Smith Clark Ashton - Terror en Marte
Smith Clark Ashton - Terror en Marte
Smith Clark Ashton - Terror en Marte
TERROR EN MARTE
Traducciónes de: Gra, urijenny, Arturo Villarubia, Joaquín Llinás
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Yo he leído con gran interés la publicación del simposio sobre Ciencia Ficción del
invierno de 1949. Ya que tú has expuesto tan hábilmente las principales deducciones que
puedan extraerse del evento, me limitaré a unos pocos comentarios, por así decirlo. Por un
lado, me sorprendió el hecho de que la mayoría de los participantes (exceptuando al doctor
Keller) fracasaron en enfatizar suficientemente el aspecto histórico del tema y estuvieron
exclusivamente preocupados con su desarrollo contemporáneo. Si bien es seguro, que para
una apropiada comprensión del género y la fantasía en general, algunas consideraciones
deben ser dadas sobre sus raíces en la literatura antigua, el folklore, la mitología, la
antropología, el ocultismo, y el misticismo.
Quedé bastante sorprendido al ver que nadie mencionó a Luciano de Samósata,
Apuleyo y Rabelais entre los padres fundadores del género, puesto que los tres son de
primordial importancia. Luciano fue un satírico y un escéptico quién, en forma de ficción
imaginativa, se dedicó a «desprestigiar» las supersticiones religiosas y a contender con los
filósofos de su tiempo; siendo, podríamos decir, de alguna manera semejante a Aldous
Huxley, quién a su vez ha satirizado la ciencia moderna. Apuleyo, tomando prestada la
trama de una obra de Luciano en el Asno de Oro, expresó por otro lado, el poder y glamour
de la hechicería, que era considerada como ciencia por la mayoría de sus contemporáneos;
y su libro, en la parte final, se sumerge profundamente dentro del misticismo, el cual es al
parecer eterno y común a todas la mentes humanas de todas las épocas. La omisión de
Rabelais es particularmente sorprendente, pues él no sólo fue el primero de los modernos
satíricos fantasiosos, pero también uno de los primeros en desarrollar el tema de la Utopía
(tan explotado desde entonces) en su Abadía de Thelema, la cual —debo agregar—, es la
única Utopía ficticia en la cual personalmente me interesaría habitar.
Otra cosa que me dejó desconcertado fue las supersticiones éticas mostradas por
algunos de los contribuyentes, supersticiones propias de muchos de los fanáticos de la
Ciencia Ficción, en oposición a los devotos de la fantasía pura. Tales fanáticos son
obviamente amantes de lo imaginativo y lo fantástico, restringidos más o menos en la
indulgencia de sus preferencias, por un sentimiento de que la ficción que ellos consumen
debe proceder (sin importar cuan remoto sea su última partida) de lo que es corrientemente
considerado como hecho probado y delimitado por las leyes naturales. De lo contrario,
existe algo reprensible en la inclinación de su disfrute sin entrar en el viejo problema de la
Ética más Arte, o Ética versus Arte, de lo cual sólo puedo decir, desde mi propio punto de
vista, que la mejor aplicación de la ética es en la esfera donde manifiestamente no se está
aplicando: es decir, el uso práctico de los descubrimientos científicos e invenciones. La
literatura imaginativa sería más feliz y más fructífera con sus alas libres; y la esfera de su
experiencia sería más amplia.
Lo que más me complació acerca del simposio fue la preeminencia dada a Wells y a
Charles Fort, y la inclusión de tu antología Strange Ports of Call. Yo pudiera mencionar
libros de mi propia predilección, como una completa lectura de Ciencia Ficción, que fueron
ignorados y subestimados por los contribuyentes. De estos, el libro de Huxley, After Many
a Summer Dies the Swan es probablemente el más sobresaliente desde una perspectiva
literaria. Es una hermosa y ostentosa sátira acerca de los resultados tras el éxito de la
inmortalidad. El Dark Chamber de Leonard Cline, puede ser mencionado también, pues
describe con singular poder, la regresión de un ser humano al fango primordial. De paso,
debemos mencionar La Historia Verdadera de Luciano, porque ésta contiene el relato de lo
que sería el primer viaje interplanetario, la historia de un fantástico viaje a la luna. ¡Algunas
veces considero que Freud debe ser incluido entre los maestros modernos de de la Ciencia
Ficción! Pero nadie puede multiplicar los títulos sin agregar nada de permanente valor y
significado literario.
El lugar estaba vacío, con la desnudez de una catacumba abandonada desde siglos.
El suelo y las paredes oxidadas no reflejaban ni un destello de las luces movedizas de las
linternas. El camino se empinaba suavemente y los muros mostraban la marca de las aguas
a unos dos metros de altura. No cabía duda de que la caverna había sido en eras anteriores
un canal subterráneo del río. Había quedado limpia de residuos y parecía el interior de
alguna conducción ciclópea.
Ninguno de los tres aventureros era excesivamente imaginativo ni propenso a perder
los nervios. Sin embargo, todos se sentían extrañamente impresionados. Detrás del silencio
sepulcral, de cuando en cuando parecía oírse un debilísimo rumor, como un susurro de
mares perdidos en las profundidades. El aire estaba ligeramente cargado de inexplicable
humedad, y sentían el roce de un soplo de aire casi imperceptible en sus caras. Lo más
extraño de todo era un efluvio indefinible que recordaba a la vez el hedor de excrementos
de animales y el olor peculiar de los habitantes de Marte.
—¿Crees que encontraremos algún tipo de vida? —inquirió Maspic olfateando el
aire dubitativamente.
—No es probable —Bellman rechazó la suposición con su contundencia habitual—.
Los vortlups salvajes evitan el Chaur.
—Pero es cierto que se nota algo de humedad en el ambiente —persistió Maspic—.
Esto significa agua, debe de haberla en alguna parte, y si hay agua también debe de existir
vida..., tal vez de algún tipo peligroso.
—Tenemos nuestros revólveres —dijo Bellman—, pero dudo que los necesitemos, a
no ser que encontremos buscadores de platino rivales —añadió cínicamente.
—Escuchad —Chivers habló en un susurro—. ¿No oís?
Los tres se habían detenido. En algún lugar de las tinieblas que se extendían ante
ellos oyeron un sonido prolongado e inexplicable que llegó a sus oídos lleno de
modulaciones incongruentes. Parecía producido por el roce de algún metal contra las rocas,
y también tenía algo del crujido de mil mandíbulas devoradoras. El sonido disminuyó al
cabo de unos momentos hasta parecer perderse en la lejanía.
Es muy raro —Bellman admitió la evidencia a regañadientes.
—¿Qué puede ser? —preguntó Chivers—. ¿Uno de los monstruos subterráneos de
que hablan los marcianos?
—Has escuchado demasiados cuentos nativos —le reprobó Bellman—. Ningún
terrestre ha visto jamás ninguno de estos monstruos. Se han explorado muchísimas
cavernas profundas de Marte, y se sabe que las del Chaur, como ésta, están desprovistas de
vida. No puedo imaginarme qué es lo que ha producido este sonido, pero en interés de la
Ciencia me gustaría averiguarlo.
—Empiezo a sentir escalofríos —dijo Maspic—, pero si vais vosotros, yo también.
Sin argumentarlo más, los tres exploradores continuaron su avance por la caverna.
Anduvieron a buen paso unos quince minutos, al cabo de los cuales distaban ya casi
un kilómetro de la entrada. El suelo seguía en pendiente como si hubiese sido el cauce de
un torrente. También la conformación de las paredes había cambiado: se veían estratos
inclinados de roca metálica, y huecos profundos en los cuales no penetraban los haces de
luz de las linternas.
El aire se había hecho más pesado, y la humedad era ya evidente. Se respiraban
efluvios de agua estancada y aquel otro olor de bestias y habitantes de Marte se había hecho
más intenso hasta el punto de convertir en fétida la atmósfera.
Bellman conducía el grupo. De pronto, su linterna le reveló el borde de un
precipicio donde el antiguo canal terminaba abruptamente su curso en una sima cuyas
paredes caían a plomo hacia incalculables profundidades. Llegando hasta el mismo borde
exploró con la luz de su linterna el abismo, descubriendo únicamente la pared escarpada
que se hundía en la obscuridad sin fin.
Tampoco pudo iluminar la pared opuesta de la sima, que tal vez se encontraba a
muchos kilómetros de distancia.
—Parece que hemos llegado al final del recorrido —observó Chivers.
Mirando a su alrededor, cogió un pedazo de roca del tamaño de un puño y lo lanzó
tan lejos como pudo sobre el abismo. Los tres terrestres quedaron a la espera del sonido que
debía producir al chocar con el fondo; pero transcurrieron largos segundos sin que llegara a
ellos sonido alguno desde las tenebrosas profundidades.
Bellman procedió a examinar los bordes gastados de los márgenes finales del canal.
A la derecha descubrió una pendiente que orillaba el abismo y se prolongaba hacia una
distancia indefinida. Su iniciación era un poco más alta que el del cauce del canal, y era
accesible mediante unos peldaños naturales formados en la roca. El borde tenia una anchura
de unos dos pasos, y su suave inclinación, evidente comodidad y regularidad sugerían la
idea de que era una antigua senda trazada frente al precipicio. Sobre ella la pared se
curvaba bruscamente formando un rústico medio arco.
—Aquí está nuestra ruta hacia el destino —sentenció Bellman—, y el camino no
parece difícil.
—¿Qué ganaremos siguiendo adelante? —dijo Maspic—. Por mi parte estoy harto
de obscuridad. Y si encontramos algo de seguir adelante, será una cosa sin valor... o
desagradable.
Bellman dudó.
—Tal vez tengas razón. Pero me gustaría seguir esta senda lo suficiente para
formarme una idea de las dimensiones del precipicio. Tú y Chivers podéis esperarme aquí
si es que tenéis miedo.
Chivers y Maspic, aparentemente, eran incapaces de admitir cualquier temor que
pudieran sentir. Siguieron a Bellman por la senda que bordeaba el precipicio, y arrimados al
muro de roca. Sin embargo, Bellman caminaba despreocupadamente paseando la luz de su
linterna por las sombras que llenaban el abismo.
A medida que los tres hombres proseguían su camino, crecía en ellos la impresión
de que caminaban por un sendero construido artificialmente. Pero, ¿quién podía haberlo
hecho y utilizado? ¿En qué épocas olvidadas y para qué propósitos enigmáticos fue
concebido? La imaginación de los tres hombres se hundía en las profundidades del inmenso
precipicio de las interioridades de Marte, llenas de tenebrosas amenazas.
Bellman notó que la pared se iba curvando suavemente. Sin duda la senda bordeaba
circularmente la sima. Tal vez se trataba de una espiral lenta e inmensa que descendía más y
más hacia el corazón de Marte.
Caminaban guardando silencio. Quedaron horriblemente sobrecogidos cuando
volvió a llegarles desde las tinieblas el mismo extraño sonido que habían escuchado
anteriormente. Ahora sugería otras cosas: el roce era más áspero y el ruido suave de
mandíbulas activas se parecía vagamente al de patas de animales que chapoteasen en un
líquido.
El sonido era inexplicable, terrorífico. Parte de su poder sobrecogedor consistía en
una sugestión de cosa remota, que parecía confirmar la enormidad de lo que lo causaba y
resaltaba aún más la profundidad del abismo. Escuchado en aquel rincón de un desierto sin
vida, sobrecogía y trastornaba.
Incluso Bellman, siempre intrépido, empezó a sucumbir ante el horror informe que
surgía como emanación de las noches eternas.
El sonido fue aumentando para luego cesar completamente, dando la impresión de
que se producía directamente debajo de la pared perpendicular del abismo.
—¿Retrocedemos? —preguntó Chivers.
—Es lo mejor que podríamos hacer —asintió Bellman inmediatamente—.
Requeriría una eternidad explorar este lugar.
Empezaron a desandar el camino recorrido a lo largo del borde del precipicio. Los
tres, con aquel sentido extra aguzado que avisa la proximidad de un peligro oculto, se
encontraban ahora turbados y alertados. Aunque del golfo subterráneo no surgía ahora
sonido alguno, los expedicionarios notaban que no estaban solos. De qué modo
sobrevendría el peligro o en qué forma, no podían saberlo, pero sentían una alarma, que era
casi pánico. Tácitamente, ninguno de ellos lo mencionaba, ni se comentaba el terrorífico
misterio con el que se habían encontrado de un modo tan fortuito.
Maspic iba ahora un poco más adelantado que los demás. Habían ya recorrido por lo
menos la mitad de la distancia del viejo canal de la caverna, cuando su linterna, iluminando
unos veinte pasos adelante del sendero, descubrió un grupo de figuras blancuzcas situadas
en fila, de tres en fondo, que bloqueaban el camino. Las linternas de Bellman y Chivers, al
acercarse éstos, alumbraron con espantosa claridad las caras y los miembros de la
vanguardia del grupo, cuyo número era imposible determinar.
Las criaturas permanecían absolutamente inmóviles y silenciosas, como si
estuviesen aguardando a los exploradores.
Eran en general similares a los aihais o naturales de Marte. De cualquier modo,
parecían representar un tipo extremadamente degenerado y aberrante; y la vellosidad
musgosa de sus cuerpos denotaba largos años de vida subterránea. También eran de talla
más pequeña que la de los aihais adultos, de aproximadamente un metro y medio de altura.
Poseían los enormes orificios nasales, las grandes orejas, los torsos abombados y las
extremidades delgadas de los marcianos..., pero ninguno de ellos tenía ojos.
En las caras de algunos se percibían vagas, rudimentarias hendiduras donde debían
de haber estado los ojos. En los rostros de otros había cuencas profundas y vacías que
daban la impresión de haberles sido extirpados sus globos.
—¡Dios mío, parecen fantasmas! —gritó Maspic—. ¿De dónde habrán salido? ¿Qué
querrán?
—No puedo imaginarlo —se estremeció Bellman—, pero nuestra situación es
bastante crítica... a no ser que vengan en son de paz. Deben de haber estado escondidos en
los recovecos de la caverna superior.
Marchando en dirección al terrorífico grupo, y con Maspic encabezando la fila de
exploradores, interpeló a aquellas criaturas en la gutural lengua aihai, muchos de cuyos
vocablos apenas podían articular los terrestres. Algunos de los seres monstruosos se
movieron con desasosiego, emitiendo unos sonidos ásperos y chirriantes que guardaban
muy poca semejanza con la lengua marciana. Era evidente que no podían entender a los
terrícolas. Por otra parte, el lenguaje de los signos era igualmente ineficaz, debido a su
ceguera.
Bellman alzo su revolver indicando a sus compañeros que hiciesen lo mismo.
—Tenemos que pasar —dijo Bellman—, y si nos lo impiden...
El chasquido del seguro fue más concluyente que la terminación de la frase.
Como si aquel sonido metálico hubiese sido una señal esperada, el grupo de seres
ciegos se puso de súbito en movimiento hacia los terrestres. Era como una masa de
autómatas... un irresistible avance de máquinas sincronizadas y metódicas, obedeciendo las
órdenes de algún poder oculto...
Bellman apretó el gatillo una, dos, tres veces contra la primera densa fila de
monstruos. Era imposible fallar. Pero las balas fueron tan ineficaces como guijarros
arrojados contra la corriente de un torrente. Los seres sin ojos no se tambalearon, aunque de
dos de ellos empezó a escaparse el fluido amarillo-rojizo que los marcianos tenían por
sangre. Uno de los monstruos, indemne, y moviéndose con una seguridad diabólica atrapó
el brazo de Bellman con unos dedos largos y membranosos haciéndole soltar el revólver
antes de que pudiese apretar de nuevo el gatillo.
Sin embargo, extrañamente, la criatura no intentó despojarle de la linterna que
Bellman sostenía con su mano izquierda. Este vio el destello metálico de su "Colt" al
hundirse en las profundidades del abismo, lanzado por la mano del marciano. Después los
cuerpos blancos y musgosos avanzaron horriblemente por el estrecho camino y se lanzaron
sobre él de tal modo que con su proximidad le impidieron cualquier resistencia. Chivers y
Maspic, después de disparar unas pocas balas, se vieron también despojados de sus armas,
pero asimismo, por alguna razón desconocida, siguieron en posesión de sus linternas.
El episodio había durado tan sólo unos instantes. Las filas de los monstruos, alguno
de los cuales había sido abatido por las balas de los terrestres, volvieron a cerrarse
apretadamente, rodeándolos y empujándolos otra vez por el sendero que conducía a las
profundidades. Las filas delanteras, incluidos los tres exploradores caminaban hacia
delante, y era imposible para los expedicionarios intentar la retirada.
Fuertemente apresados por los brazos, impulsados por la masa de seres invidentes,
cesaron lentamente en su resistencia. Mermados en sus facultades por el horror de la
situación y el miedo a perder sus linternas, no pudieron hacer nada contra aquel torrente
arrollador y fantasmal que los avasallaba. Vacilando sobre el sendero que cada vez se
estrechaba más sobre el abismo y pudiendo únicamente ver las espaldas de los seres que les
precedían, se convirtieron en tres miembros más de aquella formación de seres
subterráneos.
Tras ellos parecían haber dejado señalizaciones desconocidas que indicaban
implacablemente el camino. Al cabo de un rato de marcha, los terrestres empezaron a sentir
completamente paralizadas sus potencias físicas y mentales. Les parecía que ya no
caminaba como seres humanos, sino con el paso automático y veloz de las cosas que los
custodiaban. La inteligencia, la voluntad e incluso el terror quedaban anulados por el ritmo
inhumano de aquellos pies abismales. Disminuidos por ello, y con la sensación de vivir una
irrealidad espantosa, hablaban sólo de cuando en cuando, y con monosílabos que parecían
haber perdido todo su significado. Los seres ciegos permanecieron completamente
silenciosos... no se oía sonido alguno excepto el de miles de pasos que retumbaban sobre el
suelo.
Siguieron caminando. Lentamente, tortuosamente, la ruta se curvaba hacia dentro
como si fuese la escalera interior de una Babel ciega. Los terrestres notaban que habían
andado en círculo muchas veces, en una terrorífica espiral. Pero el sentido de la distancia
había desaparecido y la verdadera extensión del golfo abismal era inconcebible. Excepto
por la luz de sus linternas, la noche era eterna y absoluta.
Después de lo que les pareció una eternidad, el empuje de la masa de seres que los
conducían cesó. Bellman, Chivers y Maspic sintieron que disminuía la presión ejercida
contra ellos por los cuerpos blancos. Notaron que se mantenían de píe por sus propios
medios, aunque en sus cerebros continuaba latiendo la conciencia inhumana de haber
efectuado un descenso terrible.
La razón y el horror, volvieron lentamente. Bellman levantó su linterna y sus rayos
recorrieron circularmente la masa de marcianos muchos de los cuales se dispersaron en una
caverna, que se abría al final del sendero. Sin embargo, otros seres permanecieron muy
cerca de ellos, como si los estuviesen vigilando. Se movían prestamente ante cualquier
movimiento de Bellman, como percibiéndolos mediante algún sentido desconocido.
Muy cerca, a la derecha, el suelo terminaba bruscamente. Dirigiéndose hacia el
borde, Beliman vio que la caverna era una cámara abierta en la pared perpendicular. Lejos,
muy lejos en la obscuridad, un río fosforescente se movía de un lado a otro. Un viento lento
y fétido impregnó su olfato, y volvió a escuchar el sonido de mil cosas que chapoteaban en
un líquido.
Retrocedió rápidamente. Sus compañeros estaban examinando el interior de la
caverna. Parecía como si hubiese sido construida artificialmente; porque enviando una y
otra vez las luces de sus linternas contra las paredes, descubrieron una enorme columnata
adornada con bajorrelieves profundamente esculpidos. ¿Quién los había cincelado y
cuándo? Eran problemas tan insolubles como el del origen de la senda sobre el precipicio.
Los detalles esculpidos eran obscenos, demenciales y trastornaban la vista con un choque
violento, sugiriendo la mano de un artífice extrahumano de malignidad inmensa. El lugar
era agobiante, oprimía los sentidos y atenazaba el cerebro. Toda la pared parecía tapizada
de obscuridad; la luz y la visión eran efímeros intrusos en aquel dominio de la ceguera. De
cualquier modo que fuese, los terrestres tenían la convicción de que la huida era imposible.
Les invadía un extraño letargo. Ni tan siquiera comentaron su situación. Estaban agotados y
permanecían silenciosos.
Grupos de marcianos aparecieron provenientes del lejano resplandor, con el mismo
aspecto de autómatas controlados que marcaba todas sus acciones, se dirigieron de nuevo
hacia los tres hombres y los condujeron hacia el interior de la caverna.
Paso a paso, se vieron otra vez formando parte de una procesión horripilante. Las
columnas obscenas se multiplicaban y la caverna profundizaba pareciendo no tener fin.
Débilmente al principio, pero cada vez con más intensidad a medida que avanzaban, se iba
apoderando de ellos una insidiosa sensación de modorra. Intentaron rebelarse contra ella,
porque la modorra era hija de aquélla.
Entre los gruesos y altos pilares, el suelo ascendía hacia algo que parecía un altar
situado sobre siete peldaños piramidales. En su parte superior había una imagen de metal
pálido no más alta de un metro, pero de una monstruosidad que sobrepasaba toda
imaginación.
El terror y la modorra extraña que invadía a los tres hombres creció aún más cuando
vieron la imagen. Tras ellos los marcianos se movían agitadamente como fieles que se
inquietan ante su ídolo. Bellman sintió una presión sobre su brazo. Al volverse vio que
tenía tras él una aparición de aspecto inusitado y sorprendente. Aunque pálido y velludo
como los habitantes de la caverna y con sus órbitas vacías, aquel ser era evidentemente un
hombre.
Iba descalzo y sobre su cuerpo había únicamente unos harapos de color caqui que
parecían haber sido destrozados por el uso. Su pelo y barba, blancos y recubiertos de moho,
estaban indescriptiblemente sucios. Debía haber sido tan alto como Bellman pero había
quedado encorvado y reducido a la misma talla que los marcianos cavernícolas. Su aspecto
era el de un ser absolutamente demacrado. Temblaba y mostraba una apariencia de casi
total idiotez y desesperación. El terror estaba grabado en sus facciones.
—¡Dios Santo! ¿Quién es usted? —gritó Bellman sorprendido.
Durante unos instantes, el ser balbució unas palabras ininteligibles, como si hubiese
odiado los vocablos del lenguaje humano o no pudiese articularlos. Finalmente, graznó
débilmente unas silabas entre pausas y jadeos entrecortados:
—Ustedes son terrestres... ¡Terrestres! Me han dicho que les habían capturado...
como me capturaron a mí... entonces yo era un arqueólogo... mi nombre era Chalmers...
John Chalmers. Hace muchos años... no sé cuántos. Vine al Chaur para estudiar las ruinas
antiguas. Me capturaron... Estas criaturas de la caverna... Desde entonces he estado aquí...
No hay huída posible. El Habitante se cuida de ella.
—¿Pero quiénes son estos seres? ¿Y qué quieren de nosotros? —preguntó Bellman.
Chalmers pareció hacer un esfuerzo para coordinar sus pensamientos. Su voz se
hizo más clara y serena.
—Son un resto degenerado de los yorhis, la antigua raza marciana que floreció antes
de los aihais. Todo el mundo los cree extinguidos. Las ruinas de algunas de sus ciudades
todavía existen en el Chaur. Por lo que pude averiguar (ahora sé hablar su lenguaje), esta
tribu se refugió en las cavernas huyendo de la deshidratación del Chaur. Siguieron las aguas
del canal subterráneo del lago submarciano que existe en el extremo de este golfo.
"Son algo más que animales en la actualidad; y adoran un monstruo horrible que
vive en el lago... El Habitante... La "cosa" que anda por encima del acantilado. El ídolo que
ven sobre el altar es una imagen del monstruo. Ahora van a empezar una de sus ceremonias
religiosas y quieren que ustedes participen en ella. Estoy aquí para instruirles... Será el
principio de su iniciación en la vida de los yorhis.
Bellman y sus compañeros al oír la extraña declaración de Chalmers sintieron una
mezcla de repulsión y temor de pesadilla. El rostro blanco, sin ojos, y barbudo de la criatura
que estaba entre ellos parecía albergar casi la misma degradación que percibían en los
habitantes de la caverna. Aquel ser apenas tenía apariencia humana. Sin duda, había llegado
a aquel estado debido al terror y los horrores de su larga cautividad en las tinieblas, entre
una raza desconocida.
—¿En qué consiste la ceremonia? —preguntó Bellman después de un intervalo de
silencio.
—Vengan y se lo mostraré.
En la voz quebrada de Chalmers había un extraño acento. Empezó a caminar ante
Bellman, ascendiendo los peldaños de la pirámide con una soltura y seguridad que
demostraban una larga familiaridad con el lugar. Como si viviesen un sueño, Bellman,
Chivers y Maspic le siguieron.
La imagen no se parecía a nada que hubiesen visto anteriormente en el Planeta
Rojo... ni en sitio alguno. Estaba recubierta de un extraño metal que parecía más blando y
ligero que el oro, y representaba un animal dotado de un gran caparazón que casi cubría su
cabeza y sus patas. Era algo que recordaba en cierto modo una tortuga. La cabeza era
venenosamente chata, triangular... y no tenía ojos. De las comisuras de la boca de trazo
cruel sobresalían dos largas trompas en cuyos extremos había un apéndice parecido a una
copa. La "cosa" estaba dotada de dos filas de cortas patas que surgían en intervalos
uniformes por debajo del caparazón. En su parte trasera una doble cola se levantaba por
encima del cuerpo. Los pies del monstruo eran redondos y parecían pequeños medios
globos.
Inmunda y bestial como un ramalazo de locura, la figura del ídolo parecía reinar
sobre el altar. Turbaba la mente con un horror lento e insidioso. Se apoderaba de los
sentidos, sumiéndolos en un profundo estupor.
—¿Y esto realmente existe? —Bellman creyó oír su propia voz a través de una
tupida cortina de nieblas, como si fuese otro quien hablase.
—Es el Habitante —murmuró Chalmers; se inclinó sobre la imagen y con dedos
crispados que temblaban en el aire pareció acariciarla—. Los yorhis lo construyeron hace
mucho tiempo —prosiguió—. No sé cómo fue hecho... y el metal con que lo moldearon no
se parece a ningún otro... es un nuevo elemento... Hagan lo mismo que yo..., y ya no les
importará mucho la obscuridad... No encontrarán a faltar sus ojos aquí, ni los necesitarán de
ahora en adelante. Beberán el agua pútrida del lago, comerán sabandijas, peces ciegos y
gusanos del golfo... y los encontrarán buenos... y el Habitante, vendrá y los hará suyos.
Mientras hablaba, empezó a acariciar la imagen, pasando sus manos por encima del
caparazón y de la cabeza reptiliana. Su rostro ciego adquirió la languidez soñolienta de un
fumador de opio. Su voz murió entre murmullos inarticulados. A su alrededor flotaba un
aire de extraña y depravada infrahumanidad.
Bellman, Chivers y Maspic le observaban sorprendidos, mientras el altar bullía con
los movimientos de los marcianos blancos. Algunos de ellos se dirigieron al lado opuesto
ocupado por Chalmers alrededor del pedestal ovalado y empezaron también a acariciar el
ídolo como si realizasen un fantástico ritual táctil. Acariciaban sus formas con dedos
temblorosos, y sus movimientos parecían seguir un orden formalmente establecido que
ninguno de ellos transgredía. Emitían sonidos sordos que parecían los de bestias dormidas.
En sus caras brutales se dibujaba la expresión de un éxtasis narcótico.
Terminada aquella rara ceremonia, los adoradores se apartaron de la imagen. Pero
Chalmers, con movimientos adormecidos y lentos, y su cabeza hundida entre sus flacos
hombros, continuó acariciándola. Con una morbosa mezcla de asco, curiosidad y
vehemencia, los otros terrestres acuciados por los marcianos situados tras ellos, se
encontraron obligados a posar sus manos sobre el ídolo. El significado completo de la
ceremonia era absolutamente misterioso y tenía algo de horroroso y repulsivo.
La cosa era fría al tacto, y viscosa como si hubiese sido recientemente bañada con
baba. Pero parecía dotada de vida, al ser tocada por los dedos de los tres hombres.
De ella, en oleadas pesadas y penetrantes, surgía una emanación que podía
describirse únicamente cómo nacida de una fuente eléctrica o magnética. Parecía que algún
poderoso alcaloide afectara los nervios a través del contacto de su superficie. Posiblemente
debido a los efectos de aquel metal desconocido.
Rápido, irresistiblemente, Bellman y los otros sintieron que una misteriosa
vibración atravesaba todos sus miembros, cerrando sus ojos y acelerando torrencialmente la
circulación de su sangre.
Con sus cerebros embotados, trataron de explicarse a sí mismos aquel fenómeno
mediante términos científicos terrestres pero el embrutecimiento que sentían se apoderó
cada vez más profundamente de ellos, sumiéndoles en una borrachera que borró sus
elucubraciones.
Con los sentidos hundidos en una extraña obscuridad se dieron cuenta de que sus
cuerpos eran presionados por los cuerpos de los habitantes de las cavernas, que les
empujaban hacía lo alto del altar. Subieron como drogados los peldaños oblicuos del suelo
de la cueva, hasta quedar al lado de Chalmers.
Este aún acariciaba con sus dedos retorcidos la imagen, mientras se volvía hacia los
tres hombres rodeados de monstruos blancos. Vieron, como a través de espesas sombras,
que aquel hombre parecía esperarles en lo alto de la pirámide con una prisa morbosa e
incontenible.
Chivers y Maspic, cada vez más disminuidos en sus facultades, permanecieron
inmóviles. Pero Bellman, más resistente, empezó a articular unas palabras que parecían
surgidas de entre sueños. Sus sensaciones eran anormales, desconocidas y extrañas en
grado inenarrable. Todo lo que le rodeaba era cierto y palpable y pertenecía a un poder del
cual no podía tener una idea visual.
Entre los sueños, de un modo insensiblemente gradual, empezó a olvidar su última
condición de ser humano. Sintió que se identificaba a sí mismo con el pueblo sin ojos. Ya se
movía y parecía vivir como ellos, en cavernas profundas, en caminos de noche eterna.
No pudo darse cuenta de cómo pasó de la sensación de obscura pesadilla a una
realidad no menos tenebrosa. Su conocimiento se había convertido en una continuación de
los primeros sueños. Abrió sus ojos y vio la elipse de luz que su linterna caída proyectaba
en el suelo. La luz iluminaba algo que en su sopor no pudo identificar. Esto le turbó y un
profundo horror hizo volver a la vida sus facultades.
Gradualmente, se dio cuenta de que lo que veía era el cuerpo medio devorado de
Chalmers. Aún quedaban harapos sobre sus miembros y aunque la cabeza había
desaparecido, los huesos y las vísceras eran los de un ser terrestre.
Bellman se irguió aterrorizado, y con ojos que intentaban perforar las tinieblas, miró
a su alrededor. Chivers y Maspic yacían a su lado sumidos en un profundo estupor. Toda la
caverna y el altar estaban invadidos por devotos de la imagen.
Todos sus sentidos empezaron a despertarse del letargo y se dio cuenta de que oía
un ruido que le era familiar. Un golpeteo entre las columnas inmensas por detrás de los
cuerpos adormecidos.
Un olor de agua putrefacta invadió el aire y vio que sobre la piedra había grabadas
las huellas dejadas por unos pies circulares, que parecían producidas por algo semejante a
los bordes de unos medios globos. Las pisadas parecían seguir un orden, provenían del
cuerpo semidevorado de Chalmers y se hundían en las sombras de la otra cueva situada
sobre el abismo.
En la mente de Bellman nació un nuevo terror que golpeó sus sienes. Se inclinó
sobre Maspic y Chivers, zarandeándolos fuertemente, hasta que abrieron los ojos y
empezaron a protestar con sordos gruñidos.
—Levantaos, condenados. Si alguna vez podemos huir de aquí es ahora.
Sacando fuerzas de flaqueza, consiguió incorporar a sus compañeros. En su estupor
no parecieron darse cuenta de los restos del infortunado Chalmers. Tambaleándose como
beodos, siguieron a Bellman entre los marcianos que yacían adormecidos por los suelos, y
se alejaron de la pirámide donde se alzaba el ídolo blanco.
Sobre Bellman parecía pesar una nube de aturdimiento, pero los efectos
narcotizantes que le habían invadido parecían haber disminuido un tanto.
Sintió que se reavivaba su voluntad de huir de aquel infierno de obscuridades. Los
otros, más profundamente afectados por el poder estupefaciente, siguieron a su guía
torpemente.
Estaba seguro de que podría encontrar de nuevo la ruta que habían seguido para
llegar hasta el altar. Y parecía que era exactamente la misma indicada por las huellas
circulares y el aire fétido.
Caminando al lado de las repugnantes columnas que parecían prolongarse durante
lo que pareció una enorme distancia, llegaron finalmente al sendero desde el que podían ver
el golfo subterráneo.
Desde sus profundidades emanaban fosforescencias que provenían de anchos
círculos que se creaban en las aguas putrefactas, como si fuesen producidas por la
inmersión de algún cuerpo muy voluminoso. A los pies de los fugitivos, el agua había
dejado marcadas en la roca del precipicio las señales de sus movimientos seculares.
Reemprendieron el camino. Bellman, temblando al recordar confusamente los
horrores vividos durante su sopor y el terror de su despertar, encontró el inicio de la senda
elevada que bordeaba el abismo, el camino que les devolvería hacia la luz perdida del Sol.
Tras él, Maspic y Chivers caminaban con sus linternas apagadas, para no malgastar
sus baterías. Era imprescindible saber hasta cuándo podrían utilizarlas, y la luz era su
principal necesidad. La linterna de Bellman serviría para los tres hasta que se agotase.
No se oía sonido ni rumor alguno que indicase la existencia de vida en la cueva en
que yacían los marcianos alrededor de la imagen narcótica. Sin embargo, Bellman sentía un
miedo que jamás había experimentado en anteriores aventuras, y que le hacia sentirse
enfermo.
También el golfo estaba en silencio, y los círculos de fósforo habían dejado de
extenderse sobre las aguas. Pero había algo en aquel silencio que embotaba los sentidos y
retardaba los reflejos. Haciendo un gran esfuerzo, Bellman empezó a ascender por el
sendero, arrastrando y empujando a sus compañeros hasta que emprendieron una marcha
algo más regular, como animales aturdidos y dóciles.
Caminaron y caminaron a lo largo del monótono camino no imperceptible
empinado en el que se perdía el sentido de la distancia. Más allá de la débil luz de la
linterna de Bellman todo era una noche impenetrable que los envolvía como la profundidad
de un mar subterráneo.
Las sensaciones de hambre, sed y fatiga habían desaparecido para dejar sitio al
pánico que les empujaba.
Muy lentamente, el estupor y la modorra que dominaban a Maspic y Chivers, fueron
desapareciendo y finalmente los tres aventureros adquirieron plena conciencia de su terror.
Los jadeos y apremios de Bellman ya no fueron necesarios para acuciarles.
Después de aquel silencio, que pareció haber durado años, llegó hasta los fugitivos
un sonido familiar: el ruido de algo que se movía sobre las rocas del fondo del precipicio, el
ruido del chapoteo de una criatura que desplegaba sus patas en algún líquido. De un modo
inexplicable y demencial, invadiendo sus mentes en ideas incongruentes, aquel sonido
delirante convirtió su terror en frenesí.
—¡Dios mío! ¿Qué es esto? —balbució Bellman.
Le parecía recordar cosas abominables, horrendas, palpables, de la noche pasada,
pero que no formaban parte de su plena conciencia humana. Sus sueños y la pesadilla de su
despertar en la cueva de las columnas —el ídolo narcótico— el cuerpo semidevorado de
Chalmers, las palabras que éste había dicho, las huellas circulares de humedad que se
dirigían hacía el golfo... todo ello volvió a su memoria como fragmentos de una crisis de
locura.
Su pregunta fue contestada únicamente por una continuación del ruido. Parecía
aumentar gradualmente... y ascender por la pared inferior. Maspic y Chivers, encendieron
las linternas y empezaron a correr frenéticamente, y Bellman, perdiendo sus últimos restos
de serenidad, corrió tras ellos.
Fue una carrera dominada por un horror desconocido. Por encima del apresurado
latir de sus corazones y del ruido de sus pisadas, los tres hombres seguían oyendo aquel
sonido siniestro y espantoso.
Corrieron por lo que les parecía leguas de negrura. Y sin embargo, no dejaron de
percibir el sonido cada vez más cerca de ellos, bajo el sendero, como si fuese producido por
una cosa que se moviese sobre la pared del precipicio.
El ruido pareció aproximarse... al frente. Súbitamente cesó. Las luces de Maspic y
Chivers, moviéndose a uno y otro lado, descubrieron la "cosa" agazapada que les esperaba
sobre un repecho rocoso situado sobre el sendero.
Aventureros curtidos como eran, los tres hombres hubieran chillado histéricamente
o se hubieran precipitado por el abismo voluntariamente, a no ser porque la visión de la
"cosa", les produjo una especie de catalepsia. La "cosa" era semejante al ídolo pálido de la
pirámide-altar, pero de proporciones colosales, y viviente ¡Había surgido del abismo y les
estaba acechando!
Allí estaba la criatura que había servido de modelo para construir la imagen atroz; la
criatura a la que Chalmers había llamado "el Habitante". Su caparazón prominente y
enorme, que recordaba vagamente al de un gliptodonte, brillaba como metal húmedo.
La cabeza soñolienta, sin ojos, surgía de un cuello que se arqueaba obscenamente.
Doce o más patas cortas con cascos semiglobulares, surgían de la coraza que protegía el
cuerpo. Dos trompas, de un metro de longitud cada una, salían de las comisuras de una
boca de hendidura cruel, y se balanceaban lentamente en el aire hacia los tres terrestres.
La "cosa", así lo parecía, era tan vieja como aquel mismo planeta moribundo: una
forma desconocida de vida primaria que habitaba desde la noche de los tiempos en las
aguas de los abismos cavernícolas. Ante ella, las facultades de los terrestres quedaron
drogadas por un estupor espeluznante, como si aquella criatura estuviese compuesta en
parte por el mismo mineral estupefaciente de su imagen.
Bellman, tan solo, conservaba una sombra de sus sentidos.
—¡Vamos! —gritó a los otros—. ¡Huyamos de aquí!
Aunque empujó a sus compañeros, éstos no se dieron cuenta de nada de lo que
Bellman les proponía. Estaban fascinados por el Habitante.
Dándose cuenta de que sus esfuerzos eran inútiles, Bellman determinó actuar
desesperadamente, gritando:
—¡Vamos! —se dirigió con decisión hacia el lugar donde la criatura impedía el paso
de la senda que conducía a la salida.
Sin embargo, cuando cien pasos más allá se volvió, vio que los otros dos hombres
permanecían inmóviles. Sus linternas se movían locamente por el terror, y aún no pudieron
moverse ni gritar cuando la "cosa" se irguió súbitamente, mostrando su vientre escamoso y
su doble cola que golpeó el sendero rocoso con ruidos metálicos. Sus múltiples pies se
enderezaron también, mostrando sus cascos como copas humedecidas por un líquido
melítico y viscoso. Sin duda, le servían como ventosas que le permitían andar por las
superficies verticales.
Inconcebiblemente rápida y segura en todos sus movimientos, con cortas zancadas
de sus patas traseras, alzada sobre sus colas, la "cosa" se dirigió hacia los dos hombres
indefensos. Sus dos trompas se curvaron y sus extremos se posaron sobre los ojos de
Chivers, cuya cara permaneció levantada e inmóvil. Alli quedaron, cubriendo enteramente
sus órbitas durante un momento. Luego se oyó un aullido salvaje y agónico cuando las dos
trompas se retiraron con un movimiento rápido y reptiliano.
Chivers cayó suavemente, moviendo la cabeza, preso de un dolor seminarcótico.
Maspic, de pie a su lado, vio entre nieblas de sueño las órbitas de su compañero
ensangrentadas y desprovistas ahora de ojos. Fue lo último que vio. Instantáneamente, la
"cosa" se giro, y las terribles copas, chorreando sangre y humores, descendieron sobre los
ojos de Maspic.
Bellman contempló aquella escena, fascinado por el horror. Aulló salvajemente y
corrió como un loco hacia la superficie del planeta. Tan sólo se volvió una vez.
Con la cara cubierta de sangre, y la "cosa" sin ojos persiguiéndoles y
acorralándoles, vio a sus compañeros iniciar su segundo descenso del sendero que conducía
para siempre al Averno de la noche eterna.
MNEMOKA — HISTORIA FRAGMENTARIA
Trató de visualizar el rostro de Sophia, la joven que había compartido con él ese
fragante lecho. Podía ver su pequeño y núbil pecho, bajo los encajes de luces y de sombras
que producían los rayos solares al atravesar las copas de los sauces; podía ver, podía sentir,
el cálido cuerpo que había disfrutado del Sol en el mediodía del verano. La emoción de ese
momento, virginal para ambos, permanecía aguda en su memoria. Pero su rostro retornaba
a él con la vaguedad de una reflexión en aguas en movimiento. Alternadamente, en breves
destellos, evocaba otros rostros, inesperados e inoportunos: rostros de mujer cuya pasión
venal o perversidad había comprado —y podía comprar nuevamente— en muchos puertos
espaciales. No hubiera necesitado de la mnemoka para revivir tales amores. El precio de los
zafiros resplandecientes que el vendía las habría traído hacia él en serrallos con toda su
sobrenatural languidez y retorcimiento.
Con un violento esfuerzo de voluntad, expulsó los rostros —y con ellos se fue la
seductora ilusión de la menta, la calidez que había entibiado la fría noche, la ambigua
blandura bajo sus pies. De nuevo, no había nada más que el fétido callejón por el que se
desplazaba.
Fue su prisa, quizá, la que hizo que tropezara con un objeto pesado no visto.
Maldiciendo, recuperó su equilibrio y sacó la pequeña pero poderosa linterna que traía.
Un cuerpo de hombre había bloqueado su camino, tendido transversalmente, cara
arriba, sobre el sucio pavimento. La luz se posó sobre las botas hasta la rodilla y la túnica
amplia con cinturón, tal como la que él mismo llevaba —el atuendo tradicional de los
hombres del espacio.
El cuerpo en sí mismo podría haber sido uno de muchos miles... pero el rostro le
resultaba muy conocido, y nunca había pensado verlo de nuevo.
Por un instante, Jon fue consciente, no del horror, sino sólo del sobresalto de algo
imposibles, cuando la luz de su linterna se posó sobre ese rostro muerto familiar. Luego
vino la descabellada esperanza de que estuviera en un error, que el hombre fuera
simplemente alguien que se parecía a Boris. Buscando evidencia de tal error se inclinó para
mirar de más cerca.
Con mórbida consternación identificó el gran lunar arriba de la ceja derecha, las dos
cicatrices de cuchilladas rojizas y en diagonal desde la mandíbula hasta la cuenca del ojo en
la mejilla izquierda. La nariz en gancho, rota en el medio sobre su puente, la barba rala y
rojiza ocultando a medias la hendidura de la barbilla, los pesados párpados sobre los mal
alineados ojos, el abultado labio inferior. Todo esto sólo podía pertenecer a Boris. Como
confirmación adicional, estaba la propia herida.
Sólo podría haber sido causada por una bala de punta blanda como las que Jon había
usado, olvidando en su prisa que el arma estaba cargada con cartuchos de este tipo. La bala,
disparada cerca de la sien derecha, había hecho un orificio limpio en ese lado. Saliendo por
el otro lado había volado la oreja izquierda y buena parte del cráneo y del pelo. Jon después
había lamentado tal suciedad: había tomado tiempo limpiar las salpicaduras del piso y de
las paredes de la nave.
Había cargado la automática con estas balas blandas por su posible uso contra
ciertos monstruos que se creía que podían encontrarse en Europa, cuyas difusas manchas
vitales eran poco dañadas por cualquier cosa menos bárbara. Tales monstruos habían
permanecido asustados y distantes durante su estancia en la luna de Júpiter.
Y ahora ese espantosa herida, *
* _ Más allá de este punto, los restantes fragmentos deteriorados proveen unos
pocos detalles adicionales. El vagabundo espacial Jon y Boris se han encontrado en una
ciudad puerto de Venus, donde convienen viajar a Europa, una luna de Júpiter, en busca de
dinero rápido. Viajando en una pequeña nave, El Pelícano, el par de vagabundos pasa "una
exitosa estación entre los aborígenes de la luna jupiteriana. Han negociado brazaletes y
otras chucherías a cambio de los bellísimos y valiosos zafiros resplandecientes que se
encuentran en la blanda marga de Europa.
VULTHOOM
Para un observador superficial puede haber parecido que Bob Haines y Paul
Septimus Chanler tenían muy poco en común, aparte del problema de estar varados sin
recursos en un mundo extraño.
Haines, tercer piloto ayudante de un crucero estelar, había sido acusado de
insubordinación por sus superiores, y abandonado en Ignarh, la metrópolis comercial de
Marte, y el puerto de todo el tráfico espacial. El cargo en su contra era mayormente un
asunto de índole personal, pero Haines no había sido capaz de encontrar una nueva salida; y
el salario de un mes que le habían pagado al partir había sido devorado con espantosa
rapidez por los precios piratas del Tellurian Hotel.
Chanler, un escritor profesional de ficción interplanetaria, había viajado a Marte
para fortalecer su imaginativo talento con un trabajo preliminar de observación y
experiencia. Su dinero había desaparecido en unas semanas, y el repuesto que esperaba de
su editor todavía no había llegado.
Los dos hombres, además de sus infortunios, compartían una curiosidad ilimitada
por todo lo marciano. Su sed por lo exótico, y su inclinación al vagabundeo en lugares
habitualmente prohibidos para los terráqueos, los habían lanzado juntos, a pesar de las
diferencias de temperamento, y los habían hecho amigos rápidamente.
Tratando de olvidar sus preocupaciones, habían pasado el día anterior en el laberinto
extrañamente apiñado del viejo Ignarh, llamado por los marcianos como Ignar-Vath, sobre
el lado este del gran Canal Yahan. Regresaban al atardecer, y siguiendo la ribera de mármol
púrpura junto al agua, casi llegaron al puente de una milla de longitud que los llevaría de
regreso a la ciudad moderna, Ignarh-Luth, en la que estaban los consulados terráqueos, las
oficinas de exportaciones y los hoteles.
Era la hora marciana de veneración, cuando los Aihais se reúnen en sus templos sin
techo a implorar el regreso del pasante Sol. Como los latidos de febriles pulsos metálicos,
el sonido de innumerables batintines incesantes atravesaba el delgado aire. Las calles,
increíblemente retorcidas, estaban casi vacías, y sólo unas pocas barcazas, con inmensas
velas romboidales de color malva y escarlata, iban de aquí para allá sobre las aguas,
profundamente verdes.
La luz desaparecía con visible velocidad detrás de las torres pesadas y las pagodas
con forma de pirámide de Ignar-Luth. El frío de la noche que llegaba comenzó a penetrar
las sombras de los enormes gnomoms * solares que bordeaban el canal a intervalos
regulares. Los sones quejumbrosos de los batintines murieron de repente en Ignar-Vath,
dejando un silencio extrañamente murmurado. Los edificios de la ciudad inmemorial se
hicieron enormes contra el cielo de obscuro esmeralda que ya estaba poblado de estrellas
heladas.
* _ Obscuro, sombrío.
Al final, con ojos incrédulos, vieron delante de ellos el surgimiento de una pálida
luz desde la profundidad. Arco a arco, como en la garganta del Averno iluminada por
fuegos inferiores, la enorme caverna se hizo visible. Por un exultante momento pensaron
que estaban acercándose a la boca del canal, pero la luz crecía con brillo siniestro, como de
llamas de hornos y no como del Sol. Implacable, se arrastró a lo largo de los muros y el
piso, apagó el brillo ineficaz del destellador de Haines, y cayó sobre los aturdidos
terráqueos.
Ominosa e incomprensible, la luz parecía observar y amenazar. Se detuvieron,
asombrados y vacilantes, sin saber si seguir o retroceder. Entonces, desde el llameante aire,
una voz habló como en suave reprimenda: la dulce y sonora voz de Vulthoom.
—Regresen por donde vinieron, terrícolas. Nadie puede dejar Ravormos sin mi
conocimiento o contra mi voluntad. ¡Observen! He enviado a mis Guardianes a escoltarlos.
El aire leve había estado aparentemente vacío, y el lecho del río estaba poblado sólo
por las masas grotescas y las sombras bajas de las rocas. Ahora, al cesar la voz, Haines y
Chanler vieron, delante de ellos y a unos diez pies de distancia, la aparición instantánea de
dos criaturas que no eran comparables a nada en toda la zoología de Marte ni de la Tierra.
Se levantaban desde el fondo rocoso hasta la altura de las jirafas, con unas piernas
cortas que eran vagamente similares a las de los dragones chinos, y con unos cuellos
alargados en espiral como las vueltas de grandes anacondas. Sus cabezas tenían tres rostros,
y podían haber sido la trimurti * de algún mundo infernal. Cada un de los rostros carecía de
ojos, pero largas lenguas de fuego surgían de profundas órbitas por debajo de pronunciadas
frentes. Las llamas también salían incesantemente de sus bocas de gárgola. Desde la cabeza
de cada monstruo, una triple cresta bermellón se levantaba en agudos dientes, brillando
terriblemente, y las barbas de dos de ellos eran resortes carmesí. Sus cuellos y lomos
mostraban hojas largas como espadas que se achicaban en filas de puñales sobre la estrecha
cola; y el cuerpo completo, y todo su atemorizante armamento, parecía arder como si
acabaran de salir de un horno encendido.
FUE EN EL OTOÑO de 1947, tres días antes del encuentro de balompié anual entre
Stanford y la Universidad de California, cuando el extraño visitante procedente del espacio
exterior aterrizó en mitad del enorme estadio en Berkeley donde debía celebrarse el
encuentro.
Descendiendo con una curiosa intención, fue visto y señalado por multitudes en los
pueblos que bordean la bahía de San Francisco, en Berkeley, en Oakland, en Alameda y en
el propio San Francisco. Brillando con una luz rojiza, de un tono cobre dorado, flotó
descendiendo desde un cielo azul celeste sin nubes, dejándose caer en una especie de lenta
espiral sobre el estadio. Era completamente diferente de cualquier otro tipo de nave aérea y
tenía casi cien pies de longitud.
La forma general era ovoide, y, más o menos, angular, con una superficie dividida
en docenas de planos distintos, además de muchas escotillas, con forma de diamante, de un
material de color purpúreo, diferente del que se había empleado para construir el cuerpo de
la nave. Incluso a primera vista, sugería el genio inventivo y la artesanía de un mundo
extraterrestre, de una gente cuyas ideas sobre la simetría mecánica habían sido
condicionadas por necesidades evolutivas y por sentidos y facultades distintos de los
nuestros.
Sin embargo, cuando la extraña nave hubo aterrizado en el anfiteatro, muchas
teorías conflictivas en relación a su origen y a su propósito se propagaron por los pueblos
de la bahía. Había quien temía la invasión de algún enemigo extranjero, y quien pensó que
la extraña nave era la vanguardia de algún ataque, planeado durante mucho tiempo, desde
los soviets de Rusia y China, o incluso desde Alemania, cuyas intenciones eran aún
sospechosas, y muchos de entre los que postulaban un origen ultraplanetario estaban
también preocupados, considerando que quizá el visitante fuese hostil, y podría señalar el
comienzo de alguna incursión desde otros mundos.
Mientras tanto, completamente inmóvil y en silencio, y sin signos de vida o de
ocupación, la nave reposaba sobre el estadio, donde las multitudes empezaron a
amontonarse para mirarla. Estas multitudes, sin embargo, fueron pronto dispersadas por
orden de las autoridades civiles, ya que la naturaleza e intenciones del extraño eran tan
indeclaradas como sospechosas. El estadio fue cerrado al público; y, para el caso de
manifestaciones de hostilidad, se montaron nidos de ametralladoras en las gradas superiores
con la presencia de una compañía de infantes de marina, y con bombarderos revoloteando
preparados para soltar su letal carga sobre la brillante masa cobriza.
El interés más intenso fue sentido por la hermandad científica, y un gran grupo de
profesores, de químicos, de metalúrgicos, de astrónomos y de biólogos fue organizado para
visitar y estudiar el objeto desconocido. Cuando, a la tarde siguiente a su aterrizaje, los
observatorios locales emitieron un boletín indicando que la nave había sido vista
acercándose a la Tierra desde el espacio traslunar la noche anterior a su aterrizaje, quedó
establecido, más allá de cualquier discusión, el hecho de su génesis no terrestre a los ojos
de la mayoría; y la discusión se centró en sobre si había venido de Marte, Venus, Mercurio
o uno de los planetas superiores; o si, quizá, se trataba de un vagabundo que procedía de un
sistema solar distinto del nuestro.
Pero, por supuesto, los planetas más cercanos eran preferidos en esta discusión por
la mayoría, especialmente Marte; porque, según podían determinar los que habían
observado con mayor exactitud, la línea de acercamiento de la nave habría formado una
trayectoria al planeta rojo.
Durante todo aquel día, mientras hervían las discusiones, mientras números extras
con titulares vívidamente especulativos y fantásticos eran editados tanto por la prensa local
como por la prensa de todo el mundo civilizado, cuando el sentimiento del público estaba
dividido entre el miedo y la curiosidad, y los infantes y pilotos de guardia continuaban
expectantes ante signos de posible hostilidad, la nave sin identificar mantenía su silencio e
inmovilidad iniciales.
Los telescopios y catalejos estaban fijos sobre ella desde las colinas próximas sobre
el estadio; pero incluso éstas mostraban poco en relación a su carácter. Aquellos que la
estudiaban vieron que sus ventanas numerosas estaban hechas con algún tipo de material
vítreo, más o menos transparente; pero nada se movía detrás de aquél, y las imágenes de
rara maquinaria que permitían ver en el interior de la nave carecían de sentido para los
observadores. Una de las ventanas, más grande que las demás, se creía que era una especie
de puerta o escotilla; pero nadie se acercó para abrirla; y, detrás de ella, había una extraña
fila de bastones inmóviles, muelles y pistones, que impedían ver más lejos.
Fue considerado que sin duda los ocupantes de la nave eran tan cautelosos ante el
entorno extraterrestre como las gentes de la bahía ante la nave. Quizá tenían miedo de
mostrarse ante los ojos humanos; quizá tenían dudas respecto a la atmósfera terrestre y del
efecto que podría tener en ellos; o quizá estaban sencillamente al acecho y planeando algún
ataque demoniaco con armas inconcebibles o ingenios de destrucción.
Aparte de los miedos de algunos, y el asombro y las especulaciones de otros, una
tercera división de los sentimientos del público comenzó a cristalizarse. En círculos
estudiantiles y entre los amantes del deporte, el sentimiento era que la extraña nave se había
tomado una libertad inadmisible al ocupar el estadio, especialmente en un momento tan
próximo a un acontecimiento deportivo. Circuló una petición para que se retirase, y fue
presentada a las autoridades de la ciudad. El gran casco metálico, se sentía, sin importar de
dónde procediese o por qué, no debía ser permitido que se interfiriese con algo tan
sacrosanto, o de tanta importancia, como un partido de balompié.
Sin embargo, a pesar de la intranquilidad que había creado, la nave se negó a
moverse ni siquiera una fracción de pulgada. Muchos empezaron a creer que los ocupantes
habían sido aplastados por las circunstancias de su tránsito a través del espacio; o quizá
habían muerto, incapaces de soportar la atmósfera y la presión gravitatoria de la Tierra.
Se decidió no acercarse a la nave hasta la mañana del día siguiente, cuando el
comité de investigación la visitara. Durante la tarde y la noche, científicos de muchos
Estados se dirigieron a California por aeroplano o cohete para llegar a tiempo al
acontecimiento.
Se consideró aconsejable limitar el número de miembros de este comité. Entre los
sabios afortunados que habían sido seleccionados estaba John Gaillard, astrónomo asistente
en el observatorio de Monte Wilson. Gaillard representaba la corriente más radical y
libremente especulativa del pensamiento científico y se había hecho famoso por sus teorías
concernientes a la inhabitabilidad de los planetas inferiores, especialmente Marte y Venus.
Desde hacía largo tiempo, había defendido la idea de vida inteligente, y altamente
desarrollada, en aquellos mundos, y había incluso publicado más de un tratado relativo a
estos temas. Su emoción ante la noticia de la extraña nave fue intensa. Era uno de los que
habían visto la mota, brillante e inclasificable, en el espacio más allá de la órbita de la luna,
a última hora de la noche anterior; y había sentido, incluso entonces, una premonición de su
verdadera naturaleza. Otros miembros del grupo también eran de mente libre y abierta, pero
ninguno tenía un interés tan vital y profundo como Gaillard.
Godfrey Stilton, profesor de astronomía de la universidad de California, que
también estaba en el comité, podía haber sido como la verdadera antítesis de Gaillard en sus
ideas y tendencias. Estrecho, dogmático, escéptico de todo aquello que no pudiese
demostrarse matemáticamente, despreciativo de todo aquello que quedase fuera de los
límites del más estrecho empirismo, era contrario a admitir el origen extraterrestre de la
nave, e incluso la posibilidad de vida orgánica en otro mundo que no fuese la Tierra. Varios
de sus cofrades pertenecían al mismo tipo intelectual.
Aparte de estos dos hombres y sus compañeros científicos, el grupo incluía tres
periodistas, además del jefe de policía local, William Polson, y el alcalde de Berkeley,
James Gresham, ya que se consideraba que las fuerzas del gobierno deberían estar
presentes. El comité al completo constaba de cuarenta hombres, y cierto número de
mecánicos expertos, equipados con sopletes de acetileno e instrumentos de cortar, fueron
mantenidos en reserva fuera del estadio para el caso de que fuese necesario abrir la nave a
la fuerza.
A las nueve de la mañana, los investigadores entraron en el estadio y se acercaron al
objeto brillante multiangular. Muchos sintieron la emoción que acompaña al acercarse a un
imprevisible peligro; pero estaban animados por la más viva curiosidad y por sentimientos
del más vivo asombro. Gaillard, especialmente, se sentía en presencia de un misterio de
más allá de este mundo y se maravilló al acercarse a la masa cobriza dorada, su sentimiento
aumentó hasta ser un auténtico vértigo, como sentiría quien contempla las simas
insondables de los secretos arcanos y las pasmosas maravillas de un mundo extraterrestre.
Le parecía estar en el mismo borde entre lo concreto y lo inconmensurable, entre lo finito y
lo infinito.
Otros del grupo, en un grado menor, estaban poseídos por idéntica emoción. E
incluso el duro y poco imaginativo Stilton se sintió algo afectado por un raro nerviosismo,
que, con la mentalidad que tenía, atribuyó al tiempo que hacía... o a un toque de su úlcera.
La extraña nave reposaba en una completa tranquilidad, como antes. Los miedos de
quienes esperaban a medias una mortífera emboscada se calmaron mientras se acercaban; y
las esperanzas de los que contaban con una manifestación amistosa de ocupantes vivos
quedaron insatisfechas. El grupo se reunió ante la puerta principal, que, como todas las
demás, tenía la forma de un gran diamante. Se levantaba varios pies por encima de sus
cabezas en un ángulo del casco; y se quedaron mirando, a través de su transparencia malva,
los intrincados mecanismos, coloreados como los ricos paneles de una catedral medieval.
Todos dudaban sobre lo que debía hacerse, porque parecía evidente que los
ocupantes de la nave, si estaban vivos y conscientes, no tenían prisa en mostrarse al
escrutinio humano. La delegación decidió esperar unos pocos minutos antes de requerir los
servicios de los mecánicos que se habían reunido y de sus antorchas de acetileno; y,
mientras esperaban, dieron un paseo e inspeccionaron las paredes de metal, que parecían
estar hechas con una aleación de cobre y oro rojo, templado a una dureza sobrenatural
mediante un proceso desconocido para la metalurgia terrestre. No había signos de unión en
la miríada de planos y facetas, y todo el enorme casco, aparte de sus ventanas transparentes,
podría haber estado hecho con una sola lámina de la rica aleación.
Gaillard se quedó mirando hacia arriba a la puerta principal, mientras sus
compañeros daban vueltas en torno a la nave hablando y discutiendo entre ellos. De alguna
manera, tuvo una intuición de que algo extraño y milagroso estaba a punto de suceder, y,
cuando la gran puerta comenzó a abrirse lentamente, sin ninguna agencia visible,
dividiéndose en dos válvulas que se apartaron a los lados, la emoción que sintió no fue por
completo de sorpresa. Tampoco se quedó sorprendido cuando una especie de escalera
metálica, consistente en estrechos escalones que eran poco más que barrotes, descendió
paso a paso desde la escotilla hasta el suelo a sus propios pies.
La ventana se había abierto y la escalera se había estirado en silencio, sin el menor
crujido o sonido metálico; pero otros, además de Gaillard, se habían fijado en el
acontecimiento, y todos se dieron prisa muy excitados y se agruparon ante los escalones.
Contrariamente a sus lógicas expectativas, nadie salió de la nave; y podían ver poco
más del interior de lo que había sido visible por las válvulas cerradas. Esperaban a algún
exótico embajador de Marte, a algún precioso y raro plenipotenciario de Venus que
descendiese por la curiosa escalera; pero el silencio y la soledad de la habilidad mecánica
de todo ello resultaban pasmosos. Parecía que la gran nave fuese una entidad viviente, y
poseyese cerebro y nervios propios, ocultos en su interior forrado de metal.
La puerta abierta y los escalones representaban una clara invitación, y, después de
algunas vacilaciones, los científicos se decidieron a entrar. Algunos todavía estaban
temerosos de una trampa; y cinco de los cuarenta hombres decidieron, desconfiados,
permanecer fuera; pero todos los demás se sentían atraídos poderosamente por una ardiente
curiosidad y por el entusiasmo investigador, y, uno por uno, ascendieron por las escaleras y
entraron en la nave.
Encontraron el interior todavía más causante de asombro de lo que lo habían sido
las paredes exteriores. Era bastante amplio y se hallaba dividido en varios espaciosos
compartimentos, dos de los cuales estaban en el centro de la nave, amueblados con sofás
bajos cubiertos con tejidos suaves y lustrosos de color gris perla amontonados. Los otros,
además de la antecámara detrás de la entrada, estaban llenos de maquinaria, cuya fuerza
motriz y modo de funcionamiento resultaban igualmente oscuros para los más expertos de
entre los investigadores.
Raros metales y extrañas aleaciones, algunos de ellos difíciles de clasificar, habían
sido empleados en la construcción de esta maquinaria. Cerca de la entrada, se encontraba
una especie de mesa tripodal, o tablero de instrumentos, cuyas extrañas filas de palancas y
botones no eran menos misteriosas que los caracteres de algún criptograma. Toda la nave
parecía estar completamente abandonada, sin ningún rastro de vida humana o extraterrestre.
Vagabundeando por los apartamentos y asombrándose ante las maravillas mecánicas
sin resolver que se encontraban ante ellos, los miembros de la delegación no se dieron
cuenta de que las anchas válvulas se habían cerrado detrás de ellos con el mismo sigilo con
el que se habían abierto.
Ni tampoco escucharon los gritos de advertencia de los que se habían quedado
fuera.
La primera sugerencia de algo fuera de lo normal vino de una repentina inclinación
y levantamiento de la nave. Sorprendidos, miraron por las escotillas como ventanas, y
vieron por los paneles, violetas y vítreos, el alejarse y el girar de las innumerables filas de
asientos que rodeaban el enorme estadio. La nave extraterrestre, sin ningún piloto visible
para guiarla, estaba elevándose en el aire rápidamente en una especie de movimiento
espiral. Se estaba llevando hacia algún mundo desconocido a toda la delegación de
atrevidos científicos que la habían abordado, junto al alcalde de Berkeley y el jefe de
policía, además de los tres privilegiados reporteros, que habían pensado que obtendrían una
ultrasensacional exclusiva para sus respectivos periódicos.
La situación era por completo sin precedente, y más que sorprendente; y las
reacciones de los distintos hombres, todas estuvieron señaladas por la sorpresa y la
consternación. Muchos estaban demasiado pasmados y confundidos para darse cuenta de
todas las implicaciones y las consecuencias; otros estaban francamente aterrorizados; y
todavía otros estaban indignados.
—¡Esto es un abuso! —exclamó Stilton, tan pronto como se hubo recobrado un
poco de su sorpresa inicial. Hubo exclamaciones similares procedentes de otros de
temperamento parecido al suyo; todos consideraban de una manera enfática que algo debía
hacerse respecto a la situación, y que alguien (a quien desafortunadamente no eran capaces
de identificar) debería sufrir las consecuencias de esta audacia sin paralelo.
Gaillard, aunque compartía el asombro generalizado, estaba emocionado en el fondo
de su corazón por una sensación de prodigiosa aventura ultraterrena, por una premonición
de una empresa ultraplanetaria. Sentía una certeza mística de que él y los demás se habían
embarcado en un viaje a un mundo que nunca antes había sido pisado por el hombre; y que
la extraña nave había descendido a la Tierra y abierto sus puertas para cumplir con este
propósito; que un poder esotérico y remoto estaba guiando cada uno de sus movimientos y
los estaba extrayendo a su destino preestablecido. Vastas imágenes, incoadas, de un espacio
sin límites y de un esplendor de rareza interestelar llenaban su mente, e imágenes que no
podrían dibujarse se alzaron para asombrar su vista desde unos límites ultratelúricos.
De alguna manera incomprensible, sabía que el deseo de toda su vida de penetrar en
los misterios de las distantes esferas pronto sería gratificado; y él (si no sus compañeros)
estuvo resignado desde el primer momento de su extraño secuestro y cautividad en la nave
espacial voladora.
Discutiendo su situación de una manera muy voluble y vociferante, los sabios
reunidos se apresuraron a las distintas ventanas y miraron abajo, al mundo que estaban
abandonando. En una simple fracción de tiempo, se habían elevado a la altitud de las nubes.
Toda la región en torno a la bahía de San Francisco, así como los bordes del océano
Pacífico, se extendía a sus pies como un inmenso mapa en relieve; y podían ver la curvatura
del horizonte, que parecía torcerse y hundirse conforme se elevaban.
Era una perspectiva terrible y magnífica; pero la aceleración creciente de la nave,
que había ganado ahora una velocidad igual, y mayor, que la de los cohetes que eran
utilizados en aquellos tiempos para circunvalar el globo en su estratosfera, les obligó
enseguida a abandonar su postura vertical y a buscar el refugio de los cómodos sofás.
También se abandonó la conversación, porque casi todo el mundo empezó a sentir una
constricción y presión intolerable, que sujeto sus cuerpos como por argollas de un inflexible
metal.
Sin embargo, cuando todos se hubieron tumbado en los sofás, sintieron un
misterioso alivio cuyo origen no pudieron determinar. Parecía como si una fuerza emanase
de los sofás, aliviando de alguna manera el peso plomizo de la gravedad aumentada a causa
de la aceleración y haciendo posible a los hombres soportar la terrible velocidad con que la
nave se alejaba de la Tierra y de su campo gravitacional.
De repente, se encontraron capaces de levantarse y andar una vez más. Sus
sensaciones, en conjunto, eran prácticamente normales; aunque, contrastando con el
aplastante peso inicial, había ahora una extraña ligereza que les impulsaba a acortar sus
pasos para evitar chocarse con la maquinaria y las paredes. Su peso era menor de lo que
habría sido en la Tierra, pero la pérdida no era suficiente como para producirles
incomodidad o mareo, y era acompañada por una especie de alborozo.
Se dieron cuenta de que estaban respirando un aire fino, rarificado y estimulante que
no era diferente del que se respira en la cima de las montañas de la Tierra, aunque
impregnado por uno o dos elementos desconocidos que le daban un toque de acidez cítrica.
Este aire tendía a aumentar el regocijo y a acelerar su pulso y sus respiraciones un poco.
—¡Esto es lamentable! —farfulló el indignado Stilton, tan pronto como descubrió
que sus facultades de moverse y respirar se encontraban razonablemente controladas—.
Esto resulta contrario a toda ley, decencia y orden. El gobierno de los Estados Unidos de
Norteamérica debería hacer algo inmediatamente al respecto.
—Me temo —comentó Gaillard— que nos encontramos fuera de la jurisdicción de
los U.S.A., además de la de todos los demás gobiernos mundanos. Ningún avión ni ningún
cohete podría atravesar las capas del aire por las que nos estamos moviendo; y, en breves
momentos, penetraremos en el éter interestelar. Presumiblemente, esta nave está regresando
al mundo desde el que partió; y nosotros vamos con ella.
—¡Absurdo! ¡Descabellado! ¡Indignante! —la voz de Stilton era un rugido, apenas
atenuado por la finura de la atmósfera—. Siempre he defendido que el viaje por el espacio
era completamente quimérico. Ni siquiera los científicos de la Tierra han sido capaces de
inventar una nave semejante; y es ridículo suponer que exista vida muy inteligente, capaz
de desarrollar inventos semejantes, en otros planetas.
—Entonces, ¿cómo explica nuestra situación? —preguntó Gaillard.
—La nave es, por supuesto, de fabricación humana. Debe ser un nuevo, y
ultrapoderoso, tipo de cohete, diseñado por los soviéticos, y bajo control automático o por
radio, que probablemente aterrizará en Siberia, después de viajar por las capas más
elevadas de la estratosfera.
Gaillard, sonriendo con amable ironía, consideró que podía abandonar con
seguridad la discusión. Dejando a Stilton mirando indignado, por una de las ventanas
traseras, la masa que se alejaba del mundo, de la cual el conjunto de Norteamérica, junto
con Alaska y Hawai, había empezado a mostrar las siluetas de la costa, se reunió con el
resto del grupo en una renovada investigación de la nave.
Algunos aún defendían que tenía que haber seres vivientes ocultos en el interior de
la nave; pero una búsqueda cuidadosa en cada uno de los apartamentos, esquinas y rincones
obtuvo el mismo resultado que antes. Abandonando ese objetivo, los hombres comenzaron
a examinar de nuevo la maquinaria, cuya fuerza motriz y método de funcionamiento aún
eran incapaces de comprender. Completamente perplejos y confundidos, miraron el tablero
de instrumentos, sobre el cual ciertas llaves se movían ocasionalmente, como manejadas
por una mano invisible. Estos cambios de situación siempre iban acompañados de algún
cambio en la velocidad de la nave, o por una ligera alteración de su rumbo, posiblemente
para evitar la colisión con un fragmento meteórico.
Aunque nada concreto podía descubrirse respecto al mecanismo por el que la nave
era empujada, ciertos factores negativos quedaron enseguida establecidos. El método de
propulsión era claramente no explosivo, ya que no había un rugido ni una estela llameante
dejada por los cohetes. Era un deslizamiento silencioso y sin vibraciones, sin nada que
indicase actividad mecánica, que no fuese el movimiento de ciertas palancas y el brillo de
ciertos intrincados mecanismos y pistones con una extraña luz azul. Esta luz, tan fría y
temblorosa como la del Ártico, no era de naturaleza eléctrica, sino que sugería más bien
una fuente desconocida de radiactividad.
Después de un rato, Stilton se reunió con los que estaban agrupados en torno al
tablero de instrumentos. Murmurando aún a causa de la ilegal y poco científica indignidad a
la que se habían visto sometidos, contempló las palancas alrededor de un minuto, y
entonces, agarrando una entre sus dedos, experimentó con la idea de ganar el control de los
movimientos de la nave.
Para su pasmo y el de todos sus colegas, la palanca resultó ser imposible de mover.
Stilton se esforzó hasta que se le marcaron venas azules en su mano, y le corría el sudor a
chorros por su cabeza medio calva. Entonces, una por una, intentó mover las otras palancas
tirando de ellas, pero siempre con el mismo resultado. Evidentemente, las palancas estaban
bloqueadas a otro control que no fuese el del piloto desconocido.
Persistiendo aún en su intento, Stilton se aproximó a otra palanca de un tamaño más
grande y de una forma diferente al resto. Al tocarla, gritó con agonía, y retiró sus dedos del
extraño objeto con alguna dificultad. La palanca estaba fría como si estuviese sumergida en
el frío absoluto del espacio exterior. De hecho, parecía quemar sus dedos con su extremada
congelación. Después de esto, desistió, y no hizo ningún nuevo intento de interferir en el
funcionamiento de la nave.
Gaillard, después de contemplar estos acontecimientos, había vagabundeado a uno
de los apartamentos principales. Mirando una vez más desde su asiento en el sofá de una
blandura y elasticidad sobrenaturales, contempló un espectáculo que le dejó sin aliento. El
mundo entero, un gran globo brillante, de muchos colores, estaba flotando detrás de la nave
en la negra sima salpicada de estrellas. Lo terrible de las profundidades sin dirección, el
impensable aislamiento del infinito, cayeron sobre él, y se sintió mareado y con la cabeza
dándole vueltas, y fue arrastrado por un pánico que le dominaba, sin límites ni nombre.
Entonces, extrañamente, el terror desapareció, en un regocijo que surgía ante la
perspectiva de un viaje por cielos vírgenes hasta costas que nadie había pisado. Ignorando
el peligro, olvidando el terrible distanciamiento del entorno acostumbrado al hombre, se
entregó por completo a la mágica convicción de una maravillosa aventura y de un destino
único que estaba por llegar.
Otros, sin embargo, eran menos capaces de orientarse en esas circunstancias raras y
terribles. Pálidos y horrorizados, con una sensación de pérdida irreparable, de un peligro
omnipresente y de una confusión mareante, miraban cómo se alejaba la Tierra, de cuyos
confortables entornos habían sido arrancados de una manera tan inexplicable y tan
terriblemente repentina.
Muchos estaban mudos a causa del miedo, al darse cuenta más claramente de su
impotencia en manos de una fuerza todopoderosa y desconocida.
Algunos hablaban en voz alta y sin sentido sobre cosas banales, en un esfuerzo para
ocultar su alteración. Los tres periodistas lamentaron ser incapaces de comunicarse con los
periódicos a los que representaban. James Gresham, el alcalde, y William Polson, el jefe de
policía, estaban estupefactos y eran completamente incapaces de decir qué hacer bajo
circunstancias que anulaban su acostumbrada importancia en los asuntos cívicos. Y los
científicos, como podría haberse esperado, estaban divididos en dos grandes grupos. Los
más radicales, y aventureros, estaban más o menos inclinados a recibir favorablemente lo
que quiera que estuviese por venir, a causa de los nuevos conocimientos; mientras que los
otros aceptaban su destino con distintos grados de desgana, de protesta o de miedo.
Pasaron varias horas; y la Luna, una esfera de cegadora desolación en el gris
abismo, había sido dejada atrás junto a la menguante Tierra. La nave aceleraba sola a través
de la extensión cósmica, en un universo cuya grandeza era una revelación hasta para los
astrónomos, familiarizados como estaban con las magnitudes y las multitudes de los soles,
las nebulosas y las galaxias. Los treinta y cinco hombres estaban siendo apartados de su
planeta natal, por una inmensidad impensable, a una velocidad mayor que la de cualquier
cuerpo del sistema solar o satélite.
Era difícil medir la velocidad exacta; pero podían formarse una idea de ésta
basándose en la velocidad con la que los planetas más próximos, Marte, Mercurio y Venus,
iban modificando sus posiciones relativas. Parecían casi estar saliendo disparados como las
pelotas de un malabarista.
Resultaba claro que alguna especie de gravedad artificial estaba funcionando en la
nave; porque la falta de peso, que de otra manera habría sido inevitable en el espacio
exterior, no era sentida en ningún momento. Además, los científicos descubrieron que
estaban siendo aprovisionados con aire de ciertos tanques de forma rara. Evidentemente,
además, había algún sistema de calefacción oculto alguna especie de aislamiento ante la
frialdad del espacio; porque la temperatura del interior de la nave se mantenía constante en
torno a unos 65 a 70 grados Fahrenheit.
Mirando sus relojes, algunos del grupo descubrieron que ya había pasado la hora del
mediodía en la Tierra; aunque hasta los menos imaginativos se dieron cuenta de lo absurda
que resultaba la división del tiempo en veinticuatro horas del día y de la noche, en medio de
la eterna luz de sol del vacío.
Muchos comenzaron a sentir sed y hambre, y a mencionar sus apetitos en voz alta.
No mucho más tarde, como respondiendo, igual que el servicio que se proporciona a una
buena mesa, en un hotel o en un restaurante, ciertos paneles de la pared metálica del
interior, hasta entonces inadvertidos por los sabios, se abrieron sin ruido ante sus ojos y
dejaron al descubierto mesas sobre las cuales había curiosos aguamaniles de boca ancha y
platos profundos, parecidos a soperas, llenos hasta el borde con comidas desconocidas.
Demasiado sorprendidos para comentar durante mucho tiempo este nuevo milagro,
los miembros de la delegación procedieron a probar las viandas y las bebidas que así se les
ofrecían. Stilton, todavía sumido en su indignado silencio, se negó a probarlas, pero se
quedó solo en su negativa.
El agua era, por supuesto, potable, aunque con un sabor ligeramente alcalino, como
si procediese de pozos del desierto; y la comida, una especie de pasta rojiza, respecto a
cuya naturaleza y composición los químicos dudaban, sirvió para apagar las punzadas del
hambre, aunque no resultase especialmente seductora para el paladar.
Después de que los hombres de la Tierra hubiesen tomado esta comida, los paneles
se cerraron de una manera tan silenciosa y discreta como se habían abierto. La nave avanzó
por el espacio, hora tras hora, hasta que resultó evidente para Gaillard y sus compañeros
astrónomos que o bien se dirigía directamente al planeta Marte, o bien pasaría muy cerca
del mismo, en su camino a otro planeta.
El planeta rojo, con sus señales familiares, que habían contemplado tan a menudo
por los telescopios del observatorio, y sobre cuya naturaleza y origen se habían hecho
muchas preguntas, empezó a alzarse ante ellos y a crecer con una velocidad taumatúrgica.
Entonces, notaron una señalada disminución en la velocidad de la nave, que continuó
directa hacia el planeta cobrizo, como si su objetivo estuviese oculto entre el laberinto de
manchas oscuras y singulares; y resultó imposible dudar por más tiempo que Marte era su
punto de destino.
Gaillard y aquellos que le eran más o menos afines en sus intereses e inclinaciones
se emocionaron con expectativas, pavorosas y sublimes, cuando la nave se aproximó al
planeta extraño. Entonces, empezó a flotar delicadamente sobre un exótico paisaje en el que
los famosos “mares” y “canales”, enormes a causa de su proximidad, podían ser claramente
reconocidos.
Pronto se acercaron a la superficie del planeta rojizo, describiendo espirales por su
atmósfera sin nieblas ni nubes, mientras la deceleración aumentaba hasta alcanzar la
velocidad de un paracaídas. Marte les rodeaba con horizontes rígidos y monótonos, más
próximos que los de la Tierra, sin mostrar ninguna otra elevación saliente, como colinas o
lomas; y pronto colgaban sobre él a una altura de media milla o menos. Aquí la nave
pareció frenar y pararse, sin descender más.
Debajo de ellos, podían ver un desierto de bajas elevaciones y arena amarilla rojiza,
interseccionado por uno de los llamados “canales”, que se extendía sinuosamente a cada
lado hasta desaparecer en el horizonte.
Los científicos estudiaron este terreno con una sorpresa que iba en continuo
aumento, al imponerse en sus percepciones la verdadera naturaleza del venoso canal. No
era agua, como muchos antes de entonces habían supuesto, sino una masa de pálida
vegetación verde, de vastas hojas o frondes dentados, todos los cuales parecían emanar de
un único tallo rastrero de color carne, de varios cientos de pies de diámetro y con hinchadas
articulaciones nodulares a intervalos de media milla. Aparte de esta parra anómala y
supergigantesca, no había signos de vida, animal ni vegetal, en todo el horizonte; y la
longitud del tallo rastrero, que cubría todo el horizonte visible pero que, por su forma y
características, parecía ser un simple zarcillo de algún crecimiento aún más grande, era algo
que hacía temblar las ideas previas de la botánica terrestre.
Muchos de entre los científicos estaban casi estupefactos a causa del asombro
mientras miraban abajo, desde las ventanas violetas, a esta titánica enredadera. Más que
nunca, los periodistas elevaron un lamento por los avasalladores titulares que, bajo las
circunstancias que prevalecían, serían incapaces de proporcionar a sus periódicos
respectivos. Gresham y Polson creían que había algo vagamente ilegal en la existencia de
un ser tan monstruoso bajo la forma de una planta; y la desaprobación científica sentida por
Stilton y sus cofrades de mentalidad académica era la más pronunciada.
—¡Escandaloso! ¡Inaudito! ¡Ridículo!— murmuro Stilton—. Esta cosa desafía las
leyes más elementales de la botánica. No existe un precedente concebible para ella.
Gaillard, que se hallaba de pie a su lado, estaba tan arrebatado por su concentración
en la contemplación de la nueva planta, que apenas escuchó el comentario. El
convencimiento de una aventura vasta y sublime, que había estado creciendo en su interior
desde el inicio de aquel viaje, raro y estupendo, se veía ahora confirmado con diáfana
claridad. No podía dar forma definitiva o coherencia al sentimiento que le poseía; pero le
inundaba el presentimiento de una maravilla presente y de un milagro futuro, y la intuición
de revelaciones, extrañas y tremendas, que estaban por venir.
Pocos del grupo querían hablar, o habrían sido capaces de hacerlo. Todo lo que les
había sucedido durante las horas recientes, y todo lo que ahora veían, estaba tan alejado del
alcance de los actos y de la inteligencia humanos, que el ejercicio normal de sus facultades
estaba más o menos inhibido por el esfuerzo para ajustarse a estas condiciones únicas.
Después de que hubiesen contemplado la parra de proporciones gigantescas durante
un par de minutos, los sabios se dieron cuenta de que la nave se movía de nuevo, esta vez
en una dirección lateral. Volando muy lentamente y con intención, seguía lo que parecía ser
el rumbo del zarcillo en dirección al oeste de Marte, sobre el que estaba descendiendo un
sol pequeño y pálido por un cielo quemado y empañado, vertiendo una luz débil y gélida
sobre el desolado paisaje.
Los hombres fueron abrumadoramente conscientes de una voluntad inteligente
detrás de todo lo que estaba ocurriendo; y la sensación de esta supervisión, remota y
desconocida, era más fuerte en Gaillard que en los demás. Nadie podía dudar que cada
movimiento de la nave estaba medido y predestinado; y Gaillard sentía que la lentitud con
que seguían el curso de la gran planta estaba calculada para proporcionar a la delegación
tiempo suficiente como para estudiar su nuevo entorno; y, en particular, para estudiar la
misma planta.
En vano, sin embargo, observaron su cambiante entorno para descubrir algo que
pudiese indicar la presencia de formas orgánicas de tipo humano, no humano o
sobrehumano, como se podría imaginar que existían en Marte. Por supuesto, Sólo entidades
semejantes, se creía, podrían haber construido, enviado y guiado la nave en que ahora se
encontraban cautivos.
La nave continuó avanzando durante por lo menos una hora, recorriendo un
territorio inmenso, en el cual, después de muchas millas, la desolación inicial cedía su lugar
a una especie de pantano. Aquí, donde las aguas lodosas se entretejían con la tierra gredosa,
el retorcido tallo se hinchaba hasta proporciones increíbles con hojas lustrosas que
emparraban el suelo pantanoso casi a una milla por cada lado del elevado tallo.
Aquí también, el follaje asumía una verdosidad más viva y más rica, cargada con
una sublime exuberancia vital; y el propio tallo mostraba una increíble suculencia, junto
con un barniz y un brillo lustrosos, un florecimiento que, de manera rara e incongruente,
sugería carne bien alimentada. La cosa parecía palpitar a intervalos regulares y rítmicos,
bajo los ojos de los observadores, como una entidad viva; y. en algunos lugares, había
nódulos de forma rara, o uniones al tallo, cuyo propósito nadie conseguía imaginar.
Gaillard llamó la atención de Stilton al extraño latido que podía notarse en la planta;
un latido que parecía comunicarse a las hojas de cien pies que temblaban como si fuesen
plumas.
—¡Humpf! —exclamó Stilton agitando la cabeza con un aire en que se mezclaba la
incredulidad y el asco—. Esta palpitación es del todo imposible. Tiene que haber algo que
esté más en nuestra vista..., quizá alguna alteración en el foco a causa de la velocidad de
nuestro viaje. Es eso, o que hay una cualidad reflectiva en la atmósfera que da una ilusión
de movimiento a los objetos estables.
Gaillard se abstuvo de llamarle la atención sobre el hecho de que este supuesto
fenómeno de enfermedad visual o refracción atmosférica se limitaba en su aplicación
enteramente a la planta y no extendía sus límites al paisaje que les rodeaba.
Poco después de esto, la nave llegó a una enorme ramificación de la planta; y aquí
los terrestres descubrieron que el tallo que habían estado siguiendo no era más que uno de
tres que se separaban para interseccionar el suelo pantanoso desde ángulos muy distintos
entre sí y luego desaparecían por horizontes opuestos. La intersección estaba señalada por
un doble nódulo, del tamaño de una montaña, que tenía una extraña similitud con unas
caderas humanas. Aquí, el latido era más fuerte y se notaba más fácilmente que nunca; y
extrañas manchas variadas y venosidades de color rojizo resultaban visibles en la pálida
superficie del tallo.
Los sabios se sintieron cada vez más emocionados ante la magnitud, sin
precedentes, y las singulares características de la notable planta. Pero les aguardaban
revelaciones de una naturaleza aún más extraordinaria. Después de posarse durante un
momento sobre la monstruosa juntura, la nave voló elevándose más a una velocidad
acelerada, a lo largo del tallo principal, de una longitud incalculable, que se extendía por el
horizonte de Marte occidental. Revelaba nuevas ramificaciones e intervalos variables,
volviéndose incluso más grande y lujuriante al penetrar regiones pantanosas que eran, sin
duda, el barro residual de un mar hundido.
—¡Dios mío! La cosa debe rodear todo el planeta —dijo uno de los periodistas con
voz impresionada.
—Eso parece —Gaillard asintió gravemente—. Tenemos que estar viajando casi en
línea paralela con el ecuador; y ya hemos seguido a la planta a lo largo de cientos de millas.
Basándonos en lo que hemos visto, parece que los “canales” marcianos son sencillamente
sus ramificaciones, y quizá las masas señaladas por los astrónomos como “mares” son
masas de su follaje.
—No puedo comprenderlo —gruñó Stilton—; la maldita cosa es completamente
contraria a la ciencia y a la naturaleza..., no debería existir en ningún universo racional o
concebible.
—Bueno —dijo Gaillard un poco frívolamente—. Existe; y no veo cómo te puedes
librar de eso. Además, aparentemente se trata de la única forma de vida vegetal en el
planeta; por lo menos, hasta el momento hemos fracasado en encontrar algo remotamente
parecido. No hay ninguna razón en absoluto para suponer que los reinos animal y vegetal
tengan que exhibir en otros reinos la misma naturaleza y multiplicidad que muestran en la
Tierra.
Stilton, mientras escuchaba el poco ortodoxo argumento, miraba a Gaillard
fijamente como un mahometano miraría a algún infiel descarriado, pero estaba demasiado
furioso o demasiado asqueado como para decir nada más.
La atención de los científicos fue ahora atraída a un área verdosa en la línea de su
vuelo, cubriendo muchas millas cuadradas. Aquí, vieron que el tallo principal había echado
una multitud de raíces, cuyo follaje ocultaba el suelo de debajo igual que un denso bosque.
Tal y como Gaillard había conjeturado, el origen de las zonas parecidas a mares
estaba ahora explicado.
Cuarenta o cincuenta millas después de esta área de follaje, llegaron a otra que era
incluso más extensa. La nave ascendió hasta una gran altura, y su vista descendió sobre una
extensión de follaje de las dimensiones de un reino. En el medio, discernieron un nódulo
circular de varias leguas de extensión, alzándose como un gran monte redondeado, del cual
emanaban en todas direcciones los tallos del extraño vegetal que circunvalaban el planeta.
No sólo el tamaño, sino además ciertos rasgos del inmenso nódulo, causaron la más
completa confusión a los que lo contemplaban, era como la cabeza de un gigantesco pulpo,
y los tallos que se extendían en todas direcciones sugerían los tentáculos. Y, lo más extraño
de todo, los hombres discernieron, en el centro de la cabeza, dos enormes masas, claras y
transparentes como el agua, que combinaban el tamaño de lagos con la forma y apariencia
de ¡órganos ópticos!
Toda la planta palpitaba como un capullo que respirase; y el pasmo con el que los
exploradores involuntarios la contemplaban no puede expresarse con palabras. Todos se
veían obligados a reconocer que, más allá de sus proporciones sin paralelo y del modo de
crecimiento, la cosa no podía asociarse en ningún sentido con género alguno de la botánica
terrestre. Y a Gaillard, además de al resto, se le ocurrió la idea de que se trataba de un
organismo inteligente, y de que la masa palpitante que ahora contemplaban era el cerebro, o
el ganglio central, de su desconocido sistema nervioso.
Los enormes ojos que retenían la luz como colosales gotas de rocío, parecían
devolver su escrutinio con una inteligencia sobrehumana e indescifrable; y Gaillard se
sintió obsesionado por la idea de que unos conocimientos sobrenaturales y una sabiduría
rayana en la omnisciencia habitaban en aquellas profundidades hialinas.
La nave comenzó a descender y se posó verticalmente en una especie de valle
cercano a la montañosa cabeza, donde el follaje de dos tallos que se alejaban había dejado
una especie de claro. Era como un claro de bosque, con selva impenetrable por tres lados y
un escabroso despeñadero por el cuarto. Aquí, por primera vez durante la experiencia de sus
ocupantes, la nave tocó suelo marciano, descendiendo con una delicada flotación, sin
vibraciones ni sacudidas; y, casi inmediatamente después de su aterrizaje, las válvulas de la
puerta principal se abrieron, y la escalera de metal descendió hasta el suelo, evidentemente
preparada para que desembarcasen sus pasajeros humanos.
Uno por uno, algunos con precauciones y timidez, otros con ansiedad aventurera,
los hombres descendieron de la nave y comenzaron a inspeccionar sus contornos.
Descubrieron que el aire marciano era un poco diferente del que habían estado respirando
en la nave espacial; y que, a aquella hora, cuando el sol aún brillaba desde el oeste sobre el
extraño valle, la temperatura era moderadamente cálida.
Era una escena impensable y fantástica; y los detalles eran por completo diferentes
de los de cualquier paisaje terrestre. Bajo sus pies había un suelo suave y resistente,
parecido a una especie de limo húmedo, por completo privado de hierbas, hongos, líquenes
o cualquier otra forma de vida menor vegetal. Las hojas de la gigantesca parra colgaban a
una gran altura sobre el claro como de antiguos árboles perennes, y temblaban en aquel aire
sin brisas a causa del latido de los tallos.
Cerca de ellos se levantaba la vasta pared, color carne, de la gran cabeza central,
que se elevaba como una colina hacia los ocultos ojos y que estaba, sin duda,
profundamente enterrada y enraizada en el suelo marciano. Acercándose a la masa viviente,
los terrestres vieron que la superficie estaba cubierta de una red de millones de
reticulaciones parecidas a arrugas, y contenía grandes poros que recordaban los de la piel
de un animal bajo un microscopio extremadamente poderoso. Efectuaron su inspección en
un silencio lleno de pasmo; y, durante algún tiempo, nadie se sintió capaz de expresar en
voz alta las extraordinarias conclusiones a las que todos ellos se habían visto empujados.
Las emociones de Gaillard eran casi religiosas mientras contemplaba la apenas
imaginable amplitud de esta forma de vida extraterrestre, que parecía mostrar atributos más
cercanos a la divinidad que los que había encontrado en ninguna otra manifestación del
principio vital.
En él, veía la apoteosis combinada del reino animal y vegetal. La cosa era tan
perfecta y completa, tan autosuficiente, tan independiente de formas de vida menores en su
crecimiento, que abarcaba el mundo. Desprendía una impresión de longevidad de eones,
quizá de inmortalidad. ¡Y qué conciencia, arcana y cósmica, podría haber alcanzado
durante los ciclos de su desarrollo! ¡Qué facultades y sentidos sobrehumanos podría poseer!
¡Qué poderes y potencialidades más allá de los logros de otras formas más limitadas y
finitas!
En un grado menor, muchos de entre sus compañeros tenían unos sentimientos
similares. En presencia de esta portentosa y sublime anormalidad, casi se olvidaron del
enigma aún sin solucionar de la nave espacial y de su viaje por inmensidades nunca antes
recorridas. Pero Stilton y los demás conservadores estaban muy escandalizados por la
naturaleza inexplicable de todo ello; y, si hubiesen tenido mentalidad religiosa, habrían
expresado su sensación de violación e indignación diciendo que la planta monstruosa, al
igual que los acontecimientos sin paralelo en los que habían representado un involuntario
papel, estaban manchados con la más grave herejía y la más flagrante blasfemia.
Gresham, quien había estado contemplando los contornos con pomposa y
confundida solemnidad, fue el primero en romper el silencio.
—Me pregunto dónde para el gobierno local —dijo—, y, por cierto, ¿quién coño
manda aquí? Oiga, señor Gaillard, ustedes los astrónomos saben muchas cosas sobre Marte.
¿No hay algún consulado de los Estados Unidos en alguna parte de este agujero
abandonado de la mano de Dios?
Gaillard se sintió obligado a informarle de que no había un servicio consular en
Marte, y de que la forma de gobierno del planeta, junto con su sede oficial, eran aún una
cuestión abierta.
—Sin embargo —continuó—, no me sorprendería descubrir que estamos ahora en
presencia del gobernante, único y supremo, de Marte.
—¡Huu! Yo no veo a nadie —gruñó Gresham con una expresión de preocupación,
mientras contemplaba las masas temblorosas de follaje y la cabeza, como un monte
elevado, de la gran planta. El sentido del comentario de Gaillard quedaba muy por encima
de su órbita intelectual.
Gaillard había estado inspeccionando la pared de color carne de la cabeza, con un
interés y una fascinación supremos. A cierta distancia a un lado, notó ciertos crecimientos
peculiares, o encogidos o atrofiados, como cuernos caídos o flácidos. Eran tan grandes
como el cuerpo de un hombre, y podrían en algún otro momento haber sido más grandes.
Parecía como si la planta los hubiese hecho crecer para algún propósito desconocido, y, al
haberse cumplido dicho propósito, hubiese permitido que se marchitasen. Aún sugerían, de
una manera pasmosa, partes y miembros semihumanos, extraños apéndices, mitad brazos,
mitad tentáculos, como si hubiesen sido modelados partiendo de una forma de vida
marciana animal, sin paralelo y aún por descubrir.
Justo bajo ellos, en el suelo, Gaillard se fijó en un grupo de extraños instrumentos
metálicos, con toscas hojas y lingotes sin forma del mismo metal cobrizo con el que se
había construido la nave espacial.
De alguna manera, aquel lugar sugería un astillero abandonado, aunque no había
andamiajes como los que normalmente se emplean en la construcción de una nave. Una
rara intuición de la verdad apareció en la mente de Gaillard mientras examinaba los restos
metálicos, pero estaba demasiado pasmado por todo lo que había visto, además de por todo
lo que había supuesto y conjeturado, como para comunicar sus hipótesis a los otros sabios.
Mientras tanto, todo el grupo había vagabundeado por el claro, que comprendía un
área de varios cientos de yardas. Uno de los astrónomos, Philip Colton, que había realizado
estudios adicionales de botánica, estaba examinando las hojas serradas de la gigantesca
parra con una mezcla de interés y de la perplejidad mas completa. Las frondas o ramas
estaban forradas con agujas como de pino, cubiertas de un vello largo y sedoso; y cada una
de estas agujas tenía por lo menos cuatro pies de longitud y tres o cuatro pulgadas de
grosor, posiblemente con una estructura hueca o tubular. Las frondas crecían a un nivel
uniforme desde el tallo principal, llenando el aire como un bosque horizontal, y alcanzando
el propio suelo en un orden unido y enlazado.
Colton sacó una navaja de su bolsillo e intentó cortar un trozo de una de esas hojas.
Al primer contacto de la afilada hoja, toda la fronda se retiró de su alcance; y entonces,
volviendo, le propinó un tremendo golpe que le lanzó al suelo y arrojó el cuchillo de entre
sus dedos a una distancia considerable.
De no ser por la menor gravedad marciana, habría resultado severamente dañado
por el golpe y la caída. Tal y como fue, se quedo tumbado, amoratado y jadeante, mirando
con ridícula sorpresa la gran rama, que había recuperado su posición inicial entre sus
compañeras, y ahora no daba señal de otro movimiento que el singular temblor producido
por la palpitación rítmica del tallo al que estaba unida.
La situación de Colton había sido notada por sus compañeros, y, de repente, todas
sus lenguas se soltaron por este acontecimiento; una confusa discusión se inició entre ellos;
ya no resultaba posible para nadie dudar de la naturaleza animada o medio animal de la
planta, e incluso el indignado y colérico Stilton, quien consideraba que las leyes más
sagradas de las posibilidades científicas estaban siendo violadas, se vio obligado a admitir
la existencia de un enigma biológico que no podría explicarse en los términos de la
morfología ortodoxa.
Gaillard no tenía ganas de desempeñar ningún papel en la discusión, prefiriendo sus
propias ideas y conjeturas, y continuó vigilando la carne palpitante. Se quedó un poco
separado de los demás, y más cerca que ellos de la carnosa y porosa cuesta de la enorme
cabeza; y, de repente, vio el crecimiento de lo que parecía ser un nuevo tentáculo desde su
superficie, a una distancia de unos cuatro pies del suelo.
La cosa crecía como en una película a cámara lenta, alargándose y creciendo
visiblemente, con un nudo bulboso en su extremo. Este nudo se convirtió enseguida en una
gran masa, ligeramente arrugada, cuya silueta confundía y tentaba a Gaillard con la silueta
de algo que una vez había visto pero que no conseguía recordar ahora. Había una extraña
sugestión de miembros en formación y miembros que enseguida se volvieron más
concretos; y entonces, con una especie de impacto, se dio cuenta de que la cosa parecía ¡un
feto humano!
Su involuntaria exclamación de sorpresa atrajo la atención de los otros; y pronto
toda la delegación estuvo agrupada en torno a él, contemplando, con el aliento contenido, el
increíble desarrollo del nuevo brote. A la cosa le habían salido dos piernas bien formadas,
que ahora descansaban en el suelo, sosteniendo con sus pies de cinco dedos el erguido
cuerpo, en el cual la cabeza y los brazos ya estaban del todo evolucionados, aunque aún no
habían alcanzado tamaño adulto.
El proceso continuó, y, simultáneamente, una especie de cadarzo lanoso empezó a
aparecer en torno al tronco, los brazos y las piernas, como el rápido tejerse de un enorme
capullo. Las manos y el cuello estaban desnudos; pero los pies se hallaban cubiertos con un
material diferente, que tomó la apariencia de cuero verde.
Cuando el cadarzo se engrosó y se oscureció hasta un tono gris perla, y adquirió una
apariencia bastante a la moda, resultó evidente que la silueta estaba siendo vestida con
prendas como las que portaban los hombres de la Tierra, probablemente en deferencia a las
ideas humanas sobre el pudor.
La cosa era increíble; y aún más extraño e increíble era el parecido que Gaillard y
sus compañeros estaban descubriendo en la cara de la figura que aún seguía creciendo.
Gaillard se sentía como si estuviese mirando en un espejo, ¡porque todos los rasgos
esenciales de la cara eran los suyos!
Las prendas y los zapatos eran réplicas fieles de los que él mismo llevaba; ¡y cada
parte y cada miembro de este extraño ser, incluso la yema de los dedos, estaban
proporcionados como los suyos.!
Los científicos vieron que el proceso de crecimiento estaba aparentemente
completado. La figura se hallaba de pie con los ojos cerrados y un aspecto en blanco y sin
expresión en sus facciones, como un hombre que aún no se ha despertado de su letargo.
Estaba aún unido por un grueso tentáculo al palpitante nódulo montañoso; yeste tentáculo
salía de la base del cerebro como un cordón umbilical extrañamente situado.
La figura abrió los ojos y miró a Gaillard lanzándole una mirada profunda, larga,
calmada y penetrante, que sirvió para aumentar su emoción y estupefacción. Sostuvo la
mirada con la más extraña sensación imaginable..., la sensación de que tenía enfrente a su
alter ego, un Doppelgänger en el que se encontraba el alma y la inteligencia de una entidad
extraña y mayor. En la mirada de los ojos crípticos sintió el mismo misterio, profundo y
sublime, que había visto desde las brillantes órbitas, semejantes a lagos de rocío brillante o
de cristal, en la cabeza de la planta.
La figura levantó su mano derecha y pareció llamarle. Gaillard avanzó lentamente
hasta que él y su milagroso doble se encontraron cara a cara. Entonces, el extraño ser
colocó la mano sobre su frente, y a Gaillard le pareció que un hechizo mesmérico descendía
sobre él en ese momento. Casi sin voluntad propia, para un fin que no le permitió
comprender en ese momento, comenzó a hablar; y la figura, imitando cada tono y cada
cadencia, repetía las palabras por él pronunciadas.
Transcurrieron muchos minutos hasta que Gaillard se dio cuenta del verdadero
sentido y significado de este notable coloquio. Entonces, con un fogonazo de conciencia
clara, se dio cuenta de que ¡le estaba dando a la figura lecciones de lengua inglesa! Estaba
vertiendo un torrente, fluido e ininterrumpido, que contenía el vocabulario principal del
idioma, junto con sus reglas gramaticales. Y, de alguna manera, por un milagro de
inteligencia superior, todo lo que decía era comprendido y recordado por su interlocutor.
Debieron transcurrir horas en este proceso; y el sol marciano se estaba vertiendo
ahora por la aserrada hojarasca. Mareado y exhausto, Gaillard se dio cuenta de que la larga
lección había terminado; porque el ser retiró la mano de su frente y se dirigió a él, en un
inglés educado y bien modulado.
—Muchas gracias. He aprendido todo lo que necesitaba saber para propósitos de
comunicación lingüística. Si tú y tus compañeros me escucháis ahora, os explicaré todo lo
que os ha confundido, y declararé las razones por las que habéis sido traídos desde vuestro
planeta propio hasta el suelo de un planeta extraño.
Como hombres en un sueño, apenas capaces de creer la fantástica evidencia de sus
sentidos y sin embargo incapaces de refutarla o de repudiarla, los terrícolas escucharon
mientras el sorprendente doble de Gaillard continuaba.
—El ser por medio del que hablo, hecho a semejanza de uno de vuestro grupo, es un
simple órgano especial que he desarrollado para poder comunicarme con vosotros. Yo, la
entidad creadora, que combino en mí mismo el más profundo genio y energía de esas dos
divisiones de la vida que son conocidas para vosotros como vegetal y animal... Yo que
poseo la virtual omnisciencia y omnipotencia de un dios, no he tenido la necesidad de un
lenguaje articulado o formal en ningún momento previo de mi existencia. Pero, dado que
incluyo en mi interior todas las potencialidades de la evolución junto con poderes mentales
que rayan en la omnisciencia, no he tenido la menor dificultad en adquirir esta nueva
capacidad. Fui yo quien construyó, mediante otros órganos especiales que había
desarrollado para este propósito, la nave espacial que descendió sobre vuestro planeta y
después volvió a mí con una delegación, compuesta en su mayoría, como he descubierto,
por la fraternidad científica de la humanidad. La construcción de la nave, junto a su modo
de control, quedarán en claro una vez que explique que soy el amo de muchas energías
cósmicas, que van más allá de los rayos y de las radiaciones conocidas a los sabios de la
Tierra. Estas fuerzas puedo extraerlas del aire, del suelo o del éter a voluntad, o incluso
puedo invocarlas desde estrellas remotas y nebulosas. La nave espacial fue construida con
metal que había integrado partiendo de moléculas que flotaban al azar en el aire; y utilicé
rayos solares, en forma concentrada, para crear la temperatura que haría que esos metales se
fundiesen en una sola lámina. La energía empleada para impulsar y guiar la nave es una
especie de energía supereléctrica cuya naturaleza no entraré a elucidar sino para decir que
está asociada con la fuerza básica de la gravedad, y además con ciertas propiedades
radiactivas del éter interestelar que no pueden detectarse con los instrumentos que vosotros
poseéis. Establecí en la nave la gravedad marciana, y la aprovisioné con aire y agua
marcianos, además de con productos alimenticios sintetizados químicamente, para
acostumbraros durante vuestro viaje a las condiciones dominantes en Marte. Yo soy, como
podéis haber imaginado, el único habitante de este mundo. Podría multiplicarme si fuese
necesario; pero, hasta el momento, por razones que enseguida comprenderéis, no he
considerado que esto fuese deseable. Siendo completo y perfecto por mí mismo, no tengo
necesidad de compañía con otras entidades, y, hace mucho tiempo, para mi propia
comodidad y seguridad, me vi obligado a extirpar otras formas de vida vegetal rivales, y
además a ciertos animales que se parecían levemente a la humanidad de vuestro mundo, y
quienes, en el curso de su evolución, se estaban volviendo preocupantes y hasta peligrosos
para mí. Con mis grandes ojos, que poseen un poder de magnificación óptica que queda
más allá de vuestros más poderosos telescopios, he estudiado la Tierra y los otros planetas,
durante las noches marcianas, y he aprendido mucho en relación a las condiciones que
existen en cada uno. La vida en vuestro mundo, su historia, el estado de vuestra
civilización, han sido de muchas maneras un libro abierto para mí; y también me he
formado una idea precisa de los fenómenos geológicos, de la fauna y de la flora de vuestro
mundo; comprendo vuestras imperfecciones, vuestra injusticia social y vuestros problemas
de ajuste, y las múltiples enfermedades y miserias a las que estáis sujetos, debido a las
disonantes múltiples entidades en las que la expresión de vuestro principio vital ha sido
subdividida. De todos esos males y errores, yo estoy exento. He alcanzado un dominio y un
conocimiento prácticamente absolutos; y ya no hay nada en el universo que yo tema,
dejando a un lado el inevitable proceso de deshidratación y desecación al que Marte está
viéndose lentamente sometido, al igual que todos los demás planetas que envejecen. Soy
incapaz de retrasar este proceso, excepto de una manera limitada y parcial; y ya me he visto
obligado a sondear las aguas artesianas del planeta en muchos lugares. Podría vivir
solamente con la luz del sol y el aire; pero el agua es necesaria para mantener la
propiedades alimenticias de la atmósfera, y, sin ella, mi inmortalidad fallaría con el paso del
tiempo; mis tallos gigantes se encogerían y secarían, y mis vastas e innumerables hojas se
secarían por falta del líquido vital. Vuestro mundo es joven, con mares superabundantes y
arroyos y un aire cargado de humedad. Tenéis más de lo que necesitáis de un elemento que
a mí me falta; y os he traído aquí, como representantes del género humano, para proponeros
un intercambio que sólo puede resultar beneficioso para vosotros igual que para mí. A
cambio de una módica cantidad del agua de vuestro mundo, os ofreceré los secretos de la
vida terna y de la energía infinita, y os enseñaré cómo vencer vuestras imperfecciones
sociales y a dominar por completo vuestro entorno planetario. A causa de mi gran tamaño,
mis tallos y mis zarcillos que rodean el ecuador marciano y alcanzan hasta los polos, me
resultaría imposible abandonar mi mundo natal; pero os enseñaré cómo colonizar otros
planetas y a explorar el universo exterior. Para estos distintos fines, sugiero la creación de
un tratado interplanetario y una alianza permanente entre yo mismo y los pueblos de la
Tierra. Considerad bien lo que os ofrezco: porque la oportunidad es sin precedente ni
paralelo. En relación a los hombres, soy como un dios en relación a los insectos. Los
beneficios que puedo proporcionaros son inestimables; y, a cambio, sólo pido que
establezcáis en la Tierra, según mis instrucciones, ciertas estaciones transmisoras utilizando
una onda superpotente, por medio de las cuales los elementos esenciales del agua, menos
sus indeseables propiedades salinas, puedan ser teleportados a Marte. La cantidad así
retirada no causará diferencias, o éstas serán mínimas, en el nivel de vuestras mareas y en la
humedad de vuestro aire; pero para mí es el medio de asegurarme una vida perdurable.
La figura dio por finalizada su perorata, y se quedó de pie mirando a los terrícolas
en un silencio educado y hasta cierto punto inescrutable. Se quedó esperando su respuesta.
Como podría haberse esperado, las emociones con que los miembros de la
delegación acogieron este notable discurso distaron de ser unánimes en su tono. Todos los
hombres se encontraban más allá del pasmo y de la sorpresa, porque los milagros se habían
amontonado sobre los milagros hasta que sus cerebros se encontraban atontados a causa del
asombro; y habían llegado al punto en que tomaban la creación de una figura humana y su
dotación de la capacidad de hablar completamente por supuesto. Pero la propuesta
planteada por la planta, a través de su órgano de aspecto humano, era otra cuestión, y
produjo diversas resonancias en las mentes de los científicos, los periodistas, el alcalde y el
jefe de policía.
Gaillard, que se encontró a sí mismo completamente conforme con la proposición, y
cada vez mas unido con la entidad marciana, deseaba acceder al instante y dar su apoyo y el
de sus compañeros al tratado planteado y al plan de intercambio. Se vio obligado a indicar
al marciano que la delegación, aun siendo de la misma opinión, no tenía poderes para
representar a las gentes de la Tierra en la formación de la planteada alianza; que lo más que
podría hacer era plantear la oferta ante el gobierno de los Estados Unidos y los demás
gobiernos de la Tierra.
La mitad de los científicos, después de alguna deliberación, se declararon favorables
al plan y dispuestos a apoyarlo hasta el límite de sus habilidades. Los tres periodistas
estaban igualmente dispuestos a hacer lo mismo, y prometieron, quizá impetuosamente, que
la influencia de la prensa en el mundo se añadiría a la de los famosos sabios.
Stilton y los otros dogmáticos del grupo se mostraron enfática y hasta rabiosamente
opuestos, y se negaron a considerar la oferta del marciano ni siquiera por un instante.
Cualquier tratado o alianza de esta clase, mantenían, sería altamente indeseable e
incorrecto. Nunca sería válido para las naciones de la Tierra mezclarse en un lío de una
naturaleza tan cuestionable, o tener comercio con un ser de la clase del monstruo planta que
carecía de un status biológico legítimo. Era impensable que científicos ortodoxos y de
mente sólida defendiesen algo tan sospechoso. Consideraban además que había un sabor de
truco o engaño en todo el asunto; y, en todo caso, era demasiado irregular como para ser
considerado o contemplado con otra cosa que no fuese aprensión.
La escisión entre los sabios se volvió definitiva en una violenta discusión en que
Stilton denunció a Gaillard y a los otros pro marcianos prácticamente como traidores del
género humano, y como bolcheviques intelectuales cuyas ideas eran peligrosas a la
integridad intelectual de la humanidad. Gresham y Polson estaban del lado de la ley y el
orden mentales, siendo por profesión conservadores; y, así, el grupo estaba dividido en
partes más o menos iguales de los que favorecían aceptar la oferta del marciano y quienes
la rechazaban con más o menos sospecha e indignación.
Durante el curso de esta vehemente discusión, el sol se había puesto detrás de las
altas murallas de hojarasca, y un frío gélido, como el que podría sentirse en un mundo
medio desierto sin aire que lo atenúe, había tocado ya el crepúsculo rosa pálido. Los
científicos comenzaron a temblar y sus pensamientos se vieron distraídos del problema que
habían estado discutiendo por la incomodidad física de la que eran conscientes de una
manera en aumento.
Escucharon la voz del extraño maniquí en el crepúsculo:
—Puedo ofreceros un selecto refugio durante la noche, además de durante vuestra
estancia en Marte. Encontraréis la nave espacial bien iluminada y caliente, con todas las
comodidades que podáis necesitar. Además, también puedo ofreceros otra hospitalidad.
Mirad debajo de mi follaje, un poco a la derecha, donde estoy preparándoos ahora un
refugio no menos cómodo y propicio que la nave... Un refugio que os ayudará a formaros
una idea de mis variados poderes y potencialidades.
Los terrícolas vieron que la nave estaba brillantemente iluminada vertiendo una
hermosa radiación amatista desde sus ventanas violeta. Entonces, debajo del follaje cercano
por la derecha, notaron otra luminosidad todavía más extraña, que parecía ser emitida,
como una especie de brillo nocturno, por las propias grandes hojas.
Incluso desde donde estaban de pie, notaron el agradable calor que comenzaba a
calmar el frígido aire; y, avanzando hacia la fuente de estos fenómenos, descubrieron que
las hojas se habían elevado y arqueado formando una amplia alcoba. El suelo estaba
forrado con una especie de tejido de colores elástico, mullido y suave bajo sus pies,
parecido a una alfombra fina. Jarras con líquidos y platos con comida estaban dispuestos en
mesas bajas; y el aire en la alcoba era tan cálido como el de una noche de primavera en un
clima subtropical.
Gaillard y los otros pro marcianos, profundamente asombrados, estaban dispuestos a
servirse inmediatamente del refugio de esta taumatúrgica hostelería. Pero los antimarcianos
no querían saber nada de esto, considerándolo como obra del diablo. Sufriendo agudamente
a causa del frío, con dientes entrechocados y miembros temblorosos, permanecieron en el
claro abierto durante algún tiempo, y por fin se vieron empujados a buscar la puerta
hospitalaria de la nave espacial, considerándola el menor de entre dos males según un
extraño razonamiento.
Los otros, después de comer de las mesas que misteriosamente se les había
proporcionado, se tumbaron en los tejidos como colchones. Se encontraron muy
refrescados con el líquido de las jarras, que no era agua, sino alguna especie de rosado vino
aromático. La comida, un auténtico maná, estaba mas agradablemente condimentada que la
que habían consumido durante su viaje en la nave espacial.
En su estado de excitación nerviosa, que era consecuencia de sus experiencias,
ninguno de ellos había esperado dormir. El aire poco familiar, la gravedad alterada, la
radiación desconocida del exótico suelo, además de su viaje sin precedentes y los
milagrosos descubrimientos y revelaciones del día, todos eran profundamente inquietantes
y posibles causantes de un profundo desequilibrio de cuerpo y de mente.
Sin embargo, Gaillard y sus compañeros se sumieron en un profundo reposo sin
sueños tan pronto como se hubieron tumbado. Quizá el líquido y el alimento sólido que
habían consumido ayudase a esto; o quizá había algún narcótico o influencia mesmérica en
el aire, cayendo desde las vastas hojas o procedente del cerebro del señor planta.
A los antimarcianos no les fue tan bien en este sentido, y su sueño resultó tenue e
interrumpido. La mayoría de ellos habían comido muy poco de las viandas que se les
ofrecía en la nave espacial; y Stilton en particular se había negado a comer y a beber en
absoluto. Además de que, sin duda, su estado mental hostil era tal como para hacerles más
resistentes al poder hipnótico de la planta, si tal poder estaba siendo ejercido. En cualquier
caso, no compartieron los beneficios que se les concedieron a los otros.
Un poco antes del amanecer, cuando Marte estaba todavía enlutado en la oscuridad
crepuscular, pero ligeramente iluminado por las dos lunas, Phobos y Deimos, Stilton se
levantó de la suave cama en la que se había revuelto durante toda la noche, y comenzó a
experimentar de nuevo, sin intimidarse ante su anterior fracaso e incomodidad, con los
controles mecánicos de la nave.
Para su sorpresa, descubrió que las llaves de extraña forma ya no se resistían a sus
manos. Podía moverlas y ordenarlas a voluntad; y enseguida descubrió el principio de su
funcionamiento y fue capaz de hacer despegar y volar a la nave.
Sus compañeros se le unieron, llamados por su grito de triunfo. Todos estaban
completamente despiertos y jubilosos con la esperanza de escapar de Mane y de la
jurisdicción de la monstruosa planta. Animados por esta esperanza y temerosos a cada
momento de que el marciano volviese a reafirmar su control esotérico sobre el mecanismo,
se levantaron sin ser obstaculizados por el jardín oscuro del espacio extraterrestre y se
dirigieron hacia la esfera brillante y verde de la Tierra, que podían distinguir entre las
constelaciones desconocidas.
Mirando hacia atrás, vieron los grandes ojos del marciano mirándolos extrañamente
desde la oscuridad, como estanques de clara fosforescencia azulada; y temblaron con el
miedo de volver a ser llamados y capturados. Pero, por alguna razón inescrutable, se les
permitió continuar su rumbo hacia la Tierra sin interferencia.
Sin embargo, su viaje se vio marcado hasta cierto punto por el desastre; y el torpe
pilotaje de Stilton apenas representaba un sustituto para el conocimiento y la habilidad,
medio divinos, del marciano. Más de una vez, la nave colisionó con meteoritos, ninguno de
los cuales, afortunadamente, era lo bastante pesado como para penetrar el casco. Y cuando,
después de muchas horas, se acercaron a la Tierra, Stilton fracasó en conseguir el grado
necesario de deceleración. La nave cayó a una terrible velocidad y sólo se salvó de la
destrucción cayendo en el Atlántico Sur. El mecanismo atascado se volvió inútil a causa de
la caída, y la mayoría de los ocupantes fueron severamente golpeados y tuvieron
moratones.
Después de flotar a la deriva durante varios días, la masa cobriza fue avistada por un
buque de pasajeros con ruta al norte y arrastrada hasta el puerto de Lisboa. Allí, los
científicos la abandonaron, y regresaron a América, después de narrar sus aventuras a los
representantes de la prensa mundial, y emitieron una solemne advertencia contra los planes
subversivos e infames propuestas del monstruo interplanetario.
El interés despertado por su regreso y por las noticias que traían fue tremendo. Una
ola de profunda alarma y pánico, debida en parte a la inmemorial aversión humana por lo
desconocido, se extendió inmediatamente por las naciones e inmensos miedos, exagerados
y sin forma, crecieron como hidras oscuras en las mentes de los hombres.
Stilton y los demás conservadores siguieron cultivando estos miedos y creando con
sus declaraciones una ola de prejuicios antimarcianos que abarcaba todo el mundo, una
ciega oposición y una animosidad dogmatica. Alistaron en su bando a cuantos de la
hermandad científica pudieron; es decir, a los que tenían una mentalidad como la suya,
además de a aquellos que se sentían impresionados o sometidos por la autoridad. Intentaron
también, con mucho éxito, unir los poderes políticos en una fuerte liga que aseguraría el
rechazo de cualquier nueva oferta de alianza procedente del marciano.
En toda esta reunión de fuerzas hostiles, de las fuerzas del conservadurismo, de la
insularidad y la ignorancia, el factor religioso, como era inevitable, pronto se hizo notar. La
pretensión de poder y conocimientos divinos hecha por el marciano fue tomada por las
diversas jerarquías mundanas —por cristianos, mahometanos, budistas, hindúes e incluso
por el vudú— como una blasfemia supremamente repugnante. La impiedad de semejantes
pretensiones y la amenaza de un dios no antropomórfico y el tipo de culto que podría
introducirse en la Tierra no podía tolerarse ni un momento. Califa y Papa, lama e imán,
pastor y mahatma, todos hicieron causa común contra este invasor extraterrestre.
Además, los poderes políticos gobernantes consideraron que podía haber algo de
bolchevique detrás de la oferta del marciano de impulsar un estado utópico en la Tierra. Y
los intereses financieros, comerciales y manufactureros, de igual manera, consideraron que
podía representar una amenaza a su bienestar o estabilidad. En resumen, cada rama de la
vida y de la actividad humanas estaba bien representada en el movimiento antimarciano.
En el intervalo en Marte, Gaillard y sus compañeros habían despertado de su sueño
para descubrir que el brillo luminoso de las hojas arqueadas había dado paso a la luz dorada
de la mañana. Descubrieron que podían alejarse con comodidad de la alcoba, porque el aire
del claro en el exterior se estaba calentando rápidamente bajo el sol que ascendía.
Incluso antes de que hubiesen notado la ausencia de la nave cobriza, fueron
advertidos de su marcha por el órgano humanoide de la planta. Este ser, al contrario que sus
prototipos humanos, se encontraba exento de la fatiga; y había permanecido de pie toda la
noche, o apoyado contra la pared carnosa a la que estaba unido. Ahora se dirigió a los
terrícolas para decirles esto:
—Por razones propias, no he hecho el menor intento de impedir la fuga de vuestros
compañeros, quienes, con su actitud ciegamente hostil, serían inútiles para mí, y cuya
presencia tan sólo serviría para entorpecer el lazo que existe entre nosotros. Alcanzarán la
Tierra e intentarán advertir a sus gentes contra mí y envenenar sus mentes contra mi
benéfica oferta. Por desgracia, semejante resultado no puede evitarse, incluso si les hiciese
volver a Marte utilizando mi control sobre la nave o les enviase para siempre al vacío entre
los mundos. Noto que hay mucha ignorancia y dogmatismo y ciego autointerés que vencer,
antes de que la excelente luz que ofrezco pueda disipar la oscuridad de las mentes
terrestres. Después de que os haya retenido aquí durante unos días, y os haya instruido
profundamente en los secretos de mi sabiduría trascendente, y os haya imbuido de
sorprendentes poderes que servirán para demostrar mi omnivalente superioridad a las
naciones de la Tierra, os enviaré de regreso allí como mis embajadores, y, aunque
encontraréis gran oposición de vuestros semejantes, mi causa vencerá al final gracias al
apoyo infalible de la verdad y de la ciencia.
Gaillard y sus compañeros recibieron este mensaje, además de los muchos que le
siguieron, con supremo respeto y una reverencía que era medio religiosa. Cada vez estaban
más convencidos de que se encontraban en presencia de una entidad mayor y más elevada
que el hombre, de que el intelecto que así les hablaba por medio de una forma humana era
prácticamente inagotable en su amplitud y profundidad, y poseía muchas de las
caracteristicas de la infinitud y más de uno de los atributos de la deidad.
A pesar de ser agnósticos por inclinación o educación la mayoría de ellos,
empezaron a concederle un cierto culto al sorprendente señor planta; y escuchaban con una
actitud de completa sumisión, cuando no de abyección, los torrentes de su sabiduría
acumulada al cabo de años, de secretos inmortales de la ley cósmica de la vida y la energía,
con los que el gran ser comenzó a instruirles.
La educación así proporcionada era a un tiempo simple y esotérica. El señor planta
comenzó a hablar sobre la naturaleza monística de todos los fenómenos de materia, luz,
color, sonido, electricidad, gravedad y otras formas de radiación, además del tiempo y del
espacio; que eran, dijo, tan sólo distintas variaciones perceptivas de un único principio o
sustancia subyacente.
A los oyentes se les enseñó la invocación y control, mediante medios químicos
bastante rudimentarios, de muchas fuerzas y tipos de energía que habían quedado, hasta el
momento, más allá del campo de detección de los sentidos y de los instrumentos humanos.
Se les enseñó tambien el terrible poder que se podía obtener refractando con ciertos
elementos sensibilizados los rayos infrarrojos y ultravioletas del espectro, que, en una
forma altamente concentrada, podía utilizarse para la desintegración y la reconstrucción de
las moléculas de la materia.
Aprendieron a fabricar motores que emitían rayos de destrucción y transmutación; y
como emplear estos rayos desconocidos, más potentes aún que los llamados rayos
cósmicos, en la renovación de tejidos humanos y en la conquista de la enfermedad y la
vejez.
Simultáneamente a esta educación, el señor planta se dedicó a construir una nueva
nave espacial, en la cual los terrícolas regresarían a su propio planeta para predicar el
evangelio marciano. La construcción de esta nave, cuyas planchas y vigas parecían
materializarse en el vacío ante sus propios ojos, fue una lección práctica en el uso de esas
arcanas fuerzas naturales. Los átomos que formarían las aleaciones necesarias fueron
traídos juntos del espacio mediante el empleo de invisibles rayos magnéticos, fundidos
mediante calor solar concentrado en una zona especialmente refractaria de la atmósfera y
moldeados en la forma deseada como la botella que adquiere su forma ante el aliento del
soplador del vidrio.
Equipados con estos nuevos conocimientos y potencial dominio, con un cargamento
de mecanismos sorprendentes hechos por el marciano para su uso, los pro marcianos
finalmente se embarcaron en su viaje en dirección a la Tierra.
Una semana mas tarde del secuestro de los treinta y cinco terrícolas del estadio de
Berkeley, la nave espacial conteniendo a los prosélitos marcianos aterrizó al mediodía en
ese mismo estadio. Bajo el control del infinitamente hábil ser planta, descendió sin
contratiempos tan delicadamente como un pájaro; y, tan pronto como las noticias de su
llegada se extendieron, se vio rodeada de una gran multitud, en la que los motivos de la
curiosidad y de la hostilidad estaban igualmente mezclados.
A través de la denuncia de los dogmáticos dirigidos por Stilton, los sabios y los tres
periodistas dirigidos por Gaillard habían sido declarados delincuentes internacionales antes
de su llegada. Se esperaba que volverían más pronto o más tarde a través de las
maquinaciones del ser planta; y una ley especial, que les prohibía aterrizar en suelo terrestre
bajo pena de prisión, había sido aprobada por todos los gobiernos.
Ignorantes de todo esto, e ignorantes también de lo extendido y virulento que era el
prejuicio contra ellos, abrieron la puerta de la nave y se levantaron dispuestos a emerger.
Gaillard, que iba el primero, se paró al principio de las escaleras metálicas, y algo
pareció frenarle mientras miraban a las caras amontonadas de la multitud, que se había
agrupado con increíble rapidez. Vio enemistad, miedo, odio y sospechas en muchos de esos
rostros; y en otros una curiosidad bufonesca, como podría mostrarse ante monstruos de
feria. Un pequeño grupo de policías, dando codazos y haciendo retroceder a la canalla con
mala educación profesional, se estaba dirigiendo hacia la primera fila; y gritos de burla y
odio, empezando de dos en dos y de tres en tres para unirse en un tosco rugido, fueron
lanzados contra los ocupantes de la nave.
—¡Malditos pro marcianos! ¡Abajo con los sucios traidores! ¡Colgad a los perros...!
Un tomate podrido, grande y goteante, fue arrojado contra Gaillard y se estrelió en
los escalones a sus pies. Silbidos, gritos e insultos se añadieron al rugiente manicomio,
pero, por encima de todo ello, él y sus compañeros escucharon una voz tranquila que
hablaba desde el interior de la nave, la voz del marciano transportada a través de
incontables millas de éter.
—Tened cuidado y posponed vuestro aterrizaje. Confiaos a mi guía, y todo estará
bien.
Gaillard retrocedió al escuchar esta voz amenazadora, y la puerta valvular se cerró
detrás de él junto con las escaleras dobladas, justo en el momento en que los policías que
habían acudido a detener a los ocupantes de la nave se abrían camino entre la multitud.
Mirando estos rostros llenos de odio, Gaillard y sus compañeros sabios
contemplaron una asombrosa manifestación del poder del marciano. Una pared de llamas
violetas, descendiendo desde los distantes cielos, pareció interponerse entre la nave y la
multitud, y los policías fueron arrojados, amoratados y jadeantes, pero sin daños, hacia
atrás por la gran ola.
Esta llama, cuyo color cambiaba a azul y amarillo y a escarlata como una especie de
aurora, brilló durante horas en torno a la nave e hizo virtualmente imposible que nadie se
acercase. Retirándose a una distancia respetuosa, pasmados y aterrorizados, la multitud
miraba en silencio; y la policía esperaba en vano una oportunidad para cumplir sus órdenes.
Al cabo de un rato, la llama se volvió blanca y nebulosa, y sobre ella, como en el
seno de una nube, una extraña escena, parecida a un espejismo, apareció impresa, visible
por igual a los que se encontraban dentro y fuera de la nave. Esta escena era el paisaje
marciano en el que el cerebro central del señor planta estaba situado; y la multitud se quedó
boquiabierta al recibir la mirada de los enormes ojos telescópicos, y vio los interminables
tallos y masas de extensas asociaciones de follaje perenne.
Otras escenas y demostraciones siguieron, todas las cuales estaban calculadas para
impresionar a la multitud con los poderes de obrar maravillas y las maravillosas facultades
de este remoto ser.
Imágenes que ilustraban la vida histórica del marciano, además de las diferentes
energías naturales arcanas sujetas a su dominio, seguidas una tras otra en rápida sucesión.
El propósito de la pretendida alianza con la Tierra y los beneficios que de ella recibiría la
humanidad fueron también representados. La sabiduría y benignidad divina del poderoso
ser, su superior naturaleza orgánica, su supremacía vital y científica, quedaron en claro
hasta para el observador más tonto.
Muchos de aquellos que habían acudido a burlarse, o habían estado preparados para
recibir a los pro marcianos y a su evangelio con desprecio, odio y violencia, se convirtieron
al instante a la causa extraterrestre ante estas sublimes demostraciones.
Sin embargo, los científicos más dogmáticos, los auténticos irreductibles,
representados por Godfrey Stilton, mantuvieron una postura de obstruccionismo
adamantino, en la que fueron apoyados por los oficiales de la ley y del gobierno, además de
por los prelados de las distintas religiones. La división de opiniones que se extendió por
todo el mundo se convirtió en la causa de muchas guerras civiles y revoluciones, y en uno o
dos casos condujo a hostilidades bélicas entre dos naciones.
Se realizaron numerosos esfuerzos para capturar y destruir la nave espacial
marciana, que, bajo la guía de su piloto ultraplanetario, aparecía en muchos sitios del
mundo, descendiendo repentinamente desde la estratosfera para realizar increíbles milagros
científicos ante los ojos de las pasmadas multitudes. En todos los rincones del mundo, las
imágenes fueron proyectadas sobre la pantalla de fuego nublado, y más y más gente se pasó
a la nueva causa.
Los bombarderos persiguieron a la nave e intentaron arrojar su mortífera carga
sobre ella, pero sin éxito, porque, siempre que la nave estaba en peligro, la aurora de llamas
intervenía, desviando y devolviendo las bombas que habían explotado, a menudo para
perjuicio de los que las habían lanzado.
Gaillard y sus compañeros, con valor de leones, salieron muchas veces de la nave,
para mostrar, ante las multitudes o ante grupos selectos de sabios, las maravillosas
invenciones y taumaturgias químicas que les había proporcionado el marciano. Por todas
partes, la policía intentó detenerles, multitudes enloquecidas intentaron hacerles daño,
regimientos armados intentaron aislarles y cortarles la retirada a la nave. Pero, con una
habilidad que no parecía menos que sobrenatural, conseguían siempre evitar ser capturados;
y a menudo confundían a sus perseguidores mediante sorprendentes demostraciones o
invocaciones de fuerzas esotéricas, paralizando temporalmente a los oficiales cívicos con
rayos invisibles, o creando en torno a ellos una zona defensiva de calor intolerable o de frío
ártico. Sin embargo, a pesar de esta miríada de demostraciones, las fortalezas del
aislamiento y la ignorancia humanos seguían siendo inexpugnables en muchos lugares.
Profundamente alarmados por la amenaza extraterrestre a su estabilidad, los
gobiernos y las religiones de la Tierra, además de los elementos científicos más
conservadores, reunieron sus fuerzas en un intento, de lo más decidido y heroico, para
frenar la incursión. Hombres de todas las edades, en todas partes, fueron llamados a filas en
los ejércitos regulares; e incluso las mujeres y los niños fueron equipados con las armas
más mortíferas del momento para su uso contra los pro marcianos, quienes, junto con sus
mujeres y familiares, fueron considerados como infames renegados a los que había que
cazar y asesinar como bestias salvajes, sin ceremonias.
La guerra civil resultante fue la más terrible de la historia humana. Clase social
contra clase social y familia contra familia. Nuevos gases, más letales que los que hasta
aquel momento se habían utilizado, fueron diseñados por los químicos, y regiones y
ciudades enteras fueron apagadas bajo sus terribles efectos. Otras se convirtieron en
fragmentos que volaban por los aires bajo el efecto de únicas cargas de explosivos
superpotentes; y se hizo la guerra con aviones, con cohetes, con submarinos, con cruceros,
con tanques, con cada vehículo y artilugio de muerte o destrucción creados por el ingenio
homicida.
Los pro marcianos, que habían alcanzado algunas victorias al principio, estaban en
una gran inferioridad numérica; y la suerte del combate empezó a volverse contra ellos.
Repartidos en muchos países, se encontraron incapaces de unirse y organizar sus fuerzas en
el mismo grado que sus oponentes oficiales. Aunque Gaillard y sus devotos compañeros
iban a todas partes con su nave espacial, ayudando y apoyando a los radicales, e
instruyéndoles en las nuevas armas y energías cósmicas, el grupo sufrió grandes derrotas a
través de la brutal superioridad numérica de sus oponentes. Más y más, se vieron reducidos
a pequeñas bandas, cazados y perseguidos, y obligados a buscar refugio en las zonas más
salvajes y menos exploradas de la Tierra.
En Norteamérica, sin embargo, un gran ejército de rebeldes científicos, cuyos
familiares se habían visto empujados a unirse a ellos, consiguió mantener a raya a sus
enemigos durante un tiempo. Rodeados por fin, y enfrentándose a enemigos superiores, el
ejército estaba al borde de una derrota aplastante.
Gaillard, sobrevolando las negras y voluminosas nubes de la batalla, en que se
mezclaban los gases venenosos con los humos de explosivos de alta potencia, sintió por
primera vez la acometida de la verdadera desesperación. A él y a sus compañeros les
parecía que el marciano les había abandonado, asqueado, quizá, con el horror bestial de
todo el asunto y la odiosa y ciega estrechez de miras y la necedad fanática de la humanidad.
Entonces, a través del cielo lleno de humo, una flota de naves doradas y cobrizas
descendió para aterrizar en el campo de batalla entre los partidarios de Marte. Había miles
de estas naves; y de todas las puertas de entrada, que se habían abierto simultáneamente,
surgió la voz del señor planta, llamando a sus partidarios e indicándoles que entrasen en la
nave.
Salvados de la aniquilación por este acto de providencia marciana, todo el ejército
obedeció la orden; y, tan pronto como los últimos hombres, mujeres y niños hubieron
subido a bordo, las puertas se cerraron de nuevo, y la flota de naves espaciales, girando en
graciosas y burlonas espirales sobre las cabezas de los confundidos conservadores, se elevó
sobre el campo de batalla como una bandada de pájaros rojo cobrizo, y desapareció en los
cielos del mediodía, conducida por la nave que llevaba al grupo de Gaillard.
En el mismo momento, en todas las partes del mundo en que pequeñas bandas de
heroicos radicales se habían visto aisladas o amenazadas con la captura o la destrucción,
otras naves descendieron de igual manera y se llevaron a los pro marcianos y sus familias
hasta el último elemento. Estas naves se unieron a la flota principal en mitad del espacio; y,
después, todas continuaron su curso bajo el misterioso pilotaje del señor planta, volando a
una velocidad supercósmica a través del vacío rodeado de estrellas.
Contrariamente a las expectativas de los exiliados, las naves no fueron conducidas
hacia Marte; y pronto resultó evidente que su objetivo era el planeta Venus. La voz del
marciano, hablando por el eterno éter, hizo el siguiente anuncio:
—En mi infinita sabiduria, mi suprema prescencia, os he apartado de la lucha sin
esperanza para establecer en la Tierra la luz soberana y la verdad que os había ofrecido. Tan
sólo a vosotros de la Tierra os he encontrado dignos; y la multitud de la humanidad que han
rechazado la salvación con odio y de una manera contumaz, prefiriendo la oscuridad natal
de la enfermedad, la muerte y la ignorancia en la que nacieron, deben ser abandonados
desde ahora a su inevitable destino. A vosotros, como los fieles sirvientes en los que confio,
os envío para colonizar bajo mi tutela un gran continente en el planeta Venus, y fundar,
entre la exuberancia primordial de este nuevo mundo, una nación supercientífica.
La flota pronto se acercó a Venus, y rodeó el ecuador a una gran altura de su
atmósfera cargada de nubes, por la que no se podía distinguir otra cosa que no fuese un
océano hirviente que parecía estar a punto de evaporarse, que parecía cubrir todo el planeta.
Aquí, bajo un sol que nunca se ponía, prevalecían por todas partes unas temperaturas
intolerables, tales que podían haber cocido la carne de un ser humano expuesto
directamente a la acuosa atmósfera. Sufriendo, incluso en el interior de sus naves aisladas,
ese terrible calor, los exiliados se preguntaban como iban a subsistir en un mundo
semejante.
Por fin, su destino se puso ante su vista, y sus dudas quedaron resueltas.
Aproximándose al lado nocturno de Venus que nunca queda expuesto a la luz del día, en
una latitud en la que el sol caía muy lateralmente, como sobre reinos árticos, contemplaron,
a través de vapores cada vez menos densos, una inmensa extensión de tierra, el único
continente en aquel mar planetario. Dicho continente estaba cubierto con fértiles junglas,
conteniendo una flora y una fauna similares a las de las eras preglaciales de la Tierra.
Calamentos, palmeras y helechos de un verdor increible se mostraron ante sus ojos;
y vieron por todas partes los grandes reptiles sin cerebro, megalosaurios, plesiosaurios,
laberintodontes y pterodáctilos del período jurásico.
Siguiendo las instrucciones del marciano, antes de aterrizar, dieron muerte a estos
reptiles, incinerándolos por completo con rayos infrarrojos, de forma que no quedasen ni
sus cadáveres para manchar el aire con sus efluvios putrefactos. Cuando todo el continente
hubo sido limpiado de esta apestosa forma de vida, las naves descendieron; y, al emerger,
los colonos se encontraron en un terreno de fertilidad sin paralelos, en donde el propio
suelo parecía vibrar con primordial vigor, y cuyo aire era rico en ozono, oxígeno y
nitrógeno.
Aquí, la temperatura, aunque seguía siendo subtropical, resultaba agradable y
cálida; y, por medio del uso de tejidos protectores proporcionados por el marciano, los
terrícolas pronto se acostumbraron a la perpetua luz del sol y a la intensa radiación
ultravioleta. Con los conocimientos a su disposición, fueron capaces de combatir las
bacterias desconocidas y altamente perniciosas que eran características de Venus, e incluso
de exterminar algunas de estas bacterias con el transcurso del tiempo. Se convirtieron en los
amos de un clima saludable, dotado de cuatro estaciones templadas y equilibradas
proporcionadas por la rotación anual del planeta, pero con un único día perpetuo, como las
místicas islas de Blest, con un sol bajo que nunca se ponía.
Bajo el liderazgo de Gaillard, quien permanecía en íntima unión y continuo contacto
con el senor planta, los grandes bosques fueron talados en muchos lugares. Ciudades de
elevada y etérea arquitectura, tan hermosas como las de un Edén espacial, construidas con
la ayuda de rayos de fuerza, comenzaron a elevar sus graciosas torretas y cúpulas como
nubes majestuosas sobre los gigantescos calamentos y helechos.
A través de los trabajos de los exiliados terrestres, se estableció una nación
verdaderamente utópica, aliada al señor planta como a una deidad tutelar; una nación
dedicada al progreso cósmico, a la libertad y a la tolerancia espiritual; una nación feliz,
cumplidora de la ley, bendita con una longevidad de milenios, y libre de la pena, de la
enfermedad y del error.
Aquí también, en las costas del gran mar de Venus, se construyeron los grandes
transmisores que enviaban, a través del espacio interplanetario, ondas incesantes de
radiación electrónica con el agua necesaria para reaprovisionar el suelo y el aire
deshidratados de Marte, asegurando así al ser planta una perpetuidad de vida semejante a la
de un dios.
Mientras tanto, en la Tierra, sin que lo supiesen Gaillard y sus compañeros de exilio,
que no habían hecho ningún esfuerzo para comunicarse con el mundo que habían
abandonado, algo sorprendente había sucedido; una prueba final de la virtual omnipotencia
y omnisapiencia del marciano.
En el gran valle de Cachemira, en el norte de la India, descendió un día, desde el
cielo despejado, una semilla de una milla de largo, brillando como un enorme meteorito, y
aterrorizando a los supersticiosos pueblos asiáticos, quienes vieron en su caída el aviso de
alguna terrible catástrofe. La semilla echó raíz en el valle, y, antes de que su auténtica
naturaleza hubiese sido establecida, el supuesto meteorito comenzó a echar, y a enviar en
todas direcciones, una multitud de enormes tentáculos que inmediatamente echaron hojas.
Cubrió pronto las llanuras del sur y las eternas nieves y rocas del Hindu-Kush y el
Himalaya con su gigantesca verdura.
Pronto, los montañeros afganos pudieron escuchar la explosión de la yema de sus
hojas como un distante trueno entre sus pasos; y, al mismo tiempo, avanzó como un
monstruo destructor de hombres por la India central. Extendiéndose por todas las
direcciones, y creciendo a la velocidad de un tren expreso, los tentáculos de la poderosa
viña procedieron a cubrir los reinos asiáticos. Cubriendo valles, cimas, colinas y mesetas,
desiertos, ciudades y costas con sus titánicas hojas, invadió Europa y África; y entonces,
atravesando el estrecho de Bering, entró en Norteamérica y se dirigió hacia el sur,
ramificándose por todas partes hasta que todo el continente, y también Sudamérica hasta
Tierra del Fuego, hubieron sido enterrados bajo la masa de follaje insuperable.
Frenéticos esfuerzos fueron realizados para frenar el progreso de la planta por parte
de los ejércitos, utilizando bombas y cañones, con riegos letales y con gases; pero todo fue
en vano. Por todas partes, la humanidad fue ahogada debajo de las vastas hojas, como las
de un omnipresente árbol de veneno, que emitía un olor estupefaciente y narcótico que
confería a quienes lo olían una rápida eutanasia.
Pronto, la planta cubrió el globo, porque los mares ofrecían nula o escasa barrera
para sus tallos maduros y zarcillos. Cuando el proceso de crecimiento estuvo completo, la
chusma antimarciana se había reunido con los grotescos monstruos de tiempos
prehistóricos en el limbo del olvido al que van a parar todas las especies que han sido
superadas y se han quedado anticuadas. Pero, por clemencia divina del senor planta, la
muerte final que alcanzó a los recalcitrantes fue tan tranquila como irresistible.
Stilton y sus colegas consiguieron escapar a la general condena durante un breve
tiempo, huyendo en un cohete a la plataforma ártica. Allí, mientras se estaban
congratulando de su escape, vieron, a lo lejos en el horizonte, el elevarse de los veloces
tallos, debajo del follaje de los cuales, el hielo y la nieve parecían deshacerse en rugientes
torrentes. Estos torrentes enseguida se convirtieron en un mar como el del diluvio, en el que
los últimos dogmáticos se ahogaron. Sólo así escaparon a la eutanasia de las grandes hojas
que había alcanzado a todos sus semejantes.
LAS CRIPTAS DE
YOH —VOMBIS
SI LOS MÉDICOS tienen razón en su diagnóstico, me quedan tan sólo unas pocas
horas marcianas de vida. Durante esas horas, intentaré contar, como una advertencia a otros
que podrían seguir nuestros pasos, los extraordinarios y terribles acontecimientos que
dieron fin a nuestras investigaciones en las ruinas de Yoh-Vombis. Si mi narración sirve al
menos para impedir futuras exploraciones, el contarla no habrá sido en vano.
Éramos ocho, arqueólogos profesionales con más o menos experiencia en la tierra y
extraplanetaria, que partimos con guías nativos desde Ignarh, la metrópoli comercial de
Marte, para estudiar esta antigua ciudad, abandonada durante evos. Allan Octave, nuestro
líder oficial, debía su mando a conocer más arqueología marciana que ningún otro terrestre
sobre la superficie del planeta; y otros del grupo, como William Harper y Jonas Halgren,
habían estado asociados con él en muchas de sus anteriores exploraciones.
Yo, Rodney Severn, era algo más novato, habiendo pasado apenas unos pocos
meses sobre la superficie de Marte; y la mayor parte de mis incursiones ultraterrenas se
habían visto confinadas a Venus.
Los desnudos aihais, de pecho esponjoso, habían hablado, de manera disuasoria,
sobre vastos desiertos llenos de tormentas de arena en continuo movimiento, a través de los
cuales debíamos pasar para alcanzar Yoh-Vombis; y, a pesar de nuestras generosas ofertas
de paga, había resultado difícil contar con guías para el viaje. Por tanto, estuvimos
satisfechos a un tiempo que sorprendidos, cuando alcanzamos las ruinas tras siete horas de
movernos lentamente por la plana desolación, amarilla naranja y sin árboles, al sudoeste de
Ignarh.
Contemplamos nuestro destino, por primera vez, al ponerse el pequeño y remoto
sol. Durante un rato, creímos que las torres, sin techo e inclinadas como árboles, y los
monolitos rotos eran los de una ciudad desconocida, distinta de la que buscábamos. Pero la
situación de las minas, que se extendían formando una especie de arco cubriendo casi por
completo una elevación, de una legua de longitud gnéisica, compuesta por roca desnuda y
erosionada, junto al tipo de arquitectura, pronto nos convencieron de que habíamos
encontrado nuestro objetivo.
Ninguna otra ciudad antigua de Marte estaba dispuesta de esa manera, y los
extraños contrafuertes, de muchas terrazas, eran privativos de la raza prehistórica que había
construido Yoh-Vombis.
He visto los venerables muros de Machu Pichu alzarse al cielo en medio de los
desolados Andes; y las murallas congeladas de Uogam, obra de gigantes, en las tundras
glaciales del hemisferio nocturno de Venus.
Pero éstas eran cosas como del ayer, comparadas con los muros que ahora
contemplábamos. Toda la región estaba alejada de los vivificantes canales, más allá de
cuyos contornos incluso la flora y la fauna más dañina era encontrada sólo raramente. Pero
aquí, en este lugar de esterilidad petrificada, de miseria y soledad eternas, parecía que la
vida nunca podría haber tenido lugar.
Creo que todos tuvimos la misma impresión cuando estuvimos de pie mirando en
silencio mientras el pálido ocaso caía sobre las oscuras minas megalíticas. Recuerdo haber
jadeado un poco, en un aire que parecía haber sido tocado por la frialdad irrespirable de la
muerte; y escuché la misma aguda y laboriosa respiración procedente de otros de nuestro
grupo.
—Este sitio está más muerto que una morgue egipcia —comentó Harper.
—Desde luego, es más antiguo —asintió Octave—. De acuerdo con las leyendas
más dignas de confianza, los yorhis, quienes edificaron Yoh Vombis, fueron exterminados
por la actual raza gobernante hace, por lo menos, cuarenta mil años.
—Hay una historia, ¿no? —dijo Harper— sobre cómo los últimos supervivientes de
los yorhis fueron destruidos por un agente desconocido..., algo demasiado horrible y fuera
de lo normal como para ser mencionado ni siquiera en un mito.
—Por supuesto, he oído esa leyenda —asintió Octave—. Quizá entre las minas
encontremos pruebas que la afirmen o la desmientan. Los yorhis pueden haber sido barridos
por alguna terrible epidemia, como la pestilencia Yashta, que era una especie de hongo
verde que se comía los huesos del cuerpo, junto con los dientes y las uñas. Pero no
debemos temer contagiarnos. Si hay momias en Yoh-Vombis..., las bacterias estarán tan
muertas como sus víctimas, después de tantos ciclos de deshidratación planetaria.
El sol se había puesto con una rapidez sorprendente, como si hubiese desaparecido
por medio de una especie de prestidigitación, más que por el proceso normal de su puesta.
Sentimos al instante el frío del verdiazul ocaso; y el éter sobre nosotros era como una
enorme cúpula transparente de hielo sin sol salpicado con un millón de brillos apagados que
eran las estrellas. Nos pusimos nuestras capas y nuestros gorros de piel marciana, que
siempre debíamos llevar por la noche; y, dirigiéndonos al oeste de las murallas,
establecimos nuestro campamento a su socaire, para estar un poco protegidos del jaar, el
cruel viento del desierto que siempre sopla antes del alba. Entonces, encendiendo las
lámparas de alcohol, que habían sido traídas con propósitos culinarios, agrupamos en torno
a ellas mientras la cena era preparada y consumida.
Después, por comodidad más que por cansancio, nos retiramos pronto a nuestros
sacos de dormir; y los dos aihais, nuestros guías, se envolvieron en los pliegues de sus telas
de bassa, semejantes a mortajas, que es toda la protección que sus pieles correosas parecen
necesitar, incluso a temperaturas por debajo de cero.
Hasta dentro de mi gordo saco, de forro doble, notaba el rigor del aire de la noche; y
estoy seguro de que fue esto, más que ninguna otra cosa, lo que me mantuvo despierto
mucho rato e hizo mi eventual reposo algo intranquilo e interrumpido. En cualquier caso,
no estaba preocupado ni por el menor presagio de alarma o peligro; y me habría reído ante
la idea de que algo peligroso podía acechar en Yoh-Vombis, entre cuya pasmosa e
insospechable antigüedad, los propios fantasmas de sus muertos habían de haberse
desvanecido en la nada hacía mucho tiempo.
Debí quedarme adormecido una y otra vez, con intervalos de estar despierto a
medias. Por fin, durante uno de estos intervalos, fui vagamente consciente de que las lunas
gemelas, Fobos y Deimos, proyectaban enormes y alargadas sombras sobre las torres sin
techo; sombras que casi tocaban las formas brillantes y embozadas de mis compañeros.
Toda la escena estaba encerrada en una tranquilidad pétrea, y ninguno de los
durmientes se revolvió. Entonces, cuando mis párpados estaban a punto de cerrarse, recibí
una impresión de movimiento desde la oscuridad congelada; y me pareció que una parte de
la sombra delantera se había separado y se arrastraba en dirección a Octave, que descansaba
más cerca de las ruinas que los demás.
Incluso a través de mi pesado letargo, me sentí molesto por una advertencia de algo
antinatural y tal vez ominoso.
Empecé a incorporarme, y, mientras me movía, el objeto umbrío, lo que quiera que
fuese, retrocedió y se mezcló de nuevo con la sombra más grande. Su desaparición me
sorprendió despertándome por completo; y, con todo, no podía estar seguro de haber visto
la cosa. En aquel breve vistazo final me había parecido como un trozo de tela o cuero,
toscamente circular, oscuro y arrugado, de diez o doce pulgadas de diámetro, que corría por
el suelo doblándose como un gusano, plegándose y estirándose de una manera sorprendente
mientras avanzaba.
No volví a dormirme en casi una hora; y, de no haber sido por el frío extremo, me
habría levantado, indubitablemente, e investigado para asegurarme si había contemplado un
objeto de una naturaleza tan fuera de lo común o si sencillamente lo había soñado. Pero me
convenció, más y más, que se trataba de algo demasiado improbable y fantástico como para
haber sido otra cosa que el producto de un sueño. Y, por fin, comencé a cabecear con un
sueño ligero.
Me despertó el suspiro, gélido y demoniaco, del jaar a través de las paredes
melladas, y vi que la débil luz de la luna había recibido la ascensión incolora de un alba
temprana. Todos nos levantamos y preparamos nuestros desayunos con dedos que se
quedaban atontados a pesar de las lámparas de alcohol.
Mi rara experiencia visual de la noche había adquirido, más que nunca, una
irrealidad fantasmagórica; y no le dediqué más que un pensamiento pasajero y no se la
mencioné a los otros. Estábamos ansiosos por comenzar nuestras exploraciones; y, un poco
más tarde de la puesta de sol, comenzamos nuestro paseo inicial de examen.
Por extraño que pareciese, los dos marcianos se negaron a acompañarnos;
impasibles y taciturnos, no ofrecieron una razón explícita, pero, evidentemente, nada les
induciría a entrar en las ruinas de Yoh-Vombis. Si estaban o no asustados de las ruinas,
fuimos incapaces de establecerlo; sus caras enigmáticas, con sus pequeños ojos oblicuos y
enormes fosas nasales abiertas, no traicionaban ni miedo ni ninguna otra emoción
comprensible al hombre. Como respuesta a nuestras preguntas, simplemente dijeron que
ningún aihai había puesto el pie entre las ruinas desde hacía mucho tiempo. Aparentemente,
había algún tabú misterioso relacionado con aquel lugar.
Como equipo en aquel paseo preliminar, nos llevamos tan sólo dos linternas
eléctricas y una palanca de hierro. Nuestras otras herramientas, y algunos cartuchos de
explosivo de alta potencia, los reservábamos para emplearlos más tarde, en caso de que
resultasen necesarios una vez que hubiésemos explorado el terreno. Uno o dos llevábamos
armas automáticas; pero éstas también fueron dejadas atrás, porque parecía absurdo
imaginar que alguna forma de vida sería encontrada entre las ruinas.
Octave estaba visiblemente nervioso al comenzar nuestra inspección; y mantuvo un
fuego constante de comentarios y exclamaciones. El resto de nosotros estuvo tranquilo y
silencioso; era imposible apartar el sombrío temor y el asombro que nos provocaban
aquellas piedras megalíticas.
Avanzamos alguna distancia por entre los edificios triangulares con terrazas,
siguiendo las calles en zigzag que correspondían a esta peculiar arquitectura. La mayoría de
las torres estaba, más o menos, en ruinas; y, por todas partes, vimos la profunda erosión
ocasionada por ciclos de viento soplando y por la arena que, en muchos casos, había
gastado, redondeándolos, los ángulos afilados de los poderosos muros. Entramos en algunas
de las torres, pero encontramos en su interior el más completo vacío. Lo que quiera que
hubiesen contenido a manera de mobiliario debía haberse deshecho en el polvo hacía
mucho tiempo; y el viento había sido soplado lejos por las inquisitivas galernas del
desierto.
Al cabo, llegamos al muro de una vasta terraza, tallada de la propia meseta. En esta
meseta, los edificios centrales estaban agrupados en una especie de acrópolis. Un tramo de
escaleras, comidas por el tiempo, diseñadas para miembros más largos que los de los
hombres o incluso de los larguiruchos marcianos modernos, permitía el acceso a la
plataforma tallada.
Parándonos, decidimos retrasar nuestra investigación de los edificios superiores, los
cuales, más expuestos que los demás, se hallaban doblemente ruinosos y estropeados, y lo
más probable es que poco tuviesen que ofrecernos como recompensa a nuestros esfuerzos.
Octave había comenzado a expresar su desilusion ante nuestro fracaso a la hora de
encontrar un artefacto que arrojase alguna luz sobre la historia de Yoh-Vombis.
Entonces, un poco a la derecha de la escalera, encontramos una entrada en la pared
principal, medio bloqueada por antiguos escombros. Detrás del montón de detritus,
encontramos el nacimiento de un tramo de escaleras descendentes. De la abertura salía
oscuridad, mustia con la primordial estancación de la podredumbre; y no podíamos ver por
debajo del primer escalón, que daba la impresión de estar suspendido sobre una sima negra.
Arrojando el rayo de su linterna en el abismo, Octave comenzó a descender por las
escaleras. Su ansiosa voz nos llamó para que le siguiésemos.
Al fondo de los altos y difíciles escalones, encontramos una cripta larga y amplia,
como un salón subterráneo. Su suelo tenía una profunda capa de polvo de antigüedad
inmemorial. El aire estaba singularmente cargado, como si los restos de una antigua
atmósfera, menos tenue que la del Marte de hoy, se hubiesen acomodado y quedado en
aquella oscuridad estancada. Era más difícil de respirar que el aire exterior; estaba lleno de
efluvios desconocidos, y el ligero polvo se levantaba ante nosotros a cada paso,
difundiendo un leve olor de corrupción pasada, como el polvo de momias maceradas.
Al fondo de la cripta, ante un tramo de escaleras que se levantaban, nuestras
linternas mostraron una inmensa urna o cuenco hueco, apoyado en unas piernas cortas con
forma de cubo, y hecho con un material apagado de color verde negruzco. En su fondo
descubrimos un depósito de fragmentos oscuros parecidos a cenizas, que daban un leve
pero desagradable olor pungente, como el fantasma de otro olor más poderoso. Octave,
inclinándose sobre el borde, empezó a toser y estornudar al inhalarlo.
—Ese material, lo que quiera que fuese, debió ser un fumigante bastante fuerte —
comentó—. La gente de Yoh-Vombis debió usarlo para desinfectar estas criptas.
El umbral detrás de la urna hueca nos admitió a una habitación más grande cuyo
suelo estaba relativamente libre de polvo. Encontramos que la oscura piedra debajo de
nuestros pies estaba marcada con dibujos geométricos multiformes, dibujados con piedra
ocre, entre los cuales, como en las cartelas egipcias, había incluidos jeroglíficos y dibujos
altamente formalizados. Poco podíamos interpretar de la mayoría de ellos, pero las figuras
que muchos contenían estaban sin duda diseñadas para representar a los propios yorhis.
Como los aihais, eran altos y angulosos, con grandes pechos como fuelles. Las orejas y las
fosas nasales no eran tan enormes como las de los marcianos modernos, hasta el punto que
podíamos juzgar.
Todos estos yorhis estaban representados desnudos; pero en una de las cartelas,
realizada con un estilo más apresurado que las demás, nos fijamos en dos figuras cuyos
cráneos, altos y cónicos, estaban envueltos en una especie de turbantes, los cuales parecían
estar a punto de quitarse o de ajustar. El artista había dado un especial énfasis al gesto con
el que los sinuosos dedos, de cuatro articulaciones, estaban tirando de estos tocados; y toda
la postura parecía extrañamente contorsionada.
Naciendo de la segunda cripta, había pasadizos que se ramificaban por todas
direcciones, conduciendo a un verdadero dédalo de catacumbas. Aquí enormes urnas
panzudas del mismo material que el cuenco de fumigar, pero más altas que la cabeza de un
hombre y equipadas con tapaderas de asas angulares, estaban alineadas en filas solemnes a
lo largo de las paredes, dejando escaso espacio para que dos de nosotros pasásemos
andando juntos. Cuando conseguimos quitar una de las enormes tapas, vimos que la jarra
estaba llena hasta el borde con cenizas y fragmentos de hueso incinerado. Indubitablemente
(como es todavía la costumbre marciana), los yorhis habían guardado los restos incinerados
de familias enteras en una única urna.
Incluso Octave guardó silencio mientras continuábamos, y una especie de pasmo
meditativo pareció sustituir su anterior nerviosismo. El resto de nosotros, creo, nos
sentíamos aplastados como un solo hombre por la sólida oscuridad y la antigüedad que
desafiaba la imaginación, en la cual parecía que nos introducíamos más a cada paso.
Las sombras temblaban a nuestro alrededor como las alas, monstruosas y deformes,
de murciélagos fantasmas. Por todas partes no había nada más que el polvo atomizado de
las edades, y las jarras que contenían las cenizas de un pueblo largo tiempo extinto. Pero,
pegada al techo alto en una de las criptas siguientes, vi una mancha, oscura y arrugada, de
forma circular, como un hongo marchito. Era imposible alcanzar la cosa, y continuamos,
después de mirarla, haciendo muchas conjeturas inútiles. Por extraño que parezca, no
conseguí recordar en aquel momento el oscuro objeto que había visto, o con el que había
soñado, la noche antes.
No tengo ni idea de la distancia que habíamos recorrido cuando llegamos a la ultima
cripta; pero parecía que habíamos estado vagabundeando durante años por aquel olvidado
mundo subterráneo. El aire se estaba volviendo más asqueroso e irrespirable, con una
cualidad densa, empapada, como procedente de un sedimento de podredumbre material; y
casi habíamos decidido dar la vuelta. Entonces, sin previo aviso, al final de una larga
catacumba, con urnas alineadas, nos encontramos frente a frente con una pared lisa.
Aquí nos topamos con uno de nuestros descubrimientos más extraños y el más
desconcertante..., una figura momificada, e increíblemente desecada, de pie junto a la
pared. Tenía más de siete pies de estatura, era de un color marrón bituminoso y estaba
completamente desnuda a no ser por una especie de capucha negra que cubría la parte
superior de su cabeza y caía en pliegues arrugados a los lados. Por su tamaño y contorno
generales, era claramente uno de los antiguos yorhis..., quizá el único miembro de su raza
cuyo cuerpo había permanecido intacto.
Todos sentimos un estremecimiento inexplicable ante la increíble antigüedad de esta
cosa encogida, que, en el aire seco de las criptas, había aguantado todas las vicisitudes
históricas y geológicas del planeta, para proporcionar un lazo visible con ciclos perdidos.
Entonces, mientras mirábamos más de cerca con nuestras linternas, vimos por qué
la momia había conservado una posición vertical.
En los tobillos, rodillas, cintura, hombros y cuello estaba sujeta a la pared por
pesadas bandas de metal, tan profundamente gastadas y oscurecidas por una especie de
herrumbre, que no habíamos conseguido distinguirlas a primera vista de las sombras.
La extraña capucha sobre la cabeza, al examinarla más de cerca, seguía
confundiéndonos. Estaba cubierta de una pelusa, como moho, tan sucia y polvorienta como
antiguas telarañas. Algo respecto a ella, no sabría decir qué, resultaba repugnante y
vomitivo.
—¡Vive Dios! ¡Este es un auténtico hallazgo! —exclamó Octave mientras acercaba
su linterna al rostro momificado, donde las sombras se movían como seres vivientes en las
cuencas de los ojos profundas como la brea, y en las enormes fosas nasales triples y anchas
orejas de soplillo que se despegaban por debajo de la capucha.
Sujetando aún la linterna, levantó la mano libre y tocó el cuerpo con mucha
delicadeza. A pesar de lo delicado que fue su tacto, la parte inferior del tronco de barril, las
piernas, las manos y los antebrazos, todos comenzaron a pulverizarse dejando la cabeza, la
parte superior del tronco y los brazos colgando aún de las argollas de metal. El proceso de
deterioro había sido extrañamente desigual, porque las porciones restantes no daban señal
alguna de desintegración.
Octave gritó desalentado, y entonces comenzó a toser y a estornudar, mientras la
nube de polvo marrón, flotando liviana como el aire, le envolvía. Los demás retrocedimos
para evitar el polvo. Entonces, por encima de la nube que se extendía, vi algo increíble. La
capucha negra sobre la cabeza de la momia empezó a encogerse y a hacer movimientos
nerviosos hacia arriba en las esquinas, se retorcía con un movimiento verminoso, cayó del
cráneo encogido, pareciendo doblarse y desdoblarse de manera convulsiva en mitad del aire
mientras caía.
Entonces, descendió sobre la cabeza desnuda de Octave, quien, en su desconcierto
ante la desintegración de la momia, se había quedado de pie cerca de la pared. En ese
instante, con un espasmo de repentino terror, recordé la cosa que se había arrastrado desde
las sombras de Yoh-Vombis a la luz de las lunas gemelas, y que había retrocedido como un
fragmento de mis sueños ante los primeros movimientos de mi despertar.
Agarrándose fuertemente como una tela ceñida, la cosa envolvió el pelo, la frente y
los ojos de Octave, y él gritó salvajemente, con incoherentes peticiones de ayuda, y tiró con
dedos frenéticos de la capucha, pero no consiguió aflojarla. Entonces, sus gritos empezaron
a ascender en un loco crescendo de agonía, como si estuviese bajo el instrumento de alguna
tortura infernal; y bailaba y daba saltos ciegamente por la cripta, evitándonos con extraña
rapidez cuando saltábamos adelante en un esfuerzo para alcanzarle y liberarle de su extraño
estorbo.
Todo el acontecimiento resultaba tan misterioso como una pesadilla; pero la cosa
que había caído sobre su cabeza era claramente una forma de vida marciana sin clasificar
que, contrariamente a todas las leyes de la ciencia, había sobrevivido en aquellas
catacumbas de antigüedad primordial. Debíamos, si podíamos, rescatarle de sus garras.
Intentamos aproximarnos a la figura frenética de nuestro jefe..., que en el espacio,
lejos de amplio, entre las últimas urnas y la pared, debería haber sido un asunto fácil. Pero,
alejándose, de una manera doblemente incomprensible a causa de su situación de tener los
ojos tapados, nos rodeó y se alejó, desapareciendo entre las urnas hacia la parte exterior del
laberinto de catacumbas entrecruzadas.
—¡Dios mío! ¿Qué le ha sucedido? —exclamó Harper—. Este hombre actúa como
si estuviese poseído.
No había tiempo, evidentemente, para ponerse a discutir el enigma, y todos
perseguimos a Octave tan de prisa como nuestra sorpresa nos lo permitió. Le habíamos
perdido de vista en medio de la oscuridad; y, cuando llegamos a la primera división de las
criptas, estábamos dudando qué pasadizo habría tomado, hasta que escuchamos un grito
agudo, repetido varias veces, en una catacumba que estaba muy a la izquierda. Había una
extraña cualidad ultraterrena en aquellos gritos, que podría haber sido producida por el aire
largamente estancado, o por las peculiares condiciones acústicas de las cavernas que se
ramificaban. Pero, de alguna manera, no podía imaginármelos partiendo de labios
humanos..., por lo menos, no los de un hombre viviente. Tenían una cualidad agónica,
mecánica y sin alma, como si hubiesen sido arrancados de un cadáver empujado por los
demonios.
Precedidos por las luces de nuestras linternas en las sombras agazapadas, fugitivas,
corrimos entre las filas de grandes urnas. Los gritos se habían apagado en el silencio
sepulcral; pero en la distancia escuchamos el sonido ligero y apagado de pies que corrían.
Continuamos en una precipitada persecución; pero, jadeando dolorosamente en el aire
viciado, infecto, pronto nos vimos obligados a aflojar el paso sin tener a nuestra vista a
Octave. Muy débilmente, más lejos que nunca, escuchamos, como los pasos de un fantasma
que se hubiese tragado la tumba, sus pasos, que desaparecían. Entonces, se detuvieron; y no
escuchamos nada que no fuese nuestro aliento convulso, y la sangre que latía en nuestras
sienes como tambores de alarma continuamente resonantes.
Continuamos, dividiendo nuestro grupo en tres contingentes, cuando llegamos a una
triple división de las cavernas. Harper, Halgren y yo tomamos el pasaje del medio, y,
después de que hubiésemos recorrido un intervalo infinito sin encontrar señal de Octave, y
nos hubiésemos abierto camino por cavidades enormes repletas hasta el techo de urnas
colosales que deben haber contenido las cenizas de cien generaciones, llegamos a una
cámara enorme con dibujos geométricos en el suelo. Aquí, tras un breve rato, se reunieron
con nosotros los demás, que, igualmente, habían fracasado en encontrar a nuestro
desaparecido líder.
Sería inútil relatar nuestra renovada búsqueda de una hora de duración a lo largo de
la miríada de criptas, muchas de las cuales no habíamos explorado hasta ese momento.
Todas estaban vacías, en lo que respecta a vida. Recuerdo haber pasado una vez más por la
cripta en la que había visto la mancha redonda en el techo, y haber notado con un escalofrío
que la mancha había desaparecido. Fue un milagro que no nos perdiésemos en aquel
laberinto subterráneo; pero al cabo alcanzamos de nuevo la cripta final en la que habíamos
encontrado la momia encadenada.
Escuchamos un estrépito recurrente a intervalos regulares mientras nos
aproximábamos a aquel lugar..., un sonido de lo más alarmante y desconcertante
considerando las circunstancias. Era como el martilleo de los duendes en un olvidado
mausoleo. Cuando nos aproximamos, los rayos de nuestras antorchas pusieron al
descubierto una visión que no era menos inesperada que sorprendente. Una figura humana,
con su espalda vuelta hacia nosotros, y la cabeza oculta por un objeto negro hinchado que
había adquirido el tamaño y la forma de un almohadón de sofá, estaba de pie, junto a los
restos de la momia, golpeando la pared con una barra de hierro puntiaguda. Cuánto tiempo
había estado allí Octave y dónde había encontrado la barra, no podíamos saberlo. Pero la
pared lisa se había deshecho bajo sus furiosos golpes, dejando en el suelo un montón de
fragmentos parecido al cemento; y una pequeña y estrecha puerta, del mismo material
ambiguo que las urnas funerarias y el cuenco de fumigación, había quedado al descubierto.
Sorprendidos, inciertos, confusos de una manera inexpresable, todos éramos
incapaces de acción y voluntad en aquel momento. Todo el asunto resultaba demasiado
fantástico y horripilante, y estaba claro que Octave había sido dominado por alguna especie
de locura. Por lo menos yo, sentí un violento espasmo de repentina náusea cuando
identifiqué la cosa, repugnantemente hinchada, que se pegaba a la cabeza de Octave y se
reclinaba en obscena tumescencia sobre su cuello. No me atrevo a hacer suposiciones sobre
la causa de su hinchazón.
Antes de que ninguno de nosotros pudiese recobrar sus facultades, Octave arrojó a
un lado la barra de metal y empezó a tantear buscando algo en la pared. Debía ser algún
muelle oculto; aunque cómo podía haber conocido su situación y su existencia queda más
allá de cualquier conjetura legítima. Con un apagado, y terrible, sonido chirriante, la puerta
descubierta se abrió hacia adentro, ancha y pesada como la puerta de un mausoleo,
descubriendo una apertura desde la cual la más profunda medianoche parecía manar como
un torrente de podredumbre enterrada durante evos.
De alguna manera, en aquel instante, nuestras linternas eléctricas temblaron y se
volvieron más débiles; y todos respiramos un hedor sofocante, como procedente de mundos
de inmemorial putrescencia.
Ahora, Octave se había dado la vuelta hacia nosotros, y permanecía de pie sin hacer
nada junto a la puerta abierta, como alguien que hubiese terminado una tarea prescrita. Fui
el primero de nuestro grupo en librarse del hechizo paralizante, y, sacando mi navaja —lo
único parecido a un arma que transportaba—, corrí hacia él. Retrocedió, pero no lo bastante
deprisa como para evitarme, cuando hundí la hoja de cuatro pulgadas en la negra masa
tumescente que había envuelto la parte superior de su cabeza y colgaba sobre sus ojos.
Lo que fuese la cosa, prefiero no imaginármelo... aunque pudiese hacerlo. Era tan
informe como una gran sanguijuela, sin cabeza ni cola ni órganos visibles..., una cosa
inflada, sucia y correosa, cubierta con esa pelusilla como moho que he mencionado antes.
El cuchillo la desgarró como si fuese pergamino podrido, y el horror pareció colapsarse
como un globo deshinchado. De él, se escapó un torrente nauseabundo de sangre humana,
mezclada con masas oscuras hiladas que podrían haber sido pelo medio disuelto, y trozos
flotantes gelatinosos como hueso derretido, y restos de una sustancia blanca coagulada. En
el mismo momento, Octave empezó a tambalearse y se cayó cuan largo era sobre el suelo.
Revuelto por su caída, el polvo de la momia se levantó en una nube que se retorcía, debajo
de la cual él descansó con una quietud mortal.
Venciendo mi asco, y ahogándome a causa del polvo, me incliné sobre él y arranqué
el fláccido horror purulento de su cabeza. Salió con una facilidad inesperada, como si
estuviese quitando un trapo lacio; pero juro por Dios que preferiría haberlo dejado como
estaba. Debajo, ya no era un cráneo humano, porque todo había sido devorado, incluyendo
las cejas, y el cerebro medio devorado quedó al descubierto cuando levanté el objeto como
una tapadera. Dejé caer la cosa innominable de dedos que habían perdido repentinamente
su fuerza, y se dio la vuelta al caer, revelando el lado interior de muchas hileras de ventosas
rosadas, colocadas en círculos en torno a un pálido disco que sugería una especie de plexo.
Mis compañeros se habían amontonado en torno a mí; pero, durante un rato
apreciable, ninguno habló.
—¿Cuánto tiempo supones que lleva muerto? —fue Halgren quien susurró la
terrible pregunta, que todos nos habíamos estado haciendo a nosotros mismos.
Aparentemente, nadie se sentía dispuesto, o capaz, de contestarla; y tan sólo éramos
capaces de contemplar a Octave en un estado de horrible fascinación intemporal.
Al cabo, hice un esfuerzo para apartar la mirada; y, volviéndola al azar, me fijé en
los restos de la momia encadenada y noté, por primera vez, con un horror mecánico e irreal,
el estado, devorado a medias, de la cabeza encogida. De esto, mi vista se volvió a la puerta
recientemente abierta a un lado, sin darme cuenta, por un momento, de qué era lo que había
llamado mi atención. Entonces, sorprendido, contemplé bajo el rayo de mi linterna, lejos de
la puerta, como en una sima exterior, un movimiento de sombras que se arrastraban
bullicioso, multitudinario, vermiforme. Parecían hervir en la oscuridad; y entonces, sobre el
ancho umbral de la puerta, se vertió la vermiforme vanguardia de un incontable ejército:
cosas que eran parientes de la monstruosa y diabólica sanguijuela que había arrancado de la
cabeza devorada de Octave. Algunas eran delgadas y lisas, como discos de tela o cuero que
se doblasen y se retorciesen, y otras eran más o menos hinchadas, y se arrastraban con un
lento hartazgo. Qué habían encontrado para alimentarse en aquella medianoche sellada, no
lo sé; y rezo para no saberlo nunca.
Salté apartándome de éstas, electrificado por el terror, enfermo de asco, y el negro
ejército se acercaba incesantemente, pulgada a pulgada, con una velocidad de pesadilla,
desde aquel abismo abierto, como el nauseabundo vómito de un infierno harto de horrores.
Mientras se vertían hacia nosotros, ocultando de la vista el cuerpo de Octave bajo una ola
temblorosa, vi un resto de vida en la cosa, aparentemente muerta, que había tirado, y vi el
horrible esfuerzo que hacia para curarse y unirse a las demás.
Pero ni yo ni mis compañeros podíamos soportar seguir mirando más tiempo. Nos
dimos la vuelta y echamos a correr entre las filas de grandes urnas, con la masa de
sanguijuelas demoniacas arrastrándose cerca de nosotros, y nos dividimos, presas de un
pánico ciego, cuando llegamos a la primera división de las criptas. Sin hacer caso los unos
de los otros, ni de ninguna otra cosa que no fuese la urgencia de nuestra fuga, nos
adentramos al azar en los pasajes que se ramificaban.
Detrás de mí, escuché cómo alguien tropezaba y caía, con una maldición que
aumentó hasta un loco aullido; pero sabía que, si me paraba y retrocedía, solo serviría para
atraer sobre mí la misma maligna condena que había alcanzado al último de nuestro grupo.
Agarrando aún mi linterna eléctrica y mi navaja abierta, corrí a lo largo de un pasaje
menor, el cual, creía recordar, más o menos directamente, daba a la gran cripta exterior con
el suelo pintado. Allí me encontré solo. Los otros habían seguido las catacumbas
principales; y podía escuchar a o lejos un apagado Babel de locos gritos, como si varios de
entre ellos hubiesen sido atrapados por sus perseguidores.
Parecía que debía haber estado equivocado respecto a la dirección del pasaje;
porque se daba la vuelta y giraba de una manera que no me resultaba familiar, con muchas
intersecciones, y al punto me encontré desorientado en medio del negro laberinto, donde el
polvo había descansado inalterado por pies vivientes durante incontables generaciones. El
laberinto cinerario había quedado de nuevo en silencio; y escuché mis propios frenéticos
jadeos, elevados y estertóreos como los de un titán en medio de un silencio de muerte.
Repentinamente, mientras continuaba, mi linterna iluminó una figura humana
dirigiéndose hacia mí en la oscuridad. Antes de que pudiese dominar mi sorpresa, la figura
había pasado junto a mí y se había alejado con grandes zancadas mecánicas, como si
regresase a las criptas interiores. Creo que era Harper, ya que la estatura y la constitución
correspondían; pero no estoy completamente seguro, porque los ojos y la parte de la cabeza
estaban ocultos por la oscura e inflada capucha; y los pálidos labios estaban encajados
como en el silencio de una tortura tetánica... o de la muerte. Quienquiera que fuese, había
dejado caer su linterna; y estaba corriendo a ciegas, bajo el impulso de aquel vampirismo
ultraterreno, buscando la auténtica fuente de aquel horror desencadenado. Sabia que él
estaba más allá de la ayuda humana; y ni siquiera imaginé intentar detenerle.
Temblando violentamente, reemprendí mi huida, y fui adelantado por dos más de
nuestro grupo, andando con paso majestuoso con aquella rapidez y seguridad mecánicas,
encapuchados con aquellas satánicas sanguijuelas. Los otros debieron regresar por los
pasajes principales; porque no me encontré con ellos y nunca más volvería a verlos.
El resto de mi huida es una confusión de terror infernal. Una vez más, después de
creer que me encontraba cerca de la cripta exterior, me encontré perdido, y escapé durante
una eternidad de filas de urnas monstruosas, por criptas que debían extenderse por una
distancia desconocida más allá de nuestras exploraciones. Parecía que había estado allí
durante años; y mis pulmones estaban ahogándose con aquel aire muerto durante evos, y
mis piernas estaban preparadas para deshacerse debajo de mí, cuando vi, en la distancia, un
punto de bendita luz del día. Corrí hacia éste, con todos los horrores de la extraña oscuridad
agrupándose detrás mío, y sombras malditas moviéndose ante mí, y vi que la cripta
terminaba en una entrada baja, en ruinas, con escombros esparcidos sobre los que caía un
débil arco de luz.
Era una entrada distinta a aquella por la que habíamos penetrado en este letal mundo
subterráneo. Me encontraba a unos doce pies de la entrada cuando, sin emitir sonido u otro
aviso, algo cayó sobre mi cabeza desde el techo, cegándome inmediatamente y cerrándose
en torno a mí como una red tensa. Sentí en mi frente y en mi cuero cabelludo, al mismo
tiempo, un millón de dolores como de agujas..., una múltiple y siempre creciente agonía
que parecía atravesar el mismo hueso y converger desde todos lados al interior de mi
cerebro.
El terror y el sufrimiento de aquel momento fueron peores que nada que puedan
contener los infiernos de la locura y el delirio mundanos. Sentí la zarpa repugnante,
vampírica, de una muerte atroz... y de algo más que la muerte. Creo que dejé caer la
linterna; pero los dedos de mi mano derecha aún conservaban la navaja abierta.
Instintivamente —ya que apenas era capaz de movimientos voluntarios—, levanté el
cuchillo y lo blandí ciegamente, una y otra vez, muchas veces, en la cosa que había
sujetado sus mortíferos pliegues en torno mío. La hoja debió atravesar la monstruosidad
colgante para desgarrar mi propia carne en una docena de sitios; pero no sentí el dolor de
aquellas heridas en el tormento, de un millón de latidos, que me poseía.
Por fin, vi la luz y observé que una cinta negra, aflojada de encima de mis ojos y
goteando con mi propia sangre, estaba colgando sobre mis mejillas. Se retorcía un poco,
incluso mientras colgaba, y desgarré los otros restos de la cosa, jirón tras purulento jirón, de
mi frente y mi cabeza. Entonces, me tambaleé hacia la entrada; y la pálida luz se convirtió
en una llama bailarina, lejana y alejándose mientras daba un traspiés y salía de la caverna...,
una llama que escapó como la última estrella de la Creación sobre el caos, abierto y
deslizante, sobre el que descendió...
Se me ha informado de que mi inconsciencia fue de breve duración. Recuperé el
sentido, con las caras crípticas de los dos guías marcianos inclinadas sobre mí. Mi cabeza
estaba llena de dolores lacerantes, y terrores recordados a medias se cerraban sobre mi
mente como las sombras de arpías que se reúnen. Me revolví y miré a la boca de la caverna,
desde la cual los marcianos, después de encontrarme, me habían arrastrado durante alguna
distancia pequeña. La boca estaba debajo del ángulo de la terraza de uno de los edificios
exteriores, y a la vista de nuestro campamento.
Miré la negra apertura con una terrible fascinación, y noté un movimiento vago
entre las sombras..., el retorcido y vermiforme movimiento de algo que avanzaba en la
oscuridad pero que no emergía a la luz. Sin duda, no podían soportar la luz, estas criaturas
de la noche subterránea y de la corrupción sellada durante ciclos.
Fue entonces cuando el horror definitivo, el nacimiento de la locura, llegó a mí. En
medio de mi escalofriante asco, mi deseo de huir provocado por la náusea de escapar de
aquella bulliciosa boca de la cueva, se despertó un impulso odiosamente conflictivo de
regresar; de recorrer mi camino de regreso por todas las catacumbas como los demás habían
hecho; de descender donde ningún hombre excepto ellos, los inconcebiblemente
condenados y malditos, había ido; de buscar, bajo aquella maldita compulsión, un mundo
subterráneo que el pensamiento humano no puede concebir. Había una luz negra, una
llamada insonora, en las profundidades de mi cerebro; la llamada implantada por la Cosa,
como un veneno penetrante y mágico. Me atraía a la puerta subterránea que fue tapiada por
la gente agonizante de Yoh-Vombis, para encerrar esas infernales e inmortales sanguijuelas
que unen su propia vida abominable a los cerebros medio devorados de los muertos. Me
llamaba a las profundidades remotas, en donde habitan aquellos apestosos, nigrománticos,
de quienes las sanguijuelas, con todo su poder vampírico y diabólico, no son sino los
menores sirvientes...
Fueron sólo los dos aihais los que me impidieron regresar. Me revolví, luché
locamente contra ellos mientras me sujetaban con sus brazos esponjosos; pero debía estar
bastante agotado a causa de todas las aventuras sobrehumanas de aquel día; y volví a
desplomarme, al cabo de un rato, en una nada insondable, saliendo de la cual floté a largos
intervalos, para darme cuenta de que estaba siendo acarreado a través del desierto en
dirección a Ignarh.
Bien, ésta ha sido mi historia. He intentado contarla por completo y coherentemente
a un precio que resultaría inconcebible pana alguien cuerdo... Contarla antes de que la
locura descienda de nuevo sobre mí, como lo hará muy pronto..., como lo está haciendo
ahora... Sí, os he contado mi historia... y vosotros la habéis escrito toda, ¿no? Ahora debo
regresar a Yoh-Vombis, regresar por el desierto y bajar por las catacumbas a las criptas más
amplias que están debajo. Hay algo en mi cerebro que me lo ordena y que me guiará..., os
lo digo, debo ir...
POSDATA
Único, como un absoluto, no es una palabra que requiera de calificación, pero por el
beneficio del énfasis es justo decir que Clark Ashton Smith fue probablemente el
contribuyente más original de Wonder Stories y muy posiblemente de cualquiera de las
revistas de ciencia ficción de su época. Aquí teníamos a un poeta con un vocabulario
evocativo y pirotécnico capaz de describir los horrores más outre y ultraterrenos pero quien
consideraba la clase de ciencia ficción publicada en las pulp generalmente ilegible,
encontrándose a sí mismo en constante batalla con los editores por su deseo de explorar los
abismos inéditos de la ciencia ficción, más que por el deseo de tramar un curso más seguro
relacionado con la extrapolación tecnológica. «Existen vastas posibilidades en las historias
de ciencia ficción», le escribió a August Derleth, «pero la mayoría de los trabajos
publicados bajo esa clasificación son demasiados trillados y peor escritos. Desde un punto
de vista literario, Amazing Stories y Wonder Stories, tomándolas historias por historia,
resultan en verdad muy mezquinas en comparación con W. T. [ Weird Tales]».
Uno, por consiguiente, podría preguntar, ¿por qué Smith se molestó en experimentar
después de todo con la Ciencia Ficción? Y aún así, en los breves tres años de 1930 a 1933,
Smith tuvo 16 historias publicadas en Wonder Stories y sus compañeras, convirtiéndose en
el contribuyente más prolífico de las revistas de Hugo Gernsback para el momento, y sus
historias, luego de cincuenta años, permanecen como algunas de las mejores y ciertamente
más inventivas de las publicadas por Gernsback. Pero la relación entre Clark Ashton Smith
y Gernsback no fue feliz, lo que condujo a un retiro prematuro por parte de Smith de las
experimentaciones con la ciencia ficción, privando posiblemente al mundo de otras
maravillas que Smith pudo haber explorado, incluyendo el retorno a la Ciudad de la Llama
Cantora.
En este artículo quiero explorar la relación entre Smith y Gernsback, y en particular,
cómo el editor de Gernsback, David Lasser, trabajó con Smith en una serie de historias, y
cómo interferencias editoriales más una masiva deuda pendiente finalmente agriaron la
situación. La información viene primariamente de cartas disponibles en la Brown
University y el State Historical Society of Wisconsin.
Hugo Gernsback lanzó el primer número de Science Wonder Stories en mayo de
1929 que correspondía al mes de junio. Era un modelo pulp de tamaño grande de las
mismas características de la revista anterior de Gernsback, Amazing Stories, la primera
revista de ciencia ficción que él había lanzado en marzo de 1926 [número de abril], y la
cual tenía como meta popularizar la ciencia a través de la ficción. Smith no le daba
importancia a Amazing Stories, estando «horrorizado por el creciente carácter didáctico de
su contenido». Tenía la misma opinión de Science Wonder Stories, con la cual tuvo contacto
por primera vez en el número de enero de 1930. «Podría intentarlo con algo dentro de
poco», le escribió a Lovecraft. «Puedo ver que si tuviera que ganarme realmente la vida
con la ficción, me prepararía para una cierta cantidad de trabajo casi chatarra».
Evidentemente, Smith, habiéndose decidido en convertirse en un escritor de tiempo
completo, se dedicó a explorar los mercados potenciales. Science Wonder Stories
aparentemente lo atrajo de manera marginal más que Amazing Stories, quizás a causa de
una única historia, «The Vapor Intelligence», de Jack Barnette. Esta historia corta, que casi
obliga a la comparación con «The Colour out of Space» de Lovecraft, habla de la llegada a
la tierra de un Ser gaseoso que durante el breve periodo de su existencia acosó el Loon
Marsh al norte de Ruberg en alguna parte de los estados sureños. La historia era lo
suficientemente atmosférica como para ser publicada en Weird Tales.
En enero de 1930 Smith comenzó a trabajar en «Murder in the Fouth Dimension»,
una historia relativamente mundana. Gernsback había lanzado una nueva revista con el
número de enero de 1930 llamada Scientific Detective Monthly, posteriormente rebautizada
como Amazing Detective Tales, y David Lasser, el editor de Gernsback para sus revistas de
Ciencia Ficción, compró «Murder in the Fourth Dimension» para dicha revista, donde
apareció en el número de octubre de 1930. En el mismo número de la ya rebautizada
Wonder Stories, apareció otra historia de Smith «Marooned in Andromeda». Smith comenzó
a escribir esta historia también en enero de 1930. Él le dijo a Lovecraft: «He iniciado
“Marooned in Andromeda”, la cual será una historia delirante sobre unos amotinados en
una nave espacial quienes son abandonados sin armas ni provisiones en un mundo
alienígena. La idea proporcionará una coyuntura para un montón de fantasía, horror,
sátira y situaciones grotescas». Lasser estaba al parecer entusiasmado con su aceptación de
«Maroon in Andromeda». Smith le habló a Lovecraft de su respuesta: «... Ellos quieren que
les escriba una serie de historias sobre los mismos personajes de la tripulación [Cap.
Volmar, etc.] y sus aventuras en diferentes planetas, diciéndome que ellos publicarían una
novela corta de este tipo cada dos meses. Le pedí que establezcan un acuerdo de pago, y
no enviaré nada más hasta un entendimiento definitivo».
Lasser debió establecer un acuerdo de pago, pero no he hallado correspondencia del
periodo. Claramente Smith respondió con el esquema de una secuela, pues Lasser respondió
a una carta de Smith, fechada el 5 de septiembre de 1930: «Enviaremos un cheque por
valor de $87.50 en pago de tu historia “Marooned in Andromeda”. Espero que esta
cantidad te ayude en tus dificultades financieras. La historia que tienes en mente suena
bastante interesante y nos gustaría echarle un vistazo. Si la recibimos dentro de la próxima
semana podríamos ponerla en agenda para el número de diciembre. Serías tan amable de
hacernos saber inmediatamente cuando estará finalizada».
Como la historia tiene un promedio de 12 000 palabras en extensión, el pago por
palabra fue sólo de 3/4 de centavo, ciertamente menor que el pago básico de un centavo de
la mayoría de las pulp, pero presumiblemente aceptable para Smith ya que él había
preguntado por el acuerdo de pago. No está claro qué historia Smith le esbozó a Lasser. Él
ya había completado «The Red World of Polaris», la cual permanece inédita hasta la fecha,
así que es improbable que sea esa. Es con mayor probabilidad «The Ocean-World of
Alioth», la cual él menciona en una carta dirigida a Lovecraft del mismo periodo pero que
nunca completó.
En vez de eso, en noviembre de 1930, Lasser le escribió nuevamente a Smith
sugiriendo la idea de la aventura en el futuro de un hombre del siglo XX. Lasser se ofreció a
trabajar los detalles junto con Smith y ayudarlo a «darle forma a una buena trama». Él
continuó diciendo: «Creo que tienes la habilidad de describir el color local, de manera que
tú podrías no sólo mostrar las diferencias en la ambientación física y el estilo de vida de
nuestros descendientes, sino en sus diferentes hábitos de pensamiento».
A menos que Lasser haya leído la media docena de historias que Smith
recientemente había publicado en Weird Tales, su opinión acerca de las habilidades de
Smith estaba basada únicamente en las dos historias que él había comprado para Gernsback
hasta ese momento. En su comentario de «Marooned in Andromeda», Lasser escribió: «El
autor merece recomendación especial debido a su atrevida y detallada visión al momento
de describir las condiciones que podrían existir en un distante planeta de otro universo».
Lasser había percibido claramente la atrevida profundidad de la imaginación de
Smith. Él también había visto, si bien la rechazó, «The Red World of Polaris», sobre la base
de que la primera parte era demasiado descriptiva sin nada de acción. Era evidente que
Lasser creía que Smith necesitaba algunos consejos como autor para que refrenara sus
facultades imaginativas y las canalizara en la construcción de una historia legible y
cautivante. Mientras tanto, Smith estaba experimentando con una serie de tramas sin mucho
éxito y, antes de recibir la última carta de Lasser, había comenzado una nueva historia de
Volmar, «Captives of the Serpent», comentándole a Lovecraft que: «Esta vez les daré su
acción!!!». No obstante, Smith halló difícil el desarrollo de la historia y el trabajo marchó
lento.
Por una de esas extrañas coincidencias, Lovecraft le sugirió a Smith la idea de un
viaje en el tiempo, y con la llegada de la carta de Lasser, Smith esbozó una sinopsis [la idea
sugerida por Lovecraft fue utilizada por Smith en su proyectada novela corta «Master of
Destruction», no en la historia en discusión]. Informándole a Lovecraft, Smith agregó:
«Trabajé una sinopsis que fue aprobada; y ahora estoy presto a ir tan lejos con la chatarra
como mi fría voluntad me lo permita». Lasser le hizo varias sugerencias para el esbozo de
Smith: «Quiero enfatizar dos cosas. La primera es que la diferencia en la mentalidad y
manera de pensar, etc., de las personas del futuro y Hugh sean muy diferentes. Nuestros
escritores de historias del viaje en el tiempo no dotan a sus pobladores del futuro de una
realidad ya que no resaltan los que los diferencia de nosotros. También pienso que la
historia debe mantenerse bastante razonable a lo largo de su desarrollo y que tú tienes un
chance único de mostrar matices locales no sólo en la descripción de la futura civilización
sino en el extraño carácter de los venusianos y marcianos».
Lasser estaba enfatizando justamente la necesidad de que la caracterización humana
sea mostrada en contra del trasfondo del paisaje local. Él le había dado el mismo consejo a
Smith luego de recibir la trama general de «The Ocean-World of Alioth», donde sugirió que
la historia sea «un juego de motivaciones humanas con un mundo alienígena de fondo».
Smith al parecer no se entusiasmó mucho con la proposición: «Si las motivaciones
humanas son los que ellos principalmente quieren, ¿por qué molestarse en ir a otros
planetas; en los cuales uno con toda probabilidad escaparía de la ecuación humana? La
idea de usar los mundos de Alioth o Altair como simples escenarios para las riñas y
heroicidades de la tripulación de una nave espacial... es demasiado rica para cualquier
uso».
Smith probablemente tenía la misma opinión sobre la necesidad de insertar las
motivaciones y la mentalidad humana en su historia del viaje en el tiempo, pero él
perseveró. Finalmente la finalizó a principios de enero, pero cuando le notificó a Lovecraft
sobre su conclusión, comentó: «Ahora la historia del viaje en el tiempo me resulta una
espantosa pieza de chatarra». Basura o no, Lasser aceptó la historia, y rápidamente la
incluyó en el número de abril de 1932 de Wonder Stories, con el título de «An Adventure in
Futurity». En la introducción de la historia él escribió: «En las historias de Clark Ashton
Smith resuena la verdad. Él escribe tan bien y tan fácil que las escenas que trata de
describir no pueden menos que impresionar las mentes de los lectores».
Desde ya era evidente que una diferencia se estaba estableciendo. Smith era de la
opinión de que estaba escribiendo literatura mercenaria, trabajo chatarra por encargo,
mientras Lasser lo percibió como un talentoso e imaginativo escritor al cual él estaba
ayudando a desarrollar. Para descansar de los rigores de la ciencia ficción, Smith se enfocó
en una historia de horror [«The Return of the Sorcerer»], y luego en una fantasía, la cual él
definió como «una historia transdimensional», «The City of the Singing Flame». La
historia obviamente no encajaba en Wonder Stories, de manera que Smith la envió a otro
lugar, retornando a la orilla para finalizar «A Captivity in Serpens», como la historia del
Capitán Volmar fue rebautizada. Completada en marzo, fue aceptada inmediatamente por
Lasser:
«Hemos aceptado tu historia «A Captivity in Serpens», y la usaremos en un número
temprano de Wonder Stories con el título de “The Amazing Planet”. Estamos muy
complacidos con la historia y creemos que pulsa la nota apropiada para una efectiva
atmósfera interplanetaria. Estaremos felices de recibir más historias sobre las aventuras
de tus exploradores, que muestren sus contactos con otras extrañas formas de vida y otras
civilizaciones.»
Tan entusiasmado estaba Lasser por ver la historia impresa que la insertó en el
número siguiente de Wonder Stories Quarterly [verano de 1931], y aún así siendo releída
para la edición. Lasser luego recibió «The City of the Singing Flame». Es una pena que su
carta de aceptación al parecer no haya sobrevivido. Pero nuevamente él se precipitó a
publicarla, pero no tan rápido como para que él no tuviera tiempo de anunciar su próxima
aparición en el número de junio de 1931 de Wonder Stories: «Clark Ashton Smith repite el
triunfo de “An Adventure into Futurity” con su nueva historia “The City of Singing
Flame”. Las palabras del señor Smith te queman y cautivan. Te transportan a su extraño
mundo, donde uno siente, como él lo sintió, el poderoso hechizo de la llama...». En la
introducción de la historia en el número de julio, Lasser agregó: «Ocasionalmente un
maestro de las palabras poseído por una tremenda imaginación, nos ofrece un vistazo de
otros mundos. Poe hizo esto y le granjeó una fama duradera. Igualmente lo hace Clark
Ashton Smith, para el disfrute y maravilla de nuestros lectores». Lasser también hizo el
llamado de una secuela y es razonable asumir que él ya le había sugerido esto en la
correspondencia.
Mientras tanto, Lasser le escribió a Smith el 10 de julio de 1931 con una nueva
proposición. Siguiendo una competencia en Wonder Stories Quarterly de tramas de
historias interplanetarias que serían escritas por autores de renombre, Lasser le entregó a
Smith la ganadora del segundo premio, «The Martian», por E. M. Johnston de
Collingwood, Ontario. Se le pidió a Smith que convirtiera la trama en una historia de unas
15 000 palabras y que la enviara a Lasser a finales de julio. Como Smith recibió la carta el
15 de julio, le dejaba sólo una semana para esbozar y escribir la historia. «La trama —le
escribió a Lovecraft— era muy buena, de manera que el trabajo no era tan desagradable
como parecía». La historia fue publicada en el número de otoño de Wonder Stories
Quarterly con el título de «The Planet Entity».
Lasser ya consideraba claramente a Smith como uno de sus autores más logrado y
estable y las historias continuaron llegando. «Beyond the Singing Flame», fue publicada en
el número de noviembre de 1931 de Wonder Stories; «The Eternal World», en marzo de
1932; «The Invisible City», en junio de 1932; «Flight into Super-Time», en agosto de 1932;
y «The Immortals of Mercury», se publicó en el volumen 16 del libro Science Fiction
Series de Gernsback.
Pero no todo marchaba bien. En carta a August Derleth, Smith comentó: «No he
tenido ninguna noticia de los editores, retienen el pago de Gernsback que aún me debe tres
historias». Aquí se manifestó la primera indicación de un problema escalonado. El país se
encontraba, por supuesto, en las garras de la Depresión y Gernsback rápidamente se estaba
convirtiendo en una víctima. Lasser le había explicado el problema a Neil R. Jones cuando
aceptó su historia «Space-Wrecked on Venus», mientras le remitía un cheque de $50: «La
razón por el retraso en el pago era que el banco estaba cerrado a principios de diciembre
y nuestros fondos naturalmente restringidos. No obstante, nos estamos recuperando, y
podemos prometerte pagos más puntuales por futuras historias».
Smith fue afortunado en recibir su pago el cual, como veremos muy pronto, fue
probablemente por «The City of the Singing Flame». Esto significa que las tres historias
aún sin pagar eran «The Planet Entity», «Beyond the Singing Flame» y «The Eternal
World». Es más bien irónico que «The Planet Entity» estuviera en la lista, pues en su carta
de comisión Lasser había puntualizado que: «Estamos en toda la disposición de pagarte tu
tarifa usual por la historia completa». Sin embargo, Gernsback, cuando anunció el
concurso también declaró: «El autor recibirá su comisión una vez escriba la historia».
Los meses pasaban y nada sucedía a pesar de que las peticiones por historias
continuaban: «Los editores de Wonder Stories me pidieron que escriba una novela corta, la
comenzaré dentro de un día o dos. Me gustaría que enviaran algo más de dinero, pero
supongo que debo extender mi crédito, lo cual parece ser un proceso casi universal en
estos tiempos...». A pesar de ello, Smith trabajó en la historia «The Dimension of Chance»,
basada una idea sugerida por Lasser sobre átomos de comportamiento caótico. La historia
fue finalizada a finales de agosto, aceptada en cuestión de una semana y publicada en el
número de noviembre de 1932 de Wonder Stories. Otra historia corta, «The Master of the
Asteroid», ya había sido publicada el mes anterior, en octubre. No cabía duda de que Lasser
estaba ansioso de publicar las historias de Smith tan pronto las recibiera. Esto podría sugerir
que Lasser estaba recibiendo muy poco material publicable y que los autores estaban
evitando las revistas de Gernsback, si bien la evidencia no apoya esta hipótesis. A pesar de
la falta de pago por las historias, los autores continuaban enviando manuscritos, al igual que
Smith. Pese a ello, la pronta respuesta de Lasser y sus útiles consejos eran mucho más
agradables que la total falta de respuesta de editores como T. O’Conor Sloane de Amazing
Stories, el cual a menudo retenía los manuscritos por meses antes de responder y aún
muchos más antes de publicarlos. Para entonces, Astounding Stories estaba sufriendo aún
más los rigores de la Depresión, obligando al editor William Clayton a descontinuarla. Con
esto, Wonder quedó en la cima del mercado, y es evidente que Lasser favoreció a Smith
entre sus escritores como alguien de especial talento y distinción. Pero sus acciones
traicionaban sus sentimientos:
«En esta historia el Sr. Smith asciende a nuevas alturas por su descripción de los
misterios y extrañas posibilidades de los eventos científicos. No recordamos haber leído
nada que se acerque a la vívida imaginación de esta historia, o a la bizarra serie de
aventuras que padece un explorador de lo desconocido» [The Eternal World, Wonder
Stories, marzo de 1932].
«Clark Ashton Smith es un maestro consagrado en el arte de mostrarnos
forzadamente nuestras limitaciones humanas» [The Invisible City, Wonder Stories, agosto
de 1932].
«Clark Aston Smith se niega a que su imaginación sea limitada por el tiempo y el
espacio» [Flight into Super-Time, Wonder Stories, agosto de 1932].
De esa manera Clark Ashton Smith tenía un mercado regular aunque por el
momento no remunerado, con un editor sensitivo y apreciativo. Entonces vino el problema.
Smith había enviado su historia «The Eidolon of the Blind» a Weird Tales, pero fue
rechazada por ser «demasiado horrorosa». Entonces la envió a Astounding Stories, pero fue
devuelta ya que el futuro de la revista era dudoso. Así que la envió a Wonder Stories. Esta
retuvo «The Dweller in the Gulf» [antigua «The Eidolon of the Blind»] por tres semanas, lo
que probablemente indicaba la aceptación, ya que ellos usualmente rechazaban todo lo que
no le gustara con una carta de retorno. Sin embargo, Smith le escribió a Derleth que estaba
desilusionado: «Estaba equivocado al pensar que The Eidolon of the Blind había sido
definitivamente aceptado por Wonder; el editor quiere que le inserte más “motivaciones
ciéntíficas”. El elemento de horror parece ser inaceptable. No obstante, trataré
nuevamente con Wright, con la esperanza de que pueda encontrarlo en un ánimo
semiracional». No fue así. De manera que Smith se vio en la necesidad de reestructurar la
historia y enviarla nuevamente a Wonder. También envió «The Secret of the Cairn»
[publicada bajo el título de «The Light from Beyond», la cual fue aceptada sin ningún
problema. Las deliberaciones sobre «The Dweller in the Gulf» continuaron. Smith por su
parte no estaba muy preocupado por no haber escuchado nada de ellas. El equipo de
Gernsback muchas veces se negaba a responder del todo, pero esto invariablemente
significaba aceptación. De manera que fue impactante para Smith leer el número de marzo
de 1933 de Wonder Stories. Horrorizado le escribió a Derleth:
«Mis tres veces infortunada historia «The Dweller in the Gulf» se publicó en el
número en curso de Wonder Stories con el título de «Dweller in Martian Depths», y fue
totalmente arruinada por un tosco intento de parte de alguien —seguramente el chico de la
oficina— de reescribir el final. Aparte de esto, todos los párrafos han sido mutilados. Le
escribí al editor expresándole lo que pienso de semejante barbaridad, y también le dije que
no me importa tener mi trabajo publicado en absoluto a menos que aparezca verbalmente
o tenga las deseadas alteraciones hechas por mi propia mano. Esto muestra lo que
significa la literatura fina para el equipo de degolladores de cerdos de Gernsback.»
El resentimiento continuó destilándose en posteriores correspondencias:
«Estoy totalmente molesto con ese equipo. La política presente de Gernsback me
parece totalmente suicida. La Ciencia Ficción requiere de un material abundantemente
descriptivo para poder funcionar; y la mayoría de las historias que he enviado
recientemente han sido criticadas por poseer demasiada descripción, adjetivos, etc.
¡Demonios! Y los bastardos me deben alrededor de 600 dólares. Ellos al menos deberían
tener la decencia de imprimir mi material en su versión original.»
Smith confesó que en una carta posterior Lasser se disculpó «apenado» por los
cambios que se hicieron, pero ya era demasiado tarde para hacer reparaciones. Smith supo
que los cambios se le hicieron a la historia por orden expresa de Gernsback. «Gernsback
debe estar loco... Considero que las idiotas alteraciones han hecho que la historia funcione
bien con lectores que de otra manera la habrían igualmente admirado». Smith le escribió a
Lovecraft el mismo día y en el mismo estado de ánimo. De esa carta también aprendemos
que: «Lasser dijo que trataría de tomar alguna acción en relación a mis pagos atrasados.
Pero me temo que todo el equipo ha desarrollado un bien organizado sistema de "pasar el
fardo"».
Lasser, evidentemente, tenía la esperanza de aplacar la ira de Smith suministrándole
algo de dinero. Para entonces, Wonder Stories ya había publicado nueve historias de Smith
sin pagarle un centavo. Dos más habían sido aceptadas. El incidente de «The Dweller in the
Gulf» fue la gota que rebosó el vaso. Smith se había mostrado satisfecho de enviarle
manuscritos a Lasser sin la idea de un pago inmediato siempre y cuando sus historias
fueran publicadas sin alteraciones. Lasser, por su parte, posiblemente se sentía muy seguro
con su manejo de Smith, considerándolo uno de sus autores de plantilla. Por lo visto él no
pensó que Smith se quejaría por las alteraciones editoriales y había subestimado, o
posiblemente ni siquiera consideró, las consecuencias.
Los pagos atrasados no eran exclusivos de Gernsback. Los problemas de William
Clayton con Strange Tales y Astounding causaron retrasos, y el pago por «The Second
Interment» de Smith, que apareció en el número de octubre de 1932, no fue hecho hasta
marzo de 1933. Pero al menos se efectuó, y luego de un tiempo comparativamente
moderado de cinco meses. Weird Tales también le debía a Smith más de $200 y las
posibilidades de un pago inmediato eran mínimas. Pero si bien los pagos habrían sido
considerablemente beneficiosos, ellos no eran a todas luces críticos. Pues para ese
momento, en el verano de 1933, Smith le donó tres historias a la nueva revista amateur de
Charles Hornig, The Fantasy Fan, con la promesa de artículos posteriores. De hecho,
Smith no sólo donó historias, sino que incluso pagó una suscripción por adelantado a la
revista. Pero el tratamiento de Gernsback había sido un insulto. Sin ser conocido como un
antisemita, Smith en todo caso desarrolló una aptitud vituperante con respecto a Gernsback,
junto con el editor de New York, Alfred Knopf [quien había rechazado una colección de
historias de Lovecraft]. «Me gustaría que Hitler lo cogiera, junto a Gernsback», le
comentó a Derleth.
En agosto de 1933, David Lasser abandonó el empleo de Gernsback, y el joven
Charles Hornig se convirtió en el nuevo editor de Wonder Stories. Si bien Hornig estaba
usando el material de Smith en Fantasy Fan, nunca consideró pedirle a Smith ninguna
historia para Wonder; y Smith, si bien claramente le agradaba Hornig, no mostró ninguna
indicación de que deseaba enviar nada más a Gernsback. En verdad, se indignó aún más
por la falta de pago. Él debatió el asunto con Hornig quien le aconsejó que escribiera
directamente al departamento de cuentas. Nada pasó, pero Hornig le repitió el consejo:
«¿Tuviste algún resultado? Ya sea que lo hayas conseguido o no, te aconsejo que escribas
otra vez. Sé por experiencia, que estamos pagando mucho mejor ahora que antes, y los
autores que son primero atendidos [aquellos a los cuales se les debe dinero desde hace
años] son los que escriben reclamando. Se vehemente, pero no amenazador».
Pero el departamento de cuentas no daba respuesta y Smith finalmente se decidió a
tomar otro curso de acción. Varios autores ya estaban resueltos a proceder legalmente.
Lovecraft le proporcionó el nombre de una abogada de New York, Lone Weber, quien era
una de los varios abogados que habían logrado exitosamente el pago de deudas de parte de
Gernsback. El 24 de mayo de 1934, ella le confirmó que estaría complacida de emprender
la recolección de la deuda y esbozó en la carta la extensión de los pagos atrasados de
acuerdo al departamento de cuentas de Gernsback:
Gernsback se comprometió a pagar el sobresaliente balance en las cuotas
establecidas. Los honorarios de la señorita Weber, si el cobro hubiera de hacerse sin
demandar, eran del 15%, incrementándose a 25% con la demanda y a 50% por los
procedimientos. Además, sus honorarios, pagados a cada cuota, tendrían que ser hechos por
adelantado. Si la suma total de $741 fuera pagada sin demanda los honorarios serían de
$111, prácticamente el pago total de «The Planet Entity», que representó toda una semana
de trabajo. Smith acordó los términos y la señorita Weber comenzó a presionar.
Increíblemente un pago de $50 fue hecho en julio de 1934 y otro de $50 lo siguió en
septiembre. Gernsback acordó hacer pagos mensuales de $75, y los primeros $75 fueron
recibidos puntualmente en octubre. Los pagos continuaron, no siembre mensualmente, pero
al menos aparecieron, la misma Lone Weber estaba algo sorprendida. Escribiéndole a Smith
en marzo de 1935 le comentó: «Como puedes ver, se está haciendo más difícil obtener de
Gernsback el pago. Aún así, tú eres el único al que le está pagando. No he recibido un
cheque para otros autores en meses y meses».
No estoy seguro del porqué Smith debió recibir este tratamiento preferencial. Es
improbable que se debiera a la influencia de Hornig, ya que él no había influido en ninguno
de los Gernsbacks ni en sus contables. Como Weber representaba otros autores que no
estaban siendo pagados no pudo tampoco haber sido la presión que estaba ejerciendo. Esto
sugiere que Gernsback sintió que estaba en deuda con Smith, si bien es difícil creer que
Gernsback se sintió demasiado culpable por los cambios hechos a «The Dweller in the
Gulf». Además, como Smith ya no estaba publicando en Wonder Stories, Gernsback no
estaba resarciéndose con un autor existente el cual quería conservar, como David H. Keller,
Edmond Hamilton, Jack Williamson o Laurence Manning.
La única conclusión posible es que Gernsback guardaba la esperanza de tener a
Smith de regreso en Wonder Stories, y si este es el caso, sugiere que no sólo Lasser sino
también Gernsback, valoraban altamente el trabajo de Smith. A pesar de que Smith estaba
entre los menos científicos de los autores de Gernsback, prefiriendo evocar vívidas
imágenes al estilo de Abraham Merritt que en el de E. E. Smith. Quizás esa era la respuesta.
Gernsback había perdido muchos de sus autores más importantes en el área de la ciencia
ficción debido al relanzamiento de Astounding Stories, y quizás él vio la posibilidad de
transformar Wonder Stories en una revista más imaginativa y menos científica. En 1934, él
jugó con la idea de lanzar una revista de ficción sobrenatural, pero esta nunca de
materializó. Quizás las posibilidades yacían en un cambio de dirección de Wonder. Si fue
así, entonces Smith habría sido un autor esencial para atraer a la revista.
Pero Smith no era una presa fácil. Los pagos continuaron, y para mayo de 1935,
Smith estaba en posición de decirle a Derleth que sólo faltaban dos cuotas. No sé si fueron
pagadas, pero existen pocas razones para dudarlo. Tiempo después, el costo para mantener
Wonder Stories resultó impracticable y Gernsback le vendió el nombre a Ned Pines de
Standard Magazines. Smith no le interesó probar en el nuevo mercado, a pesar de que
ulteriormente vendió otra historia, «The Great God Awto», la cual apareció en el número de
febrero de 1940 de la para entonces rebautizada Thrilling Wonder Stories.
(Mike Ashley)
VULTHOOM
Vulthoom, © 1935 by Weird Tales. Traducido para esta edición digital por Gra.
Versión en inglés en: http://www.eldritchdark.com/wri/short/vulthoom.html
SIEMBRA DE MARTE
Seedling of Mars. © 1931.
Wonder Stories Quarterly, final de 1931, bajo el título The Planet Entity.
Tales of Science and Sorcery, Arkham House, Sauk City, Wisconsin, noviembre de
1964. Relato que figura también bajo el nombre de The Martian.
05/02/2012