Guy Palmade

Descargar como doc, pdf o txt
Descargar como doc, pdf o txt
Está en la página 1de 5

Guy Palmade, La época de la burguesía

PENETRACIÓN DEL LIBERALISMO EN LOS PAÍSES LATINOS: FRANCIA E ITALIA

En Francia e Italia, el liberalismo termina imponiéndose pero no sin rupturas, sin peripecias violentas. En Italia estas rupturas están
ligadas al proceso de unificación, una unificación que la dinámica social interna es incapaz de realizar sin la ayuda exterior. En Francia
se suceden polémicas y restauraciones, hasta que por fin surge un modelo político satisfactorio.

A) FRANCIA: DEL IMPERIO A LA REPÚBLICA

Foco de la Revolución de 1848, Francia se convierte en 1849 en el país del orden. La Revolución del '48, romántica, idealista, ha
provocado tantas decepciones en todos los grupos sociales que la opinión pública se vuelca hacia el mito napoleónico. Los notables
dejan el campo libre a Luis Napoleón Bonaparte. Como antes su tío, él ha de poner fin a una revolución garantizando la síntesis del
orden y la democracia. El golpe de Estado (2/nov/51) va seguido de la proclamación de una nueva Constitución, según la cual el
príncipe presidente tiene en sus manos lo esencial de los poderes. La proclamación de un Imperio francés en 1852 no es más que un
desenlace lógico.
¿Qué lugar ocupa tal régimen en la historia de Francia en el s. XIX? En 1910, Charles Péguy señaló: “Todo empieza con la mística y
acaba en política”. Ahora bien, se distinguen dos grandes místicas que se enfrentan durante todo el siglo: una mística monárquica y
católica y una mística republicana. La primera proclama su devoción a la Francia del Antiguo Régimen, anterior a 1789, mientras la
segunda sigue fiel a los principios de la Revolución del ‘89. Durante varias generaciones, el debate político está en cierto modo
entorpecido por el gran traumatismo de 1789, la guerra de las místicas que divide al país. Pero, como afirmó Péguy, toda mística es
devorada por la política. La política se hace a base de compromisos. Todos los regímenes que se suceden en Francia son una especie
de compromisos renqueantes, de transacciones provisionales entre los dos partidos que se enfrentan. Los dos varían con toda clase
de matices, de grados, pero son todas inestables y pueden estallar a la menor chispa.
La Revolución de 1789 pretendía fundar un nuevo orden, y llegó a hacerlo, pero ese orden degeneró luego en desorden. El 18
Brumario del primer Bonaparte (1799) fue una restauración inseparablemente republicana y monárquica. La Restauración de 1815
fue una restauración monárquica que, no obstante, respetó una serie de logros revolucionarios. La Revolución del ‘30 se presentó
como una restauración republicana, pero instauró una combinación de oligarquía burguesa que no tiene ni la fuerza de las grandes
aristocracias tradicionales ni el empuje de las grandes democracias. La Revolución de 1848 fue una restauración republicana y una
explosión de la mística republicana; las jornadas de junio del ‘48 fueron una violenta explosión de esa mística. Por último llegó la
hora de Luis Napoleón Bonaparte.
Antes de describir su régimen, veamos cómo se expresaban las fuerzas políticas hacia 1850:
 La mística monárquica se encarna en el partido legitimista, fiel al conde de Chambord, nieto de Carlos X. Este partido
encuentra su principal punto de apoyo en la vieja aristocracia terrateniente y en una gran parte de la jerarquía católica pero,
con el sufragio universal, se refuerza con los votos campesinos. En ciertas regiones recibe el respaldo de la burguesía
terrateniente de los pequeños centros urbanos.
 La mística republicana no posee el mismo monopolismo. Adopta aspectos distintos en las regiones campesinas que no son
conservadoras, en buena parte de la pequeña burguesía urbana, en una fracción de la burguesía media anticlerical y sobre
todo en la intelectualidad.
 Entre ambos partidos, el grueso de la burguesía vacila, es prudente. Esa burguesía se inclina hacia el orleanismo, es decir,
hacia una monarquía que acepta 1789, un liberalismo de élite, restringido y conservador, pero está dispuesta a admitir otras
formas políticas de acuerdo con las circunstancias.
En un momento en que no logra imponerse ninguna de esas fuerzas, el Segundo Imperio es menos la instauración de un nuevo
orden que una tregua destinada a durar una generación. Es aceptado por la derecha conservadora y católica, pero no es en absoluto
un retorno al Antiguo Régimen. Atropella al principio a los liberales notables, pero ofrece a la burguesía industrial lo esencial:
prosperidad y desarrollo económico. Por último, se beneficia de la neutralidad benévola de la mayor parte de los obreros, y de la
simpatía de todos los campesinos. Las instituciones del nuevo régimen, de aspectos ambiguos, ofrecen un rostro aceptable para el
liberalismo timorato de mediados de siglo. El liberalismo político europeo de loa años 1850-70 se adapta a un poder fuerte, en la
medida en que es preciso contener unas fuerzas de destrucción, encuadrar unas masas que no considera aún preparadas para el
juego político. Las mentes más liberales del decenio 1850-60, que quieren limitar la omnipotencia del poder ejecutivo mediante un
régimen de asamblea, reservan de hecho las responsabilidades a una pequeña oligarquía, aristocracia y burguesía. El Imperio de
Napoleón III no es un fenómeno aberrante en la Europa liberal, aunque desde entonces toda una tradición republicana lo haya
cubierto de oprobio.
Así el sufragio universal ha sido una conquista definitiva de 1848, confirmada de modo clamoroso por Luis Napoleón Bonaparte.
Naturalmente, el ejercicio de ese sufragio no fue el que conocemos hoy, pues se trata de un sufragio falseado como corresponde a la
hipocresía de la época. Napoleón III consultó al pueblo directamente, mediante un plebiscito, en dic/ 51, en nov/52 y en 1870. Si la
pregunta planteada en el ’51 y en el ’52 era bastante clara, ya que se trataba de pronunciarse sobre el golpe de Estado y luego sobre
el establecimiento de un Imperio, la del ’70 rozaba el límite de la honestidad: “El pueblo aprueba las reformas libertades llevadas a
cabo en la Constitución desde 1860…”
El parlamentarismo no ha sido suprimido, pero resulta impotente. La asamblea elegida por sufragio universal, el cuerpo legislativo,
aprueba los proyectos de la ley y los impuestos, lo que está sin duda de acuerdo con los atributos de un parlamento. Pero los
diputados no tienen derecho de interpelación, ni derecho de ruego, es decir no dispone de ningún medio para criticar la política del
ejecutivo. Las otras dos asambleas están controladas por el Presidente, convertido en Emperador en 1852: el Senado, formado por
altos dignatarios nombrados con carácter vitalicio, es el guardián supremo de la Constitución; el Consejo de Estado reúne
funcionarios que redactan los proyectos de ley, son los jueces supremos en materia de contencioso administrativo y realizan
inspecciones en provincias. Sin embargo, es cierto que entre 1860-70 un cierto número de modificaciones reforzaran los poderes del
cuerpo legislativo, en el sentido de lo que se ha llamado el Imperio liberal.
No es sorprendente pues que el personal gubernamental, renovado por otra parte con el correr de los años, ocupe el primer
puesto en la escena. El mismo Emperador es, en su tiempo, uno de los hombres de Estado más abiertos a los problemas del porvenir
del s. XIX. Tiene, por lo menos, una gran idea económica: desarrollar la civilización industrial para difundir el progreso material
(roturar tierras, abrir carreteras, construir puertos, hacer navegables ríos, terminar canales y la red de ferrocarriles) y resolver la
cuestión social. Esta política interna de modernización, se asociaría a una política extranjera de nacionalidades que pretendía ser
liberal, tendiente a la destrucción de los tratados de 1815. Los ministros son órganos de acción técnica, responsables individualmente
ante el Emperador, cada uno de su departamento, sin solidaridad alguna entre ellos. Más que los otros sectores, la política exterior
está estrictamente reservada al jefe del Estado. En conjunto, si los ministros demuestran a menudo una gran competencia, ninguno
de ellos es comparable, ni por asomo, a un Disraeli, a un Bismarck, a un Cavour, en cuanto al sentido político.
De 1852 a 1858 el Imperio es gobernado de un modo autoritario. En las elecciones de 1852 no es elegido ningún candidato de la
oposición y, en 1852 de un total de 267 diputados triunfan sólo 5 republicanos. La mayoría de los diputados son personalidades
locales desconocidas, grandes terratenientes, funcionarios, industriales ricos. La administración depende fuertemente del gobierno
central, ya que los ministros tienen sobre los funcionarios un derecho absoluto de revocación, retroceso, traslado, sin ninguna
garantía contra la arbitrariedad. Vigilados, mal pagados, los funcionarios no obstante se benefician de cierto prestigio vinculado al
servicio público. El elemento esencial es el prefecto, quien en su departamento “hace” las elecciones, nombra los alcaldes de los
pequeños municipios, recorre los mercados, ferias, círculos de labradores, para hablar en su lenguaje a los campesinos acomodados
y difundir el evangelio parisino. Ninguna de las grandes libertades clásicas existe realmente. Las asociaciones y las reuniones públicas
están sometidas a la aprobación del gobierno. La libertad de prensa está limitada. Son revocados varios profesores de enseñanza
superior (Michelet, Guizot, etc.).
Después, con el apogeo del régimen, en el momento de las grandes victorias italianas, se produce una distensión: se avanza
progresivamente hacia un régimen parlamentario, de conformidad con la tendencia general en Europa. Algunos ministros se
encargan de exponer la política gubernamental ante el cuerpo legislativo, que puede dar a conocer su opinión. El cuerpo legislativo
elige su presidente y se le reconoce la iniciativa en la propuesta de nuevas leyes. Por último, la formación de un verdadero gobierno
(ene/70) bajo la dirección de Émile Ollivier, republicano liberal integrado en el régimen, marca sin duda una etapa decisiva que la
caída del régimen liberal no permite enjuiciar debidamente. En el ’68 se conceden la libertad de prensa y de reunión. Paralelamente
una cierta oposición logra abrirse camino, con 30 electos en el ’63, gracias a una coalición de monárquicos y republicanos, obtiene el
41% de los sufragios emitidos. No sin una dosis de ironía se asiste a la coalición de las dos místicas opuestas, definidas más arriba, en
un asalto común contra un régimen sin escrúpulos. Los extremistas de ambas místicas estaban quizá lejos de sospechar que el
gabinete Ollivier, por sus equilibradas modificaciones y compromisos, marcaba la vía del futuro: coalición de todos los moderados,
incluidos los bonapartistas más liberales, los orleanistas, y los republicanos. Desgraciadamente pronto vendría la derrota y varias
explosiones retrasarían la cooperación entre las diversas fuerzas centristas.
La verdadera debilidad del Imperio radica en no haber logrado jamás atraerse ni a la juventud ni a la intelectualidad. Ahora bien, en
quince años, ha aparecido una nueva generación que no ha participado en la Revolución del ‘48. En las grandes escuelas, en los
círculos de prensa y de los colegios de abogados, en las logias masónicas, esa juventud burguesa, a menudo hostil al catolicismo y
fanática de la ciencia, toma conciencia de sí misma. Es impulsada por el descontento obrero, el cansancio pequeñoburgués, la
decepción de algunos industriales, e incluso la hostilidad de los notables monárquicos y católicos, que aportan los votos campesinos.
La existencia de una oposición es un fenómeno sano dentro de un régimen liberal: sólo falta que éste acepte las reglas del juego, y
pueda influir en la política del gobierno. Las oposiciones al Imperio enjuician la naturaleza misma del régimen. Ahora bien, el Imperio
sigue siendo la obra de un hombre cuyo prestigio se ha desmoronado. El 4/sep, tras las derrotas de la guerra franco-alemana, un
motín parisino acaba con el Imperio.
Una vez desacreditado y derribado el Imperio tras la derrota, todavía traumatizados por la Comuna de París (1871), se abre un
período de incertidumbre en cuanto a la forma de régimen. Esa situación sólo acaba en 1877 con el triunfo definitivo de la República,
una república moderada, gobernada por los personajes destacados de la alta y mediana burguesía, quienes por fin encuentran un
régimen acorde con sus deseos. Esta república es producto de unas negociaciones entre los sectores republicanos, bonapartistas y
monárquicos.
1877 marca, pues, el verdadero comienzo político de un régimen que sobreviviría unos sesenta años: el triunfo tardío del
liberalismo político. De ahora en adelante se procurará elegir presidentes inofensivos y se consolidaran la Cámara de diputados y el
Senado. Una nueva generación, de formación a la vez positivista y kantiana, poco favorable al catolicismo, apegada a los grandes
principios de 1789, pero reflexiva y moderada desde que accede a los puestos de responsabilidad, se apodera de las posiciones
importantes. Ahora, los antiguos miembros de la oposición del final del Segundo Imperio no desdeñan la etiqueta de “oportunistas”.
La antigua izquierda demuestra ser un centro sólidamente instalado que ninguna otra fuerza podrá arrancar del poder durante veinte
largos años. Sociológicamente es una misma clase la que domina todo: la mediana burguesía de las provincias, representada por
hombres cuya formación es, generalmente, jurídica, médicos algunas veces, antiguos funcionarios también; añadiéndose al conjunto
algunos elementos de la alta burguesía y algunos hombres de negocios.
En un período de unos diez años se aprueban numerosas leyes fundamentales. Libertad total de reunión (1881), libertad de prensa
(‘81), ley municipal (‘84) que estipula la elección de los consejos municipales mediante el sufragio universal y la elección del alcalde
por el consejo, libertad sindical (‘84), ley sobre el divorcio (‘84), enseñanza primaria gratuita, laica y obligatoria (‘82), creación de una
enseñanza media laica para muchachas, creación de la Escuela Normal Superior de Sèvres para formar un profesorado femenino. Se
prohíbe la enseñanza a las congregaciones religiosas no autorizadas, en particular a los jesuitas, dominicos y maristas. En materia
económica, el régimen no acaba de decidirse entre la no intervención estricta, que posibilite una finanzas sanas, y la tentación de las
grandes obras que gustan a los electores. Fraycinet concibe la idea de rivalizar con el Segundo Imperio en materia de grandes obras:
se ensanchan los canales existentes, se construyen más líneas transversales de ferrocarriles, que son muy a menudo “líneas
electorales”, pero que de todos modos alimentan las carteras de pedidos de la industria minera y metalúrgica. En total, en una
decena de años los gastos del plan Preycinet alcanzan más de 9 millones de francos, cifra enorme para la época. Para los puristas, la
República se labra una reputación de mercantilismo, de compromiso con los grandes intereses. En 1881 se adopta una tarifa
aduanera proteccionista para proteger a los industriales contra la competencia inglesa, seguida de otros aranceles aún más elevados
en 1892 y 1898. En cambio, a diferencia de Alemania, no se adopta ninguna medida social.
Sin embargo, esta política republicana es impugnada: la derecha monárquica sigue siendo poderosa entre 1880-90 y por la
izquierda numerosos republicanos se quejan de traición. Capitaneados por Clémenceau, algunos diputados radicales exigen reformas
más profundas, como el impuesto sobre la renta y la separación de la Iglesia y el Estado, al tiempo que denuncian la colusión de los
políticos con los círculos financieros. En el país la pequeña burguesía, decepcionada, se entusiasma por el nacionalismo; los
agricultores viven días difíciles en el decenio de 1880, y los obreros están descontentos. Todas las reivindicaciones contradictorias
que no son comprendidas por los republicanos en el gobierno cristalizan en torno al general Boulanger. El boulangismo es un
fenómeno político original, un fenómeno de masas, mientras que el liberalismo está reservado a una élite y agrupa en muy poco
tiempo todas las místicas que no caben en el modelo político liberal. Ministro de Guerra, en 1886-87, Boulanger destaca como
político demagogo, nacionalista, que se gana el apoyo de la extrema izquierda radical. A fines del ‘87, su nombre es enarbolado por
una coalición heterogénea: patriotas, republicanos decepcionados por los escándalos, bonapartistas y hasta monárquicos. En el ‘88
Boulanger se presenta a todas las elecciones parciales, siendo triunfalmente reelegido en cada ocasión tanto en los departamentos
rurales como en los industriales. En ene/89, consigue en París las 2/3 de los votos. Habiendo retrocedido ante el golpe de Estado, los
medios gubernamentales intrigan hábilmente para forzarle a huir al extranjero, y sus partidarios son juzgados por el Tribunal
Supremo. En las elecciones de otoño del ‘89 el boulangismo se desmorona y él se suicida en el exilio en 1891. Los republicanos
moderados superan la primera gran crisis política.
1889 tiene un gran valor simbólico: victoria sobre el boulangismo, deslizamiento de los republicanos moderados hacia el
conservadurismo, pero también celebración del centenario de la Revolución 1789. La Revolución, que hasta hace poco inspiraba
terror, es celebrada de un modo típicamente burgués con una Exposición Universal en París, dedicada a una sección de las colonias
francesas y a la arquitectura en hierro con una inmensa galería de Máquinas, a la nueva Torre Eiffel.

B) LA UNIDAD DE ITALIA
Políticamente, Italia, está fragmentada, y en parte sometida a la tutela de Austria. Demográficamente, tiene 25 millones de
habitantes. Económicamente es una frontera de la Europa occidental capitalista e industrial, igual que Austria y Alemania, un espacio
disputado e inseguro.
Desde varios aspectos hay que relacionar, pues, el fenómeno de la unidad italiana con el movimiento general que conmueve a la
Europa Occidental.
Así como el liberalismo político aplica los principios enunciados por la Revolución Francesa del 1789, porque en definitiva la
burguesía es lo bastante fuerte para imponerse, la unidad italiana puede ser considerada como la última onda de esa Revolución a
escala europea, ya que Napoleón III realiza lo que había esbozado Napoleón I. Porque la Revolución francesa de 1789 le da a Italia la
idea-fuerza de nación, comunidad de ciudadanos cimentada por el vínculo contractual y la conciencia cívica, es aquélla la que da
origen a la idea unitaria con las primeras realizaciones, calcadas del arquetipo francés y conformes al nuevo derecho derivado de los
principios de 1789. Esta unidad beneficia a la Italia del norte, la única que está integrada en el espacio económico industrial de
Europa. Su artífice principal, Cavour, es un político liberal de horizontes europeos, que en ningún momento de su vida ha puesto sus
pies en Venecia, ni en Roma ni en Nápoles. Finalmente, así como el liberalismo del noroeste de Europa (Francia, Holanda, Bélgica) es
anticlerical, la unidad italiana se hace contra el Papa, quien pierde sus Estados y se retira por medio siglo al Vaticano.
A principios del s.XIX, los diplomáticos del Congreso de Viena podían estimar, empleando las palabras de Metternich, que Italia era
una expresión “geográfica”. Después de las Revoluciones del ‘48, pese a su fracaso y al mantenimiento de la división política, no se
puede ya dudar del vigor del sentimiento nacional. En Custoza en (‘48) y en Novara (‘49), los patriotas italianos han sido derrotados
por un ejército extranjero. El juego de las grandes potencias, por la intervención de Francia y la complicidad benévola de Inglaterra,
debe realizar lo que no pudo obtenerse en 1848: fracaso de las Revoluciones de 1848, triunfo a largo plazo de sus ideas, pero por
medios indirectos, menos románticos.
En 1849, se reestablece el orden, los príncipes recuperan sus Estados y suprimen las constituciones liberales otorgadas por breve
tiempo. Por su parte, tropas austríacas ocupan varios Estados. Sólo el reino del Piamonte escapa a la reacción. El nuevo rey, Víctor
Manuel II, anuncia que conservará el Estatuto, frenando así un principio de campaña antimonárquica (mar/49). El aristócrata
Massimo d’Azeglio toma el mando de un ministerio de bienestar: aplica la constitución. Hace entrar en el gobierno como ministro de
Agricultura y Comercio a un diputado de centro-derecha, Camillo Benso, conde de Cavour. Paulatinamente, Cavour se impone como
verdadero jefe del gabinete y se transforma en presidente del Consejo (mayo/52), apoyado por una mayoría parlamentaria de
coalición que nace de la unión de la centro-derecha y de la centro-izquierda.
En el reino de Piamonte-Cerdeña, un pequeño Estado de 5 millones de hab., él es quien gobierna desde el centro, siendo criticado
tanto por la derecha conservadora y católica como por la extrema izquierda radical, y se propone como tarea la modernización de las
estructuras económicas y políticas del país. Tal como lo demuestra el siguiente balance:
 En el campo administrativo: nuevo códigos, nuevas reglamentaciones, reorganización del cuerpo de funcionarios.
 En el campo económico: Cavour recurre a capitales extranjeros maniobrando con agilidad entre los grandes bancos franceses
e ingleses y favoreciendo el desarrollo del puerto de Génova, primer puerto italiano. En diez años se duplica el volumen de los
bienes de consumo, y el Piamonte se dota de la mayor red de ferrocarriles de la península, abre numerosos canales por todo
su territorio y firma tratados de libre cambio con los grandes países. En 1860, el Piamonte posee la mitad del capital social del
conjunto de las sociedades industriales y comerciales italianas. Cavour tropieza por otra parte con dificultades financieras a
causa del desequilibrio de los presupuestos, cubierto mediante empréstitos, y con dificultades de orden político a causa de las
medidas anticlericales, la supresión de las órdenes religiosas puramente contemplativas y la confiscación de sus bienes por el
Estado.
 En el campo diplomático y militar: el ejército es reestructurado y dotado del material más moderno, la marina de guerra es
desarrollada; pero lo que es más importante, Cavour logra alinear al Piamonte en el campo liberal, al lado de Inglaterra y de la
Francia de Napoleón III, quien intenta romper con el bloque conservador que forman Prusia, Austria y Rusia. En la Guerra de
Crimea, Cavour entra al conflicto en 1855 al lado de Francia e Inglaterra contra Rusia, tras desbaratar las intrigas de la derecha
católica austrófila, con el tiempo justo de participar en el Congreso de París (1856). En éste expondrá un discurso en el que
aduce que por culpa de Austria, Italia se encuentra en una situación prerrevolucionaria, y que el interés de las grandes
potencias consiste en ayudar al Piamonte. La mayoría de los patriotas diseminados por toda la península, respaldan el
programa moderado de Cavour. Por otra parte, Turín acoge a muchos exiliados procedentes de otros Estados Italianos, los
futuros dirigentes de la Italia de la segunda mitad de siglo: en el gobierno piamontés figuran ministros oriundos de Venecia,
Bolonia, Milán, Sicilia.
¿Cómo se decide la intervención francesa? Italia despierta simpatías en Inglaterra (donde esta actitud se mezcla a un moralismo
protestante antipapista) y en Francia (donde intelectuales liberales y anticlericales son favorables a la causa de la unidad, pero otros
muchos, como Lamartine, se oponen; en general, la opinión pública se opone a que se toque Roma; por su parte, Napoleón III cede a
un sentimiento personal). En encuentro decisivo de Napoleón III y Cavour se produce en jul/58, donde el emperador francés promete
enviar 200.000 hombres a Italia contra Austria a fin de crear una especie de federación italiana si Austria, una federación en la que
Francia ejercería una hegemonía moral, y el Papa, desposeído de la mayor parte de sus Estados, recibiría la presidencia como
compensación. Ese acuerdo es secreto, como la promesa de Cavour de ceder Saboya a Francia y es confirmado en ene/59.
La guerra inicia a fines de abril/59 con una débil ofensiva austriaca. Napoleón III asume el mando supremo a fines de mayo, y el
4/junio gana la batalla de Magenta. A su vez, Toscana ya ha echado a su duque, con una “revolución de salón”; en Parma y Módena
al derrocar sus soberanos, la insurrección crece en la Romaña y en las Legaciones, y de toda Italia acuden voluntarios para alistarse al
ejército piamontés. Preocupado por tanto entusiasmo, Napoleón III, tras la victoria de Solferino, entra en contacto con el emperador
de Austria a espaldas de Cavour y el 11/jun pacta los preliminares de la paz de Villafranca. Austria renuncia a Lombardía, pero los
príncipes de Italia central serán restaurados y se instaurará una confederación presidida por el Papa.
De inmediato, Cavour dimite. Retirado del poder, puede animar a los moderados para que conserven el control de la situación en
Italia central, cuyas asambleas constituyentes aprueban la unión con el Piamonte (ago-sep/59). En ene/60 Cavour vuelve al poder, se
aprovecha de la rivalidad de Londres y París y organiza plebiscitos triunfales en Italia central; el Piamonte cede Saboya y Niza a
Francia para reforzar los lazos rotos por un momento.
El nuevo reino de la Alta Italia, con el Piamonte, la Lombardía, Parma, Módena, la Toscana y la Romaña, cuentan con 12 millones de
habitantes, es decir, casi la mitad de Italia. Los círculos dirigentes piamonteses se dan por satisfechos. Es una nueva fuerza política, el
Partido de la acción, que cuenta con el pueblo, la más clarividente: Crispi, emigrado siciliano, y Garibaldi, en mayo/60, organizan una
expedición de mil voluntarios, armados por el Piamonte, todos ellos intelectuales habitantes de ciudades, desembarcan en Sicilia,
libran algunas escaramuzas con los borbónicos, y son bien recibidos por las ciudades sublevadas. En ago/60, Garibaldi cruza el
estrecho de Mesina y es recibido triunfalmente en el sur de Italia. Un ministro del rey Francisco II abre en persona las puertas de
Nápoles, Cavour decide actuar para contener la ola democrática; el ejército piamontés entra en las Marcas y se reúne con los
partidarios de Garibaldi en el reino de Nápoles. Víctor Manuel es saludado como rey de Italia por Garibaldi. Se ratifican las nuevas
anexiones mediante plebiscitos. Fuera del reino no queda más que la Venecia austríaca y Roma y su campiña. Un nuevo parlamento
se reúne en Turín en feb/61; el reino de Italia es reconocido por Inglaterra y Francia. Cavour muere en el mismo año.
La consecución de la unidad es laboriosa y carente de grandeza. La administración unitaria se establece con dificultad. Una guerrilla
dirigida por el clero asola Nápoles, cuyos miembros serán fusilados por los piamonteses. En la guerra austro-prusiana (1866), Italia
ataca de nuevo a Austria. Pese a ser derrotada, Italia consigue Venecia tras la ficción de un plebiscito (‘66). Queda la cuestión más
espinosa, la de Roma y su campiña: en el ’62 Garibaldi hace una nueva tentativa, pero una división francesa le intercepta en
Mentana. Es el conflicto franco-prusiano quien decide la suerte de Roma: a la caída de Napoleón III, los italianos envían un ejército a
Roma, que ratifica la anexión mediante un plebiscito con 98% a favor. Una ley de garantías ofrece al Papa más o menos lo que
aceptará de Mussolini 50 años más tarde, pero que entonces rechaza: derechos de un soberano, envío de nuncios al extranjero y
compensaciones. La unidad termina como ha empezado, a favor del juego de las grandes potencias.
En conjunto, la unidad fue obra de una clase burguesa, intelectual y moderada, y también de los funcionarios del norte que han
sabido insertarse en un juego diplomático a escala europea. Aquí también el liberalismo alcanza rápidamente sus límites:
incapacidad para concebir reformas sociales de las cuales tanta necesidad tiene el sur de Italia, timidez, estancamiento en el
conservadurismo. Habiendo prohibido Pio IX a los católicos participar en las elecciones legislativas, el cuerpo electoral, muy exiguo
ya con sólo el 15% de los varones adultos, es ahora debilísimo. La izquierda anticlerical y liberal que gobierna a partir de 1876 se
lanza en una política de nacionalismo, de armamento y de colonialismo.

También podría gustarte