Marcela
Marcela
Marcela
Bien les pareció, a los que escuchado habían, la canción de Grisóstomo, puesto que el que la
leyó dijo que no le parecía que conformaba con la relación que él había oído del recato y bondad de
Marcela, porque en ella se quejaba Grisóstomo de celos, sospechas y de ausencia, todo en perjuicio
del buen crédito y buena fama de Marcela. A lo cual respondió Ambrosio, como aquél que sabía
bien los más escondidos pensamientos de su amigo:
-Para que, señor, os satisfagáis desa duda, es bien que sepáis que cuando este desdichado
escribió esta canción estaba ausente de Marcela, de quien él se había ausentado por su voluntad, por
ver si usaba con él la ausencia de sus ordinarios fueros; y como al enamorado ausente no hay cosa
que no le fatigue ni temor que no le dé alcance, así le fatigaban a Grisóstomo los celos imaginados y
las sospechas temidas como si fueran verdaderas. Y con esto queda en su punto la verdad que la
fama pregona de la bondad de Marcela; a la cual, fuera de ser cruel, y un poco arrogante, y un
mucho desdeñosa, la mesma envidia ni debe ni puede ponerle falta alguna.
-Así es la verdad -respondió Vivaldo.
Y queriendo leer otro papel de los que había reservado del fuego, lo estorbó una maravillosa
visión (que tal parecía ella) que improvisamente se les ofreció a los ojos; y fue que, por cima de la
peña donde se cavaba la sepultura pareció la pastora Marcela, tan hermosa, que pasaba a su fama su
hermosura. Los que hasta entonces no la habían visto la miraban con admiración y silencio; y los
que ya estaban acostumbrados a verla no quedaron menos suspensos que los que nunca la habían
visto. Mas apenas la hubo visto Ambrosio, cuando con muestras de ánimo indignado le dijo:
-¿Vienes a ver, por ventura, ¡oh fiero basilisco destas montañas!, si con tu presencia vierten
sangre las heridas deste miserable a quien tu crueldad quitó la vida, o vienes a ufanarte en las
crueles hazañas de tu condición, o a ver desde esa altura, como otro despiadado Nero, el incendio de
su abrasada Roma, o a pisar arrogante este desdichado cadáver, como la ingrata hija al de su padre
Tarquino? Dinos presto a lo que vienes, o qué es aquello de que más gustas; que por saber yo que
los pensamientos de Grisóstomo jamás dejaron de obedecerte en vida, haré que, aun él muerto, te
obedezcan los de todos aquéllos que se llamaron sus amigos.
-No vengo ¡oh Ambrosio! a ninguna cosa de las que has dicho -respondió Marcela-, sino a
volver por mí misma, y a dar a entender cuán fuera de razón van todos aquéllos que de sus penas y
de la muerte de Grisóstomo me culpan; y así, ruego a todos los que aquí estáis me estéis atentos,
que no será menester mucho tiempo ni gastar muchas palabras para persuadir una verdad a los
discretos. Hízome el cielo, según vosotros decís, hermosa, y de tal manera, que, sin ser poderosos a
otra cosa, a que me améis os mueve mi hermosura, y por el amor que me mostráis, decís, y aun
queréis, que esté yo obligada a amaros. Yo conozco, con el natural entendimiento que Dios me ha
dado, que todo lo hermoso es amable; mas no alcanzo que, por razón de ser amado, esté obligado lo
que es amado por hermoso a amar a quien le ama. Y más, que podría acontecer que el amador de lo
hermoso fuese feo, y siendo lo feo digno de ser aborrecido, cae muy mal el decir: «Quiérote por
hermosa: hasme de amar aunque sea feo». Pero, puesto caso que corran igualmente las hermosuras,
no por eso han de correr iguales los deseos; que no todas hermosuras enamoran: que algunas
alegran la vista y no rinden la voluntad; que si todas las bellezas enamorasen y rindiesen, sería un
andar las voluntades confusas y descaminadas, sin saber en cuál habían de parar; porque, siendo
infinitos los sujetos hermosos, infinitos habían de ser los deseos. Y, según yo he oído decir, el
verdadero amor no se divide, y ha de ser voluntario, y no forzoso. Siendo esto así, como yo creo
que lo es, ¿por qué queréis que rinda mi voluntad por fuerza, obligada no más de que decís que me
queréis bien? Si no, decidme: si como el cielo me hizo hermosa me hiciera fea, ¿fuera justo que me
quejara de vosotros porque no me amábades? Cuanto más, que habéis de considerar que yo no
escogí la hermosura que tengo: que, tal cual es, el cielo me la dio de gracia, sin yo pedilla ni
escogella. Y así como la víbora no merece ser culpada por la ponzoña que tiene, puesto que con ella
mata, por habérsela dado naturaleza, tampoco yo merezco ser reprehendida por ser hermosa; que la
hermosura en la mujer honesta es como el fuego apartado o como la espada aguda, que ni él quema
ni ella corta a quien a ellos no se acerca. La honra y las virtudes son adornos del alma, sin las cuales
el cuerpo, aunque lo sea, no debe de parecer hermoso. Pues si la honestidad es una de las virtudes
que al cuerpo y al alma más adornan y hermosean, ¿por qué la ha de perder la que es amada por
hermosa, por corresponder a la intención de aquél que, por sólo su gusto, con todas sus fuerzas e
industrias procura que la pierda? Yo nací libre, y para poder vivir libre escogí la soledad de los
campos: los árboles destas montañas son mi compañía; las claras aguas destos arroyos mis espejos;
con los árboles y con las aguas comunico mis pensamientos y hermosura. Fuego soy apartado y
espada puesta lejos. A los que he enamorado con la vista he desengañado con las palabras; y si los
deseos se sustentan con esperanzas, no habiendo yo dado alguna a Grisóstomo, ni a otro alguno, en
fin, de ninguno dellos, bien se puede decir que antes le mató su porfía que mi crueldad. Y si se me
hace cargo que eran honestos sus pensamientos, y que por esto estaba obligada a corresponder a
ellos, digo que cuando en ese mismo lugar donde ahora se cava su sepultura me descubrió la bondad
de su intención, le dije yo que la mía era vivir en perpetua soledad, y de que sola la tierra gozase el
fruto de mi recogimiento y los despojos de mi hermosura; y si él, con todo este desengaño, quiso
porfiar contra la esperanza y navegar contra el viento, ¿qué mucho que se anegase en la mitad del
golfo de su desatino? Si yo le entretuviera, fuera falsa; si le contentara, hiciera contra mi mejor
intención y prosupuesto. Porfió desengañado, desesperó sin ser aborrecido: ¡mirad ahora si será
razón que de su pena se me dé a mí la culpa! Quéjese el engañado; desespérese aquel a quien le
faltaron las prometidas esperanzas, confíese el que yo llamare; ufánese el que yo admitiere; pero no
me llame cruel ni homicida aquél a quien yo no prometo, engaño, llamo ni admito. El cielo aún
hasta ahora no ha querido que yo ame por destino, y el pensar que tengo de amar por elección es
excusado. Este general desengaño sirva a cada uno de los que me solicitan de su particular
provecho, y entiéndase de aquí adelante que si alguno por mí muriere, no muere de celoso ni
desdichado, porque quien a nadie quiere, a ninguno debe dar celos; que los desengaños no se han de
tomar en cuenta de desdenes. El que me llama fiera y basilisco, déjeme como cosa perjudicial y
mala; el que me llama ingrata, no me sirva; el que desconocida, no me conozca; quien cruel, no me
siga; que esta fiera, este basilisco, esta ingrata, esta cruel y esta desconocida, ni los buscará, servirá,
conocerá ni seguirá en ninguna manera. Que si a Grisóstomo mató su impaciencia y arrojado deseo,
¿por qué se ha de culpar mi honesto proceder y recato? Si yo conservo mi limpieza con la compañía
de los árboles, ¿por qué ha de querer que la pierda el que quiere que la tenga con los hombres? Yo,
como sabéis, tengo riquezas propias, y no codicio las ajenas; tengo libre condición y no gusto de
sujetarme; ni quiero ni aborrezco a nadie; no engaño a éste, ni solicito a aquél; ni burlo con uno, ni
me entretengo con el otro. La conversación honesta de las zagalas destas aldeas y el cuidado de mis
cabras me entretiene. Tienen mis deseos por término estas montañas, y si de aquí salen, es a
contemplar la hermosura del cielo, pasos con que camina el alma a su morada primera.
Y en diciendo esto, sin querer oír respuesta alguna, volvió las espaldas y se entró por lo más
cerrado de un monte que allí cerca estaba, dejando admirados, tanto de su discreción como de su
hermosura, a todos los que allí estaban. Y algunos dieron muestras (de aquellos que de la poderosa
flecha de los rayos de sus bellos ojos estaban heridos) de quererla seguir, sin aprovecharse del
manifiesto desengaño que habían oído. Lo cual visto por don Quijote, pareciéndole que allí venía
bien usar de su caballería, socorriendo a las doncellas menesterosas, puesta la mano en el puño de
su espada, en altas e inteligibles voces, dijo:
-Ninguna persona, de cualquier estado y condición que sea, se atreva a seguir a la hermosa
Marcela, so pena de caer en la furiosa indignación mía. Ella ha mostrado con claras y suficientes
razones la poca o ninguna culpa que ha tenido en la muerte de Grisóstomo, y cuán ajena vive de
condescender con los deseos de ninguno de sus amantes; a cuya causa es justo que, en lugar de ser
seguida y perseguida, sea honrada y estimada de todos los buenos del mundo, pues muestra que en
él ella es sola la que con tan honesta intención vive.
O ya que fuese por las amenazas de don Quijote, o porque Ambrosio les dijo que concluyesen
con lo que a su buen amigo debían, ninguno de los pastores se movió ni apartó de allí hasta que,
acabada la sepultura y abrasados los papeles de Grisóstomo, pusieron su cuerpo en ella, no sin
muchas lágrimas de los circunstantes. Cerraron la sepultura con una gruesa peña, en tanto que se
acababa una losa que, según Ambrosio, dijo, pensaba mandar hacer, con un epitafio que había de
decir desta manera:
Luego esparcieron por cima de la sepultura muchas flores y ramos, y, dando todos el pésame a
su amigo Ambrosio, se despidieron dél. Lo mismo hicieron Vivaldo y su compañero, y don Quijote
se despidió de sus huéspedes y de los caminantes, los cuales le rogaron se viniese con ellos a
Sevilla, por ser lugar tan acomodado a hallar aventuras, que en cada calle y tras cada esquina se
ofrecen más que en otro alguno. Don Quijote les agradeció el aviso y el ánimo que mostraban de
hacerle merced, y dijo que por entonces no quería ni debía ir a Sevilla, hasta que hubiese despojado
todas aquellas sierras de ladrones malandrines, de quien era fama que todas estaban llenas. Viendo
su buena determinación, no quisieron los caminantes importunarle más, sino, tornándose a despedir
de nuevo, le dejaron y prosiguieron su camino, en el cual no les faltó de qué tratar, así de la historia
de Marcela y Grisóstomo como de las locuras de don Quijote. El cual determinó de ir a buscar a la
pastora Marcela y ofrecerle todo lo que él podía en su servicio; mas no le avino como él pensaba,
según se cuenta en el discurso desta verdadera historia, dando aquí fin la segunda parte.