Alonso Millan, Juan Jose - Golfos de Cinco Estrellas

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Empezó en la universidad como director, montando obras de

Valle-Inclán, Casona, Lope de Vega, Tirso, etc. En el terreno


profesional ha montaddo más de 30 obras de teatro, entre ellas «An-
nie», «My fayr lady», «El sonido de la música», «Oh, Calcutta».
También ha dirigido la mayoría de sus comedias.
Ha escrito 55 guiones cinematográficos y una serie de
televisión de humor negro.
Como autor teatral ha estrenado 54 obras. Su teatro ha sido
traducido al alemán, italiano y francés, y se ha representado en
varios países. Varias de sus comedias han pasado las 1.000
representaciones.
En la actualidad es presidente de la Sociedad General de
Autores de España.

«Alonso Millán aplica el bisturí a la risa, de la sátira, al sector aparentemente dorado que
se refleja habitualmente en las revistas del corazón.»
López Sancho (ABC)

«Hace falta-el pulso de un autor avezado para hacer que el público acepte la ficción como
reflejo de la misma realidad reconocible.»
Antonio Valencia

«Sátira acertada en la que Alonso Millán demuestra una vez más su fino olfato de gran
autor para los temas del día y su sentido del humor para tratarlo de forma teatral.»
Revistas del corazón es obra que vuelve a acreditar a su autor como un indiscutible
hombre de teatro, capaz de conectar con el público en el tratamiento humorístico de los
temas que aborda.»
Arciulio Baqucro (Efe)

«Es una crónica negra da la al t a sociedad envuelta en el celofán de la risa.»


El Público. F.P.

«Alonso Millán hace honor al oficio que tiene, conoce el arte de no aburrir en sus obras
originales y en revistas del corazón nos lo demuestra una vez más.»
J. R. Diaz Sande

«Alonso Millán vuelve a demostrar su excelente pulso para transitar por los difíciles
vericuetos de la alta comedia.»
Enrique Asenjo
Juan José Alonso Millán

Golfos de cinco estrellas


Colección Teatral de Autores Españoles

Ediciones Antonio Machado. Madrid 1989


GOLFOS DE CINCO ESTRELLAS

Vodevil en dos actos, el primer acto dividido en cuatro


cuadros y el segundo en dos, original de JUAN JOSÉ ALONSO
MlLLÁN.
Esta comedia se estrenó en Madrid, en el Teatro Muñoz Seca, el
23 de abril de 1988.

PERSONAJES

ARMANDO CHAVES: Fernando Santos.

ELOY GUTIÉRREZ: Tomás Zorí.

ESTRELLA: Alicia Moro.

VICENTE FLORES: Rafael Guerrero.

JULIA: María Luisa Bernal.

CARMELA: Julia Blanco.

SOFÍA: Ana María Rossier.

POCHOLO: Pepe Alvarez.

LOLI: Carmen Roldan.

DOMINGA: Gracita Morales.


ACTO PRIMERO

CUADRO PRIMERO

(Al apagarse la luz de sala se escucha una música solemne,


fúnebre. Al levantarse el telón en primer término un forillo que
representa una sala de un cementerio, concretamente el
crematorio. En escena con aspecto contrito, las mujeres llorosas y
los hombres apesadumbrados por el dolor. De frente al público:
Armando Chaves, Eloy Gutiérrez, Vicente Flores, Julia y,
retirada discretamente, Estrella.)

ELOY.—(Dirigiéndose al público.) Por favor, guarden silencio


con recogimiento y piensen sólo en nuestro inolvidable y
estimado Hipólito Cabrales... Y ahora mientras terminan de
quemarle y su desconsolada viuda nos trae las cenizas de su
marido, escuchemos la voz siempre justa y ecuánime del
Presidente del Consejo de Administración, don Armando Chaves.

(Armando, solemne, al público.)

ARMANDO.—Hace unos treinta años y parece que fue ayer,


nuestro último Director General, Hipólito Cabrales, entraba a
trabajar en esta acreditada compañía de seguros «La Agonía
Feliz». ¡Qué ilusionado estaba con su primer seguro

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de incendios! ¡Nadie como él para el seguro contra el pedrisco!
¡Fue tanta su dedicación en el seguro contra el robo, que hizo de
Hipólito un delincuente! Como todos sabéis en la Compañía,
Hipólito usó desde temprana edad braguero, pues lucía una
hernia estrangulada desde su servicio militar en Jaca, dato éste
anecdótico, que no le impediría llegar a ser nombrado Director
General. Y no sólo permitió el bocadillo de caballa a media
mañana, sino que él mismo los preparaba con esmero y los
vendía. Incluso llegó a utilizar el consumo de fruta fresca del día,
como recuerda la placa conmemorativa situada a la entrada de la
Delegación de accidentes. ¡Se nos ha ido un amante del seguro
combinado! ¡Un adalid del mixto...! (Visiblemente emocionado,
Julia que también llora como una loca, le da un kleenex.)
Gracias, Julia.
JULIA.—(Que lleva gafas, naturalmente, empañadísimas por
el dolor y las lágrimas.) ¡Vamos, don Armando...! ¡Manténgase
entero!
ARMANDO.—¡El más audaz con el seguro de incendios! ¡El
pirómano! Como se le conocía cariñosamente en Secretaría. En
fin, queridos compañeros, perder a Hipólito Cabrales es una
desgracia irreparable. Y sobre todo, perderle como le hemos
perdido. (A Flores con discrección.) Óigame, Flores.
VICENTE.—Dígame, don Armando.
ARMANDO.—¿Quién es aquella muchacha! ¿Trabaja con
nosotros?
VICENTE.—No señor, es la primera vez que la veo.
ARMANDO.—Entérese qué hace una chica así en un sitio como
éste.

(Vicente se retira. Julia aparte.)

JULIA.—Don Armando, estaba usted contando el desgraciado


accidente.

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ARMANDO.—¡Ah! sí. Pero ese hombre dedicado en cuerpo y
alma al seguro no debió cometer dos errores: el primero casarse
con una mujer treinta años más joven que él y con un evidente
exceso de sexualidad; como todos sabéis, me refiero a Carmela,
su desconsolada viuda. Hipólito no estaba hecho para ese trajín.
Y el segundo, y que le costó la vida, querer aprender sevillanas.
Fue tanto su pundonor al debutar en el Portón, que no superó la
difícil vuelta de la tercera. Hipólito tenía que haber seguido fiel a
la sardana, de la que era consumado maestro.

(Aparece Vicente.)

VICENTE.—Ya me he enterado.
ARMANDO.—¿Quién es?
VICENTE.—Ha venido acompañada de Gutiérrez.
ARMANDO.—¿Ese? (Señala a Eloy.)
VICENTE.—Sí, señor. Por lo visto es su prometida; se van a
casar para este otoño.
ARMANDO.—¿Conozco yo al tal Gutiérrez?
VICENTE.—Es jefe de contabilidad. Le unía una gran amistad a
Hipólito.
ARMANDO.—Me sugiere el señor Flores que habrá que
considerar el fallecimiento de Hipólito como accidente laboral.
Ahora meditemos los estragos que están haciendo las sevillanas
entre los ejecutivos del país. Meditemos. (Se acerca a Eloy.)
¿Qué tal Gutiérrez? ¿Cómo va esa contabilidad?
ELOY.—¡Pobrecito! El no tenía salud. Y luego Carmela, que
mira que los amigos se lo decíamos. ¡Qué es ninfómana,
Hipólito! ¡Qué es ninfómana!
ARMANDO.—Que sea enhorabuena, Gutiérrez.
ELOY.—Perdón. ¿A mí?... ¿Por qué?
ARMANDO.—Es su futura esposa, ¿no?

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ELOY.—Aunque me esté mal el decirlo.
JULIA.—(Emocionada.) ¡Don Armando! ¡Ya llega! ¡Ahí viene
don Hipólito!
VICENTE.—¡Atención! Nuestro último Director General
avanza por el pasillo!

(Por el patio de butacas Carmela, la desconsolada viuda,


que lleva entre sus manos un cofre que contiene las cenizas
de su marido. Están aún calientes y del cofre sale humo.)

ARMANDO.—¡Recibamos como se merece a Hipólito Cabrales!


ELOY.—¡Bien, Hipólito...! ¡Bien!
CARMELA.—¡Que me quemo!... ¡Que me quemo! ¡Que esto
está que arde!
ELOY.—No pasa nada... sople... sople.
ARMANDO.—¡Lo han tenido demasiado en el horno!
ELOY.—Y con el freno de mano puesto.
CARMELA.—¡Con lo frío que era para todo! ¡En otro sitio es
donde tenía que haber sido tan caliente!... ¡No puedo más!
¡Tenga! (Da el cofre a Eloy.) Sópleme los dedos, don Armando.

(Este lo hace.)

ELOY.—(Que se quema.) ¡Qué barbaridad! Está calentísimo.


En vez de incinerarle, le han puesto al baño María.
ARMANDO.—Podemos echarle unos cubitos de hielo.
ELOY.—Y una raja de limón. ¡Don Armando, que no aguanto!
ARMANDO.—Por los lados quema menos.
ELOY.—¿No sería mejor cambiarle de cenicero?
ARMANDO.—Aguante Gutiérrez, es simplemente polvo.

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ELOY.—Y tratándose de polvo, ¿no sería mejor que fuera su
viuda la que...?
ARMANDO.—Me consta su amistad con el difunto y es a usted
a quien le cabe el honor de dejarse los dedos. Su viuda bastante
tiene con lo que ha perdido. (Al público.) A lo que sí me
comprometo ante estas ilustres cenizas es a que antes de un mes
haya nuevo Director General que saldrá de la plantilla. Nada de
traerse un japonés o un argentino. Cualquiera de los aquí
presentes puede ser el nuevo Director General.
ELOY.—¡No aguanto más! ¡Se me saltan las lágrimas!
JULIA.—Como a todos, Gutiérrez. Es el dolor. Don Armando,
queda lo del arroz a banda.
ARMANDO.—¡Ah, sí! Los altos cargos y todos ustedes están
invitados a finalizar los actos fúnebres de aventar las cenizas,
mientras comemos un arroz a banda en mi casa, y escuchamos
«Valencia» de Padilla, cumpliendo así la última voluntad de
Hipólito, con la excepción de Carmela, su viuda, que sólo comerá
chipirones en su tinta, por respeto al luto.
ELOY.—¡Ya! ¡Ya no aguanto más! Que alguien me eche una
mano... ¡o no respondo!
ARMANDO.—Traiga hombre... ¡Quejica! ¡Qué es usted un
quejica! Traiga hombre... (A Estrella.) Mire, señorita... ¿ve?... No
pasa nada.

(Coge el cofre, se queda pegado y cae desmayado en brazos


de Julia, Vicente y Carmela.)

(Se hace el oscuro.)

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CUADRO SEGUNDO

(Chalet de Armando a veinte kilómetros de Madrid. El salón o


cuarto de estar o sala de juego, con comunicación con la terraza
al foro que da acceso a la piscina, después de un amplio porche.
Hay una puerta de comunicación con la entrada al chalet, en el
segundo término del lateral izquierdo a primer término, la
puerta de la cocina. Enfrente hay dos puertas que conducen a un
cuarto y a un dormitorio y en el lateral derecho la que da acceso
a la planta de arriba del chalet. Mobiliario y atrezzo el que
marque la acción de la obra.)

(Al dar la luz al escenario, en escena, Armando dicta a Julia,


que va tomando nota.)

ARMANDO.—Lo que se comunica a las Delegaciones de toda


España, para que asistan al Congreso del día tres de agosto.
JULIA.—La convocatoria de la Junta General Extraordinaria,
con un solo punto. ¿Verdad, don Armando?
ARMANDO.—Elección Director General.
JULIA.—¿Algo más, don Armando?
ARMANDO.—Sí, que se ponga el bañador y se dé un chapuzón,
pues ya debe estar el arroz.
JULIA.—Primero déjeme que escriba estas cartas.
ARMANDO.—Una pregunta Julia. ¿Qué usa usted, biquini o
bañador?

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JULIA.—Un brevísimo tanga, don Armando.
ARMANDO.—Pues tengo unas ganas enormes de verla en tanga.
JULIA.—No soy nada, don Armando; muy poquita cosa. Yo
con lo que soy buena es con el ordenador. ¿Usted me ha visto con
el ordenador?

(Entra Vicente con pantalón corto y camisa.)

VICENTE.—(Entrando por la terraza.) Nada, don Armando.


No ha venido.
JULIA.—Con permiso, voy escribiendo estas cartas.
ARMANDO.—Dele una copia al señor Flores.
JULIA.—Descuide, don Armando. Si me necesita, estoy en su
despacho.

(Sale por la puerta derecha.)

ARMANDO.—¿Cómo que no ha venido?


VICENTE.—Así es.
ARMANDO.—¿Y Gutiérrez?
VICENTE.—Ese sí, pero solo.
ARMANDO.—¡No tiene pase! Flores es usted un inútil. ¡Me
paso el día trabajando, dejándome la salud por mis empleados.
¡Y para un capricho que tengo! ¿Es que usted no se ha dado
cuenta como está esa criatura?
VICENTE.—Sí, señor.
ARMANDO.—¿Y no entendió usted lo que quise decir, cuando
invité a todos a mi casa?
VICENTE.—Perdone, don Armando, no volverá a ocurrir.
ARMANDO.—¡No tiene pase! Cómo se le puede escapar una
cosa así, a alguien que aspire a ocupar el puesto de

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Director General. Vamos a ver... ¿qué me puede usted decir de
ese tal... Eloy Gutiérrez?
VICENTE.—La verdad, muy poca cosa. Aparte de que trabaja
en contabilidad. La que debe estar enterada es Julia.
ARMANDO.—¡Tengo que estar en todo! Julia!... ¡Julia!...
¡Cómo no conoce usted al personal de «La Agonía Feliz»! No es
normal.

(Entra Julia.)

JULIA.—Ahora recuerdo que no he traído el tanga.


ARMANDO.—¡Déjese de tanga! A ver, Julia... ¿Eloy Gutiérrez?
JULIA.—Lleva en la casa más de veinte años. Entró de auxiliar
y ahora es jefe de sección. Es el vocal de Empresa. La última
excursión a La Boca del Asno la organizó él. Se encarga de
comprar lotería y lleva la movida del equipo de fútbol.
ARMANDO.-—¿Y de su vida privada... qué sabe?
JULIA.—Es soltero y está lleno de manías. No es que no tenga
vida privada, sino que no tiene interés.
ARMANDO.—¿Le encuentra seductor?
JULIA.—Le encuentro una birria.
ARMANDO.—O sea... ¿usted no diría que se trata de un ser
fascinante?
JULIA.—Más bien un asco.
ARMANDO.—Puede seguir escribiendo.
JULIA.—Muy bien. (Se vuelve a marchar.)
ARMANDO.—¡Que su vida privada no tiene interés! ¡Chúpate
esa mandarina! Pero ¿usted ha visto lo que ha ligado ese
hombre?
VICENTE.—La verdad, es que estaba más atento al óbito.

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ARMANDO.—Flores, usted sabe que como economista soy una
luz, como hombre de empresa, un monstruo; mi único fallo es
que pierdo los papeles cuando me gusta una mujer. Me ciego.
VICENTE.—Suponiendo que un día yo sea el nuevo Director
General, adivinaré sus deseos.
ARMANDO.—¡Qué mal rato he pasado en el cementerio! ¡En
cuanto la he visto, a punto he estado de que me dé un telele! A
ver si me pasa como al pobre Hipólito; que dobló por culpa del
ritmo.

(Por la puerta de la terraza aparece Carmela portando el


cofre de Hipólito que sigue echando humo.)

CARMELA.—¡Ay..; ay... ay!


ARMANDO.—Pero... ¿aún sigue usted con su marido?
CARMELA.—Me cuesta separarme de él. Vivo no le podía
soportar, era un plomo. Y en cambio ahora, tan caliente, me da
corte abandonarle.
ARMANDO.—Vamos, vamos... hay que tener resignación.
Hipólito tendrá el entierro que deseaba.
CARMELA.—¿Sería una falta de respeto si dejo a Hipólito un
rato en la nevera? (Va hacia la cocina.)
ARMANDO.—Claro que no. Póngalo en el congelador, donde
está el besugo. (Mutis de Carmela a la cocina.) Querido Flores,
convendría que hablara con el Jefe de Contabilidad.
VICENTE.—¿Con qué objeto?
ARMANDO.—Si va usted a ser el nuevo Director General, no
estaría de más se mostrara humano. (Le lleva hacia la terraza.)
Entérese de cómo vive, de cuál es su secreto, cómo se ha ligado a
ese portento... ¡Y sobre todo, cuénteme lo que sepa de esa
muchacha!

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VICENTE.—Sí, señor. Ahora mismo. (Hace mutis por la
terraza.)
(Sale Carmela por la puerta de la cocina sin el cofre.)
CARMELA.—¡Qué cosa esto de ser viuda! No acaba una de
acostumbrarse.
ARMANDO.—Ya sabe lo que significaba para todos su marido y
el respeto que yo le debo a su memoria.
CARMELA.—(Confidencial) Esta tarde me llegan de
Copenhague las correas, los látigos y el colchón de agua.
ARMANDO.—Por favor, chata, no es momento.
CARMELA.—En cuanto me libre de las cenizas del plomo de
Hipólito, tú y no nos vamos a casa, te ato, te doy con el látigo y
nos lo pasamos de muerte.
ARMANDO.—Convendría que el látigo estuviera un poco
mojado. Y las correas, mejor que las cadenas.
CARMELA.—¿Quieres que llene el colchón con agua mineral?
ARMANDO.—Con agua mineral, pero con gas. Y si hay un
escape será muy emocionante.
CARMELA.—¿Tenía yo razón o no?... Te dije que Hipólito no
tomaba las uvas.
ARMANDO.—¡Llevas una carrera...!
CARMELA.—Pero sólo tú me puedes; nadie más que tú ha
sabido controlar esta fiera que llevo dentro.
ARMANDO.—Contigo, recurrir a las perversiones entretiene
más que lanzarse en paracaídas.
CARMELA.—No tuve más que pasar una semana con Hipólito
en Avila, y no me llegó al jueves.
ARMANDO.—Te vas superando. Esto es mucho más audaz que
dejar paralítico al novio que tuviste en Teruel con las relaciones
pre-matrimoniales.
CARMELA.—Oye, ¿qué tal si ahora mismo...? (Se insinúa.)

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ARMANDO.—¿Qué?
CARMELA.—Cojo un palo y te doy en las costillas hasta que
goces, como...
ARMANDO.—¡Estás loca! Esta es mi casa y en mi casa me
guardo mucho de comportarme como un degenerado.
CARMELA.—¡Reaccionario!
ARMANDO.—Además, está mi mujer.
CARMELA.—¡Conmigo no juegues, Armando! Yo he cumplido
convirtiendo en polvo a Hipólito. No exijo que hagas lo mismo
con tu mujer, pero existe una cosa que se llama divorcio y no lo
he inventado yo.
ARMANDO.—Eso hay que meditarlo.
CARMELA.—Medítalo, pero poco. Tú no me conoces a mí por
las malas. ¡Yo ahora mismo puedo armar un escándalo,..! (Coge
un jarrón para romperlo.) ¡Que te busco la ruina!
ARMANDO.—(Cogiéndola el jarrón.) ¿Te olvidas que el
paquete de acciones de «La Agonía Félix» es de ella? Me tiene
atrapado. Ella es la dueña. Le basta una leve sospecha de que la
engaño y paso de presidente a conserje directamente.
CARMELA.—¡Seguiremos hablando esta noche en casa! ¡No se
te ocurra faltar, que te mato!
(Aparece Julia con la carpeta de la correspondencia.)
JULIA.—Con su permiso. Si me hace el favor, don Armando,
firme aquí, para que salgan hoy mismo.
ARMANDO.—Sí, déme. (Firma.) Y mucha resignación,
Carmela.
CARMELA.—Parece que fue ayer cuando paseábamos por las
murallas de Avila. No somos nada. (Solloza compungida.)
ARMANDO.—Polvo, nada más que polvo, Carmela.
CARMELA.—En fin, voy un rato ahí fuera. (Angustiada por el
llanto.)
ARMANDO.—Vaya, Carmela, vaya.

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CARMELA.—¿Usted cree, don Armando, que debería vestirme
de Fallera Mayor, para la ceremonia del arroz?
ARMANDO.—Lo que más le gustaba a su marido, era ver cómo
los invitados se hacían pis en la piscina.
CARMELA.—¡Qué pena tan grande! (Hace mutis por la
terraza.)
JULIA.—¡La pobre está destrozada! Y don Hipólito estaba tan
lleno de vida. Da pena esa mujer, está fatal.
ARMANDO.—¿Usted ha visto cómo está el marido? Peor,
mucho peor.
JULIA.—Relativamente. Ya nadie le descontará el Impuesto de
Rendimiento de las personas físicas. (Va a hacer mutis.)
ARMANDO.—Julia, la casa que habitaba don Hipólito es de la
empresa, ¿verdad?
JULIA.—Sí, señor. Lo mismo que el coche y la plaza de
aparcamiento.
ARMANDO.—¿Y el apartamento en Cullera?
JULIA.—Don Hipólito gozaba de todo en régimen de
usufructo. Es lo que en la Compañía llaman vestir el cargo.
ARMANDO.—Lo que quiere decir... que la viuda se queda en la
calle.
JULIA.—Así es. ¿Quiere que se lo haga saber a la interfecta?
Así aprovechamos y todo de golpe.
ARMANDO.—No, prefiero que lo sepa cuanto más tarde, mejor.
JULIA.—Sugiero que se lo diga el señor Flores; a él le encanta
dar malas noticias.
(Por la puerta que comunica al interior aparece Sofía,
supermaravillosa y elegantísima, con varias maletas luviton.)
SOFÍA.—¿Ya lo has conseguido? ¡Estarás contento! Eres lo
más hortera e impresentable que se pasea por esta casa.

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ARMANDO.—Me había dicho la muchacha que no te
levantabas de la cama, por culpa de la jaqueca.
SOFÍA.—Cállate. Me tienes muy harta. Cada vez resultas más
insoportable. (Repara en Julia.) Hola, Julia, buenos días.
JULIA.—Buenos días, doña Sofía. Como tengo el expediente
de don Hipólito a mano, me enteraré de cómo han quedado sus
asuntos. Me alegro que esté usted más recuperada. Con permiso.
(Sale.)
ARMANDO.—¿Dónde vas con esas maletas?
SOFÍA.—A Hong Kong. ¿Cómo lo ves?
ARMANDO.—¿Y qué vas a hacer tú en Hong Kong?
SOFÍA.—Comprarme un kimono.
ARMANDO.—Las cosas del Lejano Oriente hay que comprarlas
cuando las exhibe el Corte Inglés en sus promociones.
SOFÍA.—Me voy por no ver todo esto lleno de gente. En mi
casa quiero intimidad, paz y tranquilidad. No quiero ver a nadie.
ARMANDO.—Son empleados.
SOFÍA.—Peor. Pisan el césped, utilizan las toallas y
atemorizan al perro.
ARMANDO.—A Frascuelo no hay quien le amedrente. ¡No he
visto nunca un perro con más mala leche!
SOFÍA.—Frascuelo es de nuestra clase, es un animal con
pedigrí y tus empleados son un asco.
ARMANDO.—Son seres humanos, Sofía, como el perro.
SOFÍA.—A Frascuelo le entra la depresión cuando ve a gente
de nivel social más bajo.
ARMANDO.—Estás maleducando al perro. Para curarle la
depresión le has hecho un psicoanálisis, el psicodrama, el
training autógeno y la bioenergética.
SOFÍA.—Desde mi ventana observaba a esa gente que has
traído. Son horribles. Uno de ellos, bajito con pinta de rojillo,
lleva calcetines. ¡Una guarrada!

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ARMANDO.—¿En la boca?
SOFÍA.—Peor. Puestos.
ARMANDO.—Si quieres le digo que se los quite, pero bastante
les quitamos ya todos los meses del sueldo bruto.
SOFÍA.—¿De quién fue la idea de darles una paella?
ARMANDO.—Hipólito era de Catarroja y su viuda aventará las
cenizas.
SOFÍA.—Eso se hace en un local del ayuntamiento. Y hasta se
lee un pregón. Pero no en la casa de uno. La casa de uno, es para
cuidar al perro.
ARMANDO.—¿Cuándo vuelves?
SOFÍA.—Por lo menos una semana. Y cuando vuelva quiero
soledad absoluta. Vigila a Frascuelo, que no coma marisco, anda
suelto de vientre. Ostras no me importa, siempre que se las abras
tú.
ARMANDO.—¿No te das cuenta de que celebramos el entierro
de Hipólito? Que, por cierto, podías haber asistido.
SOFÍA.—Tenía los brazos cortos, no digas que no te lo dije.
Un Director General con los brazos cortos, ha hecho lo único
digno que podía hacer para rehabilitarse: morirse. Aunque me
figuro que no habrá muerto de eso.
ARMANDO.—Ha muerto por hacer uso y abuso del vínculo
matrimonial.
SOFÍA.—De eso tú no te mueres, fijo. ¿Cuánto tiempo hace
que tú y yo...?
ARMANDO.—¡Sofía! ¡Con Solchaga ese ahí, tú quieres que
yo...!
SOFÍA.—Me marcho a meditar. Cuando regrese estudiaremos
nuestros comportamientos. Desinfecta la casa cuando se vaya
esta gente. Baña a Frascuelo y córtale las uñas. (Antes del mutis.)
Armando, me tienes muy hartita. (Mutis.)
ARMANDO.—¡El Sida voy a hacer que coja Frascuelo!

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(Vuelve a entrar Sofía.)

VICENTE.—¿Se va de viaje?
ARMANDO.—Tengo toda una semana de libertad. Tengo que
ligar a esa muchacha. Y la voy a ligar este fin de semana.
VICENTE.—No va a ser fácil.
ARMANDO.—¡Usted no me conoce a mí! En cuestión de
mujeres, yo soy lesbiano. ¡Ya está! ¡Me vienen las ideas como
una catarata!
VICENTE.—¿Se le va la vista?
ARMANDO.—Vendrán los dos aquí, a esta casa. El de los
calcetines y su novia.
VICENTE.—¿Qué calcetines?
ARMANDO.—Hay que preparar toda clase de trucos, recurrir a
los procedimientos más viles. Y yo le aseguro que esa criatura se
encapricha de mí. ¿Qué hace Gutiérrez?
VICENTE.—Juega con el perro.
ARMANDO.—Voy a buscarle. Hay que evitar que le pegue algo
a Frascuelo.

(Sale por la terraza. Entra Julia.)

VICENTE.—¿Qué hay de lo mío?


JULIA.—Se va a nombrar un Director General, pero tu nombre
no aparece.
VICENTE.—Ahora está obsesionada con la novia de Gutiérrez.
JULIA.—Siempre el maldito sexo. Odio a la gente que se
convierte en esclavo de una pasión tan miserable.
VICENTE.—Cuando se lió con Carmela, elevó a Hipólito a
Director. Tendría gracia que se volviera a repetir la historia.

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JULIA.—¡El maldito sexo...! ¡Que convierte al hombre en
bestia! ¡Ya lo dijo Marco Antonio en el Senado: que tiran más dos
tetas que dos carretas!
VICENTE.—Tenemos que hacer algo. Es un riesgo que no
podemos correr.
JULIA.—¿De qué le sirve a una ser austera y honrada? Cuando
hay seres que sucumben ante una simple atracción física.

(Se acerca a Vicente y le besa.)

VICENTE.—¡Quieta, Julia...! ¡No es momento!

JULIA.—¡Me gusta como eres, rumoreado y punto! ¡No sabes


cómo me pones cuando te veo las piernas!

VICENTE.—¡Chist!... ¡Quieta!

(Entran Armando y Eloy. Eloy con los pantalones


remangados y crema Nivea en la nariz. La chaqueta en el
brazo y el nudo de la corbata en su sitio.)

ARMANDO.—¿Y desde cuándo le gustan a usted los animales?


ELOY.—De toda la vida. Mi infancia la pasé con un mono,
pero nos confundían y hubo que separarnos para que no se
cabreara el mono.
ARMANDO.—¿Y Frascuelo no le parece asqueroso?
ELOY.—Debe sufrir la incontinencia, porque se me ha meado
tres veces, cada vez que se me acercaba. Me miraba
despectivamente y ¡zas!, meada.
ARMANDO.—Julia, encargúese de que el servicio encierre al
perro; está molestando a mis invitados.
JULIA.—Sí, don Armando. (Sale por la terraza.)
ARMANDO.—Vicente, póngale una copita a Gutiérrez.

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ELOY.—No, muchas gracias, no tomo copitas.
ARMANDO.—¿Un purito?
ELOY.—No, gracias. Yo nada de nada.
ARMANDO.—(Ríe.) Hombre, tanto como nada de nada... Algo
hará para conservar esa novia tan guapa que tiene usted.
ELOY.—Respetarla; ése es mi secreto. Yo a las mujeres las
respeto, pero a Estrella la tengo en un altar.
ARMANDO.—Eso dice mucho en su favor. Vicente, ¿le importa
dejarnos a solas?
VICENTE.—Naturalmente que no. (Hace mutis.)
ARMANDO.—¿Sabe, Gutiérrez?... Tengo de usted los mejores
informes.
ELOY.—¡Ni una sola falta de puntualidad en veinte años, don
Armando! Si es el lavabo lo utilizo con absoluta discreción.
ARMANDO.—La contabilidad es una ciencia apasionante.
ELOY.—Tengo en estudio un plan que debe usted conocer.
ARMANDO.—¿De manera que usted respeta a su prometida?
ELOY.—Aparte que ni ella ni un servidor tenemos
pensamientos torcidos, la castidad ha sido siempre nuestra norma
de conducta.
ARMANDO.—Pero... ¿habrán pensado en casarse?
ELOY.—No tenemos mucha prisa. Yo hasta que me jubile,
nada de nada.
ARMANDO.—Eso está muy bien... ¿Y llevan mucho de
relaciones?
ELOY.—Poco. Estrella apenas ha vivido, no tiene mundo. Se
puede decir que no existen relaciones.
ARMANDO.—Ella... ¿qué opina de sus calcetines?
ELOY.—Le gustan, ¿verdad? Los estreno hoy; es una sorpresa
que pensaba darle. ¡Le doy tan pocas sorpresas!
ARMANDO.—Pensé que tenía los pies malos.

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ELOY.—No, qué va. Era tan sólo por estar elegante. Me los he
puesto para despedir a don Hipólito.
ARMANDO.—Póngase la chaqueta.
ELOY.—Perdone, creí que... (Se la pone.)
ARMANDO.—Levante la cabeza.
ELOY.—(Lo hace.) ¿Está bien?
ARMANDO.—Dé un puñetazo y diga: Queda usted despedido.
ARMANDO.—(Da un puñetazo y se hace daño.) Queda usted...
bueno... eso.
ARMANDO.—Gutiérrez... ¿para qué cree que le invitado a mi
casa?
ELOY.—Creí que le había hablado don Hipólito de mi plan de
contabilidad.
ARMANDO.—Bueno... algo de eso hay.
ELOY.—¿Qué le ha parecido?
ARMANDO.—Yo no lo he leído, pero tengo unos informes
excelentes. Gutiérrez, el Consejo de Administración ha pensado
en usted.
ELOY.—Para echarme.
ARMANDO.—Aún no está decidido, pero entre los nombres que
se barajan para el puesto de Director General, se tiene el suyo
muy presente.
ELOY.—¿Cómo!... ¿Que yo puedo ser...? (Se quita la
chaqueta.) ¡No es posible! ¿No se tratará de una broma? ¡Ay, que
me mareo! ¡No juegue usted con mi salud que me dan
palpitaciones.
ARMANDO.—Aún no es definitivo. Admiramos su capacidad,
pero hay otros.
ELOY.—Don Vicente Flores lo da por hecho.
ARMANDO.—Pero usted, Gutiérrez, cuenta con mi apoyo, me
parece el más apto. Claro que deberá someterse a unas pruebas.

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ARMANDO.—Muy justo. Soy abstemio. No trasnocho. No
juego, ni fumo y me considero progresista hasta cierto punto.
Compro EL PAÍS y no lo leo. Quito las páginas de economía y
meto dentro las del ABC.
ARMANDO.—No le oculto que se debe hacer un análisis...
ELOY.—¿De orina?
ARMANDO.—Mi mujer...
ELOY.—¿Su mujer me va a hacer unos análisis de orina?
Como si me quiere hacer un control anti-doping.
ARMANDO.—Tendrá que someterse a un examen. Es importante
conocer su vida privada, sentimental, sexual inclusive.
ELOY.—Comprendo; si fuera un travesti lo tendría crudo.
ARMANDO.—Es mi mujer quien examina la vida privada de los
que van a ocupar los puestos de responsabilidad en la Compañía.
ELOY.—Sí , e1 español perfecto. Siempre estoy al lado del que
gobierna. Directamente del Frente de Juventudes, paso a la Social
Democracia.
ARMANDO.—No me refería a eso, sino sus conductas. Su
novia... ¿Cómo es moralmente?
ELOY.—Del Opus.
ARMANDO.—¿Cómo monja?
ELOY.—Más. Ha mantenido toda su vida una conducta
intachable.
ARMANDO.—¿Vive con sus padres?
ELOY.—No, en una residencia de monjas y no sé cuántos votos
tiene. Como Convergencia Y Unión.
ARMANDO.—Por mí está bien. El problema es mi mujer; querrá
tratarla, comprobar su educación, su forma de estar, su
conversación...
ELOY.—Ya... ¿Y cuándo va a tener lugar el examen, vamos, la
prueba?

29
ARMANDO.—Este fin de semana. Su prometida, mi mujer y yo
pasaremos el fin de semana en esta casa.

(Eloy duda, vacila. Está preocupado.)

ELOY.—El problema es que es tan tímida... que no creo que


sola...
ARMANDO.—Está bien, usted vendrá también. Dígale que será
como unos ejercicios espirituales, pero que se traiga el bikini.
ELOY.—Lo del bikini es imposible. Usted no sabe cómo es
ella para las costumbres... no sé... si la convenceré para que
venga.
ARMANDO.—Si Sofía da el visto bueno a su novia este fin de
semana, el puesto es suyo. Se lo garantizo.
ELOY.—No sé... por mí... lo que sea... pero mezclar a
Estrella...
ARMANDO.—Decídase ahora mismo. ¿Se atreven usted y su
prometida a someterse a la prueba del fin de semana o nombro
ahora mismo a Vicente Flores Director General?
ELOY.—Por favor... no hay inconveniente... Faltaría más.
Necesitará usted mi curriculum y el de Estrella.
ARMANDO.—El suyo nada más.
ELOY.—¡Va a ser para usted un fin de semana inolvidable!
ARMANDO.—Eso espero, Gutiérrez.
ELOY.—Y gracias a mí.
ARMANDO.—No se olvide del curriculum y lo que es más
importante, no se olvide de su novia.

(Aparece Vicente por la terraza.)

VICENTE.—No creo que podamos comer en el porche. Hay una


invasión de avispas.

30
ARMANDO.—Está previsto, Flores. Gutiérrez, ¿quiere hacerme
un favor?
ELOY.—Lo que usted mande.
ARMANDO.—Vaya a la cocina y en la nevera está el veneno
contra las avispas. Son unos polvos con los que no hay más que
llenar en la máquina y salen al aire desde la ventana. Es
eficacísimo.
ELOY.—Ahora mismo. (Entra en la cocina.)
VICENTE.—¿Cómo ha ido todo?
ARMANDO.—Perfecto. Para estas cosas soy una luz. (Busca
entre sus agendas un número de teléfono.) Viene la pareja mañana
a pasar el fin de semana. Le he dicho que mi mujer va a
examinarla.
VICENTE.—¿Y cuando se encuentre que no está su mujer?
ARMANDO.—Estará Loli... ¡Genial! ¿No?
VICENTE.—¿Loli «La Caliente»? ¿Sigue usted tratándola?
ARMANDO.—De vez en cuando. A este pobre hortera le voy a
dormir en cuanto pruebe la primera copita.
VICENTE.—¿Y si la chica no traga?
ARMANDO.—En cuanto pruebe el champán y le atice un
porrito, cae en mis brazos, fijo. (Sigue buscando.)
VICENTE.—¿Si puedo ayudarle?
ARMANDO.—El teléfono de Loli tiene que estar por aquí.
Tenga. (Le da una agenda.) Busque por Ministerios.
VICENTE.—Ministerio de Educación y Ciencia.
ARMANDO.—Esa es Antoñita «La Negra». Está retirada; ese
teléfono es del inmueble donde trabajaba.
VICENTE.—Ministerio del Interior. Directo con el Ministro.
ARMANDO.—Iris «La Estrecha», la del salón de masajes. Los
teléfonos los tengo camuflados en casa, para que Sofía no
sospeche.
VICENTE.—Ministerio de Cultura. Subvenciones al cine.

31
ARMANDO.—¡Ahí! Este es. Déme el teléfono.
VICENTE.—¡Cuidado con Loli! Recuerdo que era una fiera.
ARMANDO.—Es la que tiene una pinta más presentable. (Marca
un número.) Dígale a Julia que se entere en Iberia a la hora que
sale el avión para Hong Kong.
VICENTE.—Sí, señor. (Mutis a hablar con Julia.)
ARMANDO.—(Al teléfono.) ¡Loli! Guapa... ¡Qué cosa más rica
es ella!... perdón. ¿Es usted su padre?... De un amigo, dígale que
soy Chucho, el posturas. (Pausa.)

(Por la terraza van saliendo impulsadas por un spray las


cenizas de Hipólito, como si fueran los polvos de veneno
contra las avispas. Se supone que Eloy desde la habitación de
al lado las está echando.)

¡Loli, nena...! ¿Sigues tan buena?... De salud mal... Ya, un


puente... ¿Y te duele mucho?... ¿Un flemón?... Dos, pues mejor
porque así no se nota... Necesito que me hagas un favor... este fin
de semana... No se trata de ningún porte... Pues no muevas la
dentadura... eso, el whisky en la boca y el hielo en la mano... Se
trata de hacerte pasar por mi mujer... sí, en mi casa... No, nada de
aberraciones... esta vez se trata de fingir que tú eres mi mujer...
¿Cien mil por día, más IVA? Vale... Que no te preocupes por la
boca... Ya sé que es muy molesto que te estén poniendo puente...
no te preocupes, mujer... Vale... te voy a buscar mañana a media
tarde... descuidaren efectivo...

(Entran Vicente y Julia.)

VICENTE.—Ahí va, las avispas.


JULIA.—Se han despendolado.

32
ARMANDO.—Tranquilo, no pasa nada; las estamos
envenenando.
JULIA.—Pues están como locas.
VICENTE.—Y la han tomado con doña Carmela.
ARMANDO.—(Ríe.) Qué miedicas, no pasa nada, son avecillas.

(Sale puerta cocina Eloy con la caja de las cenizas vacía.)

ELOY.—Don Armando de mi alma, un error lo tiene


cualquiera.
ARMANDO.—¿Qué pasa?
ELOY.—Me he equivocado de polvo y he echado a las avispas
las cenizas de don Hipólito.
ARMANDO.—Nada, no pasa nada; no tiene importancia. Eche el
veneno al arroz y que lo tomen sólo los que están a punto de
jubilarse.

(Oscuro.)

33
CUADRO TERCERO

En la calle, por la noche. Horas más tarde.

(Pocholo y Estrella. Pocholo es un punkie con el pelo para


arriba y de colores. Viste de lo más avanzado. Estrella con el
pelo muy alborotado, maquillada exagerada y vestida según
la moda más in. Beben de una litrona y se pasan un porro).

POCHOLO.—¡Que no, tía!... Que no te enteras. Una pastilla y


vale ya.
ESTRELLA.—Ahora los tíos desconfían y es difícil darles una
pasada.
POCHOLO.—Joder, no es tan difícil. Una pastilla en la bebida y
ya está.
ESTRELLA.—Los hay que están al loro y llevan ellos la bebida
en un termo.
POCHOLO.—Pues espabílate, chata, porque los tiempos están
fatal. Si no te aclaras, yo me doy una puerta ya.
ESTRELLA.—¡Qué manía con dormir al cliente!
POCHOLO.—No es manía, Estrella. Tú a lo tuyo y luego llego
yo con la furgoneta y cargamos el vídeo. Así de fácil. ¿Cómo lo
ves?
ESTRELLA.—¿Y no es mejor lo de siempre, Pocholo?
POCHOLO.—Que no te aclaras... vale ya... ¿no?

34
ESTRELLA.—Yo saco la pasta a los tíos, por toda la noche o un
ratito. Como se ha hecho siempre. Como han hecho nuestras
madres, Pocholo.
POCHOLO.—Hay que estar al día. Yo me chuto con la
jeringuilla, por lo tanto, mis gastos son otros, a los de nuestros
padres, que se conformaban con un peluco;
ESTRELLA.—Dale como yo al porro, que es más barato.
POCHOLO.—Venga ya. Lo mío es el caballo y eso no lo hago
por menos de treinta billetes al día. Que luego, gachí, bien te
gusta que esté de lo más puesto y que cumpla como cumplo. Pues
eso vale una pasta que tienes que sacar durmiendo a los tíos. Tú
verás. Eso es lo que hay, tía.
ESTRELLA.—Corta ya. Vale. Cuando esté más puesta, me pasaré
por Capitán Haya y buscamos material.
POCHOLO.—¡Que tenga vídeo! Yo estaré con la furgoneta y al
loro, ¿eh?. Que como estoy con el mono, tengo que buscar el
camello para montarme en el caballo; esta noche necesito veinte
mil duros. De manera que tú verás cómo te orientas.
ESTRELLA.—¡Como no los pinte!... El Sida nos ha puesto al
borde de la crisis.

(Aparece Eloy.)

¡Hombre, Eloy!...
ELOY.—Hola, Estrella.
ESTRELLA.—Mira, Pocholo, este señor se llama Eloy y es un
cliente y amigo.
POCHOLO.—¿Tiene usted vídeo?
ELOY.—No uso, gracias. Pocholo, ¿qué es? ¿Notario?
ESTRELLA.—Está enganchado en la heroína desde hace un año.

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POCHOLO.—Ahora se me ve normal, lo malo es cuando me
entra el síndrome de abstinencia que me quedo más colgado que
una percha.
ESTRELLA.—¿A qué le gusta mi novio? Está esperando que yo
me enganche al caballo, para casarnos.
ELOY.—Me parece que hacéis una pareja perfecta. ¿Sabes,
Estrella? Esta mañana en el cementerio me causaste muy buena
impresión.
ESTRELLA.—Tendrías que haberme visto, Pocholo. ¡Iba hecha
una facha! ¡Qué horror, como una antigua! Pero don Hipólito era
un señor muy bueno. Y se merecía que estuviera deseándole buen
viaje.
POCHOLO.—No te pases ni un pelo, ya. El Hipólito ese, era un
rácano. ¿Por dónde se orienta?
ESTRELLA.—Te lo conté, pero como nunca estás normal. Don
Hipólito dobló y yo lo sentí mucho, porque era un cliente fijo, de
todos los lunes del año y me pagaba con arreglo a la masa salarial
y me compraba libros como «Los Miserables».
POCHOLO.—Corta, corta ya... El muerto al hoyo.
ELOY.—Será al brasero, porque no ha habido más que cenizas.
ESTRELLA.—Este señor era muy amigo de Hipólito.
ELOY.—Me dejaba hacer horas extraordinarias, por eso estaba
enterado de las relaciones de la señorita con don Hipólito. Estrella
quería acompañarle en el último momento y lo mejor que se nos
ocurrió fue...
ESTRELLA.—Disfrazarme de horrorosa...
ELOY.—Y hacerse pasar... por mi prometida. No se lo va usted
a creer, pero a todos les pareció Estrella una muchacha de lo más
decente.
POCHOLO.—¡Estás arruinándote, gachí! ¿Y qué sacas con eso,
tía?

36
ESTRELLA.-—Una es agradecida. Durante tres años, don
Hipólito, sacó un bono de todos los lunes y nunca falló. Por
Navidades me regalaba un calendario de su compañía de seguros
y una agenda y un bolígrafo... En fin, cosas todas inolvidables, de
todo un señor con clase. Y gracias aquí, a Eloy...
ELOY.—Estrella... quiero que me hagas un favor.
POCHOLO.—Sin vídeo, nada.
ELOY.—En compensación por el que yo te he hecho esta
mañana.
POCHOLO.—¡Qué vas de listo por la vida!... ¡Cuidado, tío!
¡Aquí hay que pagar, si no, no baila la cabra.
ESTRELLA.—¡Corta, Pocholo, que me-agostas! No le haga caso,
le pone como loco la aspirina en la litrona. Dime, Eloy.
ELOY.—Pues que todos se han creído... que tú eras mi... novia
formal y el favor que te pido... es que sigas siendo mi novia más
tiempo.
ESTRELLA.—Sí, hombre, eso es lo mío. Son diez mil y el
apartamento aparte.
ELOY.—Serían tres días. Este fin de semana. Y habría que
pasarlos en el chalet del presidente de la Agencia donde trabajo.
POCHOLO.—¿Tiene vídeo?
ELOY.—Varios... y televisión, neveras y hasta avispas.
POCHOLO.—Vale... que te dé un plano y yo voy con la
furgoneta... ya. Eso interesa siempre que ajustemos el precio.
ELOY.—Por dinero no se va a discutir. Tú finges como esta
mañana y nada más. No sabes lo que me juego, Estrella. Mi
porvenir está en tus manos.
ESTRELLA.—¡Yo, no sé...! ¿Y qué tendría que hacer?
ELOY.—Tenemos toda la mañana y la tarde del viernes para
preparar el personaje. Y por dinero, Pocholo, no vamos a discutir.

37
POCHOLO.—Es que visto así, podemos entrar en el negocio.
ESTRELLA.—A ver si yo me aclaro. Servidora es tu prometida.
ELOY.—Nos vamos a casar dentro de un año.
ESTRELLA.—Y una es más fina que la leche.
ELOY.—Pero... hablas poco... por timidez. Tienes que tener
cuidado con la mujer del presidente.
ESTRELLA.—Ya... va de lesbiana. Tranquilo, yo pego unos
cortes que te mueres.
ELOY.—Creo que lo mejor... es que seas muda. No dices ni
palabra, porque se trata de un voto.
ESTRELLA.—Yo no voto nunca, porque me da risa.
ELOY.—Estrella, tómatelo en serio. De tu actuación en casa de
mi jefe, depende mi futuro. Mira, lo principal es que tú eres una
chica muy decente del Opus.
POCHOLO.—¡Eso es lo que mejor le sale!

(Oscuro.)

38
CUADRO CUARTO

Chalet de Armando, en el mismo decorado del Cuadro


Segundo. Viernes a eso de las nueve y media de la noche.

(Las luces apagadas. Se escuchan los ladridos del perro. La


puerta de la entrada se abre y entran Armando y Loli.
Armando enciende la luz. Loli llama la atención por su
manera de vestir. Resulta de lo más tirado. Entran paquetes.)

LOLI.—Vaya viajecito, tela marinera. ¡Con que a un cuarto de


hora! ¡Qué paliza!
ARMANDO.—Los fines de semana, todo es hora punta. En
cambio a las cuatro de la mañana, quince minutos.
LOLI.—Si no te coge un piloto suicida.
ARMANDO.—(Da la luz del jardín y la piscina) ¿Qué te parece
la piscina iluminada?

(Se oyen ladridos.)

LOLI.—Tengo yo la boca como para fijarme en esas tonterías.


¿Se me nota mucho el flemón?
ARMANDO.—No se te nota nada. Anda, échame una mano. Ve
metiendo el champán en la nevera.

(Van metiendo paquetes en la cocina.)

39
LOLI.—¿Estás sin servicio?
ARMANDO.—Les he dado todo el fin de semana, me cuida el
perro. ¡Una fiera que anda por el jardín! No se te ocurra salir, te
ve vestida así y te come.
LOLI.—Ni loca. ¡Ay, qué mal me encuentro! Lo tuyo es de no
creer. Montas todo este número para ligar. No cambiarás nunca.
ARMANDO.—¡Qué para ligar! Loli tienes que hacer un servicio,
un trabajo para mi Compañía.
LOLI.—(Bebe coñac a morro.) Esto es lo único que me calma.
(Bebe.) ¿Qué tengo que hacer? ¿Un seguro?
ARMANDO.—Estoy a punto de realizar un negocio de millones.
Un tío con mucha pasta, soltero y se quiere casar. ¡Y deja la
botella un poquito!
LOLI.—Es mi medicina. Sigue.
ARMANDO.—Gutiérrez, Eloy Gutiérrez se llama. Quiere
contratar con «La Agonía Feliz» una póliza de seguros.
LOLI.—¡Hijo, qué rollo!... Lo normal. (Bebe.)
ARMANDO.—No se trata de un seguro de vida, ni de accidente...
es una cosa como más sui-generis. ¡Deja ya la botella, cono!
LOLI.—Si tuvieras la boca como la tengo yo. ¡Tengo un
puente! ¡Y me ha costado un poco menos que costó el puente
colgante de Bilbao!
ARMANDO.—El hombre quiere un seguro de que va a cumplir
normalmente con su mujer, por lo menos un año.
LOLI.—¡Es que más, es imposible!
ARMANDO.—Si no cumple, pagamos.
LOLI.—¡Qué cosas inventáis! ¡Chico, yo tengo un muermo!
¡Me duele todo el cuerpo!
ARMANDO.—Si sale bien, tenemos en estudio hacer un seguro
combinado para los recién casados; o sea, un seguro de potencia y
seguridad sexual.

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LOLI.—Habrá que ver cómo es la mujer. ¡Si es un callo!...
ARMANDO.—Es poquita cosa, chapada a la antigua; ni idea de
hacer el amor.
LOLI.—Entonces, lo mejor es que le busques otra.
ARMANDO.—Cuando viene un cliente a hacerse un seguro de
vida, se somete a un reconocimiento médico. Eso es lo que quiero
de ti.
LOLI.—La botella... o me pongo a dar gritos.

(Armando se la da y ella bebe.)

ARMANDO.—Quiero un reconocimiento a fondo. Como si


fueras el médico que va a hacer el informe del paciente, en este
caso del cliente.
LOLI.—¡Al grano, Armando! ¡Quieres que me lo tire!
ARMANDO.—No es por ahí. Intenta seducirle, quiero que me
digas cómo responde a tus estímulos. Luego tú me das el informe
y yo le hago la póliza o no.
LOLI.—Mis estímulos como tú los llamas están a la vista. ¿El
hielo?
ARMANDO.—Toma.

(Loli coge los cubos en la mano y luego se los lleva a la boca)

Y deja de beber, que tienes que comportarte en todo momento


como si fueras mi mujer.
LOLI.—Estoy fatal y no tengo el cuerpo para nada. (Bebe.)
¿Has pensado algún plan de ataque?
ARMANDO.—Así me gusta oírte. Antes de la cena comienza tu
ataque. Conviene separarle de su prometida. LOLI.—Te la llevas a
que vea el jardín.

41
ARMANDO.—No puedo por el perro. Tienes que derramar un
vaso de whisky en el vestido de la chica, como por casualidad.
LOLI.—Ya entiendo... ¡Quieres verla desnuda! Ya voy
cogiendo el hilo... ¡Qué jodío!... Y yo mientras ligo a su
prometido.
ARMANDO.—Tú como dueña de la casa, la pasas a ese cuarto,
para que se cambie de vestido.
LOLI.—¿Y eso para qué, Armando?
ARMANDO.—Yo paso por detrás de la cornisa de la terraza y
observo a través de una ventana. No quiero sorpresas.
LOLI.—Lo que se llama comprobar el material antes de usarlo.
¡Genial!
ARMANDO.—Toma. (Le da la botella y ella bebe.) Y se acabó
la bebida por esta noche. (Le quita la botella.)
LOLI.—Es que como no me anime, me encuentro sin ganas de
seducir a nadie.
ARMANDO.—Puedes coger una tajada como un piano.
LOLI.—Peor es que me dé por estar borde y triste y relatar lo
que me hace en la boca para ponerme el puente, y ya puesta
cuento hasta cómo fue mi operación de apendicitis. Ya sé lo que
me va a animar. De momento voy a pegarme un baño. No me
bañado nunca en una piscina a la luz de la luna.
ARMANDO.—Ahora no. Eso luego. Tienen que estar a punto de
llegar. Ahora lo que tienes que hacer es ponerte presentable.
LOLI.—¿Más? ¡No me cabrees! ¡La botella!... ya me entra el
dolor.
ARMANDO.—Una mujer rica y elegante no va vestida como tú.
Vamos a ver qué encontramos.
LOLI.—¿Sabes una cosa, Armando? A mí la ropa de decente,
me hace más baja.

42
(Entra en el cuarto de Sofía. Cuando va a entrar Armando se
escuchan ladridos y el timbre de la puerta.)

ARMANDO.—Ya están ahí. ¡Cambiate deprisa!... ¡Ponte


cualquier cosa!

(Armando desenvuelve varios paquetes que trajo. Se trata de


imágenes, cuadros y figuras que las coloca en sitios bien
visibles. Son todos reproducciones de Santos y Vírgenes.)

No sé si me estoy pasando... pero que se note que esta es una


casa como Dios manda. (Coloca los cuadros. Vuelve a sonar
el timbre.) ¡Venga, Loli!... ¡Ponte lo más discreto que
encuentres, mujer!
LOLI.—(Off) Oye Armando... ¿Tu mujer dice palabrotas?
ARMANDO.—¡Ni se te ocurra! ¡Sé discreta y compórtate como una
mujer piadosa!
LOLI.—(Off) ¿Eso, cómo se hace?
ARMANDO.—¡Se hace... no bebiendo! ¿Me oyes?
LOLI.—(Off) Vale. No soy sorda.

(Armando abre la puerta y entran Estrella vestida muy discreta


y austera con una tarta de Mallorca y una caja. Eloy con un
maletín y un neceser.)

ARMANDO.—¡Pero bueno...! ¡Qué sorpresa?


ELOY.—Habíamos quedado esta noche, ¿no?
ARMANDO.—La verdad, es que no me había vuelto a acordar,
pero ya que están aquí... pasen por favor. Son tantas cosas las que
tengo en la cabeza. íbamos a rezar un rosario antes de irnos a la
cama.
ELOY.—Si molestamos... podemos venir en otro momento.
ARMANDO.—¡De ninguna manera...! ¡Sofía!

43
ELOY.—¿Ves qué propio está todo?

(Estrella señala a un cristo)

ESTRELLA.—Parece Camilo Sesto, en «Jesucristo Superstar».


ARMANDO.—¡Sofía...! ¡Sofía... me escuchas! Es un poco sorda.
¡Sofíaaa!
LOLI.—(Off) Ah... que soy yo. ¿Qué pasa!
ARMANDO.—¿A que no adivinas quién está aquí?
LOLI.—(Off) ¿Qué te juegas que sí...?
ARMANDO.—Bueno, por favor, pónganse cómodos.
ELOY.—¿Recuerda a mi prometida?
ARMANDO.—(La besa la mano.) A sus pies, señorita.
ESTRELLA.—... y el Señor entre nosotros.
ELOY.—Nos hemos retrasado porque hemos pasado por
Mallorca.
ARMANDO.—¿La isla?
ESTRELLA.—Me he permitido comprarle a su señora estos
huevos de santo.
ELOY.—¡Huesos!
ARMANDO.—¿Por qué se ha molestado?
ELOY.—Y no solo eso. Estrella es inventora. Sí; es una
especialista en objetos religiosos. Y les quiere obsequiar con el
último sobresalto. Anda, Estrella.
ESTRELLA.—(Desenvuelve un paquete.) ¿Ve? Santa Tadea y va
con pilas. Aunque para una iluminación más irreal, es mejor la
electricidad. Además tiene una caja de música y se escucha el Ave
María que interpretan los niños cantores de San Ildefonso.
ELOY.—¡De Viena, Estrella! Los de San Ildefonso, solo cantan
la loto.

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ARMANDO.—Es preciosa. ¡Hay que ver, las cosas que hace
usted con las manos!
ESTRELLA.—Me llaman la masajista perversa.
ELOY.—¡En la residencia! Mira, es mejor que no hables.
¿Sabe? La pobre es muda.
ARMANDO.—¿Cómo muda?
ELOY.—Sí, señor; lo que pasa es que pone mucho interés y se
va soltando.
ESTRELLA.—Esta casa parece una iglesia, y mi regalo hace
juego.

(Sale Loli vestida como si fuera a la ópera)

LOLI.—¿Qué tal, queridos? Ya creíamos que no veníais.


ARMANDO.—¡Te has pasado un pelo! Bueno, siempre se viste
así, para el rosario.
LOLI.—Por favor... Mi marido me ha hablado tantísimo de
vosotros... qué ilusión ¿Quién es Eloy?
ELOY.—Servidor y ella es Estrella.
ARMANDO.—Mira que detalle han tenido.
ESTRELLA.—Lo he hecho yo, va con pilas.
ELOY.—Y se escucha el Ave María.
LOLI.—Me chifla, por favor. Y también «Que no se rompa la
noche». (Repara en todos los cuadros.) Pero... ¿qué ha pasado
aquí? ¡Qué susto!
ARMANDO.—¡Calla!
ELOY.—¿Dónde hay un enchufe?
ARMANDO.—Aquí mismo.
ELOY.—¡Atención!... Verán que maravilla.
ESTRELLA.—Y lo he hecho yo.

(Eloy mete el enchufe y se funden las luces. Se apaga todo y


se escucha el ruido de la alarma y los ladridos del perro.)

45
ELOY.—¿Qué ha pasado?
ESTRELLA.—¡Ay, la leche!... ¡Qué corte!
ELOY.—No hay leche... solo café.

(Loli creyendo no ser vista bebe a morro una botella que ha


cogido del bar.)

ARMANDO.—No pasa nada. Es un momento. Cuando falta la


corriente en esta casa, falla todo.
ELOY.—¿Y ese ruido?... ¿Es que tiene usted una discoteca?
ARMANDO.—Es un sistema de alarma japonesa. Da la
sensación que se celebra una fiesta, para ahuyentar a los ladrones.
(Ya ha colocado los plomos y vuelve la luz. Cesan los ruidos de la
alarma. Ve bebiendo a Loli. Quita la botella.) ¿Qué les sirvo, una
copita antes de la cena?
LOLI.—Eso es... Muy buena idea.
ARMANDO.—Tú sirve a Estrella.
LOLI.—¿Vodka, whisky, champán? ¿O todo mezclado en un
cóctel explosivo?
ESTRELLA.—Una cerveza con dos aspirinas dentro... cielo.
LOLI.—Jaqueca ¿no? Pues yo estoy que no te quiero contar.
Mira, me están a medio poner un puente.
ESTRELLA.—Las aspirinas las tomo dentro de la litrona, si
puede ser.
LOLI.—¡Qué snob, por favor! ¡Me encanta!

(Va a buscar la cerveza)

ARMANDO.—¿Whisky?
ELOY.—No, nada, muchas gracias. No pruebo el alcohol.
ARMANDO.—¿Promesa?

(Está mezclando toda clase de licor, lo mueve.)

46
ELOY.—No, que me pongo malísimo.
ARMANDO.—¡Tonterías! ¡No hay que ser aprensivo!
ELOY.—Lo huelo y me mareo. Una vez tomé una copita de
vino de Ribeiro, y me dio por bailar muñeiras como si todo el
cuerpo fuera a más revoluciones. Un vasito de agua, sí me
tomaría.
ARMANDO.—De acuerdo.

(Hace como que le sirve agua, pero es el combinado lo que le


da a beber.)

El Ribeiro es un veneno, pero pruebe esto ya verá... Agua


fresca. Tenga. (Se lo da.)
ELOY.—(Bebe.) ¡Qué sed tenía!
ARMANDO.—¿A que está bueno...?
ELOY.—¡Ay, mi madre!

(Empieza a correr por la habitación, da un salto, se sube por


los muebles.)

ARMANDO.—¿Qué le ha pasado?
ESTRELLA.—Eso le pasa cuando está contento. Yo acostumbro
a tirarle una pelota a la frente y lo pasamos de muerte.
ARMANDO.—Que no se le ocurra salir al jardín, que puede
asustar al perro.

(Por fin Eloy se para y se sienta totalmente calmado.)

ESTRELLA.—¡Es el hombre ideal para casarse! Tiene mucha


personalidad ¿Se imaginan los domingos por la tarde sin salir de
casa?
ARMANDO.—¿Le tira usted una pelota a la frente?

47
ESTRELLA.— Sólo cuando estamos solos.
ELOY.—Por favor, don Armando, no vuelva a gastarme otra
broma como esa, que no lo cuento.

(Aparece Loli con la cerveza)

LOLI.—No había aspirinas y le he metido un supositorio de


cibalgina, que va muy bien para el dolor.
ESTRELLA.—Hace menos efecto, pero vale. (Le da la cerveza.)
LOLI.—¿Y llevan mucho tiempo de relaciones?
ESTRELLA.—Veinte años.
ELOY.—¡Dos!... Dos, nada más.
ESTRELLA.—Cómo eres, Eloy... Veinte hará en marzo.
ELOY.—¡No seas...! Dos años... ¡Dos años de relaciones! ¡Y
basta!
ARMANDO.—Es muy raro que no se pongan de acuerdo.
LOLI.—¿Por qué? En cuestión de fechas, yo soy una
calamidad. No me acuerdo si me llamo Loli o Sofía o...
ARMANDO.—¡Chin, chin!... Brindemos... por esta encantadora
y feliz pareja.
LOLI.—Que pronto serán marido y mujer.
(Brindan. Pausa. Todos beben. Eloy se mueve nervioso.)
Pues yo conocí a mi marido en la ópera.
ESTRELLA.—¿En la ópera? Qué coincidencia, yo también.
ELOY.—Sí, ella también.
ARMANDO.—¿El qué?
ELOY.—No sé.
ESTRELLA.—Que estoy contando a la señora, que yo conocí
a... a ¡qué rabia, nunca me acuerdo!
ELOY.—Eloy, nena.

48
ESTRELLA.—Eso, que yo conocí a Eloy en la ópera.
ARMANDO.—Eso es lo que se llama casualidad.
ESTRELLA.—Nosotros es que vamos todos los días a la ópera.
LOLI.—Nosotros también. ¿Vosotros cuántas veces vais al día
a la ópera?
ARMANDO.—Cinco o seis veces.
LOLI.—La verdad, es que donde esté la ópera. (Pausa.
Beben.)
ARMANDO.—¿Y qué me dicen de esa costumbre americana,
heredada de los daneses, de cambiarse de parejas?... ¡Brutal!
¿No?
ELOY.—No entiendo. ¿Cómo de cambiarse las parejas?
ARMANDO.—Sí. Dos matrimonios se reúnen a cenar y cada
cual, con quien le apetece, y al final de la noche cada oveja con su
pareja.
ELOY.—¿Es posible? ¡Qué barbaridad! ¿Tú has oído, Estrella?
ESTRELLA.—Se llama swapping y se ha practicado mucho este
invierno en Moratalaz.
LOLI.—Por favor... eso está pasadísimo. Ahora no se lleva
participar, sino mirar.
ARMANDO.—¡Muy bueno!... Tiene salidas para todo. ¿A usted,
Eloy, qué le gusta, mirar o participar?
ELOY.—Mirar la televisión y participar en los estudios de
marketing de "La Agonía Feliz".
ARMANDO.—¡Se acabó tanto protocolo! Vamos a poner un poco
de música y todos a bailar.

(A rmando va a poner música)

ESTRELLA.—Yo lo que tengo es hambre. ¿A qué hora se cena?

49
LOLI.—Yo nunca lo hago antes de las cuatro quince.
ESTRELLA.—¿Y qué ópera le gusta a usted más?
LOLI.—Todas por igual. Pero si tuviera que elegir, las que
tienen música.
ESTRELLA.—Como a mí. ¿Y sabe qué música me gusta a mí?
La bajita.

(A rmando ha puesto música)

ARMANDO.—¡Vamos!... ¡Al baile! ¡La danza estimula la


virilidad de las bestias! ¿Es qué nadie va a bailar conmigo?
ELOY.—(Se pone a bailar.) Nunca he bailado, pero para que
no se sienta usted solo. Y no crea que soy pelota, es por
educación. (Bailan los dos.)
ARMANDO.—¿Su novia no baila?
ELOY.—Como es tan buena, solo el baile de San Vito.
(Pausa.) Oiga, don Armando, creo que es el momento.
ARMANDO.—¿De qué?
ELOY.—Me parece que las dos han congeniado. Y eso es
bueno para lo mío... ¿Verdad?
ARMANDO.—Seguro. Las ha unido la ópera.
ELOY.—(Deja de bailar.) Podíamos hacer ahora eso que usted
quiere.
ARMANDO.—¿Se refiere al cambio de parejas?
ELOY.—(Va por la cartera). He traído mi curriculum, y puedo
leérselo. Seguro que a su mujer le va a encantar. Puedo bajar un
poco el volumen de la música...

(Armando sube el volumen.)

ARMANDO.—Lo siento, no se puede bajar. ELOY.—¡No importa!


¡Gritaré yo!... "Mi vida empieza al nacer un servidor, de una
familia de clase media..."

50
(Estrella da un grito porque Loli ha derramado el contenido
de un vaso encima del vestido de Estrella.)

ESTRELLA.—¡Ay, la leche...!
ELOY.—¡Estrella... no hay leche!
LOLI.—Lo siento, ¡qué torpeza imperdonable!
ESTRELLA.—¡Pero...! ¡Ay, qué cono! ¡Cómo me ha puesto la tía
ésta!
ELOY.—¡Cállate!
ESTRELLA.—¡No me da la gana! ¡Oiga usted: Si no se sabe
beber no se bebe!
ELOY.—Estrella, por tu padre... modérate.
ESTRELLA.—Bueno... no tiene importancia... Con este calor
está muy bien que a una la refresquen.
ARMANDO.—¡Sofía!... ten cuidado, mujer... Y usted (A
Estrella) no puede quedarse con ese vestido mojado.
ELOY.—¿No pensará quitárselo?
ESTRELLA.—Por mí vale... Pero no traigo nada debajo.
LOLI.—Ven conmigo. Mientras se seca el vestido, te dejo uno
discreto como el mío.
ARMANDO.—Lo mejor es que la señorita se ponga ya su
disfraz.
ESTRELLA.—Eso sí. Me encanta disfrazarme. Me gustaría uno
de punkie.
LOLI.—¡Qué disparate! ¡No te veo a ti de punkie!

(Entran las dos mujeres en el cuarto que señalaba Armando.)

ELOY.—¿Y todo esto lo hace su mujer para conocernos?


ARMANDO.—¡Exacto, Eloy! El comportamiento de visita no
vale. Hay que sumergir a las personas en alcohol, juegos, droga,
para averiguar su auténtico yo.
ELOY.—¿Va a haber droga también?

51
ARMANDO.—¡Quién sabe! A lo mejor a su prometida en un
momento determinado, se le hace fumar un porrito.
ELOY.—¡No!
ARMANDO.—No pasa nada. Si usted llega a Director General,
Estrella debe estar preparada para todo tipo de situaciones.
ELOY.—Es que un porro, pobrecilla. Como no tiene
costumbre, se puede poner muy mala.
ARMANDO.—¡No, hombre! Eso solo da risa y relax.

(Sale Loli del cuarto que ha quedado Estrella.)

Sofía, ¿qué te parece la prometida de Gutiérrez?


LOLI.—Fenomenal. Si hay algún problema será con usted.
ELOY.—Por favor, señora; yo estoy a su disposición.
ARMANDO.—Atiende a nuestro invitado, mientras yo preparo la
cena.
ELOY.—¿Quiere que le ayude?
ARMANDO.—Solo tengo que abrir unas latas. (Mutis a la
cocina.)
LOLI.—(Cogiendo una botella y bebiendo.) ¿Sabe que se va a
casar con una mujer interesante?
ELOY.—¿De verdad le gusta?

(Loli se sienta a su lado.)


LOLI.—Se le ve culta y preparada. (Bebe.)
ELOY.—Si usted lo dice...
LOLI.—¿Quiere un trago?
ELOY.—No, gracias; ya sabe cómo me pongo.
LOLI.—Armando habla y no acaba de ti. Y eso que a simple
vista no pareces muy viril.
ELOY.—Yo engaño... Mire lo que hago. ¡Orient!

52
(Hace alguna cosa de fuerte.)

LOLI.—¿Y por qué todavía soltero?


ELOY.—Por mi curriculum.
LOLI.—No entiendo.
ELOY.—Señora, yo estoy en el secreto. Sé que en este fin de
semana en esta casa voy a ser examinado por usted.
LOLI.—Ya. (Bebe.) Creí que Armando no te había dicho nada.
(Ella se le insinúa.) ¿Sabes Eloy?... ¿Que voy a ser muy exigente
contigo?

(Ya está un poco borracha y se la nota al hablar y en la


torpeza de los movimientos.)

ELOY.—Usted no me conoce a mí, soy incansable. Pídame lo


que quiera, a la hora que quiera y las veces que quiera.
LOLI.—¡Vaya! Estoy ante una fiera... ¡Aaaag!
ELOY.—Ahora que estamos solos, ¿quiere que le enseñe mi
curriculum?

(Se pone en pie y va hacia la cartera.)

LOLI.—(Se lo impide.) Tampoco hay que ir tan deprisa.


Primero podríamos conocernos un poco más, y después de la
cena...
ELOY.—Así lo ha programado su marido, pero por mí... Ahora
mismo. ¡Se va a quedar asombrada!
LOLI.—Para Armando es importantísimo que responda. ¿Sabes
Eloy?
ELOY.—¡Yo, que no sé lo que es el agotamiento? Mire lo que
hago.

(Hace una cosa de fuerza, insólita.)

53
LOLI.—(Lo sienta a su lado en el sofá.) ¿Y yo, qué te parezco?
ELOY.—Por favor, la botella. Usted se ve que es toda una
señora.
LOLI.—(Echándose encima.) ¿Físicamente?
ELOY.—No sé... la verdad es que no me he fijado. Parece usted
muy elegante.
LOLI.—Tú me gustas... me gustas mucho, Eloy.
ELOY.—Pues si le gusto ahora, ya verá ya, cuando vea mi
curriculum.
LOLI.—¡Qué pesado! Venga, enséñamelo.

(Eloy va a coger su cartera, pero ella se lo impide y lo vuelve


a trincar en el sofá.)

ELOY.—No sólo se lo voy a enseñar, sino que se lo puedo


prestar.
LOLI.—Esas cosas no se prestan.
ELOY.—Es mi herramienta de trabajo, pero no importa.
LOLI.—Vamos a ver...

(Le va a echar mano, pero Eloy interpone la acción


poniendo un cojín de parapeto.)

No te pongas nervioso.

ELOY.—¡Señora!... ¡Por favor...!

(Aprieta los lados y el cojín se pone en pie.)

LOLI.—¡Eloy!
ELOY.—Perdón, ha sido sin darme cuenta.

(Sale de la cocina Armando.)

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ARMANDO.—¿Una aceitunita, Gutiérrez?
ELOY.—¿Se va usted, don Armando?
ARMANDO.—Voy a preparar la mesa fuera. Hace muy buena
noche.
(Sale por la puerta de la terraza.)
ELOY.—(Poniéndose en pie.) ¿No se habrá molestado su
marido?
LOLI.—¿Ese?...
(Sigue bebiendo. Se levanta y casi se cae pues ya tiene
una cogorza como un piano.)
¡No digas tonterías, Eloy! (Se va a caer y la sujeta Eloy.) ¡Uy!
Qué ha pasado con el suelo... ¿Quién lo ha movido?
ELOY.—Debería usted dejar el coñac.
LOLI.—Estoy fatal y eso me estimula. Mira... mira, Eloy,
cómo tengo la boca... ¡Un puente!
(Le conduce al sofá y Eloy la mira la boca.)
ELOY.—No veo nada.
LOLI.—Pues, para eso no hay que ser de Obras Públicas.
(Coge a Eloy y le besa y le abraza en el sofá sin que Eloy
pueda evitarlo, a pesar de intentarlo. Por detrás de los
cristales de la ventana del foro, haciendo equilibrios se ve a
Armando que trata de llegar a la ventana del cuarto donde
está Estrella. El perro que lo ve, va en su busca y se escuchan
los ladridos. Armando avanza y trata de librarse del perro.)

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ELOY.—(Se suelta.) ¡Señora!... Tenga la botella. (Se la da.)
LOLI.—No quiero el coñac, te quiero a ti. (Le coge.) ¡Te pillé!
ELOY.—Por Dios, señora... que me busca la ruina.
LOLI.—(Sujetándole en el sofá.) Y ahora el curriculum.

(Eloy se defiende poniéndose muchos cojines de distintos


tamaños para acabar en uno muy pequeño. Por culpa del
perro, Armando ha tenido que dar marcha atrás. Lucha con el
animal y vuelve a desaparecer por donde entró.)

ELOY.—(De rodillas.) Modérese, señora, por favor. No sé que


está pasando, pero no beba más.
LOLI.-—(Le enseña un muslo.) ¿Esto qué es?
ELOY.—No quiero mirar. Se trata de un muslo, de un muslo de
don Armando, que yo no miro. (Se tapa los ojos.)
LOLI.—(Muestra otro muslo.) ¿Y esto otro qué es...? ¡Pero,
mira!
ELOY.—Otro muslo. ¡Y esto un cenicero, y aquello una cartera
y esto una butaca, y adiós, buenas noches!

(Sale corriendo por la puerta de la calle.)

LOLI.—Pero ¿dónde vas, Eloy? (Coge la botella.) ¡Será


posible! Ya sabía yo que este tipo no era de ley.

(Sale persiguiendo a Eloy. Armando vuelve a cruzar por el


mismo camino. El perro vuelve a ladrar.)

ARMANDO.—¡Fuera Frascuelo! ¡Vete de aquí! ¡Largo!

(Se cae con un ruido tremendo. Sale del cuarto Estrella en


bañador.)

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ESTRELLA.—¿Quién se apunta a un baño? (Entra

por la terraza Eloy corriendo.)

ELOY.—¡No te lo vas a creer! Me persigue la mujer de don


Armando!
ESTRELLA.—Pues el marido es un salido. Acaba de asomar la
gaita por la ventana del cuarto, no veas el empujón que le he
pegado.
ELOY.—¡Son dos locos sexuales...! ¡Anda, vámonos de esta
casa!
ESTRELLA.—Tú quieres el puesto, ¿verdad!
ELOY.—Ya no lo sé.
ESTRELLA.—Hazme caso a mí. Tú déjate ligar por la tía, y yo
me dejo querer por el gachó. ¡Verás como nos ponemos morados!

(Aparece por la puerta Loli con unas llaves.)

LOLI.—No te puedes marchar sin coche.


ELOY.—No, claro... ¿por qué me iba a marchar?
ESTRELLA.—¿Qué tal un chapuzón antes de la cena?
LOLI.—¡Lo mejor para quitarse el alcohol!... Claro que tu
novio tiene que bañarse también.
ELOY.—Yo es que no nado nada.
LOLI.—No os importa que me bañe desnuda, ¿verdad! ELOY.—
Con apagar la luz.

(Aparece Armando con toda la ropa hecha jirones por culpa


del perro.)

ARMANDO.—(Cierra la puerta.) ¡Quieto ya, chucho!

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LOLI.—¡Armando! ¿Qué manera de vestir en esa? No sabía
que había que cambiarse para cenar.
ARMANDO.—¡Mira cómo me ha puesto el canalla de Frascuelo!
ESTRELLA.—Yo creía que ya había comenzado el desfile de
disfraces.
ELOY.—Sí, aquí don Armando va de pobre y sólo le falta el
semáforo y los kleenex.

(Todos ríen.)

ARMANDO.—Muy gracioso. Venga, vosotras a disfrazarse. A


ver quién supera el mío: Contribuyente después de pasar una
inspección de Hacienda. ¿O no?

(Todos ríen y aplauden. Despacio va cayendo el Telón.)

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ACTO SEGUNDO

CUADRO PRIMERO

Chalet de Armando, en el mismo sitio, dos horas más tarde.


Después de cenar.

(En escena Estrella. Viste hábitos de monja, pero arreglados


por ella misma dándole un aire muy sexy, tumbada en el sofá
fuma con deleite un porro.)

ESTRELLA.—¡Qué rico! ¡Qué cosa más buena, madre!

(Por la terraza Loli también vestida de monja con los hábitos


muy a su aire. Lleva una bandeja con varios platos.)

LOLI.—El café lo tomamos dentro. Hay que ver cómo refresca


por las noches. (Antes de entrar en la cocina huele.) Oye... aquí
huele a porro. Es un olor inconfundible.
ESTRELLA.—(Disimula.) No sé... si tú lo dices... Este cigarrillo
lo he cogido de no sé muy bien dónde... (Tose falsamente.) Es
verdad ¡qué fuerte... está malísimo!
LOLI.—¿A ver?... Pásamelo. (Las dos fuman con fruición, pero
tratando de disimular.) ¡Uy! ¡Qué raro sabe! Oye, me va muy bien
para el puente.

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ESTRELLA.—Pues para ser la primera vez que fumo un porro,
lo aguanto muy bien. Y hasta me anima. (Sigue fumando.)
LOLI.—A mí me calma más que el coñac. ¡Y el baño también
me ha sentado divinamente! Estaba un poquito beodita y ahora
estoy total!
ESTRELLA.—Óyeme, Sofía. (Loli como si nada, insiste.) Sofía.
LOLI.—Ah, sí... Sofíaa... dime. (Ríe.)
ESTRELLA.—¿Me ha parecido a mí, o tu marido intentaba
meterme pierna durante la cena?
Lon.—¿Quién, Armando? ¿Cómo se te ocurre dudarlo?
Seguro, es una manía enfermiza, pero inofensiva. Lo hace con,
todas las visitas.
ESTRELLA.—Pues gracias a los hábitos, si no...
LOLI.—Esa es otra manía suya. Todos los fines de semana se
encarga de buscar disfraces cuando nos reunimos más de dos
matrimonios.
ESTRELLA.—¿Para rezar el rosario? (Acaban el porro.)
LOLI.—Antes. Armando está lleno de manías. Anda,
acompáñame a preparar el café. (Van con los platos hacia la
cocina.)
ESTRELLA.—A mí el café me desvela. (Entran las dos en la
cocina.)

(Por la puerta de la terraza Armando y Eloy.)

ARMANDO.—¿No diga, Gutiérrez, que un hombre de mundo


como usted, no sabe jugar al póker-strip-tease?
ELOY.—Al poker, sí señor. Lo que pasa es que todo junto...

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ARMANDO.—Es lo mismo; lo que ocurre que en lugar de
jugarnos dinero, que es una ordinariez, el que pierde paga prenda.
ELOY.—No entiendo.
ARMANDO.—Una prenda de vestir. (Ríe.) ¿Divertido, no?
ELOY.—Oiga, ¿y si por un casual Estrella pierde?
ARMANDO.—Paga prenda.
ELOY.—¿Desnuda?
ARMANDO.—Eso es muy largo, es todo un proceso. De ahí, que
el disfraz de monja Heve incorporado liguero, medias y
escapulario.

(Saca una baraja de cartas.)

ELOY.—¡Ya la estoy viendo solo con el escapulario!


ARMANDO.—Ya verá cómo nos reímos.
ELOY.—Lo malo es si no le van buenas cartas a su mujer. Para
mí, va a ser un corte, ¡No sé cómo mirar...!
ARMANDO.—Estamos en Europa, Gutiérrez. Además, mi mujer
está entusiasmada con Estrella y eso es lo más importante para
usted ¿o no?

(Loli y Estrella llevan una bandeja con el servicio del café. La


bandeja es de ruedas y va todo completo.)

LOLI.—¿Sabes, Armando? Estrella está encantada con este


party y se siente realizada vestida de monja. Es que es un party
divino.
ESTRELLA.—Si no fuera porque voy a contraer matrimonio,
habría sido monja de clausura. De esas que se van a África y
comen carne de negro.
ELOY.—Precisamente, esas no son monjas de clausura. (Sirve
el café.)

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ARMANDO.—Y es al revés, son los negros los que se comen a
las monjas.
ESTRELLA.—¡Vale ya! ¿No? La que tiene boca se equivoca.
LOLI.—Yo voy a empezar a creer en milagros; desde que me
he puesto esto me ha bajado el flemón y no siento el puente.
Claro que a lo mejor me lo he tragado.
ARMANDO.—¿Qué tal una partidita de poker?
ELOY.—Habíamos quedado que después de la cena leería mi
curriculum.
LOLI.—(Baraja y reparte cartas.) Ya sabéis en qué consiste el
juego. El que pierda paga una prenda de vestir. (Pausa. Miran
todos sus cartas.) Poker de ases.
ELOY.—Pareja de sietes. ¿Me quito los calcetines?
ARMANDO.—No se precipite, que faltan ellas. Sofía... ¿qué
llevas?
LOLI.—¿Quién es Sofía? Ah, sí, ¡qué tonta! ¡Nada! No tengo
nada. No es mi día y como tengo que pagar una prenda... (Se
quita el hábito.) aún a riesgo de que me vuelva el flemón, fuera el
hábito. (Después se sienta al lado de Eloy.) ¡Afortunada en
amores!

(Eloy está que se muere por la proximidad de Loli que se ha


quedado en body, liguero y medias.)

ARMANDO.—No pasa nada Gutiérrez. ¡Somos Europa! LOLI.—


¿Me acerca el café? (A Eloy.)

(Eloy sin moverse intenta coger la taza de la mesa, no le llega


el brazo.)

ELOY.—No puedo... no me llega.


LOLI.—¡Qué raro! Ahí llega todo el mundo.

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(Comprueba y ve que tiene un brazo más corto que otro.)

Ahí va. Esto son los nervios.

(Se levanta Armando a tirar del brazo de Eloy.)

ARMANDO.—No pasa nada, esto es lo que se llama una


situación mundana.
ESTRELLA.—Es que mi Eloy sólo tiene brazos para el Debe y el
Haber.
ARMANDO.—(Tira y coloca el brazo en su sitio.) Ya está.
ELOY.—Muchas gracias. (Ahora sí puede coger la taza que le
da a Loli) Son treinta años utilizando los brazos sólo para llevar
los libros.
ESTRELLA.—¡Un momento que la están peinando! ¡La que
pierde es la muchacha! ¡No llevo nada!
ARMANDO.—¿Debajo?
ESTRELLA.—De jugada. ¿Lo ve? Para el juego yo estoy gafada.
ARMANDO.—(Le empieza a dar el ataque del hombro.) Ha
perdido, sí, señor. Y tiene que pagar prenda.
LOLI.—Echa el freno al hombro, que vamos a tener una
tragedia.
ESTRELLA.—(Se quita el habito quedando lo mismo que Loli.)
Bueno... allá voy.
ARMANDO.—(Sigue con el ataque.) ¡Madre mía! (Se mueve
mucho.)
ELOY.—Por favor, don Armando, cálmese, que puede aparecer
Frascuelo y como me vea vestido de empleado me come.

(Armando se calma.)

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ARMANDO.—Por Frascuelo no hay problema. Esta fiera está
encerrada en el garaje.
LOLI.—Esto del poker es una pasada aburridísima. ¿Verdad,
Estrella?
ESTRELLA.—De entrada Sofía y una servidora, os vamos a
hacer un strip-tease completo.

(A Armando le da otra vez la lujuria.)


LOLI.—Lo que se llama un desnudo integral.
ELOY.—¡Calma, don Armando! ¡Que era una broma!
¡Qué saben unas burguesas de...!

(Las dos mujeres tararean y se mueven con ritmos lentos.)

ARMANDO.—¡Mírelas...! ¡Mírelas...! ¡Con que una broma!


LOLI.—¡Don Armando...! ¡Que como se desarme, yo soy muy
torpe para los mecanos!

(Las mujeres inician las primeras posiciones del strip-tease.)

ARMANDO.—¡Mire, mire lo que hacen! ¡El frenesí, Gutiérrez,


el frenesí!
LOLI.—Voy a tener que recogerle por piezas, en un cucurucho.

(Las chicas siguen bailando, cuando suena el timbre de la


puerta. Se paran. Silencio. Pausa.)

ARMANDO.—¡Chist! ¡Silencio! ¡Voy a ver quién es! (Mira por


la mirilla.) ¡Es increíble la gente! ¡Este Vicente Flores tiene el
don de la inoportunidad! Iros a la piscina. Enseguida le echo.

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LOLL—(Cogiendo el hábito.) Yo me visto, ahí fuera hay
relente.
ESTRELLA.—Con lo divino que lo estábamos pasando. Vamos
Eloy.

(Salen a la terraza Eloy, Loli y Estrella.)

ARMANDO.—¡Mira que a estas horas!

(Abre la puerta y entra Vicente.)

VICENTE.—Buenas noches, don Armando. La cosa es muy


grave. Se trata de Carmela, la viuda de Hipólito.
ARMANDO.—¿Qué le pasa?
VICENTE.—Siguiendo sus instrucciones, esta tarde le hice
llegar el desahucio. Tiene que abandonar los inmuebles y cuanto
poseía en régimen de usufructo.
ARMANDO.—¿Y qué ha dicho de mis muertos?
VICENTE.—Ha cogido una pistola.
ARMANDO.—Eso es peor.
VICENTE.—Me ha amenazado con irse al juzgado y presentar
una denuncia. Sabe lo de la doble contabilidad, y la manera que
tenemos de declarar nuestros impuestos a Hacienda.
ARMANDO.—La cosa es grave. ¿Cómo no me ha llamado por
teléfono?
VICENTE.—Porque lo tiene usted descolgado. Estoy intranquilo
por Carmela, es muy vehemente y eso que no sabe que lo que
echo al arroz era veneno contra las avispas.
ARMANDO.—Por cierto ¿de los que probaron el arroz hay
alguno enfermo?
VICENTE.—Catorce están hospitalizados y tres en la UVI.

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ARMANDO.—Puede quedar la plantilla redonda, con esas bajas.
VICENTE.—Deberíamos repetirlo todos los meses.
ARMANDO.—Flores, para deshacerme de Gutiérrez voy a
utilizar el mecanismo de alarma japonés contra los ladrones.
VICENTE.—Puede ser peligroso.
ARMANDO.—Una leve descarga eléctrica. Cuando Gutiérrez
entre y encienda, ¡zas! Como un chicharro.
VICENTE.—No, si digo que puede ser peligrosa la actitud de
Carmela.
ARMANDO.—Esta noche no me distraiga.
VICENTE.—Solo usted puede convencerla. Esté en su casa;
hable con ella y que no haga nada hasta el lunes, después de
hablar conmigo.
, ARMANDO.—Acompáñeme a mi despacho, hablaremos desde
allí. (Van hacia la salida.) ¡La alarma japonesa, genial! ¿No?

(Mutis los dos por lateral derecho. Se escuchan ladridos. Por


la puerta de la cocina entra Julia. Lleva un bidón de
gasolina.)

JULIA.—¡Qué canalla!

(Se quita la ropa y se queda en body. A continuación se


dispone a rociarse de gasolina todo el cuerpo cuando entra
por la terraza Eloy que viene corriendo huyendo del perro.
Siguen los ladridos. Entra y cierra.)

¿Qué tal, don Eloy?


ELOY.—¿Ha sido usted la que ha abierto la puerta del garaje?

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JULIA.—Sí, ha entrado por allí. Vengo siguiendo a un hombre.
ELOY.—¿Y qué hace con esa lata de gasolina?
JULIA.—Voy a prenderme fuego a lo bonzo. Por eso me he
quitado la ropa, para eliminar obstáculos e ir más rápidamente al
final. Sólo tengo que echarme esto por el cuerpo y luego pedir
lumbre.
ELOY.—(La coge el bidón.) ¡Vamos! ¡No haga tonterías!
JULIA.—¡No quiero seguir viviendo!
ELOY.—¿Por qué?
JULIA.—Vicente me engaña.
ELOY.—¿El señor Flores? ¿En qué la engaña? ¿En la Memoria
de fin de año o en la retención?
JULIA.—Vicente está liado con la dueña de esta casa. Con la
mujer de don Armando.
ELOY.—¿Con Sofía?
JULIA.—Le he seguido. Sé que tienen una cita en esta casa. Y
van a verse.
ELOY.—Eso no es posible, ella está aquí con su marido.
JULIA.—He dejado una carta contándolo todo. Y culpo a
Vicente como inductor de mi suicidio. ¿Cuánto le puede salir?
ELOY.—Como está la justicia, lo normal es que le den un
homenaje.
JULIA.—¿Tiene usted cuchillas de afeitar?
ELOY.—Maquinilla eléctrica si le da igual.
JULIA.—¿No tendrá usted cuerda, por casualidad?
ELOY.—No, voy con pilas.
JULIA.—¿Gas?
ELOY.—Cerillas.
JULIA.—No colabora usted en nada.
ELOY.—No quiero que haga burradas.

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JULIA.—(Ha sacado del bolso unos polvos.) ¿Ve esto? Pues es
cianuro.
ELOY.—Con lo mona que es usted y lo bien que maneja el
ordenador.
JULIA.—(Se lo toma de golpe.) Ya está... Agua. ¡Agua...! ¡Que
esto está malísimo! ¡Y no pasa!
ELOY.—Sí, tenga. (Le da el vaso.) Tomar el cianuro a palo
seco no puede sentar bien. (Julia bebe agua.) Tampoco es que
haya que tomarlo con dos cigalas.
JULIA.—¡Ya está! ¡Se acabó! Sin Vicente, no me interesa el
mundo.
ELOY.—Óigame, Julia... Esto es una broma... ¿No será verdad
que lo que se ha tomado... era veneno?

(Julia se retuerce presa de horribles dolores.)

JULIA.—¡Ya!... ¡Estos terribles dolores, anuncian los últimos


espasmos! Adiós, don Eloy... muero feliz (cae al suelo) porque
me vengo de una sociedad vampirizada por el sexo...
ELOY.—Lo de vampirizada no lo he entendido bien.
JULIA.—He querido decir que ¡todo está dominado por la
lujuria y la concupiscencia!
ELOY.—Ah, en eso lleva razón.
JULIA.—Chao, Gutiérrez... muero feliz.

(Pausa. Se incorpora, se sienta en el sofá.)

Nada.
ELOY.—¿Cómo que nada?
JULIA.—Pues que no siento nada, de eso que se siente cuando
una se suicida.

(Coge un cigarrillo de la caja de tabaco y lo enciende.)

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ELOY.—¿Ni espasmos, ni dolores?
JULIA.—¡Qué raro! Me encuentro más animada, incluso con
apetito.
ELOY.—¿No sería redoxón, en lugar de cianuro?
JULIA.—Me dieron toda clase de garantías, claro que igual se
ha puesto malo, se ha podrido y en lugar de matar, vivifica.
¡Calle! (Apaga el cigarrillo.) ¡Ahora parece que viene!... ¡Ay, qué
viene! ¡Ya!... Adiós, Gutiérrez... muero feliz... porque me vengo
de una... (Cae al suelo.)
Los Dos.—(Al tiempo.) Sociedad vampirizada por el sexo.
JULIA.—Chao, Gutiérrez... muero feliz... (Cae al suelo inerte.)
ELOY.—¿Será posible? ¡Julia...! ¡Julia...! Habrá que hacerla un
lavado de estómago! (La coge en brazos.) ¡Anda, hija... vamos a
la lavadora!

(Abre la puerta de la cocina. Cuando va a entrar suena el


timbre de la puerta. Va a abrir. Abre y entra Carmela.)

CARMELA.—¿Dónde está Armando?


ELOY.—Buenas noches, Carmela, iba a meter en la lavadora a
Julia.
CARMELA.—He venido dispuesta a armar un escándalo y no
quiero tonterías que distraigan mi actuación.
ELOY.—Un momento, poner en marcha la máquina y... Oiga...
¿el detergente un poquito por nariz, verdad?

(Entra en la cocina.)

CARMELA.—¡Si es el estómago, por vía bucal! (Saca una


pistola del bolso.) Bien, Armando, se acabó. No sólo te voy a

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arruinar, sino que te voy a disparar a las piernas, y como sé que te
va a gustar... ¡Armando...!

(Va a salir por la puerta derecha cuando sale Eloy.)

ELOY.—¡Chist!... Cálmese, Carmela, y guarde eso.


CARMELA.—¡Armando ha jugado conmigo! ¡Si Hipólito murió
fue por causa de una pasión sexual de origen aberrante entre
Armando y una servidora.
ELOY.—No es momento. Está aquí su mujer.
CARMELA.—Me dijo anoche que se había ido a la China.
ELOY.—¡Qué tontería! La mujer de Armando es una santa,
pero se entera y... ¡Esconda eso...! ¡Cuidado!

(Logra que Carmela esconda la pistola. Entra Loli vestida de


monja.)

LOLI.—Estamos hartas de esperar.


CARMELA.—¡Ahí va!
LOLI.—Buenas noches.
CARMELA.—Reverenda madre.
ELOY.—Es la mujer de don Armando.
CARMELA.—¡El colmo!... Ha tocado techo. ¡El muy
degenerado!
LOLI.—¿Y usted vende algo, pasaba por aquí o...?
ELOY.—Por favor, Sofía, es un secreto. Esta señora es mi
amante.
LOLI.—¡Pero esto es magnífico! Yo creí que mi marido le
sobrevaloraba y hay que ver...
ELOY.—Estrella no debe enterarse de que está aquí Carmela.
LOLI.—Lógico. Métase en el cuarto de invitados.

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ELOY.—Dentro de un rato, cuando nos hayamos ido a dormir...
pues yo...
LOLI.—En aquella puerta. No se preocupe, que nadie la
molestará.
ELOY.—Recuerde, Estrella...
LOLI.—Voy a distraerla. Tranquilos, cuentan con mi
complicidad. A media noche Eloy irá con usted. (Sale por la
terraza.)
ELOY.—Vamos... métase ahí. (Por la segunda puerta del foro.)
CARMELA.—¿Para qué?
ELOY.—Ahora le digo a don Armando que hable con usted.
CARMELA.—Cinco minutos o la armo. ¡Con una monja! ¡Esto
ya es rizar el rizo!

(Entra en el cuarto segunda puerta foro. Suena un ruido en la


cocina. La puerta se abre y aparece la lavadora funcionando
ella sola, por la presión va a saltos.)

ELOY.—¡Ahí va! ¡La lavadora!

(Entra Eloy en la cocina llevándose dentro la lavadora.)

Esta Julia, qué guerra está dando. (Mutis.)

(Salen de la terraza Loli vestida de monja y Estrella con el


hábito abierto, como si fuera una bata.)

ESTRELLA.—Dígale a su marido, que éstas no son horas de


oficina.
LOLI.—Es pesadísimo, la verdad.

71
(Suena el timbre de la puerta.)

ESTRELLA.—¿Es la puerta, no?


LOLI.—No sé. La verdad es que no tengo mucha costumbre. A
esta casa nunca ha llamado nadie a la puerta.

(Suena el timbre de la puerta.)

ESTRELLA.—¿Sabe lo que haría yo, si estando en mi casa oyera


sonar el timbre de la puerta?
LOLI.—¡Cualquiera sabe! La gente hace locuras en sus casas.
ESTRELLA.—Abriría sin más.
LOLI.—Desde luego... ¡Ah, claro! ¡Que es mi casa y están
llamando! ¡Qué cabeza!

(Loli abre la puerta y entra Dominga, que va vestida de


monja. Como Madre Superiora.)

DOMINGA.—¡Ave María Purísima!


LOLI.—¡Ahí va! ¡Una monja!
ESTRELLA.—Con el gafe que trae eso.

(Dominga pasa con gesto de bondad y sonriente.)

DOMINGA.—Perdone que les moleste a estas horas, pero he


visto luz. ¿Salesianas?

(No saben qué responder.)

ESTRELLA.—Yo soy de Albacete.


DOMINGA.—¿Teresianas?
LOLI.—No, madre; aquí Estrella.

72
DOMINGA.—¿Contemplativas?
LOLI.—Eso Armando, que lo que más le gusta es mirar.
DOMINGA.—¿Ursulinas?
ESTRELLA.—Eloy, ése le paga a la insulina.
LOLI.—No has entendido; dice ursulina, no insulina. Ursulina,
como Úrsula Andrews.
DOMINGA.—Voy hacia Madrid en un Renault-turbo, dirección
asistida, con frenos hidráulicos y se me ha partido la correa del
ventilador.
LOLI.—Aquí sólo tenemos aire acondicionado.
DOMINGA.—Vengo de León, del convento. Dos horas, y eso que
al coger la autopista he tenido que aminorar por los pilotos-
suicidas.
ESTRELLA.—A estas horas es mejor coger la dirección
contraria.
DOMINGA.—¿Sería mucha molestia que me dejaran hablar por
teléfono?
LOLI.—Desde luego que no.
ESTRELLA.—La dejamos, ¿verdad?
DOMINGA.—Para que vengan a recogerme. (Repara en las
imágenes.) Veo que tienen el material de trabajo expuesto, como
debe ser. ¡Mira, Santa Tecla, que se dejó cortar los pechos antes
de caer! ¡Esto sí que es verdaderamente providencial! Llamar a
una casa y encontrarme con dos compañeras.
LOLI.—¿Le apetece un café, madre?
DOMINGA.—Se lo agradecería. Mi único pecadillo es la
velocidad y no me acuerdo ni de probar bocado. Sueño con un
fórmula uno. El mecánico del convento me riñe siempre. ¡Qué
bien se está aquí! Se respira religiosidad.
LOLI.—(Se lo da.) Tenga madre.
ESTRELLA.—¿Leche? (Sirviéndola y azúcar.)
DOMINGA.—¿A base de cordero, no tienen nada?
LOLI.—Ha sobrado paté.

73
ESTRELLA.—Y una naranja.
DOMINGA.—De pronto me ha apetecido cordero; en fin, no
tiene importancia. Perdonen la pregunta. ¿Pertenecen a alguna
secta rara, verdad? Lo digo porque, que yo sepa, el liguero no es
postconciliar.
ESTRELLA.—El liguero no es de la orden. Viene con el disfraz.
LOLI.—¡Se nos nota a la legua que no somos monjas!
DOMINGA.—¡Qué susto! ¡Como ahora nos cambian la liturgia
sin consultar con León...! ¡Ya me veía con la mini-turbo-elástica!
ESTRELLA.—Se llama Sofía y es la dueña de esta casa.
LOLI.—Y aquí Estrella, que intentamos pasar de la manera
más piadosa el fin de semana.
DOMINGA.—Madre superiora Dominga, y ahora, si me dicen
dónde esta el teléfono...

(Se levanta esperando que se lo indiquen. Pausa.)

LOLI.—Sí, claro. (Mira sin encontrarlo.)


ESTRELLA.—¿Dónde está?
LOLI.—No sé. No lo he visto nunca.
ESTRELLA.—Pues eso, es muy raro.
LOLI.—Tampoco tengo obligación de saber dónde está cada
cosa.
DOMINGA.—Le tiene a usted que sonar. Es un aparato que si lo
ha visto una vez, no se olvida, porque tiene números y va con
todo.
LOLI.—Nada, se busa y en paz. Estrella mira por la terraza y el
jardín; yo buscaré por aquí dentro.
ESTRELLA.—Muy bien. La que lo encuentre que dé un grito.

74
(Estrella mutis por la terraza y Loli entra en el cuarto donde
está Carmela.)

DOMINGA.—(Contempla las imágenes.) ¡Hombre, si está aquí


Santa Liberata! ¡Qué gusto encontrarse con gentes así!

(Por la puerta de las habitaciones interiores sale Armando y


va hacia Dominga de puntillas. La toma por Estrella.)

ARMANDO.—¡Te pillé!... ¡Cómo me pones cuando te veo con el


hábito...! (Ve que no es Estrella.) ¡Perdón!... Pero ¿quién es usted?
DOMINGA.—Madre superiora Dominga.
ARMANDO.—Disculpe; la he confundido con mi mujer.
DOMINGA.—¿Tiene usted una mujer monja?
ARMANDO.—No, mi mujer es francesa; lo que pasa es que va
mucho a misa.
DOMINGA.—Pues no se la nota que es francesa.
ARMANDO.—¿Se puede saber qué hace usted en mi casa?
DOMINGA.—Se me ha averiado el coche y quiero llamar por
teléfono.
ARMANDO.—¡Aaah...! Muy bien.
DOMINGA.—Se trata de un chisme que se lo coloca una en la
oreja y hablas con Ciudad Real.

(Armando le da el teléfono.)

ARMANDO.—Aquí lo tiene usted.


DOMINGA.—¡Qué fino...! Y tiene una antena... ¿No será
parabólica?
ARMANDO.—Espere, está puesto en mi despacho, voy a pasarle
la comunicación. (Mutis puerta interior.)

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DOMINGA.—Vaya un teléfono más moderno. Así la pobre
señora se vuelve loca para encontrarlo.

(Sale Eloy, la coge de la mano y la lleva hacia la cocina.)

ELOY.—¡Ven...! ¡Corre...! ¡Ayúdame....! Hay que hacerle un


lavado de estómago a una pirada... (Se da cuenta de la
confusión.) Perdón, la he confundido con...
DOMINGA.—¿Usted también tiene una mujer monja?
ELOY.—¡No!... Por favor... ¿Cómo se le ocurre pensar una
barbaridad así...? La que es monja es mi prometida.
DOMINGA.—¡Y dale!... ¡Qué manía con desprestigiar la
religión! ¡Ni que fueran ustedes de televisión española.

(Sale Armando.)

ARMANDO.—Madre Dominga... ya tiene usted línea.


ELOY.—Don Armando... ¿Qué pinta esta monja aquí?
ARMANDO.—Tranquilo. Esta no se desnuda.
DOMINGA.—(Marca.) Solo un momento... y les dejo que se
diviertan. ¡Me tienen que contar en qué consisten los jueguecillos
de fin de semana, para contarlos en el convento... ¡Allí son más
sosas!

(Los tres se miran y se ríen. Sale Loli del cuarto.)

LOLI.—¡Ah, ya lo habéis encontrado! Estupendo, voy a


decírselo a Estrella. (Sale a la terraza.)
ELOY.—¡Don Armando!... En ese cuarto está la viuda de
Hipólito.
ARMANDO.—¿Carmela?

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ELOY.—Con una pistola y se ha encontrado con su mujer y a
mí no se me ha ocurrido otra cosa, que decirle que Carmela es mi
amante.
ARMANDO.—¡Ya estoy harto! ¡Se va a enterar esta tía con quien
trata!

(Entra en el cuarto donde esta Carmela.)

DOMINGA.—(Al teléfono.) ¿Con quién hablo?... La madre


superiora... nada, todo bien... no he llegado ni a doscientos... La
correa del ventilador... Pasaré la noche en una casa muy piadosa y
mañana llamaré para dar la dirección al mecánico... Rezar
siempre está bien, pero ya no hace falta, no conduzco. Buenas
noches, hija.

(Cuelga. Se escuchan golpes y voces que vienen del cuarto


donde están Armando y Carmela.)

ELOY.—Reverenda madre, quiero confesión.


DOMINGA.—Pues yo, paso.
ELOY.—Estoy obrando mal. Esta familia es muy católica,
rezan el rosario vestidos para ir a la ópera.
DOMINGA.—Y la casa, que la tienen, que deberían aprender
muchas iglesias modernas.
ELOY.—Y les estoy engañando, cegado por la vil ambición.
DOMINGA.—¿Y en qué les engaña, hijo?
ELOY.—Venga conmigo a la cocina y le cuento.
DOMINGA.—¿Y si hiciéramos una pierna de cordero o
empanadillas?
ELOY.—La secretaria de don Armando ha tomado un veneno,
y no puedo meterla en la lavadora, porque no cabe.
DOMINGA.—¿Y ha pensado en que le ayude a descuartizarla?
¡Mire a ver si hay cordero!

77
(Entran los dos en la cocina. Sale Vicente y marca un
número de teléfono.)

VICENTE.—Hola... sí, en el chalet... hasta ahora ninguna


novedad... paz y tranquilidad... espera... no tardo nada... como
mucho veinte minutos. (Cuelga.)

(Luego mutis por puerta interior. Sale de la cocina Dominga


llevando en brazos a Julia.) .

DOMINGA.—(Saliendo por puerta cocina.) ¡La clínica está a


cinco minutos de aquí!... ¡Camino de Madrid, no tiene pérdida,
enseguida verá a los buitres!

(Vuelve a entrar en la cocina. Cuando va a salir Eloy se


encuentra con Loli que sale de la terraza.)

LOLI.—¿Un nuevo ligue?


ELOY.—Señora, es todo lo contrario. (Confidencial.) ¡Sé lo del
señor Flores!
LOLI.—¡Ah!... Sabe usted lo del señor Flores... ¿Y qué es lo
del señor Flores?
ELOY.—Yo soy una tumba. Pero, por culpa de lo suyo con el
señor Flores, esta muchacha se ha inmolado.

(Sale Dominga de la cocina.)

DOMINGA.—Señora... ¿quiere ayudarme?


LOLI.—¿A que le gustó el teléfono?
DOMINGA.—Ha debido preparar el cianuro en la mesa de la
cocina y lo ha puesto todo perdido.
LOLI.—Sople... y ya está.

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DOMINGA.—Quiero hacer empanadillas y no quiero mezclar la
pasta con el cianuro.
LOLI.—Desde luego, esa mezcla engorda. ¿Usted, madre,
nunca se ha tragado un puente?
DOMINGA.—No, pero semáforos los que quiera.

(Entran las dos en la cocina. Eloy vuelve a cargar con la


chica.)

ELOY.—¡Andando guapa...! ¡A la clínica!

(Abre la puerta para salir y en el umbral aparece Pocholo.)

POCHOLO.—¿Dónde vas con eso?... ¿Te ha tocado en una


tómbola?
ELOY.—¡Pocholo! ¿Qué haces tú en esta casa?
POCHOLO.—(Pasa y cierra y obliga a Eloy a entrar con él.)
¡Que no aguanto más! Estoy con el mono. ¡Vamos! Deja el
paquete y dame algo.
ELOY.—Pero ¿qué te voy a dar? ¿Un vasito de leche?
POCHOLO.—No te cachondees, primo, que estoy fatal. Busca
coca, hachís, marihuana, heroína, lo que sea... que no me soporto.
¡Vamos! ¡Busca!
ELOY.—Pero ¿dónde?
POCHOLO.—La Estrella tiene. ¡Algo que me haga efecto!
ELOY.—Espera... ¡En la cocina hay unos polvos que te van a
poner como una moto!
POCHOLO.—Eso quiero, colocarme rápido. Por eso he venido.
La Estrella me suministra.
ELOY.—(Le pasa a Julia.) Doña Sofía, Reverenda Madre...
¿No habrán tirado los polvos, verdad? (Entra en la cocina.)
POCHOLO.—Se han dejado aparcado el buga en el carril bus...
¡Anda, cono! Si es la oferta del día. Chorba, prepárate

79
que vamos a hacer un viaje de alucine... y los muertos también lo
pasamos muy bien; entre flores... (Trata de despertar a Julia.)
¡Venga, gachí!... No te enrrolles más... No te pases ni un pelo... Te
has puesto ciega de caballo, ¿no?
JULIA.—(Despertándose.) ¿Dónde... estoy? ¡Por fin he muerto,
gracias a Dios!
POCHOLO.—¡Chica!... ¡Vale ya! ¿no? ¡Corta! ¡Qué estás de lo
más pirada!...
JULIA.—(Separándose de él.) Pero ¿usted quién es?
POCHOLO.—El Pocholo, camello y proxeneta. ¡Pasa algo!
JULIA.—¡Qué horror! Sigo viva.
POCHOLO.—Viva y ciega, prima.
JULIA.—No por mucho tiempo. He perdido el conocimiento
unos instantes.
POCHOLO.—Que te has privado, natural. Y ahora alucinas
cantidad.
JULIA.—(Coge el bidón de gasolina.) Ya recuerdo, el cianuro
estaba en malas condiciones, pero esto no fallará. (Por la
gasolina.) ¿Usted fuma?
POCHOLO.—Porritos, solo.
JULIA.—Voy al jardín a la ceremonia. Cuando le pida fuego,
venga usted a dármelo. Y si le gustan las Fallas, prepárase, va
usted a ver la nit del foc.

(Hace mutis con el bidón a la terraza.)

POCHOLO.—Esta tía está peor que yo.

(Salen de la cocina Eloy y Dominga con un tazón, una


cuchara donde van los polvos de cianuro.)

ELOY.—Este señor está empeñado en inhalar esto, madre.


DOMINGA.—¿Y cree usted que esto le pone en órbita?

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POCHOLO.—¡Ahí va!... ¡Qué tía más rara! ¿De qué vas vestida,
gachí?
DOMINGA.—¿Cómo te quieres tomar esto, hijo, por vía bucal?
ELOY.—No, por la nariz, que para eso está.
POCHOLO.—En vena es más rápido.
DOMINGA.—¡Abra las ventanas!
ELOY.—Si las abro él aire acondicionado no se nota.
DOMINGA.—Me refiero a las ventanas de la nariz de este señor.
POCHOLO.—¡Venga!... ¡Venga!... (Inhala los polvos con
fruición.) Esto está guay del Paraguay...
DOMINGA.—Tienen buena cara los polvitos, ¿verdad?
ELOY.—Ahora explota.
POCHOLO.—¡Qué gusto!.. Es lo mejor que he probado nunca.
ELOY.—Bueno, ahora voy a llevar a la clínica a... ¿Dónde
está?
POCHOLO.—¡Se piró ella por su propio pie! ¿Les importa que
rebañe?
DOMINGA.—Pan es lo que no hay.
POCHOLO.—(En el bar prepara combinados con los polvos de
cianuro.) Esto entra mejor con ginebra y coñac.

(Sale del cuarto Armando y Carmela. Los dos salen


derrengados como de haber sufrido una pelea.)

ARMANDO.—¡Todo arreglado!... ¡Gracias, Gutiérrez!


CARMELA.—Hoy trago, mañana ya veremos. (A Dominga.) ¡Y
ya está bien de tanto disfrazarse de monja! ¡No le veo la gracia y
una es creyente!
DOMINGA.—¡No me ponga las manos encima del hábito, que sé
artes marciales!

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ARMANDO.—¿Aquel tipo... le conozco yo? (A Eloy, por
Pocholo.)
ELOY.—No, señor, es... es el hermano de Estrella. Está con el
síndrome de abstinencia, enganchado en la heroína y viene a sacar
dinero a su hermana. Es un auténtico delincuente.

(Entra Estrella por la terraza.)

ESTRELLA.—¡Pocholo!... ¿Qué haces aquí?


POCHOLO.—(Medio drogado.) Divino... estoy divino.
ESTRELLA.—¡No tienes vergüenza! ¿Cómo se te ocurre venir a
una casa como ésta?
ARMANDO.—Estrella, Gutiérrez me lo ha contado todo.
ESTRELLA.—¿Lo de Pocholo!... ¿Sabe lo que es...!
ARMANDO.— Sí, lo sé. Un drogadicto.
ESTRELLA.—Y un camello.
ARMANDO.—Un pobre enfermo.
ESTRELLA.—Y que tiene una furgoneta.
ELOY.—No, eso no se lo he contado.
ARMANDO.—Madre, ayúdeme usted. Este hombre necesita
nuestra comprensión. (Cogiéndole con cariño.) ¿Quién tiene la
culpa que exista un ser tan repugnante?
DOMINGA.—¡La OTAN!
ARMANDO.—¡La sociedad! Que ve sin importarle un pito,
casos como el de esta bestia.
DOMINGA.—¿Quién permite que se venda droga en la puerta de
los colegios? Es más, que incluso las venda este canalla.
ELOY.—La sociedad.
ARMANDO.—Pidámonos cuentas a nosotros mismos y para
elementos como éste subvenciones estatales.
DOMINGA.—Para que llenen de colorido las calles de Madrid.

82
ESTRELLA.—Yo, la verdad, también le quiero.
ARMANDO.—¡Cómo no lo va a querer, tratándose de su
hermano!
ELOY.—Así es, desde muy pequeños ya erais hermanos. ¡Qué
susto!
DOMINGA.—Para el susto le voy a preparar un bálsamo que
tomamos mucho en el convento, a base de agua del Carmen, hielo
y una sorpresa. (Va al bar a prepararlo.)

(Aparece por la puerta de la derecha Vicente.)

VICENTE.—Perdón... si no me ordena nada más, me retiro. Ya


he dejado todo eñ orden.
CARMELA.—¡Ahí le tienes! ¡Dile a Flores que lo mío sigue
siendo...!
VICENTE.—Estando la señora de don Armando no me parece el
momento más indicado.
ARMANDO.—El lunes reciba a la señora en su despacho.

(Aparece Loli por la puerta de la cocina.)

LOLI.—¡Nada!... ¡No hay cuidado! Esos polvos son cualquier


cosa menos veneno. Se los he dado a probar a Frascuelo y se ha
puesto contentísimo. (Ve a Carmela.) ¡Usted! ¿Usted conoce a
Estrella?
CARMELA.—No tengo el gusto.
LOLI.—Es mi mejor amiga... es como una hermana...
ESTRELLA.—¿Usted conoce a mi hermano?
LOLI.—¡Pocholo!
POCHOLO.—¡Pero si es «La Caliente»! ¡Yo a ti te rajo, gachí!
ARMANDO.—¡Se conocían!

83
LOLI.—¡Pocholo, yo te contaré! Iba a llamarte un día de éstos.
POCHOLO.—(La zarandea y la tira contra el sofá.) ¡Qué no,
prima! ¡Qué eres muy borde! ¡Y te voy a dar una paliza que te
voy a matar!
ESTRELLA.—¿Tú ves esto? ¡Qué número, Eloy!
ELOY.—¡Nada! Estoy en la calle... En la calle.
POCHOLO.—¡Golfa! ¡Que eres mucho peor que las golfas!
¡Cacho zorra!
ELOY.—Don Armando, yo no tengo la culpa.

(Loli corre detrás de Pocholo.)

LOLI.—El tipo que me entregó la pasta, no me dijo que hiciera


de camello.
POCHOLO.—¡Canalla, borde, ladrona, miserable... estafadora!
LOLI.—No te pongas así, Pocholo.
POCHOLO.—¡Te voy a matar, además eres una mentirosa!

(Mutis corriendo a la terraza.)

ELOY.—Don Armando de mi alma... Ese drogadicto es un ser


indigno... y su mujer una santa.
ARMANDO.—Mentirosa, ¿verdad? La ha llamado mentirosa.
Eso sí que no lo consiento. Ande, Flores, vaya a ver qué hacen
esos dos chiquillos.
VICENTE.—Ya sabe, se llevan como el perro y el gato.

(Sale a la terraza.)

ESTRELLA.—Lamento mucho lo de Pocholo.

84
ELOY.—Como íbamos a suponer que tuviera amistad con su
señora.
ARMANDO.—¿Saben de qué se conocen? De la ópera.
ELOY.—¡No! ¡Me niego a hablar más de la ópera...! Voy a
volverme loco.

(Se pone muy nervioso. Dominga le da una bebida que ha


preparado.)

DOMINGA.—Tenga, esto es mano de santo para los nervios.


ELOY.—¿No tendrá alcohol?
DOMINGA.—Sólo indulgencias. (Eloy bebe.) ¿A que está
bueno? (Eloy pone cara de alucinado.) El secreto está en echarle
un chorrito de vodka.

(Eloy empieza a bailar ruso. Por la terraza corre Loli, detrás


Eloy y detrás Vicente; van hacia la cocina. Acaba el baile
Eloy y entra Julia de la terraza.)

JULIA.—Por favor... ¿quién me da lumbre?

(Va con todo el pelo de gasolina. Eloy ha caído en los brazos


de Carmela.)

DOMINGA.—(Coge un mechero.) Yo, hija; con mucho gusto.

(Intenta encender pero no funciona. Eloy, desesperado, lo


está viendo, pero ya no sabe qué hacer.)

ELOY.—Ni se le ocurra... está loca... loca de remate.

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ARMANDO.—Ya está bien. ¡Se acabó! ¡Estrella... usted y yo al
relax!

(La lleva hacia el cuarto donde está la trampa. Pasan y


Armando da al interruptor. Se funden los plomos y se escucha
un grito enorme de A rmando.)

¡Aaaaaaaaaah!

(Oscuro.)

86
TERCER ACTO

CUADRO PRIMERO

En el mismo sitio, el sábado a las diez de la noche.

(En escena, Sofía. También está su equipaje. Sollozando


habla por teléfono.)

SOFÍA.—¡Qué desgracia, doctor!... ¡Qué desgracia más


grande!... ¿Cómo voy a estar?, destrozada... Ha sido un golpe
durísimo, eso... una pérdida irreparable... usted no sabe cómo era
de bueno y cariñoso conmigo... jamás me engañó con nadie... No
sé muy bien lo que ha ocurrido, acabo de llegar de Hong Kong y
me iba a pasar por La Paz, pero si me dices que no hace falta...
Me consta que han hecho lo que han podido, doctor... lo raro es
que muriera envenenado... sí y dar parte a la Policía... Sí, mañana
es el entierro... pues no lo sé... pero de momento en la piscina,
debajo de la fuente en forma de cascada... ¡Le gustaba tanto la
piscina al pobre!... Gracias, doctor, hasta mañana. (Cuelga y
solloza.) ¡Pobrecito... pobrecito mío! Voy a ponerme algo de luto.

(Recoge las maletas. Hace mutis por la puerta del cuarto de


primer término al foro. Detrás del sofá vemos una pierna y
luego otra, después la dueña del par de piernas que no es otra
que fulia. Se acaba de despertar, bosteza, se despereza.)

87
JULIA.—¿Dónde estoy?... ¿Qué hora es? (Busca en su bolso las
gafas.) Las diez. (Mira su reloj.) ¿De qué día?

(Suena el timbre de la puerta varias veces.)

SOFÍA.—(Off.) ¡Va...! ¡Ya va!

(Julia se vuelve a esconder detrás del sofá. Sale Sofía, y se


dispone a abrir. Abre y entra Vicente.)

VICENTE.—¿Estás sola?
SOFÍA.—Absolutamente, no hay nadie. Yo acabo de llegar,
pero por fin tenemos la casa vacía, sólo para nosotros.
VICENTE.—Lo siento Sofía; créeme.

(Llorando Sofía se abraza a Vicente.)

SOFÍA.—¿Qué pasó, Vicente?... ¿Cómo pudo ser?


VICENTE.—No lo sé. Ten en cuenta que se fundieron las luces.
SOFÍA.—Y yo, como una boba esperándote toda la noche en el
Eurobuilding.
VICENTE.—Nadie pudo salir de aquí, hasta que vino el
electricista por la mañana y reparó la avería.
SOFÍA.—¡Esta manía de Armando de electrificarlo todo!
Cuando hay un corte de luz, no podemos ni tan siquiera abrir las
puertas para salir.
VICENTE.—Por eso no pude moverme. Luego lo llevamos a La
Paz.
SOFÍA.—Acabo de hablar ahora mismo con el doctor Meras.
VICENTE.—Ten mucha resignación, Sofía. Creo que hice bien
en llamarte por teléfono.

88
SOFÍA.—¡Mi vida...! (Se abrazan.) ¡Eres de lo más bueno y
sacrificado del mundo!
VICENTE.—¿Crees que pudo ser un buen Director General?
SOFÍA.—Eso déjalo de mi cuenta. El lunes daré la orden. ¡Le
haremos una tumba preciosa!
VICENTE.—Un hermoso mausoleo.
SOFÍA.—¡La estatua de un perro grande y distinguido y abajo
una inscripción: Aquí vive Frascuelo, por toda la eternidad!
VICENTE.—¿Quieres verle?
SOFÍA.—Sí, vamos. (Caminan hacia la terraza.) No sé qué
sería de mí sin ti, amor.
VICENTE.—Para mí, no hay más mujer en el mundo.
SOFÍA.—¡Y que no me entere, porque te mato!

(Salen a la terraza. Julia sale de su escondite.)

JULIA.—¡Será posible...! ¡Golfo! ¡Miserable!... (Busca en su


bolso.) A ver, qué hay por aquí. Barbitúricos, esto es lo que tomé
anoche, pero tomé poco. Pero si me tomo el frasco, no despertaré
jamás. (Va al bar y echa todo su contenido en un vaso. Lo va a
probar pero huele fatal.) ¡Cómo huele! Esto debe estar horrible. A
ver si con hielo, granadina, una rajita de limón y un poco de
tabasco tiene mejor sabor.

(Entra en la cocina dejando el vaso en el bar. Por la puerta


que conduce al interior de la casa aparecen Dominga y
Pocholo. Dominga ha cambiado sus hábitos monjiles por los
de punkie; Pocholo sigue con la misma ropa. Entre los dos
llevan un televisor, un vídeo, un equipo de música, una
lámpara de pie, objetos de decoración, una escultura, etc..)

POCHOLO.—¡Con cuidado, mamá...! ¡Despacito!

89
DOMINGA.—Jolines, qué sonado estás, rico!
POCHOLO.—¡Los malditos polvos que me metisteis por la nariz
tienen la culpa! ¡Un descanso!

(Dejan las cosas. Se sientan.)

DOMINGA.—¡Espabila, Fabila, que viene el oso! O sea, que


tenemos que cargar todo esto y más cosas en el trailer.
POCHOLO.—Estoy fatal.
DOMINGA.—Pues estornuda.
POCHOLO.—No puedo, se me ha quedado la nariz entaponada. Y
tengo que respirar por la boca. Déme un porrito, mamá, que me
entone.
DOMINGA.—Pues a la chica ésa no la hicieron efecto.
POCHOLO.—¡En cambio, Frascuelo fue tomarse los polvos
y darse con la cabeza en el techo!

(Fuman un porro que saca Dominga.) j


DOMINGA.—Pocholo, hijo, me metes en cada lío. ¿No es
la Estrella la que tenía que dormir al personal?
POCHOLO.—Pero no en esta ocasión. Ahora está ganando
una pasta gansa de otra manera. Y así nosotros aprovechamos
que no hay nadie y desvalijamos la casa.
DOMINGA.—¿No me habré pasado trayendo el trailer, en
vez de la furgoneta?
POCHOLO.—No, madre. Aquí hay de todo y bueno. ¡Qué
pasada! ¿Y cómo se le ocurrió vestirse de monja?
DOMINGA.—No me voy a presentar así. Tú me dijiste
que estarían durmiendo después de la orgía. Yo no vi orgía y
me presenté de monja, no es la primera vez. ¡Bueno!...
Vamos, que hay mucho tajo. ¡Anda flojo, que aún nos queda
mucha tela marinera!

90
POCHOLO.—Un momento, estaba tomando una copita de
Chinchón.
DOMINGA.—Lo que resultó un corte, fue ver a las tías con esas
pintas.
POCHOLO.—Esta debe ser.

(Se toma el vaso que ha preparado Julia con el barbitúrico.)

¡El chinchón es lo único que soporto! (Bebe y cae al suelo.)


DOMINGA.—¡Pocholo!... Hijo, pareces tonto. ¿Qué te pasa? Ya
no resiste la bebida.

(Pocholo se incorpora poco a poco.)

POCHOLO.—¡Uy! ¡Qué fuerte! De pronto se me han aflojado las


piernas y se me ha ido la cabeza.
DOMINGA.—El chinchón está muy rico y además es digestivo.
(Cargan las cosas.) Venga, no seas gandul, al trailer.
POCHOLO.—¡Uy! ¡Qué sueño me está entrando! ¡Me está
entrando un sueño de muerte!
DOMINGA.—Eso es que has trasnochado. Hay que hacer vida
sana, madrugar y poco ejercicio para que la heroína, el porro y la
coca no hagan daño.
POCHOLO.—¡Lo que daría por una cama...!

(Dominga y Pocholo hacen mutis puerta de la calle. Sale Julia


con un cubo de hielo y varias cosas de echar en la bebida.)

91
JULIA.—¡Vamos allá! ¡Un trozo de limón y unas gotas de...! ¿Y
el vaso con el barbitúrico?... Yo juraría que lo había dejado aquí.
Estará en la cocina. Fácil no es, esto de matarse.

(Entra en la cocina. Por la puerta de la calle entran


Pocholo y Dominga.)

POCHOLO.—Ha sido la bebida, mamá. Tenía un gusto muy


raro.'
DOMINGA.—Tomaste chinchón, ¿no?

(Coge la botella y se echa una copa.)

POCHOLO.—Es que me caigo... y como no puedo respirar.


DOMINGA.—(Bebe.) Nada, está buenísimo. (Deja el vaso en la
mesa.) Y ya basta de excusas, hay que currar. (Recogen cosas.)
POCHOLO.—¿Viste qué morro el de Loli, «La Caliente»?
DOMINGA.—Pero... ¿te dio la pasta o no?
POCHOLO.—Por lo visto, está aquí currando para el tío de la
casa. En cuanto cobre me da el dinero que me mangó.
DOMINGA.—Está visto que todo nos sale bien.

(Mutis por la puerta de la calle. Sale Julia de la cocina. Trata


de reflexionar. Del cuarto primero de la derecha del foro sale
Carmela. Se acaba de levanta de la cama.)

CARMELA.—Hola, bonita. (Bosteza.) ¿Qué hora es?


JULIA.—Las diez, doña Carmela.
CARMELA.—¿Qué buscas?
JULIA.—Un vaso con barbitúricos.
CARMELA.—¿No será éste...?

92
(Se refiere al que ha probado Dominga. Queda aún.)

JULIA.—¡Qué tonta! Cada vez veo menos. ¿Sabe?, voy a morir.


Caeré fulminada en cuanto pruebe esto.

(Pone hielo y tabasco, etc.)

CARMELA.-—¡Bueno, basta, guapa! Bastante coñazo nos diste


anoche con la gasolina, que hubo que meterte en la piscina, y
luego darte un sedante, para pararte el ataque de pesadez.
JULIA.—Pues no me acuerdo, de nada. En fin, adiós doña
Carmela, muero feliz. (Bebe el anís.) Ya está.
CARMELA.—¿Ya está el qué?
JULIA.—Bueno, esto tarda un rato. Va a ser una muerte muy
dulce, porque tengo un raro sabor a anís del Mono.
CARMELA.—(Se sirve agua en el bar.) Pon algo de tu parte.
CARMELA.—Si no pienso en otra cosa. ¡Qué canalla el señor
Flores!, ¿verdad?
CARMELA.—Pues la que me pensaba hacer Armando, es mona.
Pero a mí, no me da por matarme. ¡Yo he venido a esta casa a
hundirle! Sé cómo trucaban la contabilidad. Hay una falsa en La
Agonía Félix y la verdadera está aquí, en el despacho de
Armando. Y va a ser mío, dentro de un momento. Para eso he
venido.
JULIA.—La acompaña, porque esto mío no...
CARMELA.—No hay nadie en la casa, ¿verdad?
JULIA.—El malvado de Vicente y su amante están en la piscina.
¡Ya se le ha olvidado cómo una servidora le metía mano a diario!
CARMELA.—Pues, hala... pon interés y saborea conmigo el
placer de la venganza.

93
(Mutis las dos por la puerta del interior. Por la puerta de la
calle entran Pocholo y Dominga.)

DOMINGA.—¡He dicho que no, Pocholo! ¡Quedan más cosas!


POCHOLO.—Si ya nos hemos llevado el vídeo. ¿Por qué no nos
piramos?
DOMINGA.—No haberme hecho traer el trailer. ¿Qué te parece
este sofá? De esta habitación no hemos desvalijado nada.
POCHOLO.—Estoy mal... muy mal... sólo quiero dormir.
DOMINGA.—Es una cosa de amor propio, hijo. Yo no me voy
de aquí sin dejar completamente vacío el chalet.
POCHOLO.—Puede aparecer alguien.
DOMINGA.—Tal como iba don Armando lo tienen en la UVI un
mes.
POCHOLO.—Pues volvemos cuando haya dormido.
DOMINGA.—¡Vamos al despacho!
POCHOLO.—No puedo con mi alma.
DOMINGA.—Sólo hay que descerrajar los cajones, no creo que
eso te suponga un duro esfuerzo. Te chutas un perico y te comes
la mesa de despacho.
POCHOLO.—Pero, no me haga cargar más cosas, madre. Yo
teniendo el vídeo...
DOMINGA.—Todo está cerrado con llave, y eso porque tienen
cosas de valor. Y nosotros vamos a dejar los cajones limpios.
¡Vamos gandul!

(Mutis de Pocholo y Dominga por la puerta interior. Al


momento entran por la puerta de la terraza Sofía y Vicente.)

VICENTE.—Aquí en tu casa me da corte.

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SOFÍA.—Me he pasado toda la noche quemándome de deseo,
esperándote.
VICENTE.—Tengo la sensación que va a aparecer tu marido...
SOFÍA.—No quiero que sólo lo hagamos en los hoteles.
VICENTE.—Como a ti te gusta el número del exhibicionista.
SOFÍA.—¡Me encanta! ¡Ya está!... Convertiremos esta casa en
un lujurioso mueblé. Mira esas dos habitaciones; yo me meto en
una y tú en otra. Como en Eurobuilding.
VICENTE.—No sé, Sofía...
SOFÍA.—¡Te espero desnuda y te abro la puerta! ¡Oh! ¡Es él!,
¡el exhibicionista que me persigue tenazmente para violarme! ¡Tú
apareces, naturalmente, desnudo, entras y me violas! Vamos,
como siempre.
VICENTE.—Aquí no es lo mismo.
SOFÍA.—No me contradigas, que estoy de luto. ¡Cinco
minutos, Vicente!
VICENTE.—¿No entiendo por qué te llevas mal con tu marido?
SOFÍA.—Tú aquí y yo aquí... ¡Chao! (Señalando cada puerta.)

(Entran cada uno en un cuarto. Mutis de los dos. La puerta de


la calle se abre y entran Armando y Eloy. Armando lleva un
peluca llamativa y mueve las manos y los brazos como una
secuela del sbock.)

ELOY.—Tranquilícese, don Armando. Ya va usted mucho


mejor.
ARMANDO.—¡Con velas!... ¡Fuera la electricidad! ¡Y para
llamar al timbre de la puerta una campana! ¡Y me trae sin cuidado
que entren ladrones en mi casa!

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ELOY.—No ha sido nada, pero ha podido ser mucho peor. En
cuanto se le pase el temblor de las manos.
ARMANDO.—¿Y la peluca?
ELOY.—Le tuvieron que pelar al cero. El shock fue muy fuerte
y ha salvado usted las cejas de milagro.
ARMANDO.—Querían hacerme un trasplante. Los muy bestias.
ELOY.—Me ofrecí yo voluntario, por lo menos una ceja se la
cedía con gusto.
ARMANDO.—Pero, mire las manos, Gutiérrez.
ELOY.—Un momento, para eso tengo remedio.
ARMANDO.—¡No se vaya! ¡Siénteme!
ELOY.—Voy a buscar lo que me dio el médico.

(Sale por la cocina cuando entran por la puerta Estrella y


Loli Loli lleva un pañuelo en la cara anudado en la cabeza.)

LOLI.—¡No hay derecho...! Yo iba acompañando a Armando


solamente.
ESTRELLA.—¡Con la manía de contar a todo el mundo lo del
puente! ¡Pues toma puente!
LOLI.—Es que me lo han sacado de cuajo.
ESTRELLA.—Eso es lo que tienen las clínicas, que en cuanto te
descuidas te quitan lo que pueden. A mí, lo que no pueden
quitarme es el mono. ¿No tenéis un botiquín en esta casa?
ARMANDO.—Sólo tiritas.
ESTRELLA.—Pasar tanto tiempo en La Paz me ha puesto a cien.
¡Qué manera de poner inyecciones en vena...! ¡Se me saltaban las
lágrimas!
LOLI.—¡Ay!... Mi boca. ¡Yo me quiero morir!

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(Va a buscar el coñac. Aparece Eloy con un paquete.)

ELOY.— Esto es buenísimo, don Armando. (Le coloca dos


maracas en las manos de Armando.) El doctor dice que los
primeros días debe intentar acompañar solo el bolero. Si dentro de
un mes no se le ha pasado el temblor, pase directamente a la
samba basileira. Intente... intente... Son las secuelas de la
descarga. Y gracias que le han dejado curarse en casa. El
tratamiento con las marcas está prohibido y en clínicas hay que
pagar derechos de autor.
ESTRELLA.—¿Te preparo algo que encuentre por la cocina?
LOLI.—Yo con el coñac tengo bastante. (No para de beber.)
ESTRELLA.—Voy a buscar una cerveza y le voy a meter de todo.

(Hace mutis a la cocina.)

ELOY.—¿Qué tal va, don Armando, mejor verdad?


ARMANDO.—Gutiérrez si se le ocurre decirme que quiere
leerme su curriculum, me tiro a su cuello y le estrangulo.

(De pronto suena el ruido inconfundible de la alarma.


Cambian las luces, etc., como siempre.)

ELOY.—¿Qué es esto?
ARMANDO.—(Asustado se pone en pie.) ¡La alarma! ¡Otra vez,
no...! ¡Párenla me pongo a morir!... ¡No lo soporto!

(Sale a la terraza.)

ELOY.—Pero... ¿quién ha tocado la alarma? LOLI.


—Y yo qué sé... habrá ladrones.

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ELOY.—Don Armando... que no es nada... Vamos, no vaya a
hacer una locura.

(Eloy y Loli salen a la terraza. De cada puerta salen-


Vicente y Sofía desnudos con un pareo tapándose algo.)

VICENTE.—¡Ladrones!
SOFÍA.—¡No busques excusas...! Pasa a veces que salta la
alarma. Vamos, cada uno a lo suyo. Cinco minutos.

(Vuelven a entrar cada en su cuarto. Sale Estrella con la


litrona.)

ESTRELLA.—Si no le pego a la litrona reviento... (Cesa la


alarma.) ¡Qué cosa tiene esto del síndrome de abstinencia! Me ha
parecido oír un ruido extraño... Tengo ya el coco completamente
averiado.

(Entran Armando, Eloy y Loli de la terraza.)

ARMANDO.—¡Mira, Estrella! Perfecto, ya no tiemblo. ¡Qué


maravilla es el cerebro! Ha bastado un shock parecido al de la
otra vez y nuevo!
ELOY.—¿Y no cree usted, don Armando, que puede haber
ladrones?
ARMANDO.—¡Alarmista! ¡Siempre con la inseguridad
ciudadana!

(Solloza.)

ARMANDO.—Estoy perfectamente. ¡Esto ha sido un milagro!...


Ya me veía en Lourdes, y tú, Sofía, metiéndome en la

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piscina, haciendo aguadillas a los enfermos. ¡Bien! Comienza la
noche del sábado. Abróchense los cinturones.
ESTRELLA.—Lo mejor es continuar con el póker-striptease.
ELOY.—No, por favor, que yo me pongo muy malo.
LOLI.—Oye, ya que me van las cosas tristes... ¿por qué no es
desnudáis vosotros?
ARMANDO.—Eso... el caso es crear el clima y luego a la cama.
(De una caja saca un porro.) Ya sé que es una tontería... pero
tengo por aquí un porrito. (Ríe.) ¿Qué tal si Estrella lo prueba?
ESTRELLA.—No juegue conmigo. No haga que se me pongan
los dientes largos. ¿De verdad es un porro?
ARMANDO.—¿A qué no se atreve?
ESTRELLA.—¿A ver? (Lo coge y lo huele.) ¡Mi madre!
ARMANDO.—No pasa nada, mujer. Por lo menos una chupadita.
(Se lo enciende.) ¿Qué? (Ella fuma como una profesional.) ¿Se
marea?
ESTRELLA.—¡Tela marinera! (Fuma como una loca.)
ARMANDO.—¡Qué carilla pone la pobre...! ¡Esto marcha!
ELOY.—Se puede morir, no está acostumbrada.
ARMANDO.—No pasa nada, Gutiérrez. Bien... y ahora, usted y
yo vamos a hacer un strip-tease.
ELOY.—A mí pídame que cuadre el balance de este año, pero
de quitarme la ropa, ni idea.
ARMANDO.—(Tararea lo del strip-tease. Las chicas dan
palmadas. Los dos bailan.) ¡Noche lujuriosa, Gutiérrez!
¡Muévase! ¡Vamos, de cabeza al frenesí, Gutiérrez! ¡Esas caderas,
Eloy!
ELOY.—Soy sosísimo, don Armando; además a mí el frenesí
me da congoja.
ARMANDO.—¡Venga, los pantalones...! ¡Los dos al mismo
tiempo, Gutiérrez! ¡Ya!

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(Se bajan los pantalones al mismo tiempo quedando con unos
calzoncillos muy divertidos. Loli y Estrella animadísimas con
la cerveza y el porro.)

ESTRELLA.—¡Vamos ya! (Silba.) ¡Cómo están de ricos!


LOLI.—¡Macizos! ¡Y los muslos que tienen!
ESTRELLA.—¿Sí! ¿Dónde?
LOLI.—Mujer, es un decir.
ARMANDO.—¡Gutiérrez, déle a la libido con mi mujer, no pasa
nada!
ELOY.—-No puedo, me tiemblan las piernas, debo haber
cogido frío en las corvas.

(Sale de la puerta interior Dominga con una máquina de


escribir y una lámpara.)

DOMINGA.—Pero... ¿qué hacen ustedes aquí?


ELOY.—¡Alaska!
ARMANDO.—(Se coloca los pantalones.) Perdone, Madre. ¿Ha
colgado los hábitos?
DOMINGA.—Yo tengo de monja, lo que estas señoras.
LOLI.—Entonces, poquísimo.
DOMINGA.—Están ante un ser marginado. Víctima de esta
sociedad insolidaria. ¿Saben cuántos parados hay?
ARMANDO.—Gutiérrez es el que lleva la cuenta.
ELOY.—No los he contado.
DOMINGA.—Por eso no tengo otro recurso que llevarme los
objetos que a los privilegiados les resulten superfluos.
ELOY.—¡Qué se lleva la máquina!
ARMANDO.—¡Es usted una ladrona!
DOMINGA.—Presunta. ¿Y les parece que llevarme esta triste
lámpara y esta modesta máquina es comparable al delito fiscal?

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ARMANDO.—Pero, todo eso es mío, señora.
DOMINGA.—¿Me meto yo en si blanquea el dinero? ¿Cuántas
clases de contabilidades lleva? ¿Y quién sabe si no utilizará una
OPA para explotar al trabajador? Pero si es una vergüenza...
Miren. (Coge una cajetilla de Winston.) ¡Winston! Les denuncio
por fumar tabaco en un local cerrado delante de una embarazada y
les busco la ruina.
ELOY.—¿Dónde está la embarazada?
DOMINGA.—Servidora. Y seguro que han dejado los coches
mal aparcados.
ARMANDO.—Tiene usted mucha razón. Permítame que la
ayudemos.

(Le cogen las cosas.)

ELOY.—¿Pedimos un taxi o tenemos que acercarla a Madrid?


DOMINGA.—El trailer que hay en la entrada es mío.
ARMANDO.—¿Se le antoja alguna cosa más?
DOMINGA.—Sí; vayan ustedes sacando la nevera y la lavadora.
ARMANDO.—¡Andando, Gutiérrez!

(Cuando van a hacer mutis, entra Julia llevando a Pocholo


dormido.)

ESTRELLA.—¡Pocholo!... ¿Qué te han hecho?


JULIA.—Está fatal, lo ponemos de pie y se cae ~para los lados.
ESTRELLA.—Pobreeito. (Lo ponen en el sofá.)
DOMINGA.—Debe ser cosa de la vista; me lleva dando un día...
ESTRELLA.—¡Chist! Parece que no respira.

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DOMINGA.—Déjeme a mí, que tengo mejor oído. (A Eloy y
Armando.) ¿Ustedes qué hacen ahí, que no Van por los
electrodomésticos?
ARMANDO.—Perdone.
ELOY.—Vamos.

(Entran en la cocina.)

DOMINGA.—Ahora silencio. No quiero oír ni un suspiro.

(Pone la oreja en el corazón de Pocholo. Pausa. No se oye


nada. Muy despacio la puerta del cuarto de Vicente se abre y
sale de espaldas al grupo Vicente desnudo con un pareo.)

JULIA.—¡Vicente!
VICENTE.—(Dándose cuenta.) Hola... nada, que pasaba por
aquí...

(La mano de Sofía le coge del pareo y le mete dentro.)

SOFÍA.—¡Oh! el exhibicionista... ¡qué me persigue! (Mutis.)


JULIA.—¡Es él!... ¡Vicente con el culete al aire!

(Salen Armando y Eloy.)

ELOY.—¿Qué pasa?
JULIA.—¡El señor Flores se pasea desnudo por esta casa!
ELOY.—¡Ya no puede ser Director General!
JULIA.—Y está en ese cuarto con una amante que tiene.
(Llora.) No he visto nunca una persona con más amantes.
ARMANDO.—¡Vamos a ver quién es!
ELOY.—Es uña vergüenza. Traerse a esta casa a una golfa.

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(La puerta se abre y aparece Sofía muy seria, se ha puesto
una camisa.)

SOFÍA.—Todo lo que estás pensando es una ruindad.


ARMANDO.—Pero... ¿qué haces tú con un señor desnudo?
SOFÍA.—Mentira. Aquí no ha entrado ningún hombre y menos
desnudo.
ELOY.—Déjeme a mí, don Armando. (A Sofía, muy chulo.)
Oye, guapa, ¿tú no te has dado cuenta la pinta que tienes! Mal está
que el señor Flores ligue a una putita, pero traerse a una tan
tirada...
ARMANDO.—¡Vale, Gutiérrez, vale!
ELOY.—¡De manera, guapita, que ya te estás largando de aquí!

(Vicente pasa por la cornisa por detrás hacia la puerta de


entrada.)

SOFÍA.—¿Esta quién es? (Por Loli.)


ELOY.—Es la señora de don Armando. ¡Y venga ya, largo,
guapa!
SOFÍA.—¡Déjeme! ¡No me toque, que es usted un reptil!
ELOY.—¡Ay, que le doy!... ¡Ay, que se me va a ir la mano!
ARMANDO.—Quieto ya, Gutiérrez. Ni una palabra más.
SOFÍA.—¿Aquello que está manchando el sofá, qué es?
DOMINGA.—Es mi hijo Pocholo y va a haber que llevarle a La
Paz.
POCHOLO.—Sí... estoy muy mal. ¡Fatal, Estrella!
ESTRELLA.—(Le ábrala.) (Se levanta y va a Loli.) Señora, no
tiene nombre como la he estado engañando. Ha sido por dinero;
servidora es una profesional. Soy una enganchada al porro y al
Pocholo. Eloy me pagó por este número.

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ARMANDO.—¿Es verdad eso, Gutiérrez?
ELOY.—Es verdad, don Armando y lo siento. (A Loli.) Señora,
no encuentro palabras... Creí que ésta era la manera de conseguir
el puesto. Engañar a toda una señora como usted, no tiene
nombre.
LOLI.—¡Desde luego! ¡Vaya gentuza, Armando!
SOFÍA.—¿Y ustedes qué hacen con vestidos míos?

(Entra por la terraza Vicente vestido.)

VICENTE.—Yo no tengo nada que ver en todo ese lío. Don


Armando, para que lo sepa... la mujer que quiero y con la que
estoy liado hace un año, es Julia. La amo y la voy a pedir en
matrimonio. Lo demás son habladurías.
JULIA.—Tarde, Vicente, porque muero de un momento a otro.
CARMELA.—¡Aquí está esto! ¿Quién sabe el teléfono de
Interviú?
ARMANDO.—¿Pero qué haces con los libros de contabilidad?
CARMELA.—Que me he cansado y te voy a buscar la ruina.
Señora, su marido tenía una doble contabilidad.
LOLI.—¡Pero es posible! No me lo puedo creer... Déjeme que
lo compruebe.
DOMINGA.—¡Desde luego! ¡Vaya casita! ¡Tiene un peligro!
Entra una con su mejor voluntad a realizar un trabajo y por no
tomar garantías hay que ver la que se forma; por poco me dejan al
chico sonado. Está esto que es mejor dejarlo.
LOLI.—No entiendo nada; pero esto está muy bien. El tío que
haya hecho esto, merece ser director general.
ELOY.—(Muy contento al lado de Loli.) Entonces ¡el puesto es
mío! Gracias, señora. Don Armando, aquí su mujer me ha
aprobado del examen.

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LOLI.—No puede haber nadie con más méritos.
ELOY.—¡Gracias...! ¡Gracias a todos... y a usted también, don
Armando!
SOFÍA.—¿Qué trabajo desempeña usted en «La Agonía Félix»?
ELOY.—¡Mira que... esta tía...! ¡Que no se dirija usted a mí!
ARMANDO.—Gutiérrez, esta señora es mi mujer. (Pausa.)
ELOY.— ¿Y esta otra? (Por Loli.)
LOLI.—Loli «La Caliente».
ELOY.—Buenas noches.

(Cuando va a salir le sujeta Dominga.)

DOMINGA.—Venga acá. Usted ha obrado así para vengarse de


una injusta sociedad, que le tiene marginado. Si usted, don
Armando, fuera listo, el puesto era para este hombre. Tiene
imaginación.
ARMANDO.—Sofía, tú mandas.
SOFÍA.—Decide tú, eres el Presidente. ¡Mano dura, Armando!
ARMANDO.—Vicente Flores... ¿sigue existiendo la sucursal de
Soria?
VICENTE.—Sí, señor.
ARMANDO.—¡A partir del lunes, tomará posesión de su nuevo
cargo allí. Y no sólo eso, sino que se casará con Julia, para que
vea lo que son los domingos de Soria y con Julia. Carmela podrá
seguir disfrutando de cuanto disfrutaba en vida de su marido.
CARMELA.—¿De todo, de todo...? De acuerdo, como siempre.
ARMANDO.—Ustedes pueden llevarse lo que quieran de esta
casa.

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DOMINGA.—¡Salud para mi Pocholo, es lo único que queremos!
ARMANDO.—Y usted, Gutiérrez, ¡queda despedido!
SOFÍA.—¡Que te crees tú eso! Desde este preciso instante, este
señor es el nuevo Director General.

(Se pagan las luces y sólo queda un foco que ilumina a Eloy.
Siguen todas las figuras sin moverse.)

ELOY.—(Al público.) Y así fue como llegué a alcanzar el


puesto más alto en «La Agonía Feliz». Si alguien me hubiera
dicho, después de todo aquel lío, que doña Sofía iba a tomar esta
resolución, no lo habría creído. Naturalmente me maté por la
Compañía de Seguros y dejé en la empresa todo mi talento.

(Se va el foco. Un foco ilumina a Armando.)

ARMANDO.—Por culpa de Eloy Gutiérrez y a su método de


contabilidad, «La Agonía Félix» quebró; hicimos suspensión de
pagos y fuimos todos a la calle. Forzados por la situación,
fundamos la Agencia de Imagen «ZAS». La imagen al servicio del
poder. Un negocio redondo. Asesoramos cómo tienen que ir
peinados los políticos en la foto de las elecciones. Nada de esto
habría sido posible sin la colaboración de Dominga Albadalejo.

(Se va el foco. Un nuevo foco ilumina a Dominga.)

DOMINGA.—Desde que fui elegida Concejal del Ayuntamiento


de Parla y se me encargó frenar el consumo de tabaco canario,
conecté con la Agencia de Imagen «ZAS». Y todo

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marcha, funciona y a base de años de honradez estamos
inventando un nuevo tipo de sociedad más justa.

(Puede haber un número musical. Se apaga el foco y telón)

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