Kemp - El Antiguo Egipto PDF
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Barry J. Kemp
El Antiguo Egipto
Anatomía de una civilización
ePub r1.0
Rafowich 13.09.16
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Título original: Anatomy of a Civilization
Barry J. Kemp, 1989
Traducción: Mónica Tusell
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INTRODUCCION
¿Cómo deberíamos estudiar la sociedad humana? Lo hemos de decidir nosotros,
pues no existe un método prescrito con rigor que nos indique los pasos a seguir.
Podemos obrar de manera convencional y reunir una serie de capítulos sobre el marco
geográfico, la historia de período en período, la religión, el arte, la literatura, las
instituciones, etc. Esta disposición satisfará el ansia natural que sentimos por la lógica
y el orden. Creará áreas de conocimiento que no desentonarán con las amplias
divisiones por materias de nuestro sistema educativo, en el que la cultura es una
acumulación de observaciones y juicios agrupados en torno a un esquema
convencional de temas. Sin embargo, si lo hacemos de este modo y abandonamos en
este punto nuestro trabajo, y si la sociedad que estamos estudiando es muy distinta de
la nuestra, tan sólo nos quedaremos con un repertorio pretencioso de caracteres
exóticos. Tal vez nos sintamos complacidos al haber ampliado nuestros
conocimientos y puede que los resultados nos cautiven a un nivel emocional, más
profundo, por su carácter novedoso. Pero nos expondremos a perder de vista un
hecho importante, algo tan simple y fundamental que incluso parece banal repetirlo.
En el pasado y en el presente, todos, los lectores de este libro así como los
antiguos egipcios, somos miembros de la misma especie, Homo sapiens, cuyo
cerebro no ha experimentado cambios físicos desde que nuestra especie apareció.
Todos compartimos, al igual que en el pasado, una conciencia común y un substrato
de conductas inconscientes. Nos seguimos enfrentando a la misma experiencia básica
que en el pasado: la de ser un individuo, con una importancia sin igual, que
contempla un mundo que se aleja de la esfera de la vida cotidiana y abarca una
sociedad más amplia, con una cultura y unas instituciones en común, y unas
sociedades más distantes, «extranjeras», que quedan fuera de la propia, todo ello
enmarcado en el contexto de la tierra y los cielos, y de las fuerzas de la suerte, la
fortuna, el destino, la voluntad de seres sobrenaturales y ahora, en la edad moderna,
de las fuerzas inmutables de las leyes científicas. Vivimos y conservamos la cordura
gracias a la manera en que nuestra mente, de entre el incesante raudal de experiencias
que se agolpan a nuestro alrededor y fluyen ante nosotros desde que nacemos hasta
que morimos, selecciona algunas de ellas y nos las estructura en pautas. Esas pautas y
las respuestas que les damos, efímeras de palabra pero más duraderas cuando se
transforman en instituciones y monumentos, constituyen nuestra cultura. La cultura
empieza siendo una terapia mental que impide que la información que recogen
nuestros sentidos acabe por abrumarnos, y que clasifica algunos elementos como
importantes y a otros como triviales. A través de ella damos sentido al mundo.
En el siglo XX, la acumulación de conocimientos nos ha proporcionado una
ventaja inmensa sobre nuestros predecesores en lo que se refiere a la tecnología y a
las diversas facultades mentales mediante las cuales podemos explorar el universo y
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generar una multiplicidad de imágenes lógicas. Pero no hemos de confundirlo con
una mayor inteligencia. Inteligencia no equivale a conocimientos, sino que es la
facultad de dar una configuración lógica a los conocimientos que se tienen. Dentro
del sistema creado por los antiguos egipcios para afrontar el fenómeno de la
conciencia personal —las esferas de la existencia que se alejan de cada persona—,
hemos de suponer que serían tan (o tan poco) inteligentes como nosotros. Este es el
mensaje crucial de la biología, del hecho de que todos pertenecemos a la misma
especie. El progreso no nos ha convertido en seres superiores.
Cuando estudiamos la antigua civilización egipcia, estamos claramente ante el
producto de una mentalidad muy distinta de la nuestra. Pero ¿hasta qué punto ello se
debe a su antigüedad? ¿Hay algo especial en la «mentalidad primitiva»? ¿Refleja una
actitud todavía más diferente de la presente en, pongamos por caso, las religiones y
las filosofías orientales (es decir, del Lejano Oriente)? No existe ninguna escala
sencilla que calcule grados de diferencia con este tipo de cosas. Las religiones y las
filosofías orientales suelen contar con una literatura mucho más extensa y una forma
de presentación más coherente que la antigua religión egipcia, la cual dependía en
gran parte de los símbolos pictóricos para transmitir su mensaje y que se desenvolvió
en un mundo donde, en ausencia de adversarios serios, nadie sintió el imperativo de
elaborar una forma de comunicación más convincente y completa. Nunca fue
necesario persuadir. Pero esto es más una cuestión de presentación que de contenido.
La principal diferencia es histórica. Las religiones y las filosofías orientales han
sobrevivido, y han acabado adaptándose y ocupando el lugar que les corresponde en
el mundo moderno. De este modo, las personas de fuera pueden acceder a ellas de
forma más directa, enseñadas por los apologistas que han surgido de entre sus filas.
Si nos mostramos diligentes y disponemos de tiempo, podemos aprender el lenguaje
que utilizan, vivir entre sus gentes, absorber la cultura y, en general, introducirnos
hasta que seamos capaces de reproducir sus procesos mentales en nuestra propia
mente. Y también ocurre lo contrario. De hecho, el mundo oriental ha mostrado una
mayor disposición a penetrar en la mentalidad occidental que a la inversa.
Esta capacidad de salvar las barreras culturales es una clara demostración de que
la conciencia humana posee, en el fondo, la misma naturaleza. En cada uno de
nosotros se hallan presentes todas las vías de conocimiento, pero el uso que hacemos
de ellas y el valor que les damos varían según la cultura.
La dificultad principal que encierra el estudio del antiguo pensamiento egipcio es,
pues, debida a las circunstancias. En cuanto a proceso vivo, hace ya tiempo que fue
aniquilado por sucesivos cambios culturales de gran magnitud —la incorporación de
Egipto al mundo helenístico, la conversión al cristianismo y la llegada del Islam—,
que condujeron a la casi total pérdida o destrucción de su literatura. Gran parte de lo
que podía captarse de forma inmediata por medio de símbolos o asociaciones de
palabras ha desaparecido para siempre. Aunque algunos visitantes griegos intentaron
dejar constancia de sus impresiones sobre aspectos de la religión de Egipto, los
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sacerdotes de aquel país no supieron mostrar a tiempo el suficiente interés para
explicar de manera convincente sus creencias a los extraños, un proceso que de por sí
habría provocado unas modificaciones internas transcendentales. En consecuencia, no
se puede recrear el pensamiento egipcio como si fuera un sistema intelectual vivo.
Pero es más resultado de un accidente histórico que un signo de que, al ser
«primitivo», tuvo que ser reemplazado por otro diferente. Ello no sucedió en el sur y
el sureste de Asia, el «Oriente» propiamente dicho. Allí, al haber una continuidad de
base, los cambios progresivos han ocupado el lugar de los sistemas intelectuales que,
aunque tenían sus raíces en el pasado, han evolucionado hasta convertirse en
elementos importantes del mundo moderno. El judaísmo y el cristianismo han hecho
lo mismo, pero ambos forman parte de la cultura occidental. No nos parecen raros a
pesar de que tuvieron su origen en un grupo de países vecinos del antiguo Egipto.
Así que podemos entrar y salir, por decirlo de algún modo, de sus procesos
mentales sin ser plenamente conscientes de lo que tienen de extraños, ya que el
lenguaje y las imágenes que utilizan forman parte del proceso por el cual los
occidentales, desde que nacemos, clasificamos la realidad.
Aunque han perdido mucho prestigio y poder de atracción, los modos de pensar
que encontramos en las antiguas fuentes todavía perviven entre nosotros y se
manifiestan de diversas maneras. De forma colectiva, los podemos denominar
«pensamiento primario». Los símbolos hacen mella en nosotros y reaccionamos en su
presencia, en especial cuando están relacionados con la identidad de grupo: desde los
uniformes escolares hasta las banderas e himnos nacionales, los retratos de los líderes
o la indumentaria y la arquitectura de los tribunales. En momentos difíciles, aflora en
nuestra conciencia la aceptación de que en los fenómenos y en los cuerpos
inanimados, desde el tiempo hasta los objetos inmóviles a los que maldecimos, reside
un poder tangible. Y a lo largo de la vida, nuestra imaginación vacila todo el tiempo
entre recoger e interpretar la realidad y evadirse al mundo de los mitos y la fantasía.
Mientras escribo este libro, soy consciente de que estoy creando imágenes en mi
pensamiento que espero que concuerden con la situación real en el antiguo Egipto. Sé
también que cuanto más intento que los hechos tengan un sentido, más teórico es lo
que escribo y empieza a confundirse con el mundo de la ficción histórica, una
moderna forma de mito. Mi antiguo Egipto es, en gran parte, un mundo imaginario,
aunque confío en que no se pueda demostrar fácilmente que no se corresponde con
las fuentes originales antiguas. Las especulaciones que hago están limitadas en parte
por consideraciones de carácter profesional —quiero ser fiel a las fuentes—, y
también, sin duda, a causa de mi mentalidad académica. Si poseyera una imaginación
más libre y creativa, los mismos procedimientos de formación de imágenes que
utilizo para dar sentido a las antiguas fuentes podrían llevarme a crear mundos que no
tuvieran nada que ver con la realidad. El escritor con cualidades para ello es capaz de
dar vida a mitologías y mundos imaginarios completos, que existen en nuestra mente
con la misma intensidad que si hubiésemos estado en ellos. De hecho, el siglo XX ha
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presenciado el florecimiento de la literatura fantástica, en la que la invención de
mitologías desempeña un papel fundamental. Las han escrito y se leen con fines de
evasión (o al menos eso es lo que espero: existe un llamativo y dudoso género dentro
de la literatura moderna que, aunque es fantasía, pretende encontrar credibilidad, el
género del Triángulo de las Bermudas o el de los «hechos que desconciertan a los
científicos»), pero refleja el cambio en el valor que otorgamos a tales cosas. El
hombre carga con la responsabilidad de llevar siempre consigo los medios para
sobrevivir a este mundo interior de la imaginación: un mundo con infinidad de
lugares, seres, situaciones y relaciones lógicas invisibles. A algunos los llamamos
religión, a otros fantasías, y a otros los productos de dotes artísticas o de ideas
eruditas o científicas, pero en verdad sólo podemos separar en categorías este sinfín
de imágenes utilizando distinciones arbitrarias, y al final somos incapaces de
ponernos de acuerdo en qué significa todo ello.
Seguir las huellas de esta faceta creativa hasta llegar al pensamiento primario
comienza de una forma engañosamente simple, con el lenguaje figurativo de la
personificación y la metáfora. «Pero siempre a mis espaldas siento / acercarse el carro
alado y presuroso del tiempo» (Andrew Marvell, 1621-1667, «A la amante esquiva»)
[*]. Es poesía y no tenemos por qué juzgarlo de otra manera. Pero puede que nuestro
pensamiento prefiera jugar con las imágenes. Veamos, por ejemplo, la del carro. Es
un símbolo del movimiento, y una simple observación nos demuestra que el tiempo y
el movimiento están vinculados ya que, transcurrido cierto tiempo, el movimiento
decae a menos que se le infunda energía, por lo que es imposible la existencia de una
máquina en perpetuo movimiento. Sin embargo, cuando decimos que están
«vinculados», estamos tomando prestado un término que generalmente se usa más
para hacer referencia a los «vínculos» de parentesco: tíos, hermanas, etc. Nos hemos
adentrado en el terreno movedizo de las asociaciones lingüísticas. En el mundo
moderno se nos impulsa a profundizar en la relación que hay entre tiempo y
movimiento por medio del estudio de la termodinámica. Pero, por capricho,
podríamos convertir al ser que tira del «alado carro del tiempo» en la personificación
misma del movimiento: tal vez una criatura femenina con la apariencia de un
centauro. A través de la ampliación del significado que aporta la palabra
«vinculados» podríamos decir, de modo sucinto, que el movimiento era la hija o la
esposa del tiempo, depende de qué grado de parentesco les atribuyamos: en un nivel
diferente o en el mismo. Podríamos continuar a la manera de los artistas
decimonónicos y crear una representación alegórica. Pero al final se nos acusaría de
haber dado simplemente rienda suelta a una idea. Podemos descartar una
especulación de este tipo porque el avance de los conocimientos racionales ha
abierto, en el caso de la física, una vía mucho más compleja, satisfactoria y estimable
a nuestro interés por el tiempo y el movimiento. Pero los antiguos no poseían esta
multiplicidad de vías teóricas de conocimiento, la posibilidad de elegir los mitos.
Ellos podían establecer, como todavía podemos nosotros, divertidas asociaciones
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mentales. A veces surgían de un parecido ocasional entre los términos, los juegos de
palabras, hasta el punto de que ahora nos es posible decir que sus ideas religiosas
estaban construidas en torno al juego lingüístico. Pero les atribuían una escala muy
diferente de valores. Para ellos, eran retazos de unas verdades más profundas.
Los antiguos egipcios no se preocuparon por el tiempo y el movimiento. En
cambio, se interesaron enormemente por el concepto de un universo entendido como
el equilibrio entre dos fuerzas contrarias: la una encaminada al orden y la otra al
desorden. La sensación intelectual de que aquélla era una gran verdad oculta la
aceptaron, de una manera lógica que pudieran expresar con las palabras y las
imágenes de que disponían, en la narración metafórica del mito de Horus y Set
(tratado en el capítulo I). Era su forma de librarse de la terrible sensación de saber
algo y aun así sentirse incapaces de hallar la manera perfecta de expresarlo.
Subestimamos la comprensión intelectual de la realidad en el mundo antiguo si
juzgamos al mito y a los símbolos por lo que parecen: imágenes curiosas y
fragmentos de narraciones extrañas que no acaban de tener sentido. Cuando
rechazamos el lenguaje escrito y simbólico de los antiguos mitos porque carece de
validez racional, no deberíamos ir demasiado deprisa y descartar al mismo tiempo las
ideas y las sensaciones subyacentes. También ellas pueden formar parte de un
pensamiento primario y universal.
La pervivencia en la mentalidad moderna de las mismas vías de raciocinio que
disponían los antiguos nos proporciona parte del bagaje intelectual con el que
podemos dar un sentido al pasado. Podemos reproducir la lógica antigua. Pero a la
vez es una trampa, por cuanto es difícil saber cuándo nos hemos de parar. Veamos un
ejemplo concreto. Frente a la Gran Esfinge de Gizeh se levanta un templo con un
diseño singular, sin una sola inscripción que nos diga qué representaba para sus
creadores. La única manera que tenemos de descubrirlo es recurrir a lo que
conocemos de la antigua teología egipcia. Dos investigadores alemanes lo han
interpretado del siguiente modo: los dos nichos de ofrendas situados al este y al oeste
estaban consagrados a los rituales de la salida y la puesta del sol, y las dos columnas
enfrente de cada nicho simbolizaban los brazos y las piernas de la diosa del cielo Nut.
La pieza principal del templo es un patio abierto rodeado de columnatas, cada una
con veinticuatro pilares. Estos pilares representaban las veinticuatro horas de que
consta un día y su noche. Si, por un momento, imaginamos que fuera posible ponerse
directamente en contacto con los antiguos constructores y preguntarles si ello es
cierto, tal vez obtuviésemos un simple «sí» o «no» por respuesta. Pero también podría
suceder que nos dijeran: «No habíamos pensado antes en ello pero, sin embargo, es
verdad. De hecho, es una revelación». Nos podrían responder de este modo porque la
teología egipcia era un sistema de pensamiento abierto, en el que la libre asociación
de ideas tenía una gran importancia. No tenemos una manera definitiva de saber si lo
que son una serie de conjeturas académicas, que pueden concordar perfectamente con
el espíritu del pensamiento antiguo y estar basadas en las fuentes de que disponemos,
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en realidad se les ocurrieron alguna vez a los antiguos. Los libros y los artículos
especializados actuales sobre la antigua religión egipcia seguro que, además de
explicarla con términos occidentales modernos, aportan elementos nuevos al conjunto
original de ideas. Los especialistas estamos llevando a cabo, de manera inconsciente
y por lo general sin pensarlo, la evolución de la religión egipcia.
Debido al carácter universal e insondable de la mente, así como por la similitud
de las situaciones en que se encuentran los individuos y las sociedades, tendríamos
que tener el mismo objetivo al estudiar las sociedades del pasado que cuando
trabajamos en sociedades del presente distintas de la nuestra. Puesto que el tiempo ha
destruido la mayor parte de las evidencias del pasado distante, los historiadores y los
arqueólogos han de dedicar mucho tiempo a cuestiones técnicas tan sólo para
establecer hechos básicos que en sociedades contemporáneas se observan a simple
vista. Las excavaciones arqueológicas son una de estas aproximaciones técnicas. Pero
el interés por los métodos de investigación no nos ha de hacer olvidar que el paso del
tiempo no afecta el objetivo final: estudiar las variaciones de los modelos mentales y
las respuestas de la conducta que el hombre ha creado para adaptarse a la realidad que
le rodea. La cronología nos permite seguir el cambio de modelos con el transcurso del
tiempo y constatar los avances hacia el mundo moderno. Pero caer excesivamente en
la «historia» —las fechas y la crónica de los acontecimientos— puede acabar
convirtiéndose en una barrera que nos impida ver las sociedades y las civilizaciones
del pasado por lo que realmente fueron: soluciones a los problemas de la existencia
individual y colectiva que podemos sumar a la diversidad de soluciones manifiestas
en el mundo contemporáneo.
Al decir «constatar los avances» nos estamos aliando con una creencia particular:
la de que la humanidad se ha lanzado a una carrera mundial en pos del triunfo
universal de la razón y los valores occidentales, y que las antiguas costumbres son
reemplazadas por otras nuevas y mejores. Podemos aceptar que sea cierto en lo que
se refiere a la tecnología y el conocimiento racional de los fenómenos materiales.
Pero el saber racional ha resultado ser muchísimo más frágil que el conocimiento del
significado profundo de las cosas que las personas sienten que les transmite la
religión. Aquel último tiene una fortaleza y un vigor que hacen pensar que se halla
casi en el mismo centro del intelecto humano. Forma parte del pensamiento primario.
Si alguien lo duda, debería reflexionar acerca de uno de los acontecimientos más
significativos del mundo contemporáneo: la poderosa fuerza política e intelectual del
resurgimiento de la ideología islámica. Para millones de personas es un modelo con
una nueva validez, que da sentido al mundo y propone un ideal de sociedad
aceptable. Es una alternativa tan vigorosa y autosuficiente como la de cualquiera de
los productos de la tradición racional de Occidente, nacidos de la Grecia clásica.
Aglutina una asombrosa variedad de instrumentos intelectuales para lograr un mismo
fin: cómo estructurar la realidad. Tampoco hemos de alejarnos tanto para encontrar
ejemplos de la feliz conformidad de la humanidad ante la mezcla de razón y mito. La
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incorporación a la moderna cultura occidental, a través de la tradición judeocristiana,
de un territorio sagrado, basado en la geografía de Palestina y los países circundantes
en el segundo milenio a. C., es a su manera un fenómeno intelectual tan extraño como
cualquier otro. Pero, como lo vemos «desde dentro», aceptamos su incongruencia,
incluso aunque no creamos propiamente en él. Y, si lo hacemos, disponemos entonces
de un abanico de convenios entre ciencia y cristianismo que lo corroboran. La mente
humana es un maravilloso almacén atestado, como el de cualquier museo, de
reliquias intelectuales y en el que no faltan guías que hagan que lo que es extraño nos
resulte familiar. Comprobar un nuevo conocimiento siguiendo una lógica estricta
antes de aceptarlo es únicamente un criterio fortuito y en el fondo profesional. Las
ideas que todos tenemos de la mayoría de las cosas, las «nociones elementales» de
cada día, son totalmente análogas al mito y, en parte, constituyen verdaderos mitos.
No podemos mostrarnos poco serios ante éstos ni tratarlos con condescendencia, pues
son una faceta ineludible de la mente humana.
Podemos atribuir a la naturaleza de la mente el hecho de que el saber racional no
esté sustituyendo, erosionando o apartando, lenta e inexorablemente, las creencias
irracionales y las ideologías y los símbolos atávicos del poder político. No somos
bibliotecas u ordenadores, con espacios vacíos para almacenar información que
hemos de llenar. Asimilamos un nuevo conocimiento creando mitos menores, o
modelos mentales, a partir de él. El proceso representa la faceta creativa del
pensamiento primario. No estamos acostumbrados a emplear la palabra «mito» de
esta manera, para referirnos por último al conjunto de conocimientos racionales.
Utilizamos frases como «estamos enterados de manera vaga o muy general» o
«tenemos ciertas nociones». Tengo en mente un montón de conocimientos a medias
de esta índole: el funcionamiento de un motor de combustión interna, la naturaleza de
la electricidad, etc. Muchos de los datos son probablemente erróneos, algunos de los
principios se interpretan mal y, en general, se tiene una imagen deplorablemente
incompleta. Si soy sincero conmigo mismo, gran parte de lo que sé (puede que todo)
acerca de mi especialidad, la egiptología, descansa sobre la misma base. Al menos es
lo que sucede con las ideas que han llevado adelante este libro. Pero, si quiero, puedo
cotejar mis mitos menores, mis modelos mentales, con una extensa colección original
de datos almacenados en libros y otro tipo de fuentes. Esta es la diferencia crucial
entre lo que podríamos llamar «mito racional» (las «nociones» disparatadas e
inadecuadas que tengo de la física nuclear), y el mito irracional u original. El
progreso nos brinda la oportunidad de elegir nuestros mitos y la posibilidad de
desechar aquellos que nos parecen inapropiados.
Las culturas antiguas (y las primitivas que hoy perduran) muestran el
funcionamiento de los procedimientos mentales, despojados de los adornos con que
los ha cubierto el saber moderno. Revelan también que las sociedades complejas han
surgido y han proseguido perfectamente durante largos períodos sin poseer ningún
conocimiento cierto del mundo. Ello se debe a un tercer elemento de la naturaleza
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humana (además del mito y de los conocimientos): las estrategias intuitivas de
supervivencia. Los antiguos egipcios lo ejemplifican en varias áreas. No poseían
ningún conocimiento abstracto de economía y, no obstante, de manera intuitiva, se
conducían como el «hombre económico», de lo que hablaremos en el capítulo VI.
Otro tanto sucede con la política. La mayoría de nosotros nos seguimos comportando
igual. Tenemos acceso a un enorme cúmulo de conocimientos fácticos y teorías
eruditas sobre economía y política, y poseeremos mitos racionales sobre estas
materias. Pero, en la vida cotidiana, pondremos en práctica estrategias intuitivas de
supervivencia que incluso podrían ir en contra de nuestra personalidad racional o de
nuestros mitos.
Para comprender la cultura, la nuestra y la de los demás, hemos de entender algo
sobre la mente humana. La cultura es la manifestación de cada una de las formas
locales y concretas en que la mente estructura el mundo de la vida personal y el que
sale fuera de aquélla. Este mundo exterior está constituido en parte por la sociedad,
que percibimos de manera fragmentaria cuando la vislumbramos momentáneamente
y a través de lo que leemos o los rumores que nos llegan, y en parte por una
estructura lógica invisible que, mayoritariamente, los filósofos crean en su
pensamiento, al intentar hallar un orden y un significado definitivos, y que los demás,
el resto de nosotros, estudiamos, reverenciamos, usamos o de la que tan sólo
vagamente somos conscientes como si fuera un mito. En la práctica, los dos
elementos de este mundo más amplio, la sociedad tangible y la estructuración
intelectual, se entremezclan continuamente. Por lo tanto, las normas de la sociedad
suelen reflejar o estar reforzadas por una serie de ideas codificadas, una «ideología».
En teoría, y dado que las diferencias de personalidad y de la posición espacial y
temporal se combinan de tal manera que garantizan que nunca hayan dos personas
idénticas, han existido tantas culturas como seres humanos. Pero un elemento
fundamental del pensamiento primario es que se quiere formar parte, o al menos se
accede a ello, de un grupo mayor con una identidad propia basada en el idioma, la
religión, la ciudadanía, los gremios, las asociaciones municipales, la subyugación
compartida o la noción de pertenencia a un Estado. Por cuanto ofrece un medio de
identidad, resulta una de las fuentes más poderosas y fascinantes de ordenación
mental. Proporciona una respuesta fácil a la pregunta: ¿quién soy yo? En la práctica,
la cultura es un fenómeno colectivo. Las personas creativas refuerzan los lazos de
identidad por medio de los mitos y los símbolos y son quienes elaboran las
ideologías. A partir de la estructura, los individuos ambiciosos sientan una base de
poder y establecen sistemas de conducta que encaminen las energías y los recursos de
los demás. La historia del mundo no es un relato del desarrollo de infinidad de
culturas pequeñas y actitudes de conciencia que acaban por converger. La historia del
hombre es el registro de su paulatina subyugación a unos gobiernos con un tamaño,
una ambición y una complejidad cada vez mayores. Mientras estas formas de
gobierno son pequeñas y «primitivas», las solemos denominar jefaturas. Cuando son
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más grandes, están jerarquizadas e incorporan a varios grupos especializados, pasan a
ser estados. El Estado, antiguo y moderno, nos facilita el marco más práctico en el
que podemos estudiar la cultura y es, a la vez, una de las facetas más notables de
aquélla. La naturaleza del antiguo Estado egipcio y la abundancia de instrumentos
(mitos, símbolos e instituciones) con los que manipulaba la mente y dirigía la vida de
sus ciudadanos son el principal tema de este libro.
Una característica de muchos de los tratamientos que recibe en la actualidad el
origen de los primeros estados es la de trabajar, comenzando desde el principio, con
una serie de temas estándar: la presión de la población, los avances en la agricultura,
la aparición del urbanismo, la importancia del comercio y el intercambio de
información. Desde este punto de vista, el Estado surge de manera autónoma o con
las interrelaciones, amplias y anónimas, que se establecen entre los grupos de gente y
su entorno, tanto natural como socioeconómico. Sin embargo, los estados están
basados en el vivo deseo de gobernar y en las visiones de un orden. Aunque han de
actuar dentro de las restricciones que les imponen las tierras y las personas que los
integran, generan fuerzas, promueven cambios y, en general, interfieren. En
consecuencia, cuando estudiemos el Estado hemos de tener bien presente este poder
generador que funciona de arriba a abajo y del centro hacia fuera. Lo que nos
interesará serán principalmente los instrumentos por medio de los cuales lo consigue
y, muy importante a la vez, la ideología de la que nacen. La historia de la humanidad
es tanto una historia de las ideas como de las conductas. El arqueólogo jamás debe
olvidarlo, a pesar de que sus mismas fuentes de estudio, los restos materiales de las
sociedades del pasado, apenas se lo comunican de una manera explícita. Egipto
aporta testimonios en abundancia de dos visiones poderosas y complementarias: una
ideología explícita de mando y una cultura colectiva unificadora que dan identidad al
Estado, y un modelo implícito de una sociedad ordenada mantenido por la burocracia.
Las dos primeras partes de este libro se ocupan respectivamente de ambas.
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egipcia (o de cualquier otra cultura que escojamos con unos objetivos informativos
amplios). Suele ser en los detalles donde queda documentada con más vigor una
faceta concreta. Por tanto, lo primero que hemos de hacer es situar la civilización del
antiguo Egipto dentro de su contexto espacial y temporal.
La civilización de Egipto se desarrolló en una de las áreas desérticas y áridas más
grandes del mundo, mayor incluso que toda Europa. Ello tan sólo fue posible gracias
al río Nilo, que atraviesa de sur a norte un desierto en el que apenas se registran
lluvias llevando las aguas del lago Victoria a más de 5.500 km de distancia al mar
Mediterráneo. En tiempos antiguos, Egipto únicamente correspondía a los últimos
1.300 km de esta vía fluvial, el tramo que comienza en la actual Asuán y el grupo de
rápidos conocido como la primera catarata. A lo largo de la mayor parte de este curso,
el Nilo ha excavado una garganta ancha y profunda en la meseta desértica y luego ha
depositado sobre su suelo una gruesa capa de aluvión oscuro muy fértil. Es esta
espesa capa de aluvión lo que ha proporcionado al valle su asombrosa fertilidad y ha
transformado lo que debiera haber sido una curiosidad geológica en un país agrícola
con una gran densidad de población.
El valle del Nilo propiamente dicho termina en las proximidades de El Cairo,
capital de Egipto desde la invasión árabe del año 641 d. C. Hacia el norte, el río fluye
perezosamente desde el valle hasta una gran bahía en la costa, ahora colmatada por el
mismo fértil aluvión, y que forma un delta ancho y llano donde el río se divide en dos
brazos, el Damieta al este y el Roseta al oeste (en la antigüedad había más), que
corren formando meandros. Actualmente, el delta representa cerca de dos tercios del
total de tierra arable en Egipto. La acusada división entre el valle y el delta da lugar a
una frontera administrativa natural, especialmente si se contempla desde El Cairo o
desde su antigua predecesora, la ciudad de Menfis. Así lo entendían los antiguos
egipcios, que dieron un nombre a cada zona y las trataron como si en algún momento
hubieran constituido reinos independientes. Estos nombres se traducen
convencionalmente por Alto Egipto para el valle y Bajo Egipto para el delta.
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Figura 1. Mapa de la parte septentrional del valle del Nilo con los asentamientos del antiguo Egipto.
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afluente sinuoso que discurre junto al primero (figuras 1 y 88). Debido a que tiene un
carácter propio, se suele utilizar el término Medio Egipto para el valle al norte de
Asiut. La topografía del delta presenta una mayor homogeneidad, pero de todas
maneras sus habitantes acostumbran a distinguir entre un lado este y otro oeste. El
primero es el que da a la península del Sinaí, el vital puente terrestre con Asia.
Las tierras de labrantío del valle y el delta muestran hoy día un paisaje llano y
uniforme de campos intensamente cultivados, atravesado por los canales de irrigación
y de avenamiento, sembrado de ciudades y aldeas medio escondidas entre los bosques
de palmeras, y que presenta cada vez más signos de un rápido crecimiento y
modernización. La transición entre los campos y el desierto es repentina y acusada.
La civilización finaliza visiblemente a lo largo de una clara línea. Al este, la meseta
desértica que se eleva por encima del valle va alzándose gradualmente hasta formar la
serrada cadena de colinas y montañas que bordea el mar Rojo, mientras que al oeste
se extiende un mar de grava y arena, vacío, silencioso y barrido por el viento, que
llega hasta el océano Atlántico, a más de 5.500 km de distancia.
El Nilo recibe dos afluentes, el Nilo Azul y el Atbara, que nacen ambos en el alto
y montañoso macizo etíope. Las intensas lluvias estivales en Etiopía elevan
enormemente el caudal de estos afluentes, que arrastran consigo una gran cantidad de
sedimento rico en minerales. En la época anterior a los complejos controles
hidráulicos que se vienen aplicando desde mediados del siglo pasado, esta riada
bastaba para inundar el valle y el delta de Egipto, transformando el país en un gran
lago poco profundo mientras que las ciudades y las aldeas se convertían en islotes
bajos unidos por las calzadas elevadas (lámina 1).
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1930, p. 119.
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Figura 2. El cultivo de los jardines y los huertos durante todo el año: el método perfeccionado del Imperio Nuevo
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mediante el uso de un shaduf. En la escena de arriba aparece un shaduf sencillo que se está utilizando para regar
un jardín al lado de un santuario. El hombre (detrás tiene a su perro) está a orillas de un canal y tira hacia abajo
del palo vertical para sumergir el cubo que cuelga del mismo en el agua. El largo travesaño oscilatorio del shaduf
se apoya en un pilar alto de ladrillos y tiene un contrapeso redondo de barro al otro extremo. A la derecha del
dibujo se está vaciando otro balde de agua. Tumba de Ipy, Tebas, c. 1250 a. C., tomado de N. de G. Davies, Two
Ramesside Tombs at Thebes, Nueva York, 1927, lámina XXIX. En la escena de abajo, se muestra el
funcionamiento de un shaduf más complejo. Se encuentra junto a un pozo (a la derecha del dibujo), por encima
del cual proyecta una plataforma destinada al operario. Este hombre está vaciando el cubo en un canalón que
atraviesa el pilar de ladrillos del shaduf y continúa hacia abajo para regar un huerto. Tumba de Neferhotep, Tebas,
c. 1340 a. C., tomado de N. de G. Davies, The Tomb of Neferhotep at Thebes, Nueva York, 1933, lámina XLVI.
Figura 3. El cultivo de jardines de carácter anual: el método original. El agua se transporta hasta las pequeñas
parcelas mediante pares de jarras de cerámica colgadas de perchas de madera. A la derecha, un hombre arrodillado
planta una lechuga en el agujero que ha cavado con un palo. Tumba de Mereruka, Saqqara, c. 2300 a. C., tomado
de P. Duell, The Mastaba of Mereruka, I, Chicago, 1938, lámina 21 (dibujado de nuevo por B. Garfi).
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La importancia de apreciar esto no se debe solamente a que proporciona un
trasfondo a la vida en el antiguo Egipto. A veces se ha creído que la sociedad
organizada, la civilización, surgió en Egipto y en otros lugares por la necesidad de
coordinar los esfuerzos colectivos para controlar los ríos y que se desarrollara la
agricultura. Por lo que respecta al antiguo Egipto, se puede afirmar que no fue así. No
hay que buscar el origen de la civilización en algo tan sencillo. Es cierto que
actualmente el país se mantiene gracias a un complicado sistema de irrigación. Pero
ello ha resultado necesario únicamente a causa del fuerte incremento de la población
producido en los dos últimos siglos[**].
El moderno Egipto es un país de habla árabe, mayoritariamente de religión
islámica y con unas leyes y unas instituciones seculares, producto de los 1.300 años
de dominación e influencia árabes que siguieron a la primera invasión musulmana en
el año 641 d. C., atenuadas por la posición mediterránea del país. Pero incluso en
tiempos de la conquista árabe, el antiguo Egipto de los faraones pertenecía a un
lejano pasado. Formalmente reconocemos su fin en el año 332 a. C., cuando
Alejandro Magno lo conquistó e inauguró tres siglos de gobierno de los reyes
macedonios (los Ptolomeos), quienes vivían al estilo griego en Alejandría aunque
continuaban haciéndose pasar por faraones en beneficio de las zonas del país con una
mentalidad más tradicional. La última de esta línea fue la reina Cleopatra VII (la
Cleopatra). Más tarde, primero en tanto que provincia romana y luego del imperio
bizantino, Egipto se convirtió en un país fervientemente cristiano, cuyo legado es la
Iglesia copta. Su idioma, que ya no se habla pero que se ha conservado en la liturgia y
en las tradiciones bíblicas, es la lengua del antiguo Egipto despojada de la escritura
jeroglífica.
Estas tres oleadas de cultura foránea (la griega helenística, la cristiana y la
musulmana) destruyeron por completo la cultura indígena del valle del Nilo de
tiempos antiguos, unas veces mediante un proceso de modificaciones graduales, otras
por un ataque deliberado. Por consiguiente, los conocimientos que actualmente se
tienen del antiguo Egipto son resultado de la reconstrucción que han hecho los
investigadores a partir de dos tipos de fuentes: el estudio de los restos antiguos que la
arqueología exhuma y la lectura atenta de los relatos de la época clásica.
En los comienzos de la egiptología, uno de estos relatos dio ya hecho un marco
histórico y cronológico que todavía cuenta con la aprobación de todo el mundo. Se
trata de una colección de resúmenes de una Historia de Egipto, ahora desaparecida,
escrita en griego en el siglo III a. C. por un sacerdote egipcio, Manetón. A pesar de las
inexactitudes introducidas por los copistas, el acceso que Manetón tenía a los
archivos del templo confiere a su obra un grado de detalle y una autoridad que ha
resistido el paso del tiempo. En concreto, la división que hace de la historia egipcia
en treinta dinastías o familias gobernantes (a las cuales posteriormente se añadió
otra), continúa siendo todavía el marco histórico de referencia. Sin embargo, por
cuestiones prácticas, los investigadores actuales han agrupado las dinastías de
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Manetón en unidades mayores, tal y como sigue:
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se mencionan unas pocas fuentes concretas de períodos posteriores. Incluso en este
breve lapso de tiempo, la sociedad egipcia cambió de manera notable. Entre el
Imperio Medio y el Nuevo se produce una ruptura clarísima. He evitado adrede que la
cronología y la historia se metieran de una manera muy obvia en el texto, si bien ha
sido necesario dejar constancia del paso del tiempo. He optado por una solución de
compromiso por la cual, en la primera y la segunda parte (capítulos I a IV), me centro
en la sociedad de los primeros períodos hasta finales del Imperio Medio, mientras que
la tercera parte (capítulos V a VII) está dedicada principalmente al Imperio Nuevo.
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Primera parte
LA FORMACIÓN DE UNA IDENTIDAD
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Capítulo I
LAS BASES INTELECTUALES DEL INICIO DEL
ESTADO
El Estado es la unidad suprema y universal de organización en el mundo
moderno. No existe ningún lugar en el planeta Tierra que no pertenezca a uno y la
mayoría de las personas, les guste o no, son miembros de un Estado desde que nacen,
aunque vivan en comunidades remotas y aisladas. Quienes carecen de él son los
desaventajados del mundo, los anacrónicos. Su poderío ha crecido ineludiblemente de
tal manera que, al menos en el idioma inglés, la palabra «Estado» [state] ha adquirido
un matiz siniestro.
¿Cuáles son los orígenes de esta situación, esta abrumadora rendición de la
mayoría y osadía de unos pocos? El hombre ha reconocido al Estado como entidad
abstracta sólo desde la época de la Grecia clásica. Pero su verdadera historia se
remonta mucho atrás. Si retrocedemos en el tiempo hasta llegar a las primeras
civilizaciones, de las cuales una es Egipto, podremos observar que los elementos
fundamentales de los estados modernos ya se hallaban presentes y funcionaban con
vigor, aunque no hubiera una conciencia objetiva de lo que todo ello implicaba.
Simplemente, se daba por supuesta la existencia del Estado o se presentaba en
términos que no pertenecen al vocabulario de la razón y la filosofía, el principal
legado que nos ha dejado el mundo clásico. Debemos tenerlo en cuenta si no
queremos que se nos pasen por alto verdades de peso. Fundamentalmente, no hemos
de confundir substancia con lenguaje. El proceso de desarrollo de los mecanismos del
Estado, igual que el de otros productos intelectuales, ha sido acumulativo. Las ideas y
las prácticas que asociamos a épocas más recientes fueron grabadas en un núcleo que,
en el fondo, no ha cambiado desde la aparición de los primeros estados en el mundo
antiguo. El estudio de la historia antigua pone al descubierto este núcleo y, de este
modo, la esencia de la vida moderna.
Es fundamental que el Estado tenga una visión idealizada de sí mismo, una
ideología y una identidad única. Él mismo se impone unos objetivos y trata de
alcanzarlos mediante la presentación de imágenes irresistibles de poder. Éstas ayudan
a movilizar los recursos y las energías de la gente, lo que de modo característico se
logra a través de la burocracia. Podemos decir de él que es un organismo porque,
aunque es el hombre quien lo ha creado, cobra vida propia. La ideología, las
imágenes de un poder terrenal y la fuerza normativa de la burocracia son algunos de
los elementos básicos de los estados antiguos y modernos. Contienen y refuerzan el
papel del dirigente con la misma eficacia que el de los súbditos, y en épocas de
liderazgo débil son los que sostienen al Estado. Estos temas irán reapareciendo a lo
largo del libro.
La ideología se ha convertido en uno de los grandes procesos determinantes de la
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época moderna. Es el filtro peculiar a través del cual una sociedad se ve a sí misma y
al resto del mundo, un conjunto de ideas y símbolos que explica la naturaleza de la
sociedad, define cuál ha de ser su forma ideal y justifica los actos que la lleven hasta
ella. Habríamos de tener en cuenta que el uso de esta palabra, por lo que respecta
estrictamente a su origen, sólo es posible cuando nos referimos a las filosofías
políticas de los siglos XIX y XX, de las cuales el marxismo es el ejemplo
paradigmático. Puesto que las ideologías se ocupan de cuestiones terrenales
inmediatas, podría dar la sensación de que son distintas de las religiones, que
principalmente apelan a la condición espiritual y a la redención de los individuos.
Pero este oportuno contraste entre ideología y religión refleja el punto de vista de la
moderna cultura occidental. El islamismo y el judaísmo, por ejemplo, se preocupan
del mismo modo por la virtud personal que por la forma que la sociedad humana
debería tener sobre la tierra. Ambos prescriben todo un estilo de vida, inclusive un
código jurídico. En el caso del antiguo pensamiento teórico, entramos en un estado de
ánimo que sólo podía concebir a las fuerzas que existían detrás del mundo visible en
términos de seres divinos y de las complejas interrelaciones entre ellos. Para los
egipcios, y aunque no lo formularan a modo de un moderno tratado, la sociedad ideal
en la tierra era el reflejo fundamental de un orden divino. Sin embargo, los actos de
reyes imprudentes podían perturbar este orden que, por consiguiente, exigía unos
cuidados y unas atenciones constantes que recibía de los rituales y las
representaciones escénicas y, de cuando en cuando, de algo que obligara a recordar
con más energía. Parece completamente correcto emplear el término ideología en su
visión del Estado que, aunque inmersa en la teología, tenía validez política y se
reafirmaba continuamente con poderosos términos simbólicos. Era una estructura
creada de forma intencional dentro de la cual operaba el Estado faraónico.
De todas maneras, no era el único principio de orden. La burocracia egipcia
expresó una ideología implícita de ordenación social que jamás se tradujo en un
programa con una formulación consciente. En los capítulos III y IV examinaremos
esta ideología implícita de orden social (a diferencia de la ideología explícita que
veremos en este capítulo).
La ideología egipcia destacó tres temas: la continuidad con el pasado, la defensa
de una unidad territorial mística que estaba por encima de las divisiones geográficas y
políticas, y la estabilidad y la prosperidad gracias al gobierno de reyes sabios y
piadosos.
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LA VISIÓN EGIPCIA DEL PASADO
La ideología necesita de un pasado, de una historia. En una ideología dinámica de
cambio, como el marxismo, el pasado ha de ser insatisfactorio, una época imperfecta
cuyos defectos son el móvil que desencadena la acción, la revolución. El pasado
existe para rechazarlo. Sin embargo, lo más habitual es que las sociedades se adhieran
al pasado, o a partes de aquél, con respeto. La historia consiste en el seguimiento
detallado de un mito del pasado que sirve de modelo en el presente. El antiguo Egipto
entra claramente dentro de esta categoría. Conocía su propio pasado e insertaba las
imágenes de aquél en el mundo mítico de la ideología.
Para los antiguos egipcios, el curso de la historia era bastante sencillo y prosaico.
No existía una narración épica de acontecimientos que tendiese un puente con las
generaciones pretéritas, ni un gran tema o relato de predestinación que inculcara una
moral a los vivos. El pasado era un modelo de orden, la sucesión continua y casi
totalmente pacífica de los reinados de los faraones anteriores, cada uno de los cuales
cedía el trono a su sucesor sin que hubiera interrupciones en la línea dinástica.
Reflejaba cuál fue la situación real durante los «grandes» períodos de paz y
estabilidad. Y, de paso, también refleja una visión simplista de lo que es la historia (es
decir, la sucesión de reyes), que todavía disfruta de una gran popularidad.
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Figura 4. Arriba, la legitimación del presente a través de la veneración de una versión corregida del pasado: el
faraón Seti I (y el príncipe Ramsés) hacen ofrendas a los nombres de los reyes, ordenados en una sola secuencia
continua que enlazaba a Seti I con Meni (Menes), el primer faraón de quien los egipcios tenían constancia segura.
En el diagrama, se han agrupado los nombres por bloques, los cuales representan los períodos de gobierno
legítimo según la interpretación de los sacerdotes de Abydos. Los saltos entre el tiempo «real» y la historia,
evidentes para nosotros, correspondían a las épocas a las cuales se asociaba un estigma. Es notable el peso que la
lista otorga a los faraones de los primeros períodos, probablemente porque causaba una mayor sensación de
antigüedad. Ello se ha logrado en parte con la inclusión de los reyes de la dinastía VIII, cuyos efímeros reinados
siguieron al mandato de los grandes faraones menfitas del Imperio Antiguo, si bien en una situación más apurada.
Templo de Seti I en Abydos (c. 1300 a. C.). Abajo, veneración particular de la familia gobernante y sus
antepasados por parte de Amenmes, sumo sacerdote, en una imagen del culto al faraón Amenofis I, llamada
«Amenofis del Atrio», fallecido tiempo atrás. Amenmes vivió en los reinados de Ramsés I y Seti I. Procedente de
su tumba en Tebas occidental, tomado de G. Foucart. Le Tombeau d’Amonmos. El Cairo, 1935, lámina XIIB, que
a su vez es una copia de la realizada por Thomas Hay en el siglo XIX.
Esta continuidad se percibe con mayor claridad en las listas de los reyes fallecidos
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que los mismos egipcios compilaron. La mayoría proceden del Imperio Nuevo, para
cuando los egipcios ya habían acumulado un milenio y medio de historia[1]. La más
conocida de todas es el magnífico bajorrelieve que estaba esculpido en una de las
paredes interiores del templo del faraón Seti I en Abydos (c. 1290 a. C.; figura 4). A
la izquierda de la composición aparece el mismo Seti I, acompañado de su hijo mayor
Ramsés (más tarde, Ramsés II), mientras realizan unas ofrendas. Los beneficiarios de
éstas, tal como explica el texto adjunto, son setenta y cinco antepasados reales, cada
uno representado por un cartucho, junto con el mismo Seti I, a quien corresponde el
cartucho setenta y seis y cuyos cartuchos dobles se repiten luego diecinueve veces
hasta llenar por completo la hilera inferior. Los cartuchos parecen seguir un orden
histórico más o menos correcto aunque se han omitido numerosos reyes, en concreto
los de períodos de debilidad y divisiones internas.
Figura 5. Un fragmento de la piedra de Palermo donde queda constancia de los acontecimientos acaecidos en seis
años del reinado del faraón Nineter de la dinastía II. Su nombre aparece escrito en la línea a. Las casillas de las
líneas b y c están separadas por una raya vertical que se curva por arriba y hacia la mitad de la parte vertical, en la
derecha, tiene un pequeño saliente. Cada uno de estos trazos es en realidad el jeroglífico utilizado para escribir la
palabra «año» (véase también la figura 20F, p. 76). Las casillas están además subdividas en dos hileras
horizontales, b y c. La hilera b resume con signos jeroglíficos los principales acontecimientos de los distintos
años: 1) aparición del faraón, segunda carrera del toro Apis; 2) viaje en procesión de Horus (es decir, el faraón),
octava vez de la enumeración; 3) aparición del faraón, tercera celebración de la fiesta de Seker; 4) viaje en
procesión de Florus, novena vez de la enumeración; 5) aparición del faraón, ofrenda… diosa Nekhbet… fiesta
Dyet; 6) viaje en procesión de Horus, décima vez [de la enumeración]. Es sorprendente el ritmo bienal de la vida
pública del monarca, que gira en torno a una enumeración de las riquezas del país cada dos años (probablemente
un primer ejemplo de registro de la propiedad). La hilera inferior de casillas c contiene la medida exacta de la
altura de la crecida del Nilo: 1) 3 codos, 4 palmos y 3 dedos (1,92 metros); 2) 3 codos, 5 palmos y 2 dedos (1,98
metros); 3) 2 codos y 2 dedos (1,2 metros); 4) 2 codos y 2 dedos (1,2 metros); 5) 3 codos (1,57 metros); 6)
destruido. La variación en la altura, que en estos cinco años asciende a 0,78 metros, afectaría a las cosechas
situadas en los terrenos más altos.
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cerca. Toda la escena constituye una versión a lo grande del típico culto a los
ancestros reales en el templo. Normalmente, aquél se consagraba a estatuas
individuales colocadas en un templo por monarca. En Abydos, la lista de nombres
cumplía el mismo objetivo de una forma más global y a la vez más económica. Sin
embargo, no era indispensable que se siguiera un correcto orden cronológico. Los
sesenta y un reyes de otra lista en el templo de Amón-Re en Karnak, perteneciente al
reinado de Tutmosis III (c. 1490-1439 a. C.), aparecen representados mediante la
imagen de una estatua en vez de con un simple cartucho[2]. Pero no parece que en ella
los faraones estén colocados cronológicamente en orden.
Una prolongación interesante del ámbito en donde se desarrollaba este culto a los
ancestros reales la encontramos en la tumba de un importante funcionario del reinado
de Ramsés II, un intendente de las obras llamado Tenroy, y que se halla en Saqqara[3].
En el centro de la composición hay una lista con los cartuchos de cincuenta y siete
reyes anteriores, colocados en el orden correcto. Tenroy les ruega que le concedan
parte de las ofrendas diarias que se les hacían en el templo de Ptah en Menfis. La
misma combinación de expectación y reverencia subyace sin duda en otros frescos en
tumbas del Imperio Nuevo, en los que se realizan ofrendas y oraciones a monarcas
fallecidos. La tumba del sacerdote Amenmes en Tebas (figura 4), por ejemplo, le
representa mientras rinde culto a las estatuas de doce faraones del Imperio Nuevo,
considerados reyes legítimos, además de al fundador del Imperio Medio, Nebhepetre
Mentuhotep. También aquí la ordenación cronológica es correcta.
Aunque estas listas son relativamente tardías, honrar el nombre de los
antepasados reales era una costumbre antigua. El piadoso respeto que manifiestan los
reyes de la dinastía XII hacia sus predecesores de la dinastía XI, cuyo poder habían
usurpado, revela asimismo que la búsqueda de una continuidad monárquica podía
trascender los avatares políticos de la sucesión dinástica[4].
El hecho de que la mayoría de las listas sitúen a los reyes elegidos en el orden que
les corresponde evidencia la inclinación natural de los egipcios a guardar y archivar
documentos administrativos. Esta faceta archivística queda bien patente en las listas
de «la piedra de Palermo» (figura 5). Se da este nombre a un grupo de fragmentos de
una losa de basalto negro, por lo visto esculpida después de finalizada la dinastía V
(c. 2350 a. C.). Gran parte del motivo ornamental consiste en hileras horizontales de
casillas, cada una separada por una línea vertical que se curva por arriba y que, de
hecho, es el signo jeroglífico que significa «año del reinado». Cada casilla contiene
un resumen de los principales acontecimientos ocurridos en uno de los años del
reinado de un faraón, cuyo nombre está escrito en la parte superior del bloque de
casillas en cuestión. Los acontecimientos descritos nos informan de qué era lo que
tenía importancia para los egipcios de la época. Es una combinación de festivales
religiosos, creación de estatuas a los dioses, algunas guerras, la tributación ordinaria
y, en otra subdivisión aparte, la altura exacta de la crecida del Nilo en aquel año. La
piedra de Palermo acusa el interés por los hechos del pasado y da un barniz
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intelectual a las sucintas listas de reyes, aunque seguía armonizando con el ideal.
Podemos suponer que fue este tipo de crónica lo que sentó las bases para las futuras y
escuetas listas de reyes, y la debieron compilar a partir de varias fuentes distintas,
pues la coherencia de lo que se ha documentado en cada línea y de la longitud de las
entradas es más bien escasa.
De todas maneras, la administración y la actitud piadosa hacia los grandes
antepasados reales no acaban de explicar la razón de este interés. Los documentos de
que disponían los egipcios les permitían calcular el tiempo transcurrido y les ofrecían
la posibilidad de realizar un viaje intelectual hasta el momento en que el tiempo y el
cosmos se encontraron. La expresión más gráfica de ello aparece en otra lista de
reyes, esta vez escrita sobre papiro y actualmente depositada en el museo de Turín[5].
Originariamente, daba los nombres de alrededor de 300 faraones y quien la recopiló
quiso que fuera exhaustiva. Ningún rey, por poco importante o fugaz que hubiera sido
su reinado, fue excluido de ella. Los monarcas palestinos que integraban la dinastía
hicsa estaban incluidos, aunque no fueran dignos de tener los nombres escritos en
cartuchos. En realidad, era una concesión extraordinaria a la verdad: con el mero
propósito de ser exhaustivos se admitía de forma tácita una ruptura en la línea
sucesoria de los reyes legítimos. Al lado de cada uno de los monarcas de la lista de
Turín se escribió la duración precisa de su reinado y a veces hasta el día exacto en
que finalizó. En ciertos puntos, se insertó un resumen con varios reyes y la duración
total de los reinados. Así, al final de lo que llamamos la dinastía VIII, se facilitaba un
resumen de los 958 años transcurridos desde el reinado de Menes, el primer nombre
que aparece en las listas.
Si tan sólo fuera esto lo que hay escrito en la lista de Turín, la podríamos
clasificar como un complicado mecanismo administrativo. Pero su compilador
intentó remontarse a antes del reinado de Menes. Es en este punto donde se separan la
mentalidad moderna y la antigua. Antes de la historia, el hombre ha situado la
prehistoria: el registro de la sociedad humana en un mundo sin escritura, un lugar
anónimo del que se desconocen nombres y hechos. Tal situación era impensable para
los antiguos. Pero ello no impedía sentir curiosidad por lo que habría habido antes del
primer rey documentado. La lista de Turín le dedicó más de una columna del texto.
Justo antes de Menes, habían varias líneas que resumían el reinado colectivo de los
«espíritus», que carecen de nombre propio, y antes de aquéllos, a la cabeza de toda la
compilación, una lista de divinidades. Cada una lleva su nombre escrito en un
cartucho, como si fuera un rey, y va seguido de la duración exacta de su reinado. Por
ejemplo, en el caso del dios Tot duró 7.726 años.
A partir de la lista completa de Turín, se podía reconstruir, siguiendo una línea
ininterrumpida, la sucesión de reyes desde el período en que los dioses gobernaron en
calidad de monarcas, y gracias a la exhaustividad de los datos sentir la doble
satisfacción de calcular con exactitud el período comprendido. Cuando la consultase,
el antiguo escriba habría podido saber los años que habían transcurrido en el mundo
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desde la aparición del primer dios creador y, a la vez, habría podido observar que los
reyes del pasado y sus soberbios monumentos concordaban con este mayestático
esquema. La rígida secuencia lineal de esta concepción del tiempo queda expuesta
con detalle por la manera en que se ignora la superposición de dinastías enteras
durante los períodos de divisiones internas, cuando simplemente se enumeran los
reinados de principio a fin y se suman todos los años para obtener una cifra global.
La continuidad pacífica de la monarquía era la principal imagen que proyectaba el
pasado. Contemplarla de esta manera resultaba ya satisfactorio y no consiguió
suscitar un interés para escribir una historia narrativa, en donde se hubiera hablado de
las personas y de los acontecimientos en términos que la posteridad habría entendido.
Pero unos cuantos reinados tuvieron cierto «aroma». Por ejemplo, a Snefru de la
dinastía IV se le consideró posteriormente el arquetipo de buen monarca del
pasado[6]. Asimismo, Ramsés II fue un modelo para sus sucesores. «Doblad para mí
la larga duración, el extenso reinado del faraón Ramsés II, el gran dios», rogaba
Ramsés IV unos sesenta años después (la plegaria no surtió efecto pues murió al
séptimo año de reinado)[7]. Por otro lado, Keops (Jufu), el constructor de la Gran
Pirámide, adquirió la reputación de cruel y arrogante, según se desprende de una
colección de relatos (el papiro Westcar), al parecer escritos a finales del Imperio
Medio[8]. Dicha reputación vuelve a aparecer en la Historia de Manetón y en las
narraciones de Herodoto[9]. Ahora ya no podemos decir si ello reflejaba realmente su
carácter o si fue lo que se imaginaron de él por haber sido el constructor de la mayor
de las pirámides. En el papiro Westcar se cuenta la historia, a modo de preludio, para
introducir a los monarcas extremadamente devotos de la siguiente dinastía V, y la
razón era, evidentemente, demostrar que la actitud arrogante y ofensiva de Keops
hizo caer la desgracia sobre su linaje. También los reinados de otros faraones, de
quienes se opinaba que no habían seguido los estándares de la monarquía, fueron el
marco de referencia de discursos de carácter didáctico. Pepi II, último faraón de la
dinastía VI, es un ejemplo: por lo visto, en una narración posterior se le tachó de
homosexual[10]. Otro rey, con una pésima reputación, fue quien probablemente
proporcionó el marco de referencia, ahora desaparecido, al larguísimo coro de
lamentaciones por el desorden que sobrevino escrito por el sabio Ipuur[11].
Llegados a este punto, hemos de distinguir las fuentes que tenemos. Los textos de
esta índole, únicamente documentados en papiros, fueron las obras de elucubración
literaria de la elite de escribas, en parte didácticas y en parte pasatiempo, y no tenían
intención de ser planteamientos teológicos. De esta misma elite cultivada fue de
donde salieron los «teólogos». Pero no debemos pensar que hubiese dos grupos de
personas, uno de ellos menos respetuoso ante la visión del pasado. Una actitud que
puede parecemos irrespetuosa es la que encontramos en unos papiros que narran
acontecimientos de la vida de los dioses. En una de esas historias, la diosa Isis («una
mujer inteligente, con un corazón más astuto que el de un millón de hombres»),
intriga para descubrir el nombre secreto del dios sol Re, a quien se describe como un
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anciano que sucumbe al dolor de una picadura de serpiente y revela su nombre oculto
a Isis[12]. Por una vez, tenemos el texto completo y sus intenciones son claras:
confiere validez «histórica» al relato para utilizarlo como remedio ante la picadura de
escorpión. Lo que era admisible en contextos teológicos formales y lo que era
permisible en las elucubraciones literarias habría dependido de unos gustos ya
establecidos. La reputación de Keops y de Pepi II no les excluía de la lista oficial de
reyes. Lo que se conseguía con esta cierta «licencia» o libertad intelectual era un
marco donde las consecuencias de una monarquía perniciosa se pudieran exponer
ante la corte, inclusive el monarca, para que reflexionaran sobre ello. Además, la
existencia de períodos de desorden e injusticia servían de advertencia y acreditaban el
papel del rey como mantenedor del orden y la justicia.
Sin embargo, existía un límite. Por los estudios modernos, sabemos de un período
de inestabilidad interna que culminó en una guerra civil entre dos familias
gobernantes contemporáneas, de las dinastías IX y XI, con sede en Heracleópolis y
Tebas respectivamente. Más adelante, los egipcios lo tratarían con reservas. Al igual
que Keops, el fundador del principal grupo disidente, el faraón Khety de la dinastía
IX, se convirtió más tarde en el blanco de anécdotas desfavorables, conservadas en
las copias de Manetón. De hecho, la entrada para este rey condensa hábilmente la
visión anecdótica y moralista de la historia: «el faraón Actoes [la transcripción griega
de Khety] trajo el infortunio a las gentes de todo Egipto a causa de su conducta, más
cruel que la de sus antecesores, pero después sufrió un ataque de locura y lo mató un
cocodrilo»[13]. No se hace ninguna alusión al oportunismo político que debió
proporcionar a Khety y a su familia el control temporal del trono egipcio, que pronto
les fue disputado por una familia rival de Tebas. Ninguno de los textos posteriores
que conocemos utilizó de manera directa el marco de una disensión entre provincias o
de una guerra dinástica. En el período que viene inmediatamente después (el Imperio
Medio), los sabios compusieron piezas literarias en las que se hacía hincapié en la
naturaleza de una sociedad en desorden, pero en las que se mantenía la realidad
histórica a distancia. No se utilizó abiertamente el Primer Período Intermedio para
inculcar una lección. Se acudió al subterfugio de poner la descripción del desorden en
boca de un profeta de la corte del faraón Snefru, de principios de la dinastía IV,
fallecido tiempo atrás pero que aún gozaba de gran estima[14]. Los disturbios de aquel
tiempo futuro indeterminado concluían con la llegada salvadora del rey Ameny, cuyo
modelo histórico fue probablemente Amenemhet I, el primer faraón de la dinastía
XII. Las lamentaciones del sabio Ipuur eran otro fruto del mismo talante pero, de
forma más notoria, la elocuente descripción que hace de la convulsión social carece
de nombres propios y de acontecimientos históricos.
Antes del Imperio Nuevo hubo un segundo período de desórdenes internos que
nuevamente culminó en una guerra civil: el período hicso. Pero aquí las
circunstancias fueron muy distintas[15]. Los hicsos eran monarcas palestinos que se
habían apoderado del delta. Al tratarse de una época bajo la dominación de unos
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reyes extranjeros, que al final fueron expulsados por los ejércitos egipcios, era lícito
considerarlo una desafortunada aberración de la imagen ideal del pasado. Incluso en
la lista de Turín se veía de este modo: los monarcas hicsos aparecen en ella, pero
desprovistos de títulos y cartuchos reales y, en cambio, acompañados de un signo que
los cataloga como extranjeros. En un singular texto que se encuentra en un templo, la
reina Hatshepsut, a su vez una usurpadora victoriosa de principios de la dinastía
XVIII, presentaba el período de los hicsos como un tiempo de desórdenes del cual
ella había salvado a Egipto, ignorando el medio siglo transcurrido de mandato
pacífico y próspero bajo sus predecesores de la dinastía XVIII. Aquí se daba un gran
relieve al tema de que la responsabilidad de librar del caos recaía en el soberano. Se
podía tolerar en un texto oficial porque, a diferencia del Primer Período Intermedio,
se podía justificar hábilmente la etapa hicsa.
Son contadas las ocasiones en que se apartaron de la imagen ideal del pasado y, a
excepción del período de los hicsos, las protagonizaron individuos aislados. Lo más
típico era que la fuente de autoridad y autenticidad estuviera en el pasado. La imagen
característica la proporciona el faraón Neferhotep de la dinastía XIII (c. 1750 a. C.),
cuando visita con actitud piadosa la «casa de los textos» y examina los «antiguos
escritos de Atum (el dios creador)» para saber cuál es la forma correcta, la que los
mismos dioses habían dispuesto al principio de los tiempos, que ha de tener una
nueva estatua que va a levantar a Osiris[16]. Con la misma postura reverente hacia las
formas antiguas, los artistas egipcios conservaron, sin apenas modificaciones, los
trazos originales de los jeroglíficos durante 3.000 años. La continuidad general de los
estilos artísticos y arquitectónicos se debe a la esmerada reproducción de los tipos
estilísticos creados en el período Dinástico Antiguo y en el Imperio Antiguo. Pero, en
cierta manera, se estaban engañando a sí mismos. Hubieron cambios importantes en
los ideales y las formas y debían reflejar los avances intelectuales, lo que también se
trasluce claramente en las fuentes escritas. Todo el aparato moderno de la historia del
arte en la egiptología parte de la premisa de que el estilo cambió de un período a otro.
Así pues, las figuras apesadumbradas y preocupadas de los reyes en la estatuaria del
Imperio Medio transmitían un mensaje muy distinto de las estatuas juveniles e
idealizadas del Imperio Antiguo[17]. Se podría reconocer la nueva estatua para Osiris
del faraón Neferhotep como un producto de los artífices de la época. En realidad, los
«escritos» que el monarca consultaba sólo le podían especificar la naturaleza de la
antigua imagen en términos muy amplios, tales como los materiales preciosos de que
estaba hecha. Los antiguos egipcios no habrían podido verter en palabras la
descripción del estilo de una estatua. Lo mismo puede decirse de la arquitectura. El
Imperio Nuevo contempló un gran auge de la arquitectura de los templos en la que, al
menos por lo que se refiere al culto mortuorio de los faraones, hemos de reconocer
cambios importantes de significado. Se produjeron modificaciones pero, por regla
general, con buen gusto y una actitud reverente, ateniéndose al vocabulario básico de
las formas tradicionales, a veces reforzadas recurriendo al pasado. Hablaremos más
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de ello en próximos capítulos.
En ocasiones, la explotación del pasado podía ser bastante rebuscada. En el
próximo apartado de este capítulo citaremos un extracto de un importante texto
mitológico, conocido como «la piedra Shabaka»[18]. En el preámbulo, el faraón
Shabaka de la dinastía XXV (712-698 a. C.) explica que ha copiado el texto de un
antiguo documento que ha sido pasto de los gusanos. En verdad, está escrito con un
estilo muy arcaico. Durante mucho tiempo, los investigadores aceptaron literalmente
lo que decía Shabaka y fechaban la composición original del texto en la dinastía III.
Más recientemente, ha empezado a admitirse en general que, si bien los temas del
mito pertenecen a la corriente principal del pensamiento egipcio, esta composición en
concreto es relativamente tardía, tal vez incluso de la época de Shabaka. Respecto a
su estilo arcaico, existen pruebas suficientes de que los escribas del período Tardío
tenían unas nociones del lenguaje arcaico y podían componer con él. Era más fácil
aceptar ideas nuevas o reinterpretar las antiguas si se recurría a su antigüedad o se las
disfrazaba bajo la apariencia de aquélla. Las raíces de la cultura estaban en el pasado.
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rol del monarca como único unificador, que la imagen de un enorme número de
unidades más pequeñas o una situación extendida de anarquía. También concordaba
con la división geográfica del país en dos mitades, si bien la verdadera historia
política nos presenta escisiones internas en varias líneas diferentes.
Figura 6. La fuente de la que emanan el orden político y la estabilidad: la conciliación de las fuerzas contrarias,
personificadas en los dioses Horus (izquierda) y Set (derecha), y en la cual quedan comprendidas las divisiones
políticas de Egipto (cf. figura 17, p. 65). La reconciliación está simbolizada por el acto de enlazar las plantas
heráldicas del Alto y el Bajo Egipto alrededor del signo jeroglífico de «unificación». Base del trono de Sesostris I
(1971-1928 a. C.), procedente de su templo de la pirámide en El-Lisht. J.-E. Gautier y G. Jéquier, Mémoire sur les
fouilles de Licht, El Cairo, 1902, p. 36, fig. 35; K. Lange y M. Hirmer, Egypt: Architecture, Sculpture, Painting in
Three Thousand Years, Londres, 1961, p. 86 (preparado por B. Garfi).
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carácter de la escritura jeroglífica se prestaba a ello. La mayoría de los signos
jeroglíficos representan grupos de consonantes, por lo que era factible utilizar la
imagen de algo para escribir otras palabras que, aunque se pronunciaran de manera
distinta, tuviesen idéntica secuencia de consonantes. Es como si, en inglés moderno,
escogiésemos el dibujo de una hoja (leaf) para escribir todas las palabras con la
secuencia de consonantes l y f; así, hoja (leaf), vida (life), hogaza de pan (loaf), risa
(laugh) y lejos (aloof). (El contexto y los signos adicionales evitarían las confusiones
cuando hiciera falta). Los artistas explotaron con audacia esta disociación entre el
signo y el significado. Y a pesar de que el estilo cursivo (hierático) apareció en fecha
temprana una característica del sistema de escritura fue la de que, en contextos
oficiales, los artistas siguieron conservando con delicadeza todo el detalle y la forma
natural de los originales, con lo cual los radicales jamás se perdieron. Los artistas
podían coger los signos jeroglíficos que expresaban conceptos abstractos y
reproducirlos en las composiciones artísticas como si fueran objetos tangibles,
conservando al mismo tiempo la congruencia de estilo. Este uso emblemático de los
signos proporcionó un elemento visual al juego lingüístico teológico. Constituye una
característica importante del estilo artístico egipcio, al igual que lo es la moderación
con que lo utilizaban. Sólo unos pocos de los signos de una composición serían
tratados de esta manera y el mensaje que transmitirían sería claro e inmediato.
Una buena serie de ejemplos, que resumen la ideología básica del Estado egipcio,
son los bajorrelieves que están esculpidos a los lados de diez estatuas de piedra caliza
del faraón Sesostris I, de principios de la dinastía XII (1971-1928 a. C.), en su templo
funerario en El-Lisht (figura 6)[19]. En el centro aparece un signo vertical rayado que,
en verdad, es la imagen estilizada de una tráquea y los pulmones, pero que no sólo se
empleaba para escribir la palabra «pulmones» sino también el verbo «unir», que
posee la misma secuencia de consonantes. El término y el jeroglífico que lo
representa eran el elemento fundamental dondequiera que se presentase el tema de la
unificación del reino. Encima de este signo emblemático para «unidad», se encuentra
el cartucho oval que contiene uno de los nombres del rey. Al signo se han atado,
empleando un nudo marinero, dos plantas: a la izquierda, una mata de tallos de
papiro, la planta heráldica del Bajo Egipto; a la derecha, una mata de juncos, a su vez
distintivo del Alto Egipto. Las están atando dos divinidades: a la izquierda, Horus, el
dios con cabeza de halcón, y a la derecha Set, representado por una criatura
mitológica[20]. Los jeroglíficos que hay encima de cada dios hacen referencia a dos
localidades. Set es «el ombita», es decir, oriundo de la ciudad de Ombos (Nubt, cerca
de la aldea actual de Nagada), en el Alto Egipto. Horus es el «señor de Mesen»,
topónimo que se utilizaba en varios lugares, tanto del Alto como del Bajo Egipto (por
motivos que explicaremos más adelante), pero que aquí se refiere a una ciudad del
Bajo Egipto. En algunas de las bases de los tronos, a Set se le llama «señor de Su»,
una localidad situada en la frontera norte del Alto Egipto, mientras que varias veces
se alude a Horus como «el behdetita», es decir, natural de Behdet, otro topónimo que
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se repite en más de un sitio pero que aquí, claramente, corresponde a algún lugar del
norte.
Los artistas que esculpieron los pedestales de las estatuas dominaban el arte de
hacer variaciones con elegancia. También labraron otros temas dualísticos partiendo
del mismo diseño básico. En cinco de los pedestales, se sustituyeron las figuras de
Horus y Set por las de unos rollizos dioses del Nilo, acompañados de símbolos que
indican si pertenecen al Alto o el Bajo Egipto, mientras que las leyendas escritas con
jeroglíficos y colocadas encima hacen referencia al «mayor» y el «menor de los
Ennead» (compañía de nueve dioses), «ofrendas» e ideas de fertilidad, empleando
parejas de sinónimos para ambos. Hay otra variación del tema de Horus y Set. En este
caso se relacionan, por un lado, «la porción unida de los dos señores», y una pequeña
imagen de Horus y Set nos permite reconocer quiénes eran dichos señores, y del otro,
«los tronos de Geb», un dios de la tierra que, en textos más largos que tratan sobre el
tema, presidió la reconciliación entre los dos anteriores. Por lo tanto, el dualismo
podía ir desde correlacionar dos entidades opuestas hasta hacer parejas de sinónimos,
cada uno de los cuales haría alusión a algún aspecto de las partes que se
confrontaban.
Dentro de esta reordenación de las entidades, con las que se ilustra el concepto de
armonía por medio del equilibrio entre las dos, podemos entrever un sencillo ejemplo
de una de las maneras en que procedía el pensamiento de los egipcios: la
manipulación de las palabras, en concreto de los nombres, como si fueran unidades
independientes de conocimiento. En el fondo, el saber antiguo, cuando no tenía un
carácter práctico (cómo construir una pirámide o cómo comportarse en la mesa),
consistía en acumular los nombres de las cosas, los seres y los lugares, además de las
asociaciones que se hacían con ellos. La «investigación» radica en llevar la gama de
asociaciones a áreas que ahora consideraríamos de la «teología». El sentido o el
significado quedaron en el pensamiento y no se llegaron a formular por escrito.
Composiciones mitológicas como ésta proporcionaban una especie de cuadro de
correlaciones entre conceptos.
El aprecio que se tenía por los nombres de las cosas queda bien manifiesto en una
clase de textos que los expertos denominan «onomástica»[21]. El más conocido,
compilado a finales del Imperio Nuevo (c. 1100 a. C.) por un «escriba de los libros
sagrados» llamado Amenemope, y copiado hasta la saciedad en las antiguas escuelas,
lleva este prometedor encabezamiento: «Inicio de las enseñanzas para aclarar las
ideas, instruir al ignorante y aprender todas las cosas que existen». Pero, sin añadir
ningún comentario o explicación, continúa con una lista de los nombres de las cosas:
los elementos que forman el universo, los tipos de seres humanos, las ciudades y las
aldeas de Egipto con gran detalle, las partes de un buey, etc. Dentro de la mentalidad
moderna, esta forma de aprender recuerda al tipo de pedagogía más sofocante. Pero,
para los antiguos, conocer el nombre de una cosa suponía familiarizarse con ella,
adjudicarle un lugar en la mente, reducirla a algo que fuera manejable y que encajase
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en el universo mental de cada uno. Podemos admitir que, en realidad, tiene cierta
validez: el estudio de la Naturaleza, sea observar aves o clasificar las plantas, consiste
en primer lugar en aprenderse los nombres y, luego, ordenarlos en grupos (la ciencia
taxonómica), lo mismo que intuitivamente se hacía con la onomástica, que servía
para ayudar a recordar todos los conocimientos que, simplemente, se absorbían si se
era un egipcio con una educación media.
Esta concepción de los nombres condujo a lo que es una característica muy
destacada de la religión egipcia. Los nombres de los dioses se convirtieron en el
elemento esencial a partir del cual se ampliaban las definiciones de la divinidad. Así
pues, en una de las versiones del Libro de los Muertos, se califica a Osiris de «Señor
de la eternidad, Unen-nefer, Horus del horizonte, el de las múltiples formas y
manifestaciones, Ptah-Sócares, Atum de Heliópolis, señor de la región misteriosa».
Se han utilizado no menos de cinco nombres «divinos» para enriquecer las imágenes
por las que se conoce a Osiris[22]. Una demostración muy explícita de dicho
fenómeno la encontramos en la breve alocución que hace el dios Sol: «Soy Khepr en
la mañana, Re al mediodía, Atum al atardecer»[23]. La fascinación por los «nombres
del dios» dio lugar al capítulo 142 del Libro de los Muertos, que lleva por título
«Conocer los nombres de Osiris de cada sede donde desea estar», y que es una lista
exhaustiva de las variantes locales de Osiris repartidas por toda la geografía, así como
las versiones de otras muchas divinidades finalmente englobadas como «los dioses y
las diosas del cielo con todos sus nombres»[24].
Es necesario saber apreciar el modo de pensar de los egipcios para evaluar
correctamente aquellos textos que puedan tener una relación más directa con el
mundo real y material, textos que pueden convertirse en fuentes históricas. Los
topónimos se podían manipular del mismo modo y ello dio origen a un tipo de
geografía simbólica. Era una especie de juego de palabras en el que se intentaba
distribuir, de manera idealizada y simétrica, los lugares, que principalmente eran
nombres de sitios a los que se les habían dado asociaciones mitológicas. A veces,
quizá siempre, se trataba de una ciudad o una localidad pequeña y anodina en la
tierra. Pero, aunque el Estado articuló un mito de supremacía territorial mediante la
geografía simbólica, es un error pensar que las referencias geográficas existentes en
las fuentes religiosas nos pueden servir de guía para reconstruir la verdadera
geografía antigua. Hacerlo es no entender los poderes de abstracción de la mentalidad
egipcia, con los que crearon un mundo mítico, ordenado y armonioso, a partir de unas
experiencias comunes y, seguramente, bastante humildes. El producto final se hallaba
repleto de nombres familiares que, sin embargo, pertenecían a un plano más elevado.
Fluctuaba de manera seductora entre la realidad y la abstracción.
De todas maneras, nos puede hacer caer en una trampa si no somos precavidos.
En los estudios modernos se tiende a actuar del mismo modo que los abogados: se
reúnen hechos que están documentados, se discuten punto por punto y se llega a un
veredicto que satisfaga la lógica moderna y el «peso de las evidencias». Pero los
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textos y las representaciones artísticas reflejan una estética intelectual. Fueron
compuestos en la mente de sus creadores y reflejaban un mundo interior que no era
una proyección directa del mundo material, por ejemplo el que nos descubre la
arqueología. La geografía simbólica era el fruto de la imaginación de unas personas.
No deberíamos pensar en utilizarla como base real en la reconstrucción histórica.
Ahora estamos en condiciones de proseguir, un tanto mejor, el examen de las
imágenes grabadas en las bases de los tronos de Sesostris I. Existe una versión escrita
del mito en un texto más largo, conocido como la «Teología menfita» o la piedra de
Shabaka, el nombre del faraón de la dinastía XXV en cuyo reinado se copió[25].
Aparentemente, está escrito en estilo narrativo:
[Geb, el señor de los dioses, ordenó] a los Ennead que se reunieran con él.
Juzgó entre Horus y Set; selló la disputa entre ambos. Hizo a Set rey del Alto
Egipto, en el país del Alto Egipto, en el lugar donde había nacido y que es Su.
E hizo Geb a Horus rey del Bajo Egipto, en el país del Bajo Egipto, en el
lugar donde su padre [Osiris] se había ahogado y que es la «separación de los
Dos Países» [un topónimo mítico]. Así, Horus vigilaba en una región y Set
vigilaba en una región. Hicieron las paces junto a los Dos Países, en Ayan.
Aquella era la separación de los Dos Países… Entonces creyó Geb que era
injusto que la porción de Horus fuera idéntica a la porción de Set. Así Geb dio
a Horus su herencia, pues él es el hijo de su primogénito. Las palabras de Geb
a los Ennead fueron: «He nombrado a Horus, el primogénito»… Horus es
quien se convirtió en rey del Alto y el Bajo Egipto, quien unió los Dos Países
en el nomo del muro [es decir, Menfis], el lugar donde los Dos Países estaban
juntos. Ante las dobles puertas de la mansión de Ptah [el templo de Ptah en
Menfis], se colocaron juncos y papiros con los que se simbolizaba a Horus y
Set, en paz y unidos. Confraternaron y cesaron las disputas en cualquiera de
los lugares donde pudiesen estar, y ahora están unidos en la casa de Ptah, el
«equilibrio de los Dos Países», en el que el Alto y el Bajo Egipto han sido
nivelados.
En los tronos de Lisht, Horus y Set representan con idéntico estatus al Alto y el
Bajo Egipto. En la piedra de Shabaka, la posición de Set ha disminuido: si bien al
inicio era igual a Horus, posteriormente se le deshereda aunque se conforma con su
nuevo papel. Este texto, junto con otras muchas alusiones sobre el mismo tema
diseminadas por buena parte de la historia faraónica, plantea una cuestión
fundamental: ¿encubre este mito una fase formativa de la historia del Estado egipcio?
¿O se ideó como una pieza de estética intelectual que proporcionaba una base
filosófica al Estado egipcio cuando, en verdad, aquél había seguido otra trayectoria
histórica? ¿Es este fragmento de la piedra de Shabaka un mito etiológico?
Las generaciones pasadas de investigadores se sintieron atraídas, con frecuencia,
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por la primera de estas hipótesis, la de que el mito enmascaraba una fase histórica de
formación. Creían que antes de la dinastía I hubo dos reinos, cada uno con un «dios
nacional»: Horus en el Bajo Egipto y Set en el Alto Egipto. El momento crucial
sobrevino cuando el Bajo Egipto derrotó al sur y estableció un reino unificado que,
sin embargo, habría tenido una corta duración, dado que otras evidencias sugerían
que la dinastía I comenzó con la unificación impuesta desde el sur. La existencia de
una explicación alternativa se la debemos en gran parte a la arqueología. A decir
verdad, la síntesis de las fuentes, las arqueológicas y los antiguos mitos, nos
proporcionan un ejemplo histórico de cómo se crea la ideología[26].
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determinante en los asuntos de la región.
En muchas ocasiones, parece como si la dinámica del desarrollo de un Estado
fuera inherente a la circunstancia misma de una agricultura sedentaria. En este punto,
es tan justificable buscar las «causas» que frenaron el proceso en algunas partes del
mundo, como investigar aquellas que propiciaron un rápido tránsito en otras áreas,
como ocurrió en Egipto. El factor esencial es psicológico: una ocupación de carácter
permanente y trabajar siempre la misma tierra crean un fuerte sentido de los derechos
territoriales que, al final, se expresa en términos místicos y simbólicos. Éstos, a su
vez, generan un peculiar sentimiento de confianza en sí mismo dentro de la
comunidad en cuestión. Su legado al mundo actual es la palabra mágica «soberanía».
En algunas personas despierta un afán competitivo y les hace ver la posibilidad de
obtener un excedente agrícola, y con ello una existencia más satisfactoria,
comprándoselo a otros o utilizando la coerción en vez de poner de su parte unas
tareas agrícolas suplementarias. La combinación de ambición y sentido místico de la
identidad hizo que los individuos y las comunidades entraran en una situación de
posible competencia y cambió, de una vez para siempre, la naturaleza de la sociedad.
A partir de unas agrupaciones de agricultores en las que no había jefes, surgieron
unas comunidades en las que unos cuantos líderes dirigían a la mayoría.
Hacer una analogía con una partida de juego nos puede dar una idea de la
trayectoria que siguió esta competencia en un territorio con un potencial agrícola
ilimitado, similar al del antiguo Egipto (figura 7). Podemos empezar, simplemente,
imaginándonos un juego de sobremesa como el «Monopoly». Al principio tenemos a
varios jugadores, con más o menos las mismas posibilidades, que compiten (hasta
cierto punto, inconscientemente) intercambiando distintos bienes y, más tarde, en
abierto conflicto. La partida continúa por una combinación de casualidades (por
ejemplo, factores ambientales o geográficos) y decisiones personales. El juego se
desarrolla lentamente al principio, en una atmósfera igualitaria donde el elemento
competitivo sólo está latente, y la ventaja pasa primero a un jugador y luego a otro.
Pero, aunque hipotéticamente las pérdidas de cada jugador se contrarrestan
posteriormente con sus ganancias, la esencia del juego, tanto en la experiencia
personal como por las consideraciones teóricas, es que la igualdad inicial entre los
jugadores no se prolongue de manera indefinida. Una ventaja, que en su momento
puede pasar desapercibida, altera el equilibrio lo suficiente para torcer la marcha
posterior de la partida. Genera una reacción «en cadena» que no guarda ninguna
proporción con su importancia original. Así pues, la partida sigue inexorablemente su
curso hasta llegar a un momento crítico en que uno de los jugadores ha acumulado los
bienes suficientes para que las amenazas que le plantean los demás ya no surtan
efecto sobre él, y sea imposible detenerle. Tan sólo será cuestión de tiempo el que
gane, al haber monopolizado los bienes raíces de todos, aunque la inevitable victoria
pertenece ya a la fase final de la partida.
Imaginar un juego de este estilo obliga a fijar la atención en la esencia de un
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proceso básico que funcionó durante la historia. Nos podemos acercar más a la
realidad histórica si pensamos en miles de partidas que tienen lugar al mismo tiempo,
cuyos ganadores son ascendidos para integrarse en una sucesión de partidas cada vez
más selectas, en donde visten ropas extrañas y ejecutan los movimientos con gestos
exageradamente formales, y en las que los más afortunados jugarán siempre para
obtener mayores premios. También hemos de corregir la escala temporal, la idea que
tenemos acerca de quiénes son los «jugadores» de verdad. Dado que durante la
existencia de una persona apenas ocurren cambios trascendentales en las
circunstancias, en realidad cada jugador son varias generaciones tratadas como una
sola unidad. Y, en la vida real, los juegos van más allá del momento en que se vence.
Empiezan los procesos de debilitamiento y escisión, y el juego prosigue
probablemente con otras consecuencias.
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Figura 7. Modelo del territorio del Alto Egipto a finales del período Predinástico, en donde se muestran los
posibles factores ambientales y la pauta local de expansión territorial y política durante la fase decisiva de la
formación del Estado.
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Figura 8. La formación del Estado: mapa hipotético de los proto-estados más importantes del Alto Egipto cuando
se desarrollaron a finales del período Predinástico (cf. figura 13, p. 59).
El valor que tiene este modelo reside en la implicación de que todas las zonas de
Egipto, en las que ya se habían establecido unas comunidades agrícolas y sedentarias,
deberían encontrarse, simplemente a consecuencia de unos procesos locales internos,
en una etapa más o menos avanzada de la partida y previa a sus últimos y más
teatrales estadios (figura 8). En consecuencia, existía una base receptiva a la última
fase de unificación política. La expansión final del reino ganador (con centro en
Hieracómpolis) se produjo dentro de un marco social y económico donde ya estaban
funcionando, por más que a ritmos diferentes, los procesos de formación del Estado.
La teoría de juegos nos ayuda a comprender el proceso del impresionante cambio
social y estructural que subsiste tras la aparición de los primeros estados, el
mecanismo de la progresiva desintegración de las igualdades económicas y sociales.
No toca para nada la cuestión de por qué comenzó en primer lugar el juego. La gente
de hoy, que vive en sociedades caracterizadas por grandes desigualdades, da por
supuesto este vivo deseo de competir. En cambio, los pueblos primitivos, cuya
existencia transcurrió durante miles de años en grupos pequeños, aislados e
igualitarios, no estaban sometidos a esta presión. Parece que esta propensión a
competir (no siempre de manera intencional o en el estilo directo al que estamos
acostumbrados)[28], y por tanto a perturbar el equilibrio, es inherente a aquellas
sociedades que se establecen en un lugar y fundan una economía de base agrícola. La
relación estable y personal que se entabla con un pedazo de tierra cambia las ideas:
no sólo por el obvio deseo de proteger la propiedad, sino también porque estimula la
creación de un conjunto de mitos territoriales. Las sociedades primitivas suelen vivir
una existencia nada competitiva e igualitaria. Para cuando el proceso de formación
del Estado había avanzado de tal manera que el arqueólogo o el historiador lo pueden
detectar sin problemas, el poderoso deseo de dominar ya se habría convertido en una
realidad. Por consiguiente, son dos los factores que determinan hasta dónde y con
cuánta rapidez cada comunidad recorre este camino. El primero, ajeno a las personas,
son los recursos naturales, las posibilidades de acumular depósitos de bienes
excedentarios que sientan la base de poder. No nos resulta difícil evaluarlo y, en lo
que respecta a las tierras extraordinariamente fértiles de Egipto, hemos de concederle
una calificación muy alta. El segundo reside en la mente humana: el poder creativo de
la imaginación para forjar una ideología peculiar que, a través de una diversidad de
símbolos y rituales, infunde un amplio respeto. Los egipcios pronto mostraron dotes
excepcionales para ello.
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LAS BASES IDEOLÓGICAS (l): LA TRADICIÓN
LOCAL
Es muy difícil penetrar de una manera precisa en la mente y la conducta de las
personas de aquel primer período, previo a la aparición de la escritura. Pero hay dos
indicadores que nos ofrece la arqueología y que nos informan de cuándo el proceso
de formación del Estado ya estaba en marcha. Uno es la concentración física de las
comunidades en asentamientos más grandes, núcleos de población, con lo que se
amplía el campo de interacción entre unos individuos en los que se está verificando
un profundo cambio psicológico. Es el proceso de urbanización. El otro es la
aparición de las recompensas, que se traslucen en un consumo y una ostentación
llamativos, a quienes triunfan en esta interacción competitiva. En Egipto, ello implica
unas tumbas con ajuares más ricos para una minoría, junto con indicios del
surgimiento de una ideología de poder. Nagada y Hieracómpolis, dos yacimientos del
Alto Egipto, ejemplifican ambos aspectos.
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Figura 9. Nagada: centro de uno de los primeros proto-estados del valle del Nilo. Obsérvese la extensión de la
ciudad predinástica, con su sólida muralla de ladrillos de adobe y los otros edificios en el extremo septentrional.
La ciudad de la época histórica ocupaba mucho menos espacio, pero seguramente quedó compensado con un
incremento de la densidad de ocupación. De todas maneras, el templo de Set fue un edificio de tamaño discreto
durante toda la época antigua. El cementerio predinástico, situado detrás del núcleo de población del mismo
período, es el más grande de los que nos han llegado de esta época. El cementerio T, aunque de menor tamaño,
contenía unas tumbas extraordinariamente bien construidas destinadas a unos enterramientos lujosos,
probablemente los de una familia gobernante de Nagada. El mapa básico está tomado de W. Kaiser, «Bericht über
eine archaologisch-geologische Felduntersuchung in Ober- und Mittelägypten», Mitteilungen des Deutschen
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Archaologischen Instituts, Ahteilung Kairo, 17 (1961), p. 16, fig. 3 (cf. W. M. F. Petrie y J. E. Quibell, Nagada
and Bailas, Londres, 1896, lámina 1A); el recuadro con el mapa de la ciudad sur está sacado de Petrie y Quibell,
op. cit., lámina LXXXV, y el de la tumba T5 de ibid., lámina LXXXII; el recuadro con el plano del cementerio T
procede de B. J. Kemp, «Photographs of the Decorated Tomb at Hierakonpolis», Journal of Egyptian
Archaeology, 59 (1973), p. 39, fig. 1, tomado a su vez de Petrie y Quibell.
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importante dedicado a Horus en el norte. Todas las referencias claras en los textos son
posteriores al final del Imperio Antiguo. Unos quinientos años separan aquella época
del período de formación del Estado egipcio, y fue durante aquel intervalo cuando se
formalizó la configuración básica de la cultura de la corte faraónica. Fue un proceso
dinámico y conllevó una sistematización de los mitos, la cual asoma finalmente en
los Textos de las Pirámides —colecciones de breves discursos teológicos, esculpidos
en el interior de las cámaras funerarias de las pirámides a partir de la dinastía V— y
los primeros textos religiosos de cierta consideración que nos han llegado. Esto nos
aparta por completo de las primeras formas de los mitos y de expresión simbólica.
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Figura 10. La esencia de la monarquía primitiva. El nombre del faraón Dyet de la dinastía I (c. 2900 a. C.), escrito
con el signo jeroglífico de la cobra, aparece sobre una versión estilizada de la arquitectura distintiva del palacio
real (cf. las figuras 12, p. 54; 17, p. 65 y 18, p. 72). Encaramada encima, está la figura del dios halcón Horus, de
quien cada faraón era una personificación. Estela funeraria del faraón Dyet, procedente de su tumba en Abydos.
Tomado de A, Vigneau, Encyclopédie photographique de l’art: Les antiquités égyptiennes du Musée du Louvre,
París, 1935, p. 4.
Es posible que el motivo de que el origen geográfico del culto a Horus se nos
escape de las manos se deba en parte a un fenómeno que nos es más difícil controlar.
Todos los indicios de que disponemos apuntan a que, desde Elefantina hasta el
Mediterráneo, se hablaba, siempre que hemos podido verificarlo, el mismo egipcio
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antiguo. Probablemente, también es válido para el período Predinástico, pese a las
diferencias de cultura material entre el Alto y el Bajo Egipto. Es posible que el
nombre Horus, que quiere decir «el Único en las alturas», haya tenido un uso muy
difundido en las vivencias religiosas de todo el Egipto Predinástico. De todas
maneras, en determinados lugares se dio una mayor importancia a este culto que en
otros.
Si pasamos a la arqueología, podemos encontrar unas cuantas pruebas de la
asociación entre la realeza y Horus en los primeros períodos. Aunque este material no
nos permite saber de qué manera concreta lo interpretaban los contemporáneos, de
por sí ya es una manifestación sugerente. Horus es una de las deidades cuya figura
aparece claramente asociada a los reyes del Dinástico Antiguo. La imagen del halcón
no va acompañada de ningún calificativo escrito, como el de «el behdetita»: posa en
solitario sobre el emblema heráldico que contiene el principal nombre del faraón
(figura 10)[31].
Hieracómpolis, en la actualidad un vasto yacimiento arqueológico situado en la
región más meridional del Alto Egipto, en aquel momento era uno de los centros más
importantes de Egipto (figura 11)[32]. Así lo manifiesta la gran extensión del área
sobre la cual se esparcen los restos del asentamiento del período Predinástico, como
también la presencia de varias tumbas de extraordinaria riqueza y construcción
sólida. Una de ellas, la número 100, con un revestimiento de ladrillos de adobe y
decorada con una serie de frescos, debió ser la tumba de un rey de finales del
Predinástico[33]. Aunque el estilo pictórico resulta extraño en comparación con el arte
formalizado del período Dinástico, podemos reconocer al menos dos motivos que
perduraron en la época histórica: el vencedor que, maza en alto, golpea a los
enemigos que están atados (figura 16, p. 64) y el gobernante situado debajo de un
dosel, que recuerda escenas más tardías en las que se ve al rey sentado durante el
jubileo o fiesta Sed (figura 11, p. 52, y véase la p. 79).
La apariencia general de Hieracómpolis recuerda a la de Nagada. También el
tamaño de ambos yacimientos experimenta una notable reducción hacia el final del
período Predinástico. Esto señala un cambio fundamental en el carácter del
asentamiento y que va ligado a la verdadera expansión del urbanismo en Egipto: el
paso de asentamientos extensos y con una ocupación dispersa a ciudades rodeadas
por murallas de ladrillo y con una densidad de población mucho más elevada.
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Figura 11. Hieracómpolis: cuna de la monarquía egipcia. El mapa de base muestra las zonas con el poblamiento
predinástico disperso juntamente con los cementerios, situados en el desierto bajo, y la posible continuación del
asentamiento por debajo de la llanura aluvial actual, en un antiguo cono de deposición de un wadi que hoy día se
encuentra sepultado bajo el aluvión. En el centro de esta última zona se levanta la ciudad amurallada de
Hieracómpolis del período Dinástico (cf. las figuras 25, p. 96, y 48, p. 179), que, como en Nagada, constituye un
núcleo de población más reducido pero con mayor densidad de ocupación que su predecesor del Predinástico. El
mapa está tomado de W. Kaiser, «Bericht über eine archáologische-geologische Felduntersuchung in Ober- und
Mitteläagypten», Mitteilungen des Deutschen Archaologischen Instituts, Abteilung Kairo, 17 (1961), p. 6, fig. 1, y
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M. Hoffman, The Predynastic of Hierakonpolis, Gizeh y Macomb, III, mapa final. A comienzos de la secuencia
evolutiva de la monarquía tenemos la tumba 100 (la «tumba decorada»), que tal vez perteneciese a unos de los
primeros reyes de Hieracómpolis en el período Nagada II (c. 3400/3000 a. C.); al otro extremo están el tramo de la
muralla del palacio del Dinástico Antiguo (c. 3000/2900 a. C.) y la enorme «fortaleza» de ladrillos de adobe de
finales de la dinastía II. Ambos eran monumentos de la familia aristocrática que siguió establecida en
Hieracómpolis durante varias generaciones después del inicio de la dinastía I. La entrada y la muralla del palacio
del Dinástico Antiguo están tomadas de K. Weeks, «Preliminary report on the first two seasons at Hierakonpolis.
Part II. The Early Dynastic Palace», Journal of the American Research Center in Egypt, 9 (1971-1972), figura sin
numerar. El «depósito principal», descubierto en el primitivo recinto del templo de Horus, es el lugar donde en la
antigüedad se escondieron los objetos votivos del templo pertenecientes a finales del período Predinástico /
Dinástico Antiguo y de época posterior. En la figura 25, p. 96, se ofrece un plano detallado de los restos del
templo. Entre los materiales del depósito se encontraban la paleta de Narmer (figura 12, p. 54) y la paleta menor
de Hieracómpolis (o de los Dos Canes), que aparece en la figura 14, p. 62.
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Figura 12. La paleta de Narmer, de 63 cm de altura, es una lámina de pizarra esculpida por sus dos caras con
escenas que conmemoran el reinado de un faraón cuya personificación de Horus era Narmer (escrito arriba de
todo, en los rectángulos de la «fachada de palacio»), quien debió de haber vivido justo antes del inicio de la
dinastía I y es muy posible que fuese el último y más grande de los reyes de la dinastía 0 de Hieracómpolis. A la
izquierda, Narmer, que lleva la corona blanca del Alto Egipto y otras insignias de la monarquía antigua, empuña
en alto una maza y está a punto de golpear a un prisionero arrodillado. Junto a la cabeza del cautivo, un grupo de
jeroglíficos informa de que se llamaba Uash. El dibujo de encima transmite probablemente el mensaje adicional
de que el rey Horus (el halcón) ha obtenido una victoria sobre un enemigo del delta, de quien posiblemente Uash
era el gobernante. Detrás de Narmer hay un personaje de alto rango que sostiene las sandalias del faraón. A la
derecha, las imágenes de conquista de los registros superior e inferior quedan contrarrestadas por el motivo
central que, por medio de dos animales fabulosos con los cuellos entrelazados y cautivos, expresa la armonía. En
el registro superior, Narmer, quien ahora ciñe la corona roja del Bajo Egipto y está acompañado por dos hombres
de rango elevado, si bien con una categoría distinta, pasa revista a dos filas de enemigos atados y degollados. El
grupo va precedido por cuatro portaestandartes, cada uno de los cuales tiene una forma peculiar. Más tarde, a estos
estandartes se les dio el nombre de los «seguidores de Horus» o «los dioses que siguen a Horus». Sea cual fuere su
origen, no cabe duda de que en tiempos de Narmer formaban parte de la serie de símbolos que contribuían a crear
la atmósfera única de la monarquía. No se pueden interpretar de un modo fiable los símbolos que aparecen encima
de los enemigos decapitados. En el registro inferior, el poder conquistador del faraón, simbolizado por un toro,
arremete contra una ciudad amurallada y fortificada. Los dibujos de la paleta están tomados de J. E. Quibell.
«Slate palette from Hieraconpolis», Zeitschrift für Ágyptische Sprache, 36 (1898), láms. XII, XIII; J. E. Quibell,
Hierakonpolis, I, Londres, 1900, lámina XXIX; W. M. F. Petrie, Ceremonial Slate Palettes and Corpus of Proto-
dynastic Pottery, Londres, 1953, láminas J y K. Para los seguidores de Horus, véase W. Helck y E. Otto, Lexikon
der Ägyptologie, Wiesbaden, 1975-1986, vol. III, pp. 52-53.
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Mesen). En la medida en que se puede estar seguro ante la identificación de cualquier
culto de los períodos del Dinástico Antiguo y del Predinástico Final, Hieracómpolis,
ya entonces, era un centro importante de veneración a Horus. Por tanto, tenemos dos
grandes núcleos predinásticos en el Alto Egipto (Nagada e Hieracómpolis), con
indicios de haber sido capitales de jefaturas o de estados pequeños y que, conforme
los testimonios, reivindican una asociación con los dos dioses que acabarían
simbolizando la unificación de la monarquía.
Los testimonios concernientes a ambos sitios no son del todo iguales: hemos de
explicar por qué otras de las manifestaciones de Horus acabaron teniendo prioridad
sobre el Horus de Hieracómpolis. Puesto que estamos tratando tanto con los
productos de una forma de racionalización como con las consecuencias de una
evolución política, hemos de ser prudentes con las explicaciones que ofrezcamos.
Pero debemos señalar un hecho histórico. Hieracómpolis siguió teniendo importancia
durante la primera parte del Imperio Antiguo, cuando se convirtió en una ciudad
amurallada atestada de edificios (véase la figura 48, p. 179). Por lo visto, después
empezó su declive en cuanto a núcleo poblacional, si bien su templo continuó
teniendo importancia y fue reconstruido durante el Imperio Medio y en el Nuevo.
Edfu, a 15 km río arriba, le sustituyó como principal centro de vida urbana en la
ribera oeste de esta parte de Egipto. El registro arqueológico demuestra que, en los
períodos iniciales, fue un centro de poca consideración[34]. Parece que tan sólo a
partir del Imperio Antiguo, tal vez con la dinastía IV, surgió una ciudad amurallada,
que fue creciendo hasta alcanzar su extensión máxima en el Primer Período
Intermedio. A principios de aquél, el desarrollo de Edfu como centro regional, a
expensas de Hieracómpolis, condujo a una de las varias guerras intestinas que se
declararon en la región. En el transcurso de ésta, el gobernador de Hieracómpolis, un
hombre llamado Anjtifi (Ankhtifi), asumió el poder en Edfu durante un tiempo. Allí,
a inicios del Imperio Medio, el culto a Horus ya ocupaba un lugar destacado y así se
mantuvo hasta época romana. Lo refleja el uso definitivo de los nombres Behdet y
Mesen como sinónimos de Edfu. De este modo, la tradición mítica se vio complicada
por un episodio de la historia local, cuyos antecedentes no están del todo claros
aunque debieron ser de carácter socioeconómico.
¿Y acerca de Behdet? Estamos tan a merced de los juegos de palabras, incluidos
los topónimos, de los egipcios que es poco probable que el estudio a fondo de los
datos nos lleve hasta su verdadero origen. Ni tan siquiera hemos de pensar que al
principio fuera un lugar real y con importancia en la región. Los egipcios poseían una
imaginación muy fértil en este campo. Pero hay que llamar la atención sobre dos
puntos. La primera vez que aparece «Horus de Behdet» en un panel de piedra
esculpido debajo de la Pirámide Escalonada (c. 2700 a. C.), las relaciones simbólicas
que se establecen lo vinculan al Alto Egipto[35]. El segundo punto es que, aunque
Behdet acabó siendo el nombre de una localidad del Bajo Egipto, por lo visto aquélla
se hallaba situada cerca del Mediterráneo, en una zona que, en tiempos antiguos, fue
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una marisma y, probablemente, apenas habitada. En realidad, en el caso de Set,
tenemos un paralelo bien documentado del proceso general de desplazamiento de un
culto. Aunque no tengamos motivos para dudar de que Set fue, originalmente, el dios
local de Ombos (Nubt/Nagada), en época histórica también se le veneraba en la parte
oriental del delta. Durante la dinastía XIX, este culto había eclipsado al de Ombos, de
manera que mientras los monarcas Ramésidas levantaban un nuevo gran templo en la
capital del margen oriental del delta, Pi-Ramsés, el templo de Set en Ombos del
Imperio Nuevo continuó siendo de naturaleza modesta. Debido a que este proceso
ocurrió más tarde que el equivalente de Horus, lo tenemos mejor documentado y, por
tanto, es más obvio.
Un paralelo de la geografía simbólica de Horus y Set lo tenemos en otra pareja de
deidades que representaban la dualidad de la monarquía. Son la diosa cobra Uadyet,
de la ciudad de Buto en el delta, y la diosa buitre Nekhbet, de El-Kab. Sabemos muy
poco de los comienzos de Buto[36]. Al igual que la posterior Behdet, se encontraba
muy cerca de la costa mediterránea y ya estaba ocupado a finales del período
Predinástico, aunque todavía se desconoce su extensión. En cambio, El-Kab estaba
frente a Hieracómpolis, pero al otro lado del río. El registro arqueológico parece
corresponder al de un asentamiento predinástico con un tamaño bastante modesto,
que fue creciendo hasta convertirse en una ciudad amurallada durante el Imperio
Antiguo[37]. No es una réplica de Nagada y Hieracómpolis. La inclusión de su deidad
entre los símbolos básicos de la monarquía debe reflejar cierto interés local por parte
del reino del Predinástico Final de Hieracómpolis, que la imagen arqueológica no
trasluce. La necesidad de tener una pareja hace entrar a Uadyet, de cuyos orígenes no
poseemos ningún testimonio antiguo.
Behdet y Buto nos llevan al tema espinoso de la arqueología del inicio de la
ocupación en el delta del Nilo.
Las dos fases clásicas de la cultura predinástica, el amratiense y el guerzeense —
o Nagada I y Nagada II, depende de la terminología que uno prefiera—, están
representadas en abundancia en la parte meridional del Alto Egipto y en unos cuantos
enclaves aislados más al norte, hasta la entrada al Fayum. No se conocen lugares de
asentamiento, de ningún tamaño, al norte de Nagada, pero ello puede deberse muy
bien a que el aluvión del Nilo, ya en tiempos antiguos, se extendía lateralmente
bastante más en el Medio Egipto. Los campos actuales han enterrado los yacimientos
clave que bordeaban el desierto, que tanta información nos aportan sobre la cultura
predinástica más meridional.
Una vez llegamos al delta, se debilitan notablemente nuestras posibilidades de
encontrar yacimientos para hacer las comparaciones adecuadas con la zona
meridional. En el sur, dado que el valle es más estrecho, existe una gran probabilidad
de que lo que sobrevive en los márgenes con el desierto sea un reflejo representativo
de lo que en su día existió en la llanura de inundación. En cambio, la configuración
del delta reduce las posibilidades de realizar una valoración correcta con la misma
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clase de datos. La mayoría de los antiguos asentamientos en el delta se encontraban,
como es de suponer, muy lejos del límite con el desierto. Hasta la fecha, ninguna
excavación o prospección en la llanura misma del delta ha proporcionado hallazgos
significativos de material prehistórico, aunque ahora se está empezando a demostrar
que es posible si se llevan a cabo sondeos. En consecuencia, hemos de fiarnos de los
yacimientos que limitan con el desierto, a sabiendas de que pueden quedar muy lejos
del lugar en donde se hallaban las comunidades más dinámicas y que, por tanto, no
son del todo representativos.
Uno de los yacimientos más importantes es la aldea neolítica de Merimde Beni
Salama, en el margen suroeste del delta[38]. Aquí vivió, durante un largo período, una
sucesión de comunidades que mezclaron las áreas de habitación con las de
enterramiento, y que son un ejemplo del tipo de ocupación dispersa del terreno con la
que se explica la vasta área que también cubrían Nagada y Hieracómpolis en sus
primeras fases. Tanto las cabañas como las sepulturas eran de tamaño reducido y
modestas y apenas presentan, si es que lo hacen, signos de una jerarquización social.
Los habitantes del poblado eran agricultores y fabricaban un repertorio limitado de
artefactos. En comparación con los del Alto Egipto, la cerámica y los restantes
objetos resultan toscos y nada sofisticados. Los otros únicos yacimientos que, de
manera aproximada, podemos incluir en esta zona cultural del norte, o cultura
predinástica del Bajo Egipto, son un grupo que se halla a las afueras de la actual
ciudad de El Cairo y unos cuantos del perímetro norte de la depresión del Fayum.
Estos últimos, que constituyen el neolítico del Fayum, pertenecen a una cultura mixta
de agricultura y pesca que, por su situación geográfica, queda todavía más apartada
del valle y el delta del Nilo que la de Merimde. En cambio, las culturas del área de El
Cairo, y pese a que tampoco ellas entran realmente en el delta, se encuentran en una
zona que, desde una perspectiva política, es de suma importancia estratégica. No es
casualidad que la antigua capital de Egipto, Menfis, y la actual, El Cairo, estén muy
cerca de donde confluyen el valle y el delta del Nilo.
Lo sabemos casi todo acerca del yacimiento de Maadi, que hoy día se halla junto
a un barrio con el mismo nombre que queda al sur de El Cairo[39]. Era un extenso
asentamiento cuya historia se prolonga, como mínimo, durante parte del período
equivalente a las culturas de Nagada I y II del Alto Egipto. Las casas estaban mejor
construidas que las de Merimde, pero, aun así, ni en las estructuras ni en los
artefactos podemos detectar una acumulación significativa de riquezas o prestigio.
Aparece cobre, tanto en un reducido número de objetos fabricados con él, como en
trozos del mineral mismo, de baja calidad, lo que puede apuntar a un factor
importante dentro de la economía de Maadi: estaba perfectamente situada para
acceder al Sinaí en donde, probablemente, habría cobre que se obtendría comerciando
con los obreros metalúrgicos de Palestina, cuya presencia en el sur del Sinaí está
documentada en este período. Pero de las riquezas que llegaron hasta Maadi no ha
quedado constancia en el terreno. Cada vez disponemos de más evidencias de que la
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«cultura de Maadi» era representativa de otras regiones del mismo delta del Nilo y
empieza a generalizarse el uso de dicho término. Por ejemplo, se dice que los
materiales recientemente descubiertos en Buto se le parecen[40].
Cuando hagamos una valoración general de la prehistoria de Egipto, hemos de
tener presente la extremada escasez de datos procedentes del delta. Pero ello no da
pie a hablar de la existencia de una cultura ahora desaparecida que, por su variedad y
características propias, equivaldría a la del sur. Con el transcurso del tiempo hubo
cambios culturales, pero aquí el elemento más importante es la creciente presencia de
materiales de la tradición de Nagada del Alto Egipto, desde el período de Nagada II,
pasando por la fase III, hasta el comienzo de la dinastía I. Se conoce dicho material
gracias a los hallazgos casuales y a las excavaciones, incluida la que se ha realizado
recientemente en un cementerio de Minshat Abu Ornar, en el límite oriental[41].
Resulta ingenuo equiparar cultura material y su «nivel» con la complejidad social
y política. Hemos de aceptar que, hacia finales del Predinástico, ya se habría
producido cierto grado de centralización social y política en el delta y que las gentes
del norte, como las de todas partes, independientemente de sus estilos de vida en
términos materiales, tenían un conjunto bien elaborado de mitos y tradiciones
sociales estrechamente ligados a unas reivindicaciones territoriales. Es ahora cuando
el modelo de juegos tiene utilidad. Según parece, en el norte se desarrolló un estilo de
vida sedentario y agrícola al menos tan pronto como en el sur. También allí debieron
empezar a entrar en juego los mismos procesos competitivos, y sólo en los estadios
finales del desequilibrio saldrían perdiendo. Los datos arqueológicos señalan la
existencia de una acusadísima disparidad del ritmo de desarrollo hacia una
centralización en las etapas finales de la prehistoria. En el sur, y a partir de una
expansión local, surgió un Estado o, lo más probable, un grupo de ellos, siempre en
torno a un amplio núcleo de población (una ciudad incipiente) (figura 13);
sobrevinieron los conflictos entre ellos, les siguió una mayor expansión de la
dominación política y material hasta que, antes de iniciarse la dinastía I, se había
logrado cierto grado de unidad en el norte y el sur (véase la figura 8, p. 46). En la
última fase del proceso, de la que formaron parte las guerras intestinas que
conmemoran diversos objetos esculpidos (entre los que está la paleta de Narmer), está
clarísimo que el centro de esta actividad era Hieracómpolis, la capital de la más
destacada de aquellas ciudades-estado incipientes. En términos culturales, este
período es el de Nagada III, aunque, por motivos políticos, a veces se le aplica la
designación de dinastía 0. Es un término útil siempre que se tenga en cuenta que no
correspondía a una sola línea reinante, sino a los numerosos gobernantes locales de
las ciudades-estado incipientes, de los que solamente nos han llegado los nombres de
unos cuantos.
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Figura 13. La formación del Estado: mapa hipotético de Egipto en vísperas de la formación de un Estado
unificado a principios de la dinastía I. Los procesos de centralización estaban funcionando en toda la región, si
bien a ritmo distinto, de manera que las diferentes etapas de desarrollo (arbitrariamente reducidas a tres) ya se
habían alcanzado cuando el centro con un mayor desarrollo político, un proto-reino del Alto Egipto con base en
Hieracómpolis (véase la figura 8, p. 46), emprendió una expansión militar (indicada con flechas) que absorbió
todo Egipto. A comienzos de la dinastía I, la expansión prosiguió al interior de Nubia.
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pequeñas imágenes de monarcas sentados. En el fragmento principal se les ve tocados
con la corona que, en la época histórica, representaría al reino del Bajo Egipto. En
otro trozo, que se encuentra en el museo de El Cairo, llevan la doble corona. Estos
nombres deben pertenecer a reyes prehistóricos de quienes, en la dinastía V, no se
sabía nada más. Agrupados en calidad de «espíritus», suponían la transición perfecta
entre los dioses y los verdaderos monarcas de cuyos reinados quedaba constancia
escrita. Por lo que a nosotros respecta, deben ser los reyes de la dinastía 0, que
gobernaron sobre varios territorios (las ciudades-estado incipientes) en todo Egipto.
El hecho, digno de mención, de que en el fragmento que hay en El Cairo algunas de
estas pequeñas figuras llevan la doble corona significa que tampoco los propios
egipcios, al menos en los primeros tiempos, consideraban a Menes el primer
unificador. Si esta tradición es fidedigna, se adaptaría mejor a una historia política
mucho más prolongada de la formación del Estado unificado, como la que sugieren el
registro arqueológico y el artístico[44].
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creativos idearon un sistema intelectual extraordinariamente homogéneo.
Comprendía la escritura jeroglífica, el arte conmemorativo formal del género que
acabaría siendo uno de los sellos distintivos del Egipto faraónico, y una iconografía
básica de la monarquía y la autoridad. En conjunto, no era del todo la cultura egipcia
de siglos posteriores. Concretamente en la arquitectura oficial y su significado, el
período del Dinástico Antiguo consiguió una tradición propia que luego, a comienzos
del Imperio Antiguo, se vería sujeta a una segunda importante recodificación de la
forma y el significado. Pero, a pesar de las posteriores modificaciones, hasta cierto
punto podemos acceder al significado de la cultura del Dinástico Antiguo gracias a la
abundancia de material más tardío dentro del mismo estilo, lo que no sucede con el
material del Predinástico. El proceso de codificación consciente y académica, que
sentó las primeras normas mediante las cuales ahora interpretamos la cultura egipcia,
es a la vez una barrera para que comprendamos el material que produjeron las
generaciones previas, en las postrimerías del Predinástico. Sin embargo, a un nivel
intuitivo, podemos intentar interpretar algunos de los motivos.
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Figura 14. La contención del desorden en el universo. Izquierda, reverso de la paleta menor de Hieracómpolis (o
de los Dos Canes). Hace una alegoría de la vida representándola como una lucha desigual entre los fuertes y los
débiles, por lo visto animada por la presencia de un personaje semejante a Set (abajo, en la esquina izquierda), que
toca la flauta. Los depredadores más destacados son los leones enfrentados de la parte superior, que, sin embargo,
están muy cerca de un punto de equilibrio en el cual las fuerzas de ambos se contrarrestan. Este punto definitivo
de armonía está insinuado por las figuras de los fieros perros de caza que enmarcan la paleta. Derecha, la
consecución del verdadero punto de detención de la lucha se muestra en otras dos escenas, en las cuales ahora una
figura masculina, tal vez un rey, separa a dos leones encarados. El ejemplo de arriba procede de la tumba decorada
de Hieracómpolis (cf. la figura 11, p. 52); el de abajo está en el mango del cuchillo de Gebel al-Arak. Hay
fotografías de la paleta en W. M. F. Petrie, Ceremonial Slate Palettes and Corpus of Proto-dynastic Pottery,
Londres, 1953, lám. F; J. E. Quibell y F. W. Green, Hierakonpolis, II, Londres, 1902, lám. XXVIII; M. J. Mellink
y J. Filip, Frühe Stufen der Kunst (Propyläen Kunstgeschichte, 13), Berlín, 1974, lám. 208. Con respecto a la
empuñadura del cuchillo de Gebel al-Arak, véase Mellink y Filip, op. cit., lám. 210; W. M. F. Petrie, «Egypt and
Mesopotamia», Ancient Egypt, 1917, p. 29, fig. 4.
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Figura 15. Arriba, el tema (contención del desorden) transferido a un plano cósmico de renacimiento cíclico,
donde el viajero triunfante es el dios Sol, quien, aquí, cruza en su barca una de las horas nocturnas. En el registro
superior hay tres figuras sin cabeza, identificadas como «los enemigos de Osiris», y tres figuras postradas,
calificadas como «los rebeldes». En el registro inferior se sacrifica al demonio del mal, la serpiente gigante
Apopis. Fragmento de la séptima sección del «Libro de lo que hay en el otro mundo», pintado en las paredes de la
tumba del faraón Tutmosis III en el Valle de los Reyes, Tebas (c. 1430 a. C.). Se ha suprimido el texto en escritura
jeroglífica cursiva. Tomado de A. Piankoff, The Tomb of Ramesses VI, vol. I, Nueva York, 1954. fig. 80. En J.
Romer, Romer’s Egypt, Londres, 1982, pp. 170 y 173, hay fotografías en color. Abajo, el mismo tema
representado con una sencilla alegoría de la naturaleza. Las aves salvajes de las marismas de papiros simbolizan el
desorden. Se las atrapa, y por tanto se las inmoviliza, con una red destinada al efecto y manejada por el faraón
Ramsés II y los dioses Horus (izquierda) y Khnum (derecha). Gran Sala Hipóstila de Karnak, pared interior de la
muralla sur. Cf. H. Frankfort. Kingship and the Gods, Chicago, 1948, fig. 14.
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Figura 16. Arriba, una de las caras de la paleta de Tjehenu. Se ha perdido la escena principal, probablemente la de
una batalla. La parte inferior que queda muestra siete ciudades fortificadas a las cuales atacan unos animales que
simbolizan la monarquía y empuñan unas azadas. Seguramente, la paleta conmemoraba una serie de victorias del
reino de Hieracómpolis en su expansión hacia el norte. A partir de W. M. F. Petrie, Ceremonial Slate Palettes and
Corpus of Proto-dynastic Pottery, Londres, 1953, lám. F; J. E. Quibell y F. W. Green, Hierakonpolis, II, Londres,
1902, lám. XXVIII; M. J. Mellink y J. Filip. Frühe Stufen der Kunst (Propylaen Kunstgeschichte, 13), Berlín,
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1974, lám. 214b. Abajo, la escena de un guerrero que blande una maza sobre una fila de prisioneros atados está
tomada de la tumba decorada de Hieracómpolis (véase la figura 11, p 52) y, probablemente, representa a un rey
del período Predinástico en el rol de vencedor de la batalla.
Figura 17. El tema de la dualidad en los primeros monogramas y nombres reales. Los números 1 y 2 (transición de
la dinastía I) son monogramas que representan de forma sencilla un trozo de la fachada del palacio real, sin
adjuntarle el nombre del faraón (compárese con la figura 10, p. 50), y coronado en ambos casos por dos figuras de
Horus. A partir de J. Clédat, «Les vases de El-Béda», Annales du Service des Antiquités de l’Égypte, 13 (1914),
lámina XIII; H: Junker, Turah, Viena, 1912, p. 47, fig. 57. En el número 3, las dos mismas siluetas de Horus (a),
acompañando al nombre del faraón (Andyib) Mer-pu-bia (b) de la dinastía I (tomado de W. M. F. Petrie, Royal
Tombs, vol. I, Londres, 1900, lámina V.12). El número 4 es una manera de escribir el nombre del faraón
Khasekhemui de la dinastía II en la cual se ha sustituido una de las figuras de Horus por otra de Set (compárese
con la figura 6, p. 38). Tomado de J. Capart, Memphis á l’ombre des pyramides, Bruselas, 1930, p. 119, fig. 116.
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desorden (figura 15)[46].
El fresco de la tumba 100 de Hieracómpolis se puede interpretar dentro de las
mismas directrices. Retrata un universo simbólico cuyo elemento central es una hilera
de barcas: puntos inabordables de orden y autoridad, que también transmitían la
imagen de movimiento con el transcurso del tiempo. Una de ellas, en la que aparece
la figura de un dirigente sentado bajo un toldo y protegido por guardianas, está
específicamente asociada con la autoridad. Las amenazas de manifestaciones de
fuerzas vitales puras, algunas con el aspecto de animales del desierto y otras con
apariencia humana, están en todos lados y se hace frente a ellas con viñetas de
captura o derrota. La misma lucha elemental, librada en un perpetuo recorrido por el
tiempo, subyace en algunos de los muchos murales pintados en las tumbas de los
faraones del Imperio Nuevo en Tebas. Pero, por aquel entonces, quince siglos o más
de avances intelectuales y artísticos habían transformado el paisaje del caos, simple y
real, en otro mundo imaginario de peligros ocupado por demonios ficticios (véase la
figura 15).
Tenemos derecho a preguntar: ¿cuál era la causa del desorden que se dejaba sentir
en aquel momento? Una sensación que comparten las gentes de una sociedad
sedentaria es la de sentirse rodeados y amenazados por un mundo exterior turbulento
y hostil (compárense las figuras 78 y 79, pp. 286 y 289). El entorno de las pequeñas
unidades políticas de Egipto a finales del Predinástico era conocido: los desiertos
extraños y las comunidades vecinas no muy alejadas, siguiendo el curso del Nilo.
Pero las comunidades que tuvieron más éxito, las ciudades-estado incipientes, habían
entrado en conflictos más organizados por el territorio, los conflictos que habrían de
conducir al nacimiento del Estado egipcio. La acuciante realidad de la guerra, con los
ataques a los asentamientos amurallados y los horrores del campo de batalla, se
tradujeron a veces en escenas pictóricas con combates reales (figura 16), aunque la
esencia del conflicto, del desequilibrio, se siguiera viendo en términos alegóricos
generalizados. A partir de la experiencia de desorden y luchas, de un anterior
equilibrio hecho añicos, surgió la percepción de un mundo en conflicto, real o
potencial, entre el caos y el orden. Este iba a ser un tema de interés intelectual
durante el resto de la historia egipcia, igual que lo fue la idea de que se podía
contener (aunque no derrotar de manera definitiva) el desorden y la falta de autoridad
gracias al gobierno de los monarcas y la presencia benigna de una suprema fuerza
divina que se manifestaba en el poder del sol. La concepción intelectual de la
naturaleza del universo coincidía con la estructura del poder político.
Los animales que se empareja son siempre idénticos. Incluso los dos de la paleta
de Narmer carecen de señales que les diferencien y que sugieran un deseo de
identificar, de una manera peculiar, cada uno con una parte del país o un reino
distinto. La armonía política debe de estar en el significado, pero sólo como un
aspecto acuciante del ideal de armonía general en el mundo que conocían los
egipcios.
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A pesar de todo, las parejas de animales de las paletas ceremoniales de finales del
Predinástico son las precursoras de la pareja constituida por Horus y Set. Las
primeras son los símbolos de un planteamiento general, mientras que la última
representa una aplicación más concreta del concepto y su plasmación artística ante las
nuevas circunstancias políticas del Egipto dinástico. Además, hay que reconocer una
interesante fase de transición. Las primeras representaciones de figuras en pareja que
simbolizan de manera explícita la unión de ambos reinos no son las de Horus y Set,
sino dos siluetas de Horus, frente a frente, con un estilo arcaico que recuerda,
concretamente, la figura específica del Horus de Hieracómpolis (figura 17)[47]. Es
una adaptación directa de las parejas de figuras idénticas en las paletas de pizarra.
Vuelve a aparecer, alguna que otra vez, en los períodos históricos, cuando se puede
representar a ambos reinos como la herencia de Horus[48].
El acto de equilibrio cósmico no era de por sí suficiente. La sociedad egipcia del
período Dinástico estaba muy jerarquizada. La armonía dentro del Estado emanaba
de una única fuente, el monarca, y por medio de funcionarios leales llegaba hasta el
pueblo. El rey representaba el papel de supremo mantenedor del orden, que abarcaba
no sólo la responsabilidad de la justicia y la piedad sino también la conquista del
desorden. Los textos filosóficos del Imperio Medio describen este último tanto desde
el punto de vista de una agitación social, como también de una catástrofe natural y
cósmica. La garantía definitiva de una armonía dentro de la sociedad y el orden
natural de las cosas no residía en el equilibrio entre contrarios. Una de las fuerzas
tenía que ser superior. Ya lo podemos entrever en uno de los motivos de la tumba
decorada de Hieracómpolis (véase a la derecha de la figura 14, p. 62). Allí, la figura
de un dirigente, en el centro, separa y equilibra una pareja de animales enfrentados
(en este caso, leones). La introducción de Set permitió que ello quedara reflejado en
las verdades eternas de la teología y, para que lo entendamos, hemos de recordar que
cada faraón era también la personificación concreta de Horus.
Set pasó a ser el perdedor y el antagonista de Horus. Se convirtió en el adversario
para poner orden a gran escala: las perturbaciones de la bóveda celeste en forma de
tormentas, la naturaleza hostil de los desiertos circundantes, el carácter exótico de los
dioses extranjeros e, incluso, las personas pelirrojas, eran manifestaciones de Set. Sin
embargo, como nos cuenta la piedra de Shabaka, también Set acepta el juicio divino
en su contra. Conserva el poder para ser una fuerza reconciliada dentro del equilibrio
ideal de la armonía.
El mito de Horus y Set no es un reflejo del nacimiento político del Estado
egipcio. Seguramente, jamás conoceremos los pormenores del período de guerras
internas entre las ciudades-estado incipientes del valle del Nilo, pero podemos
afirmar sin temor a equivocarnos que no fue una mera contienda épica entre dos
adversarios. El mito del Estado de época histórica fue una hábil adaptación de una
noción, previa y más general, de un mundo ideal cuyo origen estaba en el Alto
Egipto. Combinó el antiguo concepto de una armonía definitiva, a través del
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equilibrio de los contrarios, con la necesidad que empezaba a percibirse de que sólo
hubiera una fuerza superior. Se creó dentro de la gran codificación de la cultura
cortesana y se elaboró a partir de la mitología local, que en el caso de Horus y Set
estaba centrada en el Alto Egipto. Pasó a formar parte del interés, prolongado y
activo, que tenían los egipcios por la geografía simbólica; en realidad, fue un proceso
de colonización interna a nivel intelectual.
Hay que hacer una última observación. La dinastía I se inició ya en un Estado
cuyo territorio era tan grande como el de la mayoría de los que ocuparían la parte
baja del Nilo en los tiempos modernos. No hubo un largo proceso de desarrollo a
partir de la expansión de las ciudades-estado, una primera forma política bastante
común y que tuvo una historia floreciente en, por ejemplo, Mesopotamia. Ya hemos
empleado el término «ciudad-estado incipiente» para los territorios en la parte
meridional del Alto Egipto con centro en Hieracómpolis y Nagada. «Incipiente»
parece la palabra apropiada por cuanto no pueden equipararse en complejidad a las
ciudades-estado contemporáneas de otros lugares del Oriente Próximo. Estamos
bastante seguros de la existencia de dos de estas ciudades y sospechamos que ya
debían haber algunas otras presentes (por ejemplo, una con sede en Tinis), o que
todavía se encontraban en una primera etapa de formación (quizá Maadi y Buto en el
delta, Abadiya en el Alto Egipto y Qustul en la Baja Nubia)[49]. Las guerras
intestinas, que prosiguieron con gran vigor desde el sur, acabaron con este período de
desarrollo político en varios centros. Pero, como cualquier Estado descubre tarde o
temprano, las reivindicaciones regionales continúan teniendo una gran fuerza incluso
cuando los centros se encuentran inmersos en una política más amplia. El juego
prosigue. El extraordinario logro del Estado faraónico fue crear, por medio del
recurso de la geografía simbólica, una ideología con numerosas ramificaciones en las
provincias. Podemos hablar de un marco mítico nacional, pero, por debajo, subsistían
unas identidades locales. La que podemos ver con más claridad en las etapas
históricas posteriores (desde la dinastía VI en adelante) es Tebas, una ciudad-estado
encubierta. Hablaremos más de ella en el capítulo V. Pero hubo otras, en el Medio
Egipto y en el delta, que salían a la luz en épocas de debilidad dinástica
(fundamentalmente, los tres períodos intermedios). A veces, tras un período de
enorme trascendencia en una región, quedaba una aristocracia local capaz de hacer
alarde, durante un tiempo, de la pompa que acompaña a la gran autoridad. Las tumbas
aristocráticas y otros edificios importantes en las áreas generales de Nagada,
Hieracómpolis y Abydos, que datan de épocas posteriores al apogeo político de cada
una, pertenecen a esta fase terminal dentro de la misma trayectoria de una historia
local. Al mismo tiempo, sería una equivocación intentar reconstruir el panorama
político de finales del Predinástico a partir del regionalismo que existió después, ya
que tras el comienzo de la dinastía I se produjeron muchísimas transformaciones
locales. La ascensión de Tebas a expensas de Nagada, y de Edfu a costa de
Hieracómpolis, tan sólo son unos ejemplos particularmente notorios.
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LAS BASES IDEOLÓGICAS (3): LA EXPRESIÓN
POLÍTICA DE LA ARQUITECTURA
El mito de la unificación no era más que uno de los aspectos de lo que, cuando
surge la dinastía I, concentra casi todos los esfuerzos intelectuales y de organización:
la proyección de la monarquía como el supremo símbolo de poder. En las paletas de
pizarra de finales del Predinástico, aparecen figuras vencedoras con la apariencia de
animales (un león, un toro, un escorpión, un halcón; véase la figura 16, p. 64), a las
que podemos considerar símbolos de poder humano, tal vez de un rey. Pero
únicamente en la paleta de Narmer (y en la maza del Escorpión), encontramos las
representaciones humanas de los monarcas que, a fin de transmitir algunos de sus
atributos simbólicos, han recibido un esmerado tratamiento. Cuando nos volvemos
hacia la arquitectura, hallamos un proceso similar, sólo que a una escala mucho
mayor. Las tumbas reales se convirtieron en la principal expresión pública de la
naturaleza de la monarquía. Así pues, los cambios en su arquitectura constituyen la
mejor guía que tenemos para seguir la evolución de la manera de percibir la
monarquía en la antigüedad.
Nagada y Hieracómpolis nos han proporcionado tumbas que, a causa del tamaño,
los revestimientos de ladrillos y, en el caso de la tumba 100 de Hieracómpolis, las
pinturas murales que tienen, dan a entender que los propietarios pertenecían a la
realeza. A pesar de todo, son construcciones muy modestas y, seguramente, jamás
poseyeron una superestructura muy complicada. La dinastía I introdujo un cambio
radical. En una atmósfera generalizada en la que aumenta notablemente el tamaño de
las tumbas por todo el país, lo que refleja el gran incremento de las riquezas y de la
organización del Estado en el Dinástico Antiguo, nos encontramos a los constructores
de las tumbas reales dando los primeros pasos hacia la escala monumental y un
simbolismo arquitectónico característico.
Ahora hemos de fijar nuestra atención en otro yacimiento: Abydos, una
necrópolis en el desierto perteneciente al distrito donde estaba la ciudad (Tinis,
probablemente la actual Girga) que, más tarde, la tradición convertiría en la morada
de los reyes de la dinastía I. Los faraones de dicha dinastía y los dos últimos de la
dinastía II fueron enterrados en un paraje aislado, al que ahora se conoce como Umm
el-Kaab[50]. Sus tumbas eran cámaras construidas con ladrillos, en unos grandes fosos
excavados en el desierto, y cubiertas por una sencilla superestructura con la forma de
un simple túmulo cuadrado, que se rellenaba hasta arriba de arena y gravilla. Supone
una clara evolución desde las tumbas «reales» de adobe en Nagada y Hieracómpolis.
La pertenencia a la realeza quedaba proclamada por un par de estelas de piedra
verticales, con el nombre de Horus del faraón en cuestión (véase la figura 10, p. 50).
Cada tumba poseía asimismo un segundo elemento, un edificio aparte situado cerca
del límite con la llanura de inundación, y justo detrás del emplazamiento de la antigua
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ciudad de Abydos. Los mejor conservados son un par de finales de la dinastía II y, en
especial, el último, el Shunet el-Zebib, que perteneció al faraón Khasekhemui (lámina
2)[51].
Lámina 2. La arquitectura real en sus comienzos: Shunet al-Zebib de Abydos, palacio funerario de ladrillos de
adobe del faraón Khasekhemui de la dinastía II (c. 2640 a. C.). Orientado al sureste.
El Shunet el-Zebib es un recinto que mide 54 por 113 metros en su interior y 122
por 65 metros por fuera, y que está rodeado por una doble muralla de ladrillos de
adobe en la que se abren las entradas. La muralla interior, que en algunas partes
todavía tiene 11 metros de altura, es un sólido muro de 5,5 metros de espesor. Las
paredes exteriores estaban decoradas con entrantes y salientes, para dar la impresión
de paneles. En el lado más largo, orientado a los cultivos, se acentuó esta fachada
panelada mediante la inserción, a intervalos regulares, de un entrante más hondo. En
cuanto al interior del recinto, parece ser que estaba vacío a excepción del edificio que
se levanta junto a la esquina este. Contenía varias habitaciones, en algunas de las
cuales se habían guardado vasijas de cerámica para almacenamiento. Las paredes
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exteriores de este edificio fueron decoradas con el mismo estilo panelado que la gran
muralla de circunvalación (figura 18).
Podemos averiguar el significado de este edificio y de lo que le acompaña por dos
vías. Una atañe al efecto panelado de los muros exteriores. Los ejemplos más
notorios aparecen en las fachadas de las grandes tumbas del período Dinástico
Antiguo (figura 18B), la mayoría de las cuales se encuentran en el área de Menfis
(pese a que uno de los ejemplos más famosos está en Nagada)[52]. En algunos casos,
se conserva la parte inferior de una primorosa decoración pintada, que reproduce con
gran detalle otra manera mas de adornar los muros: se cubrían los espacios estrechos
que quedaban entre los entrantes con largas colgaduras de estera, tejidas con
brillantes colores, y que pendían de unos postes horizontales. Una característica
habitual es que las superficies paneladas estaban interrumpidas por huecos profundos,
cuyos lados también habían sido modelados de la misma manera. Al fondo de cada
hueco había un entrante mayor, pintado de rojo, que por lo visto representaba el
batiente de madera de una puerta. Todo este diseño de paneles, huecos y aplicaciones
de motivos que reproducían las esteras, pasó a ser el procedimiento habitual de
decorar los sarcófagos y los lugares de ofrendas de las capillas funerarias más tardíos,
los cuales nos proporcionan los detalles que nos faltan de la parte superior de las
tumbas del Dinástico Antiguo.
Este diseño también aparece en otro contexto. Un trozo reducido de aquél
constituía la base del emblema heráldico en donde estaba escrito el nombre de Horus
(el nombre principal) de los faraones del Dinástico Antiguo (véase la figura 10, p.
50). Hace ya tiempo que, gracias a ello, se dedujo que este estilo arquitectónico
correspondía en concreto al palacio real y los expertos acuñaron el término «fachada
de palacio». Sin embargo, hasta 1969 no se encontró un tramo de un muro decorado
con este estilo y que no formase parte de una tumba. Se hallaba en el centro de la
ciudad del Dinástico Antiguo de Hieracómpolis, y rodeaba una entrada (véase la
figura 11, p. 52). Aunque no se ha descubierto nada del edificio interior, y se
desconoce el tamaño del recinto entero, parece inevitable identificar este muro como
parte de la muralla de un verdadero palacio del Dinástico Antiguo.
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Figura 18. El estilo regio de la arquitectura en el período Dinástico Antiguo. (A) Sector sureste de Shunet el-Zebib
en Abydos (lámina 2, p. 70; reinado de Khasekhemui, finales de la dinastía II, c. 2640 a. C.). La situación de los
montículos territoriales de piedra es hipotética. Tomado de E. R. Ayrton, C. T. Currelly y A. E. P. Weigall, Abydos,
vol. III, Londres, 1904, lámina VI. Adviértase el estilo a base de entrantes, «fachada de palacio» simplificado, de
la mampostería de las superficies externas. Para ver el tramo de la muralla de un palacio auténtico (por oposición
a uno funerario), remítase a la figura 11, p. 52, de Hieracómpolis y también a la figura 10, p. 50. (B)
Reconstrucción de la parte de la fachada de una tumba de un cortesano de la dinastía I, donde se recrea en
miniatura la arquitectura de «fachada de palacio» de los edificios gubernamentales. (C) La reconstrucción de los
trabajados diseños —en su mayoría, pintados— de la parte superior está basada en las reproducciones más tardías
sobre los sarcófagos y en los lugares de ofrendas de las capillas funerarias. Esta muestra procede de la tumba de
Tepemanj, en Abusir, dinastía V, tomada de J. Capart, L’Art égyptien I: L’architecture, Bruselas y París, 1922,
lámina 46, a su vez sacada de L. Borchardt, Das Grabdenkmal des Königs Ne-user-re, Leipzig, 1907, lámina 24.
(D) Otro ejemplo, procedente de un sarcófago esculpido de la tumba de Fefi, dinastía IV, de Gizeh. Tomado de S.
Hassan, Excavations at Giza (1929-1930), Oxford, 1932, lámina LXV.
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El muro de Hieracómpolis, el Shunet el-Zebib y el ribete que enmarca el nombre
de Horus del faraón, ponen de manifiesto que los reyes del Dinástico Antiguo
adoptaron la fachada con entrantes y salientes y decorada como símbolo de poder.
Por sí misma denotaba la idea de «palacio» como institución de gobierno, y a los que
formaban parte de la corte —la elite palatina que rodeaba al monarca y administraba
el poder de éste— se les permitió utilizar una versión a menor escala para decorar sus
propias tumbas. A causa de su estilo característico y majestuoso, la arquitectura
monumental inicial de Egipto levantó una barrera entre el faraón y el pueblo.
Por lo que respecta a la segunda vía, nos hemos de dirigir a un monumento que,
en lo referente al tiempo, sólo es de una generación posterior al Shunet el-Zebib, pero
que pertenece a otro plano de los logros arquitectónicos: la Pirámide Escalonada de
Saqqara, la tumba de Zoser (Dyoser), el primer (o el segundo) faraón de la dinastía III
(c. 2696 a. C.)[53]. Es la primera construcción de Egipto a verdadera escala
monumental y realizada totalmente en piedra. En sus detalles contiene también
muchos de los motivos decorativos fundamentales de la arquitectura faraónica.
Representa un importante acto de codificación de las formas dentro de la arquitectura,
equivalente al que había tenido lugar en el arte a inicios de la dinastía I.
La Pirámide Escalonada nos plantea un gran problema de interpretación. Consta
de varias partes distintas, cada una de las cuales debía encerrar un significado
concreto. Sin embargo, en ella apenas hay decoraciones figurativas o escritas que
manifiesten de manera explícita dicho significado. En gran parte, nos hemos de
fundamentar en las interpretaciones sacadas de fuentes mucho más tardías,
principalmente de los Textos de las Pirámides. Pero, por aquel entonces, el trazado de
las pirámides había experimentado un cambio radical y, por tanto, también debió
hacerlo el significado de sus distintas partes. Así pues, por ejemplo, no existe una
respuesta clara y con la que todos estén de acuerdo a la pregunta básica de por qué se
construyó una pirámide escalonada. En la época de los Textos de las Pirámides, hacía
ya tiempo que la había reemplazado la verdadera pirámide por lo que, cabe presumir,
habría tenido un simbolismo muy diferente del que establecía un fuerte vínculo con el
culto, centrado en Heliópolis, al Sol. Otra pregunta que, sinceramente, queda sin
respuesta es por qué se construyó una segunda tumba, de tamaño más reducido, en la
muralla sur de la Pirámide Escalonada, la llamada Tumba Sur.
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Figura 19. Arquitectura política. (A) Reconstrucción del sector meridional de la Pirámide Escalonada del faraón
Dyoser (Zoser) en Saqqara, plaza eterna de la exhibición real y escenario de la fiesta Sed (cf. lámina 3, p. 79).
tomada de J.-Ph. Lauer. La pyramide á degrés, El Cairo, 1936, lámina 4. (B) Escena del faraón Dyoser mientras
procede a visitar el santuario temporal de Horus de Behdet. La columna de jeroglíficos enfrente del monarca dice:
«Un alto [en] el santuario de Horus de Behdet». El último signo es, en realidad, el dibujo de un santuario
temporal, como los construidos en piedra alrededor del patio para la fiesta Sed en la Pirámide Escalonada. Estela
norte, cámara subterránea de la Pirámide Escalonada de Saqqara, a partir de C. M. Firth y J. E. Quibell, The Step
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Pyramid, vol. II, El Cairo, 1935, lámina 17, y A. H. Gardiner. «Horus the Behdetite». Journal of Egyptian
Archaeology, 30 (1944), lámina 111.4. (C) Plataforma de piedra con dos gradas hallada en el extremo meridional
del patio para la fiesta Sed en la Pirámide Escalonada (cf. lámina 3, p. 79). tomado de Lauer, op. cit., foto LVI.1 y
p. 145, fig. 146. (D) Antigua representación de la plataforma para el doble sitial y el dosel como se usaba en la
fiesta Sed, basada en un dintel esculpido del faraón Sesostris III (dinastía XII), según la reproducción de K. Lange
y M. Hirmer, Egypt: Architecture, Sculpture, Painting in Three Thousand Years, Londres, 1961, pp. 102-104.
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Figura 20. Ritual de reivindicación del territorio. (E) Relieve del faraón Dyoser corriendo (o caminando a grandes
zancadas) por el patio ceremonial entre los dos grupos de indicadores territoriales. Enfrente del rey hay el
estandarte del dios Upuaut y una columna vertical de jeroglíficos, cuyo significado es un tanto oscuro. La
traducción literal es «Los Grandes Blancos», una alusión en plural al dios babuino cuya silueta forma parte del
último jeroglífico. Sin embargo, el primer elemento del nombre es además uno de los términos para santuario, por
lo visto un «Santuario Blanco». Se ha propuesto que los babuinos en, cuestión son imágenes de los espíritus de los
antepasados, pero tan sólo es una hipótesis. Véase W. Helck y E. Otto, Lexikon, vol. II, pp. 1.078-1.080; A. Erman
y H. Grapow, Wórterbuch der aegyptischen Sprache, Leipzig, 1926-1931, vol. III, p. 209.6; H. W. Fairman,
«Notes on the alphabetic signs employed in the hieroglyphic inscriptions of the Temple of Edfu», Armales du
Service des Antiquités de l’Égypte, 43 (1943), pp. 260-261; A. J. Spencer, Catalogue of Egyptian Antiquities in the
British Museum V, Early Dynastic Objects, Londres, 1980, pp. 13,16, n.º 16, láminas 8 y 9; G. Dreyer,
Elephantine Vlll. Der Tempel der Satet. Die Funde der Frühzeit und des Alten Reiches, Maguncia, 1986, p. 69.
Detrás del monarca hay un par de jeroglíficos empleados para escribir una palabra (mdnbw) que quiere decir
«límites». Estela central de la cámara subterránea bajo la Pirámide Escalonada de Saqqara, tomado de C. M. Firth
y J. E. Quibell, The Step Pyramid, vol. II, El Cairo, 1935, lámina 16. (F) Fragmento de un rótulo de madera del
faraón Udimu de la dinastía I procedente de su tumba en Abydos. Se ha de leer de derecha a izquierda: 1) el signo
de «año de reinado» (cf. figura 5, p. 31); 2) el rey corriendo entre los montículos territoriales; 3) el rey aparece
sentado bajo un dosel en un estrado del trono provisto de gradas; 4) nombre de Horus del faraón Udimu. Según W.
M. F. Petrie, Royal Tombs, vol. I, Londres, 1900, láminas XI.14 y XV.16. (G) Detalle de una escena procedente de
una maza ceremonial del faraón Narmer, dinastía I, de Hieracómpolis. Representa la aparición ceremonial del
monarca, sentado en un estrado del trono con gradas y dosel (1), y acompañado de los portaestandartes de los
«seguidores de Horus» (3a, 3b, cf. la figura 12, p. 54). Por lo visto, el acto corresponde a la inspección de los
prisioneros (2b-4b y 4c) y los animales (2a, 3c y 4c) capturados en una batalla. Los varios signos pequeños de la
línea c son números. Adviértase la figura sedente (¿una imagen divina?; 2b) en una silla de mano provista de un
doselete curvo (cf. la figura 33, p. 119). Un elemento especialmente significativo es la manera en que se ha
colocado a los prisioneros entre los montículos territoriales. Tomado de J. E. Quibell, Hierakonpolis, vol. I, lámina
XXVI.B.
Una de las necesidades generales que tiene la monarquía (y cualquiera de las otras
formas de gobierno de un Estado) es la de disponer de un marco oficial donde el líder
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en persona pueda mostrarse ante el gran público o ante los representantes escogidos
que componen la corte. En los períodos posteriores, las fuentes egipcias dieron
mucha importancia a la «aparición del monarca» y deberíamos avanzar que cada
época buscó un escenario teatral para este gran momento, construido alrededor de
ciertos elementos básicos: un amplio espacio descubierto, un lugar elevado donde se
pudiera ver al rey dentro de un marco oficial, y un pabellón en el que podía vestirse y
descansar cómodamente y en privado. En los capítulos V y VII, describiremos los
complejos procedimientos que adoptaron los faraones del Imperio Nuevo en sus
presentaciones en público y descubriremos escenarios de esta misma índole. Las
primeras fuentes, tanto pictóricas como arquitectónicas, se combinan también para
satisfacer esta necesidad con precisión. Hemos de imaginarnos que una parte
importante del palacio de un rey del Dinástico Antiguo era un inmenso patio
ceremonial cerrado, o plaza, provisto de unos montículos que simbolizaban los
límites territoriales y, en un extremo, un estrado elevado con el trono, al que daba
sombra un dosel con una forma característica (este último elemento ya estaba
presente en una de las barcas de la tumba 100 de Hieracómpolis), mientras que en el
otro habría un pabellón. Era el escenario de las grandes ocasiones reales, como la
recepción del tributo, o en el que se desarrollaba una ceremonia concreta, en la que el
monarca proclamaba sus derechos sobre el territorio mientras paseaba, dando grandes
zancadas, alrededor de sus límites. El Shunet el-Zebib y la gran plaza frente a la
Pirámide Escalonada son las réplicas a tamaño natural, con las que se le
proporcionaba al faraón el marco necesario para mostrar su magnificencia en la
eternidad de la muerte.
De todas maneras, aquí no acaba la historia. Existe otro elemento del ritual
esencial de comienzos de la monarquía, una celebración periódica que los egipcios
llamaron la fiesta Sed[56]. Ya desde tiempos antiguos, las fuentes presentan la fiesta
Sed como la gran conmemoración o jubileo del período de, idealmente, treinta años
de mandato de un faraón en la Tierra, aunque posteriormente podían tener lugar una
segunda y una tercera celebración a intervalos más breves. La manera en que se
realizaba el festival cambió con el tiempo y, probablemente, también lo hizo su
significado. Cuando se estudia la religión egipcia, y dado que las formas pictóricas
tendían a ser siempre las mismas, resulta tentador combinar las fuentes de todos los
períodos para generar así una explicación más global de un ritual o de una creencia en
particular. Pero la continuidad de formas disfraza los cambios en el significado y la
práctica. La invención de tradiciones era algo en lo que los egipcios despuntaban.
Habría que interpretar las fuentes de cada período dentro del espíritu y a la luz sólo
de aquella época[57]. Hay dos aspectos que parece ser que caracterizaron la fiesta Sed
más que cualquier otro. El rey, a menudo ataviado con unas ropas distintivas, está
sentado en un estrado especial, con un doble sitial, para su aparición como faraón del
Alto y el Bajo Egipto. Normalmente, los tronos se representaban espalda contra
espalda, pero debe tratarse más bien de un recurso artístico para que se vean los dos
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y, en realidad, estaban colocados uno al lado del otro[58]. Otras escenas más
trabajadas, posteriores al período Dinástico Antiguo, muestran, como telón de fondo
de esta ceremonia, una serie de santuarios que están dibujados como si fueran
construcciones de madera y esteras. En el próximo capítulo, examinaremos el origen
y el significado de este estilo arquitectónico: fundamentalmente, esta clase de
santuario tuvo su origen en un tipo de estructura de carácter temporal y, en este
contexto, representaba otro par de símbolos duales, teniendo un estilo para el Bajo
Egipto y otro distinto para el Alto Egipto. A veces estaban consagrados, de manera
concreta, a la diosa cobra Uadyet, de la ciudad de Buto en el delta, y a la diosa buitre
Nekhbet, de El-Kab. Pero otras veces también lo estaban a otras deidades. Esta
reunión, en una serie de santuarios temporales junto al doble trono del monarca, de
las imágenes de las divinidades de las provincias era un gesto del homenaje que
aquéllas rendían a la persona del faraón. El otro elemento que, a partir de la dinastía
III, está específicamente asociado con la fiesta es la ceremonia de reivindicar unos
derechos sobre el «campo», caminando a grandes zancadas alrededor de los
montículos. En consecuencia, esta ceremonia distinta y que, probablemente, se
realizaba con mayor asiduidad quedó absorbida, en algún momento, por la pompa
que rodeaba a la fiesta Sed.
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Lámina 3. La Pirámide Escalonada del faraón Dyoser (Zoser), dinastía III, en Saqqara. Orientada al noroeste.
Delante de la pirámide se encuentran las reproducciones en piedra de los santuarios de campaña erigidos sobre
pedestales y que forman parte del patio para la fiesta Sed. Obsérvese la posible plataforma destinada al doble sitial
que hay en el patio.
Una vez más, la Pirámide Escalonada clarifica la imagen. Al lado del gran patio
ceremonial con los montículos se encuentra, aunque bien diferenciada, otra parte del
complejo. Corre a lo largo del lado este del recinto principal y está formada por una
serie de edificios, en su mayoría de construcción sólida por más que son ficticios,
colocados en hilera a ambos lados de un patío. Tiene una apariencia muy
característica: un grupo de pequeñas estructuras rectangulares cuyos detalles externos
recrean, mediante una arquitectura sólida, a escala y tridimensional, las formas de los
santuarios temporales, los cuales estaban concebidos como construcciones de madera
y esteras. En realidad, son los representantes del tipo de edificios que, en escenas más
tardías, aparecen juntos durante la fiesta Sed. Parece que este era también el
significado que tenían en la Pirámide Escalonada, pues en uno de los extremos del
patio hay el estrado cuadrado de un trono, con dos tramos de escaleras, y que
originalmente estaba cubierto por una pequeña construcción de piedra. Es difícil
evitar la conclusión de que esto era la traducción en piedra y para la eternidad del
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estrado con el doble trono cubierto por un dosel especial, y que esta parte del
complejo de la Pirámide Escalonada le ofrecía al faraón Zoser un emplazamiento
eterno para las periódicas fiestas Sed. Escenas del rey visitando los diversos
santuarios constituyen el otro motivo de los paneles esculpidos en las galerías
subterráneas (véase la figura 19, p. 74).
Ahora podemos apreciar mejor el significado de la arquitectura de las primeras
tumbas reales, de entre las cuales la Pirámide Escalonada es la más completa y
compleja. Ofrecían un emplazamiento para la celebración eterna de la monarquía tal
cual se experimentaba en la tierra. El rey era el supremo, reivindicador del territorio:
protegido dentro de su palacio característico, se convertía en el punto de mira de unos
rituales centrados sobre su persona en vida.
En la dinastía IV, la forma de las tumbas reales cambió de una manera radical. La
pirámide escalonada se transformó en una verdadera pirámide y, en vez de
encontrarse en medio de un gran complejo con más edificios, se alzaba al final de una
secuencia arquitectónica lineal que se extendía desde el límite de la llanura aluvial
(figura 21). Desaparecieron el gran patio ceremonial cerrado para la aparición del rey
y la arquitectura especial de la fiesta Sed. En su lugar, surgió un templo pensado
principalmente para la veneración del espíritu del monarca, que se realizaba mediante
un lugar de ofrendas situado en la cara este de la pirámide y por medio de un grupo
de estatuas. Estos elementos estaban presentes en el complejo de Zoser, pero ahora
eran los dominantes. En las paredes aparecen escenas de la fiesta Sed, aunque junto
con otros temas. La verdadera pirámide era un símbolo del Sol (otra vertiente de la
gran codificación de la que hablaremos en el capítulo siguiente) y, a partir de la
dinastía IV y sobre todo de la V, hay otro indicio que prueba que las consideraciones
intelectuales más serias, la teología, estaban prestando una mayor atención al poder
del Sol en cuanto fuerza suprema. El principal título de los faraones, «Hijo de Re»,
aparece por primera vez en esta época.
Las pirámides de la dinastía IV y posteriores transmiten una nueva imagen de la
monarquía. Ya no existe el poder puro de un gobernante supremo del territorio. Ahora
el monarca está sublimado como la manifestación del dios Sol. La arquitectura
transmitía esta nueva conceptualización básica con el mayor efectismo posible.
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Figura 21. La apoteosis de la monarquía. La pirámide de Medum (reinado del faraón Huni, finales de la dinastía
III, c. 2575 a. C.), fue la primera de una nueva generación de tumbas en las pirámides que expresaban un concepto
diametralmente distinto de la naturaleza de la monarquía. En vez de un sepulcro donde se celebraba al faraón
como reivindicador supremo del territorio y que perpetuaba su fasto terrenal (figura 19, p. 74), el nuevo estilo de
las pirámides proclamaba su fusión con el símbolo místico del Sol. El minúsculo lugar de ofrendas era la principal
referencia a su vertiente humana. Los complejos de las pirámides más tardíos atenuaron el tremendo contraste
entre la escala de aquéllas y la de los templos.
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poder como gobernante de los territorios cobraba expresión en la arquitectura
monumental, el ritual y el arte simbólico. Este conjunto de ideas e ideales para
legitimar la autoridad de un rey sobre sus súbditos iba a sobrevivir a los altibajos de
la historia política durante 3.000 años. También consiguió que los mismos egipcios
fueran incapaces de visualizar el modelo con múltiples centros de origen de su propio
desarrollo político inicial. Siempre que reaparecía la desunión política, se la
consideraba una huida de la situación ideal del principio, por más que (como ahora
podemos ver) aquélla era bastante mítica. Y, como mostraremos en el próximo
capítulo, la construcción paralela de un mundo mítico alejó a los egipcios de sus
orígenes culturales.
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Capítulo II
LA DINÁMICA DE LA CULTURA
Si visito las pirámides de Gizeh o los templos y las tumbas con decoraciones de
Luxor, inmediatamente me doy cuenta de que estoy frente a una singular creación de
la humanidad. Sentiré lo mismo cuando me halle en presencia de una mezquita
medieval en El Cairo o ante un castillo o una catedral de Europa. Cada uno de ellos
es fruto de una gran tradición cultural distinta y todos dejan imágenes bien diferentes
en la memoria. Cuando, por otro lado, dada mi condición de arqueólogo, excavo entre
las viviendas de una de las comunidades más pobres del antiguo Egipto, esta
singularidad decrece notablemente. Los hombres de la aldea local que contrato para
realizar los trabajos de excavación no sentirán que los signos de vida humana que se
perfilan ante ellos sean muy distintos de la suya propia: aquí la cocina, allá los
establos para el ganado. La sensación de familiaridad y de anticipación puede resultar
desalentadora. Me veo obligado a recordarme que la cultura y el entorno nunca son
los mismos de un lugar a otro ni de una época a otra, y que la búsqueda de las
variaciones dentro de las amplias regularidades de la existencia humana constituye
una parte esencial del conocimiento de toda la multiplicidad de conductas de los
humanos.
La «gran cultura», que con el tiempo se convierte en la cultura de los turistas, no
fue la creación espontánea del hombre de la calle. No es casualidad que la hallemos
manifiesta en enormes edificios religiosos, palacios, mansiones y castillos. La gran
cultura, que requiere el patrocinio y la dirección de los trabajos, se origina en las
cortes. La riqueza, la magnitud, el esplendor, los cánones artísticos y las novedades
intelectuales forman parte de los instrumentos de poder. Cuando una gran tradición
está bien arraigada, la influencia que puede tener se percibe en toda la sociedad. Pero,
para llegar a este estadio, ha de expandirse a costa de las demás tradiciones. Ha de
colonizar el pensamiento de la nación. Y lo que no sucumba a ella, se convertirá en
«cultura popular».
El antiguo Egipto figura entre las primeras grandes tradiciones culturales del
mundo. Tenemos la suerte de poder observar, gracias a la abundancia relativa de
material, la gran codificación de tradiciones por la cual comenzó en el momento de la
transición a la dinastía I. Sin embargo, al principio tenía un campo de aplicación muy
restringido. Los mismos objetos eran de pequeño tamaño y, probablemente, se
fabricaban en pocas cantidades. Expresaban las pretensiones de una nueva generación
de gobernantes y los inicios de un intento de sistematizar la religión. Pero
¿deberíamos suponer que, a partir de entonces, cualquier expresión material de la
cultura siguió las normas dictadas por esta fuente? ¿Los faraones de la dinastía I
prendieron la antorcha de la cultura que, instantáneamente, iluminó el país entero?
¿Existía la voluntad, los medios o, incluso, el interés de convertir todo el país a su
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concepto intelectual?
Para responder a estas preguntas, hemos de investigar de qué manera la cultura
cortesana se expandió a costa de las otras tradiciones locales y no sólo tener presentes
las primeras obras de arte, sino también el registro arqueológico general, en el que
podemos descubrir las huellas de la «cultura popular».
Convencionalmente, el historiador del arte ignora esta posibilidad. Elige las
mejores piezas y se encuentra con que su material, recogido principalmente en los
cementerios de la elite, le proporciona un registro de avances continuos, en el que
también destaca la homogeneidad geográfica. Desde esta perspectiva, centrada en los
logros nacionales y que se interesa muchísimo por los cambios estilísticos de las
obras artísticas y arquitectónicas mejor ejecutadas en su época, este material facilita
una base, por lo general de lo más satisfactoria, para escribir una historia de la «alta»
cultura egipcia. Se puede seguir, desde los tiempos prehistóricos, un desarrollo
unilineal que empieza con las culturas de finales del Predinástico en el Alto Egipto,
continúa durante el período Dinástico Antiguo, hasta florecer de pleno con la cultura
faraónica en el Imperio Antiguo. Los logros artísticos de finales del Predinástico nos
llegan en forma de una serie de objetos puntuales, de pequeño tamaño y de expresión
individualizada. La pieza culminante es la paleta de Narmer, de principios de la
dinastía I (c. 3100 a. C.). A partir de esta fase de notable creatividad, surgió un arte
académico visual que configuró, con excelentes resultados, la cultura faraónica hasta
el final y que, de la misma manera, ha influido en las apreciaciones actuales del
antiguo Egipto. La escritura jeroglífica, la estatuaria y el arte bidimensional eran
facetas de un único, y totalmente calculado, modo de expresión visual. La iconografía
religiosa era parte esencial de este proceso, en el cual muchos dioses quedaron
reducidos a variantes de una sola imagen. Este fue el logro del período Dinástico
Antiguo. Más tarde, el impulso innovador de los egipcios se volcó en la arquitectura
monumental, que culmina en las pirámides y los templos que las acompañan. A los
ojos del historiador del arte, en realidad la antorcha se prendió en el período
Dinástico Antiguo. Las dinastías posteriores le agregaron intensidad y luminosidad.
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desde los primeros tanteos artísticos en la prehistoria hasta los logros de la Gran
Tradición, le es muy útil al historiador del arte. Tiene el fallo de que no puede
incorporar de una manera apropiada el registro arqueológico de un grupo de
importantes yacimientos. Aunque tal vez sea una coincidencia, todos están
concentrados en el Alto Egipto y corresponden a los primeros templos. Presentan
rasgos que no se ajustan fácilmente a un simple esquema unilineal. Llevan a pensar
que, en las provincias, la gran transformación fue obra del patronazgo de la corte que
actuaba, de manera irregular, en un marco donde sólo muy paulatinamente fueron
modificándose las pautas de finales de la época prehistórica. En la religión de las
provincias, así como en el arte y la arquitectura, continuaron teniendo gran fuerza las
viejas tradiciones localistas, más variadas, más informales, más intuitivas y
personales, y por lo general, a nuestro entender, mucho menos sofisticadas. Una tras
otra, se tornaron en objeto de las iniciativas de la corte, que reemplazaron la
diversidad regional de estilos por la uniformidad a la que estamos más acostumbrados
en Egipto. Pero fue un proceso lento y a comienzos del Imperio Medio (c. 2040 a. C.)
aún no se había completado.
En cierto sentido, la nomenclatura vigente representa un obstáculo a la hora de
evaluar los diversos ritmos de cambio. Está estrictamente ligada al curso de la
historia de las dinastías egipcias y transfiere la principal división entre prehistoria e
historia (el Predinástico frente al Dinástico Antiguo o Arcaico), y luego las restantes
divisiones políticas de los historiadores, al arte y a la arqueología. Sin embargo, el
material en cuestión carece de los perceptibles rasgos estilísticos que podemos
observar en el arte de la corte y, por tanto, no nos es posible etiquetarlo con las fechas
exactas. En consecuencia, no encuentra el puesto que le corresponde en la relación
histórica de la antigua cultura egipcia. Aunque sólo sea para salir de este limbo y
hallarle un estatus propio, es necesario acuñar un nuevo término que sitúe este
material dentro de la secuencia cultural de Egipto, pero sin subordinarlo a la rígida
progresión de reyes y dinastías. Aquí se utiliza el de «Preformal». Incluye las obras
del período Predinástico junto con material más tardío, entrado ya en la época
prehistórica, todavía dentro de esta tradición. Algunas son obras artísticas, otras
arquitectónicas, y ambas tuvieron su centro en los templos de las provincias. Habría
que señalar también que los santuarios preformales no fueron inmediatamente
sustituidos por los templos con el familiar estilo arquitectónico del antiguo Egipto.
Poco a poco, desde hace algún tiempo, se han ido acumulando pruebas respecto a que
el «típico» templo de piedra del Imperio Nuevo, que goza de tanto favor en los
manuales actuales, fue precedido por una primera fase de construcción de templos
locales, de dimensiones más reducidas, en los que se solían emplear unos pocos
sillares dentro de una arquitectura general a base de ladrillos de adobe y, en conjunto,
con una apariencia más sencilla. A esta fase le daremos aquí el nombre de «Formal
Antiguo». En el Imperio Nuevo llegó el templo del «Formal Pleno» y, por último, el
templo del «Formal Tardío» consumió casi todas las energías del período
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comprendido entre la dinastía XXX y la primera parte de la ocupación romana de
Egipto.
Una vez propuesta esta secuencia, examinaremos un grupo de yacimientos del
Alto Egipto de acuerdo con los términos sugeridos.
Medamud
Empezaremos con Medamud. Allí tenemos representados, en la superposición de
los estratos de los cimientos arquitectónicos, los cuatro principales períodos de
edificación de un templo. Además, el primero de ellos pone inmediatamente en duda
cualquier idea preconcebida que tengamos de la cultura faraónica. Medamud era una
ciudad de provincias que poseía un templo y estaba situada a 5 km al noreste de
Karnak, en Tebas. En la época histórica, fue el centro de culto al dios halcón Mentu.
La dinastía XVIII asistió a la construcción de un nuevo templo, todo en piedra, dentro
del estilo Formal Pleno. Durante el período grecorromano, se le añadió un amplio
patio de piedra del estilo Formal Tardío, con una doble columnata, en la parte
delantera. A partir de aquél, hacia atrás, se extendió una muralla de piedra que
cerraba toda el área sagrada. Debajo de esta obra de sillería, en la banda sur del
recinto, las excavaciones de los años treinta sacaron a la luz un estrato con cimientos
de ladrillos de adobe. No se ha publicado la memoria definitiva de las campañas de
1938 y 1939, las últimas y las más decisivas, pero en uno de los informes
preliminares hay una planta general (figura 22)[1]. Muestra un recinto rectangular
cuyas dimensiones externas son 95,5 por 60 metros. La muralla que lo rodeaba tenía
5,5 metros de espesor y la entrada estaba situada en el centro del lado este. Todo el
interior estaba ocupado por unidades rectangulares, con una preplanificación
esmerada dentro del estilo severo y oficial del Imperio Medio (véase el capítulo IV).
Sólo se han conservado los fundamentos y por debajo del nivel del umbral de las
puertas, así que se desconoce dónde estaban éstas. Por eso, aunque podemos
distinguir unidades diferentes, no podemos decir de qué manera una habitación
comunicaba con otra. En general, parece ser que las rodeaba una calle, más o menos
continua, que corría al pie de la muralla, al igual que sucede en las fortalezas del
Imperio Medio levantadas en la Baja Nubia (véase el capítulo IV). Al sur, una calle
perpendicular separa dos bloques distintos, mientras que, al norte, una tercera se
extiende a todo lo ancho. Las calles estaban provistas de desagües de calcita que
seguían el eje central.
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Por desgracia, el espacio que queda al norte es el sector donde se concentraron las
posteriores edificaciones del templo, las cuales destruyeron casi toda la obra de
ladrillos en este nivel. El templo del Imperio Medio de Medamud se levantaba por lo
visto en este lugar, pero no disponemos de datos directos acerca de cómo era su
planta. Durante las primeras temporadas de excavación, se descubrieron numerosos
elementos arquitectónicos de aquella cronología que habían sido reutilizados en las
construcciones posteriores. Había columnas, estatuas osiriacas de los reyes,
elementos de las puertas y esculturas. Bastantes bloques de piedra procedían de dos
inmensos portales que debieron estar en la muralla de ladrillo del recinto. Pero, por lo
que se desprende de los informes, no hay suficientes mampuestos para hablar de un
templo del Imperio Medio cuyas paredes estuviesen construidas con sillares; en su
mayor parte, debían ser de ladrillos de adobe. Los excavadores hicieron una
reconstrucción de la planta del complejo, en la que se incluía un plano del templo, y
es esta la que ha llegado hasta los libros de texto. De todas maneras, según parece,
conlleva una buena dosis de interpretación personal, y en la figura 22 se ha preferido
presentar la planta de los verdaderos restos. A pesar de todo, los excavadores
admitían que el sector sur debió estar formado por los almacenes y las viviendas de la
comunidad religiosa. También llamaron la atención sobre el parecido que mostraba
con una fortaleza y, en verdad, los fuertes nubienses proporcionan los paralelos más
cercanos. Al parecer, en Medamud tenemos la aplicación a un templo de la
impresionante maquinaria burocrática para las construcciones del Imperio Medio. Es
un buen ejemplo del trazado de un templo de la fase Formal Antigua.
Esta intervención del Imperio Medio dejó, en el terreno por debajo, los vestigios
de un recinto religioso aún más antiguo. Se excavó en el año 1939, y nuevamente nos
encontramos con que sólo ha sido objeto de un estudio preliminar[2]. Una muralla de
ladrillo cerraba una parcela de terreno de contorno irregular, poligonal, que medía 83
metros en su punto más ancho. La muralla y los edificios asociados fueron
construidos sobre el suelo aluvial en el que, por lo visto, nunca se había edificado con
anterioridad, si bien contenía unos cuantos utensilios prehistóricos. La muralla
rodeaba una arboleda, de la que han quedado los restos carbonizados. Dentro de este
bosquecillo sagrado, se levantaban dos estructuras ovaladas, cuya existencia se
infiere de las siluetas en negativo sobre el terreno. Se pensó que simplemente habrían
sido montículos de tierra. Un pasadizo sinuoso de ladrillo atravesaba cada montículo
hasta llegar a una cámara central, cuyo suelo estaba cubierto de arena fina. Los
pasadizos comunicaban con un patio, en cada caso por medio de un vestíbulo. En
aquéllos había soportes de cerámica para los cuencos de ofrendas o los incensarios.
El patio estaba cerrado por un muro en el que se abría una entrada, flanqueada por
dos pequeños torreones de ladrillo. Se siente la fuerte tentación de restaurarlos como
si fueran pilónos y, así, convertirlos en los primeros ejemplos del valle del Nilo. Más
tarde, se le añadió un patio anterior y se reemplazaron aquellas torres por un nuevo
par colocadas más al norte. Frente a cada una de éstas, se hallaba el emplazamiento
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para un mástil de bandera, en un caso representado por un soporte circular de piedra.
Este patio anterior contenía dos pedestales rectangulares de ladrillo, cubiertos de
cenizas. Hemos de considerar la posibilidad de que sean equivalentes a la plataforma
que hay en la antesala del santuario de Elefantina (véanse la p. 122).
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Figura 22. Dos mil quinientos años de culto religioso: el templo de Medamud con los niveles arquitectónicos
superpuestos. A partir de C. Robichon y A. Varille, «Médamoud. Fouilles du Musée du Louvre, 1938», Chronique
d’Égypte, 14, n.º 27 (1939), p. 84, fig. 2; C. Robichon y A. Varille, Description sommaire du temple primitif de
Médamoud, El Cairo, 1940, mapa desplegable del final.
Elefantina
Las recientes excavaciones alemanas en Elefantina han ampliado notablemente
nuestros conocimientos sobre esta tendencia regional a un extremado
conservadurismo cultural[3]. Esta pequeña ciudad excavada, situada en el extremo
meridional de la isla de Elefantina, fue edificada sobre un lecho de bloques de granito
con formas redondeadas naturales. Al parecer, el crecimiento de la ciudad ocurrió a
principios del Imperio Antiguo. En 1972-1973, se descubrió el santuario de aquel
primer núcleo poblacional (figura 23 y lámina 4). Se encuentra en el sector norte,
entre los mismos bloques de piedra. Esta situación excepcional ha facilitado a la
arqueología una serie de circunstancias hasta el momento únicas. En los otros lugares
donde hay templos, sobre terreno más llano, las reedificaciones y las ampliaciones de
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época posterior ocasionaron inevitablemente serios desperfectos y, a veces, causaron
estragos en los primeros santuarios. No fue así en Elefantina. Los constructores de los
templos posteriores, al tratar de escapar de las restricciones de espacio impuestas por
los bloques de piedra que rodeaban el antiguo emplazamiento, simplemente lo
recubrieron y después colocaron un pavimento encima, con lo cual sellaron el antiguo
santuario y los pisos y los artefactos asociados. El registro arqueológico que resulta
de ello nos da por primera vez, una idea bastante completa de cómo era uno de los
primeros santuarios de las provincias y nos ayuda a resolver más de un problema.
Figura 23. El santuario primitivo de Elefantina, conservado debajo del pavimento del templo a la diosa Satis, de la
dinastía XVIII. Los dos planos de arriba documentan dos etapas de la evolución arquitectónica del santuario de
ladrillos. En la planta de la dinastía VI, A es un cartucho de Pepi II y B corresponde a una breve inscripción de
Merenra. Abajo, sección del eje X-Y. Para una reconstrucción del pedestal de la imagen portátil, véase la figura
33, p. 119. Tomado de G. Dreyer, Elephantine VIII. Der Tempel der Satet, Maguncia, 1986, figs. 1, 4 y 7.
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Lámina 4 La tradición provincial: el templo Preformal de ladrillos de adobe correspondiente a la fase de finales
del Imperio Antiguo en Elefantina. Orientada al suroeste. Tomada de G. Dreyer, Elephantine VIII. Der Tempel der
Saiel, Maguncia, 1986, lám. 2a. Cortesía de Philipp von Zabern.
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baldaquín (orientada al norte), sobre la cual estaría colocada una imagen divina
portátil (véase la figura 33, p. 119). Todo este pequeño complejo estaba resguardado
además por un corredor exterior y una segunda muralla.
En la dinastía XI, se dispuso un santuario totalmente nuevo con áreas de piedra
decorada. Por los pocos restos que se han conservado, parece que seguía la misma
planta que el anterior. A comienzos de la dinastía XII, este santuario fue sustituido a
su vez por otro edificio en el que se utilizó la piedra. Sin embargo, a juzgar por la
extensión del pavimento de piedra, que es todo lo que queda, incluso el templo de la
dinastía XII se mantuvo dentro de los mismos límites restringidos que había ocupado
durante el Imperio Antiguo. La aparición de sillares decorados es una prueba del
patrocinio de la corte y, probablemente, de la construcción de un templete con la
estructura de ladrillos del estilo Formal Antiguo.
En la dinastía XVIII, el sitio cobró un aspecto totalmente distinto. Se derribó el
santuario de piedra existente y se recubrieron la antigua hendidura y el patio con
bloques de piedra para subir el nivel del terreno por encima de las rocas de granito.
Sobre esta nueva superficie, más alta y nivelada, se erigió un templo de piedra más
grande durante el reinado de Tutmosis III (c. 1450 a. C.). Había llegado la fase del
Formal Pleno. Pero, aun entonces, los constructores intentaron mantener cierto
contacto con el suelo sagrado original que ellos mismos habían enterrado por
completo. El nuevo santuario fue emplazado sobre el antiguo y se practicó una
comunicación directa, mediante un pozo revestido de piedra que descendía por los
cimientos hasta llegar al piso del primer santuario.
Si la sencillez del santuario inicial resulta sorprendente, pues corresponde a la
gran época de construcción de pirámides en el norte, también lo es la relativa
tosquedad de la mayoría de objetos votivos recuperados en los pisos asociados. Por lo
visto, están vinculados a un substrato de creencias y prácticas religiosas distinto de
aquel al que estamos habituados en el antiguo Egipto. La teología «oficial» que
decora las tumbas y los templos egipcios no nos prepara para este material que, por
derecho propio, se erige en el principal testimonio de una faceta de la religión
antigua. El número de objetos votivos ascendía a varios centenares (figura 24).
Bastantes aparecieron desperdigados por los diferentes niveles, pero parece que
durante la dinastía V se formó una concentración especial. La mayoría eran de
fayenza (el brillante material sintético vidriado, de color azul verdoso, que fue el
equivalente en la antigüedad del plástico moderno), aunque también se empleaban la
cerámica, el marfil, la piedra caliza y la arenisca. Se les puede agrupar de la siguiente
manera:
1. Figuras humanas: tanto adultos como niños, el grupo más numeroso es el de los
niños que se ponen los dedos en la boca; hay una estatuilla única, la parte inferior de
un monarca sentado, con un solo signo que se ha interpretado como el nombre del
faraón Dyer de la dinastía I (aunque procede de un nivel de la dinastía VI).
2. Babuinos/monos, unos cuantos con los dedos en la boca.
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3. Una pequeña cantidad de animales y aves. Entre los primeros hay ranas,
cocodrilos, el león, el cerdo, el hipopótamo, el gato y el erizo.
4. Placas ovaladas de fayenza, uno de cuyos extremos reproduce la cabeza de un
animal, al parecer un erizo (cuarenta y un ejemplos de este curioso motivo artístico).
5. Azulejos de fayenza del tipo que normalmente se utilizaba para revestir las
paredes, muchos de ellos con un signo grabado o pintado en el dorso.
6. Objetos de fayenza con formas variadas, principalmente cuentas grandes,
separadores de cuentas de collar y modelos de recipientes.
7. Nódulos de sílex con formas curiosas y caprichosas.
8. Cuchillos de sílex.
Además de estos grupos, se encontraron varios objetos con el nombre inscrito de
los faraones Pepi I y II de la dinastía VI (c. 2250 a. C.). Algunos de ellos, puede que
todos, conmemoraban la primera fiesta Sed (el jubileo) de dichos monarcas. Uno era
una vasija con la forma de una mona, sentada en cuclillas, que sostenía a su cría en
brazos. El resto eran placas de fayenza (la mayoría de Pepi I). A la dinastía VI
pertenecen las únicas inscripciones halladas in situ: dos grafitos del faraón Merenra y
de Pepi II grabados sobre uno de los muros de granito de la hendidura; el primero
conmemora una campaña militar en Nubia[4].
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Figura 24. Selección de los objetos votivos de los depósitos de los primeros templos de Elefantina (hilera
superior), Hieracómpolis (hilera central) y Abydos (hilera inferior). 1) Placa de fayenza con la cabeza de un
erizo, altura 8,5 cm (tomada de G. Dreyer, Elephantine VIII, Der Tempel der Satet, Maguncia, 1986, lám. 37.202).
2) Placa conmemorativa de fayenza de la primera fiesta Sed del faraón Pepi I, dinastía VI, 6,4 por 4,5 por 1,5 cm
(ibid., fig. 58, lám. 56.440). 3) Figurita de fayenza de una joven, altura 8,1 cm (ibid., lám. 17.42). 4) Escorpión de
fayenza con la cola levantada y el aguijón, longitud 7,6 cm (tomado de B. Adams, Ancient Hierakonpolis,
Warminster, 1974, lámina 13.98). 5) Figurita de marfil de una mujer, altura 20,4 cm (ibid., lámina 44.360). 6)
Estatuilla de fayenza de un íbice echado, longitud 9,4 cm (tomado de J. E. Quibell, Hierakonpolis, vol. I, Londres,
1900, lámina XXII.17). 7) Babuino de fayenza, altura 18.9 cm (tomado de W. M. F. Petrie, Abydos, vol. II,
Londres, 1903, lámina VI.51). 8) Modelo de olla colocada encima de un soporte realizado en fayenza, altura 6,8
cm (ibid., lámina XI.244). 9) Dos nódulos de sílex con formas sugerentes, altura 87,6 y 64,8 cm (ibid., lámina
IX.195, 196). Para otros objetos votivos primitivos, véanse las figuras 12, p. 54; 14, p. 62; 32,d-f, p. 116; y 33.4,
p. 119.
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Este material procede de una serie de niveles estratificados que abarcan las seis
primeras dinastías. De todas maneras, el lugar donde se ha encontrado una pieza
concreta no le confiere, de manera automática, una fecha de fabricación; sólo revela
el momento en que se desechó, y algunas de las piezas ya debían tener bastante
antigüedad cuando finalmente quedaron enterradas bajo el piso del santuario. Las
tradiciones incluidas comenzaron, de manera muy clara, en el período Dinástico
Antiguo y marcaron un estilo que tuvo vigencia mucho tiempo. No obstante, el
estudio minucioso del material pieza por pieza[5] demuestra que, si bien el período
Dinástico Antiguo es la fecha de origen del estilo y el repertorio de formas, no lo es
de la fabricación de cada una de las piezas. La tradición permaneció viva durante el
Imperio Antiguo y, hacia el final, las placas de fayenza con los nombres de los reyes
de la dinastía VI se seguían haciendo con la misma tosquedad. Un pequeño grupo de
artífices, que trabajaban para el santuario, debían atender la demanda de objetos
votivos del templo y conservaron las formas y la técnica durante largo tiempo, de
hecho, durante las seis primeras dinastías.
Otra característica relevante de este grupo de objetos, que también podemos
encontrar en otros grupos parecidos procedentes de Hieracómpolis y Abydos, es la
ausencia de representaciones que puedan ir asociadas al culto de la deidad o deidades
locales. En realidad, aunque estudiemos en conjunto todo el material del período
Dinástico Antiguo y del Imperio Antiguo del santuario de Elefantina, no nos informa
de a qué deidad estaba dedicado el templo. Los sillares de los santuarios de las
dinastías XI y XII mencionan a tres divinidades que, en lo sucesivo, serían las
principales de Elefantina: Khnum, Satis y Anucis[6]. Tenían una apariencia
característica: Khnum era un carnero y las otras dos eran diosas que llevaban unos
tocados poco corrientes. Entre el material votivo, no existe nada que haga relación a
ellas. La explicación probablemente incluye dos factores. Uno es que la religión
oficial del período Dinástico Antiguo se centraba en un ámbito algo diferente del de
épocas más tardías, si bien la tradición posterior conservó algunas de las primeras
imágenes, a veces con la identidad cambiada. El culto a los babuinos y los
escorpiones son dos ejemplos[7]. El otro factor es que, aunque el santuario acabó
teniendo en algún momento (probablemente en el Imperio Antiguo) un culto oficial,
reconocido por los sacerdotes y los reyes, para la población local era el punto central
de unas creencias con un origen independiente y una existencia propia. Por ejemplo,
la explicación más verosímil de la presencia de estatuillas de niños es que indican que
alguien de la zona se llegaba hasta el santuario antes o después de un buen parto, o
con la esperanza de que fuera así. Este tipo de creencias no quedan expresadas en los
textos teológicos oficiales. Son un aspecto de la faceta desconocida de la vida y la
sociedad del antiguo Egipto.
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Hieracómpolis
Durante el Imperio Antiguo, surgió una ciudad fortificada en el núcleo final al
que había quedado reducido el asentamiento, disperso y con baja densidad de
población, del Predinástico (véase la figura 11, p. 52). En la esquina sur de la ciudad
se encontraba el recinto rectangular de un templo rodeado con una muralla de
ladrillos de adobe (figura 25). Son varios los períodos representados en una
estratigrafía condensada que todavía resulta confusa[8]. El interior del recinto se
divide aproximadamente en tres sectores. El que queda al noroeste está casi vacío, a
causa de la denudación del suelo por debajo de los niveles principales de edificación.
El sector central está ocupado por parte de una ordenación muy tupida de muros de
ladrillo, dispuestos siguiendo una planta rectangular estricta, y que cubrían un
montículo artificial de arena aguantado mediante un tosco revestimiento de arenisca.
El del sur contiene menos restos, pero entre ellos están la mayoría de las piezas
procedentes de un templo del Imperio Nuevo originalmente construido por Tutmosis
III. Incluye los restos de dos pilónos que había junto a una entrada, las bases de
ladrillo de las columnas y una dispersión de los depósitos fundacionales. Dicho sector
meridional es, de las dos áreas arqueológicas existentes, la más fácil de entender.
Aquí se había edificado un templo de piedra y los pilónos demuestran que estaba
orientado al noreste, hacia el río. Como solía hacerse, los constructores del Imperio
Nuevo derribaron las paredes de las edificaciones anteriores a fin de dejar espacio
libre para su propia construcción. Los muros de ladrillo del sector central se
encuentran al mismo nivel que los del templo de la dinastía XVIII. ¿Pertenecen al
mismo período? Aunque la solapación con el templo de la dinastía XVIII es muy
débil, existe y según parece no guarda ninguna relación con aquél. Toda la secuencia
concuerda con los conocimientos generales que tenemos de la evolución de los
templos, si consideramos que los muros del sector central son los restos de un templo
y sus edificios anexos según la distribución preplanificada del Imperio Medio. En
Hieracómpolis, esta habría sido la fase Formal Antigua, sustituida en el reinado de
Tutmosis III por el templo de piedra del Formal Pleno. La secuencia evolutiva es muy
parecida a la de Medamud que, por tener dataciones más fiables, nos ayuda a fechar
las diversas partes de Hieracómpolis.
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Figura 25. Ruinas del templo de Hieracómpolis (cf. las figuras 11, p. 52, y 48, p. 179). Los escasos restos del
templo del Formal Pleno (dinastía XVIII y época posterior) aparecen en gris. Tomado de J. E. Quibell y F. W.
Green, Hierakonpolis, vol. II, Londres, 1902, lámina LXXII.
La parte central del complejo construido con ladrillos puede muy bien ser el
verdadero santuario del Imperio Medio, que era más ancho que largo. Podemos citar
paralelos del Imperio Medio con esta característica[9]. En el suelo de la cámara
central, se abría una fosa revestida de ladrillo y tapada con una losa de basalto. En la
fosa había la imagen entera de una divinidad: un halcón hecho con láminas finas de
cobre y la cabeza y las plumas de oro (figura 26)[10]. Se descubrió un segundo
depósito bajo el piso de la cámara situada en el extremo norte. Contenía dos estatuas
de cobre de Pepi I y de otro faraón de la dinastía VI, una de las estatuas de esquisto
del faraón Khasekhemui de la dinastía II y un exquisito león de cerámica,
probablemente del período Dinástico Antiguo. Todas estas piezas entran dentro del
estilo faraónico oficial, es decir, «clásico».
Figura 31. La combinación de símbolos que no guardan relación entre ellos. Una naos (o santuario interior para
una imagen divina) en forma de un santuario de campaña sobre el cual se ha colocado una pirámide, algo que,
estructuralmente, resulta incongruente, pero produce una satisfacción estética en tanto que combinación de
símbolos. Dinastía XXX, tomado de G. Roeder, Catalogue général des antiquités égyptiennes du Musée du Caire:
Naos, Leipzig, 1914, lám. 16 b.
Pero ¿por qué el nexo con el Sol? Los teólogos recogieron el parecido de la
secuencia consonántica entre benben y el verbo weben, ‘brillar’, ‘alzarse’
¿Cultura popular?
El afán por la pureza de la forma y la coherencia de estilo debilitó, en general, la
espontaneidad. El mundo actual reconoce que la expresión cultural aparece en más de
un plano. Mientras que la gran o alta cultura se origina en centros de patrocinio
reconocido, e inevitablemente causa una enorme impresión general, la cultura
popular —que es «folklore» tanto si procede del pasado como si tiene unas raíces
campesinas, aunque menos intelectuales— posee un vigor y una originalidad propios
y es una faceta legítima de la cultura global de un pueblo. Cuando estudiemos las
sociedades antiguas, deberíamos estar dispuestos a encontrarnos con la misma
pluralidad de expresiones.
Sin embargo, los problemas que surgen cuando se trata de un pasado lejano son
muy notables. La cultura popular se sirve de la música, los relatos orales y la danza
tanto como de las artes figurativas. Pero las primeras se han perdido para la
arqueología, exceptuando cuando las sorprendemos en una de las escasas pinturas
antiguas que, en todo caso, no pueden retransmitirnos más que un breve apunte de
todo el programa. Es lo que ocurre en el antiguo Egipto. Los frescos de las tumbas, y
de vez en cuando los relieves de los templos, muestran a bailarines y acróbatas, y las
interpretaciones de cantantes y músicos. Pero a partir de ellos no podemos reconstruir
el espectáculo original. En los santuarios de las provincias, el quehacer más serio de
la religión mantuvo con vida las tradiciones del lugar. Pero, fuera de aquellos
enclaves culturales, el éxito que logró el arte de la corte y la producción en serie y
estereotipada de artefactos consumieron la creatividad regional.
Podemos hacer una sencilla prueba. Ha sobrevivido cerámica en abundancia de
todas las épocas del antiguo Egipto y su uso era corriente tanto en las casas de los
ricos como en las de los pobres[39]. En otras culturas, ha sido además un medio de
expresión del arte popular. En la cerámica egipcia del Predinástico asoma una de
estas tradiciones. Una categoría cerámica del período Nagada II (guerzeense), que los
primeros arqueólogos incluso llamaron «cerámica decorada», combina una forma
peculiar con una serie de sencillos motivos pintados que pertenecen a la misma
tradición de la cual salieron los frescos de la tumba pintada de Hieracómpolis. Es
Figura 33. El primitivo santuario de campaña: prototipo de la arquitectura formal faraónica. 1) Un antiguo
Figura 34. Los tipos ideales en arquitectura: el santuario de campaña abierto por la parte frontal (cf. lámina 3, p.
79). 1) Realizado en piedra en la Pirámide Escalonada de Dyoser en Saqqara, tomado de L. Borchardt, Ágyptische
Tempel mit Umgang, El Cairo, 1938, lám. 10. 2) Otro, pero con una forma más perfeccionada, en el quiosco
romano de Filas. La línea discontinua de la cubierta indica un techo curvado de madera, ahora desaparecido, ibid.,
lám. 5. 3) El mismo tipo de arquitectura, conservado por motivos prácticos, en la tienda con armazón portátil
destinada a las visitas al campo, procedente de la tumba de Urimi, dinastía V, en Sheij Said, a partir de N. de G.
Davies, Rock Tombs of Sheikh Said, Londres, 1901, lámina XV.
Sea cual sea la solución que adoptemos, la podemos justificar mediante alusiones
eruditas a determinadas fuentes egipcias. Así pues, aunque sólo una de estas hipótesis
sea técnicamente la correcta (o tal vez ninguna lo sea), todas son fieles a las raíces
culturales de Egipto y, en potencia, ya estaban presentes en tiempos antiguos, aunque
hubiesen tenido que esperar 3.000 años para hacerse realidad[60].
Existe aquí un cierto paralelo con el retorno al estilo clásico durante el
Renacimiento europeo y, ciñéndonos a la arquitectura, entre las evoluciones finales
del arte gótico y el egipcio. En ambos, los artistas procuraron utilizar el espíritu y el
vocabulario visual de una cultura muerta para generar un arte vivo y, de esta manera,
hicieron realidad el potencial latente en una cultura del pasado para nuevos avances,
si bien creando un efecto global en el que los antiguos jamás habrían pensado. Un
buen falsificador de obras antiguas hace lo mismo. Y, a veces, los investigadores dan,
sin querer, los mismos pasos cuando elaboran hipótesis para explicar un pasado del
que se tiene un conocimiento fragmentario.
La arquitectura de los templos egipcios rememoraba un pasado desaparecido y
mítico, de sencillez primitiva. Lo que sabemos nosotros, y que desconocían los
constructores del templo de Edfu, es el carácter relativamente tardío y hasta cierto
punto ficticio del mito que se ocultaba tras el tipo ideal de santuario. La Pirámide
Escalonada prueba que surgió del rechazo de la arquitectura de ladrillos del Dinástico
Antiguo, la cual, con el estilo de fachada de palacio, había demostrado que poseía el
potencial para llegar a ocupar un puesto influyente. En la dinastía III, este estilo
llevaba existiendo en Egipto desde hacía al menos tres o cuatro siglos y podría haber
continuado siendo, sin ningún problema, el modelo de toda la arquitectura oficial,
hasta la de los templos, al igual que sucedió en Mesopotamia. En cambio, después de
la Pirámide Escalonada, sólo se conservó de manera simbólica en la arquitectura
funeraria: en las salas de ofrendas de las capillas mortuorias, como una forma de
decorar los sarcófagos y en la decoración de una parte del muro que rodeaba la
cámara funeraria del faraón. En lo sucesivo, la arquitectura formal de los templos
buscaría inspiración en lo que los egipcios consideraban sus raíces, un mundo de
santuarios de campaña en vez de palacios, con lo que suprimieron una faceta
característica de los inicios del Estado. Del mismo modo que la historia política del
antiguo Egipto fue modelada por un concepto mítico del pasado, la historia de la
arquitectura formal de los templos es un gesto de deferencia a otro mito.
Sin embargo, la recodificación de las formas arquitectónicas en la dinastía III no
proporcionó un modelo de arquitectura religiosa que todos quisieran imitar en
seguida. Como hemos mostrado en la primera parte de este capítulo, no le siguió
ningún programa general de reedificación en las provincias. El nuevo estilo era una
saldo entregado
18 18
empleados 18 18
finca de
del templo 3 1 1 18 18
Kakai
18 18
1 1 1 1 1 1 lu-Shedefui 18 18 70
18 18 14
Ni-Anj- finca de
3 1 1 18 18 14
Kakai Kakai
18 18 14
Ni-Taui- finca de
3 1 1 18 18 14
Kakai Kakai
hijo de 18 18 14
Dyed-
Hatu 1 1 1 1 36 18 14
Snefru
18 14
18 18 14
18 18 14
18 18 14
finca de
3 1 1 36 18 14
Kakai
El interés que tiene este problema de cálculo es que el depósito es circular. Los
dos primeros pasos suponen elevar al cuadrado 8/9 del diámetro, lo que da una
respuesta bastante aproximada a la solución correcta que encontraríamos si
utilizásemos la fórmula con π.
Los siguientes puntos de intervención de los escribas eran antes y después de la
molienda, y en las etapas consecutivas durante la producción de los alimentos básicos
en la dieta egipcia: el pan y la cerveza. Hay que advertir a los lectores que la cerveza
antigua era bastante distinta de su aguada homónima actual. Probablemente, era un
líquido opaco, con la consistencia de las gachas o la sopa, no necesariamente con un
elevado índice de alcohol pero sí muy nutritivo. La importancia que tiene dentro de la
dieta egipcia refleja su valor alimenticio tanto como la suave y placentera sensación
que se experimentaría al bebería. El horneado del pan y la elaboración de la cerveza
se hallaban casi al final del ciclo completo de la producción del cereal. Para los
escribas que, laboriosamente, seguían el recorrido de los cereales, desde los campos
hasta el pago en raciones, el proceso confuso y trabajoso de cocer el pan y elaborar la
cerveza era un reto que resolvieron de manera simple e ingeniosa.
práctica siguió en el Imperio Nuevo. Los moldes de cerámica eran de un solo uso y,
probablemente, servían para fabricar un pan de mayor calidad que, al menos durante
el Imperio Nuevo, se horneaba cerca de los santuarios y los templos. Junto a la
entrada que comunica ambos compartimientos, hay una cesta cuadrada llena de
hogazas de pan con esta forma y que, cabe suponer, se hicieron con la masa de las
tinajas que están al lado. Cada cuarto tenía además dos hornos, aunque en cada uno
con un diseño distinto. En el del fondo, son cilíndricos y tienen una abertura en la
base para introducir el fuelle. En cambio, los otros dos son rectangulares. Los datos
procedentes de las excavaciones demuestran que estos últimos se utilizaban
concretamente para el pan cocido en molde o si no para la cocción de los mismos
moldes[12].
Nos es más difícil comprobar la capacidad de una jarra de cerveza. Sabemos cuál
era la forma más común en el Imperio Medio y, si bien la mayoría de las cerámicas
de las excavaciones están demasiado fragmentadas para intentar calcular su
capacidad, se han descubierto también algunas enteras. Sin embargo, al igual que
sucede con los moldes de pan, parece que a nadie se le ha ocurrido calcular la
capacidad real teniendo presente esta cuestión de la estandarización. De todos modos,
por los dibujos actuales de unas vasijas de este tipo halladas en distintas tumbas
pertenecientes a una misma necrópolis, parece como si reflejasen una diversidad de
En cuanto a un día del templo, corresponde a 1/360 parte del año. Ahora
bien, dividirás todo lo que entre en el templo —pan, cerveza y carne—, a
modo de proporción diaria. Es decir, va a ser 1/360 parte del pan, de la cerveza
y de todo lo que entre en este templo para [cualquiera de] estos días que te he
asignado.
Cada miembro del personal tenía derecho a dos días del templo, excepto el sumo
sacerdote al que le correspondían cuatro. Por tanto, tenían derecho a percibir la 2/360
parte (o la 4/360 en el caso del sumo sacerdote) de cada hogaza y jarra de cerveza que
el templo recibía en concepto de ingresos. Una parte de éstos eran en carne. El
archivo de otro templo (en Kahun) trata con fracciones ¡de reses![22]
El sentido común nos dice que no estamos ante un sistema en el que se
distribuyesen migajas de pan y trocitos de carne en porciones pesadas con precisión,
ni que acumulase pilas de víveres imposibles de acabar en torno a los altos
funcionarios. El sistema debía combinar el reparto de raciones reales e imaginarias;
en realidad, las segundas servían de crédito y la acumulación sobre el papel de
Más allá del muro oeste del períbolo se encontraban los grandes
barracones de los trabajadores. Hasta la fecha, se pensaba que eran
simplemente hileras de cascotes de piedra o los escombros apilados por los
trabajadores de la cantera y, aunque Vyse se abrió camino a través de una
parte, él sencillamente dice que «se observó que los montículos estaban
hechos de piedra y arena, y se desconoce su origen»… Pero al examinarlos
más detenidamente, pude reconocer los bordes recortados de unos muros y,
tan pronto empezamos a limpiarlos, se vieron los restos de la parte superior de
los mismos, con las juntas tapadas por la arena del desierto.
Estas galerías están construidas con bloques irregulares de caliza
(parecidos a los del muro oeste del períbolo), fijados con barro y revocados
con barro apelmazado o una mezcla de barro y limo [Petrie debe querer decir
yeso]; el suelo de las galerías también es de barro apelmazado. La longitud
variaba generalmente en torno a los 44 m; su anchura era de unos 3 m y las
entradas tenían unos 2 m. En total hay 91 galerías; ello supone un complejo de
casi 3 km de longitud, de 4,5 m de ancho y de casi 3,5 m de altura. Tal
cantidad de dependencias sólo parecen imputables a los barracones de los
obreros[33].
Petrie incluso calculó que debían albergar a cerca de unos 4.000 hombres.
En aquella época, trabajaba a una escala muy reducida y es muy poco probable
que sus excavaciones incluyesen algo más de una o dos catas de prueba. Sin
embargo, desde entonces todo el mundo ha aceptado esta interpretación, aunque no
explique la ausencia de una acumulación de desechos de carácter doméstico que una
ocupación tan densa habría dejado. Además, la planta general recuerda los bloques de
almacenes que los egipcios edificaban en lugares religiosos y que, en consecuencia,
sería una hipótesis alternativa. Sin nuevas excavaciones, no estamos en situación de
hacer valoraciones sobre este edificio.
No se debía alojar a toda la mano de obra en barracones independientes y
construidos especialmente para la ocasión. Puede que algunas cuadrillas simplemente
acamparan o vivieran en el lugar de construcción. En los años 1971 y 1972, se excavó
una parte de dicha área al sureste de la pirámide de Micerino (figura 46)[34]. Consiste
en un conjunto de estructuras edificadas a ambos lados de un muro de cascajo que
presenta unos cambios bruscos de dirección. Se desconoce la extensión total del
Este orden surge de las ventajas que reporta de inmediato y es un error aplicarle el
El ala sur del asentamiento de Khentkaus cuenta con, por lo menos, cuatro
edificios que tal vez sirviesen de residencia o como locales de la administración. En
el centro, hay un espacio al aire libre en cuyo lado norte aparece un grupo de cuatro
silos de grano circulares y al cual se accedía mediante una escalinata situada al oeste,
Una vez finalizada la construcción en adobe del templo del valle propiamente
Figura 53, El asentamiento modélico de la planificación urbana ortogonal en el antiguo Egipto: la ciudad del
Imperio Medio Kahun, vinculada con la pirámide de Sesostris II. A partir de W. M. F. Petrie, Illabun, Kahun and
Gurob, Londres, 1891, lámina XIV; W. M. F. Petrie. G. Brunton y M. A. Murray, Lahun, vol, II, Londres, 1923,
La ciudad era casi cuadrada y medía 384 metros por el lado norte y 335 metros
por el oeste. La pendiente del terreno se eleva gradualmente desde la esquina sureste
hacia la noroeste y el punto más alto es lo que se ha denominado la acrópolis. Un
espeso muro, de cuya presencia se desconocen los motivos, separa el núcleo principal
de la ciudad de una franja distinta situada al oeste. Las murallas de circunvalación no
presentan signos de fortificación y tan sólo se ha conservado una entrada, la situada al
noreste. En su interior, hay una habitación en la que tal vez se guareciese el centinela,
pero no se distingue ninguna otra protección adicional en el portal. Si hemos de dar
crédito al plano que dibujó Petrie, esta entrada tenía dos metros de anchura.
Dentro de las murallas, la ciudad presenta una planta estrictamente reticular u
ortogonal. El lado norte de la calle principal, orientada de este a oeste, está
subdividido en siete grandes unidades y hay otras tres en el lado sur. La unidad
situada más al oeste se levantaba sobre un saliente natural de roca, tallado para que
fuese una plataforma con los lados verticales, que dominaba el este y el sur de la
ciudad; Petrie lo llamó la acrópolis. Los escasos restos de muros que hay encima
insinúan que no era distinta de las otras grandes unidades, pero, sin embargo, se
accedía a ella por medio de una impresionante escalinata cortada en la roca. Al
parecer, las otras unidades fueron grandes viviendas (figura 54) y la mayoría medían
42 por 60 metros.
Como suele ocurrir con los edificios egipcios, toda la atención prestada a estas
mansiones se centra casi exclusivamente en su interior. A juzgar por el plano, parece
como si el exterior hubiese sido una fachada enladrillada, continua y sin adornos,
interrumpida únicamente por las aberturas de las puertas. Habría dado una impresión
de austeridad si hubiese carecido de cualquier tipo de decoración. Afortunadamente,
contamos con otra fuente de información acerca de cómo eran realmente las
mansiones del Imperio Medio. Son los modelos de viviendas más o menos
contemporáneos depositados en las tumbas y, en concreto, los del sepulcro de Meket-
re en Tebas, pertenecientes a la dinastía XI, y que proporcionaron también el modelo
de panadería y cervecería que veíamos en el capítulo anterior[14]. Las fachadas de los
dos modelos de la casa de Meket-re (figura 54), así como la pared interior que da al
jardín, poseen tres paneles rectangulares. En el del centro está la entrada principal a la
casa. Tiene una puerta de doble hoja, que gira sobre unos goznes, reforzada con
travesaños horizontales y asegurada con un cerrojo en el centro. Encima de ella, hay
un motivo ornamental basado en el jeroglífico dyed, el tronco simplificado de un
árbol, que se empleaba para escribir la palabra «estabilidad», y rematado en la parte
central con dos ramilletes de flores de loto. A partir del modelo no podemos decir si
esta parte de arriba era un montante en forma de abanico esculpido o, sencillamente,
una moldura pintada en el yeso de la fachada. A la derecha de esta puerta hay una
entrada lateral, con una sola hoja giratoria y sin decoración; a la izquierda, otro panel
Figura 54. Grandes casas urbanas: la planta es una composición realizada a partir de Kahun (figura 53, p. 191). El
núcleo de la vivienda —la parte residencial— aparece rayada. Se pueden identificar dos dormitorios principales
con los huecos para las camas (n.º 1 y 2, cf. la figura 98, p. 371). El resto del edificio se debió de destinar al
almacenamiento (incluye un granero, n.º 3) y a talleres. El dibujo en perspectiva corresponde a los modelos de
casas hallados en la tumba de Meket-re en Tebas, dinastía XI. Las partes A a D equivalen a las etiquetadas del
mismo modo sobre la planta. A) es la fachada que da a la calle, B) es la zona de vivienda (reducida al espesor del
último panel de madera en el modelo), C) es el pórtico y D) es el jardín. Tomado de H. E. Winlock, Models of
Daily Life in Ancient Egypt, Nueva York. 1955, figs. 9-12, 56-57.
CUADRO 1. El total de raciones anuales que se podía almacenar en los graneros según el tamaño mínimo
y máximo estimado para una ración
Raciones Raciones
Capacidad del granero
Sitio mínimas máximas
(en metros cúbicos)
anuales anuales
Kahun: casa N. 337,50 1.164 675
Kahun: casa S. 316,40 1.091 633
Kahun: total de grandes casas 2.636,70 9.092 5.273
LA PLANIFICACIÓN EN OTROS
ASENTAMIENTOS DEL IMPERIO MEDIO: UN
INSTRUMENTO DE RENOVACIÓN URBANA, ASÍ
COMO DE COLONIZACIÓN INTERNA Y EXTERNA
Kahun ofrece un ejemplo clásico de la aplicación de la burocracia a la creación de
una comunidad a la escala de una ciudad entera y, según los patrones de la
antigüedad, de un tamaño nada desdeñable. Pese al carácter desigual de los restantes
asentamientos egipcios del Imperio Medio, existen los suficientes para proponer que
Kahun es ilustrativa de una preferencia general por residencias y edificios
administrativos con un trazado inflexible y a gran escala. Además, dada la diversidad
de los ejemplos, podemos empezar a decir que el Estado del Imperio Medio
emprendió un plan de remodelación de las comunidades siguiendo estas reglas
estrictas. En uno de los capítulos anteriores, comentamos brevemente un caso: el de
una unidad compuesta por un templo, almacenes, locales administrativos y,
probablemente, viviendas del Imperio Medio en Medamud (véase la figura 22, p. 88);
además, con la posibilidad de que se pueda identificar otra parecida en
Abu Ghalib está en la zona limítrofe con el desierto del delta del Nilo, a 40 km al
noroeste de El Cairo[23]. Entre 1932 y 1934, una expedición sueca realizó tres
campañas de prospección y excavación, dedicadas en parte a examinar los hallazgos
de las ruinas de una ciudad del Imperio Medio. Por indicios superficiales, se estimó
que cubría una área de unos 600 metros por otros 700 metros, lo cual, si fuera cierto,
supondría una ciudad de doble tamaño que Kahun. El yacimiento estaba cubierto por
una gruesa capa de sedimentos de origen eólico y el área exhumada por la excavación
todavía es muy reducida. De todas maneras, quedó al descubierto lo suficiente para
ver que los edificios se habían dispuesto en unidades rectangulares, siguiendo una
cuadrícula imaginaria (figura 58, p. 208) que, en vez de estar alineada con respecto a
los accidentes topográficos naturales, estaba orientada según los puntos cardinales,
otra característica de algunos de los edificios y asentamientos planificados del
Imperio Medio. Se desconoce totalmente por qué se situó aquí una ciudad nueva.
Quizás, al estar ubicada junto a uno de los brazos del Nilo, participaba en el tráfico
fluvial de mercancías entre el delta y el Alto Egipto, pero es pura conjetura. Parece
como si dos de los edificios, situados a ambos lados de una calle de 2 metros de
ancho, hubiesen sido bastante grandes. La calle transversal, que lleva a un terreno
despejado, es de mayor tamaño y tiene 3,5 metros de anchura. Las subdivisiones del
interior de los edificios principales son un poco menos intrincadas que en Kahun. Se
hallaron numerosos hornos de pan y hogares. Sin embargo, el hallazgo más
extraordinario lo constituían millares de útiles de sílex, en su mayoría microbios, que
al parecer se utilizaban en una importante industria de fabricación de cuentas de
piedra. Es indiscutible su contemporaneidad con la ciudad del Imperio Medio, por
más que cuando se les aparta de su contexto tienen el aspecto de ser prehistóricos.
Nos enseñan algo muy importante: las tendencias conservadoras de la tecnología
antigua y la tenue correspondencia que existe entre ésta y el producto final, pues a
pesar del carácter primitivo de los instrumentos empleados la orfebrería de cuentas de
piedra del Imperio Medio tenía a menudo una calidad excelente.
Tell el-Daba, en el margen oriental del delta, tiene una relevancia especial por la
aportación que hace a la historia y la arqueología del Segundo Período Intermedio,
pues es el emplazamiento de Avaris, la capital de los hiesos. Desde 1966, viene
siendo objeto de una meticulosa excavación estratigráfica a cargo de una expedición
austríaca. Aunque los estratos correspondientes al período hieso constituyen el foco
principal de interés, la historia de Tell el-Daba se remonta hasta, por lo menos, el
Figura 60. La planificación urbana al servicio de los militares: la fortaleza del Imperio Medio de Buhen, en Nubia.
El trazado celular representa los cimientos; al nivel del suelo se habrían distinguido más entradas. Tomado de W.
B. Emery, H. S. Smith y A. Millard. The Fortress of Buhen; the Archaeological Repon. Londres, 1979, lámina 3.
La ciudadela medía aproximadamente 150 por 138 metros y estaba junto al río.
La delimitaba una muralla de adobes de 5 metros de espesor y provista de torreones
Shalfak fue uno de un grupo de fuertes mandados construir por el faraón Sesostris
III que se concentran en la parte meridional de la segunda catarata y que constituyen
una clara agrupación con carácter defensivo en la estrecha garganta de Semna. Una
inscripción de Sesostris III procedente de Semna confirma que, en realidad, se
pretendía que fuera la frontera auténtica.
Cuadro 2. El total de raciones anuales que se podían almacenar en los graneros según el tamaño mínimo y
máximo estimado para una ración
Raciones Raciones
Capacidad del granero (en
Fortaleza mínimas máximas
metros cúbicos)
anuales anuales
Shalfak 389,28 1.342 779
Uronarti (sólo el
444.34 1.532 889
bloque VI)
Uronarti (VI y 770,37 2.656 1.541
LA SOCIEDAD NORMATIVA
Para poder apreciar plenamente el estilo de los templos del Imperio Nuevo,
tenemos que señalar dos factores concretos. El primero nació de la dualidad
estructural del culto en los templos, que acomodaba un aspecto oculto y otro visible
(capítulo II). Durante el Imperio Nuevo, se prestó una mayor atención a este último, a
la imagen sagrada procesional, de la cual la más familiar es el santuario colocado en
una barca sagrada con naos. Las barcas sagradas no eran algo nuevo. Parece que
desde tiempos antiguos tuvieron un importante rol simbólico y ritual[2]. Lo que se
hizo en el Imperio Nuevo fue prodigar toda clase de atenciones a algunas de ellas (en
especial a la barcaza de Amón en Karnak, llamada Userhat-Amón, «Amón, el de la
proa poderosa»), y realizar una versión más pequeña y transportable. A un
«superintendente de los carpinteros y jefe de los herreros», de nombre Najt-Dyehuty,
que vivió en el reinado de Ramsés II y que por lo visto estaba especializado en
construirlas, le encargaron repetidas veces que fabricase barcazas nuevas para vanos
templos, probablemente hasta un total de veintiséis[3]. Tanto las barcas del río como
Figura 67. El aspecto amenazador de los grandes templos del Imperio Nuevo, rodeado de murallas construidas
para parecerse a las fortalezas. Arriba, un modelo antiguo de las murallas que encerraban el templo de Ptah en
Menfis, originalmente labradas en forma de un cuenco de ofrendas presentado por una estatua hincada de rodillas.
Tomado de J. Jacquet, «Un bassin de libation du Nouvel Empire dédié á Ptah. Premiére partie. L’architecture»,
Mitteilungen des Deutschen Archaologischen Instituts, Abteilung Kairo, 16 (1958), p. 164, fig. 1. Abajo,
representación de una muralla y el portal de un templo en Kamak, procedente de una escena en el interior del
templo de Khonsu en Kamak, reinado de Herihor, transición de la dinastía XXI, tomado de The Epigraphic
Survey, The Temple of Khonsu /. Scenes of King Herihor in the Court, Chicago, 1979, lámina 53.
De este modo, el templo ofrecía a la comunidad dos caras opuestas: una, con la
imagen de poder temporal; la otra, en los días festivos, de liberación a través de la
Figura 68. La clave de la estabilidad económica: los stocks de reserva de cereal. Los depósitos estrechos y
alargados —los «almacenes»—, en los templos grandes taies como el Rameseo en Tebas occidental (figura 69, p.
247), servían para guardar una amplia variedad de artículos, como queda ilustrado en la escena de una tumba de
A los templos también se les podía otorgar acceso a los recursos minerales. De
este modo, al templo de Seti I en Abydos se le concedieron derechos de explotación
en las minas de oro del desierto oriental, una cuadrilla de hombres que transportarían
el oro hasta el templo y un emplazamiento con un pozo en las mismas minas[13].
Parece que el templo de Amón en Karnak tuvo un convenio similar para las minas de
oro de esta área, así como otro para adquirir galena, utilizada en la pintura de ojos y
como medicamento, también en el desierto oriental[14]. Además, aparecen
regularmente obsequios directos de piedras y metales preciosos como muestra de la
devoción real. El faraón entregaba asimismo a los templos el botín sobrante o lo que
no quería para sí de las campañas en el extranjero. Los templos deparaban un lugar
de depósito y una administración seguros, a la vez que, más importante si cabe, un
recibo consistente en un despliegue de textos y escenas en donde quedaba constancia
del obsequio en calidad de un gran acto de generosidad piadosa.
A todos estos diversos tipos de riquezas, desde las colmenas hasta los barcos, se
les denominaba con el término usual de «ofrendas». (Lo que realmente se presentaba
al dios durante la ceremonia de ofrenda se debía considerar sólo como un símbolo).
Cuando examinamos el rol económico de los templos, se nos plantea un ejemplo
clásico del problema general que tiene una cultura (la nuestra) cuando clasifica a otra.
Los registros de los templos estaban redactados como si cada uno de ellos fuera una
institución independiente, lo que puede causar la impresión de que eran centros
aislados de riqueza y poder. Pero si adoptamos una postura más estructuralista,
podemos observar cómo los templos, despojados del matiz teológico, abarcaban un
sector primordial del «Estado», según lo entenderíamos nosotros, funcionando en una
relación de simbiosis con el palacio. Por eso, una sección distinta del papiro Wilbour
está dedicada a una categoría especial de tierras agrícolas, las llamadas tierras /chato,
que pertenecían al faraón pero estaban administradas por los templos.
La ausencia de una demarcación entre los templos y las otras áreas de la
administración se hace más notoria cuando estudiamos el caso de la remuneración de
los obreros de la necrópolis de Deir el-Madina, en Tebas, cuyo cometido era preparar
El ideal era una superabundancia, con los graneros llenos a rebosar. En los textos
antiguos no se menciona en absoluto el «beneficio», pero en la práctica es lo que traía
consigo una buena cosecha. Hay que tener presente que los grandes templos poseían
sus propios barcos mercantes, no sólo en Egipto sino también en el extranjero. Por
ejemplo, Ramsés II cedió al templo de Seti I en Abydos un navío para el comercio
con el exterior dotado con «comerciantes»[22]. Parece ser que los «comerciantes» eran
un componente habitual del personal al servicio del templo y probablemente tenían la
responsabilidad de cambiar los productos excedentarios —no sólo grano, también
otros artículos como el lino—, por aquellos de los que había una demanda en el
templo, como podrían ser aceite de sésamo o rollos de papiro[23]. Puesto que en
Egipto todo se podía intercambiar, una acumulación progresiva de bienes
imperecederos, en particular de metales, incrementaría las reservas permanentes del
templo. Es difícil profundizar en las consecuencias de todo ello. Pero la dominación
institucional de la economía del país y la capacidad de acumular enormes provisiones
debió de tener un efecto notablemente estabilizador sobre toda la economía; por
ejemplo, compensando las consecuencias de las cosechas buenas y las malas, con lo
cual se mantenían los precios bastante estables en un mismo año y de un año para
Figura 71. Mapa de Tebas, la «Finca de Amón», en el Imperio Nuevo, con los principales templos y los itinerarios
Lámina 7. Parte del palacete situado en el lado sur del templo funerario de Ramsés III en Madinet Habu. Las
paredes están en parte reconstruidas.
Del mismo modo que Karnak y Luxor proporcionaban una ocasión ceremonial al
faraón, también lo hicieron los templos mortuorios de la ribera oeste. Desde la época
de Horemheb, cada templo contaba con un palacete situado cerca de la fachada
(lámina 7, véase también la figura 69, p. 247)[51]. Facilitaba acomodo, reducido pero
por lo visto el suficiente, al faraón y su séquito durante parte de sus visitas, por lo
general poco frecuentes, a Tebas. El ejemplo mejor conocido, el de Madinet Habu,
tiene dos entradas al interior del palacio, cada una de las cuales está adornada con un
relieve del faraón mientras entra, en un caso «para ver a su padre Amón en su fiesta
La presencia poco habitual del faraón en Tebas debió dar pie a que la ceremonia
de entrega de recompensas fuese aquí una ocasión muy especial, reservada a casos
sobresalientes de mérito. Existía además un trasfondo ritual. Tan sólo ha sobrevivido
en un grado significativo un templo funerario real anterior a Horemheb: el de
Hatshepsut en Deir el-Bahari. También éste tiene una ventana de la aparición, aunque
no se halla en un palacete anexo. Esta ventana está en la parte posterior del mismo
templo (en el extremo sur del patio superior) y, por consiguiente, es parte integrante
de la zona dedicada exclusivamente a los rituales religiosos[55]. No la acompañan
escenas o textos, pero su ubicación da a entender que proporcionaba un escenario a la
¿Cómo eran las casas de descanso? Probablemente tengamos una guía bastante
exacta en los palacetes pertenecientes a los templos funerarios de la ribera oeste de
Tebas, sí les incorporamos un almacén, unas cuantas cocinas y casetas para la
servidumbre y los vigilantes (véanse la lámina 7, p. 268, y las figuras 69, p. 247, y
73, p. 269). El modelo de carta que citábamos antes menciona varias veces la
existencia de una ventana especial en el «embarcadero»; posiblemente, la deberíamos
considerar una «ventana de la aparición». El hecho de que ésta fuese un elemento
clásico en los palacios de los templos funerarios da mayor validez a que los
utilicemos de modelo para este tipo de casas de descanso reales en las provincias. En
realidad, se ha descubierto y excavado una, por lo visto usada como pabellón de caza,
pero jamás se ha publicado del todo. Pertenece a la época de Tutankhamón y se
hallaba cerca de la Gran Esfinge de Gizeh. ¿Por qué se encuentra aquí? En el Imperio
Nuevo, la Gran Esfinge —originariamente, una estatua de Kefrén, el faraón que
mandó construir la segunda pirámide de Gizeh— fue reidentificada como una estatua
del dios Sol Horemachet (otro ejemplo de invención de la teología). Reyes y
particulares le dedicaban actos piadosos. Amenofis II levantó un templete especial de
ladrillo no lejos de ella. El lugar contaba además con una atracción adicional. La gran
estela que hay en el templo de Amenofis II deja constancia de cómo, siendo aún
príncipe, se había entrenado a conducir su carro en el desierto cercano. Su hijo, el
futuro Tutmosis IV, iba a cazar, hasta leones, por la misma zona. Inmediatamente al
sur de la Esfinge y junto a las ruinas del antiguo templo del valle de Kefrén, los
faraones de la dinastía XVIII mantenían un palacete. Es una tragedia que los primeros
arqueólogos, demasiado interesados en los monumentos del Imperio Antiguo, lo
destruyeran sin apenas dejar constancia de cómo era[68]. La planta de una parte indica
que estaba formado por un grupo de edificios parecidos a las casas más grandes de
El-Amarna (figura 75). Uno de ellos contenía el marco de piedra de una puerta,
grabado con los cartuchos de Tutankhamón que más tarde usurpó Ramsés II. Se
recuperaron algunos tapones de las vasijas de vino. Puede que una de las
descripciones de una excavación realizada el año 1907 haga referencia a una muralla
de ladrillos con torreones cuadrados, situados a intervalos regulares, en la parte
exterior.
Una pequeña casa de descanso con una funcionalidad parecida —el entreno de
conducir carros— se erige en el límite con el desierto al sur de Malkata, en un
yacimiento conocido como Kom el-Abd. Construida por Amenofis III, su
Parece que una de las causas del emplazamiento de algunos palacios fue crear un
lugar de retiro, lejos de las presiones de la corte en pleno y de sus administradores.
Un claro ejemplo es el palacio de Madinet el-Ghurab, situado en el límite con el
desierto y cerca de la entrada al Fayum[71]. Mandado construir por Tutmosis III,
siguió utilizándose durante el período de Amama. Es un palacio muy interesante
faraón en Menfis para hacer las hogazas en la panadería bajo la autoridad del alcalde
de Menfis, Nefer-hetep, que se deberán enviar al depósito del faraón». Le siguen unas
listas con las cantidades diarias, las cuales oscilan entre los 100 y los 180 sacos (unos
7.300 a 13.000 litros). Una lista complementaria retoma el hilo: «Recibo del pan de la
panadería que está bajo la autoridad del alcalde de Menfis, Nefer-hetep, en el
depósito del faraón». Las cantidades, percibidas cada pocos días oscilaban por lo
general entre 2.000 y 4.000 hogazas pequeñas. Adviértase que al alcalde de Menfis se
le había hecho responsable de la parte dificultosa: la dirección de la panadería, un
lugar de trabajo intensivo (como probarán los datos de las excavaciones de El-
Amarna) y en donde el método para tener cuenta del flujo de los productos era muy
vulnerable, pues del grano se hacía la harina con la cual se preparaban las hogazas.
En estos papiros, ello se documenta aparte. Nos enteramos de que 3,5 sacos de harina
equivalen a 168 hogazas de tamaño estándar o 602 panes pequeños y se hacen
Así se expresaba Abimilki de Tiro (EA 147). En tales casos, el mensaje político
claro suele estar reservado a una o dos frases cortas al final, si bien algunos autores,
sobre todo Rib-addi de Biblos, podían repetir las peticiones locuaces de ayuda
durante casi toda la misiva. Un elemento asiduo es la denuncia de un príncipe vecino
al que se acusa de deslealtad al faraón de Egipto. Puesto que las acusaciones a veces
Figura 78. El temor al mundo exterior. Tal como se veía desde Egipto, era un lugar caótico, hostil y amenazante.
En concreto, el Oriente Medio estaba atestado de poblaciones y ciudades fortificadas, gobernadas (según los
egipcios) por unos príncipes tortuosos y nada fiables. Aquí, el ejército de Ramsés II ataca una de ellas, la ciudad
de Dapur, al norte de Siria y aliada de los hititas. Los soldados egipcios (entre los cuales hay cuatro príncipes de
renombre), que llevan escudos con el borde superior redondeado, efectúan un asalto desde la retaguardia, tras la
protección de unos parapetos temporales (abajo) y empiezan a escalar las murallas con la ayuda de una escalera
de mano. Algunos de los defensores repelen el ataque con arcos y flechas o arrojando piedras, mientras que los
En las necrópolis de Qau y El-Badari, las tumbas que cuentan con más
objetos son, precisamente, las del período de las dinastías VII-VIII. Es donde
encontramos una mayor profusión de cuentas y amuletos; ninguna reducción
en el número de vasos de alabastro y hay todos los reposacabezas de
alabastro; la mayor cantidad de espejos con relación a cualquier otro período;
y el menor número de tumbas sencillas y de poca profundidad. La orfebrería
de los amuletos vidriados puede mostrar una enorme delicadeza; las piernas
de cornelina son las mejores de su género; y los sellos en forma de amuleto,
que reproducen el lomo de un animal, están tallados con maestría y
esmero[19].
También poseía un rebaño de treinta y cinco cabezas. Mostraba para con los
miembros de su familia una precisión de lo más rigurosa y a cada uno, hasta a su
madre, le entregaba una ración mensual, de modo que repetía, a pequeña escala, el
mismo sistema de distribución de raciones que nos es familiar por los documentos
administrativos[21]. Pero la relación que mantenía con el mundo exterior se basaba en
el cálculo de ganancias. Por ejemplo, recomienda encarecidamente a uno de sus
familiares que se quede con un toro del rebaño que estaba a punto de vender, pues le
ha surgido la posibilidad de realizar una venta muy beneficiosa: «su precio ha subido
casi la mitad»[22].
Hay que señalar que Hekanajt vivió en una época difícil. Él mismo hace
referencia explícita al hambre. Pero ello no afecta al punto central: Hekanajt presenta
la mentalidad de quien sobrevive mediante hábiles transacciones personales, y no la
de alguien cuya fortuna dependa de la posición que ocupa en el seno de un sistema de
obligaciones sociales y ayudas de la administración.
Hekanajt se las arregló en una época de cambios que, dada su magnitud, no tiene
parangón en el curso de la historia faraónica. Pero aunque las economías del pasado
Figura 81. Opulencia: la flota que poseía el canciller Meket-re en el río. Siluetas de los modelos de embarcaciones
de madera procedentes de su tumba en Tebas, dinastía XI, tomadas de H. E. Winlock, Models of Daily Life in
Áncient Egypt, Nueva York, 1955, figs. 70-82.
Nada quedaba a salvo: las reservas de grano de los templos desaparecían discreta
Fuimos otra vez a las jambas de la puerta… y quitamos 5 kite de oro. Con
él compramos grano en Tebas y nos lo repartimos… Al cabo de unos días,
Peminu, nuestro superior, discutió con nosotros y nos dijo: «No me habéis
dado nada». Así que volvimos a ir a las jambas de la puerta y arrancamos 5
kite de oro, lo cambiamos por un buey y se lo entregamos a Peminu (papiro
B.M. 10053, verso 3.10-13).
Este caso es muy interesante: Peminu prefería un buen animal de granja a una
cantidad sospechosa de láminas de oro.
Podemos citar otros muchos ejemplos que nos den una idea de la diversidad de
compras realizadas. «Acusación concerniente al santuario de madera de cedro, tanto
la imagen como el armazón, que hurtó Setejmes, el escriba de los archivos reales. Lo
vendió en Tebas y se le pagó su valor» (papiro B.M. 10053, verso 5.5). Ajenmenu, el
supervisor de los campos del templo de Amón, entrega «1 deben de plata y 5 kite de
oro a cambio de tierras» (papiro B.M. 10052, 2.19). El escriba Amenofis, apodado
Seret, del templo de Amón, da «2 deben [de plata] a cambio de tierras, 40 deben de
cobre y 10 khar de cebada» (papiro B.M. 10052, 2.22). El criado Shedbeg traspasa
una buena lista de artículos «en pago por el esclavo Degay» (papiro B.M. 10052,
2.23-25). Otro confiesa que «Di 5 kite de plata a Penementenajt, el encargado de
quemar incienso en el templo de Amón, a cambio de 10 hin de miel» (papiro B.M.
10052, 2a.1; cf. además las líneas 4-14). La confesión del pastor Bujaaf empieza: «La
señora Nesmut se acercó hasta donde yo estaba y me dijo: “Algunos hombres han
encontrado algo que se puede vender como pan. Vámonos, así podrás comerlo con
ellos”» (papiro B.M. 10052, 1.8-10). Podemos reconocer aquí la jerga de Tebas:
«pan» debía querer decir «artículos valiosos» o algo similar.
A veces se necesitaba el botín para comprar unos servicios, a modo de protección:
«Entonces, cuando fuimos arrestados, Khaemipet, el escriba del distrito, se acercó
hasta mí… y le di los 4 kite de oro que me habían correspondido en el reparto»
(papiro B.M. 10054, recto 1.11-12). Y en otro caso: «Pero acertó a oírlo Setejmes, el
escriba de los archivos reales, y nos amenazó con estas palabras: “Voy a informar de
todo ello al sumo sacerdote de Amón”. Así que trajimos 3 kite de oro y los
entregamos a Setejmes, el escriba de los archivos reales» (papiro B.M. 10053, verso
3.13-14). Probablemente, algunas transacciones servían para saldar una deuda o
Figura 83. Explotación a pequeña escala de un recurso mineral: las canteras de yeso de Umm el-Sawan (al norte
del Fayum) a principios del Imperio Antiguo. El campamento estacional, con unas 200 cabañas circulares de
piedra, ocupa la cima de una estribación, en el borde de una escarpa que domina un gran afloramiento de yeso en
la llanura desértica situada debajo. El yeso se extraía, con la ayuda de unos rudimentarios picos de sílex, en parte
en pequeños bloques destinados a la fabricación de vasos y, además, pulverizado para usarlo como mortero. Los
talleres para la fabricación de los vasos se encontraban en lugares más resguardados junto a las laderas del
escarpe. Los picos se hacían allí mismo con nódulos de sílex traídos de fuera. Para la fabricación de los vasos se
utilizaba otro tipo de útiles de sílex. Hay que contrastar el carácter informal del asentamiento con la planificada
Aldea de los Obreros en Qasr el-Sagha, perteneciente al Imperio Medio (véase la figura 59, p. 211). Tomado de G.
Caton-Thompson y E. W. Gardner, The Desen Fayum, Londres, 1934, lámina LVIII.
Incluso deberíamos vigilar el uso del término «monopolio» cuando hablemos del
comercio exterior[40]. Por ejemplo, no es la interpretación inmediata que podemos dar
Figura 84. Los productos del desierto oriental que recibía el noble designado para controlar aquella área, el
nomarca de Oryx y «supervisor de los desiertos orientales» durante la dinastía XII, Khnumhetep. Los productos
son en su mayor parte caza, pero además incluyen (registro inferior) a un grupo de comerciantes palestinos que
traen pintura para los ojos y los cuales son presentados por un oficial egipcio, «Khety, jefe de los cazadores», un
título que aclara cuál era la posición del grupo palestino para los egipcios. Procedente de la tumba n.º 3 en Beni
Hasan, tomado de P. E. Newberry, Beni Hasan, vol. I, Londres, 1893, láminas XXX y XXXI.
Los habitantes de las aldeas obreras tenían unos medios, una posición social y
unas ambiciones limitadas y, por muchos datos que proporcionen aquellas
comunidades, no pueden describir totalmente la economía egipcia. El área de
contacto decisiva entre el sistema estatal y las necesidades privadas eran las vidas de
los funcionarios, el grupo más expuesto a unas presiones competitivas. Aunque
recibían raciones y otras gratificaciones del Estado, además poseían o arrendaban
tierras, lo cual les reportaba unos ingresos muy superiores a los de subsistencia. ¿Qué
hicieron los funcionarios para satisfacer las demandas que un sistema público
limitado, por su misma naturaleza, no podía lograr? Eran hombres y mujeres
demasiado ocupados u orgullosos para regatear el precio de un burro con un vecino
andrajoso, pero sin embargo poseían riquezas en abundancia guardadas en el interior
y en derredor de sus casas.
La respuesta nos la da una clase de personas, a la que ya nos hemos encontrado
metida en tratos con los ladrones del oeste de Tebas. Son los hombres con el título de
En dos de las tablillas se repitió otro juramento parecido al cabo de dos años, tal
vez cuando el rey se estableció allí. Uno de los párrafos de las tablillas ha dado a
veces la impresión de que Ajenatón juró no dejar nunca los límites de la ciudad. No
obstante, es un malentendido. Los pasajes pertinentes dan a entender, cuando
manifiesta que no traspasará las fronteras, que él no ampliará los límites de Ajetatón
más de lo que están. Uno de los pasajes contiene una disposición muy explícita para
el caso de que muera estando fuera de la ciudad: «Si, dentro de muchos años, muriese
en alguna ciudad del norte, el sur, el oeste o el este, me traerán y se hará mi
enterramiento en Ajetatón».
El signo definitivo de la sinceridad de Ajenatón y de su ruptura con el pasado fue
esta promesa de situar su tumba y la de su familia en las colinas orientales, un nuevo
Valle de los Reyes. Se esperaba que los cortesanos hicieran lo mismo.
La ciudad fue construida con grandes prisas y la ocupó una población
considerable. No obstante, tuvo una existencia breve. El faraón murió en el
decimoséptimo año de reinado. No está nada claro lo que aconteció seguidamente,
pero, al final, le sucedieron Tutankhamón y su esposa, Anjsenpa-atón, la tercera hija
del rey[13]. En el noveno año de reinado, Tutankhamón rechazó las ideas de Ajenatón
y se volvió por completo a la ortodoxia religiosa. Ello queda explícito en su decreto
por el cual se restablecía el culto a Amón en Karnak[14]. Es muy interesante el hecho
de que se promulgó desde Menfis, una señal de lo mucho que ésta había sustituido a
Tebas en calidad de ciudad real principal en el Imperio Nuevo. La preparación de su
tumba en El-Amarna demuestra que Ajenatón tenía fe en que la ciudad y sus ideas
durarían; pero su fe no tenía razón de ser. Las generaciones posteriores le rechazaron,
negando que fuese el rey legítimo, y se referían a él como «el enemigo de Ajetatón» y
cosas similares[15]. El pronto abandono de sus ideas implicó que su ciudad tampoco
tenía mucho futuro. Durante un tiempo, probablemente entrado el reinado de
Tutankhamón, buena parte de la población permaneció indecisa allí, pero más tarde,
exceptuando una zona junto al río, se convirtió en una ciudad desierta.
Las excavaciones y las prospecciones iniciadas a finales del siglo pasado, que
prosiguieron con interrupciones hasta 1936 y se completaron en 1977, han ido
dejando paulatinamente al descubierto cómo era El-Amarna[16]. La ciudad, además de
la información que nos facilita sobre las ideas de Ajenatón, es un asentamiento
primordial para el estudio del urbanismo del pasado en general. Existen pocos
yacimientos arqueológicos del mundo preclásico que tengan un trazado tan claro o
estén tan bien documentados como éste. Aunque las circunstancias que rodean su
fundación sean únicas, constituye una base apropiada para examinar ciertos aspectos
de la antigua sociedad egipcia e ilustrar las repercusiones que la monarquía podía
tener sobre ella.
Hemos de tener en cuenta también qué queremos decir con sectores agrarios y no
agrarios dentro de la población. El carácter de las casas de El-Amarna da a entender
fuertemente que muchos de los «funcionarios» residentes en la ciudad también
recibían rentas agrícolas, bien de unos terrenos que poseían lejos de allí o de las
tierras arrendadas al otro lado del río, en los campos de Ajetatón. La población de las
aldeas situadas al oeste, integrada sobre todo por labriegos, debió de ser así bastante
reducida. Sin datos más fidedignos es imposible proseguir esta línea de
argumentación, pero lo que sí sugiere este ejercicio es un cierto equilibrio entre la
capacidad de sustentación de la tierra y la población que había dentro de los límites
de Ajetatón. No obstante, un ideal general era además acumular stocks del excedente
cerealístico (cúmulos de grano, en términos de hoy). Para conseguirlo, se podría
haber incrementado el producto local con el de las fincas particulares de fuera de los
límites y, tal vez, con las rentas para Atón de otros lugares. Los templos de Atón en
Karnak eran abastecidos con «ofrendas» de procedencia diversa, inclusive de los
alcaldes de provincias[19]. Pero ello ocurría en los primeros tiempos del faraón. Las
proclamas en las estelas de demarcación podrían significar que, en lo sucesivo, se iba
a abastecer al Atón de Ajetatón sólo con las tierras que eran suyas, aquellas
delimitadas por las estelas. La asignación a una institución de una franja de terreno,
extensa y situada junto a ella, es tan contraria a la pauta corriente de propiedad de
tierras por parte de las instituciones que, de por sí, podría indicar una aplicación de la
nueva sencillez que, al parecer, Ajenatón encontraba atrayente.
La excavación de los arqueólogos deja al descubierto los contornos de unos
edificios en ruinas, pero los resultados pueden estar muy lejos de cómo se mostraba la
ciudad a los que vivieron en ella. En El-Amarna, tenemos la suerte de poseer pinturas
de la ciudad, conservadas en varias de las tumbas excavadas en la roca del
asentamiento, tal y como la vieron algunos artistas[20]. Tenían una perspectiva muy
diferente de la nuestra: su propósito era dejar constancia de las sensaciones visuales
de hallarse en ciertos lugares importantes, en vez de pintarlos con precisión
topográfica. En consecuencia, hay que usarlas con cautela. Aun así, muestran muchas
estructuras arquitectónicas importantes que de otro modo desconoceríamos, y
también que la afición de los antiguos egipcios por los árboles y los jardines estaba
bien representada en la ciudad. Habría poseído un verdor del cual la aridez actual del
lugar carece por entero.
Las tumbas excavadas en la roca se distribuyen en dos grupos, las del norte y las
del sur, por los riscos y colinas que bordean el asentamiento, formando un gran arco,
al este. Pertenecían a los cortesanos y los funcionarios. Si bien en Tebas suelen
encontrarse tumbas inacabadas, en El-Amarna esto es la norma. Pero, puesto que una
costumbre habitual en la antigüedad era traer los decoradores tan pronto había
espacio de pared suficiente para que trabajasen, se terminó buena parte de la
Aunque la ciudad fue trazada en una franja del desierto relativamente llana y sin
obstáculos, apenas si hubo una planificación previa y en su mayor parte se ciñó a los
edificios oficiales que crearon este marco especial. Son los elementos que hemos de
aislar (figura 91). La espina dorsal era una avenida larga y recta, el llamado «camino
real», que enlazaba la ciudad central con la ciudad norte. La topografía del lugar
influyó en la ubicación de sus dos extremos. A pesar de que hablamos de la «planicie
de El-Amarna», desde el punto de vista de los que la visitan no es especialmente
llana. Varias ondulaciones grandes la recorren de norte a sur y quienes la atraviesan
de una punta a otra las notan claramente. El camino real unía dos de ellas. La ciudad
central se levantaba sobre una y, en el punto más alto, estaba la Casa del Faraón, en
una estribación que corría en dirección este, en donde también se construyó el puesto
de policía; al otro extremo estaba la ciudad norte, encajada y protegida a los pies de
los riscos en el punto donde bordean el río.
La ciudad norte (figura 91) tenía un edificio de construcción sólida, el Palacio de
la Ribera Norte, ceñido por una impresionante muralla de fortificación.
Probablemente era la residencia principal del monarca, de carácter privado y separada
del resto de la ciudad, así como también muy resguardada[25]. Parte de esta muralla,
en la cual se abre una entrada inmensa, sigue siendo una estructura notoria. Entre la
muralla y el palacio en sí había almacenes y otros edificios, los cuales pudieron haber
sido los barracones del cuerpo de guardia del faraón. Al otro lado del camino existía
un grupo de casas, algunas de las cuales son las más grandes de la ciudad, y que
probablemente eran las de los cortesanos más allegados al rey. Un gran edificio de la
administración, construido en terrazas al final de las laderas de los riscos, cerraba por
el norte la ciudad norte y contenía un bloque enorme de almacenes para guardar
productos, una parte del cual tal vez fuese un granero. Ello presupone que la ciudad
norte y la residencia privada del faraón eran autosuficientes, disponiendo de una
reserva de alimentos independiente de aquellas que mantenían al resto de la ciudad.
Todo el lugar, a la sombra del inmenso precipicio, posee una atmósfera muy distinta
de las otras partes de la ciudad y, por lo visto, era tan atrayente para Ajenatón como
lo es para los visitantes actuales.
Aquí empezaba el camino real y luego continuaba en dirección sur, por un terreno
bajo y despejado, hasta la ciudad central. Era el recorrido que seguía el paseo real en
carro, una de las escenas predilectas en las tumbas. En una de ellas aparece incluso el
Palacio de la Ribera Norte, dibujado como una fortaleza estilizada coronada por
almenas, que constituía el punto de partida de los reyes, así como una especie de
cerca situada a ambos lados del gran camino (figura 90). En el capítulo V veíamos la
trascendencia que tuvieron las fiestas con las procesiones de los dioses en la ciudad
de Tebas, cómo proporcionaron un espectáculo público anual y una reafirmación
simbólica ante el mundo exterior mientras recorrían grandes distancias. En la más
importante de todas llegaba el faraón para incorporar, y en cierto modo sumergir en
ella, su persona. El culto al Atón lo frenó todo. Ya no había más barcas sagradas que
transportar. El disco del Atón hacía su propio recorrido por el cielo en procesión
permanente. Ajenatón había creado otro vacío e intentó llenarlo con los desfiles de sí
mismo, convertido en el centro de la adulación pública, sustituyendo el transporte
Figura 94. Un retrato de la familia real mientras descansa en la intimidad. De todas maneras, el retrato en sí era
objeto de la veneración privada, pues seguramente se encontraba en una capilla levantada en el terreno de una
casa particular. Piedra caliza, 32 cm de altura. Ajenatón se halla sentado a la izquierda y sostiene en sus brazos a
su hija mayor y heredera. Meritatón; Nefertiti está sentada de cara a él, con su segunda hija, Meketatón (moriría al
cabo de poco tiempo), en el regazo y meciendo a su tercera hija, Anjsenpa-atón (más tarde, esposa de
Tutankhamón). Museo de Berlín, 14145.
Dada su ubicación en el centro de la ciudad, este templo menor era, por lo visto,
el lugar donde el faraón celebraba muchos de los actos semipúblicos de culto y, así,
en esencia era una capilla real. Sea o no una coincidencia, si uno se sitúa enfrente de
los pilónos del templo y, siguiendo el eje de éste, mira en dirección a las colinas a lo
lejos, se encontrará con que el eje apunta casi perfectamente a la entrada del wadi que
conduce a la tumba real. En vista de ello, se puede sostener que este templo era el
equivalente a un templo funerario y en él las estatuas de Ajenatón recibirían un
Está de más decir que es posible que en El-Amarna nos hallemos ante una
manifestación del culto al gobernante mucho más extrema de la habitual en el
Imperio Nuevo, dadas las preferencias del mismo Ajenatón en este sentido. Con todo,
sólo era una cuestión de grado. Un papiro de la época de Amenofis III menciona a «la
estatua del señor (¡vida, prosperidad, salud!) que está en el santuario de la casa del
tesorero jefe» en Menfis,[34] mientras que el sumo sacerdote de El-Amarna, Panehsy,
se había traído a la ciudad una estela de Amenofis III y la reina Tiy para colocarla en
un altar doméstico[35].
La ciudad en sí terminaba a la altura de la aldea actual de El-Hagg Qandil, pero,
aun así, sólo quedaba a mitad de camino de la línea que enlazaba las tablillas de
demarcación finales de los riscos. Ello dejaba espacio para construir edificios
aislados. El mejor conocido es el llamado Maru-Atón[36]. Consistía en dos recintos
grandes y amurallados cuyos elementos arquitectónicos principales eran unos
estanques poco profundos. Tenían a su alrededor unos jardines muy cuidados, dentro
de los cuales había pabellones y un grupo de santuarios, incluida una agrupación de
plataformas «toldo» situadas en una isla rodeada por un foso poco hondo. En uno de
los edificios se descubrió un gran número de vasijas de vino almacenadas. El
complejo entero parece ejemplificar el espíritu del culto solar, al cual proporciona un
paisaje idílico de jardines, llenos de verdor y agua, presidido desde lo alto por el Sol.
Asimismo, evidencia el deseo de un lugar de retiro, mencionado cuando hablábamos
de los palacios en el capítulo V, y es sintomático de la época que una parte decisiva
del mismo, el «toldo» (y posiblemente todo el edificio), perteneciese a una de las
principales damas reales. A finales del período de Amarna, la propietaria oficial era
Meritatón, la hija mayor del rey.
Las excavaciones más recientes en El-Amarna han llevado al descubrimiento de
otro complejo religioso apartado y situado al sur de la ciudad, en el lugar conocido
ahora como Kom el-Nana. A diferencia del Maru-Atón, el elemento arquitectónico
central era un gran templo de piedra, si bien éste se hallaba rodeado en parte por un
jardín con arbolillos. Sin embargo, la construcción distintiva principal que hasta
ahora se ha hallado en él es una serie de edificios, destinados a servicios, en el
interior del amplio recinto amurallado. Incluía una gran panadería y, probablemente,
talleres donde se fabricaban otros artículos, lo cual tal vez la convirtiese en una
institución autosuficiente. Dice mucho de nuestro desconocimiento del período de
Amarna el que la existencia de este importante edificio, del cual todavía no sabemos
el nombre original ni el de su propietario, haya permanecido ignorada hasta hace bien
poco.
Pero, como muestran claramente las escenas de las tumbas, Ajenatón se cuidaba
bien de no exponerse largo tiempo a los rayos de su dios protegiéndose con toldos y
doseles.
De todas maneras, todavía subsiste una gran laguna entre la prodigalidad de los
rituales diarios y las grandes ceremonias celebradas de vez en cuando. Si había fiestas
periódicas a lo largo del año, no nos quepa duda de que giraban en torno a los
acontecimientos de la vida del monarca y su familia.
LA VIDA SUBURBANA
Casi toda la población fija de El-Amarna vivía en dos grandes zonas residenciales
situadas al norte y al sur de la ciudad central: el barrio norte y la ciudad principal. El
Imperio Medio había presenciado en Egipto el desarrollo de una tradición de
planificación ortogonal sencilla, que era aplicada a las calles y las casas de
asentamientos hasta llegar a la escala de ciudades de tamaño normal. Pero, en el
Imperio Nuevo, la idea de una planificación completa había perdido su atractivo. En
realidad, ya lo hemos constatado en Tebas con el contraste entre la rígida
planificación simétrica de cada templo y la interrelación informal entre ellos, la cual
quedaba disfrazada por los itinerarios procesionales que los enlazaban. En El-
Amanta, aparte del corredor de edificios reales, la planificación era inexistente. En
vez de un grandioso diseño unitario encontramos unas pocas calles amplias, aunque
distan bastante de ser rectas, que van más o menos paralelas al Nilo y comunican los
barrios con el centro, mientras que unas callejuelas estrechas las cruzan en ángulo
recto. La impresión que produce es la de un grupo de aldeas unidas. Los terrenos
particulares de las casas se entrelazan formando un diseño complejo y dan lugar a
Que sepamos, la decoración de las casas era mínima. Las paredes de fuera y las
de dentro estaban enyesadas y enjabelgadas, pero aparte de ello las viviendas más
lujosas tenían pinturas convencionales, en su mayoría diseños geométricos, sólo en
unas zonas muy concretas. En cuanto al estilo de vida y las actividades de las
personas que residían en ellas, otras fuentes, inclusive unos cuantos frescos antiguos,
sirven de complemento a la arqueología (figuras 99 y 100).
Los arqueólogos siempre se encuentran con el mismo problema. Si lo único que
hallamos son las ruinas de un edificio, ¿cómo podemos saber si tuvo más de un piso?
En general, está aceptado que en El-Amarna las casas eran de una sola planta. Las
ventanas debajo del techo subido de la sala central así lo garantizan en aquella
habitación. Sin embargo, muchas viviendas también poseían una escalera interior. Se
Figura 100. Dos vistas antiguas de casas. Abajo, una vivienda en un terreno propio, rodeado por una muralla con
la parte superior acanalada. Por encima de la misma sobresalen dos silos de grano y el tejado de otro edificio.
Procedente de la tumba de Anena en Tebas, tomado de N. de G. Davies, Scenes from Some Theban Tombs (Prívate
Tombs at Thebes, IV), Oxford, 1963, lámina XXIII. Arriba, boceto de una casa de El-Amarna procedente de un
sillar de piedra caliza reutilizado en Hermópolis. Tomado de J. D. Cooney, Amarna Reliefs from Hermopolis in
American Collections, Brooklyn y Maguncia, 1965, p. 74.
La casa ideal se levantaba dentro de un terreno propio, cerrado por un muro que
podía llegar a tener hasta 3 metros de altura, cuya entrada principal estaba señalada
por un par de muros bajos y salientes que servían para orientar en ángulo recto a los
carros que entrasen y, de esta manera, evitar que el extremo prominente de los ejes se
Las casas de los ricos y de los pobres se diferencian más por el tamaño que por el
diseño, aunque las más grandes poseían también elementos, tales como un porche de
entrada, que en sí denotaban la condición social. Si consideramos las dimensiones de
la vivienda de una persona como un indicador aproximado de su posición en la
sociedad, la distribución por tamaños de las casas nos proporciona un perfil general
de la clase de sociedad que nos ocupa[55]. La manera más fácil de observar todo el
cúmulo de datos es tabulándolos (figura 101). Aunque hay saltos e intervalos de
discontinuidad, la pauta general de los datos se ajusta a una curva en la cual, pasado
un punto en donde se concentran las casas de un tamaño muy básico, decrece
ininterrumpidamente el número de las mayores. No existen rupturas o estancamientos
pronunciados. Si recordamos que aquella fue una época de enorme prosperidad a
nivel nacional, por lo que se refiere a esto el abismo entre ricos y pobres no era tan
amplio como se podía pensar. Los ricos y poderosos vivían en casas grandes, no en
palacios. El gran abismo se abría entre el rey y los demás.
Los planos de la ciudad, en los que las paredes y los espacios libres están
señalados con rayas negras sobre fondo blanco, dan una sensación de frialdad que
puede resultar engañosa. Ocurre lo mismo con los dibujos de reconstrucciones que
transforman El-Amarna en un agradable barrio ajardinado. Para tener una impresión
más real de lo que sería vivir allí, hemos de comenzar haciendo una relación del total
de restos de la ocupación humana. La figura 102 es una pequeña porción de un plano
moderno que sirve justamente para esto. Muestra un sector de la ciudad antes de su
excavación, aunque algunas partes ya estaban removidas a causa de los sondeos
practicados por los buscadores de tesoros en el siglo pasado. La superficie es
ondulada, formando un dibujo muy complejo de montículos y hondonadas,
representados aquí mediante curvas de nivel. Es muy difícil comprender el efecto
cuando se pasea por primera vez sobre el terreno. Sin embargo, a medida que nos
vamos familiarizando, podemos empezar a entenderlo, sobre todo a partir de las
sutiles variaciones en la composición de la superficie. Aquéllas nos permiten
distinguir entre los montículos de escombros y arena que cubren las casas sin
excavar, y los que son los restos de vertederos antiguos. Estos últimos aparecen
sombreados en la figura 102. Hemos de tener presente que, en los tres milenios
transcurridos desde su formación, se han ido esparciendo y además han perdido algo
de su volumen original, pues el viento ha barrido la arena y el polvo. El cuadro que
así nos queda es uno en el cual, lejos de las amplias vías públicas en la dirección
La continuidad del nexo con las provincias aclara asimismo una anomalía mucho
más notoria de El-Amarna. Las estelas de demarcación de Ajenatón anuncian que
entre las obras a emprender en Ajetatón está la construcción de las tumbas para los
funcionarios, las cuales se habían de ubicar en el desierto oriental. De resultas de esta
declaración, surgieron dos grupos de sepulcros: las tumbas norte y las tumbas sur. No
obstante, el número de las mismas es muy inferior al de funcionarios que, según
nuestros cálculos, vivían en la ciudad. Para realizar dicha estimación, podemos tomar
como punto de partida la vivienda más pequeña ocupada por un funcionario de entre
las conocidas, que es la N49.18 (la de Ranefer, el oficial de la unidad de carros).
Podemos entonces suponer que, probablemente, todas las casas de este tamaño o más
grandes pertenecieron a esta categoría de personas. Su número se eleva a 65. Las
zonas con viviendas excavadas equivalen a un 50 por 100 de toda la probable área
residencial, con lo cual hemos de creer que unos 130, contando por lo bajo, sería la
cifra de los funcionarios con un rango medio a superior. Sin embargo, esto tal vez sea
demasiado selectivo. Como se indicó en su momento, no se producen saltos en el
tamaño de las casas a medida que vamos ascendiendo en la escala social. Pero sí
aparecen ciertos elementos cuando las casas se hacen más grandes. Uno de ellos es un
porche de entrada. Si lo consideramos un signo de que son propiedad de unas
personas de cierta categoría, esto es, de todos los funcionarios salvo aquellos con un
cargo insignificante, el número de viviendas excavadas aumenta considerablemente.
Un estudio ha demostrado cómo, de entre las 120 casas más grandes, sólo 15 carecen
de aquel elemento[91]. Si situamos la cifra base de residencias de los «funcionarios»
en 120, lo cual tan sólo representa un 15 por 100 del total de casas excavadas (una
proporción baja en comparación con los grupos domésticos de Maiunehes), y
tenemos en cuenta que la muestra excavada es únicamente la mitad de la original, el
número de quienes cabría esperar se hubiesen procurado un sepulcro decorado para sí
y sus familias ascendería a 240.
Casi todas las tumbas de El-Amarna estaban sin acabar cuando la ciudad fue
abandonada. Sin embargo, se había empezado a trabajar en 43. Las dimensiones y la
complejidad de las mismas varía enormemente, lo cual refleja las diferencias de
posición y recursos de los propietarios. A pesar de estar inacabadas, todavía las
podemos subdividir en dos grupos: las destinadas a tener una sala con columnas en el
interior (o más de una), y las que no. Tenemos 16 de las primeras, 20 de las segundas
y 7 respecto a las cuales no podemos opinar. La composición de los propietarios de
ambos grupos es tal y como la podríamos prever. Las personas a quienes, debido a su
Contribution to the Study of the Egyptian Sense of History, Mississauga, 1986. <<
pp. 1-3; D. Arnold, Der Tempel des Königs Mentuhotep von Deir el-Bahari, I,
Maguncia, 1974, pp. 92-95; Gardiner, op. cit., p. 127. <<
original versión of the Royal Canon of Turin», JEA, 68 (1982), pp. 93-106, hace un
análisis sugerente del texto y de la manera en que documentos de esta índole
pudieron ser el origen de las dinastías de Manetón. <<
op. cit., pp. 31-33; Wildung, op. cit., 1969b, pp. 104-152. <<
y 49. <<
30-38. Se pueden encontrar unas buenas fotografías de dos de los lados del trono en
K. Lange y M. Hirmer, Egypt: Architecture, Sculpture, Painting in Three Thousand
Years, Londres, 1961, pp. 86 y 87; asimismo, E. Otto, Egyptian Art and the Culis of
Osiris and Amon, Londres. 1968, lámina 5. <<
York, 1964, p. 46. R. O. Faulkner, The Ancient Egyptian Book of the Dead, Londres,
1985, p. 40, lo traduce de otra manera. Otro buen ejemplo sobre el nombre de Osiris
es: «Osiris-Apis-Atum-Horus en uno, el Gran Dios», citado en H. Frankfort, Kingship
and the Gods. Chicago, 1948, pp. 146 y 196; también en S. Morenz, Egyptian
Religión, Londres, 1973, p. 143. Las páginas 139-146 de este último tratan sobre el
fenómeno general de la individualidad/pluralidad de los nombres de las deidades
egipcias, al igual que lo hace E. Hornung, Conceptions of God in Ancient Egypt: the
One and the Many, Londres, 1983, cap. 3. <<
Conflict of Horus and Seth, Liverpool, 1960, pp. 130-146; B. G. Trigger, Beyond
History: the Methods of Prehistory, Nueva York, 1968, cap. 6: «Predynastic Egypt»;
además, la bibliografía citada en la nota 44. <<
cierta profundidad los problemas que giran en torno a Behdet y temas afines. <<
barca que surca el cielo montada en un par de alas; todo ello se encuentra sobre la
figura de Horus que corona el nombre de un faraón. R. Engelbach, «An alleged
winged sun-disk of the First Dinasty». ZÄS, 65 (1930), pp. 115-116; Gardiner. op.
cit., 1944, p. 47, lámina VI.4. <<
Hiera-konpolis, vol. II, Londres, 1902; B. Adams, Ancient Hierakonpolis (junto con
el suplemento), Warminster, 1974; W. Kaiser, «Zur vorgeschichtlichen Bedeutung
von Hierakonpolis», MDAIK, 16 (1958), pp. 183-192; W. Kaiser, op. cit., 1961, pp. 5-
12; W. A. Fairservis, K. R. Weeks y M. Hoffman, «Preliminary report on the first two
seasons at Hierakonpolis», JARCE, 9 (1971-1972), pp. 7-68; M. Hoffman, «A
rectangular Amratian house from Hierakonpolis and its significance for predynastic
research», JNES, 39 (1980), pp. 119-137; M. A. Hoffman, The Predynastic of
Hierakonpolis, Guizeh y Macomb, III., 1982; B. J. Kemp, «Excavations at
Hierakonpolis Fort 1905: a preliminary note», JEA, 49 (1963), pp. 24-28.
Principalmente, son contribuciones sobre la arqueología local de Hieracómpolis. J. A.
Wilson, en «Buto and Hierakonpolis in the geography of Egypt», JNES, 14 (1955),
pp. 209-236, examina el contexto cultural más amplio en el que se enmarca
Hieracómpolis. <<
pp. 185-200; M, Bietak, «Urban archaeology and the “town problem” in ancient
Egypt», en K. Weeks, ed., Egyptology and the Social Sciences, American University,
El Cairo, 1979, pp. 110-114. <<
localizar los estratos del Predinástico y el Dinástico Antiguo, véase la nota 40. <<
Fayum y Maadi es el de W. C. Hayes, Most Ancient Egypt, Chicago, 1965, cap. 3, pp.
91-146. Las excavaciones alemanas más recientes son el tema que trata una serie,
inconclusa, de volúmenes que comienza con el de J. Eiwanger, Merimde-Benisaláme,
vol. I, Maguncia, 1984; también hay diversos informes preliminares del mismo J.
Eiwanger: «Erster Vorbericht über die Weideraufnahme der Grabungen in der
neolithischen Siedlung Merimde-Benisaláme», MDAIK, 34 (1978), pp. 33-42;
«Zweiter Vorbericht über die Wiederaufnahme der Grabungen in der neolithischen
Siedlung Merimde-Benisaláme», MDAIK, 35 (1979), pp. 23-57; «Dritter Vorbericht
über die Wiederaufnahme der Grabungen in der neolithischen Siedlung Merimde-
Benisaláme», MDAIK, 36 (1980), pp. 61-76; «Die neolithische Siedlung von
Merimde-Benisaláme: Vierter Bericht», MDAIK, 38 (1982), pp. 67-82; asimismo,
véase F. A. Badawi, «Die Grabung der ägyptischen Altertümer-verwaltung in
Merimde-Benisaláme im Oktober/November 1976», MDAIK, 34 (1978), pp. 43-51.
<<
cultural sequence», MDAIK, 40 (1984), pp. 237-252; Rizkana y Seeher, «The chípped
stones at Maadi: preliminary reassessment of a predynastic industry and its long-
distance relations», MDAIK, 41 (1985), pp. 235-255; W. Kaiser, «Zur Südausdehnung
der vorgeschichtlichen Delta-Kulturen und zur frühen Entwicklung Oberagyptens»,
MDAIK, 41 (1985), pp. 61-87; también L. Habachi y W. Kaiser, «Ein Freidhof der
Maadikultur bei es-Saff», MDAIK, 41 (1985), pp. 43-46; B. Mortensen, «Four jars
from the Maadi Culture found in Giza», MDAIK, 41 (1985), pp. 145-147. <<
Tombs of the First Dynasty, vol. I, Londres, 1900, y W. M. F. Petrie, The Royal Tombs
of the Earliest Dynasties, vol. II, Londres, 1901. En W. Kaiser y G. Dreyer, op. cit.,
1982, pp. 211-269, se lleva a cabo una revisión fundamental de las primeras tumbas
reales, basada en parte en las nuevas excavaciones realizadas en Abydos; cf. también
Kaiser, «Zu den Königsgrábern der 1. Dynastie in Umm el-Qaab», MDAIK, 37
(1981), pp. 247-254; Kaiser, «Zu den köoniglichen Talbezirken der 1. und 2. Dynastie
in Abydos und zur Baugeschichte des Djoser-Grabmals», MDAIK, 25 (1969), pp. 1-
21; B, J. Kemp, «The Egyplian lst Dynasty royal ceraetery», Antiquity. 41 (1967), pp.
22-32. <<
Abydos, vol. III, Londres, 1904, cap. I. Los artículos reseñados en la nota 50 incluyen
discusiones acerca de su importancia. <<
14, n.º 27 (1939), pp. 82-87; D. Arnold, «Architektur des Mittleren Reiches», en C.
Vandersleyen, ed., Das alte Ágypten (Propylaen Kunstgeschichte, 15), Berlín, 1975,
pp. 161-163, fig. 36; D. Arnold, Der Tempel des Königs Mentuhotep von Deir el-
Bahari I; Architektur und Deutung, Maguncia, 1974, pp. 76-78. <<
El Cairo, 1940; véanse además los comentarios de Arnold, op. cit., 1974, pp. 76-78.
<<
Khnum or as his daughter?», ASAE. 50 (1950), pp. 501-507. Los sillares están
mencionados en W. Kaiser et al., op. cit, 1975, pp. 45-50 y 109-125; op. cit., 1976,
pp. 69-75. <<
D. Arnold, Der Tempel Qasr el-Sagha, Maguncia, 1979, pp. 22-23, en donde se
prefiere fechar el edificio de Hieracómpolis en el Imperio Medio. <<
R. Engelbach, «A foundation scene of the Second Dynasty», JEA, 20 (1934), pp. 183-
184; Adams, op. cit., Suplemento, p. 17. <<
frontispicio. <<
Osiris temple at Abydos», MDAIK, 23 (1968), pp. 138-155; Kemp, «The Osiris
temple at Abydos. A PostScript to MDAIK 23 (1968), 138-155», CM, 8 (1973), pp.
23-25; Kemp, «The early development of towns in Egypt», Antiquity, 51 (1977), pp.
186-189; Dreyer, op. cit., 1986, pp. 47-58. <<
Dynastic objects, Londres, 1980, p. 67, lámina 55, n.º 483. <<
del templo, véase R. Weill, «Koptos. Relation sommaire des travaux exécutés par
MM. Ad. Reinach et R. Weill pour la Société française des fouilles archéologiques
(campagne de 1910)», ASAE, 11 (1911), p. 106 y mapas desplegables, láminas I y II;
B. Adams, «Petrie’s manuscript notes on the Koptos foundation deposits of
Tuthmosis III», 7 LA, 61 (1975), pp. 102-113. <<
Turah, a las afueras de El Cairo, si bien uno preferiría tener una comprobación de
ello. <<
oldest period of Egyptian history», JEA, 1 (1914), pp. 233-236; D. Wildung, Die
Rolle ägyptischer Kónige im Bewusstsein ihrer Nachwelt, I, Berlín, 1969, p. 52, nota
3. Muchas de las menciones están en la piedra de Palermo, H. Scháfer, Ein
Bruchstück altagyptischer Annalen, Berlín, 1902, p. 15, n.º 1; p. 16, n.º 8; p. 17, n.º 9,
10; p. 21, n.º 14; p. 28, n.º 10. <<
Baines, «Literacy and ancient Egyptian society», Man, 18 (1983), pp. 572-599; J. D.
Ray, «The emergence of writing Egypt», World Archaeology, 17 (1986), pp. 307-316.
<<
als Pflanze des Min», SAK, 8 (1980), pp. 85-87; M. Defossez, «Les laitues de Min»,
SAK, 12 (1985), pp. 1-4. <<
14; H. Goedicke, Kónigliche Dokumente aus dem Alten Reich, Wiesbaden, 1967, p.
43, fig. 4. <<
la dinastía III, en la piedra de Palermo: Scháfer, op. cit., p. 28, n.º 10. <<
G. Davies, The Rock Tombs of El Amarna, I, Londres, 1903, láminas XI y XXXIII; II,
Londres, 1905, lámina XIX; III, Londres, 1905, lámina XXX. <<
el Ga’ab, Pottery from the Nile Valley befare the Arab Conquest, Cambridge
University Press y Fitzwilliam Museum, Cambridge, 1981. Posee una enorme
cantidad de ilustraciones. <<
Museum Journal, 6 (1972), pp. 5-16. Hay un gran número publicado en P. Kaplony,
Die Inschriften der agyptischen Frühzeit, Wiesbaden, 1963, 3 vols., y más, de todo el
Imperio Antiguo, en P. Kaplony, Die Rollsiegel des Alten Reichs, II, Bruselas, 1981.
W. M. F. Petrie, Scarabs and Cylinders with Ñames, Londres, 1917, láminas I-VII, da
una selección útil. En Dreyer, op. cit., 1986, pp. 94-95 y 151, lám. 57, n.º 449-451,
están tres tablillas de fayenza con diseños parecidos procedentes de los depósitos del
santuario de Elefantina. <<
1980; P. Lipke, The Royal Ship of Cheops (BAR International Series, 225), Oxford,
1984; B. Landsróm, Ships of the Pharaohs; 4000 Years of Egyptian Shipbuilding,
Londres, 1970, pp. 26-34. <<
op. cit., A29a-c, A31; Dreyer, op. cit., 1986, pp. 64-65; W. Kaiser, «Zu den der
älteren Bilddarstellungen und der Bedeutung von rpw.t», MDAIK, 39 (1983), pp. 275-
278. <<
armazón portátil (cf. Kaiser, op. cit., pp. 264-265, figs. 1 y 2), pero podría tratarse
muy bien del tipo de decoración nacido de la asociación de ideas que tanto les
gustaba a los egipcios. <<
hace Dreyer, op. cit., 1986, pp. 64-65. El rostro humano con orejas de vaca que
posteriormente fue un símbolo de la diosa Hathor era, en los primeros tiempos, una
divinidad femenina llamada Bat: sobre esta cuestión, véanse H. G. Fischer, «The cult
and nome of the goddess Bat», JARCE, l (1962), pp. 7-24; H. G. Fischer, «Varia
Aegyptiaca», JARCE, 2 (1963), pp. 50-51; Lexikon, I, pp. 630-632. <<
125-130. <<
1969. <<
Series: the Abu Sir Papyri, Londres, 1968; P. Posener-Kriéger, Les Archives du
temple funéraire de Néferirkaré-Kakai (Les papyrus d’Abousir), El Cairo, 1976, 2
vols. <<
the Temple Reliefs, El Cairo, 1961. Un estudio minucioso de todas las fuentes del
Imperio Antiguo de este tipo es el libro de H. Jacquet-Gordon, Les Noms des
domaines funéraires sous l’Ancien Empire Égyptien, El Cairo, 1962. <<
preliminary report on a study of the system of phyles in the Oíd Kingdom», NARCE,
124 (invierno de 1983), pp. 30-35. <<
Leek, «Further studies concerning ancient Egyptian bread», JEA, 59 (1973), pp. 199-
204. En 1987 se llevó a cabo un experimento de la molienda en El-Amarna; véase B.
J. Kemp, Amarna Reports, V. Londres, 1989, cap. 12. <<
Arnold, ed., Studien zur altagyptischen Keramik, Maguncia, 1981, pp. 11-24. <<
cuadrados y los moldes de pan está confirmado además en los asentamientos del
Imperio Medio de Abu Ghalib y Mirgissa (H. Larsen, «Vorbericht über die
schwedischen Grabungen in Abu Ghálib 1932-1934», MDIAAK, 6 [1935], p. 51, fig.
4, pp. 58-60; R. Holthoer, The Scandinavian Joint Expedition to Sudanese Nubia 5:
New Kingdom Pharaonic Sites, The pottery, Estocolmo, 1977, lámina 72.2), y en los
hornos del Imperio Nuevo que hay junto al Tesoro de Tutmosis I en Karnak norte (J.
Jacquet, «Fouilles de Karnak Nord. Quatriéme campagne, 1971», BIFAO. 71 [1972],
p. 154, plano 1, lámina XXXIV; J. Jacquet, Karnak-Nord V: Le trésor de Thoutmosis
ler: étude architecturale, El Cairo, 1983, pp. 82-83). <<
98; A. J. Spalinger, «A redistributive pattem at Assiut», JAOS, 105 (1985), pp. 7-20.
<<
tierras, véase K. Baer, «The low price of land in ancient Egypt», JARCE, 1 (1962),
pp. 25-45. <<
Titles and their Holders, Londres, 1985, pp. 237-250, informa acerca de las
obligaciones del «supervisor de las obras», así como del papel primordial de éste en
la dirección de la mano de obra empleada en diversos menesteres. <<
Design: a Study of the Harmonic System, Berkeley y Los Ángeles, Calif., 1965. <<
«The early development of towns in Egypt», Antiquity, 5 (1977), pp. 185-200. <<
(1957), pp. 91-111; K. Baer, Rank and Title in the Oíd Kingdom, Chicago, 1960, pp.
247-273. <<
Egypt, Warminster, 1982, pp. 103-109; Farouk Gomaá, Chaemwese Sohn Ramses’ II.
und Hoherpriester von Menphis, Wiesbaden, 1973. <<
178. <<
Hassan, op. cit., facilita otra parte de la planta. Véase también B. G. Trigger, B. J.
Kemp, D. B. O Connor y A. B. Lloyd, Ancient Egypt: a Social History, Cambridge,
1983, pp. 92-94 (hay trad. cast.: Historia del Egipto Antiguo, Crítica, Barcelona,
1985). <<
Cairo, 1959, pp. 114-117; II: The Finds, El Cairo, 1961, en la segunda parte contiene
una relación de la cerámica, la mayor parte de la cual proviene del Imperio Antiguo.
Véase asimismo Trigger et al., op. cit., pp. 95-96. <<
Petrie, Illahun, Kahun and Gurob, Londres, 1891, caps. II y III; W. M. F. Petrie, G.
Brunton y M. A. Murray, Lahun, II, Londres, 1923, cap. XIII; A. R. David, The
Pyramid Builders of Ancient Egypt, Londres, 1986. <<
Papyri from Kahun and Gurob, Londres, 1898; el segundo grupo, procedente de
excavaciones clandestinas y la mayor parte del cual se encuentra ahora en Berlín, está
repartido entre L. Borchardt, «Der zweite Papyrusfund von Kahun und die zeitliche
Festlegung des mittleren Reiches der agyptischen Geschichte», ZÄS, 37 (1899), pp.
89-103; U. Kaplony-Heckel. Agyptische Handschriften, parte I, ed. por E.
Lüddeckens, y forma parte de la colección de W. Voigt, ed., Verzeichnis der
orientalischen Handschriften in Deutschland, XIX. Wiesbaden. 1971; U. Luft,
«Illahunstudien I: zu der Chronologie und den Beamten in den Briefen aus Illabun»,
Oikumene, 3 (Budapest, 1982), pp. 101-156; «Illahunstudien II; ein
Verteidigungsbrief aus Illahun. Anmerkungen zu P. Berol 10025», 4 (1983), pp. 121-
179; «Illahunstudien III: zur sozialen Stellung des Totenpriesters in Mittleren Reich»,
5 (1986), pp. 117-153. <<
<<
1983. <<
at Buhen, 1962», Kush, 11 (1963), pp. 116-120, trata sobre la ciudad del Imperio
Antiguo en Buhen. Los fragmentos de cerámica de Kubban están mencionados en W.
B. Emery y L. P. Kirwan, The Excavations and Survey between Wadi es-Sebua and
Adindan, 1929-1931, El Cairo, 1935, p. 58, lámina 14. <<
the Nile: third season, 1961-62», Kush, 11 (1963), p. 23; Adams, op. cit., p. 183. <<
Mirgissa?)», RdE, 16 (1964), pp. 179-191; Vercoutter, Mirgissa, I, París, 1970, pp.
187-189. <<
Kor (Bouhen sud), Sudan, en 1954», Kush, 3 (1955), pp. 4-19; H. S. Smith, «Kor.
Report on the excavations of the Egypt Exploration Society at Kor, 1965», Kush, 14
(1966), pp. 187-243; también en Kemp, op. cit., 1986. <<
y los períodos siguientes son: J. J. Janssen, «The role of the temple in the Egyptian
economy during the New Kingdom», en E. Lipiriski, ed., State and Temple Economy
in the Ancient Near East, II, Lovaina, 1979, pp. 505-515; B. J. Kemp, «Temple and
town in ancient Egypt», en P. J. Ucko, R. Tringham y G. W. Dimbleby, eds., Man,
Settlement and Urbanism, Londres, 1972, pp. 657-680; J. H. Johnson, «The role of
the Egyptian priesthood in Ptolemaic Egypt», en L. H. Lesko, ed., Egyptological
Studies in Honor of Richard A. Parker, Hannover y Londres, 1986, pp. 70-84. <<
JEA, 60 (1974), pp. 168-174; Kitchen, Pharaoh Triumphant: the Life and Times of
Ramesses //, King of Egypt, Warminster, 1982, p. 172. <<
dans quelques temples égyptiens», BIFAO, 13 (1917), pp. 1-76, continúa siendo una
valiosa obra de referencia sobre el transporte de las barcas sagradas y sus santuarios
durante el Imperio Nuevo y los períodos siguientes. <<
455-459. <<
«The graphic work of the expedition», Bulletin of the Metropolitan Museum of Art
(noviembre de 1929), sección II, suplemento, pp. 41-49. <<
82. <<
Mentuhotep von Deir el-Bahari I. Architektur und Deutung, Maguncia. 1974. pp. 78-
80; F. Daumas, «L’origine d’Amon de Karnak». BIFAO, 65 (1967), pp. 201-214. <<
years and civil calendar in Pharaonic Egypt», JEA, 31 (1945), pp. 25-28; Lexikon, VI,
pp. 532-533. <<
ZÄS, 42 (1905), pp. 12-42 y, en especial, las pp. 20-22; C. F. Nims, Thebes of the
Pharaohs: Patternfor Every City, Londres. 1965, p. 69. <<
A. Parker, A Saite Oracle Papyrus from Thebes in the Brooklyn Museum, Providence,
1962, pp. 35-48; Lexikon, IV, pp. 600-606. El texto de Hatshepsut: P. Lacau y H.
Chevrier, Une chapelle d’Hatshepsut á Karnak, I, El Cairo, 1977, pp. 92-153; J.
Yoyotte, «La date supposée du couronnement d’Hatshepsout», Kémi, 18 (1968), pp.
85-91; Gitton, op. cit. <<
294. <<
1-209; S. Schott, Das schone Fest vom Wüstentale, Wiesbaden, 1952; Kitchen, op.
cit., 1982, p. 169. <<
Medinet Habu, Chicago y El Cairo, 1980. pp. 76-77: Lexikon, III. pp. 1.256-1.258.
<<
Amanta and the basic structure of this city», JEA, 62 (1976), pp. 81-99. <<
19812, pp. 282-295; W. C. Hayes, «Inscriptions from the Palace of Amenhotep III»,
JNES, 10 (1951), pp. 35-56, 82-111, 156-183 y 231-242; B. J. Kemp y D. B.
O’Connor, «An ancient Nile harbour. University Museum excavations at the “Birket
Habu”», International Journal of Nautical Archaeology and Underwater Exploration,
3 (1974), pp. 101-136. <<
fiesta Sed —el faraón sentado en un sitial elevado, colocado debajo de un pabellón—
aparece en una de las barcas de la tumba decorada de Hieracómpolis (véase la figura
11, p. 52). Sin embargo, no estamos seguros de que allí se trate de una fiesta Sed. Las
imágenes de las barcas están ausentes de las representaciones del período Dinástico
Antiguo y de la Pirámide Escalonada. <<
86-87, lám. XV, fig. 75; Ahmed Bey Kamal, «Rapport sur les fouilles du comte de
Galarza», ASAE, 10 (1910), pp. 116-117. Véase asimismo la fotografía aérea de H.
Ricke, Der Harmachistempel des Chefren in Giseh (Beiträge zur ägyptischen
Bauforschung und Altertumskunde, 10), Wiesbaden, 1970, frontispicio. En la lámina
3, hay la ilustración de una escalinata que, probablemente, perteneció a este palacio,
cf. p. xit. <<
(the New Kingdom), Berkeley y Los Angeles, Calif., 1968, p. 53, fig. 29; véase
también D. G. Jeffreys, The Survey of Menphis, I, Londres, 1985, pp. 15 y 19-20, fig.
63. <<
122-133. <<
quieren ver muestras del estilo de las cartas, véase A. L. Oppenheim, Letters from
Mesopotamia, Chicago, 1967, pp. 119-134. Cada carta posee un número de
identificación moderno y lleva delante el prefijo EA. <<
<<
Kingdom, Berlín, 1964; Y. Yadin, The Art of Warfare in Biblical Lands, Londres,
1963, proporciona un excelente resumen, así como ilustraciones, de la tecnología
militar egipcia del período. <<
y 317. <<
Berkeley y Los Angeles, Calif., 1968, pp. 119-123 y 128-147; B. J. Kemp, «Large
Middle Kingdom granary buildings (and the archaeology of administration)», 7.ÁS,
113 (1986), pp. 120-136. <<
Social History, Cambridge, 1983, pp. 85 y ss. (hay trad. cast.: Historia del Egipto
antiguo, Barcelona, 1985); B. J. Kemp, «Temple and town in ancient Egypt», en P. J.
Ucko, R. Tringham y G. W. Dimbleby, eds., Man, Settlement and Urbanism, Londres,
1972, pp. 657-680; Janssen, op. cit., 1975a, pp. 180-182: J. J. Janssen, «The role of
the temple in the Egyptian economy during the New Kingdom», en Lipiriski, op. cit.,
pp. 505-515: H. Goedicke, «Cult-temple and “state” during the Old Kingdom in
Egypt», en ibid., I, pp. 113-131; J. H. Johnson, «The role of the Egyptian priesthood
in Ptolemaic Egypt», en L. H. Lesko, ed., Egyptological Studies in Honor of R. H.
Parker. Hannover y Londres, 1986, pp. 70-84. <<
<<
que el texto sobre «los cometidos del visir», conocido en varias tumbas del Imperio
Nuevo, si bien tiene una lógica interna de asociaciones, con la cual logra su objetivo
de perfilar la importancia del visir, carece de una presentación sistemática de los
deberes de dicho puesto según esperaríamos encontrarnos en un texto de esta índole.
Véase G. P, F. van den Boorn, «On the date of “The Duties of the Vizier”»,
Orientalia, n. s., 51 (1982), pp. 369-381. <<
especial las láminas III y IV; además, B. J. Kemp, «Egypt», en J. Flawkes, ed., Atlas
of Ancient Archaeology, Londres, 1974, p. 151; Naga el-Deir: G. A. Reisner, A
Provincial Cemetery of the Pyramid Age: Nega-ed-Dér, Part III, Oxford, 1932; D. B.
O’Connor, «Political systems and archaeological data in Egypt: 2600-1780 BC»,
World Archaeology, 6 (1974), pp. 22-23. <<
necrópolis workmen at Thebes (Pap. Bulaq X and O. Petrie 16)», JESHO, 11 (1968),
pp. 137-170. <<
312; James, op. cit., 1984, pp. 172-175. Papiro BM10I02. <<
IV. <<
pp. 52-65; C. Tietze, «Amarna. Analyse der Wohnhäuser und soziale Struktur der
Stadtbewohner», ZÄS, 112 (1985), pp. 48-84. <<
1930. <<
59-61, lámina XLIII. Respecto a la estatuilla hitita, así como para una discusión de
las circunstancias que rodearon el hallazgo y su trascendencia, véase M. Bell, «A
Hittite pendant from Amama», AJA, 90 (1986), pp. 145-151. <<
XXIII-XXVI. <<
del período ramésida, véase C. J. Eyre, «A “strike” text from the Theban necrópolis»,
en J. Ruffle, G. A. Gaballa y K. A. Kitchen, eds., Orbis Aegyptiorum Speculum:
Glimpses of Ancient Egypt: Studies in Honour of H. W. Fairman, Warminster, 1979,
pp. 80-91. Sobre las incursiones libias como otra causa de la inestabilidad en Tebas,
véase K. A. Kitchen, «Les suites des guerres libyennes de Ramsés III», RdE, 36
(1985), pp. 177-179. <<
XXX; James, op. cit., 1984, pp. 250-252, fig. 25. <<
beber y utilizado especialmente para la cerveza. Cf. James, op. cit., 1984, p. 252. <<
(1947), pp. 40-46; James, op. cit., 1984, pp. 253-256, fig. 26. <<
Maguncia, 1977, pp. 84-85, lám. 24, fig. 10; Müller-Wollermann, op. cit, pp. 138 y
ss.; James, op. cit., 1984, pp. 254-258, fig. 27; cf. además S. I. Hodjash y O. D.
Berley, «A market-scene in the mastaba of Djdi-m-'nh (Tp-m-’nh)», Altorientalische
Forschungen, 1 (1980), pp. 31-49. <<
el Imperio Antiguo, véase B. Vachala, «A note on prices of oxen in Dynasty V», ZÄS,
114 (1987), pp. 91-95. <<
232; Janssen, op. cit., 1975b, pp. 533-538; B. S. Bogolovsky, «Hundred Egyptian
draughtsmen», ZÄS, 107 (1980), pp. 89-116. <<
(1979), pp. 9-15; Janssen, op. cit., 1975b, pp. 448-449. <<
103. <<
Cairo, 1934, pp. 185-199; Janssen, op. cit., 1975a, p. 162; James, op. cit., 1984, pp.
260-261. <<
of this city», JE A, 62 (1976), pp. 81-99; D. B. Redford, A Study of the Biblical Story
of Joseph (Genesis 37-50), Leyden, 1970, pp. 208-226; R. W. Smith y D. B. Redford,
The Akhenaten Temple Project, I, Warminster, 1976, pp. 123-134. <<
de A. Piankoff y N. Rambova, The Tomb of Rameses VI, Nueva York, 1954. Véase
también el artículo de A. Piankoff en que se estudian estas composiciones con
respecto al período de Amama, «Les grandes compositions religieuses du Nouvel
Empire et la réforme d’Amarna», BIFAO, 62 (1964), pp. 121-128. <<
238 y la nota 3. Forma parte de una lista de hombres famosos que hay en una tumba
de Saqqara: K. A. Kitchen, «Nakht-Thuty - servitor of sacred barques and golden
portáis», JEA, 60 (1974), p. 172, nota 11. <<
son: C. Aldred, Akhenaten, King of Egypt, Londres, 1988; C. Aldred, Akhenaten and
Nefertiti, Nueva York, 1973; D. B. Redford, Akhenaten, the Heretic King, Princeton,
N. J., 1984; D. B. Redford, History and Chronology of the Eighteenth Dynasty of
Egypt, Toronto, 1967, caps. 5 y 6; F. J. Giles, Ikhnaton: Legend and History, Londres,
1970; H. A. Schlögl, Echnaton-Tutanchamun: Fakten und Texte, Wiesbaden, 1983;
R. Hari, New Kingdom Amarna Period: the Great Hymn to Aten (Iconography of
Religions, Section XVI: Egypt, fase. 6), Leyden, 1985; A. M. Blackman, «A study of
the liturgy celebrated in the Temple of the Aton at El-Amarna», en Recueil d’études
égyptologiques dédiées á la mémoire de Jean-François Champollion (Bibliothéque
de l’Ecole des Hautes Études, 234), París, 1922, pp. 505-527. <<
mémoires (Fundación Eugéne Piot), 59 (1974), pp. 1-44. Remitirse además a las
fuentes citadas en W. Stevenson Smith, The Art and Architecture of Ancient Egypt,
Harmondsworth, 19812, p. 461, nota 302. <<
Excavating in Egypt: The Egypt Exploration Society 1882-1982, Londres, 1982, pp.
89-106. Los principales informes de excavación son; W. M. F. Petrie, Tell el Amarna,
Londres, 1894; L. Borchardt y H. Ricke, Die Wohnhäuser in Tell el-Amarna, Berlín,
1980; T. E. Peet y C. L. Woolley, The City of Akhenaten, I, Londres, 1923; H.
Frankfort y J.D.S. Pendlebury, The City of Akhenaten, II, Londres, 1933; J. D. S.
Pendlebury, The City of Akhenaten, III, Londres, 1951. Los trabajos actuales están
resumidos en la colección de B. J. Kemp et al., Amarna Reports, Londres, 1984—.
Véase también H. W. Fairman, «Town planning in Pharaonic Egypt», Town Planning
Review, 20 (1949), pp. 32-51; A. Badawy, A History of Egyptian Architecture: The
Empire (the New Kingdom), Berkeley y Los Ángeles, Calif., 1968, pp. 76-126; B. J.
Kemp, «The city of el-Amarna as a source for the study of urban society in ancient
Egypt», World Archaeology, 9 (1977), pp. 123-139; Kemp, «The character of the
South Suburb at Tell el-’Amarna», MDOG, 113 (1981a), pp. 81-97. <<
Véanse las discusiones en K. Baer, «The low price of land in ancient Egypt», JARCE,
I (1962), pp. 39-45; Fekri A. Hassan, «Environment and subsistence in predynastic
Egypt», en J. D. Clark y S. A. Brandt, eds., From Hunters to Farmers: the Causes
and Consequences of Food Production in Africa, Berkeley y Los Ángeles, Calif., c.
1984, pp. 57-64, en especial la p. 63. <<
11, lámina XIII; P. Timme, Tell el-Amarna vor der deutschen Ausgrabung im Jahre
¡911, Leipzig, 1917, pp. 24 y ss., junto con los mapas. <<
298; Whittemore, op. cit., pp. 4-9; H. Frankfort, ed., The Mural Painting of
El-‘Amarneh, Londres, 1929, cap. III. <<
'Amarna», ZÄS, 87 (1962), pp. 79-95; P. Barguet, «Note sur le grand temple d’Aton á
el-Amarna», RdE, 28 (1976), pp. 148-151. <<
láminas XIII-XV; cf. además con Pendlebury, op. cit., 1951, pp. 22-25 y 208-210. <<
Thebes 1930-31 (Oriental Institute Communications, 15), Chicago, 1932, pp. 23-28;
Kemp., op. cit., 1976, pp. 81-99; R. W. Smith y D. B, Redford, The Akhenaten
Temple Project, I, Warminster, 1976, pp. 123-132. <<
the El-‘Amarna survey, 1978», JE A, 65 (1979), pp. 7-12; también Kemp et al., I, p.
31; IV, cap. 9. <<
de los libros sobre arquitectura egipcia, muestran grabados de las viviendas «típicas».
Un informe gráfico, basado en la maqueta de un arquitecto actual, es el de S. Lloyd,
«Model of a Tell el-‘Amar-nah house», JEA, 19 (1933), pp. 1-7; asimismo, C. Tietze,
«Amarna. Analyse der Wohnhäuser und soziale Struktur der Stadtbewohner», ZÄS,
112 (1985), pp. 48-84; Tietze, «Amarna (Teil III). Analyse der ókonomischen
Beziehungen der Stadtbewohner», ZÄS, 113 (1986), pp. 55-78. <<
1930b. pp. 93-102. Cf. C. Aldred, «More light on the Ramesside tomb robberies». en
J. Ruffle, G. A. Gaballa y K. A. Kitchen, eds., Glimpses of Ancient Egypt: Siudies in
Honour uf H. W. Fairman, Warminster, 1979, pp. 92-99. <<
los silos. Sin embargo, las conclusiones sobre el número de personas a las cuales
mantenían están empañadas ante la imposibilidad de incluir las cantidades
adicionales de grano almacenado en los graneros rectangulares que, en algunas casas,
se preferían. <<
115-124. <<
1984, cap. 4, se ocupa muy bien de este ideal rural tan profundamente arraigado en la
conciencia de los egipcios. <<
Brooklyn, 1941-1952; también Baer, op. cit.; O’Connor, op. cit.; S. L. D. Katary,
«Cultivator, scribe, stable-master, soldier: the Late Egyptian Miscellanies in light of
P. Wilbour», The Ancient World, 6 (1983), pp. 71-93; Janssen, op. cit., 1986. <<
165-188. <<
Egypt, Warminster, 1982. Los otros dos libros son: Claire Laloutte, L’Empire des
Ramsés, París, 1985; y Franco Cimmino, Ramesses II il grande, Milán, 1984. <<