Fenomenologia
Fenomenologia
Fenomenologia
Fenomenología
Índice
3.3. La temporalidad
4. El yo y los otros
8. Bibliografía
9. Referencias en internet
Brentano rechaza que ese sea el único modo de entender la psicología, y también que toda
la vida —teórica o práctica— de la conciencia se resuelva al fin y al cabo en materia, en
naturaleza física. El materialismo o naturalismo imposibilita entender vivencias tan evidentes
como el conocimiento, la volición de fines o el amor a bienes no sensibles. Brentano
desarrolla entonces otra forma de hacer psicología, que será llamada psicología descriptiva o
fenomenológica. Ésta se apoya ciertamente en la experiencia, pues el racionalismo idealista no
es menos arbitrario e infundado que el psicologismo, pero no se limita a constataciones
empíricas sensibles, sino que descubre además contenidos y leyes intrínsecamente necesarios.
Una psicología que, además, identifica su propio objeto no en los procesos orgánicos, sino en
las vivencias, cuya peculiaridad es que poseen intencionalmente esos contenidos objetivos.
Dichos contenidos y leyes, por ejemplo, de la lógica o de las matemáticas, pero también los
conceptos fundamentales de la ética, poseen inteligibilidad y legalidad por sí mismos, con
independencia de las condiciones empíricas de los actos en los que aparecen; esto es, tienen
una esencia o consistencia ideal, apriórica, respecto a la experiencia. Ciertamente,
descubrimos y percibimos ese sentido en la experiencia, pero se descubre en el contenido de
ésta, y no en su mera facticidad, ni tampoco proyectada —al modo kantiano— por nuestro
modo de pensar. Por eso, el sentido fenomenológico de la expresión “a priori” difiere
radicalmente del kantiano: lo a priori es lo pensado, no el pensar.
La fenomenología propone —mejor, exige— que para descubrir esas verdades ideales, que
sostienen toda inteligibilidad teórica y práctica, hay que cambiar de actitud intelectual e
incluso vital. Desde siempre —como ya vio Platón—, la mirada y la mente humanas se
encuentran fuertemente inclinadas a lo material; y especialmente desde la modernidad es
permanente el acoso de la mentalidad cientificista con su pretensión de imponer su
reduccionismo materialista. Y eso termina por configurar el modo de pensar de las gentes, por
más que su modo de vivir no pueda explicarse en absoluto con ese modelo mecánico material.
Sea cual sea el motivo —desde luego extraño— tendemos espontanea o naturalmente a vivir
en una actitud según la cual lo que existe es ese gran cosmos material del que formamos una
minúscula parte; se vive, entonces, de la satisfacción de necesidades y a la búsqueda de la
utilidad para resolver problemas vitales y sociales. Ésta es la actitud natural que la
fenomenología describe como prevalente punto de partida del hombre corriente moderno, sin
por ello negar que en otra época o cosmovisión se viviera o se pueda vivir en otra actitud
natural.
Pero dicha actitud natural es en realidad una actitud que convierte al ser humano y a su
vivir en un fragmento de la naturaleza necesaria, sea física, biológica, económica, social,
política, etc. Por eso hay que superarla, igual que había que superar el psicologismo. Es más,
sólo trascendiéndola se logran ver las verdades de las que en realidad se nutre la existencia
humana —y por tanto la propia actitud natural—, por lo que únicamente un cambio de actitud
es lo que permite una vida genuinamente humana; en otras palabras, modificar la actitud
natural viene a ser nada menos que un imperativo humano, moral. La tarea es, entonces,
liberarse de esa fortísima inclinación natural, naturalista, mediante una poderosa reflexión. Se
requiere un explícito y esforzado ejercicio para caer en la cuenta de que nuestro vivir
cotidiano y natural se alimenta o está animado por verdades propiamente, y no por meros
hechos mecánicos. Este ejercicio reflexivo pretende ante todo la contemplación de la vida
humana para dejar que se nos aparezca en su verdad y sentido. Porque la verdad profunda y el
sentido último que anhelamos como seres racionales sólo pueden aparecer y ser
contemplados, y no producidos como las verdades y sentidos simplemente útiles. Por eso, esa
nueva actitud es una actitud que contempla lo que se aparece, es una actitud fenomenológica
(aparecer se dice en griego phainesthai, verbo del que proviene la palabra fenómeno); y es
también una actitud que trasciende el escenario material, es una actitud trascendental.
Ahora bien, ¿cómo se realiza ese ejercicio?, ¿cómo se pasa de la actitud natural a la actitud
fenomenológica o trascendental? Mediante la reducción fenomenológica. Ésta consiste, ni más
ni menos, en la reflexión sobre la actitud natural, en su contemplación para hacerse cargo de
ella y poder descubrir su sentido. Y para ello es preciso distanciarse de dicha actitud natural,
suspender o neutralizar la potente creencia en las cosas mundanas que la constituye, ponerla
entre paréntesis (epojé) para observarla en sí misma sin que nos remita inmediata e
inevitablemente a la realidad material. Pero lo que no hace —no debe hacer— la actitud
fenomenológica, lo que no es la reducción fenomenológica es dudar de las creencias de la
actitud natural, y mucho menos negarlas. Si se introdujera la duda o la negación de la actitud
natural, ésta se modificaría, y ya no podría contemplarse tal como es, que es de lo que se trata.
Es más, en realidad esa supuesta duda o negación supondría una modificación de nuestra
relación con las cosas, una transformación dentro de la actitud natural. Y precisamente lo que
se pretende es retroceder, salir, de la actitud natural.
Así pues, la actitud fenomenológica no rehúye ni desprecia la realidad, sino que la quiere
comprender tal como es y se aparece, tal como se da. Pero para ello no basta una simple
descripción; es necesaria una depuración, que de nuevo no supone pérdida sino limpieza. Y
esa depuración se da de dos modos. En primer lugar, hay que desprenderse de cualquier
presupuesto interpretativo con los que habitualmente comprendemos y tratamos con las cosas.
También esas interpretaciones heredadas, contagiadas y amalgamadas de muchas maneras
deben ponerse entre paréntesis. Sólo así se deja que el fenómeno (la cosa que se da) se
muestre ella misma. Para la fenomenología es imperativa la cancelación de teorías previas
acerca de lo contemplado. Y en segundo lugar, como lo que interesa es lo que se muestra en sí
mismo, su esencia, su “eidos”, hay que dejar de lado todo aspecto que no pertenezca a dicha
esencia. No todo es esencial, aunque todo tiene su esencia. Es decir, no todo lo que se da en un
fenómeno es elemento necesario constituyente de él, y para ver su índole propia hay que
prescindir de lo accidental, como siempre ha hecho la filosofía mediante la abstracción
(aunque con el término “abstracción” Husserl se refiere normalmente —para criticarla— a la
abstracción generalizadora e inductiva del empirismo moderno, denominando la auténtica
abstracción clásica como intuición eidética).
De manera que, por cierto, con la llamada intuición eidética la fenomenología no se refiere
a una extraña percepción poco menos que mística. Se trata sencillamente de la captación
inmediata o directa de algo en su esencia, de la esencia de algo, por oposición a generalización
por inducción a partir de varios casos y a deducción a partir de otros conocimientos;
exactamente del mismo modo que por aquellos años proponía también el francés Henri
Bergson (1848-1936).
Pues bien, ¿qué descubre esa actitud y reducción fenomenológicas? Ya se ha dicho que, en
primer lugar, sentido. Pero además se advierte que todo sentido lo es de posibles experiencias
originarias en distintas modalidades, según las cuales los sentidos aparecen diversamente. Y
entonces, como ulterior rebasamiento o ampliación de la realidad bruta, se abre todo el mundo
de esas experiencias, es decir, la vida de la conciencia. A su vez, en esa vida se vislumbran
dimensiones por explorar: la misma vida, el tiempo en que fluye, el proprio yo, el cuerpo que
y con el que el yo percibe, los otros, el mundo como horizonte de sentido y de sentidos, la
libertad y responsabilidad que nos distingue y nos apremia, etc. Y no se excluye que aún se
abran nuevas esferas abarcantes de todo lo anterior (acaso la historia, la creación, la
salvación…). A continuación se desplegarán estos temas típicos de la fenomenología. Cuanto
más detalladamente se exploran las vivencias de la conciencia donde aparecen sentidos, más
claros veremos éstos y más nos conoceremos a nosotros mismos.
Lo primero y lo más conocido que descubre la fenomenología es que las cosas se nos dan a
la conciencia en una relación intencional. Las cosas se nos aparecen ellas mismas, sin que
tengamos que suponer —como Kant— que ocultan su realidad tras esa apariencia, o sea, que
esa apariencia no es real. Al contrario, toda la experiencia empuja a admitir que las cosas se
muestran verdaderamente en su apariencia. «El modo como las cosas aparecen es parte del ser
de las cosas; las cosas aparecen como son, y son como aparecen. (…) Las cosas no sólo
existen; también se manifiestan ellas mismas como lo que son» [Sokolowski 2012: 24]. Y al
mismo tiempo, ese aparecer muestra nuestro modo de conocer, y por ende también nuestro
modo de ser. Comprender bien la intencionalidad supone superar el esquema espacial,
erróneo, de figurarse la realidad conocida como exterior y el mundo de la conciencia como
interior; retrotraerse al plano anterior —y más real— a la distinción entre sujeto y objeto. En
este esquema dualista se enredan artificiosamente todos los representacionismos,
naturalismos, inmanentismos e incluso la eterna disputa entre realismo e idealismo. De
manera que el análisis de los modos de la conciencia intencional revelan las estructuras de las
cosas del mundo y de nosotros mismos; pero sin confundir ni fundir, puesto que se trata de
una auténtica relación, esos dos polos objetivo y subjetivo. Por eso la fenomenología puede
definirse como «el estudio de la experiencia humana y de los modos en que las cosas se nos
presentan ellas mismas en y a través de dicha experiencia» [Sokolowski 2012: 10].
Pues bien, la fenomenología husserliana comienza dicho análisis, en el ámbito teórico, con
los actos más cotidianos y sencillos de esa esfera: los actos de significación lingüísticos. En
estos actos —que, con todo, no son primarios ni simples, como sí lo son los actos que Husserl
llama sensibles— se descubren estructuras fundamentales, ya materiales, que serán también
esenciales en todos los actos. Estas estructuras son, en primer lugar, la síntesis entre una
intención (en este caso significativa) y un cumplimiento intuitivo que llena o pretende llenar
(satisfacer, cumplir) esa intención. En segundo lugar, todo acto completo consta de dos
momentos que no pueden darse aisladamente (o no-independientes, en expresión de Husserl) a
los que se denomina “materia” y “cualidad” intencionales. Se trata de una diferencia en el
modo de referirse el acto a su objeto: según la “referencia” (materia) o según la “posición”
(cualidad). Por ejemplo, un acto de percepción contiene, como materia, la perspectiva o el
escorzo particular del objeto que se aparece y, como cualidad, la creencia (o doxa) en lo
percibido. Paralelamente, un acto de juicio se refiere a lo juzgado, según la materia, mediante
el sentido predicativo en que se determina el sujeto y, según la cualidad, mediante la posición
—afirmativa o negativa—. Y, en fin, también en un acto estimativo se distinguen, como
materia, el contenido de lo estimado y, como cualidad, la toma de posición afectiva. Hay,
además, diferencias estructurales verticales, por así decir, entre actos simples (o fundantes) y
actos fundados, y más acá del acto, entre los elementos materiales (o hyléticos) y lo que los
anima, dotándoles de referencia objetiva.
Además, el análisis de los actos y sus contenidos tal como se dan inmediatamente suele
denominarse “fenomenología estática”; mientras que la “fenomenología genética” es el
análisis de esos mismos actos y contenidos atendiendo más bien a su formación o
constitución, tanto pasiva como activa. Y esos dos modos o fases del análisis fenomenológico
se complementan necesariamente, pues la percepción inmediata incluye inconscientemente
una génesis o historia constitutiva (que va desde los movimientos corporales cinestésicos a la
acumulación de experiencias y conocimientos) añadida a aquel dato inmediato.
Ya el propio Brentano señalaba los actos de amor y de odio en general —los actos prácticos
— como una clase fundamental con leyes análogas a los actos de juicio. Y Husserl continuó y
desarrolló este pensamiento, tanto para los actos estimativos o valorativos como para los actos
propiamente prácticos o volitivos. Para ambas esferas rigen leyes propias, no prestadas de la
razón teórica. Con ello la esfera sentimental y volitiva alcanzan en la fenomenología un
estatus independiente, que habitualmente se les había negado, pues quedaban o subordinadas
al ámbito teórico o directamente abandonadas a la arbitrariedad. Sin embargo, no se trata de
dos razones diferentes, la teórica y la práctica, sino de dos lados de la misma razón. De este
modo, la fenomenología proporcionó también un poderoso impulso a las investigaciones sobre
la racionalidad práctica. En concreto, los análisis de los fenómenos afectivos sacaron a la luz,
ya en Husserl pero más prolijamente en Max Scheler (1874-1928) y en Dietrich von
Hildebrand (1889-1977), las cualidades de valor y las correspondientes investigaciones
axiológicas, tan fecundas en muchos campos.
Pero, además, el propio Husserl advierte que para la ética no basta con determinaciones
formales y generales, sino que hay que llegar a la persona singular. Es decir, no es suficiente
caracterizar al agente como un sujeto vacío, puro polo de actos, sino que debe alcanzarse a la
persona única y cualitativamente determinada. Así, aplicando el paso de la fenomenología
estática a la fenomenología genética, en ética se pasa del análisis de la simple estimación y
actuación al de la libre motivación y los hábitos. Análisis donde se descubren de nuevo
diversas síntesis de actos que, además o a la vez que constituyen sus respectivos objetos, se
van constituyendo y edificando entre sí teleológicamente. Y en tales análisis se llega entonces
a nociones tan personales como el amor como motivo y la vocación individual como fin.
Como se sabe, Scheler prolongará y enriquecerá extraordinariamente estas intuiciones, que
influirán no poco en diversas filosofías, e incluso teologías, que se han dado en llamar
personalistas.
3.3. La temporalidad
Pues bien, esa conciencia del tiempo interno, es decir, el flujo de esos presentes (cada uno
con su pasado y futuro), algo así como el pequeño motor del tiempo, estático y fluyente a la
vez, permite la conciencia de la continuidad —en una doble intencionalidad— de nuestra
identidad como agentes y de la identidad de los objetos como cosas del mundo. Una
conciencia que ciertamente nunca es plenamente adecuada o transparente, donde se dan
presencias y ausencias, algo percibido y algo que se nos escapa. Pero una conciencia que, aun
en ese claroscuro, es necesaria para acceder al yo como dativo de manifestación temporal y, a
la vez, a las cosas (y al mundo mismo) en su manifestarse temporalmente. La fenomenología
explora con su método, entonces, esos polos, objetivo y subjetivo, que nos descubre la
conciencia: el yo y el mundo.
4. El yo y los otros
Al volver la mirada al propio yo, percibimos inmediatamente una doble y peculiar realidad.
Por un lado, el yo es una cosa del y en el mundo como las demás cosas (el ego empírico); y
por otro, al mismo tiempo, el yo es el centro al que se da el mundo como correlato necesario,
el yo que conoce (el ego trascendental, porque trasciende las cosas mundanas conociéndolas).
Desde sus inicios, la fenomenología lucha constantemente por no reducir lo trascendental a lo
empírico, lo espiritual a lo material, según la permanente y recurrente tentación de todo
empirismo, naturalismo, psicologismo, biologismo, sociologismo, etc. Dicho de otra manera,
la fenomenología quiere respetar e incluso defender los fenómenos humanos como tales. De
ese modo, ve en el reconocimiento del yo trascendental y de sus operaciones racionales o
espirituales algo decisivo para hacerse cargo de lo propiamente humano. Y no se trata sólo del
plano cognoscitivo teórico, conceptual y discursivo, sino también de la percepción de
presencias y ausencias, del establecimiento de partes y todos, del recordar y anticipar
humanos, del verificar, del proponerse fines, del decidir moralmente, del percibir
sentimentalmente valores, del amar, etc.
Otra dimensión del yo humano cuyo estudio en el seno de la fenomenología ha sido muy
fecundo es la corporalidad. El yo no sólo se experimenta o vive como sujeto de actos, sino
también como cuerpo. Y dicha vivencia es desde luego única. El propio cuerpo se experimenta
simultáneamente de una doble manera (sobre todo mediante el sentido del tacto): como algo
exterior igual a otros cuerpos y como algo propio y vivido desde dentro. De un modo curioso,
el cuerpo se percibe como localizado en el espacio y tiempo mundanos y, a la vez, como
centro de toda percepción y “lugar” del yo trascendental. Aunque muy pronto aparecen
análisis de la experiencia del propio cuerpo en Edith Stein (1891-1942), fue sin duda Maurice
Merleau-Ponty (1908-1961) quien más y mejor ha desarrollado los estudios de cómo el yo
percibe el propio cuerpo.
Por su parte, Michel Henry (1922-2002) ha tratado de comprender cómo el yo vive ese
fenómeno primario y fundamental que es su vida misma, en su inmanencia más profunda y
radical.
Pero no sólo percibimos el propio yo, sino el de otros. De los otros sujetos tenemos también
experiencia directa, de manera que se aleja la impresión que de solipsismo podría tenerse en la
fenomenología como estudio de los actos de conciencia. Los demás los percibimos como
semejantes a nosotros, como otros dativos de revelación y aparición de la realidad; o bien
como unos que pueden responder a nuestro conocimiento y ante los que podemos vernos
como a su vez semejantes a ellos. Dicha experiencia se basa en la experiencia de otro cuerpo
como el propio, de un cuerpo donde domina por tanto —como en el mío— la conciencia. Se
trata de un experimentar el cuerpo del otro de modo semejante a como se experimenta el
propio, como un cuerpo que expresa pensamientos, que posee una vida consciente y una
temporalidad semejante, aunque distinta, a la propia.
Pero hay además otra vasta dimensión que se abre con la intersubjetividad. Y es que
experimentamos a los otros, y en el fondo todo un mundo intersubjetivo o común, a través de
la experiencia sencilla y directa de objetos. Es decir, cada vez que experimentamos cosas, las
vivimos también como a su vez experimentadas o experimentables por otros sujetos. Pues el
objeto que percibimos o pensamos no es sólo lo que de él percibimos o pensamos, sino que
contiene también, y así lo vivimos, lo que otros perciben o piensan (actual o potencialmente)
de él. Todo objeto se da, entonces, en una identidad también como visto —o como pudiendo
ser visto— por otros; en otras palabras, los objetos se aparecen como disponibles para otros,
como dados intersubjetivamente, de suerte que conocemos o valoramos las cosas como
cognoscibles o valiosas incluso en formas no dadas actualmente. Y de este modo, la
fenomenología descubre otro de sus campos más fecundos, el mundo común humano: el
mundo compartido por los sujetos y el mundo como horizonte de sentido de todos los objetos.
Aquí los análisis de Husserl no han sido superados, e incluso puede decirse que han sido poco
desarrollados o explicitados de modo relevante.
Heidegger pensó que Husserl concedía demasiada importancia a la intuición llevada a cabo
y descubierta en la conciencia; que, aunque Husserl decía haberlo superado, en el fondo
seguía dentro del paradigma cartesiano de la filosofía subjetivista moderna. Según Heidegger,
había que retroceder más radicalmente al suelo previo a la distinción entre sujeto y objeto.
Con toda probabilidad, este pensador se había dejado confundir por el confuso y ambiguo —
por descuidado— lenguaje de su maestro, y se había contagiado de la tesis nietzscheana según
la cual toda intelección y objetivación deforma irremediablemente su contenido genuino.
Además, a Heidegger le parecía que Husserl era intelectualista también en el sentido de que
no se comprometía con el mundo, o al menos no suficientemente. Este existencialista ve al
hombre más involucrado en el mundo —es el “ser-en-el-mundo” —, y como tal debe
comprometerse con él, con su trasformación, con su salvación (tal actitud llamará
extraordinariamente la atención de Sartre).
Uno de los aspectos de ese compromiso con el mundo es la atención a la temporalidad y la
historicidad. Husserl, por un lado, había rechazado las tradiciones heredadas por considerarlas
perjudiciales para intuir las vivencias en su esencia pura, había dejado de lado las filosofías de
la vida y de las concepciones del mundo; aunque, por otro, juzgaba necesario el análisis
genético de las vivencias y conceptos. Heidegger acentúa esto último retomando la
historicidad de las tradiciones y cosmovisiones. Desde esta perspectiva —e influido por
Schleiermacher y la hermenéutica teológica— afirma que toda descripción supone una
interpretación. Las pretendidas descripciones puras son, según él, una ingenua utopía. Es
necesario, pues, enmarcar la fenomenología en una hermenéutica radicalmente histórica.
Uniendo esto con el enfoque ontológico antes señalado se ve cómo para Heidegger la
fenomenología ya no es un análisis puro del yo y sus vivencias, sino una manera de formular
(y por tanto de interpretar) la pregunta por el ser. Hasta el punto de que, para él, la ontología
sólo es posible como fenomenología y como hermenéutica.
Otro importante pensador francés, claramente más relacionado con Heidegger que con
Husserl, es Jean-Paul Sartre (1905-1980). Este autor toma también la intencionalidad como
punto de partida de sus reflexiones, pero llevándola al extremo de negar la identidad del polo
subjetivo, vaciando y diluyendo así al sujeto. Más precisamente, la conciencia busca —en
virtud de su esencia intencional y referida al ser como tal— convertirse en ser, pero sin
conseguirlo nunca del todo. Curiosamente, al eliminar el polo subjetivo de la relación
intencional, Sartre deshace esa relación y termina tratando al hombre con la dinámica y el fin
de una cosa más del mundo. También como Heidegger, su estilo es exhortativo y dramático,
sin evitar el peligro de enfatizar por ello algunos puntos ignorando otros. Para él, el
compromiso con el devenir del mundo es esencial a la filosofía, por eso su pensamiento
termina por transitar de la metafísica a la política.
Finalmente, es una cuestión discutida si la hermenéutica, desarrollada sobre todo por Hans-
Georg Gadamer (1900-2002), y el pensamiento posmoderno de Michel Foucault (1926-1984),
de Jacques Derrida (1930-2004), y otros, pueden considerarse como una continuación de la
fenomenología, e incluso de la versión heideggeriana. Ciertamente se inspiran en ella: en
concreto, en la teoría de la significación de Husserl y en la hermenéutica existencial de
Heidegger; sobre todo, en general, en los análisis de la dualidad entre presencia y ausencia y
entre identidad y diferencia.
Y así como Gadamer pretende hacer una fenomenología de la comprensión, sin ceder al
escepticismo (por más que haya supuestos discípulos suyos en última instancia escépticos), en
Foucault y en Derrida se advierte un claro influjo de Nietzsche y un escepticismo
incompatible ya con la fenomenología. Estos últimos autores terminan negando la posibilidad
de la presencia plena de significado en un acto intencional, acentuando, en cambio, el
continuo y elusivo desplazamiento de todo significado a regiones ausentes y ocultas.
Siguiendo el fuerte espíritu nietzscheano que los anima, la fenomenología genética se reduce a
una mera herramienta útil en sus manos para poner al descubierto las estructuras
gnoseológicas y valorativas que no hacen sino imponer supuestas verdades y valores, sobre el
mundo y sobre el propio hombre. La filosofía debe, entonces, desenmascarar y deconstruir
esas estructuras para debilitar su poder hasta su desaparición en favor de la libertad individual
y, si acaso, del consenso democrático.
Por otro lado, la hermenéutica se distingue por la búsqueda del sentido expresado en el
lenguaje. Un sentido que podría confirmarse o refutarse si se logra establecer como el
efectivamente mentado; posibilidad, sin embargo, discutida entre los hermeneutas. Es decir, la
reflexión de la hermenéutica, y también la de la filosofía del lenguaje en general, se distancia
del lenguaje o discurso limitándose al sentido proposicional. La reflexión fenomenológica, en
cambio, es más universal al distanciarse de la actitud natural en su totalidad. Además, en la
reflexión proposicional estamos interesados pragmáticamente en la verdad de algo para
comprobarla, mientras que en la fenomenológica se busca la verdad no directamente para
verificarla, sino para contemplarla. Y como consecuencia, así como la reflexión proposicional
cambia la modalidad de los juicios, de creencia a duda (para indagar su ulterior confirmación),
la fenomenológica no los pone en duda ni cambia su modalidad en modo alguno. En realidad,
la investigación proposicional sigue dentro de la actitud natural, busca la verdad de lo que se
dice. Por el contrario, la fenomenología —por así decir— no quiere tanto buscar la verdad de
la actitud natural como contemplar esa verdad y esa actitud; trata de explicitar la estructura
intencional de lo vivido en actitud natural, y por eso no la modifica, pues entonces ya no la
podría ver tal cual es. La fenomenología —dígase una vez más— no intenta sustituir, con sus
verdades, la actitud natural, sino sólo contemplarla e iluminarla. En definitiva, la
fenomenología no es simple descripción ni análisis lingüístico, sino reflexión radical que va
más allá y que incluye a la misma actividad proposicional.
Por lo demás, algo similar puede decirse en relación a la filosofía de la ciencia. Tanto a ella
como a la fenomenología les interesa la ciencia (su método, fundamentación y función). Pero
la filosofía de la ciencia se haya más bien al servicio de la ciencia, buscando legitimarla y
acaso corregirla procedimentalmente; mientras que la fenomenología no pretende tanto servir
a la ciencia como contemplarla, y sólo después aparecerán claras y por sí solas las
limitaciones y el lugar de la ciencia en el saber humano y en la concepción del mundo (en el
señalado contraste entre el mundo de la vida y el mundo científico).
Sin duda, esta diversidad de enfoque o punto de partida general entre la metafísica clásica y
la fenomenología se explica en gran medida por las respectivas coyunturas históricas en que
vieron la luz, con sus problemas e inquietudes manifiestamente tan distintas. Y esta
consideración acerca de estas dos tradiciones —que no anima al historicismo ni al
eclecticismo, sino al rigor y a la riqueza posible del filosofar— vale igualmente para la
fenomenología misma. No hay una sola y única fenomenología como escuela, más que como
cierto método de aproximación y ciertas preguntas fundamentales; lo que hay son
fenomenólogos tratando temas diversos que salen a la luz gracias al método e inspiración
fenomenológicos, que no es sino el estudio y la reivindicación de la subjetividad.
8. Bibliografía
9. Referencias en internet
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