Pedagogía Del Desgarramiento PDF
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Publicado en:
Didácticas de la filosofía I. Para una pedagogía del concepto
Bogotá: Editorial San Pablo, 2011, pp. 153-165.
Los textos de Hegel que se ha dado en llamar Escritos pedagógicos tienen una doble
procedencia. Por una parte, son una colección de Discursos compuestos por el filósofo
entre 1809 y 1815 para la ceremonia anual de premios que se celebraba regularmente en el
Gimnasium de Nüremberg, del cual fue director. Por otra parte, los componen una serie de
Informes que, durante el mismo período y en la función de Consejero Escolar de
Nüremberg, Hegel dirigió a Immanuel Niethammer, su amigo y mecenas, quien tuvo a su
cargo una reforma educativa general para el reino de Baviera.
Surgidos bajo esta circunstancia peculiar, los Escritos carecen, como es apenas lógico,
de toda apariencia de sistematicidad. Sin embargo, desarrollan diversos elementos a los que
subyace una unidad interna que se supedita a las concepciones dominantes de la filosofía de
Hegel, expuestas principalmente en la Fenomenología del espíritu.
1) El movimiento de la enajenación.
2) La concepción dialéctica de la escuela.
3) La confrontación del corazón y la realidad.
Una de las directrices del pensamiento de Hegel estriba en considerar el desarrollo del
individuo, pero también la historia del mundo, en orden a una serie de etapas cuyo
movimiento progresivo conduciría paulatinamente a la figura total de su realización. Esta
vida individual así descrita, y en cuanto tal indisociable de una vida universal que sería la
“vida del espíritu”, obedece al movimiento de la Bildung entendida en su sentido general
como formación.
En este sentido, Hegel hablará de formación como la tarea peculiar del individuo, en
consonancia con la obra universal del espíritu. Así, la formación supondrá por parte del
individuo la apropiación de los saberes particulares que constituyen el patrimonio ganado
por el espíritu “en la larga extensión del tiempo” (F.E., 22)1, y que el individuo sólo tiene
que aprender y actualizar; de otro lado, será conocimiento de sí mismo, un saber nunca
dado de antemano y por el cual el individuo, al reconocer el espíritu como su sustancia,
llega a ser propiamente “sí mismo”.
El comienzo de la formación tiene lugar en el paso del individuo por esta escisión
(Entzweiung)2, en la que experimenta su existencia disuelta. Sólo el estremecimiento de
perder el mundo propio, de perder la dimensión de lo cercano y familiar para verse de cara
1
Las referencias se harán entre paréntesis al interior del texto, de acuerdo a las siguientes abreviaturas, y
seguidas del número de página: F.E., para Fenomenología del espíritu; y E.P., para Escritos pedagógicos. Las
ediciones de referencia se indican en la bibliografía que aparece al final.
2
En su importante escrito acerca de la Diferencia entre el sistema de filosofía de Fichte y el de Schelling
(1801), Hegel postula este concepto de escisión como la condición del surgimiento de la filosofía. Allí
sostiene: “La escisión es la fuente del estado de necesidad de la filosofía” (p. 12). En ese escrito, este
concepto encierra el mismo significado que tienen para nosotros los conceptos de desgarramiento y
enajenación. Cf., Hegel, G.W.F., Diferencia entre el sistema de filosofía de Fichte y el de Schelling. Trad.
Juan Antonio Rodríguez Tous. Madrid: Alianza Editorial, 1989, pp. 12 ss.
a lo ajeno, pone al individuo en condiciones del trabajo formativo: “El espíritu sólo
conquista su verdad cuando es capaz de encontrarse a sí mismo en el absoluto
desgarramiento” (F.E., 24). La formación se juega, en consecuencia, en la esfera de esta
dialéctica entre lo propio y lo extraño, y se inserta así en el movimiento que Hegel llama
superación (Aufhebung). Bajo esta lógica, el dolor de la enajenación consiste en que lo
familiar se torna una realidad cancelada para que sobrevenga —no sin violencia— el rigor
de una realidad nueva.
Hegel asegura que es sobre este impulso del alma —correlativo de la constante
inquietud del espíritu— que se aplica el trabajo de la formación. Para él, se trata de poner
ante ese impulso un mundo lejano, un ideal que sirva de medida a la realidad individual que
se debate en la limitación de su propio presente, pero que sea a la vez un mundo tan
concreto que impida que dicho impulso se pierda en la exteriorización ciega de la necesidad,
en la futilidad del placer, o en la torsión que sería para esta “fuga” convertirse —como en el
caso del alma romántica— en una pasión de abolición.
Inicialmente, Hegel encuentra esta “patria anhelada” en el mundo antiguo, por lo cual
introduce en su programa formativo el componente —para él esencial— de la literatura y
las lenguas griega y latina. Sobre todo los griegos representan para él “el suelo sobre el que
se ha asentado toda cultura, desde el que ha germinado y con el que ha permanecido en
conexión permanente” (E.P., 74). Para la formación, los griegos representarán, de esta
suerte, “el paraíso del espíritu humano y el más bello mundo que ha existido” (E.P., 78).
Como tal es el mundo ante el cual —al menos en principio— tendrá que medirse la
formación cultural plena.
Sin embargo, no se trata para Hegel de relacionarse con lo antiguo, ese mundo
extraño, sólo bajo la forma de la nostalgia. Más esencialmente se tratará de una apropiación
transformadora de lo antiguo, a fin de ponerlo en relación con el presente, y “tener a partir
de allí algo nuevo que elaborar” (E.P., 75). En esto Hegel se aparta, sin duda, de los
románticos, al punto que, años más tarde, desdice de esta exaltada valoración inicial de la
antigüedad. En su Discurso de 1815, es decir, seis años después del que venimos citando,
Hegel escribe: “Al pasado resulta inútil echarlo de menos y desear su retorno; lo antiguo
por el hecho de ser antiguo no es excelente, y del hecho de que fuese apropiado y
comprensible no se sigue nada menos que esto: no que su mantenimiento bajo otras
circunstancias sea deseable, sino más bien lo contrario” (E.P., 127).
Como quiera que se decida la toma de posición de Hegel respecto a los griegos, es
justo retener de ella la necesidad de la enajenación como el postulado esencial sobre el cual
debe pensarse la formación. A dicho principio habría que asociar también, en su misma
dinámica, la comprensión hegeliana del concepto de experiencia (Erfahrung)3, entendida
ésta como el conjunto de los momentos de la exteriorización y el retorno a sí mismo que
constituyen el “devenir del saber” (F.E., 19 ss).
3
Al respecto, véase la Introducción a la Fenomenología del espíritu, pero también el conocido y extenso
comentario de Heidegger a dicha Introducción. Cf., Heidegger, M. “El concepto de experiencia de Hegel”. En:
Caminos de bosque. Trad. Helena Cortés y Arturo Leyte. Madrid: Alianza Editorial, 2003, pp. 91-156.
El escenario formativo de la escuela comprende dentro de sí la natural instrucción en
las ciencias y saberes particulares, y aún en las habilidades, destrezas y técnicas de diverso
orden que constituyen el contenido manifiesto de los aprendizajes, a la vez que demanda la
dedicación completa del tiempo destinado a la instrucción. Sin embargo, a una con estos
contenidos, a la escuela le compete una preparación en lo referente a los principios y a las
formas de actuación que Hegel denomina formación ética, y cuya apropiación —a
diferencia de los otros contenidos— no es tanto consciente, sino más bien inconsciente,
debido a que tales principios representan “el elemento sustancial en el que vive el hombre y
según el cual acomoda y regula su organización espiritual y su existencia” (E.P., 102).
Hegel resume esta formación ética en la idea de una “educación para la autonomía”
(E.P., 107), muy propia de su tiempo e inspirada por Kant 4 . Por ésta se entiende la
capacidad del individuo de abandonar la sujeción ciega a la autoridad, cuya única
legitimidad le viene de la imposición de la obediencia, a fin de que sea, en cambio, “el
sentimiento propio acerca de lo que conviene el que determine la conducta” (Ibíd.). De esta
manera, la formación ética radica en la inserción de la conciencia en una comunidad de
individuos, lo cual exige de ella la adquisición de la confianza para habérselas con lo ajeno,
sin dejar por ello de ser sí misma.
Ahora bien, conquistar este “sentimiento propio” supone, también él, la experiencia
de la enajenación. De ahí que Hegel, considerando sobre todo este carácter ético de la
formación, proponga una comprensión dialéctica de la escuela según la cual ésta conforma
en sí “un estado ético especial en el que se instala el hombre y en el que es formado para la
existencia práctica mediante la habituación a las circunstancias reales” (E.P., 105).
4
Kant ha establecido este paradigma cuando exige del individuo que alcance su “mayoría de edad”, entendida
como “la capacidad de servirse del propio entendimiento, sin la conducción de otros”. Como es sabido, en
ello estriba para Kant la idea de la Ilustración (Aufklärung). Cf., Kant, I. “Qué es la Ilustración”. En: Filosofía
de la historia. Trad. Eugenio Ímaz. México: F.C.E., 2004, pp. 25-38. Cf., también su pequeño tratado de
Pedagogía. Trad. Lorenzo Luzuriaga y José Luis Pascual. Madrid: Akal, 1991.
A partir de ahora [en la vida escolar] el hombre se ve confrontado con la doble
existencia en la que se descompone su vida y entre cuyos extremos, que en el futuro se
volverán más tensos, ha de mantener su cohesión. La primera tonalidad de sus relaciones
vitales desaparece; el hombre pertenece ahora a dos círculos separados, de los que cada
uno sólo toma en consideración un aspecto de su existencia. Aparte de lo que la escuela
exige de él, posee un ámbito libre de la instrucción escolar que, en parte, se ha dejado
todavía a la discreción de las relaciones familiares, pero, en parte, también a su propio
arbitrio y determinación (E.P., 106).
La ley del corazón alude al mundo interior de una individualidad ensoñada, que funda
su existencia en un mundo ideal. La realidad, en cambio, nada tiene que ver con esta
idealidad del corazón, sino que más bien se muestra como una esencia objetiva concreta.
Pues bien, a los anhelos del corazón se opone la ley de la realidad. Ante la realidad, el
corazón puede o bien sucumbir por la acción devastadora que aquella representa para los
ideales, o bien resistirse obstinadamente en afirmar sus ideales, lo cual es inútil, pues lo
propio de la realidad consiste justamente en eso: en ser la realidad. Por más que el corazón
se obstine en hacer valer su mundo propio y su exaltada intimidad, termina por ceder ante
una realidad indomeñable, insojuzgable, que desmiente siempre la candidez juvenil del
corazón y que somete siempre el mundo ideal. Esta impotencia del corazón frente a la
A la primera de estas actitudes, por su parte, está asociado el desprecio para con todos
los saberes y aprendizajes adquiridos durante la formación 6 . Su aspecto nihilista ha
impregnado todo el romanticismo alemán, y ha quedado condensado en el poema de
Schiller titulado justamente Los ideales:
La segunda actitud, en cambio, sin ser por ello menos romántica, pretende hacerse
valer como una acción revolucionaria, pues su confrontación con la realidad es la expresión
de una intención trasformadora. El corazón que no se resigna a la realidad se inserta en ella
como quien aspira a transformar el mundo, siendo esta transformación la única condición
para hacer posible la propia existencia. Si no transformara este orden real, el corazón
sucumbiría por la asfixia de la realidad opresora. Pero si la primera actitud conduce, en
último término, a la satisfacción conformista del individualismo burgués, el desenlace de
esta segunda es, por el contrario, el sacrificio de la individualidad en nombre de un ideal
universal:
Esta individualidad tiende, pues, a superar esta necesidad que contradice a la ley del
corazón, al igual que el padecer provocado por ella. Esto hace que la individualidad no sea
ya la frivolidad de la figura anterior, que sólo apetecía el placer singular, sino la seriedad de
un fin elevado, que busca su placer en la presentación de su propia esencia excelente y en el
logro del bien de la humanidad. Lo que ella realiza es la ley misma y su placer es, por tanto,
al mismo tiempo, el placer universal de todos los corazones. Ambas cosas son inseparables
6
El Fausto de Goethe ejemplifica bien esta primera actitud. Así lo sugiere Hegel cuando retoma los
siguientes versos: “Desprecia el entendimiento y la ciencia / que son los dones supremos del hombre. / Se ha
entregado en brazos del demonio / y tiene necesariamente que perecer” (F.E., p. 214).
7
Schiller, F. Poesía filosófica. Trad. Daniel Innerarity. Madrid: Hiperión, 1994, p. 55.
para ella: su placer lo ajustado a la ley, y la realización de la ley de la humanidad universal
la preparación de su placer singular (F.E., pp. 218-219).
4. A modo de conclusión
Llegados a este punto, sería preciso abandonar el ámbito de los Escritos pedagógicos
e internarse —ejerciendo otro rigor— en los desarrollos de la Fenomenología del espíritu.
Hasta ahora sólo hemos querido ilustrar las instancias por las que tiene que pasar esta
contradicción que atraviesa desde su origen todo el movimiento de la formación, así como
los caminos que le suceden en sus ulteriores desarrollos. Sobre la base de estas indicaciones
puede construirse una mirada integradora de la “pedagogía” de Hegel. También se deduce
de ella la necesidad de abandonar toda mirada edificante de la educación, en la que incurre
con frecuencia el discurso pedagógico, para ofrecer, en cambio, bajo los rigores de un
cierto “realismo”, una comprensión más consecuente de lo que significan los aprendizajes a
la luz del sentido humano de experiencia. Contra toda apariencia, esto no significa
sucumbir a un avasallante nihilismo. Todo lo contrario, al sentido hegeliano del
desgarramiento es inherente una comprensión de la vida como resistencia. Vida, aún en su
sentido biológico, significa un conjunto de fuerzas que resisten, o como dice tal vez Bichat,
todo aquello que resiste a la muerte 8 . La vida del espíritu no es diferente de eso. Ese
elemento agonal, dialéctico, hecho de contradicciones que caracteriza al pensamiento de
Hegel y su idea de formación, plantea serias exigencias a la práctica —a menudo
infantilizante y trivial— de lo que se admite sin más como “educación”. La formación, si
ella es auténtica, no puede ser ajena a la condición en la que toda individualidad se debate
necesariamente en los extremos de una realidad desgarrada. Una pedagogía del
desgarramiento sabe hacer de lo negativo una potencia de autoafirmación; lejos de una
“lógica de la renuncia”, de una “ontología del declinar”, resuena en ella el llamado a una
forma de existencia guerrera, de un Dasein que —como diría Heidegger— se sitúa en el
8
Bichat, M.-F. X. Investigaciones fisiológicas sobre la vida y la muerte. Tomo I, Primera Parte, § 1. F.
Magendie (Ed). Madrid: Imprenta que fue de García, 1827, pp. 13-14.
corazón del debate con la realidad entera. En ese sentido es también necesaria como
preparación para las nuevas luchas históricas. Si este tiempo se ha vuelto “indigente” es en
razón del surgimiento de nuevos poderes que aplastan la vida. Ellos nos plantean un nuevo
“estado de litigio”. Las formas de vida individual y colectiva no pueden sustraerse de este
“real” que se extiende y ocupa todos los estratos de la existencia bajo la forma de las
distintas “mundializaciones”. ¿Qué hacer?, es siempre la pregunta. Aventuramos una
respuesta: afrontar estas formas extremas del desgarramiento, formarse en ellas, para ellas,
convocando desde esa dimensión menor la vida que no sucumbe, cuyo espíritu es la
confrontación, la contradicción como su elemento propio, una vida que resiste aún en la
mayor indigencia y penuria de los tiempos, cuyo clamor siempre retorna desde un pasado
inmemorial, que afronta las más extremas formas de la devastación y de la dominación,
única que puede salvarnos de la servidumbre universal ante el señorío absoluto de la muerte
y de quienes la ejercen en nombre de un único proyecto de mundo.
Bibliografía
KANT, Immanuel. Pedagogía. Trad. Lorenzo Luzuriaga y José Luis Pascual. Madrid:
Akal, 1991.
HEGEL, G.W.F. Escritos pedagógicos. Trad. Arsenio Ginzo. México: F.C.E., 2000.