Analisis
Analisis
Analisis
Con el fin de acceder a la naturaleza de la religión, conviene que nos fijemos en lo que se
ha denominado «hecho religioso». El modo de acercamiento será la fenomenología. Ésta
realiza una interpretación generalmente descriptiva del hecho religioso a partir de sus
innumerables manifestaciones históricas; descripción que trata de comprender su es-
tructura significativa.
El primer tema de esta parte se ocupa de presentar la amplitud y universalidad del hecho
religioso (religión en sentido objetivo) y los rasgos principales de la experiencia religiosa
(religión en sentido subjetivo). Este estudio pondrá de relieve la existencia de dos polos
en la experiencia religiosa: el aspecto objetivo y el subjetivo. Los siguientes temas tendrán
por objeto presentar cómo aparece el objeto de la experiencia religiosa —Dios—"y cuáles
son las actitudes fundamentales del sujeto en dicha experiencia.
Entre las diferentes manifestaciones históricas del hecho religioso, como una forma
especialmente elevada del mismo, se encuentra el cristianismo. Con ellas comparte una
serie de rasgos comunes que permiten hablar de él como de una religión, aun cuando la
1
A. BRUNNER, La religión, Herder, Barcelona 1963, p. 10 s.
existencia de unos rasgos peculiares convierten el fenómeno cristiano en una religión
original que lleva a los cristianos a ver en él la presencia de una verdadera mutación en la
tradición religiosa de la humanidad.
El cristianismo ha dejado de tal manera su impronta en la filosofía y en la reflexión sobre
lo religioso que continúa determinando, se reconozca o no, la reflexión sobre la religión.
Según esta representación tácitamente cristiana, la religión:1) remite ante todo a la fe
personal; 2) esta religión, engastada en la metafísica, cree en un Dios único, trascendente
y eterno; 3) se traduce en un culto definido; 4) promulga preceptos morales «(los diez
mandamientos, el sermón de la montaña, la casuística); 5) se encarna en una institución,
casi política, una «Iglesia», con su jerarquía de clérigos; 6) se define a través de dogmas,
o artículos de fe, los cuales se supone, por último, que 7) están inspirados por textos
sagrados, transmitidos por revelación y mantenidos por tradición.
Nuestro objetivo ahora es exponer las diferentes formas en las que lo divino es concebido
en las distintas religiones. Esta tarea puede realizarse exponiendo una tras otra cada una
de las religiones y presentando cómo se concibe en ellas la divinidad. Otra alternativa es
realizar un estudio comparativo, presentado a grandes rasgos los modos fundamentales
en que se representa lo divino. Nosotros seguiremos la segunda opción, aun a sabiendas
de que una clasificación como la que vamos a proponer no puede ser nunca exhaustiva.
Desde una perspectiva tipológica, lo divino ha sido concebido por el creyente según seis
formas fundamentales: como ser supremo, de modo politeísta, de modo dualista, de modo
monista o panteísta, como realidad inabarcable y de modo monoteísta.
— Una característica central del politeísmo es que las múltiples figuras que
representan la divinidad son verdaderos dioses: realidades que pertenecen de
alguna manera a la esfera de lo totalmente otro y con las que el hombre puede
entrar en comunicación. Ahora bien, ningún dios tiene la plenitud del poder,
ninguno es sumo o supremo. Todos poseen una misma naturaleza divina, pero
cada uno tiene un poder y un modo de presencia.
Se ha discutido mucho acerca del origen del politeísmo. Algunos lo consideran como una
fase intermedia entre otras formas inferiores de representación de la divinidad como el
polidemonismo y el monoteísmo. Para otros autores sería una degeneración de un
monoteísmo primitivo.
Parece que el politeísmo tiene su raíz en la tendencia del hombre a sustituir una divinidad
abstracta y lejana por una divinidad más cercana al hombre, visible v diferenciada según
funciones. La raíz de la multiplicación de figuras estaría entonces en la incapacidad en
que se ha encontrado el hombre politeísta de representarse en la misma figura la
trascendencia de lo sagrado y su proximidad, su actividad, su carácter
c) El dualismo religioso
Son religiones dualistas aquellas en las que la divinidad, concebida como realidad
primordial suma y más o menos claramente personal no es considerada autora única y
única dominadora del mundo y de hombre, cualquiera que sea la explicación que se dé al
origen de esa realidad que disputa a la divinidad ese dominio absoluto, del adversario,
que puede tener un origen independiente de la divinidad, o un origen indeterminado, o
incluso haber sido producido por el creador o proceder indirectamente del mismo por
emanación.
Nótese que esta conclusión se expresa en términos de un proceso cognoscitivo que tiene
un valor y finalidad formalmente religiosos por cuanto se realiza con vistas a conseguir
una salvación radical: la salvación entendida como proceso de liberación de las tinieblas e
inmersión progresiva en la luz. Finalmente, liberada de las cadenas del ciclo de
reencarnaciones, el alma se identifica con el Todo-Uno. Se supera así el reino de maya,
es decir, de la multiplicidad.
Hay que notar también que en los mismos Upanisades esta concepción monista va
acompañada de referencias a un dios personal de tipo teísta. Para algunos, esta
concepción personalista representaría el último estadio de evolución del hinduismo. Otros
autores piensan que ambas concepciones se dan al mismo tiempo. Mientras que la que
se centra en el brahmán sería propia de los filósofos, la que atiende al dios personal
expresaría la fe popular.
Desde el siglo XVII en el que los occidentales entraron en contacto con él, fue aplicada al
budismo la calificación de ateo. Y es cierto que el budismo no reconoce al Dios creador y
providente del monoteísmo y, en este sentido, sería ateo. Sin embargo, en el budismo
queda algún espacio para lo divino, si bien como silencio.
f) El monoteísmo
Por monoteísmo se entiende la, fe en un solo Dios. Las características esenciales de la
religiosidad monoteísta son dos:
Entre las razones para sostener el carácter real de la divinidad, recordamos las
siguientes:
b) Datos históricos. Es un hecho universal, que puede encontrarse en todas las formas
históricas de religión, la certeza de la existencia de lo divino, la cual es el fundamento de
la auténtica actitud creyente. El creyente venera, adora y se ofrece al Absoluto porque
está persuadido de su existencia. No cree en la divinidad porque ésta le parece útil, sino
que sólo es útil en cuanto es verdaderamente real. Junto a la realidad profana, empírica,
común, el creyente reconoce la existencia de otra realidad o, al menos, de una dimensión
nueva, real y efectiva que constituye el vértice mismo del universo.
Este hecho es ratificado por la experiencia de las distintas religiones. Para los pueblos
primitivos, como para las sociedades premodernas, lo sagrado se entiende como fuerza y
realidad simpliciter. Aún más, frente a él, el mismo mundo profano aparece como irreal o
pseudorreal.
«Al comienzo, hijo mío, de todas las cosas no existía más que lo Uno. Es cierto que
algunos dicen: De todas las cosas, al principio, existía, sola y sin segundo, la nada. De la
nada nació lo Uno (el Ser). Pero, ¿cómo pudo ser así? —continúa él— ¿Cómo va a nacer
lo Uno, el Ser, de lo no-Uno, del no-ser? En verdad, al comienzo, existía lo Uno, el Ser,
solo y sin segundo».
En primer lugar es precisó notar que quien negase o dudase de la existencia real de la
divinidad no podría sostener actitudes de veneración ni orar. ¿Cómo sería posible
arrodillarse ante las imágenes de los dioses, cómo sentirse verdaderamente polvo y
ceniza ante el Dios del cielo, si la divinidad no es una realidad indubitable, si la existencia
de lo divino fuese sólo hipotética, plausible, deseable, pero no real? El actuar coma si
Dios existiera haría posible la recitación de fórmulas, pero no la adoración auténtica ni la
súplica sincera. Quien ora sabe que no está fantaseando. No juega con las ideas, sino
que cree: cree firmemente en una realidad que está presente y a la escucha.
En segundo lugar, hemos de señalar que la vida religiosa supone una coherencia
existencial, una radicalidad de vida. Las propias creencias pueden exigir, incluso el
testimonio del martirio, el don de la propia vida. Todo esto sería imposible, no sería
sensato, si el creyente no estuviera seguro de la existencia de aquel que le solicita la
entrega radical.
Por último, repugna al acto religioso ser reducido a medio par a una finalidad superior. No
es verdad que se afirme la existencia de objetos religiosos porque se necesite de ellos;
más bien al contrario los necesitamos porque existen. Nada es más contrario al modo de
sentir del creyente que la consideración de la realidad divina como subordinada a valores
extrínsecos.
Otros autores, sin negar la capacidad del hombre para abrirse a un mundo trascendente,
consideran que la dimensión trascendente no es una nota constitutiva de la experiencia
religiosa. Según ellos, existirían formas religiosas en las que Dios es vivido de manera no
trascendente. Existen, dice Schleiermacher, religiones sin Dios.
Las formas religiosas que no reconocen el carácter trascendente de la divinidad serían
fundamentalmente tres:
1) En primer lugar, en las religiones politeístas existe una fuerte tendencia a deificar
cosas, héroes u otras personalidades ilustres. En este caso, la divinidad no tiene el
carácter de trascendencia real, absoluta, sino que es el resultado de un proceso de
idealización o sublimación de realidades creaturales. Especialmente en la religiosidad
telúrico-mistérica se da una fuerte tendencia inmanentista.
3) Por último, niegan también la trascendencia (al menos indirectamente) los deístas, es
decir, quienes admiten la existencia de un ser divino absoluto pero excluyen la posibilidad
de relación con Él. Dios vive inaccesible en su propio mundo y no se interesa por lo que
acaece al hombre. En este caso, como es evidente, no es negada la dimensión de
alteridad. Más aún, en apariencia es exaltada. Pero en realidad es interpretada de un
modo demasiado humano. En efecto, cuando se entiende la trascendencia como
indiferencia y lejanía se ve en la cercanía salvífica de Dios un sinónimo de contigüidad
ontológica. Como si una intervención providente contaminase a lo divino con el reino de
las criaturas.
2
En los textos Upanisad se señala al Brahman como lo absoluto, que se encuentra en todo el universo, que es la esencia
de todo, que transciende a todo, que es inmanente y causa eficiente del cosmos; en tanto que a nivel de microcosmos su
correlato es el ātmā o alma eterna de cada individuo.
cualitativamente distinta del hombre. En cuanto tal, se reviste de maiestas. Es vivido y
percibido como deinov (portentoso), augustum (digno de supremo respeto), tremendum et
fascinans a la vez.
Ahora bien, el conocimiento del hombre es limitado y está ligado siempre a la experiencia
sensible. El hombre no puede ver sino con sus propios ojos. Por eso, el conocimiento
humano no puede no ser antropomórfico.
Esto no impide que en la conciencia que poseemos de la divinidad sea posible distinguir
un doble aspecto: el modo de representación (que es necesariamente antropomórfico: no
podemos pensar sino en términos de espacio y tiempo, no podemos concebir nada sino
sobre la falsilla del ser humano) y la misma realidad representada. El creyente conoce
muy bien los límites de sus propias imágenes de lo sagrado. Sabe que el Dios a quien
adora es infinitamente superior a sus representaciones. Conoce sus límites y la
precariedad radical de sus conceptos, los cuales, sin ser falsos, resultan infinitamente
inadecuados para expresar la riqueza interior de la vida divina.
Por otra parte, una realidad abstracta e impersonal no puede satisfacer el sentido religioso
popular. De ahí que en los Upanisades se note un proceso evolutivo que pasa del
monismo panteísta al teísmo. Así lo indican los epítetos atribuidos, que denotan todos la
admisión de un Dios personal: «señor», «Dios adorable», «soberano de todo», «dador de
bendición», «protector de todos los seres», etc., designaciones que aparecen en los
Upanisades posteriores.
El budismo (no cree en Dios ni en dioses si se les concibe como causa eficiente. En
cambio admite una realidad (el nirvana) que es la causa final, meta a la que tienden los
budistas. Tienen, pues, también su Absoluto, al que tienden mediante un esfuerzo
continuado de ascésis personal.
2. Respecto a las religiones politeístas, hay que decir que no veneran normalmente
divinidades fruto de la divinización de héroes. Por el contrario, este hecho es típico de las
fases degenerativas de la misma religiosidad politeísta. Es verdad que los dioses son
concebidos de modo excesivamente antropomórfico, pero también en estos casos está
presente la conciencia de que la imagen que el creyente tiene de la divinidad es
esencialmente inadecuada.
3. En cuanto al deismo, que excluye cualquier relación de la divinidad con las criaturas,
hay que decir que no es una religión sino un sistema filosófico. Por ello ha dado lugar a
pensadores iluminados, pero no a santos.
Por un lado, la trascendencia ontológica revela la ruptura que existe entre el ámbito de lo
sagrado y el mundo. Se trata de una alteridad radical. Lo divino es experimentado, por
ello, como el Totalmente Otro por excelencia.
Por otro lado, esa diversidad respecto al mundo no supone la negación de la posibilidad
de que lo divino se relacione con él. La trascendencia de lo divino y su alteridad no
impiden la intimidad entre lo divino y lo humano.
Es preciso subrayar que este carácter misterioso no es parcial sino radical y completo.
Afecta a toda la realidad de Dios; su existir y su esencia, su obrar y su naturaleza íntima.
Pero si lo sagrado excede por completo la capacidad cognoscitiva del hombre, el hombre
no puede decir nada de Dios, y entonces ¿cómo conocer al que es por definición
incognoscible? No sirve aquí recurrir a un conocimiento ateorético de la divinidad. La
incognoscibilidad de Dios no excluye sólo la posibilidad de concebir lo divino, de
tematizarlo en categorías conceptuales, sino también de captarlo con medios
extrateoréticos (corazón, sentimiento, intuición, etc.). Todo lo que es creatural resulta
intrínsecamente limitado, finito, contingente y, en cuanto tal, incapaz de captar y expresar
el misterio de lo sagrado.
Que el carácter de misterio sea una nota constitutiva de la experiencia sacral parece
también oponerse a algunas formas históricas de religiosidad.
En primer lugar, en cierta religiosidad primitiva se concibe a los dioses de modo tan
semejante a los hombres que el carácter misterioso de los mismos no es patente. Por
ejemplo, los dioses homéricos son iguales a los hombres, e incluso son iracundos,
celosos, etc. ¿Dónde queda su carácter misterioso?
Otra dificultad proviene del hinduismo de los Upanisades, que identifica el brahmán3 con
el principio mismo de la subjetividad del hombre, el atman. ¿Qué ámbito queda entonces
para el misterio? El yo, que mediante la meditación y la iluminación alcanza la plena
comprensión de sí, se descubre como últimamente idéntico y consustancial con el
principio divino.
Esto es testimoniado no sólo por las religiones históricas en las que el sentido del arcano
se convierte en fuente de ritos y doctrinas secretas, sino en la misma práctica que existe
en diversas religiones del silencio sagrado. También los místicos son conscientes de que
la esencia divina no puede expresarse en conceptos causales. Por ello insisten en que
Dios está más allá de cualquier cosa y de cualquier valor.
3
Soplo vital que todo lo penetra, viento sacro que todo lo vivifica.
cualidad particular. No sabiendo expresar el mundo con el que se siente relacionado, el
creyente acude a realidades excepcionales del ámbito ultramundano, las cuales son raras
o extrañas (animales, plantas, seres fantásticos) o inaccesibles, inmensas (cielo, astros,
montes) y eficaces y fértiles (agua, tierra, humo, lagos). Por otro lado, se expresa también
en hechos portentosos, en prodigios, narrados en forma histórica.
Esto no significa, sin embargo, que el hombre no pueda conocer de algún modo lo divino
y que cualquier afirmación sea equivalente. Tanto la analogía como el conocimiento
simbólico apuntan a unas vías de aproximación y conocimiento de lo divino que, sin
embargo, no pretenden abarcarlo por completo, es decir, que respetan su carácter
misterioso. Constituyen ese conocimiento in speculo del que habla el apóstol Pablo. Es un
conocimiento que niega en el Absoluto lo que hay de imperfecto en las criaturas (vía
negativa), que afirma la presencia de Dios en cualquier atribución que no comporte
intrínsecamente, una imperfección (vía positiva) y que, negando los límites cualitativos y
cuantitativos con los que las perfecciones se encuentran en las cosas, extiende al infinito
las riquezas propias de las criaturas (vía eminentiae).
c) Queda por afrontar las objeciones respecto al carácter misterioso de lo divino que
podrían suponer algunas expresiones religiosas.
Una de las manifestaciones de que lo divino es considerado como algo misterioso está en
el hecho de que sea difícil acceder a la experiencia religiosa. Esto no es negado por las
religiones politeístas. Además, junto a formas exasperadas de antropomorfismo (típicas,
por ejemplo, de los poemas homéricas), permanece la conciencia del carácter inadecuado
que tienen las propias configuraciones de lo divino.
Respecto al hinduismo, es cierto que la identidad sustancial entre atman y brahmán, entre
el principio último de subjetividad y la raíz energética de la objetividad, supone no sólo
una plena identidad entitativa sino una total homogeneidad cognoscitiva entre el ámbito
de lo humano y el de lo divino. En el hinduismo la alteridad radical de Dios resulta
gravemente comprometida. Aun así, para el Upanisad existe una diferencia radical entre
el orden fenoménico y el de la verdadera realidad. En el reino de maya, la divinidad
permanece como un misterio insondable, la identidad se hace añicos, lo divino se
contrapone a lo humano. En el mundo de la iluminación, el pensamiento del hombre se
pierde en el de Dios, el sujeto se sumerge en el Absoluto, descubriendo el carácter
ilusorio de la distinción dualista. Es suficiente esto para fundar el sentimiento religioso. Es
suficiente la percepción de la diferencia entre el orden profano y el sacral para que surja el
sentido del misterio, el amor a lo desconocido, la percepción de la trascendencia inefable.
3.4. El carácter personal de lo divino
Nos preguntamos ahora si pertenece a la esencia de la experiencia religiosa el dirigirse
hacia una realidad que, lejos de ser un puro objeto, se muestra con caracteres personales
y se manifiesta últimamente como un Tú. Hemos de repetir que la investigación es
fenomenológica. No nos preguntamos por la existencia objetiva de un Dios o de una
pluralidad de dioses, sino por el modo subjetivo en el que el creyente percibe la divinidad.
Esto no significa, sin embargo, limitarse al puro dato de hecho, sino que es preciso
intentar descubrir la estructura esencial del hecho, su forma constitutiva y necesaria.
En este punto las opiniones de los estudiosos son muy divergentes. Entre los autores que
consideran la dimensión personal como un atributo esencial de la divinidad destaca Max
Scheler, para el cual la idea de un «espíritu impersonal» carece de sentido. Del mismo
modo opinan W. Jülich —para el que lo divino no puede ser nunca una fuerza ciega sino
un Tú— y W. Schmidt También el psiquiatra V. E. Frankl afirma que la religión comienza
sólo cuando Dios es sentido como un ser personal, como la Persona por excelencia.
Otros autores refutan esta posición. Destacan Spinoza, Schleiermacher, A. E. Biedermann
y E. von Hartmann.
Junto a razones teóricas, muchos autores ven también razones históricas para negar que
la personalidad sea una característica de la divinidad. Se subraya en este caso la
existencia de religiones impersonales no sólo en estadios inferiores de la religiosidad sino
incluso en culturas más avanzadas.
Por último, el carácter personal de la divinidad es negado sobre todo en los Upanisades y
en el budismo theravada.
Tal como puso de relieve Max Scheler, los valores personales son inequívocamente más
altos y nobles que los valores no personales. De hecho, no hay nada superior en el orden
creatural a la dignidad de la persona humana. El hombre religioso no podría ser
interpelado por una realidad que, no siendo personal, aparecería como algo radicalmente
inferior. La experiencia religiosa es una vivencia del yo, que no podría realizarse sino en
correlación con una realidad vivida y experimentada como personal. El yo no puede
sentirse vinculado sino por un Tú trascendente, la persona no puede sentirse subordinada
sino respecto a otra persona.
Por esto, porque es interpelado por una presencia superior que se configura coma
persona, el creyente experimenta la necesidad de dar una respuesta adecuada. Sea cual
sea la respuesta, positiva o negativa, de aceptación adorante o de rechazo blasfemo, el
creyente es consciente de haber sido llamado a responder en términos personales a
quien lo interpela.
Esto vale también para la conciencia de pecado, con la que el hombre religioso se percibe
ante la divinidad. El creyente no sólo tiene conciencia de haber errado objetivamente,
sino también de vivir en una situación de radical deuda frente a una voluntad santa que él
ha transgredido y ofendido positivamente. Pecar no es sólo no respetar una norma
trascendente o un orden cósmico supremo sino ser consciente de haber transgredido
positivamente un precepto divino.
El hombre que entra en relación existencial con la divinidad es también empujado por la
esperanza firme de poder, a pesar de su indignidad, encontrar su plena realización en la
unión mística con lo sagrado. Pero nada podría apagar el deseo de esta unión si no fuera
una realidad personal.
c) El carácter personal de la divinidad no es contradicho de manera decisiva por las
religiones históricas. Para muchos autores la creencia en una potencia más o menos
impersonal no sería el aspecto más característico de la religiosidad de los pueblos sin
escritura. Por encima del mana se pone la realidad de un Ser supremo cuya existencia no
es indiferente. A esta divinidad se recurre en los momentos supremos de la existencia.
Además, el primitivo percibe fuerzas o realidades tanto naturales como sobrenaturales
sólo en la medida en que le afectan personalmente. De este modo, tales fuerzas
adquieren a sus ojos caracteres de alguna forma personales.
Más complejo es el caso del monismo hindú. Siempre son posibles, sin embargo, algunas
puntualizaciones. En primer lugar, hay que decir que la enseñanza de los Upanisades
corre paralela a la praxis de la mayoría de creyentes, que admite, junto al principio divino
absoluto, una pluralidad de dioses marcadamente personales. Esto es confirmado
también por los grandes intérpretes del pensamiento hindú, que consideran que el atman,
siendo inmanente, es intuido y sentido en su unidad y totalidad como un Dios personal.
Respecto al budismo, es indudable que nos encontramos ante un caso límite. El respeto
absoluto de la trascendencia ha reducido al mínimo la representación de esa
trascendencia en que se apoya su reconocimiento. Pero tal reconocimiento existe. En ese
reconocimiento de la trascendencia cabe ver la presencia de una forma de alguna manera
personal de vivir la relación religiosa.
Por otra parte, también debe evitarse el peligro de considerar simplemente como no
auténticamente religiosas aquellas expresiones en las que falte alguno de los elementos
esenciales. No debe excluirse de la esfera religiosa al budismo o al hinduismo sólo porque
el aspecto personal de la divinidad sea gravemente desconocido.
El carácter personal de la divinidad es un elemento no sólo de hecho sino que pertenece
de derecho a cualquier experiencia religiosa que se realice de modo adecuado. Sólo en la
medida en que el hombre se dirija a un ser divino concebido como realidad
eminentemente personal, puede encontrar satisfacción plena de sus deseos. Un ser que
fuera intrínsecamente infrapersonal no podría igualar en dignidad al hombre ni
responderle adecuadamente.
Estas tres características no se hallan exentas de dificultades tanto teóricas como debidas
a ciertos datos históricos. En efecto, en el ámbito histórico-fenomenológico se cuestiona
no la posibilidad de una realidad sacra, santa y salvífica sino el que la experiencia
religiosa haya concebido de este modo a la divinidad.
Respecto a lo sacro y lo santo, muchos autores —siguiendo a Mircea Eliade— dicen que
lo divino es vivido por el creyente de un modo ambivalente: como realidad sacrosanta y
como potencia execrable. En el Tratado de historia de las religiones dice Eliade que en las
antiguas religiones lo sacro induce al hombre a protegerse de él. El hombre percibe en lo
sacro una potencia terrorífica y nefasta, una fuente de impureza y contaminación más que
una fuente de santidad e inocencia.
En muchas religiones están presentes también seres divinos violentos, crueles e incluso
malvados y perversos. No son extraños dioses violentos como el germánico Donar o
dioses mentirosos como el azteca Tezcatlipoca, En la India, el dragón Ahi encarna la
potencia del mal y entre los babilonios era Ma la potencia maligna. Incluso entre religiones
superiores aparecen espíritus malos como el persa Angra-mainyu, el hebreo Satán o el
griego Diabolos.
En efecto, muchos pueblos acentúan tanto el aspecto negativo de la divinidad que todas
sus prácticas rituales tienen como objeto mantener alejados a los dioses. Estas prácticas
se dirigen en general a divinidades inferiores, espíritus y seres malignos. Los adoradores
de estos dioses tienen como fin el mantenerlos alejados; su objetivo es la fuga Dei. A esto
se une que algunas religiones presentan desconcertantes aspectos de violencia que se
traducen en ritos orgiásticos, sacrificios humanos, guerras de religión y múltiples formas
de persecución e intolerancia.
1. La realidad divina aparece como sagrada. A los ojos del creyente el objeto de la
experiencia religiosa parece dotado no sólo de una dignidad ontológica insuperable sino
también de una excelencia axiológica irrepetible. No se manifiesta sólo como summum
ens, sino también como summum bonum, sacrum, como el valor por excelencia. Esto es
confirmado por el sentido profundo de adoración que el espíritu religioso siente que debe
tributar a la divinidad, una adoración que sólo debe a ella. Nada aparece para el creyente
como digno de veneración sino el propio Dios. Nada es sentido como valor absoluto sino
la divinidad. En este sentido tiene razón R. Otto cuando ve en lo sagrado no sólo un
sinónimo de lo divino, sino la dimensión específica que muestra la absoluta trascendencia
axiológica de la divinidad.
La realidad divina se revela además como valor en sí misma, como valor absoluto y
fundamento de todos los valores. Para el creyente lo divino no vale tanto por lo que ofrece
sino en sí mismo. Es un valor incondicionado, superior de modo cualitativo a cualquier
otro valor y fundamento de los mismos valores.
La realidad divina es fuente de obligación moral para el hombre. En cuanto voluntad santa
que se impone a la conciencia en virtud de su propia santidad, suscita en el hombre el
deseo apasionado de superar la condición de pecador y participar de la santidad, de lo
divino.
Las formas de intervención salvífica de la divinidad son muy diversas. Desde el punto de
vista cuantitativo van desde las hierofanías más elementales a las más personales y
sublimes. Se pasa de la manifestación en los elementos de la naturaleza (como la
hierofanía de Yahveh en la zarza ardiente o en la nube que guiaba al pueblo) a algunas
formas de unión mística, a la manifestación del principio divino en las almas santas, a la
iluminación que diviniza a Buda, al Verbum caro factum est del Dios trinitario en Cristo.
Desde el punto de vista cualitativo, la intervención divina asume tres formas de gran
importancia en el contexto de la experiencia religiosa. La modalidad universal, que
engloba las demás, es la providencia de Dios. La divinidad se presenta como Dios del
destino, señor de la suerte del hombre, padre providente y bueno. Lo sagrado interviene
con sabiduría y fuerza en la vida de los individuos y la comunidad dándoles el ser que no
tenían, previendo y proveyendo las necesidades de quienes acuden a él con confianza.
Esta actitud providente se encuentra en los dioses primitivos así como también en las
religiones politeístas. La idea de providencia no es exclusiva de religiones más
desarrolladas, sino que es una de las primeras formas de representación de la divinidad.
La segunda forma de intervención salvadora se relaciona sobre todo con el aspecto
noético; se trata de la revelación divina. La divinidad manifiesta ante todo su presencia
revelándose al hombre. Habla de sí misma y sus proyectos de salvación. Es esencial a la
revelación su carácter de don. Por un don gratuito de Dios el creyente es conducido de la
ignorancia que conduce a la perdición a la sabiduría que conduce a la vida.
Todo esto sólo es posible en la medida en que lo divino sea efectivamente entendido
como realidad intrínsecamente sagrada, santa y salvadora.
Hay que tener en cuenta que en la base de la religión se encuentra este elemento
personal. Los contenidos de la religio obiectiva se convierten en objetos religiosos sólo
cuando el hombre los acoge en su ulterior. Cuando una religión se convierte en algo
puramente objetivo, muere.
Actitud de reconocimiento
Puesto que lo sagrado es (existe), es previo a la existencia del hombre y a sus ne-
cesidades, es independiente en su existencia de todo otro ser y libre en su aparición de la
voluntad humana. Por eso al sujeto religioso no le queda otra alternativa ante la Irrupción
dejo sagrado que la acogida extática, el reconocimiento.
Pero inmediatamente debemos hacer dos precisiones; la primera, que esa realidad de lo
divino, reconocida sin reticencias por la actitud religiosa, no es deducible, en el orden del
conocimiento, ni del mundo del entorno ni de la propia subjetividad del hombre y que, por
tanto, no puede ser pensada en términos objetivos. Tal conocimiento supondría en este
caso apoderarse de lo trascendente, de lo misterioso; en cambio, el reconocimiento exige
dejarse poseer por el mismo. El centro promotor de esta relación no está en el hombre,
sino en el ser supremo; el hombre en esta relación se «descentra», cae en «éxtasis»,
podríamos decir, no se apropia de lo misterioso, sino que sale fuera de sí. Lá~segün3a,
consecuencia es que la presencia inobjetiva de lo sagrado tampoco depende, en el orden
de la voluntad, de los deseos y esfuerzos del hombre en procurarla. El la vive
simplemente como don y como gracia y se limita solamente a recibirla en gratitud.
El encuentro con lo divino lleva consigo una reacción de temor reverencial. En este
contexto Schleiermacher habla de santo temor y R. Otto de un «estremecimiento ante lo
portentoso» o de un «sentido del mysterium tremendum». La experiencia religiosa
fundamental de reverencia y temor sagrado se expresa en gestos como el arrodillarse
ante la divinidad, la prosternación o el silencio sagrado, que es expresión de la reverencia
más profunda.
La diferencia entre el temor religioso y cualquier otra forma de miedo natural es no sólo
intensiva sino cualitativa. El contacto con lo sagrado es fuente de un temor sui generis,
que suele ser calificado de santo o de reverente, porque la relación con lo santo afecta a
los mismos fundamentos últimos del ser humano. La relación con la divinidad conduce a
que el hombre tome conciencia de su dependencia respecto de lo divino (temor
existencial) y de su pecado (temor ético):
Esta constante es confirmada por la etimología que San Agustín atribuye al término
religio: es un re-elegir a Dios tras haberlo abandonado por una conducta pecaminosa. El
creyente vive este sentimiento, que se expresa de diversos modos: como desea de
purificación, de ascesis, de renovación del espíritu. El sentimiento de impureza, el deseo
de redención, los ritos de purificación y ascesis son algunas expresiones de este deseo
de renovación interior.
En cuanto percibido como valor supremo y fuente de todo bien, en cuanto voluntad
salvífica benevolente y misericordiosa, la presencia de lo sagrado genera también un
sentimiento de amor intenso a la divinidad.
Las modalidades concretas con que es vivido el deseo de salvación dependen de las
diversas religiones. Se dan fundamentalmente dos formas distintas. En las religiones
místicas se exalta la renuncia a los bienes temporales, que son vacuos. El anhelo de
unión con lo divino es vivido como liberación del mundo y unión con la divinidad. El
individuo se pierde en la totalidad del Brahmán, el yo se derrama en el océano
suprapersonal del Nirvana. En las demás religiones la unión con la divinidad no excluye la
posesión de bienes terrenos ni elimina la alteridad que se da entre Creador y criatura.
Los mitos
Una primera forma de expresión religiosa a nivel racional está constituida por los mitos.
Estos «son tanteos de respuesta a las preguntas más inquietantes, a las cuestiones más
profundas del hombre individuo y, sobre todo, del grupo humano orígenes y destino del
hombre, de la vida, explicación de la naturaleza de los seres sobrehumanos, del más allá
de la muerte; el proceso de salvación, la formación del cosmos y de la tierra entonces
habitada y conocida así como su ocaso, etc.».
La palabra mito ha ido perdiendo poco a poco el sentido peyorativo que tenía y ha sido
revalorizado como un modo de conocimiento distinto del racional, pero no por ello
irracional. El mito no se confunde con la fábula ni con la leyenda o la narración fantasiosa,
no es una pia fraus (piedad falsa) con fines edificantes. Por el contrario, el mito es un
modo, auténtico del que se sirve el hombre para expresar verdades que trascienden la
capacidad de la razón. Desde este punto de vista, el mito resulta una expresión
connatural al hombre, animal symbolicum o mythicum. En cuanto tal, es una actitud
constante, que no se limita al pasado y que sigue presente en nuestros días. Se sigue de
ello que cualquier proceso de desmitificación que no tuviera en cuenta este aspecto no
constituiría un progreso en la humanidad, sino más bien un grave atentado contra la
misma dignidad del hombre.
No se debe creer tampoco que el valor del mito resida sólo en que se trata de un modo no
reflexivo de pensar sobre los individuos y la sociedad. El mito es también un modo de
conocimiento de lo divino. Desde este punto de vista, los mitos religiosos son expresiones
de una experiencia religiosa genuina y se diferencian por ello de los mitos etiológicos,
más fantásticos. En los mitos religiosos se trasponen sobre el plano histórico
acontecimientos que se sitúan más allá del tiempo y que tienen un carácter
paradigmático. Por ello valen para los creyentes de todos los tiempos.
Un último aspecto a subrayar es que el mito está íntimamente relacionado con el rito. La
misma realidad suele ser expresada utilizando ambos resortes. Palabra y acción aparecen
aunadas en el origen de la religiosidad.
Existen diversas clasificaciones de los mitos. Nosotros seguimos la que ofrece M. Guerra,
que distingue:
— Mitos de origen: los que exponen la génesis, el origen y naturaleza de los seres
y cosas más importantes; por ejemplo, de las deidades (mitos teogónicos), del
universo, del cosmos (mitos cosmogónicos) y del hombre (mitos antropogónicos).
En casi todos estos tipos interviene la divinidad y la palabra divina o su acción,
siempre eficaces. De ordinario los mitos cosmogónicos han tenido una función de
primer orden en la filosofía de la religión, y son como el punto de arranque de la
reflexión filosófica acerca del mundo.
— Hay otros mitos cuyo tema es el fin del mundo: mitos de ocaso del mundo. De
ordinario están inscritos en un proceso cíclico de reiteración periódica más o
menos prolongada. El paso de un ciclo existencial a otro, a veces, es lento
(pitagóricos) y, con frecuencia, catastrófico (los estoicos, el hinduismo, los iranios)
bien por medio de una conflagración o incendio universal o por una gran
inundación o diluvio.
— Por último están los mitos ecológicos. Son de menor trascendencia: explican la
«causa» u origen de las realidades e instituciones socioculturales concretas; a
veces se trata de fenómenos más o menos llamativos, como la figura de una
montaña o de una roca. Otros exponen y explican las peripecias de los
antepasados más remotos de un clan, una tribu o un pueblo. En realidad, más que
de auténticos mitos, se trata de explicaciones anecdóticas del origen desconocido
de una realidad natural o social.
Junto a los aspectos mencionados, los mitos poseen también un carácter unificante, que
estimula su crecimiento y favorece su desarrollo, dando lugar a mitologías. En los mitos
se encuentran elementos que permiten una organización en un sistema coherente.
Poseen, en cuanto expresiones de una misma experiencia religiosa, una coherencia
interior que permite que surjan colecciones de mitos, sagas mitológicas, etc.
La importancia del culto es confirmada por el hecho de que en todas las religiones
encontramos lugares y acciones sagradas. Sin embargo, los modos de manifestación de
la actitud cultual son muy diversos.
Los ritos
Sin pretender una clasificación exhaustiva, podemos señalar como principales ritos los
siguientes:
— los ritos de purificación en sentido estricto, sirven para eliminar el tabú por
medio de sustancias con un poder especial, como el fuego;
La relación con lo divino abre a su vez al creyente a dos nuevas dimensiones, que son el
tiempo sagrado y el espacio sagrado.
El ritual religioso reproduce el tiempo profano en una historia que, porque se relaciona con
la divinidad, tiene un valor atemporal o supratemporal. Con el culto el hombre vive una
dimensión de eternidad. El creyente transforma mediante el rito religioso el tiempo profano
en tiempo sagrado. Este tiempo atemporal, no siendo —a diferencia de la pura sucesión
cronológica— irreversible, permite la ritualización, a la vez misteriosa y real, de las
acciones divinas.
Se realiza así una de las aspiraciones religiosas más profundas del espíritu humano,
testimoniada en la religiosidad de muchos pueblos. En la perspectiva de la reencarnación
de las religiones orientales, como el budismo o el hinduismo, el tiempo constituye la triste
ruta de la existencia del hombre. El culto representa el esfuerzo del hombre religioso por
romper esa cadena, trascendiendo el tiempo y apuntando a lo intemporal.
Entre las formas concretas en las que se manifiesta la experiencia cultual tienen especial
relieve tres modalidades significativas: la oración, el sacrificio y el sacerdocio. Por su
carácter universal, merecen un examen detallado.
«La oración se nos presenta en la historia de las religiones con una asombrosa variedad de
formas: como silenciosa meditación de un alma piadosa aislada y como solemne liturgia de
una gran comunidad; como creación original de un genio religioso y como imitación de un
sencillo devoto sin apenas formación; como fuente de expresión espontánea de las
vivencias religiosas y como recitación mecánica de una fórmula incomprendida; como
éxtasis y arrobo del corazón y como penoso cumplimiento de la ley; como descarga
involuntaria de un afecto irrefrenable y como concentración voluntaria y hasta trabajosa
sobre un objeto religioso; como un grito en voz alta y como silencioso, callado,
ensimismamiento; como literaria poesía y como discurso, pleno de emoción; como vuelo
del espíritu a la gran luz y como lamento de profunda necesidad del corazón; como jubilosa
acción de gracias y arrebatada glorificación y como humilde súplica de perdón y
compasión; como un infantil implorar vida, salud y felicidad y como un reflexivo exigir
fuerzas para la lucha moral, como sencillo ruego del pan cotidiano y como una devorante
nostalgia del mismo Dios; como un pedir y solicitar egoísta y como una generosa
preocupación por el hermano».
1) la creencia en un Dios viviente y personal. Quien reza cree en un Dios vivo que es
vivido como un interlocutor trascendente;
2) la creencia en la presencia real, inmediata, del ser divino al que se dirige la
oración. Sin tal certeza el creyente no podría expresar sus sentimientos con
sinceridad. Sin la persuasión de encontrarse ante una presencia auténtica podría
recitar, pero no orar,
3) certeza de la existencia de una relación efectiva entre el ser humano y lo divino.
Este diálogo no sería posible si la divinidad misma no tomara la iniciativa. El
hombre es consciente de que no puede alcanzar lo sagrado si no se sitúa en
actitud de escucha.
— El sacrificio, junto a la oración, tiene una importancia capital en la vida cultual hombre.
La idea central del sacrificio es «ofrecer a la divinidad, dueña de la vida y de las cosas,
algo que le pertenece, con la finalidad de reconocer su dominio soberano o la de
participar en su misma naturaleza, de expiar las faltas propias o las del grupo étnico-
político, manifestarle agradecimiento o congraciarse en la petición de algún favor».
Aunque está menos extendido que la oración, el sacrificio constituye un fenómeno cultual
muy difundido, de manera que para algunos autores constituiría el acto cultual por
excelencia. De hecho, en el sacrificio se condensa de forma rica y expresiva la vida
religiosa del hombre.
Sin pretensión de exhaustividad, podemos decir que las formas más significativas que
asume el sacrificio en las distintas religiones son tres: sacrificio cruento, sacrificio
incruento y sacrificio de comunión.
Él sacrificio es, por tanto, un acto sagrado y sacralizante en el que se expresa la voluntad
de encuentro con lo divino mediante el ofrecimiento de un don o de una víctima. Los
aspectos constitutivos del sacrificio son tres: 1) la voluntad de donación de algo a lo
divino; 2) la experiencia de la propia indignidad; 3) la voluntad de relacionarse con la
realidad trascendente. La finalidad suprema es restablecer la comunión entre lo divino y lo
humano.
— La institución del sacerdocio otro modo de expresión de la actitud religiosa del hombre
en el culto. Por lo general, la función sacerdotal pertenecía en principio al jefe de la
comunidad, ya sea el paterfamilias o el rey o caudillo. En la mayoría de los pueblos el
sacerdocio natural pasó del jefe de la familia al jefe del pueblo. El rey actuaba como
sacerdote, representante del pueblo en sus relaciones con la divinidad. Posteriormente, el
rey nombró —bien por elección popular, bien por designación directa— unos sacerdotes,
que tenían generalmente el rango de funcionarios estatales. Así se institucionaliza el
sacerdocio «profesional», que es una delegación del sacerdocio real.
En las religiones de tipo mistérico el sacerdote tiene una función representativa, es decir
re-presenta, hace presente de nuevo, a la divinidad.
El examen de las múltiples formas de religión que nos ofrece la historia permite constatar
que la adoración de lo sagrado está ligada con la idea de ética, es decir, con la idea de
obligación moral. Las raíces principales de la relación ética y religión son principalmente
tres.
Esto se debe, sobre todo, a que la relación del hombre religiosa con lo divino es
totalizadora debido al carácter absoluto y trascendente que éste tiene; por ello no puede
menos de afectar a la esfera operativa de la persona. Si esta relación es concebida como
una nueva forma de ser, es natural que se traduzca en la acción del hombre, en la que
ese ser se realiza. Esto explica que cada religión comporte como uno de sus elementos
un código moral, un código de normas que han de regir la conducta de sus fieles.
En segundo lugar, puesto que Dios es el sumo bien y el valor supremo, la relación con Él
se expresará lógicamente en determinadas obligaciones morales. Lo que ha sido
denominado «teocentrismo axiológico» (es decir, concentración en Dios de los valores) no
puede sino ser fuente exigitiva de deberes.
Hay que añadir finalmente que la fe en la divinidad y su adoración son hechos sociales y
comportan la convicción de que las ordenaciones morales y jurídicas que mantienen esa
sociedad tienen origen divino y, por tanto, valor absoluto. Basta remitir, a este propósito,
al hecho de que la idea de ser supremo, forma común de expresión de lo divino entre los
primitivos, posee de ordinario como uno de sus atributos el de garantizar el orden moral
de la comunidad.
En fin, se puede decir que en todas las grandes religiones de la humanidad se han
desarrollado diferentes códigos morales en los que aparece la recurrencia a una núcleo
central: la atención y obediencia a la divinidad y el respeto y amor al prójimo.
La primera es el clima emocional que rodea todas las demás manifestaciones de la actitud
religiosa. En toda fiesta hay, además de las múltiples acciones que llenan el tiempo
sagrado, un clima festivo hecho de esa impresión de novedad, de alegría de maravilla-
miento que se expresa en múltiples acciones y que es el producto de la emoción religiosa
del sujeto en fiesta. Una de las manifestaciones de esa cualidad emocional de la actitud
religiosa consiste en la intensidad emotiva con que el sujeto se ve afectado en ella y que
se traduce en ese estado de ánimo específicamente religioso en su origen que llamamos
entusiasmo.
Pero la emoción religiosa tiene una segunda manifestación en las diferentes formas de
arte religioso. La religión ha necesitado expresarse desde sus comienzos, al mismo
tiempo que en acciones y pensamiento, en manifestaciones multiformes de la experiencia
estética.
El arte religioso constituye un vehículo privilegiado que despierta el contacto con lo divino.
Su carácter religioso viene producido, no por lo que significan sus figuras (que podrían ser
profanas) sino por su participación en una sensibilidad estética religiosamente cualificada.
En este sentido una melodía que no requiere imágenes visuales, un canto cuya letra no
se entiende o una pintura no figurativa pueden ser expresiones profundamente religiosas,
aunque no sean «sacras» en sentido jurídico.
El hecho religioso siempre está vinculado a una sociedad En las sociedades antiguas (y
aún ahora en muchos países musulmanes) dominaba una sociedad de tipo sacral, en la
que la comunidad asume funciones tanto civiles como religiosas. En las sociedades
modernas se da una diferenciación entre sociedad civil y religiosa. Sin embargo, aún en
estas sociedades la religión no es un asunto privado sino que adquiere formas
comunitarias, sociales e institucionales muy elaboradas.
Los grupos y formaciones comunitarias de índole religiosa pueden adoptar formas muy
diversas. La historia de las religiones nos presenta una tipología de estas formas
comunitarias: familia, comunidad doméstica, clan, tribu, casta, comunidad de culto, secta,
iglesia, etc. Se debe a Gustav Mensching la caracterización de la dimensión social de la
religión según dos tipos básicos: la religión nacional y la religión universal. En la religión
nacional se identifica la comunidad religiosa con las formas naturales de agrupamiento
que se dan en la familia, el clan, la tribu o el pueblo. Las religiones universales se
distancian de las nacionales porque con su pretensión de transmitir la salvación a todos
los hombres se orientan directamente a la comunidad. Suponen como sustrato sociológico
una cierta individualización y subjetivización del hombre.