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ADOLPHE GESCHÉ

EL SENTIDO
Dios para pensar VII

EDICIONES SÍGUEME
SALAMANCA
2004
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Referencia: 3661
EL SENTIDO
VERDAD E IMAGEN
164

La extensa y sugerente dogmática de Adolphe Gesché, que lleva


por título «Dios para pensar», la componen estos siete títulos:

l. El mal

II. El hombre

III. Dios

IV. El cosmos

V. El destino

VI. Jesucristo

VII. El sentido
CONTENIDO

Prólogo. El sentido y la teología, por Olegario González


de Cardedal ..................................................................... 9

EL SENTIDO

Introducción ......................................................................... 19

1. La libertad como invención y creación........................... 29

2 La identidad como confrontación con Dios.................... 59

3. Un destino que se da .............................................. ......... 91

4. La esperanza como sabiduría.......................................... 131

5. El imaginario como fiesta del sentido ............................ 157

Índice de nombres ................................................................ 201


Índice general ....................................................................... 205
PRÓLOGO
El sentido y la teología

Olegario González de Cardedal

El hombre es hombre en la medida en que se pone a sí mismo


en cuestión, pregunta por el ser, indaga la verdad, consiente a su
existencia, busca sentido y sondea el futuro. Su «pre-posición» na­
tural en la realidad tiene que ser seguida de una «posición» perso­
nal en la existencia. Al llevar a cabo esta «posición» el hombre crea
las palabras en las que va habitando y con las que va construyendo
el mundo. Creación de palabras, habitación del mundo y donación
de sentido, son para él tareas necesarias, realizaciones contempo­
ráneas y coextensivas.

Sentido y sinsentido

Si tuviéramos que elegir un término común a los intentos filo­


sóficos, religiosos y sociales que han determinado la segunda mi­
tad del siglo XX no habría otra palabra más común que ésta: «sen­
tido». Ella ha desplazado en alguna medida a las clásicas de la
metafisica (ser), de la antropología (verdad), de la teología (salva­
ción), como si lo que el ser humano necesita trascendiera cada uno
de esos campos, por ser algo más fundamental, abarcante, radical.
Y cuando una palabra adquiere estas dimensiones de originalidad,
radicalidad y totalidad, entonces resulta indefinible. Todos sabe­
mos qué nombra y, sin embargo, no podemos hacer otra cosa que
proferirla en alto, describirla, soñarla. Es un concepto-límite. Sen­
tido es lo que crea el ámbito necesario para respirar con holgura,
para existir sin sobresalto, para avanzar confiados hacia el futuro,
para asumir la vida en propia mano, para confiar en que el empe­
ño de nuestros días no será vano ni nuestro amor cenizas.
JO Prólogo

Esta palabra sólo puede surgir en el ámbito del descubrimiento


moderno del sujeto con Kant. A lo que ahora se llama «sentido de
la vida», «sentido de la existencia», correspondía anteriormente la
idea de «finalidad», «ordenación a una meta», «fin» (Skopos y te­
los en griego; Ziel y Zweck en alemán). Del futuro pasa el acento al
presente con la fórmula: «Valor de la vida», usada por primera vez
en 1792 por D. F. Schleiermacher (Über den Wert des Lebens, 1792-
1793). Con acentuación metafísica, hermenéutica o sociológica, la
palabra recorre toda la filosofía moderna hasta Heidegger, hablan­
do del «sentido del ser», Wittgenstein situándolo como problema
lingüístico y Blondel plantándolo en el pórtico de su obra como el
problema por antonomasia: «¿Sí o no? ¿Tiene la vida humana un
sentido y el hombre un destino? ... El problema es inevitable. El
hombre lo resuelve inevitablemente y esta solución, verdadera o
falsa pero voluntaria y al mismo tiempo necesaria, cada uno la lle­
va en sus propias acciones. Ésta es la razón por la que hay que es­
tudiar la acción» (Primera frase de La acción, 1893).
Lo más real, necesario y sagrado, lo reconocemos justamente
en el momento de su desaparición o por su ausencia. Así en el len­
guaje ordinario hablamos de que «ya nada tiene sentido», de que
algo es un «contrasentido» o, lo que es peor, un «sin sentido». Con
ello estamos confesando que la vida tiene unas condiciones de po­
sibilidad para ser bella y gozosa, limpia y libre. Esos cimientos so­
bre los que se apoya o esa humedad de fondo que ofrece a sus raí­
ces vida, nos quedan casi siempre ocultos. Sólo los descubrimos
cuando bajamos al silencio de nuestra conciencia, afrontamos las
últimas decisiones de nuestra libertad y somos confrontados con
situaciones límite; cuando el prójimo nos demanda una entrega in­
condicional o cuando nos sentimos llamados por una Presencia sa­
grada que, profiriendo nuestro nombre, nos confiere una misión
con la consiguiente responsabilidad que hace necesaria la respues­
ta. La pregunta por el sentido se hace entonces inevitable, y sólo se
puede responder con hechos concretos, en el lugar y tiempo con­
cretos, en silencio y oración.
Prólogo 11

Los lugares del sentido

El libro que prologamos no es una investigación metafisica en la


línea de Heidegger o al estilo de Ferrater Mora, El ser y el sentido
( 196 7) sino que ofrece una respuesta hermenéutica, con Husserl,
Levinas y Ricoeur en el fondo, describiendo los lugares donde el
sentido es vivido, porque previamente aparece como revelación y
reto, don y pregunta. En lugar, por tanto, de indagar en el a priori
del sentido, bien de carácter racional o dogmático, va analizando
fenomenológicamente las situaciones personales en las que el
hombre se encuentra emplazado con él y a las que no puede esqui­
var porque sin ellas no sería hombre. Estos lugares del sentido,
ejercitado y vivido, son: la libertad (sin la cual no es pensable el
sentido); la identidad (en el silencio o en la vigilia todos nos pre­
guntamos quién somos, para qué estamos, a quién merecemos la
pena, quién nos ama y, como conclusión, qué sentido tiene nuestra
vida); el destino (que aquí no se entiende en el contexto grecolati­
no o pagano de «moira», «fatum», o alemán de Schicksal, lo que
fatalmente pesa sobre mí, sino como el encargo de vida que me es
enviado, Geschick, la tarea que tengo que llevar a cabo, sabiéndo­
me limitado por la naturaleza que me precede y junto a otras liber­
tades que me acompañan); la esperanza (el porvenir como tierra
del cumplimiento de una promesa a la que uno se puede preparar
activa y receptivamente o rechazar como señuelo engañador); lo
imaginario (lugar de lo que nos desborda y no se deja medir por las
reglas de nuestra racionalidad, y donde entran también en juego el
sentimiento y la pasión, lo inalcanzable y lo soñable, lo imposible
como necesario y lo inconquistable como suplicable).
Ante el sentido (lo mismo que ante cada uno de estos lugares de
su revelación) podemos hacemos la siguiente pregunta: ¿es un he­
cho, una conquista o un don? ¿Está ahí a la mano como una cosa
que se puede tocar y apropiarse sin más? ¿Hay que arrebatarlo pro­
meteicamente en lucha contra oponentes y raptarlo de otras manos
para tenerlo en las propias? ¿Es una gracia que se recibe, como el
amor, la amistad, la fidelidad que, adviniendo con la sola luz de su
presencia, nos permiten florecer nuestras mejores flores y frutecer
nuestros mejores frutos? La línea de fondo que dirige este libro es
que se trata de polaridades que se interfecundan: invención y crea-
12 Prólogo

ción, afirmación propia y encuentro con el otro, actividad incesan­


te y atención a lo que adviniéndonos nos despierta, racionalidad
crítica y remisión a un ámbito de metarracionalidad, que no se de­
ja integrar en nuestra lógica tronceadora y divisiva.
El capítulo que dedica a lo imaginario (el literario y el teológi­
co), distinguiendo el sentido negativo (las fantasías que anatemiza
Descartes) del positivo (lo imaginable como supremo universo de la
posibilidad soñable trascrito en la literatura y el arte) es uno de los
más bellos y fecundos del libro. Porque lo racional realizado no
agota toda la realidad que nos está destinada, nos pertenece y ne­
cesitamos. Las grandes creaciones literarias, los relatos, símbolos
y «visiones», nos abren a ella. Aquí radica la verdad, belleza y fe­
cundidad de la Biblia, rica como ningún otro libro de bosques divi­
nos y selvas humanas en los que podemos morar, pensar, soñar, y
como hombres trascendemos hasta la gloria de Dios. Esos relatos
y símbolos son el manadero de toda filosofia y poesía, porque no
dejan de dar que pensar y amar, hacer y esperar.
El autor es un teólogo y parte del principio siguiente: la teolo­
gía presupone otros saberes, quiere compartir racionalidad, len­
guajes y significatividad con ellos pero como tal tiene una palabra
propia y, por ello, tiene derecho a ser convocada a la mesa del sen­
tido. Ella se diferencia de la ciencia ( que tiende al saber y desde él
a la técnica, que transformando la materia la pone al servicio del
hombre), de la filosofia (que vela por el sentido, la estructura, los
valores y los fines en un horizonte de inmanencia tal como el hom­
bre se percibe existiendo en el mundo y, por ello, es inevitable­
mente hermenéutica). La teología es más que una aventura intelec­
tual del hombre. Ella habla con términos como gracia, revelación,
salvación; cuenta con la palabra del hombre y con la palabra de
Dios manifiesta. Presupone, además que el hombre no es sólo rea­
lidad sino ex-sistencia; se interesa por su «suerte», le remite al ori­
gen radical y al fin último. Por consiguiente, no sólo pregunta por
el sentido sino por el último sentido, por el pre-venir y el por-venir
absolutos del hombre. Y pregunta desde la convicción de que la
historia es «revelación» de esas instancias preventivas y consuma­
tivas. Vive por ello de sus propias preguntas y, sobre todo, de las
preguntas que le pueden ser hechas por Dios o de respuestas que
no esperaba.
Prólogo 13

La teología pronuncia con humildad y confianza la palabra


«Dios».Y de él dice que es total diferencia respecto del hombre,
pero que no vive respecto de él en «indiferencia» sino todo lo con­
trario: en pasión por él, ocupación con él, espera de él, temor y
temblor ante él porque, al haberlo hecho a su imagen y semejanza,
es libre para todo. Libre para sí mismo y libre contra sí mismo e in­
cluso contra su propio Origen. Dios es todo Diferencia (Heideg­
ger), pero a la vez todo Aferencia (Différance: Derrida); todo tras­
cendencia y todo trans-ascendencia. Por las unas constituye nuestra
alteridad; por las otras nos hace posible, siendo diferentes, trascen­
demos. Autonomía y heteronomía se incluyen. «Feliz heteronomía
aquella por la que soy arrancado a la ilusión de que yo soy co­
mienzo de mí mismo» (E. Levinas).

Teología del don

La respuesta está enfocada desde dos perspectivas: la «antropo­


logía del sentido» y «la teología del don». La primera es una reac­
ción contra lo que al comienzo de la modernidad Descartes y Kant
han introducido como supremo gozne de lo humano: la racionali­
dad, la autonomía, la autarquía del individuo, la inmanencia, la
conquista del todo y de sí mismo por sí mismo. El siglo XX nos ha
ofrecido una visión mucho más rica y compleja del hombre con
Husserl, Buber, Rosenzweig, Marcel, Bloch, Laín, Levinas, Ricoeur,
Derrida, Marion, Chrétien ... A ella pertenecen como constituyen­
tes la alteridad, la intersubjetividad, la memoria, el deseo, el amor,
el encuentro, el diálogo, la pasión ( como apasionamiento a la vez
que como pasividad y receptividad), la donación, el futuro, el pró­
jimo como encargo y carga hasta el límite de la sustitución. No hay
conocimiento ni realización de sí mismo sin el ministerio de la al­
teridad. Alteridad que nada tiene que ver con alienación. El hombre
se conoce, logra y salva teniendo cuatro referencias fundamentales:
ante sí mismo (Nosce teipsum); ante el cosmos (Tu autem, por ser
él un microcosmos); ante el prójimo (Ubi frates tuus, que por el
amor habita su soledad y le despierta a su responsabilidad, en la
que reside su verdad); ante Dios ( Coram Deo como don, presencia
y palabra antes que como poder y exigencia).
14 Prólogo

La teología no es una alternativa a esta hermenéutica ni a ningún


otro saber sobre el hombre. Ella tiene una palabra propia, proferida
desde la gratuidad de Dios manifestado en la historia, como oferta
al hombre, en amor, exceso, don. Dios no se ofrece a la razón hu­
mana con el poder de la evidencia, sino a la libertad con la pobreza
de su amor encamado, pasivo y compasivo. En la encamación se
manifiesta al máximo lo que el poeta John Keats llamaba «negati­
ve capability», la capacidad de descendimiento, condescendencia, y
proexistencia, en las que el hombre llega a su posibilidad máxima y
riqueza suprema.
«La teología es un acceso a la realidad como otros muchos que
hay, un acceso específico, que juega un papel antropológico. Aquí,
descubriendo el sentido como don», señala A. Gesché. Dios no es
«el» sentido, ni el «gestor-gerente» del sentido, como una necesi­
dad absoluta para que las empresas del hombre funcionen, y sobre
todo para que la empresa de ser hombre se logre de tal forma que
sin él nada tuviera sentido. Éste puede y debe ser vivido en cada
uno de los órdenes sin recurrir automáticamente a Dios como un
instrumento que, insertándose desde fuera, supliera a la realidad y
despejase incógnitas que debe despejar el hombre.

El exceso de Dios

Situándolo bajo el título general de la serie a la que este libro da


término «Dios para pensar», la intención del autor es justamente no
instrumentalizar a Dios, sino pensar al hombre a la luz de sus fines
y confines, ante sus extensiones posibles y desde sus reales límites.
Unos los descubre él en su realización y otros se los impone la his­
toria. Pero sobre todo quiere iluminar la existencia poniéndola ba­
jo el signo del Infinito que es exceso de gracia, a la luz de un Dios
que no es poder frente al hombre sino pasión con el hombre y por
el hombre. Dios defiende siempre al hombre aun cuando éste sea
un criminal fratricida (Génesis 4); y no se defiende nunca contra el
hombre, ni siquiera cuando éste levante la mano contra su Hijo
amado, el supremo inocente de la historia: Jesucristo (Rom 8, 32).
Así se explica la pasión de Dios en Cristo con nosotros y por nos­
otros. La teología clásica entendía el excesus Dei como trascen-
Prólogo 15

dencia, santidad y lejanía respecto del hombre; la teología actual lo


entiende como capacidad para darse en la historia, tiempo y muer­
te al hombre. De esta forma no sólo no se pierde, sino que se gana
a sí mismo como el verdadero Dios divino.
Desde estas categorías de alteridad, don, gratuidad, exceso, se
iluminan las honduras de la vida humana. Aparecen una libertad,
identidad, destino y esperanza teologales, posibles al hombre por la
revelación del Eterno en el tiempo, del Trascendente en la carne,
del Impasible en la pasión. Esa gracia y exceso no se proponen a
una mera razón que ha fijado desde sí y ante sí los propios límites,
sino a una libertad abierta, preguntándole si está dispuesta a vivir
en actitud de gratuidad, don, trascendimiento, exceso. Desde aquí
la palabra «sentido» es oíble con sonoridad nueva. Dios no es el
sultán solo con su majestad. Lo más esencial del cristianismo es la
Trinidad (Dios no es retención en sí mismo, sino comunicación
personal en otro) y la Encarnación (Dios no es retención frente a
las criaturas sino Don reduplicado hasta el límite como Per-Don).
Las palabras creación, revelación, encarnación y redención son
hontanares de un sentido nuevo para la existencia concebida como
gracia y misión, pasividad en suprema forma de actividad, don co­
mo máxima realización del derecho, servicio como única verdad
de la autonomía. Dios no es alternativa a sus creaturas sino que las
crea porque las «quiere» y quiere que sean ellas de suyo y por sí.
Como la luz otorga a las cosas la realidad así él les otorga la posi­
bilidad fundamental de que aparezcan en el mundo con toda la be­
lleza de su propia figura y actúen con el gozo de su propia libertad.
Al terminar sus páginas el lector de este libro se queda recla­
mando una continuación que analice las razones y lugares del sin
sentido (esclavitud, fracaso, soledad, desamor, muerte, desesperan­
za). Conocemos completa la medalla de la vida humana viendo su
anverso y su reverso.
* * *

La muerte del autor ha sellado estas páginas, que no encontra­


rán continuación. Con ellas se cierra esa pequeña y moderna «Su­
ma teológica» en la que el profesor de Lovaina nos ha ido ofre­
ciendo los grandes temas que son a la vez capítulos de teología y
16 Prólogo

materias de antropología. Sumaba en ellas sus muchos saberes de


patrólogo e historiador en el más clásico sentido, con una sensibi­
lidad a flor de piel para la literatura, el psicoanálisis, la metafisica,
la hermenéutica. Sondeos para las nuevas travesías que la teología
tiene que hacer en este comienzo de siglo.
Personalmente me despido con estas líneas del amigo, que nos
acompañó en los Cursos de teología de El Escorial (Universidad
Complutense, Madrid), recordando aquellos paseos y conversacio­
nes por la lonja ante el Monasterio, donde Platón y san Juan evan­
gelista, Ricoeur y J. Kristeva, san Juan de la Cruz y Holderlin, nos
acompañaban como si fueran profesores o alumnos del curso que
estábamos dando. Una vida entregada y una obra bien hecha son
siempre un don de Dios para quienes hemos podido contemplarla y
acompañarla. Don, propuesta, exigencia.
EL SENTIDO
INTRODUCCIÓN

Nuestra intención con este libro no es hacer de Dios el funciona­


rio del sentido, como si sólo Dios fuera la última y única clave del
sentido. El sentido puede existir, puede ser reconocido y vivido, sin
que debamos recurrir necesariamente a Dios, bien sea porque pro­
venga de las mismas cosas de la vida, bien sea porque nosotros lo
creemos e introduzcamos en el mundo. Corremos un gran riesgo de
instrumentalizar a Dios, el riesgo de convertirle en algo que nos sea
útil, de ponerle al servicio del sentido o, quizás, a remolque suyo.
Afirmar sin más que Dios es el sentido del sentido implica despre­
ciar la consistencia del sentido. No conviene «acaparar el cielo» (Sal
72, 9a). Cuando existe y está ahí, el sentido posee su autonomía y no
tiene necesidad de la sanción de Dios para revelarse como valioso.
Dios no es el sentido de las cosas, como si todo lo que se pudiera
decir del sentido se hallara sólo en Dios. Pero el sentido tampoco
es Dios, como si la búsqueda del sentido equivaliera a la búsqueda
de Dios. El sentido no sustituye a Dios y Dios tampoco sustituye al
sentido. En un caso y en otro se perjudicaría al sentido, corriendo el
riesgo de alienarlo, y se perjudicaría a Dios, reduciéndole a una fun­
ción. Al mismo tiempo, y en ambos casos, se dañaría al hombre.
¿Significa esto que la teología, que es una lectura de Dios, no
puede ser una lectura del sentido? Al continuar escribiendo esta se­
rie de libros (pertenecientes a la serie Dios para pensar*), he conti-
* La serie Dios para pensar se compone de siete títulos que forman una pe­
culiar dogmática cristiana, aunque pueden ser leídos como ensayos independientes
entre sí. Por orden de aparición según la edición original, son los siguientes: El mal
(1993), El hombre (1993), Dios (1994), El cosmos (1994), El destino (1995), Je­
sucristo (2001), El sentido (2003). Todos ellos han ido apareciendo sucesivamen­
te en la colección de teología «Verdad e Imagen», perteneciente a Ediciones Sí­
gueme, Salamanca [Nota del editor].
20 Introducción

nuado creyendo que la fe en Dios o, más simplemente, la idea de


Dios, puede contribuir con una iluminación peculiar -que brota de
la actualización de un exceso- al pensamiento del sentido. A nuestro
juicio, el sentido, como tantos otros temas ya abordados (el hombre,
el destino, el cosmos, el mal, etc.), puede salir ganando si lo situa­
mos en relación con los confines. Todo pensamiento gana cuando lo
pensamos hasta el fondo, cuando percibimos la posibilidad que ten­
dría de ser pensado en Dios. Este Dios ya no aparece como el ma­
gistrado o juez del sentido, sino como aquel cuya idea (y cuya rea­
lidad para el creyente), cuando adviene al hombre, le permite dirigirse
hacia dimensiones que le esclarecen sobre aquello que él sabía ya y
1� abren hacia perspectivas sobre las cuales él aún no había pensado
que se podía pensar. La teología ofrece aquí su colaboración, que no
consiste en ser el árbitro del sentido -¿quién la soportaría o la que­
rría, si así fuera?-, sino la de ofrecer un lugar donde también es po­
sible que el sentido se produzca. En definitiva, el sentido se vive allí
donde se vive. No necesita ninguna otra justificación.
Por eso, en vez de discurrir sin fin sobre aquello que el sentido
puede ser, intentaremos descubrirlo precisamente allí donde él se
vive, es decir, en aquellos que yo llamo los lugares del sentido: la li­
bertad, la esperanza, la identidad, el destino, lo imaginario (estos te­
mas formarán sucesivamente el objeto de los capítulos de nuestro li­
bro). Sobre dichos lugares, en los que se juega el sentido, queremos
construir nuestra reflexión. Actuaremos así de un modo casi feno­
menológico, pues lo importante es descubrir y comprender el sen­
tido allí donde él se manifiesta, en vez de buscarlo en algún a prio­
ri, sea de tipo racional o dogmático. Es preciso dejar el sentido en
manos del sentido. Es preciso dejar que el sentido aparezca. Que se
muestre por sí mismo, sin deber nada a otra cosa, sino sólo a sí mis­
mo. Allí donde él mismo se anuncia, no donde otros decretan su
existencia. En ese aspecto, la teología puede constituir, entre otras
aproximaciones, un lugar, e incluso un lugar verdaderamente exis­
tencial, donde el sentido encuentra una de sus vías de manifesta­
ción. Después, sólo después, podrá haber siempre tiempo para di­
sertar en torno a él y para determinar aquello que lo constituye.
¿Qué es lo que aporta específicamente la experiencia teológica
a la manifestación del sentido? Aporta esto: que el universo y el ré­
gimen constitutivo de la fe cristiana es el don, la donación. Que la fe
Introducción 21

cristiana es un universo de gratuidad y gracia, donde todo aquello


que vivimos lo vivimos en principio como don. Así lo hemos apren­
dido de un modo fulminante con san Pablo. Sus infinitas exclama­
ciones y protestas contra aquellos que pretenden considerar las rea­
lidades de la fe como cosas calculables (los méritos por medio de
los cuales pretendemos entrar en el Reino, como indican de un mo­
do especial las cartas a los Gálatas y a los Romanos) han fundado el
sentido de la fe y de la religión cristianas sobre la idea del don. No
se trata aquí de un proceso infantilizante, como si estuviéramos an­
te una experiencia infantil, según la cual sólo tenemos que esperar
para que nos den todas las cosas hechas, de manera que vivamos en
situación de perpetua dependencia, llenos de reconocimiento. San
Pablo sabe muy bien que nosotros no somos niños y que no tene­
mos que vivir como tales, aunque sea preciso poner de relieve un
cierto don de infancia (véase 1 Cor 14, 20; Ef 4, 14). Lo que dice
san Pablo -y por otra parte también san Juan y san Agustín, por no
citar aquí a Jesús- es que, en el dominio de la fe, todo -lo que viene
de Dios a nosotros y también lo que va de nosotros a Dios y de no­
sotros a otros hombres- debe ser vivido en la libertad gozosa de
aquello que está por encima dé todos los condicionamientos. Todo
es gracia, incluso aquello que es útil y necesario. Todo debe ser re­
cibido en gesto de loca gratuidad, incluso allí donde existen contra­
tos y obligaciones. La vida es don, no es más que eso.
Lo que nosotros intentamos es que se comprenda todo lo que
esta teología del don puede aportar a la antropología del sentido.
Hablar del don significa aproximar el sentido hacia aquello que
constituye su secreto más profundo, lo que mejor le define. De lo
que se trata es casi de una transformación de todas las cosas, de
algo que ofrece un rostro totalmente nuevo a la vida de aquel que
quiera aceptar su invitación. Estamos ante la apertura de una li­
bertad creadora que consiste en apelar, en todo y desde todo, a la
«donación de sentido» (Levinas). No todo se encuentra ya hecho,
codificado o sancionado, cifrado o descifrado; al contrario, aquí op­
tamos por la apertura y la invención. Las cosas encuentran aquí un
estatuto totalmente nuevo: ellas se dan. No hay quizá nada tan sig­
nificativo como este hecho lingüístico propio del idioma alemán
cuando afirma es gibt, «algo se da», mientras que nosotros decimos
prosaicamente «tal cosa existe». Según eso, no debemos admirar-
22 Introducción

nos por el hecho de que Heidegger, buscando la expresión clave,


«aquella que lleva consigo de manera decisiva todo el movimiento
de las cosas», haya dicho que, a su juicio, dicha expresión maestra
es la de «es gibt». Como ha comentado Ricoeur, sólo así se expli­
ca el hecho de que para Heidegger «el ser se reconoce en su reser­
va y en su generosidad, en su retención y en su gratuidad», de ma­
nera que «el don es la figura del destino» (La Métaphore vive, 397).
No es por tanto nada extraño si hoy se habla de «la antropología
del don» y se pone incluso ese nombre al título de un libro y de un
coloquio (Alain Caillé, Anthropologie du Don, Paris 2000 y «Co­
lloque et forum civique», Louvain-la-Neuve, 8 de noviembre de
2001). Con M. Mauss (en su libro Essai sur le don, 1924) descu­
brimos que el don es, al mismo tiempo, libre y obligatorio. Si fue­
ra puramente libre, sería paternalista y no respetaría al otro. Si
fuera totalmente obligatorio, perdería su sentido. Como hemos vis­
to anteriormente, necesidad y gratuidad pueden vivirse de un mo­
do unitario, de manera que el régimen del don se extienda por to­
das partes. Mauss ha identificado de un modo memorable este
rasgo casi mágico del don en su estudio sobre la realidad social en
la que influye: especialmente en el cálculo y el interés, pero tam­
bién en «la espontaneidad, la amistad y la solidaridad, o sea, el
don» (presentación del Coloquio por J.-P. Cornélis). El don viene a
presentarse como paradigma de las alianzas, pues el don «las se­
lla, las simboliza, las garantiza y les da vida». Esta regla simbóli­
ca trasciende, según esto, los actos sociales del hombre; ella cons­
tituye un verdadero «cambio de referencia» en la evaluación y
construcción de la vida del hombre con los otros.
«Cambio de referencia». ¿Faltaremos a la modestia y a la ver­
dad si insistimos en la aportación mayor de la lógica cristiana a la
emergencia del sentido? ¿Qué otra cosa son las bienaventuranzas,
sino esta inversión, este cambio de referencia en la medida de las
cosas? ¿ Qué es el perdón de las deudas, sino una locura de dona­
ción? ¿Qué es el per-dón sino un don, como el mismo nombre lo di­
ce, un don que se reduplica: «per-donar», donar más allá (de lo de­
bido)? Ciertamente, y nosotros lo sabemos bien, no se trata aquí,
en todos los casos y en todas las circunstancias, de comportamien­
tos que se deban aplicar siempre al pie de la letra, aunque tampo­
co deben encontrarse sin cesar excusas para no aplicarlos. Lo que
Introducción 23

nosotros encontramos aquí, en estas nociones del don y del perdón,


es todavía una vez más aquello que hemos destacado tan a menu­
do, a saber, el principio del exceso. Esta es una de las claves del
mensaje cristiano. Hablar de Dios, de la caridad, de la fe, es actuar
de manera que cada cosa pueda comprenderse, aunque sólo sea por
un instante, desde la perspectiva del exceso, de la inversión del or­
den de las cosas, de la conversión de las miradas, de la trasgresión
de la regla de lo simplemente debido.
Resulta indispensable para el hombre la existencia de proposi­
ciones excesivas (o parcialmente excesivas), para que aprenda en
todo caso, como aquí decimos, que la vida no adquiere su sentido
si se encuentra clausurada al don. Resulta indispensable que haya
espacios, lugares y momentos en los que este exceso se tome al pie
de la letra. Momentos en que el don venga a ponerse sobre todas
las cosas, como unas alas de paz, sepultando todos nuestros resen­
timientos, borrando todas nuestras justas razones. «Cuando las alas
de la paloma se cubren de plata y sus plumas se vuelven llamas de
fuego» (cf. Sal 67, 14 b). Aquí se expresa una visión de Dios. En
todo caso él, Dios, sólo ve sus relaciones con nosotros bajo la for­
ma de don. Y nos pide que nosotros nos inspiremos en él, llevando
si queremos «una vida tranquila y paciente» (1 Tim 2, 2). Todo
don, todo sentido, es un exceso.
Porque, como dice Alain Badiou, «lo que fundamenta a un suje­
to no puede ser aquello que se le debe» (A. Badiou, Saint Paul. La
fondation de l 'universalisme, 81 ). Precisamente apoyándose en san
Pablo, este joven filósofo (no es teólogo) ha intentado destacar el
valor universal de esta dialéctica del don, por oposición a la dialéc­
tica que actúa en el plano de la deuda. Al oponer el reino de la fe
(confianza, don, libertad) al de la ley, incluso cuando esta resulte
necesaria (obligación, deuda, servidumbre), san Pablo ha puesto de
relieve una dimensión insospechada del hombre: que todo se puede
llamar don, charisma, «carisma», gracia, y que esa dimensión se
encuentra en el origen de toda vida posible y soportable. «Ya no hay
diferencia (entre los hombres), pues todos han sido justificados gra­
tuitamente (dórean) por gracia» (Rom 3, 24). Y Badiou insiste en
esta palabra dórean, una palabra fuerte que, a su juicio, significa
«por puro don», «sin causa»; nosotros añadiríamos «en exceso».
«Sólo aquello que es, por tanto, absolutamente sin causa (es gracia),
24 Introducción

mantiene esta potencia de sentido por encima de la ley, desbordan­


do así todas las diferencias establecidas» (p. 82). Excluyendo una
ley en la que sólo importa aquello que es debido (el deber), para ins­
taurar la del don, san Pablo ha establecido definitivamente otra ima­
gen del mundo (véase Rom 7, 31). Él lo ha hecho partiendo de una
teología en la que se trazan las relaciones entre Dios y el hombre.
De esa forma ha introducido en el mundo una idea, la idea del don,
que puede dar sentido «a todo hombre que viene a este mundo». Yo
nunca lo podré decir de una manera demasiado fuerte: la teología es
una aproximación entre otras a la realidad, pero es una aproxima­
ción específica, que realiza su función en el campo de la antropolo­
gía. Ella lo hace aquí descubriendo el sentido como don.
Existe en este campo otra palabra del vocabulario teológico
que, a condición de ser bien entendida, aporta toda su fuerza a la
emergencia del sentido: es la palabra «revelación». Todos nosotros
sabemos lo que queremos indicar cuando decimos que esto o aque­
llo fue para nosotros una revelación. Bruscamente hemos sido sor­
prendidos por un sentido que no sospechábamos, y que venía de
fuera, sin que aparentemente hayamos influido nada en ello. Descu­
brimos así que somos seres visitados, «pasivos», y no meramente ac­
tivos y productores. La fenomenología insiste mucho en este tema,
como empezó a mostrarlo Husserl cuando hablaba de sus famosas
«síntesis pasivas». Al comienzo, antes de que nuestra conciencia y
sus intencionalidades actúen sobre ellas, existen unas «impresiones
originarias» (Ur-Impression) que chocan con nosotros y que influyen
en la construcción de nuestro ser, de manera que podemos hablar de
ellas como de donaciones que, en cierto sentido, nos preceden y que
nosotros no hemos buscado. «Ninguna impresión se produce en sí,
por sí misma[...]; ella es, de principio a fin, revelación» (M. Henry,
Incarnation, 89-90*). Revelación, es decir, advenimiento de sentido,
proceso en el que nosotros no aportamos nada y, sin embargo, rendi­
mos testimonio de aquello que nos ha sido dado (cf. Mt 16, 17: la
Confesión de fe de Pedro en Cesarea). No hay en esto ninguna alie­
nación, sino descubrimiento de la alteridad; de la alteridad de un don
y de un sentido, en los que yo me descubro sin haberlos buscado.
* Puede consultarse la versión cast.: M. Henry, Encarnación. Unafilosofia de
la carne, Sígueme, Salamanca 2001.
Introducción 25

Pero este advenimiento no es algo que puede mostrarse sola­


mente «al comienzo». Este carácter originario de una revelación
puede sorprendernos en cada momento de nuestra vida, cada vez
que descubrimos y aceptamos el hecho de que no nos encontramos
solos, sino que existe una alteridad y por tanto la posibilidad de
una visitación. ¿No es esto mismo exactamente aquello que ha in­
tuido la Escritura judeo-cristiana cuando habla de revelación e ins­
piración? La idea de revelación implica en este contexto que el
sentido, un poco como una estrella errante que viniera de la cons­
telación de Perseo, aporta consigo algo que le sobrepasa. El senti­
do (Sinn) no se repliega sobre sí mismo, como si lo fuera todo, si­
no que se hace signo de otra cosa; el sentido designa, significa
(Bedeutung). Hemos visto que el sentido se manifiesta por sí mis­
mo, sin necesidad de una justificación exterior que le preceda. De­
bemos añadir, al mismo tiempo, que aporta algo distinto de sí mis­
mo: él revela. El sentido habla y de esa forma se muestra como
anunciador de algo que es distinto de sí mismo. Su manifestación
(fenomenología) es al mismo tiempo una revelación (teología).
Si acabo de recurrir a la palabra «teología», no lo hago para de­
cir que este proceso de revelación no se encontraba aún presente en
la aventura profana del sentido. Todos nosotros hacemos la expe­
riencia de que el sentido aporta algo que es distinto de sí mismo,
que él nos hace entrever una realidad que hasta ese momento se
nos escapaba. Si yo recurro a la teología, es porque, una vez más,
su discurso dice de manera más explícita que los otros discursos
aquello que viene a revelarse aquí en la aventura del sentido. La
teología habla, con más audacia que cualquier otro discurso, de una
alteridad que se dirige a nosotros y ciertamente ella corre sus ries­
gos y peligros al hacerlo. Esto significa, en otras palabras, que la
teología pone el sentido bajo el signo del infinito, afirmando que
tras él adviene todavía otra cosa. Sobre el sentido, así comprendido
por la teología, se podría decir aquello que Wittgenstein afirmaba
de la filosofia: «Los problemas filosóficos aparecen cuando el len­
guaje celebra un día de fiesta» (L. Wittgenstein, lnvestigations phi­
losophiques [1961], 166). Tengamos pues la audacia de afirmar
que el lenguaje teológico ofrece a la reflexión común ese día festi­
vo (día de exceso) que permite que dicha reflexión se ponga en
fiesta.
26 Introducción

Heidegger había comprendido sin duda que el sentido dice algo


que es superior a sí mismo y que anuncia por tanto una cosa a par­
tir de algo más grande, cuando escribía: «El límite interior de cada
pensador se encuentra en esto: el pensador no puede decir jamás
por sí mismo aquello que tiene de más propio, porque la palabra
decible [la palabra que él logra decir] recibe su determinación a
partir de la indecible» (M. Heidegger, Nietzsche 11 [1971], 394).
Estamos siempre ante la idea de un exceso, de un excedente de
sentido, y para mostrarlo debemos citar una vez más a Wittgen­
stein: «Los resultados de la filosofia consisten en el descubrimien­
to de las heridas que el entendimiento se ha hecho corriendo al
asalto de las fronteras del lenguaje» (lnvestigations philosophi­
ques, 165). La idea de revelación implica precisamente esta idea de
trasgresión de fronteras. Cerrado en su inmanencia, el sentido se
achata, y cuando se le obliga a mantenerse en una inmanencia, pa­
ra la que no está hecho, termina por no ser ya sentido.
Este es el riesgo de una fenomenología que, como nos alertaba
Frarn;oise Dastur, «buscaría el significado de lo finito en lo finito»,
dejando de estar «animada por algún tipo de nostalgia» (cf. en E.
Levinas y otros, Positivité et Trascendence, 132), de manera que
sólo presenta «una vida que ya no desborda sus límites», como
afirma Levinas (E. Levinas, En découvrant l 'existence, 97). Y una
vida que no desborda sus límites, incluso si una cierta sabiduría
nos impone no desbordarlos, es una vida que ya no habla ni vive.
Lo que pasa en la experiencia de Cesarea de Filipo es todo lo con­
trario. A Pedro, que confiesa con su propia boca que Jesús es el
Cristo, le responde Jesús diciendo: eres bienaventurado, porque «ni
la carne ni la sangre te lo han revelado, sino el Padre que está en
los cielos» (Mt 16, 16-17). No es que Pedro no haya hablado por sí
mismo, pues él se ha mostrado bien comprometido al decir lo que
ha dicho. Ciertamente, ha sido él quien ha hablado, pero Jesús le ha
respondido que su palabra ha llevado consigo, al mismo tiempo, el
testimonio de una alteridad. «Alteridad total, irreducible a la in­
terioridad y que, sin embargo, no violenta en modo alguno la inte­
rioridad» (E. Levinas, Totalité et lnfini [edición de 1979], 233*).

* Puede consultarse la versión cast.: Totalidad e infinito. Ensayo sobre la ex­


terioridad, Sígueme, Salamanca 62002.
Introducción 27

Como hemos dicho al comienzo de estas páginas, el sentido


se sostiene por sí mismo y no tiene necesidad de justificaciones
exteriores. Pero -y esto es lo que hemos querido ir mostrando en
lo anteriormente dicho- el sentido no deja de testimoniar al mis­
mo tiempo una cosa diferente. Volvemos así a encontrar aquí la
idea fundamental del don. El sentido, según eso, implica dona­
ción, pues nos hace formar parte de una alteridad. El sentido ha­
bla, es una revelación, pues se sobrepasa a sí mismo. Pero al mis­
mo tiempo ocupa un lugar único en nuestra experiencia: nos hace
descubrir espacios que resultan de otra forma insospechados. El
sentido es portador de un universo que desborda nuestra concien­
cia inmediata (como muestra el tema del exceso) y nos permite
hacernos creadores, inventores. Abrir el sentido es abrir una po­
sibilidad, es contar una aventura posible que de otra manera re­
sultaría inimaginable. El sentido habla de un Reino, de un hori­
zonte. En cuanto portador y revelador de otra cosa, en cuanto
manifestación súbita de una realidad que se encuentra «más allá»
de la pura inmanencia, el sentido es aquello que «en la misma in­
manencia del mundo abre un lugar para lo posible, para lo impre­
visto, para la respiración» (F. Makowski, Cahiers philosophiques
de StrasbourgVI, 194).
La teología no es la única que habla de este exceso del sentido
sobre sí mismo, exceso que indica su vocación en la aventura del
ser, pero su cercanía respecto de aquello que es locura (1 Cor 1-3),
respecto de «aquello que ni el ojo ha visto, ni el oído ha escuchado,
ni ha subido siquiera al corazón del hombre» (1 Cor 2, 9), le da el
derecho de hablar de ese exceso. Lo que ahora nos queda por hacer
es explicitar lo que se muestra en esos lugares de sentido, como
nosotros los hemos llamado más arriba, es decir, en los lugares
donde el sentido se ejerce y se vive: la libertad (¿se puede imaginar
la aparición del sentido sin que exista libertad?); la identidad
(¿quién soy yo?, ¿tengo sentido?); la esperanza (¿al final de la vida
se encuentra el sentido o la esperanza es sólo la última ilusión de la
caja de Pandora?); en fin, lo imaginario (lugar de leyendas, de mi­
tos y ficciones, fuente casi inagotable donde intentamos renovar el
sentido). La libertad, la identidad, etc., ¿encuentran en su inter­
cambio con la teología ese cielo de don y de exceso que, incluso si
no se acepta por fe, nos ayuda a pensarlas más a fondo?
28 Introducción

De esa forma, a lo largo de los capítulos en los que iremos vi­


sitando los lugares del sentido a la luz de la teología, hablaremos
de la libertad como invención y creación (insistiendo, al fin, en lo
«irracional», entrevisto incluso en el mismo Dios); hablaremos
también de la identidad como confrontación con el otro, y espe­
cialmente con Dios; del destino como de aquello que él mismo se
da a sí mismo como sentido de su existencia; de la esperanza como
de aquello que nos concede aliento de vida; del reino de lo imagi­
nario como de aquello que nos hace vivir en fiesta, en fiesta fas­
tuosa de sentido y gracia, en la que sabemos que Dios no nos ha
abandonado todavía.
El capítulo primero y el segundo recogen lo esencial de dos artículos
que han aparecido en la Revue théologique de Louvain, en 1997 y 1998
respectivamente. El capítulo tercero y el cuarto recogen, con grandes mo­
dificaciones, dos capítulos que han aparecido en A. Gesché y P. Scolas
(eds.), Destin, Destinée et Prédestination (cap. VII) y también en Id., La
Sagesse, une chance pour l'espérance? (cap. VII), Éditions du Cerf, en
1995 y 1998 respectivamente. El capítulo quinto es prácticamente nuevo,
aunque su parte literaria ha sido parcialmente retomada en La Théologie
dans le temps de l'homme, Cerf, 1995. Por lo demás, todos esos artículos
han sido remodelados en función de la investigación sobre el sentido y los
lugares del sentido, que constituyen los temas de este libro.

Por otra parte, este libro se puede completar con otros trabajos: «Essai
d'interprétation dialectique de la sécularisation», aparecido en la Revue
théologique de Louvain (1970); «Un approche du sacré a partir de la théo­
logie de l'espérance», aparecido en Studia Instituti Anthropos, Bonn
(1995); «Littérature et Théologie», en La Foi et le Temps (1994); «Scien­
ce et destinée», aparecido en Pourquoi la science?, Seyssel, 1997; «Dieu
connait-il notre avenir?», aparecido en Louvain (1996); «Théologie de la
vérité», en Revue théologique de Louvain: 18 (1987) 187-211, y «Minis­
tere et mémorial de la vérité», en Revue théologique de Louvain: 23
(1992) 3-22.
Quiero terminar expresando mi gratitud hacia Agnes van Haeperen­
Porbaix, que ha fijado el índice, y a Jean-Pierre Gérard, que ha preparado
el manuscrito de este libro para su impresión.
1
La libertad como invención y creación

El pensamiento de la libertad pertenece esencialmente a la filo­


sofia; fue en la Grecia antigua donde comenzó esa invención filo­
sófica de la libertad, que es una aventura larga, espléndida, dificil.
Nadie le podrá quitar nunca ese mérito a Grecia. Pues bien, la teo­
logía, cuyo objeto propio es diferente, ¿podrá ofrecer una aproxi­
mación supletoria a la libertad, de manera que la filosofia estime
que esa aportación le resulta útil, porque «le da que pensar» (Ri­
coeur) o porque las «representaciones» teológicas (Kant) pueden
tener un sentido ante la razón? Esto es lo que nosotros quisiéramos
proponer aquí. «Yo os pido perdón, decía Pascal a Monsieur de
Sacy, por introducirme así ante vos en un campo teológico, en vez
de permanecer en la filosofia, que era mi único tema; pero ese
mismo tema me ha conducido insensiblemente a este campo de la
teología» 1 • Veamos si podemos hacer aquí otro tanto. Recordemos
primero, sin embargo, todo lo que debemos a la filosofía.

I. La invención no cristiana de la libertad, o la libertad como


conquista, como esencia y como existencia

Aceptando los riesgos que implica toda esquematización, en la


historia de la libertad se pueden trazar las tres grandes perspectivas
históricas que siguen:
La libertad como conquista. La libertad inventada por los grie­
gos ha sido esencialmente libertad moral (estoicos) y política
1. Entretien avec Monsieur de Sacy sur Épictete et Montaigne, original inédi­
to, presentado por P. Mengotti y J. Mesnard, Desclée, Paris 1994, 126-127; cf. aquí
la p. 160, n. l.
30 El sentido

(Atenas). La libertad inventada por la primera modernidad fue li­


bertad de conciencia (Reforma protestante) y de razón (Descar­
tes). La del siglo XIX fue libertad individual (Revolución fran­
cesa) y económica (liberalismo). El siglo XX ha comenzado a
descubrir la libertad social (luchas obreras) y la interior (terapias
del sujeto). En todos estos casos, la libertad constituye una con­
quista, arrancada a los hombres (a los tiranos) o a los dioses (co­
mo hace Prometeo). Se trata de una emancipación. Es un derecho
y un deber, no un dato o algo ya adquirido para siempre. El hom­
bre es un ser que deviene libre.
La libertad como esencia. Se puede pensar después en la liber­
tad como algo ontológico, metafisico, antropológico. Se trata en
este caso de considerar la libertad como algo que pertenece de he­
cho, en cuanto tal, a la misma constitución del hombre, a su defi­
nición, a su ser (Aristóteles; escolástica). Esta forma de aproxima­
ción a la libertad es la que hallamos en todas las grandes filosofias
clásicas, denominadas esencialistas. Ella quiere indicar que el
hombre es un ser de libertad y que la libertad le define frente a to­
das las otras realidades de este mundo. En principio, la libertad no
es aquí una conquista: ella pertenece desde su origen al ser mismo
del hombre, a su esencia. El hombre es un ser que es libre.
La libertad como existencia. Ahora nos referimos a la libertad
existencial, tal como la han comprendido Sartre y la filosofia exis­
tencialista. En este contexto, más que al orden del ser la libertad
pertenece al orden de la existencia. Ciertamente, el hombre puede
ser definido como un ser «para la libertad». Pero esa libertad no es­
tá inscrita de golpe en su esencia, porque precisamente no existe
«ya ahí» (objetivamente) una esencia, trascendente o inmanente,
que preceda a mi existencia. El hombre debe conquistar su esencia
existiendo (tema de la historicidad). Este es todo el sentido del ada­
gio existencialista: «La existencia precede a la esencia». La liber­
tad se encuentra ciertamente inscrita en el ser del hombre, pero en
forma de virtualidad, de promesa o proyecto que debe realizarse, y
en ese sentido, aquí también, como algo que se debe conquistar. La
libertad se eleva a partir de la existencia. El hombre es un ser que
debe hacer que su libertad exista (ek-sista).
La libertad como invención y creación 31

2. La invención cristiana de la libertad o la libertad como creación

¿Qué aporta entonces -o qué da que pensar-, en este concierto


de discursos humanos sobre la libertad, el concepto o acercamien­
to religioso judeo-cristiano? De un modo general y por definición,
la religión piensa toda la realidad a partir de Dios ( ex Deo) o ante
Dios (coram Deo). Esta forma de identificación de la realidad no
se expresa en términos de esencia o existencia, como en los casos
anteriores, sino en la línea de una representación del todo propia,
que llamamos creación. Para el judeo-cristianismo el hombre es un
ser creado libre. ¿Qué significa esto? ¡Muchas cosas! Y ellas defi­
nen bien el carácter específico de la aproximación que sigue.
1. La libertad, en primer lugar, no es para nada una cosa que el
hombre haya debido arrebatar a Dios, como Prometeo, que robó el
fuego y se encontró luego y por siempre culpable de haber robado
o querido robar a los dioses una realidad a la que él no tenía ningún
derecho. El hombre que aparece en la Escritura no ha respetado
quizá ciertos plazos (como indica el pecado original), pero no ha
tenido que arrebatar la libertad, porque esta le pertenece por crea­
ción. En ese sentido, la idea de conquista no se halla en la Biblia,
pues para ella la libertad es originaria («al principio creó Dios...»).
Después de haber concluido la creación del hombre -que era total­
mente nuevo y bello-, Dios le dijo: «Hombre, tú serás igual que yo,
tu Dios. Y como testimonio de tu semejanza conmigo yo te doy
desde ahora la prerrogativa por excelencia: la libertad» (Gregorio
de Nisa).
2. La idea de creación significa, en segundo lugar, que la li­
bertad atesora un deseo de Dios, responde a una vocación. El he­
cho de haber sido creado libre significa que la libertad le adviene
al hombre con pleno derecho: ella pertenece no solamente a su ser
(punto de vista estático), sino también a su vocación (punto de vis­
ta dinámico). «Vosotros habéis sido llamados a la libertad» (Gal 5,
13). Dios ha creado al hombre «a su imagen y semejanza» (Gn 1,
26). La teología patrística entiende generalmente este pasaje del si­
guiente modo: el hombre ha recibido su ser de Dios (es su ima­
gen), pero después debe actuar siempre conforme a esa imagen
(haciéndose semejante a Dios). Se da por lo tanto en el hombre, al
mismo tiempo, algo que él ha recibido y algo que debe adquirir, de
32 El sentido

manera que fructifique. Esta es toda la tarea de la libertad. El hom­


bre ha nacido como imagen (este es el acto de Dios), y debe vol­
verse semejante (esta es la acción del hombre). En dicho sentido,
no todo ha sido dado, sino que el hombre aparece como un ser que
debe llegar a ser aquello que él es. Y este cambio pertenece a su
libertad.
3. La idea de creación implica, en tercer lugar, que la libertad
ha de verse como un don. Esto significa ahora que el hombre está
llamado a la invención, a la creatividad. Como se dice en alemán:
Jede Gabe ist eine Aufgabe, todo don es una tarea. El hombre no
ha sido simplement_e creado (como una piedra, como una lagarti­
ja), sino que ha sido creado como creador. La idea de creación al­
canza todo su significado en el hombre. En él la libertad se vuel­
ve creadora. El hombre no tiene ante sí un destino ya trazado,
hecho por Dios, de manera que él sólo sería un escriba que debe
copiar, como en un dictado, el texto que Dios le va diciendo. Ha­
blar del hombre creado como creador significa que la libertad le
ha sido dada para inventar algo nuevo, desconocido, no escuchado
todavía. Esto significa que la vida del hombre es eclosión e inven­
ción de cosas nuevas, puestas y confiadas a su elección, a sus ini­
ciativas. El don no implica, en modo alguno, algo estático, sino
que abre una dinámica. La libertad aparece así con los rasgos de
una invención de nuestro ser.
4. La idea de creación muestra, en cuarto lugar, que el hombre
se encuentra invitado a participar en el mismo designio de Dios. El
hombre no está llamado solamente a construir su mundo, sino tam­
bién el reino de Dios. La petición «venga tu Reino» puede inter­
pretarse como expresión de la conciencia que el hombre toma de
hallarse asociado a un designio más amplio que el suyo, para el
cual solicita a Dios su concurso y en el cual encuentra toda su
grandeza. En suma, el hombre descubre aquí, en el mismo corazón
de su referencia a Dios, quién es él y cuál es su grandeza. «¿ Qué
es el hombre para que te acuerdes de él?» (Sal 143, 3). No encuen­
tra el hombre su libertad y grandeza aislándose en sí mismo o en
relación con las cosas (inmanencia), sino también en relación con
Dios (trascendencia), con un Dios que no es negación o destruc­
ción del hombre, sino su fundamento y garantía. En este contexto
podríamos hablar de libertad de trascendencia, de una libertad que
La libertad como invención y creación 33

introduce al hombre en un proyecto divino. Un proyecto divino que


sin aislarle del mundo, que es el suyo («el cielo pertenece al Dios
del cielo; la tierra la ha dado a los hombres», Sal 113, 16), pide al
hombre que intente sobrepasarse sin cesar a sí mismo, con el infi­
nito como horizonte, «con el futuro como Norte» (Celan).
5. En quinto lugar, el motivo de la creación supone también -y
este es un motivo muy delicado, que por otra parte no debemos
exagerar- que esta libertad ha sido (se encuentra) misteriosamen­
te «accidentada». Estamos ante el tema, que ha de ser bien com­
prendido, de un error «original». Entendida con rectitud, esta doc­
trina afirma precisamente que el error no se encuentra al origen, al
principio de la creación de la libertad, sino que ese error se sitúa «en
el origen»: que ese error ha de entenderse como un accidente que ha
sobrevenido «históricamente», no como una anterioridad que defi­
niría la naturaleza y la esencia misma de las cosas. Decir que el
mal está ahí, añadiendo por otro lado que es sólo un accidente, im­
plica decir, al mismo tiempo, una cosa indiscutible y no negada (el
mal existe) y decir también que el mal no pertenece a la naturale­
za de las cosas, de manera que puede ser vencido, sin que hagamos
concesiones a ningún tipo de fatalidad. Planteamos así, de esta
manera, todo el sentido del tema de la liberación (eleutherósis) so­
bre el cual vuelve Pablo tan a menudo. En ese aspecto, la libertad
(eleutheria) se concibe como algo que conquistamos, pero no con­
tra la envidia de Dios, sino contra una esclavitud «diabólica», que
nos divide por el centro (diabolos) y que nos hace daño a nosotros
mismos. «Para la libertad (eleutheria) os ha liberado Cristo» (éleu­
therósen, Gal 5, 1; este pasaje ofrece casi una definición de la re­
dención). Esta es por tanto una idea totalmente positiva, idea de
una libertad difícil, pero que no pone en riesgo su estatuto fundan­
te, pues de esa forma ella queda situada en su abismo original, no
destruida. La libertad sigue siendo originaria. La liberación del
mal, vivida bajo este ángulo, constituye sin duda una reconquista,
pero una reconquista de aquello que nos pertenece como propio,
no una conquista de aquello que no nos pertenecería. El hombre,
creado en libertad y permaneciendo libre por derecho de naci­
miento, por don y vocación, debe simplemente tener en cuenta un
cierto número de obstáculos y condicionamientos. Aquí se podría
hablar de una libertad que debe ser liberada sin cesar, para mante-
34 El sentido

nerse en su derecho y estado verdadero. Hablamos según eso de


una libertad de liberación. El hombre vuelve a ser de esa manera
lo que él es.
Tales podrían ser los cinco rasgos específicos de la concepción
cristiana de la libertad. ¿Podrán ellos ahora damos que pensar, in­
troduciéndose de alguna manera en la reflexión general (no teoló­
gica)? Es claro que el hombre puede definir la libertad y descubrir
sus caminos a partir de la simple razón y de una praxis consecuen­
te. Pero ¿no puede hallarse interesado por esta o aquella intuición
religiosa -siempre que no sea dogmática-, aunque sólo sea por el
hecho (y este es el mayor descubrimiento de la hermenéutica ac­
tual, a diferencia del Siglo de las Luces) de que el hombre no sue­
le descubrir la verdad a partir de cero, como si empezara siendo
una «tabla rasa» (Descartes), sino a partir de una tradición en la
cual encuentra expresada ya una parte de sí mismo (Gadamer)? En
esa línea, podría suceder que las representaciones religiosas pro­
dujeran un lugar específico de desvelamiento (Apocalipsis) de la
realidad2•

3. El desvelamiento cristiano de la libertad

Esta posibilidad de un desvelamiento religioso de la libertad, la


iré mostrando de diversas maneras. Así hablaré de una libertad
agrandada, de una libertad ética y de una libertad reconquistada.
l . Una libertad agrandada. El primer desvelamiento cristiano
de la libertad se dirige tanto a aquellos creyentes como a esos no
creyentes que se sienten inquietos al ver que Dios, o la idea de
Dios, es introducida en este combate por la libertad. Y ello porque
consideran que, más que ninguna otra cosa, parece que la libertad
sólo puede obtenerse, casi por definición, por las solas fuerzas del

2. Yo prefiero utilizar aquí «desvelamiento» más que «revelación», a causa del


sentido demasiado autoritario y extrínseco que ha tomado a veces esta última pa­
labra. Pero con ello aludo al mismo dato fundamental: la religión desvela, muestra,
hace ver alguna cosa que está escondida detrás de aquellas que se saben («Las co­
sas escondidas desde la fundación del mundo»). Este es, en la investigación de la
verdad de las cosas, el modo propio de la religión, que merecería ser estudiado más
extensamente, en su diferencia respecto de la ciencia y de la filosofia.
La libertad como invención y creación 35

hombre que conquista su independencia y su autonomía. ¿No mue­


re el hombre al ponerse en contacto con el Absoluto (M. Merleau­
Ponty)? ¿No son incompatibles la fe en Dios y el acceso a la liber­
tad? ¿Puedo ser libre si me persigue una «Mirada» (Sartre), si mi
libertad no es más que aceptación pasiva y mi porvenir ha sido ya
decidido o juzgado? Si Dios existe, «la perfección se encuentra rea­
lizada de antemano; no puede darse ya; al pie de la letra, no queda
nada que hacer»3• Aquí está en juego toda una concepción de Dios
y, por tanto, del hombre y su sentido.
Pero lo que hemos dicho sobre el concepto de creación y sobre
la idea de libertad como vocación, ¿no nos invita precisamente a
tomar la fe en Dios como algo que no es incompatible con la idea
de libertad? Dios no es -no ha querido ser- aquel Señor obsesivo,
cuya presencia incandescente nos quemaría en ese espacio interior
que es, y que debe seguir siendo, nuestro. Podríamos decir, para­
fraseando a Levinas, que Dios es aquel que ha puesto entre sí mis­
mo y sus creaturas «el intervalo de la discreción»4 • Volvemos a en­
contrar aquí un principio de la tradición judía, aquel del Tsimtsum
(en latín contractio ), que se utiliza para aludir a un Dios que se po­
ne voluntariamente en retirada con el fin de dejar campo y espacio
para su creación. «Dios crea el mundo como el mar crea la playa:
retirándose», dirá Holderlin. Al hacer que surja el hombre, Dios ha
creado un ser libre, otro creador (como él). Si el futuro es algo que
precisamente se debe crear, si el porvenir es un por-venir, no exis­
te ya como algo dado, sino que debe precisamente ad-venir. Como
lo repetía Bergson, lo posible no antecede a lo real. Según la intui­
ción judeo-cristiana, Dios, el «Señor de los posibles» (Malebran­
che) ha querido que seamos autores de lo posible, no ejecutores de
una realidad impuesta ya del todo por un Dios celoso y narcisista.
Por lo demás, san Pablo ha descrito al Dios cristiano, tal como
está presente en Jesús, como un Dios de la kénosis, un Dios del
despojo, que se ha «desposeído, vaciado» (ekenósen) de las pre­
rrogativas mayestáticas de la divinidad, no queriendo considerarlas

3. M. Merleau-Ponty, Sens et Non-sens, Nagel, Paris 1966 (versión cast.: Sen­


tido y sinsentido, Península, Barcelona 2000).
4. E. Levinas, Totalité et Infini, Martinus Nijhoff, La Haye 1961, 29 (versión
cast.: Totalidad e infinito. Ensayo sobre la exterioridad, Sígueme, Salamanca
6
2002).
36 El sentido

«como un presa» que debía guardar celosamente para sí (Flp 2, 6-


7). Como lo ha mostrado A. de Halleux, el título de Pantokrator no
ha querido expresar nunca en su origen otra cosa que la idea de que
todo se encuentra en las manos de Dios, del Dios que tiene y sal­
vaguarda (este es en griego el sentido de kratein) todas las cosas,
de tal forma que nosotros jamás nos encontramos infinitamente
perdidos. Pero la traducción latina omni-potens (todo-poderoso) ha
pervertido ese sentido y nos ha hecho el mal servicio de hacernos
creer que Dios, como un faquir o un hechicero, podía hacer a la
postre cualquier cosa y oponerse como lo quisiera a mi propia li­
bertad. La traducción latina auténtica sería omni-tenens: Dios es
aquel que tiene en sus manos todas las cosas5 •
Nunca se engrandecerá a Dios, por tanto, haciéndole grande en
la forma en que nosotros creemos que debe serlo -de una manera a
menudo infantil, proyectando sobre él los sueños de nuestra imagi­
nación y desmintiendo así aquello que él mismo ha querido ser-.
La grandeza de Dios se expresa más bien por este don y esta garan­
tía de libertad que él nos asegura. Alejándonos de toda fusión alie­
nante y destructora, debemos mantener, incluso ante Dios, una dis­
tancia para que nosotros seamos nosotros-mismos. Todavía una vez
más, esta distancia se encuentra en la misma lógica de la creación
de un ser libre y diferente. El vínculo que me une con mi creador no
puede ser el de una marioneta a merced del manipulador.
Yo debo poder escribir el texto de mi vida sin hallarme en todo
instante mirado y predeterminado (desde fuera). Sin una cierta in­
visibilidad, que ha de tomarse al pie de la letra, Dios no sería so­
portable y se volvería incluso destructor. La Escritura lo sabe cuan­
do proclama, tan a menudo, que «no se puede ver a Dios sin morir»
(Ex 33, 20, etc.). Este es también, sin duda, uno de los sentidos del
motivo bíblico del «Dios escondido» (Is 45, 15), retomado por Pas­
cal (Pensées, Br. 242 et passim). Si queremos salvaguardar nuestro
propio espacio, resulta indispensable que Dios no sea para nosotros
excesivamente visible. Posiblemente, este tema del «Dios escondi­
do» («ver a Dios es morir») debe entenderse e invertirse también
de la siguiente manera: «Ser visto, esto es morir» (no se puede ser

5. A. de Halleux, Dieu le Pere tout-puissant: Revue théologique de Louvain 8


(1977) 401-422.
La libertad como invención y creación 37

visto sin morir). No es bueno que el hombre sea (demasiado) visi­


ble. El Dios de la mirada mata. En esa línea, los Padres de la Igle­
sia, conscientes de ese peligro, solían comentar de un modo abun­
dante el salmo 11 (1 O), 4, para decirnos y asegurarnos que Dios
sólo nos mira a través del filtro de sus pupilas semi-cerradas.
¡ Pero tampoco sería ciertamente bueno, a la inversa, que Dios
fuera de hecho totalmente invisible para el hombre! En ese caso,
él sería como aquel que, resguardado a la sombra de su invisibili­
dad, nos estaría observando, como si estuviéramos desnudos y sin
defensas ante él. No es bueno que el hombre esté desnudo. Exis­
te una inmediatez, una visibilidad, que impiden toda relación ver­
dadera y todo acceso a la libertad. Pero tampoco es buena una in­
visibilidad total de Dios, que haría del hombre un ser espiado, al
que podría descubrirse del todo, desde fuera. Existe, tanto de par­
te del hombre hacia Dios como de Dios hacia el hombre, un tipo
de desconocimiento.
Que el hombre sea así parcialmente un enigma para sí mismo y
para los demás, esto es lo que le salva de estar totalmente absorbi­
do y apresado por una mirada. Y sin duda es bueno que nosotros si­
gamos siendo, al menos en parte, un enigma para Dios. Aquí se en­
cuentra quizá uno de los aspectos fundamentales de una creación
que, justamente, no es de tipo fusiona!: creando al hombre, Dios no
ha creado un ser que sea totalmente visible y sin secreto para él, si­
no un ser lleno de sorpresas, un ser ante el cual -aunque sólo sea
para respetarse a sí mismo y para respetar al hombre- el mismo
Dios va caminando como hacia alguien que no le resulta totalmen­
te transparente. ¡Al final de una noche de combate, Dios y Jacob
sienten todavía la necesidad de preguntarse sus nombres (cf. Gn
32, 28 y 30)!
En esta línea, la teología americana denominada Process Theo­
logy tiene aquí mucho que enseñarnos6 • Dicha teología distingue
en Dios una «naturaleza primordial», término que, por un tipo de
«cortesía metafisica» y de forma abstracta, designa aquello que ha­
ce que Dios sea lo que es, en su diferencia y soledad, «en cuanto a
él mismo». Pero también destaca lo que ella llama la «naturaleza
6. A. N. Whitehead, Proces et Réalité, versión franc.esa de D. Charles, Galli­
mard, Paris 1995; Ch. Hartshorne, The Divine Relativity, Newhaven-London 1967.
38 El sentido

consecuente» de Dios: una vez que Dios ha creado, ya las cosas no


son como antes, incluso para Dios. A Dios ya no se le puede ver
únicamente en sus atributos abstractos, como si estuviera solo,
«abstracción hecha» (ab-trahere) de todo lo restante. Dios se en­
cuentra de verdad delante de una realidad distinta (o de lo contra­
rio, una vez más, la creación no sería nada, no se tomaría en serio),
y de un modo particular delante de la creatura humana. A partir de
este momento, si quiere ser consecuente ( «naturaleza consecuen­
te»), Dios debe respetar la libertad del hombre y no podrá ence­
rrarse únicamente en sus atributos «de antes», a no ser que se con­
tradiga a sí mismo y a su obra. Esta teología posee quizá sus puntos
flacos, pero tiene la ventaja de que ha querido ofrecer unas bases
para la justa apreciación de la trascendencia. Más que de un Dios
todo-poderoso, que parece bloquear nuestra libertad, Whitehead
prefiere hablar de un «Dios de la persuasión» 7•
Debe replantearse también una cierta teología de la trascenden­
cia. Ciertamente, es preciso ofrecer una base y un espacio de inte­
ligibilidad que nos permitan preservar a Dios en su diferencia y en
su trascendencia. Pero también debemos tener en cuenta otra preo­
cupación no menos justa: la de conseguir que esa trascendencia sea
digna del hombre. ¿La verdadera trascendencia no es acaso aquella
que respeta al otro? ¿No es acaso aquella que resulta suficiente­
mente grande como para no encontrar insoportable el que exista
frente a ella otra libertad, otra trascendencia? ¿No es acaso aque­
lla que es lo bastante expansiva (creativa) como para alegrarse de
aquello que viene del otro? «Pues Dios encuentra su placer en ti»
(Is 62, 4). Las falsas trascendencias, las pseudo-trascendencias,
¿no son precisamente las de aquellos que no son suficientemente
trascendentes como para aceptar a los demás, sin sentirse ofendi­
dos por ellos?
A este respecto, se podría introducir en teología -y no sola­
mente porque ella pretende dialogar con otras ciencias, sino por su
mismo valor interno- un principio epistemológico de «verificación
por falsación» (K. Popper), que pondría de relieve la repercusión
antropológica -positiva o negativa- del discurso sobre Dios. Quie-
7. A. N. Whitehead, Aventures d'idées, versión francesa de J. M. Breuvart,
Cerf, París 1993.
La libertad como invención y creación 39

ro decir esto: cuando la teología perjudica al hombre, ¿no está


mostrando con ello el signo o indicio, es decir, la sanción e inclu­
so la prueba de haber caído probablemente en un error? Con esto
no queremos, en modo alguno, subordinar la verdad sobre Dios a
cualquier cosa que nos apetezca. Pero ¿podríamos imaginar que se
hallara bien fundada, con relación al ser divino, un tipo de postura
teológica que nos llevaría a negar su creación, a negar al hombre (e
incluso al mismo Dios)? A menudo, un error teológico es ante todo
y esencialmente un error antropológico. Sucede aquí lo mismo que
con los falsos dioses. Estos no son falsos en cuanto tales o simple­
mente por el hecho de que no existan o porque aquello que se dice
sobre ellos sea erróneo y niegue al verdadero Dios; son falsos por­
que falsean al hombre.
Pues bien, incluso al Dios verdadero («pero ¿a quién habéis he­
cho que Dios se parezca?», Is 40, 18) le podríamos convertir en un
falso dios -suprema idolatría- en la medida en que le viéramos co­
mo aquel que no nos respeta, como aquel que nos impide ser lo que
nosotros somos, como aquel que falsea nuestra propia imagen y
conciencia de nosotros mismos. En este sentido, la antropología
viene a presentarse con frecuencia como piedra de toque de la teo­
logía. O, en todo caso, ella nos recuerda a menudo que estamos en
peligro, o en riesgo de peligro, de equivocarnos. Este es el precio
que debemos pagar por el encuentro de la teología con las otras
ciencias humanas.
Una de las caídas más peligrosas por las que el espíritu religio­
so puede despeñarse es la de sobre-determinar a Dios, dándole
unos atributos que se salen de medida. Esto conduce a una verda­
dera superstición (super-stitio, «sobre-añadir») y suscita todos los
ateísmos. Como sucede a menudo, quizá siempre, cuando se mag­
nifica una cosa en exceso se traiciona su verdadera grandeza. Allí
donde se quiere hablar demasiado bien de Dios puede caerse en
desmesura (Hybria), rompiendo las medidas que él mismo se ha
prescrito. Si es todopoderoso, Dios lo es como él lo entiende.
Porque la verdadera presencia de Dios en nuestra libertad no es
la presencia de una presciencia que lo bloquea todo por anticipado.
La verdadera presencia de Dios consiste en abrirnos hacia el futu­
ro de nosotros mismos. «El mundo no preexiste realmente bajo las
formas de las ideas, incluso divinas. El que preexiste es simple-
40 El sentido

mente Dios. Las adquisiciones del tiempo, que constituyen la mis­


ma creación, constituyen por tanto una ganancia verdadera y cre­
ciente. La realidad no es una sombra, sino una luz que se agranda.
Lo 'perfecto' no es algo que precede, sino que está en marcha»8 •
La verdadera presencia de Dios en nuestra libertad consiste en
ponemos de largo, haciendo que seamos mayores. Aquel que tiene
todo en sus manos, y en esto consiste su verdadera omni-potencia,
es aquel que nos lleva en sus manos. Es aquel que nos dice: «No
tengáis miedo; las cosas tienen una dirección y una meta, yo estoy
allí; pero tened la osadía de caminar sobre el agua; el camino os
pertenece, es vuestro, trazadlo». Santo Tomás se admiraba de esto
y decía que ello se inscribe en la misma providencia de Dios, pues
la Escritura ha podido decir: «El Señor mismo ha creado al hombre
al comienzo y le ha dejado en manos de su propio consejo» (Eclo
15, 14; Tomás de Aquino, Suma teológica, q. 22, art. 2, ad 4). En
cierto sentido, mi voluntad es como el lugar de la voluntad divina.
Esto es lo que quería precisar san Agustín cuando decía: «Dilige et
fac quod vis» (In Primam Johannis VII, 8): si tú amas verdadera y
profundamente, si estás animado sólo por amor, tu voluntad no po­
drá ser más que buena y tus decisiones serán justas9 • La verdadera
presencia de Dios en nuestra voluntad consiste en estar allí sin es­
tarlo: «Dios estaba allí, pero yo no lo sabía» (Ex 28, 16). Esa pre­
sencia consiste en dejamos en una bienaventurada indecisión, pa­
ra que nosotros podamos decidir. Este es, una vez más y para
siempre, el precio de la libertad.
Siendo esto así, el creyente no debe tener miedo de que su con­
fesión de Dios, su justa confesión de Dios (el orthós dianoeisthai
peri tous theous de Platón, Leyes X, 888 b: «El problema supremo
8. A.-D. Sertillanges, Le Christianisme et les Philosophies I, Aubier-Montaig­
ne, Paris 2 1942, 275.
9. A condición de entenderlas bien, en el mismo espíritu de san Agustín, hay
algo aprovechable en estas palabras de Bernanos, escritas algunos meses antes de
su muerte: «No se trata de conformar nuestra voluntad a la suya (a la de Dios), por­
que su voluntad es la nuestra. Nosotros queremos todo aquello que él quiere, pero
nosotros no sabemos que lo queremos, nosotros no nos conocemos». Lo mismo se
puede afirmar de las palabras de N. Kazantzakis: «En el fondo de nosotros mis­
mos, sólo decimos aquello que Dios quiere. Lo que pasa es que nosotros lo igno­
ramos. Obedecer a la voluntad de Dios significa obedecer a su propia voluntad más
secreta» (fragmento de su novela El Pobre de Asís).
La libertad como invención y creación 41

consiste en pensar justamente de los dioses»), pueda implicar el


riesgo de ser incompatible con su condición de hombre. El creyen­
te sabe que Dios no impide el ejercicio de su libertad, sino todo lo
contrario, la promueve como un deber y, sobre todo, como un po­
der, para la creatividad. En cuanto al no-creyente, para quien la idea
de Dios no es necesaria para que podamos pensar la libertad, él se
encuentra invitado al menos a sospechar que la fe (la verdadera fe,
no la superstición) no contradice, en principio, la comprensión del
hombre como ser libre. Pudiera suceder que la libertad del hombre
no muera al contacto con el absoluto. Tal vez este podría ser el fru­
to de un primer diálogo entre la filosofia y la teología.

2. Una libertad ética. El segundo lugar del desvelamiento es­


pecífico de la libertad para la religión puede consistir en lograr que
ella, la libertad, no sea solamente un valor individual, sino que se
encuentre abierta hacia los otros. Hemos observado que la libertad
se podía considerar filosóficamente de diversas maneras -sin que,
por otra parte, las diferentes aproximaciones se excluyan entre sí-:
en ocasiones como una conquista (moral, política, etc.), otras como
perteneciendo a la esencia del hombre (filosofias esencialistas), a
veces como algo que brota de la existencia del hombre (filosofias
existencialistas). Y hemos visto también que, por su parte, la con­
cepción judeo-cristiana concibe la libertad como creación, es decir,
como vocación, don y encuentro con un designio divino.
La diferencia entre la filosofia y la teología no reside aquí tan­
to en las formas de entender la libertad, ya que resulta posible afir­
mar que ambas se fortalecen mutuamente. La fe cristiana dice tam­
bién que la libertad implica una conquista, cuando la toma como
vocación e invención; la fe cristiana ve también la libertad como per­
teneciendo a la esencia del hombre, cuando dice que la libertad se
encuentra dada en el gesto creador de sí mismo, como derecho de
nacimiento constitutivo del hombre; la fe cristiana la ve también
como algo que brota de la existencia, cuando ve a la libertad como
culminación de la imagen (don originario) por medio de la seme­
janza (esfuerzo de configuración) y como liberación.
La diferencia entre filosofia y teología reside en lo siguiente: el
pensamiento religioso estima que en el fondo de sustentación del
hombre se encuentra Dios. Entendamos la cosa así: la religión es-
42 El sentido

tima que la felicidad y bienaventuranza del hombre consiste en que


él no se halle solo, en que no se piense únicamente a partir de sí
mismo y de su inmanencia, sino a partir de una alteridad y de una
trascendencia. Desarrollaremos de un modo extenso esta filosofia
y esta teología de la alteridad en nuestro capítulo sobre la identi­
dad, de manera que no es necesario insistir ahora sobre el tema.
Aquello que quisiéramos exponer aquí, a partir de la importancia
que hemos concedido a la alteridad -en lenguaje cristiano, al otro-,
es la forma en que la concepción judeo-cristiana ha tendido un la­
zo indefectible entre libertad y responsabilidad. Ciertamente, este
lazo es evidente también para muchos filósofos no cristianos. Pe­
ro en este momento quisiéramos mostrar aquello que la fe aporta
de específico a esta dimensión de la libertad.
Queremos situar nuestro punto de partida en Levinas. Como se
sabe, a su juicio, yo soy un ser requerido por otro, un ser «intima­
do» no para odiarme a mí mismo, sino para respetar infinitamen­
te al otro. Su rostro -el Rostro del otro- me intima para que yo no
permanezca encerrado en mí mismo y, sobre todo, para que no le
subordine y le reduzca al otro ni a mí mismo ni a la «totalidad»
(Totalidad e Infinito), pues yo debo reconocer al otro en su infini­
tud, en su in-finito (Totalidad e Infinito). Según Levinas, la ética se
encuentra inspirada tanto por su tradición religiosa como por su
separación respecto a toda una tradición filosófica, marcada por la
filosofia primera. La ética ocupa («roba») así el lugar de la onto­
logía, que se creía filosofia primera. «La ética precede a la onto­
logía». La ontología, en cuanto filosofia primera, que dicta todo
conocimiento a partir del Ser que está ya ahí, subordina siempre al
otro a lo ya conocido de antemano, a lo «Mismo», le subordina a
mi señorío y a mi mismidad, en lugar de dejar que el otro se reve­
le él mismo, en su «extrañeza» irreducible.
Este respeto infinito hacia el otro se traduce por un «aquí es­
toy». Mi relación con el otro no consiste en acapararle, sino en lle­
varle ayuda, en ponerme siempre a su disposición, en vez de seguir
siendo un Yo «cerrado sobre sí», que «se enrolla sobre sí mismo» 1º
y puede convertirse en homicida. El «aquí estoy» -tema bíblico
10. E. Levinas, Le Temps et l'Autre, PUF, Paris 1983, 38 y 46 (versión cast.: El
tiempo y el otro, Paidós, Barcelona 1993).
La libertad como invención y creación 43

que concuerda en formas positivas con aquello que expresa en for­


ma negativa el mandamiento «no matarás»- es la única respuesta
a la presencia y a la interpelación del otro. Y es aquí donde mi li­
bertad encuentra todas sus implicaciones. Mi libertad es una res­
ponsabilidad, una respuesta, una responsabilidad infinita, que fun­
da y precede a todas las restantes manifestaciones de la libertad. El
otro, lejos de dañar mi libertad, la funda y le concede todo su sen­
tido. «El Otro absolutamente otro no limita la libertad del Mismo,
sino que, llamándole a la responsabilidad, le instaura y justifica» 11 •
La imposibilidad de sustraerse al otro es «la modalidad prime­
ra de la libertad y no algún accidente empírico [de ella]»12 • El Ros­
tro del otro «desarma la intencionalidad de aquel que le mira»13 y le
hace decir «aquí estoy». La libertad no es solamente un «yo soy»,
sino un «yo puedo». Kant diría con razón que ella es un «yo debo»,
aunque nosotros pensamos que él ha corrido el riesgo de perder­
se en la culpabilidad. Un «yo puedo», «yo soy capaz» indica me­
jor y más seriamente que aquello que se encuentra en juego es la
naturaleza misma de mi libertad. La tradición judeo-cristiana nos
enseña de esa forma aquello que es quizá el secreto de la libertad,
al interpretarla como capacidad. Pues bien, dentro de esa capaci­
dad, el que me despierta a esta dimensión esencial del ser huma­
no, llamándome a la responsabilidad, es el otro. El otro, que me
hace descubrir, provocar y ejercer mi libertad como «sujeto que
está (que estoy) en trance de inventarse, desprendiéndose de sí
mismo» 14 •
¿Mi vida no será distinta si supongo que Aquel que llama, por
sí mismo, a esto que yo denominaría una «libertad capacitante», a
esta libertad que se descubre capaz [en francés capable] y no cul­
pable [en francés coupable] del otro, es una Alteridad trascenden-

11. E. Levinas, Totalité et Infini, 171. Comentario de J. Colette, La liberté, en


Emmanuel Levinas. Positivité et Transcendance; seguido de Levinas et la Phéno­
ménologie, PUF, París 2000, 239-258: «Esta libertad no es la libertad pura y des­
nuda, el para-sí que no sería más que libertad» (p. 253).
12. E. Levinas, Autrement qu 'étre, Martinus Nijhoff, La Haye 1974, 164 (ver­
sión cast.: De otro modo que ser o más allá de la esencia, Sígueme, Salamanca
4
2003).
13. E. Levinas, En découvrant l'existence (1949), Vrin, París 1967, 196.
14. J. Derrida-É. Roudinesco, De quoi demain... Dialogue, Fayard-Galilée,
París 2001, 99 (Roudinesco).
44 El sentido

te, un Dios creador? Sí, por supuesto, siempre que este Dios sea
precisamente aquel que,fontalmente, requiere mi libertad para que
el mundo sea, para que el otro sea, para que yo sea. Dios convoca
mi libertad para crear el mundo, pues él es el primero que ha dicho
«Heme aquí», y esta es casi como su definición. Incluso el «Yo
soy» puede interpretarse así: «He aquí que yo estoy contigo» (Ex 3,
12). Dios se presenta como una responsabilidad y, de un modo bien
preciso, como una grandeza ética, si es que queremos liberar esta
palabra de toda connotación de culpabilidad. La libertad no es libre
si actúa bajo la presión de la culpabilidad. Dios es «para el otro»,
pro nobis; y este ser para el otro constituye como el secreto mismo
de su ser, de su capacidad de ser Dios, serena y soberanamente. De
esa forma, Dios nos llama desde el principio, a su imagen y seme­
janza, para hacer de nuestra libertad una libertad serena, es decir,
gozosa, liberada, «capaz de todo». Esta es la libertad del «Aquí es­
toy», que se revela así como «un paso al tiempo del otro» 1 5 -y esto
vale para Dios tanto como para el hombre-, como «palabra de ho­
nor original» 16 • «Gracias a Dios, yo soy otro para los otros» 17 • El
otro -ha dicho de manera memorable Max Scheler- «ha de mirar­
se como un testimonio del Absoluto» 18 • Y una vez más Levinas,
descubriendo en el otro a aquel que me pone en cuestión, dice:
«Vivir cuestionado, esto es ser en Dios» 19 •
¿No tenemos entonces el derecho de pensar que existe una ven­
taja en ver y pensar la libertad sobre este horizonte más amplio y
más extenso? ¿Debe excluirse la idea de que una afirmación del
hombre partiendo de arriba fundamente aún mejor su libertad?
¿Debe excluirse la idea de que un don recibido, lejos de implicar
una dependencia negativa, me recuerda que el hecho de apoyarme
en algo que es más alto tiene un rasgo fundador, si promueve y por­
que promueve justamente la libertad en cuanto deseo e incluso mo­
vimiento de creación? Aquí se plantea todo el tema del fundamen-

15. E. Levinas, En découvrant l'existence, 192.


16. E. Levinas, Totalité et lnfini, 177.
17. E. Levinas, Autrement qu 'etre, 247; cf. también, con su título más que su­
gestivo, Éthique et lnjini, Fayard, Paris 1982 (versión cast.: Ética e infinito, Visor,
Madrid 1991).
18. M. Scheler, Catholicisme, XI, col. 25.
19. E. Levinas, Positivité et Transcendance, PUF, Paris 2000, 33.
La libertad como invención y creación 45

to, no del Grund de la onto-teología que explica de antemano al


hombre, sino del fundamento que da testimonio del hombre, que le
demanda que sea y que le ruega que exista. Aquí encontramos una
vez más la idea patrística de que el hombre, a través de su trabajo
de semejanza, debe alcanzar y cumplir la imagen que le ha venido
de arriba.
Si es que pensáramos así la trascendencia, de una forma crea­
dora y testimonial y no inmóvil y fijada, nos hallaríamos en el
principio de un tipo de nuevo pensamiento. Aquello que la teología
aportaría a la filosofía de la libertad sería la idea de que el hombre
se comprende ciertamente por sí mismo, pero también apoyándo­
se en algo que está fuera de sí mismo, en un fuera que, inauguran­
do nuestro ser, nos sitúa en el origen de nosotros mismos y de
nuestra libertad. El verdadero sentido de la afirmación de Dios
consiste, según eso, en darnos acceso a nosotros mismos.
Volviendo al mundo filosófico griego del que hemos partido,
podríamos formular, según eso, la hipótesis siguiente a propósito
de los caminos de la libertad. Bloqueado entre el Azar y la Necesi­
dad (Demócrito), el pensamiento filosófico griego ha tenido quizá
cierta dificultad en pensar la Libertad como un tercer elemento que
de esa manera pueda ser también una parte esencial de nuestro pro­
pio ser. Por esa razón ha suscitado una libertad soberbia, siempre
necesitada de conquistar su lugar contra el Azar y la Necesidad, co­
mo una libertad trágica. El Azar y la Necesidad aparecen como
cuasi-trascendentales cosmológicos para explicar el surgimiento, el
despliegue y el término de las cosas. En este escenario, la libertad
viene a mostrarse como atascada, trágica, siempre pequeña, perdi­
da de antemano (Antígona). El rígido pensamiento del Fatum, de la
Heimarmene, del Amor Fati, está pesando siempre radicalmente
sobre los griegos, incluso sobre aquellos que han comenzado a im­
pulsar, como hemos dicho, esta dificil invención de la libertad. Pre­
cisamente, esta es una invención dificil2°. Oprimida entre tenazas,
entre dos grandezas casi cosmológicas (el Azar y la Necesidad), no
habiendo sido pensada, al igual que las dos anteriores, como un
trascendental (la Necesidad, el Azar y la Libertad), la libertad se
20. Cf. E. Levinas, Difficile liberté (1963), Albin Michel, Paris 1976; cf. tam­
bién Liberté et Commandament.
46 El sentido

encuentra siempre amenazada, no llegando a tener nunca la impor­


tancia de los otros dos elementos21 •
Pero ¿no ha de tener también ella la misma importancia, no se
encuentra también ella en el surgimiento, en el despliegue y en la
meta de las cosas? ¿No es también ella un universal, un dato origi­
nario? ¿No existe ninguna cosa que sea más originaria que el azar
y la necesidad? La idea que la tradición religiosa judeo-cristiana
tiene de la creación ¿no será nuevamente la que -introduciendo en
la inauguración y el origen de las cosas un Sujeto y una Persona, y
por tanto una libertad- nos salve precisamente de un mundo en el
que reinaría sólo lo inevitable y lo fortuito? Evidentemente, sólo
allí donde, en el origen de las cosas, existe un sujeto, una persona,
puede hablarse de la Libertad como realidad originaria. La Liber­
tad encuentra entonces su lugar, el lugar primero y originante, que
ella no pudo haber tenido allí donde el mismo dios (Zeus) se en­
contraba sometido al destino. La libertad se hallaba en aquel tiem­
po mal dispuesta, mal situada, porque no había un Sujeto (una li­
bertad) que se hallara desde el comienzo en igualdad con el Azar y
con la Necesidad22 • ¿No es ella igual o, más bien, más originaria
y anterior que el Azar y la Necesidad?
Pero he aquí que el Sujeto, entrando en liza, desposee al Azar y
a la Necesidad de su monopolio y de su fascinación23 • El sujeto, la
subjetividad, la libertad, la voluntad no son cosas «menos serias»
-y no han de tomarse menos en serio- que las fuerzas y potencias
21. De esa manera, la libertad no ha encontrado su lugar, su verdadero lugar,
al menos al igual que los otros dos elementos. Influenciado quizá por este mode­
lo, un cierto moralismo cristiano ha sufrido las dificultades y el malestar que se sa­
be a propósito de la libertad, corriendo el riesgo de expresarla sólo en términos de
moral y deber. Los Padres Griegos y especialmente los Capadocios han ido muy
lejos en la afirmación de la libertad humana.
22. Se ha resaltado a menudo que el pensamiento chino ignora el concepto de
libertad, de la que, por otra parte, no tiene ni siquiera la palabra. Fr. Jullien, presi­
dente del «College de Philosophie» y especialista en pensamiento chino, no se ha
cansado de señalar que China no ha podido pensar la libertad, puesto que la liber­
tad remite a una trascendencia por exterioridad (como resulta en el caso de Occi­
dente), mientras que el pensamiento chino sólo conoce una trascendencia por to­
talización de la inmanencia.
23. Esto es algo que justamente no hace el dios pagano, sometido al Fatum.
Ello significa precisamente que el dios pagano no es en verdad un sujeto. En esta
perspectiva pagana, la libertad no puede ocupar el puesto que le toca. Es lo que ha
descubierto san Pablo, en nombre de la fe, cuando polemiza contra la ley.
La libertad como invención y creación 47

cósmicas sin nombre. Lo que el judeo-cristianismo ha aportado de


específico al debate en cuestión, sin casi saberlo, es haber entendi­
do la libertad como un trascendental de la misma importancia (que
los otros). La libertad se sitúa así al principio de las cosas. Ella
adquiere así un estatuto autónomo y pleno en este desvelamiento
que el judeo-cristianismo le ofrece. Lejos, por tanto, de engendrar
una conciencia desdichada (Fondane) o culpable (Prometeo) o trá­
gica (Sófocles) porque ha debido ser raptada a los dioses, la liber­
tad, comprendida ahora como originaria y de pleno derecho, en­
gendra este placer de ser que es el único que hace que la vida
resulte posible y deseable24 • La libertad debe ser serena y deleitosa:
apasionada, incalculable, ebriedad de alegría y de afecto hacia los
demás y hacia mí mismo, jubilación.

3. Una libertad reconquistada. Se trata de un tercer desvela­


miento de la libertad, que podría verse como algo que ha brotado
de la tradición cristiana. Hemos evocado arriba el misterio de una
libertad accidentada, de la que nos habla esta tradición a través de
la doctrina dificil y delicada de un error original. Esta doctrina, li­
berada de las derivaciones de las que ella desdichadamente no ha
salido indemne, ¿resulta tan inconveniente? ¿No es ella acaso una
afirmación (o una constatación) que está en las antípodas de una
negación? Esta doctrina se opone de manera radical a una negación
del mal, de la finitud, de la muerte y de la fragilidad, negación que
constituye, como se sabe, uno de los peligros actuales, en un mun­
do que se esconde, que no quiere ver las zonas de sombra, de due­
lo, de limitación, y que, por lo tanto, no se comprende ya o sueña
sueños imposibles, alejados del principio de la realidad25 • A pesar
de sus desventuras, el tema del pecado original actúa aquí como un
medio desvelamiento de la realidad, como lo ha visto magistral­
mente PascaF6• En este contexto encontramos, de una manera muy
24. Para santo Tomás, inspirándose por otra parte en san Agustín, la pura le­
tra (por oposición al espíritu viviente), por carencia de gracia y de fe (aquí: por ca­
rencia de libertad), haría que la misma ley evangélica se volviera portadora de
muerte (cf. Suma teológica 1-llae, q. 106, a. 2).
25. Cf. J. Kristeva, Histoires d'amour, Denoel, Paris 1983; D. Le Breton,
Anthropologie de la douleur, Paris 1995 (versión cast.: Antropología del dolor ,
Seix Barral, Barcelona 1999).
26. En Pensées, sin duda, pero también en Entretien (cf. nota 1 de este capítulo).
48 El sentido

exacta, justo lo contrario de una negación: encontramos una no-ne­


gación, un no-olvido, algo que se vuelve necesario, si no queremos
engañarnos sobre nosotros mismos y sobre la realidad; si no que­
remos que la libertad ignore que ella se encuentra «en situación».
Sartre ha pronunciado aquí una palabra que concuerda entera­
mente con nuestra tradición: «El hombre es un ser al que le ha su­
cedido alguna cosa»27 • Es esta una frase que su comentarista (Fran­
<;ois George) descubre como una clara alusión al pecado original.
Este tema de un mal por accidente deja intacta la libertad de la li­
bertad, recordando simplemente que la libertad se encuentra ahora
«en situación», como Sartre indica de un modo muy preciso: «Yo
no soy aquello que yo he hecho de mí [esta sería la ilusión de una
libertad absoluta], sino aquello que yo hago de aquello que se ha
hecho de mí [libertad en situación]»28 • Antes que Sartre, Pascal ha­
bía mostrado también este desvelamiento de la libertad que intro­
duce el tema del pecado original. En su Entretien avec Monsieur
de Sacy, Pascal opone la figura de Epicteto a la de Montaigne. El
primero ha hablado bien de la grandeza del hombre; pero al no ver
su fragilidad y su falibilidad le ha conocido mal. El segundo ha ha­
blado bien de la miseria del hombre, pero, no habiendo reconoci­
do su grandeza, también le ha conocido mal. El hombre debe ser
instruido, al mismo tiempo, sobre su grandeza y sobre su miseria.
Pues bien, el pecado original muestra al mismo tiempo la grandeza
-explicando que ella está herida- y la miseria -diciendo que puede
ser salvada, que no es algo irremediable-. En el fondo, yo recon­
quisto aquello que nunca había perdido del todo.
Como podrá advertirse, aquí encontramos, tanto en Pascal co­
mo en Sartre, una traducción antropológica genial de la vieja ense­
ñanza cristiana. Pues bien, podemos pensar que ella ofrece su apor-
27. J.-P. Sartre, Cahiers pour une mora/e, Gallimard, Paris 1983, 51. Y tam­
bién en Les Carnets de la dróle de guerre. Novembre 1939-mars 1940, Gallimard,
París 1983, 140: «Hay caída original y esfuerzo hacia la redención; y esta caída
con este esfuerzo constituyen la realidad humana».
28. Hemos visto más arriba que una parte de la filosofía griega había recono­
cido la libertad como perteneciendo de pleno derecho al hombre (esencialismo).
Pero sin una cautela (que se encuentra, sin embargo, en el reconocimiento sartria­
no y cristiano de que debemos contar con algo que ha sido roto) esta libertad pue­
de volverse peligrosa. Así lo muestra la palabra griega exousia que, significando li­
bertad, ha pasado a significar poder.
La libertad como invención y creación 49

te a una justa apreciación de la libertad. La libertad es frágil, debe­


mos reconocerlo; pero no es impotente, sepámoslo bien. Más aún,
ella es capaz (con la gracia de Dios, según Pascal) de retomar su
camino a partir de su debilidad (Sartre, «los caminos de la liber­
tad»). De esa forma, la libertad queda desvelada (revelada) en su
exacta medida, al abrigo de un idealismo excesivo y de un realismo
brutal, pues esas dos actitudes «desconocen al hombre» (Pascal).
Sin contradecir en nada a la libertad como don, invención y crea­
ción del hombre, este tema de una libertad accidentada quiere, por
el contrario, preservar el ejercicio de esa libertad reconociendo sus
condicionamientos.
Quisiera destacar, en fin, un cuarto lugar teológico de desvela­
miento de la libertad, que yo llamaría un irracional de fundación.
También en este caso la teología tendría mucho que decir en un de­
bate que resulta muy actual. Y puesto que se trata de una cuestión
que merece ser estudiada por sí misma -amén de que desearía im­
plicarme en ella de un modo muy personal-, quiero reflexionar so­
bre ella a continuación.

4. El desvelamiento de un irracional de fundación

El concepto de irracional (una palabra que es preciso com­


prender bien) empieza a encontrar hoy su lugar en las ciencias hu­
manas. Cornelius Castoriadis, lógico y sociólogo, ha escrito sobre
ese tema cosas importantes y que tocan muy de cerca nuestras pre­
guntas sobre la libertad. Desde muy pronto, bajo la dirección del
lógico René Poirier, él se había interrogado sobre la imposibilidad
de una fundación racional de la filosofia. En su última obra29 , en la
que hace notar que el parentesco entre la filosofia y la política vie­
ne de que tanto una como la otra se dirigen a nuestra libertad, Cas­
toriadis destaca que «en ambos casos, al principio hay una liber­
tad», es decir, una decisión inaugurante, un acto que sólo se apoya
en sí mismo. «No existe una fundación racional de la razón, ni una
fundación racional de la libertad». Diciendo esto, Castoriadis po-
29. C. Castoriadis, Les Carrefours du labyrinthe (cap. 4: «La Montée de l'in­
signifiance»), Seuil, Paris 1996 (versión cast.: Los dominios del hombre: Las en­
crucijadas del laberinto, Gedisa, Barcelona 1988).
50 El sentido

ne el acento sobre la fuerza creadora de la historia: los hombres


«inventan» su sociedad; la historia es, en gran medida, «creación
inmotivada».
Por su parte, el jurista Hans Kelsen, de la escuela de Viena, ha
mostrado que la norma (el deber-ser; alguna cosa debe ser) cons­
tituye el producto de un acto de voluntad, de decisión, de manera
que no cae enteramente bajo el espacio de la pura racionalidad30 •
Como lo ha resaltado con fuerza Hannah Arendt, sólo en un mo­
mento «tardío» ha descubierto el hombre su querer, es decir, la vo­
luntad y la libertad, el lugar que ocupa la contingencia frente a la
pura necesidad, a diferencia de la razón, que él había descubierto
mucho antes31 .
Estas reflexiones (y, como iremos viendo, existen otras) nos in­
terpelan. Porque, al interrogarse sobre los fundamentos -ultima ra­
tio rerum-, nuestra tradición occidental ha apelado a la racionali­
dad, al principio de la «razón de ser» (Aristóteles) o de la «razón
suficiente» (Leibniz). Sin duda eso es bueno. Pero cuando se trata
-como sucede precisamente con la libertad- de realidades básica­
mente fundamentales, de realidades que fundan, podemos pregun­
tarnos si esa apelación resulta verdaderamente pertinente. ¿Puede
fundarse aquello que funda? El fundamento último de las realida­
des, incluidas aquellas que serían más racionales, ¿no deberá ser
«irracional»? ¿Aquello que es racional puede fundarse sobre otra
cosa racional, sin condenarse a ir avanzando de un modo indefini­
do a través de una cadena de razones?
En el punto de partida de todas las cosas, ¿no habrá que poner
una decisión, una voluntad, una emoción, una invención que no re­
ciben nada de aquello que está dado? P. Ricoeur habla magnífica­
mente de una «emoción significante» que estaría en el comienzo
de toda creación. Siguiendo a René Béguin, al interrogarse sobre
Pascal, Ricoeur ha puesto de relieve que el pensamiento del gran
ensayista se sitúa fuera del campo de la metafísica clásica, precisa­
mente porque ese pensamiento «no se centra ya en la relación entre
principios y en el esfuerzo por crear un sistema»: su dialéctica ha

30. H. Kelsen, Théorie générale des normes, versión francesa de O. Béaud y


F. Mackani, PUF, París 1966.
31. H. Arendt, De la vie de l 'esprit 11: La Volonté, PUF, París 1983.
La libertad como invención y creación 51

de buscarse por encima del nivel de una lógica, precisamente al


contrario de lo que sucede en Descartes o en Leibniz. Esto le sitúa
fuera del campo clásico de la filosofia, pero le introduce de golpe
«en el corazón de toda la filosofia moderna». Pascal pone de relie­
ve el hecho de que toda organización abstracta de ideas es sólo un
segundo movimiento, es sólo una re-posición tardía «que supone
siempre una posición más originaria, que nace y renace de una
emoción significante»32. Claude Lévi-Strausss se expresaba casi de
la misma manera cuando hablaba de una «emoción punzante».
Jacques Derrida se expresa sobre ello de una forma decisiva
cuando rechaza -y esto nos toca aquí muy de cerca- la oposición
entre razón y mística. «Un análisis puramente racional hace apare­
cer esta paradoja, es decir, que el fundamento de la ley-la ley de la
ley, la institución de la institución, el origen de la constitución- es
un acontecimiento performativo que no pertenece al conjunto que
él funda, inaugura o justifica, es una decisión sobre lo no decidible.
Sin duda, la razón debe reconocer aquí aquello que Montaigne y
Pascal llaman el irrecusable 'fundamento místico de la autori­
dad'»33, nosotros diríamos aquí: de la libertad. Existe lo in-decidi­
ble porque hay contingencia (un acontecimiento que nos llega des­
bordando todas las previsiones) y libertad (una decisión que ha de
tomarse sin saberlo todo de antemano): «Si yo supiera aquello que
debo decidir, yo no decidiría»34. Existe aquello que es indecidible y
que yo sólo puedo resolver decidiendo. Para que el hombre pueda
decidir necesita un exceso en relación con la razón. Queriendo evi­
tar, como Lacan, la palabra «libertad», Jacques Derrida piensa, sin
embargo, que puede ser aceptada, si por libertad se entiende «un
exceso de juego en la máquina»3 5.
Roland Barthes, por su parte, habla de una vida a la cual sólo se
accede por una «decisión», que se encuentra emparentada con mo­
mentos de iluminación y conversión tales como los que conocieron
Pascal y Claudel (y podríamos añadir: Pablo, Agustín, Lutero).
«No sabemos nada preciso sobre esta 'decisión'» que, por otra par-

32. P. Ricoeur, Lectures 3. Auxfrontieres de la philosophie, Seuil, Paris 1994,


164 (también las citas anteriores); cf., a su vez, 165.
33. J. Derrida-G. Vattimo, La Religion, Seuil, París 1996, 2 y 29.
34. J. Derrida-É. Roudinesco, De quoi demain, 92 (Derrida).
35. !bid., 85-86 (Derrida).
52 El sentido

te, «estamos llamados a tomar»36• Podemos pensar en Spinoza: «La


potencia de la razón no llega hasta la salvación»37 , no llega a la de­
cisión que sólo la libertad nos permite asumir38 •
Cuando Kant habla del «imperativo categórico» no hace otra
cosa que apelar a un origen, a un fundamento y a una justificación
que no se deducen ya, sino que se deciden: origen sin origen y, por
eso mismo, origen inaugurante. Esto es lo que descubrimos otra
vez en la tercera antinomia de la razón pura, donde Kant define la
libertad como «la facultad de comenzar desde sí mismo un estado
cuya causalidad no está subordinada (como en las leyes de la na­
turaleza) a otra causa que la determina en el nivel del tiempo». Co­
mo lo ha dicho Ladriere, lo que Kant sugiere aquí es que «la liber­
tad es la capacidad de poner por sí misma el primer término de una
serie. Ella tiene el carácter de una iniciativa», ella no se encuentra
ya precedida39 •
Por su parte, Jean Ladriere piensa que el acto de la libertad in­
troduce una realidad «que es de una naturaleza totalmente distinta
de la realidad de los estados naturales. El acto de la libertad es pro­
ductividad pura, no predeterminada; es iniciativa, posición absolu­
ta de sí mismo, algo que sobreviene, creación de algo inédito, que
introduce en las cosas una novedad irreducible». Ciertamente, es­
te acto es racional, porque tiene sus propias razones que le inspi­
ran, pero no al modo de un hecho, algo ya realizado. «La libertad
es poder de acontecer. Si la libertad es autodeterminante, lo es por­
que saca de sí misma la novedad que ella introduce. En el aconte­
cimiento existe algo que es abismal. Y el poder de la libertad con­
siste en ser capaz de franquear ese abismo: ella tiene este poder
extraordinario de lanzarse, por así decirlo, por sus propias fuerzas
y su propia responsabilidad, más allá del abismo, hacia una tierra
que no existe, que no existirá más que a través de ese impulso».
36. R. Barthes, Oeuvres completes III (1974-1980), Seuil, Paris 1995.
37. Sobre la exégesis de esta fórmula, cf. P.-F. Moreau, Spinoza. L'expérience
et l 'éternité, PUF, Paris 1994.
38. Cf. también J.-L. Nancy, L'Expérience de la liberté, Galilée, Paris 1988.
39. Lo mismo que para las citas siguientes, este material está extractado de un
Working Paper presentado por J. Ladriere al V Congress of Christian Philosophy,
20-25 de agosto de 1996, en Lublin, y retomado en Freedom in Contemporary Cul­
ture, reunido en las Acts ofthe V World Congress o/Christian Philosophy 11, Uni­
versity Press ofThe Catholic University of Lublin, Lublin 1999.
La libertad como invención y creación 53

En la decisión de la libertad existe un elemento incondicional


(que yo llamo aquí irracional, que es de hecho una racionalidad pe­
ro inaugurante y, en ese sentido, irracional, es decir, sin racionali­
dad anterior), algo que es incondicional, algo que, como dice de
nuevo Ladriere, no se alcanza «remontando de manera monótona
la serie ascendente de los condicionamientos, porque ella está jus­
tamente exenta, por naturaleza, de las condiciones que la converti­
rían en un eslabón, aunque fuera privilegiado, de una serie de ese
tipo»40 . Cuando por su parte Levinas funda la responsabilidad ha­
cia el otro como «deber incondicional», habla también de un fun­
damento sin condiciones previas. El rostro del otro revela, a su jui­
cio, «una significación sin contexto», es decir, sin otra razón que
ella misma, sin justificación tomada de fuera y con anterioridad:
una significación como ex nihilo, podría decirse usando el vocabu­
lario cristiano de la creación.
Sartre habla también, a su manera, en ese sentido. Lo mismo
que la conciencia -dice él-, la voluntad remite también a sí misma
y sólo así se la puede comprender, «a menos de despeñarse por una
cascada reflexiva de voluntades que quieren y son queridas»4 1• De­
bemos reconocer aquí una especie de «argumento ontológico» de
la voluntad (de la libertad) que se quiere a sí misma. Sartre hace
alusión, evidentemente, al famoso argumento de san Anselmo -pe­
ro en la voluntad, no en Dios- para mostrar que la voluntad se prue­
ba por sí misma. Aquí tendríamos, explica él, una posición no-té­
tica de la voluntad, es decir, una auto-posición, que no ha sido
puesta, por tanto, con anterioridad. En esta línea llega incluso a ha­
blar de una «intencionalidad voluntaria trascendente». Y con tér­
minos que nos recuerdan a Castoriadis o Ricoeur, señala más ade­
lante que «la característica de la realidad humana es que ella se
motiva a sí misma. Lo propio de lo que nosotros llamamos libertad
consiste en que no es nunca nada a no ser que ella misma no se mo­
tive a serlo»42 • Por tanto, ella «no puede recibir nunca nada de fue­
ra», de algo que está antes y, especialmente, de un Dios.
40. J. Ladriere, Théologie et modernité: Recherches théologiques de Louvain
27 (1966) 188.
41. J.-P. Sartre, Les Carnets de la dróle de guerre. Novembre 1939-mars
1940, 49.
42. !bid., 138.
54 El sentido

Pero, al mismo tiempo que damos la razón a Sartre en su análi­


sis sobre la libertad, es aquí donde nosotros podemos intervenir
quizá desde la línea del desvelamiento cristiano. Si Dios fuera sólo
aquello que dice el teísmo, un Dios que no es creador, que no invi­
ta al hombre a la libertad y a la invención, sino que lo dicta todo de
antemano, Sartre tendría razón y nosotros nos pondríamos total­
mente de su parte. Pero ese Dios teísta no es en modo alguno el
Creador del que habla el judeo-cristianismo, aunque por desgracia
nosotros nos hayamos colocado demasiado a menudo bajo su obe­
diencia: «Yo no reconocí a aquel que esperaba mi alma: necesita­
ba un Creador, se me daba un Gran Patrón»43• ¿No ha explicado
Sartre aquí, de manera muy exacta y muy patética, toda la dife­
rencia que existe entre estas dos imágenes de Dios? ¿Por qué fue
descarriado en una esperanza tan grande? ¿Por qué fue engañado
sobre la divinidad de Dios? ¿Por qué no encontró a nadie que le
hablara del Creador que su alma esperaba: un Dios digno del hom­
bre, un Dios que merece la pena que exista44? No este Dios racio­
nal de nuestros juegos de lógica, sino el Dios que se encuentra más
allá de la racionalidad. «Lucidez e irracionalidad», decía Ionesco45 •
Lejos de todo procedimiento pura y únicamente racional, lejos de
todo intento de dominio totalizador, «las cosas vienen a la repre­
sentación a partir de un tras-fondo», de algo antecedente que no se
mide con el metro de la pura inmanencia, sino también desde un
«profundo antaño»46 .
Porque la idea de Dios («Cuando Dios viene a la idea»: Des­
cartes, Levinas), ¿no se encuentra enraizada finalmente en la con­
ciencia de que lo real y lo racional no pueden fundarse sino sobre
algo «Irracional» (siempre en el sentido en que nosotros lo toma­
mos aquí»)? Para poder fundar, aquello que funda no puede estar
fundado a su vez a partir de una anterioridad, ya que en ese caso no

43. J.-P. Sartre, Les Mots, Gallimard, Paris 1973, 145 (versión cast.: Las pala­
bras, Alianza, Madrid 2 1995).
44. Suele preguntarse si Sartre conocía el memorable libro del P. Sertillanges,
del Instituto Católico de París (L'Idée de création et ses répercussions en philoso­
phie, Aubier-Montaigne, París 1945), el único filósofo cristiano unánimemente re­
conocido y respetado entre los no creyentes de la época.
45. E. lonesco, La Quéte intermittente, París 1987, 73.
46. E. Levinas, Totalité et Infini (ed. 1990), 59 y De l 'oblitération, La Diffé­
rence, París 1990, 32.
La libertad como invención y creación 55

sería fundador, pues seguiría estando dentro de la cadena. Lo inau­


gurante inaugura, pero no puede estar inaugurado. Pues bien, esto
es lo que confiesa de un modo eminente la fe cristiana, no sólo en
la doctrina de la creación, sino también en la doctrina trinitaria. El
Padre es «sin comienzo», «sin origen», «no nacido de», «sin prin­
cipio»,precisamente porque es el Principio. Así se expresa el Cre­
do y la fe antigua. La idea de un Dios «anárquico» (sin arkhé, sin
comienzo ni explicación), «sin por qué» (Silesius, Heidegger) y, en
este sentido,«irracional», in-comprehensible (Gregorio de Nisa),
«indemostrable», en cuanto Primer Principio que, por consiguien­
te, no puede ser objeto de ciencia (Clemente de Alejandría), esta
idea -decimos- se comprende precisamente como la única que
puede salvaguardar la intuición del fundamento. El por qué es sin
por qué. Pero esto no significa que sea en sí irracional, sino que lo
es con relación a una anterioridad que le daría sus consignas.
En este sentido, me gustaría hablar de un irracional-antequam
(Dios es origen sin anterioridad, sin explicación, sin <�ustifica­
ción»), un irracional-antequem, que es, sin embargo, un racional­
postquam (aquello que Dios inaugura es altamente racional y, en
este sentido, Dios es racional). O para decir las cosas aún de otra
manera: lo irracional es irracional como antequem (no tiene an­
terioridad), pero es racional en cuanto postquam (porque funda lo
racional y desde este punto de vista es por tanto eminentemente ra­
cional). En el fondo, y quizá más simplemente, con la gran tradi­
ción cristiana, patrística y mística, se debe decir que Dios no está
precedido por una razón, pues en ese caso él no sería ya Dios, el
Principio, el Comienzo. En mayor medida que su creación, Dios
existe ex nihilo47 •
En esa perspectiva, encontramos aquí una absoluta diferencia
entre el pensamiento judeo-cristiano y el pensamiento filosófico
platónico y aristotélico. Allí donde se le llama el Bien o el Ser,
Dios se encuentra en cierto sentido y de alguna manera precedido
ya por una Idea (la del bien, la del ser). La intuición mosaica habla,
por el contrario, de un «Soy el que soy» (Ex 3, 14), de un Dios que
4 7. Hablando de la Vida, Epicuro afirmaba, en el mismo sentido, que ella era
alogos, profundamente llena de sentido, pero manifestando por ella misma su sen­
tido, sin necesidad de justificarse desde un punto de vista lógico. Cf. A. Comte­
Sponville, Impromptus, PUF, París 1996, 59, con su comentario.
56 El sentido

no recibe su ser de ningún pensamiento previo, habla de un Dios


no precedido. Justamente por eso, hoy se quiere pensar a Dios más
allá del ideal (Heidegger), más allá del ser (Levinas, J.-L. Marion).
La escolástica decía ya Deus est suum esse, Dios es su propio ser,
en Dios coinciden esencia y existencia. La formulación clásica de
un Dios sin anterioridad -o nuestra propia formulación de un Irra­
cional sin racionalidad anterior- se vincula a esta preocupación de
la filosofia actual. Y si he hablado hasta aquí de lo irracional, para
destacar ese motivo, quizá sería mejor hablar ahora, a propósito de
Dios, de lo meta-racional. Dios se encuentra más allá de la racio­
nalidad, pero al estar más allá de lo racional funda lo racional.
Nuestra libertad es a imagen y semejanza de este Dios, ella es a su
vez «anárquica» (es preciso que decida desde lo imprevisible) y
«tética», pues funda un gesto Racional48 •
De esa forma podríamos comprender mejor la libertad. Ella es
altamente racional: sin ella, el hombre no sería hombre (animal ra­
cional). Pero su fundamento posee un origen más alto, fundador.
Dios, principio sin principio, crea el mundo in principio, en estado
de principio, es decir, de libertad, de invención, de genialidad. Dios
ha puesto en el principio de su creación a un ser libre, lugartenien­
te suyo, que tiene a su vez el poder de actuar de un modo inaugu­
rador (el hombre es, sin duda, un ser creado pero un creado crea­
dor). Su libertad no es simplemente aquella de elegir entre dos
cosas ya existentes, sino también la del poder de creación e inven­
ción de cosas nuevas e inéditas, que ella hace que surjan.
Esto es lo que se encuentra ya formulado en el Libro del géne­
sis, donde el hombre se descubre invitado por Dios para nombrar la
realidad, para hacerla existir (ek-sistir) en cierto sentido, a través de
un acto fundador, un acto sometido y confiado a su sola decisión,
sin anterioridad, sin dictado previo, porque Dios le ha dejado en li­
bertad. Según eso, no debemos tener miedo de ejercer una libertad
inventiva e instituyente, fuera de los caminos ya trazados. La nove-
48. Sin duda, para comprender mejor las cosas, habría que distinguir aquí en­
tre dos tipos de racionalidad. La racionalidad del logos ( Verbum ), que instituye e
inaugura («Al comienzo era el Verbo»), y la racionalidad de la noús (ratio), insti­
tuida e inaugurada por el Logos. En resumen: logos sería racionalidad trascen­
dente (Heráclito, san Juan); noús sería racionalidad inmanente (Aristóteles, san­
to Tomás).
La libertad como invención y creación 57

dad se encuentra en nuestras manos, porque somos a la imagen de


un Dios que nos ha delegado el ejercicio de esa libertad. Según eso,
no deberíamos tener miedo de ejercer nuestra libertad, precisa­
mente porque Dios no es una Causa Dictante o Dictadora, sino una
Causa Hablante (creación por la Palabra)49 •
A partir de eso, nosotros somos a nuestra vez palabra creadora,
lo que explica que nuestra libertad deba ser siempre inventiva, que
no deba ser jamás repetititva50 , que ella debe re-tomar siempre su
origen en una creación, que ella debe siempre inventarse e inventar,
sin fijarse en lo ya adquirido, o en la racionalidad tranquila de lo ya
dicho. La libertad tiene algo de «arbitrario» (pero esta es su racio­
nalidad), justamente en la medida en que pone e inventa (liberum
arbitrium), en la medida en que no se deja inmovilizar jamás por
una racionalidad ya pronunciada. Cuando en el Banquete de Pla­
tón, en contra de todas las explicaciones racionales del amor (las
de Fedro, Pausanias, Erisímaco, Aristófanes y Agatón), Diótima
proclama que el amor es un dios, ella introduce la idea de que en la
fuente de las cosas hay algo que es distinto a una explicación: hay
un surgimiento (un dios) que no se deja medir, pero que aparece
como inauguración y medida de todas las cosas: «como prólogo
celeste»51 •
Por eso nos gustaría hablar aquí de una exigencia de refunda­
ción de la libertad, palabra que sería más adecuada que aquella de
fundamento. Esta palabra (fundamento), demasiado estática, ex­
presa peor que «fundación», que es más dinámica, la idea de un co­
mienzo que invita siempre a inventar. «Dios ha creado perfecta­
mente un mundo imperfecto» (R. Musil). Lo ha hecho, sin duda,
para que el hombre venga a ser aquel que asume «el hábito de la
invención» (Emerson), este hombre «constructor del tiempo» (A.
Heschel), es decir, de la libertad. El hombre, como lo ha mostrado
Hannah Arendt, no se define por coexistir de manera utilitaria con
49. De todas formas, la causalidad no es la mejor categoría para pensar la re­
lación entre Dios y el hombre.
50. Todo aquello que es repetitivo mata. De esa forma, la afirmación pura­
mente repetitiva de la verdad termina por hacer de ella un error, la vuelve falsa. La
repetición de la verdad la vuelve en todo caso loca y enloquecedora, impide que
ella sea verídica, pueda crear la verdad.
51. J.-L. Marion, La traduction irreversible, en E. Levinas, Positivité et Trans­
cendance, 313.
58 El sentido

sus semejantes, sino por instaurar un mundo52. Como dice R. An­


telme, la especie humana no está hecha de elementos ya reconoci­
bles y describibles, sino que ella se encarna más bien en la libertad,
en la ausencia de una definición previa. Comentando al Maestro
Eckhart, J.-M. Counet escribe de un modo muy pertinente: «El
sentido del ser sólo puede encontrarse, en definitiva, en la esponta­
neidad de un acto que se pone a sí mismo y cuyo nombre, en la me­
dida en que es posible darle un nombre, es libertad»53 • ¡Nuestra so­
ciedad permite que el hombre pueda ser un loco, siempre que
conserve un gramo de sabiduría, que es sin duda la del cogito, co­
mo Foucault hace decir a Descartes! ¡Pero el cogito no es todo!
Foucault llega incluso a ver en el cogito una inclusión, y no una ex­
clusión de la locura54 •
La idea religiosa de lo irracional o de lo meta-racional, ¿no pro­
porcionará una aportación fecunda a la compresión de la libertad?
¿Y dónde ofrecerá la teología su aportación específica en el dis­
curso sobre la libertad? Precisamente al situarla en el «juego de la
creación», la teología concede a la libertad su verdadera naturaleza
en cuanto libertad creadora. La libertad expresa bien la esencia y la
existencia del hombre, como un derecho y un deber de inaugura­
ción perpetua, lejos de todo enclaustramiento en la repetición. Ella
es responsable porque responde («aquí estoy», Levinas). Es res­
ponsable porque responde a una llamada incesante de una creación
que la quiere así (como libertad) y también para una responsabili­
dad al servicio de las nuevas tareas que surjan. «La creación espe­
ra con impaciencia la revelación de los hijos de Dios, para poder
participar de su libertad» (Rom 8, 19.21 ). La creación es acceso a
la libertad y la libertad es llamada a la creación.

¿Puede realizarse todo esto sólo «en los límites de la pura razón»?

52. Tema mencionado en la publicación colectiva L'Animal politique, en la re­


vista Epokhe 6 (1996).
53. J.-M. Counet, Working Paper ofrecido en la sesión del 30 de octubre de
1996, en la Societé Philosophique de Louvain.
54. Cf. J. Derrida-É. Roudinesco, De quoi demain, 26 y 28.
2
La identidad como confrontación con Dios

El hombre está buscando su identidad: ¿Quién soy yo? No le


basta con ser, quiere saber lo que él es, sin lo cual no se compren­
de a sí mismo y le falta el sentido de su existencia. Pero ¿cómo
puedo interrogarme acerca de ello? ¿De dónde recibe mi identidad
sus contornos? ¿Los recibe de sí misma, como lo pensaba Descar­
tes, de manera que el sujeto se introduce por sí mismo en el reino
de su auto-afirmación, o por la mediación de la alteridad, es decir,
del otro, que me provoca a existir? Este tema de la alteridad se ha­
lla en el centro del debate sobre la identidad, sobre la construcción
de identidad, pues la identidad no viene ya hecha del todo (como la
existencia), sino que debe hacerse. Pero, aun así, al mismo tiem­
po la cuestión consiste en saber si esta mediación o ministerio de la
alteridad yo lo puedo recibir sólo de otros o también del Otro, de
Aquel que nosotros llamamos Dios. ¿Dónde está, pues, el último
secreto de mi identidad, de aquello que yo soy y de aquello que es­
toy llamado a ser?
Cuando Moisés interroga a ese Dios por quien acaba de ser des­
lumbrado y le dice: «Si los hijos de Israel me preguntan cuál es su
[tu] nombre, qué debo responderles?» (Ex 3, 13), Moisés está plan­
teando la verdadera pregunta. La pregunta de la identidad, que es la
única que en definitiva importa verdaderamente. Cuál es tu nom­
bre, para que yo sepa no simplemente que tú eres, sino quién eres.
Para que ellos sepan quién eres tú. Para que nosotros sepamos
quién es el Dios en quien confiamos. Pero el hombre, al hacerse
humano, se interroga tanto sobre Dios como sobre el porvenir de
su propia identidad. Porque para él no es indiferente el saber a
quién va a confiar su fe. ¿Qué soy yo, en qué me convertiré cuando
tenga a Dios cara a cara? Como en toda relación, mi identidad se
60 El sentido

pone en juego cuando aparece el otro. Es importante que sepa


quién es él, si yo quiero saber aquello que me sucederá.
Ciertamente, toda la cuestión no se decide sólo en esto. Dios
comienza también a preservar y a salvaguardar su parte incognos­
cible, y para ello lo hace precisamente sin nombre: «Yo soy el que
soy» (Ex 3, 14). De todas formas, no hay en esto nada que deba
chocamos. Al hombre le importa que Dios sea este que es y no un
ídolo que yo hubiera modelado a la medida de mis necesidades y
de mis fantasmas y con el cual yo no haría otra cosa que encon­
trarme y servirme a mí mismo. Sólo siendo ante todo quien él es, y
no aquel que yo quiero que sea, Dios podrá ser para mí un «rostro
ante otro rostro» cuya identidad, cuyo nombre, me resulta necesa­
rio para poder comprenderme a mí mismo.
Pero la pregunta de Moisés no está por ello menos fundada, no
es por ello menos legítima. Pues bien, Dios responde entonces a
Moisés y le dice: «Tú hablarás así a los hijos de Israel: 'El Señor,
Dios de vuestros padres, me ha enviado a vosotros. Este es mi nom­
bre para siempre, así se me invocará'» (Ex 3, 15). De esa forma
ofrece una respuesta a la cuestión que le planteaba Moisés, que­
riendo sin duda saber si Dios era buena o mala nueva para los hom­
bres. Este Dios que yo soy, y del que tú quieres saber con inquietud
lo que será para ti, apréndelo bien, es el que te dice así: «Yo soy tu
Dios, yo seré un Dios contigo y para ti». Este Dios-Yo («Yo soy el
que soy») es al mismo tiempo un «Dios-de...» (un Dios del hom­
bre). Mi presencia te será beneficiosa.
Todavía hoy, la cuestión que se le plantea al hombre es esta
cuestión de Moisés. No es ya simplemente, en efecto, la cuestión
de la existencia de Dios en sí mismo, sino más bien una que resul­
ta, en cierto sentido, aún más determinante, la cuestión que trata de
la relación entre el hombre y Dios. Esta relación con Dios ¿es
constitutiva de mi ser o es destructora? ¿Esta relación me hunde en
el abismo o me engrandece?

1. Crisis de la identidad ante Dios

A lo largo de siglos, esta relación ha sido vivida y pensada co­


mo algo que es evidentemente favorable para el hombre. «Miseria
La identidad como confrontación con Dios 61

del hombre sin Dios. Grandeza del hombre con Dios» (Pascal). Pe­
ro he aquí que para muchos Dios se ha vuelto actualmente objeto
de sospecha, de manera que ellos invertirían la frase de Pascal:
«Grandeza del hombre sin Dios, miseria del hombre con Dios».
Porque esta heteronomía en relación conmigo mismo (pues ahora
dependo de Dios), ¿no se me ha vuelto funesta?
Ya desde el comienzo de la modernidad se· habían planteado
muchas cuestiones sobre Dios. Pero estas se ocupaban -por así de­
cirlo- solamente de su existencia. Eran cuestiones que provenían
de la ciencia y de la filosofía y que, en el fondo, sólo concernían
a Dios. Ahora, por el contrario y en definitiva, las cuestiones sobre
Dios conciernen también al hombre: ¿Qué valor tiene para mí la
idea de Dios? De un juicio sobre la existencia se ha pasado a un
juicio sobre el valor de Dios 1• Esto es lo que, por otra parte, había
hecho ya la Escritura, cuando el salmista se interrogaba no sobre la
existencia de Dios, sino precisamente sobre la identidad de un Dio�
que muy a menudo no responde, como si estuviera sordo, impasi­
ble e insensible ante los hombres. Estas advertencias y estas in­
quietudes que se dirigen a Dios atraviesan de lado a lado nuestra
vida.
Así, la discusión actual contra Dios resulta menos una protesta
contra Dios que una protesta a favor del hombre. ¿Por qué? Porque
Dios (o su idea, o su confesión) impide que el hombre sea él mis­
mo. Poco importa, dice Sartre, que Dios exista o no, yo no le quie­
ro ya, pues esta idea de Dios resulta funesta para el hombre, ya que
le impide que tome la vida en sus manos, que se conceda una his­
toria a sí mismo. Porque si hay una esencia que precede y gobier­
na mi existencia, yo no soy ya el sujeto de mi historia, ni el autor
de mi ser, sino que mi ser se encuentra dictado por otro. «El ateís­
mo no es ateísmo en el sentido de que le basta demostrar que Dios
no existe, sino que declara más bien: incluso si Dios existiera, es­
to no cambiaría nada nuestra actitud. Este es nuestro punto de vis­
ta. Ciertamente nosotros pensamos que Dios no existe, pero segui­
mos pensando que el problema no está en si existe o no. Lo que
importa es que el hombre pueda encontrarse a sí mismo y se per-
1. A. Dondeyne, L'athéisme contemporain et le probleme des attributs de
Dieu: Ephem. Theol. Lov. 37 (1961) 462-480.
62 El sentido

suada de que nada le puede salvar o liberar de sí mismo, aun en el


caso de que hubiera una prueba válida de la existencia de Dios»2•
Lo podemos decir todavía de otra manera, utilizando la senten­
cia de M. Merleau-Ponty: «La conciencia moral (es decir, el hom­
bre) muere en contacto con el Absoluto»3 • Porque -continúa di­
ciendo- ante la perfección ya obtenida no existe literalmente nada
más que hacer. Yo sería alguien que está decidido de antemano, lo
que me impediría ser libre. Según Feuerbach, cuando el hombre
afirma a Dios niega sus propias cualidades (poder, bondad, sabidu­
ría, conciencia), despojándose de ellas para prestárselas a Dios. De
esa forma, expropiado de sí mismo, el hombre deja de ser su pro­
pio centro y queda literalmente alienado, en manos de otros, es un
alienus, alejado por tanto de sí mismo4 •
Como se ve, este no es ya un ateísmo metafísico, científico o
cosmológico, sino un ateísmo existencial, humanista y antropoló­
gico. No se trata, pues, de la negación de un Dios a quien se juzga
inexistente o se toma como una hipótesis inútil (Laplace), sino del
rechazo de un Dios que atenta contra el hombre. La afirmación de
Dios no aparece ya a modo de error, como en otro tiempo, sino
más bien como una falta, una carencia o negación del hombre a
quien se aniquila. Se pasa así del ateísmo al antiteísmo. Mi exis­
tencia se encuentra amenazada por una esencia amenazante. Yo de­
bo defenderme contra esta intrusión que me desarraiga de mí mis­
mo. Es preciso que Dios muera para que exista el hombre.
De esta forma ve así claramente lo que está en la base y en el
fundamento de este rechazo de Dios: la reivindicación de la auto­
nomía humana. Pero ¿por qué se piensa que la idea de Dios impi­
de al hombre ser él mismo? Porque esa idea de Dios impide que el
hombre sea por sí mismo. Aquí se encuentra la raíz de la afirma­
ción y justificación del ateísmo o del antiteísmo contemporáneo:
se supone que la autonomía del hombre queda malparada por una
heteronomía. La autonomía es la construcción del hombre por sí
2. J.-P. Sartre, L'existentialisme est un humanisme, Nagel, Paris 1966, 95; cf.
también 21-26 (versión cast.: El existencialismo es un humanismo, Santillana,
Madrid 1996).
3. M. Merleau-Ponty, Sens et Non-Sens, Nagel, París 1948, 121 (versión cast.:
Sentido y sinsentido, Península, Barcelona 2000).
4. L. Feuerbach, La esencia del cristianismo, Trotta, Madrid 1998.
La identidad como confrontación con Dios 63

mismo. Pues bien, situado ante Dios, el hombre perdería su identi­


dad y se encontraría obligado a participar de su propio duelo. La
existencia de Dios significa la muerte del hombre. Entendámoslo
bien, del hombre como autónomo y señor de sí mismo. Por eso, es
mejor proclamar la muerte de Dios, porque resulta preferible llorar
la muerte de Dios que la nuestra.

2. Antropología de la identidad

Pues bien, es justamente en esta precisa situación de descon­


fianza en la que nosotros podemos y debemos asentar el punto de
partida para vivir de un modo atento y para plantear las cuestiones.
¿Debe comprenderse así la autonomía? ¿No hay aquí un desprecio
de la naturaleza y condiciones de la autonomía, desprecio que, pa­
radójicamente, conduce a la asfixia de la misma autonomía huma­
na? Concebido como una pura construcción de sí mismo, sin tener
un rostro ante sí, sin ese cara a cara con otro, ¿no corre el hombre
el riesgo de abismarse en la tautología y, en concreto, en una tau­
tología destructora? Michel Foucault lo había previsto: «No pen­
séis que habiendo matado a Dios habéis construido un hombre que
valga más que Dios y que pueda tenerse en pie mejorn5 • Muchas
corrientes filosóficas nos ponen aquí en guardia. En esa línea pre­
gunta Levinas: «¿Puede afirmarse con seguridad que la inmanen­
cia sea para el hombre la gracia suprema?» 6•
Hoy debemos resaltar el hecho de que la alteridad -porque esto
es exactamente aquello de lo que se trata- es un factor constitutivo
de la identidad. El otro (alter, heteras) no es un enemigo, un intru­
so, un alienus, aquel que efectivamente y de hecho me aliena. El
otro, como lo han mostrado Levinas y Ricoeur, es justamente aquel
que por su misma alteridad me llama, me convoca y de esa forma
me hace salir del encerramiento en mí mismo. Paradójicamente, la
alteridad es una parte constitutiva de la identidad. Nada se constru-

5. M. Foucault, L'Archéologie du savoir, Gallimard, Paris 1969, 275. Cf. tam­


bién, del mismo autor, Les Mots et les Choses, Gallimard, Paris 1966, 398 (versión
cast.: Las palabras y las cosas: una arqueología de las ciencias humanas, Siglo
XXI, Madrid 2 1999).
6. E. Levinas, Transcendance et Intelligibilité, Labor et Fides, Geneve 1984, 23.
64 El sentido

ye ni se comprende sólo enfrentándose a sí mismo, en su soledad.


Es preciso que nos atraigan, que nos llamen, nos interpelen (este es
el principio de la idea del nombre y del nombramiento). No sola­
mente para saber qué es lo que nosotros somos (existencia), sino
también quién somos (identidad); y para poder construir a partir de
aquí una verdadera autonomía, que es siempre de tipo dialogal.
Esto es lo que han comprendido bien las nuevas filosofias -a
las que se les puede llamar justamente filosofias de la alteridad­
para las cuales el otro no es agresor, sino fundador. Nos hallamos
ante filosofías de la alteridad o filosofias de una autonomía que se
consigue por la gracia y el ministerio de otro. En ese sentido ellas
se oponen justamente a las filosofias existencialistas, que son fi­
losofias de la autonomía del hombre por sí mismo, que han sido,
por otra parte, características de una época; me refiero a la época
de euforia de los años de posguerra («los caminos de la libertad»),
la euforia de los filósofos del sujeto y de la existencia, que hacían
un frente común -y se comprende bien su actitud cuando se les co­
loca en el contexto de la época- contra los filósofos del objeto y de
la esencia. Para aquellos filósofos del objeto, el «otro» aparecía co­
mo «Mirada» (Sartre); de esa forma, habiéndome convertido en­
tonces efectivamente en objeto (soy observado), yo no era ya más
un sujeto. Esto resulta radicalmente distinto en las filosofías de la
alteridad donde el otro se me presenta como «Rostro» (Levinas)
ante el cual yo me vuelvo sujeto. El Rostro interpela. La Mirada,
en cambio, fija al otro y convierte su ser en nada.
En tomo a esta cuestión de la identidad, de la construcción de
nuestra identidad, crece y se expresa todo el malentendido de las fi­
losofias existencialistas. Ciertamente, estas han hecho bien al protes­
tar a favor de la libertad y de la autonomía, pero no debían haberlas
tomado como cosas que se conquistan, como lo había creído Prome­
teo, «el primer santo del calendario laico» (Feuerbach), por medio de
la soledad y el rechazo. Este fue un desprecio epistemológico funda­
mental que, por otra parte, condujo -nueva paradoja- a que aquellos
mismos que habían protestado a favor de la autonomía del hombre
llegaran a decir que este mismo hombre acaba siendo, sin embargo,
una «pasión inútil», una «libertad para la nada» (Sartre).
Había aquí un error epistemológico y antropológico, que con­
sistía en olvidar que la libertad, el ser uno mismo, se constituye en
La identidad como confrontación con Dios 65

y gracias a la mediación de la alteridad, en el encuentro con el otro.


Todos nosotros lo sabemos actualmente. Antes de apoyamos sobre
la alteridad de Dios (teología), es importante que tomemos con­
ciencia de la importancia fundamental que la alteridad humana tie­
ne para nuestra identidad (antropología). «El hombre plantea por
su misma estructura el enigma de la teología» (Focio, Amphiloquia,
Qu. 252). Estamos aquí lejos de la visión del hombre como auto­
anthropos de Aristóteles, del hombre por sí mismo y sin Tercero.
Haber surgido por otro o ante otro fundamenta la autonomía
mejor que una autoposesión. La autoposesión corre, en todos los
dominios, el riesgo de volverse repetitiva y solipsista, cosa que re­
sulta peligrosa y no beneficiosa. Supongamos que sólo existiera un
ser humano sobre esta tierra, sin que nadie le conozca. ¿Podría ese
solitario conocerse solamente por sí mismo? En caso de que le vi­
niera la idea de querer decirse: ¿a quién se diría o quién le diría? La
etimología que ha querido ver en el origen de la palabra latina per­
sona la raíz per-sonare -«hacer resonar, re-percutir»- resulta sin
duda filológicamente falsa, pero muestra bien que, si nada le hicie­
ra repercutir, un individuo (in-dividuus, «que no conversa» con los
otros, separado, atomos) no accedería al estado de persona. La iden­
tidad supone y llama a una alteridad que la haga emerger, ek-sistir,
saliendo de la indiferencia y de la no-identidad.
Por otra parte, no hay necesidad de esta hipótesis imaginaria
(pero que da que pensar) del hombre perdido, él solo, en un uni­
verso áfono. La experiencia y las reglas de la vida cotidiana nos in­
forman de manera suficiente. «Nadie (en francés personne) es juez
en su propia causa», dice bien el adagio jurídico: yo no me puedo
comprender y juzgar ante un tribunal en el que me convoco a mí
mismo y sólo a mí mismo. Yo no podría incluso ni convocarme,
pues me faltaría la toma de conciencia de mí mismo, que supone
siempre una conciencia de otro, como lo ha mostrado bien la psi­
cología contemporánea, de un modo particular cuando estudia el
proceso de identificación en el niño (Piaget). Paradójicamente
-una vez más- el niño se identifica a sí mismo al identificarse con
otro. La conciencia de sí es ante todo una conciencia de otro. «La
fe que los otros nos ofrecen es la que abre nuestra ruta»7•
7. Fr. Mauriac, Un adolescent d'autrefois, en Oeuvres romanesques et théa­
trales completes IV, Gallimard, París 1985, 802.
66 El sentido

Otro ejemplo -que sólo es superficial en apariencia- es el de


todos los procesos humanos de identidad. En la Odisea, Ulises va
llegando a Ítaca como un desconocido y sin identidad, de manera
que no es nadie para nadie. Pero he aquí que empieza a ser inter­
pelado (per-sonare): «Extranjero, dime sin tardanza, tengo necesi­
dad de saber: dime cuál es tu nombre y tu pueblo, y tu ciudad y tu
raza». Y Ulises le responde: «Yo tengo el honor de haber nacido en
las llanuras de Creta. Mi padre era muy rico... » (Odisea, cant. XIV,
versos 185-199). Ulises será capaz de decir su identidad al anun­
ciarse, pero no a partir de sí mismo, sino de otro: por su nombre,
que ha recibido de otro; diciendo el pueblo al que pertenece; di­
ciendo su ciudad, en la que fue recibido como ciudadano por auto­
ridad de otros; invocando su raza, en la que él ha nacido sin haber­
lo querido. Las coordenadas que definen nuestra identidad nos
vienen dadas, ante todo, desde fuera de nosotros, nos son exterio­
res. Se existe y se nace por otros. El lugar natal de la identidad se
encuentra en eso que Levinas llama la exterioridad (véase el subtí­
tulo de Totalidad e Infinito). Nos viene de otro, de fuera.
Según eso, es necesario que distingamos ahora escrupulosa­
mente entre alteridad y alienación. Ante el alienus hostil y pertur­
bador, que me desapropia, yo me vuelvo efectivamente extranjero
a mí mismo, desconhecido de si mesmo, el desconocido de sí mis­
mo (F. Pessoa). En ese caso surge una efracción o ruptura en la
que el otro me totaliza y domina, como indicaba Levinas8 • Una
parábola de esta falsa relación de alteridad, que no respeta la iden­
tidad del otro -y en esto consiste la alienación-, ¿no es la que apa­
rece ya en el relato del Génesis? La serpiente resulta esencial­
mente falsa porque introduce en Eva un deseo que no es el suyo.
En esto consiste quizá toda la esencia del pecado: instalar en otro
un deseo ajeno, que no le constituye, sino que le aliena, le saca de
sí mismo. Un deseo contrario a su identidad, y que de esa forma le
impide llegar a ser él mismo. En ese caso, yo también me convier­
to en extranjero (alienus) de mí mismo, pues carezco de una alte­
ridad de llamada y comunión. Cada vez que se impide a alguien
que venga a ser aquello que podría ser o cada vez que alguien se

8. E. Levinas, Totalité et Infini, Martinus Nijhoff, La Haye 1961 (versión cast.:


Totalidad e infinito. Ensayo sobre la exterioridad, Sígueme, Salamanca 62002).
La identidad como confrontación con Dios 67

impide a sí mismo volverse aquello que podría ser, es posible ha­


blar de pecado. De esa forma, uno se vuelve extranjero (alienus) a
sí mismo: se descubre desnudo (Gn 3, 10), aislado, extraviado,
equivocado. De esa forma, se encuentra en camino de perder su
identidad.
Sucede todo lo contrario cuando el otro se presenta, pero no ya
como alienus, sino como un alter. Este no aparece como adversa­
rio, sino cara a cara, como un tercero, como un testigo. Es aquel que
me nombra, me identifica, me anuncia. En el camino de Emaús, el
desconocido encuentra a dos hombres que se han vueltos extran­
jeros a sí mismos, pues han perdido su identidad. Este hombre que
sobreviene es, en un primer momento, el xenos, el extranjero (en
el primer sentido de este término en griego). Pero he aquí que por
la doble gracia de su propia hospitalidad mediante la palabra y la
hospitalidad de los otros que le acogen en su casa, él se vuelve
huésped (segundo sentido de la palabra griega). Es el huésped que
recibe y es recibido y que, desde ese momento, es reconocido en
su identidad («Entonces sus ojos se abrieron y ellos le reconocie­
ron», Evangelio de san Lucas 24, 31) y capacita a los otros para
que se descubran en su identidad («¿No ardía nuestro corazón
cuando nos hablaba?», verso 32). De la oscuridad sobre sí mismos
y sobre el otro («Entonces sus ojos se hallaban incapacitados pa­
ra reconocerle», verso 16), ellos pasan a la claridad («Y ellos con­
taron aquello que les había sucedido en el camino y cómo le ha­
bían reconocido en la fracción del pan», verso 35). Este otro que
se hace huésped-y esta es quizá la definición de la alteridad a di­
ferencia de la alienación- es aquel que, al recibirme, me permite
que yo me reciba a mí mismo. Así hablaremos más tarde cuando
tratemos de la Trinidad, de la philoxenia divina, de la Hospitalidad
divina9•
Nuestra común vía de hospitalidad tiene los mismos acentos.
Tomemos el caso del nombre y la nominación. ¿No existo yo aca­
so porque he sido nombrado? ¿No es el otro acaso aquel que me
nombra? Existe así una cuasi-anterioridad de la nominación sobre
el ser: «Desde el momento de su nominación, las cosas nombradas

9. Cf. J. Derrida, De l'hospitalité, Calmann-Lévy, París 1997 y Adiós a Em­


manuel Levinas: palabra de acogida, Trotta, Madrid 1998.
68 El sentido

son llamadas a su sern 10 • Piénsese en la importancia que los padres


conceden a la elección del nombre que darán a sus hijos. Este nom­
bre es una realidad pregnante, que se volverá de tal manera insepa­
rable de mi ser que yo no puedo ya ni imaginar que hubiera podi­
do llamarme (o que me llamaran) un día de otra forma. Pues bien,
todo esto me ha sido dado por otro, sin que yo haya intervenido en
nada. En la perspectiva contraria se sitúa el drama indecible de los
niños sin nombre, que gritan al cielo y a la tierra por saber de quién
han nacido; si nos atrevemos a evocarlo, ese grito basta para ilumi­
narnos patéticamente sobre el tema. Es lo mismo que pasa en el
amor: yo no estoy seguro de ser amado si no me lo dicen (esta es la
famosa «declaración de amor»).
Dar un nombre, nombrar, es casi crear, o por lo menos instituir,
a la persona. El nombre no es un simple flatus vocis que sólo sirve
para la información, sino que integra al ser anónimo, que en el ca­
so extremo resulta desconocido e incognoscible, en la comunidad
de los otros e instituye de esa forma a la persona. Sabemos bien
que en el Antiguo Testamento conocer el nombre de uno es simple
y llanamente conocerle. Lo hemos visto en Moisés, con quien he­
mos comenzado este capítulo. De ahí surge la cuestión que vuelve
sin cesar y que resume quizá toda la búsqueda de un pasaje central
de la Escritura: la cuestión de conocer el nombre de Dios (Ex 3).
Noverim te, noverim me, «que yo te conozca, para que yo me co­
nozca», dirá san Agustín de un modo admirable, retomando exac­
tamente la pregunta de Moisés.
Esta búsqueda de identidad a través del otro se encuentra igual­
mente presente en el Nuevo Testamento. «Y vosotros, ¿quién decís
que soy yo?» (Mt 16, 15). En ninguna parte vemos a Jesús que dé
testimonio de sí mismo y diga quién es (excepto quizá con el títu­
lo de Hijo del hombre). Es como si él pidiera a aquellos que le co­
nocen que le revelen a él mismo, que le revelen sin más. Esto es lo
que, por otra parte, pide a su Padre: «Padre, glorificame, da testi­
monio de mí» (Jn 17, 1 y passim). Lo que se encuentra aquí en jue­
go es el tema del reconocimiento: yo sólo me conozco porque soy
conocido y sólo soy conocido si soy reconocido. Aislado, en una is-
1O. M. Heidegger, Acheminement vers la paro/e, versión francesa de F. Fédier,
Paris 1976, 24 (versión cast.: De camino al habla, Serval, Barcelona 1990).
La identidad como confrontación con Dios 69

la, el hombre no existe. Robinson ha necesitado a Viernes para sa­


lir de su exclusión. Es necesario «dejar su país» (cf. Gn 12, 1),
abandonar la indiferencia de «permanecer en sí», para encontrar la
diferencia: ser reconocido y reconocerse. Todo ser debe ser acepta­
do y nombrado, reconocido y anunciado, bautizado y declarado.
Nunca se insistirá lo suficiente en todos los ritos sociales que
nos hacen nacer a la existencia. El rey, a pesar de ser rey desde la
muerte de su padre, deberá sin embargo ser entronizado, reconoci­
do, hasta el punto de tener que perder por el espacio de algunos
instantes sus prerrogativas soberanas, prestando juramento ante
uno de los representantes de sus «súbditos» que es, sin embargo, el
segundo tras él. El rey es ya (orden de la naturaleza o de la con­
vención), pero no existe hasta después de la oficialización, es decir,
hasta después del reconocimiento por los otros (orden de la cultura
o de la socialización).
Se podrían recordar en este mismo contexto los ritos de inicia­
ción y lo que entre nosotros queda de ellos. No basta con que el
adolescente pase de hecho y biológicamente a otra edad (orden de
naturaleza), es necesario que realice ese paso de un modo cultural,
a través de unos ritos de simbolización e identificación, al término
de los cuales será reconocido (orden de existencia, de la ek-sisten­
cia). Entonces, él entrará verdaderamente, por la integración que
produce el reconocimiento de los adultos, en el orden de las perso­
nas. Esta es la alteridad del reconocimiento y de la comunión.
¿Cómo no regocijarse aquí de la «falsa» pero espléndida etimolo­
gía que Ernest Hello daba al nombre Ego? <<Ego, Egeo, Ego, indi­
cativo presente del verbo egere, tener necesidad. Olvidando el sen­
tido de las palabras, el hombre tiende a interpretarse como un mío
(soy moi, mío). Olvida así que él es un Yo (ego), que significa: ten­
go necesidad. El hombre no puede decir su nombre (yo, ego) sin
pedir limosna. Así lo indica el Verbo Encarnado en su juicio so­
lemne: Tuve hambre, tuve sed (Mt 25, 31-46)» 11 •
Porque nadie existe a solas. La autoridad (en el sentido latino de
auctoritas) es precisamente aquel acto por el que otro me «aumen­
ta» (augere), me eleva (e-levare), me hace venir a ser más, me edu-
11. E. Hello, Paro/es de Dieu (Paris 1877), Jéróme Millon, Grenoble 1992,
107-108.
70 El sentido

ca (e-ducere), me enseña (hace en mí un signo, in-signare), me en­


grandece. La autoridad es el acto de otro que, cuanto más grande es
(Augustus, aquel que hace crecer), más me lleva de la mano por la
ruta de mi identidad. La alteridad no es ya hoy el temor o amenaza
de una alteración de mi autonomía. Quizá, tras la era de la sospecha
(Freud, Marx, Nietzsche), debería venir lo que yo llamaría la era
«de la sospecha de la sospecha» (cuyos testigos podrían ser Ri­
coeur, Levinas, Kristeva), para que se rasgue el velo y podamos des­
cubrir la bendición de la alteridad para salvarnos del encerramiento.
«Si tenemos dificultad en amar es porque tenemos dificultad en in­
vertir nuestro narcisismo, abriéndonos a otro, al que tomamos como
valor inconmensurable, para garantizar así nuestra propia potencia­
lidad. Cuando conseguimos amar, ¿no sucede así porque hay al­
guien, hombre o mujer o niño, o una palabra, una flor, que ha podi­
do quebrar nuestro inquebrantable poder de desconfianza, de odio y
de miedo, que nos impedía ponernos en manos de una alteridad
ideal?» 12 . Es una psicoanalista la que ha podido expresarse así.
¿No resulta destacable el hecho de que Kant, que tanto ha con­
tribuido a la afirmación de la autonomía del hombre, haya podido
hablar de la paradoja de la conciencia moral en estos términos:
«Aunque el hombre sólo tenga necesidad de relacionarse consigo
mismo, se ve obligado por su razón a actuar como si estuviera ba­
jo el dictamen de otra persona» 13 ? Y todavía en ese mismo pasaje:
«Para no estar en contradicción consigo misma, en todos sus debe­
res, la conciencia humana debe concebir a otro, distinto de ella
misma, como juez de sus acciones».

3. Teología de la identidad

Sobre esta base -y recordando lo que acabamos de indicar so­


bre las relaciones entre alter y augere-, estamos en disposición de
considerar con más detención lo que significa para nosotros la al-
12. J. Kristeva, Histories d'amour, Denoel, Paris 1983, 166. En un plano más
general, A. Touraine-F. Khosrokhavar, La Recherche de soi. Dialogue sur le sujet,
Fayard, Paris 2000.
13. E. Kant, Metafisica de las costumbres, sección 11, cap. 1, libro 13, Tecnos,
Madrid 2 1989.
La identidad como confrontación con Dios 71

teridad más grande, in excelsis. Cuando la alteridad, esto es, el


otro, se llama Dios, cuando la heteronomía se vuelve teonomía, ¿no
viene a ser el proceso de identidad más verdaderamente aquello que
es y que de hecho debe ser? «Vayamos a buscar lo que es nuestro
tan lejos como sea necesario» (Holderlin). ¿Ha de entenderse todo
en nuestro plano? ¿No se entenderá mejor cuando se abre hacia un
Otro, hacia aquel que nos transciende y de esa forma nos sitúa en
la existencia? «La verdad de lo finito se encuentra en lo infinito»
(Hegel, citado por Walter Benjamin). «El desconocimiento de la
originalidad irreductible de la alteridad y de la trascendencia, y
una interpretación puramente negativa de la proximidad ética y del
amor, la obstinación de decir todas esas cosas en términos de in­
manencia, es probablemente aquello que hace que la idea del in­
finito pueda entenderse como expresión de la incertidumbre de
una humanidad preocupada por sí misma e incapaz de abrazar el
infinito» 14•

a) Alteridad de trascendencia

Ciertamente, lo mismo que en otros pasajes, también en el que


acabamos de citar podemos dudar a la hora de identificar los térmi­
nos que Levinas emplea para aquello que nosotros entendemos por
trascendencia e infinito (en el sentido de Dios). Pero cuando en ese
mismo pasaje Levinas interpreta esa incapacidad de abrazar lo infi­
nito como incapacidad de «ser tocado por Dios», y cuando com­
prende «la idea de infinito en nosotros, o la humanidad del hombre,
como teología o inteligibilidad de trascendencia», ¿podemos aún
desconfiar verdaderamente de ello? No cabe duda, pues, de que a
nosotros nos asiste el derecho a proponer nuestras cuestiones y res­
puestas cristianas sobre una identidad del hombre ante Dios como
una antropología pertinente.
¿No quedamos engrandecidos al medirnos con el Otro? Y ello
especialmente cuando nos dicen que aquí se trata de la suerte de
nuestra interioridad más profunda: «El carácter excepcional de la
idea del infinito implica el despertar de un psiquismo que no se re­
duce a la pura correlación (del saber por sí mismo). ¡Ese carácter
14. E. Levinas, Transcendance et Intelligibilité, 28-29.
72 El sentido

excepcional nos sitúa ante el pensamiento humano en cuanto pien­


sa precisamente como teología!» 15 • ¿Dónde está nuestra aliena­
ción? ¿Y no reencontramos así -con una audacia que no es ya arro­
gancia- nuestro derecho de hablar nuestro lenguaje: el lenguaje de
un superior summo meo que es, al mismo tiempo, nuestro intimior
intimo meo (Agustín de Hipona, Confesiones, III, 6, 11)? Aquí es­
tamos hablando de Aquel que es más alto que nuestra propia altu­
ra, siendo más íntimo que nuestra intimidad. Así hallamos nuestra
identidad a través del Otro, que es distinto de nosotros mismos.
«Afección irreversible del finito por el infinito. ¿No es esta la pa­
sividad y paciencia, o la adoración y deslumbramiento, de las que
habla Descartes en el último párrafo de la tercera Meditación me­
tafisica?» 16 . Tenemos derecho a hablar nuestro lenguaje, así en la
tierra como en el cielo.
Con toda honestidad, nosotros podemos preguntarnos y pre­
guntar a los demás si es cierto que el hombre muere al contacto con
el Absoluto. Ciertamente, con la condición de no engañarnos y de
no engañar a nadie sobre el Absoluto. Toda la cuestión se centra
quizá aquí y tendremos que volver a ella. Pero todo lo que venimos
diciendo, ¿no nos invita a descubrir que el hombre se conquista o
puede conquistarse a sí mimo -la identidad es conquista de sí- al
contacto con el Absoluto? Cuanto más elevado sea aquel que es mi
«otro», cuanto mayor sea la alteridad, ¿no se afianzará más mi pro­
pia identidad? Es aquí donde se perfila más exactamente la idea de
Dios como Tercero-Trascendente, pero Tercero-Trascendente no
para la destrucción, sino para la comunión. No un Tercero exclusi­
vo, sino un Tercero inclusivo.
Una vez más -también aquí- esto lo sabemos ya por nuestra
experiencia simplemente humana. Cuanto más prestigioso sea el
testigo que se alza a mi favor -véase, en el ámbito de la justicia,
el caso del «testigo de moralidad» o de honor- más enriquecedor y
salvador será para mí su testimonio. Todos nosotros, más de una
vez, nos hemos sentido elevados ante nosotros mismos por la esti­
ma que nos ha ofrecido una persona de gran altura moral. Hay que
desconfiar aquí absolutamente de una idea falsa: que la grandeza
15. !bid., 25.
16. !bid., 26.
La identidad como corifrontación con Dios 73

de uno aplasta necesariamente a los demás. Sin duda hay casos en


que esto es así; pero eso no responde a la verdadera naturaleza de
las cosas y, en particular, a la de aquellos que son verdaderamen­
te grandes. Los grandes no aplastan, esta es casi la definición de
grandeza. Y uno mismo nunca será mayor que cuando tiene la po­
sibilidad y la gracia y la felicidad de situarse ante alguien más
grande que él. Este es en el fondo todo el simbolismo del comba­
te de Jacob con el ángel. Nunca será Jacob más grande que cuando
sale de este combate en el que ha recibido un nombre nuevo (re­
saltemos una vez más la importancia del nombre, como en el caso
de Moisés): Is-ra-El, que es nombre de reconocimiento e identifi­
cación, «porque él se ha mostrado fuerte con (o contra) Dios» (Gn
32, 29). Lejos de ser un nombre de condena, se trata de un nombre
de bendición, y bendición «para siempre». Sucederá lo mismo con
Job: «Esta disputa entre el hombre y Dios podría parecer inconve­
niente a causa de la distancia que les separa. Pero hay que refle­
xionar sobre esto: la diferencia entre las personas no cambia en na­
da la verdad. Cuando se ha dicho la verdad, quienquiera que sea el
adversario, se es invencible» (Tomás de Aquino, Expositio super
Job, 13, 3).
Pero lo que aquí está en juego es también, precisamente, to­
da la cuestión del Tercero-Trascendente. El Tercero-Trascendente
( cualquiera que sea después su forma y contenido preciso; ahora
nos fijamos en su idea o concepto) es ahora el testigo del hombre,
y quizá no existe un apelativo más bello para Dios. El Tercero­
Trascendente no es un ser englobador, que aplasta, sino precisa­
mente tras-(as)cendente. Entendamos bien la palabra evocando su
origen latino, «transcendens» (participio activo): no solamente
aquel que es trascendente por sí mismo y para sí mismo (incluso si
lo es también: «Soy el que soy»), sino aquel que hace trascender,
es decir, el transcendante (trascendedor), aquel que me eleva, que
me hace «trans-gredir» (trans-gredi, trascender, trans-ascendere),
desde el estado en que yo me encuentro, para ir más allá. Pero pre­
cisamente por esto es necesario que sea efectivamente más gran­
de, que sea Trascendente (y eventualmente el Trascendente), para
hacer posible este «sobrepasamiento».
74 El sentido

b) Alteridad del Tercero

Si bajo este nombre todavía abstracto y trascendente miramos


ahora a Dios, se comprende que se pueda ver en él esa alteridad de
atestación, ese Otro delante del cual -totalmente en contra de aque­
llo que se podría creer o temer- el hombre crece en vez de morir
con su contacto. De lo contrario, tendríamos envidia de decirlo. Por­
que a Jacob le hubiera faltado su grandeza si se hubiera negado a
medirse con el ángel. Si Jacob hubiera rehusado la exigencia de es­
ta alteridad, al rechazar al otro hubiera perdido el acceso a su iden­
tidad suprema. «Si resultara imposible medirse con aquel que es
inconmensurable, el hombre no podría justificar en modo alguno
su existencia» 17 • El hombre está siempre tentado de replegarse de
un modo frío sobre sí mismo. Pero el Tercero hace que se rompa la
tautología, la ilusión de un sí sólo por sí (Narciso). El Tercero me
arranca de una alienación en mí mismo por mí mismo que es qui­
zá más perniciosa que una alienación externa, de una alienación in­
terna en la que yo me engolfo, me pierdo en mí mismo y por mí
mismo, quedando así perdido ya del todo.
Esta es la razón por la que no podemos afirmar que hayamos
hecho bien al dejar a un lado a Dios. «Nosotros estamos llamados
a dar inspiraciones a los nuevos 'moisés' que no creen en Yahvé y
sucumben a los acontecimientos que perturban sus deseos. Sólo
nuestra propia capacidad imaginaria, es decir, creadora, innovado­
ra, puede abrir las estructuras psíquicas para una movilidad des­
centrada, lo cual parece ser una exigencia psíquica e histórica de
esta época» 18• Una vez más, es una psicoanalista la que nos habla
así. ¿Deberíamos nosotros, los creyentes, ser más tímidos?
Pues bien, en esta perspectiva puede comprenderse que la afir­
mación de una teonomía constituye el fundamento más radical po­
sible de una autonomía y, por tanto, de una verdadera confirmación
del hombre y no de su destrucción. Es también aquí donde se puede
entender e interpretar la advertencia solemne de que «no es bueno
que el hombre esté solo» de la siguiente forma: No es bueno que los
hombres estén solos, confinados en sí mismos como si estuvieran

17. A. Tarkovski, Journal 1970-1986, versión francesa de Anne Kichilov Ch.


H. de Brantes, Paris 1993, «Les cahiers du cinéma», p. 24.
18. J. Kristeva, Événement et révélation: Clnfini 5 (1984) 10.
La identidad como confrontación con Dios 75

viendo su propia cara en un espejo. Dios es aquel cuyo nombre es


salvador sólo porque él es el Otro de los hombres, porque él es esta
Alteridad, este Otro que nos permite liberamos, salvamos de nues­
tra soledad individual, pero también de la soledad de los Narcisos
comunitarios, que son «una turba innumerable de hombres seme­
jantes e iguales, volviéndose sin cesar sobre ellos mismos» (Toc­
queville). Y esto es lo que dice un filósofo contemporáneo: «El ter­
tium es el sello de la divinidad. En la perspectiva de este tertium, las
palabras, lo mismo que las relaciones de todo tipo, estrechan sus la­
zos recíprocos y anudan sus condiciones de sentido. De tiempo en
tiempo, ha sucedido que los hombres creen o mantienen la ilusión
de agotar el sentido de sus relaciones en sus vinculaciones o cone­
xiones personales específicas, como si fueran jugadores de dados
que se ilusionan pensando que sólo juegan ellos dos. Entre los hom­
bres, incluso cuando ellos no lo sospechan, se insinúa inevitable­
mente un tertium que constituye el fondo que, como en toda expe­
riencia religiosa, da sentido y aliento a gestos y palabras de esos
hombres» 19 • Este filósofo dice en términos filosóficos aquello que
nosotros hemos dicho al hablar de la identidad ante el Tercero-Tras­
cendente (Dios), que nos ofrecía la promesa de una salida de sí, de
un descentramiento que libera. Comentando una reflexión de Plu­
tarco, J.-L. Chrétien ha podido escribir que «la clave de nuestra
identidad está en aquello que nos pone en relación con el otro»20 .
Este descentramiento de sí mismo se llama en términos cristia­
nos fe. Como sucede a menudo, nada hay aquí más esclarecedor
que recurrir a la etimología. La palabra latina fides no ha dado so­
lamente origen a «fe», sino también a palabras como confianza,
19. A. Gargani, L'expérience religieuse comme événement et interprétation,
en J. Derrida-G. Vattimo, La Religion, Seuil, Paris 1996, 123-150 (p. 129). En la
misma obra colectiva, M. Ferraris destaca la incoherencia de un pensamiento que
se limitara a descubrir la trascendencia en la pura alteridad del otro en cuanto yo­
mismo: «¿Qué puede significar una vida plenamente presente? Esta exigencia an­
tropológica caracteriza en un sentido la religión moderna que tiende a presentarse
como una religión del otro. Pero hay una cierta incoherencia en proclamar el fin de
la trascendencia y de las relaciones verticales y en exigir después la tematización
de la trascendencia del otro» (p. 194-195).
20. J.-L. Chrétien, L'Appel et la Réponse, Minuit, Paris 1992, 71 (versión
cast.: La llamada y la respuesta, Caparrós, Madrid 1997), comentando a Plutarco,
Le Démon de Socrate, 588 b-589 f, versión francesa de J. Hani, en Oeuvres mora­
les V III, 1989, 103-107.
76 El sentido

confidencia, fiarse, fiable, fianza, etc. (en francés, «foi» es además


la raíz de términos como «fiancée», «fiam;ailles» [prometido, des­
posorios]). Todas ellas son palabras que, ya en su mismo uso pro­
fano, indican una profunda realidad y una misteriosa verdad de la
existencia; además, en algunos casos, se encuentran entre las pala­
bras más bellas para describir las «relaciones humanas, simple­
mente humanas». Ningún hombre puede vivir sin un espacio de fe
(de confianza), sin suscitar fe y quizá, sobre todo, sin que exista
otro hombre que confie en él. Nadie, incluso en el ámbito más or­
dinario de la vida, puede verificar siempre todo por sí mismo, sin
fiarse de nadie más que de sí mismo. Quien lo intentara quedaría
inmediatamente bloqueado. Por eso debe, en ciertos momentos, se­
pararse de sí mismo para confiar en otros (en aquellos que, sin lu­
gar a dudas, son precisamente dignos de fe). Existe, por tanto, un
descentramiento de sí, una confianza en otro que es indispensable
simplemente para que uno sea él mismo. Porque esto es precisa­
mente la fe: fiarse de la palabra de otro (Mauriac) confiarse (por
una parte) en otro, y tal cosa no para perderme, sino al contrario,
para encontrarme (a la inversa, aquel que quisiera descubrir siem­
pre y en todo instante todo y verificarlo por sí mismo se perdería,
caería literal y paradójicamente en la locura, quedando «fuera de
sí»). Este es, sin duda, uno de los sentidos profundos de la palabra
evangélica sobre aquel que pretende «ganar su vida» por sus solas
fuerzas y que la pierde, mientras que aquel que consiente en per­
derla (al ponerse en manos de otros por la fe) la gana. La alteridad,
presente en el acto de fe, es constitutiva de nosotros mismos y de
nuestro camino de maduración en la aventura de la existencia.
Descubrimos una vez más la importancia simplemente profana
de la fe en expresiones tales como «yo te doy mi fe de matrimo­
nio», «de buena fe», «por la fe del juramento», «sobre la fe de tal
persona...», expresiones que muestran que la fe se halla presente en
todo, y especialmente allí donde nos comprometemos en lo más
profundo de nosotros mismos (amor, juramento). Por el contrario,
expresiones como «no es hombre de fiar», «de mala fe», «descon­
fiando», «no has sido fiel», etc. expresan bien una situación que
nos lleva fuera del campo de la comunicación humana.
Otro tanto se puede decir de la palabra latina credere, que ha
dado origen no sólo a la palabra «creer», sino también a «creíble»,
La identidad como confrontación con Dios 77

«crédito», «acreditar», mientras que, por el contrario, una palabra


como «desacreditar» tiene un contenido que es bien claro. Lejos,
por tanto, de constituir un tipo de alienación, la fe en otro -siempre
que él sea sin duda «digno de fe», como se ha dicho- nos ofrece la
medida de nuestro ser y profundiza nuestra identidad. Existe un
Sitz im Glauben («contexto de fe») tan importante como el Sitz im
Leben («contexto de vida»).
En cuanto a la fe en Dios, que es la fe en Otro, la Alteridad va
a jugar un papel aún más determinante. El otro (con una «o» mi­
núscula) no será nunca del todo «otro», porque se me asemeja, es
mi semejante y no es del todo trascendente, del todo diferente. En
ese otro, la alteridad (que sin embargo es bien real, como hemos
visto) se oscurece, se esfuma, no llega hasta su meta. Ella puede,
incluso, esfumarse de tal forma que el otro corre el riesgo de con­
vertirse en un simple reflejo de mí mismo. Debemos constatar for­
zosamente, sin querer en modo alguno denigrar nuestras relaciones
humanas, que el otro puede resultar insuficiente para apagar mi sed
de alteridad y trascendencia. Esta es la terrible usura del tiempo y
de la proximidad, en suma, de la inmanencia. Sin llegar hasta decir
con Sartre que «el infierno son los otros», el otro puede sin duda, y
precisamente a causa de su semejanza, volverse agresión, violencia
mimética (R. Girard). Esta pesadilla ¿es inevitable y sin remedio?
El Otro (con una «O» mayúscula) -y una vez más no somos
nosotros, los teólogos, los que hemos inventado el tema, sino que
son otros los que hace bien poco nos han hablado de ello-, ese Otro
¿no aparece aquí como salvador de la alteridad? ¿No es acaso el
Otro, alteridad absoluta e inalterable, infinita y sin usura, el que ha­
ce posible que la idea de alteridad permanezca todavía entre no­
sotros? «Las palabras que provienen de esta silueta de ángel son
palabras esenciales, palabras que prestan inmediatamente auxi­
lio»21 . Dios, el Otro de los hombres (esta es casi su definición: «Tú
responderás: 'El Dios de vuestros padres' ... » [Ex 3, 6]), constituye
muy exactamente esta alteridad que me permite identificarme y no
perderme en aquello que no es nunca más que yo o que, tratándo­
se del otro (con una «o» minúscula), termina siempre por conver­
tirse en un reflejo de mí mismo, mientras yo, por otra parte, me

21. R. Char, Seuls demeurent, en Oeuvres completes, Gallimard, Paris 1983, 144.
78 El sentido

convierto para él en un reflejo de sí mismo, porque nosotros no so­


mos jamás alteridades radicales unos para otros.
¿Quién nos salvará, pues, de esos juegos de espejos y reflejos,
y preservará así nuestra alteridad mutua y la mantendrá por su pro­
mesa? ¿Cómo no quedar impresionados aquí por este texto de Sar­
tre, texto de un universo sin Dios, donde el mismo Sartre llega a
decir, sin embargo, que un hombre no basta para ser alteridad ante
otro hombre? «El existencialismo no tomará jamás al hombre co­
mo fin, porque el hombre está siempre haciéndose. Y nosotros no
debemos creer que existe una humanidad a la cual podríamos ren­
dir culto. El culto de la humanidad desemboca en la humanidad ce­
rrada sobre sí de Auguste Comte»22 •
La simple afirmación de Dios, incluso antes de que se hable es­
pecíficamente de un Dios de salvación, ¿no es ya y por sí misma
infinitamente salvadora en cuanto afirmación de alteridad? Por el
solo hecho de que existe «simplemente» como el Otro, Dios es ya
aquel que me permite construirme ante su alteridad, que, como he­
mos visto, es conformadora y no destructora de nuestra identidad.
Pero ¡ cuánto más verdadero será esto, si ese Otro no es ya alteridad
de alejamiento y soledad, sino alteridad de comunión, desde el mo­
mento en que se habla de un Dios Trinidad (un Dios que no está ce­
rrado en relación consigo mismo) y de un Dios encamado (un Dios
que no está cerrado en relación con nosotros)! Por el solo hecho de
existir, Dios aparece ya como aquel que me permite afirmar mi
identidad. Pero lo hace mucho más cuando su Alteridad («Soy el
que soy») aparece como cuidado (la Sorge de Heidegger) de nues­
tra proximidad («Yo estaré con vosotros»), y esto «desde la funda­
ción del mundo».
Porque por el solo hecho de que soy a su imagen y semejanza,
puedo reclamar ante Dios como ante un tribunal de apelación, tri­
bunal en el que puedo protestar contra cualquiera -grupo o indivi­
duo- que pretenda atentar contra mi vida, contra aquello que yo
soy, contra mi identidad, bajo cualquier pretexto posible: porque
sea -podría aducirse- económicamente inútil, afectivamente dis­
minuido, intelectualmente pobre, socialmente indeseable, psíqui­
camente insoportable, etc. Quienquiera que fuere, ante cualquiera

22. J.-P. Sartre, L'existentialisme est un humanisme, 92.


La identidad como confrontación con Dios 79

con quien me encontrare, yo puedo apelar desde mi existencia al


Otro, que prohíbe soberanamente que se toque a la existencia de
aquel que es a su imagen. «Todo aquello que se mueve y que vive
yo os lo doy. Sin embargo, de la vida de su hermano yo pediré
cuentas al hombre. Porque Dios ha hecho al hombre a la imagen de
Dios» (Gn 9, 3-5.6).

c) Alteridad de Dios

Como vemos, la sola existencia de Dios, la sola idea de Dios


instituye al hombre en los derechos imprescriptibles de su autono­
mía, sobre la cual nadie tiene potestad ni ventaja. La protesta últi­
ma y fundadora de mi identidad y de mi autonomía yo la encuentro
en Aquel cuyo rostro prohíbe a cualquiera desfigurar el mío. Justa­
mente en este sentido debemos afirmar que los derechos del hom­
bre se fundan sobre los derechos de Dios. Sin duda no carece de ra­
zón el hecho de que desde tiempos muy antiguos los derechos de
los hombres se hayan fundado sobre los derechos de Dios. Después
de todo, era en un frontón de un templo de Delfos donde estaba es­
crita la famosa prescripción humanista: «Hombre, conócete a ti
mismo», como si esta comprensión y esta afirmación del hombre
debieran fundarse sobre una apelación a los dioses. «Entre tanto,
los dioses se han puesto a caminar de un sitio a otro, y si el hombre
quiere participar de la felicidad antigua tiene que rendirles visi­
ta»23. Y todavía más: «Cuando Diótima se encarga de hablar de
Dios a los invitados del Banquete, ella no condena ninguna forma
de pasión humana, sino que intenta justamente añadirle lo infini­
to»24. El pórtico de Chartres, que nos muestra a Dios modelando
amorosamente la cabeza llena de bucles de Adán, mientras con­
templaba el perfil de su Hijo bien-amado, expresa en imágenes
cristianas esta confirmación del hombre por Dios.
En cuanto al resto, lo que aquí se pone en juego -precisamente
como en Chartres- es la idea completa de creación y llamada (que
en el fondo es la misma). Porque, sin duda, no basta con afirmar
23. E. Jünger, Le Mur du temps, versión francesa de H. Thomas, Gallimard,
París 1994, 145.
24. M. Yourcenar, Le Temps, ce grand sculpteur, Gallimard, París 1991, 221
(versión cast.: El tiempo, gran escultor, Alfaguara, Madrid 6 1994).
80 El sentido

que hay Dios, ni tampoco añadir que él nos afirma y nos confirma,
si con ello se tratara sólo de la simple existencia de esta Alteridad
y del simple hecho de mi autonomía. Hay más. Por la creación,
Dios funda mi autonomía y hace de ella un derecho. Tal es el sen­
tido mismo de la idea de creación (bara = hacer separando), por la
que descubrimos que el hombre es querido (y no sólo tolerado) co­
mo diferente. Por la creación, Dios ha querido en efecto mi identi­
dad, mi autonomía, mi libertad. Yo no he arrebatado estas cosas a
Dios, como hacía Prometeo, culpable por siempre, portador a cau­
sa de ello de una «conciencia desdichada» (Hegel, Fondane), sino
que me las da Dios mismo, como derechos de nacimiento y de
esencia. La diferencia es radical.
Ser creado significa tener lo que soy por don de Dios (que es
Alteridad constituyente), y tenerlo por mí mismo (que soy alteridad
constituida). Yo soy, por tanto tú eres. Esta teonomía funda nuestra
autonomía, es decir, la fundamenta en nuestra misma creación co­
mo definición querida de nuestro ser. Yo he sido creado como otro.
Aquí está el secreto de la idea de creación, la idea de un Dios que
suscita a un otro, pro-vocando (pro-vacare, creación por la palabra
que llama, hacer nacer por la llamada, per-sonare) de esa forma a
una persona, un ser para sí mismo y con rostro de alteridad. Este es
todo el sentido de la palabra hebrea bara, que significa hacer una
cosa que sea totalmente diferente y absolutamente nueva. Levinas
lo ha descrito de un modo soberbio: «Es ciertamente una gran glo­
ria para el Creador el haber puesto sobre sus pies a un ser que, sin
haber sido causa sui, tiene (sin embargo) la mirada y la palabra in­
dependientes y existe en sí mismo»25 •
Sin duda, y bien entendida, esta autonomía no significa irres­
ponsabilidad, ni esta libertad significa pura licencia. Ninguna au­
tonomía, ninguna libertad se concibe según sus contra-formas y
sus contra-sentidos. Una libertad es siempre responsabilidad, res­
puesta (respondere, responder de), y esta relación de alteridad (se
responde a alguien, se es responsable ante alguien) es precisamen­
te la que construye una autonomía verdadera, dado que ella es res­
ponsable. Este es todo el sentido del «Heme aquí» que pronuncia el
hombre ante Dios y cuyo alcance ha desarrollado Levinas de un

25. E. Levinas, Totalité et lnfini, 30.


La identidad como confrontación con Dios 81

modo memorable, viendo en esa palabra el sentido mismo de la


ética, de una ética de la alteridad y la responsabilidad, en la que yo
estoy requerido por el rostro del otro al cual yo debo responder.
Esta ética del «Heme aquí» supone una llamada que se me ha di­
rigido y por la que soy convocado en mi ser. Podemos pensar en
Nicolás de Cusa: <<Vocas igitur ut te audiant, et quando te audiunt,
tune sunt» («Tú les llamas, pues, para que ellas [las creaturas] te
escuchen, y cuando ellas te escuchan, entonces ellas son», en De
Visione Dei, X). Cuando digo «Heme aquí», entonces existo. Tan­
to en nuestra identidad como en nuestra responsabilidad hacia los
otros, nosotros estamos constituidos por una llamada. Más aún, es
como si nosotros no escucháramos la llamada más que en la res­
puesta («Heme aquí»). Aquellos que son llamados por Dios saben
bien esto.
Como lo vemos una vez más, la autonomía no se construye en
la tautología. La autonomía (la responsabilidad, capacidad de dar
cuenta de sus actos y de ser principio de ellos) se encuentra funda­
da por el mismo hecho de existir en relación, y en esa relación se
encuentra engrandecida, a diferencia de una autonomía que alguien
tuviera que crear o arrebatar por sí mismo. San Agustín no dudaba
en llamar mentirosa a toda palabra que viniera de nosotros (véan­
se sus Homilías sobre el Evangelio de Juan). Esto significa que es­
tamos sustentados por una respiración más grande que la nuestra,
como decía Proclo; por eso nos hallamos autorizados a no tener
que andar construyendo sin cesar nuestra propia estatua.
Camus lo decía a su modo, invirtiendo de manera muy radical
la célebre frase nihilista de Karamazov («Si Dios no existe, todo
está permitido», frase que pudo causar perplejidad al mismo Nietz­
sche), cuando escribía: «Si Dios no existe, no hay nada que esté
permitido»26 • Esto es así justamente porque toda autonomía em­
pieza por ser provocada por una alteridad, porque todo comienzo
supone una inauguración y todo estreno una iniciación. Camus ha
querido decir quizá que si Dios existe todo esta «permitido», siem­
pre que se exprese de esa forma que es Dios creador el que «auto­
riza» (en el sentido más fuerte del término augere, ya evocado an-

26. A. Camus, Carnets II, Gallimard, Paris 1964, 155 (versión cast.: Carnets
JI, Alianza, Madrid 1985).
82 El sentido

tes) al hombre a ser precisamente quien es. En cierto sentido -que


es preciso comprender bien y que no tiene por qué ser para nada
infantil-, ¿no tenemos todos la necesidad de ser «autorizados», de
sentirnos recibidos, es decir, queridos, enviados, libres, llamados?
«El interpelado está llamado a la palabra, de manera que la pala­
bra que le ofrecen consiste en 'ofrecer ayuda' a su palabra [de res­
puesta]»27. Aplicando aquí la célebre distinción introducida por
Blondel en otro contexto, nosotros diríamos que Dios es «voluntad
volente» (= queriente) de nuestra «voluntad querida». Llamada y
respuesta.
Pero también aquí -y para asegurar esto- debemos mantener­
nos en vela, como hemos anunciado más arriba, para no engañar­
nos sobre Dios y sobre su identidad. De lo contrario, corremos el
riesgo de dar razón a aquellos que protestan contra Dios porque
quieren ponerse a favor del hombre. Si Dios fuera este Ab-soluto,
perdido en sus poderes y desligado (ab-solutus) de nosotros, en­
tonces sería un Dios incandescente cuya presencia me consumiría,
un Dios que destruiría al hombre, de manera que el hombre sólo
podría sobrevivir a través de la protesta y del rechazo del ateísmo.
Y sin duda, como debemos confesarlo, la historia del pensamiento
cristiano (filosófico y teológico) tiene su parte de culpa en este ale­
jamiento del verdadero rostro de Dios. Muy ocupado por la parte
indecible, filosófica o especulativa de Dios, este pensamiento se ha
olvidado un poco de hablar, como tiene derecho un cristiano (au­
demus dicere: Pater...), del Rostro que un Dios de la alianza nos ha
ofrecido de sí mismo, especialmente en Jesucristo.

d) Alteridad de kénosis
Porque este Dios no es justamente aquel de esa ab-soluticidad,
de ese replegarse en una grandeza incandescente y que nos quema.
El Dios cristiano es aquel que san Pablo ha reconocido y anuncia­
do de un modo admirable como el Dios de la kénosis (del despoja­
miento), el Dios que, a diferencia del dios pagano de Prometeo, no
es un dios que se apodera de lo suyo como de una presa, impidien­
do a los otros que la tomen (cf. Flp 2, 6). Dios es aquel que deja es-

27. E. Levinas, Totalité et Infini, 41.


La identidad como confrontación con Dios 83

pacio. En este contexto podemos hablar de una triple «kénosis».


Kénosis de la Trinidad: Dios «deja» lugar para el otro, en esta al­
teridad de relación que le define; kénosis de la creación: desde la
misma fundación del mundo, la Sabiduría divina quiere que el hom­
bre esté a su lado28 ; kénosis de la encarnación: al encamarse, Dios
deja ciertamente lugar en sí mismo para el hombre, de manera que
él «se cambia en hombre» (Bérulle ). El Dios del abandono de sí
(otra palabra más para evocar esta kénosis de la que habla san Pa­
blo) es Aquel que abre espacio. Aquel cuya grandeza incontestable
no se expresa guardando celosamente sus derechos, sino en la su­
perabundancia y en la gratuidad (cf. Jn 10, 10; 1 Tim 1, 14). Este es
un Dios que se muestra como «sí-mismo» siendo, en ese mismo
movimiento, un «para-nosotros». Esta es la intuición hebrea, según
la cual Dios es capaz de todos los actos del lenguaje a excepción
del monólogo29 •
De un modo especial, este Dios de la «kénosis» y de la gratuidad
no es un Dios encargado de cerramos el camino, sino un Dios que
dice sí (él mismo es el Amen, el «sí», cf. Ap 3, 14) a nuestra exis­
tencia. Y de esta forma, a causa de este mismo «sí» que Dios nos di­
ce y pronuncia, nosotros formulamos por nuestra parte nuestra iden­
tidad -admirabile commercium- diciendo «sí» a este deseo creador
y sin vuelta atrás, diciéndonos «sí» a nosotros mismos30 . El haber si­
do suscitado por este Dios, por este Dios que sabe despojarse para
dejar lugar a otro, este Dios de super-abundancia gratuita que no re­
gatea su presencia y su proximidad... el haber sido suscitado por es-

28. Los teólogos escotistas han presentido aquello que se llama aquí la kéno­
sis en o desde la creación. Cf. K. Rahner, Gnadenlehre, en Schriften zur Theologie
IV, Einsiedeln-Zürich-Koln 1967, 209-237 (cf. p. 223, donde Rahner resume su
pensamiento hablando de la Creación [ Urtat Gottes] como Selbstiiuserung des
Gottes, auto-exteriorización de Dios) (versión cast.: Escritos de teología IV, Tau­
rus, Madrid 1964).
29. G. Steiner, Réelles présences. Les arts du sens, versión francesa de M. R.
de Pauw, Gallimard, Paris 1990, 267 (versión cast.: Presencias reales, Destino,
Barcelona 22001 ).
30. De esa forma, para ser él mismo, el hombre debe abandonar la visión pa­
vorosa de un Dios incandescente y paralizante por su alejamiento. Pero, al mismo
tiempo, debemos destacar que la verdadera relación con Dios nos hace abandonar
otra incandescencia: la de lo fusiona}: «El Nombre-del-Padre arranca al hombre de
su repliegue sobre sí mismo y le hace salir de un misticismo por medio del cual él
quisiera disolverse en una fusión afectiva e imaginaria con el Gran Todo» (Vergote).
84 El sentido

te Dios significa de un modo evidente un tipo de relación bien dis­


tinta de aquella de la cual se sospechaba que implica la muerte del
hombre. Así, acogemos «a un Absoluto que está libre de la violencia
de lo sagrado, (un) infinito que no quema (ya) los ojos de aquellos
que le miran. Él habla, él no tiene la figura mítica imposible de so­
portar, ni mantiene a mi 'yo' preso en sus redes invisibles. Este infi­
nito no es numinoso: el 'yo' con quien él se relaciona no es negado
mediante su contacto, ni trasportado fuera de sí»3 1• No se trata, por
tanto, de volver a los Baales espantosos y temibles, portadores de
una alteridad insoportable, que escriben sobre nuestros muros un pa­
voroso Mané, Thékel, Pharés (cf. Dn 5, 25)*. Nosotros hemos des­
cubierto que la grandeza de nuestro Dios encuentra su ministerio y
su sacramento en la «kénosis». Hay una palabra admirable de Aris­
tóteles, parafraseada por uno de sus comentadores: «El desamparo
se convierte en ayuda; la ayuda necesita al desamparo como único
espacio en el que ella puede desarrollarse»32•
Gracias a este inmenso correctivo de la kénosis (de un Dios que
no muere al ponerse en contacto con lo relativo), la idea de que la
teonomía funda en última instancia la autonomía queda ya liberada
totalmente de aquello que, a pesar de todo, podría tener de peligro­
so para el hombre. Esa teonomía aparece ahora como este «inter­
valo de discreción» (Levinas), como este abandono de poder (cf.
Flp 2, 9) que respeta infinitamente nuestra patética grandeza. «Y
por esto [porque él se ha vaciado, ekenósen] se le ha dado el Nom­
bre que está por encima de todo nombre» (Flp 2, 9). El Nombre
que pedía Moisés ha sido concedido aquí en su plenitud, aquí don­
de existe «abandono», en esta plenitud «no impositiva», «de la que
hemos recibido todos» (Jn 1, 16), por la cual nosotros somos y en
31. E. Levinas, Totalité et Infini, 49.
* En esta referencia bíblica (capítulo 5 del Libro de Daniel) se está aludien­
do a la interpretación que el profeta Daniel hace sobre un sueño del rey Baltasar.
En dicho sueño, una mano misteriosa escribe las tres palabras citadas -«mané, thé­
kel, pharés», verso 25- como anuncio del castigo que se le avecina al rey por su or­
gullo, sacrilegio e idolatría ante Dios. La interpretación de dichas palabras viene a
continuación: <<Mané, es decir, 'contado': Dios ha contado los días de tu reinado y
ha señalado un límite. Thékel, es decir, 'pesado': has sido pesado en la balanza y ha­
llado falto de peso. Pharés, es decir, 'dividido': tu reino ha sido dividido y entre­
gado a los medos y a los persas» (Dn 5, 26-28) [Nota del editor].
32. J.-L. Chrétien, L'Appel et la Réponse, 122.
La identidad como confrontación con Dios 85

la cual nosotros encontramos «movimiento y ser» (Hch 17, 28).


«Todo sucede como si la divinidad hubiera querido crear para no­
sotros aquello que existe de más elevado, el ser-por-sí de la liber­
tad, y que para hacerlo posible hubiera estado forzada a esconderse
ella misma»33 .
No es, por tanto, ni verdadero ni justo el decir que la idea de in­
finito, al menos cuando ella se revela de esta forma, constituya un
error para el hombre. Ya en un plano de simples conceptos -¡y
cuánto más cuando se trata de la realidad!-, Kant estimaba que, co­
mo ser de finitud, el hombre sólo puede reconocerse a sí mismo an­
ticipándose hacia una perspectiva infinita. El hombre no puede vi­
vir sin la idea o la representación de un reino de Dios, sea cual sea
la forma en que lo imaginemos34• Y Dostoievski: «Mucho más que
su propia felicidad, el hombre necesita saber y creer a cada instan­
te que existe en alguna parte una felicidad perfecta y deseable, pa­
ra todos y para todo»35 • Nosotros nos afirmamos y confirmamos en
la medida en que buscamos siempre algo que se encuentra más allá
de aquello que se nos ha dado. Nosotros somos de esta tierra, pero
esto mismo supone que hay en nosotros una flecha que conduce
hacia la trascendencia. Según Hegel, el sujeto humano, incluso pa­
ra leerse y comprenderse como un «simple» ser humano, debe li­
berarse de una aprehensión demasiado inmediata de sí mismo y del
mundo. Pero esto no es posible, conforme a la visión de Hegel, a
no ser gracias a la idea de eternidad, es decir, a una toma de con­
ciencia trans-histórica de aquello que está más allá del tiempo36•
En el fondo, la idea de Dios, que implica la idea de trascenden­
cia, implica también la idea de la diferencia, de la «diferancia»
(=diferencia que hace diferentes: Jacques Derrida). Se podría pen­
sar que con la desaparición de la idea de Dios podría perderse tam­
bién la idea misma de la diferencia y de la alteridad y que incluso la
misma idea del hombre podría venir a desaparecer. «En nuestros

33. K. Jaspers, Le mal radical chez Kant: Deucalion 4, 36 (1952) 247.


34. l. Kant, La Religion dans les limites de la simple raison, versión francesa
de J. Gibelin, Vrin, Paris 1968, 125-127, 133-135, 152-163 (versión cast.: La reli­
gión dentro de los límites de la mera razón, Alianza, Madrid 2001).
35. F. Dostoievski, Les Possédés, III, 7, 3.
36. Cf. P.-J. Labarriere, «La P hénoménologie de /'esprit» de Hegel. lntroduc­
tion a une lecture, Aubier-Montaigne, Paris 1979.
86 El sentido

días, y es también aquí Nietzsche el que indica desde lejos el pun­


to de inflexión, lo que se destaca no es ya tanto la ausencia de Dios,
como el fin del hombre. Más que la muerte de Dios, aquello que
anuncia el pensamiento de Nietzsche es el fin de su asesino; la des­
trucción del rostro del hombre. Lo que se ha roto es la corriente
profunda de tiempo, por la que el hombre se sentía llevado»37• Se­
gún Emst Bloch, aquello que él mismo llama «la liquidación de la
hipótesis Dios», por la reducción a la antropología que ella implica,
no ha logrado que la esperanza humana resulte más activa. Bloch no
es cristiano, pero piensa que «el espacio de la proyección religiosa
no es una quimera, sino aquello que abre hacia adelante»38 • Si los no
cristianos hablan así, ¿por qué a nosotros nos cuesta hablar nuestro
lenguaje, repatriar nuestras palabras? ¿Por qué dejar que ellas se
nos escapen en el mismo instante en que nos las piden?
De esa forma, pues, la alteridad se comprende hoy como fun­
dadora de la autonomía. Más aún, cuando esta alteridad es la de al­
go más grande que uno mismo descubrimos, mediante ella, que au­
menta nuestra posibilidad para acceder a la identidad. Mejor aún,
aquí se puede ver que si esta heteronomía, que llamamos teonomía,
libera al hombre del proceso identificador de clausura sobre sí y
sobre los otros, ella le permite situarse en una libertad que es que­
rida y deseada, pues pertenece a la expresión y ejercicio mismo de
su ser creado, querido y «autorizado». Esta es la respuesta de Dios
al «moisés» de hoy, que ha leído a Sartre y a Merleau-Ponty, a
Nietzsche y a Feuerbach, y por ello re-pregunta, o debe re-pregun­
tar a Dios cuál es su nombre, quién es él, para saber si la confesión
de este nombre divino será precisamente la confirmación de su
propio nombre humano.

e) Alteridad de don

Pues bien, este Dios cristiano, a quien hemos visto su rostro de


«kénosis» y despojo, no es un Dios cuya confesión pueda aplastar­
me -este Dios cristiano viene, como en una última revelación, pa-

37. M. Foucault, Les Mots et les Choses, 396-397.


38. E. Bloch, Das Prinzip Hoffnung, Frankfurt 1959, 1524 y 1530 (fragmen­
to traducido por mí).
La identidad como confrontación con Dios 87

ra añadir a nuestra vida un toque o elemento insuperable, todavía


no evocado-. En la misma línea, recibiendo ese don de Dios, el
hombre va a encontrarse en el mismo corazón de la. gracia de su
humanidad. Esta última revelación vuelve a decir al hombre que
esa alteridad divina se le ha ofrecido libremente, como un don, y se
le ha dado como un honor, de tal manera que el hombre sólo puede
responder a ella actuando libremente. La alteridad que le ha sido
propuesta para alcanzar su identidad no es la de una heteronomía
incandescente o seductora, a la manera de los Baales y las Astartés
( «ese no es tu nombre»), sino la alteridad de un Dios que no per­
mite y no quiere tener otra relación posible con el hombre -su ima­
gen y semejanza- que aquella en la que este es y queda infinita­
mente respetado.
San Agustín lo ha dicho a su manera, de un modo soberano:
«Dios te ha creado sin ti, pero no te salvará sin ti». Sí, ciertamen­
te nuestra venida al ser no ha dependido de nosotros. Nosotros no
hemos influido en ella para nada. Pero todo el resto, la politeia de
nuestro bios, como dicen los Padres de la Iglesia39 , es decir, la ma­
nera en que vamos a desplegar nuestra existencia, a «ratificar
nuestro ser» (Maimónides), a «responder de nuestro ser» y a rea­
lizar la llamada que él implica, cumpliendo o no el destino que se
nos ha ofrecido, todo esto dependerá de nosotros. Como afirma
Pico della Mirandola, con sólo una pizca de exceso, que nosotros
le podemos perdonar: «Yo no te he dado, oh Adán, ni rostro ni lu­
gar que te sea propio, ni don alguno que sea particularmente tuyo,
a fin de que tu rostro, tu lugar y tus dones los quieras tú mismo,
los conquistes y poseas por ti mismo. La naturaleza encierra a las
demás especies en las leyes que yo establecí para ellas. Pero tú, a
quien ningún límite rodea, por tu propia libertad, en cuyas manos
he querido colocarte, te defines por ti mismo» (De Dignitate Ho­
minis). Incluso Dios no quiere imponernos nuestro acceso al ser
-Dios no fuerza jamás nuestra morada-. «Estoy a la puerta y, si
alguien me abre, yo entro» (Ap 3, 20). «Yo os conjuro, hijas de Je­
rusalén: no molestéis, no despertéis a aquel a quien yo amo antes
39. Sobre esta antropología de los Padres, muy poco conocida, léase V. Gheor­
ghiu, Pourquoi m 'a-t-on appelé Virgil?, Pion, Paris 1968, 70-87 (capítulo titulado:
«Bios kai politeia»).
88 El sentido

que él lo quiera» (Cant 2, 7). Los Padres de la Iglesia subrayan


aquí, de un modo unánime, este respeto divino por nuestra liber­
tad. «Ni el mismo Espíritu santo puede engendrar a la vida nueva
una voluntad que se le oponga, sino solamente una voluntad que
lo acepte» (Máximo el Confesor, Quaestiones ad Thalassium, VI,
en PG 90, 280 D).
Ante esta teonomía, que se le presenta como la posibilidad y ta­
rea de su autonomía, el hombre se encuentra como ante un ofreci­
miento. Eso significa que no es posible tener miedo de que el hom­
bre muera al contacto con el Absoluto, porque el mismo Absoluto
le manda que desarrolle la posibilidad de su libertad y de su iden­
tidad y que no viva bajo la imposición de una violencia o de una
necesidad. «Es la libertad la que hace al hombre deiforme y santo.
Imponerle algo por la fuerza significa despojarle de su dignidad»
(Gregorio de Nisa, De Mortuis, en PG 46, 524 A). Esta identidad
del hombre ante Dios, este «segundo nacimiento», es «el resultado
de una libre elección, y de esa forma nosotros somos, en algún sen­
tido, nuestros engendradores, creándonos a nosotros mismos tal y
como queremos ser y configurándonos por nuestra voluntad según
el modelo que nosotros escogemos» (Gregorio de Nisa, Vita Moisi,
11, 3, 328 b; Sources Chrétiens, Ibis, p. 32).
¿No estaremos, según eso, autorizados a responder a Sartre con
nuestras propias palabras? Recordemos que para Sartre no existe
una esencia que me preceda y me dicte: soy yo quien debo existir
para ser, pues «la existencia precede a la esencia». Es evidente que
Sartre no quiere decir aquí que nosotros debiéramos decidir si na­
cemos o no, sino que tenemos la libertad de decidir sobre aquello
que haremos a partir de nuestro nacimiento. Con la diferencia -im­
portante- de que nosotros, los creyentes, confesamos que nuestro
ser-en-el-mundo viene de Dios. De esa manera nosotros, como
cristianos, nos atrevemos a decir que a nuestra libertad le pertene­
ce el con-sentimiento (con-sentir o aceptar el don de Dios). De esa
manera el hecho de que mi ser ek-sista es algo que me pertenece.
En ese sentido (¡y precisamente en ese!) también es verdad para el
cristiano que la existencia, es decir, la manera o politeia conforme
a la cual él vivirá su vida, subios, es algo que precede a (al cum­
plimiento de) su esencia. Modificando apenas lo que decía san
Agustín y precisando, evidentemente, que la gracia y la, anticipa-
La identidad como confrontación con Dios 89

ción divina están ahí para acompañarnos en este camino, podría­


mos decir ahora que si Dios nos ha hecho sin nosotros, él no nos
hará sin nosotros.
Y quizá se encuentran vinculadas así dos exigencias fundamen­
tales. Por una parte, la del hombre que no se quiere perdido en so­
ledad, «arrojado a la existencia» (la Geworfenheit de Heidegger, el
«desamparo» de Sartre), perdido en la soledad de la inmanencia,
que nosotros hemos descubierto mortífera y tautológica: «Querer
decir la alteridad y la trascendencia en términos de inmanencia
constituye una obstinación»40 • Al hombre se le ofrece una trascen­
dencia, una alteridad, para que él pueda construir su identidad; se
le anuncia un Nombre, para que él pueda ser arrebatado del peligro
de pérdida de sí mismo y pueda de este modo ser llamado e invita­
do a darse un nombre.
Pero, por otra parte, se salvaguarda así otra exigencia, aquella
de una autonomía que no quiere -¿seguiría siendo, de otra forma,
autonomía?- ser obligada, dictada y definida, abandonada al otro,
pues en ese caso sería simplemente un juguete. Mas el Dios de la
Encarnación y de la philanthrópia es diferente. Este Dios del que
hablamos, este Dios que no muere al ponerse en contacto con lo
Relativo, no puede ser un Absoluto ante el cual el hombre podría
morir. Y es a este Dios, y no a aquel de la Mirada que nos vigila, al
que le preguntamos cuál es su nombre y le pedimos que nos mues­
tre su Rostro. Es a este al que preguntamos si es él «el que debe ve­
nir» y ante el cual comprendemos así «que no se debe esperar a
otro» (Mt 11, 3). Pues este es el Dios cuya confesión me confirma
(cf. Le 22, 32). Este es el Dios que hacía decir a Hannah Arendt
que «la cuestión de la naturaleza del hombre no es menos teológi­
ca que la cuestión de Dios»41 •

40. E. Levinas, Transcendance et Intelligibilité, 29. Resulta interesante resal­


tar que en esa página Levinas -quien sin duda alguna ha dado gran importancia al
otro- escribe también que esta obstinación de pensar la trascendencia y la alteridad
en la inmanencia expresa «un desconocimiento y una interpretación puramente ne­
gativa de la projimidad y del amor».
41. H. Arendt, Condition de /'homme moderne, versión francesa de G. Fradier,
Seuil-Agora, Paris 1988, 45, nota 1 (versión cast.: La condición humana, Paidós,
Barcelona 1993). Léase, en esa misma nota, el bello comentario que H. Arendt
ofrece sobre estas palabras de san Agustín: «Tu, quis es? Quid ergo sum, Deus
meus? Quae natura mea?» (Confesiones, X, 6 y 17).
90 El sentido

Esta es la grandeza de la intuición cristiana -no hay que tener


miedo a decirlo- que, por una parte, no deja al hombre en el de­
sierto, sin ninguna señal ni referencia, y que, por otra, al mismo
tiempo le dice que él sigue siendo un ser libre para escogerse y ha­
cer su destino, un destino que, en este sentido, depende de él42 • Mi
existencia ya no se encuentra por tanto amenazada, pues mi esen­
cia no resulta amenazante, como temíamos arriba que lo fuera. La
afirmación de la existencia Dios no viene ya más para arruinar
la mía desde el momento en que ella se presenta; al contrario, se
convierte en una provocación para que yo sea yo mismo.
Y, ciertamente, las cosas podrían haber sido distintas si Dios
fuera aquello que teme el humanismo existencialista, un Dios de la
Mirada que atraviesa mi ser, un Dios de la omni-potencia indiscre­
ta, que conserva celosamente para sí todo el poder. Ese Dios es to­
talmente pagano. Pero nuestro Dios es muy distinto.

«Si nuestro Dios, señora mía, fuera el de los paganos y filóso­


fos (para mí son lo mismo), haría muy bien refugiándose en lo más
alto de los cielos, pues nuestra miseria le precipitaría allí. Pero us­
ted sabe que nuestro Dios ha venido a nosotros. Usted podría es­
grimirle el puño, golpearle en la cara, azotarle con látigos y final­
mente clavarle sobre una cruz, ¿qué importa eso? No en vano, todo
eso lo han hecho con Dios, hija mía»43•

42. Cf. el capítulo 3 del presente libro: «Un destino que se da».
43. G. Bernanos, Journal d'un curé de campagne, Plon, París 1936, 209-210
(versión cast.: Diario de un cura rural, Encuentro, Madrid 1999).
3
Un destino que se da

El hombre es un ser que quiere hacer algo con su vida, algo que
sea bueno para él y hecho por él. El hombre tiene como don la li­
bertad, pero «libertad ¿para hacer qué?» (Bernanos). En el fondo la
pregunta que cada hombre ha de contestar es la del destino que de­
sea darse a sí mismo. ¿Le basta haber nacido? Ciertamente, no. El
hombre pretende dar a su vida un sentido, una dirección. Hacer de
ella algo que sea muy suyo, de tal forma que su vida, en cierto sen­
tido, no se parezca a ninguna otra. Quiere que su vida sea, en todo
caso, suya, la que él quiere construir con sus propias fuerzas: «Yo
seré médico», «seré abogado», «seré mecánico», «yo me ocuparé
de los niños abandonados», «seré músico», «seré investigador»,
«yo seré enfermero», etc. El hombre quiere darse un destino: este
propósito no es demasiado grande ni ampuloso, pues significa que
desea alcanzar un sentido propio, elevándose así en contra de un
destino que le estuviera fijado de antemano.
Pero ¡ay!, cuando escribimos esto -que por otra parte es verdade­
ro- nosotros sentimos muy pronto el aguijón de una espantosa y trá­
gica contradicción. ¿Cuántos seres humanos pueden expresar este
propósito de alcanzar un destino propio?, ¿cuántos pueden tener in­
cluso el deseo o la sospecha de un destino sólo suyo? Porque son mu­
chos los hombres que viven a la vera del camino, aplastados por la
fatalidad del hambre, de la guerra sin fin, de la pobreza desesperan­
zada, sin más preocupación que la de sobrevivir. Son seres excluidos
de antemano para acceder a un destino propio, para definirse a sí
mismos, para construir un deseo. A todos estos hombres, golpeados
por «una desdicha que ni siquiera puede hablar» (Shakespeare), les
faltan hasta las palabras para decir aquello que quisieran hacer con su
vida, con la única excepción de algunos sueños pronto fracasados.
92 El sentido

Nosotros no podemos negar esta situación, más aún, no pode­


mos hacer nada -aunque por otra parte lo intentemos- por reducir­
la, ni podemos siquiera soñar con suprimirla. No podemos negarla,
pero ¿debemos por ello, por un tipo de pudor, por miedo de parecer
indecentes, dejar de hablar del hombre como de un ser de destino,
como un ser apasionado por dar forma a su vida, por crear sus
fronteras? Pensamos que no, creemos que debemos hablar de nues­
tro destino. Y ello siempre que, a pesar de todo y al mismo tiempo,
guardemos memoria, una memoria viva de aquellos que se en­
cuentran privados de este horizonte.
Creemos que no, que tenemos que hablar. En primer lugar, por­
que este impulso a dar sentido a su vida es tan fundamental y ne­
cesario para el hombre que sería un desastre no salvaguardarlo
bien, pues la búsqueda del destino propio es como una de esas es­
pinas dorsales que sostienen la existencia humana. Si al hombre le
pertenece escapar a la falta de sentido dándose un destino, nosotros
mantenemos el derecho imprescriptible de hablar de ello, porque
ese derecho no debe acabar. Y mantenemos ese derecho porque es­
tamos persuadidos de que, si queremos preservar sin orgullo ni va­
nidad esta lámpara del santuario, es para mantenerla también alum­
brando delante de los ojos hambrientos de aquellos que no tienen
nada. El gran pianista Estrella, centrado en su destino de músico,
no ha engañado a los hombres y a las mujeres de las favelas cuan­
do interpretaba para ellos a Mozart y a Gershwin, sino todo lo
contrario.
Nos otros tenemos el derecho, tenemos la posibilidad, de propo­
nernos un destino. «Actualmente, todavía más que en otro tiempo,
la globalización de los recursos naturales y los desequilibrios vio­
lentos (ecológicos y sociales) que la acompañan nos enseñan a to­
mar más en serio la exigencia metafisica» 1 • Debemos recordar, sin
embargo, que este deseo de darnos un destino no tiene nada que
ver -nada en absoluto- con la búsqueda de un éxito puramente ma­
terial, pues esto sería un insulto supremo para los más pobres. Aquí
estamos hablando de darnos un destino, para que ese destino pue-

1. R. Célis, Entre monde et infini. La condition de l 'homme moderne chez


Descartes et Levinas (Cahiers de l'École des sciences philosophiques et religieu­
ses, nº 8), Publications Universitaires Saint-Louis, Bruxelles 1990, 63.
Un destino que se da 93

da aparecer, tanto para nosotros mismos como para los demás, co­
mo la promesa de una vida que se expresa en la búsqueda de un de­
seo purificado y de un puro cuidado a favor de los hombres. ¿Se
trata de una ingenuidad? Si fuera una simple ingenuidad tal vez ha­
bríamos dejado ya de ser humanos.
Creemos, por tanto, que tenemos el deber -como aquí mostra­
remos- de hablar de esta voluntad del hombre de imprimir a su vi­
da, de un modo individual y comunitario, los rasgos de un destino
singular y de trazar para esa vida unas líneas y fronteras que, al
mismo tiempo, la sobrepasen y la definan. ¿Cuáles son, pues, más
allá de las puras condiciones prácticas -morales, sociales, econó­
micas o políticas-, las condiciones teóricas y trascendentes para
que podamos al menos intentar todo este esfuerzo de trazar ese
destino cuya voz y cuyo eco resuena en el deseo? Si no planteamos
las cosas así, no podremos seguir avanzando. «Tras todo problema
político hay un problema teológico», decía Proudhon, y podría ha­
ber añadido: hay también un problema metafisico. Al proponer la
cuestión apelando a las luces de la fe («Dios para pensar»), no
existe por nuestra parte ninguna presunción, sino el ejercicio que
exige una responsabilidad que viene a sumarse al concierto de
otras voces también responsables; porque el tema del destino no es
sólo una cuestión de fe religiosa, sino una responsabilidad cultural,
pues se trata muy exactamente de un reto de civilización. Pero ¿qué
tipo de reto es este?
Se trata del reto de saber si el hombre se perderá en el dejar-ir­
se de una existencia sin horizontes o si se salvará, viendo que se le
dice, con términos nuevos, con las resonancias del mundo actual,
que él es capaz de darse un destino. En este contexto podemos ha­
blar de una dimensión, de una dilatación casi cosmológica. Es co­
mo si el hecho de que el hombre se piense como animal racional,
o social, o incluso moral, no fuera ya del todo suficiente para res­
ponder a su aventura de libertad, de manera que si sólo viviera en
esos niveles (racional, social, moral) el hombre correría incluso el
riesgo de encogerse y perderse. Desde Hesíodo a Thomas Mann,
desde san Agustín hasta Kant, desde Maimónides a Sartre, el hom­
bre es aquel ser que se ha comprendido y ha luchado por algo que
sobrepasa incluso el espacio ya tan profundo del amor y de la
muerte. «La vida tiene un significado metafisico», escribía Nietz-
94 El sentido

sche en su espléndido comentario al Gorgias2 • Las cuevas de Alta­


mira y de Lascaux ofrecen ya un testimonio de esta búsqueda me­
tafisica, que es casi como una conjura del hombre ocupado en bus­
car el sentido último de su identidad.
El hombre es el ser que quiere liberarse, tanto como pueda, de
todo aquello que, como si viniera de otro planeta o de otra volun­
tad, fijara y dictara su camino sobre el mundo. El hombre es el ser
que pretende vencer todo aquello que tiende a presentarse ante él
como expresión de fatalidad. Al combatir contra el hambre, contra
la injusticia, contra la dependencia; al luchar a favor de la moral,
por los derechos y deberes; al perseguir los designios de la ciencia
y del pensamiento, sobrepasando el nivel de esos combates, el
hombre viene a entenderse como un ser que lucha por descubrirse
verdaderamente humano. Al combatir a favor de la libertad, por el
sentido, por la justicia de las cosas, él se ha sentido como un ser
que debe ser más fuerte que estas fuerzas que le rodean -el único
ser en el mundo que es capaz de ello-. El hombre se ha visto como
alguien que puede desviar su Destino, como alguien que tiene el
derecho y el deber de hacerlo, si es que quiere, justamente, reali­
zarse a sí mismo3 . El hombre necesita una antropología que le ha­
ble del destino. «La preocupación es siempre la preocupación por
el fin»4 • El hombre necesita determinaciones más altas que aque­
llas de todos los días, sin las cuales es incapaz de liberarse de sus
pesadumbres y de introducirse en el deseo.
Este será el rumbo de mi argumentación. Para que resulte clara,
presento inmediatamente su trayectoria. En un primer momento
(¿Qué desea el hombre?) intentaré ofrecer una fenomenología del
deseo y, de esa forma, de aquello que el hombre entiende e intuye
precisamente cuando habla de «destino», «destinado», «fin», «fi­
nalidades»; a continuación (¿Qué teme el hombre?) mostraré cómo
y por qué el hombre choca contra obstáculos y por qué puede em­
pezar a tener miedo ante la aventura de un destino propio; en tercer

2. Nietzsche, Introduction a la lecture des Dialogues de Platon, versión fran­


cesa de O. Berrichon-Sedeyn, Éclat, Combas 1991, 33.
3. Cuando yo escribo «Destino», como acabo de hacerlo, con mayúscula no
aludo evidentemente a aquello que aquí deseo esclarecer (darse un destino perso­
nal), sino a todo aquello que uno cree posible liberar de la fatalidad.
4. R. Célis, Entre monde et infini, 65.
Un destino que se da 95

lugar (¿A qué debe atreverse el hombre?) podré mostrar la manera


en que, por una «antropología del exceso», el hombre puede, al
mismo tiempo, alcanzar su intuición positiva del destino y encon­
trar las razones para sobrepasar sus miedos; por último (¿Qué le
ofrecen al hombre?) mostraré aquello que propone de manera pro­
pia la marcha específicamente teológica o creyente, como respues­
ta a esta búsqueda de un sentido y libertad, siguiendo el hilo recto
de la intuición humana, pero apoyándonos, al mismo tiempo, en la
seguridad de una Palabra que nos es dada y que engrandece aún
nuestro destino.

l. ¿Qué desea el hombre?

Retomamos así con más detalle y con nuevas precisiones aque­


llo que acabamos de entrever. El hombre, digámoslo ya, quiere que
su libertad responda a un «por qué». Y la palabra «destino» o des­
tinación despierta en él precisamente la idea de que el sentido y la
finalidad de su ser y de su libertad («Libertad, ¿qué se puede hacer
con ella?», Sartre) tienen un sentido que debe ir más allá de la sim­
ple monotonía de lo cotidiano, más allá de aquello que se cierra so­
bre su repetición y su indolencia, su fatiga y su ausencia de hori­
zonte. ¿Qué evoca, pues, esta palabra mayor sobre el destino que se
regala? ¿Qué connotaciones se anudan y vinculan en torno a esta
palabra?
En primer lugar, el destino implica que el hombre es un ser per­
sonal y único. Este deseo profundo del hombre de dar a su existen­
cia -en la medida en que se pueda- la orientación y la tarea de un
destino que marcará toda su vida, es un deseo que pertenece a la
persona, es un deseo suyo. Se trata de su existencia única y, a tra­
vés de ella, de la existencia de su comunidad humana, que él quie­
re contribuir a desarrollar, sin limitarse sólo a la pura propagación
de la especie. A diferencia de la fatalidad (destinée) anónima e im­
personal, en la que todo se hace sin contar con mi voluntad, la pa­
labra destino (destin) evoca la tarea de un deseo (el mío) a través
del cual yo quiero ofrecer a mi libertad todo su desarrollo.
La idea de darse un destino, por sí mismo y entre los otros, im­
plica también la de sobrepasar, la de trascender de alguna manera
96 El sentido

los límites de la finitud. Ciertamente, no se trata -y ello no es ni si­


quiera posible- de ignorar mi finitud, porque es la misma finitud la
que me permite ofrecer una base a todo lo que hago o deseo, sin
perderme en el delirio de una evasión sin fin, fuera de mí mismo,
donde ya ningún destino me sería accesible. La finitud es justa­
mente aquello que me constituye y se halla en la base de lo que me
permite ser un hombre y no un Dios (cosa que, en el fondo, sería
algo puramente imaginario). Esto no impide que la idea de destino
evoque, de un modo u otro, reprimida o no, la idea de un más-allá
(sea del modo que fuere) hacia el cual puede tender mi finitud, pa­
ra encontrar allí su nota más honda. Quiero aludir de esta manera
a la nota de un sentido, de una culminación de mis actos, donde
ellos sobrepasan su simple inmanencia. Tal es la fenomenología del
deseo. Se trata, todavía y para siempre, del «para qué». En este
fondo emerge la idea de un tipo de vocación suprema para algo que
no se identifica pura y simplemente con el tiempo y el espacio.
Una vocación para algo que, sin embargo, no destruye ni disminu­
ye las cosas de aquí abajo, sino que podría pertenecer a un «no sé
qué» más grande, a la idea, quizá, de que nos espera una cosa (¿o
alguien?), a la idea de que existe, quizá, ¿quién lo sabe?, un Orien­
te del oriente, Oriens ex alto, algo que es precisamente mi oriente,
pero que sin embargo, al mismo tiempo, viene de más arriba. En
todo esto descubro que mi deseo, y sólo mi deseo, si yo lo escucho
bien, me está llamando.
La palabra destino evoca también la idea (sobre la que después
volveremos) de que en cierto sentido se nos propone u ofrece («se
nos da») quizá alguna cosa, otro aspecto un poco paradójico pero
real de la libertad; evoca la idea de que se trata de acoger alguna co­
sa que nos viene «de otra parte», de una alteridad; de cierta cosa
que no proviene simplemente de nosotros y de nuestros esfuerzos,
una cosa a la que sería beneficioso responder, para que nosotros
seamos plenamente nosotros mismos. Actualmente encontramos
pensadores (como Emmanuel Levinas o Michel Henry) que repiten
que los hombres no somos solamente voluntad y acción, sino tam­
bién afectividad y receptividad, somos seres que no llegamos a ser
lo que somos si nos encerramos en nosotros mismos. Esta es toda
la aventura del hombre, ser que «recibe» de un modo muy especial,
que recibe siempre el amor de manos de otro. Y ese otro es siempre
Un destino que se da 97

algo (alguien) que está más allá. Y ese otro es aquel que despierta
mi deseo, como lo ha cantado en la Biblia de un modo soberbio el
Cantar de los cantares.
La idea de destino evocará siempre la de un ser constitutivo a
nuestro ser, de un ser que ofrece un tipo de aporte a la edificación
del ser y del mundo: la idea de que el hombre está hecho para más
de lo que él ve, calcula o constata; la idea de que su trascendencia,
que es ya real en el mismo seno de su inmanencia, se abre, al mis­
mo tiempo, al encuentro de confines que se hallan más allá, de
unos confines que son, sin embargo, los suyos porque él los desea
y porque siente que ellos se inscriben en el deseo y en la lógica de
su existencia. En el fondo, la palabra «destino» evoca una existen­
cia donde el hombre está invitado a buscar el fundamento de su
sentido y de su libertad, más allá del horizonte de las certezas es­
tablecidas. «¿Qué camino de la vida ha de tomarse?» (Heráclito,
Fragmento 138).
De esa forma, la idea de destino podría evocar en fin el hecho
de que en ese destino podrían reconciliarse el yo mismo y el otro
(problema de la justicia); el amor de sí y el amor al otro (problema
de la caridad); el éxito de uno mismo y el éxito del otro (problema de
la sociedad); y quizá también el hecho de que se vuelva inteligible
aquello que resulta menos inteligible: nuestras valentías y nuestras
indecisiones. Ese destino podría evocar una reconciliación donde
pueda saciarse la sed por lo concreto y nuestra sed por lo absoluto.
«¿Por qué existo, en vez de no existir?». Alcanzar un destino (Bes­
timmung5) significa no pasar de largo ante aquello que se nos ha
encargado hacer, no haber fallado a la vida6, no haber traicionado
el deseo.
Pero he aquí que la teología, desde el primer estadio del deseo o
del destino, no se encuentra quizá tan mal situada para aportar aquí
su palabra. Supongamos que existen tres grandes dominios en el co­
nocimiento y en la apreciación de la vida: la ciencia, la filosofia y la
teología. La ciencia mira al saber: ella es un conocimiento, quiere
5. Cf. M. Mendelssohn, Sur la question: que signifie éclairer?, en J. Mondot
(ed.), Publications de l'Université de Saint-Étienne, 1991, 67-68 (cf. también las
p. 8-13).
6. Una palabra griega que evoca destino o destinación (Hórismenon) tiene
quizá la misma raíz que aquella otra palabra griega de la que proviene «horizonte».
98 El sentido

saber lo que son las cosas; tiende, en parte, hacia la realización téc­
nica. La filosofia vela por el sentido: ella es una hermenéutica, se
preocupa de los valores y desemboca en la ética. La teología, con su
vieja palabra «salvación» (palabra inculta e «insoportable» para los
otros dos lenguajes), mira a la existencia (que es más que una aven­
tura intelectual e incluso más que un búsqueda de sentido). La teo­
logía se interesa por la suerte del hombre: ella habla (que se crea o
no se crea en la salvación, eso importa poco aquí) de las finalidades
del hombre. En resumen, la teología se ocupa de la cuestión del des­
tino. Su pasión consiste en hablar de aquello que hace que el desti­
no sea un camino del hombre. «Homo desideriorumes», tú eres, oh
Daniel, un ser de deseos (Dn 9, 23; 1O, 11.19).
Existen ciertamente relaciones entre las tres disciplinas: la filo­
sofia se preocupa también de la verdad y del saber, como la cien­
cia; la ciencia promueve valores y sentido (se habla de una «ética
del conocimiento», J. Monod); la teología se preocupa del sentido
y de la verdad. Pero tanto el sentido como la verdad pueden seguir
siendo cosas del puro espíritu humano, pueden resolverse en la ca­
beza (in mente, diría santo Tomás), permaneciendo así en un plano
de teoría. La teología va «más lejos» o toma, en todo caso, otro ca­
mino, pues no se interesa en primer lugar por la verdad (incluso si
no puede abandonar la verdad), ni tampoco por el sentido (aunque
influye en el sentido), sino por aquello que advendrá al hombre,
por aquello que él espera más allá de la ultima linea rerum, cuando
haya pasado la figura de este mundo. Y esta preocupación puede
transponerse a los temas seculares. Que se crea o no se crea en su
vocabulario «anticuado», la fe, la religión y la teología hablan en el
fondo de la felicidad: del sentido que tiene el sentido; del éxito o
del fracaso de la vida. Para hablar de eso, la teología tiene incluso
la audacia deseante de hablar de la vida eterna.
La teología es de esa manera el lugar donde la palabra «Dios»,
pronunciada aquí por vez primera (de la que seguiremos hablan­
do), resuena en alguna parte, como una palabra que viene de fue­
ra, y no de la simple inmanencia, y que sin embargo, como dice
san Agustín, está presente desde el principio en lo más profundo
de nosotros mismos (interius interiore meo). Como si el hombre,
para pensarse y construirse, en cierto sentido no pudiera mante­
nerse sin meditar sobre Dios, incluso negándole, porque negar a
Un destino que se da 99

Dios significa todavía medirse en relación con él. Como si en la


palabra «Dios» hubiera más que en la palabra «ser» (Ricoeur7). En
este contexto se puede afirmar la idea de que «yo es (también)
otro» (Rimbaud). La idea de que existe una presencia de algo que
es más que lo inmediato, aunque sea una presencia vacilante, ex­
tremadamente discreta, pero siempre, en todo caso, más o menos
deseada o codiciada, apetecida o presentida, incluso para aquellos
que han optado por la idea de que eso es sólo una ilusión. Pero to­
dos han pensado siempre en ello.

2. ¿Qué teme el hombre?

En el corazón del hombre y de su deseo existe por tanto una


apetencia o voto de destino. ¡ Y sin embargo... ! A pesar de este de­
seo soñado y obstinado, el hombre puede llegar a dudar de esta
aventura de su libertad y detenerse, sin más, sobre el campo abier­
to. Se nos plantea, por tanto, una cuestión: ¿Es cierto que el hom­
bre se encuentra tan espontáneamente apasionado y deseoso de li­
bertad como cree? La multiplicación inmemorial y siempre vigente
de fórmulas fatalistas («estaba escrito», «era el destino», «Dios lo
ha querido»), el recurso a los presagios y a los signos ya fijados (la
astrología, solicitada cada vez más8), la convicción más o menos
confusa de que nuestra suerte se encuentra ya determinada en al­
guna parte, la resignación desesperada en situaciones más o menos
implacables, «en las que no hay nada que hacer», la importancia
que el hombre atribuye deliberadamente al azar y a su juego -como
si una libertad y decisión excesiva resultara insoportable-, todo
eso, todo ese conjunto de datos que de hecho están presentes en
nuestra cultura -y que, sin embargo, ha escuchado también una pa­
labra distinta, pues le han hablado ya de que existe libertad-, ¿no
debe examinarse ahora de un modo directo, si en verdad no se
7. Lo mismo que Emmanuel Levinas piensa que en la palabra «crear» hay al­
go más que en la palabra «ser».
8. Sobre este asombroso resurgir actual de los horóscopos, los videntes y las
prácticas adivinatorias, existe una abundante literatura y, sobre todo, una exhibi­
ción omnipresente en revistas que son muy consultadas (¡en particular por más de
la mitad de los docentes!).
100 El sentido

quiere que el deseo de darse un destino se vuelva, como sucede a


menudo, algo puramente evanescente, semejante a una especie de
encantamiento?
Porque chocamos por doquier con una resistencia infinita, co­
mo si el hombre no quisiera estos anuncios y estas promesas de li­
bertad. ¿Dónde están y qué son, según esto, esos demonios inte­
riores que resisten de esa forma al deseo que nosotros habíamos
podido creer que era universal? Todas estas preguntas se plantean,
y se plantean como un hecho cultural e histórico, como un hecho
social. No se las puede despojar incluso de un rasgo de humor, por­
que ciertos argumentos podrían incluso tener, como afirmamos,
una parte de verdad: ¿puede el hombre sobrevivir, fisica y psíqui­
camente, en un combate perpetuo? Un sano y vigoroso principio
de realidad, que nos lleva a tomar ciertas pausas en el combate de
la vida, ¿no salva quizá al hombre de un hostigamiento continuo,
hostigamiento que destruiría su existencia? ¿No puede suceder que
la resignación momentánea constituya, en cierto sentido, un mo­
mento de descanso, una parada saludable que el hombre ha encon­
trado paradójicamente para así salvarse? Incluso si no aceptamos
del todo este análisis, debemos tenerlo en cuenta.
Es que el hombre se encuentra lleno de obstáculos. Él puede su­
perar muchos de esos obstáculos, pero algunos no puede superar­
los, sea porque le parecen infranqueables, sea porque una reacción
de temor y de angustia difusa, casi «sagradas», se apoderan de él y
le dominan, haciéndole pensar que ha sido derrotado. Puede su­
ceder que el hombre interprete esas derrotas ante los obstáculos
como expresión de lasitud o desesperanza. Pero también puede
suceder, y esto es lo que nos interesa resaltar aquí, que el hombre
responda recurriendo a menudo a una interpretación fatalista de
esos obstáculos. Los griegos, tan orgullosos de la libertad, solían
responder así, hablando del destino como fatalidad. En esa línea, el
hombre suele decir que así estaba decretado (por la naturaleza o
por los dioses), suele hablar de la necesidad o la fatalidad, como si
fueran poderes autónomos. Aquí planea la figura de un Comman­
deur o Gran Gobernante que lo determina todo9 •

9. El estudio de este tema resulta más importante porque a nosotros, los cris­
tianos, se nos pregunta a veces si no habremos cavado nuestra propia tumba, desde
Un destino que se da 101

¿Cómo salir de ese riesgo, superando la mentalidad fatalista?


Yo considero tres caminos: tomar en cuenta esa mentalidad de re­
signación, sin querer negarla; aceptar, incluso, con ciertas reservas
esa mentalidad para ver sus ventajas; y por último, trabajar (en el
sentido psicoanalítico del término) esta mentalidad, pues no se
trata, evidentemente, de aprobarla sin más. Destacamos estas tres
condiciones, pues sin ellas todas las restantes cosas que se pueden
y se deben hacer para luchar a favor de la libertad pueden volverse
inútiles o incluso destructoras. Pongamos un ejemplo, aunque no
pertenezca directamente al tema. No podemos luchar eficazmente,
con palabras y acciones, contra el racismo si no reconocemos de
antemano que entre nosotros, cualesquiera que sean nuestros vo­
luntarismos, nuestras profesiones de fe, nuestras manifestaciones,
existe un sentimiento de xenofobia, que debemos tener en cuenta y
«trabajar». Mientras no hayamos hecho eso, todos los discursos
«proféticos» contra el racismo seguirán siendo moralizantes y ro­
mos; no podrán tener éxito, ni podrán cambiamos, sino que queda­
rán en el plano de las emociones superficiales y pasajeras. «Conó­
cete (primero) a ti mismo» antes de convencerte y de convencer a
los demás.

a) Tomar en cuenta la fascinación de la fatalidad

Jamás se logra nada no queriendo aceptar una realidad. Lo úni­


co que puede suceder es que uno se rompa a sí mismo y rompa a
los demás a través de acciones o discursos prematuros. Pues bien,
la realidad aquí es que el hombre -este mismo hombre que por otra
parte sigue estando animado por un sueño infinito de libertad- se
el momento en que defendemos la idea de que hay una predestinación. Pues bien,
al hablar de predestinación, ¿no habrá introducido el cristianismo en el hombre una
confianza o un terror que han reforzado su tendencia al fatalismo? Con todo, de­
bemos destacar que esa sospecha resulta excesiva, pues al desplazar el peso del
destino sobre un Sujeto personal (que es Dios), abandonamos el fatalismo ciego e
implacable y alcanzamos el nivel donde se manifiesta una voluntad que podemos
suponer que es buena. Más aún, al añadir que esa voluntad que todo lo dirige es
una persona, podríamos incluso aventuramos a influir en ella. Esta ha sido de he­
cho la función histórica que ha jugado esta dificil doctrina de la predestinación.
Debemos interrogamos sobre ella y con ella en relación con otros componentes de
nuestra fe.
102 El sentido

encuentra también y de igual manera inclinado a reaccionar fre­


cuentemente con actitudes de resignación. Así lo testifican fór­
mulas casi codificadas y omnipresentes («estaba escrito», «era mi
suerte», etc.), que llegan incluso a tomar a menudo un matiz reli­
gioso («era la voluntad de Dios», etc.). Ya hemos aludido a ellas.
Lo atestigua también, por otro lado, toda una parte del psiquis­
mo humano. Adler hablaba de la pulsión de muerte que habita en el
hombre. En este contexto nos hallamos aquí muy cerca de esa pul­
sión: el hombre no se encuentra siempre tan ansioso de vida y li­
bertad como se cree, sino que tiene a menudo una «extraña pasión»
(Ernest Hello) por la desdicha. Y con frecuencia sucede que el hom­
bre encuentra placer en dejarse dominar por esa pasión. Así lo ates­
tiguan a su vez ciertos reflejos de «sabiduría trágica», que aparecen
precisamente en las tragedias (como obras literarias) y en las sen­
tencias pesimistas: «El mundo es como un niño que juega a las
suertes» (Heráclito). Todo es azar y necesidad, como sostiene el bió­
logo Jacques Monod, retomando un discurso de Demócrito.
En fin así lo atestiguan en todo caso los ideólogos y los polí­
ticos de la sumisión -y ello si es que no lo hicieran los metafí­
sicos-. Como se sabe, conforme a los análisis de Hegel, amo y
esclavo pueden hallarse muy estrechamente unidos, dándose la
mano, consintiendo los dos y siendo cómplices, uniéndose inclu­
so a través de un lazo afectivo o por lo menos de estrecha y mutua
dependencia.
Todas esas actitudes se encuentran hoy singularmente agrava­
das por el surgimiento de una especie de neo-fatalismo. Porque si
en otro tiempo, partiendo del milagro de las posibilidades del pro­
greso, se había podido creer ingenua y sinceramente en una «re­
misión de la pena» y en una extinción progresiva de la fatalidad,
actualmente percibimos que los medios técnicos, científicos, eco­
nómicos e incluso sociales parecen incapaces de responder a los
desafíos pendientes. Es como si el hombre se hallara «marcado pa­
ra la desdicha» y desprovisto, al fin, de toda respuesta adecuada. El
desánimo, el cansancio, la pérdida de todos los ideales que amena­
zan hoy a tantos jóvenes, tanto ricos como pobres, son signos que
no mienten, incluso si la juventud, en su conjunto, sigue estando
llena de vida y es capaz de movilizaciones sorprendentes. El fata­
lismo encuentra en nosotros una extraña complicidad. El antiguo
Un destino que se da 103

Amor fati sigue siendo una pasión (amor) del hombre. Sería inútil
no reconocerlo y limitarse a lanzar grandes gritos. De lo contrario,
como el famoso cadáver escondido bajo la alfombra, lo encontra­
remos un día, sin escapatoria posible, y la situación será peor de lo
que había sido antes(cf. Le 11, 24-26... ). Necesitamos tener la sim­
plicidad u honestidad de afirmar, con voz alta y clara, que todo
hombre concede un espacio a la fatalidad, es decir, «a lo que ven­
ga». Pues bien, sucede que este comportamiento no carece, por su
parte, de indiscutibles ventajas.

b) Las ventajas de dejarse llevar por «aquello que llega»


Esta complicidad con la resignación no es algo incomprensible.
Debemos reconocer que, aunque tal cosa no sea verdad en sus for­
mas extremas, estos comportamientos constituyen a veces real­
mente una «solución», una respuesta «saludable»(!) ante la canti­
dad y peso de los obstáculos de la vida. Por muy orgulloso que se
encuentre de su libertad, ¿será capaz el hombre de soportar, en to­
da su anchura, el esfuerzo que implica superar realmente todos los
obstáculos de la vida? A menudo, la salud y la sabiduría consisten
en someterse «a lo que pasa», sin querer mantener en modo algu­
no un tipo de voluntad que tiende a romperse y desmenuzarse por
querer manipularlo todo 10 . «Los acontecimientos son nuestros
1 O. Estos son algunos signos que atestiguan la validez de esa actitud de resig­
nación ante un tipo de fatalidad: el gusto por el azar, allí donde se percibe como in­
soportable un exceso de libertad voluntaria, siempre controlada; la necesidad del
juego, sobre todo allí donde se quiere dejar a un lado el exceso de racionalidad; el
recurso a las suertes (arbitrarias por eminencia) para dirimir conflictos o situacio­
nes sin salida; ciertas reglas de transmisión del poder (ley de la primogenitura); la
resignación ante «aquello que pasa» (ho tynkhanei, tyche), porque no se puede ha­
cer otra cosa y porque, ante todo, es necesario seguir viviendo. Esta es en el fondo
una manera de atender a nuestra finitud y sus límites, una manera de testimoniar
también la imposibilidad bien real de regular todo por la razón, la justicia y la de­
cisión. Fórmulas como «nadie está obligado a lo imposible», «no puede hacerse to­
do», resultan saludables y por ellas «uno sale adelante». En esa misma línea nos
ofrecen su ayuda algunos pasajes de la Escritura, tales como: «Nadie puede añadir
un codo a su estatura»; «todo es posible para Dios».También nos ayuda la sabidu­
ría del Qohelet cuando dice que, después de haber recorrido todo el círculo del
mundo, él puede afirmar que «todo es vano bajo el sol». Estas palabras nos brin­
dan una tranquilidad saludable allí donde, de otra manera, correríamos el riesgo de
caer en manos de una intransigencia que todo lo quiere controlar. Esos varios com-
104 El sentido

maestros», ha dicho Pascal. Nosotros mismos, muchas veces, he­


mos actuado acertadamente cuando no nos hemos resistido a los
acontecimientos e incluso cuando hemos encontrado en ellos, qui­
zá cuando ya han sucedido, la mejor solución, casi «providencial»,
a las crispaciones que provienen de haberlo querido hacer todo por
nosotros mismos. Aquí está en juego un principio de realidad que,
como sabemos muy bien, resulta indispensable. Los aconteci­
mientos, o para decirlo de otra forma, «aquello que sucede», el ho
tynkhanei, la tyche de los griegos, resultan a menudo nuestros
maestros, y esto en el sentido positivo del término, que es precisa­
mente aquello que suponía Pascal al decir que «los acontecimien­
tos son nuestros maestros».
Y es aquí donde tocamos lo que constituye quizá el rasgo más
genial del cristianismo. Entre el hombre tal y como debería ser (?)
y el hombre tal y como él es existe un espacio para el hombre tal y
como puede ser. El Evangelio no quiere que nosotros nos abaje­
mos ante la realidad, sometiéndonos del todo y sin capacidad algu­
na de oposición a lo que ella implica. Pero, al mismo tiempo, no
quiere que nosotros nos destruyamos en un paroxismo constante
por alcanzar aquello que debería ser. Una vez más, Pascal lo había
percibido finamente, cuando creía que ni Epicteto (que idealizaba
al hombre) ni Montaigne (que le describía sin destacar su grande­
za) habían ofrecido caminos transitables para la salvación o, como
nosotros diríamos aquí, para el destino que uno debe darse11 • El
cristianismo tiene en cuenta la realidad. No quiere salvarse por eva­
sión y negación de lo de aquí abajo (Platón), sino que desciende -y
este gesto es único entre las diversas proposiciones de salvación
ofrecidas al hombre en el curso de la historia- sobre el terreno mis­
mo de la realidad a la que ha de salvar.

portamientos, con mil otros, testimonian, lo lamentemos o no, que la libertad pue­
de volverse más pesada de sobrellevar que la fatalidad, más aún, que ella es de he­
cho más pesada. Poniéndose en manos de la fatalidad, uno se pone en manos de al­
go que ya existe. Pero al esforzarse por la libertad, uno tiene que luchar a favor de
una cosa que todavía no es. En el fondo, bien entendida, la libertad no es «natural»,
sino cultural; ella supone, por tanto, un esfuerzo que debe realizarse en todo ins­
tante. Por eso, para no tener que hacer ese esfuerzo, el hombre se encuentra incli­
nado muy a menudo a ponerse en manos de la suerte o de los dioses.
11. B. Pascal, Entretien avec Monsieur de Sacy, original inédito, presentado
por P. Mengotti y J. Mesnard, Desclée, Paris 1994, 126-127.
Un destino que se da 105

Este es todo el sentido de la Encarnación, en la que Cristo ha


tomado la verdad de nuestra realidad allí donde ella se encontraba,
y ha trazado a partir de ella, sin ningún engaño, aquel camino por
el que se puede imaginar la salvación. Jesús ha encontrado a la Sa­
maritana en el lugar donde ella se encontraba y precisamente des­
de allí ha podido abrir para ella las puertas de su destino. Es evi­
dente que el Evangelio no se ha ocupado del hombre para pedirle
que siguiera estando donde estaba; pero tampoco le ha pedido de
antemano que se sustraiga sin más de su condición, sino que venga
a ser aquello que él puede llegar a ser. Pues bien, aquí nos encon­
tramos ante un «humanismo» propiamente inédito. Lo que impor­
ta es, por tanto, «trabajar» la realidad, con el fin de poder darse un
destino alcanzable.

c) El trabajo sobre los comportamientos de resignación

Este «trabajo» no puede efectuarse sólo a base de unas dosis de


bravura y de retórica irreal. Si uno quiere comenzar verdaderamente
a recorrer los caminos reales de su destino, deberá colocar la palan­
ca de Arquímedes («Dadme un punto de apoyo y levantaré la tierra»)
en el lugar donde ella ha de encontrarse. Lo cual significa muy exac­
tamente lo siguiente: hay que transformar los condicionamientos (ne­
gativos) en condiciones (positivas). Como dice Schelling: «Sólo pue­
de ver lo espiritual de cara aquel que primero ha conocido totalmente
a su contrario. De modo semejante, uno tampoco se puede llamar li­
bre si no conoce lo que es necesario y las condiciones sobre las cua­
les resulta posible actuar. Para que el hombre pueda ejercer su liber­
tad, debe acrecentarse, [pues] también la libertad se eleva en este
mundo a partir de la noche de la necesidad»12 • Y Goethe: «Al hombre
le basta declararse libre para sentirse al instante condicionado. [Pero]
si él osa declararse condicionado, él se siente libre» 13 •
Nuestra libertad es una libertad en situación, ella no flota sobre
las nubes. La libertad no niega los obstáculos, sino que los toma en

12. F. W. Schelling, Clara, ou Du líen de la nature au monde des esprits, ver­


sión francesa de Elisabeth Kessler, VHerne, Paris 1984, 74.
13. J. W. Goethe, Les Affinités électives, Gallimard, Paris 1983, 218 (versión
cast.: Las afinidades electivas, Alianza, Madrid 2000).
106 El sentido

cuenta y así puede elevarse; ella tiene el poder de transformar nues­


tros condicionamientos ineludibles en condiciones capaces de con­
vertir nuestra vida en algo que nos pertenece a nosotros mismos.
Sartre lo ha dicho de manera magistral: «Yo no soy aquello que yo
hago de mí [no dispongo de una libertad absoluta], sino que soy
aquello que habré hecho [con mi libertad y destino propio] a partir
de aquello que han hecho de mí [el medio, los determinismos, la
herencia, el mundo previo]». No conozco definición que sea a la vez
más luminosa y realista de la libertad y no veo ninguna que se en­
cuentre al mismo tiempo más próxima de la gran intuición cristia­
na de la que estoy hablando aquí.
Como he dicho, al hablar de la religión de la Encarnación, de la
religión que se sitúa sobre el mismo terreno de aquello que noso­
tros somos, encuentro en esa definición de Sartre, de manera muy
precisa, la intuición cristiana -yo osaría decir la epistemología- de
la Redención. Se trata, en definitiva, de una salvación que no viene
a realizar un cortocircuito ignorando de un modo soberbio las cir­
cunstancias y condicionamientos del hombre, sino de una salva­
ción que viene a ocupar su lugar, «a plantar su tienda» en el mismo
lugar del obstáculo. Para el cristianismo, salvar significa ante todo
re-encontrar las cosas allí donde ellas se hallaban. Dios no viene
para salvarnos fuera de nuestra condición: él la hace suya, él la to­
ma según aquello que esa condición tiene precisamente de deterio­
rado. «Él se ha hecho por nosotros maldición y pecado sobre la
cruz» (cf. Gal 3, 13; Rom 8, 3; 2 Cor 5, 21). Él ha pasado por nues­
tra condición y así podemos decir que <<por eso ha sido elevado por
encima de todo nombre y nos ha dado la salvación» (cf. Flp 2, 9).
Aquí se funda, muy exactamente, en términos cristianos, la posibi­
lidad de hacer de nuestra vida un destino.
En el cristianismo hallamos, por tanto, un concepto de salva­
ción y de recuperación del deseo de un destino que resulta total­
mente contrario a los itinerarios gnósticos que niegan la realidad.
La Cruz ha sido, en ese sentido, la aceptación de la realidad, y la
Resurrección su «trabajo» de duelo. Así lo indica la liturgia al afir­
mar thanatói thanaton patesas, «Jesús ha vencido la muerte por la
muerte», es decir, sin evitarla, expresando admirablemente esta ló­
gica de no-evasión. Este es sin duda uno de los sentidos de los fa­
mosos edeí, «era necesario», de la Escritura: «Era necesario que
Un destino que se da 107

Cristo muriera para entrar en la gloria» (Le 24, 26). Esto no impli­
ca que defendamos un tipo de mecánica dolorista, sino que pone­
mos de relieve el hecho de que esta participación de la Vida, que
nos ofrece la Resurrección, no se obtiene si no se ha tomado en
cuenta primero la realidad que se quería salvar y a la cual el mismo
Dios no ha querido renunciar (cf. Rom 8, 32). En otro lugar me he
referido ya a «la agonía de la Resurrección» 14, queriendo expresar
de esa manera que esta no ha consistido en un golpe de magia, si­
no que ella ha sido adquirida «con un gran jadeo de dolor». Algo
semejante sucede con el destino que nosotros quisiéramos dar a
nuestra vida.

3. ¿A qué debe atreverse el hombre?

Todo este trabajo de tipo negativo se teje, por tanto, sobre la te­
la de un destino que sólo puede lograrse teniendo en cuenta la rea­
lidad. Ese «trabajo negativo» no impide que podamos trazar nues­
tro destino. Pero ese elemento negativo no podría asegurar por sí
mismo la puesta en marcha de nuestro destino, que en ese caso se
encontraría como sellado por unos rasgos totalmente negativos.
Hasta ahora hemos permanecido en el dominio de los hechos. Es
preciso ir más adelante, si queremos dar un aliento del todo positi­
vo a nuestro deseo de conceder a nuestra vida la figura del destino.
De lo contrario, permaneceremos inmersos en combates morosos,
moralizantes y menesterosos, de manera que los caminos de la li­
bertad quedarán bien pronto desiertos. El hombre, que está madu­
ro para el deseo de libertad, debe encontrar los caminos de pasión
y debe darse las razones positivas para luchar por esta libertad que
él ansía. Debe hacerla posible (no eludir lo real), pero debe hacer­
la también deseable. Los hombres suelen vacilar, preguntándose si
han sido formados para la libertad y no para resignarse a los he­
chos. Hemos respondido que «no» debían vacilar, hemos dicho, o
mejor, hemos reconocido que era necesario decir «sí» a este deseo,
al parecer insensato, de libertad. Pero ¿por qué este «sí»? Porque el

14. A. Gesché, Le Christ, Dieu pour penser VI, Cerf, París 2001, 186ss (ver­
sión cast.: Jesucristo, Sígueme, Salamanca 2002, 198ss).
108 El sentido

hombre es este deseo de libertad. Y ¿cómo decir este «sí»? Atre­


viéndonos a algo que se sitúa, como veremos, en el plano del ex­
ceso. Este es el exceso que hace precisamente al hombre. En este
contexto hay que hablar también de una epistemología del exceso,
de aquello que desborda el nivel de unos horizontes donde sólo hay
soluciones inmediatas y prácticas.
Ciertamente -y esto se debe decir con la mayor claridad, para
que no exista sobre ello equívoco alguno-, un combate a favor
de la libertad y de la liberación implica absolutamente una serie de
prácticas económicas, sociales, políticas y técnicas, a no ser que
queramos caer bajo la «traición de una dictadura de funcionarios».
No se instaura el Reino clamando «Señor, Señor» o invitando a tu
hermano aterido de frío a que busque su alivio en otra parte, mien­
tras que uno se entrega serenamente (?) al culto sagrado (cf. Sant 2,
15-16). Si dejáramos de lado esas prácticas económicas, etc., nues­
tro discurso correría un riesgo mucho más grave que el de aparecer
como un tipo de puro encantamiento; ese discurso se volvería blas­
femo, blasfemo contra el hombre y contra Dios. Los caminos de la
libertad y de la liberación no pueden prescindir de los medios con­
cretos, reales, históricos. Este es, sin duda, uno de los grandes des­
cubrimientos cristianos de nuestra época, que nosotros debemos
agradecer de un modo especial a los teólogos de la liberación y, sin
duda también, a los filósofos del «materialismo histórico», que se
niegan a mirar el mundo únicamente desde arriba, para mirarlo
también desde abajo. Se trata de colocar a Platón «sobre sus pies»,
como diría Marx.
Todo esto es verdad. Sin embargo, debemos reconocer también
que el orden de los medios nunca es suficiente, ni para responder
a las cuestiones en juego, ni para motivar de un modo suficiente el
esfuerzo requerido. Los mismos pensadores marxistas, como Ador­
no y Horkheimer, así lo han reconocido. Para el primero ya no se
puede admitir, como hacen los marxistas ortodoxos, que «el con­
junto de la realidad produce las fuerzas necesarias para el paso a
una sociedad de justicia» 15 • Y M. Horkheimer, mostrando que no
todo se puede reducir a la historia, no duda en hablar de la «nostal­
gia por lo totalmente distinto», porque el esfuerzo del hombre está

15. Th. W Adorno, en Encyclopaedia universa/is XVIII, Paris 1974, 19b.


Un destino que se da 109

pidiendo «algo que sea cualitativamente nuevo» 16 . Pues bien, ya


que esa búsqueda de algo totalmente nuevo pone en marcha la ta­
rea de los filósofos, desveladores del sentido, y también, como lo
pensamos, de los teólogos, portadores de la «ciencia del exceso»
(Jünger), creemos que es necesario hablar también partiendo de
arriba.
En efecto, todo aquello que se refiere sólo a las posibilidades
técnicas y a los deberes prácticos, todo aquello que se refiere a los
medios, incluso a los más elevados, nunca bastará, si es que no
existe el orden de los fines, que son los únicos que les dan un sen­
tido. «Sin duda, escribe Sartre, habrá siempre problemas económi­
cos inmensos; pero, precisamente al contrario de lo que piensan
Marx y los marxistas, estos problemas no constituyen lo esen­
cial» 1 7. Los hechos no bastan, hace falta una justicia. E incluso los
fines particulares (que son ya incluso más que medios) no son tam­
poco suficientes. En sí mismos, pueden resultar tan cortos que sus­
citan la desilusión, que se expresa en «la idea de que no existe una
meta, de que sólo hay pequeños fines particulares por los cuales
combatimos. Si las cosas fueran así, haríamos pequeñas revolucio­
nes, pero no tendríamos una meta humana» 18 .
Que el orden de los medios técnicos resulta insuficiente es qui­
zá una evidencia. Pero yo quisiera insistir aquí más sobre esto: que
incluso la racionalidad, la ciencia y la moral en sí mismas no son
suficientes todavía para este combate. La racionalidad, que es co­
mo una garantía de luz, aporta mucho a la realización del deseo de
libertad y destino, como se ha visto desde el siglo XVIII. Sin duda
basta recordar aquí, y sin reticencias, aquello que la libertad ha de­
bido y debe siempre a la Aujkliirung (Ilustración) y a las disputas

16. Cf. también W. Kasper, Jesús le Christ, versión francesa de J. Désignaux


y A. Liefooghe, Cerf, Paris 1976, 81 (versión cast.: Jesús el Cristo, Sígueme, Sa­
lamanca 112002).
17. J.-P. Sartre-B. Lévy, L'Espoir maintenant. Les entretiens de 1980, Verdier,
Paris 1991, 79. Sin duda este libro, compuesto a partir de conversaciones con Sar­
tre poco tiempo antes de su muerte, ha de leerse con cautela. Debemos resaltar, sin
embargo, que en el momento de estos diálogos Sartre no se creía en vísperas de su
muerte, pues él suponía que podría vivir una docena de años más. Por otra parte,
numerosas referencias a sus obras anteriores (cf. las notas del libro) muestran que
Sartre tenía ya anteriormente sus dudas en relación con algunas de sus certezas.
18. !bid., 81 (cf. también 88 y 89).
110 El sentido

y combates del siglo XVIII. Debemos incluso lamentar, en este


campo, los retrasos que existen en ciertas partes del mundo que no
han sido influidas aún por la Ilustración.
En la misma línea, también la ciencia ha hecho mucho por la li­
bertad, pues ella asegura a los esfuerzos del hombre un dominio y
unos controles que le capacitan para no perderse en quimeras que,
aunque estuvieran a la altura de sus sueños, no le aportarían más
que inconvenientes y desastres. El hombre tiene necesidad de lo
irracional, pero no de milagros. La ciencia, y en particular las cien­
cias humanas, están ahí para hacer posible que el combate por la li­
bertad no se desvíe en ideologías cerradas sobre sí mismas. Las
irrupciones fundamentalistas constituyen siempre un riesgo.
Habrá que decir lo mismo de la moral. La ética, que es una de
las partes integrantes del hombre, le aporta este rigor, esta rectitud,
esta altura de miras y este desinterés (Kant), esta movilización de
valentía, de corazón y de conciencia que evitarán que el combate
por la libertad se convierta en pura ley de la jungla. La moral, re­
cordándoles dónde se encuentra su grandeza, hace posible que los
hombres no se pongan en manos del Destino ciego con sus fatalida­
des. La ética constituye en nosotros este imperativo que nos libera y
nos obliga a tratar a los demás como un fin, no como un medio.
Sin embargo, ¿es ella suficiente también aquí? ¿El fin ético en
sí mismo es capaz de agotar las finalidades que nosotros sospecha­
mos desde el comienzo de estas páginas y que intentamos ir des­
plegando progresivamente? ¿Basta la dimensión ética del hombre
para definirle? ¿No hace falta algo más, no son precisas unas fina­
lidades trascendentes a la inmanencia moral? El discurso ético es
indispensable, pero resulta insuficiente porque, como todo discur­
so moral, termina por cansamos. Hay en todo ese discurso algo de
moralizante, de voluntarista, incluso de triste y austero, algo estre­
cho, que raramente consigue apasionamos. Mas nosotros, ante to­
do, tenemos necesidad de pasión. Ya Juan Crisóstomo solía des­
tacar que Cristo no había dicho simplemente «Bienaventurados
aquellos que trabajan por la justicia», sino también «bienaventura­
dos aquellos que tienen hambre y sed de justicia» (Sobre las Biena­
venturanzas). Podría preguntarse si la superabundancia del discur­
so ético en las formulaciones actuales no implica en algún sentido
un cierto fracaso de nuestros trabajos. ¿Puede el hombre emocio-
Un destino que se da 111

narse de manera continua y profunda por la moral? El compromiso


no basta. Es preciso un mito, una Tierra prometida, algo que un le­
gislador como Moisés no había comprendido del todo.
Esta parte irracional de sí mismo (sueños, mitos, arte, amor, poe­
sía, exceso) no tiene nada que ver con un tipo de pura sugestión, si­
no que constituye, por el contrario, la posibilidad de todo proyecto
humano -en este caso la posibilidad de un proyecto de libertad y
destino propio-. Es bueno leer, sobre este tema, el libro de G. Stei­
ner, Presencias reales, proclama vibrante y luminosa a favor del ar­
te (esencialmente poesía, música, escultura y pintura), que es el
único lugar donde encontramos todavía, tras «las arrogancias del
positivismo», una presencia real del hombre en la trascendencia de
su ser. Yo sólo cito este pasaje: «Tras el Libro de Job y las Bacantes
de Eurípides, para que el hombre soportara su existencia era nece­
sario que existieran los instrumentos de diálogo con Dios que están
enunciados en nuestra poética, en nuestras artes plásticas, en nues­
tra música» 19 • Por nuestra parte, no pronunciaremos aquí la palabra
«Dios» hasta un poco más adelante, porque lo que nos interesa en
esta etapa de la reflexión es la noción de exceso, cuyo despliegue
puede ser totalmente secular, sin connotaciones religiosas. Mas es­
ta idea puede formularse de la siguiente forma: es necesario que
miremos las cosas de arriba, en una especie de transgresión de lo
que existe ya, transgresión de la que el arte constituye una figura
mayor. «La belleza salvará el mundo», decía Dostoievski, en una
frase que no cesa de re-inspirar a nuestros contemporáneos.
Y todo esto es precisamente aquello que he denominado el prin­
cipio del exceso. Es claro que la epistemología ordinaria que se usa
carece de una reflexión como esta. Sólo las palabras en exceso son
capaces de hacer que el hombre sea un ser deseante (lo que signi­
fica algo más que un ser movilizado, confrontado a sus deberes o
movido por un imperativo). Debe tenerse en cuenta el exceso por
la misma razón por la que deben mantenerse, ya desde el principio,
ciertos comportamientos de consentimiento respecto de lo que exis­
te actualmente. Kant lo ha establecido de un modo luminoso. Si el
19. G. Steiner, Réelles présences. Les arts du sens, versión francesa de M. R.
de Pauw, Gallimard, Paris 1990, 258 y 267 (versión cast.: Presencias reales, Des­
tino, Barcelona 22001).
112 El sentido

hombre que combate por la libertad, dice él, no cree que la libertad
es posible, si no se encuentra incluso convencido, desde un rincón
de sí mismo, de que la libertad existe, si no tiene una especie de
conciencia de que existe un «reino de Dios» (esta es su misma ex­
presión) donde la libertad se despliega en todo su esplendor, ese
hombre no encontrará jamás la fuerza para entablar sus combates
concretos a favor de la libertad y no alcanzará su destino.
Para que trascienda su pesantez y se atreva y pueda transgredir
sus resistencias, el hombre necesita palabras y confines absolutos.
Como hemos dicho, es necesario que tomemos en cuenta la reali­
dad si queremos evitar todo discurso ilusorio e impotente. Pero, al
mismo tiempo, resulta necesario que pongamos en juego determi­
naciones más altas, sin las cuales el hombre es incapaz de liberarse
de su pesadez, sin las cuales no puede profundizar en el deseo. Pa­
ra el hombre resultan necesarias las anterioridades y las anticipa­
ciones. De esa forma nos situamos casi ante aquello que Kant lla­
maba precisamente categorías a priori. Para alcanzar la libertad,
decía por su parte Proudhon, es necesario un «pueblo de Dios»,
aludiendo de un modo evidente al pueblo de Moisés, o a un pueblo
apasionado, que se pone en marcha. Aquí no importa que la inter­
pretación del tema sea creyente o laica. El hombre sólo puede co­
menzar a salvarse cuando tiene idea de ello y cuando esta idea le
parece no simplemente posible sino «excesivamente posible». El
hombre es un ser de confines y de absoluto, de sueños y de visión.
Sin este «exceso» no puede nada y permanece clavado en el suelo.
Lo real debe tomar en cuenta aquello que le excede; así como, por
otra parte, el exceso tomará en cuenta lo real para llevarlo hasta su
culminación20 •
La idea de exceso implica que el hombre necesita «fines exa­
gerados», es decir, que sobrepasen los que ahora deseamos Gusti­
cia, libertad, etc.). Se trata aquí de finalidades (que son superiores
a los fines, que a su vez son superiores a los medios). El hombre
necesita sobredeterminaciones que den sentido a su valentía y que

20. «La hipótesis del nihilismo [nosotros decimos aquí: la hipótesis del recha­
zo de la posibilidad y la presencia de un destino de Trascendencia] paraliza más que
estimula el pensamiento, porque ella no permite comprender la valentía y determi­
nación de los hombres que actúan para que un aumento de justicia y de bondad nos
impulsen a desear nuestro porvenir» (cf. R. Célis, Entre monde et infini, 45).
Un destino que se da 113

sostengan la pasión de sus combates. Una vez más, Kant lo había


comprendido, cuando confería «a la creencia un estatuto epistemo­
lógico autónomo», porque ella es precisamente la confianza de po­
der cumplir un proyecto, incluso cuando todo se opone a ello21 • Por
eso, un poco en la línea de las famosas «anticipaciones» del gran
filósofo, yo quisiera arriesgarme a presentar aquí una epistemolo­
gía del exceso. A ello precisamente debe atreverse el hombre, si es
que quiere darse un destino. Así esbozaré esta epistemología del
exceso, que yo desarrollaría, si fuera preciso, en tres puntos.
a) Plano psíquico y existencial. Ninguna voluntad o acción hu­
mana puede mantenerse ya sobre este plano, si no está impulsada
por un pathos que la eleva. El hombre no es solamente un zóon lo­
gikon, un ser razonante, un zóon politikon, un ser social, un zóon
poietikon, un ser de acción, como lo sabían los antiguos; sino tam­
bién un zóon pathetikon, un ser dispuesto a emocionarse, un zóon
thymikon, un ser de coraje, lleno de corazón, un ser ardiente, y un
zóon aisthetikon, un ser de sensibilidad. Dicho a lo breve, el hom­
bre es un ser que tiene la capacidad de dejarse emocionar y trans­
formar por una belleza que le excede, por unos proyectos que le
encantan, por unas impresiones que vienen a visitarle, de más allá
de sí mismo, de fuera. Hoy volvemos a encontrar, en antropología
y en fenomenología, para darle todo su sentido, aquello que se lla­
ma, con todo derecho, lo páthico (Levinas, Henry). El hombre re­
cibe, al menos, en igual medida que da. En él existe aquello que se
denomina, con un término análogo, una pasividad, que le permite
recibir, gozar tanto como sufrir, descubrirse como un ser no sola­
mente abierto sobre los otros, sino también a los otros. Todo esto
abre las puertas al exceso, es decir, a aquello que excede mis po­
sibilidades tal como ellas son, si es que las dejo en sí mismas, a su
propio cuidado. Sin esta abertura de las puertas de la pasión y del
exceso que me vienen de fuera, que me vienen del otro, yo termi­
naría por renunciar a mis proyectos, pues no me encontraría como
transportado, en todos los sentidos del término, por una realidad
que viene para dar gozo y sentido a mi racionalidad, a mi activi­
dad. Sin este pathos que me viene de no hallarme confinado en mí
21. M. Maesschalck, Les modernes et la liberté de penser en religion: Revue
théologique de Louvain 22 (1991) 497. Convendría leer todo el artículo.
114 El sentido

mismo, sino de ser «ex-cedido», de «ceder» a aquello que se me


ofrece, de tras-portarme (de ir más allá), yo corro el riesgo de en­
cogerme en un «sólo-en-sí», que me haría olvidar toda idea de
destino.
No basta con ir más allá de los hechos económicos o culturales
a través del puro desbordamiento ético, pues la ética no es un ex­
ceso y, por lo demás, ella no influye de un modo suficiente sobre el
plano psíquico, sobre la pasión, sobre los sueños, sobre el desbor­
damiento de lo inaudito. Ciertamente, una filosofia sin ética es una
«filosofia muerta», pero una ética sin una pasión que está conduci­
da por un deseo mayor y que le excede (deseo filosófico, metafisi­
co o teológico) es una práctica que puede apagarse sobre sí misma,
consumirse y morir lentamente. La fe sin las obras es una fe muer­
ta, pero las obras sin la fe ¿no corren el riesgo de volverse también
muertas? No es la moral la que hace posible la pasión, sino al con­
trario: es la pasión la que hace posible la moral. «La felicidad es la
que hace posible la vida moral»22 • ¿No sería mejor que se cantara
el Gloria, es decir, la alabanza de lo excelso (in excelsis), antes del
Kyrie que evoca nuestras miserables faltas? ¿No precede el perdón
al arrepentimiento? «La cruz es insoportable [importabile, «im­
portable»] sin amor» (san Bernardo). Hannah Arendt no duda en
pensar que, si no tiene motivación, «la acción parece ser la más in­
significante de todas las empresas humanas»23• Y en este contexto
cita a Hegel: «Las pasiones [ ...] y la satisfacción de los deseos [...]
son las fuentes más productivas de la acción»24• Podemos terminar
citando a otros autores25 . Ama, vive de manera apasionada, y en­
tonces encontrarás los caminos de aquello que debes hacer, podría
decirse, retomando el famoso Ama et fac quod vis de san Agustín.
Es necesario lograr que el hombre se vuelva de nuevo apasionado.
Sólo se va a la guerra para salvar a Helena.

22. J. Lagneau, Célebres ler;ons, PUF, Paris 1950, 293.


23. H. Arendt, La Crise de la culture, versión francesa de Patrick Lévy, Galli­
mard, Paris 1989, 112.
24. F. W G. Hegel, Philosophie de l'histoire, citado por H. Arendt, 112-113.
25. Cf. G. Lipovetsky, L'Ere du vide. Essai sus l'individualisme contemporain,
Gallimard, Paris 1983, 11; H. von Hofmannsthal, Le Livre des amis, Desclée, Paris
1990, passim; D. Sallenave, Le Don des morts. Sur la littérature, Gallimard, Paris
1991, 21.
Un destino que se da 115

b) Plano metafisico. Este exceso, que es necesario para el


hombre como su verdadera llave antropológica, es preciso que sea
también de orden metafisico. En el hombre hay más que la inma­
nencia. Como ha escrito J.-L. Chrétien, existe en mí algo que «no
proviene del tiempo de mi vida histórica, y es aquello que lo inme­
morial tiene para mí de excesivo, [pero] de un exceso que me fun­
da, me envía y me destina, por el exceso del sern26 • Debemos decir,
así de pronto, que las preocupaciones metafísicas agitan de alguna
manera a todos los hombres. «La misma existencia nos impone la
búsqueda metafísica, y nosotros no podemos abandonarla sin negar
nuestra humanidad»27 •
No nos atreveríamos a decir nada mejor. Se trata, esta vez, de
recordar este «exceso de ser» y lo que ese exceso aporta sobre todo
aquello que se puede expresar como sistema (ciencia, técnica, mo­
ral). Debe abrirse un lugar para una metafisica del exceso. Para que
ella sea posible, es necesario que la acción (moral) «se despoje o
supere a sí misma[...], apagando sus candelas bajo una luz más al­
ta y propiamente excesiva»28 • Más aún, «sólo la abundancia impre­
vista de una vida nueva nos permite sobrepasar el pasado[de Des­
tino, de fatalidad]»29 •
La inmanencia no puede ser suficiente para definir al hombre.
Levinas exclamaba: «¿Es cierto que la inmanencia es la gracia su­
prema?»30. Yo me atrevería a decir que ella no basta ni aun para es­
perar; necesitamos una pasión de esperanza, la cual sólo es posible
si nos impulsa hacia un destino, hacia un más allá (cualquiera que
sea) de nuestra vida cotidiana. Se trata, en el fondo, de que «el Ab­
soluto se pasee por las calles de la ciudad»31 , se trata de convocar la
trascendencia sobre el camino de nuestra inmanencia, como en
26. J.-L. Chrétien,L'Inoubliable et l 'Inespéré, Seuil, Paris 1991, 27 (versión
cast.: Lo inolvidable y lo inesperado, Sígueme, Salamanca 2002).
27. R. Célis,Entre monde et infini, 51.
28. J.-L. Chrétien,L'Inoubliable et l 'lnespéré, 103.
29. !bid., 102. Y también: «Lo inolvidable no está adecuado para nuestra me­
moria,sino que la excede de entrada y al excederla le da un destino» (p. 119-120).
«Él habla también del exceso de la promesa sobre mis posibilidades» (p. 100).
30. E. Levinas, Transcendance et Intelligibilité, Labor et Fides, Geneve
1984,33.
31. C. Michelstaeder,La Persuasion et la Rhétorique, versión francesa, Éclat,
Paris 1989. Nótese cómo,por esta misma forma retórica de hablar,el autor invita
al exceso, al barroco.
116 El sentido

Emaús. El hombre tiene necesidad de aquello que yo me permito


llamar «el exceso simbólico» (pero la Iglesia ¿no ha perdido justa­
mente esta potencia simbólica, la única potencia a la cual ella tie­
ne verdaderamente derecho?). El símbolo, por su capacidad de re­
ferir lo inmediato a algo no inmediato, nos da esta fuerza para
transgredir nuestras resignaciones y nuestros miedos. No se tiene
miedo en una iglesia románica.
Para realizarse y realizar el mundo y darse así justamente un
destino, el hombre debe construir, frente a los mismos hechos, los
«anti-hechos», las «mentiras» transgresoras con relación a una rea­
lidad puramente fáctica32 , y que por esto mismo no son mentiras,
sino un «mentir verdadero» (Aragon). Pensemos desde aquí en el
gesto de la Última cena, donde Jesús dice: «Esto no es ya pan; es­
to es mi cuerpo». Ha sido necesario «mentir» sobre el pan, para
que el cuerpo sea verdadero. El arton hyperousion, el pan excesi­
vo, como dice el Padrenuestro en griego, de forma mucho más
elevada que el panem quotidianum, el pan de este día, de nuestra
liturgia occidental. Necesitamos anti-hechos que nos permitan «es­
capar de la jaula», de la «dictadura de lo real», de la dictadura del
factum-fatum, del hecho que toma el aspecto de un simple ser-ahí-
como-estar-ahí, buscando otros niveles de existencia.
c) Plano histórico. Veamos un último punto de esta fenomeno­
logía o de esta epistemología del exceso. El pensamiento existen­
cialista, igual que el marxista, han querido ofrecer unas perspecti­
vas de historia al hombre que quiere sobrepasarse para encontrar
los caminos de su destino; entendámoslo, le han propuesto una his­
toria que debe hacer, una historia como proyecto donde se inscribe
concretamente su destino.
Estamos ante un dato enorme. Al introducir el sentido de su vi­
da y la búsqueda de su destino más allá de los simple cuadros de la
libertad individual -donde se situaba la libertad fisica y la libertad
metafisica de las que venimos de hablar-, nuestra modernidad re­
ciente ha concedido al proyecto humano una amplitud mayor, pen­
sando su destino en términos de historia y de historicidad. De gol­
pe, el hombre descubre que se quiebran todavía más los lazos del
32. G. Steiner, Después de Babel: aspectos del lenguaje y la traducción, Fon­
do de Cultura Económica, Madrid 22001 ).
Un destino que se da 117

Destino, porque la historia deviene su lugar propio, y el lugar mis­


mo de su ser en el mundo. En un aspecto, él construye la Historia.
No volveremos a destacar más este tema porque resulta bien claro.
No hace falta que insistamos más extensamente en el valor y la im­
portancia de esta lectura histórica del hombre.
Hagamos, sin embargo, una observación, porque seguimos te­
niendo el derecho a preguntarnos si la Historia, así entendida, le
basta al hombre para trascenderse plenamente en sus trabajos a
favor de la libertad. En La crisis de la cultura, Hannah Arendt
muestra, en sustancia, que el hombre no se entiende ya como un
contemplador, un narrador de la historia, pues la historia viene a
presentarse como un proceso realizado por el hombre. Pero esta
misma concepción corre hoy el riesgo de perder su sentido. Para
utilizar sus propios términos, tenemos el peligro de confundir ac­
ción y fabricación33 • Actuar en la historia no es simplemente fa­
bricar. Corremos el riesgo de pasarnos de la historia vista como
lugar de destino (las «metas más elevadas») a la historia como lu­
gar de simples «proyectos para realizar» ( «las metas planeadas
por la acción política»). Pero el peligro de transformar «las me­
tas más elevadas, de tipo desconocido e incognoscible», en pro­
yectos conocidos y cognoscibles que debemos realizar, está en
que así desaparecen de la conciencia «el sentido y la plenitud»,
ya que, hablando de manera clara y simple, «ni la libertad, ni nin­
guna otra realidad que pertenecen al plano de sentido pueden ser
jamás el producto de una actividad humana». Es decir, «el fin últi­
mo no puede ser el producto final de un proceso de fabricación»34 .
Nosotros diríamos que donde sólo hay banalidad desaparece el
exceso.
Se llega así, en suma, a tener que sacar esta conclusión: allí don­
de el hombre pone toda su esperanza en la historia queda vacío, no
logra llenarse. Existe una insuficiencia «ontológica» de la historia:
al situarle en los límites de su horizonte en este mundo, ella no
puede satisfacer la esperanza y la capacidad del hombre. Y desde
ese fondo volvemos a recordar que la tradición cristiana, siendo re­
ligión de la encarnación y del tiempo, ha apostado siempre por una
33. H. Arendt, La crise de la culture, 104.
34. !bid., 104 y 105.
118 El sentido

escatología, pues el tiempo no se mide simplemente por sí mismo.


En esta perspectiva no hallamos nada tan significativo como oír
hablar a Sartre de la necesidad de algo que sea «trans-histórico»35,
como cuando dice que nos atraviesa una intención «trans-históri­
ca»36, que «no pertenece a la historia»37. J.-P. Sartre piensa que el
mérito de este descubrimiento se lo debemos a la tradición judía38 ,
cuya escatología, es decir, su mesianismo, han hecho que los lími­
tes de la inmanencia histórica estallen y se abran. Sartre tiene mie­
do de que la clausura de los fines en la simple historia nos conde­
ne a los puros medios39. «En resumen, esto que no ha sido dicho en
El ser y la nada (aunque la cuestión había sido planteada allí) es
que -más allá de los fines teóricos o prácticos que existen a cada
instante y que influyen por ejemplo en las cuestiones políticas o de
educación, etc.- cada hombre tiene un fin, un fin que yo llamaría
trascendente y absoluto. Y todos los otros fines prácticos sólo tie­
nen sentido con relación a ese fin absoluto. El sentido de la acción
del hombre tiene esto de particular: que ella es absoluta»40 •
Ciertamente, no se trata, como ha sucedido con frecuencia en el
cristianismo, de querer aprovecharse de estas afirmaciones para
refugiarnos en la evasión, saliendo fuera de la historia. Pero no se
puede ignorar su pertinencia. Por otra parte, si el cristianismo ha
«desfatalizado» la historia, como suele reconocerse, no ha sido
simplemente por una ética sino por una teología de la trascenden­
cia y de la escatología, que se puede considerar muy bien como
teología del exceso, la cual impide que el hombre se encierre en los
dictados de la fatalidad o de aquello que él tomaba como tal. Par­
tiendo del arte, como hemos visto ya, G. Steiner ha realizado tam­
bién una «apuesta por la trascendencia»4 1• Según indica el título de
su libro, él insinúa que nosotros nos hallamos ante unas «presen­
cias reales» de la trascendencia, que a su juicio se expresan a través
del misterio de la obra de arte. Más allá de una inmanencia mal

35. J.-P. Sartre-B. Lévy, L'Espoir maintenant, 49.


36. !bid., 51.
37. !bid., 52.
38. !bid., 70s.
39. !bid., 77 y 79.
40. !bid., 24.
41. G. Steiner, Présences réelles, 255.
Un destino que se da 119

comprendida, el autor pretende que sepamos leer los «indicadores


de trascendencia» que nos rodean. Las grandes preguntas son de
siempre y están siempre allí. «Lo queramos o no, [ellas] hacen de
nosotros los vecinos inmediatos de lo trascendente»42.

4. ¿ Qué le ofrecen al hombre?

Al término de estos análisis yo creo que podemos atrevernos a


interrogar explícitamente a la teología. Ciertamente, hemos perci­
bido ya alusiones a ella, pero nos hemos mantenido exclusivamen­
te en el plano de una antropología filosófica y fenomenológica. En
esto hemos sido fieles a nuestra epistemología, que supone que no
se puede hablar de teología si se descarta la dimensión antropo­
lógica. Pero, a fin de que el hombre pueda alcanzar las últimas ra­
zones y posibilidades de darse un destino, ¿bastaría con que le
propusiéramos una antropología de trascendencia, una dimensión
metafisica, una semántica de exceso, una finalidad transhistórica,
pero que sólo fueran unas simples metáforas, símbolos sin materia,
pura y simple estrategia, pero sin contenido de esperanza real o, en
todo caso, sin posibilidad de realizarse? ¿Bastarían por sí mismas
las ideas?43 •
Sí, sin duda, en cierto nivel bastan las ideas, porque los no cre­
yentes ofrecen una prueba de ello. Para los no creyentes, el conte­
nido de aquello de lo que hablan los teólogos es sólo una ilusión
«metaforizada como trascendente»44 ; pero esto no les impide asu­
mir los combates a favor de la libertad. No tienen necesidad de
creer que a las grandes palabras de la teología les corresponde un
referente real. Les basta sólo el canto.
Pero ¿no tenemos el derecho a desear que exista un Cantar de
los cantares? ¿Es cierto que todo esto no son más que metáforas,
para las cuales no habría un referente «en el norte que es el futu­
ro»? (Celan). ¿Es cierto que todo esto es sólo una pura orientación

42. !bid., 256.


43. Cf. Fr. Mies, L'idée de Dieu suffit-elle? Raison, priere et Bible, en A. Ge­
sché y P. Scolas (eds.), Et si Dieu n 'existait pas?, Cerf, Paris 1999, 39-59.
44. La expresión es de G. Steiner, Réelles présences, 251. Pero él mismo alza en
toda su obra una protesta a favor de la realidad (presencia real) de la Trascendencia.
120 El sentido

sin Oriente, o tenemos que hablar, más bien, de un Oriens ex alto


(Le 1, 78), de una orientación que viene de lo alto, orto iam so/e
(Me 16, 2), con un sol ya elevado? ¿No podemos, en verdad, como
nos invita a ello Dante, «orientar la proa hacia la mañana», hacia la
mañana de una Presencia real? Tenemos el derecho de plantear
la pregunta. ¿Y no puede suceder que esta realidad nunca oída,
«que el ojo no ha visto ni el oído ha escuchado» (1 Cor 2, 9), se nos
muestre de algún modo ofrecida o prometida como real y verda­
dera, como verídica? ¿No tendríamos aquí una palabra de verdad
eterna (cf. Jn 6, 68)? La palabra «Dios», ¿es una palabra imposi­
ble? ¿Y aquello que Dios nos ofrece es impensable? Puede ser bue­
no, decía Pascal a Monsieur de Sacy, con una falsa ingenuidad,
«trasladarse» a veces a la teología, en vez de permanecer en la pu­
ra filosofia45 .
Pues bien, aquello que afirma y ofrece el Evangelio es exacta­
mente una antropología de destinación teologal. De esa forma, en
este singular y gozoso anuncio, nosotros tendríamos verdaderos
«indicadores semánticos» (G. Steiner) de nuestra última verdad an­
tropológica. Al decir esto, no se trata en modo alguno de elaborar
un tipo de apologética de mala calidad o de pararse en unas con­
vicciones que nos servirían sólo para dar lecciones a los otros. En
cuanto creyente, yo defiendo el valor del comportamiento de los
que no tienen fe, con quienes una vez más nos basta recorrer la his­
toria para constatar todo lo que esos no creyentes han aportado a los
derechos del hombre, a la libertad y a la liberación, a todo aquello
que permite al hombre tomar su vida en las manos y hacer de ella
un destino. Lo que yo quiero es simplemente mostrar que nuestro
propio discurso tiene un lugar, y que si el hombre quiere aceptar li­
bremente las propuestas teológicas, no da un paso en falso.

a) Este destino teologal es afirmado


En el Evangelio está anunciada y prometida como realidad una
antropología de destino teologal. Al decir que ella está anunciada
(afirmada), yo no me pregunto todavía si este anuncio se encuentra
bien fundado, sino que quiero solamente señalar dos cosas.
45. B. Pascal, Entretien avec Monsieur de Sacy, 126-127.
Un destino que se da 121

La primera es que, incontestablemente (y sin necesidad de ape­


lar a toda la Tradición), la Escritura habla de un destino teologal
del hombre y lo hace ofreciendo una esperanza de eternidad, es de­
cir, de participación en la misma vida de Dios, en un único desti­
no. Algunos pasajes del tipo: «haceos amigos[aquí abajo] para que
ellos os acojan en las moradas eternas» (Le 16, 9) pueden tomarse
como fortuitos, pero de ninguna manera otros tan directos como:
«Nosotros os anunciamos aquello que el ojo no ha visto, ni el oído
ha escuchado, algo que ni siquiera ha subido al corazón del hom­
bre, pero que Dios lo ha reservado[para ellos]» (1 Cor 2, 9); «En la
casa de mi Padre hay muchas moradas; de lo contrario ¿os hubiera
yo dicho que iba a prepararos el lugar al que iréis vosotros? Cuan­
do yo haya ido para preparároslo, volveré y os tomaré conmigo, pa­
ra que allí donde yo estoy estéis también vosotros» (Jn 14, 2-3);
«En verdad te digo: hoy mismo estarás conmigo en el paraíso» (Le
23, 43); «Venid, benditos de mi Padre, recibid en herencia el Reino
preparado para vosotros desde la fundación del mundo» (Mt 25,
34); «Si nosotros hubiéramos puesto nuestra esperanza en Cristo
sólo para esta vida, seríamos los más desgraciados de todos los
hombres» (1 Cor 15, 19); «Para mí, vivir es Cristo y morir es una
ganancia[...]. Yo tengo el deseo de irme, de morir[...] y esto es pre­
ferible con mucho; pero por vuestro bien es mucho más necesario
que permanezca aquí abajo» (Flp 1, 21.23-24); «Nosotros preferi­
mos abandonar la morada de este cuerpo, para ir a morar junto al
Señor» (2 Cor 5, 8); «Entonces se verá al Hijo del hombre venir so­
bre las nubes del cielo con poder y gloria grande. Y él enviará a sus
mensajeros para reunir a los elegidos, desde los cuatro ángulos del
horizonte, de un extremo del mundo al otro» (Mt 24, 30-31).
Ciertamente, de principio a fin, uno es libre de no creer o no
creer en esto. Pero lo que no se puede hacer es negar que lafe pro­
pone ese destino teologal. Y yo prefiero a quien dice que todo esto
es locura, ilusión y delirio, y que por tanto él no acepta, que a quie­
nes pretenden asegurar «que la Escritura no afirma esto», que ella
se expresa así sólo de una forma hiperbólica, para indicar, como en
un lenguaje de letras mayúsculas, la importancia de nuestra vida
actual, si la vivimos en Cristo. Nosotros afirmamos que la Escritu­
ra habla del destino teologal después de la muerte. Afirmar lo con­
trario es falta de honradez.
122 El sentido

La segunda cosa que me parece que debe decirse es que, de una


forma también incontestable, esta afirmación de un destino teolo­
gal no se presenta como una prueba o demostración, sino que ella
se sitúa de manera muy expresa en el orden epistemológico de la
fe. Cuando se habla de la fe, es preciso saber que su lenguaje, lo
queramos o no, no es el lenguaje de una prueba ya realizada, sino
el de un anuncio que se muestra o se prueba por sí mismo. Esto es
lo que el Nuevo Testamento llama «kerigma» (kerygma). Este tér­
mino significa que aquello que se tiene por verdadero se anuncia,
pura y simplemente. Mientras que en los otros dominios se co­
mienza por observaciones (ciencia), por pruebas (filosofia clásica),
por intuiciones (arte) o por evidencias (la vida corriente) -y a par­
tir de ellas se formulan las afirmaciones-, la fe «comienza a la in­
versa». La fe comienza por una afirmación («convertíos y haced
penitencia»), por un kerigma («id y decidles que él ha resucitado»),
por una notificación («un Salvador nos ha sido dado»), por un
anuncio («he aquí que yo hago todas las cosas nuevas»). Y la «prue­
ba» o las «observaciones» sobre ese anuncio no se hacen (o no se
deben hacer) sino sólo después («si tú crees, verás», cf. Jn 11, 40).
La Resurrección ha sido anunciada por los ángeles hermeneutas
delante de la tumba vacía y antes de las apariciones.
Y de esta forma, todavía una vez más, lo queramos o no, se
ofrece la proposición de fe (por otra parte, algo de eso sucede
también así en otros muchos campos donde lo primero que se pi­
de es que se tenga confianza). Dicho de manera muy precisa, el
kerigma es un «anuncio sin pruebas». Sólo al final de esta invita­
ción, el anuncio pide que se haga la prueba, si es que parece bien
(«venid y ved»), y que se experimente (o no) la verdad. En ese sen­
tido, la fe proviene ex auditu (se me dice, yo he oído); ella no se
presenta en principio «con palabras de persuasión de ángeles» (cf.
1 Cor 1-2), sino con palabras que llevan toda la debilidad y la fra­
gilidad -habría que decir, toda la decencia y el pudor- de invita­
ciones que no quieren ser impositivas. En este sentido -que cierta­
mente no se debería exagerar, bajo pena de caer en el fideísmo­
Kierkegaard puede hablar del «salto» de la fe, poniendo de relieve
el hecho de que ella aparece como un paso que debemos arriesgar.
El Evangelio anuncia, afirma, ofrece un testimonio. De esa forma
deja la «verificación» para más tarde, la pone a nuestra discre-
Un destino que se da 123

ción. Este es el procedimiento de la fe. Este es su lenguaje propio


(Ramsey, Evans, Austin), su manera de situarse en el discurso de
los hombres.

b) Este destino teologal se ofrece

También aquí, yo descubro dos rasgos, que son capitales para


nuestro propósito. Que este destino se nos ofrece: esto significa an­
te todo que se trata de un don, y de un don que, como todo don, vie­
ne de fuera. Así se pone en juego toda una antropología que hemos
esbozado ya más arriba, donde se mostraba que el hombre es un ser
visitado. Misteriosamente, en una parte de sí mismo, el hombre no
es solamente acción, sino «pasión», «pasividad», recepción, como
ya hemos visto. El hombre no lo obtiene todo por sus puras fuerzas
y poderes. La alteridad le visita sin cesar, y la alteridad es visitación.
El hombre es un ser precedido por una «pre-donación»46 .
Y en esto, estemos bien atentos, no existe ninguna alienación.
El hombre está «en deuda», para emplear una palabra de J.-P. Ver­
nant, que no es un creyente, expresión que, por otra parte, emplea
también Antoine Vergote en su análisis del deseo47 • Para Vernant, lo
religioso es precisamente aquello que expresa que la vida no es au­
tosuficiente, y lo precisa así: «Yo estoy en deuda; dicho de otra for­
ma, aquello que yo experimento en mí, mis relaciones con los otros,
mi vida misma reenvían a cierta cosa que es diferente de mí»48 •
Descartes había mostrado de un modo espléndido esta antropología
de visitación, indicando, como lo ha comentado R. Célis, «la irre­
ductibilidad del hombre al reino de lo Finito»49 • Retomando un pa­
saje de las Meditaciones metafisicas50 , Célis escribe: «El verdadero
'conócete-a-ti-mismo' reside en el pensamiento de esta perfección
que atraviesa al yo como una aspiración, pero también como una
exterioridad que no podemos atraparn 51 •

46. R. Célis, Entre monde et infini, 44.


47. Cf. A. Vergote, Dette et Désir, Seuíl, París 1978.
48. Le Monde, 31 de mayo de 1991.
49. R. Célis, Entre monde et infini, 53.
50. R. Descartes, Méditations métaphysiques, J.-M y M. Beyssade (ed.), Gar­
níer-Flammaríon, París 1979, 127.
51. R Célís, Entre monde et infini, 64.
124 El sentido

De esta forma se ve que las perspectivas metafisicas y teológi­


cas no son tan extrañas al pensamiento sobre el hombre. Sucede así
también en el arte donde, como vimos ya, G. Steiner descubría la
visita hecha al hombre por una presencia y un don que le vienen de
fuera y que, sin embargo, le son constitutivos: «El encuentro con la
estética constituye, igual que ciertos modos de experiencia religio­
sa y metafisica, la contribución más penetrante de la experiencia
humana para su transformación. La imagen que se aplica aquí es la
de una Anunciación. Si hemos escuchado correctamente el movi­
miento de las alas y la provocación de esta visita, descubrimos que
nuestra morada no puede ser habitada ya de la misma manera
que antes»52 • Es decir, nuestra morada no puede ser habitada por la
pura inmanencia. Recordemos que Steiner acaba de trazar una re­
ferencia a la Anunciación de María. Nos hallamos muy cerca de
aquello que es el kerigma, del que hemos hablado hace muy poco,
este anuncio que se presenta sin pruebas, en su automanifestación,
que se nos ofrece en su propia luz «que viene a visitarnos». Podría
decirse algo semejante de la Visitación, de la Maria Heimsuchung,
tan querida de la piedad alemana, del encuentro sublime de María
con Isabel, una de las visitaciones más bellas de la Escritura, don­
de todo el misterio se expresa sin palabras y sin más signo que dos
manos que rozan el lugar del secreto más sublime, que sólo se di­
ce en primer lugar entre mujeres. Como en la Resurrección.
Que los seres son visitados, ello no implica ninguna alienación.
El ser humano es esto. Alienación (alienus) y alteridad (alter) no
pueden confundirse, pues ello constituiría un gran desprecio. Esta
idea de un don que se nos ofrece, viniendo de fuera, y con el que
nosotros nos encontramos no debe por tanto ofendernos. Incluso es
necesario que añadamos esto: si no nos ofrecieran en principio na­
da de aquello a lo que aspiramos, venga de donde viniere, nosotros
perderíamos el ánimo, cerrados en una soledad espantosa. ¿No se
nos ha ofrecido y dado el amor? ¿Qué sería de nosotros si no reci­
biéramos ningún amor? Esta «pasividad» o receptividad constituye
incluso la posibilidad de toda acción: en este contexto ha de darse

52. G. Steiner, Réelles présences, 176. Piénsese en Thomas Brown: «Somos


hombres sin saber cómo lo somos; hay en nosotros algo que podría y puede exis­
tir sin nosotros, y nosotros no podemos decir cómo esa cosa ha penetrado en no­
sotros» (citado en p. 268).
Un destino que se da 125

también una «conversión inevitable de toda la pasividad de la expe­


riencia en actividad de una conciencia que consiente en aquello que
adviene (que le choca)»53 . Todo lo que nos lleve a olvidar aquello
que nos es dado resulta aquí dañino. «¿Es, en efecto, seguro que la
inmanencia constituye la gracia suprema?»; así hemos preguntado
ya con Levinas. «Del Dios que viene a la idea» ha hablado Levinas
de un modo supremo54, expresando de esa forma no la idea de que
Dios podría quizá existir, sino que Dios, por su propio movimiento,
viene a visitamos, dándonos idea de sí mismo. No soy yo quien voy
a Dios con mi idea, sino que es Dios el que viene a mí y se da a mi
idea. En la visitación existe un rasgo de sorpresa. ¿Olvidará el hom­
bre que él es capaz de sorpresas? Este es ciertamente un rasgo que
le caracteriza. Existen en la vida cosas sorprendentes y ellas son
quizá las únicas por las que merece la pena emocionarse. «La emo­
ción sin límites del hijo pródigo, vestido de andrajos, constituye la
revelación abrupta de que él sólo es viviente en la Vida»55 •
La idea del destino teologal ha implicado siempre esto: que el
hombre descubre que le ofrecen una cosa distinta de aquello que él
puede darse a sí mismo. Y las palabras para expresarlo han brotado
siempre de todas partes: salvación, gracia, don, gratuidad, super­
abundancia, lo imprevisto. «La Palabra divina, escribe de un modo
espléndido Filón, apareciendo de improviso, como un compañero
de ruta para el alma que camina solitaria, aporta al hombre un go­
zo inesperado y que supera toda esperanza» (De Somniis, 1, 71). Si
Dios no fuera imprevisible, ¿sería aún Dios? El Dios previsible es
exactamente el «Dios de los sabios», bien situado y cumpliendo la
función que se le asigna. Pero este Dios no es más que un ídolo de
nosotros mismos y de nuestras previsiones. El Dios de Jesucristo
es muy distinto: es imprevisible, porque él se presenta al regalarse,
ofreciéndose a nosotros, desbordando siempre aquello que espera­
mos. Nosotros no conocemos de antemano la sorpresa de su don.
«Si conocieras el don de Dios...» (Jn 4, 10); pero tú no le conoces.
53. E. Levinas, Trascendance et Intelligibilité, 26.
54. E. Levinas, De Dieu qui vienta l'idée, Vrin, Paris 1982 (versión cast.:
Dios que viene a la idea, Caparrós, Madrid 1995).
55. M. Henry, Incarnation. Une philosophie de la chair, Seuil, Paris 2000,
254 (versión cast.: Encarnación. Unafilosofia de la carne, Sígueme, Salamanca
2001, 233).
126 El sentido

Hay una «donación originaria»56 que nos precede. Así queremos


entender, en su primer sentido, la palabra que nos ocupa: «ofreci­
miento». Aquello que nos viene y nos sorprende.
Hay un segundo rasgo, que es también muy importante: el desti­
no teologal, que de esa manera se nos ofrece, resulta proporcionado
a nuestra libertad. Alejado una vez más de toda apologética de vio­
lencia y de toda dogmática impositiva, donde no existe lugar para la
idea del don y de la gratuidad, el mensaje cristiano anuncia de mane­
ra plena que este destino teologal constituye un don gratuitamente
propuesto. Según eso, la acogida (o el rechazo) constituyen el «otro
elemento» de la gratuidad. Porque si el don de Dios es gratuito, tam­
bién debe ser gratuita la acogida del hombre; de lo contrario, la pala­
bra «Dios» y la palabra «hombre» no tendrían ya nada que decir.

c) Esta antropología teologal tiene una dimensión ética


Según eso, el cristianismo afirma y ofrece (estos son los dos
rasgos que acabamos de mostrar) un destino teologal: el de la cons­
trucción de nuestro destino en Dios. Debemos añadir que el anun­
cio y la realización de ese destino incluyen una dimensión ética, no
solamente en el nivel inmanente de nuestro comportamiento, como
lo hemos dicho ya, sino en el mismo seno de la trascendencia di­
vina. Si logramos establecer esto, no se podrá ya objetar que la
trascendencia nos extravía en un espacio abstracto y que el destino
teologal del hombre le separa de aquello que él es.
La trascendencia de la que nosotros hablamos cuando le damos
el nombre de Dios implica por sí misma una dimensión ética. La
gran revelación cristiana muestra en este campo que la trascenden­
cia no es cosmológica (como en el paganismo), sino ética. Y que
por esta razón nuestro Dios no es una Divinidad, sino un Dios, y
más exactamente un «Dios de-», un Dios de los hombres. Y un Dios
del hombre no es un Dios cuya gloria se encuentra por principio en
el cielo, sino en su descenso entre los hombres. Esto es lo que yo
entiendo por trascendencia ética, a diferencia de una trascendencia
«interestelar», cosmológica (impávida y perdida en ella misma)57.

56. !bid., 263 (versión cast.: 241).


57. El ego queda liberado de su encerramiento por un significado que le so­
breviene bajo la forma de una «liberación ética» (E. Levinas, Autrement qu 'étre ou
Un destino que se da 127

Esto es lo que expresan Encamación y Redención. Cristo sólo ha


«merecido» toda su gloria porque ha sido obediente hasta la muerte
(cf. Flp 2, 8 y Heb 5, 8), es decir, porque ha vivido toda la condición
humana y no ha quedado en la gloria celeste. Cuando proclamamos
que aquel que se encuentra a la derecha del Padre es un crucifica­
do, nosotros estamos expresando esta lógica interna a la misma
Trinidad. En el cristianismo, la gloria implica la Cruz, y el destino
teologal ( que es lo que afecta al hombre) implica que se tome en
cuenta la ética. La afirmación de que «era necesario que Cristo
muriera para entrar en la gloria» (Le 24, 26) indica que, salvo trai­
ción de tipo moral y espiritual, nadie ¡ni el mismo Dios! puede evi­
tar el hecho de la condición humana; y que nadie podrá buscar una
espiritualidad descamada para aproximarse a Dios.
El cristianismo ofrece, por tanto, un destino de acento bien es­
pecífico, que no tiene nada que ver con el destino de un nirvana.
Como el mismo Testigo (Jesús) lo atestigua, no puede dejarse de
lado la exigencia moral. Esta no es solamente una sanción de la ve­
racidad del comportamiento, sino que está implicada en el destino
teologal e incluso en el mismo Dios. Por esta razón, al mismo tiem­
po que rechazo eso que llamo la «fe moralizada»58 , la fe reducida a
una moral, me niego también a ver en la trascendencia una suerte
de simple entidad metafisica, religiosa, de tipo «pietista», viniendo
a socorremos en nuestras miserias espirituales y en nuestras impo­
tencias intelectuales. Debemos entender la trascendencia de Dios y
leerla de la misma manera en que la comprende y entiende nuestro
Dios, por medio de Jesucristo. Esta se sitúa en las profundidades
donde Dios se une al hombre.

Au-dela de l'essence, Martinus Nijhoff, La Haye 1974, 209; versión cast.: De otro
modo que ser o más allá de la esencia, Sígueme, Salamanca 42003). De aquí pro­
viene «todo el interés de Descartes [al concentrarse] sobre el problema de la exis­
tencia de Dios» (E. Levinas, Trascendance et Intelligibilité, 24). La vinculación
entre las dos citas de Levinas se debe a R. Célis.
58. Por «fe moralizada» entiendo la fe reducida a una moral, como si ella en­
contrara allí todo su contenido real. La fe en Dios -o, de lo contrario, las palabras no
dicen ya nada- significa ciertamente que nosotros aceptamos una aventura que va
más allá de los límites de la simple razón. La fe no es una simple moral. Lo que aquí
destacamos es solamente esto: que la fe no es moral, pero que implica una moral. O
mejor dicho, ella implica la moral, porque la moral expresa la acción de todo hombre
y por tanto del cristiano. Podemos decirlo con otras palabras: el cristiano no debe te­
ner un comportamiento moral porque es cristiano, sino porque es un ser humano.
128 El sentido

Y por esta razón, nosotros pensamos que al hablar de nuestro


destino tenemos verdaderamente el derecho de hablar de una desti­
nación teologal. Levinas afirma que la trascendencia se expresa no
en el hombre en cuanto aislado, sino «allí donde el hombre se en­
cuentra con otro hombre y con Dios»59 • He aquí que el nombre de
Dios es pronunciado al mismo tiempo que el del hombre. Y Levi­
nas nos ofrece esta palabra que debería escribirse aquí con letras de
oro y fuego, pues ella expresa quizá todo aquello que nosotros in­
tentamos decir: «La diferencia del Infinito y de lo finito es una no­
indiferencia del Infinito en relación a lo finito»60 • ¿Se puede decir
mejor a Dios? ¿Se puede decir mejor su trascendencia? ¿Se puede
decir mejor el destino al que nosotros estamos llamados?
¿ Cómo no resaltar la proximidad (o la coincidencia) de esta
idea de la no-indiferencia del Infinito en relación a lo finito, de la
que habla Levinas, con el pensamiento cristiano? También nosotros
pensamos así. Dios no ha venido a nosotros para hacer ostentación
de la grandeza (?) de un ab-soluto (separado), sino que ha venido
«no haciéndose celoso de su divinidad» (cf. Flp 2, 6), por amor a
los hombres (philantrópia): como un infinito de la no-indiferencia.
Esta es quizá la más bella definición de Dios. Dios comienza por
descender. «¿Quién subirá al cielo, sino aquel que primero ha des­
cendido?» (cf. Jn 3, 13).
Nuestra «pretensión» de elaborar una antropología del destino
teologal -¿lo vemos ya de forma suficiente?- no tiene nada que ver
con una distracción o con un «suplemento de alma». Esta antropo­
logía hace que el hombre despierte a su vocación suprema de des­
tino, sin frenar las otras razones que hacen de su vida el proyecto
de un destino. «El desbordamiento del pensamiento por el Infinito
obliga a destacar el aspecto serio de la existencia, abriéndonos a
aquello que desborda las previsiones de nuestro querer y [aniqui­
lando] la soberanía indiferente de nuestro libre arbitrio»61 • Este es
el Exceso divino (excessus, excelsus), totalmente alejado de los
dioses que se repliegan sobre sí mismos en una bienaventuranza
que hace a Epicuro incrédulo por hacerle ateo. Y de esta forma des-
59. R. Célis, Entre monde et infini, 55.
60. E. Levinas, Dieu et la philosophie: Le Nouveau Commerce 30-31 (1975)
112 (la cursiva es de Levinas).
61. R. Célis, Entre monde et infini, 63.
Un destino que se da 129

cubrimos también la manera en que nosotros culminamos la cons­


trucción de nuestro destino, sin amputar en nada nuestro deber de
hombres. Existe una finalidad «excesiva» que nos mantiene en in­
somnio (Levinas) en contra de todas las somnolencias.
Aquí se plantea sin duda un problema de la sociedad, en el que
la teología cumple su función. Muchos esfuerzos generosos y va­
lientes carecen de empuje porque no toman en cuenta las condicio­
nes culturales y simbólicas, que son las únicas capaces de suscitar
un deseo. La teología no es la única que suscita el deseo. Pero, en­
tre los otros discursos del hombre, la teología propone aquí su pro­
pia tentativa para esclarecer el tema. Al proponerle una antropolo­
gía teologal, la fe presenta al hombre una antropología de destino,
una antropología «abierta al exceso». Pues bien, como hemos di­
cho, sólo las palabras abiertas «en exceso» son capaces de hacer al
hombre un deseante, un ser resueltamente deseante. Ciertos pensa­
dores ateos han reconocido que, al comienzo de nuestra era, el cris­
tianismo ha «desfatalizado» la historia. Y lo podrá seguir haciendo,
si redescubre sus propias palabras y su fuerza.
Debemos comprender de esta manera que la teología (el dis­
curso sobre Dios) juega un papel imparable en el camino del hom­
bre hacia la libertad. Se trata aquí de comprender que la teología
especulativa (que habla del destino del hombre) es tan indispen­
sable como la teología práctica (que se empeña en liberar al hom­
bre). No es un insulto para el hombre más disminuido hablarle de
Dios, ni hablarle de un destino infinito. «La ciencia sólo mantiene
sus promesas en la medida estricta en que ella se subordina a una
meditación profunda sobre el hombre, para quien el significado,
tanto de su poder como de su falta de poder sobre el mundo, de­
pende de la pasión que es capaz de soportar por lo imposible»62 •
Es hasta aquí hasta donde nosotros somos capaces de darnos unas
finalidades.

«Sin ellas, ¿cómo podríamos mantenernos con paciencia?»63•

62. /bid., 66.


63. /bid.
4

La esperanza como sabiduría

¿No se inscribe quizá la esperanza, más que ninguna otra incli­


nación o tendencia del hombre, en su mismo corazón y en su exis­
tencia, en el corazón de aquello que le hace vivir, dando sentido a
la aventura que él emprende cuando vive? Basta con que pensemos
en todo lo que lleva consigo la desesperación, la ausencia de hori­
zontes, la destrucción o pérdida de cualquier tipo de proyecto posi­
ble, para comprender que la esperanza se vincula al mismo ser del
hombre. Sin ella el hombre no puede vivir.
¿Y no deberá decirse que, incluso para el Nuevo Testamento, lo
primero es la esperanza? Nosotros hemos apelado a la fe, esto es
evidente. Pero al mismo tiempo descubrimos que ella sólo aparece
en un segundo momento, como recuerda la Carta a los hebreos,
donde se habla como si la fe estuviera ahí para hacer posible, para
sostener, a la esperanza, que de esa forma se sitúa en primer lugar.
«La fe es la hypóstasis de aquello que se espera» (Heb 11, 1). ¿Qué
quiere decir esto? Se ha traducido y se puede traducir esta palabra
de muchas maneras: sustancia, garantía, firme confianza. Pero ¿no
deberían ser más fieles esas traducciones a la etimología del grie­
go hypo-stasis, que significa «aquello que se encuentra debajo»,
«aquello que soporta» a una «res» (la versión latina habla de la fe
como substantia rerum sperandarum), a una «cosa» (pragmata), a
una realidad cuyo advenimiento hace ella posible? En cierto aspec­
to, la Carta a los hebreos, que incluye un elogio muy largo y muy
célebre de los testigos de la fe, parece que no concede a esa fe otro
sentido que el de instalar la esperanza en el corazón de los creyen­
tes: «la plena seguridad y fortaleza de la esperanza» (Heb 3, 6).
Vemos así que la fe se pone al servicio de la esperanza. Esa fe no
aparece como un fin en sí, sino como seguridad de «las cosas que se
esperan», para que así las cosas en las que se pone la esperanza de-
132 El sentido

ban y puedan tenerse como aseguradas. Es como si la fe fuera sólo


un momento, un paso en el camino de la esperanza, es decir, de
aquello que constituye el deseo más profundo de nuestro ser y del
deseo mismo de Dios. La fe salva a la esperanza, y la esperanza sal­
va a la existencia y le da su sentido. La fe, en virtud de aquello que
nos concede como primicias (cf. Rom 8, 23), nos permite pasar de
la simple esperanza (yo espero que) a la esperanza fundada (yo es­
pero en). La fe sería en suma una convicción (bebaia pistis) que nos
permite esperar, mientras seguimos «aguardando nuestra bienaven­
turada esperanza» (Tit 2, 13). La fe sostiene (sos-tiene, sub-tiene,
hypo-stasis), garantiza la esperanza, «este ancla firme de nuestra al­
ma» (Heb 6, 18). En esta casi-prioridad que se da a la esperanza re­
descubrimos toda la dimensión escatológica del judeo-cristianismo.
El hombre es un ser esperante, como por otra parte lo ha mostrado
perfectamente Emst Bloch 1 y, antes que él, Kant en su célebre pre­
gunta tercera sobre el hombre: ¿Qué puedo saber? ¿Qué debo ha­
cer? ¿Qué se me permite esperar? Se comprende que si la primera
cuestión toca a la ciencia y la segunda a la moral, la tercera se abre
sobre el campo de la religión. Nosotros, como teólogos, poseemos
todo el derecho a pensar que la esperanza cristiana puede tener su
palabra que decir en esta reflexión sobre el sentido del hombre, so­
bre el sentido que el hombre concede a su vida.
La esperanza es como ese espacio que desafia la inmediatez
siempre demasiado corta del presente, que nos permite escribir
nuestra historia, que abre la invención de los designios que hacen
vivir, corrige el pasado y nos permite reemprenderlo, que mantiene
la valentía de existir, transforma nuestro ser de puras exigencias y
simples necesidades en uno capaz de don y de deseo. Nosotros en­
contramos en la esperanza la abertura y amplitud de nuestra vida.

1. Erosión de la esperanza

¿Qué es entonces lo que vemos tan a menudo, en nosotros y en


tomo a nosotros, aquello que se nos viene a mostrar, por el contra-

l. E. Bloch, Le Príncipe espérance 1-11, versión francesa de Fran<;oise Wuil­


mart, Gallimard, Paris 1976 y 1982.
La esperanza como sabiduría 133

rio, como fuente de desánimo y desesperanza? ¿Estamos viviendo


«la era del epílogo»? (George Steiner). Más que ante una crisis de
fe, ¿no nos hallaremos ante una crisis de esperanza? Esta es por to­
das partes la crisis de los jóvenes ante su porvenir y sus amores.
Es, por lo demás, la crisis de los seres humanos, a merced de las
masacres y explotaciones sin fin. Es, entre nosotros y en otras par­
tes, la crisis de los excluidos de todos los derechos. «¿Será la espe­
ranza, de esa forma, más vacilante aún que la desesperación?>> 2.
Esta Perspektivlosigkeit, esta ausencia y vacío de perspectivas
de la que nos hablan hoy los sociólogos, este No Future, están ahí, de
tal manera que pueden leerse en los ojos de aquellos que han que­
dado en las cunetas del camino, mirándonos pasar. En las esquinas
de un mundo «en expansión, que va formando la gran aventura de­
miúrgica de la humanidad», se extiende «el mundo del abandono
donde causan estragos nuestras modernas plagas de Egipto: el ham­
bre, la enfermedad, la tortura, el terror, el éxodo, el abatimiento, la
desesperanza»3 •
Y nosotros los cristianos, que creemos que la proclamación de
la esperanza y de la felicidad -de una esperanza y una felicidad
bien fundadas- se encuentran en el centro de la Buena Noticia,
¿cómo podemos atrevemos a hablar todavía? Pues bien, nos atre­
vemos, y la tensión del compromiso profético (prO-fari, hablar
por adelantado, hablar hacia delante), especialmente aquella ten­
sión que hemos sabido reencontrar en estos últimos tiempos, su­
perando cualquier tipo de sumisión a la fatalidad, se hace presen­
te aquí para dar testimonio de la esperanza. Hemos encontrado de
nuevo la audacia y la locura de un lenguaje que quiere trasladar
las montañas de la resignación y de la indiferencia. Hemos hecho
mucho para salvar a la esperanza, en relación con todo y a pesar
de todo, especialmente contra la desesperación. Tenemos incluso
a nuestro favor a E. Bloch: «La liquidación de la hipótesis Dios,
decía él, por la reducción antropológica que implica, no consigue
hacer que la esperanza se vuelva activa. El espacio de proyección
religiosa no es una quimera, sino aquello que abre un camino an­
te nosotros».
2. Fr. Mallet-Joris, A/legra, Gallimard, Paris 1984, 444.
3. É. Poulat, L'Ere postchrétienne, Flammarion, Paris 1994, 192.
134 El sentido

Pero a muchos -aun entre los más comprometidos- les parece


con frecuencia que el lenguaje de la esperanza resulta desmentido
sin cesar, siendo simplemente puro lenguaje, palabras, ilusiones.
Esto que aparece y suena como debilidad de una fe intrépida y de
su discurso, que quisiera ser profecía de esperanza (cf. Heb 6, 12),
¿nos autoriza aún a mantener este lenguaje de promesas? Nosotros
hemos de responder afirmativamente, porque el derecho a la espe­
ranza sigue siendo un derecho imprescriptible para el hombre y
porque negárselo sería hacerle un ultraje. Pero quizá debemos afir­
mar ese derecho de un modo distinto, de una forma menos ilusoria.
De una manera que vuelva accesibles sus contornos.
Porque a menudo somos, quizá, demasiado bruscos, demasiado
rápidos e inmediatos en la proclamación de la esperanza -tanto pa­
ra nosotros como para los demás-. De esa manera, carente de me­
diaciones, nuestro discurso se vuelve demasiado voluntarista, de­
masiado «profético» y pierde en parte su objetivo. ¿No sucede así
cuando queremos ser idealistas en exceso, por una crispación ya
sea inocente e ingenuamente generosa, ya sea ideológica y ciega­
mente militante? No se trata -y no quisiera que se me malinterpre­
tara en esa línea- de descalificar el profetismo y todas las formas
de compromiso que inspira, sino de ponernos en guardia contra
una crispación de buena fe y que está dictada por un sentimiento de
urgencia, pero que puede terminar engañando o fatigando a la es­
peranza, llevándola al fracaso, por falta de sabiduría.
Y con esto he pronunciado la gran palabra, que expresa de ma­
nera positiva nuestra interrogación sobre la esperanza. Nos halla­
mos ante una expresión positiva que ante todo es paradójica, pues
¿cómo podrá compaginarse la loca esperanza con las precauciones
de la sabiduría? Nosotros quisiéramos, en todo caso, proponer algo
así como un espacio nuevo para una esperanza que sea posible y
re-imaginable. Una simple «ética del convencimiento» (M. Weber)
puede ser o volverse irresponsable, por lo que ha de preferirse, o en
último término unir a ella, una «ética de la responsabilidad» (M.
Weber, H. lonas). ¿Tenemos el derecho, si es que no queremos ser
inconscientes o perversos, de proponer unos fines, sin que al mis­
mo tiempo busquemos unos medios? Debemos trazar esta búsque­
da de los medios sin tener que recurrir, ni aun provisionalmente, a
«una virtud menos perfecta, pero quizá más útil», como hacía Jean
La esperanza como sabiduría 135

Jacques Rousseau4 -por eso apelamos a la sabiduría-. Esta bús­


queda la debemos mantener hasta el momento en que la virtud nos
haya conducido al ideal -yo mantengo, por tanto, la esperanza-.
«La mitad de la razón española es locura», decía Montherlant. He
citado aquí ese epigrama para poder decir ahora que la sabiduría es
quizá la mitad de la locura cristiana.
No se puede vivir sin utopía ni locura. Pero ¿resulta posible vi­
vir sin una pizca de sabiduría, sin un poco de dulzura, sin algo de
ternura, sin el ardor de una eterna profecía? Se podría creer o te­
mer, con todo, que la sabiduría apague o extinga todo ideal y todo
compromiso hacia el futuro; y sin embargo, en contra de tal idea,
podemos y debemos afirmar que la sabiduría está ahí para hacer
que las posibilidades de la esperanza sean reales, para que su ca­
mino y su futuro resulten de nuevo imaginables, familiares, posi­
bles. No queremos una sabiduría monótona, pero tenemos miedo
de una profecía que sea puro nervio. Buscamos una sabiduría que,
lejos de aplastar a la fe cristiana, haga que su esperanza sea al fin
algo que resulta posible alcanzarlo. «Dios de mis padres y Señor de
la ternura, tú has formado al hombre por tu sabiduría» (Sab 9, 1 ).
Esta sabiduría viene de lo alto, no es una forma de adaptarse sim­
plemente a la tierra. «Dame la sabiduría que está sentada junto a ti;
dígnate enviarla de tus santos cielos, haz que descienda del trono
de tu gloria, para que trabaje a mi lado» (Sab 9, 4.1 O). Si esa sabi­
duría se encuentra tan cerca de Dios, ¿cómo podrá debilitar a la es­
peranza? En la fenomenología de la trascendencia Levinas ha des­
cubierto -según su propia terminología- «el camino de retorno de
la sabiduría desde el cielo a la tierra»5 • Y habla así precisamente
porque la «sabiduría del amor» (Alain Finkielkraut), como también
se la llama, no expresa sin más una trascendencia metafisica, sino
una trascendencia que quiere ser efectiva en el mundo6 • En ese
mismo sentido se podría hablar de una «sabiduría de la esperanza».
De esto quiere hablarnos, llena de un convencimiento y altruis­
mo que le vienen de arriba, aquella majestuosa y fuerte iconogra-

4. J.-J. Rousseau, Discours sur /'origine de l'ínégalité, Gallimard, París, 156


(versión cast.: Discurso sobre el origen de la desigualdad entre los hombres, Alba,
Madrid 1996).
5. E. Levinas, Transcendance et Intelligibilité, Labor et Fides, Geneve 1984, 28.
6. A. Finkielkraut, La sabiduría del amor, Gedisa, Barcelona 1986.
136 El sentido

fia medieval donde la sabiduría aparece representada como madre


de las tres virtudes teologales y, por tanto, como madre de la espe­
ranza. Eso significa que en ella hay algo que es más que pura re­
signación, moderación y circunspección. Existe en ella algo ante­
rior y que hace posibles, practicables y creíbles los deseos y sueños
invencibles de la esperanza. Pero si acaso no quisiéramos hacer de
ella una madre, hagamos de ella una dulce hermana pequeña, una
nueva e intrépida Antígona, que lleva de la mano a su impetuoso
hermano. Hay muchos que sueñan de esta forma en la sabiduría.
Según eso, la sabiduría (o las sabidurías), de la que tanto se ha­
bla hoy y cuyos caminos espirituales o amorosos, artísticos o filo­
sóficos, buscan por doquier los más jóvenes de un modo concreto
y cotidiano, llenos como están del deseo de no dejarse dominar ya
más por las ideologías («¿No has pensado nunca que la ideología
ha devorado, podrido y mutilado a los mejores de los nuestros?»,
Svetlana Alexievitch), ¿podría ser tal sabiduría (y su ternura) ver­
daderamente enemiga de la esperanza? Parece ciertamente que no,
de manera que podemos decir que esa sabiduría es más bien la
amiga del hombre y de sus más locas esperanzas. «Estamos tan ha­
bituados a ver en la sabiduría un residuo de pasiones extinguidas
que nos es dificil reconocer en ella la forma más pura y más con­
densada del ardor, la pepita de oro que nace del fuego y no de la
ceniza»7 • ¿No se hallará la sabiduría más cerca de lo que se cree de
la locura y de la esperanza cristianas? «La idea de la sabiduría es la
versión filosófica más cercana de la idea de la salvación»8 •
Ni siquiera Ricoeur cree que el origen griego del concepto de
sabiduría traicione su impulso judeo-cristiano. Al contrario, él des­
cubre que la sabiduría es aquello que en el Antiguo Testamento ha
salvado la identidad judía, impidiendo que, cerrada en sí misma,
ella se vuelva crispación sobre la ley o exaltación de la profecía,
como veremos muy pronto. ¿Y no es esto mismo lo que pasa en el
Nuevo Testamento? Al hablar de Cristo como Logos, el prólogo de
san Juan ¿no ha querido presentar magistralmente la locura cristia-

7. M. Yourcenar, recogido por M. Sarde, Vous, Marguerite Yourcenar. La pas­


sion et ses masques, Laffont, París 1995 (se trata de un texto que la novelista atri­
buye al poeta griego de Alejandría, Constantino Cavafis).
8. J. Ladriere, L'universalité du salut au point de vue philosophique, en J.-M.
Van Cangh (ed. ), Salut universel et regard pluraliste, Desclée, París 1986, 152.
La esperanza como sabiduría 137

na como algo que se inicia en la Sabiduría? Y lo que Dios ha cum­


plido, al pie de la letra, por la encarnación, ¿no ha sido el mostrar
que el absoluto sólo puede realizarse por o en lo relativo? ¿Existe
una norma distinta para la tierra que para el cielo?
¿Existe algo más justo que lograr que aquello que parece extra­
vagante sirva para el establecimiento de la sabiduría, como pre­
guntaba Leibniz? De un modo recíproco: ¿habrá algo que sea más
justo y saludable que el poner la sabiduría al servicio de la extra­
vagancia, que aquí ha tomado el nombre de esperanza? Y todo es­
to... «para que un fuego misterioso nos conceda más alma y calor a
causa de nuestro propio deseo» (Casiano).

2. Petición de la sabiduría

¿Qué hace, pues, ese monje, en el corazón de la Edad Media, en


la penumbra de su scriptorium, copiando y recopiando las obras
de la antigüedad pagana, releyendo a Cicerón y a Tácito, a Horacio
y a Ovidio? ¿En qué medita Dante cuando, antes de pedir la ayuda
de Beatriz para alcanzar el Paraíso, su esperanza, toma primero a
Virgilio como guía en su periplo? ¿En qué piensan estos cristianos
del Renacimiento cuando hacen cantar y pintar sobre las bóvedas
de la Capilla Sixtina el teste David cum Sybilla, afirmando así que
la profecía y la esperanza cristianas se encuentran atestiguadas al
mismo tiempo por el David judío y por la Sibila pagana?
¿Qué hacen, por tanto, los tres, Dante, Miguel Ángel y el mon­
je? ¿A qué necesidad interior, quizá inconsciente, responden ellos?
Nosotros quisiéramos -más allá de esas figuras que son aquí como
paradigmas de nuestra interrogación sobre la esperanza y la sabi­
duría- formular una hipótesis, proponer un análisis y ofrecer una
proposición para nuestro tiempo.

a) Una hipótesis: salir de un encerramiento

Aquellos que acaban de servirnos de paradigmas, ¿no buscan


acaso, de un modo muy exacto, salir de su encerramiento? Salir de
la clausura de una religión y de su esperanza que, por muy bellas
y verdaderas que sean, corren el riesgo de refugiarse en sí mis-
138 El sentido

mas, en sus puras ideas (en su mono-ideísmo), como afirma Émi­


le Poulat9. Quieren salir del encierro de una soledad de lo idéntico,
donde no hay alteridad regeneradora; del encierro de una pureza de
ortodoxia que sólo confia en sí misma; del encierro repetitivo que
termina por reprender, que provoca dolor, pataleo y desesperación
ante una religión que se ve clausurada, privada de todo horizonte
que no sea el suyo, cerrada por principio a lo que está fuera, a lo
distinto, a todas las preguntas. Salir del encierro que significa au­
sencia, huida y derrota de la esperanza. De la ausencia de esta es­
peranza que está en el corazón de todo hombre, de esa esperanza a
la que no podemos fatigar porque hace la vida posible y soportable,
porque desafia la inmediatez siempre muy corta del puro presen­
te, porque desata los cordones de esas respuestas siempre fijadas
que rechazan los valores que les pueden venir de fuera. Esta es la
esperanza que nos permite confiar en nosotros, que mantiene la va­
lentía de ser, que nos capacita para escribir nuestra historia, de ma­
nera que nuestro ser de necesidades se transforme en ser de deseos.
Hablamos aquí de la sabiduría como posibilidad para la espe­
ranza. Es en esto en lo que soñamos cuando nos preguntamos sobre
ese gesto cristiano que se abre a lo que se encuentra fuera, al paga­
nismo, viendo en él una posibilidad para su Evangelio. Y ¿no es es­
te, después de todo, el descubrimiento que hizo san Pablo, cuando
afirmaba que el mensaje de Jesús exigía una apertura? ¿Un san Pa­
blo que abandona los privilegios y encerramientos adonde se corría
el riesgo de ser llevados por un Santiago algo testarudo y un Pedro
demasiado vacilante, para abrirse de manera deliberada a los paga­
nos? San Pablo actuaba así para no poner en peligro la esperanza
cristiana y para salvar una comunidad judeo-cristiana que podía
tender a encerrarse en sus privilegios y seguridades. Lo hacía así
para encontrar en los paganos (los gentiles, las gentes, las naciones,
como entonces se decía) la posibilidad de que el Evangelio desple­
gara su fortuna más honda, expandiendo todo el aliento de su es­
peranza. Lo hacía para salir del proceso de una pura búsqueda de
identidad con la crispación que ello implica, para encontrar en la
alteridad, en la diferencia e incluso en la contradicción, el camino
de una sabiduría inteligente, de una sabiduría que salva la esperan-

9. É. Poulat, L'Ere postchrétienne, 137.


La esperanza como sabiduría 139

za. Y para descubrir que existe una profunda lógica cristiana que
lleva a no cerrar su puerta ante el paganismo 10 • ¿No se nos dice que
tres Sabios de Oriente se acercaron a la cuna? ¿Qué hubiera sido
Moisés sin sus largos años de estancia junto al Faraón de Egipto?
¿No podrá suceder algo semejante en la actualidad? ¿No podrá
existir hoy día una actitud de encierro y crispación, no sólo por la
nostalgia del pasado, sino también por el anuncio intempestivo del
porvenir, de forma que la apertura a la sabiduría puede ayudarnos
a lograr que la esperanza no sea ilusoria y encuentre los caminos y
los medios de aquello que promete? Tal es la hipótesis que nosotros
podríamos formular. Para ello empezaremos ofreciendo un análisis
sobre aquello que esa hipótesis nos permite pensar.

b) Un análisis: la sabiduría y la identidad de la esperanza


Propongo que empecemos con una página extraordinariamente
iluminadora de Paul Ricoeur 11 • Inspirándose en Paul Beauchamp1 2,
Ricoeur se funda en la distinción que los rabinos de la época del
Segundo Templo introdujeron en los libros de la Biblia. Ellos dis­
tinguieron en el Primer Testamento tres grandes clases de escritos:
la torá (la ley y la historia), los profetas, y «los otros escritos», los
cuales llevan precisamente las señales de la sabiduría (Proverbios,
Sabiduría, Qohélet, Job, etc.). Ricoeur afirma que esos tres tipos de
escritos ponen en juego la cuestión de la identidad. En principio se
trata aquí de la identidad judía, pero nosotros podemos ampliar la
temática, pues lo que aquí se dice vale para siempre.
1. La torá es la identidad fundada, la identidad defundación. Por
la ley de Moisés y por la historia de Abrahán y de su posteridad el
pueblo de Israel recibe las referencias que le permiten afirmarse, co­
nocer sus contornos, asegurar su identidad. «Sin fe ni ley» un pueblo
no es pueblo, ni ante sí ni para los demás. Todo pueblo tiene su pala­
bra inaugural que le capacita para ser lo que es y lo que busca en un
1O. Remito a mi artículo Le christianisme comme athéisme suspensif. Réflexions
sur le «Etsi Deus non daretur»: Revue théologique de Louvain 33 (2002) 187-210.
11. P. Ricoeur, Lectures 3. Aux frontieres de la philosophie, Seuil, París 1994.
Cf. el capítulo titulado «L' enchevetrement de la voix et de l 'écrit dans le discours
biblique», 307-326.
12. P. Beauchamp, L'Un et l 'Autre Testament, Seuil, París 1977.
140 El sentido

origen común y en un canto de vinculación mutua. Aquí se encontra­


rá fácilmente la repetición que reúne, pero también el gesto de los an­
tepasados y las leyes que aseguran la cohesión y la identidad posible.
La torá, es decir, el texto legislativo y narrativo,funda la iden­
tidad de Israel. «Escucha, Israel, Yahvé nuestro Dios es el único
Yahvé» (Dt 6, 4). «Yo soy el Eterno, tu Dios, que te ha sacado del
país de Egipto, de la casa de la servidumbre» (Ex 20, 2). La pala­
bra legislativa y narrativa fundan así la vocación ética e histórica
del pueblo de Israel, su lugar específico entre las naciones. Identi­
dad de identidad, yo diría. Esta es la identidad de uno consigo mis­
mo, que resulta indispensable para todo individuo y para todo pue­
blo, que se debe a sus raíces y a las reglas que él mismo se da y que
hacen posible su fuerza y su seguridad. Pero esta identidad expone
también al pueblo -este es su peligro y su límite- a la clausura en
sus seguridades y al olvido de que toda identidad ha de hallarse
siempre en vela. Por eso es necesaria la identidad profética.
2. Los profetas constituyen la identidad de contestación: las co­
sas podían ser o podían deber ser de otra manera. De esta forma se
traza un proceso de identificación que se opone casi diametralmen­
te al otro, que ha estado caracterizado por la constitución de la iden­
tidad de fundación de un pueblo, nunc et semper, ahora y siempre.
Mientras que la torá, en cuanto ley y cadena narrativa, funda la
identidad en la firmeza y estabilidad de la tradición y de la alianza,
la profecía sitúa esta identidad ante los imponderables de una his­
toria extraña y hostil. Ella dice, en el fondo, que la identidad es frá­
gil, que está en peligro, que puede ser destruida en todo momento
(Jeremías), que puede ser negada por el mundo exterior. La profe­
cía sitúa la esperanza ante la amenaza de la contestación. Para
mantenerse al abrigo de los peligros no basta con ser hijo de Abra­
hán o con ofrecer los sacrificios prescritos (identidad de funda­
ción). Hay que saber responder a la fragilidad y al cuestionamien­
to interno y externo. Aquí se funda toda la experiencia del exilio,
donde la identidad se forja en y ante la amenaza exterior. «En esta
perspectiva, Israel es quizá la única cultura que ha integrado su des­
trucción en la constitución de su identidad» 13 • Sobre la identidad

13. P. Ricoeur, Lectures 3, 319.


La esperanza como sabiduría 141

que se cierra en la seguridad de su tradición, la profecía y su espe­


ranza han venido a injertar su identidad abierta, interrogante.
Pero ¿quién es el que no ve enseguida los propios peligros de
esta segunda identidad? Si ella se funda sólo en su contestación,
¿no corre el riesgo, a su vez, de encerrarse en un tipo de exaspera­
ción que brota de su exigencia de pureza sin compromisos? Allí
donde pretende poner todo en cuestión, proponer sin cesar hori­
zontes nuevos, apelar siempre a las urgencias del compromiso, es­
ta identidad profética ¿no correrá el riesgo de enervar las volunta­
des, minando sin cesar aquel fundamento que resulta indispensable
para toda forma de vida, el fundamento de la paz y la quietud, de la
tranquilidad y el retorno bienhechor al país de origen? Por su im­
paciencia y por su exaltación, la profecía -que debería fundar la es­
peranza- puede quizá mermar y hacer dificil el gusto de la vida. Y
esto ¿no puede hacer paradójicamente que la esperanza desembo­
que en una nueva desesperación?
¿No es esta la desesperación que hoy nos sacude? Como hemos
dicho antes, los cristianos hemos encontrado de nuevo, más allá de
las clausuras de la pura identidad de antaño, la audacia de un men­
saje que quiere trasladar las montañas de la resignación y de la in­
diferencia. Pero situados ante un mundo tal como es el nuestro, ca­
da vez más golpeados por el horror de aquello que a muchos, e
incluso entre los más comprometidos, les parece un fracaso de la
esperanza y de la profecía, acabamos preguntando si estamos toda­
vía autorizados para hablar con este lenguaje sobre las promesas.
Sobre las promesas que parecen incapaces de salvarnos y que hu­
yen siempre de nosotros. Sobre las promesas que dejadas a sí mis­
mas parecen condenarnos de nuevo a la enfermedad y al abandono
de una esperanza fatigosa porque siempre repite lo mismo, de una
esperanza abocada al embrujamiento y a la muerte. Porque, si pue­
de darse un encerramiento en la ley, puede haber también un ence­
rramiento en el profetismo. Como acabamos de decir, por su mis­
ma naturaleza el profetismo está encargado de mantener nuestra
esperanza. Pero, por su obstinación en hacerlo a veces de manera
demasiado intensa, se transforma casi en fatalismo y convierte la
esperanza en desesperación. Una vez más se desea una apertura. Y
es aquí donde nos ofrece su ayuda la sabiduría.
142 El sentido

3. Los libros sapienciales de la Biblia expresan, como muestra


Ricoeur, la identidad del universalismo, la identidad de la apertura
a la alteridad. Esta es, pues, una tercera identidad que viene en cier­
to modo para ofrecer socorro y salvación a las dos anteriores, que
corrían un riesgo de posible encerramiento. Ella nos permite en­
contrar de nuevo los caminos de la esperanza. «Por la sabiduría, di­
ce Ricoeur, la singularidad de Israel entra en contacto con la uni­
versalidad de las culturas» 14 • Y esto es lo que ha podido salvar esa
singularidad. Beauchamp nos ofrece una expresión muy fuerte: «Is­
rael ha situado aquí su pensamiento sobre el mismo terreno en don­
de se yerguen las idolatrías; con la ayuda del Dios único, ha mirado
de frente a la idea de lo divino en el mundo» (p. 117). En resumen,
«Israel ha adoptado una figura que está inmersa en la gentilidad».
La Sabiduría ha sido, en suma, la que ha impedido que la Escritura
judía se encierre en un canon aislado, permitiéndole ser un libro
abierto. Ella «quiebra», si así puede decirse, el privilegio de la iden­
tidad judía, asegurada por la ley y los profetas, haciendo que venga
a su seno algo que está fuera del texto y que pertenece a la sabidu­
ría pagana. Así se mostrará ya ahora que la creación es obra de la
sabiduría, que es por tanto anterior a la ley y a los profetas, porque
ella, la sabiduría, es anterior a la misma creación (cf. Prov 8, 22-31).
Ricoeur aplica inmediatamente esta reflexión o análisis al cris­
tianismo, que a su vez se encuentra «invitado [ciertamente] a asu­
mir la singularidad erística [su identidad de fundación y su identi­
dad profética], [pero] con los recursos de la nueva universalidad
que se ha expresado a través del lagos griego» (p. 321). Así nos
hallamos en los umbrales de la paganidad. El Nuevo Testamento
(NT) ha podido constituirse, ante todo, porque, gracias a la apertu­
ra ya introducida en el Antiguo Testamento ha podido «injertarse»
en la Escritura, aunque tenga origen «extranjero». Pero, todavía
más, el Nuevo Testamento ha podido constituirse porque él mismo
se abrirá al extranjero (al pagano), prolongando así este movimien­
to de apertura, «este movimiento de salida fuera del texto, más allá
del mismo NT » (p. 323). Aquí se funda la apertura al paganismo.
«Pues bien, una vez que se ha convertido en Escritura nueva, si­
guiendo el modelo de las Escrituras judías, el NT se ha encontrado

14. P. Ricoeur, Lectures 3,321.


La esperanza como sabiduría 143

secretamente regido por el mismo principio de clausura-apertura


del canon judío. Quizá pueda decirse entonces que el Nuevo Testa­
mento tiene también su fuera-del-texto hacia el cual ha de volver­
se» (p. 323). El Nuevo Testamento, del que nosotros somos depo­
sitarios y deudores, no debe encerrarse sólo en sus paradigmas. Así
lo exige la esperanza que él ha abierto en el mundo.
Nosotros, sin duda, nos hallamos aquí en el corazón de aquello
que buscamos, de aquella oportunidad que permite que la esperan­
za cristiana se abra hacia lo externo. Porque de esa forma se rompe
un tipo de clausura, el círculo de la «comunidad confesante», de
manera que el cristianismo viene a ser también una «comunidad
interpretadora» (p. 325). «La Escritura progresa con aquellos que
la leen», repetía gustoso Gregorio Magno. La interpretación, es de­
cir, la apertura, resulta indispensable para el texto, pues de lo con­
trario habría «una clausura de la tradición, que se volvería (enton­
ces) puro depósito», un depósito repetitivo y crispado que nosotros
hemos denunciado anteriormente y que es la ruina de la esperanza.
Por el contrario, con la interpretación existe «una apertura de la
imaginación, que responde a situaciones culturales inéditas» (p.
325). Ha podido encontrarse de nuevo esperanza originaria porque
ella ha sabido enfrentarse a la novedad, a lo imprevisto. Nosotros
hemos salido de un encerramiento y por eso la esperanza se vuelve
de nuevo decible y soportable, vuelve a ser incluso el soporte de la
vida. Pero ¿cómo se podrá expresar en la actualidad esa reapertura
de la esperanza? ¿Qué se puede y se debe proponer?

c) Una proposición: la paganidad indispensable

Aquello que queremos proponer para que la esperanza cristiana


reencuentre su fuerza y vuelva a ser audible, en vez de doblarse y
curvarse bajo el peso de una identidad repetitiva y fanática, es esto:
que el comportamiento cristiano se abra deliberadamente a esta
forma de sabiduría que ahora llamaremos de un modo decidido la
«paganidad». Esta palabra (paganidad) quiere evocar toda la rique­
za profundamente humana de la cultura y de los valores no cristia­
nos, valores que, lejos de negar el carácter específico de la inver­
sión cristiana, le ofrecen esta paciencia de ser («paciencia, corazón
144 El sentido

mío», en Odisea, XX, 18), esta sabiduría de lo humano y esta inte­


ligencia de las cosas que pueden abrir para la esperanza cristiana
caminos y posibilidades concretas de actuación 15• Todo ello bus­
cando que, como decía Marx de los utópicos, los cristianos no ven­
gan a ser unos «críti�os cegados por su propia precipitación».
Diremos para comenzar que todo cristiano, «antes» de ser cris­
tiano, debe ser un hombre. Por otra parte, ¿no lo ha comprendido
siempre así el cristianismo? Aquello que, mejor o peor, se llama hu­
manismo cristiano ha frecuentado siempre Atenas y Jerusalén, el
pensamiento griego y el evangelio, de manera que estamos aquí an­
te una inseguridad semántica (entre lo cristiano y lo pagano). El
cristianismo no ha tenido miedo de la filosofia antigua, aun remar­
cando sus distancias. No ha tenido miedo del riesgo que podía pa­
recer que asumía. San Agustín confesará que fue Cicerón el que le
enseñó a descubrir la sabiduría en el De Finibus, añadiendo-eso sí­
que su plenitud se encuentra en Cristo. ¡ San Jerónimo se hallaba
obligado a confesar con gemidos que, en medio de la noche, solía
soñar con agrado que seguía leyendo a los antiguos autores paga­
nos! La Edad Media inventará la dialéctica entre la Quaestio philo­
sophica y la Lectio divina. La idea profunda de esta dialéctica es
que, en gran medida, no se puede conocer a Dios («Tú no tendrás
más que un solo Dios»: Ex 20, 3) sin conocerse a sí mismo («Co­
nócete a ti mismo»: Delfos). «La antigüedad, este Antiguo Testa­
mento», decía sin vacilar Clemente de Alejandría (siglos II-III).
Resulta elocuente en esta línea la obligación universitaria me­
dieval que exigía estudiar primero las «artes liberales» (el trivium,
con la gramática, la dialéctica y la retórica; más el quadrivium, con
la aritmética, la geometría, la astronomía y la música), antes de pa­
sar a la sacra Scriptura ( comentario de la Biblia) y a la sacra Pa­
gina (que era la teología propiamente dicha). Se trataba así de lo­
grar primero que el hombre fuera un hombre, antes de que pudiera
acceder a un conocimiento fundado de Dios. El famoso adagio se­
gún el cual «el orden de la gracia no suprime el de la naturaleza»
(«gratia non tollit naturam») tiene un sentido esencialmente teoló-
15. Así lo comenta J. de Romilly, Patience, mon creur! L'essor de la psycholo­
gie dans la littérature grecque classique, Agora, Paris 1994, 11s, porque esta pa­
ciencia pide al corazón de Ulises que nunca se enoje demasiado pronto, que resis­
ta los impulsos amenazantes: ¡Sé más paciente, corazón mío!
La esperanza como sabiduría 145

gico y antropológico: la gracia, la revelación, la salvación, no vie­


nen a visitarnos como en un golpe de fuerza, de manera extrínseca,
como si pudiera prescindirse de la naturaleza, sino al contrario: la
gracia tiene necesidad de la naturaleza, la supone («gratia supponit
naturam»). ¡Sub-ponit! Una vez más se evoca aquí el término
hypo-stasis, sub-stantia, de la Carta a los hebreos.
¡ Me gustaría decir que si el cristianismo no tuviera esta casa en
el campo (pagus) del paganismo (paganus), esta segunda residen­
cia en tierra pagana, correría el riesgo de cerrarse en una ciudad
que él construiría entonces, necesariamente, como una ciudadela!
Este cristianismo -que para construirse a sí mismo ha aceptado las
lecciones del paganismo: las de Platón, en lo que se refiere a Dios;
las de los jonios, en lo que se relaciona con el cosmos; las de Só­
crates, en lo que concierne al hombre- ¿no ha sido así básicamen­
te fiel a la intuición del Libro del génesis? ¿No había que comenzar
por el primer Árbol, el del conocimiento del hombre, antes de po­
der saborear el segundo Árbol, el de la vida divina participada por
el hombre? 16 El error no consistió en haber tocado el primer árbol,
sino en tocarlo creyendo que era el árbol del conocimiento divino
(«Seréis como dioses»). Podría decirse que el Génesis (y a partir de
él todo el cristianismo) no quiere que el hombre empiece a ser reli­
gioso demasiado pronto, dejando a un lado la vida terrena, plena­
mente humana. Este ha sido quizá un aspecto del «pecado origi­
nal»: haber querido sobrepasar, ir más allá de nuestra condición
humana, y en especial más allá de su finitud y de sus prohibiciones
necesarias, para querer pasar sin más consideración a la vida divina
(«seremos como dioses»), despreciando nuestra «paganidad», es de­
cir, nuestra humanidad. La concepción teándrica del cristianismo
exige que el hombre sea respetado en su heterogeneidad (Concilio
de Calcedonia), para ser verdaderamente mediación de Dios. Se po­
dría hablar aquí de una «reserva antropológica», en el sentido en
que se habla de una «reserva hermenéutica» y también de una «re-
16. Resulta notable que en la epopeya de Gilgamés sólo exista un árbol, la
planta que concede inmediatamente la inmortalidad. Gilgamés no ha sido llamado
en verdad a una vida terrena. Mas, al contrario, con sus dos árboles el Génesis pi­
de a los hombres que se construyan un destino terreno y mortal (sed primero hom­
bres, no juguéis a ser dioses), tanto como un destino celeste y eterno (el árbol de la
vida en el centro del jardín).
146 El sentido

serva escatológica», para indicar esta obligación de respetar com­


pletamente al hombre en su humanidad, un respeto que viene a co­
rregir incesantemente el riesgo de un cumplimiento que está ya ahí,
todo entero, acabado, y por tanto sin más esperanza. Por el contra­
rio, la fe no es más que anticipación (una vez más una traducción
de hypostasis) de un cumplimiento más pleno.
Se podría decir aquí que el error que mata la esperanza es
siempre este, el del encerramiento, y, aquí de un modo particular,
el de la precipitación, porque el pecado original fue básicamente
esto: haber desdeñado la paciencia. Este error consiste también en
hacer de la fe o de las cosas de la fe (del Árbol de la vida) una ciu­
dadela autosuficiente, al dejar a un lado el primer Árbol (el del
conocimiento). Este es exactamente el error que tantas veces ha
recordado san Pablo frente a las tentaciones judaizantes de la pri­
mera comunidad, tentaciones de replegarse sobre sí misma (cf. 2
Cor 11, 12; Gal 1-6; Flp 3; 1 Tim 1, 7; Tit 3, 9). Contra la «pure­
za» es preciso saber asumir la apuesta de la «impureza». Entendá­
moslo bien: aquella mezcla que no tiene miedo de recibir cosas
prestadas de fuera. Actualmente son muchos los autores del tipo de
Czeslaw Milosz 1 7, Guy Scarpetta 18, Pascal Bruckner 19, Bernard­
Henry Lévy20, Albert O. Hirschman21, que ponen de relieve la ri­
queza de aquello que es culturalmente extraño, incluso aunque a
primera vista pueda parecer que pone en riesgo nuestra identidad.
Existe una cierta «impureza» que se identifica con el rechazo del
integrismo y de la intolerancia, una impureza que construye al
hombre y también al creyente. Es preciso encontrar la forma de sa­
lir de sí mismo. Incluso Jesús llegó a confesar que no era capaz de
hacer milagros en su patria (cf. Mt 13, 57), y ello mientras esa pa-

17. C. Milosz, L'Jmmoralité de l'art, versión francesa de Marie Bouvard, Paris


1988.
18. G. Scarpetta, L'lmpureté, Grasset, Paris 1985.
19. P. Bruckner, La tentation de l'innocence, Gallimard, Paris 1995 (versión
cast.: La tentación de la inocencia,Anagrama, Barcelona 42002).
20. B.-H. Lévy, La Pureté dangereuse, Grasset, Paris 1994 (versión cast.: La
pureza peligrosa, Espasa, Madrid 1995). Sobre este tema de la pureza peligrosa,
cf. también el cuaderno 13 de la revistaAutrement (serie «Morales»): «La Pureté.
Quete d'absolu et péril de l'humain».
21. A. O. Hirschman, Deux siecles de rhétorique réactionnaire, Fayard, Paris
1995, donde el autor denuncia «las teorías de la intransigencia», sean reaccionarias
o progresistas.
La esperanza como sabiduría 147

tria siguiera cerrada en sí misma y en sus fijaciones. «La grandeza


de una religión, escribe Ricoeur, se mide por su capacidad de hacer
al hombre capaz de entrar en la esfera ético-política, capaz [es el
mismo Ricoeur quien pone la cursiva] de compartir con otros las
instituciones, de producir una cultura, unas artes y unas ciencias. Y
es esto lo que me parece que han realizado de una forma ejemplar
el judaísmo y el cristianismo»22 •
No hay nada más peligroso para la fe que el intento de ocupar
todo el espacio de la vida, como si no existieran otros valores. La
antropología ha puesto de relieve el peligro de un tipo de «incesto
cultural», que se produce allí donde todos los intercambios se rea­
lizan solamente en el seno de una misma comunidad, o en el interior
de una persona, con todos los dramas psíquicos que esto puede im­
plicar (A. Vergote). Desde una perspectiva religiosa, podemos atre­
vernos a hablar aquí del peligro incestuoso de encerrarnos en las
trincheras de nuestras propias referencias. Hay un peligro en bus­
car la pureza absoluta (cátaros, encratitas, etc.). En este contexto
puede darse una especie de mala fe, propia de la fe que se refugia
en sí misma. Se podría incluso creer que aquí emerge una pulsión
de suicidio. Como destacaba Freud, cuando los símbolos (y de
ellos está lleno el universo religioso) llegan a ser obsesivos, hacen
que los hombres se vuelvan enfermos, porque los símbolos se con­
vierten entonces en ídolos; es decir, se transforman en puros refle­
jos de mí mismo, sin que exista ya más alteridad, mientras que lo
propio del símbolo consiste en reenviar precisamente a una alteri­
dad. Según Moltmann, en esto consiste el error de creer sólo en
aquellos que piensan como nosotros23.
Por lo demás, al menos en sus mejores momentos, la Iglesia ha
sabido comprender siempre esta importancia del fuera (Derrida,
Deleuze). En este contexto se ha destacado un hecho curioso y al
parecer muy paradójico que se ha dado en la historia cristiana: su
interés por la corriente filosófica griega del escepticismo. En con­
tra de toda lógica aparente, el escepticismo no ha sido nunca con­
denado -incluso se ha rechazado explícitamente la inclusión de

22. En una entrevista ofrecida al diario Le Monde en el momento de la apari­


ción de Lectures 3 (1994).
23. J. Moltmann, El Dios crucificado, Sígueme, Salamanca 1975.
148 El sentido

Sexto Empírico en el Índice de libros prohibidos-, sino que ha en- ·


contrado defensores hasta en el seno del mismo cristianismo24• A
diferencia por ejemplo de Lutero, especialmente en la edad clásica
(barroca) algunos pensadores católicos han afirmado que, eviden­
temente en el sentido filosófico del término, el escepticismo per­
mitía luchar contra un dogmatismo propio del pensamiento racio­
nalista. Como se sabe, Descartes ha mostrado que la duda podía
conducir a la verdad y de manera especial al establecimiento de la
existencia de Dios, precisamente porque sabía interrogarse sobre
las evidencias, los a priori y las seguridades que nunca se habían
puesto en duda25 • Yo me atrevería a decir que en la apelación a la
sabiduría existe una audacia epistemológica: la de tomarla como
un medio para mantenernos atentos frente a los riesgos del discur­
so fanático e integrista. Aquí se podría hablar, por lo demás con
mucha razón, de una «indecisión semántica», que se expresa allí
donde se insiste en rechazar la seguridad de una proposición que
creería poder totalizar todo el sentido.
Pues bien, la idea de la paganidad es precisamente la idea de
poner un punto de interrogación, de mantener una distancia, de tra­
zar una apertura. Lo ha escrito de manera muy justa Jacqueline de
Romilly al hablar de la especificidad y de la identidad griegas:
«Grecia ha tomado muchos préstamos de las civilizaciones orien­
tales, con las que estaba en contacto. Estos préstamos constituyen
un signo de apertura. Los griegos han intentado conocer a otros
pueblos. Desde muy pronto han tenido el deseo de experimentar y
de hacer comparaciones. Por esta razón, un hombre como Herodo­
to se admira al descubrir en Egipto una réplica de sí mismo a la que
no se hallaba habituado»26• Como se ha visto, san Pablo se encon­
trará un día en presencia de la misma tentación. Su punto de parti­
da, su fe, le llevarán precisamente a oponerse con todas sus fuerzas
a ese peligro, que aparecía como semilla de violencia, de segrega-

24. Cf. R. H. Popkin, Histoire du scepticisme d 'Érasme a Spinoza, versión


francesa de Christine Hivet, Paris 1995.
25. Se sigue reeditando la obra de Sexto Empírico, Esbozos pirrónicos (por
ejemplo, en Gredos, Madrid 2002). No sólo Montaigne y Descartes han tomado
muy en serio esta obra del siglo 11-III d.C., sino también Pascal.
26. J. de Romilly, Pourquoi la Grece, Gallimard, Paris 1996, 23 (versión cast.:
¿Por qué Grecia?, Debate, Barcelona 1997).
La esperanza como sabiduría 149

ción, de fanatismo. El pecado original, en el que no ha caído el


cristianismo -el repliegue fanatizado sobre sí y el miedo a la dife­
rencia, la precipitación de creer que se ha llegado a la meta, sin te­
ner necesidad de los otros-, es precisamente aquel que el cristia­
nismo ha tenido que evitar desde sus orígenes. La esperanza no se
da en la impaciencia, ni tampoco en la sobredosis profética. En ta­
les casos sucede que la misma profecía, que debía ser portadora de
esperanza y cuya gran responsabilidad ella soporta, termina ago­
tándose a causa de su impaciencia, cansando así a la esperanza. La
impaciencia aparece entonces como el riesgo de un profetismo de­
masiado seguro de sí mismo y demasiado intempestivo. La impa­
ciencia puede hacer que la esperanza desfallezca, privándola de to­
da alteridad, haciendo que se curve y se cierre en sí misma.
Esta palabra, «alteridad», vuelve aquí de nuevo, como un leit­
motiv. Se puede decir que la esperanza encuentra en ella su lugar
propio (en tei hautou chórai) -para hablar como hace Platón en otro
contexto (República, 516 b 6)-. Según escribe Alain Renaut, para­
fraseando a Levinas, «si la humanidad del hombre implica la ruptu­
ra de una identidad, ello es posible por la apertura a la alteridad del
otro»27 • Aquí se trata de la sabiduría del otro: de la ruptura, de la
«herida» o «traumatismo» de mi inmanencia que se produce por el
surgimiento de la trascendencia del otro. «El Otro llamando al Mis­
mo desde lo más profundo de sí-mismo» reenvía a una «heterono­
mía que los griegos no nos han enseñado»28 • Esta es una hetero­
nomía que no atenta en modo alguno contra mi autonomía, sino
que, por el contrario, la «despierta» de su sueño, que puede haber
sido un verdadero «sueño dogmático»(Kant, Hegel), o un verdade­
ro sueño de la esperanza. Por esta razón, Levinas habla a menudo
del dichoso(¡!) «insomnio», de esta vigilancia siempre alerta ante
el otro, lejos de toda somnolencia en el «yo» satisfecho.
Como escribe Bernet en un comentario al pensamiento de Le­
vinas: «El otro que adviene en mi vida no me libra sólo del peso de
mi soledad, sino que abre en mi vida la dimensión de un presente,
de un futuro y de un pasado, cuyo sentido no se establece ya en mí,
27. A. Renaut, Levinas et Kant, en E. Levinas, Positivité et Transcendance; al
que sigue Levinas et la Phénoménologie, PUF, París 2000, 89-104 (p. 96).
28. E. Levinas, Le Dieu qui vienta 1 'idée, Vrin, Paris 1982, 48 (versión cast.:
Dios que viene a la idea, Caparrós, Madrid 1995).
150 El sentido

y de los cuales yo no me puedo apropiar. La alteridad de este pre­


sente, este pasado y este futuro se afirma por tanto en este otro
tiempo que me viene del otro»29 . Y este mismo autor, recurriendo a
la palabra «esperanza», nos hace encontrar de nuevo los caminos
que nos permiten hablar aquí de la esperanza como de un don de la
misma alteridad. «La esperanza sólo puede venirme del otro y no
de mi acción de anticipar el futuro. Si me encierro en mí mismo
no tengo la posibilidad ni de recomenzar, ni de sentirme perdona­
do, ni de esperar. Ni siquiera puedo prometer o engendrar una nue­
va vida» (p. 158s). Levinas dice: «Yo no defino al otro por medio
del futuro, sino que defino al futuro por el otro»30 . Feliz complici­
dad del otro con mi propia esperanza, que aparece así como llama­
da a esta «sabiduría del otro», a esta alteridad del género humano.
¿Hará falta admirarse, por tanto, de que san Gregorio haya podi­
do decir que la Iglesia se diferencia de la Sinagoga, entre otras cosas,
por el hecho de que ella está constituida también por paganos y por
aquellos que tienen sobre los judíos una prioridad en lo que se refie­
re al usum saeculi (Hom. XXII in Evang. ), a la valoración y al uso de
las cosas del mundo? En este sentido, se ha repetido a menudo que el
catolicismo ha sabido dejar un lugar para la paganidad, de forma me­
jor y distinta que otras confesiones cristianas. Se ha destacado tam­
bién que el secreto de eso que se llama «el genio católico»3 1 consis­
tiría en haber integrado mejor los recursos de la paganidad. Menos
pura que el altivo Protestantismo, más mezclada que la indomable
Ortodoxia, la Iglesia católica se ha entregado en manos de los recur­
sos y de los fastos de la paganidad y lo ha hecho de un modo especial
en la ebriedad barroca que sólo le pertenece (y sólo puede pertene­
cerle) a ella, con los riesgos que eso implica, pero no sin felicidad32 .
29. R. Bernet, L'autre du temps, en E. Levinas, Positivité et Transcendance,
143-163 (en especial 157-158).
30. E. Levinas, Le Temps de l 'autre, PUF, Paris 1983, 74 (versión cast.: El
tiempo y el otro, Paidós, Barcelona 1993).
31. Cf. en el número de 1988 de la revista Autrement, Le Génie catholique.
32. P. Claudel, Le Soulier de Satin, jornada 2ª, escena V: «Ha sido Rubens
quien ha conservado a Flandes y a la cristiandad frente a la herejía. Lo que es be­
llo reúne y lo que es bello viene de Dios: yo no le puedo llamar de otra manera que
'católico'. ¿Quién ha glorificado, pues, mejor que Rubens la carne y la sangre, es­
ta carne y sangre que incluso un Dios ha querido asumir y que son el instrumento
de nuestra redención?».
La esperanza como sabiduría 151

Esto supone una increíble fe en el hombre y en sus recursos; y no de­


bemos admirarnos de que el barroco sea el emblema estético de los
encuentros del catolicismo con la sabiduría, por otra parte exuberan­
te, del paganismo, que por lo demás ha quedado transfigurado33 .
Hubo en el barroco una bondadosa indulgencia con los valores
paganos. Pero ¿debemos decir indulgencia o, más bien, inclina­
ción consciente hacia los valores paganos? Con el tono que le ca­
racteriza, Philippe Sollers ha sabido hacer esta apología del cato­
licismo con su toque de indispensable paganismo34 • ¡Nos gustaría
poder hablar aquí, inspirándonos tanto en el vocabulario actual co­
mo en el título del libro de Sollers, de la «excepción católica»! Así
lo han destacado con él Scarpetta y Milosz, ya citados, y también
otros como Flannery O'Connor35 y Régis Debray36 • ¿No es acaso
el barroco, a pesar o gracias a sus defectos, una manifestación
exuberante de la esperanza cristiana, que ocupa su lugar al lado de
la racionalidad gótica y de la contemplación románica? «El cato­
licismo es el sol», grita Camus, con nostalgia por el Mediterráneo
griego, pero viendo que algo de eso ha quedado preservado y co­
mo puesto aparte en el catolicismo37 • El gran protestante Karl
Barth decía que sólo un católico como Mozart, en la situación
adecuada, podía hacer resonar un Agnus Dei porque sin duda só­
lo él podía comprender hasta lo más hondo la encarnación38 .

33. Cf. el capítulo de Jean-Pierre Mondet sobre la Capilla Sixtina, en A. Ge-


sché-P. Scolas (eds.), Sauver le bonheur, Cerf, París 2003.
34. Ph. Sollers, Théorie des exceptions, París 1985.
35. Aludimos a toda la obra de esta novelista americana.
36. R. Debray, Vida y muerte de la imagen: historia de la mirada en occiden­
te, Paidós, Barcelona 4 1998. El novelista flamenco Hugo Claus ha subrayado a me­
nudo y con humor este genio católico de la impureza. No me resisto a citar lo que
sigue: «El catolicismo tiene el genio de la diversidad en la unidad. El catolicismo
reconoce una multitud de vocaciones, que van desde el eunuco del claustro hasta el
padre de familia numerosa. El catolicismo permite celebrar los santos misterios so­
bre una mesa de cocina o detrás de un iconostasio. El catolicismo permite que en
las órdenes religiosas existan todas las formas de gobierno: la monarquía bona­
chona de los benedictinos, la democracia exagerada de los dominicos, la anarquía
evangélica de los franciscanos, la dictadura, moderada por la desobediencia, de los
padres jesuitas» (S. Bonnet-B. Gouley, Les Ermites, Fayard, París 1994, 167.
37. A. Camus, L'Exil et le Royaume, París 1957, 46 (versión cast.: El exilio y
el reino, Alianza, Madrid 22002).
38. Léase, a pesar de algunos excesos, L. Bouyer, Du protestantisme al 'Égli­
se, Cerf, Paris 1959; cf. también Y. Congar, Jésus-Christ, Cerf, Paris 1965.
152 El sentido

La vida misma se encuentra interesada en que existan una reli­


gión y una fe abiertas de un modo especial a la alteridad, para es­
tar presentes de hecho en la sociedad y para suscitar una esperan­
za verdadera y no tiránica. Esto es exactamente lo que hoy se pide;
por su parte, Ricoeur suele recordar con gusto que el cristianismo
tuvo precisamente desde el principio la posibilidad de encontrar en
el helenismo «su otro»3,9• A este precio, el de la apertura a la alte­
ridad, la esperanza cristiana puede defender su derecho de hacerse
oír en los debates con otras corrientes de pensamiento y de sensi­
bilidad, en las que una teología liberada de estrechamientos radica­
les podría encontrar la palabra que puede decir en la ciudad, si asu­
me la condición de aliarse de un modo deliberado con otros que se
encuentran también interesados por las grandes cuestiones. Porque
se trata ahora de tener en cuenta, todosjuntos, la complejidad de lo
real (P. Bourdieu). La realidad, tanto en sus preguntas como en sus
respuestas, no es más simple para el cristiano que para el no cris­
tiano. Hay una obra común que emprender. Y para ello debemos
proponer, tanto unos como otros --conforme a una expresión de
Wittgenstein-, los «goznes» sobre los cuales puedan girar de nue­
vo nuestras preguntas y nuestras esperanzas comunes.
Ya no se trata para los cristianos de gritar incesantemente «¡el
lobo!», ni de amonestar sin fin y aumentar el miedo hacia un futu­
ro que, según ellos, no traería más que desastres morales. Se trata
más bien de buscar juntos, con los recursos que aportan los unos y
los otros. No se trata ya de aferrarse en su fe (como tampoco en su
laicismo), sino de ayudar a los hombres «a dejar que quede en tie­
rra lo inútil y mediocre»40 • Se trata de abrirse hacia aquello que
existe de más grande y más amplio y que, como el Espíritu, se en­
cuentra a menudo allí donde no se le espera (cf. Jn 3, 8). En un
campo más limitado, pero altamente significativo, Levinas ha mos­
trado también cómo era «necesario» que la Biblia hebrea se en­
frentara con «aquello que se dice de otro modo» (como, a su juicio,
es necesario que la filosofía tenga «lo que es de otro modo»), y que
eso fue para la Biblia su versión griega: «Entre el texto hebreo y el
39. En Le Monde, 10 de junio de 1994.
40. Me inspiro para ello en una palabra de Henri Michaux a Georges Bataille:
«Vuestra presencia hará que caiga por tierra lo inútil y mediocre».
La esperanza como sabiduría 153

texto griego, el problema de 'lo dicho de otro modo' no es el sim­


ple efecto de una discordancia de vocabulario y de semántica, sino
la prueba misma del Espíritu, que se desarrolla en dos aventuras,
dos aventuras que son igualmente necesarias»41 •
Por su parte, Ricoeur ha destacado la importancia capital que
para una religión tiene la apertura a una cultura distinta42 , si quie­
re evitar un mal que suele ser específico de la religión: su preten­
sión o su tendencia a pensar que ella es la única que dice la verdad,
e inventar de esa manera la mala fe y el culto malo. Aquí se funda
la importancia que tuvo, también para Ricoeur, la traducción de la
Biblia al griego, por la distancia y la separación que este gesto cul­
tural instaura dentro de la Escritura judía a través de la aportación
de conceptos nuevos. No hay nada, ni siquiera «el efecto de inte­
rrupción producido por la palabra del insensato 'que dice en su co­
razón: no hay Dios' (Sal 14 [13], 1; 53 [52], l ; cf. Rom 3, 10-12)»,
que sea tan poderoso como esta apertura cultural «para motivar
además el diálogo del creyente consigo mismo» (p. 330).
Nosotros sabemos, como hemos visto más arriba, que sucedió
lo mismo con la Escritura cristiana, desde el momento en que ella
se abrió al «otro» de la paganidad. Los escritores del Nuevo Testa­
mento, como remarca Ricoeur, sabían muy bien que escribiendo en
griego generaban una distancia entre el origen de la palabra (¡Dios
no habla griego!) y su expresión humana, distancia que crea un es­
pacio originario de interpretación. Esto quiere decir, a mi entender,
que en la misma Escritura existe desde el principio un <�uego», una
dehiscencia, una eclosión o apertura, que no permite una lectura li­
teralista y fundamentalista, la cual mataría la esperanza por falta de
sabiduría y discernimiento. Toda la historia intelectual del cristia­
nismo se hallaba ya en esa distancia entre el origen y la interpreta­
ción, una distancia que la historia cristiana ha aceptado cada vez
que no ha tenido miedo de la crítica textual y, de un modo más pro­
fundo, cada vez que ha debatido con las corrientes del pensamien­
to filosófico. «El griego sólo ha sido la lengua del Evangelio por­
que dicha lengua se había extendido hacia fuera, de tal manera que
41. E. Levinas, Transcendance et Intelligibilité, 46; cf. también Quatre lectu­
res talmudiques, Minuit, París 1968 (versión cast.: Cuatro lecturas talmúdicas,
Riopiedras, Barcelona 1997); L'Au-Dela du verset, Minuit, París 1982.
42. P. Ricoeur, Lectures 3, 307-326.
154 El sentido

se había convertido en lengua de cultura, capaz de difundir una doc­


trina y una esperanza entre los diferentes pueblos»43 •
En nuestra modernidad, la fe cristiana tiene necesidad de con­
troversia para no volverse afónica. Aceptar el diálogo y la contes­
tación -siempre que no se trate de puro desinterés o deserción­
significa en sí mismo buscar su propia verdad, que no puede abrir­
se en el narcisismo, en la repetición, en la auto-excitación perpe­
tua. ¡No es bueno que el cristiano esté solo! En el integrismo exis­
te una falta de fe en la esperanza. Toda religión que se curva sobre
sí misma se convierte en bárbara44 , y no tiene ya posibilidades de
vida, ni para ella misma ni para los otros.
¿Debería atreverme a decir que la fe cristiana necesita frente a sí
misma una «ausencia cristiana», es decir, este paganismo del que
hablamos (alteridad externa), e incluso en su interior un cierto tipo
de ausencia cristiana (alteridad interna), o sea, un grano de ateísmo,
un poco en la línea de Ricoeur cuando hablaba antes de una identi­
dad de contestación o de la contestación que pertenece a la iden­
tidad? La palabra «dad al César lo que es del César» no es única­
mente una regla de oro para nuestras relaciones exteriores a la fe,
sino que pertenece al ejercicio interno de la fe, a su epistemolo­
gía. Para no perderse en sí misma, toda religión -y esto se aplica
a la fe cristiana- tiene necesidad de una especie de interfaz, de un
lugar de paso a partir del cual ella pueda pasar hacia el otro y pro­
poner al otro que pase hacia ella. Este es un tipo de paso o vado
de Yaboc (cf. Gn 32, 23-33) donde la fe se bate consigo misma,
contra sus certezas demasiado fijadas o solitarias. Este es un lugar
de paso que riega y vivifica. Aquí se da «el combate con el irre­
sistible», como ha dicho magníficamente Jean-Louis Chrétien a
propósito del Combate de Jacob con el Ángel de Delacroix, en la
iglesia de San Sulpicio, donde el hombre resiste y se arquea, «sos­
tenido, como dice un místico del Gran Siglo, por Aquel que le co­
munica, apresándole, todo su poder para que pueda vencer al To­
do-Poderoso»45•
43. J. de Romilly, Pourquoi la Grece?, 19.
44. Cf. A. N. Whitehead, Aventures d'idées, versión francesa de J.-M. Breuvart
y A. Parmentier, Cerf, Paris 1993, 213-223.
45. J.-L. Chrétien, Corps a Corps. Á l'écoute de l'oeuvre d'art, Paris 1977
(primeras páginas).
La esperanza como sabiduría 155

Si no, entraríamos en un círculo de alucinaciones, que confor­


man uno de los mayores riesgos del comportamiento religioso. Re­
sulta muy interesante una observación de M. Merleau-Ponty según
la cual lo que libera al hombre de la alucinación es la manera en
que se sitúa ante el espacio: esa manera que surge del ensancha­
miento del espacio, allí donde uno se ha librado de la proximidad
vertiginosa del objeto inmediato y del encerramiento sobre sí mis­
mo. Yo diría que todo hombre, y particularmente en su dimensión
religiosa, tiene necesidad de un «fuera» respecto de su residencia
habitual -volvemos aquí a la idea de una casa en el campo- para
poder habitar allí sin ser quemado por una incandescencia46. Como
el ángel de Jacob, quizá Dios sólo está dispuesto a bendecirnos
cuando nosotros hemos intentado ponerle a nuestro servicio.
Existe siempre un peligro de encerrar una tradición en su tradi­
ción, de hacer que ella confie sólo en sí misma. Es evidente que al
cristianismo le hace falta el sensus fidelium, el sentido de la fe de
los creyentes. Pero le hace falta al mismo tiempo aquello que yo
llamaría el sensus infidelium, el sentido que los no creyentes tie­
nen de las cosas de este mundo (e incluso de las cosas de la fe, por
el espíritu con que las critican), esta pars paganorum, esta parte de
paganidad, al lado de la pars nostra, que es la parte cristiana. Se
necesita esta parte exterior, esta «impureza» -en el sentido esta­
blecido más arriba-, esta impureza de la sabiduría que viene en
ayuda de la pureza de su profetismo, para que éste no se vuelva pa­
roxístico, destructor, alucinatorio. ¿Por qué este sensus infidelium?
Ciertamente -y hay que decirlo, aun a riesgo de parecer blasfe­
mos- porque el Evangelio no basta para todo, no dice todo sobre el
hombre. Fue Van Gogh el que, en un gesto memorable, decía que
la Iglesia se descalificaba cada vez que «excluía al hombre natu­
ral»47. Es como si, en efecto, un error antropológico pudiera ser a
menudo más fatal para la fe que un error teológico.
De esta forma, hemos de decir nuevamente, una esperanza cris­
tiana que creyera poder encontrar sus caminos dejando a un lado la
46. Toda forma de civilización tiene necesidad de una exterioridad, que por
otra parte ella misma provoca, para ser mejor ella misma. Cf. M. Foucault, Dits et
Écrits. 1954-1958, Gallimard, Paris 1994.
4 7. En su terrible y larga carta de julio de 1880. Cf. F. Vedovello, Van Gogh,
adaptación francesa de Marie-Christine Gamberini, Paris 1990, 30.
156 El sentido

sabiduría humana volvería a caer en la alucinación. Así lo ha co­


mentado Levinas, a propósito de un dicho famoso del Talmud:
«Ama la torá más que a Dios». Este dicho tiene el valor de «prote­
gemos contra la locura de un contacto directo con lo sagrado, sin la
mediación de razones»48 • Por nuestra parte, podríamos añadir que
san Pablo, dirigiéndose a los gentiles, ha tenido la intuición de afir­
mar que, para que el Evangelio pueda ser proclamado y escuchado,
ha sido necesario que no se encerrara más sobre sí mismo y que
asumiera el derecho de una heterogeneidad no religiosa, la pagani­
dad. Es lo que hizo Juan, apelando al Lagos griego desde el Prólo­
go de su evangelio. Pero sabemos bien que esto no ha sido un im­
pedimento para que Pablo ofreciera a los paganos la locura de la
cruz, locura que él llama, por otra parte, «sabiduría de Dios» (1 Cor
1, 24; cf. también Col 2, 3). El cristianismo ha sabido siempre que
no debía confundirse con una pura filosofia y sabiduría mundana
(cf. 2 Cor 8 et passim); pero al mismo tiempo ha sabido que debía
recurrir a esa filosofia y sabiduría, retomando a su manera el fa­
moso dicho de Terencio: «Nada humano me es ajeno».
La esperanza cristiana no puede renunciar a esta loca sabiduría,
ella sabe que debe oponerse a un tipo de fe que creyera que todo ha
terminado en ella y todo ha sido dado por ella. Quizá la fe no es
otra cosa «que» aquello que permite, que hace posible la esperan­
za, si se quiere apelar otra vez a este pasaje del corpus paulino: «La
fe es aquello que permite que aguardemos (hypo-stasis, hypo-ste­
nai) la esperanza» (cf. Heb 11, 1). La fe no puede nunca cerrarse
en sí misma. Para evitar ese impasse es preciso que el sensus fide­
lium cambie a veces su ruta a través del sensus infidelium.

¿Por qué este cambio de ruta? ¿No se trata más bien de poner­
se en ruta? En el Génesis se dice que los hijos de Noé se dispersa­
ron sin drama especial «entre las islas de las naciones» (Gn 1O, 5).
¡Cómo amo yo esta serenidad!

48. Citado por B. Seve, La Question de l 'existence de Dieu et la philosophie,


Paris 1994, 10-11.
5
El imaginario como fiesta del sentido

Para descubrir o construir el sentido, el hombre no puede con­


fiar únicamente en la racionalidad, sino que necesita otro campo
más amplio, el del imaginario, que es uno de aquellos lugares
donde la persona busca la forma de comprenderse y dar sentido a
su existencia. El imaginario forma parte de toda una tradición, he­
cha de mitos, cuentos y leyendas en las que el hombre se arraiga.
El imaginario es también aquello que un individuo ha construido
desde su infancia, con sus sueños, su imaginación y las infinitas
confidencias que él se ha hecho a sí mismo. El imaginario es la vi­
da que se remueve en nosotros, con nuestra sensibilidad, nuestra
afectividad y nuestras emociones. Todo este imaginario, del que
nosotros vamos bebiendo desde nuestra infancia y que nosotros
seguimos edificando en la fuente de nuestro ser -«todas esas his­
torias que nosotros nos vamos contando»-, este imaginario, como
«potencia unificadora», va infinitamente más allá de nuestra ra­
zón. Ciertamente, nosotros no podemos dejar a un lado la razón
-no hay nada peor que el delirio, la pérdida del sentido de la reali­
dad y la emergencia de fantasmas-, pero la razón tiene sus límites,
«los límites de la razón pura»: ella no puede explicar todo el ardor,
toda la efervescencia, todo ese tumulto que hace de nosotros unos
seres vivos.
Así lo ha dicho Louis de Broglie en el Méthode de la science
moderne: «¡Suprema contradicción! La ciencia humana, esencial­
mente racional en sus principios y en sus métodos, no puede rea­
lizar sus conquistas más memorables si no es a través de saltos
bruscos y peligrosos», para los cuales tenemos que servirnos de la
ayuda que nos presta la audacia de la imaginación. Como decía
Bachelard, la imaginación nos desliga de un cierto encerramien-
158 El sentido

to y actúa hacia el porvenir. Lacan ha propuesto -en su estudio


sobre el espejo y el proceso de acceso del niño a la elaboración
del sí mismo- que, junto a lo real y lo simbólico, el imaginario
constituye uno de los tres registros esenciales para incorporarse a
la humanidad.
Ciertamente, y resulta esencial recordarlo, aquí no se trata del
imaginario perverso y peligroso, cuyo efecto destructor ha denun­
ciado Sartre. El imaginario perverso es aquel que nos instala en un
mundo des-reificado, totalmente desgajado de lo real, mundo es­
quizofrénico y patológico, alienado y alienante, mundo mistifica­
dor que instala lo real en lo irreal, en fantasmagorías que no tienen
ningún contacto con lo real y su principio de realidad. Este imagi­
nario perverso con su «función irrealizante» (Sartre) nos instala en
un mundo de alucinación (M. Merleau-Ponty), en un mundo de lo­
cura y encerramiento.
Pero con esto que nosotros llamamos el buen imaginario, que se
despliega en los mitos familiares y fundadores; con el imaginario
que aparece en los sueños que, lejos de sacamos de la realidad, nos
permiten penetrar en ella con sus fuerzas vivas e inventivas; con es­
te imaginario -este buen imaginario- que se despliega en las «his­
torias» que se cuentan de generación en generación, en contra del
mal imaginario que nos instala y cierra en un mundo des-reificado,
descubrimos, como decía Ricoeur, «la apertura de la imaginación a
situaciones culturales inéditas»'.
El imaginario es, según esto, aquel espacio donde nos es posi­
ble crear, inventar. Ciertamente, también la razón nos lo permite,
pero ella está ahí sobre todo para poner orden, para comprender e
interpretar lo que nos pasa, y también para encauzar aquello que
una imaginación desbocada podría tener de destructor y devasta­
dor. Por otra parte, la razón sería incapaz de ofrecemos ese campo
casi infinito de creación e invención que abre ante nosotros y en
nosotros el mundo de lo imaginario o, dicho de un modo más sim­
ple, la imaginación. En los espacios abiertos por la imaginación
podemos construir mundos de hipótesis que la realidad fáctica no
logra ofrecemos; podemos concebir confines en los que ensayar
posibilidades. El imaginario es como ese fondo inmenso, inmemo-
l. P. Ricoeur, Lectures 3, Seuil, Paris 1994, 325.
El imaginario, fiesta del sentido 159

rial o personal, en el que podemos sumergirnos sin cesar, como en


fuentes bautismales y originarias. El imaginario nos ofrece esas vi­
siones y esos sueños que nos permiten traspasar la materia, «pasar
al otro lado», asumirnos y comprendernos de un modo diferente al
del puro consentimiento y repetición. El imaginario es la «obertu­
ra» (en el sentido en que se entiende dicha palabra en la ópera: «la
obertura de Eleonora ... ») que nos capacita para elevarnos e inmer­
girnos, aunque sólo sea por un breve instante, a través de un mun­
do que nos habita y visita al mismo tiempo, para abrir nuestros sen­
tidos, nuestros corazones, nuestro cuerpo, para que ellos nos digan
todo aquello que quieren decirnos y que sólo se despliega en la
imaginación y en el imaginario.
Para todo esto no es necesario que hagamos grandes diserta­
ciones científicas, lo que se precisa es recurrir a uno mismo. Aquí
se trata de ese lugar abierto en nosotros donde aquello que impor­
ta es nuestra humanidad viviente y personal, aquella que nosotros
mismos consultamos y convocamos cada día, y que nosotros escu­
chamos recibiendo sus vibraciones que escapan a todo discurso.
Todo este reino de lo imaginario se encuentra aquí, a nuestra puer­
ta, está aquí, ahora, a nuestro lado, en nosotros, en el brocal de nues­
tro propio pozo, cuando nos consultamos volviéndonos hacia no­
sotros mismos. Esta es una inmensa liturgia que se despliega en
nosotros y delante de nosotros, en gesto fascinado. Liturgia de nues­
tro imaginario, leit-ourgia, que celebra bajo la forma de cortejo
antiguo la ourgia de los griegos, la «urgia», la energía (en-ergeia,
que es esta ourgia en nosotros) de esas fuerzas elementales que
habitan en nosotros, esa última energía de nuestro cuerpo y de nues­
tro espíritu que vibran al unísono y nos ofrecen las llaves de nuestra
búsqueda de sentido.
Mi intención aquí es la de mostrar aquello que se encuentra en
el trasfondo del imaginario teológico, como algo que puede ayudar
al hombre en su camino de descubrimiento (de revelación) de sí
mismo. Pero no lo haré sin haber mostrado primero otro lugar de lo
imaginario, aquello que yo llamaría el imaginario literario, que no
deja de tener algunos puntos de contacto con el imaginario que po­
demos observar en nuestra Escritura sagrada. Por otra parte, los es­
tudios recientes sobre la «retórica», el arte del relato, la teoría de la
narración, muestran que existe un gran parentesco entre literatura
160 El sentido

y Escritura sagrada2 • Ese gran parentesco lo encontramos también


expresado en un dominio muy distinto, más filosófico, en la obra
del ensayista (y novelista) Roberto Calasso, para quien los dioses
no nos han abandonado, de manera que son los escritores quienes
deben invocarlos3 •

I. El imaginario literario

He dicho que, para escuchar todo aquello que habla en noso­


tros, no tenemos necesidad de largas y cuidadosas disertaciones
científicas. Sin embargo, creo -y aquí está en juego toda la cues­
tión de la comunidad humana y de sus raíces- que tenemos necesi­
dad de que nos ayuden en esta indagación sobre lo imaginario.
«Aquello que nos es propio debe aprenderse, no menos que aque­
llo que nos es extraño»4 • Por eso quisiera hablar aquí de literatura,
atreviéndome incluso a emplear la expresión «antropología litera­
ria». Quiero indicar de esta manera la comprensión de sí que uno
encuentra al frecuentar la literatura y particularmente la literatura
novelística y de ficción. La lectura del hombre que ella nos ofrece
puede resultar a veces, e incluso con frecuencia, más rica que la lec­
tura filosófica o fenomenológica, que por otra parte son tan apro­
piadas para el conocimiento humano. La literatura puede conside­
rarse como un verdadero locus, un auténtico lugar de epistemología
del hombre.
¿Por qué? Porque la literatura, precisamente por su recurso a la
ficción, libera el campo de aproximación del hombre gracias a un
despliegue de lo imaginario, en el que todo es posible y nada es im­
posible, donde no se omite nada de aquello que podría hacer o po­
dría ser un hombre. El lector encuentra allí un espacio, un ámbito

2. Me permito señalar la bibliografia que he ofrecido en mi libro Jesucristo


(«Dios para pensar VI»), al final del capítulo segundo (en su tercer apartado: «La
identidad narrativa de Jesús»), Sígueme, Salamanca, 134s.
3. R. Calasso, La Littérature et les dieux, versión francesa de J.-P. Manganaro,
Gallimard, París 2002 (versión cast.: La literatura y los dioses, Anagrama, Barce­
lona 2002). Cf. también J.-Fr. Grégoire, Romans de Dieu, Dieu des romans, Lumen
Vitae, Bruxelles 2001; J. Harpman, Dieu et moi, Mille et Une Nuits, s.l. 1999.
4. F. Holderlin, Carta 236, a G. U. Bohlendorff, en Briefe, F. Beissner (ed.),
Kohlhammer, Stuttgart 1959, 456.
El imaginario, fiesta del sentido 161

donde se podrá situar, porque este espacio y este ámbito no perte­


necen a nadie en particular. Soy yo el que estoy convocado, a mí
me pertenece sacar las consecuencias de la historia que se cuenta.
La novela es el lenguaje organizado para mí, una construcción en
la que yo puedo vivir (Aragon). Es un relato donde se me pide que
penetre y me encuentre a mí mismo, en medio de situaciones ficti­
cias que tienen la capacidad (ourgia) de permitirme que me sitúe
libremente en medio de los personajes del relato inventado. Un re­
lato histórico (por ejemplo, la historia de Napoleón) sólo puede en­
señarme aquello que ya ha pasado y que ya ha sido para otro distin­
to de mí: la verdad de un destino particular, con perfiles definidos y
acabados. En este relato yo no existo para nada, aunque pueda te­
ner cierto interés histórico en lo que allí se cuenta.
Por el contrario, la novela -por no centrarme más que en ella,
dentro del campo de la literatura de ficción-, gracias al imaginario
y a la ficción, gracias a ese «mentir verdadero» del que hablaba
Aragon, ofrece un aire de descubrimiento sin restricciones. Se ha
dicho que la novela nació cuando un joven granuja se precipitó en
la casa gritando «¡El lobo!», mientras no había ningún lobo que le
persiguiera (Nabokov). No es posible expresarlo mejor. Tal cosa
significa que esta pura invención, esta transgresión de los hechos
reales, esta heurística de la ficción, es la única que aquí permite dar
libre curso a lo que el hombre dice sobre sus miedos, sobre sus ma­
niobras frente al miedo o sobre su embrujamiento ante aquello que
le fascina. La novela que habla del miedo (y evidentemente se de­
be hablar del miedo tanto como del amor, de la muerte, de lo sa­
grado, de la guerra, del sexo5 ) habla de él infinitamente mejor que
el relato, histórico o naturalista, que expone un combate real del
hombre contra el lobo real, relato que elimina casi toda la parte in­
terior del enfrentamiento con el miedo, para fijarse únicamente en
los gestos de la lucha fisica, del engaño intelectual o de los medios
técnicos.
Aquí se condensa toda la diferencia entre el relato novelesco y
el relato histórico. Esto era sin duda lo que hacía decir a Balzac

5. Para comprender el miedo y la fascinación del sexo (en la antigua Roma al


sexo masculino se le denominabafascinus) nada puede hablarnos mejor que el ar­
te (la ficción) de Pompeya; cf. a este respecto el extraordinario libro de P. Qui­
gnard, Le Sexe et l 'Effroi, Gallimard, Paris 1994.
162 El sentido

que «una novela es más verdadera que la historia». Todos nosotros


hemos sentido esta diferencia al leer La Cartuja de Parma de Sten­
dhal, Guerra y paz de Tolstoi, La debacle de Zola, Los Thibaut de
Roger Martin du Gard o El pabellón de los cancerosos de Solzhe­
nitsyn. ¿No nos hacen ellos comprender mejor el campo de batalla
de Waterloo, la guerra napoleónica de Rusia, el desastre de Sedán,
la tragedia de la primera guerra mundial o el horror de los campos
psiquiátricos que los libros técnicos de los eruditos? He escogido
estos ejemplos porque todos ellos nos hablan del miedo, con el que
he comenzado al citar el lobo de Nabokov, y porque ellos nos per­
miten descubrir bien todo lo que por su medio alcanzamos a cono­
cer del hombre, en lo más íntimo de sí mismo. Y esto ha podido
ser así porque la aproximación que nos ofrecen lo toma todo, o ca­
si todo, de la ficción. En esto se encuentra toda la diferencia entre
la Ilíada y la guerra de Troya, entre el Éxodo y la trashumancia
histórica. Por supuesto, aquí se encuentra también toda la diferen­
cia entre Eloísa y Abe/ardo, Romeo y Julieta, Orfeo y Eurídice y
los mejores y más sabios estudios sobre el amor entre un hombre
y una mujer. En la literatura hallamos una verdadera «racionalidad
cognoscitiva» (P. Bergougnoux). Y esa literatura está ahí para no­
sotros, a nuestro lado, y sólo nos pide que nos abramos a sus sor­
tilegios, a sus signos, a sus prodigios. Un texto literario engendra
por sí mismo un espacio donde yo puedo encontrarme y desafiar­
me a mí mismo. «El mundo -y ya es tiempo de decirlo, aunque la
noticia resulte desagradable para muchos- no tiene ninguna in­
tención de desencantarse de un modo total. Las ninfas constitu­
yen una temblorosa, oscilante, chispeante materia mental con la
que se construyen las ficciones. Y este es el auténtico material de
la literatura»6 •
Paradójicamente, lo real -o aquello que pretende ser su sopor­
te y sus mediaciones (¡los «medios» de comunicación!)- puede
alejarnos mucho más de nosotros mismos que el recurso al arte y
a lo imaginario, es decir, a lo sub-real. J. Duvignaud, como soció­
logo y novelista, hablando de la televisión nos recuerda con gran
exactitud que ella ofrece la imagen como si fuera verdadero. ¡Este
es el hombre, este es el mundo de hoy!, parece decir la pequeña

6. R. Calasso, La Littérature et les dieux, 29 y 37.


El imaginario, fiesta del sentido 163

pantalla. Pero de esa forma corremos el gran riesgo de quedar en­


gañados por algo que no es más que un simple reflejo del hombre
y del mundo. Lo que pasa en el teatro o en el cine es todo lo con­
trario, pues ellos «se proponen como ficción». Freud no se equivo­
ca -y esto es lo menos que podemos decir- cuando afirma que al ir
al teatro pagamos nuestro billete, entramos en la sala y sabemos
que asistimos a una «evocación posible» (es decir, desplazamos las
posibilidades cotidianas de la verdad). Durante algunas horas nos
liberamos de nuestros deseos (inmediatos, limitados, demasiado
restringidos), para ponernos en manos de las pasiones (más gran­
des, más inspiradas) que se van representando en el espectáculo.
Con la televisión nosotros sólo vemos un decorado, no el bosque
de Dunsigam. La creación artística, es decir, la invención de las
formas, nos sitúa por anticipado ante aquello que puede convertir­
se en principio de transformación de la sociedad y de nosotros mis­
mos. «Escribir y pintar significa ofrecer un medio para descubrir
una experiencia que no se ha dado todavía. Somos solamente aque­
llo que acabamos por crear y representar más allá de nosotros
mismos» 7 •
La historia real no nos basta. «La novela ha nacido a causa de la
pobreza de la historia», escribía Novalis (Fragments, 246). Eso es
totalmente cierto. La historia «conoce ya todo»: ella conoce aque­
llo que ha pasado, la forma en que se ha desarrollado la vida, el
destino y la muerte de un personaje. Pero el destino del héroe de la
novela no se ha cumplido todavía cuando yo lo leo, como tampoco
se ha cumplido mi destino, que no me precede, que no existe toda­
vía. Mi vida está en trance de vivirse, desde lo desconocido del día
que vendrá. Yo soy el que trazo mi destino, yo hago que ex-sista y
le doy forma. Por eso, yo me encuentro de manera mucho más ver­
dadera a mí mismo en la novela, donde el héroe, con el que yo me
identifico de un modo o de otro, inventa día a día su futuro sin aún
conocerlo y descubre por la fantasía de la imaginación, es decir, de
lo inverosímil, aquello que podría suceder. Identificado con el hé­
roe, yo imagino aquello que podría hacer de mí mismo, en un uni­
verso que se encuentra todavía totalmente abierto. Cuando leo una
obra de ficción, yo me invento, no copio un destino que se encuen-

7. Entrevista ofrecida al periódico Le Monde, el 18 de enero de 1994.


164 El sentido

tra ya del todo trazado y fijado por la historia. En contra de la pre­


tendida realidad, me gustaría hablar, citando a Klaus Mann, de un
«espacio no ya irreal, sino sub-real»8 • Es aquí el lugar donde la li­
teratura resulta soberana, donde ella es «literatura absoluta», «irra­
diación auroral», escribe Calasso, que habla también de una «psi­
cología de la escritura» (en el sentido, creo, en el que yo mismo
hablo aquí de una antropología literaria)9 •
Pensemos aquí en la forma distinta de referirse a la realidad que
permite la lengua inglesa cuando distingue entre History y Story.
¿No es la Story, la historia inventada (cuentos de hadas, etc.), la que
permite, y es la única en hacerlo, que el niño pueda entrar un día en
la History o historia real sin quebrarse al hacerlo? 1º La ficción nos
permite descubrir --o si se prefiere, «inventar» y por eso mismo des­
cubrir-, ya que para ella lo real se encuentra inserto en todos los
campos de lo posible y de lo imaginario que constituyen al hom­
bre. En la ficción, y en particular en la ficción de la novela, todo es
posible porque ninguna barrera, especialmente de tipo moral, pue­
de poner un obstáculo al despliegue del relato. Hablando del influ­
jo de la novela sobre un tema tan serio como es el de los derechos
del hombre, Milan Kundera sostiene, en Los testamentos traicio­
nados, que con la novela ha nacido «un territorio donde el juicio
moral queda suspendido». Esta suspensión del juicio moral no
constituye la inmoralidad de la novela, «ella es su moral: la moral
que se opone a la inveterada práctica humana de juzgar todo de in­
mediato, sin cesar y a todo el mundo, de juzgar antes de compren­
der y sin haber comprendido»11 •
De hecho, la literatura, gracias a su libertad, a su ausencia de
imposición fáctica o científica, posee un verdadero poder de des­
cubrimiento. Todo lector está marcado por sus lecturas novelís­
ticas, por las que él ha ingresado en un universo que tiene unas
medidas muy distintas de las medidas de su mundo inmediato y
8. Kl. Mann, Fuite au Nord, versión francesa de J. Ruffet, Grasset, Paris
2002, 123.
9. R. Calasso, La Littérature et les dieux, 154s.
10. Cf. B. Bettelheim, Psicoanálisis de los cuentos de hadas, Crítica, Barce­
lona 1997.
11. M. Kundera, Los testamentos traicionados, Tusquets, Barcelona 2003.
Véase sobre este libro el «Libre Propos» de Jacques Franq en La Libre Belgique,
del 13 y 14 de noviembre de 1993.
El imaginario, fiesta del sentido 165

cotidiano, por muy profundas que estas sean. ¿No era Paul Valéry
el que de decía, sin necesidad de ser provocador, que sin la palabra
«amor» el hombre no sabría amar, ni sabría lo que es el amor?
Cuando Osear Wilde lanzó su famoso manifiesto «El arte precede
a la naturaleza», ¿qué otra cosa quería decir, sino que el hombre se
inicia en la realidad (la naturaleza) porque se la ha descubierto y
manifestado de antemano un gesto de invención y de ficción (el
arte)? ¿Podríamos haber amado tanto los paisajes suizos, con sus
montañas y casas de campo, con sus pastizales y su nieve, si no hu­
biéramos soñado primero, siendo niños, por Navidad, con esas
imágenes que entonces nos mandaban al felicitarnos? ¿No se dijo
acaso, al salir de la primera exposición de los impresionistas, que
desde entonces el azul del cielo de Paris no sería ya como el de an­
tes? Ahora, después de Artaud, no tenemos ya la misma relación
con el ritmo del cuerpo, ni tenemos después de Proust la misma re­
lación con el tiempo 12 • ¡Rilke felicitaba a Cézanne por haber sabi­
do «evocar su amor por la manzana real al expresarlo de un modo
tan hondo en la manzana pintada»!
En relación con un tema tan serio como el de los derechos del
hombre, Milan Kundera señala que, en realidad, la patria de esos
derechos ha sido Occidente. Pero antes de eso, antes de que el
hombre pudiera tener derechos (o, en todo caso, ser consciente de
ellos), ese hombre había tenido que considerarse como individuo.
Pues bien, «esto no se habría podido lograr sin una larga práctica
de las artes europeas y en particular de las novelas que enseñan al
lector a tener curiosidad por el otro y a intentar comprender unas
verdades que difieren de las suyas» 13 • Ha sido por esa razón por lo
que, a mi juicio, Cioran ha podido designar a la sociedad europea
como «sociedad de la novela» y a los europeos como «hijos de
la novela» 14• Y esto que se dice en relación con el surgimiento de la
sociedad del derecho puede decirse también evidentemente en re­
lación con el hombre como individuo enfrentado a las grandes
cuestiones del sentido y del destino. ¿Quién de nosotros, por de­
cirlo una vez más, a menudo no se ha comprendido mejor a sí mis-
12. E. Clemens, La Fiction et l 'Apparaftre, Albin Michel, Paris 1994.
13. M. Kundera, Los testamentos traicionados.
14. Así lo dice muchas veces en sus conversaciones y pensamientos. Cf. tam­
bién l. Calvino, Por qué leer los clásicos, Tusquets, Barcelona 1995.
166 El sentido

mo inmerso en una novela, donde él se identifica, aunque sólo sea


por un instante dejando que su libertad quede libre, con los héroes
que él ha elegido y con los que él se «se encuentra a sí mismo»,
mucho mejor que en un tratado histórico? R. Carver, en N'enfai­
tes pas une histoire 15, nos ha ofrecido un panorama de todo aque­
llo que constituye la fuerza de la ficción como búsqueda y descu­
brimiento de sentido, porque la acción que se desarrolla dentro del
relato «se transpone en la vida de personas que se encuentran fue­
ra del relato». La literatura es acción, lo que significa que cuando
«las palabras son verdaderas y justas [ellas] pueden tener tanta
fuerza como las acciones». La literatura actúa, no es un simple es­
pectáculo o una diversión, sino que tiene un poder de revelación
(retengamos esta palabra para lo que sigue). «Lo que importa es
que el mundo seguirá siendo el lugar de las epifanías. Y para mo­
verse entre ellas, la literatura será el último Pausanias que podre­
mos utilizar» 16•
¿No tienen razón tantos psicoanalistas cuando afirman que la
lectura de Proust puede valer como terapia? 17 ¿No será importante
el hecho de que psicoanalistas como Julia Kristeva y Catherine
Harpman se ocupan de novelas? Robert Badinter, jurista y antiguo
ministro de Justicia de Francia, ha mostrado, a propósito de la no­
vela de Víctor Hugo, El último día de un condenado, que este libro,
que relata del modo más novelesco posible las reflexiones de un
condenado a una muerte imaginaria, en el curso de sus últimas ho­
ras, ha contribuido más a la abolición de la pena de muerte que to­
dos los discursos, los coloquios y las teorías. «La fuerza incompa­
rable de esta obra está en el hecho de que, por vez primera en la
historia de la abolición, el mismo hombre, un condenado en perso­
na, ha irrumpido en la escena. No se trata ya de argumentar, de de­
batir. La discusión desaparece ante este ser de carne y hueso que
aguarda la ejecución» 18 • Se podrá decir que no es un ser de carne y
hueso, sino sólo un personaje de novela. Pero sucede que un con-

15. Cf. la edición de l'Olivier, Paris 1993.


16. R. Calasso, La Littérature et les dieux, 154.
17. Bastará con leer J. Kristeva, Le Temps sensible. Proust et l 'expérience lit­
téraire, Paris 1994.
18. Prefacio de R. Badinter a la edición de V. Hugo, Le Dernier jour d 'un con­
damné, en «Le Livre du Poche», París 1991.
El imaginario, fiesta del sentido 167

denado real no ha podido ni podrá escribir jamás sus últimos ins­


tantes. Y, además, lo que importa es que ahora tenemos que situar­
nos ante un hombre, el criminal, y no ya ante un crimen o ante un
simple concepto. «Aquí reside el genio de Victor Hugo: no sirve pa­
ra nada denunciar la pena de muerte si ella no se encuentra encar­
nada, no en el juez o en el verdugo, sino en el ajusticiado, que sien­
te pesar sobre su nuca un aliento que resulta imperceptible para
todos, excepto para él. Hugo ha sentido que era preciso pasar de la
humanidad al hombre» (ibid).
Nos hallamos de nuevo, una vez y para siempre, ante un tipo de
superioridad de invención y antecedencia del descubrimiento por
ficción sobre la realidad inmediata o sobre el conocimiento cientí­
fico. «Para vivir la angustia del condenado, es necesario que de­
saparezca la realidad del crimen. Sin duda, esta obra es artificial,
pero ¿por qué tendremos que acusar de eso al escritor, que reclama
esta suprema verdad del arte que es lo imaginario? Sin el escritor,
sin este libro y tantos otros escritos, ¿se habría enraizado la exigen­
cia de la abolición en tantas sensibilidades y conciencias?» (ibid).
Ha sido, por otra parte, el gran Dostoievski el que en una obra que
es también de imaginación, La Dulce, ha declarado su deuda res­
pecto a esta invención de la realidad por la imaginación que se de­
be al gran escritor francés 19•
La ficción nos enseña infinitas cosas sobre el hombre y a veces
lo hace con mayor amplitud y mejor que la antropología racional.
Cuando en una verdadera obra literaria (yo no hablo evidentemen­
te de una novela [¿?] de tesis o de edificación) me encuentro con
un hombre que busca a Dios, un hombre que se bate con Dios o
contra Dios o ante Dios, un hombre a quien su autor ofrece plena
libertad, más allá de toda imposición filosófica, histórica o teoló­
gica, suele sucederme que me siento infinitamente más interpe­
lado, e incluso convencido, que leyendo a Teresa de Ávila. ¿No se
debe esto acaso al hecho de que aquí parece que no se asume de
antemano ningún presupuesto de doctrina o de ortodoxia, sean cua­
les fueren la originalidad y honestidad de la experiencia mística?

19. F. Dostoievski, La Douce, versión francesa de A. Markowicz, Arles 1992,


7: «Si [Victor Hugo] no hubiera admitido esta fantasía [imaginar a un condenado a
muerte escribiendo sus últimos momentos], no hubiera existido su obra misma, una
obra que es la más real, la que destila más verdad de todas las que él ha escrito».
168 El sentido

¿No se debe esto sobre todo al hecho de que en presencia de un


personaje de ficción yo puedo identificarme (o no) con él, encon­
trando los caminos de mi propio «yo», sin las imposiciones de un
«yo» real (Teresa de Ávila) que «sólo» conoce su propia experien­
cia -¡por la que quizá yo no siento ninguna atracción!-?
Por otra parte, a través de la ficción, por los procedimientos de
invención imaginativa, se descubre en el sentido fuerte del térmi­
no aquello que el hombre es o puede ser. El hombre es un ser que
desde el principio de su existencia vive una intriga de la que él no
maneja todos los hilos, una intriga por la cual él se busca a sí mis­
mo. Resulta importante mantener el enigma (otra palabra que ro­
gamos que se tenga en cuenta para lo que sigue) que es toda vida,
y en esto la novela resulta ejemplar. Se ha podido decir de los sue­
ños, y nosotros lo diremos aquí del enigma que nos habita inclu­
so en estado de vigilia, que ese enigma (y esos sueños), lejos de
ser secundarios, pueden servirnos de camino de acceso para com­
prender los sistemas filosóficos racionales20 • La literatura de fic­
ción retoma todo eso a su servicio. «La literatura, que había sali­
do por la puerta de la sociedad, reentraba por la ventana cósmica
[y yo añadiría: onírica], después de haber absorbido en ella nada
menos que todo»21 • La literatura es recopilación e invención, real­
mente mezcladas. Pero al mismo tiempo esta invención, por el
mismo hecho de que ella es también recopilación de nuestras
emociones más primitivas (¡el lobo!), no constituye un puro deli­
rio, porque el verdadero novelista que escucha su imaginación sa­
be muy bien que alguna cosa se le impone. Él inventa, pero no in­
venta cualquier cosa.
Por esta razón -y nosotros vislumbramos ya el lazo que puede
haber entre literatura y teología-, la novela no es una aventura ac­
cidental para el teólogo, sino, al contrario, ella podría convertirse

20. P. Carrique, Réve, vérité. Essai sur la philosophie du sommeil et de la vei­


lle, Gallimard, Paris 2002. Aquí se habla de una «fenomenología de la experiencia
onírica», que es algo que nos aproxima a nuestra idea de que la literatura de ficción
puede constituir el lugar de una verdadera antropología. Cf. también J.-Cl. Schmitt,
Le Corps des images. Essais sur la culture visuelle au Moyen Age, Gallimard, Pa­
ris 2002. Él ha mostrado, de un modo especial, la forma en que el sueño se ha con­
vertido, desde la literatura medieval, en motor de la creación literaria. Cf. Le Mon­
de, del 24 de mayo de 2002 (R.-P. Droit y Ph.-J. Catinchi).
21. R. Calasso, La Littérature et les dieux, 128.
El imaginario, fiesta del sentido 169

en un locus theologicus -cuya teoría más precisa queda todavía,


evidentemente, por hacer22-. En el descubrimiento novelístico exis­
te una analogía con aquello que el teólogo llama Revelación: una
visitación, el encuentro de algo que es inesperado, repentino, algo
«revelado», fuera de la realidad cotidiana y, sin embargo, inscrito
en ella. Hay en la revelación una parte de enigma (Moisés ante la
zarza), de intriga (combate de Jacob con el ángel), exactamente lo
mismo que en la literatura. Partiendo de un enigma, que es todo su
contenido y toda su razón, se desarrolla una intriga (Ricoeur, Levi­
nas), a partir de la cual, sintiéndome libre en mis movimientos, yo
busco la manera de comprenderme y comienzo a revelarme a mí
mismo.
Porque es aquí donde se encuentra, sin duda, la paradoja de la
escritura de imaginación: ¡Que las palabras (materialmente, sólo
son eso) puedan abrirnos a la realidad! ¿No es quizá en una nove­
la de Flaubert donde Sartre ha descubierto al mejor hombre del si­
glo XIX?23 Y Emma Bovary ¿no es ya desde hace tiempo, con An­
tígona y tantos otros personajes de ficción, un personaje tan real
(¿más real?) que tantos y tantas como aparecen escritos en las cró­
nicas de la historia? ¿No vivimos nosotros acaso todos los días con
Romeo y Julieta, con Frabricio del Dongo y Clélia Conti, con Pe­
dro y Natacha, con los tres Karamazov, con Orfeo y Euridice? ¿Ha­
brá algún inconveniente en recordar todo aquello que el relato del
Génesis, redactado por una pluma que ya no vive, nos enseña sobre
el hombre, sobre sus miedos y amores, sobre su muerte, sobre su
Dios? Adán y Eva, Caín y Abel, Lot y su mujer, ¿no son acaso nues­
tros contemporáneos? La distancia entre lo que algunos llaman re­
velación y otros llaman ficción no es demasiado grande24 • «Aque­
llo que la imaginación capta como Belleza, escribía Keats, debe ser
verdad, haya existido o no previamente. La imaginación puede
compararse con el sueño de Adán: él se despierta y descubre que

22. Cf. A. Manzatto, Teología e literatura. Urna rejlexao teologica a partir da


antropología contida nos romances de Jorge Amado: Revista de Cultura Teologi­
ca 1 (1993) 7-39 (extracto de una tesis doctoral presentada en la Facultad de teo­
logía de Lovaina).
23. J.-P. Sartre, L'Idiot de lafamille: Gustave Flaubert de 1821 a 1857, Galli­
mard, París 1971.
24. A condición de que queramos entenderlo bien. Cf. pág. 160, nota 2.
170 El sentido

era verdad»25 • Esto es lo que sucede también en todo el mundo de


lo imaginario: no se ve nada, pero se entiende todo (la palabra del
dios en los sueños).
La literatura puede constituir una verdadera antropología y es­
clarecer de esa manera al teólogo en su búsqueda de una teología
pertinente para el hombre. El riesgo de las ciencias humanas (po­
demos pensar en ciertos aspectos de la sociología, en ciertas for­
mas de estructuralismo), el riesgo incluso de la filosofia (que se
piense en el saber absoluto de Hegel) está en constituirse como
sistema, es decir, como ideología. En la literatura no hay nada de
este espíritu de sistema, de esta urgencia de sistematización que
suprime toda posibilidad de revelación, de descubrimiento inespe­
rado. Porque ¿cuándo existe revelación, sino cuando un texto sale
de pronto de sí mismo y me visita, sin aviso previo? Esto que se
puede decir aquí de la literatura de invención puede decirse de la
Escritura y de la Palabra de Dios. Un criterio de la pertinencia y
verdad de una proposición teológica es que ella sea reveladora.
Pero ¿cuándo se puede decir que un texto, sea el que fuere, se vuel­
ve «revelado»? Cuando él es, y porque él es, revelador, cuando y
porque él me revela y me descubre a mí mismo. Pero ¿no nos su­
cede esto muchas veces cuando leemos una novela, cuando nos de­
jamos visitar por un poema, cuando nos situamos ante una escena
de teatro? El teatro es un lugar donde la verdad se produce, decía
Berthold Brecht.

2. El imaginario teológico

Dentro de esta función del imaginario, que ofrece al hombre un


lugar para entenderse, ¿ocupará también un espacio la teología?
¿Tendrá también la teología, como lo tenía la literatura, un fondo
vinculado con lo imaginario, y que ella podrá ofrecer a los hombres?
La pregunta puede parecer extravagante, incluso un poco blasfema,
cuando se piensa que la teología está al servicio de la fe. Pero, sin
embargo, puede suceder que no sea tan extravagante y blasfema co-
25. J. Keats, Cartas, Juventud, Barcelona 1994 (carta del 22 de noviembre de
1817).
El imaginario, fiesta del sentido 171

mo pudiera parecer; no en vano todos nosotros tenemos un hábito de


racionalidad, del que deberíamos liberarnos parcialmente.
¿Cómo habla la fe? Ella lo hace desplegando todo un universo
de representaciones (Kant) que sustentan y sostienen su sentido.
¿Qué sería el cristianismo sin el formidable fondo de imaginación
que desde los orígenes ha venido transmitiéndose y se sigue trans­
mitiendo con él, sin ese fondo del que se rodea como para salva­
guardar bien la expresión pura de su fe y de su mensaje? Desde los
relatos míticos, a los que recurre en su Antiguo Testamento, hasta
las metáforas vivas, que surcan todo el Nuevo Testamento, el ke­
rigma (judeo-)cristiano no hace más que solicitar nuestra imagina­
ción, como una luz de fondo, como un decorado siempre desple­
gado. El inmenso relato de la creación en el Génesis no hace otra
cosa que «acordar», como se dice de un instrumento de cuerda, el
relato de su fe en Dios con los relatos míticos de la construcción de
Adán (modelado de barro), de la venida de Eva en el corazón de un
sueño, de un jardín maravilloso y peligroso donde el hombre se
ejercita en los primeros pasos de su libertad; o con los dramas cós­
micos, como Babel y el diluvio, que despliegan el abanico de sus
imágenes inmemoriales. ¿Y qué hace el Nuevo Testamento -sin
necesidad de acudir a los evangelios de la infancia- sino envolver
la elocuencia de su mensaje en los relatos «maravillosos» (en el
sentido original del término) de la tentación en el desierto, en com­
pañía de ángeles y demonios, de multiplicaciones irracionalmente
excesivas de panes y de parábolas fastuosas (como «el hijo pródi­
go»)? Y esto sin hablar del largo relato de la Pasión y muerte de Je­
sús, donde se nos muestra el velo del templo a punto de rasgarse,
un temblor de tierra y cielo que desbordan el nivel del cosmos, con
tinieblas de tres horas en las que se invierten las leyes del mundo.
Y en este decorado es donde nos hacen escuchar el grito de nuestro
Dios sobre la cruz; y también se nos ofrece el decorado de una
tumba, cuya piedra rueda no se sabe cómo, a modo de camino que
nos habla del triunfo de ese grito, en el que se descubre el funda­
mento mismo de nuestra fe.
Pues bien, resulta que esto que ya en sí mismo y como tal es
bien notable, todo ello viene a ser todavía contado y vivido hoy en
día. Por eso, mientras que nadie invoca a los dioses griegos, de
manera que ellos no existen más que en los libros eruditos, he aquí
172 El sentido

que la Iglesia en su liturgia, día tras día, año tras año, vuelve a ha­
blamos en este lenguaje. Y, sobre todo, ella nos invita, con un sim­
bolismo conmovedor, a que nosotros mismos penetremos en los
misterios que todo este imaginario despliega. Cada año, y duran­
te varias jornadas, nos hace revivir el suntuoso relato de la crea­
ción en siete días; nos hace seguir paso a paso el relato de la
«bienaventurada Pasión» (Beata Passio) -interpretada en forma
gloriosa por un Bach que nos arranca hoy y siempre lágrimas y
suspiros gozosos-.
Cada año escuchamos el Grito de nuestro Cristo bajo las bóve­
das de nuestras iglesias y el dichoso y sorprendente anuncio de la
ruptura de los lazos de la muerte, para que podamos entrar en la vi­
da, como si fuera la primera vez que ese anuncio se proclama, de
manera que nosotros integramos esos relatos en el relato de nuestra
propia existencia. Y todos los días se celebra, como memorial vi­
viente, la más emocionante metáfora viva, la de la última Cena,
donde todas las cosas se transforman ante nuestros ojos. La liturgia
y los sacramentos -que operan por vía de significación, signifi­
cando causant, decía santo Tomás- son vividos por los creyentes
bajo la forma de símbolos, pero de símbolos reales de realidades
trascendentes a las cuales están incorporados.
¿Teología e imaginario? Aquí estamos ante un discurso que no
cesa de interpelamos sobre ello, y no simplemente por alusión his­
tórica, sino como por medio de un gesto que se produce todavía de­
lante de nosotros. No nos limitamos a ojear algún diccionario de
viejos relatos reunidos, sino que continuamos recitando los relatos
como si nos fueran contemporáneos y formaran parte de nuestra
vida. Aquí estamos ante algo que es único en la historia del espíri­
tu. Por lo menos en occidente, la liturgia cristiana es el único lugar
-como la sociología ha puesto de relieve- donde los «mitos» y las
metáforas se pueden seguir observando y describiendo in vivo, sin
que se deba llamar a la puerta de las bibliotecas. Para descubrirlo,
basta que empujemos la puerta de una iglesia ¡o que consultemos
una obra de teología que no sea demasiado racionalista! Somos los
únicos que seguimos desplegando todavía nuestra teología con la
ayuda del imaginario. Yo no tengo necesidad del relato de la tum­
ba vacía para creer en la Resurrección, que es el paso de Jesús al
Padre. Pero en la mañana de Pascua (venerunt ad monumentum,
El imaginario, fiesta del sentido 173

orto iam so/e; esto sólo se puede decir en latín) resulta indispensa­
ble que yo escuche proclamar este relato para vivir plenamente lo
que vivo ese día en el que no puedo reducir la expresión de mi fe a
su puro contenido intelectual. «La 'ficción' es la fuente de donde
se nutre el conocimiento de las 'verdades eternas'» (Husserl, Ideen,
§ 70). Como ha escrito un comentador: «Instituido sobre el registro
de la fantasía, el registro de la ficción es mayor que el registro del
mundo en que se mueven las ideas»26 .
Según eso, sin dejarse sofocar por ello, es necesario reconocer
que la fe cristiana -a través de sus recitaciones y sus gestos litúr­
gicos- y la teología -a través de las representaciones a las cuales
ella recurre, como a metáforas siempre vivas...- sean capaces de
proponerse ante los hombres como realidades que encuentran un
lugar dentro de este discurso de lo imaginario, discurso que, como
hemos visto, constituye un lugar privilegiado para la comprensión
que el hombre adquiere de sí mismo. Ciertamente, el creyente des­
cubre detrás de esos relatos la presencia de una Presencia; pero tal
cosa no le impide confesar que esos símbolos y esas metáforas, y
más aún esos mitos, funcionan también como un indudable fondo
de esa Presencia. Esos símbolos actúan como un fondo de recursos
capaces de aportar a todos los hombres la forma en que pueden en­
contrarse cuando, para comprenderse a sí mismos, ellos preguntan
a su inagotable imaginario. Por esta razón, a nuestro juicio, la teo­
logía tiene, como la literatura, una palabra que decir en la antro­
pología, de manera que puede jugar en ella un papel muy singular.
Más aún, nosotros no somos los únicos en creerlo.
Hablando de la experiencia imaginaria y de la búsqueda de fe­
licidad, que han sido a su juicio los «elementos más importantes del
continente de la fe», la psicoanalista Julia Kristeva observa que el
racionalismo ha pretendido que la hermenéutica y la metafisica, es
decir, la racionalidad, se ocupen sólo del camino hacia el Ser27• Pe­
ro al hacer esto, dice ella, se ha producido una rarefacción de la fe-

26. M. Richir, L'Institution de l 'idéalité. Des schématismes phénoménologi­


ques, Association pour la promotion de la phénoménologie. Mémoires des anna­
les de la phénoménologie, Beauvais 2002.
27. Comunicación de Julia Kristeva al Cinquieme Forum «Le Monde». Le
Mans (octubre de 1993), sobre el terna Ou va le bonheur? Cf. Le Monde, 5 de no­
viembre de 1993.
174 El sentido

licidad y del sentido, «una desviación de aquello que fue el gozo de


Dios hacia el solo deseo de escuchar la llamada del Ser» (y Dios y
el ser no son, en modo alguno, la misma cosa). Si se quiere volver
a encontrar la relación con el sentido, es nec'esario, sigue diciendo
ella, «rehabilitar la experiencia imaginaria» y volver a encontrar
por consiguiente aquello que fue siempre uno de los valores de la
religión. Y es preciso que la felicidad sea en parte el duelo por el
que superamos la desdicha, porque ella no es algo sencillo y dulce
sin más, como lo sabe bien la religión. Ese carácter fuerte de la fe­
licidad «es algo que nos revela precisamente la novela y esta fic­
ción concentrada que se expresa en un Picasso o un Bacon». La
religión no debe volver al oscurantismo, pero «yo desearía sin em­
bargo, dice ella, rehabilitar no la ilusión como mistificación, sino
esta parte de la experiencia que Freud, un racionalista amenazado
como era, ha interpretado demasiado pronto como una ilusión (El
porvenir de una ilusión): la parte del imaginario». Superando el ni­
vel de la racionalización, el imaginario nos devuelve «la afluencia
del sentido, el tiempo del sentido: sentido incorporado, transubs­
tanciación, encarnación». En esa línea añade ella: «Esta experien­
cia es una felicidad secreta, a condición de que seamos capaces de
recorrer, a través de los signos y el sentido, toda la gama de sensa­
ciones que hacen de nuestra alma una novela»28 •
Pero entonces, ¿qué aporta de singular la teología a este tipo de
conocimiento del hombre? Más arriba hemos creído poder probar
que en el imaginario antropológico existía ya una verdadera capa­
cidad de revelación. ¡Pero he aquí que nos hallamos ante una pala­
bra bien cristiana! Escuchemos a Mallarmé: «Sí, ya lo sé, nosotros
no somos más que formas vanas de la materia, pero formas muy
sublimes, porque hemos inventado a Dios en nuestra alma. ¡ Sí,
amigo mío, sublimes! ¡Cómo me gusta dejarme impresionar por
este espectáculo de la materia que tiene conciencia de existir y que,
28. Esto supone, como ella dice en esta comunicación, «que nosotros tenemos
todavía un alma», cosa que, incluso a través de los meandros de una aproximación
que no es únicamente religiosa, dice mucho sobre la importancia de «este conti­
nente de la fe». Cf., además, su libro Las nuevas enfermedades del alma, Cátedra,
Madrid 1995, que se abre con una pregunta vibrante: «¿Tenemos un alma?». Cf.
también, de la misma autora, Al comienzo del amor: psicoanális yfe, Gedisa, Bar­
celona 1996; El texto de la novela, Lumen, Barcelona 2 1982.
El imaginario, fiesta del sentido 175

sin embargo, me lanza con gran fuerza hacia el mundo de los Sue­
ños, para cantar al alma y a todas las impresiones divinas que se
han ido amasando en nosotros desde las primeras edades»29 • ¿No
tendrá también la teología este poder? ¿Debemos creer a Diderot:
«Perdido en un bosque inmenso, en medio de la noche, yo sólo ten­
go una pequeña luz para guiarme; pero viene un desconocido y me
dice: 'Amigo mío, apaga la candela para encontrar mejor el cami­
no'. Este desconocido es un teólogo» (Additions V III)? ¿O debe­
mos seguir a Hannah Arendt: «La cuestión del hombre no es me­
nos teológica que la cuestión de Dios» (La condición humana)?
¿Deberemos optar por la visión cruel (y vejatoria) del filósofo ilus­
trado (Diderot) o por la propuesta alentadora de la alumna de Hei­
degger y Jaspers (H. Arendt)? Después de lo ya dicho, se compren­
derá que nosotros elegimos la segunda perspectiva, confirmada,
por otra parte, por muchos autores, tales como Levinas, Derrida,
Ricoeur y Vattimo, por no citar más que algunos.
Si la teología aporta alguna cosa al hombre lo hace esencial­
mente en la medida en que, para comprenderse, ese hombre tiene
necesidad de medirse con algo que, siendo real o ideal, le viene de
un «afuera», con algo de lo que nosotros tenemos el derecho y el
deber de lograr que su rumor se escuche. La teología, al hablar de
Dios, al hablar «desde un punto de vista que no está en ninguna
parte» (Thomas Nagel), propone una comprensión desde lo alto,
por el infinito, y esta manera de actuar puede interpretarse como
una hermenéutica (una revelación) del hombre por el infinito. Pe­
ro, como saben bien los filósofos (Pico della Mirandola, Nicolás
de Cusa, Leibniz), la idea de infinito no proviene de la filosofia,
aunque ella reasuma su herencia, sino de la religión (y de las ma­
temáticas). Y sólo el imaginario (expresado en la zarza ardiente, en
el combate de Jacob con el Ángel, en el sueño de Adán, etc.) es ca­
paz de soportar totalmente la idea infinita del Infinito. El imagina­
rio no es lo único que hace que surja una revelación, pero es el can­
tus firmus que, como música de fondo, acompaña a la fe y a su
discurso, introduciendo así al infinito en el juego del hombre, ha­
ciendo que venga a formar parte de su juego.
29. St. Mallarmé, Carta a H. Cazalis, del 28 de abril de 1866, en Correspon­
dance 1862-1871, ed. de H. Mondor, Gallimard, Paris 1959, 207s.
176 El sentido

Si, como piensa Descartes, el hombre no se puede reducir al


reino de lo finito30, si el «ego sum» (del propio Cogito) sólo tiene
sentido por su «peculiaridad», que consiste en ser un exceso inau­
dito y singular, un exceso hacia lo no determinado, hacia la nada o
el Infinito31 , puede que no resulte incoherente plantear la hipótesis
de la función epistemológica del imaginario en el proceso del pen­
samiento, la hipótesis «de aquel imposible por medio del cual se
vuelve real la verdad» (Lacan). Hay palabras-sésamo que abren po­
sibilidades infinitas. Al introducir el «argumentum Dei» en el con­
junto de los argumentos humanos, la teología vendría a presentar­
se como aquella ciencia que propone que el hombre sale ganando
al pensarse hasta los límites, hasta los confines del infinito, porque
aquí nada es demasiado. La teología sería entonces esta investiga­
ción que consiste en asistir al nacimiento de la verdad bajo la égi­
da tutelar de un exceso.
Creemos, ciertamente, que Dios es más que una idea32. Pero la
fe y la religión no habrían introducido ni la idea de Dios, ni la del
Infinito, si es que, junto con la teología que toma su relevo, ellas no
hubieran inventado para el hombre un medio por el cual él puede
comprenderse: ponerse en contacto con los confines. Si es que
ellas no hubieran introducido, en fin, como hacen las matemáticas,
unos elementos inverificables y desconocidos, para poder respon­
der de esa manera a preguntas que de otra forma carecerían de res­
puesta33. Por eso, quizá no resulta disparatado lo que dice Cle­
mente de Alejandría: «Cuando empezamos a reflexionar debemos
introducir en nuestros oyentes la fe, porque ella es también un tes­
timonio digno de credibilidad» (Protréptico, X, 95, 3). La teología
tiene el derecho a pedir que la inviten a la mesa del pensamiento.
Es lo que nosotros queremos hacer ahora, proponiendo una do­
ble reflexión sobre la teología. Por una parte la vemos como antro-

30. Léase R. Célis, Entre monde et infini. La condition de l 'homme moderne


chez Descartes et Levinas: Cahiers de l'École des sciences philosophiques et reli­
gieuses, Publications universitaires Saint-Louis, Bruxelles 8 (1990) 53.
31. J. L. Nancy, Ego sum, Flammarion, Paris 1979, 33-34.
32. Cf. Fr. Mies, L'idée de Dieu suffit-elle? Raison, priere et Bible, en A. Ge­
sché-P. Scolas (eds.), Et si Dieu n 'existait pas?, Cerf, Paris 2001, 39-59.
33. Cf. G. Chatelet, Les Enjeux du mobile. Mathématique, physique, philoso­
phie, Paris 1993.
El imaginario, fiesta del sentido 177

pología de la revelación: ¿qué dice ella al hombre sobre sí mismo,


especialmente desde la perspectiva de su imaginario? Por otra par­
te la vemos como antropología teologal: ¿qué aporta al hombre la
idea infinita de Dios para que él se comprenda a sí mismo?

a) La teología como antropología de la revelación

Ernst Bloch se refería al hombre diciendo que se había vuelto


actualmente un horno absconditus, un ser escondido para sí, in­
comprensible e impenetrable para él mismo. Así trasladaba de la teo­
logía a la antropología el tema milenario del Deus absconditus, el
Dios escondido, del que hablaron Isaías y Pascal. «Moisés miraba
en la zarza y no veía más que una llama de fuego, pero escuchaba
la voz del Señor» (cf. Ex 3, 2 y 6). No se ve a Dios, pero se le es­
cucha (cf. 1 Sm 3, 18). «Las mujeres miraron la tumba, pero al Se­
ñor no lo vieron» (cf. Me 16, 5-6). Y fue sin embargo en estos dos
«lugares» de invisibilidad donde Moisés y las mujeres recibieron
una revelación. Yo quisiera arriesgarme aquí a presentar una teoría
de la revelación, sabiendo que ella tiene su fuente en Dios, sin duda
alguna, pero en Dios en cuanto Deus absconditus. Quisiera mostrar
que el hombre puede entender algo cuando se esconde paradójica­
mente en un Dios escondido; y que de esa manera la fe puede con­
tribuir a que surja un horno revelatus, un hombre revelado. Este se­
rá un hombre distinto del hombre analizado, mirado, estudiado, del
que tratan, y por lo demás felizmente, las ciencias humanas.
Franz Rosenzweig ha mostrado de un modo brillante que las ca­
tegorías de creación, revelación y redención no son simplemente
categorías reservadas al uso religioso, sino que, desde su principio,
son categorías de contenido antropológico general34 • El hombre es
un ser que se descubre «creado»: yo no me he hecho a mí mismo,
yo estoy precedido, yo no puedo comprenderme ni pensarme como
mi propio origen (esta sería la ilusión del «causa sui»). El hombre
34. F. Rosenzweig, L'Étoile de la Rédemption, versión francesa de A. Dere­
zanski y J.-L. Schlegel, Seuil, Paris 1982 (versión cast.: La Estrella de la Reden­
ción, Sígueme, Salamanca 1997); cf. también St. Mases, Systeme et Révélation,
Seuil, Paris 1982; F. Rosenzweig, Le secret forme/ du récit biblique: L'Infini 8
(1983) 31-38 y en la obra colectiva Franz Rosenzweig, Les Cahiers de la nuit sur­
veillée, Paris 1982.
178 El sentido

es un ser que se interroga sobre su destino, sobre una salvación, so­


bre una «redención»: ¿Salvaré yo mi vida de la falta-de-sentido? El
hombre, en fin, es un ser que busca que le «revelen» aquello que él
es, inmerso como está en el laberinto de su enigma, de este «algo
esencialmente sordo» que él descubre en sí mismo (Davidson), pe­
ro a través del cual espera una revelación.
Desde esta perspectiva, la categoría de revelación significaría
que el hombre no se descifra solamente por sus propios recursos,
sino que, siendo un «ser visitado», un ser que aprende, existe tam­
bién «desde fuera», desde un afuera de aquello que él es. Así se
expresa la necesidad de conocerse y ser conocido por una «exte­
rioridad» (Levinas), no por la simple inmanencia, sino por una
«extranjeridad» (que podría ser Dios), por una visitación, por un
«ante-día». «Aquí comienza este suplemento que es la revelación»
(p. 192). «Sucede entonces que la cosa sale del pasado de su esen­
cia (escondida) para entrar en su presente vivo [desvelado]» (p.
193). El hombre que se repliega sobre sí y en su clausura no está
preparado para su propio acontecimiento. Pero «cuando sale de sí»,
«porque Dios ha descendido», «se reorganizan las fuerzas que le
constituyen» (p. 199), «por la gracia de un más Alto», de un Otro
que le revela a sí mismo.
Esto que yo añado a esa antropología de revelación, como pun­
to de partida y analogía primera, es la revelación del amor, la reve­
lación que es el amor. El amor es el lugar donde uno viene a ser
precisamente revelado a sí mismo por el otro escondiéndose en él.
En el caso del amor, mi verdadero absconditus se encuentra al
mismo tiempo llevado y escondido en el otro, y por eso mismo yo
vengo a ser revelado, descubierto. Este es, sin duda, todo el secre­
to o el milagro del amor. Es el milagro de una admirable inversión,
de un «ser transportado», de un «trance», en todos los sentidos del
término. ¿No se suele hablar de un trance amoroso? Yo existo al ser
transportado por el otro. Es como si, al estar amorosamente escon­
dido y transportado por el otro, aquello que está escondido en mí
cesara de estar encerrado y de ser ilegible, indescifrable. Yo me des­
cubro a mí mismo gracias a lo que el otro guarda de mí escondido
en él mismo, y recíprocamente. ¿Por qué los amantes se esconden?
¿No se vendrá así a comprender entonces el tema del Deus abs­
conditus, en quien el hombre ha de esconderse para descubrirse a sí
El imaginario, fiesta del sentido 179

mismo? Dios queda así escondido, precisamente para que yo pue­


da ser yo mismo, lejos de aquello que, de otra manera, sería el fue­
go incandescente y destructor de una Mirada (que me observa des­
de el exterior). Es como si fuera necesario -y este es el misterio
bien conocido de aquello que se disimula y al mismo tiempo se re­
vela- que Dios siguiera siendo un Dios escondido si es que yo no
quiero ser perforado y vaciado de mí mismo, desnudado, devasta­
do, inexistente. He aquí que estoy desnudo, pero Dios viene y me
ofrece un cinturón de piel, un vestido que me oculta, para que no
tenga ya miedo a su mirada (Gn 3, 21). Yo recibo de Dios mismo el
derecho de esconderme. Esto sucede de manera paradójica porque
es esta relación, y no una visión saturante de Dios, la que me per­
mite revelarme a mí mismo.
Pero si las cosas son así, ¿no podremos proponer que la teología
es como una antropología de la revelación de sí mismo y no ese lu­
gar donde el hombre «muere al contacto con el absoluto» (Mauri­
ce Merleau-Ponty), como en una antropología de la devastación?
Esta teología propone la identidad del hombre ante Dios, pero pa­
sando del coram Deo de la evidencia brutal que podría destruirme
(«no se puede ver a Dios sin morir») a un coram Deo abscondito.
De esa manera, el hombre no queda cegado (como Prometeo), sino
iluminado (como Jacob), de quien se dice «que el sol se elevaba
cuando él salía de Penuel» (Gn 32, 32). Y es entonces, solamente
entonces, cuando Jacob puede afirmar que ha visto a Dios (cf. Gn
32, 31). Este es el proceso de revelación del hombre a sí mismo
desde lo alto, a través de eso que yo llamo una antropología teolo­
gal, sin que el hombre quede ensombrecido. Por lo demás, no exis­
te conocimiento de sí mismo sin el ministerio de la alteridad. Y es
quizá esta misteriosa alteridad escondida la que, por su misma dis­
creción, nos invita a que seamos nosotros mismos. El hombre es un
enigma para sí mismo. Para verse un poco, él necesita una historia,
contada por otro y rodeada de la magia de un relato.
Ciertamente, el hombre se conoce también por sí-mismo (como
supone el lema «Conócete a ti mismo» de Delfos y el «cogito» de
Descartes); se conoce en relación con el mundo (este es el tema an­
tropológico de la antigüedad y del Renacimiento, tema del hombre
como microcosmos); se conoce gracias al otro (esto es lo que nos
aporta la filosofia ética de Levinas y la ontología hermenéutica de
180 El sentido

Ricoeur, por no hablar de J. Derrida). Pero hay algo más: el hombre


no se conoce solamente por aquello que es con relación a sí mismo
(eje de la inmanencia), ni por aquello que es con relación a los
otros (eje horizontal), ni tampoco por aquello que él trasciende y
por aquello de lo que él se arranca (el cosmos); el hombre se cono­
ce también por aquello que le trasciende y por aquello que le arran­
ca desde lo alto.
Esta dimensión teologal debería entenderse como una dimen­
sión formal de la revelación del hombre a sí mismo. Quizá debe in­
terpretarse en esta línea un texto dificil de Levinas, donde él escri­
be que «la idea del infinito implica el despertar de un psiquismo
que no se reduce a la pura correlación» del cogito, y que «el psi­
quismo es originalmente teológico»35 . Como si hiciera falta com­
prender que el secreto mismo de aquello que en nosotros resulta
más secreto (el psiquismo, nuestra conciencia de nosotros mismos
para nosotros mismos) fuera, sin embargo, el lugar de una visita­
ción, de un secreto que se despierta a sí mismo. «La idea del infi­
nito en nosotros significa la humanidad del hombre comprendida
como teología» (p. 29).
Dejemos, si se quiere, ese texto enigmático. Pero reconozcamos
que, sin duda, no podría decirse mejor aquello que queremos esta­
blecer aquí: que la teología tiene un derecho a hablar sobre el hom­
bre36. Si la teología, bajo la forma que sea, se encuentra en el cora­
zón del hombre, ella tendrá, por derecho, una legitimidad para
presentarse como una antropología de la revelación. Y es aquí don­
de alcanza su pleno sentido el halo de imaginario del que se en­
cuentra acompañada toda verdadera teología. Si el hombre es un
enigma, él no puede captar la intriga de ese enigma a no ser deján­
dose guiar en ese dédalo por una historia (por un texto) donde se le

35. E. Levinas, Transcendance et Intelligibilité, Labor et Fides, Geneve 1984,


25 y 39.
36. Cuando, a su manera (que no es aquí la nuestra), habla de Dios como el In­
consciente, Lacan dice una cosa que me parece que va en la misma dirección que
Levinas. Para Lacan, el inconsciente se encuentra estructurado como un lenguaje,
de manera que habla, me revela mi yo más profundo. El inconsciente es «una rea­
lidad distinta» de mi yo consciente, pero dice sobre mí algo más que el yo cons­
ciente. Pues bien -y siempre según Lacan-, Dios, lo mismo que el inconsciente,
habla y es eminentemente revelador, de forma que a su juicio, siguiendo aquí a san
Juan, Dios es Palabra.
El imaginario, fiesta del sentido 181

diga quién es. Quizá sea este el sentido profundo de aquello que
sucede en el relato bíblico del Génesis, verdadero relato de revela­
ción, donde el imaginario sustenta nuestra verdad. Tal cosa es la
que, a mi entender, había comprendido Pascal plenamente. Sin du­
da, él no es el único que lo ha comprendido (piénsese en san Agus­
tín, con sus Corifesiones), pero él, que es el autor de los Pensamien­
tos, puede ser tomado como paradigma en la aurora de los tiempos
modernos. Pascal nos muestra que el relato, tan incómodo para
nosotros, del «pecado original», contado sin mutilar su parte de
imaginario, puede revelarnos, mejor que ninguna antropología ra­
cional, aquello que el hombre es verdaderamente cuando se desve­
la su enigma.
En su Conversación con Monsieur de Sacy37, Pascal quiere de­
mostrar cómo para conocer bien al hombre la filosofia (la antropo­
logía) saldrá ganando si frecuenta la teología. Esto es lo que nos
enseña, en efecto, la filosofia por medio de dos de sus ilustres re­
presentantes. Epicteto, el moralista estoico, ha conocido muy bien
aquello que el hombre debe ser, y de esa forma ha captado su gran­
deza; pero ignora aquello que el hombre es en su miseria y, sobre
todo, ignora las razones de su debilidad. Por el contrario, Montaig­
ne, que es observador de costumbres y escéptico, percibe muy bien
al hombre tal y como él es, en su debilidad y miseria, mas se aco­
moda a ello demasiado fácilmente y desconoce su grandeza, aque­
llo que el hombre es capaz de ser, e ignora la ayuda que puede es­
perar para sobrepasar su miseria. De esa forma, en los dos casos, el
hombre no consigue comprenderse, pues sólo conoce una parte de
sí mismo y la interpreta como el todo.
Con todo, el hombre no es simplemente lo que dicen Epicteto
o Montaigne. El primero ofrece un retrato soberbio, pero dema­
siado bello, donde el hombre no se reconoce, porque de hecho él
se sabe débil. El segundo ofrece un retrato desolador, donde el
hombre real tampoco se reconoce, porque él tiene cierta concien-
3 7. Esta conversación no ha sido escrita directamente por Pascal, sino que se
encuentra en las Mémoires de Nicolas Fontaine, solitario de Port-Royal y secreta­
rio del Maestro de Sacy, que fue quien tomó nota de ella. El título es convencional.
Acaba de aparecer una nueva edición: B. Pascal, Entretien avec Monsieur de Sacy
sur Épictete et Montaigne, original inédito presentado por P. Mengoti y J. Mesnard,
Desclée, Paris 1994.
182 El sentido

cia de su grandeza. En los dos casos, el hombre permanece por


tanto absconditus, escondido e incomprensible a sí mismo. Pero
¿no vendría a descubrirse a sí mismo si se tomara la molestia de
escuchar la Escritura? Moisés puede servir de referencia para los
dos filósofos. Esto es lo que pide Pascal, fascinado y consciente
al mismo tiempo de la incongruencia de su proposición: «Yo os
pido perdón, señor, por introducirme (por entrar) de esa manera
ante usted en el campo de la teología, en lugar de permanecer en
la filosofía, que era mi único tema; pero ese mismo tema me ha
venido conduciendo insensiblemente hasta aquí y es dificil no en- ·
trar, sea cual sea la verdad de la que se trata» (p. 126-127). De esa
forma, Pascal se atreve a abrir las primeras páginas de la Biblia
para buscar en la abundancia de un relato fantástico y muy imagi­
nativo -el relato de la tentación, de la serpiente, de Adán y Eva
que están abrumados- la respuesta al «debate» entre Epicteto y
Montaigne.
Pues bien, esta doctrina del pecado original y de la salvación,
del pecado y de la gracia, muestra al mismo tiempo la grandeza del
hombre (tal como ha sido creado y como sigue siendo) y la miseria
del hombre (tal como ha caído, pero no sin remedio), cosa que no
hicieron ni Epicteto ni Montaigne. Y es que este inmenso fresco
del pecado original explica la miseria del hombre, cosa que no ha­
cía Epicteto, que la ignora; al mismo tiempo, el pecado atribuye al
hombre su grandeza (por la salvación y la gracia), cosa que no ha­
cía Montaigne, que deja al hombre desamparado ante su miseria.
Para Pascal, el cristianismo es el único que consigue mostrar, com­
prender y salvar al mismo tiempo la verdad del hombre, y lo hace
propiamente al revelarle a sí mismo. Nosotros podríamos decir: al
ocultarse en Dios, el hamo absconditus termina por comprenderse
a sí mismo, a la luz de aquello que es en realidad una revelación (el
relato del Génesis no implica argumentación alguna).
Sí, yo comprendo ahora por qué soy miserable, débil, por deba­
jo de mí mismo. Pero esta miseria (que con Montaigne yo miraba
sin esperanza) no constituye mi esencia, no es mi «naturaleza», si­
no un «simple» accidente en mi historia, un accidente que no toca
mi esencia. De manera que yo puedo afirmar (con Epicteto) que el
hombre sigue siendo grande, porque su miseria no ha destruido de
raíz esta grandeza, que sólo ha sido ocultada por un instante y me
El imaginario, fiesta del sentido 183

puede ser restituida. La religión ha venido, según eso, para resolver


la aporía filosófica. Así cuenta arrogantemente Fontaine, secretario
de aquella conversación, que ante esta lección de teología el señor
de Sacy, «como él me lo dijo después», «escuchaba a Pascal de un
modo sereno, como si estuviera viviendo en un nuevo país y como
si escuchara una lengua nueva» (p. 11O). Pero no la escuchaba son­
riéndose de ella (como si fuera un cuento sin más), sino como al­
guien que se encuentra más bien del todo iluminado.
¿Constituye una locura este texto del Génesis? ¿Por qué no
aporta ninguna prueba? No aporta pruebas, pero habla sin engaño.
«El pecado original es locura ante los hombres, pero así está pre­
sentado. Vosotros no me podéis réprochar la falta de razón en esta
doctrina, porque yo la ofrezco quizá sin razón. Pero esta locura es
más sabia que toda la sabiduría de los hombres, sapientius est ho­
minibus. Porque sin ella ¿qué se dirá que es el hombre?» (Pensées,
Br. 445). «La locura es superior al buen sentido, porque este último
sólo tiene un origen humano, mientras que la otra es divina» (Pla­
tón, Fedro, 244 d). Es un pagano el que dice esto último, y pode­
mos preguntamos si no ha sido él quien ha inspirado a san Pablo en
su teología de la cruz.
Así pues, y según Pascal, el hombre es revelado a sí mismo por
la religión. Resulta que Epictero y Montaigne eran pensadores, pen­
sadores que no se permitían ningún trato con lo imaginario. Pero la
imaginación, pudiendo ser fuente de error, también puede ser fuen­
te de verdad. Según Pascal, si ella no puede hacer sabios a los locos,
los puede volver dichosos, a diferencia de la razón, que sólo puede
hacer a sus amigos miserables, cubriendo a uno de gloria (Epicteto),
al otro de vergüenza (Montaigne): sin el consentimiento de la ima­
ginación, las riquezas de la tierra resultan siempre insuficientes. En
suma, diríamos nosotros, allí donde la filosofía tropieza, la teología
descubre. Pascal, una vez más, estimaba que allí donde nuestra vida
y nuestra razón se detienen resulta necesaria la imaginación, para
que vaya más adelante, desbordando los límites de la razón y de la
vida. De aquí brotan otras afirmaciones de Pascal38 , como cuando
38. Nuestra tolerancia o nuestro pluralismo se encuentran hoy un poco a dis­
gusto ante esas afirmaciones, pero se comprenden perfectamente en el contexto
que acabamos de mostrar.
184 El sentido

dice que «no solamente no conocemos a Dios a no ser por Jesucris­


to, sino que tampoco nos conocemos a nosotros mismos si no es por
Jesucristo» (Pensées, Br. 548). Pascal afirma también que «la reli­
gión cristiana consta de dos elementos, que es importante que los
hombres conozcan y que es igualmente peligroso que ignoren. Ella
enseña a la vez estas dos verdades a los hombres: que hay un Dios,
del que los hombres son capaces, y que hay en la naturaleza una co­
rrupción que les hace indignos. Aislados cada uno por su parte, los
dos elementos resultan igualmente peligrosos: conocer a Dios sin
conocer la propia miseria, y conocer la propia miseria sin conocer al
Redentor que puede curarla» (Pensées, Br. 556).
Ciertamente, comprendemos que uno pueda sentirse intrigado
por el hecho de que la teología quiera tomarse así el derecho de ha­
blar en un dominio reservado a la filosofía y a la antropología, y
hemos visto que el mismo Pascal se excusaba de ello, no sin cierta
malicia. Sin embargo, no está prohibido reconocer que su preten­
sión no es en modo alguno desmesurada. Como lo reconocía explí­
citamente Kant39 , retomado por Ricoeur4°, ha de convenirse que, a
título de representación, esta doctrina del pecado original puede re­
sultar esclarecedora incluso para aquel que no la admita como un
dato de fe ni se declare creyente. ¡Este esclarecimiento ha sido po­
sible porque hemos descubierto «un nuevo país», el país de la teo­
logía, siempre que ella no se encuentre totalmente desligada del
fondo sonoro del imaginario, que actúa como el son de las trompe­
tas que abrían las puertas de Jericó!
Pues bien, ¡ha sido precisamente la teología hiper-racionalista
la que ha perdido su vínculo sonoro con este lenguaje primitivo!
En este contexto se debe resaltar que la famosa «desmitologiza­
ción» de los años cincuenta (la de Bultmann y, sobre todo, la de al­
gunos de sus epígonos más radicales) ha constituido un gran peli­
gro. Se ha querido borrar todo rastro de mito en la revelación para
quedarse sólo con un dato reducido, «comprensible». Los estragos
de tal actitud se han dejado sentir especialmente en la liturgia, que
39. En La Religion dans les limites de la simple raison (1793), versión fran­
cesa de J. Gibelin, Paris 1968, Primera parte, p. 35-78 (versión cast.: La religión
dentro de los límites de la mera razón, Alianza, Madrid 2001).
40. En Finitude et Culpabilité, Aubier-Montaigne, París 1960, libro 11, sobre
todo, 218.
El imaginario, fiesta del sentido 185

se ha vuelto totalmente cerebral, charlatana y militante. ¡ Y pensar


que este rechazo del mundo simbólico se ha realizado precisamen­
te cuando en otros campos (Dumézil, Lévi-Strauss) se descubría la
potencia del mito! Siempre que no somos fieles a nosotros mismos
perdemos la batalla. Felizmente, Ricoeur nos ha enseñado a re­
aprender los mitos, al distinguir entre «desmitologización» y «des­
mitificación». Ciertamente es necesario desmito-logizar allí donde
un mito es tomado como un lagos, como una historia fácticamente
verdadera, como una racionalidad que debe seguirse al pie de la le­
tra. Pero no hace falta des-mitizar, es decir, despedirse del mito,
vaciando así el discurso cristiano, porque el mito, como el símbo­
lo, «da que pensar» y no podemos prescindir de él41 .
Es que, entendiéndolo bien, se podría decir como el neoplató­
nico Salustio: «El mundo en sí mismo puede ser un mito» (Sobre
los dioses y el mundo, 3, 3). Según esta afirmación, el mundo no es
solamente aquello que la racionalidad dice de él, sino que es tam­
bién, en su totalidad, «un lugar de epifanías»42. El mito es una «le­
yenda», es decir, un legendum, algo «para leer». El mito tiene un
significado que no necesita explicaciones (racionales). Y por eso es
necesario mantenerlo como narración viva. Felizmente, «los teólo­
gos narrativos» que han aparecido hace unos treinta años, y que ac­
tualmente encuentran gran audiencia en la exégesis y en el análisis
propiamente literario de los textos bíblicos, nos devuelven en la
teología todo ese reino que hemos descubierto más arriba, cuando
hemos hablado de la literatura y su poder de invención, más allá de
los campos demasiado estrictos de la pura racionalidad o del rea­
lismo43. En este contexto, resulta significativo el hecho de que san­
to Tomás, a quien no solemos conocer en este aspecto, ha comen­
zado la Suma teológica con la cuestión sobre las relaciones entre
poesía y verdad.
En esta línea la teología podrá encontrar de nuevo una palabra
que decir, como lo había expresado bien Schelling, cuando escribía

41. Cf. P. Ricoeur, Finitude et Culpabilité, libro 11, y su Introducción a R.


Bultmann, Jésus, mythologie et démythologisation, Seuil, Paris 1968.
42. R. Calasso, La Littérature et les dieux, 154.
43. El descubrimiento y despliegue de la teología narrativa comenzó en los
años 1970, especialmente por influjo de J.-B. Metz, H. Weinrich (1973) y E. Schi­
llebeeckx (1974).
186 El sentido

que la religión no contribuye sólo a la inteligencia de su objeto (in­


tellectus fidei), sino también a la de toda la realidad (intellectus
mundi), dentro de la cual puede englobarse ciertamente la realidad
humana (intellectus hominis)44• De cualquier manera en que la
reinventemos o reinterpretemos -pero también y sobre todo, como
nosotros suponemos, al tomarla en su propia forma de hablar y en
su competencia autónoma-, la teología constituye ya una antropo­
logía de la revelación. De esa manera, ella obtiene su lugar, y su lu­
gar propio, entre las otras antropologías. ¿No es acaso eso mismo
lo que pensaba san Pablo cuando lanzaba su grito por haber descu­
bierto al Señor: «Y todos nosotros que, con el rostro desvelado, re­
flejamos como en un espejo la gloria del Señor, nosotros mismos
somos transformados por esta imagen, pasando de gloria en gloria,
llevados por el Señor que es el Espíritu» (2 Cor 3, 18)?

b) La teología como antropología teologal

Como acabamos de ver, la teología habla del hombre. Y sin em­


bargo, de un modo más fundamental y como primer principio, ella
habla de Dios. En este contexto se encuentra ante todo su defini­
ción y su primer destino. Pero ¿podemos añadir que también allí
donde la teología habla directamente de Dios, de manera que ella
es teo-logía, se incluye igualmente una antropología? Heidegger ha
podido afirmar que la filosofía debía salvar al pensamiento del ol­
vido del ser. La teología, cuyo sentido sería salvar a Dios del olvi­
do, ¿propone algo que pueda salvar al pensamiento y al hombre?
¿Existe una antropología teologal que, hablando de Dios, diga so­
bre el hombre alguna cosa que resulte verdadera?
El hombre de hoy, que es sensible a la sospecha de alienación,
se pregunta si la afirmación de Dios no pone su humanidad en pe­
ligro, sea que Dios exista todavía o que ya no exista. Porque, exis­
ta Dios o no exista ¿merecerían existir él o su idea? En este lugar
se le plantea una cuestión a la teología, a saber: cuando propone a
Dios, ¿qué es lo que ella propone para el hombre? ¿Habla ella de
44. Sobre la importancia del hecho religioso para comprender al hombre, cf. J.
Delumeau (ed.), El hecho religioso: enciclopedia de las grandes religiones, Alian­
za, Madrid 1995.
El imaginario, fiesta del sentido 187

un Dios que apaga al hombre o de un Dios que anuncia su llegada?


Y, si es verdad lo segundo, ¿cómo anuncia la teología al hombre?
Porque la teología puede seguir proponiendo a un Dios al que ha
estropeado tanto y a un hombre al que también ha estropeado tan­
to, que ella pierde todo derecho a tomar parte en el discurso de los
hombres. Esta será aquí, por tanto, nuestra pregunta: ¿Encuentra el
hombre y su enigma gracia ante Dios?
Me gustaría comenzar diciendo que, incluso si partimos de la
hipótesis (a la que yo personalmente no me sumo) de que el hom­
bre ha inventado a Dios, de manera que ese Dios no sería más que
una idea, podríamos suponer que el hombre ha inventado de esa
forma un «bello riesgo» (Platón) para el pensamiento. Y de esta
manera se podría seguir suponiendo que el hombre se habría con­
cedido a sí mismo algo que ofrece sentido a su vida, a saber: que
él se encuentra animado por un enigma, por un riesgo, por una po­
sibilidad de utopía (ou-topos, no lugar) -enigma, riesgo y posibi­
lidad que han hecho y que hacen de él este ser de transgresión de
lo inmediato y de lo fáctico, en lo que consiste quizá su definición
más fundamental-. Como lo dice un director de películas como
Andrei Rubliev, El espejo y Sacrificio: «¡Qué idea genial esta idea
del infinito. Esta idea misma es infinita. En todo caso el hombre
ha comprendido que él estaba en pie sobre la tierra, delante del
infinito»45•
Pero para eso es necesario que Dios, en el discurso y en la pro­
posición que hacemos de él, siga siendo aquel que él es, esto es,
aquel que llama al hombre a esta transgresión y a este desborda­
miento de los que venimos de hablar. Esto se debe mostrar y justi­
ficar en dos planos. De lo contrario, una vez más, la llamada a la
simple racionalidad no haría más que endurecer la amplitud de
la proposición teologal, que debe poder desarrollarse bajo nuestros
ojos, más allá de los criterios utilitarios, en perspectiva de gratui­
dad. Esta gratuidad supone que, de Dios al hombre y del hombre a
Dios, sigue abierto un enigma. Un enigma que evoca el respeto del
misterio del uno y del otro, para el uno y para el otro.

45. A. Tarkovski, Journal 1970-1986, versión francesa de A. Kichilov y Ch.


H. de Brantes, Seuil, Paris 1993, 24.
188 El sentido

1. Dios como un enigma para el hombre


Dios ha sido presentado demasiado a menudo como aquel que
«explicando» al hombre le convierte en un ser «explicado» del to­
do, es decir, ya realizado, acabado. El hombre se vería así despro­
visto de su capacidad de producir sentido, pues el sentido tendría
su salvaguarda sólo en Dios. Pero Dios no es un funcionario al ser­
vicio del sentido. Un Dios utilizado para salvar los valores, un Dios
al que colocamos a remolque del sentido -cosa que no es mejor en
modo alguno que ponerle al servicio del ser ( como hizo la onto­
teología)-, no merece la pena que sea anunciado. Desde el mo­
mento en que Dios queda medido por nuestras utilidades, aunque
sean las más elevadas, queda despojado de su Diferencia, y tam­
bién de su trascendencia y de su alteridad. Ya no sería Dios. Y no­
sotros no seríamos ya hombres.
No es que Dios no sea sentido o no lo pueda ser, pero lo es en la
medida en que es Dios-Dios, simplemente Dios, Dios «sin más»,
Dios en su enigma, en su Diferencia (Heidegger) y en su Diferancia
(Derrida46), no como algo que se presupone para que exista sentido,
pues en ese caso le ponemos siempre a nuestro servicio. Pues bien,
la idolatría y el régimen de los falsos dioses consisten exactamente
en esto: poner a Dios al servicio de los hombres. Allí donde nosotros
encontramos un Dios a nuestra imagen, le desposeemos de su ser.
«Un Dios funcionario, constreñido a un lugar o a una función, tribu­
tario de una tarea definida, no sería más que un axioma en relación
con el cual el hombre se convertiría él mismo es una pura proposi­
ción»47. Es decir, partiendo de esta reducción de Dios, nosotros mis­
mos quedaríamos reducidos a una pura proposición. Se trata, tanto
para Dios como para el hombre, de respetar la identidad de Dios an­
te el hombre. Yo he hablado mucho de la identidad del hombre ante
Dios, desearía ahora poder hablar también de la identidad de Dios48.
46. J. Derrida, L'Écriture et la Dif.férence, Seuil, Paris 1967. La palabra escri­
ta aquí «diferancia» («differance») se utiliza en otro contexto, pero recuerda la
misma función activa que encontramos en «trascendencia» («transcendance»), y se
refiere a aquello que no sólo es diferente o trascendente, sino que permite que los
otros sean trascendentes y diferentes (versión cast.: La escritura y la diferencia,
Anthropos, Madrid 1989).
47. P. Magnard, Le Dieu des philosophes, Mame, Paris 1992, 10.
48. Cf. el capítulo segundo de este mismo libro.
El imaginario, fiesta del sentido 189

Este cuidado por la identidad de Dios es precisamente el que


anima, motiva y justifica la teología, que se presenta aquí como una
lucha contra toda idolatría, en la que Dios no aparece respetado en
la alteridad que le constituye. En la idolatría (que reduce el Otro a lo
Mismo) se da un error teológico, pero que se manifiesta finalmen­
te como error antropológico. Uno no puede comprenderse, a no ser
ante alguien que no es él, a no ser ante otro que sea diferente de él.
No debemos tener miedo de hablar aquí de una necesaria heterono­
mía, que no tiene nada que ver con una alienación de nuestra auto­
nomía. «Existe allí una heteronomía [bienaventurada ella] que me
impide comenzar en mí mismo [que me arranca de la ilusión de un
comienzo en mí mismo]»49 , una heteronomía dichosa que me per­
mitirá no quemarme en el seno de una zarza ardiente, creyendo que
me puedo servir de ella entrando allí con los pies calzados. «Moisés
dijo: Voy a dar un rodeo y quitarme mis sandalias» (cf. Ex 3, 3.5).
Quiero ver la visión, pero no dejarme quemar. Quiero un Dios es­
condido, que no me incendie, como lo haría un Dios con el cual yo
quisiera igualarme (cf. «Vosotros seréis como dioses», Gn 3, 5).
Para el hombre es importante en grado sumo respetar a Dios en
su estricta identidad. La tarea de la teología no es tanto la de preo­
cuparse por la existencia de Dios (esta es cuestión de los filósofos),
sino por su identidad. Esa tarea consiste en luchar por tanto contra
toda tendencia y contra todo comportamiento en el que Dios ya no
sea aquella Alteridad, que ciertamente se ha revelado («Hemos vis­
to su gloria»: Jn 1, 14), pero que se ha revelado y se revela al mismo
tiempo como aquel que está siempre más allá de nuestras represen­
taciones. No en vano, el mismo san Juan contempla la manifestación
suprema de esta gloria sobre una cruz (cf. Jn 17, 24). ¡Lo menos que
se puede afirmar es que el hecho de haber visto a Dios en un cruci­
ficado, cosa inaudita e inverosímil, prueba de algún modo la validez
del cristianismo! Aquí aparece, sin duda, un Dios que no ha sido pre­
visto por nuestras representaciones espontáneas de Dios. Este es un
Dios que se encuentra más allá de nuestras manifestaciones, pues si
no fuera así no ganaríamos nada al conocemos ante él, ya que él no
sería más que un simple reflejo (eidolon) de nuestros deseos.
49. E. Levinas, Dieu, la mort et le temps, Grasset, París 1993, 222 (versión
cast.: Dios, la muerte y el tiempo, Cátedra, Madrid 1994).
190 El sentido

Ha sido también esa idolatría -la idolatría de un Dios formado


a nuestra imagen- la que ha hecho que la afirmación de Dios re­
sulte a la larga insostenible. Porque fuera de su propio espacio
Dios ya no es Dios y yo no veo por qué tenemos que seguirle man­
teniendo. Tal vez las raíces y razones más profundas del ateísmo se
encuentran quizá en esta manera de presentar a Dios como reflejo
de nuestros fantasmas. Por eso, la teología viene a cumplir una ta­
rea de reidentificación de Dios. Y puede que no se le pida otra co­
sa. Todo aquello que creemos entender y conocer completamente
es un dios-ídolo, mientras que al Dios verdadero no se le puede ver
sin morir. Para nosotros es bueno e indispensable ( dignum et ius­
tum est) que Dios, incluso cuando le conocemos (dum visibiliter
Deum cognoscimus), permanezca en otro plano como el Descono­
cido (ut in invisibilium amorem rapiamur). Todo aquello que redu­
ce a Dios a una falsa visibilidad, a una explicación, a un sentido
que se conoce del todo, en lugar de permanecer como enigma, es
decir -y aquí empleamos una expresión decisiva-, como una inte­
rrogación, todo eso es un ídolo de Dios. Si todo el sentido se en­
cuentra ya dado, ¿qué soy yo entonces? Si todo el sentido estuvie­
ra ya fijado, «el hombre no sería libre, sino que se convertiría en
esclavo de ese sentido y su vida se edificaría sobre criterios pro­
pios de un esclavo»50 . Si, conforme a Heidegger, el hombre es el
que se pregunta sobre el ser, yo diría que Dios es aquel que inte­
rroga sobre el hombre. Esto es lo que entiendo aquí por enigma.
Los grandes relatos imaginativos de la Biblia están llenos de estos
enigmas, de enigmas reveladores. «Dios estaba allí, pero yo no lo
sabía» (Gn 28, 16). No se reconoce a Dios «como una cosa dada»,
sino que resulta a veces necesario una especie de sueño (sueño de
Adán, sueño de Jacob, de los dos José) que nos mantiene lejos de
todo deslumbramiento. Si Dios no conservara su parte de enigma
y discreción, él vendría a quedar como despojado de sí mismo, co­
sa que ha hecho peligrosamente una teología hiper-racionalista. Lo
que cuenta de verdad es una experiencia como aquella que hicie­
ron los discípulos de Emaús, en el recodo de un camino, donde
ellos le descubrieron felizmente tarde y felizmente de un modo
furtivo.

50. A.Tarkovski, Journal, 24.


El imaginario, fiesta del sentido 191

2. El hombre como enigma para Dios


Por todo lo que se viene diciendo, la teología sólo puede tener
la pretensión de ser una verdadera antropología si ella respeta en
Dios la parte de enigma ante el cual, paradójicamente, el hombre
puede encontrar su sentido sin morir. Pero hay otra forma de enig­
ma que me parece que es preciso poner igualmente en juego: tam­
bién el hombre es, por su parte, un enigma para Dios. Y la función
de la teología consiste además en salvaguardar este dato que a mi
juicio resulta fundamental, incluso si se opone a lo que nosotros so­
lemos pensar, de un modo común y espontáneo, sobre la omniscien­
cia divina (nos estamos refiriendo a la cuestión de la omnisciencia
divina tal y como ha sido formulada, al menos, por la teología clá­
sica y barroca a partir del siglo XVIII, teología que permanece aún
hoy instalada, como un verdadero maleficio y un flagelo, en el fon­
do de nuestras memorias).
Si el hombre no fuera un enigma parcial para su Dios -¿y no lo
fue ya desde los orígenes, cuando Dios asumió el riesgo de crear un
ser libre y por tanto imprevisible?-, si el hombre fuera totalmente
transparente ante su Dios, ¿no se convertiría entonces ese Dios en el
Dios de la Mirada Vigilante, del que hablaba Sartre, un Dios que no
es digno de mí, ni tampoco de sí mismo? Enteramente medido por
esta mirada que me atraviesa de parte a parte, que me deja total­
mente al desnudo, sin ningún lugar para mí mismo... ¿seguiría yo
siendo un yo-mismo ante un Dios de ese tipo?
Pero el verdadero Dios, el que pregunta: «Adán, ¿dónde estás?
(Gn 3, 9), «Eva, ¿qué has hecho»? (Gn 3, 13), no es precisamen­
te así. La Escritura no tiene miedo en presentarnos a un Dios que
no se parece en nada a un Zeus pagano, cuya águila escrutadora
no pierde de vista cosa alguna y se lanza de repente sobre el hom­
bre. En contra de eso, en el vado de Yaboc (el ángel de) Dios se ve
obligado a preguntar a Jacob su nombre. Sobre el camino de So­
doma y de Gomorra, Dios pregunta a Abrahán, como ha pregun­
tado antes a Caín, si el grito que ha creído escuchar subiendo de
la tierra es verdadero. «La queja contra Sodoma y Gomorra es tan
fuerte, su pecado es tan pesado [ ellos han querido fornicar con
ángeles, Gn 19, 4-5], que yo debo bajar para ver si han actuado tal
y como lo dicen las quejas que han llegado hasta mí» (Gn 18, 20-
192 El sentido

21 ). Y antes de juzgar, Dios quiere pedir consejo a la sabiduría del


anciano Abrahán sobre los castigos que debería eventualmente
imponer.
Estas son palabras audaces, pero verídicas, de la antigua Escri­
tura, que contienen, a mi juicio, más sabiduría que la sabiduría de
nuestras teodiceas. La fórmula dé la liturgia barroca, Speculator
adstat desuper, «Aquel que se mantiene y nos observa desde arri­
ba», no es ciertamente de las más inspiradas, pues ella hace que
Dios cumpla la función, sin duda espantosa, de un observador om­
nipotente. Franz Rosenzweig ha dicho aquí indudablemente la ma­
yor verdad al preguntar: «¿Dónde se encuentra el 'tú' autónomo,
que se mantiene en libertad ante el Dios escondido?». «Esta es la
pregunta que se ha planteado el mismo Dios»51 • Franz Rosenzweig
no ha dudado, como filósofo, en retomar esa antigua y mítica pre­
gunta del paraíso, «¿Dónde estás tú?», entendiéndola como una ver­
dadera pregunta que hace Dios. El hombre es enigmático y escon­
dido: sólo cuando pasa del aislamiento de un «yo» a la apertura a
una palabra (dialogada), él se convierte verdaderamente en «sí mis­
mo». Pero para eso ha sido necesaria la pregunta misma que le
plantea Dios, una pregunta que el propio Dios se plantea a propó­
sito de este enigmático ser que es el hombre.
El «yo», hasta entonces escondido y cerrado en sí, se abre y
ek-siste cuando la pregunta divina le hace surgir: «Esta pregunta
es suficiente para que el yo se descubra a sí mismo» (ibid. ). Pero
un reconocimiento de este tipo no puede hacerse ante una Mirada
observadora. En contra de eso, Dios «no tiene necesidad de ver así
al Tú [observándole desde fuera]. El Yo se descubre a sí mismo al
preguntar por el otro, incluso sin tenerle bajo sus ojos, en el ins­
tante en que afirma la existencia del Tú, a través de la pregunta
que le hace, pidiendo que le diga el lugar donde se encuentra»
(ibid. ). Se diría que ha sido necesario que el hombre haya estado
escondido ante Dios para que advengan uno y otro. Pero ¿no es
verdad que eso ha sucedido en el curso de un combate «que dura
toda la noche» (cf. Gn 32, 23-27), un combate en el que cada uno
ha permanecido escondido en la oscuridad nocturna, para que al
fin se intercambien los nombres y llegue cada uno al conocimien-
51. F. Rosenzweig, L'Étoile de la Rédemption, 208.
El imaginario, fiesta del sentido 193

to mutuo de sí mismo y del otro (cf. Gn 32, 31)? Fue sólo entonces,
nos dice este famoso relato, cuando el sol se elevó (cf. Gn 32, 32).
Que nosotros mismos estemos por una parte escondidos para
Dios, absconditus coram Deo, tal es, pienso yo, uno de los dos as­
pectos del tema del «Dios escondido». Como he dicho, este «Dios
escondido» me permite que yo me revele a mí mismo, sin quedar
abrasado por un Dios en quien no existe enigma alguno. Pero tam­
bién he hablado de un «hombre escondido», que tiene el derecho
de salvaguardar, hallándose escondido, el enigma parcial de su vi­
da ante Dios. Este hombre y esta mujer tienen derecho a «túnicas
de piel» (Gn 3, 21) con las cuales Dios mismo les reviste, como si
quisiera darles el derecho de esconderse. Dios les ha revestido en
un gesto de indecible respeto, casi litúrgico, como si él mismo qui­
siera defender al hombre contra su Dios. Yo sólo me comprendo si
Dios sigue siendo parcialmente un enigma para mí; pero yo no me
comprendo tampoco si es que no soy también, en parte, un enigma
para Dios.
Como nos dice maravillosamente el Salmo 1O, Dios mira al
hombre con párpados semicerrados. Los Padres de la Iglesia se es­
forzaron por comentar este salmo diciendo que Dios no ha querido
tener los ojos muy abiertos, que él ha preferido mirarnos sin exce­
so de inquisición. Nosotros tenemos un cierto derecho sobre noso­
tros mismos y sólo de esta forma podemos comprendernos. Dios
escondido, enigma parcial para el hombre. Hombre escondido, enig­
ma parcial para Dios. El hombre es un ser enigmático, ser que tie­
ne una autonomía que le hace en parte invisible. Esto mismo suce­
de, por otro lado, en todas las relaciones humanas, en las que cada
uno tiene su ortus conclusus, su jardín interior secreto. Los vesti­
dos han sido inventados (por Dios), parece decirnos este relato
imaginario, para que nosotros podamos sostener la mirada de Dios
y de los otros, mirada que permanece discreta, que respeta el enig­
ma. ¡Qué lejos estamos de los triángulos escandalosos -recercando
un ojo sin pupilas y sin rostro- que nos intimaban desde diversos
lugares diciendo: «Dios te ve»!
Pero ¿no es en el fondo por esto, porque Dios mismo acepta el
misterio y enigma del hombre, por lo que se puede en definitiva
comenzar a creer en Dios? ¿No es por esto por lo que se puede co­
menzar en último término a creer que Dios es creíble? ¿Por lo que
194 El sentido

se puede finalmente comenzar a creer en un Dios verdadero, que


no es ya aquel Absoluto incandescente, al contacto del cual el hom­
bre muere, como decía con razón Maurice Merleau-Ponty, de quien
ya hemos hablado? De todas formas, este Merleau-Ponty ha sido
precedido de algún modo, sin que él mismo lo advirtiera, por la
misma Escritura, con su afirmación mil veces repetida: que el hom­
bre no puede ver a Dios sin morir.
Y si Dios ha muerto, o ha parecido que debía morir en el pen­
samiento y la fe de los hombres, ¿no ha sido justamente porque
nosotros ya no nos sentimos, en forma alguna, un enigma ante él y
para él? Quizá tampoco Dios puede ver al hombre sin morir. ¿No
debe destacarse el hecho de que en este relato inagotable, el relato
del combate de Jacob con (el Ángel de) Dios, se nos diga que (el
Ángel de) Dios deba recurrir in extremis a la sutileza de un regla­
mento de combate («la aurora ha despuntado») para poner fin a
una lucha en la que él corría el riesgo de ser vencido? (Gn 32, 27).
¡Qué lejos estamos del Dios todopoderoso de nuestras teodiceas!
¡Pero qué cerca estamos de un Dios verdadero! Dios merece ser y
permanecer siendo Dios porque él mismo se ha planteado una (di­
chosa) pregunta sobre nosotros y sobre nuestro enigma. Este es el
único Dios al que nuestra dignidad tiene todavía el derecho de con­
fesar. Este Dios de Abrahán y de Jacob, este Dios de Jesucristo,
que acepta en nosotros una parte de opacidad, que no se abre ente­
ramente ni siquiera para él, «es digno de nosotros». Pero ¿quién se­
ría el filósofo, quién el teólogo puramente especulativo que se atre­
vería a decir una cosa como esa? Una vez más, sólo aquel que se
deja guiar por el imaginario está en condiciones de asumir esta au­
dacia y de recibir esta verdadera revelación. La Escritura es tam­
bién una literatura, y hemos visto la forma en que ella nos abre es­
pacios que de otra forma serían incognoscibles.
Sólo cuando habla de esta forma, y sólo entonces, la teología
tendrá pleno derecho a ocupar un lugar en el discurso de los hom­
bres. Es entonces cuando ella será verdaderamente antropología,
antropología teologal, que respetará al hombre y que le dirá, en es­
te contexto, una verdad sobre su propia comprensión. La teología
sólo aportará su concurso a la antropología y dirá alguna cosa al
hombre cuando le haya capacitado para decir: ¡Yo puedo ser un
enigma para Dios! Necesitamos el gran texto imaginativo del libro
El imaginario, fiesta del sentido 195

de Job para descubrir que el Señor Dios ha llegado a interrogarse


sobre aquello que él cree que sabe sobre el hombre. Más aún, sólo
cuando acepta la parte de verdad de las sospechas de Satán, que ha
venido este día a participar en la audiencia que él le ha concedido
(cf. Job 1, 6-12), Dios puede poner a prueba al hombre y puede in­
cluso poner a prueba su propia confianza, quizá demasiado inge­
nua, en el hombre (Job 1, 8).
¡Algunos dirán que es imposible pensar que Dios se interroga
sobre el enigma del hombre! Yo no lo creo así. El genial Orígenes,
totalmente impresionado por la grandeza de Dios, de un Dios que
para la filosofia griega a la que estaba vinculado este gran alejan­
drino es y debe ser impasible, omnisciente, todopoderoso, infinito,
se atrevió un día a abrir una brecha en esa seguridad divina. Sólo
porque así lo exigía el Dios revelado en Jesucristo, se atrevió él a
confesar que Dios era capaz de sufrir «de alguna manera», y que,
«al tomar sobre sí [por la encarnación de su Hijo] nuestras maneras
de ser» (cf. Dt 1, 31), «el mismo Padre no era ya impasible» (Ho­
milías sobre Ezequiel VI, 6). Consciente de esta transgresión del
dogma filosófico de la impasibilidad divina, Orígenes dedujo de
ello la consecuencia notable de que el mismo Dios, sí, el mismo
Dios, puede entrar «en una situación que es incompatible con la
grandeza de su naturaleza» (ibid. ). ¡ Sí, incompatible con la noción
que nosotros nos hemos hecho de la naturaleza de Dios, pero no
con la noción que Dios se ha hecho de ella y que, después de todo,
quiere que sea la nuestra! Ciertamente, hay que admitir con san
Anselmo que Dios se encuentra más allá de todo pensamiento. Pe­
ro la cuestión es la de saber cómo. No está dicho que él haya de es­
tarlo a la manera grandilocuente como nosotros lo pensamos, sino
que puede estarlo, más bien, a la manera en la que habla aquí Orí­
genes, fiel por otra parte a la imagen que Jesús nos ha dado.
¿Cuándo dejaremos, pues, por la auténtica grandeza de Dios,
igual que por la grandeza del hombre, que Dios sea aquello que él
es? «Yo soy el que soy», dice Dios, frente a nuestras pretensiones
ridículas de magnificarle de un modo indebido, de hyperdoxazein,
de ofrecerle una gloria desmesurada, como dirá una vez más Orí­
genes (In Jn. XIII, 25, 151), a propósito de algunos que quieren dar
a Cristo unos atributos de super-elevación que él mismo no ha pre­
tendido jamás (cf. Flp 2, 6-8) y en los cuales él no se ha reconocí-
196 El sentido

do. «Yo soy el que soy», yo no soy el que vosotros creéis. En el


fondo, a causa del paganismo filosófico, nosotros tenemos miedo
de ver que Dios se abisma viniendo hasta nosotros, de manera que
queremos preservarle de esa mancha, aunque sea en contra de él
mismo52 • Pero esta reacción es más bien la de los gnósticos, que vi­
ven despreciando al hombre y sólo ven la grandeza de Dios en la
negación del hombre. Por el contrario, la reacción de Orígenes va
en la línea de Ireneo, cuando acusaba a los gnósticos de rechazar al
Dios cristiano. «Ellos creían descubrir, por encima de Dios [del Dios
revelado en Jesús y descendido en la carne], 'un Dios distinto', otra
'Plenitud'. Ellos han deshonrado y menospreciado a Dios [al Dios
cristiano], pensando que es 'muy inferior' porque, en su Amor y en
su Bondad sin medida él ha venido a conocer a los hombres» (Adv.
Haer. III, 24, 2). Y dicho esto, Ireneo añade que, al actuar así, los
gnósticos «desembocan en el Dios de Epicuro», esto es, en el Dios
pagano, sin más.
Pero no es esto lo que nosotros anunciamos. Es ya tiempo de
que recordemos que somos cristianos, si queremos hablar de un
Dios ante el cual el hombre se encuentra y permanece en la plena
medida de sí mismo. Y para esto es sin duda necesario que Dios
consienta en respetar en el hombre una parte de enigma que él no
ha querido eliminar, pues «no guarda su divinidad como una pre­
sa» (Flp 2, 6). Pienso que sólo a este precio la teología no herirá ya
más a la antropología. Y esto no lo hará por vanidad o demagogia,
sino por verdad y fidelidad a sí misma.
Incluso podría suceder quizá que debiéramos o pudiéramos lle­
gar a decir que Dios es un enigma para sí mismo. Con la audacia de
los místicos, Angelus Silesius (El peregrino querúbico, I, 263) no
duda en expresarse así:
Dios no cesa de escrutarse.
El Dios eterno es tan rico en designios y realizaciones
que nunca ha podido todavía escrutar plenamente el fondo de su ser.

52. Como lo ha analizado de un modo excelente CI. Brouaire, Le Droit de


Dieu, Aubier-Montaigne, Paris 1974. Cuando buscamos a un Dios que sea (a nues­
tros ojos) absolutamente puro, escapando a todo lo que nos parece indigno de su
grandeza, estamos imponiendo sobre Dios unas verdaderas prohibiciones.
El imaginario, fiesta del sentido 197

¿No se escondería quizá en Dios una cierta «mala fe» (¡enten­


dámonos!) si él quisiera ser un enigma para nosotros sin serlo pa­
ra él mismo?
Pero si Dios es de algún modo un poco enigma para sí mismo,
¿no será por esta razón por la que él tiene necesidad de compren­
derse en nosotros? ¿No será este, como puede verse en el Pórtico
de Chartres, uno de los sentidos de la creación y de la encamación?
Dios aparece allí revolviendo los cabellos de Adán, al mismo tiem­
po que está buscando la manera de descifrar en ese Adán los rasgos
de su propio Verbo, que un día se encamará. ¿No será quizá esta
una de las respuestas al Cur Deus horno, al «por qué Dios se ha he­
cho hombre» de san Anselmo? Dios viene a proponer al hombre
una cuestión para comprenderse a sí mismo. «Si vosotros no me
confesáis [si yo no me comprendo gracias a vosotros], yo no exis­
to», dice el Talmud. Cuando vosotros me confesáis [cuando yo me
comprendo en vosotros], entonces yo soy. «En el momento en que
el alma realiza su confesión ante la faz de Dios, y en el momento
en que ella reconoce y atestigua así el ser de Dios, sólo en ese mo­
mento adquiere Dios también realidad»53 • Según eso, igualmente el
hombre revelaría a Dios, e incluso le revelaría a él mismo.
¿Será este el vértigo supremo de una teología que pretende de­
masiado? ¿Será este el vértigo de una teología que, por haber
abierto las llagas de lo imaginario, se arriesga a perderse en afir­
maciones extremadas? Pero si permanecemos bien atentos a los
juegos del lenguaje y a sus grados de expresión, no es tan seguro
que nos extraviemos. La Escritura, que no tiene nuestros prejui­
cios, al interrogarse sobre la razón de ser de los incontables e in­
mensos monstruos marinos, ¡se goza diciendo que Dios los ha crea­
do de modo especial para su sola diversión! (cf. Sal 103, 26b). La
afirmación de que la verdad sólo se puede transmitir a través de un
lenguaje conceptual es un prejuicio teológico. «Este prejuicio ha
persistido a pesar de que la Biblia ha sido escrita, con algunas ex­
cepciones menores, en el lenguaje del mito y de la metáfora. El
verdadero sentido literal es imaginativo y poético»54• Edgar Morin,
53. F. Rosenzweig, L'Étoile de la Rédemption, 216.
54. N. Frye, La Paro/e souveraine, en La Bible et la littérature II, Seuil, Paris
1994, 1O, citado por el hermano Bernard-Joseph Samain: Collectanea cisterciensia
63 (2001) 192.
198 El sentido

hablando del imaginario, lo presenta como «un verdadero sábado


psíquico». «Del mismo modo que tiene necesidad de lo afectivo, la
realidad tiene necesidad de lo imaginario para tomar consisten­
cia»55 . Un poeta ha escrito:
Un poco de la locura de una fe
para calmar los rigores y las sabidurías56 •

Es verdad. Nuestra rigurosa razón tiene necesidad de algunas


locuras, o de muchas, si creemos a san Pablo. Y de pronto esta ra­
zón, lejos de ser desterrada, se encuentra magnificada, convertida
en «sabiduría y potencia de Dios» (2 Cor 1, 24 y passim ). El ima­
ginario preserva lo enigmático de las cosas. Un exceso de raciona­
lidad hace imposible expresar toda la realidad. «Un ser privado de
la función de lo irreal es tan neurótico como un ser privado de la
función de lo real» (Bachelard).
San Bernardo ha dicho esta palabra extraordinaria: «Dios ha
descendido hasta nuestra imaginación». Y lo que resulta más no­
table es que Bernardo emplea aquí el mismo vocabulario de la En­
carnación: descendit, ha descendido hasta nuestra imaginación,
cuando ha descendido hasta nosotros en la carne. No tengamos,
pues, miedo de los recursos del imaginario y del respeto que él
muestra por el enigma. La vida del hombre es un laberinto, un re­
corrido en el que se busca y en el que Dios también le busca. Las
catedrales de la Edad Media lo habían comprendido bien. Estamos
hablando de un Dios que viene al encuentro de nuestro enigma y
que lo quiere respetar. Es así, y solamente así, como la teología
puede tener el atrevimiento de proponer un Dios que existe en el
tiempo del hombre.

«Para que una religión sea verdadera, es necesario que haya co­
nocido nuestra naturaleza» (Pascal, Pensées, Br. 433).

55. E. Morin, L'ldentité de l'homme, citado por el mismo monje de Orval de


la nota anterior, en Bible et poésie, alliées pour la vie, Orval 2002, 56.
56. A. Schmitz, Raclements d'aile, L'Arbre a paroles, 1994, 17.
ÍNDICES
ÍNDICE DE NOMBRES

Adler, A.: l 02 Brouaire, CL: 196


Adorno, T. W.: 108 Bruckner, P.: 146
Agustín, san: 21, 40, 47, 51, 68, 72, 81, Bultmann, R.: 184, 185
87, 88, 89, 93, 98, 114, 144, 181
Anselmo, san: 53, 195, 197 Caillé, A.: 22
Antelme, R.: 58 Calasso, R.: 160, 162, 164, 166, 168,
Aragon, L.: 116, 161 185
Arendt, H.: 50, 57, 89, 114, 117, 175 Calvino, l.: 165
Aristóteles: 28, 50, 56, 65, 84 Camus, A.: 81, 151
Arquímedes: 105 Carrique, P.: 168
Austin, J.: 123 Carver, R.: 166
Casiano: 137
Bacon, Fr.: 174 Castoriadis, C.: 49, 53
Bacherlard, G.: 157, 198 Celan, P.: 33, 119
Badinter, R.: 166 Célis, R.: 92, 94, 112, 115, 123, 127,
Badiou, A.: 23 128, 176
Balzac, H. de: 161 Char, R.: 77
Barth, K: 151 Chatelet, G.: 176
Barthes, R.: 51, 52 Chrétien, J.-L.: 13, 75, 84, 115, 154
Beauchamp, P.: 139, 142 Cicerón: 137, 144
Béguin, R.: 50 Cioran, E.: 165
Benjamin, W.: 71 Claudel, P.: 51, 150
Bergougnoux, P.: 162 Clemens, E.: 165
Bernanos, G.: 40, 90, 91 Clemente de Alejandría: 55, 144, 176
Bernardo, san: 114, 198 Colette, J.: 43
Bernet, R.: 150 Comte, A.: 78
Bérulle, P.: 83 Comte-Sponville, A.: 55
Bettelheim, Br.: 164 Congar, Y.: 151
Bloch, E.: 13, 84, 86, 132, 133, 177 Cornélis, J.-P.: 22
Blondel, M.: 12, 82 Counet, J.-M.: 58
Bonnet, S.: 151
Bourdieu, P.: 152 Dante: 120, 137
Bouyer, L.: 151 Dastur, Fr.: 26
Brantes, Ch. de: 74, 187 Debray, R.: 151
Brecht, B.: 170 Deleuze, G.: 147
Broglie, L. de: 157 Delumeau, J.: 186
202 Índice de nombres

Demócrito:45,102 Heidegger, M.: 1O, 11, 13, 22, 26, 55,


Derrida, J.: 13, 43, 51, 58, 67, 75, 85, 56,68,78,89, 175,186,188,190
147,175,180,188 Hello,E.:69,102
Descartes, R.: 12, 15, 30, 34, 51, 54, Henry,M.:24,96,113,125
58,59,72,123,127,148,176,179 Heráclito:56,97,102
Diderot,D.:175 Herodoto: 148
Dondayne,A.:61 Heschel,A.:57
Dostoievski,F.:85,111,167 Hesíodo:93
Dumézil, G.:185 Hirschman,A.:146
Duvignaud, J.:162 Hofmannsthal,H. von:112
Holderlin,Fr.:16,35,71,160
Horacio:137
Eckhart,Maestro:58
Horkheimer,M.:108
Emerson,R. W:57
Hugo,V:166,167
Epicteto:48,104,181,182,183 Husserl,Ed.:11,13,24,173
Epicuro:55,128,196
Eurípides: 111
Evans, D.:123 lonesco,E.:54
Ireneo:196
Ferraris, M.:75
Feuerbach,L.:62,64,86 Jaspers, K.:85,175
Filón:125 Jerónimo,san:144
Jonas,H.: 134
Finkielkraut,A.:135
Juan Crisóstomo:110
Flaubert,G.:169
Jullien,Fr.:46
Focio:65
Jünger, E.:76,109
Fondane:47,80
Foucault,M.:58,63,86,155
Freud, S.:70,147,163,174 Kant,E.:10,13,29,43,52,70,85,93,
Frye, N.:197 110,111,112,113,132,149, 171,
184
Kasper,W:109
Gadamer,H.-G.:34 Kazantzakis,N.: 40
Gargani,A.:75 Keats,J.:14,169
George,Fr.:48 Kelsen, H.:50
Gesché,A.: 16,28,90, 107, 119, 139, Kierkegaard, S.:122
151,160,176,188 Kristeva,J.:16,47,70,74,166,173
Gheorghiu,V:87 Kundera,M.:164,165
Girard, R.:77
Goethe, J. W: 105
Labarriere,P.-J.:85
Gouley,B.:151
Lacan,J.:51,158,176,180
Grégoire,J.-Fr.:160 Ladriere,J.:52,53,136
Gregario de Nisa:31,55,88 Lagneau,J.:114
Gregario Magno:143 Laplace,P.-S.:62
Gregario, san:150 Le Breton,D.:47
Leibniz,G.:50,51,137,175
Halleux,A. de:36 Levinas, E.:11,13,21,26, 35,42,43,
Harpman,J.:160,166 44,45,53,54,56,57,58,63,64,66,
Hartshome, Ch.:37 70, 71, 80, 84, 96, 113, 115, 125,
Hegel, Fr.: 71, 80, 85, 102, 114, 149, 127, 128, 135, 149, 150, 152, 156,
170 169,175,178,179,180
Índice de nombres 203

Lévi-Strauss,Cl.: 51,185 O'Connor,Fl.: 151


Lévy,B.: 109,117 Orígenes: 195,196
Lévy, B. H. : 146 Ovidio: 137
Lipovetsky,G.: 114
Lutero,M.: 51,148 Pascal, Bl.: 29, 36, 47, 48, 49, 50, 51,
61, 104, 120, 146, 148, 177, 181,
Maesschalck, M.: 113 182,183,184,198
Magnard, P.: 188 Pessoa,F.: 66
Maimónides: 87,93 Piaget,J.: 65
Makowski,F.: 27 Pico della Mirandola: 87,175
Mallarmé,St.: 174,175 Platón: 16,40,57,104,108,145,149,
Mallet-Joris,Fr.: 133 183,187
Mann,Kl.: 164 Plutarco: 75
Mann,Th.: 93 Poirier,R.: 49
Manzatto,A.: 169 Popkin,R. H.: 148
Marion, J.-L.: 13,56,57 Popper,K.: 38
Martin du Gard, R.: 162 Poulat,É .: 132,138
Marx, K.: 70,108,109, 144 Proclo: 81
Mauriac,Fr.: 65,76 Proudhon,P.-J.: 93,112
Mauss,M.: 22 Proust,M.: 165,166
Máximo el Confesor: 88
Mendelssohn,M.: 97 Quignard,P.: 161
Mengotti-Thouvenin,P.: 29,104
Merleau-Ponty, M.: 35, 62, 86, 155, Rahner,K.: 83
158,179,194 Ramsey: 123
Metz,J.-B.: 185 Renaut,A.: 149
Michaux,H.: 152 Ricoeur, P.: 11, 13, 16, 22, 29, 50, 51,
Michelstaeder,C.: 115 53, 63, 70, 99, 136, 139, 140, 142,
Mies,Fr.: 119,176 147, 152, 153, 154, 158, 169, 175,
Milosz,C.: 146,151 180,184,185
Moltmann,J.: 147 Richer,M.: 173
Mondet, J.-P.: 151 Rilke,R.-M.: 165
Mondor, H.: 175 Rimbaud,A.: 99
Mondot,J.: 97 Romilly,J. de: 144,148,154
Monod,J.: 98,102 Rosenzweig,Fr.: 13, 177, 192, 197
Montaigne, M. de: 48, 51, 104, 148, Roudinesco,É.: 43,51,58
181,182,183 Rousseau, J.-J.: 134,135
Montherlant,H. de: 135
Moreau,P.-F.: 52 Salustio: 185
Morin,E.: 197, 198 Sallenave,D.: 114
Moses,St.: 177 Sarde, M.: 136
Musil,R.: 57 Sartre, J.-P.: 30,35,48,49,53,54,61,
62, 64, 77, 78, 86, 88, 89, 93, 95,
Nagel,Th.: 175 106,109,118,158,169,191
Nancy, J.-L.: 52,176 Scarpetta,G.: 146,151
Nicolás de Cusa: 81,175 Scheler,Max: 44
Nietzsche,Fr.: 70,81,86,93,94 Schelling,F. W: 105,185
Novalis: 163 Schillebeeckx,E.: 185
204 Índice de nombres

Schmitt,J.-Cl.: 168 Tomás de Aquino, santo: 40, 47, 56,


Schmitz,A.:198 73,98,172,185
Scolas,P.:28, 119,151,176
Sertillanges,A.-D.: 40,54 Valéry, P.: 165
Seve,B.:156 Van Cangh,J.-M.: 136
Sexto Empírico: 148 Van Gogh,V.:155
Shakespeare,W.:91 Vattimo, G.: 51, 75,175
Silesius,Angelus:55,196 Vedovello, F.:155
Sócrates:145 Vergote,A.: 83,123,147
Sófocles: 47 Vernant, J.-P.:123
Solzhenitsyn: 162 Virgilio: 137
Sollers, Ph.: 151
Spinoza: 52
Steiner, G.: 83, 111, 116, 118, 119, Weber, M.: 134
120, 124, 133 Weinrich,H.: 185
Stendhal, H.: 162 Whitehead,A. N.: 37,38,154
Wilde,O.:165
Wittgenstein,L.: 10, 25, 26,152
Tácito:137
Tarkovski,A.: 74,187,190
Teresa de Ávila, santa: 167 Yourcenar,M.: 79,136
Tocqueville,A.: 75
Tolstoi, L.: 162 Zola, É.:162
ÍNDICE GENERAL

Prólogo. El sentido y la teología, por Olegario González


de Cardedal .............................................................................. 9

EL SENTIDO

Introducción ................................................................................... 19

l. La libertad como invención y creación .................................... 29


1. La invención no cristiana de la libertad, o la libertad como
conquista, como esencia y como existencia ....................... 29
2. La invención cristiana de la libertad o la libertad como
creación .............................................................................. 31
3. El desvelamiento cristiano de la libertad ........................... 34
4. El desvelamiento de un irracional de fundación ................ 49

2. La libertad como confrontación con Dios ............................. 59


1. Crisis de la identidad ante Dios ......................................... 60
2. Antropología de la identidad .............................................. 63
3. Teología de la identidad. .................................................... 70
a) Alteridad de trascendencia ........................................... 71
b) Alteridad del Tercero .................................................... 74
c) Alteridad de Dios ......................................................... 79
d) Alteridad de kénosis ..................................................... 82
e) Alteridad de don ........................................................... 86

3. Un destino que se da ................................................................ 91


1. ¿Qué desea el hombre? ...................................................... 95
2. ¿Qué teme el hombre?........................................................ 99
a) Tomar en cuenta la fascinación de la fatalidad ............ 101
b) Las ventajas de dejarse llevar por «aquello que llega» 103
c) El trabajo sobre los comportamientos de resignación .. 105
206 Índice general

3. ¿A qué debe atreverse el hombre? ..................................... 107


4. ¿Qué le ofrecen al hombre ? .............................................. 119
a) Este destino teologal es afirmado ................................ 120
b) Este destino teologal se ofrece ..................................... 123
c) Esta antropología teologal tiene una dimensión ética .. 126

4. La esperanza como sabiduría ................................................... 131


l. Erosión de la esperanza ...................................................... 132
2. Petición de la sabiduría ...................................................... 137
a) Una hipótesis: salir de un encerramiento ..................... 137
b) Un análisis: la sabiduría y la identidad de la esperanza 139
c) Una proposición: la paganidad indispensable .............. 143

5. El imaginario como fiesta del sentido ........................................ 157


1. El imaginario literario ........................................................ 160
2. El imaginario teológico ...................................................... 170
a) La teología como antropología de la revelación .......... 177
b) La teología como antropología teologal ....................... 186
l. Dios como un enigma para el hombre ................... 188
2. El hombre como enigma para Dios ........................ 191

Índice de nombres .......................................................................... 201


NOTA FINAL

Le recordamos que este libro ha


sido prestado gratuitamente para
uso exclusivamente educacional
bajo condición de ser destruido una
vez leído. Si es así, destrúyalo en
forma inmediata.

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Vo, si trata de hacer de Dio,· la con-
d1cián del 1e11tido y con1·ertirlo en rn única 11ente.

Adolp_he Gesché, pro e.rnr de teología en Lomina.

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