El Agua Esta Esplendida - Ruth Rendell
El Agua Esta Esplendida - Ruth Rendell
El Agua Esta Esplendida - Ruth Rendell
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Ruth Rendell
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Título original: The water’s lovely
Ruth Rendell, 2006
Traducción: Montserrat Batista Pegueroles
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1
Pasaban semanas en las que Ismay ni siquiera pensaba en ello. Pero entonces ocurría
algo que se lo recordaba, o volvía en un sueño. Los sueños siempre empezaban de la
misma manera. Su madre y ella subían por las escaleras detrás de Heather, que las
conducía por el dormitorio hacia lo que había al otro lado y que en el sueño no era un
cuarto de baño, sino una habitación con el suelo y las paredes de mármol. En el
centro de la misma había un lago espejado. La cosa blanca del agua flotaba hacia ella
con la cara sumergida y su madre decía absurdamente: «¡No mires!». Porque la cosa
muerta era un hombre que iba desnudo y ella una chica de quince años. Sin embargo,
ella había mirado y en los sueños volvía a hacerlo, pero lo que veía era el rostro
ahogado de Guy. Había mirado el rostro muerto y, aunque de vez en cuando se
olvidaba de lo que había visto, la imagen siempre volvía, los ojos sin vida que aún
retenían el miedo, las ventanas de la nariz dilatadas no para inhalar aire, sino agua.
Heather no daba muestras de temor ni de ninguna otra emoción. Se quedaba allí
quieta, con los brazos colgando a los lados del cuerpo. Llevaba el vestido mojado y la
tela se le pegaba a los pechos. En aquel momento nadie dijo nada, ni en la realidad ni
en los sueños, ninguna de ellas pronunció una sola palabra hasta que su madre cayó
de rodillas y empezó a llorar, a reír y a farfullar disparates.
La casa era un lugar distinto a su regreso. Sabía, eso sí, que serían dos pisos
independientes, el de arriba para su madre y Pamela y el de abajo para Heather y ella,
dos pares de hermanas, dos generaciones representadas. Lo que no había entendido
durante su último trimestre en la universidad, a más de seiscientos kilómetros de allí,
en Escocia, era que parte de la casa desaparecería.
La idea había sido de Pamela, aunque ella misma no sabía por qué. Pamela no
sabía más que el resto del mundo sobre lo que había ocurrido. Había planeado y
llevado a cabo aquellos cambios tan drásticos con toda inocencia y buenas
intenciones. Le enseñó la planta baja a Ismay y luego la condujo al piso de arriba.
—No sé hasta qué punto Beatrix es consciente —dijo mientras abría la puerta de
lo que había sido el dormitorio principal, la habitación que habían cruzado para
encontrarse con el hombre ahogado—. No podría decirte cuánto recuerda. ¡Sabe Dios
si se da cuenta siquiera de que es la misma habitación!
«Incluso a mí me cuesta reconocerla», pensó Ismay. La impresión la hizo
enmudecer. Echó un vistazo casi con temor. Era una sola habitación ahora. La puerta
del cuarto de baño había estado… ¿dónde? La cristalera del balcón había sido
reemplazada por una sola puerta de cristal. El lugar parecía más grande, más parecido
a la habitación de los sueños, y al mismo tiempo menos espacioso.
—Está mejor así, ¿verdad, Issy?
—Ah, sí, sí. Es que me ha impresionado. —Tal vez hubiera sido mejor vender la
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casa y mudarse. Pero ¿de qué otra manera iban a poder permitirse Heather y ella
compartir un piso?—. ¿Heather lo ha visto?
—Está encantada con los cambios. No sé si alguna vez la había visto demostrar
tanto entusiasmo por nada. —Pamela le enseñó los dos dormitorios que antes habían
sido el de Heather y el suyo, la cocina y el cuarto de baño nuevos. Se detuvo en lo
alto de la escalera, se agarró al pilar y se volvió a mirar a Ismay con expresión casi
suplicante—. Fue hace nueve años, Issy, ¿o son diez?
—Nueve. Son casi nueve.
—Pensé que cambiar las cosas de esta manera os ayudaría a dejarlo atrás de una
vez por todas. No podíamos seguir manteniendo cerrada esa habitación. ¿Cuánto
tiempo hacía que no entraba nadie? Todos estos nueve años, supongo.
—Ya no pienso mucho en ello —mintió.
—A veces creo que Heather lo ha olvidado.
—Quizá ahora pueda olvidarlo yo —dijo Ismay, y bajó a buscar a su madre que
estaba en el jardín con Heather.
El olvido no es un acto voluntario. Ella no había olvidado, pero aquella
conversación con Pamela, así como el recorrido por su antigua casa renovada, habían
sido decisivos para ella. Aunque aquella noche soñó con Guy ahogado, su modo de
pensar fue cambiando paulatinamente y sintió que la carga que llevaba se aligeraba.
Dejó de preguntarse qué había ocurrido aquella calurosa tarde de agosto. ¿Dónde
había estado Heather? ¿Qué es lo que había hecho Heather exactamente… si es que
había hecho algo? ¿Era posible que hubiera otra persona en la casa? Llevaba nueve
años intentando esclarecer las cosas, conjeturando, especulando, y al final se
preguntó por qué. Suponiendo que lo averiguara, ¿qué podría hacer con la verdad que
hubiera descubierto? No iba a compartirla con Heather, no iba a vivir con Heather, ni
a protegerla de nada, y mucho menos a «salvarla». Simplemente era una cuestión
práctica. Eran hermanas y estaban unidas. Ella quería a Heather y sin duda Heather la
correspondía.
Heather y ella en el piso de abajo, su madre y Pamela en el de arriba. La primera
vez que Ismay vio a su madre en la nueva sala de estar, en el rincón que se había
hecho con su radio, su taburete y el bolso que llevaba a todas partes, la observó para
ver si su mirada aturdida y ausente se desviaba hacia el extremo de la habitación más
radicalmente cambiado. No lo hizo en ningún momento. Era como si Beatrix no
comprendiera que se trataba de la misma habitación. Heather la acompañó arriba
cuando Pamela las invitó a las dos a beber algo y fue tal como ella había dicho. Su
hermana se comportaba como si se hubiera olvidado, y hasta se acercó a la nueva
puerta de cristal y la abrió para ver si llovía. La cerró, regresó y se detuvo a
contemplar el cuadro que Pamela había colgado hacía poco en la pared, allí donde
antes habían estado el toallero y el cuenco con jabones de colores de Beatrix.
Irónicamente, lo único que recordaba que había sido un cuarto de aseo era ese cuadro,
un grabado de Bonnard de una mujer desnuda que se secaba después de tomar un
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baño.
Si las demás podían olvidarlo, desecharlo, aceptarlo o lo que fuera, ella también
debía hacerlo. Tenía que hacerlo. Casi estaba orgullosa de sí misma por hacer lo que
la gente decía que había que hacer: seguir adelante. La próxima vez que fue al piso de
arriba para hacerle compañía a su madre mientras Pamela estaba fuera, se levantó,
recorrió el suelo reluciente, cruzó por las dos alfombras, se detuvo frente a la mesa
situada donde antes había estado la ducha y cogió un pisapapeles de cristal con
dibujos de rosas. Lo sostuvo contra la luz y notó que el corazón se le aceleraba. Los
latidos se calmaron, se volvieron rítmicos y lentos y, con toda intención, Ismay se
volvió a mirar el lugar donde había muerto Guy.
Beatrix había encendido la radio y se había contorsionado como lo hacía siempre,
inclinando el cuerpo a la izquierda para pegar el oído al aparato de manera que su
cabeza casi se apoyaba en el estante. La mujer no dio muestras de haber notado
dónde estaba Ismay y apenas correspondió con un gesto distraído la sonrisa de su
hija.
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hermano menor de Guy. ¿Acaso era por este motivo que ella lo amaba y Heather no
lo quería? La noche que lo entendió, Ismay volvió a tener el sueño, pero era el rostro
de Andrew el que vio bajo el agua clara de un verde pálido.
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Cuando Edmund llegó a casa después del trabajo, Marion estaba allí. Era la segunda
vez aquella semana. Su madre dijo: «Marion se ofreció amablemente a hacerme la
compra, de modo que le pedí que se quedara a comer con nosotros. Sabía que te
alegrarías».
¿Lo sabía? ¿Y por qué lo sabía? Que recordara, él nunca había expresado ninguna
opinión sobre Marion, aparte de comentar, hacía ya unos meses, que para él era un
misterio que las mujeres se tiñeran el pelo de ese tono oscuro de carmesí tan poco
natural. Ella le sonrió, se sentó a la mesa y empezó a charlar con su habitual
entusiasmo sobre los ancianos a los que visitaba y a los que le encantaba ayudar
—«Todos nos haremos viejos algún día, ¿verdad?»—, sobre el Servicio Nacional de
Salud y la operación de cadera aplazada de su difunta madre y sobre sedantes,
analgésicos y medicina alternativa. Ella creía que ésa era la «especialidad» de
Edmund y quería caerle bien. Después tendría que acompañarla a la estación. Que
estaba muy cerca, al pie de la colina, pero él no podía dejar que Marion anduviera
sola por las calles oscuras. Ella iría todo el camino conversando sobre lo maravillosa
que era su madre pese a sus problemas de salud.
Su madre había servido aguacates con gambas seguidos de espaguetis a la
carbonara.
—Absolutamente delicioso, Irene —afirmó Marion, que a su propio juicio era una
cocinera excelente. Había traído una tarta Bakewell a modo de obsequio—. Si cierro
los ojos es como si estuviera en Bolonia.
«Ojalá estuvieras allí», pensó Edmund. De manera que ahora era «Irene». La
última vez que había estado en casa aún la llamaba «señora Litton». Marion llevaba
el cabello más rojo y más oscuro que a principios de semana y su pequeño rostro de
tití tenía un maquillaje más intenso. Edmund nunca había conocido a una mujer tan
inquieta como ella. No podía estar ni cinco minutos quieta en el mismo sitio, siempre
iba de un lado a otro con sus piernas como palillos y sus tacones chupete.
—No debes sentirte obligado a acompañarme —le dijo después de haber servido
y retirado el café. Otra primera vez.
—No hay problema —repuso su madre, como si fuera a acompañarla ella—.
Imagínate que te pasara algo. Nunca se lo perdonaría.
Sonrió. Miró a Marion con expresión de complicidad, con cara de decir «¿No ves
que está deseando ir contigo?». Entonces Edmund lo supo. Marion era para él. Era el
regalo que había elegido su madre. Probablemente no fuera así desde el principio,
cuando se conocieron uno o dos años atrás, sino quizá de unos seis meses a esta parte.
Y él, como un idiota, no lo había visto venir. Ahora se daba cuenta. Marion era mayor
que él, pero no más de unos cinco o seis años. Sería su novia, luego su prometida y al
cabo de uno o dos años su esposa, una esposa que estaría encantada de compartir una
casa con la madre de él.
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Las situaciones desesperadas exigen medidas desesperadas. Acompañó a Marion
hasta el pie de la colina, escuchando a medias su cháchara sobre la artritis de su
madre y lo valiente que era la mujer (como si Irene tuviera noventa años y no sesenta
y dos), seguido por las últimas actividades del viejo señor Hussein y la anciana
señora Reinhardt. Edmund se pasó todo el rato cavilando sobre los pasos que cabía
seguir. Frente a la estación, al darle las gracias por haberla acompañado, Marion alzó
el rostro muy cerca del suyo. ¿Acaso esperaba que la besara? Edmund retrocedió, le
dio las buenas noches y la dejó allí.
—Es una mujer muy dulce —comentó su madre—. O quizá debería decir una
joven. —Hizo una pausa para dejar que sus palabras hicieran mella—. Tenemos un
vecino nuevo. Hoy he visto que se mudaba. Un tal Fenix. Marion dice que ha pagado
más de un millón por esa casa, y si ella lo dice…
Al día siguiente, en la residencia para enfermos terminales, Edmund estudió a sus
compañeras enfermeras. Estaban todas casadas o vivían con sus novios. A la hora del
descanso de media mañana bajó al departamento de restauración a buscar un pedazo
de pan de jengibre o de strudel para tomarse con el café. La Residencia Jean
Langholm era famosa por la gran calidad de su comida. Tal como decía Michelle, una
de las cocineras, «Afrontémoslo, la gente viene aquí a morir. Lo menos que podemos
hacer es que sus últimas comidas sean excelentes».
Michelle ayudaba a Diane a preparar las verduras, lavando brécol y raspando
zanahorias. Heather, la jefa de cocina, estaba elaborando unas tortas finas como
obleas para la comida. Edmund se acercó a Heather, como hacía a veces, para
preguntarle cómo estaba y hablarle del señor Warriner, un paciente de cáncer que
tenía en su pabellón y por el que ella había mostrado cierto interés. Ella se limitó a
sonreír en respuesta a su primera pregunta y asintió con la cabeza al escuchar las
novedades sobre el señor Warriner. Era una chica tranquila, feúcha de cara, calmada y
apacible, robusta y corpulenta sin ser gorda. Siempre tenía el aspecto de que acababa
de tomar un baño y lavarse el pelo. Sus ojos eran del mismo color azul que el de los
motivos chinos de la porcelana y tenía un hermoso y abundante cabello rubio que
llevaba en forma de melena corta con flequillo. Ella le preguntó si había venido en
busca de pastel y si podía ofrecerle un pedazo de bizcocho de almendras o de pastel
Battenberg. Edmund optó por el Battenberg y entonces le dijo:
—¿Te gustaría salir a tomar una copa una tarde?
Ella se sorprendió de que se lo preguntara. Edmund se dio cuenta.
—De acuerdo —respondió.
—Bien, ¿esta tarde?
No tuvo que pensárselo. Se lo quedó mirando fijamente.
—Si quieres…
—¿A qué hora terminas aquí?
—A las seis.
—Bajaré a buscarte a las seis.
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Eso implicaba que tendría que quedarse rondando por arriba una hora más, pero
daba igual. Podría tener una charla con el señor Warriner sobre su hijo, su perro y su
otrora magnífica colección de sellos. Por horrible que pudiera ser la velada, por
muchos silencios prolongados y miradas cabizbajas que hubiera, no se trataría de
Marion y sus tonterías. No sería un paso hacia la trampa que su madre y Marion le
estaban tendiendo.
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podamos irnos a vivir juntos como llevo todo este último año intentando que
hagamos?
—Pues diría que no, Andrew —respondió Ismay—. Él vive con su madre.
Era una casa bastante grande, una reliquia de mediados de los años treinta. Irene
Litton nunca hubiera esperado que su hijo viviera con ella en un apartamento o en
algún sitio pequeño. O al menos eso era lo que se decía a sí misma. Pero estaba claro
que si tenías una casa de cuatro dormitorios a tu disposición sería sencillamente
insensato no ocuparla… bueno, con sensatez. A pesar de tener todos esos certificados
y diplomas, Edmund no ganaba mucho. Claro que si hubiera sido médico, como su
padre y ella querían… Tal como estaban las cosas, francamente habría sido una
estupidez que con su sueldo pagara la hipoteca de un piso. Por supuesto, dejando de
lado el enorme cariño que le tenía a la casa de Chudleigh Hill y el hecho de que había
sido su hogar durante treinta y seis años, el hogar al que se había mudado recién
casada, podría haberla vendido y haber repartido con Edmund lo que sacara. Pero él
no lo habría permitido. Tenía demasiado respeto por los sentimientos y los recuerdos
de su madre.
Además, ella no viviría mucho más tiempo. No llegaría a vieja. Siempre lo supo,
desde que nació Edmund y lo pasó tan mal, treinta y ocho horas de parto. Habían ido
a preguntarle a su marido a quién debían salvar, si a su esposa o a su hijo nonato. Él
había respondido que a su esposa, por supuesto. Resultó que, tras sufrir unos dolores
de pesadilla, cuando creyó que se moría, el niño nació y ella seguía aún con vida. Sin
embargo, desde ese momento supo que su constitución no era fuerte. No podía serlo
considerando todas las cosas que le pasaban: migrañas que la confinaban a la cama
durante días enteros, un dolor de espalda que Edmund decía que no se debía a la
artritis ni a la escoliosis (aunque él no era médico), una encefalomielitis miálgica que
la hacía sentirse permanentemente cansada, indigestión ácida, un entumecimiento en
las manos y en los pies que sabía que señalaba el inicio de un párkinson y,
últimamente, ataques de pánico que le daban unos sustos de muerte.
No se había esperado vivir hasta los cincuenta. Milagrosamente los había
cumplido y sobrepasado, pero la cosa no podía continuar así durante mucho más
tiempo. Cuando muriera, dentro de unos dos o tres años, la casa y todo su contenido
serían de Edmund. Había tenido la esperanza de que fueran también de Marion, pero
eso no iba a ser posible. Bueno, los jóvenes tenían que tomar sus propias decisiones.
Y cometer sus propios errores. Esperaba, por el bien de Edmund, que no se hubiera
equivocado al elegir a esa tal Heather. La había traído a casa, a Chudleigh Hill. No
podía decir exactamente que lo había hecho para que ella conociera a su madre. No
había duda que a él le habría dado vergüenza, pues la chica era un tanto falta de
soltura, por no decir algo peor, con unos ojos azules de mirada desconcertante que
brillaban en exceso. Podía decirse que tenía una mirada «grosera», pensó Irene,
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satisfecha con la frase. Irene se los había encontrado a los dos cuando bajaban del
piso de arriba. Fue un sábado a media tarde, de modo que era imposible que hubieran
estado haciendo algo indebido. Edmund no haría eso. No lo haría antes de estar
casado. O quizá, pensó Irene con valentía, adaptándose a los nuevos tiempos, no
antes de estar prometido.
—Ésta es Heather, madre —dijo Edmund.
—¿Qué tal estás?
La chica dijo «Hola, señora Litton» en un tono demasiado informal para su gusto.
Irene pensó que tenía un cabello bonito pero, por lo demás, muy atractiva no era.
—¿Puedo ofreceros un poco de té?
—Nos vamos al cine —repuso la chica.
—¡Estupendo! ¿Qué vais a ver?
—El mensajero del miedo.
—¡Ah, me encantaría verla! —comentó Irene—. Sale Nicole Kidman, ¿verdad?
—Me parece que no. —Heather apartó la mirada de Edmund y se volvió hacia
ella con una sonrisa—. ¿Nos disculpa, señora Litton? Tenemos que irnos. Vamos, Ed,
o llegaremos tarde.
¡Ed! Nadie lo había llamado nunca por ese nombre. No pudo evitar pensar en lo
distinta que hubiera sido Marion. Para empezar, Marion sin duda le habría pedido que
los acompañara cuando ella dijo que le encantaría ver esa película. Era lo correcto. Y
ahora que lo pensaba, podría habérselo pedido Edmund. Sintió un dolor agudo en la
zona de la cintura y notó el cálido sabor de la bilis en la garganta. Se preguntó si era
posible que tuviera cálculos biliares. Cuando Edmund volviera a casa se lo
preguntaría y él lo sabría, aunque no fuera médico.
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anterioridad. Ismay reconoció que en cierto modo había dado por sentado que
Heather nunca tendría una relación seria, mucho menos casarse. Cuando se preguntó
a sí misma por qué, la respuesta que halló fue poco convincente. Porque se trataba de
Heather, porque no era como las otras chicas, porque ella no resultaba atractiva a los
hombres. Sin embargo, para Edmund sí debía de serlo.
Por supuesto, ella nunca se había comprometido a estar con Heather, las dos
juntas para siempre. Eso no hubiera tenido ningún sentido. Heather era una persona
independiente, perfectamente capaz de cuidar de sí misma, de vivir sola y suponía
que también de ser una esposa. Ni siquiera debería pensar en ella del modo en que lo
hacía Andrew, como en alguien vagamente incapacitado. Podía separarse de Heather
y serían como cualquier otra pareja de hermanas que se querían, claro está, pero que
no estaban atadas la una a la otra…
Lo que pasaba era que era de madrugada, que eran las cinco de la mañana, una
hora disparatada y triste. Volvió a la cama y se quedó allí tumbada, con los ojos
abiertos a la pálida luz grisácea, dándose cuenta, por fin, de que aquello no tenía nada
que ver con la hora del día, ni con el hecho de que quisiera vivir con Andrew, ni con
el temperamento de Heather. Tenía que ver con lo que Heather había hecho doce años
atrás. Lo que debía de haber hecho, lo que seguramente hizo, más allá de toda duda.
Sólo lo sabían ellas tres. Su madre, Heather y ella. Dicho conocimiento había
llevado a su madre a cruzar el límite y a sumirse en las tinieblas de la esquizofrenia.
Su madre y ella habían hablado de la participación de Heather, de su culpabilidad,
pero siempre entre ellas, nunca con Heather. Guy podría seguir vivo, encontrarse en
la otra punta del mundo, estar perdido o haber desaparecido, para lo que Heather
hablaba de él o de su muerte, incluso para lo que al parecer lo recordaba. Sin
embargo, Guy sí estaba muerto, y debido a Heather. A veces Ismay tenía la sensación
de que lo sabía como si hubiera presenciado el acto y, otras, que lo sabía porque no
cabía otra posibilidad.
Si Heather se casaba con Edmund Litton, ¿habría que contárselo a él? Ésa era la
gran pregunta. ¿Podía dejar que aquel hombre en apariencia simpático, bueno e
inteligente —o, llegado el caso, cualquier otro hombre— aceptara a Heather sin saber
lo que había hecho ella? Pero, si lo sabía, ¿la aceptaría igualmente? «Quiero a mi
hermana —susurró para sus adentros en la oscuridad—. Diga lo que diga Andrew, es
adorable. No puedo soportar herirla, privarla de la felicidad, aislarla de la vida, como
encerraban antes a las chicas en los conventos sólo porque… Veamos, un momento,
¿porque ahogó a una persona?».
Oyó que Heather se levantaba y se dirigía a la cocina sin hacer ruido. ¿Debía
transferir la tutela de Heather a Edmund, aunque fuera a regañadientes? «Todavía es
pronto», se dijo, pero no pudo volver a conciliar el sueño.
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A menos que seas muy joven, resulta difícil tener relaciones sexuales si no dispones
de casa propia o del dinero para procurarte un refugio temporal. Hacía ya cinco años
que Edmund no tenía relaciones sexuales. La última vez había sido con una
enfermera de una agencia, en la fiesta de Navidad de la residencia, en una habitación
llena de palanganas conocida como el «lavatorio». Pero eso había sido un caso
aislado. Desde que salía con Heather había recordado con vergüenza e incredulidad
su época de veinteañero, que en buena parte había carecido de sexo. Eran los mejores
años en la vida de un hombre en cuanto a deseo y potencia sexual, y él los había
dejado pasar porque se resistía a decirle a su madre que iba a llevar a una chica a
dormir a casa. Era inútil lamentarse. Aún no era demasiado tarde y aquella misma
noche tenía intención de decirle a su madre que iría a pasar el fin de semana fuera…
y por qué.
De un tiempo a esa parte le estaba haciendo frente. Mucho antes de conocer a
Heather fue a comer a casa de un amigo suyo, el médico de cuidados paliativos de la
residencia, Ian Dell, y vio a Ian con su propia madre. Edmund nunca se habría
imaginado que vería a su resuelto y decidido amigo tan debilitado y conciliador, y tan
sometido al dominio de un familiar como se mostró Ian. La señora Dell era una vieja
bruja (tal como Edmund la describía cruelmente para sus adentros) que no se parecía
en nada a Irene Litton, pero su actitud dictatorial era similar. Edmund tenía la
impresión de que Ian cedía a casi todo ante la señora Dell, e incluso pidió disculpas a
Edmund más tarde por haberse negado (con mucho tacto) a tomarse el día siguiente
libre para llevarla a visitar a su hermana en Rickmansworth, en vez de ir a la
residencia.
—Supongo que crees que debería haberla llevado —dijo—. Me deben unos
cuantos días libres y ahora mismo tampoco andamos muy atareados, ¿verdad? Pero
supongo que tuve la impresión, un tanto egoísta, de que podría ser el principio de
algo peor. Se lo compensaré. La llevaré a pasar un día fuera el fin de semana.
Edmund se había visto a sí mismo reflejado en Ian. Tenía que cambiar. Si no se
plantaba ahora que tenía poco más de treinta años, luego sería demasiado tarde.
Aunque Heather y él no hubieran hablado nunca de su madre, en cierto modo era la
presencia de Heather en su vida lo que ayudaba a Edmund. Le daba confianza y le
levantaba el ánimo. De modo que cuando Irene le dijo (no se lo pidió, sino que se lo
dijo) que fuera con ella a ver a su tía y a su tío en Ealing el primer sábado libre que
Edmund había tenido en un mes, él respiró hondo y le respondió que no, que iba a
estar ocupado. La discusión que se desató a continuación subió de tono y acabó con
su madre sufriendo un ataque de pánico. Pero Edmund no dejaba de repetirse que lo
que cuenta es el primer paso, y después de aquello las cosas fueron haciéndose cada
vez más fáciles. Edmund sería capaz de hablarle del fin de semana que había
planeado y de sus intenciones. Se armó de valor y pensó que su madre tendría que
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limitarse a aceptarlo.
La primera vez que le preguntó a Heather si querría salir a tomar una copa con él
no se le había ocurrido pensar que su relación llegaría a tanto, ni mucho menos. Él
creía que duraría unas cuantas semanas y que no habría sexo, porque nunca lo había.
Además, lo cierto era que Heather no le resultaba muy atractiva. Era mejor que la
perspectiva de una Marion flacucha de rostro pálido y cabello carmesí, pero cualquier
mujer lo habría sido. Sin embargo, ahora que habían salido de copas, tres veces a
comer juntos, dos al cine, una al teatro y otra a una exposición sobre la comida a
través de los tiempos que ella tenía muchas ganas de visitar, Edmund la veía con
nuevos ojos.
Una noche Heather le dijo:
—Soy una persona reservada. Hablo con mi hermana, pero apenas lo hago con los
demás. Contigo puedo hablar.
—Me alegro —repuso Edmund, enormemente emocionado.
—Contigo es fácil porque no dices estupideces. Es agradable.
La acompañó a su casa en Clapham. Al ver que no la dejaba en la estación de
Embankment sino que la acompañaba durante todo el camino, Heather le comentó:
—Eres muy bueno conmigo. No me gusta demasiado ir andando sola desde la
estación hasta casa.
—¿Cómo no iba a acompañarte? —repuso él, y cuando empezaron a caminar
bordeando el parque Clapham Common, Edmund le cogió la mano.
Era una mano cálida que agarraba con fuerza. Edmund bajó la mirada al rostro de
la joven bajo la luz de una farola y vio que tenía los ojos clavados en él, unos grandes
ojos azules, opacos y turbios como el vidriado de la cerámica. A ello había que añadir
sus otros atributos, más que evidentes para cualquier hombre: pechos grandes y
caderas redondeadas, labios carnosos y ese pelo, un cabello reluciente, espeso y
radiante cuyo color variaba del rubio más intenso, pasando por el color del trigo hasta
el del oro de dieciocho quilates. Ella nunca malgastaba palabras pero, cuando
hablaba, su voz era suave y queda, y sus sonrisas poco frecuentes iluminaban su
rostro y la hacían guapa.
La casa en la que vivía era mucho más grande de lo que Edmund se había
imaginado, una vivienda no adosada en una hilera de casas, pero era la única que
tenía un sendero de losas vidriadas que conducía desde la verja a las escaleras y la
única con dos piñas de piedra en los postes. Había luz en ambos pisos.
—Mi hermana Ismay y yo vivimos en la planta baja, y mi madre y su hermana en
el piso de arriba. —Se detuvo al pie de la escalera sin soltarle la mano—. Ismay y su
novio —añadió en voz baja— estarán fuera el próximo fin de semana.
—¿Puedo invitarte a salir el viernes?
Ella alzó el rostro y, en aquella reluciente penumbra, Edmund pensó que nunca
había visto a nadie con una expresión tan confiada. Acercó su boca a la de Heather y
la besó del mismo modo en que llevaba besándola las últimas semanas, pero en la
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reacción de la joven hubo algo nuevo que lo dejó ardiente, apasionado y sin aliento
cuando sus rostros se separaron. Ella lo abrazó con fuerza.
—Heather —dijo Edmund—. Heather, cariño.
—Ven a pasar el fin de semana.
Él asintió con un movimiento de cabeza.
—Tengo muchas ganas.
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plato vacío.
—Voy a estar sola en esta casa.
—A no ser que le digas a Marion que se quede.
—Se hace difícil cuando tienes mi edad y no eres una persona fuerte.
—Madre —repuso él—, el señor Fenix vive aquí al lado y es un buen vecino, y
enfrente viven otros buenos vecinos. Tienes teléfono fijo y móvil. Sólo tienes sesenta
y dos años y no te pasa nada.
Seis meses antes no habría sido capaz de reunir el valor para decir eso.
—¡Que no me pasa nada! —repitió las palabras con un dejo de risa irónica—. Es
extraordinario que los hijos, esas criaturas tan buenas, puedan llegar a ser tan
insensibles. La primera vez que te pusieron entre mis brazos eras un bebé diminuto, y
después de todas las penalidades que pasé para darte la vida nunca se me ocurrió
pensar que corresponderías a mi sufrimiento tratándome así, nunca.
—Telefonearé a Marion por ti, ¿quieres?, y se lo puedes pedir.
—Ah, no, no. No puedo volverme dependiente de los extraños. Tendré que
soportarlo sola. Dios quiera que no me ponga enferma.
Llegado el momento, Edmund se marchó a Clapham el viernes, no sin antes librar
más batallas. Irene «cayó enferma» de un resfriado la noche anterior. Era un catarro
de verdad. A diferencia de la indigestión ácida, para la que no había más pruebas que
la palabra de uno, los estornudos y el goteo de la nariz no podían fingirse. Irene
señaló que sólo habían pasado tres semanas desde su último resfriado. Todo el mundo
sabía que tener un «resfriado tras otro» era presagio de la neumonía. De pequeña
había sufrido una como resultado de una serie de catarros, una neumonía bilateral.
—No vas a tener neumonía, madre —dijo Edmund, el enfermero.
La disuadió de tomar ponches con whisky, le preparó una tisana con miel y limón,
y después le aconsejó que se tomara una aspirina cada cuatro horas.
—Tú no eres médico —le dijo, como hacía con tanta frecuencia—. Debería tomar
antibióticos.
—Un resfriado es un virus, y los antibióticos no hacen nada contra los virus.
—Será un virus cuando contraiga neumonía vírica, ya lo verás.
Irene Litton era una mujer alta y fornida, con una figura muy parecida a la de
Heather Sealand. Edmund se había percatado de ello y se negaba a sacar la
conclusión psicológica de que lo atraían las mujeres que se parecían a su madre. En
cualquier caso, el parecido no pasaba de allí, porque Irene tenía un cabello oscuro,
con apenas unos toques de gris y, aunque era inglesa de los pies a la cabeza, sus
rasgos eran muy similares a los de María Callas: alargados, aquilinos y atractivos.
Ella era muy consciente de esto y se la había oído decir que, de haber tenido la
posibilidad de que le educaran la voz, podría haber obtenido el mismo éxito
operístico. Se vestía con prendas largas o drapeadas de colores vivos como los de las
piedras preciosas, rojo vino, zafiro, verde intenso o púrpura, casi todas con flecos,
adornadas con sartas de cuentas que hacía ella misma, y se movía con lentitud, con la
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espalda recta y la cabeza alta. Su buena salud habitual era la adecuada para una
persona de sus características y el que se sorbiera la nariz enrojecida indicaba que no
estaba en su mejor momento.
Marion se dio cuenta enseguida y derrochó comprensión. Había llegado antes de
que Edmund se marchara de fin de semana. Pensó que ella había calculado el
momento, pues estaba seguro de que su madre la había invitado a pesar de sus
afirmaciones de que no lo había hecho. También estaba bastante seguro de que la
mujer sabía adónde iba y con quién, pues mientras estuvieron los dos solos en el
vestíbulo, antes de que ella entrara dando saltos a ver a Irene, le dirigió una mirada de
profundo reproche, una mirada que sonreía a medias aun siendo triste.
—He traído unas magdalenas glaseadas de las que hago yo misma —dijo—. Las
magdalenas glaseadas han vuelto a ponerse de moda, ¿sabes? Son un dulce muy
reconfortante y ella necesita que la reconforten.
Cuando hubo recorrido el sendero y atravesado la verja del jardín, Edmund se
volvió a mirar atrás y vio a las dos que lo observaban desde la ventana en saliente.
Sin duda aquellas mujeres lo convertirían en el tema principal de su conversación,
dirían que era desconsiderado, inmoral, insensible, que su comportamiento era
indigno de un hijo y que, además, no era médico. Tendrían que zumbarle los oídos
toda la tarde. Él estaba resuelto a no permitir que la idea echara a perder su fin de
semana, y no lo hizo.
Tras dejar caer la cortina de damasco de color beis y volver junto a la chimenea
(un fuego de gas de aspecto muy real con unas brasas de carbón ardientes y sin
embargo eternas y unos leños con llamas parpadeantes), Marion se apresuró a tocarle
la frente a Irene, a volver a llenarle de agua la botella de boca ancha, a ir a buscar las
gotas de equinácea, las pastillas para la tos y finalmente a meterle un termómetro en
la boca.
—Era de esperar que Edmund hiciera todo esto —dijo Marion.
—Mm-mm-hmm-hmm.
—Al fin y al cabo, es enfermero.
—Mm-hmm-hmm —repitió, con más vehemencia.
La lectura que daba el termómetro era normal.
—¡No puede ser!
—Tal vez esté estropeado. Volveré a probarlo más tarde, ¿te parece? ¿O quieres
que salga en una escapada a ver si puedo comprar otro en la farmacia de guardia? O
podría ir a casa a buscar el mío.
—¿Lo harías, Marion? ¡Te portas tan bien conmigo…! Estoy empezando a pensar
en ti como si fueras mi hija, ¿sabes? O…, no sé si atreverme a decirlo…, en que
habrías podido ser mi nuera.
Marion fue corriendo a la estación, cambió de parecer y corrió hacia su casa por
el laberinto de calles que conduce a Finchley Road. Ella iba a todas partes corriendo,
igual que hablaba sin parar. Aunque había intentado cortejarlo, la deserción de
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Edmund no la había molestado tanto como creía Irene. Lo que ella quería no era el
deseo de un hombre joven sino la devoción y admiración de la gente de edad y con
dinero. Además de Irene, tenía al viejo señor Hussein, a la anciana señora Reinhardt,
la mira puesta en otros dos y había tenido también a la vieja señora Pringle, si bien
ésta había muerto el año anterior. Aunque no había legado su casa enorme de
Fitzjohn’s Avenue a Marion, sí le había dejado una gran cantidad de dinero y unas
cuantas joyas magníficas. Gracias a eso, Marion había comprado la planta baja y el
piso del sótano de la casa de Lithos Road en la que entró para buscar un termómetro.
Dado que estaba obsesionada con el orden (un sitio para cada cosa y cada cosa en su
sitio), lo encontró enseguida en el armario del cuarto de baño, en el estante, al lado de
la botella marrón de sulfato de morfina, y volvió a marcharse, esta vez para tomar el
metro, una sola parada hasta West Hampstead e Irene.
Edmund había pensado que Heather se mostraría tímida y tal vez nerviosa. Incluso
cabía la posibilidad de que fuera virgen. Mientras se dirigía a Clapham por la línea
Jubilee y la Northern, el sentimiento de alegre expectativa que lo había acompañado
durante la semana empezó a desvanecerse y Edmund se preguntó si acaso sería tan
inexperta que tendría que enseñarle. No, seguro que no. La sola idea bastó para
enfriarlo de maneras muy poco aconsejables. En primer lugar, estaba seguro de ser
incapaz de educar a una mujer en el arte del amor, y en segundo lugar, ¿qué pasaría si
ella estuviera asustada y no respondiese? Cuando el tren llegaba a Clapham South, se
dijo que no estaba enamorado de ella (quizá sería más fácil si lo estuviera), y que si
aquello provocaba su ruptura en lugar de consolidar la relación no sería el fin del
mundo. Conocería a otras mujeres. Marion no era la única alternativa.
Sin embargo, mientras subía los peldaños situados bajo el tejadillo de vidrio,
recordó el beso que le había dado y esa mirada de absoluta confianza cuando le tomó
la mano. Allí, en lo alto de la escalera, el timbre de abajo decía «I. y H. Sealand», y el
de arriba, «Sealand y Viner». Pulsó el timbre y mientras aguardaba se encontró de
repente con que estaba deseando verla, que cuando fuera a abrir la puerta la tomaría
entre sus brazos.
Las cosas fueron muy distintas de lo que él se había esperado mientras iba en el
tren. Tras el asombro inicial, Edmund se encontró con una pareja apasionada,
entusiasta y desinhibida. No se mostraba silenciosa y calmada como cuando salían
juntos o estaba atareada en la cocina de la residencia, sino complaciente a la vez que
activa, dulcemente incansable y deliciosamente ávida, la promesa de que a partir de
entonces sería ingeniosa. Si hacía falta educación, la profesora era ella, no él.
—La primera vez nunca va bien —comentó ella en algún momento de saciedad
—. O al menos eso es lo que dicen. Pero la nuestra ha estado muy, muy bien.
Edmund había pasado de considerarla el «placaje y bloqueo» que lo defendía de
Marion, una chica de hermosas formas pero un tanto sosa, a estar cautivado por ella.
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El domingo por la tarde se despidió de Heather con abrazos apasionados (no le
apetecía conocer a la hermana y a su novio) y se encontró concertando una nueva cita
para el lunes, y otra para el martes por la noche. Ambos pusieron cara de fingida
desesperación por no tener adónde ir y luego se rieron de sus propios disparates.
—Issy trae a Andrew para que pase la noche en casa —dijo Heather—. Podrías
venir tú aquí.
—¿De veras? —repuso él—. Me encantaría.
Edmund no podía hablarle de la escena con su madre a la que debía hacer frente.
Un hombre de treinta y tres años dominado por su madre resulta una figura cómica,
no es en absoluto la imagen que debe ofrecer un amante gallardo. Pero en realidad su
madre ya no lo dominaba, ¿o sí? Todavía le quedaba camino por recorrer, era
consciente de ello, y debía perseverar. El recuerdo de sus dos noches con Heather le
proporcionó tal deleite que pareció cobrar fuerzas y entró en la casa de Chudleigh
Hill resuelto a expresar su opinión de inmediato.
Por desgracia, Marion estaba allí. En cuanto Edmund entró en el salón ella salió
corriendo para regresar rápidamente con una bandeja en la que había una bebida
caliente para su madre, una magdalena glaseada en un plato, dos aspirinas en un
platillo, un frasco de inhalador con cuentagotas, una lata de Fisherman’s Friend y
pañuelos de papel en una caja tan viva y con colores tan brillantes que parecía un
adorno navideño.
—¿No te parece que más bien estás rizando el rizo?
Edmund vio que su madre estaba mucho mejor que el viernes. Ella no dijo nada,
sino que lo miró con las cejas enarcadas.
Marion logró esbozar una sonrisa vacilante en respuesta a su mordacidad y
empezó a administrar sus remedios y a chacharear.
—¿Te lo has pasado bien, Edmund? ¿Qué has hecho?
«¡Vaya pregunta! —pensó él—. Pues hacer el amor. Enamorarme. Tener dos días
y dos noches de felicidad absoluta».
—Ha hecho un frío terrible, ¿verdad? Esta mañana, mientras estaba fuera, me
encontré con el señor Hussein y le dije que este frío debía de ser peor para él que para
el resto de nosotros, puesto que él viene de un lugar tan cálido. ¿Y sabéis lo que me
respondió? «Yo vengo del norte, de Ladakh», me dijo, aunque puede que, en vez de
Ladakh, dijera Lahore o algún otro nombre parecido, «y allí hace mucho más frío del
que ha hecho nunca aquí». Me quedé asombrada. Crees que la India es un lugar
donde siempre hace calor, ¿verdad? Bueno, yo sí lo creo. Mañana se van a suavizar
un poco las temperaturas; por lo menos no helará.
Cuando Marion hizo una pausa para respirar, Edmund se apresuró a hacer su
anuncio, temeroso de que si lo dejaba para cuando Marion se hubiese ido no lo haría
nunca.
—El martes tampoco vendré a dormir a casa. —Había decidido que el lunes
también iría al piso de Clapham pero se marcharía antes de medianoche. Se fue
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envalentonando con cada palabra—. Voy a llevar a Heather a cenar y pasaré la noche
con ella.
—Entiendo.
La palabra de su madre cayó como un guijarro en aguas tranquilas. Incluso
Marion enmudeció.
El sonrojo de Irene era considerable.
—¿Te parece bonito hablar de una joven en estos términos? —dijo su madre—.
Por lo que a mí respecta, dudo que alguna vez en la historia del mundo haya sido
aceptable el que un hombre hable así de una chica respetable. Pasar la noche con ella,
sí, claro. Era lo último que me faltaba por oír.
Marion soltó una risa tonta. Se puso de pie y volvió a enroscar el tapón en el
frasco del inhalador.
—Sí, debo decir que me ha dejado sin habla —comentó con desenfado—. No he
podido evitar pensar cómo me sentiría si mi…, bueno, mi novio, supongo, hablara de
mí de esa forma. No me gustaría. Me sentiría muy avergonzada. Creo que estas cosas
requieren cierta dosis de discreción, ¿no os parece?
—Pues ya que lo preguntas —repuso Edmund, a quien los placeres de una vida
sexual plena habían hecho fuerte y valiente—, me importa un comino lo que pienses.
Deberías ocuparte de tus propios asuntos.
Un gritito de Marion y un «¡Santo cielo!» de su madre empujaron a Edmund a
abandonar la habitación. Subió arriba hecho una furia pero haciendo todo lo posible
para no perder la calma. Oía los golpecitos de los pies de Marion que se movían
rápidamente por el piso de abajo. ¡A saber qué podía estar haciendo! Vació la bolsa
mientras pensaba en Heather, en sus ojos soñolientos de amor satisfecho, en sus
brazos blancos y torneados apoyados suavemente en torno a su cuello. La puerta
principal se cerró con suavidad, los tacones chupete repiquetearon por el sendero
hacia la verja y luego subieron por Chudleigh Hill. Edmund descendió al piso de
abajo aunque allí lo esperaban toda clase de horrores; primero fue al comedor, donde
estaban las bebidas. En lugar de servirse un vodka con tónica (a las cinco de la tarde),
se resistió al tonificante elixir y se dirigió al salón con toda tranquilidad. Su madre
estaba tumbada en el sofá con los ojos cerrados. Sin abrirlos, dijo:
—Después de que la insultases de una manera tan grosera, dudo que Marion
vuelva a acercarse a mí nunca más.
—Oh sí, lo hará —afirmó Edmund—. No la mantendría alejada ni una jauría de
pitbulls.
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4
¡Si por lo menos fuera posible saber hasta qué punto iba en serio! La cosa hubiera
sido completamente distinta con cualquiera de las amigas de Ismay. Con ellas hubiese
hablado de todos los aspectos posibles de la relación, lo bueno que era en la cama, lo
atento que era también, cuán generoso, educado, divertido, relajado y lo fiel que
probablemente sería. Con Heather eso resultaba imposible. Ella respondía a las
preguntas con un «sí», un «no» o, más probablemente, con un «no lo sé» y, si Ismay
insistía, con un «No quiero hablar de ello, Issy. No te importa, ¿verdad?».
¿Siempre había sido así? Ismay se refería a antes de que hiciera lo que hizo, o de
que probablemente hiciera lo que hizo. Antes de bajar por esa escalera con el vestido
y los zapatos mojados. De niña nunca había sido muy habladora, pero el retraimiento
vino después, junto con la frialdad y el control. Resultaba imposible saber (Ismay
creía que ni siquiera un psiquiatra lo sabría) si aquello lo había provocado Guy o si
había sucedido por lo que la propia Heather había hecho.
En aquellos momentos Ismay estaba arriba con Pamela y su madre.
—Bea está muy tranquila —dijo Pamela—. Le ha cogido manía a la tele y se pasa
el tiempo escuchando la radio. ¿Tomamos un café, o algo de beber? Esta mañana
estaba dispuesta a obligarla a tomarse la pastilla, pero no tuve que hacerlo. Estaba
mansa como un corderito.
Condujo a Ismay hacia el pasillo que había hecho las veces de descansillo del
primer piso en la vieja casa.
—¿Por qué será que las personas que tienen lo que tiene la pobre mamá siempre
hacen cualquier cosa para no tomarse la medicación?
—Por lo visto, tienen miedo de que les cambie la conciencia.
—Pero es que precisamente se trata de eso, ¿no? Se diría que tendrían que estar
deseando cambiar su conciencia en vista de cómo los hace sufrir.
Pamela se encogió de hombros. Entraron en la cocina, que había sido el
dormitorio de Heather antes de la reforma. Ismay tenía a Heather y a Edmund tan
metidos en la cabeza que por un momento casi se olvidó de que Pamela no sabía nada
sobre la muerte de Guy excepto que se había ahogado en el baño cuando estaba
debilitado a causa de una enfermedad. Estuvo a punto de decir que le preocupaba no
decirle nada a Edmund, pero se contuvo a tiempo.
En tanto que Pamela preparaba el café, Ismay se asomó a la puerta y saludó a su
madre. Beatrix, sentada en la silla de costumbre, escuchaba la radio a un volumen
muy bajo, con el bolso inútil y sin estrenar en el regazo, y no le hizo caso. Ismay
suspiró. Pensó en lo bueno que sería que pudiera hablar con alguien sobre todo ese
asunto de Heather. Andrew quedaba absolutamente descartado. Le había tomado
antipatía a Heather y, como él mismo decía, no tenía tiempo para ella. Su madre, tal
como lo describía Pamela, «se había marchado con las hadas». En cuanto a la propia
Pamela, ahora ya era demasiado tarde para empezar a contárselo, aun sin tener en
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cuenta que sería una imprudencia increíble. Aquello tenía que guardárselo para sí
misma, discutirlo en su fuero interno y tomar una decisión sola.
Lo único que debía importarle ahora era formarse un juicio sobre lo lejos que
había ido la relación de Heather con Edmund y lo lejos que probablemente fuera a
llegar. No podía dejar que ese hombre se casara con Heather, y quizá no debería dejar
que se comprometiera siquiera sin decírselo antes. Pero la aterrorizaba el hecho de
contarlo, de soltarlo todo con su cruda atrocidad, por no mencionar el papel que su
madre y ella habían desempeñado en todo aquello.
Pamela e Ismay se llevaron el café al salón donde estaba sentada Beatrix. Ésta se
hallaba un poco inclinada hacia la radio que había en el estante superior de una
librería baja, con la cabeza ladeada hacia el aparato y el oído pegado a su superficie
laminada y gris. Ismay sabía que resultaría del todo inútil sugerirle que subiera un
poco el volumen de la radio o que acercara más la silla. Se acercó a su madre y le dio
un beso en la mejilla que tenía alzada. Beatrix no le prestó ninguna atención. Rara
vez lo hacía, aunque en ocasiones recitaba a gritos los pasajes más violentos del
Apocalipsis a cualquiera de ellas, sin discriminación. Ninguna de ellas era religiosa e
Ismay nunca había visto a su madre leer la Biblia; sin embargo ahora, y de la manera
más misteriosa, era capaz de citar largos pasajes de las escrituras.
Heather había sufrido muchísimo cuando su padre murió. Ambas lo echaban de
menos, pero Ismay, ni la mitad que Heather. Ambas eran demasiado jóvenes para que
se les pasara por la cabeza la posibilidad de que su madre volviera a casarse.
Simplemente se quedaron solas, las tres, y Pamela iba a verlas muy a menudo o iban
ellas a su casa. El único cambio que Ismay recordaba se había producido cuando
Pamela conoció a un hombre llamado Michael Fenster y Beatrix no paraba de decir lo
simpático que era y que seguro que esos dos acabarían casándose.
Sin embargo, no fue Pamela quien se casó. Fue Beatrix. Inadecuada e
incomprensiblemente, con el último hombre en el mundo con quien cualquiera
hubiese considerado posible que lo hiciera.
Mientras estaba allí, a Ismay le sonó el teléfono móvil. Era Andrew, por supuesto. Ya
la había telefoneado dos veces aquel día, pero eso no era insólito. Pamela sonrió
cariñosamente cuando cayó en la cuenta de quién era y oyó que Ismay decía: «Dentro
de una hora, entonces. Te quiero».
Beatrix, como de costumbre, se comportó como si no hubiese nadie en la
habitación y no hubiera tenido lugar ninguna conversación telefónica. Apartó la
cabeza de la radio que murmuraba y dijo en un tono de voz suave:
—Y delante del trono había como un mar de vidrio semejante al cristal, y junto al
trono, y alrededor del trono, cuatro seres vivientes llenos de ojos delante y detrás.
—Sí, mamá, lo sé. —Ismay, quien ya había oído eso mismo varias veces, solía
preguntarse sobre esos seres vivientes que, por lo visto, tenían ojos detrás de la
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cabeza, pero ahora los aceptaba—. Aquí no me necesitas, ¿verdad? —le dijo a
Pamela.
—En absoluto. Ya sabes que no supone ningún problema cuando está así. Podría
salir y pasarme horas fuera y, cuando volviera, seguiría ahí, sentada en la misma
posición. ¿Has quedado con Andrew en alguna parte?
—En un bar.
Pamela habló de su última cita, en aquella ocasión con un hombre a quien había
conocido a través de un ciberforo de Internet «para las personas más maduras».
Ismay pensó que era la primera vez en años que mencionaba a Michael, únicamente
para decir que ojalá conociera a alguien como él. Ismay recordó cómo la había
tratado Michael, quien vivió con ella, se comprometió con ella y luego se marchó
cuando faltaba una semana para que se casaran. Le dio un beso en la mejilla a su
indiferente madre y, mientras Pamela hablaba, miró hacia la única puerta de cristal.
Siempre lo hacía, no podía evitarlo.
Antes el baño se encontraba allí, contra la pared, donde ahora había un suelo
pulido cubierto con alfombras, una mesa pequeña y un sillón de orejas. En el lugar
que ocupaba una mesa redonda con la superficie pintada había estado la ducha. Bajo
el cuadro de madame Bonnard secándose había estado el lavabo y el toallero de
bronce con arabescos. En un extremo del cuarto de baño había una silla de mimbre
para colgar un albornoz de su respaldo. No siempre estaba allí, pero aquella tarde sí.
¿Pensarían las demás de aquella manera? Al mirar aquella ampliación del cuarto,
¿recordarían que la transformación se había realizado para esconder lo que había allí
antes? ¿Para hacerlo completamente distinto, como ocurría con las casas donde
habían vivido asesinos y se habían ocultado cuerpos, que las arrasaban y plantaban
jardines en su lugar?
No había oído ni una palabra de lo que Pamela había dicho, aunque le respondió
con un «sí», un «no» y un «¿por qué no?»; se terminó el café, dirigió otra mirada a
madame Bonnard y se fue a su cita con Andrew. Pensó que era una coincidencia que
Pamela hubiese mencionado a Michael, en quien había estado pensando apenas
media hora antes. Él era amigo de Guy, pensó mientras caminaba bordeando el
parque, en cualquier caso había trabajado con él, y habían sido él y Pamela quienes
habían presentado a Guy a Beatrix. Ismay no recordaba el aspecto que tenía Michael.
Era moreno, pensó, y no muy alto. No tan apuesto como Guy. Él nunca aparecía en
aquel sueño recurrente, el sueño en el que Guy estaba muerto bajo el agua, ni en otros
sueños habitados por su madre, Pamela, Heather y, en una ocasión, por el mayor de
los dos policías.
Al cabo de seis meses de la cita que concertaron Pamela y Michael, Beatrix se
casó con Guy. Él era unos cuantos años menor que ella y a la gente le pareció que
Beatrix, una mujer extraña y sin gracia, era afortunada por tenerlo. Era, y siempre
había sido, una de esas mujeres con apariencia de brujas, brujas videntes con rasgos
puntiagudos y cabello ralo cuando son jóvenes y brujas canosas vestidas con prendas
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largas que cuelgan de sus flacos cuerpos cuando son mayores. Heather le tomó de
inmediato antipatía a Guy, y él no pareció hacer ningún esfuerzo por granjearse su
cariño. Con Ismay era otra cosa. Él le había dicho que se consideraba su padre, quería
que lo llamara papá pero no trató de imponérselo cuando ella se mostró renuente a
hacerlo. Ismay se había preguntado con frecuencia desde entonces si él comprendía
por qué a ella le resultaba inaceptable llamarlo papá. Tal vez creyera que le causaba
dolor utilizar esa palabra, puesto que su verdadero padre había muerto hacía muy
poco tiempo. El motivo no era ése, por supuesto.
Guy era muy afectuoso con ella. Muchas veces la sentaba en su rodilla, por
ejemplo. Esto, que habría sido inapropiado para Heather, puesto que era casi tan alta
como él y poseía formas femeninas, parecía sencillamente encantador en el caso de la
menuda y delicada Ismay, aunque ella fuera la mayor. Le daba un beso de despedida
antes de irse a trabajar por la mañana y otro para saludarla cuando regresaba a casa.
La llamaba «mi vida» y «ángel mío».
—¿Cómo puede gustarte que haga eso? —preguntó Heather refiriéndose a los
besos.
—No me disgusta —repuso Ismay.
Un día él le contó una cosa que dijo que era un secreto. No debía decírselo nunca
a nadie. La había visto mucho antes de conocer a su madre. Las dos hermanas se
quedaron a dormir en casa de Pamela, donde Michael y él, junto a varios invitados
más, estaban cenando. Ismay y Heather no habían podido dormir y habían bajado
para decir que había una avispa en su habitación. ¿Lo recordaba? No, ya sabía que no
se acordaría. Pero él la había visto y nunca había olvidado a la niñita rubia que había
bajado llorando por las escaleras.
Aun cuando estaba a punto de cumplir los quince años, Ismay tenía un aspecto
muy inocente y más joven de lo que era en realidad. Guy tenía treinta y cuatro años
pero aparentaba diez menos. Resultaba atractivo a las mujeres, lo cual era una fuente
de celos y sufrimiento para Beatrix, su esposa. Ismay se sentaba en sus rodillas y,
cuando salían todos juntos, le cogía la mano. En ocasiones él la besaba cuando no
había nadie más presente y luego los besos fueron diferentes de los que se daban y
recibían delante de Beatrix y de Heather. Hasta que un día Heather los vio. Vio que
Guy besaba a Ismay en la boca, sosteniendo su rostro entre las manos en el pasillo
oscuro, y ella se apartó, se dio media vuelta y echó a correr. Cuando eso ocurrió, ella
tenía casi quince años y Heather tenía trece, un metro setenta de estatura, una espalda
recta, pechos grandes, brazos musculosos y una fuerza física considerable. Ismay se
había marchado corriendo porque Heather lo había visto, no porque le disgustara el
beso. Entonces pensó, no por primera vez, que Andrew se parecía físicamente a Guy.
Si los vieras juntos podrías tomarlos por hermanos. Pero, por supuesto, nadie podría
verlos juntos nunca.
Ismay entró en el bar en el que Andrew la estaba esperando sentado en un
taburete. Había otras personas con él, pero Andrew las dejó, se acercó a ella y la
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estrechó entre sus brazos. Olía a humo y a alguna hierba muy sofisticada. Ismay no le
había contado nunca nada sobre Guy. Cuando la condujo con los demás y le pagó una
copa de vino, ella pensó que, de todas las cosas terribles que podían pasar, lo peor
sería que Andrew llegara a saberlo, que algún día averiguara lo de Heather.
Influenciada por Andrew, en cuya opinión un enfermero tenía que ser «un poco
pazguato, por no decir un homosexual que no había salido del armario», Ismay quedó
gratamente sorprendida al encontrarse con un hombre atractivo y fornido, de cabello
rubio y de estatura semejante a la de Andrew, un hombre que tenía mucho que decir y
que estaba muy al corriente de los acontecimientos de actualidad.
Había llevado una botella de champán en una bolsa isotérmica.
—Esto es para celebrar que he conocido a Heather —dijo—. Lo mejor que me ha
pasado en muchos años.
Heather no era de esas chicas que se sonrojaban o ponían objeciones cuando las
elogiaban. En tanto que Edmund abría la botella de Lanson, ella permaneció sentada
con aire calmado y una sonrisa de Mona Lisa en los labios.
Edmund alzó su copa y dijo:
—¡Por Heather! —Ismay y Andrew lo imitaron, este último con un trasfondo
divertido. Hablaron sobre un escándalo político que había constituido el artículo de
fondo del Evening Standard, luego de la imposibilidad de controlar lo que Andrew
llamaba «los medios impresos» y, después, Ismay y él se marcharon para asistir a la
fiesta de despedida de un compañero de bufete de Andrew.
—Debo admitir que no es lo que me esperaba —comentó en el taxi.
—¿No es un pazguato?
—Parece que no. Para serte sincero, no me importa en absoluto cómo sea,
siempre que ella le guste y a ella le guste él. La pregunta vital del momento es si su
relación seguirá adelante hasta el extremo de que se vayan a vivir juntos o, mejor
todavía, de que se casen.
—Aún es muy pronto, Andrew.
—Pero ¡si son exactamente el tipo de personas que se enamoran con locura,
contraen matrimonio a toda prisa y se arrepienten con el tiempo!
—No digas eso, por favor.
—Lo siento, cariño, pero quiero que tu hermana se marche. A decir verdad, no sé
por qué tiene ella que estar allí, eso para empezar, y nada de lo que me dices me
parece una explicación adecuada. Tú ganas el doble que ella. No necesitas su parte
del alquiler…
—Pero es que sí la necesito, Andrew. Mi madre la necesita.
—Sí, pero si yo viviera allí tendría mi parte. O supongamos que te marcharas tú y
vinieras a vivir conmigo, ¿eh? No hace falta que esté sola. Sería pan comido
encontrar a alguien que compartiera el piso con ella.
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—Puede que fuera fácil, pero no servirá.
—¿Y serviría si se tratara de Edmund?
¿Serviría? Edmund era muy agradable, pensó Ismay, y parecía una persona
sensible y madura. En ciertos aspectos le recordaba a su padre. Era un poco mayor
que ellos, claro. Sin embargo, ¿era lo bastante maduro y lo bastante responsable
como para asumir algo así, aceptarlo, estar seguro de que su amor era lo bastante
fuerte como para abarcar incluso aquello? Ismay tenía sus dudas acerca de la
capacidad de amar de Heather, es decir, de estar enamorada. Heather la quería, por
supuesto, de eso no había duda. De hecho, existía una tétrica certeza al respecto. Pero
¿querría a Edmund y lo amaría lo suficiente como para superar el inevitable
enfriamiento o acomodo que tenía lugar tras uno o dos años de matrimonio? Aquello
sucedería, según lo que Ismay había leído. Por su parte, ella sabía que nunca podría
enfriar a Andrew o acomodarse con él en una existencia monótona. La pasión y
devoción que ella sentía perdurarían hasta su muerte. Para ella, las palabras «hasta
que la muerte nos separe» tendrían un significado real cuando las pronunciara en el
altar o delante del funcionario del registro. ¡Ojalá no se postergara demasiado el
momento de decirlas!
El taxi se detuvo frente al Charlotte Street Hotel, donde se celebraba la fiesta, y
Andrew e Ismay entraron cogidos de la mano.
Las Navidades en Chudleigh Hill eran deprimentes. Daba lo mismo que Edmund
consiguiera arreglar las cosas para tener que trabajar el día de Navidad. En tal
circunstancia las celebraciones se posponían para el 26 de diciembre. Si tenía que
trabajar el día de Navidad, el día siguiente y el otro, la Gran Celebración se avanzaba
a la víspera. No había escapatoria. Y si conseguía adelantar o retrasar los enormes
excesos culinarios, la entrega de los regalos y la extasiada atención al discurso de la
Reina (grabado en vídeo), los reproches malhumorados de su madre, que se
prolongaban durante horas, hacían que sus esfuerzos por cambiar sus días libres
difícilmente valieran la pena. En vano le decía que a él le importaba muy poco si
celebraban o no la Navidad. Ella se limitaba a responder: «No lo dices en serio. Sé
que te encanta…, como si volvieras a ser un niño chico».
Ese año Edmund iba a tomarse libre el 25 de diciembre. Se había dado por
vencido. Durante los meses anteriores había aguantado tanta mecha como
consecuencia de las noches y los fines de semana que pasaba con Heather (uno de
ellos en París), que el hecho de ceder ahora no le parecía una flaqueza tan grande
como habría sido de otro modo. Además, estaba haciendo planes. «Conspirando»,
habría dicho su madre. Como había tenido pocas cosas en las que gastarse el dinero a
lo largo de los años estériles y había heredado un capital cuando su padre murió,
Edmund tenía suficiente en el banco para entregar un buen depósito para un piso en
una «bonita zona» de Londres, casi tanto como para comprar directamente un piso en
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una zona no tan bonita. Heather nunca hablaba del futuro, nunca decía cosas como
«Dentro de un par de años podríamos hacer tal cosa» o «Algún día podríamos ir a tal
sitio».
Sin embargo, cuando le decía lo mucho que le gustaba estar con ella, lo mucho
que empezaba a significar para él y que incluso no podía imaginarse la vida sin ella,
Heather le sonreía, le daba un beso y respondía: «A mí me pasa lo mismo, Edmund».
Así pues, cada vez estaba más seguro de que cuando sugiriera que el piso fuera un
hogar para que él y ella viviesen juntos, Heather también estaría de acuerdo con eso.
El problema era su madre.
Llevaba demasiado tiempo viviendo con ella. Se había quedado allí, con ella,
demasiado tiempo. Las cosas tendrían que haber cambiado hacía diez años, cuando él
tenía veintitrés y ella cincuenta y dos; entonces hubiera sido el momento. Cuando un
hijo se queda bajo el mismo techo que su madre durante media vida, ésta piensa (casi
tiene derecho a pensar) que tiene la intención de quedarse para siempre. Irene estaba
sana y fuerte y era físicamente joven para su edad. Ella envejecía y debilitaba de
manera artificiosa. Edmund lo sabía, pero no resultaba fácil decirlo abiertamente. No
estaba bien; no era filial. Y mientras tanto, la Navidad se venía encima en forma de
interminables visitas a los supermercados, en particular a Marks and Spencer y a
Waitrose, pero también a Safeway y Asda. A falta de un automóvil, había que
acarrear las bolsas enormes (por supuesto, todas las tenía que llevar él) hasta las colas
del autobús, subirlas a los autobuses y, de vez en cuando, a los taxis. Al llegar a casa,
como su madre estaba agotada él tenía que descargar cantidades de comida que en su
mayor parte le desagradaba, ingredientes para elaborar otras cosas que no le gustaban
y que, por lo que podía ver, a ella tampoco le entusiasmaban. Pero se trataba de la
comida de Navidad y a los invitados les gustaría. «¡Pobres de ellos si no!», pensó
Edmund.
Se daba cuenta (llevaba años dándose cuenta, y seguro que su madre también lo
veía) de que las personas a las que ella invitaba no querían ir, y que llegaban a
extremos considerables para evitarlo, aunque no siempre lo conseguían. Los que no
podían librarse acudían a la fuerza. Eran la hermana de su madre, su tía Joyce; el
marido de Joyce, Duncan Crosbie; una pariente ya mayor llamada Avice Conroy, y
Marion. De estas cuatro personas, Marion era la única que quería asistir de verdad.
Tal vez no tuviera ningún otro lugar adónde ir, pensaba Edmund cruelmente. Al fin y
al cabo, sus otros amigos ricos impedidos no iban a celebrar las fiestas. La anciana
señora Reinhardt disfrutaría un poco del Hanuka con su hijo en Edgware y el señor
Hussein era musulmán. «¡Ojalá lo fuera yo!», pensó Edmund, no por primera vez.
Se empezaba a cocinar el 22 de diciembre. Con la excepción, claro está, del pudin
de Navidad y los pasteles de carne picada. El primero tenía que hacerse un año antes
(lo que para él era un placer del mes de enero) y el segundo con una antelación de
tres semanas. Ambos platos llevaban tanto brandy que probablemente se conservarían
durante mil años sin el beneficio de la criogenia y constituirían el hallazgo soñado de
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un arqueólogo del futuro.
A él le daba la impresión de que todo el mundo se veía obligado a pasar la
Navidad en compañía de personas con las que preferirían no estar, no sólo la tía
Joyce, el tío Duncan y Avice Conroy. Heather e Ismay estarían con su madre y la
hermana con la que ésta vivía; Andrew Campbell-Sedge, con sus padres en
Shropshire, y el amigo de Edmund, Ian Dell, con su anciana madre y un tío más
anciano aún en Leeds. Edmund suponía que todos ellos preferirían estar con otras
personas, Heather con él, lo mismo que a él le hubiese gustado estar con ella, e Ismay
con Andrew. Incluso Avice habría estado más contenta en su casa con sus conejos.
Edmund sabía por experiencia que la mujer estaría preocupada por ellos todo el
tiempo que permaneciera en la casa de Chudleigh Hill.
Habían pasado varios años desde que Edmund había dejado de llamar a Joyce y a
Duncan «tío» y «tía», pero su madre continuaba diciéndole que era una falta de
respeto limitarse a utilizar los nombres de pila para referirse a personas de mucha
más edad. Debían de estar ofendidos aunque nunca lo dijeran. En cuanto a ella, se le
crispaba el rostro cada vez que oía cometer dicho solecismo. Edmund vio retroceder a
su madre cuando llegaron sus tíos la mañana de Navidad en compañía de Avice
Conroy y él los saludó con fingida cordialidad:
—Hola, Joyce. Hola, Duncan. ¿Qué tal estáis?
No parecieron ofenderse y, cuando llegó Marion al cabo de diez minutos, ellos
aún estaban hablando de lo que les había costado el taxi que, a falta de cualquier otro
transporte público, se habían visto obligados a tomar desde Ealing, dando un rodeo en
el camino para recoger a Avice, que vivía en Pinner. Marion irradiaba alegría
navideña e iba con los brazos llenos de regalos, envueltos con papel brillante, y
atados con cinta dorada y plateada. Uno de los presentes era un jarrete de cerdo que
ella misma había cocinado para sumarlo al ágape. Ella misma anunció que otro de los
obsequios no era para dárselo a nadie sino que se lo había regalado el señor Hussein,
a quien acababa de pasar a ver.
—Vive en una casa diminuta en Hampstead. En Perrin’s Grove, como seguro que
sabéis. —Los que la escuchaban sonrieron con inquietud. Viviendo tan lejos de allí
como vivían, nunca habían oído hablar del señor Hussein y no tenían ni idea de cómo
era la casa que habitaba—. El hombre está solo, muy aislado, la verdad. Necesita a
alguien que cuide de él. A veces me pregunto cómo se las arregla.
—Mis vecinos de al lado harán un ruido tremendo esta tarde —dijo Avice—. El
estrépito, los golpetazos y la música son aterradores, la verdad. Susanna y Figaro se
quedan acurrucados uno contra el otro, muertos de miedo.
—El señor Hussein siempre va muy bien vestido y elegante pero me hace pensar
si simplemente no estará poniendo al mal tiempo buena cara.
—Yo me pregunto a mí misma si hago bien en dejarlos. No parece que valga
mucho la pena salir si luego me preocupo tanto por ellos.
—Tus mascotas son tus carceleros, Avice —le dijo Joyce—. Por eso creo que no
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vale la pena tener a esos animales. En cualquier caso, los conejos tendrían que vivir al
aire libre, en una conejera. ¡Piensa en los excrementos!
—Mis conejos están perfectamente enseñados, para que lo sepas.
—Mi amiga la señora Reinhardt tiene un gato —comentó Marion—. En
vacaciones lo deja en una residencia felina. De ese modo es libre como un pájaro y no
tiene de qué preocuparse. No os importa si abro el regalo del señor Hussein, ¿verdad?
Edmund sirvió unas bebidas y pasó las fuentes de salchichas clavadas en palillos,
minipizzas, miniquiches, salmón ahumado sobre cuadraditos de pan y huevas de
salmón sobre galletas saladas. Marion hablaba, principalmente sobre el señor
Hussein, pero también sobre la señora Reinhardt y el síndrome de intestino irritable
de la anciana mujer, de sus venas varicosas y de la inminente implantación de una
prótesis de rodilla. Desenvolvió su regalo, pero lo hizo muy despacio porque la cinta
plateada tenía que desatarse, no arrancarse, y enrollarse en dos de los dedos de
Marion, porque «resultaría útil más adelante». Al final, el papel color escarlata con
dibujos de hojas de acebo, que tenía que doblarse meticulosamente haciendo casar los
bordes, reveló un estuche de regalo con jabón, esencia de baño y colonia.
Ofendida por la falta de comprensión que había recibido, Avice comentó:
—Esto no le ha costado mucho dinero.
Marion, claramente decepcionada, repuso que el señor Hussein no disponía de
mucho dinero que gastar. Lo había invertido todo en la casa, cuyo valor, sabía a
ciencia cierta, era de dos millones, por pequeña que fuera. Ella trabajaba para un
agente inmobiliario, por lo que podía calcular exactamente el valor de las casas de
todo el mundo. De todas formas, lo que contaba era la intención. El pobre viejo debía
de haber ido hasta Oxford Street para comprarlo. A ella le pareció una gentileza y
durante varios minutos desarrolló los temas de la amabilidad, la generosidad y la
dadivosidad. El aroma de pavo asado les llegaba a través de las puertas abiertas desde
la cocina. En tanto que Marion seguía hablando, entonces sobre la curiosa
coincidencia de que tantas religiones celebraran una fiesta hacia finales de diciembre,
Edmund volvió a llenar las copas. Había decidido de antemano que cuando alguien
dijera que lo que contaba era la intención, él los dejaría e iría a telefonear a Heather.
En la cocina, el mal humor de Irene se iba incrementando.
—No sé por qué ha traído ese jarrete. ¡Como si alguna vez hubiera habido
necesidad de grano en Egipto!
—O de carbón en Newcastle —dijo él—. Voy a llamar a Heather. Será mejor que
no los dejes solos.
—¡Por el amor de Dios! ¿Es que no estoy ya bastante ocupada?
—Tú los invitaste, madre —replicó Edmund.
Se fue arriba, telefoneó a Heather a casa de su madre y le deseó una feliz
Navidad.
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En ocasiones Ismay pensaba que Guy se había casado con Beatrix con el único fin de
tener acceso a su hija mayor. ¿Acaso no dijo él mismo que la había visto en casa de
Pamela mucho antes de conocer a Beatrix? Puede que Beatrix fuera atractiva cuando
su padre se casó con ella, pero en la época en la que él murió y en años posteriores ya
se había ido volviendo cada vez más extraña, una criatura desaliñada con ojos de
loca, cabello largo y despeinado y una clara incapacidad para arreglarse o ponerse
elegante. Sin embargo, contra todo pronóstico, el apuesto Guy se había casado con
ella. ¿Para vivir en la misma casa que Ismay, para ver a Ismay todos los días, para
asumir con Ismay los derechos y privilegios de un padre?
Después de que Guy muriera y de que ellas hicieran sus planes, su madre y ella,
planes para salvar a Heather y protegerla, Beatrix se había vuelto aún más rara. Fue
como si la decisión que tomaron y la consiguiente representación de los diversos
papeles de ignorancia, dolor e impotencia fueran demasiado para ella. Alguna cosa
frágil se quebró dentro de su cabeza. Algo cedió y ella empezó a justificar lo que
habían hecho (motivado por lo que había hecho Heather) asignando a Heather el
papel de ángel vengador y a ella misma el de una especie de santa madre, una madre
destinada a aguantar a esa criatura especial. Le diagnosticaron una esquizofrenia, y
como resultado de ello nadie la creyó cuando dijo que su hija menor era un espíritu
bueno, designado para interponerse con la espada llameante entre su hermana y el
mal. Cuando no se tomaba la medicación y podía escapar de la custodia de Pamela,
vagaba por las calles de Clapham, declamando:
—El quinto ángel derramó su copa sobre el trono de la bestia; y su reino se cubrió
de tinieblas, y mordían de dolor sus lenguas.
Algunas veces Heather era el quinto ángel y otras veces el segundo, aquel que
«derramó su copa sobre el mar, y éste se convirtió en sangre como de muerto». No
cabía duda de que Beatrix estaba loca, pero Ismay pensaba que el autor del
Apocalipsis también lo estaba, y probablemente su estado fuera peor que el de su
madre. Por suerte, normalmente Pamela se las arreglaba para que Beatrix engullera
las pastillas y, aparte de alguna que otra incursión en las escrituras del apóstol san
Juan, permanecía tranquila, embotada y con la mirada fija. Le habían administrado la
dosis cuidadosamente la mañana de Navidad, mucho antes de que Ismay y Heather
subieran al piso de arriba con bolsas llenas de regalos y comida, pues Beatrix llevaba
años sin cocinar nada y Pamela se consideraba a sí misma una experta en calentar
comidas preparadas en el microondas.
Sólo llevaban allí cinco minutos cuando llamó Edmund. Ismay, que estaba
dejándolo todo en la cocina y ya tenía una copa grande de Sauvignon a su lado, oyó
que Heather hablaba en susurros, reía y luego decía: «Yo también». Esa respuesta
evidente a una declaración de amor no era nada propia de su hermana, o era rara en la
persona que era antes. Ismay sabía que debería estar contenta por Heather, y en cierto
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sentido lo estaba. Que ella supiera, su hermana no había tenido nunca una relación
amorosa tan feliz como aquélla, una relación que no era un caso de uno que ama y el
otro que se deja amar, sino de placer y alegría recíprocos. Estaba evolucionando
exactamente del modo en que lo hacían esas cosas cuando iban a llevar a un
compromiso y al matrimonio. ¿Y después?
Beatrix estaba sentada en el salón bajo la influencia de un fármaco calmante,
como un esqueleto adormilado con un cabello gris que le llegaba hasta los hombros y
unos ojos pálidos de mirada fija, vestida con el mismo tipo de ropajes que aparecen
en la obra La melancolía, de Alberto Durero. Ella nunca bebía alcohol, nunca parecía
apetecerle, lo cual era una gran suerte puesto que podría haber interactuado con el
medicamento. Era presa de las obsesiones, la última de las cuales era la goma de
mascar.
Pamela luchaba en una batalla perdida con los círculos de chicle caídos y
aplastados en el suelo, y de vez en cuando los quitaba raspando con un cuchillo romo.
Pamela tenía el aspecto que podría haber tenido Beatrix si Heather no hubiese entrado
en el baño aquel día o tal vez si, para empezar, no se hubiese casado nunca con Guy.
Era una persona íntegra, una mujer de constitución robusta, rostro joven y un cabello
cano teñido de un discreto tono rubio que estaba sola desde que Michael se marchó y
no ocultaba el hecho de que quería un amante.
—No me refiero a una pareja —explicó a sus sobrinas—. Eso no sería posible
estando Beatrix como está. —Al ver la expresión afligida de Ismay, añadió—: Estoy
encantada de vivir aquí con Beatrix. Está muy bien. No creo que quisiera vivir con un
hombre de forma permanente pero…, bueno…, me gustaría tener a alguien.
Pamela era una contable laboriosa a quien la tecnología moderna había permitido
trabajar desde su casa y tenía clientes suficientes para cubrir sus necesidades. Fue una
tía para sus sobrinas cuando éstas eran pequeñas, y se había convertido en una amiga,
casi como si tuviera su misma edad. Se arrodilló en el suelo y empezó a raspar para
quitar el chicle ennegrecido.
—Esto parece una acera de Bedford Hill —comentó, y se echó a reír. La única
señal de que Beatrix lo había oído fue un cambio de posición del bolso en su regazo.
Heather volvió a entrar en la habitación con aspecto satisfecho y alegre.
—Le he dicho que colgara —explicó—. Pensé que quizás Andrew estuviera
intentando llamarte.
Pamela, que no sabía nada acerca de lo ocurrido doce años antes, le preguntó a
Heather con quién estaba hablando. Calmada y serena como de costumbre, Heather
respondió:
—Con un amigo.
—¿Un novio?
—Bueno…, sí. Son cosas distintas, ¿no?
—Muy distintas —dijo Pamela—. Te envidio.
Al ágape del 25 de diciembre, tanto si tenía lugar a la una, a las dos o a las cuatro
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de la tarde, siempre se le llamaba cena, nunca comida. Heather cocinó el pavo con
antelación, peló y preparó las patatas y limpió y lavó las coles de Bruselas. Ya había
hecho la salsa de pan en casa la noche anterior. Pamela rehusó echar un vistazo a la
página de contactos de la revista Spectator y se bebió una botella de vino entera ella
sola. Beatrix comía con desgana y comentó que un ángel le había dicho que no
comiera coles porque, aunque semejantes en aspecto a la esmeralda, provenían del
lago que arde con fuego y azufre.
A insistencia de Beatrix, oyeron el discurso de la Reina, aunque no lo vieron, y
Heather e Ismay fregaron los platos. Pamela se quedó dormida y Beatrix siguió
mascando chicle. Ismay observó a Heather para ver si su mirada se desviaba hacia la
cristalera y el Bonnard, pero dio la impresión de que no. Incluso fue hacia lo que
había sido el cuarto de baño para dejar una caja de bombones abierta allí en la mesa.
Cuando dieron las cinco, y en vista de que Andrew no había telefoneado, Ismay
empezó a pensar si debería llamarlo ella, pero no le hacía gracia la idea de que su
madre o su padre cogieran el teléfono. Tomaron el té con pasteles de carne de
Waitrose porque Heather no había tenido tiempo de hacerlos, y a las siete ella e Ismay
se fueron al piso de abajo.
Ismay estaba bastante inquieta. No era la primera Navidad en que Andrew no
telefoneaba. El año anterior Ismay se había preocupado de verdad porque había
estado una semana entera sin ponerse en contacto con ella, si bien tenía una
explicación perfectamente razonable para no haberlo hecho. Eso no iba a repetirse,
¿verdad? Yació despierta mucho tiempo, pensando que aún podría ser que llamara a
medianoche. Cuando sonó el teléfono a las nueve de la mañana del día siguiente,
Ismay corrió a responder, segura de que era él. Pero era la voz de Edmund que
preguntaba por Heather. Al final Andrew llamó poco después de las once.
—¿Qué te ha pasado? Estaba preocupada.
—¿En serio? ¿Y por qué? Apareció tanta gente que no tuve ocasión de llamarte.
Vino ese tipo, Charlie Simber, con quien mi padre fue a la escuela, y trajo a sus hijas,
y mi tío se presentó con toda su prole. La abuela se mostró tan regia como de
costumbre. Papá no se encontraba muy bien y mamá me dijo que tenía que hacer de
anfitrión. ¡Dios mío! Fue agotador. ¿Has hecho lo que dijiste y te has pensado lo de
venirte a vivir conmigo?
—¿Eso dije?
—Por supuesto que sí. Dijiste que pensarías seriamente en dejarle el piso a
Heather y que alguien lo compartiera con ella. ¿No te acuerdas, Ismay?
—Si tú lo dices, seguro que debo de haberlo hecho —repuso Ismay—. ¿Cuándo
voy a verte?
—Probablemente nunca, si sigues eludiendo el tema como lo haces. Lo siento,
cariño, no lo digo en serio, pero tú piénsalo bien y nos veremos mañana.
—Te quiero.
—Yo también te quiero —dijo Andrew.
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con sus visitas, riéndose de ella en su fuero interno, tenía intención de ponerles fin
pronto. Les debía a sus hijos el no casarse otra vez. Su dinero, su casa y su hogar de
Derbyshire estaban reservados para que los tres lo compartieran. Pero, aunque
hubiera considerado volver a casarse, no la hubiese elegido a ella. Para empezar, era
igual de flacucha que su Giacometti, y mucho menos valiosa.
Mientras servía más café distraídamente, Marion siguió charlando sobre alguien
llamada Joyce y sobre un hombre llamado Edmund que la había decepcionado o
traicionado de alguna manera. Había hecho regalos de Navidad a esas personas y a
unas cuantas más, y lo único que había recibido a cambio fue una bufanda de parte de
la señora Litton. Aquello le recordó que tenía un regalo para él. Estaba muy delgado,
y ella tenía la certeza de que no se cuidaba, de modo que se había tomado la libertad
de traerle algo para comer. Lo había cocinado ella misma. Lo único que tenía que
hacer él era cortarlo a tajadas y comérselo con pickle Branston. Les había llevado lo
mismo a los Litton y le habían estado muy agradecidos. Había sido muy emotivo.
En mitad de la disquisición de Marion sobre una cuidadora de conejos que vivía
en Pinner, el señor Hussein se puso de pie y dijo que debía pedirle que se marchara.
—La señora Litton, la señora Reinhardt y la señora Pringle se estarán
preguntando dónde está.
A Marion no le quedó muy claro lo que quiso decir con eso. Le había explicado
varias veces que la señora Pringle estaba muerta. Tal vez el hombre estaba perdiendo
la memoria. Quizá fuera un principio de alzheimer, aunque por supuesto él era
asiático y quizá no fuera más que eso. Cuando se hubo marchado, Tariq Hussein
abrió su regalo. Dentro del envoltorio rojo y dorado, del plástico transparente y del
papel encerado había un jarrete. Evidentemente era cerdo, pensó. Como buen
musulmán que asistía a la mezquita, retrocedió y apartó un poco la carne
empujándola por la mesa de ébano y plata. Encontró un pincho largo para kebabs,
pinchó el jarrete con él y, sosteniéndolo con el brazo extendido, lo llevó a la cocina y
lo tiró al cubo de la basura. Entonces cayó en la cuenta del aspecto divertido del
asunto y pensó que sería una buena anécdota para contar a sus amigos.
Luego llamó a su chófer y le pidió que llevara el Rolls a eso de la una.
Elegantemente vestido con un traje gris claro y corbata lila, salió rumbo al restaurante
Ivy donde llevaría a comer a su amante Fozia Iqbal.
Obró así para protegerla de Guy Rolland, para mantenerla a salvo. Después de
aquello Ismay le contó muchas cosas a su madre, pero hubo una cosa que no le dijo,
que no le hubiese importado que Guy le hubiera hecho el amor, que le habría
gustado. Era el marido de su madre y habría estado mal. Eran éstas las
consideraciones que la habían hecho contenerse y no animar a Guy abiertamente, y
no es que no quisiera hacerlo, que él no la excitara, y albergaba la esperanza de que
una noche fuera a su dormitorio. Heather no sabía nada de aquello. Lo único que vio
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Heather fue a un hombre de treinta y cuatro años tocando y besando a su querida
hermana, una chica de quince años, de una manera indecorosa. Lo único que hizo
Heather fue suponer que a su hermana debía de disgustarle porque a ella le habría
disgustado.
«O, al menos, eso es lo que creo que pasó —pensó Ismay—. Creo que fue así».
Entonces se dio cuenta de que, cada vez que pensaba en esos acontecimientos de
hacía doce años, siempre decía esa frase u otra parecida a modo de introducción. «Es
lo que yo creo. Tuvo que ser así. ¿Cómo podría haber sido de otro modo?». No se lo
había revelado a nadie. Sólo su madre y ella estaban al corriente, y era difícil precisar
cuánto sabía ya Beatrix sobre cualquier cosa. Ismay tenía la impresión de que todo
aquello se había desvanecido por completo de la mente de su madre. Había dejado
una marca en su mente, la había herido, mutilado, y luego había desaparecido
sigilosamente, tal como puede hacer una enfermedad, dejando tras de sí unas
cicatrices imborrables.
En los inicios de su relación con Andrew había pensado en contárselo. Ahora lo
amaba; lo querría siempre, pero entonces su pasión era delirante, lo adoraba. No le
encontraba defecto alguno y lo veía como a un juez justo, sabio, paciente y amable.
Ahora lo conocía mejor y se dijo que debía de estar loca al pensarlo siquiera, al
imaginarse que podía revelarle una cosa así sobre Heather, quien ya era su enemiga.
En cualquier caso, el tema básicamente no tenía nada que ver con Andrew, sino con
Edmund.
Pero ¿debía decirle que estaba segura de que Heather había matado a su
padrastro? No se veía haciendo eso. No podía imaginarlos a ellos dos sentados uno
frente a otro mientras ella se lo contaba. Así como tampoco se imaginaba cuál sería el
resultado. Casi con seguridad hacer que Heather y él rompieran. Parecía un buen
hombre, pero ¿era tan bueno, tan magnánimo y tan «santo» como para aceptar a
Heather a pesar de lo que ella le contara? Ningún hombre haría eso. En cuanto lo
supiera surgirían otras posibilidades. ¿Y si acudía a la policía? Era enfermero, en
cierto sentido formaba parte de la clase médica, cabía la posibilidad de que
considerara su deber informar a la policía sobre lo que ella le había contado. Se
apoderó de ella un terrible impulso de no explicárselo. De no decir nada y dejar que
las cosas siguieran su curso.
¿De qué tenía miedo si no se lo contaba y él se casaba con Heather? ¿De que ésta
volviera a hacerlo? Tal vez sólo lo haría si ella, Ismay, estuviera en peligro como, a
ojos de Heather, había estado entonces. Si alguien la amenazaba tal como Heather
consideró que la amenazaba Guy. Pero eso no iba a ocurrir. Era feliz. Tenía a Andrew,
quien la quería, tenía un buen empleo, muchos amigos y era joven. Su madre suponía
una preocupación constante, claro está, pero ni su casa, ni su cuidado ni su evolución
pasaban entonces por un momento de crisis. Las disposiciones actuales funcionaban
muy bien y seguiría siendo así, siempre y cuando Pamela estuviera dispuesta a vivir
con Beatrix y con sus sobrinas del piso de abajo.
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Ismay se preguntó si habría alguna otra persona a quien Heather quisiera y
considerara su deber proteger o vengar, pero la única posibilidad que se le ocurrió fue
el propio Edmund. ¿Acaso era eso lo que había temido desde el principio de la
relación amorosa de Heather? ¿Que se casara con Edmund, lo amara, se dedicara a él
y, cuando alguien le hiciera daño, cosa que seguro que ocurriría, se vengara de esa
persona? Podría estar relacionada con su trabajo, alguna figura de autoridad que no lo
ascendiera o que lo despidiera injustamente. ¿Y si alguien lo demandaba por
negligencia ante los tribunales? En la cultura de la indemnización era algo que
ocurría continuamente. Y vendrían los hijos. ¿Podría Heather descargar su venganza
contra un niño que intimidara a su hijo o que se peleara con él en el patio del recreo,
o contra un profesor que le hablara con severidad? «Estás dejando que se te escape de
las manos —se dijo—. Estás exagerando. Todo esto no son más que conjeturas.
Heather no es una psicópata. No hay ninguna regla que diga que quien mata una vez
tenga que volver a hacerlo, ¿verdad?».
Pero dicen que sucede. La primera vez es una atrocidad. La segunda vez sería
más fácil. Pensó que ojalá, antes de decírselo, pudiera hacer prometer a Edmund que
no abandonaría a Heather. Aunque se comprometiera a ello (cosa que no haría nadie),
faltaría a su promesa en cuanto supiera lo que ella había hecho. Ismay no podía
contárselo. Edmund tenía que correr el riesgo. Y si resultaba que Heather mataba al
hombre que lo había despedido, o al médico que no había diagnosticado su
enfermedad, o al niño que se burlaba de su hija…, pues bien, se culparía por ello el
resto de su vida.
—Mi hijo quiere comprar un piso —anunció Irene—. No sé por qué. Yo le digo que
ya tiene una casa. Considero este lugar tan suyo como mío.
Dicho comentario se hizo en presencia tanto de Edmund como de Marion cuando
madre e hijo ya habían discutido el tema anteriormente y hasta la saciedad aquel
mismo día. Del mismo modo en que otra mujer se excitaría con un deseo sexual o con
algún otro placer en perspectiva, Marion se estimulaba con las rencillas familiares,
con cualquier riña que hubiera en cualquier familia. Su semblante había adquirido un
color juvenil, tenía las mejillas sonrojadas y le brillaban los ojos. Irene, en cambio,
estaba pálida, lívida incluso. Vestida con una blusa negra larga sobre una falda negra
larga, peinada con el cabello en lo alto de la cabeza sujeto con precariedad mediante
horquillas plateadas, permanecía sentada de manera majestuosa, como un monumento
a la paciencia, maravillándose de los caprichos de los hombres.
—Diría que aquí tiene todo lo que necesita —continuó—. No tiene ni que mover
un dedo. Y aunque no soy yo quien debería decirlo, aquí la comida es tan buena como
cualquier cosa que pueda cocinar ese tal Jamie Oliver. —Se volvió a mirar a Marion
—. Ya sabes a qué me refiero.
—Sí, claro —repuso Marion—. Francamente, creo que tú cocinas mejor.
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—Y también limpio la casa de arriba abajo. Hago las camas, las ventanas brillan
como…, como diamantes, lavo la ropa y plancho. Lo hago todo por él.
Por un momento Edmund pensó que su madre iba a compararse con alguna
estrella televisiva que demostraba el arte de hacer la colada en pantalla, pero en lugar
de eso dijo:
—¿Tú qué opinas, Marion, sobre esta idea de marcharse e instalarse en otro
lugar? ¿Alguna vez has oído algo tan absurdo?
—Preferiría no discutirlo delante de Marion —intervino Edmund.
—¿Y por qué no, si se puede saber?
—Créeme, Edmund —dijo Marion—, me preocupo por ti, nada más. ¿Quién
sabe? Al fin y al cabo soy prácticamente una agente inmobiliaria y tal vez pueda
ayudarte.
—Marion, me obligas a decir que no necesito tu ayuda. No necesito la ayuda de
nadie. Me mudaré de aquí en cuanto se haya completado la compra de mi piso, y no
se hable más.
Como ya había dicho más de lo que pretendía delante de Marion, Edmund se fue
al piso de arriba y desde allí telefoneó a Heather, le contó que había discutido pero
que, de todos modos, tenía intención de marcharse. Estaba sentado en su dormitorio,
pensando en Heather, en que había dicho que por supuesto que se mudaría a vivir con
él en cuanto tomara posesión del piso de Crouch End, en lo fácil que había resultado
encontrar el piso y en lo bien que parecían estar saliendo las cosas, y en que debía
medir el dedo anular de Heather… y proponerle matrimonio.
En el piso de abajo, la diplomática Marion pensó que lo más adecuado sería
cambiar de tema, y había empezado a hablar sobre Avice Conroy. Desde Navidad
había pasado en tres ocasiones por su casa de Pinner y una de las veces en que Avice
tuvo que pasar la noche fuera para asistir al funeral de un amigo en Harrogate, ella se
había quedado a cuidar de los conejos. Marion pensó que la propia Avice estaba muy
delicada, aunque sin duda estupenda considerando que era octogenaria. En cuanto a
esos conejos…, bueno, de todo había en la viña del Señor, ¿no?
—Tiene ochenta y cuatro años —dijo Irene con voz triste, y añadió—: Me
imagino que va a comprometerse con esa chica. No veo por qué no pueden vivir aquí.
Aunque no iba a permitirlo hasta que no estuviesen casados.
—A mí no me daría muy buena impresión una chica que viviera con un hombre
sin estar casada bajo el techo de su madre. —Marion se dio cuenta de que se había
hecho un lío con la frase y la enmendó—: Lo que quiero decir es que no me daría
muy buena impresión una chica soltera que viviera con un hombre soltero en la casa
de la madre de éste.
—No, ¿verdad, Marion? —dijo Irene con nostalgia. Suspiró—. ¡Ojalá las cosas
hubieran sido distintas!
Marion no quería que la conversación fuera por esos derroteros, pues ello
implicaría que se había quedado para vestir santos. Volvió al tema de sus incapaces y
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empezó a hablar del pobre viejo señor Hussein, en los cuatro muebles que tenía, en su
única azucena y en que no tenía hijos. ¡Cómo le había gustado el jarrete de cerdo!
Irene la interrumpió:
—Estoy haciendo este collar para ti, Marion, aunque me pregunto si es
exactamente tu color. Quizá sería mejor la malaquita, ¿no?
Como no tenía ni idea de lo que era la malaquita, Marion respondió:
—Estoy segura de que cualquier cosa que hagas será preciosa. ¿Puedo verlo?
Irene sostuvo el collar incompleto con desgana.
—Te aseguro que no sé cuándo estará terminado. No puedo trabajar cuando estoy
enfadada. Y ahora será mejor que te vayas corriendo, Marion. Tengo un ardor de
estómago terrible, o podría ser el inicio de una hernia de hiato.
«Irse corriendo» era algo que Marion hacía constantemente. Ella no era de las que
caminaban o paseaban. Se fue a casa como alma que lleva el diablo, bajando al
galope por Chudleigh Hill y siguiendo por Acol Road hasta Lithos Road. Su piso,
aunque era viejo, estaba ordenado y agradablemente perfumado con ambientador
floral.
El comentario de Irene sobre que tenía ardor de estómago le recordó que era hora
de comprobar la morfina. Cuando su madre murió, hacía un año, entre los
medicamentos había quedado una botella entera sin abrir de sulfato de morfina, así
como una botella ya abierta que contenía más o menos la mitad de la cantidad. Como
buena ciudadana, Marion había entregado la botella medio vacía y todas las ampollas,
tarros y cajas a la enfermera, pero como nadie se la había pedido, se guardó la botella
sin abrir. En aquella época había pensado en probarla con la señora Pringle, y se
había convencido a sí misma de que «dormirla» sería una bendición, una salida
natural y tranquila. La idea era que Marion echaría un poco en su bizcocho borracho
casero, por ejemplo, o en un pedazo de tarta Tatin. No paraba de llevar ese tipo de
exquisiteces a la casa de Fitzjohn’s Avenue. Pero la señora Pringle se le adelantó y el
curso de la naturaleza logró una bendición mayor que la que Marion había tenido en
mente, dejando tras ella su considerado testamento.
Basándose en el principio de que el mejor lugar para esconder una hoja es un
árbol, primero puso la morfina en el armario de la mesilla de noche. Sin embargo,
unos seis meses después la confundió con un remedio para la dispepsia y estuvo a
punto de romper el precinto y desenroscar el tapón antes de acordarse. ¡Santo Dios,
podía haberse matado! Sacó de allí la morfina y la colocó al fondo del armario del
cuarto de baño, junto con otros artículos que nadie pensaría en consumir, como una
botella de loción para las manos y un poco de ungüento balsámico. En cuanto entró
comprobó que siguiera allí dentro. Estaba. Por supuesto que estaba. ¿Quién podría
haberla sacado?
Bueno, podría haberlo hecho Fowler. Se bebería cualquier cosa que creyera que
iba a intoxicarlo o a estimularlo. Una vez, poco después de la muerte de la señora
Pringle, cuando Marion se acababa de mudar allí, entró en casa mientras ella estaba
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ausente y se bebió un bote entero de limpiametales y media botella de agua de
colonia Lancôme. Ahora no le resultaría fácil entrar, no resultaría fácil ni siquiera
para él, puesto que Marion había cambiado las cerraduras. Aun así, lo más prudente
sería tomar precauciones. Fue a buscar una etiqueta adhesiva, una de las muchas que
tenía pulcramente apiladas en el cajón del papel de carta y escribió en ella: «VENENO.
NO INGERIR»; añadió: «USO EXTERNO» y pegó la etiqueta en el frasco de morfina.
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—Mírate. Tienes que ponerte algo encima para ir al baño. Por si te ve el novio de
tu hermana. Y dentro de media hora se supone que vamos a sentarnos todos en torno
a la mesa de la cocina y a desayunar juntos como dos parejas casadas que
compartieran un gîte en Dordoña. ¡Por Dios! Pero no voy a hacerlo. Esta vez no. Me
voy a marchar ahora mismo y pasaré por un Starbucks de camino.
Pero Edmund y Heather estaban prometidos, pensó cuando él ya se había ido. Se
casarían en cuanto tuvieran un lugar donde vivir. Heather se marcharía y Andrew
podría mudarse allí. No faltaba mucho, unos cuantos meses a lo sumo. Todo saldría
bien. Y de camino al cuarto de baño pasó por delante de la puerta de Heather, que
estaba un poco entornada, y vio fugazmente a Edmund y Heather tal como Andrew y
ella habían estado hacía unos momentos. Apartó la mirada rápidamente, pero no antes
de haber visto que Heather estaba desnuda y Edmund la rodeaba con sus brazos. La
diferencia era que ellos se estaban besando.
Volviendo la vista atrás, Ismay suponía que había estado enamorada de Guy. Él era su
tipo; el prototipo de su tipo, en realidad, el primero de unos cuantos que terminaron
en Andrew, hombres altos, delgados y morenos, de rasgos delicados y manos bonitas.
La primera vez que su madre llevó a casa a Guy Rolland, Heather y ella se habían
mostrado hostiles, leales a la memoria de su padre, absolutamente incapaces de
comprender que Beatrix, que aún no había cumplido los treinta y nueve años, quizás
aún tuviera edad para amar. Por lo que a Heather concernía, dicha actitud había
continuado siendo la misma. Guy le gustaba tan poco como iba a gustarle Andrew.
De hecho, cuando Ismay pensó en ello vio que su hermana había reaccionado de la
misma manera ante los dos, que se había mostrado igualmente hostil (aunque en
menor medida) con los novios que Ismay había tenido entretanto. ¿Acaso todos se
parecían un poco a Guy?
La primera vez que Guy entró en la casa con Beatrix fue una noche en la que
habían ido al teatro y Guy la acompañó de vuelta. Sólo era su segunda cita, pues la
primera había sido la cena con Pamela y Michael. Guy era director de marketing en la
empresa para la que Pamela trabajaba en aquella época. Pamela explicó después que
su intención no era hacer de casamentera, y que resultaba difícil entender cómo
podría haber considerado a Guy un marido adecuado para su hermana. Para empezar,
él tenía cinco años menos que ella y, desde la muerte de su esposo, Beatrix parecía
mayor de lo que era. Ismay se preguntaba si no podría ser que Pamela, quien por
aquel entonces sólo tenía poco más de treinta años, también le tuviera echado el ojo y
considerara que Beatrix no suponía un peligro.
De ser así no podía haber estado más equivocada. A aquella primera cita le siguió
otra, y luego otra más, y muy pronto Guy y Beatrix fueron una pareja, una sola pieza.
Y en Ismay surgió un «enamoramiento» hacia él. Lo mantuvo en secreto; se
avergonzaba de ello. Él era de su madre, e Ismay, aun siendo joven, comprendía que
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su madre necesitaba a Guy, incluso que se lo merecía, después de pasarse años
cuidando de su padre y de su interminable sufrimiento tras la muerte de éste.
Además, ella sólo tenía trece años y su aspecto era el de una niña. Así era como debía
de verla Guy, como una niña. Heather, por otro lado, con once años, ya empezaba a
parecer una mujer. Pero ella era infantil, inocente e incluso ingenua, pensaba Ismay.
Heather se esforzaba mucho en el colegio. Trabajaba a conciencia, con los ojos
demasiado pegados al libro que estaba leyendo y escribía con lentitud, con una letra
pausada y redondeada. Heather hablaba sobre su padre fallecido mucho más de lo que
lo hacían ella y su madre. Puede que «papá» ya no viviera, pero se hallaba presente a
través de Heather, como un puntal en el que apoyarse, la perfección masculina y el
modelo que buscaría en los hombres en su vida.
«¿Por qué tuvo que morirse papá?» era una pregunta que todavía hacía de vez en
cuando. No esperaba respuesta. Sabía que no había ninguna.
Pasó semanas enteras sin hablar con Guy. Para hacerle justicia (e Ismay estaba
muy dispuesta a hacerle justicia), él intentó lo que él denominaba «hacerla salir». No
era tonto. No le llevaba regalos ni la llamaba cariño, como no tardó en llamar a
Beatrix y a Ismay; no le preguntaba cómo le iban las cosas en el colegio ni, bien
mirado, ninguna otra cosa excepto su opinión. Heather tenía casi doce años, pero él le
hablaba como si fuera diez años mayor, se preocupaba de averiguar qué tipo de cosas
le gustaba hacer en el colegio y al salir de él e intentaba hablar de esos temas con ella.
La palabra era «intentaba», pensó Ismay. Nunca lo consiguió. Heather estaba
aprendiendo español, e Ismay recordaba (ahora con dolor y algo parecido al miedo)
que Guy le había hablado a Heather sobre España, su historia y su idioma, y sobre los
peligros del subjuntivo español, sobre tenis, sobre Andre Agassi y Pete Sampras y
sobre cocina, que a Heather ya se le daba bien. Heather no hacía como si no lo oyera.
Ella respondía con un «sí», un «no» o un «no lo sé».
Ismay recordaba la primera vez que la había besado. En aquel entonces su madre
y él estaban prometidos y tenían previsto casarse al cabo de un mes. Cuando se
comprometieron, Ismay esperaba que Guy se mudara a vivir allí. Todas las parejas
que conocía o de las que oía hablar que estaban prometidas compartían la vivienda.
Pero Guy continuó saliendo con Beatrix, acompañándola a casa y, al cabo de media
hora, despidiéndose de ella con un beso de buenas noches. Una noche también besó a
Ismay. Ella sabía muy bien por las películas y la televisión cómo besaban los
hombres a las mujeres de las que estaban enamorados, y el beso de Guy no fue de
ésos. La forma en que besó a su madre tampoco lo era.
Ismay le preguntó a Heather por qué creía ella que Guy quería casarse con
Beatrix. No se comportaba como si quisiera casarse con ella. Sólo decía que quería
hacerlo y seguía adelante con todos los preparativos.
—Supongo que quiere una casa en la que vivir —respondió Heather, que tenía
doce años.
—¡Oh, vamos, no seas infantil! —replicó Ismay—. Eres una cría. Los hombres
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no se casan con las mujeres para tener un sitio donde vivir. Él ya tiene un piso. Pam
dijo que gana bastante dinero. Oí que se lo decía a mamá la primera vez que él vino.
—Nuestra casa es grande y bonita. Vale mucho. Su piso es muy pequeño, sólo
tiene un dormitorio. Se lo oí decir. Me imagino que tiene una hipoteca elevada. Ni
siquiera sabes lo que es una hipoteca, ¿verdad?
—Por supuesto que lo sé. —A Ismay le aburrían el tipo de cosas prácticas que
interesaban a Heather—. Lo sé —afirmó, aunque en realidad no lo sabía—. Si tanto
le gusta esta casa, ¿por qué no viene a vivir aquí? Están prometidos. Es normal que
dos personas vivan juntas cuando están prometidas.
En aquella época su abuela todavía vivía.
—La abuela dice que respeta demasiado a mamá para hacerlo. —Heather se rió
—. Yo diría que si respetas a una persona querrás vivir con ella. ¿Acaso no la
respetará cuando se hayan casado?
—No la quiere —dijo Ismay. Nunca lo había expresado con palabras. Cuando lo
hizo entonces, supo que era verdad.
—En tal caso, quizá no se case con ella. Espero que no lo haga. Estamos mejor
sin él, sólo mamá, tú y yo.
Ismay y Heather asistieron a la boda pero no fueron damas de honor. A Beatrix le
gustaba la idea, pero Heather no quiso ni pensarlo siquiera. Odiaba ponerse elegante.
En cuanto Guy estuvo en casa, viviendo allí igual que ellas, Heather cambió. Cuando
entró en la pubertad se convirtió en la adolescente arquetípica: taciturna, intratable y
aislada. No quería la compañía de nadie excepto Ismay, y se aferraba a ella,
relacionándose con ella en todos los aspectos posibles de la vida. La palabra «yo»
prácticamente desapareció de su vocabulario, y fue sustituida por «nosotras». Era
«No queremos desayunar», o «Anoche no dormimos bien» y en ocasiones hasta «Nos
hemos resfriado». Un día en que Guy estaba hablando con Ismay sobre el tipo de
trabajo que pensaba que tendría cuando terminara los estudios y sobre dónde le
gustaría vivir, Heather dijo:
—Viviremos juntas. Siempre.
Ismay se sentó por primera vez en el regazo de Guy cuando éste se ofreció a
ayudarla con los deberes. Eran de química y tenía que aprenderse una parte de la
tabla periódica. Guy, que había estudiado química en el bachillerato superior, le dijo
que se acercara para que estudiaran juntos el libro:
—Ven aquí —dijo—. Siéntate en mis rodillas.
Beatrix estaba presente, y también lo estaba Heather, cuyo rostro se crispó de
horror. Ismay se sentó en las rodillas de Guy, y de inmediato recordó que nunca se
había sentado en las de su padre. Había estado cerca de él, sí, la había rodeado con el
brazo, se había metido en la cama con él y su madre cuando era pequeña, se había
sentado en el brazo de su silla, apoyada en él, pero nunca se había sentado en su
rodilla. De haberlo hecho, ¿habría sentido lo mismo que sentía al sentarse sobre la de
Guy? Le pareció que no, y rehuyó la idea porque, con el brazo de Guy en torno a ella,
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con sus muslos delgados bajo los suyos, esbeltos y delicados, sentía…, no algo
nuevo, no exactamente, sino una sensación que había experimentado en una o dos
ocasiones viendo en televisión el tipo de películas que daban pasada la franja de las
nueve.
Si le hubiera hablado a Heather de ese sentimiento, de esa sensación de excitación
indefinible, ¿Guy seguiría vivo? Daba miedo sólo de pensarlo. Nunca se lo había
contado a Heather, y por descontado nunca le había dicho ni una palabra a su madre.
Por lo que Heather sabía, a ella le disgustaba que Guy la rodeara con el brazo, que la
besara, que la llamara «mi vida» y «ángel mío». A ella no le disgustaba. Como era
muy joven y forzosamente inexperta, pensó que debía de estar enamorada de Guy, y
hasta que éste no murió no supo que no lo había estado. La atraía y lo deseaba, nada
más.
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dar esos besos a Ismay, que para entonces ya habían pasado a ser en la boca. Ismay
sabía que él pensaba que Heather era demasiado joven para preocuparse. Heather no
podía comprenderlo. A veces se preguntó, cuando ya era demasiado tarde, por qué
Heather no le había dicho algo, algo del estilo de «No deberías dejar que Guy te bese
de esa forma». Entonces había pensado lo mismo que pensaba Guy: no importaba que
Heather estuviese allí. Heather no contaba.
Nunca pensó adónde conduciría eso, qué podría ocurrir, aunque sí empezó a
imaginar un paso más, un kilometro más. Una noche Guy iría a su dormitorio. ¡Ojalá
Beatrix se fuera a alguna parte! De vacaciones, por ejemplo, sola con Pam. O con Jill
y Dennis, los vecinos de al lado. Se desarrollaba un escenario en el que Beatrix y Guy
planeaban unas vacaciones y ella y Heather se quedarían con Pamela. En el último
momento Guy no podía ir. Tenía demasiado trabajo. Pero Beatrix sí que podía ir y se
marchaba sola o quizá se llevara a Heather con ella o a Rosemary, su vieja amiga del
colegio. Guy se pasaría todo el día en el trabajo pero por la tarde regresaría a casa y
ella estaría allí, y aquella primera noche Guy…
Eso era una fantasía y no sucedió. Sin embargo, cuando estaban solos (aparte de
algunas ocasiones con Heather), los besos de Guy se volvieron de verdad como los de
las películas que Heather y ella eran demasiado pequeñas para ver sin acompañante.
Unos besos en los que exploraba su boca con la lengua y le ponía las manos sobre los
pechos. La primera vez que eso ocurrió Heather lo vio. Estaba en un rincón de la sala
de estar, allí donde estaba el teléfono sobre una mesa, como si fuera a hacer una
llamada. Ismay creía recordar que empezó a marcar el número y que luego colgó el
teléfono sin hacer ruido cuando Guy la tomó en sus brazos. Sin duda se los quedó
mirando, fijándose en lo que ocurría, pero Ismay estaba demasiado embelesada y
excitada para darse cuenta.
Ocurrió de esta forma en tres ocasiones, y Heather estuvo presente en las dos
primeras, aunque no en la tercera. Para entonces ella le estaba demostrando que lo
que le hacía le gustaba y correspondía a sus besos. Después de aquello, Guy debió de
andar atareado en el trabajo porque empezó a llegar más tarde a casa. Pasaron
semanas sin esos besos. Y entonces contrajo la gripe. Beatrix lo llamó gripe, aunque
en realidad era un virus, de esos que provocan fiebre, dolor de cabeza, irritación de
garganta y congestión pulmonar. Era pleno verano, una época en la que se supone que
nadie está enfermo. El primer día Guy fue a trabajar pero tuvieron que llevarlo a casa
en un taxi. Estuvo a punto de desmayarse en el vestíbulo. Ismay y Beatrix tuvieron
que acompañarlo al piso de arriba entre las dos, sosteniéndolo hasta que pudieron
meterlo en la cama. Beatrix pensaba que el médico no acudiría. Debía de ser el mes
de julio, pero el virus estaba haciendo estragos y la mitad de los pacientes de la
consulta lo tenían. El médico le diría que tomara paracetamol o aspirinas, que bebiera
mucho líquido y se abrigara para sudar. Esto último no resultaba difícil porque había
empezado una ola de calor y la temperatura exterior se aproximaba a la que tenía
Guy. Pero acudió una doctora y dijo que volvería. Era probable que Guy tuviera que
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ir al hospital si no mejoraba.
Ismay ayudó a Beatrix a cuidar de él. Heather no quiso. Ismay le subía jarras de
agua fresca y vasos de zumo de naranja. Como empapaba las sábanas de sudor,
Beatrix las cambiaba a diario mientras él esperaba sentado en una silla, envuelto en
mantas y temblando. Ismay tenía otra fantasía: que, cuando mejorara y recuperara la
salud y las fuerzas, extendería los brazos hacia ella, quien se abandonaría en ellos, y
Guy la llevaría hasta la cama a su lado. Su madre, por supuesto, habría salido a
comprar en aquellos momentos.
Al reflexionar sobre todo esto años después, pensó en lo poco que debía de
haberlo querido en realidad, pues nunca se preocupaba por él. Su enfermedad duró un
mes y en todo ese tiempo ella durmió tan bien como siempre, nunca pensaba en él
salvo para imaginar cómo le haría el amor. Al pensar en ello se dio cuenta de que
nunca había tenido una verdadera conversación con Guy. Nunca hablaban. Aparte de
España y el español, el marketing (fuera lo que fuese eso) y ver los deportes por
televisión, Ismay no tenía ni idea de cuáles eran sus gustos. Nunca lo vio leyendo un
libro ni escuchando música. Poseía un título de ciencias empresariales, de modo que
debía de saber de eso, pero ella tampoco sabía de qué se trataba. Suponía que era algo
relacionado con llevar las cuentas, o con archivar cosas. Ella sólo pensaba en hacer el
amor con él aun cuando no sabía cómo era tener relaciones sexuales ni, llegados a ese
punto (aunque conocía los datos básicos desde que tenía cinco años), cómo se hacía.
Si lo hubiese querido, ¿no se le habría ocurrido pensar en la posibilidad de que
pudiera morir? ¿No habría estado tan preocupada que no hubiese podido comer,
dormir o hacer nada de lo que hacía normalmente?
Murió, claro está. Lo mató el agua del baño, no el virus. Se ahogó; su rostro
atractivo había perdido el color debido a la prolongada inmersión, su cabello largo y
oscuro ondeaba y sus manos blancas y alargadas flotaban justo por debajo de la
superficie del agua que se iba enfriando.
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Las dos alternativas que afrontaba eran como dos columnas que se alzaban en su
mente, una al lado de la otra. Escrita en una de ellas, como un grafito, estaba la
palabra «Díselo» y en la otra ponía «No se lo digas nunca». «¿Cómo puedo
decidirme?», pensó. Quizá hubiera un término medio, un claroscuro. Sabía que no
podría pedirle a Edmund que se vieran a solas y luego sentarse frente a él y contarle
esas cosas. Ni siquiera tenía sentido tomarlo en consideración, ni volver a pensar en
ello. No podía hacerlo. En el último minuto, cuando se hubieran reunido en algún bar,
vestíbulo de hotel o cafetería, ella habría sonreído, le habría dado un beso en la
mejilla (habían iniciado esta costumbre de darse besos fraternales) y saldría con un
tema completamente distinto como cuándo sería la boda o el de preparar alguna
sorpresa para Heather. Nunca se lo diría. Así pues, ¿cuál podía ser el término medio?
¿Escribirle? Entonces se imaginaba cuando lo viera luego, cuando ya hubiese leído la
carta. Era igual de imposible que hacerlo en persona.
«Podría tener que cargar con esto muchos años, quizás el resto de mi vida»,
pensó. ¿Cómo librarse de esa carga sin explicárselo todo cara a cara o sin tomar el
camino pasivo y no decir nada? Algo debía de poder hacer. Tuvo una idea. Pensó que
podría grabar lo que tenía que decir, ponerlo en una cinta pero no para dársela a él,
sino para guardarla. Sacárselo de la cabeza, decirlo en voz alta y luego guardar la
cinta hasta que… ¿qué? Siempre cabía la posibilidad (la curiosa, improbable pero
posible eventualidad) de que la propia Heather se lo contara. También cabía la
posibilidad de que rompieran. No se conocían desde hacía mucho tiempo. Sin
embargo, lejos de coincidir con el pronóstico un tanto insensible de Andrew de que
contraerían matrimonio a toda prisa y se arrepentirían con el tiempo, Ismay los veía
como una de esas poco frecuentes parejas monógamas que nunca pensarían en
apartarse el uno del otro. Eran como esas criaturas sobre las que había leído que
llevaban grabada la imagen de sus parejas. Si la pareja moría, el otro quedaría
eternamente desolado.
La única opción parecía ser la de grabar la cinta. No era lo ideal, quizá fuera una
cobardía, tal vez nunca encontrara a su destinatario, pero aun así era la única solución
posible. Podía hacerlo y esperar. Reconoció que eso era eludir el tema, pasar la
pelota. Claro que para ella era como una terapia. Tal vez todo se quedara en eso.
Estaría grabado en una cinta y ella ya no tendría que seguir dándole vueltas al asunto.
En algunos casos los psicoterapeutas aconsejan a sus pacientes que cojan los miedos,
creencias o pensamientos desagradables y los guarden en cajas mentalmente. Podías
meter en una caja a la persona con la que no te llevabas bien en el trabajo. Podías
guardar una preocupación como ésa o una antigua pero persistente aflicción. La cinta
sería su caja y podría guardarlo en ella.
Cuando Ismay tenía catorce años (de hecho fue el mismo día de su decimocuarto
cumpleaños), Guy le regaló una grabadora. Ella hizo hablar a todo el mundo, a
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Beatrix, a Heather y a Pamela, así como al propio Guy. Michael Fenster se las daba
de ser primer tenor en la sociedad operística amateur local y había cantado un aria.
Beatrix optó por la poesía y había leído un extenso poema de Tennyson. Al final
Ismay se cansó de eso. Casi lo último que grabó fue una larga disculpa a su madre
por haber sido grosera con ella. Ya no recordaba en qué había consistido la grosería,
pero había dicho que lo sentía muchísimo y lo dijo en la cinta porque se sentía mejor
dándosela a Beatrix que pronunciando las palabras delante de ella. Hoy día las
grabadoras deben de ser casi obsoletas. Sólo las usan los periodistas. Hacía muchos
años que no utilizaba la suya y no sabía dónde estaba, pero debía de encontrarse en
algún lugar de la casa y la encontraría.
Anduvo por el piso buscando la grabadora. Cabía la posibilidad de que estuviera
arriba, era lo más probable, dado que su dormitorio y el de Heather estaban allí.
Estaría en un armario en una de esas dos habitaciones. Se detuvo frente a la ventana
de su actual dormitorio y al mirar a la calle vio que Pamela salía de camino a alguna
parte. Beatrix estaría sentada con la oreja pegada a la radio, mascando chicle o
comiendo chocolate. No se daría cuenta si Ismay subía a buscar la grabadora. Puede
que ni siquiera la viera, y seguro que no mostraría ninguna curiosidad por lo que
pudiera estar haciendo. A Ismay no le gustaba demasiado usar su llave para entrar
pero era sólo por una vez. Ya podía llamar al timbre todas las veces que quisiera, pues
Beatrix no acudiría a abrir la puerta. Si alguien echara la puerta abajo, Beatrix no se
daría ni cuenta.
Ismay miró primero en las habitaciones que habían sido los dormitorios de
Heather y suyo. Ahora eran los de Pamela y Beatrix. Los habían pintado pero aparte
de eso no se había cambiado nada. Ismay miró en los armarios empotrados, que
estaban llenos de la ropa de las dos mujeres igual que antaño fuera su ropa y la de
Heather la que los llenaban. No había ni rastro de la grabadora. Buscó en la cocina,
aunque era poco probable que estuviera allí. En cuanto puso un pie en el salón supo
dónde iba a estar la grabadora. Cuando se hicieron las reformas, se habían construido
unos armarios y estanterías empotrados en las paredes que rodeaban la zona en la que
había estado el cuarto de baño. Si abría una de esas puertas, allí estaría.
Aunque Beatrix siempre le hacía caso omiso, a Ismay no le gustaba estar en
presencia de su madre sin saludarla. Era como si temiera que si lo hacía una vez lo
haría siempre y Beatrix desaparecería, se convertiría en algo peor de lo que era ahora,
en una sombra, en un fantasma que farfullase locuras, en nada. Así pues, se acercó a
ella, le dio un beso en la mejilla y entonces hizo algo que no acostumbraba a hacer.
Le tomó la mano y la sostuvo durante unos segundos. En la suya, aquella mano
parecía lo más desmadejado que había sostenido nunca, fresca aunque no fría,
absolutamente relajada e inmóvil, hasta que de pronto se tensó de un modo espantoso
y se retiró de golpe.
La grabadora estaba donde había pensado que estaría, en ese lugar cambiado, en
la caja en la que venía originalmente.
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—Adiós, mamá. Nos vemos luego —dijo Ismay, y se fue al piso de abajo con la
caja.
En el cuarto de baño había una ducha en la que Guy y Beatrix se duchaban a diario
pero, a medida que él se fue recuperando poco a poco de su enfermedad y ya no hizo
falta que lo lavaran con una esponja y el agua de una jofaina, Guy empezó a tomar un
baño por las tardes. Era más apacible y relajante. Aún no podía mantenerse de pie
mientras el agua caliente lo rociaba. La bañera (o «tina», como la llamaban en
algunos lugares) no era de pie, sino que estaba fija contra la pared de mano derecha
mirando al balcón. El extremo más próximo a las puertas también estaba adosado a la
pared pero el otro quedaba libre, y entre éste y la pared interior había un espacio que
a veces era para el cubo de la ropa sucia y otras veces, cuando Beatrix cambiaba las
cosas de sitio, para una silla o un ficus de hojas oscuras en un tiesto de cerámica. Los
grifos estaban colocados en mitad del lado largo de la bañera. En la época de
convalecencia de Guy la silla estaba situada en el espacio que había entre la bañera y
la puerta para que Guy tuviera una toalla a mano que echarse sobre la espalda cuando
salía del agua.
Ni Ismay ni Heather entraban nunca en ese baño. No necesitaban hacerlo, puesto
que ellas compartían el suyo, que estaba situado entre los dormitorios de ambas. La
última vez que Ismay había entrado allí fue tras la muerte de Bill Sealand, cuando
Beatrix estaba tan afligida y desesperada que Ismay se metió con sigilo en la cama
con ella unas cuantas noches para que no estuviera sola. Que ella supiera, Heather
nunca había estado en ese cuarto de baño. Por supuesto, sí sabía que Guy tenía la
costumbre de tomar un baño por las tardes a eso de las cuatro. Después de bañarse
había empezado a bajar al piso de abajo, calzado con sandalias y envuelto con un
albornoz de toalla. Durante uno de aquellos descensos por la escalera había besado a
Ismay por primera vez desde que contrajo el virus.
Ella lo esperaba al pie de las escaleras. Primero estuvo pendiente del reloj. Él
siempre bajaba entre las cuatro y media y las cinco menos veinte. A eso de las cuatro
y veinte ella estaba en su dormitorio y oyó que el agua empezaba a irse por el
desagüe. Aguardó un poco más y entonces se fue abajo, sin hacer ruido, y se metió en
la habitación pequeña que Guy y su madre llamaban su estudio. Beatrix estaba en el
jardín. En esa época había sido una jardinera entusiasta.
Heather se encontraba allí cerca, aunque entonces ella no lo sabía. También se
hallaba al otro lado de una puerta, la de la sala de estar, esperando. ¿Porque ya había
visto antes lo que estaba a punto de ocurrir o algo parecido? Tal vez. Ismay oyó que
la puerta del cuarto de baño se abría y se cerraba, que Guy se dirigía descalzo a su
dormitorio y que volvía a salir a continuación calzado con las sandalias. Ismay salió
del estudio con aire despreocupado. Contra el tramo de pared entre la sala de estar y
el estudio había una pequeña consola sobre la cual descansaba un jarrón con flores.
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Un crisantemo rosa se había caído del arreglo floral a la brillante superficie del
mueble. Desde aquel día, a Ismay nunca le habían gustado los crisantemos.
Iba a colocar de nuevo la flor en su sitio cuando Guy empezó a bajar por las
escaleras. Ismay se volvió hacia él sosteniendo el crisantemo contra su rostro.
—¿Sabes que estás encantadora? —dijo con una voz que Ismay no había oído
nunca, una voz que ya no era intensa, sino suave y delicada, cargada de algo que ella
no supo definir.
—¿Ah, sí? —repuso ella, como la niña que era.
Él le tomó la flor, le alzó el rostro con una mano y la besó. Pero el beso fue
distinto, fue un beso leve y un tanto remoto que evitó su boca. Tras ellos, Heather
emitió un sonido, una inhalación. Heather no estaba fuera en el pasillo sino oculta
junto a la puerta entornada de la sala de estar. Guy debía de saber que estaba allí, lo
cual explicaba que el beso hubiera sido tan distinto y decepcionante. Ismay se apartó
de él en cuanto supo que Heather lo había visto y más tarde entendió cómo debió de
haber interpretado su hermana dicho movimiento: como desagrado por su parte hacia
lo que estaba ocurriendo, como si se resistiera a Guy, quizá como si tuviera miedo de
él.
Guy sonrió, la abrazó de un modo propio de un padrastro y le devolvió la flor.
—Deberías ponértela en el pelo —le dijo—, o por detrás de la oreja.
Pero ella no lo había hecho. Quería explicárselo a Heather, pero no sabía por
dónde empezar. Heather no lo entendería. El hecho era que ni ella misma comprendía
lo que estaba ocurriendo y ahora, doce años después, sabía que eso formaba parte del
motivo por el que no estaba bien abusar de los niños. Porque los niños no lo
entienden.
No obstante, nada de ello excusaba a Heather. Si Heather había matado a Guy (y
debía de haberlo matado) porque lo había visto besar a su hermana con sensualidad
estaba muy equivocada, muy pero que muy equivocada, y tal vez Ismay y Beatrix se
habían equivocado también desde un principio al protegerla.
Después de aquello Guy y ella habían entrado en la sala de estar. El crisantemo
rosa volvía a estar en el ramo del jarrón. Beatrix había regresado del jardín con unas
tijeras de podar en la mano y había ido a preparar el té. En cuanto a Heather, estaba
sentada en el sofá leyendo un libro prescrito como parte de los deberes de vacaciones.
Tenía que haberlo terminado cuando empezaran las clases el 5 de septiembre y
apenas levantó la mirada cuando entraron.
Tres días después Guy estaba muerto.
Ismay no grabó nada de todo eso. No era necesario.
Pasado el espanto inicial ante el temor de que Heather hubiera cometido aquel acto,
tras ver su ropa mojada y esa mirada en sus ojos, su madre y ella decidieron
comprobarlo por sí mismas y ver si era posible. Ver si una adolescente podía haberlo
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hecho. Fue idea de Beatrix, y en un primer momento Ismay dijo que no, que no lo
haría, que no podía hacerlo. Era demasiado horrible.
—Tenemos que hacerlo —dijo Beatrix—. Tenemos que estar seguras.
Ya en aquel momento, con quince años, Ismay supo que nunca lo sabrían con
certeza, hicieran lo que hiciesen. Porque no podrían repetir exactamente las
condiciones en las que se produjo el ahogamiento ni reproducir a las dos personas
implicadas. Hicieron todo lo que podían hacer. Mientras Heather se encontraba en
casa de una amiga del colegio (la misma Greta a la que iba a visitar aquella tarde
fatídica), Beatrix dijo que tenían que llevar a cabo su plan. Fue inflexible en su
decisión de no meterse desnuda en la bañera. Se había mostrado igual de mojigata
cuando Ismay y ella encontraron a Guy ahogado. Incluso entonces, in extremis.
—¡No mires! —había ordenado a Ismay entre dientes—. Está desnudo, no lo
mires.
Se puso el traje de baño entero de color rojo y un ridículo gorro de baño de goma
con ondas y bucles en relieve cuya correa se ajustó bajo la barbilla. Ismay se situó en
el extremo de la bañera, detrás de los grifos y esperó. Era una bañera de pie, con
patas en forma de zarpas, colocada sobre una tarima de baldosas blancas. Beatrix se
metió por fin en el agua, un agua caliente y humeante que pareció hacerla temblar y
encogerse.
—¿Por qué te has puesto eso? Es grotesco.
—No voy a dejar que me veas desnuda.
—¡Ay, mamá! Estás loca.
Después deseó muchas veces no haber pronunciado esas palabras.
No hablaron o, si lo hicieron, Ismay lo había olvidado. Los pies largos, delgados
y blancos de su madre flotaban por debajo de los grifos. Llevaba las uñas pintadas de
rojo y la laca había empezado a descascarillarse. Ismay no soportaba lo que estaba
haciendo, el aspecto teatral del asunto y su lado macabro, pero agarró los pies de
Beatrix y, con un movimiento fuerte y rápido, los alzó por encima de la superficie del
agua. La cabeza de Beatrix se fue hacia atrás y se hundió mientras ella agitaba los
brazos y las manos. Trató de echar las piernas hacia atrás y al hacerlo las burbujas se
alzaron a raudales del agua revuelta en su extremo de la bañera. Los brazos que se
agitaban y los pies que se resistían arrojaron cascadas de agua sobre el vestido de
Ismay. Su madre estuvo sumergida como mucho unos quince segundos antes de que
la soltara.
—Creía que ibas a dejar que me ahogara yo también —dijo Beatrix, tosiendo y
resoplando.
Ismay estaba empapada, con la blusa pegada al pecho. Había agua por todas
partes. La toalla que había encima de la silla a la cabeza de la bañera estaba
chorreando. Y la alfombrilla de baño, completamente mojada.
—Soy casi ocho centímetros más baja que Heather —había dicho Ismay— y peso
unos doce kilos menos que ella, pero podría hacerlo. No resultó difícil.
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Se echó a llorar y a temblar bajo su ropa mojada. Había pensado entonces que su
madre era fuerte y estaba bien pero Guy estaba débil, había estado enfermo.
—¿Qué vamos a hacer?
Mientras las lágrimas le corrían por las mejillas, Ismay pensó que su madre no
debería haberle pedido aquello. Era algo que ninguna mujer de treinta y nueve años
debería pedirle a una joven de quince.
No hacía falta que le contara esa parte a Edmund. Cuando hubiera escuchado la cinta
le haría preguntas y ella se lo contaría. Eso si no se limitaba a hacer como si nada,
fingir que no existía. ¿Quién sabe? Se sentó en el sofá, colocó la grabadora en la
mesa de centro y la puso en marcha. Primero comprobó que funcionara bien y luego
empezó a hablar:
—Mi padrastro se llamaba Guy Rolland. Tenía treinta y tres años cuando se casó
con mi madre, y ella treinta y ocho. —Volvió a poner ese trozo. Su voz sonaba clara y
firme, mejor de lo que se había atrevido a esperar—. Mi padre, y el de Heather,
llevaba muerto tres años. Cuando ella tenía trece años y yo quince, a Heather se le
metió en la cabeza que Guy abusaba de mí. En realidad no había pasado nada aparte
de algunos besos y unas cuantas…, bueno, bastantes caricias, pero Heather creyó que
yo corría peligro con Guy. Lo único que pensaba yo era que me tenía mucho cariño,
igual que yo a él. —Eso no era cierto pero Edmund no querría saber nada de sus
sentimientos sexuales hacia Guy. Mejor dejar que pensara que no los tenía. Causaría
mejor impresión de cara a Heather—. Heather hizo lo que hizo para protegerme. No
por venganza, no lo creo, sino para protegerme de… una violación, supongo. Lo cual
no habría ocurrido, de eso estoy segura, si Heather me hubiese explicado de qué tenía
miedo, pero nunca me lo contó.
»Cuando mi madre y Guy llevaban unos dos años casados, él contrajo un virus
muy grave. Estuvo enfermo tres semanas y estaban pensando en llevarlo al hospital
porque no respondía al tratamiento. Justo cuando nuestro médico de familia hablaba
de buscarle una cama en el hospital, Guy empezó a mejorar. Mi madre llevaba casi
quince días sin salir de casa, pues se había quedado allí cuidándolo, pero aquel jueves
de finales de agosto él ya tenía aspecto de estar prácticamente recuperado aunque sin
muchas fuerzas. Mi madre quería llevarme a comprar algunas cosas para el uniforme
de la escuela, en concreto una falda y una chaqueta. Eran vacaciones de verano.
Salimos a eso de las dos de la tarde y Heather se quedó porque iba a ir a casa de una
amiga. Por lo visto, poco después de que saliéramos, la amiga, Greta, llamó por
teléfono para decirle que no fuera porque tenía que salir con sus padres, de modo que
Heather se quedó sola en casa con Guy.
»Nunca se habían caído bien. Heather siempre tuvo el menor trato posible con él
y, aunque al principio Guy intentó ser agradable con ella, al final se dio por vencido.
No sé qué ocurrió en la casa entre que llamó la amiga y, digamos, las cuatro de la
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tarde. Supongo que Heather lo sabe, pero nadie más. A eso de las cuatro Guy se
levantó para tomar un baño. Desde que se encontraba mejor solía tomar un baño más
o menos a esa hora y después se ponía el albornoz y bajaba a sentarse con nosotras y
a cenar antes de volver a la cama. A veces se sentaba en el jardín. Si hacía calor. De
manera que aquel jueves se levantó para tomar su baño en el cuarto de aseo adjunto
que daba al dormitorio que compartía con mi madre. Entonces el baño tenía una
cristalera que daba a un balcón, pero ahora todo estaba cambiado, claro.
»No sé dónde estaba Heather, posiblemente en su dormitorio, contiguo al de Guy.
Es probable que saliera cuando oyó que se levantaba de la cama. Lo habría oído
caminar con bastante lentitud hasta el baño y abrir el grifo de la bañera. Cuando
estuvo segura de que Guy estaba en la bañera, Heather entró en el cuarto de baño.
Quizás él no la viera, pues habría entrado sin hacer ruido, pero cuando la vio supongo
que gritó, le preguntó qué demonios estaba haciendo y le dijo que saliera de allí. Ella
le agarró los pies y tiró de ellos hacia arriba. No sé si sabes lo que ocurre cuando
alguien hace eso. Se te hunde la cabeza. La cabeza de Guy se sumergió y sin duda él
se resistió y se revolvió pero estaba débil a causa de la gripe. Uno intentaría agarrarse
a los lados de la bañera con las manos y sacar la cabeza pero para eso hace falta
fuerza y Guy estaba muy débil.
¿Había mucho de conjetura en todo aquello? ¿Cómo podía estar segura de lo que
había hecho Heather exactamente? Quizá sólo fuera porque no pudo ser de otra
forma. Detuvo la grabadora y salió del piso al vestíbulo. Ahora era muy distinto de
cuando la casa era una única vivienda. Se había levantado un tabique que dividía el
vestíbulo en dos. Una de las mitades llevaba directamente a las escaleras y al piso de
arriba y la otra mitad era la entrada al apartamento de abajo. La puerta de entrada a su
apartamento se encontraba en medio del tabique y ambos pisos compartían la puerta
principal. Ismay se detuvo en aquel vestíbulo junto a la puerta de la casa y miró hacia
lo alto de las escaleras. Estaban igual que siempre. Su madre y ella habían entrado allí
al regreso de sus compras. Antes había un mueble, una consola en la que
normalmente había un cuenco con flores. Habían dejado las bolsas en el suelo junto a
dicho mueble y entonces oyeron un paso, miraron hacia las escaleras y vieron a
Heather.
Ismay entró otra vez y volvió a poner en marcha la grabadora.
—Heather bajó por la escalera. Llevaba puesto un vestido rosa de algodón y la
parte delantera estaba mojada, tanto el cuerpo como la falda. También llevaba los
zapatos húmedos. No recuerdo qué dijo. Mi madre le preguntó: «¿Por qué vas tan
mojada, Heather? ¿Dónde te has metido?».
»Y Heather respondió: “He estado en el baño. Será mejor que vengáis”. Subimos
al piso de arriba. Mi madre fue delante. Después me contó que había pensado que se
trataba de una de las tuberías que perdía. Ya nos había dado problemas con
anterioridad. Entramos en el cuarto de baño. No recuerdo si había agua por todas
partes. Me imagino que debía de haberla. La bañera estaba llena y Guy estaba en ella.
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Estaba tendido bajo el agua y estaba muerto.
Aquélla era la primera vez que veía el cuerpo desnudo de un hombre. Resultaba
extraño que el primero que vio fuera el de un hombre muerto. Guy parecía muy joven
estando muerto, parecía un chico. Beatrix soltó un grito y a continuación cayó de
rodillas y empezó a llorar y a farfullar. Se tapó la boca con las dos manos. Ismay miró
pero luego apartó la vista con un estremecimiento y todo su cuerpo se puso a temblar.
Salió a trompicones al dormitorio de su madre y se dejó caer en la cama deshecha.
Entró Beatrix y, tras ella, una silenciosa Heather. Así fue como ocurrió. Ismay volvió
a dirigirse a la grabadora.
—Mi madre le preguntó a Heather qué había pasado y ella dijo que no lo sabía.
Entonces le preguntó qué la había hecho entrar en el cuarto de baño. Ninguna de
nosotras dos iba nunca a ese baño. Lo último que habría hecho Heather es entrar ahí
cuando Guy podría estar desnudo. Pero lo había hecho. No se me ocurrió enseguida
que Heather hubiera podido tener algo que ver con esa muerte. Heather no dijo nada
para responder a la pregunta de mi madre. Entonces mi madre le preguntó si estaba
en su dormitorio cuando Guy se había levantado. «Entré en el baño. Estuve ahí un
rato y estaba muerto. Estaba como está ahora», dijo Heather. Mi madre dio un fuerte
grito cuando Heather dijo eso y se agarró a mí. Me dijo: «Llama a un médico. No,
llama a una ambulancia. Marca el 999».
»No pude hacerlo. Me había quedado sin habla. Al cabo de unos minutos mi
madre telefoneó a Pam y ella vino. Creo que fue ella quien llamó pidiendo una
ambulancia. Al final llegó la policía. No sé quién mandó llamarles. Para entonces ya
era casi de noche. Había dos detectives; un inspector y un agente, creo. El inspector
tenía nombre como de pájaro, algo así como Sparrow o Peacock, pero no era ninguno
de estos dos. No recuerdo nada sobre el agente, salvo que era joven.
»Llegó una ambulancia con dos enfermeros que se llevaron el cuerpo de Guy. O
puede que no fuera una ambulancia. Hubiera habido un médico. No me acuerdo.
Antes de que llegara la policía, mamá le dijo a Heather: “La gente que va a venir hará
preguntas. Tendrá que venir la policía y preguntarán cosas”. Heather no dijo nada.
Creo que estaba aterrorizada. Mamá se quedó un momento pensando y luego dijo:
“Tú viniste con nosotras. Estábamos las tres comprando. Te quejaste de que Issy
tardara tanto en probarse la ropa”. Heather le dirigió una mirada extraña. Por un
momento su expresión fue como la de una anciana. “¿Eso hice?”, dijo ella.
»Era como un juego. Y yo, con quince años, entré en el ambiente. Dije: “Estabas
enfadada porque no tenían una chaqueta de tu talla”. “De acuerdo”, asintió ella.
Mamá dijo: “No, Heather, no fue como dice Issy. Viniste con nosotras pero no
entraste en la tienda. Esperaste fuera mientras Issy se probaba las cosas”. Heather se
encogió de hombros y dijo: “Estaba con vosotras. Así es más fácil, ¿no?”. Y eso fue
todo. Eso fue lo único que dijo y lo que ha dicho siempre. El inspector con el nombre
de pájaro y el otro vinieron y anunciaron que tendría lugar una investigación.
Creyeron todo lo que les contamos, la amable y sensata aunque desconsolada viuda, y
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sus hijas adolescentes que se portaban muy bien. Dijimos lo que habíamos ensayado.
»Mi madre y yo sabíamos que deberíamos contarle la verdad a la policía (es decir,
lo que ambas pensábamos) pero no pudimos hacerlo. Se trataba de Heather: su hija,
mi hermana. Mi madre había perdido a su esposo, un hombre a quien quería, o por lo
menos lo quería cuando se casaron, pero para ella Heather era más importante.
Mucho más. En aquellos momentos ambas comprendíamos por qué lo había hecho.
Mi madre comentó que lo sabía a medias, que se imaginaba lo de Guy y yo. Había
visto cosas. “Deberías habérmelo contado”, me dijo, y parecía enfadada. Yo no
respondí. ¿Qué podía haberle dicho a su esposa? Ella había pensado en separarse de
Guy, pero a él todavía no le había dicho ni una sola palabra y entonces ya era
demasiado tarde. Si lo hubiera dejado, o lo hubiese echado (al fin y al cabo la casa era
suya), si lo hubiera hecho Guy estaría vivo y Heather no sería culpable de nada.
Nunca se lo contamos a nadie. No dejábamos de darle vueltas al asunto, tanto juntas
como por separado. Lloramos juntas. Si es posible que la pena y el horror trastornen
la mente de una persona, y todas esas viejas obras dramáticas, óperas y demás decían
que lo era, eso fue lo que trastornó la de mi madre.
En este punto se detuvo. Nada de aquello era necesario. Llegado el caso, él sólo
tenía que conocer por encima lo que había hecho Heather. No había ninguna
necesidad de contarle lo de la investigación, el veredicto de muerte accidental, las
magulladuras que Guy tenía en los tobillos y que se desestimaron achacándolas a otra
causa. Al fin y al cabo, en aquellos momentos no había nadie más que Guy en la casa.
Beatrix había salido de compras con sus dos hijas. Habían regresado a casa las tres
juntas.
¿Y Heather? ¿Cómo se habían encarado a Heather su madre y ella? La respuesta
era que no lo habían hecho. Un año después, Beatrix manifestó señales de
esquizofrenia y se sumió en la locura. Ismay no volvió a mencionar la manera en que
había muerto Guy, pues ya temía que Heather pudiera soltarlo y decirle la verdad. Por
mucho que quisiera saberla, tenía miedo de que Heather se la contara. No podía
imaginarse una situación en la que se lo preguntara a Heather directamente y ella
dijera que sí, que lo había hecho. Que sí, que había ahogado a Guy. Para evitar que
Guy violara a Ismay. No tanto porque le desagradara, o incluso hasta lo odiara, sino
para salvar a su querida hermana de su padrastro.
Después de aquello Heather parecía ser la misma de siempre…, aunque quizá no
exactamente la misma. Más calmada, más callada, más seria, el tipo de persona a la
que le contarías tus temores y sabías que con ella estarían a salvo y seguirían ocultos.
No era una gorgona, como la describía Andrew, sino una mujer tranquila y reposada
que parecía mayor de lo que era, la mujer a la que Edmund quería tanto.
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7
Cuando llegó a casa del trabajo, Marion se encontró a Fowler en el piso. Siempre lo
perdía todo y protestaba diciendo que lo que ocurría era que las cosas le saltaban de
los bolsillos.
—Es curioso cómo te las arreglas para no perder nunca mis llaves —dijo Marion
enojada.
Fowler era un hombre muy delgado de cuarenta años, su cabello tenía el mismo
tono apagado rubio rojizo que había tenido el de Marion antes de que empezara a
teñírselo, su rostro era como un bolso viejo, una amalgama de bolsas, marcas y poros
hinchados, tenía los dientes marrones como la corteza de un árbol y el vello del
mentón y las mejillas era blanco como el de un anciano. Esa tarde llevaba puesta la
clase de ropa que con sólo verla te das cuenta de que antes pertenecía a otra persona,
todas las prendas habían tenido quizá varios propietarios anteriores. Estaba sentado
en la sala de estar de Marion, fumando un cigarrillo que debía de haber gorroneado
en alguna parte y sus deterioradas zapatillas de deporte olían como el queso
gorgonzola.
Él no la saludó. Rara vez lo hacía, sino que iba directo a lo que se le pasara por la
cabeza.
—Cuando te dieron el dinero de esa anciana no sé por qué no compraste un piso
más grande. Con dos dormitorios, quiero decir. Entonces podría haberme quedado
aquí en condiciones y no tendría que dormir en el sofá.
—Por eso precisamente —dijo Marion.
Fowler no dio muestras de resentimiento. La respuesta que le dio era exactamente
la que había previsto:
—¡Ojalá te casaras! Si te casaras con alguien que tuviera un poco de dinero
podrías mudarte a su casa y dejarme este piso a mí. Cuando éramos pequeños, o
mejor dicho, cuando tú eras una niña grande y yo un niño pequeño, me dijiste una
cosa que no he olvidado nunca. ¡Fue tan emotiva, tan… bonita! Dijiste: «Te quiero,
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Fowler. Siempre cuidaré de ti». Tú tendrías unos ocho años y yo cuatro.
—Cuando uno tiene ocho años dice cosas como éstas —repuso Marion—.
Además, eras un niño muy guapo. Tenías rizos; no eran exactamente dorados, pero
eran rizos. Eras muy dulce. Ahora no eres muy dulce que digamos.
Fowler guardó silencio y se puso a pensar en sus desgracias y en que siempre
había vivido sin trabajar. No recordaba haber tenido dinero nunca. Dinero de verdad,
claro. Si alguna vez reunía una pequeña cantidad, por lo general se las arreglaba para
perderla. Aquel mismo día, sin ir más lejos, le había pedido cincuenta peniques a una
mujer para tomarse una taza de té y ella se los había dado. Aunque pareciera mentira,
se los había dado. Sin embargo, en algún punto entre la estación de metro de Edgware
Road y el café La Marquise, la moneda se le había caído por un agujero del bolsillo.
—¿Hay algo de comer? —preguntó.
—Sólo sardinas —contestó su hermana—, y unas cuantas coles de Bruselas, pero
tienen ya una semana. No he tenido tiempo de ir a comprar. Algunos de nosotros
trabajamos, ¿sabes?
Fowler se quedó mirando al vacío con tristeza, rascándose la cabeza.
—La gente como tú no parece darse cuenta de que mendigar es trabajar. Es un
trabajo muy duro. Estás a la intemperie haga el tiempo que haga, no puedes relajarte
nunca, no descansas nunca. Tienes que ser educado continuamente, tienes que
mostrarte humilde. Si dices lo que piensas estás arreglado. Y no existe lo que se
podría llamar satisfacción laboral. Incluso en Piccadilly o en Bond Street puedes
pasarte tres o cuatro horas y esas brujas ricachonas pasarán de largo de camino a las
joyerías. Y luego el primer ministro tiene el valor de decirle a la gente que no dé
dinero a los mendigos. ¡Como si hiciera falta que se lo dijeran! Creo que me haré una
tostada con sardinas.
Marion lo siguió hasta la cocina, no para ayudarle a preparar la comida, sino para
evitar que saqueara sus reservas de licor.
—¿Recuerdas que cuando éramos pequeños solíamos abrir las latas de sardinas
con una llave metida por esa anilla? Y la llave siempre se rompía y tú tenías que
poner otra cosa más fuerte en la anilla. Yo utilizaba el atizador. Me golpeé con él en
la boca y me saltó un diente delantero. Tienes que acordarte de eso.
—Siempre fuiste proclive a los accidentes.
—¿Puedo tomar una copa?
—No, no puedes.
—Vamos, Marion. No seas así. Mira, si puedo tomarme una copa y un par de
aspirinas…, bueno, pongamos cuatro…, me comeré las sardinas y un poco de ese
pudin de Navidad que he visto en la nevera. Si puedo tomarme esto no me quedaré.
Me iré en cuanto me lo haya comido. Vamos, sé buena. Una ginebra (mejor si es
doble) y unas cuantas aspirinas, y me esfumaré.
—De acuerdo —accedió Marion, aliviada porque no habría de tenerlo durmiendo
en el sofá. Perpleja como siempre por su elección de narcóticos, ella misma le sirvió
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la ginebra calculando bien la cantidad con un vaso medidor. Con las aspirinas fue más
generosa, y dejó seis pastillas de las fuertes en un platillo. Ella no comió nada, pues
había acordado con Avice Conroy que cuidaría de sus conejos. Había vuelto a pasar
por casa del señor Hussein antes de dirigirse a Pinner. Avice le estaba muy
agradecida. Además de pagarle, siempre le dejaba una comida preparada de Marks
and Spencer y media botella de vino. Marion lo esperaba ansiosa. Mientras ella
estaba en su dormitorio poniéndose su chándal de color coral, Fowler vio su bolso
encima de la nevera. «Tranquilo, Fowler —se advirtió a sí mismo—. Si te limitas a
tomar un billete de diez, lo más probable es que no se dé cuenta». Sacó un billete de
diez libras y dos monedas de una libra, la llamó para decirle que se marchaba y cerró
la puerta suavemente al salir. «Procura no perder estas libras como hiciste con los
cincuenta peniques, Fowler», se dijo. En su monólogo interior siempre se dirigía a sí
mismo como a Fowler. Estaba orgulloso del nombre que le habían puesto. Era el
apellido de soltera de su madre y cuando estaba deprimido reflexionaba acerca de que
era lo único distinguido que tenía.
La noche no era muy fría y él no tenía ninguna prisa. Bajó paseando por Finchley
Road, decepcionado porque la ginebra y las aspirinas no le habían hecho mucho
efecto. Al principio su intención era gastarse las doce libras que le había robado a su
hermana en una comilona grasienta de las de cuchara, pues las sardinas habían
resultado insuficientes, pero competían con ella las reivindicaciones de la cerveza o la
marihuana y, de estas dos cosas, obtendría más cantidad de bebida por su dinero.
Después de haber entrado en tres bares, como ya no le quedaba dinero suficiente para
el billete de autobús, se dirigió a pie al albergue para vagabundos, conocido por sus
moradores como Jimbo’s, en Queens Park. Cerraba sus puertas a las once en punto.
«Si no llegas a tiempo, Fowler, acabarás durmiendo en un portal». No sería la
primera vez.
A pesar de que no le gustaban las mujeres que frecuentaban Bond Street, al cabo de
tres días Fowler estaba de nuevo en dicha calle, merodeando a las puertas de Lalique
y lamentando no tener un perro o, mejor todavía, un bebé. Era una idea brillante.
Siempre eran las mujeres quienes pedían limosna con bebés, pero no parecía existir
ningún motivo para que un hombre no pudiera hacerlo. ¿Podría pedir prestado un
bebé? O, lo que era más factible, ¿podría hacerlo Marion?
Hurgar en los cubos de basura de Bond Street y Piccadilly formaba parte de lo
que le había contado a Marion que era su jornada laboral. No todos los días, por
supuesto, pero sí tres veces a la semana. Si, como ocurría de vez en cuando, veía a
otra persona con el brazo metido hasta el codo en el cubo que había en Piccadilly a
las puertas del Ritz, por ejemplo, él se lo tomaba como una afrenta personal. Si
hubiera un sindicato de vagabundos y él fuera enlace sindical, sería la clase de cosa
por la que haría ir a la huelga a la plantilla.
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Los cubos que encontrabas en los barrios menos recomendables contenían
demasiados residuos perecederos de comida, restos de hamburguesas, envases de
curry y huesos de pollo. Fowler no era muy exigente, pero le desagradaban los malos
olores que no fueran el suyo propio y los cubos de Harlesden eran demasiado para él.
Mayfair era otra cosa. En Piccadilly, a las puertas de la Royal Academy, había un
cubo en el que en una vez había encontrado un neceser de satén rosa lleno de
muestras gratuitas de cosméticos que le regaló a Marion por Navidad y, en otra
ocasión, un reloj al que sólo le hacía falta una pila nueva. Del cubo situado frente al
Ritz había sacado un tarro de mermelada de Fortnum’s (¿por qué?) y un paraguas con
la cara de Mickey Mouse, en tanto que de otro cubo de Bond Street obtuvo dos
entradas de platea para la representación de El fantasma de la ópera de aquella
misma noche. Había vendido el reloj y el paraguas en el mercado de Church Street;
las entradas, a las puertas del teatro, y se había comido la mermelada.
Fowler consideraba los cubos de Piccadilly, Jermyn Street y la intersección de
Regent Street con Bond Street y sus ramales como su jurisdicción, su milla cuadrada
dorada. Le molestaba especialmente ver a cualquier otra persona investigando en
ellos y se ponía desagradable si había enfrentamientos. Aquella noche había pillado a
un vagabundo más mugriento de lo habitual en Bond Street en «flagrante delito», por
decirlo así. No era de extrañar que sus registros de aquel cubo en concreto hubieran
resultado decepcionantes. Allí no había recolectado más que un condón y un único
cigarrillo muy magullado dentro de un paquete que, por lo demás, estaba vacío. Para
ser justos, aunque se trataba de un condón sin usar que todavía estaba dentro del
envoltorio, era un artículo que a Fowler no le resultaba de ninguna utilidad. Si
intentaba venderlo, los posibles compradores creerían que antes lo había atravesado
con una aguja con mala intención. Se había fumado el cigarrillo en la puerta de
Lalique, pensó un poco más en el plan del bebé y se sentó en el escalón de mármol
con media caja de cartón que antes había contenido gachas de avena junto a él,
esperando lo que en una ocasión había oído llamar, de manera un tanto presuntuosa,
«elemósinas caritativas».
Fue allí donde Edmund pasó por delante de él cuando iba de camino a Burlington
Arcade para comprarle un regalo de cumpleaños a Heather. Él sabía que Marion tenía
un hermano, pero no lo había visto nunca, de modo que sólo sintió esa leve punzada
de culpabilidad que todos sentimos cuando pasamos junto a un mendigo. Sin
embargo, cuando regresaba llevando el jersey de cachemira azul pálido recién
envuelto para regalo, vio que el hombre todavía estaba sentado allí con un cartón
vacío a su lado y se metió la mano en el bolsillo buscando unas monedas. Había
gastado ya tanto que un par de libras más no supondrían ninguna diferencia.
Fowler dijo:
—Muchas gracias, señor. Es usted un caballero.
Avergonzado por la cálida sensación de rectitud que lo acometió, Edmund enfiló
la cuesta y torció por Brook Street para dirigirse a la estación de metro de Bond
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Street. Eran poco más de las siete de una tarde de jueves, el día en que las tiendas
prolongaban el horario, una tarde oscura pero brillantemente iluminada. Por delante
de Edmund, un taxi que venía de la dirección de Berkeley Square se acercó al
bordillo y se detuvo. Se apearon del vehículo dos personas, una de las cuales era
Andrew. Edmund tuvo mucho tiempo para asegurarse de que era Andrew y lo
observó mientras él pagaba al taxista desde la acera. Su compañera, que al principio
pensó que debía de ser Ismay, era otra chica, más rubia que ella e igual de delgada
que llevaba unos zapatos de tacones dorados increíblemente altos y un chal de piel.
«Y, por lo visto, no mucho más», pensó Edmund. Ellos no le vieron, estaban
demasiado absortos el uno en el otro, y Andrew le pasó el brazo por los hombros a la
chica mientras ambos desaparecían por la bocacalle exquisitamente adoquinada de
Lancashire Court.
Sentado en el vagón, Edmund pensó en lo que había visto. No había duda al
respecto. La chica no podía haber sido la hermana de Andrew (si es que tenía una
hermana) a menos que estuvieran cometiendo incesto, cosa que, bien mirado, casi
venía a ser lo mismo que la infidelidad. ¿Qué tenía que hacer, suponiendo que tuviera
que hacer algo? Nada, por supuesto. Contárselo a Ismay estaba fuera de lugar. Pero
¿y si se lo contaba a Heather? Pensó que no. Sólo serviría para disgustarla. Hacía ya
tiempo que Edmund se había percatado de lo unidas que estaban Ismay y Heather, de
lo mucho que su prometida quería a su hermana. Heather tampoco se lo iba a decir a
Ismay, pero podría provocar una riña con Andrew, que hablara con él seriamente. A
veces le divertía ver lo mucho que a Heather le disgustaba Andrew. Lo mejor sería
convencerse de que no era asunto suyo e intentar olvidarlo. Ya empezaba a darse
cuenta de que su futura esposa podía ser feroz y directa además de calmada.
Llegó a Clapham poco antes de las ocho. Las chicas estaban tomando champán
para celebrar el cumpleaños de Heather. Edmund le dio el jersey, que fue recibido con
efusión. No parecía ni mucho menos justo que Heather tuviera que cocinar su propia
cena de cumpleaños, pero a ella parecía gustarle la idea y, por supuesto, era muy
buena cocinera.
—Cuando estemos casados —le dijo Heather, sonriéndole— Edmund va a ser
quien se encargue siempre de la cocina, porque yo ya lo haré en el trabajo.
Edmund creyó ver que a Ismay se le ensombrecía el semblante, o tal vez fuera
más bien una tensión, una rigidez de los músculos en una sonrisa petrificada. Él
mismo había sentido que su rostro hacía lo mismo cuando se decía algo doloroso o
embarazoso (normalmente en boca de su madre). En su caso iba acompañado de una
sensación interior que se parecía a la náusea, aunque no del todo. ¿Acaso era así
como se sentía Ismay? ¿Y por qué? ¿Era posible que estuviera al corriente de la
defección de Andrew?
Al cabo de unos momentos pareció que no era así, pues Ismay estaba esperando
que él la llamara por teléfono. Ella comentó el descuido con sorpresa. Dijo que
Andrew no iba a asistir. Tenía que trabajar hasta tarde. Pero le había prometido
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telefonear. Antes de que Heather pusiera los entrantes en la mesa, Ismay lo llamó a él.
O lo intentó.
—Tiene el móvil apagado —dijo.
—Tal vez esté en una reunión —comentó Edmund, que se preguntó por qué
parecía estar favoreciendo el engaño de aquel mujeriego. Pero lo hizo para proteger a
Ismay, quien pronto sería su cuñada. Al fin y al cabo, quizá no hacía falta que lo
supiera. No era inevitable que lo descubriera y, si podía continuar ignorándolo
durante un tiempo, podría darse la circunstancia de que Andrew venciera esta
atracción y regresara con ella. Fue extraño porque, aunque la otra mujer no le había
parecido particularmente atractiva a Edmund (su aspecto era demasiado pálido e
infantil), pensó en sus altos tacones dorados y en su chal reluciente antes de
concentrarse en su cena.
Ismay, quien por regla general tenía buen apetito, se encontró con que apenas
pudo comer la mousse de aguacate con peras y rúcula y las codornices asadas con
salsa de naranja agridulce. Sólo sabía de otra ocasión en la que Andrew hubiera
desconectado el móvil: había sido el día de Navidad, cuando estaba con sus padres. Si
se había quedado a trabajar hasta tarde tendría que estar en el bufete, pero cuando
llamó a ese número no obtuvo respuesta. Pamela le había dado a Heather los últimos
seis DVD de Sexo en Nueva York como regalo de cumpleaños y, después de comer,
Edmund y ella pusieron el primero. Ismay fue a su dormitorio y trató nuevamente de
llamar al número del teléfono móvil de Andrew. Seguía desconectado.
Trató de obligarse a pensar en otras cosas, pero lo único que le venía a la mente
era el comentario que había hecho Heather y que empezaba con «Cuando estemos
casados». Le había provocado una leve sensación de mareo. Le ocurría lo mismo
cada vez que se mencionaba el futuro matrimonio. La única de «las otras cosas» en
que pensó fue la cinta. El plan para informarse sobre las cajas de seguridad había
quedado en nada. Parecía un proyecto desmesurado y tenía cierto regusto a espionaje.
Las personas como ella no poseían ni escondían documentos secretos…, porque la
cinta era prácticamente eso. De todos modos, empezaba a pensar que toda esa idea de
la cinta había sido bastante estúpida. Estaba un poco avergonzada de haberlo hecho,
de sentarse ahí y de hablarle a una grabadora sobre su querida hermana. Sobre todo
cuando, aunque la cinta en cuestión estaba destinada al futuro esposo de esa misma
hermana, sabía que nunca iba a entregársela.
Durmió mal, y se despertó cada una o dos horas para preguntarse por qué Andrew
había apagado el móvil. A la mañana siguiente probó a llamarlo y recibió un mensaje
que le decía que no estaba disponible. Resultaba extraño que cada vez que volvía la
mirada hacia el estante en el que estaba la cinta (y donde también estaban los CD, su
iPod y el reproductor) lo primero en lo que se fijaban sus ojos era en ese casete.
Rainy Season Ragas. Se recordó que la cinta estaba perfectamente segura donde
estaba. Los ojos de los demás no la verían, o la verían del mismo modo en que verían
la de Mozart o los auriculares allí colgados.
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Mientras iba en el tren empezó a preocuparse de nuevo por Andrew. Se había
comportado de la misma manera en Navidad, cierto, pero Navidad era una época
excepcional en la que las reglas habituales difícilmente se aplicaban. En otra ocasión,
el verano anterior, había dado la impresión de desaparecer unos cuantos días y ella
estuvo desesperada por la preocupación. Él no tardó en explicarle que su madre se
había puesto enferma. Había estado en el hospital con ella en algún lugar remoto de
las Tierras Altas escocesas donde, por algún motivo, su móvil no funcionaba. Aquella
vez Ismay se había preocupado. Siempre pensaba en un accidente en ese veloz coche
deportivo de su padre que a él le gustaba tomar prestado. Si estaba herido, ¿quién se
lo haría saber? No era la pareja de Andrew ni su prometida, sino sólo su novia. Era
posible que sus padres ni siquiera supieran de su existencia. Pensar que eso podría ser
cierto le provocó una punzada de dolor. ¿Hablaba de ella con otras personas? Ismay
no lo sabía, pero estaba segura de que Edmund sí hablaba de Heather con sus amigos.
Ahora que Edmund se ausentaba de Chudleigh Hill con regularidad, tres noches a la
semana, Irene había empezado a comprender que tenía verdaderas intenciones de
casarse. Quería mudarse y comprar un piso a unos ocho kilómetros de allí. El hecho
de que ella dejara claro que no lo aprobaba, que no le gustaba lo que sabía de Heather
Sealand y que creía que «anticiparse al matrimonio» condenaba al fracaso cualquier
unión posterior, no tuvo ningún efecto en la conducta de Edmund.
Dedicó gran parte de sus pensamientos a urdir planes para hacerle ver que estaba
cometiendo un grave error. Casi todos estos planes quedaron reducidos a decirle que
esperara un poco más de tiempo, que ella no gozaba de la suficiente buena salud
como para quedarse sola y que él no podía permitirse contraer matrimonio. Llegó a
preguntarle si ya sabía todo lo que un supuesto esposo debería saber sobre los
orígenes y antecedentes de su futura esposa, pero esto, como vio claramente, tuvo
funestas consecuencias y se tradujo en que Edmund cambió de opinión con respecto a
invitar a Heather a comer el domingo. Heather tan sólo había estado en la casa de
Chudleigh Hill en dos ocasiones. En el transcurso de la primera le había dicho más o
menos abiertamente a Irene que no resultaría grato que la madre de Edmund se
sumara a ellos para ir al cine. La segunda se produjo en una ocasión en que Edmund
y ella habían pasado por casa después del trabajo.
Edmund la había telefoneado tan sólo media hora antes de que llegaran. Como es
lógico, ella no se había mostrado muy cordial con Heather (¿cómo podía serlo
después del modo en que esa chica la había desairado con lo del cine?), pero cuando
había dicho que le resultaba imposible preparar comida cuando la avisaban con tan
sólo unos minutos de antelación, Edmund había optado por tomárselo a la tremenda.
Le había dicho que Heather y él saldrían a cenar y que volverían a verla más tarde.
—Me parece que no —había dicho ella, con toda la razón—. Ya son casi las ocho
y cuando regreséis yo ya estaré pensando en irme a la cama. —El encogimiento de
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hombros de Edmund la molestó—. Estás tan poco en casa que supongo que te has
olvidado de que me acuesto bastante temprano.
Para su sorpresa, la chica había dicho de pronto:
—¿Por qué no viene con nosotros?
Era probable que Edmund la hubiese regañado por su comportamiento sobre lo de
ir a ver esa película. Debía de ser eso.
—Ay, no, querida, no puede ser. No creo que Edmund te lo haya dicho, pero no
soy una persona con muy buena salud. Hoy he tenido uno de mis días malos.
Ellos se habían marchado y no habían vuelto. Irene se lo contó a Joyce, primero
por teléfono y después cara a cara. Joyce no se mostró comprensiva, pero era de
esperar, puesto que nunca habían estado muy unidas como hermanas.
—Es un juego que no puedes ganar —le dijo—. La madre siempre pierde. Lo
único que vas a conseguir es enajenar a tu hijo. No va a dormir fuera tres noches a la
semana. Lo hará todas las noches. No me sorprendería que no te invitaran a la boda.
—¿Y qué sabrás tú? —le replicó Irene con brusquedad—. Nunca has tenido hijos.
A su nuevo vecino le pintó un panorama muy diferente:
—Mi hijo y su prometida siempre me están suplicando que vaya con ellos cuando
salen, pero rara es la ocasión en que me siento con ánimos. Nunca he sido una
persona fuerte, ¿sabe? Entre nosotros, me sentiré aliviada cuando se case y esté en su
propia casa. Por fin dejará que me las arregle sola.
Barry Fenix era un hombre alto y de porte marcial, con un cabello cano grueso y
abundante y un pequeño bigote. Irene lo veía como a un típico coronel de regimiento
de los pies a la cabeza aunque, en un arrebato de sinceridad, él le había contado que
cuando hizo el servicio militar nunca había sobrepasado el rango de soldado de
primera clase. Otra cosa que le explicó era que tenía una colección única en DVD de
películas sobre el ejército británico en la India y la Frontera del Noroeste.
—Deberías pensar en ir —le dijo, hablándole por encima de la verja del jardín—.
Una mujer tan bien parecida como tú debería salir más. Ésta podría ser tu
oportunidad. Me refiero a la boda de tu hijo. Aprovecha el momento, Irene,
aprovecha el momento.
—¿Quieres decir que salga con ellos o que salga con…, bueno, con otra gente? —
Sonrió de un modo alentador, segura de que iba a invitarla a salir. A tomar una copa,
¿no se decía así? O tal vez a ver sus DVD—. ¿Y bien? ¿A cuál de las dos cosas te
refieres?
—Yo sólo quería ayudar —respondió él, y volvió a entrar en casa.
Andrew había vuelto. Su móvil estaba siempre conectado, salía con Ismay por las
tardes y pasaba las noches con ella. Quizá fuera cosa de su imaginación, pensó
Edmund, pero lo veía menos ardiente, menos «centrado» en Ismay que antes. Se lo
debía imaginar, sería una ilusión creada en su mente por lo que había visto aquella
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tarde en Lancashire Court. ¿Y la chica de las pieles y los tacones dorados? Alguien
que pertenecía al pasado de Andrew, una antigua novia, una prima o incluso una
compañera para una sola noche que se habría ligado en algún lugar en un momento
de locura, de aberración… Se notaba que estaba enamorado de Ismay, ¿o acaso quería
decir que antes sí se notaba?
Edmund tenía la impresión de que cuando conoció a Andrew, éste se quejaba
menos. Ahora parecía estar refunfuñando a todas horas, y casi siempre era porque el
piso estaba atestado de gente. Sin acabar de soltarlo y decir que Edmund no sería bien
recibido si quería pasar allí la noche, no dejaba de insistir en la molestia de tener un
solo cuarto de baño para cuatro personas, de que una de las parejas se viera obligada
a salir por la noche para dejar a la otra sola, de lo que él llamaba el «caos» derivado
de tomar el desayuno de pie o compartiendo la mesa diminuta de la cocina. Edmund
lo habló con Heather, e incluso le sugirió a regañadientes que podría reducir sus
estancias nocturnas a dos veces por semana. O, cansado de esperar a que la cadena
aparentemente interminable mostrara sus últimos eslabones, que alquilaran un piso en
alguna parte.
La prudente Heather no lo animó a esto último. Ella había pagado el alquiler hasta
finales de abril y no podía pedirle a Ismay que se lo reembolsara. Lo que ella sugirió
fue que compartieran la habitación de Edmund en casa de su madre.
—Sólo serán unos meses.
—Será un infierno —repuso él.
—Podemos casarnos antes si quieres —dijo ella en un tono muy serio.
—Por supuesto que quiero. Pero la conozco. Sé cómo puede llegar a ser. No
quiero que rompa mi matrimonio cuando éste apenas acaba de empezar.
Ismay empezaba a darse cuenta de que el matrimonio era inevitable. Estuvo
tentada de optar por lo fácil, relajarse y dejar que ocurriera. Pero lo que había
previsto, que una vez hubiera grabado la cinta dejaría de pensar sobre su contenido,
no había ocurrido. Pensaba en ello casi tanto como antes. Y ahora empezó a
preguntarse si podía estar completamente segura, segurísima, convencida más allá de
toda duda, de que Heather había matado a Guy. Estaba la prueba del vestido mojado,
por supuesto, y de que bajó por las escaleras cuando ellas llegaron a casa. El propio
hecho de que bajara la perjudicaba. Así como el que coincidiera con Ismay y su
madre cuando dijeron que había salido con ellas para ir a comprar el uniforme del
colegio. Una persona inocente lo habría negado sin duda. Ismay había esperado que
lo negara y se sintió segura de su culpabilidad cuando ella no lo hizo.
Pero existía una tenue alternativa. Estaba la versión de la investigación. Guy,
debilitado, había perdido la conciencia mientras tomaba un baño en un agua que
estaba demasiado caliente. Podría decirse que se había desmayado, supuso Ismay. La
cabeza se le había hundido en el agua y en su estado de debilidad no había podido
salir. Esto es lo que había dicho el forense. O estaba el hecho de que, por inaccesible
que pareciera, la puerta del balcón había estado abierta. Habría resultado difícil entrar
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en el jardín, pero no imposible. En cuanto a lo de que alguien trepara por una escalera
para acceder arriba, cualquier vecino que lo viera habría supuesto que se trataba de un
limpiador de ventanas.
Esas soluciones se reducían a teorías endebles contra la prueba del trozo de
vestido mojado de Heather o de la mentira que Ismay y su madre habían contado y
que Heather había confirmado, la mentira que le proporcionaba una coartada. ¿Habría
necesitado una coartada si fuera inocente? Por otro lado, existía la posibilidad de que
hubiera dejado que Beatrix mintiera por ella porque eso ahorraba problemas. Porque
se diera cuenta de la impresión que daba todo aquello: el vestido y los zapatos
mojados, su antipatía hacia Guy… Puede que tan sólo se sintiera aliviada por el
hecho de que su madre tuviera intención de protegerla de los interrogatorios de la
policía. Era una extraña respuesta al dilema de Heather, pero era una posible
respuesta.
Todo el mundo aceptó el veredicto del forense. Pamela nunca lo había puesto en
duda. Ni el hermano de su madre, ni ningún amigo o vecino. Ella tampoco lo habría
cuestionado… si no fuera porque ella había estado allí, había visto a Heather y había
oído sus palabras. Quizá tendría que intentar ver dicho veredicto como cierto y
correcto, tal como lo veían los demás. El problema era que, al volver la vista atrás,
Ismay se dio cuenta de que, a partir de entonces, su madre y ella habían modelado sus
vidas sobre el supuesto de que Heather lo había hecho. Vivían como vivían, Beatrix
en su locura y ella vigilando a su hermana, porque estaban convencidas de que
Heather había asesinado a su padrastro. ¿Podían deshacer aquella estructura después
de todos esos años?
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8
En Crouch End, el hombre que le iba a vender su piso a Edmund insistió en que no
iba a incumplir el trato. Él no tenía la culpa de que su vendedor quisiera retrasar un
mes más la firma del contrato por la venta de su casa. Edmund no podía pretender
que el hombre firmara el contrato de venta de su piso antes de estar seguro de que
tenía un lugar adónde mudarse. Edmund estuvo de acuerdo, por supuesto. La
alternativa era volver a empezar con otra propiedad. A Heather y a él les encantaba el
piso de Crouch End, en el que ya pensaban como en su futuro hogar, y no les hacía
ninguna gracia la idea de intentar encontrar otro sitio.
Mientras tanto, cierto sábado por la mañana se había producido una discusión con
Andrew. Edmund se encontró a solas con él. Las chicas habían salido a comprar.
Edmund no tenía ni idea de lo que Andrew quería decirle cuando le preguntó si podía
hablar un momento con él, pero no tardó en averiguarlo.
—¿Heather y tú estáis ya más cerca de mudaros a ese piso que vas a comprar?
—El vendedor no deja de retrasarlo. No es probable que sea antes de mayo. —A
Edmund no le había gustado especialmente el tono combativo de Andrew—. ¿Por
qué lo preguntas?
—Bueno, pues, para serte sincero, porque en este piso no hay espacio para cuatro
personas.
—Creo que eso depende de Ismay y Heather, ¿no te parece?
—No del todo, no, no me lo parece. Es una cuestión de prioridades. Yo estaba
aquí antes. Por lo que me ha contado Ismay, tú tienes una casa de dimensiones
considerables en West Hampstead. ¿Qué te impide llevarte a Heather allí hasta que
esta escurridiza compra tuya se lleve a cabo… si es que lo hace?
—Esa casa pertenece a mi madre. Mi madre vive allí. —Edmund no estaba
dispuesto a entrar en los motivos por los que Heather y su madre no se llevarían bien.
Decidió que era el momento de aclarar las cosas, aunque pocas veces se conseguía
con una riña—. No veo qué tiene esto que ver contigo. Aquí hay dos hermanas que
son las inquilinas de este piso, y tú y yo estamos aquí, en mi caso como el prometido
de una de ellas, y en el tuyo como el novio de la otra. De hecho, estamos en igualdad
de condiciones. —Como se estaba enojando cada vez más y recordaba la escena en
Lancashire Court, añadió—: Al menos yo voy a casarme con Heather.
—¿Y qué se supone que significa eso?
—Que tú —repuso Edmund, quien volvió a ver a la chica de los tacones dorados
— no vas a casarte con Ismay. Te estás viendo con otra persona, ¿no?
Andrew, que había estado caminando de un lado a otro como un abogado en una
sala de un tribunal estadounidense, se detuvo y se quedó muy quieto.
—¿Quién te lo ha dicho?
Edmund pensó que eso equivalía en la práctica a admitirlo. No había tenido la
intención de que las cosas llegaran tan lejos, pero pensó que, dadas las circunstancias,
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lo mejor sería contarle lo que había visto.
—Te vi bajándote de un taxi en Brook Street con una chica.
—¿Quieres decir que, según tu filosofía, el hecho de compartir un taxi con otra
persona que no sea Ismay es lo mismo que la infidelidad? Si es así, que Dios te
ayude.
—La forma en que estabais juntos equivaldría a eso, en opinión de cualquiera.
—¿Le has dicho algo a Ismay?
—No, y no voy a hacerlo. Ni siquiera le he dicho nada a Heather.
El repentino cambio en Andrew resultó impresionante. Se acercó a Edmund, se
quedó de pie junto a él y apuntó a su cara con uno de sus largos dedos.
—¡Eres un estúpido de clase baja y un cabrón puritano! —gritó—. ¡Sí, tú, el
paramédico, el «enfermero»! Un supuesto hombre que vive en casa de su madre hasta
los treinta y cinco años, un maricón, un mariquita que se junta con la chica más fea a
la que ha conocido porque no puede aspirar a más. ¡Me das asco, jodido niño de
mamá!
Edmund se puso de pie, le apartó el dedo tembloroso con la mano derecha y
pensó en darle un puñetazo, pero aquello no hizo más que empeorar las cosas. Se dio
media vuelta y se fue al dormitorio de Heather, cerró la puerta tras él y se sentó en la
cama hasta que oyó que Andrew salía del piso dando un portazo. Cuando Heather
regresó sola, pues Ismay había ido a su clase de yoga, Edmund le contó lo ocurrido
omitiendo su acusación de infidelidad y la descripción injusta y falsa que había hecho
Andrew de ella.
—¿Por qué se enfadó tanto, Ed?
—Supongo que fue porque…, bueno, porque sugerí que en tanto que yo quería
casarme contigo, él no tenía ninguna intención de casarse con Ismay.
Heather se echó a reír y luego se puso seria.
—¿Y ahora qué haremos?
—Está muy claro que no puedo volver a venir aquí. Después de todas las cosas
que ha dicho, no puedo. No me sería posible estar en la misma habitación que él.
—Eso significa que podríamos pasarnos meses separados.
—Tendrás que dejar que alquile algo en alguna parte, cariño.
—Déjame que lo piense. Eso es tirar el dinero. Podría irme a tu casa. No me
importaría que estuviera tu madre. O podrías hacerme entrar a escondidas por la
noche. Podría ser divertido.
«Divertido cuando tienes dieciséis años», pensó Edmund de camino a casa a
Chudleigh Hill. Pero ahora ya no. Él quería a Heather, y quería seguir haciendo el
amor con ella, pero también quería comer con ella, sentarse y hablar con ella,
escuchar música con ella y cogerse las manos en el sofá frente al televisor. Quería
poder sentarse en la misma habitación que ella, ambos leyendo pero sin
incomodidades, en íntimo y cordial silencio. Ella alzaría la mirada de vez en cuando
y le sonreiría y a veces la alzaría él y le sonreiría a ella. O Heather se levantaría, se
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acercaría a él y se acurrucaría en sus brazos. Por supuesto, no dijo nada de eso
cuando llegó a casa y se encontró a Irene en el pasillo.
—¡Dichosos los ojos! —exclamó su madre, quien, si se lo hubiera oído decir a
otra persona, la habría tachado de ordinaria. Edmund la saludó con la cabeza y sonrió,
aunque no se sentía con ánimos para hacerlo.
—Supongo que no vas a quedarte.
—Sí, me quedaré. Este fin de semana.
Irene dejó el trapo del polvo que tenía en la mano, se acercó a él de manera muy
parecida a la que había empleado Andrew antes de su arrebato y, con una voz propia
de un detective de televisión que hubiese hecho el descubrimiento que resuelve el
caso, afirmó:
—Te has peleado con ella.
La paciencia tiene un límite, pero Edmund todavía no había perdido la suya.
—No, madre. Heather y yo no nos hemos peleado. Voy a verla esta noche.
—¡Ay, Edmund, te conozco tan bien! Tu madre conoce todas las expresiones de
tu rostro y la que veo ahora me dice que has tenido una riña seria, quizás incluso
hayas roto el compromiso. ¿Es así?
Tal vez se había contagiado de Andrew, pero Edmund perdió el control:
—¡Por el amor de Dios, madre, cállate y métete en tus asuntos! —le espetó.
—Estos dos van a continuar viviendo aquí hasta mitad del verano —dijo Andrew—.
O incluso más tiempo.
Su voz tenía un dejo de frialdad que a Ismay le resultó inquietante.
—Edmund dijo que sería en mayo a más tardar.
—Lo que uno dice y la realidad son cosas muy distintas. No sé cuánto tiempo
podré soportarlo, cielo. Estoy acostumbrado a tu hermana, pero su amado es
insufrible.
Ismay lo miró consternada.
—Hablaré con ellos —afirmó—. Voy a…, bueno, no sé qué voy a hacer, Andrew,
pero si te has peleado con él le preguntaré a Heather por qué no puede ir ella a casa
de Edmund en lugar de traerlo aquí.
—Ha sido él quien se ha peleado conmigo —replicó Andrew—. Me ha insultado
y ha sacado conclusiones intolerables.
—¿Qué clase de conclusiones?
—No importa.
Ismay se encontró con que no pudo hacer lo que había prometido. No pudo hablar
con Heather, y tal vez fuera necesario que lo hiciera, pues Edmund dejó de ir a
Clapham y su hermana pasaba mucho más tiempo fuera que antes. Sin embargo, su
inquietud por la participación de Heather en la muerte de su padrastro se había
desvanecido. Resulta difícil preocuparse de dos cosas a la vez, y su temor de que
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Andrew se viera obligado a marcharse había empujado el pasado de Heather a los
lugares más recónditos de su mente. Incluso había dejado de preocuparse por la cinta
(tal vez eso de meter su angustia en una caja había funcionado), por si estaba a buen
recaudo allí donde estaba o si debería ponerla en un lugar más seguro… o incluso
destruirla. La preocupación por Andrew era más importante. Siempre lo había sido y
siempre lo sería.
Después de aquella conversación que habían tenido cuando él se había quejado de
Edmund y de Heather y ella había prometido que intentaría modificar las cosas,
Ismay tuvo la sensación de que Andrew había cambiado con respecto a ella. Era
menos… apasionado. Iba al piso, pasaba noches con ella, salían los dos por ahí
alguna que otra noche, pero con frecuencia parecía distraído, y cuando hablaba con
ella era casi exclusivamente sobre la incomodidad de la presencia de Edmund y
Heather, aun cuando durante la última semana Edmund no hubiera puesto los pies por
allí. Daba la impresión de que estaba obsesionado con el asunto, como si no pensara
en otra cosa; no obstante, de un modo extraño, Ismay intuía que su obsesión no era
del todo real, que era una actitud que él adoptaba para ocultar lo que en verdad le
preocupaba.
—Edmund ya no viene al piso —protestó cuando él la acusó de no hacer nada por
cambiar la situación.
—Pero ella sí. Sigo teniendo que aguantar su silenciosa presencia y esos ojos
clavados en mí.
—Pero si dijiste que estabas acostumbrado.
—Por favor, Ismay, no me discutas cualquier cosa que digo.
Cuanto más parecía alejarse de ella, más sentía Ismay que debía mostrarse
conciliadora. Quería decirle que él debería saber que no estaba dispuesta a separarse
de Heather. Aunque estuviera en su mano echarla, no podía hacerlo. Se crearía una
división irreparable entre las dos hermanas. Eso las separaría para siempre.
—La verdad es que no entiendo por qué no podrías hacer que se fuera a vivir al
piso de arriba. Tienen una habitación de sobra, ¿no es verdad? Él podría quedarse allí
con ella suponiendo que no pudiera controlar su lujuria ni cinco minutos. Y sólo
habría que soportarlo hasta… ¿cuándo dijiste? ¿Mayo?
Ismay respondió con abatimiento que lo sugeriría pero que, si lo hacía, sería
necesario que Pamela y tal vez incluso su madre estuvieran de acuerdo también.
Incluso estuvo a punto de preguntárselo a Pamela, pero pensó que primero debía
mencionárselo a Heather. La perspectiva la angustiaba y se sintió aliviada cuando
Heather telefoneó para decir que aquella noche no iría a casa. Andrew le preguntó,
por supuesto, y ella le dijo que tenía intención de hablar con Heather. Que sólo
esperaba el momento oportuno. Al día siguiente Andrew la llamó como de
costumbre, pero Ismay se fijó en que no terminó su corta conversación con un «Te
quiero» como hacía siempre. Después sus llamadas de teléfono, en lugar de ser
diarias, comenzaron a espaciarse. Lunes, martes y miércoles sin oír el sonido de su
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voz, sin que diera señales de vida. Ismay estaba consternada. Heather siempre estaba
fuera. ¿En casa de la madre de Edmund? ¿En algún piso que les habría prestado un
amigo? Edmund tenía ese amigo suyo que era médico y Heather tenía a Michelle en
el trabajo y a esa tal Greta a quien tenía intención de visitar el día en que murió Guy y
con quien seguía estando muy unida. «Andrew dice que no viene por Heather, pero
ahora podría estar aquí, conmigo y sin Heather», pensó. Cuando trató de llamarlo a su
teléfono móvil, éste estaba desconectado. El jueves por la noche llegó sin avisar. En
su opinión, llegó como haría un esposo que llevara años casado.
—¡Es estupendo verte! —no pudo evitar decir. Se puso de pie, se acercó a él, le
puso las manos en los brazos y lo miró a los ojos—. ¿Andrew? No están. Llevan días
sin venir por aquí.
—No has hablado con ellas, ¿verdad?
Ella dijo que no con la cabeza.
—¿No le has pedido a tu madre que se la quede arriba y no le has pedido a ella
que se vaya arriba?
—No, pero es que no ha estado aquí. Ésa es la cuestión.
—La cuestión parece ser que prefieres su compañía a la mía. ¿Hay algo de
comer? ¿No? Entonces supongo que será mejor que vaya a un restaurante. ¿Quieres
venir?
A Ismay le pareció una pregunta extraña y se preguntó por qué no había dicho:
«¿Salimos a comer algo?».
—¿Qué te pasa, Andrew? —Entonces Ismay supo lo que significaba la expresión
«Tener el corazón en un puño»—. ¿Qué ocurre?
—Nada.
—Sí que pasa algo. Has cambiado.
—Sí, me imagino que sí. ¿Todavía no has entendido que estoy hasta los huevos
de tener a esos dos por aquí? Creía que lo había dejado claro. ¿No ves que me está
deprimiendo?
—Pero es que no están aquí —repuso ella—. Heather dice que Edmund no va a
volver. No volverá después de lo que le dijiste. Y ella se pasa todas las noches con él.
—Sí, claro, y ya sabemos lo que eso significa. Dentro de una o dos semanas
volverán los dos. —Tomó asiento junto a ella pero no la tocó—. Tengo serias dudas
sobre ese piso que se supone que va a comprar. Uno se pregunta si existe. —Andrew
le había estado hablando a la librería, o tal vez a la puerta del vestíbulo, pero entonces
se volvió y clavó en ella una mirada glacial—. Una vez me dijiste que yo era la
persona más importante de tu vida y, sin embargo, no puedes hacer esta pequeñez por
mí. No tienes temple para decirle a la gorgona de tu hermana que se mude al piso de
arriba.
A Ismay se le llenaron los ojos de lágrimas.
—Dímelo, Andrew, tengo que saberlo, ¿de verdad el problema son Edmund y
Heather o hay algo más? No puedo soportar cómo son ahora las cosas entre nosotros.
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—Necesito una copa —dijo él—. Necesito mi cena. —Y se marchó de allí dando
un portazo para cruzar después la entrada principal.
Mientras estaba sola aquella noche, Ismay soñó el sueño. Guy estaba vivo, y
contemplaba el cadáver ahogado de Andrew en un lago vítreo.
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9
En una habitación de hotel de Shepherd’s Bush, una habitación muy pequeña que
contenía una cama doble, perchas de pared para la ropa, una mesa de Ikea con un
espejo colgado encima y una silla que formaba parte de un juego de comedor de la
década de 1930, Heather y Edmund bebían té de un termo sentados en la cama. Eran
las ocho de la mañana.
—Tú tienes un sitio en casa de tu madre —le estaba diciendo Heather—, y es una
casa grande. Me iré a vivir contigo allí. Podemos hacerlo, Edmund. Sólo nos costará
un poco al principio. Seré agradable con tu madre, y la ayudaré con la casa si ella me
deja.
—Ya sabes que he encontrado ese supuesto estudio.
—Y, a juzgar por lo que dices, no me gustará nada porque cuesta trescientas libras
a la semana. Necesitamos hasta el último penique que ganemos para nuestra propia
casa cuando la tengamos.
—No podemos seguir alojándonos en estos hoteles espantosos como las parejas
adúlteras de la década de 1950. —Vaciló y dijo a regañadientes—: Supongo que
podríamos probar a vivir en Chudleigh Hill.
—Te quiero —dijo ella—, y sé que deberíamos estar juntos. Mucha gente diría
que lo peor que podemos hacer es irnos a vivir con tu madre, y que eso nos separaría,
pero yo creo que nos mantendrá unidos. Creo que nos convertirá en un frente unido, y
que gastar dos tercios de lo que gano en ese estudio y el otro tercio en el piso de
Ismay nos dividiría. No olvides que tengo que seguir pagando mi parte del alquiler de
Ismay hasta finales de abril.
—Tengo miedo de que mi madre pueda intentar crear problemas entre nosotros.
—Sí, tal vez, pero Andrew se propuso crear problemas entre nosotros y no lo ha
hecho. ¿No te das cuenta de que si lo sabemos de antemano no podrá salirse con la
suya? ¿Lo tenemos decidido? Dices que te da miedo y a mí también. Pero a mí no me
da miedo eso, de ninguna manera. No me considero supersticiosa, pero de lo que
tengo miedo es de no poder entender algo, de que haya algo ahí afuera que nos…,
bueno, que caiga sobre nosotros y nos separe y ya no haya marcha atrás.
—Nunca te había oído hablar así.
—Puede que no. Pero ya he tenido esta sensación otras veces. Cuando era…,
bueno, más joven.
Él la rodeó con sus brazos y la estrechó contra sí.
—Creo que deberíamos casarnos —declaró—. Sé que vamos a casarnos, pero
creo que deberíamos hacerlo ahora, en cuanto podamos. Se tarda tres semanas, ¿no es
así?
Sola en casa, Ismay esperaba que Andrew la llamara por teléfono. Le había dicho que
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la telefonearía «a eso de las seis» y ya eran casi las siete. Se había llevado trabajo a
casa, pero era incapaz de ponerse a escribir sus ideas para la presentación de un
nuevo cliente. Le resultaba imposible hacer nada y se había sumido en la actitud tensa
e impotente de los que se limitan a sentarse y esperar. Pero ella no estaba sentada,
sino que andaba de una habitación a otra con desánimo, mirando por las ventanas
hacia la oscuridad invernal. A las casas victorianas con doble fachada que había
enfrente, las casas que había mirado casi toda su vida, los tejados de poca pendiente y
las chimeneas que no se utilizaban, la piedra labrada alrededor de los marcos de las
ventanas, las luces al otro lado de los cristales, entre las cortinas abiertas, los árboles
desnudos de hojas y con los troncos descortezados. ¿Por qué la corteza de los
plátanos saltaba y la de otros árboles no? Igual que les saltaba la piel a las personas
enfermas. Pero aquellos árboles no estaban enfermos.
Los automóviles se alineaban al borde de las aceras y el viento se llevaba la
basura que dejaba la gente que comía en la calle y la zarandeaba en torno a las
alcantarillas. Un gamberro había metido una lata de Coca-Cola vacía en la tapia de un
jardín y un grafitero había pintado en rojo una esvástica y una cruz de Malta en el
poste blanco de una verja. Delante de al menos cuatro casas había andamios y
materiales de construcción apilados y la parte de la calle que estaban levantando se
hallaba rodeada por conos, algunos de los cuales estaban tumbados. Con frecuencia
daba la impresión de que todo Londres se levantaba o reconstruía de manera
paulatina. Ismay se dio media vuelta y fue a mirar por una ventana de la parte trasera
que daba al jardín, a la oscuridad que se iluminaba y se hacía más gris si fijaba su
mirada en ella el tiempo suficiente, a las luces en las ventanas que sólo eran luces,
pero que siempre hacían pensar a los observadores nostálgicos que dentro había
personas felices divirtiéndose y disfrutando de la compañía de los demás. Se llevó el
teléfono consigo, por si acaso sonaba y no le daba tiempo a descolgarlo antes de que
saltara el contestador, aunque para que ello sucediese tenía que sonar diez veces.
Una copa de vino que al principio, a las seis, no le había parecido prudente, a las
siete le resultaba indispensable. Tenía que tomar algo para tranquilizarse, para calmar
el latido de su corazón, para soltar el aliento contenido, para relajar sus tensos
músculos e incluso para desprenderse de la sensación de que le resultaría imposible
volver a comer. Cuando estaba abriendo la botella de vino con manos temblorosas,
sonó el teléfono. Lo descolgó y pronunció un «¿Diga?» casi sin aliento, pero la voz
que oyó era la de Pamela. De inmediato pensó: «Imagina que llama ahora y la línea
está ocupada». Se oyó a sí misma haciendo toda clase de promesas a Pamela. Beatrix
estaba inquieta, andaba por ahí gritando efusiones de lo más extravagantes del apóstol
san Juan. A Pamela no le hacía gracia salir y dejarla sola. Llena de ansiedad, ella dijo
que sí, que sí, que se quedaría con su madre cuando a Pamela le hiciese falta, el día
siguiente, o el jueves, o cuando fuera, y puso unas excusas descabelladas para
terminar la conversación.
Cuando por fin terminó, Ismay se sirvió una copa grande de vino, se bebió la
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mitad de un trago y sintió que la calidez invadía su cuerpo. Aunque no se trataba de
una calidez reconfortante. Ismay sabía que iba a pasarse la mitad de la noche, o tal
vez la noche entera, preocupada por si había llamado cuando estaba hablando con
Pamela. Las cosas podrían mejorar un poco si Heather estuviera allí. Pero eso era lo
que Andrew quería, ¿no? Que Heather no estuviera allí, ni Edmund tampoco, sino
que estuvieran en su propia casa, ¿verdad? O en cualquier sitio siempre y cuando no
fuera allí. Podría decírselo si la llamara. Podría decirle que se habían marchado a casa
de la madre de Edmund, que era precisamente lo que él quería. Ya no se trataba de
«cuando» telefoneara, sino de «si» lo hacía. «Me está castigando, él es así —pensó
Ismay—. Me castigará unos cuantos días y luego me llamará. Y le diré que se han
marchado. He hecho lo que él quería. Tal vez le cuente una mentira y le diga que sí,
que hablé con Heather y le pedí que se fuera. Le complacerá saber que le he
obedecido».
La embargó un escrúpulo momentáneo. ¿En eso iba a consistir su vida, en la
abyecta obediencia a un hombre para no perderlo? En otra época se habría definido
como feminista. Se estaba comportando como una masoquista, saboreando la
sumisión. «Pero ¿qué otra cosa puedo hacer si lo quiero tanto, si lo echo tanto de
menos?», se preguntó. Se maravilló porque hacía una semana su preocupación se
centraba en lo que Heather le había hecho a Guy. O lo que tal vez le hubiese hecho. O
lo que muy posiblemente había hecho doce años antes. Ella no era responsable de
aquello. ¿Quién decía que fuera tarea de nadie ser la guardiana de su sana, fuerte,
vigorosa y capaz hermana? Y ahora a Ismay le costaba entender por qué su madre y
ella habían padecido tanta tensión, tanto dolor y tantas luchas por lo que Heather
podría haber hecho. La tensión y el dolor que aquello provocó no eran nada
comparado con su actual sufrimiento. Apuró la copa de vino y dijo en voz alta:
—Ya no le intereso. Sé que es así. Y yo no puedo vivir sin él.
Lo peor de todo era que tendría que hacerlo, tendría que vivir. Allí sola, siguiendo
adelante, poniendo al mal tiempo buena cara. Un momento. Había un millar de
razones por las que no habría telefoneado. Bueno, dos o tres. Mientras se servía otra
copa de vino trató de encontrar motivos, pero no se le ocurrió ni uno. Él siempre
llevaba el móvil encima. Ismay pensó que antes, aunque estuviera esperando un caso
o a un cliente, incluso aunque tuviera que estar en los tribunales al cabo de un
minuto, la habría llamado. Sólo para oír el sonido de su voz. Aquellos días habían
terminado. ¿Podía deberse únicamente a la antipatía que tenía a Heather y Edmund?
Había algo más. Ismay empezó a temblar a pesar del calor que hacía en la habitación.
Ese algo más siempre se trataba de una misma cosa.
Cuando pasó por casa del señor Hussein, Marion lo encontró agasajando a una señora
vestida con un shalwar-kameez frente a unas tazas de té de menta y una fuente de
unos dulces pegajosos.
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—Permítame que le presente a la señora Iqbal —dijo el señor Hussein—. Ésta es
la señorita Melville. Se va enseguida.
Después, Marion le comentó a Irene Litton que nunca había oído nada tan
grosero. Como si fuera una niña o una sirvienta.
—Bueno, supongo que eres una sirvienta —dijo Irene.
—Tal vez, pero no la suya.
—¿Te ofreció algo de comer?
—Se me habría atragantado. Esa mujer que tenía en su casa era una cosa enorme
y gorda de pelo negro, labios pintados de un rojo vivo y cargada de joyas. ¡Sabe Dios
de dónde habrá sacado esos diamantes! Aunque me lo puedo imaginar, claro está.
A Irene no le interesaba aquello. Le explicó entonces a Marion que Edmund había
telefoneado hacía unos minutos.
—Va a volver a traer a esa chica.
—¡No querrás decir para pasar la noche!
—Sí. ¿Te apetece una copa de Bristol Cream?
Estaban bebiendo jerez cuando llegaron Edmund y Heather. Edmund entró solo
en la sala de estar. Puso mala cara al ver a Marion.
—¿Y bien? ¿Dónde está? —preguntó Irene—. Espero que no sea tímida.
Edmund fue a buscar a Heather, quien saludó:
—Hola, señora Litton. ¿Qué tal está?
—Más o menos igual que siempre. Nunca me encuentro muy bien. Ésta es mi
querida amiga Marion Melville. Ya me has oído mencionar a la amiga de Edmund,
Marion.
—Heather es mi novia —terció Edmund.
—Cuando era niña —dijo Irene— siempre me decían que ésa era una palabra
muy vulgar. Que sólo la utilizaba la gente ordinaria. Se decía —al pensar en que lo
que se decía implicaba expresiones como «Voy a casarme» y «Me he
comprometido», se interrumpió— algo más decoroso.
—De acuerdo —repuso Edmund—. Heather es mi prometida, mi futura esposa,
con quien me he comprometido en matrimonio. Vamos a llevar sus cosas arriba y
luego comeremos algo. —Miró a su alrededor—. Saldremos a cenar fuera.
—Sí, tendréis que hacerlo. No me sentía lo bastante bien como para cocinar nada.
—La verdad es que estás un poco paliducha, blanca como el papel. —La
sonriente Marion estaba en modalidad servil. Cuando Edmund y Heather se
marcharon, dijo prácticamente con un susurro—: No puedo decir que admire su
elección. Tendrás que imponerte en lo relativo a que comparta el dormitorio con él.
Una cosa era que Marion la apoyara y otra muy distinta eran sus consejos.
—Muchas gracias, pero creo que puedo manejar a mi propio hijo. Y ahora, si te
has terminado el jerez, la verdad es que me gustaría estar sola. Tengo un dolor de
cabeza espantoso.
Después de que la despacharan dos veces el mismo día, Marion se fue a su casa y
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cruzó corriendo las callejuelas hacia Lithos Road. Fowler había estado en el piso
durante su ausencia. Lo olía. Había dejado un vaso en el fregadero y Marion vio que
el nivel de la ginebra había descendido de forma alarmante. Había llegado el
momento de cambiar la cerradura y hacer llaves nuevas. Ya casi eran las ocho y tenía
que estar de vuelta en Pinner a eso de las ocho y media. La perspectiva del largo viaje
en metro la hizo bostezar. Ella habría preferido hacer el camino trotando, corriendo y
bailando, si no fuera porque entonces tardaría horas en llegar.
Las medicinas que le habían recetado a Beatrix eran muy eficaces y bajo su
influencia la mujer se mostraba dócil y sumisa. Silenciosa, pegada a su radio como si
se tratara de una extremidad más, se retiraba a algún espacio secreto. Nadie sabía qué
había allí dentro, si era un lugar turbulento y plagado de demonios o un lugar vacío
donde el pensamiento estaba ausente. Sin embargo, Beatrix tenía maneras bastante
ingeniosas de no tomarse la medicación, ocultando la cápsula bajo la lengua o
pegándola al chicle que mascaba sin cesar. Entonces volvía a estar descontrolada y, si
lograba escapar, vagaba por las calles declamando los textos que una vez aprendiera
misteriosamente.
Cuando tenía la seguridad de que su hermana se había tomado las medicinas que
le habían recetado, Pamela podía salir sin temor. No obstante, por la noche se
preocupaba y nunca estaba fuera mucho tiempo. Por regla general, las veces que tenía
intención de volver tarde, una de sus sobrinas «vigilaba» a su madre, y en ocasiones
se sentaba con ella para hacerle compañía. A Beatrix nunca la dejaban sola de noche.
Ni Ismay ni Heather habían aludido nunca a la costumbre que tenía Pamela de citarse
con hombres a quienes se había presentado por medio de un periódico o a través de
Internet, a menos que ella lo mencionara primero. Por su parte era una cuestión de
tacto y a ninguna de las dos se le ocurrió pensar que su silencio sobre el tema hacía
que Pamela se sintiera incómoda.
Pamela nunca hacía publicidad de sus atractivos. Ella era una mujer
fundamentalmente modesta que no habría sabido cómo describirse. Tenía cincuenta y
seis años, usaba la talla 44 y, aunque de cara no estaba demasiado mal, tenía el cuello
arrugado y estaba perdiendo pelo. Al contemplarse en el espejo con tristeza veía estos
defectos pero nunca sus ventajas: sus grandes ojos azules, su piel suave y clara y su
excelente dentadura. Uno de los hombres a quienes había conocido en una de esas
citas le dijo que tenía «dientes americanos», cosa que ella sabía que era un gran
cumplido. A pesar de ello, el tipo no quiso volver a verla.
Pamela se estaba hartando de acudir al encuentro de un hombre que se había
descrito, por ejemplo, como alto, moreno, sexy y de aspecto joven y encontrarse con
un sexagenario que no llegaba al metro setenta, de cabello cano y que aparentaba
exactamente todos los años que tenía. Estaba cansada de hombres que la miraran de
arriba abajo como si fuera una vaca en una feria de ganado. Así pues, aquella noche
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estaba preparada para emprender la aventura de las citas rápidas. No es que Pamela se
acercara con espíritu aventurero al hotel de Kensington donde tenía lugar el
acontecimiento. Estaba incluso más nerviosa que la primera vez que se citó con un
desconocido. Al bajar del autobús se dijo, como había hecho con frecuencia, que si
hacía eso era solamente porque sin ello su existencia sería una patética farsa de vida.
Sin ello, por insípido que resultara a menudo, se pasaría la vida organizando el dinero
de otra gente y siendo la compañera de una mujer a quien sólo se podía soportar
cuando la medicación la dejaba aturdida.
La sesión de citas rápidas se celebraba en un lugar con apariencia de caverna al
que llamaban la «pequeña sala de baile». Eso hizo que Pamela se preguntara cómo
sería la gran sala de baile.
Había pagado una buena suma por su entrada, por lo que se alegró al ver unas
cuantas mesas cargadas de canapés y, mejor todavía, botellas de vino. Antes de llegar
se había imaginado que el ambiente podría ser como el de los salones de baile de su
juventud, donde todas las chicas se reían tontamente en un extremo y los jóvenes las
observaban desde el otro antes de que uno de ellos se atreviera a dar el paso y pedirle
a una chica que bailara con él.
Aquella sala era más lujosa que un salón de baile de provincias, el suelo estaba
alfombrado y las ventanas engalanadas. Había numerosas mesas doradas, y también
algunas sillas. En cuanto a los candidatos que estaban por ahí, los hombres se
hallaban en general congregados en el extremo donde estaba la tarima y las mujeres
más cerca de la comida y la bebida. No había nadie joven y, por lo que Pamela pudo
ver, nadie que fuera guapísimo. Sonaba una música suave y dulce, los temas que uno
oía en todos los salones de hotel del mundo entero: Nunca en domingo, Un hombre y
una mujer y La vida en rosa. La idea era abordar a una persona del otro sexo y
entablar conversación. Se permitían cinco minutos y luego tenías que pasar a la
siguiente. Pamela divisó a un hombre vestido con esmoquin que tenía aspecto de ser
una especie de maestro de ceremonias. Tenía tanto miedo de que esa persona, que a
ella le parecía como una estrella latina del cine de la década de 1930, se le acercara,
la tomara de la mano y la condujera hacia un hombre elegido por él, que se arriesgó
por sí misma.
Acudió en su auxilio la vieja fórmula de que no iban a matarla y se encaminó con
valentía hacia un hombre de unos cincuenta años con aspecto tranquilo y tímido y, a
pesar de que tenía la mirada gacha, ella le dijo:
—Hola, soy Pam. —Nunca se había llamado así, aunque otras personas sí lo
hacían, y se avergonzó un poco al decirlo—. Es la primera vez que vengo. ¿Cómo te
llamas?
Cuando sonó el timbre del portero automático pensó que era Andrew, por supuesto, y
que habría olvidado o perdido la llave. No, en realidad no creyó que lo fuera. Tenía la
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esperanza, nada más. Ansiosa, abrió la puerta. Allí estaban Heather y Edmund.
—Ahora que ya no vivo aquí no me gusta utilizar mi llave. Hemos venido a
buscar más ropa para mí. Tienes un aspecto horroroso. ¿Qué pasa?
—Debéis entrar los dos —dijo Ismay—. Se suponía que tenía que estar haciendo
de canguro en lugar de Pamela, pero mamá se ha tomado la pastilla, de modo que está
bien. No podía afrontarlo —vaciló—. Andrew no vendrá. Hace diez días que no lo
veo ni sé nada de él.
—¿Dónde está? ¿Qué ha ocurrido?
—A él no le ha ocurrido nada, si te refieres a eso. Lo que impide que venga no es
nada que le haya ocurrido. Lo he llamado al bufete. Montones de veces. Estaba
desesperada. Sólo me dicen que está en una reunión. Eso es lo que me dicen siempre.
—¡Oh, Issy! Oh, cielo. —Rodeó a Ismay con sus brazos y la estrechó contra sí—.
Lo siento. ¿Qué podemos hacer? Haremos lo que sea.
—Por supuesto que sí —dijo Edmund.
—No podéis hacer nada. —Ismay tenía los ojos secos pero entonces se puso a
sollozar y las lágrimas corrieron por su rostro—. Lo quiero mucho. Nunca había
estado enamorada de nadie.
—¿Quieres que me quede aquí contigo? Podríamos quedarnos los dos aquí
contigo.
Edmund lo interpretó todo en la expresión angustiada de Ismay. A juicio de
Ismay, o más bien a su juicio, eran ellos dos los que habían provocado que Andrew se
marchara. ¿Y si reaparecía aquella noche y ellos volvían a estar allí?
—O podría quedarme sólo yo —añadió Heather, intuyendo lo mismo.
—Será mejor que no. —Ismay se frotó los ojos con unos pañuelos de papel—.
Estoy mejor sola. Tendré que acostumbrarme a estar sola, ¿no?
—Te llamaré mañana.
—Supongo que ahora está con su nueva mujer.
—Eso no lo sabes, Issy.
—O se trata de eso o me ha plantado porque no le gustaba que estuvierais por
aquí. ¿Es eso probable? ¿Habría hecho eso si me quisiera?
Edmund y Heather regresaron andando a la estación de metro llevando las
maletas en las que ella había metido su ropa.
—Por lo visto no somos los favoritos de nadie —comentó Edmund—. Tu
hermana no nos quiere y mi madre tampoco. Somos como huérfanos de la tormenta o
como niños abandonados en el bosque.
—Nos queremos el uno al otro —repuso Heather—, y eso es lo que importa.
—¿Sabes una cosa? Antes veía a las parejas besarse en la calle y pensaba en lo
maravilloso que sería hacer eso y en lo mucho que me gustaría hacerlo, y ahora ya
puedo. —Lo demostró con hechos. Ella se aferró a él y lo besó apasionadamente—.
Dentro de dos semanas estaremos casados. Mañana iré a comprar una alianza.
Heather se separó de él y sonrió.
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—Eso me gustaría mucho. Me gustan las cosas que dice la gente cuando saben
que no tardaremos en casarnos, las bromas y todo eso. Me gusta que me llamen
señora Litton.
Edmund se rió.
—Estás chapada a la antigua.
—¿Crees que es cierto que Andrew ha conocido a otra mujer?
Fue entonces cuando Edmund decidió contárselo.
—Sé que lo ha hecho.
Aunque apenas pasaban unos minutos de las nueve, la casa de Chudleigh Hill se
hallaba en completa oscuridad. Así había sido todas las noches desde que Heather
llegó para instalarse allí con Edmund. A Irene le había dado por acostarse muy
temprano y apagaba todas las luces cuando se iba a la cama. Edmund le preguntó por
qué y ella le respondió que no podía soportar verlo subir a su dormitorio «con esa
chica». Y no debía olvidar que a estas alturas ella sería una inválida si no hubiera
luchado en contra. Después de aquello, Heather se quedaba arriba casi todo el tiempo
que pasaba en casa. Si Edmund y Heather salían, cosa que hacían casi siempre, al
regresar se iban directamente al piso de arriba.
Como hacía siempre, desde mucho antes de conocer a Heather, Edmund encendió
la luz del vestíbulo, y luego la apagó al llegar a lo alto de la escalera. Su madre nunca
estaba dormida y siempre lo llamaba, «¿Eres tú, Edmund?», como si un ladrón fuera
a entrar con la llave, a encender la luz y a subir al piso de arriba hablando en susurros
con su acompañante femenina. Al apagar la luz, Edmund respondía invariablemente:
«Buenas noches, madre». Irene nunca decía: «¿Eres tú, Heather?». Aún no había
llamado a Heather por su nombre de pila ni le había dirigido una sola palabra en las
contadas ocasiones en que Edmund y ella estaban juntos abajo.
Entraron en el dormitorio de Edmund, que para entonces ya empezaba a parecer
una habitación amueblada en un piso compartido. Era una habitación amplia y
acogedora, con una cama grande, armarios empotrados y cuarto de baño propio.
Edmund había añadido dos butacas, una mesa, un escritorio, una librería y una
lámpara de pie. En circunstancias normales, la pulcra y metódica Heather habría
vaciado las maletas y guardado el contenido. En cambio, se sentó en una de las
butacas y dijo:
—Pero tú no sabes a ciencia cierta si Andrew se está viendo con esa chica, ¿no?
—¿Tú crees que alguien que nos viera juntos no sabría que somos amantes? Se ve
en la mirada. Él la miraba de esa forma.
—Quizá fuera una conquista de una noche.
—Entonces, ¿por qué no ha vuelto con Ismay todo contrito y hablándole de su
amor eterno?
—Estoy segura de que tienes razón —dijo Heather—. Lo que pasa es que no
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quiero que la tengas. Cuando compartía el piso con Issy, los veía juntos y pensaba
que eran los enamorados perfectos, eran tal como debería ser una pareja, tal como me
encantaría ser a mí… y nunca sería.
—¿Y por qué no? —Edmund se sentó en el brazo de la butaca y rodeó a Heather
con el suyo—. ¿Por qué no?
—No lo sé. Bueno, sí que lo sé. Simplemente pensaba que me resultaría
imposible tener una vida feliz con una persona a la que amara. Parece una estupidez,
lo sé. Pero no hablemos de mí. ¿Qué podemos hacer por Issy, Ed?
—Nada. Nadie puede hacer nada. Hace doscientos años podría haberlo retado a
duelo y batirme con él en Primrose Hill, y hace un siglo podría haberle dado unos
latigazos. Si ahora hiciera algo parecido me condenarían a cinco años de cárcel.
—Sí —repuso Heather con aire pensativo—. Sí, así es. —Lo miró con una
sonrisa—. Ahora somos nosotros los enamorados perfectos. Somos tal como debería
ser una pareja. Vámonos a la cama.
—Sí, por favor —dijo Edmund.
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En el Strand había un lugar al que iba a comer a menudo. No siempre, pero al menos
dos veces por semana. Ismay pensó: «Si voy allí todos los días a la hora de comer,
algún día entrará. Con un amigo o tal vez con varias personas más. Será humillante y
horrible, embarazoso para él y peor para mí, pero así tendrá que hablar conmigo,
tendrá que decírmelo. Por terrible que sea, ¿puede ser peor que ahora? ¿No será
mejor cualquier cosa que lo que sufro ahora? ¿Y acaso puedo encontrarlo de otro
modo?».
Lo había llamado por teléfono al trabajo hasta que ya no tuvo sentido seguir
intentándolo. Seb Miller, el hombre con quien compartía piso, le había dicho al
principio, repetidas veces, que Andrew no estaba allí; después, cuando ella perseveró,
le comentó que «parecía haberse mudado». Seb fue amable y conciliador, pero ella no
le creyó. Se había mudado sólo del modo en que a veces lo hace un hombre; porque
pasa las noches en otra parte y con otra mujer. Su piso estaba en Fulham, en la zona
que los agentes inmobiliarios llaman «lindante con Chelsea», pintoresca pero
insegura por la noche, un anárquico centro de atracadores, ladrones de coches y de
cazadores cuyas presas eran los teléfonos móviles. Era un lugar bastante alejado de
Clapham y de su trabajo en Regent Street. Ismay sólo había estado allí en dos o tres
ocasiones y siempre con Andrew. Fue allí a buscarlo antes de probar en el Brief
Lives.
No había pensado que estaría tan asustada. Había creído que la añoranza y la
angustia por su ausencia superarían cualquier otra emoción, del mismo modo en que
habían superado su disyuntiva acerca de Heather, Guy y la cinta. Llegó allí a media
tarde, eran casi las seis, la hora en la que habría llegado a casa si hubiese ido a casa.
Esperó, caminó de un lado a otro porque el hecho de estarse quieto aún provoca más
tensión en una persona que está en sus circunstancias. Era una calle deteriorada a la
que daban sombra los mismos plátanos que se descortezaban, los árboles de Londres,
hileras de casas victorianas de estuco grisáceo con salidas a la calle prácticamente
iguales, las luces tenues, sin tiendas, paradas de autobús ni gente a aquellas horas.
Nadie que no fuera de Londres se creería que los alquileres pudieran ser tan elevados
allí. Ismay caminó de un lado a otro, rodeó el edificio o, más bien, lo rodeó a medias,
de modo que pudiera ver la casa con un simple vistazo atrás. Por allí no había nadie
más que algún que otro vecino que salía y se metía rápidamente en un coche. Un
hombre solitario que iba a pie se dirigió a ella:
—¿A qué juegas? Te he estado observando. No puedes estarte quieta, ¿verdad? —
Ismay no respondió, sino que empezó a retroceder por donde había llegado—. Estoy
hablando contigo —le dijo.
Entonces tuvo miedo. El único refugio era una cabina telefónica. Se metió dentro.
La puerta no se cerraba. El teléfono también estaba averiado y el auricular roto
colgaba de un cable hecho trizas. Se quedó allí, respirando con cortos jadeos, hasta
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que vio que el hombre pasaba de largo frente a la cabina rumbo a Fulham Road,
hablando y riéndose solo. Después de aquello, Ismay siguió rondando por allí. A las
nueve, cuando Andrew aún no había aparecido, se acercó a la puerta principal y pulsó
el timbre de su piso. Había que tener mucho valor para hacer eso. En cuanto lo hizo
se puso a rezar para que no le contestara nadie. Se oyó una especie de silbido en el
portero automático y la voz de Seb Miller que dijo:
—¿Sí?
—Soy Ismay.
—Ah —repuso él—. Ah, sí —hubo una pausa—. No está aquí, Ismay.
Ella se sintió como una criatura a la que la gente pisoteara a su paso. Algo cuyo
hábitat natural es subterráneo.
—Vale —dijo—, entiendo.
—¿Estás bien?
—No —contestó, y se marchó para ir a buscar un autobús que la llevara a casa.
«Supongo que llegará un punto en el que ya no me importe nada la humillación
—pensó—. Habré caído tan bajo que ya no podré estarlo más. Entonces me pasaré la
noche aquí esperando. Vendrán unos hombres y me robarán el bolso, me darán una
paliza y es probable que me violen. Yo pensaré que me lo merezco porque estoy muy
deprimida. Ahora mismo él está con esa chica y, si pienso en ello, me pondré a
gritar».
Al día siguiente lo intentó en el Brief Lives.
El único modo de hacerlo era ir hasta allí. Presentarse con la ropa que
normalmente llevaba en el trabajo, un sencillo traje de chaqueta negro o azul marino
y su abrigo largo negro encima. No podía hacer eso. En una ocasión él le había dicho
que le gustaba un vestido ceñido de punto de color azul que tenía, que en su opinión
era el que mejor le sentaba. Se lo puso para acudir a la que era la cita más
desalentadora, bajo una chaqueta de imitación de piel de color claro. Su rostro
ojeroso y excesivamente maquillado creaba un terrible contraste con los suaves
colores pastel.
Infringió su norma de no beber a la hora de la comida y pidió una copa del vino
de la casa. Durante los últimos días había comido tan poco que el vino se le subió a la
cabeza y aumentó los latidos de su corazón. Aun así se tomó otro. Se hizo la una, la
una y media, las dos menos diez. Ya no acudiría, y ella tenía que volver al trabajo. Al
día siguiente regresó al Brief Lives vestida con la misma ropa. Y al otro día también.
Él no acudió.
Pensó que Seb lo habría avisado. Tanto si seguía compartiendo el piso con él
como si de verdad se había mudado, Seb lo habría alertado. Y él habría evitado de
manera deliberada los sitios que solía frecuentar, sobre todo aquellos a los que la
había llevado en el pasado. Si iba a Fulham, Andrew haría que Seb estuviera al tanto,
que lo telefoneara si la veía fuera en la calle y que lo previniera. ¿Cómo conseguía
que la gente mintiera por él? Supuso que era por su encanto, la labia de los abogados.
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Esa sonrisa turbadora, esa voz autoritaria. Ella no era la única que estaba atada a él
con unas cuerdas invisibles e irrompibles.
Avice Conroy había ido a un recital de Scarlatti con Joyce Crosbie y dejó a Marion
cuidando de los conejos. Marion se preguntaba de qué tenía que cuidarlos. Figaro y
Susanna eran unos animales largos y delgados, hermano y hermana, con los colores
de un gato abisinio, uno de ellos de color chocolate y el otro de un rubio pálido, con
un pelaje que parecía de una felpa densa y suave. Avice se enfadaba cuando la gente
los llamaba conejillos. Ambos tenían los ojos de un apagado color castaño y, en
cuanto a personalidad, lo cierto era que no daban muchas muestras de poseerla.
Andaban por allí brincando, en ocasiones dejando excrementos como pasas de
Corinto (a pesar de lo que decía su propietaria) y a veces atravesaban con torpeza la
trampilla que daba a una amplia conejera con una ventana y una puerta de salida que,
como si fuera un jardín de invierno, se extendía casi unos dos metros hacia el jardín.
Aparte de succionar las pasas con un aspirador de mano, Marion no tenía
absolutamente nada que hacer, lo cual le parecía estupendo. Con el dinero que sacaba
no tenía ni para pipas o, en este caso, ni para pienso para conejos. Por si acaso Avice
llegara a darse cuenta de que en realidad no hacía falta ninguna canguro para los
conejos, se le ocurrió que quizá debía inventarse algún peligro o incidente alarmante
que pudiera decir que había ocurrido durante la ausencia de la propietaria de los
animales. Serviría con decir que había estallado un dispositivo pirotécnico cerca de
allí (ese tipo de explosiones ya no se limitaban al día de Guy Fawkes), o incluso que
había un pastor alemán ladrando en la casa de al lado. Mientras tanto, exploró la
vivienda.
Marion ponía todo el entusiasmo y la precisión de un investigador erudito para
inspeccionar los escritorios, cajones y demás escondites privados de otras personas, y
no dejó ni un pedazo de papel sin tocar, ni siquiera un sobre usado. Buscó el
testamento de Avice y al final encontró una copia en el lugar más inesperado, en un
cajón de uno de los armarios de la cocina donde guardaba los folletos de
instrucciones para utilizar el horno, la nevera, el microondas, el secador de pelo y la
radio despertador. El gran sobre marrón no contenía un testamento sino cuatro, cada
uno de los cuales invalidaba el anterior. El espacio de tiempo entre ellos era de
aproximadamente dos años, y el más reciente llevaba fecha de unos veinte meses
antes. Por supuesto, el nombre de Marion no aparecía en ninguno de ellos. Se habría
quedado asombrada de haber sido así, si tenía en cuenta cuán poco tiempo hacía que
se conocían. Pero al parecer era hora, o pronto lo sería, de que Avice hiciera uno
nuevo.
El contenido de un testamento arrojaba mucha luz sobre las circunstancias de la
testadora. ¿Quién, por ejemplo, podía haberse imaginado que Avice poseyera no sólo
aquella vivienda sino una hilera de casas en Manchester? ¿O tantas acciones de
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Tesco? No era de extrañar que pudiera permitirse desprenderse de veinte libras por
los innecesarios servicios de una persona que cuidara de sus conejos. Los
beneficiarios eran la Asociación para la Protección de los Pequeños Mamíferos
(Marion, que era una persona realista, sabía que no podía cambiar eso), un sobrino
con una dirección de Bewickshire y una mujer que vivía en la isla de Man y no daba
la impresión de ser pariente. Avice, que era dada a redactar sus disposiciones
testamentarias con un lenguaje elaborado, había dejado cincuenta mil libras a la
mujer de la isla de Man «en grata memoria de nuestros felices años de colegio,
cuando conocimos las alegrías y consuelos de la amistad».
Marion pensó que si aquella mujer había ido al colegio con Avice, no sería lo que
se dice una gallina joven. En cualquier momento podría caerse de su percha. Todo
aquello requería una buena dosis de minuciosa consideración. Volvió a dejar el
testamento exactamente donde lo había encontrado y, cuando Avice regresó al cabo
de media hora, le contó que había atrapado y matado una pulga que le había
encontrado a Figaro en el lomo.
—¡Vaya, eso es terrible, querida! —le respondió Avice—. Voy a tener que
llevarlos a él y a su hermana al veterinario. La verdad es que no sabía que los conejos
tuvieran pulgas. El problema es que está a casi un kilómetro de distancia y los taxis
no quieren llevarlos, ya sabes. Temen tener que gastarse un penique, cosa que rara
vez hacen.
—Podría llevarlos yo. Bueno, por separado, claro. Si tú quisieras concertar las
citas. No me importaría en absoluto llevar a uno de ellos en un cesto durante un
kilómetro. Son unos animales muy dulces, y sería un placer.
—¿En serio? —Avice sonrió de oreja a oreja—. Lo cierto es que con ellos
necesito más ayuda de la que tengo. Bueno, la verdad es que no tengo ninguna. Y
ellos merecen la mejor de las atenciones, ¿no te parece?
—Por supuesto que sí. Y, a propósito, un zorro entró en el jardín y se acercó
bastante a las ventanas. No creo que Figaro y Susanna lo vieran, pero no pude evitar
pensar en lo que podría haber ocurrido si uno de ellos hubiera estado fuera. Si viniera
de manera más regular podría encargarme de cosas como ésa.
—Los perros y los gatos tienen propietarios, Marion —comentó Avice con una
risa afable—, pero los conejos necesitan empleados.
Llegaron a un acuerdo para su mutua satisfacción. Marion iba a tener un empleo
regular con Avice como encargada de los conejos pero que además incluiría hacer
algunas compras, cocinar en contadas ocasiones y quedarse a pasar la noche de vez
en cuando. Dejar su trabajo en la agencia inmobiliaria South End Green fue un alivio
para ella. Claro que la suma que Avice había fijado era una miseria, muy por debajo
del salario mínimo, pero no era menos de lo que le había pagado la señora Pringle y
no había más que ver cuál había sido el resultado de aquello. Marion nunca se
preocupaba por la ilegalidad y había razonado que los beneficios extraordinarios
compensarían la caída en los ingresos. Por ejemplo, como haría la compra de la casa
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podía arreglárselas para que el presupuesto semanal de Avice incluyera todos sus
propios comestibles. También había muchas cosas fabulosas repartidas por la casa,
adornos de plata, porcelana y cristal, por no mencionar las joyas. Avice, cuya vista se
estaba deteriorando con rapidez, difícilmente las echaría de menos. En un arrebato de
confianza le había contado a Marion que tenía anillos de diamantes que habían
pertenecido a su madre y por los que ya no podía hacer pasar sus nudillos artríticos.
Había que trazar un plan de distracción gradual.
—Resulta conmovedor con qué impaciencia mi pobre y anciano padre espera mis
visitas —dijo Marion con voz adecuadamente lúgubre—. La verdad es que tengo que
ir a verlo tres veces por semana.
Avice acababa de enterarse por medio de su administrador que se le permitiría
aumentar el alquiler de sus casas en Manchester, por lo que estaba complaciente.
—Pues ve. Por supuesto que tienes que ir a ver a tu querido padre.
En casa, adonde ya sólo acudía para dormir, Marion cogió el Daily Telegraph, un
ejemplar manchado y maltrecho que sólo podía haber llegado allí por mediación de
Fowler. Estaba claro que lo habían usado para envolver el pañal desechable de un
bebé, lo cual bastó para que se decidiera a cambiar las cerraduras de inmediato. De
todos modos, le echó un vistazo antes de irse a la cama, mirando primero los
nacimientos, bodas y defunciones, tal como solía hacer con los periódicos. Hacia la
mitad de la columna de los fallecimientos se anunciaba el deceso de Bernice Maureen
Reinhardt en el Royal Free Hospital de Hampstead. Ochenta y siete años, querida
madre y abuela, sumamente llorada por sus devotos Morris, Emmanuel, Hephzibah,
David, Lewis y Rachel. Marion no tenía ni idea de que la señora Reinhardt tuviera
tanta descendencia. Los había mantenido muy ocultos. Alguno de ellos debería
habérselo comunicado, siendo como era una gran amiga, y no dejar que se enterara
por medio de un periódico rescatado de un cubo de basura.
Dejó el periódico y fue a examinar la botella de sulfato de morfina. Ya no le
servía para la señora Reinhardt. Sin embargo, el mundo estaba lleno de ancianas, y
Marion no aceptaba la derrota con facilidad. Era fundamental averiguar si la morfina
era insípida o si tenía ese sabor que se podía mezclar de manera imperceptible con los
postres favoritos de Avice: el tiramisú y la tarta Tatin. A diferencia de la mayoría de
las mujeres, Marion sólo podía sentirse realmente segura cuando estaba en su propia
casa después de anochecer. Entonces no había posibilidad de que se presenciaran sus
actividades, que rara vez eran legítimas.
Del armario del cuarto de baño sacó el frasco con la etiqueta que ponía: «NO
INGERIR. USO EXTERNO». Le daba bastante miedo, pero tenía que averiguarlo.
Desenroscó el tapón, se rompió el precinto y destapó el frasco. Tal vez fuera incoloro,
pero no lo sabía con certeza porque la botella era de vidrio marrón y ella había
olvidado el aspecto que tenía. Si metía el dedo meñique y luego se limitaba a rozar la
lengua con la punta, ¿sería peligroso? ¿Podía quedarse enganchada? Marion no tenía
la menor intención de probarlo. Recordaba las alucinaciones que habían resultado de
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la dosis habitual que tomaba su madre, tropas de gente con batas blancas
arrastrándose por la habitación, rostros demacrados que surgían de entre la niebla y se
desvanecían de nuevo. ¿O acaso desarrollaría un ansia por esa cosa, como Fowler por
la bebida y los narcóticos varios?
Introdujo el dedo con cuidado hasta que la punta rozó la superficie del líquido y
lo retiró a toda prisa. Un glóbulo diminuto se le adhirió a la piel. Se lo llevó a la
lengua con suavidad. Era un sabor vagamente dulzón, con un ligero toque metálico.
Marion pensó que era el sabor que tendría una moneda si la pasabas por azúcar glas,
lo cual, tratándose de ella, era bastante imaginativo. Supuso que apenas afectaría al
sabor de un tiramisú.
Esperó bastante nerviosa a sufrir una alucinación pero cuando hubo pasado una
hora y no le sobrevino ninguna pensó que aún era demasiado pronto para plantearse
tomar medidas en ese sentido. Había que reconocer el terreno, investigar los asuntos
económicos de Avice, qué parientes y amigos tenía y, lo más importante, en qué
situación quedaban las dos posesiones más valiosas para Avice: sus conejos.
Había cosas que Ismay creía que no haría nunca. Había que mantener cierta dosis de
dignidad a cualquier precio. Era mejor sufrir en silencio, ser como esa chica de la
película que nunca declaró su amor sino que lo ocultó y, como el gusano en el
capullo, lo alimentó de su mejilla de damasco. Sobrellevar el sufrimiento sin
demostrarlo nunca. Eso era lo que pensaba ella cuando no existían el dolor ni el
sufrimiento. Ahora se dijo a sí misma: «Si no lo busco, si no hablo con él y se lo
pregunto, podría perder la única oportunidad que tengo de recuperarlo. Tal vez sólo
esté esperando a que me acerque a él y le diga que lo siento, que nunca debería haber
dejado que Edmund viniera a vivir a casa, que nunca tendría que haber compartido el
piso con mi hermana». ¿Tenía que humillarse de esa forma? ¿Qué le importaba la
humillación si Andrew volvía con ella?
Regresaría al bar a última hora de la tarde. A veces iba allí al término de su
jornada de trabajo. Durante dos tardes seguidas acudió al Brief Lives y lo esperó en
un callejón que conducía a una de las Inns of Court, los colegios profesionales de
abogados. Era un callejón estrecho y serpenteante, como los que podrían haber
figurado en una novela de Dickens de no ser porque ahora se hallaba iluminado a
intervalos por unas farolas modernas sujetas a las paredes. Ismay estaba entre dos de
estas farolas, alejada de la luz directa, y esperó a que viniera Andrew.
Nadie la molestó aparte de un hombre que pasó muy cerca de ella y le dijo:
«¿Qué vas a hacer más tarde, cariño?». Andrew no apareció y ella se marchó a casa al
cabo de dos horas, desconsolada. ¿No sólo la había abandonado a ella sino también
todos los lugares que solía frecuentar? Ismay ya no estaba al borde de la histeria, con
el corazón palpitante y la boca seca, sino que ahora estaba vacía, fría, desesperada. La
tarde siguiente acudió al callejón un poco más temprano. Era el mes de abril pero
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hacía mucho frío y se arrebujó en el abrigo de piel de borrego que había sido el regalo
de Navidad de Andrew el año anterior.
Llegó poco después de las seis, pero no iba solo. Formaba parte de una multitud
de hombres jóvenes que, riendo y bromeando, entraron juntos en el bar. Ismay había
pensado que el simple hecho de verlo la haría llorar, incluso abalanzarse hacia él,
pero la realidad fue distinta. Se encogió, pegada al frío muro de ladrillo del callejón.
Andrew estuvo mucho tiempo dentro del bar. Recordó que le había comentado que
servían comidas. Quizá se hubiera quedado a cenar allí. La gente salía del Brief Lives
y cada vez eran menos los que entraban. De noche la City moría. Puede que el West
End vibrara de ruidosa actividad, abarrotado de gente que merodeaba por el lugar y
que hacía imposible poder caminar deprisa; en cambio, allí no tardaría en reinar la
soledad y el silencio. Entonces, cuando tuvo la sensación de haberse pasado toda la
vida en aquel callejón dickensiano, cuando se había quedado helada, con las manos y
los pies entumecidos, cuando ya casi eran las nueve, Andrew salió. Solo. Empezó a
caminar con paso rápido en dirección al puente de Waterloo.
Ismay lo siguió. El hecho de verlo, aunque fuera de espaldas, ejerció un curioso
efecto en ella. No había mucha gente por la calle pero era como si no hubiera nadie,
como si él y ella fueran las únicas criaturas con vida del mundo, que él caminaría y
ella lo seguiría, a esa misma distancia, para siempre. Él no se daría la vuelta, ella no
lo llamaría, no volvería a ver su rostro nunca más, ni a oír su voz. Serían como esa
pareja de enamorados sobre los que recordaba haber leído algo en la universidad
(¿Paolo y Francesca, se llamaban?), condenados a moverse eternamente por el vacío,
empujados por los vientos. Pero ellos habían estado juntos, abrazados para siempre.
Ismay pensó que no le importarían los fuertes vientos, ni la oscuridad y la soledad si
estaba con Andrew, en sus brazos, para siempre.
La idea le resultó tan maravillosa y dolorosa que, al cruzar la calle hacia el
Aldwych mientras lo seguía, no pudo resistirlo más y lo llamó con un apasionado
tono de voz angustiada:
—¡Andrew!
Él no la oyó, o no quiso oírla, aunque Ismay creyó percibir una repentina tensión
en sus hombros, un titubeo momentáneo en su paso. Lo llamó de nuevo:
—¡Andrew!
En la acera, frente a las puertas de un restaurante, él se dio media vuelta y la miró
sin sonreír. Se quedó allí de pie mirándola como alguien que sabe que no hay
escapatoria inmediata. Allí, no muy lejos del Brief Lives, las calles ya no estaban
desiertas. Había gente por todas partes, esperando a que cambiaran los semáforos
para cruzar la calzada, entrando en bares y saliendo en tropel de ellos y dos parejas,
unos cogidos de la mano y los otros del brazo, pasaron entre Andrew e Ismay. Se
quedó un momento sin verle y pensó que se iría, que se alejaría de ella… Pero cuando
las parejas entraron en el restaurante él seguía estando allí, de pie con la cabeza
inclinada y los brazos colgando relajados, la viva imagen de la paciencia exasperada,
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como si hubiera abandonado la lucha. Ella se acercó; ya no tenía miedo, ni temblaba:
sólo era consciente de que lo había atrapado, de que lo tenía en su red. Él retrocedió y
se quedó bajo un toldo con la espalda apoyada en una ventana de cristal cilindrado.
Ismay se detuvo a su lado y le dijo con voz débil, aguda y ahogada:
—¿Qué nos ha pasado? —Y al ver que él no respondía añadió—: ¿Qué he hecho?
Andrew tenía una voz maravillosa. Después de oír su voz, las voces de los demás
hombres resultaban ásperas, o agudas, o con acento cockney, provinciano o vulgar. Le
dijo:
—No es lo que has hecho, Ismay. Ya te lo he explicado muchas veces, pero tú no
me hiciste caso.
—No lo entiendo.
—Me parece que sí. Trajiste a esa gente a nuestra casa y, aunque te dije una y otra
vez que no podía soportarlo, te negaste en redondo a decirles que se marcharan.
—Pero a mi propia hermana… —balbució ella, casi sin poder creer lo que oía.
—La verdad es que no veo ninguna diferencia entre que sea tu hermana o sea otra
persona. Ese enfermero no era tu hermana. Me temo, Ismay, que la verdad lisa y llana
es que me cansé de esperar que hicieras algo al respecto. Digamos que me di cuenta
de que no lo ibas a hacer. No cabe duda de que ellos te importan más que yo. Es
razonable, lo entiendo. Así pues…, me esfumé.
Ismay no sabía por qué el grito de horror que tenía dentro de la cabeza no lograba
abrirse paso hacia el reluciente parpadeo del Aldwych. Con voz calmada, preguntó:
—¿Has conocido a otra persona?
Fue en aquel momento cuando apareció la chica. Se apeó de un taxi que se había
detenido justo detrás de donde estaba Ismay y que Andrew había estado mirando
mientras hablaba. Aunque quizá no fuera tan alta como parecía debido a los tacones
que llevaba, sin duda era el mismo tipo de mujer que Ismay. Eso sí, parecía una
exageración de dicho tipo, más delgada, más rubia, de piel más blanca, más atenuada,
con rasgos similares a los de la princesa Elfina de las ilustraciones de los cuentos de
hadas. Envuelta en una estola de piel, caminó hacia Andrew, le puso la mano en el
brazo y acercó el rostro al suyo.
Andrew, capaz como siempre de estar a la altura de las circunstancias, dijo:
—Eva, déjame que te presente a Ismay Sealand. Ismay, ésta es Eva Simber.
—Hola —dijo Eva Simber.
—¿Es tu novia? —Ismay no la miró.
—Supongo que eso describe nuestra relación —repuso Andrew—. Sí, más o
menos es eso. —La chica soltó una risita nerviosa—. Y ahora, si nos disculpas,
estábamos a punto de irnos a cenar.
A Ismay ya no le importaba la dignidad, ni el salvar las apariencias.
—¿Y la cosa se va a quedar así? ¿Nos vamos a separar de esta manera? ¿Después
de estar dos años juntos?
—Es mejor que armar un escándalo, ¿no crees?
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Ella habría armado un escándalo. La gente le habría dado igual. No le habría
importado nada la chica ni lo que pensara. Pero en aquel momento, un grupo de
personas que iban muy juntas hablando a voz en grito se abrió paso entre ellos a
empujones, con lo que Andrew y la chica quedaron a un lado e Ismay al otro. Cuando
el grupo pasó, Ismay estaba sola y los otros dos habían entrado en el restaurante.
Se alejó a trompicones, temerosa de caerse al suelo, pero se fue sujetando en un
poste, en una parada de autobús o en el letrero de un aparcamiento. Una mujer que
iba sola le preguntó:
—¿Se encuentra usted bien?
Ismay asintió con un movimiento de cabeza, incapaz de hablar. Logró reunir la
voz suficiente para pedirle a un taxista que la llevara a su casa en Clapham y,
acurrucada en el asiento trasero, dio rienda suelta a las lágrimas y luego a unos
sollozos amargos.
Aunque había convertido en una cuestión de principios no utilizar la llave del piso de
Ismay sino llamar siempre al timbre, Edmund había probado a pulsar el botón, lo
había probado repetidas veces y, desde la entrada, había intentado llamarla a su
teléfono móvil antes de granjearse la entrada. Había ido a buscar las pertenencias de
Heather que quedaban allí. Ella estaba pasando la tarde con la madre de Edmund
como parte de su campaña conjunta para hacer que a Irene le gustara su futura nuera.
Pulcra y metódica como siempre, Heather había dejado las cosas que quería en
tres montones ordenados sobre la cama de su antiguo dormitorio. Cuando Edmund las
estaba metiendo en la maleta que había traído, se oyó el sonido de una llave en la
cerradura y entró Ismay.
Edmund recordó que normalmente entraba dando brincos, tiraba sus cosas y se
arrojaba en una silla para relajarse. Los sonidos que oía entonces eran los de una
mujer muy anciana que regresaba a casa cargada con unas bolsas muy pesadas
después de haber salido a comprar. No se cayó, pero a Edmund le pareció oír que se
dejaba caer al suelo. Salió a toda prisa del dormitorio, llamándola para que no se
asustara.
—Ismay, soy yo, soy Edmund.
Ella estaba tendida boca abajo en el suelo, con la cabeza ladeada mirando hacia el
otro lado. Edmund se arrodilló junto a ella.
—¿Qué te pasa?
En lugar de responder a la pregunta, Ismay dijo con una voz ahogada que el llanto
había enronquecido:
—Me quiero morir.
—No puedes quedarte aquí —dijo Edmund y, con más firmeza, el enfermero
tomó las riendas—. Levántate. Cuéntame qué ha pasado. Vamos, arriba.
Ismay hizo lo que le decía y volvió hacia él un rostro que lo asustó al ver lo
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afeado que estaba por el dolor, la pena y el terror. Edmund nunca la había encontrado
atractiva (era demasiado élfica, demasiado menuda y delicada, con unas facciones
excesivamente aniñadas para su gusto), pero sabía que muchos otros hombres sí.
Tenía el tipo de las modelos de moda, extremadamente delgada, con cabello como
vilano de cardo y unos ojos parecidos a los de un lémur. Todo eso había desaparecido.
Cuando se puso de pie como pudo y se dejó caer en el sofá, Edmund vio que estaba
esquelética y su semblante era el de la anciana a quien había oído llegar a
trompicones. Ismay se había convertido en su propia madre. Edmund se sentó a su
lado y la rodeó con los brazos.
Durante unos momentos ella dejó que la abrazara. Luego se apartó y apoyó la
cabeza entre las manos con las yemas de los dedos hundidas en la piel. Cuando quitó
las manos y se echó el pelo hacia atrás, parecía un poco recuperada. Sin esperar a que
volviera a preguntárselo, le contó cómo había pasado la tarde.
—Me dijo que la culpa era mía, Edmund. De que se fuera, quiero decir. Me dijo
que prefiero vivir con Heather y contigo antes que con él. Y luego llegó esa chica.
Edmund resistió el impulso de preguntar si era delgada, rubia y llevaba unos
tacones muy altos. ¿Por qué dejar que Ismay supiera que su historia no le suponía una
sorpresa?
—No creo que ella supiera nada de mí. De todos modos, ya no importa. Se llama
Eva no sé qué más. No me acuerdo. Era un nombre como el que le pondrías a un
león.
—¿Sheba? —aventuró Edmund.
—Simba, creo. Pero eso tampoco importa. ¿Qué voy a hacer? ¿Qué puedo hacer?
No puedo vivir sin él.
Diez meses antes, esta declaración de intenciones, común a los enamorados
abandonados, le habría parecido a Edmund una exageración absurda que en realidad
no conducía a nada. Ahora, sin embargo, a punto de casarse, se preguntaba si él
podría vivir sin Heather y pensó que, si bien no era del todo imposible, sería terrible y
las consecuencias tal vez inimaginables. El centro mismo de la soledad, las
profundidades de la desesperación.
—La chica se acercó a él —le contó Ismay, llorando otra vez—. Lo tocó. En el
brazo. Creí que me iba a morir. Ojalá lo hubiera hecho. Sí, ojalá me hubiera muerto.
—No puedes quedarte aquí sola. No en el estado en que te encuentras. Llamaré a
Heather. Nos quedaremos los dos aquí contigo.
Como no le hacía ninguna gracia la perspectiva de pasar horas a solas con su futura
nuera, Irene había convocado a Marion para que «las acompañara durante la cena».
Ésta llegó pronto y trajo su habitual obsequio elaborado por ella misma, en esta
ocasión dulce de chocolate. Una hora antes, al pasar por casa del señor Hussein
convencida de que un anciano caballero musulmán no tendría nada que hacer a las
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seis de la tarde, lo había encontrado tomando un patriarcal zumo de naranja con tres
hombres jóvenes sentados en torno a la mesa de ébano. Uno de ellos la dejó entrar. El
hombre era como mínimo unos treinta centímetros más alto que Marion, tenía un
cabello negro hermoso y abundante y llevaba barba. A Marion nunca le habían
gustado los hombres muy altos. La intimidaban. Los otros dos eran más bajos, pero
no mucho. Ellos tres junto con el señor Hussein llenaban la pequeña habitación y
Marion no podía sentarse en ningún sitio.
—Permítame que le presente a mis hijos —dijo el señor Hussein, que señaló a
cada uno de ellos con un movimiento de la mano—. Khwaja, Mir y Zafar. Ésta es la
señorita Melrose.
—Melville —replicó Marion, quien, por alguna razón, había supuesto que el
hombre no tenía hijos.
Acostumbrados a que las mujeres permanecieran de pie mientras ellos estaban
sentados, ninguno de los Hussein se levantó para cederle un asiento. A Marion no le
importó. Los observó y, mientras se preguntaba si alguno de ellos estaba soltero o
divorciado, su padre empezó a contarles la historia de que le había regalado un jarrete
por Navidad, incluyendo el detalle de cómo se lo había llevado a la cocina ensartado
en la punta de un pincho para kebabs. Marion supo entonces que había hecho algo
inapropiado. Khwaja, Mir y Zafar se rieron a carcajadas y Mir (que también se había
estremecido) le dio unas palmadas en la espalda al señor Hussein.
—Mi padre es un verdadero payaso —comentó sin mirar a Marion—. Debería
salir en la tele.
—He recibido alguna oferta que otra —dijo el señor Hussein con aire misterioso,
y entonces se dirigió a Marion—: No hace falta que la acompañe a la puerta,
¿verdad?
No volvería a esa casa nunca más, pensó Marion mientras sorbía el Bristol Cream
de Irene. No iba a malgastar su morfina con esa persona. ¿De qué serviría cuando
estaba en tan buenos términos con esos hijos suyos? Heather bajó a las ocho menos
veinticinco.
—Creo que ya os conocéis —dijo Irene.
—Nos vimos un momento —repuso Marion.
—Hola, Marion. ¿Cómo estás? —la saludó Heather.
—La gente que pregunta esto —comentó Irene como si tratara de entablar
conversación— no espera una respuesta sincera, ¿verdad? Deberían esperarla, por
supuesto. De lo contrario no tiene ningún sentido preguntar. Pero no, ellos esperan
que les digas que estás estupendamente aunque te encuentres a las puertas de la
muerte.
Heather no supo qué decir, y entonces Marion comentó que era muy cierto, que
Irene no debía olvidar nunca que no todo el mundo era tan inteligente como ella.
Irene la honró con una sonrisa y un movimiento reprobatorio con la cabeza.
—La verdad es que yo intento responder a esta pregunta con franqueza. Creo en
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decir la verdad, ¿sabes? Cuando me preguntan cómo estoy, y por norma general no
estoy bien, no veo qué sentido tiene mentir al respecto. —Se volvió hacia Heather y
le dijo—: No voy a ofrecerte un jerez. Sé que vosotros los jóvenes no tenéis tiempo
para eso. —Hizo caso omiso de la expresión ofendida de Marion al quedar así
excluida de la juventud, y contó una anécdota para ilustrar su argumento—:
Imagínate, la otra noche mi hermana y su esposo fueron a un restaurante y, cuando
pidieron jerez, los empleados (que eran poco más que adolescentes, todo hay que
decirlo), no tenían ni idea de lo que era eso.
—Tal vez podría tomar una copa de vino —terció Heather, que se había fijado en
que había una botella de Sauvignon abierta.
Con la misma expresión que pondría una mujer a la que un invitado nunca le
hubiera pedido nada de beber o de comer, Irene respondió:
—Ah, por supuesto. Sírvete tú misma. Prácticamente eres una más de la familia,
¿no? Bueno, en cierto modo —añadió.
Marion se rió tontamente, casi al estilo de los hermanos Hussein.
—Supongo que eres una especie de concubina. ¿Puedes describirte así si estás
rellenando un formulario?
—No existe nada semejante. —Heather había obtenido esta información de
Andrew—. O eres una esposa o no lo eres.
—¿Y tú no lo eres?
—Hasta el próximo sábado no —contestó Heather.
—¿Os vais a casar?
—Creía que Irene te lo habría dicho.
Era la primera vez que había llamado a su futura suegra por su nombre de pila y
la primera vez que se hablaba del matrimonio, aunque Edmund se lo había
comunicado a su madre hacía una semana. Irene pareció molesta por aquel exceso de
confianza, pero cayó en la cuenta de que difícilmente podía protestar. Sirvió el primer
plato en silencio. Sopa de zanahoria y cilantro. Irene informó a sus invitadas de que el
pan era Poilane, a cinco libras la media hogaza. Heather no pudo elogiarlo porque en
aquel momento sonó el timbre (o mejor dicho, una conocida melodía de Vivaldi) de
un móvil. Heather sacó el teléfono del bolso y estaba a punto de responder a la
llamada cuando Irene dijo:
—No, en serio; si estamos comiendo no, por favor.
Así pues, Edmund tuvo el gusto de oír el tono de voz de su madre, de sobra
conocido, que decía de manera penetrante:
—Es terrible que algunas personas no puedan estar ni cinco minutos separadas de
un teléfono.
—¿Estás bien? —dijo Edmund.
Heather se dirigió a Irene y Marion:
—Disculpadme. No tardaré. —Y se fue con el móvil a un rincón de la habitación
—. Estoy bien. ¿Qué pasa?
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Edmund se lo explicó.
—Pues debemos quedarnos los dos con ella, por supuesto.
—No ha querido de ninguna de las maneras —repuso Edmund—. Tenía…, no
quiero decirlo por teléfono. Estoy en el autobús. Tenía pastillas para dormir y se ha
tomado una. No, no pasa nada, me he llevado el resto. Simplemente dormirá toda la
noche de un tirón. Estaré en casa dentro de…, bueno, una media hora.
Irene había llevado a la mesa el plato principal.
—Me imagino que era mi hijo, ¿no?
—Está en casa de mi hermana. Fue a buscar el resto de mi ropa.
—Y si tenía que telefonear, ¿por qué demonios no llamó a mi teléfono?
Cansada de eludir las preguntas de Irene, Heather contestó:
—No lo sé. No lo hizo y ya está. —Echó mano de lo que creyó que sería una
manera infalible de apaciguar los ánimos—. Esto está muy bueno.
Resultaba difícil saber si Irene quedó complacida o no.
—Viniendo de quien viene —le dijo a Marion— es todo un elogio. Es una
cocinera profesional, ¿sabes? Bueno, en un hospital, no en un restaurante.
—Entonces nos pondrá en evidencia.
El comentario de Marion sentó muy mal. Irene miró a Heather con el ceño
fruncido como si fuera ella quien lo hubiera hecho. Había peras al vino tinto. Heather
comió en silencio y no le ofrecieron más vino mientras Irene y Marion hablaban
sobre el trabajo de esta última y Avice Conroy.
—Eres una amanuense —estaba diciendo Irene cuando se oyó la llave de Edmund
en el cerrojo.
Entró en la habitación y dijo:
—Hola, madre. —A continuación se volvió hacia Heather y, con ese tono de voz
que denota algo más que una expresión de cariño, le dijo—: Hola. —A Marion la
saludó con la cabeza. Irene le preguntó de inmediato si había cenado algo.
—Da igual —repuso él.
—No da igual, ni mucho menos. No debes saltarte las comidas sólo porque… —
No se especificó el porqué, pero estaba claro que lo que quería decir era que la
omisión era culpa de Heather—. Te prepararé algo enseguida. ¿Pollo? ¿Quieres sopa
primero? ¿O un poco del delicioso dulce de chocolate de Marion?
—No quiero nada, gracias, madre. Si has terminado, Heather, ¿vamos arriba?
—No ha tomado el café —terció Irene—. Iba a ofrecerle una copita de vino dulce
de postre. Sé lo mucho que le gusta el vino.
Heather se levantó.
—Gracias por invitarme —dijo, como si hubiera asistido a una fiesta infantil.
Subieron al piso de arriba. En el dormitorio, Heather se sentó en la cama y juntó las
manos sobre el regazo.
—¿Qué pasa? No estarás dejando que mi madre te afecte, ¿eh?
Heather no respondió.
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—¿Has leído alguna vez Tess, la de los D’Urberville?
—Vi la película. No suelo leer mucho. Aunque tú tampoco. ¿Por qué lo
preguntas?
—Bueno, no lo sé. —Edmund pensó que sí lo sabía pero que no se lo quería decir
—. Tuve que leerlo cuando iba al colegio. No fue para el graduado escolar, fue antes.
Tenía casi catorce años.
Desconcertado, Edmund comentó:
—¿Te gustó?
—Cuando no lees mucho, las cosas que lees se te quedan en la cabeza. Pero no
importa. Me voy a la cama. ¿Vienes?
Por primera vez desde que la conocía intuyó en ella una ausencia de confianza. A
Edmund le pareció que entre ellos había existido una confianza perfecta pero que ya
no era así. Heather no le había mentido, pero había ocultado la verdad y, durante un
rato (un rato que él esperaba que fuera muy breve, sólo aquella noche), se había
separado de él.
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El hombre que había hablado con ella en la cita rápida la había humillado de tal
manera que a Pamela se le pasó por la cabeza abandonar todo ese asunto. Era el
tercero con el que había hablado. No la atraía en absoluto pero estaba allí solo, con un
vaso en la mano y se acercó a él porque todos los demás ya se habían puesto en
parejas. Una vez más se presentó como Pam y él dijo que su nombre era Keith. El
tono que empleó al decirlo fue seco y condescendiente, como si no tuviera derecho a
preguntárselo.
—¿Has estado alguna otra vez en una cita rápida? —Había sido su táctica para
entablar conversación con los dos contactos previos.
Él no respondió. La miró de arriba abajo.
—Ya estás un poco mayor para estas cosas, ¿no? ¿Qué hace que una persona
como tú quiera venir aquí?
Pamela notó que se sonrojaba de vergüenza.
—Tengo cincuenta y seis años. ¿Cuántos tienes tú?
—Para los hombres es distinto, ¿o no? —repuso él—. Un hombre de cincuenta y
seis años no es viejo. Está en la flor de la vida. Mientras que una mujer… —dejó la
frase sin terminar y miró a su alrededor—. Es hora de pasar a la siguiente afortunada
—dijo, y se alejó.
Ella no había pasado al siguiente afortunado sino que se había ido a casa. Beatrix
estaba sentada allí donde la había dejado, con las manos retorciéndose lenta y
suavemente. Pamela se sirvió una ginebra triple con una cantidad muy pequeña de
tónica. Las palabras que el hombre llamado Keith había utilizado para dirigirse a ella
le resonaban en los oídos. Era como si tuviera una voz de verdad dentro de la cabeza
repitiéndole lo que él había dicho.
Tendría que dejar todo aquello. Al fin y al cabo, ya llevaba tres años haciéndolo,
aunque no regularmente, pues había habido pausas de meses de duración, pero al
final siempre volvía. Sin embargo, todavía no había conocido a nadie que ni por
asomo le acelerara el pulso, que le levantara el ánimo o que le hiciera decir: «¡Ay sí,
sí!». Nunca había habido nadie que pareciera pensar como ella, que quisiera hacer las
mismas cosas, que leyera los mismos libros o escuchara la misma música que ella.
Por otro lado, ninguno de aquellos hombres se había mostrado grosero ni la había
insultado hasta entonces. Con la mayoría de ellos las cosas no habían llegado al punto
de las relaciones sexuales. Con aquellos con los que sí lo hizo, sumó un lamentable
total de cuatro que eran impotentes (dos de los cuales le achacaron a ella su
impotencia), tres que se habían comportado pero que le habían hecho el amor de un
modo tan breve y poco delicado que este término decoroso resultaba ridículo, y otro
que quería encadenarla a una bicicleta estática y untarle el cuerpo con sopa de tomate.
Ella se había dicho a sí misma con frecuencia lo que quería. Un hombre de
aproximadamente su misma edad (su edad «avanzada»), no especialmente atractivo
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pero que sí lo fuera para ella, buen conversador, divertido, inteligente, a quien le
gustara el teatro, alguien que la invitara a salir y pasara la noche con ella, y que de
vez en cuando la llevara a pasar el fin de semana fuera, alguien que fuera un buen
amigo. ¡Ah!, y esa frase que le daba vergüenza utilizar incluso para sí misma: «un
buen amante». ¿Acaso estaba pidiendo lo imposible? Por lo visto, sí. Así pues, quizá
lo mejor sería que se diera por vencida y mirara hacia delante, hacia el desierto yermo
de la verdadera vejez.
Hasta que leyó lo del «paseo romántico» en el periódico. Si rellenabas un
formulario de Internet te podías apuntar al paseo romántico. Pamela lo examinó con
aprensión. Te preguntaban la fecha de nacimiento, el color de los ojos, del pelo y,
aunque no te preguntaban tu peso exacto, sí querían saber si eras delgado, robusto o
tenías sobrepeso. Seguro que nadie admitiría públicamente en una página web que
estaba gordo. Si ella estuviera gorda en lugar de tener unos pocos kilos de más, lo
dejaría de inmediato y abandonaría la lucha tal como había pensado en hacer muchas
veces.
Los paseantes románticos se reunían en un pub. El grupo que le asignaron a
Pamela tenía que encontrarse en el Eagle and Child, en un pueblo cercano a Epping al
cual sólo se podía acceder en coche o en taxi desde la estación. No había muchos
trenes de la Central Line del metro que fueran a Epping y tuvo que esperar más de
media hora para que llegara uno que la llevara allí. El Eagle and Child se encontraba
a una distancia que podías recorrer a pie, pero no cuando ibas a pasarte varias horas
caminando por el itinerario romántico. Tuvo que esperar de nuevo para tomar un taxi,
pues la mayoría ya habían salido para llevar a los paseantes románticos al pub.
Pamela se sentó en el exterior de la estación preocupada por su hermana, a la que
había dejado sola después de observar atentamente que se tomaba la pastilla. Tanto
Ismay como Heather se habrían quedado con Beatrix o al menos hubieran subido a
echarle un vistazo varias veces, pero Pamela tuvo la sensación de que no podía
pedírselo cuando la boda de Heather era al día siguiente.
Había empezado a caer una fina llovizna. Pamela pensó que si tuviera un poco de
sentido común utilizaría el billete de vuelta de inmediato y regresaría a Londres. Pero
llegó el taxi y el conductor no se sorprendió cuando le pidió que la llevara al Eagle
and Child. Dentro había un grupo de diez personas, cinco mujeres y cinco hombres,
que estaban comiendo sándwiches, bebiendo cerveza y Coca-Cola light. Por un
momento Pamela se preguntó por qué había cinco personas de cada sexo y entonces
se dio cuenta de que una de las mujeres debía de ser la guía u organizadora. La que
miró el reloj de manera harto significativa antes de sonreírle y presentarla a los
demás.
Pamela pensó que todos ellos se contaban entre los cincuenta y los sesenta años.
Todos parecían estar sanos y llenos de energía. Con una especie de pánico
avergonzado que esperaba no dejar traslucir, pensó que ella era de lejos la que más
pesaba de las mujeres. Todas llevaban vaqueros o pantalones de corte a la moda; ella
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era la única que llevaba falda. No tenía hambre ni mucho menos. Estaba un poco
mareada; aun así se comió un sándwich y bebió un poco de agua.
—Ha llegado el momento de que os emparejéis —anunció la organizadora—.
Veamos, Marilyn, tú has estado charlando con Bill aquí presente, de modo que creo
que eso significa que disfrutáis mutuamente de vuestra compañía. Pues en marcha.
¿Tenéis los mapas? Recordad que tenéis que estar de vuelta a las cuatro en punto.
Una mujer muy delgada y el hombre más bajo y regordete se marcharon con
mucha timidez. Su marcha dejó a dos hombres anodinos, a uno alto, delgado y
encorvado y a otro igualmente alto y con barba. Pamela pensó que este último era con
mucho el más atractivo. Las mujeres que quedaban parecían mayores: una de ellas
tenía el cabello completamente blanco, otra iba muy maquillada, y la tercera tenía una
dentadura a todas luces falsa que enseñaba mucho. A esta última la emparejaron de
un modo rápido y dinámico con el hombre alto y encorvado y ninguno de los dos
pareció muy contento al respecto.
La organizadora posó la mirada en las seis personas que quedaban. Pamela estaba
segura de no caerle bien porque había llegado un poco tarde y no se había disculpado.
Esperaba que le adjudicaran el hombre anodino que se estaba quedando calvo y
aguardó con desaliento.
—Bueno, veamos, Pamela, o Pam, como imagino que prefieres que te llamen. He
visto cómo mirabas a Ivan, de modo que, ¿por qué no vais los dos juntos?
Seguro que había habido ocasiones en las que Pamela había pasado aún más
vergüenza que entonces, pero no recordaba ninguna. Se puso de pie con las mejillas
encendidas.
—¿Tenéis los mapas? Regresad a las cuatro, por favor.
Pamela pensó: «Si al menos sonriera… Demostrara que no detesta la idea de
pasar dos horas conmigo. Pero quizá sea así, quizá…».
—Vamos —le dijo él—. Anímate.
Se apartó para dejarla pasar primero por la puerta. Había dejado de llover. Ante
ellos tenían una verde extensión de campiña y bosque.
—Tenía la esperanza de que fueras tú, Pam —le comentó mientras tomaban un
sendero que bordeaba un prado y un seto—. Las otras eran todas unos callos. No me
lo podía creer.
Con la emoción de ser la preferida, se olvidó de que no le gustaban los hombres
que llamaban callos a las mujeres ni le gustaba que la llamaran Pam. Seguro que
estaba a punto de pedirle que le contara cosas sobre ella.
—Déjame que te hable de mí, Pam —dijo él.
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llevarlos a todos al restaurante de Marylebone High Street al que Irene se había
empeñado que fueran. Al llegar, Edmund esperaba encontrar allí a su madre y quizás
a Pamela, la tía de Heather. Estaban allí las dos, observándose mutuamente con
incomodidad, pero además estaban Joyce y Duncan Crosbie, Barry Fenix (el vecino
de Chudleigh Hill) y Avice Conroy. Marion Melville también habría estado allí, sin
duda alguna, comentó después Edmund a Heather, si no hubiera tenido que cuidar de
los conejos de Avice. Edmund estaba blanco de furia pero no podía hacer otra cosa
aparte de tomar asiento y mostrarse agradable. Todos los invitados bramaron o
murmuraron sus felicitaciones y señalaron los regalos de boda que habían traído y
que estaban amontonados en una mesa separada que la organización había tenido la
amabilidad de proporcionar.
Edmund no besó a su madre. Se las arregló para sonreírle y agradecerle su regalo,
el de aspecto más voluminoso que permanecía sin abrir, y la horrible sarta de cuentas
de azabache que le había hecho a Heather. Tomó la mano de Heather bajo la mesa y
se la apretó tanto que ella soltó un leve gemido. Le susurró: «Lo siento», y ella le
respondió también con un susurro: «Te quiero», lo cual hizo que todo fuera bien,
incluso el hecho de tener a esa gente en su boda. Se sirvió champán. Edmund tuvo
que reconocer que su madre se había lucido. Joyce le preguntó si Heather y él estaban
más cerca de conseguir el piso y él tuvo que decir que la verdad era que no.
—Al paso que vamos podría ser que tuviéramos que esperar a finales de verano.
—Están muy bien conmigo —terció Irene con su tono de voz fuerte y autoritario
—. Tienen una habitación que prácticamente es un apartamento en sí misma. De
hecho, ahora que están casados, no veo el motivo por el que no deberían quedarse
como están. Renunciar a ese piso tan difícil de conseguir. Siempre puedo dejarles que
utilicen otra habitación si la necesitan.
Y entonces Heather sorprendió a Edmund y lo llenó de alegría. Con su modo de
hacer sereno y mesurado, anunció:
—Irene, el ofrecernos un hogar bajo tu techo es muy amable por tu parte, pero
vamos a mudarnos. Vamos a alquilar un estudio hasta que tengamos nuestro propio
piso.
Era lo que Edmund había querido desde el principio.
—En cuanto encuentre algo que nos resulte conveniente —dijo él.
—Cuando regreséis de vuestra luna de miel, ¿no? —Barry Fenix, que iba
ataviado con una chaqueta Nehru y unos pantalones bastante ceñidos, pronunció estas
palabras de un modo malicioso y un tanto lascivo, como si hubiese algo
intrínsecamente malo en ese tipo de vacaciones.
—No vamos a irnos de luna de miel —explicó Edmund—. Todavía no. Al menos
hasta que no estemos seguros de adónde vamos a vivir. —Miró a Heather a los ojos y
le sonrió—. En cuanto estemos instalados iremos a algún lugar maravilloso. A algún
lugar en la otra punta del mundo —añadió, como si le hubiera gustado estar ya en
dicho paraíso.
La vecina de al lado, llamada Sharon, estaba caminando por el jardín con su hermana,
a quien llevaba cogida del brazo mientras asentía con la cabeza y murmuraba «Sí» y
«Si tú lo dices» en tanto que Beatrix decía gimiendo que las naciones verán sus
cadáveres por tres días y medio y no permitirán que sean sepultados. Beatrix gritó al
ver a Pamela y le preguntó si se había comido el libro que había visto en la mano del
ángel y si éste le había amargado el vientre pero en su boca fue dulce como la miel.
Sharon parecía estar muy contrariada. Pamela intentó explicarle que Beatrix se había
tomado la medicación por la mañana tal como había hecho durante toda la semana y
que aquello era inesperado y nada habitual.
—Yo eso no lo sé —dijo Sharon—. Me la encontré vagando por la calle y
gritando todas esas tonterías sobre cadáveres o lo que sea.
Más tarde, cuando metió la mano bajo la cómoda buscando la tarjeta de Ivan
Roiter que se le había caído al suelo, Pamela notó una serie de bultos desiguales
pegados en la parte inferior del cajón de abajo. Se agachó para mirar. Había diez de
esos bultos que eran de goma de mascar y cada uno de ellos contenía una cápsula
blanquecina. Todos los bultos estaban duros como la piedra excepto uno que todavía
estaba blando. Ya no era ningún misterio que vagara por la calle declamando.
Ahora tendría que decidir, con la menor crueldad posible, si podría prohibirle de
manera terminante que mascara chicles. ¿Beatrix no iba a encontrar alguna otra
manera de evitar tragarse la cápsula? Entonces estaba tranquila. El chicle blando
debía de ser del día anterior, no de aquel mismo día, pues Pamela se había quedado
de pie a su lado y había observado el movimiento de su garganta cuando la cápsula y
el agua bajaron por ella. Aun así, no se atrevía a dejarla sola.
¿Podría hacerlo el tiempo suficiente para salir alguna otra vez con Ivan Roiter?
Algún día. Quizá la semana próxima, cuando hubiera vuelto a encarrilar a Beatrix en
su régimen ideal de tomarse la pastilla todos los días. Miró la tarjeta de Ivan. En ella,
debajo de su nombre, había una sola palabra: «Actuario». Eso significaba que
deberían tener algo en común, aunque durante su paseo no habían hablado de ningún
aspecto de la contabilidad o de la resolución de problemas monetarios. En el margen
inferior derecho de la tarjeta había impresa una buena dirección, un piso en una calle
de Putney. La compañía de seguros para la que Ivan trabajaba se encontraba en la
City, en Fetter Lane.
Ella no había llevado una tarjeta de visita encima para dársela a él pero le había
anotado su número de teléfono. Habían recorrido una de las veredas del borde
exterior del bosque de Epping y él la había invitado a una taza de té. Como había
tenido que comer a toda prisa, a Pamela le hubiese gustado tomarse al menos un bollo
pero cuando llegó la camarera Ivan dijo: «Para comer nada, gracias» con ese tono que
parece implicar que no es prudente picar entre comidas. Era un hombre delgado y de
porte erguido que a Pamela le resultaba atractivo, igual que sus rasgos pronunciados,
Una vez explorado el contenido del cajón de la cocina (entre los manuales de
instrucciones del horno y la nevera) y memorizadas las partes relevantes del último
testamento de Avice, Marion centró entonces su atención en otros posibles
escondrijos. Avice había salido a las once y no parecía probable que regresara antes
de las cuatro aunque Joyce y Duncan Crosbie la llevaran de vuelta a casa. Con esa
excitación que es casi sexual, vertiginosa y palpitante, Marion se puso a registrar
mesas, armarios y cajones.
A Figaro y a Susanna los dejó atrás. No habían aprendido a subir escaleras. Su
presencia en la habitación, moviéndose con torpeza y sin rumbo fijo, resultaba
extrañamente inquietante. A Marion le daba la impresión de que la observaban
mientras realizaba sus tareas clandestinas. Aunque ellos no entendían nada, se daban
cuenta de lo que estaba haciendo. Sus ojos de suave color castaño se posaban en ella
cuando sacaba cartas de los sobres, echaba un vistazo a las facturas, examinaba
formularios. Avice, cuyo antropomorfismo era excesivo, comentaba a menudo que si
sus mascotas pudieran hablar, tendrían unas cuantas historias asombrosas que contar.
Su búsqueda sólo aportó una información útil. Cuando ya no le quedaba ningún
cajón por abrir ni puerta de armario intacta, Marion había encontrado una carta
interesante. La postal de uno de los beneficiarios del testamento y la carta del otro
sólo le permitieron saber que el tiempo en la isla de Man había sido «horrendo» y que
la esposa del sobrino estaba esperando un hijo para julio. A Marion sólo le interesaba
la carta del señor Karkashvili, el abogado de Avice. En dicha carta, el hombre
aceptaba la invitación de Avice para comer, seguida por una alteración del
testamento, y que ésta estaba fijada para una fecha del mes de mayo. En la breve
misiva no se mencionaba ningún detalle sobre las nuevas disposiciones que querría
A Heather le resultó muy fácil conseguir hablar con Andrew, pese a lo complicado
que había sido para Ismay. Le dejó un mensaje en el teléfono fijo y, para su sorpresa,
él le devolvió la llamada. Pero ella no estaba desesperada, no estaba enamorada de él.
Andrew no la llamó por su nombre de pila. Nadie podía ser más frío que Andrew y su
tono fue más distante que si hubiera estado hablando con un desconocido.
—¿Qué puedo hacer por ti?
Volver con mi hermana.
—Quería decirte que…, bueno…, que Issy está muy afligida. Pensé que si te
sabía mal por ella pero creías que…, bueno…, que no te aceptaría de nuevo, si te
resultaba incómodo, quiero que sepas que sí lo haría. Ella te ama. Volvería contigo.
Heather nunca había hablado tanto con él. Entre los dos siempre se había
observado un silencio casi absoluto y ahora él no decía nada. Estuvo callado tanto
tiempo que Heather creyó que había colgado, y estaba a punto de hacer lo mismo
cuando él dijo:
—No puedo hacerlo. Se ha terminado.
—¿Estás con Eva ahora? —le preguntó Heather con un triste hilo de voz.
Fowler había hecho todo lo posible por acatar la ley. Se había pasado horas sentado
en el umbral de Marion, esperando que regresara a casa, y no se había trasladado a la
parte de atrás hasta que una mujer que vivía más abajo en Lithos Road le dijo que si
se quedaba allí iba a llamar a la policía. Las zonas traseras de las viviendas
colindantes estaban arregladas y eran bonitas, pero aquélla era lamentable, un patio
de bloques de cemento rotos y un jardín en el que las malas hierbas habían crecido
entre los montones de restos de materiales de construcción que se habían dejado allí
hacía doce años. Fowler se acomodó en las escaleras que conducían a un retrete que
ya no se utilizaba desde hacía mucho tiempo y pensó que nunca había visto unos
hierbajos tan gigantescos como aquéllos, algunos de los cuales sin duda alcanzaban
los tres metros de altura, con unas hojas de las que ves en las plantas de interior
exóticas, algo que esperarías encontrarte en un bosque ecuatorial pero no en el
distrito NW6 de Londres.
Marion se había hecho cambiar los cerrojos. Fowler se ofendió de verdad al darse
cuenta de hasta qué extremos llegaría su hermana para no dejarlo entrar. Se le habían
deslizado una o dos lágrimas por las mejillas cuando descubrió que la copia de la
llave que se había hecho ya no encajaba. Pero ya había esperado mucho rato. ¿Dónde
La primera vez que Marion se quedó a dormir en su casa, Avice se fue a la cama
nerviosa, pues le desagradaba la idea de tener a una persona que prácticamente era
una desconocida durmiendo en la habitación de al lado. En los cuarenta años que
llevaba viviendo allí, sólo su amiga Deirdre, que vivía en la isla de Man, se había
quedado a dormir, y no muy a menudo. Deirdre debía de tener algo inaceptable para
los conejos, pues Figaro y Susanna no se habían movido del jardín durante toda su
estancia. A Marion la aceptaban. Tal vez demasiado. Se dio cuenta de ello al día
siguiente, cuando Marion le contó que dejaban que los acariciara y rozara sus largas
orejas. Avice sintió una punzada de celos. ¿Cómo podían, después de todo lo que
había hecho por ellos? Sin embargo, resultó que Marion era una persona adecuada
para cuidar de ellos y, por extensión, una persona adecuada para ocupar la habitación
libre. Además, se levantaba a las seis, abría la portezuela de los conejos y barría los
pequeños excrementos negros desperdigados que podrían haberse acumulado durante
la noche. Cuando Avice bajaba, Figaro y Susanna ya habían comido y tenían los
cuencos llenos de agua.
El Evening Standard del día anterior la había descrito como a una joven de la buena
sociedad. Eva ya sabía lo que significaban dichas palabras —era una lectora asidua
de las revistas Hello! y OK!— pero habría preferido que la describieran simplemente
como «encantadora» o «cautivadora». Dejó caer el periódico al suelo y se preparó
para salir a correr.
Para Eva, el término jogging era inaceptable. Sonaba a animal de patas pesadas,
un hipopótamo tal vez, o a una persona grande con barriga y los tobillos gruesos.
Puede que otras personas hicieran jogging; ella corría… con pies ligeros calzados con
zapatillas plateadas de Ruco Line, pantalones muy cortos y una camiseta blanca como
la nieve. Eva tenía una serie de camisetas blancas y de colores pálidos que llevaba a
la tintorería en lugar de lavarlas y que desechaba en cuanto se las había puesto tres
veces. Corría por Saint James’s Park todas las mañanas excepto los jueves. Los
jueves iba a nadar por la mañana y a practicar yoga por la tarde.
Eva nunca había tenido empleo ni había ganado nada. No tenía ninguna
necesidad. Cuando regresó a casa de la escuela privada para señoritas en Suiza, su
padre le entregó una cartera de acciones fiables pero bastante arriesgadas y le compró
el piso, que ocupaba la planta baja y la primera de una casa situada en una calle
paralela a Vauxhall Bridge Road. Fue todo un detalle por parte de papá, por supuesto,
pero era una pena que estuviera en el barrio de Pimlico. En realidad, el único lugar
para vivir era Mayfair o, posiblemente, Notting Hill, al final de Kensington y bien
lejos de la ruta del Carnaval.
La escasa y diáfana ropa con la que se vestía, combinaciones tenues y prendas
transparentes que llegaban a la mitad de sus muslos blancos y esbeltos, revelaban la
forma del cuerpo que cubrían, de una palidez lechosa como una estatua de mármol.
El cabello de Eva no era más oscuro que los tallos de cebada y le llegaba a media
espalda, una espalda recta y estrecha en una mujer que era atenuada como una niña
de doce años, con pechos diminutos y un palillo por cintura. Podría haber sido una
estrella infantil representando el papel de Campanilla en Peter Pan. Cuando iba a
correr se trenzaba el pelo, no en dos trenzas sino en seis, porque así después, cuando
las deshacía, el cabello le quedaba arrugado desde la coronilla hasta las puntas como
el de una infanta española. Enmarcaba su rostro pequeño de panique en una pálida
neblina dorada.
Cuando corría por Saint James’s Park seguía la misma ruta todos los días. Si se
hubiese desviado de su itinerario habría temido perderse. Aunque vivía en Londres y
no consideraba ningún otro lugar en las Islas Británicas como posible residencia, sólo
conocía Bond Street y unas pocas calles de Knightsbridge. Lo único que llevaba
cuando salía a correr era una botella de agua pura de manantial. No prestaba atención
a los árboles ni a las flores, apenas se fijaba en el Palacio de Buckingham que se
alzaba frente a ella y si alguien le hubiera preguntado si se podía ver el London Eye
—Estoy corriendo —dijo Eva con el tono indignado que se emplearía para decir que
uno tenía una cita con la reina—. No puedo detenerme sin más en mitad de la carrera.
—Cinco minutos —insistió la mujer—. Podríamos sentarnos en este asiento cinco
minutos.
—¡Tú eres quien me ha llamado!
—Así es. Como no quisiste hablar conmigo por teléfono, he venido a tu
encuentro. Siéntate un momento, por favor.
Eva, que aquella mañana iba vestida con un mono de satén rosa, se sentó a
regañadientes, no sin antes limpiar el asiento con la mano con actitud maniática.
Consideraba que aquella interrupción de sus ejercicios matutinos era un enorme
fastidio. La mujer que tenía a su lado pertenecía a una categoría que ella desaprobaba
profundamente. Le desconcertaba que una chica de unos veintitantos años pudiera
salir a la calle sin maquillarse los ojos. ¡Y con esas uñas cortas que nunca habían
recibido la atención de un manicuro! Se fijó en la alianza que llevaba en la mano
izquierda. Alguien debía de haberse casado con ella, pero seguro que no era nadie a
quien Eva hubiese mirado dos veces. Sólo los muy poco caritativos habrían dicho que
estaba demasiado gorda, pero nunca volvería a llevar una talla 40, eso por
descontado. Tenía un pelo bonito, o lo sería si lo llevara bien cortado. Después de
haber catalogado a Heather Litton, Eva dejó que sus ojos se posaran en las rodillas de
la mujer, enfundadas en lo que probablemente fueran unos vaqueros de Gap y
preguntó:
—¿Y bien? ¿De qué se trata?
En lugar de una respuesta recibió una pregunta:
—¿Le contaste a Andrew lo de mi llamada?
—¿Y eso a ti qué te importa?
—Sólo me gustaría saber si se lo dijiste.
Eva se encogió de hombros.
—No. No, no lo hice. Me pareció que era todo demasiado estúpido. En serio,
pedirme que rompa con mi novio sólo por una persona de la que él ya se ha
cansado… ¿Por qué iba a contárselo?
—No importa. ¿Estás enamorada de él?
—Eso no es asunto tuyo.
—De acuerdo, no lo es. A decir verdad, nada de todo esto es asunto mío. Es
Edmund oyó que Heather colgaba el teléfono. Él estaba en la sala de estar del piso de
ambos, colgando los pocos cuadros que se había llevado de Chudleigh Hill,
limpiando los cristales y renovando las cuerdas para sostenerlos y Heather se
encontraba en el diminuto recibidor.
—Te he oído —le dijo al entrar—. Parecía una charla bastante amistosa.
—¿Y no es mejor que sea así?
Edmund se volvió a mirarla. Un intenso rubor le coloreaba la frente y las mejillas.
Nunca la había visto así y se dio cuenta de que estaba presenciando alguna emoción
poderosa que de algún modo cambiaba su rostro, pero era incapaz de saber de qué
emoción podría tratarse. ¿Miedo? ¿Vergüenza? ¿Lástima? No, era ira.
—¿Qué te ocurre?
—Nada —contestó ella, con voz grave y lenta—. En serio, no es nada.
—Ella no va a dejarlo, ¿eh? No, por supuesto que no. ¿De verdad pensabas que lo
haría?
—Tenía la esperanza. —Heather soltó un grito de enojo, de furia, y apretó los
puños. Edmund nunca había visto que perdiera el control y se la quedó mirando
fijamente—. Esperaba que hiciera una…, bueno, una buena acción. No está
enamorada de él. Más o menos lo ha dicho. —Se fue calmando y respiró hondo—.
Has dicho que nuestra charla parecía amistosa. Ahora me habla como si fuera su
amiga. Me llama por mi nombre. Pero no va a cambiar de opinión. No quiere dejarlo
ir.
—No me sorprende.
Heather se volvió hacia él y Edmund se preparó para algo que nunca había
recibido de ella: gritos, reproches, ira y tal vez insultos. Sin embargo, Heather juntó
los labios, se tocó las mejillas encendidas con las puntas de los dedos y se acercó para
besarlo.
—Volveré a intentarlo, Ed. No puedo rendirme.
—Eso ya lo veo.
—Me olvidé de contártelo. A Issy le han robado el bolso, su bolso de Marc
Jacobs.
—¿Quién es Marc Jacobs?
—Pareces un viejo juez. Nunca saben quién es nadie. Es un diseñador. Por suerte
siempre lleva las llaves en otro sitio, pero el ladrón se llevó todo lo demás: el
monedero (con bastante dinero y tres tarjetas de crédito), el móvil y la agenda.
Ocurrió cuando estaba entrando en el metro.
—Al menos, si tiene que ocuparse de todo este lío, quizá no piense tanto en
Andrew.
—Pensará en él —replicó Heather mientras reflexionaba, si bien con afecto, que
aquél era un comentario propio de un hombre, un criterio masculino.
Avice levantó la mirada del libro en rústica que estaba leyendo y le dijo a Marion que
el señor Karkashvili iba a ir a comer el jueves.
—Es un nombre interesante —comentó Marion como si fuera la primera vez que
lo oía.
—Sí, es georgiano, querida. —Avice le explicó con cierta condescendencia que se
refería a la Georgia de Asia, no a la Georgia de Estados Unidos—. Su abuelo vino
aquí desde Tiflis o como sea que la llamen hoy en día.
Marion aguardó con expectación. Ya llevaba más de una semana esperando. Sin
embargo, Avice seguía entretenida con la nomenclatura.
—De haber sido yo, me lo habría cambiado por uno más inglés. Carter, tal vez, o
Carville.
—¿Saldréis a comer fuera o comeréis aquí?
Avice estuvo dudando tanto rato que Marion se preguntó si tenía intención de
contestar. Al fin, respondió:
—No lo sé, querida. Tendrá que venir igualmente aunque comamos en otro sitio.
El problema es que a Figaro no le cae bien.
—Espero que no le haya hecho nada malo —dijo Marion con una inflexión
adecuadamente indignada de la voz—. Los conejos son como los elefantes. No
olvidan nunca.
—No ha tenido oportunidad —repuso Avice, que con su tono implicaba que era
imposible saber qué atrocidades perpetraría su abogado si se quedara solo.
—Podría llevarme a Figaro al comedor mientras él esté aquí. Le tendría
preparado un poco de ese perifollo que tanto le gusta y así vendría encantado.
—Es una idea.
Lo dijo en tono neutro y poco entusiasta. Marion esperó y entonces, de pronto, lo
comprendió. Avice estaba pensando. Avice colocó un pedazo de cinta roja de una caja
de bombones entre las páginas del libro para señalar dónde se había quedado y
reflexionó sobre su sugerencia. No la de quitarse de en medio a Figaro sino la otra, la
que le hizo después de que recibiera la noticia de la muerte de Deirdre. Marion
Marion dijo que fue la excitación de la visita del señor Karkashvili, eso y los
espaguetis alle vongole que había comido en La Mandritta, lo que habían hecho que
Avice se sintiera mal. El médico, que acudió enseguida porque era privado, no estaba
de acuerdo. Él dijo que Avice ya no era tan joven como antes, lo cual, en opinión de
Marion, era un disparate. ¡Como si eso no le pasara a él o a cualquier otra persona!
La señorita Conroy había realizado demasiados esfuerzos y según él, que sólo varió
ligeramente ese tópico que tanto le gustaba, su corazón ya no era el mismo de antes.
El dolor que Avice dijo haber sentido sobre todo en su costado izquierdo lo alarmó.
Él quería que se le practicara un electrocardiograma aunque ella le aseguró que el
dolor ya había desaparecido.
—No puedo ir al hospital —dijo Avice—. Ya estuve una vez. Me extirparon el
apéndice. Las enfermeras eran horribles, me llamaban por mi nombre de pila.
Además, tengo que pensar en Figaro y en Susanna.
—Estoy seguro de que su señora de la limpieza cuidará de ellos —dijo el médico.
Hacía años que Marion no se sentía tan indignada. ¡Tomarla por la señora de la
limpieza! Y Avice no lo corrigió. No dijo que ella era su amiga o su ayudante
personal. Lo único que hizo fue seguir negándose a ingresar en el hospital o a
acercarse a él siquiera, y al final el médico renunció a intentar persuadirla y le dijo
que debía descansar y tomarse las cosas con calma. Una vez repuesta de la afrenta de
aquel hombre, Marion se alegró de cómo estaban yendo las cosas. El hecho de que
Avice hubiera sufrido un malestar general previo le facilitaría su tarea con la morfina.
Claro que eso también implicaba que ella, Marion, fuera prácticamente una prisionera
en Pinner. Alguien tenía que suministrarle a Avice lo que ella llamaba su «medicina
del corazón», procurar que descansara y dar de comer a los conejos. ¿Y quién mejor
que Marion para hacerlo?
Una semana después de aquello acudieron Joyce y Duncan Crosbie. Por lo visto,
Avice había contraído hacía mucho tiempo el compromiso de asistir con ellos al
Festival de las Flores de Chelsea. Avice se había olvidado por completo de la cita,
aunque todos le echaron la culpa a Marion por el olvido.
—Podrías haberme dicho que estaba enferma —le reprochó Joyce al entrar en la
cocina donde Marion estaba preparando café para todos—. Habría venido de
inmediato.
Marion no dijo nada. Estaba pensando que podría ser una buena idea avisar a
Joyce en cuanto Avice sucumbiera a la morfina, pero no debía hacerlo demasiado
pronto, para evitar que le prestara ayuda. Cuando, después de haberse bebido el café
y comido las galletas, Duncan comentó que no irían al Festival de las Flores aquel día
sino que se quedarían con Avice, Marion comentó:
—En tal caso, saldré un momento para ir a ver a mi anciano padre. Hace casi una
semana que no me acerco a verlo y el pobre cuenta con que lo visite.
Eva recibió otra llamada de teléfono de la mujer del pelo bonito y las uñas cortas.
—No puedo dejarlo estar, Eva. Quiero decirte una cosa muy importante para ti.
—Supongo que crees que todo esto es importante, ¿verdad?
Heather no respondió.
—Esto tiene que ver más contigo que con Andrew e Ismay. Eres muy joven, y no
creo que sepas cómo es Andrew. Aún no. Espero que nunca lo descubras. Verás,
Ismay lo conoce. Sabe cómo estar con él, cómo hacerlo feliz y cómo…, esto…,
sobrevivir mientras está con él. Tú no. Podría destruirte.
—¿Sabes una cosa, Heather? Andrew es como mi papá. Se le parece mucho. Y
mamá ha sobrevivido con él. Sigue estando con él después de veinticinco años.
Conmigo pasaría igual.
—¿No podríamos vernos y hablar cara a cara? —le preguntó Heather—. Tengo la
impresión de que por teléfono no voy a llegar a ninguna parte.
—Ya lo hemos hecho. Eso no va a cambiar nada. No voy a dejar a Andrew. ¿Por
qué tendría que hacerlo?
—Ya te he explicado por qué, Eva. Es porque Ismay está enamorada de él y tú no.
A ti sólo te gusta, o te sientes atraída por él.
—Mira, Heather, si pudieras demostrarme de alguna manera que Andrew volvería
con tu hermana si yo rompiera con él… Bueno, entonces tal vez me lo pensaría en
serio. Pero no puedes. A decir verdad, creo que simplemente se iría a buscar a otra
chica. ¿No es mucho más probable que sea así?
—¿No podemos vernos y hablar con calma?
—No veo para qué.
A esas alturas de conversación, un hipotético oyente que no conociera a esas
chicas habría creído que eran amigas. Ambas lo daban a entender pero, aun así, Eva
dijo:
—Ahora voy a colgar el teléfono, Heather.
Y Heather respondió:
—De acuerdo, pero volveremos a hablar.
Lo hicieron al cabo de dos días. Heather fue a hacer compañía a su madre
Pamela se sentía incómoda caminando por King’s Road. Fuera de lugar. Le vino a la
cabeza la expresión «como un pulpo en un garaje» y mientras estaba allí entendió su
significado exacto. Así se lo dijo a Ivan Roiter y, cuando él se limitó a encogerse de
hombros, se explicó. Todo el mundo era joven y tenía un aspecto libre, como si nadie
tuviera ni una sola preocupación en el mundo.
—No creo que las tengan —dijo él—. Todos viven de las prestaciones sociales. Y
eso sale de mis impuestos y de los tuyos.
—No es posible que todos vivan de eso, Ivan. Algunos deben de tener trabajo. De
Marion regresó tarde, mucho después de que Joyce y Duncan se hubieran marchado.
Su intención era haber llegado hacía horas pero había pasado mucho más rato con
Barry Fenix del que en un primer momento había parecido probable. Barry había
servido un martini seco para cada uno, el primero que Marion probaba. Estaba
deliciosamente helado y salió de una especie de botella plateada que él le explicó que
era una coctelera.
—Soy un poco dado a los atavismos, querida —dijo—. La primera mitad del
siglo veinte es mi hogar espiritual. Si es posible, en el Lejano Oriente. —Él nunca
había vivido allí, siguió diciendo con cierta tristeza. Entre las presiones del trabajo y
una carrera que exigía mucho… y sólo había visitado Hong Kong en un viaje
organizado. Además, su esposa prefería la isla de Wight—. La memsahib nunca quiso
ir. —Le guiñó el ojo al añadir—: Y era ella quien administraba el dinero, ¿sabe?
Marion no lo sabía. No tenía ni la más remota idea de lo que le decía aquel
hombre, pero a ella le encantaban su voz sonora y dulce y sus modales a la antigua
usanza. Hacía mucho tiempo que un hombre no le abría una puerta y se apartaba para
dejarla pasar delante. Edmund lo había hecho pero sin la gracia de Barry Fenix. La
llevó al piso de arriba, le mostró los cinco dormitorios y volvieron a bajar para que
viera el comedor espacioso, la cocina y la habitación del desayuno y su «rincón», una
especie de estudio con las paredes cubiertas de fotografías en grupo de hombres
uniformados y, de cara a la mesa, un retrato de él mismo luciendo un montón de lo
que Marion creía que se llamaban «condecoraciones». Regresaron a la sala de estar
en la que abundaba el latón de Benarés, así como muebles labrados de teca,
almohadones bordados de Cachemira y procesiones de elefantes de ébano. Todo
aquello hizo que Marion se preguntara por qué el señor Hussein no tenía esa clase de
cosas.
Edmund y Heather comían juntos en la cafetería de la residencia siempre que les era
posible. La comida era la misma que tomaban los pacientes y la habían cocinado
Heather y Michelle. Aquel día había cordero al curry con arroz y dhal o espaguetis a
la boloñesa y Edmund eligió el plato al curry porque era su favorito.
—Si no estuviera tan locamente enamorado de ti, me habría casado contigo por
tus dotes culinarias —declaró.
—«Locamente» no, Ed. Lo nuestro nunca tuvo nada de locura. Nosotros siempre
hemos sido racionales y prácticos.
—Habla por ti. He visto a esa chica esta mañana. Iba en el piso superior del
autobús por Ken High Street. Faltaba poco para las ocho y la vi entrar en Kensington
Gardens.
—¿A qué chica? ¿De qué estás hablando?
—Esa chica a la que llamas por teléfono a todas horas. Eva no sé qué. Eva
Simber.
—No la llamo a todas horas. La he llamado tres veces. Supongo que va a correr
por allí ahora que ha renunciado a Saint James’s Park. Está a unos cuantos kilómetros
de donde vive.
—Ya sabes cómo son estos fanáticos de la buena forma física.
Heather se acercó al mostrador y cogió la macedonia de frutas para ella y el
tartufo para Edmund.
—Hablando de fanáticos de la buena forma, esto no tiene grasa —le dijo.
—¡Qué mentirosa eres, Heather Litton!
—Esta noche va a venir Issy. Recuérdame que compre una botella de vino.
—No te lo recordaré —dijo Edmund—. La compraré yo. Compraré dos.
En casa de Avice también había tartufo de postre aunque ella, para perplejidad de
Marion, llamaba cena a la comida y «pudin» al segundo plato. Aquéllos no los había
hecho Marion, sino que los había comprado ya preparados en copas de plástico en el
frigorífico de un supermercado. Los volcó con cuidado, cada uno en un plato
individual de cristal y les echó nata batida descongelada por encima, rociando
primero el de la izquierda (la A va antes de la M en el alfabeto) con morfina.
—No sabe muy bien —dijo Avice, y dejó más de la mitad.
—Debes comer. —Marion estaba pensando en que aquello era desperdiciar lo que
probablemente fuera una medicina muy cara, por no mencionar el trabajo invertido
por todos esos pobres cultivadores de adormidera de Afganistán—. Tienes que
recuperar las fuerzas. Tómate aunque sólo sea una cucharada más.
Avice no quiso. De todos modos, Marion no perdió la esperanza y, después de que
Avice se hubiera ido a dormir, recorrió la casa mirando todas las cosas que se
Ismay se tomó una semana de las vacaciones que se le debían y se quedó en casa.
Tiempo atrás había ido tres veces de vacaciones con Andrew, una a Venecia, una a
San Sebastián y otra a Barcelona. El abandono de Andrew le había echado a perder
dichas ciudades. Nunca podría volver a ellas, quizá ni siquiera pudiera ir de nuevo a
Italia o a España. No podría soportar ver ella sola los palacios y las pinturas, la costa
y los parajes que había visto con él. Y ahora que lo pensaba, tampoco podría ver
lugares que no hubiera visto con él. La idea de viajar a cualquier sitio sin él la hacía
sentir muy mal. Imagínate las largas noches solitarias, ver a otras parejas, a
enamorados paseando en el atardecer cálido rodeándose con el brazo. Eso la mataría.
Así pues, se quedó en casa. En casa también era desdichada, pero así no era probable
que rompiera a llorar por la calle o se tumbara en el suelo y se golpeara la cabeza
contra él como tendría ganas de hacer en algún centro turístico costero.
De manera muy parecida a una dama medieval que ha llevado una vida alegre y
animada y se ve obligada a abandonarlo todo y retirarse a un convento, ella centró su
atención en las buenas obras. Se comprometió a mandar veinte libras al mes al Real
Instituto Nacional para Ciegos, nunca pasaba junto a un mendigo sin darle una
moneda y con frecuencia ofrecía sus servicios a Pamela para cuidar de Beatrix. Al día
siguiente de haber ido a cenar a casa de Heather y Edmund, subió a casa de su madre
a las seis, y le dijo a Pamela que si quería podía estar fuera hasta las once, o incluso
hasta medianoche.
Era junio, un mes que había empezado con mucho frío pero que ya era cálido,
soleado y sin viento. Ismay se sentó junto a la ventana de la sala de estar, frente a su
madre soñolienta que mascaba chicle con la misma lentitud con la que rumiaba una
vaca. Veía pasar a la gente y a los automóviles, pocas personas y muchos coches, y
pensó que todo el mundo parecía tener a alguien menos ella. Todas y cada una de las
personas que iban y venían ahí afuera estaban con otra. Para entonces Pamela ya
estaría con su Ivan. Heather tenía a Edmund. Ismay pensó con amargura que no le
sorprendería si una noche subiera y se encontrara con un hombre mayor sentado con
Pamela estaba preparando la cena para los dos en la cocina de Ivan. Había traído
consigo los ingredientes: pasta, salmón, una ensalada y un pudin de verano, todavía
en su cuenco, que había elaborado la noche anterior. En casa rara vez cocinaba nada.
Beatrix y ella vivían de comidas preparadas para llevar. Se estaba preguntando por
qué no habría llevado algo así cuando Ivan, que veía la televisión en la habitación de
al lado, entró en la cocina y miró la bonita ensalada con desdén.
—No como cosas verdes —anunció.
—Espero que comas pescado.
—Siempre que sea frito con patatas. Soy un hombre que come patatas fritas con
todo.
—Ya me he dado cuenta —repuso Pamela—. Se me ocurrió que esta noche te
gustaría tomar algo distinto. Si no quieres, podemos salir a cenar fuera.
—Comer fuera sale caro. Y no digas que ya pagarás tú porque sabes que no lo
permitiré. —Miró los tagliolini, el pesto, la nata y el salmón con cara de pensar si la
comida no habría superado la fecha de caducidad—. Tengo patatas. ¿No puedes freír
unas cuantas patatas y un huevo o algo así?
Pamela ya estaba aprendiendo que contrariarlo llevaba a un arrebato de mal
genio. Para su sorpresa, Ivan peló y cortó las patatas él mismo. Ella le frió su trozo de
¡Qué verde era! Como el campo, pero no del todo. Eva nunca había estado en
Kensington Gardens, o si había estado sería porque su papá la habría llevado de
pequeña. Habían vivido bastante cerca de allí. Trató de recordarlo, pero ni siquiera
pudo traer a la memoria el nombre de la calle. Lo cierto era que ella no conocía
Londres, tan sólo vivía allí. Tenías que vivir allí. O vivías en Londres o en una casa
grande en Gloucestershire. Cualquier otro lugar era impensable.
Había conducido hasta Notting Hill y dejó el coche que había sido el regalo de
cumpleaños de papá en un aparcamiento de un lugar llamado Linden Gardens. Era
curioso que llamaran Gardens tanto a un parque como a una calle. Hasta las ocho y
media no había que poner dinero en el parquímetro, por lo que daba igual que no
llevara nada encima. Aquella mañana se había puesto una de sus camisetas blancas, la
del ribete de encaje en el cuello, y unos pantalones de color rosa que le llegaban a
media pantorrilla, y no dejó de mirar de soslayo su reflejo en las ventanillas de los
automóviles aparcados.
Aquel espacio verde y desconocido estaba lleno de árboles cuyos nombres
desconocía. Mamá decía que no conocía el nombre de nada. Lo cual era una
vergüenza si se tenía en cuenta lo que habían costado sus estudios. Algunos de esos
árboles parecían de Navidad y otros tenían unas ramas que barrían el suelo pero unas
hojas demasiado grandes para tratarse de sauces llorones. Eva corrió por la avenida
de árboles, pasó junto a otros corredores y marchadores y se cruzó con algunos
hombres que corrían en pareja. Éstos le lanzaban miradas de admiración. Sin
embargo, casi todas las personas a las que vio estaban paseando al perro. A Eva le
gustaban los perros. Sobre todo le gustaba True, un labrador que se llamaba como
uno de los sabuesos de John Peel, y lo tendría consigo de no ser porque mamá decía
que tener un perro en Londres era una crueldad.
Hacía un día bonito y soleado y era lo bastante temprano como para que los
árboles proyectaran unas sombras alargadas por el cuidado césped. Eva torció a la
derecha y tomó un camino que cortaba a través de estas sombras y se dirigía a un alto
bloque de apartamentos situado al borde del parque. Pasó junto a la estatua de un
hombre a caballo y una fuente, junto a una casita con su propio jardín y una cerca
alrededor y junto a más árboles y arbustos altos con flores. Todos los demás
corredores se quedaron atrás. En un momento dado había visto un lago cristalino a su
izquierda pero ya lo había dejado muy atrás. Casi las últimas palabras que se dijo
antes de perderse fueron: «No tengo que perderme». Y entonces se perdió.
Eva no tenía ni idea de lo de fijarse en puntos de referencia cuando te encontrabas
en un lugar desconocido. Un árbol con forma extraña, por ejemplo, o un edificio
fuera de lo corriente, o un atisbo de algo conocido a través de las ramas. Aunque
hubiera habido señales de este tipo en las que fijarse a su regreso, Eva no las habría
advertido. Aún podía ver el bloque de pisos, que no parecía corresponderse con el
—Esa pobre chica —comentó Edmund al tiempo que le pasaba el Evening Standard a
Heather.
—Ya lo he visto —dijo Heather—. Me pregunto si lo sabrá Ismay. Últimamente
no lee el periódico. La verdad es que Eva era encantadora, pero no como mujer, sino
como niña de doce años.
—A Andrew Campbell-Sedge le gustan las niñas de doce años. ¿No te habías
dado cuenta?
Marion pensó en que a esa mujer todavía le quedaban unos diez años. Como mínimo.
Aquella mañana, a la hora del desayuno, había salido en la televisión un hombre de
ciento nueve años que celebraba su fiesta de cumpleaños. ¿Iba a quedarse con Avice a
pesar de este revés? Quizá durante un tiempo. Recordó el testamento. Éste aún seguía
en pie y perduraría. Sin embargo, ella no iba a permitirse ser una esclava atada a
aquel lugar. Había llegado el momento de que su pobre anciano padre sufriera una
enfermedad grave que requiriera su frecuente presencia. Ésta era su línea de
pensamiento, y estaba dudando si atribuirle un cáncer o una enfermedad coronaria
cuando sonó su teléfono móvil. La melodía eran los primeros compases de la Entrada
de la reina de Saba y Avice le preguntó, un tanto enojada, si se había dejado la radio
en marcha.
Era Barry Fenix quien la llamaba.
—¿Se acuerda de mí?
—Por supuesto que sí, Barry. Yo siempre digo que una vez que se ha visto ya no
se olvida. ¿Cómo está?
—Voy tirando, como siempre. Me preguntaba si podría pasar por aquí y echarle
un vistazo a la vieja. Esta mañana la he visto en el jardín y me ha parecido que tenía
un aspecto un poco delicado.
—Podría hacerlo —repuso Marion—. Déjeme que consulte la agenda. —Decir
«la» agenda sonaba mucho más oficial e importante que decir «mi» agenda. Marion
bailó un poco sin moverse del sitio. Se olvidó por un momento del jarabe para la tos y
luego volvió a coger el teléfono—. ¿Digamos… esta tarde a eso de las cinco?
—¿No podría venir antes?
Si era sensata, no. No si le dedicaba una hora a Irene y luego pasaba por casa de
su vecino a la hora de tomar una copa. Si se entretenía un poco era probable que se
sugiriera una cena…
—Me temo que tendrá que ser a las cinco, Barry. Tengo el día muy lleno.
En cualquier caso, tal vez fuera prudente por su parte volver a centrar la atención
en Irene, en vez de hacer caso de los insultos. Eran inherentes al trabajo. Al fin y al
cabo, Avice podía cambiar su testamento en cualquier momento. Lo cierto era que,
Ismay, más prudente que su tía, paró un taxi para recorrer la corta distancia hasta su
casa. Eran las once y veinte. Se estaba preguntando si Andrew todavía viviría en
Fulham o si se habría mudado a vivir con Eva Simber. ¿Y si lo llamara a su antiguo
número? ¿O al móvil? Podía telefonearlo como una vieja amiga, sólo para decirle que
lamentaba lo de Eva. No, no podía hacerlo. Su voz no era capaz.
Por primera vez en mucho tiempo se fue a la cama sin haberse tomado una copa
antes. Durmió más profundamente de lo que había dormido en semanas.
A Edmund se le ocurrió que tal vez la policía fuera a ver a su esposa. Al fin y al cabo,
aunque no era amiga de Eva Simber, había ido a su encuentro para hablar con ella en
Saint James’s Park y la había llamado por teléfono al menos en tres ocasiones. Que
una mujer telefoneara a otra para pedirle que dejara a su novio por el bien de su
hermana no era la manera más normal de entablar contacto con alguien. Así se lo
planteó a Heather.
—¿Tú crees? —dijo ella.
—Puede que quieran preguntarte si Eva te mencionó alguna vez que un hombre la
hubiera amenazado o acosado. Algo así. Harán preguntas de este tipo a todo el
mundo que la conocía.
—La verdad es que yo no la conocía.
—Sólo te estoy advirtiendo, cariño, para que no te asustes si viene la policía.
—Creo que no soy de las que se asustan —repuso Heather.
Ismay llamó más avanzado el día para preguntarle a Heather si pensaba que
habría que decirle a Andrew de alguna manera que ella lo estaba esperando, que
nunca había renunciado a él.
—No, no lo creo. Eso haría más mal que bien. Tendrás que limitarte a ser
paciente.
—Entonces, ¿crees que volverá conmigo?
—Tú ten paciencia, Issy. Espera a que vuelva o a que no vuelva. No tienes
muchas opciones, ¿verdad?
La policía no fue.
Fowler estaba trabajando la zona del West End que él denominaba su «jurisdicción»;
dejó atrás Oxford Street (lo cual era inútil si querías encontrar cosas realmente
buenas) y enfiló South Molton Street. La mañana estaba resultando muy mala y
sospechaba que el ayuntamiento de Westminster había vaciado los cubos hacía poco.
No era la hora en que lo hacían habitualmente, pero eso no quería decir nada. Podían
haber cambiado el horario o haber contratado a personal temporal que desconociera
las normas. Cruzó Bond Street y Regent Street e hizo una incursión en el Soho, lejos
de los lugares que frecuentaba. En un cubo de Old Compton Street rodeado por unos
desechos de huesos de pollo y unas cuantas tarjetas de un servicio telefónico de
prostitutas, encontró un jarrón roto y un paquete de cigarrillos con la etiqueta de
«FUMAR MATA» que contenía ocho colillas.
Fowler se dirigió hacia el sur con paso cansino. Habían pasado meses, años
incluso, desde la última vez que inspeccionó los cubos de Leicester Square pero cabía
la posibilidad de que uno de esos juerguistas borrachos que infestaban el lugar por las
Ella habría preferido decírselo en otro lugar que no fuera su propia casa. Habría sido
mejor que lo hicieran en un restaurante o incluso en un bar. Cuando lo sugirió, él
había dicho que suponía que lo decía porque tenía un largo camino. Ya iría él a
buscarla, pero su hermana loca estaría allí y tenía la sensación de que ella no quería
que la conociera.
A Pamela no le había gustado que llamara loca a su hermana, aunque lo estuviera.
Pero tampoco había insistido en el asunto. ¿Qué sentido tenía? ¿De qué serviría tratar
de reconciliar las cosas que él decía con sus principios? No haría falta que lo hiciera
puesto que aquélla era la última vez que se verían. Era septiembre y lo había estado
viendo desde principios de julio. Pero ya había tenido suficiente. Ella había intentado
que funcionara pero había fracasado. Tal vez él también lo había intentado… a su
manera. Se lo diría enseguida, no lo retrasaría. Iba a echar de menos hacer el amor
con él; no así el que él se quedara dormido después de y ella tuviera que ir hasta la
parada de autobús de noche, ni el que le faltara al respeto a su familia. Y muchas
otras cosas.
Desde el momento en que tomó esa decisión había estado pensando
concienzudamente en qué le diría. Había hecho todo lo posible por imaginar sus
respuestas. Él discutiría, por supuesto. Tal vez la tachara de ingrata. Y no pararía de
decir que no lo entendía. ¿Qué había hecho él? ¿Qué no había hecho? Era probable
que le preguntara si había otra persona. La gente lo preguntaba en ese tipo de
situaciones. Pero en última instancia tendría que aceptarlo. Pamela sólo esperaba que
lo inevitable, el final, no se retrasara demasiado. «Siempre te puedes marchar —se
dijo—. Lo único que tienes que hacer es decir adiós e irte».
A Marion no le había pasado por alto que, en tanto que en otra época, hacía unos
cincuenta años más o menos, la tradición dictaba que si te acostabas con un hombre
éste ya no querría casarse contigo, ahora era cierto lo contrario. No iba a casarse
contigo a menos que te hubieras acostado con él. Sin embargo, Barry Fenix ya debía
de tener sus añitos. Marion no sabía cuántos. Cuando le dijo a Fowler que tenía
sesenta y dos años se había limitado a pronunciar el primer número probable que se le
había ocurrido. Podría ser mayor, aunque difícilmente más joven.
¿Significaba eso que el hombre se aferraba a los prejuicios y la intolerancia de
hacía medio siglo o que había avanzado con los tiempos? Primero tendría que
averiguarlo. Tal vez pudiera llevar la conversación hacia el tema de la moral en la
actualidad. El problema era que nunca tenían una conversación propiamente dicha,
sino que Barry hablaba de la India y ella le decía lo maravilloso que era y lo mucho
que sabía.
Marion poseía una experiencia sexual muy limitada. A lo largo de las décadas
había tenido dos relaciones en las que entró más por posición social y prestigio que
por amor, y ninguna de ellas había durado más de unos pocos meses. Los amantes
decían que era frígida y, aunque ella negaba dicha acusación con vehemencia y
atribuía la frialdad de su respuesta a la torpeza y falta de atractivo de ellos, en su
fuero interno se decía que era cierto y se alegraba por ello. Así se ahorraba un montón
de problemas. Lo menos que se podía decir es que se trataba de un asunto sucio y
desaliñado. Por lo que a ella concernía, había que utilizar el sexo para la
manipulación y tal vez el chantaje, aunque sería difícil que la cosa llegase a ese punto
Marion llegó un poco pronto a Chudleigh Hill (había estado cuidando de los conejos
mientras Avice asistía a una matiné de La mujer de negro con Joyce y Duncan) y
estaba a punto de entrar con sigilo en casa de Barry por la verja lateral cuando Irene
salió por la puerta principal de su casa con unas tijeras de podar en la mano.
—Debes de andar distraída, querida —le dijo en un tono de voz muy alegre para
ser ella—. Vivo aquí.
—¡Dios mío! Acabaré olvidándome de cómo me llamo —comentó Marion con
gran presencia de ánimo. No le gustaban las tijeras de podar. Cuando tenía diez años,
Fowler casi le había cercenado un dedo con un par igual que el que llevaba Irene.
Aún tenía la cicatriz. Fowler no tenía intención de hacerle daño. No sabía si podía
decir lo mismo de Irene—. No puedo quedarme mucho rato, entraré un momento y
me iré.
Se sacó el jerez Bristol Cream, las tijeras de podar se dejaron sobre la mesa e
Irene emprendió una larga diatriba sobre su vecino de al lado. Dijo que estaba
enfurruñado. Sólo porque ella le había dejado claro que no estaba interesada en «nada
de eso». Era una tontería esconderse por el mero hecho de que era imposible que
tuvieran un idilio. ¿Por qué los hombres no eran capaces de comprender que no
siempre eran un regalo del cielo para las mujeres? Peor aún era el comportamiento de
Edmund. Para ser justos, ella no tenía la culpa de que esa esposa que tenía ejerciera
demasiada influencia sobre él.
—Han dejado el piso y se han instalado con la madre de ella en Clapham. Está
loca, ¿sabes? Me refiero a la madre. Señora Rolland, se llama. Supongo que la mujer
de Edmund pensó que así obtendría atención gratuita, aunque no sé qué puede hacer
él. No es que sea médico, ni siquiera psiquiatra.
—¿Loca? —dijo Marion—. ¡Dios mío!
—Tiene una hermana que vive arriba. Esme, o algo parecido. El novio la dejó
plantada y padece una depresión. Lo cual no significa nada hoy en día. Es probable
que también esté loca. Estas cosas son hereditarias, ¿sabes?
Marion se escapó al cabo de unos diez minutos. Irene salió con ella y, cuando ya
se habían despedido, recordó que tenía que quitar las flores marchitas a las dalias y se
había dejado las tijeras dentro. Mientras iba a buscarlas, Marion entró corriendo al
jardín de Barry. En cuanto cruzó la verja lateral oyó que Irene volvía y percibió el
zis-zás de sus decapitaciones.
—¿Cómo está mi gatita? —preguntó Barry por encima del lamento de un raga.
Marion pensó que tenía un aspecto muy extraño con esa chaqueta de seda bordada
sobre sus pantalones de franela y una especie de turbante en la cabeza con una pluma
y una piedra preciosa. Ella alzó el rostro para darle un beso como era debido—. Llevo
mis mejores galas por tu cumpleaños, querida. —Era el único que se había acordado
—. Espero que no te parezca que voy demasiado disfrazado.
Pamela estaba sentada en una silla de ruedas y no estaba sola. Había un hombre con
ella, alguien a quien Ismay creyó reconocer vagamente y que asoció con Guy, aunque
no conseguía ubicarlo. Pamela le tendió la mano e Ismay se inclinó para darle un
beso.
—¿Te acuerdas de Michael, Issy?
Entonces se acordó, por supuesto. Aquél era el hombre que había estado
prometido a Pamela en la época en que Beatrix se había casado con Guy. Era el
hombre que la había dejado una semana antes de la fecha prevista para su boda.
—¿Qué tal estás? —le dijo.
—La última vez que te vi eras una niña.
—Tenía quince años.
Michael miraba a Pamela como si se hubiera vuelto a enamorar de ella. Le tomó
la mano, se la besó con ternura y se marchó prometiendo regresar al día siguiente.
Ismay le dijo adiós y dirigió a Pamela una mirada inquisitiva.
—Sé lo que estás pensando. Me ha pedido perdón por todo aquello.
—Ya es un poco tarde, ¿no te parece?
Pamela siguió hablando como si nada.
—Me ha dicho que en parte fue por el hecho de que Guy muriera de esa forma.
Que tenía la sensación de que no podía estar relacionado con nuestra familia cuando
en realidad él esperaba que algo así ocurriera.
—¿Qué demonios quieres decir con eso?
—Me ha dicho que cuando Guy contrajo ese virus y daba la sensación de que no
hacía más que empeorar, él esperó que…, bueno, que no mejorara.
—¿Te refieres a que esperaba que muriera?
Michael había odiado a Guy, había querido su trabajo. Había roto con Pamela porque
se sentía culpable por desear la muerte de Guy. ¿O acaso era porque había matado a
Guy? Ismay se hizo esta pregunta en el taxi de vuelta a casa. Era mucho más probable
que sintiera culpabilidad porque había matado a Guy que por un temor neurótico y
poco fundado de estar relacionado con la familia de un hombre al que había querido
ver muerto. Había tenido llave, o bien acceso a la de Pamela, lo cual era lo mismo.
¿Podría averiguar, después de todo este tiempo, dónde estuvo Michael la tarde en que
murió Guy? ¿Podría ahora dar el enorme y espantoso paso de preguntarle a Heather si
Michael había ido a casa aquella tarde? ¿O incluso si podía haber entrado en casa sin
que ella lo supiera?
Hacía mucho tiempo que no pensaba en la muerte de Guy y en el papel que
Heather había desempeñado en ella. La pérdida de Andrew había dejado todo eso de
lado. Aquel día le vino de nuevo a la cabeza porque era el aniversario. Había ocurrido
aquel mismo día de hacía trece años, y los recuerdos siempre eran más intensos en
dicha fecha. Si no soñaba con ello deambulaba en sueños y otra vez más veía a
Heather en las escaleras con el vestido mojado y la oía decir: «Será mejor que
vengáis».
¿Acaso el hecho de que pensara en ello significaba que estaba empezando a
superar lo de Andrew? Lo veía difícil, pues esa idea y sus muchas posibles
repercusiones hicieron que Andrew volviera de tal manera a su conciencia que acabó
por preguntarse: «¿Qué importa ya? ¿Qué puede importar, después de tanto tiempo,
quién mató a Guy, suponiendo que lo matara alguien? Lo único que quiero es a
Andrew. No quiero respuestas. Lo quiero a él. Puedo esperar. Si alguien me dijera
Barry tenía una gran cantidad de cintas de aquella música india que escuchaba, pero
muy pocos CD. Marion, que fingía escudriñar su discoteca cuando regresaron a casa
del Maharanee, pensó que eso tenía que deberse a su edad. De hecho, era un hombre
tan chapado a la antigua que resultaba sorprendente que no lo tuviera todo en vinilos.
Barry le había dado el regalo en el restaurante. No era un sari como se había temido,
sino un vestido indio precioso, de color albaricoque, bordado con cristales y
lentejuelas.
—Quiero vértelo puesto —le dijo.
Marion soltó un gritito de niña pero se fue corriendo al dormitorio de Barry
lamentando un poco no poder brindarle su recompensa entonces. Pero eso no podía
ser. Daría al traste (una de las expresiones favoritas de Barry) con todo lo que ella
tenía tan bien planeado. El vestido era muy pequeño pero no demasiado para ella.
¡Gracias a Dios que llevaba sus zapatos de charol beis con los tacones de aguja!
La verdad es que Barry soltó un grito ahogado cuando la vio aparecer.
—¡Caramba! Eres todo un bellezón —dijo—. Hay que reservarlo para una
ocasión muy especial, y creo que sé qué ocasión será.
La primera vez que Irene la vio cruzar a hurtadillas la entrada lateral del patio trasero
de Barry pensó que Marion se había equivocado de casa. La segunda vez que la vio,
en esta ocasión acercándose con descaro a la puerta principal de Barry y gritando
algo por la rendija del buzón, sufrió una crisis de ansiedad. Se le aceleró el corazón,
gimió y se atragantó, se rió y luego lloró. Telefoneó a Edmund pero cuando éste llegó
ya se le había pasado y estaba echada, incapaz de alzar la voz por encima de un
susurro.
—¿Ha ocurrido algo, madre? ¿Te has llevado algún susto?
No iba a contárselo.
—Soy propensa a las crisis de ansiedad. Después de todo este tiempo ya tendrías
que saberlo.
—¿Quieres que te prepare una bebida caliente? ¿O que te traiga algo de comer?
—Si no puedes ofrecerme nada mejor… Comprendo que no eres médico
precisamente.
Edmund regresó a Clapham con Beatrix pero también con Heather y ella hizo que
todo fuera bien.
—A veces pienso que si pudiéramos elegir a nuestras madres preferiría tener a la
tuya que a la mía.
Heather se echó a reír.
—La mía nunca ha estado más calmada y… bueno, contenta, que desde que tú
cuidas de ella. Y ya no ha vuelto a pegar la pastilla al chicle.
—No tiene ocasión de hacerlo —dijo Edmund.
Marion iba a ver a Barry pero no había llevado ni la cinta ni el halva. Había reunido
los ingredientes para elaborar el dulce (miel, semillas de sésamo, nueces y azafrán) y
entonces descubrió, en una nota a pie del libro de cocina, que era un dulce turco. En
cuanto a la cinta, pensó que antes de dársela a Barry debía echarle un vistazo. La
había sacado de su estuche de plexiglás y la examinó. ¿No era bastante peculiar que
hubiera una sencilla cinta de casete negra en un estuche con la fotografía de un
hombre con turbante que navegaba por un lago azul? Quizá no se tratara de Rainy
Season Ragas, al fin y al cabo. ¡Típico de Fowler! Con todo ese trajín entre Pinner y
West Hampstead en aquel momento no tenía tiempo de comprobarlo.
Tampoco tuvo tiempo de idear formas de entrar en casa de Barry a escondidas.
Tendría que confiar en la suerte y la tenía en contra. Irene estaba frente a su ventana
en saliente, hablando por teléfono. Al ver a Marion la saludó con la mano y le sonrió.
Marion pensó que era el tipo de sonrisa que uno esbozaba si quería tranquilizar a
alguien pero en realidad tenía la intención de traicionarlo. Tal vez Irene había estado
hablando pestes de ella con Barry.
Se sirvió una copa de vino y puso en marcha la cinta. Fuera lo que fuese lo que
hubiera esperado oír, desde luego no era una voz femenina. Las primeras palabras de
la mujer no le dijeron nada. «Mi padrastro se llamaba Guy Rolland. Tenía treinta y
tres años cuando se casó con mi madre, y ella treinta y ocho». Marion detuvo la cinta.
Aquello no era la forma musical tradicional india de la que Barry le había hablado.
Sintió una fuerte punzada de decepción. Las canciones románticas indias eran justo lo
que necesitaba para hacer que Barry fuera al grano.
Después no supo por qué no lo había dejado ahí. Barry iba a ir a cenar («Para ver
el nido de mi gatita»), pero aún faltaban dos horas para que llegara, tiempo suficiente
para volver a ponerse el chándal y correr hasta HMV para elegir un CD. Seguro que
tenían música india y podía comprarlo con la Visa. La mera idea de quitarse el
vestido y volver a ponérselo luego la hizo desistir. Llena de ira contra Fowler, pulsó
el botón para hacer avanzar la cinta. La voz dijo: «Mi padre, y el de Heather, llevaba
muerto tres años». Heather. A Marion le llamó la atención el nombre. Detuvo la cinta
y la rebobinó. Ella conocía a una Heather. Sólo conocía a una mujer con ese nombre
y estaba segura de que nunca había conocido a otra.
Volvió a poner la cinta, oyó «Heather» y no obtuvo ninguna otra pista acerca de la
identidad de la mujer que hablaba, pero entonces se pronunció un nombre que le
resultaba muy familiar. «Tengo que contarte esto, Edmund, y ésta me pareció la
mejor forma de hacerlo». Marion sintió que la invadía una vertiginosa oleada de
adrenalina. Tomó un sorbo de su Sauvignon y escuchó el resto.
Barry llegó un poco pronto, admiró cómo le quedaba el vestido y le dio uno de
Ismay salió del metro en Clapham South y emprendió el camino hacia su casa. Pensó
en las mujeres de su misma edad que vivían en Hammersmith, en Acton y en
Shepherd’s Bush y que, desde la detención de Preston, se habían sentido más seguras
ahora que estaba encerrado. Incluso allí se encontraba lo bastante al oeste como para
que resultara peligroso. Mientras aquel hombre estuvo libre, cada vez que salía Ismay
era todo el rato consciente de la necesidad de ser astuta, de no alejarse de los lugares
bien iluminados y, de ser posible, concurridos, de no tomar nunca atajos por
callejones o pasajes estrechos y oscuros.
La calle en la que vivían nunca estaba abarrotada de gente, sólo atestada de
coches, automóviles alineados junto a los bordillos a ambos lados de la calzada. En
una ocasión, alguien (un hombre) le había dicho a Ismay que si se le acercaba «uno
de esos delincuentes», como dijo él, tenía que subir de un salto al capó de un coche y
ponerse a gritar. Ismay no creía que pudiera subirse a un coche de un salto y, en caso
de intentar semejante medida de seguridad, estaba segura de que su perseguidor
saltaría mejor que ella. Pero lo cierto era que ahora que Preston se encontraba bajo
llave había menos peligro. Se acercó a la casa con las piñas en los postes de la verja y
subió las escaleras bajo el tejadillo de vidrio hasta la puerta de entrada.
Nada más entrar percibió un olor que hacía meses que no olía en casa. Humo de
cigarrillo. Allí no venía nadie que fumara… excepto una persona. El corazón pareció
alzársele flotando en el pecho y golpear contra las costillas. Como se le había secado
la boca, el gritito que soltó quedó medio ahogado. Le tembló la mano al abrir la
puerta de su piso.
Andrew estaba sentado en el sofá fumando un cigarrillo y leyendo el Evening
Standard.
La felicidad pura y perfecta se había desvanecido. No había durado más que unas
horas. Ismay trató de afrontar la situación con objetividad y supo que la culpa era de
Andrew, no suya. Tampoco tenía nada que ver con Edmund y Heather. Ellos no
habían hecho nada más que instalarse en el piso de arriba desinteresadamente para
cuidar de Beatrix cuando hubieran preferido mucho más mudarse a su nueva casa
propia. Andrew había hecho que Ismay le tuviera miedo. Aun sin amenazarla
abiertamente, él había dejado claro que Edmund y Heather le resultaban tan odiosos
que no permanecería bajo el mismo techo que ellos. En tanto que aún creía que
estaban viviendo en Crouch End, a una gran distancia de Clapham, hablaba de ellos a
menudo refiriéndose a Edmund como al «enfermero» y a Heather como «la gorgona
de tu hermana». Ismay protestaba, pero sin mucha energía.
Aunque Andrew estaba allí casi todas las noches todavía no se había mudado,
pero Ismay se pasaba el rato temiendo que descubriera que Heather y Edmund
estaban viviendo arriba. Tras haberlo intentado sin éxito, ahora se sentía
profundamente avergonzada por haber hecho creer a su hermana que le gustaría que
se marcharan. Recordó con pena la reacción de Heather, herida, su indignación
contenida. Nunca más volvería a insinuar lo que quería, aunque, cada vez más, su
deseo ardía con tal fuerza que tenía la sensación de que éste debía de ser patente sin
necesidad de palabras. Soñaba que Andrew lo descubría y se creaba fantasías de su
furia y de las acusaciones de engaño, mentiras y evasivas que le lanzaría.
Además, estaba la amenaza de Marion Melville. No había vuelto a saber nada
más de ella pero apenas había transcurrido una semana. Cada vez que sonaba el
teléfono Ismay creía que era ella quien llamaba. Andrew no se sorprendería si
averiguaba la naturaleza de la amenaza, que existía una cinta en la que Ismay había
dicho que su hermana era la causante de la muerte del padrastro de ambas, pues
odiaba tanto a Heather que no le costaría nada creérselo, pero cortaría su relación con
la familia Sealand. Tal vez no acudiera a la policía, aunque era probable que sí, pero
nunca volvería a ver a Ismay. Ella lo sabía, estaba tan convencida de ello, o más
convencida aún, como de la furia que Andrew sentiría y demostraría si descubría la
presencia de Heather y Edmund en la casa.
No obstante, desde que había regresado se había mostrado seductoramente dulce
con ella, aunque no se podía decir que necesitara seducirla. Todos los días llegaban
rosas rojas; una el primer día, dos el segundo y así sucesivamente. Los crisantemos se
habían marchitado enseguida. Le hacía el amor mejor que nunca, como si Eva no
hubiera existido, y daba la impresión de ser, y de que siempre lo había sido,
absolutamente monógamo. La llevaba a cenar a lugares que Ismay hubiera pensado
que se hallaban fuera de sus posibilidades. Él se reía de sus protestas.
—Nada es demasiado bueno para ti, cariño —decía, y entonces citaba algo
parodiando un tono dramático—: Cuantas cosas tengo son tuyas.
—No tengo dinero —dijo Marion—. Es inútil que me lo pidas. Tampoco hay ginebra.
Voy a ser sincera contigo, Fowler. Ahora mismo tengo que vivir con cien libras a la
semana, nada más. Tengo que pagar el impuesto municipal y el recargo del agua o
como lo llamen. Pero ¡qué sabrás tú de estas cosas!
Cuando éramos pequeños hubo una semana en que me diste toda tu calderilla
porque quería una chocolatina Bounty. Me prestaste una libra con sesenta y cinco
para comprarle un regalo de cumpleaños a mamá.
—Sí, y aún estoy esperando que me lo devuelvas.
—¿De dónde has sacado las cien libras? ¿De tu amigo?
—No preguntes y no te mentiré —respondió Marion—. Puedes quedarte esta
Por primera vez desde hacía años, Beatrix mostró un atisbo de emoción cuando su
hermana entró en la habitación. Le tendió la mano a Pamela, ésta dudó si
estrechársela o agarrársela y optó por llevársela a los labios. Beatrix siguió su mano
con la mirada, ceñuda, y tocó el punto en el que se habían posado los labios de
Pamela. Entonces le ofreció un bombón.
—¡Vaya! Nunca te había visto hacer esto —dijo Pamela.
Beatrix asintió mirando a Michael de una manera moderadamente amistosa.
—Esto debe de ser cosa tuya, Edmund —comentó Pamela—. Espero que no
estéis pensando en marcharos.
—Mañana —repuso Edmund—. Debemos irnos. Hemos esperado casi nueve
meses para entrar en nuestro nuevo piso.
Heather llevó una botella de champán y cuatro copas.
—Para celebrar tu regreso a casa —dirigió una mirada significativa a Pamela y
añadió—: ¿Y quizás otra cosa…?
—No exactamente —dijo Pamela—. Michael me ha pedido que me case con él.
Dice que vivirá aquí conmigo y con Beatrix o que podemos mudarnos a su casa y
traerla a ella, pero no lo voy a hacer.
—Dice que no quiere imponerme esa carga. No sería una carga. Siempre le he
tenido mucho cariño a Bea.
—Espero que Michael se quede conmigo. Espero que sea…, no diré mi novio,
Barry recibió la bata y el cuadro del sultán con su novia, que había adquirido por
correo, con una gratitud que superó las expectativas de Marion. Se empeñó en
ponerse la bata encima de la camisa y los pantalones que llevaba y sólo se la quitó
para cambiarse antes de que salieran. Mientras él se encontraba en el piso de arriba,
Marion echó un buen vistazo por el salón. Los libros, que nunca había examinado
hasta entonces, eran principalmente historias de la India y biografías de lumbreras
británicos e indios. Pero también había unas cuantas obras sobre medicina forense, un
par de informes de investigaciones de patólogos y una gran cantidad de crímenes
verdaderos, particularmente asesinatos de esposas. Como tenía una mentalidad
desconfiada y unas tendencias delictivas no reprimidas que compartía con su
hermano Fowler, Marion se preguntó por primera vez cómo habría muerto la señora
Fenix. Quizá fuera prudente preguntarlo. Hablando de lo cual, ¿en qué había
trabajado Barry antes de jubilarse? Le parecía que Irene le había contado que era
funcionario del Estado.
Barry salió y la llevó en coche a Saint John’s Wood, a un nuevo restaurante indio
llamado Pushkar. Vestía una chaqueta blanca con sus pantalones de raya diplomática
y una gorra también blanca, cosa que Marion podría haber aceptado sin sentirse
avergonzada de no ser por la presencia de tantos comensales hindúes auténticos. Tuvo
la impresión de que dos o tres de ellos intercambiaban unas sonrisas divertidas. Barry
se sorprendió bastante cuando Marion le preguntó sobre la muerte de su esposa. «El
corazón», dijo, y desvió la conversación al tema de la bata adquirida por correo. A
Marion le parecía que Barry hubiera tenido que descubrirse mientras comía, pero se
relajó un poco al ver que nadie lo había hecho.
A pesar de su comienzo prometedor, la velada no fue lo que se dice exitosa. Barry
sólo la había llamado gatita una vez, era extraño lo callado que estaba y parecía
nervioso. Mientras comían la ternera Madrás y el shag gosht, Marion se devanó los
sesos buscando algo que decir, le preguntó si le gustaba su jersey lila de cachemira y
recibió una sonrisa y un «Es genial» como respuesta y, una vez más, tuvo que hacer
frente a aquel desacostumbrado silencio.
—Quiero preguntarte una cosa, Barry —le dijo.
Él le dirigió una mirada preocupada.
—Es…, bueno, ¿qué tipo de trabajo hacías cuando…? —Se hizo un lío y lo
intentó de nuevo—: Quiero decir que cuál era tu…
Barry la interrumpió:
La «charla» con Andrew no había tenido lugar. Ismay pensó en todos los
psicoterapeutas, consejeros y encargados de consultorios sentimentales a los que
había oído aconsejar a sus clientes que tenían que «discutir las cosas», por lo visto sin
comprender nunca que hay ciertas personas, muchas personas, que se niegan a
hacerlo, que sencillamente desestiman la sugerencia con un «No hay nada de lo que
hablar» y se cierran en banda o se van. Andrew era una de esas personas. A Ismay le
habría gustado más que nada sentarse con él y explicarle con franqueza cómo se
sentía, lo mucho que la hicieron sufrir sus marchas y recibir de él alguna explicación,
algún motivo para utilizarla de la forma en que lo hizo. Ismay pensó que debía de ser
masoquista, y supo que él le diría que lo era. ¿Admitiría que podía ser un sádico?
Asimismo, Ismay se confesó a sí misma que también debería sentarse con Heather
para que, al fin, después de todos esos años, le contara la verdad sobre la muerte de
Guy. Y sobre la muerte de Eva. Lo cual empezaba a parecerle más plausible que
hablar con Andrew.
Si Marion Melville continuaba exigiéndole dinero (y no parecía haber ningún
motivo por el que no debiera hacerlo), llegaría un momento en el que tendría que
hablar con Heather. Por alguna razón sabía que su hermana no le mentiría. Si se lo
preguntaba sin ambages su hermana le contaría la verdad. Y entonces, ¿qué haría con
—No quieres que me conozca, ¿verdad? —dijo Fowler—. No es muy amable por tu
parte, sobre todo cuando te he traído una caja de disquetes entera.
Los había encontrado en un cubo a las puertas del hotel The Dorchester, unos
disquetes de los colores del arco iris que parecían estar sin estrenar.
—No me sirven de nada —dijo Marion—. No tengo ordenador.
—Si encuentro uno te lo daré como regalo de boda.
—Nadie tira ordenadores a los cubos de basura. Y no, no quiero que te conozca.
Puede que esté prometida, pero eso no es lo mismo que estar casada, ¿verdad? El
compromiso puede romperse y tú solo bastas para hacer cambiar de idea a cualquier
hombre.
Fowler se sirvió lo que quedaba de la ginebra que Marion guardaba en el
frigorífico y los últimos centímetros de tónica de la botella.
—¿Le has hablado de mí? ¿Sabe al menos que existo?
—Si te empeñas en saberlo, le dije que eras un ermitaño.
Andrew había alquilado un coche e iban a pasar fuera el fin de semana en un hotel
rural. A juzgar por el folleto parecía un lugar elegante, una casa señorial reformada
que antaño fuera el refugio de Carlos I y cuyo propietario, en una época posterior, fue
anfitrión de Jorge III. El hotel se hallaba rodeado de unos veinte acres de jardines y
contaba con spa, gimnasio y piscina. Antes de marcharse, Ismay tenía que pagar el
dinero con el que compraba el silencio de Marion Melville. Esas doscientas libras
eran casi todo lo que le quedaba en la cuenta del banco hasta que cobrara el sueldo la
semana siguiente. Dejó a Andrew en la cama y fue andando hasta el cajero
automático con la sensación de que aquélla era la última semana de su vida. La
siguiente vez Marion le pediría más y ella no podría pagárselo. Andrew recibiría la
cinta por correo o, lo más probable, la propia Marion se la entregaría en mano para no
correr ningún riesgo. Ismay se imaginó las consecuencias. Primero tendría lugar ese
tipo de pesquisas que a él se le daban tan bien y que a ella tanto la desmoralizaban.
Sería como la que había emprendido acerca del hecho de haberle ocultado la
presencia de Edmund y Heather en la casa, pero mucho, mucho peor. Ismay lo
conocía muy bien. Imaginó su asombro, medio fingido, su interrogatorio propio de
abogado, su amenaza de que, como ella bien comprendería, no podía «dejarlo pasar»,
luego su decisión poco considerada de acudir a la policía y, por último, su despedida.
Adiós, ése era el fin y era inevitable, pero ella debía entender que, dadas las
circunstancias y su situación, no podía permitir que lo relacionaran con una persona
cuya hermana…
Ismay había quedado con Marion más pronto que de costumbre. Y el encuentro
tendría lugar en la estación de metro de Clapham Common, no en el puente de
Hungerford. Ismay no podía ausentarse mucho tiempo. Andrew ya estaba demasiado
suspicaz y querría saber dónde había ido y qué había estado haciendo. Si había ido de
—Suponía que te gustaría una gran boda vestida de blanco en la iglesia —dijo Barry
—. No hay motivo para que no sea así. Puedo costearlo.
—No, cariño, me parece que no. Se tarda mucho tiempo en organizarla. De
hecho, lo que quiero es ser tu esposa lo antes posible.
—¿Eso quieres, gatita? Entonces vayamos al registro civil de Camden y luego
partiremos hacia la India. ¿Qué te parece tres semanas? Calculo que tienen que ser
unas tres semanas.
Barry retomó la lectura de The World Scanner’s Guide to the Asian Subcontinent.
—¿Arreglarás tú lo de la boda entonces?
—Por supuesto que sí, gatita. Me pasaré por allí esta tarde.
—¿Y estaremos sólo nosotros dos?
—Vamos a necesitar testigos. ¿Qué me dices de ese hermano tuyo? Y tal vez un
viejo colega mío.
—¿De la Administración pública?
—En efecto —repuso Barry, quien crispó la boca de un modo muy parecido a
como lo hacían el señor Hussein y sus hijos. Marion no podía imaginarse qué tenían
de gracioso las cosas que decía.
El señor Hussein asistió a la fiesta de compromiso y trajo consigo a uno de sus
hijos, a Khwaja, el más alto y atractivo, acompañado por una esposa sofisticada
vestida con un shalwar-kameez de lamé dorado. Marion, ataviada con su vestido
hindú, se sentía completamente a su altura. Tenía la esperanza de pavonearse ante
Irene Litton, pero Irene no acudió, aunque Edmund y Heather estaban presentes. Por
lo visto Barry no tenía parientes, o no tenía ninguno a quien quisiera invitar, sino que
la mayoría de los invitados eran antiguos colegas suyos funcionarios, todos ellos ya
jubilados. A Marion le pareció el grupo de hombres más aburrido con el que se había
topado nunca. Sonrió como una tonta cuando Barry la presentó como su «encantadora
futura novia», pero no tardó en escabullirse con la excusa de que tenía que «ocuparse
del refrigerio».
De éste se encargaban los empleados del catering, todos ellos paquistaníes, y la
comida consistía en un espléndido manjar mogol, la favorita de Barry, que cubría dos
largas mesas de bufé. Marion cogió un plato de samosas y se las ofreció a Heather y
Edmund.
—¿Cuándo es la boda, Marion? —le preguntó Edmund.
—Dentro de dos semanas. Al día siguiente nos iremos a la India de luna de miel.
Es lo mejor de las bodas, ¿no os parece? Vosotros no tuvisteis luna de miel, ¿verdad?
Ismay había sido fuerte y valiente. Le había plantado cara a Marion Melville y había
dicho cosas y realizado amenazas de las que difícilmente se habría considerado
capaz. Y ahora había surgido la reacción y, sin preocuparse por lo que pensaran de
ella los transeúntes, se había sentado junto a una pared y se había puesto a llorar.
Una mujer muy guapa llorando en la calle no tarda en llamar la atención, casi
siempre la de hombres optimistas. Dos de ellos le preguntaron si le pasaba algo y uno
se ofreció a ir a buscarle algo de beber. Ismay se dio cuenta de que tenía que
recuperar la compostura, se puso de pie, se frotó los ojos con el único pañuelo de
papel que tenía y empezó a pensar qué excusa le daría a Andrew para justificar su
ausencia. Al menos había desaparecido una gran preocupación. No tenía ninguna
duda de que Marion había salido de su vida para siempre. Ella se había encargado de
que lo hiciera. ¿Podría ocuparse también de los otros dos grandes dilemas? Uno de
ellos sí podía manejarlo, y debía hacerlo. Había llegado el momento de encararse con
Heather y, después de trece años, preguntarle qué había sucedido en realidad.
Empezaba a ver como necesario y esencial aquello que durante tanto tiempo le había
parecido imposible e insalvable. Ahora no había ninguna posibilidad de que otra
persona se lo preguntara, debía hacerlo ella.
En cuanto a Andrew, si no quería que le arruinara la vida y acabar destrozada,
debía negarse a permitir que la separara de Heather y de Pamela, fuera cual fuese el
precio. Para entonces Ismay ya viajaba en el vagón del metro. Apoyó la cabeza contra
el asiento y cerró los ojos al pensar en cuál sería dicho precio.
El hecho de que Marion hubiese averiguado por sí misma a qué se dedicaba Barry
había convencido a éste de que estaba fascinada con sus recuerdos, de modo que eso
fue lo que hizo, rememorar. Quizá la India fuera su primer amor, pero comía en
restaurantes indios todos los días, se ponía ropa india siempre que le apetecía y en
cuestión de una semana iba a ir allí de viaje. Desde la muerte de su esposa no había
tenido a nadie con quien hablar de sus viejos tiempos en la policía, a menos que algún
antiguo colega fuera a su casa a tomar una copa, pero ahora estaba Marion, que era
todo oídos y estaba ansiosa por escuchar sus casos, sus aventuras y sus triunfos.
Marion lo entendía y, aunque se aburría como una ostra, lo vio como algo
positivo en aquellos últimos días cruciales antes de convertirse en la señora Fenix y
consideraba, por decirlo así, que era demasiado tarde para hacer nada al respecto.
Marion escuchó, sonriente y con admiración, el caso de la viuda Wandsworth, quien
había matado a tres maridos y habría eliminado a un cuarto de no haber sido por la
intervención de Barry, y el misterio (hasta que Barry lo resolvió) de Bernard el ladrón
de Balham, que entraba en los pisos y cortaba mechones de pelo a las mujeres
mientras éstas dormían. Ella esperaba a diario oír el caso del hombre de Clapham al
que encontraron ahogado en el baño, pero él nunca habló de eso.
Algunas veces su propia historia pasada la inquietaba. ¿Qué diría Barry si supiera
lo de las perdices y el urogallo que había congelado, o lo de los tarros de caviar y el
queso Stilton que le había quitado a la señora Pringle? ¿Y qué decir de la plata, el
cristal y las joyas que se había llevado de casa de Avice Conroy? Luego estaba lo de
la morfina. Avice no había muerto (de haber sido así, Marion no se habría
preocupado tanto por esos adornos) pero su intención era hacer que muriera, y eso
suponía una tentativa de asesinato. No había que olvidar (aunque lo intentaba) todas
esas cosas que, aun sin ir contra la ley, Marion sabía que Barry desaprobaría
completamente: las mentiras sobre su padre, sus esfuerzos por arreglar el testamento
de Avice, o el hecho de guardarse la morfina en lugar de entregarla. Durante toda una
semana había conservado y utilizado en trenes y autobuses el abono de otra persona.
No se trataba de que le remordiera la conciencia, en una ocasión le había dicho a
Fowler que no sabía lo que significaba dicho término, sino más bien de que la boda se
suspendería si Barry llegara a averiguar una sola de esas cosas.
La actitud de Marion ante sus próximas nupcias era muy parecida a la que habría
tenido una futura novia victoriana de clase alta. O, al menos, a lo que nos dicen
algunos autores. La cuestión era casarse, que luego ya podían salir a la luz todas esas
infracciones de la ley y la moralidad. En el caso de las victorianas, normalmente se
trataba de deudas pendientes de saldar porque, una vez casados, el marido sería
responsable de su esposa pero no podía hacer otra cosa aparte de abandonarla.
Marion pensó que Barry podía abandonarla, por supuesto, pero aun así ella obtendría
la mitad del valor de su casa y sin duda una pensión. La cuestión era casarse.
—Espero no ser poco razonable, cariño. Por supuesto que no intento evitar que veas a
tu hermana. Es tu hermana, aunque soy tan ingenuo que me maravillo ante las
disparidades que pueden encontrarse en una familia. Sencillamente no quiero tener
que estar cerca de ella ni de ese maricón reprimido con el que está casada. Si vienen
aquí quizá puedas avisarme y así me aseguro de estar fuera.
Ismay alzó la vista para mirarlo.
—¿Eso va también por Pam y Michael?
—Vamos, Issy. Sabes que no soy poco razonable. Él no me gusta. Y no es que ella
me vuelva loco, ya que estamos. Pero no se me ocurriría impedirte que subieras a ver
a tu madre, ni mucho menos. Debes saber que la familia es muy importante para mí.
Y puedes traerlos a todos aquí si quieres. —Le sonrió y le tomó la mano—. Una vez
al año —dijo—. De todos modos, no vamos a vivir aquí siempre, ¿no? ¿Qué te parece
la idea de mudarnos y comprar un piso? Este lugar no es ideal y está muy apartado.
Ismay había vivido allí toda su vida pero si él quería se mudaría.
—Si es lo que quieres… Para mí sería un paso muy importante.
—Dicen que María Estuardo le dijo a Bothwell que lo seguiría hasta los confines
de la Tierra en enaguas. Yo sólo te pido que vayas a Chelsea.
Había reservado una suite en el Savoy para el martes por la noche. Era el
cumpleaños de Ismay, cosa que tal vez fuera motivo más que suficiente, aunque
nunca antes había hecho nada parecido. «Ponte elegante —le había dicho—. Es
importante». Lo primero que hizo Ismay esa mañana, antes de que Andrew se
levantara, fue sacar la cinta del bolso en el que la había llevado desde el sábado y
tirar de la banda magnética para sacarla del carrete interior del casete. Fuera hacía
mucho frío. Se puso el abrigo de invierno, cogió uno de los ceniceros que usaba
Andrew y una caja de cerillas y salió al patio trasero, caminó hacia el fondo del
Tomó un baño y se puso un vestido blanco corto y tenue. A él le gustaba mucho que
vistiera de blanco o de negro. ¿Qué sería lo que iba a decirle? Se le metió en la
cabeza que era algo sobre Eva. Que seguía llorando su pérdida, una chica tan dulce y
buena, o algo parecido. Sin embargo, aún no había dado muestras de estar llorando su
pérdida. Podía tratarse de otra cosa. Le había dicho que era su día especial. Ismay se
maquilló, se peinó el cabello recién lavado y regresó al dormitorio.
—¡Eres tan hermosa! —dijo Andrew—. ¿Quién miraría a otra mujer estando tú
presente?
«Tú lo harías», pensó Ismay, pero no dijo nada. No en aquel día especial. Eran las
—¿Recuerdas —dijo Heather— que el día que nos casamos te dije algo sobre Tess, la
de los D’Urberville, que se casó con un hombre llamado Angel y que luego se
hicieron una confesión recíproca? Tú me respondiste que ya nadie hace esas cosas. Te
referías al asunto sexual. Quizá ya no se haga, pero yo no me refería a eso. Me refería
a otra cosa, pero no pude contártela. Perdí el valor.
—No es necesario que me cuentes nada —dijo Edmund.
—Sí que lo es. Voy a contártelo ahora. Tengo que hacerlo.
Aquello debería haberle quitado de la cabeza cualquier otra cosa y durante un rato así
fue. El anillo era precioso, con un solitario tan grande que por un momento o dos
dudó que pudiera ser un diamante de verdad.
—Por supuesto que es de verdad —afirmó él, riendo. ¡Qué iba a darle a una chica
una persona seria, cualquiera que sea alguien, si no la piedra más preciosa!
Ismay estaba mareada de felicidad, Eva había desaparecido y el joven Kieron
Thorpe de diecinueve años también, al menos en apariencia. Sin embargo, incluso en
aquellos momentos sabía que ambos rondaban bajo el umbral de su conciencia. ¿Es
que siempre tenía que haber un gusano en el capullo?
Andrew hizo que publicaran el anuncio de su compromiso en el Daily Telegraph.
Ismay lo leyó una y otra vez, pues era maravilloso ver sus nombres emparejados:
Andrew Jefferson, hijo del señor y la señora Campbell-Sedge e Ismay Lydia, hija
mayor del difunto señor James Sealand y señora. Pero al abrir el periódico para
buscar la página de compromisos, vio otra fotografía de Eva junto a los
procedimientos en los tribunales donde se había dictado el auto de procesamiento
contra Kieron Thorpe.
Tuvo la sensación de que aquellos momentos de emoción, esos días gloriosos en
que la felicitaban, la agasajaban y la amaban debían de ser limitados, que no tardarían
en desvanecerse y alejarse poco a poco. Y tenía que hablar cara a cara con Heather.
Al fin, después de tanto tiempo, tenía que saberlo y actuar en consecuencia.
¿Supondría eso el fin de su compromiso, el fin de todas las cosas buenas y dichosas
que hacían su vida mejor?
Llevaba algo azul en sus zapatos, lo viejo era la falda y lo nuevo eran las medias que
había comprado en el mercadillo de Church Street por cincuenta peniques. Un collar
de perlas que le había robado a Avice y que se dijo que iba a devolver serviría como
algo prestado. Las novias tenían que presentarse un poco tarde a sus bodas, para dar
la impresión de tímida renuencia, pero los nervios de Marion se encargaron de que
llegara a tiempo, incluso un poco temprano. Los testigos eran la hermana de Barry y
ese policía llamado Ambury. La boda transcurrió sin ningún percance. Las
sensaciones de Marion eran las frecuentes en las novias que están desesperadas por
casarse (es decir, que se celebre la ceremonia y se legalice la unión) más que por ser
amadas y deseadas, una sensación de irrealidad, de vaguedad, de vivir en un sueño
demasiado bueno para ser cierto.
Al descender por la escalera del registro civil tuvo que aferrarse al brazo de Barry
y aun así estuvo a punto de tropezar con los bajos de la falda rosa con volantes. Veía
el mundo, las calles, los edificios, la gente, las caras, un perro, árboles, coches y
autobuses, a través de una pálida neblina dorada, lo cual no era únicamente
Heather admiró el anillo de Ismay y dijo: «Me alegro por tí». Sabía lo mucho que
quería a Andrew. Habían estado juntos mucho tiempo y seguro que se conocían muy
bien el uno al otro. Ismay se fijó en que su hermana dijo «por ti» y no comentó que
Andrew era un chico estupendo o una persona a la que le gustaría tener como cuñado,
y no la culpaba por ello. Heather nunca mentía. O mejor dicho, no lo había hecho
desde que secundó la mentira de su madre y respondió con un no rotundo a la
pregunta del inspector Fenix relativa a si se encontraba en casa aquella tarde.
Después de aquello siempre había dicho la verdad. Así pues, ahora también la diría.
—Vi el anuncio en el periódico. Me lo enseñó Marilyn en el trabajo. Dijo que
debías de ser una persona distinguida y le dije que tú no pero que Andrew sí.
Todo estaba muy silencioso allí en lo alto, por encima de Londres. Desde la ventana y
con la luz del día se podían divisar todos los monumentos, la cúpula de San Pablo, la
Torre de Correos y, a lo lejos, en un día bueno y despejado, el resplandor gris
plateado del río con un puente indeterminado que lo cruzaba. Aquella noche, en la
oscuridad del invierno, no había más que una extensión de luces, algunas quietas,
otras que parpadeaban en varios colores y una que destellaba intensamente cada
pocos segundos. Ismay se alejó de la ventana y volvió a sentarse.
—¿Qué vas a hacer? —preguntó Heather.
—No lo sé. Dijiste que ya sabía el resto. En realidad no lo sé. ¿Qué pensaste que
ibas a hacer?
—¿Después de ahogarlo? Luchó y se resistió, pero estaba débil, Issy. Bajo el agua
estaba muy blanco, de un color parecido al del pergamino. Lo veía claramente porque
se había ido toda la espuma. Es curioso, ¿no? Había desaparecido toda la espuma. Yo
tenía el vestido y las piernas mojados. Me lo sequé todo con una toalla, pero los
zapatos no. No pensé en los zapatos. Me has preguntado qué pensaba que iba a hacer.
Pensé en huir. No podía hacer otra cosa, aunque no sabía adónde iría ni nada.
»Por eso bajé. No os había oído entrar a mamá y a ti. No llevaba dinero ni ropa
pero bajé porque pensaba salir por la puerta y escapar. Tú estabas allí, mirándome
desde abajo, y yo no podía decir nada. Mamá me habló. Dijo: «¿Por qué vas tan
mojada, Heather? ¿Dónde te has metido?». Entonces hablé. Dije: «En el baño. Será
mejor que vengáis».
—Y fuimos y nos encontramos a Guy ahogado. Alguien debió de llamar a la
policía pero no recuerdo quién fue. Yo no.
—Fue Pam. Mamá telefoneó a Pam. Ella vino enseguida. La policía llegó más
tarde. Y un médico, aunque cualquiera se habría dado cuenta de que estaba muerto.
Yo no dejaba de pensar que entonces ya no podía huir. Mamá, tú y yo no hablamos
entre nosotras. Mamá no se hallaba en el estado que me había imaginado. Estaba
tranquila. Yo estaba terriblemente asustada, Issy. Cuando vino la policía, el inspector
y el otro, creí que se me llevarían, y entonces mamá les contó que habíamos salido las
tres juntas a comprar el uniforme de la escuela pero que yo no había entrado en la
tienda, que me quedé esperando fuera. Supongo que incluso en aquellos momentos
supe que lo había dicho por si interrogaban al tendero y decía que yo no me había
probado nada de ropa. Y dije que estaba de acuerdo. Y tú dijiste lo mismo. —Hizo
una pausa—. Dices que yo no miento… Bien, pues lo hice entonces, y fue la mayor
mentira que pueda contar nadie.
—El inspector es el hombre con quien se casó Marion Melville.
—¿En serio? Supongo que ésta era su jurisdicción o como quiera que se diga. Me
pregunto si se acuerda. En cuanto él y el otro se hubieron marchado, esperaba que
mamá y tú me preguntarais qué había pasado en realidad, y no entendía por qué no lo
Durante los días siguientes Ismay pasó todo el tiempo que pudo con Heather, lo cual
no resultó tan difícil como podría haber sido puesto que Andrew estaba ocupado
buscando una casa. Y era una «casa», no un «piso». Su padre le había prometido
abonar el depósito de la hipoteca si él accedía a comprar una casa mews, una de esas
antiguas caballerizas reconvertidas en viviendas de lujo. Douglas Campbell-Sedge
tenía prejuicios contra los pisos. Sus hijos vivían en casas elegantes situadas en
lugares de moda. Ismay fue con Heather a comprar ropa que pudiera llevar en un
clima cálido y soleado en época navideña, vestidos de tirantes y trajes de baño. Le
dijo a Andrew que había estado mirando muebles y alfombras para la nueva casa.
Edmund y Heather emprendieron su viaje de luna de miel a mediados de
diciembre. Ese mismo día Andrew llevó a Ismay a ver una casita que había
encontrado en una calle de antiguas caballerizas de Chelsea, una calle adoquinada,
con farolas antiguas y jardineras para flores, con el aspecto que debían de tener las
callejuelas de antiguas caballerizas, según dijo él. A ella le gustó, Andrew dijo al
agente inmobiliario que se la quedaba y aquella misma tarde se puso en contacto con
su abogado. Ismay no sabía que él tuviera abogado pero, después de pensar en ello,
comprendió que no tenía más remedio que tenerlo.
Marion y Barry regresaron de la India. Él había quedado decepcionado con el
subcontinente. Había mucha más suciedad de lo que se esperaba. La pobreza
generalizada le dejó el ánimo por los suelos. Allí había demasiada gente por todas
partes que le recordaban a ese pobre desgraciado que le había pedido algo de suelto
delante de su casa la noche antes de su boda. La comida tampoco estuvo a la altura de
lo que se esperaba, la carne y el pescado eran insípidos y duros comparados con los
que le servían en el Maharenee y el Pushkar. Sin embargo, no tuvo ningún desengaño
con su esposa, que era la dulzura personificada, algo que contribuía en gran medida a
consolarlo por las facturas de gas, luz y agua que Fowler había enviado y que le
estaban esperando a su regreso. Aunque se cuidaron mucho de no beber el agua,
ambos volvieron con lo que Barry llamaba un «virus de estómago».
Las Navidades en casa de los Litton fueron más animadas que las del año anterior.
Asistieron Joyce y Duncan Crosbie, y llevaron con ellos a Avice Conroy. Su nueva au
pair croata estaba cuidando de los conejos. Los invitados inesperados fueron Marion
y Barry Fenix y el amigo de éste, el ex superintendente Alan Ambury, quien el día
anterior había prometido que se pasaría por allí «sólo para tomar una copa». Marion
había hecho las paces con Irene, mostrándose humilde y deshaciéndose en disculpas
(había hecho prácticamente lo mismo con Avice) porque, tal como ella misma decía,
Desde el día siguiente a Navidad, todo lo que estuviera relacionado con el terremoto,
el huracán y las inundaciones de Indonesia y Sri Lanka pasó a dominar los
informativos. La palabra «tsunami» era nueva para la gran mayoría de los
televidentes, pero no tardó en estar en boca de todos. El sur de la India, la costa
tailandesa y las islas que Irene todavía llamaba las Indias Orientales, aunque no
estaba del todo segura de comprender lo que significaba dicho término. Habló de ello
por teléfono con su nuevo amigo Alan Ambury.
—Sumatra —dijo él—. Las islas Nicobar y las Andamán.
—¿Sumatra?
—Lugares de los que uno no ha oído hablar en su vida, como Banda Aceh.
—¡No irás a preocuparte por eso! —dijo Andrew mientras firmaba el contrato de
compraventa de su casa en Chelsea—. Recuerdo una vez que una amiga de mi madre
estuvo en un huracán en Guatemala, o al menos ella creía que estaba allí. Por
supuesto recurrí a mi amigo del Foreign Office, pero todo fue una tormenta en un
vaso de agua, si me perdonas el juego de palabras.
Ismay repuso:
—Pero es que el lugar más afectado es Kanda, que está en Aceh, y la madre de Ed
dijo que era allí adonde habían ido ellos.
La forma en que Andrew alzó la mirada dejó muy claro lo que pensaba de
cualquier pariente de Edmund Litton.
Vio la televisión, un informativo tras otro. El agua no estaba espléndida. Una ola
enorme, luego otra, y otra más, la tierra sepultada, las frágiles estructuras destruidas y
arrasadas. Cuatro ciudadanos británicos se alojaban en un hotel de la playa en Kanda.
No se podían hacer públicos sus nombres hasta que se hubiera informado a los
familiares más cercanos.
Los familiares más cercanos serían la madre de Heather y la madre de Edmund.
Ismay vivía, se movía y deambulaba como si estuviera en las nubes. Tenía miedo de
revelar demasiado sus sentimientos con Andrew pero al final no pudo evitarlo y se
arrojó en sus brazos suplicándole que lo averiguara, que le dijera lo peor, cualquier
cosa que pudiera acabar con aquello. Él no le falló.
—Eres maravilloso —le dijo Ismay—. ¿Qué haría yo sin ti?
—No tienes que hacer nada sin mí —repuso él.
Le dio una copa y se fue al dormitorio para telefonear a su amigo del Foreign
Office en privado. Cuando Andrew regresó al cabo de un buen rato, él ya había
olvidado la animadversión y superado las peleas. Ismay lo supo nada más ver su
expresión. Él la estrechó entre sus brazos y le dijo que no necesitaba a nadie más.
¿Acaso no le había dicho ya que la querría siempre?