Selecciones de Teologia - Volumen 06 (1967)
Selecciones de Teologia - Volumen 06 (1967)
Selecciones de Teologia - Volumen 06 (1967)
Con todo, esto no quiere decir que estas categorías basten por sí solas para explicar la
realidad del pecado original. Esto puede ya entreverse por la manera cómo esta verdad
ha sido revelada. Es cierto que, de hecho, toda revelación es una llamada al diálogo;
existe, con todo, una gran diferencia en la forma cómo se nos presenta a nuestro
conocimiento la creación del mundo, por ejemplo, y la forma cómo nos presenta la
Revelación la realidad del pecado original; nunca es afirmado directamente, y por sí
mismo. Los textos del AT que dejan entrever el pecado de la naturaleza son diálogos
con Dios que incitan al hombre a refugiarse en Dios Salvador (Job 14,4; Sal 51,7). Esto
es más visible todavía en el NT; el fin que pretende san Pablo al presentar la entrada
triunfal del pecado en el mundo, que ha constituido injustos a todos los hombres (Rom
5,12-21), es llevar al cristiano a la admiración, a la gratitud, a la esperanza, es decir, a
una determinada forma de diálogo con Dios.
De aquí se deduce que la elaboración teológica sobre esta verdad no puede prescindir en
absoluto del contexto dialogal en que ha sido revelada. Es más; no se trata únicamente
de determinada "forma de pensar" a través de la cual esta noción ha sido manifestada; se
trata de la misma noción. Para que podamos llamar pecado al pecado original, es
menester que tenga al menos cierta analogía con el mal que la Escritura designa con el
nombre de "pecado".
Z. ALSZEGHY, S.I.
La Biblia nos presenta el pecado como una toma de posición, por la cual el hombre
rehúsa aceptar la voluntad de Dios como norma de su obrar, y de esta forma provoca su
propia ruina. He aquí una doble vertiente del pecado: una cierta inmanencia, ya que el
pecado no es exclusivamente exterior al sujeto, y una cierta trascendencia, pues debe
implicar de alguna forma una toma de posición frente a una norma.
La Iglesia ha señalado siempre esta doble característica al decir que el pecado original
no es solamente una muerte espiritual, que queda destruida por una nueva generación
espiritual (D. 1512), sino, además, una enemistad con Dios (D. 1528) que sólo un
verdadero perdón es capaz de borrar (D. 223; 1514).
La antinomia no se soluciona por el solo hecho de recordar que este mal ha caído sobre
la humanidad como consecuencia de un pecado personal. El recurso a la desobediencia
de Adán no basta para distinguir el mal llamado "pecado original" de los otros males,
que son de igual forma consecuencia de aquella desobediencia (la muerte corporal, el
sufrimiento, etc.), pero que no pueden ser llamados "pecado".
San Pablo relaciona la injusticia, en la cual todo hombre es constituido por naturaleza,
no sólo con la libre toma de posición de Adán, sino también con la conducta humana,
que es su fruto inevitable. El cap. 5 de la carta a los Romanos se comprende en plenitud
sólo en el contexto del cap. 7: la miseria, de la cual libera Cristo a los descendientes de
Adán, constituyéndoles justos, es precisamente la servidumbre bajo la ley de la carne, es
decir, la incapacidad de realizar la ley del espíritu, que, por otra parte, aprueba el
hombre en su interior. Es más: en el mismo texto clásico de Rom 5,12-21, san Pablo
considera los pecados personales como una consecuencia y manifestación del pecado
transmitido por Adán a toda la humanidad. Es en el contexto de pecados personales
cuando afirma también el Apóstol que todos hemos sido "por naturaleza hijos de ira"
(Ef 2,3).
Siguiendo esta misma línea, en tiempos posteriores la teología oriental, san Agustín y
los grandes teólogos medievales hasta llegar a Santo Tomás consideran el pecado
original en el contexto de la necesidad de la gracia para vencer el pecado. Esta parece
ser la dirección hacia la que debe tender la teología contemporánea para desentrañar la
esencia del pecado original.
El pecado original resulta, pues, comprensible al ser pensado como incapacidad para
cualquier libre opción, a la que el hombre no puede renunciar sin contradecirse a sí
mismo. Se trata de determinar ahora cómo debe concebirse esta imperfección de la
naturaleza humana. Como es sabido, el Concilio de Trento eliminó de la teología
católica la tendencia que identificaba formalmente el pecado original con la
concupiscencia -este fenómeno complejo que consiste en la incapacidad de absorber en
la vida personal todo el dinamismo de la naturaleza. Es evidente que también en los
bautizados, en los que el bautismo ha borrado ya todo elemento pecaminoso, la
concupiscencia permanece todavía no perfectamente dominada por la libertad (D.
1515). La perspectiva personalista explica con claridad por qué la concupiscencia no
hace al hombre digno de condenación. No se puede demostrar, en efecto, que un espíritu
encarnado deba tener la misma lucidez y la misma capacidad de disponer de sí mismo
que un espíritu puro. La concupiscencia, esta incapacidad para "no desear", no está en
oposición con la estructura constitutiva de la persona humana y, por tanto, no es aquella
incapacidad pecaminosa que andamos buscando.
Este mismo razonamiento lo podríamos aplicar con igual resultado a todas las tentativas
que pretenden identificar el pecado original con la incapacidad de la naturaleza para un
acto psicológico que permanece en el horizonte de la vida individual. La razón es que
no pueden existir exigencias metafísicas ni morales que superen la capacidad de una
determinada naturaleza.
Un hombre, puesto en un ais lamiento absoluto, estaría destinado a perecer; y si, por un
imprevisto lograse sobrevivir, le sería absolutamente imposible llegar, por el desarrollo
de su propia persona, a una existencia verdaderamente humana. Privado del diálogo con
otras personas e ignorando las exigencias de su propia naturaleza, le sería impensable a
tal hombre la búsqueda de una forma final que diese inteligibilidad a su vida.
Poniendo un paralelo, si un hijo de Adán, sin que Cristo hubiera venido al mundo,
viviera en sociedad con otros hombres, su situación sería semejante a la condición del
"hombre criado entre lobos", antes descrita. Ciertamente el miembro de esta sociedad de
pecadores, conocería otras personas y, por tanto, se conocería a sí mismo como persona.
Pero su ambiente humano quedaría cerrado alrededor de él. La persona se conocería
Z. ALSZEGHY, S.I.
desde el comienzo como una fortaleza asediada por sus semejantes, siempre dispuestos
al asalto. La vida personal y el amor a los demás aparecerían como contradictorios.
¿Puede el pecado original reducirse a esta situación en la que se encontrarían todos los
hijos de Adán?
Hemos visto que la persona exige para su pleno desarrollo la superación del egoísmo
por el amor a los demás; una opción de tal importancia, como todo acto debido
verdaderamente a las exigencias de la persona, no supera la capacidad de la naturaleza.
Con todo, como hemos visto, la opción hacia los demás es absolutamente imposible, por
la situación concreta en que el hombre se encuentra, supuesto el ambiente humano en el
que se halla inmerso. De esta manera la condición del hombre no redimido sería un mal
de la naturaleza porque se padece anterio rmente a las opciones libres de la persona; y a
la vez sería un pecado ya que la frustración de la opción altruista implica, de parte del
sujeto, una actitud que contradice las exigencias de su existencia. Por ello no sería
absurdo hablar de un pecado de la naturaleza.
¿Por qué una sociedad hipotética, privada de todo in flujo de Cristo, debe estar
necesariamente inmersa en una guerra de todos contra todos? Además, según esta teoría,
los niños educados en una sociedad de hombres justos no tendrían pecado original, cosa
que no puede admitirse.
Por último, esta hipótesis supondría que un hijo de Adán, sin Cristo, sería pecador
únicamente por el influjo del ambiente egoísta, que le impediría desarrollarse. El
hombre no sería concebido en pecado, sino que se haría pecador por influjo ambiental.
De esta forma el pecado original no se transmitiría por descendencia (D. 1513), sino por
una cadena de "corrupción de menores", jamás interrumpida, no obstante la continua
intervención de la gracia en la historia de la humanidad.
Los inconvenientes antes enumerados son demasiado graves para poder ser aceptados
en una explicación teológica del dogma. Con todo, la hipótesis lanzada nos ha aportado
un elemento muy sugerente aunque incompleto: la situación dialogal del hombre como
única forma de conciliar el aspecto óptico y personal del pecado de la naturaleza.
En esta hipótesis, nuestra explicación del pecado original se podría presentar así. El
hombre, no iluminado por la fe, no llega a reconocer con sus fuerzas naturales que Dios
es un Dios Salvador, fuente de valores para el hombre. Ahora bien, mientras Dios no se
manifiesta como solidario con el hombre, éste es incapaz de comprometerse con una
opción que es fundamental para él. Pero, sin esta opción, es imposible conformarse en
cada opción particular con la voluntad de Dios. De aquí se concluye que, mientras el
hombre rehúsa insertarse en Cristo con una fe viva, está destinado infaliblemente a
multiplicar los pecados graves. Una "forma de vida", tal como la hemos descrito, que
proviene de un pecado de nuestros primeros padres y que nos empuja a nuevos pecados
personales, verifica en sí lo que enseña la Iglesia sobre el pecado original; en particular
explica de forma satisfactoria por qué un hijo de Adán permanece pecador antes de su
encuentro con Cristo.
Esta explicación, con todo, deja todavía algunas lagunas. ¿Cómo se puede explicar que
un hecho externo (la situación del hombre en un mando que sin la fe no revela la
bondad salvífica de Dios) sea capaz de impedir absolutamente aquella opción que es el
fundamento necesario para una existencia verdaderamente humana? La perspectiva
personalista del diálogo en la que el presente ensayo coloca nuestra solución, hace más
fácil la respuesta a esta pregunta.
Estas breves observaciones explican por qué la imposibilidad de hacer una opción
radical por Dios, impide el pleno desarrollo de la persona humana.
Antes hemos visto que no se podía probar que fuera imposible, sin un don de Cristo, un
diálogo entre los hombres. La cuestión que nos planteamos ahora es análoga. ¿Es que
acaso no podrá el hombre acoger a Dios como a su Dios, es decir, responder a la
interpelación que le llega a través de las criaturas, entrando en aquel diálogo que es
necesario para el pleno desarrollo de la personalidad humana? Dicho en otras palabras,
¿no será posible, al menos en algunos casos, en circunstancias favorables, prescindir de
la experiencia de una solidaridad con Dios para hacer una opción radical por El,
aceptando al Dios trascendente como Señor de la propia existencia ?
Para que un hijo adopte una actitud filial frente a su padre no basta que sepa que tal
persona es su padre; es necesario que de alguna manera capte con inmediatez que éste
es su padre; esta experiencia le constituye hijo ante su padre. Sin la interpelación, que
supone la presencia paterna, tal como queda insinuada, es psicológicamente quimérico
pensar que el hijo tomará una actitud de diálogo filial con su padre, ya que es absurdo
concebir un diálogo sin participación recíproca de los dos interlocutores.
Este ejemplo quizás nos ayude a comprender la naturaleza de nuestra opción radical por
Dios, que difiere por esencia de todos los demás "actos buenos". La opción radical es
concebible únicamente como respuesta a una interpelación en la que el Absoluto se me
revela como mi Dios y mi Señor. Un "Acto Puro" infinitamente distante, que hace el
bien por impulso de su naturaleza perfecta, sin tener en cuenta mi caso" particular, sin
interés alguno por mi conducta, que premiará o castigará únicamente por amor a la
justicia, será Dios y Señor, pero no mío, en el sentido personal de la palabra, porque no
se dirigirá a mí personalmente.
Pues bien, esta llamada con la cual se dirige Dios a su criatura, considerada como este
individuo concreto, no se puede percibir, en el orden actual, sin la gracia.
Al designar a una persona como mi compañero, mi conocido, etc., reconozco ante todo
una cierta comunidad óntica que hace posible, por lo menos, una reciprocidad de la
Z. ALSZEGHY, S.I.
conciencia, en algún grado de mutua comprensión. Ahora bien, la idea que nos podemos
formar del Creador a través de sus obras, expresa una cierta semejanza entre el autor del
mundo y sus imágenes creadas, pero, a la vez, expresa una desemejanza todavía más
profunda (cfr. D. 806). La búsqueda de Dios a través de las criaturas se realiza "casi a
tientas" (Act 17,27) y revela únicamente un "Dios desconocido" (ibid. 23). Entre los que
pueden designarse recíprocamente con el adjetivo "mío" existe también una cierta
reciprocidad de funciones. No puedo llamar a una persona "mi colaborador", si mi
prestación no significa nada para él y si yo no puedo contar con su actuación. Cuanto
más personal es la unión, tanto más se pide y se ofrece, no sólo una prestación objetiva,
sino la "asistencia", la presencia activa de la persona a su prójimo. También es necesaria
la gracia para captar esta reciprocidad de funciones entre Dios y la criatura.
El hombre no puede descubrir en el dueño del universo un interés que tiende a su bien
individual. Los bienes, que la criatura recibe constantemente de la "plenitud fontal",
solamente a los ojos iluminados por la fe son capaces de revelarles un Dios que está
solícito por mi bien. Además, el "silencio de Dios" en la hora del sufrimiento es
inexplicable racionalmente y es causa de escándalo para el corazón del hombre. Es
necesario conocer "el misterio de su voluntad, conforme a su beneplácito" (Ef 1,9) que
quiere conducir a todos a la intimidad beatífica con el Padre, a través de la participación
en la Cruz de Cristo, para comprender plenamente "la bondad y el amor hacia los
hombres de Dios nuestro Salvador" (Tit 3,4). Sin la luz de la Revelación, el hombre
permanecerá un "hombre sin Dios" (Ef 2,12), ya que el Absoluto, cuya existencia quizás
conoce, no se le muestra todavía como su Dios.
Al decir, pues, que el mundo en el que el hombre se mueve, marcado por la cruz, no
transmite de forma suficiente la llamada a la opción fundamental, afirmamos solamente
que el hombre caído, con las solas fuerzas de su naturaleza, es incapaz de escuchar en la
voz de las criaturas la invitación divina.
Aunque el pecado original coincida con la incapacidad de entrar, por una opción radical,
en diálogo con Dios, nos falta todavía probar que por el Bautismo este diálogo se hace
posible. Será tarea del teólogo poner de relieve en qué sentido los efectos del Bautismo
pueden ser comprendidos como una abertura a este diálogo.
En este sentido el influjo del Bautismo puede ser considerado desde dos puntos de vista.
Por una parte, la iniciación en la doctrina cristiana cambia la imagen que el hombre
tiene de Dios, revelándole la faz de un Dios amable (este punto se debe aplicar
analógicamente a los niños, en cuanto por el Bautismo pasan a formar parte de la Iglesia
que se compromete a darles una formación cristiana); por otra parte, el "nuevo
nacimiento" con la infusión de las virtudes teologales, cambia las fuerzas del hombre,
haciéndole capaz de acoger a este Dios como suyo. Se crea, de esta forma, una situación
dialogal en la cual el llamamiento hecho al hombre y su capacidad de responder están
en proporción de reciprocidad y, por este motivo, la respuesta es realmente posible.
Sólo nos resta hacer una observación. Bien es verdad que el cristiano por el Bautismo
no sólo está en condiciones de dialogar con Dios, sino que además está inclinado a ir
desarrollando progresivamente esta respuesta. Sin embargó, puede darse el caso de que
en el bautizado, llegado al uso de razón, la conciencia de su nueva relación con Dios
esté tan poco desarrollada que quede reducida a una norma negativa, que le haga evitar
únicamente lo que destruye la orientación radical hacia Dios. En tal caso no se realizaría
con toda perfección el diálogo del que estamos hablando; sin embargo, continuaría
siendo verdad que por el Bautismo tal diálogo se hace posible.
Queda aún un punto por explicar en esta elaboración teológica que estamos exponiendo.
Se trata de ver si se puede encontrar en esta imposibilidad de diálogo un elemento de
"voluntariedad", totalmente necesario para que podamos hablar de un "pecado". Parece,
a primera vista, que no es posible identificar el pecado original con la incapacidad para
el diálogo con Dios, porque esta incapacidad en sí misma no es pecado, y, si suponemos
que lleva consigo una libre toma de posición del individuo, entonces tendríamos
evidentemente un pecado, pero ya no se trataría del pecado original, sino de un pecado
personal.
Fijémonos en una dimensión de este problema que no debe ser pasada por alto: para
comprender el pecado original hace falta considerar el pecado personal de Adán, no sólo
como una causa exterior al estado en el que nacen los hombres hoy, sino también como
un elemento que forma parte de la imagen fenomenológica de este estado y que le da
sentido al explicarnos su malicia.
Para esclarecer un poco esta afirmación es necesario distinguir dos aspectos del diálogo
que Dios quiere entablar con la criatura. Dios invita al diálogo a la humanidad como
corporación y también a los individuos en particular. El hecho de que una persona física
sea incapaz de responder a la invitación divina, si no está inserta en Cristo, no supone
ninguna pecaminosidad suya individual, pero su "silencio" inevitable recibe un nuevo
sentido al formar parte del rechazo que la humanidad hace a la invitación divina. De la
misma forma que un silencio resulta más elocuente en un contexto dialogal, así la
incapacidad humana para el diálogo recibe un carácter pecaminoso (no individual, sino
superpersonal), en cuanto que el que es incapaz de responder, lo es por ser solidario con
el mundo. Si la ira de Dios pesa sobre el mundo, también este silencio, en cuanto inserto
en el mundo, es alcanzado por la enemistad divina.
La alegría del niño que abre sus ojos maravillados y nuevos a un mundo también nuevo
es el sentimiento esencial del cristiano. En el cristianismo se encuentra, la reserva más
grande de alegría y de entusiasmo para vivir.
Y esto, porque Dios ha reanudado el diálogo con el hombre. El que Dios hable no es
ciertamente una fábula sino una realidad. "En distintas ocasiones y de muchas maneras
habló Dios antiguamente a nuestros padres por los profetas. Ahora, en esta etapa final,
nos ha hablado por el Hijo" (Heb 1,1-2). Se nos ha anunciado el mensaje de Cristo, que
Pablo define como "el Poder de Dios para la salvación de todo el que cree, del judío en
primer lugar y del griego; justicia de Dios que se pone de manifiesto en él en la medida
de la fe" (Rom 1,16-17).
Reino, justicia y palabra de Dios significan la misma intervención eficaz de Dios que
con su presencia desintegra al hombre viejo y hace nacer el hombre nuevo, "renovado
en su espíritu, creado a imagen de Dios: justicia y santidad verdaderas" (Ef 4,24). Esta
vida nueva, hecha de alegría, creación y elevación a un plano en donde Dios nos
comunica, por su Hijo, sus secretos, es lo que llamamos "gracia".
Dinámica de la resurrección
Pero esta eficacia, según el desarrollo ulterior de la teología paulina, tiene un sentido
aún más actual. Ya desde ahora, por nuestra pertenencia a Cristo estamos bajo el influjo
del campo magnético de su resurrección. Hemos ya "resucitado" a una vida nueva, a la
vida de Cristo resucitado, presente en nosotros y que ha elevado nuestra vida cotidiana
al plano de los resucitados: "Ya no vivo yo, sino Cristo vive en mí" (Gál 2,20).
LUCIEN CERFAUX
Vida de resucitados, real, pero invisible aún: esta es la gracia en nosotros. Ella ha
transformado nuestro "yo" hasta en su ser más profundo, y todas nuestras actividades
proceden o deberán proceder de este fondo sobrenatural y adaptarse a él
conscientemente: "ya que habéis resucitado con Cristo, buscad los bienes de allá arriba,
donde está Cristo, sentado a la derecha de Dios; aspirad a los bienes de arriba, no a los
de la tierra" (Col 3,1-2).
Dialéctica de muerte-resurrección
Para los católicos, el río de vida nueva nace en la resurrección de Cristo. Para los
protestantes, en la cruz. ¿Es esto indiferente? ¿No impondrá, esta elección, diversas
interpretaciones del cristianismo? La expansión de la alegría y el entusiasmo de la
gracia empieza en la resurrección. Sin embargo, no hay resurrección sin una muerte.
"Cristo fue entregado por nuestros pecados y resucitado para nuestra jus tificación"
(Rom 4,25).
Nuestra vida sobrenatural tiene, pues, dos aspectos: positivamente es vida de Cristo
resucitado, presente en nosotros; negativamente es vida que recibe su eficacia de la
muerte de Cristo y que sólo podrá expansionarse después de una renuncia y una muerte
a la existencia marcada por el pecado y a las disposiciones opuestas a la vida de Dios.
El río de vida nace en la resurrección de Cristo. Pero nuestra vida de gracia comienza
sólo cuando, por el bautismo, somos sumergidos en este río. Entonces recibimos esta
vida de Cristo muerto y resucitado. Tal es la perspectiva sacramental. Nos interesa
ahora volver a nuestro punto de partida: el concepto de palabra de Dios. La gracia, la
elevación a un orden sobrenatural comienza también en el mismo momento en que
escuchamos, en la fe, la palabra y el mensaje de Dios su invitación a reanudar un
diálogo nuevo. La palabra de Dios misma es eficaz para realizar aquella transformación
que necesitamos para estar atentos a está misma Palabra: crea de nue vo a quienes han de
oirle para que puedan escucharle. Es palabra eficaz.
La palabra de Dios comporta además, en sí, algo dramático. Para que su mensaje nos
urja, Dios lo ha querido signo de su voluntad eficaz: una voluntad que nos ha
manifestado como ya decidida, en el compromiso de su amor, a realizar lo que se ha
propuesto. Atrae para ello nuestra mirada sobre su Hijo crucificado, la gran prueba de su
amor y de su voluntad salvífica. Solamente bajo este ángulo, la cruz se antepone a la
resurrección.
El hombre había intentado escribir una historia religiosa suplantando a Dios. Los
griegos piden prestados a la filosofía, a la ciencia, a la retórica los elementos con los
cuales pretenden construir una religión que sea la culminación de la inteligencia
humana. El resultado nos lo apunta San Pablo: "eran hombres sin esperanza". Los judíos
replegados sobre sí mismos y su propia justicia esperaban todavía un Dios venido de las
nubes del Sinaí que les felicitara por su colaboración y su justicia.
predicamos a un Cristo crucificado, escándalo para los judíos, necedad para los gentiles,
mas poder y sabiduría de Dios para los llamados, sean judíos o griegos; porque lo necio
de Dios es más sabio que los hombres y lo flaco de Dios es más fuerte que los hombres"
(1 Cor 1,21-25).
La gracia es un don
Hemos visto que la gracia es la vida, en nosotros, de Cristo muerto y resucitado. Por
esto también podemos decir que la gracia, como expresa esta misma palabra, es un don
de Dios: don totalmente gratuito. Pablo tuvo que insistir mucho en este aspecto en sus
discusiones con los judíos, que confiaban más en la justicia de sus obras que en la
justificación por la fe (= gracia). Los judíos, apoyándose en su fidelidad a la Ley, creían
haber merecido el título de "justos". El cristiano, en cambio, pide a Dios que le otorgue
su salvación (que puede llamarse
también justicia, si se recoge la antigua fórmula del Antiguo Testamento según la cual
los "jueces" son los "salvadores"). El cristiano será más fiel a Dios que el mismo judío,
pero sin tomar dicha fidelidad en un sentido mercantil. No es cuestión de obras, explica
Pablo; de lo contrario la gracia no sería un regalo, sino un sueldo. La "fe" es contada
como justicia sólo cuando se cree a Aquél que, muerto y resucitado para perdonar el
pecado, actúa en nosotros por la gracia (cfr. Rom 4,3-5). "Abraham creyó a Dios y esto
le fue contado como justicia".
Algunas frases de Pablo que han sido formuladas en un contexto de oposición al sistema
judío de la justificación de las obras han inducido, probablemente, a los Padres de la
Reforma, a reducir la acción de la justicia a una pura imputación jurídica. Ahora bien, si
así fuera, ¿qué vendría a ser este don de Dios que es la misma vida de Cristo que se nos
comunica? ¿Sería digno de Dios, el Creador, no crear el orden de la gracia después que
ha creado el orden natural? San Pablo siempre ha tenido en cuenta la realidad cristiana
de lo sobrenatural. Y para el, como también para los primeros cristianos, la resurrección
de Cristo, con la vida que fluye de ella, es la gran realidad de la salvación cristiana.
La gracia, además de ser don del Padre y vida de Cristo, es para nosotros presencia del
Espíritu Santo. A la resurrección sucede la efusión del Espíritu en Pentecostés. Los
dones extraordinarios y los carismas serán la manifestación exterior de esta presencia
interior del Espíritu en los fieles y en la comunidad.
habita en vosotros" (Rom 8,9). La gracia es, pues, la presencia de este Espíritu de Dios
en el fondo de nuestro "ser cristiano" que nace y se desarrolla.
Perspectiva trinitaria
Siguiendo a san Pablo hemos alcanzado una perspectiva trinitaria. La gracia es el don
del Padre, la vida de Cristo, la santificación del Espíritu Santo. Las tres divinas personas
están presentes y actúan, aunque de diferente manera: El Padre, como padre y creador (1
Cor 12,6); el Hijo, como Señor y Salvador, reinando por su muerte y comunicándonos
su vida; el Espíritu Santo, como santificador presente en el don (1 Cor 12,4).
Por la participación en la filiación personal del Hijo hemos llegado a ser hijos de Dios,
colocados en el mismo plano que Aquél, quien se ha acercado a nosotros en su
humanidad para que vivamos en una comunidad total de existencia y sentimientos. El
Espíritu, principio nuevo en nuestras almas, viene en auxilio de nuestra incapacidad
fundamental (Rom 8,26) y eleva al nivel del Padre las efusiones humanas de nuestro
amor de hijos. Este mismo Espíritu nos revela los bienes de nuestra herencia celestial
como hijos de Dios, coherederos del Hijo; y nos enseña a pedirlos, o mejor, los pide Él
en nosotros y para nosotros, en una oración impregnada de adoración y de amor, para
que seamos consagrados como sacerdotes de Dios en el templo interior de nuestras
almas. "Habéis recibido, no un espíritu de esclavitud, para recaer en el temor, sino un
espíritu de hijos adoptivos, que nos hace gritar: ¡Abba! (Padre). Ese Espíritu y nuestro
espíritu dan un testimonio concorde: somos hijos de Dios; y si somos hijos, también
herederos, herederos de Dios y coherederos con Cristo" (Rom 8,15-17).
Entre los paganos este pecado se concreta en el rechazo del conocimiento del verdadero
Dios, que les entrega al frenesí del error y de la carne, y en la idiolatría, que los
encadena al mundo demoníaco y a los poderes cósmicos, en los que se realiza el
misterio de iniquidad.
Entre los judíos el pecado consiste en no guardar la Ley que han recibido, sujetos a esta
misma ley que los sometía a su vez a los príncipes del mundo, por ser todavía una
fórmula religiosa inferior, fruto de una pedagogía transitoria en la que Dios no se revela
sino a través de sombras.
Poseemos la paz con Dios por mediación de Nuestro Señor Jesucristo, por el cual hemos
obtenido, con la fe, acceso a esta gracia en que nos encontramos y gloriamos apoyados
en la esperanza de la gloria de los hijos de Dios (cfr Rom 5,2). Y aun las mismas
pruebas adquieren su verdadero sentido y sirven de fundamento a nuestra confianza y
alegría (Rom 5,3). "El amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones con el
Espíritu Santo que se nos ha dado" (Rom 5,5). En nosotros se ha realizado la
reconciliación con Dios y el acercamiento a Él, reintegrados de un modo todavía: más
espléndido a la situación que habíamos perdido. Por esto, ya desde ahora, la paz, la
alegría, la esperanza, el amor y todos los sentimientos del cielo están en nosotros.
El mundo del espíritu posee su propio estilo de santidad, sus costumbres, del mismo
modo que el mundo de la carne posee las suyas. Todo lo que manda la Ley se cumple en
aquél, con la soltura y la libertad que el Espíritu desarrolla en nosotros, y los frutos que
se cosechan -amor, caridad, paz, coraje, servicialidad, dominio de sí (Gál 5,22)- son
muy superiores a los de la misma Ley.
Esta concepción que hemos descrito últimamente era la visión de los primeros
cristianos, que. aceptaban con toda naturalidad la hostilidad de la sociedad humana en el
seno de la cual cumplían su viaje terrestre. El hombre moderno, sin embargo, se
inquieta ante estas perspectivas. Acepta vivir del Espíritu, pero teme que el Espíritu le
haga un exilado de este mundo, del cual la primera creación le hizo señor. Y lo teme
especialmente en un momento en el que la humanidad parece poseer un dominio
ilimitado sobre este mundo. San Pablo no ha sentido este temor. ¿Será porque ha
colocado el mundo entre las categorías muertas en la muerte de Cristo? San Pablo jamás
ha condenado la naturaleza. El pecado no es la materia. La "carne" no es la naturaleza.
El dualismo gnóstico está en las antípodas de su pensamiento y del pensamiento de
Cristo.
¿Cuál ha de ser, pues, nuestra actitud frente a este mundo? El mundo, con todos sus
valores, ha compartido nuestra historia trágica: creado, sometido y liberado ya
parcialmente, puede colaborar en nuestra historia nueva. No se trata de abandonarlo
entregándonos a la pereza. San Pablo quiere que trabajemos, y él nos da ejemplo. El
cristiano debe conservar todas sus anteriores relaciones con el mundo y debe
permanecer, según el consejo de Pablo, en aquella situación en que la vocación cristiana
lo ha encontrado (1 Cor 7,17). Hoy este consejo nos pide una adhesión sin reservas a
nuestro estado en el mundo actual: política, negocios, matrimonio... El cristiano
continuará viviendo la vida normal de todos los hombres.
Esto quiere decir que nosotros, dando al mundo su auténtico valor, conservamos el
sentido de nuestra nobleza cristiana. Nuestro compromiso, aun sin ser incondicional -a
causa de nuestra nueva grandeza- no es menos real y amplio que el de los no-cristianos.
Si miramos al mundo desde una perspectiva cristiana, no es que lo despreciemos, sino
que lo apreciamos en su verdadero valor y realidad. Para poder arrastrar al mundo con
nosotros no le permitimos que detenga nuestro impulso de ascensión hacia Dios. Para
ello poseemos la energía nueva proveniente de la "gracia", fuerza de Dios. Y también
poseemos u na sabiduría superior de la cual el mundo se beneficia.
El mundo no es ya un objeto inerte, nos ofrece sus recursos y sus goces para que, en el
uso de nuestra suprema libertad, rechacemos lo que nos degrada y aceptamos lo que nos
ayuda a subir.
El respeto religioso será uno de los aspectos de nuestra actitud hacia el mundo. Pues la
primera creación lleva un reflejo de Dios y sus valores auténticos pueden ser integrados
y armonizados, como quería san Pablo, con las virtudes suscitadas por la gracia (cfr Ef
5,22-23). "La paz de Dios, que sobrepuja todo entendimiento, guarde vuestros
pensamientos en Cristo Jesús. Por lo demás, hermanos, atended a cuanto hay de
verdadero, de honorable, de justo, de puro, de amable, de laudable, de virtuoso, de
digno de alabanza; a esto estad atentos, y practicad lo que habéis aprendido y recibido, y
habéis oído y visto en mi, y el Dios de la paz estará con vosotros" (Flp 4,7-9). El mismo
Pablo supo ser un perfecto "hombre honesto" de su tiempo (cfr. Act 26, 27-29, en donde
demuestra una cortesía del mejor estilo).
DOCTRINA DE LA JUSTIFICACIÓN
Precisamente de este valor quiere tratar P. Brunner, quien cree poder deducir de la
doctrina de Trento que estas obras son pecado. El núcleo del problema se origina a
partir del canon 7 del Decretum de Justificatione de dicho Concilio: Sea anatema, quien
afirme que todas las obras realizadas antes de la Justificación y por la razón que sea,
verdaderamente son pecado o merecen el odio de Dios (D. 817). En efecto: dicho
canon, antes de llegar a su inserción definitiva, ocupó sucesivamente los lugares 1, 2,
19, 29 y 6 en la serie de cánones del Decreto. Y claro está que según su lugar el sentido
variaba considerablemente, refiriéndose en uno u otro caso a uno y otro estadio de los
enunciados más arriba como momentos interiores de esta historia salutis del individuo,
que es la justificación.
Supuesto, pues, el lugar definitivo del canon, no tiene éste validez -según Brunner- más
que para las obras que siguen inmediatamente a la primera vocación divina y que
RICARDO FRANCO, S.I.
Sin embargo, ¿podemos admitir que el hombre pueda estar alguna vez en un estado
neutro con relación a Dios? Por una parte es claro, aun considerada la cuestión desde
una perspectiva meramente metafísica de la naturaleza, que el hombre antes de toda
gracia tiene, por el pecado original, una privación en su ser que ha de manifestarse
necesariamente en su operar. Es claro también que semejante privación ontológica de su
operar no es un pecado en el sentido de una transgresión libre a la ley de Dios, pero
tampoco es un acto que esté ordenado a la vida eterna: y en este sentido podemos decir
que participa necesariamente del desorden óntico al que el hombre está sometido por el
pecado original.
La inicial formulación de Trento acerca del valor de las obras del hombre que está fuera
de la justificación (de tal modo son pecado que merecen el odio de Dios) fue luego
corregida (son verdaderamente pecado o merecen el odio de Dios). En ésta expresión,
el segundo término no aparece ya claramente como una explicación del sentido del
primero. Habría, pues, en las obras del no-justificado un aspecto de naturaleza (según el
cual serían pecado, como no ordenadas a la vida eterna) sin que éste alcanzase, con
todo, la dimensión de lo personal (dichas obras no serían merecedoras del odio de
Dios).
Pero Brunner, y con él los protestantes, dirían que el hombre, antes de la vocación a la
fe es enemigo activo de Dios, y tal enemistad tiene que manifestarse de una manera
positiva -y no meramente como una privación- en todas sus acciones. Este aspecto más
personalista y actualista del pecado en esas obras es más difícilmente conciliable con la
doctrina católica. Parece reducir el pecado original al pecado actual, dejando con ello en
la penumbra precisamente el a priori de estos pecados actuales. La teología
postridentina, sin embargo y a su vez, preocupada por determinar la esencia misma del
pecado original en la privación de la gracia santificante, ha descuidado ciertamente el
aspecto más personalista y actualista del pecado; aspecto que no deja de estar presente,
por ejemplo, en los documentos primeros contra los pelagianos (cfr. D. 130, 182, 190 y
195). Esta consideración actualista debe ser considerada como complemento esencial de
la consideración excesivamente abstracta y naturalista del pecado original.
Notemos, en fin -y llegaremos, así, como de la mano, al segundo estadio del esquema de
la doctrina de la justificación-, que W. Joest no comparte la opinión de Brunner de que
la doctrina de Trento sobre el servo arbitrio antes de la primera gracia coincida
prácticamente con la doctrina protestante, ya que para aquél la libertad postulada por el
Concilio es superior a la libertad civil, mera capacidad de elección en las cosas terrenas,
que admite la teología luterana. Según Joest, no tienen los hombres, antes de la primera
vocación, capacidad para las virtudes sobrenaturales, pero si para actos de moralidad
RICARDO FRANCO, S.I.
natural que son buenos en el juicio de Dios, aunque no califiquen al hombre para recibir
la justicia sobrenatural. Esta libertad es precisamente la que permite al hombre el que,
cuando Dios interviene y pone las condiciones necesarias, pueda responder negativa o
afirmativamente.
Ordinariamente la justificación, como tal, se verifica por el bautismo. Pero hay casos,
advierte Brunner, en los que aquélla precede a la recepción de éste. Y así, además de la
justificación (es decir, de la gracia) como sacramento, puede darse una justificación por
la palabra del Evangelio: gracia como palabra.
Según esto -en los casos que sucediese- los límites entre disposición a la justificación y
la justificación misma han de ser corregidos de aquella precisión tan definida que
adquieren en el decreto tridentino. Semejante difuminación de límites la desea Brunner
precisamente para acentuar la importancia del momento personal de la fe por la
predicación, frente al opus operatum del bautismo (o de cualquier sacramento). Nos
encontramos, pues, aunque de manera sumamente mitigada, con la oposición entre
palabra como elemento personal y sacramento como momento naturalista.
Más claramente insiste en ello V. Kühn. Reprocha a Trento haber fijado demasiado
rígidamente el inicio de la justificación, por dicho opus operatum (que nada dice de acto
personal), pues a la vez exige la fe, siendo así que ésta no puede ligarse a un momento
puntual, y que -como puente de relación personal- se opone además a lo sacramental
como ontológico y naturalista. En este sentido echa de menos también Brunner la
mención de la fe entre las causas de la justificación, aunque se la relacionase con el
bautismo (Sacramentum Fidei). Hay que decir sencillamente que Trento no quiso
pronunciar la última palabra, en sentido exclusivo, sobre las causas de la justificación en
general. La ausencia de la palabra y de la fe entre ellas indicaría quizá también que
RICARDO FRANCO, S.I.
4. La fe justificante
Con razón afirma Joest que la fe que el Tridentino requiere para la justificación no es
meramente la fe dogmática, sino también un principio de fe fiducial. En el cap. 6 del
Decretum, en efecto, no se pide sólo una adhesión intelectual sino también una fiducia,
tanto por lo que respecta al objeto de esta fe (que incluye las promesas de la misma),
como en el sentido de la relación personal qué dicha fe comporta respecto a cada
creyente (D. 798). El aspecto personal de la fe no está, pues, ausente en verdad del
Tridentino, que llega a decir, aunque sólo de paso: la fe, si no alcanza la virtualidad de
la esperanza y de la caridad, no produce una perfecta unión con Cristo ni hace de
nosotros un miembro vivo de su cuerpo (D. 800). Se nos dice aquí claramente -aunque
de modo circunstancial- que la finalidad esencial de la fe es la unión personal con
Cristo.
Sin llegar a este extremo de condicionalismo de la fe fiducial, insisten los autores que
comentamos en la necesidad del aspecto personal de una fe que no se limite a tener por
ciertos los sucesos históricos del pasado o de los contenidos dogmáticos en sí, sino que
se refiera concretamente a mí. No meramente creer que Jesucristo ha muerto por los
pecadores en general, sino creer que esta promesa se me hace a mí en concreto y, por
RICARDO FRANCO, S.I.
5. La certeza de la fe
Nos encontramos, pues, con una doble manera de considerar la cooperación del hombre
en la salvación. Para los protestantes dicha cooperación no puede considerarse como
algo verdaderamente real, como una condición que limite de alguna manera la acción de
Dios. No tiene, por tanto, sentido para ellos recibir la acción de Dios y dudar al mismo
tiempo de su eficacia. Lo característico de la fe es que no mira al hombre, sino
únicamente a Dios. Para Trento, en cambio, cualquier hombre, al mirarse a sí mismo y
ver su propia debilidad, puede temer por su gracia (D. 802). La certeza de la fe, pues,
no puede subsistir; pero no por falta de eficacia de la gracia, sino por una temible falta
de cooperación del hombre.
6. La esencia de la justificación
El y por El- de la divinidad misma (con todos los problemas que encierra dicha
participación). En el primer caso no se puede admitir más que una imputación
extrínseca: ¿cómo se podría comunicar de otra manera la propia obediencia de Cristo?
A lo más podríamos hablar de una comunicación de su propia subjetividad, de una
especie de transubjetividad: lo cual exige un exclusivo esquema personalista, en el que
no cabría participación alguna de tipo entitativo. El hombre es redimido, participa en la
Redención de Cristo, no porque reciba en sí una nueva realidad óptica, un nuevo ser -en
el que es elevado a la vida misma de Cristo, que es la vida de Dios-, sino en la medida
en que realice inmediata, continua y actualmente esta relación transubjetiva misma: no
hay, en el hombre, redención de su ser, sino más bien redención de su operar personal.
Este estado, con todo, no ha de perder nunca de vista su ineludible relación a Cristo. En
este sentido se puede, e incluso es necesario, recoger lo válido de la concepción
personalista protestante. El encuentro de Dios y del hombre tiene lugar en el diálogo: es
llamada de Dios y respuesta humana. No basta creer una vez y despreocuparse luego del
esfuerzo por revivir una y otra vez este acto personal de fe. Al igual -aunque
analógicamente siempre- que sucede en la relación interpersonal humana (diálogo,
amistad y amor), en la relación con Dios no podemos contentarnos con saber que hemos
llegado a ser amigos, sino que hemos de mantener viva esta relación, en un continuado
renovarla por el encuentro, la confianza y el amor ejercitados actualmente.
Hemos podido distinguir en todo el análisis anterior una doble tendencia ideológica. Por
una parte, la de lo ontológico: sustanc ia, accidente, naturaleza, etc. De otra, lo personal,
que se realiza en el encuentro de persona a persona y que de ninguna manera es
reducible a las categorías dichas. Así, teníamos de una parte la fe dogmática (sobre
hechos o contenidos objetivos), el sacramento (opus operatum), la gracia santificante
(cualidad infundida en el alma). Y de la otra parte tendríamos la predicación (como
encuentro y llamada personal), la fe fiducial (como respuesta a esta llamada) y el
actualismo de la decisión de la fe en cada momento (frente a la posesión estable de un
don determinado).
Se ha visto también, en las páginas precedentes, que sería ingenuo pretender reducir
todas las diferencias católico-protestantes a un dilema entre ambas estructuras mentales.
Esta preocupación radical del personalismo hay que tenerla presente cuando se trata de
valorar su aportación a la teología. Y de hecho es la corriente personalista la que forma
hoy el clima desde el que se piensa y se habla teológicamente.
Quizás comprenderemos unos y otros que tenemos un origen común, y que nuestros
diferenciados esquemas mentales han de lograr -como acaso entonces- una mutua
complementación. Los intentos que han ido multiplicándose en los últimos tiempos nos
dicen ya de su fecundidad.
Vivimos en una época apasionada por la totalidad. Por encima de las divisiones
intelectuales y los compartimentos estancos que separan las diferentes ciencias existe un
deseo de captar la realidad viva, cambiante, entera. Este deseo de unidad que nos
envuelve nos puede hacer soñar en el descubrimiento de una ciencia única, con todo lo
que esto supondría de amenaza a la integridad y a las adquisiciones de nuestro esfuerzo
científico. Esto no impide que este sueño encierre y exprese una verdad muy profunda:
la realidad es una, la verdad es una, al igual que el hombre que piensa y siente. Cada
hombre, y la humanidad entera a través de la historia, tiene el deber intelectual, moral y
religioso de elaborar una visión coherente y totalitaria de la realidad.
Esta visión unitaria e integradora no puede ser el objeto de una sola ciencia. Abarca
todo el hombre. Se trata de adoptar una postura existencial y personal capaz de integrar
los diferentes elementos de cada ciencia. Esta posición en último término encierra un
acto de humilde sumisión a la realidad en toda su amplitud y profundidad.
Aunque se piense lo contrario en ciertos ambientes, podemos decir que esta búsqueda
angustiosa de la unidad del saber afecta, ante todo, al creye nte. No al que tiene la fe
como una excusa confortable para no pensar, sino al verdadero creyente que, como
Jacob, lucha con su Dios. Esta es una de las principales razones que nos han impelido a
buscar las implicaciones en el plano humano del misterio divino de la gracia.
En la primera parte exponemos las nociones esenciales sobre la naturaleza del hombre y
su libertad. En la segunda presentamos una descripción teológica del pecado y de la
gracia. Finalmente, en la tercera, estudiamos las posibilidades y los límites de una
psicología de la gracia.
NATURALEZA Y LIBERTAD
Por otra parte el alma no es el cuerpo. Alma y cuerpo son como dos polos de un campo
magnético único cuyas líneas de fuerza se cruzan y entrecruzan continuamente. Es
imposible intentar distinguir entre actos que pertenecen única y exclusivamente al alma
o al cuerpo.
No es que pretendamos presentar cuerpo y alma como dos fuerzas opuestas, pero
prácticamente equivalentes, diferentes pero complementarias. En nuestro punto de vista,
dentro de esta unidad profunda, el espíritu tiene una iniciativa indiscutible. La imagen
de Dios, que por su acto creador nos ha grabado en nuestro ser entero, está más
profundamente impresa en el centro espiritual de nuestro ser, este centro de densidad
personal, donde somos más nosotros mismos. Es a partir de este centro de densidad
existencial desde donde los rasgos de la imagen divina se difunden a través de todos los
niveles de mi existencia, desde los más profundos hasta los más periféricos.
Es en este punto donde una teología de la creación y de la imagen divina y una sana
filosofía personalista deben completar, corregir y matizar lo que hay de imprecisión en
las conclusiones, por otra parte justas, de la psicología.
Dios es amor. La imagen de Dios en nosotros será, pues, también amor, fuerza de amor
de Dios, de los demás y de mí mismo en Dios. Esta fuerza fundamental de amor
constituye mi persona. Soy persona porque soy espíritu. Y porque soy espíritu, soy
libertad y amor. La libertad, antes de ser elección y libre arbitrio, es el poder de una
persona de darse a otra.
Hay ciertamente en nosotros una doble libertad. Está la libertad que conocemos por
experiencia, que llamamos corrientemente libre arbitrio. Pero existe también en
nosotros una libertad fundamental de opción existencial y totalizante.
Conocemos por experiencia el libre arbitrio, esta libertad ponla cual el hombre puede en
cierto modo ordenar su vida. Es la libertad en el sentido común de la palabra: la
posibilidad de elección. Los niños -y al parecer también los animales- desde muy pronto
la poseen.
Para que sea verdaderamente humana debe estar sostenida y dirigida por algo más
profundo, por una opción fundamental en la que yo me expreso enteramente con todo lo
que yo quiero ser en este mundo y delante de Dios. La variedad de pequeñas elecciones
cotidianas es absurda -casi inhumana- sin una orientación totalizante, profunda, estable
y espontánea de mi vida, de todo mi yo delante de la realidad qué yo acepto o rechazo.
PIERRE FRANSEN, S.I.
Hay, por tanto, una interacción continua entre los actos particulares perceptibles y
conscientes de cada instante y la opción fundamental, obscuramente consciente,
ejercitada y vivida en cada acto particular. La opción esencial es, pues, como el alma de
nuestros actos cotidianos. Sin éstos la opción no existe. Resumiendo: es en, por y a
través de los actos cotidianos cómo se expresa mi opción fundamental, mi libertad
esencial de persona, y de esta manera se forma y determina cada vez más y va
apareciendo ante mis ojos con claridad.
La historia de una vocación nos proporciona una excelente ilustración de esta verdad.
Partimos de una opción fundamental madurada lentamente en la juventud. Esta opción
condiciona todos mis actos concretos que a la vez van desarrollando y madurando mi
opción, hasta llegar al instante en que sentimos la vocación de una manera imperiosa y
determinante.
Por otra parte es completamente inútil llenar el corazón y la cabeza de los jóvenes de
magníficas ideas, de nobles y sublimes aspiraciones. Mientras no hayan aprendido a
traducir pacientemente y con perseverancia estas aspiraciones etéreas en actos humildes
de entrega, servicio, trabajo, nuestra educación no les dejará más que un vago, efímero e
incluso peligroso entusiasmo.
Esta verdad contribuye a solucionar numerosos problemas modernos. Así, por ejemplo,
el éxito de un matrimonio no depende tanto de una cierta técnica, exterior y
deshumanizada, de la vida sexual, como de este arte supremo con el que se logra unir en
una sola vida el respeto y amor mutuo con las múltiples y monótonas obligaciones de
una vida compartida.
El secreto de nuestra vida reside en la unión entre la aspiración profunda y las múltiples
ocupaciones. Así está hecho el hombre y sólo puede realizarse como tal si se toma como
es: espíritu y materia, espíritu vivo, actuante en y por el cuerpo, materia con
transparencia de espíritu incluso en los más humildes gestos de nuestra vida.
PIERRE FRANSEN, S.I.
En lo expuesto hasta ahora para establecer con claridad lo esencial, hemos tenido que
simplificar el problema. El hombre es espíritu y persona en el mundo material y
temporal. Nuestra opción fundamental no puede emerger a la superficie de nuestra
actividad si no es a través de un largo proceso de maduración en el tiempo. Tampoco se
puede encarnar en una serie de actos concretos si no es atravesando una espesa capa de
humanidad, donde el hombre no es el único en cargar con la responsabilidad de su vida.
Analicemos estos dos elementos condicionantes de nuestra opción.
Para actuar necesita razonar, lo que implica una inteligencia recibida al nacer y formada
en un ambiente familiar, escolar, cultural. Necesita querer, fuerza de carácter,
estabilidad de intenciones, y valor en las dificultades. Todo esto no depende únicamente
de su libertad.
Conclusión
El hombre ha sido colocado por Dios en una situación llena de determinismos que
superan su iniciativa personal. Estos influjos extraños no le pueden elevar hasta un nivel
de verdadera vida humana si no posee, en lo más profundo de sí mismo, una fuente de
vida divina, una fuerza de acción, un poder creador y fundamental de amor. En la
profundidad de sí mismo, el hombre reposa en las manos de Dios y Dios le sostiene en
la existenc ia. En esta profundidad se encuentra lo que la Sagrada Escritura llama
"corazón" del hombre, el centro de toda su actividad.
TEOLOGIA DE LA GRACIA
La opción se halla ante una alternativa esencial. Es conocida la frase lapidaria de san
Agustín: "Sólo hay en nosotros dos amores posibles. El amor de Dios hasta el olvido de
sí, o bien el amor de sí mismo hasta el olvido y la negación de Dios". En el plano de la
opción fundamental Agustín no podía expresarse de una manera más exacta.. Sólo
existe una alternativa posible: el amor de Dios a través del amor a los demás, o bien el
amor a sí mismo, el replegarse voluntariamente. en sí mismo bajo las formas de la
vanidad, egoísmo, orgullo, o bajo la forma de una atrofia espiritual que hace instalarnos
en el peque ño mundo de nuestra imaginación o del confort burgués. Este amor a sí
mismo es el pecado, el único mal definitivo del hombre.
Conviene insistir aquí que en todo pecado encontraremos siempre un fondo de orgullo o
al menos de egoísmo mezquino. Es evidente que el pecado sexual -por el que algunos
educadores tienen una preocupación obsesiva- es un pecado y un pecado grave, pero es
grave ante todo por una razón espiritual, porque para muchos hombres es la ocasión más
fuerte para encarnar y actualizar su egoísmo más profundo.
Esta precisión nos permitirá determinar con más exactitud la naturaleza de la malicia
que todos hemos heredado. No vamos a exponer aquí una teología del pecado original.
Creo, con todo, que a menudo se ha exagerado insistiendo en el aspecto sexual de la
concupiscencia, o colocando las consecuencias del pecado original en el desequilibrio
entre las tendencias del alma y del cuerpo. Explicaciones insuficientes.
Hay algo más hondo y esencial que esto. La semilla de iniquidad que infecta nuestra
vida posee, como todo en el hombre, una raíz espiritual. Por el pecado original se
instala en el hombre un profundo individualismo que le hace acaparar todo lo que cae en
sus manos para sus fines mezquinos e inmediatos. Porque mi espíritu está "replegado en
sí", mis instintos sexuales tienen tanta fuerza en mi vida; y también por esta razón las
aspiraciones de mi cuerpo y de mi alma se hallan en un equilibrio inestable.
De aquí que el papel del educador consistirá en crear un clima de entrega, de servicio,
de olvido de sí mismo, es decir, de interés por los demás. Todo lo que arranca al niño y
al hombre de sí mismo, abriéndole a la realidad, a la naturaleza, a los demás, posee una
real significación religiosa. Se debe salvar al hombre, extraerlo dulce y diestramente del
cerco en que lo retienen la dureza y la maldad de los adultos y sus propias tendencias
pecadoras.
PIERRE FRANSEN, S.I.
La gracia es ante todo amor. También es san Agustín quien ha dado esta afortunada
definición de la gracia: "Porque me habéis amado primero, Señor, me habéis hecho
amable". Y esto en el doble sentido de "digno de amor" y "capaz de amor". En estas
palabras se encuentra resumido todo el misterio de la gracia divina. Tratándose de la
gracia, Dios es quien comienza, Dios quien obra, Dios quien termina. Esta primacía
divina de la gracia a menudo es olvidada por nuestro semipelagianismo occidental.
Nada hay tan límpido como esta visión de nuestra fe. Nacemos pecadores, o más
exactamente en estado de perdición, de alejamiento y de soledad, con un gusto especial
hacia nuestro yo, que es la consecuencia inmediata. Nos afirmamos más como
pecadores cada vez que actualizamos nuestro egoísmo de base. Solamente la gracia de
Cristo puede salvarnos de nosotros mismos y así volvernos a nosotros mismos. La
gracia de Cristo es la que restaura en nosotros la libertad de la que hablábamos en la
primera parte.
Es importante ver cómo la vida divina obra en nosotros. Esta alcanza, el corazón de
nuestro ser libre, allí donde nuestra existencia fluye de las manos creadoras de Dios.
El amor divino me alcanza como una llamada de Dios, una exigencia desde arriba, que
va penetrando en mi ser y me invita y me atrae a la aceptación total y amorosa de Dios
en la fe, la esperanza y la caridad. La gracia es una realidad que impregna el centro
PIERRE FRANSEN, S.I.
PSICOLOGIA DE LA GRACIA
A primera vista parece que toda psicología de la gracia es imposible. La gracia es una
participación de la vida divina en nosotros. Y Dios no se deja experimentar. A la opción
fundamental de la gracia la llamábamos sobrenatural por su origen divino y por su
objeto, que es Dios. Estos dos aspectos de nuestro compromiso sobrenatural también
escapan necesariamente a nuestra experiencia psicológica.
Por otra parte, al estudiar el influjo divino en nosotros vemos cómo éste no penetra en
nuestro interior como una fuerza extraña e irresistible que interrumpa el proceso de
nuestra libertad. Nadie como Dios muestra un respeto tan grande por nuestra libertad.
Nuestra libertad no es más que la huella de Su libertad eterna, la imagen en nosotros de
su Amor. Es "desde el interior" como Dios actúa sobre nuestra libertad. Así este influjo
divino nos lleva libremente "del interior hacia el exterior" de nosotros mismos. De esta
manera se adapta perfectamente al desarrollo de nuestra espontaneidad libre.
Nuestra psicología concreta es ciertamente muy compleja. Todos los que tienen cierta
experie ncia del examen de conciencia saben que en la práctica es muy difícil descubrir,
bajo el camuflaje de las "buenas razones", la "verdadera razón" que nos ha decidido a
obrar. El único motivo, que moral y definitivamente nos compromete, es el de nuestra
opción fundamental. Pero ya hemos visto cómo esta opción, por realizarse en las
profundidades de nuestro ser, no es nunca consciente. Por esto será imposible reconocer
los elementos que se refieren directamente a nuestra opción fundamental sobrenatural.
nuestra sola fe. Nosotros deberíamos actuar, en este caso, por una especie de
subconsciente, o de supraconsciente, que ningún análisis psicológico podría descubrir.
No estamos de ningún modo de acuerdo con esta posición, muy extendida durante los
últimos siglos en los tratados de teología sobre la gracia. La experiencia humana y
cristiana parece, sin embargo, darles la razón. La gracia no cambia las leyes físicas,
históricas, sociales, psicológicas y biológicas. El hecho de estar en gracia no influye en
mi ruina si soy imprudente en los negocios, o en mi muerte si sufro un accidente.
El mundo permanece tal como era antes de la venida de Cristo, antes de mi bautismo. Y
tal como está es el resultado de nuestro pecado. Cristo descendió sobre esta tierra, la
nuestra. Entró en este estado de perdición y cargó con todas sus consecuencias, excepto
el pecado. No cambió nuestra tierra, pero le sacó el veneno, la solidaridad en el mal, el
gusto por el pecado. En este mundo de orgullo y desobediencia a Dios, se hizo el Siervo
de Yahvé, el Hijo Obediente. Y nos mereció la gracia de la salvación con Él, por Él y en
Él.
Para nosotros también el mundo permanece inmutable. Pero debemos también, bajo la
acción de Su Espíritu, quitarle la semilla del pecado con nuestra obediencia en la fe y en
la caridad.
Por esto el mundo tiene sus leyes propias. Estas leyes dejan a sus ciencias la autonomía
a que tienen derecho, no absoluta -propia sólo de una ciencia única-, pero sí una
autonomía entera en su terreno. Circunscrita por su objeto y por su método.
Podemos ir más lejos. Un hombre puede, aun sufriendo una debilidad mental, un
desequilibrio efectivo, ser llamado a la santidad. La santidad no es otra cosa que la
aceptación total, como y con Cristo, de la situación en la cual la Providencia nos quiere
actualmente.
Es cierto, y lo repetimos otra vez, que la gracia nos da una exigencia de moralidad. No
es inútil insistir en ello. Pues existe hoy día toda una corriente que tiende a hacer olvidar
la importancia primordial de la exigencia de moralidad. No basta estar ordenado
"ontológicamente" sacerdote de Dios, para encontrarse automáticamente elevado a un
estado de santidad institucional, que nos dispense de todo esfuerzo moral y ascético. Y
algunos psicólogos se equivocan creyendo que la predicación sana de grandes verdades
de nuestra fe -pecado, infierno, muerte- engendran normalmente complejos. Ya es hora
de dar a nuestra educación, a la formación de los cristianos, religiosos y sacerdotes una
tonalidad más viril, que nos libere de sentimentalismos religiosos y sobre todo de la
insensata fobia de los complejos, que sin duda es el mayor complejo de nuestra época.
Con todo, nosotros nos inclinamos francamente por la doctrina antigua: de los Santos
Padres, de san Agustín sobre todo, de la preescolástica y de los grandes teólogos del
siglo XIII. Aceptamos sin dudar la tesis llamada tomista, según la cual existe una
psicología de la gracia. Las razones se encuentran en toda nuestra exposición anterior.
En el terreno de los conceptos claros y distintos los suarecianos tienen razón. Nuestro
compromiso vital no puede ser inmediata y completamente puesto en claro. Existen en
el hombre muchas percepciones, conocimientos y certezas que no aparecen a la luz de
nuestra razón más que después de una larga deducción. Pero son tanto más reales cuanto
vividas y practicadas en nuestra actividad existencial.
Existirá siempre un margen entre la captación vital de Dios, como el fin sobrenatural y
total de mi vida, y la conciencia clara que yo poseo de ello. La certeza nocional basta
mientras yo considero el exterior como "cosas" útiles o peligrosas. Pero desde que uno
se eleva al orden personal, desde que el "yo" encuentra al "tú", es necesario trascender
este primer orden de certeza objetiva, para penetrar en el terreno de la fe y del amor, de
la intuición vital, del impulso amoroso hacia la persona amada.
La psicología es, ante todo, una ciencia de observación. Debe observar, constatar,
describir la experiencia individual o colectiva. Aquí se abre para el psicólogo un amplio
campo de estudio.
PIERRE FRANSEN, S.I.
Existen también los momentos de vida religiosa intensa o prolongada, que nos impulsan
a una simplificación de nuestros gestos, actitudes y palabras. Son los momentos de la
prueba dura o de la gran consolación, en la historia de una vocación o en la historia de
un gran amor.
A estos temas centrales podríamos añadir toda una serie de temas conexos que pueden
ser muy útiles. En primer lugar, la expresión religiosa artística. Muchas veces abordan
temas religiosos artistas no creyentes. Y su intuición y expresión superan a veces
incluso las de los santos.
Psicología y fenomenología
Y sin embargo, este sentimiento está acompañado de una alegría profunda, de una
plenitud inexpresable. En los momentos más difíciles esta paz, esta dulzura íntima no
nos abandona nunca. Es la dulzura que nos acerca también a los demás: no podemos
guardarla celosamente para nosotros solos. Es preciso que nuestros hermanos la
conozcan y la compartan.
No hay nada peor en la vida de gracia que la histeria o paranoia bajo apariencia
religiosa. Por otra parte, nada atrae tanto a los espíritus enfermos como los misterios de
nuestra fe. Esta enfermedad oculta, que además es muy contagiosa, es uno de los
grandes inconvenientes para el desarrollo de la vida de gracia. Falsea su maduración y
crea ilusiones y engaños. Una inquietud incesante mueve a estos espíritus a continuas
reformas que, apenas esbozadas, deben ceder paso a otras manifestaciones siempre
sorprendentes.
posibilidades y sus límites. Creemos que el psicólogo cristiano tiene una misión especial
en este mundo: colaborar en la elaboración de un humanismo cristiano más apto por ser
más universal, tanto en profundidad como en extensión. El humanismo no es la gracia.
Pero la Iglesia ha creído siempre que éste era indispensable para el desarrollo normal de
esta vida interior y divina en la ciudad terrestre, bosquejo de la Ciudad Futura.
ANTIGUO TESTAMENTO
En una visión general de conjunto podemos establecer una triple división en el AT: el
periodo antiguo, anterior a los profetas del siglo VIII, establece los fundamentos
doctrinales del pecado y su influencia se prolonga hasta la literatura sacerdotal; el
período profético va desde el siglo viII hasta el v, desarrolla los fundamentos de la
doctrina antigua y engloba conjuntos literarios no proféticos; el judaísmo del post-exilio
que se separa algo de la visión profética. Al agrupar los textos en una visión general de
la historia de Israel, comprendemos mejor la revelación del pecado que se va haciendo
de manera progresiva en la Biblia.
PERÍODO ANTIGUO
Al establecer una comparación con las religiones en Oriente, aparecen con más claridad
las características de la noción bíblica del pecado.
En Egipto las protestas de inocencia, conservadas en el Libro de los Muertos, nos dan
una idea bastante completa de su noción del pecado. Cuando el difunto aparece ante el
tribunal de Osiris para presenciar la valoración de su alma, le es necesario pronunciar
una fórmula ritual, que manifieste su inocencia ante los dioses. La lista de los pecados
es muy irregular. Figuran en ella tabús religiosos y preceptos esenciales en la vida de la
sociedad. Los dioses detestan lo que la conciencia humana condena (robo, adulterio,
injusticia), sin embargo el concepto de pecado acentúa más la materialidad de los actos
cometidos que su intención. Las protestas de inocencia parecen estar dotadas de cierta
eficiencia mágica que asegura la pureza interior del muerto y su entrada en el paraíso.
No hay referencia a un verdadero ideal espiritual o a una ley divina revelada.
En la religión mesopotámica este juicio del mas allá no existe. La doctrina del pecado se
ha de buscar en las oraciones penitenciales y de súplica. La prueba de su existencia nos
viene dada por la miseria humana: derrotas, hambre, enfermedades, etc. El suplicante
deduce de estas circunstancias que ha provocado la ira de algún dios, y ahora
experimenta su venganza. Confiesa, pues, su pecado y pide perdón. Cualquier violación
de la voluntad de algún dios, es pecado. Las faltas, así consideradas, no entran en un
orden moral. El hombre, para purificarse, se abandona a unos ritos expiatorios que
aseguran su inocencia. El poder divino irritado se parece muy poco al Dios personal de
la Biblia: los formularios de las oraciones están dirigidos a cualquier dios, conocido o
desconocido, a quien el pecador haya podido desairar. En primer plano está la utilidad
del pecador y su conversión interior no aparece.
PIERRE GRELOT
La Biblia tiene una noción esencialmente religiosa del pecado, cuya gravedad se sitúa
en el orden de la acción. El pecado es un acto, o más hondamente, una actitud del
hombre ante Dios. Para calificar esta actitud del hombre hay que referirse
necesariamente a la voluntad objetiva de Dios, que se manifiesta en su ley. Esta noción
del pecado tiene como fundamento la historia de la Alianza: Dios por su propia
iniciativa entra en relación religiosa con el hombre fijando unas condiciones; el
cumplimiento de su Ley. Al apartarse el hombre de esta Ley, peca. El vocabulario
hebraico que describe el pecado, advierte esta relación personal entre Dios y el hombre.
La raíz awôn señala el extravío del buen camino, que es la ley de Dios. La palabra pésa
indica la infidelidad a Dios. El pecado manifiesta, pues, la conducta del hombre
contraria a los mandatos del Dios de la Alianza. Esta relación pecado- ley se encuentra
no sólo en el campo jurídico, sino que entra en la economía de la salvación del hombre.
La novedad radica en la distinción entre materia e intención. Estos son los dos
elementos esenciales de la teología del pecado. La materia no está determinada por los
imperativos de una moral social o de un rito tradicional sino por la ley positiva revelada
al hombre en la Alianza. La Torah, por ejemplo, al asumir lo que llamamos religión y
moral natural, presenta sus preceptos morales y religiosos como revelación de la
autoridad divina.
PERÍODO PROFÉTICO
Los profetas anteriores al exilio no aportan una innovación doctrinal esencial, pero su
mensaje señala un desarrollo considerable al subrayar el triunfo escatológico de Dios
sobre el pecado.
Muchos discursos proféticos denuncian los pecados de Israel, pero contrariamente a los
escritos sacerdotales lo hacen sin una referencia explícita a la ley. No es fácil establecer
una jerarquía de valores morales válida para todos los profetas, pero todos acentúan las
exigencias morales y religiosas primordiales tanto de la vida social como en las virtudes
individuales. La conciencia humana parece afinar más en lo que Dios quiere de los
hombres.
Los profetas se fijan más en la realidad actual del pecado en la historia, que en su
origen; ven en el pecado la presencia activa del misterio del mal en el corazón humano.
"No hay en la tierra sinceridad, ni amor, ni conocimiento de Dios" (Os 4,1). El pueblo
de la alianza y de la ley se entrega voluntariamente al mal, no escucha la voz de los
profetas. Su endurecimiento es trágico. La doctrina profética llega a una paradoja: la
responsabilidad del pecador y la imposibilidad de que el hombre por sus propias fuerzas
se convierta. El drama del pecador no tiene solución... humana.
Los sabios y salmistas del post-exilio acentúan los aspectos religiosos y morales del
pecado. Su ley está centrada en la fidelidad y el cumplimiento del decálogo. Son
conscientes, sin embargo, del mal interior que afecta al hombre. La corrupción es
universal. El pecado anida en el ser humano. Dos actitudes son necesarias en el ho mbre:
la conversión y la gracia. El salmista implora la purificación interior y el espíritu divino
que vence al mal. En esto sigue las enseñanzas proféticas.
NUEVO TESTAMENTO
Además del corazón humano, Jesús presenta a Satán como responsable del mal. El
induce al hombre a pecar e impide que la palabra de Dios fructifique (Me 4,15).
El pecado trae consigo consecuencias graves, y Cristo nos pone ante los ojos la
principal: apartarse de Dios. Con el tema del hijo pródigo, nos presenta la ruptura de las
relaciones personales entre Dios y los hombres. El pecado aleja al pecador de la
intimidad y amistad divina. El pecado, aparta a las ovejas de su pastor (Lc 15,4). Esta es
la verdadera gravedad del pecado, el separar al hombre de Dios, ya que fuera de Dios no
hay salvación.
La salvación y el reino de Dios iluminan el concepto del pecado. Cristo llama a los
pecadores a quienes salva y perdona gratuitamente. Se aparta de los que confían en sus
propias obras. El Hijo del hombre ha venido a salvar lo que estaba perdido (Lc 19,10).
La salvación del pecador exige su conversión interior. Las parábolas de la misericordia
que acentúan la iniciativa divina, no olvidan esta conversión interior. El hijo pródigo
pensaba: "me levantaré y diré: padre, he pecado contra el cielo y contra ti" (Lc 15,18-
20). Cristo dice de la pecadora: "le son perdonados sus muchos pecados, porque amó
mucho" (Lc 7,47-48). Con la conversión, la gracia del perdón está asegurada. Sólo la
blasfemia contra el Espíritu es un obstáculo. El que se niega deliberadamente a obedecer
la llamada interior del Espíritu que lleva a Cristo, permanece en el pecado. La idea no es
nueva: el AT nos hablaba del endurecimiento voluntario de los corazones que los fija en
el pecado. Por otro lado se señala que la conversión interior del hombre es gracia de
Dios. El, como pastor, busca sus ovejas y las ama tanto que entrega a su propio Hijo. El
pecado es un mal muy grave, pues el Hijo de Dios, para rescatarnos de él, ha de
sujetarse a lo peor.
La expresión "Cristo murió por nosotros" (1 Cor 15,3; Rom 5,8), que sintetiza los datos
de la tradición primitiva, tiene en Pablo un contenido más jurídico y preciso que en los
demás autores del NT. En Rom 4,15 habla de una transgresión voluntaria a la ley divina
que pone de relieve la responsabilidad personal del pecador. Por esta transgresión desde
Adán reinó la muerte sobre todos e incluso sobre los que no habían pecado (Rom 5, 14).
Por ella vino también Cristo al mundo (Rom 4,25). La ley determina la materia y el
conocimiento del pecado, pero no redime al hombre. Pablo da como una realidad la
universalidad del mal y la necesidad, también universal, de la redención.
PIERRE GRELOT
Desde esta visión general examina Pablo el drama del pecado en su perspectiva
histórica, esbozando las etapas del plan. salvífico de Dios desde los orígenes hasta su
realización en Cristo (Rom 5-6).
Por la muerte de Cristo el pecado es vencido (Rom 5,15-21). La gracia justifica a los
hombres no en virtud de sus obras sino por la fe en Cristo. Esta fe obra
sacramentalmente en el bautismo la muerte al pecado y la vida en Dios por Cristo,
(Rom 6,1-11). Es el desenlace del drama provocado por la transgresión original: las
promesas escatológicas de los profetas se han cumplido y podemos reanudar la amistad
e intimidad divinas. En esta visión integra Pablo todos los elementos esenciales de los
autores sagrados anteriores, sólo queda un poco en la penumbra la responsabilidad por
los pecados individuales, pero la recogerá más adelante.
Pablo no ignora que en cada individuo se renueva el drama cuyo desenlace será la
salvación o la perdición personal. El hombre nace esclavo del pecado (Rom 6, 17-20).
Su libertad no queda suprimida -pues es responsable- pero, herida por el pecado, le
inclina hacia el mal. A esta disposición espontánea de la voluntad humana, san Pablo la
llama carne. Cuando el hombre vive según la carne, las pasiones de los pecados obran
en sus miembros (Rom 7,5-6). La ley no es pecado, pero por ella se conoce el pecado y
éste alcanza la raíz misma de la libertad humana. El hombre es un ser dividido,
empujado hacia direcciones opuestas por la carne y el espíritu: "si, pues, hago lo que no
quiero, reconozco que la Ley es buena. Pero entonces ya no soy yo quien obra esto, sino
el pecado que mora en mí" (Rom 7,16-17). ¿Cómo escapar de este drama interior?
Dios envió a su hijo en carne semejante a la del pecado, y condenó así al pecado en la
carne (Rom 8,3-4). No hay, pues, ya condenación alguna para los que son de Cristo,
porque la ley del espíritu de vida en Cristo nos libró de la ley del pecado y de la muerte
(Rom 8,1-2). El espíritu ha sanado la libertad humana en su misma raíz: le ha dado
poder para cumplir la ley de Dios, obrar el bien y vencer ,el mundo de la carne. En
cualquier momento se nos ofrece a nuestra conciencia una elección: la esclavitud del
pecado de la carne y de la muerte, hacia la cual nos inclina nuestra espontaneidad, o la
auténtica libertad en el servicio de Dios, llevados por la fuerza del Espíritu. De esta
íntima elección depende nuestro destino, según las palabras de San Pablo: "la soldada
del pecado es la muerte; pero el don de Dios es la vida eterna en Nuestro Señor
Jesucristo" (Rom 6,23).
PIERRE GRELOT
El vocabulario juaneo sobre el pecado es más pobre que en Pablo, pero su teología del
pecado no es menos rica. En las cartas considera el problema del pecado en la vida
cristiana, mientras que su evangelio muestra el drama del pecado anudado en torno a
Cristo.
En la vida cristiana, todo gira alrededor de la opción que el hombre toma frente a Dios.
Lo mismo sucede en la historia de Cristo. Los hombres, ante este Cristo, luz y vida del
mundo, se dividen en creyentes o incrédulos. Los primeros son llamados hijos de Dios y
los segundos constituyen " el mundo" por quien Jesús no ruega, "no ruego por el
mundo, sino por los que tú me enviaste" (Jn 17,9). Al ser Cristo luz, vida y salvación de
los hombres, cordero que quita el pecado del mundo, su sola presencia divide el corazón
humano, forzándolo a una elección: con él o contra él, fe o incredulidad. Por esto Cristo,
juzgando, salva al mundo. Este juicio se opera según la decisión libre del hombre: "el
que cree en él no será juzgado; el que no cree, ya está juzgado" (Jn 3,18).
Este es el pecado típico de los judíos incrédulos: rehusar voluntariamente al que podía
salvarles.' El evangelio nos señala la culpabilidad de esta incredulidad: pretender ver sin
la luz de Cristo: "han visto mis obras pero me aborrecieron a mí y a mi Padre" (Ja
15,24). Esta actitud pone de relieve la libertad humana que puede elegir o rechazar a
Cristo, luz en medio de las tinieblas del mundo: "la luz vino, pero los hombres
abrazaron las tinieblas". Esta libre elección es la esencia del pecado. Los sinópticos al
referirse a ella hablan del pecado contra el Espíritu y san Pablo del endurecimiento de
los corazones. Juan presenta este misterio del pecado teniendo ante sus ojos el
testimonio vivo de los judíos que llevan a Cristo a la muerte. Sabe que el drama de la
incredulidad judía se realizará mientras en la historia va anunciándose el evangelio de
Cristo. "En viniendo el Espíritu, éste argüirá al mundo de pecado... porque no creyeron
en mí" (in 16,8-9).
CONCLUSIÓN
A través de los dos Testamentos se han evidenciado las líneas de fuerza que articulan la
teología del pecado. En un plano inmediato, aparece el pecado como correlativo a la ley
de Dios, pero no en un sentido puramente jurídico, sino como expresión de la voluntad
objetiva e inmutable del creador sobre los hombres, les da a conocer su fin y el camino
conducente a él. Hablar así de la ley divina, supone tener presente todo el lenguaje
analógico y simbólico respecto a Dios; analogía y simbolismo que no caen en el mito ni
traicionan la realidad divina, sino que, por el contrario, dejan entreverlo como
perteneciente a otro orden.
PIERRE GRELOT
Decir que esta noción del pecado es un rasgo específico del Antiguo Testamento
abolido ya por el Nuevo y que el régimen de la gracia y del Espíritu Santo substituyen al
de la ley y de la letra, es confundir el sentido de los escritos paulinos y juaneos que
contrastan los dos regímenes (Jn 1,17). En realidad Dios da a conocer su voluntad,
primero por la misma conciencia (Ron, 2,14-15), después por la ley positiva revelada en
el AT y finalmente por los preceptos de Jesús. A través de estas etapas se perfecciona
nuestro conocimiento de la voluntad divina centrada en el máximo mandamiento del
amor. Amor que exige actitudes determinadas, normas fijas de conducta.
Veamos ahora la otra cara del problema del pecado: la deliberada violación de la ley
divina. Aquí entra en escena el misterio del mal, cuyo descubrimiento se ha hecho
progresivamente en el curso de la revelación bíblica. El NT lo ha puesto en una
evidencia total. Este misterio del mal, este peso del pecado, es mayor que el poder del
hombre, sus propias fuerzas no bastan para vencerlo. Es preciso el sacrificio de Cristo.
Es el Espíritu de Dios que le libera del pecado, obrando en él una transformación
interior que le permite llamarle Padre (Rom 8,1417) y le posibilita la observancia de sus
preceptos (Rom 5,5). Esta victoria práctica sobre el pecado supone la decisión humana
pero es un fruto del Espíritu (Gál 5, 22-23).
Visto así, el problema del pecado es esencialmente espiritual: es una opción contra
Dios. Ya desde el AT se va delineando con claridad el drama de la libertad que rechaza
a Dios. Es el caso de Adán y Eva o el endurecimiento de los corazones que hace
fracasar la alianza del Sinal. El pecado, además de debilitar la voluntad, es un peso que
la inclina a decidirse contra Dios, pero la gracia divina viene a contrapesar esta
influencia: "donde abundó el pecado sobreabundó la gracia" (Rom 5,20).
Pero seguir un camino no es solamente andar por él, sino andar por él en la buena
dirección; y aquí aparecen los temas del pecado y de la conversión. El pecador se ha
orientado en la dirección equivocada, por esto marcha en vano: La senda de los
pecadores acaba mal (Sal 1,6). La salvación está condicionada a una vuelta sobre sí
mismo, una conversión, que oriente la marcha del hombre hacia Dios.
Pero David quebranta la ley divina tomando la mujer de otro y provocando la muerte
del marido de esta mujer. Más aún, para cometer estas faltas abusa del poder que le
confiere su misión real, misión que le imponía el deber de hacer reinar la justicia (2 Sam
11).
David ha hecho lo que desagrada a Dios, sabiendo por qué tales actos le desagradan. Lo
prueba su reacción ante el apólogo del profeta, por el cual Natán le hace dar un juicio
que define su pecado y al mismo tiempo le condena.
Pero sin la iniciativa divina que denuncia el pecado y anuncia el castigo, David
permanecería en él, porque el pecado ciega al que lo comete, haciendo perder de vista a
Dios.
A esta iniciativa de Dios, David responde: He pecado contra Yahvé (2 Sam 12,13). Su
respuesta subraya lo que es la esencia del pecado: David ha pecado porque ha obrado
contra Dios. Luego no estaba ya con Él. Al caer en la cuenta de que se había apartado
de Dios, vuelve a Él, gracias a esta confesión-conversión. Y el perdón, inmediatamente
concedido, es el sello divino que garantiza la autenticidad de esta conversión.
Esta conversión tiene otro aspecto. El pecado hace pender el sentido de Dios; el
convertido lo recobra al acoger esta luz divina en la cual conoce al Dios que lo juzga,
pero que también lo llama a la salvación.
En efecto, el perdón anunciado por Natán comporta un castigo; el hijo nacida del
pecado morirá. Ante esta sentencia, David no desespera de salvar la vida del niño por
una súplica ardiente unida a una penitencia severa. Y cuando el niño muere cesa en su
penitencia y acepta esta muerte con sumisión perfecta a la voluntad de Dios (2 Sam
12,15-23).
Así, pues, la conversión de David nos da los elementos esenciales de una conversión
auténtica. Es Dios quien toma la iniciativa: la conversión es una gracia. Es una gracia
de luz que revela al pecador su pecado y la bondad de aquel a quien ha ofendido su
pecado. El convertido acoge la gracia confesando humildemente su pecado, abriéndose
con confianza a la bondad que quiere perdonarlo.
LA GRACIA DE LA CONVERSIÓN
Las lecciones que acabamos de extraer del caso típico de David, son inculcadas por
Dios a su pueblo a lo largo de su historia. Los profetas le recuerdan sin cesar la ley de
su Alianza; la conversión es el retorno a esta ley, retorno imposible si Dios no cambia el
corazón del hombre; la gracia de este cambio inaugurará una nueva Alianza, anunciada
por los profetas.
MARC-FRANÇOIS LACAN, O.S.B.
Bien pronto se han desviado del camino que les prescribí (Ex 32,8). Esta queja de Dios
a Moisés define la actitud constante del hombre. Es la de Adán al principio de la historia
humana (Gén 3); es la de Israel al principio de su existencia como pueblo, inaugurada
por la Alianza del Sinal; la adoración del becerro de oro (Ex 32) es una forma más
expresiva de la infidelidad permanente denunciada por Moisés: Habéis sido rebeldes a
Yahvé desde el día en que El empezó a poner en vosotros sus ojos (Dt 9,24).
Pero Dios no se cansa de castigar a su pueblo para atraerlo a sí. En el libro de los Jueces
la historia de Israel se desarrolla repitiendo siempre el mismo ciclo: el pueblo abandona
a Yahvé (Jue 2,12) y Yahvé lo entrega a sus enemigos (Jue 2,14) ; clamaron a Yahvé los
hijos de Israel, y suscitó Yalivé a los hijos de Israel un libertador (Jue 3,9; cf.
3,15;6,7;10,10-16).
En tiempo de los Reyes la historia seguirá el mismo ritmo. Los castigos con que Dios
intenta hacer volver a su pueblo quedan sin efecto. La evocación que hace de ellos el
profeta termina siempre con la amarga constatación: Y no os habéis vuelto a mi, dice
Yahvé (Am 4,6.8.9.10.11).
Volverse a Dios no es acudir a los lugares de culto, como Bétel, Guilgal o Berseba (Am
5,5); es hacer reinar la justicia (Am 5,15). Este es el carácter moral de la conversión
exigida por la Alianza; los ritos son vanos, si las costumbres no cambian.
Y para que se muden las costumbres, el corazón debe cambiar: este pueblo se me acerca
sólo de palabra y me honra sólo con los labios, mientras que su corazón está lejos de
mí (Is 29,13; cf. Me 7,6).
Lo que el Deuteronomio exigía era la circuncisión del corazón, es decir, una fidelidad
total inspirada por un amor a Dios sin limites (Dt 10,12-17). Esto es lo que Jeremías ha
predicado, al proclamar la inutilidad del culto, sin fidelidad a las exigencias morales de
la Ley (Jer 7,8-11. 21-28).
El profeta debe hacer la crítica de todas estas instituciones para extraer, de la ganga de
tradiciones humanas, las exigencias divinas de la Alianza. Es el único medio de
devolver al pueblo el sentido del pecado y de abrirle a la gracia que es su única
posibilidad de salvación. (Cfr. Jer 7,4.1011.13-14)
MARC-FRANÇOIS LACAN, O.S.B.
Y el exilio pondrá el sello- divino a la palabra del profeta. Así, pues, ¿hay que
desesperar de la conversión de este pueblo siempre infiel a la Alianza?
La pedagogía divina tiende a inculcar esta actitud al pueblo de la Alianza, para hacer de
él un testigo de su gracia en medio de las naciones. Pero, de hecho, sólo un resto la
adoptará (Is 10,20-22).
La conversión de este resto, a causa del amor eterno de Yahvé a Israel (Jer 31,3; cfr. Os
6,1-2), será fruto del don que Dios les hará: un corazón nuevo, un corazón capaz de
conocerle (Jer 24,6-7). Así, pues, el verdadero resto no son los que han escapado a la
deportación y han permanecido en Jerusalén; son los que han sido preparados á la
conversión por el exilio, aquellos cuyo corazón ha sido cambiado por efecto de un don
gratuito, y cuyo carácter personal empieza a insinuarse.
Por este don se inaugura una nueva Alianza y se constituye un nuevo pueblo. Este
pueblo se sigue llamando "casa de Israel". Pero nada impide a las naciones entrar en
esta casa, pues la única condición para poderlo hacer es el haber recibido de Dios un
corazón nuevo.
Otra voz llama a la conversión, subraya su carácter personal y proclama que es una
gracia. Su nombre es Ezequiel cuando anuncia: Os aspergeré con aguas puras y os
purificaré de todas vuestras impurezas... Os daré un corazón nuevo y pondré en
vosotros un espíritu nuevo; os arrancaré ese corazón de piedra y os daré un corazón de
carne. Pondré dentro de vosotros mi espíritu, y os haré ir por mis mandamientos y
observar mis preceptos y ponerlos por obra... y seréis mi pueblo y yo seré vuestro Dios
(Ez 36,25-28).
Para Ezequiel, la conversión es una gracia, una gracia de resurrección. Para suscitar en
sus oyentes la esperanza que acogerá esta gracia, el profeta les hace asistir a la
dramática visión de los huesos secos, vivificados por el espíritu de Yahvé (Ez 37,1-14).
Dios tiene la iniciativa en la conversión del pecador y esta conversión es imposible sin
la llamada divina que la suscita; pero si esta llamada implica el ofrecimiento de una
gracia de transformación, también es cierto que nos encontramos ante una opción libre y
que la gracia ofrecida debe ser acogida.
Urgencia de la conversión
Las amenazas de los profetas subrayan la urgencia de la conversión. Cuando Dios habla,
hay que apresurarse a responderle, si no, será demasiado tarde:
Vienen dios, dice Yahvé, en que mandaré yo sobre la tierra hambre y sed; no hambre de
pan ni sed de agua, sino de oír la palabra de Yahvé, y errarán de mar a mar y del norte
al oriente en busca de la palabra y no la hallarán (Am 8,11-12).
Para salvar a su pueblo, Yahvé no espera más que su conversión. Pero si esta conversión
se hace esperar, el peligro es grave: ¡Oh si oyérais hoy su voz! "No endurezcáis vuestro
corazón como en Meribá... Donde me tentaron vuestros padres... Cuarenta años anduve
desabrido de aquella generación... Por esto juré en mi ira que izo entrarían en mi
reposa" (Sal 95,7-11).
Esta conversión tan urgente consiste en abrirse a la gracia que renovará el corazón. El
convertido es el hombre que confiesa humildemente que necesita ser perdonado y que
pide confiado la gracia de su transformación.
Del corazón contrito (Sal 51,19) brota la plegarla confiada a un Dios rico en
misericordia que quiere la salvación del pecador: Apiádate de mí, ¡Oh Dios!, según tus
piedades; según la muchedumbre de tu misericordia, borra mi iniquidad. Lávame más y
más de mi iniquidad y límpiame de mi pecado... Crea en mí, ¡Oh Dios!, un corazón
puro, renueva dentro de mí un espíritu recto. No me arrojes de tu presencia y no quites
de mí tu santo espíritu (Sal 51,3-4.12-13).
MARC-FRANÇOIS LACAN, O.S.B.
Para que todos los hombres puedan convertirse en imitadores de Dios, será necesario
que venga el que sellará con su sangre la nueva y eterna Alianza.
Este doble papel de castigo y de expiación es aceptado por las liturgias y salmos
penitenciales (Sal 119,67.71).
Job preguntará al Dios que le hiere a pesar de su fidelidad. La respuesta de Dios será la
pregunta que plantea a Job la creación: "¿Quién es él para dudar del Creador?" (Job 38-
41). Job confiesa que esta pregunta le impone silencio (Job 39,34-35), y se arrepiente de
haber hablado (Job 42,6). Se convierte. No es que confiese haber sido infiel, pero
comprende que su fidelidad no le da el derecho de pedir cuentas a Dios, y que Dios
tiene derecho a que le "sirvan de balde" (Job 1,9).
Aquí está la verdadera justicia, la justicia de la fe. Para que Job alcance esta justicia,
Dios ha permitido que el sufrimiento probara su fe (Job 1,6-11; 2,1-5). Job es el hombre
plenamente convertido, el justo que vive de la fe (cfr. Hab 2,4).
La fuente de esta conversión es la gracia del Señor merecida por los sufrimientos del
Justo (Act 3,14), el cual, según la profecía de Isaías, llevará a término el plan de Dios
(Is 53,10), y justificará la multitud de los pecadores, suprimiendo sus pecados y
soportando su castigo (Is 53,4-6.10-12). Y este Justo será el mismo Señor, el cual
tomará, para salvarnos, la condición de siervo.
Nuestro deseo es intentar exponer un concepto trinitario de la gracia que sea correcto, y,
al mismo tiempo, establecer las relaciones propias a las tres divinas Personas. Creemos
que este intento se puede llevar a cabo respetando la doctrina tradicional católica
recordada por Pío XII en Mystici Corporis, cuando nos dice que en nuestra divinización
por la inhabitación divina persiste la absoluta distinción entre Creador y creatura sin ser
disminuida, y que toda divina eficiencia o producción de realidad ad extra es común a
las tres Personas.
El primer presupuesto, y quizá el más básico, es la idea de una causalidad divina "quasi-
formal" como explanación específica de la esencia de lo sobrenatural. Una teología de
P. DE LETTER, S.I.
la inhabitación, que rechace como inaceptable esta especie de causalidad propia del
orden de la gracia no, puede concebir lógicamente relaciones distintas con las Personas
divinas. La razón es clara: siendo la causalidad eficiente común a las tres Personas, ya
que es única la naturaleza divina, no pueden darse bajo este aspecto relaciones distintas
con cada una de las Personas. Por tanto, si el orden de la gracia sólo se apoya en la
causalidad eficiente, junto con la ejemplar y final que van con ella, la relación trina y
una se excluye a priori. En cambio, si el orden de la gracia consiste esencialmente en
una autocomunicación de Dios a su creatura en el orden de la causalidad formal (aquí la
causalidad formal no es la de una forma -que implicaría potencia- sino la de un acto, y
Acto puro) entonces es concebible una relació n con la Trinidad, distinta de la que nos
une a ella como uno.
Los teólogos que sostienen esta causalidad quasi- formal están de acuerdo en que ésta va
necesariamente acompañada de una causalidad eficiente, la de la producción en la
creatura de una nueva realidad. Esta producción ad extra es, como hemos dicho antes,
común a las tres Personas. Tenemos, pues, aquí una primera razón para afirmar que
nuestra relación con la Trinidad por la gracia debería llamarse trina y una, y no
simplemente triple. Pero es importante notar que esta eficiencia no es la razón ni la
causa de la sobrenaturalidad de la gracia; es decir, que no es del mismo orden que la
eficiencia en el orden de la creación de lo natural. Difiere de ésta en su ir
inseparablemente unida a la autodonación de Dios como Acto de la creatura, de modo
que está subordinada a esta autodonación y es secundaria con respecto a ella. La única
razón de su existencia es que, sin ella, la actuación o quasi- información de la creatura
por el Acto divino no sería real, sino solamente nominal.
Por un lado las fuentes de la revelación y por otro el magisterio ordinario sugieren que
hay una causalidad específicamente propia de lo sobrenatural. La revelación insinúa una
discontinuidad y disparidad entre el orden de la naturaleza y el de la gracia, entre lo
divino y lo humano, de tal modo que viene a ser un abismo, que sólo Dios puede salvar.
Y la doctrina teológica común, al interpretar esta enseñanza, entiende la trascendencia
de la gracia de tal forma que la naturaleza no es en modo alguno un principio de gracia,
aunque admite una especie de continuidad con la gracia, expresada en un natural deseo
de lo sobrenatural, o al menos en su potencia obediencia) para ello.
Dada esta diferencia de órdenes, el orden de la gracia deberá estar ligado a Dios por una
causalidad que no sea la propia del orden de lo creado (por tanto ni eficiente, ni
ejemplar, ni final). Si a esto sumamos que la revelación nos dice que lo esencial en la
economía de la gracia consiste en el darse de Dios a la creatura, parece que la
divinización de la creatura ha de plantearse en el terreno de la causalidad formal. La
diferencia entre esta causalidad formal y la causalidad formal ordinaria está en que el
Acto increado no informa la creatura, sino sólo termina la relación de unión por la que
la creatura está realmente unida a Él. El Acto increado no es, ni puede ser, más que la
quasi-forma de la creatura.
Sin duda, la idea de una causalidad quasi- formal es un concepto nuevo en el sistema
escolástico de las causas. Pero esto no debe extrañarnos. De hecho lo contrario sería
sorprendente, y nos llevaría a pensar que la discontinuidad de los dos órdenes de
realidad, que todos sostienen, es más bien nominal que real. Es más, nos confirmamos
en la necesidad de nuevos conceptos cuando vemos que los teólogos que rechazan la
idea de una causalidad quasiformal, intentan explicar la inhabitación por causalidad
P. DE LETTER, S.I.
meramente como una acción de Dios ad extra, sino en cierto aspecto ad intra. Si nuestra
santificación y la inhabitación divina fuesen meramente una acción de Dios ad extra,
que se identificaría con su causalidad eficiente, entonces a priori se hace inaceptable un
concepto trinitario de gracia que suponga una relación con Dios como tres Personas
distintas. Pero si además la gracia es un lazo de unión con Dios como quasi- forma del
alma, entonces la obra divina de nuestra santificación no es solamente una eficiencia
productiva, sino también y en primer lugar, una iniciativa divina de unión que nos lleva
a El como al Acto increado capaz de llenar nuestro deseo natural de El. El unirnos a sí
mismo, de suyo no significa producción de una perfección, sino solamente dar origen a
una relación de unión con El como quasi- forma, o, con El como es en sí mismo. Este
originar la relación; en cuanto distinto de la producción de su fundamento o gracia
creada, no es más que ser término de la relación. Y como esta acción, en cuanto tal, no
produce ninguna nueva realidad, no es puramente ad extra; puede decirse que es en
cierto aspecto ad intra.
Lo dicho significa que esta operación unitiva por la que Dios se da al alma como Acto,
no produce, en cuanto tal, nada distinto de Dios, sino solamente eleva al alma al plano
de Dios (por supuesto, dejando intocable la distinción absoluta entre creatura y Creador)
para hacerle partícipe de su propia vida; en este aspecto particular podemos afirmar que
se trata de una operación ad intra. Esto lleva consigo, entre otras cosas, que la función
divina de terminar la relación de nuestra unión con El a través de la gracia, no implica
ninguna relación real por parte de El hacia nosotros, sino solamente una relación de
razón, ya que no puede significar ningún cambio en El. Al mismo tiempo significa que
nosotros, por nuestra unión real con Dios como es en sí mismo, no penetramos en la
interioridad divina como si fuésemos hechos uno con El, sino solamente estando unidos
con El (la unidad elimina la distinción; la unión la mantiene). De está forma, nuestra
participación de la vida divina no es el efecto de una operación divina "puramente" ad
intra, ya que en Dios, ad intra no puede existir nada creado. Ahora bien, podemos decir
que se trata de una operación "en cierto aspecto" ad intra en el sentido de que por la
gracia somos elevados a la unión con Dios como es en si mismo (y no solamente como
Creador), y esta unión por una nueva relación trina y una nos coloca frente a las
relaciones subsistentes que constituyen las tres divinas Personas.
Con este término pretendemos expresar mejor nuestra relación con la Trinidad que.
inhabita en nosotros, al señalar los dos aspectos que presenta nuestra unión con Dios a
través de la gracia: la realidad de la gracia santificante -que no es un intermediario entre
Dios y el alma, sino sólo la entidad ontológica que da realidad a esta relación de unión-
y nuestra unión a través de ella con el Acto increado como quasi- forma del alma. Esta
unión mira al mismo tiempo un término, el Acto increado, y tres términos, las tres
Personas divinas. Pero cada uno de estos tres términos es por sí mismo idéntico con el
término uno. Por esto la relación de unión con Dios es ambas cosas: una y triple
indivisiblemente. Su triplicidad no es posterior a su unidad, ni en tiempo ni por
naturaleza, como tampoco en Dios la Trinidad de Personas es, en modo alguno,
posterior a la unidad de la esencia divina. Por eso, parece que al mejor manera de
expresar nuestra relación con la Trinidad, que inhabita en nosotros, es decir que es trina
y una.
P. DE LETTER, S.I.
gracia, hemos de decir que no puede consistir en una triplicidad de los dones de la
gracia, inherentes a nuestras almas como perfecciones creadas. Así, cuando se dice que
gracia, sabiduría y caridad son la imagen sobrenatural de la Trinidad en nosotros, no
puede ser de otro modo que por apropiación. Cada don de éstos es efecto común de las
tres Personas, y, como tal, nos une a las tres. Dado que las Personas divinas, en cuanto
tales, son sólo relaciones subsistentes, y tienen una perfección numéricamente idéntica
de naturaleza o esencia en común, no pueden, en la obra de nuestra santificación, tener
ningún efecto separado o exclusivo en nuestras almas.
Tampoco se puede decir que la gracia santificante sea una imagen de la Trinidad, en el
sentido de ser una miniatura de ella: una en su esencia y triple como fundamento de las
tres relaciones distintas a cada una de las Personas. La Trinidad, en cuanto tal, no es una
perfección, sino una relación intradivina, que por necesidad constituye el Acto puro
como trino y uno. Esta relación intradivina no es ni puede ser manifestada ad extra en la
gracia creada, porque es una relación, y no una perfección absoluta de ser. No puede
dejar una impresión en el alma, porque es exclusivamente ad intra y de ningún modo ad
extra. Sólo por comunicación de su ser absoluto, que es uno y simple, el Acto increado
deja en nuestras almas una huella como operación creada o perfección o forma
inherente.
La gracia no comporta una imitación de Dios en ser tres personas en una naturaleza. Lo
que la gracia santificante lleva consigo es una comunión con las Personas divinas; lo
cual implica unión con las Personas divinas y distinción frente a ellas.
Nuestra vida de gracia es la vida de Cristo en nosotros, o bien nuestra vida en Cristo.
Para entender correctamente esta comunión de vida entre Cristo y los cristianos, es
preciso examinar en qué consiste la vida de gracia en el mismo Cristo. Con Sto. Tomás
hemos de distinguir en El una triple gracia. En primer lugar está la gracia de unión, la
realidad por la que su humanidad está unida hipostáticamente a la Persona del Verbo.
En cuanto actuación creada, depende de la causalidad eficiente común de la Trinidad: la
Trinidad es la que produce la Encarnación. En cuanto fundamenta la relación de unión
de la humanidad de Cristo con el Acto increado en el orden de la causalidad quasi-
formal, termina exclusivamente en la Persona del Verbo. La Persona del Verbo existe
con dos naturalezas, y por esto Cristo, como hombre, es Hijo de Dios por naturaleza y
no por adopción. De ahí que la gracia de unión sea estrictamente personal y no pueda
ser comunicada a otros por participación. Por tanto, nosotros no participamos de esta
gracia de Cristo.
Junto a ésta, está la plenitud de gracia habitual, y, en cuanto tal, significa que la gracia
habitual de Cristo es la perfección suprema en el orden de la gracia. Como realidad
creada es producida por la causalidad eficiente común a las tres Personas. Como
fundamento de la unión inmediata de la humanidad de Cristo con el Acto increado, en el
orden de la causalidad quasi- formal, la gracia santificante de Cristo es trinitaria, es
decir, que origina en su naturaleza humana una relación trina y una con las personas, y
no sólo con el Verbo (esto es función propia de la gracia de unión). La gracia habitual
de Cristo es una perfección accidental por la que su naturaleza humana, como principio
de operación, es elevado al plano de la vida divina. Lo propio de ella es su absoluta
perfección toda perfección que pueda pertenecer a la gracia santificante, está fundada en
Cristo.
¿Nuestra comunicación con Cristo -que es una dependencia ontológica de nuestra gracia
de la causalidad de su humanidad, el instrumento de la divinidad que nos comunica una
participación en su gracia santificante- envuelve una relación especial a la persona de
Cristo, la Palabra o segunda Persona de la Trinidad? Si esto es así, entonces hemos
venido a dar con la estructura más íntima de nuestra relación con la Trinidad, y debemos
decir que la gracia es trinitaria porque es la gracia de Cristo. A esta pregunta algunos
autores, quizá con precipitación, responden afirmativamente: Mersch, Malmberg,
Philips, Borgert, De Haes. Hay otros autores que no quieren concluir que siendo hijos
en el Hijo por nuestra unión e incorporación en Cristo, participamos de la filiación de
Cristo y somos hijos del Padre y no de la Trinidad. Estos autores sostienen que entre
nuestra filiación y la de Cristo se da una analogía, y que esta analogía no implica que
nuestra filiación mire, corno en Cristo, al Padre exclusivamente. La nuestra nos refiere a
la Trinidad. Pero, tanto unos como otros, están de acuerdo en la triple gracia de Cristo y
en nuestra participación en la gracia de la Cabeza.
Todo el mundo coincide en que por la gracia somos hijos en el Hijo. Lo que necesita ser
examinado es si nuestra filiación por adopción -distinta de la de Cristo, que incluso
como hombre es el Hijo natural del Padre- imita y participa en su natural filiación, en el
aspecto preciso de ser una relación exclusiva al Padre. Esto supone de nuestra parte una
relación especial al Verbo, por la que somos una cosa con El como distinto del Padre y
del Espíritu. Y esto es de hecho lo que nos preguntamos: si se da esta especial relación
con el Verbo. Parece insuficiente afirmarlo diciendo que, por no haber en Cristo persona
humana y siendo la Persona de Cristo la Persona del Verbo, nuestra dependencia de su
humanidad, por la participación en su gracia, nos une a su Persona, ya que los actos
pertenecen a la Persona. Esta respuesta parece descuidar el doble aspecto de la gracia:
cualidad y relación; descuida también la distinción de las diversas causalidades divinas
que intervienen en nuestra santificación: eficiente y quasi- formal; ninguna de las cuales
implica especial relación al Verbo. Si se da esta relación especial, y creemos que se da,
debe surgir de otras causas.
necesaria conexión con la gracia de unión. Pero nuestra gracia santificante es real y
numéricamente distinta de la de Cristo (Pío XII, Mediator Dei); nuestra gracia
santificante no es la de una naturaleza humana que pertenece a una Persona divina, sino
la de una naturaleza humana de una persona humana. Por esto nuestra gracia nos refiere
a las tres Personas (y no a dos solamente como en el paso de Cristo, incluso como
hombre). No parece haber aquí un fundamento para decir que nuestra gracia es
Trinitaria precisamente por nuestra incorporación en Cristo.
Además, Cristo como hombre, no siendo persona humana, es por naturaleza el Hijo de
Dios Padre en virtud de la gracia de unión, no en virtud de su gracia santificante. De
acuerdo con esto, y por participar nosotros en su gracia santificante precisamente y no
en la de unión, no encontramos en el hecho de nue stra participación en la gracia de
Cristo causa alguna. . . que fundamente, de nuestra parte, una especial relación con el
Verbo.
¿Podríamos decir, con Malmberg, que la razón de que nuestra gracia santificante origine
una especial relación con la Persona del Verbo estriba en la dependencia necesaria de su
gracia habitual para con su gracia de unión? No parece seguirse estrictamente. Aun
concediendo la conexión necesaria entre gracia de unión y plenitud de gracia, y la
necesaria dependencia de nuestra gracia santificante para con la plenitud de gracia de
Cristo, se hace difícil concebir una participación accidental - no hipostática, como en
Cristo- con la gracia de unión, que es lo que en definitiva postularía esta posición. En
Cristo, la gracia de unión concierne al ser, no al actuar.
Por tanto, si hemos de encontrar una relación especial con el Verbo, no podemos
fijarnos en su causalidad eficiente, sea principal o instrumental, ni en la causalidad
ejemplar de su gracia habitual.
Parece, pues, que sólo se puede contar con la causalidad divina específica de la quasi-
información para una relación exclusiva con el Verbo. Sto. Tomás y sus seguidores
postulan una filiación Trinitaria y no exclusiva del Padre, ya que estudian la cuestión
desde la causalidad eficiente --operación ad extra- con lo que cierran a priori todo
camino a una relación trina y una, y consiguientemente a una especial relación con el
Verbo, o con el Padre o con el Espíritu Santo. Por otra parte hemos visto que 1'a sola
incorporación a Cristo por la gracia no parece explicar satisfactoriamente nuestra
P. DE LETTER, S.I.
especial relación a la Persona del Verbo. Y sin embargo, ha de existir una razón de por
qué debemos pasar a través de Él, si deseamos participar en la vida de gracia. Parece
que la razón es que nuestra unión con Cristo, como miembros de su Cuerpo -relación de
identificación mística o de hermandad sobrenatural con Cristo como hombre-, explica
de modo apto nuestra relación a su Persona. Nuestra incorporación en Cristo, aunque
por sí misma y en cuanto tal no produce una elevación a una especial relación con la
Persona del Verbo, sin embargo, es causa de ella en unión con la causalidad quasi-
formal. En primer lugar, en el sentido de que esta causalidad quasi- formal tiene lugar
solamente en Cristo y va acompañada de la causalidad eficiente que produce la gracia
como una participación en la gracia de Cristo. En segundo lugar, en el sentido de que
nos revela en qué consiste esta relación con Cristo, relación de hermandad, no en una
comunidad de naturaleza humana con el Verbo hecho carne, ni tampoco formalmente en
la comunión de gracia santificante en cuanto tal, sino en la unión inmediata con el Acto
trino y uno en la que entramos a través de la comunión con Cristo. Nuestra unión con la
Persona del Verbo, una de las constituyentes de esta relación trina y una, que
verdaderamente se da en nuestra incorporación en Cristo y sólo en ella, se manifiesta
como relación de hermandad. Y así, nuestra relación al Padre se nos manifiesta como
filiación; y la relación al Espíritu Santo como inhabitación del Espíritu que ilumina los
pasos de los hijos. Nuestra incorporación, aunque constitutiva materialmente de nuestra
especial relación al Verbo, no parece serlo formalmente. En este punto su función
formal es más bien manifestativa que constitutiva de esta nuestra unión con el Verbo.
Nuestra incorporación en Cristo es el signo "sacramental" de nuestra relación trina y
una con la Trinidad.
CONCLUSIÓN
Si las consideraciones precedentes son exactas, hemos de afirmar que nuestra relación
trina y una con la Trinidad, a través de la gracia, no está absolutamente ligada a nuestra
incorporación en Cristo, en el sentido de que fuese su prerrequisito necesario. Aquélla
se da de este modo concreto sólo de hecho. En la situación actual nuestra unión con
Cristo realiza y revela nuestra relación trina y una con la Trinidad y nuestra especial
relación a El como cabeza de su cuerpo y como hermano nuestro. Así, incorporación e
inhabitación se unen en la relación trina y una, nacida de la gracia de Cristo.
Por lo que toca a la dificultad práctica acerca del lugar que han de ocupar Cristo y la
Trinidad en una espiritualidad católica equilibrada, basta que nos refiramos a la oración
litúrgica de la Iglesia que eleva su oración al Padre a través de Cristo en el Espíritu. No
ha de sorprender el que Cristo, Dios hecho hombre, ocupe un lugar más destacado que
la Trinidad en la vida interior de los cristianos. Este misterio de la Trinidad ha de ser el
motivo de nuestro total reconocimiento de Dios, más que poder aparecer en cierto
sentido como rival de otras devociones. Es mejor que se establezca como fundamento
de toda piedad cristiana que como objeto de una devoción particular. También aquí será
mejor seguir el ejemplo de la Santa Madre Iglesia, y así progresar en nuestra conciencia
de la estructura trinitaria de nuestra unión con Dios en Cristo.
GRACIA Y JUSTIFICACIÓN
La Grâce et la Justification. Lumen Vitae, 19 (1964) 532-544.
Verdades fundamentales
De estas dos primeras afirmaciones se desprende una tercera, que resulta del realismo de
nuestra justificación: "Ved qué amor nos ha mostrado el Padre, que seamos llamados
hijos de Dios y lo seamos" (1 Jn 3,1). De una manera misteriosa, nuestro ser es
cambiado, santificado. Esto es así porque Dios actúa en nosotros, por su omnipotencia
santificadora somos realmente santificados. No son nuestros esfuerzos personales los
que actúan aquí, sino la realidad de la acción del Espíritu Santo en nosotros cuando
viviendo en gracia, consentimos y cooperamos.
Finalmente, los frutos de la gracia de justificación se reparten en una doble línea: la del
Espíritu Santo en el alma, que nos santifica, y la de la transfiguración del universo," la
creación entera hasta ahora gime... para participar en la libertad de la gloria de los hijos
de Dios" (Ron. 8, 19-12). La justificación no es sólo interior, se extiende también a toda
la creación de Dios, "nosotros esperamos otros cielos nuevos y otra tierra nueva, en que
tiene su morada la justicia" (2 Pe 3,13).
Durante mucho tiempo, la tendencia que dominó entre estas tres visiones teológicas fue
de no entablar un diálogo. Parecía que, en lo que respecta a la teoría de la justificación,
según la Reforma, había' que responder con una negativa a cualquier posible influencia.
Nada más alejado del realismo católico que esta frase de Lutero: pecca fortiter, sed
fortius crede; o en la imagen de una "justificación extrínseca que recubre al pecador con
un manto de Cristo, pero dejándole radicalmente pecador, bajo este manto". O esta frase
típica de la Reforma acerca del bautizado que permanece simul iustus et peceator. La
idea de la divinización, si no había sido olvidada, al menos había sido colocada un poco
en la penumbra.
Los estudios recientes han mostrado que en la doctrina de la justificación, uno de los
puntos más vidriosos en las relaciones entre reformados, ortodoxos y católicos, hay más
acuerdo que desacuerdo. Las divergencias tienden más bien a una visión teológica
diferente que a una oposición real sobre los puntos fundamentales.
Esta doctrina, común en toda la iglesia cristiana, ha tomado una forma particular en la
teología de Gregorio Palamas, quien distingue la esencia divina de las energías divinas
increadas. La elección de este término energías increadas subraya que Dios se revela
activo, y excluye la pasión de Dios; como, por otra parte, las energías son "increadas",
no podemos atribuir al hombre el fruto de un mérito.
la gracia habitual distinta de la gracia actual. Como se ve, la doctrina es la misma por
ambas partes: que Dios solo da la vida, y que nosotros realmente la recibimos.
La gracia creada
Digamos de nuevo que esta formulación no está expresada tal cual en el Concilio de
Trento: éste se limita a hablar del carácter infuso, inherente de la gracia de la
justificación, pero no habla de la fe con los términos habitus, gracia creada. El origen
de este término es antipelagiano. Nos encontramos, pues, en el nivel de las
formulaciones teológicas.
San Agustín ya nos advierte que debemos amar a Dios y al prójimo de Deo, es decir,
que es el Espíritu Santo quien ama en nosotros; es Dios en nosotros quien ama al
prójimo. En esta línea se puede hablar de gracia increada en el pensamiento de San
Agustín. Esta idea se mantendrá en la teología occidental; de la misma manera, cuando
se trate de un habitus, éste será creado por Dios, y nos permitirá amar a Dios con el
mismo amor con que Dios ama.
Lo que interesa subrayar es que este término habitus no fue aplicado al problema de la
gracia en el sent ido aristotélico, sino más bien a propósito de un caso muy concreto, de -
los niños bautizados. Si la filosofía de Aristóteles permitió precisarla, ésta no será la
única fuente, ni la principal de esta terminología.
Santo Tomás explica que la caridad pone algo en el alma, pero precisa que este algo no
es una cosa, ni tampoco una cosa completa, sino una cierta realidad que no es un objeto;
la caridad de Dios es efectiva y operante y cambia al hombre en quien habita el Espíritu.
Resulta un habitus, pero no en el sentido de una realidad previa que sería producida por
otra causalidad distinta de Dios mismo en el momento en que se comunica. En la
CHARLES MOELLER
Desde finales del siglo XIII hasta Lutero, esta visión de una gratia creada se esfumó en
provecho de una especie de cosificación del mismo habitus. Se insiste en que el hombre
debe ser autor de su acto para que sea meritorio. Además se subraya la distancia infinita
entre Dios que se da y el hombre transformado. Por tanto hace falta un intermediario: la
gracia creada.
f) Se comprende mejor el mérito: no es una cosa que permita obtener otra, porque no es
más que la realidad del hombre que ha llegado a ser en su intimidad digno de. Este es el
carácter personal que debemos subrayar aquí. Se merece porque se es. Esto no es una
adquisición, sino un fruto del acto de todo hombre que actúa bajo la moción de Dios.
Así se comprende que, valorando nuestros méritos, Dios corona sus propios dones.
Gracia extrínseca
Esta explicación no tuvo presente un hecho capital: la tradición reformada expresa con
dos términos, justificación y santificación, el conjunto de la vida de la gracia; mientras
que, desde Trento, expresamos ambas realidades con un solo término, justificación. La
gracia contiene tres aspectos en la Reforma: la justificación, la santificación y la
redención. La justificación y la santificación son inseparables. Pero no hay que
confundirlas: la primera viene de Dios; la expresión extrínseca tiene por fin significar la
gratuidad del acto de Dios y su carácter escatológico, pero no significa en absoluto que
la santificación por el Espíritu Santo sea adventicia, secundaria: al contrario, la unión de
Dios con el hombre, principio de toda vida cristiana, tiene como consecuencia inmediata
la santificación. Toda la vida se realiza en el campo de acción del Espíritu Santo. El don
del Espíritu es creador, vivificante, eficaz en el hombre que renuncia a si mismo y se
entrega a Dios.
La sola fide, sola gratia, soli Deo gloria es una formulación particular de una
afirmación evangélica. Sólo el término, tres veces repetido, sola puede dar lugar, en la
controversia, a una exclusión y por consiguiente correr el riesgo de una presentación
unilateral. Pero este exclusivismo es inexistente en la gran tradición Reformada; la
fórmula significa solamente que, sin la fe, sin la gracia, no podemos realizar nada.
Reflexiones finales
Le péche, c’est l’iniquité (1 Joh 3,4). Nouvelle Revue Théologique, 78 (1956) 785-7971
"El que comete pecado (tén hamartían), comete también la iniquidad (tén anomían),
porque el pecado (hamartía) es la iniquidad (anomía)".
Tercera etapa: el judaísmo reciente y el cristianismo primitivo. Tiene aquí dos sentidos.
El primero corresponde al de los Setenta. En este sentido lo encontramos también en el
NT, pero entonces está en plural y cita al AT. En los otros casos tiene el sentido de
"iniquidad" y está siempre en singular, porque ya no designa el acto de pecado
individual, sino un estado colectivo. Es esencialmente un término escatológico, que
I. DE LA POTTERIE, S.I.
designa la hostilidad y la rebelión de las fuerzas del mal contra el reino de Dios en los
últimos tiempos; esta hostilidad se caracteriza por su aspecto satánico, por el dominio
que ejerce el demonio.
En este segundo sentido nos lo encontramos en los Testamentos de los XII Patriarcas y
en los nuevos manuscritos de Qumrám, sobre todo en el Manual de Disciplina.
Conviene recordar que la teología de la comunidad del mar Muerto es netamente
escatológica y dua lista. Están convencidos de que viven los últimos tiempos que
preceden la época mesiánica. Ellos son la comunidad escogida, la nueva Alianza, el
partido de Dios; se oponen totalmente a los de fuera, que son los hijos de las tinieblas, el
partido de Belial. Verdad e iniquidad son considerados como dos campos opuestos
donde se ejercen dos poderes. Los textos de Qumrán hablan indiferentemente del
dominio del Angel de las tinieblas o del dominio de la iniquidad. La iniquidad es
considerada como un poder satánico bajo cuya acción se comete la impiedad. La
iniquidad no se ha de identificar con los pecados; por el contrario, es la cualidad secreta,
el espíritu, la tendencia que los inspira y provoca. Los pecados individuales son el
efecto y la manifestación de este poder diabólico.
En cuanto a san Pablo, limitémonos a recordar que nombra al anticristo como "el
hombre de la iniquidad" (2 Tes 2,3), y su hostilidad secreta contra el reino de Dios "el
misterio de la iniquidad" (ib. v 7).
Es, pues, absolutamente cierto que en la mayoría de los textos de esta época, anomía
sirve para describir el estado de hostilidad contra Dios en los últimos tiempos. Es la
dominación de Satanás ejercida en el mundo, y a la cual están sometidos todos los hijos
de iniquidad. Sus actos individuales de impiedad no son más que una manifestación de
un estado más profundo: revelan el poder de las tinieblas que trabaja en ellos.
Como lo ha notado el P. Galtier, la sección 2,29 - 3,10 forma una unidad, netamente
limitada por una inclusión. La fórmula inicial expresa el tema bajo forma positiva, y la
fórmula final lo repite con un giro negativo:
El tema enunciado por estos dos versículos se desarrolla en los versículos intermedios;
se podría formular así: los hijos de Dios y los hijos del diablo, y la manera como
manifiestan su pertenencia a uno u otro grupo. Notemos que el tema de la filiación es
sólo una variante del tema general de la carta, la comunión con Dios (1,3).
Para captar bien la marcha del pensamiento en nuestro pasaje, es necesario tener
presente la estructura literaria empleada por san Juan. El P. Boismard la ha estudiado en
un artículo notable. En él muestra el papel esencial que tiene en la carta la idea de una
realidad espiritual invisible, que se hace manifiesta por un signo exterior, a saber el
comportamiento moral del que se llama cristiano. De tal modo que la finalidad de la
carta no es exhortar a los cristianos a la práctica de las virtudes o a la huída de los
pecados, sino anunciar la realidad espiritual profunda que llevan dentro de sí, cuyas
manifestaciones visibles señala el autor.
Esta realidad es la filiación divina. En 3,l-2 se describe brevemente. Los versículos 3-10
muestran de manera antitética cuáles son las actitudes concretas que dicta esta realidad
misteriosa de la vida cristiana. A san Juan le gustan los grandes contrastes: opone los
hijos de Dios y los hijos del diablo, y describe su comportamiento moral respectivo.
Este comportamiento sirve para revelar a cuál de los dos grupos pertenecen los
hombres.
Véase en primer lugar la serie que concierne a los hijos de Dios. Cada versículo expresa
a la vez la realidad espiritual interior y el comportamiento moral. Transcribimos en
bastardilla las palabras que describen la realidad interior:
"y todo el que tiene en Él esta esperanza, se santifica como Santo es Él" (v 3)
"Todo el que permanece en Él, no peca... " (v 6)
"el que practica la justicia es justo..." (v 7)
"Quien ha nacido de Dios, no peca..." (v 9)
Cada una de estas frases -equivalentes entre sí-, se compone de dos miembros; uno
describe la manera de vivir del cristiano: no peca, se santifica, practica la justicia; el
otro indica la realidad profunda que motiva e inspira este comportamiento: el cristiano
es el que ha nacido de Dios, que permanece en Él, que posee la esperanza (de una total
semejanza con Dios), que es justo.
Cuatro expresiones son utilizadas para describir esta realidad misteriosa: el pecador no
es de Dios, no le ha visto ni le ha conocido, es del diablo, comete la iniquidad.
El mismo raciocinio vale para los rasgos con que se caracteriza la realidad interior del
pecador: "no haber visto ni conocido a Dios" es lo mismo que "no ser de Dios";
"cometer la iniquidad" debe ser sinónimo de "ser del diablo" (v 8) y lo contrario de "ser
justo" (v 7). Queda claro, pues, que la misma estructura literaria de la perícopa orienta
la interpretación de la palabra iniquidad del v 4 en un sentido determinado. El término
pertenece a la serie de expresiones que sirven para describir la realidad espiritual del
pecador, su situación, su estado interior, y no tanto el acto malo que comete.
Incredulidad e iniquidad
Este pecado que Juan define por la iniquidad, ¿a qué clase de pecado corresponde?
Todo el pasaje es manifiestamente polémico. Según varios exegetas, el autor pensaría en
los herejes; según Schnackenburg, por el contrario, el pasaje se dirige a los cristianos
que continúan pecando. Pero este parece un falso dilema. La apelación "hijitos" (v. 7) y
la exhortación a permanecer en Cristo (v. 6) demuestran que Juan se dirige directamente
a los creyentes; pero el pecado del que les quiere preservar es el pecado de los herejes.
pecado que el cuarto evangelio había descrito como el pecado del mundo: no creer en
Jesús (Jn 16,11; comp. 1,10-11; 8,21. 24.46; 15,21-22). Importa distinguir este pecado
fundamental de los diferentes pecados que cometen los cristianos y a los que se alude en
1,5-2,2; el pecado que Juan llama la iniquidad en 3,4 es el pecado fundamental.
El sentido del versículo queda claro: el que comete el pecado, es decir, ese pecado-tipo
de los herejes, no comete sólo una acción moralmente reprensible; comete la iniquidad;
descubre lo que hay en su fondo, un hijo del diablo, alguien que se opone a Dios y a
Cristo y se pone bajo el dominio de Satanás; se revela como hijo de las tinieblas,
participa de la hostilidad escatológica contra Cristo y se excluye del reino mesiánico.
Nos encontramos, pues, de nuevo, con el sentido de la palabra iniquidad que era
corriente en los textos judíos de la época y en el cristianismo primitivo. A primera vista,
sin embargo, parece que se dé una diferencia: la resonancia escatológica del término
anomía, tan clara en todos estos textos, parece desaparecida en la carta. Pero basta con
leer el capítulo segundo para convencerse de lo contrario: "hijitos, ésta es la hora
postrera" (2,18); "ahora, pues, hijitos, permaneced en Él, para que, cuando apareciere,
tengamos confianza y no seamos confundidos por Él en su venida" (2,28). Al comienzo
del capítulo siguiente (v 2) se nos coloca en la perspectiva escatológica de la vida
futura, y es esta perspectiva - la esperanza cristiana- la que debe guiar nuestra acción
moral.
son los pecados en plural (v. 5) los puestos en paralelo con las "obras del diablo" (v. 8),
como ya hemos visto. Se diría, pues, que según san Juan, todos los pecados forman
parte, más o menos, del pecado por excelencia; todo pecado, en grado diverso, parece
provenir de un debilitamiento de la fe. De aquí que, en cierta medida, todo pecado
constituye ya un rechazamiento de las grandes realidades de la salvación, una libre
aceptación del dominio de Satanás; el que lo comete se hace hijo del diablo.
El versículo explicado no hace más que concentrar en una fórmula concisa una
concepción del pecado que se encuentra un poco por todas partes en el evangelio y en
las cartas de san Juan.
El versículo que hemos intentado explicar no dice otra cosa: el que comete el pecado,
comete también la iniquidad, porque el pecado es la iniquidad. Enseñando esto a sus
I. DE LA POTTERIE, S.I.
cristianos, Juan quería mostrarles todo el carácter trágico del pecado como poder
satánico; les invitaba a medir toda su misteriosa profundidad.
Notas:
1
Al reasumir el autor este artículo en «La vie selon I'Esprit, condition du chrétien»
Editions du Cerf. Paris 1965, ha añadido algunas correcciones a propósito de la
identificación concreta de la iniquidad. Las hemos incorporado a esta condensación.
V.a la unidad de mundo material c historia espiritual, que suponemos real, y constituye
la unidad y totalidad de la creación temporal, del mundo.
Nuestra tesis es: el concepto de consumación no puede aplicarse con sentido al mundo
material aisladamente considerado, ni a los diversos aconteceres físicos o biológicos
que cabe distinguir en él. El mundo material en cuanto tal es fundamentalmente
inconsumable. No tiene, por así decir, ninguna "voluntad" de consumarse, sino de
perdurar inconsumado.
b) ese acontecer no sólo cesa así de existir, sino que produce por maduración un
resultado, algo definitivo, distinto del acontecer mismo (prescindamos de cómo lo
definitivo y "la duración" de ese resultado han de compararse con "el tiempo");
KARL RAHNER
Nuestra tesis vale también para la vida biológica en cuanto tal. En alguna manera se
puede hablar aquí de consumación, en cuanto la configuración temporal de un
desarrollo biológico no es alterada o destruida por causas externas, sino que está
totalmente dada. Pero, aun así, esa consumación, esa configuración temporal, no es
ningún resultado distinto de la vida misma, no es auténtica consumación. Y esto aun
cuando una de esas configuraciones temporales dé origen a otra configuración temporal
semejante (por generación), o aun cuando persevere ella misma indefinidamente en un
cierto amorfismo temporal (como en los unicelulares "inmortales"), a la manera de un
acontecer físico.
Consideraciones filosóficas
Sería necesario desarrollar toda una antología del espíritu personal y libre y de su
historicidad, para fundamentar el concepto de su consumación. Pero esto, es aquí
imposible (cfr. p. ej. Hörer des Wortes, especialmente cap. V. sobre el hombre como
espíritu). Nos conformaremos con formular algunas tesis.
Tiene la misma dialéctica de ser y no-ser que cualquier mal moral). Es, pues, en la
historia de ese espíritu personal y libre donde nuestro problema de la consumación
inmanente o trascendente cobra pleno sentido.
Consideraciones teológicas
Sería necesario entrar aquí en cuestiones sobre naturaleza y gracia discutidas entre las
diversas confesiones cristianas y aun dentro de la teología católica. Porque, por ejemplo,
en la doctrina protestante clásica de la justificación (de una justificación "forense",
consistente en la voluntad graciosa de Dios para con el pecador, al que deja en su estado
de pecado) es más difícil concebir una consumación inmanente, que en la doctrina
católica de la justificación (en que la gracia diviniza desde su raíz la esencia del hombre,
y le da así la posibilidad de una actuación salutifera positiva y de una tendencia
activamente libre hacia su consumación). Y análogamente, según se defienda una u otra
de las diversas posiciones que dentro de la teología católica explican la relación entre
naturaleza y gracia, se obtendrá una visión más inmanente o trascendente de la
consumación del hombre. Pero nosotros nos conformaremos aquí con presuponer una
determinada concepción de la gracia, que creemos posible dentro de la teología católica
y nos parece justa (Cfr. los apuntes De Gratia Christi, o los artículos en Escritos de
Teología, tomo 1 p. 325), y vamos a sacar las consecuencias de esa concepción para
nuestro problema. Comencemos por afirmar que: Dios no es sólo Creador de un modo
distinto de Sí, sino que además, mediante esa autocomunicación auténtica e inmediata
que llamamos gracia, se ha constituido en Principio interior de ese mundo, a través de
sus criaturas espirituales. Esa autocomunicación es gracia, pero existe de hecho, y
puede concebirse de forma que:
b) Dios, aun cuando hubiera podido querer una creación sin autocomunicación, de
hecho la ha querido porque en su libre amor quería regalarse, enajenarse, salir Él mismo
de sí. Así que la naturaleza en el orden real ha sido radicalmente querida por, razón de
la gracia, la creación por razón de la alianza en un amor personal.
En esa autocomunicación por libre amor queda Dios por una parte como el
absolutamente libre, el que no tiene indigencia ninguna, el que está infinitamente por
encima de todas las criaturas que Él crea precisamente como destinatarios de esa posible
autocomunicación libre en la gracia increada. Pero en esa comunicación Dios,
precisamente al permanecer absolutamente trascendente, se hace por otra parte el
principió más interior, el más íntimo fundamento y el auténtico fin de la creatura
espiritual. Dios es no sólo causa eficiente, sino también causa cuasi- formal de lo que en
concreto constituye auténticamente a la creatura. Pues la esencia de la creatura espiritual
está precisamente en que lo más íntimo suyo, aquello desde y hacia y a través de lo cual
existe, no es ningún momento de esa su esencia, de su naturaleza. Su esencia está en que
lo super-esencial, lo que la trasciende, es precisamente lo que le da consistencia y
sentido futuro y movimiento último. Y eso de forma que su esencia, lo que como tal le
pertenece, no va a sufrir mengua por eso, sino que precisamente por eso va a recibir e
incrementar su última validez y consistencia. (De forma que la autocomunicación de
Dios y la autonomía de la creatura crecen en proporción directa y no inversa).
magnitudes sin las que no es concebible tampoco una "consumación natural". Hay que
decir, pues, que para aclarar la gratuidad del amor con que Dios se comunica, cabe
construir una definitividad positiva "natural" de la decisión libre, como realidad no
absurda en sí y como concepto límite para el caso hipotético de que Dios no hubiese
concedido la elevación del hombre. Pero esa definitividad ética positiva no debería
llamarse consumación en sentido pleno.
Podemos entrar ahora en ese punto, el más interesante para un diálogo entre teólogos y
científicos. Hemos hablado antes (I y II) dula imposibilidad radical de consumación del
mundo material "aisladamente considerado". Pero eso presupone una abstracción con la
que resulta imposible captar el verdadero problema. Porque el mundo forma una unidad
de espíritu y materia en la que la materia constituye un momento esencial. Por esto sería
necesario estudiar la relación entre espíritu y materia y la esencia de la evolución del
mundo material. Ante la imposibilidad de hacerlo aquí (Cfr. das Problem der
Hominisation, condensado en "Selecciones de Libros" 1 (1964) 305-325), nos
conformaremos con recoger algunas tesis fundamentales, para resolver a partir de ellas
nuestro problema.
Tesis fundamentales
Partimos de la concepción fundamental: está justificado aceptar una unidad real y una
referencia mutua entre materia y espíritu creado. El mundo físico no es meramente un
escenario externo en el que se representa la historia de un espíritu en realidad extraño a
esa materia y destinado a abandonar lo más rápidamente posible ese escenario para
devenir perfectamente espiritual en un más allá de la materia. En una comprensión
metafísica, la materia es más bien el "otro" necesario, en el cual y hacia el cual puede
únicamente existir y realizarse plenamente la espiritualidad creada y finita (como
autoconciencia, trascendencia y libertad Cfr. p. ej. Hörer des Wortes, cap. 10 sobre el
KARL RAHNER
hombre como ser material). Sin esa materialidad, como expresión y medium de la
autorrealizació n del espíritu finito, resulta éste totalmente impensable.
Y precisamente con eso resulta clara la distinción entre espíritu y materia (sin que sea
necesario esforzarse, sin éxito, en demostrar el hecho de un espíritu creado que en su
concreta realización no sea también "material"): espiritualidad y materialidad son
esencialmente distintas en cuanto constituyen los principios metafísicos de un ser
espiritual-material.
Por supuesto que (a menos que queramos que la nada sea, en último término,
fundamento del ser) el concepto de autotrascendencia implica, además, que esta
autosuperación sea posibilitada y soportada por el Ser absoluto. Pero esa fuerza causal
trascendente del Dios creador no añade "desde fuera" al inferior algo superior, sino que
precisamente le da cl que él mismo se supere, de forma que lo nuevo sea en verdad
esencialmente superior (en un cambio verdaderamente cualitativo), y sea sin embargo
resultado y meta de lo inferior. Esta dinámica creadora de Dios es también aquí (cfr.
111, b): lo sobre-esencial de un ser (esta vez material), por tanto lo que le trasciende, y,
precisamente por eso, lo que le es más inmanente, aquello por lo que él mismo resulta
un ser que se realiza y se supera.
Añadamos por fin la siguiente observación: por razones metafísicas (materia como la
"otreidad" del mismo espíritu creado) y por razones teológicas, no puede concebirse la
materia (la materialidad del espíritu, configuradora del mundo-ambiente de ese espíritu)
como una condición del espíritu y de su perfeccionamiento que en su consumación haya
de abandonarse sin más, como medio superfluo y estadio de transición. La materia
permanece como un momento del espíritu y de su historia, también en su consumación.
Pero sobre la manera de ser de la materia en la consumación de la historia del espíritu,
KARL RAHNER
Así que podemos concluir: en cuanto el mismo mundo material se supera en una
autotrascendencia hacia la historia del espíritu, encuentra en la consumación de esa
historia su propia consumación. Y por tanto su consumación supera también el dilema
de consumación inmanente o trascendente. Su movimiento hacia la consumación está
llevado desde un principio por aquel Poder divino del amor que se autocomunica
absoluta y libremente. Poder que al ser y permanecer sobre todo lo finito, resulta lo más
inmanente a toda creatura. No es pues por un mero lirismo piadoso, por el que Dante
hace mover, incluso al sol y las estrellas, a impulsos de ese amor que es Dios mismo en
cuanto se autocomunica. Sino que el más interno principio de ese automovimiento del
sol y las estrellas hacia su consumación, escondida en la inabarcabilidad de Dios como
futuro absoluto, es Dios mismo. Pues Dios, que constituye su consumación
trascendente, por ser Dios mismo puede y quiere constituir su consumación inmanente,
y el principio inmanente de su movimiento hacia esa consumación.
Basta una rápida lectura al Nuevo Testamento para distinguir dos concepciones de la
gracia, la de San Pablo y la de San Juan. San Juan presenta la gracia como una nueva
naturaleza que permanece en nosotros y, elevándonos por encima de nuestra condición
humana, nos hace hijos de Dios. San Pablo concibe más bien la gracia como un auxilio
divino, otorgado del cielo por pura misericordia, que sana la voluntad herida, la cambia
y la conduce hacia el bien con una dulzura y fuerza maravillosas. San Juan, al fijarse
sobre todo en el estado de gracia, hace hincapié en la elevación a la vida de la gracia. En
cambio, San Pablo insiste en la salvación, y por tanto, en las buenas acciones que, con
la ayuda del Espíritu Santo, se deben hacer. La concepción de Juan ha sido desarrollada,
sobre todo, por los Padres griegos, y la concepción paulina por San Agustín. Una tarea
esencial dentro de la teología de la gracia consiste en unificar estas dos concepciones,
pero este trabajo no está todavía concluido.
Escuchemos a San Juan: "En el Verbo estaba la Vida, y la Vida era la luz de los
hombres... A cuantos le recibieron, dioles poder de venir a ser hijos de Dios, a aquellos
que creen en su nombre, que no de la sangre, ni de la voluntad carnal, ni de la voluntad
de varón, sino de Dios son nacidos... Si el hombre no nace de arriba, no podrá ver el
reino de Dios... A la manera que Moisés levantó la serpiente en el desierto, así es
preciso que sea levantado el Hijo del hombre, a fin de que todos los que crean en Él
tengan la vida eterna. Porque tanto amé Dios al mundo, que le dio a su Unigénito Hijo...
El que no nace del agua y del espíritu, no puede entrar en el reino de Dios. El que nace
de la carne, es carne, el que ha nacido del espíritu es espíritu... Yo soy la vid y vosotros
los sarmientos. Permaneced en ml y yo en vosotros".
El que tiene al Hijo tiene la vida; el que no tiene al Hijo de Dios, tampoco tiene la vida.
Yo os he escrito esto para que sepáis que vosotros tenéis la vida eterna, los que creéis en
el nombre del Hijo de Dios... El que ha nacido de Dios no peca". "Ved qué amor nos ha
manifestado el Padre, que seamos llamado, hijos de Dios y lo seamos... Carísimos ahora
somos hijos de Dios, aunque no se ha manifestado lo que hemos de ser. Sabemos que
cuando aparezca seremos semejantes a Él, porque le veremos tal cual es... Quien ha
nacido de Dios no peca, porque la simiente de Dios está en él, y no puede pecar, porque
ha nacido de Dios".
Nueva naturaleza, completamente real aunque todavía escondida, que nos hace
participantes de la naturaleza divina. Esta es la concepción juanea de la gracia, común al
PIERRE ROUSSELOT, S.I.
Hemos querido copiar todos estos textos de San Juan, porque su doctrina no se puede
resumir fácilmente, ya que él no se ha preocupado de analizarla y sistematizarla.
Además, la frecuente repetición de un mismo término presenta de una forma más viva
el-sentido del misterio e ilumina la razón de una forma tal que supera -todo lo que nos
pueda dar el análisis racional.
La interpretación protestante
No es cosa fácil resumir con precisión la doctrina de los Padres griegos. La han
desarrollado mucho valiéndose de la oratoria y la literatura, pero no se han preocupado
de sistematizarla de una forma científica. Es decir, nos han entregado su pensamiento
envuelto en abundantes y brillantes fórmulas oratorias, multiplicando las imágenes y
aclarando, por esto mismo, los diversos aspectos de una misma verdad. Se ve aquí,
mejor que en ningún otro punto, la diferencia característica de su método con respecto
al de los escolásticos, y el inmenso progreso que éste último método hizo hacer a la
teología. Por su afán de definir, de dividir metódicamente, de exigir para cada problema
una respuesta distinta y una demostración apropiada, la escolástica anunció y preparó la
ciencia moderna. De este modo, cuando se exponga la teoría de la gracia según los
Padres griegos, se ordenarán los textos bajo diferentes títulos, los cuales nos propondrán
unas ideas ligeramente diferentes: filiación, adopción, deificación, habitación, imagen,
sello... Es muy distinta la impresión que deja el índice de un tratado escolástico sobre la
gracia.
Hay, por lo tanto, algunas nociones patrísticas de las cuales, hasta nuestros días, la
escolástica no ha podido sacar todo lo que ellas contenían y que pueden prometer un
interesante y nuevo desarrollo a la teología occidental. Tenemos un ejemplo en el papel
divinizador de la humanidad de Cristo. Con respecto a esta idea, conviene guardarse de
la ingenua equivocación que consistiría en creer que se quita a la verdad religiosa todo
lo que se hace en favor de una mayor claridad en la intelección. Agrupemos ahora los
mejores textos de nuestros Padres griegos:
San Atanasio: "Él se hizo hombre para que nosotros seamos dioses".
San Gregorio de Nisa: "El Dios que se ha revelado se unió a la naturaleza mortal a fin
de que la humanidad fuese divinizada por El, gracias a esta participación de la
divinidad".
San Cirilo de Alejandría: "El Hijo de Dios vino para darles el poder ser, por la gracia, lo
que Él es por naturaleza y para hacernos participar de lo que le es propio... Nos era
imposible escapar de la corrupción... a no ser que fuésemos llamados a la adopción de
Hijos de Dios. Partícipes del Hijo único por el Espíritu Santo, hemos recibido el sello de
su semejanza. Rehechos de acuerdo con la misma naturaleza de Dios... llegamos a ser
hijos de Dios... Os lo he dicho: vosotros sois unos dioses y los hijos del que está en los
cielos".
San Cirilo: "Esclavos por naturaleza, si somos por la gracia hijos de Dios y dioses, el
Verbo de Dios, por el cual nosotros llegamos a ser dioses e hijos de Dios, debe ser con
toda verdad el Hijo de Dios según la naturaleza-: Pues si El fuese Hijo por la gracia,
PIERRE ROUSSELOT, S.I.
igual que nosotros, no nos hubiese podido comunicar una gracia parecida. Es imposible,
en efecto, que una criatura dé a otra lo que ella no tiene por sí misma, sino por Dios".
San Gregorio Nacianceno : "Yo también soy imagen de Dios, enteramente investido de
una gracia superior, aunque me arrastre por la tierra. No puedo creer que la salvación
me llegue por medio de uno que es igual a mí. Si el Espíritu Santo no es Dios, que se
haga primero Dios, y que luego venga a deificarme a mí, su igual".
Se puede ver en estos textos que hemos escrito, el papel que se atribuye al Hijo de Dios
en la obra de nuestra divinización. Son suficientes para apreciar, en su justo valor, la
objeción protestante, según la cual, se vaciaría el cristianismo de lo que es propiamente
su substancia, al colocar en lugar de la persona de Jesucristo una idea filosófica, por no
decir una fantástica especulación. Hemos visto cómo la Encarnación está considerada
por los Padres como la condición, como el medio de nuestra participación en la
divinidad: es su misma substancia que injerta el germen divino en nuestra humanidad.
De este modo, el papel del Hijo de Dios es mucho más necesario, mucho más intrínseco
que si se considerara solamente el valor meritorio de una u otra de sus acciones, aunque
sea su pasión y su muerte; y mucho más, sobre todo, que si se considerara solamente su
valor como fuerza ejemplar. "Si el hombre no hubiese estado unido a Dios, dice S.
Ireneo, no se le hubiera podido comunicar la incorrupción". "Por la carne a la cual El se
ha unido, dice S. Cirilo, El tiene en sí mismo a todos los hombres". El catolicismo
dogmático considera, pues, todo el Cristo histórico, desde su nacimiento hasta su
muerte, como mediador esencial, y no solamente el ejemplo dado por Jesús. Pero no es
sólo el Cristo histórico: es también el Cristo que vive eternamente en su Iglesia y en los
sacramentos.
La doctrina griega de la salvación nos presenta a Jesucristo siendo una sola cosa con
nosotros, El en nosotros y nosotros en El; no es más que el desarrollo de la doctrina
paulina de los cristianos como cuerpo místico de Cristo, ampliada en la epístola a los
Colosenses y en los escritos juaneos hasta el punto de llegar a afirmar la recapitulación
de toda la creación en el Verbo de Dios hecho carne.
La objeción que se suele hacer, de que el pecado queda absorbido en la muerte, lo moral
en lo físico, toca ciertamente el punto vital de la diferencia entre católicos y
protestantes. Pero si la Iglesia insiste en las consecuencias de lo espiritual en el mundo
de los cuerpos es porque mantiene, de acuerdo con el más indestructible instinto de la
razón, la última unidad del mundo. El protestantismo, por el contrario, establece una
irreparable y definitiva división en el espíritu, en el hombre y en la naturaleza. Por esta
razón es antiintelectualista y antisacramentalista.
Apreciemos, pues, el sentido juaneo de esta bella teología de los Padres griegos. Sus
acentos mantienen el alma en una atmósfera de grandes y consoladoras ideas. Es el eco
de la voz de Cristo tal como resuena en el Evangelio del discípulo amado: Mi paz os
dejo, mi paz os doy.
PIERRE ROUSSELOT, S.I.
"Pues cuando estábamos en la carne, las pasiones de los pecados vigorizadas por la Ley,
obraban en nuestros miembros y daban frutos de muerte... ¿Es pecado la misma Ley?
¡No, por Dios! Pero yo no conocí el pecado sino por la Ley. Pues yo no conocería la
codicia, si la ley no dijera: no codiciarás. Mas, con ocasión del precepto, obró en mí el
pecado toda concupiscencia... Yo quedé muerto, y hallé que el precepto, que era para la
vida, fue para muerte. Pues el pecado, con ocasión del precepto, me sedujo y por él me
mató... Sabemos que la Ley es espiritual, pero yo soy camal, vendido por esclavo al
pecado. Porque no sé lo que hago; pues no pongo por obra lo que quiero, sino lo que
aborrezco, eso hago. Si, pues, hago lo que no quiero, reconozco' que la Ley es buena.
Pero entonces, ya no soy yo quien obra esto, sino el pecado que mora en mí. Pues yo sé
que no hay en mí, es decir, en mi carne, cosa buena. Porque el querer el bien está en mí,
pero el hacerlo no. En efecto, no hago el bien que quiero sino el mal que no quiero... Por
consiguiente tengo en mi esta ley: que queriendo hacer el bien es el mal el que se me
apega; porque me deleito en la ley de Dios según el hombre interior, pero siento otra ley
en mis miembros que repugna a la ley de mi mente y me encadena a la ley del pecado,
que está en mis miembros. ¡Desdichado de mí! ¿Quién me librará de este cuerpo de
muerte? Gracias a Dios por Jesucristo Nuestro Señor".
La gracia, pues, aparece en este pasaje famoso de la Carta a los romanos, como un
socorro que proviene de la pura liberalidad divina y que nos libra de aquel mal -el
pecado- que no puede ser vencido por nosotros solos. Nos hace odiar eficazmente el mal
y amar el bien. No discutiremos ahora si este socorro es o no permanente, pero la
gratitud del convertido hace que naturalmente se fije en el mismo instante en que se
operó la maravillosa transformación.
San Pablo nos ha presentado una experiencia del alma, la historia interior del hombre
convertido. Alrededor de este capítulo se agrupan en forma natural otros mil pasajes de
PIERRE ROUSSELOT, S.I.
sus cartas. "Yo que antes fui blasfemo y perseguidor... ahora he conseguido la
misericordia..." Para un convertido, es natural que la gracia sea principalmente un
perdón. Para todos, la gracia es misericordia, pero cua nto más uno se ha sentido bajo el
dominio del pecado, más considera la gracia como misericordia. Lo que es verdadero
hablando de todos, lo siente el pecador en sí mismo mucho más vivamente que todos.
No es posible encontrar en él la reposada contemplación de orden sobrenatural en donde
permanecía S. Juan: La gracia y la verdad se nos han dado por medio de Jesucristo...
La emoción de S. Juan no es, ciertamente, menos profunda; pero la emoción de san
Pablo es más vibrante. Después de una catástrofe que amenazaba con reducirlo todo a la
nada, un escalofrío de temor, a pesar de la seguridad en la salvación, atraviesa aún la
carne del rescatado.
Haría falta, quizá, una experiencia del mismo género para penetrar profundamente en el
pensamiento de san Pablo. No se podía esperar esto del piadoso Orígenes ni de los PP.
de Capadocia, quienes no habían conocido otros caminos que los de la Iglesia. La
historia de san Agustín fue muy diferente. Se convirtió lentamente; su entendimiento ya
estaba persuadido, pero su corazón permanecía aún rebelde. Fue Agustín el escogido
por Dios para hacer avanzar a la Iglesia en la inteligencia del misterio de la gracia y del
corazón humano, misterio que había sido revelado a san Pablo.
El querer el bien está en mi, pero el hacerlo no, he aquí una de las caras de la paradoja.
Mi voluntad no es verdaderamente mía más que cuando deja de ser mía, y no
simplemente en el sentido de que yo debo querer un bien más alto y más grande que mí
mismo, sino en el sentido de que otro debe hacerme querer. No hace falta solamente que
el yo deje de ser objeto del querer, es necesario que yo me resigne a la incapacidad de
ser el sujeto qué se basta a sí mismo. Y es necesario, no que me resigne, sino que me
deleite y me alegre. Dios que obra en la voluntad, Dios haciendo querer, este es el
misterio de la gracia que Agustín, después de haberlo experimentado en si mismo, debía
comunicarlo a los demás. Pero este misterio del total abandono, costoso para el orgullo,
sigue necesariamente a la fe en un Dios que es soberano Señor de las criaturas.
El querer el bien está en mí, pero el hacerlo no. Esta es la intuición de S. Pablo que
Agustín debía explicar a la Iglesia. Pero este querer que está al alcance del apóstol,
¿consiste en una voluntad completa, atada solamente en su manifestación por la
impotencia de realizar la obra exterior? Seguramente no; la imperfección de la acción
PIERRE ROUSSELOT, S.I.
Dios obra en mí mismo lo que a mí me agrada. Él hace que yo prefiera, que yo ame, que
yo me alegre. Precisamente la abundancia de la gracia consiste en lo que el Espíritu
Santo opera en mí, "el gozo y el amor de este bien supremo e inmutable que es Dios"...
"En donde está el Espíritu, el placer no consiste en pecar, y estamos en la libertad. En
donde no está el Espíritu, el placer consiste en pecar, y estamos en la esclavitud." El
efecto propio de la gracia es, en una palabra, el placer que vence.
Conclusión
Hemos presentado dos teorías de la gracia; Juan y los griegos, Pablo y Agustín. Un
católico instruido dirá que san Juan y sus discípulos consideran principalmente la gracia
como una elevación de la naturaleza creada; San Pablo y su escuela, como una curación
de la naturaleza enferma. Ahora bien, no es difícil, aislando ciertos textos, presentar
estas dos doctrinas como profundamente distintas. Se añadirá que no se trata de una
simple oposición teórica, sino que la misma historia da testimonio de ello, ya que todos
los que como Agustín y Pablo han puesto la gracia en el centro de su religión (Lutero,
Bayo, Jánsenio) han eliminado la gracia divinizante. Los católicos, por el contrario, que
se basan en la idea de la gracia sanante habrían rechazado el paulinismo, y serían de
hecho semipelagianistas.
PIERRE ROUSSELOT, S.I.
Hace falta, en primer lugar, examinar si en Juan y Pablo las dos teorías son exclusivas y
antagónicas como se ha dicho. Ahora bien, una atenta e inteligente lectura de los textos
hace ver:
1.º Que en san Juan el aspecto medicinal de la gracia constantemente se supone; que la
naturaleza deificada y elevada es, al principio, una naturaleza herida y enferma; que el
nacimiento según el Espíritu es un renacimiento.
2.º Que la teología de la gracia en san Pablo no se reduce a un solo capítulo de una sola
de sus cartas; que la fe justificante no constituye toda su religión; que tiene detrás de
ella un fondo de ideas con respecto a la gracia y a la salvación, que se resume
justamente en estas tres palabras: divinización, comunión, misterios.
3.º Que tanto en Juan como en Pablo, la doctrina implícita se armoniza muy fácilmente
con la que aparece a primera vista.
La encíclica Mystici Corporis dice que entre la Iglesia jurídica y la Iglesia de la caridad
no puede existir antagonismo porque el elemento jurídico y el elemento pneumático se
completan mutuamente y se perfeccionan. Esta idea que creemos de la mayor
importancia tanto para la teología como incluso para la vida cristiana, no parece que
haya encontrado la atención que se merece. En otro lugar hemos intentado mostrar,
partiendo del dogma sacramental, cómo lo cultual y lo jurídico encuentran su perfección
última en lo pneumático¹. Ahora deseamos mostrar, partiendo de la santificación
cristiana, cómo lo cultual y lo jurídico pertenecen a la esencial integridad de la gracia.
Intentaremos llegar al contenido concreto de la tendencia encarnatoria de la gracia, en
frase afortunada de K. Rahner. Para ello necesitamos asomarnos hacia direcciones a
menudo descuidadas en los tratados sobre la gracia: cristológica, trinitaria, sacramental,
eclesial... Campo tan vasto que nos obligará en muchas cuestiones a dejarlas sólo
esbozadas, pero que al mismo tiempo probará la extraordinaria importancia del tema. La
división de la teología en tratados presenta el inconveniente de desconectarlos entre sí y
con el centro de toda la revelación; con ello se pierde también el valor existencial de la
teología.
La esencia de la gracia
La gracia nos hace a los hombres hijos en el Hijo, edifica el cuerpo místico de Cristo,
nos regala el acceso al Padre como Padre (Ef 3,12; Rom 5,2). La fuente primaria de la
gracia es el Padre, ya que solamente el Padre engendra al Hijo cuyo ser es "ser-nacido-
del-Padre". Derivar nuestra filiación adoptiva de toda la Trinidad puede hacer perder
valor existencial a la revelación trinitaria si nuestro Padre celestial no es verdadera y
personalmente el Padre de Jesucristo. Para evitar malentendidos conviene añadir que
esto no significa que el Hijo y el Espíritu Santo no sean verdadero principio de la gracia,
pero no lo son como el Padre: principio sin principio. El Hijo se da a sí mismo a la
humanidad y la convierte en su cuerpo, pero esto lo hace como Hijo, como el nacido,
como el "obediente" divino. El Hijo es la afirmación divina del Padre corno Padre.
También el Espíritu Santo es principio activo de la gracia pero precisamente como amor
del Padre y del Hijo. El Padre engendra a su Hijo en la humanidad, a través de su amor
al Hijo y el Hijo responde afirmativamente a esta iniciativa paternal con su amor al
Padre. Este amor mutuo constituye el Espíritu Santo. La venida del Espíritu Santo a la
humanidad es la formación del Hijo en la humanidad y el ser filial de la humanidad con
PETER SMULDERS, S.I.
respecto al Padre como Padre. Padre, Hijo y Espíritu Santo son principio de la gracia,
como enteramente uno y distintos a la vez.
La gracia nos hace hijos de Dios: "como con hijos se porta Dios con vo sotros" (Heb
12,7). Y lo más esencial de este movimiento filial hacia el Padre está formado por las
tres virtudes teologales, componente esencial de la justificación.
Gracia y culto
La eficacia y los actos del culto forman parte de la gracia pues el culto cristiano se
integra en las virtudes teologales.
Para algunos culto y gracia son recíprocamente opuestos, pues culto es un acto de los
fieles y la gracia un don de Dios, pero esta dificultad proviene de una mentalidad
demasiado filosófica que toma el culto como una iniciativa humana; mirado
teológicamente, el culto cristiano es fundamentalmente don de la gracia del Padre, pues
solamente el Padre da a la humanidad el acceso hacia él mismo. Solamente el Padre da
el Espíritu en el que podemos adorarle.
PETER SMULDERS, S.I.
Gracia y derecho
Se puede objetar que la nueva sociedad instaurada por la gracia debe ser una sociedad
de amor y no precisamente de la coacción y del derecho. Es verdad que la nueva
sociedad ha de ser una sociedad de amor, pero el amor no es completamente humano si
no toma cuerpo en el derecho -forma externa del amor-. La tensión que experimentamos
entre amor y derecho es consecuencia de la imperfección del amor que no espiritualiza
su exterioridad. El derecho de la Iglesia no es per se fuerza externa, sino dominio del
amor.
La Iglesia
amor -el más elemental acto de amor para él es la sumisión al derecho- sino que
examina en la esencia de la Iglesia los elementos de derecho y Espíritu en su distinción
y unidad.
El sacramento
Los sacramentos son los actos esenciales de culto y actos jurídicos de la Iglesia cuya
veracidad garantiza la verdad de la Iglesia. En los sacramentos lo jurídico y lo cultual
son en toda su extensión signo de la gracia.
Por el bautismo la Iglesia convierte al neófito con todo derecho en miembro suyo, da al
neófito el derecho a tomar parte en sus actos de culto y como instrumento del sumo
sacerdote que es Cristo hace participar al neófito del poder sacerdotal de Cristo. Lo cual
PETER SMULDERS, S.I.
Conclusión
Notas:
1
Sacramentos e Iglesia, artículo que tambié n ofrecimos en Selecciones 4 (1965) 7-15.
Actuation créée par Acte incréé. Lumière de gloire, grâce sanctifiante, union
hypostatique. Recherches de Science Religieuse, 18 (1928) 253-268.
Se dice que una potencia está actuada, cuando hay conjunción entre esa potencia y el
acto. La actuación es, pues, la comunicación del acto a la potencia, o correlativamente la
recepción del acto en la potencia; se trata de una mutación, de una perfección, no del
acto sino de la potencia. Con todo, por necesaria que sea una causa eficiente, no es en el
orden de la eficiencia donde hay que buscar la relación que la actuación pone entre la
potencia y el acto. El modo como el acto, en tanto que acto, se comporta respecto de la
potencia, no tiene nada de común con una generación o con una producción; se trata de
una unión, de un don de sí.
Actuación creada por el Acto increado ¿Ocurre lo mismo en todo orden posible? Está
claro que no ocurrirá así si parte del ser o de la inteligibilidad o de la vida del Acto
increado se une a una potencia creada. En este caso habrá actuación, pero no habrá
información en el sentido definido. Es imposible que el Acto increado dependa en
cualquier cosa de alguna creatura. En todos los casos, el Acto se dará y no recibirá nada.
No habrá, pues, causalidad material de parte de la creatura ni, por lo tanto, causalidad
formal propiamente dicha de parte del Acto; y si no hay causalidad formal, tampoco
habrá efecto formal. ¿Qué habrá entonces? Habrá comunicación del Acto a la potencia;
habrá recepción del Acto en la potencia; habrá perfeccionamiento de la potencia por el
Acto, mejora, mutación. Esta mutación tiene alguna realidad. No es, ciertamente, el Ser
increado, que es inmutable; tampoco es la potencia creada, que es su sujeto. Es algo
creado en la potencia: una adaptación infusa de la potencia al Acto. Pero al mismo
MAURICE DE LA TAILLE
tiempo es actuación de la potencia por el Acto; por lo que se trata de una actuación
creada por el Acto increado.
Todo esto en la hipótesis de que Dios se haga Acto de una potencia creada. Pero, ¿es
real esta hipótesis?
Justificación de la hipótesis
Se nos ha prometido que veremos a Dios tal como es. Pero esto es imposible, a menos
que es realice una conjunción inmediata entre la inteligencia y la especie increada, única
que representa a Dios tal como El es. Habrá, por tanto, entre Dios y la inteligencia una
unión que es la propia de la potencia y el Acto. La inteligibilidad creada, las especies
impresas o infusas, las informaciones, cualesquiera que sean, puestas en el alma a
disposición del espíritu, son el Acto que actúa nuestra potencia, nuestra capacidad para
lo verdadero. En este conocimiento se realiza la hipótesis; Dios se hace Acto de una
potencia creada. Hay actuación creada por el Acto increado. La adaptación o
disposición infusa del espíritu se llama lumen gloriae. Disposición inmediata al Acto y,
por consiguiente, no antecedente, sino introducida por el Acto mismo. Por el contrario,
lo que es disposición consecuente al Acto, será disposición antecedente a la operación
vital, que brota de la unión entre la potencia y el Acto, y constituye la visión. Todo esto
es doctrina de santo Tomás.: "Nada puede recibir una forma superior más que a
condición de ser ele vado a la capacidad necesaria para esta forma por una previa
disposición... Es necesario, por lo tanto, que esta unión - la unión propia de la visión en
el cielo- comience por una mutación de la inteligencia creada. Mutación que, por otra
parte, no puede realizarse más que por la adquisición de una nueva disposición en la
inteligencia creada" (Cfr. 3 Contra gent. 53).
No hay error posible sobre el pensamiento de santo Tomás. Confirma todo lo dicho
antes sobre el tema general de la actuación de una potencia creada por un Acto increado.
Actuación que, una vez más, no es información por el Acto. Por eso, la operación
consiguiente a esta actuación no es una operación común a dos principios conjuntos,
potencia y Acto, sino solamente la potencia unida a la actuación.
¿Es el lumen gloriae el único caso de este género? No, hay otros.
La gracia habitual
Ya desde ahora, hay, en los justos, una actuación de su alma, como sustancia
previamente existente de su vida racional, pero en potencia para un aumento de vida
divina, por un Principio Vital increado que, comunicándose a ella -también sin
informarla- la faculta radicalmente para las funciones de esta vida nueva cuya
culminación plena es la visión beatífica. En efecto, la tarea de los justos consiste en
caminar hacia la patria donde verán a Dios. Ahora bien, el movimiento hacia el objeto
de la visión beatífica se realiza propiamente por la caridad, única virtud que le alcanza
MAURICE DE LA TAILLE
de un modo digno de Él - ya que sólo la caridad busca a Dios por sí mismo y no por
relación a sus criaturas-, amándole por encima de todas las cosas, como verdadero fin
último. Una sola cosa basta a este amor: conocer de verdad la felicidad de aquél que se
ama. En esto consiste la amistad; y toda amistad supone cierta comunidad de vida, que
permite a cada uno mirar al amigo como otro yo; sin lo cual, la felicidad del otro no es
la mía. De parte de Dios, el amor basta para introducir en los otros esta condición, ya
que Él no depende de ella. Pero nosotros sí, y por ello, entre el alma y Dios la caridad,
nuestra caridad, requiere como algo previo una comunidad de vida plenamente
proporcionada a este total cambio de orientación, y a la comunicación final a la que se
ordena. De aquí la necesidad de una unión inicial, subyacente al amor mismo, entre el
alma del justo y el Dios de la vida futura, el Dios que pertenecerá un día a la
inteligencia, y al que la voluntad aspira con un impulso proporcionado a Él. Ahora bien,
debajo de la inteligencia y la voluntad no hay sino la esencia del alma; y por tanto es la
esencia, existiendo ya por su propia cuenta, quien se va a encontrar unida a la esencia
divina, desposada con Ella, asociada a la vida divina (divinae consortes naturae). Esta
unión de esencia a esencia se llama gracia santicante. También la gracia, además del
don creado que la constituye, supone un Don increado sin el cual se desvanecería. Es
necesario que el Acto de la vida divina venga a actuar por sí mismo la capacidad
receptiva del alma, para que surja en el alma la actuación correspondiente.
Vemos, pues, la relación entre gracia santificante y lumen gloriae. La gracia santificante
es la comunicación creada del Espíritu de vida a la esencia del alma, como el lumen
gloriae es la comunicación creada del Inteligible divino a la facultad intelectiva; aquélla
es la disposición infusa de la esencia del alma a la gracia increada, como ésta es la
disposición infusa de la facultad intelectiva a la Verdad increada; ambas son cualidades
que informan su propio sujeto; ambas constituyen la mutación de la potencia en causa,
esencia o facultad, y su unión respectiva al Acto subsistente; ambas, por tanto, miran al
Acto como término de la unión; ambas, al mismo tiempo que actuación de la potencia
por el Acto, son posesión del Acto por la potencia (ID 14, 92, a 2, ad 2) : hacen habitar
a Dios en nosotros; aquélla, en la esencia del justo, ésta en la inteligencia misma del
bienaventurado. En ambos casos, la actuación es habitual, es decir, a la vez accidental y
permanente. La actuación no es ni transitoria ni sustancial.
La unión hipostática
¿No habrá actuaciones sustanciales del Acto increado, como las hay habituales? El caso
se presenta en la unión hipostática. El Verbo encarnado, a pesar de la dualidad de
naturalezas, es sustancialmente uno, y de ningún modo accidentalmente uno. Esta
unidad sustancial requiere una comunidad de existencia sustancial entre los diversos
elementos que la componen: la unidad viene del acto por el que Cristo tiene el ser. En
efecto, en un compuesto, el mismo acto da razón' de la unidad y de la existencia, ya que
no son dos cosas diferentes ser algo actualmente existente y ser uno: ens et unum
convertuntur. También en este caso tenemos actuación por el Acto increado; pero esta
vez la actuación es de orden sustancial, ya que lleva a la naturaleza humana a la
existencia, y no a una existencia de orden accidental sino sustancial. Esta actuación
sustancial es precisamente la gracia de unión, gracia creada, como la gracia santificante,
pero no accidental.
MAURICE DE LA TAILLE
Este único ejemplo bastaría para establecer la posibilidad de una relación distinta de la
eficiencia entre actuación creada y Acto increado. Pero hay más: excluir toda
posibilidad de este género es destruir en su base la trascendencia propia del
sobrenatural.
No cabe duda de que todo don creado procede de Dios como causa; así ocurre con la
unión hipostática, la gracia santificante y el lumen gloriae. Pero lo que hace que una
cosa sea sobrenatural no es, en definitiva, esta relación causal, sino la relación de unión,
más o menos próxima, entre la potencia pasiva creada -naturaleza o facultad- y un Acto
increado. Es evidente, ante todo, que el Acto puro no puede ser el acto connatural de
una potencia receptiva. Que si, por gracia, se hace acto de tal potencia, será algo
superior a toda connaturalidad, y por lo tanto sobrenatural. Correlativamente, la
potencia, con relación al Acto, no será natural, sino obediencial; y para que se
establezca entre ella y el Acto la correspondencia o proporción querida, tendrá que
haber una adaptación infusa divina, adaptación sustancial en el caso de la unión
hipostática y habitual en la visión beatífica. Por otra parte, toda disposición última al
Acto, siendo introducida por el Acto mismo, al que se acomoda, se encuentra
indisolublemente unida a él en la potencia que actúa. No podrá, por tanto, dejar de
superar, esta disposición, todo orden de connaturalidad. También será sobrenatural el
movimiento hacia este Acto, que se realiza por la caridad, ya que todo movimiento está
en el mismo plano que su término. Pero habría que decir lo mismo, y con mayor razón,
de la gracia santificante, apoyo de la caridad e inauguración de esta vida eterna que
culmina en Dios conocido tal como Él' es, y que tiene su principio en Dios poseído por
esencia en el seno mismo de nuestra esencia. Esta comunión habitual de esencias es
sobrenatural, por la misma razón que lo es el lumen gloriae. E igualmente será
sobrenatural todo lo que se refiera a ella como disposición próxima o remota, habitual o
actual.
Cierto que nada de esto escapa a la divina causalidad. Pero lo que confiere a estos
efectos de la acción divina su cualidad de obra sobrenatural es la relación de unión que
va implicada en ello, formalmente o al menos por vía de reducción.
MAURICE DE LA TAILLE
Comunicación y actuación
Por otra parte, no hay que preguntarse tampoco si la presencia de Dios por
comunicación -sustancial o habitual- podría subsistir sin la presencia por operación.
Como vemos, no solamente la presencia por comunicación implica siempre un efecto de
gracia, que exige una causa eficiente, y por consiguiente la presencia divina por
operación, sino que además presupone siempre un sujeto, una potencia natural, con
relación a la cual es sobrenatural. Y esta potencia natural es siempre una obra del
Creador: de tal modo que -según este segundo principio- la presencia de Dios por
operación se presupone esencialmente a la presencia de Dios por comunicación.
En cuanto a decir que allí donde hay actuación creada por un Acta increado, el primer
elemento basta sin el segundo, es como decir que la unión hipostática de la naturaleza
humana al Verbo basta sin el Verbo, o la gracia habitual sin el huésped divino a quien
nos une. Es verdad que, en cierto sentido, el primero de estos elementos basta; pero es
precisamente a causa de su conexión esencial con el segundo. No puede haber unción
sin óleo, y la única manera de recibir el óleo es la de ser ungido. Crisma y unción con el
óleo se complementan, y esta no hace inútil a aquél, ni menos indispensable. Lo mismo
ocurre con la naturaleza humana del Hombre Dios, actuada en el ser por la existencia
personal del Verbo. La actuación por este Acto no puede prescindir de este Acto,
distinto de ella misma. De muy distinta manera ocurre en la actuación de un alma o de
un ángel por su existencia connatural. Aquí, actuar se confunde con la realidad misma
del acto; la información no se distingue de la forma que se comunica: comunicarse, para
ella, es ser lo que es. Así, la determinación y el elemento determinante desaparecen al
mismo tiempo, del mismo modo que han aparecido juntos. No son más que una misma
cosa, una realidad. Tales actos no son sino aquello por lo que alguna cosa existe o es de
tal naturaleza. Nada tiene de extraño, por lo tanto, que la actuación pueda bastar por sí
misma, puesto que es el mismo acto. Es evidente que ocurrirá de otro modo si la
actuación no es el acto.
Aquellos que identifican en todo ser la esencia con la existencia, se engañarían al querer
encontrar en lo que precede una prueba aun involuntaria, en favor de su opinión. La
actuación creada de la humanidad de Cristo por el ser del Verbo no se confunde con la
humanidad de Cristo, que existiría en sí misma fuera del compuesto teándrico, por una
existencia propia y personal. Es sobrenatural, de modo que todo lo que para nosotros es
sobrenatural le es a ella connatural. No hay por lo tanto inconsecuencia en lo dicho.
Todo lo más hay que tener cuidado con una ambigüedad de expresión. Allí donde el
acto es actuación solamente, la existencia del sujeto es a la vez el acto por el que el
sujeto es actuado y la actuación del sujeto por este acto de existencia. No hay distinción
entre existencia y actuación de esta existencia. Lo cual no ocurre cuando la actuación es
distinta del acto; es decir, cuando el acto que consideramos es independiente del sujeto
al que se le compara. Veamos esto en la unión del alma y el cuerpo. El alma y el cuerpo,
al estar unidos sustancialmente, reciben la unidad del compuesto, como vimos antes, del
acto de existencia al que los dos elementos se ordenan en común. Este es uno, sin
ninguna multiplicidad interna. Y por lo tanto debe ser propio del alma, y no del cuerpo,
ya que el alma lo conserva separada del cuerpo. En su unión al cuerpo, además de la
información específica del cuerpo por la esencia del alma, hay que considerar la
comunicación al cuerpo del ser por el cual existe el alma. Esta comunicación será
distinta del ser que se comunica, ya que persiste cuando la comunicación desaparece. Y
MAURICE DE LA TAILLE
si por existencia del cuerpo se entiende su actuación por el ser, habrá que decir que esta
existencia es perecedera y corporal, pues lo recibido se recibe según el modo de ser del
sujeto. Pero si por existencia se entiende el acto por el cual existe el cuerpo, habrá que
decir que este cuerpo se beneficia de una existencia que es en sí incorruptible e
inmaterial. Tal es la condición particular del cuerpo humano como consecuencia de la
inmortalidad del alma.
Con mayor razón habrá que distinguir entre ambas acepciones de existencia cuando se
trate de la actuación de una naturaleza creada por el Acto puro. Aquí, la actuación por el
Acto será en el tiempo, mientras que el Acto subsiste más allá del tiempo. De modo que
si se pregunta cuántas existencias hay en Cristo, habrá que responder, según el sentido
de la pregunta, que una o que dos. Una, si se trata del Acto por el cual existen las dos
naturalezas, divina y humana; dos, si se trata de las actuaciones, ya que la actuación de
la naturaleza humana es temporal y creada, mientras que la actuación del Verbo, que es
el Acto mismo, es increada y eterna. Por eso santo Tomás, en la Controversia sobre la
Unión del Verbo encarnado (art. 4), dice que dos existencias, mientras que en la Sumac
111, q 17,a 2), no admite más que una.
No hay contradición entre estas dos respuestas, sino pleno acuerdo: no sólo están de
acuerdo ambas, sino que una postula la otra. Dos existencias en lo que es
sustancialmente Uno, son inconcebibles si no es mediante la unidad del acto de
existencia; y la comunidad del acto de existencia entre las diversas unidades
componentes, pone necesariamente en una de ellas una actuación muy diferente de la
que encontramos en la otra.
Pero aunque haya alguna diferencia entre ambos, nada se asemeja más al Acto increado
que su comunicación creada. Por eso santo Tomás, al principio del capítulo LIII del
libro III de la Suma contra gentiles, al tratar del lumen gloriae, nota que, para ver a
Dios, es necesario que la inteligencia creada reciba de D ios una semejanza especial con
Él. Es imposible, dice, que la esencia divina se haga forma inteligible de un
entendimiento creado, "sino es en la medida en que el entendimiento creado participa de
alguna semejanza con la divinidad". Y en la Suma (I,q 12, a 5 c y ad 3), esta semejanza
es llamada por su verdadero nombre: "El lumen gloriae, dice, hace a la creatura
deiforme". "Y por esta luz, los bienaventurados se hacen deiformes, esto es, semejantes
a Dios, como está escrito (1 Jn 3,2): Cuando aparezca, seremos semejantes a Él, porque
le veremos tal como es".
Pero ya desde ahora son deiformes los justos en virtud de la gracia santificante, por la
que Dios se les comunica. La gracia es esta semilla de Dios en nuestras almas, tan
estrechamente relacionada con el lumen vitae de los bienaventurados, que excluye por sí
misma toda tiniebla de pecado (1 Jn 3,9). Es luz, aunque todavía no deslumbradora,
porque es la iluminación de la esencia de nuestras almas por Dios, Luz increada, lumen
vitae (Jn 8,12).
Por encima de la gracia y del lumen gloriae no habría nada más próximo a Dios, si el
Verbo no se hubiera encarnado. Uniendo a su Persona por un lazo sustancial la
naturaleza humana, ha hecho de la unión hipostática, de esta gracia creada de unión, la
MAURICE DE LA TAILLE
En la existencia de Cristo tenemos una garantía de nuestra esperanza, que nos hace
decir: Beati mortui, qui in Domino moriuntur (Dichosos los muertos que mueren en el
Señor)
Geist und Leben bei Johannes, Geist und Leben 30 (1957) 185-198
Para Juan la Vida (Zoé) no es la vida natural -a la que llama psyché- ni ambas vidas se
exigen mutuamente (cfr. Jn 10,11.15.17; 13,37. 38; 15,13; 1 Jn 3,16). Pues el hombre
que tiene la vida natural no por ello está también vivo con respecto a la Vida, y
viceversa (cfr. Jn 11,25 s). La Vida no nos es dada con el mundo creado. Por eso en el
prólogo del cuarto evangelio la Vida no aparece nunca como presupuesto de la actividad
creadora del Logos, sino sólo como fuente de salvación para los hombres (Jn 1,4). Más
aún, con la imagen de la luz y las tinieblas Juan expresa la contraposición entre la Vida
y el mundo creado, que es consecuencia no de una determinación metafísica de la
esencia del mundo, sino de su libre decisión por las tinieblas, por el pecado (cfr Jn 3,19-
21). El mundo ha seguido (Jn 8,43s; 1 Jn 3,8.12) al demonio, al príncipe de este mundo
(Jn 12,31) y así los hombres están muertos al ser interpelados por la voz del Redentor
(cfr Jn 5,25).
Cristo es la Vida
Fuera del mundo divino, la Vida sólo es posible como participación gratuita por parte de
Dios. El Padre ha mostrado su amor al mundo enviando a su Hijo Unigénito para salvar
al mundo de la muerte y llevarlo a la Vida. Misión que se realiza plenamente en la
encarnación del Logos (Jn 1,14), que es "la Vida" (1 Jn 1,1s). Esta significación
salvífica, de la Encarnación la expresa Juan claramente como inmersión de la vida
KARL WENNEMER, S.I.
Fe y sacrificio de Cristo
¿Cómo actúa Cristo la fe en los creyentes? Por medio de su sacrificio: "es preciso que
sea levantado el Hijo del Hombre" (en la Cruz) "para que todo el que creyere en Él
tenga la vida eterna" (Jn 3,14s). Dios lo entregó "para que todo el que crea en Él no
perezca, sino que tenga la vida eterna" (Jn 3,16).
¿En qué medida tiene la muerte de Cristo este significado salvífico para la vida del
mundo? Primero, superando el impedimento decisivo que separaba al mundo de la
salvación y vida de Dios: "el pecado del mundo" (Jn 1,29), por medio de la expiación
que como "Cordero de Dios" ofreció al Padre por los pecados del mundo (cfr 1 Jn 2,2;
4,10). En segundo lugar, liberando, por decirlo así, en favor del mundo al "agua viva"
(Jn 7,38) o al "espíritu... que da vida" (Jn 6,63), por el que el mundo debía ser
santificado en los tiempos mesiánicos según las promesas del AT. A ello alude la frase
de Cristo: "ríos de agua viva correrá de su seno" (Jn 7,38). Y el evangelista explica el
agua viva que brota del cuerpo de Cristo como el Espíritu que los creyentes debían
recibir de Él (Jn 7,39). Este texto, a la luz de la Transfixión del costado (Jn 19,34), del
que brotaron sangre y agua, símbolos de los sacramentos que comunican el espíritu (Jn
5,6s), nos muestra que Jesús es la fuente del don salvífico del espíritu. Y lo mismo
aparece en el diálogo con Nicodemo. Cuando éste pregunta cómo es posible renacer del
agua y el espíritu, Jesús le señala el misterio de la elevación del Hijo del Hombre:
KARL WENNEMER, S.I.
"A la manera que Moisés levantó la serpiente en el desierto, así es preciso que sea
levantado el Hijo del Hombre, para que todo el que creyere en Él tenga la vida eterna"
(Jn 3,14s). Renacer del espíritu, vida verdadera, es posible sólo en el marco de la
Encarnación y Redención (cfr Jn 7,39; 12,32).
Glorificado por la Cruz, Jesús es el que bautiza en el Espíritu (Jn l,33), el que por el don
del Espíritu salva al mundo de la muerte del pecado y lo vivifica divinamente. Jesús lo
explica de, un modo plástico a la Samaritana: "el que beba del agua que yo le diere no
tendrá jamás sed, que el agua que yo le daré se hará en él una fuente que salte hasta la
vida eterna" (Jn 4,14; cfr 4,10).
El Bautismo
pecados les será perdonados; a quienes se los retuviereis les serán retenidos" (Jn
20,22s).
La Eucaristía
Es el objeto principal del discurso de Jesús en el capítulo 6 del cuarto evangelio. El Hijo
del Hombre, dado en persona al mundo como pan celeste del Padre para que creyendo
en Él tenga vida eterna, promete a los creyentes darles su carne y su sangre como
manjar (Jn 6,27.48-59). Puesto que este manjar ha de ser comido y bebido realmente -y
no sólo recibido en la fe-, el sentido sacramental y eucarístico de la promesa es
innegable. Así como la entrada en la vida divina está ligada al Bautismo, el desarrollo
de esta vida lo está a la Eucaristía, que es el sacramento por antonomasia: "En verdad,
en verdad os digo que si no coméis la carne del Hijo del Hombre y no bebéis su sangre,
no tendréis vida en vosotros. El que come mi carne y bebe mi sangre tiene la vida eterna
y yo le resucitaré el último día" (Jn 6,53s).
En la Eucaristía, bajo las apariencias de pan y vino, se nos da la presencia corporal del
Dios-Hombre. Esta unión corporal señala lo que pretende realizar: la unión espiritual,
pero real y perdurable, con Cristo, el injerto del sarmiento en la vid divina. Esto se
realiza en la comunicación del Espíritu como principio vital divino. Es verdad que todo
obrar de Dios hacia fuera, incluido el sobrenatural, es común a las tres divinas personas.
Pero el obrar sobrenatural es atribuido en la Sagrada Escritura particularmente al
Espíritu, pues en virtud de la cualidad de su inhabitación parece que está ordenado a él.
KARL WENNEMER, S.I.
En la misión del Espíritu, el Padre y el Hijo vienen también a nosotros. "No os dejaré
huérfanos: vendré a vosotros. Todavía un poco y... me veréis, porque yo vivo y vosotros
viviréis. En aquel día conoceréis que yo estoy en mi Padre y vosotros en mí y yo en
vosotros" (Jn 14,18-20), dice Jesús a continuación de la promesa del Espíritu.
Por la gracia, el Hijo es en cierto modo el último sujeto personal en el hombre. No hay
una unión hipostática con la Palabra del Padre, pues queda en pie la independencia
personal del hombre. Pero la unión con Cristo por la gracia es como una extensión de la
Encarnación: "y ya no vivo yo, es Cristo quien vive en mí" (Gál 2,20). "Porque todos
sois uno en Cristo Jesús" (Gál 3,28). Juan nos expresa la unión personal mística de
todos los creyentes en Cristo con la imagen del sarmiento y la vid.
La gracia no es sólo un don, sino una tarea, algo dinámico (cfr Rom 8,14). El Padre
"busca" hijos que le adoren "en espíritu y en verdad" (Jn 4,23). Viviendo en Cristo por
el Espíritu podemos y debemos, con la ayuda de Dios, decidirnos libre y continuamente
en favor de Dios en el sentido de la vida verdadera. Pues tenemos también la posibilidad
de seguir culpablemente al "espíritu del error" contra el "espíritu de la verdad" (cfr 1 Jn
4,6). Por eso nos advierte San Juan: "No améis al mundo ni lo que hay en el mundo. Si
alguno ama al mundo, no está en él la caridad del Padre" (1 Jn 2,15).
El Espíritu, que es el "espíritu de verdad" (Jn 14,17), más aún, "la Verdad" misma (1 Jn
5,6), nos configura en Cristo y su vida, introduciéndonos en la Verdad, que es Cristo.
Jesús dice "Yo soy el camino, la verdad y la vida" (Jn 14,6). Es la vida en cuanto es la
verdad, la Palabra del Padre en la que éste ha expresado su esencia oculta (Jn 1,1), en la
que ha comunicado su plena realidad, su vida total (Jn 1,18). Por esta Palabra, el Padre
se hace accesible a los oídos y ojos de los hombres. Cristo con su palabra y su acción
revela al Padre, es en su Persona camino hacia el Padre. "El que me ha visto a mí ha
visto al Padre" (Jn 14,9). Jesús ve en esta revelación la plenitud de su tarea de dar la
vida al mundo. Pues "esta es la vida eterna, que te conozcan a ti, único Dios verdadero y
a tu enviado Jesucristo" (Jn 17,3).
Pero esta revelación es inaccesible por sí misma al hombre natural, y mucho más al
hombre caído. Es necesaria la gracia, el Espíritu. Cristo está "lleno de gracia y de
verdad" (Jn 1,14). "La gracia y la verdad por mano de Jesucristo fue hecha" (Jn 1,17).
Porque Cristo no habla su palabra desde fuera, sino que comunica también desde dentro
su Espíritu que eleva y fortalece las fuerzas del hombre, su Palabra encuentra espacio en
el hombre, se hace vida divina, auténtico conocimiento de Dios. Esta recepción de la
Palabra de Cristo en el Espíritu significa la santificación por la palabra de verdad (Jn
17,17), la participación de la gloria que el Hijo ha recibido del Padre (Jn 17,22). Es la fe
"que vence al mundo" (i Jn 5,4).
KARL WENNEMER, S.I.
FE Y AMOR
Fe
Amor
afirmaciones a este respecto (1 Jn 3,9) parece que se oponen a otras en las que afirma
que el cristiano es aún pecador (1,8-2,2). La solución está en que el que ha nacido de
Dios puede realmente evitar el pecado en la medida en que se apoya en la fuerza del
Espíritu. Así, en cierto modo, no puede pecar. Pero como es y debe ser libre para que
sea posible una decisión moral en favor de Dios, el cristiano puede decidirse también
contra Dios y su Santo Espíritu. Y si el Espíritu es el que posibilita el obrar bien, Juan
concluye con razón que el hacer lo justo, el guardar los mandamientos y el amar a los
hermanos son señal clara de que Cristo habita en nosotros. (2,29).
Conclusión
Por el contrario, Israel cree que Yahvé tiene en sus manos el curso de la historia y que
persigue con él intenciones concretas. Intenciones que por otra parte quedarán ocultas al
hombre, si Yahvé no se decide libremente a 'revelárselas por sus profetas.
Es sin duda esta fe en la guía de Yahvé en y ponla historia, la que ha hecho posible la
pervivencia de Israel y ,su religión después de su destrucción política e incluso después
de la destrucción de su templo. Mientras que para los demás pueblos semejante derrota
y sumisión a otros siempre significó la desaparición de la religión y de los dioses
nacionales.
Esta relación entre revelación e historia no es casual, sino que radica en la esencia de
Yahvé, tal como Israel lo concebía. En los dioses paganos pesaba mucho más el
elemento natural que el personal. Eran fuerzas naturales interpretadas de manera
antropomórfica. Se les atribuyó carácter divino porque se experimentaba su influencia
decisiva para el bien del hombre. Pero por bien se entendía la prosperidad y bienestar
terrenos. De aquí que no tuviesen una relación fundamental con la moralidad. De ahí
también el auge de la magia: se pretendía, lo mismo que se influye con ciertos medios
técnicos independientes de toda actitud personal en la vida infrapersonal, influir en las
fuerzas divinas difundidas por el mundo con sólo la ejecución precisa de ciertos ritos,
sin necesidad de una disposición interior. Naturalmente había individuos que en algunos
momentos, e incluso constantemente, se acercaban a la divinidad con sincera
disposición interior. Entonces aparecía el otro elemento -lo personal- en los dioses. Y la
expresión de tal disposición en himnos y salmos, no se diferenciaba mucho de los
Salmos de la Biblia. De todos modos formaban una parte muy pequeña de la expresión
religiosa, constituida sobre todo -en el culto oficial exclusivamente- por conjuraciones,
textos mágicos, ritos para la fecundidad sexual, etc. Siendo lo decisivo en el culto su
ejecución exacta.
Cierto que Israel tendía a concebir sus relaciones con Yahvé al estilo de sus vecinos
paganos: una ligación natural de la que dependen prosperidad, salud, enfermedad, prole,
cosecha, prestigio y poder. Pero contra semejante idolatrización de Yahvé se produce a
lo largo de toda la historia de Israel una lucha implacable. Al final fue incluso necesario
que el pueblo experimentase su desaparición como , pueblo libre - lo que entonces solía
significar desaparición absoluta- para que su fe llegara a la convicción profunda de que
Yahvé era independiente también de su pueblo y del culto de su pueblo, y que no corría
su misma suerte como los dioses paganos.
Otra prueba de esta independencia absoluta fue el hecho único de que Yahvé no se
identificaba ciegamente con los intereses de su pueblo. Al contrario, se le oponía
cuando faltaba, y lo castigaba -¡hasta con la destrucción del templo!- para que
comprendiese que su bienestar no dependía sólo de la brillantez de su culto y la riqueza
de sus dádivas, sino de su disposición interior y su forma de vida.
La relación de Yahvé con Israel no era una ligación natural de Dios con su pueblo,
como entre los dioses paganos, sino un pacto, libremente ofrecido por Dios y libremente
aceptado por Israel; una elección libre, que se revelaba en hechos históricos.
Semejante acuerdo y unidad es imposible con las fuerzas naturales, que alcanzan su
efecto con total independencia de toda disposición interior.
comunidad ya que comunidad supone la capacidad de ponerse en el lugar del otro y ver
desde ahí la realidad.
Historia y llamada
Si todo contacto humano significa una llamada, mucho más el contacto con el Dios
personal. Y también aquí esa llamada exige el reconocimiento de Dios como Dios,
como el señor sin condiciones a quien el hombre debe todo lo que es y lo que tiene.
Los dioses paganos no eran reconocidos como creadores, sino como conformadores del
mundo, y además representaban una pluralidad de intereses, a menudo contrarios entre
sí. Por lo tanto, ninguno de ellos podía exigir exclusiva y plenamente la entrega del
hombre, es decir llamarlo en su último reducto de unidad: en su persona. Por eso se
entendió la Salud no como algo supramundano, que correspondiera a la esencia de la
persona, sino como la posesión de bienes intramundanos, en la que el hombre se sentía
dependiente de diversos dioses.
En cambio la llamada del Dios puramente personal, que ha creado en plena libertad el
mundo y el hombre, se dirige al hombre íntegro, a la persona, y le exige el
reconocimiento de la superioridad absoluta de Dios y de su dependencia total como
hombre. Sólo así llega el hombre al acuerdo con Dios y consigo mismo.
Pero semejante llamada enc uentra una base de experiencia y una analogía solamente en
el campo humano; igual que lo histórico-humano ofrece una analogía para comprender
la vida personal de Dios. Y es que categorías puramente ontológicas, valederas para
todo ser, no pueden expresar lo especifico de ese ser-personal.
Por último, se ha mostrado lo más íntimo y profundo del misterio de Dios en un único
Hombre, cuyo comportamiento y cuyas libres decisiones procedían inmediatamente de
la segunda Persona divina y a ella pertenecían; de manera que El ha traducido, por así
decirlo, a Dios al lenguaje humano, no sólo con sus palabras sino con todo su ser.
Después nos damos cuenta de que ésta tenía que ser la plena y definitiva revelación de
ese Dios personal. Toda otra revelación por ser mediata (Gál 3,19), sólo podía ser
parcial y hecha con vistas a la última -y sólo a la luz de ésta del todo comprensible-.
Aquí radica la profunda y esencial tendencia del Antiguo Testamento hacia el Nuevo.
AUGUST BRUNNER, S. J.
Los dioses paganos como fuerzas del mundo no podían hacer revelación alguna. Ni
tenían un interior que comunicar, ni era necesaria una revelación para conocer su acción
sobre los sucesos intramundanos. Y lo que intenta comprender el mito, no se basa en la
libre revelación del dios sino en la imaginación humana. De ahí que la interpretación
humana de las fuerzas de la naturaleza y sus operaciones las muestre arbitrarias,
envidiosas, dirigidas a la dicha terrestre, es decir, igual que se representaban los paganos
a sus dioses.
En cambio, lo propiamente personal sólo puede darse a conocer por libre revelación, y
esto ya en el terreno meramente humano. Por eso se considera una ofensa el intento de
penetrar en la vida interior de otro en contra de su voluntad.
Pero la vida personal de Dios es todavía mucho más inasequible a toda pretensión
intrusa. Dios es espíritu puro. Además, su revelación es absolutamente libre, no a
medias como la del hombre. Porque Dios no necesita nada fuera de sí mismo.
Pero toda actividad libre, toda comunicación propiamente dicha es, por ser libre,
irrepetible e histórica. Por eso corresponde a la esencia personal del verdadero Dios que
su revelación se realice por la historia, y se acomode al proceder histórico del hombre,
aunque sólo por analogía.
Lo histórico, como resultante del espíritu humano, tiene una duración muy distinta de la
que tiene lo meramente natural. Lo natural ocurre y ocurrirá siempre de la misma
manera y según las mismas leyes. Por eso cuando pasa, pasó del todo. En cambio, el
hombre cambia él mismo un poco en cada decisión que toma. Por eso su pasado sigue
de alguna manera presente en él y en sus nuevas decisiones. Una llamada dirigida a la
persona y aceptada por ella sigue presente y determina el futuro, pues ha sido asumida:
por el espíritu del hombre que ha cambiado el juego de posibilidades y decisiones. En
cambio, lo natural no tiene posibilidades en este sentido. En el campa biológico hay
costumbres que son como una sombra de las actitudes humanas, pero radicalmente
distintas. El animal se comporta sin libertad y no puede colocarse frente a su propio
comportamiento: no se comporta propiamente.
De ahí se sigue una diferencia importante para la esencia del culto, según se realice en
el campo del mito o en el de la revelación histórica. El culto mítico es una historización
de lo natural. Es decir, intenta hacer efectivo y conservar lo natural de la misma manera
que se hace con los sucesos históricos: reproduciéndolos. Pero esta reproducción es
esencialmente distinta de la reproducción histórica. En la reproducción mítica se intenta
producir por segunda vez lo que acaeció anteriormente. Pero de ese primer acaecer no
queda ahora nada. La reproducción se realiza igual que si fuera ella el primer acaecer.
La relación con aquél permanece exterior a ella, sólo en la mente humana. Y es que
AUGUST BRUNNER, S. J.
Con esto tenemos las condiciones necesarias para un entendimiento del culto. Su
esencia está no en la forma exterior, sino en el contenido humano espiritual. Y éste no
es el mismo en el paganismo y en la religión del Dios personal. La teología protestante
pasa por alto frecuentemente este hecho y rechaza más o menos decididamente el culto
como no adecuado al cristianismo. La razón profunda de ello se encuentra en el gran
influjo del Kantismo en la teología protestante: no se puede conocer el contenido
espiritual de otro hombre directamente y en sí mismo, ya que todo conocimiento no es
más que conformación de los datos sensibles por las propias categorías -doctrina
inaplicable por cierto a la vida práctica cotidiana-. Naturalmente no es posible en
semejantes condiciones una reproducción histórica; por lo tanto tampoco es posible una
historia, sino sólo una toma de conciencia aislada y puntiforme con motivo de una
palabra o un suceso, como enseña Bultman consecuentemente.
AUGUST BRUNNER, S. J.
Pero esta objeción sólo puede valer para la reproducción cultual de sucesos míticos
iniciales, no para un culto que se refiere a sucesos históricos en los que se ha revelado la
intervención de un Dios personal y trascendente. Pues en la llamada que ahí se encierra
hay siempre un contenido espiritual; y lo espiritual puede realizarse y reproducirse
propiamente, como lo igual en la variedad de la forma. También en la vida cotidiana se
puede participar solamente en el contenido espiritual de los demás hombres, en la
alegría, el amor, la pena, y no en lo corporal-biológico, como la fuerza, el cansancio, la
enfermedad o salud...
El culto revitaliza de una manera real, no sólo imaginaria como hace el mito, el
contenido espiritual que se revela en el pasado de la historia.
En el prejuicio protestante contra el culto queda un punto cierto: que la mera acción
externa, que basta para la reproducción mítica, no basta cuando se trata del culto al Dios
personal. Sólo la apropiación libre de actitudes y modos de pensar anteriores responde
aquí a la realidad. Y para ello es el culto una condición, no una causa determinante.
Además sigue en pie el peligro de que el culto en espíritu y verdad, al quedar ligado a la
manifestación exterior, degenere en lo meramente natural, en el rito mítico
independiente de toda actitud interior. Contra este peligro lucharon constantemente los
profetas; pero jamás pensaron en rechazar el culto en bloque. El culto pertenece
esencialmente a la vida religiosa de una comunidad humana. Rechazarlo significaría
condenar a muerte la religión, porque lo espiritual humano no puede subsistir sin lo
corporal, ni respondería a la religión del Dios encarnado.
Por lo tanto, en el culto que se refiere a hechos históricos, lo pasado recupera vitalidad y
fuerza, por la sencilla razón de que lo espiritual nunca es del todo pasado.
Y como el espíritu habita sobre todo en la palabra, ésta desempeña en el culto histórico
un papel que no tiene en el culto mítico. En éste el efecto no se dirige principalmente a
los hombres, sino a la conservación de las fuerzas del mundo y su orden. En cambio, en
el culto condicionado por la historia se repite siempre de nuevo, en cada generación, la
llamada de Dios al hombre, para que este la acepte y llegue al acuerdo con Dios a través
de la debida actitud interior.
En el culto mítico, la recitación del mito es ya ella misma, como suceso, eficiente. En el
culto condicionado por la historia, la palabra, la narración histórica, es anuncio del
contenido espiritual que hay que reproducir y revivir. De aquí se sigue que predicación
y catequesis pertenecen esencialmente a la religión.
HISTORIA Y MONOTEISMO
En consonancia con esto el hombre no se concebía a sí mismo como una unidad, sino
como el escenario de una serie de fuerzas y poderíos que aún no habían logrado en él la
unidad. Se sentía más arrastrado y determinado, que capaz de determinarse a sí mismo.
Sólo la llamada del Dios personal y uno, que se dirige a la persona, al punto de unidad
del hombre, le dio la conciencia de su unidad y su capacidad de autodeterminación. Con
ello despertó en él también la conciencia de lo histórico, de lo irrepetible y no- necesario,
que puede ser determinante del destino y que está por encima de lo general, pues de lo
general no puede salir una llamada a la persona.
Al mismo tiempo experimenta entonces el hombre, aunque con dificultad, que este
sentido no acaba de realizarse nunca en el marco terreno- mundano, y que una
realización completa dejaría siempre a la persona insatisfecha, pues ella es más que
mundana. La plenitud sólo puede darse más allá de la historia. Este más allá es
imaginado primero como algo que sucede después del final de la historia. En realidad se
da ya constantemente en la autorealización de la persona que escucha la llamada de
Dios.
EL SACERDOTE EN LA IGLESIA
Masses Ouvières n.º 270, julio-agosto 1965.
Por más que, en una teología del sacerdocio, todas estas afirmaciones sean
rigurosamente ciertas y exactas, hoy, por diversas circunstancias, un buen número de
sacerdotes piensan que las exigencias de su propio testimonio evangélico vienen
exclusivamente determinadas por su vocación como cristianos -al igual que los demás
fieles bautizados- y no precisamente por su sacerdocio ministerial.
Este es el motivo por el que ahora nosotros nos planteamos al iniciar este estudio dos
cuestiones que constituyen el meollo de la problemática acerca de la esencia misma del
sacerdocio cristiano: ¿Al sacerdote, como tal, se le exige un testimonio de vida distinto
del que debe dar cualquier cristiano?; ¿la propia naturaleza del sacerdocio contiene la
exigencia de un testimonio personal, de una vida de santidad específica?
¿No se nos hace un poco dura, incluso descorazonadora, esta concepción del
sacerdocio? En realidad, no son las exigencias de santidad sacerdotal las que carecen de
fundamento, sino los razonamientos que pretenden esas mismas exigencias. Tales
razonamientos se basan, no sobre la unicidad del sacerdocio de Cristo y en la
participación de todos los fieles en este sacerdocio, sino sobre una noción del sacerdocio
ministerial demasiado vulgar, elaborada a priori y ciertamente ignorada por el Nuevo
Testamento.
Cierto que los nombres que designaban a las cabezas de las Iglesias se tomaron del
vocabulario profano: eepiscopoi, presbtero... Pero la evolución semántic a de la palabra
"presbítero", así como su progresiva "sacerdotalización" fue nefasta para la teología del
presbiterado. La noción cristiana vigente de presbítero se halla contaminada por
realidades ajenas a su verdadero contenido. A menudo, como sucede en otros campos,
las palabras corrompen el sentimiento. Los presbíteros no son otra cosa que los
Apóstoles de Cristo.
En realidad, Cristo instituyó Apóstoles, nada más que Apóstoles. La misión de los
apóstoles es fundar la Iglesia, predicando el Evangelio por todo el mundo. Los obispos
son sus sucesores; participan de su consagración y de su misión. Tienen como cometido
esencial y permanente fundar la Iglesia a lo largo y ancho de la tierra - la Iglesia en este
mundo se halla siempre en sus comienzos-, transmitiendo el Evangelio, el cual es para
la Iglesia principio de toda vida a través del tiempo. Saliéndose de su servicio eximio,
Cristo predica la palabra de Dios a todas las gentes y administra sin cesar los
sacramentos de la fe a los creyentes. (Vease Constitución De Ecclesia, c 3, 20-28).
Ahora bien, los presbíteros son los "cooperadores del ministerio de los obispos";
participan en su misión apostólica. Por tanto, si es verdad que participan de la gracia
del- episcopado cuya misión especial es la evangelización del mundo y la fundación de
la Iglesia, entonces la misión esencial del presbítero, en toda su actividad, no es otra
que la evangelización del mundo y la fundación y edi f icación de la Iglesia. No hay que
situar, pues, al sacerdote en la línea del sacerdocio del Antiguo Testamento. El
sacerdocio del presbítero equivale a su misión apostólica.
Podemos decir que Cristo considera la misión apostólica bajo un aspecto cultual. Pero,
en Cristo, este culto, equivale a redención del mundo. De acuerdo con esta equivalencia
tiene que resolver aquella disyuntiva planteada por el cardenal Suhard: "El sacerdote
hoy, ¿ha de ser ministro o apóstol?". Respuesta evidente: Es ministro en la medida en
que es apóstol. Y, por tanto, nos parece una mezquina interpretación la que reduce el
culto que han de celebrar los Apóstoles a la sola liturgia de los sacramentos.
Bajo esta perspectiva, vemos que la liturgia de los sacramentos se halla plenamente
integrada en la obra de la evangelización. El bautismo se celebra para hacer discípulos
de Cristo. La Eucaristía tiene como objetivo introducir a todo el pueblo en la
"consagración" de Cristo. Bendecir, consagrar, administrar los sacramentos, actividades
llamadas más peculiarmente sacerdotales, vienen a ser para el sacerdote un medio para
cumplir su misión primordial, la evangelización del mundo que supone una
"cristianización", no un mero anuncio verbal.
Ahora volvemos al comienzo. El sacerdote, como tal, ¿tiene que dar un testimonio de
vida? No, ciertamente, si fuera un funcionario de lo sagrado. Pero el sacerdote no es un
funcionario, sino un apóstol cuyo ministerio se identifica con la salvación del mundo
llevada a cabo por Cristo y en la que él tiene, como apóstol, una auténtica participación.
salvación, y éste es el de, Cristo, estrictamente personal; ministerio del que la Iglesia
participa, en primer lugar por medio de sus Apóstoles. Fijémonos en el hecho de que la
misma palabra "consagrar" define la actividad sacerdotal de Cristo y de los Apóstoles
(Jo. 17,19). Como sucede en Cristo, es en la misma persona del apóstol que tiene su
cumplimiento la Redención (Véase 2 Cor 4, 10,12).
Para San Pablo es evidente que la conciencia de su vivir en Cristo está estrechamente
vinculada a la prosecución de su tarea apostólica (2 Cor. 4,10-11). En el mismo Jesús
hombre, ser enviado al mundo y estar presente en Dios son realidades simultáneas.
Realidades, al mismo tiempo -como decimos- dinámicas, que buscan su plenitud. El
advenimiento salvífico de Cristo al mundo llega a ser realidad cuando su presencia en el
Padre deviene total. Lo mismo sucede con el envío de los Apóstoles al mundo. En
conclusión, "estar con él" y "ser enviado por él" (Me. 3,14) son dos aspectos
simultáneos de la misión apostólica.
El sacerdote, como tal, actúa únicamente con la fuerza de Cristo. Por ello, no se puede
decir que su actuación equivale a la de un puro "instrumento". Esta noción, tantas veces
utilizada como imagen explicativa, se presta a interpretaciones abusivas al aplicarla
unívocamente a la persona. Insinuamos que convendría sustituir el vocablo instrumento
por otra palabra que exprese la idea de comunión, tan fundamental en toda la teología.
El Apóstol es el que da testimonio y provoca el encuentro con Cristo mediante su propia
comunión con El. Tal tarea no requiere, por supuesto, un ser excepcional. Nadie puede
pedir a un sacerdote que sea más que cristiano. Un cristiano que cree y consiente en una
vocación, y que comprende que no hay proporción alguna entre su vocación y los
medios que tiene en su mano. El sacerdote no debe hacer más que entregarse en el acto
de fe al Señor que le llama, entendiendo que el Señor le crea sacerdote-apóstol en el
mismo momento en que le dirige su llamada.
F. X. DURRWELL, CSSR
Es indudable que el sacerdocio de los presbíteros es ministerial, y hemos visto que este
ministerio se polariza en la evangelización. Pero persiste la antinomia entre un
sacerdocio "ontológico", común a todos los cristianos, y un sacerdocio "ministerial" -
que parece reducirse a una función. Si recurrimos a la Escritura nos vemos obligados a
rectificar las perspectivas ordinarias.
Por otra parte, institución de la Eucaristía y advenimiento inmediato del Reino en forma
de ágape están íntimamente vinculados (Lc. 22, 15-17). Desde este ángulo visual, la
eucaristía se presenta como el sacramento -signo y realización inicial- del Reino
escatológico. La eucaristía revela el misterio de la cena pascual elevada a su
cumplimiento, que es el Reino del cielo: Reino constituido por Cristo en su pascua y por
los que comulgan con él en su pascua. En el cenáculo, los Doce personifican y resumen
la totalidad del pueblo de Dios, es decir todos los invitados a la pascua definitiva.
Además, tengamos en cuenta que la idea de que una colectividad puede estar
concentrada en un individuo o en un pequeño grupo, es familiar a la Escritura. El mismo
Cristo constituye lo que los exegetas denominan "una personalidad corporativa". En
Daniel, el Hijo del Hombre viniendo sobre las nubes es el representante del "pueblo de
los Santos". Y, en la última cena, Cristo y los invitados a su mesa representan de
análoga manera la totalidad del Reino de Dios.
Es interesante, además, constatar que Cristo confiere idénticos poderes, formula las
mismas exigencias, confía igual misión a la Iglesia que a los Apóstoles; pero concreta
en éstos la misión, los poderes y las exigencias. Concentración de ningún modo
exclusivista, sino expansiva: Piénsese, en concreto, que las palabras que anuncian a los
apóstoles su consagración sacerdotal en la muerte y resurrección de Jesucristo (Jo. 17,
19), expresan también la consagración de todos los fieles que, por el bautismo, están en
comunión con aquel misterio en el que son consagrados los Apóstoles.
La misión y los poderes conferidos a los Apóstoles - "Sereis mis testigos", "Convertid a
los pueblos"- se confieren igualmente a la Iglesia, la cual, toda entera, es testigo y
apóstol de Cristo en el mundo. Lo mismo sucede con el mandato de celebrar la
F. X. DURRWELL, CSSR
Por ser el apostolado concentración de la realidad eclesial, Pedro y los demás apóstoles
no tuvieron necesidad de ser primero cristianos y luego apóstoles. Su cristianismo
estaba contenido en su apostolado (en su misión apostólica).
Se dan en la vida cristiana otros casos similares en los que el término final deviene
principio inicial. Por ejemplo, en la virtud de la caridad. La caridad es plenitud y
sobreviene detrás de la fe y de la esperanza. Pero, cuando echa raíces en el corazón del
cristiano, viene a ser principio de la vida de la fe y de la esperanza. Y es que el
cristianismo es una religión eminentemente escatológica. Para comprender el sentido
cristiano de nuestra vida, tendríamos que habituarnos más a esta perspectiva : nuestra
realidad como cristianos se sitúa tendencialmente en el futuro; el comienzo se identifica
con lo que todavía es nuestro porvenir.
F. X. DURRWELL, CSSR
Así, pues, no hay oposición entre la gracia bautismal y la gracia sacerdotal. Ambas
operan la comunión en el mismo misterio de la salvación, que es Cristo en su muerte y
resurrección. No hay oposición porque el bautismo no es un sacramento del que se
pueden ir sacando, poco a poco, gracias, carismas y poderes ulteriores. Es, todo lo
contrario, el principio de una creación que debe continuarse. En esta perspectiva, entre
laicos y sacerdotes existe sólo una diferencia en la comunión en el mismo poder
sacerdotal de Cristo (Constitución De Ecclesia c. 2, 10). No hay que hablar de contraste
y oposición entre sacerdocio y laicado. No hay tampoco que definirlos a uno por
relación con el otro, sino por referencia al todo, que es Cristo en su plenitud, y al
conjunto de la Iglesia.
Durante los dos primeros siglos de la historia cristiana, los cristianos de todos los
órdenes se llamaban entre ellos hermanos y hermanas. Las comunidades eclesiásticas
individuales se denominaban "adelphotes", que significa comunión de hermanos.
La ruptura que parece implicar la palabra "cleros" se refiere al clérigo frente al "mundo"
de pecado y no frente al laicado. Es más: "cleros" designaba al conjunto de todo el
pueblo cristiano.
El carácter específico del sacerdote no le separa del laico, sino que acentúa la comunión
mutua. "La distinción que el Señor estableció entre los sagrados ministros y el resto del
Pueblo de Dios lleva consigo la solidaridad" (De Ecclesia c. 4, 32). En el ámbito de la
mentalidad conciliar es evidente que la única diferencia estriba en una concentración de
la realidad eclesial, en una mayor capacidad social de la gracia, centrada en la persona
del clérigo. Y esa mayor capacidad tiene como efecto, no la separación, sino una más
perfecta asimilación del sacerdote al conjunto del pueblo de Dios, aumentando éste su
carácter de "personalidad corporativa".
Para comprender la distinta entidad de la persona del Apóstol con respecto al Pueblo de
Dios -consistente en una mayor comunión con el conjunto-, y cómo los poderes
comunes a toda la Iglesia pueden polarizarse en algunos fieles, los Apóstoles, tenemos
el ejemplo de la colegialidad apostólica. Todos los obispos comparten la misión y la
responsabilidad suprema de la Iglesia y, eso no obstante, tal responsabilidad está
personalizada en uno de ellos: el sucesor de Pedro. Tampoco podemos olvidar que esa
preeminencia está vinculada al servicio, al estilo de Cristo servidor de la salvación
universal.
Además, quien no vea en el sacerdocio del presbítero más que una pura función
afirmará que "el carácter del presbiterado no es eterno", ni tiene por qué serlo, puesto
que "en la eternidad la Iglesia no tendrá ya necesidad de los órganos de su sacerdocio".
Esta concepción temporalista está en contradicción manifiesta con la perennidad del
sacerdocio prometida por Jesús a los Apóstoles (Véase Lc 22, 29 ss.). Aunque la
promesa tiene que realizarse primeramente en la tierra, es indudable que Jesús se refiere
al Reino como realidad escatológica; será "en la regeneración" cuando -según Mateo 19,
28- los Apóstoles se sentarán sobre tronos para juzgar a las doce tribus de Israel. El
mismo San Pablo corrobora la idea de que el ministerio del Nuevo Testamento se
distingue de la institución veterotestamentaria por su permanencia.
Admirables promesas de eternidad que sólo pueden entenderse a la luz del dogma de la
comunión de los santos. Cuando Dios nos "recrea" para nuestra salvación, en Cristo, nos
transforma a semejanza de la comunión mutua que constituye la cualidad específica del
ser de Dios, y establece entre los fieles relaciones mutuas de gracia con carácter eterno.
De igual modo, tampoco al sacerdote se le imponen los consejos evangélicos como una
necesidad exigida por la virtud del sacramento. Cabe un sacerdocio sin celibato, ni
pobreza voluntaria, ni siquiera sumisión completa en la comunidad eclesial. Pero la
urgencia de la gracia apostólica tiende a asumir esta perfección evangélica como algo
vinculado a una gracia que es "consagración" (Jo. 17, 19) en Cristo muerto y resucitado
para el mundo.
Se podrá criticar este método porque no conduce a una claridad y precisión terminantes.
Pero ¿son esos los criterios adecuados de verdad cuando abordamos realidades vivas e
inexpresables?. En la anatomía de las cosas vivas nunca se llega a distinguir netamente;
siempre quedan rincones en donde se parapeta el misterio... Eso sucede al tratar de
distinguir en el sacerdote los aspectos de testimonio personal y de actividad sacerdotal.
Con todo, creemos que las ideas apuntadas - inspiradas en las líneas de fuerza del
Concilio- ayudan a conocer mejor del sacerdote en la Iglesia de hoy.
Primeras tensiones
Con la llegada de la teología escolástica (s. XII) se rompe esta unidad. Los grandes
maestros del siglo XIII conservan aún la unión entre la reflexión teológica y la Escritura
-su teología es un comentario de la Sacra Pagina y sus grandes Summa Theologica
parten de una exégesis previa-; pero, poco a poco, se desarrolla una historia escolástica
al lado de la teología y una espiritualidad al margen de la Escritura. La teología
escolástica desembocará en un tecnicismo abstracto, mientras que la unción espiritual
irá a refugiarse en las obras de devoción.
El Renacimiento puso las bases del estudio crítico de la Biblia, pero a partir del siglo
XVIII la crítica racionalista desvirtuó el estudio científico de la Escritura y encerró la
exégesis católica en una muralla apologética y conservadora de la cual no se verá libre
hasta la encíclica Divino afftante Spiritu. El resultado ha sido que la exégesis se ha
convertido en una ciencia desligada de la teología, con métodos diversos.
Tensiones actuales
los diversos especialistas para corregir mutuamente sus puntos de vista y llegar a una
síntesis superior. Tal esfuerzo no puede realizarse sin algunas tensiones:
a) la tensión entre exégesis y teología nace de los diferentes métodos. La crítica bíblica
es una ciencia positiva histórica cuyos resultados no pueden establecerse a priori,
mientras que la teología, al menos tal como se ha entendido hasta ahora, es un
conocimiento reflexivo que construye sus síntesis doctrinales a partir de todo aquello
que pueda iluminarla, es decir, la Escritura y los diversos aspectos de la tradición
eclesiástica, por oscuros que parezcan. Ahora, la exégesis actual ha desarticulado
muchas de las pruebas de Escritura tradicionales en los manuales de teología: origen,
autor, fecha, autenticidad, y sobre todo su verdadero alcance dogmático. En
consecuencia, se pregunta el exegeta hasta qué punto las deducciones lógicas de la
teología son aptas para hacer progresar el espíritu humano hacia la auténtica revelación
del Dios vivo, pues teme que carezcan de fundamento positivo. Por otra parte, la labor
del exegeta; a la luz de la fe y bajo la autoridad de la Iglesia, aunque es ya en cierto
manera teología, no sobrepasa ciertos límites, sobre todo en los textos del AT.
Con este breve recorrido sólo queremos constatar la existencia de tales tensiones,
resultado de una excesiva especialización en los diversos campos, y preguntarnos sobre
la posibilidad de hacer fecundas estas tensiones, de manera que sirvan para completar
los diversos puntos de vista entre exegetas, teólogos y pastores.
El callejón sin salida a que se ha llegado en este problema debería hacernos caer en la
cuenta de que nos hemos colocado quizá en un punto de mira demasiado estrecho,
olvidando un dato fundamental que abarca todo el problema: considerar la exégesis, la
teología y la pastoral conjuntamente en su relación con la Palabra de Dios a cuyo
servicio están.
Salud (cfr. Heb 1, 1-2 ; Jn 1, l-14). Esta Palabra de Dios, tal como se nos presenta en la
Escritura, no es sólo una verdad de orden intelectual, sino una realidad dinámica, una
fuerza de acción que obra en el mundo, crea las cosas, realiza los designios de Dios en
la historia humana y, además, se transforma en palabras humanas que salen de la boca
de los profetas para explicarnos el sentido de los hechos. En Jesucristo, Palabra de Dios
sustancial, se nos manifiesta también la divina revelación a través de sus palabras y de
sus acciones. Por último, en el tiempo de la Iglesia, la Palabra de Dios sigue actuando
en el signo sacramental y en el mensaje transmitido a los hombres. Así, pues, tanto el
orden de la creación, como el desarrollo de la historia de salud, la encarnación del Hijo
y la historia sacramental de la Iglesia se fundamentan en un hecho: que Dios nos habla.
La Iglesia, frente a esta Palabra de Dios, se define como la comunidad délos creyentes,
el pueblo que está a la escucha de la Palabra y se adhiere a ella por la fe. Pero al mismo
tiempo, la Iglesia es también el lugar donde la Palabra de Dios continúa actuando y se
deja oír, el signo que manifiesta) al mundo la presencia del Verbo revelador y salvador
y del Espíritu que santifica. Así, mi pertenencia a la Iglesia como creyente es la
respuesta necesaria al Dios que me habla. Este misterio de Dios es el objeto último de
mi fe, pero su manifestación sólo me viene dada a través del misterio de la Iglesia,
donde encuentro la Palabra de Cristo que actúa y se me revela.
¿Es preciso, pues, concluir que la Palabra de Dios sólo nos es accesible por la Escritura
(sola Scriptura)? Entonces ¿qué valor tienen las otras estructuras sobre las cuales se
apoya la Tradición viva? He ahí una de las diferencias esenciales entre la fe católica y la
fe protestante, que conviene aclarar.
Esta nueva concepción crítica del sentido literal no se limita a los datos históricos o
arqueológicos, sino que traduce el mensaje divino concerniente a la revelación del Dios
vivo y a su designio de salvació n, pero en función de las circunstancias concretas en que
fue manifestado. Nos descubre la revelación paso a paso, a través de la problemática
concreta que vivió cada autor. Ciertamente la exégesis queda así atada a los diversos
condicionamientos temporales de la Palabra de Dios -signos tangibles de su
enmizamiento histórico-, pero si renunciase a este rigor crítico, caería en un círculo
vicioso al imponer a priori a los textos un sentido que sólo objetivamente debe descubrir
y, además, cortaría el diálogo con los historiadores no-creyentes.
Por ello el exegeta debe ser consciente de que su trabajo, no agota el campo de la
hermenéutica bíblica. Su labor crítica alcanza la Palabra de Dios en un momento de su
desarrollo histórico, pero debemos preguntarnos si -después de la venida de Jesucristo-
el mensaje que Dios nos dirige a los hombres de hoy con esos mismos textos no
sobrepasa los límites de su significado primitivo. Así Dios nos descubre en este mismo
sentido literal un nuevo grado de profundidad, del cua l ni los autores, ni los primitivos
lectores tuvieron una conciencia clara. Tal es el llamado sensus litteralis plenior. Si la
revelación forma una unidad orgánica y todos los textos bíblicos tienen como único
objeto el misterio de nuestra salud en Cristo, del cual van descubriendo sucesivamente
los diversos aspectos, es obvio que cada uno en particular no saque a plena luz todos los
aspectos del misterio al cual está referido, más que a la luz de la revelación total, unido
al resto de la Escritura y a la tradición eclesiástica donde la Palabra de Dios alcanza su
plenitud. Así el sensus litteralis unido al sensus plenior responden a las exigencias
legítimas de la razón crítica y de la fe eclesial. Pero esta crítica literaria, con sus
métodos autónomos, debe desarrollarse en un ámbito de fe y desembocar en una
teología de la historia de salvación a la luz de la revelación completa.
tachemos de mera vulgarización pastoral. Así, la labor del teólogo puede definirse como
hermenéutica, ya que debe conducir los hombres a la Palabra de Dios a partir de la
Escritura. No negamos la necesidad ulterior de una síntesis constructiva, pero la
Escritura debe estar siempre presente, no sólo al principio de las especulaciones -según
la forma clásica de probatur thesis-, sino que debe acompañar toda la marcha del
pensamiento hasta el final.
La segunda exigencia del teólogo es que debe conectar el mensaje de la Palabra de Dios
con los problemas de los hombres de hoy, y esto le distingue del exegeta. Ello supone
no sólo una adaptación del lenguaje, sino una comprensión profunda de la problemática
y de la existencia humana. Ahí aparece el lugar que ocupa la técnica filosófica dentro de
la teología. La filosofía es para la teología algo más que un instrumento preciso o un
lenguaje exacto para transmitir la revelación en forma de verdades abstractas e
inmutables como las Ideas platónicas; esta canonización de una cierta escolástica
representa en realidad su misma decadencia, al cerrarse por principio a la problemática
de nuestros contemporáneos, como si después de la philosophia perennis, los demás
pensadores no hayan aportado más que confusión, sin apuntar ningún problema nuevo.
La consecuencia es grave: se transforma la Palabra de Dios en un sistema ideológico y
frente a ella se coloca un hombre abstracto, arrancado de sus condicionamientos
temporales. Es verdad que debemos apreciar justamente la elaboración filosófica,
efectuada en la Iglesia a lo largo de los siglos, que va unida a los datos de la fe, pero el
teólogo debe comprender en serio los problemas del hombre actual y comenzar de
nuevo una reflexión de fe con este hombre para mostrarle el lugar que la Palabra de
Dios ocupa en su vida. Así se enriquecerán los mismos datos de la fe, y la Palabra de
Dios proyectará una luz decisiva en el corazón del hombre. En una palabra, las
relaciones entre la filosofía y la teología son de una mutua interdependencia, pero sin
confusión. La filosofía, en última instancia, no puede romper los lazos orgánicos que la
unen a la teología, y ésta, a su vez, necesita una filosofía autónoma íntimamente
comprometida con el lenguaje y la problemática de sus contemporáneos, si no quiere
convertirse en una maravillosa voz que clama en el desierto, infiel a su misión de
anunciar el Evangelio a los hombres de su tiempo. El trabajo de la teología es el lazo de
unión entre la hermenéutica de la existencia humana -objeto de la filosofía- y la
hermenéutica de la Palabra de Dios -objeto de la exégesis.
Se impone una estrecha colaboración entre el exegeta, el teólogo y el pastor. Para ello es
preciso tener una conciencia clara de la identidad profunda de su trabajo, al servicio de
la evangelización del mundo. En consecuencia, los estudios eclesiásticos -tal como ha
urgido el Concilio en su decreto- deben revisarse profundamente para llegar a una
unidad de visión donde la pastoral, la teología y la exégesis estén al servicio de la
Palabra de Dios. Hagamos notar solamente tres aspectos.
En segundo lugar, debe revisarse -según los principios antes señalados- la relación entre
filosofía y teología dentro de la formación del futuro sacerdote. Tanto si precede el
estudio de la filosofía, como si se distribuye la reflexión filosófica a lo largo del estudio
de la teología, debe evitarse el mutuo aislamiento de ambas ciencias frente a la
revelación.
Autorité et obéissance dans l’Eglise d’après le Concile, Parole et Mission 36 (1967) 84-
117.
Es también una verdad evidente su constante y profunda sumisión en lo que es sin duda
más importante, aquello en lo que su propia vida está en juego: su ministerio. En él van
incluidos los factores más decisivos, su trabajo, su familia, su vida personal, sus
relaciones, su éxito o su fracaso. Podrían considerarse otros muchos ejemplos, al nivel
de la puesta en práctica de las nuevas orientaciones conciliares, y que nos llevarían a
afirmar que no puede hablarse de indisciplina del clero, si no es por un análisis
superficial de sus situaciones. Lo más profundo de su vida es la obediencia.
Esta obediencia, con todo, adolece a menudo de un defecto básico. El clero muestra
deseo de comprensión, voluntad de apreciar los valores de lo mandado. Tiene un
profundo sentido critico -que no puede desestimarse- y vive a la vez una constante
sumisión a la Iglesia en las exigencias de su ministerio. Sin embargo, no siempre se da
en sus encuentros el gozo de esta sumisión común, la comunión profunda de voluntad y
de acción que debería haber entre sacerdotes y obispos. Da la sensación de que se
practica la obediencia sin llegar a reconocerla como un valor comunitario que debe
producir alegría. Y esto es signo de una enfermedad interna de la autoridad y de la
obediencia. Si bien ésta es real, es con todo demasiado pasiva, sin solidarizarse con la
autoridad. Se mira a ésta como "desde fuera", como sin participar de su misión y de su
responsabilidad en la Iglesia. La obediencia no se vive en comunidad con la autoridad,
en un "nosotros" que manifieste una comunión, sino que a menudo va acompañada de
críticas, compensación fácil a la pasividad con que se practica. La obediencia no ha
desplegado todavía todas sus dimensiones humanas y cristianas, no puede considerarse
aún, por así decirlo, adulta. Es comprensible -como hemos visto- que el Concilio hable
de una renovación de la obediencia, que lleve a ,vivir de una "manera más madura la
libertad de los hijos de Dios".
Pero esto no concierne sólo a la obediencia, sino también a la autoridad. Esta debe
preguntarse si en realidad ha hecho participar a cada uno, en verdadero diálogo, en la
elaboración de las medidas a tomar; si ha procurado comunicar los valores que sus
órdenes encierran, las intenciones que las animan. Ha de preguntarse si la referencia de
sus mandatos a la misión de la Iglesia en el mundo ha sido vivida siempre como
principio de unidad entre el obispo y sus sacerdotes. Lo que fundamenta la obediencia
de los sacerdotes es su participación en el ministerio y en la misión apostólica. ¿Ha sido
éste el lazo de unión que se ha vivido? Pero más que hacer la critica de estas actitudes
colectivas, es necesario intentar descubrir sus fundamentos teológicos en orden a poner
bases sólidas y profundas a las nuevas formas de autoridad y obediencia en la Iglesia.
Sentido de jerarquía
La harmonía que reina en los coros de los ángeles, es, para el Pseudo-Dionis io -cuya
influencia en la espiritualidad occidental es innegable-, como el modelo celeste del
orden que debe reinar en la Iglesia, por la sumisión de cada uno a sus superiores en la
jerarquía eclesiástica.
El pensamiento de San Agustín, que sigue una trayectoria muy semejante, ha tenido una
gran influencia en la formación del clero. Lo que es verdadero en el orden intelectual, lo
es también para él en el orden moral. Dios es buscado como ser supremo que se
comunica en el orden del mundo a través de sus leyes recibidas por la conciencia. Todas
las leyes particulares no son sino participación de esta ley eterna, expresión del orden
divino. La harmonía del universo y del hombre en el universo, encontrará una
realización particularmente feliz por medio de la sumisión a la jerarquía en la Iglesia. La
formación espiritual en la obediencia ha quedado profundamente impregnada de esta
gran visión teológica del hombre inserto en un "universo jerárquico". "Sin sumisión -
dice Tanquerey, cuyo libro "Précis de théologie ascétique et mistique" ha servido de
manual a generaciones precedentes de sacerdotes- no habría más que desorden y
anarquía en las diversas comunidades... ¿quiénes son estos superiores legítimos?... En el
orden sobrenatural son: el soberano pontífice, los obispos, los párrocos, sus vicarios,
cada cual según los límites trazados por el código de derecho canónico".
Si hay actualmente una "crisis de obediencia", hay que situarla a este nivel.
Antiguamente la sumisión tenía valor por sí misma: bastaba que una disposición
estuviese en el reglamento del seminario o en la ley de la Iglesia. Esta motivación era
suficiente. Hoy, para someterse al reglamento de una casa, un joven quiere conocer las
razones que motivaron cada uno de sus artículos, quiere participar con su propia
experiencia y su propia reflexión en la elaboración de las disposiciones a las que tendrá
que someterse.
¿Hay que rechazar estas exigencias, como signo de que el "mundo moderno" invade la
Iglesia y pretende pervertirla, o más bien preguntarse si nos obligan a poner de nuevo en
LOUIS LOCHET
cuestión una cierta forma de obediencia y de autoridad, para poder ir adelante en busca
de nuevas formas íntimamente ligadas con la misma renovación de la Iglesia en el
mundo?
Para un "aggiornamento" profundo, hay que acudir a las fuentes teológicas de toda
renovación espiritual. No puede rechazarse en bloque una tradición que ha alimentado
la vida espiritual de muchas generaciones de sacerdotes. Hay que realizar un
discernimiento que nos permita descubrir sus límites a fin de poder conservar sus
valores, en un orden nuevo.
En primer lugar se observa una casi total ausencia de Cristo. La obediencia se ha puesto
en el orden de la creación, en relación con Dios mismo, que está en la cima de todo. La
perfección de la creatura, que consiste en la mayor asimilación posible del Bien
supremo, se conseguirá principalmente por la sumisión a la voluntad de Dios que se
manifiesta en el orden instaurado en la naturaleza y en la Iglesia. Cristo no aparece en
las muchas páginas dedicadas a la obediencia. Los nuevos lazos que nos unen a Cristo y
a su Padre en el Espíritu no han transformado la obediencia. A lo más podrá hablarse de
obediencia a Cristo, no de la obediencia de Cristo participada por el cristiano. La
deficiencia fundamental de esta espiritualidad parece no haber podido desarrollar
suficientemente el sentido cristiano de la obediencia.
No hay tampoco apertura al diálogo. Toda la perfección del súbdito consiste en ser
sumiso al superior, cuya voluntad es expresión de la voluntad de Dios. Toda discusión
del contenido de la orden se considera falta de fe, de sumisión, insubordinación.
San Ignacio prevé una representación del súbdito al superior antes de que éste haya
dado sus órdenes, aunque debe mantener una actitud interior de sumisión. Santo Tomás
sitúa a la obediencia y a la autoridad en servicio del bien común cuya búsqueda supone
un cierto diálogo en orden a descubrirlo conjuntamente. Ambas son intuiciones
estupendas, destinadas a los religiosos, no formuladas sin embargo explícitamente en
una teología de la obediencia trasmitida al conjunto del clero. La orden sigue viniendo
de arriba, de una conformidad abstracta de la voluntad del superior con la voluntad de
Dios, no por una búsqueda concreta de esta voluntad en los signos de los tiempos, cuya
aportación vendría dada por el mismo súbdito. El diálogo será a lo más tolerado, no
precisamente requerido.
Esta concepción de la obediencia está mucho más al servicio del orden a mantener que
de la misión a promover. El superior es la encarnación de este orden, garantiza las
estructuras y aplica las leyes. Fuera de ella no hay más que desorden y anarquía.
Existe, por fin, el grave peligro de traspasar esta misma concepción de la obediencia a
las relaciones entre sacerdotes y laicos, confundiéndola con una cierta pasividad que no
deja lugar a posibles iniciativas ni al verdadero diálogo de búsqueda apostólica. Es una
de las fuentes de clericalismo, que lleva a considerar a los laicos más o menos como
seres inferiores, menores de edad. Las consecuencias son ya a simple vista graves:
pasividad, dependencia infantil, insubordinación, anticlericalismo. Es necesario
descubrir las formas de una obediencia adulta de los sacerdotes, para colocar en su
verdadero lugar la de los laicos.
Nos hemos limitado a una reflexión teológica que conserva lo esencial de los valores de
la espiritualidad tradicional de la obediencia. Pero es urgente ahora que nos situemos en
una perspectiva nueva, en que el encuentro con Cristo obediente nos comprometa
juntamente en la misión de la Iglesia.
Cristo obediente
El hombre lo recibe todo del mundo y de los demás; por esto, depende de ellos en todo.
En su ser mismo, en su alimento, vestido, educación, cultura, ideas... Depende de la
historia en los acontecimientos de su vida, y recibe la muerte en un cuerpo sometido a
las leyes del mundo.
LOUIS LOCHET
"Sumisión" deja ya de tener aquel sentido pobre y estrecho de "ponerse debajo" de una
autoridad que confería todo su valor a la virtud de quien renunciaba a su propia
voluntad para aceptar la del superior. La obediencia no prescindirá en absoluto de esta
dependencia, sino que, como sumisión, será más bien una participación en la misión que
LOUIS LOCHET
Jesús nos confía en la Iglesia para con el mundo: un consentimiento a la voluntad del
Padre transmitida por medio de hombres.
Hay que admitir, por otra parte, que la obediencia está concebida en un orden dinámico,
y aun después de la decisión queda lugar para el diálogo. Puesto que está al servicio de
una misión común, el diálogo continúa, no por debilidad de la autoridad ni por falta de
sumisión de los súbditos, sino por la búsqueda común de una adaptación de la acción y
LOUIS LOCHET
del pensamiento de la Iglesia a la vida del mundo, en una total fidelidad al designio de
Dios.
Este es el clima que debe crearse hoy en la Iglesia para que las nuevas estructuras
cumplan efectivamente su cometido: un clima nuevo de relaciones que acorte distancias
entre superiores y súbditos, que haga desaparecer las barreras que se hayan podido
levantar entre unos y otros. La obediencia se convierte en comunión: todos buscan
conjuntamente, en un intercambio en el que se sienten complementarios. El obispo no
puede decidir actualmente sin contar con la aportación de sus sacerdotes y de sus fieles,
si quiere que la decisión sea realmente fructífera. Los sacerdotes no pueden formar una
comunidad de búsqueda y de esfuerzos sino en la decisión tomada por el obispo en
nombre del Señor. Se inicia una nueva amistad -a nivel de parroquia o de diócesis-
humana, divina, cristiana y apostólica. Esta comunión es, en fin, la vida misma de la
Iglesia que se cumple y se renueva en la Eucaristía, fuente y cumbre de toda relación
interpersonal.
Una vez más la luz de Cristo tiene que iluminar nuestros problemas más actuales. El
vino precisamente a cambiar y renovar, a abolir distancias creando un nuevo estilo de
relaciones interpersonales en la Iglesia, según el cual la dependencia tiene a la vez el
carácter de igualdad en el amor, acabando así en comunión.
Sería absurdo fomentar por un lado una espiritualidad de obediencia por unión con
Cristo y por otro levantar y mantener toda una organización jurídica más o menos
extrínseca a esta unión con Cristo.
Para que la Iglesia no sea solamente jerárquica, sino también comunitaria, es preciso
crear nuevas estructuras que permitan instaurar nuevas relaciones. El Concilio nos invita
a ello.
LOUIS LOCHET
El diálogo debe establecerse, en primer lugar, al nivel de los hechos y de la misma vida.
El Concilio habla de reflexión sobre caminos nuevos, de iniciativas. Y esto supone la
toma de conciencia de una Iglesia en misión, dentro de un mundo que cambia; de la
necesidad de una adaptación constante de la pastoral a la historia. Supone nuevas
actitudes por parte de los sacerdotes y una positiva comprensión de la necesidad de la
búsqueda y de las iniciativas por parte de los obispos. Todo ello deberá tener una
repercusión en las relaciones del clero con los seglares, dándoles a estos una mayor
conciencia de su participación en esta misma búsqueda y de la importancia de su
misión. No se trata ya de mantener un "orden establecido"; es necesario crear nuevas
estructuras en lasque el diálogo necesario para la elaboración dulas decisiones, sea
orgánico y constructivo.
Este diálogo postula por sí mismo la libertad de expresión de los sacerdotes, para lo cual
es absolutamente necesario un clima de confianza y amistad. Un diálogo supone
diversidad de opiniones, sin que esto implique necesariamente una oposición a la
autoridad. Supone que no hay grupos de presión, supone igualdad entre todos, supone
un mutuo respeto en la misión propia de cada uno, supone en fin un ambiente de
relaciones muy humanas, sencillas, penetradas de caridad divina. La Iglesia tiene hoy
necesidad de crear estructuras que estén animadas de este espíritu.
Obediencia comunitaria
Los obispos por su parte no podrán vivir su misión diocesana si no la unen y la someten
a la misión universal de la iglesia, en comunión con los demás obispos.
Iglesia. Esta apertura a la llamada universal de la Iglesia tiene que poder ser seguida por
el sacerdote que sienta verdaderamente su vocación católica universal.
CONCLUSIÓN
La renovación de la obediencia sería sin duda una especie de llave que abriría nue vos
caminos a la vida de la Iglesia.
Hemos visto que eran necesarias las nuevas estructuras para la renovación de la
obediencia. Y hemos visto también, tal vez con más claridad, que estas estructuras
serían totalmente inútiles si no hubiera sido renovada antes nuestra obediencia,
uniéndonos íntimamente con Cristo, que viene al mundo por amor al Padre.
FUNDAMENTOS TEOLÓGICOS
Eclesiología y liturgia
Es preciso considerar la Iglesia como el gran sacramento. Por obra de las controversias
postridentinas se acentuaron más bien otros aspectos de la instrumentalidad eclesiástica:
exterior, jurídico, jerárquico, etc. Hoy el concilio Vaticano II deriva hacia una posición
más espiritual: la Iglesia, en la que se hace visible la gracia. Es la comunidad de los
salvados y en ella actúa el Señor. Aparece así la Iglesia ante todo como un instrumento
de la presencia del amor de Dios que nos salva. Al partir de esta nueva base cae por sí
misma la concepción ritualista de la liturgia. Por otra parte ganamos una visión del culto
como santificador esencialmente y toma relieve la instrumentalidad salvadora de la
Iglesia en los misterios revividos por la liturgia.
Palabra y sacramento
Partiendo de esta eclesiología contemplamos la Iglesia como el lugar donde Dios dirige
la palabra a cada cristiano, invitándole a la comunicación intima con El por la fe.
Palabra -signo de Dios- que adquiere su pleno dinamismo por sernos dirigida a través
ADRIEN NOCENT, O. S. B.
La Edad Media popularizó las fiestas del año litúrgico por medio de las
representaciones populares y la iconografía. No obstante, estas representaciones tenían
más que nada un efecto simplemente moralizante. Los hechos se representaban como si
fuesen actuales, pero no se veía el paso de la celebración externa a la realidad
sacramental, al misterio en el que nos insertamos. Incluso se llega a dividir el misterio
de salvación estableciendo los diversos ciclos. En suma, impera una visión más bien
externa y ceremonial. Y es que sin la integración palabra-sacramentos, la presencia del
Señor sólo será reconocida en estos últimos. Fuera de ellos se verá meramente un culto
exterior.
Algunos intentos de solución no llegan a eliminar el dualismo. Para algún autor Dios
desciende al hombre y lo salva por medio del sacramento; mientras que el hombre
asciende a Dios a través del culto litúrgico. Muy por el contrario, se realiza el encuentro
del hombre con Dios, en Cristo, en la liturgia concebida de modo global. La
Constitución sobre la sagrada liturgia afirma asimismo que los misterios de Cristo se
hacen presentes de algún modo en el año litúrgico: "los fieles son puestos en contacto
con ellos y son llenados de la gracia de salvación" (n. 102). Pero no se concreta el modo
de esta presencia.
La presencia y el tiempo
Por otra parte, aunque en la vida litúrgica se anule en cierto sentido el tiempo, los
cristianos permanecen situados en el mundo presente. Los sacramentos -como
acontecimientos escondidos- dejan al mundo aparentemente tal como él es. Y por
presentarse ellos mismos bajo un signo tomado de nuestro mundo nos hacen presente el
Reino.
El Misterio Pascual
Hemos hecho hasta aquí, un balance elemental de los presupuestos teológicos que se
deben revisar si se quiere que el misterio del año cristiano se viva y enseñe
correctamente: partiendo de la Iglesia como sacramento, descubrimos en ella nuestro
contacto con las realidades salvadoras. Cristo está presente por la Iglesia y actúa en
nosotros de diversos modos: uno de ellos es la celebración del año litúrgico.
IMPLICACIONES ESPIRITUALES
Objetividad y realismo
Buen número de personas buscan en la liturgia un medio para mejorar la propia vida.
Esto es fruto de una mentalidad subjetivista que atiende más a las resonancias de la
propia conciencia que a la presencia de Dios que alcanza al hombre y le santifica por la
liturgia. En ella es Dios quien toma la iniciativa y hace entrar al cristiano en la
participación de los misterios para que los realice juntamente con Cristo. Esta
objetividad de una actitud verdaderamente cristiana se opone a los sicologismos y a la
introspección erigida en método. Como es natural, se supone la necesaria preocupación
personal que mueva nuestra voluntad al ritmo de la divina.
Esta cooperación, sin embargo, debe consistir más en atender a Dios que a nuestras
propias posibilidades.
Unificación
Descubrir el año cristiano como actualización de los misterios de Cristo nos aporta una
doble unificación. Ante todo, la vida espiritual encuentra su unidad: el misterio de
Cristo muerto y resucitado es la médula del cristianismo y por ello, punto único de
convergencia. La práctica del año cristiano conduce al descubrimiento de este punto
central y nos manifiesta idéntica unidad en los sacramentos.
Pero la unificación va más lejos, abordando también la síntesis del hombre en si mismo,
ya que es el hombre con todas sus facultades quien se encuentra inmerso en los
misterios de la salvación. El mismo cuerpo humano se ve asumido como instrumento de
salvación al adaptarse a los misterios que se hacen presentes. Incluso puede descubrirse
una unidad en el mundo al contemplarlo, año tras año, en su movimiento de
aproximación a la venida de Cristo.
ORIENTACIONES CATEQUÉTICAS
Unidad de plan
Los ciclos litúrgicos han seccionado el misterio global del Señor. Es preciso
abandonarlos y centrarlo todo sobre la Pascua, dándonos igualmente cuenta de que la
resurrección es también conmemorada el domingo. Todas las fiestas deben ser
explicadas en función de la Pascua y ninguna con independencia de ese centro. El
tiempo cristiano es un todo único polarizado por la Pascua y revivido en el hoy
litúrgico. Se impone por esto una catequesis del tiempo en la Iglesia. De los textos
litúrgicos, que a veces no facilitarán la referencia al centro único, deberían escogerse
aquellos que guarden mayor relación con la Pascua.
El sentido de la comunidad
Esta coherencia del pueblo de Dios se hace posible gracias a la presencia del mismo
Señor. Es urgente introducir a los cristianos en el misterio de su presencia. Dar a la
Palabra que se proclama su merecido relieve es permitir la comprensión de esa nueva
presencia de los misterios, en el hoy del ario cristiano.
Conclusión
Partiendo del año litúrgico puede darse, pues, una visión cálida, unificadora y
vivificante de Dios, de Cristo, de la Iglesia y de las realidades terrenas. Pascua, la fiesta
cristiana, da la clave y el sentido a la historia. En definitiva, no debemos atender tanto a
unos conocimientos cuanto a los mirabilia Dei, obra de su amor que debe provocar
nuestro amor y oración. Porque, en definitiva, el objetivo de la catequesis no puede ser
más que el amor expresado en la oración.
1) El ejemplo más escandaloso del conflicto entre Ciencia y Biblia es el de Galileo. Para
él, la tierra giraba alrededor, del sol, en contra, al parecer, de lo que afirmaba la
Escritura (Jos 10,12-13). De hecho, la, Inquisición concluyó que su teoría era
sospechosa de herejía, por ser "falsa y contraria a las Escrituras". Y hemos de confesar
que el sentir de la Inquisición era el de los exegetas de la época.
Más grave fue el problema en el terreno de las ciencias históricas. Las excavaciones y
los rápidos conocimientos de las lenguas orientales, permitieron a los historiadores
hacerse con una imagen precisa de las civilizaciones antiguas del Próximo Oriente. Con
ello se puso de manifiesto la inexactitud de algunos datos bíblicos: fechas, papeles de
personajes mal atribuidos... que llevaron a algunos críticos a la conclusión de que la
Biblia carecía de valor como fuente de conocimiento histórico.
2) ¿Cuál fue la respuesta de los teólogos a estos ataques de la ciencia? En el fondo, los
exegetas se hallaban en un "impasse" del que era necesario salir: se esforzaron por
limitar de distintas maneras el dominio de la doctrina de la inerrancia: a) Newman, por
IGNACE DE LA POTTERIE
ejemplo, quería eliminar del campo de la inerrancia las cosas "obiter dicta". Otros, como
el canónigo Didiot o monseñor d'Hulst decían que sólo quedaba libre de error lo que
tocaba a cuestiones de fe y costumbres, res fidei et morum. Es interesante conocer esta
teoría, pues en el debate conciliar se llegó a afirmar que la posición de algunos -que es
la que por fin prevaleció- nos conducía a esa antigua teoría que había sido formalmente
condenada por el Magisterio. Expliquemos más en detalle su contenido: se trataba de
una limitación puramente material de la inerrancia, concretada en los textos que
interesan a la fe o a la moral. Una distinción de ese tipo resulta desafortunada y
artificial: supone que la única revelación de Dios a los hombres consiste en la
comunicación de "verdades" y doctrinas religiosas orientadas a la fe y a las costumbres.
Esta concepción intelectualista ha sido superada en el Vaticano II, que dice que Dios se
ha revelado con palabras y con obras, "gestis verbisque intrinsece inter se conexis"
(C.I., n. 2). Además, limitar la inerrancia a lo "religioso" parece implicar que en la
Biblia se da lo "profano", distinción tan impropia como la anterior. Toda la Biblia es
inspirada, y cuesta creer que Dios haya inspirado a los hagiógrafos para que escriban
cosas puramente profanas. La Escritura tiene siempre, en cierta manera, un carácter
religioso.
c) Pero los géneros literarios, método indispensable, no son un medio suficiente para
resolver el problema de la verdad de la Escritura. Permiten captar la intención del
hagiógrafo y su grado de afirmación, pero no siendo un principio teológico, nada nos
dicen de la naturaleza y objeto de su enseñanza. La dirección teológica la han
emprendido dos ensayos recientes, uno de N. Lohfink (Cfr."Selecciones de Teología" n
.o 14,) y otro de P. Grelot. Presentamos brevemente el trabajo de este último. P. Grelot
hace notar que siempre se ha hablado de inerrancia bíblica, y encuentra en el término
"inerrancia" dos defectos: por un lado, presenta negativamente (ausencia de error) un
privilegio positivo de la Escritura; por otro, el empeño en defender la Biblia contra los
ataques de los racionalistas que pretenden descubrir errores en ella, puede encerrar al
apologeta en una problemática estrecha.
en Jesús y en su obra, por lo que no se puede pedir al A.T. una perfección igual a la del
Evangelio. E incluso hay que añadir que el N.T. debe ser explicitado todavía en la
Iglesia e interpretado en su tradición viva, bajo la acción del Espíritu de la Verdad, Por
eso "se ha de buscar la verdad de cada texto a partir del conjunto de la revelación y de
su carácter progresivo".
El recorrido que acabamos de hacer nos permite abordar directamente el examen del
texto de la Constitución "Dei Verbum", promulgada al fin de la cuarta sesión, el 18 de
noviembre de 1.965.
El Concilio no usa el término "inerrancia" -usual hasta entonces- sino que habla
directamente de la "verdad" de la Escritura: "veritatem quam Deus nostrae salutis causa
Litteris sacras consignara voluit, firmiter, fideliter et sane errore docere profitendi sunt."
(C. III. n. 11). Sólo en la penúltima redacción, el término "inerrancia", que encabezaba
el capítulo, fue sustituido por el de "verdad". La idea de inerrancia sigue en pie, pero
correlativa de esta otra, que ha venido a ser la afirmación directa y principal del texto:
"los libros de la Escritura enseñan la verdad que Dios ha querido que fuese consignada
en ellos en orden a nuestra salvación."
Así, pues, la Constitución "Dei Verbum" nos invita a no permanecer prisioneros en esa
concepción demasiado estrecha e incluso demasiado profana de la verdad de la
Escritura.
Pero esto, ¿no es volver a la solución antes explicada, de limitar la inerrancia solamente
a cosas de fe y costumbres? El punto de vista comienza ya por ser muy distinto: antes se
trataba de una limitación material en el campo de aplicación de la inerrancia bíblica.
Notemos además que el texto conciliar ha adoptado en su redacción definitiva la
fórmula "veritatem, quam... " y no la que tenía antes: "veritatem salutarem..."
precisamente para evitar la interpretación de la limitación material. El "salutarem" ha
pasado a ser en la redacción final "nostrae salutis causa", cuyo carácter restrictivo no es
de orden material sino formal. Por tanto, no hay que buscar en la Escritura solamente
"verdades religiosas", sino que en ella, todo está libre de error con tal de que se la
considere desde el punto de vista de la revelación del designio salvífico de Dios, es
decir, de la historia de salvación. Con esto el Concilio nos coloca a un nivel claramente
religioso y teológico, superior al de la exactitud histórica.
IGNACE DE LA POTTERIE
Examinada la primera, hagamos una reflexión sobre la segunda. ¿Cómo juzgar los
sucesos bíblicos desde su valor histórico? Para responder a esta pregunta hemos de tener
presente que el fin primario de la Escritura consiste en darnos a conocer la serie de
intervenciones divinas ocurridas en la historia que tienen como término a Cristo y a su
Iglesia. A partir de aquí, la respuesta es sencilla: la inspiración garantiza la historicidad
de los sucesos bíblicos en la medida en que estos acontecimientos hacen referencia a la
historia de salvación. Casos típicos serían: en el A.T., los grandes acontecimientos del
Exodo la conquista de la tierra prometida, etc. En el N.T., los milagros de Jesús, la
fundación de la Iglesia, la resurrección de Cristo y su ascensión. Estos hechos
constituyen la trama de la historia sagrada. Su verdad salvífica supone y entraña
necesariamente su verdad histórica. El especial interés del pueblo de Israel y de los
primeros cristianos por las intervenciones de Dios en la historia hace que su
historiografía sea netamente superior a la de los pueblos del Antiguo Oriente.
Ahora bien: desde el punto de vista de la historia exacta -que no es el de los autores
bíblicos- no todas las particularidades narradas en la Biblia son siempre y
necesariamente "verdaderas". Pero incluso en estos casos (p. Ej., la genealogía de Jesús
en el evangelio de Mt, según la cual entre Abraham y Jesús hay tres veces catorce
generaciones, lo cual es inexacto) no dejamos de hallar la verdad salvífica. (En el caso
expuesto, ésta sería que Jesús, "hijo de David, hijo de Abraham", es el heredero de las
promesas mesiánicas.) Así pues, el aspecto bajo el cual permanece íntegra la verdad de
esta página del evangelio, es aquel que se refiere a la historia de salvación.
4. - A la luz de la Tradición
Ya en san Pablo (2 Tim. 3,1617: "Toda la Escritura es divinamente inspirada y útil para
enseñar, para argüir, para corregir, para educar en la justicia, a fin de que el hombre de
Dios sea perfecto y consumado en toda obra buena". Y en el v. 15: "...conoce las
Sagradas Escrituras, que pueden instruirte en orden a la salud por la fe en Jesucristo.")
encontramos la idea de que la "utilidad" de la Escritura viene dada en función de
IGNACE DE LA POTTERIE
obtener la salvación. Sería vano exigirle una cosa distinta de aquella para la cual fue
hecha.
Todavía es más claro un texto de sto. Tomás en "De veritate", (q. XII, a. 2, c.) en el que
dice que sólo puede ser objeto de profecía aquello que es útil a la salvación. Por su
parte, se sitúa conscientemente en la tradición agustiniana, pues comenta el texto de
Agustín que precisamente acabamos de citar.
Así pues, el Concilio Vaticano II, al hablar de la verdad que Dios ha querido que fuese
consignada en las Sagradas Escrituras "para nuestra salvación", se coloca en la línea de
esa Tradición que acabamos de evocar.
Pero el alcance considerable del texto conciliar aparece con mayor claridad cuando nos
damos cuenta de su significado: es una vuelta a la tradición donde se concibe
habitualmente la verdad en sentido bíblico -sentido esencialmente religioso y teológico-
al tiempo que un regreso de la concepción de la verdad en sentido profano - filosófico o
científico-, concepción derivada de los griegos.
1. - La concepción griega
¿Qué entendían los antiguos griegos por la palabra "verdad"? Su misma etimología lo
indica muy bien: a- letheia. Esta palabra está compuesta de un "a" privativa y de la raíz
IGNACE DE LA POTTERIE
"lath", estar encubierto. Así pues, la verdad es la realidad descubierta. Para los filósofos
griegos, buscar la verdad consistía en intentar descubrir, de un modo objetivo y
racional, la esencia y el origen de las cosas. Y la "verdad" de éstas era su auténtica
naturaleza, su última explicación. Por eso, para Platón, la verdad del ser es su idea. Y
como para él el mundo de las ideas está separado de nuestro mundo sensible, resulta que
la verdad pertenece propiamente al mundo separado de lo divino. Se comprende que la
tradición platónica identificara pronto la verdad con Dios mismo. San Gregorio de Nisa,
formado en esa tradición, escribiría un día: "La verdad es Dios" (Vida de Moisés, 11,
19).
Pero para el tema de nuestro articulo, lo que más nos interesa es la concepción griega de
la verdad en el dominio de la historiografía. Aquí, "verdad" sigue significando
"realidad", pero aplicado al conocimiento del pasado. Para Tucidides, el fin del
historiador es "ver claramente lo que aconteció" (1,22). Otros historiadores, como
Polybo y Flavio Josefo indican al comienzo de sus obras que su único intento es narrar
fielmente "la verdad". Para ellos, la "verdad" era el acontecimiento del pasado conocido
con exactitud y descrito con objetividad.
2. - La concepción cristiana
Sin embargo, el problema de la verdad de la Escritura se nos presenta bajo otra luz
cuando partimos de la concepción cristiana de la verdad, concepción que proviene de la
Biblia, pero que sigue y se desarrolla en la Tradición.
a) En el A.T., sobre todo a partir del Exilio, la idea dominante es la siguiente: conocer la
verdades conocer el designio de Dios sobre los hombres. Y la verdad es la revelación de
los misterios, es decir, del plan divino de salvación. Cuando el misterio es revelado, la
verdad se identifica prácticamente con la misma revelación; entonces "verdad" se hace
sinónimo de "sabiduría", ya que la revelación procedente de Dios ha de ser para el
hombre una regla de vida.
En el N.T. la noción de "verdad" sigue la misma línea, aunque referida a Cristo. En san
Pablo, muy a menudo, "verdad" es sinónimo de "evangelio": "...vosotros, que
escuchasteis la palabra de la verdad, el evangelio de vuestra salvación..." (Ef, 1, 13.).
IGNACE DE LA POTTERIE
Señalemos la relación existente entre este pasaje y el texto conciliar que habla de la
verdad "en el orden de la salvación". Asimismo, la relación entre palabra y verdad, muy
bíblica, y que prepara inmediatamente la terminología y la doctrina de san Juan.
Para san Juan, la verdad no es otra cosa que la Palabra de Dios, dirigida a los hombres
por Jesús, y presente en él. Cuando Juan dice que la Ley fue dada por Moisés, pero que
"la gracia y la verdad vinieron por Jesucristo" (Jn l, 17), opone a la revelación
imperfecta de la Ley mosaica la revelación perfecta y definitiva de los tiempos
mesiánicos, realizada en Jesucristo. Por eso Jesucristo podrá decir que él es "el Camino,
la Verdad y la Vida" (Jn 14, 6). El es la verdad, no en sentido griego sino en sentido
bíblico, pues en el, hombre al tiempo que Hijo de Dios, se nos presenta la plenitud de la
revelación del Padre.
Tomemos, p. ej., el relato referente al Bautismo de Jesús: (Me, l, 13; Le, 3, 22; Mt, 3,
17; Jn, 1, 32-34). Si los comparamos advertiremos una progresiva tendencia a subrayar
los elementos materiales y públicos de la teofanía. En Me, es Jesús quien ve descender
el Espíritu "en forma de paloma". Lucas precisa que "en forma corporal". Mateo pone la
voz celeste en tercera persona ("Este es mi Hijo amado...") como estando destinada a un
grupo de testigos. Juan afirma que el Bautista vio también la paloma.
Si ahora aplicamos la distinción hecha más arriba, veremos que desde el punto de vista
de la historicidad es cierto el hecho de la teofanía en el Jordán y del descenso del
Espíritu sobre Jesús. Su importancia en la vida y misión de Jesús no permiten pensar de
otro modo. Sin embargo, las ligeras variantes de los relatos y la tendencia de la tradición
a acentuar los aspectos exteriores y comunitarios de la teofanía nos inclinan a pensar
que el descenso del Espíritu en forma de paloma fue originalmente el objeto de una
visión interior reservada a Jesús (y también, sin duda, a Juan el Bautista, según el
testimonio del 4.0 evangelio). Si Lucas habla de "en forma corporal", es a fin de
subrayar la realidad de la visión. Y si en Mateo se amplia el grupo de testigos, parece
que es un reflejo de la predicación eclesial y comunitaria de esta escena.
Pero lo más importante es su significación religiosa, tanto para la vida de Jesús como
para la primitiva comunidad cristiana. En ella reside la "verdad", la enseñanza del
relato. Para comprenderla, recordemos el simbolismo de la paloma en el ambiente
judaico: era un símbolo del pueblo de Dios. Si el Espíritu Santo desciende sobre Cristo
en forma de paloma es para indicar el sentido de su misión: bajo la acción del Espíritu,
Jesús deberá empezar a formar progresivamente el nuevo pueblo de Dios, el nuevo
Israel de los tiempos mesiánicos. Esta "verdad" del relato está colocada en un plano
distinto del de la verdad histórica. Su profundidad también es diversa, sin que de
ninguna manera suprima el carácter de acontecimiento que tiene la teofanía.
CONCLUSIÓN
la Iglesia, que nunca olvidaban lo que llamaban "letra" o "historia", pero que iban más
allá, esforzándose, por encontrar el sentido verdadero de esa historia, su "sentido
espiritual".
Aunque nuestros métodos de trabajo hayan cambiado y las exigencias críticas de hoy
sean más considerables, podemos y debemos permanecer fieles al espíritu de esta
antigua tradición, intentando descubrir a lo largo de la Escritura aquello que constituye
su verdad, a saber, la profundidad del misterio de salvación, la revelación progresiva del
designio de Dios.
Notas:
1
El autor lo concreta en dos ejemplos: uno, el que reproducimos abreviadamente. El otro
es el episodio de Jesús caminando sobre las aguas. Lo hemos omitido por no alargar
esta condensación.
HISTORICIDAD DE LA TEOLOGÍA
El dinamismo intrínseco, que el cambio de acento doctrinal y pastoral operado por el
Concilio Vaticana II ha despertado en la conciencia eclesial, se va notando de día en
día de una manera más patente en toda la vida de la Iglesia en esta época posconciliar.
De ahí el hecho de que muchos cristianos se encuentren angustiados al ver que algunos
principios, para ellos inconmovibles, van siendo modificados por la misma autoridad
de la Iglesia. Esto es debido, en muchos casos, al desconocimiento de la variedad de
matices que hay implicados en las afirmaciones teológicas y a la inadvertencia de que
la teología también está inmersa en las coordenadas de la historia. En el problema de
la Verdad y la Historia se esconde, propiamente, el problema entero de la metafísica
del conocimiento, desde sus comienzos hasta nuestros días. El autor, partiendo de
consideraciones teológicas, muestra cómo la teología ha de contar con su propia
historicidad y qué consecuencias se siguen de ello para el cristiano que es a la vez
científico.
HISTORICIDAD DE LA REVELACIÓN
Ante el problema de cómo la verdad salvífica puede ser decisiva para la salvación y a la
vez devenir históricamente, hay que notar ante todo - lo cual es también de la mayor
importancia para la comprensión de la historicidad de la teología- que no se puede
reducir la historia de la Revelación a una serie de afirmaciones separadas, que Dios va
notificando una tras otra de manera simplemente aditiva haciendo crecer así poco a
poco el "depositum fidei", hasta que éste alcanza su medida definitiva con la revelación
KARL RAHNER, S. J.
cristiana, y de manera que sólo le queda a la Iglesia después administrar y repartir aquel
depósito. Un modelo cuantitativo de este género es ciertamente insatisfactorio para la
historia de la Revelación. Y en realidad un crecimiento aparentemente cuantitativo de
un todo cognoscitivo supone un cambio en el todo, aporta nuevas perspectivas a los
conocimientos ya alcanzados, plantea a éstos nuevos problemas, cuyas soluciones
modifican los conocimientos ya dados previamente. Así, por ejemplo, la entrada en
escena de los ángeles en el campo de la Revelación aumenta la claridad de la
trascendencia de Dios, y el conocimiento de una posibilidad de vida positivamente
realizada en el más allá cambia toda la valoración ética de la vida. Especialmente es
posible observar una verdadera teología en el Nuevo Testamento, es decir, se observa
que no solamente se añaden, de manera puramente exterior, a la sustancia básica de la fe
cristiana -Jesús como Salvador resucitado y escatológico- nuevas afirmaciones sobre el
Dios que se revela, sino que se va desarrollando paulatinamente, desde su propia
dialéctica y dinámica interior, el todo del mensaje fundamental cristiano, y siempre cada
uno de los elementos de este todo se muestra como dependiente de los otros, y va
creciendo y cambiando juntamente con el todo, manteniendo a la vez su propia
individualidad.
HISTORICIDAD DE LA TEOLOGIA
fidei-. Sin duda, si este sistema está ahí, y una vez que está ahí, en su facticidad
histórica, pueden verse y justificarse las relaciones lógico-objetivas y la génesis de las
proposiciones particulares desde una "teología de las conclusiones". Pero sólo en el caso
que el sistema esté ahí de hecho.
Muchos nuevos conceptos teológicos importantes se han alcanzado a través del tiempo.
Esto es incuestionable para el teólogo. Pero muchos creen que estos conceptos una vez
formulados, adquieren ya fijeza y se hacen definitivos, y que, por lo mismo, brillarán
inmóviles e incuestionables como estrellas fijas sobre la historia de la teología futura.
Claro es que dichos teólogos explican de buen grado que estos conceptos se deberán
aclarar siempre, hacerse comprensibles, meditarse de nuevo, etc. También presuponen,
desde luego, y saben que no basta mirar términos tales como: persona, naturaleza,
hipóstasis, unio hyposthática, sustancia, accidente, transubstanciación, etc., para dar por
entendido lo que con ellos se pretende significar y lo que no significan. Pero en la
historia de la teología se ve con demasiada claridad que estas explicaciones van siendo
muy distintas y no se pueden reducir a una fórmula tal que fuese universalmente
aceptada, y a la vez, fuese tan clara que ya pudiese parecer no necesitar ninguna
aclaración ulterior. Hay que afirmar, pues, que estos conceptos tendrán ellos mismos
una historia que todavía dura. Y de esta manera el concepto que se había hecho
"perenne" se sumergirá de nuevo en la historia "abrupta" de la teología. Todavía más:
esta explicación deberá ser mejor y más comprensible, más rica en aspectos, más
cuidada y más claramente preventiva de malentendidos que lo era el concepto que
intenta explicar.
¿Por qué no se pueden construir, a partir de estas explicaciones, nuevos conceptos que
absorban y reasuman el sent ido de los antiguos, sin declarar como falso el sentido que
tuvieron, pero clarificados de un modo más comprensivo y matizado en su nueva
significación? Así ocurrió de hecho en el pretérito. La cristología antes del Concilio de
Calcedonia carecía -por lo menos en oriente- de conceptos que nosotros utilizamos hoy
y con todo debía también expresar la "unio hyposthática". Lo que pasó en el pasado
KARL RAHNER, S. J.
La teología debe contar con los cambios, condicionados por la situación global dentro
de la cual vive históricamente. No se puede representar la historia de la teología como el
proceso de un sistema cerrado que se pudiera presuponer como totalmente visto de
antemano desde su posición inicial. No es así aunque aquello que en este caso
evoluciona históricamente -el "depositum fidei"- se deba presuponer sin ningún ulterior
crecimiento. La fe es la última interpretación global de la existencia humana y ha de
encontrar al hombre en la carne concreta de su historia, en la que debe realizarse la
salvación de toda su existencia. Las afirmaciones de la fe y de la teología acerca del
hombre, por su misma esencia, han de introducirse en la situación histórica de éste. Esto
significa tanto el diálogo con esta situación, como el ánimo y la esperanza de penetrar
en esta misma situación y hablar desde ella con esperanza cristiana. La verdad de Dios
que debe ser expresada tiene la garantía del Espíritu y no será sustancialmente
corrompida al ser dicha desde la propia situación histórica.
Ya desde ahí resulta absurdo un sistema teológico cerrado que funcione solamente sobre
sí mismo. La teología es siempre teología ecléctica y viva, y se ve libre de la angustia de
no ser suficientemente sistemática, y de que no le estuviera permitido adquirir
conceptos, planteamiento y puntos de vista un poco de todas partes. En la única fuente
material de la teología -Escritura y Tradición- jamás se ha intentado una síntesis
material y transparente, perfectamente exhaustiva de su datos múltiples; jamás intentó
decirnos de manera positiva y adecuada si todo encaja y cómo.
KARL RAHNER, S. J.
Si se acepta que la situación concreta del hombre está también co-determinada por el
pecado como un existencial universal de la existencia humana, se debe aceptar
igualmente que esto vale para la situación en que se encuentra el conocimiento humano.
La situación del hombre respecto del conocimiento no es meramente histórica y finita,
sino que además en sus objetivaciones se encuentra co-determinada, ya desde siempre,
por la culpa de la humanidad, y esta característica no se puede jamás eliminar
adecuadamente. La historicidad de la teología es, pues, igualmente una historicidad co-
determinada por el pecado: prejuicios, visiones unilaterales, cerrazón frente a otros
aspectos de la realidad, precipitaciones impacientes; todas estas y otras muchas culpas
KARL RAHNER, S. J.
Pero en una dimensión más concreta y profunda esta posibilidad y realidad de error
resulta de su intrínseca pecaminosidad. Es una lástima que no se haga de este hecho,
KARL RAHNER, S. J.
constatado históricamente, un tema de la teología como tal. Así ocurre que el error
queda tipificado por medio de las llamadas censuras teológicas, pero no se considera su
esencia íntima. Y, sin embargo, no es fácil decir cuándo se da un error y en qué
consiste, y cuándo se da solamente ignorancia; por ejemplo: cómo una perspectiva
particular, bajo la cual se mira una realidad, se fija a veces de manera tan absoluta que
de hecho se convierte en un error; no se estudia cuándo ocurre esto meramente de hecho
y cómo se convierte también en teoría. ¿Cuándo una posible distinción, que se puede
hacer a una afirmación, meramente la aclara y cuándo pone de manifiesto que
verdaderamente venía entendiéndose mal, y descubre, por tanto, que se trataba de un
error? En todo caso, no se puede pasar por alto que incluso una afirmación que se debe
calificar simplemente de verdadera -por ejemplo, una definición-, puede haber sido
pensada de hecho en un ámbito significativo, dentro de un contexto que al no haber sido
construido sin error, dificulta, mucho más de lo que a primera vista parece, la pregunta
en torno a la verdad de aquella afirmación simplemente verdadera. Y si es cierto que
aun la proposición mas verdadera acerca de una realidad determinada no lo dice todo
sobre esta realidad, sino que siempre elige algo de ella, puede ocurrir demasiado
fácilmente que se saquen consecuencias de esta verdad que dependen, de hecho, de la
suposición marginada y tácita de que aquella proposición encierra la realidad completa.
No es tan fácil distinguir en teología entre error e ignorancia. Cuando, al menos desde el
Concilio de Trento, tuvo una prevalencia tan unilateral, en la conciencia corriente de los
teólogos y de los creyentes, la función específica del sacerdocio jerárquico en la Misa,
de tal manera que al cristiano únicamente le que daba en concreto la simple asistencia a
la misma, ¿se trataba de un error o de una ignorancia? Ahora se puede distinguir en este
y en otros casos, pero esto era imposible en situaciones históricas ya pasadas. ¿Una
imposibilidad de distinguir no significa un error en la antigua manera de entender la
proposición? Las transformaciones que han ocurrido a lo largo de la historia de la
teología no se pueden interpretar, en todos los casos, como paso de lo implícito a lo
explícito, de menos a más exacto. Hubo también paso de errores a conocimientos
verdaderos, cosa que no ocurrió sin dolor, sin lucha y sin sacrificios amargos de
personas concretas.
Muchas cosas que hoy se enseñan y deben seguirse enseñando -algunas han penetrado
dentro del Concilio Vaticano Il- fueron antes combatidas, fueron detenidas por
sospechosas, y sus contrarias fueron "sentencia comunis", las cuales eran incluso
protegidas y propagadas por la autoridad doctrinal, aunque no, naturalmente, de forma
definitoria. Las enseñanzas del magisterio ordinario de la Iglesia obligan al teólogo a
contar, modestamente y con autocrítica, con una posibilidad de error incluso en el caso
de que se pronuncie una doctrina tradicional. Esto no niega la existencia de un consenso
teológico obligatorio, aunque en sí sea reformable. Pero debe quedar claro que el
magisterio ordinario sólo enseña infaliblemente cuando lo hace de mane ra que obligue
con un asentimiento de fe absoluto.
Puesto que la teología hoy no solamente vive su propia historicidad sino que la sabe de
una manera refleja, debería saber decírselo a sí misma en su propio obrar. La teología se
moverá por esto, en cierto sentido, más lenta y cautelosamente, pero por otro lado podrá
encontrar en no pocos casos la valentía para abandonar una posición anticuada sin tener
que ejercitar demasiado, cada vez que esto ocurra, el arte de la interpretación de las
fórmulas tradicionales. En esta situación nueva resulta ciertamente difícil empezar a
practicar una síntesis auténtica de obligación bien entendida respecto del pretérito, y
KARL RAHNER, S. J.
Mencionemos algunos casos, como ejemplos, de entre los muchos que se podrían citar:
"Los evangelios son relatos históricos"; es una afirmación verdadera, pero ¿qué
significa y qué no significa? Muchas veces se dio asentimiento a lo que realmente no
significa. "El matrimonio es una institución que se ordena a la procreación"; otra
afirmación verdadera, pero ¿agota esta definición la esencia del matrimonio? Sin
embargo, en más de una ocasión, se ha tomado como definición adecuada del
matrimonio. "El error no tiene derechos"; afirmación también verdadera, pero ¿no se
han sacado de ella consecuencias falsas? ¿No muestra quien saca estas consecuencias
falsas que la entendía mal y, por lo tanto, al pronunciar la verdad expresaba propiamente
un error?
Existe el error en teología. No es tan fácil en algunas ocasiones separarlo del dogma
definido. La posibilidad de error en teología es la muestra más radical de su historicidad
en tanto que ésta se relaciona con el conocimiento de la verdad como tal.
KARL RAHNER, S. J.
HISTORICIDAD Y DIALOGO
Sin embargo, nuestro diálogo es un diálogo franco y auténtico. Esto es así por la sencilla
razón de que al Iglesia, por causa de la historicidad de la teología, es también una
Iglesia discente, porque en su peregrinación a través de la historia avanza todavía por el
camino de la verdad. Ella se ve conducida al interior de toda verdad por el espíritu de
Dios que la asiste. Pero también es cierto que este Espíritu la conduce siempre de nuevo
hacia la verdad que ya posee, precisamente por medio de su encuentro con la nueva
situación histórica. Y puesto que esta mistagogía del Espíritu en el interior de la verdad
de la Iglesia invoca la acción humana y la decisión libre y responsable, por esto la
Iglesia, sobre todo por su teología, está hoy obligada a llevar a cabo su diálogo con el
mundo como modo concreto de realizar el encuentro de su verdad consigo misma. Pues
nunca en la historia hubo tal cantidad de "materia" con la cual la Iglesia debiera
confrontar su fe, nunca hubo tanta materia por elaborar para poder llevar a cabo la
confrontación. La marcha de la historia, en especial la de las ciencias, se acelera de
manera antes inconcebible; por esto se acelera también la historia de la teología. La
Iglesia se encuentra ante una tarea ineludible para que la verdad eterna se encarne
siempre de nuevo en la carne de nuestra historia humana, y de este modo el hombre
encuentre esta verdad encarnada y encontrándola se salve.
Her interpretatie van het geloof in het licht van de seculariteit, y Evangelische
zuiverheid en menselijke waarachtigheid, Tijdschr. voor Theologie 4 (1964) 109-150 y
3 (1963) 283-325.
Sin poner en duda el valor absoluto de éste, es ineludible una revolución copernicana
(41) con respecto al modo concreto como lo concebimos y solemos practicarlo.
Defendiendo, por otro lado - y contra todo prurito iconoclasta-, a quienes viven su fe
según las viejas representaciones (que, por inadecuadas que sean, no imposibilitan
necesariamente una auténtica vida religiosa), está convencido, a la vez, de la impotencia
de que caracteriza una visión y una práctica religiosa semejantes -propias de tiempos
pasados- con respecto a afrontar (sobre todo, a nivel intelectual) el humanismo
mundano e incluso ateo de nuestros días.
Presuponiendo, pues, todo esto como el espíritu más genuino que informa toda su obra,
sigamos ahora las "líneas de fuerza" a que puede reducirse el intento de Robinson.
Intento en favor de una revolución que se nos pide contra nuestros más íntimos
sentimientos (54) y que se presta, por ello, a ser acusada de herética: pero ante la que
con el tiempo sólo podremos quedarnos con el escrúpulo de no haber sido lo
suficientemente radicales (27) como para cumplir la ineludible exigencia de nuestra
E. SCHILLEBEECKX O. P.
misma fe, la de ser honestos con Dios, y a propósito de Dios (55), llegando hasta donde
sea preciso.
Para Robinson, no sólo es un mito (es decir, una proyección puramente subjetiva) el
concepto de un Ser Supremo, que truena desde el cielo, como el Altísimo, sino también
la misma representación de Dios como un Ser Personal Trascendente, dotado de
conocimiento y voluntad, y cuya existencia podemos establecer por medio de unas
pruebas. La concepción tradicional teísta aparece, al menos, como algo muy
problemático (cfr.: 59-79; cap. II: ¿El fin del teísmo?).
Afirmar que Dios es un ser personal no significa más que decir que "la realidad es
personal hasta en su más profundo nivel" (88); pues sólo en la experiencia humana de
nuestras relaciones interpersonales con los otros hombres podemos alcanzar el sentido
espiritual profundo de nuestra existencia. Y éste es Dios. Es en el amor al prójimo
donde Dios -el Tú que "tercia" en nuestras relaciones humanas- se nos hace presente
(100).
Así, pues, creer que Dios es Amor es creer qué en un mundo de relaciones puramente
personales encontramos no sólo lo que debería ser, sino lo que es, de hecho, la
experiencia más profunda y exacta de la verdad de lo real. Y afirmar esto supone un
acto de fe enorme. Pero esto, a la vez, es una cosa absolutamente distinta que
persuadirse de la existencia fuera del mundo de un Ser Supremo dotado de
personalidad" (88). La teología, según esto, es el mismo análisis de la profundidad de
nuestra intersubjetividad humana estricta: una afirmación es teológica no por
relacionarse con un ser particular, al que llamamos Dios, sino por expresar el sentido
último de nuestra existencia. Este fundamento último del ser es el Amor: y de él nadie
puede separarnos.
(127-). Ser auténticamente hombre (es decir, ser "hombre que vive para los otros
hombres" -y Cristo crucificado es esto plenamente-) es vivir a partir de la
Transcendencia; es el auto-transcenderse hacia el prójimo.
Por esto "ser cristiano" es lo mismo que "ser hombre" auténticamente, viviendo para los
demás a partir de la profundidad del Fundamento de nuestro ser, del que nadie puede
separarse. Nuestra santidad, pues, ha de ser santidad mundana, porque se nos pide vivir
una Secularidad cristiana. Orar, a su vez, no puede significar ya un volver la espalda al
mundo y dirigirse a una iglesia para encontrar a Dios. No es sentarse a la vera del
camino de la vida. Sólo en el camino mismo del mundo podemos encontrar a Dios:
sobre todo, en los demás. Es verdad -reconoce Robinson- que la oración de silencio es a
veces necesaria en la vida; pero únicamente en función de nuestra empresa terrena. De
ahí que la liturgia no sea más que lo sagrado en el mundo: pan, vino, aceite, agua... y,
sobre todo, la comunidad de los hombres.
Sin duda, ha de haber momentos consagrados a meditar sobre la vida: cumplen con algo
tan necesario como nuestra misma "vinculación" en ella (159). Pero para el hombre, la
verdadera vida está en el encuentro con el prójimo. Y es en esta relación encarnada
donde la profundidad habla a la profundidad: lo cual es ya, en sí mismo, orar.
Frecuentar la relación con los demás es la "cumbre del Sinai" a la que ha de dirigirse el
hombre para orar. Sólo después brotará la necesidad de "retiro", como en un intervalo,
para "clarificar" la revelación recibida en este monte que son los otros hombres. En fin:
interceder a Dios en favor de otro "es estar con él, tanto por el silencio, como por la
compasión o la acción (160): fuera del silencio, del testimonio reconfortante del sentir
juntamente con el otro o del hacer algo por él, no hay más que mitificación religiosa.
Dios es Amor: el que no ama al prójimo no conoce a Dios. Y entonces puede uno querer
"colmar" el propio vacío con "pensamientos espirituales" (162), para evitar el que
"hallemos tan solo el vacío". Vida cristiana es vivir para los demás, es una "vida en el
mundo", pero vivida incondicionalmente: sin esto último no sería auténticamente
cristiana.
En la base de esta nueva visión se encuentran, advierte Robinson, los esfuerzos que R.
Bultmann, P. Tillich y D. Bonhoeffer han realizado para liberar al cristianismo de lo
mitológico, de lo sobrenatural y de lo religioso, respectivamente (cfr. cap. II, ¿El fin del
teísmo?, 59-79). Por ello puede ser Robinson agnóstico con los agnósticos y ateo con
los ateos (204): y, así escuchando discusiones entre católicos y humanistas, ha tenido
que dar la razón, cada vez más, a éstos últimos (25). Pero no quiere decir esto que
admita un naturalismo, al estilo de "una religión sin Revelación" de J. Huxley: la
religión no se reduce a la "fe en las posibilidades del hombre". Para el naturalismo, el
E. SCHILLEBEECKX O. P.
amor debe ser la última palabra de la vida humana; para el cristianismo -para Robinson-
, el amor es, contra toda apariencia, esta última palabra: y esto sólo lo sabemos por la
Revelación. El cristianismo mundano de Robinson es, por ello, distinto del ateísmo y
del humanismo: es, precisamente, el término medio exacto entre éste y el
sobrenaturalismo desencarnado y extrinsecista, como sería -según Robinson- el de un
Dios personal que crea de la nada y entra luego en relación personal con el hombre.
Dios, en verdad, es el estar fundamentado todo en el amor; pero afirmar a Dios como
centro de actividad, con razón y conocimiento, como una persona -por más que pueda
afirmarse "distinta a toda otra persona"- es sencillamente "mitologizar" (208-210).
El Dios de la "religión"
Esta secularidad es, precisamente, el gran don de Dios a nuestro tiempo. En él, en
adelante, los "hombres seculares" pueden creer en Dios, que es Amor, sin experimentar
ansiedad religiosa alguna. La tarea de la Iglesia es, pues, la de "explorar todas las
consecuencias de un cristianismo en la total ausencia de religión" (167). Sólo así
podremos mantener su eterna vigencia para el hombre.
El problema de la "Secularidad"
La crisis de secularidad moderna exige del cristianismo una revisión más radical que
aquella a laque tuvo que hacer frente en la edad media con la irrupción del aristotelismo,
al que la fe tradicional (agustiniana) tomó en un principio como al mismo Anticristo.
Una revisión, a su vez, más radical que la exigida por la desmitologización introducida
por Galileo; más radical, en fin, que la de la reinterpretación modernista de los dogmas
de la fe, a principios de siglo.
Pero no hemos de asustarnos sin más. Sto. Tomás, en la edad media, resistió a la crisis,
consiguiendo a partir de ella misma revitalizar la fe: aunque otros sucumbieron en la
empresa. Asimismo, aunque algunos modernistas se sirvieron de la razón para vaciar de
contenido su fe -rechazando la norma de la Palabra de Dios, recortando así la fe a la
medida del hombre-, no faltaron otros modernistas que supieron "reinterpretar" el
dogma en un sentido más auténtico (o, al menos, se orientaron por ahí: ya que el
problema no está aún resuelto del todo y permanece abierto en parte). La reacción de
secularidad actual -provocada por nuestra teología pasada y sobre todo por la manera
más común con que los cristianos hemos vivido nuestra fe- ha de ser sin duda saludable,
con tal que escuchemos siempre fielmente la misma Palabra de Dios, como Revelación
de la realidad íntegra. La secularidad, en efecto, no puede carecer de gran parte cíe
verdad -por ser un signo de los tiempos- : una verdad parcial, eso sí, pero demasiado
olvidada por los cristianos. Ahora bien: como verdad parcial, no puede establecerse
como verdad exclusiva, si no queremos poner en peligro a la misma verdad cristiana.
Cualquier evidencia nueva, intensa y existencialmente vivida -como es la secularidad en
nuestros días- no puede volvernos ciegos con respecto a evidencias más antiguas: las
cuales, para ser vividas también auténticamente, han de ser "reactivadas" a partir de su
misma experiencia original; es decir, han de ser "redescubiertas". Si la modernidad
exige una profunda conversión de nuestra vida cristiana, hemos de ejercitar también esta
conversión a nivel aún más profundo con respecto a aquellas verdades antiguas que no
pueden ser olvidadas por nosotros, ya que responden a esta misma autenticidad cristiana
a la que nos fuerza la misma orientación secular de nuestros días.
En este sentido, sólo una nueva apreciación de Dios como Valor digno de ser amado por
Sí mismo, y como Fuente de todos los valores -siempre más honda y rica que toda la
profundidad y riqueza que podemos encontrar en la realidad humana y secular-, puede
hacernos descubrir lo que tiene de unilateral la tendencia radical a la secularización.
Porque es indudable que Dios está siempre más allá de toda representación y de todo
pensamiento humano - nuestra fe, por esto, nos pide una incesante renovación de estas
representaciones de Dios y de su concreta expresión humana-; pero también es preciso
evitar el caer en el vacío de la anulación de toda representación -si no queremos volver a
las sombras del pseudo- misticismo de otros tiempos-. Es cierto también el peligro de
hacer depender la religiosidad auténticamente cristiana de representaciones caducas y ya
equívocas: la tendencia horizontalista, por ello, está justificada en la medida en que se
opone a los excesos de la visión vertical de la religión, y que no se inspiran
precisamente en las exigencias mismas de la Palabra de Dios.
Que Honest to God quiere ser la entusiasta afirmación de Dios por un hombre que
sintoniza con la secularidad (en lo que tiene de reacción contra una pseudo-religión)
puede ser confirmado (231) por el hecho de que este libro ha sido rechazado por los
ateos no menos que por aquellos cristianos demasiado impregnados de semejante
"religiosidad" algo discutible. Y que éste sea discutible -como quiere esclarecer el
mismo Robinson en su obra- puede venir también confirmado por el otro hecho, bien
triste ciertamente, de que la reacción de muchos cristianos, ante este libro, ha carecido
de una elemental "caridad de interpretación": los medios no-eclesiásticos y no-
creyentes, aun rechazando también su posición, han testimoniado para con Robinson
mayor caridad y comprensión que muchos miembros de la Iglesia. Es lastimoso, en este
sentido, ver cómo A. MacIntyre, por ejemplo, reprocha a Robinson el haberse valido de
un vocabulario cristiano "para enmascarar un abismo ateo", atreviéndose a proponer
este su ateísmo de un modo admisible para los cristianos (215ss). Falsear de esta manera
la intención de Robinson no sólo hace imposible comprender el sentido verdadero de
Honest to God, sino que además es ser totalmente injusto con Robinson, es dejar de ser
"honest to Robinson".
El intento de este es, pues, el de establecer un diálogo con el mundo moderno, para
mostrar que la realidad de Dios no puede confundirse, en modo alguno, con un
elemento más de las ciencias exactas: Dios se manifiesta a nivel más profundo y
humano, a nivel personal y existencial. Se trata, pues, de revitalizar (251) la Buena
Nueva que Dios nos ha anunciado en Cristo. Por un aggiornamento de los conceptos de
fe en relación á la secularidad moderna, que haga ver "más tangible y real la verdad del
Evangelio, en la predicación" (41). Y decimos "los conceptos de fe", y no sus
"contenidos" porque se trata de tomar conciencia y asegurar el carácter funcional -
aunque necesario también siempre- de todas las representaciones e imágenes con que
intentamos expresar estos contenidos de fe (230). Hemos dicho, asimismo,
"aggiornamento" -recogiendo la palabra de Juan XXIII- porque la misma Iglesia -en la
E. SCHILLEBEECKX O. P.
voz de este Papa- ha reconocido que "no basta formular la fe de manera ortodoxa, sino
que es preciso formularla de manera que puedan comprenderla las hombres" de hoy.
Pero no es menos cierto el peligro que hay de anular el valor auténtico que se encierra
en tales representaciones, al que apuntan en su más honda intención, en su tendencia
más auténtica (por más que, en su expresión, ha yan podido provocar el equívoco y la
incorrección): como decía Sto. Tomás, "el acto de fe no tiene su término en lo
enunciado, sino en la realidad misma" que intenta enunciarse por una determinada
representación conceptual (II-II q. 1 a. 2).
Robinson, como hemos dicho, plantea un problema que es, ante todo, de teología
pastoral: y, en él, quiere llegar hasta el fondo. Pero esta su misma preocupación pastoral
por la situación del mundo de hoy implica, necesariamente, cierto número de opciones
estrictamente teológicas. Estas son las que ahora queremos valorar, descubriendo lo que
creemos ser la raíz más importante de los posibles fallos teológicos de Robinson:
descubierta esta su raíz, podremos luego juzgarlos, de una manera teológica, a partir de
la Palabra misma de Dios, de la realidad intocable del mensaje cristiano.
Robinson es consciente de este problema vital para el asentimiento de la fe. De ahí que
una de sus preocupaciones .sea la de volver a introducir en la reflexión del creyente lo
que él llama la "teología natural": es decir, la posibilidad de que para el hombre, como
tal, la reflexión sobre la realidad de Dios tenga un sentido verdadero.
Poco encontramos, en Honest to God, acerca de este problema fundamental. De ahí que
la obra haya podido ser interpretada en los más diversos sentidos, acusándose a su autor
de llevarnos al ateísmo o, al menos, a una especie de "agnosticismo religioso".
Acudimos, pues, a lo que Robinson mismo nos ofrece sobre su mismo pensamiento,
fuera de este libro, para enjuiciar su posición verdadera sobre el asunto.
E. SCHILLEBEECKX O. P.
Para Robinson, asimismo, el que podamos afirmar a Dios no quiere decir que el
problema de Dios deje lugar a una prueba de su existencia: Dios es un problema vital,
que sólo puede resolverse por el análisis de nuestra experiencia existencial: la libertad
humana sería el ámbito de dicha experiencia, en cuanto no puede ser comprendida, en
su finitud, más que como don recibido del Absoluto. Pero, como se ve, hay que
reconocer aquí que para Robinson los términos de "prueba" y de "objetividad" de la
misma tienen un sentido muy peculiar: el que les atribuye estrictamente la ciencia
positiva y exacta. Así, pues, al decirnos que Dios es inalcanzable por el método de
ciencias exactas y que, por lo mismo, el análisis meramente "científico" de la realidad
no puede llevarnos a Él, no hace más que insistir en una verdad también admitid a por
todos. Pero acaso olvida, a la vez, que la "realidad" no puede reducirse al ámbito que
alcanza una visión exclusivamente científica. Decimos esto porque Robinson opone
demasiado radicalmente "la existencia objetiva" -como "realidad impersonal y neutra"-
a la experiencia personal de "lo dado gratuitamente, como valor para nosotros" -como
"auténtico fundamento de la misma realidad"- (230). Pero, ¿es lícita una oposición
semejante, absolutamente irreductible? ¿No es "realidad" también lo segundo? ¿No
tiene el hombre, para con la misma "realidad objetiva" una elemental abertura, por la
que ella misma cobra también un "valor personal para nosotros", no siendo ya -por lo
mismo- enteramente "neutra"? Afirmar, en fin, que Dios es el Fundamento de la
realidad, ¿no implica reconocer la realidad misma de Dios?
Tememos que el respeto de Robinson a la ciencia moderna le haya llevado a olvidar que
ésta no alcanza toda la realidad. Y podemos sospechar, también, que semejante olvido
nazca en él de un falso concepto de la "metafísica", como ciencia -totalmente diversa de
las otras- que abarca precisamente el ámbito de realidad que aquélla no puede alcanzar
por fidelidad a su mismo objetivo.
creación. Claro está que admite fundamentalmente (209) lo que la misma Tradición
cristiana designa habitualmente por el concepto -no siempre bien entendido, hay que
reconocerlo- de "creatio ex nihilo". Pero semejante ambivalencia en la posición de
Robinson denuncia, como hemos advertido, la posible idea que pueda tener acerca de la
"metafísica" -a la que hace referencia dicho concepto-.
Robinson hace bien al condenar una metafísica que pretenda establecer "otra cosa"
detrás de los "fenómenos" o realidad que nos aparece (191), una "cosa" que estaría "en
otro mundo" (252). Pero semejante pretensión no puede llamarse metafísica. El esfuerzo
de Kant, contra semejante ingenuidad, no puede haber sido inútil. La auténtica
metafísica ha explicitado ya, claramente, su genuino sentido y lugar: y lo ha hecho,
precisamente, superando al mismo Kant, quien pareció olvidar tambien que el ámbito de
la experiencia personal -como libertad que se ejercita en la esfera de la "moralidad"- es
asimismo realidad objetiva (aunque no científica), oponiendo radicalmente razón pura y
razón práctica.
Cualquier filosofía actual - incluso agnóstica o atea- reconoce una trascendencia del
hombre sobre su mundo. Por la libertad, el ser humano se autotransciende sobre este su
ser fáctico y concreto: enraizado en su pasado, desde el que ha podido irse
determinando a sí mismo en su ser presente, está abierto a un futuro nuevo, como tarea a
realizar también desde sí mismo. Por esto, el sentido que el mundo posee para cada uno
de nosotros tiene su origen en la propia libertad, en la opción que decidimos frente a
este mundo. El hombre, asimismo, no reposa con lo ya adquirido: puede determinar de
nuevo, incesante y libremente, su propio ser, superando su concreta y presente
determinación.
Ahora bien: como cristianos no podemos detenemos aquí. Si nos reducimos a este
dinamismo de nuestra existencia, sin percibir la dimensión objetiva que se abre en el
mismo -como condición misma de posibilidad de dicho dinamismo del sujeto humano
(dimensión subjetiva)- es evidente que el ámbito religioso se reduce también a lo
intramundano, al encuentro con los otros y a nuestro compromiso con ellos en el
mundo. Cayendo, así, en una "teología meramente funcional" -Dios no tiene más
sentido que en su relación a nosotros- es indudable que las consecuencias que se sigan
han de ser "copernicanas".
Supuesta, sin embargo, esta unidad de la fe vivida -sobre la que podemos y debemos
reflexionar como hombres-, es preciso también distinguir un aspecto natural y otro
teológico y preferimos este término al fácilmente equivoco de "sobrenatural"). De ahí
que sea imposible reducir la realidad de Dios -el ámbito de lo religioso- a lo meramente
intramundano. La fe, en efecto, nos pone en relación con la misma realidad, en sí, de
Dios: en cuanto que está, como Fundamento de todo lo real, más allá de este mismo
"fundamentar" nuestra existencia y nuestras relaciones interpersonales.
La reacción de Robinson contra un "Dios en los cielos", como si nada tuviera que ver
con la tierra -aunque semejante interpretación nunca ha sido aceptada por el
cristianismo auténtico-, es comprensible como reacción a la práctica de la fe por parte
de no pocos cristianos; y es legítima también, en cuanto que el "Dios de la profundidad
de nuestro ser" expresa mejor, por un lado, la verdad de que Dios es el fundamento de
nuestra existencia, precisamente como fuente desbordante de la interioridad de nuestro
ser personal: por esto, como enraizada en el Tú absoluto es como puede esta nuestra
interioridad personal -en cuanto libertad- estar en el origen mismo del sentido humano
que damos al mundo. Semejante representación de Dios, por lo demás, no es ninguna
cosa nueva: viene a recoger, sencillamente, la misma intuición de San Agustín de que
Dios es "lo más íntimo a mi misma intimidad", Deus intimior intimo meo.
Pero san Agustín no considera esta imagen como excluyendo a la otra de Dios "en las
alturas": Ambas, en efecto, son inseparables, y cada una de ellas ha de sobreentenderse
en la otra. Por esto hemos dicho que la imagen de la "profundidad" expresa mejor, pero
sólo "por un lado", el significado de Dios. En el sentido de que solamente lo alcanzamos
en y por la realidad intramundana, de la que El mismo es Fundamento; y en el de que -
por lo mismo- la confianza en Dios y la afirmación religiosa del sentido último de
nuestra existenc ia son absolutamente inseparables de la confianza en nuestra
responsabilidad y del compromiso personal en este mundo, sobre todo con respecto al
prójimo: no podemos amar a Dios sin amar a los hermanos, no podemos adorar al
Creador sin tomar en serio la fuerza del hombre para humanizar el mundo. Es decir: en
el sentido de que el reconocimiento de Dios es inseparable, en su mismo origen y en
cada momento, de la responsabilidad ética con respecto a los demás, y de la obligación
de instaurar ]ajusticia y el amor en las relaciones de los hombres.
Por este lado, pues, y en este sentido, la imagen de la profundidad puede ser preferida.
Pero acaso en Robinson semejante preferencia esté determinada por una atención
E. SCHILLEBEECKX O. P.
En efecto: a la vez que interioridad, Dios es lejanía irreductible desde nosotros mismos.
Y si aquella su interioridad en nosotros es, sin duda, el motivo y el "lugar" en el que
nosotros afirmamos su existencia, no podemos -por esta su lejanía simultánea- reducir la
realidad misma de Dios a ser sólo el "fundamentar" nuestra realidad interior. Y es que
Dios no existe porque nos dé el ser y fundamente nuestras relaciones interpersonales;
más bienes porque Dios existe por lo que esto es posible: y reconocer esta posibilidad
como fundamentada realmente es reconocer a Dios como realidad en Sí mismo, como
Realidad Personal que nos hace el don de nuestra personalidad.
Si nuestra libertad nos realiza personalmente como entrega al otro, y este encuentro con
el otro es la expresión viva y existencia¡ del Amor, como sentido último y profundo de
la realidad, Dios mismo ha de ser reconocido, en Sí, como Amor, como don gratuito al
hombre, al llamarle a la existencia libremente y por amor. Si, además, nuestra
realización personal en el encuentro con el otro depende de la libre acogida de éste -en
cuanto, para que se dé encuentro auténtico, sólo por su libertad responderá a nuestra
entrega-, en el amor hecho así mutuo, sólo por la libertad última del Fundamento de
nuestra existencia hemos podido ser realidad, sin que El necesitase de nosotros como
Dios.
Asimismo, si Dios se nos revela no sólo como Creador y Fundamento de nuestro existir,
sino como Realidad Personal que quiere, también libremente y por Amor, entrar con
nosotros en relación inmediata -como Tú- en un diálogo interpersonal, nuestro vivir la
fe -en la que recibimos esta Revelación- no puede ya reducirse a encontrar a Dios en el
encontrarnos con los otros, sino que -sin poder eludir este mismo encontrarlos y
comprometidos siempre con ellos en el mundo- este encuentro y compromiso quedan
"relativizados" por un ulterior e inaudito Encuentro con Dios mismo: no pueden ser ya,
por lo tanto, la última palabra sobre el sentido de nuestra existencia en la fe; y, a la vez,
cobran ahora una dimensión nueva, una motivación más profunda y decisiva, según las
cuales hemos de superar todo posible desengaño humano y hemos de seguir amando
siempre, porque -aun contra toda apariencia- el Amor es el sentido último.
En efecto: Robinson no sólo rechaza -con razón- los esquemas del tipo de ciencias
exactas que se aplican, por desgracia, a veces al Misterio Trinitario -y que se prestan a
no infrecuentes representaciones populares "triteístas"-, sino que además niega que, por
la fe, confesamos la realidad trinitaria "en sí misma". Pero, por otro lado y a la vez, se
opone vivamente a una concepción de este mismo Misterio Trinitario por lo que
quedará reducido a una pura relación de Dios con nosotros o a una simple manifestación
suya en la historia de salvación (255). Robinson, pues, abre una puerta, pero se queda
sin entrar. Los dogmas, para él, no son proyecciones subjetivas, pero tampoco nos dicen
lo que es Dios, en Sí mismo: son descripciones de una realidad por la que la experiencia
personal del creyente es constituida y mantenida (244), "afirmaciones sobre la realidad
en que se funda mi vida, en cuanto yo mismo doy una respuesta a esta realidad" (252-3).
Sólo en este nuestro responder a Dios puede éste llegar a nosotros: el inciso es
peligroso. De él se debe concluir: "Sólo sabemos de Dios lo que Él nos descubre en su
relación a nosotros" (254).
Si esto quiere decir que nuestro conocimiento de Dios no agota la misma realidad "en
sí" de Dios, hemos de reconocer que es verdad. Cualquier enunciado humano sobre
Dios tiene un ineludible momento interior de "negación" (no es ser ni persona ni
realidad como lo somos nosotros) y de "relación" (sólo podemos decir de Él ser,
persona o realidad en cuanto que es el fundamento de nosotros mismos). Pero para dar
la tradición cristiana -y Robinson parece olvidarlo-, esta "ignorancia" de nuestro
conocimiento de Dios, en la fe, no es más que un aspecto del mismo: el aspecto
"negativo" y de "relación" suponen, a su vez, un conocimiento implícito pero positivo
de Dios mismo, en Sí, sin el cual la negación y la relación carecerían de sentido y
fundamento.
E. SCHILLEBEECKX O. P.
Así, pues, cuando Robinson niega que sea válido afirmar que la Trinidad son tres
personas (254) -ya que ni siquiera podemos decir que Dios sea realidad personal, en sí
(253)-, hemos de pensar que quiere advertirnos de la imperfección de nuestro concepto
humano de persona con respecto a su referencia a Dios mismo. No podemos creer, en
efecto, que vaya a contradecirse -en pocas líneas- al decirnos también que la realidad
última y el fundamento de toda existencia -es decir, Dios- es un "amor personal" (262;
cfr. asimismo, 59ss). Ahora bien -y sin negar esto- : en esta relación existencial a lo
"personal" del amor, ¿no se exige, necesariamente, una ulterior referencia "metafísica" a
la "personalidad" de Dios mismo? Porque, si negamos esto, el ineludible y siempre vivo
Misterio de Dios (lCor 6,1), ¿no se convierte en algo absolutamente vago e informe para
nosotros? Dios no es persona como nosotros: pero invalidar totalmente lo personal con
respecto a Él, ¿no nos lleva a concebirlo como lo impersonal? Y esto, ¿no hace
imposible que lo afirmemos precisamente como el "Tú" que tercia -trascendiéndolas- en
nuestras mismas relaciones interpersonales?
CONCLUSIÓN
De todo lo dicho se puede deducir fácilmente hasta qué punto los tres "esquemas de
representación" que Robinson presenta como responsables de hacer incomprensible e
impracticable al hombre de hoy la fe cristiana son una simple caricatura del auténtico
cristianismo. Ya hemos dicho que el " sobrenaturalismo" que Robinson dibuja jamás ha
sido propuesto -y menos, defendido- por la teología. Y en cuanto al problema de lo
sobrenatural en relación a la "naturaleza" -decisivo en la tradición creyente para
dilucidar la distinción entre fe y secularizad- tampoco lo trata nunca Robinson
directamente en ninguno de sus libros. Como, por lo demás, la palabra "sobrenatural" se
presta hoy a demasiados equívocos (se aplica, por ejemplo, a los "fenómenos ocultos"
de la telepatía e incluso del espiritismo y posesión diabólica!), sería preferible evitar
dicho término: un esfuerzo por buscar palabras nuevas - y el idioma es rico aún en
posibilidades- no hará sino reportar ventajas a nuestra misma comprensión de la fe.
E. SCHILLEBEECKX O. P.
Robinson y su fe cristiana
Notemos, con todo, que en el hombre la inicial falta de lógica tiende a desaparecer con
el tiempo. Es posible que la realidad vivida de modo distinto al que exigiría lógicamente
la teoría acabe por corregir a ésta. Pero tampoco es raro que suceda al revés: la
posibilidad de que la in- tención auténticamente cristiana de Robinson pueda acabar
siendo lógica con respecto a las incertidumbres de su personal " cosmovisión" no deja
de ser cierta: y, de hecho, se ha mostrado como realidad en el caso de algún lector de su
obra (106-7).
Es claro que Robinson acepta plenamente la tradición católica, tal como se encuentra en
la Iglesia anglicana: su misma fe, viva, es la que ha motivado su Honest to God,
urgiéndole a buscar una expresión y práctica cristianas de esta fe que los hombres de
hoy puedan comprender. Por lo demás, su preocupación no ha sido tanto de orden
especulativo y teológico como de carácter práctico -no impropio de un buen inglés- y
pastoral. Como ambas dimensiones, con todo, no pueden separarse absolutamente,
cierta debilidad especulativa le ha llevado a interpretar verdades fundamentales de la fe
de un modo excesivamente libre y peligroso.
Robinson y nosotros
Ante el mundo secular de hoy, sólo el testimonio de nuestra vida cristiana puede llevar
la verdad de Cristo y de Dios a los hombres que se llaman ateos, por creer que la fe y la
religión comportan el olvido del mundo y son como un sustituto y evasión de la tarea
humana cotidiana. La Iglesia "visible" ha de vivir precisamente su fe como fuerza
sobrehumana que sea testimonio vivo de la realidad y sentido de Dios. Creemos, a este
respecto, que el problema de la Iglesia y de su testimonio en el mundo es más acuciante,
para el hombre de hoy, que el de la misma formulación de la fe. Y es lástima que
Robinson, en su preocupación pastoral, haya abordado éste último en vez de aquél otro.
Notas:
1
En nuestra condensación seguimos el texto francés. Nos ceñimos, además, a lo que
corresponde al primero de los artículos, y sólo en el apartado Secularidad mundana y
autenticidad cristiana acudimos al segundo, ofreciendo un extracto del mismo, como
complementación de aquél. Citamos Honest to God (Londres 1963) según la edición
castellana (Ed. Ariel, Barcelona 1967) con cifras en bastardilla. Las citas de The Honest
to , God Debate (Londres 1963) van en cifras normales.
MYSTERIUM INIQUITATIS
(Ensayo sobre el pecado original )
La doctrina del pecado original ofrece dificultades. El autor, mediante una
profundización del concepto bíblico de «Pecado del Mundo», pretende dar una visión
más comunitaria y antropológica del pecado original, que complete la doctrina
tradicional y modifique en algunos puntos su teología.
Mysterium iniquitatis (Ein Versuch ubre die Erbsünde) Wort und Wahrheit, 21 (1966)
577-591
Concedemos también al hombre moderno que muchas cosas que antes se consideraban
como secuelas de la caída, pertenecen en realidad a la imperfección de un mundo que se
desarrolla y de una existencia humana siempre deficiente y nunca acabada. Se oye decir
hoy que el pecado original no es más que una primitiva expresión de nuestra propia
insuficiencia. Y nuevamente hemos de reconocer que lo que, en el mundo y en nuestra
propia humanidad, presupone la libertad, no sólo confirma una caída original, sino
también el hacerse del mundo y la Humanidad: nunca se ha hecho una clara división
entre insuficiencia creatural y negación pecaminosa.
Sin embargo, sigo creyendo que hay una comunión en el pecado mismo, como la hay en
nuestra participación de la redención de Cristo. Con respecto al peccatum originale, se
dice con ello que peccatum no se entiende aquí únicamente en el sentido de "falta de
belleza o armonía", ni defecto de creación, sino también como pecado contra Dios, que
afecta nuestro origen y existencia.
Comunión en el pecado
En Juan (l;29) encontramos el concepto "Pecado del Mundo", que tiene su raíz en el
pecado de Israel. Para Israel la comunidad es tan primordial como la persona; pero los
particulares no se supeditan a la comunidad, sino que influyen en su destino (cfr. Jos. 7
y todos los Reyes). Por ello los hombres son, con frecuencia, premiados o castigados
"con toda su casa", tanto en el derecho civil como por Yahvé. Los Re yes, y más aún los
Patriarcas, determinan con su conducta el destino del pueblo o la estirpe. La expresión
más fuerte de la unión de las sucesivas generaciones en el bien y el mal la encontramos
en Exodo 20,5 s.: "Porque yo soy Yahvé, tu Dios, un Dios celoso que castiga en los
hijos las iniquidades de los padres, hasta la tercera y cuarta generación".
PIET SCHOONENBERG
No sólo el pueblo elegido, sino también los paganos son culpables ante Dios (cfr. Mt.
23, y sobre todo Acta 7 y Rom. 1). Para Pablo, como para los profetas, son más graves
los pecados de los judíos, que representan la cumbre de la respuesta pecadora que la
Humanidad da a Dios. Juan habla del mundo y sus pecados. Él "Mundo" es sólo rara
vez expresión de la creación buena (Jn. 1,9s.; 3, 16s.). En el NT se lo considera más
bien como ese mundo, que se opone a las realidades futuras, incapaz de salvación y por
ello pecador. El Mundo, o sea, "esa raza", carga con los pecados desde la muerte de
Abel y colma la medida de sus antepasados con la reprobación de Cristo (Mt. 23,29-36).
Desde entonces está bajo el juicio, pues no aceptó al Hijo, sino que lo odió (Jn. 12,31;
15,18s.; 16,8-11). Y Jesús no se le manifiesta ni ora por él (Jn. 14,19 22; 17,9), no por
falta de amor, sino porque el mundo no está abierto a esa revelación y a esa oración (Jn.
5,16): "Porque todo lo que hay en el mundo no viene del Padre si no que procede del
mundo" (Un. 2,16) y "El mundo todo está bajo el maligno" (Un. 5,19).
Situación y ser-situado
actos libres (y por mil otros, incluso no libres) se encuentra el otro en una determinada
situación. Así, la situación es el vínculo entre una opción libre y otra.
Debemos buscar, por ello, otro tipo de situación más interna el "ser-situado" ("situatio
passive sumpta", en lenguaje escolástico). Un vínculo entre pecados personales, que se
encuentre fuera del hombre, no tiene significado como parte integrante del pecado del
mundo. Su "ser-sometido", su "estar-entregado" a esta situación es lo que debe ser
considerado para que pueda hablarse con derecho del pecado de una comunidad, del
pecado del mundo. Antes de circunscribir más de cerca este aspecto, y con ello el
mismo concepto bíblico de ""Pecado del mundo", hay que dejar establecido que,
ciertamente, el ser-situado de la libertad no es ninguna contradicción. No se trata aquí
de un ser determinado por la situación, de modo que, desde fuera, se impongan a la
voluntad sus actos libres. Esto sería contradictorio, pues libertad dice precisamente no
ser determinado desde fuera, sino autodeterminarse desde dentro. Pero aquí se trata sólo
de una determinación de la libertad en su campo de acción; una determinación de los
objetos sobre los que la libertad ejerce su decisión, y de las condiciones de las que tal
determinación procede. El que esto quede determinado no está en contradicción con
nuestra libertad; al contrario, nuestra libertad sólo existe como determinada y limitada
en su ambiente y en sus posibles objetos; en una palabra: como libertad situada.
Nos preguntamos ahora cuál es el contenido concreto del ser-situado por los pecados de
otro: cómo un mal ejemplo me pone en situación desfavorable.
Toda acción moral de otro influye sobre mí. Este influjo, sobre todo si no es pretendido,
es más profundo que el de la demostración o la prueba, pues el otro, en su relación, no
aporta algo objetivo al conocimiento, sino que dice algo sobre su propia existencia. La
honradez de otro me dice no sólo que es posible vivir honradamente, sino sobre todo,
que para el ser honrado es una realidad. Surge la invitación: "vive también tú así". De
este modo quedo situado por el buen ejemplo y mi libertad tiene una respuesta que dar.
Desde aquí es fácil ver en qué situación me coloca el mal ejemplo. En primer lugar, me
priva del buen ejemplo y experimento una apelación al mal, pues el otro me dice con su
acción: "me siento a gusto así; también esto da contenido a la vida; ¿por qué no ha de
ser también un camino para tí?". El vernos privados del buen ejemplo es importante,
pues no hemos recibido la educación sólo en la infancia y siempre que estamos en las
dificultades un hombre nos puede mostrar con su vida el camino, o ir junto a nosotros
como garantía de que estamos en el camino recto. La privación del buen ejemplo puede
ser tan funesta como los antecedentes del mal camino.
Pero esto no es todo. Pecado no es sólo transgresión de la ley, sino también ruptura del
pacto; no sólo lesión de las relaciones interhumanas, sino también rechazar la relación
de gracia entre Dios y el hombre. Por ello, el pecado de uno sitúa al otro no sólo en la
ausencia de valores y normas, sino en una ausencia de Gracia. Toda la Humanidad es
una comunidad de educación en el amor. Las realidades sobrenaturales no caen fue ra de
la interdependencia, sino al contrario: en la comunión de gracia con Dios, el hombre
tiene para con sus semejantes un papel de mediador. La Teología clásica tiene que
admitirlo respecto de Adan, si no quiere explicar su influjo en nuestra salvación o
condenación como un mero decreto externo de la voluntad de Dios (lo que significa no
explicarlo). La fe nos enseña la mediación de Cristo; y está dentro del pensamiento
católico ver una participación de esa mediación en los cargos, en los carismas y en la
intercesión dentro de la Iglesia; e incluso en Israel y en la Humanidad camino de esa
Iglesia. Bajo este aspecto hemos de considerar las palabras de Pablo sobre Abrahán
como nuestro padre en la fe (Gala 3,7; Rom. 4;12), y la afirmación de Juan sobre la fe
de todos, fundada en el testimonio del Bautista (Jn. l,17). Tanto la fe de María, como la
incredulidad de los que rechazaron a Jesús, han dado a nuestra salvación una
determinada forma.
¿Y EL PECADO ORIGINAL?
La doctrina clásica del pecado original recibió su formulación, sobre todo, de Agustín,
basado en la antítesis paulina Adán-Cristo (Rom. S; cfr. Gen. 3). Mi teoría sobre la
comunión en el pecado parece distinta de la clásica. Me baso en tres puntos, respaldados
por la Escritura y la tradición. En lugar del pecado de Adán (Gen. 3), me baso en todo el
pecado de Israel y de la Humanidad; en lugar de la visión paulina del pecado, en la de
"Pecado del Mundo" de Juan; en lugar de Agustín, hay en mi tesis una tendencia más
griega, e incluso pelagiana, aunque creo que he superado su doctrina del mal ejemplo y
la he devuelto con ello a la ortodoxia.
El pecado original fue descrito en la Iglesia Oriental como "muerte original". La Iglesia
latina dice que todos hemos pecado en Adán (Rom. 5,12, en la Vulgata; y sobre todo,
Agustín). El segundo canon de Cartago (D. 101) y el segundo de Trento (D. 789) hablan
claramente de un pecado y no de un castigo. Ahora bien, hay que considerar dos cosas:
que ya desde Honorio de Antun se hicieron esfuerzos por eliminar el carácter de pena
del destino de los niños que mueren con el pecado original. Se llegó a una falta objetiva
de beatitud sobrenatural, unida incluso a plenitud puramente natural. Esta solución es
muy problemática, pero aclara una cosa: que el pecado original, con relación a sus
consecuencias, no se puede equiparar a un pecado personal. En segundo lugar, esta
diferencia en el pecado mismo fue marcada por el Magisterio (segundo canon de
Cartago; carta de Inocencio III: D. 410). La Teología escolástica lo piensa como un
pecado habitual pero no como hábito activo. Por ello, el pecado original está
ciertamente en nuestra voluntad, pero no es de ella: es "voluntarium non ex voluntate
nostra, sed ex voluntate Adami". Esta formulación, que suena un tanto contradictoria,
dice en el fondo lo mismo que nuestro ser-situado: el pecado original está en nuestra
voluntad, se adhiere a nuestra libertad no por opción personal o propia actitud del
sujeto, sino precisamente en cuanto su libertad es situada por el pecado de otro. Con
ello, llegamos a una igualdad de contenido entre situación pecaminosa y pecado
original.
Antes he bosquejado cómo el pecado de uno significa para otro no sólo interrupción de
la transmisión de normas y valores morales, sino también de una comunicación de
gracia. Además de esto, se hizo notar que ese ser-situado por el pecado de otro no puede
ser sólo de tipo "óntico-existencial", sino también "ontológico-existentivo", que
antecede a nuestras libres opciones y las abarca. Ahora bien, ese ser situado existentivo
debe considerarse como estado de carencia de gracia; lo cual corresponde al "peccatum
originale originatum".
PIET SCHOONENBERG
Tanto en mi exposición como en la doctrina clásica se trata de una caída original real e
histórica. Pero mientras para la doctrina clásica es un único hecho pecaminoso de
nuestros primeros padres, para mí es una historia de hechos pecaminosos. Podemos
entonces preguntarnos: la teoría del pecado del mundo ¿completa la doctrina clásica,
añadiendo al de Adán otros pecados?; ¿la modifica internamente, privando al primer
pecado de su peculiar significación?
¿Se modifica, con ello, internamente la doctrina clásica, de modo que un primer pecador
ya no sea de importancia? Cierto que, cronológicamente, uno fue el primero. Pero su
influjo sobre mí ¿es igual o quizás menor que el de mis antepasados?
PIET SCHOONENBERG
Para una tal concepción no es necesario que el primer pecador sea precisamente el
primer hombre. Aquí se enlaza el problema teológico del monogenismo. Este problema
no existió hasta el s. XX. La existenc ia de una primera pareja era un presupuesto, que
estribaba en una visión de la fe. El "origine natum" del canon tercero de Trento sólo
quería acentuar, según Jedin y Smulders, que la unidad del pecado original en todos no
era numérica -a cuyo efecto cada uno tendría su pecado original-, sino que esa unidad se
encuentra sólo en el principio, sin determinar más éste. El Vaticano I preparó un canon,
no promulgado, para defender el monogenismo; pero la preocupación de los PP.
Conciliares era establecer la unidad del ser del hombre para todas las razas; lo cual no se
identifica con la unidad de su origen. La única expresión directa sobre el monogenismo
es la de la Encíclica "Humani generis". Allí (D. 2328) se prohíbe explicar el
poligenismo, según libre opinión; pero no se da como fundamento la incompatibilidad
de poligenismo y pecado original, sino que se dice sólo: no se ve cómo ambos son
compatibles.
Parece más importante que seguir discutiendo fórmulas eclesiásticas el ver con qué
fundamento el dogma del pecado original tenía que incluir la especial significación de
un primer pecador, que muy probablemente tendría que ser padre universal. Dos puntos,
al parecer, lo exigen especialmente: la pérdida de los dones preternaturales y la
universalidad del pecado original. Dos cuestiones se pueden plantear: La pérdida de los
dones preternaturales ¿trae consigo nuestra procedencia de una única pareja?; ¿debe
salir el pecado original de una primera pareja, para situarse en toda la Humanidad?
Esta tesis nos permite relacionar mejor los dones preternaturales con la donación de
gracia y el pecado como hecho personal. Un punto queda, sin embargo, oscuro: ¿dónde
está el origen de la distinta relación naturaleza-persona, antes y después de la caída? Si
se pone en el ser mismo del hombre, surgen dificultades contra esa forma más elevada
de ser, propia del comienzo, que se ha perdido con el pecado y que no se recupera en
esta vida con la gracia. Por ello hay que poner ese origen en la Gracia misma. Esta es
siempre personalizante y unificadora. No sólo realiza una mayor unión con Dios, sino
también con los semejantes, el mundo y consigo mismo. Pero esto lo realiza la gracia,
PIET SCHOONENBERG
mientras el pecado no se opone a su influjo. Sería posible re construir, desde aquí, una
teología de los dones preternaturales y su pérdida, pues esos dones están presentes, en la
medida en que lo está la gracia. Se perderán cada vez más, cuanto más se pierda ésta; y
son nuevamente otorgados con cada gracia salvífica. Pero entonces, no hay diferencia
bajo este aspecto entre el influjo de un primer pecado y el de otro cualquiera posterior a
él; y esta razón hace supérfluo admitir un primer padre como autor de nuestro pecado
original.
Hay que aclarar una segunda cuestión: ¿hay en esa caída una razón suficiente para la
universalidad del pecado original? Si la caída original no se consuma en un único
pecado cualificado, sino en toda una historia, entonces parece posible que la Redención
de Cristo, en una historia de fe, esperanza y amor, tome posesión de un determinado
medio, de modo que en él los hombres comiencen su existencia en una abertura a la
vida de gracia; y; por consiguiente, "concebidos sin pecado original". ¿Está esto
excluido por el Dogma? La universalidad del pecado original es siempre una
universalidad después de la caída; de modo, que, si es posible que esa caída se consume
en una historia, se da con ella la posibilidad de una progresiva universalización del
estado de pecado original. En esa caída podría, pues, haber habido más hombres
"concebidos sin pecado"; no en el sentido en que la Iglesia lo reconoce de María (como
don de la Redención), sino como se dice de Adán y Eva: como justicia original. Por otro
lado; la Iglesia sostiene que, incluso a los hijos de padres cristianos sólo se les libra del
pecado original por el bautismo, y no en virtud del medio cristiano en que nacen. Así,
pues, parece un hecho la existencia de un determinado pecado cualificado y una
situación, que es irreversible no sólo para la Humanidad como un todo; sino también
para cada hombre. Los defensores de la doctrina clásica encontrarán aquí un argumento
en favor del influjo peculiar del pecado de una primera pareja. Pero este argumento
pierde mucha fuerza si se piensa que, inmediatamente después de Adán, la gracia
redentora se posesiona nuevamente del hombre; y que el ser-situado por el pecado
original no sólo se transmite por la generación, sino también por medio de la
Humanidad como comunidad de educación. Por ello, quizás se pueda explicar la
universalidad del pecado original por otro camino.
En anteriores estudios buscaba una aclaración a partir de la opción histórica por la que
Cristo fue rechazado. Me impresionaba que Romano Guardini la llamara el segundo
pecado original. Por ello estructuré la hipótesis de que el repudio de Cristo había
perdido definitivamente para el hombre la comunicación de gracia, pues había
expulsado del mundo no sólo la gracia, sino su fuente misma. Pero esto sigue siendo
para mí una hipótesis. Si no se mira el ser-situado por el pecado original en los recién
nacidos, sino en toda la existencia del hombre, entonces ya se da la universalidad del
pecado original en el hecho de que todo hombre, puesto que el pecado entró en el
mundo, se halla de alguna manera enfrentado a él. Esto concuerda con que muchos
Padres predicasen el bautismo como prevención contra las tentaciones futuras. En esta
visión, la Inmaculada Concepción de María sería igual a la gracia por la que fue
preservada de todo hecho pecaminoso. Puede explicar también, más fácilmente que la
referencia al repudio de Cristo, la universalidad del pecado original. Ambos puntos
manifiestan que muchos aspectos de mi nueva visión quedan todavía oscuros.
Aunque alguna vez se aclaren, el pecado original sigue siendo un misterio. Es el aspecto
oscuro del misterio de la salvación gratuita de Dios para todo el Mundo; el NO del
hombre y su significación para sus semejantes. Si miramos la Redención, el pecado
PIET SCHOONENBERG
original o pecado del mundo sigue siendo una realidad. Sólo que es siempre una media
realidad, una cara de nuestro ser-situado. El hombre, desde el comienzo de su vida, está
situado por la caída original y por la Redención, por "Adán" y por Cristo. Y así como el
pecado original dice pertenencia a la Humanidad pecadora, así también el bautismo -un
bautismo que se hace pleno por la educación cristiana y los sacramentos- expresa la
acogida en la comunidad de salud que es la Iglesia de Cristo.
Los institutos seculares son objeto de frecuentes críticas y oposiciones. Por no ser bien
comprendidos -su discreción apostólica ha influido en ello- y porque la crítica
acompaña siempre a toda obra nueva. Pero también porque no siempre ha estado la
Iglesia preparada para recibir los carismas que, siendo obra del Espíritu, sobrepasan con
frecuencia la simple prudencia humana y no encajan en las estructuras más tradicionales
de la Iglesia. Son muchas- las instituciones que, fundadas como respuesta a las
necesidades de un tiempo concreto y destinadas a remediar ciertos abusos
característicos, se han desviado de su verdadero carisma por no haber acertado su
inserción en un mundo poco inclinado a recibir el mensaje evangélico. Y no han
acertado precisamente porque su carisma ha encontrado dificultades para realizarse
como tal.
Dificultades ordinarias
La legislación vigente es uno de los obstáculos con que han tropezado estas nuevas
instituciones. Esta legislación olvida incluir, entre los posibles modos de vida
consagrada, el que proponen los fundadores de los institutos seculares, debido quizás a
una mentalidad demasiado rígida y tradicional que fácilmente se cree intocable. Y si es
verdad que la Iglesia ha aprobado esta nueva forma de vida consagrada, también es
cierto, que dicha aprobación depende de hombres a quienes, muchas veces, se les escapa
la riqueza interna de esta vocación secular y que, con su mejor voluntad, modifican los
estatutos presentados a su aprobación según su propio punto de vista: codificando lo que
son experiencias vivas y espléndidas, condicionándolas a una doctrina teológica común,
eso sí, pero carente de las más urgentes adaptaciones.
Institutos seculares. Para evitar este peligro, serán útiles algunas reflexiones acerca del
ideal de la vida consagrada en el mundo y por el mundo.
Vivir en pleno mundo, insertándose en todos sus estratos, consagrándose a una labor
callada y a un apostolado de presencia y penetración: he ahí el ideal de los institutos
seculares, del que también deben participar todas las demás asociaciones de perfección
y apostolado. Semejante proyección secular será de gran utilidad a todos los institutos
que se están formando y á las órdenes y congregaciones apostólicas que deseen revisar
sus estatutos y constituciones para una mejor comprensión de su propio carisma y para
una acertada realización de la intuición primera de sus fundadores. Revisión que, por lo
demás, ayudará a descubrir las causas que han favorecido la paralización de la vida
religiosa apostólica, que no ha de ser solamente atribuida al influjo del mundo moderno
o a las rápidas transformaciones que modifican día a día nuestra vida y cultura.
Pío XII, en su Motu propio Primo feliciter de 1948, ha venido a ser el animador oficial
de los institutos seculares, orientando sus esfuerzos, según el ideal característico de los
mismos. Se ha dado en llamar a este documento la regula de los institutos, siendo así
que debemos reconocer en él, más que una regla, el principio carismático que deberá
animar a todas las reglas y constituciones de los institutos seculares. En efecto: Pío XII
define su ideal de vida como "una presencia en el mundo, una acción sobre él y por los
mismos medios del mundo". Y atribuye -como algo esencial y fundamental- este trabajo
secular al esfuerzo apostólico del laicado: "Toda la vida de los miembros de los
institutos seculares, consagrados a Dios por el hecho de profesar la perfección, debe
convertirse en un apostolado... ejercido fielmente no sólo en el mundo sino también, por
así decirlo, por medio del mundo; por consiguiente, a través del ambiente profesional y
bajo cualquier forma de actividad, en lugares y circunstancias que respondan a dicha
condición secular".
Muchos institutos han sido, sin embargo, aprobados como institutos seculares sin que
hayan alcanzado todavía su madura secularización apostólica. Sus miembros más
jóvenes han creido, en un principio, poder vivir esta vocación, consagrada a un
apostolado laical de presencia y penetración, pero han advertido luego la imposibilidad
de realizarla. De ahí, las tensiones entre responsables y miembros más jóvenes, las
dudas con respecto al camino a seguir: o tradición o reforma (caracterizada esta última
por el deseo de una profunda revisión de las estructuras). Para llegar a una solución será
preciso, pues, recoger las experiencias reales que se han llevado a cabo por parte de
quienes viven una secularización plenamente apostólica.
Por nuestra parte, queremos ahora recoger aquellas notas características del apostolado
secular que el P. A. Gemelli o.f.m. exponía en un escrito presentado a Pío XII, ya que su
Motu propio se inspiró fundamentalmente en él. El texto original -que buscaba definir el
nuevo género de vida apostólico, a partir de una comparación entre vida religiosa y
secular- fue considerado por teólogos y canonistas como sospechoso doctrinalmente e
irrealizable en la práctica, retardando así la eclosión de la vida consagrada secular. Esta,
JEAN BEYER, S. J.
Realizaciones concretas
"El carácter esencial del instituto es la secularidad, entendida no sólo como exclusión de
la vida religiosa canónica, sino ante todo como inserción en el mundo, por la que cada
miembro llevará el testimonio de Cristo... Profesando en el mundo la perfección
cristiana, adaptándola a la vida secular en todo lo que es lícito y compatible con los
deberes y práctica de dicha perfección. Sean cuales sean su ambiente familiar y social,
JEAN BEYER, S. J.
su modo de vida, su actividad profesional y apostólica, hará que su vida exterior sea
uniforme con la vida ordinaria de los laicos... Abierto a lo sobrenatural y a la
comprensión de todos los valores y problemas humanos, evitará todo lo que, en su vida
exterior y en su actitud interior, pueda separarle de la vida y necesidades de sus
hermanos. Ejercerá su apostolado no sólo en el mundo sino también por los medios del
mundo... haciéndose plenamente conforme a sus hermanos -excepto en el pecado- y
ayudándoles a ver y resolver todas las cosas según Jesucristo. Los responsables han de
inspirarse en estos presupuestos... tanto para aportar una formación espiritual, moral,
intelectual y específica a los miembros del instituto, como para darles cualquier
directiva o para tomar cualquier decisión".
"A ejemplo de Jesús, nuestro apostolado será de inserción y penetración, por el deber de
estado, la competencia profesional, la vida cristiana militante... No es contrario al
espíritu del instituto colaborar en obras no confesionales de inspiración cristiana o
ejercer un trabajo profesional en un medio no-cristiano. El Instituto no toma iniciativa
alguna de apostolado organizado... Los miembros no están obligados a hacer apostolado
directo: su deber primero es ser levadura en la masa. . . Su apostolado será tanto más
fecundo cuanto más renuncie a actividades organizadas y a influencias demasiado
humanas".
ambos aspectos de la caridad están tan íntimamente unidos que no ha de sorprender sea
la entrega a los otros la que lleve a una total entrega a Dios.
El instituto secular debe adoptar una actitud más sencilla, dejar hacer a la Gracia: no ha
de reclutar, sino que se limita a informar, a dar a conocer su existencia, su "servicio"; no
ha de proclamar tampoco quiénes son sus miembros. Ha de ser un intermediario entre
Dios, que llama, y el hombre, que permanece en su trabajo. No es un cuerpo organizado
o institucionalizado para tomar a su cargo a toda la persona, sino que más bien renuncia
a exigir de sus miembros una dedicación al instituto y a sus obras. En esto difiere de la
vocación religiosa. Y ésta no puede pretender un monopolio sobre los posibles tipos de
vida consagrada, excluyendo otros nuevos.
liberar al mundo de todo pecado o defecto, sino precisamente de asumir al hombre real
y a toda la creación en el Misterio de la Redención de Cristo, viviéndolo de verdad y
aceptando la Cruz como signo único de salvación. Se trata de insertar la realidad en la
realidad de Cristo -que sobrepasa a aquélla-, se trata de algo más que un simple cambio
de mentalidad o una influencia cristiana en la opinión y estructuras del mundo. Son
muchos los laicos que se limitan a tareas profanas y temporales, siendo así que el
mundo entero, santificado y redimido por Cristo, siente la necesidad de una
consagración de su misma profanidad, vivida por los cristianos en unión con el Misterio
de la Cruz, para alcanzar en el "medio divino", del que se origina, el sentido y la
plenitud. Y esto es lo que se exige a los laicos consagrados en el mundo.
La unión con Dios es, por tanto, otro rasgo inherente a semejante vocación. Se exige,
así, la renuncia interior para ser fieles a Dios y para vivir la consagración total a El por
medio de una entrega sin reserva a los demás, a pesar de dificultades y circunstancias.
Unión con Dios siempre mayor, por medio del apostolado; y en una vida de oración que
verifique aquella consagración del mundo a Dios, realizada por Cristo y presente cada
día en la Acción Eucarística. En la Eucaristía es donde debe centrarse precisamente toda
vida consagrada, y en particular la vocación secular que debe realizar la presencia de
Cristo en medio de las realidades mundanas. La oración debe adaptarse a la propia vida,
como algo personal y espiritual. Será más intensa y frecuente cuando el testimonio que
se ha de dar sea más difícil.
Esta formación no es sólo una formación en el mundo, sino a partir del mundo, en
medio de el, actuando ya sobre él. Así, las dificultades reales de un apostolado eficaz
darán lugar a un diálogo personal entre los dirigentes y los miembros del instituto: un
diálogo sobre los verdaderos problemas vitales, de un concreto ambiente profesional
que debe recibir un determinado testimonio cristiano. Ninguna formación eremítica o
conventual puede, pues, aportar semejante aprendizaje. Al novicio se le ayuda a
salvaguardar los peligros y dificultades de la vida de claustro; al que ha recibido una
vocación secular se le debe acompañar y ayudar en una acción de presencia en el
mundo.
Esta formación personal, de diálogo vivo, evita los peligros inherentes a la formación
masiva o colectiva: peligro, por ejemplo, de someter a una misma disciplina intelectual
y práctica a personas que difieren entre sí por su edad, educación y ambiente familiar o
social. La formación colectiva impide al superior seguir el ritmo propio de cada
miembro, y ayuda en cambio a una despersonalización cada vez más acentuada, a juzgar
por la sobrecarga de controles -poco aptos para crear un ambiente de confianza- y por el
aspecto excesivamente didáctico de las normas, en contraste con la edad y
responsabilidades que ejercen ya los miembros del instituto.
JEAN BEYER, S. J.
Tres objeciones
Una forma de vida consagrada, tal como ha sido presentada, supone en los miembros
una vida de familia normal, limitándose el instituto correspondiente a ofrecerles
elementos suficientes para su formación y dirección personales. Este régimen, al menos,
parece muy adaptado a la vida del mundo: ya hemos dicho que la secularidad era el
principio carismático de tales institutos. Con todo -se dirá-, la mayoría de ellos no
ofrece una simplificación semejante en sus estructuras. Notemos, sin embargo, que
muchos institutos han sido fundados por personas que parecían tener al principio una
seria vocació n monástica y religiosa. Diversos condicionamientos han podido modificar
luego dicha intención primera, aunque ésta no ha dejado de traslucirse en la realización
definitiva. Cuando hablamos, pues, de la vocación secular, nos referimos a ésta en su
sentido pleno. Realizaciones excepcionales no contradicen ni desvirtúan lo que es, en sí,
semejante vocación secular.
Se ha presentado la vocación secular como el medio más apto para ejercer un eficaz
apostolado laical. Se puede objetar, pues, que esto supone poner en cuestión o insinuar
la insuficiencia de la pastoral ordinaria de la Iglesia y de la santidad del laicado
cristiano. Responderemos que el laicado tiene necesidad de la presencia de cristianos,
formados y sostenidos por una institución aprobada y dirigida por la Iglesia. El hecho,
por lo demás, de que los que viven su consagración en el mundo acepten explícitamente
y vivan personalmente el Misterio de la Cruz y de la Redención -como decíamos antes-
no significa necesariamente que esta vocación asegure una unión más profunda con el
Señor que aquella que puedan tener los simples fieles. Esta vocación es el testimonio,
llamémoslo institucional, de la presencia de Dios en el mundo y de la vigencia en éste
de los consejos evangélicos.
Algunos institutos han optado por dar a sus normas un carácter meramente directivo,
más que preceptivo: pues, aunq ue sólo sea mínima, cualquier obligación "regular"
puede obstaculizar el apostolado de presencia en un ambiente que desconoce la
consagración particular de la persona. Otras asociaciones, cuya fórmula no permite esta
interpretación, piden las necesarias dispensas a la Santa Sede. Los superiores, con un
sano deseo de adaptación, proponen otras veces a las Asambleas del instituto las
reformas convenientes. Sin embargo, excesivos cambios y dispensas, ¿no son señal
evidente de escasa adaptación de los estatutos a una vida consagrada en el mundo?
Hay institutos que hallan en San Ignacio de Loyola la norma ideal de una vida secular,
ya que los dos principios básicos de su espiritualidad parecen ser la adaptación al
ambiente y la discreción de espíritus. Cuando ciertas prescripciones no pueden ser
practicadas, en el mismo San Ignacio se encuentra el consejo de no inquietarse,
buscando otros medios para el fin pretendido, guiándose no por temores a desobediencia
sino por la alegría de buscar siempre "la mayor gloria de Dios", sugiriendo a los
superiores una plena flexibilidad, en su deseo decidido de mantener a los suyos en un
espíritu de incesante adaptación, según la prudencia humana y -sobre todo- según la
moción del Espíritu, que ayuda a interpretar los signos de los tiempos, en el diálogo
entre súbditos y superiores.
La incomprensión es la dificultad más decisiva con que topan los institutos seculares.
Ya hemos hablado de las corrientes que se dan en la misma Iglesia, que no comprenden
la importancia y necesidad de una vocación consagrada, vivida realmente en pleno
mundo. Muchos formadores de futuros sacerdotes olvidan preparara éstos en vistas a
una dirección acertada de quienes se sienten llamados a un apostolado de inserción en el
mundo. La Jerarquía apenas conoce el fin auténtico de dichos institutos, y el clero no
puede decir con exactitud cuáles son su espíritu y misión peculiares. Podríamos decir
que el juicio formado acerca de éstos ha sido un juicio enteramente apriorístico. La
secularización del apostolado ha planteado un problema teológico, cuya solución
depende de la recta comprensión de la misión de la secularidad, cuyo sentido no puede
ser desfigurado desde perspectivas monásticas o de vida religiosa tradicional. Se
requiere profundizar en el Misterio cristiano, recordando la parábola de la levadura en la
JEAN BEYER, S. J.
Son ya cerca de ochenta los Institutos aprobados por la Iglesia en los últimos tiempos:
de ellos, unos veinte son de derecho pontificio. Cifras que son indicio de la importancia
del movimiento secular. Algunos institutos superan los tres mil miembros, otros se
acercan a la mitad. No es posible, pues, ignorar su presencia ni olvidar la influencia que
pueden ejercer en la renovación iniciada por el Concilio, con vistas al diálogo serio que
la Iglesia quiere establecer con el mundo moderno.
Notas:
1
El autor lo hace detenidamente; nosotros, en cambio, recogemos lo más destacado. (N.
el T.).
Esta tendencia a prescindir de la historia del Paraíso como explicación del pecado
original, se debe a una distinta concepción del evolucionismo. Hasta hace poco, se
entendía por evolucionismo "la teoría que defiende la derivación genética natural de las
formas de vida más completas y perfectas a partir de las formas más elementales".
La evolución aparece, por tanto, estrechamente conexa con la analogía de los seres. Los
diversos grados de perfección, hasta ahora estratos de un sistema fijo, son fases de un
todo que está en marcha y cuyo término será él desarrollo de la humanidad y, para los
católicos, la plenitud de la vida de la gracia. Lo sobrenatural sería, pues, como algo
intrínseco a la evolución y su grado supremo.
En esta visión total del mundo, es difícil encuadrar la concepción de la teología clásica
sobre el origen de la humanidad. Si toda la evolución está ordenada a llevar
progresivamente al hombre a la plenitud de la vida sobrenatural, no se explica el por qué
del salto al excepcional estado inicial del hombre.
Por todo esto, el teólogo de hoy toma una nueva actitud; intenta determinar hasta qué
punto el mensaje cristiano se puede expresar por medio de una concepción evolucionista
del mundo y estudia cómo se puede armonizar la fe en el dogma del pecado original con
esta nueva visión del mundo que es patrimonio común de la cultura contemporánea. No
se trata sólo de un problema especulativo, sino que corresponde a una verdadera
necesidad de tipo kerygmático. El cristiano no debe ceder a la tentación de la doble
verdad al querer abrazar lo que le pide la fe y lo que le parece un postulado de la razón.
El nuevo planteamiento del problema se debe a recientes estudios sobre las fuentes del
dogma. Nos limitaremos ahora, solamente, a presentar un bosquejo de los estudios
acerca de Gén 2-3, Rom 5, 12-21 y el decreto de Trento sobre el pecado original,
supuesta la importancia de estas tres fuentes para el estudio teológico.
Gén 2-3
Los últimos estudios bíblicos nos manifiestan que cl sentido de un texto inspirado sólo
se puede determinar teniendo en cuenta la intención didáctica del autor. En Gén 2-3 nos
encontramos ante una "narración etiológica" en la que se nos intenta explicar que la
miseria humana no depende de Dios ni de la fatalidad, sino de un pecado. Dicha
narración se distingue de la parábola precisamente por su carácter etiológico, lo cual
implica que los acontecimientos narrados tienen un núcleo histórico, ya que, de lo
contrario, Dios nos daría una falsa explicación de la actual condición humana.
Hay una cierta coincidencia entre los exegetas en defender que Gén 2-3 explica la
entrada del mal (sobre todo el moral) en el mundo, revelando la realidad de una
resistencia pecaminosa a la voluntad divina, causa del perjuicio que sufre la humanidad.
Todo lo demás (estado de justicia original, unicidad de la pareja pecadora etc.) no
pertenece formalmente al mensaje del Génesis.
Rom 5, 12-21
En Rom 5, 12-21 no se habla de cualquier pecado, sino del pecado de una persona que
ha perjudicado a muchos, pero sin precisar nada más acerca del pecado original
originante ni sobre la condición del hombre antes del pecado de Adán. No excluye que,
juntamente con el pecado de Adán y en dependencia del mismo, los pecados del mundo
pesen sobre la humanidad no redimida y así lo insinúa cuando dice que Cristo nos salva
de muchos pecados (v 16). Pero nada nos dice San Pablo acerca del modo cómo Adán
trasmite el pecado y la muerte a los otros hombres.
Respecto a este problema no se veía, hasta ahora, otra solución que la de suponer una
solidaridad humana fundamentada en una base biológica. Sin embargo, recientes
estudios sobre la "solidaridad", el "colectivismo" y la "persona corporativa" en la Biblia,
han precisado mejor el alcance bíblico de estos conceptos.
El decreto de Trento
Sin embargo no es evidente la intención didáctica de dicho canon ya que los anathema
sit no siempre significan con certeza que el concilio quiera proponer aquella afirmación
como dogma de fe. Esta intención didáctica se manifiesta, sobre todo, en el canon 5 de
la sesión V (D 792), en el cual, en oposición a la doctrina de los reformadores, se
declara que el justificado ya no tiene más el pecado original. Una consideración similar
se puede también aplicar a la doctrina expresada en el canon 3 (D 790), según el cual el
pecado original se transmite "propagatione, non imitatione".' Mientras es cierto que el
concilio quiere afirmar categóricamente que todos tienen el pecado original antes de
poder imitar el pecado de Adán, no es cierto que se dé la misma valoració n a la
afirmación de que es necesaria la descendencia física de Adán para contraer el pecado
original originante.
Aunque estas consideraciones están lejos de haber alcanzado una plena certeza, tienen
la suficiente probabilidad para que el teólogo no se considere al margen de Trento en
sus tentativas de encuadrar el dogma del pecado original en una concepción
evolucionista del mundo.
REFLEXIONES TEOLÓGICAS
Supongamos que, desde el comienzo, Dios mueve la materia por Él creada hacia una
estructura cada vez más compleja. El hombre surge a partir de los organismos
inferiores, aunque sea de distintas ramas genéticas. Supongamos también que la
evolución del género humano es semejante a la evolución del individuo que, desde la
infancia, pasa al estado de adulto. Durante varias generaciones, por tanto, el hombre
ZOLTÁN ALSZEGHY - MAURIZIO FLICK
hubiera sido como un niño, todavía incapaz de entender y querer. Cuando el hombre
llegue a la posibilidad de discernir entre el bien y el mal dentro de un horizonte de
libertad, la evolución deberá pasar por una nueva etapa, porque Dios creó nuestro
mundo para que produjese no sólo animales racionales, sino también hombres
vivificados por la gracia. En este momento de la evolución se realizaría un "salto" con
respecto a los estadios anteriores. También la llegada a la producción del hombre
superaba las exigencias de los estadios inferiores, pero se inserta homogéneamente en la
estructura de un mundo creado. En cambio, una perfección que diviniza al hombre
supera el orden propio : de las creaturas. El hombre debe ascender a este grado superior
del ser de un modo conforme a su naturaleza, es decir, mediante una opción personal, y
es en este momento cuando se produce por primera vez en la historia una detención en
el proceso evolutivo: la humanidad se coloca frente a la voluntad de Dios y el pecado
entra en el mundo, sin que esto cambie de ningún modo el aspecto exterior del mundo y
del desarrollo de la humanidad. Pero, en realidad, se ha realizado un gran cambio: el
hombre que no poseerá la gracia desde su nacimiento, no podrá dominar todo el
dinamismo de la naturaleza ni podrá evitar el sufrimiento y deberá sufrir aquella
experiencia de "ruptura" que es la muerte, tal como nosotros la conocemos.
De hecho, la evolución no se ha detenido sino que sigue otras leyes, y Dios llevará a
cabo su designio de divinizar al hombre adaptándolo a la nueva situación en que se
encuentra la humanidad. Se llegará a lo sobrenatural por los méritos del Verbo
encarnado y por nuestra inserción en Él, en su muerte y resurrección. El hombre todavía
puede llegar al pleno dominio de la naturaleza y a triunfar del sufrimiento y la muerte,
pero sólo en el orden escatológico, porque el hombre nace en un estado diferente de
aquél en que debería nacer según la evolución originariamente querida por Dios. Sin
embargo, todos estos males que el hombre cargó sobre sí al rechazar el plan de Dios se
transforman en bienes, puesto que Dios no sólo da la capacidad de superarlos, sino que
se vale de ellos para realizar una forma todavía más perfecta de la vida sobrenatural,
fruto de una lucha victoriosa.
La etiología de Gén 2-3 y Rom 5, nos obliga a afirmar que la economía paradisíaca ha
sido substituida por la de la cruz a causa de la maldad humana que ha sido superada por
la gracia de la redención.
La hipótesis que hemos expuesto no excluye el pecado, sino que afirma que él ha sido la
causa de la falta de ciertos bienes, destruyéndolos si ya existían o impidiendo su
consecución. En tal caso, los bienes frustrados ya existían, no actualmente sino
virtualmente, en cuanto que el estado paradisíaco debería haber sido el término de la
ZOLTÁN ALSZEGHY - MAURIZIO FLICK
evolución humana. Dicha existencia virtual debe concebirse como una orientación
intrínseca sobrenatural del hombre a aquellos bienes, comparable a las progresivas
disposiciones con que el pecador, bajo el impulso de la gracia, se prepara para la
justificación.
La hipótesis que supone la existencia de unos hombres, nacidos antes que Adán,
verdaderos hombres pero sin uso de razón, se puede concebir de distintos modos, todos
ellos de acuerdo con la fe. Nosotros preferimos comparar a estos pre-Adanes, no
capaces de decisiones personales, con los niños bautizados que, mediante la muerte,
entran connaturalmente en la posesión personal de aquella vida sobrenatural que ya se
les ha dado en el plano óntico. Aquellos pre-Adanes habrían podido poseer ya una
orientación intrínseca a la vida sobrenatural, la cual no habría sido impedida por una
toma de posición contraria.
Este "pecado del mundo" existe y es, sin la gracia de Cristo, un impedimento
insuperable para la salvación. Pero no todos los pecados tienen la misma eficacia para
construir el "mundo" opuesto a Dios. Así, el pecado de Jerusalén al no conocer el
tiempo de su visitación (Le 19, 44), señaló un cambio en la historia del pueblo hebreo y
en la de la humanidad. Pablo, en Rom 5, hace ver cómo el primer pecado tiene una
importancia especial en el "pecado del mundo", ya que no es sólo el primero
cronológicamente sino que enlaza la serie de los otros pecados al frustrar la posibilidad,
ZOLTÁN ALSZEGHY - MAURIZIO FLICK
ofrecida por primera vez en la historia del cosmos, de realizar un paso más en la
evolución. Así se puede entender por qué la negativa hecha a una posibilidad única tiene
también un efecto único: extinguir en toda la humanidad el impulso instintivo y
sobrenatural, puesto por Dios, hacia el desarrollo consciente de la vida de la gracia.
No hay duda de que todos los hombres actualmente nacen en pecado y, en el estado
presente, la generación natural es el único camino para la transmisión de este pecado,
pero el magisterio de la Iglesia no ha canonizado la teoría de que el acto generativo, por
su especial naturaleza, sea la causa de la transmisión del pecado original. Podría ser
solamente condición de la difusión de dicho pecado, en cuanto que da existencia a un
individuo de la especie humana, la cual está sellada con el pecado.
como tal tiene una vocación común. Es manifiesto que sí la humanidad como tal tiene la
vocación colectiva, aún es más fácil comprender que la respuesta del primer hombre
fue, efectivamente, la respuesta de toda la humanidad que, de este modo, determinó su
propia situación ante Dios.
En nuestra hipótesis, la incapacidad de amar a Dios sobre todas las cosas, de entrar en
diálogo con Él, significa la incapacidad de llegar a aquella forma superior de existencia
a la que, originariamente, destinó Dios a la humanidad y que, desde entonces, se ha
hecho inaccesible sin la gracia del Redentor. Así, pues, permanece válida la afirmación
de que el pecado original es "muerte del alma" (D. 789), pero la teoría evolucionista la
considera desde el punto de vista de la perfección a que la humanidad debería haber
llegado. Es manifiesto también que este desorden se encuentra en cada persona que
entra a formar parte del género humano, tal como se afirmó en. Trento (D. 790). Y tiene
razón de pecado en cuanto deriva de una resistencia a la voluntad de Dios.
DIOS ES FIEL
Christus, 12, (1965) 213-227
En este diálogo de fidelidad, Dios tiene la iniciativa, pues sólo su gracia puede hacernos
fieles. Por eso la vida de fe es esta experiencia, cada vez más profunda, de la fidelidad
de Dios aceptada confiadamente por el hombre. Lo veremos primero en la obediencia de
la fe, luego á través de los acontecimientos, y por fin en una mirada prospectiva de la
esperanza.
Es fiel, porque "la palabra de nuestro Dios permanece para siempre" (Is 40, 8), no se
contradice ni' se retracta. "¿Lo ha dicho Él y no lo hará?, ¿lo ha prometido y no lo
mantendrá?" (Núm 23, 19). Y en el Nuevo Testamento, Jesucristo y su obra aparecerán
como la plena realización de la fidelidad de Dios, su Amen. (1 Tes 5,24; 2 Tes 3,3).
A pesar de las negativas y cobardías del hombre, Dios seguirá confiando en él. La
primera palabra de Dios es creadora: "Hagamos al hombre a nuestra imagen y a nuestra
semejanza" (Gén 1,26) y no se desmentirá jamás. Esta primera decisión tomada a favor
del hombre tendrá su coronamiento en la Encarnación - la última Palabra, que sella todas
las otras, en un amor fiel hasta la muerte (Jn 15, 13). Así Jesucristo nos manifiesta, con
su fidelidad obediente, la misma fidelidad de Dios.
El cristiano descubre en su propia fidelidad -que San Pablo llama "la obediencia de la
fe"- la fidelidad de Dios. Obedecer en la fe es descubrir, a través de la alegría de un
diálogo ininterrumpido -aunque a veces sea con dolor- las obras del Dios fiel "para el
bien de los que le aman" (Rom 8,28). Esta sumisión a la voluntad de Dios es lo decisivo
en el acto de fe, como Abraham que obediente a un mandato de Dios "salió, pero sin
saber a dónde iba" (Heb 11,8).
En el crecimiento de la vida de fe, los signos se hacen cada día más tenues y
transparentes: a Maria le bastó oír pronunciar su nombre para reconocer que allí estaba
Jesús resucitado. Esta presencia del Dios fiel la encuentro en la misma historia de mi fe,
en el servicio a los demás, en la enfermedad, en la conciencia de mis pecados y en la
contrición que despierta. Todo son revelaciones de la fidelidad de Dios, que es la fuerza
de mi fe.
HENRI HOLSTEIN, S. J.
En el origen de nuestra fe, debemos reconocer la fidelidad del Padre. Y estar seguros de
que esa fidelidad no se desmentirá jamás. Dios no solamente lo hace todo, sino que a
veces lo hace a pesar de nosotros; aunque muchas veces -como María junto al sepulcro-
no le reconocemos. A menudo desesperamos de nuestra fe, como si fuese una empresa
nuestra, incapaces de llevarla a buen término. Pero el Señor es fiel, y nos hace sentir la
fuerza de su fidelidad: "Cuando parezco débil, entonces es cuando soy fuerte" (2 Cor
12,10).
Cada día debo comprender mejor que mi fe es una mirada incesante sobre la fidelidad
de Dios: creer en el Dios fiel, es experimentar que Él es fiel, y apoyarme en su fidelidad.
Rezar para creer es agradecer a Dios la gran fidelidad que me manifiesta: "Se para mí
roca inexpugnable, ciudadela para mi salvación. Pues tú eres mi roca, mi ciudadela"
(Sal 30, 3-4). Y esta roca no se conmueve, porque es el mismo amor de Dios.
Esta experiencia de la fidelidad de Dios corre en todo momento el riesgo de ser negada
o puesta en duda ante la preocupación del futuro. Mañana, ¿Dios será fiel? Aunq ue
reconozco el carácter absurdo de esta interrogación, no puedo menos de inquietarme,
desde el momento que dejo invadir mi espíritu y mi corazón por la ansiedad de un
futuro imprevisible y al mismo tiempo lleno de un miedo aparentemente bien fundado.
arrepentirse, "es el mismo ayer y hoy, y por los siglos" (Heb 13,8). Esta fue la fe de
Pablo. La obediencia de su fe se transformó en esperanza de la fe: "sé a quien me he
confiado, y estoy seguro de que puede guardar mi depósito para aquel día" (2 Tim 1,12).
De hecho, el objeto de la fe - objeto de experiencia del creyente- es el mismo Dios, no
sus intervenciones, sino El mismo que se me revela. La fe sobrepasa así el conocimiento
fugaz y se trans forma en confianza habitual, lograda a través de una acción paciente y
tenaz por parte de Dios, en aquellos que conviven con El y se apoyan en El hasta el final
de su vida, y del cual nada ni nadie nos separará: "Ni la muerte, ni la vida, ni los
ángeles, ni los principados, ni lo presente, ni lo futuro, ni ninguna otra criatura..." (Rom
8,35-39).
Tal pregunta sólo tiene una respuesta: la fe en la fidelidad de Dios y en Jesucristo que
ha vencido al mundo (Jn 16,33). De ahí nace la esperanza, que no nos dispensa de
buscar la solución pastoral a los problemas de evangelización del mundo moderno, pero
que nos permite afrontarlos con una actitud de paciencia y confianza.
Pablo tampoco sabía más que nosotros cómo debía anunciar la buena nueva de Dios al
mundo pagano adonde había sido enviado: veía multiplicarse las dificultades; había
conseguido pocos adeptos, y estos mismos no siempre le habían satisfe cho. Y he aquí
que de repente, en pleno trabajo, se ve imposibilitado para terminar su tarea. Su carrera
ha terminado, pero las perspectivas son inquietantes. Sin embargo, sabe muy bien quién
es Jesucristo a quien ha entregado su fe, y que El es la realización de la palabra infalible
del Dios fiel. Y esta certeza es para él fuente de paz y de confianza: "Yo sé en quien he
creído".
¿Cómo deben comportarse los cónyuges en esta situación de conflicto? Hace algunos
años, Pío XII respondía a esta cuestión afirmando que para los católicos la única
solución era la de una continencia total o periódica. El Conc ilio no dice nada ni de la
continencia periódica ni de otras posibilidades concretas. Se limita a recordar que no
puede haber una contradicción real entre las leyes divinas relativas a la procreación y a
la promoción del verdadero amor conyugal, y a enunciar los principios que deben regir
la solución del conflicto. A continuación el Concilio añade una nota -la nota 14- en la
cual declara que no tiene la intención de proponer directamente soluciones concretas
porque el Soberano Pontífice ha reservado el examen de estas cuestiones a una comisión
especial. En espera de su decisión, el Concilio remite a tres documentos pontificios
entre los cuales cita, en primer lugar, la encíclica Casti Connubii de Pío XI.
L. JANSSENS
Este pasaje de la CC utiliza varias veces los términos naturaleza y natural. Es evidente
que la significación de estos términos depende del sentido de la expresión acto de la
naturaleza (naturae actus). Esta expresión aparece en los textos teológicos en un
momento determinado de la historia, y fue preparada y elaborada en el contexto de una
concepción antropológica que implicaba una interpretación particular del sentido de la
corporalidad y de la sexualidad humanas.
Por tanto nos podemos preguntar: ¿En qué medida la CC no es tributaria de esta visión
antropológica cuando define el acto sexual como un acto de la naturaleza? ¿Su
argumento y sus consecuencias, tienen todavía valor en el contexto personalista de la
GS? En otras palabras, ¿la referencia a la CC, es apropiada para aclarar las cuestiones
de castidad conyugal que el Concilio ha querido dejar abiertas?
Doctrina agustiniana
San Agustín no cesa de repetir -sobre todo en su polémica con los maniqueos- que la
razón de ser natural (causa naturalis) del matrimonio es la procreación y que solamente
el acto sexual ordenado a la procreación es conforme con el orden de la naturaleza
(ordo naturalis). Pero, ¿qué entiende exactamente por naturaleza y natural? Sus
explicaciones muestran claramente que en este terreno de la moral sexual, su
apreciación descansa sobre una concepción de la naturaleza considerada
biológicamente, es decir, determinada por la diferencia del sexo y por la función
biológica de los órganos genitales.
Pero esta interpretación exclusivamente procreadora del acto matrimonial, ¿no se opone
al mandato de San Pablo (1 Cor 7, 3) según el cual el marido debe conceder el débito a
su mujer y la mujer a su marido? San Agustín comenta este precepto declarando que es
obligación de la persona casada responder a la petición del cónyuge para defenderlo del
peligro de incontinencia; pero pedir las relaciones sexuales más allá de lo necesario para
la procreación, es un pecado venial. Esta pecaminosidad la deduce de la afirmación de
San Pablo en 1 Cor 7, 6: "Dico secundum indulgentiam" (o, en la versión que sigue de
ordinario, secundum veniam). Siguiendo la interpretación de San Jerónimo, traduce
venia por perdón, y hace notar que allí donde hay perdón hay falta. ¿Dónde está esta
falta? No en el matrimonio que es honesto, ni en el acto sexual en cuanto es necesario
para la procreación; luego en el acto sexual que no sea, necesario para este fin.
Así, pues, tenemos que el matrimonio, por una parte y "en virtud de la naturaleza social
del hombre" es la sociedad humana natural que une al marido y la mujer en una amistad
espiritual; y, por otra parte, "la diferencia biológica del sexo" hace que la razón de ser
natural del matrimonio sea la procreación y determina el orden natural según el cual el
acto sexual tiene una significación exclusivamente procreadora. El hijo es el fruto del
acto sexual, no de la sociedad conyugal, que es exclusivamente espiritual.
Para San Agustín -como para la tradición que le precede y le sigue- es inconcebible que
el acto conyugal pueda tener el sentido intrínseco de ser expresión y encarnación del
amor conyugal. Para San Agustín, el adulterio es un pecado mortal, el exceso en las
relaciones sexuales de los esposos es venial, el acto conyugal realizado para procrear no
es una falta, pero la continencia es mejor. El deseo y placer sexuales son un mal que
sólo pueden ser compensados por el bien de la procreación. He aquí, pues, en resumen
las posiciones del Obispo de Hipona:
Doctrina tomista
La moral sexual de San Agustín, fue tomada substancialmente por los grandes
escolásticos. Sto. Tomás se limitará a precisarla y reforzarla con las exigencias de la ley
natural.
Sto. Tomás enseña que el orden de las tendencias naturales determina el orden de los
preceptos de la ley natural. Y distingue tres niveles en las tendencias naturales del
hombre: el que tiene en común con todos los seres, el que comparte con los otros
animales y el propio de su naturaleza racional. En el nivel genérico -común al hombre y
al animal- sitúa las prescripciones de la ley natural relativas a las relaciones sexuales.
En el nivel específicamente humano coloca el carácter social del hombre. Ya se ve que
este cuadro es muy apropiado para adoptar la concepción dualista de San Agustín.
El contenido de la ley natural, en dicho segundo nivel, es descrito por Sto. Tomás,
según la definición de Ulpiano, como "lo que la naturaleza enseña a todos los animales".
En este terreno, la ley natural viene determinada por la misma realidad biológica que
tenemos en común con los animales. En cambio, en el tercer nivel el contenido de la ley
natural se refiere a lo que es específico del hombre en cuanto ser espiritual. Aquí será
natural lo que la razón nos dicte, por ejemplo, las relaciones de justicia que debemos
mantener en la vida social.
Con respecto a la relación que existe entre ambos niveles, Sto. Tomás establece que la
razón -al elaborar las exigencias de la ley natural- debe admitir como dato primordial e
inquebrantable lo que está determinado por la naturaleza genérica, puesto que Dios
mismo es el autor de esta naturaleza. Siendo esto así, se comprende que para Sto.
Tomás el orden de la naturaleza genérica sea el primero y más fundamental, y que el
orden de la naturaleza específica esté sobreañadido, construido sobre el primero como
sobre su fundamento.
En este contexto natural, los actos de la naturaleza brotan evidentemente del orden de
la naturaleza genérica. Por tanto, la finalidad natural de estos actos y la medida y el
orden que es necesario observar en su realización,. vendrán delimitados por su función
biológica.
Una vez establecidos estos principios, se comprende que el acto menos grave cometido
contra el orden genérico - lo que él llama pecados contra naturaleza- sobrepasa al mayor
de los cometidos contra el solo orden específico. Así la masturbación sobrepasará en
gravedad al incesto. Semejante afirmación nos choca profundamente. Sin embargo, una
vez admitidas sus premisas, una lógica implacable impone su conclusión. Se comprende
mejor lo que nos parece exagerado en esta conclusión si se tiene en cuenta el hecho de
que Sto. Tomás, siguiendo a Aristóteles, pensaba que el esperma contenía una vida
humana en germen y que, por consiguiente, el abuso de esta función biológica era casi
un asesinato.
L. JANSSENS
Para Sto. Tomás -como para la tradición agustiniana- la finalidad natural del acto sexual
es la sola procreación. Este acto sólo está exento de pecado para los dos esposos si los
dos lo realizan en vistas a la sola procreación, pues en las relaciones que van más allá de
lo necesario para ella, el que hace la petición comete un pecado y sólo el que responde
por fidelidad es irreprochable. Sto. Tomás permaneció rigurosamente fiel a esta severa
concepción.
En resumen, para el Dr. Angélico, el acto sexual es un acto de la naturaleza que brota
de un orden natural que nos es común con los animales. Su finalidad natural está
inscrita en su función biológica y esta última consiste en asegurar la procreación. De
esto se sigue:
1.- Que en las relaciones sexuales los cónyuges deben pretender positivamente la
procreación.
2.- Que toda práctica que impide la generación es un pecado contra la naturaleza.
Entre los autores de la Edad Media, sólo San Alberto Magno parece haber visto que el
acto conyugal, además de un acto de la naturaleza al servicio de la procreación, es
también un acto personal, que puede ser justificado por un fin personal. Se trata de una
motivación subjetiva sobreañadida que hace mejores o más meritorios los actos.
Además, la bondad de las relaciones sexuales sólo se puede salvaguardar si estas son
necesarias para la procreación. Sto. Tomás considera el acto sexual tan' exclusivamente
como un acto de la naturaleza que se opone, incluso explícitamente, a toda motivación
subjetiva de las relaciones conyugales. La evolución de los moralistas en los siglos
siguientes consistirá precisamente en el creciente reconocimiento de los motivos
subjetivos, capaces de justificar por sí mismo las relaciones sexuales. La evolución fue
lenta y progresiva. La legitimidad de ciertos motivos se reconoció sin demasiadas
discusiones mientras que se ha discutido durante siglos acerca del valor de otros.
Brevemente recorreremos los temas fundamentales que han abordado los teólogos, y los
argumentos que aportan en apoyo de la nueva teoría.
Martín Lemaistre, teólogo al que se considera como uno de los promotores más
influyentes de la nueva tendencia, rompió conscientemente con la concepción
tradicional y, oponiéndose a San Agustín y Sto. Tomás, formuló su propia tesis: "No
todo acto conyugal realizado por otros motivos que la procreación es opuesto a la
castidad conyugal".
Según Sto. Tomás, uno de los cónyuges podía lícitamente tomar la iniciativa del acto
conyugal para preservar al otro del pecado de fornicación. A partir de esta afirmación
los teólogos se preguntaron si cada uno de los esposos no tendría ese mismo derecho;
con más razón, cuando siente que su propia castidad está en peligro. Se planteó la
cuestión y la respuesta afirmativa se convirtió en doctrina común a mediados del siglo
XVII.
La controversia fue mucho más movida y larga -sé prolongó hasta finales del siglo
pasado- con la cuestión de si la búsqueda del placer puede ser un motivo subjetivo
L. JANSSENS
suficiente. Los puntos esenciales de la respuesta a la que se llegó son los siguientes:
Dios ha unido a ciertos actos una delectación que puede impulsarnos a realizarlos.
Pretender esta delectación no está, pues, en oposición con la intención divina. El placer
sexual no debe ser juzgado de distinta manera que el placer inherente a otro tipo de
actividades. Puede, pues, buscarse porque puede ser un fin honesto. Para que este fin sea
honesto se requiere que los cónyuges respeten los límites de la moderación y que no
excluyan positivamente los fines intrínsecos al matrimonio y a las relaciones sexuales.
Esto significa que el acto de la naturaleza no debe ser viciado en su estructura material.
Así, pues, respetada la moralidad objetiva del acto, la exclusión negativa -el no
pretender intencionadamente los fines intrínsecos- no es ningún pecado.
Un duro golpe para la concepción tradicional y el gran mérito de la nueva teoría, fue el
haber reencontrado la doctrina cristiana tal como San Pablo la anuncia en 1 Cor 7, 1-6.
La tradición teológica había seguido la interpretación que San Jerónimo y San Agustín
habían dado a la frase secundum indulgentiam entendida en el sentido de perdón de un
pecado. Ya Abelardo combatió esta interpretación errónea. Es evidente que en este
pasaje el apóstol justifica el matrimonio y las relaciones sexuales por otros motivos que
la procreación. De ésta no dice nada. En nuestros días algunos exegetas piensan incluso
que, en, este texto, San Pablo reaccionaba expresamente contra las tendencias rigoristas
que, directa o indirectamente, habrían inspirado la concepción tradicional. Si se
confirmase esta hipótesis, la nueva teoría nos habría librado de una concepción no
cristiana, combatida por el apóstol y puesta, erróneamente, bajo su patronazgo.
Precisamente en este momento de la evolución de las ideas se sitúa la CC. Esta encíclica
confirma las conclusiones adquiridas por la teología moral acerca de los temas que
L. JANSSENS
Esta nueva concepción -preparada por una corriente personalista- fue introducida en el
mundo teológico por Herbert , Doms en 1935. Para este autor -especializado en biología
antes de ser sacerdote y obtener el doctorado en filosofía y teología- el acto conyugal es
esencialmente, por su mismo sentido inmanente, la expresión de una unión interpersonal
L. JANSSENS
en el amor. La finalidad biológica nunca puede ser la primera. De hecho, son raras las
relaciones sexuales entre personas que pueden provocar la concepción; y, sin embargo,
en el plano humano, todos los actos conyugales, en virtud de su sentido ontológico,
deben expresar y realizar el don mutuo y personal de los esposos. Esta significación,
llamada relacional, es evidentemente apta para comunicar a las relaciones sexuales
durante el embarazo, después de la menopausia y en los matrimonios estériles, un valor
que escapa a la concepción tradicional. Si la sexualidad humana es esencialmente una
realidad relacional y el amor de los esposos se encarna y se expresa en las relaciones
sexuales, el hijo que se "producirá" en estas relaciones será, en él sentido estricto de la
palabra, el " fruto" del amor conyugal. De esto se sigue que la discusión acerca del fin
primario y secundario es, por lo menos, superflua.
Las teorías no pueden permanecer por mucho tiempo extrañas a la práctica; y así la
concepción personalista llega a ser defendida por moralistas que gozan de una gran
autoridad. Por ejemplo, J. Fuchs enseña desde hace años que la actividad sexual, aun
siendo ordenade in se a la procreación, está igualmente destinada in se a ser la expresión
íntima del amor conyugal, hasta el punto de que la realización del acto conyugal sin
amor viola el orden objetivo y su sentido intrínseco.
lo cual los esposos debían limitarse a los relaciones necesarias para la procreación.
Ahora la justa medida de la procreación no se refiere tanto a los actos conyugales
cuanto a la situación concreta del matrimonio y de la familia. Es decir, el criterio de la
misión procreadora es el conjunto de los valores que hay que salvaguardar en el
matrimonio y la familia. El Concilio ha confirmado esta norma declarando que la
colaboración generosa de los esposos al amor del Creador y del Salvador en la extensión
de su familia ha detener en cuenta los otros valores de la vida conyugal y familiar.
El hecho de que el Concilio confirmase estos dos temas capitales, tuvo por consecuencia
que se viese enfrentado con el problema de la castidad conyugal a partir de una
situación tan nueva como delicada: la que plantea la conciliación de las exigencias del
amor y de la procreación, y que concierne directamente a la armonía misma de la vida
conyugal (n 51). ¿Cuál es la norma que, según el Concilio, debe presidir la solución de
estas dificultades? Y ¿en qué medida esta norma puede apoyarse sobre la argumentación
que hemos encontrado en la CC?
La Constitución enseña que esta norma debe estar constituida por criterios objetivos
fundados en la naturaleza de la persona y de sus actos (personae eiusdemque actuum
natura). La constitución no habla, pues, de acto de la naturaleza. No se limita a la
consideración de la función biológica de las relaciones sexuales sino, que las examina al
nivel de la persona. Más aún, declara que la consideración de la sola función biológica
es inadecuada, porque la sexualidad del hombre y la facultad humana de procrear
sobrepasan maravillosamente lo que se encuentra en las especies vivientes inferiores.
Desde este momento la moralidad de las relaciones sexuales consistirá en la
conformidad con su sentido humano. Y las exigencias de este sentido nos vendrán dadas
por los criterios objetivos deducidos de la naturaleza de la persona y de sus actos. La
constitución explica la norma precisando que estos criterios garantizan el "sentido
integral del don mutuo y de la procreación humana en el contexto de un verdadero
amor". En esta expresión tenemos el contenido de la norma de castidad conyugal.
Estas cuestiones, planteadas por la orientación personalista del Concilio, son suficientes
para considerar que la argumentación de la CC, basada sobre el acto de la naturaleza,
difícilmente podrá ser el punto de partida y el fundamento de una respuesta válida.
alcanzarse el ideal, se está obligado a realizar el amor más grande y procurar en primer
lugar los valores más esenciales".
Parece, pues, claro que desde el punto de vista del "sentido integral del don mutuo", la
estructura completa del acto conyugal responde a un deseo espontáneo y que
psicológicamente permanece siendo un ideal a conseguir. Pero numerosos matrimonios
católicos consideran que este deseo espontáneo no es una base suficiente para establecer
una obligación absoluta y universalmente válida, y que pueden darse casos en que una
deficiencia de la integridad material del acto o una intervención para impedir la
fecundación pueda estar justificada por el don mutuo al servicio de la fidelidad y, por
tanto, del bienestar de la familia.
Conclusiones
El Concilio ha considerado la vida conyugal y familiar como una totalidad a la que Dios
ha prodigado uña pluralidad de valores y fines.
Para elaborar esta norma no basta, pues, el considerar el acto conyugal en su sola
realidad biológica, ni decir que su finalidad natural es la sola procreación. Esta
consideración biológica es la que durante siglos ha sido la causa de la separación
dualista entre amor y procreación.
Supuesto que las relaciones sexuales tienen la doble misión de realizar la medida de
procreación. que conviene a la situación concreta de la familia y la de estar al servicio
del sentido- integral del don mutuo, la cuestión de la castidad conyugal es la de saber
cuál es el sentido de la corporalidad y qué exigencias presenta su realización en las
relaciones entre marido y mujer.
El sentido de la corporalidad nos viene dado por nuestra manera de ser. Somos espíritus
encarnados. Y así como los elementos que constituyen nuestro cuerpo están animados
por nuestra interioridad espiritual, así tamb ién nuestras relaciones subjetivas necesitan
relaciones objetivo-corporales a las que vivifican y en las que se manifiestan. En otras
palabras, nuestro cuerpo es la posibilidad de comunicarnos con los demás. Gracias a él
somos capaces de poner las realidades de este mundo al servicio de nuestras relaciones
entre personas. Pero esta corporalidad está caracterizada por una ambigüedad
fundamental: es nuestra posibilidad de comprometernos efectivamente en la estima y
promoción de los demás, pero igualmente es nuestra posibilidad de explotar nuestras
relaciones al servicio de intenciones egoístas o hedonistas.
L. JANSSENS
Siendo este el sentido de la corporalidad, ¿no se debe reconocer que este sentido se
respeta también cuando los esposos, desechando todo egoísmo y todo hedonismo, se
resignan, en situaciones extremas, a ciertas relaciones sexuales en las que una
intervención voluntaria impide la posibilidad de concepción, porque no ven otra salida
para salvar su amor en la fidelidad y para preservar los valores esenciales de la totalidad
conyugal y familiar?
Nos parece que esta cuestión surge ineluctablemente de la norma de castidad conyugal
tal como la proclama la constitución, y que la respuesta no será aclarada por la sola
consideración del acto de la naturaleza.
Muchos piensan que la razón, por medio de la investigación histórica, puede probar la
facticidad histórica de la Resurrección como obra de Dios.
La Resurrección: Dato de fe
b) Cristo inaugura una nueva dimensión. Se nos abre -por pura gracia de Dios- un nuevo
espacio que supera toda experiencia intramundana. Nuestra razón sola no puede
explicarlo. Conceptos como Resurrección Ascensión, Vida son insuficientes. Y, sin
embargo, son necesarios, pues hay que predicar el hecho -como hay que hablar
analógicamente de Dios.
c) Lo nuevo tuvo que causar una nueva percepción en los hombres para que pudieran
captarlo. Quien no captó la experiencia como obra de Dios y como vida nueva de Jesús,
es decir, el que no creyó, no experimentó nada en absoluto. La experiencia misma tuvo
que desplegarse en la fe de los discípulos y los convirtió en testigos.
Así la obra de Dios en Jesús lo fue también en los discípulos, creando su fe. Se les abrió
la nueva dimensión del amor creador de Dios, que supera todo lo intramundano.
Pertenecieron a la nueva creación.
Visto desde la fe, no puede haber testigos neutrales de la Resurrección. Nuestra certeza
en la Resurrección se apoya -es verdad- en unos testigos creyentes, pero no por esto
menos verídicos. Para apropiarnos esa certeza es necesario que Dios cree de nuevo en
nosotros la fe y nos abra la dimensión de su amor liberador.
Das Zeugnis für die Auferweckung Christi in 1 Kor 15, 3-8 y Die Deutung der
Osterbotscharft des Neuen Testaments durch R. Bultmann und W. Marxsen im Lichte
des Auferstehungszeugnisses 1 Kor, 3-8, Bibel und Kirche, 22 (1967) 1-7 y 7-14.
Profesiones de fe breves (Rom 10, 9s; Lc 24, 34) e Himnos (Flp 2, 6-11) -"incrustados
como cristales en una roca amorfa" (Stauffer)- pertenecen a los estratos más antiguos.
Para orientar hoy nuestra predicación sobre la Resurrección de Cristo, vamos a estudiar
el texto 1 Cor 15, 3-8, reconocido generalmente como la más antigua profesión de fe en
la Resurrección con mención explícita de testigos.
Pablo escribió 1 Cor hacia los años 56/57. En el cap. 15 recuerda a los corintios el
Evangelio que les predicó durante su misión (hacia el 50/52). Si su fe no ha de ser vana,
lo han de retener en la forma que (tíni lógò) él lo predicó (v 2). Pablo subraya
expresamente la concordancia de su Evangelio con la Predicación de los Apóstoles:
"Pues a la verdad os he transmitido, en primer lugar, lo que yo mismo he recibido" (v
3a). Si el conocimiento del Evangelio lo recibió Pablo por Revelación (Gál l, 19s), la
tradición recibida se ha de referir aquí a la palabra (lógos) del Evangelio que cita a
continuación: "que Cristo murió por nuestros pecados, según las Escrituras; que fue
sepultado, que resucitó al tercer día, según las Escrituras, y que se apareció a Cefas,
luego a los doce. Después se apareció una vez a más de quinientos hermanos, de los
cuales muchos viven todavía, y algunos murieron; luego se apareció a Santiago, luego a
todos los apóstoles; y después de todos, como a un aborto, se me apareció también a
mí".
- "que Cristo murió por nuestros pecados según las Escrituras": Se habla de Cristo, es
decir, aquel que en la Iglesia primitiva era confesado como el Mesías en quien reposaba
toda la esperanza de Israel.
- "que resucitó al tercer día según las Escrituras": El verbo griego egéiró tiene diversos
significados según el contexto. En el NT se usa a 'menudo para la Resurrección de
Cristo, ya como obra de Dios, ya como obra de Cristo. Pablo lo toma aquí en sentido
pasivo -fue resucitado-, según su forma gramatical (cfr. v 15), de acuerdo con la
mayoría de los textos más antiguos (1Tes 1, 10; Act 3, 15). Pero no se excluye el que se
entendiera intransitivamente, como obra de Cristo. Así aparece ya en la fórmula antigua
1 Tes 4, 14. Y nótese que se emplea el perfecto y no el aoristo como en murió, fue
sepultado, apareció: no es un mero hecho del pasado, sino algo que sigue obrando hoy.
La palabra resucitó es una metáfora, tomada del despertar, para expresar un hecho del
que los hombres no tenemos experiencia. Aunque la Biblia use esta expresión otras
veces para indicar el re-vivir de un muerto, no podemos entender la resurrección de
Cristo como un simple volver a la vida de este mundo, pues la Iglesia primitiva critica
esta concepción judía de la resurrección (cfr Mc 12, 25) y entiende la resurrección como
la superación definitiva del poder de la muerte (Rom 6, 9). Nótese que el NT nunca
describe el momento de la resurrección.
- "y que se apareció": El aoristo pasivo del verbo horáò puede tener diversos
significados. Aquí hay que entenderlo en sentido medio, de acuerdo con el contexto (a
Pedro, en dativo) y con el uso de la traducción gr iega del AT (cfr. Gén 18, l): se
apareció. Se trata de una fórmula antigua, anterior a Pablo, que encontramos también en
Lc 24, 34 y en el Himno 1 Tim 3, 16.
Pablo cuenta entre las apariciones su vivencia irrepetible de Damasco, descrita en 1 Cor
9,1 como un Ver y en Gál 1, 16 como una Revelación, contraponiéndola a otras gracias
místicas (no la menciona en 2 Cor 12, 1-4). Además para Pablo - y los evangelios- el
cuerpo del Resucitado es real, pero no terrestre (cuerpo espiritual: 1 Cor 15, 44). En este
sentido las apariciones no tenían un carácter objetivo -no podían ser fotografiadas-; por
eso fueron invisibles para los ojos corporales de los observadores neutrales. Pero no se
trataba tampoco de visiones subjetivas, meramente internas. El Resucitado es corporal,
aunque posea un modo de existencia totalmente nuevo y carezcamos, por eso, de
posibilidad de comparación y de un l enguaje adecuado. ¿Encontramos aquí el motivo de
que los apóstoles apenas nos hablen del cómo de las apariciones y de que en el antiguo
Credo se afirme simplemente el hecho?
1.º La imagen del mundo y la autocomprensión del hombre son hoy radicalmente
distintas de las de los Apóstoles. Para el hombre moderno, conocedor de las leyes de la
causalidad intramundana, es imposible una acción milagrosa de Dios en el mundo (por
ejemplo la resurrección de un muerto). Es algo mítico. Por eso el predicador ha de
desmitologizar la Biblia, es decir, indicar qué quiere decir el NT con sus afirmaciones
mitológicas.
2.º Nuestras categorías mentales adolecen de cosismo. Incluso Dios es real sólo si puedo
pensarlo como un objeto opuesto al sujeto. Pero Dios es el fundamento original y no
puede colocarse al mismo nivel que las otras cosas. Está siempre en todo, incluso en mi
pensamiento. No puedo contemplar a Dios desde lejos sin desfigurarlo (recuérdese que
la teología evangélica rechaza o apenas admite la "analogia entis"). Sólo en la
realización de la existencia, en el acto del pensar y comprender, se da verdadera
existencia humana, verdadero pensamiento y comprensión. De ahí la necesidad -B.
sigue a Heidegger- de un análisis de mi existencia.1
El mensaje pascual
En este texto Pablo quiere mostrar (no probar en el sentido científico moderno) la
Resurrección de Cristo como digna de fe, apoyándose en testigos. Lo cual no está en
consonancia con la concepción existencialista de . B., pero sí con la actitud de la Iglesia
primitiva que nos refleja el NT. Ya entonces era raro el Mensaje de la resurrección de
un muerto y la Iglesia tenía que defender su fe en el Resucitado contra las burlas y las
calumnias.
Tampoco parece compatible con 1 Cor el poner entre paréntesis la tradición de la tumba
vacía. Hoy está superada la interpretación de B. en este punto. La tumba vacía no es una
prueba de la Resurrección, sino un signo del comienzo del Reino de Dios en este
mundo, incomprensible sólo para el que tiene el prejuicio injustificado de que es
imposible una intervención maravillosa de Dios en el orden de este mundo.
Concluyamos que un diálogo crítico con B. resulta fructuoso: nos hace conscientes de
los límites de nuestra comprensión y vocabulario, así como del misterio y peculiaridad
de la Resurrección. Sólo el creyente entiende lo que confiesa en la frase: Cristo ha
resucitado.
La interpretación de W. Marxsen
prueba histórica. Pues es posible ver por qué camino llegó la Iglesia primitiva a esta
convicción: Los discípulos reflexionaron sobre sus experiencias después de Pascua y
con ayuda de un Interpretamento (es decir, un modo de pensar corriente entonces) hoy
superado, Resurrección, llegaron a la conclusión lógica: Jesús ha resucitado. En Grecia
hubieran dicho simplemente "que Jesús había dejado su cuerpo". Luego la Resurrección
es un Interpretamento al que hoy no estamos ligados.
Motivos de Marxsen:
En el NT no aparece nadie que haya visto la' Resurrección. Las experiencias de los
discípulos a menudo no parecen apariciones, sino un Ver al Señor (1 Cor 9, 1) o una
Revelación del Hijo (Gál 1, 16). Ya desde el comienzo los Apóstoles interpretaron sus
vivencias como encargo y legitimación de continuar la predicación del mensaje de
Jesús, después de su muerte, sin hablar de la persona, es decir, del Resucitado sólo
posteriormente este interpretamento funcional -que indicaba simplemente que el
"asunto de Jesús" continuaba- fue sustituido por el interpretamento personal: Esta
historización del interpretamento es inadmisible para el hombre moderno, que debe
preguntarse por su significado original.
La interpretación, aquí sólo bosquejada, no parece compatible con 1 Cor 15, 1-11. Es
verdad que nadie vio la Resurrección. Pero los motivos en que se basa M. para explicar
el origen de esta creencia no son convincentes.
Notas:
1
Para una mejor intelección de la terminología de Bultmann, usada aquí por el autor,
remitimos a nuestros lectores al artículo: Hermenéutica y teología en R. Bultmann,
aparecido en el t. V de nuestra revista pp. 287-297. Las siglas Guk-Glauben und
Verstehen. KuMKerygma und Mythos. (N. del E.)
EL SACRAMENTO DE LA EUCARISTÍA
Sacrificio y sacramento
El deseo supremo del amor nupcial es la fusión - sin "confusión" en la cual cada uno no
quiere vivir más que para dejarse consumir por el otro, haciéndose alimento y carne de
su carne. Pero esto no puede realizarse plena mente entre el hombre y la mujer en su
condición natural. La realización plena implicaría la muerte a sí mismo, a la naturaleza
y a la historia.
Cristo, por ser Dios sin pecado, puede renunciar a su ser natural e histórico inmediato'
sin dejar de ser para la creatura el cónyuge vivo que se da. La muerte de Cristo es
muerte al pecado -obstáculo de la unión- pero también es muerte a la. vida natural y a la
historia humana que limitan a todo ser en si mismo. Cristo, pues, debe morir. y resucitar
para cumplir el designio de Dios de unirse a todos los hombres en eternos esponsales.
Presencia real
Cuando Cristo vivía con sus discípulos entre los judíos la presencia personal y espiritual
era una con la presencia material del ser sujeto a las coordenadas espacio-temporales,
Esto impedía que Cristo fuera conocido con profundidad y, por esta misma razón, era
bueno para nosotros que Cristo se marchara.
Sustancia y transustanciación
sintética mucho más real que la realidad inmediatamente percibida, y mucho más
universal que una idea general abstracta.
En una piedra la sustancia sigue la suerte de los accidentes. La misma piedra puede ser
dos piedras o una estatua. A este nivel no-vital se pueden analizar los seres sin recurrir a
la distinción sustancia-accidentes: el mundo entero es la sustancia que conspira a
producir la vida sobre la tierra. A nivel de lo vital la sustancia queda tal cual es, aunque
sufra cambios accidentales importantes: un árbol es el mismo en invierno sin hojas y en
verano con ellas. Pero si se lo corta totalmente, pasa a ser sustancia inorgánica. La
autonomía de la sustancia sobre los accidentes crece a medida que se pasa de la planta al
animal, al hombre, a Cristo. Todo depende del grado de muerte a su mundo de
accidentes que la sustancia pueda soportar sin dejar de ser ella misma.
De ahí se deduce que, por la transustanciación, los signos de pan y de vino designan en
efecto el cuerpo y la sangre de Cristo, mientras este cuerpo y sangre son precisamente
alimento y bebida. Hay entre ellos una relación intrínseca. Los signos de pan y vino
constituyen la nueva accidentalidad bajo la que Cristo se da -por su muerte y
resurrección- cuando se hace alimento. Así debe decirse que por la eucaristía Cristo es
visto y tocado por los sentidos del creyente, pero en estado de alimento.
EDOUARD POUSSET, S.I.
Conclusión
Lo sagrado y lo profano
Todas las religiones comportan siempre una manifestación de lo sagrado que provoca, a
su vez, una división: el mundo se escinde en sagrado y profano. Y la oposición entre lo
sagrado y lo profano es probablemente el único elemento que permite definir a lo
sagrado. Pero, al mismo tiempo, esta oposición supone una coincidencia, al menos
limitada, entre lo sagrado y lo profano. Lo sagrado no aparece en estado puro, se
manifiesta en objetos, mitos, elementos intelectuales los cuales ya existían como
elementos profanos. Lo sagrado se manifiesta en un objeto profano.
La existencia
Cada una de estas esferas desarrolla una contradicción interna que el paso de una esfera
a la otra transforma, pero no resuelve. En la relación hombre- mujer la antinomia del
amor desinteresado y el deseo de posesión del otro para sí, no se resuelve más que
parcialmente. Y si esta antinomia queda apaciguada en la relación entre hermanos, es
para ser relevada por otra constituida por la integración de varias familias en una
sociedad más general: la patria y la humanidad entera. Pero, en realidad, el hombre ya
había tenido que salir de su particularidad al sentir la necesidad de trabajar con otros
hombres para poder subsistir. Así, por el trabajo el hombre no solamente subviene a su
necesidad elemental, sino que además desarrolla sus relaciones con la naturaleza y con
los otros hombres. Dicho de otra forma: su naturaleza social es objetivada.
Pero el trabajo supone la presencia de la idea de bien común en todos y cada uno de los
hombres para poder superar la antinomia entre la propia necesidad y la de los demás.
Esto no se logra plenamente: de ahí la necesidad de una mediación entre el hombre y el
bien común encarnada en la autoridad, en el poder del Estado.
A nivel de los Estados aparece una nueva y suprema contradicción: la que hace
enfrentarse las naciones incapaces de superar su voluntad de poder y de reglamentar sus
conflictos, al oponer el bien común de cada una al bien común de todas.
Esta contradicción es el signo de una necesaria superación del horizonte del mundo
profano por una afirmación de lo absoluto, a la vez trascendente e inmanente al mundo
y al hombre.
El sacramento
Si la existencia natural viene dada por elementos y situaciones que el hombre vive
conociéndolos a través de representaciones intelectuales y de afectos que le sirven de
trampolín para volver a aquellos y así perfeccionarse, la experiencia de lo sagrado, por
el contrario, viene dada a través de representaciones y afectos que proceden de objetos
hierofánicos para también volver a ellos, pero sin agotarse. Lo propio del objeto
hierofánico es remitir a otro, al otro, al que no agotan las representaciones que el
hombre se hace por medio de un tal objeto. De ahí que el hombre religioso no pueda
negar que su experiencia religiosa le coloca fuera de la mente racional y técnica, y le
expone al riesgo de lo imaginario sin volver a encontrar la existencia en la que se trata
de vivir, no naturalmente, sino según el absoluto encontrado a través del símbolo. La
experiencia del absoluto tendría que llevar al hombre a la existencia y demostrar su
verdad superando las contradicciones de la existencia.
El sacramento cristiano pertenece a una religión que evita de tal modo la alienación, que
su simbolismo se funda sobre la existencia histórica de un hombre que es en la historió,
síntesis del absoluto y de la existencia: Cristo hombre y Dios. Los sacramentos ordenan
y llevan a la existencia por una acción que la transfigura y la hace vivir según la misma
vida de Cristo, encarnado en el mundo para asumirlo y transfigurarlo por su muerte y
resurrección.
La existencia en el sacramento
Cristo, dándose en alimento a los hombres hace crecer su Cuerpo místico, la Iglesia, y
lo hace crecer en su unidad. Este crecimiento se verifica en la misma esfera de la
celebración sacramental: en ella los fieles se reúnen y, participando de un mismo pan, se
unen a un mismo cuerpo. Eso, que se cumple en el ámbito de lo sacramental, provoca
un dinamismo hacia la unión de los fieles en la misma existencia. Ahora bien, esta
vuelta a la existencia cristiana no es fruto de una reflexión moral o de una resolución
práctica de imitar a Jesucristo. El sacramento lanza al hombre a la existencia por su
EDOUARD POUSSET, S.I.
propia lógica, según la cual Cristo vive en los bautizados para obrar en el mundo.
Cristo, al darse en alimento, se inserta en la existencia a través de aquellos que alimenta.
La existencia natural, como hemos visto, está llena de contradicciones tanto en la vida
familiar, como en la económica y política. La doctrina evangélica de castidad, pobreza y
humilde servicio al prójimo, en el grado que alcanza a todo cristiano, además de hacer
dignos a los hombres del reino de ol s cielos, supera los conflictos inmanentes de la
presente vida. Y esta proposición no es una pura enseñanza moral, sino una acción
liberadora y reconciliadora: la redención por la cruz y la resurrección.
Si la lógica del sacramento lleva a la existencia quiere decir que la existencia está
precontenida en el sacramento: el sacramento es ya existencia.
En efecto, como en todas las religiones primitivas, el culto cristiano reproduce los actos
fundamentales de la existencia: la nutrición y la unión de sexos. La eucaristía como
comida y comunión -según un simbolismo nupcial- reproduce estos actos
fundamentales: la cena es el acontecimiento en el que Cristo se entrega por nuestros
pecados y se da en alimento. Es más, el sacramento saca de la existencia su materia, pan
y vino, colocándola siempre en un ambiente distinto de la existencia.
El sacramento en la existencia
Puesto que nuestra muerte ha sido sólo parcial, esas conciliaciones no pueden ser más
que parciales. Los cristianos se casan, trabajan y poseen, toman responsabilidades,
ejercen sus derechos de ciudadano y cumplen los deberes, pero en todas estas
actividades se va verificando una paulatina conversión hacia la meta final: la renovación
de todas las cosas en Dios, tal como está prefigurado por la conversión de los elementos
naturales en el cuerpo y la sangre de Cristo y tal como se manifestará en la Parusía.
La coexistencia en el presente de los dos órdenes -el orden nuevo según Cristo y el
antiguo según la naturaleza y el pecado- hace que, en cierto sentido, no haya cambiado
nada por los sacramentos en la faz del mundo. Ningún hombre puede morir
radicalmente sin dejar por Io mismo de existir; nadie puede hacerse inmediatamente
contemporáneo de Cristo muerto en cruz !sin dejar de existir.
Sin embargo, para el que vive según la lógica de los sacramentos el orden nuevo es
perfectamente reconocible y efectivamente vivido.
Pero siempre queda, en toda hipótesis, la verdad del martirio cruento: la muerte por
impetuosidad de amor. El amor entraña la muerte, no en el sentido de que el odio no
pueda soportar el amor e intente destruirlo matando, sino por el hecho de que el amor
entraña el don de sí al amado con la correlativa renuncia a sí mismo: la muerte. Eso lo
intuían ya con cierta rudeza los personajes del Exodo al creer que nadie podía ver a Dios
sin morir. El santo quiere, por lo que a él se refiere, la muerte y no la teme en absoluto.
Sólo en la medida en que el cristiano no ha comulgado integralmente en la existencia
con esta lógica del sacramento, su muerte conserva las apariencias y, hasta cierto punto,
la realidad de una muerte natural. Pero el que en la existencia llega al límite de esta
lógica muere de amor y cumple en su muerte la síntesis definitiva del sacramento y la'
existencia: el Reino de Dios, el Cuerpo místico de Cristo.
La carta de Ottaviani
La carta comienza con la afirmación de que es tarea de todo el pueblo de Dios llevar a la
práctica todo lo que ha determinado el Vaticano II en orden doctrinal o disciplinar. Los
obispos, por su parte, deben vigilar, dirigir y alentar (¡manteniendo el equilibrio de esas
tres funciones!) ese "movimiento de renovación", de acuerdo con el oficio magisterial
que les compete en comunión con el sucesor de Pedro. De hecho hay que lamentar,
continúa la carta, abusos en la interpretación de la doctrina conciliar y opiniones
atrevidas que turban a los fieles y que "en cierto modo" perjudican al dogma y a los
fundamentos de la fe. La carta enumera diez ejemplos, subrayando que son ejemplos y,
por consiguiente, no una exposición armónica y exhaustiva de esos peligros teológicos:
sobre la Revelación, las fórmulas de fe, el Magisterio, especialmente del Papa, la
existencia de una verdad absoluta, la Cristologia, la Teología sacramental y en particular
el concepto de transustanciación, sacramento de la Penitencia, pecado original, moral y
ecumenismo. La carta concluye, encareciendo a los obispos que, conforme a la
obligación de su oficio pastoral, protejan a los fieles contra esos errores, y ordenando a
las conferencias episcopales que envíen a la Santa Sede una relación sobre el estado del
respectivo país acerca de las cuestiones indicadas.
carta delata esa situación de inseguridad, y está bien que nos ponga sobre aviso.
Pero no se trata ahora, ante todo, de enseñar autoritativamente las verdades sabidas y
oponer un "no" a las desviaciones, sino de proponer de tal modo la verdad que
realmente se reciba también de buena gana y por su mismo poder de convicción. Para
esto no basta de hecho la invocació n de la autoridad del Papa y de los obispos. Nos
vemos en la necesidad, queramos o no, de encontrar un camino medio entre el
monolitismo autoritario, por una parte, para el que todo, -o al menos todo lo que es de
importancia-, se puede decidir fácil y rápidamente mediante una declaración papal de la
forma que sea; y por otra, el desbarajuste y confusión que supondría el que teólogos y
laicos creyesen que pueden pensar y opinar a su antojo de cualquier asunto de fe.
El primer camino, tal como se siguió antes; ya no es viable. Es claro que el Vaticano II
prefirió otro método; y muestra de ello es la reserva con que procedió en enunciados
dogmáticos, la amplitud que dio al diálogo dentro de la Iglesia, y la mayor libertad con
que dejó pronunciarse a las diversas tendencias teológicas. Se ha visto que, en muchas
cuestiones, formular una doctrina inequívoca es más difícil de lo que se creyó hace
veinte años. Los planteamientos, terminología y métodos se han diferenciado tan
rápidamente que es mucho más difícil determinar con exactitud qué quiere decir
propiamente una sentencia, cuando se la "traduce" a otro lenguaje teológico.
Tendencias erróneas
Las tendencias señaladas existen también en países de lengua alemana, aunque no todas
con igual claridad ni formando un sistema; más bien como una cierta mentalidad que
aflora en las discusiones privadas. Casi todas esas tendencias son claras en la teología
protestante, y no es, pues, sorprendente que aparezcan en la teología católica ahora que
ambas teologías se influyen más manifiestamente. Notemos sin embargo, que existen
otras cuestiones, tan importantes o más que las tocadas en la carta, que no se nombran y
que deberían nombrarse, como el problema de Dios y de la posibilidad de su
experiencia, el problema del ateísmo, etc.
KARL RAHNER
Asimismo, la carta adolece de una cierta vaguedad, explicable hasta cierto punto, y se
echa en falta que no se acentúe, como ha hecho el Concilio, la insuficiencia de rechazar
el error simplemente con un "no", repitiendo una y otra vez fórmulas tradicionales.
La carta no pasa d ser una llamada de atención muy genera No podía ser otra cosa en la
situación actual. La teología hoy día tiene tal cantidad de. problemas y tal instrumental
conceptual, y es tan consciente de la pluralidad de sentidos de toda afirmación, que no
puede siempre, tan fácilmente como antes, oponer una nueva afirmación positiva e
inequívoca, a un error real o aparente de forma que todos tengan la impresión de que no
sólo se dice algo verdadero, sino que también se recoge lo que, en el fondo, ese error
tenía de verdad.
En este punto los obispos tienen la responsabilidad de ser maestros de la Iglesia y por
consiguiente no pueden contentarse con esperar simplemente las decisiones de Roma.
La doctrina del Vaticano II sobre el oficio magisterial "iure divino" de los obispos no
puede quedar en literatura piadosa. Además' la situación actual exige el ejercicio de ese
deber. Sería sumamente peligroso si se exigiese a Roma más de lo debido. Los obispos
pueden hablar y actuar en determinadas situaciones concretas de su región con más
garantías de efectividad, porque pueden reaccionar más exactamente a una situación
dada, porque pueden comprender mejor las nuevas opiniones y a los que las defienden,
y por lo mismo pueden estar más capacitados para el diálogo, y finalmente también
porque pueden "arriesgar" más por ser sólo penúltima instancia y no última.
El clero debe comprender que no todo lo que trata la ciencia teológica sirve, ni mucho
menos, también para el púlpito. El púlpito no es el lugar apropiado para dudosas
"desmitologizaciones". La predicación busca la salvación del hombre concreto que
escucha, y a ese hombre le puede dañar una frase en sí verdadera, si se dice de un modo
falso. En este punto, los obispos deben hacer algo por si mismos, y no solamente
informar. Lo dice incluso la carta, que es aquí "posconciliar" en un sentido muy
positivo.
De cara al futuro
No se nos diga que sólo es afán de problematizar viejas cuestiones ya resueltas. No está
todo claro. No es cierto p. Ej., contra lo que piensan algunos canonistas (¿y obispos?)
que el derecho divino prohíba sin más a un católico un matrimonio, si no se asegura la
educación de los hijos. La inerrancia de la Escritura, la conciencia que de sí mismo tenía
Cristo, el pecado original, por no citar más que unos ejemplos, deben repensarse de
nuevo, aun dejando a salvo las declaraciones normativas del Magisterio. Las cuestiones
pendientes en moral sexual son también conocidas. Qué madurez ética es necesaria para
poder constituir un matrimonio indisoluble es una cuestión oscura, de cuya respuesta
derivan consecuencias prácticas en las que los canonistas no piensan bastante.
Ahora bien, en muchos casos Roma sólo puede dar un encuadre de solución (como ha
hecho el Concilio). Y ya es mucho. Pero eso sólo no basta a menudo para proteger la
ortodoxia, sin exigir por otro lado sacrificios intelectuales injustos ni aceptaciones
puramente verbales del Magisterio. A la mentalidad romana, un tanto formal y
juridicista (inevitablemente, por su función de instancia universal), no le es fácil hablar
en un lenguaje teológico humano, que se acomode y sea entendido en un país
determinado.
He aquí una tarea de los obispos que aún está por realizar. Además, la solución no
puede quedar "en las nubes", sino que debe ser transmitida a la conciencia de todo el
clero, para protegerle así de soluciones reaccionarias o heterodoxas.
Hoy día no se pueden pensar estos problemas "in camera caritatis", al margen de toda
publicidad y sacando a la luz pública sólo las soluciones maduras. Es, pues, enteramente
necesario, si no se quiere sofocar la reflexión teológica, que la censura sea amplia y
tolerante respecto a publicaciones científicas serias; y al revés, más estricta de lo que
suele respecto a engendros seudopiadosos, populares sólo en apariencia. Pero para eso
es preciso que, tanto el clero, sobre todo el joven, como los laicos tengan muy presente,
que un "imprimatur" no significa de hecho una garantía de ortodoxia de las ideas
defendidas. Por ser corriente esa falsa idea se ven obligados los obispos a ser rigurosos
en la censura. Asimismo, un teólogo puede tener el derecho y el deber de dudar
públicamente de la ortodoxia de las ideas de otro teólogo, aunque se publiquen con
censura. Si no se facilita esta función crítica entre los teólogos, el resultado será que
sufrirá menoscabo la ortodoxia misma y la autoridad de los obispos, a la que tampoco
puede pedírsele demasiado. Por otra parte es una cortesía y compañerismo mal
entendido el que los teólogos no hagan más que "respetarse" mutuamente. De ahí deriva
la decadencia de la discusión teológica, cosa muy peligrosa.
práctica. Y, sin embargo, se podría citar casos, en Alemania, en que después del
Concilio, las autoridades eclesiásticas no han respetado suficientemente esta libertad en
cuestiones discutibles.
Sin embargo, no se puede decir que hoy día se hayan de dilucidar los problemas
teológicos por simple acuerdo .entre las distintas opiniones. Los responsables del
Magisterio (cada uno según su autoridad y según la importancia del asunto) deben tener
también el valor de decir un "no" en determinadas circunstancias, aunque no hayan
"convencido" a todos con sus indicaciones y razones teológicas. No es posible distinguir
de un modo adecuado lo "fundamental" y lo "secundario", y proteger lo primero
dejando libre sin condiciones lo segundo; pues existen (según el Decreto sobre
Ecumenismo, n. 11) cosas no fundamentales o poco fundamentales que son y siguen
siendo dogma indiscutible en la Iglesia Católica. La teología del Magisterio decide, en
última instancia, qué es aquello a lo que no se puede renunciar. Esa decisión implica
obligaciones éticas cuyo cumplimiento no es tan fácil como a veces se cree, pues no se
trata tan solo de decidir rectamente sino de hacerlo de un modo humano y ganándose las
voluntades.
Puesto que, en la actual complejidad de los problemas teológicos, los obispos necesitan
inexorablemente el consejo de los teólogos y puesto que la asistencia del Espíritu Santo
en la Iglesia no se extiende solamente a los obispos, tienen éstos el derecho e incluso a
veces la obligación de no censurar una idea teológica que defiende un considerable
número de teólogos serios. Eso supone naturalmente que los obispos se han creado la
posibilidad práctica de conocer cuánto y sobre qué existe tal conformidad. Pero por otra
parte, no toda opinión de un particular, por respetable que sea, ya por eso está inmune
de toda censura episcopal. Cada teólogo está inclinado fácilmente a considerarse
portador de la ciencia objetiva; eso no impide que el obispo no deba, en determinadas
circuntancias, dar a tal teólogo un rotundo "no".
Se podrían dar normas más precisas, pero en definitiva no existe ninguna regla que diga
cómo dosificar autoridad y prudencia en cada caso concreto. Es algo que debe decidir el
obispo en su conciencia. Podrá pecar quizá por un extremo o por otro y sin embargo
debe tener el valor de afrontar ese riesgo. No es agradable tener que tomar a veces en
asuntos doctrinales una decisión con la conciencia de que no puede ser irreformable.
Pero la vida humana y la vida de la fe de la Iglesia son enteramente inconcebibles sin
esas decisiones reformables y con todo válidas. Pues fe e Iglesia no se hacen en la
retorta de la teología, sino que están sustentadas por la predicación apostólica, que se ha
confiado ante todo a la jerarquía. La contingencia de tales decisiones reformables no
exime, pues, al obispo de la obligación de asumirlas, ni al teólogo de aceptarlas en
principio.
¿Qué medios tenemos a mano para poner en práctica las reflexiones hechas hasta aquí?
Conformémonos con una respuesta parcial en forma de preguntas.
KARL RAHNER
¿Cómo puede entenderse ese trabajo conjunto entre obispos y teólogos? ¿por qué el
episcopado no responsabiliza al cuerpo soñoliento de teólogos, apreciándolos,
proponiendo importantes temas a los congresos ... ? Dígase otro tanto de los exegetas.
En el siglo XVI existían más instituciones que hoy, a través de las cuales los teólogos
manifestaban su parecer y asumían responsabilidades colectivas. Hoy día sería eso aún
más necesario que entonces. ¿No debe institucionalizarse más la función de las
comisiones teológicas de cada conferencia episcopal, para hacerlas eficaces y además
para que se sepa quién tiene la responsabilidad de tales consultas?
¿No deben ejercer actualmente los obispos su oficio magisterial de ninguna otra forma
además de por la aprobación del nombramiento de profesores y la provisión de cargos
semejantes, predicación y alocuciones, cartas pastorales algo anticuadas la mayoría de
las veces y censura de libros? En concreto, ¿no deberían ejercerlo sobre todo a través de
la conferencia episcopal, mediante declaraciones colectivas, aprobaciones conjuntas,
etc? De suyo hace ya tiempo que existe dentro de las conferencias episcopales un
órgano destinado a fomentar el diálogo con la teología actual, pero no se le ve actuar
mucho y uno está tentado de pensar que, tal como existe, no puede servir más que para
informar al episcopado. ¿Reúne los presupuestos morales y técnicos requeridos?
¿No podría el "consejo de presbíteros", que se ha de crear en cada diócesis, ser también
para el obispo un instrumento de información del clero en tales cuestiones? ¿Se
aprovechan suficientemente para las tareas aquí señaladas las conferencias de decanos,
las asambleas teológicas de sacerdotes y las de academias católicas? ¿No podrían
contribuir los obispos, respetando el libre juego de la ciencia teológica, a que las
revistas de teología se preocupasen por los problemas teológicos actuales más que por
meras investigaciones históricas eruditas?
¿Se percatan los obispos de fomentar la teología a nivel académico? ¿Permiten de veras
todos los obispos que se destinen sujetos aptos para la enseñanza de la teología? ¿Se
puede dejar esto enteramente al arbitrio de cada obispo? ¿Se puede permitir que, por
falta de sacerdotes, un obispo no deje seguir estudiando a un teólogo con la esperanza
de que otro obispo lo pueda hacer? ¿No se puede decir que a la larga hace más por el
futuro del cristianismo y de la Iglesia un clero vivo, bien formado, que responde a la
KARL RAHNER
¿No hay nada que desear sobre la formación teológica de los católicos cultos a través de
los medios de comunicación de masas? ¿Destinan los obispos para esos cargos hombres
suficientemente bien formados? ¿No puede tener uno la impresión de que la parte que
mantienen los laicos en las emisiones religiosas por radio es mejor y más actual que la
que ofrecen los eclesiásticos, en el sentido estricto de la palabra?
¿No sería posible en general una "política espiritual" teológica mas ofensiva y
organizada en el buen sentido de la palabra? ¿No podrían obispos y teólogos formar un
equipo mejor de lo que suelen hacer, en vez de representar los teólogos simplemente el
elemento crítico y los obispos el conservador, de forma que los teólogos también
asumiesen de un modo más manifiesto la defensa activa de la doctrina de la Iglesia y los
obispos, a su vez, también la revisión crítica de la misma? El trabajo conjunto de
obispos y teólogos se ha consagrado en el Vaticano II. ¿Continúa todo igual que antes
después del Concilio?
KARL RAHNER
Todo lo dicho no ha querido ser más que unas observaciones con ocasión de la carta del
Cardenal Ottaviani, a modo de preámbulo a la problemática teológica ahí señalada.
Estos marginales causarán en muchos la impresión de un vidrioso vacilar entre
"reacción" y "progreso". Creo que tal impresión en el fondo es falsa. No todo
compromiso es un compromiso perezoso. El conocimiento y la acción apuntan siempre
a un justo medio, que no se alcanza de buenas a primeras, sino intentándolo
pacientemente una y otra vez, siempre de nuevo. Y hoy día necesitamos esa paciencia.
RELIGIOSOS Y EPISCOPADO
Anterior a la tercera sesión del Concilio Vaticano II, y a las precisiones que en ella y
en la siguiente el mismo Concilio aportó sobre la materia, la presente exposición (que
es el texto de una conferencia del autor, dada en 1964 ante los Superiores Mayores de
Bélgica) merece ser conocida en cuanto que las reflexiones teológicas en ella
contenidas pueden esclarecer la práctica futura de la acción pastoral de los Obispos,
en relación a los Religiosos. Sin ser, pues, un comentario al Decreto conciliar
«Christus Dominus», (n 25, 33-35) las presentes reflexiones --a partir del espíritu
mismo del Concilio-- ayudan a tomar conciencia de la importancia esencial que en la
Iglesia tiene el elemento carismático, del que jamás se puede desentender la Jerarquía.
Sólo en el mutuo respeto y colaboración, lo institucional y lo carismático harán de la
Iglesia Pueblo mismo de Dios y Signo de Salvación en el seno del mundo.
2.- Desplazamiento del gobierno pontificio (y, subsidiariamente, del de la Curia) hacia
el episcopado universal: reconocimiento de la colegialidad que resalta la importancia de
las Iglesias locales. Las cuales, a su vez, por ser Iglesia -y según lo dicho anteriormente-
hacen referencia, indicación consciente y querida hacia un único centro: Cristo. En Él,
el acuerdo unánime de las Iglesias locales entre sí y con el Papa, sucesor de Pedro,
realiza al fin el concepto verdaderamente dogmático de una única misión confiada por
Cristo al Papa personalmente y a la asamblea del episcopado mundial colegialmente,
rompiendo con aquella estructura del papado -constituida a través de los siglos- que
comporta una concentración exclusiva de la vida de la Iglesia con respecto a "Roma".
3.- La descentralización anterior no puede interpretarse como una lucha por el poder
entre los niveles superiores de la jerarquía eclesiástica, ya que -en semejante concepción
E. SCHILLEBEECKX, O. P.
4.- Desplazamiento, asimismo, de toda la Iglesia católica y romana hacia las otras
Iglesias cristianas, hacia Israel y hacia las grandes religiones del mundo.
5.- En fin, desplazamiento (en el sentido de una atenta solicitud, más que en el de un
cambio del centro de gravedad) hacia el mundo y los problemas de la tierra. Sin
contentarse con proclamar el amor y la salvación, la Iglesia abre los ojos a la
humanidad que sufre, a los hombres amenazados por la guerra y, oprimidos por la
injusticia. Para comprometerse en la realización del primer deber cristiano, el amor al
prójimo.
Con lo dicho hasta aquí queda virtualmente indicado lo que hemos de decir a
continuación acerca de las relaciones entre clero secular y regular, entre los diversos
institutos religiosos, y entre éstos y la Jerarquía: en el seno, todo ello, de la Iglesia una y
viva, que es Pueblo de Dios estructurado, sacramento universal de salvación para el
mundo entero.
E. SCHILLEBEECKX, O. P.
En efecto: si la Iglesia es, ante todo, Pueblo de Dios sobre el que la presencia y acción
del Espíritu se prolonga continuamente, lo cacismático no puede reducirse a los tiempos
de la Iglesia primitiva. El Concilio, pues, ha reconocido que el elemento carismático y
profético es esencial también en la Iglesia actual. En la perspectiva primordialmente
jerárquica de la Iglesia, esto se interpretaba como un atentado a la disciplina y orden
eclesiásticos. Pero tal perspectiva ha sido ya dejada.
Ahora bien: la vida religiosa es, precisamente, una expresión privilegiada de dicho
elemento carismático-profético de la Iglesia; un instituto religioso es un carisma
eclesial institucionalizado, reconocido oficialmente para poder ser ejercido de un modo
continuo y eficaz. En las órdenes y Congregaciones activas o mixtas, se trata de un
carisma apostólico, un carisma cristalizado al servicio de la Iglesia, para ayudarla en la
realización eficaz de su apostolado. Carisma -notémoslo bien- que surge de abajo, del
Pueblo mismo de Dios; que no proviene, pues, de la Jerarquía, aunque ésta tiene la
supervisión y el deber de asistencia sobre el mismo. En el ineludible respeto a lo
esencial de la inspiración carismática de cada instituto religioso, aprobado en su
peculiaridad por la Iglesia misma: dejándole su propia esfera de acción e insertándola,
como tal, en la dirección de conjunto de la Iglesia.
Para asegurar esta libertad en la iniciativa apostólica -que pertenece ya al mismo Pueblo
de Dios, como tal, aunque bajo la supervisión jerárquica- la Iglesia da a estos institutos
religiosos sus propios superiores, encargados de velar por la integridad de la inspiración
original de su carisma. Esta "autonomía relativa" pertenece a la esencia misma del
carácter carismático del Pueblo de Dios. La "exención" de los religiosos respecto al
episcopado es una manifestación histórica -aunque no la única posible- de esta
exigencia de lo carismático. En la hipótesis de que dicha manifestación concreta tenga
que desaparecer, será preciso encontrar otra forma jurídica para asegurar concretamente
el carácter propio del carisma apostólico de una orden o Congregación particular. Sin
esto, la Iglesia sería infiel a lo carismático.
Los tiempos, claro está, se suceden. El carisma inicial de unos religiosos puede resultar,
en circunstancias completamente nuevas, inadecuado ya a ellas. De ahí la necesidad de
adaptarse y de renovación. El concepto de "exención", asimismo, está sometido también
a la ley del cambio. La Jerarquía, última estancia responsable de "la obra del ministerio"
(Ef 4, 12), ha de tener la posibilidad de coordinar el trabajo apostólico de los religiosos
E. SCHILLEBEECKX, O. P.
Añadamos además que por el hecho de haber sido aprobados canónicamente, por el
Papa, cabeza del colegio episcopal, muchos institutos religiosos tienen derecho a ser
tenidos en cuenta por el obispo particular de la diócesis -que nunca puede
desentenderse del colegio episcopal-. Si el obispo prescindiese de unos religiosos
concretos en sus planes apostólicos -diocesanos o nacionales -sería infiel a una teología
de la Iglesia y provocaría una deplorable dispersión de fuerzas. Los religiosos -
sacerdotes o no sacerdotes, hombres o mujeres- no son menos "suyos" que el clero
secular, aunque las relaciones jurídicas correspondientes no sean idénticas. Asimismo,
para los religiosos el obispo no puede ser un "extraño": es "su" obispo, y precisamente
como "pastor de las almas" ha de respetar el carisma apostólico de los religiosos al
insertarlos activamente dentro del conjunto apostólico diocesano o nacional. Inserción
que no deberá reducir al anonimato las obras propias de los religiosos -que, en adelante,
serían "del episcopado"-, ya que esto llevaría a devaluar las obras que se han originado
en el mismo Pueblo de Dios, entre los laicos y religiosos, como si fueran "de segundo
rango", inferior al de las obras "jerárquicas". Lo cual, una vez más, sería desconocer la
verdadera eclesialidad del Pueblo de Dios en su conjunto.
Episcopado y Presbiterado
Hasta aquí nos hemos referido a los religiosos prescindiendo del carácter clerical
(sacerdotal) de algunos de ellos. El problema, pues, es aún más complicado en esta
segunda hipótesis. Antes de abordarlo digamos algo de la relación misma que se da
entre episcopado y presbiterado, en general.
Entre los diversos modos posibles, dos son los más destacados. 1) El vínculo canónico
de un sacerdote al "ordinario del lugar" es un vínculo, a una diócesis: así, en el caso de
los sacerdotes seculares (cuyo vínculo, por lo demás, no deja de ser un tanto relativo, ya
que el Obispo debe preocuparse de la Iglesia universal, de las Misiones en concreto). 2)
Los sacerdotes regulares, en cambio, poseen mayor independencia con respecto al
obispo individual, para poder realizar su propio carisma apostólico: para poner éste al
servicio de todo el episcopado, el principio de coordinación y unidad de tales religiosos
se encuentra en el mismo Papa. Así, el elemento carismático se inserta concretamente
en la función misma del sacerdocio (el cual, por su parte, tiene también su elemento
carismático propio). Recordemos que la vida cristiana apostólica no es tanto una
participación en el apostolado episcopal, cuanto en la misión única de todo el Pueblo de
Dios; pero, por otro lado, el apostolado sacerdotal sí que es esencialmente una
participación en el apostolado del colegio de los obispos.
De ahí que también resulte ineludible una colaboración entre sacerdotes regulares y
seculares. Los sacerdotes, como participación del colegio episcopal, son también por
naturaleza colegialidad. Sobre todo en nuestros tiempos -con la interpenetración de las
parroquias, de las diócesis y de los países, e incluso de los continente- - cualquier
apostolado particular, improvisado, exclusivo de un grupo, está condenado a la
esterilidad. No basta colaborar, sino que es preciso fundar centros especializados, al
servicio conjunto de Obispos y Superiores Mayores, para mejor realizar una pastoral
adecuada, y también conjunta, por parte de sacerdotes seculares y religiosos. Éstos no
pueden ya cerrarse en obras propias e independientes del conjunto real y concreto del
apostolado. En la fidelidad al propio carisma, cada Orden o Congregación deberá buscar
el trabajo apostólico que mejor le cuadre dentro de las necesidades concretas de una
diócesis o de un conjunto de ellas. En el correspondiente respeto, por parte del
Episcopado, al carisma de los religiosos, se conseguirá la mutua complementación entre
clero secular y regular, confiando a éste tareas que acaso resulten más difíciles para
aquél, el cual a su vez deberá recibir las que son más convenientes y propias de su
función.
Pero los religiosos, por su parte, no deben olvidar que su propio carisma no puede ser
confundido con ciertas obras concretas -inadecuadas ya, con el tiempo- : fidelidad al
carisma propio original puede significar muchas veces ruptura con ciertas formas
E. SCHILLEBEECKX, O. P.
Es un hecho fácil de constatar que hay científicos que afirman creer en Dios Creador, en
Jesucristo, su Hijo único, nuestro Salvador, en la comunión de los santos, en la vida
eterna. Mucho más difícil es "verificar" si esta afirmación corresponde a una realidad
profunda: no perteneciendo ya al dominio de los hechos, la "verificación" no pueden
proseguirla sino los que tienen fe. Sin embargo, por lo que he podido ver, el resultado es
muy positivo: quienes creen en Jesucristo reconocen en sus hermanos científicos una
actitud de fe que es auténticamente la misma suya.
Lo que se cuenta en ellos, tomado a la letra, es, con frecuencia, inverosímil. Contradice
las leyes que rigen el mundo, cuya inmutabilidad postula -y cree- el científico.
La desconfianza del científico ante el milagro relatado por estos Libros es doble: a) está
persuadido -los especialistas así lo afirman- de que no hay que tomar a la letra todas las
narraciones. Por tanto, si algunas de ellas son imágenes simbólicas destinadas a ilustrar
una verdad de fe, ¿qué crédito hay que conceder a aquellas que se oponen directamente
a leyes físicas actualmente bien establecidas? b) no existe ningún fenómeno milagroso
que se haya podido estudiar con el rigor que exige la experiencia científica. Para ello se
requiere poder reproducir "el suceso" en, las mismas condiciones, de lo contrario no se
lo puede tener en cuenta.
El científico cristianó sabe, por la fe, que el milagro es signo, que lo que importa, sobre
todo, es su significado. Lo cual no le impide preguntarse por qué Dios haya tenido que
manifestar sus intenciones al margen del determinismo dentro del cual El mismo creó el
mundo: para quien sabe leer, todo es signo, la creación es ya un milagro permanente. El
científico respiraría más tranquilo si estuviese seguro de que los autores de los Libros
Sagrados han añadido bastante, de su parte.
ANDRÉ ASTIER
Formulación de la doctrina
El científico desconfía de palabras que pretendan "captar" la cosa en sí, pues él esto no
lo consigue jamás. Cuando habla del electrón, describe su comportamiento: no dice qué
es, ni siquiera si es, dice cómo es. No afirma nada sin referirse a la experiencia, sin
precisar el significado operativo de sus palabras. Por eso, ante una obra teológica, su
desazón es grande: allí, el dato de las cosas parece confundirse con el de las palabras; se
discurre largamente sobre el sentido de tal o cual palabra, ¡sin haberla antes "definido"!
- por una parte, que dicho razonamiento se enlace con el de la ciencia sin
superposiciones: toda intromisión en el terreno de la ciencia, que no esté de acuerdo con
las conclusiones de ésta, tendrá como saldo, inevitablemente, la derrota de la afirmación
teológica. Si está de acuerdo, será incumbencia de la ciencia, y la afirmación dogmática
resultará no sólo superflua, sino inoportuna.
- El científico exige, por otra parte, que las "razones" y los "porque.." teológicos remitan
a algo distinto del poder adormecedor del opio. Sin duda, si supiese él de qué se
compone ese "algo distinto", su inquietud cesaría, incluso sin dársele razones. Así es su
modo de ser. Simultáneamente, no sabe con exactitud lo que quiere, pero si se le urge
una formulación de sus exigencias, en su mentalidad no hallará otros términos que
"inteligibilidad" y "solidez de fundamentos". Inteligibilidad, para que su "yo" creyente
no quede disociado de su "yo" científico: imposible pagar el precio de su fe con la
pérdida de su unidad de hombre! Fundamento, para que su fe no sea una mera
credulidad irracional; para él, sería insoportable una fe montada sólo sobre palabras.
¿Exigencia insensata? ¿No se trata acaso de cosas de si? Insensato más bien quien no
proclamara esta exigencia: después de todo, ¿no era ella misma la que animaba, por
ejemplo, a un Tomás de Aquino?
En su propio campo, el científico desconfía ya de sus sentimientos, pues sabe que sólo
le dan sinsabores: los resultados no son casi nunca los que él hubiera deseado. Entonces,
¿qué pensar de sus sentimientos religiosos? Desde luego, aprecia como buenas la
humildad, la esperanza, la caridad, el don de sí, pero esto también lo hace el marxista, y
para él no conducen a la vida eterna. ¿Y si la actitud de oración fuese solamente una
actitud? ¿Y si la genuflexión en la iglesia fuese solamente sentimiento? El solamente es
sicológicamente muy incómodo. Otra vez aquí, el alivio no puede venir sino de una
fundamentación del sentimiento mismo.
Pero no son sus propios sentimientos los únicos que causan desconfianza al científico:
en la estructura de la liturgia y en la literatura cristiana hay también una especie de
explotación sistemática del sentimiento. Aunque hay que reconocer que esto no es
irremediable.
ANDRÉ ASTIER
Prescindiendo de la historia, lo que hoy se puede decir es que los hechos no son ya una
prueba, si no es en contra, de esas afirmaciones. Para la mentalidad del científico, las
estadísticas tiene valor demostrativo. Por eso, aquí su desazón se convierte en amargura.
La única "ventaja" que poseen los cristianos es saber que pecan y que con su penitencia
pueden ganar la vida eterna. Pero ¿acaso la conciencia de actuar mal es una ventaja? Y
¿qué ocurre con los demás respecto a la vida eterna?
LA FE COMO EXPERIENCIA
Los dos últimos "polos" de incomodidad no tienen la misma importancia que los
primeros. Si éstos se disipasen, parece que la efectividad ocuparla su lugar adecuado y
se fundamentarla conjuntamente con la fe, y que la amargura derivada de la conducta de
los cristianos, aunque no desapareciera, no oscurecería la prueba, al provenir su fuerza
de otra parte.
rechaza todo lo que no está fundado, desconoce "qué" son los objetos del mundo
exterior percibidos por los sent idos, y sostiene que sólo se puede entrar en
comunicación con ellos mediante las relaciones del conocimiento; análogamente, al
hablar de las "evidencias" interiores: justicia, libertad, amor al prójimo, las relativiza.
También se hallará a disgusto cuando se le hable de derecho natural. Todo científico
estará de acuerdo con semejante análisis critico, pues para él todo concepto aceptable ha
de ser de naturaleza operativa.
Y, no obstante, parece insensato no aceptar "en todo su calor" la captación ingenua del
mundo sensible, la frescura de la existencia. Y respecto al derecho natural ¿no protesta
también espontáneamente el científico contra las "injusticias"? y ¿no carga también él
de valor expresiones como "dignidad humana", etc?
Pero ¿qué significa aceptar el mundo en "todo su valor"? y ¿de dónde procede el
fundamento que le damos a la justicia?
Conciencia de lo que esta vergüenza es como fenómeno. Esto quizás no esté muy lejos
de la oración.
La rebeldía contra la injusticia en este mundo, la certeza de que las riquezas aquí abajo
son vanidad de vanidades, el rechazo de todo mal obrar, adquieren valor si los justos
alcanzan la vida eterna: y no se trata de una recompensa vulgar, sino de la paz del cielo
y también la de la tierra, no obstante el sufrimiento, en la espera del Reino. El sentido es
manifiesto, pero ¿qué es la vida eterna? Para la inteligibilidad el obstáculo es doble.
El científico tiene un agudo sentido de la inmutabilidad de las leyes que rigen el mundo,
las cuales se presentan como un conjunto de postulados físicos, relaciones matemáticas
y reglas lógicas. Este conjunto lógico- físico- matemático es "eterno" o la verdad
ANDRÉ ASTIER
El científico se siente desgarrado, pues la ciencia le da una visión más y más precisa de
su "anima", que excluye a primera vista toda eternidad. Admitido definitivamente que la
vida es la cualidad global, que aparece cuando el sistema físico ha alcanzado
determinado grado de complejidad, también se concibe la conciencia como la cualidad
global que aparece cuando el, sistema físico ha alcanzado un grado de complejidad
suficiente, más elevado que el que corresponde al nivel de la vida. ¿Cómo aceptar que
esta cualidad, que aparece cuando se da determinada organización, no desaparece con la
muerte física?
En estas condiciones, y a pesar de la luz que aporta la fe, el creer en la vida eterna sólo
puede parecer insensato. La fe es escándalo, pero el hombre proclama a la vez su sed de
inteligibilidad. ¿Y si la fe no fuera más que una ilusión? ¿pura afectividad? La desazón
es total. La fe, para ser, no puede no ser al mismo tiempo búsqueda de su propia
inteligibilidad. Siendo esto así, es evidente que ésta inteligibilidad no podrá equipararse
con la científica. Pero el promover una inteligibilidad de la fe, que admita en primera
aproximación la inteligibilidad científica, es tarea que forma parte integrante de la fe del
científico. Sin esta inquietud constante su fe no se mantendría.
Pero ¿cómo promover un inteligible tal? Sin pretender dar una respuesta, intentaremos
determinar algunas condiciones sin las cuales cualquier camino de solución se vería
abocado al fracaso. Nos fijaremos en tres, sugeridas por la promesa de la vida eterna, la
encarnación de Dios, y su relación de amor con las creaturas.
La vida eterna
El hecho de que lo que hay de más personal en una creatura sea susceptible de subsistir
eternamente después de la muerte, el hecho de que lo que hay de más personal en una
creatura sea lo que la constituye en célula del cuerpo de Cristo resucitado, no será
inteligible jamás si la noción de individuo no es repensada en su raíz. De ahí que el
inteligible que hay que promover tend rá que empezar por una revisión de la lógica
aristotélica. Con la reflexión como instrumento precioso, la lógica, axiomatización de la
estructura de la razón-en-acto, tiene que ser rehecha a la luz de las exigencias
simultáneas de la fe y del pensamiento científico actual.
Para atenuar la sorpresa que pueda producir tal afirmación, diré que el científico topa
desde hace tiempo con dificultades derivadas de la noción de individuo (física): la
noción de sistema aislado es cada vez más inadecuada cuando pasamos del hombre a las
partículas elementales. Además, el estudio de la "persona" de las células de animales
complejos esta actualmente en pleno auge: "da que pensar" el hecho de que sean a la
vez ellas-mismas y partes de un ser que las engloba y que les da su cualidad específica.
ANDRÉ ASTIER
La Encarnación
El Amor
Las creaturas y Dios están entrelazados en una relación de amor sin la cual todo
perderla su sentido. Parece, pues, inconcebible que la inteligibilidad del mundo pueda
prescindir de cierta dimensión de amor. Pero lo inverso es también inconcebible. Aquí,
el "escándalo" de la fe llega a su culmen.
Notas:
1
Nuestra civilización es eminentemente científica y técnica; en cambio, la reflexión
teológica se realiza todavía en esquemas mentales muy distintos, lo que plantea serios
problemas al científico creyente. A primera vista puede parecer que su fe es en todo
semejante a la de los demás cristianos, pero si penetramos en ella percibiremos la
búsqueda angustiada de su inteligibilidad. El testimonio del autor es claro; antes de
rechazarlo o rebatirlo va le la pena esforzarse en comprender su perspectiva, cuya
importancia no se ha destacado bastante. Quizá logremos darnos cuenta de que
problemas que pueden parecer resueltos exigen en los creyentes la tarea de una nueva
búsqueda común.
The Paraclete in the Fourth Gospel, New Testament Studies, 13 (1967) 113-132
Podemos resumir los datos que nos proporciona Juan en cuatro apartados:
c) La relación del Paráclito con los discípulos. Los discípulos pueden reconocer al
Paráclito: 14,17. -El Paráclito se encontrará dentro de los discípulos y permanecerá con
ellos:14,17. -El Paráclito les enseñará todas las cosas: 14,26. -El Paráclito los guiará por
el camino de toda verdad: 16,13. -Les anunciará las cosas que han de venir: 16,13. -El
Paráclito dará téstimonio en nombre de Jesús: ,15,26. -Recordará a los discípulos todas
las cosas que Jesús les dijo: 14,26. -El Paráclito hablará solamente de las cosas que ha
oído y no dirá nada por propia iniciativa: 16,13. d) La relación del Paráclito con el
mundo. El mundo no puede aceptar al Paráclito. Ni puede ver o reconocer al Paráclito:
14,17. -El Paráclito dará testimonio de Jesús ante el odio y la persecución del mundo:
15,18-25. -Y convencerá al mundo de su equivocación sobre el pecado, la justicia y la
condenación: 16,8-11.
RAYMOND E. BROWN, S.S.
De lo dicho podemos deducir que las funciones básicas del Paráclito son dos: viene a
los discípulos y habita en ellos, guiándolos y adoctrinándolos acerca de Jesús; y además
es hostil al mundo y lo lleva a juicio.
Si por una parte el aislar los pasajes que tratan del Paráclito es útil, por otra el contexto
en que se encuentran también contribuye a una mejor comprensión, y de vez en cuando
haremos referencia al contexto ' en nuestro estudio. Hay un paralelo interesante en el
estudio de los pasajes aislados en que se habla del Paráclito con el de los pasajes
aislados que tratan del Siervo de Isaías. En ambos casos es esencial que los aislemos,
pero no hay evidencia de que las dos figuras tuvieran significación alguna fuera de los
lugares en que las encontramos, aparte del contexto.
Por tanto, basándonos en los pasajes del Paráclito y en el contexto, vamos a intentar
contestar a la pregunta sobre quién es el Paráclito. Si, como la tradición ha venido
manteniendo, el Paráclito es el Espíritu Santo, ¿por qué se le da este titulo, y a qué
aspectos de las funciones del Espíritu Santo hace alusión?, ¿por qué encontramos el
título solamente en Juan? Para contestar a estas preguntas se pueden tomar tres líneas: el
análisis del título griego, el procurar descubrir la preparación histórica del (los)
concepto(s) implicado(s), y finalmente la reconstrucción del Sitz im Leben del Paráclito
en la Teología juanea. Como veremos, ninguna de estas tres líneas por separado nos
llevará a una respuesta satisfactoria; en cambio, la convergencia de las tres dará como
resultado un avance considerable en la comprensión del Paráclito.
a) Como forma pasiva de para/ kaleîn en su sentido básico, significaría "uno llamado
para ayudar" y por tanto un abogado. Es claro que el Paráclito tiene una función forense
en 15,26, donde da testimonio, y en 16,8-11, probando que el mundo está equivocado, y
sin embargo, en ninguno de los cinco pasajes juaneos hay el menor indicio de una
protección que se ejercerá sobre los discípulos en dificultades. Y si insistimos en el
paralelo con juicios modernos habríamos de decir que el Paráclito se parece más al
fiscal que quiere probar la culpabilidad del mundo. Con todo, ninguno de los dos
papeles cuadra con los procedimientos judiciales de Israel, donde no había abogado (a
lo más sería un testigo que prueba que el mundo está equivocado 15,26).
Hay que notar también que el aspecto forense de la acción del Paráclito está relacionado
con la defensa de Jesús. Se ha subrayado varias veces que el cuarto evangelio es escrito
con una ambientación legal en la que Jesús es juzgado. Este tema comienza al principio
mismo del evangelio, donde se interroga al Bautista, sigue en los interrogatorios de
Jesús pidiendo cuáles son sus testigos, para desembocar en el dramático juicio ante
Pilatos. Si tenemos en cuenta este telón de fondo, la función forense del Paráclito es la
de mostrar a los discípulos que Jesús salió vencedor del juicio y que el príncipe de este
mundo salió derrotado. Este aspecto no es captado exactamente ni por "abogado" ni por
RAYMOND E. BROWN, S.S.
c) Tomado en la voz activa que refleja para/kalein en el sentido de "confortar", por tanto
un confortador, un consolador. En los pasajes del Paráclito nunca se dice que éste
confortará o consolará a los discípulos; sin embargo, en el contexto del último discurso
(14,18s) encontramos ciertamente el elemento de consolación. En este sentido es
especialmente notable el prefacio a uno de los pasajes del Paráclito "Sino que vuestros
corazones se han llenado de tristeza por haberos dicho esto..." (16,6-7). Es decir, que
mientras "confortador" no es una traducción completa, sin embargo nos ilumina una de
las facetas del papel del Paráclito.
b) El concepto del espíritu de Dios bajando sobre los profetas a fin de que expliquen a
los hombres el lenguaje de Dios. Los apóstoles del NT tienen un papel muy semejante:
interpretar las acciones de Dios en la historia, y por ello en Juan los apóstoles son como
los recipientes del Paráclito/Espíritu en el último discurso de Jesús, a fin de que
anuncien a las gentes lo que Dios ha hecho en Cristo al reconciliar al mundo consigo e
interpreten lo que Jesús ha dicho (14,26).
c) Angeleología del judaísmo de los últimos años. Esta nos proporciona paralelos para
la función docente del Paráclito. En la literatura apocalíptica encontramos que los
ángeles guían frecuentemente a los visionarios a la verdad que buscan, del mismo modo
que el Paráclito presentado por Juan guía por el camino de toda verdad.
Con todo, es más importante para trazar la preparación histórica del concepto del
Paráclito juaneo el aspecto forense de los ángeles, por ejemplo en la descripción del
judaísmo de los últimos años del ángel como defensor del pueblo de Dios, y el concepto
del Qumrân del Espíritu de Verdad, líder de las fuerzas de la luz que luchan contra las
de las tinieblas.
Podemos remontarnos a tiempos muy anteriores al exilio para encontrar a los ángeles
como sucesores de los dioses paganos que forman parte de la corte celestial y que,
gradualmente, con el correr de los tiempos, van interviniendo en la tierra. Por ejemplo,
el espíritu que confunde a los profetas de Ajab (1 Re 22,19-23), el satán de Job (Job 1,6-
12) y otros que caminan por la tierra para procurar que los intereses de Dios sean
protegidos. Más tarde, sobre todo bajo el influjo del dualismo, hubo una bifurcación: el
tentador por un lado y el ángel "bueno" por otro, que aparece por ejemplo en Dan 10,13
(Miguel). Esta línea se vio favorecida por la costumbre de referirse al "ángel del Señor"
como expresión de la visita de Dios a los hombres.
al Espíritu de Falsedad (o tinieblas), lo cual viene expresado a veces con los nombres de
Miguel y Belial, que conducen las fuerzas de la luz y de las tinieblas. El título "Espíritu
de verdad" aparece en los escritos del Qumrán, y Juan lo usará como sinónimo del
Paráclito. Con todo, el título en el Qumrán y su aplicación son obscuras. Parece que por
lo indicado habría que identificar a Miguel con el Espíritu de la luz y a Belial con el de
las tinieblas, y, sin embargo, los documentos dan la impresión de que los títulos se usan
en un sentido más amplio: como si se tratara de un espíritu que habita en el corazón de
los hombres y que los hace actuar bien o mal. Es decir, que hay un aspecto personal y
otro más impersonal de espíritu.
¿Hay alguna relación entre el Espíritu de verdad angélico y el espíritu profético que
Dios comunicaba a los profetas y que constituye el telón de fondo, como hemos visto,
de la función docente del Paráclito/Espíritu? Al princip io eran .claramente dos
conceptos distintos, pero con los años espíritu santo, espíritu angélico y Espíritu de
Verdad se acercaron extraordinariamente. Además, la ambigüedad sobre si el Espíritu
de Verdad era un ángel o un espíritu que Dios había puesto en el corazón de los
hombres, y el hecho de que los ángeles eran llamados espíritus hace que haya un
acercamiento de conceptos. Si los miembros del Qumrán eran enseñados a caminar por
la senda del Espíritu de Verdad, también oían que sus pecados eran perdonados por el
"espíritu del buen consejo" y por el "espíritu santo" que les unía a la verdad de Dios.
En resumen, en los últimos años del Judaísmo encontramos todos los elementos que
aparecen en la imagen juanea del Paráclito: la relación de sucesión de Jesús y del
Paráclito (que antes hemos explicado); la transmisión del espíritu de la figura principal a
la que le sucede; el don del espíritu por parte de Dios, que capacita al que lo recibe para
entender e interpretar con autoridad hechos y palabras de Dios; un espíritu personal
(angélicos) que guiará a los escogidos contra las fuerzas del mal; Espíritus angélicos
(personales) que enseñan a los hombres y los conducen a la verdad. El proceso de
combinación de los diversos aspectos hasta la producción de la image n del Paráclito
como la tenemos en Juan, fue probablemente tan complicado como el proceso de
combinar y adaptar conceptos como Mesías, hijo del hombre y Servidor de Yahvé a una
comprensión cristiana de Jesucristo. Por ello vamos a cualificar algunas de las teorías
expuestas.
Puntualizaciones
La opinión que hemos mencionado al principio, que dice que los conceptos de Espíritu
Santo y Paráclito eran originariamente diferentes en el cristianismo primitivo porque un
título describe una fuerza y otro una persona, es una simplificación excesiva del
problema. Indudablemente, en el cristianismo primitivo hubo una progresión en el
proceso de comprender al Espíritu Santo. Desde un punto en el que dominaba el aspecto
de ímpetu o fuerza profética dada por Dios, se pasó a otro en el que se prestaba mayor
atención al concepto personal del Espíritu. Pero este proceso se produjo en términos de
prestar más atención, es decir, que no fue la producción de una imagen nueva. La
descripción del período intertestamentario, como he mos visto, ya empezó a integrar
aspectos personales sacados de la idea de espíritus angélicos. Y es claro que no es
solamente Juan y los Hechos quienes tienen elementos personales en el concepto
cristiano de Espíritu, sino que también otros libros anteriores del NT los contienen,
aunque también es cierto que Juan pone la personalidad del Espíritu en primera línea.
RAYMOND E. BROWN, S.S.
Si en el concepto de Paráclito presentado por Juan hay algo único, de modo que este
concepto trasciende la mera suma de los datos que tienen historia en el judaísmo,
entonces esta unicidad tiene que ser buscada en la descripción de Paráclito que hace el
mismo Juan. Lo que domina en el tratamiento del Paráclito por Juan es su relación a
Jesús. Lo que se dice del Paráclito se dice de Jesús en otros lugares del evangelio.
Vamos a verlo en cada uno de los cuatro grupos que hemos visto al principio.
a) La venida del Paráclito. El Paráclito vendrá así como Jesús ha venido a este mundo
(5,43). El Paráclito procede del Padre igual que Jesús vino del Padre (16,27-28). El
Padre dará el Paráclito a petición de Jesús, como el Padre dio al Hijo (3,16). El Padre
enviará al Paráclito como Jesús fue enviado por el Padre (3,17 y passim). El Paráclito
será enviado en nombre de Jesús, como Jesús vino en nombre del Padre (5,43).
Espíritu, que entrega a sus discípulos en el proceso de ser elevado al Padre (7,38-39;
19,30; 20,22).
El Paráclito tenía, como hemos visto, un papel interpretativo, al hacer ver a las
generaciones sucesivas que lo que Jesús hizo y dijo era importante y estaba lleno de
sentido. Su acción de "recordar" a los discípulos participaba de la anamnêsis bíblica, es
decir, una representación de forma vivida. El Paráclito guía a los hombres a la verdad de
los hechos y dichos dé. Jesús, lo cual puede verse al analizar el modo cómo la tradición
histórica ha sido repensada y reinterpretada por la Iglesia de fines del siglo primero.
Para Juan, muchas de las cosas relacionadas en otros escritos del NT con la segunda
venida ya han comenzado a realizarse (escatología comenzada): filiación divina, vida
eterna. Más en particular, la encarnación de Jesús es el elemento básico de que el
mundo ya ha sido juzgado, dato relacionado en otros escritos anteriores del NT con la
segunda venida. Como parte de este proceso judicial realizado, el Paráclito lleva al
mundo a juicio y prueba que se ha equivocado respecto a Jesús. Y así, de una manera
inesperada, Jesús ha realizado en el Paráclito su promesa de que todas aquellas cosas
ocurrirían antes del fin de aquella generación.
El Paráclito y nosotros
Seríamos infieles a la imagen del Paráclito presentada por Juan si no dijéramos una
palabra de la continua importancia de este concepto para la vida cristiana. El elemento
central del Paráclito era que Jesús continuara vivo entre los cristianos, lo cual
desaparecería si la importancia del Paráclito se acabara con el siglo primero. Y esto no
es así. Las implicaciones de entender el Paráclito como la presencia de Jesús en el
cristiano son tan dramáticas hoy como lo fueron cuando se escribió el cuarto evangelio.
La presencia del Paráclito difiere de la presencia de Jesús en un dato esencial: el
Paráclito es invisible al mundo porque el Paráclito está dentro del cristiano (14,17). El
único medio que tiene el Paráclito para ejercer su ministerio es a través del cristiano y
su vida, y por el modo cómo el cristiano da testimonio. El único camino que tiene el
mundo para conocer que la muerte de Jesús no constituyó el fin, es saber que el Espíritu
que animó a Jesús está todavía palpitando en sus seguidores.
El modo cómo el Paráclito prueba la equivocación del mundo y muestra que Jesús ha
triunfado y está con el Padre, mientras el Príncipe de este mundo ha sido condenado, es
éste dos mil años después de la muerte de Jesús, su presencia es todavía visible en sus
discípulos. El Paráclito sigue glorificando a Jesús a través de los cristianos.
EL SIGNIFICADO DE LA SALVACIÓN Y LA
ACTIVIDAD MISIONERA
La significátion du salut et factivité missionnaire, Parole et Mission, 36 (1967) 67-83.
"Dios, por los caminos que Él sabe, puede conducir a la fe... a (los) hombres que sin
culpa propia desconocen el Evangelio" (Ad gentes, n. 7,1). La persuasión de esta verdad
ha evitado a la iglesia, durante los primeros siglos y la Edad Media, la inquietud
provocada más tarde por la convicción de que la salvación eterna de los hombres
dependía absolutamente de su conversión y del bautismo. Llevar la luz y la salvación a
todos los que estaban en el error y a las almas que se perdían, ha sido, durante siglos, la
motivación principal de aquellos que iban a las misiones.
motivos de la condenación del P. Feeney, dio una enseñanza positiva autorizada sobre
esta doctrina. Traduce el contenido de la conciencia católica en su actual estado de
desarrollo, y es imprescindible para que se pueda pensar la cuestión de la necesidad de
las misiones para la salvación de los hombres.
Realidad y signo
El documento del Santo Oficio precisa lo que por su misma naturaleza es necesario,
debe existir o ser poseído realmente: la salvación no es posible para el que no tiene
realmente la fe y la caridad infusas. Pero, en virtud de una libre y positiva disposición
de Dios, basta que se posean por un deseo, que puede incluso ser inconsciente e
implícito. Uno podría estar en ignorancia no culpable de Cristo y de su Iglesia y podría
estar unido a ellos por un deseo que está "incluido en la buena disposición de alma por
la cual se desea conformar la propia voluntad a la de Dios". En cuanto al conocimiento
necesario de Dios para que pueda haber fe infusa y, por tanto, caridad, ni los teólogos
son unánimes, ni los textos del magisterio de la Iglesia son muy explícitos; la Lumen
gentium dice solamente: "La divina Providencia tampoco niega los auxilios necesarios
para la salvación a quienes sin culpa no han llegado todavía a un conocimiento expreso
de Dios y se esfuerzan en llevar una vida recta, no sin la gracia de Dios" (n. 16). Una
cosa queda clara: puesto que no hay salvación sin fe infusa y Dios quiere la salvación de
todos los hombres, el acto de fe es realmente posible para todos los hombres.
De todos modos, el sentido hoy admitido del axioma "Fuera de la Iglesia no hay
salvación", obliga a revisar la motivación de la necesidad de la actividad misionera a
partir de la necesidad de conocer expresamente a Jesucristo y entrar efectivamente en la
Iglesia católica para ser salvado. Los. hombres, los individuos, se pueden salvar sin
esto. Y con todo, ésta era una de las razones que llevó al P. Charles a definir la finalidad
específica de la actividad misionera por la implantación de la Iglesia.
YVES M. J. CONGAR
El decreto Ad gentes, al decirnos que los miembros de la Iglesia son impulsados por la
caridad a la actividad misionera, refuerza su afirmación evocando precisamente el
dinamismo vital por el cual el Cuerpo místico no cesa de unificar y orientar sus fuerzas
en orden a su propio crecimiento. El texto añade:
Este ha sido el trabajo de las misiones, que se presenta hoy en condiciones nuevas de
amplitud y urgencia. Es un hecho que la actividad misionera de la Iglesia tiene su punto
de partida en los países de la antigua cristiandad, que son a la vez los países ricos, y se
ejerce en los países en vías de desarrollo. Los problemas del hambre, del desarrollo, de
las necesarias transformaciones económicas a nivel mundial, el problema de la paz, son
de una intensidad y urgencia dramáticas. "El nuevo nombre de la paz es "desarrollo"",
ha dicho Pablo VI.
pobres?". El observador contestó: "¡Esa sería la auténtica reforma!" El Concilio tocó las
cuestiones dramáticas del mundo actual: población, verdadera democracia, cultura,
trabajo, propiedad y distribución de los bienes, paz y armamentos...; suscitó la creación
de un Secretariado para el hambre en el mundo y el desarrollo de los pueblos pobres. En
la conferencia, de julio de 1966, en Ginebra, a la que antes nos hemos referido, fueron
expuestos con verdadera violencia estos mismos problemas y se formularon las mismas
orientaciones. Dos terceras partes de los participantes venían del Tercer Mundo. Se
enumeraron los inmensos problemas, de urgencia ineludible, que de él proceden. No
hay duda que allí se encuentra uno de los primeros problemas de todos los cristianos.
Éstos han fracasado en su intento por evitar el dominio del dinero, la búsqueda del
provecho -aun cuando fuera en detrimento de los pobres-, o por instaurar en el mundo
estructuras de fraternidad.
Son dos los desafíos dirigidos hoy a los fieles de las distintas Iglesias, y que a través de
ellos y de su Iglesia, alcanzan al Evangelio y a Dios: el desafío de los pobres a los ricos,
el desafío del comunismo ateo a las religiones o, mejor dicho, tratándose de cristianos, a
la fe. ¿Seremos nosotros capaces de responder a estos problemas que, para los pobres,
son problemas de vida o muerte, y para cuya resolución el comunismo se afirma eficaz?
Al evocar el desafío del comunismo, tan sólo queremos afirmar que existe, y no que sea
él el impulsor del ecumenismo. Estemos convencidos de que, juntos, debemos
dedicarnos al trabajo de una diaconía a la medida de la miseria del mundo, diaconía que
será a la vez testimonio dado a Jesucristo y a su Evangelio, camino de realización de la
comunidad de los cristianos, garantía de su comunión. Será una forma de esa
"emulación espiritual" de que hablaba el P. Couturier. Será, juntamente con el diálogo
teológico envuelto de oración, el camino de la concordia. Convenzámonos de que es
éste el camino por el cual nos lleva hoy el Espíritu de Dios que, en medio del siglo de la
incredulidad, suscitó la esperanza ecuménica.
ORIGEN DE SATÁN
Tres cuestiones fundamentales sobre Satán centrarán nuestro estudio: ¿De dónde
procede? ¿Quién es? ¿Tiene algún sentido al margen del plan de salvación en
Jesucristo? En nuestras respuestas, más que insistir en la realidad del Demonio,
estudiaremos su significación para la vida cristiana. Así somos fieles a la Escritura y a la
Tradición, que se preguntan por la función de Satán como enemigo, tentador y príncipe
de este mundo.
Unos enc uentran su origen en el mismo mundo divino, como se ve en los poemas
babilónicos. La lucha entre las divinidades permite la destrucción del mal, aunque se
mantenga en pie su figura. No se encuentra, pues, ninguna caída del hombre, ni una
degradación de su. ser. Otros sitúan el origen en la existencia humana según los ritos
trágicos de los griegos. El hombre, por el hecho de existir, cae en falta. No hay que
olvidar, tampoco, la enseñanza de los mitos órficos, según los cuales el cuerpo, el
mundo, son unas realidades físicas que aprisionan el alma. Se trata de una inmersión del
alma en el cuerpo que es anterior a cualquier opción de la libertad del alma. El mal es
RAYMOND DIDIER
una realidad que está fuera del hombre. Finalmente, la Revelación sitúa el mal fuera de
la esfera del mundo humano y del mundo divino.
La existencia de Satán
Con la razón nos encontramos en un callejón sin salida. ¿Hay que contentarse con la
inexplicabilidad radical del mal, que se inicia mediante la libertad del hombre y que sin
embargo parece "estar ya ahí" como destinado a la misma libertad? Sólo la Biblia, en su
característico lenguaje nos da la única solución posible. Se trata de una criatura anterior
a la historia humana, situada en un nivel superior al hombre, pero subordinada a Dios,
cuya misión es solicitar al hombre hacia el mal. Este es Satán, a quien el libro de la
sabiduría identifica con la serpiente del Génesis (Sab 2,24). Aquí, en el estudio de este
pasaje, el sentido de Dios trascendente que se revela impone al personaje una serie de
limitaciones infranqueables. La Escritura y la Tradición, fieles a esta revelación de
Dios, nunca han permitido hacer de Satán el rival. La Iglesia a su vez, afirma, en primer
lugar, que no debe considerarse a Satán como "el principio y la sustancia del mal",
contra el maniqueísmo (D 237), ni, por consiguiente, suponer, que se trata de un Dios
del mal; y, en segundo lugar, que como todo ángel malo, fue creado por Dios y creado
RAYMOND DIDIER
bueno. Sólo en virtud de una prueba moral, a la que fue sometido, cometió la falta y se
convirtió al mal. (D 427.)
Si remontamos el tiempo humano en busca del origen del mal "que ya está ahí" para
todo hombre, seremos conducidos a un primer acto, cometido en un tiempo fundador,
más allá de la historia, por una criatura de Dios de tipo angélico. Este pecado "a-
histórico" afecta misteriosamente la solidaridad de los espíritus y su relación con el
mundo. Según esta línea de investigación, que es meramente temporal, el origen del mal
se nos presenta bajo la forma de exterioridad. Esta exterioridad, ¿es plenamente
satisfactoria? ¿No es más bien en el corazón mismo de la libertad donde hay que
insertar la presencia radical del mal? La contingencia y la exterioridad que han regulado
nuestro trabajo hasta ahora deben ser asumidas en una indagación que, en terminología
kantiana, denominamos racional.
No basta con decir que el mal "que ya está ahí" es exterior a la libertad. Veámoslo. A
pesar de que cada uno se sabe a menudo solicitado al pecado por el mundo, los demás y
la propia alienación, hemos de admitir una presencia del mal en el seno de la libertad
que peca y en el acto mismo de pecado. Así, convendría hablar de una cierta Naturaleza
pecadora de la libertad. Las atrevidas palabras de San Agustín contra el pelagianismo:
"en el mismo corazón de la voluntad que decae se sitúa la naturaleza heredada de Adán
como una tara", tomadas en su verdadero sentido analógico, vienen a decir: el mal,
previo a toda toma de conciencia, imposible de analizar en faltas individuales..., es
respecto a mi libertad lo que mi nacimiento -y mi finitud- es respecto a mi conciencia
actual... Hay ahí algo de desesperado desde el punto de vista de la representación
conceptual, y de irreemplazable desde el punto de vista metafísico. Es la misma
voluntad que participa de esta quasi- naturaleza pecadora; el mal es una especie de
involuntario en el seno mismo de lo voluntario.
Todos los intentos de reducir esta condición "trágica" de la libertad han terminado en
fracaso, y, sin duda, al fracaso están irremediablemente condenados. Buscan el mal
radical en un más allá de la falta que sea la condición de su posibilidad, el fundamento,
pero este más allá queda insondable e injustificable en sí.
cualitativo" de la libertad y como mal "que está siempre ya ahí", en acto y estado. Su
función es conciliar la contingencia y la antecedencia del mal, no ya en un tiempo
fundador, sino en el corazón de la libertad que peca, al nivel de acto, en el que el hecho
es manifestación -de esta libertad en acto- y nivel de sentido en el que la génesis es el
desarrollo progresivo.
Para San Agustín, uno de los promotores, según el P. Bouyer, de esta tradición que se
opone a la del cristianismo primitivo, la nada del mal es un "apartarse de Dios" que
comporta una cierta capacidad de aniquilación. La intuición genial de San Agustín es
haber unido esta capacidad a la libertad. Esta deviene entonces: "el poder de decaer, de
declinarse, de tender hacia la nada... un consentimiento orientado negativamente". Por
otro lado, según el P. Bouyer, el mal es "una libertad pervertida en sí misma". Entonces,
¿por qué oponer dos tradiciones que se juntan y las dos afirman sin ambages que Satán
es alguien, esta libertad precisamente, cuyo consentimiento se orienta negativamente?
La aparición de las dos tradiciones en el interior de la religión cristiana nos permite
precisar la idea de mal como negatividad y afirmarla conciliable con la "personalidad"
de Satán.
Satán y el mal
Debemos conciliar esta personalidad con el mal original que está "ya ahí", como una
quasi- naturaleza en el seno de la libertad que peca. No podemos decir, sin más, que
Satán es este mal radical; esto sería afirmar una alienación imposible en la libertad
humana. Sólo Dios puede actuar en una libertad sin esclavizarla. La teología siempre ha
negado que Satán pueda constrerir la libertad y actuar sobre ella, a no ser por medio de
sus condicionamientos, es decir, de un modo indirecto. Si podemos afirmar que el mal
RAYMOND DIDIER
es Alguien, ¿diremos entonces que Satán es este Otro que nos solicita al mal desde el
exterior? Esto no es suficiente, porque el mal radical se sitúa, como hemos dicho, en el
corazón de la libertad, y la tentación sólo es posible al encontrar ya en el hombre una
secreta connivencia. ¿Diremos entonces, finalmente, que Satán es el "primer pecador"
de donde nos viene, por Adán, el mal que está "ya ahí"? Esto es afirmar implícitamente
y en sentido de causalidad que Satán sólo puede ser considerado Persona desde el punto
de vista del origen "temporal" del mal. Pero desde el punto de vista del origen
"racional", parece que debe presentarse sólo como la figura- limite de esta libertad pura
que nosotros jamás somos en nuestro pecado.
¿Cómo conciliar estas dos concepciones de. Satán: un "primer pecador" personal, que
explica, en sentido causal, el estar "ya ahí" del mal sin poner en cuestión a Dios ni a su
Creación, y una "figura- límite" cuya función consiste en hacernos constatar que somos
pecadores en acto y en estado, pero como libertad no-pura, sin que esta "impureza" sea
identificable con la finitud? Las dos concepciones responden a la misma interrogación
sobre el origen: la primera pide un principio sin principio, y la segunda se remonta "a la
condición de posibilidad". Las dos son signo de un mismo acto del espíritu que busca
comprenderse. La revelación, por ser historia y no reflexión, sólo da respuesta a la
primera interrogación. La reflexión jamás añadirá nada a la Palabra histórica de Dios ni
a la fe viva en esta Palabra. Su función consiste en dar a la fe y a la historia un sentido
para la conciencia creyente, a fin de que ésta se reconozca como tal. Este sentido no es
otro que el espontáneamente vivido en la fe a la Palabra histórica de Dios. Pero a un
segundo nivel de profundidad, propio de la reflexión racional.
Satán, como figura- límite de la libertad pura, nos remite a una sustancia, o mejor a un
acto de libertad, que funda a la vez la "figura-límite". Su función y su significación van
más allá de toda representación. Con esta reflexión creemos habernos librado de
RAYMOND DIDIER
Queremos solamente mostrar que el diablo sólo tiene sentido por Jesucristo, quien le
"descubre" y a la vez, le vence: el fin de Satán es Cristo. Definirlo como primer pecador
y "figura- límite" de este "mal absoluto", queda injustificable. En efecto, hay límites que
la conciencia puede integrar por el consentimiento: por ejemplo, el del nacimiento como
comienzo inobjetivable y la finitud de la vida como no coincidencia ineluctable consigo
mismo. Estos límites delimitan el campo de posibilidades a la libertad que acepta esta
vida y esta finitud dándoles sentido. Pero ¿cómo integrar la limitación del mal integral,
limitación no fecunda, sino negativa? El hombre puede consentir en él, pero entonces
cae en la falta, y la libertad se pervierte en lugar de realizarse, y si lo niega rechaza
simultáneamente su condición pecadora. Hay que reconocer que la limitación está
siempre ahí, y pide justificación, pues el mal radical no puede reducirse ni por reflexión
ni por especulación.
La justificación de Satán
Sin embargo, ¿puede existir algo absolutamente injustificable? Hay males que pierden
su relatividad y quedan absolutamente injustificables -por ejemplo, la condena de un
inocente-, si no son asumidos por los actos de otra conciencia que los toma sobre sí.
Sólo una conciencia, mediadora entre las otras conciencias y su principio, permite
entrever este principio original de unidad que estará en ellas sin ser de ellas y será
justificado por sí mismo: "este principio estaba allí desde el comienzo de la reflexión
como lo contrario que lo injustificable descubre". Así, quedándonos en el dominio
filosófico, sin identificar este principio con Dios ni explícitamente con Cristo, 'y sin
pretender tener la seguridad de que lo injustificable es vencido, el filósofo entrevé el
camino de la justificación. Encuentra como una "hipótesis necesaria" la afirmación
revelada en el Antiguo y Nuevo Testamento, según la cual Satán está sometido a Dios y
RAYMOND DIDIER
es vencido por Cristo. Satán sólo parece justificable, en última instancia, como la "gran
negatividad", que de una parte hace aparecer a Cristo como valo r victorioso y de otra
recibe su sentido del mismo Jesucristo.
La "dimensión negativa" es quien hace que el valor moral sea un valor victorioso. Cristo
se impone a través de la lucha contra el mal y en el sacrificio. Porque Él ha cargado con
el pecado, el mal del mundo, el sin-sentido de la historia y de la muerte, y nos ha hecho
entrar en el tiempo de la Gracia. Su victoria sobre Satán ha dado al hombre el sentido de
una existencia donde nada está totalmente acabado, pero donde no hay nada
irremediable. Por paradójico que esto pueda parecer, diremos que Satán, como
"dimensión negativa", es una de las condiciones de la esperanza, al contribuir a
presentarme la salvación como "ya ahí", pero no aún definitiva. Pero si el demonio
revela negativamente el valor victorioso de Cristo y, en Él, el de la existencia cristiana,
es que, en definitiva, recibe de Cristo su sentido. La "dimensión negativa", en efecto, no
tiene sentido si no es en su oposición real - no sólo lógica- al valor positivo. Así, la
aversión es un deseo negativo y el odio un amor negativo, etc.
Como dilucidación de esta relación entre Satán y Cristo, haremos referencia, por una
parte, a la experiencia cristiana del pecado y del perdón, y por otra, al paralelo paulino
entre el Primero y Segundo Adán. Aunque no puede haber perdón sin pecado, ni
justificación sin culpabilidad, el mal no es la primera cosa que comprendemos, sino la
última. No creemos en el pecado, sino en el perdón de los pecados.
Notas:
1
Precisaremos el término « origen», como la causa que produce el efecto. Se excluye en
esta causa, el que, a su vez, provenga de otra de su especie. Se la puede buscar, en un
sentido temporal y entonces aparece como un primer momento que posibilita la
inteligibilidad del efecto, o en un sentido racional, y en este caso, la causa o el origen, es
más bien un "acto fundador".
L’origine du récit des tentations de Jésus au désert, Revue Biblique, 63 (1966) 30-76
Los datos
Lc 4,1-2a halla en otra fuente el relato de las tres tentaciones diabólicas, pero tiene
también a la vista la noticia de Mc y se inspira en ella para presentar las cosas a su
manera:
En Mc no se habla de ayuno: se supone más bien que los ángeles proveían a las
necesidades de Jesús; el hambre de Jesús es el primer presupuesto de la primera
sugestión del diablo: cambiar una piedra en pan.
Mt 4,1-4 introduce la historia de las tres tentaciones con una nota que difiere todavía
más de la de Mc:
Entonces fue llevado Jesús por el Espíritu al desierto
para ser tentado por el diablo.
Y habiendo ayunado cuarenta días y cuarenta noches,
al fin tuvo hambre.
No se trata ya de una tentación que acompañe la estancia en el desierto, sino que Jesús
es llevado al desierto con la finalidad de ser tentado. Volvemos a hallar aquí el servicio
de los ángeles, del que nos habla Me; pero en Mt (4,11) se da sólo al término de las
tentaciones.
Los tres relatos están emparentados en la noticia de que, después de su bautismo, Jesús
permaneció en el desierto y sufrió el asalto de tentaciones diabólicas. A esto Mt y Lc
añaden el relato circunstanciado de tres tentaciones, en las que dependen evidentemente
de la misma fuente. La primera tentación está estrechamente ligada a la mención del
ayuno y del hambre de Jesús, de los que nos hablan Mt y Le. Jesús responde recordando
Deut 8,3: "No sólo de pan vive el hombre". Conviene considerar el contexto inmediato
de esta cita: contiene elementos de comparación, que hay que tener en cuenta para
explicar la introducción a la primera tentación:
Acuérdate de todo el camino que Yahvé tu Dios te ha hecho hacer estos cuarenta años
por el desierto, para castigarte y probarte, para conocer los sentimientos de tu corazón y
saber si guardas o no sus mandamientos. Él te afligió, te hizo pasar hambre, y te
alimentó con el maná, que no conocieron tus padres, para que aprendieras que no sólo
de pan vive el hombre, sino de cuanto procede de la boca de Yahvé... para. que
reconocieras en tu corazón que Yahvé, tu Dios, te instruye, como un hombre a su Hijo.
(Deut 8, 2-3.5).
Mt y Lc se inspiran, sin duda, en una fuente tributaria del Deuteronomio. Tal vez
también se inspiran en esta fuente cuando no dicen que el Espíritu "empujó" a Jesús al
desierto, sino que "era llevado". Esta fuente les dio, pues, las tres sugestiones, pero a la
vez una introducción explicando la circunstancia en que Jesús tuvo hambre, al término
de un ayuno de cuarenta días en el desierto. Y esta introducción debía recortar en parte
las indicaciones que hallamos en la noticia de Mc.
Casi todos los exegetas admiten que Mt y Lc basan sus relatos, por una parte en la
noticia de Me, por' otra en el triple diálogo entre el tentador y Jesús, provisto de una
introducción que indicaría la ocasión de este encuentro.
J. DUPONT, O.S.B
Interesa ahora precisar la posible relación entre estos dos documentos que inspiraron a
Mt y Lc. Probar que son dos documentos independientes supondría mostrar la
imposibilidad de admitir una dependencia entre ellos. Examinemos, por tanto, primero
la tesis de la dependencia de ambas tradiciones. Las principales hipótesis son la de A.
Feuillet y la de la exégesis alemana.
A. Feuillet (1960) opina que la noticia de Me es una simple abreviatura del relato más
extenso o más o menos parecido al que nos llega por Mt y Lc (y que hemos visto tan
influido por el Deuteronomio). Basa su argumento en la relación que halla entre Mc 1 y
Deut 8: sobre todo, el desierto, la cifra 40, la tentación. Las "fieras" se explicarían por la
mención de "serpientes de fuego y escorpiones" en Deut 8,15; el servicio de los ángeles
podría enlazarse con el maná de Deut 8,3, llamado también "el pan de los ángeles" en
Sal 77,25 y en Sab 16,20. (Puede verse su artículo en Sel Teol 14 (1965) 156-160.)
La hipótesis de Feuillet nos parece frágil. Es muy dudoso que Mc repose sobre el texto
del Deuteronomio. Pero gracias a estos acercamientos, A. Feuillet ha valorado el
parentesco existente entre la noticia de Mc y los elementos correspondientes de la
fuente utilizada por Mt y Lc.
La exégesis alemana cree más bien que la noticia de Mc sería un pequeño poema mítico
(A. Meyer 1914) o sus restos (R. Bultmann 1958), o bien una invención de Mc ante la
necesidad de colocar una etapa intermedia entre el bautismo de Jesús y el comienzo de
su predicación (M. Dibelius 1959), o, al menos, el punto de partida de toda tradición (E.
Percy 1953). Sobre Mc, se habría construido el relato de Mt y Lc, con la ayuda de la
fuente del triple diálogo. Estos autores, o bien descuidan totalmente lo que los textos
evangélicos deben al Deuteronomio (M. Dibelius, E. Percy), o al menos no saben
reconocer su gran influencia y las consecuencias que esto trae para la interpretación del
episodio. La exégesis alemana se concentra casi exclusivamente en los elementos
imaginativos del relato, y pretende explicar según tales elementos el sentido del
episodio y reconstruir su prehistoria.
Sin embargo, lo cierto es: que más de la mitad del diálogo de Mt y Lc está hecho de
citas tomadas del Deuteronomio. En realidad, la historia está construida alrededor de
estos pasajes deuteronómicos. Cada sugestión del tentador está presentada con todo
cuidado con vistas a provocar cada una de sus respuestas. Si se tiene en cuenta el
Deuteronomio en el relato, no parece posible dudar de la unidad y homogeneidad del
pasaje. Testimonia un pensamiento, bien reflexionado: Jesús revive por su cuenta las
tentaciones pasadas en otro tiempo por Israel durante su travesía por el desierto; asume
así en su persona el destino de Israel, para realizarlo por su fidelidad a la voluntad
divina. Lo que debe esclarecer este relato no son los paralelos superficiales de la escuela
comparatista, sino el paralelo fundamental que establecen entre Jesús e Israel.
Primeras conclusiones
Las diversas posturas enunciadas (y otras que pueden estudiarse en nuestro artículo
completo) nos hacen ver que no hemos llegado hasta aquí a resultados concluyentes
sobre un lazo de dependencia entre Mc y la fuente de Mt y Lc. Pero esto no prueba que
no haya contactos entre ambas tradiciones. Más bien todo lo expuesto nos inclina a
J. DUPONT, O.S.B
pensar que estamos ante dos tradiciones paralelas, o incluso ante dos versiones, por
puntos de acuerdo importantes.
Otra posibilidad de acercamiento entre a mbas tradiciones podría sugerirse, tal vez, a
propósito de la fuerte relación entre el episodio de la tentación y el del bautismo de
Jesús. Y esto en lastres redacciones evangélicas. ¿Es que Mt y Lc siguen a Mc, o más
bien siguen una tradición más antigua, con la que Mc se habría conformado y que habría
influido también en la fuente de la que proviene el triple diálogo? Notemos, por
ejemplo, que la manera como, según la fuente, el diablo se dirige a Jesús en las dos
primeras tentaciones: "Si tú eres el Hijo de Dios", hace naturalmente eco a la
proclamación de la filiación divina en el momento del bautismo. De todos modos,
ambos episodios nos son contados de forma muy diferente, sin-unidad orgánica, y sería
muy difícil suponer que estuvieron unidos desde el comienzo.
El problema
Para avanzar entre historiadores hay que encontrar un criterio que todos acepten. Este
criterio nos lo da la crítica histórica: Is fecit cui prodest: el relato debe atribuirse a quien
tenía interés en hacerlo. Precisemos, pues, las preocupaciones que testimonia el relato,
las necesidades a las que parece querer aportar una respuesta, y preguntémonos
entonces si estas necesidades son las de la primitiva cristiandad, o bien las de los
oyentes de Jesús a lo largo de su ministerio público.
El relato iría a justificar el que Jesús no hubiera realizado, como garantía de su misión
mesiánica, ciertos milagros extraordinarios, como los signos por los cuales el Mesías
debía darse a conocer. La respuesta cristiana propuesta en la per copa consiste en decir
que esta exigencia de signos viene del diablo (Así W. Bousset, M. Dibelius, E.
Lohmeyer).
Un fragmento de catequesis
El relato iría a inculcar a los cristianos una actitud religiosa auténtica (A. Mayer, R.
Bultmann, A. Fridrichsen).
discípulos las tentaciones que había sufrido, recordándoles las tentaciones de Israel y las
enseñanzas que del Deuteronomio se desprenden.
El relato condensaría en una escena única diversas tentaciones contadas por Jesús a lo
largo de su ministerio, pero de una forma mucho menos extraordinaria (H.J. Holzmann,
P. van Iersel, H. Preisker, R.E. Brown).
La parte de conjetura que implican estas construcciones las vuelve evidentemente muy
frágiles. Desde nuestro punto de vista, podemos contentarnos con constatar que
reconocen en el relato una interpretación pertinente y profunda de la misión de Jesús.
Pero no vemos muy bien la razón por la cual haya que excluir la idea de que este relato
venga de Jesús en persona.
No podemos descuidarlas. Nos limitamos a las tres que nos parecen más importantes:
a) El relato está construido con el mayor cuidado; testimonia una reflexión teológica
profunda y una inteligencia penetrante de la .misión de Jesús. Todo ello supone la
intervención de una fuerte personalidad (no puede ser producto del trabajo inconsciente
de la imaginación popular). Además, el autor asocia a un pensamiento religioso muy
seguro un sentido poético considerable, que le hace elegir con gracia las imágenes más
evocadoras... Sabemos que estas cualidades estaban reunidas precisamente en Jesús; no
conocemos, en la Iglesia primitiva, otra personalidad cristiana que presentase las
mismas características.
Las dificultades
Juzgamos que Jesús pudo hablar en tercera persona, como si se tratase de otro. Así lo
hacia en las parábolas, en las que él entra en escena de modo velado. Pero otra nota
puede ser más útil. Suponiendo que Jesús contara él mismo esta historia, no lo hizo
evidentemente en el momento mismo: no pudo hablar de ello sino más tarde, en un
tiempo en que sus discípulos habían aprendido a concentrar sobre él su esperanza
mesiánica, y en el que no podían dejar de maravillarse al verle actuar de un modo tan
poco conforme con lo que esperaban del Mesías. Un relato así -siempre suponiendo que
venga de Jesús- no se concibe apenas antes del episodio de Cesarea de Filipo. Habría,
pues, que admitir que, colocando las tentaciones al principio del ministerio de Jesús, no
se podría conservar el discurso en primera persona, si no era indicando la circunstancia
en la cual Jesús contó estos hechos, lo cual hubiera obligado a remitir al lector a
acontecimientos posteriores. Era más sencillo omitir la ocasión en la que el relato se
hizo y reportar la anécdota a la tercera persona.
La transposición del relato hacía, pues, prácticamente necesaria la manera en que se nos
presenta.
b) "No hay en esta historia ninguna palabra original de Jesús. ¿No habrá que atribuirlo a
un escrúpulo de los cristianos, que evitan poner en boca del Maestro palabras que no
habría pronunciado?"
Respondemos que esto se explica igualmente en un relato hecho por Jesús, que quiere
atribuir su victoria a la palabra de Dios más que a sus palabras.
c) "El recurso a la Escritura parece algo de la comunidad judeocristiana más que una
práctica de la enseñanza de Jesús".
Nos parece que no podemos negar a Jesús un excelente conocimiento de las Escrituras y
un recurso a su testimonio para ha cer comprender a sus oyentes el sentido de su misión
recordemos, por ejemplo, su alusión a Is 26, 19, en Mt 11, o a Éx 24,8 en Mc 24 par.
d) "La singularidad de la forma literaria de este pasaje nos muestra que se trata de una
pieza erudita, una composició n de gabinete".
No hay que minimizar, con todo, la elaboración literaria. El esquema es muy simple:
tres citas bíblicas, colocadas en un cuadro apropiado. Con mucha frecuencia, en el
Evangelio el esquema ternario corresponde a un procedimiento de exposició n que tiene
toda probabilidad de remontar a Jesús (cfr. Mt 25, 14-30 Lc 14,16-20; Mc 4,3-8).
e) Otras objeciones son mucho menores. Así, la de W.E. Bundy: "Jesús no era inclinado
a confidencias íntimas". Es claro que esta historia es algo muy distinto de una
confidencia. -Así, la de P. van Iersel: "El Evangelio no conoce otro ejemplo de
encuentro entre Jesús y Satán". ¡Tampoco Pablo habla más que una vez del tercer cielo
fuera de 2 Cor! Además, vamos a constatar que Jesús "vio" al diablo en otras ocasiones.
-E. Percy opina que esta historia no podía tener ningún interés práctico para los
discípulos de Jesús. Vamos precisamente a mostrar lo contrario.
J. DUPONT, O.S.B
Estas serían las principales dificultades. Examinaremos ahora las razones positivas para
atribuir el relato a Jesús. No repetiremos las consideraciones a las que ya hemos hecho
alusión.
La petición de un signo constituye una situación típica del ministerio de Jesús. El relato
de las tentaciones nos plasma muy bien esta situación. Jesús muestra por toda su actitud
que se estima revestido de una misión divina. Los dirigentes espirituales de Israel
reivindican el derecho de verificar los títulos credenciales de Jesús y le exigen un signo.
El Evangelio considera esto como una tentación; Jesús la rechaza, rehusando la prueba
indubitable que acreditaría su misión. Así ocurre ante Herodes (Lc 23,9), ante los
sacerdotes y escribas que le piden baje de la cruz (Mc 25,32 par).
La negativa de Jesús tenía que sorprender a los discípulos. Hacía milagros, ¿por qué no
hacer el nuevo signo que le pedían? Parece, pues, normal que Jesús buscase el modo de
hacer comprender su actitud a los discípulos desconcertados. El relato de las tentaciones
correspondería bien a esta situación. La primera tentación invita a suministrar en favor
de su interlocutor la prueba de su filiación divina; la segunda invita a hacer reconocer al
tentador que él es en verdad Hijo de Dios.
Esto nos lleva a pensar que el relato de las tentaciones no se comprende bien, si no fue
compuesto antes de Pascua. Porque, con la Resurrección, ya no es un problema actual
para los cristianos la cuestión del "signo", puesto que lo tienen en la Resurrección.
Incluso hay quien se pregunta cómo el relato de las tentaciones ha podido conservarse, y
responde que porque los cristianos encontraron en él un aliento en sus propias
dificultades.
El relato se nos presenta todavía como un toque de atención a las esperanzas mesiánicas
que los discípulos de Jesús compartían aún con sus contemporáneos en la época del
ministerio público, esperanzas que no mantenía ya la comunidad cristiana.
Casi no hace falta probar que Jesús despertó las esperanzas mesiánicas de su entorno
(cfr., por ejemplo, Mc 10,37; 15,26; Lc 1,69-71). La misma esperanza vemos en
Qumrân y en todos los ambientes judíos. Esta espera ilumina principalmente el episodio
de Cesarea de Filipo (Mc 8,27-33 par), al cual nos conduce constantemente el estudio de
las tentaciones. Tras proclamar que Jesús es el Mesías, Pedro se subleva al escucharle
hablar de sus sufrimientos y de su muerte. Jesús reconoce en esta reacción una tentación
diabólica: "Quítate allá, Satán, porque no sientes según Dios, sino según los hombres".
Está claro que Pedro juzga la perspectiva de los sufrimientos de Jesús incompatible con
la dignidad mesiánica que acaba de reconocerle; y esto ocurre porque la idea que se
J. DUPONT, O.S.B
Narrando sus tentaciones, Jesús habría querido hacer comprender a sus discípulos que lo
que esperaban de él no era a sus ojos más que una tentación mesiánica.
Notemos que antes de Pascua las ideas mesiánicas de los discípulos dan fácilmente la
razón de la intención con la cual Jesús pudo hacer este relato. En cambio, es mucho más
difícil de hallar la ocasión en las concepciones análogas que pudieran haberse dado en la
Iglesia primitiva. Los cristianos sabían bien que el Cristo debía sufrir y, así, entrar en su
gloria.
Jesús y el diablo
El papel asignado al diablo en el pasaje de las tentaciones concuerda muy bien con la
manera de considerar Jesús el papel de este personaje en relación a su misión. Jesús
toma en serio al diablo; le considera como un antagonista cuyas maniobras debe
desbaratar y al que le es preciso vencer.
Acabamos de ver en Cesarea la repulsa de Jesús a Pedro: "Quítate allá, Satán". No son
los cristianos quienes han inventado esta palabra, dirigida a su jefe venerado. Jesús trata
a Pedro de "Satán", porque reconoce en su diligencia por disuadirle de los sufrimientos
que le esperan una tentación, en la cual se manifiesta la acción del Tentador por
excelencia. Pedro desempeña el papel de Satán. Jesús añade: "porque no sientes según
Dios, sino según os hombres": no mirar su misión más que desde un punto de vista
humano, incompatible con las intenciones de Dios, es, a sus ojos, la tentación diabólica.
Detrás de la intervención de Pedro, denuncia Jesús la maniobra de su irreductible
adversario, el diablo.
De la parábola del trigo y la cizaña (Mt 13,24-30), nos interesa ahora la pregunta de los
criados: "¿De dónde viene, pues, que haya cizaña?", y sobre todo la respuesta del amo:
"Esto es obra de un enemigo". No podemos negar que esta explicación mira a la obra
del diablo, el Enemigo por excelencia de Jesús.
Las mismas expulsiones de demonios en el Evangelio hay que mirarlas como los
episodios más salientes de la lucha de Jesús contra Satán. En esta perspectiva, veamos
tres frases particularmente significativas:
J. DUPONT, O.S.B
a) "Si yo expulso a los demonios con el dedo de Dios, sin duda que el reino de Dios ha
llegado a vosotros" (Lc 11,20; cfr. Mt 12,28). No puede extrañar, entonces, que cuando
Jesús asocia a sus discípulos a la misión de predicar su Reino, les dé al mismo tiempo el
poder de echar demonios y de curar enfermedades (Mt 10, 1-8;Lc 9,l-2; 10,9).
c) "Veía yo a Satanás caer del cielo como un rayo" (Lc 10,18). Esta palabra nos viene
en el contexto de los exorcismos obrados por los discípulos a lo largo de su gira
misionera. En las expulsiones de demonios, Jesús ve realizarse la derrota de Satán, el
príncipe de los demonios. Haciéndose eco de la sátira de Is 14 contra el rey de
Babilonia, la frase de Jesús describe la destrucción del poder de Satán bajo la imagen de
una caída instantánea, hecho ligado en las concepciones judías a la llegada del reino de
Dios.
Las frases examinadas nos dan una misma enseñanza: el poder de este reino se ejerce
desde ahora. La misión de Jesús se presenta como un combate contra Satán, combate
que permite constatar que el príncipe de los demonios es vencido por uno más fuerte
que él. Pero la victoria sobre Satán no está aún acabada. El diablo se esfuerza en
contrarrestar el éxito de la misión de Jesús: siembra la cizaña, sacude a los discípulos,
busca por boca de Pedro desviar a Jesús de su fidelidad al Padre. Este es el mismo
personaje que reconocemos en la historia de las tentaciones, buscando prevenir la
derrota que le amenaza. El papel que esta historia concede a Satán corresponde al que
Jesús le atribuye habitualmente, al ver en él a su adversario.
Así, pues, tanto por el papel que atribuye al diablo, como por los problemas a los que
quiere aportar una respuesta, el relato de las tentaciones se comprende mejor como una
narración de Jesús en el curso de su ministerio, que como una creación cristiana tras el
triunfo de Pascua.
Desde el punto de vista del historiador, interesa sobre todo el origen del relato. Muchos
creen que nació en la catequesis primitiva. Nosotros opinamos que se remonta a Jesús
J. DUPONT, O.S.B
mismo, no precisamente en los términos exactos en que nos ha llegado en Mt y Le, pero
sí al menos en una forma circunstanciada y desarrollada que conservaría su tenor. El
relato se comprende mejor -si viene- de Jesús: refleja sus preocupaciones y responde a
problemas que son los de su ministerio público. Su origen se justifica con más dificultad
en el contexto de la Iglesia primitiva.
Si el relato nació en la comunidad, sería una ficción didáctica, verdadera sólo por la
enseñanza que quiere inculcar. Si remonta a Jesús, la cuestión es más compleja: no basta
que Jesús haya contado una historia, para que esto sea ya historia; puede haber querido
contar un acontecimiento real y objetivamente vivido, pero puede también haber tenido
la intención de proponer una enseñanza doctrinal bajo una forma imaginaria, más o
menos emparentada con la de las parábolas. No hay duda, en todo caso, de que este
pasaje tiene un alcance doctrinal. Mejor que consideraciones abstractas, caracteriza la
actitud de Jesús respecto a sueños mesiánicos de sus contemporáneos y frente a quienes
le reclaman un signo.
Las posturas ante la pregunta de si esta historia tiene sus raíces en un suceso real, son
tres:
a) unos toman el relato a la letra, aun en sus menores detalles. Esta historia presenta
manifiestamente elementos figurados, que el lector del Evangelio no se maravilla de
encontrar en el lenguaje de Jesús, siempre muy imaginativo. Opinamos que la alta
montaña desde la que se ven todos los reinos de la tierra no existe evidentemente en el
mapa; sugiere una "geografía" que podría recordar la de la parábola del pobre Lázaro y
el rico Epulón.
b) en el otro extremo están quienes toman el relato como una pura y simple parábola, y
declaran de antemano que es enteramente ficticio. A éstos les responderíamos que,
hablando Jesús a sus discípulos de una experiencia que él ha hecho, difícilmente habría
podido expresarse así si no hubiera pasado ninguna experiencia de este género. Además,
nada más verosímil que el fondo de esta historia, desde el punto de vista psicológico:
Jesús no podía ignorar lo que se esperaba de él en los círculos próximos, y le era preciso
tomar posición ante esperanzas demasiado humanas, que se oponían a la voluntad de
Dios en cuanto a su misión, y reconocer una tentación necesariamente atribuible a
Satán, el adversario de Dios y de sus planes de salvación.
Si queremos bajar a detalles, llegamos a cuestiones que hasta hace poco apasionaban a
ciertos exegetas:
Los cambios de escena: al levantarse el telón, Jesús está en el desierto. ¿Dónde está
cuando el diablo se retira y (según Mt) los ángeles se acercan para servirle? No es
probable que esté en la alta montaña, de donde el evangelista no dice que bajara. Pero se
J. DUPONT, O.S.B
El Concilio cree necesario que la moral se enseñe como un encuentro entre Dios y el
hombre, como una relación personal cuya plenitud es Cristo. Por esto centra la moral en
la persona de Cristo, sin olvidar la consideración de la ley natural y la norma de
moralidad.
Este cristocentrismo, que fundamenta nuestra conducta, es consecuente con nuestro "ser
en Cristo". El ser del hombre, creado por Dios y ordenado a Él, se enriquece con su
incorporación a Cristo, que viene dada por el bautismo. Por él morimos al pecado, y
resucitamos a la nueva vida; nos revestimo s de gracia y nos conformamos con el ser dé
Cristo, con su muerte y su resurrección. Por esto nuestra conducta, consecuente con
nuestro ser, está centrada en la persona de Cristo.
La llamada de Cristo
El Concilio no recomienda una teología moral que tenga como fin principal la
exposición de preceptos y obligaciones, por considerarla demasiado neutral e
impersonal. Tampoco le satisface la moral propia del racionalismo, que fija su atención
en Cristo como el Maestro superior a los demás. Por el contrario, la teología moral debe
IOSEF FUCHS, S.I.
mostrar por encima de todo que el hombre es llamado personalmente por Dios en
Cristo. Esta llamada es un don gratuito que pone de relieve la relación personal del
hombre con Dios, explicitada en leyes y preceptos.
¿A quién se extiende la vocación dentro de la Iglesia? La vocación recae sobre todos los
fieles en cuanto constituyen el pueblo de Dios: todos los hombres son llamados por
Dios en Cristo. Esta vocación es personal, y es una llamada a la santidad y a la
perfección de la caridad como plenitud de vida. Desde aquí puede entenderse que todos
los hombres puedan encontrar su propia vocación divina. Esta vocación divina en Cristo
debe enseñar lo que atañe a la vida diaria del cristiano, pero desmitizando el carácter
justificativo que pueda tener el cumplimiento exclusivo e impersonal de las leyes y
preceptos. Más bien ha de enseñar el dinamismo interno de la gracia y de la perfección
nunca plenamente alcanzada. Así, la llamada a la madurez, a la perfección y a la
continua conversión, se debe referir, sobre todo, a la intensidad y profundidad interior
de las obras que el cristiano realiza.
La llamada de Dios incluye una respuesta. Lo cual añade a un simple diálogo el matiz
de la iniciativa de Dios. Es Él quien nos llama y nosotros, por medio de nuestra vida, le
respondemos. Las leyes y preceptos no son más que una expresión de esta llamada de
Dios que nosotros, al aceptar, debemos personalizar. Nuestra respuesta se ha de dar
dentro del marco de la salvación, porque la llamada de Dios es siempre un medio para
incorporarnos a la salvación obtenida en Cristo.
Todos los que, por la fe y los sacramentos, son fieles a Cristo, profesan la grandeza de
la vocación en Cristo, centro de la teología moral. Todos los cristianos, pues, aun los no
católicos, admiten sustancialmente esta llamada de Dios, si bien es posible que respecto
a casos particulares -sobre todo los que caen bajo el concepto de ley natural- los
interpreten de diversas maneras. Al hablar de la moral de los no cristianos, muchas
veces se distingue la ley de Cristo de la ley natural. Creo que es mejor no hacer esta
distinción. La única doctrina moral radicada en Cristo está destinada a todos los
hombres sin distinción. Todo hombre, pues, está llamado a Cristo, aunque
explícitamente lo ignore. De ahí que la `doctrina moral de los cristianos esté también y
propiamente destinada a los no cristianos. La gracia de Cristo no les es ajena, ni puede
IOSEF FUCHS, S.I.
Resumiendo, diremos que el Concilio desea que se exponga la teología moral como el
anuncio de la grandeza de nuestra vocación en Cristo, evitando la simple moralización o
imposición de preceptos, tan molesta al hombre.
Es evidente que la moral personal tiene su momento social (cualquier carisma redunda
en el Cristo total). Así, pues, todo acto humano va dirigido dinámicamente a la
edificación o destrucción de la vida de Cristo; y toda actitud interna condiciona y
determina acciones externas que influyen en el ambiente. De ahí que el apostolado
nazca de la exigencia interna de nuestra vocación cristiana. Así lo explicita el Concilio
en LG n 33: "Por los sacramentos, especialmente por la Sagrada Eucaristía, se comunica
y se nutre aquel amor hacia Dios y hacia los hombres, que es el alma de todo
apostolado."
IOSEF FUCHS, S.I.
Se podría llegar a una exposición de la ley desde Aristóteles o desde el evangelio. Sin
embargo, quien a partir de la Escritura indaga el contenido teológico de la ley, no puede
prescindir de su relación con la gracia, la justificación, la caridad de Dios y su evolución
dentro de la historia de salvación. De ahí la necesidad de una exposición escriturística
apoyada en, una buena exégesis y en una reflexión teológica.
grandeza de nuestra vocación en Cristo, en íntima cone xión con la Escritura, es decir,
con el misterio de Cristo y con la historia de salvación.
La teología moral debe proponer la "buena nueva" de modo que pueda ser captada y
apreciada, que pueda solucionar los verdaderos problemas del hombre e influir en la
formación de su vida. Este influjo no debe limitarse a una exposición piadosa o
persuasiva, sino que debe hacerse de una manera científica. A esta exposición científica
de la teología moral pertenecen: el uso de la Escritura y la exégesis científica; un
conocimiento de la evolución de las ideas morales cristianas; conocimiento de la
tradición constante de la Iglesia en algunas cuestiones morales, por lo menos en cuanto
da pie para va lorar y formar un juicio.
Del mismo concepto de teología moral y del modo de hablar del Concilio se deduce que
hay que rechazar la visión unilateral de una moral casuística, que con sus principios
universales solvente, de antemano, todos los casos y situaciones, incluso las futuras y
meramente posibles. Estos principios de valor universal han de ser admitidos, y
aplicados con suficiente atención a la diversidad de condiciones: hay que evitar que la
moral trate de tópicos, de cuestiones inútiles; que se esfuerce en indicar los límites
mínimos de la obligación y que olvide la grandeza de nuestra vocación cristiana. Para
una recta concepción de la teología, moral y del método casuístico, hay que distinguir el
"caso" de la "situación". El "caso" supone una situación, más o menos concreta, sobre la
que recae un juicio moral (solución), que es válido solamente en las condiciones reales
que lo han supuesto. La "situación" indica una condición personal, cuya moralidad sólo
es juzgada por el hombre en su conciencia. Es decir, no es simplemente prejuzgada por
aquellos principios morales ya elaborados (por el Magisterio, Escritura y Tradición) y
aptos para casos determinados.
Moral y antropología
No se puede tener una verdadera exposición científica de la teología moral sin conocer
la naturaleza del hombre y su manera de obrar. El primer problema viene dado por la
relación naturaleza-gracia, ley natural- ley de Cristo. Se trata de explicar de qué manera
los elementos de la ley natural son verdaderamente elementos del orden de una moral
sobrenatural, sin que al mismo tiempo sean substanc ialmente sobrenaturales; y de qué
manera el cumplimiento de la ley natural es un medio de salvación sobrenatural. El
segundo problema viene dado por la distinción entre lo principal y lo secundario de la
ley nueva de Cristo. Los preceptos del evangelio, como los de la ley natural, de por si
son ley externa al hombre pecador; es decir, le obligan desde fuera. Por el contrario, la
IOSEF FUCHS, S.I.
gracia del Espíritu es ley interna para el hombre redimido, le ilumina y le mueve desde
dentro sin contradecir los preceptos externos. De esta manera se entiende mejor lo que
puede aportar, en cada momento, a la vocación cristiana la doctrina de una ética de
situación individual-existencial y la responsabilidad del juicio cristiano acerca del
momento concreto-personal.
La tercera cuestión es el carácter personal del acto moral: todo acto sólo adquiere
moralidad en cuanto es personal.
Se trata pues, de renovar la Teología Moral siguiendo el camino que muchos teólogos
ya esbozaron. Empezó el P. Tillmann (1934) con su orientación escriturística y le siguió
B. Häring con la "ley de Cristo". Después se ha escrito mucho sobre moral en sus más
diversos aspectos renovadores: Escritura, misterio de Cristo, historia de la salvación,
naturaleza y gracia, metodología teológica. Se ha publicado mucho sobre los aspectos
filosóficos y psicológicos de la moral: el conocimiento reflexivo, la opción
fundamental, la analogía de los conceptos de gravedad, parvedad. Todos estos estudios
ofrecieron una ayuda al Concilio y han de contribuir, en adelante, a elaborar
científicamente una moral que explique la grandeza de nuestra vocación cristiana.
LA INTERPRETACIÓN HISTÓRICA Y LA
CRISTOCÉNTRICA DEL ANTIGUO
TESTAMENTO
El artículo «La Escritura como unidad. Su inspiración e inerrancia», publicado en
Stimmen der Zeit 174 (1964) 161-181 y recogido también en SELECCIONES 4 (1965)
170-178, encontró un amplio eco que el autor agradece en el artículo presente, en el
que ofrece, siguiendo la misma línea, una profundización jugosa y fundamentada sobre
la interpretación del AT en la moderna ciencia bíblica.
Die historische und die christliche Auslegung des Alten Testaments, Stimmen der Zeit,
178 (1966) 98-112
Al comienzo del evangelio de Mateo un ángel del Señor se aparece a José y le dice: "No
tengas miedo de aceptar a María por tu mujer; pues lo que se ha engendrado en ella
viene del Espíritu Santo. Parirá un hijo, y le pondrás por nombre Jesús, porque él
salvará de sus pecados a su pueblo". A las palabras del ángel el evangelista añade una
reflexión: "Todo esto pasó de modo que se cumpliera lo dicho por el Señor a través del
profeta que dice: Mirad: la virgen concebirá y parirá un hijo, y le llamarán con el
nombre de Emmanuel, que significa Dios con nosotros" (Mt 1,20-23).
No hay duda de que aquí se cita a Is 7,14. Estas palabras de Isaías hay que situarlas en
los primeros meses del 734 a.C. en el encuentro entre el profeta y Ajaz, el joven rey de
Judá, junto a Jerusalén, no lejos del acueducto superior. ¿Qué quería decir Isaías con
esta frase? Hoy en día pocos serán los escrituristas que digan que Isaías tenía ante los
ojos a la Virgen María y el nacimiento de Jesús de Nazaret. Prescindiendo de pequeños
detalles, el acuerdo será unánime en que el sentido de la frase hay que determinarlo por
la situación política de entonces, por toda la conversación entre el profeta y el rey y,
sobre todo, por el resto de la frase. que dice: "He aquí que la doncella ha concebido y va
a dar a luz un hijo, y le pondrá por nombre Emmanuel... porque antes que sepa el niño
rehusar lo malo y elegir lo mejor, será abandonado el territorio cuyos dos reyes te dan
miedo" (Is 7,14.16). Con el texto completo nos colocamos en la dramática situación de
los primeros meses del año 734. Los reyes de Damasco y Samaria quieren coaligarse
contra el presionante rey de Asiria Teglatfalasar III. El rey de. Judá se abstiene y
resuelven forzarle. Por Jerusalén corre el rumor de que ambos reyes van a caer sobre el
país para destronar la dinastía dé David y colocar en su lugar otro rey que vaya con ellos
contra Asiria. El joven rey Ajaz inspecciona el acueducto y las defensas de Jerusalén en
previsión de un próximo asedio. Entonces le sale al encuentro Isaías y le dice que confíe
en el nombre de Dios. En este contexto nuestra frase es la formulación profética de que
Dios, en cualquier caso, aniquilará al adversario de la dinastía davidica. La señal aquí
propuesta es el próximo nacimiento del heredero del trono - la palabra hebrea no habla
de virgen sino de mujer joven- y dice que cuando el niño pequeño todavía esté
aprendiendo a distinguir el bien del mal, los dos reinos enemigos serán destruidos. Por
eso, ya desde el nacimiento podrá poner el rey al joven heredero el nombre simbólico de
NORBERT LOHFINK, S.I.
Emmanuel, Dios con nosotros, porque se manifestará que Dios ha estado con Judá, con
Jerusalén, con la dinastía de David. Por tanto, esta afirmación profética de Isaías no es
una anticipación de 700 años, sino -creemos- de siete meses. En su contexto literario y
contemporáneo, la frase es una palabra de salvación. Conviene notar de pasada que
dicha predicción se realizó.
Volvamos hacia atrás. Sin duda, existe cierta tensión entre la interpretación que dan los
modernos exegetas a Is 7,14 y la que se da al mismo texto en el evangelio de Mateo.
Llamemos a la interpretación de la ciencia bíblica actual interpretación histórica y a la
del evangelio de Mateo interpretación cristocéntrica. Decimos histórica, no porque
puedan ser aclarados los pormenores del 734 -esto queda en otros pasajes fuera de
nuestro alcance-, sino porque la interpretación pretende remontarse al momento
histórico del profeta Isaías. El término cristocéntrica, por su parte, se escoge, no sólo
porque la cristiandad desde antiguo hasta hoy acepta la interpretación de Mateo, sino
porque el texto del AT se ve desde Cristo. En el Emmanuel de Isaías se ve a Jesús, el
Dios con nosotros.
Pongamos un segundo ejemplo. El caso del Emmanuel podría parecer a alguno que se
trata de un problema especial de las afirmaciones mesiánicas del AT, pero en realidad
ocurre lo mismo en todo el AT como tal. Vamos a verlo en el libro de Cohelet.
esté a tu alcance el hacerla, hazla según tus fuerzas, porque no existirá obra ni razones
ni ciencia ni sabiduría en el sheol a donde te encaminas" (9, 2-5.7-10).
Y aún debemos ir más lejos. Lo que aquí se nos presenta como filosofía y obra literaria
de primer rango corresponde a la concepción más honda y al sentido más radical de
todo el AT, si prescindimos de sus libros postreros y de las últimas etapas de su
redacción. Israel no esperaba ninguna salvación después de la muerte. La salvación que
Israel suplicaba a su Dios era la paz, la descendencia, el pan y el vino, las alegres
celebraciones, el esplendor del servicio de Dios en el Templo de Jerusalén. En el libro
de los salmos, si exceptuamos unos pocos versos postreros, se pide únicamente esta
salvación terrena.
Esta visión del NT, ¿no es sencillamente contraria a la del Antiguo? ¿no tenemos que
decir que la perspectiva del AT es falsa y acristiana?
despreciadas y anhelar el cielo. Del libro de Cohelet se leen sólo determinadas frases,
las otras sencillamente no se leen, lo cual era posible gracias a cierta técnica
interpretativa. Gregorio Magno, por ejemplo, al tropezar con el exclusivo más acá del
libro de Cohelet dice que este libro es el discurso con el que un orador expone las
objeciones de sus adversarios presentándolas como propias. Sólo al final impone
silencio y nos ofrece su propia opinión: "Basta de palabras, teme a Dios y guarda sus
mandamientos, que esto es ser hombre cabal". (Coh 12,13). De esta manera, todas las
afirmaciones de Cohelet que no eran aceptables cristianamente, pasan a ser atribuidas a
su opositor.
La ciencia bíblica actual tiene mejores métodos que los de Gregorio Magno y tiene que
decir sencillamente que se equivocó. Pero el problema subsiste: Cohelet, representante
genuino de casi todo el AT, coloca frente a frente la interpretación histórica y la
cristocéntrica. Es el problema más importante en la interpretación del AT, pues no se
limita a salvar la enorme distancia temporal que nos separa de aquellos hechos, como
ocurre con cualquier literatura antigua. Una aproximación a la cultura de entonces y a
sus cauces de expresión espiritual no alcanza todavía lo más genuino de las
afirmaciones del AT. La interpretación cristiana del oráculo de Isaías por ejemplo, va
más allá de los próximos meses predichos por el profeta, la promesa de salvación la ve
mucho más general. Definitivamente, ¿cómo debemos interpretar el AT, desde la
historia o desde Cristo? ¿Qué razones hay para adoptar uno u otro de ambos puntos de
vista?
Como hombres del siglo XX, hemos de decir que hay que interpretar el AT
históricamente. Parece que todo nos empuja hacia una interpretación literal; una visión
cristocéntrica, ¿no falseará necesariamente el texto? Cuando el evangelista Mateo
recoge la palabra Emmanuel, ¿no la trata de manera bastante diferente del original? Al
traducir del hebreo al griego, la mujer joven se convierte en virgen y el nombre
Emmanuel, Dios-con nosotros, que no significaba más que la ayuda de Dios al reino
davidico, pasa a una alusión oscura a la divinidad de Cristo. En conjunto, la frase,
arrancada de su contexto, queda mutilada. El significado cristocéntrico se parece a esos
dibujos repintados sobre vigorosos frescos primitivos. Nuestro legítimo afán de saber
cómo ocurrieron las cosas, qué pretendían, qué pensaban, qué querían, parece que
obliga a repicar toda pintura hasta descubrir el sentido primero y puro.
Pero con esto desembocamos en una situación teológica complicada. El cuidado que
ponemos en la lectura del AT no viene de que sea un testimonio del tiempo pasado, sino
de que como cristianos sabemos que la Escritura es palabra de Dios. Ahora bien, si el
Nuevo y el Antiguo Testamento son para nosotros palabra de Dios en un sentido
semejante, entonces la situación es difícil y hasta desconcertante. Ya que en ambos se
presentan posturas opuestas sobre aspectos decisivos de nuestra existencia, como la
orientación fundamental hacia el más allá. En cambio, si partimos de que Jesucristo es
la última y definitiva palabra de Dios que las abarca a todas, entonces el AT puede ser
palabra de Dios para nosotros si se comprende y es interpretado en armonía con el
mensaje del NT La interpretación cristocéntrica del AT es indispensable si ha de
dirigirse a nosotros como palabra de Dios y no solamente como testimonio de lo que
una vez en cierto tiempo alguien pensó sobre Dios, la vida y el mundo.
NORBERT LOHFINK, S.I.
De ahí no se sigue que debamos aceptar cada uno de los intentos de interpretación
cristocéntrica que han sido practicados con el correr de los siglos. Hablamos del
principio, no de las concretas técnicas interpretativas. Se puede defender la
interpretación cristocéntrica del AT y rehusar las alegorías y tener por falsos los géneros
literarios de Gregorio el Magno respecto al libro de Cohelet, e incluso opinar que las
llamadas pruebas de Escritura no son legítimas.
Hasta hace poco tiempo la oposición entre ambas posturas se presentaba irreconciliable.
La alternativa era clara:. o se decidía uno por la moderna ciencia bíblica, con lo cual
dejaba de ser teólogo aunque perteneciera a una Facultad Teológica, o bien se decidía
por la interpretación cristocéntrica, lo cual era sinónimo simplemente de renunciar a la
exégesis moderna. Naturalmente, cabía también aceptar ambas y vivir de acuerdo con el
principio de la doble verdad.
Estas posibilidades son también vividas hoy, pero en el fondo se va. preparando una
síntesis que posibilita la interpretación histórica integrada en una visión cristocéntrica.
Esta síntesis todavía no se ha logrado. Tal vez nos quede aún un largo camino, pero
parece que se puede bosquejar por dónde va ese camino y a dónde lleva. El primer paso
ha de ser la interpretación histórica, pero ésta, si no se queda en meras palabras, ha de
llevar por lógica interna a presentar una configuración que arrastrará a la visión
cristocéntrica como visión global. La palabra clave es historia de las tradiciones. La
historia de las tradiciones hace de la interpretación cristocéntrica el objeto de la
interpretación histórica. Veámoslo más de cerca.
los ve cerca. En su reflexión escrita intercala el oráculo de perdición que los anuncia y
al final de toda una serie de tales oráculos exclama: "¡Oh Emmanuel!" (Is 8,8).
Ahora volvamos a nuestro problema. El segundo significado que Isaías dio a la palabra
Emmanuel es también un sentido histórico, como es a su vez histórico el significado
ligado al oráculo del Emmanuel. Nos encontramos frente al primer sentido de la palabra
Emmanuel que corresponde al del libro que hoy tenemos a mano; lo que queda por
delante es sólo prehistoria de la interpretación del libro. ¿Dónde quedan, por tanto, el
sentido y la interpretación histórica? Están allí. Por un análisis histórico exacto y
completo nos encontramos con toda una serie de sentidos diferentes del mismo oráculo
en el intervalo de pocos años. Se puede hablar de tradiciones de la palabra Emmanuel
ya en el mismo Isaías. Nosotros no poseemos un sentido histórico, sino la historia de las
tradiciones de la palabra Emmanuel.
Por otro lado, hay que decir que la temática de las promesas mesiánicas y la de la
terreneidad de la salvación pertenecen al mismo grupo. Precisamente el enlace entre
salvación y reino davídico es tal vez la señal más clara del más acá veterotestamentario.
A través de la dinastía davídica, Israel debía ser regido en este mundo como un dominio
de paz y prosperidad. Esto es la salvación. Convendría ahora seguir cómo va
NORBERT LOHFINK, S.I.
Con esto se habrá hecho claro que la historia de las tradiciones brota de la historia. Las
primeras interpretaciones fijadas históricamente desembocan en el modo de pensar de la
historia de las tradiciones más amplio y más dinámico. Es por tanto una tarea legítima
establecer el sentido en el que el NT sobrepasa las tradiciones del AT, del mismo modo
que lo es buscar el sentido que tenían las tradiciones AT en el tiempo del rey Salomón,
del profeta Isaías o del reformador Esdras.
Con la mención de los "intérpretes actuales" hemos tocado un punto desde el que
conviene proseguir nuestra marcha. No se trata de la interpretación cristocéntrica de los
primeros siglos después de Cristo. Debemos, de acuerdo con la idea explicada de la
historia de las tradiciones, determinar qué es propiamente para nosotros hoy la
interpretación cristocéntrica del AT, cómo se relaciona con el conjunto histórico
tradicional.
Algunos casos podrán aclarar esto. Se da, por ejemplo, la mirada romántica hacia el
pasado según la cual conviene resaltar cualquier comienzo. Todo cuanto ocurra después
no será más que la historia de un decaimiento. En el polo opuesto se encuentra la visión
evolucionista, que mira el pasado como la historia siempre creciente del progreso
espiritual. Su época es el valor supremo y la historia en conjunto un paulatino avanzar
NORBERT LOHFINK, S.I.
hacia la cumbre. Naturalmente, cabe también que una fase intermedia se haga clásica, es
el caso de muchas formas de humanismo: antes de los antiguos clásicos sólo barbarie, a
lo más preparación de algo mayor que se aproxima, luego sólo periódicos cambios entre
decadencia y renacimiento.
Interpretación cristocéntrica
Cómo realizar esto es una cuestión difícil y hoy raras veces formulada. Lo que sabemos
de toda la amplia historia de las tradiciones, con sus variados sentidos y cambios, nos
impide pasar por alto el sentido original de las palabras del AT y atribuirles tácitamente
un sentido nuevo desde Cristo o desde nosotros. Esto lo ha hecho -cosa legítima en su
tiempo- Mateo con Is 7,14, o la tradición cristiana con Cohelet, como nos lo mostraron
los ejemplos de Gregorio Magno y Tomás de Kempis.
No podemos terminar sin bosquejar el sentido que para nosotros tiene n hoy los dos
ejemplos que han salido a lo largo del artículo. Para la interpretación de Is hay que
comenzar por el año 734 a.C., observar el posterior desarrollo del sentido hasta su
aclaración en el NT y desde allí actualizar la palabra, de modo que sea verdad-para-
nosotros, verdad que nos posibilita el afrontar el futuro. Todo esto podrá hacerse si esta
palabra Enmanuel queda situada en las promesas de Dios a la dinastía davídica y en la
fidelidad de Dios a las mismas en Jesús de Nazaret, fidelidad que se prolonga en la
fidelidad de Dios a su Iglesia, a la cual pertenecemos. Así adquiere esta palabra todas
sus dimensiones y alcanza la verdad en la cual el hombre puede vivir, y en la cual la
historia se hace de nuevo histórica.
Se debería plantear, por último, otra vez la pregunta sobre el adecuado proceso
interpretativo como cuestión práctica; pero es difícil decir algo más ajustado, ya que
NORBERT LOHFINK, S.I.
estas cuestiones apenas si han sido aún planteadas. La pedagogía religiosa católica se ha
abierto poco a la s verdaderas preguntas que plantea la ciencia bíblica moderna. Se trata
de algo más que de oportunas correcciones a la interpretación de este o aquel pasaje.
Para el AT está lanzada la pregunta radical de si la interpretación cristocéntrica es
compatible con la interpretación histórica hoy en uso.
Esperamos haber mostrado que sí son compatibles. Al precio de que ambas lleguen a ser
lo que han de ser: hacerse historia de las tradiciones e interpretación cristiana de cada
nuevo encuentro de la fe con la íntegra historia de las tradiciones.
LA IGLESIA CELESTE
En este artículo el autor quiere responder a la cuestión de qué debe entenders por
«Iglesia celeste». Se sirve de la Constitución sobre la Iglesia del Vat. II (LG). Presenta
los distintos estadios de la Historia de la Salvación entrecruzándose mutuamente en el
pasado, en el presente, y en el futuro.
El capitulo séptimo de la Constitución dogmática sobre la Iglesia (LG) lleva por título:
"Índole escatológica de la Iglesia peregrinante y su unión con la Iglesia celeste". En este
estudio intentamos esclarecer qué se entiende por "Iglesia celeste".
En la preparación próxima del capítulo de los santos, pronto quedó claro que no se
podía limitar a ellos y a su culto solamente. En efecto, en los santos la Iglesia ha llegado
a su consumación, luego se imponía ver con atención un elemento esencial de la Iglesia,
su carácter escatológico, que si bien no se había omitido, sí se había atendido demasiado
poco.
La Historia de la Salvación del AT es la historia del pacto de Dios con su pueblo. Los
libros de la Creación (Génesis) y de la salida (Éxodo) hablan de una alianza con Noé,
Abraham, y Moisés, elegidos todos ellos como representantes de todo un pueblo. Esta
teocracia no quedó suprimida por la dinastía davídica. No todos estos pactos están al
mismo nivel, pues la alianza radical fue concertada en el Sinaí, pero sí que todos ellos
están referidos a una alianza "nueva", definitiva y escatológica que se cerró "cuando
vino la plenitud del tiempo" (Gal 4,4), en Cristo, Cabeza del género humano y Cabeza
de un nuevo pueblo, la cual se renueva constantemente en el Banquete Sacrificial de la
Nueva Alianza.
Esto "nuevo" que ha venido con Cristo no será superado por una nueva Iglesia en la
tierra.
Algunos quieren que se dé un futuro más elevado de la Iglesia a la manera que ella es un
estadio superior con respecto de la Antigua Alianza y al Pueblo de Dios del AT. La
Constitución conciliar zanja la cuestión: "Y mientras no haya nuevos cielos y nueva
tierra en los que tenga su morada la santidad (cfr 2Pe 3, 13), (la Iglesia) en sus
sacramentos e instituciones, que pertenecen a este tiempo, lleva consigo la figura de este
mundo que pasa" (LG 48).
Sobre una situación histórica dada, gravitan el pasado y el futuro, y con más intensidad
allí donde la decisión del hombre se sirve de los acontecimientos y hechos pasados y
determina los futuros. Así, la Iglesia, realización última del pueblo de las promesas, y
por ello fue fundada como realidad histórica, no puede ser comprendida sin atender a la
historia y al carácter propio de este pueblo. Así, pues, p. ej., la Iglesia no sustituyó
simplemente a la Sinagoga, sino que ésta encontró en aquella su plenitud. Sobre la
Iglesia gravita la historia del pueblo judío. Nosotros llevamos a cuestas los pecados de
nuestros "padres" y somos herederos también de su obediencia fiel, de su confianza en
Dios y de su suspirar constante por el Reino que se acerca; Abraham es el padre de
nuestra fe (cfr. Rom 4, 11s; Sant 2,21); las Escrituras del pueblo judío son también para
nosotros Palabra de Dios; a una con sus grandes orantes dejamos escapar sus mismas
súplicas, y celebramos los grandes prodigios que Dios obró en Israel para todos
nosotros.
La Promesa, tal como fue dada al pueblo del AT consistía en una realización inicial de
aquello que, en sentido pleno, debía venir, y que fue elevado en la Iglesia a su realidad
plena. La historia de Israel se caracteriza por los pactos que unen al pueblo con Dios.
Ahora bien, en Cristo se da aquella unión humano-divina que constituye la forma más
rica de la alianza entre Dios y el hombre. Esta "Nueva Alianza" de la historia está
enraizada en la Iglesia, receptáculo sacramental de esta presencia de Dios en el mundo,
que contiene en su seno y continúa el misterio del Dios-hombre. La Iglesia, como todo
sacramento, es ciertamente también promesa, pero no hacia una superación interior
histórica, sino hacia su cumplimiento en la gloria. Y para alcanzarlo, antes debe acabar
este mundo y su historia.
Espíritu que habita en nuestro corazón y que no sólo nos enseña que somos hijos de
Dios, sino que nos da a gustar "el don celeste" y "las maravillas del poder propias de la
edad venidera" (He 6, 4s). Por tal vivencia de la fe sabemos que la Iglesia manifiesta y
conduce al Reino de Dios y que ella es este Reino en signo. Vivir con la Iglesia y de la
Iglesia es aceptar el Reino de Dios en la Iglesia visible edificada sobre la roca de Pedro.
Advertimos que en lo que sigue vamos a proceder dialécticamente. Iglesia celeste es una
realidad que -a lo menos en sentido total- no se da en la historia del mundo terreno. Aun
cuando la historia del mundo y de la humanidad debieran ir desarrollándose en un
progreso continuado, que quizá postulase incluso el Hombre-Dios (Teilhard de
Chardin), debe mantenerse firmemente que el estado final de la Iglesia en el cual no se
dará más historia queda más allá de este progreso. Hay un punto de discontinuidad. Las
estremecedoras palabras del fin del mundo impiden considerar "el nuevo cielo" y la
"nueva tierra" como resultado homogéneo con el desarrollo del mundo y de la Iglesia.
La Iglesia celeste contiene un "no" a la terrena, pues debe cesar su modo de existir
terreno para saltar a su glorificación. La Iglesia, mientras está de camino, necesita estar
distanciada del mundo; necesita de una ascesis, que en este caso significa confesar su
carácter provisional y en discontinuidad con la Iglesia celeste; necesita que acepte su fin
que exige el nuevo rumbo. Es un trazo esencial de la Iglesia peregrinante el estar
destinada a la desaparición, lo que, al mismo tiempo, es una llamada de la Iglesia celeste
a los creyentes: que realicen la dinámica escatológica hacia la Iglesia celeste presente en
ellos en un distanciamiento ascético de su configuración mundana.
Podría creerse que esto último difumina la diferenciación entre ambas, pero, de hecho,
la acusa más, pues la Iglesia terrena es realidad celeste sólo en la medida en que el paso
de la existencia histórico-terrena a la de la gloria celeste no es un paso más allá en su
desarrollo continuo, ni lib eración, sino resurrección. Esto significa que la comunidad
del pueblo de Dios lleva con la nueva dirección puesta por Cristo, en la cual vive su
historia, la fuerza vital que la apartará de su configuración terrena para alcanzar un
estado más alto, la plenitud celeste de la participación en la vida del Hombre-Dios, que
la transforma para siempre en el Cuerpo de Cristo y su Plenitud (plêrôma).
OTTO SEMMELROTH, S.T.
2. Iglesia celeste
En realidad ¿cabe hablar de "Iglesia celeste" o más bien sólo de "santos", es decir, de
miembros de la Iglesia (terrena) que por su medio han alcanzado la gloria? Aquí
topamos con la cuestión, ya vieja, sobre el valor del carácter bautismal. El bautismo, en
efecto, es signo eficaz de la elevación gratuita del hombre aislado, pero también es
signo de la pertenencia a la Iglesia bautizante. El que quiera hablar sólo de Iglesia
terrena, verá el cielo poblado sólo por individuos aislados, y el valor del sello bautismal
le quedará relativizado a sólo mientras existe este mundo, pues por el bautismo se
pertenece a la Iglesia. Por el contrario, quien admita la "Iglesia celeste" como la forma
perfecta de la Iglesia de Cristo creerá en el carácter totalmente indeleble del sello
bautismal, pues la comunidad, como tal, del pueblo de Dios alcanza su plenitud, y no
sólo los individuos aislados que fueron miembros de la Iglesia terrena. A su favor está
que el ser social es un existencial del hombre, que no puede faltarle, pues, en su estado
de perfección sobrenatural.
Claro está que puede mirarse a la Iglesia y a su acción con ojos naturales, pero entonces
se escapa la realidad total que descubre el que la mira con fe: ser el vaso sacramental de
la presencia de Dios en la historia. Lo que la distingue de las demás sociedades, que es
la acción gratuita del Espíritu, sólo puede "creerse", pues en lo más profundo de "lo
visto" late la gracia divina, origen invisible de su acción.
Cristo es el Amén prometido por Dios en el AT. "Dichosos los ojos que ven lo que veis.
Porque os digo que muchos profetas y reyes quisieron ver lo que veis, y no lo vieron, y
oír lo que oís, y no lo oyeron" (Lc 10,23s). Pero este Amén no está sumergido en el
pasado como el sonido de una palabra humana ya pronunciada. Continúa sonando, y día
tras día es pronunciada por la Iglesia, comunidad de aquellos que reunidos en el Espíritu
de Cristo pueden ver y oír lo que los discípulos vieron y oyeron. El hombre, en un
constante amén, debe aceptar la presencia de Dios en ella para encontrar su salvación.
Es el mismo "amén" con que prorrumpieron los cuatro seres del Apocalipsis "ante el
que está sentado en el trono y ante el Cordero", y "los ancianos se postraron y rindieron
adoración" (Ap 5,13-14), que en primer lugar compete sólo a la Palabra de Dios, pero al
mismo tiempo en ello los bienaventurados del cielo se expresan a sí mismos, pues su
realidad celeste tiene su raíz en la realidad y fuerza de la Palabra que Dios, en Cristo y
en su Iglesia ha entregado al hombre.
OTTO SEMMELROTH, S.T.
El AT y, sobre todo, el NT nos dicen que la historia está dirigida por Dios, y sus
acontecimientos nos hablan del amor de Dios. Sería una caricatura de la Escatología el
considerar la Plenitud de la Iglesia como un "Algo" impersonal- fatal. Creación e
historia son la palabra amorosa en la que Dios se comunica al hombre. Pero esta
manifestación muchas veces queda oscurecida debido a las preocupaciones y cuidados
de la vida cotidiana. Por medio de los profetas Dios buscó abrir los oídos de su pueblo
al verdadero sentido de la historia. Por la misma razón, su lenguaje sonaba extraño y
siguió siendo desoído. Entonces Dios, encarnándose, quiso allegarse al hombre en la
creación y en la historia.
Esta última manifestación, no sólo obra de Dios, sino Dios mismo, es Cristo, el cual
vive en la Iglesia, el éschaton celeste, participación inmediata del mismo Dios, de modo
que puede "ser comido" y "ser visto" ("gustad y ved cuán suave es el Señor", Sal 34,9;
visio, fruitio), está presente en la Iglesia, aunque encubierto bajo signo. El Espíritu
Santo, el don de Dios, que "el Padre del cielo da a aquellos que se lo piden" (Le 11, 13),
es el alma de la Iglesia. Por ello la vida en la Iglesia debe ser consumación del amor a
Dios en el Espíritu. Ello nos lleva a que la Iglesia, debiendo ser signo, no debe
abandonar su organización y estructura visible y palpable para hacerse expresión
sacramental en los creyentes de la entrega amorosa a Dios.
Si, de hecho, se viviera este amor, la Iglesia aparecería como "el cielo en la tierra". La
experiencia cotidiana nos muestra demasiado bien que esta "Iglesia celeste", hecha
realidad en el amor, es de carácter escatológico, experimentada ciertamente, pero de
modo incipiente; bajo el velo de las deficiencias terrenas, y que se nos aparecerá a
nosotros en la realidad total del "cara a cara", cuando la historia llegue a su fin.
OTTO SEMMELROTH, S.T.
Entonces "el nuevo cielo y la nueva tierra" estarán ante nosotros tan radiantes, que la fe
y la esperanza desaparecerán en el amor. Entonces la Iglesia terrena se abrirá y su
realidad propia, la Iglesia celeste, devendrá eternidad radiante en el vínculo del amor a
Dios, que une a los bienaventurados en la "comunión de los santos".
No hay dos designios, uno creador, echado a perder por el pecado del hombre, y luego
un designio de salvación, cuasi- fracaso del primero. Sólo una visión humana de origen
mítico puede proponer dos tiempos en la obra divina. Cierto que el drama del pecado
está en el corazón del hombre y el misterio de Cristo está existencialmente
condicio nado por este hecho. Es lo que percibió Santo Tomás, cuya cristología es
esencialmente soteriología. Hoy continúa el misterio de iniquidad en un mundo salvado
por la cruz. Sentimos con San Pablo un áspero combate, cuyo desenlace puede hacer
fracasar el pla n benevolente de Dios: permanecemos libres bajo la gracia, y el pecado se
sitúa en el punto de encuentro de esa gracia y esa libertad. Pero, a despecho del pecado,
continúa sin cesar el misterio de la creación, asociada incluso desde dentro al misterio
de Jesús, proclamado Señor sobre toda la obra del Padre. La creación entera, rescatada
desde el primer momento de la Pascua, ha sido glorificada en la Resurrección. En el
pensamiento del Padre creador estaba ya presente el drama de la falta y previsto un más
allá de la caída del hombre. Un único acto de amor divino, que quiere a la vez colmar al
hombre de su plenitud sin violentar su libertad, produce los dos efectos de creación y
redención. Puede hablarse de un eterno desgarramiento del amor de Dios hacia el
hombre, cuyo sacramento será la cruz del Hijo. La Iglesia parusíaca será la reducción
de tal tensión, por la perfecta ósmosis entre la creación y la gloria pascual. Será la
realización del plan eterno del Padre de proyectar fuera de Dios la experiencia de paz,
gozo y mística contemplación que constituye la felicidad divina.
La Iglesia, como Cristo, tiene un doble origen. Es don de Dios, descrito por el
Apocalipsis como ciudad que baja del cielo para gozo de los hombres. Pero es también
un alumbramiento que el mundo ofrece a Dios como respuesta a su generosidad
primera, un poco como la humanidad de Cristo fue respuesta de alianza ofrecida por
Israel a Yahvé, que no habla dejado de amarle.
Hay que remontarse al hecho fundamental de que todo hombre ha sido creado para
encontrar un día la comunión de vida con el Padre. Desde el primer momento, el
hombre está destinado a entrar en la intimidad de Dios, cualquiera que haya sido la
naturaleza de la gracia adámica. Eso es lo que da al pecado su gravedad de rechazo
J. M R. TILLARD, O.P.
Ahora bien, la Iglesia se define en su profundidad última por esta comunión de vida. No
es sólo ni primordialmente pueblo congregado por la proclamación de la palabra de
Dios y alimentado por la Eucaristía. Es esencialment e la realidad misteriosa resultante
del hecho de que unos hombres llevan en si, de forma invisible y conocida sólo por
Dios, una participación especial de la vida divina, de que otros están en marcha
positivamente hacia ella, y, en fin, de que todo lo humano está trabajado desde dentro
por una llamada de Dios inscrita en su realidad de hombre, que intenta conducirle más
allá de la actual situación marcada por el pecado. Realidad invisible, pues muchos de
sus beneficiarios ignoran no sólo su presencia en ellos, sino incluso su existencia,
puesto que no conocen a Jesucristo, único revelador del Padre. La fidelidad consciente
del hombre a las exigencias de su propia naturaleza dicen siempre apertura a la
comunión de vida. Allí donde hay comunión, hay Iglesia-misterio. Ésta se extiende
tanto como el designio de Dios sobre el hombre, al menos en estado de tensión o de
empujes vitales que a menudo echa a perder el pecado antes de haber dado todo su
fruto. En su estatuto plenario y definitivo, la Iglesia no coincidirá con toda la
humanidad. Habrá un margen de fracaso, que desconocemos, una porción de hombres
alejados para siempre de la comunión con Dios. Pero en la etapa peregrinante, la Iglesia
se extiende por todas partes, al menos en el sentido de que ningún corazón de hombre
está lo bastante endurecido y corrompido para no dejarse atravesar por un impulso de
bien, por débil que sea. Éste, aun cuando no venga más que de la naturaleza, es ya un
reflejo de la profundidad de la comunión, una llamada hacia una plenitud.
carga de amor que Dios ha sembrado en la creación. No puede hacerlo solo, pero sí en
la comunión con Dios, y, por tanto, en su pertenencia a la Iglesia- misterio.
Por otra parte, el universo necesita redención, pues el hombre, su rey, introduce en él el
desorden y lo utiliza como instrumento en favor de su egoísmo y odio hacia sus
hermanos (cfr. Rom 8, 1922; Apoc 21, 1-0). Como una madre, la creación actual debe
producir la creación de los tiempos escatológicos a través de un misterio de muerte. El
hombre debe ser el principio activo de esta generación, en sus dos tiempos inseparables
de muerte al pecado e inmersión en la gloria divina. Debe juntamente rescatar el
dinamismo de la historia, que el pecado curva hacia el egoísmo y la cerrazón, y
arrastrarlo hacia un misterioso más allá, cuyo secreto conoce el Padre. Es lo que
consumó el hombre-Jesús en su cruz y resurrección. Porque la pascua tiene una
dimensión cósmica y, llevando a cabo la salvación del hombre, rey de la creación, salva
por el mismo hecho a ésta. Desde la mañana de pentecostés la Iglesia de Dios tiene la
misión y gracia de proseguir la obra de la pascua, preparando la gloriosa y definitiva
venida del Hijo del Hombre, el advenimiento de Dios todo en todos (1 Co 15, 28). Así
pues, en su dinamismo la Iglesia se desposa con el dinamismo del designio divino. Esto
da idea de su vocación de esposa de Dios.
La Iglesia lleva en si, como a su Cabeza, a Cristo, Hijo Unigénito del Padre.
Esta es la explicación última de todo este misterio: por tener la Iglesia como Cabeza a
Cristo, Hijo Unigénito del Padre, viene a confluir en ella la obra eterna de Dios con su
obra temporal. Punto esencial, poco atendido por la eclesiología moderna. Va a
mostrarnos que la Ecclesia tou Theou es la plenitud absoluta y radical de la acción
divina, el punto preciso de todo el dinamismo del amor del Padre. La prioridad de Cristo
en el orden de la vida nueva está inseparablemente unida a que Jesús, en la vida
trinitaria, es el Hijo único y eterno del Padre. Hay correspondencia entre la vida ad intra
de Dios y su acción ad extra. Queriendo hacernos hijos adoptivos, en comunión con su
vida íntima, el Padre realiza ese designio en y por Aquel que es eternamente el Hijo
unigénito. Nos hace, dicen los Padres, filii in Filio.
Decir que el Hijo único es enviado por el Padre e instituido por Él cabeza de la iglesia,
para el don de una vida filial animada por el Espíritu Santo, es afirmar que Dios no sólo
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hace que su. propia vida eterna roce a la Iglesia, como la causa eficiente toca a su
efecto, sino que la hace pasar a la Iglesia. En adelante, Dios vive en la Iglesia su
misterio trinitario.
En el plano de la acción divina encontramos la misma unión. Todo ha sido creado por
Cristo antes de ser rescatado por El, nos dicen Pablo, Juan, la carta a los Hebreos. En el
mismo sentido se mueve la filosofía agustino-tomista: processio personarum, quae
perfecta est, est ratio et causa processionis creaturarum (cfr. In I Sent., dist 10, q 1, a 1,
c, ad 3 ; etc).
Esto da idea del señorío de Jesús, punto de encuentro de Aquel por quien el mundo ha
sido eternamente concebido y luego realizado, y de Aquel que debe conducirlo a su
perfección.
Conclusión: la " Ecclesia tou Theou", plenificación y plenitud del designio del
Padre.