Silvia Schwarzbock - Actualidad de Lo Feo
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momento, es posible que recuerde la advertencia de Kant en la Crítica del juicio,
referida por Eco al comienzo del libro, de que lo feo, a diferencia de lo bello,
provoca una reacción pasional (reacción que el lector comprende que debe existir,
aunque le resulte imposible, para poder reaccionar ante las fealdades del pasado,
identificarse con el receptor de una época que no es la suya).
Para que algo sea feo siempre se dependió de la reacción ajena. Si lo que
alguien muestra, por desafiante que a él le parezca, no ofende a otros,
definitivamente no es feo (véase, si no, el drama de Quiste Sebáceo, el músico de
heavy metal satanista que habla con la "z", en el programa de Peter Capusotto).
De todos modos, no se puede aspirar a ofender al género humano en general, o
sólo porque la mayor parte de él vive siendo shockeado con imágenes
impactantes de la desgracia ajena (y su resistencia a ver atrocidades podría
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haberse debilitado) sino porque alguien se ofende cuando siente que es él, como
miembro de un género al que pertenece y con el que se identifica, el que está
siendo representado verbal o figurativamente de un modo por el que se pretende
humillarlo. El problema de lo feo hoy responde a la pregunta ¿quién se ofende? Es
la identidad del receptor la que determina su reacción pasional. A su vez, quién
sea el que se ofende dependerá de quién sea el que hace pública la
representación. Los que se ofendan lo harán por identificarse con un género de
personas que en una época próxima (no, por ejemplo, en la época de las
catacumbas, como los católicos, o en las guerras de religión de la Europa
moderna, como los protestantes) ha estado en una situación social de persecución
o sometimiento y ahora se encuentra en una situación social desde la que puede
exigir no ser ofendido. Esos géneros, simplificando mucho, serían las mujeres, las
minorías sexuales, las etnias que fueron esclavizadas o segregadas por el color
de su piel (roja, negra, amarilla),las personas con capacidades especiales (antes
llamadas "discapacitadas "),los pueblos que han sido víctimas de persecuciones y
genocidios, y los pueblos indígenas ,ahora llamados originarios (a pesar de lo
discutible que es el uso del término "originario ",en reemplazo y como traducción
de "indígena " –que se parece demasiado a "indio "–,en un léxico que se pretenda
mínimamente de izquierda). De hecho, de cómo uno designe a estos géneros
depende en gran parte no ofender a aquellos de sus miembros que lo escuchen (o
lo lean) o a quienes reaccionan en su nombre (los así llamados progresistas),
porque aspiran a que nadie que pertenezca a un género otrora humillado vuelva a
sentirse ofendido. La paradoja es que a ningún progresista le gusta ser llamado
así, porque la palabra designa algo que, para quien la usa, resulta descalificador:
quien llama a otro "progresista" pretende ubicarse respecto de él en una posición
de mayor radicalidad política, independientemente de que a esa posición la
acompañe con alguna militancia concreta. Si lo contrario de progresista es
reaccionario, nadie quiere quedar como reaccionario por hablar de la manera
incorrecta, pero tampoco, por hablar de la manera correcta, quiere ser tildado de
progresista.
No obstante, aun cuando los progresistas juzgan el uso del lenguaje con la
misma severidad que los militantes de cualquiera de los géneros mencionados, los
únicos que tienen entera libertad para hablar de un género que hasta hace no
mucho fue estigmatizado –y para representarlo del modo en que deseen – son
quienes pertenecen a él. Del mismo modo en que Evita enseñó a usar con orgullo
la palabra "grasa" o la palabra "descamisado", muchos gays usan con orgullo la
palabra "puto" para autodesignarse, pero eso no quiere decir que la palabra suene
igual en boca de cualquiera. Siempre dependerá de quién la dice, porque la
incorrección política se permite entre los del propio género, pero no entre los que
no pertenecen a él. Pareciera ser que la garantía última de verdad, para estos
casos, es el propio yo del que habla.
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cuanto subordinada a la realidad – por oposición a autónoma), la identidad del que
habla es lo que determina su grado de libertad al hablar.
Cuando el escritor Kurt Vonnegut Jr. cuenta por qué se negó a relatar en un
documental su experiencia como testigo del bombardeo de Dresden (la matanza
en pocos minutos, con bombas incendiarias, de más de 100.000 civiles, tres
cuartas partes de ellos mujeres, efectuada por las fuerzas aéreas británicas el 13
de febrero de 1945,hacia el final de la Segunda Guerra),y prefirió convertirla en
una novela (Matadero cinco), la razón que da –la misma que le dio al
documentalista Marcel Ophüls – es su nombre y apellido de origen alemán.
Aunque en la guerra haya combatido como soldado norteamericano, ¿cómo haría
para que creyeran que el testimonio de un hijo de alemanes sobre lo que vio en el
bombardeo de Dresden es totalmente desinteresado? La piedad con las víctimas
sólo aparece –como ya decía Aristóteles – cuando se considera que han sufrido
un infortunio inmerecido. "No quería discutir con gente que pensaba que Dresden
merecía volar en pedazos", dice Vonnegut en Confesiones de escritores. Los
reportajes de The Paris Review. Su decisión supone haber comprobado que en el
lenguaje artístico se tiene una libertad de la que se carece en el lenguaje
testimonial (salvo que al que hable no le importe ofender). De ahí que se haya
vuelto más interesante analizar las licencias a la corrección política que las reglas
que ella impone a quienquiera cuidarse de ofender. En cierto sentido, las licencias
a las reglas hablan mejor del fenómeno que las reglas mismas.
Eficacia de lo correcto
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actividad humana que más podría afectar es al pensamiento político, en tanto
pretenda ser crítico. Porque lo que la corrección política hace en relación al
lenguaje –ordinario o especializado, siempre cuando se lo juzgue seriamente en
sus intenciones de nombrar – es neutralizarlo en su dimensión de crítica política.
El lenguaje se moraliza y acto de nombrar se santifica. Lo correcto nunca puede
ser polémico, pero por eso mismo nunca puede aspirar a ser políticamente
significativo. Sólo puede merecer una discusión política –como se sabe – lo que
expresa un significado discutible, no lo que pretende ser venerado. De ahí que la
corrección política, en el fondo, no sea más que una apología del relativismo,
entendido a la manera del liberalismo político contemporáneo: un relativismo que
considera a todas las opiniones sobre valores, ideales de vida y concepciones del
mundo como igualmente insignificantes. El relativismo implícito en la corrección
política no es el que asume que los derechos que hoy nos parecen irrenunciables
en otras épocas no existieron, y que su conquista fue producto de las luchas
concretas que se libraron a lo largo de la historia para erradicar el sufrimiento, sino
el que postula que debemos practicar la tolerancia sólo por falta de argumentos
para hacer valer algo como universal.
El problema no es que quien piensa necesite libertad para poder ofender a los
géneros que la corrección política protege y, al no poder hacerlo, se sienta
limitado, sino que quien quiera pensar radicalmente se sienta limitado por la
progresiva neutralización que sufre el lenguaje del que dispone, si es que quiere
que su pensamiento sea leído dentro de la tradición cultural de la izquierda. La
neutralización favorece a quien sea de derecha (aunque nadie se llame a sí mismo
de ese modo) y perjudica a quien sea de izquierda (aunque sean personas de
diversa radicalidad y de diversa militancia las que se llamen a sí mismas de ese
modo).