El Dios Que No Me Ensenaron de Dwight K Nelson PDF
El Dios Que No Me Ensenaron de Dwight K Nelson PDF
El Dios Que No Me Ensenaron de Dwight K Nelson PDF
Creditos 2
Dedicatoria 4
Agradecimientos 5
1. Un Dios a quien amar 7
2. Dios: ¿Padre o tirano? 21
3. Un Dios de relaciones 34
4. Mentiras y verdades respecto a Dios 47
5. ¡Si te apuntan, huye! 59
6. El verdugo 73
7. El ayatolá y Dios 86
8. ¿Por qué Dios no puede dormir por las noches? 100
9. «No te preocupes, ¡sé feliz!» 114
Título de la obra original en inglés: Outrageous Grace
© 1998 by Pacific Press® Publishing Association, Boise, Idaho, USA.
All rights reserved. Spanish language edition published with permission of the copyright owner.
EL DIOS QUE NO ME ENSEÑARON
es una coproducción de
Traducción
M arcos Passegi
Edición del texto
Edward Araújo
M ónica Díaz
Diseño y portada
Kathy Polanco
Diagramación
Jaime Gori
Conversión a libro electrónico
Daniel M edina Goff
reproducción total o parcial de esta obra (texto, ilustraciones, diagramación), su tratamiento informático y su transmisión, ya
sea electrónica, mecánica, por fotocopia, en audio o por cualquier otro medio, sin el permiso previo y por escrito de los
editores.
En esta obra las citas bíblicas han sido tomadas de la versión Reina-Valera, revisión de 1995: RV95 © Sociedades Bíblicas
Unidas. También se ha usado la revisión de 1960: RV60 © Sociedades Bíblicas Unidas, la versión popular Dios Habla Hoy:
DHH © Sociedades Bíblicas Unidas, la Traducción en Lenguaje Actual: TLA © Sociedades Bíblicas Unidas, la Biblia de las
Américas: BLA © The Lockman Foundation, la Nueva Versión Internacional: NVI © Sociedad Bíblica Internacional. En
todos los casos se ha unificado la ortografía y el uso de los nombres propios de acuerdo con la RV95.
Las citas de los obras de Elena G. White han sido tomadas de las ediciones renovadas de GEM A / APIA, que hasta la fecha
son: Patriarcas y profetas, Profetas y reyes, El Deseado de todas las gentes, Los hechos de los apóstoles, El conflicto de los
siglos, El camino a Cristo, Así dijo Jesús (El discurso maestro de Jesucristo), Testimonios para la iglesia (9 tomos), La
educación, Eventos de los últimos días, Hijas de Dios, Mensajes para los jóvenes, Mente, carácter y personalidad (2
tomos), La oración, Consejos sobre la obra de la Escuela Sabática, Consejos sobre alimentación (Consejos sobre el régimen
alimenticio), El hogar cristiano, Conducción del niño, Fe y obras, Ministerio de curación. El resto de las obras se citan de las
ediciones clásicas de la Biblioteca del Hogar Cristiano.
Impresión y encuadernación
Corporación en S ervicios Integrales de Asesoría Profesional, S .A. de C.V.
Impreso en M éxico
Printed in M exico
a
1 edición: junio 2012
a
1 edición en libro digital: diciembre 2012
Procedencia de las imágenes: ©123RF, ©Thinkstock
Dedicatoria
A Kirk y a Kristin.
Agradecimientos
En su libro Gracia divina vs. condena humana, Philip Yancey dice que
leer una lista de nombres en la página de agradecimientos de un libro es
algo así como oír los discursos de aceptación en la entrega de los Óscar,
donde los actores y las actrices agradecen a todo el mundo, desde sus
maestros de preescolar hasta sus profesores de piano de tercer grado.
Bueno, cuando estaba en tercer grado, mi profesora de piano era mi madre
y, por supuesto, estoy muy agradecido a ella, ¡y también a mi padre!
Sin embargo, quiero reconocer que este libro es el resultado de un largo
viaje compartido con jóvenes y ancianos a los cuales, durante muchos años,
he tenido el privilegio de llamar mi familia y mi hogar, ¡lo que de por sí ya
es un regalo maravilloso! Fue en la iglesia Pioneer Memorial de la
Universidad Andrews donde se dibujó el contenido de este libro por
primera vez en el lienzo de nuestras reuniones de adoración, compartidas
semana tras semana. El pastor cuya iglesia es un lugar de diálogo prolífico
y estudio concienzudo de Dios, ha recibido una gran bendición. ¡Me siento
muy agradecido por ello!
El bosquejo de un sermón es una cosa, pero el manuscrito de un libro es
otra bien distinta. Por eso quiero dar las gracias a Ken Wade, cuya
capacidad profesional como editor le permitió andar la segunda milla, dado
que él no solo leyó todas mis notas, sino que escuchó todas las grabaciones
de estos sermones.
Finalmente, deseo reconocer con gratitud al Señor por haberme dado a mi
esposa Karen y a mis dos maravillosos hijos, uno que pertenece a la
«Generación X» y la otra que le sigue de cerca. Es a partir del viaje
compartido con ellos como voy aprendiendo —en ocasiones con lentitud y
de manera entrecortada— la verdad sobre el carácter de amor irrenunciable
y gracia maravillosa de nuestro Padre celestial. Supongo que desde el
principio de nuestro mundo formó parte del plan divino que los niños fueran
la ventana a través de la cual dirigimos nuestra mirada hacia el corazón del
Padre celestial. Por esta razón les dedico este libro sobre nuestro Padre.
DWIGHT K. NELSON
Capítulo 1
Un Dios
a quien amar
¿
Qué puede hacer uno cuando nadie le cree? Lo único que quería el pobre
Wade Miller era un par de entradas para un partido de voleibol de los
Juegos Olímpicos. Pero cuando llamó por teléfono a la oficina de venta de
entradas de Atlanta, le sucedió algo insólito. Al dar su dirección de Santa
Fe, Nuevo México, la agente de ventas lo dejó en espera. Cuando retomó la
llamada le anunció que no podía vender entradas a nadie que viviera fuera
de los Estados Unidos.
—¡Pero cómo que fuera de los Estados Unidos! ¡Si estoy llamando desde
Nuevo México!
—Lo siento, señor. Tendrá que ponerse en contacto con el Comité
Olímpico de México.
—¡Pero yo no vivo en México, sino en Nuevo México!
—Lo lamento, pero tendrá que llamar al Comité Olímpico de su país.
Durante los siguientes treinta minutos, Wade Miller continuó en la línea,
intentando demostrarle a la agente que Nuevo México estaba en los Estados
Unidos. Pero nada parecía suficiente para convencerla. Miller siguió
insistiendo: «¿Ha oído usted hablar de Los Álamos, donde se han realizado
pruebas nucleares? Está justo al lado de Arizona y debajo de Colorado,
junto a Texas y Oklahoma; pues hay un estado de los Estados Unidos que se
llama Nuevo México. ¿Y Albuquerque? ¿No le suena ese nombre? Pues es
una gran ciudad de Nuevo México». No hubo éxito.
La supervisora tomó el teléfono y le dijo a Miller: «Señor, no importa si
está usted en Nuevo México o en “Antiguo México”. Tiene que pedir sus
entradas al Comité Olímpico de su país». Únicamente cuando Miller les dio
una dirección de Phoenix, Arizona, las agentes aceptaron venderle las
entradas.
¿Qué hacer cuando nadie te cree? ¿Qué haríamos nosotros si estuviéramos
en el lugar de Dios y, aun así, nadie nos creyera? ¿Qué tiene que hacer Dios
en esas circunstancias? Porque aun cuando la gente cree, muchos, es decir,
muchos de nosotros, seguimos creyendo una mentira.
Seamos sinceros: la mayor parte de la humanidad es víctima de una gran
mentira. Yo mismo la he aceptado más de una vez. Se trata de una mentira
de dimensiones tan cósmicas que sus consecuencias, también cósmicas, han
afectado a todos los seres humanos. «¿A qué mentira se estará refiriendo?»,
seguramente te estarás preguntando. Pues a la mentira que vio la luz en
aquella gloriosa mañana primigenia cuando, a semejanza de muchos
destellos de oro puro, la luz del sol atravesó las parcelas esmeralda de un
huerto hermoso como ninguno.
El rocío matinal aún se aferraba a las ramas cargadas de frutos. El huerto
parecía una generosa fuente de resplandecientes diamantes. Eva iba
caminando por el jardín y se acercó al árbol. Entonces oyó la voz: «Hey,
acá arriba», oyó susurrar. La mujer levantó lentamente la vista hacia el
verde follaje, y siguió buscando y buscando con la mirada. Finalmente, los
ojos de ambos se encontraron. Eran los ojos de la primera mujer y los de la
primera serpiente. La serpiente estaba enroscada y resplandecía. En aquel
momento no era sino un instrumento en manos del ángel rebelde. Eva y
Lucifer, juntos en un árbol del huerto del Edén. Fue allí cuando la gran
mentira se pronunció por primera vez.
«¿Conque Dios os ha dicho: “No comáis de ningún árbol del huerto”?»
(Gén. 3: 1). La artera expresión, aparentemente inocente, de la serpiente no
era más que la carta de presentación del ingenioso aunque insustancial
modus operandi que le ha funcionado desde el mismo principio, a saber:
limítate a hacer que tu víctima se decida a dialogar contigo, introduce el
debate, haz que te responda. Funcionó en el caso de Eva y, desde entonces,
le ha funcionado también con todos nosotros.
En efecto, entrar en diálogo con el diablo o en discusión con la serpiente
es el camino más seguro para salir derrotado. Querido amigo, querida
amiga, cuando oigas ese «Hey, tú», ni siquiera te detengas a responder.
Sabemos que Eva respondió, porque el diablo, astutamente, la entrampó en
una discusión. Pero, ¿les había dicho Dios realmente a Adán y a Eva que no
podían comer de ninguno de los árboles del huerto? ¡Por supuesto que no!
De hecho, Dios les había dicho exactamente lo contrario: que podían comer
de todos los árboles del huerto, excepto de uno.
Dios es amor, y nunca forzaría a sus hijos a amarlo. Precisamente por esa
razón colocó el árbol del conocimiento del bien y del mal en medio del
huerto. Aquel árbol era el lugar al cual podían ir Adán y Eva si escogían
rechazar el amor de Dios y aceptar la mentira de Lucifer. «Pero, por favor,
manténganse alejados de ese árbol, porque lo único que puede ofrecerles es
la muerte», les había dicho Dios. No existe ningún tipo de amor (divino,
humano, ni de ninguna otra clase) que pueda ser llamado realmente amor si
no ofrece la posibilidad de que el objeto de ese amor lo rechace. De ahí
que Dios les diera la libertad de elegir. Por dicha razón puso el árbol de la
vida en medio del huerto, como también el árbol del conocimiento del bien
y del mal.
No obstante, Lucifer, que había tomado el aspecto de una hermosa
serpiente, sacó partido de nuestro libre albedrío presentando a Dios bajo la
imagen de un ser arrogante y egoísta: «Lo que pasa es que Dios no quiere
que ustedes disfruten de lo bueno», insinuaba implícitamente la engañosa
pregunta.
—No es exactamente así —respondió Eva—. Podemos comer de todos
los árboles del huerto. Dios solo nos ha prohibido comer de este.
—¡Patrañas! —le contestó, siseando, la serpiente—. Lo que sucede es
que a Dios le da miedo que si ustedes comen de ese fruto, lleguen a ser
como él. ¡Pero mírame a mí! Yo he comido del fruto, y puedo hablar, a
pesar de que las serpientes no hablan. Si ustedes también lo prueban,
llegarán a ser como el propio Dios (ver Gen. 3: 2-5).
La insinuación era magistral: «¿Cómo es posible amar a alguien tan cruel
que deja más allá de su alcance algo tan bueno? Y si ustedes no pueden
amarlo, ¿cómo podrán entonces confiar en él? Y si no pueden confiar en él,
entonces debe de ser alguien a quien hay que tenerle miedo».
He ahí la mentira que aún hoy se sigue repitiendo; la mentira que
pronunció la lengua viperina de la serpiente en manos del engañador. Una
mentira descarada que ha sido reproducida miles de millones de veces a lo
largo de la historia de la humanidad. Esta es la mentira: Dios es un ser a
quien hay que tenerle miedo.
El castigo y el amor
Los que dicen que la Biblia describe a Dios como un ser a quien hay que
tenerle miedo, están pasando por alto una realidad crucial, una pieza
fundamental en el mosaico que conforma el retrato de Dios. Me refiero a un
texto irrefutable que contiene una verdad que echa por tierra la mentira y
desenmascara el engaño satánico. Ese versículo se encuentra en el capítulo
12 de la Epístola a los Hebreos, que es el capítulo que sigue al conocido
como «El salón de la fama de la fe». En Hebreos 11 se hace un repaso de la
historia de los siervos de Dios, y el capítulo 12 extrae algunas lecciones de
ese relato. Es aquí donde encontramos la lección fundamental que no
debemos ignorar: «Habéis ya olvidado [oh sí, qué fácil es que olvidemos]
la exhortación que como a hijos se os dirige, diciendo: “Hijo mío, no
menosprecies la disciplina del Señor ni desmayes cuando eres reprendido
por él, porque el Señor al que ama, disciplina, y azota a todo el que recibe
por hijo”» (Heb. 12: 5-6).
Hemos leído de manera equivocada el Antiguo Testamento, porque nos
hemos apoyado en una mentira a la hora de interpretar la verdad. El punto
es que hemos ignorado la siguiente realidad sumamente importante: ¡Los
relatos que presentan a Dios castigando a los seres humanos son relatos que
manifiestan el amor de Dios!
Supongo que casi todos los padres entendemos bien esa verdad. Karen y
yo hemos sido bendecidos con dos hijos maravillosos: Kirk y Kristin.
Cuando nuestros hijos eran pequeños, yo tenía que explicarles lo peligrosa
que era la avenida que pasaba delante de nuestra casa. Me agachaba para
estar a la altura de ellos, a fin de indicarles con detenimiento las razones
por las cuales mi esposa y yo habíamos decidido que no fueran más allá de
donde les habíamos permitido caminar y jugar. «Papá y mamá no quieren
que salgan a la calle, por favor. Porque un auto podría doblar la esquina y
atropellarlos. ¿De acuerdo?». Imaginemos que unos minutos después echo
un vistazo por la ventana y veo a Kirk jugando en medio de la calle
prohibida. ¿Qué tiene que hacer un padre en una situación como esa? Por
supuesto, como padre, no me queda de otra que cruzar corriendo el jardín
hasta el lugar donde está mi hijo, tomarlo de la mano, regresar al jardín con
él, volver a ponerme a su nivel y, con amor, explicarle nuevamente las
razones por las que no debe salir a jugar a la calle.
Ahora bien, si yo miro por la ventana pocos minutos después y veo que mi
hijo está nuevamente jugando en la avenida, ¿qué haría en ese caso? La
misma rutina anterior, solo que esta vez me mostraría más vehemente, y el
final de la situación sería un poco distinto. Debido a que amo a mi hijo y
quiero protegerlo del peligro y de la muerte, estoy decidido a dejar una
impresión de ese amor en él al permitir que una parte de su anatomía,
conocida como «músculo glúteo mayor», sufra cierto enrojecimiento que
permita que esa verdad quede grabada en otra parte de su anatomía, a saber,
en su mente. ¿Me entiendes ahora?
«Hijo mío, no menosprecies la disciplina del Señor […], porque el Señor
al que ama, disciplina» (Heb. 12: 5-6). Todo padre sabe bien que si
realmente ama a su hijo, tiene que hacer de la disciplina y el castigo una
parte integral de la demostración de ese amor que busca su bienestar.
Un escritor describe la metodología divina en algunos de los relatos del
Antiguo Testamento como el «método de rescate de incendios» de Dios.
Cuando un edificio está en llamas, todo bombero sabe bien que no dispone
de tiempo para ponerse a conversar o razonar con las víctimas atrapadas en
ese infierno sobre los métodos de rescate que espera aplicar. Cuando del
edificio suben grandes columnas de humo y fuego, solo existe una opción de
trato con las víctimas: tomarlas y llevarlas a un lugar seguro
inmediatamente. Si están gritando de pánico, se requieren acciones aún más
drásticas: taparles la boca con la mano, levantarlas con el brazo por las
piernas aunque pataleen, y llevarlas hasta un lugar donde estén a salvo de la
catástrofe. Más adelante, ya habrá tiempo suficiente para darles
explicaciones. Actúa ahora, y deja las explicaciones para después.
Precisamente eso fue lo que hizo el Señor a lo largo de todo el Antiguo
Testamento. En muchas ocasiones tuvo que tomar a la gente y llevarla hasta
un lugar seguro, por más que ellos patalearan y gritaran en el proceso. En
esos momentos Dios también tuvo que decir: «Te lo explicaré después».Y
cuando lo explicó, fue la aclaración más gloriosa que el universo haya
podido escuchar alguna vez.
La explicación divina
Una buena pista sobre la explicación divina es la que se esconde tras el
relato milagroso del nacimiento de Juan el Bautista. El anciano Zacarías era
sacerdote, y como tal le tocaba un turno para cumplir con los deberes del
templo. Mientras oficiaba en el santuario del Señor en Jerusalén, un ángel
resplandeciente se presentó ante su atónita mirada, y le hizo el increíble
anuncio de que él y su esposa Elisabet iban a tener un hijo. «Pero eso es
imposible —respondió al instante el veterano sacerdote—. ¿No sabes
acaso que somos ancianos?». Fue entonces cuando al incrédulo Zacarías se
le dio una señal sobrenatural: «Por cuanto no creíste mis palabras […],
quedarás mudo y no podrás hablar hasta el día en que esto suceda» (Luc. 1:
20). En aquel tiempo su esposa quedó embarazada, y disfrutaría de nueve
meses de paz y tranquilidad hasta que naciera el niño del milagro y se
desatara por intervención divina la lengua de Zacarías. Cuando pudo hablar
nuevamente, entonó un cántico de alabanza, un himno que se refiere al
Mesías. En un fragmento de ese cántico expresa la esperanza de Israel:
«[Nuestro Dios] nos permitiría vivir sin temor alguno, libres de nuestros
enemigos, para servirle [al Mesías que pronto habría de venir]» (Luc. 1:
73, 74, DHH).
Ahí está la explicación gloriosa que el Señor prometió a lo largo de los
siglos. El Salvador vendría y, cuando eso ocurriera, lo adoraríamos libres
de temor. Jesús, el Salvador, vendría a contarnos la verdad acerca de Dios,
a exponer a la vista de todos la gran mentira, y revelar a la humanidad y al
universo entero que la idea propagada por el padre de la mentira no era más
que eso, una mentira. Dios no es un ser al que hay que temer. No tenemos
por qué tenerle miedo.
Finalmente, nació el Mesías, el Salvador del mundo, Jesús de Nazaret,
otro bebé milagroso, que sería llamado Emanuel, «Dios con nosotros». Y
cuando el Niño de Belén creció y llegó a ser el Hombre de Galilea, una y
otra vez se dedicó a repetir: «Si me conocierais, también a mi Padre
conoceríais […]. El que me ha visto a mí ha visto al Padre […]. Yo soy en
el Padre, y el Padre en mí» (Juan 14: 7, 9, 11). «Venid a mí todos los que
estáis trabajados y cargados, y yo os haré descansar […]. Aprended de mí,
que soy manso y humilde de corazón, y hallaréis descanso para vuestras
almas» (Mat. 11: 28, 29). «Al que a mí viene, no lo echo fuera» (Juan 6:
37).
En cierta ocasión, una desahuciada prostituta llegó hasta Jesús. Pero no
fue por su propia cuenta, sino que fue arrojada por los escribas y fariseos a
los pies del Salvador. El relato nos muestra lo que sucede cuando nos
acercamos al Señor. La habían encontrado en el acto mismo de adulterio.
Los dirigentes eclesiásticos habían buscado la trampa perfecta con la cual
hundir de una vez por todas al joven Maestro de Nazaret. Así que aquella
mañana, allí en el templo, arrojaron a la desaliñada mujer a los pies de
Jesús, y ante la asombrada multitud los escribas y fariseos exigieron a viva
voz que él les dijera qué recomendaba como castigo. Después de todo, la
ley de Moisés ordenaba que una mujer adúltera tenía que ser apedreada
hasta morir. En realidad, aquella era una verdad a medias, dado que la ley
prescribía la misma sentencia para ambas partes que habían cometido
adulterio.
Con una actitud de suficiencia propia, los religiosos esperaron la
respuesta del Maestro. Si hubiera dicho: «No la apedreen», los ancianos se
hubieran vuelto hacia la multitud y hubieran exclamado: «¿No les dijimos
que no respeta la ley?». Por otro lado, si Jesús decía: «Apedréenla»,
entonces los enemigos del Maestro saldrían corriendo a informar al
gobernador romano de que había un hombre que asumía la prerrogativa que
solo le correspondía a Roma de administrar la pena capital a un condenado.
Jesús se encontraba en una situación muy difícil: sería acusado tanto si
decía que sí, como si decía que no. Era la trampa perfecta.
Jesús no respondió, sino que «inclinado hacia el suelo, escribía en tierra
con el dedo» (Juan 8: 6). Una bien conocida tradición afirma que lo que
Jesús escribió en el polvo eran los pecados ocultos de quienes estaban
acusando a la mujer. ¡Qué retrato de Dios! Únicamente en dos ocasiones las
Escrituras lo muestran escribiendo con su propio dedo. En la primera
escribió los Diez Mandamientos en dos tablas de piedra, y en la segunda
escribió los pecados de aquellos dirigentes judíos en el suelo del templo.
Escribió los mandamientos sobre la piedra para que ni siquiera el tiempo
pudiera borrar la verdad de sus santos preceptos. Pero escribió los pecados
privados de los hombres sobre el polvo, para que una ligera brisa pudiera
borrar su registro. Jesús, el Juez de todos, no quería avergonzar ni siquiera
a sus enemigos. ¡Qué amor! ¡Qué Dios!
Cuando terminó de escribir, Jesús se puso nuevamente de pie y, sin
estridencia alguna, dijo: «El que de vosotros esté sin pecado sea el primero
en arrojar la piedra contra ella» (vers. 7). Cuenta el relato que uno a uno
comenzaron a desaparecer, y sus airadas acusaciones fueron silenciadas.
Cuando la mujer levantó la mirada, sus ojos descubrieron que Jesús
contemplaba su rostro anegado por las lágrimas y el maquillaje corrido.
Entonces el Maestro le preguntó: «Mujer, ¿dónde están los que te acusaban?
¿Ninguno te condenó?» (Juan 8: 10). Ella sacudió la cabeza y, titubeante,
respondió: «Ninguno, Señor». Todos sus acusadores habían desaparecido.
Jesús, el Dios encarnado, el Juez de toda la tierra, le dijo: «Ni yo te
condeno; vete y no peques más» (vers. 11).
Lo que Jesús demostró aquella mañana, según el relato de Juan, es
exactamente lo mismo que enseñó a la luz de la luna en el capítulo 3 de
Juan. Esta pieza tiene que estar incluida en el retrato de Dios que, pieza a
pieza, iremos elaborando juntos. ¡Cuánto apreciamos y estimamos el tan
conocido versículo de Juan 3: 16: «De tal manera amó Dios al mundo, que
ha dado a su Hijo unigénito, para que todo aquel que en él cree no se
pierda, sino que tenga vida eterna»! Pero también tenemos que resaltar el
versículo que le sigue: «Dios no envió a su Hijo al mundo para condenar al
mundo, sino para que el mundo sea salvo por él» (vers. 17).
Dios:
¿Padre o tirano?
¿Relaciones o normas?
Lo cierto es que, a la hora de la verdad, más allá de todo lo que se diga o
haga al respecto, el padre valora más las relaciones que las normas.
Fíjate en que el padre sale corriendo de la casa para buscar a ambos
muchachos. A pesar de que el sol de la tarde le da de frente, alcanza a
divisar a la distancia un estilo de caminar que le resulta muy familiar. Se da
cuenta al instante de que es su hijo el que avanza, cansado, por el camino
que lo lleva de regreso al hogar. No olvidemos jamás que ese padre que
corre apresurado por el camino polvoriento con los brazos extendidos para
abrazar y besar a su hijo perdido, es el mismo padre que en las sombras del
anochecer de ese mismo día se dirige a la puerta para dar la bienvenida a
su hijo mayor. Es el mismo padre, es el mismo abrazo, es el mismo corazón
anheloso y amante.
¿Por qué? Porque la verdad sobre el «Padre» es la misma verdad que
siempre ha existido: tanto en el comienzo como en el fin, lo que más le
importa a Dios es la relación. El padre de la parábola no sale corriendo de
la casa para imponer de nuevo las normas que el hijo ha quebrantado. Por
el contrario, su corazón busca con premura encontrarse con sus hijos a fin
de restaurar la relación quebrantada. Porque el padre valora más la
relación que las normas.
Como puedes ver, nos encontramos con la misma verdad: Dios no es un
ser a quien hay que tenerle miedo, sino alguien de quien tenemos que ser
amigos. Por esa misma razón el Padre valora las relaciones más que las
normas. Por supuesto que hay normas. Todo tipo de relaciones se hallan
protegidas por normas que son necesarias. Pero la preocupación de Dios no
son las normas; su preocupación son las relaciones.
Lo mismo debería suceder con los hijos de Dios, ¿no te parece? No existe
una iglesia en este mundo cuya misión primordial sea imponer normas. No
obstante, no puedo imaginar una iglesia sobre esta tierra (al menos una
iglesia que siga al Padre) que no haya recibido la misión de restaurar
relaciones. Después de todo, ¿no aluden a eso los brazos extendidos del
Calvario? Representan el amplio abrazo del Padre y del Hijo a todo aquel
que ha huido durante su etapa de rebeldía, y a todo aquel que se concentra
únicamente en las normas. Les dice: «Anhelo que regresen a casa para que
entiendan la verdad sobre mí. No soy un ser al que hay que tenerle miedo,
sino alguien que desea ser su amigo, porque valoro las relaciones más que
las normas».
¡Imagínate la libertad que te ofrece la amistad que encierra ese abrazo
divino! ¡Cómo no sentir un profundo amor por ese Dios que acepta nuestro
corazón rebelde sin hacer ninguna pregunta sobre nuestro pasado cargado
de culpa y resentimiento, libertinaje y vergüenza, porque lo único que le
importa es que hemos decidido regresar al hogar! ¡Cómo no sentir un
profundo amor por ese Dios cuyos brazos están extendidos hacia nuestro
corazón resentido y absorto en las normas, con la firme seguridad de que
todo lo que él tiene siempre nos ha pertenecido! ¿No decidiremos, entonces,
abandonar nuestra mentalidad de esclavos para aceptar voluntariamente su
amistad, y así ingresar una vez más en el seno de su amor, gozo, paz y
esperanza? ¡Oh, qué libertad encierra la amistad que nos brinda ese amplio
abrazo del Padre!
Y esa, si me permites que repita lo que ya he dicho, es precisamente la
misión de la iglesia. Es esa imagen del Padre la que nuestro mundo carente
de relaciones equilibradas está anhelando ver y conocer. Esa verdad sobre
el Padre es la esencia de todo lo que Jesús enseñó y de todo lo que nos
quiere transmitir la Biblia. Esa es la verdad sobre sí mismo que ha hecho
que Dios literalmente muriera para compartirla con este planeta en etapa de
rebeldía. Si tan solo los habitantes del mundo fueran capaces de ver sus
brazos extendidos, ¿no te parece que decidirían regresar al hogar?
Un Dios
de relaciones
Letras envenenadas
¿Qué podemos decir de las letras envenenadas que forman la palabra p-e-
c-a-d-o? Las Escrituras declaran que ese veneno siempre ha producido —
sin excepción alguna— algo que ningún juez dudaría en catalogar como un
acontecimiento final catastrófico, en otras palabras, la muerte. Ese veneno
es más potente e invasivo que el cianuro de potasio. Ese veneno ha afectado
a todos los seres humanos. No parece haber existido nadie con la suficiente
inteligencia como para anticiparse y, de alguna manera, evitar la ingestión
de ese veneno. Y esto te incluye a ti y me incluye también a mí.
Ya sé, tú me dirás: «Espere un momento. Yo creía que en el capítulo
anterior habíamos llegado a la conclusión de que no vale la pena vivir
preocupado por el pecado, ni preguntarse incesantemente si hemos hecho
algo que le resulta ofensivo a Dios. Después de todo, pastor Nelson, la
premisa misma de su libro es hablar de una gracia que trasciende todo, de
ese Dios que está más interesado en las relaciones que en las normas.
Entonces, ¿qué sentido tiene que nos pongamos a dialogar ahora sobre el
tema del pecado y del quebrantamiento de las normas?».
Tengo que admitir que es una buena pregunta. Y supongo que debería
disculparme por traer a colación este tema del pecado, dado que en estos
días ya nadie habla mucho de él. Cuando escribí por primera vez este
capítulo, en mi propio país se estaba produciendo un debate público en los
medios de comunicación sobre la moralidad o inmoralidad de la conducta
privada del presidente de turno. Y en esa ocasión, las encuestas señalaron
con claridad que la mayoría de los estadounidenses creían que el tema tenía
que ser desestimado por tratarse de una incursión innecesaria en la vida
privada de una personalidad pública.
Probablemente la pregunta que el reconocido psiquiatra Karl Menninger
formuló años atrás en una de sus exitosas obras aún se aplique al presente:
¿Qué pasó con el pecado? Esta es la gran palabra que describe el único
veneno del cual ya nadie habla. Ya nadie llama al pecado por su nombre,
nadie dice cosas como «un buen pecado, como los de antes». Y por cierto,
aunque el pecado no tiene nada de bueno, tampoco es algo que solo
pertenezca al pasado.
¿Significa esto que ya no existe lo que solía llamarse pecado? ¡De ninguna
manera! El hecho es que, si bien el pecado es algo sumamente popular a la
hora de experimentarlo, no es un concepto muy popular a la hora de
explicarlo, y mucho menos a la hora de hablar sobre él. No obstante, ¿está
bien que optemos por dejar de lado el pecado para que acumule polvo en
algún rincón de la casa con la esperanza de que, a fuerza de ignorarlo,
desaparezca? Difícilmente va a ser así, en especial si volvemos una y otra
vez a escondidas a ese rincón con el propósito de probar de tanto en tanto
un poquito de él, para recordar los viejos tiempos. Pero el hecho es que
para todos los seres humanos el pecado es tan mortífero como el cianuro.
Entonces, ¿no tiene sentido confrontar con coraje esa poción mortal con el
objetivo de determinar cuál es la terrible verdad de su existencia?
¿Qué es el pecado?
Entonces, ¿qué es, en tu opinión, el pecado? En la lista que se presenta a
continuación, siéntete libre de marcar todos los puntos que, a tu criterio, son
pecado:
•Tomarse una cervecita de vez en cuando.
•Quedarte con dinero de tus padres o de tus jefes.
•Comer un montón de galletas de chocolate.
•Ser adicto al trabajo.
•Tener relaciones sexuales prematrimoniales o extramatrimoniales.
•Gritarles a tus padres o a tus hermanos.
•Hacer trampas y copiar en un examen.
•Matar a un amigo.
•Matar al gato del vecino.
¿Cuántas veces te has preguntado si una acción determinada es pecado?
¿Será que la razón por la que no podemos ponernos de acuerdo en qué es y
qué no es el pecado se debe a que, en primera instancia, tenemos un
concepto equivocado de la definición de pecado?
Te invito a regresar al relato que analizamos en el capítulo anterior, y a
analizar a sus tres personajes principales y el concepto que ellos tenían del
pecado.
El hermano mayor, obviamente, no entendía nada de nada. No entendía
qué es y qué no es pecado. Imagínatelo de pie en medio del granero, a la
hora del crepúsculo. Allí está, con su camiseta empapada en sudor y las
botas llenas de fango. Sus pantalones, e incluso su rostro acalorado,
también están manchados con los vestigios de todo un día de trabajo duro
en el campo.
Le duele la espalda. Ha pasado todo el día inclinado sobre el volante del
tractor. Tiene callos en las manos de tanto luchar con la terca palanca de
cambios, hacia adelante y hacia atrás, hacia adelante y hacia atrás… todo el
día en eso. Le duele todo, pero en ese preciso instante no siente dolor
alguno. ¿Sabes por qué? ¡Porque se ha terminado! Se ha acabado el tiempo
de partirse el lomo trabajando, total ¿para qué? ¿Me puedes decir para qué?
¡Ah, sí, ya sabes para qué! Más adelante, detrás de la hilera de álamos que
se mecen al viento, se encuentra su dulce hogar. Las ventanas están abiertas;
las coloridas luces se proyectan hacia la entrada del granero, hasta casi
alcanzarlo. El equipo de música está encendido, y se escuchan las
canciones preferidas de su padre.
Apenas puede dar crédito a lo que ve. En realidad, se esfuerza por negar
lo que está ocurriendo, pero no lo logra. Porque dentro de la casa están
papá, mamá y algunos amigos de la familia. Han organizado una fiesta.
¿Puedes creerlo? ¡Y han comenzado la fiesta sin él!
¿Y cuál es el motivo de tanto festejo? Nada más y nada menos que el
regreso a casa del inútil e innombrable de su hermano. Ha desaparecido
durante meses. Papá casi termina en la bancarrota para que ese jovencito
pudiera sentirse libre. Y se fue sin más, y la pasó muy bien; se dio todos los
gustos que quiso. Y en el proceso, es probable que haya dormido con todas
las mujeres que quiso. Pero ahora el muchachito se ha cansado de vivir por
ahí sin tener a su mamá para que le cocine. Entonces no se le ocurre nada
mejor que regresar a casa. ¿Y qué hace su padre? ¿Le da acaso lo que se
merece? ¿Le informa de que la familia ya le ha dado todo lo que podía
darle? ¡Oh, no! Papá no hace nada de eso. Al contrario, se llena de
entusiasmo. ¡Llama a todos los vecinos, los invita a la casa y organiza una
fiesta de bienvenida! Se oyen danzas y cantos, y se preparan platos
especiales… En el patio de atrás ya está encendida la barbacoa.
«¿Y yo? —se pregunta el hermano mayor—. Yo también estoy regresando
a casa, pero no de andar despilfarrando mi vida por ahí. Estoy volviendo a
casa después de un largo y tedioso día de trabajo en el campo. Pero claro,
¿a alguien se le ha ocurrido alguna vez hacer una fiesta en mi honor?
¡Jamás! ¡Jamás! La fidelidad, el trabajo duro, seguir siempre un curso
determinado de acción… Está claro que esas cosas no cuentan en esta
familia. ¿Acaso papá ha salido alguna vez a recibirme cuando vuelvo de
trabajar del campo?».
Justo en ese momento, oye que la puerta trasera de la casa se cierra, y
mira por entre las sombras para ver quién anda por ahí. Por supuesto, allí
viene su padre, en dirección al granero. El corpulento hermano mayor cruza
los brazos musculosos y bronceados sobre su pecho. Sus botas llenas de
fango parecen haberse quedado amarradas al piso. Entonces mira a su padre
con el ceño fruncido. La olla a presión que ha estado reteniendo vapor en su
interior durante cada día de trabajo por su padre, y también por su hermano,
está a punto de explotar.
El padre ya está cerca, con los brazos extendidos. «Hijo mío —le dice—,
estoy tan contento de que hayas regresado del campo. ¿Has oído las buenas
noticias? Tu hermano ha regresado a casa. Ha llegado para quedarse. Ven
rápido. ¡Date un baño, y únete a la fiesta!».
En el capítulo anterior, vimos cuál fue la respuesta llena de enojo y
resentimiento del hermano mayor: «Todos estos años he trabajado como un
esclavo para ti. Jamás he violado tus normas. Pero claro, ¿qué he recibido a
cambio? ¡Ni siquiera un mísero cabrito que pudiera comer una noche con
mis amigos! ¡Nada de nada! Claro, ahora viene este derrochador, el inepto
de mi hermano, ¿y qué se te ocurre hacer? Tiras la casa por la ventana,
matas el becerro que habíamos estado engordando, y entonces invitas a
todos los vecinos a la gran celebración. No es justo; yo no quiero saber
nada de esa fiesta».
¿Qué es lo que entiende el hermano mayor de lo que es pecado? Se
encuentra expresado en Lucas 15: 29: «Tantos años hace que te sirvo, no
habiéndote desobedecido jamás, y nunca me has dado ni un cabrito para
gozarme con mis amigos». El hermano mayor está absolutamente seguro de
que eso es lo que quiere su padre: una obediencia sin ningún tipo de
cuestionamiento, la ausencia de conductas inapropiadas. Para él, el pecado
es hacer algo incorrecto. De ahí que esté convencido de que si puede
persuadir a su padre de que jamás ha hecho nada inapropiado, entonces ya
nada podrá impedirle que reclame la parte de la herencia que le
corresponde.
De principio a fin, el concepto de pecado que tiene el hermano mayor se
basa en la conducta. Para él, la fórmula del éxito es muy simple: la ausencia
de conductas inapropiadas. En términos sencillos: no hagas nada
inapropiado y recibirás tu recompensa. Sin embargo, el sonido de la música
que traspasa las ventanas de la casa de su padre ha derribado todo su
sistema de creencias. Porque he aquí que viene el hermano menor, que
literalmente lo ha hecho todo mal, pero aun así, recibe una recompensa.
Ahora bien, ¿será que el hermano menor tenía una fórmula mejor y más
exacta para vivir la vida? ¿Será que entendía mejor lo que es pecado?
Volvamos atrás uno o dos días para observarlo y saber un poco en qué
estaba pensando. Allí lo vemos, de pie, con una mazorca empapada en cada
mano. Tiene las piernas bien abiertas para no caerse, y está metido hasta los
tobillos en la podredumbre hedionda del chiquero. Le arde la nariz de
respirar el hedor nauseabundo que le penetra hasta la garganta y le provoca
náuseas.
Está llorando; las lágrimas le corren por las mejillas. ¿Y qué es lo que
balbucea en medio de las lágrimas saladas y el moqueo constante? Leamos
cómo lo relató Jesús, según se registra en Lucas 15: 13-21:
«No muchos días después, juntándolo todo, el hijo menor se fue lejos a una provincia apartada, y
allí desperdició sus bienes viviendo perdidamente. Cuando todo lo hubo malgastado, vino una gran
hambre en aquella provincia y comenzó él a pasar necesidad. Entonces fue y se arrimó a uno de
los ciudadanos de aquella tierra, el cual lo envió a su hacienda para que apacentara cerdos.
Deseaba llenar su vientre de las algarrobas que comían los cerdos, pero nadie le daba. Volviendo
en sí, dijo: “¡Cuántos jornaleros en casa de mi padre tienen abundancia de pan, y yo aquí perezco
de hambre! Me levantaré e iré a mi padre, y le diré: ‘Padre, he pecado contra el cielo y contra ti.
Ya no soy digno de ser llamado tu hijo; hazme como a uno de tus jornaleros’. Entonces se levantó
y fue a su padre. Cuando aún estaba lejos, lo vio su padre y fue movido a misericordia, y corrió y
se echó sobre su cuello y lo besó. El hijo le dijo: ‘Padre, he pecado contra el cielo y contra ti, y ya
no soy digno de ser llamado tu hijo’”».
¿Te das cuenta de qué concepto del pecado tiene el hermano menor?
También se basa en la conducta. Si le pedimos al hermano mayor que nos
hable de su concepto de pecado, con seguridad nos va a hablar de la
ausencia de conductas inapropiadas. Si le pedimos al hermano menor que
nos explique su propio concento de pecado, seguro que hablará de la
ausencia de conductas apropiadas.
Tanto el hermano mayor como el menor se hallan persuadidos por el
modelo conductual del pecado. Ambos están convencidos de que la manera
de mantener o de restaurar una relación que los lleve a alcanzar la
aprobación de su padre se basa en sus conductas. El hijo mayor siente que
necesita dar muestras de la ausencia de conductas inapropiadas en su vida;
el hijo menor espera ganar a su padre empezando a mostrar conductas
apropiadas. Sin embargo, el padre pronto les demuestra que ambos están
equivocados. Y nosotros también nos equivocamos al enfocarnos en la
conducta cuando tratamos de entender qué es el pecado.
¿Recuerdas la lista de ejemplos de supuestos pecados que mencionamos
anteriormente? Si nos hacemos preguntas como esas para determinar qué es
pecado y qué no lo es, estamos dando muestras de que nos hallamos tan
centrados en la conducta como lo estaban los hijos de la parábola. Piensa
una vez más en la lista. Pecado es: beber vino, malversar fondos, comer
cincuenta galletas de chocolate, tener relaciones inmorales… Y esta lista
podría seguir y seguir hasta el infinito.
¿Estamos creando listas de pecados para estar libres de pecado? ¿De
verdad creemos que si podemos llegar a tener una lista de pecados que sea
lo suficientemente extensa, y evitamos todas las acciones concretas
mencionadas en la lista, seremos libres del pecado?
Ese es el problema que tiene el modelo conductual de entender el pecado.
Si creemos que tenemos que entender el pecado como la participación en
conductas prohibidas, entonces, el remedio para el pecado también habrá
de ser conductual. No hay duda de que si queremos garantizar que el cielo
organice una fiesta en nuestro honor, hemos de evitar todas las conductas
inapropiadas que nos puedan venir a la mente.
No obstante, permíteme que te haga una advertencia: esa es la trampa en
la que cayó el hermano mayor. Es la trampa de la justificación por las
obras. Y los cristianos siguen quedando atrapados constantemente en ella.
Dado que creen que el pecado es una conducta, la respuesta natural es basar
también el camino hacia la salvación en la conducta.
Expertos en pecados
Es precisamente como resultado de esta idea que algunas comunidades,
algunos matrimonios, algunas familias, algunas iglesias y algunas
instituciones educativas han llegado a contar con expertos en pecados.
¿Conoces a alguno? No me refiero a gente que es experta en participar de
todo tipo de conductas que para nosotros son pecaminosas. ¡En el mundo
abundan personas como esas! Me refiero a una clase distinta de expertos en
pecados. Hablo de personas que han hecho, de dedicarse a encontrar y
señalar el pecado ajeno, la misión de su vida. Expertos en pecados, es
decir, en nuestros pecados, pero jamás en los de ellos.
Estas son las almas que toman sobre sí la tarea de convertirse en la
conciencia de todos nosotros. Rastrean la Biblia y otros libros cristianos
con el objetivo de compilar listas de pecados, y los catalogan para ser
capaces de detectarlos con facilidad. Por lo general, suelen corresponderse
con el modelo del hermano mayor. De lo que no se dan cuenta es de que su
actitud negativa y condenatoria a menudo tiene mucho que ver con la razón
por la cual muchos —que se corresponden con el modelo del hermano
menor— deciden huir de la iglesia y de Dios.
El pecado y el Padre
Ahora bien, ¿te has dado cuenta de qué le preocupa al padre de la
parábola? Lo que más le preocupa no son las conductas apropiadas o
inapropiadas de sus hijos, sino las relaciones. El modelo del pecado que
tienen sus hijos es conductual, pero el modelo del padre es claramente
relacional. Si les preguntaras a los hermanos qué es para ellos pecado, sin
duda hablarían de conductas erróneas. Pero si le preguntaras al padre qué
es para él pecado, hablaría de relaciones rotas. El padre define el pecado
más como una relación que como una conducta.
A pesar de todo, me parece que puedo oír que alguien protesta y dice:
«Espere un momento, pastor Nelson. Si usted está infiriendo que el padre
de la parábola se asemeja a Dios, entonces, ¿qué hacemos con la clásica
definición que ofrece la Biblia de que “el pecado es transgresión de la ley”
(1 Juan 3: 4)?». Muy buena pregunta. Y para responder adecuadamente
hemos de reflexionar por un momento en la naturaleza de la ley de Dios, los
Diez Mandamientos. En último término, ¿no constituyen acaso esas diez
órdenes una protección divina de todas las relaciones que resultan
importantes para el ser humano? Los primeros cuatro destacan nuestra
relación con Dios como nuestro Creador, y los últimos seis tienen que ver
con las relaciones con nuestros prójimos. En suma, el Decálogo es un
documento relacional.
De manera que si el pecado es la «transgresión» o el quebrantamiento de
uno de esos mandamientos que fueron dados para proteger las relaciones,
entonces, por definición y extensión, el pecado es, a fin de cuentas, un
atentado contra las relaciones mismas. El pecado es, antes que nada, todo
aquello que amenace y quebrante una de esas relaciones protegidas. Es todo
pensamiento o conducta que haga peligrar, ya sea mi relación vertical con
Dios, o mi relación horizontal con otro ser humano. Por tanto, en primera
instancia, el pecado tiene que ver con las relaciones.
Por eso cuando el padre sale apresuradamente de su casa, lo que tiene en
mente —en ambos casos— no son las conductas equivocadas, sino las
relaciones rotas. Porque el dolor de la separación lo ha provocado una
relación rota, y no una conducta inapropiada. Es verdad que los dos hijos
comienzan sus respectivos discursos haciendo referencia a su conducta,
pero fíjate en que la respuesta que el padre da a ambos implica descartar el
enfoque conductual que le presentan y, mediante sus brazos abiertos,
hacerles una oferta relacional. Lo que el padre desea más que nada en el
mundo es restaurar una amistad profundamente personal con ambos hijos.
Nada más.
Así son los padres terrenales. Y nuestro Padre celestial actúa de la misma
manera. Lo sé, porque yo también soy padre. Por cierto, no soy un padre
perfecto, pero sé cuánto amo a mis hijos y cuál es mi reacción cuando se
caen o se lastiman.
Recuerdo lo que sucedió en cierta ocasión, hace ya unos años, cuando mis
hijos eran pequeños. Una mañana estaba llevando a Kirk, nuestro enérgico
muchachito de segundo grado, a la escuela. Teníamos un pequeño automóvil
de dos puertas, y Kirk iba en el asiento trasero, porque su hermanita
pequeña iba amarrada en su sillita junto a mí. Esto sucedió antes de que
todos los automóviles tuvieran airbag y llegaran las advertencias sobre lo
peligroso que puede resultar colocar a los niños en el asiento delantero de
esa manera. Cuando llegamos a la escuela, me bajé para deslizar el asiento
hacia adelante para que Kirk pudiera salir.
Y bien que salió. El único problema era que estaba tan apurado por entrar
a la escuela, que al pegar el salto para salir del automóvil no alcanzó a ver
mi cinturón de seguridad, que había quedado suelto en el piso del vehículo.
Al dar el salto, se enganchó el pie en el cinturón y voló por el aire, dándose
de lleno en la cabeza contra el asfalto. Su lonchera voló también por el aire
y todo lo que contenía —su manzana, su termo y su sándwich— quedó
desparramado por todas partes.
Durante unas décimas de segundo quedó tirado allí, mientras yo lo
miraba, paralizado, sin saber qué hacer. Pero entonces abrió la boca y
después de aspirar todo el aire del universo, dejó escapar un grito
desgarrador.
¿Qué crees que pasó por mi mente en ese momento? ¿Crees que me puse a
analizar cuál había sido la conducta de Kirk? ¿Que me puse a pensar en que
él tendría que haber sido más cuidadoso? ¿Te parece que comencé a
considerar que él había sido muy necio para tropezar y caer de esa manera?
¡Por favor! Lo único que tenía en mente en ese instante era que mi hijo se
había lastimado y que solamente necesitaba una cosa: que yo estuviera a su
lado, que me agachara y lo recogiera del piso, y que lo tuviera junto a mi
pecho para asegurarle que todo saldría bien. Lo único que él necesitaba en
ese momento era que yo lo abrazara y lo consolara hasta que dejara de
sufrir y de llorar. Y eso fue lo que hice como padre. Y eso es lo que nuestro
Padre celestial también quiere hacer, no solo cuando nos caemos y nos
lastimamos físicamente, sino cuando fallamos moral y espiritualmente.
No sé si lo sabes, pero cuando un niño se cae, su padre no se dedica a
analizar la caída, solo piensa en levantarlo y sostenerlo junto a su pecho.
Un padre sabe bien que lo que transforma a un hijo no es un discurso sobre
conducta. Lo que transforma a un hijo es el amor de una relación. Lo mismo
sucede con nuestro Padre celestial. Analicemos qué hace en este relato.
¿Por qué crees que salió corriendo por el camino polvoriento y puso en la
mano del hijo pródigo el anillo de la familia? ¡Porque era necesario
restaurar una relación que estaba rota! ¿Y por qué sale de la casa iluminada
a las sombras de la noche para estar con su hijo mayor? ¡Porque era
necesario restaurar una relación que se había roto! En los dos casos de los
dos hijos, la motivación que impulsa al padre es relacional. En ambos
casos, el corazón del padre se pregunta: ¿Qué puedo hacer para restaurar
esta relación rota?
Mentiras y verdades
respecto a Dios
El misterio de la rebelión
Todo comenzó en el cielo. Fue allí donde este ser, el más glorioso de los
hijos de Dios, comenzó a dar sus primeros pasos sigilosos por el hogar, y a
colocar su brazo angélico alrededor del hombro de sus amigos y familiares,
para susurrarles al oído la insinuación de que Dios en realidad no era todo
lo que afirmaba ser. De ese modo sembró la duda en aquellos que
estuvieron dispuestos a escucharlo. Les dijo que el Creador no era un Dios
de amor; que Dios, en realidad, los había convencido de algo que no era
cierto; que, a decir verdad, todos habían sido engañados por el Señor.
«Ahora bien, si yo fuera Dios…». La rebelión esconde de manera
inevitable ese supremo deseo. El orgullo no acepta estar en segundo lugar.
Y los seductores susurros del ángel rebelde constituían la promesa de una
existencia superior a lo que cualquier ángel hubiera soñado alguna vez. Les
prometió que podrían vivir fuera del alcance de las leyes y las normas del
Padre, lejos de la «autoridad superior incuestionable» de semejante
dictadura. «Síganme —les susurró como si ya fuera la serpiente—, ¡y
seremos iguales a Dios!». Y algunos de ellos decidieron seguirlo. El resto
es historia; una triste historia que también se ha combinado con la lúgubre
historia de este mundo.
Porque, ¿qué se esperaba que hiciera Dios? ¿Qué tenía que hacer el Padre
celestial?
Por supuesto, estaba completamente dentro de sus atribuciones destruir
por completo a Satanás y desmantelar instantáneamente la oposición. Pero
si se apresuraba a destruir a su hijo rebelde, Dios saldría perdiendo, ya que
el resto de sus hijos se convencerían de que Lucifer estaba en lo correcto
cuando había dicho: «Si haces que la autoridad superior incuestionable se
enoje, te destruirá». El ángel rebelde había afirmado que el Creador no era
el Dios amante que afirmaba ser. Por supuesto, todos lo habrían seguido
adorando, pero habría de ser una adoración que provendría de corazones
carcomidos por un nuevo enemigo: el temor. Y el temor y el amor no pueden
coexistir. En efecto, la Biblia declara que «el perfecto amor echa fuera el
temor» (1 Juan 4: 18).
Libertad de rebelarse
Esto hizo que al Dios de amor le quedara una sola opción. Y he aquí que
en la cima de la primera montaña, en la ciudadela cósmica de Dios,
recibimos las primeras vislumbres de la naturaleza del Dios del Antiguo
Testamento, ese Dios eterno que estaba ahí antes de que se escribiera el
Antiguo Testamento.
La única opción de Dios es la siguiente: no destruir a su hijo rebelde
Lucifer. En su lugar, el Señor decide otorgar a su adversario el valioso don
de la libertad, de manera que Lucifer pueda recibir tiempo suficiente para
jugar todas las cartas que tiene en sus manos. Durante ese tiempo se haría
realidad la manifestación —ante todo el atónito universo espectador— de
la locura autodestructiva de un reino erigido sobre el orgullo de la
adoración propia. Así el universo se daría cuenta de que el rechazo de la
ley divina es un rechazo del amor de Dios, que es lo mismo que rechazar la
Fuente de la vida, lo cual, obviamente, equivale a la muerte.
Luego la historia se trasladó a un planeta recién creado en la giratoria Vía
Láctea, que llegó a ser el escenario de una lucha cósmica a vida o muerte
entre las fuerzas del bien y del mal, entre el amor y el odio, entre el
sacrificio altruista y el instinto de supervivencia. En suma, entre Dios y
Satanás.
El resto es historia. Una historia triste, muy triste.
Como pastor, en numerosas ocasiones tengo que subir al púlpito y ver
desde allí un solitario ataúd y una familia desconsolada. Cada vez que paso
por esta situación, siento el dolor de la historia en la cual tú y yo hemos
visto la luz de la existencia. Es la historia de la vida que se convierte en
muerte en Génesis 3, con el relato desgarrador de Adán y Eva y del jardín
que ambos perdieron; como también la historia de Caín y Abel. No era el
propósito de Dios que las cosas terminaran de esa manera, pero Lucifer
ganó el primer asalto de la pelea.
Desde entonces la raza humana ha sido imbuida de la errónea idea de que
es posible alcanzar la realización personal por medio de la adoración
egoísta, de la mentira forjada en el Edén por la lengua viperina de la
serpiente. Y la mentira sigue y sigue teniendo éxito: la realización personal
se encuentra en creer en la adoración egoísta. Esta historia continúa hasta
nuestros días. Ahí está la historia del dolor y de la muerte; semejante a un
dique que se rompe, así también las compuertas de la miseria humana se
han resquebrajado para arrasar este planeta moribundo con sus aguas
pestilentes y nauseabundas.
No sé qué pensarás tú, pero yo espero que alguien en el universo esté
escuchando y observando en este preciso instante, y tomando nota de este
trágico experimento de rebelión. Hace ya algunos años la NASA lanzó el
Voyager II, una nave espacial no tripulada que ahora vuela a toda velocidad
hacia zonas más alejadas del espacio, a dieciséis kilómetros por segundo. Y
por si acaso esta nave espacial llegara a encontrar vida inteligente en algún
rincón del universo, los científicos de la NASA colocaron a bordo un disco
recubierto de oro con los registros de los sonidos del universo (¡siempre y
cuando el disco pueda girar a una velocidad de 16.5 revoluciones por
minuto!). Por si acaso, el disco está viajando.
El universo observa
Desde ahora mismo ya puedo predecir que la vida inteligente del universo
no tiene necesidad de contar con un disco dorado para determinar los
terribles resultados de la rebelión. ¡Lo único que tienen que hacer es
observar este planeta! Esta es la casa que Lucifer construyó (o usurpó). Que
se pongan a observar un buen rato este teatro cósmico, para que puedan
conocer las deplorables consecuencias del reino que se ha mantenido rehén
del orgullo.
¿Cuáles son las obras de Lucifer que alcanzan a divisar? ¿Qué obras
pueden contemplar de ese rebelde que les prometió el cielo si lo seguían?
Te puedo asegurar que no hay ningún disco dorado, sino tan solo una
colección terrestre de campos de refugiados con niños muertos de hambre,
con los vientres hinchados y las costillas a flor de piel. Divisarán guerras,
con su carnicería que deja por el camino incontables mutilados y muertos en
todo el mundo. Verán el mal revelado en indescriptibles holocaustos que
han dejado boquiabiertas a civilizaciones enteras. Observarán a seres
humanos, creados a imagen de Dios, que encierran los cuerpos de sus
prójimos en el congelador de su sótano. Se les prometió el cielo, pero se
les dio el infierno. Y todo porque Lucifer quiso ser Dios.
No obstante, podemos preguntarnos: «¿Dónde está Dios? ¿Dónde se
encuentra en medio de esta incesante pena?». Está con el corazón
quebrantado, junto al portón de un jardín vacío. Allí está solo, porque sus
hijos —todos ellos— se han marchado. El mismo Padre que día tras día
salía a esperar a su hijo pródigo, y que oteaba con ansiedad el horizonte
con la esperanza inquebrantable e ilógica de que decidiera regresar. El
mismo Padre que salió de la casa apresurado para instar a su hijo mayor a
que entrara a la fiesta, a que regresara al círculo del amor familiar. Es el
mismo Padre, y aún está allí. Esperando.
Seis capítulos más adelante en la historia del Génesis y aún está allí,
aguardando. Y vio el Señor «que la maldad de los hombres era mucha en la
tierra, y que todo designio de los pensamientos de su corazón solo era de
continuo al mal» (Gén. 6: 5). Porque tan solo unas generaciones después de
Adán y Eva, la cosas fueron de mal en peor. Una vez más, el Padre amante
va en busca de sus hijos, pero, ¡qué encuentro tan triste!
«De continuo al mal». ¿Qué tiene que hacer un Dios, un Padre, en un caso
como este? El Señor no pierde los estribos; tampoco le da una rabieta
descomunal. ¿Cómo responde, entonces? Leamos el siguiente versículo:
«Se arrepintió Jehová de haber hecho al hombre en la tierra, y le dolió en
su corazón» (vers. 6).
¿Es esta la imagen de un Dios furioso? No, es la descripción de un Padre
muy triste. Un Dios al que se le ha roto el corazón. Un Dios aplastado por el
dolor y apabullado por la congoja. ¿Sabes por qué se sintió así? Porque
solo el amor verdadero puede sufrir con el corazón quebrantado. Solo un
corazón que conoce el amor conoce también el dolor. Sin amor, no hay
dolor. Y el corazón de Dios está lleno de amor. Por eso está tan dolorido.
Tú decides
Nadie dijo que la decisión fuera fácil. Sin embargo, cuando todo el
organismo ha sido afectado y se dirige sin remedio a una muerte dolorosa,
¿qué otra cosa se puede hacer?
Leamos el relato de Génesis 6, y analicemos cuál es la respuesta divina:
«Vio Jehová que la maldad de los hombres era mucha en la tierra, y que todo designio de los
pensamientos de su corazón solo era de continuo al mal; y se arrepintió Jehová de haber hecho al
hombre en la tierra, y le dolió en su corazón. Por eso dijo Jehová: “Borraré de la faz de la tierra a
los hombres que he creado, desde el hombre hasta la bestia, y hasta el reptil y las aves del cielo,
pues me arrepiento de haberlos hecho”. Pero Noé halló gracia ante los ojos de Jehová» (Gén. 6:
5-8).
_______________
*Estoy en deuda con el teólogo Alden Thompson por esta metáfora de las dos montañas. Ver su libro
Del Sinaí al Gólgota (Doral, Florida: APIA, 2011).
Capítulo 5
¡Si te apuntan,
huye!
Y o era un joven pastor, lleno de entusiasmo por mostrar a los demás quién
era Dios. Impartía clase de Biblia para nuevos conversos; compartía con
ellos los grandes temas de la Escritura e investigábamos lo que dice sobre
Dios y sobre cómo hemos de relacionarnos con él. La verdad es que
disfrutábamos mucho. Pero cierto día, uno de los miembros de la clase vino
acompañado de su hermana.
Siempre me gusta recibir visitas, por lo que le di una calurosa bienvenida.
No obstante, cuando comencé a presentar el tema, ella levantó la mano. ¡E
inmediatamente me di cuenta de que iba a tener problemas!
Me hizo una de esas preguntas difíciles respecto al Dios del Antiguo
Testamento, una pregunta muy parecida a las que hemos analizado en el
capítulo anterior: preguntas sobre la naturaleza y el carácter de Dios a la
luz de algunos de los relatos del Antiguo Testamento. Me preguntó qué Dios
les estaba enseñando a los integrantes de la clase.
Me quedé perplejo, pero sonreí. No había razón para preocuparme.
Después de todo, yo era un joven pastor recién salido del seminario, donde
me habían instruido bien para tener todas las respuestas. Así que le di una.
Y puedo asegurarte que me di cuenta de que mi respuesta no la había
convencido. Pero la clase tenía que continuar, y eso fue precisamente lo que
hice.
Al concluir me acerqué a ella y, con la cortesía de un joven predicador, le
ofrecí visitarla la semana siguiente para profundizar más en la pregunta que
me había hecho. Yo estaba confiado en que, con un poco más de estudio de
la Biblia, ella lograría ver la luz. Aceptó mi propuesta.
Unos días después llegué a su casa, pertrechado con la Palabra de Dios y
preparado para hacer que aquel corazón errante volviera a la senda
correcta respecto a la verdad de Dios. Se me presentó, sin embargo, una
pequeña dificultad. ¡Ella se había preparado para el encuentro! Apenas me
había sentado, cuando percibí que aquella joven buscadora de la verdad no
pensaba de ninguna manera desempeñar el papel de alumna sumisa y afable
a los pies del supuesto gran maestro que ahora escribe estas líneas. ¡Se
había preparado para descargar toda su artillería! Había hecho la tarea.
Había usado la Biblia. ¡Y entonces descargó sin misericordia todos sus
cañones a quemarropa sobre mis defensas teológicas!
«¿Qué clase de Dios es ese que usted está mostrando a la gente? ¡Es un
Dios vengativo, iracundo, enojado, sangriento, criticón, cruel…!». Paró
para respirar. Yo aproveché para darle apresuradamente una de mis
respuestas enlatadas. No surtió ningún efecto. Ella volvió a disparar: «¿Qué
clase de Dios es ese que gobierna a sus seguidores por medio de la fuerza y
el temor?». Entonces se detuvo para tomar un breve descanso. Una vez más,
aproveché para arrojarle otra de mis respuestas. Seguí sin hacerle mella. Al
poco tiempo entendí que cuando ella tomaba un respiro era para cargarse de
nuevas municiones y volver a disparar. Y la verdad es que el joven
predicador se estaba convirtiendo rápidamente en carne de cañón. Por eso
no me quedó de otra que recurrir a la solución final: ¡Cuanto más rápido me
fuera de allí, mejor para mí!
Así que decidí marcharme en franca retirada. Le di a entender que tenía
otra cita y regresé a mi casa, con la cola teológica entre las piernas. Han
pasado años desde aquel ignominioso día, pero esos interrogantes no
desaparecieron con tanta facilidad. Eran preguntas muy serias, para las
cuales necesitaba encontrar respuestas, respuestas que me satisficieran, que
fueran más allá de lo que otros me habían enseñado.
En ese momento no creí que alguna vez agradecería a Dios por aquel
lamentable encuentro; pero ahora, al mirar atrás, le doy gracias por las
preguntas que me vi obligado a enfrentar aquel día. La descarga fulminante
de mi hábil alumna me forzó a profundizar una vez más en el estudio de la
Biblia a fin de encontrar respuestas.
A la búsqueda
de mejores respuestas
La verdad es que, a lo largo de los años, he enfrentado preguntas
similares una y otra vez. ¿Qué clase de Dios es ese que la Biblia nos pide
que adoremos, sirvamos y amemos: un Jesús bondadoso, manso y afable, o
un Padre iracundo y desenfrenado?
En los años que han pasado desde entonces las preguntas han seguido
siendo las mismas. Lo que ha cambiado son mis respuestas. Porque a través
de los años, mi propia comprensión de Dios ha ido cambiando. Eso no
significa que ya sepa todas las respuestas, pero las que he hallado
responden mejor algunas de las preguntas que yo mismo me he formulado.
Por eso te invito a que me acompañes en esta travesía hacia el corazón y
el alma de Dios. Te invito a enfrentar juntos estos interrogantes de manera
directa y sin tapujos. No salgamos huyendo de ellos.
Analicemos la más terrible teofanía de todas las Escrituras. ¿Sabes qué
significa «teofanía»? Es una palabra proveniente de un término griego
compuesto por dos partes: theos, que significa Dios, y phainein, que
significa mostrar. Se refiere, pues, a la aparición o manifestación de Dios.
Durante varios de los siguientes capítulos vamos a enfocarnos en las
teofanías de Dios sobre dos montes muy diferentes.
En el capítulo anterior ya hemos echado un vistazo a un «monte de Dios».
Ese era el tercer monte, ubicado en algún lugar incluso más lejano que los
Cinturones de Van Allen, allá en el espacio exterior. Pero ahora te invito a
escalar un monte aquí mismo, en el planeta Tierra. Es el monte Sinaí, esa
cumbre escarpada y rocosa donde Dios se presentó ante Moisés para
entregar los Diez Mandamientos a la raza humana. ¡Sin lugar a dudas, es el
lugar donde se produjo la teofanía más aterradora que se haya registrado!
¡Ten misericordia!
¿Te ha sucedido alguna vez que te has despertado en medio de la noche en
plena tormenta?
En el estado de Míchigan, donde vivo, sucede todo el tiempo durante la
primavera. De repente te despiertas de un salto en medio de la noche,
terriblemente asustado por el ruido de un trueno. Y ahí se queda uno,
acostado, asimilando poco a poco la realidad de la tormenta que se ha
desatado y que se puede sentir contra los cristales de la ventana. De pronto
las luces de la habitación se iluminan como si estuvieras ante la presencia
de la luz intermitente de un letrero de neón. La luz blanca logra atravesar
las cortinas, y tú comienzas a contar los segundos de manera instintiva,
mientras tratas de calcular a qué distancia se encuentra el rayo que acaba de
caer. Pasan cinco segundos y entonces se oye finalmente el feroz trueno,
pero no te preocupas porque está a más de un kilómetro y medio de
distancia. Sin embargo, dime qué sucede cuando tu habitación se ve
envuelta en una luz blanca y terrible en medio de la noche, pero antes de
que atines a contar siquiera hasta uno, el trueno estalla cerquita de tu
ventana.
Sigue con esa imagen mental de luz enceguecedora y truenos estruendosos,
pero agrégale un terremoto bajo tus pies de seis grados en la escala Richter
y, a eso, añádele un trompetero misterioso que se dedica a hacer sonar su
instrumento a unos niveles sonoros que taladran el oído. Entonces, si lo
logras, habrás reunido en tu imaginación todos los componentes
sobrenaturales de la aterradora teofanía que se produjo en el monte Sinaí en
ese día inolvidable. ¿No te dan ganas de salir corriendo?
No tiene que asombrarnos entonces que a los hijos de Israel se les hubiera
dado la clara advertencia de que no tenían que tocar o siquiera acercarse al
monte, so pena de muerte. Era un lugar sagrado, un lugar aterrador, por obra
y gracia de la presencia sonora y explosiva de Dios.
Tampoco tiene que asombrarnos que el propio Moisés temblara en ese
día. «Tan terrible era lo que se veía, que Moisés dijo: “Estoy espantado y
temblando”» (Heb. 12: 21). «Porque nuestro Dios es fuego consumidor»
(vers. 29).
Ahora, ¿por qué el Señor decide revelarse de esta manera?
En los capítulos precedentes hemos visto que Dios es un Padre que nos
ama profundamente. Siempre está dispuesto a tener una relación con sus
hijos y a hacer todo lo que sea necesario para que ellos regresen a él. No
obstante, esta visión que se nos muestra aquí en el monte Sinaí parece
hallarse a una galaxia de distancia del Jesús manso, bondadoso y afable que
hemos aprendido a amar. Aquí se nos habla de un fuego abrasador y
consumidor.
¿Por qué Dios escogió esta clase de autorretrato para mostrarse ante los
miles de hijos suyos que acababa de liberar de la esclavitud egipcia?
Sale a encontrarnos
donde estamos
La respuesta a esta pregunta —creo yo— revela una de las verdades más
emocionantes respecto a nuestro Dios. ¡Sale a encontrarnos donde
estamos, y nos toma así como estamos!
Recordemos con quiénes está tratando el Señor en esta ocasión. ¡Una
turba descontrolada y desordenada de esclavos fugitivos! Una nación que
acaba de ser liberada tras casi dos siglos de sangrienta esclavitud. Un
pueblo para el cual cada movimiento, cada pensamiento, ha sido dictado
por el látigo. Son personas que, para conservar la sanidad y el instinto de
supervivencia, se han visto forzadas a acostumbrarse al temor, la coacción
y la obediencia ciega. Son individuos cuyos reflejos responden mejor a la
fuerza bruta.
Por cierto, cuatro siglos antes, su antepasado Abraham había caminado
con Dios, y había llegado a tener incluso una comunión estrecha y personal
con él. Pero a medida que pasó el tiempo, tras la muerte de Isaac, Jacob y
José, la luz titilante del conocimiento de Dios casi había sido apagada por
los amargos latigazos de los capataces de faraón. El sistema litúrgico del
pueblo había desaparecido. La espontaneidad de la devoción y la adoración
a Dios casi había sido extinguida por la opresión pagana de Egipto.
A pesar de todo, Dios no los había olvidado. Había llegado el momento
de hacer que el sueño renaciera, de volver a encender la llama de la
esperanza, para restaurar a una nación que pudiera amarlo, confiar en él y
seguirlo dondequiera que fueran. Pero los esclavos liberados son el
combustible que alimenta ese sueño. ¿Qué se espera que haga Dios en una
situación semejante? ¿Es ese Dios un verdadero Padre?
Bueno, ese es el Dios que sale a encontrarnos donde estamos y nos toma
así como estamos. Es el Padre de la parábola del hijo pródigo en su trato
con sus dos hijos. Es el Dios de los truenos en su trato hacia sus miles de
hijos esclavos.
Ante una nación de esclavos liberados solo tres meses antes, el Señor
logra captar la atención plena de cada uno de ellos gracias al más aterrador
espectáculo de luces y sonido que este planeta haya presenciado alguna vez.
Porque en unos pocos momentos, él va a proceder a escribir con su propio
dedo, en tablas de piedra, los principios eternos de su reino de amor: los
Diez Mandamientos.
¡Alguien tiene que estar escuchando cuando llegue la hora de dar los Diez
Mandamientos! De manera que el Señor consigue que le presten atención.
Entonces les habla en un lenguaje que pueden entender. Durante
generaciones han estado viviendo con estrictas prohibiciones. Han sabido
que apartarse un ápice del camino indicado significaba sentir en carne
propia el castigo del látigo. Entienden muy bien lo que es una orden
expresada de manera negativa. ¡No hagan esto… no hagan aquello… o de lo
contrario morirán!
Finalmente, cuando Dios desciende a encontrarse con sus hijos ahora
liberados, no va hacia ellos para susurrarles al oído en voz baja: «Hoy me
gustaría expresarles que deseo que sean honestos, amables entre sí, puros,
bondadosos, porque yo los amo». No estaban listos para algo así. Durante
siglos, no habían visto ejemplos de amor, de honestidad ni de pureza, así
que no estaban listos para imitar.
Por eso Dios dice: «Voy a hablarles en un idioma que puedan entender».
Y entonces truena desde lo más alto del monte en medio de fuego, humo y un
terremoto, diciéndoles: ¡No roben! ¡No mientan! ¡No maten! ¡No cometan
adulterio! ¡Porque esas cosas los van a llevar a la muerte!
El pueblo responde
Y cuando Dios les habló en el idioma que podían entender, ellos captaron
el mensaje: «Ante ese espectáculo de truenos y relámpagos, de sonidos de
trompeta y de la montaña envuelta en humo, los israelitas temblaban de
miedo y se mantenían a distancia. Así que le suplicaron a Moisés:
“Háblanos tú, y te escucharemos. Si Dios nos habla, seguramente
moriremos”» (Éxo. 20: 18, 19, NVI).
Dios no solamente había logrado captar la atención de aquella tropa de
esclavos vagabundos que habían sido liberados, sino que también logró
infundir en ellos «el temor del Señor». Fue tal la reacción de ellos que le
pidieron a Moisés que, como representante del pueblo ante Dios, fuera a
hablar con el Señor, y les comunicara los mensajes que Dios tenía para
ellos. ¡Estaban aterrorizados por completo!
Ahora que Dios había logrado captar su atención, permitió que Moisés
pasara a explicarles esta aterradora teofanía. El propósito no era que el
pueblo tuviera miedo de Dios. Era tan solo una demostración que tenía por
objetivo dejar en ellos una huella indeleble de la realidad de la grandeza, la
gloria y la santidad de Dios. No era más que una apasionada revelación,
propia de quien los había liberado para que se volvieran de los pecados
que aún los esclavizaban, y para que pudieran regresar hacia aquel que
tenía poder para que siguieran siendo libres.
Es precisamente por eso que Moisés mismo les dijo a los israelitas que
disiparan sus temores, y entonces él les enseñó la verdad. Escuchemos la
reveladora respuesta que dio Moisés cuando el pueblo le expresó su gran
temor: «No temáis, pues Dios vino para probaros, para que su temor esté
ante vosotros y no pequéis» (Éxo. 20: 20).
En otras palabras, Moisés los animó diciéndoles: «No tienen que tener
miedo de Dios; teman más bien al pecado. ¡El pecado es lo que los va a
matar!».
¡Salta o disparo!
Esto hace que veamos con nuevos ojos algunos relatos muy antiguos.
Pensemos por ejemplo en una historia que solía contar Charles Spurgeon
de un capitán de un gran buque de guerra, que en ciertas ocasiones llevaba a
su hijo a alguno de sus viajes por los océanos. El muchacho tenía un mono
como mascota, y a ambos les gustaba andar de aquí para allá entre los
aparejos del gran navío.
Cierto día se desató una tormenta, pero el mono siguió saltando y
correteando entre los aparejos mientras el niño lo seguía de cerca a toda
velocidad. Comenzaron a trepar y trepar cada vez más alto por los cabos de
la nave, hasta que finalmente llegaron a la parte superior del mástil mayor, y
se subieron a su pequeña plataforma.
Una cosa era treparse hasta la plataforma, pero otra muy diferente era
descender. El navío se sacudía con violencia, y cuando el joven trató de
regresar, se dio cuenta de que sus piernas eran demasiado cortas y no le
alcanzaban para aferrarse a la parte inferior del mástil. El muchacho estaba
atrapado, y solo se limitaba a aferrarse con fuerza de la plataforma. Pero ya
estaba cansado de luchar contra los violentos movimientos de la nave, y
comenzó a perder la fuerza con la que hasta el momento había logrado
mantenerse sin caer al vacío. No podría resistir mucho tiempo más. Cada
sacudida del navío le anunciaba su segura condena, porque sabía que si
caía sobre la cubierta, moriría como resultado del golpe.
El padre miró hacia arriba y vio con horror la terrible situación en la que
se encontraba su hijo. Había solo una esperanza. El muchacho tenía que
saltar en uno de los momentos en que el barco se inclinara, para que no
cayera sobre la cubierta sino en el océano, donde los marineros podrían
rescatarlo. De otra forma, no tendría escapatoria; moriría al golpearse
contra la superficie de la cubierta.
De inmediato, el capitán pidió un megáfono y gritó para que su hijo lo
escuchara: «¡Hijo, la próxima vez que el barco se incline a la derecha,
arrójate al mar!».
El joven estaba petrificado. Había una enorme distancia hasta caer sobre
las olas. Por eso no se animaba a soltarse y dar el salto al vacío. Pero
también sabía que no podría aguantar durante mucho más tiempo.
Desesperado, el capitán pidió que le trajeran un arma de fuego. Entonces,
tomó el arma, apuntó directamente a su hijo y gritó: «Hijo, la próxima vez
que el barco se incline, ¡más vale que saltes, o te disparo!».
El pequeño sabía bien que su padre cumpliría lo que decía, y por eso,
cuando el barco se inclinó nuevamente hacia un lado, dio el salto para caer
sobre las rugientes olas, que se encontraban varios metros más abajo.
Pronto se encontró en los fornidos brazos de un marinero, que lo dejó a
salvo sobre la cubierta.
En nuestro peregrinaje cristiano, hay algunas ocasiones en las que los
relámpagos y los truenos, los terremotos y el fuego son el único lenguaje
que puede salvarnos. Hay momentos en los que se requiere una acción
sumamente drástica porque es lo único que puede ponernos a salvo y
evitarnos la muerte. Este fue el caso de los israelitas. Moisés, describiendo
la escena del Sinaí, escribe: «Ante ese espectáculo de truenos y
relámpagos, de sonidos de trompeta y de la montaña envuelta en humo, los
israelitas temblaban de miedo y se mantenían a distancia» (Éxo. 20: 18,
NVI).
Si te encuentras hoy en una situación semejante, ¡no te des por vencido!
Porque en medio de la tormenta hay un Padre que con desesperación está
tratando de salvarte. «¡Arrójate al mar, o te disparo!», es el último
llamamiento desesperado, sincero y amoroso de un Dios que busca que nos
dejemos caer en sus brazos de amor.
En la cima del monte Sinaí, nos dirigió sus truenos y relámpagos mientras
clamaba: «¡Salten por sus vidas!». Pero en la cima del monte Calvario, los
truenos y los relámpagos estuvieron dirigidos hacia él mismo, mientras
clamaba: «¡Yo soy su vida!». Los truenos y los relámpagos también cayeron
sobre él.
Esto constituye una prueba suficiente de que, si hoy nos decidimos a
escalar cualquiera de esos dos montes, allá en la cima nos encontraremos
con el mismo amor. ¡No es de extrañar, entonces, que ser amigos de este
Dios sea una experiencia reconfortante!
• ¿Crees que Dios te recibe tal como estás, no importa en las condiciones
que te encuentres?
• ¿Cómo te sientes al saber que cuentas con un Dios todopoderoso que te
liberta de todo aquello que puede esclavizarte?
• ¿Te resulta fascinante y alentador saber que el Dios del Antiguo
Testamento es el mismo del Nuevo? Y si es así, ¿cómo influye esto en tu
vida?
• ¿Tiene que hablarnos Dios a veces de determinada manera para que le
prestemos la debida atención porque de lo contrario no lo haríamos?
• ¿Es posible que al mirar al Sinaí y al Calvario veamos al mismo Dios de
amor?
Capítulo 6
El verdugo
Gracias… ¿a Dios?
¿Es a Dios a quien tenemos que darle las gracias? Y no me estoy
refiriendo a la ejecución de Ted Bundy, sino a los seis u ocho perturbadores
relatos de ejecuciones sobrenaturales que se registran en la Biblia. Relatos
en los que un hombre o una mujer mueren repentinamente y el registro
bíblico lo atribuye a una acción directa de Dios.
¿Cómo entender esos relatos, si es que queremos llegar a la verdad sobre
Dios? ¿De qué modo pueden encajar con los otros relatos que hemos
analizado? ¿Cómo conectarlos con esos pasajes del Padre que sale al
encuentro de sus hijos con los brazos abiertos, sin dejar de rogarles que
vuelvan a casa? ¿Cómo comprenderlos a la luz de ese Dios que sale a
encontrarnos donde estamos y nos toma así como somos, con la única
esperanza de finalmente ganar nuestro corazón y nuestra amistad?
¿Qué podemos decir de estos relatos de ejecuciones? ¿Hemos de aceptar
que el proverbial vendedor de automóviles usados recurra a la conocida
técnica de hablar a toda velocidad para distraernos, de manera que no
veamos la considerable abolladura que hay en uno de los extremos del
vehículo? ¿Utiliza Dios alguna vez las técnicas más conocidas de un
vendedor de automóviles para vender su imagen? ¿Tenemos que ocultar
esos relatos? ¿O nos atrevemos a ser sinceros y compartir todo lo que la
Biblia dice de él? Para decirlo sin rodeos, ¿cómo puede Dios salir indemne
de situaciones como esas?
Bueno, tenemos que recordar una vez más que la Biblia no es un jardín de
rosas. También es un registro de las múltiples caídas de los seres humanos.
La pregunta es: ¿Ha caído también Dios?
Una ejecución
en el Nuevo Testamento
Analicemos detenidamente uno de esos relatos de ejecución. He escogido
este incidente porque se encuentra en el Nuevo Testamento, tras la muerte,
resurrección y ascensión de Jesús, no entre las sombras más oscuras del
Antiguo Testamento. El suceso quedó registrado en el capítulo 5 del libro
de los Hechos, y se produjo en los días gloriosos y triunfales de la nueva
iglesia que Jesús acababa de fundar.
Recordemos la situación. Todo parece estar yendo de maravilla para la
iglesia. A pesar de las primeras oposiciones y persecuciones, se
manifiestan poderes milagrosos y hay un gran gozo. Las cifras de
crecimiento son extraordinarias. Los conversos trabajan juntos en paz y
armonía. Entre los cristianos no hay necesitados, porque los que tienen
casas y tierras las están vendiendo para distribuir lo recaudado entre los
creyentes. Nadie pasa hambre. ¡Todos están felices! ¡Un relato de una
ejecución en medio de este idilio arruinaría la fiesta!
Y sin embargo, eso es exactamente lo que sucede. Al igual que un
repentino cortejo fúnebre, Hechos 5 interrumpe las cintas y los globos
espirituales para dejar registrado un relato trágico. Te invito a revivir ese
momento y a reflexionar en su significado.
La historia comienza de manera muy simple: «Algo muy diferente pasó
con un hombre llamado Ananías. Este hombre y su esposa, que se llamaba
Safira, se pusieron de acuerdo y vendieron un terreno» (Hech. 5: 1, TLA).
El nombre hebreo de Ananías era Hananiah, que significa «el Señor es
misericordioso» o «el Señor es bondadoso». El nombre de su esposa Safira
es un término que proviene del arameo y que significa «hermosa». De
manera que tenemos aquí el relato de un hombre llamado Dios es
bondadoso y de su esposa llamada hermosa. ¡Cuán irónica resulta la
belleza de estos nombres en un relato tan horrible!
En el versículo hay una expresión clave que relaciona lo que se va a
contar con lo que ha sucedido antes. Se dice: «Algo muy diferente», lo que
conecta este relato con la parte final del capítulo 4, donde un hombre
llamado Bernabé había vendido un campo que era de su propiedad y había
entregado todo el dinero a los apóstoles. La mención misma de la
generosidad de Bernabé parece indicar que su donación fue mirada con
ojos muy favorables por esta naciente comunidad de cristianos. Por lo tanto,
parece ser que parte de la motivación de Ananías y Safira para hacer lo que
hicieron se basaba en la posibilidad de disfrutar también de un buen nombre
dentro de la comunidad. Después de todo, un poco de filantropía de vez en
cuando no le hace mal a nadie y mejora nuestra imagen pública.
Sin embargo, los sucesos se tornan más complejos a partir del versículo
2: «Y sustrajo parte del precio, sabiéndolo también su mujer; luego llevó
solo el resto y lo puso a los pies de los apóstoles». Ahora bien, tenemos
que reconocer que no hay nada de malo en vender una propiedad y tampoco
en guardarse parte de lo recaudado por la venta. Después de todo, la
propiedad les pertenecía. Podrían haberse quedado todo el dinero y
estarían perfectamente en su derecho. La acción de llevar parte de lo
recaudado a los apóstoles era simplemente una cuestión de generosidad
personal.
A pesar de ello, el relato muestra que no les bastaba una parte: lo querían
todo. Querían el buen nombre ante la comunidad y además quedarse con el
dinero. Y fue por eso que idearon un plan: llevar solo una parte del dinero a
la iglesia, mientras al mismo tiempo afirmaban estar dando todo para la
causa de Dios. Todo el mundo los felicitaría y les agradecerían por la
generosidad que habían demostrado, mientras que, sin que los demás lo
supieran, Ananías y Safira podrían disfrutar por su cuenta de los beneficios
ocultos de la transacción. Podríamos decir, en términos técnicos, que sus
acciones constituyeron una codiciosa compra con financiación ajena e
información privilegiada. Pero se trataba apenas de un poco de dinero a fin
de tener una reserva para ellos mientras se daban a conocer en detalle sus
actos filantrópicos.
Es interesante destacar que la palabra que en el versículo 2 se traduce
como «sustrajo», es la misma palabra que se utiliza en la traducción al
griego del relato de Acán, el hombre que se quedó con algunos de los
despojos de Jericó y llevó la ruina sobre la recién formada nación de
Israel. Es también un término usado por el apóstol Pablo en Tito 2: 10 para
referirse al robo.
De alguna forma, con asombroso discernimiento, el apóstol Pedro logra
desenmascarar la perfidia de la pareja. Mira entonces a Ananías a los ojos
y lee lo que está en su corazón: «Pedro le dijo: “Ananías, ¿por qué llenó
Satanás tu corazón para que mintieras al Espíritu Santo y sustrajeras del
producto de la venta de la heredad? Reteniéndola, ¿no te quedaba a ti?, y
vendida, ¿no estaba en tu poder? ¿Por qué pusiste esto en tu corazón? No
has mentido a los hombres, sino a Dios”» (Hech. 5: 3, 4).
Pedro le da a Ananías una oportunidad de aclarar la situación. Le hace
cuatro preguntas, y ante cada una de ellas, Ananías podría haberse
arrepentido y confesado toda la verdad. Pero no aprovecha las
oportunidades que se le presentan. Ya está decidido a seguir un determinado
curso de acción, y nada lo hará cambiar. ¡Está decidido a seguir adelante,
aunque le cueste la vida!
Lo que Pedro quiere que entienda es imposible de pasar por alto: «Oh,
Ananías, no pienses que vas a jugar de esa manera con nosotros. En
realidad, estás jugando con Dios, y permíteme decirte que no es ningún
juego mentirle al Espíritu Santo». En efecto, Jesús lo llamó «el pecado
imperdonable». En último término, esto se refiere a cualquier pecado que
haga que el corazón humano rehúse responder de manera afirmativa a la voz
suplicante del Espíritu de Dios, que llega hasta nosotros por medio de la
conciencia.
El resto del relato es impactante: «Al oír Ananías estas palabras, cayó y
expiró. Y sobrevino un gran temor sobre todos los que lo oyeron. Entonces
se levantaron los jóvenes, lo envolvieron, lo sacaron y lo sepultaron»
(Hech. 5: 5, 6). Nuestra primera reacción podría ser atribuir su muerte a un
ataque cardiaco causado por la sorpresa que le había producido haber sido
descubierto y, de hecho, sería una conclusión muy verosímil de no ser por
el final aún más impactante que presenta la historia: «Pasado un lapso como
de tres horas, sucedió que entró su mujer, sin saber lo que había acontecido.
Entonces Pedro le dijo: “Dime, ¿vendisteis en tanto la heredad?”. Y ella
dijo: “Sí, en tanto”» (vers. 7, 8).
Esta es la segunda oportunidad que tiene Safira de dejar al descubierto el
diabólico ardid. En primer lugar podría haberse opuesto al engaño
planificado por su esposo, pero escogió permanecer en silencio. Ahora
Pedro le da la oportunidad de confesar su velado ardid, pero al igual que su
marido, ha tomado la decisión de aferrarse a su relato.
Ambos buscaron ser partícipes de la mentira, y también de sus beneficios.
Ahora Safira ha de compartir la suerte de su esposo: «Pedro le dijo: “¿Por
qué convinisteis en tentar al Espíritu del Señor? He aquí a la puerta los pies
de los que han sepultado a tu marido, y te sacarán a ti”. Al instante ella cayó
a los pies de él, y expiró. Cuando entraron los jóvenes, la hallaron muerta;
la sacaron y la sepultaron junto a su marido. Y sobrevino gran temor sobre
toda la iglesia y sobre todos los que oyeron estas cosas» (Hech. 5: 9-11).
¿Dios el verdugo?
Un marido y su mujer deciden ayudar a la iglesia, pero mienten respecto
al monto de una transacción. Y con menos de tres horas de diferencia ambos
mueren. ¿Será una extraña coincidencia? Lo dudo. El mismo hecho de que
el libro de los Hechos registre lo sucedido, además de informarnos sobre la
reacción de temor de la iglesia, indica que el incidente fue ampliamente
considerado como un acto de juicio divino intencional sobre Ananías y
Safira.
¿Qué clase de Dios es este? ¿Es un ser del cual tenemos que tener miedo,
o alguien de quien podemos hacernos amigos?
Juicios acelerados
Pensemos ahora una vez más en los trágicos relatos de ejecuciones, y lo
que yo he dado en llamar los «juicios acelerados» de Dios.
¿Qué significa eso de «juicios acelerados»? Significa que el Dios que lee
nuestros corazones tiene la capacidad de ver cada decisión y sus
consecuencias. Hoy día, que vivimos en un mundo prácticamente gobernado
por las computadoras, esta idea no tiene nada de novedosa. Si las
computadoras pueden calcular las múltiples variables de una circunstancia
en particular y aun predecir el resultado sobre la base de todas esas
variables, ¿no es acaso posible que el omnisciente Dios del universo haga
lo mismo? ¡Ciertamente!
El hecho es que, al ver la dirección en que nos están llevando nuestras
decisiones, de vez en cuando el Señor ha decidido interrumpir nuestra vida.
Así como en cierta ocasión llegó a usar un asna para llamar la atención de
una persona y cambiar así su curso de acción. ¡Y el método funcionó! Sería
una acción igual de drástica como si tú estuvieras en la sala de tu casa
viendo tranquilamente la televisión y tu perro comenzara repentinamente a
conversar contigo. Tenemos que reconocer que ni tan siquiera uno de
nosotros, después de más o menos recuperarnos del impacto de semejante
situación, dejaría de escuchar con suma atención lo que nuestro perro
tuviera que decirnos.
A lo largo de la accidentada historia de los hijos de Dios sobre la tierra,
en ocasiones él ha recurrido a medidas sumamente extremas para captar la
atención de ellos e invitarlos a cambiar de dirección. Pero si le siguen
diciendo que no y no y no, una y otra vez, ¿qué puede hacer Dios? ¿Qué
haría como Padre amante? Escuchemos su clamor angustioso y
desesperado: «Efraín es dado a ídolos, ¡déjalo!» (Ose 4: 17). Durante siete
siglos había tratado de atraer una vez más a Israel, al que llama Efraín. Pero
ahora ya no hay nada que pueda hacer. El «no» del pueblo es definitivo.
¡Qué día tan triste será aquel cuando el Dios del universo tenga que
pronunciar las palabras: «¡Se acabó!».
«Ya no hay nada que pueda hacer por él». «Ella me ha dicho no para
siempre». «No hay nada más que yo pueda hacer». «Déjenlos solos».
No obstante, en medio de todos esos llamados divinos y respuestas
humanas, han existido momentos críticos aislados en los cuales Dios no ha
podido darse el lujo de seguir esperando. Ha habido momentos de crisis en
los que estuvo en juego la supervivencia misma de la comunidad de la fe.
Fue en esos momentos cruciales cuando se hizo imperativo que Dios
interviniera e hiciera que las consecuencias inevitables se adelantaran. Son
los momentos que yo denomino los juicios acelerados de Dios.
Los relatos de ejecuciones ya mencionados en este capítulo —esos
momentos dramáticos en los que el mismo Dios decidió intervenir y actuar
con rapidez causando muertes entre su pueblo— me han llevado a regresar
al texto para volver a analizar cada uno de ellos. Al hacerlo, he hallado que
se repiten dos características muy importantes.
La primera de ellas es que cada una de esas personas (Nadab, Abiú,
Coré, Datán, Abiram, Uza, Ananías y Safira) había sido testigo de una
intervención divina sobrenatural, ya sea en el éxodo, en el Sinaí, en Canaán
o en Pentecostés. Cada uno de ellos conocía bien la conducción amorosa de
Dios. Cada uno de ellos había aprendido cuáles eran las leyes de amor que
tenían como objetivo protegerlos. Pero a pesar de todo lo que habían visto
y de todo lo que sabían, aun así habían decidido darle la espalda a Dios y
decirle «no».
Lo que es más, en cada uno de esos casos, Dios les dio más de una
oportunidad para que tomaran la decisión de regresar a él. Pero a pesar de
todas las oportunidades recibidas, ellos le dijeron «no» a Dios. Un repaso
de todas esas vidas presenta suficientes evidencias que nos permiten
concluir que el amor divino había procurado todas las opciones posibles
para alcanzar sus corazones recalcitrantes. La respuesta que ellos le dieron
a Dios vez tras vez fue un rotundo «no».
Entendamos el corazón de Dios
Hay también una segunda característica en esas historias de ejecuciones, a
saber: en cada uno de los casos donde se narran ejecuciones, la vida de la
naciente comunidad de la fe estaba en juego. Si Dios permitía que esos
«no» se diseminaran, toda la comunidad se habría visto eventualmente
afectada y se habría perdido. ¡Dios tenía que intervenir de manera drástica
y veloz!
¿Recuerdas el antiguo proverbio que dice: «Una manzana podrida echa a
perder todas las demás»? Cuando cierta vez mencioné ese proverbio desde
el púlpito ante mi congregación universitaria, uno de los profesores de
biología, el Dr. David Steen, me escribió una carta la semana siguiente
donde me detallaba todas las razones y procesos científicos que le daban
sentido a ese conocido proverbio. No pienso aburrirte con los cuatro
párrafos que detallan las reacciones químicas que se producen en las
manzanas, pero aparentemente, un mero vaho de etileno (un contaminante
común del aire que liberan los automóviles y las industrias, además de
otras plantas, dado que es también una hormona de las plantas) puede hacer
que una manzana madura pero aún verde ingrese a la etapa de
descomposición. Y cuando una manzana pasa a esa etapa, el nuevo etileno
que produce puede penetrar en poco tiempo en las demás manzanas, lo que
las lleva a alcanzar una maduración rápida (un eufemismo para decir que se
pudren). Como expresó el profesor Steen: «En efecto, es verdad que una
manzana podrida pronto echa a perder a todas las demás. Sin embargo, a
menudo sucede que cuando uno halla la manzana podrida, y la retira, ya es
tarde. El resto de las manzanas ya han sido afectadas por el etileno».
Y lo que es verdad en términos biológicos también lo es en términos
espirituales.
Esa es la razón por la cual el amoroso corazón divino se mostró tan presto
a la hora de actuar cuando vio que el deterioro de uno de sus hijos
amenazaba con afectar a toda la comunidad. Porque la rebelión es
contagiosa.
Sin embargo, ¿acaso prohíbe Dios el ejercicio de la libertad? ¿Acaso no
tenemos el derecho de rebelarnos?
Oh, sí, por supuesto que sí. Pero ¿tenemos el derecho de privar a otros de
no rebelarse? ¿En qué momento tiene que ponérsele fin a mi respuesta
negativa para que otros tengan el derecho a decir que sí? Si se permite que
la infección de la rebelión se disemine, todo el organismo quedará
contaminado.
Cuando las células del cáncer comienzan a invadir nuestro cuerpo y a
multiplicarse, tenemos que hacer frente a una decisión similar. ¿Le
preservamos la vida a un pulmón canceroso a expensas de todo el cuerpo?
¿O de una vez por todas extraemos la porción enferma con el propósito de
salvar el cuerpo? En esencia, ¿acaso no decide siempre el cirujano que
para salvar la vida al paciente hay que quitarle la vida al pulmón? Si
permite que se salve el pulmón, la vida entera se perderá. Coloca ahora
esta decisión, querido lector, dentro del contexto del amor, y hazte la
siguiente pregunta: ¿Cuál es la respuesta que demuestra más amor: salvar el
pulmón o salvar la vida?
En el caso de Ananías, como en todos los demás que hemos mencionado,
el amor divino no tuvo elección, por lo que tomó la dolorosa decisión de
quitar la vida a unos pocos. Todo con el propósito de salvar la vida de
muchos.
Es así que en casos como los mencionados, Dios ejecutó juicios
acelerados. Él ya sabía, ya podía ver hacia dónde se dirigían las decisiones
personales de cada uno de aquellos individuos. Pero en esos momentos no
podía darse el lujo de que las rebeliones siguieran su curso natural, y de
limitarse a esperar hasta el juicio final. Había demasiadas cosas en juego.
Las vidas de todos sus hijos estaban en peligro. Por eso, de manera simple
pero drástica, el Señor intervino y aceleró las decisiones de ellos hacia su
fin inevitable. Dios dio a los rebeldes lo que ellos habían elegido: la
separación de él. Les dio la libertad última, pero bien sabemos que estar
separados de Aquel que es la vida siempre significa la muerte. Esos fueron
casos, en efecto, de juicios acelerados.
Fue la desgarradora decisión de un amor que nunca deja de ser.
¿Te parece que fue una decisión difícil? ¿Te parece que fue fácil para
Dios quitar esas vidas?
Analicemos por un momento otro relato. Observemos a un hombre, solo,
que se tambalea mientras asciende por la ladera de un monte. Cuando llega
a la cima, se acuesta y estira los brazos, y entonces expira. Allí está,
clavado entre el cielo y la tierra, sobre una cruz sangrienta.
¿Por qué tiene que morir?
Ese Hombre muere para que un planeta rebelde recuerde para siempre la
desgarradora decisión del amor que nunca deja de ser. La salvación de
muchas vidas costó la vida de Uno. Este fue un juicio acelerado, en tu lugar
y en el mío.
Cuando Ted Bundy fue ejecutado, muchos festejaron e incluso dieron
gracias a Dios por aquella muerte. Hoy yo también tengo motivos para
agradecer a Dios por una muerte: ¡Gracias, Señor, por la muerte de Jesús!
El ayatolá
y Dios
Sed en el desierto
Tengo que confesarte que cuando llego a este relato tan triste que registra
Números 20, me cuesta mucho, pero que mucho, aceptar el final de la
historia. Es decir, ¿qué clase de Dios es el que se nos presenta aquí?
Moisés ha dedicado cuarenta años a su servicio, y ¡el Señor permite que
termine de esta manera, después de todo lo que Moisés ha hecho!
Te invito a repasar conmigo este difícil relato para aprender algo más
acerca de Dios. ¿Es Dios como el ayatolá, duro e implacable? ¿Qué espera
que pensemos al leer una narración como esta?
El relato comienza con la descripción de una crisis: «Como hubo una gran
escasez de agua, los israelitas se amotinaron contra Moisés y Aarón» (Núm.
20: 2, NVI).
Recordemos que casi cuarenta años antes se había producido una
situación muy similar. Y que en aquella ocasión, el Señor había dado la
orden a Moisés de golpear la roca y que, al hacerlo, de ella saldrían
raudales de agua pura y fresca, que calmarían la sed y salvarían la vida de
todo el pueblo y también del ganado. Eso había pasado cuarenta años antes.
Y no es que a partir de ese día hubieran deambulado de aquí para allá todos
esos años con la lengua afuera, siempre a punto de morirse de sed. ¡Para
nada! El hecho es que Dios se había encargado todos aquellos años de
proveer de manera milagrosa para sus necesidades a cada paso del
itinerario. No solo se había encargado de que no les faltara el agua, sino
que también les había dado alimento. Y ahora se encontraban casi en la
frontera de la tierra prometida. ¡Solo les faltaba un poquito, y finalmente
llegarían al lugar soñado!
Sin embargo, ¡con cuánta rapidez solemos olvidar las provisiones
providenciales de Dios! El Señor decide probar la fe de esta nueva
generación. Él hace que parezca que sus provisiones de agua se han
agotado. ¿Recordarán esta vez su bondad y su misericordia a lo largo de
todos estos años? ¿O se mostrarán exasperados por la situación, y caerán,
al igual que sus antepasados, en otro momento de quejas amargas y falta de
fe?
¡Dios no tuvo que esperar demasiado para conocer la respuesta!
Fieles a las tendencias heredadas, al igual que sus padres, se vuelven
contra Dios, y corren a las tiendas de Moisés y Aarón con los brazos en
alto, señalando y mostrándose violentos con esos venerables ancianos,
mientras acusan al Señor y a sus siervos por la desdichada situación en la
que se encuentran. «Y el pueblo se quejó contra Moisés, diciendo: “¡Ojalá
hubiéramos muerto cuando perecieron nuestros hermanos delante de
Jehová! ¿Por qué hiciste venir la congregación de Jehová a este desierto,
para que muramos aquí nosotros y nuestras bestias? ¿Y por qué nos has
hecho subir de Egipto, para traernos a este horrible lugar? No es un lugar de
sementera, de higueras, de viñas ni de granados, ni aun de agua para
beber”» (Núm. 20: 3-5). ¡Cuarenta años después, manifiestan exactamente
la misma actitud de sus padres!
¡Pobres Moisés y Aarón! Después de cuarenta años de liderazgo sin
recibir ninguna muestra de agradecimiento, ¿a esto han llegado? ¡Han
ofrecido su corazón en el servicio, y ahora el pueblo quiere hacerlos
desaparecer! Han sido y están siendo acusados, hostigados y burlados. La
última vez que el pueblo se quejó por falta de agua, se habían mostrado
dispuestos a apedrearlos a ambos.
¿Sabes? Oswald Chambers estaba en lo cierto. En su maravilloso libro,
En pos de lo supremo, describe el elevado precio de la ingratitud que
tienen que enfrentar los líderes: «Si nos dedicamos a la causa de la
humanidad, pronto seremos aplastados y quebrantados, porque a menudo
encontraremos que un perro suele ser más agradecido que los seres
humanos». ¡Qué gran verdad encierra esta declaración!
Entonces Moisés y Aarón, esos dos hermanos ya de edad avanzada, los
líderes del pueblo de Dios, salen como pueden de sus tiendas. ¿A dónde
pueden ir? ¿A quién pueden volverse en ese terrible momento? Ellos son
los líderes. Saben muy bien que hay solo Uno al cual pueden acudir en una
situación como esta. Corren entonces por las arenas cálidas y secas, hasta
llegar al lugar de refugio: a la tienda de reunión, la iglesia en forma de
tabernáculo donde tantas veces se han reunido con Dios. Exhaustos,
frustrados y heridos, se postran en la presencia de Dios. ¿Qué nos dice la
Biblia de ese momento? «Moisés y Aarón, apartándose de la congregación,
fueron a la puerta del Tabernáculo de reunión y se postraron sobre sus
rostros. Entonces la gloria de Jehová se les apareció» (Núm. 20: 6).
¡La gloria del Señor se manifestó ante ellos! ¿No es esta una escena
conmovedora? Aquí están, postrados, aparentemente derrotados por
completo, pero solo una pequeña parte de la gloria del Señor es como un
destello que brilla hasta ellos para recordarles que Dios sigue siendo Dios
y que sigue estando al control de todo lo que sucede. Los patriarcas reciben
esa radiante confirmación, por así decirlo, directamente desde el corazón
de Dios y dirigida a sus atribuladas y desconsoladas almas. «Está bien,
amigos míos. No se preocupen, aún continúo en mi trono. Pueden seguir
contando conmigo».
Imagino a Moisés y a Aarón diciendo: «¡Qué Dios maravilloso! Justo en
el momento en que pensábamos que habíamos llegado al final de la soga, ya
sin esperanza, Dios desciende y desciende hasta alcanzar nuestro corazón
confundido y agobiado. Y entonces oímos su voz, que a cada uno nos dice:
“Está bien, amigo mío. Aún sigo siendo Dios. Aún continúo en mi trono y
todavía estoy al control de tu vida. Puedes contar conmigo. ¡Confía en mí!
”».
Y con mucha seguridad Dios les da a Moisés y a Aarón instrucciones muy
precisas: «Y Jehová dijo a Moisés: “Toma la vara y reúne a la
congregación, tú con tu hermano Aarón, y hablad a la peña a la vista de
ellos. Ella dará su agua; así sacarás para ellos aguas de la peña, y darás de
beber a la congregación y a sus bestias”» (Núm. 20: 7, 8).
Dios habla desde su corazón de amor con interés sincero, e instruye a
Moisés para que haga lo mismo. Le pide que vaya a la roca y que le hable
en nombre de él.
Y es aquí donde sigo deseando tener la capacidad de volver a escribir el
resto de la historia. Aun si para hacerlo tuviera que correr hasta donde se
encontraba Moisés para taparle la boca con la mano antes de que
pronunciara una sola palabra. Pero lamentablemente, cada vez que leo este
incidente, noto que Moisés abre la boca antes de que cualquier otro tenga la
posibilidad de detenerlo. Ni siquiera Dios pudo hacerlo.
¡Moisés tiene un momento de furia! Veamos lo que nos dice el relato
bíblico: «Entonces Moisés tomó la vara de delante de Jehová, como él le
mandó. Reunieron Moisés y Aarón a la congregación delante de la peña, y
él les dijo: “¡Oíd ahora, rebeldes! ¿Haremos salir agua de esta peña para
vosotros?”» (Núm. 20: 9, 10). ¡Listo! ¡Fue suficiente! ¡El daño ya estaba
hecho!
Los ojos de Moisés lanzaban llamaradas hacia aquel océano de rostros
airados. Cuarenta años antes, la mayoría de aquellos hombres y mujeres,
ahora adultos, eran tan solo criaturas cuando habían salido de Egipto. Pero
observémoslos en esta ocasión. Sin dar crédito a lo que veía, Moisés
observó el mar de expresiones agitadas. Uno podría pensar que después de
cuatro décadas de milagros e intervenciones divinas ya habían aprendido la
lección de que se puede confiar en Dios no importa lo que pase.
Sin embargo, ¿habían aprendido la lección?
¡Está claro que no!
Y así es que el manso y bondadoso Moisés, un anciano de casi ciento
veinte años, llega al límite de su paciencia. ¡El anciano explota! Levantando
el bastón en dirección al cielo, comienza a gritar cada vez más fuerte. Las
cuatro décadas de frustraciones acumuladas explotan como el cráter de un
volcán. «¡Escúchenme bien, rebeldes! ¿Qué es lo quieren que nosotros les
hagamos? ¿No los hemos cuidado bien a lo largo de todos estos años? ¿Eh?
¿Alguna vez han pasado hambre? ¿Se han muerto acaso de sed? ¡No!
¡Jamás! ¿Por qué no? Porque nosotros siempre hemos estado aquí para
ayudarlos. Les hemos dado todo lo que han necesitado. Bueno, pues ya me
he cansado. ¡No quiero saber nada más de todos ustedes! ¿Quieren agua?
Pues yo les voy a dar agua. Ya van a ver. ¡Atrás, atrás, rebeldes!».
Acto seguido, el agotado anciano y airado patriarca se da media vuelta
sobre sus gastadas sandalias y, levantando el báculo sagrado de Dios por
encima de su cabeza, lo descarga con furia descontrolada sobre la peña del
desierto. Se da vuelta entonces para contemplar a la multitud. Y, cargando
aún el enojo de cuatro décadas de soportar a aquella turba quejosa de
desagradecidos, el pobre Moisés descarga una vez más con toda la furia la
vara contra la roca.
En ese preciso instante de la roca brota una explosión de agua como si
fuera un pozo artesiano.
El pueblo comienza a dar exclamaciones de alegría y corre hacia el agua,
danzando, cantando y chapoteando. No muy lejos de ellos, sus vacas y
ovejas arremeten para refrescarse también en el agua. En medio de risas y
bramidos, tanto los seres humanos como las bestias se deleitan en el nuevo
arroyo recién formado.
Sin embargo, Moisés se queda a un lado. Podemos verlo solo, apoyado
sobre su báculo y observando la escena. Todos sabemos bien lo que es estar
realmente enojado, tan lleno de furia que la adrenalina se lanza a correr por
todo nuestro sistema hasta que todo el cuerpo comienza a temblar.
No sé durante cuánto tiempo Moisés se quedó allí mirando, pensando y
preguntándose en qué terminaría ese pueblo necio y falto de fe. Pero
sabemos que finalmente abandonó la escena, y se dirigió de regreso a su
tienda, aunque en el camino pasó junto a la tienda de reunión. Y justo
cuando pasaba junto al tabernáculo, tiene que haber oído la voz de Dios que
le hablaba, quizá tan solo en un susurro: «Por cuanto no creísteis en mí,
para santificarme delante de los hijos de Israel, por tanto, no entraréis con
esta congregación en la tierra que les he dado» (Núm. 20: 12). «Como
resultado de sus acciones, yo no les voy a permitir que entren a la tierra
prometida. Y no se hable más del asunto».
¡Qué final desgarrador para una historia que comenzó con dos individuos
que se arrojaron ante la misericordia de Dios y que llevaron a cabo un
milagro tan maravilloso de preservación del pueblo de Dios!
La historia llega a su fin con las sombrías pero críticas palabras del
versículo 13: «A estas aguas se les conoce como la fuente de Meriba,
porque fue allí donde los israelitas le hicieron reclamaciones al Señor, y
donde él manifestó su santidad» (NVI).
Las responsabilidades
de los líderes
¿Será que hemos entendido esta historia de manera completamente
equivocada? ¿Puede ser que el centro mismo del relato no sea el carácter
de Moisés y Aarón?
Por supuesto, el relato sí nos da una importante lección sobre las
responsabilidades del liderazgo. No hay duda de ello. Porque no importa
cuál sea el enfoque que le demos al relato, presenta una advertencia muy
seria para todos los líderes, ¿no te parece? Todos los que ejercen el
liderazgo espiritual tienen que pagar un precio muy alto.
En los últimos años, las noticias han informado de la caída de varios
predicadores televisivos. Esto debería ser más que suficiente como para
advertirnos de todas las hemorragias destructivas que pueden resultar de un
solo pecado cometido por un líder.
Cuando, lívido de ira, Moisés perdió el control delante de todo el pueblo,
les dio la «excusa» perfecta para la falta de autocontrol que habían
mostrado ellos hacia él. Después de todo, si este gran hombre de Dios
pierde el dominio propio, ¿cómo puede esperarse que nosotros seamos
mejores que él? Si el líder peca, ¿qué importa si nosotros también
pecamos? Él es el que recibe una paga por caminar y trabajar para Dios
tiempo completo. Si él no ha podido evitarlo, ¿cómo podríamos evitarlo
nosotros?
¿No es esa la manera en que la naturaleza humana, que siempre anda en
busca de hallar a alguien para compartir sus miserias, se la pasa
consolándose para justificar sus errores? Si entre las filas del pueblo de
Dios se filtra la trágica noticia de que uno de los líderes ha caído, ¿qué es
lo que hacemos todos? Respiramos aliviados y secretamente nos
felicitamos porque nuestros pecados en realidad no son tan malos, o al
menos no son peores que los de él o ella.
Permíteme expresar nuevamente: Cada vez que un líder cae, hay una
trágica hemorragia de justicia, una trágica pérdida del bien. Porque un líder
rara vez cae solo, pues otros caen junto con él.
Cuando Moisés cayó, se puso inmediatamente en tela de juicio y se
cuestionaron sus cuarenta años de liderazgo, como también la providencia
de Dios durante ese período. Todo lo que él había escrito, dicho y hecho se
cubrió de un manto de sospecha ante los ojos del pueblo. Con un solo acto
arrebatado de pasión, toda la obra de su vida se vio amenazada. Tal es el
resultado del fracaso de un líder. El pueblo finalmente había conseguido
tener una excusa para racionalizar sus propios pecados de rebelión contra
Dios.
Oh, sí, este relato encierra un importante mensaje para los líderes.
A pesar de lo mencionado, ¿puede ser que la historia contenga una verdad
aún más grande? ¿Puede ser que, más allá de ser un relato que analiza el
carácter de Moisés y Aarón, sea una historia que presenta una imagen
convincente de Dios? ¿Y puede ser que esta imagen, en último término, no
tenga similitud alguna con la conducta del ayatolá?
Él estuvo allí
Hay una casi olvidada declaración en el corazón del Antiguo Testamento
que ofrece una vislumbre impresionante de Dios en medio de todo el
sufrimiento que nos rodea. Es una sola frase que descorre el velo del
sufrimiento humano y nos permite hacernos un concepto de Dios y llegar a
ver sus mismos pensamientos en medio de todas las dificultades de la vida.
Isaías lo vio primero, y estoy agradecido de que el profeta haya dejado
registradas estas palabras para que nosotros también podamos verlo.
Me gusta cómo lo expresa la Versión Reina-Valera de 1995: «En toda
angustia de ellos, él fue angustiado» (Isa. 63: 9). La versión popular Dios
Habla Hoy traduce así: «Y él los salvó de todas sus aflicciones. No fue un
enviado suyo quien los salvó; fue el Señor en persona» (vers. 8, 9). Si
analizamos el contexto de este versículo, descubriremos que el profeta
Isaías está repasando la historia del Antiguo Testamento y una parte de las
vicisitudes por las que tuvo que pasar el pueblo de Dios. Al tratar de
englobar toda la historia, nos lleva hacia una realidad simple pero
profunda: cuando el pueblo sentía dolor, Dios sentía dolor; cuando el
pueblo sufría, Dios sufría; cuando lloraban, Dios lloraba; cuando estaban
afligidos, Dios se afligía.
¿Qué clase de misterio es esta extraña transferencia vicaria del
sufrimiento humano al corazón mismo de Dios? Es el misterio de la
paternidad, ¿no te parece?
Como padre, conozco en carne propia una pequeña parte de ese misterio.
No entiendo tanto cómo funciona, pero sí sé que funciona. En cierta
ocasión, mi familia y yo estábamos cargando el automóvil para salir de
paseo. En ese entonces, mi hija Kristin tenía solo tres años, y mientras iba
colocando las cosas dentro del vehículo, abrí con fuerza la puerta de atrás,
y noté que de pronto esta se detuvo sobre sus goznes con un golpe suave y
sordo. Me di vuelta justo a tiempo para ver que Kristin se cubría el rostro
con las manos. Entonces me di cuenta de que le había dado con la puerta en
la cabeza. Fue otro de esos momentos a cámara lenta, cuando uno queda
suspendido como si el tiempo se hubiera detenido. Ella tenía la boca
abierta, y estaba tragando grandes bocanadas de aire que pronto
transformarían el irreal silencio en un llanto desgarrador.
Cuando logró tener todo el aire que necesitaba para lanzar el grito de
dolor, ya la había alzado y estaba en mis brazos. Y la dejé allí contra mi
pecho, mientras mi preciosa niñita lloraba para mitigar su inesperado dolor.
Y permíteme decirte que, mientras ella lloraba de dolor, me parecía que yo
también estaba experimentando lo mismo que ella. Te lo digo de verdad. Yo
sentía su dolor, aunque el sufrimiento era solo de ella. Y sus lágrimas
también trajeron algunas lágrimas a mis ojos.
De verdad. En su aflicción yo también fui afligido. No puedo explicar de
qué manera funciona; solo te puedo garantizar que es así. Y por ello, en una
medida sumamente reducida, creo que yo también puedo entender lo que
dice el Señor cuando anuncia por medio del profeta Isaías: «En toda
angustia de ellos, él fue angustiado». Es el misterio de la paternidad.
Es el misterio de Dios, que posee un poder trascendente, pero que al
mismo tiempo siempre está presente conmigo en mi dolor. Elena G. de
White, en su obra clásica sobre la vida de Cristo, El Deseado de todas las
gentes, expresa: «No se exhala un suspiro, no se siente un dolor, ni ningún
agravio atormenta el alma, sin que haga también palpitar el corazón del
Padre» (cap. 37, p. 328). En otras palabras, en todas nuestras angustias, él
también es angustiado.
La verdadera libertad
Este es el único lugar del Antiguo Testamento en el que se nos permite
observar más allá del velo de los dramas humanos para ser testigos de la
ferocidad de la lucha entre el bien y el mal. Vemos la furia de la ira satánica
contra Dios y su creación, y la lucha desesperada de Dios, que se ve
obligado a enfrentar estos ataques fulminantes mientras busca de alguna
manera recuperar la lealtad y la fidelidad de la raza humana rebelde.
No obstante, a través de todas estas circunstancias, se requiere que, para
conservar el sentido de equidad y libertad, el Señor permita que Satanás
ejerza su poder destructivo en este planeta. ¿Por qué? Porque Satanás ha
señalado a Dios con el dedo, acusándolo de que la única manera en la que
él puede hacerse de amigos es sobornándolos por medio de bendiciones.
«¡Quítales todas tus bendiciones, y vas a ver como se vienen conmigo!»,
dice Satanás. Y es triste decirlo, pero en gran medida el enemigo está en lo
cierto: ante situaciones adversas, la mayor parte del mundo suele volverse,
en efecto, a Satanás.
Lo que está en juego aquí es el tema de la libertad humana y el amor
divino. ¿Será que Dios ama lo suficiente a su pueblo como para permitirle
que sean libres de tomar sus propias decisiones? Porque la libertad no es
verdadera libertad a menos que pueda abusarse de ella. El amor solamente
es amor si puede ser rechazado; si no puede ser rechazado, entonces no es
amor. Así, por la naturaleza misma del amor y la libertad, Dios se ve
obligado a permitir que el amor y la libertad sean desplegados en esta tierra
por medio de las decisiones que toman los seres humanos.
Tanto Lucifer como Adán y Eva recibieron la libertad de decidir. Y han
sido sus decisiones, y las incontables decisiones que han tomado los seres
humanos desde entonces, las que han creado el caldo de cultivo del mal y el
semillero de la miseria humana que podemos observar en nuestro planeta.
Todos nosotros somos víctimas de esas decisiones.
La única esperanza de Dios es de alguna manera volver a ganar nuestro
corazón para que volvamos a ubicarnos bajo las alas de su amor infinito. Su
única esperanza es llegar hasta nosotros con su mensaje, ese mismo mensaje
que Lucifer afirma que no es más que una mentira. Desea que entendamos
que él no es un tirano, que no es alguien que nos va a sobornar para que lo
amemos. Dios es nuestro Padre y nuestro Amigo. Y por eso nos pide que
volvamos a él.
Y aun cuando tomamos la decisión de volver a él, seguimos sufriendo los
efectos del mal en este mundo. Entonces, ¿por qué no nos protege el Señor?
Te invito a pensar en esto por un momento. ¿Qué pasaría si, tan pronto
como una persona decidiera regresar a Dios, esta se sintiera inmunizada y
blindada contra todo tipo de sufrimiento y de mal? ¿Te parece que habría
siquiera alguien que desearía ir al hogar a vivir con el Señor? Si
lográramos hacer un cielo a partir de este infierno, ¿quién quisiera
abandonarlo?
C. S. Lewis explicó la situación sobre la tierra de esta manera:
«Dios nos niega —por la misma naturaleza del mundo—, la felicidad y la seguridad estables que
todos deseamos. Pero también ha derramado liberalmente alegría, placer y regocijo. […] En
cambio, unos momentos de amor feliz, un paisaje, una sinfonía, el encuentro alborozado con
nuestros amigos, un baño o un partido de fútbol no tienen el mismo desenlace. Nuestro Padre nos
reconforta procurándonos albergue en posadas acogedoras, pero nos alienta a confundirlas con el
hogar» (El problema del dolor, p. 117).
Verás, en este universo hay otro ser que también sufre. Su nombre es Dios.
En todas nuestras aflicciones, él también es afligido con nosotros. Porque él
ya ha pasado por todo ello. Y es por eso que la última palabra en relación
con el sufrimiento es que, en último término y en lo más íntimo de nuestro
ser, Dios está con nosotros.
Y sabemos que él tendrá la última palabra, porque llegará el día en que
«enjugará Dios toda lágrima de los ojos de ellos; y ya no habrá más muerte,
ni habrá más llanto ni clamor ni dolor, porque las primeras cosas ya
pasaron» (Apoc. 21: 4). El cielo será la última palabra de Dios para
contrarrestar el infierno en el que Lucifer ha tratado de transformar esta
vida.
En uno de los dos funerales que me tocó dirigir en el caso de los jóvenes
cuyas vidas fueron segadas trágicamente cuando su avioneta se estrelló una
mañana de invierno, bajé del púlpito al final de la ceremonia para
acompañar a los parientes, que se habían reunido por última vez alrededor
del ataúd abierto y dejaban caer muchas lágrimas sobre el cuerpo sin vida
de quien había sido su hijo y nieto. En presencia de lágrimas tan llenas de
angustia, ¿qué es lo que se puede decir? A mi lado, se encontraba un viejo
colega y amigo mío que también había estado oficiando la ceremonia.
Sentíamos que las lágrimas de aquella gente también se querían colar en
nuestros ojos y en nuestros corazones.
Después de varios minutos de silencio, él se inclinó hacia mí y me susurró
las palabras que inspiraron el título de este capítulo: «¿Por qué Dios no
puede domir por las noches?».
En medio de semejante suceso, en medio de tan grandes sufrimientos
humanos, él ni duerme, ni se adormece, porque en todas nuestras angustias,
él también sufre con nosotros.
¡Qué gracia maravillosa! ¡Qué amor más grande!
«No te preocupes,
¡sé feliz!»
El profeta llorón
Pensemos por ejemplo en el profeta Jeremías. Es probable que este
profeta sea uno de los escritores más tristes de las Escrituras. Se le llama el
profeta llorón, y te puedo asegurar que tenía buenas razones para ello. Si
ese pobre hombre hubiera vivido en nuestros días, habría tenido que
gastarse una buena suma de dinero en pañuelos desechables. En numerosas
ocasiones derramaba lágrimas no solo con los ojos, sino también con el
corazón. Jeremías escribió el libro que lleva su nombre, y también el libro
de Lamentaciones.
Puede que si abres tu Biblia por el libro de Jeremías, tengas que sacudir
el polvo de sus páginas. No eres el único; en general los cristianos no
suelen dedicar mucho tiempo al Antiguo Testamento y, si tu corazón prefiere
andar por la vida con la canción a la que nos venimos refiriendo en este
capítulo, se me ocurre suponer que Jeremías no ha de ser uno de tus libros
preferidos, porque en sus páginas hay mucha tristeza y gran cantidad de
preocupaciones.
Durante varios capítulos hemos estado analizando lo que he denominado
«la historia de dos montes». Hemos revivido brevemente los eventos del
monte Sinaí: la espectacular teofanía por medio de la cual Dios nos entregó
personalmente los Diez Mandamientos en medio de rayos y truenos y un
terremoto. Y también hemos estado analizando lo que sucedió siglos
después en otro monte, el del Calvario (llamado también el Gólgota). Estas
son dos cimas importantes para nuestra búsqueda de ese Dios que se reveló
en ambas montañas.
En términos históricos y quizás filosóficos, Jeremías es un personaje que
se encuentra en el punto más terrible entre una montaña y otra. Es un profeta
que ha sido alcanzado por el fuego cruzado, por así decirlo. Y por eso, gran
parte del tiempo lo encontramos derramando abundantes lágrimas. ¿Qué
otra cosa podríamos esperar de alguien que se desayuna todos los días con
titulares que solo producen dolor de cabeza?
Jeremías vivió en tiempos traicioneros. Le tocó vivir en un reino que
estaba en sus últimos estertores. El ejército de Babilonia, enemigo del
pueblo de Dios, había acampado literalmente a las puertas de Jerusalén.
Refugiados de toda la tierra de Judá llegaban a la ciudad. Era gente
perseguida, atribulada y aparentemente olvidada por su Dios, que lo único
que contaban eran historias de terror y masacres demasiado espantosas
como para hallar consuelo. No era momento para que se pusiera a cantar:
«Don’t Worry, Be Happy!».
Y eso es lo que hace que el mensaje de Jeremías 31: 3 y 4 nos parezca tan
extraño, tan incongruente, tan fuera de lugar. Te invito a analizarlo por ti
mismo: «Jehová se me manifestó hace ya mucho tiempo, diciendo: “Con
amor eterno te he amado; por eso, te prolongué mi misericordia. Volveré a
edificarte: serás reedificada, virgen de Israel. De nuevo serás adornada con
tus panderos y saldrás en alegres danzas”».
En el capítulo anterior, Jeremías había estado dando advertencias al
pueblo sobre las catástrofes, los juicios y la destrucción que habrían de
venir, y entonces, de manera repentina, irrumpe con este cántico de amor y
gozo ilimitados de parte del Señor. Parece demasiado bueno para ser
verdad, ¿no crees? Casi parece que Dios mismo fuera el que está diciendo:
«Don’t Worry, Be Happy!».