Herrero, Luis - Los Que Le Llamabamos Adolfo
Herrero, Luis - Los Que Le Llamabamos Adolfo
Herrero, Luis - Los Que Le Llamabamos Adolfo
Luis Herrero
Estrasburgo, 15 de Julio de 2007
Capítulo I
LOS AÑOS DE PRECALENTAMIENTO
Nada tiene de extraño que sus primeras palabras delante de mí fueran tan
encendidas: «¡Qué guapo es! Tiene cara de ministro de la Presidencia…». No
tiene nada de extraño porque en aquel otoño frío de 1955 yo ya era —gordito y
calvo— el hijo recién nacido del gobernador civil para quien él trabajaba como
secretario. Dadas las circunstancias, ¿qué otra cosa podía decir?
Adolfo siempre ha sabido la tecla que debía apretar en cada conversación
para que su interlocutor se sintiera, durante unos instantes, el ser más importante
del mundo. A mi madre le colmó de gozo la referencia a mi belleza neonata —
¿qué madre no encuentra a su bebé recién nacido, por feo que éste sea, el ser más
guapo del universo?— y a mi padre, supongo, le parecería atinada la referencia
yuxtapuesta al Ministerio de la Presidencia, porque puestos a encontrar algún
lugar clave en el Gobierno, ahí es donde se cuece casi todo lo que pasa por el
puchero del poder. El propio Adolfo, muchos años después, acarició la idea de
que su hijo primogénito recalara en ese puesto, al menos durante algún tramo de
la segunda legislatura de José María Aznar. Quiso para mí, por lo tanto, lo
mismo que más tarde iba a querer para su propio hijo. En un pispás, como quien
no quiere la cosa, había halagado a mi madre, impresionado a mi padre y, de
rondón, dejado un rastro que, pasado el tiempo, si yo era capaz de seguirlo, me
devolvería de él un recuerdo infinitamente agradecido. ¡Así era Adolfo!
He querido empezar de este modo para que el lector sepa desde el principio
qué clase de libro tiene entre las manos. No pretendo ser justo y de sobra sé que,
aunque lo intente, tampoco seré objetivo. Que no me juzguen, por lo tanto, ni los
historiadores ni los eruditos. Este libro no va con ellos. Conozco a Adolfo o,
mejor dicho, él me conoce a mí, desde el instante mismo en que vine a este
mundo, lo que gracias a Dios sucedió en Castellón y no en Ávila. Como los dos
ginecólogos más reputados de la provincia se disputaban el presunto honor de
atender en el parto a la mujer del gobernador civil, éste, es decir, mi padre,
decidió que para evitar monsergas lo mejor sería que yo naciera, como él, como
su mujer, como sus dos hijos mayores y como la mayor parte de los ancestros
familiares, en Castellón. Aun así, cuando mis hermanos mayores me querían
hacer rabiar me llamaban «chino abulense». Chino porque me costaba
pronunciar el sonido fuerte de la letra erre, y abulense porque, aunque no nací
allí, allí debería haber nacido.
Cuando Adolfo se enteró de que me sentía ofendido cuando me llamaban
abulense me dijo que ése era el adjetivo más «fardón» —ésa es la palabra que
utilizó— que nadie podía dedicarme: «Los de Ávila —me dijo— somos buena
gente: recia, luchadora, sencilla, sincera y honrada». Desde entonces le tengo
una profunda simpatía a Ávila, de la que, sin embargo, no guardo ningún
recuerdo de infancia. Me fui de allí cuando aún no había cumplido mi primer
año de vida. El único rastro indeleble de aquella etapa pregateante de mi
existencia es una perforación de tímpano causada por el frío helador que debí de
pasar durante el invierno.
Quise a Adolfo con la naturalidad con la que se quiere a las personas que
están ahí, donde a uno le toca estar durante la infancia y la adolescencia. Nunca
se me ocurrió investigar la calidad de los materiales de su manera de ser. Jamás
me pregunté cómo era con los demás, si bueno o malo, generoso o tacaño,
amable o descortés, divertido o cenizo. Para mí era un hombre fascinador y con
eso era más que suficiente. Además, mis padres le querían mucho —eso era
patente, aunque nunca se hubiera hecho explícito en una declaración formal de la
que yo haya sido testigo— y mis hermanos, sobre todo Fernando, el mayor de
los seis, sentían por él la misma fascinación que yo. Con el tiempo, cuando me
fue concedida una cierta capacidad de discernimiento, seguí queriéndole a pesar
de sus defectos. Adolfo era un tipo de primera. He conocido a muy pocos como
él, y eso que he tenido el privilegio de conocer más o menos de cerca a casi
todos los protagonistas de la vida política de esta época.
Mis relaciones con él han estado sujetas a los altibajos habituales de
cualquier relación humana. A veces he estado a cinco minutos de mandarle a
hacer puñetas. Me ha hecho daño. Ha torcido el gesto al verme. Me ha puesto a
caer de un burro ante terceras personas. Y yo a él. Aun así, la balanza se inclina
del otro lado. Lo bueno sobrepuja a lo que no lo es.
Por lo que tengo oído, Adolfo, de niño, no sobresalía en nada, salvo en
simpatía y encanto personal, que es lo mismo, me parece a mí, que decir que si
sobresalía o no a casi nadie le importaba mucho. Nadie se paraba a juzgar si su
compañía era buena o mala. Sencillamente se limitaban a desearla. Si por su
madre profesaba Adolfo una tierna devoción, de su padre —un abogado
simpático, aficionado al póquer y a las señoras— decidió heredar el carisma y el
desparpajo. Era hijo de padres divorciados, aventurero y sociable. Un buen día
se fue a Cuba en busca de fortuna, pero regresó pronto —sin haberla encontrado
— al lugar donde su padre, gallego y republicano, se encontraba destinado como
secretario del juzgado: Ávila. Se llamaba Hipólito, aunque «Polo» le llamaban
casi todos, y cuando Ávila se le quedó pequeña, después de algún desbarajuste
económico que nunca he tenido ganas de investigar, puso tierra de por medio y
se fue a Madrid sin mirar la inhóspita intemperie que dejaba atrás, donde se
quedaban, su mujer Herminia y sus hijos Adolfo, Hipólito, Carmen, Ricardo y
José María. Creo que fue entonces, en esa circunstancia, cuando Adolfo
balanceó por primera vez la tentación más cómoda de quitarse de en medio y
afrontó la exigencia ingrata de encarar la adversidad cubriendo el hueco que la
marcha de su padre había dejado. Se aplicó a sí mismo el consejo que, más
adelante, me dio muchas veces: «La vida siempre te da dos opciones: la cómoda
y la difícil. Cuando dudes, elige siempre la difícil, porque así siempre estarás
seguro de que no ha sido la comodidad la que ha elegido por ti».
Ésa fue la vara de medir que utilizó para colgar los hábitos religiosos que su
imaginación le había hecho tomar por influjo de un curita persuasivo, don
Baldomero Jiménez Roque, rector del seminario, que fue la persona que más
influyó en su vida espiritual de la infancia. Años después también recibió la
benéfica influencia de Jesús Jiménez Pérez, consiliario de Acción Católica en
Ávila. Sus padres eran católicos de intensidades distintas. Hipólito tenía un vago
sentido de la trascendencia, el justo para creer que la vida no se extingue con la
muerte, pero no era demasiado proclive a las manifestaciones de piedad.
Herminia, sí. Recitaba el rosario todos los días. Era una mujer recia, de mucho
aguante, cumplidora y rezadora sin alharacas. En lugar de la vida religiosa, más
contemplativa y plácida —una vida que a mi juicio no iba con él y que no le
habría hecho feliz— Adolfo eligió finalmente la vida civil, más combativa y
agitada. En ella se movió como pez en el agua. Pero no abandonó sus
inquietudes religiosas. Fue presidente del Consejo Diocesano de Acción Católica
y fundó la asociación De jóvenes a jóvenes.
No hay en su carrera académica ni galardones ni matrículas. Abundan, en
cambio, las papeletas de «no presentado» y los aprobados ramplones, apenas
contrarrestados por un solo sobresaliente en Derecho Romano. Sin embargo, su
capacidad para las grandes panzadas de estudio el día anterior a cada examen, y
el don de saber lo que le convenía, vencieron a su falta de entusiasmo. Adolfo,
alumno por libre de la Universidad de Salamanca, terminó la carrera de Derecho
con la ayuda de Mariano Gómez de Liaño, magistrado de la Audiencia
Provincial, que accedió a darle clases particulares. Tenía Adolfo entonces
veintitrés años.
Antes de abogado, además de cura, había querido ser actor, torero, boxeador
y futbolista, lo que demuestra que era un niño perfectamente normal con las
inquietudes típicas de casi todos los niños normales de la España de su tiempo.
Su demarcación en el campo de fútbol cambió un par de veces. Era un jugador
polivalente. De extremo derecha en el Dinamita de Ávila pasó a jugar de defensa
en el Deportivo de La Coruña. No lo hizo mal en ninguna de las dos posiciones,
y estuvo a punto de convertirse en jugador de la cantera coruñesa, pues como su
padre era de allí, Adolfo y sus hermanos iban todos los veranos para estar con
sus abuelos.
No se le conoce más novia, antes de su matrimonio, que Sonsoles Sánchez
Bermejo, hija de los dueños de la mejor pastelería de Ávila. Sin embargo, su tío
Paco dejó dicho que una vez, a los dieciséis años, casi le sacan un ojo por
haberle birlado la chica a otro mocito de El Tiemblo: «Era una chica muy mona,
hija de alemán y de española. Adolfo, que tenía unos conocimientos
rudimentarios de boxeo, le pegó una paliza [al novio]. Por la tarde, o al otro día,
no lo recuerdo, una pandilla lo esperó y alguien le pegó la pedrada».
También está acreditado su coqueteo con el mundo de la interpretación. Es
sabido que fue extra en la película Orgullo y pasión, rodada en Ávila por Stanley
Kramer. También formó parte de una compañía juvenil de teatro. A propósito de
esa circunstancia recuerdo una anécdota significativa. Ya era presidente del
Gobierno y andaban todos los periódicos a la caza y captura de testimonios
biográficos que llevarse a la boca. Un día, Antonio Herrero —que trabajaba en la
sección de reportajes de Europa Press— me dijo que tenía unas fotos de Adolfo,
junto a unas chicas muy monas, durante una función de teatro juvenil. Yo se lo
comenté a Adolfo, pero él me objetó que eso era imposible.
—¿Por qué? —le pregunté.
—Porque en aquella época —me dijo— no nos dejaban actuar con chicas.
Para los papeles femeninos nos teníamos que disfrazar.
La interpretación más celebrada por las personas que le recuerdan sobre las
tablas de un escenario fue la del protagonista de San Tarsicio, una obra que no
tenía papeles femeninos y que fue llevada a escena en Burgohondo, el pueblo
natal de su amigo Aurelio Delgado, más conocido como «Lito», que con el
tiempo se convertiría en su cuñado cuando se casó con su hermana Carmen. Yo
creo que la afición de Adolfo por la interpretación marcó en buena medida su
manera de ser. No se me ocurre otra influencia capaz de justificar la importancia
que le dio siempre a la puesta en escena. La cuidaba tanto como el contenido de
cada situación.
Adolfo y Lito se conocieron a los diez años, pero no formaron parte de la
misma pandilla hasta que, un día, Aurelio apareció subido a una bicicleta azul
recién estrenada y se topó con el grupo que lideraba Adolfo. Adolfo le dio el
alto.
—¿Dónde vas? —le preguntó.
—A dar un paseo para probar la bicicleta que me acaban de regalar —
respondió Lito.
—Pues de aquí no pasas.
Era la versión infantil del «conmigo o contra mí» que Adolfo perfeccionaría
después con técnicas más depuradas. Lito no tuvo más remedio que aceptar el
liderazgo de Adolfo para seguir disfrutando de la bicicleta. Tiempo después
fueron juntos a disputar un partido de fútbol a Burgohondo contra el equipo
local. Enseguida quedó claro que la victoria no se la iba a llevar quien mejor
jugara, sino el que menos se arrugara ante la leña del contrario. El encuentro
acabó como el rosario de la aurora. «¿Pero a dónde nos has traído?» le preguntó
Adolfo a Lito mientras corrían delante de los indígenas que querían vengar la
moradura de un compañero.
Al final, como se sabe, no fue torero —aunque sí lo es su hijo, heredero de
aquella querencia— ni futbolista —aunque lo quiso fichar el Depor— ni
boxeador —aunque su tío Paco le enseñó los rudimentos— ni actor —aunque
sintió pasión por las tablas—. Al final fue político. Y desde muy joven lo tuvo
claro. No era infrecuente que dedicara libros a sus amigos firmando como futuro
presidente del Gobierno.
Hace poco, cuando vencí mi resistencia a escribir este libro, hablé con mi
madre y le pregunté si aún guardaba algún recuerdo más o menos desconocido
de Adolfo. Después de todo, fue ella la que más le insistió a mi padre para que
atendiera las sugerencias de Mariano Gómez de Liaño y José Luis Chirveches y
contratara a Adolfo como jefe de la Sección Primera del Gobierno Civil. Ante mi
pregunta se quedó pensativa durante unos instantes y luego negó con la cabeza.
—No me acuerdo de casi nada, hijo —dijo mi madre, que tiene ochenta y
cinco años—. Sólo te puedo decir que era un chico fenomenal. Y muy educado.
Cuando tu padre y yo paseábamos por Ávila cogidos del brazo y nos
encontrábamos con Adolfo a la salida de misa, él se bajaba de la acera, nos cedía
el paso y nos saludaba con muchísima educación.
—¿Y no te acuerdas de nada más?
—No… Bueno, lo que yo sé es que Adolfo tenía una cosa muy buena: nunca
ocultó que le gustaba el poder. Siempre dijo que quería llegar a ser presidente.
Otros lo desean y no lo dicen, pero él creía que no había nada malo en desearlo.
Y siempre fue muy sincero. Sabía que el poder permite hacer cosas muy buenas
por los demás.
También le pregunté por la relación de Adolfo con su padre, pero no
recordaba nada especial aparte de lo que es de dominio público: que las
relaciones entre ambos no siempre fueron buenas. En realidad habría que decir
que fueron francamente malas. Algunos meses después de que mi padre
abandonara el Gobierno Civil de Ávila, Adolfo decidió irse a vivir a Madrid para
seguir avanzando en su carrera profesional y recomponer, de paso, la relación
con su padre, rota desde que éste abandonó el hogar familiar. Al principio las
cosas no fueron mal. Padre e hijo trabajaron juntos durante algunos meses. Las
buenas expectativas permitieron que su madre y su hermano Hipólito se les
unieran en Madrid. Adolfo vivía en una pensión. Los demás, todos juntos, en un
piso de la calle de los Hermanos Miralles. Para pagarse la pensión fue maletero
en una estación, no sé muy bien si en la del Norte o en la de Atocha, hasta que a
mi padre lo destinaron a Madrid como delegado nacional de Provincias. Mi
madre volvió a interceder por él y mi padre lo nombró jefe de su secretaría
particular. Antes de subir al despacho de mi padre para escuchar su oferta se dio
un paseo con Aurelio Delgado, ya su cuñado en ciernes, por la plaza de Colón.
Adolfo dudaba si debía aceptar o no. Lito le animaba. Cuando ya le hubo
convencido, Adolfo dijo:
—Pero no puedo ir a verle.
—¿Por qué? —le preguntó su amigo.
—Porque tengo rotas las suelas de los zapatos y daré una imagen pésima —
respondió él, acreditando una vez más la importancia que le daba siempre a las
puestas en escena.
—No seas tonto, no se fijará.
Y no se fijó. Hablaron, llegaron a un acuerdo casi inmediato y empezó a
trabajar como jefe de la secretaría. A los pocos días abandonó la pensión, porque
no tenía dinero para pagarla, y se fue a vivir al Colegio Mayor Francisco Franco.
Casi había consumido del todo el préstamo a fondo perdido que le habían
facilitado sus tres mejores amigos, José Luis Sagredo, Fernando Alcón y Aurelio
Delgado —Adolfo nunca olvidó ese gesto—, por lo que utilizó el ascendiente
que le proporcionaba estar trabajando en la Secretaría General para abrir, gratis
total, las puertas del «Franco».
De su estancia en el colegio, desde noviembre de 1958 a agosto de 1959, sé
las cosas que me contaron mi tío José Luis, hermano de mi padre, y el rector de
aquella institución, Eduardo Navarro, amigo de largo recorrido que fue un
falangista inteligente injustamente maltratado desde el día en que le llevaron a
Franco una cinta magnetofónica en la que parodiaba, junto a otros amigos, un
hipotético asalto de las masas a la Secretaría General del Movimiento. La
narración incluía imitaciones burlescas de la manera de hablar de algunos
ministros de la época. Franco, después de escuchar la cinta, calificó la broma
como «una grave falta de estilo». Mi tío acababa de regresar de una catarsis
personal a la americana en Santo Domingo, y gracias a los enchufes de la época
—mi padre, como delegado nacional de Provincias, era el número tres de la
Secretaría del Movimiento— ocupaba una de las habitaciones más amplias de la
tercera planta. Por sugerencia de mi padre le ofreció a Adolfo que se instalara
con él en aquella habitación, amplia y cómoda, hasta que encontrara algún sitio
mejor donde establecerse. Eduardo Navarro cuenta con gracia que la propuesta
era irregular del todo, porque Adolfo ya era licenciado en Derecho y por lo tanto
había perdido su condición de universitario. Sin embargo, consintió en hacerle
un hueco «porque la atención a las sugerencias de un alto mando del
Movimiento resultaba obligada». Es decir, que o decía que sí por las buenas o se
exponía a tener que decir que sí por las malas. O sí o sí: siempre me han
maravillado esas decisiones que dejan tan poco margen a la equivocación.
Así estaban las cosas cuando, un buen día, Adolfo se fue a Sevilla atraído por
los cantos de sirena de un heterodoxo gobernador civil, alérgico a la camisa azul,
que se llamaba Hermenegildo Altozano. Era éste oficial togado de la Armada y
miembro del Consejo Privado de don Juan de Borbón, es decir, un bicho raro del
Régimen. Le cobijó en su casa, le contrató como secretario particular y le ayudó
personalmente a preparar los temas de las oposiciones al Cuerpo jurídico de la
Armada. El resultado fue desastroso. Adolfo suspendió el examen y tuvo que
volver a Madrid con las orejas gachas después de haberse ido a la francesa tres
meses antes aprovechando que mi padre estaba de vacaciones en Castellón.
Mucho tiempo después, durante una conversación en la que salió a relucir el
nombre de Altozano, le pregunté a Adolfo por qué había tomado la decisión de ir
a Sevilla sin despedirse.
—Yo sabía —me contestó— que mi formación académica no estaba a la
altura de lo que tu padre quería. Muchas veces me exigía que estudiara más, que
me formara mejor. Quise complacerle, y cuando surgió la oportunidad de
preparar aquellas oposiciones a jurídico de la Armada no me lo pensé dos veces.
Mi idea era volver a Madrid y decirle que ya me había asegurado una posición
profesional y que no era necesario que siguiera dándome trabajo si él
consideraba que mi aportación no le ayudaba lo suficiente.
Pero no fue el caso. Mi padre siguió contando con él, no sin antes escenificar
una ligera torcedura de bigote, y le volvió a meter de tapadillo en el «Franco»
para que no tuviera que regresar a la pensión, entre otras cosas por la sencilla
razón de que no tenía con qué pagarla. Tampoco tenía dinero para completar su
vestuario. Por eso le robaba los calcetines a mi tío José Luis, y por eso mi tío
José Luis, celoso de su ropa como el hombre presumido que era, se los hizo
quitar en una ocasión delante de otros colegiales. Tengo para mí, aunque nunca
pude certificarlo, que aquel incidente colmó el vaso de la paciencia de Adolfo
con su compañero de habitación, con quien las relaciones, sospecho, no debían
de ser demasiado buenas. Cogió la puerta, desoyendo los ruegos del rector, y se
largó por las buenas. Antes de aquello había acreditado un par de cosas: tener
una indiscutida capacidad de convocatoria femenina —todas las chicas
preguntaban por él y querían conocerle— y ser el favorito de los arúspices.
Respecto a lo primero, poco hay que contar. Se equivocarán de medio a medio
los que quieran encontrar en la biografía juvenil de Adolfo algún revuelo de
faldas subido de tono. Lo más que yo he llegado a saber es que, en una ocasión,
ligó con una chica muy guapa a la que conoció en la piscina El Lago, muy cerca
del colegio, y se acarameló con ella más de la cuenta. Sus amigos vieron con
asombro, sin embargo, que en el momento culminante se levantó, se despidió
con un tímido ademán y salió por piernas. Respecto al segundo asunto, el de los
arúspices, la anécdota requiere una explicación más larga.
Al colegio iba con cierta frecuencia la mujer de un periodista argentino,
Ethel Bruni, que presumía de vidente. Ningún alumno escapó a sus sesiones de
cartomancia. Una tarde, Ethel le dijo a Eduardo Navarro:
—Me acabo de cruzar con ese colegial tan guapo que tienes y que va a
mandar en España tanto como Franco.
—¿Y qué es eso de que va a mandar en España como Franco? —le preguntó,
intrigado, el rector del colegio.
—¡Dios mío, tiene un destino importantísimo! —respondió ella—. ¡Llevo
días impresionada con él!
—¿Es que ese tío va a ser más importante que yo?
—Que tú y que todos —aclaró la vidente—. ¡Va a ser como Franco!
—¿Cuando Franco se muera?
—Sí. Al final vendrá la monarquía. Tendrá problemas al principio, pero
acabará consolidándose.
El orgullo del falangista antimonárquico, defensor de la república nacional-
sindicalista y voceador de la Revolución Pendiente se vino abajo de golpe.
Apenas hubo su voz remontado el bache, preguntó:
—Pero yo no seré monárquico, ¿verdad?
—Pues sí lo serás —le dijo, inclemente, la echadora de cartas.
—¿Y es en la monarquía donde Adolfo va a mandar tanto?
—Con ella va a ser.
Afligido y crédulo, Navarro volvió a la carga:
—¿Es que yo no voy a tener una brillante carrera política?
—¡Huy! —le contestó—. Ni comparación con la de él. Tú serás como
Muñoz-Alonso y él como Franco.
—Pero, Ethel, ¿es que Suárez va a ser dictador o ministro de la monarquía?
—¡Mucho más que ministro! Y tú vas a colaborar con él.
Como la conversación ya se adentraba en matices, el joven rector quiso
exprimir el hígado de aquella oca hasta sacarle la última gota de foie.
—¿Cómo va a ser España después de Franco?
—Estará dividida de una manera como no lo está ahora.
—¿Y van a consentir los militares esa división?
—Al principio se opondrán, pero luego tendrán que admitirlo. Además, al
final España seguirá como ahora.
—¿Tendré dinero?
—Lo suficiente, pero no serás rico.
—¿Y Suárez?
—Por sus manos pasará muchísimo dinero, pero se lo gastará todo en
política.
Naturalmente, yo no me creo ni media palabra de este relato. Que Eduardo
Navarro me perdone. Me consta, además, que no soy el único incrédulo que lo
ha escuchado. Eduardo afirma, bajo palabra de honor, que responde de él punto
por punto y, para fortalecer su credibilidad, asegura que los augurios que Ethel
hizo de su vida personal se han cumplido escrupulosamente: vaticinó que
permanecería soltero y que de las dos tías que le quedaban una moriría a los
pocos años de un modo que iba a causarle un gran impacto y la otra tendría una
vida larga y feliz. Su tía Concha, en efecto, sufrió una trombosis cerebral que la
dejó paralizada por completo el último año de su vida. Murió en 1978. Su tía
María Luisa, en cambio, superó holgadamente los ochenta años de vida. Lo que
ya no sabemos —y no hay prisa ninguna por salir de dudas, que conste— es si
Ethel dio en el clavo al responder a la última pregunta que Eduardo Navarro le
formuló:
—¿Cómo y en qué circunstancias moriré?
—Morirás poco después de esa tía tuya que va a tener larga vida. Morirás
solo y tardarán en encontrar tu cadáver. Adolfo Suárez, en el momento de tu
muerte, estará en América.
Desde luego, son muy raras estas cosas de la brujería. Durante buena parte
del franquismo hubo un futurólogo, una especie de taumaturgo astral, un zahorí
con desparpajo malagueño, Rafael Lafuente, que se especializó en vaticinios
políticos. Sus informes circulaban profusamente por los despachos más
importantes del Régimen. Yo vi algunos de ellos sobre la mesa del despacho de
mi padre. En su día se rumoreó que le anunció a Felipe González, en abril de
1982 y en presencia de Alfonso Guerra y de Rodríguez de la Borbolla, que en
octubre sería investido presidente del Gobierno. Respecto a Adolfo, nacido bajo
el signo de Libra, la casa Galileo Galilei elaboró un informe numerológico que
destacaba algunos rasgos interesantes de su personalidad: «Ambición política,
dotes de mando, capacidad para el poder». Su estrella era Zaniah y su decanato
se denominaba «Política». También se ocupó de la radiografía zodiacal de
Adolfo el célebre profesor Lester, todo un símbolo del esoterismo de la época,
que pasa por ser el primer expendedor de diplomas oficiales de astrología, en el
año 1972, con aval de la Delegación Nacional de Cultura. Aunque su fuerte eran
la telepatía, el magnetismo, las psicofonías y la hipnosis, en cierta ocasión
analizó la influencia que ejercían Neptuno y Júpiter sobre el joven político, a
quien describió como «hombre detallista, de mente profunda, con dotes
organizativas, sobrio, realista, práctico y lógico». El informe también destacaba
su «capacidad para proyectarse intelectualmente a grandes masas y para
responsabilizarse de ellas con sentido de justicia y equidad». «Su material es el
cobre. Sus piedras, el diamante y el berilo. Su color, el verde. Día de la semana,
el viernes. Número, 8. Y sus estrellas fijas, Espiga, Foramen y Arcturus». Que
yo sepa, a Adolfo Suárez estas historias de astros y adivinaciones siempre le
trajeron sin cuidado.
Mi primer recuerdo con él se remonta a principios de la década de 1960,
durante la época en que mi padre ocupaba la Vicesecretaría General del
Movimiento. Me llevó a su despacho, un día sin colegio, y le encargó a Adolfo,
que entonces era su jefe de gabinete, que cuidara de mí asegurándose de que no
le daba la lata a nadie. Adolfo me condujo a una gran sala —grande al menos a
los ojos de un niño— donde muchas secretarias, sentadas las unas al lado de las
otras, aporreaban sus máquinas de escribir. Me sentó frente a una de esas
máquinas, me surtió de papel y me invitó a escribir lo que me viniera en gana.
Como es lógico, no recuerdo qué fue lo que escribí, aunque es seguro que fue
alguna inconveniencia, porque Adolfo, con cara de guasa, se lo enseñó a mi
padre delante de mí: «Rómpelo —le escuché decir a mi padre— antes de que
caiga en malas manos, suba la policía y nos detengan a todos».
Salvo algún recuerdo aislado de esta naturaleza, siempre vinculado a las
pocas veces que acompañé a mi padre al edificio de Alcalá, 44 —el más
llamativo de todo Madrid por la singularidad de sus gigantescas flechas
falangistas, pintadas de rojo, ocupando toda la fachada principal— no guardo
memoria de ninguna anécdota especial con Adolfo. Tengo, eso sí, el testimonio
de algunas personas que quedaron en deuda con él. Eduardo Navarro, por
ejemplo, me contó que un tal Pepe Mesa, un canario «simpático y
sinvergonzón», le dijo un día: «Tú tienes muchos enemigos en el Movimiento.
Se está portando fabulosamente Adolfo Suárez, que todas las denuncias que
llegan sobre ti, todas anónimas, las rompe y no se las enseña a nadie».
Estamos en la España en vías de desarrollo de los primeros años sesenta,
todavía en las estribaciones iniciales del despegue económico. La clase política
oficial estaba apiñada alrededor de Franco, aún no había signos visibles de
oposición a la dictadura y el clima social era aparentemente apacible.
En julio de 1961 Adolfo se casó con Amparo, a la que conocí muy pocos
días después de la boda porque hicieron una parada en Castellón inmediatamente
después de su viaje de novios. Iban camino de Peñíscola, donde Adolfo ejercía
como secretario general de los cursos de verano sobre «Problemas de la vida
local». Hicimos una película familiar, en formato Super 8, que inmortalizó la
visita. Le he oído contar a mi hermano Fernando, seis años mayor que yo, que a
menudo él estropeaba los románticos paseos de la pareja, antes de la boda,
haciéndose acompañar por ellos a la Plaza Mayor de Madrid para comprar
sellos. A mí, desde luego, los sellos siempre me han traído al fresco y no
recuerdo haber ido de «cesto» a ninguna parte con Adolfo y Amparo. Tampoco
conozco detalles ignotos de su noviazgo, sólo las cosas que se han publicado:
que se conocieron en Ávila en el verano de 1958, durante una tarde de fiesta en
los toros, y que se casaron tres años después, el 15 de julio de 1961. Dicen sus
amigos de infancia que el noviazgo estaba cantado. Adolfo era el «gallito» de
Ávila y Amparo la mujer más codiciada del lugar. Había estudiado en Londres,
hablaba inglés, tenía permiso de conducir y manejaba un Seat 1400 nuevo y
brillante como el charol. Todos los jóvenes en edad de merecer la cortejaron.
Sólo uno, claro está, podía ganar la justa. El más audaz. El más seguro de sí
mismo. El líder de la manada.
Cuando Adolfo fue a pedir la mano de Amparo, don Ángel Illana, militar y
vasco, es decir, doblemente recio, cumplió el trámite que establecían las
ordenanzas de la época y le preguntó sobre su situación económica, a sabiendas
de que aquel joven por quien su hija bebía los vientos no tenía nada
especialmente atractivo que ofrecer: apenas una licenciatura en Derecho y una
incipiente carrera profesional en el turbulento mundo de la política. Adolfo, sin
embargo, superó el trance con buena nota. Ya que no podía venderle a su suegro
en potencia un presente potable, le vendió un brillante porvenir. Haciendo gala
de una portentosa seguridad en sí mismo le contó todo lo que se proponía ser:
gobernador civil, director general, subsecretario, ministro y, antes de cumplir los
cincuenta años, presidente del Gobierno. ¿Quién iba a pensar entonces que todo
aquello se cumpliría al pie de la letra? Don Ángel Illana, desde luego, no. Pero
no objetó nada. Accedió a la boda, y una vez que Adolfo hubo abandonado la
habitación, se limitó a comentar que su hija Amparo se había enamorado de un
chalado.
De Amparo no tengo ningún recuerdo anterior al ya referido de Castellón,
aunque luego mantuve con ella una relación inmejorable. Yo veía a Amparo
como a una persona muy distinta a su marido, aunque es muy posible que me
equivoque al juzgarla porque jamás tuve acceso a ninguna confidencia sobre su
intimidad. Era de fachada impecable: alta, con envergadura, siempre muy bien
peinada y risueña. Su tono de voz tenía matices graves. No era dulce. Quiero
decir que, al menos, no lo parecía. Me da la impresión de que debía de tener
mucho genio, a pesar de que jamás presencié ninguna escena donde lo sacara a
relucir de manera bronca. Debo decir, por el contrario, que siempre la vi
comportarse con una amabilidad proverbial. Era una mujer acogedora,
hospitalaria y atenta. Le encantaba comer bien. No era infrecuente que a la hora
de merendar sustituyera el café con leche por una copa de cava. El teatro y el
baile le apasionaban. Tanto es así que, tratando de fundir sus dos pasiones en
una, solía decir que su verdadera vocación habría sido la de corista. El cine
también le gustaba mucho. Su memoria era tan prodigiosa que recitaba de
carrerilla los repartos completos de sus películas favoritas. Y en cuanto a su
universo ideológico, el que trasmitía en las conversaciones íntimas, cuando ya
no tenía que ejercer de cónyuge prudente, lo que puedo decir es que era el propio
de la hija de un militar a quien le ha tocado crecer durante el franquismo.
Algunas de sus mejores amigas eran mujeres de destacados políticos de la época.
Era, además, una mujer religiosa que procuraba inculcar valores cristianos en el
ámbito de la convivencia familiar. Una vez, durante una tarde-noche de sábado
en el Palacio de la Moncloa, estábamos viendo una película en televisión. La
actriz protagonista ya se había dejado desabrochar los dos primeros botones de la
blusa y el galán que tenía enfrente acercaba sus labios a los de ella con pasión
libidinosa. Empezaron los primeros carraspeos entre nosotros. En ese momento,
ni corto ni perezoso, el hijo menor de Amparo y Adolfo, Javier, se arrodilló
frente al televisor y, con gesto suplicante, se dirigió a la actriz: «¡Resiste, por
favor —le dijo en voz alta— porque si no me mandan a la cama!».
La carcajada fue monumental.
Siempre he creído que Amparo debió de sufrir hasta lo indecible cuando su
marido comenzó a promover los cambios políticos que exigía la Transición. No
tanto porque ella no los entendiera —cosa que ignoro en absoluto—, sino por la
reacción de algunos matrimonios amigos de toda la vida. Para muchos de ellos
Adolfo fue un traidor a la causa, y Amparo, claro está, era la mujer cómplice del
traidor. No sólo hubo gente que les retiró el saludo, es que incluso algunos les
llegaron a negar la ofrenda de la paz durante la celebración de la misa.
Hablando de misas, y a propósito del desgarro que algunos cambios políticos
pudieron producir en el ánimo de Amparo, contaré ahora, aunque suponga dar un
salto en el tiempo, la tensión ambiental de la que fui testigo en La Moncloa
durante la celebración de una misa dominical en 1981. Como de costumbre, el
padre Manuel Justel, un curita posconciliar que vestía de paisano, adoraba la
música y jugaba estupendamente al mus, apareció en la residencia del palacio,
con el altar portátil en un maletín, y se dispuso a presidir el oficio litúrgico. Eran
los tiempos en que se estaba horneando en el Congreso de los Diputados, bajo la
estricta observancia de Fernández Ordóñez —cabeza visible del ala
socialdemócrata del Gobierno— la ley del divorcio. El ambiente, dentro y fuera
del grupo parlamentario de UCD, era tan espeso que casi podía masticarse.
Dentro, porque un nutrido grupo de diputados —sobre todo del sector demócrata
cristiano— amenazaba con votar en contra. Fuera, porque algunos obispos
habían puesto el grito en el cielo y una nutrida porción de ciudadanos se
mostraba decidida a impedir la aprobación de la nueva ley mediante abundantes
actos de protesta, artículos en la prensa y manifestaciones en la calle. Aquel
domingo el debate social estaba en su pleno apogeo. El padre Justel, que además
de cura creo que también era sociólogo, trató de darle a su voz la entonación más
neutra posible cuando llegó el turno de la lectura del Evangelio: «En esto se
acercaron a él unos fariseos y le preguntaron para tentarle: “¿Es lícito a un
hombre repudiar a su mujer por cualquier motivo?”. Él respondió: “¿No habéis
leído que al principio el Creador los hizo varón y hembra, y que dijo: ‘Por eso
dejará el hombre a su padre y a su madre y se unirá a su mujer, y serán los dos
una sola carne’? Así pues, ya no son dos, sino una sola carne. Por tanto, lo que
Dios unió no lo separe el hombre”».
Varias de las diez o doce personas que estábamos oyendo la misa tratamos de
fijar la mirada en un punto concreto para evitar que nuestra cabeza se volviera
hacia el lugar que ocupaba Adolfo. Yo sólo le veía el cogote, porque estaba
sentado detrás de él, un poco a su derecha, pero tenía al lado a mi madre, que
como católica de probada ortodoxia había tratado de convencer a Adolfo —a
quien adoraba— para que impidiera aquella reforma legal. El diario El País
había publicado que mi madre bombardeaba a Amparo con mensajes del Opus
Dei. No me consta, aunque conociendo el paño tampoco me extrañaría. La cosa
habría podido ser más llevadera si el bueno de Justel, a quien la política le
gustaba más que comer con los dedos, hubiera renunciado a los siguientes cinco
minutos de gloria y nos hubiera ahorrado la homilía. Pero no lo hizo. Al revés:
convencido de que su deber era hacer la exégesis adecuada del texto evangélico
para aliviar la incómoda posición de Adolfo en aquellos días, y aún más en aquel
instante, nos rogó que nos sentáramos y comenzó a explicar que en realidad
aquellas palabras del Evangelio no debían ser tomadas al pie de la letra porque
no podía obligarse a los no católicos a actuar como los que sí lo eran, y, en fin,
ya se sabe que una cosa es la ley de los hombres y otra distinta, claro, la ley de
Dios… Fue peor el remedio que la enfermedad. Adolfo le hizo un gesto a su
amigo para que finalizara cuanto antes, sugerencia que el sacerdote cumplió al
pie de la letra. Cuando la celebración hubo terminado, Amparo exclamó
dirigiéndose a mi madre: «¡Vaya trago hemos tenido que pasar, eh, Joaquina!».
No tengo duda de que esa clase de padecimientos influyeron en el ánimo de
Amparo, que acabó sufriendo algunos episodios depresivos. Luego, el hecho de
que su marido no pudiera prestarle toda la atención que su situación anímica
requería hizo el resto. Adolfo, pasados los años, llegó a decirme que una de las
razones que le animaron a dimitir como presidente del Gobierno fue la necesidad
de estar junto a ella: «Amparo lo pasaba muy mal —me dijo—, no entendía la
política de UCD en materia de divorcio. Hay determinadas cosas con las que no
comulgó nunca, por eso no soportaba a Felipe. Un día Felipe se presentó de
improviso en casa y Amparo se subió a su habitación para no estar con él. Fue
muy tenso». No dudo de que fuera así, pero yo jamás le escuché a Amparo una
sola palabra de reproche hacia nadie. Y menos hacia Adolfo. No sé si la
procesión iba por dentro, pero ella siempre apoyó la política de su marido, la
defendió públicamente cuando fue menester y no dudó en comprometerse con
ella.
Pero volvamos al hilo conductor del criterio cronológico. Estamos en 1962,
el año en que, sin dejar la Secretaría General del Movimiento, Adolfo empieza a
trabajar en el Gabinete de Relaciones Públicas de la Presidencia del Gobierno, a
las órdenes de Rafael Anson, y más tarde en el servicio de Planes Provinciales,
donde aprendió, según solía contar, que las decisiones políticas requieren
siempre una instrumentación jurídico-administrativa adecuada.
El 16 de enero de 1965 es nombrado director de Programas de Televisión
Española. Comienza el periodo clave en mi relación afectiva con él.
Descubrí que Adolfo podía ser una mina la noche que volví a mi casa con
una carpeta repleta de fotografías de los actores de moda. Entre ellas había una
de Roger Moore, el protagonista de la serie televisiva El Santo, dedicada de su
puño y letra. Adolfo aprovechó una visita del actor a los estudios de Prado del
Rey para pedirle el autógrafo. Luego me lo regaló a mí, junto a una colección de
primeros planos de los rostros más populares de la televisión. ¡Qué época tan
fantástica fue aquélla! Me acostumbré a ir a Prado del Rey todos los fines de
semana y llegué a conocer sus instalaciones tan bien, tan de memoria, que era
capaz de hacer planos del edificio a mano alzada. Desde los diez hasta los
diecisiete años mi principal diversión era perderme por aquel mundo fascinador
en el que un niño era capaz de pasar del mundo de los romanos al de las naves
espaciales con sólo cruzar un zaguán: el que separaba el estudio 1 del estudio 2.
Las luces rojas que prohibían el paso a los estudios cuando se estaba grabando
no eran obstáculo suficiente para dejarme fuera. No había regidor capaz de
echarme si yo me empeñaba en entrar. Me hice amigo de casi todos ellos. Y si
alguna vez aparecía alguno que no me conocía, yo subía al control de realización
y, desde allí, me colaba en el plató por unas escaleras metálicas que solían
utilizar los iluminadores.
—¿Y éste quién es? —preguntaban alguna vez los actores o los realizadores
que me veían, libre de marca, ir de un lado a otro como Pedro por su casa.
—Es el enchufado de Suárez —respondían los más avisados.
La palabra «Suárez» era como un salvoconducto que me abría todas las
compuertas de aquel laberinto mágico de cartón piedra y trucos elementales:
para hacer el efecto de que un ascensor subía, un señor deslizaba una tabla por
detrás del cristal de la puerta; la lluvia salía de una enorme regadera que
manejaba otro señor desde lo alto de una grúa; y el viento lo generaba un
ventilador gigantesco oculto detrás del decorado. Contando estas historias, yo
era el rey de los recreos en mi colegio. Y aún más cuando anticipaba los
argumentos de las series que todavía no se habían emitido. Pero, sobre todo,
conseguía un éxito enorme cuando podía contar cómo eran, en carne y hueso, los
héroes de nuestra infancia. Yo había saludado a casi todos, desde Locomotoro y
el Capitán Tan hasta el Conde de Montecristo. Todos los sábados por la mañana
venía un coche de televisión y me recogía en mi casa. Al principio me esperaba
en la puerta Domingo Bachiller, que era el jefe de Relaciones Públicas de
Televisión, o el hermano pequeño de Adolfo, José María, con quien hice buena
amistad. También conocí a su hermano Ricardo, el mediano de la familia, pero le
traté menos. Ricardo, físicamente, se parecía mucho a Adolfo, aunque era mucho
más serio que él, más retraído y distante. Al cabo del tiempo ya no me esperaba
nadie en la puerta y era libre de circular por las instalaciones de Prado del Rey
sin restricciones de ninguna clase. Si Adolfo estaba en su despacho solíamos
comer juntos, rodeados de cow-boys y espadachines de atrezzo, y si no estaba se
hacía cargo de mí un tipo formidable, gordote y conversador, que se pasaba la
vida en una sala de visionado —sin duda mi lugar preferido en toda aquella
factoría de ficción— rellenando fichas de las películas que se iban a emitir
durante las semanas siguientes. Al principio no encontré raro que hubiera un
cura sentado con él cada vez que empezaba una proyección. Lo único que yo
sabía de la censura, porque Adolfo me lo había comentado, es que a menudo
había que poner chales sobre los escotes de las cantantes para no provocar las
iras de El Pardo. Mi gordo amigo cumplimentaba un formulario en el que hacía
constar el reparto, el estado de la copia, la calidad del sonido, la sinopsis del
argumento y cosas así. El cura estaba allí para lo que estaba, ahora es fácil
deducirlo, pero no solía meter baza en nuestras conversaciones.
Supongo que esa época de mi vida me marcó profundamente, y no siempre
para bien. Me acostumbré a los privilegios, a franquear barreras vedadas para el
resto de mis iguales y a satisfacer caprichos infantiles con el simple chasqueo de
los dedos. Una vez me marqué el farol, ante mis amigos de clase, de que era
capaz de llevarlos a todos a Prado del Rey para que vieran con sus propios ojos
que aquel mundo maravilloso que yo les relataba en los recreos existía en
realidad y que no era fruto, como afirmaban algunos, de mi alocada imaginación.
Una vez que hube comprometido mi palabra de honor no tuve más remedio que
recurrir a Adolfo para que me sacara del atolladero. Dado lo especial de la
situación juzgué que lo más oportuno sería contarle los detalles del lío en el que
me había metido —por chulo— mediante una carta manuscrita. A los dos días
llegó a mi casa un sobre de color crema con la respuesta de Adolfo, debidamente
mecanografiada por su secretaria. Me decía que el jefe de Protocolo de
Televisión nos estaría esperando a mí y a mis amigos el día que yo dispusiera
para enseñarnos, de arriba abajo, las instalaciones de Prado del Rey. Y al final,
de su puño y letra, añadió: «Un abrazo muy fuerte, fardón». Él decía que me
gustaba fardar —un verbo que significa «presumir» y que él utilizaba mucho
cuando hablaba conmigo— y, desde luego, tenía toda la razón del mundo.
En otra ocasión el favor que me hizo aún resultó más sofisticado. Estaban
emitiendo en la Primera Cadena una serie que me tenía subyugado, como a
tantos millones de personas que la seguían con religiosa puntualidad. Se titulaba
Belfegor, el fantasma del Louvre. Por razones que no recuerdo yo no iba a poder
ver el último capítulo, en el que se descubría la identidad del enigmático
fantasma, y la idea de ser el único español que se quedara a dos velas cuando
llegaba el fin del misterio se me hacía insoportable. Le conté a Adolfo mi
problema y la solución no se hizo esperar: enseguida me llamaron por teléfono
de su Secretaría y me preguntaron qué día y a qué hora me venía mejor asistir, en
una sala de proyección de Prado del Rey, a un pase privado del último capítulo
de la serie. Así que, en cuestión de minutos, pasé de sentirme un pobrecito
desgraciado a ser el afortunado español que antes iba a descubrir quién se
escondía detrás de la máscara del fantasma, que, por cierto —y para variar—
resultó ser una mujer. Después de gestos como aquél, ¡cómo no iba yo a adorar a
Adolfo Suárez!
Por supuesto, mis andanzas entre las bambalinas de los platós televisivos no
sólo sirvieron para fomentar mi mala crianza; allí nació mi amor por el teatro y,
por extensión, por toda la buena literatura. Bastaba con que hubiera asistido a la
grabación de una secuencia de Crimen y castigo para que luego me fuera
corriendo a la biblioteca de casa en busca de la obra completa de Dostoievski.
Fueron muchas las obras de teatro que devoré gracias al influjo positivo del
Estudio 1. Y muchas, por cierto, las personas interesantes que conocí: Ibáñez
Menta, González Vergel, Pilar Miró, José María Quero (que un día me dejó
dirigir un movimiento de cámaras durante la grabación de una canción de
Karina), Sancho Gracia, Emilio Gutiérrez Caba, Federico Gallo, José Luis
Uribarri, José Luis Graullera, Juan José Rosón, Luis Ángel de la Viuda, Luis
Miratvilles y, por supuesto, Gustavo Pérez Puig.
Gustavo había coincidido con Adolfo algunos años antes en las comisiones
asesoras de Televisión. Al principio no debieron de entablar una relación
demasiado fluida, porque el único recuerdo que guarda Gustavo de aquella época
es que las secretarias abrían las puertas de sus despachos en tropel cada vez que
Adolfo llegaba a una reunión para admirar su palmito, algo que por razones que
yo me explico pero él no, no sucedía cuando era Gustavo quien desfilaba por el
pasillo. Luego, a Adolfo le hicieron director de Programas, en sustitución de
José Luis Colina, un ex combatiente de la División Azul que acabó por
convertirse en el verdadero adelantado de la televisión en España. Gustavo, que
como todos los cómicos de la vieja usanza se pierden por un buen mutis teatral,
le dijo al recién nombrado: «Mira, Adolfo, yo te aprecio y me caes bien, pero
quiero que sepas que me parece que lo que le han hecho a José Luis Colina,
quitándole el puesto para dártelo a ti, es una cabronada intolerable. Él ha traído
la televisión a este país y tú, en cambio, no tienes ni puta idea».
Adolfo no se inmutó. Dejó que la puerta de su nuevo despacho se cerrara por
fuera y tomó la decisión de hacerle pagar a Gustavo su insolente sinceridad.
Durante seis meses le tuvo en el banquillo, sin encargarle la realización de
ningún programa, lo que no dejaba de ser una venganza especialmente cruel si se
tiene en cuenta que, por entonces, los realizadores no eran fijos y cobraban a
tanto la pieza. Cuando el estómago de Gustavo ya no pudo resistir un ayuno más,
decidió cambiar de táctica y, un buen día, metiéndose el orgullo en el bolsillo,
invitó a cenar al culpable de su desdicha y a su mujer, o sea, a Adolfo y Amparo.
No tenía un duro, pero sí crédito a cuenta en sus dos restaurantes preferidos:
Mayte y Casa Venancio. Sin embargo, Adolfo, que siempre valoró más la
decoración de los restaurantes que la calidad de sus cartas, se empeñó en ir a uno
de moda, frecuentado por la clase política, llamado Las Lanzas. A Gustavo le
fallaron los dos o tres amigos a los que intentó sablear por teléfono y, después
del café, a la hora de pedir la cuenta, no tuvo más remedio que confesar su
indigencia: «Lo siento, Adolfo, ya sé que invitaba yo, pero te confieso que no
llevo encima ni un maldito céntimo». Adolfo se rio de buena gana, y Amparo
aún más que él, pues Gustavo la había cautivado con su buen humor y sus
historias teatrales. Allí empezó una honda amistad que ya nunca se
interrumpiría.
Un buen día, después de comer con mis padres y con Adolfo en casa de un
magistrado del Supremo que se llamaba Andrés Gallardo, nos fuimos juntos a
Televisión Adolfo y yo. Él conducía su Seat 1500 y yo, en el asiento del
copiloto, le pregunté si le asustaba la muerte.
—No mucho —me respondió sonriendo—. Pero la veo muy lejos, Luis. Aún
me falta mucho para eso.
La respuesta tenía interés porque yo, en aquel momento, estaba convencido
de que a Adolfo le quedaban pocos meses de vida. Días antes, llorando como
una descosida, mi madre me había pedido que rezara por él.
—¿Qué le pasa? —le pregunté.
—¡Que tiene cáncer! —me dijo mientras ahogaba un sollozo.
—¿Y se va a morir?
—Tú reza, hijo mío, reza…
Tanta insistencia con los rezos no me pareció una buena señal. Concluí que
Adolfo debía estar en las últimas y lo interioricé con tanto dolor personal como
si se tratara de un miembro de mi propia familia.
La versión que corría —y que, por cierto, nunca tuve la curiosidad de
contrastar— es que Adolfo, con los resultados de unos análisis que le acababan
de hacer, llamó por teléfono a Luis Miratvilles, que vivía en Barcelona, y le dijo:
—Luis, estoy preocupado porque tengo un amigo que está enfermo y le han
dado unos análisis que no sé muy bien cómo debo interpretar.
—¿Qué dicen esos análisis?
Adolfo se los leyó y Miratvilles le dijo sin ambages:
—Lo que tiene tu amigo es un cáncer como un piano.
De camino a Televisión Adolfo me preguntó si me importaba que nos
detuviéramos un momento en la consulta del médico y, naturalmente, le dije que
no. Estuvimos juntos durante un rato en la sala de espera. Yo no sabía cómo
comportarme. ¿Qué puede decirle un niño de once años a un adulto al que cree
moribundo? Gracias a Dios, la espera no fue muy larga. En un momento
determinado, me dijo:
—Mira, Luis, yo voy al médico porque de algo tienen que vivir los médicos,
y compro las medicinas que me recetan porque de algo tienen que vivir los
farmacéuticos, pero luego yo cojo todas esas medicinas y las tiro por la ventana
porque de algo tengo que vivir yo…
¡Qué tío —pensé para mis adentros—, qué sangre fría! ¡Así que está a punto
de irse al otro barrio en la flor de la vida y aún tiene el aplomo de tomarse a
broma su estado de salud! Aquel día, definitivamente, Adolfo se convirtió en mi
héroe. Luego, lo que son las cosas, he sabido que en realidad no era tan valiente
como yo creía y que las enfermedades le daban un canguelo notable.
Mientras tanto, en su actividad profesional en televisión —donde ocupó los
cargos de secretario de las Comisiones Asesoras, director de Programas, director
de la Primera Cadena— y tras un paréntesis en el Gobierno Civil de Segovia
como director general, hacía gala de esa misma valentía que había exhibido
delante de mí, aunque en circunstancias distintas y ante auditorios bastante más
distinguidos. Como resulta que lo del cáncer acabó siendo una falsa alarma, un
error de la analítica o algo así, Adolfo decidió coquetear con la muerte —al
menos la política— en otros lances. Y no se le ocurrió nada mejor que desafiar a
la familia del jefe del Estado. En marzo de 1972, Carmen Martínez Bordiú, la
nieta mayor de Franco, decidió casarse con Alfonso de Borbón Dampierre, a
quien el sector más inmovilista del Régimen, es decir, el «Búnker», quería
promover como alternativa sucesoria a su primo Juan Carlos. De hecho, Adolfo
ya había recibido instrucciones concretas en varias ocasiones para que en los
programas informativos de televisión se le diera el tratamiento de Alteza Real.
Ante el gran acontecimiento nupcial, el ministro de Información y Turismo,
Alfredo Sánchez Bella, fue un poco más lejos y le dio la orden de que la
ceremonia se retransmitiera íntegra y en directo. Pero Adolfo se negó a hacerlo.
Y lo más asombroso: se quedó tan ancho. Los rumores de aquella actitud, que
algunos calificaron de valiente y otros de chulesca, sirvieron para aderezar
muchas de las conversaciones que Adolfo mantuvo durante esos días con mi
padre. Yo fui testigo de una, aunque confieso que a mí me sobrepasaba el fondo
del asunto. El hecho de que se pudiera desobedecer la orden de un ministro y que
a continuación el mundo siguiera girando sobre sus ejes era algo que trascendía
con mucho mis adolescentes entendederas. La lógica de mi razonamiento era
impecable: si un gobernador civil era tan poderoso como un virrey (yo estaba
harto de escuchar esa frase en casa) y un ministro mandaba más que un
gobernador civil, ¿cómo era posible desairar al que está por encima del virrey sin
que hubiera represalias? Pues, por alguna extraña razón, era posible. Adolfo,
para escándalo de mis oídos, no paraba de repetir delante de mi padre, mientras
paseaban juntos de un lado a otro del despacho: «¡Este Alfredo es un ceporro!
¡Un ceporro!».
Muy poco tiempo antes Adolfo había creado el Consejo Asesor de Radio
Televisión Española, creo que para evitar su control por parte de las Cortes, y le
había pedido a mi padre que lo presidiera. Y ahora ahí estaban los dos, arriba y
abajo, haciendo largos por el despacho del director general de Televisión, el uno
llamando ceporro a su ministro y el otro —¡mi propio padre!— dándole carrete
sin pararle los pies. Aquel día, gracias a Dios, empecé a perderle el respeto al
poder.
He sabido más tarde que las cosas no fueron tan sencillas como aparecían
ante mis ojos. El tira y afloja entre Adolfo y Sánchez Bella fue muy tenso.
Adolfo llegó a presentar su dimisión y el ministro, durante un arrebato
temperamental, se la aceptó. Tuvieron que intervenir terceras personas, entre
otros Carrero Blanco y López Rodó, para que las aguas volvieran a su cauce.
Como es lógico, yo no supe interpretar entonces las claves que estaban detrás de
aquel episodio. Ignoraba que Adolfo se hubiera fijado, como prioridad absoluta
durante su estancia al frente de Televisión, la promoción de la figura del príncipe
Juan Carlos, elevado ya por Franco, desde 1969, a la condición de sucesor a
título de Rey. Parece ser que a esa labor consagró lo mejor de sus esfuerzos
televisivos. La prioridad incluía, naturalmente, despejar el camino de la sucesión
juancarlista de cualquier amenaza que la pusiera en riesgo, lo que en aquel
momento exigía evitar a toda costa la retransmisión de la boda de la nieta del
jefe del Estado. Había llegado el momento de segar la yerba bajo los pies de
quienes aún albergaban la esperanza de convencer a Franco para que alterara las
previsiones sucesorias en favor de Alfonso de Borbón Dampierre. Sánchez Bella
era uno de ellos. En lugar de la ceremonia, Televisión Española proyectó la
película Un gangster para un milagro.
Capítulo II
COMIENZA LA CARRERA
Tengo entendido que Adolfo había conocido a los príncipes Juan Carlos y
Sofía en las navidades de 1968, con motivo de un viaje que éstos hicieron a
Segovia en compañía de los reyes de Grecia. Adolfo era el gobernador civil de la
provincia y llevó a los dos matrimonios a comer a Casa Cándido, que era —y es
todavía— un típico horno de asar especializado en cochinillo. Se cayeron bien.
El duque de la Torre, preceptor de don Juan Carlos, había obtenido del
Ministerio de Educación un refugio en Guadarrama donde el príncipe se hacía
acompañar por algunos amigos los fines de semana. Después de la comida en
Cándido, Adolfo acudió al refugio en varias ocasiones. No sé si fueron muchas,
pero estoy seguro de que le cundieron una barbaridad, porque a los pocos meses,
en noviembre de 1969, Juan Carlos apoyó decididamente el nombramiento de
Adolfo como director general de Televisión.
Además de brindarle la oportunidad de establecer lazos de amistad con el
príncipe, su etapa de Segovia —«La más feliz de nuestras vidas», solía decir
Amparo— le deparó otro encuentro que iba a resultar decisivo en su biografía.
En la residencia del gobernador, en el área de la piscina, se había detectado una
misteriosa plaga de insectos que ninguno de los productos típicos era capaz de
erradicar. Entonces le hablaron a Adolfo de un ingeniero agrónomo de buena
reputación que tal vez podría encontrar una solución insecticida definitivamente
eficaz. El ingeniero, en efecto, encontró el remedio para la plaga. Su nombre era
Fernando Abril. Adolfo y él enseguida congeniaron. Sus mujeres, Amparo y
Marisa, también. Los matrimonios se hicieron íntimos amigos y Adolfo, pocos
meses después, le nombró presidente de la Diputación.
Que yo recuerde, sólo fui a Segovia una vez durante su etapa en el Gobierno
Civil. Estaba a punto de irme a pasar el mes de julio a Inglaterra y necesitaba
escribir una carta a mis caseros británicos. Amparo hablaba muy bien el inglés y
mis padres le pidieron el favor de que me ayudara a escribirla. Durante la
sobremesa salió a relucir la catástrofe de Los Ángeles de San Rafael, en la que
murieron varias personas. Un restaurante cuyo promotor era Jesús Gil y Gil se
desplomó de golpe, sepultando a quinientas quince personas. Oí cómo Adolfo
les contaba a mis padres que pasó dos días sin dormir rescatando cadáveres entre
los escombros y que después de esas cuarenta y ocho horas, cuando llegó a su
casa, se desmayó. He leído que el drama de Los Ángeles de San Rafael se
convirtió más tarde en una piedra arrojadiza que algunos utilizaron para tratar de
abrirle una brecha a su carrera política. Si fue así, el tiro les salió por la culata,
porque el 18 de julio de 1969 Adolfo fue condecorado con la Gran Cruz del
Mérito Civil por su comportamiento durante el suceso.
Entre tanto, en el panorama político de aquel momento había un jaleo de mil
demonios a propósito de una guerra desatada entre los llamados tecnócratas —
algunos de ellos vinculados al Opus Dei— y los azules —o sea, los falangistas
—, con el ministro Solís a la cabeza. Fraga, aunque tenía rancho aparte,
colaboraba con los hombres del Movimiento en el hostigamiento a los
tecnócratas, hasta el punto de que siempre fue un valor entendido que habían
sido Solís y él, a partes iguales, los responsables de aflorar a la superficie el caso
Matesa —un escándalo económico relacionado con la exportación ilegal de
telares—, con el ánimo de arruinar la carrera política de algunos ministros
adscritos al Opus Dei. El resultado inesperado fue que Franco les rebanó a los
dos —a Fraga y a Solís— el cuello de un mismo hachazo.
Nunca he entendido muy bien la razón de ser del antagonismo entre la
Falange y el Opus Dei. Lo cierto, sin embargo, es que eran especies políticas
consideradas por casi todos como incompatibles. Da buena prueba de ello una
anécdota casi surrealista que Adolfo me contó a propósito de mi padre:
—Un día, cuando ya llevaba bastante tiempo siendo vicesecretario, Solís le
llamó y le dijo: «Fernando, hay que estar muy vigilante porque estos tíos del
Opus están por todas partes y el día menos pensado se nos infiltran en el
Movimiento. Te lo digo para que estés atento y me avises si ves algo raro». Y
claro, tu padre se quedó hecho polvo. Estuvo varios días pensando qué debía
hacer y por fin se decidió a ir al despacho de Solís a decirle que ponía su cargo a
su disposición pero que debía saber que él era miembro del Opus Dei desde
hacía bastantes años. Solís se quedó de piedra. No le aceptó la dimisión, pero
estuvo varios meses sin despachar con él. Nunca he visto a tu padre sufrir tanto.
Parece ser que el hecho de que un falangista se hubiera hecho del Opus Dei,
y que además hubiera sido capaz de encaramarse sin levantar sospechas a la
Vicesecretaría General del Movimiento, fundió los plomos de Solís y de todos
los que, como Solís, creían que el agua y el aceite no estaban hechos para
mezclarse. Debo decir que a mí me gusta especialmente esta anécdota porque me
permite explicar, por vía ancestral, el horror que me producen los estereotipos.
Pero volvamos al relato.
El dedo todopoderoso de Franco eligió a Alfredo Sánchez Bella para suceder
a Fraga en el Ministerio de Información y Turismo tras la crisis Matesa. Parecía
muy difícil de conseguir que el nuevo ministro aceptara a Adolfo como director
general de Televisión, pero entre el príncipe, Carrero Blanco y mi padre
consiguieron vencer su resistencia. Lo que a mí me sale —si bien es verdad que
lo digo sin ningún dato que avale la teoría— es que el príncipe se lo debió de
pedir a mi padre, que por entonces le preceptuaba en algunas clases de Derecho,
y mi padre se lo debió de pedir a Carrero. Es la secuencia más lógica. En todo
caso, lo que es seguro es que el príncipe Juan Carlos apoyó de manera activa —
ya como inductor, ya como cómplice necesario— el encumbramiento de Adolfo
a la dirección general de Televisión. Cuando, extrañados, algunos ministros le
preguntaron a Carrero por qué había elegido a Adolfo para el cargo, el almirante
les respondió: «Es lo único que me ha pedido el príncipe cuando fui a informarle
de la composición del nuevo Gobierno». El dato es muy revelador porque
demuestra que Adolfo, ya en el lejano invierno de 1969, había sido capaz de
llamar la atención de Juan Carlos.
Desde el momento del nombramiento, el 6 de noviembre de 1969, los
telediarios de ambas cadenas empezaron a cuidar especialmente las actividades
del príncipe. El propio Adolfo acudía con frecuencia a La Zarzuela para
entregarle las grabaciones de los viajes y actos a los que asistía. Incluso dio la
orden de que se creara un archivo gráfico dedicado a la figura de don Juan
Carlos. Por lo que se refiere a su gestión administrativa, Adolfo impulsó la
autonomía presupuestaria de Radio Televisión Española, dando origen a una
especie de servicio público centralizado. Fue, por lo tanto, el precursor de una
política bendecida por sus sucesores que abrió el camino de la creación del ente
público que hoy conocemos.
Una de las personas que contribuyeron de manera decisiva a estrechar la
relación entre Adolfo y el príncipe fue Carmen Díez de Rivera, hija oficial de los
marqueses de Llanzol. Su hermana, además, estaba casada con el cuñado de la
hermana del príncipe. Por entonces tenía veintisiete años, una belleza
deslumbrante y un punto de insolencia muy poco frecuente en los modales al
uso. Pero andaba sin un duro. Su madre la acababa de echar de casa por rebelde.
Apenas hacía unos meses que había regresado de un largo viaje por África y le
urgía encontrar un trabajo. Don Juan Carlos se la recomendó a Adolfo como jefa
de su Secretaría en la Dirección General de Televisión. Adolfo, naturalmente,
dijo que sí, y mantuvo su palabra a pesar de que su primera entrevista con la
jovencísima recomendada no pudo ser más tensa. Así se lo contó la propia
Carmen, poco antes de morir, a la periodista Ana Romero:
—¿Cómo usted, tan joven, puede ser un fascista? —le dijo a modo de saludo.
—Yo no soy un fascista.
—Pues todo lo que yo veo aquí me parece fascista —replicó ella mientras
clavaba su mirada en un gran retrato de Franco que colgaba de la pared—.
Quiero que sepa que yo necesito dinero pero no estoy dispuesta a ganarlo
ayudando a la dictadura.
—No tendrás que hacer nada de eso, Carmen —le cortó Adolfo, más
sorprendido que molesto—. Bastará con que te ocupes de mi agenda, de mis
papeles, y con que pongas un poco de orden en medio de este caos.
—Si no le importa, me lo voy a pensar —dijo ella mientras se ponía de pie.
Y sin más, abandonó el despacho.
Yo apenas traté a Carmen Díez de Rivera. La saludé algunas veces, hola y
adiós, pero me deslumbró —como a casi todos— su belleza amarga, la potencia
taladradora de sus ojos azules y la sonrisa enigmática que me dedicó las veces
que nos vimos.
Un día ya no pude resistirme más y le pregunté a Adolfo si era verdad la
historia que me había contado el periodista Pedro Rodríguez, la mejor pluma del
periodismo político del momento, según la cual no había podido casarse con el
gran amor de su vida porque, cuando estaba a punto de hacerlo, tuvieron que
confesarle que su novio era, en realidad, su propio hermano. Adolfo se limitó a
decirme que sí, que era verdad, pero no abundó en los detalles, que es lo que a
mí me habría gustado que hiciera. Desde aquel día mi admiración por Carmen
Díez de Rivera, en la distancia de mundos que apenas se habían cruzado, en el
anonimato de la conciencia, se hizo gigantesca. Los detalles del infinito dolor
que supuso para ella aquel terrible descubrimiento, los que Adolfo con buen
criterio no me quiso contar, se los relató la propia Carmen a la periodista Ana
Romero, con quien, por cierto, tuve el placer de trabajar durante un año en La
mañana de la Cope: «Yo creí que me iba a casar, estaba convencida de que me
iba a casar. Estuve enamorada de verdad, para casarme. Tuve una relación desde
muy pronto, yo diría que desde los seis años». El niño era Ramón Serrano Súñer
y Polo, el tercer hijo de Ramón Serrano Súñer y de Zita Polo. Es decir, su
hermanastro. «A esa edad jugabas, a los ocho correteabas por el campo, siempre
había otros y con ésos no correteabas, sino siempre con el mismo. Eran, creía yo,
los hermanos de una amiga mía de mi misma edad, casi. A los catorce o quince,
cuando se te empieza a despertar la sensualidad, hacías juegos conjuntamente, en
el mar, en la bici, de la manera más natural. Entonces, cuando tu afecto, tu
sensualidad, tu naturaleza, tu inteligencia, cuando todo se despierta a la vez, eso
es amor. En aquella época se decía que era para casarse. ¡Ahora no haría falta!
Por eso era un amor insustituible. Porque se habían despertado todas las partes al
mismo tiempo. El afecto, la ternura, la inteligencia. Entonces, alguna vez, me
decían en casa eso de “¿Cómo estás con ése, si no tiene título?”. Nobiliario,
claro, ¡no universitario! Ya entonces a mí eso me daba exactamente igual».
Hasta el 28 de diciembre de 1959, con diecisiete años cumplidos, no le
contaron la verdad. «A los dieciséis años se dieron cuenta de que iba en serio, y a
los diecisiete se apagó la luz, la farola del Petit Prince en el planeta». Se lo
dijeron su tía, Carmen de Icaza, y un fraile dominico cuando Carmen ya iba a
sacar la partida de bautismo en la parroquia de la Concepción para iniciar los
trámites del matrimonio. «Yo noté que algo se me había roto dentro. Algo
tremendo hizo “clac”, yo noté ese ruido. Yo noté que algo se me había roto para
toda la vida. Fue un dolor muy profundo. La ruptura fue brutal. En cinco
minutos. Acabar con la globalidad de un amor, en el que se había despertado
todo. ¡A mí se me partió el alma! Yo no juzgué nada, que conste, porque el amor
no se juzga. Lo que sí pensé es: “¿Ustedes cómo han sido tan insensatos y no me
lo hicieron saber?”. Eso sí. Pero cómo vas a juzgar el amor de dos personas. Yo
no lo hice en ningún momento; ahora tampoco. Se me partió el alma porque supe
que difícilmente volvería a encontrar esa globalidad otra vez. Él era una persona,
de verdad, muy excepcional. Me fui a África porque si no, no habría salido
nunca de esa historia. Yo seguí viendo a ese chico varios años, y no salíamos de
la situación, porque cuando uno se quiere, se quiere, y ahí había una unión de
piel, una unión interna, una unión de vida, de corta vida pero de intensa vida. Y
sobre todo, insisto, yo no sabía superarlo».
Carmen enfermó. Entre 1960 y 1964 estuvo en París, sometiéndose a una
cura de sueño. Luego estuvo en Suiza, donde empezó a fumar. Más tarde probó
como monja de clausura en Arenas de San Pedro: «Intenté entonces superarlo en
Dios porque pensé que el amor absoluto de Dios podría llenar mi existencia,
pero yo por experiencia sé que Dios no es un sustitutivo de nada. Pero de nada.
Dios es único, y para mí no ha resultado un sustitutivo de nada».
Cuando le pregunté a Adolfo por esta historia, como he dicho, él se refugió
en un monosílabo para confirmarla, pero no quiso adentrarse en el truculento
mar de los chismes. Es curioso que fuera tan reacio a ellos —y que penalizara
con tanta dureza las indiscreciones de sus hombres de confianza— y, sin
embargo, que se hubiera forjado en torno a él la paradójica leyenda de que era un
chismoso. El jefe de los Servicios de Información de Carrero Blanco, el teniente
coronel José Ignacio San Martín, condenado años más tarde por su participación
en el frustrado golpe de Estado del 23 de febrero de 1981, cuenta en sus
memorias que «Adolfo Suárez acudía a Castellana 3, sede de la Presidencia del
Gobierno, para contarle cosas y chismorreos a todo el mundo e incluso de su
propio ministro, con el que no se llevaba bien». Lo más fácil sería pensar que
San Martín, a la hora de escribir acontecimientos pretéritos, se dejó llevar por lo
que podríamos llamar el rencor con carácter retroactivo, adjudicando a sus
juicios un estado anímico que no era tal cuando se produjeron los hechos que
rememora. Pero no lo creo. San Martín tenía un alto concepto —sui generis,
pero alto— de la idea del honor. Yo lo conocía porque su hijo Alfredo era
compañero mío de colegio, de clase y de pandilla; un tipo estupendo, de carácter
fuerte, extremo izquierdo habilidoso y rápido y, sobre todo, buen amigo. A veces
iba por su casa, y él por la mía, así que tuve la oportunidad de tratar a su padre.
Cuando ya estaba detenido a la espera del juicio, me permitió que me hiciera
pasar por familiar suyo para tener acceso, un jueves por la tarde, a las
instalaciones del aeródromo de Campamento donde estaban recluidos todos los
jefes del Ejército procesados por la intentona golpista. Así es como conseguí la
información necesaria para el primer reportaje que se publicó en la prensa
española sobre la vida en prisión de los militares insurrectos. Viene a cuento
porque, durante la larga conversación que mantuve con San Martín en
Campamento, el nombre de Adolfo salió a relucir en varias ocasiones. Tenía
frescos los recuerdos porque estaba aprovechando los ratos ociosos de cautiverio
para escribir sus memorias. Me habló de Adolfo con profundo desprecio. Seguía
catalogándolo como un gran chismoso. Le dije que me parecía injusto. Él se
limitó a contestarme, con cierta superioridad militar:
—Tú no le conoces.
—Yo creo que sí.
—Y yo te digo que no. Llegó a decir de Sánchez Bella que pretendía que el
sucesor de Franco fuera Otto de Habsburgo. Era capaz de cualquier cosa…
—Eso no es ser chismoso. Es evidente que Sánchez Bella no quería a don
Juan Carlos como sucesor. Eso es un dato histórico, José Ignacio.
—Era un chisgarabís, sin apenas formación. Nadie podía pensar que llegaría
tan alto. Además, no tenía criterio propio en casi nada. Siempre daba la razón a
quien tenía enfrente. Así se ganaba su favor. Créeme, era un encantador de
serpientes muy simpático. Nada más que eso. Bueno, y un gran ambicioso, claro.
Eso sí que lo era. Simpático y ambicioso. Nada más. Me arrepiento de haber sido
amigo suyo.
Ha pasado el tiempo y sigo creyendo que San Martín se equivocaba. Adolfo
no era como él lo pinta. Aunque suene extraño, creo que odiaba los chismes. Mis
grandes problemas con él, los momentos de mayor distanciamiento, se
produjeron precisamente porque me hacía responsable —algunas veces con
razón, otras no— de haber filtrado a amigos periodistas algunas de las
confidencias que me hizo. Pero de eso ya nos ocuparemos más adelante.
Nos habíamos quedado en Carmen Díez de Rivera. Me atreví a preguntarle a
Adolfo sobre la veracidad de su tragedia sentimental, pero nunca tuve el valor
suficiente para preguntarle si era verdad —tal como afirmaban insistentemente
los rumores de la época— que estuvo liado con ella. No tengo ninguna duda de
que me habría dicho que no, pero tampoco la tengo de que yo no me lo habría
creído a pies juntillas. Para entonces yo ya había oído cosas tremendas de su
comportamiento en materia de galanteos. Por ejemplo, que siendo director
general de Televisión fue a tomar unas copas a una discoteca con unos amigos y
que, en la oscuridad del local, acabó pelando la pava con una modelo
despampanante. Tuvieron que avisarle de que la modelo era, en realidad, un
travestí. Al darse cuenta, salió de allí a toda velocidad. En otra ocasión me contó
un periodista que trabajaba en el gabinete de prensa de La Moncloa, a las
órdenes de Fernando Ónega, que estando en la antesala del despacho
presidencial vio salir a Ana Leyva, una de las secretarias de Adolfo, llorosa y
azorada. Era un día de mucha tensión, pues se había producido un terrible
atentado de la banda terrorista ETA. Mi confidente afirma que se acercó a Ana
para saber qué le pasaba, pero Ana no le contestó, siguiendo su camino mientras
se remetía la blusa por dentro de la falda. Historias así eran desgraciadamente
verosímiles. Llegué a creer que entre Adolfo y Carmen Díez de Rivera había
habido algo más que una estrecha relación laboral. Sin embargo, ahora sé que
hice mal en creerlo. Carmen, en las confidencias que le hizo a Ana Romero, lo
deja meridianamente claro: «En aquel momento todo el mundo decía que era su
amante. Yo era joven y atractiva, ¡y todavía iba siempre con falda! De cualquier
mujer en aquel momento habrían dicho lo mismo. Pero yo jamás habría flirteado
con alguien que tuviera que llevar a cabo una labor tan complicada. ¡Jamás!
Creo que ya me conoces lo suficiente como para saber que en eso soy inflexible.
No he cometido jamás nada con una persona casada, ¡nunca! Más, viniendo de
donde vengo yo. Ya separada es otro rollo. Yo no he pastoreado por corral ajeno.
Siempre he dicho que no. Y lo demás es fantasía. Eso no quiere decir que no lo
hayan intentado. ¡Ah, claro! Pero eso es problema de otros. La derecha, que es
machista, siempre me ha achacado el problema a mí. Pero el problema lo tenían
otros. Cuando salí de allí hubo un sector de la derecha que dijo que yo era una
incompetente. Tenía que serlo, claro, como me estaba acostando todo el día con
todo el mundo, debía de estar agotada. Claro que ellos también debían de estar
agotados por la misma razón. ¿O es que ellos se recuperan más rápido?».
Lo único que puedo decir, a la vista de este testimonio irrefutable, es que me
arrepiento de haberle dado credibilidad a aquellas historias. Lo importante,
flaquezas aparte, es que Adolfo sabía dónde estaba la frontera entre el bien y el
mal. Y nunca la perdió de vista. Una vez, muchos años después, en su despacho
de la calle de Antonio Maura, tuvimos una conversación en la que salieron a
relucir las dificultades por las que a veces atraviesan las relaciones
matrimoniales. Me miró con franqueza y me dijo sin severidad: «Si me entero de
que haces alguna tontería, te mato».
En 1973 se produjo un hecho político de gran trascendencia. Franco renunció
a simultanear la jefatura del Estado y la Presidencia del Gobierno y eligió al
almirante Luis Carrero Blanco para que presidiera el Consejo de Ministros. El
encumbramiento de Carrero significaba que Franco admitía que su muerte no
andaba muy lejos y, en tales circunstancias, le encomendaba la continuidad de su
obra política a la persona que consideraba más leal de su entorno. Para los que
tenían puestas sus esperanzas en que el Régimen iba a evolucionar lentamente
hacia parajes democráticos, el nombramiento de Carrero fue una pésima noticia.
Para entonces el ambiente social se había vuelto más tenso. Los ecos del Mayo
del 68 francés llegaron a la universidad española, donde los estudiantes
comenzaron a practicar con frecuencia el peligroso deporte de correr delante de
los grises —a los efectivos de la policía nacional se les llamaba así por el color
de su indumentaria—, y la oposición política se abría camino poco a poco a
través, sobre todo, de los circuitos sindicales. El fin de una época comenzaba a
percibirse en el ambiente. Circulaban inquietantes noticias de las actividades de
Santiago Carrillo en París y de Pablo Castellano en Madrid. El franquismo
monolítico empezaba a resquebrajarse. A pesar de ello, o tal vez precisamente
por ello, Franco eligió como presidente del Gobierno a un militar de probada
fidelidad a la causa y a su persona.
A Adolfo le faltó el canto de un duro para entrar a formar parte del primer
gobierno de Carrero. Yo estaba estudiando la carrera de Periodismo en Navarra y
le llamaba a menudo por teléfono desde la pequeña redacción de la revista
Nuestro Tiempo, donde había comenzado a colaborar. Como es lógico, durante
aquellos días de gran efervescencia política las conversaciones fueron más
frecuentes. Una tarde, cuando aún no se conocía la identidad de los nuevos
ministros, noté que su voz sonaba más alterada de lo habitual:
—¡Este Girón es un mierda! —me dijo.
Girón era la cabeza visible del sector falangista.
—¿Qué ha hecho esta vez? —le pregunté.
—Carrero quería nombrar a tu padre ministro de justicia, pero Girón ha
exigido que esa cartera se la dieran a Ruiz Jarabo.
—¿Y Carrero ha cedido?
—Sí, porque no ha habido nadie con suficientes agallas para imponerse.
Laureano sólo está preocupado por lo suyo y no ha ayudado nada. Tu padre dice
que no, pero estoy convencido de que Laureano, siempre que puede, le hace la
puñeta. Y de paso, a mí también.
Laureano López Rodó, tecnócrata, numerario del Opus Dei, artífice del Plan
de Desarrollo, se había ganado el agradecimiento sincero de Carrero —después
de haberse ganado sobradamente su respeto profesional— por la ayuda espiritual
que le prestó durante una severa crisis en su matrimonio.
—¿No te dejan seguir en Televisión?
—No es eso. Es que se está barajando mi nombre para la cartera de
Información y no me fío de Laureano.
Al día siguiente volvimos a hablar y me confirmó que un movimiento de
última hora le había dejado fuera del gabinete. Según me contó, el príncipe tenía
mucho interés en que Fernando Liñán, hasta entonces director general de Política
Interior, entrara en el Gobierno. Carrero tenía guardada para él la cartera de
Gobernación, pero Franco impuso para ese puesto el nombre de Carlos Arias.
Liñán pasó entonces a la cartera de Información y Adolfo se quedó con tres
palmos de narices. Cuando me lo contó, la víspera de que los nombramientos se
hicieran oficiales, su voz no sonaba demasiado contrariada. Le pregunté cuál era
la valoración que hacía de los cambios y me dijo que, a su juicio, Carrero había
tratado de hacer una síntesis de todas las fuerzas que estaban en juego:
—Ha contentado a los falangistas con los nombramientos de Arias, Ruiz
Jarabo y Utrera —me dijo—, y al príncipe con los de Fernández-Miranda y
Liñán. Los nombramientos más audaces han sido los de Barrera de Irimo y
Martínez Esteruelas, que no son santos de la devoción de Laureano y tienen
contactos extramuros del Régimen.
—Pero Laureano sale muy reforzado con la cartera de Asuntos Exteriores —
opiné yo—. Al menos, eso es lo que parece…
—Lo parece, pero no es cierto. Al quitárselo de Castellana 3 manda la señal
de que él no va a ser el cerebro en la sombra de la nueva situación.
Con la información que Adolfo me había dado, toda una primicia
informativa condenada a la melancólica condición de inútil porque yo no tenía
dónde publicarla, me apunté un gran tanto —también inútil— ante los ojos del
director de la revista Nuestro Tiempo, Esteban López-Escobar, a quien le facilité
uno por uno los nombres del nuevo Gobierno bastantes horas antes de que fueran
del dominio público. Cuando López-Escobar leyó la prensa del día siguiente,
donde se ratificaba la exactitud de mi información del día anterior, me dijo:
«Felicidades. Está claro que tus fuentes son muy buenas. Ése es el gran secreto
para llegar a ser un buen periodista».
Naturalmente, no le revelé quién había sido mi fuente. Adolfo tampoco me
contó cuál había sido la suya, pero la casualidad quiso que lo descubriera
muchos años después. Durante la entrevista que mantuve con el coronel José
Ignacio San Martín en Campamento, a la que ya he hecho referencia, éste me
dijo que había mantenido a Adolfo puntualmente informado de los detalles de
aquella crisis.
En vista de que las puertas de acceso al Gobierno se le cerraron a cal y canto
(tampoco le salió bien una jugada de última hora para ser vicesecretario general
del Movimiento con Torcuato Fernández-Miranda), Adolfo cogió su dignidad
malherida y se la llevó a la Presidencia del Consejo de Administración de la
Empresa Nacional de Turismo, un cargo de consuelo alimenticio alejado de los
circuitos del poder. Muchos creyeron entonces que Adolfo había perdido para
siempre el tren del futuro. Para consolarle, su amigo Pérez Puig le dejó un Seat
Spider que a Adolfo le había encantado nada más verlo. Se lo llevó a la casa de
verano que tenía alquilada en La Granja hasta que un día, harta y preocupada,
Amparo llamó a Gustavo por teléfono: «Haz el favor de venir a llevarte el coche,
porque Adolfo se pasa el día subiendo y bajando el puerto a toda castaña y estoy
convencida de que en una de éstas se despeña».
En diciembre de 1973 España sufría, como el resto de Europa, los efectos de
la crisis del petróleo. Franco había cursado instrucciones concretas para que se
restringiera al máximo el uso de los coches oficiales. Había que ahorrar gasolina.
Por esa razón, el día 19 de aquel mes mi padre había viajado a Pamplona en su
coche particular para dar una conferencia. Dado que yo estaba estudiando allí la
carrera y que al día siguiente comenzaban las vacaciones de Navidad, pensó que
era una buena oportunidad para venir a recogerme. Cuando ya viajábamos juntos
hacia Madrid, el día 20 por la mañana, una pareja de la Guardia Civil, desde el
centro de la calzada, nos pidió que detuviéramos el coche. Uno de los agentes le
preguntó si él era Fernando Herrero Tejedor, fiscal del Tribunal Supremo. Mi
padre dijo que sí.
—Nos han pedido que identifiquemos su coche por la marca y la matrícula.
Debe usted llamar por teléfono a su despacho urgentemente.
Luego nos escoltaron hasta la gasolinera más próxima y los dos agentes
desaparecieron en sus motocicletas. Mi padre estaba nervioso. Creo que le
rondaba por la cabeza la idea de que podía haber ocurrido alguna desgracia
familiar. Se dirigió a una cabina telefónica. Yo, detrás de él, hice el gesto de
cerrar la puerta por fuera, pero él me lo impidió con un ademán enérgico. Estaba
claro que quería que yo escuchara la conversación.
—¿Qué ha pasado? —Su voz sonaba muy tensa.
Y a continuación:
—¡Qué bárbaros! ¿Pero está muerto?
Lo más asombroso fue que al mismo tiempo que preguntaba aquello su gesto
se distendió. No tenía sentido aparente. Lo que fuera que le estuvieran contando
era algo grave —alguien había muerto— y, sin embargo, mi padre parecía
alegrarse. Deduje que el muerto no era de la familia, que es lo que él se temía
cuando descolgó el teléfono para hacer la llamada, y yo me tranquilicé también
al verle a él más tranquilo. La conversación fue muy breve. Cuando colgó, sin
darme tiempo a que yo le formulara la pregunta, me dijo:
—Acaban de matar a Carrero.
El resto del viaje transcurrió a más velocidad de la razonable. Le pregunté
todo lo que mi instinto periodístico fue capaz de dictarme. Repasé, una a una, las
cinco uve dobles que, de acuerdo a lo que había aprendido, constituyen el alma
de toda noticia.
Qué: muerte de Carrero en atentado terrorista. Quién: ni idea. Cómo: estaba
por determinar. Cuándo: a las diez de la mañana. Dónde: en la calle de Claudio
Coello. Por qué: ésa era, sin duda, la gran pregunta.
Me dijo que, a su juicio, era un intento muy claro de cambiar el rumbo de los
acontecimientos políticos. No terminaba de encajarle, a primera vista, la autoría
de ETA. No era descartable la hipótesis de los Grapo. En realidad no era
descartable ninguna hipótesis. Lo más probable es que el atentado —me dijo—
tuviera algo que ver con el hecho de que aquel mismo día comenzara la vista
pública del Proceso 1001 contra diez líderes sindicales.
—¿Y qué crees que va a pasar ahora?
—Me temo que va a haber mucho follón. Se puede armar una buena, sobre
todo porque los sectores más ultras tratarán de controlar la situación con
posiciones extremas.
Mi padre se equivocó en el pronóstico de la agitación callejera, aunque no
tanto en el de la reacción del Búnker. El entorno de Franco, que había visto con
recelo la política de apertura impulsada por Fernández-Miranda a través del
proyecto de Asociaciones Políticas, juzgó que había llegado el momento de
cerrar las compuertas del Régimen para aislarlo de eventuales tentaciones
liberalizadoras. Los nombres que pusieron en liza los enredadores del círculo
más íntimo del jefe del Estado para suceder a Carrero fueron estos cuatro: José
Antonio Girón, Alejandro Rodríguez de Valcárcel, Carlos Arias Navarro y Pedro
Nieto Antúnez. Como los dos primeros formaban parte del Consejo del Reino —
el órgano que debía proponer al sucesor mediante la elaboración de una terna de
candidatos—, y el último estaba involucrado en turbios escándalos financieros,
la estética administrativa acabó por inclinar la balanza a favor de Arias. Y así
fue, resumido en dos líneas, cómo llegó a la Presidencia del Gobierno el ministro
que no supo proteger la vida de su antecesor.
El 30 de diciembre, mi padre nos llamó a mi hermano Fernando y a mí para
decirnos que iba a ser ministro.
—Me ha llamado Arias y me ha dicho que voy a la Secretaría General del
Movimiento.
—¿Y a quién vas a nombrar vicesecretario? —le preguntó mi hermano
mayor.
—A Tomás Pelayo.
—¿Y a Adolfo no?
—Ahora no es el momento adecuado para nombrar a Adolfo.
No explicó nada más. Y si lo hizo, yo no me acuerdo. Además, tampoco
importa demasiado porque mi padre, al final, volvió a quedarse sin ministerio en
aquella crisis. José Antonio Girón atornilló a Arias para que nombrara ministro
del Movimiento a José Utrera Molina, un hombre de su absoluta confianza. El
nombre de mi padre se quedó en el texto de las cartillas normalizadas del Boletín
Oficial del Estado.
El hecho de que Adolfo no entrara en los planes de mi padre en aquel
momento se justifica, creo yo, por la particular lectura que él hizo del momento
político que había inaugurado el asesinato de Carrero Blanco. Tal y como me
dijo en el coche mientras regresábamos de Pamplona, creía que los ultras iban a
ponerse de uñas ante cualquier atisbo de coqueteo con planteamientos
aperturistas. Adolfo no habría sido bien recibido. No era falangista. Mi padre,
más prudente que audaz, no quería abrir frentes innecesarios. Sin embargo, la
colaboración entre ambos siguió siendo fluida. Adolfo y Amparo seguían
viniendo a cenar a casa con cierta regularidad. Durante las sobremesas, muy a mi
pesar, las tertulias ya no eran tan divertidas como cuando él era director general
de Televisión. Ya no salían a relucir las anécdotas a propósito de la acción de la
censura, que, por cierto, tenía criterios rarísimos. A Gustavo Pérez Puig le
mandaron dos semanas al banquillo —es decir, al paro— por haber permitido
que en la obra La vida en un bloc, original de Carlos Llopis, Jesús Puente le
diera un beso en la boca a Amparo Baró. Conviene tener en cuenta que, por
aquel entonces, a cada realizador le daban 25 000 pesetas por cada Estudio 1. A
Gustavo el castigo le suponía un agujero de diez mil duros. A los pocos meses
trataron de repetir la jugada porque, esta vez en El baile en Capitanía, de
Agustín de Foxá, Carlos Larrañaga besaba apasionadamente a María Luisa
Merlo. En su defensa, Gustavo argumentó que Larrañaga y Merlo eran
matrimonio en la vida real, y la censura, sensible a las reglas del débito
conyugal, le perdonó el castigo.
Con la nueva situación profesional de Adolfo, este tipo de historias dieron
paso a aburridísimas conjeturas sobre la actitud del Ejército ante el cambio
político que se abriría, inexorablemente, tras la muerte de Franco. No sé por qué
les dio por ahí. Tiempo después encontré entre los papeles de mi padre un
documento de cinco folios con este encabezamiento: «Informe de Adolfo Suárez
para Fernando Herrero. Asunto: Mandos y Oficialidad del Ejército». Aunque el
documento no tiene fecha, es seguro que Adolfo lo elaboró durante aquellos días
porque, en un anexo, aparecen anotaciones escritas en octavillas con el
membrete de ENTURSA, la empresa que Adolfo presidió entre octubre de 1973
y marzo de 1975. El primer párrafo del informe dice textualmente: «A medida
que se aproxima el momento en que tendrán lugar las previsiones sucesorias se
va mostrando en el país una mayor preocupación acerca de cuál será la actitud de
las Fuerzas Armadas ante cualquier posible cambio de orientación política». A
partir de ahí me gustaría poder decir que el texto que sigue es pura dinamita,
pero me temo que, al contrario, se trata más bien de un examen soporífero de la
composición del cuerpo de oficiales y de la evolución de los altos mandos. Lo
único interesante, y tampoco tanto como para tirar cohetes, son las notas finales,
en dos octavillas mecanografiadas, donde figuran los nombres de dos
comandantes a tener en cuenta para el futuro: Armando Marchante Gil y José
Casinello Pérez, que era teniente en el regimiento de infantería de Melilla donde
Adolfo hizo las prácticas como alférez de complemento. Allí se hicieron muy
amigos. Su hermano Andrés, partidario de salir de la dictadura para desembocar
en un nuevo orden constitucional de carácter democrático, fue nombrado por
Adolfo director general del CESED en 1976. Durante quince meses fue el
encargado de informarle sobre las actitudes, posibilidades y planes de los
distintos grupos políticos. De esta época él suele contar una anécdota fantástica:
una vez le ordenó a un guardia civil que se infiltrara en la asamblea de un partido
andaluz de nuevo cuño y que se ganara la confianza de sus dirigentes. Y lo hizo
tan bien que estuvo a punto de ser elegido secretario general. Andrés Casinello
tuvo que pedirle que moderara su entusiasmo.
José Ignacio San Martín me confirmó en Campamento el interés de Adolfo
por relacionarse con militares. En un momento dado señaló a un compañero
suyo y me dijo: «Mira a ése de ahí: es a uno de los que más ha tratado durante
los últimos años». Y dirigió mi mirada hacia el general Luis Torres Rojas.
También citó a Casinello, Martín de Pozuelo y Restituto Valero. Los dos últimos
nombres, la verdad, me sonaron a chino.
En el mes de febrero de 1974, el presidente Arias compareció ante las Cortes
y pronunció un discurso que dio mucho que hablar. Había sido escrito por
Gabriel Cisneros, con aportaciones de Pío Cabanillas —los dos fueron después
personalidades relevantes en UCD— y propugnaba, entre otras cosas, acabar con
el modelo de adhesión al Régimen y sustituirlo por el de la participación política.
En consecuencia, Arias se comprometió a elaborar un estatuto que regulara el
derecho de asociación. El discurso sirvió para exhalar el llamado «Espíritu del
12 de Febrero», un lema que llegó a hacerse pegadizo durante algún tiempo y
que expresaba la voluntad gubernamental de hacerle al Régimen, ya en fase
crepuscular, un buen lavado de cara. Fui testigo de una conversación entre
Adolfo y mi padre a propósito del discurso y del hálito que se le atribuía. Mi
padre dijo que el discurso era bueno, pero que las personas encargadas de
trasladarlo de las musas al teatro no eran las idóneas. Adolfo, para que no
quedaran dudas, remachó: «¡Desde luego! ¿Cómo se puede hablar de apertura
teniendo en la Secretaría General a ese cenutrio de Utrera? ¡Utrera no es nada
más que una marioneta de Girón!».
Justo en aquellos días, ya de vacaciones, tuve la oportunidad de tener una
larga conversación con Adolfo en su casa del Paseo de la Castellana. Estaba muy
molesto por algo que le había hecho el dentista en una muela que le traía por la
calle de la amargura. Tenía un pequeño flemón en el lado izquierdo de la boca y
el ceño ligeramente fruncido por el dolor. Pero no había perdido el buen ánimo.
—Duele más estar alejado de la política —me dijo mientras se llevaba la
mano hacia la mejilla. Entonces le pregunté:
—Si para ser ministro tuvieras que pagar el precio de vivir con dolor de
muelas permanentemente, ¿lo aceptarías?
—Claro que sí. ¡Sin dudarlo!
—¿Tanto te gusta el poder?
—Mira, Luis —me dijo con un tono de voz que denotaba profundo
convencimiento—: yo cambiaría diez años de vida por uno solo de poder.
Fue la primera vez que le escuché decir esa frase, que más adelante repetiría
otras veces delante de mí. En boca de otro tal vez habría sonado excesiva. Él, en
cambio, era capaz de pronunciarla con pasmosa naturalidad. El gesto de la cara
le cambió, más por la preocupación que por el dolor, cuando en la conversación
salió a relucir el príncipe. Me dijo que pocos días antes le había echado una
bronca monumental porque, otra vez, se había escapado de noche montado en su
moto sin avisar a nadie.
—Va por ahí haciendo el loco, sin escolta, y no se da cuenta de que le puede
pasar cualquier cosa. ¡Es un irresponsable!
No quedó claro si al decir que iba haciendo el loco se estaba refiriendo sólo a
la velocidad. Creo que no. Yo le pregunté:
—¿Y por qué le dejan hacerlo? ¿No hay nadie que se lo pueda impedir?
—El problema —me contestó— es que Mondéjar está ya muy mayor y el
príncipe no le obedece. Cualquier día lo mata de un disgusto. Claro que el
problema gordo será en el que nos meta a todos como algún día tenga un
accidente.
Luego, cuando pasamos al repaso general de la situación política volvió a
hacer un alarde de buenísima información. Me contó que el discurso que había
pronunciado Arias en Barcelona días atrás, dando por enterrado el Espíritu del
12 de Febrero, había sido consecuencia de un consejo directo de Franco, muy
presionado por la insistencia de los ultras.
—¿Los ultras presionan a Franco? ¡Yo creía que era al revés!
—Los ultras —me dijo— son más papistas que el papa. Y le han dicho a
Franco que o ven un gesto de sincero arrepentimiento en Arias o no pararán
hasta verlo políticamente muerto.
Desde ese momento empecé a sospechar que Franco le decía a cada uno lo
que quería oír.
El 13 de septiembre se perpetró el atentado más grave y espectacular desde
el final de la Guerra Civil. Una bomba colocada en un bar de la calle del Correo,
casi en la puerta de la Dirección General de Seguridad, causó once muertos y
cerca de ochenta heridos. El sector más duro del Régimen creyó que había
llegado el momento de decir «basta». Querían aislar a Arias y decidieron que la
mejor manera de hacerlo sería provocando el cese de sus ministros más
allegados. Adolfo me avisó:
—Van contra Pío Cabanillas. Emilio Romero ha preparado un dossier contra
él y Antonio Oriol se lo ha llevado a Franco.
Debo decir que a Adolfo le repugnó especialmente el comportamiento de
Emilio Romero, director del diario sindical Pueblo, y de Antonio Oriol,
presidente del Consejo de Estado. Desde entonces sólo le oí hablar de ellos en
términos manifiestamente mejorables. El dossier en cuestión no era gran cosa,
pero surtió efecto. Se trataba de una colección de revistas españolas en las que
aparecían semidesnudos o biquinis, incluyendo los anuncios de espumas
antiadelgazantes y anticelulitis. Tenía recortados los bordes para facilitar
rápidamente el encuentro con las fotografias más eróticas. En algunos casos se
habían incluido fotos de revistas no autorizadas en España, como Playboy o Lui,
debidamente pegadas a los originales españoles de Diez Minutos, Garbo o
Personas. El dossier también incluía calendarios de bolsillo en los que podían
admirarse mujeres esculturales embutidas en minúsculos trajes de baño. Como
colofón, se adjuntaba un anexo con el recorte de una información publicada el 19
de octubre en El Correo de Andalucía: el joven de treinta y dos años Felipe
González Márquez, elegido en la clandestinidad nuevo secretario general del
PSOE, se declaraba partidario de una sociedad socialista en la que la clase
trabajadora sea dueña de su propio destino.
A propósito de esas declaraciones recuerdo una anécdota muy significativa.
Adolfo le preguntó a mi padre, que después de todo era el fiscal del Tribunal
Supremo de la época, que por qué no se detenía a Felipe González y se le llevaba
a Carabanchel. Mi padre le respondió: «Porque si le detenemos, le hacemos un
hombrecito. Lo que él quiere es que le detengamos. Lo necesita para ennoblecer
su biografía».
Pío Cabanillas fue destituido como ministro de Información y Turismo el 24
de octubre. El vicepresidente económico, Barrera de Irimo, se solidarizó con el
ministro defenestrado y dimitió voluntariamente.
Llamé a Adolfo desde la redacción de Nuestro Tiempo, en Pamplona, para
que me pusiera al cabo de la calle de lo que estaba sucediendo en Madrid a raíz
de la crisis abierta por las dos dimisiones.
—Nada bueno —me dijo—. Arias quiere equilibrar la salida de Pío y Barrera
sustituyendo a Utrera por tu padre y a Ruiz Jarabo por Labadíe, pero Franco no
quiere ampliar la crisis. Te advierto que casi es mejor así. Es preferible que tu
padre sea ministro en el primer Gobierno del Rey que en el último Gobierno de
Franco.
—¿Crees que se va a morir pronto?
—Los médicos creen que no aguantará mucho más de un año. Está mucho
peor de lo que dicen. Ya no controla la situación. Es un muñeco en manos de los
azules.
A finales de febrero dimitió otro ministro, esta vez el de Trabajo, que se
llamaba Licinio de la Fuente, después de una fuerte discusión con el
vicepresidente del Gobierno, García Hernández, sobre el derecho de huelga. Así
que Arias no tuvo más remedio que encarar otra crisis, esta vez inesperada, y
decidió apostar muy fuerte. O Franco le dejaba hacer los cambios que ya le había
propuesto cuatro meses antes o dimitiría como presidente del Gobierno. La
pugna fue muy dura y se mantuvo hasta el último instante. El día 3 de marzo, en
la antesala del despacho de Franco, Arias tuvo un breve encuentro con el
príncipe. Juan Carlos, que salía de entrevistarse con el jefe del Estado, le dijo:
—No insistas en la crisis, Carlos. Franco está muy duro.
—Yo también —replicó Arias—. Si no la acepta, me marcho.
Y Franco la aceptó. A regañadientes, pero lo hizo. Arias le dijo que la
confianza, al igual que el cariño, no se impone, sino que se siente, y que si él no
era digno de merecer su confianza prefería irse. Franco le respondió:
—Tiene toda mi confianza. Haga lo que quiera.
—Lo que quiero, excelencia, entre otras cosas, es que me deje cambiar a
Utrera por Herrero Tejedor.
—Haga lo que estime oportuno —insistió Franco—. Utrera lo está haciendo
muy bien. Allá usted con su conciencia.
El día 4 de marzo, muy temprano, mi padre me llamó por teléfono al colegio
mayor donde yo vivía.
—No quiero que te enteres por fuera —me dijo—. Arias me localizó anoche
y me dijo que hoy será oficial mi nombramiento como ministro secretario
general del Movimiento.
—¿Pero esta vez es seguro?
—Sí. Esta vez parece que va en serio.
Mi primera reacción fue llamar a Adolfo que, naturalmente, ya estaba al cabo
de la calle. Se le notaba feliz.
—¿Crees que te va a nombrar vicesecretario? —le pregunté.
—Eso ahora es lo de menos —respondió—. Lo único importante es que le
dejen trabajar y que las cosas le salgan bien.
Me planté en Madrid tan pronto como pude, a pesar de que mi padre trató de
disuadirme. Al llegar me enteré de algún detalle divertido. Mis padres, el día
anterior, estaban en Castellón porque se celebraban las fiestas de la Magdalena y
actuaba de mantenedor Tomás Pelayo, precisamente la persona a quien mi padre
había pensado nombrar vicesecretario en enero de 1974. La llamada de Arias al
hotel donde se hospedaban se produjo cuando se estaban celebrando los juegos
florales. Hubo que ir a buscarle al Teatro Principal para que devolviera la
llamada cuanto antes. La secretaria de Arias, al parecer, había sido muy
explícita: Arias tenía mucha urgencia en localizarle. Luego, la conversación fue
muy breve:
—¿Sigo contando contigo para la calle Alcalá? —le preguntó Arias a mi
padre.
—Claro que cuentas conmigo. Pero en Alcalá hay dos ministerios…
—Vas a Secretaría General. Mañana será oficial. Hoy he despachado con el
Caudillo y, por fin, ha accedido a mi requerimiento.
El día 4 de marzo de 1975, Adolfo vino a cenar a casa. El ambiente no era el
habitual. El teléfono no paraba de sonar y era imposible mantener una
conversación medianamente fluida. A mí me tocaba el papel de telefonista, unas
veces para descolgar el auricular cuando sonaba y otras para marcar algún
número que mi padre me dictaba. Recuerdo que me pidió que llamara a Emilio
Romero, que por entonces ya se había hecho cargo de la Delegación Nacional de
la Prensa del Movimiento. «Así te vas entrenando», me dijo. Luego llamó
Federico Silva y yo, que ya estaba bastante harto de tanto ir y venir de un lado a
otro a llevar recados, dije gritando sin soltar el teléfono de la mano: «¡Es Silva!
¿Te pones?».
Adolfo dio un brinco y dijo inmediatamente que sí. Mi padre se levantó con
diligencia y acudió al teléfono sin pérdida de tiempo. Cuando yo volví a ocupar
mi puesto en la mesa del comedor, donde también se encontraba mi hermano
Fernando, Adolfo me explicó lo importante que era que Silva aceptara entrar en
el juego de las asociaciones políticas. Una vez que mi padre volvió del teléfono,
Adolfo le preguntó qué tal había ido la conversación. «De momento, sólo buenas
palabras», respondió. El asunto de las asociaciones salió a relucir en la
conversación. Intervine yo:
—¿Qué diferencia hay entre una asociación y un partido político?
—Es difícil, pero posible, no confundir las asociaciones con los partidos
políticos.
Intervino mi hermano Fernando:
—¿Y no sería mejor legalizar directamente los partidos políticos?
Adolfo reaccionó como si la pregunta hubiera ido dirigida a él, y se adelantó
a la respuesta de mi padre diciendo que la legalización de los partidos políticos
sería una barbaridad. No recuerdo muy bien el razonamiento completo, pero sí el
hecho de que sus palabras sonaron, al menos a mis jóvenes oídos, como un
alegato muy duro contra la partitocracia. El recuerdo de aquella conversación me
ha acompañado siempre. A la luz de todos los acontecimientos que iban a
suceder en el futuro, y del papel decisivo que Adolfo iba a desempeñar en todos
ellos, me he preguntado muchas veces por qué reaccionó de aquella manera.
Sólo podía ser por una de estas tres cosas: o porque de verdad lo creía; o porque,
sin creerlo, lo decía para ganar puntos delante de mi padre; o porque creyéndolo
sólo en parte, juzgaba que aún no se daban las circunstancias políticas adecuadas
para ser sincero del todo. Como nunca comenté con él este episodio a toro
pasado, no puedo hacer especulaciones sobre cuál habría sido su explicación. Sin
embargo, tengo una tesis que, además, sirve para entender el comportamiento del
personaje en otras circunstancias equivalentes: Adolfo era un maestro para el
regate en corto, era muy difícil arrebatarle el balón e impedir su avance; pero la
esencia del regate consiste en saber zigzaguear, en hacer quiebros, en cambiar el
ritmo y la dirección de la carrera. Adolfo sabía cuándo tenía que frenar o
acelerar, cambiar de orientación o amagar con irse a un lado antes de bascular
hacia el contrario. Eso no quiere decir en absoluto que no tuviera convicciones
—las tenía— o que no supiera a dónde quería ir a parar. Lo sabía muy bien. Pero
también sabía que, en política, el mejor camino, a menudo el único transitable,
casi nunca es la línea recta. No es siempre bueno decir toda la verdad.
Esa noche, que yo recuerde, no salió a relucir la cuestión de quién iba a ser el
vicesecretario de mi padre, aunque del ambiente colgaba el nombre de Adolfo
como el del único candidato imbatible. De hecho, aunque los recuerdos son
confusos, creo que yo no fui testigo de ningún pronunciamiento formal a favor
suyo. Era una especie de valor entendido que iba a ser él, que tenía que ser él,
que nadie podía arrebatarle el puesto. No en vano era el único que estaba allí en
aquel momento, formando parte de la intimidad familiar sin que hiciera falta que
acreditara su derecho a hacerlo. Ninguno más habría podido ocupar su sitio sin
parecer un elemento postizo. Luego he sabido que mi madre, al tener noticia de
que mi padre barajaba otras cuatro alternativas posibles, desplegó toda su
capacidad persuasiva para decantar el veredicto final del lado de Adolfo.
También lo hizo el príncipe. Y ésa, creo yo, sí que fue una intercesión
verdaderamente decisiva. Tuve noticia de ella, la primera vez, gracias a Luis
María Anson, a cuya definición subordinada me resisto porque ni es fácil de
resumir en un par de adjetivos, ni me pide el cuerpo ser elogioso, ni sería justo
despacharlo de un bajonazo. Digamos que Anson se apeó de la tilde y se
convirtió en palabra llana, cuando dio a conocer que descendía de un pirata
británico. Hasta entonces se había conformado con el sonido agudo de su
apellido y con una biografía periodística repleta de condecoraciones.
Monárquico de don Juan, antifranquista tolerado por el Régimen, gran
enredador, presidente de la agencia EFE, director de ABC, fundador de La Razón
y académico de la Lengua, esto último gracias a las deudas de favor de muchos
académicos que tal vez no lo habrían sido sin su ayuda. Bueno, pues Anson me
llamó por teléfono cuando escribía su libro Don Juan, de notable —y envidiable
— éxito editorial. El hecho de que no seamos santos de devoción recíproca no
quiere decir que no hayamos compartido la misma trinchera durante largo
tiempo, ni que nuestros modales estén reñidos con la exigencia básica de la
cortesía. El motivo de la llamada era saber si, en opinión de mi familia, el
accidente que le costó la vida a mi padre había sido casual o si, como él
sospechaba, podía haberse debido a un sibilino complot. Intercambiamos
algunas impresiones al respecto. Fue entonces cuando me dijo que, en aquella
época, el príncipe se sentía solo, sin Carrero y sin López Rodó, entre un Franco
acosado por su familia y un Gobierno abiertamente antijuancarlista. Me comentó
que el único ministro que le inspiraba confianza era mi padre y que había
intercedido ante él para conseguir que Adolfo, otro hombre de su cuerda,
ocupara la Vicesecretaría General. También me dijo que Juan Carlos dejó
entrever que mi padre iba a ser el primer presidente del Gobierno tras la muerte
de Franco y que por esa razón había gente interesada en eliminarle. Le dije que
me sonaba lo primero, pero no lo segundo. Y era verdad. José María de Areilza
me había dicho en dos ocasiones distintas que según fuentes de la CIA a las que
había tenido acceso el príncipe había decidido que su primer presidente iba a ser
mi padre. También me lo dijo Adolfo. Pero ninguno de los dos abonó la tesis del
complot.
El día de la toma de posesión de los nuevos ministros, Adolfo nos acompañó
a mi madre, a mi hermano y a mí al edificio de Castellana, 3. En un momento
dado acerqué mi boca a su oído y le susurré:
—Algún día tú estarás ahí.
—Eso espero —me respondió mientras desplegaba una complacida sonrisa.
Luego, mi hermano y yo fuimos a comer a su casa. Algo pasa siempre,
misterioso y sutil, en las casas donde él vive. Ha vivido en muchas —yo le he
conocido cuatro—, y en todas ha sido capaz de reservar un espacio inexpugnable
al trajín habitual de las familias numerosas. De alguna secreta manera conseguía
preservar a su alrededor la quietud necesaria para que las conversaciones jamás
se vieran interrumpidas por la invasión de los niños (entonces tenía cinco en
edad de dar guerra), los bocinazos del teléfono o el rumor lejano del trasiego
doméstico. Por eso me resulta tan difícil asociar su recuerdo a momentos de
turbación. Siempre que he estado con él me ha rodeado una apacible atmósfera
de intimidad muy propicia para esa clase de conversación en la que nunca hay
prisa. Mi hermano estaba preparando la oposición de judicatura, así que
hablamos de lo engorroso que resulta siempre el estudio.
—Yo nunca he sabido estudiar —nos dijo—. Me limitaba a subrayar y a
memorizar un montón de absurdas definiciones. Recitaba como un papagayo
cosas que casi nunca entendía.
Y, a modo de ilustración, recitó de carrerilla un largo latinajo que aún
recordaba de sus clases de Derecho Romano. Luego nos contó lo que tantas
veces se ha destacado en sus perfiles biográficos: que se distraía con mucha
frecuencia de los libros, arrastrado por la fuerza de la imaginación, y que solía
descubrirse a sí mismo escribiendo en trozos de papel su nombre y el destino
profesional que acariciaban sus sueños: futuro presidente del Gobierno. Pero su
voz no se engolaba al decirlo. Sonaba como si aquello fuera la cosa más natural
del mundo. Era evidente que el poder le gustaba como jamás he visto que le
guste a ningún otro ser humano. No hacía nada por disimularlo. No veía nada
malo en ello. Aquella tarde le escuché decir por segunda vez: «Daría diez años
de vida por uno solo de poder».
Amparo se unió a la sobremesa para completar el cuarteto que se necesita
para una partida de mus. Antes, me interrogó:
—¿Tú sabes jugar?
—¡Naturalmente!
—Pues reparte.
Y repartí mal. No recuerdo en qué me equivoqué, pero Adolfo y mi hermano
cruzaron una mirada de complicidad antes de levantarse de la mesa.
—Éste no tiene ni idea —dijo uno de los dos.
Traté de protestar, pero fue en vano.
—Al mus, o se juega en serio o no se juega —dijo Adolfo—. Además, aún
tengo que terminar mi discurso.
Mi hermano Fernando creyó que se estaba refiriendo al discurso de toma de
posesión de vicesecretario —de lo que deduzco que el asunto de su
nombramiento ya estaba bastante claro—, así que le preguntó: «¿Es que piensas
hacer un discurso político?».
Adolfo se dio cuenta del malentendido y aclaró que no se refería a ese
discurso, sino al que debía pronunciar al día siguiente en las Cortes como
ponente de un proyecto de ley sobre la propiedad intelectual.
Tres semanas más tarde su promoción a la Vicesecretaría General del
Movimiento ya era oficial. Tomó posesión el 22 de marzo. Antes, mi padre le
había preguntado:
—¿Estás seguro de que a tu carrera política le conviene que te nombre
vicesecretario? El hecho de que aparezcas con la camisa azul a estas alturas
puede ser un estigma que te perjudique dentro de muy poco tiempo…
—¿Y por qué tengo que ponerme la camisa azul? Yo no soy falangista.
—Te la tienes que poner porque yo quiero que te la pongas. Tenemos mucha
tarea por delante y no quiero empezar poniendo de uñas a nadie. Así que, al
menos en la toma de posesión, debes ir con camisa azul. ¿Estás seguro de que
eso te conviene?
—Si te conviene a ti, a mí también me conviene.
No entiendo muy bien la manía que le entró a mi padre con la pejiguera de
los símbolos falangistas. Llegaba a la Secretaría General con la idea clara de
ensanchar en lo posible el cauce de participación política, así que a mí me parece
que habría sido una buena señal dejar la camisa azul en el fondo del armario. A
él, sin embargo, no. Un día, en presencia de mi padre, Adolfo le dijo a Eduardo
Navarro:
—Dile al ministro que se quite el yugo y las flechas de la solapa. ¿Verdad
que es un antiguo?
—Desde luego —dijo Eduardo—. Esas flechas son viejas, feas y grandes.
Mi padre, riéndose, les contestó:
—No hay nadie en el mundo que me quite a mí estas flechas. ¡Pues sí que
estoy yo bueno con mis colaboradores! Con razón dicen de ti, Adolfo, que eres
masón. ¡A ver si están en lo cierto!
La idea de no romper con la simbología del Régimen supongo que se
explica, en parte, por las circunstancias históricas del momento. Franco estaba
cercado por el sector más reaccionario de la clase política, que cada vez encajaba
peor las supuestas veleidades aperturistas del presidente del Gobierno. A Arias le
había costado mucho conseguir el consentimiento del jefe del Estado para retirar
a Utrera de la Secretaría General del Movimiento, y cabe suponer que Girón y
los suyos estaban aguardando cualquier desliz de los recién llegados para
cargarse de razón delante de Franco. Mi padre quería extremar la prudencia.
Tanto, que en un gesto insólito en él, nada más ser nombrado ministro, fue a ver
a Girón y le dijo:
—José Antonio, quiero que sepas que soy miembro del Opus Dei. Si tú crees
que eso puede ser un obstáculo para que tratemos de entendernos, dímelo y
convenzo a Arias para que nombre a otro.
Luego, cuando acudió al palacio de El Pardo a pedir autorización para
nombrar a Adolfo, le dijo a Franco:
—Excelencia, Adolfo es un político joven, de talante alegre y de vocación
política difícil de medir. Pero es muy leal. Si usted no lo cree así…
—No se preocupe por eso, Herrero —le cortó Franco—. Suárez es un buen
nombramiento. Y además es muy simpático.
Adolfo, cuando recordamos juntos este episodio, me dijo que Franco no
había dicho que él era simpático, sino audaz, pero lo cierto es que yo recuerdo
habérselo oído contar a mi padre tal y como lo he reflejado. No creo que tenga
mucha importancia, porque la verdad es que Adolfo era las dos cosas, simpático
y audaz, y la prueba está en que tan pronto como pudo cambió de indumentaria.
A los pocos días de su nombramiento acudió en Bilbao al entierro de un policía
asesinado por ETA. Le acompañó el subsecretario del Ministerio de la
Gobernación. Adolfo acudió con camisa blanca y su acompañante con camisa
azul.
Capítulo III
EN EL PELOTÓN DE CABEZA
La primera vez que advertí que Adolfo luchaba contra la desmemoria fue en
abril de 2003. A las ocho menos cuarto de la tarde del día 12 llegué a la iglesia
de San Francisco de Borja para asistir a la boda de Yolanda García Cereceda, la
hija pequeña de Luis, y al entrar en el templo vi que Adolfo estaba solo en un
banco. Me senté a su lado y comenzamos a charlar entre susurros. Como
estábamos en vísperas de las elecciones autonómicas y los periódicos ya daban
por seguro, aunque aún no era oficial, que su hijo mayor sería el candidato del
PP a la Presidencia de la junta de Castilla-La Mancha, la conversación empezó
por ahí.
—¿Estás contento con el desembarco de Adolfo en la política? —le
pregunté.
—No del todo —me respondió él—. Si quieres que te diga la verdad, yo no
era muy partidario de que se presentara.
—¿Por qué?
—Porque no le han elegido por su valía —que la tiene, y mucha—, sino por
su apellido. El PP lo único que quiere es instrumentalizar mi imagen en beneficio
propio. Y que conste que he llamado a Aznar para decírselo.
—¿Pero se lo has dicho a tu hijo?
—Él está muy ilusionado. Y, desde luego, estoy completamente seguro de
que se desvivirá por hacerlo lo mejor posible. Sin embargo, creo que se
equivoca. No debería haber empezado su carrera de esta forma. No tiene ninguna
posibilidad de ganar.
Ya sé que este pasaje de la conversación contradice otra versión, más
extendida, según la cual Adolfo animó y apoyó a su hijo desde el primer
momento en la aventura castellano-manchega. No sé por qué a mí no me dijo lo
mismo que a otros. Tal vez porque sabía discriminar en cada momento lo que le
convenía decir en función de su audiencia. Si fue por esa razón, habrá que
convenir, en todo caso, que su cabeza aún le funcionaba estupendamente.
Además, el razonamiento que me hizo, sincero o no, guardaba una lógica
apabullante. No era, desde luego, el producto de un desvarío.
Como la novia tardaba en llegar seguimos charlando animadamente. Poco a
poco los susurros fueron transformándose en tonos de voz casi convencionales.
No había peligro de que nos oyeran porque, a nuestro alrededor, el resto de los
invitados había puesto en marcha sus propias tertulias de adviento. La nuestra se
adentró a veces por cauces muy poco convencionales.
—Últimamente estoy recibiendo algunas cartas de admiradoras que se
compadecen de lo solo que estoy y me ofrecen su compañía —me dijo.
—¿Diurna o nocturna? —le pregunté sonriendo.
—Nocturna.
—Eso es porque no te han visto de cerca.
—Mira, chaval, yo aún podría dar mucho juego si quisiera. Lo que pasa es
que no quiero. Estoy hecho una mula.
—Menos lobos, Adolfo. Tú ya estás más acabado que Machín.
—¿Y eso me lo dices tú? ¿Pero tú te has mirado al espejo?
—Sí. Y no me desnudo aquí mismo porque no quiero acomplejarte.
Reconozco que no era una conversación muy propia del lugar en que
estábamos, pero vaya en nuestro descargo que llegamos a ella de forma
espontánea. No destilaba ni un solo átomo de malicia. Adolfo estaba parlanchín,
participativo, desinhibido y entrañable. Aún más de lo que había estado siete
meses antes, cuando le saludé en la boda de Ana Aznar y Alejandro Agag, en la
basílica de El Escorial. María San Gil, la bravísima política vasca, me pidió que
se lo presentara y nos acercamos hasta su posición, en la zona reservada para los
invitados más ilustres, con ánimo de hacerle un poco de compañía. Nos lo
agradeció y estuvo encantador. Con María desplegó su mejor sonrisa y ambos
acabaron enfrascados durante algunos minutos en ver quién admiraba más a
quién. Sin embargo, yo advertí huellas de insomnio y de tristeza emboscada en
su rostro. Sabía por amigos comunes que iba casi todas las mañanas al templo de
mosén Rubí y que pasaba junto a la tumba de Amparo horas y horas de piadoso
soliloquio mental. Parecía que su vida, consagrada a cuidar de ella durante la
larga enfermedad del cáncer, se hubiera quedado sin proyecto alguno desde que
la muerte se la arrebató. Por eso me alegró tanto encontrarle más animado y
jovial en la boda de Yolanda García Cereceda. La ceremonia no fue muy larga,
pero la víspera —hasta que llegó la novia— se hizo eterna. Gracias a eso pude
prolongar mi conversación con él. Y fue entonces cuando me dijo:
—Cada vez me cuesta más acordarme de las cosas.
—Eso es la edad. No te preocupes —le dije sin darle a su confesión ninguna
importancia.
—No, no es sólo la edad —me dijo él—. Los médicos me han pedido que
ejercite la memoria tratando de reproducir los planos de todas las casas en las
que he vivido.
—Eso es una crueldad —le respondí en tono jocoso— porque no conozco a
nadie que haya vivido en más casas que tú. Hasta el tipo con mejor memoria del
mundo sería incapaz de acordarse de todas.
—Me acuerdo de algunas cosas. Pero de otras, no. De la mayoría ya no me
acuerdo.
Fue la primera vez —y la penúltima— que su mala memoria sobrevenida se
convirtió en tema de conversación. Yo no le di ninguna importancia. Adolfo
tenía setenta años y una vida agitada y densa. ¿A quién le podía extrañar que se
le olvidaran algunas cosas?
Pocos días después de aquello, el 2 de mayo, se celebró en Albacete el acto
político de presentación de su hijo como candidato a la Presidencia de la junta de
Castilla-La Mancha. Aunque al mitin también acudió José María Aznar, el
discurso de Adolfo era el más esperado de todos. Las crónicas periodísticas del
día siguiente destacaron que, a su llegada, se hinchó a abrazar, a besar, a saludar
y a sonreír con la soltura de veinte años atrás. Subió al estrado en medio de una
ovación atronadora. Los ojos se le humedecieron: «No me aplaudan más, porque
lloro con mucha facilidad», dijo. Y era verdad, por cierto. No lo he contado hasta
ahora, pero Adolfo era de lágrima fácil. No había drama o romance llevado al
cine que no acabara por arrasarle los ojos antes o después.
A continuación, interrumpido cada poco tiempo por gritos de ánimo, leyó la
primera parte del largo elogio a su hijo que llevaba escrito: «Es un hombre
maduro que ha sabido responder a todos los interrogantes que la vida le ha ido
planteando. Por eso, siempre con humildad y dignidad, ha asumido su
responsabilidad desde la solidaridad y el respeto hacia los que no piensan como
él». Luego ponderó su formación académica y se detuvo en la referencia a los
estudios en la Universidad de Harvard. Fue entonces cuando, después de una
pausa, perdió el hilo por primera vez.
—¡Ay, Dios mío! —exclamó— Tengo un lío de mil demonios con los
papeles.
Revolvió los folios, volvió a suspirar, escuchó los animosos gritos de apoyo
del público y volvió a repetir lo de la formación de su hijo en Harvard. Entonces
se paró en seco y dijo entre suspiros:
—Ya no sé si estoy repitiendo esto.
La ovación fue atronadora. Hizo un tercer intento de continuar pero de nuevo
empezó a leer el folio de la formación académica. La música del PP comenzó a
sonar justo cuando dijo: «Me he hecho un lío y quiero terminar cuanto antes». Y
ya sin papeles, improvisando la despedida, acertó a pedir el voto para el PP. «Mi
hijo no defraudará nunca», añadió. Y el público, puesto en pie, le brindó una
despedida apoteósica.
Al acabar el mitin, Aznar se brindó a acompañarle de regreso a Madrid, pero
Adolfo declinó la oferta.
—No, gracias —le dijo—, pero me voy a quedar a dormir aquí, en casa de
ese ganadero tan conocido… Humor, ¿cómo se llama?
Hubo un momento de incertidumbre. Adolfo no acertaba a recordar el
nombre de su anfitrión y Aznar no sabía a quién se estaba refiriendo. Por fin,
después de un rato, alguien acertó a preguntarle:
—¿Te refieres a Samuel Flores?
—¡A ése, sí! —dijo Adolfo aliviado.
El silencio de sus interlocutores aún se hizo más espeso. ¡Adolfo no
recordaba el nombre de su consuegro!
Los incidentes del mitin de Albacete se convirtieron en la comidilla de los
cenáculos madrileños. La idea de que algo raro le pasaba a Adolfo se fue
abriendo camino poco a poco. Algunos de sus mejores amigos ya llevaban algún
tiempo con la mosca detrás de la oreja. Gustavo Pérez Puig sospechaba que algo
anormal le pasaba por los repentinos cambios de humor que exhibía cuando le
llamaba por teléfono para saber cómo estaba. «En un solo segundo pasaba de
estar encantador y normalísimo a convertirse en un borde. Tan pronto te decía
que te quería muchísimo como te preguntaba por qué cojones le habías
llamado», me contó Gustavo durante una conversación reciente. Después de
aquello, la prueba palmaria de que Adolfo estaba definitivamente mal la obtuvo
en una cena en casa de Fernando Alcón. De repente, sin venir a cuento, sacó del
bolsillo un fajo de billetes de quinientos euros.
—Mirad lo que llevo aquí —les dijo.
—¿Qué es eso? —le preguntó Gustavo.
—Son dos millones de pesetas para pagar a los médicos.
—¿Pero es que te están esperando abajo o qué?
Adolfo se quedó cavilando, sopesó la respuesta, se dio un golpe en la frente
con la palma de la mano y volviéndose a guardar el dinero en el bolsillo,
exclamó:
—¡Anda, es verdad! Se me había olvidado que ya les he pagado.
Fernando Alcón, cuando se produjo esa escena en su casa, ya llevaba mucho
tiempo preocupado por la salud de Adolfo. El día que se le encendió la luz de
alarma fue cuando Adolfo le llamó ocho veces en pocas horas para preguntarle
cuándo iban a llegar él y su mujer a Palma de Mallorca para pasar unos días de
vacaciones. «Llegaremos mañana en avión», le contestaba Fernando. Pero a
Adolfo se le olvidaba la respuesta y volvía a llamar a los pocos minutos.
En junio de 2003 José Luis Graullera y Eduardo Navarro me pidieron que
me reuniera con ellos para almorzar en un restaurante que se había puesto muy
de moda al lado del hotel Velázquez. Los encontré muy preocupados por la salud
de Adolfo. Me contaron que su comportamiento de los últimos meses era muy
preocupante.
—Acusa a Amores de robarle el dinero de la caja fuerte. Le monta unas
broncas formidables. El pobre Amores está hecho polvo y ya no sabe qué hacer.
Y el caso es que el único que dilapida el dinero es él. La otra noche salió a la
puerta de su casa y los escoltas tuvieron que impedir que repartiera billetes de
quinientos euros a las personas que paseaban por la calle —contó Eduardo.
—Bueno —dije yo—, peor sería que lo pidiera en lugar de regalarlo.
—A Fernando Alcón —terció Graullera— le dijo el otro día al oído: «No se
lo digas a nadie, pero estoy a punto de legalizar el Partido Comunista». Se le ha
ido la cabeza. La situación es muy grave, Luis.
Yo, la verdad sea dicha, escuchaba con atención las historias que me
contaban pero me negaba a inflamarlas de dramatismo. No paraba de echarle
agua al vino: «Venga, no será para tanto», decía. Creía sinceramente que todo ser
humano que llega a los setenta tiene derecho a chochear como le venga en gana,
suponiendo que eso se elija, y que los demás parroquianos no teníamos por qué
meter la nariz en sus desvaríos mientras no le hicieran daño a nadie. Además
Adolfo daba la impresión de caminar hacia una vejez propia de un sabio en las
nubes: disparatada y extravagante, sí, pero al mismo tiempo inofensiva y tierna.
Lo volví a ver en la segunda boda de Luis García Cereceda celebrada en el
Club Social de la urbanización La Finca en diciembre de 2003. Sólo me dio
tiempo a saludarle unos instantes porque se fue nada más acabar la ceremonia
creyendo que una vez que los contrayentes habían dado el sí preceptivo a su
nupcial ayuntamiento ya no había nada que celebrar. Hay veces que sólo los
dementes alcanzan un grado tan preclaro de sabiduría, aunque en esa ocasión
fuera sólo a la demencia senil, y no a otra cosa, a la que todos atribuyéramos el
mutis precipitado de Adolfo antes del convite. No me dio tiempo nada más que a
decirle hola y adiós. Si la conversación hubiera sido más larga, tal vez habría
podido apreciar algún cambio en su modo de expresarse con respecto a bodas
anteriores (últimamente nos veíamos sobre todo en las bodas), pero como no es
el caso sólo puedo dar fe de que su aspecto era completamente normal. Nada en
su porte exterior delataba la tragedia que se estaba terminando de desencadenar
en el interior de su cerebro.
Los médicos que tomaron cartas en el asunto, Emilio Vera, su médico de
cabecera de toda la vida, y Carlos Revilla, neurólogo prestigioso además de
militante ilustre del CDS, dieron entrada enseguida a los especialistas. Se
sucedieron las pruebas y los diagnósticos. Se barajó la hipótesis del Alzheimer y
más tarde se ponderó la de los ictus, una enfermedad cerebrovascular que afecta
a los vasos sanguíneos que suministran sangre al cerebro. Hasta donde yo sé, la
enfermedad nunca ha sido diagnosticada de una manera rotunda. Un afamado
cirujano cardiovascular, jefe de servicio de uno de los hospitales más conocidos
de Madrid, le dijo en cierta ocasión a Aurelio Delgado: «La pena que yo tengo,
como médico y como español, es que un presidente del Gobierno de mi país se
vaya a morir sin que hayamos llegado a tiempo de saber por qué. Si hubiéramos
reaccionado antes tal vez el deterioro de su cerebro no habría llegado a ser tan
acusado».
Hipólito Suárez, Polo, el segundo de la saga, médico además de hermano,
quiso llevar a Adolfo a Suiza para que allí le realizaran algunas pruebas
diagnósticas complementarias, pero no hubo forma de vencer la resistencia del
enfermo. Mientras tanto, las noticias sobre los desvaríos de Adolfo seguían
abriéndose paso entre los más allegados:
—El otro día, en misa, sacó el paquete de tabaco y encendió un cigarrillo
como si tal cosa.
—Se ha presentado en el campo de golf con zapatos de charol y no ha
consentido que se los quiten.
—Se ha bajado del coche en un despiste de los escoltas y se ha puesto a
ejercer de guardia de la circulación.
—Ha pedido que le pongan por teléfono con el general Gutiérrez Mellado
(esto, cuando ya había fallecido).
Un buen día, a las cuatro de la madrugada, desde el teléfono fijo de su
domicilio, dejó este mensaje en el buzón del teléfono móvil de José Luis
Graullera: «Hola, José Luis, soy Adolfo. Te llamo para pedirte que tengas
preparados los nombramientos que te comenté el otro día, pero no los consultes
con nadie porque volverán a engañarte como hacen siempre».
Por indicación de los médicos, los amigos más íntimos iban a su casa para
estimular sus recuerdos y darle afecto. Su comportamiento ya no era normal.
Mientras todos cenaban, Adolfo solía levantarse de su sitio y comenzaba a dar
vueltas sin parar alrededor suyo, pronunciando frases sin sentido. Sólo los más
fuertes sobrevivieron al impacto de verle de ese modo. La mayoría,
descorazonados y tristes, prefirieron dejar de ir a visitarle para ahorrarse un mal
trago que consideraban superior a sus fuerzas.
Durante esa fase de la enfermedad, de intensidad todavía intermitente,
Adolfo era consciente de que estaba perdiendo la memoria y trataba de cubrirse
para que no le descubrieran. Son muchos los testimonios de las personas que, o
bien para ponerle a prueba o bien porque su repertorio no daba para más, le
preguntaban: «¿Sabes quién soy?». Y Adolfo, zorro viejo, casi un profesional del
abrazo, les sonreía y les estrechaba en su regazo: «¡Claro que sí! ¡Cómo no me
voy a acordar!». Pero la verdad es que no se acordaba. En absoluto. La prueba
más demoledora de su pérdida de contacto con la realidad se produjo el 7 de
marzo de 2003, cuando Adolfo hijo se acercó a la casa de La Florida para darle
la trágica noticia:
—Papá, Mariam ha muerto.
Al oírlo, puso cara de extrañeza y en tono confidencial le preguntó a su hijo:
—¿Y quién es Mariam?
Ya no se acordaba tampoco de su propia hija. Había sido su ojito derecho.
Uno de los dos grandes amores de su vida. La había acompañado, con bravura
infinita, durante los peores momentos de su enfermedad. Llegado el momento,
gracias a Dios —en el único acto de piedad que se permitió la fiera que andaba
apagándole las células del cerebro— un manto de amnesia indolora le evitó la
experiencia horrible de verla muerta. Mariam falleció a la una y media de la
tarde de un domingo, en la clínica de La Luz, por sentencia inapelable de una
carcinomatosis meníngea. Eso mismo que el común de los mortales, en
confianza, llamamos sencillamente cáncer. La habían ingresado el 25 de febrero.
Su padre, afortunadamente, nunca llegó a saberlo.
Casi tres meses después, el 31 de mayo, Adolfo junior decidió hacer público
el estado de salud de su padre en una entrevista televisiva: «Ya no conoce a
nadie —dijo—, sólo responde a estímulos afectivos como el cariño». Y al final,
con lágrimas bailándole en los ojos, añadió: «Yo siempre le vi como al hombre
más poderoso del mundo. Lo ha pasado muy mal durante una larga temporada.
Era consciente de que estaba perdiendo facultades pero trató de disimularlo para
evitarnos sufrimiento. Sus hijos tuvimos la fortuna de que cuidara de nosotros y
ahora la vida nos ha dado la oportunidad de cuidar de él».
Poco tiempo después de que se emitiera el programa tuve la oportunidad de
comer con Adolfo hijo mano a mano. No me contó mucho más, sólo que había
acudido a la televisión para evitar los chismorreos que ya se empezaban a
extender por todo Madrid y que se comprometía a facilitar toda la información
sobre su estado de salud cada vez que se produjera alguna novedad significativa.
—Estoy pensando —me dijo— en permitir que un grupo de personas
escogidas vayan a visitarle para que puedan dar fe de que está siendo bien
atendido.
Yo se lo desaconsejé:
—¿Por qué has de hacerlo? ¿Acaso crees que alguien puede pensar que no
está bien cuidado por sus hijos? No conozco a nadie que lo piense. Y si hay
alguien tan cretino, peor para él.
Me escuchó atentamente, pero la prueba de que no le convencí del todo fue
que al poco tiempo, según supe, algunas personas, entre ellas Alfonso Guerra y
el cardenal Antonio Cañizares, le habían acompañado a visitarle. Durante la
comida, Adolfo hijo me contó que los médicos le informaron de la gravedad de
la enfermedad de su padre el día anterior a su dimisión como diputado regional
en la Asamblea de Castilla-La Mancha: «Tu padre tiene una enfermedad mental
irreversible —le dijeron—, aunque no sabremos exactamente de qué enfermedad
se trata hasta después de que haya muerto».
—¿Y cómo está él ahora? —le pregunté.
—Mal —respondió—. No se deja cuidar. No le podemos duchar ni afeitar y
nos cuesta Dios y ayuda cambiarle de ropa. Parece un homeless. Es tremendo…
¡Con lo coqueto que él ha sido siempre!
Creo que para vencer esa empecinada rebeldía, tal vez un acto reflejo de su
aversión consciente a dejarse manipular, los médicos insistieron en la
prescripción de medicamentos que le sedaron en exceso, prolongando los
estados de somnolencia semiinconsciente. No pretendo decir, Dios me libre, que
no estuviera siendo bien medicado: sólo trato de explicar la causa de su aspecto
durante la época en que los pocos amigos que iban a visitarle le veían siempre
sentado en un sillón, adormilado, con la cabeza siempre ladeada y el cuerpo
inerte. Durante esos meses apenas podía moverse, no hablaba con nadie y pasaba
las horas delante del televisor sin hacerle el menor caso. Estaba atendido por
enfermeras profesionales y María Elena Nombela, la niñera de sus hijos, ejercía
como ama de llaves. Esta fase de la enfermedad se prolongó, con pocas
variaciones en el cuadro general, hasta finales de 2004. A partir de ese momento
se produjeron dos hechos que cambiaron a bastante mejor el panorama. El
primero, y tal vez el más importante, es que Laura, la hija pintora, la bohemia de
la familia, se instaló en la casa de La Florida para hacerse cargo de la atención de
su padre. Y segundo, que a la muerte de María Elena —el apoyo doméstico
fundamental en la casa de los Suárez desde finales de 1960—, acudió a hacerse
cargo de la intendencia de Adolfo un cuidador extremeño, Santiago, por
recomendación de Luis García Cereceda.
El cariño de Laura y la estoica resistencia de Santiago, infatigable celador de
la disciplina terapéutica impuesta por los médicos, consiguieron sacar al enfermo
de su postración casi inconsciente. Ahora la situación es muy distinta. El porte
exterior de Adolfo vuelve a ser tan elegante y pulcro como el de siempre, y no es
sólo que haya recuperado parte de su movilidad, es que apenas para de moverse.
Ha pasado de subir a duras penas, encorvado sobre el pasamanos, las escaleras
que llevan a su dormitorio, a caminar durante horas por el perímetro de la
parcela. Casi a diario juega al ping-pong, al futbolín y hace putts en el green que
tiene desde hace años en el jardín de su casa, aunque es verdad que se cansa
enseguida y cambia rápidamente de actividad. Se le nota una anómala actividad
psicomotora, tiene algunos tics, sobre todo en las piernas, y padece un cuadro de
ansiedad leve que le hace estar bastante inquieto. Por lo demás, su aspecto es
saludable. Está fuerte. «A veces, jugueteando, te pega unos puñetazos que casi te
derriban», comenta Fernando Alcón. La anécdota demuestra que el boxeo le
sigue gustando. Gustavo Pérez Puig me contó que la última vez que estuvo en su
casa Adolfo se le quedó mirando fijamente. Y él, que se niega a tratar a su amigo
como si estuviera enfermo, le dijo:
—¡No me mires así que te meto una leche!
Entonces Adolfo se levantó, se puso en guardia con los puños cerrados, y
dijo:
—Eso habrá que verlo.
Son esas pequeñas historias, pinceladas aisladas de aparente lucidez en un
cuadro de lagunas y desvaríos, las que aún me acercan la imagen de un Adolfo
indómito y rocoso que se aferra a la vida, incluso después de haberla apurado
hasta la hez, con la fuerza que le ha acompañado siempre en el camino a la
leyenda. A veces me cuentan:
—Adolfo ha reconocido a su hija. El otro día le dijo: «Me estás cuidando
muy bien, Laura».
—¡Se ha acordado de nuestros nombres, incluso nos ha llamado por el apodo
de siempre!
—Se ha dado cuenta de que mis zapatos eran mejores que los suyos y me ha
dicho que por qué no se los cambiaba.
—Fue su hermana Menchu a verle y creyó que era su madre.
—La otra noche pidió que le sacaran a cenar fuera de casa.
—Ha leído una noticia del periódico en voz alta y ha sabido interpretar las
siglas CGPJ. Ha dicho de corrido y sin ayuda «Consejo General del Poder
Judicial».
Pero son sólo algunos destellos que se apagan enseguida, como la luz de una
bengala. Lo habitual es que su verbosidad excesiva no tenga lógica argumental.
Habla mucho, pero sin sentido. Y a veces es tan desvergonzado que sonroja a las
enfermeras que cubren las escasas ausencias de su nuevo cuidador. No reconoce
a nadie, y tampoco a sí mismo. Desde luego, no se acuerda de que fue presidente
del Gobierno ni demuestra interés alguno por saber quiénes son esas personas
que, asomadas a los marcos de la fotografías, saludan tan efusivamente a un
señor que se parece mucho a la imagen que el espejo devuelve de él todas las
mañanas. Estimulada por el consejo de los médicos, Jose Alcón, la mujer de
Fernando, le pregunta con paciencia bondadosa si se acuerda del día que le
hicieron esa foto, o la de más allá, pero Adolfo no mueve un músculo. Se queda
inmóvil durante unos segundos y enseguida, sonriente, fija su atención en otra
cosa.
Adolfo junior va a comer con su padre casi todos los días. No siempre está
de acuerdo con algunas actitudes de su hermana Laura (como por ejemplo
cuando se empeña en darle esquinazo a los escoltas y saca a su padre a dar una
vuelta en coche por Madrid o cuando fuma demasiado en su presencia), pero es
una verdad indubitable que la compañía constante de sus hijos (Sonsoles acude
con regularidad y Javier se aloja en casa cuando no está en China) es la medicina
paliativa más eficaz para el enfermo. Adolfo responde, sobre todo, a los
estímulos del cariño. Y, curiosamente, también a algunos modos que le han
dejado un rastro indeleble en el subconsciente: su hijo mayor suele saludarle al
modo militar, llevándose los dedos de la mano extendida a la sien, porque ha
descubierto que a su padre le gusta.
Si hay algo en que los médicos están completamente de acuerdo es en que
Adolfo no sufre. En una película muda sería, con el pelo ya casi completamente
blanco, el apuesto protagonista de una dignísima vejez. Y así es, exactamente,
como a mí gustaría recordarlo.
En la misma habitación donde ahora transcurre la mayor parte de su vida, en
el salón de su casa, le presenté a mi hijo Fernando hace veinte años: «Es
Fernando Herrero-Tejedor tercero», le dije. Sólo sabía gatear y estuvo tirando al
suelo sin parar los ceniceros de plata que había en la mesita de centro. Sin
embargo, Adolfo no me dejó que le riñera. Me lo prohibió categóricamente.
Luego le miró y dijo con palabras encendidas:
—¡Qué guapo es! Tiene cara de ministro de la Presidencia…
Con gestos como ése, ¡cómo no iba yo a adorar a Adolfo!
LUIS HERRERO-TEJEDOR ALGAR. (Castellón de la Plana, 4 de octubre de
1955) es un periodista español, que fue eurodiputado por el Partido Popular.
Actualmente es el presentador y director de “En casa de Herrero”, programa de
radio que se emite en la cadena EsRadio de 16:00 a 19:00 horas, de lunes a
viernes.
Luis Herrero es hijo de Fernando Herrero Tejedor, fiscal de Castellón y
político del franquismo, que llegó en 1975 a la Secretaría General del
Movimiento, justo antes de su muerte en accidente de tráfico. Pertenece a una
familia numerosa de seis hermanos, entre ellos Fernando Herrero-Tejedor,
jurista, Fiscal de Sala de lo Militar del Tribunal Supremo. Nacido Luis Francisco
Herrero Algar, cambió su apellido a Herrero-Tejedor en 1975. Está casado y es
padre de cuatro hijos.
En 1978 concluyó sus estudios de Periodismo en la Universidad de Navarra,
donde fue compañero de Antonio Herrero. Tras comenzar su andadura en los
periódicos Arriba, Mediterráneo y en la Hoja del Lunes, en 1982 ingresa en
Antena 3 Radio como redactor jefe y posteriormente subdirector de
informativos.
Con la llegada de las televisiones privadas a España, su imagen se hace
popular al ser uno de los primeros presentadores del informativo Antena 3
Noticias. En esa misma época, presenta el programa de debate Los tres de
Antena 3, junto a José María Carrascal y Fernando González Urbaneja. En 1992,
abandona junto a Jose María García, Antonio Herrero y Federico Jimenez
Losantos el Grupo Antena 3 por disconformidad con el cambio empresarial
producido y comienza su andadura en la cadena de radio COPE presentando el
programa nocturno La Linterna. El programa se encuentra a medio camino entre
lo informativo y el debate, en unos años en que se generaliza el formato de las
tertulias políticas.
Tras la muerte en accidente de Antonio Herrero en 1998 se hace cargo de su
programa matinal La Mañana hasta el año 2003 presentándose a las elecciones
europeas y siendo elegido eurodiputado por el Partido Popular. Desde entonces
sigue realizando colaboraciones en las tertulias políticas y sale de la cadena en el
año 2009 junto con sus compañeros Federico Jiménez Losantos y César Vidal.
Desde el año 2002 presenta y dirige el programa sobre cine Cowboys de
medianoche junto a José Luis Garci y Eduardo Torres-Dulce, primero en la Cope
y luego en EsRadio.
En el capítulo de televisión también ha realizado colaboraciones en
Telecinco y en 1997 condujo El debate de la Primera y posteriormente, entre
febrero de 2002 y abril de 2004 presentó en Televisión Española El Debate de la
2 que dirigía Alfredo Urdaci. Asimismo, y tras ser elegido eurodiputado,
colaboró asiduamente durante 2005 en la tertulia política de Cada día, el
programa que María Teresa Campos dirigía en Antena 3.
En septiembre de 2007 Herrero publicó un ensayo titulado Los que le
llamábamos Adolfo, dedicado a la trayectoria política y humana de Adolfo
Suárez, a propósito del 75 cumpleaños del ex presidente del gobierno español.
En junio de 2009 Federico Jiménez Losantos y Cesar Vidal anuncian su
salida de COPE y Luis Herrero presenta junto a ellos el proyecto esRadio, nueva
emisora donde trabajarán los tres a partir de septiembre y en la que conducirá el
programa de las tardes.
Entre septiembre de 2010 y enero de 2011 presentó el programa La vuelta al
mundo, de Veo 7. En enero de 2011 se une a la cadena de Intereconomía para dar
un repaso a la actualidad socio-política, interviniendo habitualmente en la
tertulia política del programa El gato al agua.
Animado por su amigo Jaime Mayor Oreja, en 2004 se presenta a las
elecciones al Parlamento Europeo en las listas del PP, pasando a integrarse en el
grupo del Partido Popular Europeo-Demócratas Europeos. En febrero de 2009
Luis Herrero se convierte en noticia por su precipitada expulsión de Venezuela
tras unas declaraciones en televisión en las jornadas previas al referéndum
convocado por el gobierno de Hugo Chávez. Al finalizar el mandato del
parlamento, en 2009, abandona la política y retoma el periodismo como
actividad principal.