Analisis

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CAP.

II: ANÁLISIS FENOMENOLÓGICO DE LA EXPERIENCIA


RELIGIOSA

Con el fin de acceder a la naturaleza de la religión, conviene que nos fijemos en lo que se
ha denominado «hecho religioso». El modo de acercamiento será la fenomenología. Ésta
realiza una interpretación generalmente descriptiva del hecho religioso a partir de sus
innumerables manifestaciones históricas; descripción que trata de comprender su es-
tructura significativa.
El primer tema de esta parte se ocupa de presentar la amplitud y universalidad del hecho
religioso (religión en sentido objetivo) y los rasgos principales de la experiencia religiosa
(religión en sentido subjetivo). Este estudio pondrá de relieve la existencia de dos polos
en la experiencia religiosa: el aspecto objetivo y el subjetivo. Los siguientes temas tendrán
por objeto presentar cómo aparece el objeto de la experiencia religiosa —Dios—"y cuáles
son las actitudes fundamentales del sujeto en dicha experiencia.

1. LA SINGULARIDAD DE LA EXPERIENCIA RELIGIOSA


En este tema vamos a realizar un primer acercamiento a la religión. En la religión se
entrelazan la vivencia religiosa (religión subjetiva) y las formas de expresión religiosa
determinadas por la tradición (religión objetiva). A continuación subrayaremos la amplitud
y extensión de la religión objetiva para detenernos en el análisis de la religión subjetiva.
Nos preguntamos qué es una experiencia religiosa y, especialmente, qué especifica una
experiencia como «religiosa».

1.1. La importancia y universalidad del fenómeno religioso


El punto de partida y presupuesto de la fenomenología es el hecho religioso atestiguado
por la historia. La religiosidad es un fenómeno universal. No se conoce ningún pueblo sin
religión. Ciertamente una cosa es la existencia universal de la religiosidad y otra el grado
en el que lo viven los individuos. Por ello, matizando la primera afirmación, se puede decir
que en todos los pueblos y religiones se pueden encontrar individuos egregiamente
religiosos junto a personas indiferentes que, sin negar a Dios, viven en la práctica
alejados y junto a algunos cuya actitud es antirreligiosa o atea.
La universalidad de lo religioso se da en el espacio y en el tiempo. Desde que el hombre
es hombre o mejor, desde que los documentos conservados permiten deducir
conclusiones con algún fundamento, comprobamos la existencia de la creencia humana
en la divinidad, así como en la supervivencia de algo humano después de la muerte.
Ya en el paleolítico, las pinturas rupestres, las estatuillas femeninas, los restos funerarios
indican claramente la preocupación del hombre prehistórico por el problema del más allá y
la presencia en su vida, junto a otras actividades que le imponía la lucha por la
supervivencia, de unas acciones rituales encaminadas a establecer relaciones con lo
divino.
Las grandes culturas de la antigüedad tienen su propia forma religiosa de ser, dotada de
unos rasgos comunes, como son el carácter nacional de la vida religiosa y la forma plural
de representarse lo divino que da lugar al politeísmo.
Posteriormente, a partir sobre todo de ese «tiempo eje» que se sitúa en torno al (siglo VI
a. C., van apareciendo las grandes religiones o religiones universales que han perdurado
hasta ahora. Entre ellas pueden distinguirse dos familias. La primera es la que comprende
las religiones del Extremo Oriente, especialmente hinduismo y budismo. Éstas se
caracterizan por la tendencia a representarse lo divino como el fondo absoluto de la
realidad con el que el hombre, tras una laboriosa purificación, debe identificarse, o en el
que el hombre debe disolverse. Por esta razón se las denomina religiones de orientación
mística. La segunda gran familia de religiones universales abarca las nacidas en el oriente
próximo y difundidas después en occidente y son el judaísmo, el cristianismo y el
islamismo. A estas últimas se las reconoce como religiones proféticas por la forma
marcadamente personal de representarse lo divino y la tendencia a describir la relación
con Dios en términos de diálogo, alianza, amor y obediencia personales.
Como muestra esta somera indicación, el hecho religioso acompaña la historia de la
humanidad en todas sus etapas. De la importancia del hecho religioso habla con claridad
este texto de A. Brunner:
«La religión es, como lo enseña la historia, un hecho humano universal... Por otra parte es
también un hecho histórico que la religión ha estimulado al hombre a las más grandiosas y
estupendas realizaciones. No hay mas que recordar los templos de Grecia, Egipto,
Babilonia o la india los templos-pirámides de la cultura maya, las pagoda de la China y los
templos del Japón. En todos los tiempos el progreso de la vivienda humana comenzó con
la casa que se construía para la divinidad. El palacio del dios, el templo, fue
originariamente más grande y más suntuoso que el mismo palacio del rey, al que servía de
modelo. En un principio todas las artes_ tienen un matiz religioso, no sólo la arquitectura,
sino incluso la escultura, la pintura y la poesía, Las formas elevadas del consorcio humano
surgían del comercio con la divinidad y, en los principios, el orden social de las diferentes
culturas estaba condicionado por ideas religiosas. Más aún: incluso las formas más
avanzadas de la economía arrancan de lo religioso. En opinión de algunos, la cría de
ganado y de animales domésticos comenzó por motivos religiosos; por otra parte es bien
sabido que la agricultura y su utensilio fundamental, el arado, estaban rodeados de halo
religioso. Ya anteriormente el cultivo de las plantas presuponía ritos religiosos para la
prosperidad de las mismas. Los sacerdotes de los templos sumerios y babilonios crearon
economías modelo e introdujeron la contabilidad y el sistema bancario. Dondequiera que
nos es posible remontamos hasta los orígenes de una actividad humana, nos hallamos con
el terreno religioso. En todo tiempo se ha aplicado a éste el mayor empeño y el más
poderoso es fuerzo. En él es donde aparece por primera vez todo lo grande que el hombre
puede pensar y crear. El hombre se desvela por los dioses con más amor y perseverancia
que por sí mismo, Para ellos, no para sí, reserva lo mejor y lo más precioso. Tratándose de
ellos, toda suntuosidad y toda prodigalidad le parece poca. Poco o nada se ha conservado
de los palacios de los faraones; en cambio, ¡qué imponentes se alzan los restos,
relativamente escasos, de los templos que construyeron! A los dioses consagró siempre el
hombre lo mejor que tenía sin rehuir el holocausto de seres humanos siempre que creía
hacerse agradable así a la divinidad, aparte los innumerables animales que les ofrecía en
sacrificio. Y ahora téngase presente que todo esto se hacía por un ser desconocido;
extremadamente raros son los que en diversas circunstancias afirmaron haberle visto u
oído o haberse encontrado con él corporalmente. Todo aquello se hacía por un mundo que,
examinado con los criterios normales, era absolutamente inexistente. Es algo inconcebible
que el hombre nunca ni en ninguna parte haya podido contentarse con lo presente y
1
tangible, con lo “de hecho” y lo “positivo” .

En resumen la universalidad de la religión quiere decir:


1) Que ha habido religiones en todas partes, en casi todas las culturas y en todos los
tiempos. Hegel dice incluso que la religión es lo más propio y más valioso que tienen
el hombre y las culturas, ya que es, como atestiguan a menudo sus obras de arte, o lo
que nosotros consideramos hoy sus obras de arte, su realización más elevada y la
mayor fuente de felicidad. Por esto dice que la religión es algo así como el «domingo
de la vida», la quintaesencia de una vida que reflexiona sobre sí misma. Bergson
añade la siguiente observación: «Existieron en el pasado o pudieron existir sociedades
humanas que no tuvieran ciencia ni arte ni filosofía. Pero no ha existido ninguna
sociedad sin religión.
2) La universalidad de la religión nos hace pensar en la variedad infinita de cultos y
religiones. Tiene la característica de prevenirnos contra las ideas preconcebidas a
propósito de la religión, que la asocian con excesiva facilidad o demasiado
cómodamente a una forma particular de religión, como ocurre a menudo, con el
integrismo musulmán.
3) La universalidad de la religión subraya así que ningún hombre existe realmente sin
alguna forma de religión, esto es, sin alguna orientación fundamental, por embrionaria
que sea, a propósito de su existencia y que algunos preferirán llamar espiritualidad,
visión del mundo o filosofía de la vida.
4) La universalidad de la religión subraya, por último, la idea de que la religión propone
una salvación que en principio quiere ser universal. La religión y la utopía que la anima
son el origen de nuestra concepción misma de la universalidad. Es innegable que el
universalismo de los derechos del hombre tiene mucho que ver con la universalidad
de la salvación que proclama san Pablo en la Carta a los gálatas (3,28). Por esto no
puede proclamarse el fin de la religión a no ser que se crea en otra cosa. Pero ¿en
qué otra cosa? Corresponde decirlo a quienes quieren superar el estadio religioso de
la humanidad. En cualquier caso, podría ser que les resultara difícil hacerlo sin recurrir
masivamente al discurso religioso.

Entre las diferentes manifestaciones históricas del hecho religioso, como una forma
especialmente elevada del mismo, se encuentra el cristianismo. Con ellas comparte una
serie de rasgos comunes que permiten hablar de él como de una religión, aun cuando la

1
A. BRUNNER, La religión, Herder, Barcelona 1963, p. 10 s.
existencia de unos rasgos peculiares convierten el fenómeno cristiano en una religión
original que lleva a los cristianos a ver en él la presencia de una verdadera mutación en la
tradición religiosa de la humanidad.
El cristianismo ha dejado de tal manera su impronta en la filosofía y en la reflexión sobre
lo religioso que continúa determinando, se reconozca o no, la reflexión sobre la religión.
Según esta representación tácitamente cristiana, la religión:1) remite ante todo a la fe
personal; 2) esta religión, engastada en la metafísica, cree en un Dios único, trascendente
y eterno; 3) se traduce en un culto definido; 4) promulga preceptos morales «(los diez
mandamientos, el sermón de la montaña, la casuística); 5) se encarna en una institución,
casi política, una «Iglesia», con su jerarquía de clérigos; 6) se define a través de dogmas,
o artículos de fe, los cuales se supone, por último, que 7) están inspirados por textos
sagrados, transmitidos por revelación y mantenidos por tradición.

1.2. Qué se entiende por «experiencia religiosa»


Es muy común hablar de «experiencia religiosa» o experiencia de Dios, de lo sagrado,
mística, etc. Son términos que aparecen no sólo en los libros de fenomenología de la
religión, sino también en los labios de los creyentes. Incluso se podría decir que hoy se
invita especialmente a vivir la religión de un modo experiencial. Ahora bien, ¿qué significa
«experiencia religiosa»?
En general, experiencia designa una forma peculiar de conocimiento. De los diferentes
rasgos que se seleccionen para describir su peculiaridad se derivan los diferentes
significados que actualmente tiene el término experiencia.
a) El término experiencia es utilizado a veces como sinónimo de experimento, para
designar la acción de experimentar en el sentido técnico que este término ha adquirido en
la metodología científica. Significa entonces un paso del método científico, que consiste
en provocar un fenómeno en unas circunstancias precisas, con el fin de someter a control
un principio o una teoría explicativa. En este sentido, la palabra experiencia no tiene
aplicación en el terreno religioso, dado que la relación vivida en la experiencia religiosa se
caracteriza por tener su origen en una realidad sobrenatural, o al menos superior al
hombre, que escapa a su iniciativa y a su control.
b) Pero experiencia significa, hoy, además, una forma de conocimiento que se caracteriza
por constituir la captación inmediata de una realidad externa o interna al sujeto. Así se
habla de experimentar frío o calor, un dolor o una alegría, y de conocer por experiencia lo
que es un accidente o la realidad de la montaña o la vida en la ciudad. Experiencia en
este segundo sentido comporta como elementos más importantes:
 el ser un conocimiento inmediato —teniendo en cuenta que la inmediatez absoluta
es imposible para el hombre, ya que su contacto experiencial con la realidad está
mediado por la cultura, la sociedad y, sobre todo, el lenguaje—, en oposición al
que tenemos por las noticias de otro;
 el ser un conocimiento obtenido por contacto vivido con la realidad, en oposición al
que obtenemos del análisis de un concepto: así, se conoce por experiencia el
amor cuando se ha vivido la realidad a la que esa palabra se refiere, en oposición
al conocimiento que se puede obtener por el estudio de la teoría sobre el amor.
En los dos casos, la experiencia remite a un conocimiento vivido, a un conocimiento
obtenido en la vida y por la vida. Así, decimos conocer por experiencia cuando podemos
decir: «yo sé lo que es eso, yo he pasado por ello». Este tipo de conocimiento, aun
cuando se refiera a un objeto exterior, repercute sobre el sujeto, lo implica, y transforma
en alguna medida su vida y su mundo.
c) Experiencia puede tener, además, el significado de conocimiento acumulado por
contacto prolongado con una situación, un medio o una realidad, que familiariza con ellos
y facilita una cierta connaturalidad. En este sentido hablamos de una persona con
experiencia en el mundo de la enseñanza o en los negocios. Estos dos últimos sentidos
de experiencia originan el uso que resume el adjetivo experiencial, en oposición al
primero, que origina el adjetivo experimental. Y una mirada, incluso superficial, al lenguaje
del hombre religioso y al de las ciencias de la religión, muestra que el término utilizado en
este segundo sentido ocupa, de forma paradójica, en ambos un lugar importante. De
forma paradójica, ya que la condición sobrenatural, trascendente de la realidad con la que
pone en contacto la relación religiosa, parece excluir los rasgos de directo, inmediato y
vivido que conlleva el conocimiento experiencial.
Sin embargo, se puede entender la «experiencia religiosa» como un conocimiento
inmediato de la realidad trascendente, obtenido por medio de una relación vivida con ella.
En este sentido, en toda religión hay cierta experiencia religiosa, pues el movimiento
personal hacia Dios, esencial a toda religión, implica la búsqueda misma de ese contacto
vivido con Dios.

1.3. Tipos de experiencia religiosa


En todas las religiones existe una referencia a la experiencia religiosa o experiencia de
Dios. Este hecho se presenta con una gran variedad de formas en la historia religiosa de
la humanidad. En efecto, no existe una experiencia religiosa pura. Normalmente se realiza
dentro de un horizonte de pensamiento, de culto, de vida, y a través de toda una serie de
mediaciones: el hombre religioso depende siempre de una tradición (étnica, cultural,
religiosa) aunque sólo sea para negarla.
Existen unos rasgos comunes de la experiencia religiosa presentes en todas las
religiones. Los más importantes son: el carácter experiencial de lo vivido, expresado en,
términos de visita, encuentro, visión, escucha, que se refieren a acontecimientos en los
que el sujeto ha intervenido en primera persona. En todos los casos el término de esa
experiencia es una realidad superior al hombre, trascendente a su mundo al mismo
tiempo que presente en él. Por eso, la visión tiene lugar con otros ojos que los corporales,
se manifiesta un momento para volver a desaparecer. Anonada al hombre aunque le llene
al mismo tiempo de paz. En todos los casos el hombre y su mundo se han visto habitados
por un presencia diferente y han sido testigos de una realidad «otra», que se manifestaba
de su mundo y de su vida.
Aunque las semejanzas son muchas, existen también diferencias notables, que son las
que dan lugar a una clasificación. De forma general, se distinguen las experiencias que se
sitúan en las religiones del extremo oriente y las que se sitúan en religiones nacidas en
oriente medio y, más concretamente, a las surgidas del tronco abrahámico. A las primeras
se las denomina místicas y a las segundas proféticas. Esta clasificación fue propuesta por
Nathan Söderblom y ha sido elaborada posteriormente por Friedrich Heiler.
De acuerdo con la caracterización de Söderblom, las diferencias entre estos dos tipos de
experiencia religiosa dependen en último término de la representación de la divinidad,
término de la experiencia. En las religiones proféticas (judaismo, cristianismo, islamismo,
además de mazdeísmo), la experiencia se refiere a un Dios fuertemente personalizado
que interviene en la historia de los pueblos y en la vida de las personas. En las religiones
de orientación mística (hinduismo, budismo y, en cierta medida, taoísmo) la experiencia
es vivida en términos de relación impersonal e intemporal con lo divino.
En las religiones místicas estamos, según Soderblom, en un paisaje de ensueño, con el
loto como símbolo, la enseñanza filosófica como autoridad, la ascésis, la regulación de la
respiración y la concentración de la mente en una sola idea como ejercicios, y la unión del
interior del alma con el Absoluto como fin. En las religiones proféticas, en cambio,
predomina la acción, la situación concreta y la historia La historia; y el hombre persigue a
través de su vida más que la unión en lo divino, la relación más estrecha, concebida en
términos interpersonales, con Dios.
Fr. Heiler hace suya la clasificación de Soderblom y precisa así los rasgos de cada una de
las dos formas de vivir la relación religiosa; la piedad mística niega la persona humana,
tiene una experiencia ahistórica de Dios, vive esa experiencia como éxtasis, se representa
a Dios como una unidad indiferenciada y lo expresa con los símbolos del abismo, el
silencio y el vacío. Predica la unidad del mundo, privilegia la contemplación, se representa
la salvación como disolución del propio ser y se caracteriza por rasgos «femeninos» como
la receptividad y la pasividad.
La piedad profética, en cambio, afirma decididamente a la persona del sujeto, tiene una
experiencia histórica de Dios, vive la relación con él como respuesta del hombre a una
revelación de su parte, se propone la transformación del mundo, posee un claro
dinamismo misionero y se caracteriza por los rasgos «masculinos» de la iniciativa y la
acción.
Aunque muchos autores rechazan esta clasificación por no tener en cuenta la gran
variedad de formas de experiencia religiosa en los dos ámbitos, puede ser considerada
acertada en términos generales.

1.4. La estructura de la experiencia religiosa


Hemos descrito diversos tipos de experiencia religiosa. Es preciso que nos preguntemos
ahora por la estructura que se hace presente en todas las experiencias religiosas y que
nos permite identificarlas como tales.
Con este fin, insistiremos en primer lugar en el carácter intencional de la experiencia
religiosa. Con ello, se intenta poner de relieve que toda vivencia religiosa tiene un aspecto
objetivo y otro subjetivo.

a) Él carácter intencional de la experiencia religiosa


Es un dato fenomenológico difícilmente contestable que la conciencia humana se
caracteriza por tener una dimensión intrínsecamente intencional. Ser consciente significa
necesariamente tender hacia (tendere-in) un objeto, estar en un estado de tensión hacia
un objeto que se revela como el término último del proceso consciente.
No es posible que el yo sea consciente de nada. Ser consciente es posible sólo en la
tensión de un sujeto hacia un objeto. Ciertamente, esto no significa que la polaridad hacia
el que tiende el yo sea siempre una entidad objetiva, es decir, una realidad
ontológicamente distinta del sujeto que percibe. En este sentido, la distinción puede darse
y permanecer en el interior de la conciencia como en el caso de una alucinación o de un
estado emotivo derivado de una percepción imaginaria. Sin embargo, aun en estos casos,
es necesaria una distinción entre el yo que percibe y el objeto percibido, de modo que una
conciencia de nada no sería propiamente conciencia.
Esto, que es válido para las vivencias conscientes en general, se aplica también al caso
de la experiencia religiosa. No existe una experiencia, una actitud piadosa, un acto de fe,
que no esté estructuralmente constituido por la relación bilateral de un sujeto creyente y
una realidad creída.
Esto se percibe en las mismas experiencias del hombre de fe que cree, adora, suplica. En
el momento de esa experiencia se siente necesariamente relacionado con algo o alguien
que se presenta como destinatario supremo de su acto de fe, de adoración, de súplica.
Tiene conciencia de que su estado de ánimo encuentra su razón de ser en algo que
percibe como presente, en alguien que lo interpela. El sujeto que cree y la realidad creída
aparecen así como los dos polos constitutivos de una única experiencia. No se podrá
analizar adecuadamente la experiencia si se tiene sólo en cuenta al sujeto y no al objeto
creído. Existe, por tanto, una dimensión objetiva de la religión, que se refiere a su objeto y
una dimensión subjetiva, vivida por el yo.

b) Los elementos de la experiencia religiosa


Hemos subrayado el carácter intencional de la experiencia religiosa, indicando con ello la
existencia de dos polos de dicha experiencia.
En toda experiencia religiosa interviene el sujeto, el hombre que tiene la experiencia. Se
trata de una experiencia que afecta al hombre todo, que repercute sobre todos los niveles
de su condición, por tener lugar en el centro mismo de la persona. La experiencia religiosa
concierne al sujeto y le implica como ninguna otra. Suele presentarse como un hecho
extraordinario que jalona su vida y se convierte en un hito decisivo de la misma. Es vivida
al mismo tiempo de forma oscura y sumamente cierta. Repercute sobre todas las
facultades humanas y desencadena sentimientos muy intensos y peculiares de paz,
sosiego, sobrecogimiento.
En el otro polo está el objeto término de la experiencia religiosa, la realidad trascendente,
sagrada, misteriosa, Dios. Es una realidad que ningún esfuerzo humano es capaz de
describir, ninguna palabra humana puede expresar. Aparece como realidad trascendente,
totalmente otra en relación con el hombre y las realidades del mundo. Es una realidad que
sólo puede ser conocida a partir de una iniciativa suya de manifestarse y que, cuando se
manifiesta, se deja reconocer de modo inconfundible.

1.5. La singularidad de la experiencia religiosa


Tras señalar la estructura de la experiencia religiosa surge la pregunta acerca de cuál es
la esencia de esta experiencia. Son muchos los interrogantes que surgen a este propósito
así como las soluciones propuestas.
La primera alternativa se refiere al origen y fundamento de la especificidad misma del acto
religioso. Según algunos autores, la singularidad de lo religioso se debería en último
término a que en tal experiencia se da una relación con lo sagrado mismo, cuya
irrepetibilidad garantizaría la novedad de la experiencia religiosa. Es decir, estos autores
ponen el acento en el elemento objetivo. La diferencia entre la experiencia religiosa y la
profana dependería de que en la primera se da una relación con un objeto ultraterreno,
santo. Otros autores, por el contrario, consideran que la especificidad última procede del
sujeto. Entre ellos, unos dicen que la experiencia religiosa es tal porque es vivida con una
particular intensidad por el sujeto. Así opina, por ejemplo, Georg Simmel, que caracteriza
la experiencia religiosa como una exuberancia de sentimiento y de entusiasmo. Otros
opinan que existe en el sujeto una facultad sui generís o al menos un modo original de
percepción, que sería la clave de la experiencia religiosa. Así lo dice Schleiermacher.
Lo primero que hay que decir es que la experiencia religiosa se expresa a través de
manifestaciones que son cualitativamente distintas de las experiencias ordinarias. En
efecto, el carácter trascendente del objeto religioso tiene su reflejo subjetivo en una doble
toma de conciencia.
a) En la experiencia de adhesión a lo divino el creyente madura, sobre todo la conciencia
de que el hombre no puede de ningún modo disponer del objeto religioso. Es decir, no
puede dominar ni poseer a lo sagrado. No puede hacerlo con su pensamiento, porque en
el momento en que objetivase lo divino, lo subordinaría a sí mismo y destruiría su carácter
absoluto. Ni puede hacerlo con el amor o el deseo porque un Dios a la medida de la
capacidad humana de amar sería un Dios demasiado humano.
b) La experiencia religiosa implica una segunda conciencia, que se puede llamar
exigencia de descentramiento. El hombre percibe que la relación con la divinidad le exige
trascenderse. Es decir, el creyente vive la experiencia de que en la relación con lo
sagrado el centro de gravedad no está en el hombre sino en lo sagrado mismo. Esto
significa que si quiere entrar en contacto con él deberá trascenderse, salir de sí para
encaminarse a lo Totalmente Otro. Precisamente porque impone este trascenderse, el
término de la experiencia es percibido como real, no dependiente de la conciencia.
Además de lo señalado, es preciso subrayar también un hecho admitido prácticamente
por todos los fenomenólogos: la peculiaridad intensidad de la experiencia religiosa. En la
experiencia religiosa el creyente se siente tocado en su última profundidad. Así lo
confirma la experiencia de los místicos y el testimonio de los mártires (sólo una fortísima
pasión puede garantizar la capacidad de soportar los sufrimientos).
Esto no significa que lo específico de la experiencia religiosa sea la «exuberancia de
sentimiento». En primer lugar, porque existen también experiencias humanas (de tipo
estético, de compromiso político o social, etc.) en las que la intensidad del sentimiento con
que se viven es muy similar al pathos (lo que se siente o experimenta) religioso. En
segundo lugar, porque no es siempre cierto que cualquier experiencia sagrada vaya
acompañada de intensos sentimientos. La vida ordinaria del creyente no va acompañada
normalmente de ellos y no deja por eso de ser auténtica experiencia religiosa. Por último,
la intensidad de la experiencia de lo sagrado no tiene por qué ser una intensidad de tipo
sentimental. Se puede tener conciencia de que ningún otro valor merece la entrega del
hombre sin por ello tener un sentimiento muy intenso.
El hecho de que los actos religiosos presenten una modalidad cualitativa propia no
significa que sean producto de una facultad específicamente distinta. No existe esta
facultad o —como quería Schleiermacher— un sentimiento del infinito esencialmente
distinto del sentimiento común del hombre. Esto es así, en primer lugar, porque la
existencia de tal facultad crearía una fractura entre la esfera religiosa y el ámbito ordinario
de la psique humana. Además, ningún análisis fenomenológico testimonia la existencia de
un sentimiento específico, producto de una facultad sui generis. Por último, la existencia
de tal facultad no es necesaria para explicar la novedad específica de los actos religiosos.
Tal novedad se legitima suficientemente en cuanto se considera la experiencia religiosa
como una reacción cualitativa y cuantitativamente peculiar del sentimiento, la inteligencia
y la voluntad del hombre: un modo peculiar determinado por la conciencia de sentirse ante
lo Absoluto.
Por eso, en último término, corresponde al Absoluto mismo la especificidad del modo con
el que el creyente lo capta. La experiencia religiosa debe su originalidad a la novedad
irrepetible del Santo, con el que se relaciona.
Lo que distingue la experiencia religiosa de la vivencia común humana es el objeto al que
se refiere. El objeto de la vivencia religiosa no es un estado psíquico como la alegría, la
angustia o el dolor. En esos casos el objeto vivencial está en la vivencia misma. Se puede
decir que se experimentan esos objetos porque existen, y sólo existen porque son vividos
y en la medida en que son vividos; no tienen una existencia independiente del sujeto de
las vivencias. La experiencia religiosa no puede equiparase a tales experiencias
psíquicas, pues, según la autocomprensión de la persona afectada, el objeto al que la
vivencia religiosa está referida existe independientemente de la vivencia. El hombre
religioso, tal como se entiende a sí mismo, está referido a una realidad superior
independiente de él y de su vivencia: está referido a lo santo, a la divinidad.
2. LA COMPRENSIÓN DE LO DIVINO EN LAS RELIGIONES
Como se ha subrayado, en la experiencia religiosa aparecen dos polos: el sujeto y el
término de la relación religiosa. En este tema nos centramos en cómo es comprendido
ese término de la relación en las religiones. Tras un primer apartado, en el que
intentaremos clarificar el nombre que otorgamos a tal término, nos fijaremos en las
diferentes configuraciones históricas de lo divino y en sus dimensiones esenciales.

2.1. Las denominaciones de lo divino


El término último u objeto del acto religioso ha recibido diversas denominaciones. No nos
referimos aquí a los numerosos nombres individuales con los que la divinidad ha sido
venerada por los hombres de diversas culturas (Zeus, Júpiter, Osiris, Marduk, Ra, Odíh,
Jahveh, Alah, etc.). Nos referimos a la comprensión de lo divino, a las denominaciones
que intentan caracterizar a la realidad divina en cuanto tal.
Los «nombres genéricos» más importantes de la divinidad son los siguientes:
a) Dios. Entre las denominaciones más frecuentes está la de Dios. En este contexto,
Santo Tomás define la religión como ordo ad Deum. Otros autores consideran también
que la creencia en la existencia de uno o más dioses es fundamental para la existencia de
la religión. Es preciso observar, sin embargo, que una concepción de la religión que se
refiera explícitamente a Dios (entendido como realidad trascendente y personal) corre el
riesgo de relegar fuera del ámbito sacral algunas experiencias (como las del budismo o
algunas religiosidades panteístas) cuyo valor religioso es indudable.
Por otro lado, el término Dios resulta desde el punto de vista histórico, muy ligado a una
divinidad poco divina como Zeus. El sustantivo Dios, como es sabido, deriva del nombre
griego Zeu", Diov".
b) Lo divino, mana, la potencia el tótem, el tabú. Algunos autores como Marett, van der
Leeuw o Durkheim prefieren designar el objeto de la religión recurriendo a nombres que
se refieren a realidades más genéricas e impersonales, más primitivas y elementales.
Entre estas denominaciones figura el término lo divino, entendido en su acepción de
fuerza o potencia divina, sustancialmente impersonal, difusa y participada por una
pluralidad de seres superiores. En esta línea, se propone también el término mana, que
proviene de la Polinesia y designa una potencia misteriosa y activa, de orden impersonal,
difusa en la realidad. La misma función tienen los conceptos de tótem, fetiche y tabú.
Tanto los tótem (animales o plantas sagradas), los fetiches (objetos con efectos mágicos)
como los tabúes (prohibiciones rituales) designan realidades que encarnan poderes
ultraterrenos en virtud de la participación en una única fuerza impersonal.
Pero referirse a la divinidad con estos términos resulta problemático desde diversos
puntos de vista. Principalmente, es problemática la predilección por las formas primitivas
de religiosidad como si fueran las únicas genuinas o, al menos, las únicas que revelan la
esencia del fenómeno sacral. En segundo lugar, no es evidente que la voz mana designe
unívocamente la realidad de lo sagrado. Más bien parece lo contrario. El mana (y lo
mismo podría decirse del concepto de potencia) es poseído por los hombres porque ha
sido recibido de un ser superior. Por último, junto a la creencia en fetiches, totems y otras
fuerzas impersonales está presente la creencia (no siempre explícita, pero real y efectiva)
en un ser supremo que tiene características personales innegables.
c) Lo sagrado. Este término tiene hoy muchos defensores por cuanto expresa de una
manera bastante adecuada la riqueza constitutiva del ser divino. En particular, pone de
relieve la trascendencia no sólo entitativa, sino también axiológica del ser divino. El objeto
religioso es vivido como un numen luminosum o como algo numinoso. En este sentido, R.
Otto define la religión como ordo ad sacrum, como sensus numinis.
Sin embargo, también existen impugnadores de esta concepción. Se objeta que el término
es gramaticalmente neutro y como tal, exige una abstracción que no corresponde a la
mentalidad de los pueblos primitivos, que ven en las realidades veneradas seres
personales muy concretos. Además, este término puede resultar equívoco, ya que es
interpretado de muy diversa manera según se ligue a lo mágico, al tabú o a lo
específicamente religioso. Por último, incluso en su sentido más noble, parece que
designa no tanto a la realidad en sí misma, cuanto sobre todo el horizonte en el que tiene
lugar la experiencia religiosa.
d) Lo santo, lo místico, el misterio. A juicio de algunos autores, el término tendría el mérito
de poner de relieve, junto a las connotaciones axiológicas, el carácter de voluntad
salvífica y santificadora con el que se experimenta lo divino. Se subrayaría así, no sólo la
dimensión ética, sino también la personalista de la divinidad.
Otros prefieren recurrir al término místico, entendiendo por tal algo que está más allá de la
contraposición entre lo sagrado y lo profano, un ámbito que excede cualquier objetivación.
Juan Martín Velasco propone el término misterio como el mejor. Este concepto no es
entendido en su sentido exclusivo de verdad suprarracional, sino en su sentido entitativo-
axiológico de realidad trascendente y de valor soberanamente supremo.
Respecto al término santo, se puede señalar que pone de relieve un aspecto que no es
capaz de definir de modo unívoco el carácter específico de la divinidad. De hecho, por sí
misma, la santidad puede ser participada por las criaturas racionales. Definir la religión
como ordo ad sanctum supone relegar a priori fuera del ámbito religioso las formas
religiosas que divinizan el principio del mal.
Lo mismo se puede decir de términos como místico o misterio. El primero no parece
exclusivo de Dios. Además, más que designar la divinidad, se refiere al ámbito en el que
ésta se encuentra, la esfera de realidades que están en relación con lo divino. Respecto al
término misterio, parece excesivamente ligado al ámbito cognoscitivo.
El análisis realizado muestra la precariedad de cualquier denominación y la insuficiencia
de cualquier término para designar adecuadamente la realidad divina. No es fácil
encontrar un término que, por un lado, no empobrezca excesivamente el aspecto objetivo
de lo sagrado y, por otro, no lo configure según unas características que excluyan
apriorísticamente del ámbito religioso algunas expresiones históricas.
Algunos términos se muestran como sustancialmente falsos. Así, por ejemplo, sería
equivocado definir la religión como una relación de la comunidad de creyentes con
dimana, el tabú, el fetiche, Impotencia o las fuerzas sobrehumanas impersonales. Estos
términos son inadecuados por defecto. Aunque expresan algunas formas primitivas de
religiosidad, no expresan suficientemente las creencias de las grandes religiones.
Otros términos resultan, en este momento de la investigación, inadecuados por exceso.
Así resulta con el término Dios en el sentido de ser divino trascendente y personal. Definir
previamente la religión como un ordo ad Deum equivaldría a excluir del ámbito de las
religiones al budismo hinayana (en el que no existe propiamente divinidad), al hinduismo
de los Upanisades (que niega el carácter trascendente y personal del ser divino) así como
a muchas manifestaciones de religiosidad primitiva como el manismo, el totemismo, el
preanimismo, el animismo, etc.
Aparte de los límites señalados, se pueden considerar como sustancialmente valentes y
aceptables términos como lo divino, lo sagrado, lo santo, lo numinoso, lo místico, el
misterio. Y esto con una doble condición: que sean usados con la conciencia de que son
relativos y que se corrijan los defectos más crasos. Así, por ejemplo, lo divino y lo
numinoso deben ser despojados de cualquier connotación positivamente neutra y
abstracta. Lo sagrado ha de entenderse en sentido religioso y no mágico y de modo no
intrínsecamente impersonal. Lo mismo sucede con lo místico y el misterio, que no han de
entenderse en sentido exclusivamente ético o cognoscitivo.

2.2. Tipología de lo divino en la historia de las religiones


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Nuestro objetivo ahora es exponer las diferentes formas en las que lo divino es concebido
en las distintas religiones. Esta tarea puede realizarse exponiendo una tras otra cada una
de las religiones y presentando cómo se concibe en ellas la divinidad. Otra alternativa es
realizar un estudio comparativo, presentado a grandes rasgos los modos fundamentales
en que se representa lo divino. Nosotros seguiremos la segunda opción, aun a sabiendas
de que una clasificación como la que vamos a proponer no puede ser nunca exhaustiva.
Desde una perspectiva tipológica, lo divino ha sido concebido por el creyente según seis
formas fundamentales: como ser supremo, de modo politeísta, de modo dualista, de modo
monista o panteísta, como realidad inabarcable y de modo monoteísta.

a) La figura del ser supremo en las religiones de los pueblos primitivos


Comenzamos atendiendo a la figura del ser supremo presente en casi la totalidad de
poblaciones primitivas. Es preciso advertir que aquí no se entiende el término «primitivo»
en sentido axiológico ni puramente cronológico sino antropológico y etnológico. Se trata
de aquellos pueblos que se describen como primitivos en contraposición con las
consideradas sociedades civilizadas. A veces se habla también de pueblos arcaicos,
naturales o sin escritura.
Pues bien, estos pueblos —según lo considera unánimemente la investigación actual—
admiten la existencia de un ser supremo. El primero en constatarlo fue el etnólogo A.
Lang. Posteriormente P. W. Schmidt confirmó la tesis y la ilustró con numerosos datos
históricos. Mircea Eliade expresa esta realidad subrayando que «no caben dudas sobre la
casi universalidad de las creencias en un ser divino celeste creador del universo y que
garantiza la fecundidad de la tierra (gracias a la lluvia que derrama). Esos seres están
dotados de una presciencia y una sabiduría infinitas; fueron ellos quienes, durante su
breve estancia en la tierra, instauraron las leyes morales y muchas veces los rituales del
clan; velan por el cumplimiento de las leyes y el rayo aniquila alguien las infringe».
Este ser supremo es concebido de diversos modos de acuerdo con los diversos
contextos culturales. Así, por ejemplo, en las civilizaciones patriarcales y de pastores y
nómadas se representa bajo la forma de ser celeste: en cambio, en las civilizaciones
agrarias y matriarcales se representa bajo la forma de madre tierra y en una civilización
de cazadores se representa como «señor de los animales». Pero existen unos rasgos
comunes a gran parte de las configuraciones del ser supremo que permiten destacar su
estructura:
—Un aspecto importante es su acción creadora. El sol, la luna, la tierra, el hombre
son por lo general criaturas suyas. Es también autor de las leyes del mundo y del
hombre en particular. En muchos casos crea el mundo por el sólo uso de si
palabra, de fórmulas y de cantos; otras veces crea utilizando una materia
primordial. En ocasiones crea sirviéndose de héroes, culturales (especialmente por
lo que se refiere al origen de normas de vida e instituciones culturales). Se trata,
por lo general, más de una fabricación que de una creación en sentido estricto.
—Es dios del destino señor del universo, señor de la existencia, todopoderoso.
Tiene pleno y soberano dominio sobre él destino, tanto del mundo como de los
hombres.

— Está dotado de dignidad moral. Es omnisciente y bueno. Juzga con


conocimiento de causa y con justicia a sus criaturas. Es el padre de todos los
hombres.
—Es trascendente respecto de otras realidades humanas y naturales. Son signos
de su trascendencia el hecho de que en muchos casos se prohíban los símbolos.
La grandeza y sublimidad del ser supremo es tal que, a veces, da lugar a lo que se ha
denominado una divinidad ociosa (deus otiosus), es decir, un dios que se retira al cielo
tras el acto creador inicial y que no se preocupa por la suerte del hombre creado. El
creyente no recurre a este dios sino en situaciones muy extremas. Es un dios que deja
espacio a una gran cantidad de divinidades inferiores que se ocupan de las necesidades
cotidianas.
Esta concepción del ser supremo ¿es monoteísta? Algunos autores como W. Schmidt
piensan que estamos ante formas imperfectas de monoteísmo (pues aunque el ser
supremo sea único en su género coexiste con divinidades de rango inferior). Sin embargo,
aun admitiendo cierta semejanza entre el monoteísmo y estos seres supremos, no se
pueden identificar sin más. El ser supremo es sólo un ser supremo, mientras que en el
monoteísmo, la divinidad es el ser, el único y total ser.
b) El politeísmo
Se entiende por politeísmo aquellas formas de religiosidad que —de acuerdo con el
significado etimológico del término— conciben lo divino de un modo sustancialmente
personal y trascendente (teísmo) y en una pluralidad de seres que encarnan la única
condición divina (poli).

Las religiones politeístas, contrariamente a lo que comúnmente se piensa, son fenómenos


históricamente recientes. De ordinario no se encuentra entre las poblaciones primitivas
sino que es característico de las grandes culturas. Surge, por lo general, en pueblos con
escritura y con una economía ya desarrolladla donde ya se ha producido la diferenciación
de clases y oficios.

Las características principales del politeísmo son las siguientes:

— Una característica central del politeísmo es que las múltiples figuras que
representan la divinidad son verdaderos dioses: realidades que pertenecen de
alguna manera a la esfera de lo totalmente otro y con las que el hombre puede
entrar en comunicación. Ahora bien, ningún dios tiene la plenitud del poder,
ninguno es sumo o supremo. Todos poseen una misma naturaleza divina, pero
cada uno tiene un poder y un modo de presencia.

— Se subraya la configuración personal de lo divino. Cada uno de los dioses se


presenta como un «tú» personal, con una sacralidad propia y no derivada. Cada
uno tiene un nombre, una figura y una función precisa. Por esto, cada divinidad es
también objeto de un culto particular.

— Suelen organizarse de modo ordenado y jerárquico originando así un, panteón.


El establecimiento de una jerarquía suele dar lugar a la subordinación más o
menos clara de todos los dioses con relación a la figura del dios supremo o padre
de todos los dioses.

— Otro rasgo es el carácter marcadamente cosmomórfico (a semejanza de la


naturaleza), "zoomórfico o teriomórfico (figuración animal'), dendromórficó (forma
de árbol) o antropomórfico (figuración humana) de las divinidades. Muchas veces
se describen estas figuras en narraciones míticas con gran profusión de datos.

— Las representaciones politeístas de lo divino subrayan su proximidad para con


el hombre, su fácil acceso, su disponibilidad en cualquier circunstancia de la vida.
Se acentúa así el carácter providente de lo sagrado.

Se ha discutido mucho acerca del origen del politeísmo. Algunos lo consideran como una
fase intermedia entre otras formas inferiores de representación de la divinidad como el
polidemonismo y el monoteísmo. Para otros autores sería una degeneración de un
monoteísmo primitivo.

Parece que el politeísmo tiene su raíz en la tendencia del hombre a sustituir una divinidad
abstracta y lejana por una divinidad más cercana al hombre, visible v diferenciada según
funciones. La raíz de la multiplicación de figuras estaría entonces en la incapacidad en
que se ha encontrado el hombre politeísta de representarse en la misma figura la
trascendencia de lo sagrado y su proximidad, su actividad, su carácter

c) El dualismo religioso
Son religiones dualistas aquellas en las que la divinidad, concebida como realidad
primordial suma y más o menos claramente personal no es considerada autora única y
única dominadora del mundo y de hombre, cualquiera que sea la explicación que se dé al
origen de esa realidad que disputa a la divinidad ese dominio absoluto, del adversario,
que puede tener un origen independiente de la divinidad, o un origen indeterminado, o
incluso haber sido producido por el creador o proceder indirectamente del mismo por
emanación.

El dualismo religioso se da en los contextos religiosos y culturales más variados. Su


origen es etiológico: con la figura del mal se explica la causa del mal y de los males que
aquejan al hombre. En el afán por salvar la bondad divina, su irresponsabilidad respecto
del mal, el dualismo no halla otra salida que admitir la existencia de otro principio, el del
mal en oposición óntica y cronológica con el del bien.

Los elementos esenciales del dualismo son:

— Atribuye a una realidad una malignidad «natural».que la hace independiente de la


divinidad y concede a esa realidad una actividad creadora o demiúrgica o un dominio
sobre el mundo que limita positivamente el dominio de Dios.

—El dualismo se caracteriza negativamente porque el ser supremo no es autor y


responsable de todo sino que es limitado en su dominio por la divinidad mala.

— La división en el ámbito de lo divino tiene su reflejo en el mundo, que también queda


dividido en dos ámbitos diferentes: el del bien y el del mal.

__ Existen dos formas principales de dualismo. La primera es el dualismo no absoluto, no


simétrico. Admite la existencia de una realidad suprema, un creador primero al que se
añade la figura de un segundo creador, de un rival que limita el poder del primero. Esta es
la forma más genera y aparece en algunas tribus de norteamérica y en el mazdeísmo de
Zaratustra. La segunda forma es el dualismo absolutos perfectamente simétrico, en el que
los dos principios son puestos en el mismo nivel y se oponen de manera absoluta. Así se
presenta en mazdeísmo posterior a Zaratustra y el maniqueísmo.

El dualismo introduce en la representación de la divinidad una ambigüedad fundamental.


El mal condiciona la divinidad o se inscribe en ella. El dualismo religioso compromete la
idea de la absoluta superioridad de lo divino y ofrece una imagen del hombre que hace
imposible en éste la actitud de reconocimiento incondicionado de esa absoluta
superioridad.
d) El monismo religioso
El monismo religioso es una forma de vivencia de la relación con la divinidad que subraya
de tal forma la supremacía ontológica y axiológica del término de esa relación que disipa
las representaciones en que se hace presente y con ellas el acto de relación y el sujeto
empírico del mismo hasta identificarlos con la realidad absoluta; por eso esta forma, de
vivir la relación religiosa se representa lo divino como la realidad única que abarca,
comprende y agota la realidad de todo lo que existe. El monismo religioso se caracteriza
por una forma de vivir la relación con la divinidad que se puede llamar mística en el
sentido de que exige la anulación de la propia singularidad y la disolución de la
subjetividad» en el absoluto.

Las modalidades históricas en que se ha presentado el monismo son variadas y múltiples.


Están presentes en todos los estadios evolutivos de la humanidad. Sin embargo, las
formas más características de representación monista de la divinidad han surgido a partir
de un politeísmo inicial y se dan especialmente en el mundo oriental. El monismo aparece
de forma característica en el hinduismo de los Upanisades (téngase en cuenta que el
hinduismo es un fenómeno muy complejo que en un inicio —textos védicos— es politeísta
y progresivamente va configurándose como monista hasta llegar a los Upanisades,
compuestos entre el 800 y el 300 a. C.).

El itinerario místico-especulativo tal como se presenta en los Upanisades, se puede


esquematizar en torno a tres momentos principales:

— El punto de partida es el deseo de captar la esencia última de la propia realidad


subjetiva. Esta se encuentra en el atmán (hálito), el cual es el fundamento y centro
unificante del yo y de todas sus manifestaciones. Es decir, que más allá de la multiplicidad
con la que el sujeto se expresa en pensamientos, palabras, afectos, etc., existe un
principio fundante, unificante y vivificante, que es el origen de la subjetividad misma.

— El deseo de salvación y el deseo de redención conducen a buscar el fundamento


último de la misma realidad objetiva. También el mundo múltiple de la naturaleza tiene un
principio unitario, el brahmán (viento). Es el centro de unidad y dinamicidad de todo el
universo. Es el alma de todas las cosas, naturales y divinas. Es la fuerza primordial e
impersonal que está en la raíz de todo lo que existe.

— El esfuerzo de comprensión de la realidad culmina en el reconocimiento de la plena


identificación entre el principio unificador de la subjetividad (el atman) y el principo de la
realidad extrasubjetiva (el brahmán). Por eso dice el Upanisad: «Tú eres el Brahmán», es
decir, tú eres el Absoluto.

Nótese que esta conclusión se expresa en términos de un proceso cognoscitivo que tiene
un valor y finalidad formalmente religiosos por cuanto se realiza con vistas a conseguir
una salvación radical: la salvación entendida como proceso de liberación de las tinieblas e
inmersión progresiva en la luz. Finalmente, liberada de las cadenas del ciclo de
reencarnaciones, el alma se identifica con el Todo-Uno. Se supera así el reino de maya,
es decir, de la multiplicidad.
Hay que notar también que en los mismos Upanisades esta concepción monista va
acompañada de referencias a un dios personal de tipo teísta. Para algunos, esta
concepción personalista representaría el último estadio de evolución del hinduismo. Otros
autores piensan que ambas concepciones se dan al mismo tiempo. Mientras que la que
se centra en el brahmán sería propia de los filósofos, la que atiende al dios personal
expresaría la fe popular.

En cualquier caso, la concepción monista de la, divinidad rninusvalora dos importantes


caracteres de lo divino: su trascendencia y su personalidad.

e) Las religiones del silencio de Dios


Por religiones del silencio de Dios entendemos aquellas formas de vida sacral que
profesan un doble silencio respecto de la divinidad. En primer lugar y fundamentalmente,
el silencio de parte de Dios. En estas religiones la divinidad no se revela ni se comunica;
no habla. Dios es el no-manifiesto por excelencia. En segundo lugar, se da también un
silencio sobre Dios. El hombre no puede conocer nada del absoluto pues es lo
incognoscible por antonomasia. Sólo el silencio puede revelar su presencia.

Esta religiosidad se manifiesta en las corrientes místicas de muchas religiones pero


encuentra su representación más significativa en el budismo. En concreto, nos estamos
refiriendo al budismo del pequeño vehículo (hinayana) ya que el budismo popular del gran
vehículo (mahayana) admite numerosas divinidades.

Desde el siglo XVII en el que los occidentales entraron en contacto con él, fue aplicada al
budismo la calificación de ateo. Y es cierto que el budismo no reconoce al Dios creador y
providente del monoteísmo y, en este sentido, sería ateo. Sin embargo, en el budismo
queda algún espacio para lo divino, si bien como silencio.

Si atendemos a la doctrina de Buda nos encontramos con que:

 Se muestra agnóstico respecto a la cuestión de la existencia del Absoluto. No


afirma ni niega; es decir, rechaza la cuestión especulativa de la existencia de Dios.
 Combate y critica las explicaciones del mundo desde la divinidad y los intentos por
remitir a un Señor como a última instancia el curso de los acontecimientos. Es
decir, niega la explicación del mundo en términos de creación.
 Sin embargo, afirma el nirvana cómo «aquello en lo que desemboca el camino del
santo». Ciertamente existen muchas interpretaciones de lo que significa el nirvana.
En cualquier caso el nirvana aparece como la extinción de la existencia
considerada como negativa y contingente, es la pura negatividad. La conciencia de
la absoluta trascendencia de ese ser definitivo hace que sólo sea «alcanzable» en
el trascendimiento incluso del camino que lleva a él.
 El budismo se presenta ante todo como un camino de salvación. Esta salvación se
contiene en las cuatro nobles verdades, mediante las que se consigue la liberación
del sufrimiento.
Podemos afirmar que aunque en el budismo no existe la figura de un Dios o de un
Absoluto que salve, la existencia en él de una salvación perfecta (el nirvana) concebida
como el estado definitivo y el término de la existencia deben llevar al hombre a la
búsqueda de esa salvación a través del trascendimiento de la propia vida. «Aunque el
nirvana no se llame "Dios" — explica M. Guerra — quien aspira a llegar a él no puede ser
denominado "ateo" en el sentido de esta designación en occidente». Por eso el budismo
puede ser considerado «como una forma ciertamente paradójica de expresión de ese
Misterio, que se haría presente en el budismo bajo la forma de silencio y de ausencia de
toda presentación como única "mediación respetuosa de la absoluta trascendencia.

El budismo, incluso en su forma hinayana, es un fenómeno auténticamente religioso en


cuanto que, aun excluyendo un Salvador no excluye una salvación, aun ignorando un
Trascendente no ignora una trascendencia, aun desconociendo un Donador, no
desconoce un don eminentemente gratuito. Es, ante todo una religión de salvación.

f) El monoteísmo
Por monoteísmo se entiende la, fe en un solo Dios. Las características esenciales de la
religiosidad monoteísta son dos:

a) El monoteísmo proclama ante todo la dimensión teísta de la divinidad. Es decir, Dios es


entendido no como una potencia o fuerza anónima sino como una realidad
eminentemente personal, un Tú supremo con el que el creyente está llamado a entrar en
diálogo.

b) En segundo lugar el monoteísmo se especifica por el carácter exclusivista de la


divinidad. Dios es percibido como realidad única e irrepetible. Ha de subrayarse a este
propósito que la aceptación de un único ser divino no constituye sólo un hecho
cuantitativo. No se trata sólo de reconocer un Dios junto a otros dioses. Se trata de una
diferencia cualitativa, ya que se reconoce que la divinidad se concentra toda en un único
ser designable con un nombre específico.

La dimensión exclusivista de la divinidad no impide que el monoteísmo pueda asumir


formas de expresión diferenciadas según el modo en el que se reivindique esa
característica. Se suelen distinguir dos formas fundamentales de religiosidad monoteísta:
a) El henoteísmo que se caracteriza por el hecho de que la fe en un Dios único supremo
convive de forma más o menos consciente y tolerada con la aceptación de otras
divinidades inferiores. Se pueden considerar expresiones de esta forma de monoteísmo la
creencia en un ser supremo de los pueblos sin escritura o el intento de unificar el
politeísmo egipcio en el culto a Amón; b) El monoteísmo estricto, en el que la afirmación
de un Dios único va acompañada de la negación expresa y consciente de todos los
demás dioses. Este monoteísmo es el que está presente en las grandes religiones
proféticas: judaísmo, cristianismo e islamismo.

Las características principales de la concepción de Dios en el monoteísmo estricto son las


siguientes:
 Dios aparece como una realidad absolutamente trascendente. Es lo sagrado por
excelencia, el totalmente Otro. Esto se refleja en la prohibición de hacer imágenes
de ese Dios.
 Se destaca también el carácter personal de Dios. Esto se manifiesta, en primer
lugar, en que atribuyen a Dios las perfecciones típicas del ser humano. A
diferencia del politeísmo, que tiende a representarse la divinidad como
míticamente adornada con rasgos, incluso físicos, de la persona humana, el
creyente monoteísta es consciente de la inadecuación de cualquier representación
de Dios. En segundo lugar, se manifiesta en los rasgos éticos acentuados con que
se concibe a Dios: es padre generoso, señor fiel, que no soporta de ningún modo
el mal.
 Otro elemento característico es la atribución a Dios de la condición de creador. A
diferencia del ser supremo que forma las cosas, el Dios del monoteísmo da origen
radical a las cosas y es absolutamente trascendente al mundo, el cual depende
por completo de él.
 Otro rasgo característico es su universalidad: es un Dios para todos y para todos
los hombres y un Dios de todas las cosas. Este rasgo, que tardó en imponerse en
Israel, está claro en el cristianismo.

3. LAS DIMENSIONES DE LO DIVINO


Tras la presentación de una tipología de las diferentes concepciones de la divinidad,
atendemos a los rasgos característicos con que se presenta lo divino en la experiencia
religiosa. Se trata de señalar cuáles son las características objetivas con las que lo divino
aparece en la conciencia religiosa de las personas. Si en el apartado anterior hemos
atendido a los elementos diferenciadores, ahora nos fijamos en los rasgos comunes.

3.1. Dimensión real de lo divino


No nos preguntamos aquí si el ser divino, término último de la relación religiosa, existe
verdadera y objetivamente. Esta cuestión pertenece al orden metafísico y no al
fenomenológico. Lo que nos preguntamos es si el creyente de cualquier religión considera
y experimenta la divinidad como realidad auténtica, es decir, como un ser no puramente
imaginario o hipotético. Así entendido, el problema pertenece al ámbito puramente
fenomenológico.

Las dificultades contra el carácter real de la divinidad provienen fundamentalmente de dos


ámbitos. El primero es el ámbito kantiano. En efecto, para Kant no es posible demostrar
con rigor científico la existencia de Dios. Ésta es alcanzada únicamente como un
postulado de la razón práctica. Sin embargo, a la fe religiosa no le es necesario conocer
con certeza que Dios existe. Al fiel le basta la admisión problemática de la existencia de la
divinidad. Es decir, es suficiente actuar como si Dios existiera. A una auténtica
experiencia religiosa le bastaría el como si. No sería necesario el saber que.
El pragmatismo, por su parte, intenta eludir el problema de la verdad objetiva de las
religiones en favor de su utilidad pragmática. Para esta corriente no es necesario que Dios
exista, lo importante es que la aceptación de su existencia resulta útil para organizar
correctamente la existencia.

Entre las razones para sostener el carácter real de la divinidad, recordamos las
siguientes:

a) Datos fenomenológicos. Son especialmente los datos de la conciencia religiosa, vividos


día a día por el creyente, los que testimonian de modo claro que para él la divinidad es
algo real.

La intencionalidad del acto de adhesión a la divinidad no se dirige a realidades abstractas


o seres imaginarios. El ser divino no es entendido como un bello sueño o una realidad
fantástica que fascine el corazón y seduzca la inteligencia.

El creyente, en la medida en que cree, está seguro de la existencia de aquello que es


objeto de su acto de adhesión a la divinidad. La experiencia religiosa —que es una
experiencia intencional— tiende hacia realidades entendidas como objetivas. A la pietas
religiosa le interesa precisamente que el fin de sus aspiraciones sea verdaderamente real
de modo que sea posible entrar en relación con él.

b) Datos históricos. Es un hecho universal, que puede encontrarse en todas las formas
históricas de religión, la certeza de la existencia de lo divino, la cual es el fundamento de
la auténtica actitud creyente. El creyente venera, adora y se ofrece al Absoluto porque
está persuadido de su existencia. No cree en la divinidad porque ésta le parece útil, sino
que sólo es útil en cuanto es verdaderamente real. Junto a la realidad profana, empírica,
común, el creyente reconoce la existencia de otra realidad o, al menos, de una dimensión
nueva, real y efectiva que constituye el vértice mismo del universo.

Este hecho es ratificado por la experiencia de las distintas religiones. Para los pueblos
primitivos, como para las sociedades premodernas, lo sagrado se entiende como fuerza y
realidad simpliciter. Aún más, frente a él, el mismo mundo profano aparece como irreal o
pseudorreal.

En el Chandogya-Upanisad se expresa claramente esta convicción:

«Al comienzo, hijo mío, de todas las cosas no existía más que lo Uno. Es cierto que
algunos dicen: De todas las cosas, al principio, existía, sola y sin segundo, la nada. De la
nada nació lo Uno (el Ser). Pero, ¿cómo pudo ser así? —continúa él— ¿Cómo va a nacer
lo Uno, el Ser, de lo no-Uno, del no-ser? En verdad, al comienzo, existía lo Uno, el Ser,
solo y sin segundo».

En el contexto budista, la doctrina mahayana se caracteriza por superar la tentación de


agnosticismo y reconocer la existencia de un Absoluto, al que se designa con términos
muy distintos.
Para la Biblia y las religiones que se inspiran en ella, Dios es aquel que revelando su
nombre a Moisés se define como el que es (Éx. 3, 14). Del mismo modo, para el Corán
Alah es el ser absolutamente trascendente, principio creador y meta última del universo.

c) Reflexión. El realismo del creyente en la consideración del objeto de su creencia se


hace patente también por algunas consideraciones de orden racional. Éstas muestran que
la experiencia sagrada no sería inteligible si no se admitiera la existencia objetiva de lo
divino.

En primer lugar es precisó notar que quien negase o dudase de la existencia real de la
divinidad no podría sostener actitudes de veneración ni orar. ¿Cómo sería posible
arrodillarse ante las imágenes de los dioses, cómo sentirse verdaderamente polvo y
ceniza ante el Dios del cielo, si la divinidad no es una realidad indubitable, si la existencia
de lo divino fuese sólo hipotética, plausible, deseable, pero no real? El actuar coma si
Dios existiera haría posible la recitación de fórmulas, pero no la adoración auténtica ni la
súplica sincera. Quien ora sabe que no está fantaseando. No juega con las ideas, sino
que cree: cree firmemente en una realidad que está presente y a la escucha.

En segundo lugar, hemos de señalar que la vida religiosa supone una coherencia
existencial, una radicalidad de vida. Las propias creencias pueden exigir, incluso el
testimonio del martirio, el don de la propia vida. Todo esto sería imposible, no sería
sensato, si el creyente no estuviera seguro de la existencia de aquel que le solicita la
entrega radical.

Por último, repugna al acto religioso ser reducido a medio par a una finalidad superior. No
es verdad que se afirme la existencia de objetos religiosos porque se necesite de ellos;
más bien al contrario los necesitamos porque existen. Nada es más contrario al modo de
sentir del creyente que la consideración de la realidad divina como subordinada a valores
extrínsecos.

3.2. La dimensión trascendente de la divinidad


A juicio de muchos autores, el carácter trascendente no constituye sólo una dimensión
característica del objeto religioso sino la propiedad más específica de lo divino. Para
Martín Velasco, la alteridad radical de lo divino no es un atributo más junto a otros, sino la
dimensión que informa por sí misma todo lo sagrado.

Las dificultades mayores contra el carácter trascendente de la divinidad provienen de


quienes niegan al hombre toda capacidad de apertura al mundo de lo trascendente. Esta
perspectiva es adoptada por autores como Feuerbach o por los materialistas, que niegan
a la inteligencia humana la capacidad de acoger al infinito.

Otros autores, sin negar la capacidad del hombre para abrirse a un mundo trascendente,
consideran que la dimensión trascendente no es una nota constitutiva de la experiencia
religiosa. Según ellos, existirían formas religiosas en las que Dios es vivido de manera no
trascendente. Existen, dice Schleiermacher, religiones sin Dios.
Las formas religiosas que no reconocen el carácter trascendente de la divinidad serían
fundamentalmente tres:

1) En primer lugar, en las religiones politeístas existe una fuerte tendencia a deificar
cosas, héroes u otras personalidades ilustres. En este caso, la divinidad no tiene el
carácter de trascendencia real, absoluta, sino que es el resultado de un proceso de
idealización o sublimación de realidades creaturales. Especialmente en la religiosidad
telúrico-mistérica se da una fuerte tendencia inmanentista.

2) Especialmente niegan la trascendencia de lo sagrado las religiones monistas o


panteístas. El hinduismo, por ejemplo, en la versión upanisádica, no admite distinción
óntica efectiva entre el atman, el brahmán2 y el ser más verdadero de las cosas. El reino
del maya es eminentemente el reino de la ilusión, del no ser, de la apariencia. Las
diferencias, aunque no se excluyen totalmente, pertenecen al ámbito de lo epifenoménico.
El fondo de las cosas es único e idéntico. Por esto la verdad suprema es la afirmación
«Tu eres el brahmán»: cualquier cosa es expresión de la única divinidad que todo lo
penetra, todo lo vivifica, todo lo sostiene.

El budismo theravada niega no sólo el carácter trascendente de Dios, sino la misma


realidad entitativa de un ser sagrado distinto del universo. No existe espacio ni para un Tú
divino personal y absoluto ni para una potencia sagrada, impersonal e incondicionada.

3) Por último, niegan también la trascendencia (al menos indirectamente) los deístas, es
decir, quienes admiten la existencia de un ser divino absoluto pero excluyen la posibilidad
de relación con Él. Dios vive inaccesible en su propio mundo y no se interesa por lo que
acaece al hombre. En este caso, como es evidente, no es negada la dimensión de
alteridad. Más aún, en apariencia es exaltada. Pero en realidad es interpretada de un
modo demasiado humano. En efecto, cuando se entiende la trascendencia como
indiferencia y lejanía se ve en la cercanía salvífica de Dios un sinónimo de contigüidad
ontológica. Como si una intervención providente contaminase a lo divino con el reino de
las criaturas.

Estas dificultades no disminuyen el testimonio de la conciencia religiosa, la cual manifiesta


la existencia de una auténtica ruptura de nivel, de infinita diferencia cualitativa entre lo
sagrado y el hombre.

a) La dimensión trascendente de lo sagrado es confirmada, sobre todo, por la misma


experiencia originaria de lo divino. Ante lo sagrado, el hombre reacciona con una actitud
de temor y temblor, el cual es cualitativamente distinto de cualquier otro miedo. Este
temor es expresión de la conciencia de que el encuentro con lo divino pone en cuestión
los mismos fundamentos de nuestro ser. Es un reflejo de la absoluta inaccesibilidad de lo
divino, que aparece como Tremendum. El hombre se siente en relación con algo que lo
supera infinitamente, con quien es Totalmente Otro, una realidad trascendente que es

2
En los textos Upanisad se señala al Brahman como lo absoluto, que se encuentra en todo el universo, que es la esencia
de todo, que transciende a todo, que es inmanente y causa eficiente del cosmos; en tanto que a nivel de microcosmos su
correlato es el ātmā o alma eterna de cada individuo.
cualitativamente distinta del hombre. En cuanto tal, se reviste de maiestas. Es vivido y
percibido como deinov (portentoso), augustum (digno de supremo respeto), tremendum et
fascinans a la vez.

Esto, que se da en la experiencia religiosa considerada genéricamente, es confirmado por


algunas manifestaciones sacrales de singular importancia. Nos referimos, sobre todo, a
los ritos de iniciación y conversión y a los mismos tabúes. Los ritos de iniciación
testimonian que la incorporación en la comunidad de los creyentes supone el inicio de una
vida nueva, el paso de una situación de muerte a otra de vida. Por ello se expresan a
veces en formas culturales dolorosas, sacrificiales, que son signo de la voluntad de
renunciar a las fuerzas del mal y de sumergirse en el reino de la luz. Análogamente, los
ritos de conversión, con los que el creyente-pecador pasa de las tinieblas a una existencia
distinta, operan en quienes lo viven una auténtica metanoia, una inversión radical, un
«renacer a una vida nueva. Por último, los tabúes testimonian el sentido de lo prohibido,
de lo separado, lo peligroso, lo inviolable, lo que no debe ser de ningún modo profanado.
Con ello se pone de relieve la naturaleza radicalmente distinta de la realidad divina.

b) El hombre manifiesta, en la apertura al ser propia de su inteligencia, una capacidad de


trascender su propia naturaleza finita. Es decir, el hombre es capaz de abrirse a aquello
que le supera esencialmente. No se trata de que pueda comprender el Infinito. Desde esta
perspectiva nada humano puede abarcar a aquello que es trascendente por antonomasia.
Pero la inteligencia del hombre es capaz de abrirse a lo trascendente.

Ahora bien, el conocimiento del hombre es limitado y está ligado siempre a la experiencia
sensible. El hombre no puede ver sino con sus propios ojos. Por eso, el conocimiento
humano no puede no ser antropomórfico.

Esto no impide que en la conciencia que poseemos de la divinidad sea posible distinguir
un doble aspecto: el modo de representación (que es necesariamente antropomórfico: no
podemos pensar sino en términos de espacio y tiempo, no podemos concebir nada sino
sobre la falsilla del ser humano) y la misma realidad representada. El creyente conoce
muy bien los límites de sus propias imágenes de lo sagrado. Sabe que el Dios a quien
adora es infinitamente superior a sus representaciones. Conoce sus límites y la
precariedad radical de sus conceptos, los cuales, sin ser falsos, resultan infinitamente
inadecuados para expresar la riqueza interior de la vida divina.

c) Respecto a las dificultades que provienen de la historia de las religiones, podemos


hacer las siguientes consideraciones:

1. En las religiones monistas, tanto en hinduismo como en budismo, se observa la


necesidad de reconocer un orden que es radicalmente distinto —y en este sentido es
trascendente— del ámbito de lo cotidiano, de lo profano, de lo epifenoménico. Es verdad
que el concepto de trascendencia que se da en el monismo es muy pobre y que no se
afirma la diferencia ontológica radical entre lo divino y lo creatural. Pero sí se subraya la
alteridad de lo divino respecto al dato empírico, a lo fenoménico y cotidiano. Se admite
una ruptura entre el verdadero ser y el aparecer. El reconocimiento de esta alteridad, aun
siendo objetivamente pobre y precario, puede dar vida a una auténtica experiencia
religiosa.

Por otra parte, una realidad abstracta e impersonal no puede satisfacer el sentido religioso
popular. De ahí que en los Upanisades se note un proceso evolutivo que pasa del
monismo panteísta al teísmo. Así lo indican los epítetos atribuidos, que denotan todos la
admisión de un Dios personal: «señor», «Dios adorable», «soberano de todo», «dador de
bendición», «protector de todos los seres», etc., designaciones que aparecen en los
Upanisades posteriores.

El budismo (no cree en Dios ni en dioses si se les concibe como causa eficiente. En
cambio admite una realidad (el nirvana) que es la causa final, meta a la que tienden los
budistas. Tienen, pues, también su Absoluto, al que tienden mediante un esfuerzo
continuado de ascésis personal.

2. Respecto a las religiones politeístas, hay que decir que no veneran normalmente
divinidades fruto de la divinización de héroes. Por el contrario, este hecho es típico de las
fases degenerativas de la misma religiosidad politeísta. Es verdad que los dioses son
concebidos de modo excesivamente antropomórfico, pero también en estos casos está
presente la conciencia de que la imagen que el creyente tiene de la divinidad es
esencialmente inadecuada.

3. En cuanto al deismo, que excluye cualquier relación de la divinidad con las criaturas,
hay que decir que no es una religión sino un sistema filosófico. Por ello ha dado lugar a
pensadores iluminados, pero no a santos.

d) De cuanto hemos dicho resulta que la dimensión de trascendencia ontológica que lo


sagrado supone, es vivida por el creyente en un doble nivel complementario:

Por un lado, la trascendencia ontológica revela la ruptura que existe entre el ámbito de lo
sagrado y el mundo. Se trata de una alteridad radical. Lo divino es experimentado, por
ello, como el Totalmente Otro por excelencia.

Por otro lado, esa diversidad respecto al mundo no supone la negación de la posibilidad
de que lo divino se relacione con él. La trascendencia de lo divino y su alteridad no
impiden la intimidad entre lo divino y lo humano.

3.3. Carácter misterioso de lo divino


El carácter misterioso de lo divino, reflejo en el plano cognoscitivo de la dimensión de
trascendencia de lo sagrado, está sujeto a objeciones similares a las precedentes.

Es preciso subrayar que este carácter misterioso no es parcial sino radical y completo.
Afecta a toda la realidad de Dios; su existir y su esencia, su obrar y su naturaleza íntima.
Pero si lo sagrado excede por completo la capacidad cognoscitiva del hombre, el hombre
no puede decir nada de Dios, y entonces ¿cómo conocer al que es por definición
incognoscible? No sirve aquí recurrir a un conocimiento ateorético de la divinidad. La
incognoscibilidad de Dios no excluye sólo la posibilidad de concebir lo divino, de
tematizarlo en categorías conceptuales, sino también de captarlo con medios
extrateoréticos (corazón, sentimiento, intuición, etc.). Todo lo que es creatural resulta
intrínsecamente limitado, finito, contingente y, en cuanto tal, incapaz de captar y expresar
el misterio de lo sagrado.

Que el carácter de misterio sea una nota constitutiva de la experiencia sacral parece
también oponerse a algunas formas históricas de religiosidad.

En primer lugar, en cierta religiosidad primitiva se concibe a los dioses de modo tan
semejante a los hombres que el carácter misterioso de los mismos no es patente. Por
ejemplo, los dioses homéricos son iguales a los hombres, e incluso son iracundos,
celosos, etc. ¿Dónde queda su carácter misterioso?

Otra dificultad proviene del hinduismo de los Upanisades, que identifica el brahmán3 con
el principio mismo de la subjetividad del hombre, el atman. ¿Qué ámbito queda entonces
para el misterio? El yo, que mediante la meditación y la iluminación alcanza la plena
comprensión de sí, se descubre como últimamente idéntico y consustancial con el
principio divino.

Los motivos que en el plano fenomenológico apoyan el carácter misterioso de lo sagrado


son similares a los que hemos visto respecto a la trascendencia. De forma general se
podría decir que el sentido religioso del misterio, en cuanto revelador de la infinita
diferencia cualitativa entre Dios y el hombre, constituye el aspecto noético-cognoscitivo de
una misma intuición de fondo.

a) En la experiencia fundamental que el hombre tiene de lo sagrado está implícita, junto a


la conciencia de la absoluta alteridad, la conciencia de la diferencia radical que existe
entre la grandeza de Dios y la capacidad de captarlo por parte del hombre.

Esto es testimoniado no sólo por las religiones históricas en las que el sentido del arcano
se convierte en fuente de ritos y doctrinas secretas, sino en la misma práctica que existe
en diversas religiones del silencio sagrado. También los místicos son conscientes de que
la esencia divina no puede expresarse en conceptos causales. Por ello insisten en que
Dios está más allá de cualquier cosa y de cualquier valor.

También las mismas hierofanías acentúan el carácter misterioso de lo divino. El creyente


percibe que en las hierofanías se muestra algo de lo sagrado, pero no lo sagrado por sí
mismo. Las hierofanías son manifestaciones de algo que es completamente diverso del
mundo por medio de realidades que pertenecen al mundo profano. En ellas lo divino se
muestra y a la vez se esconde, velando su auténtico rostro.

El sentido del misterio, que acompaña a cualquier experiencia sacral, es expresado de


modos muy diversos en dependencia de las distintas culturas y comprensiones de lo
divino. Sé expresa, por un lado, mediante realidades excepcionales, dotadas de una

3
Soplo vital que todo lo penetra, viento sacro que todo lo vivifica.
cualidad particular. No sabiendo expresar el mundo con el que se siente relacionado, el
creyente acude a realidades excepcionales del ámbito ultramundano, las cuales son raras
o extrañas (animales, plantas, seres fantásticos) o inaccesibles, inmensas (cielo, astros,
montes) y eficaces y fértiles (agua, tierra, humo, lagos). Por otro lado, se expresa también
en hechos portentosos, en prodigios, narrados en forma histórica.

b) Dios es inefable e incomprensible. Su ser escapa totalmente a la capacidad tanto del


conocer humano como de su voluntad o corazón. Desde este punto de vista es
incomprensible, intangible, inconceptualizable.

Esto no significa, sin embargo, que el hombre no pueda conocer de algún modo lo divino
y que cualquier afirmación sea equivalente. Tanto la analogía como el conocimiento
simbólico apuntan a unas vías de aproximación y conocimiento de lo divino que, sin
embargo, no pretenden abarcarlo por completo, es decir, que respetan su carácter
misterioso. Constituyen ese conocimiento in speculo del que habla el apóstol Pablo. Es un
conocimiento que niega en el Absoluto lo que hay de imperfecto en las criaturas (vía
negativa), que afirma la presencia de Dios en cualquier atribución que no comporte
intrínsecamente, una imperfección (vía positiva) y que, negando los límites cualitativos y
cuantitativos con los que las perfecciones se encuentran en las cosas, extiende al infinito
las riquezas propias de las criaturas (vía eminentiae).

c) Queda por afrontar las objeciones respecto al carácter misterioso de lo divino que
podrían suponer algunas expresiones religiosas.

Una de las manifestaciones de que lo divino es considerado como algo misterioso está en
el hecho de que sea difícil acceder a la experiencia religiosa. Esto no es negado por las
religiones politeístas. Además, junto a formas exasperadas de antropomorfismo (típicas,
por ejemplo, de los poemas homéricas), permanece la conciencia del carácter inadecuado
que tienen las propias configuraciones de lo divino.

Respecto al hinduismo, es cierto que la identidad sustancial entre atman y brahmán, entre
el principio último de subjetividad y la raíz energética de la objetividad, supone no sólo
una plena identidad entitativa sino una total homogeneidad cognoscitiva entre el ámbito
de lo humano y el de lo divino. En el hinduismo la alteridad radical de Dios resulta
gravemente comprometida. Aun así, para el Upanisad existe una diferencia radical entre
el orden fenoménico y el de la verdadera realidad. En el reino de maya, la divinidad
permanece como un misterio insondable, la identidad se hace añicos, lo divino se
contrapone a lo humano. En el mundo de la iluminación, el pensamiento del hombre se
pierde en el de Dios, el sujeto se sumerge en el Absoluto, descubriendo el carácter
ilusorio de la distinción dualista. Es suficiente esto para fundar el sentimiento religioso. Es
suficiente la percepción de la diferencia entre el orden profano y el sacral para que surja el
sentido del misterio, el amor a lo desconocido, la percepción de la trascendencia inefable.
3.4. El carácter personal de lo divino
Nos preguntamos ahora si pertenece a la esencia de la experiencia religiosa el dirigirse
hacia una realidad que, lejos de ser un puro objeto, se muestra con caracteres personales
y se manifiesta últimamente como un Tú. Hemos de repetir que la investigación es
fenomenológica. No nos preguntamos por la existencia objetiva de un Dios o de una
pluralidad de dioses, sino por el modo subjetivo en el que el creyente percibe la divinidad.
Esto no significa, sin embargo, limitarse al puro dato de hecho, sino que es preciso
intentar descubrir la estructura esencial del hecho, su forma constitutiva y necesaria.

En este punto las opiniones de los estudiosos son muy divergentes. Entre los autores que
consideran la dimensión personal como un atributo esencial de la divinidad destaca Max
Scheler, para el cual la idea de un «espíritu impersonal» carece de sentido. Del mismo
modo opinan W. Jülich —para el que lo divino no puede ser nunca una fuerza ciega sino
un Tú— y W. Schmidt También el psiquiatra V. E. Frankl afirma que la religión comienza
sólo cuando Dios es sentido como un ser personal, como la Persona por excelencia.
Otros autores refutan esta posición. Destacan Spinoza, Schleiermacher, A. E. Biedermann
y E. von Hartmann.

Junto a razones teóricas, muchos autores ven también razones históricas para negar que
la personalidad sea una característica de la divinidad. Se subraya en este caso la
existencia de religiones impersonales no sólo en estadios inferiores de la religiosidad sino
incluso en culturas más avanzadas.

En muchas religiones de pueblos sin escritura la creencia en una divinidad impersonal


precede al mismo animismo. Para esta concepción preanimista los orígenes de la
humanidad estarían ligados a una fuerza sobrenatural presente en ciertas personas,
animales y objetos inanimados. Se trata de una fuerza impersonal que asume diversos
nombres como wakenda, orenda, manitú, mana.

Por último, el carácter personal de la divinidad es negado sobre todo en los Upanisades y
en el budismo theravada.

Para responder adecuadamente a la pregunta acerca del carácter personal de la


divinidad, será preciso recurrir a datos de orden racional, fenomenológico e histórico.

a) Una respuesta adecuada al interrogante sobre el carácter personal de la divinidad


exige precisar primero el sentido en el que se entienden los términos. Es claro que si por
persona se entiende una realidad que implica necesariamente los límites de la persona
humana, es decir, el modo concreto en el que la personalidad se realiza en el hombre, la
divinidad no puede ser concebida como tal persona. Ahora bien, si por persona se
entiende que la divinidad es percibida como una realidad eminentemente dotada de
conciencia y libertad de acción, soberanamente inteligente y libre, supremamente
consciente y capaz de querer y amar, es preciso reconocer que el creyente puede
contemplar así la divinidad. El creyente no puede menos de ver en lo sagrado una
persona sui generis, real y a la vez sobrehumana, verdadera pero a la vez no descriptible
categorialmente.
b) El carácter personal de lo sagrado es confirmado de modo positivo por algunos datos
obtenidos del análisis fenomenológico de la conciencia humana en general y de la»
experiencia religiosa en concreto.

Tal como puso de relieve Max Scheler, los valores personales son inequívocamente más
altos y nobles que los valores no personales. De hecho, no hay nada superior en el orden
creatural a la dignidad de la persona humana. El hombre religioso no podría ser
interpelado por una realidad que, no siendo personal, aparecería como algo radicalmente
inferior. La experiencia religiosa es una vivencia del yo, que no podría realizarse sino en
correlación con una realidad vivida y experimentada como personal. El yo no puede
sentirse vinculado sino por un Tú trascendente, la persona no puede sentirse subordinada
sino respecto a otra persona.

Esto, que es verdad para el mundo de los valores en general, es fundamental en la


experiencia de lo sagrado. Esta experiencia es, ante todo, experiencia de una llamada
por, parte de aquel que no sólo es libre de manifestarse sino que lo hace. Nada es más
ajeno a la conciencia religiosa que el sentirse en presencia de una fuerza que no sea libre
y responsable de lo que hace. Si la divinidad llama, si habla, invita o amenaza, alaba o
seduce, es porque ella libre y conscientemente lo ha decidido así.

Por esto, porque es interpelado por una presencia superior que se configura coma
persona, el creyente experimenta la necesidad de dar una respuesta adecuada. Sea cual
sea la respuesta, positiva o negativa, de aceptación adorante o de rechazo blasfemo, el
creyente es consciente de haber sido llamado a responder en términos personales a
quien lo interpela.

Entre las manifestaciones más significativas de la respuesta del creyente, merece


destacarse la oración. Ésta, ya sea de alabanza o adoración, de agradecimiento o súplica,
indica siempre un «coloquio» con la realidad divina y, en cuanto tal, expresa —en la
misma confianza en ser escuchado— la conciencia de tratar con una realidad de orden
eminentemente personal. La oración no tendría sentido si no fuera una relación viviente
del hombre religioso con un Dios concebido como persona y experimentado como
presente. Es acertada la frase del gran filólogo Wilamowitz: «Nadie reza a un concepto».

Esto vale también para la conciencia de pecado, con la que el hombre religioso se percibe
ante la divinidad. El creyente no sólo tiene conciencia de haber errado objetivamente,
sino también de vivir en una situación de radical deuda frente a una voluntad santa que él
ha transgredido y ofendido positivamente. Pecar no es sólo no respetar una norma
trascendente o un orden cósmico supremo sino ser consciente de haber transgredido
positivamente un precepto divino.

El hombre que entra en relación existencial con la divinidad es también empujado por la
esperanza firme de poder, a pesar de su indignidad, encontrar su plena realización en la
unión mística con lo sagrado. Pero nada podría apagar el deseo de esta unión si no fuera
una realidad personal.
c) El carácter personal de la divinidad no es contradicho de manera decisiva por las
religiones históricas. Para muchos autores la creencia en una potencia más o menos
impersonal no sería el aspecto más característico de la religiosidad de los pueblos sin
escritura. Por encima del mana se pone la realidad de un Ser supremo cuya existencia no
es indiferente. A esta divinidad se recurre en los momentos supremos de la existencia.
Además, el primitivo percibe fuerzas o realidades tanto naturales como sobrenaturales
sólo en la medida en que le afectan personalmente. De este modo, tales fuerzas
adquieren a sus ojos caracteres de alguna forma personales.

Más complejo es el caso del monismo hindú. Siempre son posibles, sin embargo, algunas
puntualizaciones. En primer lugar, hay que decir que la enseñanza de los Upanisades
corre paralela a la praxis de la mayoría de creyentes, que admite, junto al principio divino
absoluto, una pluralidad de dioses marcadamente personales. Esto es confirmado
también por los grandes intérpretes del pensamiento hindú, que consideran que el atman,
siendo inmanente, es intuido y sentido en su unidad y totalidad como un Dios personal.

Se puede decir que incluso en las expresiones más rigurosamente monistas la


religiosidad upanisádica no se anula completamente la dimensión personal de la
divinidad.

Respecto al budismo, es indudable que nos encontramos ante un caso límite. El respeto
absoluto de la trascendencia ha reducido al mínimo la representación de esa
trascendencia en que se apoya su reconocimiento. Pero tal reconocimiento existe. En ese
reconocimiento de la trascendencia cabe ver la presencia de una forma de alguna manera
personal de vivir la relación religiosa.

Además, el simple creyente adora y reza reconociendo la existencia de muchas


divinidades personales e incluso en el budismo del pequeño vehículo la dimensión
apersonal de lo divino parece ser más un sinónimo de suprapersonalidad que de
impersonalidad degradante.

d) A pesar de lo dicho, no puede menospreciarse la existencia de formas de religiosidad


que de algún modo viven al Absoluto de manera impersonal. Y tampoco puede ser
negado que, en el plano del análisis teórico y el fenomenológico, la experiencia religiosa
manifiesta una neta propensión al carácter personal de la divinidad.

Frente a los testimonios contrarios de diversas religiones históricas hemos de evitar el


riesgo de conformarnos con una definición minimalista de religión. Es decir, la
preocupación por no excluir determinadas formas auténticas de religiosidad del ámbito
sacral no debe inducir a considerar como secundaria o accidental una dimensión que, por
el contrario, tiene tanto relieve en la mayoría de experiencias religiosas concretas.

Por otra parte, también debe evitarse el peligro de considerar simplemente como no
auténticamente religiosas aquellas expresiones en las que falte alguno de los elementos
esenciales. No debe excluirse de la esfera religiosa al budismo o al hinduismo sólo porque
el aspecto personal de la divinidad sea gravemente desconocido.
El carácter personal de la divinidad es un elemento no sólo de hecho sino que pertenece
de derecho a cualquier experiencia religiosa que se realice de modo adecuado. Sólo en la
medida en que el hombre se dirija a un ser divino concebido como realidad
eminentemente personal, puede encontrar satisfacción plena de sus deseos. Un ser que
fuera intrínsecamente infrapersonal no podría igualar en dignidad al hombre ni
responderle adecuadamente.

Sin embargo, la exclusión de la dimensión personal no impide que permanezcan aspectos


religiosos auténticos en aquellas religiones que niegan el carácter personal de la
divinidad. Éstas resultan inadecuadas para expresar la relación con lo sagrado pero no
por ello dejan de tener aspectos religiosos.

3.5. El carácter sacral, santo y salvífico de lo divino


El aspecto trascendente de la divinidad, junto al personal, da lugar a tres nuevas
atribuciones que merecen ser examinadas. En el orden entitativo, el trascendente recibe
el nombre de sacro, en el orden personal es experimentado como santo y en la
perspectiva dinámico-operativa como salvador.

Estas tres características no se hallan exentas de dificultades tanto teóricas como debidas
a ciertos datos históricos. En efecto, en el ámbito histórico-fenomenológico se cuestiona
no la posibilidad de una realidad sacra, santa y salvífica sino el que la experiencia
religiosa haya concebido de este modo a la divinidad.

Respecto a lo sacro y lo santo, muchos autores —siguiendo a Mircea Eliade— dicen que
lo divino es vivido por el creyente de un modo ambivalente: como realidad sacrosanta y
como potencia execrable. En el Tratado de historia de las religiones dice Eliade que en las
antiguas religiones lo sacro induce al hombre a protegerse de él. El hombre percibe en lo
sacro una potencia terrorífica y nefasta, una fuente de impureza y contaminación más que
una fuente de santidad e inocencia.

La ambigüedad axiológica de lo sacro, según algunos autores, sería confirmada por


ciertas experiencias que se encuentran en las religiones. Así, se subraya la presencia
entre las divinidades politeístas de entidades primordiales poco benévolas. Los seres
divinos realizarían el mundo frente a estas divinidades egoístas.

En muchas religiones están presentes también seres divinos violentos, crueles e incluso
malvados y perversos. No son extraños dioses violentos como el germánico Donar o
dioses mentirosos como el azteca Tezcatlipoca, En la India, el dragón Ahi encarna la
potencia del mal y entre los babilonios era Ma la potencia maligna. Incluso entre religiones
superiores aparecen espíritus malos como el persa Angra-mainyu, el hebreo Satán o el
griego Diabolos.

En las religiones dualistas se niega expresamente el carácter de santidad de lo sacro. El


dios del mal es una auténtica realidad sobrenatural que ejerce poderes perversos.
— También son contrarias al carácter santo de lo divino algunas manifestaciones
sacrales, recurrentes en la historia de las religiones como la fuga Dei, la demonolatría y
algunos hechos execrables cometidos contra la persona humana en nombre de la religión.

En efecto, muchos pueblos acentúan tanto el aspecto negativo de la divinidad que todas
sus prácticas rituales tienen como objeto mantener alejados a los dioses. Estas prácticas
se dirigen en general a divinidades inferiores, espíritus y seres malignos. Los adoradores
de estos dioses tienen como fin el mantenerlos alejados; su objetivo es la fuga Dei. A esto
se une que algunas religiones presentan desconcertantes aspectos de violencia que se
traducen en ritos orgiásticos, sacrificios humanos, guerras de religión y múltiples formas
de persecución e intolerancia.

— El aspecto dinámico y salvífico de lo divino es negado de un doble modo. Por un lado,


no es raro encontrar formas primitivas de religiosidad en las cuales la divinidad suprema,
después de haber puesto los fundamentos del universo, se retira a su imperio y pide a
divinidades inferiores que lleven a cumplimiento la obra iniciada (deus otiosus). El creador
de los fundamentos se convierte en un dios ocioso que no manifiesta ningún interés por
las criaturas. Por otro lado, lo divino se presenta en ocasiones como algo de lo que el
hombre se debe defender, como algo peligroso. La escisión entre lo divino y lo salvífico
encuentra en el budismo una configuración específica. Para el budismo la salvación —la
inmersión en el Nirvana— no procede de ninguna divinidad. Se da una salvación sin
salvador.

a) Aparte de las dificultades examinadas, el análisis fenomenológico manifiesta que la


realidad divina es concebida como sagrada, santa y salvífica:

1. La realidad divina aparece como sagrada. A los ojos del creyente el objeto de la
experiencia religiosa parece dotado no sólo de una dignidad ontológica insuperable sino
también de una excelencia axiológica irrepetible. No se manifiesta sólo como summum
ens, sino también como summum bonum, sacrum, como el valor por excelencia. Esto es
confirmado por el sentido profundo de adoración que el espíritu religioso siente que debe
tributar a la divinidad, una adoración que sólo debe a ella. Nada aparece para el creyente
como digno de veneración sino el propio Dios. Nada es sentido como valor absoluto sino
la divinidad. En este sentido tiene razón R. Otto cuando ve en lo sagrado no sólo un
sinónimo de lo divino, sino la dimensión específica que muestra la absoluta trascendencia
axiológica de la divinidad.

La realidad divina se revela además como valor en sí misma, como valor absoluto y
fundamento de todos los valores. Para el creyente lo divino no vale tanto por lo que ofrece
sino en sí mismo. Es un valor incondicionado, superior de modo cualitativo a cualquier
otro valor y fundamento de los mismos valores.

2. Otro aspecto de la experiencia religiosa es la dimensión de santidad con la que lo


divino es experimentado. Lo sagrado es percibido como lo santo por antonomasia. La
realidad divina es experimentada como fuente de toda santidad. La conciencia de
encontrarse ante una voluntad santa e inviolable se da en cualquier experiencia religiosa
digna de este nombre. Esto se expresa de diversos modos. Unas veces, mediante el
reconocimiento negativo de la santidad divina. En este caso lo sagrado se experimenta
como inviolable, como testimonia la existencia de tabúes: no se puede violar el recinto
sagrado, no se puede tocar con manos impuras realidades relacionadas con lo divino
porque un comportamiento de este tipo sería una profanación de una santidad augusta.
Otras veces se trata de un reconocimiento positivo, como se expresa en la alabanza, la
adoración, el sacrificio, la invocación. La pietas (piedad) hacia los dioses es la actitud
religiosa máxima en las religiones politeístas. La obediencia filial a Alah es la virtud
principal del islamismo. El amor a Dios y al prójimo es la respuesta más típica del
cristianismo. La benevolencia y compasión respecto a todas las criaturas es la actitud
característica del budista.

Frente a la santidad divina, el hombre toma conciencia de su indignidad y pecado. No se


percibe sólo como una realidad limitada, precaria, sino de modo positivo como pecador en
cuanto que viola una voluntad santa. Sólo en cuánto transgresión de un querer
trascendente y justo la infracción de la norma moral, el mal ético, se convierte en
auténtico pecado.

La realidad divina es fuente de obligación moral para el hombre. En cuanto voluntad santa
que se impone a la conciencia en virtud de su propia santidad, suscita en el hombre el
deseo apasionado de superar la condición de pecador y participar de la santidad, de lo
divino.

3. Lo divino es vivido también como presencia salvífica. Lo divino es experimentado por el


hombre como presencia activa y eficaz que, por ser tal, le escucha. Un signo de ello es
que el hombre religioso concibe la experiencia religiosa como respuesta a una llamada
previa. El hombre no se acercaría a la divinidad si ésta no se le hiciera cercana. La
divinidad es entendida también como dueña del destino, que juzga con justicia a los
hombres y dirige con sabiduría a sus criaturas.

Las formas de intervención salvífica de la divinidad son muy diversas. Desde el punto de
vista cuantitativo van desde las hierofanías más elementales a las más personales y
sublimes. Se pasa de la manifestación en los elementos de la naturaleza (como la
hierofanía de Yahveh en la zarza ardiente o en la nube que guiaba al pueblo) a algunas
formas de unión mística, a la manifestación del principio divino en las almas santas, a la
iluminación que diviniza a Buda, al Verbum caro factum est del Dios trinitario en Cristo.

Desde el punto de vista cualitativo, la intervención divina asume tres formas de gran
importancia en el contexto de la experiencia religiosa. La modalidad universal, que
engloba las demás, es la providencia de Dios. La divinidad se presenta como Dios del
destino, señor de la suerte del hombre, padre providente y bueno. Lo sagrado interviene
con sabiduría y fuerza en la vida de los individuos y la comunidad dándoles el ser que no
tenían, previendo y proveyendo las necesidades de quienes acuden a él con confianza.
Esta actitud providente se encuentra en los dioses primitivos así como también en las
religiones politeístas. La idea de providencia no es exclusiva de religiones más
desarrolladas, sino que es una de las primeras formas de representación de la divinidad.
La segunda forma de intervención salvadora se relaciona sobre todo con el aspecto
noético; se trata de la revelación divina. La divinidad manifiesta ante todo su presencia
revelándose al hombre. Habla de sí misma y sus proyectos de salvación. Es esencial a la
revelación su carácter de don. Por un don gratuito de Dios el creyente es conducido de la
ignorancia que conduce a la perdición a la sabiduría que conduce a la vida.

La última modalidad es de carácter soteriológico. La divinidad revela su carácter de


presencia activa haciéndose portadora de una salvación escatológica para sus criaturas.
La divinidad salva, ante todo, comunicándose a sí misma y a su propia vida. La vida
eterna a la que el creyente se siente llamado consiste principalmente en esto: en ser
introducido en las praderas celestes, en participar en el banquete celeste, en sumergirse
en la vida de luz y felicidad propia de lo divino.

b) Hemos visto las dificultades de considerar a la divinidad como sagrada, santa y


salvadora. Hemos examinado también los datos fenomenológicos a favor de ello. ¿Qué
hacer ahora? Se impone discernir los elementos auténticos de los derivados. Ante la
multiplicidad de datos históricos es preciso distinguir lo que constituye la esencia de la
religión y lo que es derivado, parcial.

En nuestra exposición de los datos fenomenológicos hemos insistido en estos aspectos


de sacralidad, santidad y salvación. Es preciso, sin embargo, reconocer que lo divino es
comprendido por algunas religiones de modo ambiguo, como maligno, peligroso, como
fuente de comportamientos aberrantes.

Ahora bien, no toda experiencia religiosa lo es de igual modo. No cualquier vivencia de la


conciencia expresa del mismo modo la esencia de lo religioso. Los parámetros que
distinguen lo ideal de lo factual, lo originario de Io deficiente, se pueden resumir en tres
principios:

1. La exigencia de incontaminación. Cualquier experiencia religiosa se considera un


encuentro del yo creyente con una realidad creída. Esta realidad aparece eminentemente
dotada de un carácter trascendente, de infinita diferencia cualitativa, de alteridad radical.
La experiencia de lo divino no podrá ser adecuada a su forma ideal si no excluye, en el
interior mismo de lo sagrado, no sólo la copresencia contradictoria sino también la mezcla
intolerable de bien y mal. Es decir, una divinidad que estuviese en sí misma dividida en un
principio positivo y otro negativo resultaría constitutivamente contradictoria.

2. La exigencia de perfección absoluta. La creencia en una divinidad que resulte


intrínsecamente malvada contradice intrínsecamente la naturaleza de lo sagrado. La
alteridad radical de lo divino supone plenitud de vida, ser absoluto, posesión
incondicionada de todas las perfecciones. La plenitud de lo divino se expresa en todos los
niveles. En el nivel cognoscitivo se manifiesta como omnisciencia, en el operativo como
omnipotencia, en el entitativo como ser supremo, en el personal como Tú por excelencia y
en el axiológico cómo santidad y fuente suprema de la salvación.
3. La exigencia de redención. La experiencia religiosa, por último, se revela como anhelo
de salvación, deseo de redención, exigencia de gozo y felicidad infinitos.

Todo esto sólo es posible en la medida en que lo divino sea efectivamente entendido
como realidad intrínsecamente sagrada, santa y salvadora.

4. LAS EXPRESIONES DE LA EXPERIENCIA RELIGIOSA


El fenómeno religioso se especifica esencialmente como relación entre un yo que cree y
una realidad creída. Por ello existe un doble polo: el sujeto creyente y el objeto creída
Tras el análisis del objeto creído nos fijamos ahora en el sujeto creyente, en el hombre,
interlocutor ineludible de lo sagrado.

Hay que tener en cuenta que en la base de la religión se encuentra este elemento
personal. Los contenidos de la religio obiectiva se convierten en objetos religiosos sólo
cuando el hombre los acoge en su ulterior. Cuando una religión se convierte en algo
puramente objetivo, muere.

Atenderemos primero a cuál es la actitud religiosa del hombre, su respuesta ante el


descubrimiento de lo divino. En un segundo apartado veremos los modos objetivos de
expresión de la actitud religiosa.

4.1. La actitud religiosa del hombre


Con el término «actitud religiosa» nos referimos a la disposición fundamental que crea en
el hombre la relación con lo divino. Se trata del aspecto subjetivo de la, religión, de la
vivencia que el sujeto tiene de la relación religiosa.

a) Las reacciones religiosas del hombre


Aunque la actitud religiosa del hombre se presenta de modo unitario, es posible sin
embargo, señalar cuáles son las principales reacciones del hombre. Vamos a destacar
tres reacciones fundamentales producidas por el encuentro con lo divino. El primer mo-
mento es el reconocimiento de que la experiencia religiosa tiene su origen en algo distinto
del mismo hombre. A este reconocimiento le acompañan dos actitudes fundamentales:
temor y amor. R. Otto pone de relieve que al mysterium tremendum et fascinans corres-
ponde una ambivalencia de sentimientos, que se podrían describir como de atracción y de
repulsión, de terror y de fascinación, de ansiedad y de gozo. Ambas dimensiones son in-
separables y se pueden caracterizar como temor reverencial y amor confiado.

Actitud de reconocimiento

La primera característica de la experiencia religiosa es su carácter de respuesta a una


interpelación que procede de una potencia superior. Tanto en las formas primitivas de
religiosidad como en las formas más evolucionadas, el creyente se considera siempre
interpelado por una realidad distinta de sí mismo. La iniciativa no pertenece al mismo
hombre sino a lo sagrado, que irrumpe en la vida cotidiana solicitando una toma de
posición a favor o en contra.

Puesto que lo sagrado es (existe), es previo a la existencia del hombre y a sus ne-
cesidades, es independiente en su existencia de todo otro ser y libre en su aparición de la
voluntad humana. Por eso al sujeto religioso no le queda otra alternativa ante la Irrupción
dejo sagrado que la acogida extática, el reconocimiento.

Pero inmediatamente debemos hacer dos precisiones; la primera, que esa realidad de lo
divino, reconocida sin reticencias por la actitud religiosa, no es deducible, en el orden del
conocimiento, ni del mundo del entorno ni de la propia subjetividad del hombre y que, por
tanto, no puede ser pensada en términos objetivos. Tal conocimiento supondría en este
caso apoderarse de lo trascendente, de lo misterioso; en cambio, el reconocimiento exige
dejarse poseer por el mismo. El centro promotor de esta relación no está en el hombre,
sino en el ser supremo; el hombre en esta relación se «descentra», cae en «éxtasis»,
podríamos decir, no se apropia de lo misterioso, sino que sale fuera de sí. Lá~segün3a,
consecuencia es que la presencia inobjetiva de lo sagrado tampoco depende, en el orden
de la voluntad, de los deseos y esfuerzos del hombre en procurarla. El la vive
simplemente como don y como gracia y se limita solamente a recibirla en gratitud.

Actitud de temor reverencial

El encuentro con lo divino lleva consigo una reacción de temor reverencial. En este
contexto Schleiermacher habla de santo temor y R. Otto de un «estremecimiento ante lo
portentoso» o de un «sentido del mysterium tremendum». La experiencia religiosa
fundamental de reverencia y temor sagrado se expresa en gestos como el arrodillarse
ante la divinidad, la prosternación o el silencio sagrado, que es expresión de la reverencia
más profunda.

La diferencia entre el temor religioso y cualquier otra forma de miedo natural es no sólo
intensiva sino cualitativa. El contacto con lo sagrado es fuente de un temor sui generis,
que suele ser calificado de santo o de reverente, porque la relación con lo santo afecta a
los mismos fundamentos últimos del ser humano. La relación con la divinidad conduce a
que el hombre tome conciencia de su dependencia respecto de lo divino (temor
existencial) y de su pecado (temor ético):

— En el plano entitativo, el hombre religioso va madurando un sentimiento que con


Schleiermacher podríamos denominar de dependencia absoluta respecto de lo divino.
Percibe así su dependencia radical respecto del Absoluto. Se trata, según Otto, de un
sentimiento creatural, es decir, del sentimiento de la propia nulidad ante lo Absoluto, de la
propia inconsistencia entitativa ante aquello que está infinitamente por encima de todas
las criaturas.

—Junto a ello, el creyente descubre su propia indignidad. El hombre religioso se


contempla ante la divinidad como pecador, consciente de haber violado una voluntad
santa. A la conciencia del Tu solus Sanctus! responde el grito de David: ¡He pecado!. Esta
exclamación resuena en el espíritu religioso generando un sentido de temor, e incluso de
auténtico terror, ante la posibilidad de ser condenado y abandonado por la divinidad.

Esta constante es confirmada por la etimología que San Agustín atribuye al término
religio: es un re-elegir a Dios tras haberlo abandonado por una conducta pecaminosa. El
creyente vive este sentimiento, que se expresa de diversos modos: como desea de
purificación, de ascesis, de renovación del espíritu. El sentimiento de impureza, el deseo
de redención, los ritos de purificación y ascesis son algunas expresiones de este deseo
de renovación interior.

Actitud de amor confiado

En conexión estrecha con la dimensión de temor se encuentra en la experiencia de lo


sagrado la vivencia del amor. El ser divino es experimentado por el creyente — señala "R.
Otto — no sólo como un mysterium tremendum sino también como un mysterium
fascinans, como una realidad fascinante. Junto a esta fascinación, el encuentro con lo
sagrado produce en el hombre la adhesión religiosa como respuesta confiada ante lo
santo.

En cuanto percibido como valor supremo y fuente de todo bien, en cuanto voluntad
salvífica benevolente y misericordiosa, la presencia de lo sagrado genera también un
sentimiento de amor intenso a la divinidad.

El amor religioso (junto a las dimensiones de adhesión, confianza, esperanza, paz a y


gozo que le acompañan), aun siendo semejante al amor humano, presenta características
originales. Su novedad está en relación ante todo con el hecho de la absoluta
heterogeneidad de lo santo. Absolutez y radicalidad, totalidad y exhaustividad son algunas
de las dimensiones que manifiestan la originalidad de la dimensión amorosa de la
experiencia religiosa.

Este hecho es confirmado por dos expresiones particularmente significativas de la


religiosidad: el sentido de adoración y la búsqueda de la salvación escatológica.

La adoración es uno de los fenómenos más importantes de la religión. Quien cree» no se


limita a rezar, adora. La adoración es la cumbre del culto. El término ad-orare significa
literalmente «llevarse la mano a la boca» y es una traducción de la expresión griega
proskunei~n, que indica «en un acto de postración de todo el cuerpo, llevar la mano a la
boca y con un beso dirigirla a la realidad divina, con el fin de expresar así la veneración, el
respeto y la donación total». Este acto asume formas exteriores similares a las que
encontramos en la vida profana (como la postración o la genuflexión ante los potentados
de la tierra), pero se distingue de ellas por cuanto el sentido de reconocimiento adorante
de la divinidad no tiene semejanza. El hombre no puede manifestar tal respeto, alabanza
y admiración frente a cualquier otra realidad.

La otra expresión que sirve de confirmación es la búsqueda de salvación escatológica. El


deseo de salvación —que es una de las ideas centrales de la religión— constituye la
manifestación subjetiva de la conciencia de que el mundo de la divinidad crea un orden
nuevo de valores, que es absolutamente trascendente e irrepetible. Desde esta
perspectiva, la salvación religiosa es reflejo del carácter sagrado y santo de lo divino.

La salvación religiosa tiene dos características: a) dimensión de totalidad: el bien absoluto


que el creyente espera de lo divino desenmascara la inadecuación de cualquier otro bien
terreno; b) dimensión de ultimidad, pues frente a la salvación religiosa todos los demás
valores aparecen como «penúltimos» y provisionales: sólo la salvación religiosa es el
valor último que da sentido a los demás valores.

La salvación religiosa se concreta de hecho en la aspiración a la unión con el mundo de la


divinidad. Una manifestación concreta de esta aspiración es la creencia en la
prolongación de la existencia del hombre tras la muerte, una creencia que es tan antigua
como el mismo hombre.

Las modalidades concretas con que es vivido el deseo de salvación dependen de las
diversas religiones. Se dan fundamentalmente dos formas distintas. En las religiones
místicas se exalta la renuncia a los bienes temporales, que son vacuos. El anhelo de
unión con lo divino es vivido como liberación del mundo y unión con la divinidad. El
individuo se pierde en la totalidad del Brahmán, el yo se derrama en el océano
suprapersonal del Nirvana. En las demás religiones la unión con la divinidad no excluye la
posesión de bienes terrenos ni elimina la alteridad que se da entre Creador y criatura.

b) La estructura psíquica de la experiencia religiosa


La experiencia religiosa tiene un carácter global, ya que tiende a penetrar en toda la
existencia humana. Afecta por ello a manifestaciones humanas como el arte, la política o
la economía. Además, esta experiencia implica al hombre entero. No se puede decir que
sea sólo obra del intelecto o de la voluntad o el sentimiento o los instintos. Todas las
facultades psíquicas del hombre están implicadas. De ahí que resulte muy difícil
establecer el papel que cada facultad tiene.

Así pues, la experiencia religiosa no es exclusivamente sentimiento. Se trata siempre de


un sentir que va unido a un conocer y un querer. Es todo el hombre, en la totalidad de su
mundo interior, el que entra en contacto con la divinidad.

En conclusión, la experiencia de lo divino interpela al centro de la persona, al yo profundo


del hombre. Cuando es auténtica y profunda no se realiza en la periferia sino en lo
profundo de la conciencia.

4.2. Expresiones de la actitud religiosa


Tras examinar los aspectos objetivo y subjetivo de la experiencia religiosa, atendemos
ahora a las manifestaciones y expresiones de dicha experiencia. Dado el mismo carácter
de lo religioso, que abarca toda la vida humana, la experiencia religiosa tiende a
exteriorizarse a través de todos los medios que le proporciona su condición antropológica.
De esta manera encontramos expresiones religiosas en el ámbito racional y verbal (mitos,
doctrinas), en el ámbito de la acción (los ritos), en el ámbito de la ética» (la conducta
moral), en el ámbito de la estética (las bellas artes), en el ámbito de la convivencia social
(las instituciones religiosas).

a) Expresiones de la actitud religiosa en el nivel racional


En el nivel noético-racional las manifestaciones de la experiencia religiosa son múltiples y
van desde los mitos primitivos de las sociedades arcaicas a las elaboraciones teológicas
más refinadas. Todas estas expresiones tienen en común su carácter simbólico o
analógico. Es decir, además del aparato conceptual al que recurren, intentan salvaguardar
lo sagrado, el carácter inefable de lo Absoluto.

Los mitos

Una primera forma de expresión religiosa a nivel racional está constituida por los mitos.
Estos «son tanteos de respuesta a las preguntas más inquietantes, a las cuestiones más
profundas del hombre individuo y, sobre todo, del grupo humano orígenes y destino del
hombre, de la vida, explicación de la naturaleza de los seres sobrehumanos, del más allá
de la muerte; el proceso de salvación, la formación del cosmos y de la tierra entonces
habitada y conocida así como su ocaso, etc.».

La palabra mito ha ido perdiendo poco a poco el sentido peyorativo que tenía y ha sido
revalorizado como un modo de conocimiento distinto del racional, pero no por ello
irracional. El mito no se confunde con la fábula ni con la leyenda o la narración fantasiosa,
no es una pia fraus (piedad falsa) con fines edificantes. Por el contrario, el mito es un
modo, auténtico del que se sirve el hombre para expresar verdades que trascienden la
capacidad de la razón. Desde este punto de vista, el mito resulta una expresión
connatural al hombre, animal symbolicum o mythicum. En cuanto tal, es una actitud
constante, que no se limita al pasado y que sigue presente en nuestros días. Se sigue de
ello que cualquier proceso de desmitificación que no tuviera en cuenta este aspecto no
constituiría un progreso en la humanidad, sino más bien un grave atentado contra la
misma dignidad del hombre.

No se debe creer tampoco que el valor del mito resida sólo en que se trata de un modo no
reflexivo de pensar sobre los individuos y la sociedad. El mito es también un modo de
conocimiento de lo divino. Desde este punto de vista, los mitos religiosos son expresiones
de una experiencia religiosa genuina y se diferencian por ello de los mitos etiológicos,
más fantásticos. En los mitos religiosos se trasponen sobre el plano histórico
acontecimientos que se sitúan más allá del tiempo y que tienen un carácter
paradigmático. Por ello valen para los creyentes de todos los tiempos.

Un último aspecto a subrayar es que el mito está íntimamente relacionado con el rito. La
misma realidad suele ser expresada utilizando ambos resortes. Palabra y acción aparecen
aunadas en el origen de la religiosidad.
Existen diversas clasificaciones de los mitos. Nosotros seguimos la que ofrece M. Guerra,
que distingue:

— Mitos de origen: los que exponen la génesis, el origen y naturaleza de los seres
y cosas más importantes; por ejemplo, de las deidades (mitos teogónicos), del
universo, del cosmos (mitos cosmogónicos) y del hombre (mitos antropogónicos).
En casi todos estos tipos interviene la divinidad y la palabra divina o su acción,
siempre eficaces. De ordinario los mitos cosmogónicos han tenido una función de
primer orden en la filosofía de la religión, y son como el punto de arranque de la
reflexión filosófica acerca del mundo.

— Los mitos de la naturaleza no exponen el origen de las cosas, sino de los


distintos aspectos de la naturaleza misma. A este tipo de mitos pertenecen figuras
míticas, conocidas por todos, como los centauros, las náyades, las ninfas, las
sirenas y los sátiros y, sobre todo, los mitos relacionados con el proceso de la
vegetación: invierno-primavera, que suelen aparecer vinculados con un animal
teofánico de la diosa madre Tierra y, más tarde, con la de un joven dios, que
muere y resurge en sincronía con ese proceso de vegetación. Estos mitos se
reiteran anualmente en su celebración ritual.

— Hay también mitos soteriológicos o salvíficos. Tratan de la vida en el más allá


de la muerte y del modo de asegurar una subsistencia feliz.

— Hay otros mitos cuyo tema es el fin del mundo: mitos de ocaso del mundo. De
ordinario están inscritos en un proceso cíclico de reiteración periódica más o
menos prolongada. El paso de un ciclo existencial a otro, a veces, es lento
(pitagóricos) y, con frecuencia, catastrófico (los estoicos, el hinduismo, los iranios)
bien por medio de una conflagración o incendio universal o por una gran
inundación o diluvio.

— Por último están los mitos ecológicos. Son de menor trascendencia: explican la
«causa» u origen de las realidades e instituciones socioculturales concretas; a
veces se trata de fenómenos más o menos llamativos, como la figura de una
montaña o de una roca. Otros exponen y explican las peripecias de los
antepasados más remotos de un clan, una tribu o un pueblo. En realidad, más que
de auténticos mitos, se trata de explicaciones anecdóticas del origen desconocido
de una realidad natural o social.

Junto a los aspectos mencionados, los mitos poseen también un carácter unificante, que
estimula su crecimiento y favorece su desarrollo, dando lugar a mitologías. En los mitos
se encuentran elementos que permiten una organización en un sistema coherente.
Poseen, en cuanto expresiones de una misma experiencia religiosa, una coherencia
interior que permite que surjan colecciones de mitos, sagas mitológicas, etc.

Ahora bien, el creyente es consciente de que la comprensión que posee de lo sagrado es


siempre deficiente y susceptible de profundización. Sin abandonar el carácter cifrado o
analógico de su conocimiento, el creyente siente la necesidad de expresar las propias
creencias recurriendo a modos de expresión noético-discursivos más desarrollados.

Las doctrinas religiosas

Las doctrinas religiosas constituyen el segundo momento de la expresión racional de la


actitud religiosa. Representan el intento de elaborar conceptualmente la visión religiosa
contenida por lo general en los libros sagrados. Se profundiza así en el contenido de lo
que se cree, expresándolo en categorías conceptuales más complejas.

Los pasos sucesivos de elaboración de los conceptos son los siguientes:

— En primer lugar, surgen las aclamaciones cúlticas de alabanza y adoración a la


divinidad. La correlación que existe entre palabra y culto hace de las doxologías
litúrgicas la primera traducción concreta, no estrictamente mítica, de los contenidos
creídos.

— Confesiones de fe, que expresan el contenido mismo de la relación religiosa


vivida por el creyente.

— Fórmulas dogmáticas o expresiones normativas de la fe de una comunidad


destinadas a mantener autoritativamente la unidad de esa comunidad en la fe y a
fijar los criterios de pertenencia a la misma (ortodoxia).

— Trasposición de la doctrina de fe a normas prácticas de conducta que


convierten a una religión determinada en camino de salvación (ortopraxis).

— Por último, las sistematizaciones teológicas o elaboraciones sistemáticas de la


fe de una comunidad e integración racional de la misma en la visión natural que el
hombre tiene de sí y del mundo.

b) Expresiones de la actitud religiosa en el culto


La importancia del culto en la vida religiosa es muy grande. Constituye una forma
insustituible de relación con lo sagrado. El culto es un modo espontáneo de expresión de
la actitud religiosa. El hombre exterioriza lo vivido interiormente mediante el culto.

La importancia del culto es confirmada por el hecho de que en todas las religiones
encontramos lugares y acciones sagradas. Sin embargo, los modos de manifestación de
la actitud cultual son muy diversos.

La razón de la expresión cultual de la actitud religiosa hay que buscarla en la corporeidad


constitutiva del hombre. Debido a ello, toda vivencia del hombre tiene automáticamente
una repercusión corporal en la que se manifiesta y se celebra. Si es la totalidad de la
persona humana la que se encuentra afectada en todas sus dimensiones por la relación
religiosa, lo normal es que la persona use todos los recursos que le ofrece su cuerpo para
expresarlo: la palabra, el gesto, el canto, la postura, la danza, el vestido, la manipulación
de objetos materiales, es decir, el rito.

Los ritos

Mediante el rito el hombre celebra la presencia de lo sagrado y rememora el mito. La


importancia del culto en la experiencia religiosa de los pueblos se debe, precisamente, a
la estrecha relación que existe entre mito y culto. El rito es una repetición cultual y, al
mismo tiempo, una reactualización de una acción divina originaria que asume un valor
paradigmático para el hombre. Desde este punto de vista, la acción sagrada no sólo
evoca hechos divinos extraordinarios, sino que los hace eficazmente actuales
prolongando la hierofanía y trayendo nuevas gracias celestiales.

Sin pretender una clasificación exhaustiva, podemos señalar como principales ritos los
siguientes:

— los ritos de iniciación, que señalan la entrada oficial del creyente en la


comunidad religiosa. Esto se realiza mediante un doble proceso que manifiesta al
mismo tiempo la muerte del creyente a la vida de pecado y el renacimiento a una
existencia nueva;

— los ritos protectores, cuyo fin es la protección frente a la divinidad. Consisten en


acciones cultuales (como hacer ruido, escupir, hacer humo, establecimiento de
cercos mágicos) que tienen como objetivo expulsar a los espíritus malos y las
fuerzas peligrosas;

— los ritos de eliminación, cuyo fin no es defensivo sino la eliminación o


alejamiento de aquello que es peligroso;

— los ritos de purificación en sentido estricto, sirven para eliminar el tabú por
medio de sustancias con un poder especial, como el fuego;

— los ritos de unión expresan la voluntad de comunión con lo divino mediante


formas que van desde el contacto con la fuerza sagrada al beso del objeto
religioso o la comida de comunión.

Espacio y tiempo sagrados

La relación con lo divino abre a su vez al creyente a dos nuevas dimensiones, que son el
tiempo sagrado y el espacio sagrado.

El ritual religioso reproduce el tiempo profano en una historia que, porque se relaciona con
la divinidad, tiene un valor atemporal o supratemporal. Con el culto el hombre vive una
dimensión de eternidad. El creyente transforma mediante el rito religioso el tiempo profano
en tiempo sagrado. Este tiempo atemporal, no siendo —a diferencia de la pura sucesión
cronológica— irreversible, permite la ritualización, a la vez misteriosa y real, de las
acciones divinas.
Se realiza así una de las aspiraciones religiosas más profundas del espíritu humano,
testimoniada en la religiosidad de muchos pueblos. En la perspectiva de la reencarnación
de las religiones orientales, como el budismo o el hinduismo, el tiempo constituye la triste
ruta de la existencia del hombre. El culto representa el esfuerzo del hombre religioso por
romper esa cadena, trascendiendo el tiempo y apuntando a lo intemporal.

En el judaísmo y el Islam, la historia es por excelencia el lugar en el que se realiza la


revelación del plan de Dios respecto al hombre. Mediante los ritos cultuales el pueblo
creyente se introduce en la historia de redención, participando así de la vida eterna.

En el cristianismo la eucaristía es por excelencia el memorial del Señor que reactualiza el


misterio salvífico de la pasión, muerte y resurrección de Cristo. Mediante esta
actualización, el alma participa de las gracias redentoras merecidas por la sangre de
Cristo.

Paralelamente al tiempo sagrado, la celebración de los ritos religiosos implica la creación


de una nueva dimensión espacial, que recibe el nombre de espacio sagrado. La
existencia de lugares sagrados es confirmada por todas las religiones. Se trata de lugares
que recuerdan alguna experiencia particular de presencia de la divinidad. Tales recintos
quedan sacralizados: son suelo sagrado, lugares consagrados, en los que el hombre
religioso se comporta de modo diferente a como lo hace en los lugares profanos.

La celebración ritual rompe la homogeneidad del espacio y el tiempo profanos. La


celebración ritual en su «aquí» y «ahora» acota unos momentos del tiempo y unas áreas
geográficas: el resultado es un tiempo sagrado, la fiesta, y un espacio sagrado, el templo.
La fiesta permite que lo que sucedió «en aquel tiempo» de «una vez para siempre» se
represente en muchos «hoys», y lo que sucedió en otras regiones telúricas se reproduzca,
incluso simultáneamente, en muchos «aquís». De esta manera, el hombre religioso
encuentra en la fiesta la base firme donde anclar su existencia evitando la irreversibilidad
del tiempo y en el templo el centro polarizador de la multiplicidad del mundo que amenaza
con disgregarse en el caos.

Principales actos religiosos

Entre las formas concretas en las que se manifiesta la experiencia cultual tienen especial
relieve tres modalidades significativas: la oración, el sacrificio y el sacerdocio. Por su
carácter universal, merecen un examen detallado.

— La oración es el distintivo de la religiosidad y el núcleo de la religión en sí. Es, junto al


sacrificio, la manifestación más expresiva de nuestra contingencia y el medio más eficaz
para suplirla con el recurso a la divinidad. Desde una perspectiva extensiva, podemos
decir que la oración es un acto presente en todas las religiones, tanto en las arcaicas
como en las modernas. Desde un punto de vista cualitativo, la oración aparece como un,
acto de importancia primordial, pues constituye la forma más inmediata en la que se
expresa la experiencia humana de lo divino. La importancia fundamental de la oración es
reconocida ya por Santo Tomás, cuando afirma que oratio est proprie religionis actus; en
ella se expresa de modo particularmente trasparente la vida religiosa del individuo y la
comunidad Por esto, en la oración se manifiesta no sólo la imagen que el individuo tiene
de la divinidad, sino también la forma peculiar de relación que sostiene con ella.

La Historia de las religiones muestra la existencia de múltiples formas de oración. Cada


religión tiene unas modalidades propias. Así lo subraya F. Heilen

«La oración se nos presenta en la historia de las religiones con una asombrosa variedad de
formas: como silenciosa meditación de un alma piadosa aislada y como solemne liturgia de
una gran comunidad; como creación original de un genio religioso y como imitación de un
sencillo devoto sin apenas formación; como fuente de expresión espontánea de las
vivencias religiosas y como recitación mecánica de una fórmula incomprendida; como
éxtasis y arrobo del corazón y como penoso cumplimiento de la ley; como descarga
involuntaria de un afecto irrefrenable y como concentración voluntaria y hasta trabajosa
sobre un objeto religioso; como un grito en voz alta y como silencioso, callado,
ensimismamiento; como literaria poesía y como discurso, pleno de emoción; como vuelo
del espíritu a la gran luz y como lamento de profunda necesidad del corazón; como jubilosa
acción de gracias y arrebatada glorificación y como humilde súplica de perdón y
compasión; como un infantil implorar vida, salud y felicidad y como un reflexivo exigir
fuerzas para la lucha moral, como sencillo ruego del pan cotidiano y como una devorante
nostalgia del mismo Dios; como un pedir y solicitar egoísta y como una generosa
preocupación por el hermano».

Aunque no es fácil delimitar cuándo nos encontramos ante manifestaciones orantes y


cuándo no, podemos excluir del ámbito de la oración algunas manifestaciones que sólo
aparentemente son afines. Nos referimos a las fórmulas mágicas y a la meditación
filosófica.

A pesar de su apariencia exterior, las fórmulas mágicas difieren esencialmente de la


oración en cuanto que se dirigen inmediatamente a controlar lo sagrado. Esta voluntad de
disponer de lo divino es esencialmente contradictoria con la intencionalidad religiosa, la
cual reconoce en lo sagrado una realidad eminentemente trascendente y, en cuanto tal,
indisponible. El hombre religioso quiere agradar a la divinidad, mientras que el mago
pretende forzarla manipulando lo sagrado con sus técnicas. El mago no reza, sino que
trata de beneficiarse, por medio de sus artes mágicas, de la fuerza de la divinidad

También la meditación filosófica difiere de la oración. Su finalidad es teórica y no salvífica.


A este ámbito pertenecería la meditación tal como se practica, especialmente en los
inicios, en el budismo. El budista reflexiona, medita, se reconcentra, pero propiamente no
ora.

Dejando aparte la multiplicidad de formas y la diversa intensidad con que se practica la


oración, este acto religioso manifiesta una estructura constante, que puede ser descrita en
los siguientes términos.

La oración es esencialmente un acto de recogimiento mediante el cual el hombre


establece y cultiva la comunión con lo divino. La oración manifiesta, por una parte, un
espíritu de adoración, es decir, de reconocimiento del carácter trascendente de la
divinidad y, por otra parte, una actitud de confianza respecto a ella.
Según B. Haring, la oración presupone tres momentos estructurales:

1) la creencia en un Dios viviente y personal. Quien reza cree en un Dios vivo que es
vivido como un interlocutor trascendente;
2) la creencia en la presencia real, inmediata, del ser divino al que se dirige la
oración. Sin tal certeza el creyente no podría expresar sus sentimientos con
sinceridad. Sin la persuasión de encontrarse ante una presencia auténtica podría
recitar, pero no orar,
3) certeza de la existencia de una relación efectiva entre el ser humano y lo divino.
Este diálogo no sería posible si la divinidad misma no tomara la iniciativa. El
hombre es consciente de que no puede alcanzar lo sagrado si no se sitúa en
actitud de escucha.

— El sacrificio, junto a la oración, tiene una importancia capital en la vida cultual hombre.
La idea central del sacrificio es «ofrecer a la divinidad, dueña de la vida y de las cosas,
algo que le pertenece, con la finalidad de reconocer su dominio soberano o la de
participar en su misma naturaleza, de expiar las faltas propias o las del grupo étnico-
político, manifestarle agradecimiento o congraciarse en la petición de algún favor».

Aunque está menos extendido que la oración, el sacrificio constituye un fenómeno cultual
muy difundido, de manera que para algunos autores constituiría el acto cultual por
excelencia. De hecho, en el sacrificio se condensa de forma rica y expresiva la vida
religiosa del hombre.

Sin pretensión de exhaustividad, podemos decir que las formas más significativas que
asume el sacrificio en las distintas religiones son tres: sacrificio cruento, sacrificio
incruento y sacrificio de comunión.

El sacrificio cruento consiste en la inmolación de una víctima viva con derramamiento de


sangre. Por lo general es un sacrificio de expiación que tiene como objeto expiar el
pecado y restablecer el pacto con la divinidad. Normalmente la víctima escogida sustituye
al sujeto sacrificante, es decir, al rey, al sacerdote o al pueblo entero. Una forma anormal
de estos sacrificios es el sacrificio de seres humanos, que son inmolados a la divinidad
con el fin de aplacar su ira y alejar su venganza. Incluso estos sacrificios, a pesar de su
monstruosidad, manifiestan el deseo de redención del hombre.

El sacrificio incruento consiste normalmente en ofrendas de productos de la tierra o


elaboraciones no sangrientas de los animales, como los panales de miel. La finalidad de
la donación puede ser muy distinta y va desde la voluntad de dar de comer a los dioses al
deseo de reconocer explícitamente la propia dependencia de lo sagrado.

Por último, el sacrificio de comunión. La modalidad más común es el banquete de


comunión, en el que la divinidad y el oferente participan de la misma víctima sacrificial. La
intención de fondo es capacitar al creyente para unirse a lo sagrado de un modo íntimo y
profundo con el fin de revigorizar su relación vital con él.
La característica esencial del sacrificio consiste en hacer sagrado algo. Etimológicamente
sacrificio alude al faceré sacrum, hacer sagrado algo o consagrarlo a la divinidad. Esto
lleva consigo dos aspectos inescindibles y complementarios. En primer lugar, el sacrificio
es un hacer sagrado en el sentido de que él mismo es una acción sagrada. A diferencia
de la acción mágica, la acción sacrificial es sagrada en la medida en que se realiza no
sólo con corrección formal sino con sentimientos de devoción y veneración. En segundo
lugar, es un hacer sagrado en cuanto que la acción del creyente se traduce en una
consagración efectiva de la realidad sacrificada.

Él sacrificio es, por tanto, un acto sagrado y sacralizante en el que se expresa la voluntad
de encuentro con lo divino mediante el ofrecimiento de un don o de una víctima. Los
aspectos constitutivos del sacrificio son tres: 1) la voluntad de donación de algo a lo
divino; 2) la experiencia de la propia indignidad; 3) la voluntad de relacionarse con la
realidad trascendente. La finalidad suprema es restablecer la comunión entre lo divino y lo
humano.

— La institución del sacerdocio otro modo de expresión de la actitud religiosa del hombre
en el culto. Por lo general, la función sacerdotal pertenecía en principio al jefe de la
comunidad, ya sea el paterfamilias o el rey o caudillo. En la mayoría de los pueblos el
sacerdocio natural pasó del jefe de la familia al jefe del pueblo. El rey actuaba como
sacerdote, representante del pueblo en sus relaciones con la divinidad. Posteriormente, el
rey nombró —bien por elección popular, bien por designación directa— unos sacerdotes,
que tenían generalmente el rango de funcionarios estatales. Así se institucionaliza el
sacerdocio «profesional», que es una delegación del sacerdocio real.

La función del sacerdote en la mayoría de religiones, y especialmente en las étnico-


políticas, es la de mediador entre la divinidad y su respectivo grupo. Es delegado del
grupo para aplacar la divinidad trascendente obteniendo su protección. Por eso la función
definitoria del sacerdocio oficial de estas religiones es la sacrificial con otros aspectos que
en la antigüedad estaban relacionados con el sacrificio como son la oración y la mántica o
adivinación.

En las religiones de tipo mistérico el sacerdote tiene una función representativa, es decir
re-presenta, hace presente de nuevo, a la divinidad.

c) Expresiones de la actitud religiosa en el comportamiento ético


La actitud religiosa se expresa mediante dos tipos de acciones. Acabamos de fijarnos en
la acción cultual; pasamos a estudiar la ética en cuanto expresión a nivel de acción de la
relación religiosa.

El examen de las múltiples formas de religión que nos ofrece la historia permite constatar
que la adoración de lo sagrado está ligada con la idea de ética, es decir, con la idea de
obligación moral. Las raíces principales de la relación ética y religión son principalmente
tres.
Esto se debe, sobre todo, a que la relación del hombre religiosa con lo divino es
totalizadora debido al carácter absoluto y trascendente que éste tiene; por ello no puede
menos de afectar a la esfera operativa de la persona. Si esta relación es concebida como
una nueva forma de ser, es natural que se traduzca en la acción del hombre, en la que
ese ser se realiza. Esto explica que cada religión comporte como uno de sus elementos
un código moral, un código de normas que han de regir la conducta de sus fieles.

En segundo lugar, puesto que Dios es el sumo bien y el valor supremo, la relación con Él
se expresará lógicamente en determinadas obligaciones morales. Lo que ha sido
denominado «teocentrismo axiológico» (es decir, concentración en Dios de los valores) no
puede sino ser fuente exigitiva de deberes.

Hay que añadir finalmente que la fe en la divinidad y su adoración son hechos sociales y
comportan la convicción de que las ordenaciones morales y jurídicas que mantienen esa
sociedad tienen origen divino y, por tanto, valor absoluto. Basta remitir, a este propósito,
al hecho de que la idea de ser supremo, forma común de expresión de lo divino entre los
primitivos, posee de ordinario como uno de sus atributos el de garantizar el orden moral
de la comunidad.

En fin, se puede decir que en todas las grandes religiones de la humanidad se han
desarrollado diferentes códigos morales en los que aparece la recurrencia a una núcleo
central: la atención y obediencia a la divinidad y el respeto y amor al prójimo.

d) Expresiones de la actitud religiosa a nivel de estética


Además de tener una expresión a nivel racional (mitos y doctrinas) y a nivel de acción
(culto y ética), la actitud religiosa se expresa también a nivel del sentimiento o la emoción.
La presencia de lo divino deja una huella profunda en el hombre. Sus ecos se pueden oír
de dos formas importantes.

La primera es el clima emocional que rodea todas las demás manifestaciones de la actitud
religiosa. En toda fiesta hay, además de las múltiples acciones que llenan el tiempo
sagrado, un clima festivo hecho de esa impresión de novedad, de alegría de maravilla-
miento que se expresa en múltiples acciones y que es el producto de la emoción religiosa
del sujeto en fiesta. Una de las manifestaciones de esa cualidad emocional de la actitud
religiosa consiste en la intensidad emotiva con que el sujeto se ve afectado en ella y que
se traduce en ese estado de ánimo específicamente religioso en su origen que llamamos
entusiasmo.

Pero la emoción religiosa tiene una segunda manifestación en las diferentes formas de
arte religioso. La religión ha necesitado expresarse desde sus comienzos, al mismo
tiempo que en acciones y pensamiento, en manifestaciones multiformes de la experiencia
estética.

El arte religioso constituye un vehículo privilegiado que despierta el contacto con lo divino.
Su carácter religioso viene producido, no por lo que significan sus figuras (que podrían ser
profanas) sino por su participación en una sensibilidad estética religiosamente cualificada.
En este sentido una melodía que no requiere imágenes visuales, un canto cuya letra no
se entiende o una pintura no figurativa pueden ser expresiones profundamente religiosas,
aunque no sean «sacras» en sentido jurídico.

e) La dimensión comunitaria de la religión


La religión no es un fenómeno puramente individual, sino una realidad social. No hay
religión que no esté vinculada a una comunidad, que no proceda de una comunidad. Ello
se debe a la constitución misma del hombre, que es un ser social. En cuanto expresión de
un ser que intrínsecamente tiene un carácter social, la religión no puede prescindir de este
componente social.

El hecho religioso siempre está vinculado a una sociedad En las sociedades antiguas (y
aún ahora en muchos países musulmanes) dominaba una sociedad de tipo sacral, en la
que la comunidad asume funciones tanto civiles como religiosas. En las sociedades
modernas se da una diferenciación entre sociedad civil y religiosa. Sin embargo, aún en
estas sociedades la religión no es un asunto privado sino que adquiere formas
comunitarias, sociales e institucionales muy elaboradas.

La dimensión social de la religión se apoya y se origina desde la experiencia individual. La


dimensión social de la religión comienza cuando un hombre, dotado carismáticamente y
que ha vivido una experiencia, se la transmite a otros, se la comunica a los demás. En
torno a este hombre, que proclama y certifica su experiencia religiosa, cristaliza un grupo
de seguidores, con lo cual, el proceso entra dentro de unas normativas sociales.

Los grupos y formaciones comunitarias de índole religiosa pueden adoptar formas muy
diversas. La historia de las religiones nos presenta una tipología de estas formas
comunitarias: familia, comunidad doméstica, clan, tribu, casta, comunidad de culto, secta,
iglesia, etc. Se debe a Gustav Mensching la caracterización de la dimensión social de la
religión según dos tipos básicos: la religión nacional y la religión universal. En la religión
nacional se identifica la comunidad religiosa con las formas naturales de agrupamiento
que se dan en la familia, el clan, la tribu o el pueblo. Las religiones universales se
distancian de las nacionales porque con su pretensión de transmitir la salvación a todos
los hombres se orientan directamente a la comunidad. Suponen como sustrato sociológico
una cierta individualización y subjetivización del hombre.

La función que tiene la comunidad religiosa es doble: es al mismo tiempo portadora y


mediadora de salvación. Sobre todo es portadora de salvación en cuanto que a ella le
compite garantizar por medio de sus instituciones el encuentro de lo divino con lo
humano. Es portadora de salvación en cuanto que la salvación se revela, al menos en las
religiones no monistas, como una comunión de vida no sólo con el Absoluto, sino también
con la comunidad de creyentes. Por otra parte, es mediadora de salvación desde el
momento en el que el individuo se hace creyente. De la comunidad recibe el individuo el
conjunto de creencias religiosas y en la comunidad vive en plenitud el culto divino.
La comunidad sirve de apoyo a la religión de diversos modos. Por una parte, el hombre
necesita de la fuerza sugestiva de los demás para corroborar su propia experiencia
interior. Por otro lado, sólo la comunidad puede preservar al individuo del riesgo de la
unilateralidad y el subjetivismo propios de una experiencia religiosa cerrada en sí misma.
Por último, en la comunidad se puede promover, gracias a la diversidad de sexos, edades
y cultura, un fecundo intercambio de valores.

La religión aporta también muchos elementos a la comunidad social. Principalmente, la


religión es un factor de cohesión entre los hombres. Es indudable que la religión vincula a
los individuos en el entramado social y le capacita para el obrar social. También es
promotora de estabilidad social, de orden, de compromiso Moral.

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