El Hombre y La Vida Espiritual
El Hombre y La Vida Espiritual
El Hombre y La Vida Espiritual
Traducción
EL HOMBRE MODERNO
Y LA VIDA ESPIRITUAL
F. Marx, de Taizé
ACCIÓN Y CONTEMPLACIÓN
El primer paso de la ascesis cristiana es acoger en la vida de todos los días la cruz de
Jesucristo. En la persona del Crucificado, nuestra existencia, en lo que tiene de difícil o
doloroso, ha encontrado un sentido y una eficacia. Pero esta actitud receptiva ante la cruz no
constituye toda la ascesis. El cristiano no es invitado solamente a asumir su sufrimiento y a
participar en el de Cristo, por la fe, sino también a ejercitarse en los combates que todos los
días debe llevar a cabo contra las fuerzas del mal, la codicia, él mismo.
Esta ascesis activa del cristiano ha podido juzgarse a veces como una lucha mórbida
contra sí mismo, contra las potencias naturales del ser humano, contra lo que Dios ha creado
y que es bueno. Ahora bien, san Pablo da de la ascesis una concepción militar o deportiva que
debe hacernos escapar del combate estéril de un moralismo de introversión. No es problema
para el cristiano construirse una antropología dualista, en la que el espíritu y la carne,
incluidos el alma y el cuerpo, estarían en lucha.
La disciplina espiritual del cristiano sólo puede ser una con su existencia. No puede
tener una vida interior y una vida exterior. Tocamos aquí el drama de la vida espiritual del
cristiano moderno que sufre al no poder preparar en su existencia un lugar aparte para la
oración y la meditación. Al faltarle el tiempo, y al hacerse invasoras las preocupaciones, se
desespera por no poder rezar mejor. En realidad, lucha contra sí mismo, busca una ley, un
marco de vida interior que rompa el determinismo de su agitada vida; se agota en un combate
contra su naturaleza y contra las exigencias de la vida moderna que le atosigan por todas
partes.
<<Por lo demás, fortaleceos con el Señor y con su fuerza poderosa. Vestid la armadura
de Dios para poder resistir las estratagemas del diablo. Pues no peleáis contra seres de carne y
hueso, sino contra las autoridades, contra las potestades, contra los soberanos de estas
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tinieblas, contra espíritus malignos del aire. Por tanto, requerid las armas de Dios para poder
resistir el día funesto y manteneros venciendo a todos (Ef 6.10-13)>>.
LA UNIDAD DE LA PERSONA
Para describir la vida espiritual, san Pablo emplea también una forma del lenguaje
sacado del deporte en el estadio (1 Cor 9.24-27). Su visión es importante para comprender la
ascesis cristiana. Lo que debe chocarnos aquí es que, tanto con las imágenes militares como
con las descripciones deportivas, el acento se pone en el combate que hace salir al hombre de
sí mismo. Del círculo vicioso de la introversión, de la dualidad del cuerpo y del alma, de la
división entre la vida interior y la existencia, el cristiano es arrancado por la ascesis que le
lanza a la lucha.
Pero él no quiere afirmar por eso que el pecado deje intacto al espíritu. Es la Ley
santa la que da a entender esta resistencia al pecado contrarrestada por los miembros. Al grito
desesperado del pecador que espera la salvación: <<¡Soy miserable!>>¿ Quién me librará de
este cuerpo que me arrastra a la muerte?>>, la palabra responde: <<Demos gracias a Dios por
Jesucristo nuestro Señor!>>. No son, por tanto, el espíritu, la razón, el entendimiento los que
van a vencer y a dominar el cuerpo, sino el Señor Jesucristo. La Ley, incluso comprendida por
la razón, sólo podía producir el pecado de los miembros..
La Ley creaba en la persona una división que Jesucristo anula con su gracia. Entrena al
cuerpo y al espíritu, al hombre entero y uno en la obediencia a su amor. La única oposición en
adelante, es la de la carne que tiende hacia el pecado espiritual y corporal y el Espíritu Santo
que habita en el cristiano. El combate no se sitúa entre el cuerpo y el alma, sino entre Dios y
el mal, el Espíritu Santo y la criatura que se somete al pecado (Rom 8).
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<<De hecho, cuando estábamos en la carne, las pasiones pecadoras que se sirven de la
Ley operaban en nuestros miembros para que diéramos frutos de muerte. Pero en la actualidad
hemos sido apartados de la Ley, muriendo a lo que nos mantenía prisioneros, de modo que
ahora vivimos en la novedad del Espíritu y no en la vetustez de la letra>> (Rom 7).
La novedad del Espíritu cosiste en reconocer la victoria del Señor sobre el pecado y la
muerte. Con esta victoria él arrastra a todo el ser humano para una resurrección total de la
persona. Existe ciertamente todavía un combate entre la carne y el Espíritu, entre la criatura
que tiende al pecado, la muerte, y el Espíritu Santo que lo quiere resucitar todo. Pero este
combate no puede ya considerarse como una lucha interior y moral.
No se trata ya del esfuerzo del hombre que quiere con pena obedecer a una ley que lo
juzga. Al contrario, al cristiano se le llama a que lleve a cabo este combate fuera de sí mismo,
en el mundo. Librado de tensiones interiores por la victoria del Resucitado, sabe, sin embargo,
que el combate prosigue entre Dios y el mal en el mundo. Enrolado por el Señor en la
Iglesia, ya no va a postrarse ante la angustia ante la suerte d su alma, le pedirá al Señor que le
dé fuerza para el combate. Puede ser tentado sin cesar viviendo según la carne, pero es toda
su persona física, psicológica e inteligente la que se deja dominar por el mal.
La ascesis cristiana puede rescatarlo para someterlo de nuevo a su Señor, dándole las
armas y el entrenamiento necesario para el combate.
Esta división de la persona, provocada por la ley moral en el hombre no cristiano,
deseoso de obedecer a un orden espiritual o moral, la encontramos, pero con otro sentido, en
la antropología inspirada en la filosofía griega. En ella no es la Ley la que suscita una tensión
que dé conocimiento del pecado; pero el alma, considerada originalmente buena e inmortal,
tiende constantemente a escaparse del cuerpo, su prisión, mediante la liberación filosófica y la
contemplación de las ideas hasta que la muerte acabe con esta liberación.
Esta unidad profunda de la persona humana, de alma y cuerpo, aspectos diferentes del
ser humano, la que crea en le Antiguo Testamento esta unidad de valores de creación. Todos
los seres tienen su significado. La materia no es, como para los Griegos, una imagen ambigua
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que hay que superar para alcanzar la Idea, una pantalla ante la verdad pura. La materia creada
es el lugar de un encuentro con el Espíritu. El pecado compromete este encuentro, pero la
Palabra de Dios le vuelve a dar sentido a la creación y restablece los signos de la Revelación.
Estos símbolos materiales no tienen que ser superados como reflejos pálidos que
falsearían la misma idea que se debe alcanzar. Tienen una relación orgánica y adecuada con el
Espíritu que significan y se transmiten con la fe. Toda la creación es una. La división del
interior y del exterior no existe. De este modo hasta el mismo sueño forma parte de la realidad
objetiva.
El pensamiento griego primitivo tiene este mismo sentido de la unidad de los seres. En
Homero, los dioses tienen una forma corporal y son sensibles a las pasiones como los
hombres; los seres viven en un mudo material con el que entablan un contacto orgánico,
mundo de símbolos sensibles, no intelectualizados. Más tarde, los filósofos se sentirán
molestos por esta antropología y esta teología antropomórfica. Crearán, sobre todo Platón, su
teoría dualista de la materia y del espíritu, del cuerpo y del alma.
Esta unidad del ser en la pureza o en el pecado, nos la recela san Pablo en la Carta a
Tito: << Para los puros todo es puro; para los incrédulos contaminados nada es puro, pues
tienen contaminada la mente y la conciencia. Afirman conocer a Dios y lo niegan con las
acciones; son detestables y rebeldes, descalificados para cualquier obra buena>>(Tit 1.15-16).
El espíritu, la conciencia, las obras, el interior y el exterior de los falsos cristianos está todo
manchado. Profesan con sus labios el conocimiento de Dios, pero no son sinceros ni puros.
Todo su ser está en la impureza. Al contrario, para los que son sinceros y puros en su
adhesión a Cristo, todo es puro: su espíritu, su conciencia y sus obras.
San Pablo hace, sin embargo, una vez la distinción para el cristiano, entre hombre
interior y exterior: <<Por tanto no nos acobardamos: si nuestro exterior se va deshaciendo,
nuestro interior se va renovando día a día>>(2 Cor 4.16). Se trata aquí de la actitud valerosa
del cristiano en las pruebas de la persecución. Su cuerpo puede ser maltratado, pero sabe
igualmente que eso no aminora a su persona. El cristiano puede morir, su cuerpo puede
destruirse pero cree que en Cristo su persona, aunque disminuida en su expresión visible,
subsiste viva en el descanso de Dios hasta la resurrección final.
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La distinción entre hombre viejo y nuevo (Ef 4.22-24; Rom 8.6; Col 3.9-10) no es un
dato que afecte a la antropología, sino a la historia del cristiano. Conocer a Cristo es
despojarse del hombre viejo corrompido por las codicias engañosas, abandonar su vida pasada
para revestirse del hombre nuevo, creado a imagen de Dios. Es la obra del Espíritu Santo la
que inspira nuestros pensamientos. El hombre viejo puede reaparecer siempre en forma de
tentación y de atracción para el pecado. Pero el hombre nuevo es un hombre total yno
solamente un alma pura o una vida interior, del mismo modo que el pecado del hombre viejo
al reaparecer posee al ser entero.
No se trata aquí de una física, sino de una muerte según el espíritu Santo. Por la fe en
Cristo, nuestro cuerpo resucita ya y debemos <<considerarnos como muertos al pecado y
vivos para Dios en Jesucristo>> (Rom 6.11).
EL COMBATE
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Este combate que constituye en el fondo la ascesis cristiana no debe, por tanto, no
debe llevarnos a una lucha interior del espíritu contra el cuerpo. Sería volver a caer en el
moralismo legalista que divide al ser único del hombre. La ascesis cristiana debe inspirarse
más bien en las imágenes militares o deportivas de san Pablo (Ef 6.10-20; 1 Cor 9.24-27).
El combate contra las potencias del mal, - y no contra la carne y la sangre -, toma un
valor objetivo y cósmico. El cristiano escapa así de una introversión angustiosa para
comprometerse con su Señor, enrolado en la Iglesia para que triunfe la victoria de Dios. Su
ascesis y su disciplina son las de un soldado o un atleta enteramente entregado al combate de
Dios. Consiste en un entrenamiento de todo el ser para la carrera hacia la meta y la lucha
contra el pecado; consiste en forjar y en revestirse con las armas espirituales. El pecado es no
vigilar ni estar listo y disponible para el combate.
Esta oración interior por el prójimo encontrado forma parte del sacerdocio real, al cual
está consagrado todo cristiano por el bautismo.
<<Bendecid, puesto que a eso habéis sido llamados, a heredar una bendición>> (1 Pe
3.9). La práctica de esta oración de bendición silenciosa es una vocación para el cristiano en
el mundo.
misma actividad del día: la señal de la cruz. Al final del siglo segundo, Hipólito de Roma se
hace eco de esta práctica de la Iglesia primitiva: <<Esfuérzate en todo tiempo en santiguarte
dignamente la frente, pues es el signo conocido y probado de la Pasión contra el diablo.
Si lo haces con fe, no para hacerte ver de los hombres sino para oponerlo con inteligencia
como un escudo. Efectivamente, al ver la fuerza que viene del corazón, desde que el hombre
revela externamente la imagen espiritual, el adversario huye, no porque tú le asustes, sino que
el Espíritu que sopla en ti...>>.
Hipólito ve en la señal de la cruz una manifestación externa de la vida del Espíritu Santo
en el corazón y una especie de exorcismo que echa el mal mediante la representación de la
Pasión. Pero este gesto implica otros significados..
Es un exorcismo, por el que el Espíritu Santo expulsa el mal en sus ataques. Es una
oración, en la que nos ofrecemos totalmente a Dios y en donde presentamos a nuestro prójimo
a la luz bienhechora de su cruz. Esta oración sencilla en gestos y rica en sentido puede
acompañar nuestra voluntad de la presencia de Dios, nuestra intercesión por los otros, nuestra
intención de amor para Cristo y de contemplación de su persona. El compromete todo nuestro
ser en el seguimiento de Cristo, con la fe en su salvación, con la esperanza de su ayuda. con el
amor de su presencia.
Pero para eso debe cumplirse lentamente, con inteligencia y corazón, como una oración
ardiente.
LA OBRA DE DIOS
Nuestra oración, sin tener que ser siempre consciente de toda su plenitud espiritual
para ser verdadera y eficaz, debe, sin embargo, alimentarse de una doctrina clara. Tenemos
que preguntarnos la razón profunda de la oración, su significado en el conjunto de nuestra
vida cristiana.
La cuestión fundamental que se plantea es ésta: puesto que Dios conoce todo, ya que
es el dueño de toda acción, y puesto que posee toda decisión, ¿cuál es la razón de ser y el
sentido de la oración?
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esta pregunta hay que darle una respuesta general que podremos profundizar después, y esta
profundización podrá constituir una doctrina de la oración propia que alimenta nuestra vida
espiritual diaria.
Dios quiere nuestra oración para hacernos entrar en su intimidad y en su trabajo. Nos
concede la gracia de poder conversar y trabajar con él. Somos los obreros de Dios no
solamente en el testimonio o el ministerio, sino también en la oración.
La vida de oración encuentra su razón de ser fundamental en este diálogo y esta labor
con Dios, queridos por Dios para asociarnos a su vida.
Cristo ha dicho: << Y lo que pidáis alegando mi nombre lo haré, para que por el Hijo
se manifieste la gloria del Padre>>(Jn 14.13). Toda oración cristiana se hace en nombre de
Cristo, nuestro Señor.
Eso significa que por la oración estamos en comunión con el Hijo en su obra de
intercesión; entramos en la obra de Cristo, en la obra del Hijo al lado del Padre.
Cristo nos une a él en su pasión, para que su sacrificio, inscrito en nuestro cuerpo, pase
a través de nuestra plegaria y nuestro testimonio. En esta forma de oración de intercesión es
donde se realiza el sacerdocio real de los cristianos. Ahí, nos hacemos colaboradores de Cristo
y de su obra redentora. Esta obra histórica, única en la cruz, tiende contantemente en su
aplicación a todos los hombres, y nuestra intercesión es el medio privilegiado de esta
aplicación.
La oración nos une a Cristo en su resurrección. Nos hace comulgar con su victoria e
impone en nuestros corazones la certeza del triunfo de la fe en todo hombre. La oración
adquiere aquí la forma de acción de gracias por todas las victorias de Dios. Es una
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proclamación, plena de seguridad, a la que se encaminan poco a poco los que viven la oración
cristiana. La acción de gracias es así una expresión de la paz del cristiano, fruto de su
seguridad en el triunfo de Dios ante toda resistencia humana.
La oración nos hace participar, finalmente, en la plegaria celeste del Hijo de Dios. En
el día de su ascensión, Cristo ha entrado en el santuario supremo en el que él no cesa de
presentar la única ofrenda de su vida, en la asamblea de los ángeles y de los santos. Unida así
al ministerio de nuestro Sumo- Sacerdote siempre vivo, nuestra oración se convierte en
alabanza perpetua por todas las maravillas de la creación y de la redención, ofrenda de todos
los hombres a la luz de Dios, con el fin de que se iluminen y se transfiguren en el fuego del
Espíritu Santo.
Así la Eucaristía, memorial del Hijo en la Iglesia y delante del Padre, es la oración por
excelencia en el nombre de Cristo nuestro Señor. Es nuestra perfecta participación en su
encarnación, su pasión, su resurrección y su ascensión. Es nuestra petición más justa, nuestra
intercesión más ardiente, nuestra acción de gracias más alegre, nuestra alabanza más gloriosa.
Es por excelencia el sacrificio de intercesión, de acción de gracias y de alabanza. Por esta
razón toda oración cristiana verdadera se dirige a la Eucaristía como a su fuente vivificadora.
<<Así, dice el libro del Exodo (28.29): Cuando Aarón entre en el santuario, llevará
sobre su corazón, en el pectoral de las suertes, los nombres de las tribus israelitas, como
recordatorio perpetuo ante el Señor>>.
El pueblo de Dios, simbolizado por doce piedras preciosas, era presentado a la luz del
Señor en el santuario para que se iluminara como las centelleantes pedrerías del pectoral en
sus engastes de oro.
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Pero en la eucaristía Cristo no está solamente presente delante del rostro del Padre;
arrastra a toda la Iglesia, su Cuerpo, en su alabanza y en su plegaria. De esta forma, todo el
nuevo Israel se presenta a las miradas del Padre, en la Eucaristía. Como un nuevo pectoral, la
Eucaristía lleva, con el nombre glorioso de Cristo intercesor, los nombres innumerables de
todos los hijos de Dios, como grabados en millares de pedrerías ofrecidas a las miradas del
Padre en viva intercesión.
Y el Señor responde con el fuego que cae sobre el sacrificio. Así es la oración
cristiana, ferviente, sencilla y apacible; fundada en la historia de la fidelidad de Dios respecto
a los patriarcas, profetas, apóstoles, mártires y todos los santos, la Iglesia pide sencillamente
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a Dios que la escuche y le responda. Es el sentido de <<Kyrie eleison>> (Señor, ten piedad)
que acentúa, desde los primeros siglos, las oraciones litánicas de la Iglesia: <<¡Oh Señor,
escucha y ten piedad!>>.
Dios nos escucha, pues, a causa de la Iglesia, a causa de la oración de todos los santos
de todos los tiempos, porque esta oración se hacía en nombre de Cristo, en su comunión y
para su gloria. Dios nos escucha a través de toda la Iglesia, de todos fieles que forman sólo un
cuerpo; Dios escucha al Cuerpo de Cristo y no solamente intenciones individuales. No soy
escuchado para mí solo y para mi felicidad individual, sino en función de la comunidad
cristiana que me rodea, en función de toda la Iglesia.
Dios a toda la comunidad cristiana; pues Dios quiere el bien más grande de todos, y no
solamente la felicidad de un individuo. Dios nos escucha en la Iglesia, en la comunión de
todos los hermanos en Cristo. El no nos escucha fuera del Cuerpo de Cristo, como individuos
separados, para nuestra felicidad o nuestro placer personales.
Cristo ha dicho: <<Pedid y recibiréis, para que vuestra alegría sea completa>>(Jn
16.24).
La escucha de toda oración en nombre de Cristo tiene por fin la alegría en plenitud, la
alegría en el espíritu santo y en la Iglesia, la alegría de su Reino. Dios responde así a nuestras
intenciones de oración, en el sentido de nuestra petición o en el sentido más verdadero de su
voluntad de amor, y esta respuesta es siempre para hacernos llegar a una mayor alegría.
lo que pretende el Espíritu cuando suplica por los consagrados de acuerdo con Dios (Rom 8.
26.27)>>.
Así Dios está en el origen y en el fin de nuestra oración. Es él quien nos da el deseo y
quien incluso nos inspira las intenciones por obra del Espíritu Santo; el que viene en socorro
de nuestra debilidad en la vida espiritual, él intercede por nosotros y nos une así a Cristo,
nuestro intercesor junto al Padre. Dios nos escucha, y al responder al Hijo y al Espíritu, nos
conduce a la alegría completa: la renovación de nuestro corazón en el fuego del Espíritu
Santo.
La vida de oración nos hace entrar así en el círculo eterno de las relaciones del Padre,
del Hijo y del Espíritu Santo, en la vida de Dios-Trinidad. Nuestra debilidad llama al Espíritu
Santo, que viene a inspirarnos la vida de oración y a unirnos así al Hijo; el Hijo presenta al
Padre las oraciones en su nombre de todos los cristianos, de todos los santos, de todo el
Cuerpo de la Iglesia, en su eterna intercesión, en el memorial perpetuo de su sacrificio único;
el Padre escucha esta oración del Hijo reuniendo todas las oraciones, inspiradas con la ayuda
del Espíritu Santo: él da por excelencia a todos la renovación del Espíritu, la alegría en
plenitud, la alegría del Reino, que revelará a los hombres la victoria de la cruz y de la
resurrección, y les llevará finalmente a la salvación. ¿Quién se resistiría a esta alegría
suprema y entrar así en la vida y en la obra de Dios mediante la oración?
El cristiano no puede desear una vida espiritual que lo arrancase del mundo y lo
dispensara de llevar las cargas de los otros. Los mismos monjes, en su ascesis y su
intercesión, comparten las dificultades de los hombres sus hermanos.
Una vida espiritual verdaderamente cristiana está enraizada en las condiciones del
mundo actual. La oración es auténtica si a la adoración de Dios une la intercesión por todos
los hombres que sufren.
Y sobre todo, una vida espiritual es verdadera si conoce las dimensiones del
sufrimiento humano, si lleva el sufrimiento de los otros ante Dios, si conoce el sufrimiento
como una experiencia compartida con Cristo y todos los hombres.
LA ESPINA EN LA CARNE
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Debe siempre ser exhortado al combate con Cristo contra los poderes del
mal que buscan que disminuya su libertad espiritual así como su salud. Si
coge la enfermedad, debe verla como un ejercicio de paciencia. Este
término, en su misma etimología, encierra a la vez la idea de una espera, de
un dolor, de una pasión en el sentido en el que se habla de la pasión de
Jesucristo.
En la segunda epístola a los Corintios (12.7-10; 13.4), san Pablo nos hace
partícipes de una dificultad de la que él ha sido víctima en el transcurso de
su ministerio. Después de haber revelado el éxtasis con el que Cristo lo ha
honrado, declara: “ Y para que la excelencia misma de estas revelaciones no
se me suban a la cabeza, me ha clavado una espina en la carne, un ángel de
Satanás encargado de abofetearme”.
La gracia de Dios nos basta. No hay nada mejor que la sonrisa llena de
amor de un que ama y es amado. Ahora bien, nadie nos ama más que Jesús
y no podemos amar a nadie mejor que él. Nuestra satisfacción plena y
completa se encuentra en la gracia de Dios que es la mirada amante y la
sonrisa bienhechora de Jesucristo.
“Mi poder, dice Dios, se muestra en la debilidad”. ¿Cómo puede ser eso?
¿Cómo la debilidad pude convertirse en fuerza?
El ser débil tan sólo puede reflejar una luz que no es la suya. No radica en
él la fuente de una potencia espiritual. Lo único que puede hacer es
transmitirla. Actuando así, no es obstáculo para que el resplandor de Cristo
brille en él. La transfiguración se lleva acabo con la luz del Espíritu Santo.
La debilidad humana atrae por consiguiente el poder de Dios, y el de Cristo
descansa en los corazones débiles, en los pobres según el Espíritu...
Los primeros mártires cristianos tenían una conciencia aguda de esta unión
con el Crucificado. En la carta de los cristianos de Lyon, se dice de
Blandine que “ ella no sentía nada de lo que le sucedía a causa de su
esperanza, de su adhesión a la de y de su conversación con Cristo”.
En la Pasión de las santas Perpetua y Felicidad, el narrador dice a ésta.
Mientras estaba en la prisión: “ Ahora soy yo quien sufre lo que sufro; en el
anfiteatro habrá otro en mí que sufrirá por mí porque yo también sufriré
por él.”
Siempre, por más bajo que hayamos caído, nos basta invocar y evocar al
Crucificado, para que los demonios que nos poseen, sean violentamente
expulsados. De la proclamación de la muerte de Cristo emana una fuerza y
una alegría sobrenaturales.
La resurrección de Cristo no es solamente la réplica gozosa de la dolorosa
pasión de Jesús, sino que ella está ya presente en los acontecimientos de
nuestra semana santa. Jesucristo ha si ya transfigurado ante la pasión y en
presencia de Pedro, santiago y Juan; se ha aparecido en la montaña del
Tabor entre los dos grandes resucitados de la Antigua Alianza, Moisés el
patriarca, Elías el profeta.
La Iglesia sabe que Jesús resucitará a los tres días. Podemos encontrar
nuestra alegría en la pasión de Cristo, victoria de Dios y victoria nuestra
contra el pecado, el mal y el dolor.
¿Por qué esta locura?... Sería útil que fuese libre para recorrer el mundo, y
sin embargo, lo vemos de prisionero. ¡Cómo nos gustaría organizar nuestra
vida un poco mejor para hacer frente a los sucesos que nos vienen a menudo
para echar por tierra todos nuestros proyectos y esperanzas!
¿Por qué estamos enfermos, siendo así que con la salud podríamos trabajar
mejor para Dios? ¿Por qué estamos angustiados, atormentados,
neurasténicos, tímidos, siendo así que equilibrados podríamos servirle
mejor?
¿Por qué estamos apegados a tantos lazos afectivos, pasiones de este mundo,
mientras que libes, seríamos más útiles?
¿Por qué se nos paran todos los proyectos, las esperanzas, las ambiciones
con todos los fracasos de nuestra vida, siendo así que con nuestro éxito
podríamos glorificarlo?...
San Pablo ha encontrado el secreto de Dios en su sufrimiento, al igual que
nosotros podemos descubrirlo en nuestras dificultades.
Nos podríamos gozar con el apóstol. Efectivamente, lo sabemos muy bien,
cualquiera que se nuestra situación humana. Si hemos resucitado con
Cristo, tenemos que estar infinitamente dichosos, pues el Señor sólo quiere
que nuestra alegría sea perfecta.
Para comprender cómo san Pablo puede afirmar que él completa los
dolores de Cristo, hace falta captar su pensamiento que no es otro que su
relación entre Jesús y nosotros, entre Cristo y su Iglesia.
Más aún, Cristo resucitado no actúa sólo en la gloria en nuestro favor, sino
también en la tierra por medio de la Iglesia, su Cuerpo, el instrumento de
su obra en el mundo hasta el fin del mundo.
Y Calvino escribe también: “Por lo demás, sabemos que existe una unidad
tan grande entre el Jefe y los miembros, que el nombre de Cristo
comprende a todo el Cuerpo”.
De este modo no existe una acción, hoy, de Cristo independientemente de la
Iglesia, ni de ésta sin Cristo. Si no, la palabra de san Pablo sería
escandalosa: pretender que un cristiano, miembro de la Iglesia, puede
completar la obra de Jesucristo.
Debemos leer el texto así: “Completo lo que falta en mi carne a los dolores
de Cristo”. No falta nada a los dolores de Jesucristo en sí mismo; como
Redentor lo ha cumplido todo. Pero es preciso que lleve en mí su muerte.
Falta en mi carne algo, mucho, infinitamente para que me dé cuenta de esta
conformidad perfecta con él. Toda mi vida tendrá que reflejar en mi
corazón, en mi carne, la imagen de Jesús crucificado.
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Por todo eso, Jesús nos asocia a su pasión, nos coloca en el Calvario al pie
de la cruz con María su madre y su amado discípulo. Estos dolores,
reencontrados en nuestra vida cristiana, dura y laboriosa, nos da una
intimidad muy especial con Cristo, Estamos muy cerca del Crucificado,
penetramos en el misterio doloroso de su abandono y su muerte, y nos
convertimos en testigos vivos y poderosos de su pasión: entonces
comprendemos a los hombres en sus múltiples sufrimientos, estar cerca de
ellos, no sólo con palabras, sino con actos, amigos totales de compasión,
ricos en consuelo y desbordantes de afecto; compartimos su dolor como el
de Cristo. ¿Nos gustaría estar exentos de sufrimientos hoy día? No. Es en el
dolor nuestro soportado por el Cristo total en donde encontramos nuestra
alegría.
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Pero, ¿qué podemos hacer por todos esos hombres que sufren en el mundo y
que ni siquiera conocemos? Si somos testigos para nuestro prójimo, sufrir
con él y consolarlo en Cristo.
Para comprender el sentido del sufrimiento del cristiano por los demás, hay
que darse cuenta primeramente de que es un miembro del Cuerpo de
Cristo, de la Iglesia. San Pablo escribe a los Colosenses diciéndoles que
sufre por ellos. Ahora bien, él no los ha evangelizado, sino su compañero
Epafras; además, está muy lejos y separado por cautividad. Ningún lazo
humano puede explicar que el apóstol sufra por los Colosenses. No es
presuntuoso, puesto que ni siquiera les habla de su ejemplo de firmeza y
fidelidad en soportar los males en la cárcel. Si dice que sufre por ellos, es
porque cree en una relación mística entre todos los que confiesan a Cristo y
son fieles a su Cuerpo, la Iglesia.
Y esta intercesión lleva consuelo para estos hermanos que sufren, incluso
aunque estén muy alejados, pues en la comunión de los santos todos nos
asemejamos a Cristo y a su Cuerpo , que es la Iglesia. Nuestros dolores, que
llevan en nosotros la imagen de Jesucristo crucificado, nos permiten hablar
mejor de él y con mayor eficacia. Nuestro sufrimiento se convierte en una
viva intercesión. Podemos, mediante nuestros dolores convertidos en
oraciones, actuar poderosamente con nuestro hermanos de todo el mundo.
Somos, incluso en eso, servidores inútiles. Dios podría pasar de nosotros,
pero quiere hacernos sus colaboradores.
Al saber que nada es vano en nuestro dolores- si es que los soportamos por
Cristo- entonces reproducimos la imagen de Jesucristo crucificado en
nuestra carne y nuestra oración por los demás se hace fuerte. Podemos
entonces encontrar nuestra alegría en los dolores de Cristo en nosotros
mismos.
27
LA VIDA LITURGICA
EL SACRIFICIO LITÚRGICO
28
“Os exhorto, hermanos, escribe san Pablo, por la misericordia de Dios, que
ofrezcáis vuestros cuerpos en sacrificio vivo, santo, agradable a Dios; este es
vuestro culto espiritual. No os acomodéis al mundo moderno, sino
transformaos por la renovación del Espíritu a fin de que hagáis
discernimiento de cuál es la voluntad de Dios: el bien, lo bello, la
perfección” (Romanos 12.1-2).
La vida litúrgica en cuanto tal toca las realidades del Reino futuro y
permite que no tomemos como modelo el mundo actual, el continuo peligro
de la vida cotidiana del cristiano; ella produce la renovación del Espíritu y
revela magníficamente el bien, lo bello y la perfección que agradan a Dios.
LA COMUNIDAD LITURGICA
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La liturgia cristiana no tiene nada del misterio temible del Monte Sinaí
“abrasado por el fuego, lleno de oscuridad, tinieblas y tempestad” (12.18-
19), sino que ella establece una comunión apacible y confiada con el Ejército
celestial y la Iglesia triunfante “de los espíritus de los justos que han
llegado a la perfección” (12.23).
Esta realidad subrayada intensamente en las liturgias tradicionales
(prefacios eucarísticos, mementos...) es muy importante. Da en primer lugar
un espíritu de humildad.
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No hemos inventado nada, no tenemos que imaginar que hoy vamos a crear
un culto nuevo muy actual y adaptado; la experiencia de la oración de, de
Iglesia , de todos los santos, es mucho más profunda que nuestra pequeña
experiencia personal o comunitaria. Todos los santos están allí para
recordarnos que ellos han celebrado esta liturgia antes que nosotros,
cantado los Salmos, dicho el Padre nuestro y el Credo y el Gloria...y que
han encontrado la felicidad; están en la gloria: esperan con nosotros la
resurrección y el Reino. La liturgia de toda la Iglesia es una herencia que
nos sobrepasa, nos enriquece, y en la que tenemos que hallarnos como en
un tesoro.
Además, esta comunión con los ángeles y los santos nos recuerda que la
liturgia no tiene su valor por el número de los que participan en ella. La
liturgia es oración de toda la Iglesia, para toda la Iglesia y para todos los
hombres; los ángeles y los santos de todos los tiempos están allá con Cristo.
Es a la Jerusalén celeste, llena de ángeles y de santos, a la que nos
acercamos con Jesús el “mediador” (Hebreos 12.22-23), cuando celebramos
la liturgia de la Iglesia.
Si hay una “lex credendi” (una regla de la fe), hay también una “lex
orandi” (una regla de la oración). Nos toca a nosotros escucharla por boca
de la Iglesia. Pero esta regla de la oración, es una regla en la economía de la
gracia, una regla que no constriñe, sino que libera, facilita y alegra. Es una
regla del Espíritu Santo en la Iglesia que permite vivir fácilmente de la
gracia de Dios.
EL MISTERIO LITÚRGICO
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Por una parte, un Dios lejano, por otra una liturgia sin verdadera
orientación. La Iglesia debía hacer en su liturgia una síntesis perfecta, la
que celebra Dios mismo en Cristo por el Espíritu Santo.
INDICE
36
ACCION Y CONTEMPLACIÓN
- la unidad de le persona
- el combate
- el estadio
- el entrenamiento
- la sencillez y la alegría
- la contemplación de Cristo
- la comunión de los santos
- la obra de Dios
- el aguijón de la carne
- lo que falta a los dolores de Cristo
LA VIDA LITURGICA
- el sacrificio litúrgico
- la comunidad litúrgica
- el misterio litúrgico