Colombia Cuenta 2007
Colombia Cuenta 2007
Colombia Cuenta 2007
Colombia CUARTO
CONCURSO
NACIONAL
DE CUENTO
HOMENAJE A RCN
J O S É E U S TA Q U I O P A L A C I O S
MINISTERIO
DE EDUCACIÓN
NACIONAL
C U E N T O S
GANADORES
2010
cuenta
cuarto concurso
nacional de cuento
33 013 participantes
11 008
estudiantes hasta
séptimo grado
3 678
estudiantes
universitarios
2 860 docentes
18 828
mujeres
14 185
hombres
32 departamentos
877
municipios
6 020 instituciones
educativas
3 936
del sector oficial
2 084
del sector privado
285
instituciones de
educación superior
683 evaluadores
5
jurados internacionales
37 ganadores
4
2
3
C AT E G O R Í A
E U G E N I O PA C E L L I
TO R R E S VA L D E R R A M A
MÁLAGA 219 GIRÓN
C AT E G O R Í A
N ATA L I A M A R C E L A
P I T TA O S S E S
159
C AT E G O R Í A
G A B R I E L A VA L E N T I N A
G A L V I S C E LY
B O G O TÁ 83
ANDRÉS HUMBERTO
1 C AT E G O R Í A
VA L D E Z R E S T R E P O
M E D E L L Í N 29
DOCENTES
B E AT R I Z E U G E N I A J U L I Á N D AV I D JUAN SEBASTIÁN
DANIEL ALONSO
B U S TA M A N T E C A R VA J A L G U T I É R R E Z PELÁEZ CALLE
C A R B O N E L L PA R O D Y
MEDELLÍN 223 CALI 165 B A R R A N Q U I L L A 89 ENVIGADO 33
ALEJANDRO
OSCAR HUMBERTO DURÁN CARO J UA N D AV I D
MEJÍA GONZÁLEZ RINCÓN
CHIQUINQUIRÁ 141
FLORIDABLANC A 211 BARBOSA 75
GANADORES
DANIEL EDUARDO
VÁ S Q U E Z C O R R E A
DOSQUEBRADAS 147
D A N I E L A PAT I Ñ O
HERRERA
B O G O TÁ 151
2010
P at r i c i a E s c a l ló n D e A r d i l a , Gestora
M a r í a F e r n a n da C a m p o S a av e d r a , Ministra de Educación
ISBN: 978-958-705-449-1
Impresión,
Impreso e n C o lo m b i a / P r i n t e d i n C o lo m b i a
1
Colombia cuenta: el valor de escribir CÉSAR CAMILO RAMÍREZ, DIRECTOR EDITORIAL SM 23
Olor a chocolate 29
C AT E G O R Í A La invitada no invitada 33
ESTUDIANTES La mujer del pescador supersticioso 37
H A S TA S É P T I M O
GRADO
Cuando la señora zorra olvidó de qué se alimentaba 43
p. 2 6 El señor plastilinero 49
Sigues tú 53
Una confusión fantasmal 57
La triste historia del mar que un día se ahogó 63
Triangulilandia 69
2
Christopher y su amigo Sombrerín 75
La verdad sobre las moscas 83
C AT E G O R Í A
Crescendo alado 89
ESTUDIANTES El vano recuerdo de lo ocurrido la víspera 97
D E O C TAV O Beni 103
H A S TA U N D É C I M O
GRADO El par de mocasines 109
p. 8 0 Solo 117
Afecto por cable 121
El sabor de la nobleza 127
El que tenga alas que vuele 133
La muerte anda en bicicleta 141
La sombra 147
3
Contando agujeros 151
La historia tras la historia en la oscuridad 159
C AT E G O R Í A
El boquinche 165
ESTUDIANTES Sueño eterno 171
DE EDUCACIÓN
El juez sin rostro 177
SUPERIOR
p. 1 5 6 El siguiente 183
La noche de las orejas blancas 189
Ahora sí dan ganas 193
Luna menguante 199
El loco y el mar 205
4
La hoja de papel 211
El puente de Iseq 219
C AT E G O R Í A La Navidad feliz de la abuela Ana 223
DOCENTES El pescador de sierra 231
p. 2 1 6 La costurera de Bolívar 237
Presagio 243
Acta del jurado
CUARTO CONCURSO NACIONAL DE CUENTO RCN-MINISTERIO DE EDUCACIÓN NACIONAL, HOMENAJE A JOSÉ EUSTAQUIO PALACIOS 248
Concurso Nacional de Cuento
RCN-MINISTERIO DE EDUCACIÓN NACIONAL
12 C O L O M B I A C U E N TA
Estimados lectores
M A R Í A F E R N A N D A C A M P O S A AV E D R A
Ministra de Educación
M A R Í A F E R N A N D A C A M P O S A AV E D R A 13
de Cesar, Córdoba, Santander, Risaralda y otros departamentos de
nuestro país.
En esta ocasión “La invitada no invitada”, “El par de mocasi-
nes”, “El boquinche”, “El pescador de la sierra” y otros treinta y
tres cuentos, demuestran que escribir no es tarea fácil, es un pro-
ceso que requiere dedicación, esfuerzo y perseverancia, pero sobre
todo un interés infinito por comunicarse con el mundo y consigo
mismo. Los cuentos que aquí presentamos contienen todos esos
ingredientes, además de una predominante calidad que les hizo
alcanzar la aceptación de los diferentes jurados nacionales e inter-
nacionales que participaron en el proceso de evaluación, otorgán-
doles el galardón en la cuarta versión del Concurso Nacional de
Cuento.
Esperamos que este libro se convierta en la carta de invitación para
que ustedes, lectores, se dejen contagiar de la magia de la lectura y
la escritura, caminos por excelencia de comprensión y comunica-
ción con nuestra realidad.
14 C O L O M B I A C U E N TA
“Historias que cuentan”
FERNANDO MOLINA
RCN Radio
GABRIEL REYES C.
R C N Te l e v i s i ó n
16 C O L O M B I A C U E N TA
La formación y la evaluación
A S O C I AC I Ó N CO LO M B I A N A D E U N I V E R S I DA D E S
(ASCUN)
18 C O L O M B I A C U E N TA
de pregrado y posgrado y escritores de trayectoria, pertenecientes
a universidades públicas y privadas del país, y que hacen parte de
la Red de Lectura y Escritura en Educación Superior, REDLEES,
han brindado la oportunidad de conocer fortalezas y debilidades
de los procesos de producción escrita de los niños, niñas, jóvenes
y docentes del país. Esto, por supuesto, deja una responsabilidad
adicional importante para trabajar en el futuro y de manera sos-
tenida, junto con los organismos gubernamentales para el fortale-
cimiento de estos procesos, sin los cuales no se puede pensar un
ejercicio formativo y ciudadano completo.
22 C O L O M B I A C U E N TA
Colombia cuenta: el valor
de escribir
C É S A R C A M I LO R A M Í R E Z
D i re c to r e d i to r i a l S M
24 C O L O M B I A C U E N TA
25
1
MOCARI
N ATA L I A L E O N O R M O L I N A
Cuando la señora zorra olvidó
de qué se alimentaba
43
B O G O TÁ
NICOLASA MARÍN GONZÁLEZ
La mujer del pescador supersticioso
37
C AT E G O R Í A
MEDELLÍN
ANDRÉS HUMBERTO
VA L D E Z R E S T R E P O
Olor a chocolate
29
ENVIGADO
JUAN SEBASTIÁN PELÁEZ C ALLE
La invitada no invitada
33
E S T U D I A N T E S H A S TA S É P T I M O G R A D O
RIOSUCIO
ISABELA ESCOBAR PÉREZ
Una confusión fantasmal
CALI 57
C R I S T H I A N A LV E A R
HERNÁNDEZ
BARBOSA
Sigues tú
J U A N D AV I D G O N Z Á L E Z R I N C Ó N
53
Christopher y su amigo Sombrerín
75
TÁ M E S I S
SANTIAGO MURCIA
CUADR OS
Triangulilandia
B O G O TÁ 69
J U A N PA B L O S I M Ó N R I C O F E R N Á N D E Z
El señor plastilinero
49
CALI
K A R E N I V E T H F E R N Á N D E Z M O N S A LV E
La triste historia del mar
que un día se ahogó
63
Olor a
chocolate
A N D R É S H U M B E R T O VA L D E Z R E S T R E P O
MEDELLÍN
29
Olor a chocolate
A N D R É S H U M B E R T O VA L D E Z R E S T R E P O
30 C O L O M B I A C U E N TA
gelaron los labios y hasta el suave maquillaje que llevaba puesto
desapareció.
Irradiaba una tristeza única y contagiosa, tanto que el panora-
ma comenzó a tornarse oscuro, tanto que su fragancia a chocolate
comenzó a desvanecerse con cada segundo…
Algún nefasto ser le había roto el alma y le había arrancado el
corazón.
En mi lienzo corría sangre en vez de miel.
Corrí hasta donde ella se encontraba, la tapé con mi delantal
blanco y le dije mi nombre al oído, pero ella nunca mencionó el
suyo. La invité a quedarse en mi sencillo taller. No dijo ni una pa-
labra. Se sentó en la primera silla que le pareció cómoda, cuando
sintió confianza me contó su historia con un tono de nostálgico
desamor irremediable.
Estaba por amainar la tormenta cuando ella agradeció mi genti-
leza y dijo que vendría a visitarme algún día.
No volvió a pasar nunca por esa calle lúgubre que presenció su
pena.
Yo me mudé a otra parte, a otro taller, uno más grande, y me
llevé conmigo el retrato.
Así pasó mi tiempo, rápido y desapercibido.
Hasta que una mañana, cuando el sol apenas se asomaba, la
sangre que un día su pecho derramó se había borrado del lienzo.
Cuando alcé la mirada sentí que el viento amable traía ese
particular olor a chocolate. Y entonces la vi a ella, sonriente, sin
sombrilla ni perlas, sentada en una silla que estaba en frente de
mí, con un brillo en los ojos más lúcido que abril y los labios
cada vez más encendidos.
Se inclinó lentamente, me tomó de la mano y con una voz plena
me susurró su nombre al oído.
A N D R É S H U M B E RT O VA L D E Z R E S T R E P O 31
La invitada
no invitada
33
La invitada no invitada
JUAN SEBASTIÁN PEL ÁEZ C ALLE
34 C O L O M B I A C U E N TA
Como el pobre hombre estaba tan rechoncho empezó a rebotar
como una pelota luego de resbalar en un trozo de pastel; mi papá,
quien venía corriendo como volador sin palo, cayó justo sobre la
panza del tío y a su vez rebotó como niño en un inflable; John Se-
bastián y yo llegamos en silencio. Íbamos a acorralarla...
Mi primo le pegó un palazo en la cabeza mientras que yo le di
con el matamoscas en la cadera; valientemente ella resistía y nos
enseñaba sus dientes y sus uñas afiladas.
Pero, cuando casi la dominábamos, la pobre invitada, maltre-
cha y aturdida, se escapó por entre las piernas de mi primo.
–¡Auxilio! ¡Auxilio!, me muero –gritaba mi primo mientras su
cara se ponía morada. No podía respirar. Al sentir el cuerpo de la
invitada tocando sus piernas cayó desmayado en el mueble y el
monstruo aterrador empezó a darle vueltas por su cabeza.
En medio de la confusión, cogí el palo. Fui tras la invitada que
trataba de escapar.
Luego de unos minutos de profundo silencio regresé.
–¿Atrapaste a ese horrible y gigante monstruo? –preguntó mi
primo mientras abría sus ojos desmesuradamente.
–Sí, –le respondí mientras levantaba de la cola a la invitada no
invitada.
La diminuta rata.
37
La mujer del pescador supersticioso
NICOLASA MARÍN GONZ ÁLEZ
38 C O L O M B I A C U E N TA
Cuando Amir llegó, Casim aún no estaba allí. Sólo estaba aque-
lla mujer, pálida como la leche y con labios rojos como la rosa.
De inmediato, Amir recordó la historia de la mujer fantasma que
rondaba por la zona y agarrando su pata de conejo se echó al suelo
a rogar misericordia.
–No temas pescador –dijo Savannah con voz sepulcral– no voy
a hacerte daño; sólo vengo a decirte que Casim quiere quedarse
con tu mujer.
–¿Con mi mujer? –preguntó atónito Amir–, es imposible, él no
haría eso, ¡es mi mejor amigo!
–¿Quién te importa más, tu esposa o tu amigo? –sentenció la
mujer.
Amir guardó silencio.
–¿Ves?, tus amistades no son lo que parecían –dijo Savannah
con tono de satisfacción–. ¿Qué harás ahora?
Él la miró con odio y le dijo:
–¿Por qué habría de creerte, si no eres más que una muerta?
Savannah quedó impresionada por la respuesta de su marido y,
sin pensarlo dos veces, se quitó la capucha y dijo:
–Soy el fantasma de tu mujer.
Amir se pasmó en un instante y cayó al suelo como electro-
cutado.
–¿Amir?, no juegues, era una broma, ¡¿Amir?! –gritó Savannah
llena de pánico.
Luego vio a un hombre que se acercaba. Era Casim.
–Savannah, ¿eres tú? –dijo mirándola–. ¿Qué te pasa? ¿Por qué
tienes esa cara?
Casim vio el cuerpo inerte de su amigo y luego se dirigió a ella.
–¿Qué le hiciste, mujer?
–¡Nada!, lo juro, era una broma.
40 C O L O M B I A C U E N TA
NICOLASA MARÍN GONZÁLEZ 41
Cuando la
señora zorra
olvidó de qué
se alimentaba
N ATA L I A L E O N O R M O L I N A
MOCARI
Nací el 29 de mayo del año 2000 historias que quiero escribir, pero
en la tierra donde se hace el bollo primero quiero leer mucho para
dulce y se baila fandango, en aprender a expresar todo lo que
un pueblo que es más viejo que hay en mi mente; mi gran sueño
la capital del departamento de es llegar a publicar la historia de
Córdoba, Mocari, por aquí pasa el mi abuelo. Claro que también saco
río Sinú y todos los días tengo la tiempo para hacer teatro, hacer
dicha de verlo cuando voy para el cine y montar en bicicleta. Soy
colegio. Soy una niña muy juiciosa muy feliz. Gracias a mi institución
y comprometida con mis estudios educativa, a mi mamá y a todos mis
y mis deberes. Tengo muchos maestros, a la profe Baldiris Castro
amigos de mi edad, pero también y al profesor Oscar Vega Benito-
me gusta hacer amistad con Revollo soy una de las ganadoras
personas mayores, me gusta que de este concurso.
me cuenten cosas que sucedieron
hace mucho tiempo, mi mejor
amigo de mis amigos mayores Grado quinto, Institución
fue mi inolvidable abuelo, Eulalio Educativa Camilo Torres, Mocari,
Molina Martínez. Tengo varias Córdoba
43
Cuando la señora zorra olvidó de
qué se alimentaba
N ATA L I A L E O N O R M O L I N A
44 C O L O M B I A C U E N TA
–Hola señora, es usted muy bonita, pero está un poco despei-
nada, permítame que la peine.
En ese momento llegaron más pollitos y pollitas; la zorra no
sabía qué hacer, sólo se dejó contagiar por esa emoción. Unos la
peinaban, otras le limpiaban las uñas, otros le hacían cariñitos,
otros le traían lombrices y maíz, la zorra los comía, pero el hambre
seguía.
Cuando el pato, que era muy envidioso, vio la amistad entre la
zorra y los pollitos se llenó de ira.
Enfadado, llamó a la zorra y le dijo:
–Oye tú, ven acá, como juegas con tu comida pronto vendrá
el cuidandero y te dará una paliza, de modo que no alcanzarás a
comer y morirás de hambre.
La zorra miró hacia donde estaban los pollitos, pero al ver la
sonrisa y la ternura con que la miraban les respondió de la misma
manera y siguió jugando con ellos.
Aunque seguía con hambre, se la aguantaba.
De pronto, llegó el cuidandero.
La zorra se marchó hablando sola por el camino, “qué polli-
tos tan buenos, cómo me quieren y yo también a ellos, son mis
amigos, ese pato es un malvado, mañana me lo voy a comer y así
podré calmar mi hambre y seguir con mis amigos”.
El pato alcanzó a oírla y se asustó: “¡Ay mamá! ¿Qué voy a ha-
cer? La zorra me va a comer”. Y se quedó pensando un momento
más.
“¡Ya sé que voy hacer! Como a la zorra le gusta tener amigos
pollitos, me voy a disfrazar de uno, así no me comerá”.
Al día siguiente la zorra iba dispuesta a comerse al malvado
pato y a seguir jugando con sus amigos los pollitos, todos con ca-
racterísticas tan particulares.
N ATA L I A L E O N O R M O L I N A 45
Pollita Mary, que quería ser bailarina, todo el tiempo bailaba
para la zorra.
Pollita Sandy tenía una varita y decía que era mágica porque
con ella escarbaba la tierra y encontraba lombrices.
Pollita Chiqui le dijo que lo que más le gustaba hacer era pei-
narse y peinar a los demás pollos, y que era la primera vez que
peinaban a otro animal distinto, pero que había sido agradable.
Pollito Kike le dijo que tenía muchos granos de maíz guardados
para cuando él creciera y que cada día guardaría muchos más para
poder compartirlos con sus compañeros puesto que ellos también
crecerían.
Pollito Fredy sólo se sabía un chiste: “en una ocasión un policía
detuvo a un borracho y lo acusó de haberse robado un pollito que
llevaba, entonces el borracho se defendió diciendo que el pollito
era su sobrino porque cuando lo vio pasar por donde estaba le dijo
tío, tío, tío”; todos los pollitos reían pues no conocían otro chiste.
Pollito Neir era juguetón y le gustaba hacerles cosquillas a los
demás.
La zorra iba tan feliz recordando a sus amigos que no vio la
raíz de un árbol que sobresalía de la tierra, tropezó, cayó al suelo,
se dio un tremendo golpe en la cabeza y de inmediato recuperó la
memoria; ya sabía quién era y cuánta hambre tenía.
Ya cerca del gallinero vio un pollo gordísimo que se acercaba.
Era el malvado pato disfrazado al que, sin saber que la zorra había
recuperado la memoria, no se le ocurrió correr porque pensó que
sería otra la presa.
La señora zorra se devoró al gran pollo y quedó tan llena que
enseguida se fue.
46 C O L O M B I A C U E N TA
N ATA L I A L E O N O R M O L I N A 47
El señor
plastilinero
J U A N PA B L O S I M Ó N R I C O F E R N Á N D E Z
B O G O TÁ
Con un lápiz y un papel puedo dar recetas para la ternura con una
fe de que el mundo puede mejorar abuelita moderna que baile el
y los niños jamás volveremos a chachachá. Nos toca reír, reír es
llorar. Con mis grandiosas alas de la genial; nos toca escribir un mejor
ilusión podré volar a mi casa propia país, buscar la puerta adecuada y
junto al mar; soñar con un clarinete abrirla con decisión, ver siempre
para tocar y transportar notas adelante y nunca atrás.
de libertad; con una mamá que Gracias mamita linda por tu fuerza
hable conmigo de tú a turututú, y amor. Gracias bella familia
me abrace con su alma y nunca Buitrago Castillo Lozano Kure. Un
muera; con un triciclo que ruede abrazo a mis compañeros de curso
entre nubes de colores; con una y a mi profesora Doris.
biblioteca con los cuentos más
preciosos jamás antes leídos; con
un tío Kike que me obsequie un
piano con sonidos infinitos; con Grado segundo, Colegio Aquileo
un abuelito químico que prepare Parra (IED), Bogotá D. C.
49
El señor plastilinero
J U A N PA B L O S I M Ó N R I C O F E R N Á N D E Z
50 C O L O M B I A C U E N TA
el cerebro se volvía fácil de amasar, entonces venía un médico de
Discovery Channel y lo arreglaba para que fueran felices y buenas
personas. Así que, como se imaginarán, en ese pueblito ya no ha-
bía presos en la cárcel.
Un día llegó una visita inesperada: mil personas de muchas par-
tes del mundo entraron al laboratorio del plastilinero a la fuerza,
todos los tristes y los enfermos del mundo querían ser de caucho,
y en un ataque de histeria colectiva tumbaron los muros y no sólo
acabaron con la máquina, sino que el plastilinero murió aplastado
por todos… Pobre Plasti, fue muy triste su final.
Los héroes a veces se mueren, pero nos dejan obras muy bellas.
Afortunadamente los planos de su máquina estaban a salvo en otro
lugar, así que fue reconstruida.
Poco a poco el mundo fue cambiando y mejoró muchísimo. Ya
sólo quedaban bombas y misiles de caucho, y turrón y pistolas de
chocolate. Hasta les operaron el cerebro a algunos presidentes para
que no pensaran en guerras. Los hombres no volvieron a dañar
la naturaleza ni a desperdiciar el agua y, por último, a personajes
como Gabo, que escribe tan chévere, a Shakira, a Juanes y, lógico,
a mi mamá, también los volvieron de caucho a los sesenta años
para que duraran vivos mucho más tiempo. ¡A mí también, claro!
En fin, eso fue lo que pasó.
Al señor plastilinero le hicieron un monumento al lado de la
Estatua de la Libertad.
J U A N PA B L O S I M Ó N R I C O F E R N Á N D E Z 51
Sigues tú
C R I S T H I A N A LV E A R H E R N Á N D E Z
CALI
53
Sigues tú
C R I S T H I A N A LV E A R H E R N Á N D E Z
N
que ocurrió.
unca supimos quién fue, ni cómo fue, sólo sabemos
54 C O L O M B I A C U E N TA
quete. Se me ocurrió tratar de espantarlas, pero era inútil, salían de
todas partes. Decidí buscar ayuda, pero descubrí que aunque era
la casa de mi amiga no encontraba una salida, sentía que me aco-
rralaban cada vez más y a pesar de que me negaba a ver lo que me
perseguía, lo hice y sentí miedo. Nunca había estado tan asustado.
Se me acercó, y con voz suave y mal oliente me dijo:
–Sigues tú.
C R I S T H I A N A LV E A R H E R N Á N D E Z 55
Una
confusión
fantasmal
ISABEL A ESCOBAR PÉREZ
RIOSUCIO
57
Una confusión fantasmal
ISABELA ESCOBAR PÉREZ
58 C O L O M B I A C U E N TA
había hablado. Era de la época en la que ella estudió fotografía y
publicidad; era una persona que simulaba ser un alma prófuga del
destino o, como todos lo llaman, un fantasma.
En ese preciso momento vinieron muchas ideas a mi cabeza,
una de ellas era mostrársela a mis compañeras, unas chicas dema-
siado supersticiosas, sin ofender.
Al otro día me levanté entusiasmada, pensando en la gran bro-
ma que les iba a hacer a las muchachas.
Al llegar a la escuela, que se llamaba Antonio el Pastuso, entré
al salón de quinto. Tuve que salir rápidamente de allí pues yo estoy
en cuarto de primaria; al entrar a mi salón llegué a mi pupitre y
busqué a Anasol, una de mis amigas, y le mostré la foto, le dije que
era la imagen de una niña a quien un profesor, tratando de encu-
brir un abuso sexual, había enterrado un machete en su espalda.
Horrorizada, Anasol dio el grito más fuerte que yo haya escu-
chado alguna vez, y todas las niñas se acercaron para saber qué
estaba pasando; ella me arrebató la foto de las manos y se la mostró
a las demás.
Chantal y Brenda le contaron a la maestra Ivana, quien también,
por supuesto, se escandalizó y salió a correr la voz a todas las maestras.
¡En que lío me había metido! Sólo tenía dos opciones: la prime-
ra, decir la verdad y quedar mal frente a todo el curso, y la segun-
da, seguir con mi historia; opté por la segunda opción; como ven,
algunas veces no utilizo para nada el sentido común.
Les conté entonces la misma historia a la maestra Rosita, a quien
se le puso la piel de gallina, a la maestra Margarita, a quien se le
pararon los pelos, y a la maestra Marisol, quien comenzó a llorar.
La maestra Ana decidió llamar a mi madre quien, furiosa, se
dirigió a la escuela. Estaba metida en el lío más grande de mi vida
y no tenía ni idea de cómo salir.
60 C O L O M B I A C U E N TA
ISABELA ESCOBAR PÉREZ 61
La triste
historia del
mar que un
día se ahogó
K A R E N I V E T H F E R N Á N D E Z M O N S A LV E
CALI
63
La triste historia del mar que un
día se ahogó
K A R E N I V E T H F E R N Á N D E Z M O N S A LV E
64 C O L O M B I A C U E N TA
tad de la clase. Las olas las creé, una a una, con bolitas de plastilina
azul que empujé sobre la mesa con la palma de mi mano p’ allá y
p’ acá hasta que se pusieron flacas y alargadas como culebritas, o
mejor, como las olas que avienta a la playa el inmenso mar.
Y para no pasarme toda la vida mirando por las ventanas, sin
intentar siquiera rescatar mi paisaje, me hice amiga de Salomón, el
hijo de la cuidandera de la escuela. El plan era hacerme tan amiga
suya que él hiciera por mí cualquier cosa, incluso trepar la tapia
de la vieja sala de exposiciones y aprovechando el hueco que tiene
una de las paredes en la parte más alta, se colara al salón y rescata-
ra mi paisaje, mientras que yo vigilaba que no nos viera su mamá.
Buen plan, ¿no?
La semana pasada casi todas las tardes jugué con él: a las escon-
didas, al corre-corre, a los profesores y también a la pelota, que no
es un juego que me divierta mucho que digamos, pero no me im-
portó, yo estaba dispuesta a hacer lo que fuera para salvar mi mar.
Y todo iba muy bien, de maravilla: yo le pedía que se subiera a
un árbol, él se subía; que me llevara a sus espaldas como caballo;
que sacara refrescos de la tienda de la escuela; todo lo hacía por mí
el buenazo de Salomón. Así decidimos que hoy por la tarde daría-
mos el golpe y rescataríamos a mi paisaje de las garras del polvo y
el olvido.
Pero anoche llovió muchísimo, tanto que me acosté asustada y
pensando en la tormenta. Aunque me cubrí con las cobijas, la luz
de los relámpagos no me dejaba en paz. Al final, casi a la mediano-
che pude conciliar el sueño.
Esta mañana, cuando fui al colegio y me asomé por las ventanas
del “salón siniestro”, no lo podía creer, el techo se lo había llevado
la tormenta y mi pobre mar había naufragado tristemente en me-
dio de la inundación ocasionada por la intensa lluvia.
K A R E N I V E T H F E R N Á N D E Z M O N S A LV E 65
Al rato llegaron los señores de la basura, el profesor Jacinto
abrió con sus llaves el destruido lugar. Con palas, rastrillos y esco-
bas los trabajadores formaron un montón de escombros con todas
las manualidades que se habían arruinado y luego las subieron en
un camión y se las llevaron.
Nunca, nunca más volví a ver mi mar.
66 C O L O M B I A C U E N TA
K A R E N I V E T H F E R N Á N D E Z M O N S A LV E 67
Triangulilandia
69
Triangulilandia
SANTIAGO MURCIA CUADROS
70 C O L O M B I A C U E N TA
–Qué raro –la interpeló Rectángulo–, él siempre ha pensado
que allí hay un monstruo.
–Pues parece que está muy contento –dijo Acutángulo y mur-
murando agregó–: ¡la sorpresa que te llevarás!
Cuando Rectángulo vio a Isósceles organizando el salón se que-
dó sin palabras.
–Este era mi sueño, gracias hijo por hacerlo realidad, qué can-
tidad de inventos y experimentos tienes –le dijo emocionado–. Te
traje un regalo.
Isósceles le dio las gracias a su padre por el presente.
Al otro día llegaron a la plaza principal de Triangulilandia los
soldados del caprichoso, pequeño, gruñón y muy injusto rey Ob-
tusángulo, y exclamaron:
–Ábranle paso al rey.
–He creado otra ley –dijo el rey y añadió–: a partir de la seis de
la tarde se requisarán todas las casas, de techo a piso y de rincón
a rincón, porque he escuchado rumores de que se está violando la
ley que prohíbe la creatividad.
Al escuchar al rey, Isósceles se puso triste, corrió hasta donde
estaban sus padres y les contó lo sucedido.
–Nos van a meter al calabozo y para evitar esto, ustedes se es-
conderán en la bodega –les advirtió–, yo trataré de despistarlos.
Eran las cinco y media de la tarde, los padres trataron de es-
conderse, pero en ese momento llegaron los soldados y al entrar al
salón los descubrieron.
–Llévenselos, mañana serán decapitados –ordenó el rey.
Isósceles, quien sí había podido escapar, se quedó muy triste
por la captura de sus padres; esa misma noche volvió a la casa,
tomó sus inventos, cuatro cuerdas y una minicatapulta; se dirigió
al castillo del rey con la idea de rescatar a sus padres a como diera
72 C O L O M B I A C U E N TA
SANTIAGO MURCIA CUADROS 73
Christopher
y su amigo
Sombrerín
J U A N D AV I D G O N Z Á L E Z R I N C Ó N
BARBOSA
75
Christopher y su amigo Sombrerín
J U A N D AV I D G O N Z Á L E Z R I N C Ó N
J uan era un niño que tenía todo lo que alguien podría nece-
sitar y desear, pero no era feliz porque le faltaba lo más importan-
te, amor. Un día, cuando regresaba del colegio, Juan encontró un
sombrero mágico. El sombrero llevaba varios días expuesto al sol
y al agua, estaba roto y nadie había reparado en él.
Al llegar a su casa todos vieron el sombrero.
–Para qué quieres eso –le reprochaban–, es un sombrero sucio
y roto, bótalo a la basura.
Pero Juan insistía en conservarlo porque él no tenía uno igual a
ese; además, era cuestión de lavarlo, coserlo y listo.
Juan lo conservó y en la noches, cuando todos estaban dormi-
dos, aprovechaba para arreglarlo. Cuando por fin le dio la última
puntada, el sombrero cobró vida. Juan se asustó mucho.
–No temas –le dijo el sombrero–, no te haré daño, tú me lavas-
te y me arreglaste, por lo tanto te pertenezco y haré lo que tú me
pidas.
–¿Cómo así? –le preguntó el niño–, explícame, no te entiendo.
–¿Qué quieres en este momento? –le preguntó el sombrero.
–Pues se me antoja un delicioso helado de fresa y vainilla, con
mucho dulce de mora.
76 C O L O M B I A C U E N TA
–Toma tu helado –le respondió el sombrero, entregándole a
Juan un delicioso cucurucho.
Juan, sorprendido, le preguntó:
–¿Puedes hacer realidad todo lo que yo te pida?
–Sí, claro –contestó el sombrero–, todo lo que tienes que hacer
es pedir.
–Bueno, quiero un carro rojo con control remoto –pidió el niño.
–Concedido –dijo el sombrero–, pero estoy intrigado, ¿para
qué me pides un carro de control si tienes tantos?
–Bueno, yo tengo muchos –contestó Juan–, pero el hijo de la
empleada de la casa no, y siempre ha pedido uno y su mamá llora
porque no se lo puede comprar; con este carro me ganaré una gran
sonrisa y le daré alegría a mi amiguito Samuel.
–Bueno, me gusta esa idea y me alegra que tengas esos senti-
mientos –le contestó el sombrero–; ya sabiendo cuál es mi función,
¿qué haremos?
–Ayudaremos a los niños que no tienen juguetes, que no tienen
una casa para vivir y nada qué comer.
–Me parece una buena idea –se emocionó el sombrero–, co-
menzaremos desde mañana.
–¡Listo! –respondió Juan–, pero ¿cómo lo vamos a hacer? Mis
papás no me dejan salir solo y menos de noche, sólo voy al colegio
y regreso temprano a casa.
–¿Qué podemos hacer? –interrogó preocupado el sombrero.
–Ya sé –dijo Juan–, saldremos de noche, como Papá Noel.
–Sin que tus papás se den cuenta –agregó el sombrero–, ade-
más, necesitamos un nombre para nuestra aventura.
–¡Qué gran idea! –le respondió Juan con entusiasmo.
–Entonces tú serás Christopher y yo Sombrerín –dijo el
sombrero.
J U A N D AV I D G O N Z Á L E Z R I N C Ó N 77
Desde esa noche Christopher y Sombrerín visitaron las casas de
los niños más pobres y les llevaron juguetes y comida, haciéndolos
muy felices.
Aunque nadie conocía la identidad de Christopher y Sombre-
rín, se volvieron muy populares y queridos en el pueblo.
Todo marchaba muy bien, Juan por fin había encontrado la fe-
licidad haciendo felices a los demás; sólo que esta felicidad duraría
muy poco pues a sus padres les informaron sobre su bajo rendi-
miento en el colegio y, además, que siempre se dormía en clase.
Como castigo decidieron encerrarlo en las noches pues ellos pen-
saban que Juan se escapaba a jugar.
Desde entonces Juan no volvió a dormirse en clase y mejoró su
rendimiento, pero vivía muy triste, igual que los niños del pue-
blo. Sombrerín estaba muy preocupado y pensaba en la manera de
ayudar a Juan, pero no sabía cómo hacerlo.
Un día, en el colegio, un compañero lloraba porque no iba a
poder regresar a clases: su padre no tenía trabajo y su mamá estaba
enferma; él tendría que trabajar para conseguir la comida.
A Juan le dio mucha tristeza esta historia y al salir del colegio
decidió retomar el papel de Christopher; junto con Sombrerín fue-
ron a ayudar al niño.
Pero Sombrerín sabía que Juan tendría nuevamente problemas
con sus padres por no llegar a la casa. Decidió entonces dejar una
nota en el cuaderno de Juan para que sus papás la vieran. Después
de leerla, los padres del niño fueron hasta donde él estaba y se
quedaron asombrados al ver lo que su hijo hacía. Un sentimiento
de culpa los invadió y se sintieron arrepentidos por haber pensado
mal de su hijo; ahora estaban orgullosos de él al ver cómo ayudaba
a los niños necesitados y se dieron cuenta de que era un gran teso-
ro que no habían sabido apreciar.
78 C O L O M B I A C U E N TA
Juan les dio una gran lección: que la felicidad no sólo la da el
dinero, dar amor y ayudar a los demás también la proporciona.
A partir de ese momento unieron fuerzas y, con la ayuda de sus
padres, Juan continuó siendo Christopher. Junto con Sombrerín
ayudaban a los niños y a los adultos, dándoles empleo.
El pueblo entonces surgió y nunca más se volvió a saber de
pobreza y tristeza.
Colorín colorado, este cuento ha terminado.
J U A N D AV I D G O N Z Á L E Z R I N C Ó N 79
2
B O G O TÁ
NICOLÁS DANIEL PUENTES
C AT E G O R Í A
El par de mocasines
109
SINCELEJO
MARÍA ANDREA
MORA CASTRO
Beni
103
B O G O TÁ
NICOLÁS MORENO ARIAS
El vano recuerdo de lo ocurrido la víspera
97
BARRANQUILLA
D A N I E L A L O N S O C A R B O N E L L PA R O D Y
Crescendo alado
89
BARRANQUILLA
ALBERTO MARIO
B O G O TÁ
MÁ R Q U E Z A LO N S O
G A B R I E L A VA L E N T I N A G A LV I S C E LY
Solo
La verdad sobre las moscas
117
83
E S T U D I A N T E S D E O C TAV O A U N D É C I M O G R A D O
D U I TA M A
ÁNGELA MARÍA BLANCO NIE TO
El que tenga alas que vuele
B O G O TÁ
133
D AV I D F E L I P E
C O R R E D O R B E N AV I D E S
B O G O TÁ
El sabor de la nobleza
D A N I E L A PAT I Ñ O H E R R E R A
127
Contando agujeros
151
DOSQUEBRADAS
DANIEL EDUARDO
VÁ S Q U E Z C O R R E A
La sombra
B O G O TÁ
147
SANTIAGO OJEDA
Afecto por cable
121
CHIQUINQUIRÁ
ALEJANDRO DURÁN CARO
La muerte anda en bicicleta
141
La verdad
sobre las
moscas
G A B R I E L A VA L E N T I N A G A LV I S C E LY
B O G O TÁ
83
La verdad sobre las moscas
G A B R I E L A VA L E N T I N A G A LV I S C E LY
84 C O L O M B I A C U E N TA
de… no sé, unos dos minutos, tomó vuelo, pero no uno rápido
como vuelan todas las moscas, sino uno lento, pausado… como si
quisiera que la siguiera. Yo, en mi infinita curiosidad, le entendí,
tomé mi chaqueta morada para días fríos y la seguí. Al salir ella
voló por el pasillo, bajó las escaleras y entró al cuarto de basuras
que está ubicado en el sótano del conjunto; lo pensé mucho antes
de meterme allí pues es oscuro y huele como la camisa y los zapa-
tos de mi hermano cuando juega fútbol. Entonces, Toshca se de-
volvió e insistió con su vuelo, mirándome e invitándome a entrar.
Al fin la seguí y cuando entré, ¡oh sorpresa!, no estaba solamente
Toshca, había junto a ella cincuenta o más moscas, todas con sus
ojos grandes mirándome y esperando mi entrada.
Una vez adentro las seguí hacia un hueco en forma de alcanta-
rilla que había en el piso y por allí pasé a un corredor húmedo y
oscuro, caminé siguiendo aquel enjambre de moscas hasta llegar
a un salón muy grande con luces de mil colores fluorescentes que
me cegaron por un momento, hacía mucho calor y se sentía la
humedad, cuando al fin pude volver a ubicar las imágenes vi algo
aterrador… ¡Toshca y sus amigas eran gigantes!, tanto o más gran-
des que mi padre.
Quedé paralizada pensando que mis ojos me engañaban por
la intensidad de las luces, los apreté y restregué varias veces, pero
era verdad, las moscas eran enormes, todas se irguieron, como hu-
manos, y sin saber cómo yo entendía su lenguaje, que era algo así
como un zumbido y un pito juntos. Me asusté tanto que corrí a
encontrar el corredor por donde había llegado, pero había desapa-
recido.
Tomé un tubo que estaba tirado en el piso para defenderme,
pero Toshca, que era la líder del grupo, me indicó que no debía
asustarme, que sólo me había traído para que conociera la verdad.
G A B R I E L A V A L E N T I N A G A LV I S C E L Y 85
Sin embargo, yo estaba casi paralizada del miedo, si ese insecto era
horrible pequeño ahora sus formas se acentuaban de una manera
casi repugnante.
Toshca tocó mi brazo y suavemente me llevó hacia unas pan-
tallas gigantes, muy sofisticadas, que se encontraban en medio de
ese salón; me mostró que en todo el mundo hay moscas, en Esta-
dos Unidos, en Londres, en París, en la China, en Argentina, en
México… y que ellas han estado aquí siempre, desde su primer
visita a la Tierra, hace millones de años, quisieron quedarse para
conocer a los humanos. Me contó también que ellas se han llevado
a algunas personas a su planeta para estudiarlas; que poco a poco
han establecido sus bases en nuestro planeta; que su función ha
consistido en vigilar y conocer cada una de las reacciones, actitu-
des, formas y maneras de actuar de los terrícolas.
Yo estaba pasmada, no podía creer todo lo que oía…
–¿O sea que las moscas son EXTRATERRESTRES? –le pregunté
asombrada.
Ella me respondió que sí, pero que prefería que las llamaran
siderales.
–¿Por qué me están contando todo esto? ¿Por qué me muestran
su base? ¿Me van a llevar a mí también? –le preguntaba atropella-
damente.
Primero hubo un silencio general, pero después se oyó un soni-
do fuerte que parecía una carcajada.
Toshca continuó su relato diciendo que a través de los años
ellas, las siderales, han hecho muchos experimentos con los hu-
manos; entre otros, mezclas de razas y de especies, creación de
enfermedades y virus para analizar las reacciones del cuerpo hu-
mano e inclusive creación de nuevas especies. Por esto último ella
estaba muy satisfecha ya que ese experimento en particular había
86 C O L O M B I A C U E N TA
dado el resultado esperado: crear una especie de la unión de genes
humanos y genes de mosca…
No sé por qué, al llegar a este punto, un frío muy intenso inva-
dió mi cuerpo.
Toshca se acercó a mí, me abrazó con sus alas y me reveló que
yo era ese experimento.
–El momento ha llegado –me dijo–. Pronto empezará tu trans-
formación.
YO ERA UNA MOSCA… YO ERA UNA SIDERAL…
G A B R I E L A V A L E N T I N A G A LV I S C E L Y 87
Crescendo
alado
D A N I E L A L O N S O C A R B O N E L L PA R O D Y
BARRANQUILLA
Estoy al tanto de que mis alas son amiga Stephanie es la Vía Láctea–,
las hermanas mayores de mi uso sé que hay una razón para cada
de razón, pero aprendí a volar a los cosa, no creo en el destino, creo
catorce o quince, apenas, cuando en Dios; Stephanie ha sido siete
escribía un poemario que fue un corrientes de aire –y será más,
nido y que ya se deshizo. En esta mientras traiga consigo esos
brisa tengo diecisiete y, según ojos tan verdes y tan contentos
puedo verme la espalda, las alas- y tan suyos–. Érase una vez, me
metáfora crecieron hasta el punto di cuenta de que para volar sólo
exacto en el que no se pueden necesitaba lápiz y papel.
esconder. Vuelo, no por obligación,
sí por deleite; no por parlotear, sí
por ser voz.
Mi nombre es mi único apodo, Grado once, Colegio Madre
creo que una persona es galaxia Marcelina, Barranquilla,
si tiene suficientes lunares –mi Atlántico
89
Crescendo alado
D A N I E L A L O N S O C A R B O N E L L PA R O D Y
1
Despierto, froto mis ojos, me quiebro entre las sábanas, incó-
modo. La luz se esparce por la habitación mientras pienso en no ir
a la universidad. Estoy débil de tanto no soñar; dormir y no soñar,
como beber agua y que la sed siga imperecedera. Me incorporo
finalmente porque la espalda me está matando. Me levanto, me
siento más pesado y, a la vez, ligero de penas. Hay plumas en mi
cama, corpóreas, plumas reales. Me levanto y voy al espejo: dos
pequeñas sombras blancas salen de mi espalda.
2
Eziel Avándaro es un empresario exitoso y un aficionado a la
guitarra. Le escribe canciones a nadie. Las escribe, libremente, eso
sí, sin letra, porque según él la letra eclipsa a la mejor de las me-
lodías, y por eso no se arriesga. Es de esos que al ir por la calle y
sin que sus zapatos le soliciten un poco de betún, se deja atender,
y paga el doble, por bueno. Le gusta tomar café descafeinado en
una mesa de cafetería, solo, alimentarse sanamente –aunque algu-
na que otra vez uno que otro postre–, ejercitarse, componerle al
aire y alguna que otra vez uno que otro verso alegre.
90 C O L O M B I A C U E N TA
3
No lo puedo creer, atónito, me llevo las manos a la cabeza,
pienso que es una broma pesada. Miro a todas partes, salgo de mi
cuarto hacia la estancia, no hay nadie. Le doy la espalda al espejo
una vez más, mis ojos ya no me engañan, mi mente ya no me hace
dudar, el dolor me convence. Tengo un par de salientes y frági-
les alas. ¿Qué voy a hacer? ¿Me escondo? ¿Cómo me oculto? Que
nadie me vea y, ¿entonces? Decido por fin ponerme una camisa y
encima otra camisa y ya no se nota. Pero ¿y si mejor me quedo por
hoy?
4
Eziel Avándaro tiene una encantadora familia: un niño y una
niña, una esposa y una suegra con la que no habla sino es por telé-
fono –aunque para él, si se trata de ella, es como tenerla en frente–.
Los ama con todo el corazón. De vez en cuando, si no está con sus
asuntos de bohemio y si su agenda se lo permite, colabora en obras
benéficas y hace todo lo que puede para ayudar a quien lo nece-
sita de verdad. No es el típico jefe amargado y soberbio, no, sus
empleados lo estiman mucho, pero últimamente le notan un dejo
de ensimismamiento y distracción. Pese a esto no se preocupan,
saben que el temple de su jefe es inquebrantable y tienen la ciega
convicción de que ha de ser algo relacionado con el estrés, que en
estos días molesta tanto.
5
Han pasado dos días. Mi vida no puede detenerse ni por esto,
ni por nada, debo seguir. Con la parsimonia digna de un confundi-
do me abro paso entre las gentes por la calle, nadie me nota, como
si fuera normal –un simple transeúnte con dos alas, escondido en
D A N I E L A L O N S O C A R B O N E L L PA R O D Y 91
varias ropas–, mi vida sigue. Día quieto, jornada sosegada, faena
tranquila. Mientras regreso a casa vislumbro un hombre de traje
elegante quien, sin ningún desdén y con una particular sonrisa,
regala una comida completa a un necesitado sincero. Qué grato ha
sido, mi ánimo sube, me convenzo de que en la vida no todo es
vanidad. Mi valentía crece, la camisa me oprime, mis alas también
crecen –tristemente–.
6
Eziel Avándaro no ha dormido bien últimamente. Siente que
mientras cruza el umbral del sueño cae múltiples veces desde to-
das las alturas. Su esposa está preocupada y consternada porque
Eziel sigue, aún así, luchando por mantener las cosas claras en su
compañía. Las deudas ascienden cada día más. El futuro es in-
cierto como él mismo. Hace muy poco vio a lo lejos, vagamente,
entre las calles, a un joven que casualmente emprendía el recorri-
do habitual a su hogar. Le vio una sonrisa. Y se vio a sí mismo en
otro tiempo. Cada día decae un poco más, lo que pocos notan, y
él prefiere que sea así.
7
Estoy en la cama: ya no puedo acostarme boca arriba. Las alas
me molestan cada vez más en todo lo que hago, todo es incómo-
do. Cada vez es más difícil esconderlas, esconderme. Me olvido de
todo por un rato, paseando por la estancia, dejando un rastro de
plumas, me distraigo. Salgo al poco tiempo, tomo el bus habitual,
me bajo donde siempre, camino lo que continuamente camino,
canto la canción que me relaja y cierro los ojos. Al abrirlos, a lo
lejos, hay una multitud de gentes mirando hacia arriba. Me acerco.
El gentío abarca cuanto menos dos cuadras.
92 C O L O M B I A C U E N TA
8
Eziel Avándaro quiere sentirse libre, quiere escapar, no sabe de
dónde ni a dónde, pero quiere hacerlo. Para ello se ha remontado
a la azotea de un edificio y aunque sonríe no hay en la faz de la
Tierra nadie tan triste como él. Por su mente pasan su familia, sus
empleados, la gente que alguna vez ayudó de una forma u otra, él
mismo, las cosas que hizo de niño, las locuras de su adolescencia,
las sentadas de cabeza en su adultez… incluso piensa en lo que
pudo haber sido su vida de anciano. Eziel, por un instante, lo sabe
todo –o cree saberlo–. Y piensa sólo en él mismo. Con los ojos ce-
rrados y las manos apretadas escucha los murmullos y gritos de los
que dicen que va a lanzarse. Eziel ahora no piensa nada.
9
“¡Se va a matar!”, repite incansable una señora del tumulto.
“¡Que alguien haga algo!”. Y miro en mis adentros, entiendo que
todo pasa por una única e indecible razón, que en la tranquilidad
con la que cae una gota de agua sobre un charco hay cierta turbu-
lencia, que el momento propicio para actuar no es aquel en el que
me lo digo yo mismo, sino cuando una voz externa me lo hace sa-
ber. Entonces, decidido, empiezo a correr; la camisa se rasga sobre
mi espalda, unas cuantas plumas son el preludio.
10
Eziel Avándaro, entre lágrimas, ha resuelto saltar. Ya no le im-
portan sus sueños o anhelos, ni la vida que le sigue, ni los días que
le restan. No le importa, ni siquiera, la cena caliente que lo espera
en casa, la comodidad de su cama, la pasividad de su caminar por
los pasillos o la calma de ver las flores del jardín que se parecen a
sus hijos. No le interesa más y salta, olvidándose de todo cuanto
D A N I E L A L O N S O C A R B O N E L L PA R O D Y 93
tiene o pierde. En este momento sus composiciones al aire y sus
versos alegres pierden la voz, ya no suenan, no retumban, mueren
mientras la gravedad hace desgraciadamente lo suyo. La gente de
la calle murmulla y otros gritan, la mayoría tiene los ojos abiertos:
observan estupefactos al joven que ha desplegado las alas de su
espalda para surcar el aire e intentar salvar al suicida.
11
Atrapo, en vuelo, al hombre que viene desde arriba cayendo. Es
más pesado que yo, pero la adrenalina está a mi favor –corre por
mis venas, fortaleciéndome, me sé entonces capaz de todo–. Sus
sollozos parecen interminables. Entiendo que para esto soy, que
para esto seré, que un propósito gira en torno a lo más insignifi-
cante: insignificante como que de repente una mañana sea un ser
alado y tenga que salvar dentro de contados días a un desconoci-
do. Subo con él hasta la azotea y lo dejo tendido en el suelo; caigo
junto a él, exhausto. Me da las gracias, me dice que si no fuera
por mí estaría muerto, que se arrepiente, que está feliz. Y sonrío,
y miro al cielo rompiéndose encima de mí en infinitas gotas, y sé
que se puede también llorar de felicidad.
94 C O L O M B I A C U E N TA
D A N I E L A L O N S O C A R B O N E L L PA R O D Y 95
El vano
recuerdo de
lo ocurrido
la víspera
NICOL ÁS MORENO ARIAS
B O G O TÁ
97
El vano recuerdo de lo ocurrido
la víspera
NICOLÁS MORENO ARIAS
98 C O L O M B I A C U E N TA
de ti mismo leyendo el libro –como si fuera otra persona ajena a
ti la que estuviera observándote desde la puerta de tu estudio–
mientras fingías estar sumido en la narrativa de la historia. A punto
de terminar la escena, habiendo logrado ya imaginarte sentado en
tu silla sujetando el libro con ambas manos y con una pequeña
lámpara como única fuente de luz, un estruendo que llegaba des-
de la calle destrozó por completo todo lo que había construido
tu cerebro en los últimos minutos. Este hecho te impacientó y
te hizo estallar de cólera, arrojando el libro al piso y esbozando
una tétrica mueca. Eras un ser excesivamente temperamental, que
solía cambiar de humor con facilidad. Te paraste de tu silla con
celeridad y golpeaste de un puñetazo la mesa sobre la que posaba
la lámpara, dirigiéndote luego a la ventana para intentar descifrar
de dónde provenía el estallido. Moviendo con avidez y rabia tus
ojos por todos los rincones de la calle frente a tu departamento,
mientras sacudías con agitación tu pie izquierdo, escuchaste otro
disparo. Te agachaste rápidamente temiendo que una bala perdida
te alcanzara. No cesaban de disparar los dos sujetos –según tus
propias conjeturas– que se encontraban en disputa, situación que
sólo lograba turbarte más.
Dejó de escucharse el barullo provocado por las pistolas des-
pués de unos dos minutos, lo que te permitió ponerte de pie y
asomarte a la calle para oír los rumores de los vecinos, que siempre
comentaban a gritos desde las terrazas sucesos similares. Pero na-
die salió, hecho que te sorprendió y llenó de curiosidad. Te sentas-
te de nuevo en tu silla, con la mirada fija en la ventana, a la espera
de que alguien saliera o gritara. Estuviste varios minutos sin que
nada sucediera, sin que nadie hiciese acto de presencia. Llegaste
incluso a considerar la posibilidad de que todo hubiese sido obra
de tu trastornado y engañoso subconsciente, pero la descartaste en
100 C O L O M B I A C U E N TA
suelo. Te volviste para saber con qué habías trastabillado, obser-
vando que se trataba del cadáver de una mujer de no más de veinte
años, recostada sobre un charco de sangre y con una diadema de
seda color violeta. Invadido rápidamente por el terror y el espan-
to, intentaste pararte sin conseguirlo. De pronto, escuchaste una
voz ronca que te repetía varias veces: “¿Donde está la cajita de tu
padre?”. Miraste alrededor buscando a la persona que emitía esa
pregunta y descubriste la sombra de un hombre alto detrás de un
árbol. El hombre se te acercó. Era robusto, y sin mayor esfuerzo te
derribó de un solo golpe. Una vez en el suelo el hombre te tomó
por el cuello de la camisa, preguntándote de nuevo dónde estaba
la cajita.
Balbuceando conseguiste pronunciar: “Bajo una tabla ligera-
mente levantada…”. Antes de terminar la frase despertaste sudan-
do y sentado en tu silla de cuero con el libro sobre tus muslos.
Anonadado, pudiste recordar que la cajita estaba resguardada bajo
tu cómoda, en un hueco situado debajo de una tabla ligeramente
levantada. Fuiste a cerciorarte de que el sobrevalorado tesoro de
tu padre estuviera allí, pero no encontraste más que una nota con
la siguiente frase: “Tardé mucho en encontrar la tabla ligeramente
levantada”.
Quisiste plasmar tu asombro en un cuento, pero insólitamente
te quedaste dormido sin terminar la primera frase. Mientras tanto,
en el rincón más alejado de tu apartamento, un sujeto de rizos
negros, complexión robusta, cara demacrada y dientes postizos
empeñaba baratijas que no le pertenecían. Sólo advertiste lo su-
cedido cuando un día cualquiera, caminando de tu oficina a tu
apartamento, atravesaste con una mirada de estupor una ventana
grasienta y viste el relicario con incrustaciones de zafiro.
103
Beni
MARÍA ANDREA MORA CASTRO
104 C O L O M B I A C U E N TA
de ira, se lanzó sobre mi agresor y ambos dieron vueltas en el piso.
La maestra los separó.
El regaño fue justo para quienes iniciaron este pleito y, aunque
la maestra le dijo a Raúl que yo no era un fríjol, sino una simple
planta, este me cuidó aún más. Tanto que cuando llegamos a casa
trató de unir las dos partes de mi tallo. Me llevó a un frasco de
galletas vacío y me cubrió con abono suave. Dure días así. Raúl
siempre me daba palabras de aliento hasta que me mejoré. Desde
entonces fui su fiel compañero. Ambos inventamos una manera de
comunicarnos en la que yo movía mis hojas de un modo particular
para decir sí o no a alguna pregunta. Raúl adaptó a la lata de ga-
lletas un morral donde siempre me llevaba, colgado a su espalda.
Íbamos juntos a todas partes: a ordeñar las vacas, a llevar la leche
en burro a las tiendas del pueblo, a sembrar el maíz y a arreglar el
corral para que no se escaparan las dos vacas lecheras.
Mientras hacíamos estos deberes, la madre de Raúl podía sólo
con los oficios de la casa. Era una mujer joven, pero la soledad y
el trabajo la marchitaron. Su padre, que murió hace dos años de
una dura enfermedad, le heredó la pequeña finca donde ahora
vivían ella y su hijo. Nunca pudo olvidar el pasado; primero la
muerte de su esposo, después de ver a su padre postrado en una
cama por un cáncer. Además, sus cuatro hermanos se fueron hace
nueve años del pueblo. Tenía un pequeño altar donde lloraba a sus
muertos. Una noche olvidó una vela encendida y esta cayó en las
viejas varas de bareque que se incendiaron rápidamente. El calor
de aquel incendio chamuscó mis hojas. Raúl despertó con el grito
de su madre quien, al tratar salir de su cuarto, recibió el golpe de
uno de los troncos que sostenían el techo de palma que la dejó
inmóvil. Como pudo, el niño quitó el pesado tronco del cuerpo de
su madre y la arrastró hasta el patio; cuando Raúl se acordó de mí
corrió a ayudarme.
106 C O L O M B I A C U E N TA
¿Cómo era posible? ¿Su abuelo, su madre y ahora su hija? ¡No! Si
esto es hereditario debía parar. Su hija no merecía ese mal y no
había tiempo que perder.
Comenzó entonces a hacerle exámenes. Todos en el jardín es-
tábamos preocupados. Una noche, mientras la niña dormía, Raúl,
llorando, confirmó la mala noticia: la niña padecía de cáncer. De
nuevo tuve esa sensación en mis raíces y en mis ramas.
Nadie lo supo hasta el día siguiente. La primera en verlo fue la
pequeña Estefanía, quien, asombrada, llamó a gritos a sus padres.
Para la admiración de todos yo estaba cubierto de flores. Raúl es-
taba maravillado.
¿Sería que yo estaba tratando de decirle algo?
Raúl comenzó a verme como un instrumento para salvar a su
hija. Me llevó hasta su laboratorio y me tomó muchas muestras.
Permanecimos allí horas, días y semanas hasta que al fin Raúl en-
contró en mí una rara sustancia que probó con animales. El espíri-
tu de Raúl se animó. Pronto tuvo el permiso médico para aplicar su
fórmula a enfermos de cáncer; los resultados fueron asombrosos.
La pequeña Estefanía no tenía un cáncer muy avanzado, por
lo que aceptó muy bien el tratamiento que su propio padre había
creado usando la sustancia que yo, sin saberlo, portaba en mí todo
el tiempo.
109
El par de mocasines
NICOLÁS DANIEL PUENTES
110 C O L O M B I A C U E N TA
mesa de trabajo, pero este pasó sin notarlos siquiera… Tal vez era
la costumbre de ver muchos zapatos distintos en su casa. El par
de chagualos pensaron: “¡vamos a esperar hasta que el zapatero
nos coja y nos remiende, luego él nos va a poner en una de esas
cajas para vendernos y entonces, en la noche, nos escaparemos y
volveremos donde el niño y cuando él nos vea como nuevos, nos
va a querer otra vez!”.
Y así esperaron todo el día, se movían de un lado a otro, pero
el zapatero no los remendaba. Llegó la noche y no habían podido
hacer realidad su plan. De repente, una voz se escuchó desde el
suelo y un par de chanclas preguntaron con acento costeño:
–¿Aja, qué es la vaina de andar despiertos tan tarde?
–Pues aquí esperando a que el zapatero nos remiende algún día
–respondieron al unísono los mocasines.
–¿Y ustedes qué hacen allá abajo? –le preguntaron a las chanclas.
–Nos habían puesto a la venta, pero sipote accidente tuvimos
–respondieron las chanclas–, cuando íbamos a dormir, ¡zaz!, nos
caímos del estante, nos salimos de la caja y nos dimos tremendo
golpe.
–Cuando nos despertamos no teníamos ni idea de qué había
pasado –dijo una de las chanclas, mientras la otra cortaba seca-
mente su conversación–: Mira, cuadro, ¿qué pasa con tus modales?
Somos los hermanos Chancleta, nos da mucho gusto conocerlos y,
ajá, ¿ustedes quiénes son?
–Nosotros somos los mocasines –respondieron los zapatos que
miraban desde lo alto– venimos de... bueno, eso no importa, he-
mos caminado y pasado sobre muchas cosas raras y nuestro objeti-
vo es que nos remienden para volver a ser especiales e irnos a casa
con nuestro amigo el niño.
112 C O L O M B I A C U E N TA
Luego de decir esto el zapatero los lanzó a la calle y cerró su
puerta murmurando cosas. El par de zapatos, desconcertados, an-
duvieron por la calle de arriba abajo y nadie les prestaba atención.
Cuando estaban cruzando el parque, un par de guayos de fút-
bol que colgaban de una de las cuerdas de la luz les gritaron:
–¡Hey compadres!, ¿les falta un poquito de betún no? ¡Ja ja ja!
–burlándose de su aspecto.
Luego, en un semáforo, unas sandalias chismoseaban entre
ellas:
–¡Uff, qué seba de mocasines! Mira esos cordones, llenos de
barro ¡fuchi!
Después de tanto y tanto caminar llegaron de nuevo a la casa de
su antiguo dueño. Se acercaron a su ventana para verlo. Y en ese
momento, el niño se sentó en su cama y rápidamente se puso unos
tenis nuevecitos, a la moda.
–¡Rápido mamá, sírveme la comida que voy a salir con mis ami-
gos! –gritó el niño.
Los mocasines notaron con tristeza que el niño ya ni se acor-
daba de ellos, además, también se fijaron en los nuevos tenis, que
tenían una talla más grande que la de ellos.
El par de mocasines decidieron pararse en una esquina a espe-
rar a que pasara en la noche el camión de la basura para subirse en
él. De pronto, un balón hecho de trapos vino saltando velozmente
desde algún lugar que no habían advertido y los golpeó por detrás.
–¡Hey! ¿Qué pasó? ¿De dónde salió esta pelota? –preguntó ad-
mirado el mocasín derecho.
–Mira, allá viene un niño corriendo –respondió el mocasín iz-
quierdo–, tal vez el balón es suyo.
Entonces el chico llegó por su balón, era un sonriente cima-
rrón, flaquito y descalzo.
114 C O L O M B I A C U E N TA
NICOLÁS DANIEL PUENTES 115
Solo
A L B E R TO M A R I O M Á R Q U E Z A LO N S O
BARRANQUILLA
117
Solo
A L B E R TO M A R I O M Á R Q U E Z A LO N S O
118 C O L O M B I A C U E N TA
vida. Es volver a acariciar los labios de ella, en una vanidad pla-
centera y dolorosa.
La sensación de soledad vino al instante, cuando me hallé sen-
tado e inmóvil en esta mesa en la que acostumbrábamos encon-
trarnos; aún cuando empezó a aparecer la gente, no logro distin-
guir entre vivos que no pueden verme ni escucharme o muertos
que simplemente no quieren hacerlo.
Ahora introduzco mi mano en el bolsillo derecho de este saco
sudoroso y sucio que no puedo cambiar y descubro el cigarro.
Sólo encenderlo y fumarlo. Para mí, que no fui nada importante
en vida, es placentero ver que aquí también somos arrastrados a un
instante de eternidad que gastamos en un rumbo inservible.
Saco el arma del bolsillo izquierdo, la miro y de nuevo apunto
hacia mi cráneo, tal vez así solucione el problema de la continui-
dad de las muertes (o de las vidas). Vuelvo a morir.
La mesa se estremece ante mí. No caigo. No hay cuerpo que
caiga, pero siento cómo el bar se deshace.
Las muertes siguientes son efímeras, me acostumbro lenta y pa-
cientemente a la rutina de morir y al vacío lúgubre. Cada muerte
es igual, un bar, un cigarro, un arma y una muerte. Tal vez nunca
pueda encontrarla, pero seguiré intentando.
A L B E RT O M A R I O M Á R Q U E Z A L O N S O 119
Afecto por
cable
SANTIAGO OJEDA
B O G O TÁ
121
Afecto por cable
SANTIAGO OJEDA
122 C O L O M B I A C U E N TA
satisfacer a sus clientes. José había visto muchos televisores en su
vida, pero fue sólo cuando vio en la pantalla de aquel a una her-
mosa niña que despertó un interés hacia ellos.
–Señor Paco –murmuró José a su amigo–, quisiera saber quién
es esa niña.
El anciano esbozó una sonrisa.
–Hombrecito –le respondió Paco–, no sé quién es, pero sé que
no está aquí, sino que hace parte de la televisión.
–¿Necesito un televisor para poderla ver? –intentó concluir José.
La respuesta fue afirmativa.
Efectivamente, cuando caminaba frente al restaurante, José pudo
ver a don Paco jugando ajedrez con otro veterano. Bastó que le echa-
ra un vistazo a José para que alzara su mano en un ademán de ale-
gría y le gritara:
–¡Muy bien muchacho!
José le sonrió y siguió su camino, dejando tras de sí algo del cable.
Unas cuadras más adelante cruzó por el campo de fútbol donde
jugaba todos los días y le dirigió una mirada soberbia a sus amigos
que corrían tras el balón. Todos quedaron perplejos al ver que José
había logrado su cometido. Mientras tanto, él recordaba cómo su
idea se había consumado en esa misma cancha hacía apenas unos
días. José no había mostrado el talento habitual en un partido que
habían librado unas tardes atrás, así que sus amigos acordaron pre-
guntarle si algo extraño le ocurría.
–No seas payaso, apenas tenemos once años, tenemos mejores
cosas en qué pensar diferentes a las niñas –le había dicho alguno
de los jugadores.
–Pero es tan linda –refutó José–, quisiera tener un televisor para
verla a cada instante.
–¿Y por qué no la ves en el restaurante? –le preguntó otro.
124 C O L O M B I A C U E N TA
–José, mijo, ¿qué es eso tan pesado que trae ahí? –bramó ame-
nazante.
–Es un televisor, madre.
–¿Y de dónde lo sacó? ¿Acaso se lo robó? –gritó enfurecida.
–No madre, por Dios, me lo encontré tirado cuando venía para
acá –se apresuró a aclarar José– por favor, déjeme conservarlo.
Claramente José no decía la verdad. En realidad había asegura-
do su televisor desde el domingo anterior. Se encontraba sentado
en la parroquia del pueblo escuchando el sermón de la misa cuan-
do se percató de la cantidad de billetes que depositaba la gente en
la canasta de la limosna; inmediatamente pensó en robar el dine-
ro acumulado cuando la ceremonia acabara. Esperó a que nadie
quedara en el templo y se dispuso a hurtar el dinero, pero justo
cuando estaba a punto de alcanzarlo se llevó una gran sorpresa. El
vendedor de la tienda de productos electrónicos se le había ade-
lantado, y cuando se dio cuenta de que José lo observaba, le ofre-
ció cualquier cosa a cambio de su silencio. José no lo pensó dos
veces y le pidió alguno de los televisores de su tienda, pero sólo fue
hasta el día siguiente que José se acercó a reclamarlo.
–No hijo, si se lo encontró es porque alguien más lo olvidó por
ahí –le dijo la madre, cortante–, llévelo ya mismo a donde lo halló.
–Está bien –musitó José decepcionado–, pero al menos déjeme
ver algo.
Su madre accedió.
José situó el televisor en el piso y se sentó apenas a unos centíme-
tros de la pantalla. Aguardaba con ansias la vista de la anhelada niña,
su corazón le palpitaba con fuerza de tan sólo imaginarla justo allí,
frente a él; había esperado semanas para vivir aquel mágico momento.
Entonces encendió el artefacto como se debía, solamente para
quedar más desconcertado que nunca. El televisor solamente emi-
tía una estridente lucha entre partículas blancas y negras.
D AV I D F E L I P E C O R R E D O R B E N AV I D E S
B O G O TÁ
127
El sabor de la nobleza
D AV I D F E L I P E C O R R E D O R B E N AV I D E S
128 C O L O M B I A C U E N TA
La vida de Abelardo pasaba entre sobresaltos, repitiendo dia-
riamente la misma rutina. Un domingo, como todos los domin-
gos, a las tres de la tarde Abelardo se dirigió a la tienda de doña
Asunción a charlar un rato, jugar con los perros y comer dulce de
feijoa. Muchas veces doña Asunción le había hablado de su hija
mayor, Liliana, “la que vive en la capital”, pero esta vez lo que le
contaría no pasaría desapercibido como en otras ocasiones. Esta
vez le habló sobre el restaurante en donde vendían la comida más
rica de la capital, en donde los olores y los sabores hacían que los
clientes no pudieran dejar de visitarlo. Inmediatamente el sabor de
la cebolla en la comida se apoderó de los sentidos de Abelardo, la
imaginó como ingrediente principal de los platos exquisitos de ese
restaurante. Si ese era el mejor restaurante de Bogotá, debía utilizar
la mejor cebolla, la que con tanto esmero él cultivaba y cuidaba.
Entonces, sin dar más explicaciones, salió corriendo hacia su finca
dispuesto a empacar maletas y emprender la búsqueda del lugar
que debía conocer su cebolla.
Después de alistar un pantalón, dos camisas, su cepillo de dien-
tes y algunas cosas más, Abelardo partió rumbo a la capital, no sin
antes recomendarle a la dueña de la tienda que le cuidara la finca
por un par de días, que le diera comida a los perros y, sobre todo,
le “echara un ojito” a sus amadas cebollas.
Nadie entendió el extraño impulso de Abelardo, ni siquiera él
mismo. Pero ahí estaba, sentado en la silla que daba a la ventana
de la quinta fila de la flota que lo iba a llevar a Bogotá.
Interrumpió sus pensamientos una campesina ataviada con una
ruana que se sentó a su lado, con algo más de cinco paquetes lle-
nos de Dios sabe qué y una pequeña cajita de cartón amarrada con
una pita verde de donde salía un repetido: “pío, pío, pío, pío…”.
Sería la compañera de viaje de Abelardo.
D AV I D F E L I P E C O R R E D O R B E N AV I D E S 129
Con la cordialidad que lo caracterizaba, Abelardo respondió al
saludo de la mujer, le ayudó a disponer los paquetes y se acomodó
de tal manera que la señora se sintiera lo más cómoda posible. La
flota prendió su motor. Luego de dormir unas cuantas veces y de
perderse en la conversación que su compañera de viaje insistía en
proponerle, trató de recordar las cortas instrucciones que doña
Asunción le dio sobre cómo llegar a la casa de Lilianita, quien no
podía pasar a recogerlo porque vivía muy ocupada.
Una de las cosas que más le causó curiosidad durante el viaje
era el cambio en el paisaje, cómo las tiendas de la carretera se iban
haciendo más grandes cada vez, cómo el verde se iba diluyendo en
el gris de las construcciones y los animales y tal vez también todos
los habitantes de aquellas casas; sólo se veían algunos perros que
ladraban a la flota cuando pasaba, nada más.
Finalmente, la flota se detuvo y apagó el motor, eran las ocho
de la noche y estaba en Bogotá, en el lugar en donde sus cebollas
deleitarían los paladares más exquisitos de la capital. Su compa-
ñera de viaje desapareció rápidamente junto con la caja sonora de
cartón. Él recogió su maleta y no pudo evitar asombrarse: nunca
había visto tanta gente, tantos carros y tanto gris.
Por un momento no supo qué hacer, no encontraba la salida, veía
largas colas por todos lados y nadie le prestaba atención. Pero había
algo muy urgente que debía hacer: comer. Tenía mucha hambre, así
que se dispuso a entrar al primer restaurante que se encontró y de-
vorar un sancocho de gallina que le devolvió la vida. Sin embargo,
nadie le advirtió que las cosas en la capital eran más costosas, en
especial en el terminal de transportes. Cuando pagó se dio cuenta
de que el dinero que traía no iba a alcanzar para mucho, y empezó
a preocuparse.
130 C O L O M B I A C U E N TA
Dio vueltas, recorrió todo el terminal pasando por sus colores
amarillo, azul y rojo. Preguntó muchas veces cómo llegar a la casa de
Lilianita, pero cada explicación que le daban le resultaba más difícil
que la anterior. Pronto se dio cuenta de que eran las once de la no-
che y no le pareció buena idea llegar a la casa de alguien que no co-
nocía a semejante hora. Vio que algunas personas estaban acostadas
ocupando varias sillas para poder estirarse y entonces decidió que
él haría lo mismo. Lo único que recordaba claramente era que no
podía descuidar su maleta porque seguramente la perdería así que,
aunque un poco incómoda, decidió usarla como almohada.
Después de muchas vueltas en la silla y algo de sueño, como
siempre, a las cuatro de la mañana estuvo en pie. Aunque veía las
mismas cosas que la noche anterior, poco a poco se fueron lle-
nando de luz. Después de un tinto, que le pareció desagradable,
se sentó a pensar en los sueños que había tenido: niños, jóvenes,
ancianos, señoras, curas, todos saboreando manjares que tenían el
sabor especial que les daba sus cebollas. Eran personas muy pare-
cidas a sus vecinos, a la señora de la flota y a todos los que habían
pasado frente a él en las últimas veinticuatro horas. Todos debían
probarla, todos tenían derecho.
De pronto, Abelardo aterrizó como quien cae de un globo y se
dio cuenta de que con el poco dinero que tenía no podría hacer
gran cosa. Además, le aterraba salir de aquel lugar y enfrentarse al
titán que había afuera.
Abelardo, que siempre había vivido en la finca de sus padres,
que no estaba a la moda ni tenía un peinado extraño como los
jóvenes de su edad que pasaban frente a él en el terminal de trans-
portes de Bogotá, volvía a su finca en Aquitania, dispuesto a seguir
cultivando y cuidando esa cebollas que, según decían los que lo
conocían, no sabían igual que las demás.
D AV I D F E L I P E C O R R E D O R B E N AV I D E S 131
132 C O L O M B I A C U E N TA
El que
tenga alas
que vuele
ÁNGEL A MARÍA BL ANCO NIETO
D U I TA M A
133
El que tenga alas que vuele
ÁNGELA MARÍA BL ANCO NIETO
134 C O L O M B I A C U E N TA
Descubrí que no pertenecía a ese lugar. Un día me asfixié con el
calor del salón de clases y con la voz chillona de la maestra. Apu-
rada, corrí hacia la ventana; sorda a cualquier grito cerré los ojos,
abrí las manos y salté quebrando el cristal.
Un impacto de esos mataría a cualquiera, pero no a mí, lo que
no me excluía de sentir dolor. No quedé inconsciente, por alguna
razón seguía despierta. El dolor me atravesaba todo el cuerpo. Se
reunió a mi alrededor un corrillo de chicos, sorprendidos, absor-
tos, a la expectativa de lo que pasaría. Estaban llenos de miedo, me
miraban, yo seguía en el piso y mis párpados no se apagaron.
Después del impacto todos aseguraron que había sido un mila-
gro. Se equivocaban, eso no se llama milagro. Se llama destino.
Mis padres discutían. Mucho.
Mi siguiente ocurrencia fue en una excursión a unas montañas.
El viento y el sol chocaban con mis mejillas. Desde arriba se respi-
raba distinto. Ni siquiera lo pensé. Abrí mis brazos, mi cuerpo se
desvaneció ante el abismo. Rodé unos cuantos metros. Una caída
sin relevancia. Yo era frágil. Por esa segunda caída me tacharon de
loca. Una vez más se equivocaban.
Mis padres tendrían que estar contentos. Si estaban inconfor-
mes conmigo y con sus vidas, ya disponían de un motivo para ser
centro de una polémica por mi causa. Pero no fue así. Me convertí
en un problema más. Las cosas en casa no mejoraron. Me convertí
en la niña con tendencias de ave. Decidieron que lo mejor era to-
mar las clases en casa.
Mis padres se divorciaron. Me repuse, una pequeña como yo,
con una percepción relativa de la realidad, después de tanta frac-
tura se repone rápido.
Mi madre se quedó conmigo los siguientes años mientras su-
peraba lo de su separación. Se le notaba la tristeza y sobre todo el
136 C O L O M B I A C U E N TA
Retomé mis planes, mi vida, y otra vez puse muros al mundo
sin intervención de mi madre. No tuve cuidado con lo que soñé.
Seguía lloviendo. Todas las noches las gotas golpeaban la ventana
como si me hablaran. Estaba cansada de la lluvia, de mi cuerpo
y sus versatilidades, de mi confusión, de mi crecimiento, de mi
madre y sus dramas junto a los míos. Mi espalda comenzó a fasti-
diarme. En silencio soportaba el crecimiento de unos bultos en los
omoplatos que se veían como jorobas. Pronto reventaron lenta y
desagradablemente. No tuve tiempo para pensar en quién lo oca-
sionaba y cómo y porqué me estaba sucediendo.
Tenía demasiadas alas para este mundo y mucho pecado para
ese cielo. Me aterraba imaginarme despegando mis pies de la su-
perficie y también quedarme con el resto, volando en artefactos
enormes y no por sí mismos. Estaba inconforme.
Llevaba un mes en casa por la temporada vacacional. Mi madre
empezaba a preguntarse por qué sólo salía en la noche. Estuve
mucho tiempo encerrada en mi cuarto, las alas eran gigantescas,
las plumas volaban por todas partes, esas malditas alas se habían
apropiado de todo mi cuerpo.
Toda elección tiene su precio y en mi caso el riesgo que corría
era obvio. Salí al balcón; a ese que estuvo clausurado por mucho
tiempo. Le hice caso a mi instinto. Respire hondo y me lancé.
No hubo diferencia con lo que me había pasado antes. Fue una
caída patética. La gota que rebosó mi copa. Era una pobre infeliz
abrazada por unas alas, fui a la cocina y las corte de un solo tajo.
Me causé mucho dolor y repugnancia. Las enormes cicatrices no
sólo quedaron en mi espalda, sino también en mi alma.
Escondí lo que quedaba de mis alas. Tiré por la ventana las plu-
mas, mis ojos por primera vez lloraron. Y las lágrimas se deslizaron
una a una por mi rostro.
138 C O L O M B I A C U E N TA
ÁNGELA MARÍA BLANCO NIETO 139
La muerte
anda en
bicicleta
ALEJANDRO DURÁN CARO
CHIQUINQUIRÁ
141
La muerte anda en bicicleta
ALEJANDRO DURÁN CARO
142 C O L O M B I A C U E N TA
Uno llega a conocer vidas patéticas, pero yo no soy quien deba
juzgar.
Está tumbada en la cama y ya no respira. ¡Carajo!, odio cuando
hacen eso. No me esperan, llego yo y ya están ahí, simplemen-
te para que uno les saque el alma, aunque esa parte también me
gusta. Es más, les voy a explicar cómo se le saca el alma a alguien:
primero que todo, uno tiene que cerciorarse de que la persona ya
esté bien muerta. ¿Y cómo se hace? Bueno, pues si es un hombre
se le pega una patada en la entrepierna y si reacciona hay que ter-
minarlo de matar a golpes; si es una mujer, en vez de una patada
lo que se debe hacer es acariciarla, si ella reacciona, hay que bus-
car un hacha, lo más rápido que se pueda, ya que es lo único que
puede detener a una mujer ultrajada. Una vez que está claro que la
persona está muerta hay que revisarle los ojos, es decir, si los tiene
abiertos hay que cerrarlos ya que los muertos con los ojos abiertos
dan miedo, pero antes de hacerlo hay que examinar que ya no le
quede ni el más mínimo brillo de ilusión en el fondo de la pupila,
que no le quede ni el abrazo de la mamá, ni la sonrisa de la novia,
ni el sexo de la otra. Hecho esto es necesario revisar que la persona
no tenga ningún objeto cortopunzante en las manos debido a que
la extracción del alma produce espasmos musculares y sería muy
paradójico ser apuñalado por alguien que se cortó las venas. Lue-
go de haber revisado y retirado cualquier objeto de este tipo debe
buscarse el alma en el pecho, nunca en la cabeza: ahí están ubica-
das las mentiras de la razón. Normalmente el alma de una persona
viva está localizada al lado derecho del corazón y luego, al morir,
pasa a situarse al lado izquierdo para después subir a la garganta.
Ahora, la cosa se pone fea si hay que abrirle el pecho al cliente
para sacarle el alma, sin embargo, esto no ocurre muy a menudo,
así que, utilizando guantes sintéticos, se mete la mano por la boca
144 C O L O M B I A C U E N TA
para evitar conversaciones y posteriores arrepentimientos. Aun-
que créanme: los poetas y yo nos llevamos muy bien. Al dirigirme
hacia él veo que sobre la mesilla tiene un par de mis utensilios
de trabajo. Continúa mirándome y ahora sus ojos tienen un tono
inquisitivo e intimidante. Parece que debiera ser yo quien sienta
miedo. Me sonríe y anota algo en un papel que pone sobre la me-
silla. Agacha su mirada y no lo soporto. ¡Quiero que me mire a los
ojos! Quiero ver los ojos de un poeta apagarse. Me paro frente a
él y acaricio su cabeza. Tomo su barbilla y levanto su rostro: está
llorando. Mientras su cara se enjuaga en amargura señala uno de
los utensilios de la mesilla. Es un revólver hecho de flores.
“¿Unas últimas palabras?”. “Sí, asegúrate de encontrar el centro
exacto de mi frente. Quiero que mi cabeza caiga en un lecho floral.
¡Ah! Y otra cosa, dile a Dios que aquí en la tierra ya no queremos
más almas. Dile que los hombres ya nos dimos cuenta de que nos
condenan por esa máquina de sueños”. ¡Carajo! Matar a estos tipos
me deprime, pero bueno, ya lo hice. Tengo que salir lo más rápido
que pueda de aquí: la sangre, la música, ese papel en la mesilla y el
cuerpo me dan ganas de dejar el trabajo. Apenas salgo me dirijo a
un parque. Tengo que quitarme el vacío de este día viendo niños.
Sí, porque hoy maté nada más a dos personas, que es muy poco,
¿no? Es que pareciera que en este pueblo la gente se estuviera can-
sando de morirse. Pero bueno, al ver niños sé que algún día iré por
ellos. Saco el papel del poeta de mi bolsillo y lo leo:
“Algo siento por la muerte…
Sólo sé que le sonrío”.
¡Carajo! Hoy entristecieron a la Muerte. Espero mañana tener
un par de clientes más y no repetir este atroz día de trabajo.
D A N I E L E D U A R D O VÁ S Q U E Z C O R R E A
DOSQUEBRADAS
147
La sombra
D A N I E L E D U A R D O VÁ S Q U E Z C O R R E A
148 C O L O M B I A C U E N TA
fríos y malvados, más fríos que la misma muerte, y por las enfer-
medades y plagas que se han propagado con nuestros descuidos.
Y en ese caminar por el mundo encuentra un viejo, pero acoge-
dor pueblo.
En una de las casitas se encontraba un anciano campesino en
su cama, la tristeza de sus sutiles lamentos atraía su partida; en su
cuarto, al lado de sus seres queridos, apareció nuestra protagonis-
ta, nuevamente comienza el presentimiento escalofriante de una
presencia que, aunque calmará los dolores de un viejo, petrifica el
cuerpo de quienes la sienten.
La incertidumbre se apoderó de la habitación y antes de que
ocurriera lo inevitable el campesino, con una voz tenue, dijo:
–Qué bueno que estás aquí, después de tanto sufrimiento po-
dré irme a descansar.
La muerte detiene completamente su acción, por fin, después
de tanto tiempo, encuentra un gesto de agradecimiento.
–Gracias, aunque tengo miedo sé que todo estará mejor –dice
nuevamente aquel campesino.
En gesto de gratitud, la muerte le ofrece la más tranquila de las
partidas, invisible para el mundo toca la mano del anciano y poco
a poco se va sumiendo en un sueño placentero; con una sonrisa
leve crea un ambiente de tranquilidad que contagia a los que están
con él.
Y la muerte sigue su camino, lenta, sin afanes, ni retrasos, hacia
cualquier lugar, y aunque el agradecimiento del anciano no sana
completamente la tristeza que la alberga, lleva consigo un senti-
miento de tranquilidad al saber que su trabajo es bueno y que sin
ella nadie en este universo frío, y a veces sin sentido, podría des-
cansar.
D A N I E L E D U A R D O VÁ S Q U E Z C O R R E A 149
Contando
agujeros
D A N I E L A PAT I Ñ O H E R R E R A
B O G O TÁ
151
Contando agujeros
D A N I E L A PAT I Ñ O H E R R E R A
152 C O L O M B I A C U E N TA
Marta vivía en una casita pequeña, alejada de la ciudad y del
ruido; al recibir la carta de su amiga de la infancia sintió una gran
alegría pues no sabía nada de Estela desde hace muchos años.
Cuando terminó de leer lo que su amiga le había escrito, Marta
pensó que era una broma, pero después consideró que debía ser
algo muy importante para Estela, puesto que ella nunca le escribía.
Aquella noche salió a su jardín con una taza de café y trató trabajo-
samente de contar los cráteres en la luna, pero no lo logró. Aunque
estaba cansada de contar, Marta era una mujer que buscaba por
todos los medios una solución y no se rendía fácilmente. Esa mis-
ma noche le escribió una carta a su primo Pablo: “Querido primo,
necesito saber cuántos cráteres tiene la luna. Por favor ayúdame”.
Cuando terminó de escribir metió la carta en un sobre y corrió
apresurada a dejarlo en la oficina de correos.
Pablo recibió la carta de su prima Marta con sorpresa ya que no
sabía de ella desde hacía dos Navidades: “si ella me escribe debe
tratarse de algo malo”, pensó, y abrió la carta lo más rápido posi-
ble; cuando leyó la última palabra de la carta soltó una carcajada y
dejó el papel sobre la mesa. Pablo era una persona muy ocupada
como para pensar en cuántos agujeros tenía la luna y además tenía
una gran fiesta con sus colegas universitarios. Al llegar la noche
Pablo salió de su apartamento rumbo a la fiesta que tanto esperaba
y justo antes de entrar al edificio notó el tamaño de la luna, esta-
ba llena y más maravillosa que nunca; en ese momento recordó a
su prima Marta y subió hasta lo más alto del edificio, dispuesto a
contar los huecos de la luna. Dieron las doce de la noche y Pablo
no consiguió contarlos todos, entonces se le ocurrió comunicarse
con su amigo Eduardo: “¿Cómo sabemos cuántos agujeros tiene la
luna?” escribió en un papel a su amigo. Cuando Pablo escribió esta
frase recordó que se había burlado de la carta de su prima.
D A N I E L A PA T I Ñ O H E R R E R A 153
Eduardo leyó la carta de Pablo cuidadosamente y se sentó a
pensar en una respuesta para su amigo. Pero, al igual que Tomás,
Estela, Marta y Pablo tampoco sabía cuántos agujeros tenía la luna,
ni mucho menos cómo contarlos. Eduardo no estudiaba ni tra-
bajaba, vivía con sus padres, era una persona tranquila. Al leer la
carta pensó en escribir a su hermana Verónica para que ella contara
los agujeros de la luna que más pudiera y le devolviera una res-
puesta; también le escribió a su sobrino Santiago para que hiciera
lo mismo y a su vez le preguntara a todos sus amigos. Eduardo les
preguntó a todos sus conocidos y nadie tenía la respuesta, pero les
hizo prometer que cada noche mirarían a la luna, contarían cuan-
tos cráteres pudieran y pasarían la voz. Fueron tantas las perso-
nas que contaron cráteres y tantos los números que enviaban que
siempre parecía que la luna tuviera más y más agujeros.
Pablo se enteró del plan de su amigo Eduardo y le escribió a
su prima Marta para que hiciera lo mismo: contar, pasar la voz y
dar un número de agujeros. Cuando Marta contó los agujeros que
pudo le respondió a Estela y le pidió que corriera la voz y contara
por su lado los cráteres que pudiera. Estela, muy ansiosa por res-
ponderle a su nieto Tomás, contó aquella noche treinta agujeros y
le escribió a su nieto:
“Tomás, hace varios meses me preguntaste cuántos agujeros te-
nía la luna y busqué por todas partes una respuesta. Le pregunté
a mi amiga y ella a su primo, y el primo a su amigo, de ahí en
adelante mucha gente trató de resolver tu duda, pero nadie lo con-
siguió. Ayer conté treinta agujeros, puede ser que mañana cuente
cuarenta, pero nunca pares de preguntar y sigue la cadena que tú
mismo creaste. Cuenta, pasa la voz y da un número de agujeros”.
Fue por Tomás que conocí la cadena de agujeros y cada vez que
tengo la oportunidad miro a la luna, cuento todos los cráteres que
154 C O L O M B I A C U E N TA
puedo, le digo a mis conocidos y les doy el número que obtengo.
La cadena de agujeros seguirá por mucho tiempo si cuentas, pasas
la voz y das tu número de agujeros.
D A N I E L A PA T I Ñ O H E R R E R A 155
3
ARMENIA
JOSÉ ALEXANDER RODRÍGUEZ LEUDO
El juez sin rostro
177
BUCARAMANGA
Á LVA R O J O S É C L A R O R Í O S
Sueño eterno
C AT E G O R Í A
171
GIRÓN
N ATA L I A M A R C E L A P I T TA O S S E S
La historia tras la historia
en la oscuridad
159
CALI
J U L I Á N D AV I D C A R VA J A L G U T I É R R E Z
El boquinche
165
ESTUDIANTES DE EDUCACIÓN SUPERIOR
I TA G Ü Í
V E R Ó N I C A E C H E V E R R Y A LVA R Á N
Ahora sí dan ganas
B O G O TÁ 193
JORGE ANDRADE
BLANCO
F LO R I DA B L A N C A
La noche de
OSCAR HUMBERTO ME JÍA
las orejas blancas
La hoja de papel
189
211
B O G O TÁ
H A M I LT O N B A R R I O S
ORDÓÑEZ
El loco y el mar
B O G O TÁ 205
ALEJANDRO MARTÍNEZ MURCIA
El siguiente
183
B O G O TÁ
J U A N D AV I D G Ó M E Z M A R T Í N E Z
Luna menguante
199
La historia
tras la
historia en
la oscuridad
N ATA L I A M A R C E L A P I T TA O S S E S
GIRÓN
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La historia tras la historia en la
oscuridad
N ATA L I A M A R C E L A P I T TA O S S E S
160 C O L O M B I A C U E N TA
bajo tu cocina por tanto tiempo, devorando, royendo, pisando,
infectando todo lo que pudiera. Miras hacia abajo y no puedes
evitar tomar una enorme bocanada de aire podrido. No hay roedor
alguno esperándote. En vez de eso, una mujer desnuda, pálida y
con el cabello rubio desparramado sobre el suelo, medio envuel-
ta en tu sábana de cuadros favorita, de espaldas al suelo y con la
cabeza en el lugar hacia donde, sin poder evitarlo, mantienes la
mirada fija, te escruta con ojos negros, asustados, furiosos, vacíos;
intentando –lo sabes– infundirte todo el miedo que ella siente. Sin
saber muy bien si es por la sorpresa o por la mezcla sucia y ácida
que inunda el aire, sientes cómo un agujero frío se forma en tu
estómago y cómo la sangre baja de tu cabeza hasta provocarte un
insoportable mareo. A tu alrededor todo se mueve en un extraño
vaivén de desespero. Has perdido la noción del espacio y ahora te
desplazas sin sentido de un lado a otro, tratando de evitar que el
planeta siga sus giros endemoniados. Toses, te inclinas para dejar
que el vómito blanco y granulado se desplace con libertad hasta
tu garganta y después por la lengua, dejando el agridulce sabor de
tu propio estómago sobre ti. Sudando, retrocedes a rastras hasta la
pared del oscuro pasillo, confiando en que el escándalo digestivo
despierte a tu extraña visitante nudista de su shock. Ahora, sentado
como estás, puedes ver su mejor parte: un poco más abajo de la
línea de su ombligo, de un orificio color carne, rodeado de finos
vellos, emana un líquido rojo oscuro, profuso y viscoso, que ya ha
formado un charco sobre la alfombra (¿cómo vas a limpiar eso?).
Sin saber qué hacer sigues inmóvil, evaluando tus posibilidades:
tal vez puedas esconder el cadáver envolviéndolo en el edredón
y la cobija de cuadros; combinan, naturalmente: es el escondite
perfecto… puedes llamar a la Policía, desde luego; perderás horas
importantes de tu vida y, probablemente, te acusen y te encierren
N ATA L I A M A R C E L A P I T TA O S S E S 161
por años. Quizá quieras llamar a un amigo y hacerlo tu cómplice,
así no estarías solo tanto tiempo. O podrías enterrarla en el jardín,
pero deberías hacer un agujero muy grande con tu pequeña pala y,
tal vez, alguien sospeche. ¡O tal vez no! ¿Recuerdas que tu jardín
no tiene vista desde ninguna casa? Espera un minuto, vives en un
apartamento; ¡tú no tienes jardín! No tienes una pala pequeña, ni
una de ningún tamaño. No tienes teléfono, ni amigos, ni sábanas
de cuadros. No tienes repuesto para el bombillo de la lámpara, que
se ha quemado. Sólo tienes un ratón muerto, miedo a la oscuridad
y mucha imaginación.
162 C O L O M B I A C U E N TA
N ATA L I A M A R C E L A P I T TA O S S E S 163
El
boquinche
J U L I Á N D AV I D C A R VA J A L G U T I É R R E Z
CALI
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El boquinche
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166 C O L O M B I A C U E N TA
Al hijo de Ruth lo descubrieron postrado contra un rincón de la
ducha, criando larvas que se habían formado por la humedad con
el pretexto de enseñarles a hablar. A Lina le gustó el misterio y los
gestos que hacía el boquinche cuando le contaba la historia y se lo
hizo saber. Él le prometió que todos los días le contaría la historia
de una de las personas que internaran durante el día.
–Trato hecho –dijo Lina, y se marchó.
Al día siguiente le contó la historia del anciano que en medio
de la noche despertaba a sus vecinos con música de Bach, gritando
desde su balcón: “¡Los extraterrestres ya se están acercando y es la
única forma de alejarlos!”.
Al principio, todas esas historias divertían a Lina, pero pasado
un mes comenzaron a perturbarla. En el trabajo ya le habían dicho
que cuidara su aspecto personal, pues últimamente llevaba el pelo
desarreglado. Sin embargo, cada vez que bajaba de la estación de
buses pensaba: “esta es la última historia y no vuelvo a oír ninguna
más”. Sabía que se engañaba, siempre volvía, como atraída por una
fuerza superior a ella.
Dos meses después de la primera historia, por primera vez Lina
notó al boquinche triste.
–¿Qué te pasa? –le preguntó intrigada.
–O que pasa eñoita e que no tengo histoia pala contale hoy.
–Si no tienes una historia para contarme no importa –lo tran-
quilizó–. No te pongas triste. Eso significa que no vino ningún
enfermo mental hoy. ¡Alégrate, hay una familia menos que sufre!
Mientras le decía esto pasaba su mano por la cabeza calva del
boquinche intentando consolarlo.
Lina sintió que unos ojos se posaban sobre ella desde el otro
lado de la puerta de vidrio; cuando se dio vuelta se puso pálida.
J U L I Á N D AV I D C A R VA J A L G U T I É R R E Z 167
Cualquier persona que en ese instante se hubiera fijado en ella
la habría confundido con un maniquí. De pronto, se desmoro-
nó como una torre de naipes. Entre el boquinche y el guardia la
cargaron, la llevaron rápidamente al hospital y la sentaron en una
silla. Cuando recobró el conocimiento le dieron a beber un vaso
de agua.
–¿Qué e paso eñoita?
Lina le respondió que había visto a una mujer en la puerta con
una camisa de fuerza. Tenía el pelo alborotado, estaba pálida y
ojerosa.
–No se auste eñoita, es una loca e las tantas e aquí.
–Ese no es el problema, el problema es que esa mujer era yo –le
dijo Lina entre sollozos.
–Eso no puede ser –dijo el guardia.
–¡Mírela ahí! –gritó Lina señalando la sala de espera vacía.
–¿Ónde, ónde? Ahí no hay naie eñoita –le respondió el boquinche.
Lina se tiró al piso y empezó a gritar desesperada. Dos hombres
vestidos de blanco se acercaron corriendo y le aplicaron un se-
dante. Atolondrada, la levantaron de los brazos y la llevaron a una
habitación completamente blanca. Cerraron la puerta.
Cuando Lina despertó se encontró aprisionada por una camisa
de fuerza. La puerta se abrió y un hombre robusto la ayudó a le-
vantarse.
–Puede salir a caminar –le dijo.
Al pararse, Lina sintió que la cabeza le daba vueltas. Caminaba
lento, arrastrando los pies. Desde el pasillo largo divisó la sala de
espera, al llegar a la sala y ver la puerta de vidrio, se acercó. Vio a
una mujer hablando por celular.
–La va a enloquecer, la va a enloquecer, la va a enloquecer
–murmuraba Lina.
168 C O L O M B I A C U E N TA
Al terminar de hacer la llamada, la mujer vio a Lina. Devolvió el
celular al boquinche, le pagó y le dijo:
–Qué estado tan deprimente el de esa mujer. Se ve que está jo-
ven la pobre, ¿qué se le pasará por la cabeza a los locos?
El boquinche la miraba en silencio.
–La va a enloquecer, la va a enloquecer…
–No sé, eñoita, pelo si quiele le pueo contal una histoia odos los
días del polqué etan aquí encelados.
–La va a enloquecer, la va a enloquecer…
–Sería muy interesante. Si usted está dispuesto a contarme una
historia todos los días de una de las personas que están en este
hospital, yo le compro llamadas cada vez que salga de la estación
de buses. ¿Qué le parece?
–La va a enloquecer, la va a enloquecer…
–Tlato hecho.
–Trato hecho. Mañana vengo. Tenga lista la historia.
–Hata luego, eñoita.
–La va a enloquecer, la va a enloquecer…
–Venga, Lina, aquí nadie va a enloquecer a nadie –la tranquilizó
una enfermera mientras la conducía del brazo hacia el cuarto–. Es
hora de dormir –le dijo mientras le inyectaba un sedante.
J U L I Á N D AV I D C A R VA J A L G U T I É R R E Z 169
Sueño
eterno
Á LVA R O J O S É C L A R O R Í O S
BUCARAMANGA
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Sueño eterno
Á LVA R O J O S É C L A R O R Í O S
172 C O L O M B I A C U E N TA
tío Luis. ‘‘¿No tienes sueño?’’, le pregunté. ‘‘Al contrario, estoy pro-
fundamente dormido’’, me respondió. Sonreí sin entenderle y sin
querer hacerlo. Seguí caminando rumbo a mi habitación. ‘‘Estoy
tan dormido como tú’’, agregó cuando pasé a su lado. Lo cual tam-
poco entendí, pero por primera vez le abrió una brecha al pavor.
No obstante, en ese momento la desgana me poseía y sólo quería
volver a dormir. Pero al llegar a mi cuarto, ¡oh sorpresa!: desde la
puerta vi que había alguien acostado sobre mi cama.
Eliminando cualquier atisbo de somnolencia, busqué con el
tacto el interruptor en la pared. Lo moví de arriba abajo tantas
veces como me fue posible, pero no pasó nada.
Las luces continuaron apagadas. Y aún así no fue completamen-
te el terror. El razonamiento de que quizá se habían fundido los
bombillos me tranquilizó un poco.
Aunque era increíble ese ser yacente sobre la cama. No tenía
otra opción, si quería seguir durmiendo, tendría que averiguar
quién era y pedirle que se levantara.
Lentamente me arrastré hasta él, alcé la cobija y me agaché a tan
sólo centímetros para observarlo. Entonces sí fue por primera vez
el terror. Quien estaba sobre la cama era yo, con la misma ropa y la
misma barba de tres días; yo, acostado y parado al mismo tiempo.
Imposible. ‘‘¿Qué está sucediendo?’’, me pregunté. ‘‘Voy a contár-
selo a mi tío’’.
Y apenas pensé esto, fue el horror el que me cayó encima como
un baldado de agua fría. En mi sopor de medianoche lo había
olvidado, pero ahora lo recordé: mi tío Luis había muerto el año
pasado. Sin haber presentado ningún síntoma, un día el tío Luis se
acostó a dormir y ya nunca más volvió de su sueño. Pensé: ‘‘Enton-
ces he muerto’’, pero no pude aceptarlo. Me pregunté qué había
hecho yo, un joven apenas, con la vida por delante, como para
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morir de una manera tan estúpida, mientras dormía, sin ningún
dolor, sin ningún cuchillo que me atravesara las venas. En medio
de la oscuridad, la rabia hizo hervir mi sangre. Sentí que estaba
más vivo que nunca. Salté como una bestia sobre mi cuerpo y
empecé a sacudirlo, a darle bofetadas, a pellizcarlo, a halarle el ca-
bello. Pero no logré ninguna reacción. Caí rendido en el piso, con
el sudor y las lágrimas mezclándose en mi cara. Fue la voz de mi
tío la que me consoló, ‘‘no te des por vencido tan rápido, yo pasé
seis meses tratando de despertarme hasta que al final me cansé,
pero tú acabas de empezar, nadie se ha enterado de tu muerte. Por
lo menos hasta que amanezca y alguien te venga a buscar, sigue
intentándolo’’. Y eso hago en estos momentos. Con la ayuda de
mi tío estamos golpeando con palos a mi cuerpo, pero no puedo
concentrarme en lo que hago. Me siento muy cansado. El sueño ha
vuelto otra vez y para empeorarlo todo, los rayos del sol cada vez
se reflejan más fuertes en la ventana.
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El juez sin
rostro
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El juez sin rostro
JOSÉ ALEXANDER RODRÍGUEZ LEUDO
178 C O L O M B I A C U E N TA
me hacen sentir grande, ningún hombre logró lo que yo. Traficar
miles de toneladas hasta quedarme con la hegemonía del negocio,
poner en las calles de grandes ciudades mi producto marcado con
sangre, arrasando con poderosos traficantes, políticos, generales,
periodistas, millares que se hicieron matar en una lucha que siem-
pre tuvieron perdida. Suenan cómicas las palabras del tembleque
hombrecito cuando se refiere a los muchos atentados que ordené.
Bombas y asesinatos en un lugar y otro. Por trabajo, venganza, di-
versión, bañaba las alcantarillas con una lluvia de sangre.
Vuelve a resonar la voz fuerte e inmutable del juez. Veo su ros-
tro dirigido hacia mí, me mira a la cara, a los ojos, por menos
lo habría matado. Deseo ver sus pupilas, adivinar lo que piensa
mientras mira despectivamente al hombre más peligroso que ha
parido esta tierra. “¿Cómo se declara?”, pregunta. “Inocente”, le
contesto con tranquilidad. Se queda observándome, inmóvil, pue-
do percibir el calor que expele su cuerpo como un volcán de ira,
el tenue crujido de sus dientes, el quiebre de los nudillos de sus
manos empuñadas. Me desprecia tanto como yo a él. Disfruto de
la situación, pero lamento no ver su rostro enrojecido, sus vellos
crispados, su desconcierto. Me odia, cree que por su posición tiene
la delantera, lo que no sabe es que le permito tomar ventaja para
luego pasar sobre él. Es mi juego. Todos saben que soy culpable,
que he traficado, que he matado a cientos, que he sembrado el
terror, que he robado, que soy ambicioso, que me carcome la ava-
ricia, la envidia, la lujuria. Soy culpable por donde me miren. No
obstante, mi juego sólo terminará cuando yo lo desee. Le sostengo
la mirada, no puedo ver más que dos huecos en la tela que dan
espacio a sus órbitas, como una calavera. Me divierte pensar en los
muchos rostros marcados que envié a la tumba, es bien sabido que
quien me desafía muere marcado. Desfiguro con ácido sus rostros,
180 C O L O M B I A C U E N TA
El juez habla de nuevo, descubro una sutil irregularidad en su
voz, está asustado, no puedo verlo, pero lo percibo. Tal vez pre-
sagia que lo vigilo, que mis hombres buscaron hasta encontrar su
guarida, que tengo comprado a medio país para que me informen
hasta de la caída de una hoja, que puedo escapar cuando quiera.
Sabe que una capucha no lo salvará de mis garras. Casi puedo es-
cuchar el golpeteo enloquecido de su corazón y la rudeza del aire
que entra a sus pulmones, mientras el sudor empapa su espalda y
su frente. Pide silencio. Abre sus labios, yo lo observo, espero sus
palabras.
Me condenará a la máxima o a la mínima pena. En otro lugar
me darían quinientas sentencias de muerte o mil cadenas perpe-
tuas. Pero lo máximo que pueden darme aquí son sesenta años, y
lo mínimo doce. Con rebajas quedaré libre en cuatro o cinco años.
Ni siquiera pensaría en escaparme, cumpliría con agrado mi
poco tiempo de prisión.
Su voz es fuerte, nítida, se detiene eternos segundos, lo espe-
ro… habla: “…Se le condena a setecientos veinte meses de prisión
en una cárcel de máxima seguridad, sin derecho a ninguna clase
de rebajas. Debe cumplir la pena en forma íntegra”. Hay silencio.
Hago cuentas en mi cabeza, divido setecientos veinte entre
doce…, resultan sesenta años.
Me condenó a la máxima pena, es una puñalada por la espalda,
no lo creí capaz. La gente murmura acaloradamente, todos quie-
ren conocer al hombre que tuvo el denuedo de condenarme, de
ponerme en jaque, pero sin rostro y sin nombre no podrá ganar el
reconocimiento que todos le profesan. Lástima que no conocerán
su cara ni siquiera el día de su entierro, ordenaré que el ácido le
carcoma hasta el hueso. En la vida y en la muerte será un valiente
juez sin rostro.
183
El siguiente
ALEJANDRO MARTÍNEZ MURCIA
184 C O L O M B I A C U E N TA
vez mientras que el viejo sigue hablando: “Me robaron en la noche
de ayer, venía de la Serranía del Perijá y me dirigía al Vaupés, muy
cerca a los límites con Brasil, para terminar mi trabajo de investi-
gación, pero en el camino me drogaron, me quitaron todo lo que
tenía y mi familia no lo sabe aún, no lo sabrán por lo pronto, ellos
están a kilómetros del pueblo más cercano, en medio de la selva.
En la estación de Policía me dicen que acá me pueden ayudar, lo
único que necesito es llegar al Vaupés”.
Aquel hombre no luce desesperado, no existe una pizca de so-
bresalto en su cara, apenas si habla en un tono preocupado y nun-
ca deja su seriedad. El joven empieza a conmoverse pues el relato
es lógico, las distancias y trayectorias expuestas por el antropólogo
tienen perfecta racionalidad; las cosas que dice que le robaron,
la forma en que lo hicieron. La situación es real, piensa ahora el
abogado. “Déjeme llenar unas formas”, dice, y empieza a teclear
frenéticamente en el computador mientras sigue interrogando al
antropólogo para asegurarse de que todo se cumpla de acuerdo
con lo esperado. El viejo habla de Emma y de lo hermosa que es,
de Abraham, a quien le gustan los idiomas, de Mateo y de su amor
por los animales y del sonido de la selva que lo calmaba cuando
apenas era un bebé, mientras tanto el abogado imagina cada de-
talle de la historia del antropólogo al tiempo que la anhela, una
mujer hermosa y dos hijos y una casa gigante con más ventanas
que paredes, el olor húmedo de los árboles y el viento cálido y
como estancado. En medio de esas fantasías toma el teléfono para
obtener un pasaje de cortesía para el viaje que necesita el antro-
pólogo, pero una llamada le lleva a otra y hasta ahora no obtiene
nada. El reloj, que avanza más rápido por el solo hecho de ser ig-
norado, ya va llegando a las seis. Otra llamada y otro funcionario
a quien preguntar. Al otro lado del teléfono le contestan pidiendo
A L E J A N D R O M A RT Í N E Z M U R C I A 185
el número de identificación del antropólogo, ocho cifras, una es-
pera y un silencio prolongado que se interrumpe por un suspiro
largo, todo al otro lado del teléfono: “Doctor” –el abogado odia
que le digan doctor, pero esta vez no importa–, “le cuento que el
señor que tiene al lado no es de fiar, el hombre ha estado varias
veces en rehabilitación con hogares de protección social, ha sido
paciente psiquiátrico, tiene problemas de mitomanía, se ha hecho
pasar como antropólogo y psicólogo en varios pueblos y hasta ha
dictado clases en algunos colegios y universidades, suele estafar
a la gente, pero como no tenemos ninguna denuncia no es posi-
ble hacer más que cuidarnos de él, ya ha viajado varias veces por
cuenta del Estado, el hombre es todo un profesional del engaño y
así va sacándole pesos, comida y hasta ropa a gente de ciudades
pequeñas como la suya. Entenderá que no le pueda ayudar”.
El abogado se siente estúpido e intenta ocultar toda esa ver-
güenza que le cubre la cara, así que luego de colgar finge que
trabaja en el computador y espera unos minutos para hablarle al
antropólogo, que ahora parece al mismo tiempo un vago deforme
y un genio: “Listo, ya tenemos la ayuda. Primero va a viajar de acá
a Bogotá, los buses salen justo al lado de la estación de Policía, y
de ese pasaje me encargo yo” –hasta este punto el abogado dice la
verdad y le entrega un tiquete con un sello estatal–. “De ahí va a
salir en otro bus al Vaupés, sólo tiene que preguntar por Germán
y dar su número de identificación en la terminal. ¿Ve que todo
salió bien?”. El abogado miente. “Gracias”, dice el viejo mientras
le estrecha la mano al abogado despidiéndose, “algún día, cuando
quiera ir a conocer la selva, avíseme, yo me encargo de todo”.
Mientras que el viejo va saliendo de la oficina, avanza una vez
más la secuencia en la pantalla de dígitos rojos. El pitido y la voz
del abogado se oyen al mismo tiempo haciendo seguir al próximo
186 C O L O M B I A C U E N TA
interesado. “Buenas doctor”, saluda una abuela que pasa luego de
la orden del abogado. “No me diga doctor, nunca me ha gustado.
Soy antropólogo, dígame, ¿en qué puedo ayudarle?”.
A L E J A N D R O M A RT Í N E Z M U R C I A 187
La noche
de las orejas
blancas
JORGE ANDR ADE BL ANCO
B O G O TÁ
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La noche de las orejas blancas
JORGE ANDR ADE BL ANCO
190 C O L O M B I A C U E N TA
con la mano metida dentro del sombrero, buscando al animalejo
que por algún azar del destino hoy no estaba allí. Un lagrimita de
cristal reventándose, fue eso y no otra cosa lo que escuchó el gran
Kandrupsky antes de despertar.
El despertar fue confuso. El hombre abrió los ojos y sus pupilas
tardaron algunos segundos en recuperar el detalle de la oscuridad.
Cuando logró librarse de la ceguera y pasó totalmente del territo-
rio del sueño al de la vigilia, notó que todo estaba forrado en una
tela suave, el espacio para moverse era insuficiente, el lugar era
circular y albergaba un aire obeso que entraba con dificultad lle-
nando los pulmones de algo que parecía gelatina. La superficie del
suelo estaba forrada en paño y era cóncava.
Cuando el gran Kandrupsky miró hacia arriba la luz sólida
de una luna de tungsteno lo dejó ciego, el reflector brillaba en lo
alto mientras el hombre, confundido, miraba hacia arriba, viendo
cómo se asomaban dos orejas blancas que se interponían entre
la luz albina y su humanidad, manchando de sombras el interior
del sombrero; sí, fue justo ahí cuando el hombre quiso volver a
dormir, soñar con ese mundo furtivo en el que era él quien jalaba
de las orejas al conejo para sacarlo del sombrero dejando venir
un chapuzón de aplausos que le inundaban la piel. Cerró los ojos
apretándolos con el alma y con los puños, pero fue inútil, el cone-
jo lo agarró del pelo y lo sacó violentamente del sombrero; afuera,
un cosmos de ojitos brillantes y orejas blancas inundaba la oscuri-
dad y el gran Kandrupsky pataleaba en el aire, lanzando puñetazos
que se estallaban en el aire sin encontrar objetivo alguno, luchan-
do ferozmente contra el vacío.
V E R Ó N I C A E C H E V E R R Y A LVA R Á N
I TA G Ü Í
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Ahora sí dan ganas
V E R Ó N I C A E C H E V E R R Y A LVA R Á N
194 C O L O M B I A C U E N TA
puerta abierta, el gato la siguió, ella ni se enteró y ahora el pobre
deambula perdido en la noche. Estará buscándome. Tengo que sa-
lir… ya sé que es tarde, pero si a usted se le perdiera el gato haría
lo mismo, ¿no?
La estación del tren está llena de gatos golfos y bohemios, pero
ninguno es como mi gato. Yo conozco bien su silueta, su manera
de estar y caminar. Ninguno se le parece.
Si mi gato estuviera entre la veintena de gatos que en este mo-
mento persigue un ratón para llenar la panza, ya lo habría recono-
cido. Pero no está.
Ahora que lo pienso Fanny es como un gato, no como el mío,
claro está. El mío es decente y sensible, pero los otros gatos, los que
son como Fanny, son altivos y se regodean con el sufrimiento. Yo le
digo sinceramente que nunca voy a entender esa espantosa manía
que tienen los gatos de jugar con la presa antes de destrozarla.
Y no exagero si le digo que Fanny tenía aquella manía de gato,
la diferencia entre el ratón y yo es que el infeliz roedor que cae
en las garras del minino sabe desde el principio que el gato está
jugando y que cuando se aburra de jugar va a acabar con él; yo en
cambio nada supe sino hasta ahora que llego a la casa y no están
ni Fanny ni el gato.
¿Sabe qué es lo que pasa? Que los gatos son más sinceros, no
se van con sutilezas, ni engaños, pero Fanny sí, llegaba, me ron-
roneaba y yo la acariciaba, la mimaba, le daba leche, la llevaba al
cine, le compraba el helado con dos bolas de chocolate que tanto
le gustaba y ella me lo agradecía con cariño; se trepaba sobre mí,
me besaba, me decía que era el más bueno de todos y se quedaba
dormida sin más, como una niña cansada.
Dígame, cómo iba a sospechar yo que estaba jugando conmigo,
es verdad que en los últimos meses gastaba más de lo que la cor-
V E R Ó N I C A E C H E V E R R Y A LV A R Á N 195
dura dictaría, que se enojaba si no podía llevarla al spa todos los
domingos, que recibía llamadas misteriosas a la medianoche y se
escabullía con sigilo para regresar a la mañana siguiente y meterse
entre las cobijas con el mismo sigilo con el que había salido, pero
ya le he dicho a usted que Fanny tenía cosas de gato. Por lo demás,
era una mujer amorosa. De no ser por aquellas repentinas extrava-
gancias, habría sido la mujer perfecta.
Para serle honesto no me imaginé que iba a pararse frente a mí
con sus ojos verdes y sus deliciosas piernas blancas para decirme
que yo era el calvo más sonso del mundo y un culichupado al que
no quería ver jamás en la vida.
Si ahora usted me ve caminando por la vía férrea no es por des-
pecho sino porque la noche está como para vagar como el gato que
no encuentro. No quiero regresar a casa sin él, ¿para qué? Fanny
no me espera. Me voy a recostar un momento, no es el mejor lugar
para hacerlo, los rieles están fríos y herrumbrosos, pero el tren vie-
ne muy lejos, apenas si veo parpadear su luz, escucho el rechinar
de las ruedas sobre la vía, me recuerda al sonido que hacen los
carniceros cuando afilan sus cuchillos, pero más intenso, ¿no es
sorprendente lo rápido que avanza el tren?, quizás más rápido de
lo que pensé, suena la bocina, seguro el maquinista ya me divisa,
creo que no tendré tiempo de levantarme, a lo mejor si usted me
ayuda... Le aseguro que no me di cuenta hasta ahora. ¿No oye un
ronroneo? Ahora me convenzo de que siempre me siguió. Siento
sus patas finas sobre mí, sus bigotes mansos. ¿Le ve los ojos tan
bonitos? Es mi gato. Ahora sí dan ganas de volver a casa.
196 C O L O M B I A C U E N TA
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Luna
menguante
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Luna menguante
J U A N D AV I D G Ó M E Z M A R T Í N E Z
200 C O L O M B I A C U E N TA
El hombre, ya sin dedos, fue al médico. Preguntó si era normal
eso que le sucedía y que además sus extremidades más pequeñas le
hablaran de forma políticamente correcta. El médico no tuvo res-
puesta para una pregunta tan compleja. No pudo sino sentir lás-
tima y bajar su cabeza moviéndola suavemente de un lado a otro.
El hombre se encontraba desesperanzado y decidió volver a su
casa, desolado y sin dedos. En el camino tuvo una idea: buscar un
diálogo con sus dedos y firmar un pacto (una vez con ellos en sus
manos, claro está), accediendo a cualquier tipo de exigencia. Pero
en ese preciso instante su boca le habló. Por lo general, lo normal
es que la boca hable, pero que le hable a su dueño sin las órdenes
de este no es cosa de todos los días, lo que dejó al hombre estúpi-
damente estupefacto. Su boca le hablaba con autonomía y con una
claridad que él nunca había podido expresar a través de ella. Esa fue
la primera queja de su boca, que fuera utilizada para pronunciar las
frases más vanas y poco creativas. Le confesó que se sentía impoten-
te cada vez que su dueño intentaba entablar conversación con una
mujer. La boca dijo que se sentía masacrada con cada palabra torpe
y temblorosa que vocalizaba, que se retorcía, no de nervios, sino de
profunda ira, le provocaban náuseas. La boca, que ya no era su boca,
terminó despidiéndose con un violento y simple “chao”.
El hombre caminó lo que restaba de camino a su casa lento y
con su mente fuera de sí. Tenía los ojos perdidos en el pensamiento
y su pensamiento sumido en la tristeza. Estaba tan absorto que de
no ser por las miradas continuas de la gente –las sintió en su nuca–
no hubiera prestado atención. Pero lo devolvió por completo al
mundo el grito de una señora gorda y mal vestida. Se dio cuenta de
que los niños y las niñas lo señalaban con una curiosidad propia
de los infantes. Sólo le quedaban sus ojos y las arrugas de su frente
para reflejar la pena que sentía; ni siquiera podía esconder su cara
J U A N D AV I D G Ó M E Z M A RT Í N E Z 201
de las miradas con sus manos porque ya no tenía manos. Corrió a
su casa fundido en pánico.
Esa madrugada el hombre se despertó de la animación suspen-
dida de sus ojos mirando al vacío; algo se retorcía entre sus piernas.
Ninguna otra parte de su cuerpo le había hecho sentir tanto pánico
repentinamente. El hombre oía y miraba con asombro cómo su
pene le gritaba argumentando una razón pragmática y natural que
el hombre fue incapaz de contradecir.
El hombre lloró, lloró toda la noche. Qué abatido estaba. Se
durmió. A las seis y cuarenta y cinco de la mañana sus extremida-
des superiores lo despertaron, zarandeándolo de un lado a otro,
avisándole que se iban a ir. Levantaron los hombros en un gesto
que advertía que ya no había nada qué hacer. A las extremidades
las siguió el torso y los órganos internos. Su estómago ya no esta-
ba, intentó pasar saliva, pero no pudo, todo estaba oscuro, y tam-
poco escuchaba sonido alguno.
Quedaron sólo el cerebro y el corazón, del cual se desprendían
muchas raíces que no iban a ningún lado. El cerebro y el hom-
bre, o lo que quedaba de él, sostuvieron una conversación bipolar
mientras el corazón sentía y no hacía más que latir rápido. El ce-
rebro pensó para sí mismo, es decir, para el hombre, que vivir era
una cuestión de voluntad, y que la voluntad estaba en el hombre
y no en su racionalidad. Sin embargo, admitió algo de culpa en
ello porque nunca pensó bien de sí mismo, es decir, del hombre.
Pero se sintió bastante confundido y lo pensó, y el hombre, que
estaba a punto de no ser hombre, le rogó que lo comprendiera,
que él intentaría mejorar. El cerebro no quiso pensar que ya era
demasiado tarde, sólo para no herir los sentimientos del hombre,
pero ya era demasiado tarde. Si hubiera labios y boca lo hubiera
dicho espasmódicamente, como si vomitara espumosa rabia repri-
202 C O L O M B I A C U E N TA
mida de muchos años atrás, así que lo pensó sin titubeos. Ambos
sostuvieron un silencio incómodo lleno de miedo. El nervioso y
acelerado latir del corazón los hizo reaccionar. El cerebro pensó
que necesitaba algo de tiempo para pensar a solas, para aclarar las
cosas, sin embargo, muy en el fondo sabía que ya era demasiado
tarde. El hombre sintió que su corazón se estremecía contrayéndose
y haciéndolo sentir demasiado insignificante como para existir. El
cerebro pensó: “adiós”. La habitación quedó vacía, y en el medio de
ella un corazón que se desangraba y se enfriaba con los minutos.
J U A N D AV I D G Ó M E Z M A RT Í N E Z 203
El loco y
el mar
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B O G O TÁ
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El loco y el mar
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206 C O L O M B I A C U E N TA
camino. Así fue como empezó a coleccionar trastos y cachivaches a
los que atribuía propiedades mecánicas que no tenían, y a discurrir
sobre rubros que desconocía, como Matemáticas y Astronomía.
La gente vio cómo Palomino se desmoronaba. Descuidó total-
mente su apariencia, dejando que su pelo hirsuto y espinado cre-
ciera sin gobierno, insistiendo en arroparse sólo con telas mugrosas
y zanganeando todos los días por las calles arrastrando sus tiestos
y trebejos, mascullando rezos y cálculos imaginarios. Su fingida
matemática le ocupaba gran parte del día y por ella dejó de cum-
plir con casi todas sus obligaciones, por lo que perdió sus dientes,
su casa y su empleo de peón. Palomino se convirtió en una piltrafa
que, para rematar, se amistó con una recua de perros callejeros, tan
lastimeros como él, que lo acompañaban en su errar y a quienes
les exponía sus cómputos a la sazón peripatética. Fue en ese mo-
mento, cuando se le vio conferenciando con perros, que la gente
aseguró que Palomino definitivamente se había enloquecido.
Lo vieron muchas veces estacionado a la orilla del océano. En
algunas ocasiones parecía entretenido con el vuelo de las gaviotas,
pero la mayoría del tiempo escrutaba con agudeza las aguas, con-
mensurando el poder de su rival. A veces disparaba entre imprope-
rios, sin reservas ni miramientos, piedras, zapatos, cangrejos y cuan-
to desafortunado proyectil encontraba a su paso. Por lo general, ese
triste espectáculo suyo lo remataba clamando a la inmensidad: ¡Oh,
piélago profundo, nada me arrebatarán esos rugidos tuyos!
Muchas veces Palomino quiso hacer partícipes a sus coterrá-
neos de sus nobles propósitos, creyendo que ellos también con-
sideraban imperativo desentrañar los misterios y delicias que se
atrincheraban más allá del horizonte. Entonces lo vieron aparecer
en los comercios y en misa pregonando los avances de su trabajo,
pero en ambas estancias censuraron su presencia pues ni a los co-
H A M I LT O N B A R R I O S O R D Ó Ñ E Z 207
merciantes ni al Señor les convenía tener un loco y una comitiva
de perros merodeando y desluciendo su negocio. Algunos ociosos
a veces fingían interés por sus disparates y lo inquirían por sus
resultados, entonces un Palomino apasionado exhibía sus ecua-
ciones y planimetrías garrapateadas con carbones sobre papel de
abrojo. Pero en aquellos parajes tan poco dados a parir visionarios,
ninguno de esos haraganes comprendía los razonamientos de Pa-
lomino y rápidamente la conversación dejaba atrás los devaneos
ingenieriles del loco y se posaba en cualquier otro tópico, como en
los ricos atributos de Robertina, la hija de Teófilo, o en rememorar
épicas partidas de dominó.
Palomino sorprendió a muchos cuando empezó a materializar
sus cálculos y se le vio en la playa revelando complejas estructuras
erigidas de los trebejos que paseaba a diario.
Si bien la flota pesquera del lugar estaba compuesta por hu-
mildes cayucos y pocos avezados conocían embarcaciones de alto
desempeño, la mayoría coincidía en que estas naves ideadas por
Palomino, aunque ambiciosas y sugestivas, finalmente eran pro-
ducto de la imaginación de un desquiciado y no de un cursado en
las finas artes de la navegación, pues aquellos armatostes carentes
de casco, regala y fogonadura, como ordenaban los cánones de la
ingeniería naval, estaban destinados al fracaso. Cosa que fácilmen-
te se comprobaba cuando se estrellaban estrepitosamente contra
las olas y el mar las devoraba en un santiamén, regurgitando tan
solo al pobre Palomino, casi muerto. Los niños entonces reían y
azuzaban al damnificado piloto mientras las madres lo examina-
ban con lástima, dando gracias al cielo porque sus hijos no les
habían resultado ni locos, ni mancos ni cojos.
El espectáculo suicida de Palomino se había convertido en un
evento social. La gente se congregaba para disfrutar de las pirue-
tas que ejecutaba el loco sobre la arena en sus embarcaciones con
208 C O L O M B I A C U E N TA
forma de piedra, zapato y cangrejo, antes de ir a estrellarse contra
las olas. Un buen día el loco apareció muy acicalado, con la mi-
rada altiva, acompañado por sus perritos, también engalanados,
publicitando la última y definitiva de sus naves, aquella que le
permitiría atravesar el océano como a los hebreos el mar rojo en
los tiempos de Ramsés Segundo. Ante la mirada invariablemente
incrédula de los presentes acomodó a los perros en sus respecti-
vos puestos y empacó algunos cocos, yucas cocidas y tajadas de
plátano. Se posicionó en su cabina de capitán y, como siempre,
pidió de muy buena manera que le dieran un empujón. Quienes se
prestaron dichosos para dar el impulso eran aquellos que más dis-
frutaban ver a Palomino rompiéndose las narices contra las olas;
sin embargo, y para su decepción, a medida que se acercaban a la
orilla y el mar hambriento relamía sus fauces de agua, la embarca-
ción se desprendía de sus manos y empezaba a elevarse sobre sus
cabezas. Los perros ladraron felices, los niños lloraron envidiosos
y en la playa los fascinados concurrentes vieron cómo la nave de
Palomino con perros, cocos y todo se alzaba majestuosa por los
cielos, como un ave, y se perfilaba segura hacia el horizonte, des-
lizándose juguetona sobre el desconsolado mar hasta desaparecer
sumergida en una ducha de luz. Nunca a nadie se le ocurrió que en
las ecuaciones y los armatostes endemoniados de Palomino donde
faltaban cascos, regalas, borzas y fogonaduras, como lo ordenaban
los cánones de la ingeniería naval, había derivas, alerones, bordes
de fuga y alas que se confeccionarían de los harapos mugrosos con
los que arropaba su triste humanidad. Nunca nadie imaginó que
cuando Palomino admiraba el juego eficaz de las gaviotas, cuando
matemáticamente disparaba piedras, conchas, zapatos y cangrejos
desde la orilla del mar, lo que quería el loco era aprender a volar.
H A M I LT O N B A R R I O S O R D Ó Ñ E Z 209
La hoja de
papel
211
La hoja de papel
OSC AR HUMBERTO ME JÍA
212 C O L O M B I A C U E N TA
El escritor culmina este episodio con preocupación. Ha deci-
dido usar máscara, escribir vestido de negro y apagar las luces de
su alcoba. Que sólo lo acompañe la luz fluorescente que viene del
baño.
Allá ha oscurecido antes de tiempo. En las avenidas, los tran-
seúntes se miran desconcertados; ahora hace más frío, y la luz de
lo que para ellos era el sol se ha tornado azulosa y parpadeante.
Cuando la ciudad decidió reanudar la marcha, el repicar estram-
bótico de un teléfono sonó en todas partes: los habitantes se mira-
ron espantados.
–Hola, Nora; estoy ocupado. Sí, todavía no termino. Creo que
ya se dan cuenta; ¡Sí!, estoy durmiendo bien. ¡Que estoy durmien-
do bien, Nora!, voy a colgar. No, no necesito más medicamentos.
¡Adiós!–. Se oyó en la ciudad un golpe sordo; luego, el pitido de
colgado. El escritor volvió a su puesto de trabajo. Se sentó y dejó ir
medio cuerpo sobre la mesa, llorando; los transeúntes oyeron los
espasmos y probaron las gotas saladas de una ligera lluvia que no
había sido prevista en las noticias de la mañana.
Los amantes se encuentran a la hora acordada; han decidido ig-
norar todo el alboroto. Para el reencuentro, el escritor había escrito
un abrazo y un beso. Pero ya ha cambiado de opinión, ya no sabe
qué más escribir; desde arriba se siguen oyendo la tos y las pausas,
y nuevamente un llanto. El amante empieza a sentir que le aprie-
ta el pecho, que su mano derecha se arruga, se contrae; pliegos y
pliegos se van apoderando de él; luego la mira a ella, un pliego la
ha atravesado; los gorriones levantan el vuelo, buscando el cielo.
El escritor se levanta de la mesa, prende la luz y ve una bandada
de gorriones que sale de la hoja; allá, en las avenidas, la gente se
va doblando, la nieve de pan ha dejado de caer; ahora ven la mano
gigante que destruye las cosas y las calles: llueve desde arriba, no
O S C A R H U M B E RT O M E J Í A 213
de las nubes, sino desde más arriba, y el escritor ve cómo sale el
último gorrión antes de que termine de hacer la bola de papel que
va a dar en el cesto de basura. El escritor termina fatigado. Tiene
la cara y los dedos sucios de grafito. Está frustrado. Deja el lápiz a
un lado y cuenta los gorriones sobre la mesa. Suena el timbre; sabe
que es Nora. No le va abrir la puerta.
214 C O L O M B I A C U E N TA
O S C A R H U M B E RT O M E J Í A 215
4
C AT E G O R Í A
MÁLAGA
223
MEDELLÍN
B E AT R I Z E U G E N I A B U S TA M A N T E
La Navidad feliz de la abuela Ana
E U G E N I O PA C E L L I
T O R R E S VA L D E R R A M A
El puente de Iseq
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DOCENTES
VA L L E D U PA R
J O S É MA R Í A C A N T I L LO LO Z A N O
El pescador de sierra
231
B O G O TÁ
RUBÉN DARÍO
LEÓN PINEDA
Presagio
243
El puente
de Iseq
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MÁLAGA
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El puente de Iseq
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220 C O L O M B I A C U E N TA
centro del puente notaron con asombro que se hallaban ante una
pared especular que se extendía en todas las direcciones.
Fue así como los soldados, luego los generales y finalmente los
reyes y sus ministros supieron que un castillo era el fiel reflejo del
otro. En realidad se encontraban ante un inmenso espejo.
Los filósofos de cada reino escribieron en sus libros, empasta-
dos en cuero, que cada obstáculo, cada desafío y cada guerra es
una lucha con nosotros mismos.
E U G E N I O PA C E L L I T O R R E S V A L D E R R A M A 221
La Navidad
feliz de la
abuela Ana
B E AT R I Z E U G E N I A B U S TA M A N T E
MEDELLÍN
223
La Navidad feliz de la abuela Ana
B E AT R I Z E U G E N I A B U S TA M A N T E
224 C O L O M B I A C U E N TA
–Abuelita, recuéstese en mi hombro.
–Mijo… ¿Y usted quién es?
–Yo soy el hijo de Ligia.
–Me acuerdo lo acuerpada que era Ligia, todos los hombres la
seguían. Tan bonita, tan querida y el cáncer se la llevó, no pesaba
ni treinta kilos, era un esqueletico, se fue consumiendo y consu-
miendo hasta casi desvanecerse. ¿Y usted cuántos años tiene?
–Yo ya tengo diecinueve.
–¿Y quién se quedó con usted?
–La tía Luz.
–¿Se quedó con los tres? ¿Y los tres vinieron a este paseo?
–No es un paseo abuelita, vamos a enterrar a Anastasia.
–¿Murió Anastasia?
–No mamita, no murió, la murieron porque la arrastraron por
el pueblo y la fusilaron en una platanera y ahora deja dos niños
huérfanos.
–Abuelita, vea, aquí tiene mi pañuelo.
–Gracias, entonces no es un paseo, vamos pa’ un entierro.
–Sí abuelita, quédese quietica en mi hombro a ver si duerme
un rato.
La alegría de la Navidad se veía en todas partes, las casas cam-
pesinas estaban adornadas con luces de colores y en los árboles
los labriegos habían puesto papeles brillantes. El carro paró en las
partidas de Molino Viejo para que los tristes paseantes bajaran a
descansar un rato y a tomarse un café.
–¡Abuelita! ¿Durmió bien?
–Sí, mija, pero ¿dónde estamos?
–Estamos en la Ye, ya el carro va a coger hacia el pueblo.
–¿En la Ye? ¿Pa’ l pueblo? ¿Y si le avisaron a Anastasia que iba
esta patota a pasar Navidad allá?
B E AT R I Z E U G E N I A B U S TA M A N T E 225
–¡Abuelita!, ya no se acuerda... a Anastasia la mataron.
–¿Cómo que la mataron? Pero si esa alma de Dios nunca le ha
hecho daño a nadie. ¿Y por qué la mataron? ¿Qué hizo tan horri-
ble como para que dejaran a dos niños huérfanos? ¿Qué mandado
hizo mal? ¿Engañó al marido?
–Nada de eso abuelita… la mataron por ignorante.
–¿Y es que si una no es estudiada no tiene derecho a vivir?
–No es eso abuelita, es que ella no quiso o no supo decir en
dónde estaba el papá de los niños, él se estaba escondiendo por
haberle dado unas yucas a una gente que pasó por el rancho y los
paramilitares lo acusaron de ser auxiliador de la guerrilla.
–Recemos un rosario.
–Bueno abuelita, entone.
–Los misterios que vamos a celebrar por el alma de Anastasia
son...
A lo lejos ya se veía el pueblo, las casas blancas contrastaban
con la montaña verde; un pueblo sembrado en una ladera, como
casi todos los pueblos antioqueños; el día era azul, cálido y her-
moso. A primera vista nadie creería que en medio de tanta belleza
había una guerra.
–Abuelita, vea, allá está la finca en que vivíamos.
–Ay, qué pesar… se me murieron las hortensias y no hay puer-
tas, me acuerdo cómo todos ustedes corrían por toda la casa. Diez
hijos, todos felices, todos sanos, ahora que vuelva a la finca la voy
a parar, va a ser el lugar más bonito pa’ que los nietos se amañen y
tengo que conseguir a alguien que haga el charco pa’ que puedan
nadar y voy a sembrar naranjos… van a ver.
–Mamita, pero es que nosotros no vamos pa’ la finca, allá no
podemos volver, ¿no se acuerda que nos tocó hacer escrituras o
nos mataban?
226 C O L O M B I A C U E N TA
–Verdad, ya se me había olvidado.
–Sólo vamos al entierro de Anastasia y nos devolvemos.
–¿Cómo que al entierro de Anastasia?
–Sí abuelita, ella murió.
–¿Estaba enferma?
–Sí abuelita, muy enferma.
–Las cosas de Dios, Él se la quiso llevar.
–Sí, abuelita.
El carro llegó al pueblo, la plaza estaba llena de gente destroza-
da, desolada, en su mayoría vestida de negro. Cargaron el ataúd y
el cortejo fúnebre lo acompañó a la iglesia y luego al cementerio.
–Vea primo, ¿quién lo creyera? Todo el pueblo acompañando a
Anastasia. En cambio al que la mató lo enterraron anoche como a
un perro, es que ese demonio ya había hecho muchos daños, quin-
ce tiros le pegaron ahí mismo en medio de la plaza, lo ajustició su
propio jefe.
–Se demoraron en parar a semejante lacra, ojalá lo hubieran
hecho al primer muerto, siete vidas se llevó contando a Anastasia,
mi prima querida. Todo el pueblo está aquí, ¡yo no pensé que la
quisieran tanto!
–Yo tampoco, todo el pueblo tenía que ver con ella: lavaba,
planchaba, hacía quesitos, remendaba ropa, ayudaba con tareas,
hacía mandados en las fincas, se levantaba a medianoche a poner
inyecciones...
–Todo el pueblo está triste, pero yo creo que la que más ha su-
frido es la abuela.
–Sí, la abuela la quería mucho, era la única nieta que se había
quedado en el pueblo y cuando la mamita venía, Anastasia se es-
meraba por atenderla, le hacía fiesta, le corría, la acompañaba y
todas las semanas le mandaba su quesito y sus pandequesos.
B E AT R I Z E U G E N I A B U S TA M A N T E 227
–No, no lo digo por eso... o más bien, no lo digo únicamente
por eso; lo que te quiero decir es que a la abuelita se le olvida
todo, más de diez veces le han contado que mataron a Anastasia y
siempre pone la misma cara de susto, a mí ya hasta miedo me da
volverle a contar, siempre pienso que le va a dar un ataque.
–Tenés razón, creo que lo mejor será no darle más preocupacio-
nes, digámosle a todos que le sigamos la corriente, que si cree que
estamos en paseo, le decimos que sí, que estamos pasando rico.
Anastasia fue enterrada, no había tiempo pa’ rezos, ni pa’ ora-
ciones pues no era posible quedarse a pasar ni una noche en el
pueblo.
–¡Abuelita!... venga la ayudo a vestirse pa’ que vayamos a misa.
–Hoy la misa es más tarde, ¿cierto?
–Si abuelita... porque ayer fue Navidad.
–¿Fuimos al pueblo?
–Sí, mamita.
–Y estaba muy bonito y toda la familia se reunió, ¿verdad?
–Sí, abuelita... toda la familia estuvo unida.
–Y hubo regalos y fiesta y toda la gente estuvo contenta.
–Sí, abuela, todos estuvimos muy contentos.
–Y Anastasia nos atendió.
–Sí, mamita, ella nos atendió como siempre... ella es un ángel.
–¡Esta es una de las Navidades más felices que me han tocado!
Ojalá que el año entrante sea igual.
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El pescador
de sierra
J O S É M A R Í A C A N T I L LO LO Z A N O
VA L L E D U PA R
Mi registro civil dice que nací en nacieron mis hijos, mis nietos y
Sardinata, Norte de Santander, aquí verán mis ojos los últimos
hace cincuenta años, pero mis rayos de luz. Este apasionado
recuerdos sólo llegan hasta los sentir traducido en escritos es el
cuatro: ya son cuarenta y seis años que trasmito a mis estudiantes,
sin saber de mi terruño. El corazón amigos y familiares. Mi obra está
estaba en la costa norte. Taganga, dedicada en especial a mi papá, un
el mar, el vallenato, las bellas y auténtico baluarte costeño.
auténticas mujeres costeñas, el
suero con bollo limpio y la alegría
que se siente en la costa, inmerso
en su cultura, que es única. Es allí Profesional universitario grado
donde se encuentran las raíces 04, Institución Educativa Trujillo,
de mis historias. En Valledupar Valledupar, Cesar
231
El pescador de sierra
J O S É M A R Í A C A N T I L LO LO Z A N O
232 C O L O M B I A C U E N TA
Cuando llegó a su lugar favorito Gregorio aseguró bien la mani-
la al garapín y en un solo intento lo lanzó al mar para permanecer
anclado y esperar el paso de un buen cardumen de sierra. Preparó
su carnada de machuelo vivo, revisó los anzuelos, midió veinte
brazas de cordel, lo lanzó al mar y esperó a que cayera la primera
sierra.
Otros pescadores que iban rumbo a Bonito Gordo, punta Agu-
ja o la Vigía lo saludaban y le deseaban buena pesca. La mañana
avanzaba silenciosamente; el viento y la mar permanecían tranqui-
los, parecía una piscina y esto entusiasmaba a Gregorio. Tomó su
mochila con mucha tranquilidad, como lo hacían los pescadores;
revisó su contenido y extrajo un pedazo de bollo e’ yuca con un
cuarto de queso; comenzó a mordisquearlos mientras observaba la
tranquilidad de las aguas.
Pasadas las ocho de la mañana sintió que su cordel se movía con
fuerza hacia la profundidad y lo detuvo con su mano derecha. El
forcejeo entre la sierra y el pescador duró aproximadamente treinta
minutos, tiempo en el cual el pez, vencido, se entregó y Gregorio
lo embarcó en el plan de su cayuco. Normalmente los pescadores
de los ancones como Bonito Gordo, la Vigía, la Cuevita recogen al
final del día sus redes e inician su regreso hacia Taganga. Gregorio
tenía como costumbre esperar este momento para unirse al grupo
de embarcaciones y con sus velas abiertas gozar de la fuerza de la
brisa para alcanzar el remanso.
Pero los pescadores se sorprendieron esa tarde al pasar por el
sitio de pesca de Boca de la Barra y no encontrar su cayuco. Pen-
saron que Gregorio se les había adelantado para el regreso, sin
disfrutar de su compañía.
Llegaron a la bahía de Taganga, pero no divisaron el cayuco,
preguntaron a otros pescadores: nadie dio razón.
234 C O L O M B I A C U E N TA
JOSÉ MARÍA CANTILLO LOZANO 235
La costurera
de Bolívar
237
La costurera de Bolívar
DENNIS ENDER SANGUINO ZAMBRANO
238 C O L O M B I A C U E N TA
y la constante burla con una pantomima grotesca de lo que iba a
ser su final al caer la tarde. Ahora, hecha un ovillo en un rincón
de aquella oscura celda, sólo le quedaba esperar, con la dignidad
malherida, su hora aciaga. En medio del martirio reconoció a algu-
nos coterráneos que, con valor y gallardía, siempre mostraron su
indignación ante los abusos de los peninsulares. Pero todos, per-
didas las miradas y ahogados en el silencio, tenían ahora dibujado
en sus rostros el amargo terror a la muerte.
La tarde del domingo 28 de febrero todo había sido regocijo.
Días antes, desde Ocaña, corrían rumores de la llegada de un ejér-
cito de patriotas comandados por un oficial venezolano. En voz
baja –a la salida de la iglesia, dentro de las frescas casas solariegas,
bajo las sombras de los árboles en las calles polvorientas– se ha-
blaba de un tal Bolívar que iría a pasar por el Valle rumbo a Vene-
zuela. Esa mañana la misa fue interrumpida por la salida abrupta
del coronel español Ramón Correa y algunos de sus hombres. Una
hora después, los estampidos de los cañones y los fusiles se empe-
zaron a escuchar desde los cerros occidentales del Valle. Sólo hasta
entrada la tarde los habitantes pudieron salir de la incertidumbre.
Un militar de aproximadamente treinta años encabezaba el desfile
de hombres cansados y sudorosos, pero sonrientes y con la frente
en alto. La mayoría de los vecinos del Valle estallaron en vítores
cuando los vieron entrar hasta la plaza frente a la iglesia. Los gritos
de vivas al coronel Bolívar llenaron el aire de la tarde teñida de
rojo por el sol que se escondía como una naranja en los cerros de
occidente.
Como todos sus coterráneos, y después de años de desmanes y
oprobios a manos de los representantes del rey, Mercedes, la cos-
turera, también demostró sin disimulo su entusiasmo y afectos al
ejército patriota. Y para ella había sido el motivo de mayor orgullo
240 C O L O M B I A C U E N TA
DENNIS ENDER SANGUINO ZAMBRANO 241
Presagio
243
Presagio
RUBÉN DARÍO LEÓN PINEDA
244 C O L O M B I A C U E N TA
A pesar de su aspecto lastimero tenía una mirada desespera-
damente feliz, pero era posible advertir en su rostro un aire de
cinismo. ¿Cómo era posible que a pesar de vivir y dormir a la
intemperie, alimentarse de las sobras de cada casa, de no tener
madre ni padre conocidos y andar descalzo de arriba para abajo
por las calles polvorientas de ese barrio nuevo, fuera capaz de ver
con alegría y satisfacción a quienes lo miraban a los ojos? Cada bo-
cado de comida que le ofrecían era como una bendición del cielo
y a la gente le satisfacía esa mirada divinizante; de repente el más
vulgar de los hombres se convertía en un dios por la mirada del
desgraciado. En verdad fue un cínico que poco a poco comenzó a
impacientar a los vecinos, sobre todo cuando pedía comida de casa
en casa cargando con toda su hediondez; Diógenes pudo haber
sido su nombre real.
Un día, alguien pensó que Pucho era maleducado y grosero
pues, ¿cómo era posible que semejante desgraciado pudiera apa-
rentar mayor felicidad que los más pudientes del barrio? Esa feli-
cidad no hacía juego con la fea enfermedad que le hacía podrir la
piel. Desde entonces su sonrisa dejó de ser admitida en los hogares
y fue expulsado incluso de las esquinas; de un momento a otro
la mirada de Pucho se percibió tan subversiva como la risa en los
monasterios medievales. Entonces se decretó su muerte, y como la
historia no carece de ironías, el encargado de ejecutar la voluntad
popular fue Sócrates, el cerrajero del barrio, con una varilla de
acero. Una vez que los vecinos acabaron de abrir un hoyo llama-
ron a Pucho, seguros de su grosera mirada. Él se aproximó con la
curiosidad de siempre, los miró fijamente y sin engaños, agachó
la cabeza y miró el hueco; era una tumba nueva, una en la que
ningún cadáver había sido puesto antes ni lo sería después, de ella
salió el olor fresco de la tierra mojada, un vaho húmedo que huele
246 C O L O M B I A C U E N TA
la experiencia me aterró y retiré mi mirada de los ojos de Pucho,
huyendo despavorido del sentimiento de angustia… La sangre
mezclada con la tierra, la vida mezclada con la muerte y el olor a
mierda de una extraña experiencia que me pareció nauseabunda
cuando vi que Pucho se había cagado antes de morir.
Justo ahora que la lluvia levanta un aroma a tierra mojada y
que mi zapato roto hiede a caca de perro, recuerdo todo aquello
y me lleno de preocupación al ver mi aspecto lastimero; me toco
con la mano el vientre lleno de hambre y busco dónde pedir un
poquito de comida. Frente a la panadería expongo mi rostro de
miseria para recibir un pan con café, de repente, ¡tas! ¡Tas! ¡Tas!
Suelto aterrado el café y el pan, me toco la nuca y al mirar atrás veo
al señor de los buñuelos tirado en el piso. Un vivo charco de san-
gre se extiende pronunciando su olor duro como hierro, la lluvia
lava el polvo de las calles viejas, yo rastrillo la caca de mi zapato
recordando a Pucho, el perro callejero de mi barrio al que mataron
a varillazos y prevengo a la curiosa multitud gritando: ¡Pilas que
aquí matan a los hombres como si fueran perros! Doy la vuelta y
me voy pensando…
Todavía huele a caca.
cuentos
ganadores
2010