueva. Los soldados de Sharadim, una oleada de carne y
metal, se precipitaron sobre mí, lanzando gritos de júbilo. Yo pensaba que eran mis
enemigos. Me quedé desconcertado un momento, hasta comprender con irónica
complacencia que sólo conocían la existencia de Flamadin y Sharadim. ¡Creían que
yo era el hermano y consorte de la emperatriz! Me esperaban para que les condujera
hacia Adelstane en nombre del Caos.
Miré hacia atrás. La enorme cicatriz carmesí se ensanchaba a cada momento. Las
grotescas formas negras aumentaban de tamaño.
Miré en dirección a Adelstane.

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—¡Guerreros! —grité—. ¡A mí, guerreros!
Los Guerreros en los Confines del Tiempo se habían despertado. Bajaban hacia
mí desde los acantilados que dominaban Adelstane, siguiendo senderos invisibles.
—¡Guerreros! ¡Guerreros! ¡El Caos se acerca!
El aullido de un viento carmesí sopló sobre todos nosotros.
—¡Guerreros! ¡Guerreros! ¡A mí, a mí!
El corcel se encabritó, levantando los cascos. Lanzó un gran resoplido de placer,
como si aguardara aquel momento, como si sólo viviera para galopar hacia la batalla.
La Espada del Dragón había cobrado vida en mi mano derecha. Cantaba y
resplandecía con aquel brillo oscuro que yo había visto tantas veces, en mis
numerosas encarnaciones. Sin embargo, tenía la sensación de que poseía una cualidad
diferente de las otras ocasiones.
—¡Guerreros! ¡A mí!
Llegaron a millares, ataviados con toda clase de uniformes, portando las armas
más extrañas concebibles. Marchaban y cabalgaban y sus rostros volvían a la vida,
como si también ellos, al igual que el corcel, sólo se sintieran a gusto en la batalla.
Por mi parte, creo que nunca me sentía tan pictórico de vida como cuando
empuñaba mi espada para entrar en combate. Era el Campeón Eterno. Había
comandado enormes ejércitos. Había exterminado razas enteras. Era el conflicto
sangriento personificado. Le había aportado nobleza, poesía, justificación. Le había
aportado dignidad heroica...
Pero una voz interior insistía en que aquélla debía ser mi última lucha. Yo era
John Daker. No deseaba matar por causa alguna. Anhelaba, simplemente, vivir, amar
y conocer la paz.
Los Guerreros en los Confines del Tiempo cerraron filas a mi alrededor. Habían
desenvainado sus numerosas armas. Gritaban y daban vivas. Estaban alegres. Me
pregunté si cada uno de ellos había sido como yo. ¿Constituían diversos aspectos de
guerreros heroicos? Más aún, ¿eran aspectos del Campeón Eterno? Ciertamente,
muchos de los rostros me resultaban familiares, tanto que no me atreví a examinarlos
con excesivo detenimiento.
Los soldados de la princesa Sharadim estaban confusos. Los Guerreros en los
Confines del Tiempo clavaron sus duros ojos de asesinos en ellos, pero no hicieron
nada. Esperaban mis órdenes.
Un general de Sharadim se abrió paso entre las filas. Iba muy elegante con su
armadura azul oscuro, las plumas, el yelmo terminado en punta y su poblada barba
negra.
—¡Mi señor emperador! Los aliados que nos prometisteis. ¿Ya han llegado todos?
—La luz carmesí bañó su rostro—. ¿Acudirá el Caos en nuestra ayuda? ¿Es ésa la
señal?

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Respiré hondo, suspiré y balanceé la espada.
—Ésta es la señal que esperabais —dije, decapitándole de un solo movimiento.
Su cabeza cayó al suelo con un pesado ruido metálico. Entonces, me dirigí al ejército
que Sharadim había reunido para conquistar los Seis Reinos—. ¡Ahí está vuestro
enemigo! Si combatís contra el Caos, aún os queda una posibilidad de salvaros. ¡Si os
alzáis contra nosotros, pereceréis!
Sin hacer caso de los murmullos estupefactos que me respondieron, dirigí mi
corcel negro hacia la cicatriz carmesí. Levanté la espada para indicar a mis fieles que
me siguieran.
¡Y cargué al galope contra los Señores del Caos!
Oí un ruido detrás de mí, un potente grito que pareció surgir de una sola garganta.
Era el grito de guerra de los Guerreros en los Confines del Tiempo. Estaban
exultantes. Habían vuelto a la vida. Habían vuelto a la única vida que conocían.
Las inmensas siluetas negras se derramaron por el portal carmesí. Vi a Balarizaaf,
majestuoso con la armadura que fluía sobre su cuerpo como mercurio. Vi a un ser con
cabeza de ciervo, otro que recordaba a un tigre, y muchos otros que no se parecían a
nada que caminara o reptase por los reinos que había visitado. Desprendían un hedor
peculiar, agradable y horrible al mismo tiempo, cálido y frío a la vez, como de
animal, aunque también podía ser de vegetación. Era el hedor del Caos, el olor que,
según las leyendas, surgía del Infierno.
Cuando me vio, Balarizaaf tiró de las riendas de su corcel escamoso.
Transparentaba firmeza. Su voz era afable. Meneó la rotunda cabeza y su voz
retumbó.
—Pequeño mortal, el juego ha terminado. El juego ha terminado, y el Caos ha
ganado. ¿Todavía no os habéis dado cuenta? Uníos a nosotros. Uníos a nosotros y yo
os alimentaré. Os dejaré jugar con los seres humanos. Os dejaré vivir.
—Debéis regresar al Caos —respondí—, el lugar al que vos y los de vuestra ralea
pertenecéis. Aquí no tenéis nada que hacer, archiduque Balarizaaf. La persona que
hizo un trato con vos está muerta.
—¿Muerta? —preguntó Balarizaaf, incrédulo—. ¿Vos la matasteis?
—Ella misma lo hizo. Ahora, las distintas mujeres que fueron Sharadim, que
engañaron a tantos de su raza, vagan dispersas por el limbo para siempre. Un destino
cruel, pero merecido. Nadie os va a dar la bienvenida, archiduque Balarizaaf. Si
entráis ahora en este reino, desobedeceréis la Ley de la Balanza.
—¿Cómo lo sabéis?
—Vos no lo ignoráis. Debéis ser llamado, tanto si hay portal como si no.
Un extraño sonido surgió del enorme pecho del archiduque Balarizaaf. Se llevó a
la cara una mano del tamaño de una casa y se rascó la nariz.
—Pero, si entro, ¿quién va a impedírmelo? De hecho, fui invitado. Un mortal

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preparó el umbral. Estos reinos son míos.
—Yo tengo un ejército y empuño la Espada del Dragón.
—¿Y habláis de la Balanza? Muy curioso. Tampoco entiendo vuestra lógica, ni
creo que la Balanza lo hiciera. ¿Qué me importa si habéis levantado un ejército?
Mirad lo que traigo contra vos. —Hizo un gesto con su monstruoso brazo para
señalar no sólo a sus vasallos cercanos, nobles menores del Caos, sino a una marea
hirviente que podía estar compuesta de animales, seres humanos o ninguno de ambos,
pues su forma cambiaba constantemente—. Esto es el Caos, pequeño Campeón. Y
aún hay más.
—Os prohíbo entrar en nuestro reino —repuse con firmeza—. He llamado a los
Guerreros en los Confines del Tiempo, y empuño la Espada del Dragón.
—De modo que persistís en darme órdenes. ¿He de encomiaros, o debo
impresionarme? Pequeño mortal, soy un archiduque del Caos y los mortales me
llamaron para gobernar sus reinos. Eso me basta.
—Bien, parece que deberemos luchar.
—Si así es como queréis llamarlo —sonrió Balarizaaf.
Extendí la espada al frente. Un gran grito resonó a mis espaldas.
Cabalgué con decisión hacia las fauces del Caos. No podía hacer otra cosa.
Y vino la batalla.
Fue como si todos los combates de mi vida se fundieran en uno solo. Pareció
durar una eternidad. Oleada tras oleada de seres que vomitaban llamas, gemían,
ladraban, proferían alaridos y desprendían espantosos hedores se lanzaron contra
nosotros, algunos con armas, otros con colmillos y garras, otros con ojos implorantes
que suplicaban una misericordia que jamás devolverían. Mis aliados, los Guerreros en
los Confines del Tiempo, formaban a mi alrededor una muralla impenetrable de carne
endurecida, músculos y huesos que parecía incansable, y peleaban con tanta destreza
como yo. Algunos cayeron, aniquilados por los seres del Caos, pero otros les
reemplazaban.
Oleada tras oleada del Caos caía sobre nosotros y era rechazada. Además, algunos
humanos se habían unido a nosotros. Luchaban con entusiasmo, contentos de no estar
ya al servicio de Sharadim. Murieron, pero sabiendo que, en el último instante, no
habían traicionado a su raza.
Los Señores del Caos se mantenían apartados. Desdeñaban pelear con los
mortales. Sin embargo, a medida que pasaban las horas, se hizo evidente que aquellos
seres no podían vencernos. Daba la impresión de que estábamos destinados a aquel
gran combate, entrenados en todos los campos de batalla del multiverso. Yo sabía
que, en cierto sentido, era mi última lucha, que si la ganaba disfrutaría de paz,
siquiera temporalmente.
Poco a poco se fueron abriendo claros en las filas del Caos. Mi espada estaba

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manchada de su fluido vital —que no era sangre—, y creí que se me iba a desprender
el brazo del tronco a causa del cansancio. Mi caballo sangraba por cien cortes
diferentes, y yo también había recibido varias heridas, aunque apenas era consciente
de ellas. Éramos los Guerreros en los Confines del Tiempo y lucharíamos hasta morir.
No podíamos hacer otra cosa.
El archiduque Balarizaaf se abrió paso a caballo entre sus fuerzas. No se mostraba
desdeñoso. No reía. Su expresión era sombría y feroz. Estaba irritado y ya no se
burlaba de mí con la mirada.
—¡Campeón! ¿Por qué combatir con tal ardor? Pactemos una tregua y discutamos
los términos.
Esta vez dirigí mi caballo hacia él. Reuní fuerzas para mí y para mi espada. Y
cargué.
Cargué contra el archiduque Balarizaaf. Mi caballo levantó los cascos en el aire y
me abalancé contra aquel bulto enorme y sobrenatural. Yo lloraba y gritaba. Sólo
deseaba destruirle.
Pero sabía que no podía hacerlo. Lo más probable era que él me matara a mí. No
me importaba. Furioso por el terror que había desencadenado sobre los Seis Reinos,
por la desdicha que había sembrado y siempre sembraría, por la infamia que
acarreaban sus ambiciones, me lancé hacia él con la espada dirigida hacia su boca
traicionera.
Oí a mis espaldas el exultante grito de batalla de los Guerreros, como si
comprendieran lo que iba a hacer y me animaran, celebrando mi acción y rindiendo
tributo a los sentimientos que me impulsaban a atacar al duque.
La punta de la Espada del Dragón tocó sus fauces entreabiertas. Por un momento
pensé que sería engullido y caería por aquella garganta roja.
Salí despedido de la silla hacia la cabeza del archiduque Balarizaaf.
Y entonces desapareció y sentí la tierra bajo mis pies. La brecha carmesí se estaba
cerrando. Vi los cadáveres amontonados de nuestros enemigos y de nuestros aliados.
Vi los cuerpos de diez mil guerreros que habían muerto en aquella batalla, tan
terrorífica que su recuerdo empezaba a borrarse de mi mente.
Me volví. Los Guerreros en los Confines del Tiempo estaban envainando sus
armas. Secaban la sangre de sus hachas y examinaban sus heridas. Una expresión de
pesar asomaba en sus rostros, como si estuvieran disgustados, como si desearan
continuar el combate. Los conté.
Quedaban catorce vivos. Catorce y yo.
La herida carmesí del tejido cósmico cicatrizaba rápidamente. Apenas permitía el
paso de un hombre. Una silueta surgió por ella.
La silueta se detuvo y contempló como la abertura se cerraba y desaparecía.
El frío se apoderó de la caverna de Adelstane. Los catorce guerreros me saludaron

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y se encaminaron hacia las sombras, desvaneciéndose al cabo de un instante.
—Descansarán hasta el próximo ciclo —dijo el recién llegado—. Sólo se les
permite combatir una vez. Los que mueren son los afortunados. Los otros han de
esperar. Ese es el destino de los Guerreros en los Confines del Tiempo.
—¿Cuál fue su crimen? —pregunté.
Sepiriz se quitó el yelmo negro y amarillo, haciendo un leve ademán.
—No fue un crimen, exactamente. Algunos lo llamarían un pecado. Vivieron sólo
para luchar. No supieron parar a tiempo.
—¿Son encarnaciones anteriores del Campeón Eterno?
Me miró con aire pensativo y se humedeció el labio superior. Después, se encogió
de hombros.
—Piensa lo que quieras.
—Creo que me debes una explicación más detallada, mi señor.
Me cogió por el hombro, conduciéndome hacia Adelstane. Caminamos sobre las
piedras, resbaladizas por la sangre de los miles de muertos. Los heridos se ayudaban
mutuamente. Los cascos, tiendas de campaña y chozas de piedra albergaban a los
moribundos.
—No te debo nada, Campeón. No se te debe nada. Tampoco tú debes nada.
—Eso he de decirlo yo. Tengo una deuda.
—¿No te parece que ya está saldada?
Se detuvo y lanzó una carcajada al observar mi confusión.
—Saldada, ¿eh, Campeón?
Indiqué mi aceptación con una inclinación de cabeza.
—Estoy cansado —dije.
—Ven. —Se abrió paso entre los cadáveres, entre aquel desastre—. Aún queda
trabajo por hacer, pero antes debemos comunicar la noticia de tu triunfo a Adelstane.
¿Eres consciente de lo que has logrado?
—Rechazamos la invasión del Caos. ¿Hemos salvado a los Seis Reinos?
—Oh, sí, por supuesto, pero tú has hecho más. ¿Sabes a qué me refiero?
—¿Acaso eso no fue suficiente?
—Es posible, pero también eres responsable de haber desterrado a un archiduque
del Caos al limbo. Balarizaaf nunca volverá a gobernar. Desafió a la Balanza. Pudo
ganar, pero tu acto de coraje fue decisivo. Una acción semejante encierra tanta
nobleza, tanta energía y afecta hasta tal punto a la mismísima naturaleza del
multiverso, que su efecto fue superior a cualquiera. Ahora, eres un auténtico héroe,
señor Campeón.
—Ya no deseo ser un héroe nunca más, lord Sepiriz.
—Y por ello, sin duda, lo eres en tan alto grado. Te has ganado un respiro.
—¿Un respiro? ¿Eso es todo?

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—Más de lo que se nos permite a la mayoría —respondió con cierto estupor—.
Yo nunca lo he conocido.
Contrito, dejé que me condujera a través del anillo de fuego de Adelstane hasta
los brazos de mis queridos amigos.
—La lucha ha terminado —dijo Sepiriz—. En todos los planos, en todos los
reinos. Ha terminado. Ahora, darán comienzo la cicatrización y los cambios.

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5
—Los que permanezcan en los Seis Reinos gozarán de una paz mejor —dijo
Morandi Pag—. Tendremos que reconstruir y replantar, por supuesto, pero nosotros,
los príncipes ursinos, haremos lo posible por colaborar, en lugar de ocultar nuestros
antiguos conocimientos y retiramos a nuestras cuevas. Todas las razas aportarán sus
habilidades específicas en pro del bien común.
La ciudad blanca de Adelstane había recuperado la tranquilidad. Los restos del
ejército de Sharadim, que habían combatido a nuestro lado contra el Caos, habían
regresado a sus mundos, decididos a impedir en lo sucesivo la aparición de tiranos.
Ninguna Sharadim les volvería a manipular para desencadenar la guerra entre sus
mundos. Se formarían nuevos consejos, elegidos entre todas las razas, y la gran
Asamblea no serviría sólo para comerciar.
Únicamente lady Phalizaarn y las mujeres Eldren no habían vuelto a
Gheestenheem, que, según rumores, había sido diezmado por los soldados de
Sharadim. Estaban haciendo preparativos muy concretos para su partida.
Bellanda se había reintegrado a su pueblo, a bordo del Escudo Ceñudo,
prometiéndonos que, si algún día volvíamos a Maaschanheem, se nos dispensaría una
acogida más cálida que la anterior. Nos despedimos de la joven con especial afecto.
Sabía que, de no haber guardado la pistola de Von Bek durante todos aquellos meses,
tal vez ahora no estaríamos con vida.
Alisaard, Phalizaam, Von Bek y yo nos habíamos instalado en el confortable
estudio que los príncipes ursinos utilizaban para sus encuentros y conferencias.
Nubes de incienso brotaban de la chimenea y se esparcían por toda la estancia, a fin
de que, con total discreción, los osos disimularan la repugnancia que les ocasionaba
nuestro olor. Morandi Pag ya había anunciado su decisión de no volver a su refugio
marino, sino trabajar con los suyos para mejorar la comunicación entre los Seis
Reinos.
—Los tres habéis hecho mucho por nosotros —dijo Groaffer Rolm, con un
revoloteo de su manga de seda—, y vos, Campeón, seréis recordado en las leyendas,
no os quepa duda. Tal vez como príncipe Flamadin, pues las leyendas tienen la
costumbre de mezclarse, transformarse y llegar a ser algo nuevo.
—Me siento muy honrado, príncipe Groaffer Rolm —repliqué con cortesía,
inclinando la cabeza—, aunque por mi parte preferiría ver un mundo libre de héroes y
leyendas, en especial de héroes como yo.
—No creo que sea posible. Sólo espero que las leyendas ensalcen la grandeza de
alma, los hechos y ambiciones nobles. Hemos conocido épocas en que las leyendas
no rendían tributo a lo noble, en que los héroes eran seres egoístas e inteligentes que
se aprovechaban de su situación en perjuicio de los demás. Tales culturas se hallan al

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borde de la decadencia y la extinción. Pienso que es mejor alabar el idealismo que
denigrarlo.
—¿Aunque el idealismo pueda conducir a actos de inimaginable maldad? —
preguntó Von Bek.
—Lo valioso corre siempre el peligro de ser devaluado —repuso Morandi Pag—,
y lo puro de ser corrompido. Nos compete a nosotros encontrar el equilibrio... —
Sonrió—. ¿Acaso nuestras acciones cotidianas no se hacen eco de la guerra entre el
Caos y la Ley? Moderación significa, en último término, supervivencia. Supongo que
esto se aprende en la madurez. Hay que encontrar un equilibrio entre el exceso y la
moderación, y eso contribuye a mantener la Balanza.
—Creo que no me importan demasiado ni la Balanza Cósmica, ni las
maquinaciones de la Ley y el Caos —dije—. Ni los dioses y los demonios. Creo que
sólo nosotros debemos controlar nuestros destinos.
—Y así lo haremos —aseveró Morandi Pag—. Así lo haremos, amigo mío.
Todavía faltan muchos ciclos por venir en la gran historia del multiverso. Lo
sobrenatural será desterrado de algunos, al igual que vos desterrasteis al archiduque
Balarizaaf de este mundo. Sin embargo, en razón de nuestra voluntad y nuestra
naturaleza, habrá épocas en que esos dioses volverán, adoptando disfraces diferentes.
El poder reside en nuestro interior. Todo depende de las responsabilidades que
estemos dispuestos a asumir...
—¿A eso se refería Sepiriz, cuando dijo que me había ganado un respiro?
—Eso parece. —Morandi Pag se rascó el grisáceo pelaje—. El Caballero Negro y
Amarillo viaja constantemente entre los planos. Algunos piensan que tiene el poder
de viajar por el megaflujo, a través del tiempo, como prefiráis, entre un ciclo y el
siguiente. Muy pocos poseen tal poder, o tan terrible responsabilidad. Se dice que, en
ocasiones, duerme. Tiene hermanos, según he oído, y todos comparten con él la tarea
de cuidar de la Balanza, pero yo sé algo más de sus actividades, por mis estudios
sobre el tema. Algunos dicen que ya está sembrando las semillas, tanto para la
salvación como para la destrucción, del próximo ciclo, pero me parece una idea
demasiado extravagante.
—Me pregunto si le volveré a ver. Dijo que su trabajo aquí había terminado, y
que el mío estaba a punto de concluir. ¿Por qué existirá una afinidad peculiar entre
ciertas personas y ciertos objetos? ¿Por qué Von Bek puede tocar el Grial, yo la
Espada del Dragón, y así sucesivamente?
Morandi Pag emitió un gruñido gutural. Zambulló su hocico en la chimenea e
inhaló una profunda bocanada de humo, sentándose a continuación en su butaca.
—Si determinados planes se llevan a cabo en determinados momentos, si ciertas
funciones son precisas para asegurar la supervivencia del multiverso, para que ni la
Ley ni el Caos adquieran jamás preponderancia, parece lógico que ciertos seres se

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emparejen con determinados aparatos poderosos. Después de todo, todas las razas
poseen leyendas a este respecto. Tales afinidades forman parte de la pauta. Y el
mantenimiento de esta pauta, del Orden, reviste capital importancia. —Carraspeó—.
Lo estudiaré a fondo más adelante. Será una forma interesante de pasar mis últimos
años.
—Ha llegado la hora de partir, príncipe Morandi Pag —dijo lady Phalizaarn—.
Hay que acometer una última y trascendental empresa, y esta fase concreta del juego
eterno habrá terminado. Debemos reunimos con el resto de nuestro pueblo.
Morandi Pag inclinó la cabeza.
—Los barcos que escondimos para vosotros están dispuestos. Os esperan en el
puerto.
Von Bek, Alisaard y yo fuimos los últimos en subir a bordo de los esbeltos bajeles
Eldren. Nos rezagamos, despidiéndonos por última vez de los príncipes ursinos.
Nadie mencionó la posibilidad de volvernos a ver. Sabíamos que jamás ocurriría. Por
eso partimos con cierto pesar.
Los tres permanecimos de pie en la cubierta de popa del último barco, dejando a
nuestras espaldas los enormes acantilados de Adelstane y los riscos donde Morandi
Pag había vivido durante muchos años.
—¡Adiós! —grité, saludando con la mano a los últimos miembros de aquella
noble raza—. ¡Adiós, queridos amigos!
—Adiós, John Daker —resonó la voz de Morandi Pag—. Que descanséis como
deseáis.
Navegamos durante un día hasta llegar a un lugar en que grandes chorros de luz
atravesaban las nubes y bañaban el ondulante mar. El resplandor irisado formaba un
círculo de altos pilares, una especie de templo. Nos encontrábamos de nuevo en los
Pilares del Paraíso.
El viento henchía las velas triangulares de los bajeles Eldren, a medida que los
expertos marineros dirigían los barcos entre las columnas. Desaparecieron uno a uno,
hasta que sólo quedó el nuestro.
Entonces, Alisaard se quitó el yelmo. Echó hacia atrás la cabeza y entonó su
canción, llena de alegría.
Tuve otra vez la impresión de que era Ermizhad la que allí se erguía, como se
había erguido a mi lado durante nuestras aventuras, mucho tiempo atrás. Pero el
hombre al que esta mujer amaba no era Erekosë, el Campeón Eterno. Era el conde
Ulrich von Bek, noble de Sajonia, exiliado de la obscenidad nazi, y no cabía ninguna
duda de que su amor era recíproco. Los celos ya no se apoderaron de mí. Habían sido
una aberración provocada por el Caos. Sin embargo, me invadía una profunda
soledad, una tristeza que jamás me abandonaría, pasara lo que pasara. Oh, Ermizhad,
lloré tu pérdida mientras nos mecíamos entre los Pilares del Paraíso hasta desembocar

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en los mares gloriosos de Gheestenheem, bañados por la luz del sol.
Nuestra flota navegó en dirección a Barobanay, la antigua capital de las Mujeres
Fantasma.
Las mujeres que abarrotaban las cubiertas y conducían las naves todavía se
cubrían con sus delicadas armaduras de marfil tallado, aunque ya no llevaban los
yelmos que las disfrazaban y protegían en otro tiempo, provocando el temor de sus
enemigos en potencia.
Cuando entramos por fin en el puerto quemado y devastado, y contemplamos las
negras ruinas de la ciudad que había sido tan bella, segura, confortable y civilizada,
muchas de ellas lloraron.
Lady Phalizaarn se irguió sobre las piedras del muelle y se dirigió a las mujeres
Eldren.
—La ciudad ya no es más que un recuerdo, un recuerdo que jamás debemos
olvidar. Sin embargo, no nos lamentemos, porque pronto, si la promesa de las
leyendas es cierta, partiremos por fin hacia nuestro verdadero hogar, hacia la tierra de
nuestros hombres. Y los Eldren volverán a ser fuertes, en el mundo que les pertenece,
y que no podrá ser amenazado por bárbaros salvajes, de ninguna especie. Una nueva
historia de nuestra raza da comienzo. Una historia gloriosa. Pronto, al igual que
nosotras nos reuniremos con nuestros hombres, el dragón hembra será liberado y se
unirá con su macho. Dos fuertes miembros del mismo cuerpo, igualmente poderosos,
igualmente tiernos, igualmente capaces de construir un mundo más bello que el que
disfrutamos aquí. John Daker, muéstranos la Espada del Dragón. ¡Muéstranos nuestra
esperanza, nuestra realización, nuestra resolución!
Eché hacia atrás la capa, obedeciendo sus órdenes. Al cinto llevaba la Espada del
Dragón, envainada desde la batalla librada en las afueras de Adelstane. Desenganché
la vaina del cinturón y alcé la hoja para que todo el mundo la viera, pero sin sacarla
de su funda. Durante mis conversaciones con lady Phalizaarn habíamos llegado al
acuerdo de que sólo la desenvainaría una vez más, jurando que sería la última.
De haber podido, la habría entregado a la Anunciadora Electa para que hiciese lo
que era necesario, pero sabía que sólo yo podía tocar el ponzoñoso metal de aquella
extraña espada.
Las mujeres Eldren desembarcaron y deambularon entre los edificios destruidos,
las cenizas y las vigas ennegrecidas por el fuego de Barobanay.
—¡Traednos lo que hemos guardado a lo largo de nuestro prolongado exilio! —
gritó lady Phalizaarn—. Traednos la Esfera de Hierro.
Von Bek y Alisaard se pusieron a mi lado. Ya habíamos hablado de lo que debía
hacerse. Morandi Pag había ofrecido su ayuda a Von Bek para que pudiera regresar a
su mundo, pero el conde prefirió quedarse con Alisaard, al igual que yo fui el único
humano que se quedó con los Eldren, con mi Ermizhad. Me cogieron del brazo en un

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gesto de solidaridad, fortaleciendo mi resolución, porque yo había hecho un pacto
conmigo mismo, con John Daker, y estaba decidido a cumplirlo.
Las Mujeres Fantasma, con sus corazas de marfil manchadas de polvo negro, no
tardaron en salir de las ruinas, cargadas con un gran cofre de roble que transportaban
mediante unos palos encajados en abrazaderas de hierro, fijas a unas bandas también
de hierro que ceñían la madera. Era un cofre muy antiguo, que hablaba de una época
diferente. No se parecía a nada que poseyeran las Eldren.
A un lado, el sol continuaba arrancando destellos del océano azul; al otro, la brisa
agitaba las cenizas humeantes de la ciudad arrasada. Las mujeres Eldren no dejaban
de observarme desde el muelle y desde sus esbeltas naves, mientras el cofre de roble
se abría y sacaban de su interior el objeto al que llamaban la Esfera de Hierro.
Era una especie de yunque, como si hubieran seccionado el tronco de un árbol y
colocado el fragmento sobre un pedestal, transformando el conjunto a continuación
en pesado hierro colado. Parecía una mesa pequeña, y su superficie revelaba que
generaciones de herreros habían trabajado el metal.
Había runas esculpidas en la base de la Esfera de Hierro, muy similares a las que
había observado en la hoja de la espada.
Depositaron el yunque a mis pies.
Percibí confianza y expectación en todos los rostros. Todas aquellas generaciones
habían esperado este momento, reproduciéndose como mejor podían, adoptando una
forma de vivir artificial que les desagradaba, pero alimentando el sueño de que algún
día sería corregido el error cósmico que les había costado sus hombres y su futuro. Yo
también había luchado para que ese día llegara. Todo lo demás había sido secundario.
Por amor a la raza que me había adoptado, a la mujer que adoraba y que me había
querido intensa y profundamente, yo había partido en busca de la Espada del Dragón.
—¡Desenvainadla, Campeón! —gritó lady Phalizaarn—. Mostrad vuestra espada
para que la veamos por última vez. Desenvainad el poder que fue creado para ser
destruido, que fue forjado por el Caos para servir a la Ley, que fue hecho para oponer
resistencia a la Balanza y cumplir su destino. Desenvainad vuestra poderosa espada.
Que ésta sea la última acción del héroe llamado Campeón Eterno. ¡Desenvainad la
Espada del Dragón!
Cogí la vaina con la mano izquierda y el pomo de la espada con la derecha. Y
poco a poco la saqué de su funda para que el resplandor negro surgiera del metal
verdinegro esculpido con innumerables runas, como si toda la historia de la espada
estuviera escrita en su hoja.
La levanté en el aire radiante de Gheestenheem, ante las mujeres Eldren. Dejé
caer la vaina y cogí la Espada del Dragón con las dos manos. La alcé hasta que todas
pudieron ver el oscuro metal viviente y la diminuta llama amarilla que parpadeaba en
su interior.

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Y la Espada del Dragón empezó a cantar. Era una canción dulce y salvaje, una
canción tan vieja que hablaba de una existencia más allá del tiempo, más allá de todas
las preocupaciones de mortales y dioses. Hablaba de amor y odio y crimen y traición
y deseo. Hablaba del Caos y de la Ley y de la tranquilidad de un equilibrio perfecto.
Hablaba del futuro, el pasado y el presente. Y hablaba de todos los millones de
millones de mundos del multiverso, de todos los mundos que había conocido, de
todos los que le quedaban por conocer.
Y entonces, ante mi asombro, las mujeres Eldren le hicieron coro. Cantaron en
perfecta armonía con la espada. Y descubrí que yo también coreaba el cántico,
aunque desconocía las palabras que pronunciaban mis labios. Nunca me había creído
capaz de entonar tan bien.
El coro fue tomando cuerpo. La Espada del Dragón vibraba de éxtasis, un éxtasis
que se reflejaba en los rostros de todos los que presenciábamos la ceremonia.
Levanté la espada sobre mi cabeza. Grité, sin saber lo que decía. Grité, y mi voz
expresó todos mis sueños, todos mis anhelos, todas las esperanzas y temores de un
pueblo.
Temblaba de goce, de admiración y de algo similar al miedo cuando descargué la
espada, de un limpio y veloz movimiento, sobre la Esfera de Hierro.
El yunque, todo cuanto poseían aquellas mujeres para no olvidar su destino,
pareció brillar con la misma luz extraña que proyectaba la Espada del Dragón.
Los dos objetos se encontraron. Se produjo un sonido ensordecedor, como si
todos los planetas, barreras cósmicas y soles del multiverso se rompieran a la vez. Un
sonido monstruoso, pero bello. El sonido de un destino cumplido.
La espada, antes tan pesada, era ahora ligera en mis manos. Y vi que la hoja se
había partido en dos, que una parte había quedado empotrada en la Esfera de Hierro,
y la otra seguía en mi mano. La increíble sensación de placer que impregnaba todo mi
cuerpo me provocó un estremecimiento. Tragué saliva y proseguí la canción, la
canción que las mujeres cantaban, la canción de los Eldren, la canción de la Espada
del Dragón y de la Esfera de Hierro.
Mientras la entonábamos, algo parecido a una llama brotó del yunque, algo que
había sido liberado de la espada y que, por espacio de unos instantes, habitó también
en la esfera. Ondeó, se contorsionó, y se incorporó al cántico. Éste se transformó en
un rugido, coreado por las gargantas de todas las mujeres, y la llama adquirió mayor
fuerza e intensidad y empezó a cobrar formas, y colores, y tuve la sensación, en tanto
me apartaba de su calor, de que se trataba de la fuerza más poderosa que había
contemplado en mis encarnaciones. Porque era la fuerza del deseo humano, de la
voluntad humana, de los ideales humanos. Creció y creció. El fragmento de espada se
deslizó de mi mano. Caí de rodillas, mirando cómo la presencia tomaba forma, sin
dejar de rugir, ondeando y contorsionándose, ocultando el sol.

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Era un animal inconmensurable. Un dragón hembra cuyas escamas se agitaban
bajo la luz del sol y cuya cresta brillaba con los colores más intensos del arco iris. Un
dragón cuyas rojas fosas nasales escupían llamas y cuyos colmillos blancos
entrechocaban, un dragón de anillos que subían hasta el cielo con exquisita gracia, de
alas inmensas que batieron con fuerza cuando el animal ascendió hacia el límpido
firmamento azul.
Y la canción prosiguió. Y el dragón y las mujeres y yo la coreamos. Y también el
yunque, aunque la voz de la espada se iba debilitando. Aquel ser maravilloso subió y
subió, batiendo las alas; subió hasta dar la vuelta, virar y caer en picado, rozando las
aguas, remontándose de nuevo hacia el sol, gozando de su fuerza, de su libertad, de
estar vivo.
Entonces, el dragón rugió. Su cálido aliento bañó nuestros rostros, insuflándonos
vida. Abrió su gran boca y entrechocó los colmillos en una orgía de liberación. Bailó
para nosotros. Cantó para nosotros. Nos hizo una exhibición de su poder. Y nos
sentimos en total armonía con él. Sólo había experimentado esa sensación una vez, y
el recuerdo de aquel tiempo se había desvanecido. Lloré de placer.
El dragón hembra regresó. Sus alas multicolores, como las de un enorme insecto,
batieron con un propósito diferente.
Volvió hacia nosotros su larga cabeza de saurio, nos miró con sus enormes y
tiernos ojos y expulsó el aliento con violencia. Nos estaba llamando, nos pedía que la
siguiéramos.
Von Bek me cogió la mano.
—Venga con nosotros, Herr Daker. Atravesemos la Puerta del Dragón. ¡Seremos
tan felices al otro lado!
Y Alisaard enlazó mi brazo.
—Todos los Eldren os honrarán eternamente —aseveró.
Pero les dije con tristeza que no podía ser.
—Ahora sé que debo ir al encuentro del Bajel Negro. Es mi deber y mi destino.
—Pero usted dijo que ya no deseaba ser un héroe.
Von Bek estaba sorprendido.
—Es cierto. Mas ¿acaso no seré un héroe en el mundo de los Eldren? Mi única
esperanza de librarme de esta carga es quedarme aquí. Lo sé.
Todas las mujeres habían subido a sus barcos. Muchas ya se habían hecho a la
mar, meciéndose sobre las olas coronadas de espuma, guiadas por el dragón. Me
saludaron con la mano, sin dejar de cantar.
—Partid —dije a mis amigos—. Partid y sed felices. Eso me consolará de vuestra
pérdida, os lo prometo.
Y así nos separamos. Von Bek y Alisaard fueron los últimos en subir a bordo del
último bajel que zarpó del puerto. Vi que el viento henchía su vela triangular y la

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esbelta proa cortaba las mansas aguas.
El gran dragón hembra, por fin libre, según la leyenda, describió un círculo
completo en el cielo, por el puro placer de volar.
El círculo permaneció cuando el animal se hubo ido. Un disco rojo y azul que se
ensanchó poco a poco hasta tocar las aguas. Los colores se hicieron más complejos.
Miles de tonos oscuros e intensos rielaron sobre el agua. El gran dragón atravesó el
círculo, desapareciendo casi al instante. Por él pasaron las naves Eldren, que también
fueron engullidas. Se habían reunido con los suyos. ¡Los dragones y su estirpe mortal
juntos por fin!
El círculo se desdibujó, y luego desapareció.
Me hallaba en un mundo desierto.
Estaba solo.
Miré las dos mitades de la espada, el yunque. Se diría que habían sostenido pesos
enormes. Parecían haberse fundido, aunque conservaban la forma. No supe por qué
tenía esa impresión.
Moví la empuñadura de la espada con el pie. Por un momento estuve tentado de
cogerla, pero luego me aparté con un encogimiento de hombros. No deseaba volver a
relacionarme con espadas, magia o con el destino. Sólo deseaba volver a casa.
Me alejé del puerto. Caminé entre las ruinas de la ciudad Eldren. Recordé
destrucciones semejantes. Recordé cuando, como Erekosë, Campeón de la
Humanidad, había conducido a mis ejércitos contra una ciudad como aquélla, contra
un pueblo llamado Eldren. Rememoré aquel genocidio. Y me acordé de otro, cuando
había comandado a los Eldren contra mi propia raza.
Sin embargo, la culpa que pesaba sobre mí desde entonces, ya no estaba presente.
Intuí que me había redimido de todo. Me había enmendado y me sentía entero.
No obstante, me afligía haber perdido a Ermizhad. ¿Volvería a reunirme con ella?
Más tarde, hacia el anochecer, volví al muelle y contemplé la puesta de sol. Todo
estaba en silencio. Reinaba la calma. Con todo, no disfrutaba de aquella soledad,
porque era el resultado de la ausencia de vida.
Algunas aves marinas volaban y graznaban. Las olas lamían las piedras del
muelle. Me senté sobre la Esfera de Hierro, contemplando las dos mitades de la
espada, y preguntándome si debería haberme marchado con las Eldren, de regreso a
su mundo.
Y entonces oí el sonido de unos cascos detrás de mí. Me volví. Un hombre
montado que tiraba de otro corcel. Un sujeto pequeño, deforme, vestido de bufón.
Sonrió y me saludó.
—¿Te apetece dar un paseo a caballo conmigo, señor Campeón? Un poco de
compañía me irá bien.
—Buenas noches, Jermays. Confío en que no me traigas nuevas noticias acerca

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de hados y predestinaciones.
Monté en mi cabalgadura.
—Nunca me interesaron mucho esas cosas, ya lo sabes. Desempeñar un papel
importante en la historia del multiverso no me compete a mí. Estos últimos tiempos
son, tal vez, los más activos que he vivido. No me arrepiento, aunque me hubiera
gustado presenciar la derrota de Sharadim y el destierro del Caos. Has llevado a cabo
un enorme trabajo, ¿eh, señor Campeón? Quizá el más grande de tu carrera.
Meneé la cabeza. No lo sabía.
Jermays me guió a lo largo de la orilla, junto a los acantilados blancos. El sol
prestaba al cielo un tono intenso y maravilloso, y acariciaba el mar. Conseguía que
todo pareciera perenne e inexpugnable.
—Tus amigos se han ido, ¿verdad? —preguntó mientras cabalgábamos—. El
dragón al dragón, las Eldren a los Eldren. Me pregunto qué clase de dinastía fundará
Von Bek, qué historia derivará de todo lo ocurrido. Otro ciclo dará comienzo antes de
que tengamos una mínima idea del destino de Melniboné.
El nombre me era familiar. Despertó débiles recuerdos, pero los deseché. No
quería más reminiscencias, pasadas o futuras.
No tardó en hacerse de noche. La luz de la luna brillaba como plata pura sobre el
mar. Rodeamos un cabo, la marea ondeaba a nuestros pies, y vi la silueta de un barco
anclado en la pequeña bahía.
Tenía cubiertas elevadas, a proa y a popa, y sus cuadernas llevaban grabados toda
clase de diseños barrocos. Contaba con una proa ancha y curvada, y su único mástil
sostenía una gran vela acurrullada. El bajel disponía de un timón en cada una de sus
cubiertas, igual que si pudiera dirigirse desde la proa o desde la popa. Se mecía
suavemente sobre el agua, como en espera de un cargamento.
Jermays y yo espoleamos a nuestros caballos hacia los bajíos.
—¡Ah del barco! —gritó el enano—. ¿Aceptáis pasajeros?
Una figura apareció en la barandilla. Se apoyó en ella y, en apariencia, miró por
encima de nuestras cabezas a los acantilados. Comprendí al instante que era ciego.
Una neblina rojiza se estaba formando alrededor del barco. Era tenue, y no
parecía agitarse con los movimientos del mar, sino con los del sombrío bajel. Miré
hacia el mar, pero la luna estaba oculta por las nubes y no vi nada. La niebla rojiza se
iba espesando.
—Subid a bordo —dijo el ciego—. Sed bienvenidos.
—Ahora, debemos separarnos —afirmó Jermays—. Creo que pasará mucho
tiempo antes de que volvamos a encontrarnos, tal vez en otro ciclo. Hasta la vista,
señor Campeón.
Me palmeó la espalda, dio la vuelta a su corcel y cabalgó hacia la orilla. Los
cascos retumbaron en la arena y no tardó en desaparecer.

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Me introduje en el agua. Estaba caliente. Me llegó al pecho antes de que asiera la
escalerilla y empezara a trepar. La niebla roja no cesaba de espesarse. Me impedía ver
la orilla.
El ciego olfateó el aire.
—Hemos de zarpar. Me alegro de que hayas decidido venir. Ya no llevas espada,
¿eh?
—No la necesito —respondí.
Gruñó en respuesta y ordenó que izaran la vela. Vi las sombras de los hombres en
el cordaje cuando seguí al piloto ciego hasta su camarote, donde su hermano, el
capitán, nos esperaba. Oí que la vela se desplegaba y el viento la hinchaba. Oí que
levaban anclas. El barco sufrió una sacudida y se deslizó hacia el mar. Supe que, una
vez más, navegábamos por aguas que flotaban entre los mundos.
Los brillantes ojos azules del capitán eran gentiles cuando me indicó la comida
que habían preparado para mí.
—Debes de estar cansado, John Daker. Has realizado un gran esfuerzo, ¿eh?
Me quité mis prendas de piel. Suspiré aliviado cuando me serví vino.
—¿Hay más gente a bordo esta noche? —pregunté.
—¿De tu raza? Sólo tú.
—¿Adonde nos dirigimos?
Estaba dispuesto a aceptar las instrucciones que me dieran.
—Oh, a ningún sitio importante... Veo que no llevas espada.
—Vuestro hermano ya se ha dado cuenta. La dejé rota en el muelle de Barobanay.
Ahora ya no sirve de nada.
—Es cierto —convino el capitán, bebiendo un vaso de vino—, pero tendrá que
ser forjada de nuevo. Tal vez en dos espadas, como era antes.
—Una nueva espada de cada parte. ¿Hay bastante metal para ello?
—Creo que sí, pero eso no debe importarte, al menos por un tiempo. ¿Quieres ir a
dormir?
—Estoy cansado.
Me sentía como si llevara siglos sin descansar. El timonel ciego me condujo hasta
mi vieja y conocida litera. Me tendí y casi al instante empecé a soñar. Soñé con el rey
Rigenos y con Ermizhad, con Urlik Skarsol y los demás héroes que había sido. Y
después soñé con dragones. Cientos de dragones. Dragones cuyo nombre conocía, y
que me querían como yo a ellos. Y soñé con grandes flotas. Con guerras. Con
tragedias y con placeres imposibles, con hechizos y con tórridos romances. Soñé con
brazos blancos que me rodeaban. Soñé otra vez con Ermizhad. Y luego soñé que
estábamos juntos de nuevo y me desperté riendo, recordando un fragmento de la
canción del dragón que las mujeres Eldren habían coreado.
El timonel ciego y su hermano el capitán se hallaban frente a mí. También

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sonreían.
—Ha llegado la hora de desembarcar, John Daker. Ha llegado la hora de que
recibas tu recompensa.
Me levanté. Iba vestido únicamente con pantalones de piel y botas, pero no sentí
frío. Les seguí hasta la oscuridad de la cubierta. Distinguí la luz amarillenta de
algunas lámparas. Creí vislumbrar la línea de una costa a través de la niebla rojiza.
Primero vi una torre, y después otra. Parecían fijar los límites de un puerto.
Escruté las tinieblas, intentando distinguir más detalles. Las torres me resultaban
familiares.
El timonel ciego me llamó desde abajo. Se hallaba en una chalupa, preparado para
conducirme a tierra. Me despedí del capitán y bajé hasta la barca, sentándome en un
banco.
El ciego se puso a remar con energía. La niebla roja se espesó todavía más. Pensé
que debía de faltar poco para el amanecer. Las torres gemelas estaban unidas por un
puente. Por todas partes brillaban miles de luces. Oí el tenebroso aullido de lo que, al
principio, tomé por un monstruo marino. Después, comprendí que se trataba de un
barco.
El timonel desarmó los remos.
—Has llegado a tu destino, John Daker. Te deseo buena suerte.
Puse pie con cautela en el barro resbaladizo de la orilla. Oí un zumbido sobre mi
cabeza. Percibí voces. Y luego, cuando el timonel desapareció en la niebla roja, me di
cuenta de que ya había estado antes en aquel lugar.
Las torres gemelas eran las del Puente de la Torre. Los sonidos que me llegaban
eran los propios de una metrópoli moderna. Los sonidos de Londres.
John Daker había regresado a casa.

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Epílogo
Me llamo John Daker. En un tiempo fui llamado el Campeón Eterno. Es posible
que algún día vuelva a adoptar ese nombre. De momento, sin embargo, vivo en paz.
Al aferrarme a esta identidad (la auténtica, si lo preferís), pude resistir y derrotar a
los poderes del Caos. Como recompensa, se me permitió reanudar mi vida como John
Daker.
Cuando el rey Rigenos me llamó para ser el Campeón de la humanidad, estaba
descontento de mi vida. La consideraba frívola, carente de color. Sin embargo, ahora
me he dado cuenta de que, en realidad, es muy rica, y de que el mundo en que vivo
resulta muy complejo. Merece la pena gozar de esta complejidad. He llegado a la
conclusión de que la vida en una gran urbe del siglo xx puede ser tan intensa y
satisfactoria como cualquier otra. La verdad es que ser un héroe, perpetuamente en
guerra, equivale en cierto modo a ser siempre un niño. El auténtico desafío consiste
en darle sentido a la vida, en imbuirla de un propósito basado en los principios
personales.
Aún conservo recuerdos de aquellos otros tiempos. Todavía sueño a menudo con
las grandes espadas que empuñé, con los caballos de guerra, con las barcazas, con
extraños seres y ciudades mágicas, con los brillantes estandartes y la gloria de un
amor perfecto. Sueño con cargar contra el Caos, con alzarme en armas contra el cielo
en nombre del infierno, con ser la guadaña que segó a la humanidad... Pero he
descubierto experiencias igualmente intensas en este mundo. Basta con que
aprendamos a reconocerlas y disfrutarlas.
Eso es lo que aprendí cuando me enfrenté con el archiduque Balarizaaf, la
princesa Sharadim y el príncipe Flamadin en el Principio del Mundo, cuando
luchamos por la Espada del Dragón.
No deja de ser irónico que lograra salvarme, a mí y a los que quería, al recordar,
en aquel momento crucial, mi identidad de simple mortal. El papel de héroe comporta
sutiles peligros. Me alegro de no necesitar ya tenerlos en cuenta.
John Daker ha vuelto a casa. El ciclo se ha completado; la saga ha encontrado una
conclusión. En algún lugar, sin duda, el Campeón Eterno continuará luchando por
mantener el Equilibrio Cósmico. Y en sus sueños, al menos, John Daker recordará
esas batallas, como también evocará en algunas ocasiones un inmenso campo de
estatuas que llevan su nombre... De momento, sin embargo, no le hace ninguna falta
participar en batallas, ni preguntarse por el significado de ese campo.
Todavía añoro a mi Ermizhad, por supuesto. Jamás amaré a nadie como la amé a
ella. Estoy seguro de que la encontraré, no en algún extravagante reino del
multiverso, sino aquí, tal vez en esta ciudad, en Londres. ¿Me seguirá buscando,
como yo la busco a ella? No pasará mucho tiempo antes del reencuentro.

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Y, cuando llegue ese momento, ninguna espada forjada en este mundo o en otro
conseguirá separarnos.
Y viviremos en paz.
Aunque nuestra esperanza de vida sea la de los seres humanos normales, será
nuestra vida, nuestros años. Nos veremos libres de designios cósmicos, libres de
hados y grandiosas predestinaciones.
Seremos libres para amar como siempre deseamos hacerlo; libres para ser las
criaturas imperfectas, finitas y mortales que, desde el primer momento, anhelamos
ser.
Y, al menos durante esos años, el Campeón Eterno gozará del descanso.

FIN

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