Mosse

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Las doctrinas

Claude Mossé

colección beta
a. redondo
editor
Sepulveda, 41
Barcelona 15
Histoire des doctrines politiques en Grèce
publicada en la colección Que sais-je ?
de Presses Universitaires de France

Traducción:
Rosario de la Iglesia, licenciada en
Filosofía y Letras

Diseño, cubierta y maqueta:


Pérez Sánchez - Zimmermann

© 1969: Presses Universitaires de France


© 1970 de la edición castellana: a. redondo, editor

Número Registro: 878-1969

Depósito legal: B. 6410 - 1971

Impresión :
Industrias Gráficas Francisco Casamajó
Aragón, 182
Barcelona 11
Introducción

Fueron los griegos quienes inventaron la política. Además


de la palabra concreta, todos los términos de la actual
ciencia política tienen un origen, griego : democracia, aris­
tocracia, monarquía, plutocracia, oligarquía, tiranía ( 1 ).
Sólo la dictadura es de origen romano. Todavía no poseía
en la antigua Roma el sentido que posteriormente h a ad­
quirido, cuando hombres como Sila y César dieron una
versión rom ana de la tiranía griega.
Pero, sobre todo, fueron los griegos los prim eros en refle­
xionar sobre los problemas del estado, su gobierno, las
relaciones entre los diferentes grupos sociales, el funcio­
namiento de las instituciones.
Su influencia ha sido enormemente acusada hasta comien­
zos del siglo XX, tanto en los hombres políticos como en
los teóricos que se han inspirado en las fuentes de la
cultura clásica, griega o romana.
¿ Cuál es el motivo de que la Antigüedad, y, más concreta­
mente, la Antigüedad griega, haya sido la cuna de la cien­
cia política? La respuesta es inm ediata: los griegos han
sido los primeros, entre todos los grupos humanos, en
crear un tipo de Estado que exigía de todos los que for­
maban parte de él una participación real en la vida políti­
ca, en la vida de la ciudad, en la Polis.
La Polis, la ciudad-Estado, está ya realmente constituida
a comienzos del siglo v in a, de JC. Es cierto que la civili­
zación griega no fue la prim era en conocer el régimen de
Ciudad-Estado. Los restos de escritura hallados en Meso­
potamia, los relatos,bíblicos, testimonian la existencia de
ciudades de este tipo en el mundo asiático occidental.

(1) Aunque la palabra no tenga un origen griego, la tiranía constituye


■una experiencia política fundamentalmente griega.
5
V etí Iá misma Grecia, Micenas, Tirinto, Pilos eran tam ­
bién Ciud ád'es-Ë stä do.
Pero, al menos en las primeras, la ciudad que constituía
él:núcleo del Estado era de hecho dominio del rey, dios o
sacerdote, que sólo tenían vasallos.
Por el contrario, lo que a partir del siglo v in distingue la
Polis griega de los restantes tipos de Estado es el hecho
de que los politai, los ciudadanos, poseen, desde el mo­
mento mismo’en que se retinen, en que forman la ecclesia,
él derecho a discutir los asuntos del Estado. Este derecho
puede ser mas o menos efectivo, pero, en cualquier caso,
existe. Esto explica la pasión que la política despertó en­
tró los griegos, y explica también que la ciencia política
haya surgido espontáneamente entre ellos.

ë
I. ©rigen de la política en las ciudades
¡jónicas y en la Grecia propiamente
dicha

Por consiguiente, la ciencia política no Íiizo su aparición


en el mundo griego hasta el momento en que se crearos
ciudades autónomas organizadas donde los hombres em­
pezaron a adquirir consciencia de los problemas del
Estado.

I. Condiciones generales: de la m onarquía homérica a l a


ciudad aristocrática

En este momento, a comienzos del siglo vm , es fundamen­


talmente en Jonia, en la costa occidental del Asia Menor,
donde empiezan a desarrollarse las ciudades que pront©
se convierten en centros de Estados ricos y ya poderosos.
La más esplendorosa de estas ciudades es Mileto, pero
Éfeso, Halicarnaso y algunas islas como la de Samos, oca-
pan un lugar que no podemos olvidar tampoco.
Como casi todas las agrupaciones hum anas en los
tiempos más remotos, estas ciudades conocieron un tipo
de régimen monárquico del que podemos hacernos alguna
idea por los poemas homéricos, especialmente por el más
reciente de todos ellos, la Odisea. Por ejemplo, el rey Uli-
ses en Itaca, o Alcínoo, el rey de los feacios, llegan al po­
der por herencia. Pero el rey es simplemente el más vene­
rado entre los ancianos, entre los jefes de las diferentes
familias, de las diferentes genai que constituyen la ciudad.
Sus funciones son'triples : es, al mismo tiempo, el juez en­
cargado de dirimir las diferencias que surgen entre los va­
sallos, el sacerdote, jefe supremo del culto que se rinde a
la divinidad o divinidades protectoras de la ciudad y el
jefe militar, por último, que acaudilla los ejércitos em
tiempos de guerra.
-Este rey, incluido el Agamenón de Ja ¡litada, que conserva
7
el recuerdo de un pasado más lejano, está muy lejos de
ser un monarca absoluto.
En efecto, cuando ha de tom ar una decisión importante,
sobre todo si se refiere a materias de guerra o paz, consul­
ta a los ancianos, los jefes de familia que form an su con­
sejo.
Además, en circunstancias excepcionales, consulta tam ­
bién a la asamblea de vasallos, la asamblea de ciudadanos
armados. Pero éstos constituyen una minoría privilegiada
y no es posible de ninguna manera considerar la m onar­
quía «homérica» como una democracia.
Sin embargo, iban a surgir nuevas condiciones que entra­
ñarían la desaparición de este régimen político, en Jonia
prim ero y después en todo el mundo griego.
Hacia mediados del siglo viii se produce en todo el mun­
do griego un período de crisis que asume el doble aspecto
de crisis social y política y que parece mantener una es­
trecha relación con las profundas transformaciones eco­
nómicas producidas por la aparición y desarrollo del co­
mercio mercantil.
En efecto, durante los años de la Edad Media griega las
ciudades no habían conocido más que una economía de
subsistencia en la que el comercio era muy limitado. .
Es cierto que determinados productos de la artesanía
griega llegaban ya a los confines del mundo mediterráneo.
Por otra parte, el mundo griego, con respecto a determi­
nadas materias primas, por ejemplo el hierro y el estaño,
dependía ya del mundo bárbaro. Pero la mayor parte de
estos intercambios se hallaban fuera del alcance de los
griegos.
Un hecho característico es que en los poemas homéricos
los únicos comerciantes son los fenicios. Mas, a partir
8
del siglo viii, el desarrollo de la producción, especialmen­
te de la producción de vasijas, permite la creación de un
sistema de intercambios en un prim er momento limitados
—la moneda no hace su aparición hasta finales del si­
glo vil—, pero que tendrá enormes consecuencias en el
plano social. Por una parte, se lleva a cabo dentro de
las ciudades una división del trabajo entre el núcleo ur­
bano y el campo, al mismo tiempo que aparece una clase
de artesanos especializados.
Por otra parte, la comercialización de los productos agrí­
colas (aceite y vino principalmente) trae consigo un cam­
bio total del régimen de las tierras, cuyas etapas no son
fácilmente determinables, pero que da lugar a un fenóme­
no que los griegos llamaron stenojoría, escasez de tierras,
que no se debe solamente a un crecimiento demográfico.
Esta stenojoría constituye el origen del gran movimiento
de colonización que empieza a manifestarse a mediados
del siglo viii y que, aunque no era ésta su intención en un
principio, contribuiría enormemente al impulso del co­
mercio griego.
Al nivel político que aquí nos interesa, esta evolución se
traduce por la aparición de nuevas condiciones.
Nos encontramos con que en las viejas ciudades, la anti­
gua monarquía homérica ha sido totalmente barrida y por
doquier aparecen regímenes aristocráticos en los que el
poder pertenece realmente a los jefes de las antiguas genai
que forman el consejo. El rey, cuando se mantiene, no es
más que un simple magistrado cuyas funciones son la ma­
yoría de las veces religiosas, y en ocasiones también mili­
tares, como ocurre en Esparta, y que comparte sus anti­
guas atribuciones con otros magistrados. En ocasiones se
mantiene el carácter hereditario de la función real. Pero
9
la mayoría de las veces ha sido sustituida por un sistema
de elecciones con una duración más o m enos‘limitada.
Por otra parte, nos hallamos con que en Jas ciudades de
reciente creación, los oíkístai, los fundadores, deben pro­
ceder a la distribución del suelo entre los colonos, así
como a la creación de nuevas instituciones. De este modo
se entiende por qué el siglo vn ha sido la época de los le­
gisladores, como Carondas o Zaleuco. No sabemos dema­
siado sobre ellos, y lo que sabemos procede de fuentes
muy posteriores, en especial de Aristóteles, que evidente­
mente atribuye al período arcaico realidades de su época.
Parece, sin embargo, que su principal preocupación fue la
de mantener el orden y la estabilidad, lo que los griegos
comprendían en una sola palabra : eunomía.

II. Los grandes movimientos de los siglos V ïl y VI. La


tiranía

Pero la colonización se había limitado a ser una solución


provisional al problema de la falta de tierras. El fenómeno
que se había apuntado con el desarrollo de la producción
mercantil, seguía y alcanzaba especiales dimensiones en
regiones que hasta entonces no se habían visto afectadas,
el Ática por ejemplo. Por otra parte, la colonización con­
tribuiría también a reforzar las corrientes de intercambio
entre las regiones productoras de cereales, materias pri­
mas, e incluso donde era posible hacer provisión de hom­
bres, y las ciudades griegas donde la producción· para la
venta, que descansaba cada vez*más en el trabajo de una
mano de obra esclava, se iba desarrollando rápidamente.
Este desarrollo resultaba particularm ente evidente en las
ciudades de Asia que alcanzaron en el siglo vi un extraer-
10
dinario esplendor, lo que iba a provocar la envidia persa
y originar su pérdida, y en la misma Grecia, en las ciuda­
des próximas al istmo de Corinto (Corinto, Megara, Si-
ción) y en el Ática.
El rápido desarrollo de la economía mercantil que a fina­
les del siglo vil simboliza la aparición de las prim eras mo­
nedas griegas, iba a tener importantes consecuencias, en
particular el desarrollo de una fortuna en bienes muebles
y el deseo de controlar el poder político, por parte de
quienes la detentaban, mercaderes, artesanos, aliados a
los miembros de las familias nobles que se entregaban
a un comercio más o menos aventurero.
Los últimos decenios del siglo vil ven perfilarse un perío­
do de grandes conmociones, cuya expresión más evidente
es la aparición de la tiranía, que contribuyó a que quienes
la padecieron tom aran consciencia de los problemas po­
líticos; un gran número de las transformaciones que se
manifestaron en el poder monárquico no se entenderían
sin esta experiencia concreta que tuvieron que vivir los
griegos.
En un gran número de ciudades griegas, Mileto, Samos
(Jonia), Corinto, Megara, Sición (Grecia central) y Atenas,
aparece un régimen idéntico : toda la autoridad está en
manos de un individuo que generalmente, incluso cuando
posteriormente se haga elegir por el pueblo, ha llegado al
poder de urna forma ilegal, por la fuerza o mediante argu­
cias. Generalmente utilizan este poder absoluto para des­
tru ir las bases de la organización política de la vieja aris­
tocracia agrícola, bien confiscándole las tierras, bien sus­
tituyendo las estructuras antiguas por una nueva orga­
nización que reemplaza las antiguas agrupaciones religio­
sas o gentilicias por una división geográfica, como haría
11
Clístenes en Atenas, si bien es cierto que esto ocurre des­
pués de la caída de la tiranía.
El tirano se erige generalmente en defensor del demos y,
mediante su política, favorece a las nuevas clases surgidas
del desarrollo de la producción y del comercio. Es cierto
que este esquema general no se manifiesta de la misma
forma en todas las ciudades, y no podrían identificarse en
un mismo tipo Periandro de Corinto, Poli crates de Samos,
Clístenes de Sición o Pisistrato de Atenas. Pero la tiranía
aparece en todas partes como un momento im portante en
la historia de las ciudades griegas, que contribuye a la
destrucción de la vieja sociedad aristocrática y prepara el
advenimiento de la Ciudad «isonómica» de la época clá­
sica.
Por supuesto que todas estas transformaciones fueron
perfectamente comprendidas por los contemporáneos, y la
prim era literatura política en Grecia data precisamente
de finales del siglo v u y comienzos del vi. Desgraciada­
mente, sólo nos han llegado fragmentos, y a menudo nues­
tros juicios han de rem itirse a comentarios de autores
posteriores. Sin embargo, hay unos cuantos nombres que
merecen ser citados.
En prim er lugar el poeta Teognis de Megara. Con su nom­
bre nos han llegado aproximadamente unos 1.400 versos
elegiacos. A través de ellos se transparenta la inquietud
de un aristócrata frente a la ascensión de nuevas clases,
cuyo acceso al poder político facilita el tirano, en este
caso Teágenes. Teognis enfrenta los buenos (agazoi), que
son los aristócratas, y los malos (kakoi), los pobres. Pero
desprecia igualmente a los nuevos ricos, a los que algunos
no tienen escrúpulos en dar a sus hijas en matrimonio y
que ahora pretenden ser equiparados a los buenos. Halla-
12
mos ya aquí formulados los temas que serán frecuentes
en la literatura política del siglo iv: la antinomia entre
la pobreza y el valor político, así como el desprecio por
los hombres bien nacidos cuya fortuna es de origen mer­
cantil.
Las ideas políticas formuladas en los versos de Solón de
Atenas son algo diferentes. Esto se debe en parte a que
Solón, aunque como Teognis era miembro de la vieja
aristocracia, formaba parte de aquellos nobles que, lejos
de rechazar las transformaciones económicas, son, por su
misma actividad, sus promotores. Por otra parte, mien­
tras que Teognis fue probablemente condenado al exilio
por Teágenes, y de ahí su rencor, Solón fue llamado por
sus compatriotas para que tratara de solucionar la crisis
provocada por el antagonismo entre los pequeños campe­
sinos pobres, llenos de deudas y sobre los que pesaba la
amenaza de la esclavitud, y los aristócratas propietarios
de la tierra. Si hemos de creer sus palabras, Solón resol­
vió esta crisis esforzándose por mantener un cierto equi­
librio entre ambos grupos antagónicos : por una parte su­
primió la esclavitud por deudas y mediante la seisajzeia
anuló las hipotecas que gravaban las tierras; pero, por
otra parte, mantuvo una cierta desigualdad entre los dife­
rentes grupos sociales de la ciudad (las cuatro clases cen­
sadas), que aunque perm itía al pueblo, al demos, una par­
ticipación en la vida política (en la Ecclesia o en la He-
lié) en las ciudades, dejaba la autoridad a las clases más
ricas, las únicas que tenían acceso a las diferentes magis­
traturas, porque eran las únicas que poseían la areté, la
virtud política. Solón, actuando así, pensaba que obraba
de acuerdo con la armonía natural. Pero ocurrió que su
obra no satisfizo a nadie, y esto explica las agitaciones
13
que sobrevinieron después de su marcha y que desemboca­
rían en la tiranía de Pisistrato, que constituye una etapa
en el establecimiento de la democracia por Clístenes.
Se ha pretendido ver también elementos de una doctrina
política en lo que podemos entrever del pensamiento de
dos jonios de finales del siglo vi, Pitágoras de Samos y
Heráclito de Éfeso. En prim er lugar, no poseemos de estos
autores ni un solo texto. Pero su influencia, ejercida a
través de sus discípulos, fue considerable y el pitagorismo
representa, a nivel filosófico y religioso, uno de los movi­
mientos más importantes del pensamiento griego. A nivel
político parece que tuvo cierta influencia sobre Platón. En
efecto, parece ser que Pitágoras, que había huido de Sa­
mos para escapar a la tiranía de Polícrates, se refugió en
el Sur de Italia, en Crotona y allí estableció una comuni­
dad semirreligiosa de Sabios, que gobernaron la ciudad
durante veinte años. Desgraciadamente, todo esto perma­
nece demasiado oscuro para nosotros y no nos es posible
juzgar el valor real del pensamiento político de Pitágoras.
Heráclito es importante, sobre todo, a nivel filosófico.
Pero a menudo se atribuye a algunas de sus formulacio­
nes un sentido político, en particular eri lo que se refiere
a la supremacía de la inteligencia y de la Ley, que debe,
ser a la Ciudad lo que la inteligencia es al hombre. Mu­
chas veces se ha repetido la célebre frase: «El pueblo
debe luchar por sus leyes lo mismo que por sus murallas»,
que testimonia la aparición de un nuevo tipo de hombre,
el ciudadano. Así como la inteligencia ordena el caos, así
la Ley crea el orden en la Ciudad y hace triunfar la diké,
la justicia, igual para todos.
Pero se trata simplemente, como hemos podido observar,
de embriones de un pensamiento político, que no se desa-
14
rrollarán hasta más tarde. Para ello era preciso que apare­
ciera un hecho político esencial, la democracia.

III. El triunfo de la democracia en Atenas en el siglo V.


El problema de la politeia

Las reformas de Solón, a causa de su carácter parcial e in­


completo, no habían impedido el establecimiento de la
tiranía en Atenas. No es éste el momento de analizar esta
tiranía sobre la que ya han dado un matizado juicio los
escritores antiguos y, sobre todo, Aristóteles. Juicio que es
válido, sobre todo, para Pisistrato, ya que, con su hijo
Hipias, la tiranía alcanzó un grado insoportable para los
atenienses, que derrocaron al tirano con la ayuda de los
lacedemonios. La iniciativa no vino del demos, pero éste
fue muy pronto llamado a servir de árbitro en las diferen­
cias que enfrentaban a los jefes de las distintas familias
aristócratas.
No fue, por consiguiente, el pueblo el que eligió a Clíste-
nes, fue el Alcmeónidas quien decidió «dejar en trar al
demos en su Edén». A partir de este momento surgiría la
democracia, basada en la isonomía, es decir, en la igual­
dad de todos ante la Ley, sin distinción de origen. Sustitu­
yendo las cuatro tribus jónicas por las diez nuevas tribus
que incluían a todos los demos del Ática, y convirtiendo el
demos en base de su sistema «geométrico», Clístenes crea
las condiciones que iban a perm itir el desarrollo de la de­
mocracia ateniense. De ahora en adelante, todos los ciuda­
danos del Ática, cuyo número había aumentado con los
neopolitai inscritos en los demos por Clístenes, podían
participar también en las Asambleas, en el Consejo, en el
tribunal popular de la Helié, y la creación de la miszofo-
15
ría por Pericles convertía esta igualdad en una realidad
concreta y efectiva.
Dos hechos diferentes iban a contribuir a afirmar la de­
mocracia ateniense y a consolidarla. Primeramente, las
guerras médicas, en el transcurso de las cuales Atenas se
vería llamada a asumir la dirección de los griegos, garan­
tizando de este modo su libertad, lo que le valió el con­
vertirse, sin ningún género de dudas, en el hegemon de
Grecia durante medio siglo. En segundo lugar, la persona­
lidad del gran estratega que, sacando las consecuencias de
la victoria de Atenas, victoria fundamentalmente m aríti­
ma, y que por consiguiente se debía a los elementos más
pobres que servían como remeros, iba a establecer una
democracia real cuyo equilibrio estaba garantizado por el
dominio que Atenas ejercía sobre el resto del mundo
griego.
Bajo el gobierno de Pericles, Atenas se convirtió en el ver­
dadero centro de Grecia, la «Grecia de Grecia» o «la escue­
la de Grecia», utilizando la fórmula que Tucídides pone en
boca de Pericles. Se convierte en polo de atracción de sa­
bios, artistas y escritores de todo el mundo griego.
Entre éstos, el prim er escritor cuya obra demuestra autén­
ticas preocupaciones de teoría política es el historiador
Herodoto de Halicarnaso. Herodoto era, sobre todo, un
encuestador, como indica el mismo título de su obra:
Historias, es decir, Encuestas. En último extremo casi se
le podría aplicar el término actual de reportero. Nacido
en Halicarnaso, en el Asia Menor, huyó ante la domina­
ción persa y, tras haber visitado numerosos países, inte­
rrogado a hombres de todas las condiciones y acumulado
un gran número de noticias, terminó estableciéndose en
prim er lugar, en Samos, y después, tras una breve estan-
16
cia en Atenas, tomó parte en la fundación de la colonia
panhelémca de Zourioi, en el Sur de Italia. Aquí termina­
ría su vida, sin que sea posible precisar el momento exac­
to de su muerte. Reunió todas sus notas, con reflexiones
personales intercaladas, en sus Historias, divididas en
doce libros, cada uno de los cuales lleva el nom bre de una
musa y cuya finalidad es n arrar y explicar el gran conflic­
to que enfrentó el mundo griego con el mundo bárbaro, la
libertad con el despotismo. Todo esto ha dado lugar a una
obra en la que lo real se mezcla con lo imaginario, la in­
genuidad con la astucia, la autenticidad con la superche­
ría. En lo que respecta a la historia de las doctrinas polí­
ticas, lo que sobresale en la obra de Herodoto es u n diá­
logo que figura en el libro III y que, al parecer, tiene lugar
entre tres nobles persas que discuten acerca de los méri­
tos respectivos de las tres formas de constitución: demo­
cracia, oligarquía y monarquía.
El interés de este diálogo es doble : en prim er lugar, por­
que demuestra que ya se había constituido la ciencia polí­
tica, la ciencia del gobierno de la Ciudad en tom o a estas
dos nociones : la politeia, que provisionalmente traduci­
remos por la palabra constitución, es decir, el orden esta­
blecido entre los diferentes poderes ; y las nomoi, es decir,
las leyes, sin las que no puede existir ningún tipo de Esta­
do, y cuya redacción se presenta como el acta constitutiva
de tal Estado (Dracón en Atenas, Fedón en Corinto, Filo-
lao en Tebas). Además, porque demuestra qué tipo de dis­
cusiones y problemas se les planteaban <a los griegos del
siglo V, y cómo analizaban las distintas formas de cons­
tituciones y regímenes políticos.
El problema que se plantea es, pues, el siguiente: ¿cuál
es el m ejor tipo de constitución? Y a este problema irán
17
respondiendo sucesivamente los tres interlocutores. El
primero, Otanes, propone la abolición de la monarquía
persa y su sustitución por una forma de gobierno que en
realidad es la democracia, aunque Herodoto no utilice to­
davía este término. Su razonamiento comprende dos par­
tes perfectamente delimitadas. La prim era es una denun­
cia de la monarquía. Pero el término se emplea aquí en un
sentido absoluto : no el tipo de monarquía que han vivido
y viven todavía gran parte de las ciudades griegas, sino el
gobierno absoluto de una sola persona, es decir, la tiranía.
Resulta interesante hallar aquí formulados por prim era
vez los principales argumentos que un siglo más tarde de­
sarrollarían la mayor parte de los escritores políticos grie­
gos. Se resumirían así : un jefe único puede hacer lo que
quiera y no tiene que rendir cuentas a nadie. Partiendo de
estas premisas, y cualesquiera que sean en un principio
sus disposiciones naturales, poco a poco se ve arrastrado
al orgullo y a la insolencia, al mismo tiempo que, descon­
fiando de todos los que le rodean, se entrega a actos in­
sensatos y crueles. Ésta es la razón de que sea necesario
traspasar el poder a lo que Otanes llama το πλήθος, es de­
cir, el conjunto de ciudadanos adultos varones, para que
impere la isonomía, la igualdad de todos ante la ley. Los
magistrados serán elegidos por sorteo y obligados a rendir
cuentas de sus actos. Las decisiones se someterán al ve­
redicto de todo el demos.
El segundo interlocutor, Megabizo, está de acuerdo con
Otanes en lo que respecta a los vicios de la tiranía, pero
tanto como la cólera del tirano teme la hybris, la violen­
cia, la cólera de un gobierno popular. Y resulta evidente
que la masa ignorante no puede gobernar :

18
«Es cierto que nada hay más temerario en el pensar que
el imperito vulgo, ni más insolente en el querer que el vil
y soez populacho. De suerte que de ningún modo puede
aprobarse que para huir de la altivez de un soberano se
quiera ir a parar a la insolencia del vulgo, de suyo desaten­
to y desenfrenado, pues al cabo un soberano sabe lo que
hace cuando obra ; pero el vulgo obra, según le viene a las
mientes, sin saber lo que hace ni por qué lo hace. ¿Y cómo
ha de saberlo cuando ni aprendió de otro lo que es útil y
laudable ni de suyo es capaz de comprenderlo? Cierra los
ojos y arrem ete de continuo como un toro, o quizá me­
jor, a la manera de un impetuoso torrente lo abate y
arrastra todo» ( 1 ).

Por consiguiente, Megabizo defiende el gobierno de u n pe­


queño número de hombres, la oligarquía. Sólo los hom­
bres ilustres que han recibido una cierta educación son ca­
paces de gobernar. Y no pueden ser más que un número
reducido, los más nobles y los más ricos, los únicos que
tienen medios suficientes para dedicarse al estudio. Hero­
doto no precisa más la naturaleza de este saber : esto no
se hará hasta el siglo iv. Pero ya es significativo que esta
aristocracia sólo pueda ser para él una aristocracia de na­
cimiento.
El tercer interlocutor es Darío. Y sus palabras son las que
más interés presentan, ya que term inaría convirtiéndose
en rey de los persas. Darío empieza su exposición con el
postulado de que en toda discusión acerca del valor relati­
vo a estas tres formas de gobierno, es preciso solamente

(1) Herodoto de Halicarnaso, versión de Manuel Fernández Galiana,


Labor, Barcelona, 1951.
19
considerar lo m ejor de cada una de ellas. La hybris puede
darse perfectamente igual en el tirano, en el pueblo ó en
los oligarcas. Por consiguiente, lo prim ero que hay que
hacer es prevenirse contra ella. Admitiendo esto, el m ejor
gobierno posible es el del m ejor hom bre solo: un jefe
único puede deshacerse de los descontentos, puede tra ta r
con mano dura a los nobles que, de lo contrario, se rebe­
larían para gobernar. La monarquía es, por consiguiente,
la form a más eficaz de gobierno. Además, es tradicional
entre los persas. Por lo cual es preciso conservarla.
Así, haciendo que tres nobles persas expusieran sus pen­
samientos sobre problemas que eran en realidad los de las
ciudades griegas, Herodoto parecía deducir las excelencias
de la monarquía. Sin embargo, no podemos dejar de men­
cionar que es el razonamiento de Otanes el m ejor cons­
truido, el ataque contra la tiranía, en particular, es el más
profundo, y esto no debe extrañam os por parte de Hero­
doto, que huyó ante el triunfo de la tiranía en su ciudad,
gracias al apoyo de los persas.
El interés de esta discusión, más que sum inistram os da­
tos acerca del pensamiento político, fundamentalmente
ecléctico, de Herodoto, consiste en que nos m uestra cuá­
les eran las preocupaciones políticas de los griegos y, es­
pecialmente, de los atenienses de mediados del siglo v. El
problem a de la politeia, el problema de las nomoi, se con­
vertirían en los temas fundamentales del pensamiento po­
lítico griego a finales del siglo v, sobre todo entre los so­
fistas.

20
2 La revolución sofista

La discusión sobre el valor respectivo de las tres formas


principales de poUteia que Herodoto pone en boca de tres
nobles persas, evidentemente era el eco de las discusiones
que alimentaban por aquel entonces las polémicas políti­
cas, sobre todo en Atenas»
Dichas polémicas eran, a su vez, el resultado de un movi­
miento filosófico que, poniendo en tela de juicio el origen
de las leyes y de los gobiernos, daría lugar al nacimien­
to de la ciencia política, movimiento que suele llamarse
«revolución» sofista. Vamos a estudiar a continuación
este movimiento y sus consecuencias, que fueron grandes,
en la historia de las doctrinas políticas en Grecia.
Desgraciadamente, esta segunda m itad del siglo, que cons­
tituyó un período de apogeo en la historia de las ciudades
griegas en general y de Atenas en particular, bajo el ilus­
tre gobierno de Pericles, no nos ha dejado, aparte de los
trágicos, de Herodoto y de Tucídides, más que unos pocos
testimonios escritos. Una gran parte del pensamiento filo­
sófico y político de la segunda m itad del siglo v permane­
ce totalmente ignorada para nosotros. En particular, no
poseemos ningún documento directo, inmediato, del pen­
samiento de dos hombres cuya enseñanza oral tuvo una
importancia extraordinaria y que desde el punto de vísta
del desarrollo de la ciencia política han desempeñado un
importantísimo papel: Protágoras y Sócrates. Y sólo a
través de obras posteriores, en el caso de Sócrates las de
sus discípulos Jenofonte y sobre todo Platón, podemos
adivinar lo que fue el pensamiento de los más importan­
tes maestros de la segunda mitad del siglo v. Ahora bien,
aunque es cierto que Platón ensalzó a su maestro, se mos­
tró muy hostil hacia los sofistas, con quienes, sin embar­
go, le asociaban sus contemporáneos, criticando el aspecto
21
formalista y comercial de su enseñanza. El matiz peyora­
tivo que, a p artir de Platón, ha acompañado siempre al
término de sofista, puede hacernos olvidar que su época
fue una época revolucionaria en la historia del pensamien­
to, en la que los pensadores liberaron a los hombres de
las supersticiones y trabas de la moral convencional, una
época de gran actividad intelectual, la cual en ninguna
parte se vio más estimulada y favorecida que en Atenas.
Ya hemos mencionado cómo se estableció la democracia
en Atenas y cómo alcanzó su máximo apogeo bajo el go­
bierno de Pericles. En este momento Atenas ha consegui­
do el control de todo el m ar Egeo, que domina a través
de su flota y sus colonias. En la misma Atenas el pueblo
es dueño de sus decisiones. En efecto, Pericles, gracias a
la institución de los diferentes miszoi, es decir la retribu­
ción de los cargos públicos, ha permitido a todos, cual­
quiera que sea su origen o su fortuna, participar directa­
mente en la vida de la ciudad, y, al menos un día en su
vida, todo ateniense puede presidir la Asamblea política
de la ciudad y desempeñar el cargo de jefe supremo. .
Resulta fácil comprender el problema que se iba a plan­
tear cada vez con mayor agudeza. Dado que el sistema del
sorteo podía convertir a cualquier ciudadano en magistra­
do responsable, y dado que las decisiones importantes re­
lativas a la vida de la ciudad se tomaban en una Asamblea
a la que podían asistir todos, en cuyos debates todos po­
dían participar, ¿no parece algo necesario el que todos los
ciudadanos reciban una adecuada educación política?
Pues bien, los sofistas eran, en un principio, profesores de
retórica que acudieron a Atenas en la segunda m itad del
siglo V y reunieron en tom o a ellos a un gran número de
auditores deseosos de llegar al conocimiento de las cosas
22
políticas, así como de dominar el arte del bien hablar. En
prim er lugar, el futuro hombre político debía ser capaz de
convencer a una asamblea popular, de imponerse a ella
por la magia de la palabra. Es fácil darse cuenta del peli­
gro que entrañaba este estado de cosas. La retórica se con­
vertía en técnica del discurso y los sofistas en profesores
de elocuencia que enseñaban a sus alumnos más a engañar
al pueblo y adularle que a mostrarle sus verdaderos inte­
reses. Por otra parte, los sofistas no im partían gratuita­
mente sus enseñanzas, se hacían pagar, y a precios eleva­
dos, Por este motivo sus discípulos solían ser jóvenes am­
biciosos, deseosos de apoderarse del gobierno de la ciu­
dad, y ésa es la causa por la que la crítica de Platón se
dirige fundamentalmente contra estos dos aspectos de la
enseñanza de los sofistas, su carácter form alista y su ren­
tabilidad económica.
Sin embargo, este prim er aspecto de la personalidad y de
la enseñanza de los sofistas no debe ocultar un segundo
aspecto mucho más im portante: el replanteamiento de
una serie de verdades hasta entonces universalmente ad­
mitidas y la antítesis formulada por ellos entre las nocio­
nes de nomos y de physis de Ley y de Naturaleza. Los
orígenes de esta dirección del pensamiento son múltiples,
pero se relacionan sin duda alguna con los progresos del
conocimiento científico que se habían alcanzado funda­
mentalmente en Jonia y en la Grecia Occidental; y tam ­
bién se relacionan con los progresos del conocimiento geo­
gráfico, ligados al gran movimiento de colonización que
ha llevado a los griegos hasta los límites del mundo cono­
cido, poniéndose en contacto con nuevos pueblos y civili­
zaciones. Las Historias de Herodoto significan, en cierto
modo, la suma de todos estos conocimientos.
23
A p artir de esto es fácil comprender cómo ha surgido la
idea de que la naturaleza posee sus propias leyes, que no
son las de los hombres, las cuales, como dem uestra la di'
versidad de las experiencias humanas, son puras conven­
ciones. Resulta fácil adivinar tam bién todas las implica­
ciones de un razonamiento de este tipo: si las leyes son
puras convenciones creadas por el hombre y si en u n de­
terminado momento se hallan en conflicto con las leyes
naturales, entonces es necesario replantearlas. Y no se
tra ta solamente de replantear las leyes morales, sino
también y fundamentalmente de las Nomoí, las leyes de
la Ciudad. Estas leyes, que la tradición atribuía a legisla­
dores omniscientes, no son, en realidad, más que simples
leyes del momento y de la época que las creó. Una deter­
minada ley, buena para una ciudad, no lo es para otra ; lo
que aquí es justo no ha de serlo necesariamente en otro
lugar. En último extremo, este replanteo de todas las le­
yes lleva a la misma negación de los dioses.

1. Los principales representantes del pensaníiento s o


fista

No todos los sofistas llegaron tan lejos. Sin embargo,


algunos alcanzaron una gran fama y una influencia con­
siderable. A p artir de unos conocimientos a menudo
fragmentarios e indirectos, veremos la originalidad de cada
uno de ellos con respecto al movimiento en general.
a) E n prim er lugar, hemos de referim os a Protagoras de
Abdera. Nació probablemente entre el 490 y el 480. Fue
por primera, vez a Atenas entre el 460 y el 445, tuvo amis­
tad con Pericles e incluso participó, junto con el historia­
dor Herodoto, en la expedición panhelénica para la funda-
24
ción de Ia colonia Zourioi en el Sur de Italia. iPero volvió
en seguida a Atenas, aunque tuvo que dejar la ciudad en
el 430, cuando el círculo de amigos de Pericles empezó a
considerarle con una cierta desconfianza. Fue entonces
cuando se intentaron procesos contra algunos de ellos,
como el filósofo Anaxágoras o el escultor Fidias, mientras
que la Asamblea votaba, a propuesta de Diopeizes, u n de­
creto condenando el ateísmo. El final de la vida de Prota­
goras sigue siendo un misterio.
Escribió numerosos tratados, de los que únicamente cono*
cemos los títulos. Uno de ellos es Peri Politeias (Sobre la
Constitución), que es el mismo título que tom aría Platón
para su gran obra, y que, a p artir de los Romanos, llama­
mos ha República. Otro de sus tratados se refiere a los
orígenes de la humanidad. Platón lo conocía y se inspiró
en él para las respuestas que pone en boca de Protágoras,
tanto en el diálogo que lleva el nom bre del sofista, porque
éste era uno de los interlocutores de Sócrates, como en el
Teeteto, el célebre diálogo sobre el conocimiento.
El pensamiento de Protágoras se suele resum ir en dos
fórmulas célebres :
«Sobre los dioses, no puedo saber si existen o si no exis­
ten, ni a qué se parecen, ya que numerosos obstáculos se
oponen a este saber, que son tanto la falta de certeza
como la brevedad de la vida humana.
»El hom bre es la medida de todas las cosas ; de las que
existen, en cuanto existen ; de las que no existen, en cuan­
to no existen.»
Platón, con afán de crítica, ha sacado las consecuencias
políticas de esta últim a afirmación :
«En lo que a la Polis respecta, cada una de ellas, tras ha­
ber determinado lo que es bueno y malo, justo e injusto,
25
válido y no válido, determina de acuerdo con sus concep­
ciones lo que es legal para ella y lo que es en verdad váli­
do para todos, y no puede decirse, en este aspecto, que
una ciudad tenga más sabiduría que otra.»
De esta forma, Protágoras considera el Estado como la
fuente de la moral y de la ley, ya que, aunque cada ciu­
dadano era libre de conservar su propia opinión, debía,
en su conducta, someterse a la voluntad común que expre­
saban las leyes. De espíritu democrático, la filosofía polí­
tica de Protágoras participaba también de otras formas
de régimen político, con lo que resultaba bastante eclécti­
ca. Su importancia estriba en que expresaba una profunda
tendencia del nuevo espíritu de la Ciudad: a p a rtir de
este momento el hombre, en cuanto miembro de la co­
munidad cívica, se convierte en el centro de interés de
toda investigación filosófica. Es cierto que el triunfo
de la democracia en Atenas no es ajeno a esie nuevo es­
píritu, y a éste respecto puede afirmarse que Protágoras
es el verdadero representante del humanismo de Pericles.
b) Los otros «viejos sofistas», Pródico, Hipias y Gorgias,
tienen m enor importancia. Pródico se nos presenta sobre
todo como un teórico y un moralista. Lo que de él sabe­
mos por Platón pone de manifiesto su im portante contri­
bución a la definición de las palabras utilizadas por la na­
ciente ciencia política. Sobre Hipias de Elide sólo conoce­
mos los dos diálogos de Platón que llevan su nombre. No
parece un pensador demasiado importante, sino más bien
un vanidoso preocupado por obtener el mayor dinero po­
sible por sus lecciones y un buen maestro de elocuencia.
En lo que respecta a Gorgias de Leontinos, más aún que
Hipias, es el retórico por excelencia, que ha aprendido a
hacer juegos malabares con las palabras y que cuando
26
llegó a Atenas en el último cuarto del siglo v, iba a reunir
a su alrededor a todos los jóvenes ambiciosos de la
ciudad.
o) Sin embargo, en el último cuarto de siglo iba a apare­
cer una nueva generación de sofistas. En este momento las
condiciones de equilibrio logradas por la política de Peri­
cles empezaban a m ostrar repentinamente su precariedad.
La guerra del Peloponeso no había sido la guerra corta y
decisiva que esperaba el gran estratega. Atenas, encerrada
tras sus muros, había conocido al mismo tiempo que la
invasión de su territorio, la peste que había diezmado su
población. Pericles había sido condenado y después reha­
bilitado poco antes de morir, como una de las últim as víc­
timas de la epidemia. Pero resultó muy difícil de asegurar
su sucesión. Fuera de Atenas, la miseria y el desorden pro­
vocados por la guerra motivaron una desgana general que
expresa muy bien la comedia de Aristófanes, La Paz, escri­
ta poco antes de que la paz de Nicias (421) diera fin a la
prim era parte de la guerra.
En este nuevo clima en el qúe la violencia responde a la
violencia, el conflicto entre la Ley y la Naturaleza adquiri­
rá una nueva resonancia y llegará a conclusiones políticas
que no se podían suponer en un prim er momento. Mien­
tras que los sofistas de la generación anterior eran profe­
sores de retórica, que acudieron a Atenas a enseñar, los
sofistas de finales de siglo suelen intervenir directamente
en la vida política, participando personalmente en las re­
voluciones oligárquicas que estallan en Atenas, y resultan
así más íntimamente ligados a la crisis política.
El sofista Antifón, que vivió en la segunda m itad del si­
glo v, era autor de una obra titulada Sobre la verdad, de
la que nos han llegado numerosos fragmentos. Se nos
27
presenta fundamentalmente como el defensor de la ley de
la naturaleza, de la physis, frente a todo lo que es conven­
ción. Y así escribe: «Es sumamente útil comportarse jus­
tam ente —es decir, de acuerdo con las leyes— cuando
existen testigos de la propia conducta, pero cuando no hay
ningún peligro de ser descubierto no hay necesidad de ser
justo.» Las leyes son convenciones creadas por los hom­
bres para regular sus relaciones : el castigó y la desgracia
son sus sanciones sólo en el caso de que las transgresio­
nes sean conocidas por los firmantes del pacto. Sin embar­
go, no ocurre lo mismo con las leyes naturales, que no
pueden ser transgredidas, ya que el derecho natural no
puede violarse sin grave riesgo. Así, por ejemplo, la natu­
raleza ha hecho a todos los hombres iguales, ya que todos
se desarrollan, respiran y se reproducen del mismo modo.
Ante la naturaleza no existe ninguna diferencia entre grie­
gos y bárbaros. Es fácil comprender las consecuencias y
peligros que entrañaba una actitud de este tipo, que se
oponía al conformismo político de la época, a lo que era
normalmente admitido por un griego del siglo v.
De Trasímaco de Calcedonia, otro sofista que estuvo toda
su vida en Atenas y fue familiar de Sócrates, sólo sabemos
lo que pensaba a través de las palabras que Platón pone
en su boca en el libro I de La República, y por un frag­
mento de carácter fundamentalmente retórico que nos ha
transm itido Dionisio de Halicarnaso. Aunque Platón haya
modificado en cierto modo el pensamiento de Trasímaco
y creado con distintos elementos el personaje de Cálleles,
su oponente en el diálogo titulado Gorgias, uno y otro tie1·
nen un fundamento en la realidad.
Trasímaco, como Antifón, parte de la idea de la superio­
ridad de la ley de la naturaleza sobre la ley-convención.
28
Pero lejos de sacar las mismas consecuencias políticas que
Antifón, es decir, lejos de afirmar la igualdad de todos
ante la Naturaleza, llega a una idea totalm ente diferente;
para él, la ley natural es la «ley de la jungla», es el dere­
cho del más fuerte. El nomos, la ley-convención, es por el
contrario aquello a través de lo cual los débiles tratan de
defenderse. La conclusión política surge espontáneamen­
te : el hom bre fuerte, o el Estado fuerte, puede, sin trans­
gredir la ley natural, prescindir de las nomoi, transgredir­
las o ignorarlas. Esto es lo que afirma Cálleles en Gorgias :
el hombre superior no debe tener para nada en cuenta a la
masa débil e ignorante, y menos todavía las leyes que ema­
nan de ésta. Según lo cual el hombre más feliz, el modelo
hacia el que debe tenderse es el tirano, el que, dueño abso­
luto del poder, se deja dominar por sus pasiones y trata
de satisfacerlas sin tener en cuenta para nada a los hom­
bres y las leyes.
Cosa curiosa, esta ley del más fuerte, sin embargo, no se
formula a un nivel político, solamente a través de la apo­
logía de la tiranía de un hombre sobre una ciudad. Puede
justificar asimismo la tiranía de toda una ciudad. Y son
argumentos muy próximos a éstos de Trasímaco o Cali-
cíes los que Tucícides pone en boca de los dirigentes de la
democracia ateniense para justificar la suerte reservada a
los habitantes de la pequeña isla de Melos, que durante la
guerra del Peloponeso fueron duramente castigados por
haber tratado de escapar a la dominación de Atenas. Para
Tucídides, fuertemente influido por los sofistas, los ar­
gumentos basados en la ley del más fuerte pueden servir
también para justificar el imperialismo ateniense.
El resto de los sofistas de esta segunda generación son
bastante menos conocidos. Pero todos afirmaban igual-
29
mente la superioridad de la Naturaleza sobre la Ley, aun­
que partiendo de las mismas premisas llegaran a conclu­
siones distintas. Así, Alcidamas ponía en tela de juicio la
legitimidad de la esclavitud : «La Divinidad ha creado a
todos los hombres libres, la Naturaleza no crea ningún
esclavo», mientras que Licofrón, aunque reconoce la su­
premacía de la Naturaleza frente a la Ley, afirma que ésta
constituye una garantía m utua de los derechos entre los
hombres y considera que la Ciudad surge en el momento
en que las leyes sustituyen al derecho natural, a conse­
cuencia de un acuerdo mutuo, de un contrato entre sus
habitantes. Sin embargo, Licofrón vuelve a la naturaleza
demostrando que los débiles se hacen fuertes uniéndose
—lo que justifica la democracia— y que el poder que los
nobles pretenden ejercer en razón de su nacimiento es
una ficción, pues el nacimiento no puede justificar ningún
derecho.
Un último nombre merece ser destacado en esta genera­
ción de sofistas y es el de Critias. Era tío de Platón y,
como él, pertenecía a la aristocracia ateniense. No era, por
consiguiente, un sofista profesional, y sabemos que se
interesaba por la música, que había escrito diversas
obras dramáticas destinadas al teatro y tratados filosófi­
cos y políticos. Poseemos varios fragmentos de sus obras,
el más im portante procedente de una obra de teatro titu­
lada Sísifo. Critias pone en boca del principal protagonis­
ta un largo párrafo sobre la naturaleza del Estado y sobre
el papel de los dioses y de la religión, que es probable­
mente la crítica más violenta formulada en la Antigüedad
contra las creencias de los hombres.
«Hubo un tiempo en que la vida de los hombres era desor­
denada y controlada por la fuerza bruta, como la de los
30
animales salvajes. No había entonces premio para el bue­
no ni castigo para el malvado. Entonces los hombres con-
cibieron la idea de establecer leyes como instrum ento de
castigo, a fin de que la justicia fuera la única norm a de
vida y acabara con. la violencia., Si alguien la transgredía,
era castigado. Pero como las leyes castigaban solamente
los actos de violencia manifiesta, los hombres continuaron
cometiendo sus crímenes a escondidas. Un hombre sabio
y astuto descubrió entonces una fuente de tem or para los
mortales : que los perversos habían de esperar algo dolo­
roso también por aquello que hacían, decían o pensaban
secretamente. Así surgió la idea de la divinidad, de un
dios dotado de vida inmortal, que puede oír todo lo que
se dice entre los hombres y tiene el poder de ver todo lo
que hacen.»
Y terminaba Critias:
«Éste fue, pues, el origen de la creencia en los dioses, así
como de la obediencia a las leyes.»
Por consiguiente, Critias se nos presenta como un ateo
convencido y lamentamos no conocer mejor las restantes
obras de este hombre, extraordinario y sin escrúpulos,
cuyo pensamiento resulta tan moderno. Critias, por otra
parte, no se conforma con enjuiciar los acontecimientos
políticos, sino que desempeña un papel activo en los de
su ciudad. Adversario convencido y despectivo de la demo­
cracia, fue condenado al exilio y se refugia en Tesalia,
donde participa en revueltas cuyo desarrollo no es muy fá­
cil de seguir, pero que term inaron con el establecimiento
de la tiranía en la principal ciudad de Tesalia, Feres. Vuel­
ve a Atenas, participa en el gobierno de los Treinta e im­
planta el terror en Atenas durante varios meses, creando
una verdadera dictadura, desarmando al pueblo, haciendo
31
detener y condenar a m uerte a todos los demócratas que
no habían podido huir. Al igual que Trasímaco y Calicles,
era! partidario de la ley del más fuerte y de la total liber­
tad del hombre superior. Logró deshacerse de aquellos
oligarcas moderados que, como Teramenes, no quisieron
seguirle hasta el final. Pero su m uerte en el transcurso de
un asalto realizado por los demócratas contra Atenas ori­
ginó la caída del régimen oligárquico y la democracia se
vio restablecida y consolidada durante tres cuartos de
siglo.
Critias se nos presenta como un personaje curioso, ambi­
guo, lleno de contradicciones. Pero sus contradicciones
eran las mismas de la democracia griega, conformista e
igualitaria, que poco después de la caída de los Treinta
iba a causar la m uerte de quien en los diálogos de Platón
aparece como el principal adversario de los sofistas, Só­
crates. Mas antes de estudiar al hombre que desempeñó
un papel fundamental en la elaboración de las doctrinas
políticas griegas, debemos citar todavía dos obras que ocu­
pan un im portante lugar en la historia de las doctrinas po­
líticas de finales del siglo v y que nos han llegado con
nombres supuestos.
Una es un fragmento im portante hallado entre las obras
del matemático Jámblico, de donde recibe el nombre de
Anonymus Iamblichi, con el que se designa a su autor. La
otra es u n panfleto sobre la República de los atenienses,
que figura entre las obras de Jenofonte, pero cuyo autor
es un oligarca ateniense de finales del siglo v.
El autor del prim er texto parece un hombre realista y
práctico. No trata de dem ostrar que la justicia debe ser
estimada por ella misma y no por las ventajas que repor­
ta. Por el contrario, aconseja que se trate de adquirir una
32
buena reputación, el hábito de la palabra, el hacerse útil
a las personas influyentes, obedecer a las leyes. Alaba la
paz y el orden, sumamente beneficiosos para quienes po­
seen bienes, pero no menos útiles para los pobres, ya que
la caridad y la ayuda m utua sólo se imponen en una comu­
nidad que respeta la Ley. Pues es el desprecio al nomos
lo que produce tiranos.
Vemos aquí la expresión de una moral práctica, casi po­
dríamos decir burguesa, que traduce ciertas transform a­
ciones de la sociedad ateniense y que se desarrollará en el
siglo IV en los escritos de Jenofonte y sobre todo de Iso­
crates.
El autor de la República de los atenienses, a quien los his­
toriadores ingleses llaman el «viejo oligarca» se entrega a
una crítica violenta y hostil de la democracia ateniense,
demostrando que la lógica interna del sistema justificaba
tanto la libertad que se concedía a los esclavos como la
anarquía general, la promoción de los mediocres y un im­
perialismo que se iba afirmando cada vez más brutal­
mente.
Así pues, la sofística, este pensamiento múltiple, se nos
presenta como uno de los momentos más interesantes de
la historia del pensamiento político griego y del pensa­
miento político en general. Todos los temas esenciales se
abordan ya y lo único que lamentamos es no conocer me­
jo r a los autores y, de este modo, deformar quizá su pen­
samiento. Por otra parte, este gran movimiento ideológico
coincide con un momento especialmente trágico de la his­
toria de Atenas : el de la guerra del Peloponeso, la desapa­
rición de los valores tradicionales, la pérdida de confianza
en el régimen, la ruptura del equilibrio en el que se basaba
el poderío de Atenas. Sin embargo, un hombre, ante el es-
33
pectáculo de los males que asolaban la Ciudad, se refugia
en el mundo de las ideas y en la búsqueda de una ética
personal, sin dejar de vivir en su mundo ni de cumplir sus
deberes cívicos. Influiría enormemente sobre toda la ge­
neración que siguió a su muerte en el paso de un siglo
a otro ; alejaría de la actividad política a los espíritus más
brillantes, confiriendo así al pensamiento griego nuevos
caracteres y desarrollos.

2. Sócrates.

Muy pocos hombres han tenido sobre sus semejantes, y


especialmente sobre los hombres políticos, una influencia
semejante a la de Sócrates. Un gran número de sus audi­
tores, atenienses o extranjeros, desempeñaron un impor­
tante papel político, como Critias, Alcibiades, Lisias, etc.,
y su acción estuvo necesariamente influida por Sócrates.
Pero, al mismo tiempo, y dado que Sócrates no nos ha
dejado nada escrito, es difícil apreciar esta influencia de
forma concreta, valorar lo que legítimamente le pertene­
ce y lo que sus discípulos o enemigos le han atribuido
para apoyar sus propias demostraciones.
Entre los discípulos de Sócrates que se convirtieron en
portadores de sus palabras, debemos destacar dos, Pla­
tón y Jenofonte, ya que su obra está indiscutiblemente do­
minada por la enseñanza que recibieron de un maestro
cuya memoria tratan de honrar y defender. Sin embargo,
entre estos dos hombres que han honrado y admirado a
Sócrates de igual modo existen grandes diferencias: por
un lado nos hallamos con el aristócrata notablemente in­
teligente, fino, sensible, cuya importancia en la historia
del pensamiento humano es excepcional y que ha termina-
34
do por superar ampliamente a su maestro ; por el otro, el
burgués ateniense, ligeramente conformista, interesándo­
se más, quizá, por la vida política, más hombre de acción
también, cuyo pensamiento es infinitamente menos rico y
profundo, pero que para el historiador ofrece la ventaja de
presentar con claridad de expresión los problemas de sus
contemporáneos.
¿Cuál de estos dos personajes nos ha transm itido la ver­
dadera personalidad de Sócrates? Se trata de un problema
casi irresoluble y que ha provocado ya grandes controver­
sias. Por ser infinitamente más atractivo, nos vemos ten­
tados a preferir el Sócrates de Platón, que explica mejor
la influencia que el filósofo tuvo sobre la juventud ate­
niense. Pero si el Sócrates de los primeros diálogos plató­
nicos se halla, quizá, muy próximo a su modelo, no puede
decirse lo mismo a p artir de La República, cuando el pen­
samiento de su ilustre discípulo empieza a expresarse con
todo su vigor y originalidad. Mientras que Jenofonte, cuyo
pensamiento es más endeble, menos personal también, sin
duda alguna permanece más fiel a la enseñanza del
maestro cuando le hace hablar.
Si resulta extraordinariamente difícil determinar el ver­
dadero pensamiento de Sócrates, él, en cambio, como per­
sona, se perfila perfectamente a partir de la confronta­
ción de distintos testimonios de la época. Sus orígenes
modestos, su fealdad, su desprecio por la riqueza, el ca­
rácter asombroso de sus dichos, eran fenómenos de todos
conocidos. Casado, padre de familia, no desempeñaba apa­
rentemente ningún oficio que le permitiera vivir, aunque
él mismo afirma haber aprendido de su padre el oficio de
albañil. No parece tampoco haber desempeñado puestos
oficiales, salvo el de prítane, al que todo ateniense tenía
35
derecho al menos una vez en su vida. Pero él mismo afir­
ma que cumplía escrupulosamente sus deberes de ciuda­
dano. Tenía como auditores a los jóvenes más brillantes
de Atenas y no despreciaba sus homenajes. Pero frecuen­
taba también a los artesanos y pretendía contar entre
sus amistades a las más famosas cortesanas.
Su método de interrogación —la mayéutica— había im­
presionado enormemente a sus discípulos, hasta el punto
de que cuando le hacían aparecer en escena era siempre
en el marco de un diálogo entre dos —o más— personajes,
con el fin de que la discusión term inara siempre con el
triunfo de Sócrates. Sus palabras trataban todos los temas
que apasionaban entonces a los espíritus ilustres, y entre
ellos los problemas políticos, los problemas de la Ciudad.
¿Es posible, a partir de los diálogos de Platón y los de Je­
nofonte, exponer una doctrina política socrática? Tampo­
co esta vez la respuesta resulta fácil. Es bastante proba­
ble, por ejemplo, que Sócrates no experimentara hacia el
pueblo el desprecio que le atribuye Platón. Pero no era
tampoco partidario de la democracia, en la medida en que
confiaba todas las cuestiones importantes a una m asa ig­
norante. A este respecto, toda forma de régimen político
que no descansara en una exacta apreciación de lo Justo y
lo Injusto le parecía nefasta. De ahí su comportamiento a
raíz del proceso incoado a los generales vencedores en Ar­
ginusas, acusados de no haberse preocupado de los muer­
tos y náufragos en el transcurso de la batalla: Sócrates,
que era en aquel momento prítano, se negó a someter a
votación el decreto que, pasando por encima de las dis­
posiciones legales, exigía la muerte para los acusados. De
aquí también su actitud durante la tiranía de los Treinta,
de la que Critias, su amigo y discípulo, era el jefe: Sócra-
36
tes se negó a secundar las medidas legales decretadas por
los oligarcas dueños de Atenas.
En efecto, aunque se situaba dentro de la tradición de los
sofistas en lo que respecta al carácter relativo de las leyes
humanas, rechazaba las conclusiones que sacaban algunos
de éstos sobre el derecho del más fuerte y la posibili­
dad de pasar por encima de las leyes de la Ciudad, y esto
porque creía en una noción ideal de lo Justo y de lo In­
justo, cuyo conocimiento le parecía el fin último hacia el
que debía tender el hombre político. De ahí sus violentas
críticas contra todos aquéllos, tiranos o demagogos, que
«cometían injusticia», y su sumisión a las leyes de la Ciu­
dad en la que había nacido y había querido vivir. Es evi­
dente que es su pensamiento real el que se expresa en la
célebre Prosopopeya de las Leyes de Critón, que esgrime
frente a aquéllos de sus discípulos que pretendían ayu­
darle a huir para escapar a la condena pronunciada con­
tra él por los jueces atenienses. Desde este punto de vis­
ta el pensamiento de Sócrates se presenta fundamental­
mente como una moral política. No es una determinada
forma de régimen o una determinada institución las que
hacen una Ciudad justa, sino el uso que de ellas se hace
de acuerdo con la Justicia ideal.
Todavía se plantea un último problema : si el pensamiento
de Sócrates sobre los problemas de la Ciudad se formula
a un nivel más moral que político, ¿cómo explicar su pro­
ceso a raíz de la restauración democrática que siguió a la
caída de los Treinta y a pesar de la amnistía que había
constituido la condición de esta restauración?
Caben dos interpretaciones, teniendo en cuenta las acusa­
ciones que se formularon contra el filósofo : corrupción de
.la juventud y desprecio de los dioses de la Ciudad. La pri-
37
m era es estrictamente política : la democracia restaurada
pretendía deshacerse del maestro de Critias y Alcibiades.
De esta forma se explicaría el carácter de hostilidad a la
democracia de la obra de sus dos principales discípulos,
Platón y Jenofonte, el primero de los cuales renunció a
toda vida política, mientras que el segundo, cinco años
después de la muerte de su maestro, luchaba en las filas
de los enemigos de la patria.
Pero la interpretación puede no ser simplemente política
y la condena de Sócrates explicarse por razones morales.
La democracia era, naturalmente, conformista. Ya en
tiempos de Pericles, algunos de los que formaban parte
del círculo de amigos del gran estratega habían sido acu­
sados y condenados por haber hecho profesión de ateís­
mo. Y la principal acusación formulada contra Sócrates
era la de haber despreciado a los dioses de la Ciudad. La
democracia desconfiaba de todos aquellos que, bajo pre­
texto de la libertad de pensamiento, ponían en peligro el
orden establecido en la Ciudad, que era tanto moral y re­
ligioso como político. En cualquier caso, al igual que el
contenido de la filosofía de Sócrates, su trágica muerte
iba a tener importantes consecuencias sobre el pensamien­
to político del siglo IV.

3. Las repercusiones de la revolución sofista.

Si el personaje de Sócrates constituye una especie de


excepción en la historia de la revolución sofista, esta últi­
ma no ha dejado de ejercer una extraordinaria influencia
sobre los contemporáneos, que se hace patente tanto en el
teatro como en las obras de los historiadores.
En efecto, las discusiones políticas constituyen un punto
38
clave en todo el teatro de Eurípides, contemporáneo de
los disoi logoi de un escritor anónimo, que oponían argu­
mentos dobles a todos los problemas tratados por los so­
fistas y por Sócrates (lo Verdadero y lo Falso, lo Justo y lo
Injusto, etc.). En Las Fenicias, las alternativas son el ab­
solutismo —la tiranía— y la igualdad —la democracia—.
La tiranía es, por supuesto, lo primero que se rechaza, y
para justificar la igualdad el poeta se basa, curiosamente,
en la doctrina de la physis. En Las Suplicantes Aithra, ma­
dre de Teseo, da consejos a su hijo sobre la forma de go­
bernar y, especialmente, sobre los peligros que se corren
cuando no se respetan las leyes :
«Lo que evita que las ciudades de los hombres se dividan
en dos es la perfecta observancia de las leyes por cada
individuo» ( 1 ),
Es interesante recordar también la verdadera profesión
de fe democrática puesta en boca de Teseo :
«No busques tirano aquí ; la Ciudad no está gobernada
por un hombre, es libre. El pueblo es soberano, cada año
tenemos un caudillo por riguroso turno. El rico no posee
privilegios especiales, el pobre es su igual» (2 ).
Vemos, pues, cómo en este momento se desarrolla una es­
pecie de doctrina democrática cuyos principios se iban
formulando cada vez más claramente.
Pero este contexto general de discusiones apasionadas so­
bre los problemas políticos resulta todavía más evidente
en la obra de Tucídides y explica su carácter de originali­
dad frente a la de Herodoto. Evidentemente, Tucídides
aborda la historia contemporánea con un conocimiento

(1) Vers. 312-313.


(2) Vers. 404-406.
39
más extenso, pero, sobre todo, un espíritu más crítico y
racionalista que el de su predecesor. Su obra es funda­
mentalmente un relato histórico, no una exposición de
doctrinas políticas, aunque introduce en su relato dis­
cursos y discusiones a través de los cuales captamos el
pensamiento político de los dirigentes de la democracia
ateniense al mismo tiempo que el del mismo autor : cuan­
do Tucídides hace hablar a su héroe Pericles, no sabemos
si se trata del pensamiento del historiador o del pensa­
miento del jefe político.
En la oración fúnebre pronunciada por Pericles en ho­
nor de los que habían muerto durante el prim er año de
guerra es donde más claramente se expresa el ideal demo­
crático basado en un doble principio de igualdad y de
libertad, pero una igualdad que tiene en cuenta el mérito
y la educación, una libertad que va acompañada del res­
peto a las leyes :
«En cuanto al número, como las cosas dependen no de la
minoría, sino de la mayoría, nuestro régimen político es
una democracia. ¿Se trata de lo que posee cada uno? La
ley es igual para todos en sus litigios privados, mientras
que en lo que a los títulos respecta, si en algún dominio se
manifiestan, no es la pertenencia a una categoría, sino los
méritos los que permiten acceder a los honores; por el
contrario, la pobreza no hace que un hombre, si es capaz
de ser útil al Estado, se vea impedido por la humildad de
su situación. Practicamos la libertad, no sólo en nuestra
conducta política sino en todo lo que puede ser motivo de
sospecha recíproca en la vida cotidiana: no mostramos
enfado hacia nuestros semejantes si actúan a su antojo, ni
recurrimos a vejaciones que, aunque sin causar daño, pue­
dan resultar hirientes. A pesar de esta tolerancia que rige
40
nuestras relaciones privadas, en el dominio público, el
temor nos impide fundamentalmente ejecutar un acto ile­
gal, ya que hacemos caso a los magistrados que se van su­
cediendo y a las leyes, sobre todo a aquéllas que ofrecen
ayuda a las victimas de la injusticia, o que, sin ser leyes
escritas, tienen como sanción el oprobio manifiesto ( 1 ).
Si Atenas tiene derecho a m andar sobre los griegos, a ser
su hegemon, es porque lo merece. Pero del mismo modo
que un verdadero jefe debe respetar las leyes, así también
la Ciudad hegemon debe obrar bien con respecto a sus
súbditos, constituir para ellos un modelo más que un
maestro. Y term ina Pericles:
«En resumen, me atrevería a decir que nuestra Ciudad, en
su conjunto, constituye una viva lección para toda Gre­
cia» ( 2 ).
Tucídides, sin embargo, no se hubiera mostrado fiel a sus
principios y a la educación sofista que había recibido, si
sólo hubiera presentado el pensamiento de Pericles, si no
hubiera dado también la palabra a quienes tenían de la
democracia una concepción diferente a la suya. Así por
todo ello, el discurso de Atenágoras a los sir acúsanos con­
tiene una apología de la democracia bastante semejante
aún a la de Pericles, aunque se exprese en términos más
violentos :
«Se me dirá que la democracia no satisface ni la inteli­
gencia ni la equidad, y que los que tienen dinero son tam ­
bién mejores para mejor ejercer el poder. Pero yo afir­
mo, en prim er lugar, que la palabra del pueblo designa
una totalidad, mientras que la de la oligarquía una parte

(1) T u c í d i d e s : E l epitafio de Pericles, II, 37.


(2) Ibidem , II, 41.
41
solamente, y, en segundo lugar, que si los ricos son los
mejores para dirigir las finanzas, es tarea de la inteligen­
cia el dar los consejos más prudentes, y de la mayoría el
decidir lo más conveniente, después de haberse ilustrado ;
y que estos tres elementos ocupan indistintamente, cada
uno en particular y los tres juntos, idéntico lugar en una
democracia» ( 1 ).
La justificación del imperialismo ateniense por los suce­
sores de Perioles se nos presenta como una apología sin
matices de la tiranía ejercida por Atenas sobre sus alia­
dos. Así en el célebre discurso φ Cleón a propósito de lo
ocurrido en Mitilene, Tucídides pone en boca del hombre
que entonces dirigía los destinos de Atenas :
«Acostumbrados en vuestras relaciones diarias a una con­
fianza y una seguridad recíprocas, mostráis las mismas
disposiciones hacia vuestros aliados ; y cuando sus pala­
bras o la conmiseración os han hecho cometer alguna fal­
ta, no pensáis que vuestra debilidad entraña un peligro
para vosotros, sin merecer ningún reconocimiento por su
parte, Olvidáis que vuestra dominación es una verdadera
tiranía impuesta a hombres malintencionados, que sólo
obedecen en contra de su voluntad, que no os conceden
ningún tipo de concesiones, onerosos para vosotros, que
les domináis, pero que se someten menos por deferencia
que por necesidad» ( 2 ).
Con lo que coincide, unos años más tarde, el discurso de
Eufemo al pueblo de Camarina, en Sicilia :
«De forma que no haremos frases ni diremos que es razo­
nable que nosotros ejerzamos esta dominación, por haber

(1) Ibidem, VI, 39.


(2) III, 37.
42
aniquilado a los bárbaros, o por haber procurado, afron­
tando el peligro, la libertad de determinados pueblos prin­
cipalmente la de todos los griegos y la nuestra en primer
lugar : no se puede evitar el deseo de garantizar la propia
salvación de la manera más apropiada. Pues bien, si hoy
estamos en Sicilia, es también por nuestra propia seguri­
dad...» (1).
El tema de las relaciones entre ciudades volveremos a en­
contrarlo a lo largo de la obra del historiador, en los dis­
cursos de Alcibiades, de Nicias, o del siracusano Hermó-
crates, en el célebre diálogo de Melos. Es la prim era vez
en la historia del pensamiento político que al problema de
la naturaleza del Estado y de las relaciones entre gober­
nantes y gobernados se une el de las relaciones internacio­
nales, las relaciones entre las ciudades, problema al que la
guerra ha dado actualidad y que se convertirá en uno de
los grandes temas de la literatura política del siglo iv.
Esto nos muestra el gran interés de la obra de Tucídides
que, totalmente impregnada de las discusiones que ani­
maban entonces los círculos políticos, las querellas inter­
nas o internacionales, iban a suministrar a los escritores
posteriores temas de reflexión y ejemplos, al mismo tiem­
po que la historia se conver tí a en un instrumento para la
comprensión del pasado, del presente y del futuro.
Observamos también la extraordinaria riqueza del pensa­
miento griego a finales del siglo v. No puede dejar de im­
presionarnos su carácter abstracto y, al mismo tiempo,
sus estrechos lazos con la realidad contemporánea. En
efecto, este período señala un cambio esencial en la his­
toria de las ciudades griegas, y determinaría la nueva
orientación del pensamiento político del siglo iv,
ΓΓ) VÍ/88.
43
3 El desarrollo del pensamiento
político en el siglo IY

El siglo IV es el gran siglo del pensamiento político griego,


el que ha visto nacer las doctrinas más ricas en todo tipo
de derivaciones.
Aunque en este pensamiento político se manifiesta la su­
pervivencia de muchos de los temas que se debatían en el
período anterior, sobre todo el de las relaciones entre
Naturaleza y Ley, sin embargo, las doctrinas políticas que
se formulan en el siglo iv presentan una gran originalidad
con respecto a las del siglo anterior, y esto se debe a dos
razones : primeramente, junto a los más abstractos razo­
namientos sobre la forma de politeia se planteaban preo­
cupaciones económicas y sociales; en segundo lugar, al
agravarse los desórdenes políticos, se desarrolla una nue­
va corriente de pensamiento, que cree hallar la solución a
dichos desórdenes poniendo de nuevo en manos de un jefe
predestinado la autoridad absoluta, lo cual anuncia ya la
ideología que triunfará con las monarquías helenísticas.
Estas nuevas características están en estrecha relación
con la crisis que atraviesa por aquel entonces el mundo
griego y que conviene definir antes de considerar las solu­
ciones propuestas por los teóricos para hacerle frente.

I. La crisis geaeraí del mundo griego en el siglo IV (1)

En efecto, el mundo griego en el siglo rv se caracteriza por


una grave crisis, que se presenta fundamentalmente como
el resultado del gran conflicto que ha enfrentado -a las ciu­
dades griegas entre los años 431 y 404.

(1) Este problema ha sido ya estudiado en La fin de la démocratie


athénienne (París, P.U.F., 1962). Aquí nos limitaremos a exponer las
grandes líneas de las conclusiones enunciadas en la obra citada.
44
1. La crisis económica y social.

a) Es sobre todo una crisis agraria, ya que la guerra ha


supuesto la devastación de los campos y las huertas, y la
reconstrucción de los viñedos y olivares es larga y difícil
cuando termina la guerra, tanto más larga y difícil cuanto
que el estado de guerra sigue asolando el mundo griego de
forma casi permanente a lo largo de todo el siglo. La con­
secuencia de este estado de cosas es que numerosas tie­
rras son abandonadas por sus propietarios, o se dejan
como terreno yermo, ya que el endeudarse para poner de
nuevo las tierras en condición de cultivo se consideraba
como un hecho excepcional. La miseria del pequeño cam­
pesinado se presenta como un fenómeno ampliamente ex­
tendido en el mundo griego, incluso en Atenas, donde se
sigue disponiendo, sin embargo, de un capital económico
considerable. No podemos pasar por alto aquí el testimo­
nio de Aristófanes sobre la miseria de los pequeños cam­
pesinos atenienses a comienzos del siglo iv, tal como que­
da patente en sus últimas comedias, La Asamblea de las
mujeres y, sobre todo, Ploutos,
Pero esta miseria general no lleva en todas partes a los
mismos resultados ; en Atenas, la población rural empo­
brecida va a aum entar las filas de la población urbana y
vive de miserables salarios y, sobre todo, de las diferentes
indemnizaciones concedidas por la Ciudad. En otras zo­
nas, sobre todo en las ciudades oligárquicas, la agitación
es más violenta y surgen de nuevo las viejas consignas de
abolición de las deudas y distribución de las tierras, al
mismo tiempo que el alistamiento con los mercenarios
suministra la solución más fácil e inmediata a la miseria,
en la medida en que las circunstancias lo permiten.
45
b) Sin embargo, la crisis agraria se ve agravada en las
grandes ciudades mercantiles, y en particular en Atenas,
por una crisis económica más general, que se caracteriza
a la vez por la disminución de la producción y del co­
mercio. También en este caso hemos de remitirnos al
ejemplo ateniense, porque es el mejor conocido y al
que casi siempre se aplican los razonamientos de los
teóricos políticos. A este respecto es especialmente im­
portante una obra como los Poroi de Jenofonte. Cons­
tituye un testimonio tanto de que la explotación de las
minas en Atenas sufre una im portante disminución con
respecto al período anterior, como de que los comer­
ciantes extranjeros no son ya tan numerosos en el Pí­
reo, razón por la cual disminuyen los ingresos de la ciu­
dad. Sabemos además que la industria cerámica ha perdi­
do la importancia que tenía todavía en el siglo v y pleitos
y decretos constituyen un elocuente testimonio sobre las
dificultades en que se halla Atenas para aprovisionarse de
trigo, especialmente en la segunda mitad del siglo.
Las razones de esta crisis son múltiples y no es éste el lu­
gar de estudiarlas a fondo: las guerras incesantes, la
inseguridad de los mares, la pérdida de la hegemonía so­
bre el m ar Egeo, son razones a tener en cuenta. Pero tam ­
poco hay que olvidar el desarrollo en las fronteras del
mundo griego de nuevas civilizaciones en regiones hasta
entonces tradicionalmente clientes de Grecia.
c) En cualquier caso las consecuencias de esta crisis se
traducen en una profunda transformación de las relacio­
nes sociales y en la ruptura del equilibrio que había permi­
tido el brillante desarrollo de la civilización ateniense —y
griega, en general— durante el siglo v. Se observa, por
una parte, un aumento de la riqueza de personas que es-
46
peculan con la tierra o explotan las dificultades económi­
cas de los comerciantes y armadores y, por otra parte,
un agravarse la miseria de la mayoría, cuyo descontento
se traduce por todas partes en una agitación política
que levanta a los pobres contra los ricos y en una crisis
general que afecta al funcionamiento de las institucio­
nes políticas tradicionales.

2. La crisis política.

Se presenta como una consecuencia directa de esta crisis


social, pero reviste distintas formas en Atenas, en Es­
parta y demás ciudades del mundo griego.
En Atenas la crisis tiene un carácter especial, a causa de
la naturaleza del régimen que, no debemos olvidarlo, no se
vio realmente amenazado y subsistió hasta la victoria de
Antipáter en el 322. En efecto, la multiplicación de los
procesos, el enorme peso de las cargas que gravan sobre
los ricos para garantizar el funcionamiento de las institu­
ciones y el pago de los diferentes miszoi (confiscaciones,
liturgias de diversas clases) traen consigo el desapego de
los ricos con respecto a la democracia belicista. Se obser­
va también un desapego de los pobres, más preocupados
por asegurar su subsistencia cotidiana que por participar
én la vida de la ciudad, como lo demuestra la creación del
tniszos ecclesiasticos a comienzos de siglo.
A causa de esto toda la vida política se ve alterada ; se
crean partidos que unen a estrategas y oradores. Los pri­
meros, utilizando un ejército formado en gran parte por
soldados mercenarios, tienden cada vez más a convertirse
en militares profesionales, mientras que los segundos
arrastran con la magia de sus palabras a una masa cada
47
vez menos dócil y responsable, dispuesta a abandonar a
quienes ha seguido con entusiasmo si el éxito no corona
sus empresas. Los dirigentes de la democracia consideran
la guerra y la política imperialista como los únicos medios
para m antener el régimen y procurar los recursos indis­
pensables para su buen funcionamiento. Pero la guerra de
mercenarios cuesta cara, el dinero escasea y hay que sa­
carlo de donde lo hay, es decir, de los ricos, que de esta
forma se van alejando cada vez más. De ahí el debilita­
miento de la ciudad en un momento en que necesitaría
aunar todas sus energías para hacer frente al peligro ma­
cedónico.
En otros lugares la agitación política va generalmente
acompañada de revoluciones brutales y sangrientas, como
ocurre en Argos, por ejemplo. Estas revoluciones, en oca­
siones, están originadas por los tiranos, caudillos de los
mercenarios que se aprovechan de la agitación para hacer­
se con el poder, presentando ante sus partidarios el espe­
jismo de la abolición de las deudas o una nueva distribu­
ción de las tierras, y no vacilando, con tal de vencer a sus
adversarios, en liberar esclavos : éste es el caso de Denis
en Siracusa, de Eufrón en Sición y Clearco en Heraclea.
La lucha contra la subversión interior constituye el núcleo
central de las preocupaciones del estratega Eneas de Es-
tinfalo, que en los años 60 escribe un tratado Sobre la de­
fensa de las ciudades. La misma Esparta, aunque se vana­
gloriaba de la estabilidad de sus instituciones, no puede
escapar al peligro, ya que, a comienzos del siglo, la conju­
ra de Cinadón amenaza por un momento la paz interior.
Y a comienzos del siglo siguiente son los mismos reyes los
que se erigirán en defensores del program a revolucio­
nario.
48
Ante estos peligros, es fácil comprender la inquietud de
los escritores políticos y de los pensadores que, descu­
briendo por prim era vez el nexo entre el desequilibrio so­
cial y el desequilibrio político, deben estudiar los reme­
dios adecuados para term inar con uno y otro. Señale­
mos inmediatamente que se trata la mayoría de las ve­
ces de teorías abstractas, que no desembocan en un pro­
grama de acción preciso. Los escritores del siglo iv más
bien constatan y sugieren que proponen, y ninguno tiene
una actividad política directa. Pero sus obras son el testi­
monio de un clima general y constituyen el reflejo de preo­
cupaciones que debían com partir la mayor parte de sus
Electores y de sus auditores. Cuatro nombres merecen ci­
tarse entre todos aquellos que construyeron en cierto
modo teorías políticas : Platón, Jenofonte, Isócrates y
Aristóteles.
Platón y Jenofonte son ambos discípulos de Sócrates,
pero dan muestras de una originalidad propia con res­
pecto al maestro, cuyas palabras pretenden transcribir
fielmente. El primero, filósofo y aristócrata, a raíz de la
muerte de Sócrates, se aleja voluntariamente de la vida
política ateniense. Antes de aplicar sus desgraciadas ex-
: periencias sicilianas no se le ocurrirá la idea de pasar del
campo de la teoría al de la práctica. El segundo, hombre
de guerra al mismo tiempo que escritor político, historia­
dor e incluso economista, pasa la mayor parte de su vida
en el exilio. De inteligencia media, sin dotes excesivas, no
por ello deja de aportar un importante testimonio sobre
la evolución de las doctrinas políticas del siglo rv,
isócrates, profesor de retórica, maestro de elocuencia de
gran renombre, que atrae a los jóvenes de las más impor­
tantes familias de Atenas y de otras ciudades, se nos pre-
49
senta como el verdadero «articulista» de la época, cuya
obra evoluciona en estrecha relación con los acontecimien­
tos políticos, una especie de periodista clarividente y lú­
cido, pero también burgués conformista, cuyas reacciones
son las de toda una clase de la sociedad ateniense.
Y por último, Aristóteles, filósofo, historiador, sabio, re­
tórico, cuya inmensa obra pone de manifiesto las transfor­
maciones que se van realizando en el transcurso del siglo.
Discípulo de Platón, se aleja de él bastante rápidamen­
te y encama el ideal que será el de la época helenística en
las ciudades griegas, reducidas a no ser más que simples
ciudades de horizontes limitados : un ideal de paz social
basado en la supremacía de una burguesía media.
Entre estos cuatro hombres existen dos rasgos comunes :
todos son atenienses o —como es el caso de Aristóteles—
han decidido vivir en Atenas ; todos consideran, pues, los
fenómenos desde el punto de vista un poco particular de
sus relaciones con la democracia ateniense. Al mismo
tiempo todos son igualmente hostiles a esta democracia,
bien por principio, bien porque la democracia extremista
les molesta o los indigna. De ahí un cierto enfoque de sus
obras, que no hay que perder de vista cuando se emprenda
el estudio de sus teorías sociales y políticas.

II. Los teóricos del siglo IV ante la crisis social

El problema de la injusta distribución de las riquezas y


de la desaparición de la clase media campesina es conside­
rado por los teóricos del siglo iv como el problema funda­
mental, aquél que da origen a todos los demás. Para resol­
verlo se proponen diferentes soluciones que, simplifican­
do, podemos incluir en tres apartados :
50
I, Las teorías «com unistas».

Pretenden suprimir en toda o en parte de la población la


libre disposición de la tierra y de los frutos que produce,
hacer de esta tierra y de los instrumentos de cultivo (hom­
bres, animales, herramientas) el patrimonio común de la
totalidad de los ciudadanos y por otra parte, en ciertos
casos, intentar también una distribución equitativa de los
frutos.
No cabe duda de que en todas estas elaboraciones subyace
el ejemplo espartano. No es éste el momento de volver a
ün problema sobre el que no se ponen de acuerdo los au­
tores modernos, como tampoco se pusieron los antiguos.
Pero es evidente que todavía a comienzos del siglo IV, aun­
que no pueda decirse lo mismo medio siglo más tarde,
él régimen espartano se caracteriza por su matiz comuni­
tario, ligado al hecho de que, al menos en teoría, en Es­
parta la tierra era propiedad de la comunidad de los Ho­
mo ioi, de los Iguales, lo que iba acompañado de normas
de vida austera a las que ningún espartano podía escapar
y que hallaban su símbolo en las syssitia, las comidas que
se hacían en común en torno a la tradicional «salsa ne­
gra». Este comunismo espartano tenía como consecuencia
la existencia de una clase de hombres de condición infe­
rior, los ilotas, que cultivaban los cteroi, lotes de tierra de
los Iguales, quienes hasta los 60 años tenían que consa­
grarse exclusivamente a su vida m ilitar y a los ejercicios
físicos. Es cierto que no es fácil distinguir entre lo que es
realidad y lo que un historiador ha llamado «el espejismo
espartano» en las descripciones que nos han dejado los
antiguos del régimen de Esparta. Sin embargo, es cierto
due el ejemplo espartano no debe perderse de vista si se
51
quiere comprender las teorías formuladas en el siglo iv
por algunos escritores políticos. Desgraciadamente no po­
seemos ningún medio seguro de medir la importancia de
estas teorías comunistas dentro del pensamiento político
griego. Un solo testimonio, aunque de gran importancia,
nos demuestra por lo menos que no eran desconocidas
para las masas populares : una de las últimas comedias de
Aristófanes, La Asamblea de las mujeres, las convierte en
blanco de sus flechas. Se ha dicho que La Asamblea de las
mujeres constituye una respuesta a La República de Pla­
tón. Es posible, aunque esto plantee numerosos problemas
de fechas. Pero no comprendemos, sin embargo, por qué
Aristófanes ha llevado a la escena un tema de este tipo, si
sólo se trataba de responder a una obra accesible única­
mente para un reducido número de personas. Es cierto
que el tema se prestaba a todo tipo de exageración cómi­
ca, y Aristófanes no se ahorró ninguno. Pero para hacer
reír a sus espectadores era necesario que tratara temas
conocidos, teorías de las que se hablaba en Atenas.
¿Cuáles eran estas teorías? Mucho más tarde, abordando
en La Política, en el libro II, el examen de las constitucio­
nes que consideraba mejores, Aristóteles cita con Platón a
Faleas de Calcedonia y a Hipódamo de Miléto. En reali­
dad parece difícil hacer de la politeia de Faleas de Calce­
donia, que ignoramos además quién fue, un prototipo de
las politeiai comunistas. Todo lo más preconizaba una
igualdad de la propiedad, ya que la tierra se distribuía en
lotes iguales e inalienables. Pero igualdad no quiere decir
comunidad de bienes. Para Hipódamo de Mileto, célebre
arquitecto y urbanista, que elaboró los planos del Pireo y
de la colonia panhelénica de Zourioi, el problema es más
complejo :
52
«Proyectaba, nos dice Aristóteles, una Ciudad compuesta
por diez mil ciudadanos y dividida en tres clases : una de
artesanos, la otra de campesinos y la tercera de defenso­
res armados. Dividió también la tierra en tres partes, una
sagrada, la otra pública y la tercera privada; sagrada
aquélla cuyos ingresos debían subvenir a las necesidades
del culto tradicional de los dioses ; pública aquélla de cu­
yos productos habían de vivir los defensores ; privada la
de los campesinos» (1).
Así las dos terceras partes del territorio de -la Ciudad de
Hipódamo no eran de propiedad privada, pero no ocurría
lo mismo con una tercera parte, y Aristóteles no deja de
señalar el inconveniente que supone el perm itir la coexis­
tencia de dos formas de propiedad tan diferentes. Por otra
parte, sólo llevan una vida comunitaria los guerreros, que
constituyen una de las tres clases de la Ciudad, y las otras
dos pueden vivir como quieran.
: Es evidente que el «comunismo» de Hipódamo, el excén­
trico que escandalizaba a los atenienses por los cuidados
que dedicaba a su abundante cabellera y por la sencillez
excesivamente estudiada de sus vestidos, ha podido inspi­
rar el comunismo platónico, Pero éste resulta mucho más
riguroso, más completo. En efecto, Platón suprim e toda
forma de propiedad, individual o colectiva, sobre la tie­
rra. Los guardianes y ayudantes no poseerán nada en pro­
piedad. Se beneficiarán del trabajo de los labradores que
proveerán a todas sus necesidades. Por supuesto, se trata
de una elaboración ideal que responde más a las concep­
ciones éticas del filósofo que a una verdadera opción polí-

(I) A r i s t ó t e l e s : La Política, II( 1267 b¡ pág. 47 de la versión española


de Julián Marías y María Araujo, Instituto de Estudios Políticos, Ma­
drid, 1951.
53
tica. Platón ha demostrado que la propiedad que surge del
amor a la riqueza es un mal : esto entraña necesariamen­
te la condena de toda forma de propiedad. La negación
de la propiedad privada lleva a la colectivización de las
mujeres y los niños, estableciendo para estos últimos una
educación comunitaria, dirigida por la Ciudad, que eviden­
temente se inspira en el ejemplo espartano. Al describir
esta Ciudad ideal, ¿pensó Platón en su posible realiza­
ción? Tenemos nuestras dudas al respecto. Todo lo más la
concebía como un modelo del que los hombres se habían
alejado cada vez más. Su comunismo era de raíz aristo­
crática. Era el ideal de vida propuesto a una comunidad
de sabios y filósofos, A este respecto ha podido hablarse,
a propósito de La República, de una posible influencia de
las doctrinas pitagóricas. Aristóteles, más cercano a la rea­
lidad que su maestro, ha formulado una crítica contra las
teorías que le parecían humanamente irrealizables, apli­
cando argumentos tradicionales que los hombres han uti­
lizado siempre en el transcurso de los siglos para justifi­
car la propiedad privada. Pero, aparte de estas triviales
observaciones, ha subrayado acertadamente lo que consti­
tuía el punto débil de la doctrina platónica : la condición
de la tercera clase, la de los trabajadores manuales, que
hubieran tenido que ser esclavos como en Esparta para
que el sistema resultara viable. Si siguen siendo hombres
libres, capaces incluso de procrear guardianes y ayudan­
tes, entonces, concluye Aristóteles, «habrá, necesariamen­
te, dos ciudades en una, y contrarias entre sí, pues consi­
dera a los guardianes como los defensores de la Ciudad,
y a los labradores como simples ciudadanos» (1).
(1) A ristó te le s, op. cit., II, 1264 6, pág. 37.
54
El comunismo del siglo iv no desemboca realmente en una
perspectiva política. Simple construcción del espíritu, no
podía, de ningún modo, presentarse como una solución a
la crisis que atravesaba la Ciudad griega.

2. El restablecimiento de la clase media.

La segunda gran obra teórica de Platón, Las Leyes, se


relaciona con toda una corriente de ideas que aparece a
finales del siglo v y que se basa en la concepción general
de una democracia moderada y limitada. Al nivel económi­
co que aquí nos interesa, esta democracia moderada no
es sino la expresión política de una sociedad de pequeños
o medianos propietarios agrícolas, libres e independientes,
defendidos tanto de una pobreza extrema como de una
extrema riqueza por la naturaleza misma de sus bienes
y por las precauciones que tomaban por valorizarlos,
dentro de una vida tranquila y pacífica.
Por supuesto no se tra ta de ningún modo de lograr una
absoluta igualdad de los bienes agrícolas y ninguno de los
teóricos del siglo iv hace suya la reivindicación de la dis­
tribución de las tierras. Pero parece previsible que una
'nueva distribución de las tierras permitiría, aunque se
mantuviera la desigualdad original, evitar los inconvenien­
tes de una excesiva riqueza y de una excesiva pobreza.
Platón, en Las Leyes, abandona decididamente el comunis-
mo de La República. Todos los ciudadanos de la ciudad
imaginaria, cuya polit eia tratan de elaborar los tres inter­
locutores del diálogo, reciben un cleros, un lote de tierra
inalienable. Los cleroi serán de dimensiones iguales y
comprenderán tierras del mismo valor. Pero a esta propie­
dad agrícola inicial podrán añadirse bienes muebles más o
55
menos importantes, aunque de forma que la fortuna de los
más ricos no pueda exceder del cuádruple de la de los más
pobres. ¿De qué se compondrán estos bienes muebles?
¿En qué medida la desigualdad prevista y limitada de las
fortunas no afectará a la igualdad de la distribución de las
tierras? Platón no se ha formulado estas preguntas y Aris­
tóteles, una vez más, se lo reprocha (1).
Además, Platón permanece fiel al principio de prohibir a
los ciudadanos dedicarse al comercio y a la industria, que
están reservados a los metecos, cuya fortuna se limita
también de forma estricta. En resumen, si se abandona el
principio del comunismo en lo que respecta a la propiedad
de los bienes, subsiste un aprovechamiento común de los
frutos bajo el control estricto de la Ciudad. También debe­
mos señalar que el trabajo de la tierra se reserva a los
esclavos cuyas rentas sirven para el mantenimiento de
toda la Ciudad.
A diferencia de Platón, Aristóteles no se erige en reforma­
dor total, como ya hemos tenido ocasión de señalar. Es
cierto que trata de delimitar los contornos de lo que ha­
bría de ser la Ciudad ideal, de sentar sus bases. Pero nun­
ca pierde de vista la realidad histórica concreta.
Y lo que parece por encima de todo indispensable, es ga­
rantizar el equilibrio social de la Ciudad mediante un de­
sarrollo de la clase media. En efecto :
«... los ciudadanos de esta clase no desearán los bienes de
los demás como los pobres, ni serán, como los ricos, obje­
to de envidia y celos (2).
Con el advenimiento de la clase media term inarán el dese­
quilibrio político y las encarnizadas luchas sociales. La
A ristó teles, La Política, II 1265, a-b.
S
56
A ristó te le s, La Política, VI, 1295 b.
aspiración natural de los hombres a la igualdad hallará
satisfacción asimismo.
Admitido este principio, queda por saber cómo pretende
Aristóteles reforzar esta clase media y de qué elementos
se va a componer. Aristóteles propone que los excedentes
de los ingresos de la Ciudad vuelvan al pueblo y se distri­
buyan en cantidades bastante importantes «para que todo
el mundo pueda comprar un pedazo de tierra o dedicarse
al comercio» (VII, 3, 4, 1320 a 38). Señalemos que no se
trata de una medida revolucionaria, sino que corresponde,
por el contrario, al espíritu de la Ciudad, comunidad de
hombres libres a los que los ingresos de la ciudad pertene­
cen de una forma natural. Además, estas distribuciones
no constituyen un hecho nuevo. Constituyen, quizás, el ori­
gen de la creación de la moneda. En la Atenas del siglo IV
dan lugar a la institución del theorikon, cuya suma varia­
ba según los excedentes presupuestarios. El ideal de Aris­
tóteles era crear una sociedad de pequeños productores di­
rectos a través de estas distribuciones.
Pero la realización de este ideal exigía un equilibrio so­
cial y político que el mundo griego del siglo IV estaba muy
lejos de poseer. Para llevar a cabo esta revolución desde
arriba, que Aristóteles preconizaba, hubiera sido preciso
que el Estado no fuera ni un estado de ricos ni un estado
de pobres. En el estado actual de cosas esto implicaba la
exclusión de los pobres, dueños del Estado de Atenas, de
la comunidad cívica.
De esta forma Aristóteles se relacionaba con toda una co­
rriente del pensamiento político ateniense que se había
éxpresado desde finales del siglo v, en los medios de los
demócratas moderados, partidarios de la República de los
Campesinos o de la República de los hoplitas. Para estos
57
hombres, más directamente ligados a las realidades políti­
cas, no se trataba de modificar el régimen de la propiedad
ni de igualar o, al menos, lim itar las fortunas privadas : el
triunfo de la clase media se vería garantizado por la exclu­
sión pura y simple de los más pobres de la comunidad po­
lítica. Los campesinos-hoplitas se convertirían en el so­
porte natural del Estado, ya que la propiedad campesina
constituye por excelencia la representación misma de todo
equilibrio político. Si Eurípides, Jenofonte y Aristóteles
cantan las alabanzas del campesino, es porque la posesión
de una pequeña propiedad le convierte en enemigo de las
revueltas y de la agitación del Angora, en adversario de la
política belicista de los demagogos. Es esta misma preocu­
pación por el equilibrio social y político lo que hace que
los hombres políticos moderados deseen la exclusión
de los asalariados del cuerpo cívico activo y que el ejer­
cicio de los derechos políticos se reserve a la clase de los
caballeros y los hoplitas que coincide, en definitiva, con la
de los pequeños y medianos propietarios agrícolas. A este
respecto es interesante citar las palabras que Jenofonte
pone en boca de Teramenes, su jefe a finales del siglo v, y
que constituyen un verdadero programa de la oligarquía
moderada :
«En lo que a mí respecta, Critias, siempre he sido enemigo
de quienes creen que la democracia sólo será perfecta
cuando los esclavos y miserables que acudan a la ciudad
en busca de un dracma tengan parte en el gobierno ; e
igualmente me he opuesto siempre a las ideas de quienes
piensan que no puede existir una buena oligarquía hasta
que no sometan la ciudad a la tiranía de ciertas personas.
Pero entenderse con aquéllos que pueden servir como ho­
plitas y como caballeros, ésta es la política que yo he con-
58
siderado siempre la mejor y no he cambiado de opi­
nion» (1).
Debemos confesar nuestra ignorancia en lo que respecta a
las modalidades de esta exclusión de los pobres. ¿Se trata
de alejarlos pura y simplemente de la ciudad, «privar­
les de su patria», como dirá un adversario de estos mode­
rados, o convertirlos en ciudadanos menores, lo que Aris­
tóteles a finales de siglo llama ciudadanos vasallos y que
la democracia burguesa llamará más púdicamente ciuda­
danos pasivos? Nada nos permite emitir un juicio sobre
este problema, ya que las dos revoluciones oligárquicas
que vivió Atenas a finales del siglo v, y cuyo programa era
en principio el de los moderados, se interrum pieron brus­
camente. Sin embargo, éstos no habían renunciado a hacer
triunfar sus puntos de vista, ya que al día siguiente de la
restauración democrática del año 404, trataron de que se
promulgara un decreto que permitía el ejercicio de los de­
rechos políticos sólo a aquéllos que poseían bienes inmue­
bles. El decreto se rechazó y hasta el año 322 no pudo vol­
ver a plantearse en Atenas la exclusión de los pobres de
la ciudad. Los partidarios de la República de los Hoplitas
no estaban menos convencidos del buen fundamento de
sus teorías. Pero de hecho, en una Atenas que se empobre­
cía cada vez más, la democracia resultaba ser cada vez
más claramente el gobierno de los pobres y la misma de­
rrota del año 338 no trajo consigo el replanteamiento
del régimen.
Sin embargo, continuamente se iba dibujando con mayor
claridad en algunos teóricos políticos la idea de que exis­
tía otra solución para desembarazarse de los más pobres,
naturales productores de revueltas : la colonización.
(1 ) J e n o fo n te , Helénicas, O .
59
3. El imperialismo de la colonización.

De hecho, ésta había sido la solución adoptada por los


griegos de los siglos viii y vil. El gran movimiento de co­
lonización que había tenido como consecuencia la crea­
ción de ciudades griegas en todas las costas del Medite­
rráneo, no era solamente una consecuencia de las revuel­
tas que habían estallado en determinados puntos del mun­
do griego y de la crisis agrícola, que frecuentemente era
la causa de tales revueltas. Pero aunque intervinieran
otros factores para obligar a los griegos al exilio, no por
ello deja de ser cierto que la colonización, especialmente
en el Sur de Italia y en Sicilia, había constituido también
una forma de resolver esta crisis. Sin embargo, las gran­
des creaciones de colonias datan de finales del siglo vi.
En el siglo V se produce un nuevo equilibrio a causa de
la hegemonía que ejercen determinadas ciudades como
Atenas sobre el resto del mundo griego, hegemonía que
perm ite a la ciudad dominante conservar en su interior,
un precioso equilibrio sin tener que salir de los límites
de su territorio.
Pero a comienzos del siglo iv no es posible ya un impe­
rialismo a expensas de los griegos. La guerra del Pelopo-
neso ha significado en este sentido un momento decisivo
y los efímeros intentos espartanos y tebanos demuestran,
si había necesidad de ello, que en el siglo iv ninguna ciu­
dad es verdaderamente capaz de crear una hegemonía so­
bre el resto del mundo griego. Al mismo tiempo, las viejas
colonias se emancipan económica y políticamente. Esto
ocurre tanto en la Italia Meridional o en Sicilia como en
la región del Ponto. Por consiguiente, es preciso hallar
nuevas tierras de colonización para exportar ese excedente
60
de hombres que van a incrementar las filas de los ejérci­
tos de mercenarios y son la presa de todos los aventure­
ros, De ahí la aparición de lo que podríamos llam ar nue­
vas teorías imperialistas.
Ya a comienzos de siglo se formulan, en la Anábasis de
Jenofonte, cuando éste propone instalar en Tracia a aqué­
llos que en Grecia carecen del sustento necesario. Es cier­
to que la Tracia no es una terra incognita para los griegos.
Pero el poder cada vez mayor de los reyes odrisios a fina­
les del siglo v y comienzos del iv hacía más difícil la crea­
ción de colonias en su país. Sin embargo, puede admitir­
se que Jenofonte pensaba para ello en aquellas regiones
de Tracia donde vivían tribus no organizadas políticamen­
te, donde los indígenas, para utilizar una expresión que él
mismo emplea en Las Helénicas, eran todavía abasileutoi,
no sometidos a la autoridad del rey.
Pero este nuevo imperialismo tomará form a sobre todo
con Isócrates, en el siglo iv. Isócrates pensó en algún mo­
mento también en Tracia, pero era sobre todo el Asia Me­
nor lo que le parecía que podía ser la tierra de promisión
para las nuevas colonias, que presentarían sobre las anti­
guas la ventaja de que en vez de ser colonias de una deter­
minada ciudad serían colonias panhelénicas (como ya se
había pretendido que lo fuera Zourioi en el siglo v). ¿ Por
qué el Asia Menor? Porque esta parte del imperio persa,
que resultaba bastante familiar para los griegos, parecía
relativamente fácil de conquistar, dado el ocaso del poder
de los Aqueménidas.
t o r consiguiente, la conquista de Asia era el objetivo que
Había que proponer a una Grecia dividida que recupera­
ría de esta forma su independencia y lograría una nueva
unidad. Pero precisamente la unión panhelénica se pre-
61
sentaba como la condición previa al éxito. Ya en el 380,
en el Panegírico, Isócrates lo gritaba en voz alta, esperan­
do que Atenas lograra realizar la tan deseada unión, de­
jando a un lado sus ambiciones y renunciando al impe­
rialismo agresivo que la había llevado al borde de la
ruina. Los hechos iban a arrebatar a Isócrates sus ilu­
siones y, hacia mediados de siglo, pensaba que sólo un
hombre superior sería ya capaz de lograr tal unión y
llevar a cabo con éxito la guerra contra Persia, y que
este hombre era Filipo de Macedonia, en el que la ma­
yoría de sus compatriotas veían por el contrario, el
enemigo jurado de Atenas. Isócrates m oriría poco des­
pués de la batalla de Queronea, esa victoria m ilitar que
convertiría a Filipo en el hegemon de los griegos, pero
Alejandro, el hijo de Filipo, iba a realizar el sueño del
viejo orador ateniense.
Isócrates se había dado perfectamente cuenta de que el
obstáculo fundamental para la unidad de los griegos era
no sólo el individualismo de las ciudades, sino también, y
sobre todo, las luchas encarnizadas que enfrentaban unas
ciudades con otras y que eran el reflejo de un grave dese­
quilibrio político. La crisis económica y social sólo podía
resolverse en la medida en que se superara la crisis po­
lítica.
III, Los teóricos frente a la crisis política
A un nivel estrictamente político, el pensamiento griego
del siglo IV se presenta a la vez como heredero de toda la
corriente sofista que lo ha precedido y como testimonio
de la evolución contemporánea. De ahí su gran originali­
dad y también su futuro en la historia de las doctrinas
políticas.
62
A prim era vista los pensadores griegos del siglo xv pare­
cían sobre todo preocupados por que no se les confundie­
ra con los sofistas. No solamente lanzan contra ellos ata­
ques personales, sino que además, mientras que los sofis­
tas proclamaban abiertamente el carácter relativo de toda
ley, los escritores políticos del siglo iv contrariamente
erigen la Ley en valor absoluto y m uestran a este respecto
un conformismo total. Cuando tratan, como había hecho
ÿa Herodoto, de clasificar las diferentes politeiai, ponen en
juego la mayoría de las veces como criterio esencial que
permite distinguir las buenas de las malas el respeto a las
leyes. Su condena de la democracia ateniense se basa en
su frecuente violación de las leyes.
Sin embargo, lo veremos con más detalle cuando nos refi­
ramos a las teorías monárquicas, los teóricos políticos del
siglo IV no son tan conformistas ante el problema de la
ley como parece a prim era vista. Su concepción del poder
¡absoluto del saber, fruto de una buena educación, les lleva
ä adm itir que aquél o aquéllos que lo detentan pueden
modificar las leyes, las nomoi. Pero a diferencia de los
sofistas no justifican esta transgresión de las leyes por
una superioridad natural del tipo que sea ni por la fuer­
za: sólo lo autoriza un saber paciente y profundamente
adquirido.
Pero, a decir verdad, el problema de las leyes, de su origen
y su relatividad, se desvanece en el siglo iv tras el proble­
ma fundamental de la politeia : frente al ocaso de la de­
mocracia ateniense, frente a la grave crisis social y políti­
ca: que sacude al mundo griego, los escritores políticos
del siglo IV han tratado de determinar cuál sería la mejor
politeia y algunos de ellos han intentado elaborar, a par­
tir de la realidad, una Ciudad ideal.
63
El término politeia se emplea frecuentemente en el si­
glo IV con un significado bastante próximo al que los ju ­
ristas romanos dieron a la palabra latina civitas : la poli-
teta es el derecho de ciudad y, en régimen democrático,
el derecho a participar en la vida política. Pero precisa­
mente porque «participar en la politeia» significa también
participar en la vida política tal como está organizada en
la Ciudad, el término politeia se convierte en sinónimo de
constitución : se trata entonces del orden establecido entre
los diferentes poderes. En resumen, cuando los teóricos
políticos del siglo iv utilizan el término politeia le atribu­
yen en general un significado más rico, más matizado tam­
bién, que abarca el conjunto de problemas filosóficos y
morales que se le plantean al hombre que vive en socie­
dad: así Platón define la politeia como el alimento del
hombre, Isócrates dice que es el «alma» de la Ciudad y
Aristóteles que es su principio vital y que debe determi­
nar su objetivo final, al que todos los escritores del si­
glo IV identificaban con la felicidad.
Según esto, es fácil deducir que su búsqueda de la politeia
ideal no se iba a lim itar a un simple análisis crítico de las
instituciones políticas. Tratando, ante todo, de crear las
condiciones de la felicidad del hombre, actuaban como
moralistas al mismo tiempo que como teóricos políticos.
Pero, partiendo de un análisis de la realidad concreta, a
p artir de esta realidad tratarían de elaborar construccio­
nes que constituyeran una im portante contribución a la
historia de las doctrinas políticas. Y por este motivo iban
a dar al término politeia su sentido más general, el de
constitución, que se conserva hasta nuestros días.
Los escritores políticos del siglo iv habían heredado del
siglo anterior una clasificación de las politeiai, a la que
64
solían referirse generalmente con ligeras modificaciones.
Se reconocían tres tipos fundamentales : el gobierno del
demos o democracia; el gobierno de un pequeño número
u oligarquía ; el gobierno de uno solo o monarquía.

1. La democracia.

Suele considerarse el pensamiento político del siglo iv


como expresión de la hostilidad a la democracia atenien­
se que dominaba en aquellos momentos en los medios
cultivé dos. De hecho, todos estos escritores, estos fi­
lósofos que viven en Atenas, más o menos inmersos en
la vida política de la ciudad, critican de buen grado un
regimen cuyo mismo principio, la soberanía del demos
ignorante, no podía satisfacerles. Además, el medio social
al que la mayor parte de ellos pertenecían les impulsaba
a rechazar una politeía basada en la igualdad de todos,
de los buenos y los malos, los ricos y los pobres, los fi­
lósofos y los banausoi.
Pero más aún que los principios era la realidad misma
de la democracia ateniense lo que disgustaba a los teóri­
cos políticos : el demos, en su opinión, se confundía cada
vez más, en el siglo iv, con la masa de hombres libres po­
bres, y esto traía consigo la injusticia, la anarquía, el
abandono de las leyes de los antepasados, mientras que la
miszoforía, la retribución de los servicios públicos, acos­
tum braba a los ciudadanos a la ociosidad y gravaba el
erario público.
Sin embargo, no todos sacaban las mismas consecuencias
de esta condena. Sólo Platón la consideraba irremediable.
En su opinión, el parecer de la m ultitud no podría nunca
determ inar lo que era justo y lo que no lo era. En La Re-
65
pública (492-b-c) describe de forma sorprendente esa falta
de juicio que es propia de la multitud reunida :
«Cuando se hallan congregados en gran número, senta­
dos todos juntos en asambleas, tribunales, teatros, Campa­
mentos u otras reuniones públicas, censuran con gran al­
boroto algunas de las cosas que dicen o hacen, y otras las
alaban del mismo modo, exageradamente en uno u otro
caso, y chillan y aplauden; y retumban las piedras y todo
el lugar en que se hallan, redoblando así el estruendo de
sus censuras o alabanzas...»
Platón llegaba a la conclusión de que era imposible que el
pueblo fuera filósofo. Su condena de la democracia enca­
jaba en el seno de su filosofía, especialmente en su teoría
del conocimiento y su concepción aristocrática de la cien­
cia reservada a un pequeño número de elegidos. Es cierto
que en ocasiones llegaba a reconocer que la democracia
podía ser un régimen agradable en el que se vive bien y él
mismo llegó a acostumbrarse después de su desgraciada
experiencia siciliana. Pero se tra ta de una concesión a la
realidad, contraria a todos sus principios.
Los otros escritores políticos del siglo iv defienden una
posición mucho más matizada. Jenofonte no se opone por
principio a la soberanía del demos. Lo que critica es la
form a extrema que ha adoptado la democracia contempo­
ránea y en el fondo su opinión, puesta en boca de Tera-
menes en las Helénicas, es que hay que reservar los de­
rechos políticos a aquellos que pueden mantener un equi­
po de hoplitas y asegurar la defensa de la Ciudad.
Éste es también el punto de vista de Isócrates. Si conde­
na vehementemente la democracia contemporánea, es
para elogiar mejor la democracia de sus antepasados, de
la patrios politeia. Este rico burgués ateniense sólo consi-
66
dera como verdaderamente grave contra el régimen políti­
co de su ciudad, los impuestos que éste impone a los
ricos. No rechaza la soberanía popular a condición de que
se mantenga dentro de ciertos límites.
A esta conclusión llega también Aristóteles al cabo de un
largo análisis consagrado a la democracia. Tampoco él se
m uestra adversario irreductible del principio de la sobe­
ranía popular.
«En efecto, es posible que, aunque aisladamente los que
componen la m ultitud no sean hombres superiores, ten­
gan u n valor mayor que los hombres eminentes, cuando
están reunidos ; y ello porque se les considera como un
conjunto y no uno por uno...» (1).
Esta superioridad puede incluso situarse en el plano mo­
ral, ya que la multitud es más difícil de corrom per que un
número reducido. Sin embargo, aunque coincide con Iso­
crates en que el pueblo debe participar en las deliberacio­
nes públicas, le niega el derecho a ejercer las magistratu­
ras más importantes, económicas y militares. También de­
searía que la democracia fuera más respetuosa hacia las
leyes. Por este motivo es necesario que las decisiones más
importantes no sean tomadas por una asamblea tumul­
tuosa : sólo los ciudadanos ilustres pueden decidir acerca
de la paz y de la guerra y de los asuntos más importantes.
Esto contribuye a fragm entar el poder deliberativo, sin
incrementar al mismo tiempo el de los magistrados, los
cuales deben dar muestras de moderación en todos sus ac­
tos, a fin de ganarse a las masas. Por otra parte, los car­
gos públicos deben entrañar más obligaciones que benefi­
cios, para que los pobres no aspiren a ellos.

(1) A r i s t ó t e l e s , La Política, I I I , Í281 a, p á g . 87.


67
Así pues, Aristóteles admite el principio sobre el que se
basa la democracia, pero a condición de hacer unas cuan­
tas correcciones cuyo objeto fundamental es el de poner
fin al antagonismo entre pobres y ricos, que tiene por es­
cenario la democracia, e impedir que la democracia se
identifique, como ocurre en la Atenas contemporánea, con
el «gobierno de los pobres». Según esto, la democracia
aristotélica se parece bastante a las fórmulas moderadas
de gobierno oligárquico que él preconizaba.

2. La oligarquía.

En el último tercio del siglo v entre los oligarcas se


manifestaban dos tendencias, una moderada y otra ex­
tremista. Los moderados no formulaban ninguna crítica
de principio al régimen democrático: sólo pretendían
excluir de la comunidad política a ciertas categorías so­
ciales, sobre todo a los artesanos y a todos aquellos que
integraban la clase de los asalariados, los cuales no po­
seían nada y, según palabras de Teramenes, estaban «dis­
puestos a vender la ciudad por un dracma» (1).
En el siglo iv se conserva todavía el eco de este programa
moderado. Jenofonte, a lo largo de toda su obra, canta las
alabanzas de la clase campesina, insiste sobre el valor mo­
ral y las cualidades militares del hombre acostumbrado
a trabajar los campos, sobre el valor educativo de la agri­
cultura, verdadera escuela de virtud y previsión. Isocrates,
cuando evoca con nostalgia la patrios politeia no deja de
mencionar que entonces los ciudadanos vivían de los in­
gresos de la tierra y ellos mismos servían como hoplitas.

(1) Cf. supra.


68
Platón, al final de su vida, elabora en Las Leyes una Cons­
titución que se parece bastante al programa de la oligar­
quía moderada : todos los ciudadanos de su ciudad mode­
lo, que se elevarían a 5.040, reciben un cleros que los con­
vierte en agricultores acomodados. Los artesanos, los co­
merciantes, no tienen derecho de ciudadanía y a los ciuda­
danos les está prohibida otra actividad que no sea rural.
Mucho más evidente es la simpatía de Aristóteles por la
oligarquía moderada. En la Athenaion PoHteia no se olvi­
da de elogiar la Constitución elaborada en el año 411 y
es evidente que sus preferencias se inclinan por Tera-
menes. Cuando pasa del nivel histórico al nivel teórico,
en La Política, es perfectamente evidente que lo único
que hace es sistematizar la experiencia política de los
moderados atenienses. También él considera la clase de
los agricultores como la más firme políticamente : reteni­
dos por su trabajo, los campesinos no pueden permitirse
el lujo de celebrar frecuentes asambleas generales. Huyen
del ágora y les repugna el dictar decretos a diestro y si­
niestro. Una Constitución que descanse sobre un campesi­
nado acomodado es garantía de orden y de paz social.
Y como ya hemos apuntado, por este motivo la recons­
trucción de este campesinado acomodado era considerada
por todos los teóricos como la solución a todos los males
que aquejaban a la ciudad. Pero ninguno de ellos se plan­
teaba las condiciones concretas de esta reconstrucción que
suponía una nueva distribución de las tierras, inimagi-
iiable sin una revolución previa en la Grecia del siglo iv.
Ahora bien, todos consideraban la revolución como el más
terrible de los males. En ese caso, era preferible aceptar
los regímenes existentes. Esto nos explica por qué ningu­
no de los teóricos políticos del siglo iv se planteó una ac-
69
ción concreta para garantizar el triunfo de sus ideas. Tan­
to más cuanto que en la Atenas del siglo iv los moderados
eran sobre todo pacifistas, deseosos de mantener una paz
relativa en el m ar Egeo a fin de disminuir el peso de los
impuestos que recaían sobre los contribuyentes.
En lo que se refiere a los extremistas, representados a fi­
nales del siglo V por Critias y su grupo de jóvenes aristó­
cratas más o menos ligados a las corrientes sofistas, ha­
bían perdido prestigio por su doble fracaso, sus compro­
misos con Esparta y las violencias a que se habían entre­
gado durante el breve período de la tiranía de los Treinta.
Evidentemente, cabe preguntarse si Platón, al poner en
escena a Calicles y Trasímaco, hacía alusión a algún con­
temporáneo que defendiera las mismas ideas. En cual­
quier caso, estaban aislados, sin ninguna influencia real
en el plano político, y los grandes teóricos del siglo iv
sólo m ostraban desconfianza y hostilidad ante estos hom­
bres que defendían el crimen, la injusticia y el desprecio
a las leyes.
Pero tampoco aprobaban el nuevo significado que había
asumido la oligarquía en el siglo iv, que cada vez se con­
fundía más con lo que Jenofonte en Las Memorias llama
la plutocracia, es decir, el gobierno de los ricos, plutoí.
Ésta era la consecuencia de una evolución general en el
mundo griego que había situado la riqueza de bienes
muebles a la misma altura que las formas más antiguas
basadas en la posesión de la tierra. En numerosas ciuda­
des la oligarquía significaba el gobierno de los ricos, y el
acceso a las m agistraturas y funciones públicas dependía
de la posesión de una determinada fortuna. Pero los teóri­
cos no querían esta oligarquía basada en la riqueza. Aun­
que también en este caso habría que m atizar: Isócrates o
70
Jenofonte no se m ostraban hostiles h a d a los ricos, sobre
todo el primero, aunque despreciaban a los banausoi enri­
quecidos y a los comerciantes especuladores. Pero en Pla­
tón la condena es total:
«¿No existe, en efecto —escribía en La República—, entre
la riqueza y la virtud una diferencia tal que, colocadas
ambas sobre los platillos de una balanza, siempre se mue­
ven en dirección contraria?» (550e),
Una oligarquía basada en el dinero es para él la peor de
todas las politeiai.
Aristóteles, más realista, comprueba la existencia de este
tipo de oligarquías y busca la forma de hacerlas más acep­
tables para la masa de los pobres, a través de una serie
de medidas destinadas a paliar los inconvenientes de la
omnipotencia de los ricos : disminución de la cuota a fin
de ampliar el cuerpo deliberativo, participación limita­
da de los pobres en ciertos honores, como se practicaba
en Marsella o en Heraclea del Ponto, y, por supuesto,
respeto de las leyes, que constituye, como en el caso de la
democracia, la mejor garantía contra cualquier tipo de ex­
cesos.
Por esto es im portante matizar la afirmación tradicional
del carácter oligárquico del pensamiento político griego
del siglo IV. Dentro de la tradición de una oligarquía mo­
derada, condena, en general, los excesos de los extremis­
tas. En la medida en que la oligarquía contemporánea
tiende cada vez más a confundirse con el gobierno de los
ricos, es igualmente rechazada. Pero, pese a todo, se trata
de un pensamiento oligárquico, ya que, a grandes rasgos,
no puede adm itir una Ciudad perfecta si no está dirigida
por hombres que hayan recibido una cierta educación, lo
cual supone tiempo libre, bienestar m aterial o bien una
71
organización de la sociedad tal, que la clase de los dirigen­
tes esté totalmente libre de las preocupaciones de su sub­
sistencia. El lugar que los pensadores griegos del siglo iv
conceden a la educación, a la Paideia, así como la natura­
leza misma de esta educación, les llevan a reservar poco
a poco el derecho de dirigir la Ciudad a quienes hayan
recibido sus frutos. Esta exigencia alcanza su punto má­
ximo con Platón. Toda su obra tiende a dem ostrar que el
poder político debe reservarse al sabio, al filósofo, es de­
cir, al hombre instruido en lo Justo, lo Bello y lo Bueno,
el único capaz de alcanzar el conocimiento verdadero.
Sólo a él se debe confiar el gobierno de la Ciudad que
compartirá con un pequeño número de elegidos. Es fácil
comprender que tales exigencias lleven a la monarquía.

3. Las tendencias monárquicas en el siglo IV.

Platón no fue el único que llegó a estas conclusiones. En


efecto, a través de las doctrinas políticas del siglo iv se
perfilan tendencias monárquicas que anuncian y preparan
la época helenística y constituyen el aspecto más original
de estas doctrinas, Pero antes de exponerlas es necesario
definir lo que un griego entendía por monarquía. Empeza­
remos con una definición de Aristóteles :
«Las diferentes formas de monarquía, escribe él, son cua­
tro : una la de los tiempos heroicos (ésta se ejercía con el
asentimiento de los súbditos y en algunos casos por un
tiempo limitado ; el rey era general y juez y tenía autori­
dad en los asuntos religiosos); la segunda es la de los
bárbaros (éste es un gobierno despótico y legal fundado
en la estirpe) ; la tercera, la llamada aisymneteia (que es
una tiranía electiva) la cuarta, la de Laconia (ésta es,
72
para decirlo en cuatro palabras, un generalato vitalicio
fundado en la estirpe). Hay una quinta forma de mo­
narquía, en la que un individuo tiene autoridad sobre
todas las cosas...» (1).
Si dejamos a un lado la aisymneteia, fenómeno transitorio
que apareció en la época arcaica en algunas ciudades coin­
cidiendo con la redacción de las leyes, los griegos conocían
cuatro tipos de monarquías : la m onarquía heroica, la que
existía en Esparta, la monarquía persa y la tiranía.
Es evidente que las dos primeras formas de monarquía
ofrecían muy pocos atractivos para los adversarios de la
democracia, partidarios de un régimen fuerte, de un go­
bierno más eficaz que pusiera fin a la anarquía y restable­
ciera el orden y la seguridad : en lo que respecta a la mo­
narquía oriental, a la intelligentsia ateniense, le parecía
inaceptable porque reducía a los súbditos a la condición
de esclavos, lo que era incompatible con la libertad del
hombre griego.
Pero los griegos no podían tampoco preconizar una vuelta
a la tiranía que habían conocido sus antepasados. En efec­
to, si bien es cierto que estas tiranías de antaño habían
presentado aspectos positivos que algunos autores esta­
ban dispuestos a reconocer, como lo demuestran las apre­
ciaciones de Aristóteles sobre Pisítrato o sobre Periandro
de Corinto, habían ido acompañadas de violencias que las
tiranías contemporáneas, especialmente la de Denis en Si­
racusa, habían sacado de nuevo a la luz, sin los aspectos
positivos que presentaban las tiranías antiguas. Según
ésto, la tiranía sólo presentaba un balance negativo. Se
presentaba como un poder absoluto y arbitrario que sólo

(1) A r ist ó tel es , La Política, III, 1285 b, p á g . 99,


73
se preocupaba de los intereses del propio tirano despre­
ciando los de todos los demás. Alcanzado el poder, el tira­
no sólo piensa en robar a los ricos, ya que necesita dinero
para satisfacer sus placeres y para pagar los servicios de
sus mercenarios, sobre cuya fuerza descansa su autoridad.
Con tal de hacerse dueño de la Ciudad, no vacila en pro­
meter la supresión de las deudas y la distribución de las
tierras, es decir, los dos principales puntos del program a
revolucionario en el mundo griego del siglo iv. Y, sin em­
bargo, los mismos pobres, que son los que con sus votos
han contribuido a la ascensión del tirano, no tardan en
arrepentirse. La tiranía engendra la miseria:
«... para que el pueblo tenga necesidad de un caudillo y
también para que los ciudadanos, empobrecidos por los
impuestos, tengan que preocuparse de sus necesidades co­
tidianas y conspiren menos contra él» (1).
Por último, la tiranía engendra también la ruina moral de
los ciudadanos : la delación se convierte en práctica habi­
tual. Las reuniones de amigos, las comidas en común, todo
lo que hace atractiva la vida de un hombre libre, debe
suprimirse, ya que el tirano vive en el continuo tem or de
conspiraciones. El miedo reina en la ciudad, ya que cada
individuo es para sus semejantes un posible enemigo. La
tiranía term ina de este modo envileciendo a los ciudada­
nos, haciendo nacer entre ellos la desconfianza, arrebatán­
doles toda posibilidad de acción. Esto puede equipararse
con el envilecimiento del bárbaro ante el rey todopodero­
so. Por consiguiente, al igual que la m onarquía persa, la
tiranía no es digna del hombre griego. ¿Quiere esto decir

(1) P latón, La República, 566-567 a. Versión bilingüe p o r J. M. Pabón


Madrid, 1949.
74
que debe rechazarse el principio del gobierno de un hom­
bre solo? No lo parece. Lo que se reprocha al tirano no es
el hecho de ser él el único que decide, sino el que lo haga
sin una superioridad moral o intelectual que pueda justi­
ficar su situación preeminente, actuando de este modo
no en beneficio de todos, sino para satisfacer sus propios
intereses. Por el contrario, el príncipe monárquico, lejos
de ser nocivo, puede constituir una fuente de beneficios
para la Ciudad. Pero es preciso entonces que el hombre
que tiene en sus manos la totalidad del poder sea digno
de ejercerlo: los teóricos políticos del siglo iv oponen al
tirano lo que ellos llaman el Rey, y lo presentan como su
negativo, un negativo adornado de todas las cualidades
que le faltan al primero.
El Rey se opone al tirano por su mismo origen:
«Ya los orígenes de una y otra monarquía son opuestos:
la realeza surge para la defensa de las clases superiores
contra el pueblo, y el rey se nombra entre aquéllos por su
superioridad en virtud o en las actividades que de la vir­
tud derivan o cualquier superioridad de la misma índole ;
el tirano sale del pueblo y de la muchedumbre contra los
selectos, a fin de que el pueblo no sufra ninguna injusticia
por parte de aquéllos» (1).
Lejos de perturbar el orden, quiere y debe proteger a «los
ricos propietarios contra las injusticias y al pueblo contra
los ultrajes». Al ser su autoridad libremente aceptada por
todos, nadie piensa en derrocarle a no ser por motivos in­
confesables o injustificados. Y, sobre todo, garantiza el
mantenimiento del orden, ya que su poder es eficaz.
Ésta eficacia le parece a Isócrates la mejor justificación

(1) A r i s t ó t e l e s , L a Política, VIII, 1310 b, p á g . 231.


75
del poder monárquico: en su Nicocles insiste sobre las
cualidades que le parecen esenciales, éstas son la perma­
nencia y la unidad, la prim era garantiza la continuidad
de la política de la Ciudad y la segunda evita la reparti­
ción de responsabilidades que conduciría a la irresponsa­
bilidad. La misma idea se halla expuesta en Arqutdamo,
cuando compara ios ejércitos sometidos a las órdenes de
numerosos jefes irresponsables con el ejército ideal some­
tido a un solo jefe dotado de una autoridad sin límites.
Ciertamente, el orador ateniense pensaba entonces en las
fuerzas de su ciudad enfrentadas con las de Filipo de
Macedonia.
Esta preocupación por la eficacia en la acción, si bien es
cierto que se halla en todos los teóricos, sin embargo no
es predominante. Los pensadores griegos del siglo iv se
preocupan más por las implicaciones morales de la políti­
ca que por la política propiamente dicha. Platón, Jenofon­
te, Isócrates, Aristóteles, afirman con más o menos fuerza
la necesidad, para reform ar la Ciudad, de hacer mejores
a los ciudadanos y, para lograrlo, poner el poder en manos
de un hombre predestinado, un hombre superior, el úni­
co capaz, a través de su ejemplo, de realizar las transfor­
maciones que exigen la anarquía contemporánea y los de­
sórdenes políticos y sociales. La expresión más perfecta
de esta concepción de la monarquía real se halla en el filó­
sofo-rey de La República de. Platón. Constatando éste que
ninguna de las politeíai actuales resulta convincente para
el verdadero sabio, piensa que no hallará una verdadera
solución para los problemas de la Ciudad hasta que :
«... ese pequeño número de filósofos a quienes se conside­
ra no nefastos sino inútiles, se vean obligados por las
circunstancias a ocuparse, de buena o de m ala gana, de
76
la Ciudad, y la Ciudad se vea obligada a obedecerlos, o
hasta que las casas reales, o los reyes actuales o sus hijos,
se llenen, por inspiración divina, de un auténtico amor
por la verdadera filosofía» (1).
Sólo entonces, cuando el filósofo haya tomado el poder,
podrá transform ar a las masas y garantizar su felicidad.
Sin embargo, Platón, en su diálogo, no se m uestra todavía
firmemente partidario del gobierno de un solo hombre.
Pero en los diálogos posteriores, en El Político y en Las
Leyes, Platón se define más claramente como monárquico
desde el momento en que, en la práctica, tra ta de hallar
para Sicilia un rey-filósofo. Ya sabemos hasta qué punto
estas experiencias sicilianas iban a ser decepcionantes
para él. Pese a todo, en Las Leyes llega a la conclusión de
que si existe un día un hombre de carácter verdaderamen­
te real habrá que confiarle la dirección de la Ciudad, ya
que cuando el hombre que detenta el poder es a la vez
sabio y prudente, entonces se realiza la politeia ideal y la
Ciudad alcanza verdaderamente la felicidad. Aristóteles
llega a la misma conclusión, aunque con un poco más
de reticencias.
;¿En qué reside esta superioridad que justifica el gobier­
no real? Con Platón la respuesta es sencilla: el rey, ya
lo hemos visto, debe ser un filósofo, es decir, haber al­
canzado la más elevada virtud moral y el conocimiento
superior del Sabio. Sólo él posee la verdadera ciencia,
distingue lo Justo de lo Injusto, el Bien del Mal. Jeno­
fonte o Isócrates no tienen tan elevadas exigencias mo­
rales. Sin embargo, también formulan la necesidad de
que el rey posea un conocimiento superior, fruto la mayo­

(1) P j .atün, E l Político, cit., 499, b-c.


77
ría de las veces de la experiencia. Así, Jenofonte señala en
La Ciropedia que «los hombres obedecen de m ejor grado
al que creen que conoce mejor que ellos mismos sus pro­
pios intereses», mientras que Isócrates invita al joven rey
de Chipre, en una carta, a que se inspire en la filosofía y
en la experiencia cotidiana, y term ina:
«Piensa que la conducta más digna de un rey estriba en no
ser esclavo de ningún placer y dominar más sus deseos
que a sus compatriotas» (1).
Pero una vez establecida la superioridad del rey sobre sus
súbditos, es necesario fijar sus límites, preguntarse en qué
medida se acomoda al respeto debido a las leyes de la Ciu­
dad. Como ya hemos visto, los teóricos políticos del si­
glo IV están todos de acuerdo en hacer del respeto a las
leyes el criterio que distingue las buenas Constituciones
de las malas. En esto se diferencia el Rey del tirano. Jeno­
fonte dice de Agesilao, rey de Esparta:
«Entre los mayores servicios que ha hecho a su país, yo
destaco el que habiendo sido el más poderoso en la ciu­
dad, haya sido también el más sometido a las leyes» (2).
Pero las cosas no son tan sencillas : el poder absoluto del
rey se justifica por el hecho de que es superior a sus súb­
ditos, de que ha adquirido por la experiencia o por una
gracia divina un saber superior al común de los mortales;
Pero este hombre que está por encima de los demás hom­
bres, ¿no puede también situarse por encima de las leyes
humanas, y por encima de las leyes de la Ciudad? Platón
responde afirmativamente. En la medida en que las leyes
han sido creadas por la masa ignorante, son resultado de

(1) A Nicocles, 29.


(2) Agesilao, VII,
78
la experiencia más que del saber, y es evidente que el filó­
sofo no se sometería incondicionalmente a ellas. Es cierto
que es totalmente inadmisible rebelarse contra las leyes :
por este motivo Sócrates ha obrado rectamente aceptando
su suerte. Pero el Rey-filósofo, que necesita de una total
libertad para construir el Estado ideal y no puede obrar
mal, tiene que prescindir de todo el pasado.
Platón en uno de sus últimos diálogos, El Político, formu­
la los más extraordinarios argumentos a favor de la li­
bertad del Rey ante una ley inadecuada a las transfor­
maciones de una realidad siempre variable :
«Entre las politeiai sólo será verdadera politeia la que
presente jefes dotados de una ciencia auténtica y no de
un simulacro de ciencia; y el que sus jefes respeten las
leyes o las olviden, que sean aceptados o simplemente so­
portados, ricos o pobres, nada de esto debe im portar...
ÿ si necesitan m atar o exilar a unos u otros para purgar o
limpiar la Ciudad, exportar colonias como se enjam bran
abejas para hacerla más pequeña, o bien im portar ciuda­
danos del extranjero y crear nuevos ciudadanos para ha­
cerla más grande, siempre que se ayuden de la ciencia y
de la justicia para conservarla, y de mala convertirla en
la m ejor posible, es entonces cuando una politeia así de­
finida se convierte en la única politeia recta» (1).
De esta forma Platón acepta el recurso a la violencia : el
jefe o los jefes de la Ciudad podrán exilar o m atar a quien
juzguen conveniente y no necesitarán el consentimiento de
todos para imponerse. Su origen im porta muy poco y la
riqueza no constituye en absoluto un privilegio. Pero es
preciso que el político o los políticos estén en posesión de

El Político, 293 d-c.


79
la verdadera ciencia. Así, Platón denuncia tanto los re­
gímenes en que el ejercicio del poder se basa en la pose­
sión de una determinada fortuna como la democracia ate­
niense, en la que los dirigentes ignorantes pretenden ser
capaces de juzgarlo todo. Resulta interesante ver cómo
Platón incluye entre los actos que un político puede reali­
zar con toda libertad la fundación de una colonia o la crea­
ción de neopolitai. Cabe suponer que en el prim er caso
Platón pensaba, quizás, en las hazañas de los tiranos de
Sicilia, pero también en esa colonización de nuevo tipo
con la que soñaban, como ya hemos tenido ocasión de ver,
ciertos pensadores del siglo iv, que veían en ella una for­
ma de librarse de los elementos más turbulentos. En lo
que respecta a la creación de neopolitai, no era conside­
rada como algo positivo por todos aquellos que corrían el
peligro de tener que com partir con otros los privilegios
relativos a la condición de ciudadanos. Es cierto que Aris­
tóteles hacía de esto uno de los criterios de la evolución
democrática, basándose fundamentalmente en el ejemplo
de Clístenes. Y sabemos muy bien que los tiranos se apre­
suraban en conceder a sus partidarios la categoría de ciu­
dadanos. Pero la democracia ateniense del siglo iv aprecia­
ba el derecho de ciudadanía y lo distribuía lentamente ;
nada más triunfar la restauración democrática del 404-403,
se puso de nuevo en vigor la ley de Pericles del 451. Por
consiguiente, el reconocimiento por parte de Platón de la
libertad del político era una medida ilegal a los ojos de
sus compatriotas.
Sin embargo, en todo caso, es necesario tener en cuenta
que la misión de éste sería precisamente hacer mejores
de lo que eran antes tanto a los nuevos como a los anti­
guos ciudadanos.
80
Así, en El Político, Platon da una definición de la monar­
quía absoluta en la que toda soberanía reside de ahora en
adelante en la persona del Rey, del jefe superior, al que
todos deben someterse. Pero este mismo diálogo, que en­
cierra una condena de la Ley con la que los sofistas se
m ostrarían de acuerdo, esboza ya una vuelta hacia ese res­
peto debido a las leyes que Platón defendía en sus prime­
ras obras y que justifica el título mismo de su último Diá­
logo. En efecto, el respeto a las leyes es necesario, pero
como segunda opción. No hay más que una verdadera po-
liteia, aquélla en la que el poder absoluto pertenece al po­
lítico, al que sabe y no tiene necesidad de inspirarse en
leyes promulgadas por sus antepasados o por él mismo
cuando han dejado de responder a la realidad del momen­
to. Las otras politeiai no son más que imitaciones de esta
verdadera politeia. Sin embargo, para subsistir necesitan
imponer el respeto a las leyes y castigar a quien no las
cumpla, y la distinción entre buenas y malas politeiai se
basa en este criterio. Pero esto no tiene ningún valor en lo
que al político se refiere. Platón concluye así:
«Pero no surge un rey en las ciudades igual que nace en
las colmenas, singular desde el primer momento por su
superioridad de cuerpo y alma, es necesario entonces reu­
nirse para escribir códigos, tratando de seguir los pasos
de la única verdadera politeia» (1).
Los otros escritores políticos del siglo iv ofrecen sobre el
problema de la monarquía opiniones menos matizadas y
complejas. Isócrates, que glorifica a Teseo, el rey legenda­
rio de Atenas, e insiste sobre su respeto a las leyes, afirma
en otro discurso que «la voluntad de los reyes es la más

(1) Platón, op. cit. 301 a.


81
imperiosa de las leyes», no vacilando en contradecirse si
así era necesario. En cuanto a Aristóteles, term ina así su
análisis de la monarquía :
«Si hay algún individuo o más de uno, pero no tantos que
por sí solos puedan constituir la ciudad entera, tan exce­
lentes por su superior virtud que ni la virtud ni la capa­
cidad política de todos los demás puedan compararse con
las suyas, si son varios, y si es uno solo con la suya,
ya no se les deberá considerar como una parte de
la ciudad, pues se los tratará injustamente si se los juzga
dignos de iguales derechos que los demás, siendo ellos tan
desiguales en virtud y capacidad política; es natural, en
efecto, que un hombre tal fuera como un dios entre los
hombres. De donde resulta también evidente que la le­
gislación sólo se refiere necesariamente a hombres iguales
tanto en linaje como en capacidad. En cuanto a los que
se elevan a un nivel superior al de los otros hombres, las
leyes no se aplican a ellos, porque ellos mismos son su
propia ley» (1).
Este texto merece varias observaciones : Aristóteles insiste
en el carácter excepcional de esta superioridad. No cree
en absoluto (¡él, el maestro de Alejandro !) en la existen­
cia de tales hombres extraordinariamente dotados. Pero
admite tal posibilidad y saca de ello todas las consecuen­
cias lógicas. Y concluye su razonamiento diciendo que hay
que considerar a un ser de esta especie «como un dios
entre los hombres».
Pero entonces se plantea un último problema; una vez
admitida la superioridad de un individuo, una vez acepta­
da libremente la obediencia a sus decretos y a su voluntad,

(1) A ristó teles, La Política, III, 1284 a, pág, 94.


82
¿puede admitirse que esta superioridad sea transmi tibie?
Resulta evidente que, en el siglo xv, no es el nacimiento lo
que puede justificar el acceso a la monarquía. Ya sea la
superioridad moral, intelectual, ya abrace todos los cam­
pos de la actividad humana, es, en primer lugar, personal.
Efectivamente, Platón admite que la ciencia real no es he­
reditaria : La República no establece compartimientos es­
tancos entre las tres clases de ciudadanos. Pero en otros
autores aparece la justificación del poder hereditario por
medio del hombre providencial: desde luego, si la auto­
ridad es el fruto de un saber pacientemente adquirido, es
también el resultado de una elección de los dioses que
inspiran a ciertos hombres que, a través de la palabra o
de la acción, han de dirigir a los demás. Entonces, si la
divinidad puede elegir a un individuo, puede también ele­
gir a una familia. Es la conclusión a que llega Aristóteles :
«Por tanto, cuando se dé el caso de que toda una familia
o cualquier individuo entre los demás, descuella tanto
por su virtud que la suya esté por encima de la del
resto, entonces será justo que esa familia sea regia y ejer­
za soberanía sobre todos, y que ese individuo sea rey» (1).
Así, los grandes teóricos políticos del siglo iv, a través de
sus contradicciones, sus reticencias, y también las pre­
cauciones a que se veían obligados al vivir y escribir en la
ciudad «que más detesta el poder autoritario», terminan
confesándose partidarios del poder de uno. Cabe pre­
guntarse en qué medida estas teorías superan el marco de
un círculo limitado de «intelectuales» enemigos de la de­
mocracia. No es fácil responder a esta pregunta, ya que es

(1) A r is t ó t e l e s , La Política, III, 1288 a, p g . 106-7.


83
casi imposible conocer la opinión de otros griegos, incluso
limitándonos a Atenas, de esa minoría activa que acos­
tum braba a seguir regularmente las sesiones de la Asam­
blea y del Tribunal y que constituía el principal apoyo de
los oradores populares. Puede ser que se manifestara en­
tre ellos una cierta nostalgia por un hombre providencial,
ligada a su desapego ante la democracia, ante el funcio­
namiento regular y, más marcadamente aún, ante toda
actividad política concreta. La admiración por ciertos
hombres políticos parece un fenómeno evidente en el si­
glo IV. Ya a finales del siglo anterior, Alcibiades había
despertado entre sus compatriotas un entusiasmo que se
basaba más en su persona que en sus méritos. En el si­
glo IV son los estrategas los que tienden a situarse por en­
cima de las leyes de la Ciudad, apoyándose en el ascen­
diente que tienen sobre sus soldados. Para todos los des­
heredados, los pobres obligados a venderse como merce­
narios, el caudillo que obtiene la victoria, consiguiendo al
mismo tiempo los medios para garantizar la subsistencia
de sus hombres, es a la vez la Ley y la Patria, p o r en­
cima de las leyes de la Ciudad o cualquier otro tipo
de ley.
Pero esta mística del caudillo, aunque existe evidentemen­
te en el mundo concreto de los mercenarios, ¿se da tam­
bién entre los ciudadanos pobres de Atenas, los que asis­
ten a las sesiones de la Ecclesia, discuten en el Ágora o
descargan el trigo en los muelles del Pireo? La respuesta
ha de basarse en datos muy someros. Aristófanes insiste
en el hecho de que la opinión pública de Atenas desconfía
de todos los aspirantes a la tiranía, y los numerosos decre­
tos por los que el demos ha concretado las medidas que
habrían de tomarse contra tal peligro constituyen un tes-
84
timonio de esta desconfianza. Platón afirma que el demos
teme por encima de todo a los hombres superiores e Iso­
crates, dirigiéndose al rey de Macedonia, Filipo II, ob­
serva:
«...Los griegos no están acostumbrados a soportar la mo­
narquía, mientras que otros pueblos no pueden regular su
vida sin esta forma de dominación» (1).
En efecto, los atenienses por lo menos permanecían ape­
gados a la democracia y contrarios a todo lo que pudiera
recordar la tiranía de Pisistrato. En lo que respecta a los
demás griegos, hemos de confesar que ignoramos lo que
pensaban. Pero el cuidado con que defendieron sus insti­
tuciones tradicionales tanto bajo la dominación macedó­
nica como bajo la de Roma, testimonia que no eran sen­
sibles al desarrollo de las doctrinas monárquicas. Éstas,
en cualquier caso, traducían las preocupaciones de un pe­
queño grupo de intelectuales, inquietos ante el desequili­
brio social y político y dispuestos a poner su confianza en
un monarca que pusiera fin a la miseria general.
Pero este tipo de hombres eran raros en el mundo de las
ciudades griegas del siglo iv. Los caudillos de los mercena­
rios que en algún momento se hicieron dueños del poder
eran considerados más como tiranos que como reyes bien­
hechores y sabemos muy bien la decepción que Platón ex­
perimentó en Siracusa cuando trató de convertir a sus
ideas a Denis y a su joven hijo. Es cierto que algunos de
estos tiranos trataron de comportarse como filósofos,
como es el caso de Arquitas de Tarento o Hermodoro de
Atarbea, amigo de Aristóteles. Pero se trataba de experien­
cias limitadas al margen del mundo griego propiamente

(1) ISÖCRATES, A Filipo,


85
dicho. Los griegos, en su gran mayoría, eran contrarios a
la monarquía, y sobre todo eran incapaces de concebir la
monarquía fuera del marco de la Ciudad : el rey ideal cuyo
retrato dibujan los teóricos políticos sólo puede ejercer
su autoridad dentro de este rígido marco. Ninguno se
plantea la idea de una monarquía nacional.

4. Los límites del panhelenismo en et siglo IV .

La crisis política que afectaba al mundo griego en el si­


glo IV hubiera podido desembocar en la absorción de la
ciudad en el seno de un marco más amplio, de un Estado
griego capaz de resistir a las presiones del mundo exterior
y, concretamente, a partir del año 359, de Filipo de Mace­
donia. No ocurrió nada de esto y fue una Grecia dividida
la que sucumbió en el 338 en Queronea. Algunos autores
modernos han lamentado que el excesivo individualismo
inherente al espíritu de la Ciudad haya precipitado el fin
de la civilización clásica griega. Y este mismo razonamien­
to les ha llevado a ensalzar las corrientes panhelénicas
que empezaban a dibujarse en el pensamiento político
griego del siglo rv. Por esto resultará interesante conside­
ra r este problema si se quiere comprender tanto la origi­
nalidad como las limitaciones de las doctrinas políticas
griegas. No puede negarse el hecho de que los griegos po­
seían el sentimiento de pertenecer a una misma comuni­
dad por encima de las fronteras de sus ciudades respecti­
vas. Herodoto daba ya, en el siglo v, una definición de esta
comunidad en la que intervenían no sólo los fundamentos
étnicos, sino también las nociones de lengua, religión y ci­
vilización, por las que los griegos se distinguían de todos
los demás hombres. En el siglo iv, la unidad lingüística y
86
la unidad religiosa se habían fortalecido. La dominación
ejercida por Atenas en todos los campos de la civilización
en el siglo V había contribuido en gran medida, a acelerar
el proceso de unificación. La koiné, la lengua común en la
que se expresaban todas las personas cultas, estaba ya for­
mada. Atenas había impuesto sus métodos comerciales, su
sistema de pesos y medidas, así como su politeia o las
concepciones estéticas de sus artistas. El imperialismo ate­
niense había sentado de este modo las bases de una futura
comunidad helénica realizada bajo la égida de Atenas.
Destruido el imperio, esta comunidad siguió existiendo.
Los aliados levantados contra la dominación ateniense, que
rechazaban la democracia que se les imponía, renuncian­
do quizás a renovar los tratados comerciales con Atenas,
no dejaban por ello de proclamar su pertenencia a una
civilización cuyo esplendor les iluminaba.
En el plano religioso, los grandes santuarios con motivo
de las fiestas panhelénicas seguían acogiendo a los delega­
dos que llegaban de todos los rincones del mundo griego.
Y éste se abría cada vez más a las religiones orientales al
mismo tiempo que seguía manteniendo su originalidad re­
ligiosa.
Cabe preguntarse en qué medida el sentimiento de esta
comunidad se había extendido por todas partes. No debe­
mos olvidar que en lo que respecta a este problema como
a tantos otros, nuestra documentación se refiere casi ex­
clusivamente a Atenas, lo que contribuye en gran medida
a falsear las perspectivas. Respecto a esta ciudad, por lo
menos, poseemos elementos de juicio. El teatro, forma de
expresión eminentemente popular, abunda en profesiones
de fe panhelénicas que van generalmente acompañadas de
la afirmación de la superioridad de los griegos sobre los
87
bárbaros, Los oradores políticos recurren frecuentemente
al argumento de la defensa helénica y la fuerza propagan­
dística contenida en la evocación de las hazañas de las
guerras médicas indica igualmente que los atenienses
eran, en su mayoría, conscientes de que formaban parte
de una comunidad más extensa, la de los helenos.
Por otra parte, las frases que los historiadores atenien­
ses atribuyen a ciertos hombres políticos de otras ciu­
dades griegas testimonian que este sentimiento existía
también en Siracusa, en Tebas, en Corinto o en Esparta.
¿Este sentimiento llevó a teorías panhelénicas? A de­
cir verdad, este tipo de teorías raramente se expresa­
ban de una forma concreta, tanto más cuanto que a co­
mienzos del siglo IV la guerra del Peloponeso y sus se­
cuelas habían despertado el antagonismo entre las ciuda­
des. Las devastaciones y las represiones unidas a la dura
dominación ejercida por Esparta al suceder a Atenas no
crearon condiciones favorables para el nacimiento o rena­
cimiento de un sentimiento panhelénico. Más aún, en el
transcurso de la guerra se habían firmado alianzas con el
gran Rey y sus sátrapas, gentes que por su raza y cultura
se distinguían de los griegos.
Sin embargo, es a comienzos del siglo iv, en los años in­
mediatamente posteriores al final de la guerra, cuando
empieza a extenderse la moda de los discursos «olímpi­
cos», prim era expresión de lo que podríamos llam ar doc­
trinas panhelénicas, Conocemos tres de estos discursos
olímpicos, dos que llegaron a ser realmente pronunciados,
uno por el siciliano Gorgias y el otro por el meteco ate­
niense Lisias ; el tercero era un simple ejercicio de retóri­
ca, un modelo ofrecido p o r Isócrates a sus discípulos.
Del discurso olímpico de Gorgias sólo nos han llegado
88
fragmentos. El célebre orador de Leontinos, evocando el
recuerdo de las guerras médicas, predicaba la concordia
entre los griegos y la lucha contra los bárbaros, es decir,
contra los persas. Se trataba de un discurso trivial, en el
que se utilizaban los mismos argumentos de los que ya ha­
bían abusado los escritores y hombres políticos atenien­
ses del período anterior. Conocemos m ejor el discurso de
Lisias, cuyo comienzo nos ha sido transmitido por Denis
de Halicarnaso. Lisias, de origen siracusano, invita a los
griegos a unirse para derrocar al tirano que reinaba sobre
su patria perdida, para lo cual debían olvidar sus quere­
llas. Pero esta unidad, dictada por las circunstancias, no
parecía de ningún modo ir a desembocar en una unidad
orgánica, y si se aspiraba a la unión de todos los griegos,
esta unión se planteaba fundamentalmente en el plano mi­
litar, en pro de las necesidades de la causa.
En el Panegírico de Isócrates, obra compuesta con cuida­
do, el problema resulta más complejo y el juicio debe ser
más matizado. Es cierto, tal como se ha dicho y repetido,
que el Panegírico es una obra de circunstancias, que pre­
para el resurgimiento del imperio ateniense bajo la forma
de una segunda confederación m arítim a cuyo iniciador,
Timoteo, era un amigo y alumno del orador. Pero, de to­
das formas, la obra ofrece un indudable carácter teórico,
una afirmación de la necesaria unión de los griegos y de
la comunidad de cultura que constituye su fundamento.
Y precisamente porque Atenas sigue dirigiendo sin lugar
a dudas esta cultura, ella es la que debe ocuparse tam ­
bién de llevar a cabo la unión de los griegos y perfeccio­
narla bajo su hegemonía:
«Nuestra Ciudad ha superado hasta tal punto a los demás
hombres en el pensamiento y la palabra que sus alumnos
89
se han convertido en maestros de los demás, de tal modo
que el nombre de griego se utiliza no como sinónimo de
raza, sino de cultura, y que llamamos griegos más a las
personas que participan de nuestra cultura que a los que
tienen el mismo origen que nosotros» ( 1 ).
Isócrates, a comienzos de su carrera política, expresa, por
consiguiente, ideas muy semejantes a las que Tucídides
ponía en boca de Pericles y su defensa de la unión de los
griegos se transform a en una apología de Atenas. Sin em­
bargo, tiene mucho cuidado de prevenir a sus compatrio­
tas ante los errores cometidos en un pasado que les cos­
tó el Imperio, y les invita a no tratar ya a los aliados
como vasallos, señalándoles, por último, la solución para
los males que sufre Grecia: la conquista del Imperio per­
sa y una nueva colonización del Asia. Pero el Imperio persa
no estaba tan debilitado como Isócrates pretendía ha­
cer creer y todavía en el año 374 el rey podía imponer su
paz a los griegos. Además, la reconstituida Confederación
ateniense tropezaba con obstáculos que, un siglo antes,
habían precipitado la evolución de la liga de Délos en el
sentido de un imperialismo cada vez más agresivo. Y Es­
parta no tenía ya fuerza desde su derrota en Leuctra en
el 371.
En La Plataica, que data de este mismo año 371, Isócra­
tes no reivindica ya la hegemonía ateniense sobre una Gre­
cia unida, sino un reparto de influencias entre las dife­
rentes ciudades griegas, y sobre todo la creación de una
paz general, condición indispensable para la preparación
de la guerra contra los bárbaros y para la realización de
los proyectos de colonización, lo único que podía resolver
una crisis cuya gravedad iba en aumento. Esta misma idea
(1) Isócrates, Panegírico.
90
aparece expresada quince años más tarde en el discurso
Sobre la paz : Atenas debe renunciar a sus ambiciones im­
perialistas, aceptar la reconciliación con los demás grie­
gos. Hasta que Atenas y las restantes ciudades griegas no
hayan aprendido a vivir juntas en un mundo pacificado no
podrán pensar en la conquista de Asia.
Por lo tanto, el panhelenismo de Isócrates se afirma, no
como un principio absoluto, sino más bien como la condi­
ción del restablecimiento en Grecia de la paz social y el
equilibrio político. La unidad griega no es más que un
medio ; la conquista de Asia es lo que constituye el objeti­
vo fundamental. Por esta misma razón Isócrates, al final
de su vida, confiere a Filipo, que para muchos griegos se­
guía siendo un bárbaro la misión de lograr la unidad
griega para llevar a feliz término esta conquista.
El acercamiento de Isócrates a Filipo y a la causa mace­
dónica es la prueba más evidente de los límites de su pan-
helenismo. Es cierto que para justificar su acercamiento
al caudillo de un país bárbaro Isócrates ponía mucho cui­
dado en subrayar su origen griego y los distintos grados
de autoridad que ejercería sobre los griegos, los macedo-
nios y los bárbaros. Recomendaba a Filipo que fuera «el
bienhechor de los griegos, el rey de los macedonios y el
dominador de los bárbaros». Pero, en definitiva, según el
orador ateniense, la unidad griega no podría ya lograrse
sin la intervención de Filipo, el único capaz de imponer a
las ciudades griegas la paz que éstas no querían aceptar,
y llevar a feliz término la conquista m ilitar de Asia.
El panhelenismo de Isócrates resulta extraordinariamente
limitado. No conduce en absoluto a un determinado tipo
de fusión orgánica que hubiera dado origen a un nuevo
tipo de estado, a un Estado nacional griego.
91
Estas limitaciones del panhelenismo de Isócrates se dan
también en otros pensadores y hombres políticos del si­
glo IV. Pues por numerosas que sean las profesiones de fe
a favor de la reconciliación de los griegos, van siempre
acompañadas de la afirmación del odio al bárbaro y nunca
consideran la posibilidad de una construcción política per­
manente. Así Platón, en La República, afirma que las gue­
rras entre griegos son luchas fratricidas, mientras que la
hostilidad entre griegos y bárbaros es una cosa natural e
invita a sus conciudadanos a «... tra ta r a los bárbaros
como los griegos se tratan ahora entre sí». Jenofonte, en
su Agesilao, elogiando al rey de Esparta, expresa senti­
mientos análogos :
«Si es hermoso que un griego ame Grecia, ¿a qué otro ge­
neral hemos visto negarse a tom ar una ciudad cuando
creía que iba a ser saqueada o considerar como un desas­
tre una victoria obtenida en una guerra contra los grie­
gos?» ( 1 ).
Frente a esto, la campaña de Agesilao en Asia señala el ca­
mino a seguir: luchar contra Persia, el enemigo crónico
que en otro tiempo intentó someter a Grecia y que en la
actualidad fomenta con sus intrigas las rivalidades entre
los griegos (ibid, VII, 7).
Los hombres políticos defienden estas mismas tesis ; sin
embargo, Demóstenes, poco sospechoso de hostilidad sis­
temática frente al Rey, no considera la guerra contra los
bárbaros como una necesidad vital y hace un llamamiento
a sus conciudadanos para que apoyen el levantamiento de
los ciudadanos de Rodas (Sobre la libertad de los habitati·
tes de Rodas, 5). A p artir del año 345, cuando Demóstenes

(1 ) Agesilao, VII.
92
predica la unión de los griegos, no es ya para luchar con­
tra Persia, sino contra Filipo, al que considera mucho más
peligroso, a quien se niega a considerar como un griego.
Pero incluso en este caso, si se señala la comunidad de
cultura y de civilización que une a los griegos y que debe
unirlos ahora como antaño para defender sus libertades
amenazadas, jamás se formula una comunidad política.
Así, aunque es un hecho cierto que en el siglo iv existía
un sentimiento panhelénico, y que los griegos, y los ate­
nienses sobre todo, tenían consciencia de pertenecer a
una misma comunidad cultural y lingüística, es igualmen­
te evidente que este sentimiento panhelénico tenía lími­
tes muy estrictos, no llegando jamás a la concepción de
una Grecia políticamente unificada. No se plantea en
ningún momento la necesidad de renunciar a lo que no­
sotros llamamos hoy soberanía nacional en beneficio de
cualquier tipo de organismo confederal. Cuando los teóri­
cos o los hombres políticos defienden la concordia entre
los griegos, nunca tienen en cuenta la posibilidad de que
esta concordia rompa los rígidos marcos de la Ciudad.
Quizás hay una sola excepción, pero no es convincente : la
hipótesis formulada por Aristóteles de que una Grecia
unida p or una sola politeia podría gobernar el mundo
(La Política, IV, 6, 1, 1327 b 29). Evidentemente Aris­
tóteles no desarrolló nunca esta idea y a lo largo de toda
su obra se m uestra partidario de la concepción de la
Polis clásica.
* * *

De este análisis de las doctrinas políticas griegas del si­


glo IV se desprenden dos conclusiones fundamentales.
93
La prim era es que frente a la crisis de la Ciudad, los teó­
ricos del siglo IV concibieron un nuevo tipo de politeia,
la monarquía, que se diferencia de todas las monarquías
anteriores por las cualidades que se le exigen al Rey ideal.
En este sentido han contribuido a la elaboración de la
concepción del monarca griego que dominará en la filoso­
fía política del período siguiente. Pero a diferencia de la
monarquía helenística, más personal que política, está
monarquía ideal de los teóricos está íntimamente relacio­
nada con la Ciudad de tipo clásico. Y si algunos, como
Aristóteles, se han dado perfectamente cuenta de que ha­
bía en ello una contradicción casi insuperable, en general
han prescindido de ella.
La segunda conclusión es que, la actitud de los teóricos
políticos griegos del siglo iv frente al problema polí­
tico de la crisis de la Ciudad confirma lo que ya había
revelado el análisis de su actitud frente a la crisis so­
cial. Ninguno de ellos piensa en realizar su ideal, en de­
sempeñar realmente un papel eficaz, en intervenir per­
sonalmente y mezclarse en las discusiones del Consejo o:
de la Asamblea. Hombres de pensamiento, son educado­
res en prim er lugar y nada tiene de extraño que la edu­
cación termine pareciéndoles el único remedio universal
para los males de la ciudad.
Pero, en realidad, los destinos de Atenas y de Grecia se ju­
garán al margen de ellos. Su contribución a una nueva for­
ma de gobierno no será efectiva hasta que la democracia
ateniense no haya sido vencida m ilitar y políticamente.

94
4 Las doctrinas políticas en la época
helenística y su difusión en el mundo
romano

La conquista del Oriente por Alejandro, la constitución,


tras cuarenta años de luchas, de extensos reinos por sus
antiguos compañeros convertidos en fundadores de las
nuevas dinastías reales de Asia, de Egipto y de Macedonia,
iban a alterar profundamente las condiciones de la vida
política en el mundo griego, confiriendo de este modo a
las doctrinas políticas un carácter nuevo, al mismo tiempo
que la crisis social hacía surgir intentos reformadores o
revolucionarios, Al mismo tiempo la victoria de Roma y
su dominio del mundo mediterráneo iban a dar a estas
doctrinas una difusión que hasta entonces no habían co­
nocido.

I. Las nuevas condiciones de la vida política y social

En comparación con el mundo de las ciudades griegas, el


mundo helenístico resulta un mundo extraordinariam ente
ampliado, Pero las repercusiones de esta nueva situación
sobre las condiciones generales de la vida económica y de
las relaciones sociales, por mucho que se intente apreciar­
las, no se hicieron patentes en los años inmediatamente
posteriores a la conquista de Oriente por los griegos. Hay
que esperar hasta la segunda m itad del siglo il para que
las consecuencias de este im portante fenómeno resulten
claramente evidentes. En cambio, las nuevas condiciones
de la vida política resultaron inmediatamente percepti­
bles. Es cierto que las ciudades griegas siguieron existien­
do y sus instituciones se mantuvieron, aunque privadas de
una parte de su contenido inicial. Pero las decisiones polí­
ticas habían dejado de pertenecerles y habían pasado a
manos de los reyes, dueños de los grandes Estados surgi­
dos de la conquista de Alejandro. Entre éstos y las ciuda-
95
des griegas se establecieron relaciones tanto más comple­
jas cuanto que los primeros pretendían ser también
fundadores de nuevas ciudades. Y si las viejas ciudades de
la Grecia continental lograron con más o menos fortuna
conservar parte de su independencia frente a la mo­
narquía nacional macedónica, su más próximo vecino, y
aprovecharse con mayor o menor éxito de las rivalidades ;
entre los Seleúcidas y los Lágidas, en Oriente, por el con­
trario, las ciudades se vieron poco a poco integradas en
los grandes reinos. Es cierto que esto les proporcionaba
en ocasiones importantes ventajas materiales, sobre todo ;
en aquellas ciudades que los Reyes elegían como capital,
pero era a costa del abandono de toda verdadera inde­
pendencia.
Es fácil comprender, dada la situación, que los problemas
que preocupaban a los hombres del siglo iv, los de la Ciu­
dad, la politeia y las leyes, hayan pasado a segundo plano,
mientras que resultaba fundamental la reflexión sobre La
Basileia, la monarquía, y que se pensara en prim er lugar
en definir los fundamentos del poder real tanto como los
derechos y los deberes del rey. Pero a causa de estas nue­
vas condiciones de la vida política, los que se entregaban
a esta reflexión no eran sabios con vocación filosófica;·
sino más bien hombres de la corte, más o menos al servi­
cio de aquel cuyo poder trataban de definir y justificar.
Los soberanos helenísticos que favorecían el desarrollo
de este tipo de literatura política tendían a atraer a su
corte a aquellos que estaban dispuestos a servirles. Sin
embargo, no debemos esquematizar. A finales del siglo iv,
Atenas sigue siendo el centro indiscutible del pensamiento
griego. Precisamente en el año 306 a. de C., Epicuro funda
allí el Jardín y Zenón, unos años más tarde, la escuela del
96
Pórtico, que tanta influencia tendría sobre la evolución de
las doctrinas políticas en los siglos n i y II. Pero al cabo
de varios decenios Atenas pierde su predominio a favor de
las nuevas capitales reales y, sobre todo, de Alejandría.
Ante la ciudad empobrecida, decaída, carente de recur­
sos económicos, los Ptolomeos ponen a su disposición
fabulosas cantidades de dinero que les perm iten desem­
peñar plenamente su papel de mecenas y poner al servicio
de los estudiosos los medios de trabajo más perfecciona­
dos, tal como la famosa Biblioteca de Alejandría y el Mu­
seo, esa especie de comunidad intelectual que permitía a
los sabios y a los estudiosos dedicarse a la investigación
sin tener que preocuparse por su sustento material.
¿Puede decirse, entonces, que la literatura política ha de­
saparecido totalmente? Sería esquematizar demasiado.
Y aunque es necesario esperar a la segunda mitad del si­
glo il para asistir, con Polibio, al renacimiento de la dis­
cusión sobre la m ejor politeia como tema esencial de la
literatura griega, es igualmente cierto que este problema
continuaba alimentando las disputas dentro de las escue­
las filosóficas. Pero, por encima de todo, la ciudad conti­
nuaba siendo el marco ideal dentro del cual los reforma­
dores inscribían sus proyectos más o menos utópicos de
transformación de la sociedad. Estos proyectos, ya lo he­
mos visto con anterioridad, habían surgido en el siglo iv,
ante el espectáculo del antagonismo cada vez más grave
que enfrentaba a pobres y ricos. Pues bien, este antagonis­
mo ha ido acrecentándose durante la época helenística. La
extensión geográfica del mundo griego ha tenido como
consecuencia el acceso a las riquezas de Oriente, así como
un prodigioso desarrollo del comercio. Pero esta afluencia
de nuevas riquezas, aunque en ocasiones ha servido para
97
rem ediar algunos de los males que sufría el mundo griego
a finales del siglo iv, a la larga ha servido para producir
nuevas injusticias. Es cierto, y la Comedia Nueva constitu­
ye un claro testimonio al respecto, que ha empezado a
crearse en las ciudades una clase de nuevos ricos cuya
fortuna se había formado rápidamente mediante el saqueo
del mundo oriental. Pero se trataba de una minoría. La
gran masa de los individuos de la ciudad y del campo se
habían empobrecido aún más. Del mismo modo que ha­
bían surgido nuevos centros de vida intelectual, se desa­
rrollaban también nuevos centros de producción. El Pireo
no era ya la encrucijada comercial del mundo Egeo y los
impuestos beneficiaban ahora a los comerciantes de Rodas
o a los soberanos de Alejandría. En lo que se refiere a la
colonización oriental, no había sido la panacea con la que
soñaban los hombres del siglo iv. El movimiento se había
detenido rápidamente, y lo que los nuevos dueños de
Oriente necesitaban no eran campesinos, sino soldados y
técnicos. Por consiguiente, la miseria que asolaba los cam­
pos griegos en el siglo iv había ido en aumento, confirien­
do más actualidad que nunca a las viejas consignas de dis­
tribución de las tierras y abolición de las deudas. Para
valorar el alcance de esta miseria no disponemos más que
de unos pocos datos concretos. Pero el eco que hallarían
en Grecia los intentos reformadores del rey espartano
Cleomenes, así como la inquietud ante estos intentos de
todos los que deseaban m antener el orden social, testimo­
nian la gravedad de la crisis.
En Oriente los antagonismos sociales tenían distintas bar
ses. Los greco-macedonios, dueños de la tierra, habían re­
ducido a los indígenas a una condición de dependencia
que desde el punto de vista jurídico no debía diferenciar-
98
se notablemente de la que tenían antes de la conquis­
ta de Alejandro, pero que de hecho se traducía en un em­
peoramiento de su situación económica y social, al menos
en aquellas regiones en las que la técnica griega había he­
cho más efectiva la recaudación de impuestos y tasas de
distintos tipos. La resistencia tom aría formas muy diver­
sas, de acuerdo con las circunstancias particulares de cada
uno de los grandes reinos : huelgas y huidas en Egipto, le­
vantamientos en Asia, mientras que en todas partes, pero
sobre todo en Asia por un lado, y en Sicilia por otro, el
problema de los esclavos parecía plantearse en términos
nuevos.
Análisis de la monarquía, y soluciones de la crisis más o
menos utópicas, parecían los dos principales temas de re­
flexión del pensamiento político griego en la época helenís­
tica, antes de que la victoria de Roma contribuyera a
conferir de nuevo un sentido actual al problema de la po­
liteia.

II. El estudio de la monarquía

Si dejamos a un lado la óbra de Polibio, los escritores po­


líticos de la época helenística, los que viven en la corte de
los soberanos macedonios, se interesan fundamentalmente
por el problema monárquico. La monarquía se convierte
en su principal tema de estudio y los tratados peri basi-
leias son numerosos en el catálogo de las obras publicadas
en la época.
Por supuesto que los teóricos de la monarquía se plantean
los principales problemas ya evocados por los escritores
políticos del siglo iv : el origen del poder real, su natura­
leza y sus límites, Pero puesto que a diferencia de sus pre-
99
decesores, deben reflexionar a p artir de una realidad con­
creta, tienen necesariamente que insistir en dos aspectos
particularmente importantes de la teoría monárquica, por
una parte la señal de la elección divina, que es la victoria
militar, y por otra la naturaleza igualmente divina del so­
berano mismo. Si los hombres del siglo IV podían imagi­
narse a su modo al rey filósofo que deseaban poner a la
cabeza de la ciudad, los de la época helenística tenían ante
ellos hombres que habían alcanzado su autoridad a través
de la victoria sobre sus enemigos, victoria conseguida la
mayoría de las veces gracias a las armas de los mercena­
rios que les servían. E ra el «derecho de la lanza» más que
una determinada superioridad moral lo que constituía el
fundamento de su poder. Por consiguiente, es preciso jus­
tificarlo para distinguir al soberano del tirano. De ahí el
desarrollo de la idea, ya formulada en el siglo iv, de que
la Fortuna divinizada, Tique, designaba por medio de la
victoria a aquellos a quienes los dioses deseaban confiar
el gobierno de los hombres. El vencedor no era aquel que
disponía de una fuerza superior a la de su adversario, sino
el elegido por la Fortuna. Y esta elección constituía el fun­
damento de su poder. De esto se deducía naturalm ente el
carácter divino de la persona real. Y también en este caso
la teoría venía a confirmar una realidad que se había ela­
borado en los hechos. No es tarea nuestra estudiar aquí el
complejo problema del culto real en las monarquías hele­
nísticas. Pero sabemos que ya a partir del siglo n i se em­
pezaron a rendir honores divinos a ciertos Reyes, incluso
en vida, como fue el caso de Antigono Monoftalmos y de'
su hijo Demetrio Poliorcetes. En Egipto se institucionali­
zó el culto real a partir del reinado de Ptolomeo II Fila-
delfo.
Desgraciadamente no conocemos casi ninguno de los ar­
gumentos esgrimidos por los pensadores políticos en sus
tratados sobre la monarquía para justificar la realidad
monárquica helenística. La mayor parte de estos tratados
han desaparecido y la mayoría de las veces debemos con­
tentarnos con fragmentos procedentes de escritos poste­
riores. Sabemos que entre las obras de Teofrasto, que su­
cedió a Aristóteles en la dirección del Liceo, figuraba un
tratado Sobre la monarquía. Su conclusión era que el po­
der del Rey no debía basarse en la fuerza, sino ser legíti­
mo, y la insignia de esta legitimidad era el bastón, el
skeptron. No había en esto nada de original con respecto
al pensamiento político del siglo iv, del que Teofrasto pue­
de considerarse el último representante. Sin embargo, a
partir del siglo m , y para responder a la situación real
que acabamos de describir, fue necesario precisar con
más detalle la naturaleza y el origen del poder real, al mis­
mo tiempo que los deberes que este poder implicaba.
Si era necesario adm itir que la victoria era la señal de
una elección por parte de la divinidad, esto no era sufi­
ciente para legitimar el poder real. E ra necesario, al mis­
mo tiempo, que aquel que había sido elegido superara a
todos los demás por su virtud y benevolencia. Uno de los
textos en que mejor se expone esta elevada concepción
de la m onarquía es La carta de Aristeo, obra de u n ju­
dío de Alejandría, que se considera una reproducción de
la respuesta que los Setenta sabios judíos que acudieron
a Alejandría bajo el reinado de Ptolomeo II para traducir
el Pentateuco al griego, dieron a las diferentes cuestiones
sobre el arte de gobernar. A la cuestión fundamental :
«¿Qué es m ejor para el pueblo, que un simple ciudadano
sea designado Rey o que el título corresponda a u n Rey
101
por nacimiento?», el Sabio responde: «Lo que sea mejor
de acuerdo con la Naturaleza», y precisa : «La competen­
cia en lo que al gobierno se refiere depende del valor, del
carácter, de la educación, Ptolomeo, vos sois un gran Rey,
pero vuestra grandeza no reside en la fama y riqueza de
vuestro Imperio. Se debe a que habéis superado a todos
los hombres en virtud y benevolencia, al haberos conce­
dido Dios estos bienes por un tiempo superior al de los
demás hombres.» Y un poco más adelante precisa: «Los
Reyes deben conformarse a las leyes de forma que, a tra ­
vés de sus actos, puedan m ejorar la vida de los hombres.»
Así se iba perfilando la imagen del Rey salvador (Soter),
bienhechor (Evergetes), verdadera «ley viva», por emplear
una expresión del filósofo Diotógenes.
Es evidente que la filosofía no podía mantenerse al mar­
gen de la nüeva realidad que se iba creando a su alrede­
dor. En la Academia, en el Liceo, proseguían los diálogos
iniciados en el siglo iv acerca de la Naturaleza y la Ley,
sin que ninguna personalidad verdaderamente notable pa­
reciera capaz de adaptarlos a la nueva realidad del mundo
helenístico. En cuanto a los nuevos filósofos, parecían
mucho menos políticos.
La doctrina que Epicuro y sus discípulos profesaban en
el Jardín m ostraba una preocupación esencialmente prác­
tica : procurar a una minoría de Sabios, aislados del resto
del mundo, la vida feliz. Y esta finalidad se alcanzaría
más difícilmente con profundos conocimientos que por un.
ejercicio continuo de la sabiduría, una disciplina que el
alma se da a sí misma y que se desarrolla en la vida en
comunidad. El sabio sólo cultiva la ciencia en la medida
en que le libera de una multitud de creencias sin funda­
mento y de vanos terrores. No es de ninguna forma un
102
modo de comprender el mundo o de actuar sobre él. El
sabio epicúreo, a diferencia del sabio de Platón, se mues­
tra indiferente ante el destino de la Ciudad, Pero, acomo­
dándose al mundo en que vive, desea un poder fuerte, que
imponga leyes y salvaguarde la libertad de los individuos.
La doctrina estoica, elaborada en el Pórtico por Zenón de
Citio, procedente de la isla de Chipre para establecerse en
Atenas e im partir allí sus enseñanzas, representaba una
corriente de pensamiento mucho más im portante y que
debía tener grandes repercusiones en el plano de las doc­
trinas políticas. Los primeros fundadores del estoicismo
eran bárbaros helenizados, y, por consiguiente, indiferen­
tes a la política «local» de las ciudades griegas. Y aunque
el mismo Zenón se mostró sordo ante las invitaciones de
los soberanos helénicos, no ocurrió lo mismo con algunos
de sus discípulos, que aceptaron el convertirse en conse­
jeros de los reyes. Su indiferencia ante la Polis y sus pro­
blemas se debía, fundamentalmente, a su doctrina cosmo­
polita. Un fragmento de Plutarco nos dice que «la admira­
ble politeia de Zenón, fundador del estoicismo, tiene por
finalidad general que dejemos de vivir en ciudades y en
pueblos separados, que difieren por sus distintas concep­
ciones de la justicia, y que, por el contrario, consideremos
a todos los hombtes como miembtos de una única Ciudad y de
un único pueblo, que sólo poseen una vida y un orden (cosmos),
como un rebaño que pasta en común y se cría en un mismo redil».
De hecho, fue Crisipo más que Zenón quien desarrolló la
doctrina cosmopolita del estoicismo y, si consideramos
un fragmento de su obra, es evidente que el estoicismo no
poseía todavía el carácter igualitario que más adelante se­
ría su característica. En efecto, Crisipo decía :
«Del mismo modo que la polis puede entenderse en dos
103
sentidos, el lugar en que se vive y el conjunto del Estado
y sus ciudadanos, del mismo modo el universo es, por así
decir, una polis de Dios y de los hombres, los dioses que
gobiernan, los hombres que obedecen. Es posible que los
dioses y los hombres tengan relaciones recíprocas, ya que
unos y otros participan de la Razón.»
Y dado que el gobierno de los Dioses se ejerce por media­
ción de los Reyes, nada tiene de extraño ver cómo el es­
toicismo se convierte en la doctrina de alguno de ellos,
Antigono Gonatás, por ejemplo, quien llamó a su corte a
Perseo, discípulo de Zenón, al que la tradición atribuye un
tratado Sobre la monarquía.
Pero si el cosmopolitismo estoico se adaptaba al poder
de los Reyes y trataba de integrar los antiguos temas de
discusión sobre la Ley y la Naturaleza en una nueva refle­
xión destinada fundamentalmente a justificar este poder,
sería excesivo afirmar como se ha hecho en ocasiones, que
se mantuvo al margen de lo que era su consecuencia lógi­
ca, el igualitarismo, y que la filosofía estoica ignoraba las
condiciones materiales en las que vivían la mayor parte de
los hombres, y, a diferencia de los hombres del siglo iv,
aceptaba el m alestar social como necesario para el man­
tenimiento de un cierto orden. La época helenística, época
particularmente agitada, vio surgir teorías igualitarias
que parecían sacar su justificación filosófica de ciertas co­
rrientes del estoicismo, y resulta extraordinario compro­
b ar la presencia de filósofos estoicos entre los hombres
que trataron de llevarlas a la práctica. Pero este tema ha
suscitado grandes controversias, por lo que sería intere^
sante estudiar el problema con cierto detenimiento.

104
Ell. Las utopías igualitarias

En la primavera del año 133 el rey de Pérgamo, Atalo III


Filométor, moría repentinamente de una insolación. Poco
después, emisarios de Pérgamo acudían a Roma, entonces
en plena agitación campesina, para comunicar al Senado y
al pueblo romano el testamento del último rey de la dinas­
tía que nombraba al pueblo romano heredero de sus Es­
tados.
Pero en Asia, un hijo natural de Eumenés II, Aristónico,
se negaba a adm itir la decisión de su hermanastro, reunía
un ejército y se veía pronto rodeado «por un gran número
de individuos sin recursos y de esclavos a los que prome­
tió la libertad y a los que llamó Heliopolitai» (1).
Esta cita, que debemos al geógrafo Estrabón, ha suscitado
numerosas discusiones que, más que en tom o al carácter
de la revuelta de Aristónico, giraban en torno al nombre
que había dado a sus partidarios.
El mismo nombre aparece en un curioso relato transm i­
tido por Diodoro (2), relativo al viaje de un cierto Iam-
boulos a un país aparentemente imaginario cuya caracte­
rística fundamental era la completa igualdad que reinaba
entre sus habitantes y la ausencia de esclavos.
Era tentador com parar el nombre de los partidarios de
Aristónico con el de los habitantes de las islas descritas
por Iamboulos, así como hacer del último miembro de la
dinastía Atálida un adepto de un «igualitarismo utópico»,
que sería expresión de una corriente de pensamiento ex­
tendida en ciertos medios filosóficos o políticos durante la
época helenística.
(1) Estrabón, XIV.
(2) Diodoro de Sicilia, II.
105
Ya hemos hecho alusión a las circunstancias que favore­
cieron la aparición de tales utopías igualitarias. Al agra­
varse el desequilibrio social en la vieja Grecia y también
en Oriente, en donde las comunidades rurales indígenas se
hallaban sometidas a una dominación más dura por ser
más sistemática, al mismo tiempo que en las ciudades se
iba desarrollando una esclavitud de tipo clásico, no podían
dejar de suscitarse revueltas que la «benevolencia» real no
bastaba a paliar. No se debe al azar el hecho de que la
época helenística sea también la época de los reyes refor­
madores, de los tiranos revolucionarios. El problema es­
triba en saber en qué medida las utopías igualitarias, es­
pecialmente la utopía de Iamboulos, han constituido una
respuesta a este desequilibrio.
A decir verdad, el relato ofrecido por Diodoro no presenta
una gran originalidad. Hallamos en él temas ya antiguos,
como el de la Edad de Oro, descrito por Hesíodo y tratado
de nuevo por Platón. Al igual que los hombres de la Edad
de Oro, los habitantes de las islas del Sol gozan de una
eterna juventud, interrum pida sólo por una muerte dulce;
al igual que aquéllos, están libres de enfermedades y sufri­
mientos, ignoran la dura ley del trabajo, ya que la tierra
les ofrece en abundancia todo lo que necesitan para vivir.
E ntre ellos reina la más perfecta igualdad y si se manifies­
ta un embrión de organización social y política, ésta parti­
cipa tanto de la realidad de la democracia griega, en la
medida en que todos los ciudadanos ejercen sucesivamen­
te las funciones públicas, como de las elaboraciones ideá-
les de los teóricos. Pero esto sigue siendo bastante vagó :
distribución de los habitantes en tribus de cuatrocientos
miembros, división en ciertas categorías, como cazadores
o artesanos, etc.
106
Más interesante resulta otra «utopía» también relatada
por Diodoro : la descripción de la isla de Pancaia p o r un
tal Euhemero, de quien se supone que vivió a finales del
siglo IV o comienzos del n i. Nos ofrece la imagen de una
sociedad organizada a la manera de las elaboraciones idea­
les de los teóricos. Los habitantes de la isla se dividen en
tres clases : la de los sacerdotes, entre los que se incluyen
los artesanos, la de los agricultores y la de los soldados y
pastores. No existe la propiedad privada, nadie posee
más que su casa y el jardín circundante. Los sacerdo­
tes se ocupan de la distribución de los productos de la
tierra entre todos y se conceden a sí mismos doble canti­
dad, lo que demuestra que tienen una situación privilegia­
da en la Ciudad. También en este caso coexisten algunos
detalles concretos y realistas con observaciones más abs­
tractas. Sería inútil, sin embargo, tra ta r de localizar la
Pancaia de Euhemero.
¿Puede hablarse de una relación entre estos relatos utó­
picos y el clima filosófico y político de la época? Los auto­
res no se han puesto de acuerdo sobre la respuesta a esta
pregunta. Para algunos las utopías igualitarias proceden
directamente de las doctrinas de los estoicos y, en particu­
lar, de la Cosmopolis de Cleantes. «... de naturaleza tal
que hace nacer a su imagen, en determinados espíritus,
proyectos de República terrestre en la que el dios (Helios
Cosmocrátor) habría de inspirar la abolición de la escla­
vitud y una distribución equitativa de los bienes» ( 1 ).
Otros, como el historiador inglés W. Tarn (2), han tratado,

(1) J. B i d e z , La cité du soleil et la cité du monde chez les Stoïciens,


Bull, de l’Acad. Royale .de Belgique. 5.a serie, XVIII, 1932, pgs. 244 y ss.
(2) Alexander the Greath and the Unity of Mankind, Proceed, of Brit.
Acad, XIX, 1933, pgs. 141 y ss.
107
por el contrario, de demostrar que las doctrinas igualita­
rias están en relación directa con la ideología real de la
época helenística, en la que el rey, numerosos ejemplos lo
confirman, se identificaba con el sol, dispensador de todos
los bienes y que brilla igual para todos los hombres. Cabe
preguntarse si estas dos interpretaciones son tan irrecon­
ciliables como pensaron sus autores. Al analizar los mo­
vimientos revolucionarios de la época helenística nos sor­
prenden dos series de hechos: por una parte, todas las
revoluciones se han llevado a cabo por reyes o por hom­
bres que aspiraban al ejercicio del poder real : Agis, Cleo­
menes, más adelante Nabis en Esparta, Andrisco en Ma­
cedonia, Aristónico en Pérgamo y los mismos caudillos de
las revueltas de los esclavos en Sicilia, que rápidamente
se proclamaron reyes, sin olvidar, aunque no pertenezcan
al mundo griego, a Tiberio y Cayo Graco. Pero si dejamos
a un lado las revueltas de los esclavos, que no parecen ha­
ber estado animadas por una ideología concreta, es sor­
prendente comprobar la presencia de representantes del
pensamiento estoico junto a los jefes revolucionarios : Es-
pahiros de Bizancio en Esparta, Blossius de Cumas, pri­
mero en Roma, donde fue maestro de Tiberio Graco, y
después en Pérgamo, donde Aristónico le dio asilo después
de la muerte de su discípulo. No puede tratarse de una
simple coincidencia y nos parece un error tra ta r de negar
la influencia del igualitarismo estoico sobre la actuación
de los caudillos revolucionarios de la época helenística.
Éstos eran también hombres de su época, de la época de
los reyes bienhechores y autores de la armonía del mundo,
que soñaban con aunar a todos los hombres en una igual­
dad común, con integrar griegos y bárbaros en el seno del
mismo Cosmos. Se trataba, en definitiva, de hombres de
108
cultura, alimentados por el pensamiento filosófico de si­
glos anteriores, lo cual contribuía a sumirlos en el marco
de la Ciudad dentro de la cual, como ya hemos visto,
seguían formulándose las utopías igualitarias. De aquí las
contradicciones que se hacen patentes en su actividad, y
de aquí también su fracaso· No carece de interés el he­
cho de que el artífice de su ruina haya sido una potencia
que era también una Ciudad, y cuya victoria daría durante
dos siglos al problema de la politeia el carácter que tiene
en la actualidad.

ÏV. Polibio y la penetración de las doctrinas políticas


griegas en' Roma

En los reducidos límites de esta obra, no cabe una historia


de los acontecimientos que en unos pocos decenios iban
a convertir a Roma en dueña del mundo mediterráneo.
Mientras que los romanos permanecían estupefactos ante
el espectáculo de las riquezas del Oriente griego, mientras
que la llegada masiva de estás riquezas a Occidente provo­
caba la grave crisis de la economía de toda la península
italiana, que ya conocemos, en Grecia, algunos que nunca
habían querido reconocer la superioridad de los Reyes
sobre las Ciudades, veían en esta victoria de una ciudad
sobre aquéllos una revancha que necesitaban justificar
con razonamientos teóricos. La ciencia política alcanzaba
de nuevo importancia y con ella la búsqueda de la mejor
politeia.

109
1. Polibio y la teoría de la Constitución mixta

Polibio nació hacia el año 200 a. de C., en Megalopolis, Ar­


cadia. Megalopolis formaba parte entonces de la Liga
Aquea, la confederación de ciudades que se habían conver­
tido en uno de los principales poderes políticos de Gi'ecia
gracias a la acción del estratega Arato de Sición y a la
alianza que éste, ante las intrigas revolucionarias de Cleo­
menes, había hecho con el rey de Macedonia, Antigono
Dosón. En el año en que nació Polibio la alianza, que du­
rante una época había estado inactiva, se rehízo con el su­
cesor de Dosón, Filipo V, ya que dicha alianza resultaba
de nuevo necesaria ante las amenazas que el tirano de
Esparta, Nabis, hacía pesar sobre el Peloponeso. Pero la
intervención de Roma en Grecia, las derrotas sufridas por
Filipo y por su sucesor Perseo, no tardaron en complicar
el juego político griego. En el año 167, después de la vic­
toria de Paulo Emilio en Pidna, Polibio estaba entre los
rehenes que la Liga Aquea proporcionó al vencedor. De
esta forma llegó a Roma, donde no tardó en hacer amis­
tad con el hijo adoptivo del vencedor de Pidna, Escipión
Emiliano. Así entró a form ar parte con otros intelectuales
griegos del famoso círculo de los Escipiones, acompañan­
do incluso a su amigo en el sitio de Numancia. En Roma
empezó la redacción de una Historia Universal, cuya fina­
lidad era explicar cómo y por qué Roma, en poco más de
medio siglo, había logrado dominar el mundo mediterrá­
neo, Y en el libro V de su Historia emprende un estudio
de las diferentes politeia del pasado y del presente, par­
tiendo de que « ...para un estado, la causa principal de
sus éxitos y de sus fracasos es siempre su politeia».
El pensamiento de Polibio no es excesivamente original.
110
Los dos temas que dominan la exposición de su doctrina
política, el de la anacyclesis, el ciclo de las Constituciones,
y el de la Constitución mixta, no son nuevos. En La Repú­
blica, Platón ya había abordado el tema de la evolución de
los regímenes políticos, considerando cada politeia como
el resultado de la degeneración del régimen que la había
precedido. Platón partía de la Ciudad ideal para demos­
tra r cómo corría el riesgo de degenerar dando lugar a las
formas más nefastas de politeia, la democracia extrema y
la tiranía. Pero no consideraba el ciclo en su totalidad, el
regreso al punto de partida. O, más bien, el regreso a la
Ciudad ideal no podía ser sino la consecuencia de un
extraordinario esfuerzo intelectual, al mismo tiempo que
de una transformación total de las estructuras sociales.
Polibio no sitúa su ideal en esferas tan elevadas. Por otra
parte, la anacyclesis se presenta como un fenómeno natu­
ral·. de ahí el regreso perenne al punto de partida, el
ciclo continuamente cerrado en sí mismo. De ahí la posibi­
lidad de prever en cualquier momento del ciclo el futuro
de cada Ciudad.
Recogiendo la vieja distinción que se rem onta a Herodoto,
Polibio admite también tres formas de politeia : la monar­
quía, la oligarquía y la democracia. Y como Platón en El
Político distingue para cada una de estas formas dos tipos
diferentes, uno de los cuales es, en cierto modo, la dege­
neración del otro : así, la monarquía y la tiranía, la aristo­
cracia y la oligarquía, la democracia y la oclocracia.
«No se debe —escribe—■dar el nombre de m onarquía al
gobierno de un solo hombre, a no ser que este régimen
haya sido libremente aceptado por los ciudadanos y la au­
toridad se base en su consentimiento más que en el temor
o en la violencia. Tampoco se debe considerar como
111
aristocracia cualquier estado dirigido por unas cuantas
cabezas sino solamente aquellos en los que se eligen, para
confiarles el poder, a los individuos más justos y sabios.
Del mismo modo una democracia no es un Estado donde
las masas son dueñas de hacer a su antojo todo lo que
quieran, sino un país que ha conservado la antigua cos­
tum bre de honrar a los dioses, venerar a los padres, res­
petar a los ancianos, obedecer las leyes, y donde se obser­
van todos estos principios inclinándose ante la voluntad
de la mayoría: esto es lo que se llama una democra­
cia» ( 1 ).
Expuestos estos principios, Polibio, que ha esbozado so­
meramente en el capítulo 4 del libro VI las grandes líneas
de la evolución natural de los regímenes políticos, vuelve
a ellos de forma más detallada y, según él mismo formula,
con la intención de poner al alcance de sus lectores teo­
rías expuestas de forma excesivamente complicada por
Platón y otros filósofos. Por consiguiente, no es extraño
hallar en la obra un breve estudio sobre el origen de las
sociedades humanas, a las que la necesidad de defenderse
lleva a agruparse en torno a los más fuertes «cuya autori­
dad no conoce más límites que los de la fuerza» (VI, 5).
Polibio llama m onarquía a este tipo de régimen basado en
la autoridad del más fuerte. Pero cuando surgen, en rela­
ción con el estrechamiento de los lazos sociales, las no­
ciones de lo Justo y lo Injusto, el Bien y el Mal, entonces
la monarquía deja paso a la realeza «cuando en lugar
de la pasión y la fuerza bruta es la razón la que domina»
(VI, 6), Resulta, evidentemente, bastante extraño hallar
en la obra de Polibio este elogio de la realeza, que recuer-

(l) V i, 4.
112
da los escritos del siglo iv, así como las teorías políticas
en favor de las grandes cortes helenísticas. Sin embargo,
hemos de hacer una observación: si la realeza es en sí
un régimen beneficioso, se trata de una realeza que no
tiene nada que ver con la de Filipo V o Antíoco III. Poli­
bio, en efecto, opone los reyes de antaño que
«... no daban ninguna oportunidad a la maledicencia ni a
la envidia, porque no trataban de distinguirse de sus súb­
ditos por sus vestidos, alimentación o necesidades, sino
que vivían como todo el mundo y llevaban la misma exis­
tencia que el común de los mortales», a sus sucesores que
«imaginaban necesitar trajes más suntuosos que sus súb­
ditos, una mesa más rica y variada, relaciones amorosas
que nadie pudiera contrariar» ( 1 ).
A partir de este momento la realeza se convierte en tira­
nía, el régimen más odiado que haya podido existir. Pero
una tiranía que no tiene el origen popular que le atribu­
yen los escritores del siglo IV, de los que Polibio se aparta
en esta ocasión por necesidades de su propia teoría. De la
tiranía nace la aristocracia, al confiar el pueblo espontá­
neamente la autoridad a aquellos que con sus ardides han
logrado derrocar al tirano. Pero también en este caso, en
una segunda generación, la aristocracia se transform a en
oligarquía, cuyos mismos excesos dan lugar a la democra­
cia. No podemos dejar de señalar que esta democracia es,
según Polibio, un régimen que posee en sí tanto valor
como la realeza o la aristocracia. Desde luego que la ana-
cyclesis no es una degeneración, a diferencia del ciclo pla­
tónico, Es en el interior de cada tipo de politeia donde se
opera la degeneración, seguida en cierto modo de una es­

(1) VI, 7.
113
pecie de renacimiento a cada cambio de régimen. Así, la
democracia es, en sí, un régimen basado en la libertad e
igualdad que, según Polibio, son bienes inapreciables.
Pero
«cuando la m ultitud se acostumbra a vivir del bien de los
demás y a poner en manos de sus semejantes el cuidado
de asegurar su subsistencia, basta con que encuentre un
caudillo ambicioso y audaz, pero cuya pobreza le excluya
de las más elevadas funciones públicas: se produce en­
tonces el triunfo de la fuerza, la lucha de los partidos, con
sus asesinatos, sus proscripciones, sus distribuciones de
tierras, hasta que en este reinado del terror el pueblo
halle de nuevo un caudillo que restablezca la monar­
quía» ( 1 ).
Como podemos observar, no se trata de teorías muy ori­
ginales y es fácil localizar las fuentes en que se ha inspi­
rado Polibio.
Sin embargo, en cualquier caso, debemos reconocer en él
una cierta lógica, ya que al hecho de que la anacyclosis no
sea en sí una degeneración se debe la posibilidad de de­
tener el desarrollo natural mediante el establecimiento de
la Constitución mixta. También es cierto que este segundo
tema del análisis del historiador aqueo no constituye tam­
poco un tema original en el pensamiento político griego.
Ya Aristóteles en el libro II de La Política definía la Cons­
titución espartana como una mezcla de monarquía (los
Reyes), de aristocracia (la Gerusia) y de democracia (los
éforos elegidos por sufragio universal) y veía en ello un
elemento de equilibrio y estabilidad. La escuela peripaté-,
tica profundizaría este problema con uno de sus represen-

(1) VI, 9.
114
tantes más brillantes, Dicearco de Mesina que, entre otras
obras históricas y filosóficas, escribió el Tripolitikos, que
no nos ha llegado, pero parece que era un tratado sobre
un régimen político que combinara los tres tipos funda­
mentales de politeia. Es significativo el hecho de que Di­
cearco, como Aristóteles, viera, en cierto modo, en la
constitución espartana el modelo o prototipo de la Consti­
tución mixta.
Es difícil saber exactamente lo que Polibio debe a Dicear­
co. Su originalidad se debe al hecho de que, volviendo a la
teoría de la Constitución mixta, la aplica no solamente a
las politeiai griegas, sino también al ejemplo romano, con­
virtiéndolo en la consecuencia lógica de su teoría de la
anacyclesis. También en este caso el punto de partida se
halla en el ejemplo espartano : Licurgo fue quien había
constatado que
«... todo régimen simple, basado en un solo principio, es
inestable, porque sucumbe rápidamente en el exceso que
le es característico e inherente... cada forma de gobierno
lleva en sí un germen corruptor que la naturaleza ha pues­
to en él» ( 1 ).
Lo que Licurgo descubre «a través de un razonamiento»,
los romanos lo comprenderían en el transcurso de una lar­
ga evolución, caracterizada por duros combates y numero­
sas dificultades : la experiencia les hizo descubrir, a su
costa, la m ejor solución, la que Licurgo había elegido para
Esparta, creando «la Constitución más perfecta que haya­
mos conocido nunca». Debemos señalar aquí el cuidado
que pone Polibio en establecer una diferencia entre ambos
procesos : por una parte el razonamiento basado en un

(1) vi, 10.


115
análisis natural de las Constituciones; por otra, la ex­
periencia, adquirida a menudo a costa de duros sinsabo­
res. El historiador Aqueo pretendía de este modo poner el
acento en lo que separa al pragmatismo romano del racio­
nalismo griego.
Evidentemente, no se trata, en un estudio consagrado a
las doctrinas políticas griegas, de analizar la Constitu­
ción romana a partir del texto de Polibio. Pero éste resu­
me sus características en una serie de fórmulas que no
admiten equívoco :
«Las tres formas de gobierno a que me he referido —es­
cribe— se hallan reunidas en la Constitución romana, y
cada una de sus partes está tan exactamente calculada,
todo tan equitativamente combinado, que nadie, ni los
mismos romanos, podrían decir si se trata de una aristo­
cracia, de una democracia o de una monarquía. Esta in­
decisión es, por otra parte, perfectamente natural: si se
considera el poder de los cónsules, se trata de un régi­
men monárquico, de una realeza ; si se considera el poder
del Senado, se trata de una aristocracia ; por último, si se
consideran los derechos del pueblo, parece que se trata de
una democracia» ( 1 ).
Los autores modernos han criticado este análisis de Po­
libio por demasiado simplista, ya que no tiene en cuenta
esos elementos irreductibles al racionalismo griego que
eran las nociones de imperium y auctoritas. Se han mara­
villado también de que, escribiendo en Roma en la segunda
mitad del siglo II, Polibio haya podido describir la Cons­
titución romana sin ver los gérmenes de destrucción que
ya se adivinaban en esta estructura que el historiador ca­

(1) VI, 11.


116
lificaba de tan perfecta. Sin embargo, cabe preguntarse si,
al final de este libro VI, no da ya a entender que la perfec­
ción de la Constitución romana no era más que un estado
provisional, ya amenazado.
La aportación de Polibio a la historia de las doctrinas po­
líticas de Grecia no es ni muy im portante ni demasiado
original. A pesar de todo, muestra una situación nueva
creada en el mundo griego por la victoria de Roma : la
liberación de las ciudades griegas proclamada por Flami­
nius significaba que en la lucha que enfrentaba ciudades
y reyes, las primeras habían vencido. Frente al poder de
uno solo, absoluto y sin límites, se erigía de nuevo la co­
munidad cívica detentadora de la soberanía política, aun­
que estuviera dispuesta a abandonar la mayor parte de
esta soberanía en manos de magistrados elegidos o de un
consejo aristócrata. No es de extrañar, por consiguiente,
que los últimos defensores de la República rom ana hayan
basado en las doctrinas políticas griegas los argumentos
que iban a permitirles librar su combate ideológico contra
el poder personal,

2. La penetración de las doctrinas griegas en Roma : Ci­


cerón y el fin de la República.

Resulta difícil hablar de las doctrinas políticas en Roma


antes de mediados del siglo II. Ciertamente existían gru­
pos políticos que se oponían, a veces violentamente, pero
a diferencia de lo que había ocurrido en Grecia, y espe­
cialmente en Atenas, estas oposiciones no daban lugar a
conflictos ideológicos. Los problemas que enfrentaban a
nobles y populares no tenían consecuencias a nivel insti­
tucional. Esto no se debía simplemente al carácter «mix-
117
to» de la Constitución romana, sino más bien a una men­
talidad arcaica que se expresaba en las nociones, difícil­
mente asimilables por la experiencia política griega, de
auctoritas, y de imperium, que limitaban extraordinaria­
mente el principio de la soberanía colectiva de los ciuda­
danos. La supervivencia de esta mentalidad arcaica es­
taba relacionada, evidentemente, con las estructuras de
la sociedad romana que, a comienzos del siglo Π, se pre­
sentaba todavía como una sociedad esencialmente rural y
familiar. Los grandes cambios introducidos en la sociedad
romana por las guerras de conquista de los siglos m y ti
iban a contribuir a la destrucción de esta mentalidad ar­
caica, favoreciendo de este modo la penetración de las
doctrinas políticas griegas. Probablemente éstas sólo fue­
ron conocidas en un prim er momento por unos cuantos
círculos privilegiados, como el que se había formado en
torno a Escipión Emiliano, del que formaba parte Polibio,
así como el filósofo estoico Panecio de Rodas. Hasta el
siglo i a. de C., y al amparo de las guerras civiles, los
grandes temas del pensamiento político griego no resulta­
ron familiares para el pueblo romano. Fue entonces cuan­
do la experiencia de los Gracos se consideró como un in­
tento de tiranía popular a la manera griega y la acción de
los populares se hace en nombre de la soberanía de los ciu­
dadanos, mientras que los nobles y el partido senatorial
buscaban la justificación de su amor por el orden estable­
cido en la doctrina estoica, la misma doctrina estoica que
confería a los reformadores sociales los fundamentos filo­
sóficos de su acción ( 1 ).
Las doctrinas políticas griegas penetraron en Roma a tra­

il) Cf. supra.


118
vés de los estoicos tanto más que por mediación de Poli­
bio. Panecio de Rodas convirtió al estoicismo a hombres
influyentes como Cayo Laelo o el máximo pontífice C.
Mucius Scaevola. Ya hemos hecho alusión a la influencia
del estoico Blossius de Cumas sobre Tiberio Graco. Las
mismas divergencias que existían en el seno de la escuela
estoica perm itían que hombres cuyos objetivos y concep­
ciones eran totalmente diferentes, se consideraran inclui­
dos en ella. Pero la influencia estoica alcanzaría su punto
culminante con Cicerón, desembocando en una doctrina
política en la que se mezclaban todas las aportaciones del
pensamiento griego y que constituía, en cierto modo, su
última expresión.
Un historiador contemporáneo ha dicho de Cicerón que es
«el prim ero en haber confrontado sistemáticamente las
necesidades de la acción política, en la que se halla in­
merso, con una reflexión filosófica que no era la de un
aficionado entendido, sino que respondía a una vocación
exigente y profunda» ( 1 ).
De hecho, instruido en el pensamiento político y filosófi­
co griego, hombre de biblioteca y de estudios, Cicerón fue
también un hombre político, directamente «comprometi­
do» en los acontecimientos políticos de su época. De esta
forma pudo ilustrar su reflexión con la práctica y dar a la
experiencia política griega una nueva dimensión. No es
éste el momento de recordar lo que fue su carrera, excep­
cional si tenemos en cuenta que se trataba de un «hombre
nuevo», rico pero sin clientela, complejo y ambigüo según
opinión de los liberales, pero que no le impidió m orir víc­
tima de lo que había tenido el valor de escribir. El hom-

(1) C. N ic o l e t , Les idées politiques à Rome sous la République, pág. 61.


119
bre en sí importa poco, y no podría negarse ni su vanidad
ni sus errores de juicio. Pero es indiscutiblemente uno de
los grandes representantes del pensamiento político anti­
guo, y esto es lo que nos interesa.
El pensamiento político de Cicerón se expresó a través de
sus discursos, así como a través de sus escritos puramente
teóricos. Sin embargo son éstos, escritos entre los años 54
y 44 a. de C., los que exponen con mayor claridad una doc­
trina que no por estar en relación con los acontecimientos
contemporáneos deja de conservar para su autor un valor
universal, hasta el punto de que de la obra de Cicerón se
ha podido decir que
«constituye el fundamento de todo el pensamiento político
europeo» ( 1 ).
La doctrina ciceroniana se apoya fundamentalmente en
dos ideas : que la Justicia es posible en la Ciudad median­
te la adopción de la m ejor Constitución y, por otra parte,
que las leyes no son nada sin los hombres que las hacen
respetar. Esto demuestra la importancia de la influencia
estoica sobre Cicerón, pero, al mismo tiempo, la existencia
de una influencia quizá más profunda de la obra de Pla­
tón, por lo que no debe extrañam os que las dos principa­
les obras teóricas del hombre de Estado romano, escritas
el año 52 a. de C., se titulen, respectivamente, De Repúbli­
ca y De Legibus, y que adopten la form a de diálogos, se­
mejantes a los del gran filósofo ateniense.
Cicerón parte de la idea, esencialmente estoica, de que la
política, con todos sus aspectos contradictorios, es, sin
embargo, el resultado de un proceso «razonable», que exis­
te, por encima de la incoherencia de las acciones humanas,

(1) C. N icolet, op. cit., pág. 71.


120
un recta razón que permite a los hombres actuar de acuer­
do con la justicia :
«En verdad no existe más que un derecho que afecte a la
sociedad humana, así como una sola Ley instituida ; esta
Ley es la recta razón, en tanto que prohíbe u ordena, y
todo el que ignore esta Ley, escrita o no, es injusto» (1).
Cicerón saca las consecuencias a un nivel político :
«...Es evidente que las leyes se hicieron para bien de los
Estados y de los ciudadanos y para proteger la tranquili­
dad, la seguridad y la felicidad de los hombres. Por eso
quienes establecieron por prim era vez semejantes normas
dem ostraron que era necesario escribirlas y proponerlas
para que, una vez aprobadas, todos viviesen feliz y hones­
tamente. Y denominaron leyes a estas normas una vez ela­
boradas y puestas en vigor : de donde se deduce que los
que prescriben a los pueblos mandamientos perniciosos e
injustos, actuando contra sus declaraciones y promesas,
hacen todo salvo leyes» ( 2 ).
A partir de estas premisas, Cicerón tratará de definir cuál
es la Ciudad más justa y, por consiguiente, la más confor­
me a la recta razón. Y, dato interesante, en su pensamien­
to hallamos elementos ya expresados por Platón, Aristóte­
les y Polibio, fundamentalmente la distinción entre buena
y mala politeia dentro de una misma forma de gobierno.
«Él (Escipión, uno de los interlocutores del diálogo) con­
cluye que un Estado actúa verdaderamente de acuerdo
con su finalidad de ser la cosa del pueblo (res publica )
cuando está gobernado en la justicia y el bien, ya sea
por un Rey, por unos cuantos ciudadanos principales o
por el cuerpo entero de la nación. Por el contrario, si-
(1) De Legibus, I, 15. Versión esp. Obras, Edaf, 1967.
(2) De Legibus, II, 5, pág. 1530. Versión esp. citada.
121
guiendo el ejemplo de los griegos, llama tirano al Rey in­
justo, facción a la aristocracia injusta; y no hallando un
término adecuado para calificar a un pueblo injusto, le
llama también tirano» ( 1 ).
También de Polibio toma Cicerón la idea de la Constitu­
ción mixta, de la que dice en este mismo diálogo :
«La mejor forma de Constitución política es aquella en la
que se mezclan racionalmente las tres formas de gobier­
no, real, aristocrático y popular, y que no necesita recurrir
al castigo para dominar a los espíritus rudos e intratables.
Así fue más o menos la de Cartago, anterior a Roma en
sesenta y cinco años, ya que se instauró treinta y nueve
años antes de la prim era Olimpiada. Mucho antes aún
Licurgo tuvo los mismos puntos de vista» (2).
Cicerón cita, pues, los mismos ejemplos que ya antes que
él habían utilizado Aristóteles, Platón y Polibio. Pero in­
siste en precisar que esta Constitución mixta no debe ser
solamente una mezcla de las tres formas de gobierno.
Debe establecer entre ellas un equilibrio estable, a fin de
evitar que una de las formas domine sobre las demás.
Y, en opinión del senador Cicerón, la forma que amenaza
con dominar a todas las demás es la monarquía :
«Porque en la sociedad en que una persona esté investida
de potestad perpetua, y de la regia principalmente, aun­
que haya en ella un Senado como en Roma bajo los Reyes,
o como en Esparta bajo las leyes de Licurgo, y aunque el
pueblo ejerza algún derecho como en nuestra monarquía,
el título de rey inclina la balanza y hace que el Estado
sea y se llame monarquía. Y esta forma de gobierno es la

(1) De República, III.


(2) De República, II, 23.
122
más expuesta a mudanzas y a trastornos, porque los vi­
cios de uno solo pueden bastar a precipitarla en una pen­
diente funesta. En sí misma no solamente no encuentro
detestable la monarquía, sino que la encuentro preferible
a las demás formas de gobierno, simples, si alguna simple
pudiera agradarme. Pero la monarquía sólo merece esta
preferencia si es fiel a su institución ; y únicamente existe
esta fidelidad cuando el poder perpetuo de uno solo, en
igualdad y justicia, garantizan la seguridad, la igualdad y
el bienestar de todos los ciudadanas. Aun entonces le fal­
ta al pueblo que es gobernado por un rey muchas cosas,
pero ante todo la libertad, que no estriba en tener un buen
amo, sino en no tenerle...» ( 1 ).
No debemos perder de vista, al leer este texto, que Cice­
rón lo escribía cuando la lucha entre partidos alcanzaba
en Roma su punto culminante y la República se veía ame­
nazada por las ambiciones de los dos jefes militares que,
todavía unidos, iban a enfrentarse muy pronto en una gue­
rra civil. Cicerón, portavoz de la oligarquía senatorial, se
creía en la obligación de poner en guardia a sus conciuda­
danos frente a los peligros del poder monárquico. Pero
su hostilidad contra el poder real era más hostilidad de
hecho que de principio. Y en este mismo diálogo de
La República se acerca a Platón cuando define las cualida­
des del caudillo ideal, del político:
«... virtuoso, prudente, apto para defender los intereses
de su Estado, un verdadero tutor y procurador de la Re­
pública. .. Este hombre sabio será fácil de reconocer : será
aquel que pueda proteger al Estado con sus palabras y sus
obras» (2 ).
(1) De República, IX, 23.
(2) De República, II, 29.
123
Éste, el Princeps, será el único capaz, basándose en rec­
tas leyes, de crear la concordia en la Ciudad, es decir, la
armonía entre los diferentes grupos sociales que la com­
ponen. Su autoridad procederá del consensus universorum
bonorum, del consentimiento de todos los hombres de
bien. De nuevo hallamos aquí los temas de la filosofía
política griega del siglo iv, y el princeps ciceroniano se pa­
rece mucho al político de Platón.
Pero entre Platón y Cicerón existe una gran diferencia:
mientras que el filósofo ateniense razonaba fundamental­
mente en abstracto, ya que sus experiencias sicilianas
constituyen una desgraciada experiencia, Cicerón situaba
en un mismo plano su vida política y su reflexión filosófi­
ca. Hasta qué punto la prim era ha determinado los carac­
teres de la segunda, es un problema al que se le han
dado múltiples respuestas. Algunos han visto en el prin­
ceps ciceroniano el modelo en el que se inspiró años más
tarde Augusto ; otros, por el contrario, han puesto el acen­
to en el carácter abstracto del método del filósofo romano.
No es fácil dirimir la cuestión, y el valor de la obra teó­
rica de Cicerón procede sin duda de «ese diálogo perma­
nente entre lo posible y lo real», de «ese paso de la teoría
deseable a la práctica históricamente comprobada». ( 1 ).
En definitiva, poco im porta que Cicerón, al describir el
príncipe ideal, haya pensado en Escipión, el principal in­
terlocutor de La República, en Pompeyo o en sí mismo.
Lo que es indudable es que en la situación objetiva en que
se hallaba la República romana hacia mediados del siglo i
antes de Cristo, y mientras que el ideal monárquico hele­
nístico era capaz de tentar a un hombre como César, Cice-

(1) C. N ic o l e t , op. cit., pág, 66.


124
rón, engarzando con el pensamiento político griego de la
época clásica, ha sabido recuperar el espíritu de la Ciudad
antigua, proporcionando así al fundador del Imperio ro­
mano el vocabulario político que iba a hacer que todos
aceptaran una total modificación constitucional, presen­
tada como una restauración de la República.

125
Conclusion

La fundación del Imperio romano termina definitiva­


mente con toda vida política real. Es cierto que las ciuda­
des continuaban existiendo en el seno del Imperio con sus
instituciones, sus asambleas y sus magistrados, pero se
trataba de un simulacro de vida política, y, tanto al Este
como al Oeste, no tenían ya ningún poder de decisión. En
la misma Roma, el autoritarism o de los emperadores, el
desarrollo de la burocracia, el papel del ejército, impedían
cualquier crítica de las decisiones imperiales. Las revolu­
ciones no serán ya, de ahora en adelante, más que revuel­
tas palaciegas o rebeliones militares. Y, puesto que ya no
existe una vida política, el pensamiento político no tiene
ya razón de ser. La historia de las doctrinas políticas grie­
gas termina cuando term ina el régimen de la Ciudad, de
la Polis, que las había visto nacer.
Pero la experiencia política griega constituye un hecho
esencial en la historia del pensamiento y, cuando tras si­
glos de despotismo vuelva a surgir la vida política en Oc­
cidente, espontáneamente se volverán las miradas hacia
los estudios teóricos de los escritores políticos griegos. No
es casual el hecho de que las comunas libres italianas fue­
ran las primeras en redescubrirlos, antes que la Inglaterra
del siglo XVII o la Francia del xvm, La burguesía victoria-
na encontró en ellos justificaciones para su intento de limi­
ta r el ejercicio de los derechos políticos, y el socialismo
naciente, heroicos ejemplos. El mundo moderno, en gesta­
ción, redescubría y confería un nuevo significado a todo
un vocabulario elaborado por los griegos de los siglos v
y IV. ¿Quiere esto decir que los griegos lo habían inventa­
do ya todo en el campo de la ciencia política? ¿La demo­
cracia, el imperialismo, el comunismo? No debemos lle­
gar a tales conclusiones, que hacen abstracción del caráo
126
ter complejo de la realidad histórica que ha visto surgir
las doctrinas políticas griegas y del carácter específico de
éstas. Lo que sin embargo es cierto es que, en menos
de dos siglos, en un mundo de reducidas dimensiones,
fueron planteadas por unos cuantos hombres las cuestio­
nes fundamentales a las que se buscan todavía respuesta
en nuestros días.

127
Indice

Introducción

1 Origen de la política en las ciudades Jónicas


y en la Grecia propiamente dicha
Condiciones generales: de la monarquía homérica a la
ciudad aristocrática, 7 — Los grandes movimientos de
los siglos Y II y VI. La tiranía, 10 — El triunfo de la
democracia en Atenas en el siglo V. El problema de la
politeia, 15 .

2 La revolución sofista

3 E l desarrollo del pensamiento político


en el siglo IV
La crisis general del mundo griego en el siglo IV, 44
Los teóricos del siglo IV ante la crisis social, 5o — Los
teóricos frente a la crisis política, 62.

4 Las doctrinas políticas en la época helenística


y su difusión en el mundo romano
Las nuevas condiciones de la vida política y social, 95
El estudio de la monarquía, 99 — Las utopías igualita­
rias, 10; — Polibio y la penetración de las doctrinas
políticas griegas en Roma, 109.

Conclusión
Colección Beta

Títulos publicados:
r. Los dividendos del progreso (P. Massé-P. Bernard)
2. La Cibernética (L. Couffigual)
3. Los métodos en sociología (R. Boudon)
4. Antes y después del Concorde (F. Simi - J. Bankir)
j. La semana de treinta horas. La jornada de trabajo en
España (R. Paranque - R. García - Duran)
6. Los terciarios. El terciario en España (M. Praderie - J. I.
Puigdollers)
7. La industria de los banqueros (J. Lavrillère)
10 . Los mecanismos económicos (H. Cullman)
xi. El beneficio (A. Babeau)
12 . La estrategia nuclear (C. Delmas)
1 3. Las doctrinas políticas en Grecia (C. Mossé)
15 . El cálculo científico (G. Canevet)
19 . La informática (P. Mathelot)
21 . Los métodos en psicología (M. Reuchlin)
25. La epistemología genética (J. Piaget)
z6. Los marxismos después de Marx (P. Favre - M. Favre)

E n preparación:
16. Higiene en la sociedad moderna (J. Boyer)
17 . El control de gestión (J. Meyer)
23. La enseñanza programada (G. Klotz)

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