Desconexion - Neal L Asher

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Aventura

un tanto insólita dentro de los patrones del espionaje de la época,


pues no se trata de robarle a nadie secretos militares o políticos más o
menos maquiavélicos. Se trata de robar (y de asesinar).
La cantidad vale la pena (o la valía en aquellos tiempos): cien millones de
dólares. Ciertamente, es o era una cantidad importante según para quién.
Por ejemplo, para Estados Unidos cien millones más o menos en sus arcas
de Fort Knox no significan más que unos pocos números. Pero, para Cayo
Granada, un pequeño país tropical, simpático y con ganas de entrar en el
conjunto de las naciones independientes del mundo, esos cien millones eran
sencillamente fundamentales e imprescindibles: si no los muestra a una
determinada comisión, contantes y sonantes, en lingotes de oro, no
obtendrán la independencia soñada.

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Lou Carrigan

Reservas de oro, vol. 1 y 2


Brigitte en acción - 49
Brigitte en acción - 50

ePub r1.0
Titivillus 30.06.2017

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Lou Carrigan, 1966
Diseño de cubierta: Benicio

Editor digital: Titivillus


ePub base r1.2

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Capítulo Primero
La fiesta estaba en todo su apogeo. Y, sin duda, resultaba de lo más agradable, amena
y divertida. Por algo la daba ni más ni menos que la fabulosa Brigitte Montfort, la
mejor periodista del matutino neoyorquino llamado Morning News.
Una Brigitte Montfort no más bella que nunca, sino tan bella, hermosa y gentil
como siempre. Espléndida, luminosa, maravillosa en su vestido de noche azul y oro.
Oro, como el color de su piel: azul, como el diáfano tono de sus magníficos ojos
grandes, sonrientes, dulces… Ah, naturalmente: un modelo de la Quinta Avenida, es
decir, donde ella tenía su apartamento. Al principio, Brigitte había pensado lucir un
modelo de París, pero, a medida que el tiempo pasa, las personas van comprendiendo
las cosas. Por ejemplo: se llega a la conclusión de que un modelito exclusivo de París
no tiene por qué ser mejor que otro modelito, también exclusivo, de la Quinta
Avenida de Nueva York…
Ahí es nada: Nueva York. Desde la terraza con piscina del apartamento de la
divina espía internacional (la más astuta espía del mundo), se veían todas las luces de
Manhattan, los puentes, las espesas nubes que ocultaban casi todas las estrellas…
Podía decirse, exagerando un poco quizá, que desde el apartamento de Brigitte
Montfort se veía todo el mundo.
En la vida todo es cuestión de pura suerte. Es indudable que los méritos propios
pueden influir más o menos en la suerte. Pero, por muchos méritos propios que se
tenga, nada se consigue sin suerte. Y en Brigitte Montfort concurrían ambas cosas:
los méritos propios y la suerte. Méritos propios eran: ser consciente, estar al día de
los sucesos del mundo, haber encontrado buenos amigos a los que tratar con exquisita
cortesía y cariño… O quizá no. Quizá lo de encontrar buenos amigos era también
pura y simple buena suerte. Igual que ser la mejor periodista de Norteamérica, tener
una vida alegre y dichosa, poseer un apartamento con piscina en la Quinta Avenida…
Eso, es, en verdad, pura suerte…, un poco ayudada por un cerebro inteligente, un
valor a toda prueba, una astucia de auténtica espía…
Suerte y méritos… ¿Dónde empieza una y empiezan los otros?
—Señorita…
Brigitte se volvió lentamente, hacia las puertaventanas que daban al gran living
anexo a la terraza. Hasta entonces, y desde hacía unos minutos, había estado apoyada
en la baranda, buscando algunas de aquellas pocas estrellas, y pensando… Pensando
en muchas cosas. Como su vida, por ejemplo.
A los veintisiete años hay personas que ni siquiera han empezado a vivir. Ella, en
cambio, a esa edad, conocía incluso las más profundas y deprimentes suciedades de la
vida. Por algo era la agente de la CIA llamada «Baby».
Se quedó mirando sonriendo a Peggy, su joven, fiel y bonita doncella, único
servicio que tenía en el apartamento. Peggy estaba un poco sofocada aquella noche,
porque tenía demasiado trabajo que atender. Pero eso era una compensación que tenía

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que aceptar, teniendo en cuenta que durante la mayor parte del año estaba sola en el
apartamento y que podía vivir sola y tranquila, disfrutando de un sueldo fuera de lo
corriente… Detrás de ella se veían las luces del living, los invitados bailando
Strangers in the night, de Sinatra… Por cierto: ¿sería verdad que Frank Sinatra había
plagiado aquella canción…?
—Dime, Peggy.
—Sus invitados, señorita… Están terminando con todo.
—No son mis invitados, Peggy, sino mis amigos. Eso diferencia un poco las
cosas. ¿Lo comprendes?
—Sí, señorita.
—Bien. Y otra cosa: si están terminando con todo, nosotros iremos a buscar
más… Más de lo que sea. ¿Qué falta?
—Oh, de todo… Champaña, whisky, ginebra, Coca Cola, jugo de tomate,
sándwiches… De todo.
—Sólo tienes que descolgar el teléfono, hacer una llamada y decir que
necesitamos tales y cuales cosas. Las traerán.
—Sí, señorita. Sólo quería su autorización.
—La tienes —sonrió Brigitte—… ¿Crees que lo están pasando bien mis amigos?
—Yo diría que extraordinariamente bien.
—Magnífico. Ve a llamar por teléfono. Y si te encuentras apurada, pide un par de
camareros a Malcom’s.
—Oh, no… Ellos son muy amables, señorita. En realidad, se sirven solos, se lo
arreglan todo a su gusto…
—¿Son simpáticos? —Casi rió Brigitte.
—Debo admitir que sí, señorita.
—Entonces tenemos que tratarlos bien. ¿Algo más, Peggy?
—No, señorita.
Peggy se fue y Brigitte quedó de nuevo sola en la terraza. Pero por poco tiempo.
Apenas hubo salido Peggy, una sombra masculina se deslizó velozmente, con sigilo,
por entre los silloncitos y extensibles y se colocó junto a la espía.
—¡Cu-cú! —gritó en su oído.
Brigitte respingó, sobresaltada, y se volvió para mirar a su interlocutor.
—Oh, Frankie, eres un cretino…
—¿Te he asustado? —rió Frank Minello.
—Un poco. ¿Qué haces aquí? ¿Acaso no te gusta mi fiesta?
—Es estupenda… —admitió Minello, arrolladoramente guapo en su smoking—.
Pero, hija, a mí, lo que más me gusta de tus fiestas… eres tú misma. ¿Qué tal si
bailamos un poco?
—¿Por qué no, querido? —sonrió Brigitte.
Rodeó con sus bracitos el cuello de Minello, se pegó a él y se quedó mirándolo
con aquella luz de poesía en sus ojos. Frank Minello tragó dificultosamente la saliva

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y decidió darse un tironcito a la corbata de lazo.
—De… demonios…
—¿Algo va mal? —susurró la divina.
—Pu-pues mi… mi circulación sanguínea y mi… mi pobre solitario y raquítico
corazón…
—¡Pero, Frankie…! ¡Creí que eras el jefe de la Sección Deportiva del periódico!
—Lo… lo soy…
—¿Y tienes mal el corazón? Oh, querido, eso no puede ser… Yo hablaré con
Miky Grogan y le diré que te ponga al frente de la sección de defunciones: estarás
más tranquilo allí.
—Brigitte, no te burles de mí… Sucede que mi corazón, que es fuerte como el
acero, sólo se descompone cuando tú estás cerca. Entonces hace unos ruidos raros,
algo así como «¡patim-patatofpatapofpif-patim-crick-crack-patapof…!» Y todo
empieza a ir mal.
—Deberías ir al médico, Frankie.
—¿Por qué no a la iglesia? Contigo, quiero decir. Podríamos…
—Por favor, Frankie: ¿vas a pedirme otra vez que me case contigo?
—Pues… No me parece una mala idea. Para mí, al menos.
—Para mí es pésima. Ya te dije que nunca me casaré con un hombre al que no
quiera. No soy fácil de tratar. ¿Te gustaría que te hiciese desgraciado, Frankie?
Frank Minello cerró los ojos, apretó con más fuerza la cintura de Brigitte y
exclamó:
—¡Sí!
—Oh, tonto…
—¡Quiero ser desgraciado toda la vida, pero contigo! ¡Seríamos dos desgraciados
estupendos! Brigitte sonrió dulcemente y besó con auténtico cariño los labios del
deportista y periodista.
—Acepta solamente esto, Frankie. Y bailemos. Aunque… me temo que ya no
estamos oyendo Extraños en la noche. Es un twist, ahora… ¿Quién ha traído esos
discos?
—Pues creo que Patsy. Ya sabes: ella es tan moderna, tan vivaz, tan… tan
alocada. Iré a decirle que quite el twist y ponga un…
—¡Pero si el twist es divertidísimo! —rió la espía.
Se soltó de Minello, empezó a bailar ella sola y el periodista deportivo llegó al
borde del colapso ante aquella maravilla en movimiento rítmico.
—¡Alto! —gritó—. Yo soy de los que piensan que «o todo o nada». Si todo eso
no va ser para mí, prefiero no verlo… ¿Champaña, amor?
—Si habéis dejado algo, sí.
—No te vayas de aquí.
—¿Cómo podría hacerlo? Me verás en el living, ¿no? Sólo por ahí podría
escaparme.

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—O volando… —sonrió Minello—. ¿Acaso no sabías que los angelitos saben
volar?
—Te has ganado otro beso —rió Brigitte.
Y se lo dio. Minello se fue enseguida a por dos copas de champaña, casi
tambaleándose, borracho de felicidad. Y apenas había salido de la terraza cuando
apareció en ésta otro personaje. Ni más ni menos que Charles Pitzer, el jefe directo de
la espía Brigitte Baby Montfort en la CIA.
—¿Queda alguno para mí? —Gruñó.
—Oh, tío Charlie… ¿Algún… qué?
—Algún beso. Ese muchacho tonto se ha llevado dos, según he visto.
—¿Sabe una cosa, tío Charlie? Los espías son odiosos: siempre se las arreglan
para verlo todo… Siempre van espiando por todos lados, con caras serias… Incluso
aparecen en las fiestas privadas sin haber sido invitados.
—Ejem… ¿Le molesta mi presencia, Brigitte?
—¡Claro que no! Es que no recuerdo haberle invitado, tío Charlie. Sólo eso.
—Me he colado, ya lo sé. Pero supe lo de la fiesta, y pensé que era un buen
momento para verla, así, por las buenas… ¿Puedo… darle mi opinión personal
respecto a usted esta noche?
—Oh, sí… Sí, sí, se lo ruego… ¿Qué opina de mí?
—¿Puedo… hablar claro?
—Le exijo que hable claro —rió la divina.
—Pues, hija de mi vida… Está usted que para en seco la circulación aérea. Con
ese vestidito, ese seno de estatua; los hombros tan finos, tan dorados, tan hermosos;
las manos como dibujos de soñador; los ojos más hermosos que el cielo en
primavera… Y ese perfume suave y enloquecedor a la vez; esa boca sonrosada…
—¡Tío Charlie! —rió la espía—. ¡Usted ha bebido!
—¿A qué negarlo? —farfulló Pitzer—. Pero ya sabe lo que ocurre cuando uno
bebe: dice toda la verdad de lo que piensa.
—¿Así de fácil? Entonces, cuando atrapemos a un espía, lo invitaremos a
Perignon 55, y nos dirá hasta la fecha y hora de su primera cita. Dígame, tío Charlie:
¿ha venido a fastidiarnos la fiesta?
—¿Cómo?
—¿Ha venido a decirme que vaya a cualquier sitio a arreglar cosas que los demás
están estropeando?
—Ah… No, no… Tiene usted la noche libre… Y seguramente algunos días… El
mundo está en calma, por ahora. Y por eso he venido, a fin de verla con tranquilidad,
gozar de su belleza… ¿No es estupendo estar sin trabajo, Baby?
—Está usted desconocido… —Quedó estupefacta la espía—. Yo habría jurado
que lo que más le gustaba era fastidiarme mi tranquilidad.
—Pues no, ya ve. He querido verla en su ambiente, con sus amigos… En la vida
normal, en la vida tranquila de la espía inactiva… Sus amigos son muy ruidosos, pero

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parece que se las arreglan para pasarlo bien.
—¿Verdad? —suspiró Brigitte—. Hay cosas que a veces me sorprenden un
poco… Por ejemplo: mientras yo estaba en Buenos Aires, o en Atenas, o en Miami, o
en el Trópico…, luchando para salvar vidas…, y matando a alguien que lo merecía,
mis amigos, y otras personas, se dedicaban a esto: oían música, bailaban, se reunían
para charlar de sus cosas y contarse chistes… ¿No es maravilloso que algunas
personas ni siquiera recuerden que el espionaje existe, que está latente en todo
momento y en todo lugar?
—Son personas simples.
—Claro… Son las personas que pueblan el mundo. Este mundo hermoso que
algunos pocos queremos estropear.
—Afortunadamente —ironizó Pitzer— usted lo arregla bastante con sus
intervenciones.
—Hago lo que puedo… —musitó Brigitte—. Bien, pues ya me ha visto usted en
mi vida de muchacha moderna, con amigos, con música, tomando unas copas… ¿Le
he defraudado?
—¡Defraudado! —protestó Pitzer—. Mire, precisamente yo venía a invitarla a
cenar, porque…
—Tendrá que ponerse a la cola —rió la divina—: he recibido esta noche no
menos de quince invitaciones a cenar. Pero si aguarda su turno quizá pueda
complacerle dentro de quince o veinte noches, tío Charlie.
—Siempre llego tarde. ¿Me acepta al menos una copa de champaña en la
intimidad?
—También en eso llega tarde: ahí llega Frankie, con su propia invitación. Otra
vez será, tío Charlie. Ah:
si encuentra algún espía enemigo entre mis invitados, por favor, comuníquemelo.
—¿Qué hace este caballero aquí? —Gruñó Minello, llegando con una copa en
cada mano.
—Ha venido a felicitarme por ser tan hermosa… —sonrió Brigitte—. Pero creo
que estaba pensando en darse una vuelta por el apartamento en busca de una chica
que esté… libre. ¿No es cierto, tío Charlie?
Charles Pitzer soltó un gruñido y regresó al interior del apartamento. Brigitte
tomó una copa de manos de Minello, bebió un sorbito y se estremeció graciosamente.
—Frankie: ¿no crees que hace frío aquí?
—Yo estoy ardiendo. Pero ardiendo de…
—¡No lo digas! Me ruborizaría. ¿Vamos adentro?
—Estaba pensando en una cosa… La leí en un libro, una novela muy buena…
Sinuhé el egipcio, de Mika Waltari… ¿La has leído?
—Me conformé con verla en un cine. ¿Qué pasa con ella?
—Pues… Bueno, los egipcios, a lo que parece, eran tipos muy dados a las
orgías… Igual que los romanos, o todavía más, según creo entender en ese libro.

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Imagínate: cuando tenían ganas de beber vino, pues organizaban la gran juerga.
Entonces llamaban a un montón de esclavas, la mayoría negras… Nubias, y cosas
así… Y nada, pues que los pájaros esos cogían a las esclavas, que andaban por allá
desnudas, y les ordenaban a unos esclavos negros que vertiesen vino por la parte
delantera de sus cuerpos. Y entonces ellos bebían el vino que caía como una cascada
por ese sitio, y lo pasaban tan ricamente y tan divertidos…
—Pero, Frankie, ellos no bebían vino que hubiese pasado por los cuerpos de las
esclavas. Las que se ofrecían como… fuente eran las cortesanas egipcias, que por
cierto iban mostrando… la mayor parte de sus encantos. Era moda entonces.
—¡Ah, la moda…! ¿No podría volver esa moda?
—Frankie: eres un sinvergüenza.
—Sí, pero quiero…
—Y por tanto, no voy a estar más tiempo a solas contigo. Oh, eso sería muy
peligroso para mí. Vamos a ver cómo bailan nuestros amigos.
—No, no. Yo quiero que estemos aquí solos los dos para…
Brigitte Montfort no le hizo el menor caso. Se colgó de su brazo y lo llevó hacia
el interior del apartamento, donde tres parejas de los empleados jóvenes del Morning
News estaban bailando un twist con tal furia que podía temerse la total
desarticulación de sus cuerpos de un momento a otro. Los demás lo pasaban aún
mejor que ellos, riendo e imitándolos… La diversión era completa, pero, Brigitte
vigilaba esto muy estrechamente, todo seguía por el momento dentro de unos
convenientes cauces de corrección y buenos modales… Una mano la asió de un brazo
y se encontró de pronto sentada en una butaquita. Y junto a ella, Miky Grogan, su
jefe en el Morning, ni más ni menos.
—¿…? —dijo Grogan.
—¡No le oigo! —gritó Brigitte.
—¡Que dónde demonios ha estado usted escondida!
—¡En la terraza!
—¡Quiero invitarla a cenar esta noche!
—¡No puedo aceptar!
—¿Por qué?
—¡Porque ya tengo otras invitaciones! ¡Y no pienso aceptar ninguna!
—¡…!
—¡No le oigo! —rió Brigitte.
—¡… los dos solos… paseando… luna… felicidad…!
¡Plank…!
El taponazo de una botella de champaña sí fue claramente audible. Brigitte alzó
su copa y llamó:
—¡Leslie, llena mi copa vacía…!
El joven periodista del Morning News se acercó a la bella espía, sorteando a los
bailarines y a los que los animaban a un ritmo todavía más frenético.

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Llegó ante ella, escanció champaña en su copa y se lió a bailar el twist,
provocando la dulce risa de Brigitte, que todavía tardó unos segundos en hacerle
señas de que continuase repartiendo champaña a los demás.
Y Miky Grogan aprovechó que de nuevo quedaban solos para gritar con todas sus
fuerzas…, justo en el momento en que dejaba de sonar la música:
—¡Que podríamos pasar la noche paseando los dos solos a la luz de la luna y que
encontraríamos mucha felicidad…!
Y se dio cuenta entonces de que había gritado sin necesidad y de que todos le
estaban mirando. Brigitte fue la primera en empezar a reír, y los demás la imitaron
inmediatamente. En pocos segundos la juerga corrió a cargo de las románticas
palabras de Miky Grogan, que enrojeció violentamente. Las carcajadas quizá no
habrían terminado nunca si uno de los amigos de Brigitte no hubiese gritado:
—¡Que baile Brigitte!
—¡Que baile, que baile, que baile…!
—No, no… —protestó ella—. Yo no quisiera…
—¡Que baileee…, que baileee…, que baileee…, que baileee…!
—¡Está bien, bailaré!
Entregó su copa a Miky Grogan, se puso en pie y quedó inmóvil, esperando que
alguien colocara el disco en el hi-fi. Pero el que colocó el disco en el aparato era un
bromista, y la música no fue de twist, sino de reminiscencias orientales. Se oyeron
algunas risas, y un botones del periódico saltó al centro del living, con el pañuelo
velando su rostro, y luego se lo quitó:
—¡Soy una hurí del paraíso…!
Más risas. Y más peticiones para que Brigitte bailase la música oriental. Y ella
bailó…

* * *

Hacia las once de la noche, la más hermosa y astuta espía del mundo se dejó caer en
el sofá, derrengada.
—¡Ufff…! Estoy hecha papilla, Peggy.
—Lo comprendo, señorita. Yo también. Sus amigos tienen una… vitalidad
espantosa.
—Es que están vivos… —sonrió Brigitte—. Oh, vamos, deja eso, chiquilla…
Mañana será otro día. ¿Ha quedado champaña?
—Trajeron una docena más de botellas, y casi acabaron con ellas. Creo que
quedan una o dos…
—Con una tendremos suficiente. Trae la que esté más fría. Ha llegado la hora de
que las dos bebamos con tranquilidad.
—Sí, señorita.
—¿Sabes si está durmiendo Cicero?

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—No sé… Pero lo dudo; me parece imposible con este escándalo…
—Iré a verlo. Ve a buscar el champaña, Peggy.
Se puso en pie, atravesó todo el enorme apartamento ultramoderno, de dos pisos,
escaleras volantes, cristales, espejos, grandes ventanales… Entró en el cuarto del
fondo, sigilosamente…
—¡Guau… guau…! —chilló Cicero junto a sus pies.
Brigitte dio la luz, cogió al diminuto chihuahua que Frank Minello le regalara
tiempo atrás y le dio un besito en una oreja.
—Eres un cochino espía, Cicero —sonrió—. A estas horas deberías estar ya
durmiendo.
—¡Guau!
—Ya sé que hemos organizado un gran jaleo. Los humanos, querido, somos
menos… inteligentes que vosotros. Cuando llega la noche, vosotros dormís. En
cambio, nosotros, nos dedicamos a bailar, a beber champaña, a gritar… Aunque…
Bueno, yo me pregunto si no te aburres sin hacer todas esas tontas cosas que llenan la
vida de los animales racionales, Cicero… ¿Qué me contestas?
—¡Guau!
El pequeñísimo can se estremecía de felicidad en las manos de su dueña,
lamiéndolas, brillantes sus grandes ojos negros, parecidos a los de un vivaracho ratón.
—Es una buena respuesta… —rió Brigitte—. ¡Guau! Y con eso, lo dices todo a
gusto de tu interlocutor. Eres muy diplomático. Anda, vamos a beber un poco de
champaña con Peggy. Estás invitado al final de la fiesta.
Cuando llegaron al living, Peggy había servido ya las dos copas de champaña, y
estaba tumbada en un sillón. Se puso inmediatamente en pie al ver a Brigitte, pero
ésta le hizo un cansado ademán de permiso.
—Siéntate… Esto no es el ejército, Peggy… ¿Está helado el champaña?
—Sí. Reservé una botella en el congelador, porque esperaba que la señorita
querría beber luego a solas, como muchas noches.
—Eres una chica muy inteligente y perspicaz, Peggy. Si yo…
Se oyó el timbre musical del apartamento. Brigitte miró su relojito, frunció el
ceño y luego suspiró.
—Alguno que se ha olvidado algo: un zapato, el sombrero, la corbata… Ve a ver,
Peggy. Ah, una cosa: si preguntan por mí, ya estoy acostada.
—Sí, señorita.
Peggy se dirigió al vestíbulo del apartamento. Brigitte la oyó hablar, casi discutir,
con alguien cuya voz conocía muy bien, pero que en aquel momento no
identificaba… Lo recordó prontamente, porque el propietario de la voz, Miky
Grogan, apareció en el living sonriendo.
—Ya sabía yo que no se había acostado aún.
—Iba a hacerlo, Miky. ¿Olvidó algo?
—Sí, sí… Bueno, es un pequeño detalle…

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—¿Una cana?
—Ejem… No. Las canas están todas en su sitio. —Se pasó una mano por los
cabellos—. Es sólo que quería informarla ya esta noche de que tengo algo para usted.
He creído que si se lo decía ahora, mañana podría tener las cosas a punto para salir, a
las once y veinte de la mañana.
—¿Salir? ¿Hacia dónde?
—Bueno… Es un pequeño trabajo sin importancia. Simple observación política.
Me consta que algunos buenos periodistas de otros rotativos van a estar allá, y creo
que debo enviarla a usted para que informe al Morning News.
—¿No puede ir otro?
—Bueno… Sí… Efectivamente, podría enviar a cualquier otro periodista,
Brigitte. Pero creo que usted se merece esa semana de vacaciones pagadas.
Baby Montfort se quedó boquiabierta, incrédula.
—¡Qué me dice…! —exclamó.
—Ejem…
—Usted es maravilloso, Miky… Oh, cuánto… ¡cuánto lo quiero, querido mío!
¡Una semana de vacaciones pagadas por el Morning…! ¿No es fabuloso? ¿Y dónde
serán esas vacaciones? Espere, no me lo diga… Quisiera adivinarlo: ¿Miami…,
Acapulco…, Honolulu…, París…?
—Cayo Granada.
—¿Cómo?
—Cayo Granada. Es un pequeño país que está…
—Sé muy bien dónde está Cayo Granada, querido jefe. En un hermoso lugar de la
América Central, cerca de San Salvador, en el Pacífico… Por cierto que estos días los
periódicos han comentado algo sobre esa pequeña nación isleña… Es decir, todavía
no es nación, sino colonia. Pero será nación dentro de un par de semanas, ¿no?
—Diez días exactamente —asintió Grogan—. Parece que Cayo Granada ha
conseguido su objetivo. El país colonizador le dio esta oportunidad: si en el término
de dos años, Cayo Granada demostraba que podía subsistir por sí mismo, con las
necesarias reservas de oro, se le concedería la independencia. Y parece ser que Cayo
Granada ha demostrado que no necesita tutelas de grandes naciones: ha salido
adelante, ha mejorado el país en aspectos internos, y sus reservas-oro, según se
asegura, ascienden a unos cien millones de dólares.
—No es mucho.
—Para Estados Unidos, no. Ni para otros países de gran envergadura. Pero cien
millones de reservas en oro, para los cayogranadinos es símbolo de una gran
prosperidad presente y futura. Tanto, que una vez los muestren, dentro de diez días,
se les concederá la independencia política, económica, administrativa…
—Es decir, que habrá una nueva nación en el mundo.
—Exactamente. Del todo independiente y soberana. La única condición que se
exige a Cayo Granada es que muestre esos cien millones de reservas-oro.

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—Me parece bien. Pero… ¿qué tengo yo que ver con ello?
—Nada… Ya le digo que le ofrezco unas bonitas vacaciones en un delicioso país
tropical, bañado por el Pacífico. Sólo tiene que ir allá, asistir a las ruedas de prensa
que conceda el primer ministro de Cayo Granada, enviar algunos reportajes, y,
cuando dentro de unos días, a los periodistas de todo el mundo se les lleve a la
bóveda donde están los cien millones de dólares en oro, tomar unas fotos, hacer un
último reportaje, y enviarlo al periódico. Una labor tranquila y rutinaria. Pero en un
lugar plácido y tranquilo. Vacaciones, realmente… ¿No lo cree así, Brigitte?
Baby Monfort bebió un sorbito de champaña, pensativa. De pronto sonrió.
—Bueno… Creo que es una buena oportunidad para llevar al pobre Cicero a
tomar el sol y a bañarse en el mar. Y hasta será divertido llevarlo a esa bóveda,
señalarle los lingotes, y decirle: «¿Ves, Cicero? Ahí hay cien millones de dólares en
oro». Y él me contestará: «¡Guau!».
Miky Grogan se echó a reír.
—Es un trabajo fácil y cómodo —dijo—. Espero que usted y su diabólico perrito
«lo pasen estupendamente tranquilos»…

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Capítulo II
Cayo Granada era una isla de muy buenas proporciones, como a treinta millas al sur
de la costa de San Salvador[1], ubicada en un clima benignamente tropical y orlada de
palmeras toda su costa. Pero lo más curioso eran los granados. Unos granados que se
veían en muchos puntos de la isla, e incluso en el aeropuerto. Granados iguales a los
de Andalucía, Marruecos, Argelia… Granados idénticos a los de la misma ciudad
española de Granada. Estaban en flor… Unas flores rojas, con diminutas antenas
amarillas… En poco tiempo, esas flores se convertirían en grandes frutos rojos,
jugosos, repletos de cristalinos granos dulces…
Cayo Granada tenía solamente tres localidades, que eran: Grande, Pequeña y
Granada. Granada era la capital del futuro país independiente, estaba encarada a la
costa salvadoreña, y resultaba un lugar maravilloso, con las aguas de su playa y
puerto siempre azules, siempre rizadas en blanquísimas olas que lanzaban al aire su
espuma. Apenas llegar al simpático aeropuerto, el viajero tenía la impresión de oír
una música dulce y alegre, rodeada de sol, de olas, de olor a flores… Pero el
aeropuerto era muy moderno, completo, audaz en su construcción. Pequeño, eso sí.
Pero no tan pequeño que pudiese ser desechado por las compañías internacionales de
aeronavegación, hasta el punto de que precisamente el aeropuerto de Cayo Granada
era una de las mayores fuentes de ingresos del simpático país. Un aeropuerto
pequeño, moderno, con olor a flores, a mar y a tierra con café… Pero muy
productivo.
Entre Grande, Pequeña y Granada quedaba distribuida la población, aparte de los
muchos jacales de grandes proporciones que estaban diseminados en toda la isla. En
esos jacales vivían los cayogranadinos que se dedicaban a cuidar los cafetales, los
grandes terrenos dedicados al cultivo de frutos tropicales, de caña de azúcar, de
tabaco… Llegar a Cayo Granada y comprender todo esto era casi simultáneo.
Luego, el viajero tardaba muy poco en enterarse de que, además de todo eso,
Cayo Granada tenía una eficiente flota pesquera, que funcionaba magníficamente. En
la costa, cerca de Granada, había tres fábricas dedicadas exclusivamente al envasado
de pescado. Grandes latas de carne de la fauna marina: tiburón, bonito, pulpo,
calamar gigante… Era una de las primeras cosas que le decían al viajero. Ah, las
fábricas de conservas de pescado… Ellas solas producían casi el cincuenta por ciento
de la entrada de divisas; el otro cincuenta por ciento lo producían el café, el tabaco, la
caña de azúcar, los frutos tropicales, el aeropuerto…
En éste no había taxis propiamente dichos. Pero por un par de dólares en buena
moneda yanqui algunos muchachos se ofrecían sonrientes a llevar al viajero, al
turista, a cualquier hotel de Granada. El trayecto era corto…, lamentablemente. Tan
corto, que apenas permitía disfrutar del sol, de los granados, de las palmeras, de la
visión de aquel mar azul y bordado con blanca espuma de sus olas alargadas y planas.

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Por fin, el sonriente muchacho que disponía de un coche para alquilar, llegaba
con su pasajero a la calle Granada, la arteria más moderna, amplia y divertida de toda
la ciudad. Había fachadas pintadas de colores, persianas verdes, azules y rojas,
granados en algunos tejados, flores de muchas clases en los balcones… Hacía calor
siempre, y la calle se llenaba de blancas camisas, de sombreros de paja, de paypays
de diverso colorido, de sombreros color verdoso, crema o blanco…
Y el muchacho que conducía el coche, después de haberle explicado alegremente
a su pasajero que Cayo Granada era un paraíso y que pocos días después sería una
nación independiente, preguntaba:
—¿Quiere un hotel muy bueno o sólo un hotel bueno?
Naturalmente, hablaban en español. Si el viajero entendía este idioma, sonreía,
muchas veces tan encantadoramente como aquella muchacha yanqui de grandísimos
ojos azules y sonrisa dulce.
Y decía:
—Quiero el mejor hotel de Granada.
—Entonces, el Independencia.
El hotel Independencia estaba justamente en el centro de la calle Granada. Tenía
siete pisos, y, por eso, era el máximo orgullo de los granadinos de Cayo Granada.
¡Nada menos que siete pisos…! Además, en cada piso había quince cámaras, todas
ellas al exterior, y la mayor parte con vistas al mar… Era fácil subir las persianas de
colores y aspirar aquel olor a tierra con café y flores.
El botones era un muchacho de unos quince años, que ya tenía casi un completo
bigotazo. Sonreía en todo momento, y cuando el cliente se había asomado a la
terraza, preguntaba muy ufano:
—¿Le gusta su cámara, señorita?
Entonces, la viajera de los grandes ojos azules sonreía también, le daba una buena
propina, decía que sí, que aquello le gustaba mucho todo, y dejaba aquel diminuto
perrillo que parecía un ratón en el sillón más confortable.
Esperaba a estar sola con el animalito, y entonces decía:
—Bueno, Cicero: ya estamos en Granada exactamente. Y en Cayo Granada de un
modo general. Un futuro país libre que esperamos sea para siempre tan feliz como
parece ahora.
—¡Guau!
—Por supuesto que sí, querido: esta misma mañana iremos a bañarnos a Granada
Beach, como llama esta simpática gente a su formidable playa llena de palmeras, de
patines, de balandros, de yates… ¿Verdad que resulta difícil imaginar que en Cayo
Granada existan tantos millonarios?
—¡Guau!
A las seis de la tarde, efectivamente, la hermosísima turista en Cayo Granada se
había bañado en Granada Beach, con el chihuahua, el cual no quedó muy conforme
con el remojón. A las seis y media estaba en su cámara, duchándose…

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A las siete, envuelta en un bonito albornoz de tono azul y amarillo, abría la puerta
de la cámara, atendiendo a la discreta llamada.
Un hombre delgado, muy tostado por el sol, de ojos negrísimos y enorme bigote
de guías caídas, quedó visible ante ella, con el blanco sombrero en la mano.
—¿Señorita Montfort?
—Sí.
—¿Del Morning News, de Nueva York?
—Sí, sí… Pase, por favor…
—Muy amable.
El hombre entró. Parecía simpático, aunque un poco tímido ante aquella
deslumbrante belleza en albornoz.
No obstante, él se permitió una mirada no demasiado discreta, que la bella turista
disculpó con una deliciosa sonrisa… Y luego cerró mejor el albornoz.
—Usted dirá, señor…
—Nicomedes… Nicomedes Martín, señorita Montfort… Soy uno de los
secretarios del primer ministro de Cayo Granada.
—¿Uno de ellos…? ¿Cuántos tiene?
—Como quince o veinte… Resulta que somos bastantes los que podemos ocupar
ese puesto, y entonces don Belisario considera que debe dar una oportunidad a todos.
Lo hacemos lo mejor que podemos, señorita Montfort.
—Lo creo. ¿Don Belisario, según entiendo, es su primer ministro?
—Oh, sí… Un gran hombre. Se puede decir que él solo ha conseguido llevar a
Cayo Granada a la independencia.
—Gran cosa la independencia… ¿Qué harán ustedes con ella?
—¿Con qué…?
—Con la independencia.
—Oh… Bueno, eso es cosa que le explicará, seguramente, don Belisario. El
motivo de mi visita es solamente para indicarle que, como otros periodistas de todo el
mundo, está invitada a la recepción… A la rueda de prensa, que dicen ustedes.
—Magnífico. Son ustedes muy amables, señor Martín. Supongo que fueron
avisados de mi llegada.
—Naturalmente, naturalmente… Desde Nueva York se nos avisó de la llegada del
enviado del Morning News, advirtiéndonos que lo encontraríamos en el Hotel
Independencia. Ha llegado usted a Cayo Granada con el tiempo justo para asistir a la
recepción.
—A la rueda de prensa, quiere decir —sonrió Baby.
—Ah, sí, claro… ¿Podrá estar usted allí a las nueve, señorita Montfort?
—Por supuesto. Siempre y cuando sepa dónde es «allí».
—Es de suponer que no ha viajado usted con su coche… Resulta muy caro e
innecesario traer un coche a Cayo Granada desde el continente.
—Llegué en avión, y eso es todo.

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—Entonces, si nos lo permite, enviaremos un coche a buscarla. Don Belisario
quiere que la prensa internacional tenga una muy buena impresión de la hospitalidad
de Cayo Granada. Estamos a su disposición para todo cuanto guste mandar.
—Señor Martín, ustedes son formidables. Acepto el coche y todas cuantas
amabilidades quieran. ¿A qué hora debo estar preparada?
—A las nueve.
—Muy bien. Mmm… Dígame una cosa: ¿podremos ver esta misma noche las
reservas de oro?
—No lo sé. Eso lo decidirá don Belisario. Espero que no perturbe sus planes una
espera de pocos días, señorita Montfort.
—¡Claro que no! Si he de serle sincera, le diré que me gustaría que me hiciesen
esperar muchos días, señor Martín: Cayo Granada es maravilloso.
—Procuraremos que esa impresión permanezca para siempre en su ánimo.
Dígame: ¿por qué quiere saber si don Belisario mostrará el oro esta misma noche?
—Para tomar fotografías. No me gusta llevar la cámara si no he de necesitarla.
—Llévela. Cuando menos, podrá obtener unas simpáticas fotografías de don
Belisario. Él es un hombre serio, pero muy cordial y amable. Estará encantado de que
todos ustedes, los periodistas extranjeros, le tomen muchas fotografías y le hagan
infinidad de preguntas sobre nuestro país y nuestros proyectos.
—Siempre se dice lo mismo, señor Martín —sonrió levemente la espía—. Y
siempre resulta que hay una o dos preguntas que son «tabú», que no deben
formularse. Si usted me dice cuáles son esas preguntas, le evitaré a su primer ministro
la molestia de eludirlas astutamente.
Nicomedes Martín sonrió muy satisfecho.
—No hay ninguna pregunta que Cayo Granada, por boca de su primer ministro,
no esté dispuesto a contestar, señorita Montfort. Todo es claro como el agua del mar
en este país.
—Bien… Entonces, según parece, estaré aquí unos días, disfrutando del sol, del
café, de la playa… y de todo cuanto pueda ofrecerme Cayo Granada. Estaré lista a las
nueve.
Nicomedes Martín inclinó la cabeza, abrió la puerta y salió de la cámara,
saludando otra vez desde el pasillo.

* * *

A las nueve rigurosamente en punto Brigitte Montfort oyó la llamada a la puerta. La


abrió, y se quedó mirando con amable pero un tanto irónica sonrisa al gigantesco
chófer de raza negra, que con la gorra en una mano se inclinó ante ella.
—He sido puesto a su servicio, señorita Montfort. Si está usted preparada, la
llevaré a la Casa Verde.
—Estoy preparada —sonrió Brigitte—. Y si la Casa Verde es el lugar de la rueda

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de prensa, podemos salir ahora mismo… Oh… Un momento, por favor.
El gigantesco negro hizo otra inclinación, y quedó esperando en el umbral,
mientras Brigitte se acercaba al sillón donde estaba suntuosamente acomodado el
perrito mejicano.
—Te vas a quedar solo, queridito —sonrió, dándole unas palmaditas en la cabeza
—. De modo que pórtate bien y espera calladito mi regreso. Okay, darling?

* * *

La Casa Verde era un pequeño palacete, con grandes columnas blancas, tejado rojo,
bonitos ventanales. Ante la columnata se veían ya numerosos coches, todos ellos con
la matrícula de Granada, lo cual ponía de manifiesto que ni uno solo de los
periodistas internacionales había considerado necesario llevar su coche a la isla.
El vestíbulo era grande, adornado con palmeras enanas, alfombras de paja y
grandes macetas de madera que contenían granados en plena floración. El conjunto
resultaba de lo más exótico y agradable. Apenas entrar se veía el gran salón, a la
izquierda. Y en ese salón a muchos hombres, la mayoría de los cuales evidenciaban
inmediatamente su condición de extranjeros en Cayo Granada. Nicomedes Martín fue
el encargado de presentar a Brigitte Montfort a la mayoría de los periodistas, que
acogieron encantados la presencia de la hermosa morena de magníficos ojos azules.
Y en muy poco tiempo, no sólo por ser la única mujer en la reunión, sino por su
belleza y simpatía, el total de los periodistas se arremolinaba en torno a Brigitte
Montfort.
Hasta que, exactamente a las diez, fue anunciada la aparición de don Belisario
Cortés Gálvez, primer ministro de Cayo Granada.
Don Belisario era de mediana estatura, más bien flaco, de cabellos grises y
abundantes, mirada viva y simpática, muy astuta. Debía de tener unos sesenta años, y
su porte era elegante, señorial, pero muy natural y amable. Tenía una espléndida
sonrisa suave, de persona mayor que sabe ya demasiadas cosas para tomarse la vida
en serio. Su primera disposición fue ordenar que empezasen a servir una cena fría y
las bebidas al gusto de sus invitados de la prensa mundial. Inmediatamente, sin darle
la menor importancia, informó que contestaría a todas cuantas preguntas quisieran
hacerle.
A partir de ese momento, el interés de Baby Montfort decayó considerablemente.
Sabía cuáles iban a ser aquellas preguntas, y casi sabía las respuestas. Política, eso era
todo. Obviamente, Belisario Cortés no habría aceptado aquella recepción si algo no
funcionase bien, si algo estuviese en difíciles condiciones en su país, su «querido
Cayo Granada, que muy pronto sería una pacífica y próspera nación más en el mundo
libre»…
Brigitte Montfort permaneció todo el tiempo en un sillón, tomando sorbitos de
ron con hielo y azúcar. Ni siquiera se molestaba en ir tomando nota taquigráfica de

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las preguntas y respuestas, porque, efectivamente, todo era rutinario, convencional…
Hasta que uno de los periodistas hizo la pregunta clave:
—¿Realmente tienen ustedes una reserva de cien millones de dólares en oro,
señor ministro? Belisario Cortés sonrió amablemente.
—En efecto.
—¿Oro puro, monedas de otros países, lingotes, joyas…?
—Lingotes de oro puro por valor de cien millones de dólares, más o menos —
replicó Belisario Cortés.
—¿No cree usted que es poca reserva de oro?
—Es poca… relativamente. Para un país como Estados Unidos, o Brasil, o
Inglaterra, o Rusia, etcétera, cien millones de dólares sería una cantidad… ridícula,
Para un país como Cayo Granada, cien millones de dólares en oro nos convierte en
millonarios.
Era simpático. Hubo algunas risas, y eso animó a otro periodista.
—¿Dónde tienen ese oro, señor ministro?
—En una bóveda especial, naturalmente. Pero temo que la hicimos demasiado
grande…, y las pilas de lingotes no llegan precisamente al techo.
Hubo más risas. Brigitte permanecía poco menos que oculta detrás de otros
periodistas, degustando el buen ron fresquito y azucarado. No pensaba hacer ni una
sola pregunta. ¿Para qué, si todos hacían las mismas y únicas preguntas que podían
hacerse en aquellas circunstancias?
—¿Es cierto que ese oro podrá verlo quien lo desee? Belisario Cortés alzó
amablemente las cejas.
—Es cierto. Por otra parte, será obligatorio para Cayo Granada mostrar el oro
cuando venga la comisión del país que hasta ahora nos ha tenido como colonia.
Dicha… exhibición de los cien millones de dólaresoro deberá ser pública. Esperamos
que todos ustedes estén presentes, señores.
—¿No podemos verlo hoy?
—Por favor… Les ruego que no insistan sobre eso. Es imposible absolutamente.
—¿De dónde han sacado cien millones de dólares en oro, señor ministro?
—Pues… un poco de aquí, un poco de allí… De nuevo se oyeron algunas risas.
—Ésa es una respuesta ambigua, señor ministro.
—Admito que sí. Y supongo que deberemos decirles la verdad… El oro ha sido…
ahorrado, digámoslo así, por todos los cayogranadinos. Ha sido una paciente labor de
más de veinte años, señores. Emm… De todos modos, tengo que declarar que la
mayor parte de esa pequeña fortuna ha sido facilitada a Cayo Granada por ciudadanos
particulares. Muchos de nuestros grandes hacendados son millonarios, y ellos han
sabido invertir su dinero en la independencia de su patria. Luego, hay que contar a los
extranjeros…
»Algunos vinieron a Cayo Granada a descansar quince o veinte días… Querían
descansar, tomar el sol, salir de pesca, pasear por los cafetales, bañarse en las

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playas… Llegaron para estar en Cayo Granada durante unas cortas vacaciones. Pero a
los tres días estaban buscando ya el modo de permanecer en el país. Tuvimos que
pensarlo detenidamente antes de hacernos a la idea de que podíamos otorgar
ciudadanía cayogranadina a norteamericanos, canadienses, alemanes, suecos,
noruegos, argentinos… Cada uno de esos hombres fue estudiado minuciosamente. Y
cuando comprendimos que realmente amaban Cayo Granada, fueron admitidos entre
nosotros. Cuando, dentro de diez días, seamos independientes, esos hombres se
convertirán en ciudadanos de Cayo Granada.
—¿Gracias a sus millones?
Belisario Cortés alzó la barbilla.
—Hemos aceptado la ciudadanía de extranjeros que llegaron aquí sin un solo
céntimo. Están trabajando de peones en los cafetales… Y allí seguirán hasta que ellos
quieran.
—Entendemos que esos cien millones de dólares son, en buena parte, fruto de la
unión de varios capitales privados.
—Cierto. Pero en calidad de préstamo al Estado, naturalmente. Son bonos de la
independencia, que producirán sus intereses legales, y más o menos pronto los
capitales serán devueltos, amortizados. Lo importante es que tenemos los cien
millones de dólares en oro. Y nadie puede ni quiere reclamarlos. Por lo tanto,
conseguiremos la independencia dentro de nueve días.
—Nueve días son muchos… ¿No podríamos nosotros tomar fotografías de ese
oro, señor ministro? La petición fue general. Se alzó un gran rumor de voces
apoyando la primera que hacía la solicitud.
Pero Belisario Cortés Gálvez alzó ambas manos, moviendo negativamente la
cabeza.
—Imposible, señores. Por favor, no insistan, se lo ruego…
—¿Qué tiene de importancia que veamos el oro nueve días antes?
El ceño del primer ministro se frunció, porque las voces petitorias ahogaban su
voz insistiendo en la negativa. Brigitte se preguntaba por qué los periodistas tenían
que ser tan impertinentes a veces, y, por supuesto, no participaba en la petición. Claro
que tenía sus buenos motivos, ya que si la obligaban a esperar, pasaría nueve días
maravillosos en Cayo Granada…
Fue la única que se dio cuenta de que la gran puerta que daba al salón se abría. Y
se sintió impresionada ante la aparición de aquel hombre de más de seis pies de
estatura, ojos claros, cabellos cobrizos, muy bronceado; debía de tener treinta y cinco
años, y era apuesto, hermoso, varonil…, aunque un tanto hermético, de mirada poco
amistosa.
Por entre varios de sus colegas vio al hombre haciendo señas hacia el grupo. Uno
de los secretarios de Belisario Cortés apareció en el radio visual de Brigitte, casi
corriendo hacia aquel hombre recién llegado. Estuvieron hablando medio minuto.
Luego, el secretario del primer ministro asintió con la cabeza, y volvió al grupo,

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donde se seguía insistiendo en la exhibición del oro… El secretario se inclinó al oído
de Belisario Cortés y musitó unas palabras. Éste miró vivamente hacia la gran puerta,
asintió con la cabeza, y se puso en pie.
—Señores, ¡por favor!, ¿pueden disculparme unos segundos?
Hubo murmullos que expresaban cierta disconformidad, pero los periodistas
conservaron su educación en todo momento. A fin de cuentas, estaban ante un primer
ministro… La mayoría de los periodistas se dedicaron a comentar excitadamente la
entrevista entre ellos…
Pero Brigitte Montfort prestó únicamente su atención al primer ministro y a aquel
hombre tostado por el sol, de gesto hermético y mirada poco amistosa. El primer
ministro le había pasado un brazo por los hombros y escuchaba ávidamente lo que el
hombre le decía. Por fin, le dio una palmada en la espalda, asintió con la cabeza, y
estrechó la mano del hombre bronceado.
Dijo algo, y Brigitte, viendo el movimiento de sus labios, creyó que había dicho:
«No puedes fallarme en esta ocasión»… El hombre bronceado contestó, y, también
por el movimiento de los labios, Brigitte habría jurado que su respuesta fue: «Daría
mi vida por conseguirlo»…
Luego, el hombre moreno salió del salón, y el primer ministro, fruncido el ceño,
regresó al centro del grupo de periodistas. Pero su ceño se aclaró, desapareció su
gesto preocupado, y una sonrisa sana reapareció en sus labios.
—Dejando aparte lo del oro, señores…, ¿qué más quieren ustedes preguntar?
Más preguntas, todas ellas tan viejas como la política. Preguntas que no
conducían a nada que resultase nuevo. Preguntas que eran un simple formulismo, una
deferencia del hombre que regiría los destinos de un nuevo Estado en el mundo…

* * *

Poco después de las doce, Brigitte entraba en el hotel Independencia, entre aburrida y
soñolienta. Se dirigió al mostrador, pidió la llave de su cámara, y se quedó mirando
asombrada al conserje cuando éste le entregó el papel.
—Llegó un telegrama para usted, señorita Montfort.
—Muchas gracias.
Ya en su cuarto, lo abrió. Aparentemente era de Miky Grogan, su jefe en el
Morning News Pero una vez lo hubo descifrado convenientemente, el telegrama
quedó así:

Diríjase inmediatamente a Port-au-Prince, Haití,


isla de Santo Domingo. Es mucho más importante que
asunto nuevo estado Cayo Granada. Noticias de agente
jefe en Haití informan gran afluencia agentes de
espionaje diversos organismos en Port-au-Prince.

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Queremos saber qué está ocurriendo ahí. Repito: salga
inmediatamente hacia Port-au-Prince.
Charlie

Media hora después, la agente de la CIA Brigitte Baby Montfort salía del hotel
Independencia, tomaba el coche de alquiler que había solicitado, y se hacía llevar al
aeropuerto. Allá se enteró que hora y media más tarde, es decir, a las dos en punto de
la madrugada, un avión de la TWA hacía escala de aprovisionamiento en Granada, y
que ese mismo avión haría una nueva escala en Port-au-Prince, Haití, a las cinco de la
madrugada, aproximadamente, antes de proseguir vuelo ya directo hacia Nueva York.
Obtuvo pasaje en primera clase, se acomodó en una butaca de la sala de espera,
con Cicero en su bolsito especial, adormilado, y se dispuso a esperar.
A las dos menos diez de la madrugada hizo su aparición un personaje que le quitó
el sueño y el aburrimiento repentinamente: era el hombre varonil, bronceado por el
sol, que había conversado brevemente con el primer ministro, Belisario Cortés, en el
salón donde éste había recibido a los periodistas; el mismo hombre al cual, Brigitte
así lo creía, al menos por el movimiento de los labios de Belisario Cortés, éste le
había dicho: «No puedes fallarme en esta ocasión»… A lo cual, el hombre bronceado
había contestado: «Daría mi vida por conseguirlo…». Sí, era el mismo hombre
hermético, de mirada poco amistosa, pero agradablemente varonil…
En el despacho de pasajes ni siquiera tuvo que esperar. Se acercó allí, dijo algo, y
le dieron su billete, señalándole una de las puertas de salida en el mismo momento en
que los altavoces ponían sobre aviso a los poquísimos viajeros que había en la sala de
espera:
—Señores pasajeros con destino a Port-au-Prince y a Nueva York, sírvanse salir
por la puerta dos… Brigitte se puso en pie, recogió su maleta y se dirigió a la puerta
dos. Es decir, exactamente a la misma que estaba cruzando ya el hombre de gesto
poco amistoso… Encima de ellos, ya muy cerca, se veían las luces de un avión
aterrizando. Un camión-cuba rodaba ya hacia el lugar de la pista asignado para el
aterrizaje, que se efectuó normalmente. Apareció la escalerilla del avión, y un
empleado del aeropuerto de Granada atendió a los dos únicos pasajeros que
abordaban el aparato en Cayo Granada.
Brigitte se sentó en primera clase, igual que el hombre bronceado, que lo hizo
unos cuantos asientos más adelante, sin haberse vuelto, sin prestar siquiera atención
al hecho de que había otra pasajera que tomaba el mismo vuelo…
Bien: aquel hombre se dirigía también a Port-auPrince… Igual que ella. Igual
que, según decía tío Charlie, estaban haciendo varios espías de diversos espionajes de
todo el mundo…
Aunque… Bueno, quizás el hombre bronceado no fuese a Port-au-Prince, sino a
Nueva York. ¿Por qué no? A fin de cuentas, no todo el mundo es espía…
¿O sí?

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Capítulo III
El hecho cierto fue que el viajero que tanto llamaba la atención de Brigitte Montfort
acabó su viaje en Port-au-Prince, en Santo Domingo… O, como la llamó Cristóbal
Colón, en la isla La Española…
Llegaron a avistar la isla cuando ya hacía algunos minutos que había amanecido.
Por lo menos así lo parecía desde el avión. Abajo, a la isla, el sol todavía no había
llegado completamente, y parecía tener una cubierta morada y rojo pálido. Un
impresionante espectáculo; tanto como el golfo de Gonaives, con la isla en el centro,
formando dos canales de entrada hacia Puerto Príncipe: el de St. Mare y el de la
Gonave o Gonaive… A la derecha de la marcha del aparato, el Macizo de la Selle. Y
abajo, en el punto más hundido del golfo, la ciudad de Por-au-Prince, o Puerto
Príncipe, diminuta desde el avión, apenas visibles sus curvadas calles, sus palmeras,
todavía dormida… En el puerto, los barcos parecían un bonito conjunto de juguetes.
Sí… El hombre del gesto poco amistoso abandonó el avión en el aeropuerto
haitiano. No se había movido de su asiento ni una sola vez, pero entonces, al
levantarse y volverse para salir del avión, vio a la bellísima viajera que había
compartido con él aquel vuelo. Es decir, a la viajera que parecía dispuesta a quedarse
en Puerto Príncipe, ya que había otros viajeros en el aparato cuyo destino debía de ser
Nueva York, puesto que la mayoría dormía y algunos pocos se limitaban a mirar por
su ventanilla hacia el aeropuerto…
Lo que se preguntó Brigitte fue si aquel hombre la había visto en Cayo Granada,
o si, simplemente, creía que era una pasajera que ya estaba en el avión cuando él lo
abordó. Ojalá pensase esto último, porque así ella tendría ventaja sobre él.
Una ventaja que no duró demasiado, porque el hombre, tras mirarla con un
brevísimo destello de admiración en los claros ojos, se apresuró a descender del
aparato.
E inmediatamente otro hombre vino hacia él y le habló apresuradamente. Brigitte
no pudo comprender nada esta vez por el movimiento de los labios, pero sí vio que el
hombre poco amistoso palidecía ligeramente y señalaba hacia la salida. Un microbús
de las líneas aéreas, sin embargo, estaba esperando, y los dos hombres y Brigitte lo
tomaron, hasta la terminal. Allí, el hombre poco amistoso tuvo la delicadeza de ceder
su turno a Brigitte, pero frunció el ceño al oír su nombre, pronunciado por el
empleado aduanal.
Luego, mientras el hombre revisaba su pasaporte, el bronceado estuvo a punto de
decirle algo a Brigitte, que simulaba entretenerse en la recogida de su pasaporte, y así
pudo oír el nombre del viajero de los ojos claros y los cabellos cobrizos: Hernán
Salvador.
El cual desistió de hablar a Brigitte y se fue rápidamente con su compañero.
Parecía tener mucha prisa y estar bastante disgustado. Brigitte los siguió a los dos
hasta la salida de la terminal. Allá los vio dirigirse, siempre a grandes zancadas, hacia

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un pequeño automóvil negro, entrar, y partir al instante.
—¿Taxi, mademoiselle…?
Se volvió velozmente, y se quedó mirando al hombre que había hecho el
ofrecimiento: mediana estatura, cabellos cortos, también muy tostado por el sol, ojos
color café, un tanto irónicos…
—Mais oui… Et nous suivrons à l’autre voiture, s’il vous plaie.[2]
—Oui, mademoiselle.
El taxista se hizo cargo de la maleta de Brigitte, miró con aquella ironía que
parecía habitual en él al diminuto Cicero, y abrió la puerta de atrás. Pasó rápidamente
al volante y salió detrás del coche que llevaba al hombre llamado Hernán Salvador,
sin dejar de mirar a Brigitte, siempre irónicamente, por el espejo retrovisor.
De pronto dijo en perfecto inglés de USA:
—Esperaba a una «baby» procedente de Cayo Granada, pero, según parece,
perdió el vuelo. Eso ha sido muy afortunado para usted, porque no hay muchos taxis
en el aeropuerto a esta hora de la madrugada.
—¿Simón? —sonrió Brigitte.
—Okay.
—Yo soy Baby.
—Ya sé, ya sé, guapa… El jefe me dijo: «Ve a esperar a la chica ésa de la CIA
que dicen que lo arregla todo. Trátala bien, ya que es una compañera de servicio… Y
luego me dices si es tan hermosa como aseguran». Eso me dijo el jefe, Baby.
—¿Y… le parezco hermosa?
—¡Fiuuu…! —Silbó Simón—. Es usted inconfundible, querida. Por muchas
pasajeras que hubiesen llegado en ese vuelo, yo habría sabido que Baby era usted.
—Muy amable.
—Ordenes son órdenes. ¿A quién estamos siguiendo y por qué?
—A un hombre llamado Hernán Salvador, cayogranadino. Apareció de pronto en
la recepción de Belisario Cortés, habló con éste y desapareció de la Casa Verde.
Luego lo encontré en el aeropuerto, y tomó el mismo avión que yo.
—Ah… Interesante. Igual que lo de los nombres. ¿Se ha dado cuenta?: Belisario
Cortés. Y el pasajero se llama Hernán Salvador. ¿Capta lo simpático del asunto?
—Claro —rió Brigitte—. Entre los dos se podría formar el nombre de Hernán
Cortés, el colonizador español…
—Gracioso —rió Simón—. ¿Cómo están las cosas en Cayo Granada?
—Todo parece ir sobre ruedas. ¿Y aquí? El ceño de Simón se frunció.
—Aquí, en cuanto se refiere a nuestro trabajo, es decir, a la vigilancia rutinaria en
misión de espionaje internacional, parece que también van bien las cosas. Sin
embargo, en menos de cinco días han llegado personajes que… ¿cómo diría yo?…
huelen a espía. Incluso dos de ellos han sido identificados por nosotros. Es una
afluencia grande, inesperada… No tenemos la menor idea de lo que ha motivado este
gran movimiento de agentes secretos. El jefe lo comunicó a Washington, y desde allá

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dieron la orden de que usted viniese a Puerto Príncipe… ¿Conoce la ciudad?
—No.
—Lástima. Es bonita. Tropical, ya sabe: calor, algo de humedad, muchas
palmeras, todo lleno de negros
y mulatos… Y mulatas muy bonitas, debo admitirlo. Oh, un detalle: mucho me
temo que su francés no le sirva de gran cosa aquí. Los haitianos hablan un francés
muy especial, que llaman francés criollo… Es una jerga espantosa, que me tuvo muy
desconcertado el primer mes de estancia en Puerto Príncipe. Pero a todo se
acostumbra uno…
—Vamos a perder de vista el otro coche.
—No, no… Si han tomado esa calle, quiere decir que saldrán a Route du Mer.
Nosotros iremos por otro sitio, y así estarán más tranquilos. No se preocupe: dudo
mucho que después de tres años en Puerto Príncipe alguien pueda darme esquinazo.
Efectivamente.
Pocos segundos después, al desembocar en una avenida más amplia, se
encontraron el otro coche a poco más de sesenta yardas. Resultaba fácil seguirlo a
aquella hora, pero también peligroso, ya que la ausencia de otros vehículos ponía
excesivamente en evidencia el que conducía Simón.
Por fin, tras otros diez minutos de persecución más o menos disimulada, Simón
desvió la marcha de tal modo que dejaron atrás y a un lado el otro coche. Detuvo el
suyo en seco, apenas doblar una esquina, y señaló hacia atrás.
—Se han detenido en la entrada a un callejón… ¿Lo ha visto?
—Sí, claro…
—Ese callejón no tiene salida. Y estos barrios son un poco… peligrosos, en cierto
modo. No pretendo molestarla, pero ha venido aquí a trabajar en lo de la afluencia
sorprendente de espías, no a seguir a un apuesto cayogranadino.
—Quizás esté haciendo las dos cosas a la vez, Simón.
—Oh. Bueno… Me pregunto si Cayo Granada se permite el lujo de tener un
Servicio Secreto. ¿Cree que ese Hernán Salvador pueda ser un agente?
Brigitte encogió los hombros.
—Espéreme aquí. Y si Hernán Salvador y el otro pasasen con el coche y yo
todavía no hubiera regresado, sígalos hasta donde vayan y vuelva a recogerme aquí,
en este punto exacto.
—De acuerdo —sonrió Simón—. Si necesita ayuda, grite.
—Nunca grito, querido —sonrió también la divina espía—. Eso se queda para las
mujeres sin otro recurso que ése. Yo soy más… práctica.
Un camión cargado de frutas y verduras pasó junto al coche de Simón. Encima de
las verduras iban tres negros, con pantalones cortos y sombreros de paja. Lanzaron un
grito en criollo francés, agitando mucho los brazos, y Brigitte alzó las cejas.
—¿Qué han dicho?
—Ejem… Se lo diré por carta, guapa. No me gusta ruborizarme. Pero para oír

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eso, no es necesario que aprenda usted esa condenada jerga franchute. ¿Qué está
esperando?
—Que entren donde sea. Hay que tenerlos muy tranquilos.
—Pero entonces no sabrá adónde han ido.
—Sí lo sabré si los veo salir. Ciao, Simón.
Éste quedó sonriendo, rascándose la coronilla. Bueno, la chica no parecía tonta
del todo. Hay dos modos de saber dónde está una persona o dónde ha estado. Un
modo, es verla salir; otro modo, es verla entrar. Y siempre es más prudente verla salir,
bien escondido…
Exactamente de este modo pensaba Baby Montfort. Pasó cerca del coche,
detenido, efectivamente, en la entrada de un callejón cegado. Llegó a la esquina,
caminó unos pocos pasos y se volvió. Un par de mulatos jóvenes, una negra y una
mulata salían de una de las casas de techo de madera, formando dos parejas cansadas
pero sonrientes. Otro mulato, muy viejo y arrugado, salía también, lentamente, como
aplastado bajo el peso del gran sombrero… Luego, un hombre blanco, pero tan
quemado por el sol que no lo parecía; éste era bastante alto, ancho de hombros, y
parecía muy fuerte, ágil, desenvuelto. Llevaba una camisa de colores, unos
pantalones hasta un poco más abajo de la rodilla, blancos, y una gorra de yachtman.
Era un conjunto simpático. Lo que desentonaba eran los grandes lentes de sol, apenas
a las cinco y media de la madrugada… Brigitte volvió a alejarse de la esquina unos
pasos, miró alrededor, y regresó. Empezaba a haber gente, casi todos negros y
mulatos, que parecían dirigirse al cercano muelle…
Casi cinco minutos más tarde, Brigitte vio salir a los dos hombres de una de
aquellas casas de una sola planta, y se retiró vivamente. Se alejó de la esquina a toda
prisa, hasta encontrar un portal en el cual podía esconderse… Y estuvo allí hasta oír
el motor del coche. Luego sacó lentamente la cabeza y vio el vehículo alejándose.
Esperó un par de minutos, salió del portal y caminó hasta la entrada del callejón,
desde donde se quedó mirando la casa de la cual habían salido Hernán Salvador y el
hombre que le había estado esperando en el aeropuerto.
Tras unos pocos segundos de vacilación, la espía se acercó rápidamente a la casa,
entró por el estrecho callejón que la separaba de la otra y se quedó inmóvil junto a
una ventana, cerrada solamente con persianas de caña. Estuvo escuchando durante un
par de minutos, pero no oyó el menor ruido, ni una voz… Nada. Lo cual no era
corriente en una casa donde habían tenido visitas. Tendría que haber oído algo,
cualquier ruido… Algo que indicase que había un ser humano, o varios, en
movimiento…
¿Se habían acostado los ocupantes de aquella casa, después de haber tenido la
entrevista con Hernán Salvador? Era una posibilidad que había que tener muy en
cuenta… ¿Debía esperarlos para saber quiénes eran los amigos de Salvador en aquel
pintoresco lugar?
Apartó la persiana de cañas apenas una pulgada. Dentro, todo estaba oscuro, pero

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al separar la persiana se hizo una ligera claridad, suficiente para que pudiese quedar
segura de que no había nadie en aquella pieza, en la cual se veía solamente una cama,
una silla y una percha clavada en la pared. Eso era todo. La cama era de tubo de
hierro, vieja, y sólo había en ella un colchón hecho con tela de sacos, y cuyo relleno
debía constar, seguramente, de hojas de caña o maíz… Indudablemente, no era el
lugar más indicado para que Hernán Salvador, un hombre que recibía golpecitos en la
espalda del primer ministro de Cayo Granada, estuviese de visita.
Brigitte apartó algo más la persiana, dio un saltito, acabó de empujarla con la
cabeza y se coló dentro del casi miserable dormitorio. Se acercó a la puerta, que
estaba hecha con tablas de cajas vacías y sujeta por dos goznes oxidados. Tiró de ella,
lentamente, y quedó petrificada cuando sonó el fuerte chirrido de los oxidados
goznes… Alzó un poco su falda, llevando la mano hacia la pistolita de cachas de
madreperla y sujeta a su muslo izquierdo con esparadrapo color rosa… Pero nada
sucedió, no se oyó nada, ningún ruido, ni voces, ni pisadas… Esto era poco probable
si alguien acabase de acostarse después de recibir una visita que, por lo menos, tenía
que resultarle interesante…
Acabó de abrir la puerta y se encontró en una especie de recibidor, con dos
taburetes, una vieja carretilla de mano, algunos sacos vacíos… y un cadáver.
O así lo parecía.
Algunas rayitas de sol se filtraban ya por las rendijas de la pared de madera y
dejaban la pequeña estancia lo bastante iluminada, de un modo misterioso, para que
se pudiera ver al hombre tendido en el suelo, cerca de la puerta de la casa, la que daba
al callejón sin salida.
Brigitte se acuclilló junto a él y lo movió de modo que una de las rayas de sol
diese de lleno en su rostro. No lo conocía, ni creía haberlo visto jamás. Era un
hombre de unos treinta y cinco años, blanco, de estatura mediana. Llevaba un traje
blanco y zapatos del mismo color. Su frente era despejada, y los rasgos de su rostro
muy correctos, agradables… Registró sus bolsillos, pero no encontró absolutamente
nada en ellos. Pero sí encontró, sobre el corazón, las marcas de tres balazos.
El cadáver ya estaba frío, de modo que Brigitte supo que no había sido Hernán
Salvador el causante de aquella muerte. Cuando él llegó, el desconocido ya estaba
muerto. Claro… Eso era lo que le había dicho el que lo esperaba en el aeropuerto; y
eso fue lo que hizo palidecer a Hernán Salvador… ¿Quién era el muerto y qué tenía
que ver con Salvador y con Belisario Cortés, o con Cayo Granada, simplemente?
La espía internacional abrió su bolsito, sacó el encendedor con la cámara de
microfotos camuflada y la sacó del encendedor. Era la misma cámara que había
utilizado para tomar fotografías de Belisario Cortés, sin necesidad de hacer
exhibiciones de grandes máquinas con flash. Y seguro que sus fotos serían mejores, a
pesar de que las había hecho al descuido, con naturalidad, sin darles la menor
importancia. Con la microcámara entre sus deditos, abrió de nuevo el bolso, sacó una
barrita de carmín contenida en un estuche de oro y desenroscó la base, dejando caer

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en la palma de la mano un pequeñísimo objeto metálico en forma de cubo, que acopló
cuidadosamente a la microcámara. Luego orientó ésta hacia el cadáver, apretó el
pulsador y brotó un fogonazo brevísimo, pero de luz muy intensa. Se inclinó más
sobre el cadáver, tomando ahora un primer plano del rostro y de nuevo oprimió el
pulsador, dando lugar a otro fogonazo, que, como el anterior, brotó del pequeño cubo
metálico.
Escondió de nuevo la cámara en el encendedor y el flash en el estuche del
pintalabios, y sacó la polvera; quitó la borla, luego la seda que quedaba entre el metal
y los polvos, y sacó una tira de papel, enrollada. La desenrolló y fue aplicando en
ella, por orden, los dedos del cadáver. Empezó por la mano derecha y el dedo pulgar,
y acabó en el meñique de la mano izquierda. Manejándolo todo siempre con un
cuidado exquisito, lo colocó en el mismo sitio.
Por último, dirigió una última mirada al cadáver, cruzó el dormitorio miserable,
saltó al exterior, se aseguró de que no había nadie en el callejón y salió de éste,
dirigiéndose hacia el lugar donde se había apeado del coche.

* * *

Simón llegó casi media hora más tarde. Abrió la portezuela y Brigitte entró en el
coche, atrás, inmediatamente.
—Hotel Bayou —dijo Simón—. Los dos están allí ahora, supongo.
—Lléveme a ese hotel.
—Me sugirieron que la llevase al mejor de toda la ciudad.
—No importa. Lléveme al Bayou.
—Okay… ¿Se ha enterado de algo?
Puso el coche en marcha y miró a Brigitte por el retrovisor. La espía parecía
pensativa, pero, de pronto, alzó los ojos hacia el espejo.
—He visto un cadáver, Simón. No sé quién es. Estaba en la casa de la cual
salieron Hernán Salvador y el otro.
—Quizá yo conozca al…
—He tomado unas fotos; y sus huellas dactilares. Quiero que las revele, y me las
lleve cuanto antes al hotel. Envíe copias a Washington, por el sistema más rápido, y
pida respuesta urgente… Ah: lléveme al hotel también un par de microfilmes
vírgenes. Y vea si puede conseguirme un par de oídos mágicos, receptor y radio de
bolsillo, para comunicación con usted si lo necesitase. También…
—Levántese del asiento —rió Simón— y levántelo. Le apuesto un beso a que le
doy una grata sorpresa. Brigitte obedeció. Alzó el asiento y se quedó mirando el
maletín rojo con florecillas azules. Su maletín, el mismo que había dejado en su
apartamento de Nueva York, por considerar que aquella vez, viajando como simple
periodista y en funciones de tal, no iba a necesitar sus trucos. Lo sacó, colocó el
asiento en su sitio y lo abrió. Dentro había un papelito, en el cual habían escrito,

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simplemente: «No me dé las gracias. Ch.».
—¿Es una grata sorpresa? —preguntó Simón.
—Se ha ganado el beso… —rió Brigitte, tirándoselo con la punta de un dedito—.
¿Cómo ha llegado tan pronto?
—Deduzco que alguien lo sacó del domicilio de usted en alguna parte de Estados
Unidos, lo llevó a cierto piloto de cierta línea aérea, y ese piloto, «casualmente», ha
pasado hacia las cuatro y media de la mañana por el aeropuerto de Puerto Príncipe,
donde cierto elemento de la CIA que deberá atender por Simón, lo recogió antes de
que cierta agente llamada Baby llegase a Haití. Oiga, guapa, ese beso ha sido un
completo asco, ¿no cree? ¡No me diga que no los tiene mejores!
—¡Y en abundancia! —rió Brigitte—. Pero será en otra ocasión, Simón. ¿Qué tal
se ha portado Cicero?
—¿El perrito? Bien. Lloró un poco los primeros minutos… Le aseguro que daba
pena. Pero conseguí calmarlo. Espero que no haya… mojado mi coche.
—Cicero es un perro muy limpio… ¿No es cierto, cariñín?
—¿Eso es a mí o al perro?
—¡Guau! —Ladró Cicero.
—¿Ha dicho algo malo para mí? —rió Simón.
—No, no… Simplemente, reclamaba sus derechos… ¿No es cierto eso, pequeñín
ridículo?
—¡Guau!
Y Simón se echó a reír, mientras Brigitte, también sonriendo y acariciando las
orejitas de Cicero, pensaba una vez más que los espías se acostumbraban a todo:
incluso a encontrar un cadáver y limitarse a tomarle unas cuantas fotos… Una cosa
era segura, o al menos estaba muy convencida: aquel caso empezaba de tal modo que
por fuerza iba a resultar muy interesante.
¿O no?

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Capítulo IV
A fuerza de tiempo, el cerebro de un espía llega a ser poco menos que un mecanismo
sobre cuyo funcionamiento perfecto no existe la menor duda.
Así pues, Brigitte Montfort despertó aquel día hacia la una, o sea, la hora en que
se había «ordenado» a sí misma despertar para atender aquel asunto que tan
interesante le había parecido. Es bien sabido que a las mujeres les encanta el lecho, en
el mejor sentido de la expresión, por supuesto. El encanto de permanecer siquiera sea
unos minutos más cómodamente tumbada resulta poco menos que irresistible para
cualquier fémina. Sin embargo, Brigitte se salía de todo lo corriente incluso en ese
pequeño detalle tan corriente. Por eso, apenas despertar, saltó de la cama, fue al
cuarto de baño, se metió en la bañera y abrió el grifo.
No hay nada mejor que una buena ducha de agua fría para despejar los sentidos.
Y apenas un minuto bajo el chorro del agua es suficiente para que el cerebro de un
espía esté en perfectas condiciones, apto para obtener un gran número de
conclusiones…
A menos que sea interrumpido en tan estimulante quehacer. Cuando eso sucede,
el espía, esté como esté, debe atender la llamada de su inseparable radio de bolsillo.
Aunque para ello tenga que salir de la ducha desnudita y envuelta en una gran toalla
de colores; y llegar hasta un maletín rojo con florecillas azules estampadas, abrirlo,
sacar la radio…
—¿Es usted, Simón?
—Hola, preciosa. ¿Ha dormido?
—Unas horas. Las suficientes. ¿Sabemos algo del cadáver?
—Usted corre demasiado. En estos momentos, las fotos con las huellas digitales y
el rostro del hombre muerto están en un avión rumbo a Washington, lo cual ya es un
récord.
—Oh, sí, claro… ¿Me ha llamado para decirme eso?
—Y algunas cosas más. Por ejemplo, su querido y muy varonil amigo de Cayo
Granda está en este momento en el comedor del hotel, almorzando con el tipo que fue
a esperarle al aeropuerto. Eso quiere decir que quizás usted sepa sacar partido a esos
pequeños artefactos que contiene ese bonito maletín rojo con flores azules.
—Entiendo. Iré a su cámara a efectuar una indiscreta instalación. Y llevaré mi
radio de bolsillo. Si usted viese que ellos suben a la cámara, sólo tiene que efectuar la
llamada y no espere respuesta… Yo sabré que debo desaparecer de tan incómodo
lugar. ¿Okay?
—Okay.
—Bien. ¿Algo más?
—Pues… algunas cosillas más. Algo está pasando en Haití… Se habla de una
invasión.
—¿Una qué? —exclamó Brigitte.

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—Una invasión. Gentes procedentes de Miami y respaldados por dominicanos.
Parece que el presidente haitiano Duvalier está… en situación un poco molesta.
Deducciones expertas indican que puede tratarse de una rebelión en gran escala en
Haití.
—¿Un golpe de Estado?
—Más o menos.
Brigitte quedó pensativa unos segundos, antes de musitar:
—¿Cree que eso pueda estar relacionado con Hernán Salvador, con su amigo del
aeropuerto… y con el cadáver que fotografié?
—¿Quién sabe? Una cosa es segura, Baby: mi jefe de aquí, de Puerto Príncipe, ha
solicitado más datos sobre usted a nuestros servicios centrales de la CIA en
Washington… Dichos servicios centrales informan de modo tajante que la agente
Baby goza de su más absoluta y total confianza «para cualquier asunto». Y añaden
que, sea cual sea el asunto que haya originado la afluencia de numerosos agentes
secretos de otros países en Puerto Príncipe, nosotros, los agentes de la CIA en Haití,
debemos ponernos de modo incondicional a sus órdenes.
—¿A mis órdenes?
—Eso dicen desde Washington. ¿Debemos tomarlo como una broma?
—Usted sabrá si en Washington suelen gastar esa clase de bromas.
—De acuerdo —suspiró Simón—: estamos a sus órdenes todos los chicos de
Puerto Príncipe… ¿Qué manda nuestra reina?
—¿Cuántos son ustedes, en total, aquí, en Puerto Príncipe?
—Ocho.
—Bien… Nuestra obligación, por supuesto, consiste en permanecer al tanto de
cualquier acontecimiento político o bélico en todo el mundo. Puesto que, según
parece, algo está pasando en Haití, vamos a destinar cinco agentes a investigar esos
sucesos. Los otros tres, de los cuales será usted el jefe, estarán a mi disposición para
el asunto de Hernán Salvador y el cadáver encontrado esta madrugada en aquel
callejón.
—¿Cree que Cayo Granada pueda tener algo que ver con este asunto de la
invasión de Haití?
—No… No lo creo, Simón. Si he de hacer caso de mis infalibles corazonadas,
Cayo Granada tiene demasiados problemas propios para mezclarse en los ajenos.
Además, aun suponiendo que obtenga su independencia dentro de ocho días, será un
país demasiado… joven para meter sus narices en las interioridades de países ya
veteranos como Haití, cuya historia está llena de guerras, revoluciones y cosas de
ésas. Hemos de llegar a la conclusión de que Hernán Salvador está luchando por algo
que no tiene nada que ver con esta invasión de Haití.
—Admito eso. Sin embargo, la CIA no puede descuidar acontecimientos políticos
de tal importancia en Centroamérica.
—No los descuidamos. Cinco agentes para ese asunto. Usted y dos más, para lo

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que yo quiero hacer… ¿Dónde está ahora, Simón?
—Tomando un aperitivo casi frío en el bar de su hotel. Bueno, no en el mostrador,
claro, sino en…
—Ya sé. Siga vigilando a Hernán Salvador, y si ve que sube a su cámara, haga la
llamada por la radio de bolsillo. Si dentro de unos minutos me ve a mí en el comedor,
llame a su jefe y dígale lo que hemos acordado: cinco agentes para el asunto de la
invasión de Haití. Tres, con usted al mando, a mis órdenes. Es todo Simón.
—Pues entonces corto, guapa.
—Yo también —rió Brigitte.
Guardó la radio, regresó al cuarto de baño, acabó de ducharse a toda prisa, se
vistió, sacó algunas cosas de su maletín y abandonó la cámara. Era la 10 B. La de
Hernán Salvador, según había visto en el libro registro cuando tuvo que firmar, era la
18 B. Fue hacia aquella puerta y la abrió con una ganzúa, apenas en medio minuto.
Entró, cerró y se quedó mirando a su alrededor…
Tres minutos le bastaron para estar segura de que no había ninguna clase de
trucos en aquella cámara: ni micrófonos, ni cámaras ocultas… Nada. Invirtió otros
tres en colocar dos de los diminutos micrófonos magnéticos de su equipo en lugares
discretos. Luego, junto a la puerta de la cámara, puso en marcha el pequeño receptor
conectado a los «oídos mágicos», y tosió: oyó su propia tos en el aparato, lo cerró y
salió de allí, satisfecha. Un minuto después aparecía en el comedor, fresca y
descansada como si hubiese dormido veinte horas seguidas. Un camarero de raza
negra la vio inmediatamente y casi corrió hacia ella. Brigitte señaló una mesa y el
hombre la llevó hacia allí. Encargó un almuerzo ligero, refrescante, en el que
predominaban el jugo de tomate y la fruta tropical fresca. Para la espera encargó jugo
de piña con dos gotas de tequila, lo cual dejó no poco perplejo al camarero. Y para la
espera de tan particular aperitivo encendió un cigarrillo, mirando «ingenuamente» a
su alrededor.
Simón estaba en el bar, fumando un cigarro grueso y de humo blancuzco, que
parecía de buena calidad. Había algunos hombres blancos en el comedor, y buen
número de ciudadanos negros. La mayor parte de ellos miraban a Brigitte, con cierto
especial brillo en los ojos, pero eso, ciertamente, era algo a lo que la espía estaba más
que acostumbrada.
Por eso, su actitud era entre displicente y simpática… Incluso cuando, por un
segundo, su mirada se cruzó con la de Hernán Salvador, que estaba sentado a una
mesa en compañía del hombre que había ido a esperar al aeropuerto aquella
madrugada.
El camarero negro trajo el jugo de piña con las dos gotas de tequila, ella lo probó
y asintió con la cabeza. Y mientras el camarero negro se alejaba sonriendo muy
satisfecho, Brigitte miraba con disimulo hacia Hernán Salvador, que se había
levantado y caminaba muy decidido hacia ella. Quedó ante la mesa, en actitud muy
cortés, quizás algo tímida, lo cual agradó a Brigitte… Y la sorprendió un poco, ya que

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Hernán Salvador no era de los hombres que parecen tímidos.
—¿Señorita Montfort?
Brigitte lo miró parpadeando como una niña inocentemente sorprendida.
—Sí…
—¿Tiene inconveniente en admitirme a su mesa? Sólo la molestaré un par de
minutos.
—Pues… Oh, no sé… Creo que le conozco, señor, pero…
—Me llamo Hernán Salvador. Tuve la suerte de coincidir con usted en el vuelo
Granada-Port-au-Prince.
—Oh, sí… Usted fue tan amable de cederme su turno, señor… ¿Ha dicho
Salvador?
—Sí: Hernán Salvador.
—Sí, sí… Es cierto… Por favor, siéntese, claro. Usted parece un caballero.
Hernán Salvador se sentó, sonriendo extrañamente, entre burlón y desconcertado.
Se quedó mirando a Brigitte unos segundos, antes de musitar:
—Entiendo que usted es periodista, señorita Montfort.
—Así es… ¿Cómo lo sabe?
—Pues yo he… No. No quiero decirle mentiras. Ocurre que mi memoria es…
aceptablemente buena.
—¡Qué suerte…! La mía es fatal, señor Salvador. Pero…, ¿qué tiene que ver la
memoria con…?
—Oí su nombre en Cayo Granada. Mejor dicho: lo leí.
—¿Lo… leyó?
—Sí, sí… Yo soy cayogranadino. Por mi… profesión estoy del todo obligado a
examinar las listas de los personajes que van a sostener entrevistas con nuestro primer
ministro, don Belisario Cortés… Si no recuerdo mal, su nombre figuraba en la lista
de los periodistas extranjeros que querían tomar sus notas para difundirlas por el
mundo en sus respectivos periódicos.
—Cierto, cierto, señor Salvador… Oh, seguro que eso no sea nada que pueda
molestar a…
—¡A nadie, por supuesto! —exclamó amablemente Salvador—. Por el contrario,
los cayogranadinos agradecemos mucho la deferencia de los periodistas que se toman
la molestia de viajar hasta Cayo Granada para saber cómo somos, lo que queremos y
todas las demás… circunstancias de nuestro futuro país independiente.
—Es usted muy amable.
—Y usted desconcertante… —sonrió Salvador—. ¿No estaba usted en Cayo
Granada para ver los cien millones de dólares de nuestras reservas de oro, señorita
Montfort?
—Bueno… Sí, claro… Eso, entre otras cosas. Pero su primer ministro dijo que
tardaría algunos días en mostrarnos ese oro, y me pareció que podía ausentarme,
durante esa espera. Me gusta mucho recorrer Centroamérica. Espero no haber

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ofendido su orgullo patrio, señor Salvador.
—No, no… Por Dios, no… Yo comprendo muy bien que hay lugares casi tan
bellos como Cayo Granada. Además, cada uno puede viajar por todo el mundo, si así
le place y puede hacerlo. Por otra parte, parece que hay… acontecimientos nuevos en
Haití, y es muy lógico que los periodistas busquen siempre la noticia del día.
—Claro —asintió Brigitte—. Bien, señor Salvador… No comprendo qué se
propone usted…
—Me temo… —El hombre del rostro antipático sonrió encantadoramente—. Me
temo que he sido inoportuno precisamente por querer ser amable.
—¿Amable?
—Verá usted… Como recordaba su nombre entre los periodistas invitados a mi
país, y la he visto en Puerto Príncipe, he pensado…, he pensado que quizás algo no le
gustó de allí. En cuyo caso, le ofrezco disculpas y, además, quisiera…
—¡De ninguna manera! —Brigitte parecía poco menos que escandalizada—. ¡Su
país es muy acogedor y simpático, señor Salvador! Y no tiene que ofrecerme excusas
por nada.
—¿No?
—¡Por supuesto que no!
—Bien…
Pareció que Hernán Salvador no supiese qué más decir. Daba la impresión de
estar un poco azorado. Pero, mientras tanto, su compañero se había levantado de la
mesa y había abandonado el comedor con mucha discreción, posiblemente
convencido de que la periodista Brigitte Montfort no se daba cuenta de su marcha. En
lo cual, desde luego, el pobre hombre estaba muy equivocado, ya que la espía no sólo
se dio cuenta de su marcha, sino que supuso muy bien adónde iba el amigo de
Salvador…
—No ha debido preocuparse tanto por las idas y venidas de una periodista, señor
Salvador.
—Ya ve… Los cayogranadinos somos muy celosos de nuestra reputación
hospitalaria. La sola idea de que usted hubiese marchado de Granada por algo que la
hubiera desagradado, me ha quitado el apetito… Por suerte, también ha contribuido a
ello el suculento almuerzo que he terminado no hace mucho.
Los dos sonrieron la broma. El camarero traía en aquel momento el almuerzo de
Brigitte, la cual encargó, en un recipiente, trocitos menudos de carne y un poco de
leche…
—Son para mi perrito. ¿Será tan amable de traérmelo cuando termine mi
almuerzo?
—Sí, señorita —asintió el camarero. Se alejó.
Hernán Salvador se quedó mirando como estupefacto a la bella espía.
—Tiene usted un perrito… —musitó.
—Así es. Pero no siempre me parece de buen gusto llevarlo conmigo al

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comedor… Es un chihuahua pequeñísimo, pero su genio no es bueno. Y tiene un
ladrido tan escandaloso que resulta útil.
—¿Útil?
—Sí, sí… Por ejemplo, si alguien quisiera ahora robar algo de mi cámara, estoy
segura que todos oiríamos los ladridos de Cicero. En una ocasión…
—Emmm… Con su permiso… Vuelvo inmediatamente…
—Le iba a contar una anécdota, señor Salvador.
—Sí… Perdone… Tendrá que disculparme…
Hernán Salvador se había puesto rápidamente en pie, y se le notaban los grandes
deseos de alejarse de allí inmediatamente y a toda prisa.
—Estaba usted siendo tan cortés y amable, señor Salvador… Y de pronto parece
que tenga que hacer competiciones pedestres.
—Sí, sí… —Se esforzó en sonreír él—. Perdone…
Se iba a alejar, pero era demasiado educado para dejar a una dama con la palabra
en la boca, de modo que pareció que lo clavaban al suelo cuando Brigitte insistió:
—Le contaré la anécdota que me ocurrió una vez con Cicero… A propósito, señor
Salvador: usted ha mencionado que su profesión le obligó o le autorizó a leer mi
nombre en la lista de invitados a la recepción de don Belisario Cortés anoche en la
Casa Verde… ¿Cuál es su profesión?
—Estoy empleado en la Casa Verde como primer secretario de don Belisario.
—Oh… ¿Por qué un hombre tiene tantos secretarios que…?
—Lo lamento… —Casi gritó Salvador, alejándose—. ¡Tendrá que perdonarme
unos minutos!
Se lanzó a las escaleras, seguido por la irónica mirada de Brigitte, que luego la
desvió hacia Simón y sonrió como distraída. Simón parecía a punto de reír, con lo
cual demostraba que lo había oído todo o bien lo había adivinado… Cosa muy fácil,
por otra parte. Señaló casi imperceptiblemente hacia las escaleras, pero Brigitte negó
con un suave gesto displicente.
Hernán Salvador reapareció apenas tres minutos después, y se acercó sonriente a
la mesa de Brigitte, la cual lo miró un tanto fríamente, pero no dijo nada.
—Le ruego que me disculpe… —musitó él—. Hay momentos en que la prisa es
inevitable.
—Lo comprendo, señor Salvador. Buenas tardes.
—Temo… que ahora sí está usted molesta con un cayogranadino…
—No se dé tanta importancia. Le aseguro que en cuanto tenga la amabilidad de
dejarme terminar a solas mi almuerzo, me olvidaré de usted.
—Es una lástima —sonrió Hernán—, porque había pensado que con un poco de
suerte por mi parte iba a conseguir que aceptase mi invitación para cenar esta noche.
Brigitte alzó la cabeza y se quedó mirándolo entre desconcertada y molesta.
—Lo pensaré, señor Salvador.
—¿A las ocho?

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—He dicho que lo pensaré, no que acepto. Es todo.
Hernán Salvador inclinó la cabeza, dio media vuelta y se alejó, de nuevo hacia la
escalera. Brigitte terminó muy pronto su almuerzo, se hizo cargo de lo que le habían
preparado en la cocina para Cicero y subió a su cámara. Abrió la puerta, entró y se
quedó mirando al perrillo, que movía alegremente el rabito y gemía de felicidad al
verla.
—¿Cómo está mi cariñín? —canturreó Brigitte—. Ahora tendrá su comidita, tan
rica, para mi pequeño amorcito…
Y mientras decía estas tonterías, Brigitte, alerta la mirada, recorría la cámara,
buscando algún detalle revelador de que había tenido visitas. Cosa poco probable,
pues, en efecto, Cicero se asustaba mucho, y ladraba con tal profusión y entusiasmo,
que quizás alguno de sus ladridos hubiese llegado incluso al comedor del pequeño y
no precisamente elegante hotel Bayou.
Pero no parecía haber nada peligroso allí. Entonces, Brigitte recurrió a su radio de
bolsillo, efectuó la llamada y esperó unos segundos, comprendiendo que abajo Simón
debía de estar buscando el lugar más discreto para contestar…
—¿Qué ocurre, Baby?
—Nada. Salvador llegó a tiempo de advertir al otro para que no entrase en mi
cámara. No han podido colocarme ningún artefacto… Pero no le he llamado para eso,
Simón, sino para saber si ha hablado ya con su jefe.
—Claro. Lo hice por teléfono, antes. Todo está bien, y a él le parece acertado su
sistema. De modo que el jefe y cuatro más se están dedicando al asunto de Haití, y yo
y otros dos muchachos estamos a disposición de usted.
—Está bien. Eso es todo por ahora. Voy a dedicarme a escribir el reportaje que mi
jefe periodístico está esperando sobre cómo se vive en Cayo Granada y todas esas
cosas. Hasta luego.
Cerró la radio, fue al dormitorio, sacó el receptor de su maletín y lo puso en
marcha. Estaba conectado con los dos «oídos mágicos» que había colocado en la
cámara 18 B, y enseguida oyó la voz de Hernán Salvador:
—… que pensar. Ésa es la verdad, Pedro.
—Yo podría haber hecho callar al perrito ese —dijo el otro—. Y ahora estaríamos
en condiciones de vigilarla. Aunque, la verdad, yo creo que le estamos dando
demasiada importancia a esa chica, ¿no? Ella es una periodista que quizá se enteró de
algo de lo que estaba ocurriendo en Haití, y se vino a hacer un reportaje…
—¿Ella sola? Había muchos periodistas en Granada, Pedro, pero sólo ella
abandonó el país, precisamente en el mismo avión que yo… Es decir, con las mismas
prisas.
—Bueno… No sé, Hernán… Tú eres nuestro jefe, precisamente porque eres el
más listo. Así que si sospechas de ella…
—No es que sospeche, hombre… Es que me resulta… interesante.
—Ah, eso sí… —Cobró entusiasmo la voz de Pedro—. ¡La niña está para

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comérsela a cualquier hora del día!
—Es muy hermosa… —susurró lentamente Salvador—. Pero no me refería a eso.
Una mujer puede ser interesante por algo más que por un lindo rostro.
—¡Seguro que sí! —rió Pedro—. ¡Lo demás que tiene esa niña está de rechupete!
¡Tiene unos…!
Brigitte oyó lo que dijo Pedro, y la descripción que hizo, y lo que le gustaría
hacer a él con ella. Pedro estaba dando rienda suelta a su imaginación, pero Hernán
Salvador le cortó secamente:
—Tranquilízate. No creo que Brigitte Montfort sea muy adecuada para hacerle
esas proposiciones. Por eso digo que me resulta interesante… Parece capaz de todo y
de nada. Tiene una sonrisa angelical, pero si te mira con desagrado, casi notas frío…
Y luego, Pedro, todo en ella parece demostrar una gran inteligencia…
—¡Bah! A mí, de esa chica, ya sabes lo que me interesa.
—Hombre, eso a cualquiera… Pero tómatelo con calma. Ahora, lo que vamos a
hacer es dormir una buena siesta. Y esta noche iremos a retirar el cadáver de Juan.
—Juan Osorio, muerto en acto de servicio… —musitó Pedro—. Seguro que ha
sido él quien lo ha matado. ¡El muy perro maldito! ¿Qué se cree que consigue con
esos lentes de sol y una camisa de colores…? ¡Lo reconocería inmediatamente
cualquier granadino! Y si yo fuese quien mandase en este asunto, ahora mismo iría a
buscarlo y le cortaría el cuello, al muy cerdo…
—Tranquilo, Pedro, que tú no eres el jefe, sino yo. De modo que harás lo que te
digo: dormir y estar descansado para esta noche. Si Brigitte Montfort acepta cenar
conmigo, tendrás que encargarte tú solo de recoger a Juan. Y luego, hacia la
medianoche, iremos los dos a ver al traidor, cuando ya me haya despedido de la
Montfort.
—Está bien, Hernán.
—Seguro que es él, ¿eh? Y seguro que lo tenéis localizado en la casita cerca del
puerto. A ver si damos el gran patinazo, Pedro…
—Que no. Seguro que es él, de veras… Vive en el número doce de esa Rue
Borbonière, cerca del puerto, y se hace llamar Davilmar Lescot, el muy marrano…
—Hay algo que no comprendo… —musitó Hernán Salvador—. Algo raro de
verdad en todo esto, Pedro.
—¿Raro? Yo creo que todo es bien fácil de comprender: el muy cochino de
Abelardo Carranza nos robó los cien millones de dólares en lingotes de oro y
desapareció con ellos, después de matar a todos los hombres que le acompañaban y
tirarlos al mar. Se fue con el navío de transporte y él, el navío y el oro desaparecieron,
simplemente.
—No tan simple, Pedro. En primer lugar, a mí siempre me ha costado creer eso de
Abelardo…
—Pregúntale a los muertos que encontramos flotando en el mar, algunos con
dentelladas de tiburones… Y otros, no aparecieron ni aparecerán jamás. En cambio,

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sí aparece nuestro querido e inteligentísimo Abelardo Carranza, de pronto, con el
nombre de Davilmar Lescot, ciudadano haitiano. No ha tenido mucha suerte de que
Juan Osorio le identificase aquí. Claro que… menos suerte ha tenido el pobre Juan.
Cuando anoche llamamos desde aquí a la Casa Verde, poco podíamos pensar… El
muy cochino de Abelardo debió de descubrir que Juan le vigilaba, y lo mató, en otro
lugar. Seguro que se hizo seguir por Juan porque comprendió que tarde o temprano
Juan le iba a conocer… Y tenía que matarlo. Lo que no sabía el muy cochino era que
Juan no estaba solo… Y gracias a eso, sabemos ahora dónde encontrarlo… ¿Qué hay
de raro en todo esto?
Hernán Salvador tardó tanto en contestar, que Brigitte estaba ya a punto de mover
el receptor, creyendo que se había estropeado…
Pero no. Por fin, la voz de Salvador llegó hasta ella:
—No sé, Pedro… Desde luego, si Abelardo Carranza no fuese culpable de nada,
supongo que hubiese regresado a Cayo Granada en cuanto le hubiera sido posible.
Pero no hace eso, sino que se queda en Portau-Prince, con otro nombre… Y todo eso,
después de tres meses que hace que desaparecieron los cien millones de dólares en
oro… Mucho me temo, Pedro, que nos vamos a quedar sin independencia: no
podremos enseñar los lingotes a los periodistas… ni a nadie.
—Tú encontrarás el oro, lo sé, Hernán.
—Todos esperáis demasiado de mí —musitó Hernán Salvador—. Y me pregunto
por qué, Pedro.
—Porque eres el mejor luchador de Cayo Granada. De lo contrario, no gozarías
de la confianza de don Belisario, ni te habría nombrado jefe absoluto de los Servicios
Extraordinarios de Cayo Granada.
—Servicios Extraordinarios… Eso, Pedro, no es más que un modo diferente de
llamar al departamento de espionaje de Cayo Granada. Para nosotros, Servicios
Extraordinarios significa lo mismo que para los yankis la CIA o el MI5 para los
británicos… Con la diferencia de que nuestros medios son ridículos junto a los de
ellos. Quisiera que lo entendieses bien, Pedro: Abelardo Carranza se llevó cien
millones de dólares en lingotes de oro.
—Ya lo entiendo… No es tan difícil, caray…
—Lo que no sé si entiendes es el peso de esos cien millones en lingotes: son
sesenta toneladas en oro, Pedro. Sesenta mil kilogramos… No es peso que se pueda
manejar con facilidad, ¿verdad?
—Pero esos lingotes iban en un transporte cayogranadino, hacia la bóveda
secreta. Abelardo Carranza sólo tuvo que irse con el transporte, llevándose el oro…
—¿Él solo pudo gobernar el transporte?
—Bueno…
—No… No pudo, Pedro. Por eso lo hundió, con los cien millones de dólares en
oro. Él sabe dónde está hundido nuestro transporte, y si necesita oro, va allá y lo
coge. Eso es todo. Pero entonces yo me pregunto qué hace Abelardo Carranza en

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Puerto Príncipe.
—¿Y por qué no ha de estar aquí?
—Porque no creo que el oro esté por estas aguas. Es muy poco probable que
Abelardo Carranza pudiese gobernar el transporte de matrícula cayogranadina dando
la vuelta a toda Suramérica por el Cabo de Hornos para, finalmente, llegar al
Caribe…
—¡Claro que eso es imposible!
—También sabemos que el transporte no cruzó por el Canal de Panamá.
Entonces, tenemos que estar seguros de que esos cien millones de dólares en oro
están en aguas del Pacífico, seguramente muy cerca de Cayo Granada. ¿No te parece?
—Pues… Sí… Claro, Hernán…
—Bueno. Y entonces, si el oro está en el Pacífico…, ¿qué es lo que hace
Abelardo Carranza aquí, en Haití? Si el oro está hundido relativamente cerca de Cayo
Granada…, ¿por qué Abelardo está a mil quinientos kilómetros de allá? ¿Qué es lo
que hace en Puerto Príncipe? ¿Se ha decidido a vivir aquí, eso es todo? No lo creo…
No, no lo creo… Y te diré por qué: Abelardo Carranza no tenía por qué establecerse
en Haití pudiendo hacerlo en lugares más hermosos, y donde se habla el español…
Una persona siempre pasa más desapercibida si habla el idioma del lugar que si tiene
que recurrir a sus no muy abundantes conocimientos de francés. Entonces, Abelardo
pudo escoger Méjico, Acapulco, Buenos Aires, Montevideo, San Salvador, Bogotá,
Caracas… ¡Cientos de sitios donde se habla el español, igual que en Cayo Granada!
Y no. No, señor. Abelardo Carranza, el ladrón de cien millones de dólares, aparece de
pronto nada menos que en Puerto Príncipe, a mil quinientos kilómetros de Cayo
Granada… Yo creo, Pedro, que no está aquí por el oro.
—Entonces ¿qué hace aquí?
—No lo sé.
—¿Y qué vamos a hacer nosotros, Hernán?
—No lo sé muy bien tampoco. Pero vamos a esperar quizás un par de días. A
veces, por precipitarse, pierde uno la pieza. Nosotros vamos a estar vigilando a
Abelardo Carranza durante un par de días, Pedro. Si dentro de esos dos días no hemos
visto algo que nos ayude, vamos a meterle mano a Abelardo. Nos lo llevaremos a
cualquier rincón y ya verás cómo podremos convencerlo para que nos diga dónde
hundió el transporte de nombre Titán, que llevaba el oro de la independencia de Cayo
Granada.
—¿Y si no lo hubiese hundido, Hernán? ¿Y si Carranza hubiese tenido ayuda de
alguien, de una banda que él organizó con tiempo, por ejemplo…? ¿Y si entonces el
transporte Titán estuviese muy lejos de Haití, de Cayo Granada…?
—Pedrito: si yo no hubiese pensado eso antes que tú, ya habríamos tenido una
entrevista con Abelardo. Precisamente porque he calculado esa posibilidad es por lo
que quiero esperar unos pocos días… Quizás obtengamos más fruto con paciencia
que con ira.

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—Entiendo. Pero si la paciencia no da resultado…
—Entonces Abelardo se las verá conmigo. Lo voy a sentir, porque éramos casi
como hermanos, pero… Primero que todo, está mi patria. Luego, el resto del mundo,
los amigos…
—Y las mujeres como Brigitte Montfort —dijo Pedro.
—Ve a echar la siesta, anda… A lo mejor sueñas con ella.
—¡Ojalá!
Brigitte oyó las risas de los dos hombres, y ella sonrió también. Mantuvo abierto
el aparato todavía un par de minutos, pero ya no hablaron más.
Lo apagó y quedó pensativa. Junto a ella, en el suelo, Cicero, ya bien rellena su
panza, la miraba con el gesto alegre de siempre. Brigitte lo cogió y empezó a
acariciarle, pero ni siquiera se daba cuenta de lo que hacía, ya que su mente estaba en
pleno funcionamiento, asimilando todo lo que había oído, sacando sus propias
conclusiones…
Con su conversación, los dos hombres la habían puesto al corriente de los hechos
con tanta claridad como si se lo hubiesen explicado todo detalladamente… Era fácil
comprender que Cayo Granada no tenía aquellos cien millones de dólares en oro, ya
que un hombre llamado Abelardo Carranza se había quedado con los lingotes después
de matar a todos sus paisanos que iban en el transporte cayogranadino llamado Titán.
Luego, Abelardo Carranza, el transporte y el oro habían desaparecido… De eso, hacía
tres meses. Y al cabo de ese tiempo, Carranza era localizado por el departamento de
Servicios Extraordinarios de Cayo Granada, cuyo jefe era Hernán Salvador. Una vez
localizado Abelardo Carranza, éste conseguía matar a un hombre llamado Juan
Osorio, quien, evidentemente, pertenecía al S. E. de Cayo Granada. No obstante,
Abelardo Carranza parecía ignorar que Juan Osorio no había estado solo en Puerto
Príncipe, y que, por tanto, continuaba estando localizado, en el número doce de la
Rue Borboniére, cerca del puerto haitiano…
La conclusión importante de todo esto era que, a menos que Hernán Salvador
consiguiese recuperar nada menos que sesenta mil kilos de oro en lingotes, Cayo
Granada jamás sería independiente.
Y en estas circunstancias era asombroso que un hombre que tanto amaba a su
patria, estuviese dispuesto a tener tanta paciencia… Era una postura inteligente, sin
duda. Pero no siempre resulta fácil reprimir la ira y actuar con esa infinita paciencia
de los espías.

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Capítulo V
Hacia las seis de la tarde, Brigitte Montfort había acabado de corregir el largo
reportaje que había escrito sobre Cayo Granada. Metió los folios en un sobre, puso la
dirección del Morning News en Nueva York y con letra elegante, redondita, muy
femenina, escribió las palabras AIR MAIL en un lado del sobre. Detrás, simplemente,
su nombre de pila. Eso sería suficiente para que, apenas se recibiese aquel sobre en el
Morning, fuese llevado al despacho de Miky Grogan.
Luego activó una vez más el receptor conectado a los «oídos mágicos» que
vigilaban a Hernán Salvador y a Pedro, pero éstos parecían ser unos entusiastas de la
siesta, y, como en las anteriores ocasiones, el silencio fue total.
Consultó su relojito, frunció el ceño y quedó pensativa unos segundos. Cicero
dormitaba en un silloncito, diminuto como un ratón, feliz, seguramente, ya que en
aquella ocasión su adorada ama le había llevado de viaje…
Brigitte fue al dormitorio, dejó la copia del reportaje en la maleta y se vistió de
tarde, con un precioso vestido color malva de finos tirantes y generoso escote. Unos
zapatitos azul claro, que hacían juego con el bolso, y el ligerísimo echarpe,
completaron su atuendo. Se colocó la pistola en el muslo izquierdo, con dos tiras del
esparadrapo color rosa que sacó de su inseparable maletín, y tras unos segundos de
vacilación, escondió éste entre la bañera y la pared. Una bañera grandota, vieja…
Como casi todo en aquel hotel, que no era, precisamente, de la categoría a que estaba
acostumbrada la mejor espía del mundo.
Regresó al pequeño saloncito de la cámara, recogió el sobre, se dirigió hacia la
puerta…, y en aquel momento sonó el zumbidito dentro de su bolso. Sacó la radio y
admitió la llamada.
—¿Hola?
—Simón al habla, guapa. Tenemos noticias del hombre que usted encontró
muerto. Han llegado hace apenas diez minutos.
—Me gusta la gente que trabaja rápido, Simón —sonrió Brigitte—. ¿Qué nos
dicen de Washington respecto a aquel desdichado?
—Nada. Es desconocido en todos los aspectos: ni huellas, ni fotografías han
servido de nada, porque no nos consta ninguna actividad de ese hombre.
Resumiendo: desconocido.
—No tanto —rió la espía—: su nombre era Juan Osorio, y su profesión, idéntica a
la nuestra. Estaba prestando su colaboración a los Servicios Extraordinarios de Cayo
Granada. El hombre que lo mató, según parece, se llama Abelardo Carranza, pero en
Puerto Príncipe se hace llamar Davilmar Lescot, y es el que robó, hace tres meses, las
reservas de oro de Cayo Granada.
—Madre mía… ¿Qué oigo? —susurró Simón, algunos segundos retrasada su
reacción—. ¿He oído bien, Baby?
—Por supuesto que sí.

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—¡Pero eso es algo muy serio, y…!
—Calma. ¿Tiene el coche por aquí cerca?
—Sí… En la esquina del bulevar con la Rue Pericot… Está saliendo del hotel a
mano izquierda…
—Voy para allá.
Cerró la radio, la guardó en el bolsillo y salió de la suite. Poco después entregaba
la llave y el sobre con el reportaje al conserje, con el ruego de que enviasen el sobre
al correo lo más rápidamente posible…
—Y si alguien preguntase por mí, dígale que no sé cuándo volveré.
—¿Pueden llamarla a alguna parte?
—No… No, no. Voy a estar paseando por Puerto Príncipe… Es una ciudad muy
agradable.
—Oui, mademoiselle —sonrió el conserje.
Simón la estaba esperando en el coche. Brigitte se sentó a su lado, haciendo señas
para que se alejase de allí; y mientras Simón obedecía, ella se volvió hacia el otro
hombre que había en el coche, en el asiento de atrás.
—Hola, chico —sonrió.
—Hola, preciosa. Hey, Pete, tenías razón: Baby es una joya. En dos segundos me
he enamorado de ella.
—Ha tardado demasiado… —rió Brigitte, tendiéndole la manita por encima del
asiento—. ¿Cómo está, Simón?
—Bien. Muy bien. Y ahora, todavía mejor. ¿Puedo quedarme con la mano o la
necesita para algo? Rieron los tres. Brigitte retiró la mano y preguntó:
—Y nuestro tercer hombre, ¿dónde está?
—Descansando. Tendrá turno esta noche.
Brigitte frunció el ceño, miró a los dos hombres y luego musitó:
—Llámenlo. No hay turnos en este servicio, ni en ninguno de los míos: estaremos
trabajando ininterrumpidamente hasta que todo se haya solucionado, de un modo u
otro. Díganle a Simón III que nos espere delante del hotel Bayou… Ahí deben de
tener teléfono, Simón II.
Éste parpadeaba, ligeramente impresionado. Se limitó a encoger los hombros,
bajó del coche y fue hacia la taberna señalada por Brigitte, la cual encendió un
cigarrillo, seguida lentamente en todos sus movimientos por el sonriente Simón.
—Es usted una chica enérgica, Baby. Pero quizá le convendría saber que hay
ocasiones en que los turnos son necesarios… Un hombre no puede estar sin dormir
más de setenta y dos horas. Y eso, suponiendo que haya sido… entrenado, diría yo.
—Mis servicios casi nunca duran tanto tiempo.
—Bueno… Eso será si depende de usted, ¿no?
—Siempre depende de mí, Simón; es nuestra obligación: controlar los
acontecimientos, no dejar que sean los acontecimientos quienes nos dominen…
—Muy bonita y provechosa táctica, pero no siempre puede conseguirse… Todo

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eso del oro, el nombre de Juan Osorio, el de Carranza…, ¿lo habrá sabido por medio
del receptor, supongo?
—Así es. Cuando vuelva nuestro compañero, nos volveremos hacia el hotel. Me
dejarán cerca y ustedes seguirán hasta quedar en un lugar desde el cual puedan vigilar
los movimientos y viajes de Hernán Salvador y Pedro, que es como se llama su
acompañante. No los pierdan de vista, pero no intervengan. Okay?
—Okay. Solamente tenemos que ir anotando sus pasos y luego informarla a usted.
—Exactamente. Mientras regresamos al hotel Bayou, les contaré lo que sé, y
luego iré a cierto recado… Ahí viene Simón II.
Simón II entró en el coche, asintió con la cabeza mirando a Brigitte, y ésta aprobó
con un gesto. Mientras el coche rodaba de regreso al hotel, pero dando un paseo
lento, Brigitte puso al corriente a sus dos compañeros de todo cuanto sabía. Entonces
Simón I llevó el coche cerca del hotel, recogieron a Simón III, que miró un poco
irritado a Brigitte, y ésta, tras mirarle atentamente, le tendió la mano.
—Muy bien… Ya les conozco a los tres, y ustedes me conocen a mí. Ahora, sólo
tenemos que trabajar. Hasta luego.

* * *

—¿No dijo adónde iba?


—No, señor… Dejó un sobre para un periódico de Nueva York…, el… el… No
recuerdo bien…
—¿El Morning News? —sugirió Hernán Salvador.
—Oh, sí… Ése es el nombre… Ya hemos enviado el sobre, naturalmente. Y la
señorita Montfort dijo que no sabía cuándo volvería.
—¿Se llevó el perrito?
—Oh, sí… Ese animalito es tan pequeño que la señorita Monfort lo llevaba en el
bolso como si fuese un pajarito…
—Sí, ya… Gracias.
Salvador fue hacia la parte del vestíbulo donde Pedro le estaba esperando, sentado
en un silloncito de mimbre; se sentó a su lado y Pedro bajó el periódico.
—¿Qué?
—Parece que Brigitte Montfort no tiene la menor intención de aceptar mi
invitación a cenar. Se ha marchado… y no sabe cuándo volverá. Se llevó el perrito
dichoso.
—Oh… —sonrió Pedro. Salvador también sonrió.
—Ve a esperarme al coche, Pedro. Creo que he olvidado algo en nuestra cámara
doble.
—Seguro… —sonrió Pedro—. ¿No quieres que vaya yo?
—No. Quiero ver personalmente qué clase de mujer es Brigitte Montfort. Viendo
sus cosas más o menos íntimas, quizá me entere. Procuraré no tardar mucho.

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Se puso en pie y se dirigió a las escaleras. Poco después se detenía ante la puerta
de la suite 10 B, que abrió con una ganzúa sin la menor dificultad. Entró, cerró y fue
directamente al dormitorio. Todavía era de día, de modo que prescindió de la luz
eléctrica. Estuvo registrando el dormitorio durante diez minutos, y lo encontró todo…
Todo, excepto el maletín rojo con florecillas azules, que era, precisamente, la única
nota interesante en el equipaje de la divina espía; interesante para quien fuese un gran
conocedor de trucos de espías, ya que si era un neófito quien abría aquel maletín, sólo
vería allá cosas de muy privado uso femenino.
Pero como Hernán Salvador ni siquiera encontró el maletín escondido tras la vieja
bañera, se encontró con que la periodista Brigitte Montfort era una mujer corriente,
sólo que con un gusto exquisito para todo, desde la prenda más exterior a la más
interior e íntima. Llevaba una máquina de escribir plana, reducidísima, y Salvador
estuvo hurgando en ella hasta convencerse de que la tal máquina no tenía ningún
truco especial: ni microcámaras, ni micrófonos, ni sistemas de grabación… Todo era
nuevo, bien cuidado, de exquisito gusto… Pero eso era todo.
En la maleta vio la copia del reportaje que había sido enviado al Morning News
sobre Cayo Granada y la recepción que había ofrecido Belisario Cortés a los
periodistas extranjeros. La leyó por encima, rápidamente. De una cosa no cabía duda:
Brigitte Montfort tenía buen ojo y buen oído. Reproducía las respuestas de don
Belisario con gran exactitud, a pesar de que, evidentemente, no las transcribía
textualmente, por el sistema taquigráfico. Su percepción era notable, pues describía el
ambiente de la recepción y el general de Cayo Granada con un acierto absoluto… De
aquel reportaje se desprendía casi el perfume de los granados, del mar azul, de las
palmeras y los cafetales… Casi se conocía a los cayogranadinos, a pesar de que,
Brigitte Montfort lo advertía, era su primera impresión, quizás un tanto precipitada; y
añadía que seguirían otros reportajes que completarían los datos sobre el simpático
país ya casi independiente llamado Cayo Granada.
Hernán Salvador se quedó sonriendo, gratamente impresionado por el modo en
que la periodista trataba a su país y apoyaba sus deseos de independencia, para la
cual, decía, estaban bien preparados económica y mentalmente…
Bien, no era cosa de perder más tiempo. Lo dejó todo en su sitio, buscó un lugar
adecuado e instaló allí el micrófono que a partir de aquel momento vigilaría a Brigitte
Montfort. Sería interesante saber si ella hablaba por teléfono con alguien, o recibía
visitas… Aunque, a decir verdad, aquella mujer no parecía capaz de mezclarse en
asuntos ajenos que pudieran resultar peligrosos…

* * *

El número doce de la Rue Borbonière no parecía un lugar demasiado peligroso, pero


sí un poco inquietante, sobre todo para una mujer… Estaba a menos de cincuenta
yardas de la parte vieja del muelle, sexta casa a la derecha de aquel estrecho callejón

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que luego llevaba al Paseo del Malecón, que se prolongaba hacia el sur. Como aquel
callejón había varios más allí, frente al agua un poco grasienta, un poco oscura, con
reflejos tornasolados sobre los residuos de aceites y petróleos que escapaban de las
embarcaciones. Cerca del muelle había un grupo de chiquillos negros que gritaban
algo referente a sus juegos, indiferentes a la presencia de tan hermosa mujer blanca.
Pero hacia el fondo, sentados en el suelo, algunos reparando viejas redes, los hombres
miraban silenciosamente a la hermosa espía. Quizá se preguntaban qué hacía allí,
sola, y ya casi de noche, tan hermosa muchacha…
En la Rue Borbonière, adornada con unas esbeltas palmeras que parecían
sobresalir de los inclinados tejados, se veía más gente de color, y apenas media
docena de blancos entre tantos negros y mulatos…
La casa número doce parecía vacía. La puerta y las ventanas estaban cerradas, y
nadie se acercaba a ella más que de pasada. Brigitte cruzó la calle, mirando a todos
lados, sonriendo, cuando un grupo de niñas empezó a gritar a su alrededor, sin dejar
de correr. Sin prisas, sin el menor miedo o gesto altanero, la espía recorrió toda la
Rue Borbonière hasta llegar al Paseo del Malecón. Allá, en la esquina, se detuvo, y se
volvió, mirando nuevamente hacia el número doce. Una casa como otra cualquiera de
aquella calle, de un solo piso… Pero en el cual estaba viviendo un hombre que, al
parecer, sabía dónde había nada menos que cien millones de dólares en oro.
El Paseo del Malecón se alejaba de allí para, tras una curva cerrada, llegar al
mar… Pero Brigitte sólo llegó hasta el grupo espeso de palmeras que había a un lado.
Desde allí se volvió de nuevo, para asegurarse de que seguía dominando la puerta de
la casa número doce de la Rue Borbonière. Entonces sacó del bolsillo la pluma
estilográfica, le quitó la capucha, la estiró… y quedó formado un pequeño catalejo,
que, bien dirigido, le permitió observar la casa como si la tuviese a menos de veinte
yardas.
—Ya ves si existen trucos, Cicero… —sonrió—. Son pequeñas cosas, muy útiles
cuando no interesa que alguna persona te vea demasiado cerca y, en cambio, a ti te
interesa mantenerla vigilada…
Cicero se limitó a ladear la cabecita, expectante, con la esperanza de continuar
oyendo más rato aquella dulce voz amiga, cariñosa. Pero la espía permaneció en
silencio, dando cortos paseos, pensativa… Siempre manteniendo la vigilancia sobre
la casa número doce de la Rue Borbonière.
Casi una hora más tarde tuvo su recompensa. Un hombre más bien alto, de
caminar ágil y desenvuelto, cintura estrecha y hombros de atleta, apareció por la
punta de la calle que daba al muelle. Llevaba una camisa de colores, según parecía; y
unos pantalones blancos que llegaban poco más abajo de las rodillas; y una gorra de
yachtman y unos grandes lentes de sol… Y estaba muy bronceado, más aún que
Hernán Salvador.
La sorpresa dejó paralizada a Brigitte durante un par de segundos. Pero,
inmediatamente, recurrió al camuflado catalejo. Cuando tuvo al hombre en los

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cristales, estuvo a punto de lanzar una exclamación. En efecto, sin lugar a dudas de
ninguna clase, ella conocía a aquel hombre. Era el mismo que aquella mañana había
visto en el callejón donde encontrara muerto a Juan Osorio, el hombre que había sido
muerto por Abelardo Carranza.
Guardó rápidamente el catalejo, y vio, ya a simple vista, cómo el hombre de los
lentes de sol entraba en la casa número doce. Y casi enseguida vio al otro hombre,
vestido de blanco, que aparecía un instante en la esquina y luego se dirigía hacia el
borde del muelle, con paso cansino, ajado su traje blanco, representando la antítesis
de la elegancia.
Las piezas empezaron a ir encajando en la agilísima mente de la divina espía.
Veamos: dos hombres vigilan a Abelardo Carranza, el hombre que robó, tres
meses antes, las reservas de oro de Cayo Granada. Uno de esos hombres es Juan
Osorio; el otro, desconocido para la agente Baby. Pedro, el amigo de Hernán
Salvador, es avisado por esos dos hombres de que Abelardo Carranza ha aparecido en
Puerto Príncipe; inmediatamente Pedro avisa a Hernán Salvador, a Cayo Granada,
dejando a Juan Osorio y al otro encargados de vigilar al recién localizado Abelardo
Carranza. Los dos hombres siguen a Carranza hasta el callejón, posiblemente lo ven
entrar en una casa y Juan Osorio, audazmente, quiere saber qué hace allí Abelardo
Carranza. Entra…, y Carranza lo mata. Luego escapa, pero no sabe que el otro
hombre sabe esto, y que si no toma represalias por la muerte de Juan Osorio es
porque espera la llegada de Hernán Salvador, al cual ha ido a llamar Pedro por
teléfono o telegrama a Cayo Granada. Luego, el hombre que ha quedado vivo,
comunica a Pedro que Carranza ha matado a Juan Osorio. Pedro va al aeropuerto a
esperar a Salvador, le dice que Carranza ha matado a Juan Osorio y lo lleva al lugar.
Mientras tanto, obviamente, Carranza tiene que seguir vigilado por el hombre que
hacía pareja con Juan Osorio.
Y ese mismo hombre, el del traje blanco, sigue todavía detrás de Carranza, sin
perderlo de vista… Muy lógico, ya que, según parece, ni Salvador ni Pedro quieren
acercarse a Carranza, el cual podría reconocerlos y complicarse así todo el asunto.
Perfecto.
Sin embargo, algo no tenía sentido en todo aquello. En primer lugar, si Carranza
había matado a Juan Osorio la noche anterior…, ¿qué había ido a hacer al callejón sin
salida más tarde? ¿Por qué había estado rondando por allí al mismo tiempo que Pedro
y Hernán Salvador? Eso quería decir, por tanto, que se había enterado de que Hernán
Salvador estaba en Puerto Príncipe. Y quería decir, también, que siquiera hubiese sido
por unas pocas horas, había burlado la vigilancia del compañero de Juan Osorio, pues
de otro modo el hombre habría estado aquella madrugada en el callejón, y habría
informado a Pedro y a Hernán Salvador que Carranza había vuelto al lugar del
crimen. Lo cual era otra cosa absurda. ¿Por qué tenía que volver Abelardo Carranza
al lugar donde, horas antes, había matado a Juan Osorio? ¿Por qué tomarse esa
peligrosa molestia? Además, el hecho de que hubiese conseguido engañar a su

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seguidor, significaba que conocía su existencia, igual que había conocido la de Juan
Osorio. Y conocía, además, la presencia en Puerto Príncipe de Pedro y de Hernán
Salvador…
Lo sabía todo. Absolutamente todo.
Y, sin embargo, volvía al callejón tras despistar a su seguidor. Y eludía el contacto
con Hernán Salvador y Pedro… Sabía, o debía de saber, que el hombre del traje
blanco iba tras él, y lo permitía la mayor parte del tiempo. Debía de saber también,
lógicamente, que Hernán Salvador, el peligroso jefe de los Servicios Extraordinarios
de Cayo Granada, lo tenía localizado y vigilado por medio de ese hombre… Pero él,
Abelardo Carranza, continuaba tranquilamente en Puerto Príncipe, burlando la
vigilancia cuando quería, dejándose seguir cuando le venía de gusto, yendo y
viniendo a su antojo…
¿Era esto lógico en un hombre que había robado a su país las reservas de oro y
que luego había matado a Juan Osorio, miembro de los S. E. de Cayo Granada y
amigo de Hernán Salvador y de Pedro? Eso, descontando las muertes que cometió en
el transporte Titán cuando se apoderó del cargamento de oro.
—No… —musitó Brigitte—. No es lógico, Cicero. Hernán Salvador tiene razón:
resulta difícil creer que Abelardo Carranza hiciera todo aquello. Si así fue, si él es el
culpable de todo…, y a pesar de eso, continúa en Puerto Príncipe sabiendo que está
localizado y vigilado, es que está loco. Y… no tiene aspecto de loco.
Bien…
Sólo tenía que esperar allí el tiempo que fuese necesario. Tarde o temprano,
Abelardo Carranza o Davilmar Lescot, tendría que moverse. Y entonces, ella
seguiría, implacable, tras su nueva presa, su nuevo objetivo…

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Capítulo VI
La nueva presa no se hizo esperar ni siquiera quince minutos. Reapareció al cabo de
ese tiempo, vestido ahora completamente de negro, sin la gorra y sin los lentes de sol.
Llevaba, simplemente, unos pantalones, calzado negro y un jersey de manga corta, de
hilo, seguramente.
Para asegurarse de que era él, ya que la luz no era precisamente abundante en la
Rue Borbonière, Brigitte lo enfocó una vez más con el pequeño catalejo. Sí: era él. Le
vio cruzar la estrecha calle, detenerse ante unos chiquillos que jugaban cerca de una
anciana negra, y decir algo… La anciana negra sonrió, mostrando la brecha de sus
dientes… Un negro alto, de cabeza pelada, salió de la casa, y Abelardo Carranza
estuvo hablando con él, al parecer amistosamente, unos segundos. Luego el negro le
hizo señas de que entrase, y el cayogranadino desapareció dentro de la casa…
Brigitte guardó otra vez el catalejo y se quedó con la mirada fija en aquella
puerta, fruncido el ceño. Según ella entendía, Abelardo Carranza no llevaba
demasiado tiempo en Puerto Príncipe. Posiblemente, sólo tres o cuatro días, hasta que
Pedro, al mando de Juan Osorio y del hombre del traje blanco, lo habían descubierto.
¿Y en tres días ya era recibido en casa de sus vecinos negros…?
Una vez más tuvo que agradecer Brigitte su gran dominio de sí misma, que le
permitió retener el grito cuando, a poco más de veinte pasos de ella, apareció
Abelardo Carranza, de pronto, por entre dos paredes oscuras. Le vio alejarse de Rue
Borbonière, tranquilamente, hacia el Paseo del Malecón, con las manos en los
bolsillos, sonriendo… Y dejando una vez más atrás al hombre del traje blanco y
ajado…
De pronto Brigitte empezó a caminar detrás de Carranza, sonriendo también. El
personaje empezaba a resultarle simpático, por su desenvoltura, su gallardo tipo
atlético, su blanca sonrisa divertida al saber que otra vez se burlaba de su vigilante…
Realmente, no parecía que los Servicios Extraordinarios de Cayo Granada contasen
con grandes agentes secretos. No lo bastante buenos, al menos, para Abelardo
Carranza. Y pensando esto, Brigitte se hizo otra pregunta: ¿no podía ser posible que
Abelardo Carranza hubiese querido que lo descubriesen en Puerto Príncipe sus
compatriotas cayogranadinos? Pero, si así era, debía de tener un motivo muy
poderoso para estar realizando semejante jugada…
Durante media hora, Abelardo Carranza pareció exclusivamente dedicado a un
agradable paseo por Puerto Príncipe, siempre en su parte más cercana a los muelles.
En varias ocasiones, Brigitte pudo entrever con cierta claridad su rostro, debido a
algunos letreros luminosos, o los grandes escaparates iluminados de tiendas, o las
cristaleras de algunos bares… Un rostro que cada vez le iba resultando más
simpático; es decir, lo opuesto al rostro de Hernán Salvador, hombre más bien áspero
y ceñudo.
Transcurrida esa media hora, el despreocupado paseante se dirigió sin

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vacilaciones a los muelles. De cuando en cuando se volvía para contemplar alguna
mulata, o una negra, y en tres o cuatro ocasiones incluso dijo algo que obligó a las
esbeltas muchachas a mostrar sus blancos dientes. Era el turista feliz y alegre que se
dedica a divertirse…
Pero a las diez y media en punto, el falso Davilmar Lescot llegaba a la parte del
muelle donde se veían gran cantidad de lanchas de recreo y de pesca, y bastantes
yates. Dio un corto paseo por allí, mirando a todos lados con gran discreción, pero
con tanta efectividad que Brigitte tuvo que recurrir al total ocultamiento para no ser
localizada por la mirada del cayogranadino.
Una vez convencido éste de que nadie se ocupaba en exceso de él, saltó a una
lancha. Inmediatamente Brigitte estuvo segura de que lo iba a perder de vista… Pero
no fue así, porque Abelardo Carranza se sentó en la cubierta, precisamente en una
parte sombreada, y encendió un cigarrillo. Para Baby Montfort aquella actitud no
podía expresar más claramente una paciente espera.
Cada vez más interesada, buscó no lejos de allí alguna lancha de confianza en
cuanto a velocidad, no desdeñando el detalle de que estuviese pintada en colores
oscuros. No tardó mucho en localizar una pintada de rojo y azul; colores que, en la
noche, resultarían difíciles de distinguir. El patrón se llamaba René Sivelier, y era un
negro de edad mediana, robusto, dotado de unos enormes pies que parecían adherirse
a la cubierta.
Cuando Brigitte le saludó, se quedó mirándola fijamente, con un cierto malhumor
en sus grandes ojos redondos y saltones, muy visible el blanco de la córnea. Primero
no pareció entender el pulcro francés de la espía, pero tras unos segundos movió la
gran cabezota en sentido afirmativo.
—Sí… La lancha es de alquiler, madame.
—¿Puedo disponer de ella?
—No. Lo siento… Está ya comprometida para esta noche. Vamos a salir en busca
de tiburones. Dicho esto, le volvió la espalda y continuó con los preparativos.
Brigitte saltó a la lancha y cuando el negro se volvió, fruncido el ceño, le mostró
un billete americano, de cien dólares, sonriendo.
—¿Está bien así?
Hubo un destello en los ojos de René Sivelier.
—Ya le he dicho que está alquilada, madarne.
Brigitte no perdió su sonrisa. Apartó suavemente el cuerpecillo de Cicero y sacó
del bolsito otro billete igual.
—¿Sigue alquilada? —musitó amablemente.
—Bueno… Et bien, je ne sais pas…
—Son doscientos dólares americanos, René.
—Mais oui…
—Alors?
René tomó los dos billetes, se los guardó rápidamente en un bolsillo y se dirigió

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al volante de la embarcación.
—¿Adónde iremos, madame?
—No es necesario que se moleste —sonrió la divina—: yo sé manejar muy bien
una lancha, René.
—¿Quiere salir usted sola? —Se pasmó el negro.
—Exactamente.
De nuevo apartó a Cicero y sus deditos sacaron ahora un par de billetes de veinte
dólares. René los hizo desaparecer tan rápidamente como los anteriores.
—¿Cuándo volverá?
—No lo sé. Pero mañana temprano, lo más tarde, tendrá su lancha aquí mismo. Si
no la viese, quede tranquilo, porque más pronto o más tarde volveré. Naturalmente, si
tardo demasiado, volveré a darle una recompensa, por el tiempo que le haga perder.
—Si no estoy en el muelle cuando vuelva, pregunte por René… Le dirán dónde
encontrarme.
—Yo soy Brigitte Montfort… —sonrió la espía—. Y si mañana por la noche no
he vuelto, preséntese en el hotel Bayou preguntando por mí. Y no tema por su lancha.
René asintió de nuevo con la cabeza y saltó al muelle más que satisfecho con los
doscientos cuarenta dólares cobrados aquella noche… ¡Al diablo los pescadores de
tiburones! Desde el muelle vio a la hermosa muchacha separando la lancha de allí,
dar una corta vuelta con ella por el centro y volver, quedando colocada como unos
cien metros más allá. Bien… Era cosa suya lo que hiciese durante aquella noche.
Pero eso ni siquiera Brigitte lo sabía. Desde luego, estaba viendo con toda
claridad a Abelardo Carranza, todavía sentado inmóvil en la otra lancha, y fumando,
impávido. Estaba demostrando poseer esa difícil paciencia de los espías…
—Puede que sea un espía, Cicero… —musitó Baby—. Y por eso nosotros vamos
a estar esperándolo el tiempo que él quiera: al final algo tendrá que hacer… ¿Tienes
frío?
El perrillo temblaba y gemía. No hacía frío, pero sí una cierta humedad que no
parecía del gusto del chihuahua. Brigitte entró en las cabinas, dejó al animalito sobre
unos sacos y regresó a cubierta… Del muelle llegaba una música variada, mezclada,
toda con el mismo ritmo ardiente… Un avión estaba bajando, parpadeando sus luces
roja, amarilla, verde… Al otro lado del muelle, un barco completamente iluminado y
muchos hombres manejando sus grúas de embarque… Por el muelle pasó un grupo
de mulatos, con negras jóvenes que reían y bailaban, descalzas…
Hacia las once, una lancha apareció de pronto, procedente de mar adentro. Una
gran lancha de buena línea y color claro, muy alta de proa… Sin saber por qué,
Brigitte miró hacia Carranza, y le vio tirar el cigarrillo al agua y ponerse en pie.
Entonces, la espía dedicó más atención a la lancha, que estaba buscando un hueco en
el muelle… Lo encontró entre la lancha de Carranza y la que ella había alquilado.
Había dos hombres en la cubierta, y uno de ellos saltó al muelle y llevó el cabo hacia
un noray, para amarrar la lancha. El otro miraba hacia la ciudad, de pie en la proa…

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Llevaban pantalones claros, gorras, zapatillas blancas y chaquetones de lona, de color
azul… En un lado de la lancha se veían las siglas de Miami, lo cual ya no sorprendió
demasiado a Brigitte, pues apenas ver a aquellos hombres pensó que eran
norteamericanos.
Apenas el primero de ellos había tenido tiempo de amarrar el cabo de la cuerda al
noray, cuando apareció otro personaje en el muelle. Un hombre de unos cincuenta
años, estatura mediana, vestido con un viejo traje blanco y llevando una maleta en
una mano. Caminaba decididamente hacia la lancha con matrícula de Miami, y de
nuevo Brigittte miró hacia Carranza. Lo vio encogido en un lado de la cubierta, poco
menos que invisible en las sombras… Pero no cabía duda de que miraba hacia el
recién llegado.
Éste saltó a la lancha de Miami, habló con el norteamericano que había quedado a
bordo y éste asintió. Dijo algo al otro, que desamarró la lancha y regresó a bordo. El
recién llegado llevaba barba, parecía un poco tripudo y su rostro, por lo que Brigitte
podía distinguir a aquella distancia superior a los treinta metros, era frío, vulgar,
inexpresivo. Un viejo sombrero blanco dejaba escapar largos mechones de cabellos.
La lancha de Miami fue puesta de nuevo en marcha; viró, enfiló la salida del
muelle y apretó la marcha… Una vez más, Brigitte miró hacia Abelardo Carranza: lo
vio en los mandos de su lancha, en una tensa espera. Medio minuto después, la ponía
en marcha, y tomaba la misma dirección que la anterior.
Y otro medio minuto más tarde, Brigitte Montfort hacía lo mismo con la suya.
Cuando salió de las aguas del muelle, vio la lancha de Miami casi inmediatamente,
como una mancha clara sobre las negras aguas salpicadas de luz lunar. La de
Abelardo Carranza no la vio hasta unos segundos después, pues, como la suya, estaba
pintada de colores oscuros. Las tres lanchas formaban una línea recta que apuntaba
hacia la isla central del Golfo, hacia Gonaves.
Y hacia allá estuvieron navegando durante casi una hora, cubriendo en ese tiempo
las treinta millas holgadas que separaban la isla de Puerto Príncipe. De pronto,
Brigitte se dio cuenta de que detrás de la lancha de Miami ya no se veía la blanca
estela que dejaba a su marcha… Se había detenido. Y lo mismo hacía,
simultáneamente, la lancha que gobernaba Abelardo Carranza. Ella los imitó a los
dos y la lancha del viejo René quedó flotando, silenciosa, con gran balanceo, sobre
las negras aguas.
Y eso fue todo.
No poco desconcertada, la espía internacional recurrió de nuevo a su pequeño
catalejo. Dada la distancia que había entre su lancha y las otras dos, parecía poco
probable que le sirviese de mucho, pero debía intentarlo… En la cubierta de su lancha
estaba Carranza, sentado a estilo árabe, con unos grandes prismáticos ante los ojos; lo
que demostraba que él sabía muy bien lo que estaba haciendo, y lo que
probablemente iba a suceder aquella noche. Luego, Brigitte desvió el catalejo hacia la
otra lancha… Tuvo que variar un poco la confrontación de las lentes, para ver algo. Y

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muy poca cosa: parecía que los dos norteamericanos se estaban quitando la ropa.
Guardó precipitadamente el catalejo y cogió el largo remo que había en la
cubierta, a lo largo de la banda de estribor. Lo metió en el agua e impulsó suavemente
la lancha hacia delante. Estuvo dedicada a ello durante tres minutos, adelantando en
diagonal hacia la lancha de Miami, manteniendo la distancia con la de Carranza.
Por fin dejó el remo y recurrió de nuevo al catalejo. Ahora pudo ver a los tres
hombres, muy confusamente. Pero no tanto que no pudiese distinguir que dos de ellos
se habían colocado un traje de goma, y que en aquel momento se estaban ayudando a
colocarse en la espalda una pareja de tubos de aire. El otro hombre, el de la barbita,
estaba junto a la borda, y señalaba hacia el agua, según parecía… Los dos
norteamericanos acabaron de equiparse, y se deslizaron al agua.
Brigitte desvió el catalejo hacia Carranza y lo vio en la misma postura, con los
prismáticos ante los ojos, inmóvil.
¿Y bien?
La cosa parecía tan obvia, tan simple, que Brigitte Montfort casi se desconcertó.
Le costaba admitir la idea de que era así de sencillo llegar al lugar donde yacían,
hundidos, cien millones de dólares en lingotes de oro. Además, contra todas las
lógicas suposiciones anteriores, no era Abelardo Carranza quien iba a por ese oro,
sino un hombre desconocido, con barbita, y dos hombres-rana, procedentes de
Miami… Lo que sí resultaba evidente era el perfecto conocimiento que de todo
aquello tenía Carranza.
¿Qué estaba ocurriendo exactamente?
Miró su relojito de pulsera, de esfera luminosa: eran las doce y diez minutos.

* * *

A las doce y veinte uno de los hombres rana apareció en la lancha, de pronto, y dejó
en la cubierta dos objetos alargados, del tamaño de unos zapatos corrientes. El
buceador regresó al mar y el hombre de la barbita alzó uno de aquellos objetos y lo
acercó a su rostro. Al hacerlo, hubo un destello muy revelador para Brigitte.
—Asombroso… —musitó—. O estoy tratando con locos, o con tontos de
nacimiento… O con gente que no tiene la menor idea de lo que es el espionaje o la
simple delincuencia.
Para colmar su asombro, los dos hombres rana estuvieron sacando lingotes de oro
del fondo del mar durante casi una hora. Pasado ese tiempo, los dos abordaron la
lancha y se tendieron en la cubierta; debían de estar muy cansados.
Poco después, el hombre de la barbita les ayudaba a quitarse los trajes de goma,
que dejó cuidadosamente en un lado de la cubierta. Luego abrió aquella maleta que
había llevado a bordo, sacó de ella una gran pistola y disparó contra los dos hombres,
sucesivamente, alternando los disparos…
Brigitte Montfort no pudo evitar el grito de sorpresa esta vez. Vio los fogonazos,

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las contracciones de los dos cansados buceadores al ir recibiendo los balazos del frío
individuo… Quedaron los dos tendidos en la cubierta, encogidos angustiosamente,
como si las balas los hubiesen abrasado, contraído… Luego, el de la barbita fue
tranquilamente a los mandos y puso la lancha en marcha, hacia el lado derecho del
Golfo, hacia Les Vases…
La agente de la CIA tuvo que sacudir la cabeza para que sus pensamientos
dejasen de estar agarrotados por la gran sorpresa recibida. ¿Era cierto lo que había
visto?
Aunque…, ¿por qué dudar? Aquellos dos hombres habían sido útiles, pero ya no
lo eran. Entonces, una de las soluciones más convenientes para el tipo de la barbita,
parecía ser la exterminación de ambos… Por supuesto, no era conveniente dejar vivos
a dos hombres que sabían dónde había un montón enorme de lingotes de oro.
Miró hacia la lancha de Carranza y la vio en pos de la otra… Las dos se dirigían a
toda velocidad hacia la costa, en dirección a Les Vases, cuyas luces se veían apenas,
diminutas, en la distancia. Puso en marcha su embarcación y salió tras los dos
hombres.
La lancha del hombre de la barbita no se dirigía precisamente hacia Les Vases,
sino un poco más arriba, quizás un par de millas, dejando a la derecha la población.
De nuevo dejó de verse la espuma cuando quedó detenida la lancha, ante una playa
estrechísima, casi toda ella de roca escarpada; había muy poco espacio ocupado por
arena. Y allí, ante el asombro de Brigitte, el hombre de la barbita se dedicó a ir
tirando los lingotes al mar, de dos en dos, a toda prisa…
La espía bajó el catalejo, parpadeó con fuerza y volvió a mirar. Sí, sí… Eso era lo
que estaba haciendo el tipo de la barbita: tirar al mar todos los lingotes de oro que los
dos hombres rana habían sacado antes más mar adentro.
Decididamente, Brigitte Montfort estaba metida en un asunto de locos.
En pocos minutos, el hombre acabó la operación de descarga. Entonces arrastró a
los dos norteamericanos hacia la cabina, los metió dentro y de nuevo recurrió a su
maleta. Sacó un pequeño envoltorio, que de pronto empezó a hincharse hasta
convertirse en un pequeño bote neumático. Lo tiró al agua, dejándolo amarrado a la
borda de la lancha con una cuerda y luego saltó al bote hinchable, llevando un hacha.
Bien instalado en el bote, empezó a golpear la lancha con el hacha, cuidando de
aplicar los golpes lo más abajo posible con respecto a la línea de flotación, de modo
que pronto quedó empapado por las salpicaduras del agua.
Muy poco después regresaba a bordo de la lancha, la ponía en marcha y fijaba el
volante del timón con un trozo de cuerda, de modo que la embarcación salió en línea
recta en dirección al Canal de St. Mare, es decir, hacia el mar abierto. A toda prisa, el
hombre de la barbita recogió su maleta, saltó con ella al bote que navegaba amarrado
a la lancha, lo estabilizó con su peso y cortó la cuerda. El bote hinchable quedó
flotando tranquilamente, mientras la lancha con matrícula de Miami partía a toda
velocidad, alejándose de allí, rumbo a la salida del Golfo… Pero, seguramente, no

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llegaría allí; antes de eso, el agua habría entrado en la lancha en cantidad suficiente
para hundirla…
Sí, eso era lo que iba a ocurrir: la lancha se alejaría unas cuantas millas, a toda
velocidad; luego, se hundiría, llevándose hacia el fondo los cadáveres de los dos
desdichados hombres rana, bien encerrados en la cabina. Por supuesto, el plan no era
improvisado, ni mucho menos. Con lo cual, se tenía que llegar a la conclusión de que
quizás el hombre de la barbita no estaba loco, ni era tonto de nacimiento…
El hombre de la barbita estaba utilizando un pequeño canalete para remar hacia la
cercana orilla. No parecía ser muy fuerte, pero no lo necesitaba para remar aquella
distancia. Y tras él, también utilizando un remo, iba Abelardo Carranza. Y, en las
mismas condiciones y con idénticas precauciones, Brigitte Montfort.
El primero en llegar fue el de la barbita, naturalmente. El pequeño bote hinchable
fue sacado del agua y deshinchado. Luego, su propietario se alejó de la orilla la
escasa distancia que permitía tan estrecha franja de arena, y abrió una vez más la
maleta.
Brigitte desvió el catalejo hacia Carranza y lo vio deslizándose por un lado de su
lancha, hacia el agua. Estaba claro que se proponía llegar a la playa y sorprender allí
al de la barbita. De nuevo miró Brigitte a éste y le vio quitándose las ropas mojadas,
que iba tirando sobre la arena. Luego le vio ponerse una chaqueta blanca como última
de las prendas que sacó de la maleta; de tal modo que el tipo de la barbita quedó
impecablemente vestido de smoking.
Brigitte empuñó su remo y empezó a empujar la lancha hacia la orilla. A los
pocos segundos, dejaba la embarcación a su propio impulso y de nuevo miraba hacia
la playa con el catalejo: el de barbita estaba recogiendo sus ropas mojadas y
metiéndolas en la maleta; y lo mismo se proponía hacer con el bote hinchable, según
parecía. Baby buscó a Carranza en el agua, pero no pudo distinguirlo; no sólo iba de
negro, sino que su tamaño en modo alguno alcanzaba el de una lancha, por lo que su
localización iba a resultar en verdad difícil mientras permaneciese en el agua.
Desistiendo de encontrarlo, Brigitte miró de nuevo hacia el de la barbita,
preguntándose qué haría ahora que no disponía de lancha y ya, guardado el bote
hinchable dentro de la maleta, con las ropas mojadas. Pronto supo que, por el
momento, lo que el hombre pretendía era escalar las rocas.
Pero apenas había empezado a estudiarlas, se volvió hacia la playa, velozmente, y
Brigitte le vio sacar la pistola… Desvió a toda prisa el catalejo y vio a Abelardo
Carranza con el agua todavía hasta la cintura, y vadeando con fuerza hacia la playa…
Lo cual no le pareció muy inteligente por su parte. Si lo que quería era el oro, ya
sabía ahora dónde estaba. ¿Por qué atacar al tipo de la barbita, que era mucho más
peligroso de lo que parecía?
Lo era, en efecto.
Brigitte vio a Abelardo Carranza estremecerse, llevarse las manos al pecho y
saltar hacia atrás, de espaldas al agua; un velocísimo desvío del catalejo colocó al de

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la barbita en el centro del cristal y con tiempo para ver el segundo fogonazo… Luego,
estaba bien claro que el hombre quería continuar disparando, pero debía de haber
terminado las balas, ya que con los dos hombres rana se había despachado a gusto en
el gasto del plomo…
Abelardo Carranza no se veía ya en la playa ni en el agua… Y el hombre de la
barbita estaba escalando la pared, lo cual no parecía en absoluto difícil para nadie.
Empleando todas sus fuerzas, la espía impulsó la lancha hacia la orilla, llegando
allá en menos de dos minutos; dejó la embarcación flotando en una entrada rocosa,
bien oculta, y se deslizó al agua silenciosamente. Bordeó las rocas que ocultaban su
lancha y miró hacia las escarpadas por las cuales había subido el hombre de la
barbita. No vio a nadie.
Sin embargo, no podía fiarse: era muy poco lógico, muy poco probable, que aquel
despiadado asesino se alejase de allí con la duda de si el hombre que había salido del
mar había muerto o no. Un hombre que, obviamente, debía de haberlo seguido, y por
tanto tenía que saber todo lo del oro, la muerte de los dos hombres rana…
La espía fue nadando, paralela a la orilla, hasta el lugar donde Abelardo Carranza
había desaparecido… Y estuvo a punto de respingar al verlo en la orilla, hundiendo
las manos en la arena, jadeando…, sin conseguir salir del agua, pero luchando con
sus ya escasas fuerzas para conseguirlo… Sabía que si no lo lograba iba a morir
ahogado, más que por las heridas de bala.
Fue hasta él, le cogió por los sobacos y tiró hacia la orilla.
—Ce… Ceferino… —Tosió Carranza, entrecortadamente—. Ceferino Pa…
Paredes, en Etienne’s…
—Cállese.
—Está en… en Etienne’s… Suite ciento catorce… ciento catorce C…
Brigittc tiraba de él hacia la arena, con dificultades. Carranza tenía una buena
envergadura y, desde luego, no estaba hueco, sino muy prieto, duros sus músculos y
su carne. Le acometió un acceso de tos y con las sacudidas casi se soltó de las
manitas de Brigitte, que entre aquello y el rato que había estado remando para que no
se oyese el motor de su lancha, empezaba a estar cansada… Pero no hasta el punto de
descuidar la vigilancia.
Por fortuna para ella, porque, tal como había pensado, el tipo de la barbita volvía.
Debía de haber recargado la pistola y quería asegurarse de que Abelardo Carranza
estaba bien muerto. Descendía por las rocas cuidadosamente, muy alerta. Sabía que
quien llegase por el mar no podría atacarle con armas de fuego, en lo cual,
normalmente, se habría equivocado mucho si su pelea hubiese sido directa contra
Brigitte Montfort. Pero ésta había dejado su pistola en la lancha esta vez, puesto que
no disponía de la bolsita de plástico para llevarla sin que se mojara… Y, por tanto,
adoptó la táctica más simple de la supervivencia: la huida.
No por la arena, pues no podría escapar por allí, y menos llevar a Abelardo
Carranza sin que el otro los viese. Huyó por el mar: metió a Carranza de nuevo en el

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agua, le pasó un bracito por el pecho y comenzó a nadar hacia adentro y hacia su
lancha, arrastrando al cayogranadino, que flotaba suavemente, casi desvanecido…
El de la barbita, llevando su maleta en una mano y la pistola en la otra, se había
acercado a la playa, y su mirada se iba deslizando lentamente por las aguas, mientras
la pistola se adelantaba, lista para cortar cualquier señal de vida.
Pero no consiguió ver a Brigitte y Carranza, pues la espía se alejaba cada vez más
de él, hacia el interior. Carranza había dejado de toser y murmurar, y era ahora como
un corcho en las manos de Brigitte, que dedicaba exclusivamente su atención a los
movimientos del tipo de la barbita, el cual, según parecía, se llamaba Ceferino
Paredes, y estaba en el Etienne’s… Es decir, el mejor hotel de Port-au-Prince. Eso es
lo que ella había entendido, al menos.
El tal Ceferino Paredes había vuelto a hinchar el bote, se había metido
cuidadosamente en él y remaba ahora con el canalete desmontable de aluminio hacia
la lancha de Carranza, la cual sí había visto, finalmente.
Pero eso no preocupaba lo más mínimo a Brigitte. Sabía lo que sucedería cuando
el de la barbita llegase a la lancha: subiría a ella, se daría quizás una vuelta por allí
buscando a Carranza, y cuando se convenciese de que había muerto bajo sus disparos,
se llevaría la lancha bien lejos de allí, a fin de que nadie la encontrase abandonada y
se dedicase a investigar aquella parte de la costa, con el riesgo de que encontrasen los
lingotes de oro. Por tanto, dejaría la lancha en cualquier otro lugar de la bahía,
recurriría de nuevo a su bote, y así, los que se sintiesen interesados por el ocupante de
la lancha, buscarían a Carranza lejos de allí, que era lo que, en definitiva, interesaba
al de la barbita.
Así debió de ser, porque, de pronto, Brigitte oyó el motor de la lancha; lo estuvo
oyendo durante un par de minutos, ya escondida con Carranza entre las rocas, no
lejos de su lancha, que, por suerte, no fue vista por el de la barbita.
A los dos minutos, el motor de la lancha fue oyéndose cada vez más lejano, más
débilmente, y Brigitte reanudó la marcha hacia su lancha, ya sin preocuparse de
chapotear con fuerza. Lo importante era subir a Carranza a bordo cuanto antes.
Y regresar a Port-au-Prince, evitando cuidadosamente encuentros desagradables.
Y llamar a Simón, a ver cómo arreglaban aquella situación de modo que la CIA
obtuviese beneficios. Mientras tanto, el tipo de la barbita debía de estar navegando a
toda velocidad hacia el lugar donde consideraría conveniente abandonar la lancha de
Carranza. Seguramente lo haría en un lugar profundo, para que pensasen que, tras el
accidente, el propietario de la lancha había caído al mar… y ya no podría ser
encontrado.
Vaya con el tipo de la barbita…

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Capítulo VII
Simón saltó a la lancha y lo primero que dijo fue:
—No se preocupe por el dueño de la lancha. Ya me he enterado bien de que se fue
a dormir. ¿Cómo está ese Carranza?
—Sin sentido, ya se lo dije por radio.
—Será mejor que demos una vuelta por ahí, Baby, no sea que alguien quiera
molestarnos. Entraré en la cabina a ver a ese hombre… ¿Es grave la herida?
—No lo creo. Pero necesita un médico con urgencia.
—Pensaré en algo que solucione eso. ¿Prefiere que yo maneje la lancha?
—Sí… Iré a ver a Carranza. No se aleje demasiado, Simón.
—Lo justo.
Brigitte entró en la cabina. Era estrecha, no estaba precisamente limpia, y olía un
poco a pescado y a sal. Había dos literas a un lado y taburetes en el otro. En la litera
inferior estaba Abelardo Carranza, tapado con una manta llena de agujeros. Se había
desvanecido, y ya no tenía aquel color tostado tan saludable; pero su rostro
conservaba la serenidad, sin crispaciones ni muecas. Simplemente tenía cerrados los
ojos. Brigitte se sentó en un taburete, junto a la litera. Alzó la manta y contempló una
vez más la herida, seguramente producida por la primera bala; la segunda, sin duda, y
por fortuna para Carranza, no le había acertado. Pero con la primera habría bastado
para empujarlo hacia el fondo del mar si Baby Montfort no hubiese estado allí… La
bala había pegado en el lado derecho del pecho, por debajo de la tetilla y había
penetrado por entre dos costillas, astillándolas, y luego había salido rompiendo otras
dos costillas detrás. Pero, la ausencia de proyectil en el cuerpo bien valía la rotura de
dos costillas…
Se paró el motor y casi enseguida Simón entró en la cabina, cogió otro taburete,
se sentó y se quedó mirando la herida de Carranza críticamente.
—No creo que sea bastante para liquidar a este hombre… Parece muy fuerte.
—¿Podemos hacer algo por él?
—Conseguí algo después que usted me llamó cuando estaba cerca del puerto,
pero no sé si bastará. Esperemos que nuestros compañeros lleguen a tiempo de acabar
de hacer bien las cosas. Uno fue a buscar más vendas y cosas de éstas, y el otro debe
de estar ya en su hotel, requisando un vestido seco para usted… ¿Quién era el tipo de
la barbita?
—No lo sé. Carranza dijo algo de un tal Ceferino Paredes, y de la suite ciento
catorce C del Etienne’s…
—Allá es donde quería llevarla yo cuando llegó a Puerto Príncipe. Lo mejor de lo
mejor, Baby. ¿El tipo de la barbita está alojado allí?
—Si se llama Ceferino Paredes, sí. Pero eso no podremos saberlo de momento,
Simón… Deje: yo haré eso. Llame a los otros a ver si han conseguido algo.
—Cuando estén en el muelle, ellos nos llamarán a nosotros.

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—Ah, bien… ¿Qué me dice de Salvador y el otro?
Simón miraba fijamente las manipulaciones de Brigitte sobre la herida, que se
veía limpia de sangre por la permanencia del herido en el agua; sólo unas gotitas
aparecían en el centro del desgarrón, tanto delante como en la espalda. No era una
herida mortal, pero sí muy dolorosa y llevaría bastante tiempo su cicatrización total.
—Se fueron los dos al callejón sin salida y se llevaron el cadáver del otro, de Juan
Osorio. No lo hicieron mal, pero me parece que tienen todavía mucho por aprender.
Consiguieron meter el cadáver en el coche…
—¿No vive nadie en aquella casa?
—Eso parece. Supongo que a usted le gustaría saber a qué fue Juan Osorio allá…
Mejor dicho, a qué fue allá este hombre.
—Me gustaría saberlo. Pero todo llegará. Dígame qué más hicieron Salvador y su
amigo Pedro.
—Se llevaron el cadáver a los muelles de grandes barcos. Hernán Salvador subió
a uno de ellos y poco después bajaba la pasarela con un oficial… Por supuesto, el
barco pertenece a la flota comercial de Cayo Granada. Es de suponer que no tardará
demasiado en cruzar el Canal de Panamá.
—Llevando el cadáver de Juan Osorio, claro.
—Claro. Lo subieron entre Hernán Salvador y Pedro, envuelto en una lona.
Madre mía…
—¿Qué le pasa?
—Pues que hay tipos con suerte. ¿Se imagina? ¡Dos tipos más visibles que dos
elefantes subiendo un fardo con un muerto dentro a bordo de un barco de gran
tonelaje! Estoy seguro de que si eso lo hubiésemos intentado nosotros, habríamos
llamado la atención de todo el mundo.
—Ellos tenían la suerte de los inocentes —sonrió Brigitte.
—Oh, sí, claro… Oiga, yo diría que su perrito tiene un frío espantoso, ¿no?
—Es que no le gustan los cadáveres. Ya lo llevé una vez a cierto viaje de placer y
creo que no le quedó muy buen recuerdo. Pero déjelo tranquilo ahí y sigamos.
—Una cosa tengo que admitir: está muy educado. ¿Por qué no está ladrando?
—Pues por eso: porque está muy bien educado —sonrió Brigitte—. ¿Qué más
hicieron nuestros amigos después de embarcar el cadáver?
—Se fueron a la Rue Borbonière.
—Oh… —Casi rió Brigitte—. ¿Y allá se encontraron con otro, que vestía un traje
blanco y deformado?
—Exactamente. Estuvieron rondando ante el número doce de Rue Borbonière, y
parece que por fin se convencieron de que su presa había volado… Supongo que es
este muchacho.
—Sí. Creo que es más listo que Hernán Salvador y compañía. Aunque un poco…
atolondrado. Me pregunto qué idea tenía al acercarse nadando al tipo de la barbita,
sabiendo que éste tenía una imponente pistola. He visto muy pocas veces matar a dos

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personas con la frialdad de ese hombre, Simón. Y si lo viese… Tiene un poco de
barriguita, parece un señor tranquilo, distraído… Tendremos que hacerle una visita al
Etienne’s. Pero una visita discreta, astuta.
—¿Quiere que vaya yo?
—¿A estas horas? No, no… El de la barbita merece un acercamiento más… sutil,
además.
—Bien… Me ha contado que mató a dos hombres rana, que llegó a la playa a la
altura de Les Vases… Pero aún no me ha dicho, concretamente, qué fueron a hacer
todos allí.
—Oh, se me olvidaba ese pequeño detalle —sonrió Brigitte—: están sacando a
flote los cien millones de dólares en lingotes de oro.
Simón se quedó con la boca abierta unos segundos, mientras Brigitte daba los
últimos toques a la cura de urgencia realizada en Abelardo Carranza, a la espera de
mayor material sanitario.
—Ah… ¿Sólo eso? —musitó por fin Simón—. Comprendo muy bien que con las
prisas se olvidase ese «pequeño detalle», Baby.
—Cosas de la memoria.
—Claro, claro… Supongo que debo entender que usted sabe exactamente dónde
hay cien millones de dólares en oro.
—Okay.
—Nena, usted es más fría que un pingüino… —exclamó Simón—. ¡Se entera de
una cosa así, lo llama pequeño detalle, y se dedica a charlar conmigo en lugar de ir
a…!
—Calma. Tenemos tiempo. No es fácil sacar del fondo del mar esa cantidad de
oro. Sesenta mil kilos, Simón. En libras, unas… ciento treinta mil, aproximadamente.
No creo que nadie se lleve eso en una sola noche.
Simón asintió con la cabeza.
—¿Qué piensa hacer?
—No lo sé. De veras. Opino que sólo tres personas sabemos dónde está ese oro:
el tipo de la barbita, Abelardo Carranza y yo. Por lo tanto, creo que la cuestión queda
entre el de la barbita y una humilde servidora de la CIA Si llevásemos las cosas al
terreno de la violencia, creo que el pobre barbudo lo iba a pasar muy mal. Y por otro
lado, la cosa no está clara para mí.
—¿Por qué?
—Porque si el transporte cayogranadino llamado Titán no pudo ser llevado por el
Cabo de Hornos ni cruzó el Canal de Panamá, me pregunto cómo llegaron ciento
treinta mil libras de oro a treinta millas de Puerto Príncipe.
—Pero usted ha visto el oro…
—He visto «oro». Unos cuantos lingotes, Simón. Y puestos a devolver el oro a
Cayo Granada, me gustaría devolvérselo todo, no unas migajas.
Simón quedó tan estupefacto que durante unos segundos pareció una estatua.

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—Debo de estar soñando… ¿Ha dicho usted que piensa devolver el oro a Cayo
Granada?
—Naturalmente.
—¿Devolver cien millones de dólares en reservas de oro? ¿Está hablando en
serio, Baby?
Brigitte se quedó mirando amablemente a Simón, sin contestar. Y en aquel
momento sonó la radio en el bolsillo del espía.
—¿Hola? —masculló.
—Estamos los dos en el muelle. Tenemos la ropa de Baby, y algunas vendas para
el herido. Brigitte atrajo la mano de Simón, acercando así la radio a su boca.
—Vamos a recogerles ahora mismo.
Le hizo señas a Simón, el cual regresó a cubierta, y condujo la lancha hacia el
muelle. Poco después recogían a los dos agentes de la CIA y volvían a alejarse del
muelle. Brigitte hizo la cura definitiva a Abelardo Carranza y entonces planteó el
problema:
—Uno de ustedes deberá cuidar de él. Es quien más sabe de todo este asunto, de
modo que, siquiera sea por ese motivo, deberemos cuidarlo adecuadamente. ¿Tienen
algún sitio donde esconderlo?
—Yo sí —dijo Simón III.
—Estupendo. Una parte solucionada, entonces. Ahora, me cambiaré de ropa y
regresaré al hotel Bayou. A mediodía pediré la cuenta y me dirigiré al Etienne’s. A la
una en punto llamaré por la radio, para saber si ustedes están en sus sitios, cerca de
mí, por si ocurriese algo imprevisto.
—¿Qué hacemos hasta entonces?
—Dormiremos todos un poco —sonrió la divina.
—¡Cuánta generosidad…! —exclamó Simón.
—Yo soy así. Ahora, por favor, vayan arriba, mientras me cambio de ropa. Y no
miren por las rendijas.
—¿Y el perrito? —dijo Simón II.
—¿Qué pasa con él?
—¿Él sí puede mirar?
—Oh… Cicero está ya acostumbrado a verme. Por supuesto que se puede quedar.
Simón suspiró profundamente.
—Demonios… Y luego, hay quien dice que la vida de perro es mala… Brigitte
soltó una risita y señaló a la puerta.
—Todos arriba. Y quiero que se dediquen a pensar exclusivamente en la nueva
orientación de nuestros movimientos en este caso.

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Capítulo VIII
Llegó al hotel Bayou casi a las cinco de la mañana, ya casi completamente de día. El
conserje del último turno se la quedó mirando parpadeando mucho, pero no hizo el
menor comentario. Sonrió brevemente al ver al pobre Cicero acurrucado en los
brazos de su ama y se quedó mirando a ésta expectante.
—La diez B, por favor.
—Oh, sí…
Brigitte tomó la llave y se dirigió a las escaleras. Si le importase todo lo mismo
que los pensamientos del conserje, tanto le daría morirse.
Subió sin prisas, abrió la puerta, entró y cerró. Lo primero que hizo fue llevar a
Cicero a uno de los silloncitos del dormitorio. Lo dejó allí bien calentito, lo acarició
unos segundos y luego fue al armario.
Apenas abrirlo, supo que alguien había estado registrándolo. Y por rápida
eliminación, esa persona, probablemente, sólo podía ser Hernán Salvador. O Pedro…
No, no. Tenía que haber sido el propio Hernán Salvador en persona. Y, claro, el jefe
de los Servicios Extraordinarios de Cayo Granada no podía haberse limitado a
registrar…
Tardó apenas tres minutos en encontrar el pequeño micrófono magnético. Se
quedó mirándolo con una sonrisita amable, casi cariñosa. De pronto lo despegó y lo
llevó al cuarto de baño. Lo dejó pegado en el marco del espejo, y regresó al
dormitorio. Sacó del armario un pijama de color rojo, con flores negras y amarillas
sobre el seno izquierdo, Decidió que dormiría con él… Luego dejó bien ordenadas y
preparadas el resto de las prendas que pensaba ponerse cuando se levantara… Pareció
recordar algo, de pronto, y volvió al cuarto de baño; abrió el grifo del agua caliente y
de nuevo regresó al dormitorio. Lo recogió todo, excepto lo que tendría que ponerse
horas después, y lo fue guardando en la maleta. Finalmente, dejó un hueco para el
pijama y para la ropa que llevaba puesta. Entonces se desnudó, envolvió
cuidadosamente la ropa usada con un plástico transparente de tono azul, y la colocó
también en la maleta.
Así se tienen que hacer las cosas: con orden, con método. De este modo, cuando
se levantase, sólo tenía que guardar el pijama, cerrar la maleta, vestirse en dos
minutos después de una ducha de cinco, y salir del hotel.
Dejó la maleta en el armario y de nuevo entró en el cuarto de baño. La bañera
estaba ya casi llena. Probó el agua, la encontró a su gusto, y entonces cerró el grifo.
Sacó su maletín con florecillas azules estampadas de detrás de la bañera. Y del
maletín, el receptor de los micrófonos que tenía instalados en la cámara doble de
Salvador y Pedro. Lo puso en marcha, se metió en el agua caliente, cerró los ojos, y
estuvo así unos segundos, en completa relajación mental y física.
De pronto, abrió los ojos y miró hacia el micrófono que había encontrado en su
cámara.

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—Buenos días, señor Salvador —saludó alegremente—. Espero que me perdone
por molestarle a estas horas.
En su receptor se captó perfectamente un respingo, un resoplido. Luego, la voz de
Pedro:
—¡Hernán! ¡Ella está hablando con alguien!
Brigitte se echó a reír. ¿Cómo era posible que aquellas personas se considerasen
espías?
—Pero, Pedrito —dijo amablemente—: estoy hablando con ustedes dos
precisamente. ¿Está durmiendo el señor Salvador?
Hubo un silencio tenso. Luego, unos cuchicheos. Por fin, la voz de Hernán
Salvador, bronca, áspera:
—¿Dónde está usted, señorita Montfort?
—¿Dónde he de estar? ¡En mi suite! Oh, no, no vengan, por favor… ¡Me estoy
bañando! Y he creído que un modo de aprovechar el tiempo mientras me bañaba era
cambiar impresiones con ustedes…
—¿Nos está oyendo?
—¡Naturalmente! Señor Salvador: cuando usted me colocó a mí el «magic ear»
de fabricación británica, yo ya sabía muchas cosas de usted, de Pedro, de Juan
Osorio, de Abelardo Carranza o Davilmar Lescot, del robo de las reservas de oro…
Todo esto, gracias a dos aparatitos muy parecidos, sólo que «made in USA». Por lo
tanto, como usted puede oír lo que yo diga, y yo también le oigo a usted, podemos
charlar amistosamente, en privado, sin peligro de conexiones telefónicas de gente
extraña…, y muy pudorosamente por mi parte: comprenda que no es bonito charlar
con un señor mientras se está una bañando toda desnudita…
—Basta de bromas, señorita Montfort —gruñó Salvador—. Si lo que quiere es
que sepamos que es usted muy lista, ya nos damos por enterados. ¿Qué se propone
usted? ¿Qué es lo que sabe de todo esto?
Brigitte se estaba enjabonando suavemente el seno, preciosa como una muñequita
soñada. Si había algo que la molestase de verdad era quedarse con el salitre del agua
de mar pegado a la piel. Por supuesto, si era necesario podía soportarlo el tiempo que
fuese, pero ¿por qué soportarlo si tenía agua caliente, jabón y perfume?
—Bueno… Verá, señor Salvador: todo es relativo en esta vida. A veces, uno cree
que sabe mucho, y no sabe nada. Otras veces, cree que no sabe nada, y sabe bastante.
Siempre hay que establecer una comparación con otras personas. Por ejemplo: en país
de ciegos, el tuerto es el rey.
—¿Qué quiere decir con eso?
—Pues… Supongamos que yo sé muy poco, pero que usted aún sabe menos.
Resulta que yo sería el rey en su país.
—Mire, señorita Montfort…
—Le aseguro que no estoy bromeando. Pero se lo diré de otro modo: yo sé más
cosas que usted actualmente, señor Salvador. Pero no me basta con lo que sé. Por eso

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he pensado que quizá formando una alianza amistosa los dos obtuviéramos provecho.
—¿Qué clase de alianza?
—Muy simple: yo haría preguntas y usted las contestaría. Ya sé que no es muy
equitativo, pero ésas son mis condiciones. Si usted las acepta, es posible que dentro
de muy poco puedan presentar los cayogranadinos sus cien millones de dólares en
lingotes de oro. Si no acepta, preveo muchas dificultades para ustedes. Para todos en
general: para usted mismo, para don Belisario Cortés, para Pedro, para los secretarios
de don Belisario, para los Servicios Extraordinarios de Cayo Granada…
—Usted sabe muchas cosas —musitó Salvador.
—Ya se lo he dicho. Pero necesito saber más. ¿Acepta mi trato, señor Salvador?
—No me parece justo.
—Tiene razón, pero no pienso ceder.
—Quiero hacerle una sola pregunta, señorita Montfort.
—¿Sólo una?
—Una nada más. Pero tendrá que dar una respuesta concreta; no quiero evasivas.
Y le advierto que de esa respuesta depende que yo acepte o no sus condiciones.
—Está bien… Haga esa pregunta.
—Ya se la hice antes: ¿qué se propone usted?
—Ayudar a Cayo Granada a recuperar sus cien millones de dólares en reservas de
oro.
—Ahora puede preguntar lo que quiera.
—¿Lo he convencido, Hernán?
—Creo que es sincera, pero…
—Pero está usted… desconcertado. ¿No es así, don Salvador?
—Sí. Lo admito.
—Se ha metido en un nido que avispas que pican más que usted, Hernán. He
estado pensando en este asunto, no crea. En Puerto Príncipe hay en estos momentos
una gran cantidad de avispas que…
—¿De espías, quiere decir?
—Digamos avispas solamente. Yo me pregunto si esas avispas han acudido al
olor de la miel de una invasión a Haití, o bien si la miel que las ha atraído es la
compuesta por cien millones de dólares. Tal como están las cosas en Haití, deberemos
quedarnos con las dudas, por el momento. Sin embargo, nosotros vamos a actuar
como si temiésemos que ese enjambre de avispas que ha acudido a Port-auPrince
desde todos los lados del mundo viniesen a por el oro cayogranadino. ¿De acuerdo?
—De acuerdo… ¿Trabaja usted para la CIA, señorita Montfort?
—Saque sus propias conclusiones después de oír esto: si la CIA consiguiese ese
oro, no se lo devolvería ni a Cayo Granada ni a nadie… Y yo le digo que quiero
ayudar a Cayo Granada a recuperar su oro, y, por consiguiente, conseguir su
independencia.
—No trabaja para la CIA, entonces, según parece…

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—Ésa es su conclusión, Hernán, no mis palabras.
—Está bien, está bien… Oiga, ¿no estaríamos mejor si hablásemos frente a
frente?
—Ya le he dicho que me estoy bañando. Dígame, Hernán: ¿quién era exactamente
Abelardo Carranza?
—¿Era? ¿Lo han…?
—He querido decir que qué era él en Cayo Granada.
—Ah… Bueno, Abelardo es un muchacho inteligente. Uno de los mejores
economistas del país. Un gran cerebro, se lo aseguro.
—¿Tan grande que encontrase el modo de quedarse con cien millones de dólares?
—Eso parece.
—Olvídelo, Hernán: Abelardo Carranza no tuvo nada que ver con ese robo. ¿Qué
más era Carranza? Porque parece persona más decidida y aventurera que un pacífico
economista…
—Bueno… Él era adjunto al mando de los Servicios Extraordinarios de Cayo
Grande. En algunas ocasiones tuvo que intervenir personalmente para solventar…
pequeños apuros. Dividía sus actividades entre la economía interior y ciertos
informes que conseguía respecto a las intenciones de nuestro país colonizador sobre
Cayo Granada. Eso le colocó varias veces en pequeños aprietos, pero Abelardo es
muchacho decidido, y salió siempre airosamente.
—Pero qué astutísimos son ustedes —ironizó Brigitte—. Si no fuese porque casi
resulta patético su esfuerzo, me reiría. ¿Por qué malgastan sus fuerzas en el espionaje,
Hernán? Deje esto para las naciones menos felices que la suya. Limítense a un
Cuerpo de Seguridad del Interior, o algo así, que controle la entrada de extranjeros, y
eso les bastará… Pero, en fin, eso es cosa suya. Es evidente que tienen derecho a
presumir de servicio de espionaje… ¿Le suena a usted el nombre de Ceferino
Paredes? ¿Quién es?
—¿Quién le ha hablado de él?
—Abelardo Carranza.
—¿Ha visto usted a Abelardo?
—Ajá.
—¿Dónde está?
—En sitio seguro.
—¿Con quién?
Brigitte suspiró, como fatigada.
—Hernán, soy yo quien hace las preguntas, ¿lo ha olvidado?
—No, pero…
—Respecto a Ceferino Paredes, ¿qué puede decirme?
—Muy poca cosa, pero muy expresiva.
—Ah… Bueno, yo diría que no es hombre del cual se deba hablar poco, Hernán.
Es muy peligroso… Un asesino frío, inalterable. Le he visto esta misma noche

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matando fríamente a dos hombres…
—¿Está bromeando? —cortó rudamente Hernán—. Lo que me está contando no
puede ser, señorita Montfort. Por la sencilla razón de que Ceferino Paredes murió
hace tres meses.

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Capítulo IX
La divina espía Brigitte Montfort no se alteró al oír por medio de su aparato receptor
que el hombre al que ella había estado viendo en una lancha, que luego mató a
balazos a dos hombres, estuvo a punto de matar a otro, y que sabía dónde había nada
menos que cien millones de dólares en lingotes de oro, estaba muerto desde hacía tres
meses. No se alteró, aparentemente al menos, que es la condición básica de los
espías: la serenidad. Un espía puede tener un miedo espantoso, estar completamente
desorientado, saberse acorralado… Cualquier cosa. Pero en todo momento su rostro
debe mostrar una expresión natural, su talante ser el mismo, mantener firmes las
manos…
Por eso, Baby Montfort se limitó a dejar tranquilamente el jabón y a soplar como
una niña la espuma que la cubría.
—¿Dice que Ceferino Paredes está muerto? —preguntó.
—Lo he dicho y lo mantengo, señorita Montfort.
Baby estuvo unos segundos mirando el micrófono magnético que había colocado
en el marco del espejo, y por medio del cual su voz llegaba hasta Hernán Salvador y
Pedro, en la cámara 18 B del mismo hotel, el Bayou.
—Bien… Eso complica un poco las cosas, Hernán.
—¿Las complica? Es usted genial, señorita Montfort: yo diría que anula todos sus
conocimientos respecto al asunto. Si usted dice que ha visto a Ceferino Paredes, y yo
sé positivamente que ese hombre murió hace tres meses, resulta que usted está
completamente desorientada.
—Bueno… Me ha pasado algunas veces, Hernán, lo admito. Pero mi
desorientación suele durar muy poco. De todos modos, quizá no debí expresarme de
ese modo.
—¿De qué modo?
—No debí decir que vi a Ceferino Paredes.
—Ah… ¿Qué es lo que debió decir entonces?
—Pues… Por ejemplo, debí decir que vi a un hombre de largos cabellos grises,
mediana estatura, más bien gordito, con barba… Ése es el hombre que disparó contra
dos hombres y contra Abelardo Carranza.
—¿Está muerto Abelardo? —Se crispó la voz de Salvador.
—Ya le he dicho que está en lugar seguro. Se diría que usted, en el fondo, siente
una especie de… cariño hacia Abelardo Carranza… ¿Me equivoco?
—En absoluto. Lo cual no debilita mi decisión de matarlo si él es culpable del
robo de nuestras reservas de oro.
—Entiendo, entiendo…
—Hay otra cosa que usted debe entender… Me ha descrito a Ceferino Paredes
como un hombre de mediana edad, gordito, con barba… ¿Quiere saber cómo era en
verdad Ceferino Paredes?

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—Oh, sí… Le agradecería esa información, Hernán.
—Bueno: él era atlético, no muy alto… Tenía unos treinta y cinco años, cabellos
negros y cortos… Jamás usó barba. En cuanto a su barriguita, o a ese detalle de que el
hombre que usted vio era más bien gordito, debo decirle que Ceferino Paredes no
tenía ni un gramo de grasa en todo el cuerpo. Era un atleta, señorita Montfort.
—Ah… ¿Sabía nadar?
La respuesta de Hernán Salvador se retrasó un poco; y cuando llegó, su voz
revelaba un claro desconcierto.
—¿Nadar?
—Sí, sí… Ya sabe: eso de que uno se tira al agua y no se ahoga. Se mueven los
brazos y las piernas, se respira acompasadamente, se adelante en el agua, se mantiene
uno a flote…
—Siempre ese extraño humor de usted, señorita Montfort.
—¿Sabía nadar o no?
—Esto… Creo que sí. Es decir, estoy seguro de que sí. Pero no demasiado.
—¿No demasiado seguro?
—No, no… Quiero decir que Paredes no sabía nadar demasiado… Por eso su
cadáver fue uno de los que no apareció en las aguas de Cayo Granada. Debió de
hundirse… Sólo Dios sabe dónde estará ahora.
—Asombroso. Un atleta de treinta y cinco años, fuerte, supongo que practicando
algún que otro deporte…, y no sabía nadar muy bien.
—¿Pero qué demonios de importancia tiene esto, pregunto yo?
—Querido Hernán: en esta vida, todo tiene su importancia. Analice esto, por
ejemplo: un hombre que no sabe nadar demasiado se ahoga… Luego, un hombre
contrata a dos buceadores para que saquen lingotes de oro del fondo del mar.
—¡¿Quién ha sacado lingotes de oro del fondo del mar?! —gritó Hernán
Salvador.
—Los dos buceadores que más tarde fueron asesinados por el hombre de la
barbita.
Brigitte oyó una doble exclamación. Luego, ruido de pisadas, y, de pronto, un
fuerte portazo.
—¿Está usted ahí, Hernán?
Le contestó la voz de Pedro.
—No, señorita. Hernán ha salido de la cámara. Va a verla a usted… Pero no se
moleste en salir de la bañera, porque él tiene su ganzúa.
—Oh… Es asombroso… ¡Qué espías tan formidables son ustedes, Pedrito! Ah…
Otra cosa, antes de que se me olvide: cuando usted esté hablando de una dama como
yo, sea más… elegante en sus expresiones. No diga cosas tan expresivas como las de
ayer. Me gustó eso de que estoy para comerme a cualquier hora del día, pero luego…
Luego, Pedrito, usted dijo cosas que casi me parecieron… groseras.
—Mire… Si no hubiese escuchado, no las habría oído.

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—Claro. Bueno… Cambio y fuera, Pedrito.
Se incorporó a medias, cogió el micrófono magnético y lo dejó caer en el agua de
la bañera. Acabó de levantarse, abrió el grifo de la ducha, y en pocos segundos el
agua fría se llevó la espuma del jabón. Se dio una velocísima fricción con colonia,
destapó la bañera, y de nuevo dejó su cuerpo expuesto al agua fría.
Justo cuando salía de la bañera, la puerta del cuarto de baño empezaba a abrirse.
—¡Un momento, Hernán!
La puerta quedó quieta. Brigitte se envolvió en la toalla de baño y acabó de
abrirla ella misma. Hernán Salvador estaba allí, ceñudo, y se quedó mirándola
hoscamente.
—¿Qué ha dicho de los lingotes de oro? —masculló.
—Es usted muy poco delicado, Hernán. Y muy granuja: sabía perfectamente que
me estaba bañando.
—Señorita Montfort: usted es la mujer más hermosa que he visto en mi vida. Lo
digo con toda sinceridad. Seguramente, en condiciones menos inquietantes que las
actuales yo estaría locamente enamorado de usted… Pero ahora, en estos momentos,
todo lo que me interesa en este mundo son cien millones de dólares en oro.
—Lo cual es muy poco romántico.
El gesto de Hernán Salvador se nubló todavía más. Su voz bajó de tono, quedó
ronca, áspera:
—Señorita Montfort, estoy dispuesto a morir por ese oro. Quiero decir,
exactamente, que no deseo beneficio personal alguno. Si he de morir, moriré… Pero
ese oro, esas reservas, tienen que estar en la bóveda secreta de Cayo Granada antes de
una semana. Después de eso, nada tendrá demasiada importancia para mí. Si usted lo
desea, me volveré loco de amor, la seguiré a Estados Unidos, me convertiré en un
imbécil total. Cualquier cosa. Pero hasta que ese oro…
Brigitte sonrió dulcemente.
—¿Quiere traerme el pijama, Hernán? Está sobre mi cama.
Salvador frunció aún más el ceño. Dio media vuelta, fue a por el pijama, y lo
entregó a la espía, que sonrió de nuevo…, y cerró la puerta del cuarto de baño en las
narices del tenaz cayogranadino.
Salió al dormitorio un par de minutos después, ya puesto el pijama. Fue al sillón
donde estaba Cicero, se sentó junto a él y encendió un cigarrillo.
—Una cosa quiero aclarar, Hernán —dijo de pronto—. No digo que haya visto a
Ceferino Paredes, sino a un hombre que sabía dónde estaba el oro. Por otra parte, y
ligando un poco la actuación de todos, me da la impresión de que Abelardo Carranza
no lo sabía. Por eso siguió al hombre de la barbita… Este hombre disparó contra
Carranza, y el pobre y guapo muchacho habría muerto si yo no fuese una estupenda
nadadora… Ahora puedo repetirle, si quiere, las palabras de Carranza cuando éste se
hallaba herido, casi convencido de que iba a morir ahogado o a consecuencia de la
herida que recibió del hombre de la barbita.

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—Repítalas.
—Son éstas, textualmente: «Ce… Ceferino… Ceferino Pa… Paredes, en
Etienne’s… Está en… en Etienne’s… Suite ciento catorce… ciento catorce C…». Eso
es, con toda exactitud, lo que dijo Carranza… ¿Qué le sugieren tales palabras,
Hernán?
—No sé… Abelardo debía de estar delirando, quizá.
—Quizá —admitió Brigitte.
—Bien… La cosa se presenta bastante fácil ahora: sólo hay que ir al hotel
Etienne’s y buscar al huésped de la suite ciento catorce C.
Brigitte se quedó mirando pensativamente, muy seria, el cigarrillo que estaba
fumando. Al cabo de unos segundos hizo un gesto de cansancio.
—Es posible que nos volvamos a ver, Hernán. Si me disculpa, dormiré unas
horas.
Dio otra chupada al cigarrillo, lo apagó y se acostó, suspirando de placer, porque,
realmente, se sentía cansada. Seis horas de sueño la dejarían completamente repuesta.
Hernán Salvador la estuvo mirando sonriente. Por fin, se sentó en el borde de la
cama y la tocó en un hombro con un dedo, suavemente. Ella abrió los ojos y lo miró
como medio dormida, extrañada.
—No está de acuerdo conmigo, ¿verdad? —musitó él.
—En modo alguno.
—¿Por qué?
—Le contaré, brevemente, algo que vi en la Universidad de Columbia, cuando yo
estudiaba allí. Emmm… Bueno, ya sabe que en las universidades la práctica del
deporte es como… como una asignatura más. Se lo toman en serio.
—¿Usted no?
—Se sorprendería si supiese la clase de deportes que yo conozco. Como simple
pista, le sugiero que si alguna vez intenta pelear contra mí, utilice algo más que las
manos. Y sin acercarse demasiado. Pero… acabemos la explicación. En la
Universidad de Columbia había un muchacho, que había llegado hacía poco, y cuyas
facultades físicas parecían prodigiosas… En verdad lo eran, sólo que le faltaba
entrenamiento, astucia… Ya sabe que las fuerzas bien aplicadas duran más tiempo.
En la Universidad teníamos un compañero que se llamaba Archie y que era
delgaducho, más bien bajito… Era muy simpático, eso sí, pero no gran cosa como
tipo masculino. Sin embargo, fíjese lo que son las cosas, Archie era el campeón de las
marchas atléticas de la Universidad. Asombroso, ¿no es cierto? Bueno, pues llegó el
otro, el chico grande y fuerte, y cuando se enteró de que Archie era el campeón de esa
especialidad, puso el grito en el cielo… ¡Imposible! ¿Cómo podía ser el campeón
aquel muchacho flacucho, sonriente, con lentes, un poco huesudo…? Lo desafió.
Archie se lo quedó mirando con aquella sonrisa de buen muchacho, y dijo que tenía
que dedicar durante toda aquella semana todos sus esfuerzos a los estudios…
El otro, que era muy fuerte, dijo que eso era miedo a perder la carrera… Etcétera,

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etcétera… Archie aceptó la carrera, por fin… Fue un viernes muy divertido para
todos los universitarios de Columbia. Se llevó a cabo la carrera, en el estadio de la
Universidad… Apenas se dio la señal de partida, el gigante salió disparado como una
bala… Y Archie, pobrecito, quedó muy atrás, muy atrás, muy atrás… En la primera
vuelta, de trescientas ochenta yardas, Archie iba no menos de cien yardas por detrás
del gigantón. Pero la carrera consistía en diez vueltas al estadio…
—No me diga más —sonrió Hernán Salvador.
—Oh, sí —bostezó Brigitte—. Se lo acabaré de contar. Emm… Como le decía, en
la primera vuelta, el gigantón le llevaba cien yardas de ventaja al buen Archie. Pero
faltaban nueve vueltas. El gigantón corría, corría, corría… Sin embargo, a la quinta
vuelta, Archie, que no se había inmutado, ni había apretado la marcha en ningún
momento, corría ya junto al gigantón. A la sexta vuelta, le llevaba una yarda de
ventaja. A la séptima, cien yardas; a la octava vuelta, doscientas yardas; a la novena,
le llevaba ni más ni menos que toda una vuelta… Cuando Archie llegó a la meta, el
gigantón estaba poco menos que iniciando la novena vuelta, completamente
derrengado… Había salido muy bien, con muchísima fuerza…, pero no había sabido
administrar aquella gran potencia. En cambio, nuestro querido Archie supo hacerlo,
con astucia, con veteranía, sin perder el paso ni el ritmo.
—Está bien —casi rió Salvador—. ¿Qué me aconseja que haga?
—Nada.
—¿No debo hacer nada?
—Absolutamente nada. Yo lo haré.
—Usted dijo que no pertenece a la CIA…
—Eso lo ha dicho usted. Yo, ni he negado ni he asentido.
—Pero usted cree que es Archie, y que yo soy el gigantón que no sabría
aprovechar sus fuerzas.
—Así es, Hernán.
—Bien… Yo quiero ese oro para mi patria, señorita Montfort… Mi amor propio
es menor que mi inteligencia, mi cariño por una Cayo Granada libre e
independiente… Soy el mejor espía de mi país, pero, como usted ha dicho antes, el
tuerto es rey en país de ciegos. Supongo que comparado con espías de otros países
soy poco menos que un bebé con su biberón… ¿Es eso?
—Empieza usted a resultarme simpático, Hernán.
Hernán Salvador sonrió, no sin esfuerzo. Se alzó del borde de la cama y fue hacia
la puerta del dormitorio; allí, se volvió, de pronto, dubitativo, impaciente.
—¿No hay nada que yo pueda hacer…?
—Oh, sí… Llámeme a las doce en punto —bostezó Brigitte—. Se lo
agradeceré… mucho, Hernán… Éste se quedó mirándola. Parecía dormida. Igual que
una linda muñeca de juguete, sonrosada, dulcemente bronceada por el sol de todo el
mundo; largas pestañas, boquita tierna como la de una niña, la barbilla fina y firme a
la vez, el finísimo cuello delicado, las orejitas pequeñas y graciosas…

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Hernán Salvador sonrió y salió del dormitorio. Poco después entraba en la cámara
18 B, que compartía con Pedro.
—¿Qué ha dicho? —preguntó ávidamente éste.
—Que la llame a las doce en punto.
—¿Cómo? —Se pasmó Pedro.
—Ve a dormir. Y yo también voy a dormir más… Ordenaré por teléfono que nos
llamen a las once y media.
—Pe-pe-pero…
—Ella sabe dónde está el oro, Pedro. Sabe también cómo hacer las cosas… O eso
me parece a mí al menos.
—Pero si sabe dónde está el oro, debería decírnoslo ahora, y…
—Y nosotros, seguramente, llegaríamos derrengados a la meta.
—¿A qué meta?
—Al oro, hombre.
—Mira, Hernán…
—Ya te lo explicaré luego, Pedrito. Ahora aprovechemos la ocasión y durmamos
media docena de horas de un tirón. Y aprende esta lección: el tuerto es rey en el país
de los ciegos. Pero siempre ve más una persona con dos ojos que un tuerto, por muy
rey que sea éste.
—¿Qué quiere decir todo ese… enredo?
—Que durmamos.

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Capítulo X
A las doce en punto, Brigitte Montfort se sentó rápidamente en la cama. Cicero alzó
la cabeza y enderezó las orejas, la miró y lanzó un debilísimo ladrido de felicidad.
—¿Verdad que han llamado, Cicero? —sonrió la espía.
Saltó de la cama, cogió al perrito en una mano y fue a la puerta de la suite.
—¿Quién es?
—Hernán.
Brigitte abrió la puerta, y Hernán y Pedro entraron en su cámara, bien peinados,
como buenos alumnos a la hora de empezar las clases.
—Son las doce —dijo Hernán.
—¿Y hace buen tiempo?
—Sí… Oh, sí, claro…
—Estupendo. Gracias por llamarme. ¿Algo más?
Los dos hombres se miraron.
—Bueno… Pensamos que debíamos estar dispuestos para trabajar.
—Ah… Por supuesto, por supuesto… ¿Cuánto tardarían ustedes en ponerse al
habla con don Belisario Cortés?
—Muy poco…
—Fantástico. Háganlo. Le dicen que ordene inmediata alerta en la costa nordeste
de Cayo Granada. Mmm… Esa alerta consistirá en lo siguiente: una docena de
lanchas de pesca, otras tantas balsas, veinte equipos de hombres rana, cuarenta
buceadores, que serán los mejores de que disponga; cincuenta recolectores de café
que se estarán desplazando a lo largo de la costa noroeste en camiones, o
automóviles, o lo que sea… Ah, y un ramo de rosas rojas. Pongamos… dos docenas
de rosas rojas.
Salvador y Pedro se quedaron con la boca abierta.
—¿Para qué todo eso?
—Para que todos nos divirtamos, Hernán. Hola, Pedrito.
—Hola —gruñó Pedro.
—Para usted también tengo un trabajo especial. Muy importante.
—¡Bien…! ¿Qué tengo que hacer?
—Supongo que recuerda el callejón en una de cuyas casas encontraron muerto a
su compañero Juan Osorio.
—¡Claro!
—Bueno. Pues vaya allá y registre aquella casa. Llévese una pala, un pico, una
azada… Quiero que llegue hasta el último rincón de esa casa donde encontraron
muerto a Juan Osorio.
—Sí, bueno, pero… ¿qué es lo que buscaré allí?
—No lo sé. Usted busque; y eso es todo.
—Lo que usted quiere es quitarnos de en medio —farfulló Pedro.

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—¡Pero qué listo es usted, muchacho…! —rió Brigitte—. ¿Cómo ha podido
adivinarlo?
—¡No pienso ir allá como un tonto y pasarme el día manejando un pico y una
pala…! ¿Me está oyendo? Brigitte se encaminaba al dormitorio y los dos la siguieron.
Ella abrió el armario, sacó de allí el maletín rojo y de él un paquete de cigarrillos.
Tocó uno de ellos, que se alzó. Inmediatamente se oyó una voz, que brotaba
precisamente del paquete de cigarrillos:
—Usted dijo que nos llamaría a la una.
—Buenos días, Simón —sonrió la divina—. ¿Todo bien?
—Todo bien.
—¿Dónde está usted ahora?
—Ocupando la posición que convinimos anoche… Esta madrugada, mejor dicho.
¿Cuándo piensa venir?
—Inmediatamente. Corto.
Bajó el cigarrillo que había aparecido impulsado hacia arriba y tendió el
sorprendente paquete a Hernán, que lo tomó un poco vacilante.
—Es una radio de bolsillo —explicó Baby—. La llevará usted, Hernán. Si todo
discurre normalmente, olvídese de que tiene esta radio. Pero si ocurre algo muy
especial, apriete este cigarrillo… Lo verá sobresalir del paquete. Entonces, diga lo
que sea. Si, por el contrario, usted oye un ligero zumbido en su bolsillo y nota una
pequeñísima vibración en el paquete, sáquelo y apriete también el cigarrillo. Entonces
diga: «Soy Hernán. ¿Qué pasa?». ¿Lo ha entendido?
—Sí. Tenemos unos cuantos técnicos encargados de…
—No importa eso ahora. Y no fastidie a sus técnicos con la «invención» de estos
aparatos: en Estados Unidos puede adquirir los que quiera a precios módicos, entre
cien y trescientos dólares. Depende de su calidad, y, sobre todo, de su alcance.
—Supongo que éste tiene un alcance de unas dos millas…
—Pongamos cincuenta —rió Brigitte—. Oh, vamos, Hernán, no perdamos el
tiempo en cosas tan rutinarias… y pasadas de moda. Ahora vayan los dos a hacer su
trabajo. El que acabe primero, irá en busca del otro. A partir de entonces sólo tendrán
que esperar a que yo los llame. Hasta ese momento permanecerán lejos de mí. Quiero
que esto quede bien claro, Hernán.
—De acuerdo. Iré a llamar a don Belisario…
—Dígale también que dentro de un par de días podremos empezar a recuperar el
oro. Como ya observé que don Belisario tiene muy buenos nervios, no creo que nadie
note la gran alegría que recibirá. Y ahora, queridos, adiós.
—Le he traído esto —Hernán Salvador le tendió los dos micrófonos que ella
había instalado en su cámara—. No creo que le sirvan ya de gran cosa.
—Oh… ¿De modo que los encontró, al fin?
—Eso parece. ¿Los quiere?
—Sí, sí… A veces —sonrió burlonamente—, hasta resultan útiles. Hasta la vista,

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caballeros.
Los dos salieron de la cámara. Brigitte se duchó, se vistió, guardó el pijama en la
maleta, metió a Cicero en el maletín y salió de la cámara. Abajo, ya en la conserjería,
pidió la cuenta y solicitó que un botones bajase su maleta y buscase un taxi. Cuando
hubo pagado la cuenta, el taxi ya la estaba esperando. Era negro, y sus ojos se
desorbitaron simpáticamente al ver a la hermosísima pasajera.
—Etienne’s —sonrió Brigitte.

* * *

Etienne’s era, sin duda, el mejor hotel de Portau-Prince… Tenía un gran jardín en su
parte delantera, con muchas palmeras, grandes trozos de césped, enormes flores
tropicales, y dos piscinas a la derecha de la entrada. Constaba de tres pisos,
completamente rodeados por sendos balcones no muy anchos, pero llenos de plantas
y flores de todas clases. Las persianas eran verdes, o amarillas, de caña; el tejado
formaba dos vertientes de pizarra gris, casi negra. La entrada estaba en un gran
porche con altas columnas blancas, al que se llegaba tras subir media docena de
escalones blanquísimos. Una vez allí, a la izquierda podían verse las pistas de tenis…
—Madame?
Un conserje negro, altísimo, ancho de espaldas, joven, con una sonrisa tan blanca
como las columnas, se inclinó ante Brigitte tras abrir la puerta del taxi. Luego hizo
una seña, y un botones, también negro, corrió hacia el taxi para hacerse cargo de la
maleta… La cosa cambiaba mucho con respecto al hotel Bayou, indudablemente.
Todo era más grande, más limpio, más silencioso, había piscinas, tenis…
El encargado de la recepción era un hombre blanco, de cabellos negrísimos y
mirada acogedora. Se quedó como hipnotizado mirando a Brigitte, y ésta, sonriendo,
alzó una manita, agitando los finos deditos.
—Bon jour —cantó.
El recepcionista sonrió, hizo una inclinación de cabeza, y luego volvió a sonreír.
—Bon jour, madame…
—Una suite. La mejor. ¿Es posible? Llegué ayer a Port-au-Prince, pero me temo
que me engañaron… Me enviaron al hotel Bayou, y… Bueno, ya estoy aquí.
—¿Norteamericana?
—Así es. Espero que no le moleste.
—No, no…
Brigitte entregó su pasaporte y el hombre sacó el libro de registros, colocándolo
ante ella. La espía esperó a que le ofreciese la página, buscó el apartado de la firma, y
mientras la estampaba, muy lentamente, su mirada subía hacia los demás nombres,
buscando la suite 114 C… Y la encontró. Dominó muy bien su sorpresa al ver que el
huésped de aquella suite no se llamaba precisamente Ceferino Paredes, sino Ronald
Hunter, ciudadano británico procedente de las Bahamas. Con una simpática

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desfachatez, llena de naturalidad, volvió la hoja, ante la expectante mirada del
recepcionista… Allá estaba de nuevo la suite 114 C, ocupada anteriormente por un
norteamericano llamado Sam Travis, de Los Angeles… La fecha de su marcha era de
tres días atrás. Volvió la hoja de nuevo, y comprobó que, exactamente, la firma del
llamado Ronald Hunter, el ciudadano británico procedente de las Bahamas, era
también de aquella fecha. Por lo tanto, ni rastro de Ceferino Paredes en el hotel
Etienne’s… Por lo menos en la suite 114 C. De donde podía desprenderse que
Abelardo Carranza, en efecto, había delirado…
Como consecuencia, en un segundo, todos los planes, proyectos y disposiciones
de la agente de la CIA sufrieron un fuerte golpe, que estuvo a punto de derrumbarlos.
¿Y bien? ¿Qué hacía ella ahora en el Etienne’s sabiendo que el tal Ceferino
Paredes no aparecía por ninguna parte?
De pronto sonrió, cerró el libro y miró al estupefacto recepcionista.
—Violá —musitó.
El hombre entregó la llave al botones que se había hecho cargo de la maleta de
Brigitte y efectuó una nueva reverencia, señalando hacia las escaleras. No había
ascensor, porque no valía la pena por tres pisos y porque el Etienne’s no era el hotel
más moderno de Puerto Príncipe, sino el más señorial, antiguo y tradicional. La suite
asignada a Brigitte era la 124 C, en el tercer piso. Apenas entrar en ella, comprendió
que, efectivamente, el Etienne’s era un hotel confortable dentro de su venerable
antigüedad: amplias estancias, balcón al mar, alfombras de paja teñida, macetas,
dormitorio de color rosa, cuarto de baño moderno… Había ventiladores en el techo,
pero estaba bien claro que sólo funcionaban bajo el capricho del cliente, puesto que la
refrigeración corría a cargo de una instalación eléctrica central… El botones la había
estado esperando en la entrada de la suite, un poco desconcertado, mientras ella
efectuaba el rápido recorrido. Le dio cinco dólares americanos, y el muchacho salió
poco menos que bailando.
Brigitte miró por las ventanas laterales, hacia las piscinas y las pistas de tenis. Así
era la vida: mientras en Nueva York casi se notaba ya la nieve, en Port-au-Prince la
gente se bañaba, tomaba el sol y jugaba al tenis.
Miró su relojito. Las doce y cincuenta y ocho minutos. Okay. Se sentó, sacó a
Cicero del maletín y lo dejó en el suelo, empujándolo hacia el balcón.
—Ve a tomar el sol, renacuajo… Dentro de una semana estarás de regreso en
Nueva York.
—¡Guau!
El tímido perrillo se quedó delante de la espía, temblando al compás de su cola,
que se agitaba alegremente.
—Me pregunto por qué te he traído… Oh, bueno, me pareció que éste iba a ser un
viaje pacífico… La una. Hizo funcionar la radio de bolsillo.
—¿Simón?
—Hola. La hemos visto llegar. ¿Ya está instalada?

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—Sí. ¿Cómo está Abelardo Carranza?
—Muy bien. Es un tipo fuerte.
—¿Ha recobrado el conocimiento?
—Casi.
—Espero que Simón III lo cuide bien… Así le podremos preguntar de dónde sacó
el nombre de Ceferino Paredes. No está inscrito en este hotel. Y, además, por lo que
me han contado, el tal Paredes no se parecía en nada al hombre que yo vi anoche
matando a los dos buceadores. Y, para complicar más el asunto, resulta que el tal
Paredes murió hace tres meses.
—¡Sopla!
—Calma, Simón. Todavía no hemos investigado al huésped de la suite ciento
catorce C. Es un inglés llamado Ronald Hunter, procedente de las Bahamas…
—¡Pues estamos listos…!
—Además, por lo que sé, Ceferino Paredes no se parecía en nada al hombre que
yo vi anoche en la lancha, o sea, el que mató a los dos buceadores.
—Todo esto es muy gracioso. Dígame una cosa: ¿por qué me llamó a las doce?
—Hernán Salvador y Pedro están trabajando ahora bajo nuestras disposiciones.
Les obsequié con una radio de bolsillo…
—¡Pero qué demonios está usted haciendo con…!
—Es posible que en algún momento hagan una llamada. Estaremos muy atentos.
—Baby, su modo de trabajar…
—Ya sé, ya sé… Generalmente, no le gusta a una buena parte de… del público.
Pero siempre salen ganando quienes lo merecen. Voy a cortar, Simón. Quisiera darme
una vuelta por el hotel. A lo mejor Ceferino Paredes está por aquí con otro nombre.
—Claro, claro… Y, además, con una sábana blanca sobre la cabeza y arrastrando
cadenas. ¿No dice que ese hombre murió?
—Pues eso dicen unos… Pero Carranza lo mencionó. ¿No cree que debemos
interesarnos por esa… discrepancia? Ah, Simón: nuestra conversación, naturalmente,
está siendo escuchada por Hernán Salvador y Pedro. Por lo menos, por el primero. Se
lo recuerdo a fin de que no sea usted indiscreto en las conversaciones.
—Entiendo… ¿Cómo le va, señor Salvador?
—Bien —se oyó el gruñido de Hernán. Brigitte se echó a reír.
—Quería preguntarle algo, Hernán: ¿quién o qué era Ceferino Paredes en Cayo
Granada? ¿Otro… economista?
—Era el jefe de nuestra Policía, que vigilaba el transporte de las reservas.
—Oh… Un personaje. ¿Era listo?
—Desde luego.
—¿Mucho?
—Más bien sí: mucho.
—Pues nada más a todos. Han escuchado ustedes la emisión simpática de la una.
Hasta una próxima emisión…, ¡feliz almuerzo a todos!

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Guardó la radio, miró a Cícero, y le guiñó un ojo.
—Te vas a quedar aquí, cariñín. Yo voy a almorzar… Y si veo oportunidad,
pues… haré alguna cosilla más. Aunque… quizá sería conveniente un poco de
emoción antes del almuerzo… Sí, eso es precisamente lo que me conviene. Hasta
luego, amorcito.
Lo primero que hizo fue bajar al bar del hotel, donde tomó un aperitivo, con la
más inocente y cándida de sus actuaciones, sin mirar a nadie, aparentando una
timidez que jamás había sentido. Después del aperitivo, y sin haber conseguido ver al
hombre de la barbita por ningún lado, decidió que, puesto que era llegada la hora del
almuerzo, y todos debían dedicarse a ello, podía dedicarse a un registro a fondo, pero
siempre elegantemente discreto, de la suite 114 C. Había que convencerse muy bien
antes de abandonar una pista…
Abandonó el bar, subió al segundo piso, buscó la puerta 114 C, y metió la llave de
su propia suite en la cerradura.
Unos pocos segundos bastaron a Brigitte para hacerle comprender que podría
abrir la puerta sin necesidad de ganzúas, que, por cierto, no llevaba, ya que, en
diversas ocasiones había comprobado que las distintas llaves de un hotel pueden abrir
más de una de las puertas de éste.
Sólo tuvo que bajar el llavín un poco, apretar hacia la derecha y luego hacerlo
girar. Se oyó el suave crujido de la cerradura, y la puerta quedó abierta. La empujó un
poco, y por la abertura sólo vio una leve penumbra; las persianas debían de estar
echadas…
No se oía nada en el interior de la suite.
No muy convencida, sin embargo, Brigitte acabó de abrir la puerta, la empujó
hacia atrás… Todavía no había llegado a cerrarse cuando una mano grande y fuerte
cayó sobre su boca. Y casi simultáneamente otra mano golpeó con fuerza sus riñones.
Un golpe bien calculado, medido: el golpe que podía dejar sin aliento, casi
desvanecida, a cualquier persona normal. Brigitte Montfort era absolutamente
normal…, menos cuando se sentía atacada. Y si el ataque procedía de su espalda y le
tapaban la boca, el golpe en los riñones era algo que debía esperar. Por un motivo
clarísimo: si querían matarla, no era necesario taparle la boca con una mano; si no
querían matarla, tenían que hacerlo, y, al mismo tiempo, golpearla en el sitio más
desamparado en aquel momento, justamente el que, a la vez, producía una anulación
más completa, por el agudo dolor, la pérdida del resuello…
Por eso, cuando el golpe llegó a sus riñones, la espía internacional lo estaba
esperando instintivamente. E instintivamente también su cintura se tensó, quedó
rígida, de tal modo que el golpe resonó con fuerza sorprendente, como dado sobre
madera… Por supuesto, causó muy buena parte de sus efectos en la espía, pero no
tanto como había esperado el agresor, que lanzó un ronco gemido cuando el codo
derecho de la supuesta fácil víctima se clavó duramente en su estómago.
Fue un instante de vacilación por parte del desconocido atacante. Sólo un

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instante, pero Brigitte había salvado su vida muchas veces aprovechando fracciones
de segundo. Pasó la mano derecha por entre el brazo del mismo lado de su enemigo y
su rostro, giró hacia la izquierda y se apartó, tomando aire y volviéndose al mismo
tiempo. Vio la sombra y lanzó su mano derecha de nuevo, horizontalmente, hacia la
garganta. El hombre dio justo a tiempo un paso atrás, y las lacadas uñas de la espía
rozaron apenas la garganta, bajo la barbilla. Al mismo tiempo, el hombre lanzaba un
manotazo que dio de lleno en el busto de Brigitte cuando ésta apartó la cabeza hacia
atrás. El golpetazo fue tan fuerte, que salió lanzada hacia la derecha, hacia la pared.
Rebotó contra ésta, quiso esquivar el siguiente golpe, y, al inclinarse, recibió un
rodillazo en el vientre, casi alcanzando de nuevo su pecho; un puñetazo en un lado
del cuello la tiró de nuevo contra la pared…

* * *

—¿Está usted bien?


Había abierto los ojos, pero los volvió a cerrar rápidamente… Oía muy bien lo
que sucedía a su alrededor. Había gente afuera, en el pasillo, comentando
excitadamente lo ocurrido… Es decir, el hecho puro y simple de que una mujer había
sido encontrada sin conocimiento en una suite que no era la suya…
Abrió de nuevo los ojos. Ante ella, arrodillado, había un hombre de unos cuarenta
años, de cabellos rubios y ojos oscuros. Estaba no poco despeinado y sudoroso.
Brigitte vio sus piernas; luego, los pantalones, blancos, cortos; y el jersey del mismo
color, con una raya roja en el cuello… En el suelo había una raqueta.
—¿Está bien, señorita?
—Sí… Sí, gracias…
El hombre sonrió. Era agradable, atlético. Se puso en pie y cerró la puerta de la
suite casi con rudeza, dejando decepcionados a los demás huéspedes que
murmuraban en el pasillo. En la suite quedaron solamente Brigitte, el tenista y otros
dos hombres. Uno de éstos se apresuró a ayudar a Brigitte a ponerse en pie,
colaborando con el tenista de los cabellos rubios.
—Soy el director del Etienne’s, señorita… Él es mi ayudante —señaló al otro—.
Como comprenderá, hemos acudido inmediatamente a la llamada del señor Hunter,
y…
—Dejémoslo —sonrió el tenista rubio—. Salta a la vista que mi primera
suposición está muy lejos de la realidad, señores.
—Pero la señorita Montfort está en una suite que no es la suya, señor Hunter…
—Es la mía, lo sé muy bien. ¿Y qué?
—Ella debería… explicar eso.
—Estoy seguro de que lo hará con todo detalle. ¿No es cierto, señorita…? Creo
que ha dicho usted Montfort, ¿no es así, señor Vicher?
—Sí… Sí, sí… ¿Necesita ayuda de alguna clase, señorita Montfort?

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—Pues sí —intentó sonreír Brigitte—. Agradecería un poco de silencio. El tenista
rubio sonrió y señaló la puerta a los otros dos hombres.
—Hasta luego, caballeros.
—Pero la explicación…
—Temo… temo que no podría darles ninguna —musitó Brigitte—. Vine a mi
suite, entré, y alguien me golpeó… Es todo lo que sé.
—Ésta no es su suite, señorita Montfort. Usted llegó poco después de mediodía y
se le asignó la ciento veinticuatro C.
—¿Y no es ésta?
—Ésta es la ciento catorce C, y hace tres días que está ocupada por el señor
Hunter. Éste había recogido del suelo la llave de Brigitte y la tendió hacia ella,
sonriendo.
—Ronald Hunter —se presentó—. Espero tener el placer de serle útil en algo. En
cuanto a su error, es muy comprensible; apenas hacía una hora que había llegado, se
equivocó de piso, vio el ciento catorce C, y, convencida de que ésta era su suite,
entró… Estoy seguro de que su llave irá bien a la cerradura de mi suite… ¿Quiere
probarlo, señor Vicher?
El director del Etienne’s tomó la llave y la tendió al otro hombre, el cual, ante la
expectación de los otros tres personajes, empezó a hurgar en la cerradura con el
llavín…
A los pocos segundos se oía un suave «clic» y el pestillo cedía…
El señor Vicher carraspeó cuando el otro hombre le tendió la llave con gesto
aprobativo. A su vez la entregó a Brigitte, musitando:
—Lamentamos lo sucedido; naturalmente, avisaremos a la Policía para que…
—¿A la Policía? ¿Por qué?
—Bueno… Usted ha sido golpeada, alguien entró en la suite del señor Hunter…
—Señor Vicher —casi rió Ronald Hunter—, usted se ve muy preocupado por eso
de avisar a la Policía. Me parece que no le interesa demasiado esa clase de
propaganda para el hotel.
—Ejem… Comprenda, señor… Este es el Etienne’s, y nunca había ocurrido un
incidente tan… molesto.
—Voy a proponerle algo en lo que, estoy seguro, estará de acuerdo la señorita
Montfort: nosotros olvidamos lo sucedido, no se avisa a la Policía, y esta noche nos
obsequia usted con una botella de vino español. ¿Sí?
—Por mí, sí —sonrió Brigitte.
—Bien… —Vicher no podía ocultar su alivio—. Ejem… Creo que tenemos unos
buenos vinos en la bodega, señor Hunter. Me aseguraré de que esté en su grado
exacto.
—Magnífico. Y como todo está arreglado, me parecería muy buena idea que
ustedes volvieran a sus ocupaciones habituales, mientras yo procuro parecerle
simpático a nuestra señorita Montfort… All right?

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Los dos haitianos sonrieron y abandonaron la suite. Ronald Hunter cerró la puerta
tras ellos, miró a Brigitte, y soltó un bufido.
—Son un poco pesados, ¿no es cierto?
—Es cierto —sonrió Brigitte—. Pero usted, señor Hunter, parece capaz de
convencer a un león hambriento para que no lo devore.
—Es una faceta de mi carácter solamente —rió Hunter—. ¿Puedo ofrecerle un
Martini?
—¿Aquí?
—Tengo algunas botellas en el mueble-bar… Usted, como sólo hace una hora que
ha llegado, no ha podido darse cuenta de que todo funciona magníficamente en el
Etienne’s… ¿Martini?
—Tomé antes un aperitivo.
—Oh… Entiendo que ya ha almorzado, entonces.
—No…
—¿No? Bueno, no entiendo… Toma un aperitivo, no almuerza, y en cambio sube
a su suite…
—Quería recoger a mi perrito.
—Oh… Bien, esto es magnífico.
—¿El qué?
—Que no haya almorzado. Yo tampoco lo he hecho. Brigitte se quedó mirando
sonriendo al rubio británico.
—¿Me está invitando a almorzar, señor Hunter?
—Sería una buena idea que lo hiciésemos juntos, ¿no cree? Así, podría contarme
su gran aventura.
—¿Qué aventura?
—Pues la de ahora… ¿Acaso no se ha equivocado de suite y la han golpeado…?
¿No le parece emocionante?
—¿Se está burlando de mí, señor Hunter?
—¡Por supuesto que no!
—Se lo agradezco entonces. Pero, la verdad, todo esto no me parece en absoluto
emocionante. Soy periodista, he viajado por todo el mundo, y le aseguro que el
conocimiento de que también en el Etienne’s hay advenedizos que se hospedan sólo
para robar no me ha sorprendido demasiado. Un ladrón sorprendido, y esto es todo.
Ronald Hunter hizo un simpático gesto de impotencia.
—Bien… Por desgracia para mí, parece que una mujer de mundo como usted no
precisa mi consuelo. Me habría agradado mucho ofrecérselo, tranquilizarla…
Además, las mujeres, cuando tienen algo que contar, se sienten más importantes.
—Me fascina usted, señor Hunter… ¡Qué gran psicología!
—Creo que he sido un poco tonto, pero está justificado: cualquier hombre haría lo
que fuese con tal de retenerla a su lado.
Brigitte Montfort parpadeó lentamente, como quien está recibiendo la sorpresa de

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un grato hallazgo. En sus azules ojos apareció un mayor interés por el rubio británico.
—Es usted muy galante, señor Hunter —musitó quedamente.
—¿Quizá merezco como premio que almorcemos juntos?
Ella sonrió de aquel modo tan dulce, tan tierno, tan infantil y tan prometedor a la
vez.
—¿Por qué no?
—¡Espléndido! Emmm… Bueno, temo que mi indumentaria no es la más
adecuada para almorzar con una bella dama en un lugar como el comedor de
Etienne’s… ¿Cuánto tiempo me concede para cambiarme?
—Iré a buscar mi perrito… ¿Lo espero dentro de diez minutos en el comedor,
señor Hunter?
Ronald Hunter se acercó a Brigitte, la tomó de un brazo y la llevó hacia la puerta.
Allí, alzó una mano de la espía y la besó rendidamente.
—No tardaré ni un segundo más de esos diez minutos.

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Capítulo XI
—¿He sido puntual?
Brigitte miró su relojito. Luego, de nuevo al apuesto Ronald Hunter,
impecablemente vestido, afeitado, sonriente. No cabía duda de que era un hombre de
gran rapidez de movimientos: ducharse, afeitarse y vestirse en diez minutos no era
cosa tan fácil.
—Muy puntual, señor Hunter. Por favor, siéntese.
El británico se sentó delante de ella, al otro lado de la mesita redonda. Se quedó
mirando con amabilidad un tanto burlona al personaje que, desde la otra silla, lo
miraba con la cabecita ladeada, como si lo vigilase estrechamente.
—Parece un chihuahua, ¿no? —sonrió.
—De la mismísima Chihuahua —asintió Brigitte—. Regalo de un amigo que
estuvo allá… ¿No es precioso, señor Hunter?
—Es encantador —rió el inglés—. Y usted será aún más encantadora que hasta
ahora si me llama Ronald a secas.
—Por supuesto. Me he permitido encargar el almuerzo para los dos… Espero que
mi elección del menú le resulte satisfactoria.
—Estoy seguro de ello. Mmm… Dígame, Brigitte: ¿tengo aspecto de millonario?
—Pues…, más bien sí —rió la espía—. ¿Por qué?
—Por lo del hombre que había en mi suite. Supongo que buscaba dinero… Yo
estaba convencido de que no parecía demasiado millonario, pero es evidente que
estaba equivocado.
—Así es… ¿Le han robado algo?
—No, no… Usted no les dio tiempo… ¿Era uno solo?
—Yo sólo vi a uno. Es decir, ni siquiera lo vi bien… Me taparon la boca, y me
asusté tanto que pude escapar unos pasos… Cuando iba a gritar, me pegaron en el
estómago y en la cara. Es todo lo que sé… Y respecto al hombre… Bueno, me
pareció alto y esbelto… Sólo eso. Las persianas estaban cerradas, había poca luz…
—Tan poca, que tropecé con usted al entrar. Bien, ¿qué le parece si olvidamos el
incidente? O, mejor dicho, vamos a recordarlo con agrado, ya que gracias a él nos
hemos conocido.
Brigitte asintió con la cabeza, sonriendo. En ningún momento había patentizado
el interés que sentía por la pareja de jóvenes que estaban en la mesa del rincón. Ella
era una morena con lentes, bien vestida; y eso era todo lo que podía saber de ella,
debido a que estaba de espaldas. El hombre estaba de frente a Brigitte, de modo que
podía verlo perfectamente. Era tan guapo, que casi resultaba absurdo. Debía de tener
treinta años, era atlético, elegante… Muy negros los ojos, cuya mirada era
acariciante, amable… Pestañas largas, boca varonil, con un rictus entre travieso y
simpático. Mandíbula recia, con una pequeña hendidura en el centro. Los cabellos
también muy negros, rizados, quizás un poco largos… Absurdamente guapo, sano y

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simpático.
Pero lo que de ellos llamaba su atención a la espía era que, en cuatro ocasiones
ya, el guapísimo individuo había mirado hacia ellos dos, y había comentado algo.
Luego, tenía la impresión de que la mujer morena con lentes estaba realizando un
esfuerzo por permanecer de espaldas al centro del comedor en todo momento… Claro
que podía estar equivocada…
—Lo recordaría con más agrado si no me hubiesen golpeado.
—Oh, por supuesto… He sido un bruto. Y… espero que se encuentre bien,
Brigitte.
—Sí, sí. Me agrada su interés, Ronald, pero le aseguro que estoy perfectamente.
Un poco dolorida, claro.
—Demonios… Me gustaría encontrarme con el tipo que le hizo eso a usted…
—¿Lo olvidamos todo o no?
Hunter asintió con la cabeza, sonriendo. En aquel momento llegaba el camarero
con la bandeja, acompañado del maître, que vigiló el servicio atentamente, sonriendo
a Brigitte y aprobando sus gustos y sus indicaciones…

* * *

Estaban tomando el café en el salón que daba a las piscinas, conversando ambos con
mucha amenidad. Brigitte había dejado el bolsito en otro sillón, con Cicero dentro.
De cuando en cuando alargaba una mano y rascaba suavemente una oreja del
animalito, que gemía de placer y se quedaba estático.
Pero, a pesar de la amena charla, Brigitte continuaba pensando en la joven pareja
compuesta por la muchacha morena y el hombre absurdamente guapo. Los dos
habían terminado su almuerzo con anterioridad a Ronald Hunter y ella; sin embargo,
habían esperado a que ellos fuesen al salón con vistas a las piscinas para levantarse. Y
luego no habían ido a ese mismo salón a tomar café, sino al otro, al de las pistas de
tenis.
Bien… Eso era una suposición simplemente. Quizá ni siquiera tomaban café…
—De todos modos —decía Hunter—, no creo que la cosa sea seria. Un
descubrimiento científico en el espacio… ¿Qué le ocurre?
Brigitte había desviado su atención de pronto hacia Cicero; el animalito había
lanzado un ladrido muy quedo, y miraba fijamente a Brigitte, con aquel modo suyo
de ladear la cabeza.
—No sé —Brigitte lo acarició—. ¿Algo no va bien, cariñín? El chihuahua ladró
de nuevo, un poco más fuerte.
—Parece inquieto —observó Hunter.
—Tiene sus motivos —casi rió Brigitte—. Temo que Cicero y yo tendremos que
retirarnos unos minutos, Ronald.
—Oh… Comprendo. Bueno, la espero aquí…

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—Quizá sería mejor que nos despidiésemos hasta… otra ocasión.
—¿Sin tomar un estupendo coñac francés que ya he pedido? —protestó el
británico.
—No quisiera perderme eso —sonrió la divina—. Pero tendrá que esperarme
unos minutos.
—Por supuesto.
Ronald Hunter se puso en pie al mismo tiempo que Brigitte. Ésta recogió el
bolsito con el chihuahua dentro, volvió a sonreír, y salió del salón. Subió a toda prisa
a su suite, entró, fue al dormitorio y cerró la puerta.
—Eres un encanto, amorcito —lo sacó del bolso y le dio un beso en la cabecita—.
Baby te quiere mucho, por guapo y por lo bien que aprendes las cosas.
Lo dejó en la cama, riendo, y sacó entonces la radio del bolsito. Admitió la
llamada.
—¿Hola?
—¿Por qué ha tardado tanto en contestar? —Gruñó Simón.
—Porque cuando Cicero me avisó de que la radio le estaba molestando con sus
vibraciones estaba… ocupada.
—¿El perro la avisó?
—He perdido algunas horas enseñándole pequeñas gracias de perrito simpático…
¿Qué le ocurre, Simón? Y recuerde que Hernán Salvador puede sentir interés por lo
que decimos y que está conectado con nosotros.
—Lo recuerdo. Bueno, hay noticias frescas. En realidad, usted podría regresar ya
a Cayo Granada si quisiera.
—Creo que no le entiendo.
—Las cosas se están aclarando mucho. En realidad, casi están ya completamente
definidas. ¿Recuerda que fue enviada aquí desde Cayo Granada debido a cierto
movimiento inusitado de… viajantes de comercio en Haití?
—Claro…
—Bien. Los motivos no son especialmente interesantes ni cosa que deba
preocuparnos. Simplemente, esos viajantes de comercio querían saber qué tal estaban
las cosas en Haití, porque se extendían ya rumores respecto a cierto movimiento
político que podía perjudicar sus intereses… comerciales.
—¿Quiere decir que ha sido una afluencia masiva, pero rutinaria, de «viajantes de
comercio»?
—Exactamente. Simple avidez de poseer información. Pero no hay ningún otro
motivo… delicado ni especial. Cada cual está trabajando por su lado, a fin de poseer
la máxima información. Eso, después de convencerse, igual que nosotros, de que no
se trataba de nada que pudiese afectar la buena marcha de los negocios de todos.
—Comprendo. ¿Nada que deba preocuparnos entonces?
—No más que de ordinario. Y para eso nos bastamos los agentes residentes en
Haití… Los agentes comerciales, naturalmente, quiero decir. Por lo tanto, mi jefe

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opina que usted podría regresar a Cayo Granada y proseguir allá su trabajo
periodístico.
—No diga tonterías, Simón. Yo celebro mucho que no me necesiten para nada
especialmente peligroso en Haití. Pero, ya que estoy aquí, seguiré hasta terminar. Las
opiniones de su jefe me importan muy poco, se lo aseguro. Además, fíjese en esto:
recibo la llamada, y gracias a ella viajo con Hernán Salvador, al cual he visto en la
Casa Verde conversando muy confidencialmente con el primer ministro
cayogranadino… Todo esto me da que pensar, y me voy adentrando en un asunto que
a mí me parece importante. De acuerdo: entro en él por casualidad. Pero no voy a
dejarlo ahora. De modo que dígale a su jefe que me desligo completamente de los
asuntos… comerciales en Haití. Eso lo dejo en manos de él. Que me olvide. Como si
no hubiera venido. Por mi parte, pienso seguir con el asunto de las reservas de oro.
—¿Sola?
—No. Usted y los otros dos seguirán conmigo hasta que yo lo decida.
—Mi jefe opina…
—Simón: llame a nuestra casa central y pregunte si usted debe obedecerme a mí o
a su jefe. Eso es todo. Cerró la radio, la guardó en el bolsillo y se quedó mirando
pensativamente a Cicero, que la miraba con aquella fijeza de adoración.
—Me alegro de que no me necesiten para otra cosa, queridito… Hay algo en todo
esto que me produce la impresión de muy complicado. En cambio, algunos instantes
tengo la impresión de que todo es simple, fácil de resolver… Será mejor que te
quedes aquí, bien dormidito, mientras voy a tomar coñac francés.
Le tiró un besito con un dedo y salió del dormitorio. Apareció de nuevo, recogió
el bolsito, vaciló unos segundos, y acabó asintiendo con la cabeza, como aprobando
la idea que había tenido. Bajó al vestíbulo y se dirigió a la entrada del salón que daba
a las pistas de tenis. A ambos lados de la entrada había dos palmeras enanas, en
tiestos de azulejos. Y a través de las palmas, tras mirar velozmente a todos lados, vio
a la pareja… Estaban tomando café. Claro que no tenía por qué extrañarse de que
hubiesen preferido aquel salón, pero, realmente, aquella idea que había tenido debía
ser puesta en práctica, satisfechas sus dudas.
Sacó la pluma estilográfica, convirtiéndola rápidamente en un pequeño pero
potente catalejo, que ocultó en la palma de la mano derecha. Luego simuló arreglarse
el flequillo. Y al bajar la mano, ésta se detuvo ante el ojo… El hombre absurdamente
guapo quedó en el objetivo, tan cerca, que parecía que podía tocarlo con la mano. Tan
nítido, que en su garganta, en línea ligeramente más baja que la barbilla, Brigitte vio
tres delgadísimos arañazos…, que muy bien podían haber sido hechos por las uñas de
sus dedos meñique, anular y corazón cuando su mano derecha, en sentido horizontal,
quiso golpear la garganta del desconocido visitante de la suite 114 C y sólo consiguió
rozarlo…
Se apartó de la palmera, guardó el utilísimo catalejo, convertido de nuevo en
pluma, y se volvió de pronto hacia el otro salón, con la actitud de quien comprende

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que se ha equivocado tras la sorpresa de no ver a la persona que buscaba en el primer
salón.
Apenas apareció en la puerta del otro, Ronald Hunter la vio, y le hizo señas a un
camarero, que se acercó con una bandeja en la que se veía la botella de coñac y dos
copas.
El británico se levantó al llegar ella y se sentó cuando lo hizo Brigitte, sonriendo.
—No he querido que lo sirviesen hasta que usted llegase. El aroma no debe
desperdiciarse.
—Buen gusto, Ronald.
—Gracias. Emmm… ¿Recuerda que esta noche estamos invitados a una botella
de vino español?
—Desde luego —rió Brigitte—. El pobre hombre quedó muy aliviado cuando
usted, tomándoselo a broma, dijo que prefería eso a que avisasen a la Policía…
—Yo me estaba preguntando si podríamos beber juntos esa botella, Brigitte.
—Pero no toda —susurró cálidamente la espía—. Tengo entendido que algunos
vinos españoles son muy propios de su país.
—¿Propios de su país? ¿Qué quiere decir?
—Pues que esos vinos, igual que los españoles, parecen inofensivos; son
transparentes a la luz, limpios, maravillosos… Pero hay que tratarlos bien, con
mesura, porque si no… ¡Pum!
Ronald Hunter se echó a reír. El camarero acabó de servir los dos coñacs y se
retiró, sonriendo contenidamente. En verdad que como aquella mujer no había visto
otra. ¡Qué ojos tan azules, tan grandes, tan…, tan…!
—Por nosotros —brindó Hunter.
—Y por Cicero, que ya debe de estar durmiendo.
De nuevo rió el británico. Bebió un sorbito, sin dejar de mirar a Brigitte, que se
había humedecido apenas los labios en el coñac, y parecía meditabunda, fruncido
graciosamente el ceño.
—Casi perfecto —dijo al fin.
—¿Casi?
—Bueno… Yo diría que con tres días más de reposo, este coñac estaría del todo
perfecto.
—¡Tres días más! —rió nuevamente Hunter—. ¡Nadie puede notar esa diferencia,
Brigitte!
—Yo sí —bromeó la espía—. Y hasta… Creo que alguien quiere hablar con
nosotros, Ronald. Con usted concretamente.
Hunter se volvió en el mismo momento en que el director del Etienne’s
carraspeaba tras él. Llegaba acompañado de un hombre alto y recio, muy tostado por
el sol.
—¿Desea algo, señor Vicher?
—Espero no molestarles, señor Hunter. Como usted me dijo aquello del yate…

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—Oh, sí. ¿Este caballero…?
El director del hotel lo presentó. Se llamaba Paul Gadonier, y era propietario de
un yate llamado La Papillon. Brigitte fue presentada por Hunter, que señaló el sillón
que antes había ocupado Cicero.
—Siéntese, señor Gadonier… ¿Coñac?
—No, gracias… Es pronto para mí. Casi nunca bebo. Esto… Señor Hunter, usted
quiere comprar un yate, ¿no es así?
—Sí.
—¿Cuánto está dispuesto a pagar?
—Lo que valga el yate. Ni un penique más… Pero tampoco menos. ¿Vende usted
el suyo, señor Gadonier?
—Así es. Matrícula de Puerto Príncipe, todos los papeles en orden, en muy buen
estado… Cincuenta mil dólares, señor Hunter. Supongo que le parecerá caro.
—Se lo diré cuando vea el yate. Si creo que los vale, el trato está hecho.
El haitiano alzó las cejas, agradablemente sorprendido.
—Magnífico… Estoy esperando de un día a otro la llegada de un yate nuevo,
construido en Estados Unidos; esos cincuenta mil dólares me solucionan buena parte
del pago. ¿Le parece bien que pase mañana a las ocho de la mañana? Lo llevaré al
yate, haremos un viaje corto…
—¿Por qué no esta tarde? Una tarde espléndida, buen sol, un hermoso mar… Me
gustaría verlo cuanto antes.
—Pues… Bueno, lo lamento de veras, pero he contraído anteriormente otros
compromisos para esta tarde que no puedo aplazar. Además, mis dos tripulantes están
ahora… divirtiéndose. Intentaré arreglarlo, pero temo…
—¿Hay inconveniente en que lo vea yo? —propuso Hunter.
—Desde luego que no. Pero me parecería descortés por mi parte no acompañarlo
y explicarle los detalles…
—Su descortesía queda perdonada —sonrió Hunter—. En cuanto a los detalles,
señor Gadonier, le aseguro que sabré verlos sin ayuda.
—Bien… De haber sabido que usted tenía tanta prisa…
—¿Prisa? Ninguna. Sólo impaciencia: no se compra uno un yate todos los días.
—Es cierto —sonrió el haitiano—. Bien, puedo enviarle las llaves dentro de
veinte minutos…
—De acuerdo. Y si el yate me gusta, lo llamaré esta noche, para que mañana
tenga preparados los documentos. Respecto al pago —sonrió—, le acompañaré a la
Banque Central, donde podrá usted retirar, con un talón de mi cuenta, sus cincuenta
mil dólares.
—Magnífico… Magnífico de veras, señor Hunter. Bien… Creo que ya les he
molestado suficiente… Iré a telefonear a casa para que un criado le traiga las llaves
—se puso en pie—. A sus pies, madame.
Estrechó la mano de Hunter y se alejó, acompañado de Vicher.

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—Es un caballero muy amable, ¿no es cierto? —comentó Hunter.
—Y usted un caballero muy adinerado —sonrió Brigitte—. No es fácil para
mucha gente gastarse cincuenta mil dólares en un yate.
—Usted misma dijo que tenía aspecto de millonario, ¿no?
—¡Lo dije! —rió Brigitte—. Y me alegra no haberme equivocado… Espero que
el yate sea de su agrado.
—No sé… Soy una persona muy indecisa. Verá lo que ocurre: si veo algo que a
primera vista me gusta, quisiera adquirirlo. Pero vacilo. ¿Será bueno o malo? ¿Será
conveniente o inconveniente? Además, no siempre mis gustos son los más acertados,
naturalmente. Por eso, siempre que puedo, me hago acompañar por otra persona, que
quizá tenga mejor gusto o criterio que yo. Por ejemplo, estoy seguro de que usted, si
viese el yate, sabría enseguida si vale la pena comprarlo o no…
—Ronald, ¿me está proponiendo que vaya con usted al yate?
—Jem… Bueno, un paseo por el mar azul no perjudica a nadie… Al contrario.
Luego se ven las aguas transparentes, las velas blancas de pequeñas embarcaciones
mar adentro, las gaviotas, los lomos de plata de los peces que saltan, el sol rojo, el…
—¡Basta! —rió Brigitte—. ¡Acepto!
Y alzó alegremente su copa de coñac francés.

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Capítulo XII
A primera vista, el yate La Papillon resultaba bonito, elegante: parecía que fuese muy
ligero. Naturalmente, precisaba una capa de pintura, pero eso era todo. Una vez
pintado quedaría convertido en una estupenda embarcación, en perfectas
condiciones…
—Al menos, eso parece —dijo Hunter—. Para estar seguros, nos haremos a la
mar.
—¿Nosotros solos?
—¿Teme algo?
—No… Pero quizás usted necesite ayuda para tripular el yate…
—Nada de eso. Si todo está en buenas condiciones, yo solo podré sacar el yate del
puerto y gobernarlo en el mar abierto. Y si hubiese dificultades, cuento con el marino
más estimulante del mundo.
—¿Se refiere a mí?
—¿A quién si no? —rió Hunter.
—Me gusta el mar, pero…
—No me diga que no sabría manejar esta maravillosa embarcación.
—En caso de apuro, quizá. Pero esperemos que nada ocurra durante la… travesía.
¿Salimos ya?
—Allá vamos.
Ronald Hunter se frotó alegremente las manos. Puso en marcha los motores,
esperó unos segundos, entornó los ojos… Apenas lo vio coger la rueda del timón,
Brigitte supo que Ronald Hunter no iba a necesitar ayuda de nadie para manejar la
hermosa nave de recreo. Sabía cómo hacerlo.
En pocos minutos el yate se apartó de los muelles, adquiriendo velocidad. Sus
motores funcionaban perfectamente, su estabilidad era magnífica, su andadura fácil,
ligera…
Brigitte miraba a lo lejos, hacia donde estaba la isla de Gonaves, partiendo en dos
canales la entrada al golfo. Por allá, en el fondo, yacían dos hombres norteamericanos
y una fortuna en lingotes de oro…
—¿No es hermosa la vida? —dijo alegremente Hunter.
—Sí… Muy hermosa… para algunos, Ronald.
—Para los afortunados. Para los que tienen dinero… Eso es lo que manda en el
mundo: dinero. ¿No lo cree así?
Se volvió hacia ella al cabo de unos segundos, porque Brigitte no contestaba.
Estuvo mirándola, tan bella con sus pantalones largos, blancos, sus zapatillas
deportivas, su jersey azul, su pañuelo en la cabeza y aquellos sorprendentes ojos más
azules que el mar y el cielo… Mientras esperaban las llaves que Paul Gadonier había
prometido enviar con un criado, los dos habían ido a cambiarse. Se habían encontrado
luego en el vestíbulo, se habían hecho llevar al muelle en un taxi…

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Y estaban en el yate, navegando. Un yate de cincuenta mil dólares, el mar ante
ellos, el cielo sobre ellos… Y la vida, según decía Ronald Hunter, era hermosa…
—¿No lo cree así? —repitió.
—¿Qué…?
—¡Que la vida es hermosa, siempre y cuando se tenga dinero! El dinero manda en
el mundo. ¡Es lo más importante!
Brigitte sonrió extrañamente.
—Por supuesto, Ronald…
—Todo se reduce a eso: tenga usted dinero y será importante, respetado, feliz…
Gozará de todo lo que el mundo puede ofrecer: viajes, bellezas, cultura, poder…
¡Todo! ¿Sí o no?
—No sé. Yo no tengo mucho dinero —mintió Brigitte.
—¿Qué haría si lo tuviese?
Brigitte recordó las muchas veces que había tenido grandes cantidades en sus
manos. Mucho más de cincuenta mil dólares… En varias ocasiones, con sólo una
mentira a la CIA, habría podido ser multimillonaria. Pero nunca mentía en provecho
propio. Si mentía a la CIA, aquellos cientos de miles de dólares, o millones, iban a
alguna institución benéfica… Siempre, a quien verdaderamente necesitase el dinero
para sobrevivir, para obtener de la vida un mínimo de felicidad, de sosiego…
—No sé… Supongo que lo mismo que usted: disfrutarlo.
—¡Buena idea! —rió Ronald.
El yate navegaba velozmente mar adentro. Tras él dejaba una blanca estela de
espuma; a su alrededor, el agua salpicaba, con tono azul, cristalino, y un poco rojo o
dorado del sol de la tarde; por encima pasaban algunas gaviotas…
—Pero no soy millonaria —sonrió levemente Brigitte—. Por lo tanto, ni tendré
yate, ni disfrutaré la vida tan plenamente como usted.
Era otra mentira. Una mentira enorme, fantástica, porque Brigitte Baby Montfort
había encontrado, ya hacía años, el modo de gozar de la vida: salirle al encuentro, ver
a las personas, estudiarlas, comprenderlas, saber quién merecía un poco, quién
merecía mucho, quién merecía morir… Y cuando lo sabía, daba a cada uno lo suyo.
Tenía amigos, dos profesiones a cuál más interesante, conocía el mundo, conocía a la
gente…
Conocía muy bien a la gente, a todas las personas con las cuales trataba
directamente, por poco tiempo que fuese. Y sabía…, supo en aquel mismo momento,
que Ronald Hunter no era persona que mereciese gran cosa. Tenía una vitalidad
egoísta, unas ansias arrolladoras de tomar todo lo que contiene la vida. No su parte
tan sólo, sino todo lo que hubiese en el mundo… Cerró los ojos, y se lo imaginó
disparando fríamente contra dos hombres rana que salían del fondo del mar después
de un duro trabajo; luego, disparando contra un hombre que salía a la playa, sin
armas…
—Siempre es posible disfrutar la vida tan plenamente como lo hacen otros,

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Brigitte.
—¿Qué?
—Que todos podemos tener lo que tienen otros. Sólo es cuestión de proponérselo.
—¿De veras? Bueno, supongamos que yo me propongo tener un yate como éste,
unos cuantos millones, algunas quintas en diversas partes del mundo, media docena
de automóviles… ¿Qué debería hacer?
El yate estaba ya lejos del puerto, sobre las picudas olas rematadas de espuma
blanca y verde. Ronald Hunter paró los motores y la nave se deslizó silenciosamente,
rodeada de rumor de olas, de golpes de agua contra el casco. Se fue deteniendo
lentamente, hasta quedar flotando a la deriva…
Sólo entonces se volvió Ronald Hunter hacia la bella espía internacional, y sus
manos abarcaron lentamente la esbelta cintura femenina y atrajeron a la mujer…
—Brigitte —musitó—, ¿hasta dónde crees que llega tu belleza?
—¿Mi belleza? —susurró ella.
—Eres… como un sueño azul y dorado, todo a un tiempo… No puedo creer que
tú no sepas esto… Tienes que saber que eres increíblemente bella, hermosa, dulce…
Ella sonrió, y sus manitas se apoyaron en los antebrazos del rubio británico.
—Sé eso muy bien, Ronald… Me lo han dicho muchas veces. Demasiadas. Y
cada vez que me lo han dicho, han pedido luego algo que yo no estoy dispuesta a
conceder tan fácilmente.
—No te estoy pidiendo nada: te estoy ofreciendo…
—Ofreciendo…, ¿qué?
Hunter la atrajo más, acabó estrechándola contra su pecho. Estuvo unos segundos
mirando aquellos serenos ojos que a veces parecían de niña y a veces contenían una
extraña, desconcertante sabiduría de todo.
Se inclinó, acercando su boca a la de Brigitte. Ella aceptó el beso, simplemente.
Sus labios permanecieron inmóviles. No rígidos: solamente inmóviles y cálidos,
tiernos… Hunter pasó una mano hacia su espalda, para estrecharla más fuertemente,
y ella aceptó el cambio del abrazo. Cuando Hunter dejó de besarla, lo esperaba todo
menos ver en los dulces labios aquella sonrisa entre tolerante y decepcionada.
Y tampoco esperaba oír estas palabras:
—Volvamos a tierra, Ronald.
—¿Volver?
—Ése es mi deseo.
—Yo… no he querido ofenderte. No, no… Sólo deseaba besarte.
—Y lo has hecho. Deseas algo, lo tomas, y eso es todo. No preguntas si te lo
quieren dar: tú lo tomas.
—Espera… No volvamos todavía. —Sus manos se deslizaron por los finos brazos
femeninos, lentamente—. Quiero estar contigo, quiero hablarte… No me niegues eso,
Brigitte.
—¿Por qué no?

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—No sé… No sólo pido o tomo, sino que también puedo dar… Brigitte lo miró
irónicamente.
—¿Dar? ¿O pagar? Porque te advierto que yo te costaría mucho más cara que este
yate. Creo… creo que no sabes valorar muy bien las cosas, Ronald, en efecto.
Necesitas… alguien que te oriente, que te diga lo que está en venta y lo que no… Y
cuando hay algo en venta, precisas de alguien que tase ese… objeto. Oh, por
supuesto, este yate vale muy bien cincuenta mil dólares. Te aconsejo que lo compres.
—Cincuenta mil dólares no son nada para mí.
—Pues… te envidio. Pero, aunque en vez de cincuenta mil dólares tuvieses cinco
millones de dólares…
—Cincuenta.
—Cincuenta…, ¿qué?
—Cincuenta millones de dólares.
—¿Tienes cincuenta millones de dólares?
—¿Te interesa el tema?
—Me asombra. Jamás conocí a nadie que pudiese manejar tanto dinero —mintió
la espía—. Debe de ser… fascinante.
—Estoy seguro de que el dueño del yate nos mintió.
—¿En qué?
—Quizá sea cierto que él beba muy poco… No sé. Pero apuesto a que abajo
tenemos algo para beber nosotros. No será coñac francés, pero algo habrá… ¿Quieres
una copa?
—¿Quieres que bajemos a las cabinas?
—Eso pido.
Brigitte se desasió de los brazos de Hunter, se dirigió a la entrada de los
camarotes en silencio y empezó a bajar las escaleras de madera y metal. Abajo, lo
primero que se encontraba era un living de tonalidades verdes y rojas, un poco
horrible para su gusto, pero confortable. Había una mesita, un diván corrido junto a
los tragaluces laterales, sillas… Un gran mueble a la izquierda. Ella fue hacia el diván
y se sentó. Hunter, bajando tras ella, fue directamente a aquel mueble y lo abrió.
Efectivamente, allá había algunas botellas. Cogió una y se volvió.
—Ron. No podía ser de otro modo… Y ni siquiera tenemos hielo.
—No importa.
Hunter se movía con gran seguridad por el livingyacht. Bien mirado, su estatura
no era muy elevada, sus cabellos demasiado rubios, en cambio… Y por contraste, sus
ojos eran muy oscuros. Luego estaba el vello de sus brazos. Era negro, espeso, recio.
Muy varonil, pero bastante en desacuerdo con los rubios cabellos…
—¿Estás pensando algo?
—No…
—¿Ni siquiera en mi oferta?
—¿Cuál oferta?

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Él le sirvió un vasito de ron, ella lo paladeó y frunció el ceño, con cierto
desagrado.
—Cincuenta millones de dólares.
—Ah… Bien, esa cantidad es tuya, no mía. ¿Por qué tendría que pensar en ella?
—Podrían ser tuyos… Y míos. De los dos. ¿Alguna vez has tenido un collar de
brillantes de cien mil dólares?
—No —mintió de nuevo Brigitte.
—¿Lo quieres?
—Ronald, eres decepcionantemente vulgar. Voy a decirte más aún: no creo que
tengas cincuenta millones de dólares, naturalmente. Es más: me pregunto si en verdad
vas a poder pagar los cincuenta mil dólares que vale este yate.
—¿No crees que tenga ese dinero?
—Claro que no.
—Supongamos… Supongamos que te convenzo.
—Inténtalo al menos —rió ella.
—Supongamos que lo consigo, ¿te quedarías conmigo?
—¿Matrimonio?
—¡No! Sólo quedarte conmigo… una temporada. No sé cuánto tiempo. Pero creo
que sería mucho, porque… porque jamás he conocido una mujer de tu… calidad, de
tu clase…
—Sin embargo, tú quieres tenerme como un juguete hasta que te canses. Ronald,
soy periodista, vivo bien, viajo, conozco el mundo, la gente… No me estás asustando
con tus proposiciones, entiéndelo… Sólo me fastidias. Preferiría que fueses sincero al
menos. Yo comprendo que un hombre se enamore de mí… ¡Ha ocurrido tantas
veces…! Pero no me gustan las mentiras tontas. No me gusta que me consideren tan
poco inteligente como para creer que pueden engañarme con unas cuantas palabras y
una cifra absurda: cincuenta millones de dólares. Me resultabas simpático, pero…
Ronald Hunter dejó su vaso de ron, se sentó junto a Brigitte y de nuevo la abrazó
por la cintura. Ella interpuso entre ambos el vasito de ron. Sonreía, pero sus ojos, que
tanto habían visto en el feo mundo, veían ahora las pequeñas cicatrices bajo los
lóbulos de las orejas de Ronald Hunter. Era extraño cómo destacaban, pese a ser tan
minúsculas, a la luz del rojo resol de afuera… Se veían como rosadas, delgadísimas,
finas…
—Brigitte… Brigitte, creo que… que me estás volviendo loco.
—Oh, vamos, Ronald…
—Quita… quita el vaso… Deja que vuelva a besarte…
—No te dejé, tú lo hiciste por tu cuenta. Y creo que no ganaste nada con ello. Fue
como besar una bella estatua.
—¿Acaso eres algo más que una estatua?
—Soy muy humana, querido. Puedo demostrártelo.
—¿Cómo?

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—Cuando tú seas sincero. ¿No lo comprendes? —sonrió—. Me gustas. Pero no
me gusta que quieras burlarte de mí.
—¡No me estoy burlando de ti!
—¿No? Bueno, entonces demuéstrame que tienes cincuenta millones de dólares.
Se echó a reír, apartándose del británico, que enrojeció violentamente, y la sujetó
con fuerza por un brazo.
—Puedo demostrártelo —susurró—. ¡Puedo demostrártelo en cuanto quiera!
—Me estás lastimando, Ronald… No sé por qué te pones tan nervioso. Si tienes
cincuenta millones de dólares, yo me alegro. Pero es preferible que lo tomes con
calma.
—Tú… tú me pones nervioso… Esto no… no me había pasado nunca con
ninguna mujer…
Brigitte sonrió melosamente y dejó el vaso. Pasó ambas manitas por las mejillas
de Hunter, con dulzura, despacio, al tiempo que acercaba sus labios a los del inglés.
Llegó a ellos apenas, los rozó…, y se apartó, susurrando:
—¿Lo ves? Ya estás más tranquilo…
Hunter la cogió del brazo otra vez, de un manotazo, y de un tirón la atrajo contra
él.
—Brigitte… No jueges conmigo… No puedes engañarme: quieres saber si tengo
ese dinero. Si lo tengo, sé que aceptarás mis condiciones. Ninguna mujer puede
resistir ciertas cosas. Ninguna.
—Eres un salvaje, amor —sonrió la espía—. Me pareciste un inglés mucho más
educado y correcto. ¿Qué te ocurre? ¿Acaso una simple mujer hermosa te lo hace
olvidar todo?
—No…, no eres una simple mujer hermosa… Eres la más hermosa… La más
hermosa del mundo, lo sé…
—Eres muy gentil, Ronald. Pero este… paseo por el mar se está prolongando
demasiado. Ya sabemos que el yate está en perfecto estado, que es bonito…
—Bésame… Quiero que me beses tú a mí, Brigitte…
—¿A cambio de qué? Porque, querido, tú parece ser que todo estás dispuesto a
pagarlo. ¿A cambio de qué voy a besarte?
—De lo que tú pidas.
—Yo no pido nada, amor… ¡Estás tan equivocado! Todo lo que te suplico es que
no quieras burlarte de mí, tomarme el pelo… Si no hubieses empezado hablando de
dinero, de millones, de… todas esas cosas, es posible que en estos momentos yo
estuviese besándote, por simpatía, por cariño puro y simple. Ahora, si quieres algo de
mí, tendrás que demostrarme que tienes cincuenta millones de dólares. No quiero
nada, no vendo nada, ¿lo entiendes? Pero me gusta la sinceridad.
—Dame un beso…, un beso tuyo, sincero, y te demostraré…
Brigitte hizo un mohín, acercó sus labios a los de Hunter y lo besó, lentamente,
sin tocarlo siquiera, sin permitir que él la tocase… Segundos después apartó los

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labios y musitó:
—¿Estás satisfecho?
—De tu sinceridad, sí —sonrió él.
—¿Acaso quieres más?
—De momento, quizá no… Pero queda bien entendido que esto no termina aquí,
Brigitte.
—Claro que no… Si tú quieres, seguiré contigo. Podemos viajar juntos…
—Vuelve a besarme… como antes, como hace unos segundos…
Ella sonrió, le rodeó el cuello con los brazos, lentamente, suspirando, y volvió a
besarlo. Pero brevemente.
—Ronald, ya te lo he dicho.
—¿El qué?
—No quiero mentiras. Ésa es la única condición que exijo. Te he demostrado que
puedo ser una amable compañera… Pero ahora tienes que ser tú quien demuestre que
no has querido engañarme como si fuese una estúpida.
—¿Seguirás conmigo? ¿De verdad?
—De verdad. Mira… —sonrió—. No soy ambiciosa en exceso, pero si encuentro
un hombre que me gusta, y además tiene cincuenta millones de dólares, puedo
tomarme unas… vacaciones.
—Serán muy largas, conmigo… Tengo ese dinero, te lo juro… Cincuenta
millones de dólares en oro. Es decir, cien. Pero…
—Oh, vamos, Ronald… ¡Cien millones de dólares!
—Sé dónde están. De ellos me corresponden cincuenta.
Brigitte parpadeó, como desconcertada.
—¿Sabes dónde están? —musitó—. Eso quiere decir que no los tienes…
—Los tendré.
Ella frunció el ceño ahora. Se puso en pie.
—Creo que he sido un poco tonta… Por favor, no me vengas ahora con la historia
de un tesoro de piratas en el mar Caribe y cosas de esas… Me echaría a reír.
Fue Ronald Hunter quien se echó a reír, reteniéndola.
—¡No son historias de piratas! —exclamó—. Pero sé dónde están cien millones
de dólares en oro, esperando que vayamos a por ellos. Puedo demostrártelo, y voy a
hacerlo… Esta misma noche, si tú quieres.
—¿Dónde están?
—En el mar —rió Hunter.
—¿Cerca de aquí?
—Cerca… y lejos. ¿Por qué preguntas tanto? Sólo tienes que esperar unas horas,
y tú misma verás tanto oro que tendrás que creerme. Me alegra haberte conocido,
Brigitte. Creo que eres inteligente, y tan audaz como yo… Juntos podremos disfrutar
de la vida hasta… hasta el hastío, hasta el final, hasta la locura.
—Qué bien… Pero todo eso, querido, lo creeré cuando vea el oro.

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—Lo verás. ¿Quieres venir esta noche a buscarlo?
—Me encantaría. ¡Oh, sería divertidísimo…!
—Te estás burlando, lo sé… Pero esta noche seré yo quien se burlará de ti.
Saldremos hacia la medianoche. Pero haremos bien las cosas. Primero regresaremos
al hotel… Luego cenaremos juntos, charlaremos un poco… Nos despediremos. Y
cada uno vendrá aquí por su lado. Seguramente tú llegarás antes. Sólo tendrás que
abordar el yate y esperarme.
Brigitte encogió los hombros.
—Imagino que todo lo malo que puede ocurrirme es que esta noche dé un
romántico paseo en yate.
—Tú lo has dicho. Y lo harás sola.
—¿Cómo?
—¿Sabes o no sabes gobernar este yate?
—Pues sí… Creo que podría… Ronald, no te entiendo…
—Escucha… Escucha bien: tú vendrás aquí, subirás al yate… Sí, eso será lo
mejor: subirás tú sola y te llevarás el yate del puerto. Procura que sea antes de las
doce. Luego, navega en línea recta hacia Gonaves. Eso será todo.
Brigitte parecía desconcertada.
—Pero… ¿Y tú?
—¿No quieres ayudarme?
—Sí, Sí, claro…
—Entonces, haz lo que digo.
—Está bien. Lo haré, Ronald.
—En tal caso, volvamos al puerto.
El yate La Papillon se detuvo pegado al muelle, el ancla cayó al fondo, dejaron de
oírse los motores. Ronald Hunter se volvió hacia Brigitte.
—Ahora iré a adquirir combustible y posiblemente vaya al domicilio de Paul
Gadonier. Quiero comprarle el yate esta misma noche, para poder utilizarlo. Nos
veremos en el hotel… Y no olvides lo que te he dicho.
—Si lo olvido, querido, me lo recordarás durante la cena —rió Brigitte
dulcemente.
Lo besó en los labios y se dirigió a la borda del lado del muelle. Ronald la siguió,
brillando los ojos, fijos en la esbelta cintura femenina. Bajó la escalerilla, ayudó a
Brigitte a descender y ya en tierra firme le pasó una mano por el cuello,
acariciándolo.
—Hasta la cena.
—¿De veras no quieres que te acompañe?
—No, no… Recuerda que no debemos dar tanta impresión de intimidad. Si lo
hiciésemos, no parecería lógico que esta noche, después de cenar, no saliésemos
juntos. Simplemente, hemos paseado esta tarde en La Papillon, cenaremos juntos…
Pero luego, cada uno tiene su vida… ¿Lo comprendes?

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—Estoy haciendo un esfuerzo por comprenderlo… —rió Brigitte—. Hasta luego,
querido. Mmm… ¿Debo darte las gracias por el paseo en yate?
Hunter movió negativamente la cabeza, mirando con avidez a la bellísima espía
internacional.
—No… —musitó—. Todo lo que tienes que hacer es seguir conmigo de aquí en
adelante. Creo… creo que me has vuelto loco en una tarde, y no… no quisiera
perderte.
Ella le dio un besito en la barbilla.
—¿Por qué habrías de perderme, amor? —susurró cálidamente.

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Capítulo XIII
—¿Cómo está mi cariñín? Muy solito, ¿verdad? ¡Pobrecito mío…!
Dejó el bolsito playero en la cama y cogió al chihuahua, que gemía alegremente
por el regreso de su querida ama. Como recompensa por su alegría, Brigitte le dio un
besito en una oreja. Luego quedó pensativa. Sabía que estaba en la pista auténtica,
pero…
—¿Sabes una cosa, amorcito? He descubierto a un señor muy malo. Tan malo,
que hasta sería capaz de estrangularte con una mano, tan tranquilo, mientras con la
otra se tomaba un whisky… Pero además de malo es tonto… Oh, cielos, ¡qué
tontísimo es! ¿Y sabes por qué? Porque no ha aprendido la asignatura bien. Hasta
para ser malo hay que ser listo, Cicero… Él era un pobre diablo con unas grandes
ansias, y un día empezó a pensar, a pensar… Y creyó que todo era fácil. Todo:
incluso deslumbrar a una mujer como yo con unos cuantos dólares… —sonrió—.
Bueno, la verdad es que no son precisamente «unos cuantos» dólares, sino cincuenta
millones. Cincuenta, Cicero amado… ¿Sabes por qué tendrá solamente cincuenta, a
pesar de que robó cien? Te lo diré: tiene un cómplice. O varios. Alguien que le ayudó,
y con quien se va a repartir ciento treinta mil libras de oro. ¿No es fantástico?
Cicero escuchaba la dulce y amada voz con la cabecita ladeada, estremecido de
alegría. Parecía sonreír, incluso. Brigitte lo dejó en la cama de nuevo, y requirió su
radio de bolsillo.
—Hola, guapa.
—Soy Hernán. ¿Qué pasa?
Las voces de los dos hombres llegaron a la vez y Brigitte se echó a reír.
—Quiero hablar con Hernán, de momento. De manera que Simón va a estar
calladito, como un buen niño. Okay?
—Okay, princesa.
—¿Atento, Hernán?
—Sí.
—Bien… ¿Ha encontrado Pedro algo interesante en la casa donde estaba muerto
Juan Osorio?
—No sé… Puede que sea interesante para usted, pero no para nosotros, hasta
ahora.
—¿Qué han encontrado?
—Nada. Un agujero en el suelo, que es de tierra. Mejor dicho: no es un agujero,
sino un sitio donde la tierra se ve removida, como si hubiese habido allí algo
enterrado. Pero no sabemos qué puede haber sido.
—¿Se supone que podría caber ahí una maleta de tamaño corriente?
—Pues… Sí. Sí, desde luego.
—No busquen más, Hernán. Ya se la llevaron. Y nadie que nos interese volverá a
esa casa. Ahora, escuche lo que van a hacer usted y Pedrito: vendrán al Etienne’s y

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permanecerán escondidos. Bien escondidos, Hernán. Dentro de hora y media,
aproximadamente, yo estaré cenando en el comedor, con un hombre. Quiero que lo
miren bien.
—¿Y qué más?
—De momento, sólo eso. Luego, vayan al muelle, pregunten por René y díganle
que van de parte de la mujer de anoche, que quiere la lancha otra vez, para esta
noche. Páguenle doscientos cuarenta dólares, suban a la lancha y esperen…
—No tenemos dólares.
—Oh… Claro. Bueno, díganle a René que yo iré luego a pagarle.
—Está bien. ¿Eso es todo?
—Todo, Hernán. Y ahora vamos con Simón…
—Adelante, encanto —dijo Simón.
—Quiero ver a Abelardo Carranza esta noche. De modo que, hacia las nueve y
media, cuando yo salga del hotel, usted me seguirá en su coche, por el bulevar
Etienne, hasta que yo me acerque al bordillo… Entonces, se acerca, subiré al coche y
me llevará con Carranza.
—Okay.
—Eso digo yo… —sonrió la divina—. Oh, una cosa, Simón: ¿recibió respuesta
de nuestra casa central?
—Sigo estando a sus órdenes, ¿no? —rió él.
—Eso parece. ¿Cómo van los otros asuntos?
—Bien. Es decir, normales… Ya sabe lo que son estas cosas: mucho fisgar,
mucho intercambio de informes, instrucciones… Pero, en definitiva, nada. Nos…
asustamos un poco al ver tanta gente de otros sistemas… comerciales, pero todo va
bien. Rutina. ¿Y lo suyo?
—Lo mío no tiene nada de rutinario. Luego hablaremos… Tengo que ducharme,
cambiarme, cenar… Me espera una noche muy agitada. Hasta luego, queridos. Ah,
Simón: luego le encargaré un trabajo muy delicado. Espero que lo cumplirá a la
perfección.
—Apueste a que sí. ¿De qué se trata?
—De un rapto.
Y Brigitte cerró la radio.

* * *

La cena transcurrió muy animada, a pesar de que Brigitte apenas probó bocado. Cenó
tan poco, que Ronald Hunter se vio obligado a hacer comentarios respecto al régimen
alimenticio a que se ve obligada la mujer para parecer hermosa. Brigitte aceptó las
bromas con una dulce sonrisa. Estaba tan bella, tan distinguida y elegante, que todos
los hombres que había en el comedor no podían evitar mirarla con frecuencia… Y
cuando reía, parecía que una música dulcísima se extendía por el comedor.

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Bebieron el vino español que, como pronosticara Brigitte, era de una suavidad
que requería mucha cautela.
—¿No vamos a terminarlo? —protestó Hunter.
—Por supuesto que no, querido. Lo dejaremos para mañana.
—Mañana… Bueno, es posible que mañana ya no estemos aquí, Brigitte.
—¿Dónde estaremos?
—Navegando, supongo.
—¿Hacia dónde?
—Pues… Lejos de aquí… —rió el británico—. Ya lo verás. ¿No te gusta viajar a
la aventura, hacia donde te lleve el destino?
—Prefiero que me lleve un buen yate.
—Ronald Hunter volvió a reír. Brigitte se limitó a sonreír, dirigiendo una rápida
mirada hacia la mesa del rincón, donde la pareja formada por la muchacha de los
lentes y el hombre absurdamente guapo estaban cenando; ella, de espaldas,
naturalmente; él, mirando de cuando en cuando hacia ellos y haciendo algún
comentario…
—¿Vamos a tomar café?
—No, no… Estoy un poco nerviosa, y el café aún me alteraría más.
—¿Nerviosa? ¿Por qué?
—Bueno… —Ella bajó la voz—. No todas las noches se pueden ver cincuenta
millones de dólares, querido. Pero hay algo que me tiene intrigada. Si están en el
mar…, ¿cómo vamos a cogerlos?
—Tengo esa parte solucionada hace días.
—¿Cómo?
—Ya lo sabrás.
—Estoy… nerviosísima. ¡Todo esto es tan enigmático…!
—No pienses en nada. Solamente en nosotros. Brigitte, no puedo olvidar…
Emmm… Creo que eres lo mejor que yo pueda tener en la vida. Y si me detengo a
pensar que no vas a venir conmigo, que te estás divirtiendo, simplemente…
—No seas absurdo, querido. Me divertiré mucho más con cincuenta millones de
dólares… ¿Crees que debo marcharme ya?
—Sí… Será lo mejor. ¿Lo recuerdas todo bien?
—Creo que sí. Tengo que ir al yate, salir del muelle y navegar muy despacio
hacia Gonaves. Si cuando estoy a una milla de la costa de la isla, no te he visto, debo
parar el yate y esperar… ¿Es eso?
—Eso exactamente.
—Entonces, me voy ya. Oh, Ronald, no quisiera volver demasiado tarde. Mi
perrito está solo, y es tan nervioso… Espero que no le ocurra nada.
—¿Por qué tanto mimo por un perro? Te compraré una docena si le ocurriese
algo. Es sólo un bicho, ¿no?
—Claro… —Parpadeó Brigitte—. Es sólo un bicho.

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Se puso en pie, y Hunter la imitó rápidamente; el aspecto del británico era el que
correspondía a un hombre que se había hecho la ilusión de pasar toda la velada con
tan hermosa mujer, y que se siente muy decepcionado por no conseguirlo. Cuando
habló, en voz tenue, quienes le miraban podían pensar que estaba insistiendo en que
Brigitte se quedase. Pero ella, que vestía de noche y parecía tener un compromiso o
bien otra invitación para salir, oyó las palabras de Hunter con toda claridad:
—Será mejor que antes de ir al yate des un buen paseo… Es muy pronto para mí,
y me llevarías demasiada ventaja. Además, no quisiera que alguien te viese dirigirte
directamente al yate que he comprado esta tarde.
—¿Te parece bien que tarde una hora en llegar?
—Pongamos… hora y media. Hacia las once.
—Bien… —Le tendió la manita y su voz subió de tono—: Buenas noches,
Ronald. Hasta mañana. El británico se inclinó con el gesto de besar su mano, que
soltó enseguida. Y Brigitte salió del comedor, tras una última mirada de reojo a la
pareja formada por el hombre guapo y la chica morena de los lentes…
Cinco minutos más tarde, paseando tranquilamente por Boulevard Etienne, se
acercó al bo rdillo, como distraída, encantada, sonriente, maravillada ante la animada
vida nocturna de Port-au-Prince… Pero enseguida apareció el coche junto al bordillo,
la puerta de atrás se abrió y Brigitte entró en el vehículo. Quedó sentada junto a
Simón, que le cogió una mano y la besó.
—Hola, jefe —sonrió. También Brigitte sonrió.
—¿Todo bien, Simón? Hola, Simón II.
El espía que iba al volante volvió un instante la cabeza, sonriendo también.
—Hola, Baby. Parece que se está divirtiendo bastante, ¿eh?
—Regular… ¿Cómo está Carranza?
—Mejor de lo que podía esperarse. Es un atleta muy sano… Hasta dijo que quería
marcharse de allí, de modo que Simón III tiene que estar de guardia con él.
Brigitte asintió con la cabeza. Sacó la radio del bolsito y la accionó.
—Soy Hernán. ¿Qué pasa?
Casi riendo, Brigitte preguntó:
—¿Ha visto al hombre que ha cenado conmigo, Hernán?
—Claro.
—¿Es Ceferino Paredes?
Hubo un par de segundos de silencio.
—¿Ceferino Paredes? —musitó al fin Hernán Salvador—. ¡Desde luego que no!
—¿Está seguro?
—Completamente seguro. Además, ya le dije que murió hace tres meses…
—Hernán, le voy a hacer un favor cuando regrese a Estados Unidos… ¿Sabía
usted que allí hay cursos de espionaje por correspondencia? Le enviaré uno.
—Mire, señorita Montfort…
—Siempre se aprende algo.

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—¡No necesito aprender nada!
—¿Ni siquiera algunas nociones de cirugía estética? También le enviaré un curso
por correspondencia.
—¿Ci… cirugía… estética…?
—Por el amor de Dios, Hernán, hágame caso: vuelva a Cayo Granda, olvídese del
espionaje y dedíquese a algo más productivo para su simpático país… Por cierto:
¿pidió las dos docenas de rosas rojas a su amigo don Belisario?
—Sí, sí… Mire, señorita Montfort, cada uno tiene un límite o un tope de
capacidad, pero, a veces, influyen también los conocimientos. Quiero decir que si yo
hubiese sido instruido en la CIA en lugar de ser un… autodidacta del espionaje,
posiblemente sería…
—Basta, basta… —rió Brigitte—. Está bien, Hernán, cada uno tiene su
oportunidad en la vida. La suya es ser feliz en Cayo Granada. Créame.
—No volveré allá sin el oro. Y quiero decirle que el tiempo va pasando…
—Asombrosa deducción: tendremos el oro mañana por la mañana, Hernán.
Ahora, vaya a esperarme a la lancha de René.
Cortó, guardó la radio, encendió un cigarrillo y preguntó:
—¿Está muy lejos el lugar donde tenemos a Carranza?

* * *

Estaba en los suburbios de Port-au-Prince, en dirección a Léogane, bordeando la


playa. Era una casa de ladrillos oscuros, con techo de ramas, agudo, y ventanas
tapadas con persianas de caña. Había otras casas muy cerca, y se veían muchos
negros deambulando por allí. Brigitte y sus dos acompañantes llegaron a pie, tras
haber dejado el coche a una distancia que no llamase la atención con respecto a
aquella casa. Además, mientras se supieron observados, no se acercaron, sino que
simularon continuar adelante, en un pintoresco paseo. Luego se acercaron
rápidamente a la puerta y Simón II la abrió y los dejó pasar. Cerró enseguida y señaló
hacia una puerta cerrada, muy cerca de la cual estaba ya Simón I. La empujó, y
señaló el interior a Brigitte, que vio a Simón III sentado en una silla, junto a una
cama, con la pistola en la mano. Al verlos, se guardó la pistola.
Brigitte estaba mirando a Abelardo Carranza, el cual, a su vez, tenía los ojos fijos
en la espía. Unos ojos negrísimos, en los cuales hubo un lento parpadeo acompañado
de fruncimiento de cejas, en el clásico gesto de quien quiere recordar algo… Estaba
desnudo, al parecer, y tapado hasta la cintura con una sábana. El torso estaba
expertamente vendado, y Carranza parecía tranquilo y no demasiado débil.
La espía se acercó a él y se sentó en la silla que le cedió Simón III. Se quedó
mirando al herido, sonrió al ver aquel gesto de reflexión y preguntó:
—¿Está intentando recordarme, Carranza?
—La he visto antes, ¿verdad? —musitó él.

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—No lo sé… Anoche le estuve siguiendo. Puede que me viese un momento, y
ahora lo recuerde.
—Sí… Quizá sea eso… ¿Quién es usted?
—Brigitte Montfort, periodista del Morning News, de Nueva York, enviada a
Cayo Granada para hacer un reportaje sobre su próxima e inminente independencia.
Carranza la miró aún más atentamente. Miró a los compañeros de Brigitte, de
nuevo a ésta, y gruñó:
—¡Periodista…! Vaya a burlarse de su tía, señora.
—Señorita… —sonrió Brigitte—. Yo no oculto nada, señor Carranza. En cambio,
usted sí, puesto que se hacía llamar Davilmar Lescot… ¿No es cierto?
—Dígame quién es usted, qué es lo que quiere…, y quizá nos entendamos muy
pronto. Me fatiga hablar. ¿No ve que estoy herido?
—Bueno… Veo que va recobrando su buen humor. ¿Sabe, señor Carranza? Usted
tiene una sonrisa simpática. Sería una pena que un simple balazo le pusiera de mal
humor.
Abelardo Carranza alzó las cejas, sorprendido. De pronto, sonrió anchamente y
guiñó un ojo, ante la sorpresa de los hombres de la CIA, pero no de Brigitte.
—Usted es de las mías, Brigitte. Me gusta. Pero no sabrá nada por mi boquita, a
menos que yo sepa antes por la suya lo que me interesa.
—¿Y qué es lo que le interesa?
—Saber quién es usted y qué quiere.
—Okay. —Brigitte encendió dos cigarrillos a la vez, graciosamente, y colocó uno
en los labios de Carranza—. Me llamo Brigitte Montfort, soy periodista del Morning
News, de Nueva York, sé cómo recuperar los cien millones de dólares en lingotes de
oro y quiero devolverlos a Cayo Granada.
Los ojos de Carranza se entornaron astutamente.
—Pues devuélvalos. A mí no me necesita para eso.
—No lo necesito para nada, Abelardito… —sonrió Baby—. Pero me gustaría que
usted me dijese si estoy equivocada o no. Veamos: ¿es cierto que el hombre que
ocupa la suite ciento catorce C del Etienne’s y que se hace llamar Ronald Hunter es
en realidad Ceferino Paredes?
—¿Quién ha dicho eso?
—Usted, anoche, cuando le salvé la vida.
—¿Usted me salvó la vida?
—Así es. ¿No se lo han dicho mis amigos?
—Je… No han dicho ni palabra en ningún momento… ¿Usted fue quien me sacó
de aquel maldito apuro?
—Y le hice la primera cura, le busqué este lugar, me ocupé de que mis amigos le
proporcionasen un médico amigo nuestro… Quisiera convencerlo de que mi actitud
hacia usted es amistosa, Abelardo.
—Está bien… Sí, ese hombre que usted dice es Ceferino Paredes.

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—Hernán dice que no.
—¿Hernán Salvador? ¿Lo ha visto usted?
—Y usted también lo vio, aquí, en Puerto Príncipe. Sólo que huyó de él… Lo vio
llegar a cierto callejón sin salida, se escondió usted, y cuando Hernán y Pedrito
estaban dentro de la casa, usted salió del callejón. Yo le vi, Abelardo. Supongo que
usted sabe que Hernán está dispuesto a matarlo si no le devuelve el oro…
—Hernán es un buen muchacho… —sonrió Carranza—. Pero le falta picardía.
—Eso me ha parecido. Sin embargo, él tiene sus motivos para estar buscándole,
Abelardo. Hasta que yo lo he convencido de lo contrario, él habría jurado que usted
es quien se llevó el oro de Cayo Granada.
—¿Usted sabe que no fui yo?
—Claro. Fue Ceferino Paredes. El hombre que ahora se hace llamar Ronald
Hunter, tras haber estado posiblemente en Estados Unidos, o en Europa, para
someterse a una intervención de cirugía plástica que ha alterado notablemente su
rostro; como complemento, se ha teñido los cabellos. La cosa le ha quedado tan bien
que ha engañado a Hernán Salvador. Pero no a usted, Abelardo. ¿Por qué no? ¿Es
usted más listo que Hernán?
—No… —dijo roncamente Carranca—. Sólo he tenido más suerte que él. ¿De
verdad sabe usted dónde está el oro?
—Y usted también… —rió Brigitte—. Los dos, cada uno por nuestro lado,
estuvimos viendo todo lo que pasó anoche en la bahía. Sólo que usted fue mucho más
imprudente. Pero vimos a Ceferino Paredes tirar el oro cerca de la playa, ¿no es así?
—Gotas de agua en el mar… —musitó Carranza—. Allí había una cantidad
insignificante.
—Comparada con cien millones, sí. Pero algo es algo, de momento.
—Lo que interesa es saber dónde está el grueso del oro, no unos pocos
millones…
—Sin duda. Por eso seguía usted a Paredes, lo vigilaba. Supongo que no fue usted
quien mató a Juan Osorio.
—¡Claro que no! —exclamó Carranza.
—Cálmese… Y… ¿no le parecería mejor que empezásemos por el principio,
Abelardo? Creo que los dos hablaremos menos y todo quedará muy claro. ¿Okay?
—Okay —sonrió Carranza—. A fin de cuentas, usted ya sabe dónde está el poco
oro que tiene Ceferino por el momento. No me necesita. Y, ¿quién sabe?, a lo mejor
es cierto que quiere ayudarme, y resulta que obtengo beneficios por contárselo todo.
—Empiece. Y si se cansa, esperaremos. Todavía dispongo de… —Miró su
relojito— de cincuenta minutos y… Casi una hora, Abelardo. ¿Hay tiempo
suficiente?
—De sobra.
—¿Quiere beber algo estimulante…?
—No. Lo que precisamente quiero ahora es no perder más tiempo… La cosa

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sucedió hace tres meses, frente a las costas de Cayo Granada. Es decir, delante de la
costa nordeste de mi país, pero ya muy cerca de la costa de San Salvador, a la altura
de Zacatecoluca, aproximadamente…
—Un momento. ¿Cómo era el Titán?
—Un buen transporte. De los mejores. Pertenecía a una de las factorías pesqueras
de Cayo Granada. Era grande, amplio…
—Pero no muy fuerte.
—No demasiado. Generalmente, se utilizaba para llevar nuestros productos
enlatados de la pesca al Canal de Panamá. A fin de ahorrar gastos, don Belisario, un
par de años antes, lo había comprado. Era mejor un barco grande, y hacer dos viajes
al año a la zona del Canal, que varios pequeños y hacer muchos viajes. Supongo que
usted quiere saber cuántas toneladas desplazaba.
—Justamente —sonrió Brigitte.
—Casi ochenta. Era el barco ideal para el traslado del oro a la bóveda secreta en
un punto de la costa donde se iba a instalar un puesto militar. Algo así como… como
el fuerte Knox de Estados Unidos…
—Por Dios… Ustedes son unos ingenuos, Abelardo.
—No vamos a discutir eso ahora. Bien… El caso es que el oro iba en el Titán, con
muy poca tripulación, porque no había que darle importancia a la singladura.
—¿Cuántos hombres?
—Unos quince, aparte de mí mismo y de Ceferino Paredes.
—¿Murieron todos? —musitó Brigitte. Carranza asintió con la cabeza, sombrío.
—A la altura de Zacatecoluca, muy cerca de la costa salvadoreña, ya casi de
noche, apareció un yate… Habíamos calculado llegar a la bóveda de noche, a fin de
hacer el traslado del modo más discreto posible. Allá estaban esperando cien
hombres, que se encargarían de descargar el oro y llevarlo a la bóveda. Pero… el
Titán no llegó.
—¿Fue hundido?
—Eso no lo sé con seguridad. Pero supongo que sí. Emmm… El yate se fue
acercando tanto al Titán, que empezamos a preocuparnos… Pero nuestra actitud
debía ser la de simples empleados de las factorías de pesca, de modo que tuvimos que
dejarlo. Había cinco hombres a bordo. Uno de ellos empezó a gritar que se habían
quedado sin combustible, que no podrían llegar a puerto si no los ayudábamos. Yo,
como subjefe de los Servicios Extraordinarios, le dije que le enviábamos un par de
bidones, pero Ceferino dijo que era mejor que aquellos hombres subiesen a bordo,
pues no se fiaba de ellos y quería estudiarlos… Pero, por si acaso, sugirió que toda la
tripulación estuviese cerca… Discutimos un poco, pero él tenía mucho prestigio, era
el jefe de la Policía…
—Total: que los cinco hombres del yate subieron a bordo del «Titán».
—Con metralletas de esas que se les ven a los gangsters en las películas… Las
sacaron de pronto, de debajo de los chaquetones… Yo fui el primero en comprender

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algo… Me volví hacia Ceferino, justo cuando él me iba a disparar con su pistola…
Lo comprendí todo en un instante, pero ya era tarde… Ceferino disparó contra mí…
No me acertó, y cuando yo le ataqué, me golpeó con la pistola… Me empujó contra
la borda, quería apartarme para dispararme… Yo lo comprendí muy bien, y preferí
caer al mar, aprovechando su propio empujón… Salté hacia atrás… Y cuando caía…,
cuando caía, estoy seguro de que oí los disparos de las metralletas… Sí… Los oí muy
bien… Me hundí en el mar… Desde arriba me estaban disparando y me alejé de
aquella parte del Titán, que fue quedando atrás… Bueno, yo era quien… quien
quedaba… quedaba atrás…
—Descanse un poco, Abelardo —musitó Brigitte.
—No… No es eso.
—¿De veras no quiere tomar nada?
—No.
—De acuerdo… ¿Qué más pasó?
—Quedé solo en el mar, a unos tres kilómetros de la costa de Salvador…
Comprendí que tenía que elegir entre nadar, entre intentar llegar allá, o dejarme
morir. Y nadé. Casi amaneciendo, encontré la carretera, y en ella un camión que iba
de Zacatecoluca a La Libertad. Me llevaron allá, a La Libertad. Hubiese llamado a
Hernán, o a don Belisario, para contarles lo ocurrido, pero comprendí que las líneas
telefónicas no nos convenían, porque mucha gente podía enterarse de que Cayo
Granada había perdido su oro. Tenía que volver a Cayo Granada, entonces. Mi dinero
se había mojado, estaba inservible, de modo que pensé en solicitar una lancha con la
garantía de Cayo Granada… Tampoco esto parecía factible… ni conveniente.
—Pudo llamar a Hernán, simplemente, y decirle que fuesen a La Libertad a
recogerle.
—No me gustó eso. Además —sonrió tristemente—, eso lo pensé con más
detenimiento cuando ya había robado una lancha en La Libertad y estaba navegando
a toda velocidad hacia el Canal. Había comprendido que aquel yate tendría que pasar
por allí. Y antes de perder tiempo esperando a Hernán, o a cualquier otro, decidí
llegarme a Panamá, como fuese, y seguir la pista del yate. Había visto su nombre
cuando se acercaba al Titán. Se llamaba The Runner…
—¿Lo vio en Panamá?
—Sí. Llegué a tiempo. Supe que The Runner saldría cinco horas más tarde. Vi a
Ceferino, y a los cinco hombres. Entonces sí, desde Panamá, quise llamar a Cayo
Granada, pero Ceferino y aquellos cinco hombres estaban activando la salida del
yate. De modo que vendí la lancha a unos sinvergüenzas, en Panamá, y con ese
dinero tomé un «bus» que hace el trayecto Panamá-Colón, porque en Colón tenía un
amigo que podría ayudarme. Naturalmente, no le dije nada… Sólo que tenía que
ayudarme. Me dejó una de sus lanchas de alquiler, y la cargué bien de combustible,
porque temía un viaje largo.
—¿Llegaron hasta Port-au-Prince?

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—Sí. El Runner pasó por Colón cerca del anochecer, cuarenta y ocho horas
después de lo que sucedió… Estuvimos toda la noche navegando, y casi el día
siguiente… Tardamos veinticuatro horas en llegar a Port-au-Prince. Ceferino
abandonó el yate… Fue a tomar pasaje para un vuelo a Europa. Luego regresó al
yate. Aquella noche se hacían a la mar otra vez, pero tuve una avería en la lancha
justamente entonces, y no pude seguirlos. Desesperado, seguí la única pista que tenía:
el pasaje de avión que había adquirido Ceferino… Llegó al mediodía siguiente, tomó
su vuelo hacia Europa, y yo le seguí. No sé qué ocurrió con aquellos cinco hombres,
ni con el yate Runner…
—Pero lo imaginó, ¿no es cierto?
—Más o menos.
—Está bien claro —dijo fríamente Brigitte—: nuestro brutal asesino se deshizo
también de aquellos hombres, igual que de los dos buceadores… Tiró el oro al mar,
en el sitio donde estuvimos anoche. Luego llevaron el yate más hacia alta mar, los
mató, hundió el yate con los cadáveres, y regresó a Port-au-Prince, tomó el avión, y
tan tranquilo.
—Algo así debió de ocurrir.
—Es fácil comprender que en el yate sólo llevó una pequeñísima parte del oro. Lo
suficiente, sin embargo, para, si las cosas no le salían demasiado bien, poder vivir
tranquilamente… Debe de haber un millón de dólares en ese lugar… Quizá dos. ¿Lo
estuvo siguiendo por Europa?
—Tardé un poco en encontrarlo, desde que llegué a Roma cuatro horas después
que él. Lo localicé en Austria, en una clínica particular. Se cambió el rostro allí…
—¿Por qué no pidió ayuda a los Servicios Extraordinarios de su país, Abelardo?
—Porque para entonces yo sabía ya, por medio de mi amigo de Colón, que me
estaban buscando. Ellos conocían esa amistad, fueron allí, mi amigo les dijo mi
extraño proceder… Sentí tanta ira por el hecho de que Hernán y don Belisario, y los
demás, hubiesen creído eso de mí, que no quise iniciar ningún contacto… Quise
hacerlo todo yo solo, y tirarles el oro a la cara…
Brigitte soltó una risita.
—Sesenta mil kilos son muchos kilos para tirarlos a la cara de nadie, ¿no cree,
Abelardo? ¿Por qué se puso en contacto con su amigo de Colón?
—Lo llamé para decirle que había malvendido su lancha en Port-au-Prince, pero
que le indemnizaría en cuanto pudiese, que ya le daría explicaciones…
—Y desde entonces Hernán Salvador y los demás miembros de los S. E. de Cayo
Granada lo han estado buscando por Centroamérica, posiblemente dedicando más
atención a Haití, a Port-au-Prince.
—¡Yo qué sé…!
—No esté tan ofendido, Abelardo. Usted debió darles una explicación.
—¡Estaba muy apurado arreglándomelas para no perder de vista a Ceferino! No
tenía dinero para moverme, temía usar el teléfono, no podía confiar lo que había

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sucedido ni siquiera a mi amigo de Colón… ¡No podía hacer más que lo que hice!
—A eso se le llama «falta de recursos» —musitó Brigitte—. Pero ya no quiero
insistir más en que Cayo Granada debería prescindir del espionaje y de los espías
como usted y Hernán. Bien… La cosa ya no tiene remedio. ¿Qué hizo Ceferino
Paredes en Europa?
—Darse la gran vida. Lo estuve siguiendo, escatimando el dinero que me habían
dado por la lancha de mi amigo… No fue fácil, porque él, en cuanto salió de la
clínica, pareció encontrar un chorro de billetes en sus bolsillos… Roma, Mónaco,
Ginebra… El último lugar fue St. Moritz. Allá fue donde estuvo más tiempo, porque
se encaprichó de una chica que era una… liberal. Él se daba la gran vida y yo iba tras
sus pasos como un miserable…
—¿Por qué no habló con él, o lo amenazó?
—¿A Ceferino? ¿Qué habría ganado yo con eso? Se habría reído de mí… Yo
quería dejarlo, dejarlo… Tarde o temprano, él tenía que volver a por el oro… Y ha
vuelto.
—¿Cómo era aquella chica… liberal de Saint Moritz? ¿Morena y con lentes?
—No. Rubia, sin lentes, y muy hermosa, llamativa… El pobre tonto de Ceferino
andaba loco por ella… Le compró joyas, iban a todos lados… Y nunca se le acababa
el dinero. ¡No lo entiendo!
—Yo sí.
—No me extraña.
—A eso se le llama una «financiación».
—¿Qué?
—Él se puso en contacto con alguien, le hizo una oferta de cien millones de
dólares en oro. Y ese alguien le llenó los bolsillos de dinero… Actualmente, Ceferino
Paredes quiere retirar el oro que está en la playa, cerca de Les Vases. Luego
emprenderán la operación de retirar el cargamento del Titán. Es posible que ese
contacto, esa complicidad, se estableciese ya antes de ir él a Europa… Debió de
conocer a alguien en Cayo Granada, o en Centroamérica, o en Estados Unidos… Ya
estaba todo preparado: su documentación falsa, el cirujano que le operaría en una
clínica particular, sus desplazamientos por Europa a la espera de que no quedasen
señales visibles de la cirugía plástica… Le han quedado solamente unas pequeñísimas
cicatrices bajo las orejas… Es difícil notarlas.
—Pero usted las ha visto…
—Abelardito: mi vista llega más allá de unos cabellos teñidos. Y de unos lentes.
Dígame una cosa:
¿aquella chica rubia de Saint Moritz le tomaba el pelo a Ceferino Paredes?
—El pelo y el dinero, los regalos… Ella, lo sé muy bien, se veía en momentos
discretos con un muchacho de Saint Moritz, que iba al albergue-hotel a llevar no sé
qué cosas para el hotel. Un don nadie, pero era muy… muy…
—¿Muy guapo?

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—Sí. Se llamaba Giulio… Giulio Fontecarlo, o algo así… Brigitte sonrió
irónicamente y miró a Simón.
—Muy bien, Simón; llegó la hora de su trabajo.
—Okay. ¿A quién tengo que raptar?
—A Giulio Fontecarlo y señora.
—A… Pero…
Brigitte rió quedamente y dijo:
—Están en el Etienne’s. Por el amor de Dios, esto es absurdo… Son como niños
peleándose por un elefante que jamás podrían dominar… Giulio Fontecarlo y señora
son una simpática pareja que están en la suite veintidós A, en el Etienne’s. Ella lleva
peluca y lentes, y cree que eso es todo. En cuanto a Ceferino Paredes, debió de hablar
tanto allá en Saint Moritz, debió de querer deslumbrarla tanto, que tuvo que decir
cosas de más. Ella, esa chica…
—Gretel Baum, se llamaba —informó Carranza.
—Pues esa Gretel debió de contárselo al chico guapo y decidieron que podían
obtener muchos beneficios si vigilaban al pobre tonto que hablaba de oro sumergido,
de millones de dólares… Sé muy bien que Ceferino Paredes, o Ronald Hunter, pierde
la cabeza cuando una mujer hermosa se lo propone. Un criminal estúpido que…
—¿Voy a buscar a esa pareja? —susurró Simón.
—Sí. Quizá nos digan algo que nos ayude. Tráigalos aquí, Simón. Y usted, Simón
II, tiene que proporcionarme… Se lo apuntaré.
Abrió el bolsito, arrancó una hoja del pequeñísimo bloc de notas con tapas de oro,
y la tendió al espía. Salieron los dos juntos y Brigitte se volvió de nuevo hacia
Carranza.
—¿Fue Paredes quien mató a Juan Osorio?
—Claro… Juan y Félix me localizaron poco después de llegar yo a Puerto
Príncipe detrás de Ceferino. Yo seguía a Ceferino, y le vi entrar en aquella casa del
callejón. Me escondí bajo una ventana que…
—Conozco esa ventana. ¿Qué pasó con Osorio?
—¡El muy bobo…! Debió de creer que yo había entrado en la casa y se coló
dentro, cuando Ceferino todavía no había salido. Naturalmente que lo mató, porque
sabía que Félix estaba también por allí. Así que los dejé a los dos, uno muerto y el
otro vivo, y regresé a la casa que alquilé cerca del…
—El número doce de Rue Borbonière.
—Exacto. Estuve vigilando a Ceferino, pero él se limitó a pasear, a divertirse…
De madrugada, fui a aquella casa del callejón…
—¿Por qué?
—Porque yo había visto que Ceferino entraba allí con algo y salió de vacío. Un
gran paquete…
—Una maleta… —musitó Brigitte—. Una maleta que contiene un bote hinchable,
una colchoneta también hinchable, pero pequeña, que sirve para simular un mayor…

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desarrollo abdominal… Y una barba y peluca postizas, una pistola, un traje más bien
viejo, un sombrero… ¿No es así, Abelardo?
—Sí. Vi todo eso poco antes de que llegaran Hernán y Pedro… No quise hablar
con ellos, escondí aquella maleta y me fui aprovechando que ellos debían de estar
muy afectados ante el cadáver de Juan Osorio.
—Da gusto cómo van encajando las cosas… Después de lo de anoche, Ceferino
Paredes volvió a la casa, pero para entonces Hernán y Pedro se habían llevado el
cadáver de Juan Osorio. De modo que Ceferino Paredes comprendió que no debía
volver por allí, pues era obvio que alguien sabía algo y, cuanto menos, se había
descubierto el cadáver de Osorio… De modo que se fue a toda prisa, escondió la
maleta con su disfraz en otro sitio…, y ahora ha ido a buscarlo todo.
—¿Para qué?
—Pues no lo sé exactamente. Lo que sí sé es que los dos hombres que llegaron
anoche en la lancha de Miami, tuvieron que ser contratados allí para que, en tal fecha
y a tal hora, llegasen a Port-au-Prince… Como Ceferino Paredes no sabe nadar
demasiado, tenía que recurrir a hombres rana para sacar el oro que él había tirado al
mar desde el Runner, o sea, el yate de aquellos cinco hombres que él mató y los
hundió luego con el mismo yate, mar adentro. Y cuando los hombres rana hubieron
sacado el oro, los mató también. Lo llevó a un lugar poco profundo, al cual él sí se ve
capaz de llegar, y volvió a descargarlo. Supongo que esta noche querrá subirlo a
bordo del La Papillon. Por eso lo ha comprado. Lo esconderá en el yate, navegará
hacia donde le estén esperando, venderá ese oro, convencerá a su «financiador», y la
operación seria empezará entonces. El Titán tiene que estar hundido entre Salvador y
Cayo Granada. Lo encontraremos.
—No me haga reír… Usted no conoce esos mares, Brigitte: hay puntos en que la
profundidad es superior a los mil metros.
—Conozco esos mares… —sonrió Brigitte—. Y otros muchos, Abelardito. Pero
supongo que si Ceferino Paredes cree que el oro se puede sacar a flote, es que
nosotros también podremos hacerlo.
—Bueno… Sí, ésa ha sido mi esperanza… Sólo falta que Ceferino nos diga
dónde está. Si no lo buscamos por un punto exacto, sabiendo que está allí, es posible
que nunca lo encontremos.
—El amigo Ceferino nos lo dirá… —aseguró Baby Montfort—. De un modo u
otro, nos lo dirá. Se lo garantizo, Abelardo.
—Usted no lo conoce. Es muy duro…
—Usted tampoco me conoce a mí —sonrió Brigitte dulcemente—: soy muy mala,
Abelardito.
—Peor para usted.
—¿Para mí? Le aseguro que no. —Sacó de nuevo la radio y llamó—: ¿Simón?
—Calma, demonios… Ni siquiera hemos llegado al hotel…
—No se entretengan… ¿Cómo va lo que le he pedido a Simón II?

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—Lo hemos encargado a unos amigos, y lo recogeremos cuando volvamos ahí
con los invitados.
—Perfecto.

* * *

Simón llamó veinte minutos más tarde.


—No están. Han salido del hotel, guapa. A pasear, al cine, a un cabaret…
¡Cualquiera sabe!
—Está bien… Les voy a salir al paso, Simón, porque se está haciendo tarde…
Debería estar llegando ya al yate La Papillon. ¿Tiene Simón II lo que le pedí?
—Sí.
—Bien… Salgo ya de la casa, y dejo a Carranza con Simón III, que todavía me
guarda rencor porque no le dejo dormir todo lo que a él le gusta…
Se oyó la risa de Simón.
—¿Quiere que busquemos a la pareja, dulce?
—No. Lo que quiero es llegar cuanto antes al muelle y ver a Hernán y Pedro. Al
fin y al cabo ya sabemos todo lo que nos interesa del repugnante asesino que es
Ceferino Paredes…

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Capítulo XIV
René parecía contento de la vida. Estaba en el borde del muelle, quizás algo
maloliente, pero simpático fumando en una pipa negra. Era evidente que se sentía
muy satisfecho con una clienta como la que, por una vez en la vida, le había tocado
en suerte.
—Buenas noches, René.
—Buenas noches, demoiselle… La lancha está a punto…
—Eso pensaba… ¿Mis amigos me están esperando?
—Por cierto que sí. Y ellos me han asegurado que no tenían dólares, pero que
usted…
—¿Doscientos cuarenta, amigo René? ¿Igual que anoche?
—Mais oui! ¿Conducirá usted la lancha?
—La alquilo, eso es todo. Y también al amanecer la tendrá a su disposición.
—Espero que no se dediquen a cualquier asunto de contrabando…
—Pues se equivoca: estamos contrabandeando café.
—Ah, café… —René se echó a reír, muy divertido—. ¡Claro, están
contrabandeando café…!
Dejó de reír cuando Brigitte le dio los doscientos cuarenta dólares, tarifa a la cual
el negro se había acostumbrado muy fácilmente en una sola noche. Brigitte le hizo
señas de que podía marcharse, pero el negro señaló el gran paquete que la espía había
dejado en el muelle.
—¿La ayudo?
—No, no… Todavía soy joven y fuerte… De todos modos, muchas gracias. Ya
puede marcharse, René.
—Ahora mismo.
Se fue. Brigitte esperó unos segundos. Luego saltó a la lancha, en la cual se
estaban esperando ni más ni menos que el trío de la mala suerte: Hernán Salvador,
Pedro y Félix. Hernán se quedó mirándola un poco irritado, pero Brigitte no se lo
tuvo en cuenta. Era fácil comprender que aquel hombre tenaz y honrado estuviese no
poco molesto al comprender que todos sus grandes esfuerzos servían de bien poco
comparados con la astucia y la inteligencia de una hermosa jovencita.
—He estado con Abelardo —dijo Brigitte—. Y somos buenos amigos. Espero
que admita definitivamente que él no tuvo nada que ver con el robo de las reservas de
oro, Hernán.
—Si usted lo dice…
—Lo digo. Más adelante les contaré las aventuras del buen Abelardo. O quizá lo
haga él mismo. De momento, quiero que sepan que Ceferino Paredes está vivo, y que
fue él quien mató a Juan Osorio y a los quince hombres que componían la tripulación
del Titán. Eso, aparte de las muertes de cinco hombres más, de dos hombres rana…
Cualquiera sabe a cuánta gente ha matado ese repugnante asesino.

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—Ceferino Paredes murió con el resto de las personas que iban en el Titán.
—Está vivo. Es el hombre que ha cenado conmigo esta noche, Hernán. Estuvo en
una clínica de Austria, se hizo cambiar las facciones por medio de cirugía plástica, se
ha teñido los cabellos, tiene pasaporte y nombre falsos… Pero es Ceferino Paredes.
No tengo mucho tiempo para perder en explicaciones… Pero si usted quiere que
Cayo Granada presente a su debido tiempo las reservas de oro, deberá seguir mis
instrucciones.
—Está bien. Ya le dije que haría cualquier cosa en ese sentido. ¿Qué tenemos que
hacer?
—Van a mover la lancha ahora. Busquen, a muy poca distancia de aquí, un yate
llamado La Papillon. Una vez localizado, síganlo. Pase lo que pase, síganlo. Cuando
el yate se detenga, ustedes deberán detenerse… Naveguen sin luces, no se acerquen
demasiado. El yate va a navegar hacia Gonaves. Lo seguirán, sin dejarse ver, sin
acercarse… Cuando el yate pare, ustedes pararán. Y si para cerca de la costa de
Gonaves, estén alerta.
—Alerta…, ¿sobre qué cosa?
—Alerta, simplemente. No pierdan de vista el yate. Ahora bien: si en cualquier
momento ustedes ven una bengala roja en el cielo, dejen de seguir el yate, y naveguen
hacia donde les parezca que han visto esa bengala. Algunos minutos después verán
otra bengala de color amarillo. Naveguen hacia ella… Busquen siempre la posición
del punto del cual han brotado esas bengalas. ¿Lo entienden?
Félix y Pedro se miraron, pero Hernán asintió con la cabeza.
—Lo entendemos.
—Pues eso es todo. Hasta luego, amigos.
—¿Amigos? —Gruñó Pedro.
Brigitte le dio una palmadita en la mejilla.
—Pcdrito —sonrió—: cuando una persona está dispuesta a devolverle a usted
cien millones de dólares en oro, debe ser considerada amistosamente, ¿no le parece?
No esperó respuesta. Regresó al muelle, recogió el gran paquete que había dejado
allí y se alejó en busca del yate La Papillon. Sólo una preocupación había en el ánimo
de la espía Baby: que aquellos hombres de los Servicios Extraordinarios de Cayo
Granada decidiesen, de pronto, hacer su propio juego. Si esa idea se les ocurría, y la
llevaban a la práctica, todo iría mal para todos…, empezando por ella misma.
Llegó al yate, lo abordó, siempre llevando el gran paquete, y estuvo un par de
minutos en la borda, mirando hacia el muelle. No vio nada particularmente
interesante, de modo que llegó a la conclusión de que debía zarpar…
Pero antes bajó a las cabinas. Tenía que esconder aquel paquete. Bien escondido,
de modo que sólo ella pudiese encontrarlo rápidamente en el momento preciso. Había
seis camarotes abajo. Pequeños, desde luego. Lo más grande era el livingyacht,
porque, a fin de cuentas, los camarotes eran sólo para dormir, y no hacía falta gran
espacio para eso… Muy pronto comprendió que los camarotes no eran un buen

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escondrijo para su paquete. Estuvo unos segundos pensativa y, de pronto, supo
adónde tenía que llevar el paquete: a la cámara refrigeradora de la cocina de a bordo.
Allá no lo buscaría nadie. Nadie, ni siquiera el mismísimo Ronald Hunter iría el
refrigerador. Era el mejor lugar para esconder cualquier cosa. Lo había visto por la
tarde: grande, espacioso, sin repisas… Estaba claro que Paul Gadonier, el anterior
propietario del yate, no lo usaba demasiado…
Entró en la cocina, dejó el paquete en el piso y abrió el refrigerador.
A pesar de su gran dominio nervioso, la espía estuvo a punto de dejar escapar un
alarido, que quedó pegado a su garganta, como una bola de hierro al rojo,
estremeciéndola…
El refrigerador de a bordo estaba ya macabramente ocupado. Y por una vianda
inesperada.
Ni botellas, ni alimentos, ni frutas o pasteles de coco…
Estaban los dos como empotrados dentro del refrigerador. Ella tenía los ojos
abiertos y ya no llevaba los lentes. Él, tan hermoso en vida, estaba
estremecedoramente horrible con aquellos dos agujeros de bala en la frente… Giulio
Fontecarlo y señora… La pareja de la chica de los lentes y el hombre absurdamente
guapo… ¡Naturalmente que Simón no había podido encontrarlos en el Etienne’s!
Parecían fundidos en un grotesco abrazo mortal… El último abrazo. El hombre
absurdamente guapo no tenía nada de particular, excepto aquella fealdad que los dos
balazos sanguinolentos daban a su hermoso rostro. Ella sí tenía algo de particular: la
negra cabellera postiza se había desprendido en parte y por debajo se veían los
cabellos rubios…
Bien: aquél había sido el fin de Gretel Baum y de Giulio Fontecarlo, dos jóvenes
ambiciosos que quisieron llegar hasta el tesoro de un hombre vulgar que se volvía
loco por las mujeres. Lo habían seguido, lo habían estado espiando… Querían saber
cuánto de cierto había en aquello del tesoro bajo el mar, del cual, sin duda, Ronald
Hunter había hablado a la rubia muchacha… Habían querido quitarle el tesoro a
Ceferino Paredes… Y Ceferino Parceles les había quitado el único tesoro que ellos
poseían: LA VIDA.
¿No serviría aquello de aviso a Ceferino Paredes? ¿No le habría hecho
comprender aquello que no debía fiarse de ninguna mujer? Era sencillo pensar en las
cosas que ya están definidas: si una mujer quiere engañarlo, mil mujeres más pueden
pretender lo mismo… ¿Cuándo y cómo había descubierto Ceferino Paredes la
verdad? O… ¿la había sabido desde el primer momento, y había esperado la
oportunidad para quitar de su camino a aquel par de ambiciosos jóvenes que vivían
de los millonarios que querían pasar unas vacaciones divertidas sobre las nieves de
Saint Moritz…?
Cerró el refrigerador y quedó pensativa. Salió de la cocina del yate, casi
arrastrando su paquete. Entró en el primer camarote que encontró al paso, metió el
paquete bajo la litera inferior y subió a la cubierta.

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Eran casi las once y media. Es decir, que hacía ya media hora que debía haber
zarpado, según lo convenido con Ronald Hunter, o sea, con Ceferino Paredes, el
repugnante asesino…
¿Qué debía hacer?
Seguir su plan, era obvio. Por los que habían muerto, nada se podía hacer ya. Por
los que quedaban vivos, ella debía continuar adelante, impertérrita, fría, tan
calculadora y astuta como siempre. Lo veía todo tan claro que casi sentía un poco de
aquel miedo lógico y natural en toda persona que sabe que a cada paso, a cada
segundo, se está jugando la vida. La vida del espía, que cada día, al abrir los ojos a
una nueva salida del sol, sonríe y piensa: «Estoy vivo: la vida es maravillosa…».
Ceferino Paredes, por un medio u otro, había engañado a los dos jóvenes, los había
llevado o citado en el yate, los había matado, tan fríamente como siempre, con
aquella naturalidad casi de loco, de amoral, de insensible…
El rugir de los motores de una lancha llamó su atención hacia el interior del
puerto. Fue algo instintivo; más todavía: fue una intuición súbita…
Y no se sorprendió cuando, pocos segundos después, una lancha con la matrícula
de las Bahamas pasaba cerca del yate, hacia el embarcadero de las embarcaciones
más pequeñas. La instantánea comprensión de lo que realmente tenía que ocurrir otra
vez, aquella noche, la lanzó escaleras abajo, hacia el camarote donde había ocultado
el paquete que le había proporcionado Simón II. Era de buen tamaño, pero su peso no
era tanto que la espía no pudiese con él. Lo subió a cubierta, lo llevó a un rincón de
popa y lo abrió. De allí cogió solamente los gemelos: aquella noche iba mucho más
preparada…
Bien escondida tras la cabina de los mandos, enfocó los prismáticos hacia el
embarcadero, buscando aquella lancha. La localizó enseguida precisamente porque el
hombre del traje viejo, melena larga, sombrero ajado, barbudo, y con el vientre
abultado, caminaba desde los muelles hacia ella. Lo vio claramente mirar hacia allí,
hacia el yate, y vacilar… A toda prisa, Brigitte corrió a los mandos, puso el yate en
marcha y comenzó a apartarlo del muelle. Cuando estaba a cien yardas de éste, volvió
a mirar con los prismáticos: el hombre de la barbita estaba abordando la lancha recién
llegada al puerto de Port-auPrince… Aquello formaba parte de su plan de aquella
noche. Sólo que, obviamente, el plan se le iba a complicar a Ceferino Paredes, el
hombre disfrazado, el hombre que estaba jugando con tres personalidades: la de
Roland Hunter, la de Ceferino Paredes y la del hombre de la barbita… ¿Cuáles eran
los planes de Ceferino Paredes? Porque, indudablemente, a menos que fuese del todo
idiota, debía desconfiar de ella, de la hermosa periodista a la que estaba utilizando.
¿Con fundamento de qué él podía confiar en una mujer después de lo de Gretel
Baum? ¿O quizá no había confiado en ella desde el primer momento? Cien millones
de dólares es mucho dinero para jugárselo con una mujer…
Sin dejar de conducir el yate mar adentro, Brigitte volvió a mirar con los
prismáticos: la lancha salía ya hacia Gonaves…

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* * *

El hombre de la barbita hizo una seña al que llevaba el volante de la lancha, el cual
paró los motores y se dirigió, en silencio, hacia donde sus dos compañeros esperaban,
fumando, ya colocados sus equipos de hombre rana. Le ayudaron a colocarse un
equipo idéntico y entonces los tres se quedaron mirando al de la barbita.
—Encontrarán lingotes de oro en el fondo. Les será muy fácil sacarlos, porque
estamos cerca de la playa y hay poca profundidad. Luego recogeremos otro lote que
hay mar adentro, a más profundidad.
Uno de los tres hombres asintió con la cabeza. Los tres llevaban linternas
submarinas.
—Supongo que acabaremos antes del amanecer.
—Desde luego. Nadie va a enterarse de nada. Para el amanecer, ustedes ya
estarán lejos de aquí, con la paga que les prometí.
Los tres parecieron conformes.
Se deslizaron al agua en aquel punto de la playa donde el propio Paredes había
tirado la noche anterior la primera tanda de lingotes, que estuvieron a bordo muy
pronto, ya que el plan de Paredes había sido precisamente ese: dejar una buena parte
a fácil alcance, de modo que esa parte, y la que quedaba todavía a mucha más
profundidad, pudiesen ser sacados en una sola noche. Dos o tres hombres no habrían
podido resistir el esfuerzo de sacarlos todos en una sola noche si todos hubiesen
estado en el lugar profundo. De aquel modo, lo hacía en dos veces. Más lento, pero
más seguro. La lástima era que a los dos primeros hombres había tenido que
matarlos… No podía permitir que regresaran a Miami o las Bahamas con el
conocimiento de la existencia de aquellos lingotes.
Era comprometedor… Igual que iban a resultar comprometedores los tres
hombres de la presente noche…
Ya recogidos los lingotes de la playa, Paredes dio las instrucciones para que la
lancha fuese llevada al lugar profundo. Y a medida que se iban acercando, iba viendo
más claramente las luces del yate… Hasta que, al poco, pudo distinguir la blanca
silueta de La Papillon, el yate de cincuenta mil dólares.
Tomando como referencia la costa de Gonaves, igual que la noche anterior,
Paredes supo que había llegado al lugar, y ordenó detener la lancha.
Y de nuevo los tres hombres se deslizaron al agua. Esta vez no fue fácil la subida
a bordo de los lingotes. Había más de ciento cincuenta pies de profundidad, lo cual
requería mucho más tiempo, mayor esfuerzo, y más cautela, ya que los buceadores
perdían cada vez más tiempo en sus inmersiones, debido a la necesaria
descompresión antes de aparecer en la superficie. Tampoco podían cargar muchos
lingotes, porque la fatiga sería entonces excesiva después de algunas inmersiones.
Pero, finalmente, hacia las dos y media de la madrugada, todo el oro, aquella

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pequeñísima parte que había sido descargada del Titán, estaba en la lancha, la cual se
hundía considerablemente bajo el peso de algo más de dos mil libras en metal
precioso.
—¿Ya está todo? —jadeó uno de los buceadores.
—No. Tengo más en el yate… Queda la última parte. Subiremos ese oro al yate,
para llevarlo con el otro. Entonces les pagaré y ustedes podrán marcharse.
—Bien.
Los tres hombres se miraron. Quizá sin ninguna mala intención, pero Ceferino
Paredes, por si acaso, ya había previsto aquello. Por eso dijo que tenía más oro en el
yate. Ellos lo creerían, naturalmente. Y si estaban dispuestos a hacerle una mala
pasada, esperarían a ver el otro oro; incluso concebirían la idea de esperar a estar a
bordo del yate, embarcación mucho más adecuada para aquel transporte hacia las
Bahamas…
La lancha se pegaba al costado del yate apenas veinte segundos más tarde. Los
tres hombres se quitaron los equipos submarinos, y Ceferino Paredes señaló la
escalerilla articulada de manera que aparecía por la borda, casi hasta la lancha.
—Será mejor que uno de ustedes se coloque arriba y los otros dos vayan
pasándole el oro. Bastará que lo dejen en la cubierta.
Así lo hicieron entre los tres hombres, hasta que Ceferino Paredes dijo, mirando
hacia el hombre que estaba en el yate:
—Ya no hay más… ¡Baje!
—¿No sería mejor que subiéramos nosotros, para cobrar? —preguntó uno de los
que habían permanecido en la lancha.
—Tengo el dinero aquí.
Metió la mano bajo la chaqueta, mirando al buceador que descendía ágilmente
por la escalerilla.
Cuando el hombre llegó abajo, Ceferino Paredes había sacado la mano… con su
gran pistola silenciosa firme en ella. Los tres hombres se quedaron mirándole
fijamente, a la luz de la luna, que daba una claridad lívida a la noche.
—Y ahora, señores, aunque sea delante de una dama…
—No estoy arriba, querido, sino aquí —dijo la voz de la dama.
La lancha se había zarandeado, y Paredes oyó el rumor del agua ocasionado por
un cuerpo al salir de ella. Pero no se volvió. Continuó mirando a los tres hombres, los
cuales, a su vez, lo miraban hoscamente. Pero tuvieron que desviar su atención hacia
el nuevo personaje brotado del mar, cuando éste ordenó:
—Ustedes, salten al agua…, junto con la pistola de mi amigo Ceferino. ¿De
acuerdo, Ronald, querido? Ceferino Paredes asintió con la cabeza. Movió la mano
hacia un lado, con fuerza, tirando la pistola al agua. Los otros tres hombres no
parecían tan bien dispuestos a la obediencia.
—Oiga, si saltamos al agua…
—Se mojarán. Y tendrán un poco de frío cuando lleguen a tierra firme. Pero eso

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será todo. Es lo menos que pueden hacer por mí, que les he salvado la vida. Ustedes
son buenos nadadores, de modo que llegarán a tierra. Ya les recogerá alguien en la
costa. O quizás antes, en el mar… Reclamen la lancha, digan que han caído de ella, y
quienes la hayan encontrado flotando a la deriva se la devolverán a ustedes. ¿Lo
entienden?
—Sí.
—Pues ahora, al agua. Tal como están. Y naden alejándose de aquí. Por favor, no
me hagan perder más tiempo.
Los tres buceadores, sin más paliativos, saltaron al agua y se alejaron de la
lancha, nadando sin prisas hacia la costa…
—¿Puedo volverme ya? —preguntó Ceferino Paredes.
—Oh, sí… Es de mala educación volver la espalda a una dama… O a cualquier
persona que nos esté hablando. ¿Verdad, querido?
Paredes se volvió y se quedó mirando a Brigitte.
No la habría reconocido si antes no hubiera oído su voz: llevaba un traje negro, de
goma, y aletas natatorias en los pies; también su cabeza estaba protegida por la
capucha de la misma goma negra; a su espalda, un solo tubo de aire, cuya boquilla
oscilaba junto a la hermosa boca. Y en la mano derecha, una pistola, bien protegida
del agua por la bolsa de plástico que quedaba cerrada con una goma elástica sobre la
muñeca de Brigitte Montfort.
—¿Realmente eres tú, Brigitte? —musitó Paredes.
—Claro, querido. ¿Qué te sorprende? ¿Acaso, que sepa utilizar un equipo de
buceador? ¿O que sepa manejar una pistola?
—¿Vas a matarme?
—¡Qué tontería! —rió Brigitte—. Bueno…, es una tontería, de momento. Todo
depende del derrotero que tome nuestra conversación. ¿Tienes la bondad de subir al
yate?
—¿Y la lancha…? Esos hombres vendrán enseguida a por ella…
—No, no. La remolcaremos un rato y luego la dejaremos a la deriva, sin luces. No
la encontrarán. Se dirigirán…, se están dirigiendo ya hacia la costa, que ésa la tienen
bien segura. No pude evitar que matases a los de anoche, pero sí a éstos. Supongo que
los dejaste contratados para tal día y tal hora aquí, en Port-au-Prince.
—Claro. Escucha, Brigitte, no importa para quién trabajes… Tengo mucho más
oro… Muchísimo más… Podríamos hacer un trato…
—Justamente eso me propongo, querido. Retrocede hacia popa, por favor.
Paredes obedeció, sin dejar de mirar a Brigitte, que se quitó los «pies de rana»
con la mano izquierda, y luego, sin dejar de apuntar al asesino, saltó ágilmente al
extremo de la escalerilla. Quedó allí acuclillada, mirando sonriente a Paredes.
—Vamos a ir subiendo a la vez, querido. Yo arriba, tú abajo… Pero antes amarra
la lancha a la escalerilla.
Subió un par de peldaños, para alejarse de cualquier posible iniciativa de Paredes.

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Pero éste se limitó a amarrar la lancha y luego inició la ascensión, llevando por
encima a Brigitte, que subía de espaldas, siempre apuntándole. Ella llegó a cubierta y
se apartó unos pasos. Ceferino Paredes apareció enseguida, subió y se quedó apoyado
en la borda, como fatigado.
—¿Qué trato… quieres proponerme? —musitó.
—Es simple: tu vida por cien millones de dólares.
—¿Para quién trabajas?
—Para los Servicios Extraordinarios de Cayo Granada… —sonrió heladamente la
espía—. No es tiempo de hablar, Ronald, o Ceferino… No quiero pensar en todo lo
que has hecho: la muerte de todos los hombres que había en el Titán excepto uno:
la…
—¿Excepto uno? —exclamó Paredes.
—Oh… ¿No lo sabías? Sí, uno se salvó; pero dejemos eso ahora, y hablemos de
los que no se salvaron: quince hombres, Ronald. Además, mataste también a los
cinco que te ayudaron con el yate The Runner. Luego, anoche, mataste a los dos
primeros frogmen que llegaron de Miami, o de las Bahamas, de acuerdo al contrato
que tenías con ellos; esta noche has matado a Gretel Baum y al guapo muchacho
llamado Giulio Fontecarlo; y ahora querías matar a tres hombres más. Y puesto a
matar, quizás incluso habías pensado matarme a mí…
—No, no, ¡te lo juro! A ti no…
—No seas bobo, querido: no te creería ni una sola palabra, así que ahórralas. Pero
antes dime por qué has matado a esa pareja.
—Reconocí a Gretel… Había estado con ella en Europa, quizá le conté
demasiadas cosas… No me gustó verla con aquel hombre tan cerca de mí en
momentos como éste; además, comprendí que algo estaban tramando. Me vigilaban,
y ella quería que no la reconociese… Comprendí que en algún momento yo le había
contado demasiadas cosas, y que ella y su gigoló querían llegar hasta el fondo del
asunto. No podía permitirlo…
—Claro. Por eso los trajiste al yate, engañados, mientras yo daba una vuelta por
Port-au-Prince; los mataste y los metiste en el refrigerador para tirarlos al mar cuando
fuese oportuno. También debías tener planeada mi muerte, claro… Pero ya ves que
yo también sé prevenir los acontecimientos y equivocarme convenientemente. Y
ahora, vamos al trato: tu vida, por cien millones de dólares en lingotes de oro.
¿Aceptas?
—No sé cómo podríamos firmar ese trato…
—Es muy sencillo: tú me dices dónde está hundido exactamente el Titán y yo te
dejo marchar.
—Me matarías, Brigitte, En cuanto te hubiese dicho…
—No te mataría. Tengo palabra de reina, Ceferino Paredes. Siempre cumplo lo
que prometo.
—No lo creo.

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Brigitte encogió los hombros.
—De acuerdo. Entonces sí voy a matarte, te tiraré al mar y devolveré a Cayo
Granada el oro que tenemos en el yate, solamente. Adiós, Ronald, querido…
Alzó un poco más la mano, estirando el brazo… La pistola apenas se veía bajo el
plástico.
—¡No, espera…! —Paredes se deslizó temerosamente hacia la popa, con la
espalda apoyada en la borda—. No dispares, no… Te lo diré. Te daré la situación
exacta donde hundimos el Titán…
—Te escucho.
—¿Me dejarás marchar? Lo has prometido, has dicho…
—Yo sólo tengo una palabra, amor. Si he dicho que no voy a matarte, es que no
pienso hacerlo. Dime esa situación.
—Sí… Es… doce grados, veintitrés décimas, veintisiete centésimas latitud norte,
y… noventa y un grados quince décimas y cero cinco centésimas longitud oeste…
—Estás loco —dijo fríamente Brigitte—. ¿Con quién crees que estás tratando?
¿Con una estúpida palurda? Esa situación está al oeste de Cayo Granada, y señala un
lugar muy cercano a una fosa de más de mil quinientos metros de profundidad. No
ibas a hundir el Titán donde tú jamás pudieses coger ni un solo lingote de oro…
Quiero la verdad, Ceferino, porque de lo contrario…
Paredes había continuado retrocediendo, siempre pegado a la borda,
medrosamente, pasando sus manos por ella. Y, de pronto, una de ellas apareció
empuñando una pistola, que quedó apuntada a Brigitte. Los dos estuvieron inmóviles
unos segundos, hasta que, por fin, Ceferino Paredes se echó a reír.
—Sabía que tú también me estabas engañando… —exclamó—. Por eso me
permití reservarme esta pequeña jugada, querida. Ahora, los dos estamos en igualdad
de condiciones: si tú disparas, yo disparo.
—Bueno… —vaciló Brigitte—. Creo que sería una tontería que nos matásemos el
uno al otro, querido.
—¿De veras? Bien, parece que tendremos que pensar detenidamente la solución a
esta situación.
—Una buena idea sería… que decidiésemos realmente compartir ese oro. Todavía
estamos a tiempo de disfrutarlo plenamente, querido…
—¿Estás sugiriéndome que confíe en una agente de los Servicios Extraordinarios
de Cayo Granada? —rió Paredes.
—Oh, no… Te he mentido en eso. Mi nombre auténtico es Brigitte Montfort,
desde luego; pero no trabajo para Cayo Granada, sino para la CIA Como
comprenderás, no es lo mismo. No pueden intervenir en nuestra alianza ciertos…
sentimientos patrios por mi parte.
—¡Eres muy sincera! —volvió a reír Paredes—. Y, sinceridad por sinceridad, te
diré dónde está exactamente el oro: once grados, cincuenta y nueve décimas,
veinticuatro centésimas latitud norte, ochenta y nueve grados, cuarenta y dos

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décimas, dieciocho centésimas oeste. ¿Me crees?
Brigitte reflexionó brevemente.
—Sí… Ése puede ser el lugar. Estuve estudiando unas cartas marinas y ese punto
es factible. Además, no está demasiado lejos del punto donde fue atacado el Titán.
Claro que… puedes estar mintiendo.
—Te aseguro que no. Y ahora que sabes algo tan fabuloso…
Apretó el gatillo una milésima de segundo más tarde de lo que le habría
convenido, quizá, porque Brigitte supo que iba a hacerlo, y se ladeó, al mismo tiempo
que disparaba, a su vez. Los resultados fueron malos para ambas partes, pero,
relativamente, más favorables a Ceferino Paredes, ya que, mientras éste recibía el
balazo en un costado, apenas como el golpe de un hierro al rojo, Brigitte Montfort
lanzaba un grito, giraba sobre sí misma… y desaparecía por la borda, de espaldas,
hacia el mar…

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Capítulo XV
Ceferino Paredes se precipitó hacia la borda y se asomó, crispado el rostro por el
dolor, pero lista la pistola, dispuesto a hacer fuego contra todo lo que se moviera
sobre el agua por aquel lado del yate. Pero nada se movió; las aguas se agitaban,
negras y plateadas, tenebrosas… Miró también hacia la lancha, pero Brigitte Montfort
no estaba utilizándola para mantenerse a flote. Simplemente, había desaparecido.
A toda prisa, el falso gordito bajó ágilmente por la escalerilla, saltó a la lancha y
utilizó la cuerda que la sujetaba al yate para atarse por la cintura. Luego puso la
lancha en marcha, tras trabar la rueda del volante, y saltó. Cayó al agua, pero sólo un
instante, porque enseguida se izó, por la cuerda, hasta la escalerilla, y luego por ésta
subió al yate.
Notaba en el costado la quemazón de la herida, pero sabía que no tenía
importancia. Fue hacia el timón y lo giró, tras poner en funcionamiento los motores
del yate, que comenzó a alejarse de allí. Tenía tiempo de todo… Llegaría a Port-au-
Prince al amanecer, pagaría la cuenta del hotel, y se iría lejos. Muy lejos, de
momento. Ya arreglara el asunto de la recuperación del oro que contenía el hundido
Titán. Y no tenía nada que temer… aquellos tres hombres que estaban vivos le
conocían por otro nombre, y bajo otro aspecto; ni siquiera sabían el nombre del yate
al cual habían subido el oro. En cuanto a Brigitte, todos sabían que aquella noche no
había salido con él, sino sola, por su cuenta. Cuando empezasen a inquietarse por su
ausencia, él estaría lejos, además…
Una vez orientado el yate hacia Port-au-Prince, Ceferino Paredes se dedicó
frenéticamente a transportar los lingotes de oro al interior del yate; los escondería
en… ¡Los cadáveres! Se escalofrió cuando se dio cuenta de que los había olvidado
completamente. Dejó el trabajo de ir escondiendo el oro y los sacó, uno a uno,
jadeando, a cubierta. Y uno tras otro fueron a parar al mar… Mejor todavía: cuando
se encontrasen sus cadáveres y el de Brigitte Montfort, los relacionarían, quizá. Pero
no a él… No tenían por qué relacionarlo a él con los tres cadáveres que, tarde o
temprano, saldrían a la superficie… Eso, suponiendo que algunos tiburones no
decidiesen darse un buen banquete… Lo cual todavía sería mejor, al no dejar rastros.
La idea le gustó tanto, que se echó a reír alegremente.
Regresó abajo, cada vez cargado con lingotes de oro. Con aquel oro tendría para
demostrar a su cómplice que todo era cierto. Luego, tal como habían convenido, se
ocuparían de montar la operación de rescate de los noventa y ocho millones y pico
que quedaban en el Titán. No había demasiada prisa, no…
Estaba tan ocupado llevando el oro al interior del yate que ni se dio cuenta de que,
espaciadamente, hacia el cielo, iban ascendiendo unas bengalas. La primera, de color
rojo; la segunda, de luces amarillas; la tercera, de color rojo…
Y casi estuvo a punto de no darse cuenta de que estaba llegando a puerto. Tapó el
oro que todavía quedaba en cubierta con una lona, y se dedicó a gobernar el yate,

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hasta dejarlo convenientemente anclado junto al muelle.
Entonces, ya casi amanecido, comprendió el error que estaba cometiendo; si le
veían en el yate con aquel disfraz, las cosas no irían tan bien como se estaba
prometiendo…
Fue abajo y se quitó todo cuanto contribuía a ocultar su también falsa
personalidad de Ronald Hunter, pero con la cual era conocido en el Etienne’s, y como
nuevo propietario del yate. Luego buscó vendas en el botiquín. Se limpiaría la herida,
la vendaría bien, y nadie se daría cuenta de que…
Oyó el ligero ruido al pie de las escaleras de madera que unían la cubierta con el
livingyatch, y alzó vivamente la cabeza, sobresaltado. No pudo contener el grito de
miedo, de espanto, de incredulidad:
—¡Tú!
Quedó pálido, contemplando a aquel hombre, que le miraba con una fijeza
impresionante.
—Yo: el hombre que por dos veces has querido matar, Ceferino. Una, en el Titán.
Dos, en la playa cerca de Les Vases, anoche… Pero tu puntería no es demasiado
buena, según parece.
—Abelardo… Escucha, Abelardo, todo fue un error… No sabía que tú eras el
hombre de la playa…
—¿Ni el del Titán?
—Estás confundido… Siempre fuimos amigos, Abelardo. Tú sabes…
—¿Dónde está Brigitte?
—Emmm… ¿Brigitte? No sé… de qué me hablas…
—Lo sabes muy bien. Y sé que la has visto, que ella ha estado por aquí… La vi
escribir una nota pidiendo un equipo submarino, bengalas de colores
impermeabilizadas, una bolsa de plástico, prismáticos… Y sé que ella estuvo por aquí
anoche también…
—No, no…
—He tenido que golpear a un amigo de ella para venir aquí, Ceferino. No querían
dejar que hiciese mi propio juego…
—Esa Brigitte… ¿era amiga tuya?
—¿Era? —musitó Abelardo Carranza.
—Ha sido… un modo de hablar, ya que no sé… nada.
—Ceferino: esa mujer me salvó la vida anoche, y sé que quiere devolver a Cayo
Granada las reservas de oro. ¿Qué has hecho con ella?
—¡No la he visto!
La mirada de Abelardo fue hacia la pistola, que Paredes había dejado sobre la
mesita redonda para cambiar de ropas. Fue hacia ella, vacilante, y la cogió. Se dejó
caer en un extremo del diván corrido a lo largo del casco; estaba pálido, desencajado
el rostro, por al cual resbalaban unas gotitas de sudor…
—Vamos… a subir arriba, Ceferino. Nos iremos… con este yate a buscarla. Y si

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la encontramos muerta, tu vida… no valdrá ni lo… que vale una bala…
—Espera, Abelardo… Tú quieres el oro, ¿no es cierto?
—He visto algunos lingotes en cubierta… Pero sé que aquí, en el yate, sólo
puedes tener una… cantidad… insignificante… ¡No te muevas! No estoy tan… tan
mal que no pueda disparar…
Paredes se sentó de nuevo.
—Podemos hacer un trato, Abelardo. Yo también estoy herido… Sería tonto que
me matases ahora, sin saber dónde está hundido el Titán. Yo puedo decírtelo… ¡Sólo
yo lo sé!
—Entonces, vamos a ir a Cayo Granada, Ceferino. Y nos dirás dónde está el
Titán.
—Puedo decírtelo ahora… o nunca. Si me llevas allá, no lo diré nunca, aunque
me torturéis del peor modo posible. Tan sólo sabiendo que si no os lo digo os
perjudico a todos, tendría fuerzas para soportarlo.
¡No os lo diría nunca! En cambio, podemos hacer un trato: yo me llevo este yate y
el oro que hay en él… A cambio, te digo dónde está el Titán.
—Vamos a subir a cubierta.
Abelardo Carranza regresó hacia la escalerilla, y empezó a subir, de espaldas,
siempre vigilando a Ceferino Paredes, ordenándole que subiese cara a él, despacio,
manteniendo la distancia…
—Pon el yate en marcha —ordenó, ya en cubierta los dos.
—Pero…
—¡Haz lo que te digo! Ya veremos si eres capaz de resistir lo que nosotros te
hagamos en Cayo Granada. Veremos si eres tan valiente para morir como para matar.
¡Ponlo en marcha!
Ceferino Paredes obedeció. Salieron del puerto y Carranza le ordenó que
navegase hacia la salida del Golfo, pero pasando cerca del lugar donde la noche
anterior estuvo vigilando la extracción del oro del fondo del mar por los hombres
rana…
Todavía cerca del puerto, una lancha se cruzó velozmente con ellos. Ninguno de
los dos le hizo caso… Ni siquiera cuando la lancha, tras pasar junto al yate, dio una
veloz y amplia vuelta, levantando una cortina de espuma plateada y rojiza a la vez;
aún estaba la luna en el cielo, pero ya amanecía…
No obstante, aún quedaba la oscuridad suficiente para que la vívida luz que
apareció en el cielo, sobre sus cabezas, obligase a Abelardo Carranza a volverse…
Vio la bengala roja, suspendida primero, como sostenida por alguien, y luego el lento
descenso chisporroteante hacia el mar… Debajo de la bengala, la lancha que se había
cruzado con ellos, y que los estaba alcanzando rápidamente… Abelardo vio la palidez
de espanto que aparecía en el rostro de Paredes, y se echó a reír agudamente, con
burla sañuda.
—Ya ves qué mujer tan excepcional, Ceferino… Nosotros vamos a buscarla a

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ella, y es ella la que nos encuentra a nosotros. Y como sé muy bien que Brigitte podrá
gobernar satisfactoriamente este yate…
Golpeó a Paredes en la cabeza, con la pistola. El asesino se tambaleó con fuerza
contra la rueda del timón; el segundo golpe le hizo rodar a los pies de Carranza, que
tomó la rueda y mantuvo el rumbo fijo, sabiendo lo que pronto iba a ocurrir.
Y ocurrió. Brigitte Montfort, todavía con el negro traje de goma para inmersiones,
apareció por el hueco que había en la borda para la escalerilla articulada: con lo cual,
la admiración que Abelardo Carranza sentía por ella creció aún más, al comprender
que la agente de la CIA había saltado desde la lancha en marcha hacia la escalerilla.
Cosa muy fácil de explicar, pero…
Carranza, vuelto hacia aquel lado, agitó una mano, sonriendo.
—Buenos días, CIA.
—¡Pare el yate, Abelardo!
—¡No sé cómo hacerlo! ¡Es diferente a los que he manejado antes!
Brigitte corrió por la cubierta, apartó a Abelardo y paró los motores; el yate
perdió velocidad inmediatamente, deslizándose ahora con suave balanceo…
—Era sencillo —sonrió Carranza—. Pero como no estoy en condiciones de
llevarlo hasta Cayo Granada, preferí que fuese usted quien…
—Usted está loco —sonrió Brigitte, quitándose la capucha de goma, soltando sus
hermosos cabellos negros—. ¿Qué es lo que pretende con todo esto? ¿Morir?
—Ceferino es cosa mía. Y parece que a usted se lo escapó.
—Me rozó la cabeza con una bala. Si no fuese por mi suerte fabulosa, ahora, en
lugar de un corte en esta capucha —la mostró—, tendría una bala en la cabeza y
estaría en el fondo del mar… Espero que no haya… perjudicado demasiado a mis
amigos, Abelardito.
—Sólo a uno… Se distrajo, creyó que yo estaba dormido…
Abelardo Carranza calló bruscamente, al ver aparecer en el yate a Pedro Mariano
y a Hernán Salvador, que habían detenido la lancha por fin, junto al yate. Brigitte se
dio cuenta de la tensión con que se miraban Salvador y Carranza, y sonrió
burlonamente.
—Bueno… Parecen dos pistoleros del Viejo Oeste esperando a ver cuál de los dos
se decide a sacar su revólver… Yo creo que deben sacarlo ya… O eso, o bien
olvidarlo todo. A fin de cuentas, ustedes dos han admitido, por separado, que se
querían mucho… ¿Cierto?
Hernán Salvador se acercó, con la mano derecha tendida hacia el amigo que
durante más de tres meses había sido buscado con ahínco, y con odio por parte de la
mayoría de cayogranadinos, que veían en él al hombre que había arruinado a su
país… Les había robado la libertad, la independencia…
Abelardo Carranza no se movió. Entonces, Pedro se acercó también, y le tendió
su diestra, igual que Hernán Salvador.
—Me decepciona usted, Abelardo —musitó Brigitte.

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Pero Abelardo aceptó la mano de Pedro. Luego, de pronto, abrazó a Hernán
Salvador, que por encima del hombro del amigo recuperado vio el bellísimo rostro de
la espía internacional; y sonrió cuando ésta guiñó alegremente uno de aquellos
maravillosos ojos de un azul más azul que el del cielo…
—Bonito día para tener esperanzas de ser independiente… —dijo Brigitte
enseguida—. Pero todo eso se conseguirá si trabajamos a toda prisa.
—Yo me ocuparé de Ceferino… —susurró Carranza—. Y por Dios que va a
decirme dónde está el oro o le…
—Once grados, cincuenta y nueve minutos, veinticuatro segundos latitud norte.
Ochenta y nueve grados, cuarenta y dos minutos, dieciocho segundos, longitud oeste
—rió Brigitte.
—¡Se lo dijo! —exclamó Salvador.
—Estaba tan seguro de que me iba a matar, que el hombre quiso darse ese gusto.
—Quizá la engañó…
—No… —Frunció el ceño Brigitte—. Tiene que estar por ahí, más o menos. Y
tenemos seis días para encontrarlo y sacarlo… ¿Qué piensa hacer ahora, Abelardo?
—Voy a atarlo —dijo Carranza, que se había acuclillado junto a Ceferino
Paredes.
—Te ayudaré… —dijo Salvador—. Déjame.
Arrastró al desvanecido Paredes hasta donde estaba el oro, cubierto con la lona.
Había cuerdas allí mismo. Brigitte se desentendió de los hombres y se dedicó a
gobernar el yate, rumbo al puerto…
—¿Adónde va? —Gruñó Pedro.
—A Port-au-Prince.
—Deberíamos ir hacia Cayo Granada…
—Claro. Y tardaríamos un siglo en llegar. Usted y Félix llevarán el vate hasta
Cayo Granada, Pedrito. Hernán, Abelardo y yo tomaremos un avión hasta Granada.
De allí nos haremos llevar al transporte que esté esperando instrucciones con los
buceadores, barcazas… Llegaremos en dos o tres horas, y a eso le llamo yo ahorrar
tiempo. Antes de las diez de la mañana estaremos en el transporte que sustituirá al
Titán para llevar el oro a su bóveda secreta…
Se quedó mirando ahora a Abelardo Carranza, que tras amarrar a Ceferino
Paredes de pies y manos, rudamente, le estaba dando unos golpes en las mejillas, para
despejarle. Pero Ceferino Paredes tardó todavía un par de minutos en abrir los ojos…,
que se desorbitaron cuando se dio cuenta exacta de su situación.
—No me matéis. ¡No me matéis! ¡Os diré dónde está el oro…!
—Ya lo sabemos.
Los desorbitados ojos de Paredes se desviaron, con gesto de loco miedo, hacia la
espía, que le miraba inexpresivamente desde el timón.
—Brigitte… Me van a matar… ¡Me van a matar ahora que ya saben dónde está el
oro…!

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—Es una decisión muy humana, querido.
—¡Tienes que impedirlo! ¡Tú y yo hicimos un trato…! ¡Ibas a dejarme marchar
con una parte del oro…!
—Eres un cínico, Ceferino Paredes.
—¡Lo prometiste! ¡Diste tu palabra de… de reina…!
—Siempre cumplo mi parte cuando los demás cumplen la suya.
—Pero… ¡Pero lo dijiste! ¡Tienes que cumplirlo…!
—La va a cumplir, Ceferino… —musitó Carranza—. Una mujer como ella no
merece que hombres como nosotros la hagamos quedar mal. Si ella dijo que te dejaría
marchar con una parte del oro, nosotros vamos a aceptar su palabra, vamos a acatar
sus deseos… Ningún cayogranadino puede hacer menos por una espía profesional
que tiene ese gran corazón. ¿No es increíble, Ceferino? Ella, que no tiene nada que
ver con Cayo Granada, se ha jugado la vida por nuestra independencia. Ni siquiera se
quedará el oro para la CIA, cosa muy fácil, puesto que sólo ella y tú sabéis dónde está
el Titán, hundido. Nos regala cien millones de dólares, Ceferino. ¿No es admirable?
—Ella… dio su palabra de que me dejaría… marchar… con parte del oro…
—Ya te he dicho que vamos a dejarte marchar. ¿Parte del oro? Está bien… —
Alzó uno de los lingotes que habían quedado en cubierta—. ¿Es esto parte del oro,
Ceferino?
—Sí…
—Pues es tuyo.
Y diciendo esto, Abelardo Carranza tiró el lingote al mar.
—¡Pero…! —chilló Paredes.
—Sólo tienes que ir a por él. Es tuyo. Ve a buscarlo, Ceferino.
Y lo empujó por el hueco de la escalerilla. Se oyó el grito agudo, el trémolo de
espanto, de horror sin límites, de Ceferino Paredes, que, sobre no ser un buen
nadador, había sido tirado al agua con las manos y los pies atados… Se oyó el ruido
de su cuerpo al caer al agua, pero no fue nada… Un simple chapoteo. Luego, sólo el
rumor del mar, sobrevolado por algunas gaviotas que parecían rojas por el sol
naciente.
Carranza miró a Brigitte, que estaba mirándolo fijamente a él, en silencio.
—No le ha gustado, ¿verdad? —musitó. Brigitte movió negativamente la cabeza.
—Sin embargo… —susurró— es bien cierto que quien a hierro mata, a hierro
muere. Bien… Lleven ese oro abajo, escóndanlo bien y pónganse de acuerdo con
Pedro. Él y Félix llevarán el yate a Cayo Granada… Pedro, asómese primero a la
borda y grítele a Félix que ya puede ir al puerto a dejar la lancha de René. Nosotros
iremos a Puerto Príncipe con más calma, puntualizando los detalles del plan que…
—Y hablando de puntualizar detalles… —dijo Salvador, acercándose a la divina
espía—. Yo comprendo muy bien que usted sugiriera que yo llamase a don Belisario
para indicarle que debía tener preparados algunos buceadores, el transporte, las
barcazas…, todo. Me parece muy lógico y muy conveniente tenerlo todo preparado

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para cuando lleguemos… Pero… ¿qué utilidad van a tener las dos docenas de rosas
rojas?
—Me encantan las rosas rojas… —sonrió Brigitte—. Y yo creo que lo menos que
merezco es eso, ¿no?

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Este es el final
El botones necesitó las dos manos para hacerse cargo del equipaje, que había
aumentado con las compras efectuadas por la espía en Granada. Pero sonreía feliz.
Tan feliz como todos los cayogranadinos en aquel día, que sería el segundo de su
historia. De su historia privada…
Y apenas salía el botones, cuando Brigitte estaba, como siempre, dando el último
vistazo a la cámara, con Cicero en brazos, sonó otra llamada a la puerta. Abrió… y se
quedó mirando con gracioso gesto amable a su inesperado visitante.
—Señor primer ministro…
—¿Puede recibirnos, señorita Montfort?
—Por supuesto. Me iba ya…
—Lo sabemos. Hemos venido a despedirla… La llevaremos al aeropuerto, si nos
lo permite.
—Pero, señor primer ministro, no es necesario que usted…
—Será un placer, se lo aseguro. Ya conoce a mis amigos, ¿no es cierto?
Brigitte sonrió con aquella burla amable, tan simpática, haciendo graciosas
inclinaciones de cabeza a Hernán Salvador, Pedro Mariano, Nicomedes Martín y
Abelardo Carranza, que parecía completamente repuesto de su herida.
—Los conozco, así es.
—Bien… Hemos venido a traerle un obsequio… Un recuerdo que esperamos
conserve siempre, a menos que precise usted sus reservas de oro.
Le tendió un paquete alargado a Brigitte, que casi lo dejó caer ante lo inesperado
de su peso. Era un paquete del tamaño de un zapato de hombre, pero rectangular, muy
pesado… Brigitte lo descubrió. Se quedó unos segundos mirando, entre atónita y
emocionada, el lingote de oro puro, en el que se había grabado:

A BRIGITTE MONTFORT, LA MÁS DULCE


CIUDADANA DE HONOR DE CAYO GRANADA

Y en el otro lado:

Reservas de oro de Brigitte Montfort. Novecientos


noventa y nueve lingotes más, a su disposición, en las
bóvedas de Cayo Granada.

—Pero… Señores… Yo no merezco…


—Ni una palabra más, señorita Montfort. Todo está claramente expresado en ese
lingote.
—Bien… Emmm… Esperemos que nunca… tenga que recurrir a mis reservas de

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oro…
—Así sea. Pero no olvide que tiene a su disposición novecientos noventa y nueve
lingotes más como ése. Es un precio irrisorio por una independencia.
—Bien… Tengo que irme ya…
—Lamentable. Nos gustaría tener siempre con nosotros a quien sabe jugarse la
vida por algo que vale la pena.
—¿Creen que he hecho algo que vale la pena? Pues fíjense en este telegrama…
Oh, si me lo permiten, voy a traducirlo para ustedes…

PERIÓDICOS RIVALES FURIOSÍSIMOS POR NO TENER


CORRESPONSALES COMO USTED Stop REPORTAJES MUY BUENOS
Stop. FOTOGRAFÍAS DE SUBIDA BANDERA LIBRE CAYO GRANADA
EXCEPCIONALES Stop PERO INCLUSO YO ME ESTOY
PREGUNTANDO CÓMO PUDO CONSEGUIR FOTOGRAFÍAS RESERVA DE
CIEN MILLONES DÓLARES ORO DOS DÍAS ANTES QUE LOS DEMÁS
CORRESPONSALES DE OTROS DIARIOS Stop CONSUMADA AYER LA
INDEPENDENCIA DE CAYO GRANADA Y RECIBIDOS LOS
REPORTAJES Y LAS FOTOGRAFÍAS ORDENO INMEDIATO REGRESO
A CASA Stop YA SE HA DIVERTIDO BASTANTE Stop ABRAZOS
MIKY GROGAN Morning News N. Y.

—¡Ya se ha divertido bastante! —bufó Pedro—. ¡Si ese Grogan supiese…!


—De todos modos, debo volver a mi trabajo. Vine aquí de vacaciones y… he
pasado unos días maravillosos.
—¿Volverá alguna vez?
—Pues… Espero que sí. Aunque resulta que nadie quiere que me aleje de su lado,
porque… ¡soy tan hermosa! ¿No es cierto, «Cicero»?
Los cinco hombres se echaron a reír, siempre vencidos por aquella dulce simpatía
de la más audaz éspía del mundo.
Pero Cicero sólo pudo decir:
—¡Guau!

FIN

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Notas

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[1] Evidentemente, el autor ha recurrido aquí a una isla y un país imaginarios. <<

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[2] Sí, claro. Y seguiremos al otro coche, por favor, en francés. <<

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