Marcela

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Canción de Grisóstomo

Ya que quieres, cruel, que se publique,


de lengua en lengua y de una en otra gente
del áspero rigor tuyo la fuerza,
haré que el mesmo infierno comunique
al triste pecho mío un son doliente,
con que el uso común de mi voz tuerza.
Y al par de mi deseo, que se esfuerza
a decir mi dolor y tus hazañas,
de la espantable voz irá el acento,
y en él mezcladas, por mayor tormento,
pedazos de las míseras entrañas.
Escucha, pues, y presta atento oído,
no al concertado son, sino al ruido
que de lo hondo de mi amargo pecho,
llevado de un forzoso desvarío,
por gusto mío sale y tu despecho.
El rugir del león, del lobo fiero
el temeroso aullido, el silbo horrendo
de escamosa serpiente, el espantable
baladro de algún monstruo, el agorero
graznar de la corneja, y el estruendo
del viento contrastado en mar instable;
del ya vencido toro el implacable
bramido, y de la viuda tortolilla
el sentible arrullar; el triste canto
del envidiado búho, con el llanto
de toda la infernal negra cuadrilla,
salgan con la doliente ánima fuera,
mezclados en un son, de tal manera,
que se confundan los sentidos todos,
pues la pena cruel que en mí se halla
para contalla pide nuevos modos.
De tanta confusión no las arenas
del padre Tajo oirán los tristes ecos,
ni del famoso Betis las olivas:
que allí se esparcirán mis duras penas
en altos riscos y en profundos huecos,
con muerta lengua y con palabras vivas,
o ya en escuros valles, o en esquivas
playas, desnudas de contrato humano,
o donde el sol jamás mostró su lumbre,
o entre la venenosa muchedumbre
de fieras que alimenta el libio llano.
Que, puesto que en los páramos desiertos
los ecos roncos de mi mal, inciertos,
suenen con tu rigor tan sin segundo,
por privilegio de mis cortos hados,
serán llevados por el ancho mundo.
Mata un desdén, atierra la paciencia,
o verdadera o falsa, una sospecha;
matan los celos con rigor más fuerte;
desconcierta la vida larga ausencia;
contra un temor de olvido no aprovecha
firme esperanza de dichosa suerte.
En todo hay cierta, inevitable muerte;
mas yo ¡milagro nunca visto! vivo
celoso, ausente, desdeñado y cierto
de las sospechas que me tienen muerto,
y en el olvido en quien mi fuego avivo,
y, entre tantos tormentos, nunca alcanza
mi vista a ver en sombra a la esperanza,
ni yo, desesperado, la procuro;
antes, por extremarme en mi querella,
estar sin ella eternamente juro.
¿Puédese, por ventura, en un instante
esperar y temer, o es bien hacello
siendo las causas del temor más ciertas?
¿Tengo, si el duro celo está delante,
de cerrar estos ojos, si he de vello
por mil heridas en el alma abiertas?
¿Quién no abrirá de par en par las puertas
a la desconfianza, cuando mira
descubierto el desdén, y las sospechas
¡oh amarga conversión! verdades hechas,
y la limpia verdad vuelta en mentira?
¡Oh en el reino de amor fieros tiranos
celos! ponedme un hierro en estas manos.
Dame, desdén, una torcida soga.
Mas ¡ay de mí! que, con cruel vitoria,
vuestra memoria el sufrimiento ahoga.
Yo muero, en fin; y porque nunca espere
buen suceso en la muerte ni en la vida,
pertinaz estaré en mi fantasía.
Diré que va acertado el que bien quiere,
y que es más libre el alma más rendida
a la de Amor antigua tiranía.
Diré que la enemiga siempre mía
hermosa el alma como el cuerpo tiene,
y que su olvido de mi culpa nace,
y que en fe de los males que nos hace,
Amor su imperio en justa paz mantiene.
Y con esta opinión y un duro lazo,
acelerando el miserable plazo
a que me han conducido sus desdenes,
ofreceré a los vientos cuerpo y alma,
sin lauro o palma de futuros bienes.
Tú, que con tantas sinrazones muestras
la razón que me fuerza a que la haga
a la cansada vida que aborrezco,
pues ya ves que te da notorias muestras
esta del corazón profunda llaga,
de cómo alegre a tu rigor me ofrezco,
si, por dicha, conoces que merezco
que el cielo claro de tus bellos ojos
en mi muerte se turbe, no lo hagas;
que no quiero que en nada satisfagas,
al darte de mi alma los despojos.
Antes, con risa en la ocasión funesta
descubre que el fin mío fue tu fiesta.
Mas gran simpleza es avisarte desto,
pues sé que está tu gloria conocida
en que mi vida llegue al fin tan presto.
Venga, que es tiempo ya, del hondo abismo
Tántalo con su sed; Sísifo venga
con el peso terrible de su canto;
Ticio traya su buitre, y ansimismo
con su rueda Egïón no se detenga,
ni las hermanas que trabajan tanto,
y todos juntos su mortal quebranto
trasladen en mi pecho, y en voz baja
(si ya a un desesperado son debidas)
canten obsequias tristes, doloridas,
al cuerpo a quien se niegue aun la mortaja.
Y el portero infernal de los tres rostros,
con otras mil quimeras y mil monstros,
lleven el doloroso contrapunto;
que otra pompa mejor no me parece
que la merece un amador difunto.
Canción desesperada, no te quejes
cuando mi triste compañía dejes;
antes, pues que la causa do naciste
con mi desdicha augmenta su ventura,
aun en la sepultura no estés triste.

Bien les pareció, a los que escuchado habían, la canción de Grisóstomo, puesto que el que la
leyó dijo que no le parecía que conformaba con la relación que él había oído del recato y bondad de
Marcela, porque en ella se quejaba Grisóstomo de celos, sospechas y de ausencia, todo en perjuicio
del buen crédito y buena fama de Marcela. A lo cual respondió Ambrosio, como aquél que sabía
bien los más escondidos pensamientos de su amigo:
-Para que, señor, os satisfagáis desa duda, es bien que sepáis que cuando este desdichado
escribió esta canción estaba ausente de Marcela, de quien él se había ausentado por su voluntad, por
ver si usaba con él la ausencia de sus ordinarios fueros; y como al enamorado ausente no hay cosa
que no le fatigue ni temor que no le dé alcance, así le fatigaban a Grisóstomo los celos imaginados y
las sospechas temidas como si fueran verdaderas. Y con esto queda en su punto la verdad que la
fama pregona de la bondad de Marcela; a la cual, fuera de ser cruel, y un poco arrogante, y un
mucho desdeñosa, la mesma envidia ni debe ni puede ponerle falta alguna.
-Así es la verdad -respondió Vivaldo.
Y queriendo leer otro papel de los que había reservado del fuego, lo estorbó una maravillosa
visión (que tal parecía ella) que improvisamente se les ofreció a los ojos; y fue que, por cima de la
peña donde se cavaba la sepultura pareció la pastora Marcela, tan hermosa, que pasaba a su fama su
hermosura. Los que hasta entonces no la habían visto la miraban con admiración y silencio; y los
que ya estaban acostumbrados a verla no quedaron menos suspensos que los que nunca la habían
visto. Mas apenas la hubo visto Ambrosio, cuando con muestras de ánimo indignado le dijo:
-¿Vienes a ver, por ventura, ¡oh fiero basilisco destas montañas!, si con tu presencia vierten
sangre las heridas deste miserable a quien tu crueldad quitó la vida, o vienes a ufanarte en las
crueles hazañas de tu condición, o a ver desde esa altura, como otro despiadado Nero, el incendio de
su abrasada Roma, o a pisar arrogante este desdichado cadáver, como la ingrata hija al de su padre
Tarquino? Dinos presto a lo que vienes, o qué es aquello de que más gustas; que por saber yo que
los pensamientos de Grisóstomo jamás dejaron de obedecerte en vida, haré que, aun él muerto, te
obedezcan los de todos aquéllos que se llamaron sus amigos.
-No vengo ¡oh Ambrosio! a ninguna cosa de las que has dicho -respondió Marcela-, sino a
volver por mí misma, y a dar a entender cuán fuera de razón van todos aquéllos que de sus penas y
de la muerte de Grisóstomo me culpan; y así, ruego a todos los que aquí estáis me estéis atentos,
que no será menester mucho tiempo ni gastar muchas palabras para persuadir una verdad a los
discretos. Hízome el cielo, según vosotros decís, hermosa, y de tal manera, que, sin ser poderosos a
otra cosa, a que me améis os mueve mi hermosura, y por el amor que me mostráis, decís, y aun
queréis, que esté yo obligada a amaros. Yo conozco, con el natural entendimiento que Dios me ha
dado, que todo lo hermoso es amable; mas no alcanzo que, por razón de ser amado, esté obligado lo
que es amado por hermoso a amar a quien le ama. Y más, que podría acontecer que el amador de lo
hermoso fuese feo, y siendo lo feo digno de ser aborrecido, cae muy mal el decir: «Quiérote por
hermosa: hasme de amar aunque sea feo». Pero, puesto caso que corran igualmente las hermosuras,
no por eso han de correr iguales los deseos; que no todas hermosuras enamoran: que algunas
alegran la vista y no rinden la voluntad; que si todas las bellezas enamorasen y rindiesen, sería un
andar las voluntades confusas y descaminadas, sin saber en cuál habían de parar; porque, siendo
infinitos los sujetos hermosos, infinitos habían de ser los deseos. Y, según yo he oído decir, el
verdadero amor no se divide, y ha de ser voluntario, y no forzoso. Siendo esto así, como yo creo
que lo es, ¿por qué queréis que rinda mi voluntad por fuerza, obligada no más de que decís que me
queréis bien? Si no, decidme: si como el cielo me hizo hermosa me hiciera fea, ¿fuera justo que me
quejara de vosotros porque no me amábades? Cuanto más, que habéis de considerar que yo no
escogí la hermosura que tengo: que, tal cual es, el cielo me la dio de gracia, sin yo pedilla ni
escogella. Y así como la víbora no merece ser culpada por la ponzoña que tiene, puesto que con ella
mata, por habérsela dado naturaleza, tampoco yo merezco ser reprehendida por ser hermosa; que la
hermosura en la mujer honesta es como el fuego apartado o como la espada aguda, que ni él quema
ni ella corta a quien a ellos no se acerca. La honra y las virtudes son adornos del alma, sin las cuales
el cuerpo, aunque lo sea, no debe de parecer hermoso. Pues si la honestidad es una de las virtudes
que al cuerpo y al alma más adornan y hermosean, ¿por qué la ha de perder la que es amada por
hermosa, por corresponder a la intención de aquél que, por sólo su gusto, con todas sus fuerzas e
industrias procura que la pierda? Yo nací libre, y para poder vivir libre escogí la soledad de los
campos: los árboles destas montañas son mi compañía; las claras aguas destos arroyos mis espejos;
con los árboles y con las aguas comunico mis pensamientos y hermosura. Fuego soy apartado y
espada puesta lejos. A los que he enamorado con la vista he desengañado con las palabras; y si los
deseos se sustentan con esperanzas, no habiendo yo dado alguna a Grisóstomo, ni a otro alguno, en
fin, de ninguno dellos, bien se puede decir que antes le mató su porfía que mi crueldad. Y si se me
hace cargo que eran honestos sus pensamientos, y que por esto estaba obligada a corresponder a
ellos, digo que cuando en ese mismo lugar donde ahora se cava su sepultura me descubrió la bondad
de su intención, le dije yo que la mía era vivir en perpetua soledad, y de que sola la tierra gozase el
fruto de mi recogimiento y los despojos de mi hermosura; y si él, con todo este desengaño, quiso
porfiar contra la esperanza y navegar contra el viento, ¿qué mucho que se anegase en la mitad del
golfo de su desatino? Si yo le entretuviera, fuera falsa; si le contentara, hiciera contra mi mejor
intención y prosupuesto. Porfió desengañado, desesperó sin ser aborrecido: ¡mirad ahora si será
razón que de su pena se me dé a mí la culpa! Quéjese el engañado; desespérese aquel a quien le
faltaron las prometidas esperanzas, confíese el que yo llamare; ufánese el que yo admitiere; pero no
me llame cruel ni homicida aquél a quien yo no prometo, engaño, llamo ni admito. El cielo aún
hasta ahora no ha querido que yo ame por destino, y el pensar que tengo de amar por elección es
excusado. Este general desengaño sirva a cada uno de los que me solicitan de su particular
provecho, y entiéndase de aquí adelante que si alguno por mí muriere, no muere de celoso ni
desdichado, porque quien a nadie quiere, a ninguno debe dar celos; que los desengaños no se han de
tomar en cuenta de desdenes. El que me llama fiera y basilisco, déjeme como cosa perjudicial y
mala; el que me llama ingrata, no me sirva; el que desconocida, no me conozca; quien cruel, no me
siga; que esta fiera, este basilisco, esta ingrata, esta cruel y esta desconocida, ni los buscará, servirá,
conocerá ni seguirá en ninguna manera. Que si a Grisóstomo mató su impaciencia y arrojado deseo,
¿por qué se ha de culpar mi honesto proceder y recato? Si yo conservo mi limpieza con la compañía
de los árboles, ¿por qué ha de querer que la pierda el que quiere que la tenga con los hombres? Yo,
como sabéis, tengo riquezas propias, y no codicio las ajenas; tengo libre condición y no gusto de
sujetarme; ni quiero ni aborrezco a nadie; no engaño a éste, ni solicito a aquél; ni burlo con uno, ni
me entretengo con el otro. La conversación honesta de las zagalas destas aldeas y el cuidado de mis
cabras me entretiene. Tienen mis deseos por término estas montañas, y si de aquí salen, es a
contemplar la hermosura del cielo, pasos con que camina el alma a su morada primera.
Y en diciendo esto, sin querer oír respuesta alguna, volvió las espaldas y se entró por lo más
cerrado de un monte que allí cerca estaba, dejando admirados, tanto de su discreción como de su
hermosura, a todos los que allí estaban. Y algunos dieron muestras (de aquellos que de la poderosa
flecha de los rayos de sus bellos ojos estaban heridos) de quererla seguir, sin aprovecharse del
manifiesto desengaño que habían oído. Lo cual visto por don Quijote, pareciéndole que allí venía
bien usar de su caballería, socorriendo a las doncellas menesterosas, puesta la mano en el puño de
su espada, en altas e inteligibles voces, dijo:
-Ninguna persona, de cualquier estado y condición que sea, se atreva a seguir a la hermosa
Marcela, so pena de caer en la furiosa indignación mía. Ella ha mostrado con claras y suficientes
razones la poca o ninguna culpa que ha tenido en la muerte de Grisóstomo, y cuán ajena vive de
condescender con los deseos de ninguno de sus amantes; a cuya causa es justo que, en lugar de ser
seguida y perseguida, sea honrada y estimada de todos los buenos del mundo, pues muestra que en
él ella es sola la que con tan honesta intención vive.
O ya que fuese por las amenazas de don Quijote, o porque Ambrosio les dijo que concluyesen
con lo que a su buen amigo debían, ninguno de los pastores se movió ni apartó de allí hasta que,
acabada la sepultura y abrasados los papeles de Grisóstomo, pusieron su cuerpo en ella, no sin
muchas lágrimas de los circunstantes. Cerraron la sepultura con una gruesa peña, en tanto que se
acababa una losa que, según Ambrosio, dijo, pensaba mandar hacer, con un epitafio que había de
decir desta manera:

Yace aquí de un amador


el mísero cuerpo helado,
que fue pastor de ganado,
perdido por desamor.
Murió a manos del rigor
de una esquiva hermosa ingrata,
con quien su imperio dilata
la tiranía de Amor.

Luego esparcieron por cima de la sepultura muchas flores y ramos, y, dando todos el pésame a
su amigo Ambrosio, se despidieron dél. Lo mismo hicieron Vivaldo y su compañero, y don Quijote
se despidió de sus huéspedes y de los caminantes, los cuales le rogaron se viniese con ellos a
Sevilla, por ser lugar tan acomodado a hallar aventuras, que en cada calle y tras cada esquina se
ofrecen más que en otro alguno. Don Quijote les agradeció el aviso y el ánimo que mostraban de
hacerle merced, y dijo que por entonces no quería ni debía ir a Sevilla, hasta que hubiese despojado
todas aquellas sierras de ladrones malandrines, de quien era fama que todas estaban llenas. Viendo
su buena determinación, no quisieron los caminantes importunarle más, sino, tornándose a despedir
de nuevo, le dejaron y prosiguieron su camino, en el cual no les faltó de qué tratar, así de la historia
de Marcela y Grisóstomo como de las locuras de don Quijote. El cual determinó de ir a buscar a la
pastora Marcela y ofrecerle todo lo que él podía en su servicio; mas no le avino como él pensaba,
según se cuenta en el discurso desta verdadera historia, dando aquí fin la segunda parte.

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