Respuesta de Pierre Broue A Libro de A Elorza

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Pierre Broué

Acerca de ”Queridos camaradas”


Pierre Broué (1926-2005) es un prestigioso historiador francés. El título original de esta
reseña1 es ”Historiens objetifs sans critère de classe ou Staliniens mal décrottés?”. La traduc-
ción castellana fue publicada en el número 58 de la revista Iniciativa Socialista (otoño 2000).

Esperábamos este libro, el primer trabajo de historiadores españoles, antiguos miembros o


cercanos al PCE, que han utilizado los archivos de la Comintern y los del Partido en Moscú.
Tenían todo en sus manos y el hecho de ser dos, un equipo tanto en la investigación como en
la vida: Marta Bizcarrondo, una historiadora seria, reconocida y apreciada, y Antonio Elorza,
un tercio historiador, un tercio politólogo y dos tercios periodista, como habría dicho el César
de Pagnol, que podría aportar pasión e imaginación…
Vanas esperanzas: el resultado está lejos de ser brillante. A Stalin se le pone sobre el tapete,
pero no llega a ser verdaderamente explicado, y el estalinismo aparece como una sombra
arrastrada por funcionarios políticos y una serie de argumentos para defender una política del
día a día y sus operaciones policiales.

El misterio de la Dama de la Comintern


Encontrándome hace algunos años a Antonio Elorza en un coloquio, le mostré mi extrañeza al
constatar que la Comintern, después de la derrota de 1939 y de la huida de España de los
hombres de la dirección del PCE, había encargado la tarea de dirigir el partido en retirada a
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Libro reseñado: Antonio Elorza y Marta Bizcarrondo, Queridos camaradas: la Internacional Comunista y
España, 1919-1939, Planeta. Barcelona, 1999.
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una joven mujer de apenas treinta años, casi desconocida, de nombre o sobrenombre Carmen
de Pedro, que había sido secretaria técnica del CC y secretaria de Palmiro Togliatti (Alfredo),
responsable sólo ante él.
Designada por Francisco Antón como jefa de la delegación del PC en Francia, parte hacia
Suiza para asegurar las comunicaciones con Moscú, pero recibió a Carrillo a las puertas del
Valle de Arán en 1944. Mi interlocutor estuvo de acuerdo conmigo; ese personaje importante
era totalmente desconocido. Aunque no fue separada por los procesos de 1948, y salvó su
vida después de la caída de su compañero Jesús Monzón, acabó siendo aplastada por los
testigos durante la investigación sobre sus relaciones con Noël Field, en el último episodio del
“complot del Lux”. Ella, que había sido sucesora, en cierto modo, de la Pasionaria, fue
excluida y terminó ganándose la vida oscuramente, como secretaria bilingüe en Moscú.
A decir verdad, yo sabía que Elorza preparaba un libro sobre el PC, desde su fundación hasta
el final de la guerra civil, y pensaba ingenuamente que escribiendo sobre este tema, Marta
Bizcarrondo y él iban a descubrir, entre Madrid y Moscú, la identidad real y el papel de esta
mujer que no era una simple mecanógrafa, sino que, sin duda alguna, llevó a cabo “servicios”
que le permitieron una promoción excepcional sin poseer experiencia política.
Pero la curiosidad de nuestros autores se agota antes de encontrarla, no apareciendo ni una
sola vez en esta obra, aunque sobre ella se han cerrado veinte años de las relaciones entre la
Comintern y el PCE. Los autores han pasado por encima de este problema ocultándoselo a los
lectores y han preferido ignorarlo antes que confesar su ignorancia o su rechazo a hablar de un
episodio molesto.
No intento buscarle tres pies al gato. Planteo solamente la pregunta de saber por qué un
hecho, a la vez anecdótico y revelador – la designación de una dirigente del PCE para el
periodo de clandestinidad que se abre en 1939 – no les interesa. Ella es quien en 1943, vía
Suiza, mantiene los contactos por radio con Moscú.
¿No habrá otros aspectos abusivamente juzgados? Los documentos revelados desde hace años
en la Operación Venona, correspondencia del KGB y del GPU entre Moscú y América, nos
confirman un rumor del que Víctor Alba, sin dar referencias, ya se hizo eco. Uno de los
primeros reclutados del GPU en España fue Vittorio Sala quien, bajo el control personal de
Orlov y después de Eitingon, jefes de la GPU, dirigió una amplia red contra el POUM, interna
y externa, con resultados, al parecer, notables. El mismo rumor fue confirmado en lo que
concierne a la ex diputada socialista Margarita Nelken, que figuraba en los servicios
soviéticos como Amor.
Esas omisiones de talla, así como la laguna más arriba señalada, abren la puerta a todas las
sospechas en cuanto a los criterios que justificarían la falta de atención de los autores: ¡qué
nadie imagine que la GPU dirigía al PCE!

Una versión grotesca del estalinismo


Stalin está presente a lo largo de todas las páginas. Su foto aparece en la portada. El papel de
la burocracia estaliniana, cuya dictadura se constituyó y se reforzó en un contexto de miseria
y de barbarie a partir de un partido bolchevique domesticado, de un fantástico lavado de
cerebro y de un terror despiadado, no se evoca, sin embargo, cuando se trata – ¿cómo evitar la
tentación de hacerlo? – de trazar las grandes líneas de la cruel “dictadura” ejercida por Stalin
en Moscú. La “burocracia”, según nuestros autores, estaría constituida por las oficinas, por los
métodos, por los prejuicios e incluso por las ideas, pero nunca por una capa social con
intereses propios que suministraba el meollo de su política.
Por otro lado, en el centro de la historia del siglo XX español la revolución va y viene con
ritmo propio, lo que sus contemporáneos ven, a veces, como un combate europeo de
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vanguardia, otras de retaguardia y viceversa. En relación a este asunto mundial que movilizó
no solamente a Hitler, sino también a Churchill, a Chamberlain, a Roosevelt y a otros, no
esperamos la respuesta de los chupatintas, de los periodistas, ni de los asesinos, sino de
aquellos que se encontraban en la dirección de la URSS y que confiaron a Stalin la defensa
exclusiva de sus intereses.
La amenaza más temida por la burocracia, en tanto que grupo social en la URSS, era la
revolución obrera y campesina – en cualquier país – pues hacía peligrar las defensas
penosamente construidas en alianzas circunstanciales o neutralizaba a las fuerzas dispuestas a
“ayudar a la URSS”, es decir, debilitaba la “defensa”, no de esta última, sino de su burocracia.
Las oposiciones que se manifestaron no constituyen, para nuestros autores, oposiciones entre
intereses opuestos en una misma sociedad, una lucha por la dominación de unos contra otros,
sino el conflicto entre ideas diferentes, en un mundo estelar, sin base material. También,
cuando descienden a los detalles, nuestros autores se encuentran prisioneros de
contradicciones más graves todavía en una sociedad que no analizan ni comprenden, y cuyo
desgarro no ven tal y como en realidad se daba, sino según la idea que se hacen de él.
Con cierto estupor nos hacen partícipes de una idea que parece seducirles por su originalidad
y que repiten de diferentes formas, por medio de diversos ejemplos: a propósito de lo que
dicen o escriben durante los años treinta los trotskistas, ellos nos dicen que, en el fondo, los
trotskistas piensan del estalinismo lo mismo que piensan los estalinistas, y también que en
1932 Andrés Nin, líder del POUM, y D.Z. Manouilsky, a los que les separaba un río de
sangre, estarían de acuerdo sobre la perspectiva fundamental, a saber, la inminente explosión
revolucionaria en España.
Sin, al parecer, darse cuenta de que se contradicen, después de habernos hablado del mono-
litismo estaliniano, añaden una nueva e inútil contradicción describiendo, a partir de 1935, los
conflictos entre Vittorio Codovila, de un lado, y de otro ese hombre “más abierto”, “la
personalidad política fuerte de Dimitrov”, expresiones que adquieren la plenitud del absurdo
cuando se leen después de conocer el Diario de Dimitrov, del que, por otra parte, los autores
toman citas que prueban que eligen las frases a su gusto y para sus propias intenciones,
ignorando tantas observaciones clarificadoras.
¿Operación consciente o inconsciente? Es evidente que, a fin de cuentas, la inconmensurable
necedad y el sectarismo de Codovilla, digno hijo del estalinismo del Tercer Periodo, sin
olvidar su falta de honestidad, debían ser sancionadas. El enorme poder de Stalin encuentra
aquí una justificación aparente, ya que es él el que va apartarle de las responsabilidades y a
reemplazarle, a partir de mediados de 1937, por el hábil político que fue Palmiro Togliatti.

Un adversario no sólo despreciable, sino culpable


No me ha gustado este libro. Pero lo que más me ha descompuesto es el retrato político que
los autores se atreven a hacer de Andrés Nin. Antonio Elorza ha apoyado durante años la
política y los temas estalinianos. No hemos oído decir que haya sido capaz de tener ni una
centésima parte de la iniciativa de Santiago Carrillo al reconocer, aunque bajo una forma poco
grata, que Nin había sido asesinado.
Generaciones de estalinistas, generaciones de elorzas han montado guardia, durante decenios,
sobre los restos de Nin, a pesar de que fueron dispersados por sus asesinos. Un puñado de
personas – entre las que estoy orgulloso de encontrarme – han luchado por restablecer la
verdad sobre el POUM, su papel en la revolución, su destrucción por Stalin. Todos han
aprendido a respetar y a honrar a Nin. Y he aquí que Antonio Elorza surge para reírse de la
apreciación “mil veces repetida” – ¿no se repiten los amigos de Elorza? – según la cual “el
POUM representaba la revolución en su estado de pureza”, a lo sale al paso diciendo que “los
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opositores poumistas estaban lejos de ser los ángeles de la revolución descritos por sus
apologetas”. Nótese la elección de las palabras con connotaciones religiosas, destinadas a
desacreditar hipócritamente a los defensores de la memoria de Nin; eso se aprende en ciertas
escuelas. Pero no es suficiente. Elorza mete sus propias manos en el lodo. Para él, Nin repetía,
machaconamente, la experiencia de la revolución bolchevique. Elorza decide escribir:
“Los esquemas mentales (!!) soportes de la acción del POUM, no variaron desde los tiempos en
que [Nin] militaba en la Oposición de Izquierdas en Moscú […] Nin tenía la virtud de pensar y
escribir siempre la misma cosa”.
Y más adelante, hundiéndose un poco más en la bajeza:
“Con los generales a punto de sublevarse, Nin no veía otro enemigo que la política del Frente
Popular. Su pensamiento izquierdista desembocaba así en un providencialismo antidemocrático”.
En el debate hay que jugar limpio, pero no puedo por menos que preguntarme ¿quién es este
“querido profesor” que se permite tales juicios sobre un hombre auténtico, de una estatura que
parece no ver?
Los autores continúan su relato describiendo, con cierta moderación, ya que no se puede
negar, el complot policial montado por los agentes de Moscú contra Nin, y después su
asesinato, pero sin hablar de los personajes de la alta sociedad española, ganados por el
estalinismo, que fueron sus cómplices y propietarios de la casa donde se produjo el asesinato,
Constancia de la Mora Maura y su marido Hidalgo de Cisneros y López de Montenegro…
Muestran después la relativa indulgencia de la acción legal llevada contra los otros dirigentes
del POUM. La manipulación llega aquí a lo más alto. Se permiten escribir:
“La represión contra el POUM se desarrolla sobre dos planos que no son siempre fáciles de
distinguir. Uno es menos visible, corresponde a la acción estalinista llevada a cabo por los servicios
secretos soviéticos […] y el plan de represión legal donde las instituciones republicanas sufren la
experiencia de la presión comunista pero sin cederles completamente”.
El meollo del asunto:
“Esta división correspondía a las dos vertientes de la política del POUM, su política efectiva y
aquella que se le imputaba”.
La represión contra el POUM, deben saberlo los Orwell, Ken Loach, Thalmann, Mary Low,
Brea y tantos otros, víctimas o amigos de las víctimas, no es, en último análisis, parte de los
crímenes de Stalin en España, sino ¡una de las vertientes de la política del POUM!
Si recordamos que un poco más arriba revelábamos que nuestros mentirosos decían que Nin
pensaba siempre la misma cosa, digamos, de pasada, que Andrés Nin, horrorosamente
torturado, pensaba siempre lo mismo de los verdugos que le torturaban y de los pequeño
burgueses que, por miedo, les ayudaban. Le mataron y no consintió hacer ”confesiones”.
Es un honor para él haber pensado y dicho lo mismo, hasta la muerte. No es el caso de
Antonio Elorza, que ha perdido su honor en esta empresa. Y esto les duele a todos los que le
habían considerado como un hombre honesto equivocado.

Una multitud de errores, de deformaciones, de lagunas


No voy a alargar inútilmente este informe. No se puede terminar de leer este libro, salvo si se
está interesado en una de las mil formas jurídicas y en las argucias que las personas bien edu-
cadas pueden usar para aprobar a los calumniadores, los delatores, los verdugos y los asesinos
y creer que han salido con las manos limpias porque no han usado más que un bolígrafo.
¿Por qué no decir, ya que ahora se sabe con seguridad, gracias a los archivos de Orlov, que
“el periodista francés Georges Soria”, como ellos dicen, era un agente del NKVD? ¿Por qué,
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cuando las Juventudes Socialistas de España, como todas las juventudes socialistas del
mundo, giran a la izquierda después de la victoria sin combate de Hitler, los autores hablan de
su “deriva radical”? Porque se cree ahora, como siempre se ha creído, que lo malo es desear la
revolución y la abolición de la explotación del hombre por el hombre, que ser revolucionario
es una “deriva”, que si se es socialista hay que ser “moderado”.
Es un error afirmar que el marxismo llega a España alrededor de los años 30, y que fue
recibido “a la hora rusa”. En realidad, la hora rusa fue la del día después de la sublevación de
Asturias en octubre de 1934, con la incorporación a la Comintern en 1935 de los jóvenes
socialistas refugiados o delegados en la URSS que formarían la JSU y que serían después los
cuadros del PC estalinizado, Santiago Carrillo a la cabeza.
Es una enorme laguna en lo histórico, y políticamente muy grave, haber pasado por alto los
meses de preparación semipública del pronunciamiento, la liquidación de numerosos oficiales
de izquierdas, sobre todo socialistas, el rechazo absoluto del gobierno del Frente Popular a
tomar en serio las denuncias de los preparativos del golpe, incluso después de su desen-
cadenamiento. Por esta razón el POUM hablaba del balance criminal del Frente Popular y de
sus responsabilidades aplastantes en la sangre vertida por el pueblo, lo que los autores le
reprochan como una acusación escandalosa, aunque el restablecimiento concienzudo del
contexto histórico impone este juicio a todo autor serio.
Es un tremendo error la acusación lanzada contra el POUM de haber diabolizado al ejército
cuando hacía falta un ejército para salvar a la República. Espantoso error, ya que los autores
no explican que el levantamiento tuvo lugar en dos tiempos, el primero en los cuarteles, de
donde los “rebeldes” salían cubiertos de sangre de sus camaradas militares, incluidos nume-
rosos oficiales. Y es deshonesto, ya que mucho han reprochado al POUM su “militarismo
rojo”, sin, por otra parte, saber nada al respecto.
Es de una ignorancia supina o de una insigne mala fe no indicar que el gobierno del Frente
Popular garantizó, de hecho, el levantamiento, proclamando su confianza en el cuerpo de
oficiales, o que la victoria contra el levantamiento militar se obtuvo en los lugares donde no
se siguieron las consignas del gobierno, estando a menudo los militantes y los jóvenes
comunistas en la primera fila de los combatientes. La otra piedra de toque fue la participación
de las formaciones republicanas miembros del Frente Popular, infinitamente más débil en el
combate político-militar que la del bloque de partidos y organizaciones sindicales de
trabajadores.
Y, claro está, la falsificación vulgar, como la que hacían los periódicos comunistas de la
época, de las Jornadas de Mayo, del papel de la CNT-FAI, de sus militantes y dirigentes
(Marianet, del que parecen ignorar que se trataba de Mariano Vázquez), y también del POUM
y de sus dirigentes. Todo esto es tanto más lamentable en cuanto que sus graves lagunas, de
gran peso político, están hoy en día despojadas de todo su misterio.
En toda la correspondencia de los primeros meses de la guerra civil entre el PCE y la Comin-
tern, citada por Elorza y Bizcarrondo, se dibuja perfectamente la política antirevolucionaria
(antes de ser contrarrevolucionaria) de los amigos de Moscú y del PCE, el combate
descarnado para apartar del poder a Largo Caballero – que fracasó –; el aterrizaje, después de
las Jornadas de Mayo, en el aparato del Estado con la ayuda de la mayoría de la derecha
socialista y, particularmente, de Juan Negrín; la conquista de los sectores clave del aparato del
Estado, tan lúcidamente comentada por Togliatti, que fue uno de sus organizadores y que
descubrió, en el momento en que los reclutaba, que los generales y altos funcionarios
convertidos en comunistas serían siempre generales y altos funcionarios antes de ser
“comunistas”.
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¿Ni un sólo cumplido para los autores? Sí. Han extraído de los archivos un cierto número de
documentos (pp. 296-298) que demuestran que Moscú no tuvo ninguna duda sobre los obje-
tivos y las consignas desde el inicio de esta guerra civil. El telegrama del 20 de julio de 1936
de Dimitrov y Manouilsky lo demuestra: “Aplastar definitivamente la rebelión contrarrevolu-
cionaria y defender la República”. El 24 de julio, los mismos precisan sus directrices: con-
centrar todos los esfuerzos en la liquidación de la rebelión sin obsesionarse con los planes de
lo que habrá que hacer con la victoria; evitar todo lo que pueda debilitar la unidad del Frente
Popular, no exagerar, no abandonar las posiciones del régimen democrático y no salir de los
límites de la defensa de la República; evitar entrar, por el momento, en el gobierno y, en fin,
no reclamar la sustitución del ejército por las milicias populares.
Esto es un programa político, es el programa del estalinismo en 1936. La crítica que nuestros
autores hacen al POUM demuestra que, sustancialmente, lo hacen suyo y lo justifican de una
forma deshonesta. Estos intelectuales hacen lo que ningún aparatchik español se ha atrevido a
hacer antes.
La clave de este comportamiento aberrante se encuentra, sin duda, en que tanto Antonio
Elorza como Marta Bizcarrondo no creen en la revolución (o no la desean), ni hoy, ni
mañana, ni ayer incluso, y que se esfuerzan por borrarla de los encerados de ayer para
conjurarla hoy, a fin de que a nadie se le ocurra mañana pensar en ella y le tiente la idea de
llevar a cabo el acto Primero de la Utopía, como dicen sus colegas, Stéphane Courtois y con
él los partidarios de la teoría del comunismo “criminógeno”.
No es por azar que hayan titulado su primera parte “Entre la Utopía y la Burocracia”. La per-
spectiva de la abolición de la explotación del hombre por el hombre considerada como una
utopía es una posición muy clara en este mundo amenazado por la barbarie. Es el título de un
capítulo y una impronta reveladora de su trabajo: todo lo que se quiera, excepto un trabajo de
historiadores.
Por tomar un ejemplo más cercano a los franceses y que respaldará nuestra argumentación:
condenar a Jaurès significa absolver, de entrada, a su asesino. Bajo el color de la objetividad
justifican el crimen, condenándolo sólo desde el punto de vista formal. ¿Qué esperan? ¿La
consideración? Pero, ¿de quién?
Este género de comportamiento tiene un nombre, pero no tiene sitio en el marco de esta
revista.

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