Jorge Abelardo Ramos Introducción A La América Criolla
Jorge Abelardo Ramos Introducción A La América Criolla
Jorge Abelardo Ramos Introducción A La América Criolla
América Latina ha sido siempre tributaria del mundo europeo; Estados Unidos se
agregó más tarde a la constelación de las grandes potencias que veían en el Nuevo Mundo
una gran reserva colonial. La subordinación indicada no fue solamente económica: las
grandes fuerzas internacionales elaboraron cadenas más sutiles y efectivas. Para perpetuar su
control económico y político se deformó la tradición histórica, se crearon centros políticos
diversionistas, e ideologías sustitutivas se opusieron a la formación de una verdadera
ideología nacional latinoamericana. Así fue como el marxismo, el nacionalismo y las
tradiciones democráticas sirvieron para fines totalmente distintos a aquellos que habían
justificado su existencia y desenvolvimiento en los grandes países metropolitanos.
Se hizo necesario reelaborar una visión totalizadora del pasado y del presente, en el
orden de la economía, de la historia, de la política y la cultura, para que América Latina
readquiriera su conciencia perdida. Ediciones del Mar Dulce se propone recoger, sin ninguna
clase de limitaciones de partido o facción, las mejores contribuciones a esa tarea, lo cual
significa, en el orden de las ideas, satisfacer los mismos propósitos buscados en el siglo
pasado por San Martín y Bolívar por medio de las armas. Cada generación es llamada por las
voces de un destino. Quizá a la actual le corresponda acometer y coronar la vasta empresa
sanmartiniana y bolivariana con las ideas y las fuerzas del siglo XX.
Capítulo 2
La “colonización pedagógica”
Por cierto que estos fenómenos encuentran en Europa un terreno para el debate. Al
contrario, ninguna discordia se plantea en la Argentina. Nuestra literatura más prestigiosa es
un cenotafio; la presunción oculta el vacío; nada conmueve nuestras tumbas.
Algunos críticos confían en el regreso a la religión para restaurar el eje espiritual clásico.
Otros afirman que la creciente oscuridad de la poesía y la literatura se deriva de un
agotamiento de las posibilidades de la lengua: varios siglos de creación constante habrían
originado un desgaste de las palabras y los ritmos.
El poeta se vería obligado a rehacer inevitablemente los instrumentos de su arte, a organizar
la confusión y a replegarse en un aislamiento creciente, puesto que la oscuridad lograda
promueve un auditorio restringido, formado generalmente por los mismos artistas, que se
influyen entre ellos y pierden contacto con el mundo.
Procesos reales en Europa, se desfiguran en Argentina, que no ha experimentado sus
episodios precedentes. El virtuosismo de un mundo agotado se instala entre nosotros,
reemplazando una expresión nacional genuina. Ha nacido de ese modo todo un género
atormentado (de una complejidad apócrifa) inasimilable por nuestros pueblos. Recién nacidos
a la vida histórica, ellos reclaman una literatura objetiva y manifiesta. Nuestros escritores
más afamados, nutridos de una metafísica ajena, exponen una angustia estetizante, bendecida
por Kierkegaard pero sorda y ciega ante la realidad del continente sumergido, esta Atlántida
visible subyugada por el imperialismo y excluida de la vida. ¡Qué cantera para el drama, que
tema para un nuevo orbe artístico! Pero la sociedad oligárquica no ha dejado en su estela
histórica más que parálisis, manías imitativas, poesías traducidas, argentinos indiferentes con
su país.
Al cabo de miles años de existencia. Europa adoptó el sistema capitalista. Al
desvanecerse las posibilidades internas a ese régimen. Inglaterra pudo producir un Eliot, que
mira hacia el ayer con desconsuelo, con una especie de nostalgia feudal. Eliot está en
completa libertad de introducir en sus obras numerosas citas en idiomas extranjeros, del
mismo modo que Ezra Pound, cuya sobreabundancia de erudición avergonzaría a Borges;
pero si estos ingredientes librescos matan a la poesía actual y la convierten en un producto
para sibaritas, al menos Eliot es profundamente inglés. Tiene, por añadidura, la ventaja de
que hasta puede olvidarse de serlo; la cultura nacional británica ha logrado todos sus fines,
puesto que la nación inglesa no sólo se ha constituido, sino que ha comenzado (en cierto
sentido histórico) a desintegrarse.
El caso de Borges es enteramente diferente. Esto es natural ya que varía el estado
cultural de nuestros pueblos y son otras sus exigencias. La presencia de Kafka o de
Kierkegaard en estos escritores argentinos no es menos artificial, y revela que aquella estética
que para los europeos es la etapa final de sus vísperas, para nosotros parece ser el capítulo
primero – símbolo de una dependencia espiritual sofocante-.
Wladimir Weiddlè ha escrito a propósito de Kafka y sus epígonos palabras que
merecen transcribirse:
“Cuanto más avanzamos en la lectura, más nos convencemos – la impresión se
agudiza hasta llegar a ser casi insoportable en el último capítulo de América- de que
asistimos al desenvolvimiento de una alegoría muy sutil, cuyo sentido oculto estamos a punto
de adivinar. Ese sentido lo necesitamos, esperamos que venga; la espera se hace dolorosa,
estamos como en medio de una pesadilla un segundo antes de despertar- pero nos
despertamos y el fin del relato no explica nada-. Estamos condenados a lo absurdo, debemos
errar indefinidamente en el laberinto sin salida de la existencia; y de repente comprendemos
que es esto lo que quería decir Kafka y no otra cosa. La vida no es sino tiniebla; y aquí
cuadra repetir una vez más que ya no se trata de la penumbra del sexo, del nacimiento de la
noche original, sino de las tinieblas negras de la muerte.
Un resignado odio hacia la vida, tal es el pensamiento que Kafka ha expresado
artísticamente en su obra. En apariencia, esta vasta metafísica de lo absurdo, esa meditación
de la nada, parece rechazar toda relación con raíces terrestres; sin embargo, hasta el propio
Kafka no puede ser explicado sino a través de sus características nacionales y raciales. Sus
libros debían ser inevitablemente los de un centroeuropeo, más precisamente los de un judío
de Praga: había percibido intensamente el despliegue declinante del universo europeo
tradicional, su pronunciamiento a la anarquía, la pérdida de toda esperanza. La primera
guerra mundial lo marcó profundamente, como a toda su generación, y volvió real su
desequilibrio potencial. El ahogo racial, la asfixia de una nación triturada, el ingreso a la
descomposición de todo un mundo hizo de Kafka lo que es. Desde Goethe sabemos que un
artista no engendra la realidad sino a la inversa. La desolación planetaria de Kafka es el
reflejo vacilante del mundo desolado, o dicho en términos menos literarios, de la sociedad
capitalista en bancarrota.
¿Por qué esas corrientes poseen una influencia tan notable en la literatura argentina?
La razón más válida es que nuestra literatura no es sino parcialmente argentina, sino que
prolonga hasta aquí las tendencias estéticas europeas. Su misión es traducir al español el
desencanto, la perplejidad o el hastío legitimados por la evolución de la vieja Europa.
Weiddlè comenta así este proceso de kafkismo universal:
“Kafka obedeció únicamente a su instinto estrecho pero infalible en la dirección que
tomó una vez por todas; otros han querido erigir en principio, en método lo que para él fue
una experiencia enteramente personal y profundamente vivida; y eso explica por qué las
fuerzas destructoras que él ha sabido poner al servicio de su arte y que ha encarnado en su
obra, han destruido el arte de los otros y hasta les ha prohibido realizar una obra.”
Estamos ante una observación definitiva. Podría agregarse que nuestros escritores, si
bien están al corriente y en cierto sentido forman parte de la literatura europea, lo hacen del
modo más cómodo posible. Los poetas argentinos que más se ocupan de lo mágico, lo
angélico, lo delirante o lo metafísico, están a mil leguas de rehacer en sí mismos todos los
procesos de iconoclastia, enfermedad y locura que dotaron al arte europeo de artistas en
estado salvaje. Nuestros intelectuales traducen pasiones ajenas: desarraigados, sin atmósfera
– sombras de una decadencia o de una sabiduría que otros vivieron-. De ahí que la literatura
argentina posea este carácter gris, igualitario y pedante que hastía o irrita. Si esta descripción
posee algún valor, ella nos permitiría comprender el papel jugado por Victoria Ocampo en
nuestra vida literaria.
Numerosas razones han producido en Europa la declinación cultural que comentamos.
La más importante es la crisis orgánica de la civilización capitalista en su conjunto, que
arrastra en su caída a los valores que la burguesía heredó o produjo en el período de su
ascenso triunfal. Esta crisis espiritual no puede ser revertida por medios estéticos ni por una
inmersión religiosa. La solución está en manos de la política, puesto que la raíz del problema
tiene esa índole. Pero, ¿Qué diremos, en cambio, del reflejo sombrío que esa cultura
espléndida y agonizante ejerce sobre la literatura argentina? ¿Qué diremos de la combinación
fatal de un pensamiento anti argentino formulado con las recetas de un aristocratismo
hermético? El prestigio adquirido en la literatura de nuestro país por todas las modas místicas
o semimìsticas corre parejo con el respeto hacia lo original, lo secundario y lo abstracto; un
clima nauseabundo de banalidad arrogante reina en nuestras letras. Lo universal no pasa a
través de estas oscuras literaturas de importación falseadas hasta la médula.
Una confabulación espontánea pero engendrada, sin embargo por las necesidades
objetivas de la vieja oligarquía, ha exterminado en poco más de medio siglo todos los
gérmenes de un pensamiento nacional. Derrotado el imperialismo en este sector de América
Latina, no ha sido aniquilado aún su predominio cultural. Esta revancha sutil no es menos
peligrosa para la juventud argentina que el puño de hierro de la contrarrevolución imperialista
abierta. Por el contrario, es allí, en el campo de una teoría de lo nacional donde es preciso
vencer. Tomemos como ejemplo el caso norteamericano. Estados Unidos fue un país
colonizado por los inmigrantes ingleses, que en pocas generaciones logró un desarrollo
capitalista. Si bien es cierto que no produjo todavía una cultura con rasgos propios, ha
adquirido ya una conciencia nacional. ¿Cuál es el elemento predominante de esta conciencia?
La aspiración a la hegemonía mundial, el orgullo del poder, la decisión de imponer su ley a
todos los pueblos del mundo y en primer lugar a América Latina.
Es bien evidente que el vertiginoso avance técnico norteamericano le ha exigido
desembarazarse de toda la influencia ideológica británica y elaborar a marchas forzadas una
poderosa conciencia de nación imperialista.
¿Cuáles son nuestras defensas culturales frente a este coloso? ¿Corresponde nuestra
“inteligencia” al desarrollo actual del país o es un amargo reflejo de la era oligárquica,
aislada del pueblo y hostil hacia sus conquistas? Debemos convenir que la aspiración de
Alejandro Korn (“tengamos una voluntad nacional, luego hallaremos fácilmente las ideas que
la expresan”) no se ha cumplido, en lo que concierne a la clase intelectual, incluyendo
también a alguno de sus discípulos. Existe un abismo entre la infraestructura de la sociedad y
la superestructura en nuestro país. El triunfo económico del nacionalismo sobre la oligarquía
terrateniente no ha trascendido al dominio político por la hostilidad y la ceguera antinacional
de la burguesía. Pero tampoco se expresa en el dominio teórico, donde la oligarquía y su
mandarinato aún prevalecen.
Ya Juan Ramón Peñaloza ha tenido oportunidad de señalar las características
históricas que presidieron la formación de la burguesía industrial argentina. Nos
permitiremos evocar algunas líneas:
“Esta burguesía está compuesta en gran parte de extranjeros imbuidos de cultura
extranjera, y que no han tenido tiempo de asimilarse ideológicamente al país en que viven, el
cual por otra parte, no estaba en condiciones, debido a su carácter semicolonial de ofrecer
una cultura autóctona moderna. Dependiendo como depende del imperialismo para
proveerse de materias primas, combustibles, equipos, maquinarias y procedimientos
técnicos, nada teme más que privarse de esa fuente si da algunos pasos atrevidos; el
continuo contacto que por este motivo mantienen con él refuerza aquel extranjerismo
ideológico. Frente al criollo hijo de la tierra, considerase más bien como una parte de la
burguesía europea o yanqui y comparte el odio colonizador, el menosprecio hacia el nativo y
hacia las posibilidades del país, que caracterizan al imperialismo. Sólo una fracción menor
de la burguesía nacional se integra generalmente a la causa de la Revolución Nacional,
aunque le transmite generalmente sus limitaciones y su codicia de clase tardía.”
Es preciso promover la formación de una inteligencia nacional que encuentre en el
interior del vasto país latinoamericano las fuentes de su inspiración creadora.
Espontáneamente, el sistema cultural de la factoría, generalmente teñido de “izquierdista”
para disimular su perversa índole, empuja a los intelectuales euro argentinos a calificar de
“nacionalismo reaccionario” una tentativa semejante. Es que su misma existencia se
encuentra entrelazada con el folklore europeo o sus mitos nacionales. Podría observarse que
esos mitos europeos se producen ya como formas de una decadencia, como todo lo precioso,
lo singular y lo raro, mientras que nuestras propias creencias aún no han nacido o son tan
antiguas que se las ha olvidado. Pero tampoco propongo crear un santoral autóctono; por el
contrario, tratase de destruir una ideología antinacional tanto en el plano de la historia escrita
como en el de las letras. La parte pensante del país ya sabe en qué clase de muerto civil
quisieron convertir a Manuel Ugarte; y el país entero también sabe que la nueva generación
revolucionaria no permitirá nuevos entierros de ese género. Hay temas argentinos, los más
argentinos de todos, que son verdaderos tabúes para nuestros escritores. Aún está por
escribirse una genuina biografía de Mitre, el exterminador de los caudillos populares y
organizador de la guerra del Paraguay por cuenta del capital europeo. Bien sabemos todos
que aquel que se atreva a situar a Mitre en el proceso histórico del país tendrá cerradas para
siempre las puertas de “La Nación”, prohibido su nombre en la revista “Sur”. El audaz será
definido como “nazi” o “rosista” por esas vacas sagradas de la Argentina de ayer.
La formación de esta intelectualidad argentina fue condicionada por el imperialismo
desde la victoria de Caseros. Resulta, pues, completamente lógico que sus miembros hagan
profesión de fe “internacionalista” o “universalista” frente a todas las tentativas de revaluar
nuestro pasado o de transformar nuestro presente. Amparándose tras de una cultura
apolillada, que no inspira ya respeto ni en Europa, protegen su vaciedad con el escudo de un
hermetismo literario o seudofilòsofico que retrata no sólo la profunda confusión del Viejo
Mundo, sino ante todo su propia impotencia creadora.
Ni crítica, ni literatura
En épocas lejanas hasta los estadistas argentinos traducían al castellano los clásicos
ingleses. En nuestros días Borges califica a Hudson y a los viajeros ingleses (miembros del
Intelligence Service de la época) como proveedores de una literatura argentina muy superior
al Martín Fierro. Ezequiel Martínez Estrada, más cauteloso, coincide esencialmente con
Borges, agregando por su cuenta a nuestro poema nacional inverosímiles asimilaciones con
La muralla china o la divina comedia. Martín Fierro es para Borges (denigrador irónico de
todo lo argentino) la crónica de un compadrito y cuchillero, pendenciero y semiladròn. En
algunos aspectos sitúa a Hernández por debajo de Ascasubi. Todo lo cual bastaría para trazar
un cuadro bastante completo del mundo espiritual de Borges y sus prejuicios políticos, si este
autor no nos proporcionara muchos otros testimonios directos.
Lugones llamó al Martín Fierro “poema épico”. Las reiteradas sátiras de Borges
contra esta calificación y contra el responsable de ella (en la medida que Lugones intentó
refundar una literatura nacional, encuentra en Borges un implacable crítico) nos permiten ver
que para el conjunto de la clerecía intelectual cuyo intérprete es el autor de Ficciones, la
tragedia de Martín Fierro no ha logrado desprenderse del inconsciente colectivo de la
oligarquía. Son los victimarios del gauchaje quienes se expresan en la sorda invectiva de
Borges, aquellos que barrieron a los gauchos alzados o sometieron como peones de estancia a
sus hijos. El poema de Hernández canta el réquiem de los vencidos por la oligarquía
probritánica de la época, eliminados por el Remington y el ejército de línea, expulsados hasta
más allá de la línea de fronteras. Fueron los lingüistas posteriores y los profesores
universitarios del género de Capdevila los que cubrieron el rostro de Martín Fierro con su
erudición de diccionario para volverlo irreconocible.
La interpretación del Martín Fierro parece establecer la prueba decisiva para situar a
un escritor adentro o afuera de la tradición nacional. El divorcio que generalmente se realiza
con respecto al poema y la vida de José Hernández (sus luchas políticas de federal
democrático), es una notable prueba suplementaria del espíritu de cálculo de la oligarquía y
sus sacerdotes cosmopolitas.
Característicos representantes de una inteligencia extra nacional, Borges y Martínez
Estrada serán examinados en las páginas siguientes como figuras simbólicas: críticos del
Martín Fierro, el poema nacional permitirá juzgarlos.
Borges desciende de una abuela inglesa y de un coronel unitario; su ámbito natural es
Buenos Aires. Ha vivido siempre de espaldas a la Nación. Martínez Estrada, en cambio, es un
hombre del interior. Nació en San José de la Esquina, y esa fatalidad geográfica (con sus
implicancias Psicológicas) le impide confundir el país con el puerto, lo que vuelve más
notable su condición de “alquilón” de Buenos Aires.
Martínez Estrada ha comprendido rápidamente (sus triunfos literarios comienzan en la
década infame), que si la política a secas es deleznable, la política literaria es digna de un
artista y de su prudencia. Su obra está rodeada de prestigio. Se le atribuye trascendencia
sociológica. Pese a todo, debe ser incluida en ese género anfibio del “lirismo ideológico”
propio del moderno bizantinismo literario, que aparenta encontrar su órbita en los problemas
más rigurosos. Nada hay más alejado, sin embargo, de la severidad intelectual que los
trabajos de este autor.
La interpretación de Martínez Estrada, trabajosamente fundada en dos volúmenes (1)
es ésta: José Hernández no es un hombre concreto y su Martin Fierro no es un poema épico.
El autor y su obra han sido trascendidos por un espíritu omnipotente y maligno que lo
subyuga todo y que hace de Hernández un objeto de su poder, semiconsciente de su propia
creación poética. Las criaturas de Martín Fierro se sienten presas de una fatalidad
(preferentemente griega) y su voluntad de justicia se estrella contra jerarquías anónimas
sucesivas que se levantan unas tras otras en una infinita dominación (a la manera
checoslovaca). De esta suerte, Martínez Estrada evade el problema central de la obra que es
relativamente más prosaico: la destrucción implacable de la economía natural y de sus
hombres representativos, por la ganadería y agricultura de tipo capitalista ligadas a las
potencias europeas.
En su Ensayo de interpretación de la vida argentina, Martínez Estrada ha culminado,
si así puede decirse, una carrera. Más de 900 páginas nutridas testimonian la dificultad de
nuestros escritores para entender el país en que viven. Resulta simbólico, e inesperado en
apariencia, que esta discusión en torno a una literatura nacional nos haya conducido
directamente a una interpretación del Martín Fierro. Nada más lógico, sin embargo, puesto
que el drama histórico del que Martín Fierro fue sólo una coronación constituye el momento
más importante de la historia argentina y de su literatura, así como el punto de arranque para
su inteligibilidad posterior.
Si Borges es un intelectual euro porteño completo, Martínez Estrada, en cambio,
puede ser situado más bien en la línea sucesoria de Ricardo Rojas, es decir, como un escritor
que ha sellado un compromiso con la oligarquía aunque no deja de observar el revés de la
trama. Téngase en cuenta que este autor tiene el sentido común suficiente como para corregir
sus descubrimientos embarazosos con la cortina de humo de Kafka.
Para ayudar a comprender la vida de este gaucho barbudo, sucio y violento, Martínez
Estrada llama en su auxilio a Víctor Hugo, Milton, Rabelais, Homero, Hamrun, Kafka,
Dickens, Isidoro Duncan, Gustave Flaubert, Dante Alighieri, Baudelaire, Chesterton, Goethe.
La extraña nomenclatura de sus fuentes no es el único espectáculo curioso ofrecido por esta
obra agobiadora, que trata el más nacional de nuestros asuntos sofocado por estas
autoridades.
Martínez Estrada pronuncia en este libro su auto condena. Como provinciano, no
puede ocultarse el panorama histórico del cual surgió el Martín Fierro. Aunque la palabra
oligarquía está escrita una sola vez en toda su obra, al fin y al cabo la estampa, y de las citas
abundantes se destacan algunos hechos delicados: el bestial asesinato del general Peñaloza
por las bandas enviadas por Sarmiento y Mitre; el carácter criminal de la guerra del
Paraguay; la personalidad política de Hernández como federal democrático. Pero no en vano
Martínez Estrada ha acumulado todos los premios nacionales de literatura posibles. El
provinciano se ha vuelto porteño y como porteño, esclavo del clan oligárquico. Al relatar la
vida de Hernández, cuyo sentido básico rehúsa admitir, dice que:
“Las dos acciones en pro de López Jordán, como su actuación en Paysandú al
invadir Corrientes las tropas paraguayas, son arranques de su temperamento más que de sus
ideas.”
El federalismo democrático de José Hernández no ha sido discutido hasta ahora por
nadie. Fue un luchador político que estigmatizó a la oligarquía triunfante de la provincia de
Buenos Aires, cuya acción continuaba bajo el rótulo de la “organización nacional” la misma
política absorbente que el ganadero Rosas había practicado bajo la divisa del federalismo.
Pero si Rosas negociaron con Europa y al menos le impuso condiciones, sus adversarios
entregaron todo sin escrúpulos. Hernández representaba al federalismo genuino del interior
nacional que quería constituir un país y destruir el monopolio aduanero de la europeizante
Buenos Aires. El juicio de Martínez Estrada, al considerar que los actos políticos de
Hernández (de una continuidad notable) respondía más a su temperamento que a sus ideas,
demuestra más bien cuáles son las ideas de Martínez Estrada. El diario “La Nación” premia
estos delicados servicios.
Del mismo modo que Borges y que nuestros escritores más aclamados, Martínez
Estrada encuentra en William Henry Hudson no a un publicista inglés, sino al más grande
escritor argentino. Este interesante equívoco, particularmente asombroso en boca de un
escritor profesional, es una prueba concluyente del servilismo intelectual de un país
colonizado. Para un hombre de letras parecería evidente por sí mismo que el rasgo
fundamental para definir la nacionalidad de un escritor es el idioma. Sería impropio designar
a este sensible instrumento como a un simple transmisor de sentimientos e ideas ajeno al
territorio físico e histórico en el cual se nutre; las relaciones entre el idioma y la psicología
nacional son muy estrechas. De ahí que sea imposible llamar escritor argentino a quien se
expresa en inglés, pese a que Borges considere como poetisa argentina a Gloria Alcorta, que
escribe en francés. Lo que es excusable en Borges, escritor bilingüe, resultaría más difícil en
boca de Martínez Estrada. Pero hay convenciones que no se violan. Para que Martínez
Estrada pueda hacerse disculpar por la dinastía mitrista sus incidentales observaciones sobre
la impopularidad de la guerra del Paraguay y el papel de Mitre en la supresión de los
caudillos representativos, es preciso que rinda tributo a Hudson como gran escritor argentino.
En este plano, las condescendencias de Martínez Estrada no tienen fin. Reclama una
literatura genuinamente argentina y menciona a Kafka como el artista cuyo universo
metafísico se asemeja más al Martín Fierro.
Este irresponsable espíritu de juego tiende a despojar a nuestro autor de toda culpa.
Su largo trabajo sobre Martín Fierro constituye en realidad una extensa admonición contra la
significación política de Hernández. Siguiendo los pasos de Borges, refuta el calificativo de
poema épico que Lugones discernió a nuestro canto nacional. En cada página de su obra
Martínez Estrada deja adivinar una hostilidad sustancial contra el pueblo argentino tal cual
fue y tal como es. Dice de Hernández que era
“Un hombre que no tuvo ningún interés por los problemas de la cultura. Se
desconoce que poseyera en su biblioteca un importante libro siquiera; y de haber existido
realmente tal biblioteca (sólo Avellaneda alude que existió), es de suponer que estuviera
constituida por obras populares de poetas españoles en boga y de esa clase de
publicaciones oficiales de que se nutren nuestros políticos.”
A Martínez Estrada, cuya erudición inorgánica no soporta la potencia de un creador
iletrado, le resulta inconcebible que Hernández haya podido plantarse indestructiblemente en
la vida argentina, sin haber leído a Shakespeare. Se ignora si Homero fue el hombre más
culto de su tiempo, pero es generalmente admitido que nos transmitió material para varias
bibliotecas; a nuestro Homero criollo no le hacía falta más. Observamos el toque despectivo
con que Martínez Estrada alude a “nuestros políticos”. Este desprecio latente es la expresión
del desconocimiento sustancial de la vida argentina y de la irradiación de un literato ante los
hombres que hacen la historia fuera de la Cámara de los Comunes. Por lo demás, el desprecio
a los políticos es muy habitual en los círculos de la aristocracia rural, que se considera por
encima de aquellos.
“Muy distinto es el caso de otro grande escritor nuestro-agrega- criado en el campo,
lejos de todo centro de cultura, cuya vida de pastor y de vagabundo está orientada hacia el
saber preciso, científico, conforme a las mayores exigencias del observador y del escritor.
William Henry Hudson recibió del cielo la misma gracia de conservar su alma inmune a las
contaminaciones del pensar y del sentir libresco. Él nos cuenta qué maestros tuvo,
ejemplares curiosos de excentricidad, pero también que libros encontró en la casa paterna:
Gibbon, Rollin, Milton, San Agustín, Dickens, Carlyle, Darwin.”
El método “científico “de Martínez Estrada queda iluminado con la asombrosa
asimilación entre el bardo de un pueblo de pastores que luchó con las armas en la mano
contra cuatro invasiones europeas, y el escritor británico procedente de un orbe viejo y sabio.
La “barbarie” de Hernández era más saludable y creadora para nosotros como país naciente-
podría pensarse-, que la civilización británica encarnada en el arte de Hudson, que tendía a
indiferenciarnos y a sofocar nuestro ser nacional. Como por accidente, iluminando por ideas
errantes, Martínez Estrada recapitula en ciertos momentos. Observa con aparente ingenuidad
que la Argentina tenía
“Cierto aire de establo que los viajeros perciben al desembarcar y que hizo a Ortega
y Gasset definir al país como una factoría.”
La palabra “factoría” no compromete a Martínez Estrada, no se asombre el lector: su
recurso defensivo es sumergirse en el seno de la nebulosa, pero su empleo le permite
alimentar cierto prestigio de hombre osado. Naturalmente que la Argentina tuvo y tiene
todavía en parte un aire semicolonial, sobre todo en ciertos barrios de Buenos Aires. Lo
tendrá, en definitiva, hasta que no se integre en la Confederación latinoamericana, que
realizará nuestro destino histórico. La palabra factoría atrae a Martínez Estrada únicamente
por sus efectos acústicos. No implica para él un problema especial: profundizar su sentido lo
llevaría a conclusiones peligrosas, como explicar, por ejemplo, la significación de la
oligarquía agropecuaria, del capitalismo europeo colonizador o de nuestras guerras civiles.
Implicaciones semejantes suscitan su repugnancia instintiva. Prefiere descubrir problemas
más complejos y menos comprometedores, como el del mestizaje.
“He aquí la terrible palabra, la palabra proscrita: mestizaje, clave de gran parte de
la historia iberoamericana. La tragedia de los pueblos sudamericanos en su cuerpo y en su
alma que pertenecen a dos mundos separados; el secreto de la violencia y el encono que el
mestizo lleva en su sangre y en su espíritu.”
Para nuestro autor, las incesantes luchas interiores, la mutabilidad de los regímenes
políticos, las crisis sociales, la intervención creciente del imperialismo, la agonía de la
economía natural, el predominio de la oligarquía extranjerizante, despótica e ilustrada y la
balcanización de América Latina en veinte estados ficticios, no tiene ninguna importancia.
Escapan a su visión. Su verbalismo ideológico prefiere encontrar en el fenómeno del
mestizaje producido por la fusión de los descendientes de los conquistadores y de los
inmigrantes con las razas aborígenes la clave de un “resentimiento”, de un “encono” y de una
“violencia” que constituiría el gran problema de nuestra historia. Como es natural, el papel en
blanco es inerme y acepta todo lo que se imponga. Pero un escritor laureado sabe cuáles son
los límites del pensamiento y la petit histoire del coraje intelectual. Para Martínez Estrada
“Sería ociosa toda averiguación del sentido de nuestra historia y de los demás países
sudamericanos si se prescinde del problema moral del mestizo.”
En apoyo de su indagatoria se funda en el libro más débil de Sarmiento (Conflicto y
armonía de las razas en América). De este presunto conflicto racial Martínez Estrada deriva
una conclusión:
Arrojar sobre los hombros del mestizo y de la fusión racial las desgracias de una
nación en proceso formativo, constituye una de las tesis más placenteras y más difundidas
que el imperialismo contemporáneo puede acoger en nuestros días. Nuestro autor sabe
también señalar sus autoridades. Con invariable respeto cita frecuentemente a Paul Groussac,
cuya calculada devoción por Mitre y su impermeabilidad ante la realidad argentina
constituyen sus títulos habilitantes. Al apelar a la palabra de Groussac, nada menos que sobre
el gaucho, Martínez Estrada designa como juez al abogado de Mitre, enemigo mortal del
gaucho. Pero como el prestigio del gauchaje ha llegado a ser una característica nacional
insoslayable desde el juicio de San Martín, nada le cuesta a Groussac elogiar al gaucho y
hacerlo servir a sus fines:
“Con estos mismos gauchos sufridos y aguerridos- escribe el intelectual francés-
nuestros liberales acosaron a Rosas; y con ellos, por fin, la República Argentina desalojó de
su guarida del Paraguay al dictador espeso y vulgar que aplastaba a ese pobre suelo,
históricamente tan predestinado a tan diversas tiranías”.
Significa una ceguera completa, o una verdadera burla. El mismo género de escritor
que reprocha a Hernández el hecho de que su
Es el que hace una profesión del desprecio a la política y al drama social, y destaca
generalmente su inclusión en la obra artística como un elemento extraño, partidario y
descalificador. En su afán de originalidad, o más bien en su necesidad de agotar en un
examen particularizado y extenuante el sentido central del poema. Martínez Estrada llega,
como se ve, a conclusiones sorprendentes. Lo único que resta es acusar a Martín Fierro de
ser un poema hermético. Sin embargo, así lo insinúa varias veces nuestro enredado autor.
Valéry, a quien admira nuestra “élite” literaria como a la encarnación del intelectual,
proclamó una vez su horror al desorden (esto es, a la irrupción moderna de las masas en la
creación de sus propios destinos):
“Pésale siempre el orden al individuo. Pero el desorden le hace desear la policía o la
muerte. He aquí dos circunstancias extremas en las que la humana naturaleza no se siente a
gusto. Busca el individuo una época agradable en la que sea a un tiempo el más libre y el
más válido; la encuentra hacia el comienzo del fin de un sistema social. Entonces, entre el
desorden y el orden, reina un instante delicioso. Como se ha adquirido todo el bien posible
que procura el acomodamiento de poderes y deberes ahora puede gozar de los primeros
relajamientos de ese sistema. Mantiènese todavía las instituciones; son grandes e
imponentes; pero sin que nada visible haya cambiado en ellas, apenas si conservan otra
cosa que su bella presencia; lucieron todas sus virtudes, su porvenir está secretamente
agotado; su carácter dejó de ser sagrado o bien le resta sólo lo sagrado: la crítica y los
desprecios las debilitan y las vacían de todo su valor inmediato y el cuerpo social pierde
suavemente su porvenir. Es la hora del goce y del consumo general.”
Esta inusitada predilección policial de Valéry no debería extrañar a nadie que conozca
las fuentes genuinas en las que se alimenta la moderna cultura francesa: su imperio colonial
en crisis es el que provee la plusvalía necesaria para que en París sus intelectuales adoren de
rodillas, simultáneamente, el espíritu puro y la policía colonial, custodia del orden en las
plantaciones de las selvas africanas. Tampoco pueden sorprendernos las ideas políticas de
Borges, representante de nuestra “élite” local. En su libro Otras inquisiciones, este autor
publica una página significativa. Se trata de una nota reveladora titulada Anotación al 23 de
agosto de 1944, fecha de la retirada alemana de París. Fue un día de celebración memorable
en los fastos de la oligarquía porteña. Se lanzó a la plaza Francia- en su barrio, en su órbita- a
festejar la recuperación de París, su patria primera y probablemente su auténtica patria y la de
sus mayores, enriquecidos por las vacas y refinados por Montmartre. Naturalmente, para las
masas trabajadoras argentinas ese día no tuvo ninguna significación especial: estaban
ocupadas en organizar sus sindicatos y en preparar la defensa de sus condiciones de vida que
la propia aristocracia vacuna intentaría arrebatarles un año después en esa misma plaza de
Buenos Aires. El proletariado argentino no sabía hablar francés.
A Borges, en cambio, ese día lo incitó a practicar ese tipo de literatura explícita que
habitualmente aborrece. La jornada elegante le inspiró una página política. Como en todos
los momentos decisivos de la historia, hasta los teólogos se hacen políticos. Un literato puro
como Borges debió participar de algún modo en esa crisis civil. No se trataba, por cierto, de
una manifestación espontánea suscitada por el retorno de París a manos francesas. Por el
contrario, el verdadero sentido del acto en plaza Francia era intentar reprochar el intento,
confuso pero intento al fin, del 43 de la recuperación del país por manos argentinas. Nadie se
engañó a ese respecto. Pero Borges, que tampoco se lo ocultaba, pudo escribir más tarde, ya
con intención retrospectiva, que el acontecimiento le había suscitado
“Felicidad y asombro... el descubrimiento de que una emoción colectiva puede no ser
innoble.”
Esta voluntad de aristocracia que resulta en un Eliot de un despecho feudal por el
plebeyismo moderno del imperio que lo mantiene, en Borges y congéneres se revela más bien
grotesca. No nace de la exigencia interior de un país que no registra ninguna participación en
las Cruzadas y cuyos títulos de nobleza se remontan a los primeros Shorthorn importados. Lo
que se trata de señalar es que Borges repite en castellano las inflexiones despectivas que Eliot
pronuncia en inglés; en verdad, todo el irrealismo militante de Borges es el seudónimo
estético que utiliza para insistir en que no pertenece a la literatura argentina, sino a una forma
sutil de penetración dialectal de la cultura imperialista europea en nuestro país. Borges es
consciente de esto y triunfa ampliamente en su tarea. Su desdén irónico hacia el pueblo
argentino es un ingrediente particular del desprecio imperialista europeo hacia un país que
rehúsa perpetuarse como colonia.
Veamos ahora que es lo que Borges opina sobre el Martín Fierro de Martínez Estrada:
“El Martín Fierro ha sido materia o pretexto de otro libro capital: Muerte y
transfiguración de Martín Fierro, de Ezequiel Martínez Estrada. Tratase menos de una
interpretación de los textos que de una recreación; en sus páginas un gran poeta, que tiene
la experiencia de Melvilla, de Kafka y de los rusos, vuelve a soñar enriqueciéndolo de
sombra y de vértigo, el sueño primario de Hernández. Muerte y transfiguración de Martín
Fierro inaugura un nuevo estilo de crítica al poema gauchesco. Las futuras generaciones
hablaran del Cruz, o del Picardía de Martínez Estrada, como ahora habla del Farinata de
De Sanctus o del Hamlet de Coleridge.”
El letrado que juega con ideas y que encuentra sumamente agradable la farsa
intelectual, es considerado el primer escritor argentino. El caso de Borges presenta, a nuestro
juicio, uno de los ejemplos más flagrantes de irresponsabilidad en nuestra literatura de
importación.
En su opúsculo denigratorio titulado El Martín Fierro (Ediciones Columba, 1953,
Buenos Aires), Borges juzga que
“Para nosotros el tema del Martín Fierro ya es lejano y de alguna manera exótico;
para los hombres de mil ochocientos setenta y tantos era el caso vulgar de un desertor que
luego degenera en malevo.”
Es inevitable un disentimiento con esta enunciación despectiva. Ella prueba por el
contrario, que el tema de Martín Fierro no es en modo alguno lejano y que tampoco es
exótico. Una observación al pasar: para Borges, el Hamlet de Coleridge (¡no el de
Shakespeare, el de Coleridge!) es una figura familiar, propia, constante; en cambio, el Martín
Fierro de Hernández es un documento inactual, exótico y turbio. Lo nacional es exótico; lo
extranjero propio. El sueño de Hernández es primario; la “recreación” de Martínez Estrada
está enriquecida de “sombra y vértigo”. Todo esto resulta algo cómico.
Los valores están invertidos aquí. Borges no soporta lo argentino. Y como en el
Martín Fierro se expone lo nacional en función del drama del pobrerío de la época, le repele
doblemente: como canto argentino y como protesta social.
En el espíritu de Borges y de toda su clase, el Martín Fierro se ha convertido en peón
de estancia, en obrero industrial, en “cabecita negra”.
Las grandes líneas de la historia argentina se renuevan y se manifiestan con una
asombrosa continuidad. No, los hombres de mil ochocientos setenta y tantos que
consideraban el asunto de Martín Fierro como “el caso del vulgar desertor que luego
degenera en malevo” no eran todos los argentinos, sino por el contrario, una muy pequeña
parte de ellos. La inmensa mayoría del país estimaba que el caso de Martín Fierro no era un
caso vulgar congénere de la crónica policial o epítome del malevaje orillero. Por el contrario,
el país entero, que no vivía en Buenos Aires, vio en el poema una trascendencia que no fue
advertida por los Borges de la época, obsesionados por la llegada del buque-correo de
Marsella. La publicación del poema despertó en el interior del país un interés tan profundo
que, en los primeros siete años de su aparición, se vendieron 150.000 ejemplares de Martín
Fierro, incluidas las ediciones legales y las clandestinas. Esta difusión grandiosa puede
resultarle a Borges una de las tantas sorpresas aritméticas nacida de la ingenuidad y bastardía
de masas primitivas. Si se tiene en cuenta que jamás, ni antes ni después, ningún libro
argentino o europeo alcanzó en nuestro país una tirada tan importante, es preciso convenir
que este folleto de 1872 debía ofrecer al pueblo del país algo más sugerente que un simple
pretexto para el análisis gramatical del señor Tiscornia o para la metafísica brumosa de
Martínez Estrada. Queda en pie de manera incontestable que la más grande creación estética
de nuestro pueblo nació como resultado de las luchas civiles y fue, desde el primer momento,
reconocida, adoptada y asimilada por vastas masas del país. El más intenso momento literario
que poseemos, que nos define con caracteres propios, es un poema íntimamente ligado a la
psicología y a la tradición vital de los argentinos. Aun exquisitos como Borges o Martínez
Estrada deben inclinarse ante la propagación irresistible de un poema fundido con nuestros
orígenes históricos. Se le debe en grado importante al siempre alerta Unamuno el haber
obligado a nuestra casta intelectual a reconocer la existencia del poema. A propósito del
escritor vasco, nuestra cipayerìa intelectual no se fatiga en comentar el pensamiento de
Unamuno, español que se enorgullecía de serlo y que lo era hasta los tuétanos. ¿Pero qué
ocurre en este país al escritor que se atreva a ahondar el tema de lo nacional? ¿Qué crédito
mereció Lugones, que también tenía la pasión argentina, admirada por nuestros intelectuales
en Unamuno solamente porque es europeo? A Unamuno le perdonaron siempre sus caprichos
políticos y arbitrariedades ideológicas, en aras del “espíritu puro”. Pero a Lugones no se le
perdonó nada, no porque hubiera proclamado “la hora de la espada”, sino simplemente
porque buscaba confusamente un camino propio. Dicho esto último, conviene advertir que
esta idea no implica un juicio estético sobre la obra global de Lugones.
La derrota artística que las masas desposeídas infligieron póstumamente a la
oligarquía porteña con el Martín Fierro, suscita la invariable hostilidad de Borges. Es
interesante registrar sus impresiones, porque Borges, a diferencia de Martínez Estrada dice
todo lo que piensa:
“El Martín Fierro tiene mucho de alegato político: al principio no lo juzgaron
estéticamente, sino por la tesis que defendía. Agréguese que el autor era federal ( federable
o mazorquero se dijo entonces); vale decir que pertenecía a un partido que todos juzgaban
moral e intelectualmente inferior. En el Buenos Aires de entonces todo el mundo se conocía y
la verdad es que José Hernández no impresionó mucho a sus contemporáneos.”
Esto es cierto. En Buenos Aires todos se conocían, tanto los que se habían puesto a
sueldo de la flota francesa como los descendientes del gauchaje que luchó en la Vuelta de
Obligado. Pero el hecho de que “todos juzgaban moral e intelectualmente inferior” al partido
de Hernández, es una parte de la verdad. La verdad entera es que ese “todo Buenos Aires”
estaba formado por los importadores de toros ingleses, de casimires de Manchester, o de
sillas de Viena, y sólo constituía la minoría insignificante del pueblo argentino, cuyos ojos
estaban fijos aún en el osario de las montoneras aniquiladas por el ejército de línea y el
partido de los caballeros de levita. Borges corrobora su aserto apelando a la prosa desdeñosa
de Groussac:
“En 1883 Groussac visitó a Víctor Hugo; en el vestíbulo trató de emocionarse
reflexionando que estaba en casa del ilustre poeta, pero “hablando en puridad me sentí tan
sereno como si me hallara en casa de José Hernández, autor de Martín Fierro.”
La subestimación evidente que Groussac sentía hacia la Argentina, inmenso baldío en
el que estaba obligado a vivir, se manifiesta aquí plenamente. La sonrisa aprobatoria de
Borges ante ese desprecio indisimulado no necesita mayores comentarios. A Borges todo lo
argentino le produce una curiosidad distante, como a un argentino de la clase alta que ha
perdido el seso por Europa. Conviene señalar que no todo lo que resta del viejo patriciado
comparte al “snob” que hay en Borges. Jamás le ha perdonado a Lugones que escribiera El
Payador y que definiera al Martín Fierro como un poema épico.
“Lugones siempre había sentido lo criollo; pero su estilo barroco y su vocabulario
excesivo lo habían alejado del público.”
Borges no odia el estilo de Lugones, sino al artista que intentó, en un medio hostil,
indagar las raíces de lo nacional. Así, subalternizado el intento de Lugones de establecer los
precedentes de una literatura propia, arguye Borges que el autor de Poemas solariegos
escribió El Payador con el objeto de acercarse al público, de conquistar auditorio. Esto define
por entero a Borges. Desechando la interpretación de Lugones, nuestro erudito concluye
ásperamente que era una “imaginaria necesidad” que Martín Fierro fuera épico y que, al fin
de cuentas, sólo se trata
“del caso individual de un cuchillero de 1870.”
El “humus” social sobre el que reposa el Martín Fierro es rechazado ásperamente por
Borges.
Con las mismas razones rechaza el juicio de Rojas, que estima la vida del gaucho
Martín Fierro como la vida de todo el pueblo argentino. Pero Calixto Oyuela, “con mejor
acierto”, de acuerdo a la opinión de este orfebre, escribió:
“El asunto de Martín Fierro no es propiamente nacional ni menos de raza, ni se
relaciona en modo alguno con nuestros orígenes como pueblo ni como nación políticamente
constituida.”
Preferimos no discutir la solvencia de Calixto Oyuela para evaluar a Hernández.
Como se ve, a Borges no le repugna restaurar fósiles cuando le conviene. Urgido por un afán
de precisión agrega:
“¿Qué fin se proponía Hernández? Uno limitadísimo: la relación del destino de
Martín Fierro por su propia boca.”
Este galimatías no es una definición, pero reviste un gran interés político. La
liquidación sangrienta del gauchaje y su reflejo poético constituyó para Borges un drama
“limitadísimo”. Si tal es su opinión sobre la suerte de un pueblo temporalmente vencido, no
estima del mismo modo la piratería ingloriosa de los lanceros británicos que conquistaron la
India:
“Los ingleses que por impulsión ocasional o genial del escribiente Clive o de
Warring Hasting conquistaron la India, no acumularon solamente espacio sino tiempo; es
decir experiencia, experiencias de noches, de días, descampados, montes, ciudades, astucias,
heroísmos, traiciones, dolores, destinos, muertes, gentes, fieras, felicidades, ritos,
cosmogonías, dialectos, dioses, veneraciones.”
Es posible que acumularan todo eso, y también libras esterlinas y océanos de sangre.
Pero el lector argentino puede aprender por la pluma de Borges cómo se escribe la historia
del mundo. De esta manera podrá explicarse por qué Kipling, el vencedor, reunió más
imágenes memorables que Hernández, el vencido. Para el imperialismo británico Borges tañe
su lira. Al gauchaje informe le reserva su desprecio. Sus observaciones históricas no son
incidentales: obras todas en mismo sentido. Con toda desenvoltura afirma que
“El más resuelto y secreto defensor de Montevideo fue el mismo Rosas, muy suspicaz
de un crecimiento peligroso de Oribe.”
Original interpretación del período del bloqueo, que permite insinuar al lector un
olvido altamente conveniente de que la flota francesa y los comerciantes de esa nacionalidad
radicados en Montevideo, tenían intereses y armas suficientes para emprender por sí mismos
esa tarea. Recuérdese que gran parte de la emigración unitaria colaboró notablemente a ese
esfuerzo de la segunda Troya, cuyos presupuestos se discutían en el palacio Borbón. Cuando
se habla de Montevideo, Borges prefiere generalmente evocar el nacimiento de Lautrèamont,
el poeta, o de Supervielle, el banquero. Deja en el tintero a Canning, que concibió el Estado-
tapón para debilitar a la Argentina y balcanizar más aún al continente. Son olvidos propios de
su artista: Martínez Estrada también incurre en ellos.
1
Faltaban muchos años todavía, cuando se escribió este ensayo, para que América Latina deslumbrase al
mundo con la novelística de García Márquez, Carpentier o Vargas Llosa.
conciencia nacional. Una teoría de lo nacional latinoamericano expresa ya la fundamentación
de una cultura con rasgos autónomos.
Un alemán admirado por los escribas coloniales-Spranger- declara que
“el impulso que movía a la juventud alemana a volverse con marcada insistencia
hacia las fuentes originales de su propia cultura, esa tendencia general, visible en todas
partes, a revalorar sus formas primigenias de conciencia debe calificarse de proceso
pedagógico cultural de gran estilo.”
Una tarea semejante tiene ante sí la juventud de Argentina y América Latina. Es
preciso advertir que la teoría de lo nacional no puede confundirse en modo alguno con una
teoría de lo argentino. Somos parte indivisible de un territorio histórico ligado por la unidad
de idioma. La realización de la unidad política latinoamericana será el corolario natural de
nuestra época y el nuevo punto de partida para un desarrollo triunfal de la cultura americana,
nutrida en su suelo y, por eso mismo, universal.
Los Estados Unidos de América Latina al mismo tiempo que transformarán los modos
de vida de centenares de millones de almas incorporándolas a la historia mundial,
modificarán también sus modos de pensamiento y borrarán las fronteras artificiales entre una
cultura de plenitud y la reseca sabiduría de los mandarines.
Toda revolución genuina debe ser popular y encarnarse en símbolos e ideologías
simples y accesibles a las masas. El falso intelectual, servidor de la contrarrevolución, se
mofa de la ingenuidad de algunos de estos símbolos y de esa ideología; el verdadero,
desentraña su profundo sentido aclarando la contradicción aparente en el triunfo tan
aplastante de ideas tan vulgares. Esto último es por supuesto más difícil. Pero ninguna
revolución genuina consolidará su triunfo si no transforma su hegemonía política, transitoria
por naturaleza, en hegemonía espiritual. La Revolución francesa resistió varias restauraciones
por la obra de los enciclopedistas y sus continuadores. La revolución popular argentina será
inevitablemente derrotada si no consigue superar el primitivismo de sus fórmulas originarias
y batir en su propio campo a la ideología de la oligarquía imperialista. Esta victoria
intelectual, puesto que figura en los cálculos del publicista que su transformar en resurrección
la crisis literaria argentina, sino a entregar a la clase trabajadora la herencia política y
espiritual que la historia le señala.
Capítulo 3
2
Véase “Historia de la Nación Latinoamericana.” Edición Legasa, Buenos Aires, 1985.
El propio Bolívar se irritaba contra el doctor Francia (y con razón), por la obstinación
con que el dictador del Paraguay se oponía a toda intervención extraña en el Paraguay y a
toda participación paraguaya fuera de su territorio. Esa fortaleza amurallada, cuyo símbolo
fuera “El Paraguayo Independiente”, como se llamaría luego el periódico de los López,
herederos de la República del Supremo Dictador, era algo monstruoso, y al mismo tiempo
digno de admiración. La colección de apasionantes documentos de la época de Francia,
laboriosamente reunidos y seleccionados por el doctor José Antonio Vázquez 3, nos
aproximará hacia una de las figuras más notables de la historia hispanoamericana. Pero
dichos documentos no pueden decirnos todo.
Al fin y al cabo, y desechando las inocentes pesquisas científicas fundadas en las
“neurosis de los hombres célebres” de los tiempos de Ramos Mejía, ¿Quién era el doctor
Francia? ¿Cuál era el origen del poder que le permitió gobernar treinta años? ¿Cuáles eran
sus ideas políticas?
En esta breve nota sólo recordaremos que la “misantropía” del Supremo Dictador era
la personificación psicológica de un hecho político que ni Francia ni el Paraguay habían
buscado. Los intereses de la burguesía porteña de Buenos Aires le dictaban su conducta:
abandonar a su suerte el destino de la Patria Grande que habían concebido Artigas, San
Martín y Bolívar. Sólo aspiraba a conservar la hegemonía de la Aduana de Buenos Aires y
monopolizar el tráfico del comercio internacional en manos de Buenos Aires. La gran
provincia había usurpado los derechos de las restantes del Virreinato al desaparecer el Rey de
España. En lugar de organizar la Nación, disponiendo para ella las rentas aduaneras del mejor
puerto, el grupo porteño y bonaerense declaró de su exclusiva propiedad la ciudad, la pradera
y el puerto. Como decía Alberdi, esa Aduana era la fuente del Tesoro y del Crédito Público en
la época. Con esa alcancía, que llenaban todos los argentinos y administraban para sí
solamente los porteños, el comercio de las provincias del Litoral y del Paraguay quedaba
estrangulado. Por tal causa la oligarquía de Buenos Aires puso precio a la cabeza de Artigas,
Protector de los Pueblos Libres y el más grande caudillo popular que haya memoria en la
América del Sur.
Se tendrá presente que Artigas no fue tan sólo jefe de una provincia, como sus infieles
lugartenientes Ramírez y López, o el famoso estanciero Juan Manuel de Rosas, sino que se
propuso confederar a la vasta heredad hispanocriolla en una nación: fue un revolucionario
agrario, fue un proteccionista industrial y fue un soldado de la unidad rioplatense. Esa misma
oligarquía determinó el enclaustramiento del Paraguay, que sólo podría comerciar mediante
la arteria vital del Plata. Así expatriaron a San Martín, degollaron a los caudillos del interior,
dieron un golpe de Estado e impusieron de presidente a Rivadavia, socio de los inversionistas
ingleses.
Esa burguesía voraz, que ya había privado a San Martín en el Perú de los recursos
necesarios para completar su campaña de independencia continental, no sólo asfixió al
Paraguay, sino que también libro a la “soberanía” a las provincias del Alto Perú. Con el
célebre leguleyo Casimiro Olañeta, doctor “dos caras” de la antigua Charcas, esas provincias
se declararon independientes de las Provincias Unidas de Sudamérica para tranquilizar a sus
propietarios de minas e indios del Altiplano, que hasta ese momento vivían enfermos por el
temor de verse obligados a trabajar sin beber la sangre de los hijos de Atahualpa.
En suma, la oligarquía pampeana y sus socios comerciantes de Buenos Aires perdieron la
Banda Oriental, el Alto Perú (hoy Bolivia) y el Paraguay.
Sólo acariciaban contra su reseco corazón la Aduana de Buenos Aires; y se reían del
mundo entero.
De este modo es posible explicarse, sin historiadores ingleses ni psiquiatras criollos,
la personalidad política del doctor Francia. Una vez que lo encerraron bien encerradito, lo
acusaron de ser insociable. Francia les pagó en la misma moneda: ¡Pero a qué precio! Trazó
3
“El Dr. Francia visto por sus contemporáneos” por José Antonio Vázquez, Edición EUDEBA, Buenos Aires.
alrededor del Paraguay una frontera de hierro en el sentido más literal de la expresión, pues
fabricó cañones y los emplazó en los lugares estratégicos. Durante treinta años no dejó
ingresar ni salir a nadie de su tierra. A quien entraba al Paraguay le resultaba muy difícil salir;
y Quién llegaba a salir era casi imposible que volviera a entrar. El naturalista francés
Bonpland anduvo por esos lugares buscando plantitas y especies raras; tuvo la desgracia de
pisar suelo paraguayo. El Supremo ya no lo soltó. La Europa entera clamó por su libertad,
pero el doctor Francia se mantuvo inflexible. Hasta Bolívar, que de alguna manera era un
personaje universal que había vivido en París y era un civilizado, se sintió por un momento
seducido a tentar la empresa napoleónica de librar una guerra para librar al sabio. Pero este
hombre duro no había aparecido al azar en la historia del Paraguay.
Detrás de él estaban los guaraníes, base étnica del pueblo paraguayo. Y la Compañía
de Jesús, que había erigido con las Misiones un obstáculo a los bandeirantes que cazaban
indios a fin de venderlos en el Brasil. También los encomenderos disputaban a los jesuitas el
derecho de reducir guaraníes para explotarlos como esclavos. Cuando las Misiones fueron
expulsadas a fines del siglo XVIII dejaron una tradición de economía agraria sin grandes
terratenientes. Este hecho perduró hasta los López. Sólo se estableció la gran propiedad
parasitaria en el Paraguay después de la Guerra de la Triple Alianza. En realidad, a Francia y
a los López los sostuvo una clase campesina de pequeños productores relativamente
prósperos.
El trágico error del doctor Francia fue el de aceptar el terreno elegido por sus
adversarios, que eran adversarios de la causa nacional de la América Latina: un Paraguay
aislado no podía ser sino víctima propicia de los grandes imperios y de sus Virreyes locales.
Defendió la soberanía gallardamente, pero su fatal limitación histórica le impidió la única
política que podía haber cambiado la historia de su época: unirse a Artigas y a Bolívar para
destruir a la burguesía porteña, limeña y bogotana – la historia no lo quiso así- y echar las
bases de la Nación Latinoamericana. Al caudillo oriental, lo acogió en la hora de la derrota.
Artigas vivió treinta años en el Paraguay, pero Francia no lo conoció personalmente, pues
siempre rehusó hablar con él. En cuanto a Bolívar, sólo respondió negativamente con una
carta altiva al ofrecimiento del Libertador de Colombia de establecer relaciones con los
pueblos latinoamericanos.
Defendió de ese modo a su patria chica de las turbulencias revolucionarias; pero
abandonó a la Patria Grande. Un cuarto de siglo después de su muerte, se desencadenaba
sobre el aislado y orgulloso Paraguay heredado por los López una tempestad de hierro y
fuego. La historia dirimía la polémica sobre una política “nacional” fundada sobre una
provincia. O las provincias se unían para la Nación, o las oligarquías regionales y sus amos
extranjeros triunfarían sobre cada una de las provincias por separado.
El doctor Vázquez nos introduce en el universo del Supremo Dictador. Veámoslo
actuar cada día como jefe supremo, instructor de milicias, componedor de matrimonios
desavenidos, juez civil, tribunal inapelable del comercio exterior y director de obras públicas.
Todo lo hacía, todo lo veía, lo resolvía todo. Hombre ilustrado y consagrado con una pasión
excluyente al servicio público, su desinterés, su ausencia de toda vanidad y su temple eran
realmente dignos del gran pueblo que lo sostuvo. Esto acentúa la tragedia que abrumará
luego al Paraguay como resultado de la política porteña.
Pero la historia fluye todavía y quizá pueda enseñar a los latinoamericanos que deben
borrar para siempre, primero en su conciencia y luego en la realidad, toda frontera interna.
Pues reunir las partes sangrantes de una patria dividida será la tarea más trascendental que
pueda acometer la generación de nuestra América Latina del siglo XX para que nuevamente
la humanidad pueda recordar las palabras con que Hegel saludó al estallido de la revolución
francesa:
“Era pues una espléndida aurora. Todos los seres pensantes celebran esta nueva
época. Una sublime emoción reinaba en aquella época, un entusiasmo del espíritu
estremecía el mundo, como si por primera vez se lograse la reconciliación del mundo con la
divinidad.” En el lenguaje hegeliano la divinidad era la Diosa razón de Robespierre; y para
nosotros será la profunda racionalidad que pondrá fin a la prehistoria mítica de una América
harapienta donde todos sus héroes, como el doctor Francia eran siempre héroes derrotados.
Capítulo 4
Capítulo 5
Al día siguiente de cerrar Mariátegui sus ojos para siempre, comenzó la disputa
política en el Perú sobre la verdadera naturaleza de sus ideas. Esta polémica no ha terminado
todavía. Mariátegui, ¿era o no marxista? ¿Cuáles fueron en realidad, sus relaciones en el
nacionalismo pequeño burgués peruano, esto es, con el aprismo? La vitalidad de la discusión
reposa sobre un asunto de la mayor importancia. Pues del duelo teórico entre la categórica
aserción de Mariátegui de que “la revolución latinoamericana será socialista o no será” y el
puro anti-imperialismo del APRA, aunque no encierra todos los términos del problema, alude
sin duda a la controversia tan actual sobre el carácter histórico- político de la revolución en
América Latina. Tanto los stalinistas, como los ultraizquierdistas y en cierto modo los
apristas, pretenden confiscar para su propio bando la figura del luchador desaparecido. En un
curioso homenaje tributado por Luis E. Heysen en 1930, el dirigente aprista llamaba a
Mariátegui “bolchevique d’annunziano”. Estas palabras irreverentes desataron una batalla de
invectivas entre apristas y stalinistas que seguramente no enriquecerá la historia de las ideas
en Perú.
Las tres figuras más notables del pensamiento revolucionario del Perú son Manuel
González Prada, José Carlos Mariátegui y Víctor Haya de la Torre. El primero era un
anarquista aristocrático, introductor del modernismo literario y de la polémica anticlerical
que hacía furor en Francia por esa época. González Prada es la figura principal de la
generación positivista, un escrupuloso artista del verbo que proclama la urgencia de romper
con la tradición española y la herencia colonial. Su contribución a la lucha social del Perú es
señalar al indio como al protagonista de la vida nacional. A diferencia de otros escritores e
intelectuales de América latina, que se complacían en las experiencias estéticas, cuyas
fórmulas importaban de Europa, González Prada tenía el temperamento de un agitador. En el
teatro Politeama de Lima pronunció un discurso en 1888 donde observó este hecho
fundamental:
“No forman el verdadero Perú las agrupaciones de criollos y extranjeros que
habitan la faja de tierra situada entre el Pacífico y los Andes; la nación está formada por las
muchedumbres de indios diseminadas en la banda oriental de la cordillera.” Setenta años
antes, Simón Rodríguez, el magnífico maestro de Simón Bolívar, escribía lo siguiente:
¿Cuáles son las causas de la ruptura de Mariátegui con Haya de la Torre? ¿Cuáles son
las relaciones entre Mariátegui y la Internacional Comunista? El tema merecerá un estudio
particular. El jefe del aprismo no había ocultado nunca su resistencia a comprometerse con el
marxismo al que la revolución rusa y la Internacional Comunista de los tiempos de Lenin y
Trotsky habían impuesto su sello. Su declaración en un banquete de Londres acerca de que el
APRA era en el Perú algo análogo al Kuo-Ming Tang chino, era la doctrina oficial de los
grupos apristas. La tesis de Haya, con la que Mariátegui rompió, era la siguiente:
1ª El imperialismo que en los países avanzados es la última etapa del capitalismo,
resulta ser la primera en los países atrasados. En otras palabras, reviste un papel progresivo,
al despertar las dormidas fuerzas productivas.
2ª Como en los países latinoamericanos, precisamente por su escaso desarrollo
histórico, la clase obrera o no existe o es insignificante, no corresponde fundar un partido “de
clase” sino formar un “Frente de trabajadores manuales e intelectuales”, integrado por varias
clases, para realizar la revolución antiimperialista. Esta revolución será la primera etapa de
una larga evolución que al crear las condiciones materiales para la aparición de un
proletariado y de una industria permitirá pasar en el futuro a la sociedad socialista.
Haya de la Torre desarrolló estos puntos de vista, a nuestro juicio profundamente
erróneos, como parte de un notable esfuerzo para repensar América Latina como un todo.
Nunca la pequeña burguesía latinoamericana se había elevado tan alta para apreciar el
presente y futuro de América Latina como un “bloque nacional” y no, según lo tenían y
tienen por costumbre los patriotas parroquiales y los izquierdistas cipayos posteriores, como
un revoltijo turbulento de repúblicas bananeras, endemoniadamente distintas y opuestas las
unas con las otras. Con Haya de la Torre retorna el pensamiento bolivariano, ligeramente
marxistizado (puesto que, a la manera de los mencheviques rusos, Haya, como un “deus ex
machina” otorgaba a cada clase social y a cada régimen social su papel en el vasto proceso de
la historia universal e indicaba ceremonialmente el momento de la entrada a la escena de
cada uno).
La política stalinista posterior a 1930 va a sembrar la desolación en América Latina.
La muerte de Mariátegui, de una parte, y la expansión y arraigo de masas del aprismo, por el
otro, permitirán a Haya de la Torre por un tiempo ocupar toda la escena. En apariencia, no
había en el Perú otro camino que el que ofrecía un gran caudillo nacionalista socializante,
puesto que las tácticas espasmódicas del stalinismo obedecían únicamente a los cambios de
frente de la diplomacia soviética, como en los restantes grupos stalinistas del mundo.
En definitiva, Mariátegui, poco antes de morir, había roto con el aprismo y con el stalinismo
por las siguientes razones:
Su ruptura con el aprismo obedecía a la renuncia de Haya de la Torre a concebir a la
clase obrera como a la clase dirigente de la revolución nacional latinoamericana.
Su ruptura con el stalinismo en la Conferencia de Montevideo (de 1929) se produjo a
causa de la resolución imperativa de dicha conferencia para luchar en el Perú por el
establecimiento de las Repúblicas Quechua y Aymarà como Estados independientes. De ese
modo, los burócratas stalinistas concebían la cuestión indígena peruana como una cuestión
nacional. Los “delegados de la Internacional” pretendían aplicar al Perú semi-colonial la
consigna leninista de la autodeterminación. Pero al revés de lo que sucedió en el imperio
zarista, donde Lenin planteaba a los pueblos oprimidos por el yugo gran-ruso el “derecho a
separarse”, en América Latina la consigna debe expresar el “derecho a unirse”, puesto que ya
el imperialismo se reservó el de dividirnos. Mariátegui, con acierto, consideraba que ese
problema estaba absorbido por la cuestión agraria. Lejos de comprender que la cuestión
nacional del Perú consistía en integrarse con el resto de los estados latinoamericanos para
formar la Nación latinoamericana inconclusa, el stalinismo propendía a fragmentar más
todavía a América Latina, agregándole dos nuevos países a la abundante floresta institucional
de la balcanización.
El libro de Luis Alberto Herrera sobre la “Misión Ponsonby” reviste un doble interés 4.
En primer término, exhibe una impresionante cantidad de documentos copiados en el archivo
de Foreign Office de Londres, de los que brota elocuentemente el papel decisivo
desempeñado por la diplomacia inglesa, en especial por Canning y Ponsonby, en la creación
del Uruguay como Estado independiente. En segundo lugar, la obra arroja una luz peculiar
sobre la historia de las ideas políticas en la sociedad uruguaya y, sobre todo acerca del
pensamiento de un célebre caudillo político de la tierra purpúrea, Luis Alberto Herrera.
Durante varias décadas, hasta su muerte en 1959, Herrera fue la figura central del
viejo Partido Nacional o Blanco. Su autoridad en dicho movimiento, que participó varias
veces en el gobierno de su país, sin lograr triunfar electoralmente nunca, salvo en el último
año de la vida de Herrera, fue inmensa. Era un hombre de vasta ilustración histórica y un
astuto jefe político a la criolla. Había montado a caballo en su juventud en las guerras civiles
junto al legendario Aparicio Saravia y remontando caballadas en las estancias próximas a la
frontera en medio de un remolino de lanzas, pero también había almorzado pulcramente en el
Palacio de Buckingham con el rey Jorge V de Gran Bretaña (y emperador de la India).
Herrera era el prototipo del gauchi-doctor, característico de las pampas regadas por el Plata
en una época desaparecida para siempre. Había iniciado el revisionismo histórico en su país
con el drama del 65, donde examina la política del mitrismo porteño y el aniquilamiento del
Paraguay. En la guerra del Chaco militó en las filas del ejército paraguayo, pues creía en la
unidad de destino de paraguayos y orientales y temía una nueva catástrofe sobre la tierra de
Solano López. Durante la segunda guerra imperialista de 1939-1945, la mayoría de la clase
media del Uruguay prestaba su apoyo a la causa de los aliados anglo-franco-yanquis y
deseaba intervenir en algún modo en el conflicto. Herrera defendió tenazmente la neutralidad.
Sus adversarios, incluidos los comunistas, lo acusaron de “nazi” y pidieron la cárcel para él.
Se opuso igualmente a la instalación de bases militares extranjeras en el Río de la Plata, negó
su concurso al gobierno en 1950 para enviar tropas uruguayas a la guerra de Corea, como lo
exigía el gobierno de los Estados Unidos y fue el único y declarado amigo de Perón en un
Uruguay liberal, democrático y antiperonista durante la década 1945-1955.
¿Cómo se explica, entonces, que este libro constituya la más asombrosa apología al
imperio británico que se haya escrito jamás fuera de Inglaterra? Para colmo, este himno en
prosa al genio político de Canning lo escribe un oriental en recordación del papel jugado por
Ponsonby en la creación de la República del Uruguay, lo que equivale a decir que se trata de
un homenaje escrito a la fragmentación de las Provincias Unidas del Río de la Plata. Esta
feroz paradoja sólo puede ser descifrada a la luz de la evolución sufrida por la sociedad
uruguaya desde la conclusión de las guerras civiles.
Cuando Herrera se incorpora a la vida política de su país en la década del 90, la
sombra de Artigas comienza a corporizarse. Había sido arrojado a un abismo de olvido
después de la derrota a manos de los porteños y del portugués; pero después de hundirse su
proyecto de una Nación sudamericana, federando las provincias, una de ellas se erigía en
Nación y transformaba al unificador olvidado en su héroe de bronce. Herrera forma sus ideas
en una Banda Oriental que desde hace medio siglo se llama Uruguay. Es un país fundado con
la garantía británica, que disfruta de una economía agraria floreciente incrustada en el sistema
mundial de Gran Bretaña.
A semejanza de la Argentina, Uruguay empieza a desarrollarse como una gran planta
fabril de productos cárneos, que abastece sin competidores los mercados europeos, gracias a
los bajos costos derivados de la fertilidad natural de las mejores tierras del mundo. Separado
4
Editado por Eudeba en 1975 y degollado por su director, el socialista Luis Pan en 1977. Ver nota introductoria
de este libro.
por Canning de las viejas Provincias Unidas del Río de la Plata , poseedor de una gran
pradera, de una hermosa capital y de un excelente puerto de profanidad natural, el Uruguay
se constituye en un país que prospera gracias a las ventajas climáticas, a una población
reducida y a la protección de la gran amiga británica.
Mientras América Latina esclavizada se consume en el hambre, el Uruguay se revela
como un notable ejemplo de instituciones democráticas, con su apacible Capitolio Blanco,
una especie de Westminster criollo que funciona sin sobresaltos y donde los oradores no
cargan pistolas. La relación estructural entre el intercambio de lanas, carnes, cueros y
cereales y la importación de artículos industriales está respaldada por una renta agraria que
permite a un millón de orientales gozar del nivel de vida de una ciudad europea, sin salir de
la condición de una República compuesta de pastores y burócratas. Aunque esa rara felicidad
depende de las carnes rojas, se explica la satisfacción reinante en el Uruguay por cuanto
semejante estado se prolonga desde comienzos de siglo hasta iniciarse la década del 60. Su
fase culminante se puede situar entre 1904 y 1930, entre la muerte de Aparicio y la crisis
mundial. Pero como un régimen de producción determinado engendra una sociedad de rasgos
específicos, el Uruguay, nacido de una pradera abundante, ofreció a la mirada de América
Latina fenómenos que jamás pudieron reproducir los enfermizos Estados latinoamericanos,
salvo en los textos vacíos de sus admirables constituciones; una gran clase media propietaria
de viviendas confortables; un régimen provisional de retiros sin paralelos (una sola persona
podía llegar a acumular hasta tres o cuatro jubilaciones: había jubilados de 40 años); una
clase obrera pequeña y relativamente bien remunerada; el mejor índice de escolaridad de
América Latina; la más baja proporción de nacimientos; el más bajo índice de mortalidad;
irrestrictas libertades públicas, un partido socialista librecambista y un partido comunista
admirador a la vez de Stalin, de Batlle y de Franklin Roosevelt. Muchos liberales extasiados
emitieron la opinión de que tales maravillas eran el resultado del buen funcionamiento de las
instituciones parlamentarias, que a su vez permitía la prosperidad. Jauretche señaló
marxìsticamente (¡quién lo diría!) que, por el contrario, si las instituciones democráticas
funcionaban bien esto se explicaba por la prosperidad. Jóvenes jubilados, una rica y refinada
literatura, profusión de becados por el Consejo de Cultura Británica o por el Departamento de
Estado que se lanzaban a conocer el mundo, abundancia de alimentos y de libros, prensa de
izquierda para satisfacer a un público ávido de información sobre las revoluciones lejanas,
protección a las madres solteras, a los niños y ancianos, ley de divorcio, ferrocarriles y
servicios públicos nacionalizados (hasta el expendio de leche), mutualizaciòn generalizada de
la medicina, ese admirable Uruguay se enfrentaba pacíficamente cada cuatro años, en fecha
electoral. Los dos partidos históricos, el Colorado y el Blanco, llegaron a sellar un pacto
bastante simbólico de semejante sociedad: el partido triunfador se reservaba el60% de los
cargos públicos; y el derrotado, disponía del 40% restante. A este convenio equitativo, la
prensa uruguaya designaba risueñamente como “el reparto de las achuras”.
En ese Uruguay británico surgido de la balcanización de América Latina y, de algún
modo, beneficiario de dicha balcanización, se formó Herrera. En procura de alguna
justificación histórica escribió La Misión Ponsonby. Del presente libro, se desprende lo
siguiente: Artigas no fundó el Uruguay; lo fundó Ponsonby. El Protector de los Pueblos
Libres se había propuesto construir una gran federación de provincias con un gobierno
central. Ponsonby, en nombre del imperio, dijo a Roxas y Patrón:
“El gobierno inglés no ha traído a América a la familia real de Portugal para
abandonarla. Y la Europa no consentirá jamás que dos estados, el Brasil y la Argentina,
sean dueños exclusivos de las costas orientales de la América del Sur, desde más allá del
Ecuador hasta el cabo de Hornos”.
La vida de Herrera conoce tres etapas fundamentales: su juventud, que transcurre en
los últimos años de la estancia criolla y del enfrentamiento declinante entre ese mundo
arcaico y los nuevos intereses urbano- rurales ligados a la época exportadora encarnada por
Batlle y Ordoñez. En la segunda etapa de su existencia, el Uruguay conoce un bienestar y una
lozanía económica y social sin precedentes. Es el período en que Herrera compone La Misión
Ponsonby. En la tercera, que es la de su vejez, luego de la prueba de la segunda guerra
mundial y del crepúsculo del Imperio Británicos, que a duras penas puede garantizarse a sí
mismo y mucho menos estaba en condiciones de garantizar al Uruguay. Herrera va
cambiando radicalmente los puntos de vista que expone en La Misión Ponsonby. El Uruguay
posterior a 1945 aún se mantiene en píe, goza todavía serenamente del premio a su
insularidad, pero ya se insinúan en el horizonte los relámpagos de una crisis irresistible.
Herrera advierte la significación de los nuevos tiempos. Daré aquí un testimonio personal,
que excusará el lector. Conocí a Herrera en 1950, en Montevideo. Me sorprendió su simpatía
y declarada estima por mi libro América Latina: Un País, que el diputado peronista de origen
conservador José Emilio Visca acababa de secuestrar en la Argentina. En dicho libro me
permitía designar al Uruguay como a la “Gibraltar en el Río de la Plata”. Afirmaba
categóricamente mi convicción de que Canning había intervenido en nuestro río padre para
debilitarnos y para fortalecerse. Al darme un abrazo, el viejo caudillo me dijo:
Cuidado mi amigo con sus verdades, que lo van a colgar.
Sentí, en ese momento, que Herrera era otro y que el autor de La Misión Ponsonby
había dejado de existir en 1930. No hay nada de extraordinario en ese cambio. El Uruguay se
precipitaba hacia una crisis irrevocable, y los jóvenes ilustrados de buena familia que se
habían iniciado en las filas del Partido Socialista intemporal y aséptico fundarían más tarde
el movimiento de los Tupamaros. Buscaban oscura y heroicamente las huellas perdidas de
una vieja historia olvidada. Eran los rastros de Artigas que montaba de nuevo a caballo y se
disponía a romper en pedazos los tratados de Ponsonby. En aquel 1928 en que Herrera reúne
en Londres los documentos que ahora publicamos por primera vez desde esa fecha, cada
uruguayo (y Herrera, con su intuición de historiador y de político) advertía que la paz interna
y el nivel de vida de la Banda Oriental, eran una verdadera bendición, un nirvana único y
deseable. Nadie quería renunciar a él. Ángel Floro Costa había titulado un libro sobre el
Uruguay precisamente así: Nirvana. Ni en el Uruguay de 1928 ni en la Argentina de la misma
época, podía encontrarse un solo “antiimperialista inglés”. En el mejor de los casos había una
legión de “anti yanquis” que protestaban por las tropelías norteamericanas en el Caribe. Pero
Raúl Scalabrini Ortiz era impensable en 1928 en ambas márgenes. De algún modo había una
conformidad general implícita en el hecho de que las relaciones con Gran Bretaña eran tan
normales como podían serlo. Faltaba la perspectiva histórica para descubrir que habían sido
relaciones óptimas, si se tiene en cuenta que los ingleses, en otras partes del mundo, habían
empleado la brigada ligera para asumir su control directo en las regiones rebeldes. Justamente
Scalabrini Ortiz encuentra después de 1930, en la lectura de La Misión Ponsonby, las pruebas
de que Inglaterra era la autora de la segregación del Uruguay. Antes de esa fecha, el gran
escritor argentino se consagraba a la literatura. Destruido el mito del patrón oro y la ciega
seguridad de las colonias, el sector más militante de la pequeña burguesía argentina,
procedente del radicalismo – FORJA- se lanza, con Jauretche y Scalabrini Ortiz, a la
búsqueda de los orígenes. Se encontrarán con La Misión Ponsonby. Pero también la apología
de Herrera se trueca por obra de la bancarrota mundial y del papel que en dicha bancarrota
juega Gran Bretaña, en la prueba para condenarla. El mismo libro servía, año 1930 por
medio, para dos tareas opuestas.
Es muy singular que Artigas, al enterarse por boca de los amigos que van a buscarlo al
Paraguay para que regrese, que se ha escrito en la Banda Oriental una constitución y fundado
una República, rehúse volver con estas palabras: “Ya no tengo patria.” Su patria era más
grande. En 1928, Herrera dedicó el libro que glorificaba a Ponsonby de este modo: “A mi
patria.” Treinta años más tarde, los estancieros, importadores, industriales y banqueros que
había engendrado la insularidad, y que se aprovecharon de ella, conducían al despreocupado
Uruguay de la era británica a la dictadura militar. Ponsonby realmente había muerto y Artigas
estaba más vivo que nunca.
Capítulo 7
La victoria de Malvinas