Este documento explora la noción de juventud y cómo ha sido entendida de manera diferente en distintas sociedades y épocas. Argumenta que la juventud no es una condición universal sino una construcción cultural que varía según factores como la estructura social, las formas de subsistencia y las cosmovisiones predominantes. Se describen cinco modelos históricos de juventud - los púberes de las sociedades primitivas, los efebos de los estados antiguos, los mozos preindustriales, los muchachos de la revoluc
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Este documento explora la noción de juventud y cómo ha sido entendida de manera diferente en distintas sociedades y épocas. Argumenta que la juventud no es una condición universal sino una construcción cultural que varía según factores como la estructura social, las formas de subsistencia y las cosmovisiones predominantes. Se describen cinco modelos históricos de juventud - los púberes de las sociedades primitivas, los efebos de los estados antiguos, los mozos preindustriales, los muchachos de la revoluc
Descripción original:
De púberes, efebos, mozos, muchachos
Título original
1_Feixa, De Púberes, Efebos, Mozos, Muchachos_artigo
Este documento explora la noción de juventud y cómo ha sido entendida de manera diferente en distintas sociedades y épocas. Argumenta que la juventud no es una condición universal sino una construcción cultural que varía según factores como la estructura social, las formas de subsistencia y las cosmovisiones predominantes. Se describen cinco modelos históricos de juventud - los púberes de las sociedades primitivas, los efebos de los estados antiguos, los mozos preindustriales, los muchachos de la revoluc
Este documento explora la noción de juventud y cómo ha sido entendida de manera diferente en distintas sociedades y épocas. Argumenta que la juventud no es una condición universal sino una construcción cultural que varía según factores como la estructura social, las formas de subsistencia y las cosmovisiones predominantes. Se describen cinco modelos históricos de juventud - los púberes de las sociedades primitivas, los efebos de los estados antiguos, los mozos preindustriales, los muchachos de la revoluc
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Capítulo I
DE PÚBERES, EFEBOS, MOZOS
Y MUCHACHOS
Somos jóvenes, amor,
somos jóvenes los dos, es fantástico vivir y poder cantar así. Somos jóvenes, amor, somos jóvenes los dos, y esa juventud ha de perdurar como el cielo azul y el mar. Dúo Dinámico, Somos jóvenes
¿Es universal la juventud?
La adolescencia es como un segundo nacimiento, pues
es entonces cuando surgen los rasgos humanos más eleva dos y completos. Las cualidades del cuerpo y de la mente que emergen son completamente nuevas. El niño se remon ta a un pasado remoto; el adolescente es neo-atávico, y en él las últimas adquisiciones de la raza se hacen lentamente preponderantes. El desarrollo es menos gradual y más irre gular, reminiscencia de algún período antiguo de tempestad y estímulo, cuando se rompieron las viejas amarras y se alcanzó un nivel superior (Hall, 1915 [1904]: xni).
Cuando pensamos en las dificultades de la infancia y
de la adolescencia, las consideramos inevitables períodos de adaptación por los cuales todos hemos de pasar... Los resul 16 DE JÓVENES, BANDAS Y TRIBUS
tados de esta seria investigación confirman la sospecha lar
gamente alimentada por los antropólogos sobre el hecho de que mucho de lo que atribuimos a la naturaleza humana no es más que una reacción frente a las restricciones que nos impone nuestra civilización (Boas, citado en Mead 1985* 12-13).
Entendida como la fase de la vida individual com
prendida entre la pubertad fisiológica (una condición «natural») y el reconocimiento del estatus adulto (una con dición «cultural»), la juventud ha sido vista como una con dición universal, una fase del desarrollo humano que se encontraría en todas las sociedades y momentos históri cos. Según esta perspectiva, la necesidad de un período de preparación entre la dependencia infantil y la plena inser ción social, así como las crisis y conflictos que caracteri zarían a este grupo de edad, estarían determinados por la naturaleza de la especie humana. Estas teorías, dominan tes todavía hoy en el sentido común, fueron formuladas por primera vez en 1904 por G. Stanley Hall, un psicólo go estadounidense, en su monumental Adolescence: Its Psychology, and its Relations to Physiology, Anthropology, Sociology, Sex, Crime, Religion and Education. Se trata del primer compendio académico sobre la cuestión, que desde entonces se ha considerado como la obra que vino a «des cubrir» y a dar legitimidad científica a una realidad social emergente. Hall caracterizaba la adolescencia como una etapa de «tempestad y estímulo» (storm and stress), noción inspirada en el sturm und drang romántico. Esta turbulen cia emocional, al tener una base biológica, convertía a la adolescencia en un estadio inevitable del desarrollo huma no. Influido por el darwinismo, Hall elaboró la llamada teoría de la recapitulación, según la cual la estructura genética de la personalidad lleva incorporada la historia del género humano. La adolescencia, que se extiende de los 12 a los 22-25 años, correspondería a una etapa prehis tórica de turbulencia y transición, marcada por migracio nes de masa, guerras y culto de los héroes. Esta fase esta ría dominada por las fuerzas del instinto que, para cal marse, reclaman un período largo durante el cual los jóve DE PÚBERES, EFEBOS, MOZOS Y MUCHACHOS 17
nes no han de ser obligados a comportarse como adultos
porque se hallan en un estadio intermedio entre el «salva jismo» y la «civilización». La obra de Hall tuvo una enor me influencia, al difundir una imagen positiva de la ado lescencia como etapa de moratoria social y de crisis, con venciendo a los educadores de la necesidad de dejar que «los jóvenes fueran jóvenes». En realidad, Hall no hacía más que racionalizar la emergencia de la juventud en los países occidentales, como etapa de semidependencia, pro ceso que se extendió a finales de siglo xix en conexión con el impacto social de la segunda revolución industrial y la expulsión de los jóvenes del mercado de trabajo (Gillis, 1981; Lutte, 1992). Cuando Margaret Mead inició su trabajo de campo en Samoa, en 1925, estas ideas estaban muy en boga entre los educadores estadounidenses. De hecho, su célebre libro sobre la adolescencia en una sociedad primitiva {Coming of Age in Samoa, 1928) puede interpretarse como un inten to de refutar las teorías de Hall, mostrando que no en todas las culturas la adolescencia debía verse como la fase de crisis que el psicólogo había generalizado a partir del caso de los jóvenes en Estados Unidos. Ya en el prólogo de Boas, el maestro de Mead, se explícita el objetivo básico, congruente con la escuela del particularismo histórico, de criticar al etnocentrismo de la teoría psicológica. Según Mead, entre las adolescentes samoanas «la adolescencia no representaba un período de crisis o tensión sino, por el contrario, el desenvolvimiento armónico de un conjunto de intereses y actividades que maduraban lentamente» (Mead, 1985: 153). Muchos años después, Derek Freeman (1983) pondría en cuestión las aserciones básicas de Mead: la antropóloga había ofrecido una imagen demasiado idí lica de la cultura samoana, condicionada por sus propios presupuestos ideológicos y por las limitaciones del trabajo de campo (fragmentario y con un precario conocimiento de la lengua). Para Freeman, la conflictividad y la tensión no estaban ausentes de la vida de las adolescentes samoa nas, a causa de su situación de dependencia familiar y de la jerarquía social imperante en Samoa. Pese a estas críti cas, las interpelaciones iniciales de Mead (o más bien de 18 DE JÓVENES, BANDAS Y TRIBUS
Boas) continúan siendo pertinentes: ¿puede considerarse
la juventud como una condición natural? ¿Pueden genera lizarse a otras culturas los rasgos esenciales de la juventud occidental contemporánea? En una perspectiva antropológica, la juventud aparece como una «construcción cultural» relativa en el tiempo y en el espacio. Cada sociedad organiza la transición de la infancia a la vida adulta, aunque las formas y contenidos de esta transición son enormemente variables. Aunque este proceso tiene una base biológica, lo importante es la per cepción social de estos cambios y sus repercusiones para la comunidad: no en todos los sitios significa lo mismo que a las muchachas les crezcan los pechos y a los muchachos el bigote. También los contenidos que se atribuyen a la juven tud dependen de los valores asociados a este grupo de edad y de los ritos que marcan sus límites. Ello explica que no todas las sociedades reconozcan un estadio nítidamente diferenciado entre la dependencia infantil y la autonomía adulta. Para que exista la juventud, deben existir, por una parte, una serie de condiciones sociales (es decir, normas, comportamientos e instituciones que distingan a los jóve nes de otros grupos de edad) y, por otra parte, una serie de imágenes culturales (es decir, valores, atributos y ritos aso ciados específicamente a los jóvenes). Tanto unas como otras dependen de la estructura social en su conjunto, es decir, de las formas de subsistencia, las instituciones polí ticas y las cosmovisiones ideológicas que predominan en cada tipo de sociedad. La enorme diversidad de situaciones pueden agrupar se en cinco grandes modelos de juventud, que correspon den a otros tantos tipos distintos de sociedad: los «púbe res» de las sociedades primitivas sin Estado; los «efebos» de los Estados antiguos; los «mozos» de las sociedades campesinas preindustriales; los «muchachos» de la prime ra industrialización; y los «jóvenes» de las modernas socie dades postindustriales. No se trata de modelos unívocos, sino más bien de «tipos ideales» que sirven para ordenar la heterogeneidad de los datos etnográficos e históricos. En cada caso deben combinarse con otras estratificaciones internas (como las geográficas, históricas, étnicas, sociales DE PÚBERES, EFEBOS, MOZOS Y MUCHACHOS 19
y de género). Estas últimas distinciones —las de género—
merecen una atención particular, pues acceder a la vida adulta nunca ha significado lo mismo para los hombres, para las mujeres, y para los que se adscriben a un «tercer sexo». De hecho, la transición juvenil es esencialmente un proceso de identificación con un determinado género, aun que a menudo se haya confundido con un proceso de emancipación familiar, económica e ideológica que históri camente ha sido privilegio casi exclusivo de los varones (y aun de los pertenecientes a determinados estratos socia les). Ello explica por qué, hasta fechas muy recientes, las imágenes sociales predominantes de la juventud se hayan asociado inconscientemente a las de la juventud masculi na. Para describir las características de estos cinco mode los de juventud hemos optado por presentar una serie de ejemplos etnográficos, que muestran la enorme plasticidad en el espacio y en el tiempo que reviste la transición a la vida adulta.
Púberes. La juventud en sociedades primitivas
Para los pigmeos, el elima no es sólo un rito de puber
tad consagrado a las jóvenes; es una celebración de la edad adulta, y vale tanto para los varones como para las mucha chas [...] En el elima, el varón tiene que demostrar valor con siderable para abrirse paso hacia el interior de la casa [de las muchachas], después de haber sido invitado... Además, y para demostrar que es un hombre, el muchacho tiene que matar «un animal auténtico» (Tumbulí, 1984: 206-207).
En La selva esmeralda, una película de John Boorman
(1985), aparece el proceso de iniciación de un adolescente en una sociedad amazónica. El protagonista, Tommé, un menor blanco secuestrado cuando era un niño y que ahora vive en plena selva con una banda de cazadores-horticulto res, ha llegado a la pubertad. Tras cazar su primer animal de gran talla (un mono) y empezar a flirtear con mucha chas, su nuevo padre le dice: «Tú piensas que eres un hom bre, pero te miro y sólo veo a un niño tonto. Ha llegado la hora de que mueras.» Morir significa pasar por el rito de paso que lo transformará en adulto. Para ello debe ingerir 20 DE JÓVENES, BANDAS Y TRIBUS
un alucinógeno que le hace cambiar la percepción, a lo
cual contribuye el período de aislamiento y ayuno que ha de pasar. Cuando despierta, su padre exclama: «Has vuelto a nacer. Ahora eres un hombre, has pasado de niño a hom bre.» Ya puede pensar en casarse, tener hijos y participar en las actividades de los adultos. Se trata, como puede comprobarse, del mito del púber resucitado, vinculado a la visión de la adolescencia como un segundo nacimiento, que según Lévi-Strauss (1971) está muy presente en muchas sociedades primitivas, pues muestra la necesidad de no dejar al albedrío de la naturaleza el trascendental momento del ingreso en la vida adulta. En el amplio abanico de sociedades «primitivas» —es decir, de sociedades segmentarias, sin Estado— no es fácil distinguir un modelo único de ciclo vital: de las pausadas transiciones de las adolescentes samoanas a las rígidas cla sificaciones por clases de edad de algunas sociedades del África subsahariana, la duración y la misma existencia de la juventud es algo problemático. Lo único que comparten la mayoría de estas sociedades es el valor otorgado a la pubertad como linde fundamental en el curso de la vida, básico para la reproducción de la sociedad en su conjunto. Para los muchachos, la pubertad desencadena los procesos de maduración fisiológica que incrementan la fuerza mus cular y que aseguran la formación de agentes productivos. Para las muchachas, la pubertad conlleva la formación de agentes reproductivos. Ambos procesos son esenciales para la supervivencia material y social del grupo. Ello explica que a menudo sean elaborados en términos rituales, mediante los llamados ritos de iniciación, que sirven para celebrar el ingreso de los individuos (casi siempre los muchachos, aunque también a veces las muchachas) en la sociedad, su reconocimiento como entidades «personales» y como miembros del grupo. A partir de ahí, las diferen cias son notables: la iniciación puede coincidir con la pubertad fisiológica o ser muy posterior; puede comportar el acceso a la vida adulta de pleno derecho o bien el ingre so en un grupo de edad semi dependiente previo al matri monio. Las diferencias dependen de múltiples factores, DE PÚBERES, EFEBOS, MOZOS Y MUCHACHOS 21
como las formas de subsistencia (caza-recolección, pasto
reo, horticultura, agricultura intensiva) y las instituciones políticas (bandas, tribus, cacicazgos). En general, puede afirmarse que a mayor complejidad económica y política, mayores serán las posibilidades de una etapa de moratoria social equivalente estructuralmente a nuestra juventud. Los pigmeos BaMbuti son una sociedad de cazadores- recolectores nómadas que habitan en la selva de Ituri (en la República Democrática de Congo, ex Zaire). Cuando fueron estudiados por Colin Turnbull (1960) el grupo se componía de unas 20 familias nucleares, distribuidas por diversos campamentos itinerantes, que se iban uniendo y separando a lo largo del año. Vecinos de los agricultores sedentarios bantúes, mantienen con ellos relaciones de intercambio y conflicto. Los pigmeos se dedican a recoger lo que la selva Ies ofrece (animales cazados con red o lanza, aves, frutos silvestres...). En muchas de estas tareas coope ra toda la población, incluyendo a mujeres y niños. Tam bién la autoridad se distribuye de forma equitativa, sin que existan instituciones jerárquicas. Por ejemplo, cuando la banda decide trasladarse de un lugar a otro, todos tienen derecho a participar en las discusiones. Los niños se inte gran desde pequeños en las actividades de sus mayores, imitando a través del juego las rutinas laborales y ceremo niales. El fin de la infancia se celebra con el rito del elimo.. La ceremonia se realiza cuando a una muchacha le apare ce la primera sangre menstrual. «El acontecimiento es un don para la comunidad, que lo recibe con gratitud y rego cijo. Ahora la muchacha puede ser madre, porque puede tomar marido orgullosamente y con derecho» (Turnbull, 1984: 195). Entonces inicia un período de reclusión en una choza especial, acompañada de sus coetáneas y de una pariente mayor y respetada que les enseñará las artes y habilidades de la maternidad, así como las canciones que entonan las mujeres adultas. Después de un mes de cánti cos y festejos, que incluyen incursiones en broma al cam pamento para atacar a los chicos, las muchachas se rein tegran a la vida del grupo, que las considera ya mujeres maduras preparadas para el matrimonio. 22 DE JÓVENES, BANDAS Y TRIBUS
En el caso de los muchachos, los cambios de la puber
tad no son tan evidentes ni instantáneos. Deben demostrar su virilidad por otras vías. Ello lo consiguen de dos mane ras. Por una parte, han de acostarse con una de las mucha chas recluida en la cabaña del clima, para lo cual han de conseguir burlar la guardia permanente establecida por el grupo de muchachas y que les permitan acostarse con una de ellas. De hecho, el clima facilita que los varones y las jóvenes lleguen a conocerse íntimamente y tales amistades desembocan a menudo en el matrimonio. Por otra parte, el muchacho ha de matar un animal auténtico. No un animal pequeño, como podría hacerlo un niño, sino uno de los antílopes más grandes, o incluso un búfalo, lo cual demos trará no sólo que es capaz de alimentar a su propia fami lia, sino también de ayudar en la alimentación de los miembros más viejos del grupo. Para Tumbull, una vez el individuo ha adquirido las capacidades productivas y reproductivas, es admitido, sin más dilación, en el mundo de los adultos. A partir de ahora compartirá con ellos la caza, participará en los debates y en los rituales, aprende rá las canciones y saberes tradicionales, podrá tomar espo sa y fundar un hogar. A pesar de su atractivo, las descripciones de Tumbull no escapan a la tendencia a la idealización propias de una determinada visión romántica del primitivo. No siempre los ritos de paso son tan pacíficos ni las relaciones inter generacionales tan plácidas. Diversos antropólogos mar- xistas franceses, por ejemplo, han mostrado las relaciones de autoridad y poder entre jóvenes y ancianos que se dan en comunidades cazadoras-recolectoras (Abeles y Collard, 1985). Y otros autores han discutido que la iniciación com porte un ingreso inmediato en la vida adulta (Zárraga, 1985). Lo que es evidente, sin embargo, es que en la mayor parte de sociedades primitivas no existe un largo estadio de transición previo a la plena inserción social, ni tampoco existe un conjunto de imágenes culturales que distingan claramente este grupo de edad de otros. Un caso opuesto al de los pigmeos es el de las socieda des de pastores nómadas organizadas según rígidas estrati ficaciones en clases de edad, asociadas a menudo a activi DE PÚBERES, EFEBOS, MOZOS Y MUCHACHOS 23
dades guerreras. El ejemplo más emblemático es, sin duda,
el de los masai, que Bemardi (1985) ha considerado como modelo del sistema de clases de edad basado en la inicia ción. El territorio masai precolonial se extendía en la fron tera entre Kenya y Tanzania. Se trata de una confederación cultural de tribus políticamente autónomas, cuyo modo de vida se basaba en el pastoreo y que tenían fama de ser mili tarmente agresivas. En el momento de la penetración euro pea, los masai presentaban una estructura de clases de edad muy marcada. Los varones pasaban por cinco estadios a lo largo de su vida: niños, guerreros, jóvenes adultos, mayores y ancianos. Cada grado tenía un nombre, y corres pondía a una función: íl murran (joven guerrero) se dedi caba a la actividad militar; Il moruak (adulto casado) se centraba en la actividad doméstica; II pirón (mayor) osten taba el poder de toma de decisiones; Il dasat (anciano) con sistía en el poder ritual y simbólico. Lo esencial del sistema masai es que la iniciación no tiene un sentido individual sino social: todo el grupo de edad se inicia al mismo tiem po, lo que conlleva unos vínculos afectivos que perdurarán durante toda la vida. La formación de una clase de edad tiene lugar cada quince años, durante un período que se abre con un rito llamado embolosat y se cierra con otro rito llamado ngeherr. Entre ambos existen períodos más cortos, normalmente de tres años, durante los cuales tienen lugar los ritos de iniciación propiamente dichos. Los individuos entran en el sistema de clases de edad tras la circuncisión. Cada candidato se prepara ritualmente de la mano de un tutor. Superar la operación mostrando resistencia al dolor es un signo de madurez. Ello implica la adquisición de la capacidad potencial de tomar parte en actividades sociales, una capacidad que se verificará con la progresiva incorpo ración a la escala de grados. El candidato es iniciado entre los quince y los veinte años de edad, y si atraviesa todos los grados de edad, abandonará el último entre los setenta y cinco y ochenta (Bemardi, 1985: 47 y ss.). Tras la circuncisión, el joven recibe una lanza y un escudo de su padre, que le consagra como guerrero. La principal función de los guerreros era la protección del ganado, aunque ocasionalmente podían planear sus pro 24 DE JÓVENES, BANDAS Y TRIBUS
píos raids. La eficiencia en el uso de armas es una necesi
dad para todos los masa i. Los nuevos guerreros van a vivir en un asentamiento segregado llamado singira, levantado no muy lejos del poblado familiar. En este período de segregación residencial y actividad militar los guerreros no pueden casarse. Las madres y las muchachas iniciadas de la misma edad pueden entrar en la singira para llevar comi da y participar en danzas. Los miembros mayores deben mantener la disciplina. Tienen dos tipos de líderes: uno militar y otro ritual. Aunque hoy la vida militar haya cam biado (se limita a la defensa del ganado), a los jóvenes ini ciados se les llama todavía guerreros (moran) y continúan llevando lanza y maza (los escudos han desaparecido). De hecho, los moran se han convertido en una de las mayores atracciones turísticas del África oriental, con su vistoso ropaje, decoración corporal y corte de pelo. Con el matri monio, la obligación de la segregación residencial cesa: los varones se trasladan a su hogar familiar y se dedican a cui dar su corral. En lugar de armas, pasan a llevar bastón y gancho, símbolos de madurez. Dejan de arreglarse el pei nado y usan pendientes de cobre como ornamento espe cial, otro símbolo reservado a los mayores. Pronto se con vertirán en padres de una familia; su autonomía social está consolidada, como su autonomía económica. Mientras el joven iniciado tiene que contar con la ayuda de su padre y grupo de parentesco para aumentar su dote en su primer matrimonio, para su segundo, tercero y sucesivos matri monios sólo debe confiar en sus propios recursos. Su for tuna en acrecentar su corral es lo que permite aumentar su familia y tomar otra mujer. Su éxito en ambas esferas ase gura su prestigio. Cuando alguno de sus hijos ya se han ini ciado o está listo para iniciarse, puede pasar al siguiente grado, que les asegura su capacidad social completa como líderes. La vara es el símbolo de su prestigio, y de la capa cidad de tomar decisiones en las cuestiones cotidianas. El poder de los mayores puede considerarse político, porque tienen la última palabra en cuestiones ejecutivas y pueden imponer su opinión a los jóvenes guerreros. El sistema masai confirma, para Bemardi, el papel central de la iniciación pospuberal, que en principio tiene DE PÚBERES, EFEBOS, MOZOS Y MUCHACHOS 25
un significado equivalente al clima de los BaMbuti: el reco
nocimiento social de la adultez. Pero las diferencias son notables: las muchachas apenas cumplen aquí ningún papel; el grupo predomina sobre el individuo; y el recluta miento es sólo el principio de un sistema de grados que durará toda la vida. Además, el reconocimiento social de la adultez no es pleno: La iniciación concede al candidato un estatus adulto fundamental; en términos jurídicos, corresponde a la capa cidad potencial de reclamar plena participación en las acti vidades sociales y tomar iniciativas individuales autónomas. Al mismo tiempo, al integrarse en su unidad de iniciación y ulteriormente en su clase de edad, alcanza el primer pelda ño de los grados de edad y obtiene un estatus específico expresado en el derecho de llevar armas; el joven iniciado se convierte en guerrero. Pero este derecho va acompañado de dos obligaciones específicas, una de segregación y otra de celibato. Esta restricción hace evidente que, aunque el ini ciado sea reconocido como un adulto, con los mismos dere chos potenciales que todos sus compañeros de clase, su capacidad efectiva está limitada por la escala de grados a través de los cuales su clase debe pasar (Bemardi, 1985: 49).
La interpretación dominante de los sistemas de clases
de edad, inspirada en el estructural-funcionalismo, enfati za sus funciones positivas en la integración social: «Las organizaciones por grupos de edad resuelven y movilizan al servicio de la sociedad las tensiones y conflictos po tenciales entre las sucesivas generaciones y entre padres e hijos» (Fortes, 1984: 117; cfr. Evans-Pritchard, 1977; Eisenstadt, 1971). Esta visión tiende a menospreciar el carácter conflictivo y desigual de las relaciones que fun dan, de las tensiones que encubren. Los sistemas de eda des sirven a menudo para legitimar un desigual aceso a los recursos, a las tareas productivas, al mercado matrimo nial, a los cargos políticos. Podríamos interpretarlos como categorías de tránsito muy formalizadas, equivalente estructuralmente a nuestra juventud, ritualizadas median te las ceremonias de iniciación, cuya función es legitimar la jerarquización social entre las edades, inhibiendo el 26 DE JÓVENES, BANDAS Y TRIBUS
desarrollo de un conflicto abierto (pues los jóvenes acaban
siendo adultos), y asegurando la sujeción de los menores a las pautas sociales establecidas. Ello se hace más evidente con la aparición de la estratificación social y de los esta dos primitivos. A partir del caso de los agricultores kulan- go del reino Abrón (en la actual Costa de Marfil), Emma nuel Terray (1977: 131) llega a afirmar que «el sobretraba jo de los jóvenes sirve para producir los símbolos de su propia dependencia... La emancipación progresiva de los jóvenes es un obstáculo para percibir la explotación de que son víctimas».
Efebos. La juventud en la sociedad antigua
El padre se acostumbra a hacerse igual al hijo y a
temerle, y los hijos a hacerse iguales a los padres y a no res petar ni temer a sus progenitores [...] El maestro teme a sus discípulos y les adula; los alumnos menosprecian a sus maestros y del mismo modo a sus ayos; y en general, los jóvenes se equiparan a sus mayores y rivalizan con ellos de palabra y de obra, y los ancianos, condescendientes con los jóvenes, se hinchan de buen humor y de jocosidad, imitan do a los muchachos, para no parecerles agrios ni despóticos (Platón, República, 1981: 85).
La juventud obedece a sus necesidades fisiológicas,
entre las cuales el placer sensual desempeña una papel espe cífico. Es cierto que también domina la lucha por la posi ción social... Con todo, la juventud es orgullosa porque aún no fue humillada por la vida, y está llena de esperanzas, porque todavía no fue decepcionada... Prefiere la compañía de sus coetáneos antes que cualquier otro trato. Para la juventud el futuro es largo y el pasado breve. Nada lo juzga según su utilidad, todos sus errores se deben a exageracio nes [...] Mientras la juventud es generosa y audaz, los viejos son cobardes y siempre temen lo peor. Todo lo consideran según su utilidad (Aristóteles, Retórica, citado en Allerbeck y Rosenmayr, 1979: 159). DE PÚBERES, EFEBOS, MOZOS Y MUCHACHOS 27
Las películas de griegos y romanos nos muestran a
menudo a protagonistas jóvenes, atléticos, cultos y valero sos. Es la imagen que nos ha transmitido también el arte clásico, de la escultura a la literatura épica: deportistas mostrando su cuerpo, guerreros combatiendo, muchachos filosofando y discutiendo con sus maestros, héroes y he roínas luchando contra los dioses. En la sociedad clásica, la juventud se convierte en una edad modelo. La emergen cia del poder estatal, con sus procesos concomitantes de jerarquización social, división del trabajo y urbanización, posibilita la aparición de un grupo de edad al que ya no se reconocen la plenitud de derechos sociales de que disfru taba con anterioridad, y al que se asignan una serie de ta reas educativas y militares. La generación de un excedente económico permite que una parte de la fuerza de trabajo se dedique a actividades no productivas, y la mayor com plejidad social obliga a los jóvenes —o a los varones de las elites— a dedicar un período de su vida a la formación cívico-militar. También conlleva, por otra parte, la apari ción de toda una serie de imágenes culturales y de valores simbólicos sobre la juventud, que la aíslan del resto del cuerpo social. Lo decisorio, sin embargo, es la consolida ción de determinadas instituciones para la educación de los jóvenes. La más conocida es la efébía, que apareció en Atenas en el siglo v a. C. El término efebo significaba etimológicamente «el que ha llegado a la pubertad», pero además de referirse al fenó meno fisiológico, tenía un sentido jurídico. La celebración y reconocimiento público del fin de la infancia abría un período obligatorio de noviciado social —la efebía en el marco de las instituciones militares atenienses, en las cua les permanecían los jóvenes hasta los veinte años. La efe- bía se inspiraba en el modelo de la agoghé espartana, la ins titución militar donde eran educados los jóvenes guerreros entre los dieciséis y los veintiún años, que consistía en una serie de ejercicios institucionalizados que combinaban el aspecto de preparación para la guerra con el de formación moral, incluyendo un período de aislamiento muy duro. Todo el tiempo se organizaba comunitariamente y era uti lizado para una formación al servicio de la polis, aunque 28 DE JÓVENES, BANDAS Y TRIBUS
centrado en el endurecimiento físico, así como en la capa
cidad de autocontrol y resistencia en el plano moral (Belle- rate, 1979: 129). También comportaba una educación en el plano erótico, que conllevaba relaciones de carácter homo sexual con guerreros mayores. Con el tiempo, la efebía ate niense perdió su carácter militar para enfatizar su aspecto educativo, introduciendo a los jóvenes de las elites en el refinamiento de la vida elegante. La educación del ciuda dano independiente, capaz de exponer sus opiniones con argumentos retóricos y lógicos, así como de conquistar una posición preeminente en la sociedad, requería una fase de la vida libre de compromisos para poder prepararse. Surge así la noción de paideia (o educación), que en su vertiente sofista, socrática o platónica ofrecía una base sólida donde apoyar la idea de juventud. La idea de paideia se vinculaba a las ideas de eros, amistad y reforma. Como ciertos gru pos de jóvenes podían dedicar su tiempo a la educación, a la cultura y a las innovaciones a ellas vinculadas, las «nue vas ideas» eran vistas como una cosa de los jóvenes. De esta manera, el concepto de una fase de la vida se equipa raba con una determinada función cultural: los jóvenes pasaban a ser identificados con el amor erótico, con el ansia de saber, con el deseo de reforma y belleza. La pai deia acabó convirtiéndose en símbolo de cultura, sin más (Jaeger, 1968). Algunos filósofos griegos se hicieron pronto eco del carácter ambivalente de la noción de juventud que surgía. En su República, Platón ironizaba sobre la crisis de la auto ridad adulta que conllevaba el culto a lo joven. Y en su Retó rica, Aristóteles cantaba la sensualidad, el orgullo, la espe ranza, el idealismo, la generosidad, la audacia y la exagera ción como características fundamentales de los jóvenes. También en el deporte y en el arte se hacían presentes estos valores, al representar al individuo como luchador, depor tista o guerrero, cantando al mismo tiempo el vigor de su cuerpo y de su mente. Se trata de imágenes culturales con gruentes con el mito de la juventud, que desde entonces pasarían a formar parte del patrimonio de la cultura occi dental. Pero conviene no olvidar que la contraposición que hacen Platón y Aristóteles entre jóvenes y viejos se ha de DE PÚBERES, EFEBOS, MOZOS Y MUCHACHOS 29
vincular al elogio del intermedio justo (el áureos mediocri-
tas romano), es decir: del hombre de mediana edad, que es quien ostenta el poder en la sociedad. Y tampoco puede ignorarse que el modelo del efebo no se aplicaba ni a las muchachas ni a los jóvenes plebeyos o esclavos. La historia de la Roma antigua nos ofrece también un ejemplo de transición del modelo «púber» al modelo «efebo». En los primeros tiempos de la República romana, la pubertad fisiológica definía el paso del estado infantil a la edad adulta. Originalmente, la pubertad se entendía en un sentido literal, como maduración sexual; parece que hasta Justiniano existió incluso un expediente de compro bación —la inscriptio corporis— en el caso de los varones, práctica abolida más tarde por impúdica. Cada año, el día de los liberari —el 17 de marzo— se reunían los pater fami lias y los miembros del consilium domesticum y se acorda ba declarar púber al joven. Le conducían a la plaza públi ca, le despojaban de la toga praetexta y le imponían la toga virile, que señalaba su ingreso en la comunidad política como ciudadano. A partir de Entonces podía participar en las elecciones, acceder a la magistratura, realizar negocios y enrolarse en la milicia, es decir, tenía los mismos dere chos y deberes que los adultos. Es cierto que la personali dad jurídica continuaba perteneciendo sólo al padre. Pero todos los hijos, cualquiera que fuera su edad, estaban des provistos de ella y, en caso de muerte del progenitor, el pri mogénito obtenía esta potestad sólo en el caso de que hubiera llegado a la pubertad. Así pues, y según Giuliano (1979: 44-45): la verificación de la madurez fisiológica... comportaba inmediatamente el reconocimiento social de las mismas capacidades que los adultos... Con la imposición de la toga virile se reconocía oficialmente la edad púber, con sus con secuencias jurídicas de reconocimiento de la capacidad de actuar y, en el caso de que el sujeto estuviera sub iuris, de la personalidad jurídica. En cualquier caso, el joven había de prestar el servicio militar en defensa de la civitas, adqui riendo los derechos políticos que tal servicio comportaba... A los diecisiete años es ya un adulto que ofrece una presta ción como miembro de una sociedad adulta. 30 DE JÓVENES, BANDAS Y TRIBUS
Durante el siglo n d. C. se producen en la sociedad
romana una serie de mutaciones que, según Giuliano, darán lugar al surgimiento de la juventud entre los varones de las clases privilegiadas: formación de grandes capitales de origen financiero y comercial; acaparamiento de recur sos por parte de una minoría dominante; urbanización masiva; desarrollo completo de la esclavitud como relación fundamental de producción, etc. En este contexto, los jóve nes pierden progresivamente sus derechos: la madurez social ya no se adquiere de forma inmediata con la puber tad, sino que se posterga hasta después de los veinticinco años: «Ello significa que el joven púber es reconocido socialmente maduro para asumir la defensa de la patria, pero no para gestionar con plenitud de juicio el propio patrimonio y la res publica» (Giuliano, 1979: 53). Ideológi camente, las leyes que sancionan este cambio se presentan como una forma de protección de los jóvenes, cuando de hecho están recortando su independencia. En este sentido, aumentan las formas de control familiar, escolar, moral y penal sobre los jóvenes, quienes no aceptan pasivamente esta situación. Su rebelión se pondría de manifiesto en las bacanales, que eran, según Clara Gallini (1970: 33), «un conglomerado voluntario e involuntario de diversas corrientes de protesta social», uniendo a jóvenes, mujeres y otros grupos marginados. La represión violenta de las mismas, bajo el pretexto de eliminar las orgías y la acusa ción de introducir cultos extranjeros, no sería otra cosa que la respuesta política de los grupos dominantes, amenaza dos en sus privilegios.
Mozos. La juventud en el Antiguo Régimen
La tercera edad, que se llama adolescencia y que
comienza a los catorce años, acaba, según Constantino y su viático, a los ventiún años, pero según Isidoro dura hasta los ventiocho y se puede extender hasta los treinta y cinco años. Esta edad se llama adolescencia porque la persona es lo bas tante mayor para engendrar, ha dicho Isidoro. En esta edad los miembros están tiernos y aptos para crecer y recibir fuerza y vigor por el calor natural. Y, por ello, la persona en DE PÚBERES, EFEBOS, MOZOS Y MUCHACHOS 31
esta edad crece tanto que consigue el tamaño dado por la
naturaleza... Después viene la juventud, que es la edad del medio, y por ello la persona tiene su mayor fuerza, y dura esta edad hasta los cuarenta y cinco años según Isidoro, o hasta los cincuenta según los otros... (Grand propriétaire de toutes les choses, 1556, citado en Aries, 1973: 37-38).
Las clases de edad del neolítico, la paideia helenística,
supom'an una diferencia y un paso entre el mundo de la infancia y el de los adultos, paso que se franqueaba median te unos ritos de iniciación o gracias a una educación. La civilización medieval no percibía esta diferencia y no tenía, por tanto, esta noción de paso (Ariés, 1973: 312).
En la Europa medieval y moderna, lo que se conoce
como sociedad de Antiguo Régimen, no es fácil identificar una fase de la vida que se corresponda con lo que hoy se entiende por juventud. De hecho, el tema de las edades de la vida fue muy popular en todo el período y ocupa un lugar relevante en los tratados seudocientífíeos de la época. Un testimonio esclarecedor se puede encontrar en el Grand propriétaire de toutes les choses, una especie de enciclope dia del saber sagrado y profano, publicada en Francia en 1556, según una compilación latina del siglo xin, donde se distinguen siete edades, que corresponden a los siete pla netas conocidos: infancia, puericia, adolescencia, juventud, senectud, vejez y senilidad. Se observará que los límites son relativos: la adolescencia no se distingue demasiado de la puericia, y se ve como una etapa de crecimiento físico; en cuanto a la juventud, es vista como «la edad del medio» (que hoy se denominaría adultez). De hecho, la lengua francesa medieval sólo distingue tres términos (infancia, juventud y vejez) y sus significados son variables. Por ejem plo, enfant es sinónimo de valet, garlón y fils, lo que enfa tiza su carácter de grupo de edad dependiente (en el plano laboral, biológico o doméstico). También en las sociedades campesinas de la península Ibérica el término para desig nar a los jóvenes era el de «mozo» y «moza», que se atri buía tanto a menores de edad como a solteros y sirvientes, de manera relativamente independiente respecto a la edad cronológica. 32 DE JÓVENES, BANDAS Y TRIBUS
Basándose en estas consideraciones terminológicas,
así como en otras de carácter iconográfico (el hecho de que los niños sean representados como «adultos en miniatura» y de que no exista una imagen específica para los jóvenes), Philiphe Aries (1973: 5-6) sustentó sus conocidas teorías sobre la inexistencia de la juventud en el Antiguo Régimen: «En nuestra vieja sociedad tradicional se representaba a duras penas la infancia, y todavía peor la adolescencia. La duración de la infancia se reducía a su período más frágil, cuando el pequeño no se bastaba por sí solo; entonces el niño, apenas físicamente espabilado, era mezclado lo más pronto posible con los adultos, compartía sus trabajos y sus juegos, sin pasar por las etapas de la juventud, que quizá existían antes de la Edad Media y que se han con vertido en aspectos esenciales de las sociedades evolucio nadas de hoy.» La precocidad de la inserción en la vida adulta se pondría de manifiesto en el modelo del appren- tissage (aprendizaje), muy difundido en la Europa medie val. El modelo se basaba en la temprana expulsión del joven del núcleo familiar: desde ios siete o nueve años, tanto los chicos como las chicas dejaban su hogar para ir a residir en casa de otra familia, donde llevarían a cabo las tareas domésticas y aprenderían los oficios y habilidades, así como el comportamiento en otros aspectos de la vida, a partir del contacto directo con adultos. Los aprendices estaban ligados a esta familia por un contrato de aprendi zaje, que duraba hasta los catorce o dieciocho años. Esta costumbre no era exclusiva del campesinado, sino que se extendía también entre las clases populares urbanas (los artesanos) e incluso entre los comerciantes y la nobleza. De esta manera, los adolescentes iniciaban su vida social lejos de su familia, donde aprendían el oficio, las maneras de caballero, las letras latinas e incluso las formas de diver sión y relación entre los sexos. No existía la noción de segregación por grupos de edad a la cual estamos hoy tan acostumbrados. También era normal ver mezclados a menores con adultos en tabernas y lugares de mala fama: las cosas de la vida (como la sexualidad) se aprendían por observación directa. La institución escolar, que hoy consi deramos exclusiva de niños y jóvenes, acogía entonces a DE PÚBERES, EFEBOS, MOZOS Y MUCHACHOS 33 gente de todas las edades (la noción de separación por cur sos según edades es muy reciente). Por otra parte, a pesar de estar bajo el control de tutores o maestros, el grado de independencia de los adolescentes era mucho mayor, lo que se correspondía a un débil sentimiento de cohesión familiar (Aries, 1973: 312 y ss.). Las tesis de Aries han sido criticadas por diversos auto res, que han hecho referencia a las numerosas sociedades de jóvenes existentes en las comunidades rurales del Anti guo Régimen, que cumplían una importante función en la organización de las fiestas y los juegos, en el control de los matrimonios y de las relaciones sexuales. Natalie Zemon- Davis (1971), en concreto, ha estudiado las llamadas «aba días de desgobierno», organizaciones de jóvenes presentes en toda Europa, que tenían encomendadas importantes funciones en el interior de la comunidad, como los traba jos comunales, la organización festiva (las fiestas comuni tarias y sobre todo las de tipo contestatario, cómo el car naval), así como el control de la moral sexual, de los adul terios (las famosas cabalgatas del asno), a los matrimonios desiguales (charivaris o cencerradas) y a la moralidad femenina (rondas y cantos jocosos). También se encarga ban de la defensa de la identidad local frente al exterior (costumbre de pagar el rescate a los extranjeros que querí an desposar a chicas del pueblo). Finalmente, cumplían funciones internas al grupo de los jóvenes, para mantener una esfera de jurisdicción y autonomía en un mundo en el que todavía no estaban plenamente integrados. Estas aba días se van desestructurando a partir del siglo xvn y desa parecen en el xvin, fundamentalmente por la acción de los poderes religiosos, civiles y militares, que las consideraban subversivas. Sin embargo, en muchos lugares subsisten diversas formas de «mocería», aunque de manera no tan ins ti tucionali zada. Aries ha replicado a estas críticas argumentando que, más que de sociedades juveniles, se trata más bien de «sociedades de solteros»: en sociedades campesinas donde las nociones de «casa» y «herencia» juegan un papel fun damental, el estatus familiar, más que la edad, es la línea divisoria entre dependencia y emancipación. Otro testimonio 34 DE JÓVENES, BANDAS Y TRIBUS
es el caso del pueblo occitano de Montaillou, a principios
del siglo xiv, tan bellamente evocado por Le Roy Ladurie (1980), a partir de los registros inquisitoriales. El autor encuentra pertinentes las ideas de Ariés sobre la entrada precoz del niño en la vida adulta. En Montaillou, los meno res (calificados indistintamente en los registros como ado- lescens o iuvenes) dejan el pueblo a los doce años: unos se alejan con las ovejas hacia las montañas, empezando a vivir su vida de pastores; otros entran como aprendices en casas de otros pueblos o en las ciudades (sobre todo las mozas). La transmisión cultural, en una sociedad sin escuelas, se da en primer lugar en el trabajo en común: los niños recogen los frutos con sus padres; las chicas cortan el trigo con sus madres; incesantes cotilleos de adulto a joven marcan estas sesiones de trabajo en grupo. También en el plano religioso los menores son considerados adultos capaces de distinguir la fe auténtica y de participar en los ritos y mitos del catarismo perseguido: «A los doce años el hombre tiene ya la inteligencia del bien y del mal para reci bir nuestra fe», declara un propagador cátaro. Los mismos inquisidores no dudan en condenar a los muchachos de esa edad, incluso a morir en la hoguera (Le Roy Ladurie, 1980: 218).
Muchachos. La juventud en la sociedad industrial
El hombre no está hecho para permanecer siempre
niño. Lo deja de ser en un momento establecido por la natu raleza... Como el rumor del mar que precede al temporal, esta tempestuosa revolución se anuncia con el rumor de las pasiones nacientes y un secreto trastorno indica la proximi dad del peligro. Un cambio de humor, una continua agita ción del ánimo, hacen que el muchacho se vuelva casi inco rregible... A las manifestaciones morales se añaden los cam bios físicos [...] Es en este segundo nacimiento cuando el hombre nace verdaderamente a la vida (Rousseau, Emilio, citado en Lutte, 1979: 63-64).
¿Cuándo surge, pues, esa realidad social que hemos
venido en llamar «juventud», en la sociedad occidental? ¿Cuándo se generaliza un período de la vida comprendí- DE PÚBERES, EFEBOS, MOZOS Y MUCHACHOS 35
do entre la dependencia infantil y la autonomía adulta?
¿Cuándo se difunden las condiciones sociales y las imáge nes culturales que hoy asociamos a la juventud? Sin duda, la Revolución Industrial tuvo mucho que ver con todo ello. Con un cierto tono metafórico, Frank Musgrove (1965: 33) ha afirmado que «el joven fue inventado al mismo tiempo que la máquina de vapor. El principal inventor de la máquina de vapor fue Watt, en 1765. El del joven fue Rous seau, en 1762». No cabe duda del importante papel de este pensador, enclavado en la irrupción del mundo moderno, en el descubrimiento del reino de la niñez y de la adoles cencia, que entendía como estadios naturales de la vida, y cuyo panegírico se correspondía con el mito del buen sal vaje como origen de la civilización. En el Emilio, el filóso fo describe la adolescencia como una especie de segundo nacimiento, una metamorfosis interior, el estadio de la existencia en el cual se despierta el sentido social, la emo tividad y la conciencia. Frente al perverso y despiadado mundo adulto, el autor opone el corazón, la naturaleza, la amistad y el amor, representados por la adolescencia. Su insistencia en el carácter natural de esta fase de la vida, la inevitabilidad de sus crisis, la necesidad de segregar a los jóvenes del mundo de los adultos, tendría gran influencia en las teorías posteriores de psicólogos y pedagogos (Lutte, 1992; Fischer, 1975). Sin embargo, no se puede identificar el nacimiento de la juventud con una fecha precisa, ni con fundirlo con el surgimiento de teorías sobre este período de la vida. Como condición social difundida entre las diver sas clases sociales, y como imagen cultural nítidamente diferenciada, la juventud no apareció masivamente en el escenario público hasta el lindar del siglo xx, como ha puesto de manifiesto el mismo Aries: El primer tipo de adolescente moderno es el Sigfrido, de Wagner. La música de Sigfrido expresa por primera vez la mezcla de pureza (provisional), fuerza física, naturalidad, espontaneidad, alegría de vivir que hará del adolescente el héroe de nuestro siglo xx, siglo de la adolescencia. Lo que ya despunta en la Alemania wagneriana penetrará sin duda en Francia más adelante, alrededor de 1900. La «juventud», que es en esa época la adolescencia, se convertirá en tema 36 DE JÓVENES, BANDAS Y TRIBUS
literario y en objeto de desvelo del moralista o del político.
Todos comienzan a interrogarse seriamente acerca de lo que piensa la juventud, a publicar investigaciones sobre esta juventud. La juventud aparece como detentora de valores nuevos susceptibles de vivificar la anticuada y estancada sociedad (Aries, 1973: 53-54).
Pero no surgió de la nada: es posible rastrear su origen
en el largo proceso de transición del feudalismo al capita lismo, así como en diversas transformaciones producidas en el seno de instituciones como la familia, la escuela, el ejército y el trabajo. La primera institución en cambiar fue la familia. Aries (1973: 252 y ss.) observa que desde el siglo xvn el modelo del apprentissage entra en crisis: el traslado de los niños fuera de la casa paterna ya no es tan corrien te, el retomo al hogar se anticipa y se hace más frecuente. La familia, que hasta entonces no se había ocupado plena mente de la educación y promoción de los hijos, desarrolla cada vez más un sentimiento de responsabilidad respecto a ellos, y se convierte en un lugar de afectividad. La contra partida es la progresiva pérdida de independencia de los hijos, la prolongación de su dependencia económica y moral. En definitiva: los padres empiezan a sentirse res ponsables de la educación de sus vástagos (Flandrin, 1977). Con la industrialización, los procesos de urbanización y nuclearización consolidan estas tendencias. Por supuesto, estos cambios afectan primero a la burguesía, y sólo más tarde se van extendiendo a otras clases. La segunda institución clave es la escuela. Con el desa rrollo del comercio y la burocracia, la institución escolar deja de estar reservada a los clérigos para convertirse en un instrumento normal de iniciación social, que empieza a sustituir al aprendizaje y a los tutores contratados por las familias. La escuela medieval, donde estaban mezcladas todas las edades y la autoridad del maestro era difusa, va siendo sustituida por sistemas de instrucción más moder nos, entre los que destacan los colleges y los internados. Aquí también es la burguesía la que toma la iniciativa: la escolarización no se generaliza entre otros sectores socia les (así como entre las muchachas) hasta etapas muy DE PÚBERES, EFEBOS, MOZOS Y MUCHACHOS 37
recientes: «Una nítida delimitación de la adolescencia fren
te a la niñez pudo darse sólo con la difusión de los colegios secundarios iniciada a fines del siglo xix» (Allerbeck y Rosenmayr, 1979: 169). La nueva escuela responde a un nuevo deseo de rigor moral: el de aislar por un tiempo a los jóvenes del mundo adulto. Se empieza a clasificar a los alumnos según sus edades, y el régimen disciplinario se hace cada vez más rígido, transformaciones que según Foucault van parejas a las del sistema penitenciario y que reflejan las nuevas condiciones del capitalismo industrial. Ello se pone de manifiesto, por ejemplo, en la noción de examen:
El examen combina las técnicas de la jerarquía que
vigila y las de la sanción que normaliza. Es una mirada nor- malizadora, una vigilancia que permite calificar, clasificar y castigar. Establece sobre los individuos una visibilidad a través de la cual se los diferencia y se los sanciona. A esto se debe que, en todos los dispositivos de disciplina, el exa men se halle altamente ritualizado... La superposición de las relaciones de poder y de las relaciones de saber adquiere en el examen toda su notoriedad visible (Foucault, 1990: 189).
La tercera institución influyente, aunque en este caso
sólo para los varones, es el ejército. Tanto las levas seño riales medievales como los ejércitos mercenarios modernos reclutaban sus componentes entre los jóvenes, aunque la actividad militar afecta sólo a una minoría de la población. Con la Revolución francesa se instituye el servicio militar obligatorio: la nación en armas está representada por sus jóvenes, que deben dedicar un tiempo de su vida a servirla con las armas. La conscripción obliga a toda una cohorte generacional (la quinta) a convivir durante un tiempo pro longado en un espacio delimitado: los varones son separa dos de su comunidad de origen y pasan a compartir su vida con coetáneos de orígenes muy diversos. Por primera vez se dan las condiciones para que surja una conciencia gene racional. A lo largo del siglo xix, el sistema de quintas se va difundiendo por toda Europa (en España se instaura en la década de 1870), no sin cierta resistencia por parte de los jóvenes y de las comunidades, que ven perder una parte 38 DE JÓVENES, BANDAS Y TRIBUS
fundamental de su fuerza de trabajo en su etapa más pro
ductiva. Por otra parte, la leva va generando una cultura propia: las fiestas de quintos (y sus contrapartidas femeni nas, como las apolonias), el lenguaje contramilitar, las cos tumbres sexuales y el consumo de drogas, etc., delimitan un mundo propiamente juvenil. También surge la noción de que el servicio militar sirve «para hacerse hombre», y que sólo al retorno del mismo pueden los muchachos pensar en casarse y fundar una familia (Aries, 1973; Bozon, 1981). La cuarta institución, finalmente, es el mundo laboral. Las transformaciones son, aquí, más complejas. Por una parte, ya hemos visto cómo el sistema del aprendizaje entró en crisis, tanto en el campo como en el artesanado urbano. En cierta manera, la protoindustrialización pudo fomentar una mayor independencia por parte de los más jóvenes: «El control de los mayores sobre los menores, a través de la distribución de la tierra, se resquebrajó a raíz de las mayores oportunidades de empleo, así como de la fragmentación de la tierra. Los jóvenes pudieron casarse antes, a partir de entonces, y formar sus propios grupos domésticos» (Berg, 1985: 131). Sin embargo, la primera industrialización no hizo diferenciaciones de la fuerza de trabajo según la edad y sometió a los jóvenes a nuevas dependencias: el trabajo infantil no sólo no desapareció sino que pudo aumentar. Fue sobre todo la segunda Revo lución Industrial, con sus avances técnicos, la que fue ale jando a los menores de la industria. Por una parte, la mayor productividad hizo disminuir la necesidad de mano de obra. Por otra parte, se hizo más evidente el reclamo de una mayor preparación técnica para desarrollar las com plejas tareas del sistema industrial, requiriéndose una for mación básica tanto para los jóvenes burgueses como para los obreros. De manera que tanto muchachos como muchachas fueron expulsados del trabajo asalariado y con ducidos a un no man’s land laboral y espacial: la escuela o bien la calle (Keniston, 1981). Así pues, a finales del siglo xix el terreno estaba ya abonado. Para Gillis (1981: 131 y ss.), en las décadas que van de 1870 a 1900 se produce el «descubrimiento» de la adolescencia, acontecimiento que se resume en la senten- DE PÚBERES, EFEBOS, MOZOS Y MUCHACHOS 39
cía, difundida entre padres y educadores, boys will be boys
(los muchachos han de ser muchachos). Durante la prime ra mitad del siglo xx, que el autor denomina «era de la ado lescencia», este concepto —que hasta entonces se había limitado en buena medida a los varones de la burguesía— se democratiza: los rasgos de la adolescencia se extienden progresivamente a las muchachas, a los obreros, a las zonas rurales y a los países no occidentales. En esta época la escuela secundaria se universaliza, los jóvenes son expulsados del mercado laboral, y surgen las primeras aso ciaciones juveniles modernas dedicadas al tiempo libre, como los vanderwógel en Alemania y los boy scouts en Inglaterra. También proliferan las teorías psicológicas y sociológicas sobre la inestabilidad y vulnerabilidad de la adolescencia, como las de Hall en el mundo anglosajón, Mendousse y Debesse en Francia y Sprangler en Alemania: todas ellas sirven para justificar la separación de los jóve nes del mundo adulto. Aparece también una legislación especial, que con el argumento de proteger a la juventud estaba de hecho recortando su independencia (véase el paralelismo con la aparición de la juventud en la Roma antigua). Cárceles y tribunales para jóvenes, servicios de ocupación y bienestar especializados, escuelas, etc., forma ban parte del reconocimiento social del nuevo estatus de aquellos que ya no eran niños pero que todavía no eran plenamente adultos (Lutte, 1979). Sin embargo, el descubrimiento de la adolescencia no está carente de ambigüedad, pues si por un lado se saluda como una conquista de la civilización, por otro lado se subraya su carácter crítico y conflictivo. El mismo Hall, en su panegírico de la adolescencia, alertaba sobre los peli gros que comportaba: «el gamberrismo y el crimen juvenil, los vicios secretos, parece no sólo que crecen, sino que se desarrollan más pronto en el mundo civilizado» (citado en Gillis, 1981: 141). Esta ambivalencia se manifestaba en dos modelos opuestos que definían la imagen cultural de la juventud dominante en la época: la del conformista y la del delincuente. Se trataba, según Gillis, de dos reacciones de signo opuesto que el descubrimiento de la adolescencia estaba originando: conformismo entre los muchachos bur 40 DE JÓVENES, BANDAS Y TRIBUS
gueses, delincuencia entre los proletarios. Mientras para
los primeros la juventud representaba un período de mora toria social marcado por el aprendizaje escolar y el ocio creativo, para los segundos representaba a menudo su expulsión del mundo laboral y el ocio forzoso. En ambos casos supuso una pérdida de autonomía que no siempre fue aceptada pasivamente:
Parece, por tanto, que las imágenes del adolescente ino
cente y del violento delincuente juvenil formaron una inse parable dialéctica histórica durante la mayor parte de esta época. Ambos se originaron en el mismo período, ambos fueron proyecciones de las esperanzas y temores de las cla ses medias de la sociedad europea en lucha por mantener se ante las sucesivas oleadas de cambio social y político. La noción de un estadio de la vida libre de responsabilidades era, para una civilización turbada, su sueño escapista; la visión de la degeneración de los jóvenes su pesadilla recu rrente. Con el objeto de hacer realidad este sueño, impusie ron a los jóvenes un conformismo y una dependencia que para muchos era inaceptable (Gillis, 1981: 182).
Las dos guerras mundiales supusieron una momentá
nea regresión de este proceso de extensión social de la juventud. La movilización de los muchachos en las trin cheras, la actividad de las muchachas en la retaguardia, las penurias materiales y morales que acompañaron al trauma bélico, suprimieron en gran medida las costumbres asocia das a la fase juvenil en todos los sectores sociales. El hecho fue considerado como una anomalía frente al desarrollo «natural» del ciclo vital, como ponen de manifiesto expre siones del tipo «nos robaron la juventud». La otra cara de la moneda es la experiencia de libertad y maduración social que el compromiso militar o político supusieron. Para muchos jóvenes la participación en el combate signi ficó una liberación provisional de las tutelas patriarcales que les oprimían, sintiéndose por primera vez protagonis tas del devenir colectivo, observando cómo empezaban a ser tratados como personas maduras, pues de ellos depen día la marcha de la guerra, de la revolución y de la resis tencia. De hecho, el período de entreguerras marca una DE PÚBERES, EFEBOS, MOZOS Y MUCHACHOS 41 fase de politización creciente de la juventud, que se ve arrastrada por la formación de bloques ideológicamente contrapuestos. La primera institución en percibir la capa cidad movilizadora de los jóvenes fue la Iglesia, que fundó las Juventudes Católicas y los diversos movimientos juve niles especializados (como la Juventud Obrera Cristiana). También el comunismo, triunfante en la Unión Soviética, vio en el proselitismo juvenil una forma de expansión uni versal: los pioneros y el Komsomol eran vistos como la vanguardia de la nueva generación. Los escritos de sir Baden-Powell no dejan duda en torno a su concepción de los boys scouts como una forma de salvar a los jóvenes del comunismo y de la depravación moral. Pero fueron sobre todo el fascismo y el nazismo los que explotaron de mane ra más eficaz el encuadramiento político de los jóvenes: no en vano Hitler y Mussolini tuvieron en las Juventudes Hitlerianas y en los Barilla italianos sus apoyos más fir mes. Tal polarización tuvo su trágica resolución en los campos de batalla (Germani, 1969; Francois, 1984).
Jóvenes. La juventud en la sociedad postindustrial
Si la adolescencia fue descubierta a finales del siglo xix,
y se democratizó en la primera mitad del xx, la segunda mitad del siglo ha presenciado la irrupción de la juventud, ya no como sujeto pasivo sino como actor protagonista en la escena pública. Tras la segunda guerra mundial pareció imponerse en Occidente el modelo conformista de la juven tud, el ideal de la adolescencia como período libre de res ponsabilidades, políticamente pasivo y dócil, que genera ciones de educadores habían intentado imponer. En Ale mania se hablaba de generación escéptica, en Italia de gio- ventú bruciata, en Francia de existencialismo, para referir se a las actitudes de evasión que arrastraban las secuelas de la guerra y el desencanto (Fischer, 1975). En su célebre ensayo sobre la juventud europea de posguerra, José Luis Aranguren (1961) la había descrito bajo el signo de la des- politización, la privacidad, el escepticismo y el consumis- tno. Sin embargo, el mismo autor intuyó una tendencia a 42 DE JÓVENES, BANDAS Y TRIBUS
la juvenilización de la sociedad, expresada en la emergen
cia de la llamada «cultura juvenil»: empezó a tener éxito el culto a lo joven y la juventud se convirtió en la «edad de moda». Por otra parte, aparecía la imagen inquietante del «rebelde sin causa», cuyo inconformismo no pasaba de ser una actitud estrictamente individual. Era una imagen a la que pronto sucederían otras, igualmente inquietantes, que algunos autores unirían en una «oleada mundial de gambe rrismo», protagonizada por una nueva generación de jóve nes que amenazaba con socavar los fundamentos de la civi lización. Un autor español llegó a exclamar:
Nuestra civilización occidental se halla amenazada por
la invasión vertical de una nueva generación reacia a todo código moral. Los actos de delincuencia juvenil, que tan profusamente se recogen en las páginas de sucesos, no son más que avanzadillas de una era anárquica y primitiva, que se vale del número, del grupo y del anonimato [...] El mal de fondo no reside en las características externas de estos muchachos: su vivir estrafalario, su peinado extravagante, su gusto por la bullanguería, su afición al rock & roll o al twist, su fervor por el exceso de velocidad y su agrupación en pandillas. El verdadero problema está en que son mucha chos indisciplinados, sin ideología ni moral, amigos del desenfreno y cuyas francachelas transcurren al borde de lo asocial, por lo que fácilmente se deslizan hacia el delito (López Riocerezo, 1970: 17).
gare, rockers, beatniks, macarras, hippies, halbtarkers, pro- vos, ye-yes, rockanrolleros, pavitos, etc., eran variedades de una misma especie: la del «rebelde sin causa». Ello se rela cionaba, sin embargo, con «la transformación de una sociedad de cultura rural o agraria en industrial y postin dustrial. Cuando ese paso se hace rápidamente se produce una crisis cultural y sociológica, como de obturación de los canales de integración del individuo en las normas de la sociedad» (1970: 244). Esas etiquetas no hacían más que reflejar una serie de cambios que se amplificarían en los países occidentales a lo largo de los años sesenta, y que habían de modificar profundamente las condiciones socia DE PÚBERES, EFEBOS, MOZOS Y MUCHACHOS 43
les y las imágenes culturales de los jóvenes (Hall y Jeffer
son, 1983). Cinco factores de cambio me parecen fundamentales. En primer lugar, la emergencia del Estado del bienestar creó las condiciones para un crecimiento económico soste nido y para la protección social de los grupos dependien tes. En un contexto económico de plena ocupación y cre ciente capacidad adquisitiva, los jóvenes se convierten en uno de los sectores más beneficiados por las políticas del bienestar, ansiosas de mostrar sus éxitos en las nuevas generaciones. Las mayores posibilidades educativas y de ocio, la seguridad social, la ampliación de los servicios a la juventud, la transferencia de recursos de los padres a los hijos (que pasan de dar la «paga» a sus progenitores a reci birla), etc., revierten en la consolidación de la base social de la juventud. En segundo lugar, la crisis de la autoridad patriarcal conllevó una rápida ampliación de las esferas de libertad juvenil: la «revuelta contra el padre» era una revuelta contra todas las formas de autoritarismo (Mendel, 1972). En tercer lugar, el nacimiento del teenage market ofreció por primera vez un espacio de consumo específica mente destinado a los jóvenes, que se habían convertido en un grupo con creciente capacidad adquisitiva: moda, ador nos, locales de ocio, música, revistas, etc., constituían un segmento de mercado de productos adolescentes para con sumidores adolescentes, sin demasiadas distinciones de clase. En cuarto lugar, la emergencia de los medios de comunicación de masas permitió la creación de una ver dadera cultura juvenil internacional-popular, que iba arti culando un lenguaje universal a través de los mass media, la radio, el disco y el cine, que hacía que los jóvenes empe zaran a identificarse más con sus coetáneos que con los miembros de su clase o etnia. Y en quinto lugar, el proce so de modernización en el plano de los usos y costumbres supuso una erosión de la moral puritana, dominante desde los orígenes del capitalismo, siendo progresivamente susti tuida por una moral consumista más laxa y menos mono lítica, cuyos portadores fueron esencialmente los jóvenes. Uno de sus resultados fue la llamada «revolución sexual», posibilitada sobre todo por la difusión de los anticoncepti 44 DE JÓVENES, BANDAS Y TRIBUS
vos, que por primera vez en la historia separó la genitali-
dad de la procreación, abriendo el camino a relaciones amorosas más libres y paritarias (Reich, 1978). Eran procesos convergentes a una «modernización cul tural» correlativa a la modernización económica y política vivida por todos los países occidentales en la posguerra, cuyos aspectos más contradictorios eran reflejados por los jóvenes cual espejos deformantes. A lo largo de los sesenta y primeros setenta, éstos tomarían la palabra y ocuparían el escenario público, en lugares y fechas convertidos en referente mítico: Brighton, 1964; San Francisco, 1967; París y México, 1968, etc. Gillis (1981: 189) vería en todos estos procesos el signo de la «brusca terminación de la larga era de la adolescencia». La reaparición del activismo político y el compromiso social durante los años sesenta parecía haber acabado de golpe con la dependencia social de los jóvenes: en diversos países se rebajó la edad del voto, los muros entre escuela y sociedad fueron rotos y en todas partes los jóvenes reclamaban los derechos y deberes de la adultez. Los teóricos de la contracultura (de Marcuse a Roszak) anunciarían la emergencia de la juventud como nueva clase, como vanguardia de la sociedad futura. Y Margaret Mead, en un ensayo sobre la brecha generacional (1977), cantaría la emergencia de una «cultura posfigurati va» en la que los hijos empezaban a reemplazar a los padres como depositarios de la tradición cultural y como «herederos del futuro». Para otros autores, en cambio, más que del final de la adolescencia debía hablarse de la emer gencia de una nueva etapa vital posterior a ésta, que algu nos denominaban «postadolescencia» y otros «juventud».
Somos testigos actualmente del surgimiento masivo de
un período de la vida no reconocido con anterioridad: una etapa que surge entre la adolescencia y la vida adulta. Pro pongo llamar a esta etapa de la vida el período juventud asignando a este término, venerable pero vago, un signifi cado específico. Como la «adolescencia» de Hall, la «juven tud» en ningún sentido es nueva: en realidad, una vez defi nido este período de vida, podemos estudiar su aparición histórica localizando a los individuos y grupos que han teni do «una juventud» en el pasado. Pero lo que es «nuevo» es DE PÚBERES, EFEBOS, MOZOS Y MUCHACHOS 45 que a esta etapa entran no una minoría de jóvenes, rara mente creativos o con perturbaciones, sino millones de jóve nes en los países avanzados del mundo (Keniston, 1981: 51).
Pronto se hizo evidente que las proclamas optimistas
de los románticos a la Mead y de los teóricos de la contra cultura estaban infundadas: la aparente liberación de los jóvenes se trocó pronto en nuevas dependencias económi cas, familiares y escolares, que se pondrían crudamente de manifiesto con el proceso de reestructuración socio-econó mica iniciado en las sociedades occidentales a partir de mediados de los setenta. La imagen cultural de la juventud volvería a estar marcada por el conformismo social, la des movilización política y el puritanismo. Las drogodepen- dencías y las nuevas formas de violencia juvenil formarían la punta de un iceberg, en la base del cual se encontraba el crecimiento galopante del paro y la consiguiente demora en la inserción social. Apalancados en casa y desencanta dos, la generación de los ochenta aguardaría pacientemen te en la cola de espera para entrar en la vida adulta. Se tra taba de cambios que afectaban, fundamentalmente, al final de la juventud, cuyas fronteras eran cada vez menos claras: el alargamiento de la dependencia familiar, la ampliación de las formas de cohabitación previas al matrimonio, los largos y discontinuos procesos de inserción laboral, el retraso de la primera paternidad, la pervivencia de las acti vidades de ocio en edades maduras, etc., son factores que marcan un postergamiento de la juventud. De esta manera se cerraba el círculo de la postadolescencia, que pasaba a tener carta de naturaleza como nueva etapa de la vida. Los años noventa han presenciado tendencias contra dictorias que se han resumido en un epíteto simple: «gene ración X». Una de las características de este nuevo mode lo de juventud es la influencia de las nuevas tecnologías de la comunicación: vídeo, fax, telefonía digital, informática, Internet. Algunos autores mantienen que está surgiendo una «cultura juvenil posmoderna» que ya no es el resulta do de la acción de jóvenes marginales, sino del impacto de los modernos medios de comunicación en un capitalismo cada vez más transnational. Ello puede recluir a los jóvenes 46 DE JÓVENES, BANDAS Y TRIBUS
en un nuevo individualismo, pero también puede conec
tarles con jóvenes de todo el planeta, dándoles la sensación de pertenecer a una comunidad universal. Aunque institu ciones como la familia, la escuela o el trabajo continúen siendo importantes en el proceso socializados cada vez más los mass media juegan un papel primario como media dores para cada una de esas instituciones. Las percepcio nes y experiencias reales de los adolescentes en esas ins tancias están modeladas en mayor o menor medida por su experiencia cotidiana con tecnologías de la información como la televisión, el teléfono, la radio FM, el vídeo, el ordenador, etc. Y un joven de Cataluña puede conectarse con otro de México a través de Internet.