La Alegria Perdonar
La Alegria Perdonar
La Alegria Perdonar
la ale g r í a d e p erd o na r
el odio superado por el amor
Desclée de brouwer
bilbao - 2010
Í N D ICE
Prólogo . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 9
I. De la armonía al desorden . . . . . . . . . . . . . . . . 25
I. El orgullo herido . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 65
III. La murmuración . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 85
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P R Ó LO G O
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Sin amor del bueno, qué difícil resulta encajar un
agravio, superar una ofensa. Se tiende a juzgar y a criti-
car, sin tener todos los datos, sin caer en la cuenta de que
mucho más tiene que perdonarnos a nosotros el Señor.
Quizá alguno, en un arranque de generosidad, proclame
a bombo y platillo: «Yo perdono, pero no olvido». ¿Acaso
puede decir que perdona de verdad quien no está dis-
puesto a olvidar? ¿Puede llamarse sincero ese perdón?
De todo ello hablaremos a lo largo de este libro.
Comencemos con una anécdota. No hace mucho me
presentaron a un hombre, sirio de origen. En la conver-
sación salió a relucir, como era inevitable, la dramática
situación que sigue enfrentando a palestinos e israelíes.
Lo peor –argumentaba él– es que va pasando el tiempo
y los problemas siguen sin resolverse. Aún conservaba
frescos en su memoria los intensos bombardeos israelíes
sobre la sufrida franja de Gaza. Miles de víctimas inocen-
tes perdieron la vida, entre ellas numerosos niños y
mujeres. Y todo, ¿para qué?, se preguntaba. Esa violen-
cia no ha hecho sino potenciar el odio y los deseos de
venganza entre dos pueblos que deberían tratarse como
hermanos. El muro que ahora los divide es símbolo pal-
pable de la discordia entre ellos, del odio y del enfrenta-
miento que todavía hoy subsisten.
Al llegar aquí, mi interlocutor saltó enfurecido. Per-
dóneme, me dijo, pero es que no puedo contenerme. Y
salió de su boca una retahíla de insultos e improperios
contra los israelíes. Su odio no podía ser más patente. Le
respondí que, por cristianos –él es ortodoxo–, estamos
obligados a vivir la caridad, que lleva a comprender y
disculpar, aun cuando como en este caso se trate de
hechos de tanta gravedad. Habrá que pedir que se haga
justicia, que se restituya por los daños sufridos. Pero nin-
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gún hombre de bien, y menos un cristiano, debe alimen-
tar en su corazón el odio ni el deseo de venganza. Lo
comprendía, pero lo de perdonar lo veía como algo que
le superaba. Tal vez sin darse cuenta –y como él muchos
otros–, había ido alimentando en su corazón un combus-
tible que podía hacer saltar por los aires todo intento de
paz y reconciliación.
Es un clima de tensión que, por desgracia, no se da
sólo en Oriente Próximo. Las guerras, enfrentamientos y
discordias se suceden en otros muchos lugares del mun-
do. Naciones y familias enteras se ven cada día afectadas
por un odio y hostilidad que no hace distinción de raza,
cultura o creencia. ¿Por qué? ¿Dónde hallar la causa de
semejantes conflictos? Como tendremos ocasión de ver,
no está fuera sino dentro del mismo hombre: en su sober-
bia y ambición de poder, en su codicia y afán de domino.
Llega a ser tan fuerte, que puede cegarle hasta el extremo
de despreciar la vida de su prójimo. Lo vemos a diario.
Litigios entre hermanos, peleas en el hogar, enfrenta-
mientos entre grupos políticos, recelos y revanchas entre
empresarios y trabajadores… Todo por falta de cordura,
por egoísmo. Pierden así una ocasión espléndida para
llegar al entendimiento, para convertir el enfrentamiento
en punto de encuentro y reconciliación.
Algunos piensan que lo de pedir perdón y perdonar es
algo pasado de moda. Lo consideran una pieza de museo,
grata de ver y quizá de admirar, pero en realidad carente
de utilidad. Craso error. Sin ejercitar el perdón, el hom-
bre se iría sumergiendo poco a poco en el odio y la des-
confianza, vería a su prójimo más como enemigo que
como amigo. El odio es un cáncer para la vida del alma
que produce multitud de daños colaterales: inficiona la
vida del espíritu, oscurece la inteligencia, debilita la
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voluntad, y aun los sentimientos se quedan sin referente
seguro. Es verdad que lo que se dice perdonar es algo
que sólo lo puede hacer Dios. Pero también todo aquel a
quien Él le conceda ese don. Y estamos seguros de que se
lo concede a la persona sencilla y humilde de corazón.
Del mandamiento del Amor deriva la necesidad de per-
donar. Tendremos ocasión de verlo en el Sermón de la
Montaña. Oiremos al Maestro pronunciar un mensaje del
todo nuevo, totalmente revolucionario. Tanto, que des-
pués de veinte siglos sigue escandalizando a muchos,
sobre todo a quienes quisieran imponernos los cánones
de un materialismo ateo o los postulados de un permisi-
vismo laicista. Con ello no hacen sino provocar enfrenta-
mientos, avivar los recuerdos del pasado, encender el odio
y los deseos de venganza aun entre parientes y amigos.
A este reto nos enfrentamos hoy. Estamos seguros de
superarlo si, por amor a Dios, aprendemos a perdonar. No
sólo por nuestro esfuerzo personal, sino sobre todo por
confiar en la gracia de Dios. Sólo entonces el amor vence-
rá al odio, y se impondrá la reconciliación a la venganza y
la discordia. Gozosos podremos escuchar las palabras que
el Señor nos dirigirá: «Bienaventurados, felices seréis, por
haber sabido comprender y disculpar, por haber superado
con el amor todo rastro de odio y venganza. Me siento
muy orgulloso de vosotros por haberos convertido en ins-
trumentos de mi paz y alegría para cuantos sufrían la tris-
teza por falta de amor y cariño. ¡Benditos seáis! Os
habéis convertido en auténticos focos de esperanza».
A.F.M.
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Primera parte
D URE Z A D E CORA Z Ó N
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abismo de insolencia y despotismo. Olvidado de Dios,
ya no le ama, como tampoco a su prójimo.
Hay quienes se excusan y tratan de justificarse dicien-
do que actúan así como consecuencia de su carácter. Si
se conocieran mejor, sabrían que la causa está en su
orgullo y vanidad. No es cuestión de carácter, sino de
amor. Y en el amor no caben las excusas. Por cristianos
sabemos que es imposible amar a Dios si no amamos a
nuestros hermanos. Nos lo recuerda el apóstol san Juan.
«Si alguno dice: “Amo a Dios”, y aborrece a su hermano,
es un embustero; pues quien no ama a su hermano al que
ve, no puede amar a Dios a quien no ve. Este mandamien-
to tenemos de Él: que quien ama a Dios, ame también a
su hermano» (1 Jn 4, 20-21). En esto reside el amor ver-
dadero, el que nos permite interesarnos por el prójimo y
querer para él lo mejor.
Existe una prueba irrefutable para comprobar nues-
tro grado de amor al prójimo. Basta con preguntarse:
¿amo a mi prójimo como a mí mismo, no sólo de pala-
bra, sino con obras y de verdad? ¿Siento rabia o indigna-
ción cuando me ofende, o le perdono con alegría sin
guardarle rencor? Estas preguntas nos ponen cara a cara
con la enseñanza del Maestro. Él pide que amemos al
prójimo como a nosotros mismos; en consecuencia, que
lo perdonemos si nos ha ofendido. No sólo cuando se tra-
ta de un amigo, sino también de un enemigo. Así demos-
traremos que amamos de verdad a Dios.
Es lo primero que hemos de aprender: amar y perdo-
nar a todos, por grande que sea el daño que nos hayan
hecho. Sin juzgarles, sin criticarles, porque podríamos
equivocarnos. Es verdad que se ha ganado mucho en
sensibilidad social, pero aún es muy largo el camino que
se ha de recorrer para amar al prójimo como a uno mis-
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mo, y por lo tanto para disculparle y perdonarle. Es una
exigencia del mandamiento nuevo del Amor. Un amor
que debe manifestarse en comprensión y benevolencia, a
través de un corazón que siente y ama. No podemos per-
manecer impávidos ante el dolor ajeno. ¿Cómo no sentir
pena por los males que aquejan a la humanidad, por las
violaciones de los derechos humanos, por las guerras y
enfrentamientos que tantas víctimas ha causado. Todo
ello naturalmente nos hace sufrir. ¿Cómo quedar indife-
rentes ante los movimientos sísmicos que han asolado
territorios enteros, como el tsunami del Índico, los terre-
motos de Haití o de Chile, o el más reciente de China? No
es suficiente con sentir dolor o pena. En la medida de lo
posible, cada cual tendrá que ver el modo de ayudar
según sus circunstancias.
No se trata de echar la culpa a nadie de semejantes
desgracias. De nada sirve preguntarse el porqué de esas
muertes. No estamos en condiciones de desvelar el mis-
terio que envuelve la existencia del hombre. Supera
nuestra capacidad. Dios, y solo Él, conoce el porqué de
las cosas. No nos dejemos llevar de los sentimientos,
nos rebelaríamos contra Él. Y al enojarnos le echaría-
mos en cara su despreocupación y falta de amor por las
criaturas. Bien sabemos que no es así. Por el profeta
Isaías nos recuerda: «¿Acaso puede olvidar una mujer a
su niño de pecho sin compadecerse del niño de sus
entrañas? Pues aunque esas lleguen a olvidarse, Yo
jamás te olvidaré» (Is 49, 15). Cómo podría hacerlo, si
nos ha creado por amor y quiere siempre lo mejor para
sus criaturas. Sería una contradicción que intentara
causarnos algún daño. Razonemos con la cabeza, no
con el sentimiento. Confiemos en su Providencia, cons-
cientes de que sabe muy bien lo que hace. Nos resultará
difícil entender por qué permite esas muertes o por qué
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calla y nos parece que no responde a nuestras deman-
das. Pero lejos de pensar mal de Él, aceptemos su volun-
tad y esperemos contra toda esperanza.
En qué esperar
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y de venganza. Con lo que pierde la paz y verá impotente
cómo se esfuma su alegría. ¿En qué esperar? Probable-
mente no lo sepa. Intentará echar la culpa a otros de los
problemas que sufre la humanidad, y aun de sus propios
problemas. Y se sentirá defraudado, agraviado y ofendi-
do si no logra sus objetivos. Y terminará sin saber por
dónde ir, sin orden ni concierto. Quizá pida ayuda, pero
tal vez no la encuentre. Sin darse cuenta, se irán enfrian-
do sus sentimientos y aparecerá la dureza de su cora-
zón, y con ella la insensibilidad para captar las necesida-
des de su prójimo.
No sabemos cómo sería el hombre primitivo, por qué
instintos se regiría o que grado de sensibilidad tendría.
Algo sabemos del hombre actual. A pesar de su nivel de
vida, sufre en su espíritu una enfermedad que podría
calificarse de contagiosa y progresiva: el egoísmo. Pre-
ocupado de sí mismo, no sabe realmente en qué esperar,
qué camino debe tomar. Aspira a lo mejor para sí, y se
olvida del que tiene a su lado. Por egoísmo hace acep-
ción de personas y se erige en juez de conductas ajenas.
Por dureza e insensibilidad de corazón, le cuesta mucho
comprender y disculpar. Es más, se enojará por los agra-
vios que recibe, protestará y se llenará de odio y hasta de
deseos de venganza. El Conde de Maistre decía que no
se había asomado a la conciencia de un criminal, pero sí
a la de un hombre honrado, y era espantosa. La misma
Escritura nos recuerda que «el justo cae siete veces al
día, y otras tantas se levanta» (Pr 24, 16). En verdad,
nadie es perfecto. Pero quien es prudente y sensato, rec-
tifica y pide perdón. No se conforma con sus defectos.
Con humildad se levantará tantas veces como caiga, y
lejos de fiarse de sí mismo confiará en la misericordia
de Dios.
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