Gescheadolpheel
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EL SENTIDO
Dios para pensar VII
EDICIONES SÍGUEME
SALAMANCA
2004
ADVERTENCIA
ESTA ES UNA COPIA PRIVADA PARA FINES
EXCLUSIVAMENTE EDUCACIONALES
QUEDA PROHIBIDA
LA VENTA, DISTRIBUCIÓN Y COMERCIALIZACIÓN
l. El mal
II. El hombre
III. Dios
IV. El cosmos
V. El destino
VI. Jesucristo
VII. El sentido
CONTENIDO
EL SENTIDO
Introducción ......................................................................... 19
Sentido y sinsentido
El exceso de Dios
Por otra parte, este libro se puede completar con otros trabajos: «Essai
d'interprétation dialectique de la sécularisation», aparecido en la Revue
théologique de Louvain (1970); «Un approche du sacré a partir de la théo
logie de l'espérance», aparecido en Studia Instituti Anthropos, Bonn
(1995); «Littérature et Théologie», en La Foi et le Temps (1994); «Scien
ce et destinée», aparecido en Pourquoi la science?, Seyssel, 1997; «Dieu
connait-il notre avenir?», aparecido en Louvain (1996); «Théologie de la
vérité», en Revue théologique de Louvain: 18 (1987) 187-211, y «Minis
tere et mémorial de la vérité», en Revue théologique de Louvain: 23
(1992) 3-22.
Quiero terminar expresando mi gratitud hacia Agnes van Haeperen
Porbaix, que ha fijado el índice, y a Jean-Pierre Gérard, que ha preparado
el manuscrito de este libro para su impresión.
1
La libertad como invención y creación
te, un Dios creador? Sí, por supuesto, siempre que este Dios sea
precisamente aquel que,fontalmente, requiere mi libertad para que
el mundo sea, para que el otro sea, para que yo sea. Dios convoca
mi libertad para crear el mundo, pues él es el primero que ha dicho
«Heme aquí», y esta es casi como su definición. Incluso el «Yo
soy» puede interpretarse así: «He aquí que yo estoy contigo» (Ex 3,
12). Dios se presenta como una responsabilidad y, de un modo bien
preciso, como una grandeza ética, si es que queremos liberar esta
palabra de toda connotación de culpabilidad. La libertad no es libre
si actúa bajo la presión de la culpabilidad. Dios es «para el otro»,
pro nobis; y este ser para el otro constituye como el secreto mismo
de su ser, de su capacidad de ser Dios, serena y soberanamente. De
esa forma, Dios nos llama desde el principio, a su imagen y seme
janza, para hacer de nuestra libertad una libertad serena, es decir,
gozosa, liberada, «capaz de todo». Esta es la libertad del «Aquí es
toy», que se revela así como «un paso al tiempo del otro» 1 5 -y esto
vale para Dios tanto como para el hombre-, como «palabra de ho
nor original» 16 • «Gracias a Dios, yo soy otro para los otros» 17 • El
otro -ha dicho de manera memorable Max Scheler- «ha de mirar
se como un testimonio del Absoluto» 18 • Y una vez más Levinas,
descubriendo en el otro a aquel que me pone en cuestión, dice:
«Vivir cuestionado, esto es ser en Dios» 19 •
¿No tenemos entonces el derecho de pensar que existe una ven
taja en ver y pensar la libertad sobre este horizonte más amplio y
más extenso? ¿Debe excluirse la idea de que una afirmación del
hombre partiendo de arriba fundamente aún mejor su libertad?
¿Debe excluirse la idea de que un don recibido, lejos de implicar
una dependencia negativa, me recuerda que el hecho de apoyarme
en algo que es más alto tiene un rasgo fundador, si promueve y por
que promueve justamente la libertad en cuanto deseo e incluso mo
vimiento de creación? Aquí se plantea todo el tema del fundamen-
43. J.-P. Sartre, Les Mots, Gallimard, Paris 1973, 145 (versión cast.: Las pala
bras, Alianza, Madrid 2 1995).
44. Suele preguntarse si Sartre conocía el memorable libro del P. Sertillanges,
del Instituto Católico de París (L'Idée de création et ses répercussions en philoso
phie, Aubier-Montaigne, París 1945), el único filósofo cristiano unánimemente re
conocido y respetado entre los no creyentes de la época.
45. E. lonesco, La Quéte intermittente, París 1987, 73.
46. E. Levinas, Totalité et Infini (ed. 1990), 59 y De l 'oblitération, La Diffé
rence, París 1990, 32.
La libertad como invención y creación 55
¿Puede realizarse todo esto sólo «en los límites de la pura razón»?
del hombre sin Dios. Grandeza del hombre con Dios» (Pascal). Pe
ro he aquí que para muchos Dios se ha vuelto actualmente objeto
de sospecha, de manera que ellos invertirían la frase de Pascal:
«Grandeza del hombre sin Dios, miseria del hombre con Dios».
Porque esta heteronomía en relación conmigo mismo (pues ahora
dependo de Dios), ¿no se me ha vuelto funesta?
Ya desde el comienzo de la modernidad se· habían planteado
muchas cuestiones sobre Dios. Pero estas se ocupaban -por así de
cirlo- solamente de su existencia. Eran cuestiones que provenían
de la ciencia y de la filosofía y que, en el fondo, sólo concernían
a Dios. Ahora, por el contrario y en definitiva, las cuestiones sobre
Dios conciernen también al hombre: ¿Qué valor tiene para mí la
idea de Dios? De un juicio sobre la existencia se ha pasado a un
juicio sobre el valor de Dios 1• Esto es lo que, por otra parte, había
hecho ya la Escritura, cuando el salmista se interrogaba no sobre la
existencia de Dios, sino precisamente sobre la identidad de un Dio�
que muy a menudo no responde, como si estuviera sordo, impasi
ble e insensible ante los hombres. Estas advertencias y estas in
quietudes que se dirigen a Dios atraviesan de lado a lado nuestra
vida.
Así, la discusión actual contra Dios resulta menos una protesta
contra Dios que una protesta a favor del hombre. ¿Por qué? Porque
Dios (o su idea, o su confesión) impide que el hombre sea él mis
mo. Poco importa, dice Sartre, que Dios exista o no, yo no le quie
ro ya, pues esta idea de Dios resulta funesta para el hombre, ya que
le impide que tome la vida en sus manos, que se conceda una his
toria a sí mismo. Porque si hay una esencia que precede y gobier
na mi existencia, yo no soy ya el sujeto de mi historia, ni el autor
de mi ser, sino que mi ser se encuentra dictado por otro. «El ateís
mo no es ateísmo en el sentido de que le basta demostrar que Dios
no existe, sino que declara más bien: incluso si Dios existiera, es
to no cambiaría nada nuestra actitud. Este es nuestro punto de vis
ta. Ciertamente nosotros pensamos que Dios no existe, pero segui
mos pensando que el problema no está en si existe o no. Lo que
importa es que el hombre pueda encontrarse a sí mismo y se per-
1. A. Dondeyne, L'athéisme contemporain et le probleme des attributs de
Dieu: Ephem. Theol. Lov. 37 (1961) 462-480.
62 El sentido
2. Antropología de la identidad
3. Teología de la identidad
a) Alteridad de trascendencia
21. R. Char, Seuls demeurent, en Oeuvres completes, Gallimard, Paris 1983, 144.
78 El sentido
c) Alteridad de Dios
que hay Dios, ni tampoco añadir que él nos afirma y nos confirma,
si con ello se tratara sólo de la simple existencia de esta Alteridad
y del simple hecho de mi autonomía. Hay más. Por la creación,
Dios funda mi autonomía y hace de ella un derecho. Tal es el sen
tido mismo de la idea de creación (bara = hacer separando), por la
que descubrimos que el hombre es querido (y no sólo tolerado) co
mo diferente. Por la creación, Dios ha querido en efecto mi identi
dad, mi autonomía, mi libertad. Yo no he arrebatado estas cosas a
Dios, como hacía Prometeo, culpable por siempre, portador a cau
sa de ello de una «conciencia desdichada» (Hegel, Fondane), sino
que me las da Dios mismo, como derechos de nacimiento y de
esencia. La diferencia es radical.
Ser creado significa tener lo que soy por don de Dios (que es
Alteridad constituyente), y tenerlo por mí mismo (que soy alteridad
constituida). Yo soy, por tanto tú eres. Esta teonomía funda nuestra
autonomía, es decir, la fundamenta en nuestra misma creación co
mo definición querida de nuestro ser. Yo he sido creado como otro.
Aquí está el secreto de la idea de creación, la idea de un Dios que
suscita a un otro, pro-vocando (pro-vacare, creación por la palabra
que llama, hacer nacer por la llamada, per-sonare) de esa forma a
una persona, un ser para sí mismo y con rostro de alteridad. Este es
todo el sentido de la palabra hebrea bara, que significa hacer una
cosa que sea totalmente diferente y absolutamente nueva. Levinas
lo ha descrito de un modo soberbio: «Es ciertamente una gran glo
ria para el Creador el haber puesto sobre sus pies a un ser que, sin
haber sido causa sui, tiene (sin embargo) la mirada y la palabra in
dependientes y existe en sí mismo»25 •
Sin duda, y bien entendida, esta autonomía no significa irres
ponsabilidad, ni esta libertad significa pura licencia. Ninguna au
tonomía, ninguna libertad se concibe según sus contra-formas y
sus contra-sentidos. Una libertad es siempre responsabilidad, res
puesta (respondere, responder de), y esta relación de alteridad (se
responde a alguien, se es responsable ante alguien) es precisamen
te la que construye una autonomía verdadera, dado que ella es res
ponsable. Este es todo el sentido del «Heme aquí» que pronuncia el
hombre ante Dios y cuyo alcance ha desarrollado Levinas de un
26. A. Camus, Carnets II, Gallimard, Paris 1964, 155 (versión cast.: Carnets
JI, Alianza, Madrid 1985).
82 El sentido
d) Alteridad de kénosis
Porque este Dios no es justamente aquel de esa ab-soluticidad,
de ese replegarse en una grandeza incandescente y que nos quema.
El Dios cristiano es aquel que san Pablo ha reconocido y anuncia
do de un modo admirable como el Dios de la kénosis (del despoja
miento), el Dios que, a diferencia del dios pagano de Prometeo, no
es un dios que se apodera de lo suyo como de una presa, impidien
do a los otros que la tomen (cf. Flp 2, 6). Dios es aquel que deja es-
28. Los teólogos escotistas han presentido aquello que se llama aquí la kéno
sis en o desde la creación. Cf. K. Rahner, Gnadenlehre, en Schriften zur Theologie
IV, Einsiedeln-Zürich-Koln 1967, 209-237 (cf. p. 223, donde Rahner resume su
pensamiento hablando de la Creación [ Urtat Gottes] como Selbstiiuserung des
Gottes, auto-exteriorización de Dios) (versión cast.: Escritos de teología IV, Tau
rus, Madrid 1964).
29. G. Steiner, Réelles présences. Les arts du sens, versión francesa de M. R.
de Pauw, Gallimard, Paris 1990, 267 (versión cast.: Presencias reales, Destino,
Barcelona 22001 ).
30. De esa forma, para ser él mismo, el hombre debe abandonar la visión pa
vorosa de un Dios incandescente y paralizante por su alejamiento. Pero, al mismo
tiempo, debemos destacar que la verdadera relación con Dios nos hace abandonar
otra incandescencia: la de lo fusiona}: «El Nombre-del-Padre arranca al hombre de
su repliegue sobre sí mismo y le hace salir de un misticismo por medio del cual él
quisiera disolverse en una fusión afectiva e imaginaria con el Gran Todo» (Vergote).
84 El sentido
e) Alteridad de don
42. Cf. el capítulo 3 del presente libro: «Un destino que se da».
43. G. Bernanos, Journal d'un curé de campagne, Plon, París 1936, 209-210
(versión cast.: Diario de un cura rural, Encuentro, Madrid 1999).
3
Un destino que se da
El hombre es un ser que quiere hacer algo con su vida, algo que
sea bueno para él y hecho por él. El hombre tiene como don la li
bertad, pero «libertad ¿para hacer qué?» (Bernanos). En el fondo la
pregunta que cada hombre ha de contestar es la del destino que de
sea darse a sí mismo. ¿Le basta haber nacido? Ciertamente, no. El
hombre pretende dar a su vida un sentido, una dirección. Hacer de
ella algo que sea muy suyo, de tal forma que su vida, en cierto sen
tido, no se parezca a ninguna otra. Quiere que su vida sea, en todo
caso, suya, la que él quiere construir con sus propias fuerzas: «Yo
seré médico», «seré abogado», «seré mecánico», «yo me ocuparé
de los niños abandonados», «seré músico», «seré investigador»,
«yo seré enfermero», etc. El hombre quiere darse un destino: este
propósito no es demasiado grande ni ampuloso, pues significa que
desea alcanzar un sentido propio, elevándose así en contra de un
destino que le estuviera fijado de antemano.
Pero ¡ay!, cuando escribimos esto -que por otra parte es verdade
ro- nosotros sentimos muy pronto el aguijón de una espantosa y trá
gica contradicción. ¿Cuántos seres humanos pueden expresar este
propósito de alcanzar un destino propio?, ¿cuántos pueden tener in
cluso el deseo o la sospecha de un destino sólo suyo? Porque son mu
chos los hombres que viven a la vera del camino, aplastados por la
fatalidad del hambre, de la guerra sin fin, de la pobreza desesperan
zada, sin más preocupación que la de sobrevivir. Son seres excluidos
de antemano para acceder a un destino propio, para definirse a sí
mismos, para construir un deseo. A todos estos hombres, golpeados
por «una desdicha que ni siquiera puede hablar» (Shakespeare), les
faltan hasta las palabras para decir aquello que quisieran hacer con su
vida, con la única excepción de algunos sueños pronto fracasados.
92 El sentido
da aparecer, tanto para nosotros mismos como para los demás, co
mo la promesa de una vida que se expresa en la búsqueda de un de
seo purificado y de un puro cuidado a favor de los hombres. ¿Se
trata de una ingenuidad? Si fuera una simple ingenuidad tal vez ha
bríamos dejado ya de ser humanos.
Creemos, por tanto, que tenemos el deber -como aquí mostra
remos- de hablar de esta voluntad del hombre de imprimir a su vi
da, de un modo individual y comunitario, los rasgos de un destino
singular y de trazar para esa vida unas líneas y fronteras que, al
mismo tiempo, la sobrepasen y la definan. ¿Cuáles son, pues, más
allá de las puras condiciones prácticas -morales, sociales, econó
micas o políticas-, las condiciones teóricas y trascendentes para
que podamos al menos intentar todo este esfuerzo de trazar ese
destino cuya voz y cuyo eco resuena en el deseo? Si no planteamos
las cosas así, no podremos seguir avanzando. «Tras todo problema
político hay un problema teológico», decía Proudhon, y podría ha
ber añadido: hay también un problema metafisico. Al proponer la
cuestión apelando a las luces de la fe («Dios para pensar»), no
existe por nuestra parte ninguna presunción, sino el ejercicio que
exige una responsabilidad que viene a sumarse al concierto de
otras voces también responsables; porque el tema del destino no es
sólo una cuestión de fe religiosa, sino una responsabilidad cultural,
pues se trata muy exactamente de un reto de civilización. Pero ¿qué
tipo de reto es este?
Se trata del reto de saber si el hombre se perderá en el dejar-ir
se de una existencia sin horizontes o si se salvará, viendo que se le
dice, con términos nuevos, con las resonancias del mundo actual,
que él es capaz de darse un destino. En este contexto podemos ha
blar de una dimensión, de una dilatación casi cosmológica. Es co
mo si el hecho de que el hombre se piense como animal racional,
o social, o incluso moral, no fuera ya del todo suficiente para res
ponder a su aventura de libertad, de manera que si sólo viviera en
esos niveles (racional, social, moral) el hombre correría incluso el
riesgo de encogerse y perderse. Desde Hesíodo a Thomas Mann,
desde san Agustín hasta Kant, desde Maimónides a Sartre, el hom
bre es aquel ser que se ha comprendido y ha luchado por algo que
sobrepasa incluso el espacio ya tan profundo del amor y de la
muerte. «La vida tiene un significado metafisico», escribía Nietz-
94 El sentido
algo (alguien) que está más allá. Y ese otro es aquel que despierta
mi deseo, como lo ha cantado en la Biblia de un modo soberbio el
Cantar de los cantares.
La idea de destino evocará siempre la de un ser constitutivo a
nuestro ser, de un ser que ofrece un tipo de aporte a la edificación
del ser y del mundo: la idea de que el hombre está hecho para más
de lo que él ve, calcula o constata; la idea de que su trascendencia,
que es ya real en el mismo seno de su inmanencia, se abre, al mis
mo tiempo, al encuentro de confines que se hallan más allá, de
unos confines que son, sin embargo, los suyos porque él los desea
y porque siente que ellos se inscriben en el deseo y en la lógica de
su existencia. En el fondo, la palabra «destino» evoca una existen
cia donde el hombre está invitado a buscar el fundamento de su
sentido y de su libertad, más allá del horizonte de las certezas es
tablecidas. «¿Qué camino de la vida ha de tomarse?» (Heráclito,
Fragmento 138).
De esa forma, la idea de destino podría evocar en fin el hecho
de que en ese destino podrían reconciliarse el yo mismo y el otro
(problema de la justicia); el amor de sí y el amor al otro (problema
de la caridad); el éxito de uno mismo y el éxito del otro (problema de
la sociedad); y quizá también el hecho de que se vuelva inteligible
aquello que resulta menos inteligible: nuestras valentías y nuestras
indecisiones. Ese destino podría evocar una reconciliación donde
pueda saciarse la sed por lo concreto y nuestra sed por lo absoluto.
«¿Por qué existo, en vez de no existir?». Alcanzar un destino (Bes
timmung5) significa no pasar de largo ante aquello que se nos ha
encargado hacer, no haber fallado a la vida6, no haber traicionado
el deseo.
Pero he aquí que la teología, desde el primer estadio del deseo o
del destino, no se encuentra quizá tan mal situada para aportar aquí
su palabra. Supongamos que existen tres grandes dominios en el co
nocimiento y en la apreciación de la vida: la ciencia, la filosofia y la
teología. La ciencia mira al saber: ella es un conocimiento, quiere
5. Cf. M. Mendelssohn, Sur la question: que signifie éclairer?, en J. Mondot
(ed.), Publications de l'Université de Saint-Étienne, 1991, 67-68 (cf. también las
p. 8-13).
6. Una palabra griega que evoca destino o destinación (Hórismenon) tiene
quizá la misma raíz que aquella otra palabra griega de la que proviene «horizonte».
98 El sentido
saber lo que son las cosas; tiende, en parte, hacia la realización téc
nica. La filosofia vela por el sentido: ella es una hermenéutica, se
preocupa de los valores y desemboca en la ética. La teología, con su
vieja palabra «salvación» (palabra inculta e «insoportable» para los
otros dos lenguajes), mira a la existencia (que es más que una aven
tura intelectual e incluso más que un búsqueda de sentido). La teo
logía se interesa por la suerte del hombre: ella habla (que se crea o
no se crea en la salvación, eso importa poco aquí) de las finalidades
del hombre. En resumen, la teología se ocupa de la cuestión del des
tino. Su pasión consiste en hablar de aquello que hace que el desti
no sea un camino del hombre. «Homo desideriorumes», tú eres, oh
Daniel, un ser de deseos (Dn 9, 23; 1O, 11.19).
Existen ciertamente relaciones entre las tres disciplinas: la filo
sofia se preocupa también de la verdad y del saber, como la cien
cia; la ciencia promueve valores y sentido (se habla de una «ética
del conocimiento», J. Monod); la teología se preocupa del sentido
y de la verdad. Pero tanto el sentido como la verdad pueden seguir
siendo cosas del puro espíritu humano, pueden resolverse en la ca
beza (in mente, diría santo Tomás), permaneciendo así en un plano
de teoría. La teología va «más lejos» o toma, en todo caso, otro ca
mino, pues no se interesa en primer lugar por la verdad (incluso si
no puede abandonar la verdad), ni tampoco por el sentido (aunque
influye en el sentido), sino por aquello que advendrá al hombre,
por aquello que él espera más allá de la ultima linea rerum, cuando
haya pasado la figura de este mundo. Y esta preocupación puede
transponerse a los temas seculares. Que se crea o no se crea en su
vocabulario «anticuado», la fe, la religión y la teología hablan en el
fondo de la felicidad: del sentido que tiene el sentido; del éxito o
del fracaso de la vida. Para hablar de eso, la teología tiene incluso
la audacia deseante de hablar de la vida eterna.
La teología es de esa manera el lugar donde la palabra «Dios»,
pronunciada aquí por vez primera (de la que seguiremos hablan
do), resuena en alguna parte, como una palabra que viene de fue
ra, y no de la simple inmanencia, y que sin embargo, como dice
san Agustín, está presente desde el principio en lo más profundo
de nosotros mismos (interius interiore meo). Como si el hombre,
para pensarse y construirse, en cierto sentido no pudiera mante
nerse sin meditar sobre Dios, incluso negándole, porque negar a
Un destino que se da 99
9. El estudio de este tema resulta más importante porque a nosotros, los cris
tianos, se nos pregunta a veces si no habremos cavado nuestra propia tumba, desde
Un destino que se da 101
Amor fati sigue siendo una pasión (amor) del hombre. Sería inútil
no reconocerlo y limitarse a lanzar grandes gritos. De lo contrario,
como el famoso cadáver escondido bajo la alfombra, lo encontra
remos un día, sin escapatoria posible, y la situación será peor de lo
que había sido antes(cf. Le 11, 24-26... ). Necesitamos tener la sim
plicidad u honestidad de afirmar, con voz alta y clara, que todo
hombre concede un espacio a la fatalidad, es decir, «a lo que ven
ga». Pues bien, sucede que este comportamiento no carece, por su
parte, de indiscutibles ventajas.
portamientos, con mil otros, testimonian, lo lamentemos o no, que la libertad pue
de volverse más pesada de sobrellevar que la fatalidad, más aún, que ella es de he
cho más pesada. Poniéndose en manos de la fatalidad, uno se pone en manos de al
go que ya existe. Pero al esforzarse por la libertad, uno tiene que luchar a favor de
una cosa que todavía no es. En el fondo, bien entendida, la libertad no es «natural»,
sino cultural; ella supone, por tanto, un esfuerzo que debe realizarse en todo ins
tante. Por eso, para no tener que hacer ese esfuerzo, el hombre se encuentra incli
nado muy a menudo a ponerse en manos de la suerte o de los dioses.
11. B. Pascal, Entretien avec Monsieur de Sacy, original inédito, presentado
por P. Mengotti y J. Mesnard, Desclée, Paris 1994, 126-127.
Un destino que se da 105
Cristo muriera para entrar en la gloria» (Le 24, 26). Esto no impli
ca que defendamos un tipo de mecánica dolorista, sino que pone
mos de relieve el hecho de que esta participación de la Vida, que
nos ofrece la Resurrección, no se obtiene si no se ha tomado en
cuenta primero la realidad que se quería salvar y a la cual el mismo
Dios no ha querido renunciar (cf. Rom 8, 32). En otro lugar me he
referido ya a «la agonía de la Resurrección» 14, queriendo expresar
de esa manera que esta no ha consistido en un golpe de magia, si
no que ella ha sido adquirida «con un gran jadeo de dolor». Algo
semejante sucede con el destino que nosotros quisiéramos dar a
nuestra vida.
Todo este trabajo de tipo negativo se teje, por tanto, sobre la te
la de un destino que sólo puede lograrse teniendo en cuenta la rea
lidad. Ese «trabajo negativo» no impide que podamos trazar nues
tro destino. Pero ese elemento negativo no podría asegurar por sí
mismo la puesta en marcha de nuestro destino, que en ese caso se
encontraría como sellado por unos rasgos totalmente negativos.
Hasta ahora hemos permanecido en el dominio de los hechos. Es
preciso ir más adelante, si queremos dar un aliento del todo positi
vo a nuestro deseo de conceder a nuestra vida la figura del destino.
De lo contrario, permaneceremos inmersos en combates morosos,
moralizantes y menesterosos, de manera que los caminos de la li
bertad quedarán bien pronto desiertos. El hombre, que está madu
ro para el deseo de libertad, debe encontrar los caminos de pasión
y debe darse las razones positivas para luchar por esta libertad que
él ansía. Debe hacerla posible (no eludir lo real), pero debe hacer
la también deseable. Los hombres suelen vacilar, preguntándose si
han sido formados para la libertad y no para resignarse a los he
chos. Hemos respondido que «no» debían vacilar, hemos dicho, o
mejor, hemos reconocido que era necesario decir «sí» a este deseo,
al parecer insensato, de libertad. Pero ¿por qué este «sí»? Porque el
14. A. Gesché, Le Christ, Dieu pour penser VI, Cerf, París 2001, 186ss (ver
sión cast.: Jesucristo, Sígueme, Salamanca 2002, 198ss).
108 El sentido
hombre que combate por la libertad, dice él, no cree que la libertad
es posible, si no se encuentra incluso convencido, desde un rincón
de sí mismo, de que la libertad existe, si no tiene una especie de
conciencia de que existe un «reino de Dios» (esta es su misma ex
presión) donde la libertad se despliega en todo su esplendor, ese
hombre no encontrará jamás la fuerza para entablar sus combates
concretos a favor de la libertad y no alcanzará su destino.
Para que trascienda su pesantez y se atreva y pueda transgredir
sus resistencias, el hombre necesita palabras y confines absolutos.
Como hemos dicho, es necesario que tomemos en cuenta la reali
dad si queremos evitar todo discurso ilusorio e impotente. Pero, al
mismo tiempo, resulta necesario que pongamos en juego determi
naciones más altas, sin las cuales el hombre es incapaz de liberarse
de su pesadez, sin las cuales no puede profundizar en el deseo. Pa
ra el hombre resultan necesarias las anterioridades y las anticipa
ciones. De esa forma nos situamos casi ante aquello que Kant lla
maba precisamente categorías a priori. Para alcanzar la libertad,
decía por su parte Proudhon, es necesario un «pueblo de Dios»,
aludiendo de un modo evidente al pueblo de Moisés, o a un pueblo
apasionado, que se pone en marcha. Aquí no importa que la inter
pretación del tema sea creyente o laica. El hombre sólo puede co
menzar a salvarse cuando tiene idea de ello y cuando esta idea le
parece no simplemente posible sino «excesivamente posible». El
hombre es un ser de confines y de absoluto, de sueños y de visión.
Sin este «exceso» no puede nada y permanece clavado en el suelo.
Lo real debe tomar en cuenta aquello que le excede; así como, por
otra parte, el exceso tomará en cuenta lo real para llevarlo hasta su
culminación20 •
La idea de exceso implica que el hombre necesita «fines exa
gerados», es decir, que sobrepasen los que ahora deseamos Gusti
cia, libertad, etc.). Se trata aquí de finalidades (que son superiores
a los fines, que a su vez son superiores a los medios). El hombre
necesita sobredeterminaciones que den sentido a su valentía y que
20. «La hipótesis del nihilismo [nosotros decimos aquí: la hipótesis del recha
zo de la posibilidad y la presencia de un destino de Trascendencia] paraliza más que
estimula el pensamiento, porque ella no permite comprender la valentía y determi
nación de los hombres que actúan para que un aumento de justicia y de bondad nos
impulsen a desear nuestro porvenir» (cf. R. Célis, Entre monde et infini, 45).
Un destino que se da 113
Au-dela de l'essence, Martinus Nijhoff, La Haye 1974, 209; versión cast.: De otro
modo que ser o más allá de la esencia, Sígueme, Salamanca 42003). De aquí pro
viene «todo el interés de Descartes [al concentrarse] sobre el problema de la exis
tencia de Dios» (E. Levinas, Trascendance et Intelligibilité, 24). La vinculación
entre las dos citas de Levinas se debe a R. Célis.
58. Por «fe moralizada» entiendo la fe reducida a una moral, como si ella en
contrara allí todo su contenido real. La fe en Dios -o, de lo contrario, las palabras no
dicen ya nada- significa ciertamente que nosotros aceptamos una aventura que va
más allá de los límites de la simple razón. La fe no es una simple moral. Lo que aquí
destacamos es solamente esto: que la fe no es moral, pero que implica una moral. O
mejor dicho, ella implica la moral, porque la moral expresa la acción de todo hombre
y por tanto del cristiano. Podemos decirlo con otras palabras: el cristiano no debe te
ner un comportamiento moral porque es cristiano, sino porque es un ser humano.
128 El sentido
1. Erosión de la esperanza
2. Petición de la sabiduría
za. Y para descubrir que existe una profunda lógica cristiana que
lleva a no cerrar su puerta ante el paganismo 10 • ¿No se nos dice que
tres Sabios de Oriente se acercaron a la cuna? ¿Qué hubiera sido
Moisés sin sus largos años de estancia junto al Faraón de Egipto?
¿No podrá suceder algo semejante en la actualidad? ¿No podrá
existir hoy día una actitud de encierro y crispación, no sólo por la
nostalgia del pasado, sino también por el anuncio intempestivo del
porvenir, de forma que la apertura a la sabiduría puede ayudarnos
a lograr que la esperanza no sea ilusoria y encuentre los caminos y
los medios de aquello que promete? Tal es la hipótesis que nosotros
podríamos formular. Para ello empezaremos ofreciendo un análisis
sobre aquello que esa hipótesis nos permite pensar.
¿Por qué este cambio de ruta? ¿No se trata más bien de poner
se en ruta? En el Génesis se dice que los hijos de Noé se dispersa
ron sin drama especial «entre las islas de las naciones» (Gn 1O, 5).
¡Cómo amo yo esta serenidad!
I. El imaginario literario
cotidiano, por muy profundas que estas sean. ¿No era Paul Valéry
el que de decía, sin necesidad de ser provocador, que sin la palabra
«amor» el hombre no sabría amar, ni sabría lo que es el amor?
Cuando Osear Wilde lanzó su famoso manifiesto «El arte precede
a la naturaleza», ¿qué otra cosa quería decir, sino que el hombre se
inicia en la realidad (la naturaleza) porque se la ha descubierto y
manifestado de antemano un gesto de invención y de ficción (el
arte)? ¿Podríamos haber amado tanto los paisajes suizos, con sus
montañas y casas de campo, con sus pastizales y su nieve, si no hu
biéramos soñado primero, siendo niños, por Navidad, con esas
imágenes que entonces nos mandaban al felicitarnos? ¿No se dijo
acaso, al salir de la primera exposición de los impresionistas, que
desde entonces el azul del cielo de Paris no sería ya como el de an
tes? Ahora, después de Artaud, no tenemos ya la misma relación
con el ritmo del cuerpo, ni tenemos después de Proust la misma re
lación con el tiempo 12 • ¡Rilke felicitaba a Cézanne por haber sabi
do «evocar su amor por la manzana real al expresarlo de un modo
tan hondo en la manzana pintada»!
En relación con un tema tan serio como el de los derechos del
hombre, Milan Kundera señala que, en realidad, la patria de esos
derechos ha sido Occidente. Pero antes de eso, antes de que el
hombre pudiera tener derechos (o, en todo caso, ser consciente de
ellos), ese hombre había tenido que considerarse como individuo.
Pues bien, «esto no se habría podido lograr sin una larga práctica
de las artes europeas y en particular de las novelas que enseñan al
lector a tener curiosidad por el otro y a intentar comprender unas
verdades que difieren de las suyas» 13 • Ha sido por esa razón por lo
que, a mi juicio, Cioran ha podido designar a la sociedad europea
como «sociedad de la novela» y a los europeos como «hijos de
la novela» 14• Y esto que se dice en relación con el surgimiento de la
sociedad del derecho puede decirse también evidentemente en re
lación con el hombre como individuo enfrentado a las grandes
cuestiones del sentido y del destino. ¿Quién de nosotros, por de
cirlo una vez más, a menudo no se ha comprendido mejor a sí mis-
12. E. Clemens, La Fiction et l 'Apparaftre, Albin Michel, Paris 1994.
13. M. Kundera, Los testamentos traicionados.
14. Así lo dice muchas veces en sus conversaciones y pensamientos. Cf. tam
bién l. Calvino, Por qué leer los clásicos, Tusquets, Barcelona 1995.
166 El sentido
2. El imaginario teológico
que la Iglesia en su liturgia, día tras día, año tras año, vuelve a ha
blamos en este lenguaje. Y, sobre todo, ella nos invita, con un sim
bolismo conmovedor, a que nosotros mismos penetremos en los
misterios que todo este imaginario despliega. Cada año, y duran
te varias jornadas, nos hace revivir el suntuoso relato de la crea
ción en siete días; nos hace seguir paso a paso el relato de la
«bienaventurada Pasión» (Beata Passio) -interpretada en forma
gloriosa por un Bach que nos arranca hoy y siempre lágrimas y
suspiros gozosos-.
Cada año escuchamos el Grito de nuestro Cristo bajo las bóve
das de nuestras iglesias y el dichoso y sorprendente anuncio de la
ruptura de los lazos de la muerte, para que podamos entrar en la vi
da, como si fuera la primera vez que ese anuncio se proclama, de
manera que nosotros integramos esos relatos en el relato de nuestra
propia existencia. Y todos los días se celebra, como memorial vi
viente, la más emocionante metáfora viva, la de la última Cena,
donde todas las cosas se transforman ante nuestros ojos. La liturgia
y los sacramentos -que operan por vía de significación, signifi
cando causant, decía santo Tomás- son vividos por los creyentes
bajo la forma de símbolos, pero de símbolos reales de realidades
trascendentes a las cuales están incorporados.
¿Teología e imaginario? Aquí estamos ante un discurso que no
cesa de interpelamos sobre ello, y no simplemente por alusión his
tórica, sino como por medio de un gesto que se produce todavía de
lante de nosotros. No nos limitamos a ojear algún diccionario de
viejos relatos reunidos, sino que continuamos recitando los relatos
como si nos fueran contemporáneos y formaran parte de nuestra
vida. Aquí estamos ante algo que es único en la historia del espíri
tu. Por lo menos en occidente, la liturgia cristiana es el único lugar
-como la sociología ha puesto de relieve- donde los «mitos» y las
metáforas se pueden seguir observando y describiendo in vivo, sin
que se deba llamar a la puerta de las bibliotecas. Para descubrirlo,
basta que empujemos la puerta de una iglesia ¡o que consultemos
una obra de teología que no sea demasiado racionalista! Somos los
únicos que seguimos desplegando todavía nuestra teología con la
ayuda del imaginario. Yo no tengo necesidad del relato de la tum
ba vacía para creer en la Resurrección, que es el paso de Jesús al
Padre. Pero en la mañana de Pascua (venerunt ad monumentum,
El imaginario, fiesta del sentido 173
orto iam so/e; esto sólo se puede decir en latín) resulta indispensa
ble que yo escuche proclamar este relato para vivir plenamente lo
que vivo ese día en el que no puedo reducir la expresión de mi fe a
su puro contenido intelectual. «La 'ficción' es la fuente de donde
se nutre el conocimiento de las 'verdades eternas'» (Husserl, Ideen,
§ 70). Como ha escrito un comentador: «Instituido sobre el registro
de la fantasía, el registro de la ficción es mayor que el registro del
mundo en que se mueven las ideas»26 .
Según eso, sin dejarse sofocar por ello, es necesario reconocer
que la fe cristiana -a través de sus recitaciones y sus gestos litúr
gicos- y la teología -a través de las representaciones a las cuales
ella recurre, como a metáforas siempre vivas...- sean capaces de
proponerse ante los hombres como realidades que encuentran un
lugar dentro de este discurso de lo imaginario, discurso que, como
hemos visto, constituye un lugar privilegiado para la comprensión
que el hombre adquiere de sí mismo. Ciertamente, el creyente des
cubre detrás de esos relatos la presencia de una Presencia; pero tal
cosa no le impide confesar que esos símbolos y esas metáforas, y
más aún esos mitos, funcionan también como un indudable fondo
de esa Presencia. Esos símbolos actúan como un fondo de recursos
capaces de aportar a todos los hombres la forma en que pueden en
contrarse cuando, para comprenderse a sí mismos, ellos preguntan
a su inagotable imaginario. Por esta razón, a nuestro juicio, la teo
logía tiene, como la literatura, una palabra que decir en la antro
pología, de manera que puede jugar en ella un papel muy singular.
Más aún, nosotros no somos los únicos en creerlo.
Hablando de la experiencia imaginaria y de la búsqueda de fe
licidad, que han sido a su juicio los «elementos más importantes del
continente de la fe», la psicoanalista Julia Kristeva observa que el
racionalismo ha pretendido que la hermenéutica y la metafisica, es
decir, la racionalidad, se ocupen sólo del camino hacia el Ser27• Pe
ro al hacer esto, dice ella, se ha producido una rarefacción de la fe-
sin embargo, me lanza con gran fuerza hacia el mundo de los Sue
ños, para cantar al alma y a todas las impresiones divinas que se
han ido amasando en nosotros desde las primeras edades»29 • ¿No
tendrá también la teología este poder? ¿Debemos creer a Diderot:
«Perdido en un bosque inmenso, en medio de la noche, yo sólo ten
go una pequeña luz para guiarme; pero viene un desconocido y me
dice: 'Amigo mío, apaga la candela para encontrar mejor el cami
no'. Este desconocido es un teólogo» (Additions V III)? ¿O debe
mos seguir a Hannah Arendt: «La cuestión del hombre no es me
nos teológica que la cuestión de Dios» (La condición humana)?
¿Deberemos optar por la visión cruel (y vejatoria) del filósofo ilus
trado (Diderot) o por la propuesta alentadora de la alumna de Hei
degger y Jaspers (H. Arendt)? Después de lo ya dicho, se compren
derá que nosotros elegimos la segunda perspectiva, confirmada,
por otra parte, por muchos autores, tales como Levinas, Derrida,
Ricoeur y Vattimo, por no citar más que algunos.
Si la teología aporta alguna cosa al hombre lo hace esencial
mente en la medida en que, para comprenderse, ese hombre tiene
necesidad de medirse con algo que, siendo real o ideal, le viene de
un «afuera», con algo de lo que nosotros tenemos el derecho y el
deber de lograr que su rumor se escuche. La teología, al hablar de
Dios, al hablar «desde un punto de vista que no está en ninguna
parte» (Thomas Nagel), propone una comprensión desde lo alto,
por el infinito, y esta manera de actuar puede interpretarse como
una hermenéutica (una revelación) del hombre por el infinito. Pe
ro, como saben bien los filósofos (Pico della Mirandola, Nicolás
de Cusa, Leibniz), la idea de infinito no proviene de la filosofia,
aunque ella reasuma su herencia, sino de la religión (y de las ma
temáticas). Y sólo el imaginario (expresado en la zarza ardiente, en
el combate de Jacob con el Ángel, en el sueño de Adán, etc.) es ca
paz de soportar totalmente la idea infinita del Infinito. El imagina
rio no es lo único que hace que surja una revelación, pero es el can
tus firmus que, como música de fondo, acompaña a la fe y a su
discurso, introduciendo así al infinito en el juego del hombre, ha
ciendo que venga a formar parte de su juego.
29. St. Mallarmé, Carta a H. Cazalis, del 28 de abril de 1866, en Correspon
dance 1862-1871, ed. de H. Mondor, Gallimard, Paris 1959, 207s.
176 El sentido
diga quién es. Quizá sea este el sentido profundo de aquello que
sucede en el relato bíblico del Génesis, verdadero relato de revela
ción, donde el imaginario sustenta nuestra verdad. Tal cosa es la
que, a mi entender, había comprendido Pascal plenamente. Sin du
da, él no es el único que lo ha comprendido (piénsese en san Agus
tín, con sus Corifesiones), pero él, que es el autor de los Pensamien
tos, puede ser tomado como paradigma en la aurora de los tiempos
modernos. Pascal nos muestra que el relato, tan incómodo para
nosotros, del «pecado original», contado sin mutilar su parte de
imaginario, puede revelarnos, mejor que ninguna antropología ra
cional, aquello que el hombre es verdaderamente cuando se desve
la su enigma.
En su Conversación con Monsieur de Sacy37, Pascal quiere de
mostrar cómo para conocer bien al hombre la filosofia (la antropo
logía) saldrá ganando si frecuenta la teología. Esto es lo que nos
enseña, en efecto, la filosofia por medio de dos de sus ilustres re
presentantes. Epicteto, el moralista estoico, ha conocido muy bien
aquello que el hombre debe ser, y de esa forma ha captado su gran
deza; pero ignora aquello que el hombre es en su miseria y, sobre
todo, ignora las razones de su debilidad. Por el contrario, Montaig
ne, que es observador de costumbres y escéptico, percibe muy bien
al hombre tal y como él es, en su debilidad y miseria, mas se aco
moda a ello demasiado fácilmente y desconoce su grandeza, aque
llo que el hombre es capaz de ser, e ignora la ayuda que puede es
perar para sobrepasar su miseria. De esa forma, en los dos casos, el
hombre no consigue comprenderse, pues sólo conoce una parte de
sí mismo y la interpreta como el todo.
Con todo, el hombre no es simplemente lo que dicen Epicteto
o Montaigne. El primero ofrece un retrato soberbio, pero dema
siado bello, donde el hombre no se reconoce, porque de hecho él
se sabe débil. El segundo ofrece un retrato desolador, donde el
hombre real tampoco se reconoce, porque él tiene cierta concien-
3 7. Esta conversación no ha sido escrita directamente por Pascal, sino que se
encuentra en las Mémoires de Nicolas Fontaine, solitario de Port-Royal y secreta
rio del Maestro de Sacy, que fue quien tomó nota de ella. El título es convencional.
Acaba de aparecer una nueva edición: B. Pascal, Entretien avec Monsieur de Sacy
sur Épictete et Montaigne, original inédito presentado por P. Mengoti y J. Mesnard,
Desclée, Paris 1994.
182 El sentido
to mutuo de sí mismo y del otro (cf. Gn 32, 31)? Fue sólo entonces,
nos dice este famoso relato, cuando el sol se elevó (cf. Gn 32, 32).
Que nosotros mismos estemos por una parte escondidos para
Dios, absconditus coram Deo, tal es, pienso yo, uno de los dos as
pectos del tema del «Dios escondido». Como he dicho, este «Dios
escondido» me permite que yo me revele a mí mismo, sin quedar
abrasado por un Dios en quien no existe enigma alguno. Pero tam
bién he hablado de un «hombre escondido», que tiene el derecho
de salvaguardar, hallándose escondido, el enigma parcial de su vi
da ante Dios. Este hombre y esta mujer tienen derecho a «túnicas
de piel» (Gn 3, 21) con las cuales Dios mismo les reviste, como si
quisiera darles el derecho de esconderse. Dios les ha revestido en
un gesto de indecible respeto, casi litúrgico, como si él mismo qui
siera defender al hombre contra su Dios. Yo sólo me comprendo si
Dios sigue siendo parcialmente un enigma para mí; pero yo no me
comprendo tampoco si es que no soy también, en parte, un enigma
para Dios.
Como nos dice maravillosamente el Salmo 1O, Dios mira al
hombre con párpados semicerrados. Los Padres de la Iglesia se es
forzaron por comentar este salmo diciendo que Dios no ha querido
tener los ojos muy abiertos, que él ha preferido mirarnos sin exce
so de inquisición. Nosotros tenemos un cierto derecho sobre noso
tros mismos y sólo de esta forma podemos comprendernos. Dios
escondido, enigma parcial para el hombre. Hombre escondido, enig
ma parcial para Dios. El hombre es un ser enigmático, ser que tie
ne una autonomía que le hace en parte invisible. Esto mismo suce
de, por otro lado, en todas las relaciones humanas, en las que cada
uno tiene su ortus conclusus, su jardín interior secreto. Los vesti
dos han sido inventados (por Dios), parece decirnos este relato
imaginario, para que nosotros podamos sostener la mirada de Dios
y de los otros, mirada que permanece discreta, que respeta el enig
ma. ¡Qué lejos estamos de los triángulos escandalosos -recercando
un ojo sin pupilas y sin rostro- que nos intimaban desde diversos
lugares diciendo: «Dios te ve»!
Pero ¿no es en el fondo por esto, porque Dios mismo acepta el
misterio y enigma del hombre, por lo que se puede en definitiva
comenzar a creer en Dios? ¿No es por esto por lo que se puede co
menzar en último término a creer que Dios es creíble? ¿Por lo que
194 El sentido
«Para que una religión sea verdadera, es necesario que haya co
nocido nuestra naturaleza» (Pascal, Pensées, Br. 433).
EL SENTIDO
Introducción ................................................................................... 19
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