Alonso Millan, Juan Jose - Golfos de Cinco Estrellas
Alonso Millan, Juan Jose - Golfos de Cinco Estrellas
Alonso Millan, Juan Jose - Golfos de Cinco Estrellas
«Alonso Millán aplica el bisturí a la risa, de la sátira, al sector aparentemente dorado que
se refleja habitualmente en las revistas del corazón.»
López Sancho (ABC)
«Hace falta-el pulso de un autor avezado para hacer que el público acepte la ficción como
reflejo de la misma realidad reconocible.»
Antonio Valencia
«Sátira acertada en la que Alonso Millán demuestra una vez más su fino olfato de gran
autor para los temas del día y su sentido del humor para tratarlo de forma teatral.»
Revistas del corazón es obra que vuelve a acreditar a su autor como un indiscutible
hombre de teatro, capaz de conectar con el público en el tratamiento humorístico de los
temas que aborda.»
Arciulio Baqucro (Efe)
«Alonso Millán hace honor al oficio que tiene, conoce el arte de no aburrir en sus obras
originales y en revistas del corazón nos lo demuestra una vez más.»
J. R. Diaz Sande
«Alonso Millán vuelve a demostrar su excelente pulso para transitar por los difíciles
vericuetos de la alta comedia.»
Enrique Asenjo
Juan José Alonso Millán
PERSONAJES
CUADRO PRIMERO
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de incendios! ¡Nadie como él para el seguro contra el pedrisco!
¡Fue tanta su dedicación en el seguro contra el robo, que hizo de
Hipólito un delincuente! Como todos sabéis en la Compañía,
Hipólito usó desde temprana edad braguero, pues lucía una
hernia estrangulada desde su servicio militar en Jaca, dato éste
anecdótico, que no le impediría llegar a ser nombrado Director
General. Y no sólo permitió el bocadillo de caballa a media
mañana, sino que él mismo los preparaba con esmero y los
vendía. Incluso llegó a utilizar el consumo de fruta fresca del día,
como recuerda la placa conmemorativa situada a la entrada de la
Delegación de accidentes. ¡Se nos ha ido un amante del seguro
combinado! ¡Un adalid del mixto...! (Visiblemente emocionado,
Julia que también llora como una loca, le da un kleenex.)
Gracias, Julia.
JULIA.—(Que lleva gafas, naturalmente, empañadísimas por
el dolor y las lágrimas.) ¡Vamos, don Armando...! ¡Manténgase
entero!
ARMANDO.—¡El más audaz con el seguro de incendios! ¡El
pirómano! Como se le conocía cariñosamente en Secretaría. En
fin, queridos compañeros, perder a Hipólito Cabrales es una
desgracia irreparable. Y sobre todo, perderle como le hemos
perdido. (A Flores con discrección.) Óigame, Flores.
VICENTE.—Dígame, don Armando.
ARMANDO.—¿Quién es aquella muchacha! ¿Trabaja con
nosotros?
VICENTE.—No señor, es la primera vez que la veo.
ARMANDO.—Entérese qué hace una chica así en un sitio como
éste.
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ARMANDO.—¡Ah! sí. Pero ese hombre dedicado en cuerpo y
alma al seguro no debió cometer dos errores: el primero casarse
con una mujer treinta años más joven que él y con un evidente
exceso de sexualidad; como todos sabéis, me refiero a Carmela,
su desconsolada viuda. Hipólito no estaba hecho para ese trajín.
Y el segundo, y que le costó la vida, querer aprender sevillanas.
Fue tanto su pundonor al debutar en el Portón, que no superó la
difícil vuelta de la tercera. Hipólito tenía que haber seguido fiel a
la sardana, de la que era consumado maestro.
(Aparece Vicente.)
VICENTE.—Ya me he enterado.
ARMANDO.—¿Quién es?
VICENTE.—Ha venido acompañada de Gutiérrez.
ARMANDO.—¿Ese? (Señala a Eloy.)
VICENTE.—Sí, señor. Por lo visto es su prometida; se van a
casar para este otoño.
ARMANDO.—¿Conozco yo al tal Gutiérrez?
VICENTE.—Es jefe de contabilidad. Le unía una gran amistad a
Hipólito.
ARMANDO.—Me sugiere el señor Flores que habrá que
considerar el fallecimiento de Hipólito como accidente laboral.
Ahora meditemos los estragos que están haciendo las sevillanas
entre los ejecutivos del país. Meditemos. (Se acerca a Eloy.)
¿Qué tal Gutiérrez? ¿Cómo va esa contabilidad?
ELOY.—¡Pobrecito! El no tenía salud. Y luego Carmela, que
mira que los amigos se lo decíamos. ¡Qué es ninfómana,
Hipólito! ¡Qué es ninfómana!
ARMANDO.—Que sea enhorabuena, Gutiérrez.
ELOY.—Perdón. ¿A mí?... ¿Por qué?
ARMANDO.—Es su futura esposa, ¿no?
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ELOY.—Aunque me esté mal el decirlo.
JULIA.—(Emocionada.) ¡Don Armando! ¡Ya llega! ¡Ahí viene
don Hipólito!
VICENTE.—¡Atención! Nuestro último Director General
avanza por el pasillo!
(Este lo hace.)
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ELOY.—Y tratándose de polvo, ¿no sería mejor que fuera su
viuda la que...?
ARMANDO.—Me consta su amistad con el difunto y es a usted
a quien le cabe el honor de dejarse los dedos. Su viuda bastante
tiene con lo que ha perdido. (Al público.) A lo que sí me
comprometo ante estas ilustres cenizas es a que antes de un mes
haya nuevo Director General que saldrá de la plantilla. Nada de
traerse un japonés o un argentino. Cualquiera de los aquí
presentes puede ser el nuevo Director General.
ELOY.—¡No aguanto más! ¡Se me saltan las lágrimas!
JULIA.—Como a todos, Gutiérrez. Es el dolor. Don Armando,
queda lo del arroz a banda.
ARMANDO.—¡Ah, sí! Los altos cargos y todos ustedes están
invitados a finalizar los actos fúnebres de aventar las cenizas,
mientras comemos un arroz a banda en mi casa, y escuchamos
«Valencia» de Padilla, cumpliendo así la última voluntad de
Hipólito, con la excepción de Carmela, su viuda, que sólo comerá
chipirones en su tinta, por respeto al luto.
ELOY.—¡Ya! ¡Ya no aguanto más! Que alguien me eche una
mano... ¡o no respondo!
ARMANDO.—Traiga hombre... ¡Quejica! ¡Qué es usted un
quejica! Traiga hombre... (A Estrella.) Mire, señorita... ¿ve?... No
pasa nada.
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CUADRO SEGUNDO
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JULIA.—Un brevísimo tanga, don Armando.
ARMANDO.—Pues tengo unas ganas enormes de verla en tanga.
JULIA.—No soy nada, don Armando; muy poquita cosa. Yo
con lo que soy buena es con el ordenador. ¿Usted me ha visto con
el ordenador?
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Director General. Vamos a ver... ¿qué me puede usted decir de
ese tal... Eloy Gutiérrez?
VICENTE.—La verdad, muy poca cosa. Aparte de que trabaja
en contabilidad. La que debe estar enterada es Julia.
ARMANDO.—¡Tengo que estar en todo! Julia!... ¡Julia!...
¡Cómo no conoce usted al personal de «La Agonía Feliz»! No es
normal.
(Entra Julia.)
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ARMANDO.—Flores, usted sabe que como economista soy una
luz, como hombre de empresa, un monstruo; mi único fallo es
que pierdo los papeles cuando me gusta una mujer. Me ciego.
VICENTE.—Suponiendo que un día yo sea el nuevo Director
General, adivinaré sus deseos.
ARMANDO.—¡Qué mal rato he pasado en el cementerio! ¡En
cuanto la he visto, a punto he estado de que me dé un telele! A
ver si me pasa como al pobre Hipólito; que dobló por culpa del
ritmo.
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VICENTE.—Sí, señor. Ahora mismo. (Hace mutis por la
terraza.)
(Sale Carmela por la puerta de la cocina sin el cofre.)
CARMELA.—¡Qué cosa esto de ser viuda! No acaba una de
acostumbrarse.
ARMANDO.—Ya sabe lo que significaba para todos su marido y
el respeto que yo le debo a su memoria.
CARMELA.—(Confidencial) Esta tarde me llegan de
Copenhague las correas, los látigos y el colchón de agua.
ARMANDO.—Por favor, chata, no es momento.
CARMELA.—En cuanto me libre de las cenizas del plomo de
Hipólito, tú y no nos vamos a casa, te ato, te doy con el látigo y
nos lo pasamos de muerte.
ARMANDO.—Convendría que el látigo estuviera un poco
mojado. Y las correas, mejor que las cadenas.
CARMELA.—¿Quieres que llene el colchón con agua mineral?
ARMANDO.—Con agua mineral, pero con gas. Y si hay un
escape será muy emocionante.
CARMELA.—¿Tenía yo razón o no?... Te dije que Hipólito no
tomaba las uvas.
ARMANDO.—¡Llevas una carrera...!
CARMELA.—Pero sólo tú me puedes; nadie más que tú ha
sabido controlar esta fiera que llevo dentro.
ARMANDO.—Contigo, recurrir a las perversiones entretiene
más que lanzarse en paracaídas.
CARMELA.—No tuve más que pasar una semana con Hipólito
en Avila, y no me llegó al jueves.
ARMANDO.—Te vas superando. Esto es mucho más audaz que
dejar paralítico al novio que tuviste en Teruel con las relaciones
pre-matrimoniales.
CARMELA.—Oye, ¿qué tal si ahora mismo...? (Se insinúa.)
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ARMANDO.—¿Qué?
CARMELA.—Cojo un palo y te doy en las costillas hasta que
goces, como...
ARMANDO.—¡Estás loca! Esta es mi casa y en mi casa me
guardo mucho de comportarme como un degenerado.
CARMELA.—¡Reaccionario!
ARMANDO.—Además, está mi mujer.
CARMELA.—¡Conmigo no juegues, Armando! Yo he cumplido
convirtiendo en polvo a Hipólito. No exijo que hagas lo mismo
con tu mujer, pero existe una cosa que se llama divorcio y no lo
he inventado yo.
ARMANDO.—Eso hay que meditarlo.
CARMELA.—Medítalo, pero poco. Tú no me conoces a mí por
las malas. ¡Yo ahora mismo puedo armar un escándalo,..! (Coge
un jarrón para romperlo.) ¡Que te busco la ruina!
ARMANDO.—(Cogiéndola el jarrón.) ¿Te olvidas que el
paquete de acciones de «La Agonía Félix» es de ella? Me tiene
atrapado. Ella es la dueña. Le basta una leve sospecha de que la
engaño y paso de presidente a conserje directamente.
CARMELA.—¡Seguiremos hablando esta noche en casa! ¡No se
te ocurra faltar, que te mato!
(Aparece Julia con la carpeta de la correspondencia.)
JULIA.—Con su permiso. Si me hace el favor, don Armando,
firme aquí, para que salgan hoy mismo.
ARMANDO.—Sí, déme. (Firma.) Y mucha resignación,
Carmela.
CARMELA.—Parece que fue ayer cuando paseábamos por las
murallas de Avila. No somos nada. (Solloza compungida.)
ARMANDO.—Polvo, nada más que polvo, Carmela.
CARMELA.—En fin, voy un rato ahí fuera. (Angustiada por el
llanto.)
ARMANDO.—Vaya, Carmela, vaya.
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CARMELA.—¿Usted cree, don Armando, que debería vestirme
de Fallera Mayor, para la ceremonia del arroz?
ARMANDO.—Lo que más le gustaba a su marido, era ver cómo
los invitados se hacían pis en la piscina.
CARMELA.—¡Qué pena tan grande! (Hace mutis por la
terraza.)
JULIA.—¡La pobre está destrozada! Y don Hipólito estaba tan
lleno de vida. Da pena esa mujer, está fatal.
ARMANDO.—¿Usted ha visto cómo está el marido? Peor,
mucho peor.
JULIA.—Relativamente. Ya nadie le descontará el Impuesto de
Rendimiento de las personas físicas. (Va a hacer mutis.)
ARMANDO.—Julia, la casa que habitaba don Hipólito es de la
empresa, ¿verdad?
JULIA.—Sí, señor. Lo mismo que el coche y la plaza de
aparcamiento.
ARMANDO.—¿Y el apartamento en Cullera?
JULIA.—Don Hipólito gozaba de todo en régimen de
usufructo. Es lo que en la Compañía llaman vestir el cargo.
ARMANDO.—Lo que quiere decir... que la viuda se queda en la
calle.
JULIA.—Así es. ¿Quiere que se lo haga saber a la interfecta?
Así aprovechamos y todo de golpe.
ARMANDO.—No, prefiero que lo sepa cuanto más tarde, mejor.
JULIA.—Sugiero que se lo diga el señor Flores; a él le encanta
dar malas noticias.
(Por la puerta que comunica al interior aparece Sofía,
supermaravillosa y elegantísima, con varias maletas luviton.)
SOFÍA.—¿Ya lo has conseguido? ¡Estarás contento! Eres lo
más hortera e impresentable que se pasea por esta casa.
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ARMANDO.—Me había dicho la muchacha que no te
levantabas de la cama, por culpa de la jaqueca.
SOFÍA.—Cállate. Me tienes muy harta. Cada vez resultas más
insoportable. (Repara en Julia.) Hola, Julia, buenos días.
JULIA.—Buenos días, doña Sofía. Como tengo el expediente
de don Hipólito a mano, me enteraré de cómo han quedado sus
asuntos. Me alegro que esté usted más recuperada. Con permiso.
(Sale.)
ARMANDO.—¿Dónde vas con esas maletas?
SOFÍA.—A Hong Kong. ¿Cómo lo ves?
ARMANDO.—¿Y qué vas a hacer tú en Hong Kong?
SOFÍA.—Comprarme un kimono.
ARMANDO.—Las cosas del Lejano Oriente hay que comprarlas
cuando las exhibe el Corte Inglés en sus promociones.
SOFÍA.—Me voy por no ver todo esto lleno de gente. En mi
casa quiero intimidad, paz y tranquilidad. No quiero ver a nadie.
ARMANDO.—Son empleados.
SOFÍA.—Peor. Pisan el césped, utilizan las toallas y
atemorizan al perro.
ARMANDO.—A Frascuelo no hay quien le amedrente. ¡No he
visto nunca un perro con más mala leche!
SOFÍA.—Frascuelo es de nuestra clase, es un animal con
pedigrí y tus empleados son un asco.
ARMANDO.—Son seres humanos, Sofía, como el perro.
SOFÍA.—A Frascuelo le entra la depresión cuando ve a gente
de nivel social más bajo.
ARMANDO.—Estás maleducando al perro. Para curarle la
depresión le has hecho un psicoanálisis, el psicodrama, el
training autógeno y la bioenergética.
SOFÍA.—Desde mi ventana observaba a esa gente que has
traído. Son horribles. Uno de ellos, bajito con pinta de rojillo,
lleva calcetines. ¡Una guarrada!
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ARMANDO.—¿En la boca?
SOFÍA.—Peor. Puestos.
ARMANDO.—Si quieres le digo que se los quite, pero bastante
les quitamos ya todos los meses del sueldo bruto.
SOFÍA.—¿De quién fue la idea de darles una paella?
ARMANDO.—Hipólito era de Catarroja y su viuda aventará las
cenizas.
SOFÍA.—Eso se hace en un local del ayuntamiento. Y hasta se
lee un pregón. Pero no en la casa de uno. La casa de uno, es para
cuidar al perro.
ARMANDO.—¿Cuándo vuelves?
SOFÍA.—Por lo menos una semana. Y cuando vuelva quiero
soledad absoluta. Vigila a Frascuelo, que no coma marisco, anda
suelto de vientre. Ostras no me importa, siempre que se las abras
tú.
ARMANDO.—¿No te das cuenta de que celebramos el entierro
de Hipólito? Que, por cierto, podías haber asistido.
SOFÍA.—Tenía los brazos cortos, no digas que no te lo dije.
Un Director General con los brazos cortos, ha hecho lo único
digno que podía hacer para rehabilitarse: morirse. Aunque me
figuro que no habrá muerto de eso.
ARMANDO.—Ha muerto por hacer uso y abuso del vínculo
matrimonial.
SOFÍA.—De eso tú no te mueres, fijo. ¿Cuánto tiempo hace
que tú y yo...?
ARMANDO.—¡Sofía! ¡Con Solchaga ese ahí, tú quieres que
yo...!
SOFÍA.—Me marcho a meditar. Cuando regrese estudiaremos
nuestros comportamientos. Desinfecta la casa cuando se vaya
esta gente. Baña a Frascuelo y córtale las uñas. (Antes del mutis.)
Armando, me tienes muy hartita. (Mutis.)
ARMANDO.—¡El Sida voy a hacer que coja Frascuelo!
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(Vuelve a entrar Sofía.)
VICENTE.—¿Se va de viaje?
ARMANDO.—Tengo toda una semana de libertad. Tengo que
ligar a esa muchacha. Y la voy a ligar este fin de semana.
VICENTE.—No va a ser fácil.
ARMANDO.—¡Usted no me conoce a mí! En cuestión de
mujeres, yo soy lesbiano. ¡Ya está! ¡Me vienen las ideas como
una catarata!
VICENTE.—¿Se le va la vista?
ARMANDO.—Vendrán los dos aquí, a esta casa. El de los
calcetines y su novia.
VICENTE.—¿Qué calcetines?
ARMANDO.—Hay que preparar toda clase de trucos, recurrir a
los procedimientos más viles. Y yo le aseguro que esa criatura se
encapricha de mí. ¿Qué hace Gutiérrez?
VICENTE.—Juega con el perro.
ARMANDO.—Voy a buscarle. Hay que evitar que le pegue algo
a Frascuelo.
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JULIA.—¡El maldito sexo...! ¡Que convierte al hombre en
bestia! ¡Ya lo dijo Marco Antonio en el Senado: que tiran más dos
tetas que dos carretas!
VICENTE.—Tenemos que hacer algo. Es un riesgo que no
podemos correr.
JULIA.—¿De qué le sirve a una ser austera y honrada? Cuando
hay seres que sucumben ante una simple atracción física.
VICENTE.—¡Chist!... ¡Quieta!
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ELOY.—No, muchas gracias, no tomo copitas.
ARMANDO.—¿Un purito?
ELOY.—No, gracias. Yo nada de nada.
ARMANDO.—(Ríe.) Hombre, tanto como nada de nada... Algo
hará para conservar esa novia tan guapa que tiene usted.
ELOY.—Respetarla; ése es mi secreto. Yo a las mujeres las
respeto, pero a Estrella la tengo en un altar.
ARMANDO.—Eso dice mucho en su favor. Vicente, ¿le importa
dejarnos a solas?
VICENTE.—Naturalmente que no. (Hace mutis.)
ARMANDO.—¿Sabe, Gutiérrez?... Tengo de usted los mejores
informes.
ELOY.—¡Ni una sola falta de puntualidad en veinte años, don
Armando! Si es el lavabo lo utilizo con absoluta discreción.
ARMANDO.—La contabilidad es una ciencia apasionante.
ELOY.—Tengo en estudio un plan que debe usted conocer.
ARMANDO.—¿De manera que usted respeta a su prometida?
ELOY.—Aparte que ni ella ni un servidor tenemos
pensamientos torcidos, la castidad ha sido siempre nuestra norma
de conducta.
ARMANDO.—Pero... ¿habrán pensado en casarse?
ELOY.—No tenemos mucha prisa. Yo hasta que me jubile,
nada de nada.
ARMANDO.—Eso está muy bien... ¿Y llevan mucho de
relaciones?
ELOY.—Poco. Estrella apenas ha vivido, no tiene mundo. Se
puede decir que no existen relaciones.
ARMANDO.—Ella... ¿qué opina de sus calcetines?
ELOY.—Le gustan, ¿verdad? Los estreno hoy; es una sorpresa
que pensaba darle. ¡Le doy tan pocas sorpresas!
ARMANDO.—Pensé que tenía los pies malos.
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ELOY.—No, qué va. Era tan sólo por estar elegante. Me los he
puesto para despedir a don Hipólito.
ARMANDO.—Póngase la chaqueta.
ELOY.—Perdone, creí que... (Se la pone.)
ARMANDO.—Levante la cabeza.
ELOY.—(Lo hace.) ¿Está bien?
ARMANDO.—Dé un puñetazo y diga: Queda usted despedido.
ARMANDO.—(Da un puñetazo y se hace daño.) Queda usted...
bueno... eso.
ARMANDO.—Gutiérrez... ¿para qué cree que le invitado a mi
casa?
ELOY.—Creí que le había hablado don Hipólito de mi plan de
contabilidad.
ARMANDO.—Bueno... algo de eso hay.
ELOY.—¿Qué le ha parecido?
ARMANDO.—Yo no lo he leído, pero tengo unos informes
excelentes. Gutiérrez, el Consejo de Administración ha pensado
en usted.
ELOY.—Para echarme.
ARMANDO.—Aún no está decidido, pero entre los nombres que
se barajan para el puesto de Director General, se tiene el suyo
muy presente.
ELOY.—¿Cómo!... ¿Que yo puedo ser...? (Se quita la
chaqueta.) ¡No es posible! ¿No se tratará de una broma? ¡Ay, que
me mareo! ¡No juegue usted con mi salud que me dan
palpitaciones.
ARMANDO.—Aún no es definitivo. Admiramos su capacidad,
pero hay otros.
ELOY.—Don Vicente Flores lo da por hecho.
ARMANDO.—Pero usted, Gutiérrez, cuenta con mi apoyo, me
parece el más apto. Claro que deberá someterse a unas pruebas.
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ARMANDO.—Muy justo. Soy abstemio. No trasnocho. No
juego, ni fumo y me considero progresista hasta cierto punto.
Compro EL PAÍS y no lo leo. Quito las páginas de economía y
meto dentro las del ABC.
ARMANDO.—No le oculto que se debe hacer un análisis...
ELOY.—¿De orina?
ARMANDO.—Mi mujer...
ELOY.—¿Su mujer me va a hacer unos análisis de orina?
Como si me quiere hacer un control anti-doping.
ARMANDO.—Tendrá que someterse a un examen. Es importante
conocer su vida privada, sentimental, sexual inclusive.
ELOY.—Comprendo; si fuera un travesti lo tendría crudo.
ARMANDO.—Es mi mujer quien examina la vida privada de los
que van a ocupar los puestos de responsabilidad en la Compañía.
ELOY.—Sí , e1 español perfecto. Siempre estoy al lado del que
gobierna. Directamente del Frente de Juventudes, paso a la Social
Democracia.
ARMANDO.—No me refería a eso, sino sus conductas. Su
novia... ¿Cómo es moralmente?
ELOY.—Del Opus.
ARMANDO.—¿Cómo monja?
ELOY.—Más. Ha mantenido toda su vida una conducta
intachable.
ARMANDO.—¿Vive con sus padres?
ELOY.—No, en una residencia de monjas y no sé cuántos votos
tiene. Como Convergencia Y Unión.
ARMANDO.—Por mí está bien. El problema es mi mujer; querrá
tratarla, comprobar su educación, su forma de estar, su
conversación...
ELOY.—Ya... ¿Y cuándo va a tener lugar el examen, vamos, la
prueba?
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ARMANDO.—Este fin de semana. Su prometida, mi mujer y yo
pasaremos el fin de semana en esta casa.
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ARMANDO.—Está previsto, Flores. Gutiérrez, ¿quiere hacerme
un favor?
ELOY.—Lo que usted mande.
ARMANDO.—Vaya a la cocina y en la nevera está el veneno
contra las avispas. Son unos polvos con los que no hay más que
llenar en la máquina y salen al aire desde la ventana. Es
eficacísimo.
ELOY.—Ahora mismo. (Entra en la cocina.)
VICENTE.—¿Cómo ha ido todo?
ARMANDO.—Perfecto. Para estas cosas soy una luz. (Busca
entre sus agendas un número de teléfono.) Viene la pareja mañana
a pasar el fin de semana. Le he dicho que mi mujer va a
examinarla.
VICENTE.—¿Y cuando se encuentre que no está su mujer?
ARMANDO.—Estará Loli... ¡Genial! ¿No?
VICENTE.—¿Loli «La Caliente»? ¿Sigue usted tratándola?
ARMANDO.—De vez en cuando. A este pobre hortera le voy a
dormir en cuanto pruebe la primera copita.
VICENTE.—¿Y si la chica no traga?
ARMANDO.—En cuanto pruebe el champán y le atice un
porrito, cae en mis brazos, fijo. (Sigue buscando.)
VICENTE.—¿Si puedo ayudarle?
ARMANDO.—El teléfono de Loli tiene que estar por aquí.
Tenga. (Le da una agenda.) Busque por Ministerios.
VICENTE.—Ministerio de Educación y Ciencia.
ARMANDO.—Esa es Antoñita «La Negra». Está retirada; ese
teléfono es del inmueble donde trabajaba.
VICENTE.—Ministerio del Interior. Directo con el Ministro.
ARMANDO.—Iris «La Estrecha», la del salón de masajes. Los
teléfonos los tengo camuflados en casa, para que Sofía no
sospeche.
VICENTE.—Ministerio de Cultura. Subvenciones al cine.
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ARMANDO.—¡Ahí! Este es. Déme el teléfono.
VICENTE.—¡Cuidado con Loli! Recuerdo que era una fiera.
ARMANDO.—Es la que tiene una pinta más presentable. (Marca
un número.) Dígale a Julia que se entere en Iberia a la hora que
sale el avión para Hong Kong.
VICENTE.—Sí, señor. (Mutis a hablar con Julia.)
ARMANDO.—(Al teléfono.) ¡Loli! Guapa... ¡Qué cosa más rica
es ella!... perdón. ¿Es usted su padre?... De un amigo, dígale que
soy Chucho, el posturas. (Pausa.)
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ARMANDO.—Tranquilo, no pasa nada; las estamos
envenenando.
JULIA.—Pues están como locas.
VICENTE.—Y la han tomado con doña Carmela.
ARMANDO.—(Ríe.) Qué miedicas, no pasa nada, son avecillas.
(Oscuro.)
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CUADRO TERCERO
34
ESTRELLA.—Yo saco la pasta a los tíos, por toda la noche o un
ratito. Como se ha hecho siempre. Como han hecho nuestras
madres, Pocholo.
POCHOLO.—Hay que estar al día. Yo me chuto con la
jeringuilla, por lo tanto, mis gastos son otros, a los de nuestros
padres, que se conformaban con un peluco;
ESTRELLA.—Dale como yo al porro, que es más barato.
POCHOLO.—Venga ya. Lo mío es el caballo y eso no lo hago
por menos de treinta billetes al día. Que luego, gachí, bien te
gusta que esté de lo más puesto y que cumpla como cumplo. Pues
eso vale una pasta que tienes que sacar durmiendo a los tíos. Tú
verás. Eso es lo que hay, tía.
ESTRELLA.—Corta ya. Vale. Cuando esté más puesta, me pasaré
por Capitán Haya y buscamos material.
POCHOLO.—¡Que tenga vídeo! Yo estaré con la furgoneta y al
loro, ¿eh?. Que como estoy con el mono, tengo que buscar el
camello para montarme en el caballo; esta noche necesito veinte
mil duros. De manera que tú verás cómo te orientas.
ESTRELLA.—¡Como no los pinte!... El Sida nos ha puesto al
borde de la crisis.
(Aparece Eloy.)
¡Hombre, Eloy!...
ELOY.—Hola, Estrella.
ESTRELLA.—Mira, Pocholo, este señor se llama Eloy y es un
cliente y amigo.
POCHOLO.—¿Tiene usted vídeo?
ELOY.—No uso, gracias. Pocholo, ¿qué es? ¿Notario?
ESTRELLA.—Está enganchado en la heroína desde hace un año.
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POCHOLO.—Ahora se me ve normal, lo malo es cuando me
entra el síndrome de abstinencia que me quedo más colgado que
una percha.
ESTRELLA.—¿A qué le gusta mi novio? Está esperando que yo
me enganche al caballo, para casarnos.
ELOY.—Me parece que hacéis una pareja perfecta. ¿Sabes,
Estrella? Esta mañana en el cementerio me causaste muy buena
impresión.
ESTRELLA.—Tendrías que haberme visto, Pocholo. ¡Iba hecha
una facha! ¡Qué horror, como una antigua! Pero don Hipólito era
un señor muy bueno. Y se merecía que estuviera deseándole buen
viaje.
POCHOLO.—No te pases ni un pelo, ya. El Hipólito ese, era un
rácano. ¿Por dónde se orienta?
ESTRELLA.—Te lo conté, pero como nunca estás normal. Don
Hipólito dobló y yo lo sentí mucho, porque era un cliente fijo, de
todos los lunes del año y me pagaba con arreglo a la masa salarial
y me compraba libros como «Los Miserables».
POCHOLO.—Corta, corta ya... El muerto al hoyo.
ELOY.—Será al brasero, porque no ha habido más que cenizas.
ESTRELLA.—Este señor era muy amigo de Hipólito.
ELOY.—Me dejaba hacer horas extraordinarias, por eso estaba
enterado de las relaciones de la señorita con don Hipólito. Estrella
quería acompañarle en el último momento y lo mejor que se nos
ocurrió fue...
ESTRELLA.—Disfrazarme de horrorosa...
ELOY.—Y hacerse pasar... por mi prometida. No se lo va usted
a creer, pero a todos les pareció Estrella una muchacha de lo más
decente.
POCHOLO.—¡Estás arruinándote, gachí! ¿Y qué sacas con eso,
tía?
36
ESTRELLA.-—Una es agradecida. Durante tres años, don
Hipólito, sacó un bono de todos los lunes y nunca falló. Por
Navidades me regalaba un calendario de su compañía de seguros
y una agenda y un bolígrafo... En fin, cosas todas inolvidables, de
todo un señor con clase. Y gracias aquí, a Eloy...
ELOY.—Estrella... quiero que me hagas un favor.
POCHOLO.—Sin vídeo, nada.
ELOY.—En compensación por el que yo te he hecho esta
mañana.
POCHOLO.—¡Qué vas de listo por la vida!... ¡Cuidado, tío!
¡Aquí hay que pagar, si no, no baila la cabra.
ESTRELLA.—¡Corta, Pocholo, que me-agostas! No le haga caso,
le pone como loco la aspirina en la litrona. Dime, Eloy.
ELOY.—Pues que todos se han creído... que tú eras mi... novia
formal y el favor que te pido... es que sigas siendo mi novia más
tiempo.
ESTRELLA.—Sí, hombre, eso es lo mío. Son diez mil y el
apartamento aparte.
ELOY.—Serían tres días. Este fin de semana. Y habría que
pasarlos en el chalet del presidente de la Agencia donde trabajo.
POCHOLO.—¿Tiene vídeo?
ELOY.—Varios... y televisión, neveras y hasta avispas.
POCHOLO.—Vale... que te dé un plano y yo voy con la
furgoneta... ya. Eso interesa siempre que ajustemos el precio.
ELOY.—Por dinero no se va a discutir. Tú finges como esta
mañana y nada más. No sabes lo que me juego, Estrella. Mi
porvenir está en tus manos.
ESTRELLA.—¡Yo, no sé...! ¿Y qué tendría que hacer?
ELOY.—Tenemos toda la mañana y la tarde del viernes para
preparar el personaje. Y por dinero, Pocholo, no vamos a discutir.
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POCHOLO.—Es que visto así, podemos entrar en el negocio.
ESTRELLA.—A ver si yo me aclaro. Servidora es tu prometida.
ELOY.—Nos vamos a casar dentro de un año.
ESTRELLA.—Y una es más fina que la leche.
ELOY.—Pero... hablas poco... por timidez. Tienes que tener
cuidado con la mujer del presidente.
ESTRELLA.—Ya... va de lesbiana. Tranquilo, yo pego unos
cortes que te mueres.
ELOY.—Creo que lo mejor... es que seas muda. No dices ni
palabra, porque se trata de un voto.
ESTRELLA.—Yo no voto nunca, porque me da risa.
ELOY.—Estrella, tómatelo en serio. De tu actuación en casa de
mi jefe, depende mi futuro. Mira, lo principal es que tú eres una
chica muy decente del Opus.
POCHOLO.—¡Eso es lo que mejor le sale!
(Oscuro.)
38
CUADRO CUARTO
39
LOLI.—¿Estás sin servicio?
ARMANDO.—Les he dado todo el fin de semana, me cuida el
perro. ¡Una fiera que anda por el jardín! No se te ocurra salir, te
ve vestida así y te come.
LOLI.—Ni loca. ¡Ay, qué mal me encuentro! Lo tuyo es de no
creer. Montas todo este número para ligar. No cambiarás nunca.
ARMANDO.—¡Qué para ligar! Loli tienes que hacer un servicio,
un trabajo para mi Compañía.
LOLI.—(Bebe coñac a morro.) Esto es lo único que me calma.
(Bebe.) ¿Qué tengo que hacer? ¿Un seguro?
ARMANDO.—Estoy a punto de realizar un negocio de millones.
Un tío con mucha pasta, soltero y se quiere casar. ¡Y deja la
botella un poquito!
LOLI.—Es mi medicina. Sigue.
ARMANDO.—Gutiérrez, Eloy Gutiérrez se llama. Quiere
contratar con «La Agonía Feliz» una póliza de seguros.
LOLI.—¡Hijo, qué rollo!... Lo normal. (Bebe.)
ARMANDO.—No se trata de un seguro de vida, ni de accidente...
es una cosa como más sui-generis. ¡Deja ya la botella, cono!
LOLI.—Si tuvieras la boca como la tengo yo. ¡Tengo un
puente! ¡Y me ha costado un poco menos que costó el puente
colgante de Bilbao!
ARMANDO.—El hombre quiere un seguro de que va a cumplir
normalmente con su mujer, por lo menos un año.
LOLI.—¡Es que más, es imposible!
ARMANDO.—Si no cumple, pagamos.
LOLI.—¡Qué cosas inventáis! ¡Chico, yo tengo un muermo!
¡Me duele todo el cuerpo!
ARMANDO.—Si sale bien, tenemos en estudio hacer un seguro
combinado para los recién casados; o sea, un seguro de potencia y
seguridad sexual.
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LOLI.—Habrá que ver cómo es la mujer. ¡Si es un callo!...
ARMANDO.—Es poquita cosa, chapada a la antigua; ni idea de
hacer el amor.
LOLI.—Entonces, lo mejor es que le busques otra.
ARMANDO.—Cuando viene un cliente a hacerse un seguro de
vida, se somete a un reconocimiento médico. Eso es lo que quiero
de ti.
LOLI.—La botella... o me pongo a dar gritos.
41
ARMANDO.—No puedo por el perro. Tienes que derramar un
vaso de whisky en el vestido de la chica, como por casualidad.
LOLI.—Ya entiendo... ¡Quieres verla desnuda! Ya voy
cogiendo el hilo... ¡Qué jodío!... Y yo mientras ligo a su
prometido.
ARMANDO.—Tú como dueña de la casa, la pasas a ese cuarto,
para que se cambie de vestido.
LOLI.—¿Y eso para qué, Armando?
ARMANDO.—Yo paso por detrás de la cornisa de la terraza y
observo a través de una ventana. No quiero sorpresas.
LOLI.—Lo que se llama comprobar el material antes de usarlo.
¡Genial!
ARMANDO.—Toma. (Le da la botella y ella bebe.) Y se acabó
la bebida por esta noche. (Le quita la botella.)
LOLI.—Es que como no me anime, me encuentro sin ganas de
seducir a nadie.
ARMANDO.—Puedes coger una tajada como un piano.
LOLI.—Peor es que me dé por estar borde y triste y relatar lo
que me hace en la boca para ponerme el puente, y ya puesta
cuento hasta cómo fue mi operación de apendicitis. Ya sé lo que
me va a animar. De momento voy a pegarme un baño. No me
bañado nunca en una piscina a la luz de la luna.
ARMANDO.—Ahora no. Eso luego. Tienen que estar a punto de
llegar. Ahora lo que tienes que hacer es ponerte presentable.
LOLI.—¿Más? ¡No me cabrees! ¡La botella!... ya me entra el
dolor.
ARMANDO.—Una mujer rica y elegante no va vestida como tú.
Vamos a ver qué encontramos.
LOLI.—¿Sabes una cosa, Armando? A mí la ropa de decente,
me hace más baja.
42
(Entra en el cuarto de Sofía. Cuando va a entrar Armando se
escuchan ladridos y el timbre de la puerta.)
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ELOY.—¿Ves qué propio está todo?
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ARMANDO.—Es preciosa. ¡Hay que ver, las cosas que hace
usted con las manos!
ESTRELLA.—Me llaman la masajista perversa.
ELOY.—¡En la residencia! Mira, es mejor que no hables.
¿Sabe? La pobre es muda.
ARMANDO.—¿Cómo muda?
ELOY.—Sí, señor; lo que pasa es que pone mucho interés y se
va soltando.
ESTRELLA.—Esta casa parece una iglesia, y mi regalo hace
juego.
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ELOY.—¿Qué ha pasado?
ESTRELLA.—¡Ay, la leche!... ¡Qué corte!
ELOY.—No hay leche... solo café.
ARMANDO.—¿Whisky?
ELOY.—No, nada, muchas gracias. No pruebo el alcohol.
ARMANDO.—¿Promesa?
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ELOY.—No, que me pongo malísimo.
ARMANDO.—¡Tonterías! ¡No hay que ser aprensivo!
ELOY.—Lo huelo y me mareo. Una vez tomé una copita de
vino de Ribeiro, y me dio por bailar muñeiras como si todo el
cuerpo fuera a más revoluciones. Un vasito de agua, sí me
tomaría.
ARMANDO.—De acuerdo.
ARMANDO.—¿Qué le ha pasado?
ESTRELLA.—Eso le pasa cuando está contento. Yo acostumbro
a tirarle una pelota a la frente y lo pasamos de muerte.
ARMANDO.—Que no se le ocurra salir al jardín, que puede
asustar al perro.
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ESTRELLA.— Sólo cuando estamos solos.
ELOY.—Por favor, don Armando, no vuelva a gastarme otra
broma como esa, que no lo cuento.
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ESTRELLA.—Eso, que yo conocí a Eloy en la ópera.
ARMANDO.—Eso es lo que se llama casualidad.
ESTRELLA.—Nosotros es que vamos todos los días a la ópera.
LOLI.—Nosotros también. ¿Vosotros cuántas veces vais al día
a la ópera?
ARMANDO.—Cinco o seis veces.
LOLI.—La verdad, es que donde esté la ópera. (Pausa.
Beben.)
ARMANDO.—¿Y qué me dicen de esa costumbre americana,
heredada de los daneses, de cambiarse de parejas?... ¡Brutal!
¿No?
ELOY.—No entiendo. ¿Cómo de cambiarse las parejas?
ARMANDO.—Sí. Dos matrimonios se reúnen a cenar y cada
cual, con quien le apetece, y al final de la noche cada oveja con su
pareja.
ELOY.—¿Es posible? ¡Qué barbaridad! ¿Tú has oído, Estrella?
ESTRELLA.—Se llama swapping y se ha practicado mucho este
invierno en Moratalaz.
LOLI.—Por favor... eso está pasadísimo. Ahora no se lleva
participar, sino mirar.
ARMANDO.—¡Muy bueno!... Tiene salidas para todo. ¿A usted,
Eloy, qué le gusta, mirar o participar?
ELOY.—Mirar la televisión y participar en los estudios de
marketing de "La Agonía Feliz".
ARMANDO.—¡Se acabó tanto protocolo! Vamos a poner un poco
de música y todos a bailar.
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LOLI.—Yo nunca lo hago antes de las cuatro quince.
ESTRELLA.—¿Y qué ópera le gusta a usted más?
LOLI.—Todas por igual. Pero si tuviera que elegir, las que
tienen música.
ESTRELLA.—Como a mí. ¿Y sabe qué música me gusta a mí?
La bajita.
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(Estrella da un grito porque Loli ha derramado el contenido
de un vaso encima del vestido de Estrella.)
ESTRELLA.—¡Ay, la leche...!
ELOY.—¡Estrella... no hay leche!
LOLI.—Lo siento, ¡qué torpeza imperdonable!
ESTRELLA.—¡Pero...! ¡Ay, qué cono! ¡Cómo me ha puesto la tía
ésta!
ELOY.—¡Cállate!
ESTRELLA.—¡No me da la gana! ¡Oiga usted: Si no se sabe
beber no se bebe!
ELOY.—Estrella, por tu padre... modérate.
ESTRELLA.—Bueno... no tiene importancia... Con este calor
está muy bien que a una la refresquen.
ARMANDO.—¡Sofía!... ten cuidado, mujer... Y usted (A
Estrella) no puede quedarse con ese vestido mojado.
ELOY.—¿No pensará quitárselo?
ESTRELLA.—Por mí vale... Pero no traigo nada debajo.
LOLI.—Ven conmigo. Mientras se seca el vestido, te dejo uno
discreto como el mío.
ARMANDO.—Lo mejor es que la señorita se ponga ya su
disfraz.
ESTRELLA.—Eso sí. Me encanta disfrazarme. Me gustaría uno
de punkie.
LOLI.—¡Qué disparate! ¡No te veo a ti de punkie!
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ARMANDO.—¡Quién sabe! A lo mejor a su prometida en un
momento determinado, se le hace fumar un porrito.
ELOY.—¡No!
ARMANDO.—No pasa nada. Si usted llega a Director General,
Estrella debe estar preparada para todo tipo de situaciones.
ELOY.—Es que un porro, pobrecilla. Como no tiene
costumbre, se puede poner muy mala.
ARMANDO.—¡No, hombre! Eso solo da risa y relax.
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(Hace alguna cosa de fuerte.)
53
LOLI.—(Lo sienta a su lado en el sofá.) ¿Y yo, qué te parezco?
ELOY.—Por favor, la botella. Usted se ve que es toda una
señora.
LOLI.—(Echándose encima.) ¿Físicamente?
ELOY.—No sé... la verdad es que no me he fijado. Parece usted
muy elegante.
LOLI.—Tú me gustas... me gustas mucho, Eloy.
ELOY.—Pues si le gusto ahora, ya verá ya, cuando vea mi
curriculum.
LOLI.—¡Qué pesado! Venga, enséñamelo.
No te pongas nervioso.
LOLI.—¡Eloy!
ELOY.—Perdón, ha sido sin darme cuenta.
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ARMANDO.—¿Una aceitunita, Gutiérrez?
ELOY.—¿Se va usted, don Armando?
ARMANDO.—Voy a preparar la mesa fuera. Hace muy buena
noche.
(Sale por la puerta de la terraza.)
ELOY.—(Poniéndose en pie.) ¿No se habrá molestado su
marido?
LOLI.—¿Ese?...
(Sigue bebiendo. Se levanta y casi se cae pues ya tiene
una cogorza como un piano.)
¡No digas tonterías, Eloy! (Se va a caer y la sujeta Eloy.) ¡Uy!
Qué ha pasado con el suelo... ¿Quién lo ha movido?
ELOY.—Debería usted dejar el coñac.
LOLI.—Estoy fatal y eso me estimula. Mira... mira, Eloy,
cómo tengo la boca... ¡Un puente!
(Le conduce al sofá y Eloy la mira la boca.)
ELOY.—No veo nada.
LOLI.—Pues, para eso no hay que ser de Obras Públicas.
(Coge a Eloy y le besa y le abraza en el sofá sin que Eloy
pueda evitarlo, a pesar de intentarlo. Por detrás de los
cristales de la ventana del foro, haciendo equilibrios se ve a
Armando que trata de llegar a la ventana del cuarto donde
está Estrella. El perro que lo ve, va en su busca y se escuchan
los ladridos. Armando avanza y trata de librarse del perro.)
55
ELOY.—(Se suelta.) ¡Señora!... Tenga la botella. (Se la da.)
LOLI.—No quiero el coñac, te quiero a ti. (Le coge.) ¡Te pillé!
ELOY.—Por Dios, señora... que me busca la ruina.
LOLI.—(Sujetándole en el sofá.) Y ahora el curriculum.
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ESTRELLA.—¿Quién se apunta a un baño? (Entra
57
LOLI.—¡Armando! ¿Qué manera de vestir en esa? No sabía
que había que cambiarse para cenar.
ARMANDO.—¡Mira cómo me ha puesto el canalla de Frascuelo!
ESTRELLA.—Yo creía que ya había comenzado el desfile de
disfraces.
ELOY.—Sí, aquí don Armando va de pobre y sólo le falta el
semáforo y los kleenex.
(Todos ríen.)
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ACTO SEGUNDO
CUADRO PRIMERO
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ESTRELLA.—Pues para ser la primera vez que fumo un porro,
lo aguanto muy bien. Y hasta me anima. (Sigue fumando.)
LOLI.—A mí me calma más que el coñac. ¡Y el baño también
me ha sentado divinamente! Estaba un poquito beodita y ahora
estoy total!
ESTRELLA.—Óyeme, Sofía. (Loli como si nada, insiste.) Sofía.
LOLI.—Ah, sí... Sofíaa... dime. (Ríe.)
ESTRELLA.—¿Me ha parecido a mí, o tu marido intentaba
meterme pierna durante la cena?
Lon.—¿Quién, Armando? ¿Cómo se te ocurre dudarlo?
Seguro, es una manía enfermiza, pero inofensiva. Lo hace con,
todas las visitas.
ESTRELLA.—Pues gracias a los hábitos, si no...
LOLI.—Esa es otra manía suya. Todos los fines de semana se
encarga de buscar disfraces cuando nos reunimos más de dos
matrimonios.
ESTRELLA.—¿Para rezar el rosario? (Acaban el porro.)
LOLI.—Antes. Armando está lleno de manías. Anda,
acompáñame a preparar el café. (Van con los platos hacia la
cocina.)
ESTRELLA.—A mí el café me desvela. (Entran las dos en la
cocina.)
60
ARMANDO.—Es lo mismo; lo que ocurre que en lugar de
jugarnos dinero, que es una ordinariez, el que pierde paga prenda.
ELOY.—No entiendo.
ARMANDO.—Una prenda de vestir. (Ríe.) ¿Divertido, no?
ELOY.—Oiga, ¿y si por un casual Estrella pierde?
ARMANDO.—Paga prenda.
ELOY.—¿Desnuda?
ARMANDO.—Eso es muy largo, es todo un proceso. De ahí, que
el disfraz de monja Heve incorporado liguero, medias y
escapulario.
61
ARMANDO.—Y es al revés, son los negros los que se comen a
las monjas.
ESTRELLA.—¡Vale ya! ¿No? La que tiene boca se equivoca.
LOLI.—Yo voy a empezar a creer en milagros; desde que me
he puesto esto me ha bajado el flemón y no siento el puente.
Claro que a lo mejor me lo he tragado.
ARMANDO.—¿Qué tal una partidita de poker?
ELOY.—Habíamos quedado que después de la cena leería mi
curriculum.
LOLI.—(Baraja y reparte cartas.) Ya sabéis en qué consiste el
juego. El que pierda paga una prenda de vestir. (Pausa. Miran
todos sus cartas.) Poker de ases.
ELOY.—Pareja de sietes. ¿Me quito los calcetines?
ARMANDO.—No se precipite, que faltan ellas. Sofía... ¿qué
llevas?
LOLI.—¿Quién es Sofía? Ah, sí, ¡qué tonta! ¡Nada! No tengo
nada. No es mi día y como tengo que pagar una prenda... (Se
quita el hábito.) aún a riesgo de que me vuelva el flemón, fuera el
hábito. (Después se sienta al lado de Eloy.) ¡Afortunada en
amores!
62
(Comprueba y ve que tiene un brazo más corto que otro.)
(Armando se calma.)
63
ARMANDO.—Por Frascuelo no hay problema. Esta fiera está
encerrada en el garaje.
LOLI.—Esto del poker es una pasada aburridísima. ¿Verdad,
Estrella?
ESTRELLA.—De entrada Sofía y una servidora, os vamos a
hacer un strip-tease completo.
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LOLL—(Cogiendo el hábito.) Yo me visto, ahí fuera hay
relente.
ESTRELLA.—Con lo divino que lo estábamos pasando. Vamos
Eloy.
65
ARMANDO.—Puede quedar la plantilla redonda, con esas bajas.
VICENTE.—Deberíamos repetirlo todos los meses.
ARMANDO.—Flores, para deshacerme de Gutiérrez voy a
utilizar el mecanismo de alarma japonés contra los ladrones.
VICENTE.—Puede ser peligroso.
ARMANDO.—Una leve descarga eléctrica. Cuando Gutiérrez
entre y encienda, ¡zas! Como un chicharro.
VICENTE.—No, si digo que puede ser peligrosa la actitud de
Carmela.
ARMANDO.—Esta noche no me distraiga.
VICENTE.—Solo usted puede convencerla. Esté en su casa;
hable con ella y que no haga nada hasta el lunes, después de
hablar conmigo.
, ARMANDO.—Acompáñeme a mi despacho, hablaremos desde
allí. (Van hacia la salida.) ¡La alarma japonesa, genial! ¿No?
JULIA.—¡Qué canalla!
66
JULIA.—Sí, ha entrado por allí. Vengo siguiendo a un hombre.
ELOY.—¿Y qué hace con esa lata de gasolina?
JULIA.—Voy a prenderme fuego a lo bonzo. Por eso me he
quitado la ropa, para eliminar obstáculos e ir más rápidamente al
final. Sólo tengo que echarme esto por el cuerpo y luego pedir
lumbre.
ELOY.—(La coge el bidón.) ¡Vamos! ¡No haga tonterías!
JULIA.—¡No quiero seguir viviendo!
ELOY.—¿Por qué?
JULIA.—Vicente me engaña.
ELOY.—¿El señor Flores? ¿En qué la engaña? ¿En la Memoria
de fin de año o en la retención?
JULIA.—Vicente está liado con la dueña de esta casa. Con la
mujer de don Armando.
ELOY.—¿Con Sofía?
JULIA.—Le he seguido. Sé que tienen una cita en esta casa. Y
van a verse.
ELOY.—Eso no es posible, ella está aquí con su marido.
JULIA.—He dejado una carta contándolo todo. Y culpo a
Vicente como inductor de mi suicidio. ¿Cuánto le puede salir?
ELOY.—Como está la justicia, lo normal es que le den un
homenaje.
JULIA.—¿Tiene usted cuchillas de afeitar?
ELOY.—Maquinilla eléctrica si le da igual.
JULIA.—¿No tendrá usted cuerda, por casualidad?
ELOY.—No, voy con pilas.
JULIA.—¿Gas?
ELOY.—Cerillas.
JULIA.—No colabora usted en nada.
ELOY.—No quiero que haga burradas.
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JULIA.—(Ha sacado del bolso unos polvos.) ¿Ve esto? Pues es
cianuro.
ELOY.—Con lo mona que es usted y lo bien que maneja el
ordenador.
JULIA.—(Se lo toma de golpe.) Ya está... Agua. ¡Agua...! ¡Que
esto está malísimo! ¡Y no pasa!
ELOY.—Sí, tenga. (Le da el vaso.) Tomar el cianuro a palo
seco no puede sentar bien. (Julia bebe agua.) Tampoco es que
haya que tomarlo con dos cigalas.
JULIA.—¡Ya está! ¡Se acabó! Sin Vicente, no me interesa el
mundo.
ELOY.—Óigame, Julia... Esto es una broma... ¿No será verdad
que lo que se ha tomado... era veneno?
Nada.
ELOY.—¿Cómo que nada?
JULIA.—Pues que no siento nada, de eso que se siente cuando
una se suicida.
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ELOY.—¿Ni espasmos, ni dolores?
JULIA.—¡Qué raro! Me encuentro más animada, incluso con
apetito.
ELOY.—¿No sería redoxón, en lugar de cianuro?
JULIA.—Me dieron toda clase de garantías, claro que igual se
ha puesto malo, se ha podrido y en lugar de matar, vivifica.
¡Calle! (Apaga el cigarrillo.) ¡Ahora parece que viene!... ¡Ay, qué
viene! ¡Ya!... Adiós, Gutiérrez... muero feliz... porque me vengo
de una... (Cae al suelo.)
Los Dos.—(Al tiempo.) Sociedad vampirizada por el sexo.
JULIA.—Chao, Gutiérrez... muero feliz... (Cae al suelo inerte.)
ELOY.—¿Será posible? ¡Julia...! ¡Julia...! Habrá que hacerla un
lavado de estómago! (La coge en brazos.) ¡Anda, hija... vamos a
la lavadora!
(Entra en la cocina.)
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arruinar, sino que te voy a disparar a las piernas, y como sé que te
va a gustar... ¡Armando...!
70
ELOY.—Dentro de un rato, cuando nos hayamos ido a dormir...
pues yo...
LOLI.—En aquella puerta. No se preocupe, que nadie la
molestará.
ELOY.—Recuerde, Estrella...
LOLI.—Voy a distraerla. Tranquilos, cuentan con mi
complicidad. A media noche Eloy irá con usted. (Sale por la
terraza.)
ELOY.—Vamos... métase ahí. (Por la segunda puerta del foro.)
CARMELA.—¿Para qué?
ELOY.—Ahora le digo a don Armando que hable con usted.
CARMELA.—Cinco minutos o la armo. ¡Con una monja! ¡Esto
ya es rizar el rizo!
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(Suena el timbre de la puerta.)
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DOMINGA.—¿Contemplativas?
LOLI.—Eso Armando, que lo que más le gusta es mirar.
DOMINGA.—¿Ursulinas?
ESTRELLA.—Eloy, ése le paga a la insulina.
LOLI.—No has entendido; dice ursulina, no insulina. Ursulina,
como Úrsula Andrews.
DOMINGA.—Voy hacia Madrid en un Renault-turbo, dirección
asistida, con frenos hidráulicos y se me ha partido la correa del
ventilador.
LOLI.—Aquí sólo tenemos aire acondicionado.
DOMINGA.—Vengo de León, del convento. Dos horas, y eso que
al coger la autopista he tenido que aminorar por los pilotos-
suicidas.
ESTRELLA.—A estas horas es mejor coger la dirección
contraria.
DOMINGA.—¿Sería mucha molestia que me dejaran hablar por
teléfono?
LOLI.—Desde luego que no.
ESTRELLA.—La dejamos, ¿verdad?
DOMINGA.—Para que vengan a recogerme. (Repara en las
imágenes.) Veo que tienen el material de trabajo expuesto, como
debe ser. ¡Mira, Santa Tecla, que se dejó cortar los pechos antes
de caer! ¡Esto sí que es verdaderamente providencial! Llamar a
una casa y encontrarme con dos compañeras.
LOLI.—¿Le apetece un café, madre?
DOMINGA.—Se lo agradecería. Mi único pecadillo es la
velocidad y no me acuerdo ni de probar bocado. Sueño con un
fórmula uno. El mecánico del convento me riñe siempre. ¡Qué
bien se está aquí! Se respira religiosidad.
LOLI.—(Se lo da.) Tenga madre.
ESTRELLA.—¿Leche? (Sirviéndola y azúcar.)
DOMINGA.—¿A base de cordero, no tienen nada?
LOLI.—Ha sobrado paté.
73
ESTRELLA.—Y una naranja.
DOMINGA.—De pronto me ha apetecido cordero; en fin, no
tiene importancia. Perdonen la pregunta. ¿Pertenecen a alguna
secta rara, verdad? Lo digo porque, que yo sepa, el liguero no es
postconciliar.
ESTRELLA.—El liguero no es de la orden. Viene con el disfraz.
LOLI.—¡Se nos nota a la legua que no somos monjas!
DOMINGA.—¡Qué susto! ¡Como ahora nos cambian la liturgia
sin consultar con León...! ¡Ya me veía con la mini-turbo-elástica!
ESTRELLA.—Se llama Sofía y es la dueña de esta casa.
LOLI.—Y aquí Estrella, que intentamos pasar de la manera
más piadosa el fin de semana.
DOMINGA.—Madre superiora Dominga, y ahora, si me dicen
dónde esta el teléfono...
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(Estrella mutis por la terraza y Loli entra en el cuarto donde
está Carmela.)
(Armando le da el teléfono.)
75
DOMINGA.—Vaya un teléfono más moderno. Así la pobre
señora se vuelve loca para encontrarlo.
(Sale Armando.)
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ELOY.—Con una pistola y se ha encontrado con su mujer y a
mí no se me ha ocurrido otra cosa, que decirle que Carmela es mi
amante.
ARMANDO.—¡Ya estoy harto! ¡Se va a enterar esta tía con quien
trata!
77
(Entran los dos en la cocina. Sale Vicente y marca un
número de teléfono.)
78
DOMINGA.—Quiero hacer empanadillas y no quiero mezclar la
pasta con el cianuro.
LOLI.—Desde luego, esa mezcla engorda. ¿Usted, madre,
nunca se ha tragado un puente?
DOMINGA.—No, pero semáforos los que quiera.
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que vamos a hacer un viaje de alucine... y los muertos también lo
pasamos muy bien; entre flores... (Trata de despertar a Julia.)
¡Venga, gachí!... No te enrrolles más... No te pases ni un pelo... Te
has puesto ciega de caballo, ¿no?
JULIA.—(Despertándose.) ¿Dónde... estoy? ¡Por fin he muerto,
gracias a Dios!
POCHOLO.—¡Chica!... ¡Vale ya! ¿no? ¡Corta! ¡Qué estás de lo
más pirada!...
JULIA.—(Separándose de él.) Pero ¿usted quién es?
POCHOLO.—El Pocholo, camello y proxeneta. ¡Pasa algo!
JULIA.—¡Qué horror! Sigo viva.
POCHOLO.—Viva y ciega, prima.
JULIA.—No por mucho tiempo. He perdido el conocimiento
unos instantes.
POCHOLO.—Que te has privado, natural. Y ahora alucinas
cantidad.
JULIA.—(Coge el bidón de gasolina.) Ya recuerdo, el cianuro
estaba en malas condiciones, pero esto no fallará. (Por la
gasolina.) ¿Usted fuma?
POCHOLO.—Porritos, solo.
JULIA.—Voy al jardín a la ceremonia. Cuando le pida fuego,
venga usted a dármelo. Y si le gustan las Fallas, prepárase, va
usted a ver la nit del foc.
80
POCHOLO.—¡Ahí va!... ¡Qué tía más rara! ¿De qué vas vestida,
gachí?
DOMINGA.—¿Cómo te quieres tomar esto, hijo, por vía bucal?
ELOY.—No, por la nariz, que para eso está.
POCHOLO.—En vena es más rápido.
DOMINGA.—¡Abra las ventanas!
ELOY.—Si las abro él aire acondicionado no se nota.
DOMINGA.—Me refiero a las ventanas de la nariz de este señor.
POCHOLO.—¡Venga!... ¡Venga!... (Inhala los polvos con
fruición.) Esto está guay del Paraguay...
DOMINGA.—Tienen buena cara los polvitos, ¿verdad?
ELOY.—Ahora explota.
POCHOLO.—¡Qué gusto!.. Es lo mejor que he probado nunca.
ELOY.—Bueno, ahora voy a llevar a la clínica a... ¿Dónde
está?
POCHOLO.—¡Se piró ella por su propio pie! ¿Les importa que
rebañe?
DOMINGA.—Pan es lo que no hay.
POCHOLO.—(En el bar prepara combinados con los polvos de
cianuro.) Esto entra mejor con ginebra y coñac.
81
ARMANDO.—¿Aquel tipo... le conozco yo? (A Eloy, por
Pocholo.)
ELOY.—No, señor, es... es el hermano de Estrella. Está con el
síndrome de abstinencia, enganchado en la heroína y viene a sacar
dinero a su hermana. Es un auténtico delincuente.
82
ESTRELLA.—Yo, la verdad, también le quiero.
ARMANDO.—¡Cómo no lo va a querer, tratándose de su
hermano!
ELOY.—Así es, desde muy pequeños ya erais hermanos. ¡Qué
susto!
DOMINGA.—Para el susto le voy a preparar un bálsamo que
tomamos mucho en el convento, a base de agua del Carmen, hielo
y una sorpresa. (Va al bar a prepararlo.)
83
LOLI.—¡Pocholo, yo te contaré! Iba a llamarte un día de éstos.
POCHOLO.—(La zarandea y la tira contra el sofá.) ¡Qué no,
prima! ¡Qué eres muy borde! ¡Y te voy a dar una paliza que te
voy a matar!
ESTRELLA.—¿Tú ves esto? ¡Qué número, Eloy!
ELOY.—¡Nada! Estoy en la calle... En la calle.
POCHOLO.—¡Golfa! ¡Que eres mucho peor que las golfas!
¡Cacho zorra!
ELOY.—Don Armando, yo no tengo la culpa.
(Sale a la terraza.)
84
ELOY.—Como íbamos a suponer que tuviera amistad con su
señora.
ARMANDO.—¿Saben de qué se conocen? De la ópera.
ELOY.—¡No! ¡Me niego a hablar más de la ópera...! Voy a
volverme loco.
85
ARMANDO.—Ya está bien. ¡Se acabó! ¡Estrella... usted y yo al
relax!
¡Aaaaaaaaaah!
(Oscuro.)
86
TERCER ACTO
CUADRO PRIMERO
87
JULIA.—¿Dónde estoy?... ¿Qué hora es? (Busca en su bolso las
gafas.) Las diez. (Mira su reloj.) ¿De qué día?
VICENTE.—¿Estás sola?
SOFÍA.—Absolutamente, no hay nadie. Yo acabo de llegar,
pero por fin tenemos la casa vacía, sólo para nosotros.
VICENTE.—Lo siento Sofía; créeme.
88
SOFÍA.—¡Mi vida...! (Se abrazan.) ¡Eres de lo más bueno y
sacrificado del mundo!
VICENTE.—¿Crees que pudo ser un buen Director General?
SOFÍA.—Eso déjalo de mi cuenta. El lunes daré la orden. ¡Le
haremos una tumba preciosa!
VICENTE.—Un hermoso mausoleo.
SOFÍA.—¡La estatua de un perro grande y distinguido y abajo
una inscripción: Aquí vive Frascuelo, por toda la eternidad!
VICENTE.—¿Quieres verle?
SOFÍA.—Sí, vamos. (Caminan hacia la terraza.) No sé qué
sería de mí sin ti, amor.
VICENTE.—Para mí, no hay más mujer en el mundo.
SOFÍA.—¡Y que no me entere, porque te mato!
89
DOMINGA.—Jolines, qué sonado estás, rico!
POCHOLO.—¡Los malditos polvos que me metisteis por la nariz
tienen la culpa! ¡Un descanso!
90
POCHOLO.—Un momento, estaba tomando una copita de
Chinchón.
DOMINGA.—Lo que resultó un corte, fue ver a las tías con esas
pintas.
POCHOLO.—Esta debe ser.
91
JULIA.—¡Vamos allá! ¡Un trozo de limón y unas gotas de...! ¿Y
el vaso con el barbitúrico?... Yo juraría que lo había dejado aquí.
Estará en la cocina. Fácil no es, esto de matarse.
92
(Se refiere al que ha probado Dominga. Queda aún.)
93
(Mutis las dos por la puerta del interior. Por la puerta de la
calle entran Pocholo y Dominga.)
94
SOFÍA.—Me he pasado toda la noche quemándome de deseo,
esperándote.
VICENTE.—Tengo la sensación que va a aparecer tu marido...
SOFÍA.—No quiero que sólo lo hagamos en los hoteles.
VICENTE.—Como a ti te gusta el número del exhibicionista.
SOFÍA.—¡Me encanta! ¡Ya está!... Convertiremos esta casa en
un lujurioso mueblé. Mira esas dos habitaciones; yo me meto en
una y tú en otra. Como en Eurobuilding.
VICENTE.—No sé, Sofía...
SOFÍA.—¡Te espero desnuda y te abro la puerta! ¡Oh! ¡Es él!,
¡el exhibicionista que me persigue tenazmente para violarme! ¡Tú
apareces, naturalmente, desnudo, entras y me violas! Vamos,
como siempre.
VICENTE.—Aquí no es lo mismo.
SOFÍA.—No me contradigas, que estoy de luto. ¡Cinco
minutos, Vicente!
VICENTE.—¿No entiendo por qué te llevas mal con tu marido?
SOFÍA.—Tú aquí y yo aquí... ¡Chao! (Señalando cada puerta.)
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ELOY.—No ha sido nada, pero ha podido ser mucho peor. En
cuanto se le pase el temblor de las manos.
ARMANDO.—¿Y la peluca?
ELOY.—Le tuvieron que pelar al cero. El shock fue muy fuerte
y ha salvado usted las cejas de milagro.
ARMANDO.—Querían hacerme un trasplante. Los muy bestias.
ELOY.—Me ofrecí yo voluntario, por lo menos una ceja se la
cedía con gusto.
ARMANDO.—Pero, mire las manos, Gutiérrez.
ELOY.—Un momento, para eso tengo remedio.
ARMANDO.—¡No se vaya! ¡Siénteme!
ELOY.—Voy a buscar lo que me dio el médico.
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(Va a buscar el coñac. Aparece Eloy con un paquete.)
ELOY.—¿Qué es esto?
ARMANDO.—(Asustado se pone en pie.) ¡La alarma! ¡Otra vez,
no...! ¡Párenla me pongo a morir!... ¡No lo soporto!
(Sale a la terraza.)
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ELOY.—Don Armando... que no es nada... Vamos, no vaya a
hacer una locura.
VICENTE.—¡Ladrones!
SOFÍA.—¡No busques excusas...! Pasa a veces que salta la
alarma. Vamos, cada uno a lo suyo. Cinco minutos.
(Solloza.)
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piscina, haciendo aguadillas a los enfermos. ¡Bien! Comienza la
noche del sábado. Abróchense los cinturones.
ESTRELLA.—Lo mejor es continuar con el póker-striptease.
ELOY.—No, por favor, que yo me pongo muy malo.
LOLI.—Oye, ya que me van las cosas tristes... ¿por qué no es
desnudáis vosotros?
ARMANDO.—Eso... el caso es crear el clima y luego a la cama.
(De una caja saca un porro.) Ya sé que es una tontería... pero
tengo por aquí un porrito. (Ríe.) ¿Qué tal si Estrella lo prueba?
ESTRELLA.—No juegue conmigo. No haga que se me pongan
los dientes largos. ¿De verdad es un porro?
ARMANDO.—¿A qué no se atreve?
ESTRELLA.—¿A ver? (Lo coge y lo huele.) ¡Mi madre!
ARMANDO.—No pasa nada, mujer. Por lo menos una chupadita.
(Se lo enciende.) ¿Qué? (Ella fuma como una profesional.) ¿Se
marea?
ESTRELLA.—¡Tela marinera! (Fuma como una loca.)
ARMANDO.—¡Qué carilla pone la pobre...! ¡Esto marcha!
ELOY.—Se puede morir, no está acostumbrada.
ARMANDO.—No pasa nada, Gutiérrez. Bien... y ahora, usted y
yo vamos a hacer un strip-tease.
ELOY.—A mí pídame que cuadre el balance de este año, pero
de quitarme la ropa, ni idea.
ARMANDO.—(Tararea lo del strip-tease. Las chicas dan
palmadas. Los dos bailan.) ¡Noche lujuriosa, Gutiérrez!
¡Muévase! ¡Vamos, de cabeza al frenesí, Gutiérrez! ¡Esas caderas,
Eloy!
ELOY.—Soy sosísimo, don Armando; además a mí el frenesí
me da congoja.
ARMANDO.—¡Venga, los pantalones...! ¡Los dos al mismo
tiempo, Gutiérrez! ¡Ya!
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(Se bajan los pantalones al mismo tiempo quedando con unos
calzoncillos muy divertidos. Loli y Estrella animadísimas con
la cerveza y el porro.)
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ARMANDO.—Pero, todo eso es mío, señora.
DOMINGA.—¿Me meto yo en si blanquea el dinero? ¿Cuántas
clases de contabilidades lleva? ¿Y quién sabe si no utilizará una
OPA para explotar al trabajador? Pero si es una vergüenza...
Miren. (Coge una cajetilla de Winston.) ¡Winston! Les denuncio
por fumar tabaco en un local cerrado delante de una embarazada y
les busco la ruina.
ELOY.—¿Dónde está la embarazada?
DOMINGA.—Servidora. Y seguro que han dejado los coches
mal aparcados.
ARMANDO.—Tiene usted mucha razón. Permítame que la
ayudemos.
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DOMINGA.—Déjeme a mí, que tengo mejor oído. (A Eloy y
Armando.) ¿Ustedes qué hacen ahí, que no Van por los
electrodomésticos?
ARMANDO.—Perdone.
ELOY.—Vamos.
(Entran en la cocina.)
JULIA.—¡Vicente!
VICENTE.—(Dándose cuenta.) Hola... nada, que pasaba por
aquí...
ELOY.—¿Qué pasa?
JULIA.—¡El señor Flores se pasea desnudo por esta casa!
ELOY.—¡Ya no puede ser Director General!
JULIA.—Y está en ese cuarto con una amante que tiene.
(Llora.) No he visto nunca una persona con más amantes.
ARMANDO.—¡Vamos a ver quién es!
ELOY.—Es uña vergüenza. Traerse a esta casa a una golfa.
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(La puerta se abre y aparece Sofía muy seria, se ha puesto
una camisa.)
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ARMANDO.—¿Es verdad eso, Gutiérrez?
ELOY.—Es verdad, don Armando y lo siento. (A Loli.) Señora,
no encuentro palabras... Creí que ésta era la manera de conseguir
el puesto. Engañar a toda una señora como usted, no tiene
nombre.
LOLI.—¡Desde luego! ¡Vaya gentuza, Armando!
SOFÍA.—¿Y ustedes qué hacen con vestidos míos?
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LOLI.—No puede haber nadie con más méritos.
ELOY.—¡Gracias...! ¡Gracias a todos... y a usted también, don
Armando!
SOFÍA.—¿Qué trabajo desempeña usted en «La Agonía Félix»?
ELOY.—¡Mira que... esta tía...! ¡Que no se dirija usted a mí!
ARMANDO.—Gutiérrez, esta señora es mi mujer. (Pausa.)
ELOY.— ¿Y esta otra? (Por Loli.)
LOLI.—Loli «La Caliente».
ELOY.—Buenas noches.
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DOMINGA.—¡Salud para mi Pocholo, es lo único que queremos!
ARMANDO.—Y usted, Gutiérrez, ¡queda despedido!
SOFÍA.—¡Que te crees tú eso! Desde este preciso instante, este
señor es el nuevo Director General.
(Se pagan las luces y sólo queda un foco que ilumina a Eloy.
Siguen todas las figuras sin moverse.)
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marcha, funciona y a base de años de honradez estamos
inventando un nuevo tipo de sociedad más justa.
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