El Triptico de Dios - Miquel Barcelo Garcia

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Dos

grandes especialistas en la ciencia ficción han escrito la space opera


que les habría gustado leer. Diversión, dinamismo, alguna que otra pincelada
de ciencia ficción hard, reflexiones en torno al devenir de la aventura humana
en la galaxia y el clásico enfrentamiento entre el bien y el mal presiden esta
ágil novela de aventuras y, tal vez, algo más. Una aventura espacial sin
cuento (con destrucción del planeta Tierra incluida y toda la panoplia
inevitable) cuyos autores se han regocijado y, sobre todo, divertido
escribiéndola. Una novela con evidente sentido lúdico, repleta de guiños y
llamadas a la complicidad del lector. El tríptico de Dios empieza en un futuro
muy, muy lejano cuando la Iglesia, que ha hallado refugio en el Nuevo
Vaticano tras un agujero de gusano, se enfrenta una vez más a su
Adversario tradicional. Este maneja como peones a los misteriosos seres de
supersimetría en la lucha contra las monjas-guerreras al servicio del Sumo
Pontífice. La Iglesia y sus ejércitos actúan como defensores últimos de la
humanidad. Más adelante, se retrocede al periodo de la substitución del
Sumo Pontífice robótico, una inteligencia artificial, que ha regido la Iglesia
Católica a escala galáctica durante varios siglos. Para finalizar, en las
postrimerías del presente siglo XXI el Adversario tienta a un científico
desafortunado a que le ayude a destruir la Tierra para que se pueda iniciar la
diáspora humana por la galaxia.

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Miquel Barceló García & Pedro Jorge Romero

El tríptico de Dios
ePub r1.0
Watcher 10.07.17

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Título original: El tríptico de Dios
Miquel Barceló García & Pedro Jorge Romero, 2016
Colección NOVA nº 257

Editor digital: Watcher


ePub base r1.2

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A Dídac, que todavía
no sabe del Adversario

A Eva, con la alegría


de haberte conocido

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Presentación
Los lectores enterados tal vez recuerden que en la presentación de EL OTOÑO
DE LAS ESTRELLAS (2001) les decía sobre esa novela: «tal vez en el futuro
vengan otras, ya se sabe que quien avisa no es traidor…».
La amenaza se ha cumplido. Solo ha sido necesaria una quincena de años…
Aquí tienen ustedes, por lo tanto, otra novela que ha salido de nuestras cuatro
manos con la inestimable ayuda de Internet. De nuevo, tanto Pedro como yo hemos
aprendido en nuestras propias carnes que si, tras esas aventuras que no me atrevo a
llamar «literarias», seguimos siendo amigos, es que esa es una amistad que
difícilmente va a tener problemas.

Como les contaba entonces, EL OTOÑO DE LAS ESTRELLAS era un intento


con un objetivo claro: «demostrar que en España es posible escribir una ciencia
ficción hard que no desmerezca en nada la que, a lo largo de los años, se ha escrito en
inglés».
En un país poco dado a la ciencia ficción con sólidas raíces científicas se nos
perdonó mal ese intento de jugar con la nanotecnología (con objetos del orden de
una millonésima de milímetro: 10-9) y pasarla a una inventada femtotecnología
(para manejar objetos del orden de una milmillonésima de millonésima de metro:
10-15) con la que se podría operar a nivel de los quark… y ser casi como Dios, al
menos en lo material.
Para más inri, se nos ocurrió poner al final del libro una lista de artículos y
libros científicos de donde habíamos extraído la mayor parte de las que parecían
atrevidas hipótesis de la novela. No eran hipótesis, sino sólidas especulaciones
científicas publicadas en revistas especializadas y comunicadas en congresos
científicos. Una sencilla demostración de que, a veces, hay más especulación en la
ciencia que en la mismísima ciencia ficción…
Esta vez hemos querido cambiar radicalmente de registro. Abandonamos la
pretensión de hacer una ciencia ficción hard en España (ya dimos por demostrada su
posibilidad con EL OTOÑO DE LAS ESTRELLAS) y nos hemos dedicado
esencialmente a divertirnos. Tal como suele decirse, hemos escrito esa novela de
aventuras que nos gustaría leer…
Lo que sigue es, pues, una novela que, en cierta forma, podría considerarse como
una verdadera space opera «distinta», concebida básicamente como una aventura
espacial (con destrucción incluida del planeta Tierra y toda esa parafernalia casi
inevitable…) en la que nos hemos regocijado y, sobre todo, divertido al escribirla.
Abandonamos aquí toda pretensión de «seriedad» (aunque, como las meigas,
haberla, hayla…) y acudimos a una novela de aventuras en la que nos acogemos al
enfrentamiento clásico entre el bien y el mal a una escala que llega a ser galáctica,
pero con contrincantes archiconocidos por todos, al menos en nuestra cultura

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occidental.
La historia arrancó con un relato de Pedro del que los dos hemos estado
hablando durante varios años, conscientes de que la historia contenía otras historias
y esas debían ser contadas. Lo que en El Orgullo de Dios, el origen de todo, es un
enfrentamiento, necesitaba una historia previa, una justificación de los personajes y
un porqué y para qué que siempre hemos considerado del todo imprescindibles.
De ahí la estructura de tríptico de la novela sobre la Ira, el Silencio y el Orgullo
de Dios en la que hemos tenido bastantes discusiones sobre el orden en que esas tres
partes de un todo debían ser ofrecidas al lector. Hemos optado por la acción antes de
la reflexión y, por eso, las tres partes se ofrecen en un orden anticronológico (al fin y
al cabo, esto quiere ser una novela de ciencia ficción y sabemos de la inteligencia de
nuestros lectores), es decir: el Orgullo, el Silencio y la Ira de Dios. Esperemos haber
acertado. Y si a alguien no le gusta eso, siempre puede leer las tres partes en el
orden cronológico, aunque no haya sido pensado así… Todos tenemos el derecho (y
también el deber) de tomar nuestras decisiones un día tras otro.

Hay otro tipo de comentario que desearía hacer.


Desde el año 2001, en que publicamos EL OTOÑO DE LAS ESTRELLAS, el
mundo ha cambiado bastante y, con él, la ciencia ficción. No se ha dado la presunta
«muerte de la ciencia ficción», esa «movida» que tuvo en España algunos de sus
defensores en capitalistas (también llamados «empresarios») que viven precisamente
de la ciencia ficción y de eso que suelen llamar «fantástico».
La realidad es que los temas más típicos de la ciencia ficción han llegado al gran
público. Por mostrar un ejemplo evidente, hace treinta o cuarenta años, hablar de
viajes en el tiempo era algo que solo parecía interesar a los lectores de ciencia
ficción. Pero recientemente hemos presenciado un éxito televisivo como El Ministerio
del Tiempo, que ha convertido en habitual para el gran público una temática que
parecía reservada a un gueto reducido. De la misma manera, las películas de
superhéroes (con todos sus defectos y la gran espectacularidad de sus imágenes) han
llevado al público general nuevos temas propios de la ciencia ficción que ya no
sorprenden a nadie.
Por otra parte, los rápidos cambios en el nivel de la ciencia y la tecnología están
alterando nuestras formas de vida de manera impensable hace solo unas décadas.
Cuando comento a mis estudiantes que crecí en una casa sin televisión, que el
médico miraba en mi interior gracias a los rayos X (no había ecografías, ni
resonancias magnéticas), que no tuve teléfono móvil hasta los cincuenta años y que
no había ordenadores personales, entienden que soy «distinto», que formo parte de
una generación educada de otra manera y que tuvo otras posibilidades de desarrollo,
unas posibilidades ni mejores ni peores, simplemente distintas…
Pero eso tiene también una repercusión en la ciencia ficción: cada vez resulta
más difícil pensar en un futuro lejano. La mayoría de las narraciones de la ciencia

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ficción moderna se centran en lo que ha venido en llamarse near future (futuro
cercano), ya que pocos autores quieren arriesgarse a imaginar un futuro que la
realidad y el cambio tecnocientífico destruirá en pocos años o décadas. Eso permite
desarrollar historias de ciencia ficción en ambientes muy parecidos o idénticos a las
sociedades en las que vivimos. Y, casi como corolario, ayuda también a la
comprensión de la ciencia ficción moderna, ya que el lector no se ve obligado a
realizar el a veces difícil ejercicio de aceptar un mundo y un entorno ajenos. Sin
embargo, en demasiadas ocasiones esta ciencia ficción del near future puede acabar
confundiéndose con el thriller tecnológico, ya sea basado en la bioingeniería o en la
cibernética.
Tal vez por todo ello, conviene decir que EL TRÍPTICO DE DIOS se acoge al
cliché de la ciencia ficción más clásica, la que rehúye ese «futuro cercano» e imagina
alocados futuros y, por lo tanto, desea ampararse en esa creciente familiaridad con
las temáticas de ciencia ficción. ¿Quién, a la vista de películas de superhéroes como
Los Vengadores, pondría ya en duda que la Tierra pueda ser destruida? Y valga ese
caso solo como un ejemplo de los muchos posibles.
Como no podía ser de otra manera, nuestro espíritu lúdico asoma por las
costuras de la novela. Aficionados ambos a los juegos de tablero y convencidos de
que jugar es algo que no solo debe hacerse en la infancia, no hemos renunciado a
divertirnos un poco incluso en esta novela. Entre las aventuras y la posible seriedad
del planteamiento que tal vez llegue a vislumbrarse, hay, además, diversos guiños al
lector. Una especie de juego.
Por ejemplo, el personaje llamado Wagner podría hacer referencia al famoso
compositor (sin olvidar que, por ejemplo, yo soy más verdiano que wagneriano…),
pero debería estar claro que también puede evocar a un personaje del Doctor Fausto
de Marlowe. Esa obra teatral fue publicada en 1604, once años después de la muerte
de su autor, y entre sus personajes figura también un tal Wagner, que viene a ser el
ayudante/sirviente del Doctor Fausto. Esta es tan solo una de las muchas versiones
de la leyenda germánica de Fausto, el protagonista que vende su alma al diablo para
conseguir poder y, sobre todo, conocimiento.
No es la única referencia a Fausto: no hemos querido olvidarnos de la conocida
versión de Goethe, uno de los primeros que introdujo el tema del remordimiento. Y,
para cerrar el círculo, se podría volver al Wagner compositor, quien en 1831
compuso siete canciones para la primera parte de ese Fausto de Goethe.
Y no es este el único juego en el que nos hemos complacido. Hay más. Que
ustedes los disfruten…

Y una reflexión final que, sinceramente, empieza a preocuparme. Para un ateo


confeso como yo no deja de ser molesto advertir que, en las dos novelas que he
publicado con Pedro (que en esos temas parece coincidir conmigo…) haya siempre
una referencia a Dios. En EL OTOÑO DE LAS ESTRELLAS la femtotecnología

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permitía operar con la materia a nivel de quark y la estructura íntima e intrínseca de
los átomos, confería, en definitiva, el poder de un Dios (título español de una
brillante novela, por cierto…). Ahora, en EL TRÍPTICO DE DIOS, la referencia a la
divinidad es evidente. Curioso bagaje para unos ateos o agnósticos confesos…
En cualquier caso, tómese la referencia religiosa no como tal, sino simplemente
como una manera de enfrentar el bien y el mal sin necesidad de recurrir al clásico
cliché tolkeniano (aunque en esta obra, anillos, haberlos, también haylos… Y de
todos los tamaños).
Hemos escrito esta novela para pasarlo bien y divertirnos. Ojalá se diviertan
ustedes leyéndola como lo hemos hecho nosotros al escribirla.

MIQUEL BARCELÓ
28 de diciembre de 2015,
día de los Santos Inocentes

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El Orgullo de Dios
No te enorgullezcas de tus buenas obras; los juicios de Dios difieren de los
juicios de los hombres, y a menudo lo que agrada a estos le desagrada a Él.

TOMÁS DE KEMPIS

Sor María de la Gracia, madre superiora del convento Santa Madre de las Siervas
del Gran Dios, meditaba profundamente sobre las posibilidades, todas terribles, a las
que se enfrentaba. Por una parte, podía ordenar la destrucción del objeto. En las
condiciones de guerra en que se encontraban sería la decisión más adecuada y la que
menos comprometería al convento. También podía ignorar su existencia y dejar que
pasase de largo. Esa opción le resultaba atractiva en la medida en que realmente no
tendría que dar ninguna orden, bastaría con limitarse a dejar la cuestión de lado hasta
que fuese demasiado tarde y nada pudiese hacerse. La tercera posibilidad era rescatar
el objeto y descubrir si la señal de socorro que emitía correspondía realmente a un ser
en peligro y no se trataba de una curiosa estratagema.
En ocasiones anteriores había elegido alguna de esas alternativas después de
analizar con cuidado las circunstancias. Pero en este caso sabía perfectamente que
solo podía seguir la tercera posibilidad. Desde el momento en que se descubrió que el
objeto emitía una señal de socorro, su educación, su religión y sus convicciones la
impulsaban a hacer lo posible por ayudar al infortunado viajero, si existía, aunque eso
supusiera poner en peligro al convento y a las hermanas. Después de todo, y en
muchos sentidos, era su deber, el deber de todas ellas.
—Teniente —dijo, girando el asiento hasta quedar frente a la mesa.
El holograma de la teniente Luisa apareció sobre la madera pulida, tapando
parcialmente la puerta de entrada al despacho. La figura vestía el habitual traje de
combate de la Orden. La luz que emitía la figura proyectaba un tenue color sobre la
copia de La Virgen y el Niño de Leonardo que colgaba en la pared de la derecha; una
de las pocas posesiones materiales de sor María de la Gracia.
—Madre superiora —dijo la teniente, esperando órdenes.
—Recojan el objeto. Quiero que se me informe inmediatamente del resultado de
la operación. Adopten las precauciones habituales, pero si descubren la menor señal
de hostilidad, destrúyanlo. ¿Dónde se encuentra ahora?
—Está a veinte mil kilómetros del asteroide. Pasará a menos de diez mil
kilómetros del convento. ¿Ordeno armar misiles?
—Sí. Y que Dios nos ayude a todas.
Sor María de la Gracia no necesitaba despedirse. La imagen desapareció,
dispuesta a cumplir la misión. La madre superiora giró nuevamente la silla para
encararse con la pared a su espalda. Todo el muro reproducía una imagen de la Tierra
antes de la destrucción, imagen que cambiaba a intervalos aleatorios. En esta ocasión

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se trataba de un desierto. Se dio la vuelta y miró al espejo que tenía a un lado.
Arrugas y el pelo cano; ya no estaba para decisiones de tal magnitud. Volvió a
contemplar el paisaje e intentó imaginarse la vida en un lugar como aquel. Aquellas
personas habrían tenido que tomar a diario decisiones más importantes que la suya y
de mayores consecuencias. Sor María de la Gracia contempló la arena preguntándose
si había hecho lo correcto.

El asteroide que albergaba el convento de las Siervas del Gran Dios orbitaba un
planeta gaseoso gigante que a su vez giraba alrededor de un sol amarillo típico. El
convento era la única zona habitada del sistema y, aparte de las puramente religiosas,
ejercía funciones de vigilancia. Se suponía que las hermanas realizaban todos los
ejercicios espirituales que se esperaba de sus compañeras en lugares menos
expuestos, pero las Siervas del Gran Dios compaginaban su vida interior con el
servicio militar avanzado. Todas estaban preparadas no solo para manejar la compleja
maquinaria que mantenía el asteroide, sino también para entrar en combate en
cualquier momento en defensa de la fe y, literalmente, del universo.
La orden de recuperar el objeto fue recibida con alivio. Durante treinta horas
habían seguido en las pantallas la evolución de la trayectoria de un artefacto que
emitía continuamente una señal de socorro, codificada según los códigos militares
normales, lo cual, por supuesto, no garantizaba que no estuviese siendo falseada por
el enemigo. Aunque, ¿qué podría querer el enemigo de un convento remoto? Ahora,
por fin, tenían la oportunidad de descubrir la verdad.
La hermana teniente Luisa contempló con cierto orgullo la gran sala de
operaciones de la Orden. Grandes pantallas mostraban continuamente el estado del
sector y la posición de todos los objetos detectados. Los grandes ordenadores del
centro analizaban continuamente los datos telemétricos que llegaban desde las sondas
dispersas por todo el sistema y evaluaban aquel sol y algunos cercanos, buscando
indicios de alteración de la secuencia. Luisa Cortez sabía perfectamente que la
existencia de estaciones como aquella era vital para la pervivencia del universo, que
tras las filas alguien debía vigilar y prevenir ataques, aunque eso implicase renunciar
a la gloria de entrar en combate. Por esa razón agradecía la posibilidad de realizar un
rescate como aquel y poner en marcha, por fin, la compleja maquinaria que estaba a
su servicio.
—Inicien la operación. Liberen las sondas. Armen misiles —dijo desde su puesto
elevado gracias al micrófono implantado en la garganta. Alrededor del puesto de
mando se situaban las estaciones de control, una para cada hermana, en formación de
círculos concéntricos. Podía sintonizar el canal de una estación determinada, pero
había preferido hablar a todas las hermanas a la vez—. Si las sondas reciben
cualquier tipo de ataque, destruyan el objeto —añadió.
Una ingeniera comprobó que los tubos de lanzamiento estaban listos. La artillera
jefe inició la secuencia de armamento. Los misiles estaban preparados, por si el

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objeto cambiaba súbitamente su trayectoria y se dirigía al convento. Pero la primera
línea defensiva serían las propias sondas, que lo destruirían en caso de peligro.
Precisamente, la última en hablar fue la encargada de las sondas en su estación de
control.
—Sondas liberadas —dijo, aunque la información ya era evidente para cualquiera
que comprobase las pantallas—. Contacto con el objetivo en una hora y diecisiete
minutos.
La inflexible lógica de la mecánica newtoniana llevó a las tres sondas a una órbita
de aproximación hasta el objetivo móvil. Igualaron su velocidad con la del objeto y
volaron en formación rodeándolo. Fue identificado inmediatamente como una
barcaza de salvamento. Un modelo individual, con un impulsor Baxter limitado y con
suficiente inteligencia para transmitir una señal de alarma y documentación. Pero la
nave emitía exclusivamente un código que correspondía a operaciones militares
secretas. Nada más: ni identificación, ni número de serie, ni descripción del
contenido, ni nombre del tripulante, ni nombre de la nave original.
Las tres sondas intentaron el contacto con la barcaza, pero esta no respondió.
Posiblemente su inteligencia artificial algorítmica había quedado dañada durante el
viaje, aunque resultaba mucho más probable que el fallo se debiera a un ataque. En
ese caso, podía considerarse un milagro que no hubiese sido destruida. El enemigo no
solía dejar escapar una presa.
En vista de la situación, las sondas se aproximaron al objeto hasta fijarse en la
superficie. Cada una de ellas comenzó a emitir un filamento diamondoide que creció
hasta envolver toda la nave en una espesa red. La extrema resistencia del filamento
diamondoide serviría perfectamente para dirigir la nave y alterar su trayectoria. Una
vez completada la malla, las sondas comenzaron a alterar el rumbo de la barcaza en
un proceso durante el cual no se produjo ninguna contramedida por parte de la nave.
Parecía ser exactamente lo que decía ser.
La lenta trayectoria de aproximación al asteroide dio tiempo suficiente a una de
las sondas para examinar el contenido de la barcaza. Perfectamente fijada al casco de
la nave de salvamento, la sonda taladró un agujero de un milímetro de ancho en el
blindaje de la nave, que estaba diseñado para soportar la radiación, para introducir en
el interior una serie de nanobots autónomos de reconocimiento. Los nanobots
recorrieron la barcaza tomando imágenes del interior en un amplio espectro de
longitudes de onda. La sonda recogió esa información y la retransmitió a la sala de
mando del convento. Luego, los nanobots intentaron tomar el control del ordenador
de a bordo.
En la sala de mando, lo que las hermanas vieron en la pantalla fue la imagen de
una mujer joven, de rostro redondo y delicado, en fuga criogénica. Pero fue el
uniforme el que despejó todas las dudas. Era el abultado traje de combate, con su
fuerte blindaje antirradiación, que cualquier hermana hubiese utilizado para entrar en
batalla: un hábito de guerra.

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Como precaución adicional, sor María ordenó que una de las naves de carga del
convento recogiera la barcaza en vuelo. Allí mismo, en la bodega, la abrieron. El
cuerpo inerte fue trasladado con rapidez y delicadeza a un contenedor isotérmico.
Después de eso, se obtuvo una muestra de tejidos de la monja para analizarlos
genéticamente en busca de posibles virus u otras amenazas biológicas. No se
encontró nada. La barcaza fue sellada por completo y se la dejó en una órbita de
aparcamiento alrededor del asteroide, mientras que el contenedor se llevó al
convento.
La enfermería, situada a tres niveles sobre el centro del asteroide, donde se
encontraba el pequeño agujero negro que era la fuente de energía del convento y su
centro de masa, disponía de una sala habilitada para emergencias que normalmente se
empleaba para los casos graves. Allí se realizó todo el delicado proceso de la
resurrección. Primero se elevó la temperatura del cuerpo hasta unos pocos grados por
encima del cero absoluto. Después, se le inyectaron al cuerpo inerte cientos de
nanobots distintos para comenzar el lento y complejo proceso de reparación celular.
Las máquinas delicadamente diseñadas examinaron los daños producidos por las
bajas temperaturas e intentaron minimizar las posibles secuelas físicas. Antes de la
congelación, nanobots similares habían realizado en el cuerpo de la monja
operaciones inversas con el mismo propósito: preservar las células de los daños de la
congelación. Mientras tanto, la temperatura fue elevándose paulatinamente hasta
alcanzar la de un cuerpo humano normal. Pero la operación más delicada y compleja
fue activar nuevamente el funcionamiento de los órganos. El proceso llevó unas diez
horas.
A continuación solo quedaba esperar a que la monja recuperase la consciencia.
Los sistemas automáticos administraban sus drogas y nanobots mientras seguían en
todo momento sus constantes vitales, sin necesidad de intervención humana, y
avisarían en cuanto fuese a despertar. Aun así, se dispuso dos guardias armadas para
vigilar a la paciente.
El despertar se produjo seis horas después. Sor María de la Gracia había recibido
el aviso minutos antes y se encontraba a su lado.
La paciente abrió los ojos y miró las paredes blancas. Al principio lo vio todo
ligeramente desenfocado, pero la visión fue aclarándose enseguida. Los nanobots,
como si fuesen drogas selectivas, se encargaban de agilizar los procesos
neurológicos. Se encontraba completamente despejada. Miró a un lado, hacia los
monitores. Miró al otro, hacia sor María. Se sentó.
—¿Dónde me encuentro? —fue lo primero que dijo.
—En el convento Santa Madre de las Siervas del Gran Dios. Sector Doble Alfa
—contestó sor María, mencionando aquella región del borde de la galaxia.
La paciente pareció meditar la información mientras paseaba los ojos lentamente
de un lado a otro de la estancia. Sor María se preguntó cómo sería despertar de pronto
para encontrarse en un ambiente completamente distinto. Con toda seguridad la

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paciente debía de sentirse desorientada. Decidió que lo mejor sería intervenir.
—¿Nombre?
—Hermana Juana, de la Orden de las Combatientes de Dios —contestó la
paciente sin levantar la vista.
—¿Rango?
—Teniente de inteligencia.
—¿Misión?
Vaciló. Los ojos azules de la mujer se agitaban sin cesar. El rostro redondo y
delicado solo expresaba nerviosismo.
—Espiar las actividades del enemigo e interceptar sus comunicaciones en el
sector Omega. —La mujer seguía mirando a las paredes, al techo.
—¿Omega? Ese sector está cerca del centro. —Sor María se sentía incómoda por
tener que interrogar a la mujer tan pronto, pero no veía otra salida.
—Sí. Teníamos información sobre posibles movimientos enemigos en esa zona.
Yo coordinaba la actuación de las sondas de espionaje.
—¿Por qué se encontraba en fuga criogénica en una barcaza de salvamento?
—Fui descubierta y me atacaron. En mi huida, la nave fue destruida pero
conseguí escapar en la barcaza.
—¿Cuánto tiempo hace de eso?
La teniente levantó la vista. Comprobó su reloj interno.
—Hace aproximadamente tres meses. Antes de huir, programé la barcaza para
realizar saltos al azar. Supongo que por eso he llegado aquí.
—¿Descubrió algo en esa misión?
De pronto la mujer la miró fijamente. En ese momento sus ojos habían adquirido
un brillo intenso y decidido.
—No puedo revelarle esa información. Es un asunto que solo podría discutir con
el oficial de más alta graduación. Es más —añadió—, tengo que comunicar la
información a la cadena de mando.
Sor María suspiró. No llevaba su traje militar, sino el hábito de religiosa, que no
mostraba ninguna insignia de rango.
—Soy sor María de la Gracia, capitana de esta estación militar y madre superiora
del convento que la contiene. En ciento cincuenta años luz a la redonda no hay
ningún oficial de mayor rango en ningún sentido. Hace cuarenta horas puse en
peligro la seguridad de las hermanas a mi cargo por rescatarla. Quiero saber por qué.
La mujer volvió a bajar la vista.
—Creo que el enemigo prepara el ataque final.
Sor María no pudo contener el gesto de sorpresa. Se acercó a la cama.
Sospechaba que su rostro no debía de tener un aspecto demasiado amigable.
—El ataque final. Imposible. Los signos…
—Los signos ya están aquí. Tengo pruebas.
La mujer se llevó la mano a la base del cuello. Allí, una pequeña gema roja

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ocultaba la unidad de almacenamiento de inteligencia. Solo su portador podía
separarla del anclaje; si fuese forzada, la joya destruiría el sistema neurológico del
sujeto antes de aniquilarse a sí misma. La monja sostuvo la joya en la mano, como
sopesándola, y se la pasó a sor María.
La madre superiora depositó la joya en un lector al lado de la cama. La hermana
Juana puso la mano en el panel, verificó los códigos del convento y permitió la
lectura de la joya. No había peligro, la gema solo podía ser destruida físicamente, no
borrada.
En la pantalla frente al lecho aparecieron esquemas, planos, movimientos de
tropas y referencias al proyecto final. Todo demasiado rápido para que sor María lo
asimilara, pero parecían genuinas comunicaciones del enemigo. Y también parecían
importantes y letales.
Sor María se volvió hacia la paciente tendida en la cama.
—Si esto es cierto, hay que informar inmediatamente a la Congregación de
Asuntos Extraordinarios. Espero que no se equivoque.
Se dio la vuelta y abrió la puerta de la sala. La hermana que aguardaba tras la
pesada hoja se puso firme.
—Que preparen inmediatamente una comunicación con el alto mando. En código
azul de alta prioridad. Que la estación pase inmediatamente a situación de quinto
sello.
Luego, volvió a cerrar la puerta y se encaró de nuevo con la mujer.
—Y, ahora, cuénteme los detalles —dijo sentándose en una silla.
—El enemigo, los seres de supersimetría, han desarrollado un arma. No sé
exactamente en qué consiste, pero ellos parecen creer que su capacidad destructiva es
definitiva y que con ella derrotarán a la humanidad y a la Iglesia.
—¿Dónde se encuentra esa arma?
—En un sistema que llaman Hinnom. Tengo los datos que espero permitirán
localizarlo.
—¿Cuál es el rango de esa arma? ¿Tienen que desplazarla o pueden usarla
directamente desde el sistema?
La monja parecía desconcertada y nerviosa.
—No… no lo sé. Solo sé que creen que su poder es inmenso. De eso deduzco que
no necesitan desplazarla y que puede usarse desde cualquier punto contra cualquier
objetivo.
—¿Por qué no envió los datos inmediatamente?
—Me atacaron. Ya se lo he dicho. Apenas conseguí escapar. Decidí que lo mejor
era ponerme en fuga criogénica y probar suerte con la secuencia de huida de la
barcaza.
Ahora la pregunta más importante.
—¿Cuándo piensan usar esa arma? ¿O acaso ya lo han hecho?
—No, creo que no. De los datos se deduce que todavía no está completa, pero que

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la usarán en cuanto lo esté.
—Supongo que eso nos da un margen. —Sor María se puso en pie—. Bien, habrá
que enviar esta información lo antes posible a instancias superiores. Por supuesto,
tendrá usted que ir para informar en persona.
—Desde luego —asintió la hermana Juana.
De pronto, la gran pared frente a la cama se iluminó. Era la hermana teniente
Luisa.
—Madre superiora, hemos detectado naves enemigas que se aproximan. Estarán
aquí en menos de una hora.
Sor María miró a la hermana Juana.
—Se dan prisa —dijo—. Esos datos deben ser verdaderamente importantes. —
Luego se dirigió a la pantalla—. Medidas defensivas totales. Que todas las naves
estén listas. Declare la situación de emergencia séptimo sello.
La teniente de guardia desapareció. Sor María cogió la joya de grabación y la
colocó en el lector.
—Permita la copia —indicó a la hermana Juana.
La hermana Juana volvió a autentificar la operación y permitió que se duplicase el
contenido de la joya. Sor María colocó otra joya similar en la abertura gemela del
lector, realizó la misma operación que la hermana Juana y autorizó la copia.
—Ahora tenemos dos —dijo cuando el proceso se hubo completado—. Esta
información parece demasiado valiosa para permitir que se pierda.
»Será mejor que nos preparemos. Parece que tendremos que entrar en combate.

Las naves atacantes eran diez destructores enemigos. No eran aparatos de gran
potencia, pero podían hacer mucho daño al asteroide, si no destruirlo. La primera
decisión de sor María de la Gracia fue enviar un mensaje de socorro en el que se
informaba de la existencia de unos datos vitales para la guerra, cuyo contenido era
necesario transmitir de inmediato a la Congregación de Asuntos Extraordinarios. A
ello añadió el nombre y código de la hermana Juana.
La comunicación se realizó por medio de un túnel que conectaba el convento
Santa Madre con el Redención de Cristo. Una de las bocas del túnel orbitaba
continuamente el asteroide, atrapada en su estructura de materia exótica, mientras que
la otra boca hacía lo propio con el convento Redención de Cristo a ciento cincuenta
años luz de distancia. Era la forma más rápida de comunicación, a menos que se
enviase una nave directamente. Todo un sistema de túneles similares formaba la red
de comunicación de la Iglesia. El mensaje de sor María fue convertido en impulsos de
luz láser, que fueron dirigidos hacia la boca. El túnel tenía apenas diez minutos de
longitud y la señal de socorro pronto llegaría a su destino. Sor María no confiaba en
la posible ayuda que pudiesen prestarles, ya que evidentemente tardarían en organizar
sus fuerzas, pero esperaba que los datos llegasen a las instancias adecuadas. Y, al
menos, estarían advertidas del ataque y podrían estar preparadas en caso de que el

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enemigo decidiese proseguir su incursión.
A continuación organizó la defensa del convento.
Enfundada en su traje de combate, dirigió desde el centro de mando todas las
operaciones. No había mucho que hacer. Los sistemas defensivos de tierra eran casi
completamente automáticos, al igual que los empleados por los seres de
supersimetría. Los ordenadores decidían las secuencias de disparo. No había
sorpresas posibles.
La batalla se prolongó durante horas. Las naves de las hermanas se habían
concentrado alrededor del asteroide para enfrentarse a los destructores enemigos.
Aproximadamente cada hora, una nave, amiga o enemiga, caía, y la triste batalla
comenzaba de nuevo.
Con el paso del tiempo la situación se hizo insostenible. El enemigo no parecía
ganar, pero las hermanas tampoco defendían con total éxito. Por fin, sor María
decidió que lo mejor sería abandonar el convento.
La operación de huida se preparó con rapidez. El fuego desde tierra continuaría
para contener al enemigo. Mientras tanto, las hermanas huirían en las naves del
convento.
En efecto: al tiempo que las baterías del convento seguían el ataque en
automático, las naves saltaron del asteroide, intentando despegarse del enemigo y
acercarse al punto de salto. Cada nave huía en una dirección distinta, procurando así
dividir la atención del enemigo. Antes de partir, sor María dio la orden de destruir el
asteroide. Desde la nave, la teniente Luisa soltó los anclajes del mini agujero negro.
Al liberarse, devoraría lentamente el asteroide y pronto no quedaría nada de él. Sor
María pensó con pena en su reproducción de Leonardo.
Saltaron.
Volvieron a aparecer en uno de los sistemas que la Orden de las Siervas del Gran
Dios usaba como guarnición. Allí había potencia de fuego suficiente para repeler un
ataque similar y las instalaciones necesarias para acoger a las hermanas. El sistema
no tenía planetas rocosos y la Orden había construido una estación espacial alrededor
de uno de los gigantes gaseosos, estación que servía no solo como guarnición militar,
sino además como punto de reunión y enorme taller de reparaciones.
—Sor María, malas noticias —dijo la hermana Luisa desde su estación en el
puente, después de haber reunido los datos de la huida.
Sor María se preguntó cómo podrían ir peor las cosas.
—Dígame, hermana.
—La nave en la que viajaba la hermana Juana ha sido destruida.

Veinticuatro horas después, sor María de la Gracia se sentía agotada. No solo


había tenido que preocuparse del bienestar de las hermanas a su cargo, sino que había
tenido que declarar interminablemente sobre el incidente. Y nada más terminar, le
habían informado de la llegada de un crucero papal, con un legado a bordo que

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también venía a interrogarla. La nave ya estaba en el sistema y se encontraba en
tránsito a la estación. Sor María decidió aprovechar las dos horas durmiendo.
Encontró un cuarto vacío y se recostó. Exactamente dos horas después la despertaron
y la condujeron ante el representante del Papa. Durante el trayecto en transbordador,
sor María pudo apreciar las líneas delicadas pero severas del crucero papal, adornado
con una enorme reproducción del sello del Sumo Pontífice. ¿Cómo podía algo tan
hermoso producirle sentimientos tan ominosos?

—Soy el padre Juárez, de la Compañía de Jesús. Soy asesor del Papa para asuntos
científicos y a veces su legado, como en este caso.
—Sor María de la Gracia, madre superiora del convento de las Siervas del Gran
Dios en el sector Doble Alfa.
—Es un placer, sor María. Hemos recibido en el alto mando su comunicación
sobre un nuevo desarrollo del enemigo. ¿Tiene los datos?
—Sí. Aquí. —Y le enseñó la joya.
—Perfecto, perfecto. Los análisis preliminares indican que podría ser de gran
importancia. Hay que presentarse ante la Congregación de Asuntos Extraordinarios.
Es preciso que tengan la oportunidad de examinar la información.
—Le entregaré la joya.
—No, eso no será necesario. Será mejor que venga conmigo.
Sor María estaba sorprendida.
—¿Yo? Con todos los respetos, padre, no veo que mi presencia sea necesaria. La
mujer que obtuvo estos datos ha muerto, las circunstancias de su muerte pueden
verificarse en los ordenadores de la Orden, y yo no sé nada más que lo que me contó.
Creo que seré más útil si permanezco con mis hermanas.
—Me temo que estos asuntos no son tan simples, sor María. Evidentemente, los
miembros de la Congregación querrán hablar con la última persona que tuvo contacto
con la hermana Juana. Lo siento, pero tendrá que venir conmigo.
Sor María no tenía muchas opciones. Como legado, el padre Juárez ostentaba
cierta autoridad que provenía directamente del Papa. No podía desobedecerle más de
lo que hubiese podido desobedecer al Santo Padre en persona. Asintió.
—Me disculpo por mi falta de cooperación —dijo—. Por supuesto que iré con
usted.
—Perfecto, perfecto. —El legado hizo una pausa—. Si no le importa,
embarcaremos dentro de seis horas en el crucero papal.
Sor María aprovechó el tiempo que le quedaba para visitar a las hermanas. La
mayoría de ellas ya habían sido asignadas a nuevas tareas, pero muchas habían
sufrido heridas durante el ataque o la huida y se encontraban hospitalizadas mientras
los nanobots estándares de la Orden, que todas las hermanas llevaban en la corriente
sanguínea, procuraban minimizar los daños. Sor María intentó llevarles ánimos, pero
su mente estaba llena de inquietudes.

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A la hora convenida, embarcó en el crucero papal.

La nave pontificia era lujosa, llena de todas las comodidades de las que carecía
una nave de guerra más convencional. Aunque un crucero papal podía entrar en
combate, su principal función era servir de medio de transporte para los
representantes papales y otros altos miembros de la Curia. Sor María no tardó en
descubrir que si bien la nave tenía un capitán, la jerarquía eclesiástica se imponía a la
militar. Como legado papal, el padre Juárez actuaba de hecho como capitán, porque
en cierta forma sus palabras emanaban directamente del Pontífice. No es que diese
muchas órdenes, pero hasta sus más pequeños comentarios eran considerados como
tales por la tripulación, casi toda ella compuesta de novicios y sacerdotes menores,
junto con la diversa fauna de las graduaciones militares. De hecho, el encargado de
acompañarla a su camarote fue un oficial, el alférez Martínez, también de la
Compañía.
—Tardaremos todavía diez horas en llegar al punto de salto —dijo el alférez
mientras recorrían el pasillo de una de las cubiertas de oficiales—. Quizá quiera
aprovechar ese tiempo para descansar y asearse.
Sor María, que todavía vestía el hábito de batalla, sentía que el cansancio y la
tensión empezaban a vencerla. Si no se tendía pronto, se desmayaría, así que
agradecía la oportunidad de descansar. El pasillo, bien iluminado aunque austero, se
le estaba haciendo interminablemente largo.
En ese momento vio que una figura metálica se dirigía hacia ellos. Al principio
sor María pensó que se trataba de una persona ataviada con una armadura
particularmente brillante, pero al acercarse más la figura tuvo que desechar esa idea.
Las dimensiones del cuerpo eran demasiado similares a las de un ser humano, de
forma que era imposible que hubiese una persona dentro. La forma se echó a un lado,
y sor María pudo ver que llevaba un alzacuellos.
—Paternidad —dijo el alférez Martínez a modo de saludo cuando la figura pasó a
su lado.
Unos pasos después sor María no pudo contener su curiosidad.
—Era…
El alférez Martínez parecía divertido.
—El padre Sánchez. Un robot, sí. Suele ser motivo de sorpresa para los visitantes
—dijo con una sonrisa.
—Pero los robots no están permitidos —adujo sor María.
—Ahora las leyes eclesiásticas prohíben su fabricación. Después de todo, tal cosa
podría considerarse un nacimiento fuera del matrimonio, por no mencionar otras
consideraciones. Por eso no sería correcto. Pero los robots preexistentes se aceptan
normalmente. Y como son seres inteligentes capaces de apreciar la necesidad de Dios
y el mensaje de Cristo, la Iglesia les permite todos los sacramentos.
—No lo sabía. No existían en mi mundo natal.

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—Quedan muy pocos —admitió el alférez Martínez—. Y la población se reduce
con facilidad. Ya casi nadie sabe cómo repararlos y puede decirse que cualquier fallo
suele ser fatal. —Sus ojos parecieron entristecerse—. El padre Sánchez tiene casi
trescientos años. —El oficial percibió el gesto de sorpresa de sor María—. Se habla
incluso de un robot obispo con más de mil años de edad, pero nadie ha podido
confirmármelo. Y aunque es un dato olvidado, no hace tanto tiempo se hablaba
incluso de un Papa robótico.
»Ya hemos llegado.
El alférez Martínez abrió la puerta del camarote. Era una estancia no demasiado
ostentosa, pero tampoco reducida. Había una cama, y eso era todo lo que interesaba a
sor María. El oficial se despidió amablemente y en cuanto hubo cerrado la puerta, la
recién llegada por fin pudo deshacerse del traje de combate. Se aseó un poco, se miró
al espejo —¿tenía más canas y más arrugas?— y enseguida fue a desplomarse sobre
el lecho.
Seis horas después se despertó. Las viejas costumbres eran difíciles de romper a
pesar del cansancio. Miró ociosa por el camarote y vio que la luz de mensaje estaba
parpadeando.
—Mensajes —dijo.
La pared frente a la cama se iluminó. Apareció el rostro del alférez Martínez, algo
cuadrado y de cejas muy negras y abultadas, y sor María sintió un poco de vergüenza.
Es solo una grabación, se recordó.
—El padre Juárez desea que se reúna con él en la cubierta de observación. A
ninguna hora determinada, cuando le convenga a usted.
Sor María de la Gracia meditó el mensaje. Una reunión con el padre Juárez, un
jesuita, varón, legado del Papa y miembro de alto nivel de la Curia. Casi habría
preferido reunirse con el Adversario. Se levantó de la cama y comenzó a prepararse.

La cubierta de observación no estaba en el centro de la nave, pues allí se


encontraba el puente de mando, pero tampoco se hallaba en el exterior. El espacio
apenas revestía interés alguno a ojos humanos. Solo en frecuencias inaccesibles a la
disposición óptica humana, y en rayos X, radiación gamma, neutrinos y otras bestias
exóticas, el universo adopta su verdadera y más interesante forma. La cubierta de
observación estaba compuesta casi exclusivamente por una enorme pantalla de 300
grados. La imagen que esta proyectaba nunca era real, sino una aproximación
humana al verdadero aspecto del universo. En aquel momento la nave se alejaba de la
estrella en busca del punto de salto y la pantalla ofrecía una imagen del hermoso
fondo de radiación de microondas o, como lo llamaba la Iglesia, la firma de Dios.
El padre Juárez le ofreció un refrigerio, cosa que el estómago de sor María
agradeció. Comieron en silencio, solo roto por algún comentario ocasional sobre la
comida. Una vez terminada, el padre Juárez sirvió algo de jerez para los dos y giró el
asiento.

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—¿Adónde vamos, padre Juárez? —inquirió sor María.
El jesuita ignoró la pregunta.
—Hermoso espectáculo, ¿no? La huella del Creador —dijo llevándose la copa a
los labios.
—Ciertamente —contestó sor María.
—En ocasiones se hace difícil reconciliar esas dos imágenes.
—¿Reconciliar el qué?
—Pues el Dios de la Biblia con el Dios creador del Universo.
—¿Hay algo que reconciliar? —replicó sor María—. ¿No son dos
manifestaciones de la misma realidad, el verbo divino?
—Tiene usted razón, sor María. Pero uno no deja de pensar… —Se volvió para
encararse a ella—. ¿Nunca se ha preguntado por la situación en que nos
encontramos?
—¿Se refiere a esta nave?
—No, me refiero a la Iglesia, a la guerra.
—La guerra no es más que una manifestación de la eterna lucha entre el bien y el
mal. —Sor María empezaba a preguntarse adónde quería llegar el sacerdote.
—Pero, sor María, ¿dónde está la responsabilidad divina?
La mujer estaba escandalizada. Debía cierto respeto al sacerdote, pero aquello…
—¿Cómo puede decir algo así?
—Ya sabe usted que los jesuitas somos un poco herejes —contestó el padre
Juárez—. A veces hacemos preguntas incómodas.
—Pero está usted acusando a Dios de esta guerra.
—No me interprete mal, sor María. Pero después de miles de años de acciones
ocultas, puramente en el terreno de la psique humana, el Adversario decide atacar
físicamente. Destruye la Tierra y obliga a la Iglesia a huir al espacio. ¿Por qué? Uno
casi puede ver la mano de Dios tras todo esto.
—La caída del Adversario fue el resultado de sus propios actos de orgullo. Se
creyó superior a Dios y quiso ocupar su lugar al frente de la Creación.
—Por supuesto, por supuesto, sor María. Pero uno no puede dejar de pensar que
un ser omnisciente tendría que haber previsto una situación así…
»Por otra parte, durante siglos la humanidad creía que esas historias eran
personificaciones para expresar una lucha que solo se dirimía en el interior del ser
humano. Qué poco imaginaban que era la realidad. No la realidad tal y como la
conocemos, sino la realidad tras la realidad.
—¿La metafísica, padre Juárez?
El jesuita sonrió.
—La metafísica si usted quiere, sor María. Los físicos estamos acostumbrados a
pensar en la metafísica. Pero ¿por qué nos ocultó Dios esa realidad tras la realidad?
—Dios tiene sus razones. Sus actos no son para que nosotros los juzguemos.
—Pero fue todo tan imprevisto… Miles de millones de personas murieron en la

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destrucción de la Tierra. —De pronto su expresión se alegró—. Pero tiene usted
razón, nuestra única obligación es obedecer.
—Quedan todavía muchos misterios. Seres de supersimetría, guerra de religión
contra el Adversario… Muchas cosas.
—Tiene usted razón, sor María. Y me temo que Dios nos impedirá conocer la
respuesta a muchas de ellas.
—Está usted acusando a Dios de muchas cosas, padre Juárez. Dios es el Creador
y, por tanto, merece nuestro respeto. Y más por parte de un hombre que dice servirle.
—Lamento si la he ofendido, sor María. Los jesuitas tenemos la manía de dejar
vagar la imaginación, y a veces se nos ocurren ideas poco apropiadas. Le ruego
nuevamente que me disculpe.
—Bien —dijo sor María—. Volvamos a mi pregunta inicial. ¿Adónde vamos?
—Nos dirigimos al encuentro de la Congregación de Asuntos Extraordinarios. No
se preocupe, sor María, llegaremos pronto.

Dos horas después se produjo el salto. Sor María y el padre Juárez seguían en la
cubierta de observación. En el momento justo, en el punto en que el espaciotiempo
era lo bastante plano para garantizar un desplazamiento sin incertidumbres, los
sistemas automáticos activaron el impulsor Baxter y la nave se estremeció
ligeramente. De pronto, el fondo de estrellas desapareció y fue sustituido por otro
completamente diferente. El sol del que habían partido ya no estaba y todas las
estrellas parecían lejanas. Solo se distinguía una forma ligeramente reluciente. La
nave tardó una hora más en llegar hasta ella.

Flotando en el espacio, completamente aislada, se apreciaba una forma poliédrica,


similar a una estructura de alambre, que brillaba ligeramente. Era más alta que ancha
y rotaba ligeramente sobre una de las diagonales mientras varias naves flotaban a su
alrededor. Sor María miró al jesuita.
—¿Qué es? Parece la boca de un túnel.
—La puerta —contestó el padre Juárez algo divertido—. La puerta del Nuevo
Vaticano.
—Pero aquí no hay nada —objetó sor María. Volvió a mirar al objeto—. ¿Por
dónde vamos a entrar? ¿Por qué es necesario un túnel?
El jesuita se dio la vuelta. Se sentó cómodamente y, tras dar un sorbo a su bebida,
dijo:
—Lo que ve es un túnel en el espacio que nos llevará al lugar en el que se oculta
el Nuevo Vaticano. Después de la destrucción de la Tierra hubo que tomar algunas
precauciones.
Sor María estaba asombrada.
—Pero ¿dónde? ¿Cómo…? ¿El Nuevo Vaticano?
El padre Juárez esbozó una sonrisa no exenta de picardía.

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—La sede de la Congregación de Asuntos Extraordinarios. Pero todas esas
preguntas tendrán respuesta a su debido tiempo —dijo, y dio otro sorbo.
La aproximación de la nave a la boca del túnel fue lenta y cuidadosa. La materia
exótica que permitía mantenerla abierta repelía también la materia ordinaria y eso
dificultaba la navegación. Había que entrar por el centro de una de las caras, pero
evitando acercarse a la estructura del poliedro. Al aproximarse, la nave se fue
empequeñeciendo a medida que la estructura poliédrica adquiría sus verdaderas
proporciones. Debía de tener unos cinco kilómetros de ancho, sin duda para permitir
una garganta de dimensiones suficientes para la nave.
La boca del túnel se aparecía como una superficie oscura que emitía destellos de
colores. Lo que se veía era la imagen que se encontraba en la otra boca, es decir, de lo
que había más allá. No podía llevar, por tanto, a las inmediaciones de ninguna
estrella, porque en ese caso la boca habría estado brillando como tal. Por otra parte, el
espacio vacío no emitía destellos de colores.
Por fin la nave atravesó una de las caras y penetró en la estructura, para perderse
en una repetición infinita de su imagen. La estructura espaciotemporal del túnel se
plegaba sobre sí misma y la luz, que seguía viajando a sus habituales trescientos mil
kilómetros por segundo, podía recorrer la garganta incontables veces antes de que la
nave la atravesase, convirtiendo así el interior en un caleidoscopio en el que una
misma imagen se repetía de derecha a izquierda.
La propulsión Baxter no tenía sentido en aquellas condiciones: para usarla con
cierta garantía se precisaba un espaciotiempo relativamente plano. La topología
extrema del túnel produciría una incertidumbre absoluta y la nave podría acabar en
cualquier lugar del cosmos, razón por la que se empleaban los mismos motores
iónicos que se usarían para los desplazamientos cortos. Aun así, el viaje duró poco.
La garganta tenía unos veinte kilómetros de longitud y para recorrerla apenas
precisaron unos minutos. Por último llegaron a una estructura poliédrica similar a la
primera, que flotaba en lo que parecía ser una confusión de colores y formas. Sor
María se sintió momentáneamente desconcertada. No sabía adónde mirar ni
encontraba sentido alguno a lo que veía. Finalmente, justo frente a la nave, percibió
una forma circular que se estremecía como una serpiente sinuosa que se estuviese
mordiendo la cola. El círculo no tenía bordes definidos, porque en cuanto ella
intentaba fijar la vista, lo que había considerado una superficie clara se convertía de
pronto en una espuma de fervorosa actividad. No había forma de juzgar su tamaño,
todas las posibles referencias habían desaparecido: no había estrellas ni planetas que
sirvieran de escala, pero si se encontraba razonablemente lejos, debía de ser enorme.
El padre Juárez se detuvo a algunos pasos de su espalda.
—Eso que vemos, y espero que sea consciente de que se trata de una imagen falsa
creada para beneficio de los humanos, es una singularidad de anillo.
—¿Una singularidad? ¿Entonces…?
—Sí, estamos en el interior de un agujero negro. ¿Qué mejor manera de ocultar el

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Nuevo Vaticano que situarlo en un lugar que apenas pertenece al universo?
Sor María le miró a los ojos.
—¿No se supone que al entrar en un agujero negro deberíamos haber sido
destruidos?
—Más bien hemos entrado por la puerta de atrás. En ningún momento hemos
atravesado el horizonte de sucesos del agujero, nos hemos limitado a fabricar un túnel
que conecta una región externa del espaciotiempo con una región interna del
espaciotiempo del agujero negro. Como se trata de un agujero negro de Kerr, se
encuentra en rotación, lo cual deforma la singularidad central del agujero haciendo
que adopte forma de anillo. Si la singularidad hubiese sido puntual, nos habría
destruido, pero al ser de anillo podemos movernos con cuidado hacia su centro.
Descubrirá que esto tiene grandes aplicaciones. Este agujero posee una masa de diez
millones de soles. Una singularidad cómodamente grande.
—Pero ¿por qué me ha traído aquí? ¿Por qué me permite ver esto?
—Órdenes papales, además de ser un placer por mi parte —añadió, galante—. Es
usted una mujer muy especial, eso ya lo sabíamos, y muy afortunada, sor María. No
todo el mundo tiene la oportunidad de contemplar este espectáculo. —El jesuita fijó
los ojos en el centro del anillo—. Hemos tenido papas muy interesantes.
El padre se dio la vuelta y se dirigió al sillón para tomar asiento.
Sor María miraba anonadada el espectáculo que se le ofrecía. Le resultaba difícil
fijar la vista en el anillo: parecía no ser estable y se agitaba como si estuviese vivo.
Las formas, los colores, todo lo que la rodeaba tenía un aire ultraterrenal, era una
visión que trascendía el universo. Al cabo de un rato advirtió que en el interior del
anillo se apreciaba una diminuta mancha de color, como un minúsculo grano de arena
que flotase en medio de un vaso de agua. Al principio la distancia le impidió apreciar
los pormenores, pero al ir acercándose la nave por una ruta cuidadosamente calculada
para evitar las mareas gravitacionales de la vieja singularidad que, aunque débiles,
podían dañar a los tripulantes, empezó a distinguir cada vez más detalles. Edificios,
calles, torres, imágenes que recordaba de láminas de juventud, de interminables
tardes pasadas tumbada sobre una alfombra contemplando imágenes de un mundo
destruido largo tiempo atrás. No pudo evitar sentir en el corazón el dolor del
reencuentro y notó que le flaqueaban las piernas.
—Es… es…
—Sí —dijo el jesuita desde su sillón y sin levantar la vista—, es la cúpula de San
Pedro. Lo que tiene frente a usted es la Piazza. Bienvenida al Nuevo Vaticano, a sus
cuarenta y cuatro hectáreas originales y algunas más adicionales; espero que el viaje
haya sido de su agrado.
Sor María se volvió para mirar al jesuita, dejando a su espalda la creciente imagen
de las piedras vaticanas.
—Pero ¿cómo es posible? Fue destruido, junto con toda la Tierra.
El padre Juárez levantó la vista.

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—En eso tiene razón. El Vaticano original fue destruido. Pero no antes de que la
Iglesia lo copiase por completo en memorias moleculares. La Iglesia es una
institución muy paciente, y durante años pequeños nanobots fueron recorriendo
molécula a molécula, átomo a átomo, la estructura original a fin de preservarla para el
futuro. Lo que ve ahí fuera —y señaló con el dedo con la misma mano en la que
sostenía el vaso— es una paciente reconstrucción del original, indistinguible del
Vaticano tal y como era hace más de mil años.
—Miguel Ángel, Bernini…
—Todo está ahí. Por supuesto, las piezas menores se salvaron por métodos más
convencionales. Los tesoros y documentos originales se conservan aquí.
Sor María volvió a mirar la imagen.
—Pero la radiación, las mareas de la singularidad…
—Un agujero negro es algo más seguro de lo que muchos creen. Este en
particular se eligió por su edad. La singularidad es antigua y, por tanto, las mareas
gravitacionales son débiles. Además, al encontrarse en una zona relativamente
alejada de grandes concentraciones de materia, pocos fragmentos caen en su interior
para alimentarlo. Para que el trozo de suelo que es el Nuevo Vaticano permanezca en
su sitio solo se precisan campos de fuerza y gravedad artificial. La boca interna del
túnel puede cerrarse con facilidad, basta con retirar el portal Visser que la mantiene
abierta y todo el túnel se desmoronará sobre sí mismo, y evidentemente cualquier
ataque desde el exterior requeriría, a través del horizonte de sucesos del agujero
negro, un tiempo infinito. Todo ello es obra del gran Papa ingeniero Silvestre VI. A él
se lo debemos.
Sor María empezaba a entender la magnitud de lo que se ofrecía ante sus ojos.
—El secreto…
—Una medida adicional de seguridad. Nunca está de más. Aunque estrictamente
no es secreto, solo se trata de algo de lo que no se habla. De todas formas, creemos
que los seres de supersimetría sospechan desde hace tiempo de la existencia de este
refugio, aunque suponemos que no lo han localizado.
—¿Dónde aterrizaremos?
—Se construyó un espaciopuerto, claro. No se preocupe, todo está previsto. —Y
añadió—: ¿Otra copa? Disponemos todavía de algunas horas.
La nave se fue aproximando lentamente. No tardó en hacerse evidente que la
antigua Ciudad del Vaticano se encontraba incrustada en una superficie mayor que se
extendía más allá de la plaza de San Pedro. Ya no se trataba de los pocos edificios
originales, sino de una ciudad en toda regla. El espaciopuerto parecía estar situado
detrás de los jardines papales, y en esa dirección se fue acercando la nave. El
descenso fue suave y, mientras bajaban, sor María pudo disfrutar del espectáculo. Los
lejanos juegos de colores del interior del agujero negro daban la impresión de
enmarcar las antiguas piedras. Destellos rojos salían del otro lado de la basílica de
San Pedro y se iban desplazando lentamente hacia el Museo Vaticano. ¿Cómo podía

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estar todo aquello en el interior de un agujero negro? ¿Cómo podía permanecer oculta
la Santa Sede para el resto del universo?
Sor María de la Gracia y el padre Juárez subieron a un transbordador. El crucero
papal se alejó nuevamente mientras el transbordador descendía hacia el
espaciopuerto. Sor María de la Gracia se sentía ligera, como flotando en un sueño,
como si se acercase al País de Oz.
Minutos después cogieron un coche y accedieron al Vaticano por la puerta de
Viale Vaticano, custodiada por una pareja de guardias suizos ataviados con lo que
parecía una versión de combate del traje diseñado por Miguel Ángel. Una vez
atravesada esa puerta, sor María se preguntó cuándo empezarían los problemas.

Los trámites fueron más ágiles de lo que había esperado. La Congregación para
Asuntos Extraordinarios, presidida por el cardenal Santiago, que dirigía todos los
esfuerzos de guerra, se reunió inmediatamente para tratar la situación. Sor María tuvo
que declarar ante ella, repitiendo una y otra vez cada uno de los detalles de su breve,
pero aparentemente trascendental, contacto con la hermana Juana. Por fin le
permitieron salir, para volver a encerrarse a examinar los documentos de la espía.
Después de seis horas interminables, estaba libre para recorrer el Vaticano. La
Capilla Sixtina, el jardín del Belvedere, los museos vaticanos, los jardines papales, la
basílica de San Pedro y, para acabar, la plaza con el obelisco. Recorrió las columnas,
admirando el trabajo y la exactitud de la construcción. Pero toda la alegría de conocer
esos lugares quedaba empañada por la duda. ¿Por qué estaba allí? De alguna forma
podía entender que el padre Juárez quisiese hablar con ella, pero llevarla hasta el
Nuevo Vaticano y hacerla comparecer ante la Congregación de Asuntos
Extraordinarios ya le parecía excesivo. Su papel no había sido tan importante.
Después de todo, quién era ella sino una monja corriente que había dedicado largos
años de su vida a la Iglesia. En la galaxia debía de haber miles, millones como ella.
¿Por qué? No lo entendía, y el hecho de haber perdido el control de su vida la
enfurecía. No, aquello debía terminar. Iría a buscar al padre Juárez y…
Había un hombre justo frente a ella.
Era alto, delgado y con el cabello profundamente negro. Llevaba perilla y vestía
la púrpura cardenalicia. Los ojos eran como pozos sin fondo. De alguna forma sor
María de la Gracia supo que, pese a todas las apariencias, aquel hombre no era
miembro de la Curia. De hecho tuvo la certidumbre de que ni siquiera era un hombre.
El convencimiento se mezcló con el terror. ¿Cómo era posible?
—¿Sabes quién soy? —dijo el cardenal.
—Sí —contestó sor María, quien fijó dolorosamente la vista en sus ojos—. Es
usted el Adversario. —Al decirlo, agarró el crucifijo que llevaba colgado al cuello.
—Sí, así me llaman. Pero tengo muchos nombres, al igual que Él. —Sonrió—.
Me gusta el Adversario, es el que se ajusta más a mi labor.

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—¿Qué esperanza nos queda si el enemigo puede recorrer impunemente los
pasillos del Nuevo Vaticano? —dijo sor María, tras haberse recuperado ligeramente
de la sorpresa.
—Muchas cosas me están permitidas, sor María. Después de todo, soy el
Adversario, y en cualquier juego interesante, hay que dejar margen al contrario. —
Sonrió mientras se reclinaba contra una de las columnas.
—Los poderes del mal… —dijo sor María.
—¿Sabes cómo funciona el impulsor Baxter?
—¿Qué importancia podría tener eso?
—Dime, ¿lo sabes?
Sor María estaba confundida por la pregunta, pero contestó.
—El universo tiene en realidad once dimensiones, pero todas menos cuatro, el
tiempo, el ancho, el alto y el largo, están plegadas en el interior de las partículas
elementales. El impulsor Baxter las desenrolla momentáneamente, y un pequeño
desplazamiento en esas dimensiones puede representar, cuando han sido plegadas de
nuevo, un gran desplazamiento en el universo normal de cuatro dimensiones.
—Bien. En supersimetría se puede realizar un truco similar con el espacio. Puedo
abrir este agujero negro como si fuese una nuez, y no necesito absurdos túneles para
entrar y salir. Vuestra Iglesia está muy orgullosa de su ciencia, pero hay cosas tan
avanzadas que parecen magia. La cuestión es que no lo son.
—¿Como un dispositivo para destruir a la humanidad? Desde luego, parece
mágico. Digno de usted.
—No me juzgues mal, sor María. O mejor, no juzgues y no serás juzgada.
—La obra de Dios permanecerá. —Sor María se resistía a caer en la fascinación
de aquel ser. El Príncipe de las Mentiras, el Destructor de la Fe, el Mal—. No importa
lo que usted haga. Dios ganará y, con Él, todos nosotros.
—No me hables de Dios, sor María. Recuerda que lo conozco personalmente. Fui
su mano derecha, antes de la caída. —Sonrió de nuevo—. Aunque más bien me
empujaron.
—Usted es el Mal. ¿Qué sentido tiene escuchar lo que dice?
—Ninguno, lo admito. Pero yo también formo parte de la Creación, y me intereso
por ella. ¿O acaso crees que Dios no permite mi existencia?
Sor María sintió una punzada de dolor al oír aquello. ¿Así se sintió el Señor en el
desierto?
—Dios es amor.
—Por favor. Mira tu propia Iglesia. —Se acercó más a ella hasta situar la cara
justo frente a la suya—. Una mujer de tus innegables cualidades no puede ser
sacerdote del culto a Jesús. En cambio, un robot sí puede serlo.
—Los apóstoles eran hombres —contestó sor María.
—¿Así que a un robot se le reconoce cierta masculinidad?

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—Nuestras tradiciones no son algo para ser discutido con el enemigo de la Iglesia
—replicó sor María, poniéndose en pie y mirándole fijamente. No iba a dejarse
avasallar. No, se mantendría firme como el obelisco.
—¿Lo ves? Ya vuelves a considerarme un enemigo. Voy a destruir a la
humanidad, pero no es nada personal. Todos tenemos nuestra tarea, y todos
cumplimos Su voluntad como podemos.
—El Adversario habla en sofismas —dijo sor María—. Usted conoce la voluntad
de Dios aún menos que yo.
—¡Sofismas! Expongo contradicciones más bien. Tu Dios no puede ser bueno y
omnipotente simultáneamente.
Sor María se sintió confusa.
—¿Qué?
—Si Dios es bueno, entonces no puede permitir el mal, y como el mal existe,
Dios no es bueno. Si Dios es omnipotente, podría eliminar el mal, y como el mal
existe, Dios no es omnipotente. ¿Lo ves? Hay contradicción.
—¡Blasfemia! El dolor nos acerca a Cristo. Es lo que da sentido a la vida.
—Eso es absurdo.
—Creo porque es absurdo —declaró sor María.
—¡Ja! Esa es la moral de esclavos que predica tu Iglesia.
—Moral de esclavos no. La moral de alguien dispuesto a obedecer libremente.
Ahora dígame, ¿qué quiere? ¿Por qué ha venido?
—Quería conocerte. Eres una mujer extraordinaria, ya te lo he dicho. Y tus
superiores, que también lo saben, te respetan y temen por ello. No saben cuál será tu
papel en los acontecimientos por venir. Pero déjame hacer una predicción:
participarás en un ataque a mis posiciones.
—Contaré este encuentro. Nunca me dejarán salir de aquí.
—Si les conozco bien, este encuentro no hará sino aumentar tus cualificaciones
para la tarea. Después de todo, no muchos pueden presumir de haber hablado con el
Adversario. No, no te preocupes, sor María, tienes garantizado el puesto.
»Después de todo “os he reclamado para cribaros como el trigo”. Me pregunto
qué esperanza puede haber si soy capaz de recorrer libremente el Vaticano. —Volvió
a acercarse, sonriendo como un lobo—. Sor María, ahora te conozco, y conociéndote
puedo luchar mejor contra ti. Esa es tu esperanza.
Con esas palabras se alejó perdiéndose entre las columnas. Sor María intentó
seguirle, pero no pudo dar con él.

Pocos minutos después el guardia suizo la encontró sentada entre las columnas,
mirando fijamente la entrada de la basílica.
Sor María no entendía lo que estaba sucediendo a su alrededor, la confusión se
adueñaba de todo su ser. Siempre había sido una buena monja, había realizado con
diligencia las tareas que la Orden le había exigido y siempre había obedecido presta.

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Pero en todas aquellas ocasiones la obediencia prometía una cercanía al Reino de
Dios. ¿No se ataba en el Cielo todo lo que se ataba en la Tierra? ¿No debía el
mensajero cumplir la voluntad de aquel que le había enviado? Desde hacía tres días,
ya nada de aquello parecía tener sentido. Una simple monja soldado, que solo
deseaba administrar su convento a mayor gloria de la Iglesia y en beneficio de las
hermanas, se había visto arrojada por un conjunto fortuito de circunstancias al núcleo
de la guerra. Y no solo eso, primero las dudas del padre Juárez y luego la visita del
Adversario. ¿Qué vendría a continuación?
No, aquello no podía seguir. Tenía que buscar la forma de regresar a sus labores.
Encontrar la manera de escapar de aquel mundo desconcertante.
Levantó la vista y se encontró con el guardia que se aproximaba. Iba a buscarla.
Le dijo que el Papa deseaba verla y le preguntó si podía acercarse en ese momento a
su despacho privado.
El trayecto fue a pie y pareció durar mucho tiempo. Recorrieron calles estrechas,
entraron en edificios vacíos. Bajaron y subieron escaleras y anduvieron por pasillos
recubiertos de mármol hasta encontrarse frente a una enorme puerta.
El guardia abrió una de las hojas de la entrada a la estancia privada del Papa. Sor
María entró con precaución. Había sido religiosa y soldado durante casi cincuenta
años y jamás en toda su vida, ni siquiera en sus fantasías de novicia, había soñado
con conocer al Papa. En la mente de gran parte de la Iglesia, el Papa era una figura
remota que habitaba en el Nuevo Vaticano, desde donde dirigía los destinos del Reino
de Dios en el universo. Aparte de las alocuciones retransmitidas para todos los
mundos humanos, pocas parecían ser las participaciones directas del Pontífice en los
asuntos de la humanidad o, ya puestos, en el desarrollo de la guerra. Pero un hecho
destacaba especialmente, Benedicto XXII llevaba cuarenta años en el cargo, y todo
parecía indicar que el triple ataúd tendría que esperar todavía un tiempo.
La primera imagen del Papa que tuvo sor María fue la de un hombre bajo,
encorvado y muy anciano, pero poseedor de esa resistencia natural que parecen dar
los años a algunas personas. Se apoyaba en un bastón de madera exquisitamente
tallado, que agarraba delicadamente. Y los ojos juveniles no dejaban de mirarla. El
Papa extendió la mano. Sor María se apresuró a arrodillarse y besar el anillo.
—Si no le importa, hija, podemos dejar las formalidades a un lado —dijo con un
tono que a sor María le sonó ligeramente burlón, pero también lleno de ternura—.
Después de todo, esta es una audiencia privada. Deseaba mucho conocer a la mujer
que ha traído las buenas nuevas.
—Como desee su Santidad.
—Siéntese, sor María, siéntese, por favor —dijo el Pontífice, señalando una de
las sillas.
La monja tomó asiento y examinó la habitación. La decoración estaba compuesta
por muebles antiguos, cuyo periodo no podía precisar. Parecía encontrarse en un
museo de antigüedades. La silla era delicada, pero parecía perfectamente capaz de

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soportar su peso sin problemas. Apreció un detalle: sobre una pequeña mesa baja
situada entre dos asientos de muy cómodo aspecto había un juego de ajedrez, de
piezas delicadas pese a su aspecto pesado. Parecía haber una partida en marcha entre
dos jugadores invisibles. Las piezas estaban apenas desarrolladas. Probablemente el
contrincante del Papa había tenido que abandonar la partida por alguna razón.
Al lado, en la repisa de la falsa chimenea, se encontraba una caja. Era de madera,
de unos cinco centímetros de lado, exquisitamente trabajada. Le pareció que estaba
justo a la vista del Papa, como si fuera un recuerdo muy preciado.
—Hija, dígame, ¿qué opina de nuestra situación? —preguntó el Papa desde su
asiento al otro lado de la mesa.
—No tengo demasiados datos para juzgarla. Apenas soy capitán, y mi puesto ha
estado siempre en conventos alejados de la primera línea de batalla —contestó sor
María.
—No sea tan modesta, hija mía. Todos colaboramos en este esfuerzo. ¿Cree que
ganaremos la guerra?
A sor María le sorprendió la pregunta. Se decidió a contestar.
—Por supuesto. Por más que se pierdan batallas, la Iglesia no puede sino ganar.
La lucha entre el bien y el mal en ocasiones es sinuosa, pero el resultado final está
claro.
El Papa sonreía aparentemente satisfecho.
—No sabe el alivio que representa hablar con usted, sor María. La Curia es en
ocasiones tan cínica, los asuntos de la Iglesia son a veces tan complejos, que uno
olvida con facilidad el fin último: la llegada del Reino de Dios.
Sor María no respondió. Le parecía evidente.
—Llevamos en guerra más de mil años, sor María. Es una señal de Dios que
nuestra supervivencia se haya prolongado durante tanto tiempo.
Sor María se decidió a intervenir.
—Algunos incluso dirían que la guerra ha sido provechosa.
—¿Provechosa? ¿En qué sentido?
—Bien, la humanidad se ha extendido por la galaxia, ha ocupado miles de
sistemas estelares. La Iglesia tiene hoy día más creyentes que nunca, y en toda la
historia de la humanidad nunca hubo tanta gente que hubiese oído el mensaje de
Jesús. En ese sentido, algo se ha ganado. Incluso la destrucción de la Tierra se
produjo cuando la humanidad tenía los conocimientos para moverse por el espacio.
Uno o dos siglos antes, y todo el futuro habría muerto.
El Papa pareció meditarlo.
—Pero a costa de qué. La Tierra, nuestro mundo natal, desapareció. Nos
enfrentamos a un enemigo terrible y cruel sacado de nuestras pesadillas. Y eso sin
contar los millones de muertos y los enormes esfuerzos a realizar para mantener la
situación bélica.
—Dios escribe recto con renglones torcidos —dijo sor María en voz baja.

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El Papa sonrió, evidentemente satisfecho, como si la monja hubiese pasado con
brillantez una prueba a la que no sabía que la estaban sometiendo. El Pontífice
pareció tomar una decisión.
—Sor María, quiero mostrarle algo.
El Papa se levantó y se dirigió a la pared que estaba tras la mesa y en cuyo
panelado se apreciaba una discreta puerta. El Papa sacó una llave y la abrió con
lentitud. Tras ella se ocultaba una escalera estrecha pero bien iluminada. Sin más
dilación, comenzó a bajar por ella. Sor María lo siguió con cierta vacilación.
La escalera era de caracol, e iba enrollándose interminablemente alrededor del eje
central. El descenso era cómodo, pero no fácil, y sor María no tardó en sentirse
cansada, aunque el anciano que tenía delante bajaba con gran agilidad, sin aflojar el
paso. El bastón golpeaba rítmicamente el suelo produciendo un sonido que puntuaba
el descenso.
Al fin, la escalera terminó y se encontraron frente a otra puerta, de naturaleza
muy diferente. Se trataba de una puerta blindada de aspecto imponente. El Papa se
acercó a la pequeña caja que estaba a un lado y servía de cerradura, y dejó que le
examinase los ojos. Luego recitó una oración en una extraña lengua y la puerta se
abrió deslizándose a un lado y escondiéndose en la pared.
Antes de moverse, el anciano se volvió hacia sor María.
—Ábrete Sésamo —susurró con los ojos chispeantes. Amablemente, el Pontífice
extendió la mano invitando a sor María a trasponer la puerta—. Usted primero; es mi
invitada.
Sor María dio un paso incómodo y cruzó el marco de metal. Frente a ella se abría
una cámara de unos veinte metros de largo y otros tantos de ancho. El techo era alto,
como de cinco metros, y las paredes, blancas. Estaba muy bien iluminada. Las
paredes laterales estaban cubiertas de cajas y objetos imposibles. Al final de la sala se
veía lo que parecía un trozo de tela cuidadosamente protegido en un marco de vidrio
y un sepulcro.
El Papa se detuvo tras la religiosa.
—Siga, por favor, siga. Al fondo.
Sor María de la Gracia recorrió la sala hasta encontrarse a un metro del sepulcro.
Desde allí se distinguía que la tela tenía grabada la imagen de un hombre de mediana
edad, representado de frente y espalda, con manchas de lo que parecía sangre.
Recordó haber leído sobre aquello.
—¿La Sábana Santa?
El Pontífice pareció sorprenderse ante esa identificación.
—¿La Sábana de Turín? Por supuesto que no —dijo, agitando la cabeza de un
lado a otro—. Aquel trapo era una burda falsificación del siglo XIV. El trabajo
evidente de un pintor sin escrúpulos, que representó a Nuestro Señor con témperas y
usando la imaginería popular de la época. No, no. —Levantó la vista de nuevo hacia
la representación—. Mire con atención. Ese hombre tenía rasgos semíticos y lo que

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parecen manchas de sangre, lo son realmente. —Volvió a mirar a sor María—. Es un
objeto real. La verdadera imagen de un redentor. ¿Sabe dónde la encontramos?
—No —fue la única posible respuesta de sor María.
—En otro mundo. —El Papa se volvió ligeramente y miró al suelo como
meditando—. En un mundo que ni siquiera pertenecía a este universo, pero habitado
por humanos. Una nave se perdió y lo encontró por casualidad. Tuvimos que luchar.
Tiempos terribles, sí, tiempos terribles.
»La historia de esa tela estaba perfectamente documentada en los registros
históricos de su mundo. Se encontraba aquí dentro —dijo, señalando el sepulcro—.
Espere; se lo mostraré.
El anciano movió con sorprendente fuerza la tapa del sepulcro, que se desplazó
suavemente hasta revelar algo del interior. Toda la superficie interna aparecía
quemada.
—¿Ve? Lo que fuese que grabó la imagen de la tela quemó también el interior del
sepulcro. Nadie sabe qué pudo ser, rayos X, quasma, neutrinos, positrones, pero sí se
sabe que fue una súbita emisión de energía. Y lo más interesante es que, analizando la
evolución de ese otro universo y comparándolo con el nuestro, ese hombre murió
aproximadamente en la misma época que el Cristo de nuestro mundo. Y en el
momento del fallecimiento tendría unos cuarenta años, igual que Jesucristo. No de la
misma forma, a él lo ataron a una rueda y lo despeñaron, puede apreciar los
miembros rotos, pero sí por motivos similares.
El Papa empujó con la mano y el misterioso mecanismo del sepulcro se cerró con
suavidad. Se dio la vuelta y volvió a encararse con la tela.
—Sor María, a veces bajo aquí a contemplar esta imagen. La miro y me pregunto
quién era. Y quién le envió.
Sor María veía ahora al Papa como una figura encorvada apoyada en un bastón
que contemplaba el gran lienzo. Todo le parecía sorprendente y fantasmagórico, y por
un momento deseó volver a encontrarse en la seguridad de su convento, preocupada
por las tareas menores de la obra. Pero aquel hombre no parecía dispuesto a
permitírselo.
—Dios Padre, Nuestro Señor —se limitó a decir.
El anciano giró la cabeza levemente con un gesto de diversión en el rostro.
—Hija mía —dijo—, cuando llegue a mi edad descubrirá que uno acaba creyendo
en muy pocas cosas. Dios existe, eso es un hecho. Pero no tengo tan claro que
ninguno de esos dos hombres fuese su hijo.
¿Estaba blasfemando el Papa?
—No es tan extraña la idea —siguió diciendo—. En la Iglesia primitiva ya hubo
debates sobre la naturaleza de Cristo, sobre si esta era dual, humana y divina, o
únicamente humana. Siempre me ha parecido un debate curiosamente limitado. ¿Por
qué no tres, cuatro o cinco naturalezas distintas? Si realmente era divino, ¿por qué no
podía ser todo lo que quisiese? Y pudiendo ser muchas cosas, ¿por qué iba a ser el

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Hijo de Dios? En cualquier caso, este es más un tema para discutir con un buen
brandy.
Se volvió por completo y, apoyándose en el bastón, se acercó a sor María.
—Mi teoría personal —dijo en voz baja con tono conspirativo— es que fue
enviado por extraterrestres. —Se llevó un dedo a los labios con aire juguetón—. Pero
no lo diga por ahí, no está bien visto que el Papa vaya proclamando herejías —
concluyó, riendo.
Siguió caminando y dejó a sor María detrás.
—Vamos, es hora de volver. Hay preparativos que hacer.
A sor María aquel le pareció un momento tan bueno como cualquier otro.
—He hablado con el Adversario. Puede entrar aquí sin problemas.
El Papa se detuvo. Se dio la vuelta y miró a la monja.
—Es un ser, me resisto a llamarle hombre, fascinante. Gran conversador. Le
encantan los sofismas y las trampas dialécticas.
—¿Le conoce? —dijo sor María asombrada.
—Jugamos al ajedrez de vez en cuando. No ponga esa cara, sor María. Después
de todo, soy el vicario de Cristo en la Tierra. —Agarró con mayor fuerza el bastón—.
El Adversario debe tentarme de vez en cuando. Son las reglas del juego.
Volvió a acercarse hasta situarse justo frente a sor María.
—No somos muchos los que hemos hablado con él. Es usted afortunada. Ahora
conoce al enemigo y sabe lo encantador que puede ser. No lo olvide nunca. Lo único
que cuenta es la supervivencia de la humanidad. Ni siquiera la Iglesia importa. La
humanidad, sor María. A veces es necesario sacrificar alguna pieza, un peón, un alfil,
incluso la dama; y si el bien mayor así lo exige, debe hacerse. No lo olvide.
»Pero será mejor que no comente con nadie su encuentro con el Adversario. Las
personas que deben saber que es capaz de visitar libremente este lugar ya lo saben, y
para el resto sería una información que solo podría producirles pesar.
»Vamos.
Volvieron a salir por la puerta blindada. Volvieron a subir la escalera de caracol. Y
volvieron a cruzar la puerta panelada. Por fin se encontraron de nuevo en el despacho
privado del Pontífice.
—Santo Padre, con todos los respetos, me gustaría pedirle algo.
—Dime, hija mía. —El anciano pareció estremecerse un poco.
—Me gustaría regresar a las labores de mi Orden. Sé que mi convento ha sido
destruido, pero estoy segura de que hay muchos lugares donde podría ser útil.
—Lo lamento mucho, hija, pero eso es imposible.
—¿Imposible? Pero sin duda… —Su sorpresa era tal que por un momento incluso
olvidó con quién hablaba.
—Sor María, soy el representante de Nuestro Señor Jesucristo en el universo. Se
me debe cierto respeto y obediencia. —Luego suavizó el tono—. Hija mía, la
necesito para una tarea aún mayor. Recibirá los detalles más adelante, pero será una

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misión en mi nombre.
La religiosa agachó la cabeza, avergonzada por haber omitido momentáneamente
su voto de obediencia.
—Bien, sor María, solo una última cosa.
De pronto aquel hombrecillo encorvado pareció ganar en altura. Enderezó la
espalda y su porte se hizo más marcial.
—Active el implante mnemónico —ordenó con voz firme.
Los ojos de sor María se pusieron vidriosos mientras se activaba el subsistema de
su cerebro que le permitiría recordar aquello que el Papa quisiese decirle. No podía
mover el cuerpo, estaba completamente paralizada mientras todo su ser se
concentraba en esa tarea. El Santo Padre se acercó a ella, se puso de puntillas para
llegar a la altura de su oído, y recitó un par de versos en latín y una serie de números.
Luego volvió a apoyarse en el bastón.
—Ya está —dijo con su voz cansada y cálida de siempre.
Sor María sintió que recobraba el control de su cuerpo.
—Le he dado una prerrogativa papal. No se lo diga al padre Juárez, que se
pondría celoso —dijo sonriendo—. Esa prerrogativa quizá le sea muy útil. Le
permitirá controlar temporalmente cualquier sistema automático de la Iglesia pasando
por encima de su programación. Como si fuese yo mismo. Tiene validez limitada,
pero suficiente.
»Hija mía, debemos separarnos. Tengo todavía mucho trabajo. Me alegra haberla
conocido y le deseo suerte. Recuerde lo que le he dicho.
El Papa tendió su anillo. Sor María se acercó y lo besó. Con un gesto ágil, el
Pontífice le sostuvo la barbilla y le levantó la cabeza. ¿Había lágrimas en los ojos del
Santo Padre? El Papa apartó los dedos. Sor María se enderezó y salió de la
habitación.

La flota se reunió en una base alejada del Nuevo Vaticano. En total, un millar de
naves, comandadas por los mejores hombres de la Iglesia, sacerdotes que habían
dedicado su vida a la defensa militar de la fe. Esas tropas incluían el crucero papal, en
el que viajarían el padre Juárez y sor María de la Gracia. Casi todas las órdenes
militares estaban presentes: la Orden del Temple, la de Santa Catalina del Monte
Sinaí, la de San Carlos, la del Santo Sepulcro de Jesucristo en Jerusalén, la Milicia
Constantiniana de los Caballeros Aureados de San Jorge Mártir, la Orden de San
Lázaro de Jerusalén, la de la Santísima Trinidad, la de La Espiga, la de La Estrella,
las Carmelitas, etc. Incluso la propia Orden de sor María, las Siervas del Gran Dios,
estaba representada con cinco acorazados tipo Serafín. A sor María le habría gustado
entrar en combate con ellas, pero el Papa había dado instrucciones de que
acompañase al padre Juárez. Toda la operación se había ejecutado en tres días, con el
mayor sigilo posible.
Después de que los expertos examinasen con todo cuidado la grabación de la

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difunta hermana Juana, la Congregación para Asuntos Extraordinarios había decidido
que, efectivamente, el enemigo preparaba un arma de gran poder destructivo en un
sistema llamado Hinnom. Con los datos recogidos por la hermana se identificó ese
sistema, cercano a otro conocido como El Alfarero. El ataque se había decidido y a
ese efecto se había reunido la flota. Al principio se pensó que cada Orden se
aproximase a Hinnom desde su posición, pero por fin se consideró preferible que
todos los comandantes se reuniesen simultáneamente.
En preparación del ataque, se enviaron naves de reconocimiento no tripuladas al
sistema de Hinnom. Las sondas no debían acercarse demasiado para evitar alertar al
enemigo, por lo que se limitaron a situarse en la nube de Oort del sistema, desde
donde lo examinaron en la medida de lo posible. Luego regresaron a la base. Las
imágenes y la información obtenida permitieron detectar la presencia de extraños
discos que orbitaban la estrella equiespaciados aproximadamente a una unidad
astronómica de la misma. La discusión sobre la naturaleza de aquellos objetos fue
larga, pero no se llegó a ninguna conclusión. Lo único en que se pusieron de acuerdo
fue en la necesidad de atacar lo antes posible. No se sabía cuándo iba a hacerlo el
enemigo, si era cuestión de un día, un mes, un año o un siglo, pero el consenso
parecía ser destruir la amenaza de inmediato.
Antes del asalto se llevó a cabo una reunión virtual con todos los comandantes y
oficiales en un gran salón. En ella se decidió que la flota se dividiera en tres grupos y
que cada uno de ellos penetrara en el sistema Hinnom simultáneamente lo más cerca
posible de los discos, con la misión de destruirlos si se determinaba que formaban
parte del plan del enemigo. El cardenal Santiago, jefe de la Congregación para
Asuntos Extraordinarios, ocupó a continuación el estrado y dijo unas breves palabras
finales:
—Hermanos y hermanas en Cristo. No olviden su misión: Tutela fidei, defensio
christiani y propugnatio infidelium. Que Dios les acompañe.
Acto seguido se celebró una misa, tras la cual los asistentes se dispersaron, cada
uno deseoso de ocuparse de su nave y prepararse para el asalto. El padre Juárez se
acercó a sor María.
—Se han recibido más instrucciones del Nuevo Vaticano. El Papa me ha
nombrado su aprocrisiario. Seré los ojos y los oídos del Pontífice en la incursión. A él
habré de informar y ante él habré de responder.
—Una gran responsabilidad —dijo sor María. Consideró por un momento
hablarle al padre Juárez sobre la prerrogativa papal y el Adversario, pero recordó las
palabras del Pontífice que lo desaconsejaban y no añadió nada más.
—Sí. Pero son los riesgos de estar tan cerca del Nuevo Vaticano, hermana María:
siempre existe el peligro de que a uno le asignen un cargo. He sido asesor científico
del Papa durante muchos años y apenas he podido evitar que me nombraran
cardenal… El púrpura no me sienta bien —añadió con una sonrisa. Comenzó a
caminar hacia la puerta y sor María le siguió—. Ahora el Sumo Pontífice ha

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considerado que mis conocimientos podrían ser de utilidad en la batalla y me ha dado
su bendición.
Sor María no podía evitar seguir pensando que la situación le quedaba demasiado
grande para el papel que realmente representaba. Se detuvo y miró al hombre a los
ojos.
—Padre Juárez, con todos los respetos, ¿por qué estoy aquí? ¿En qué puedo ser
yo de ayuda? ¿No sería mejor que mi puesto lo ocupara alguien más valioso?
El padre Juárez pareció meditar durante unos segundos la cuestión mientras
jugueteaba nerviosamente con un anillo que llevaba en el dedo anular de la mano
izquierda. Por fin contestó:
—Usted ya ha hecho mucho, sor María. No subestime su intervención. El Papa ha
exigido su presencia y, aunque sus razones no nos resulten claras, le debemos
obediencia. Es un hombre mayor y sabio, uno de los mejores papas que hemos tenido.
»Vamos. Nos esperan. Querrá confesarse antes de partir.

La flota penetró en el espacio de Hinnom en dos grupos de trescientas cincuenta


naves y otro de trescientas, entre las que se contaba el crucero papal. Cuando se
plegaron las dimensiones ocultas, los escuadrones se encontraban a dos unidades
astronómicas de la estrella, rigurosamente colocados en una formación de máxima
defensa.
Las naves aceleraron hacia el interior del sistema mientras estudiaban todo lo que
se movía alrededor del sol. Los discos, que, como ya se sabía, orbitaban la estrella,
fueron ganando en definición. Al principio solo parecían manchas blancas, pero poco
a poco se observó que los discos estaban marcados por una línea finísima. Los datos
llegaban en todas las longitudes de ondas y los instrumentos obtenían toda la
información posible sobre emisiones de partículas, masa e influencia gravitatoria.
El padre Juárez estaba en la zona elevada del puente del crucero papal. Observaba
con intensidad frenética la información que iba apareciendo en la gran pantalla del
puente. Las inteligencias artificiales algorítmicas realizaban su propio examen de los
datos. Las conclusiones de las IAA aparecían también en la pantalla y se añadían a la
cascada de información que el padre Juárez tenía que procesar. En las otras naves de
la flota, los técnicos examinaban los mismos datos, y todo aquello se estaba
retransmitiendo al alto mando y de ahí al Nuevo Vaticano.
Doce horas después, cuando todavía faltaban otras tantas para llegar a las
posiciones de los discos, el padre Juárez susurró:
—Cuerdas cósmicas.
Sor María de la Gracia estaba en aquel momento justo a su lado y no pudo evitar
oírle.
—¿Cuerdas cósmicas?
El padre Juárez se volvió con una mirada de incredulidad en los ojos
completamente abiertos.

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—Eso es lo que son —dijo con un hilo de voz.
Sor María se acercó colocándose casi a su lado, mirando la pantalla como si
quisiese buscar ella misma la respuesta.
—¿Cómo? ¿Para qué?
El padre Juárez también fijó la vista en la pantalla, que en ese momento mostraba
una imagen del exterior.
—Nosotros usamos materia exótica para mantener los túneles abiertos. Pero eso
tiene sus inconvenientes. La materia exótica es difícil de encontrar y su manejo se
hace complicado porque la característica que permite usarla para mantener abierta la
boca de un túnel hace también que repela la materia ordinaria. Digamos que tiene
gravedad negativa.
Se detuvo y tragó saliva.
—Cuando se usa materia exótica para mantener un túnel abierto —siguió
diciendo—, se despliega la superficie de la boca, que es una esfera, sobre el poliedro
de materia exótica, normalmente un dodecaedro. La superficie de la boca se tensa
sobre el poliedro formando superficies planas. Pero esas superficies pueden ser muy
pequeñas, dependiendo del número de caras del poliedro. La forma ideal —añadió—
sería la esférica, pero claro, si fabricáramos una esfera de materia exótica, no
podríamos entrar ni salir del túnel.
Se detuvo. Contempló nuevamente la imagen. Sor María pasaba la vista de la
pantalla al padre, y del padre a los miembros del equipo que ocupaban sus puestos en
las estaciones del puente. ¿Qué pensarían ellos? ¿Qué opinaban de aquella guerra? De
pronto el padre Juárez volvió a hablar.
—Tanto tiempo. Tantos millones de años. —Había casi admiración en su voz.
—¿Por qué dice eso?
El padre Juárez miró a sor María como si hubiese olvidado que estaba allí.
—Pero hay una forma mejor de mantener una boca de túnel abierta —dijo, como
si no se hubiese detenido—. Consiste en usar una cuerda cósmica en lugar de materia
exótica. En ese caso no se fabrica un poliedro, sino que se dobla la cuerda cósmica
para darle forma de anillo. Ese anillo se coloca en el ecuador de la boca del túnel, que
tiene forma esférica, y se le imprime cierta rotación. Al girar, el anillo arrastra
consigo la boca del túnel, que se va achatando. Como en los planetas, cuya
revolución los achata por los polos. Pues en este caso es lo mismo, y si el giro es
suficientemente rápido, la esfera deja de serlo para convertirse en un disco, un disco
que servirá de entrada al túnel por ambas caras.
Volvió a mirar a la pantalla.
—Y eso es exactamente lo que tenemos ahí. Cada uno de esos discos es la boca
de un túnel.
—Pero hay…
—Exacto. Hay 199.992 bocas distintas. Casi cien mil túneles, cada uno con su
disco de entrada y el de salida, uno detrás de otro, ocupando toda la circunferencia

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alrededor de la estrella a una unidad astronómica de distancia.
»Hay una separación de diez mil kilómetros entre cada túnel y el siguiente.
—Pero ¿para qué? Todo sería inestable, se desmontaría por sí solo.
Sor María miró atentamente a la pantalla. Ahora que sabía qué eran los discos
resultaba fácil crearse una imagen mental. Si se dibujaban túneles imaginarios que
uniesen dos discos, todo el sistema sería como una tubería enrollada alrededor de la
estrella, una tubería en la que alguien habría cortado trozos de diez mil kilómetros de
longitud, dejando solo las secciones restantes.
—Es evidente que periódicamente tendrán que asegurarse de que todo esté en su
sitio —dijo el padre Juárez—. Pero lo que me fascina es lo grandioso de este
esquema. ¿Sabe la tecnología que se requiere para hacer algo así? Nosotros podemos
abrir y cerrar túneles con materia exótica, pero hacerlo con cuerdas cósmicas… no
sabríamos ni cómo atrapar una, y menos aún darle forma circular.
»Y la escala temporal… Los homínidos apenas habían empezado a caminar
erguidos cuando el Adversario ya construía este dispositivo. Millones de años de
paciente labor para producir un arma destinada a luchar contra un enemigo que
todavía no existía. ¡Cuánta previsión! ¡Qué visión de futuro!
—¿Un arma? ¿Eso es el arma? —dijo sor María.
—Sí. Es un anillo romano. Un objeto artificial. Es la denominación que se le da
en mecánica cuántica.
—¿Cómo podría usarse algo así como un arma?
—Un túnel podría usarse también como máquina del tiempo. Es complejo, y la
causalidad no se deja alterar fácilmente. El truco consiste en usar varios túneles. Se
coloca un túnel y a cierta distancia se sitúa otro, y luego otro más después de ese,
tantos como sean necesarios para formar un anillo, de forma que el último túnel
quede frente al primero. De ese modo, las posibilidades de alterar el espacio y el
tiempo aumentan, sin que los teoremas de protección cronológica puedan actuar.
Ninguno de esos túneles sirve para nada, pero la combinación de todos ellos… Bien,
con esa máquina el Adversario puede alterar el espacio y el tiempo como y donde le
plazca. Puede atacar cualquier punto del universo sin problemas. Con el anillo
dominaría el espacio y el tiempo. Si lo completa y viaja por su interior… Y si en
efecto lo usara como máquina temporal, podría ir al pasado y rehacer la Creación a su
gusto. O atacar la Tierra cuando no tenía capacidad para defenderse.
—Entonces, ¿está incompleto?
—Sí, faltan ocho túneles. Fíjese bien, verá que hay un hueco en el anillo de
túneles. En esa zona debería haber más túneles. Puede que ya estén preparados y solo
sea preciso colocarlos en su sitio. —El padre Juárez volvió a observar la imagen con
horror, aunque también se apreciaba algo de fascinación en su mirada.
Sor María de la Gracia compartía parte del terror que sentía el padre Juárez, pero
no su aprecio por aquella obra. Para ella no era más que un artefacto demoníaco que
debía ser destruido si existía la menor posibilidad de que pudiese usarse contra la

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humanidad. Sin embargo, había algo que no acababa de entender.
—Padre Juárez, el Adversario lleva milenios en guerra con la humanidad. ¿Para
qué necesita una máquina del tiempo? ¿Por qué habría de viajar en el tiempo para
atacar la Tierra en el pasado? ¿Por qué no lo hizo en su momento?
—En aquella época la guerra se libraba en la psique humana.
Sor María intuyó que el padre Juárez le ocultaba algo. ¿Mentía el sacerdote?
—¿Por qué?
—Había reglas. No podía atacar físicamente. Pero el Adversario de ahora no está
sometido a esas limitaciones —explicó con voz temblorosa—. Hace millones de años
debió de preverlo. El Adversario tiene grandes poderes, no sabemos si puede viajar
por sí mismo al pasado, pero seguro que no pueden hacerlo sus esbirros, los seres de
supersimetría. Creemos que el viaje al pasado es prerrogativa de Dios. Por eso el
Adversario necesita una máquina para atacar.
Al oír esas palabras sor María sintió que la furia crecía en su interior. Siempre
había sido una mujer tranquila, capaz de dominar sus impulsos. Pero el padre Juárez
estaba admitiendo…
—Lo sabe, ¿no? Sabe que el Adversario puede ir a cualquier parte. Que visita el
Nuevo Vaticano periódicamente.
El jesuita se desplomó sobre la silla.
—Sí —dijo, cogido por sorpresa.
Sor María se acercó.
—¿A quiénes?
—Visita periódicamente a los altos cargos de la Curia. Es un ser terrible pero
fascinante. Resulta difícil no caer en su embrujo.
Sor María se acercó aún más. La sospecha le había congelado el rostro en una
mueca de rabia.
—¿Por qué estoy aquí?
El padre Juárez levantó ligeramente la vista.
—Estaba predicho. No sé mucho más. Pero al parecer este enfrentamiento se
profetizó y usted formaba parte de él.
Sor María sintió la humillación como un golpe demoledor. Había sido
manipulada, había sido utilizada, le habían mentido y la habían mantenido en la
ignorancia. El Santo Padre…
—Me han utilizado.
—Sor María, entienda… Era preciso. No podemos permitir el triunfo del
Adversario.
—¿Qué significa la victoria si está manchada de mentiras?
—¡Sor María! Hemos hecho lo necesario. Hay muchas cosas importantes en
juego.
—¿Como qué? ¿Como la Iglesia? ¿Como su vida?
—La humanidad, sor María, la humanidad —dijo el padre Juárez, y se dejó caer

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de nuevo en el asiento—. Esa es la razón de que hayamos actuado así.
Sor María sintió que debía tomar una decisión. Ya no estaba segura de confiar en
aquel hombre ni en la Iglesia. La desconfianza era un enemigo temible, porque le
impedía distinguir a sus amigos de sus enemigos. La furia la cegaba. Deseaba que
todo dejase de importarle. Deseaba violar sus votos. Deseaba gritar y reclamar su
vida. Pero eso ahora estaba de más. Ya nada podía hacerse. La habían engañado, la
habían manipulado, pero la misión seguía siendo la misión, así que intentó calmarse.
—Padre Juárez —dijo—. Es hora de cumplir la misión que nos ha traído aquí.
Transmita sus conclusiones a los oficiales de la flota. —Por un segundo sintió que la
rabia volvía a dominarla, pero suprimió ese impulso y habló con voz firme—. Y
luego piense en una forma de acabar con esto.
El padre Juárez parpadeó y recuperó la compostura.
—Tiene usted razón, sor María. No es momento de lamentaciones, sino de acción.
Muy bien.
El padre Juárez tomó la terminal y comenzó a dictar un informe en el que
detallaba sus conclusiones y las razones que las sustentaban. No era excesivamente
técnico, las otras naves disponían de los mismos datos y sus propios científicos
podrían sacar las mismas conclusiones, pero los razonamientos se expresaban de
forma palmaria y concluyente. Cuando terminó, ordenó su envío.
—Ya está, ahora…
Un fogonazo de luz atravesó la pantalla.
—¿Qué ha sido eso? —gritó el padre Juárez.
El joven alférez al mando de la estación de seguimiento contestó.
—Un láser, señor. El acorazado Uriel ha sido destruido.
—Imagen, alférez Martínez —ordenó el jesuita.
—Tendremos que tomarla de otra nave, paternidad. Un momento, ya llega.
En la pantalla apareció el acorazado Uriel, tipo arcángel, de la Orden del Temple
Recreada. La nave avanzaba orgullosa por el espacio impulsada por sus motores
iónicos hacia el anillo romano. De pronto quedó completamente envuelta en luz y
cuando esta se apagó, solo quedaban los restos calcinados de la nave.
—¿De dónde ha salido ese láser?
—Aparentemente de la estrella —dijo el alférez.
En el puente el tiempo pareció detenerse. Todo el mundo seguía ejecutando sus
tareas, pero en un mero proceso mecánico. Muchos asumían por primera vez la
magnitud de la misión. Sor María entendía esa reacción. ¿De qué armas fantásticas
disponía el enemigo?
—De la estrella. ¿Cómo pudimos pensar que no iba a defenderla de alguna
forma? —murmuró el padre Juárez. Luego en un tono más alto añadió—: Quiero un
catálogo de los objetos del sistema.
Las sondas esparcidas por el sistema recogían información sobre todos los objetos
superiores a un metro que lo poblaban. El catálogo solo estaba completo para los

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cuerpos mayores, pero eso tendría que bastar. En la terminal del padre Juárez
apareció la lista. Muchos de ellos eran, sin duda, naves del enemigo que ya debían de
estar avanzando para entrar en combate. Otros varios orbitaban muy cerca de la
estrella. Iban emparejados y estaban situados a intervalos regulares.
—Ahí está. Eso es.
—¿El qué? —preguntó sor María.
—Los láseres. Ahí están —dijo el jesuita, señalando a la pantalla.
Y mientras lo hacía, otro estallido de luz llenó el cielo.

El Santo Padre buscaba respuestas. El Sumo Pontífice se encontraba en la cámara


situada bajo su despacho privado. Estaba justo frente al sudario y sobre el sepulcro
tenía un conjunto de páginas, unos textos en hebreo que los cruzados habían traído
desde Tierra Santa, en aquella época lejana en que la Tierra todavía existía. Con una
mano sostenía el bastón y con un dedo de la otra iba recorriendo las líneas de derecha
a izquierda leyendo unas palabras que sabía de memoria. La cámara se encontraba a
baja temperatura, pero el Papa apenas notaba el frío. Frente a él colgaba el eterno
recordatorio del misterioso sudario.
—¿Leyendo otra vez, Juan? —dijo una voz a su espalda. El timbre era delicado,
pero denotaba firmeza y algo de ironía.
El Pontífice no tuvo que volverse. Sabía que la puerta estaba cerrada y que nadie
se habría atrevido a entrar mientras él estuviese allí. Además, en todo el universo solo
un ser osaba llamarle Juan. Si se hubiese dado la vuelta hubiese visto a un hombre
alto, delgado, de pelo profundamente negro y perilla.
—¿Asegurándote de que todo está ahí? —insistió la figura mientras se acercaba
lentamente.
El Santo Padre siguió leyendo con calma. No había nada que temer. Pero sí, todo
seguía en su sitio, como cientos de veces antes. La batalla final, la rueda maléfica, la
monja, el padre, él mismo, el Adversario… Nada estaba realmente claro, el final se
había perdido y otras partes eran de difícil interpretación, y hasta apenas unas horas
antes había sido imposible asignar nombres propios. Pese a ello, el sentido general
parecía evidente. No obstante, el Papa no tenía ninguna razón para creer que, de estar
el texto completo, el final hubiese resultado menos confuso.
—Un midrash más que interesante, ¿no? Vivir la vida sabiendo que todo está
predicho. Pero no te preocupes, te acostumbrarás.
—El Adversario domina muchos trucos —dijo finalmente el Pontífice sin apartar
la vista de las páginas.
El Adversario observó al anciano que tenía frente a él.
—Te conozco desde hace cuarenta años, Juan, cuando llegaste al trono de Pedro.
¿Cuántas veces hemos hablado?
El Papa ignoró la pregunta e inquirió a su vez:
—¿Por qué?

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—¿Por qué? ¿Por qué debemos luchar? ¿Por qué esta guerra? ¿Por qué está todo
predicho y actuamos sin libre albedrío ni voluntad propia? —El Adversario hizo una
pausa—. ¿O más bien quieres saber por qué has tenido que enviar a tu propia hija a la
batalla? «La hija llevará la noticia al padre centenario». Es lo que dice el texto, ¿no?
El Papa asintió.
—Si la pobre hermana Juana no hubiese muerto, ella habría sido la hija y la
Iglesia, su padre centenario. Pero claro, tuvo que ser sor María —dijo el Adversario.
El anciano contempló el sudario. Sus labios se movían componiendo una oración.
Finalmente apartó la vista y ladeó ligeramente la cabeza.
—Fue un error de juventud —dijo—. He roto todos mis votos y he pagado un alto
precio por ello. Pero nunca pensé… Seguía su carrera, pero nunca la había visto.
Tener que conocerla en estas circunstancias y haber de enviarla a una muerte
segura…
—Dios y su magnífica ironía, Juan. No vale la pena cuestionárselo. Hay que
hacer lo necesario.
El Pontífice tenía el rostro sombrío. Apenas parecía capaz de sostenerse, pero
agarraba el bastón con fuerza mientras miraba fijamente el sudario, como buscando
allí una respuesta.
—¿Cómo acabará todo? —dijo.
—No lo sé, Juan, de verdad que no lo sé. Mi papel es igual que el tuyo. Todas las
piezas están dispuestas y solo nos resta ver el resultado final. Nada podemos hacer.
Ni tú ni yo.
El Papa miró al suelo.
—Cuando empecé, cuando era un joven interesado por la religión, creía ver la
presencia de Dios en todas las cosas… las fuentes, los amaneceres, las noches
estrelladas. Amaba su Obra con todas mis fuerzas y para mí no había destino mejor
que pertenecer a la Iglesia. ¿Cómo pasar el tiempo sino adorando al Creador de tanta
belleza? Ayudaba todos los días en la misa y contemplaba durante horas las
imágenes. Leía y releía la Biblia intentando oír sus palabras en aquellas páginas. Sin
embargo, a partir de un determinado momento, la voz de Dios siempre me eludió. Y
ahora, ahora siento que su Obra no es más que la creación de un demiurgo algo torpe.
Y que yo soy vicario de una deidad enloquecida.
El Adversario hizo un gesto de reproche.
—Juan. Cuando uno llega a ser centenario no es el mejor momento para empezar
a volverse ateo. ¿No irás a decirme que todos mis años de tentaciones han dado sus
frutos?
—Quizá me esté haciendo viejo.
—Ya eres viejo, Juan, pero te quedan aún muchos años. Sé que no es fácil. ¿Crees
que para mí lo fue? ¿Pedí yo acaso que me creasen? ¿Pedí ser expulsado? ¿Pedí ser el
Adversario? Pero alguien tiene que serlo. Igual que alguien tiene que ser el Papa. Y
no conozco mejor hombre que tú para el puesto. Yo mismo te ayudé a decidirte.

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Aunque algo de escepticismo nunca viene mal en estos casos.
El Pontífice apoyó el bastón en un lado del sepulcro, recogió las páginas y las
ordenó cuidadosamente antes de meterlas en un estuche forrado de terciopelo. Luego
se dirigió a una caja de seguridad en una esquina de la bóveda, en cuyo interior
depositó el manuscrito. Caminó hacia donde se encontraba el Adversario y se detuvo
a su lado. Los dos miraron el sudario.
—¿Quién era? ¿De dónde vino?
El Adversario le observó con aire divertido.
—No lo sé, Juan. No soy omnisciente. Ni siquiera sabía de la existencia de ese
otro universo. Sé estrictamente lo que necesito saber.
El Papa pareció meditar aquellas palabras.
—Tú has tenido mucho tiempo para acostumbrarte a tu papel —dijo al fin.
—Eso es cierto —admitió—. Pero tendrás que reconocer que el papel del mal es
más complejo —añadió en tono burlón.
—En la escala de las cosas tal y como suceden para ti, yo no soy más que un
niño. Un parpadeo en el tiempo del cosmos. Un grano de arena en la Obra. A veces te
envidio. Al menos tú puedes ver la Obra en su verdadera perspectiva. Y aunque no
adores a Dios, no te queda más remedio que admirarle.
—Y obedecerle, Juan. No lo olvides.
—Obedecerle, como hacemos todos —asintió el Papa—. La libertad consiste en
dejarse guiar por sus riendas y someterse a su justicia.
—¿Buscas consuelo? Estás muy filosófico hoy, Juan. ¿Te apetece una partida? Te
ayudará a olvidar.
El Papa miró al Adversario fijamente a los ojos.
—Ya estamos jugando. No podría atender dos tableros a la vez. Creo que me voy
a dormir —dijo, mientras se daba la vuelta.
El Adversario no supo qué hacer.
—Adiós, Juan. Buenas noches. Te veré mañana.
El Papa se dirigió a la salida. No se molestó en mirar atrás. Sabía que el
Adversario ya no estaría allí.

—El Gabriel ha sido destruido —dijo el teniente.


El rayo procedente de la estrella había cortado limpiamente una mitad del
acorazado Gabriel. Sor María había presenciado la escena en todos sus detalles. La
orgullosa nave que se había preparado para defenderse del ataque de los cruceros
enemigos se había abierto de pronto por la mitad. Los ocupantes, pillados por
sorpresa, habían salido despedidos al espacio y quedaron flotando indefensos por el
campo de batalla. Los que tuvieron la suerte de estar en zonas estancas huían ahora
en las barcazas de salvamento.
—Mientras esos láseres sigan ahí estaremos en peligro. No podremos defendernos
simultáneamente de las naves y de esos ataques. ¿Cuántos hay?

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—En total parece haber diez láseres alrededor de la estrella, paternidad.
Sor María solo veía una salida.
—Deberíamos retirarnos, padre Juárez.
El jesuita rechazó la idea con una mano mientras seguía mirando fijamente la
pantalla.
—No, imposible. Si hemos llegado hasta aquí es necesario cumplir la misión.
Ahora que el enemigo sabe que estamos dispuestos a atacar, sin duda acelerará
cualquier plan. No, ha de ser ahora o nunca. Debemos resistir y encontrar una forma
de luchar contra esta amenaza. Hay que aprovechar que el anillo no está completo.
»¡Teniente! Póngame con el jefe de la operación.
El rostro severo del comandante Hierro apareció casi inmediatamente en la
pantalla. Parecía cansado, pero era evidente que comprendía la magnitud de la
amenaza a la que se enfrentaban.
—Aprocrisiario.
El padre Juárez parecía haber dejado de ser una persona para convertirse
simplemente en representante papal.
—Comandante. Tenemos un problema doble. Hay que destruir los espejos de los
láseres estelares antes de que diezmen nuestra flota. Envíe naves al interior del
sistema, pero cuente con que los espejos estarán bien defendidos.
El comandante parecía ligeramente irritado.
—Ya lo hemos considerado y las órdenes están cursadas. La operación ya está en
marcha.
—Perfecto —contestó el padre Juárez—. Ahora al segundo problema. Hay que
destruir el anillo.
—¿Cómo?
—Los túneles son inherentemente inestables. De forma natural, cualquier
pequeña alteración los desequilibraría y se desmoronarían sobre sí mismos. Por eso es
necesaria la materia exótica, para mantener las entradas abiertas y evitar que el túnel
se autodestruya en una explosión de partículas elementales y radiación.
»Pero el enemigo no está usando materia exótica para mantener las bocas
abiertas, sino cuerdas cósmicas. Eso dificulta la tarea. Hay que concentrar todo el
fuego posible contra los túneles.
—¿No podríamos atacar directamente las cuerdas cósmicas?
—Imposible. No contamos con suficiente potencia de fuego. Pero si hacemos caer
uno de los túneles eso podría derribar los siguientes túneles del anillo romano en
cadena. Pero no intente nada desesperado, como estrellar una nave contra una de las
cuerdas cósmicas. La cuerda la cortaría limpiamente como si fuese mantequilla y no
ganaríamos nada.
—Pero tenemos que defendernos de los ataques enemigos. Las naves del
Adversario pronto estarán sobre nosotros. No podremos desviar suficiente potencia
de fuego.

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—Hay que intentarlo. Es nuestra única posibilidad.
El comandante no se despidió, se limitó a salir del campo de visión mientras daba
las órdenes pertinentes. Pronto un grupo de naves empezó a moverse hacia el interior
del sistema, intentando atacar los espejos de los láseres.
Sor María sentía curiosidad.
—Padre Juárez, ¿cómo han conseguido fabricar un láser con una estrella?
El jesuita estaba de pie, justo frente a su estación, en la zona elevada que
dominaba todo el puente. A su alrededor, los oficiales y el resto de personal se
afanaban en sus propias actividades, pero en el aire se percibía la tensión de la
batalla, el miedo al incierto resultado y el terror a lo desconocido. Al principio sor
María pensó que el padre Juárez no la había oído, pero por fin el hombre dejó de
mirar fijamente la pantalla y empezó a hablar.
—Los espejos forman una cavidad resonante. La radiación pasa varias veces por
ella para incrementar su efectividad. Finalmente, el rayo sale en una trayectoria
tangencial a la estrella. El único problema de ese esquema es que la estrella inicial
debe exhibir una inversión de población propia para producir el láser. —Hablaba en
tono monótono, como si repitiese algo aprendido de memoria—. Pero,
evidentemente, Hinnom es una estrella de ese tipo o tienen alguna forma de producir
la inversión. Quizás usan un láser artificial en órbita y lo disparan hacia el medio
estelar. Eso produciría una emisión que luego podría ser amplificada por los espejos.
—Pero ¿y los espejos? ¿Cómo se mantienen en su lugar?
El padre Juárez miraba al vacío, pero la pregunta directa parecía haber llamado su
atención.
—La presión de los fotones dentro de la cavidad se equilibra exactamente con la
presión de los fotones solares. Eso mantiene los espejos en su posición… ¿Cómo
pudimos pensar que no iba a haber defensas? ¿Cómo se nos ocurrió que solo habría
naves?
Y con esas palabras, comenzó la batalla final.

Para sor María de la Gracia el enfrentamiento fue como una pieza de Bach. Una
fuga o quizás un canon, pero ciertamente algo escrito con muchos silencios, algo
hecho más de los espacios en blanco que de las notas.
Al principio las naves enemigas se movían en formación, todas a una, muy
despacio, con esa morosidad que solo las grandes distancias y la física podían
imponer. De pronto, un grupo de naves se separaba y eso era como la subsiguiente
melodía. A veces esa melodía seguía fielmente el original, o lo invertía, o formaba un
contrapunto. En otras ocasiones, el nuevo grupo de naves tomaba una ruta
completamente diferente. La lógica de abarcar el mayor espacio posible y situarse en
la mejor posición para atacar dictaba extrañas configuraciones y, para sor María, esas
configuraciones le evocaban la música. Era un espectáculo mesmerizante y sor María
no tuvo más remedio que dejarse llevar por él.

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Pero a decir verdad no había nada musical en todo aquello, porque su fin era la
destrucción. Las naves se movían en el más absoluto silencio, unas sobre otras, en
ángulos extraños. Y cuando disparaban sus láseres, los rayos de luz eran invisibles y
las cuadrículas de ataque debían dibujarse en la imaginación, porque la realidad
empalidecía ante ella. Si las naves disparaban un misil, la misma danza se ejecutaba a
otra escala, como esas piezas en las que una segunda voz más débil se hace eco del
tema principal.
Debido a todo ello, no era de extrañar que la batalla se prolongase durante horas y
que horas tuviesen que pasar antes de que los movimientos se definiesen y algo
quedase en claro. Sor María contempló fascinada el espectáculo, hasta que una de las
naves enemigas, tripulada sin duda por un ser de supersimetría que sabría tanto de la
humanidad como sor María de su mundo, atacó al crucero papal, que, pillado por
sorpresa o acometido simultáneamente por demasiadas naves, no supo defenderse.
—Nos han dado —anunció el alférez Martínez—. La nave está muy dañada.
Hemos perdido mucha potencia.
Sor María salió de pronto del trance casi hipnótico al que la habían sometido las
evoluciones de las naves. Ahora la situación era real e implicaba tomar decisiones
sobre la vida y la muerte.
—¿Hay que abandonarla? —preguntó el padre Juárez.
—La nave está desmoronándose. No aguantará mucho —contestó el alférez.
—Dé instrucciones de desalojar la nave. A las barcazas de salvamento —indicó el
jesuita.
Todos obedecieron inmediatamente la orden del padre Juárez, menos ellos dos.
Uno por uno, los técnicos del puente fueron abandonando sus puestos. Los sistemas
defensivos se pusieron en automático y todos rezaron por que eso les diese tiempo
suficiente para salir de la nave. Cuando todos hubieron abandonado el puente, el
padre Juárez pareció decidir que era hora de que ellos también se fuesen.
—Vamos, sor María. Es hora de abandonar el barco —dijo.
Los dos salieron del puente y se dirigieron a la cubierta de oficiales. El pasillo era
largo; a un lado estaban las cabinas de los oficiales al mando y al otro, las barcazas de
salvamento, las que les correspondían a ellos. Eran modelos individuales y tendrían
que activar la secuencia de salvamento inmediatamente para que fueran de utilidad.
Sor María supuso que, al ser aprocrisiario del Papa, el padre Juárez saltaría primero.
No fue así. Amablemente, el jesuita le cedió el puesto en la primera barcaza que
encontraron. Sor María se acomodó en su interior mientras el mismo padre Juárez se
aseguraba de que todo estuviese en orden. En la nave no quedaría nadie para realizar
la misma operación por él, de manera que se vería obligado a saltar sin
verificaciones. El jesuita cerró la escotilla y se despidió de ella con la mano. Fue un
gesto leve, casi un movimiento involuntario, pero para sor María implicaba algo más.
Después de abandonar el puente no se habían dirigido la palabra, pero aquel gesto lo
decía todo. Antes de poder responder al saludo, la barcaza saltó fuera de la nave y fue

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alejándose del casco. Sor María vio que el crucero papal se perdía lentamente en la
lejanía. Un minuto después, la barcaza del padre Juárez saltó del crucero. Llevaba su
mismo rumbo y se fue alejando lentamente, y sor María la vio flotar frente a ella,
como un punto fijo en un universo en convulsión.
De pronto se produjo una explosión. La sección de la nave en la que se habían
encontrado minutos antes saltó hecha pedazos. Los fragmentos de metal volaron por
el espacio. Su barcaza ya se había alejado lo suficiente para no ser alcanzada, pero los
fragmentos metálicos acribillaron la barcaza del padre Juárez, abriéndola por la mitad
como una fruta madura y desperdigando su contenido, hasta convertirse en otro
despojo espacial. Por un momento, sor María de la Gracia creyó ver el cuerpo ahora
muerto del padre Juárez.

El alférez Martínez, recién ascendido, tuvo la mala suerte de acabar en la parte de


la nave que el enemigo atacó a continuación. Los láseres abrieron el casco y él quedó
incinerado en la luz. Por su entrenamiento, sabía que la muerte debería haber sido
instantánea, pero no fue así. Tuvo tiempo, breves momentos dilatados por la
extinción, para meditar sobre sí mismo. Sin embargo, solo una cosa acudía a su
mente. Era una imagen de su adolescencia, en un campo verde, en su mundo natal,
con los animales de granja y él cuidando de ellos. Eso fue antes de sentir la llamada
de la fe, antes de decidir dedicar su vida a la Iglesia y convertirse en soldado de
Cristo. Al año siguiente ingresó en el seminario y nunca regresó, pero durante aquel
verano de su mundo había conocido a Isabel. Fue su primer y gran amor, y todavía
recordaba sus besos. Besos deliciosos que impregnaban sus labios de cientos de
sabores diferentes, deliciosos aromas afrutados. Y con esos sabores en la mente, el
alférez Martínez murió calcinado por un láser enemigo en el sistema Hinnom.

El terror fue lo primero que le vino a la cabeza. Un terror profundo y visceral, un


terror que hundía sus raíces en el tiempo. Recordó que en una ocasión, cuando tenía
diez años, había ido a nadar con unos amigos a un río. No era un río particularmente
profundo o peligroso, pero aquel día había decidido cobrarse una víctima. Ella había
nadado hasta el centro, pero en uno de los típicos juegos infantiles se había hundido
hasta quedar atrapada en el fondo. Fue algo fortuito, pero eso no servía de consuelo ni
lo hacía menos real. Luchó durante varios minutos hasta llegar a la conclusión, a tan
corta edad, de que iba a morir. Pero no fue así: la feliz intervención de uno de los
amigos la liberó y pronto pudo ganar la superficie. De aquella experiencia, dos cosas
habían quedado profundamente grabadas en su mente: el frío y la imposibilidad de
respirar, el ahogo lento de la inmersión.
Ahora se sentía exactamente igual, solo que no había amigos aguardando a su
lado para asistirla. No, de esta no escaparía. Estaba atrapada en una barcaza de
salvamento en medio de una batalla. Y aunque sobreviviese, habría defraudado las
esperanzas del Papa y de la Iglesia que la habían enviado allí. Con engaños y

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subterfugios, sí, pero ciertamente no exentos de razones. No podía imaginar cómo
salir de aquella situación, todo parecía estar en su contra. El pánico era ya su único
compañero, una sensación helada que recorría su ser y paralizaba su entendimiento.
Entonces recordó algo.
¿Qué había dicho el padre Juárez? «Los túneles son inherentemente inestables.
De forma natural, cualquier pequeña alteración los desequilibraría y se
desmoronarían sobre sí mismos. Por eso es necesaria la materia exótica, para
mantener las entradas abiertas y evitar que el túnel se autodestruya en una explosión
de partículas elementales y radiación». Por eso habían atacado las cuerdas cósmicas
que mantenían abiertos los túneles del anillo romano, para obligarlas a ceder y
destruir al menos uno; los demás caerían en cadena por la radiación emitida por el
primero. Pero habían fallado, las armas no habían tenido potencia suficiente. El anillo
seguía completo y las tropas de la Iglesia estaban siendo diezmadas. ¿Qué podía
hacer? ¿Qué podía hacer?
De pronto lo supo. Supo por qué la misteriosa espía había llegado a su convento.
Supo por qué el Adversario había hablado con ella. Supo por qué el Papa en persona
había insistido en verla y enviarla como parte de la misión de ataque. La idea era
clara y luminosa, una inspiración, Dios hablándole directamente. Siempre había sido
muy escéptica con respecto a los arrebatos místicos, pero si existían, aquello había de
ser lo que se sentiría. Una alegría infinita, una claridad de pensamiento incomparable,
una idea pura.
Le habló a la nave:
—Dirígete al túnel más cercano. Calcula una ruta que nos haga entrar justo por el
eje sin acercarnos a los bordes.
La nave comenzó a virar. Aunque apenas era poco más que un bote salvavidas,
tenía lo suficiente para lo que pretendía hacer. La monja fijó la vista en las pantallas
y, temerosa, fue siguiendo el paso de la nave por entre la batalla. Por suerte, al ser tan
pequeña y no disponer de armamento, nadie prestó atención a la barcaza. Para el
enemigo no suponía un peligro, y ese sería su error.
Los minutos pasaron lentamente, luego las horas. Las tropas de la Iglesia habían
destruido ya cuatro espejos y, alejándose un poco, habían conseguido despistar a los
láseres. Antes de disparar, el enemigo debía calcular la posición futura de la nave y
apuntar el láser allí donde estaría la nave minutos después para compensar el retraso
debido a la velocidad de la luz. Era difícil, sobre todo porque los ordenadores de los
acorazados habían aprendido a seguir rutas lo más erráticas posibles. Aun así, uno de
cada cinco disparos daba en un blanco.
Sin embargo, los túneles seguían sin caer. La potencia de fuego no era suficiente
y ningún acorazado podía abandonar su propia defensa el tiempo suficiente para
concentrar el fuego sobre las cuerdas cósmicas. No, su plan era lo único que podía
dar resultado. Debía seguir.
Justo frente a la superficie que marcaba el comienzo del túnel, la entrada, una

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nave enemiga pareció prestarle atención por primera vez. Quizás alguien había
comprendido por fin lo que pretendía. Pero a esas alturas ya era demasiado tarde. La
gran superficie se extendía justo frente a ella: un enorme disco de diez kilómetros de
diámetro, lo bastante amplio para permitir pasar sin problemas a una gran nave
militar. Más que suficiente para una barcaza de salvamento. Pero el nivel de radiación
estaba subiendo. La navecilla no estaba tan bien protegida como un acorazado o un
crucero, y su armadura de batalla, pese a ser segura, no la protegería indefinidamente.
—No puedo cumplir las órdenes. Los niveles de radiación son demasiado altos y
siguen subiendo. Continuar significa la muerte de los pasajeros —dijo la nave.
El enemigo había disparado ya dos misiles inteligentes contra ella. Tardarían unos
minutos en llegar. Y, sin duda, en esos mismos momentos, alguno de los láseres de la
estrella se preparaba para disparar sobre su barcaza.
—Pasa a control manual. Prerrogativa papal.
—¿Código?
Sor María se concentró, activó su implante mnemónico y repitió lentamente lo
que el Papa le había recitado al oído.
—Control manual establecido —dijo la nave—. Todas las medidas de seguridad
suspendidas. Espero instrucciones.
Ya estaba. Ahora o nunca. Por Dios, por la Iglesia, por el Papa.
—Entra en el túnel. Por el punto central.
Obediente, la nave atravesó la superficie que marcaba la frontera entre los dos
mundos y se adentró lentamente en el túnel. El efecto que ya había visto al penetrar
en el camino al Nuevo Vaticano se repitió. La imagen de la nave se dibujó
infinitamente a un lado y al otro, mientras la luz recorría en un instante la topología
cerrada del túnel. El horizonte que se veía ahora desde la nave ya no era de estrellas,
sino un conjunto rápidamente cambiante de imágenes repetidas, como si un niño
travieso no dejase de agitar su caleidoscopio.
La radiación seguía incrementándose. La longitud interna del túnel era de apenas
un kilómetro, muy lejos de los casi diez mil kilómetros que separaban las bocas en el
exterior. No estaba segura, pero consideraba que lo mejor sería penetrar cuanto fuera
posible en el túnel antes de dar la orden. No sabía si eso afectaría al resultado final,
pero era mejor estar segura.
Se sentía cansada. Empezaba a sudar y le costaba mantenerse en el asiento. Sufría
mareos y náuseas: la radiación estaba causando ya su efecto. No le quedaba mucho
tiempo. A ratos se le nublaba la vista y tenía que esforzarse para no quedarse
dormida. Cerró los ojos momentáneamente.
—Muy ingenioso, sor María —dijo una voz tras ella.
La monja se dio la vuelta sin creer del todo lo que oía. Tras ella había un hombre
delgado, alto y de pelo oscuro. Una perilla le acababa el rostro enjuto.
—Usted…
—Sí, soy yo. Ya te dije que tengo muchos poderes y que puedo hacer muchas

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cosas. Cosas que el difunto padre Juárez no podía ni concebir.
La pena ensombreció el rostro de sor María. Tanto esfuerzo para nada. Se había
sentido tan satisfecha de su resolución, de su idea… Y ahora había recibido el justo
castigo por su orgullo. Había fracasado, y lo peor, con ello había destruido la Iglesia.
Sintió que se le humedecían los ojos y empezaron a escapársele unas lágrimas. Pero
no, no frente al enemigo.
El Adversario leyó la tristeza en su rostro.
—No te preocupes, no voy a hacer nada. No se me permite. Quería felicitarte,
nada más. Tantos millones de años diseñando esta arma y nunca se me ocurrió esta
posibilidad. Mi oportunidad de escapar a mi destino…
Sor María de la Gracia era toda sorpresa. Los ojos cansados miraban fijamente la
figura que tenía frente a ella.
—¿No va a hacer nada? ¿No me lo va a impedir? ¿Por qué?
—No se me permite, simplemente. En el mismo momento en que atravesaste la
barrera yo perdí. Hay reglas en este juego que ni el Príncipe de la Mentira, el Señor
de los Engaños, puede romper. Después de todo —dijo—, el movimiento de la dama
es tan rígido como el del caballo. Pero mejor será que te des prisa. No te queda
mucho tiempo y esos misiles están a punto de entrar.
»Adiós, sor María. Has sido la pequeña semilla que ha crecido hasta convertirse
en un gran árbol. Quizá nos veamos en otras circunstancias. Lamento haber destruido
tu convento, pero había que poner las piezas en movimiento. No fue nada personal.
»Da recuerdos a mi hijo.
La monja parpadeó y, cuando volvió a abrir los ojos, la figura había desaparecido.
No había ni rastro del hombre y se negaba a creer que aquello hubiese sucedido de
verdad ¿Se había quedado dormida? ¿Había sido todo una alucinación? ¿Su cerebro
ya febril había fabricado aquella felicitación del enemigo? ¿Era un gesto más de
presunción pensar que el Adversario podía felicitarla por lo que iba a hacer? En
cualquier caso, no importaba. Tenía que centrarse. Todavía quedaba una tarea. Ya
meditaría esas cuestiones más tarde, si sobrevivía.
Ya estaba a medio camino. Había llegado el momento.
—Nave, activa el impulsor Baxter —dijo sor María.
—¿Destino? —preguntó la nave.
—Cualquier punto de la nube de Oort. Da igual —dijo la monja, antes de
encomendar su alma a Dios. El destino no tenía mayor importancia. En voz baja fue
desgranando una plegaria.
En circunstancias normales, la nave se hubiese negado a ejecutar la orden. En la
topología deformada del túnel, la incertidumbre del impulsor Baxter era absoluta y si
había algo seguro era que no llegaría a la nube de Oort del sistema. Además, activar
el impulsor Baxter en una región de topología tan distorsionada produciría tensiones
inmensas y el colapso del espaciotiempo distorsionado. Precisamente eso era lo que
sor María pretendía. Al desplegarse las dimensiones ocultas, el túnel se vería

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afectado, lo suficiente para empezar a desmoronarse, produciendo un gran flujo de
partículas y radiación. Eso destruiría las cuerdas cósmicas, o al menos las arrojaría al
espacio, y amplificaría el efecto. El inmenso flujo de energía, más que la producida
por la combinación de armas de la flota, penetraría en cada uno de los túneles
adyacentes y allí se repetiría el proceso, y como en el dominó, una por una las piezas
irían cayendo hasta completar todo el camino alrededor de la estrella. En media hora,
el anillo romano dejaría de existir y con él la amenaza que pesaba sobre la
humanidad. Lástima que ella no pudiese verlo. Cuando se hubiese completado el
efecto, la nave estaría ya lejos. Y ella posiblemente muerta.
La nave en sí apenas pudo registrar los primeros efectos del desmoronamiento.
Después de haber desplegado las dimensiones ocultas, las imágenes externas
comenzaron a distorsionarse y, justo cuando la nave comenzaba a plegar nuevamente
el espacio, la estructura del túnel empezó a desmoronarse sobre sí misma.
Parte de la radiación producida, una fracción infinitesimal, atravesó a sor María
de la Gracia. Partículas elementales, radiación dura, rayos X, calor, todo penetraba en
el traje de combate y quemaba su carne. Toda la visión exterior se había desvanecido,
lo único que podía ver era una superficie blanca, de un blanco brillante y luminoso.
Sin embargo, no era un resplandor que deslumbrase, sino una blancura suave, una luz
difusa que daba gran placer a la vista y no la cansaba. En comparación, la luz solar no
era más que una luminosidad apagada de color. Y entre la claridad distinguía unas
formas, unas manos de dedos largos que se movían lentamente de arriba abajo y hacia
los lados, y lo que parecía una cara apenas vislumbrada, más la forma de la cabeza
que un rostro definido. ¿Quién era? La luz tan pura; una luz sin noche a la que nada
turbaba. Una luz de belleza sublime.
Y aquella visión le transmitía tal sensación de majestad y hermosura que ya no
podría olvidarla. Viviese unos segundos más o mil años, aquella imagen la
acompañaría siempre. Y en los momentos de pesar, la reconfortaría con el calor
interior de las verdades confirmadas. Dio gracias a Dios por aquella merced.
El túnel cayó definitivamente. La nave apareció de pronto en otro sistema estelar,
a diecisiete años luz de Hinnom, flotando en medio de la oscuridad.
Sor María de la Gracia se había desmoronado sobre su asiento. Sus funciones
vitales se deterioraban con rapidez. Los órganos fallaron uno tras otro. Primero
fueron los pulmones, luego el corazón. En cuanto la presión de la sangre disminuyó,
los nanobots que habitaban el cuerpo de la monja se activaron. Algunos de ellos
habían estado acumulando pacientemente oxígeno en el interior de sus estructuras,
tan resistentes que podían contener varios litros del gas en un volumen microscópico.
En ese momento empezaron a liberarlo en el cerebro, procurando evitar la muerte de
las neuronas. Otros prepararon las células para la fuga criogénica, con la esperanza de
minimizar los daños si el cuerpo de la monja alguna vez era recuperado y revivido.
La nave, detectando que el único humano a bordo ya no estaba en condiciones de
dar instrucciones, aplicó su programa de seguridad. Primero procedió a la fuga

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criogénica del cuerpo de sor María, intentando preservar todo lo posible de la mujer
que había sido. Después activó el impulsor varias veces para situarse en una zona de
seguridad lejos del enemigo antes de empezar a emitir una señal de socorro en todas
direcciones.
Por fin esperó pacientemente. El cuerpo de sor María congelado y la nave que era
su ataúd vagaron lentamente por el espacio, adentrándose cada vez más en la
oscuridad.

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Epílogo

La llegada del coche provocó una pequeña conmoción en el hospital.


El sanatorio de una sola planta se encontraba en un valle apartado en un planeta
remoto y apenas habitado. Varios edificios semejantes, cuya función principal era
cuidar de personas extrañamente afectadas por la guerra, se extendían por la
superficie de ese mundo. Aquel en particular, el Santo Reposo, albergaba a sor María
de la Gracia. Debido a su lejanía, los sanatorios no solían recibir visitas, y desde
luego no era habitual que un coche rojo recorriese la carretera, la única vía de
comunicación con el resto del mundo aparte del aire, y se detuviese frente a la
entrada.
Pero la conmoción mayor se produjo cuando el único ocupante del vehículo se
apeó. Era un hombre entre los cuarenta y los cincuenta años, de pelo muy negro, alto,
delgado y extremadamente elegante. Llevaba una perilla recortada con gracia. No
tuvo que identificarse, todos sabían que era el Adversario.
Enseguida se dirigió a la entrada. Las enfermeras abandonaron presurosas el
camino empedrado que conectaba la carretera con la entrada y le dejaron pasar. Las
puertas de vidrio se abrieron ante el Adversario, que ni se molestó en pasar por
recepción. Tomó directamente el pasillo de la derecha y lo recorrió hasta el fondo.
Llegó hasta la puerta de una habitación sin número —todos los pacientes eran bien
conocidos— y la abrió. Entró.
Sobre una cama blanca yacía una forma esquelética que una vez había sido el
cuerpo vigoroso de sor María de la Gracia. Tenía el cuerpo claveteado de tubos y
todo él penetrado por los cables de las máquinas y los monitores. El Adversario se
acercó lentamente, no queriendo, o quizá temiendo, molestarla.
Sor María abrió los ojos. Seguían siendo azules y claros, muy vivos en contraste
con la piel ahora apergaminada y pálida. Eso no lo había perdido.
—Usted —dijo en un susurro. Volvió a cerrar los ojos como si deseara dormir.
—Has ganado, sor María. No creí que lo lograras, pero has ganado —dijo el
portador de la luz.
Sin abrir los ojos, con la cabeza apoyada sobre la almohada, sor María dijo:
—¿Ha venido hasta aquí solo para decirme eso?
El Adversario no pudo evitar sonreír. Aquella mujer le resultaba fascinante. Fue
hacia la pared frente a la cama y cogió una silla para sentarse.
—No, tienes razón, no he venido a eso. Soy un ser muy ocupado y siempre estoy
en una misión. —Se apoyó sobre las rodillas—. He venido a hablar.
—¿A hablar de qué? Hay un tiempo para sembrar y un tiempo para recoger lo
sembrado. El tiempo de hablar ya ha pasado —dijo sor María—. Usted lo ha dicho,
ganamos. Déjeme descansar.

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—Precisamente de tu victoria es de lo que quiero hablar. Del peligro que has
desencadenado.
Sor María abrió los ojos.
—¿Peligro? Evitamos la victoria del Adversario. ¿Qué mayor peligro puede
haber? El mal hubiese reinado en el universo. Lo impedimos.
—Sí, sor María, impediste mi victoria, pero no estoy tan seguro de que el peligro
haya pasado.
—Mentiras, mentiras —susurró sor María con voz monótona y los ojos
entornados. Lo que pudiese decirle ya no le importaba.
El Adversario se inclinó hacia delante.
—El problema, sor María, es que deberías haber muerto. La radiación debería
haber destruido tu cuerpo, y aquella navecilla de salvamento tendría que haberse
convertido en tu ataúd. Pero no fue así, por algún extraño juego del destino,
sobreviviste, fuiste rescatada a los tres días y revivida con éxito. Nadie espera que te
recuperes hasta llevar una vida normal, pero en tus condiciones actuales, conectada a
máquinas y asistida continuamente, puedes durar años. Por supuesto, la Iglesia no
olvida a sus heroínas.
»Pero la verdad es que deberías haber muerto. El equilibrio ha quedado roto y la
misma realidad está amenazada. No la galaxia, no la humanidad, toda la realidad.
—¿Esa es su ciencia misteriosa y avanzada? ¿Un montón de misticismo barato?
¿Charlas sobre equilibrio y magia?
—No, sor María. No es ciencia ni magia. Es metafísica. Debes entender que hay
leyes superiores a la ciencia, leyes que controlan el funcionamiento último del
universo.
—Dios controla el funcionamiento último del universo —replicó sor María. Se
sentía demasiado débil para contestar, pero no podía permitir que el Adversario la
ahogara con su cháchara.
—Exacto. Cuando destruiste la máquina, en cierta forma te convertiste en un
equivalente vivo de ese mismo dispositivo. De haber muerto en medio del vacío del
espacio, eso no hubiese tenido importancia. Pero sobreviviste, y ahora el universo se
resiente de ese hecho. Como arma, el anillo podía haber sido controlado. Como
elemento metafísico vivo, tú eres impredecible. La realidad se está desmoronando.
Toda la Creación se halla al borde de la extinción.
—Aunque todo eso fuese cierto, ¿cómo podría ser sin que Dios interviniese?
—¿De verdad crees que a Dios le interesa la Creación? ¿A qué jugador le
preocupa la suerte del tablero después de acabar la partida? Para Él, este es un
desarrollo interesante de los acontecimientos, y no intervendrá. Después de todo,
siempre puede crear otro universo y empezar de nuevo.
—Entonces, ¿qué le importaría al Príncipe de las Mentiras? Sería la victoria final,
la destrucción de la obra de Dios.
El Adversario se echó hacia atrás en la silla. Tenía el rostro avejentado, como si le

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costase trabajo mantener su apariencia. Sor María se sentía incapaz de determinar si
se trataba de una verdadera reacción de genuina preocupación.
—En una ocasión te dije que yo soy tan parte de la Creación como tú. Puede que
yo tenga más poderes, puede que nuestros fines sean diferentes, puede que estemos
en lados opuestos. Pero una cosa es luchar contra la humanidad y otra muy distinta
destruir todo lo que es. —Se inclinó y acercó el rostro a la cara de sor María—. Si la
Creación se extingue, yo me extingo con ella. Pero no quiero desaparecer. Ni tú
querrás que desaparezca ninguna de las cosas por las que has luchado. Las hermanas,
los hermanos, sus padres, la luz del sol, el Papa, el Vaticano, la Iglesia, el mensaje de
Cristo.
»Te estoy diciendo la verdad, sor María, medita lo que te he dicho y verás que es
cierto. Debes desaparecer para que la destrucción se detenga. Pide a tu Dios que te
haga desaparecer. Vuelve a ejecutar un acto de valor.
—¿Por qué no me mata?
El Adversario sonrió.
—¿Crees que no lo haría si eso solucionase el problema? Pero no es posible. Yo
no puedo matarte. Hay reglas, ya te lo he dicho. Lo más que puedo hacer es hablar
contigo.
Sor María volvió la cabeza y miró al techo. Se apoyó con comodidad en la
almohada, buscando la posición más placentera. Meditó profundamente, rezando por
recibir la inspiración divina. No le importaba morir; casi lo habría preferido. Pero no
quería caer en una trampa del Adversario.
Reflexionó. Y los minutos se convirtieron en horas. Y sor María entendió
finalmente, en lo que más que inspiración fue una lenta conjunción de pensamientos,
que aquel ser repugnante, la personificación de todo lo miserable y abyecto, decía la
verdad. Su mera existencia perjudicaba a la Creación. Ella, sor María de la Gracia de
la Orden de las Siervas del Gran Dios, que había amado la Obra de Dios más que
nada en el universo, era ahora la causa de su extinción. ¿Quién podría soportar algo
así? No ella, ciertamente. ¿Qué tenía que perder? Nada, y sí mucho que ganar. Dios le
había hablado una vez más. Había contestado a la pregunta, y la respuesta era clara.
Tomó su decisión. Pensó en cómo expresarla, pero no encontró las palabras. Eso
le había sucedido siempre, desde sus tiempos de novicia: en cuanto tenía que hacer
alguna declaración importante le fallaba la lengua, y si bien el pensamiento seguía
claro y definido en su mente, las palabras se negaban a surgir. Cincuenta años
después, en su lecho de extinción, eso no había cambiado. Había pasado de novicia
tonta a vieja tonta.
Recordó entonces lecturas de juventud. Allí estaban las palabras. No eran suyas,
pero valdrían. ¿Para qué inventar cuando otros lo habían expresado ya con toda
belleza? El texto se había escrito con otro sentido, pero se ajustaba bien a la actual
situación. Respiró hondo y comenzó a hablar.
—«Señor Dios, dame la paz, pues me has dado todas las cosas. Dame la paz del

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descanso, la paz del sábado, la paz para siempre». —Tosió ligeramente—. «Porque
todo este orden bellísimo de cosas muy buenas ha de pasar, cuando su finalidad haya
terminado. Por eso hay en las cosas tarde y mañana».
Lentamente, con apenas un gemido, el cuerpo de sor María de la Gracia se
desvaneció en el aire. Los tubos cayeron sobre las sábanas, en el lecho quedó la
huella de su cuerpo. Los indicadores se habían parado. Las enfermeras no acudieron.
El Adversario se levantó de la silla. Se dirigió con lentitud hacia la cama y miró
con atención el lecho sobre el que minutos antes yacía la monja.
—Polvo al polvo —dijo para sí.
Se volvió y se dirigió al baño. El cubículo era estrecho, apenas cabía una persona,
y estaba a oscuras. Cerró la puerta a sus espaldas. El Adversario encendió una luz y
se miró en el espejo. Siguió cada una de las líneas que formaban un rostro imposible.
Abrió el grifo y se llevó agua a la cara con las manos. Se lavó bien y se secó con
la toalla blanca de la clínica, con el nombre de la institución cuidadosamente
bordado. Volvió a mirarse en el espejo. Algo mejor, pensó.
Abrió la puerta del baño.
Se acercó a la cama. Retiró con cuidado la sábana que guardaba la imagen de sor
María. Lentamente, fue doblando la tela con la figura hacia dentro. Lo hizo con
precisión, marcando exactamente los dobleces, pero sin apretar demasiado. Una vez,
otra, hasta que la tuvo perfectamente plegada. La sostuvo entre las manos.
Se dio la vuelta.
Se encontraba en el despacho privado del Papa. El Santo Padre, más joven que
cuando sor María le había conocido, estaba sentado a su mesa, cabizbajo. El
Adversario se acercó y depositó la sábana en medio de la mesa, entre los otros
objetos.
—Toma, Juan —dijo—. Un recuerdo.
El Pontífice levantó la vista y lo miró a los ojos. El Adversario no supo qué hacer.
Se dio la vuelta.
Ahora se encontraba en una estación de metro. Probablemente el siglo XXI. Otro
juego.
—Esto es lo malo de ser peón de Dios, o quizá su alfil… —dijo en voz baja—:
uno nunca sabe en qué casilla va a caer.
Se dirigió con tranquilidad hacia un banco. Hacía frío y se apretó la chaqueta
alrededor del cuerpo. Con precisión, como si cada acto tuviese que ser
minuciosamente ejecutado, se sentó. Silbó una cancioncilla. Miró las vías y a la gente
que pasaba.
Allí permaneció, esperando el siguiente tren y su siguiente oportunidad.

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El Silencio de Dios
¡Dios mío, Dios mío!, ¿por qué me has abandonado?

Mateo 27, 46

La caída de la torre se produjo casi de inmediato.


El ataque cortó la gran torre del ascensor espacial, uno de esos artefactos
coloquialmente conocidos como «Babel», en el punto más alto, cerca del contrapeso
que lo mantenía tenso desde la superficie del planeta.
Posiblemente fue una decisión deliberada por parte del enemigo. De haber
cortado la Babel desde su base, el conjunto completo habría salido disparado al
espacio. En cambio, al perder el contrapeso, la enorme línea de nanotubos fue
enrollándose lentamente alrededor del ecuador del mundo. Las partes superiores de la
estructura, que pesaba solo un kilo por kilómetro, comenzaron casi de inmediato a
arder en las capas más altas de la atmósfera, marcando el mundo con una línea
brillante que hendía el cielo como un zarpazo feroz. Al mismo tiempo, las partes
inferiores tocaron el suelo con fuerza, pero provocando apenas daños locales
limitados a una franja de muy pocos metros en muchos lugares y de algunos
kilómetros en los peores casos.
Pero lo que el enemigo buscaba era el espectáculo de luz, marcar el cielo con su
poder, demostrar que todas las defensas humanas en ese remoto planeta habían
fracasado hasta el punto de dejar inerme el bien más preciado de un mundo para su
contacto con el resto del universo.
La caída de la torre dejó su larga cicatriz en el planeta y una línea del fuego de la
ira en los cielos.

Y en ese momento, Juan dejó de oír la voz de Dios.

A los ocho años, Juan había comenzado a oír la voz de Dios o, al menos, a ser
consciente de ella.
Era como una radio que no podías apagar y que siempre sintonizaba una emisora
en la que una voz convincente y aterciopelada, de sexo indeterminado, te iba
contando el mundo.
Un arcoíris, una flor, un acto de generosidad provocaban ese comentario continuo
sobre las maravillas de la Creación. Pero también se exponían todos los hechos
triviales, como preparar la comida, coser o conducir. Y las tragedias: una muerte en la
familia o un mal de amores, merecían igualmente la exégesis por parte de la
misteriosa voz.
La voz ofrecía simplemente un comentario o un consejo. Con el tiempo, Juan
acabó aceptándola como un compañero fiel, alguien con el que siempre podía contar.

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Pasara lo que pasase, la voz siempre estaba ahí, y se convirtió en una suerte de
consuelo.
Cuando se lo contó a sus padres, estos se sintieron seriamente preocupados. Se
inició así un peregrinaje sin fin por médicos, psicólogos y otros especialistas, pero
nadie fue capaz de dar con una causa física. El cerebro de Juan era perfectamente
normal. Es más, a veces la voz citaba textos que el niño no podía haber leído, e
incluso en raras ocasiones empleando idiomas que el universo no había oído desde
hacía siglos, posiblemente debido al olvido de una Tierra que llevaba cientos de años
destruida. Juan pasó muchas horas transcribiendo esas extrañas palabras, pero pronto
todos empezaron a perder el interés. Sin causa física, no parecía que se pudiese hacer
nada, y no respondía a ningún tipo de medicación. También acabaron aceptando que
al niño eso no le producía ni la más mínima incomodidad.
Y, con los años, todos olvidaron que Juan oía la voz de Dios.
Todos menos la Iglesia.

No había sido fácil aceptar su diferencia. Al principio, el niño que Juan era
cuando se dio cuenta de la presencia de la voz ignoraba que sus compañeros no
disponían de esa compañía ni de tales consejos. Para él parecía lo más natural del
mundo, aunque estuviera solo en esa experiencia.
Luego, cuando estudiaron su cerebro, su psicología, sus sorprendentes y
documentados razonamientos, se sorprendió un poco hasta que, lentamente, acabó
por asumir que, aun siendo exclusiva, esa voz formaba parte de su propia naturaleza.
Por alguna extraña razón que todos ignoraban, esa voz estaba presente en su cerebro,
que parecía disponer de potenciales desconocidos aunque no identificables
fisiológicamente. Por fortuna, sus padres, amparados en su corta edad, lograron al fin
que todos aceptaran y respetaran su privacidad. El pequeño oía una voz y eso no
perjudicaba a nadie. No se sabía por qué la oía, pero la cuestión era que esa voz no le
molestaba, sino todo lo contrario.
Tampoco para un niño como Juan fue fácil tenerla en cuenta. La infancia es una
etapa de marcado egoísmo personal y los consejos prudentes no son lo mejor para
proporcionar un crecimiento normal y desinhibido. A veces, durante su niñez, Juan
llegó a pensar que el hecho de oír la voz suponía un problema, una traba personal,
aunque en cierta forma autónoma. Sin embargo, en última instancia siempre le había
permitido ser libre y dar rienda suelta a sus tendencias.
Simplemente, le proporcionaba advertencias o consejos. Nada más.
Lo cierto es que jugar y vivir con esa presencia no suponía un engorro. La voz, de
alguna manera, sabía guardar silencio excepto cuando algo tal vez incorrecto o
inconveniente estaba a punto de suceder. Juan incluso podía ser incapaz de detectar
esa posible inconveniencia, pero un difícil aprendizaje le llevó muy pronto a seguir
los consejos y respetar las informaciones de esa voz. Formaba parte de su yo. Era así
de simple. Y, a la larga, siempre había resultado beneficioso hacerle caso.

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Más tarde, con los años, con la madurez natural ya asumida, no pudo dejar de
pensar en la voz y lo que representaba. En sus lecturas se hablaba a veces de seres
con poderes especiales y eso le había llevado a interrogarse sobre sí mismo. ¿Era la
voz un poder especial? ¿Representaba una amenaza para quienes le rodeaban? ¿Le
proporcionaba ventajas?
Difíciles preguntas que tenían complejas respuestas.
En su caso, no obstante, todo parecía natural, de manera que llegó a pensar en la
posibilidad, para él evidente, de que esos seres con poderes de sus lecturas también
hubieran sido niños con esos mismos poderes. ¿Cómo habían podido controlarlos?
Sobre todo si eran poderes que podían dañar a sus semejantes. La infancia es egoísta.
Imaginó, pues no podía hacer otra cosa que imaginar, que otros seres adultos con
los mismos poderes tenían que supervisar de alguna manera el crecimiento de esos
niños superdotados, tal vez desde el anonimato, pero con la absoluta certeza de que
intervendrían si el niño dotado se excedía en el uso de sus poderes. Un control
silencioso, oculto pero eficiente. No había otra manera de que un niño superdotado
como los de esas lecturas pudiera llegar a adulto. La infancia es demasiado propensa
a actos destructivos que a veces afectan a los demás e incluso a uno mismo.
En cualquier caso, Juan no sentía que él estuviera inmerso en este tipo de
problemáticas. De hecho nunca llegó a percibir que alguien le supervisara. Solo la
voz, una voz que no conllevaba una amenaza para nadie, aunque sí una ventaja para
sí mismo.
Una vez superados los primeros años, Juan resultó ser un joven mucho más
maduro de lo habitual, mucho más dispuesto para la solidaridad y la colaboración. Y,
en consecuencia, mereció también el aprecio de cuantos le rodeaban. No hubo
problemas destacables, solo la presencia de una voz omnipresente que cuando era
necesario le aconsejaba, le guiaba en sus juicios, se comportaba como un compañero
fiel y siempre dispuesto a ayudar. Los demás acabaron, simplemente, olvidando la
existencia de esa voz.
Con el tiempo, la serenidad, compostura y precoz madurez de Juan le llevaron
casi inevitablemente al sacerdocio.

Desde la caída de la vieja Tierra y la diáspora humana por la galaxia, las


religiones se habían concentrado y limitado. Sin perder su contenido, la tradición
católica se había asentado como la única expresión viable de una experiencia
religiosa, en cierta forma fagocitando a las demás creencias. Seguía habiendo ateos y
agnósticos, quizás en una proporción incluso antes insospechada pero, entre todos los
que mantenían una visión religiosa del mundo y de la vida, se había impuesto la
tradicional ensoñación católica con toda la parafernalia litúrgica que la
complementaba. Se hablaba de un Nuevo Vaticano escondido y protegido en algún
lugar, de un enfrentamiento recrudecido con las fuerzas del mal, de unos misteriosos
seres de supersimetría, del destino inevitable de la Creación y de un Papa que

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comandaba las huestes del bien en su sempiterna pugna con el mal.
Para un muchacho como Juan, con su precoz madurez y la aumentada prudencia
impulsada por la voz, era casi inevitable pensar en el sacerdocio. Tal y como se
presentaba en esos días, la carrera eclesiástica era una fuente posible de aventuras,
tanto físicas como intelectuales. Y la voz no se negaba a ello.
Hubo diversos intentos de hacerle cambiar de idea. Al fin y al cabo, ante él se
abrían muchas otras posibilidades. La del sacerdocio era solo una más entre ellas y,
con el empuje y las ansias de su juventud, no necesariamente la más atractiva a
primera vista.
Al final acabó decidiéndose por el ministerio religioso, aunque seguía sin creer en
eso que algunos llamaban la vocación. Era, simplemente, una manera de vivir y, en su
caso, de participar en esa guerra, que empezaba a ser claramente cruenta, entre el bien
y el mal.
De entre las muchas reflexiones y conversaciones en torno a los pros y los contras
de una decisión como esa acabó recordando solo una. Había quedado grabada en su
memoria, aunque no supiera exactamente el porqué.
Sí recordaba que había sido durante un hermoso atardecer, si se podía llamar así.
El planeta en el que residía por aquel entonces tenía dos soles, en realidad uno
mayor que subyugaba gravitacionalmente al otro, que le hacía de comparsa. La
jornada era compleja, sobre todo en la diversa coloración que proporcionaban las dos
luminarias. Siguiendo la costumbre, se mantenían jornadas prácticas de veinticuatro
horas, como siempre había hecho la humanidad aun fuera de su mundo natal. Pero lo
cierto es que el planeta había sido elegido para su terraformación precisamente por
poseer un día de duración muy similar a las tradicionales veinticuatro horas.
Se solía llamar atardecer a ese momento del día en que los dos soles colaboraban
para ofrecer bellas imágenes casi crepusculares en las que dominaba una coloración
que en la vieja Tierra habría sido considerada otoñal. Aunque tras el atardecer no
siempre llegaba la noche: privilegios de la compleja danza de los dos soles pese a sus
diferencias de tamaño y poder.
La vegetación del planeta era variada, como no podía ser de otra manera, y en el
pequeño jardín donde se hallaba Juan en ese momento resultaba ciertamente exótica.
No lo era para él, acostumbrado a su tonalidad desde años atrás, pero sin duda podía
ser considerada así en función de los estándares terrestres: flores de llamativos
colores, con el ocre imperando en un mundo dominado por la xantofila en detrimento
de la clorofila terrestre.
Afortunadamente, la xantofila permitía también la que siempre se ha llamado
función clorofílica de recreación del oxígeno de ambiente, pero dotada sobre todo de
pigmentos amarillentos, más resistentes a la oxidación que las clorofilas terrestres. En
realidad, esas plantas no eran nativas del planeta, sino que habían sido sembradas al
inicio del proceso de terraformación. El objetivo era producir una cantidad suficiente
de oxígeno en la atmósfera, con independencia del color dominante en la vegetación.

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En este caso se habían elegido plantas en las que dominaba la xantofila y no la
clorofila, aunque el objetivo final era, evidentemente, el mismo que obtenía la acción
clorofílica en la vieja Tierra. Para ser exactos, el nombre de terraformación no era del
todo pertinente. Lo que se trataba, evidentemente, era de «humaformación», de
adaptar el nuevo entorno planetario a la vida humana, no de reproducir
mecánicamente todas y cada una de las condiciones de la vieja Tierra.
Casi a punto de caer en una de sus elucubraciones habituales, esta vez en torno a
las perspectivas que le ofrecía el futuro, quizás en un nuevo diálogo con la voz, Juan
advirtió que no estaba solo.
Al volverse se dio cuenta de la presencia de un hombre entre los cuarenta y los
cincuenta años, de pelo muy negro, alto, delgado y extremadamente elegante, que
lucía una perilla recortada con delicadeza. Primero Juan se preguntó cómo había
llegado allí y como siempre buscó la explicación en la voz, pero esta calló. No tuvo
tiempo para más.
—Buenas tardes —dijo el hombre, tomando la palabra.
—Bienvenido.
—¿Admirando el paisaje? —La pregunta parecía simple conversación
intrascendente para romper el hielo.
—No exactamente. Pero… ¿quién es usted?
—Eso no importa ahora. Digamos que, simplemente, estoy aquí.
—¿Para qué?
—Para hablar contigo. Y convencerte.
—¿Convencerme? ¿De qué?
—No intentes despistarme. Estás meditando una decisión importante sobre tu
futuro. —No había duda, el hombre alto lo expresaba con total convencimiento.
Como si estuviera al corriente de sus preocupaciones.
—¿Cómo lo sabe?
—No deberías extrañarte. Y menos tú, con esa voz que te aconseja.
La sorpresa fue considerable. Casi nadie se acordaba ya de su niñez, de cuando
fue noticia, una novedad de alcance limitado pero noticia al fin y al cabo, por la
presencia de la voz en su mente. Juan lo sabía, sabía que la voz continuaba con él,
pero parecía que los demás lo habían olvidado por completo. Nadie hacía referencia a
ello. Nadie recordaba su peculiaridad. Y mucho menos lo mencionaban en voz alta
dirigiéndose a él.
Intentó que la voz se activara. Algunas veces lo había logrado inquiriendo en su
interior por ciertas dudas o necesidades. La voz siguió en silencio. Con los años había
aprendido que en cierta forma eso representaba aquiescencia y aceptación. Por lo
visto, en esa ocasión la voz no tenía nada que decir al respecto, o bien no quería
hacerlo. Debía afrontar la situación él solo. Eso no suponía ningún problema, también
era capaz de hacerlo.
—¿Cómo sabe lo de la voz? —preguntó, tras decidir no ocultarlo. La seguridad

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del hombre rayaba en lo extraordinario.
—Algunos seguimos teniendo memoria.
—Ah, está bien —concedió, rápidamente convencido—. ¿Y qué hay de ese
futuro? Vuelvo a preguntarle quién es usted para plantear eso.
—Podría decirte que tengo que ver con la Iglesia, pero no puedo hacerlo. ¿Que te
preguntas sobre tu futuro? Eso es algo evidente, dadas tus capacidades y los años que
te aguardan.
—Pero si usted sabe de mi voz, también sabrá que ya tengo quien me aconseje.
¿No le parece?
—Bueno, pero nunca está de más una ayudita. Además, me da la impresión de
que en este momento la voz está callada. Existe algo que se llama libre albedrío.
La constatación de una nueva certeza inundó la mente de Juan. ¿Cómo sabía ese
hombre del silencio momentáneo de la voz? Y lo más importante, ¿cómo osaba
inmiscuirse?
—Y usted, ¿no va respetar mi libre albedrío?
—Ese tipo de cosas no son muy propias de mí. Pero, evidentemente, la decisión
es tuya.
—¿Qué decisión?
—Hacerte o no sacerdote. No juguemos más con las palabras. Los dos sabemos
de qué estamos hablando.
Empujado por la sorpresa y la curiosidad, y forzado esta vez por el silencio de la
voz en lo que hacía referencia a este tema, Juan decidió seguir a fondo con la
conversación.
—Eso a usted no le importa. Pero aceptaré su juego. ¿Por qué debería hacerme
sacerdote? Es una vida de renuncias. Tengo muchas otras posibilidades.
—No intentes escaparte. Tú sabes que la lucha entre la Iglesia y sus adversarios
es el mayor problema de la humanidad. Todo el futuro, no solo el tuyo, depende de
ello. Aparte de que no deja de ser una aventura excepcional.
—Sí, esos ignotos seres de supersimetría parecen ser una amenaza real. Aunque
poco se sabe de ellos.
—No hace falta saber. Solo hay que ser consciente de que esos seres existen y de
que su objetivo es manifiesto: destruir a la humanidad. Estén donde estén y como sea
que intenten hacerlo.
—Pero ¿por qué?
—Eso no importa ahora. Es así. Cómo ha llegado a ser así carece de relevancia.
Posiblemente haya que reaccionar ya.
—Sigo preguntándome quién es usted y por qué me habla de todo esto. ¿Qué
intereses tiene? Parece que quisiera convencerme de hacerme sacerdote. ¿Por qué?
¿Qué gana usted con ello?
—Buenas preguntas. Aunque las respuestas pueden resultar más difíciles.
—No se preocupe. Tengo tiempo. Explíquese.

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—Mi interés puede considerarse incluso personal. Como ya te he dicho, podría
contestarte que vengo de parte de la Iglesia, pero no voy a hacerlo. Con eso no
miento en absoluto. Estoy diciendo la verdad, como siempre hago.
—¿Por qué debería hacerme sacerdote? —Esa era la pregunta decisiva, lo que de
verdad preocupaba a Juan.
—Mira, el asunto es complicado. Sabes que hace ya algún siglo que tenemos un
Papa robótico. Eso proporciona cierta seguridad, pero no deja de ser algo poco
humano. Aunque fueran los humanos quienes crearon a los robots. Hay quien piensa
que eso no va a ser así por los siglos de los siglos, que un día u otro volverá a haber
un Papa humano. Eso es algo que necesita incluso el viejo Satán, si me permites que
lo nombre. Resulta imposible tentar a un Papa robótico. Y, para ser sinceros, el futuro
puede exigir decisiones que queden al margen de la capacidad o del nivel de pericia
de un robot.
El Adversario se sentía muy satisfecho de tentar con la ambición y el orgullo a un
hombre con las potencialidades de Juan. Era evidente lo que estaba implícito en sus
palabras. El Adversario era de los pocos que no solo conocían la existencia de la voz,
sino también su origen. Un origen más simple de lo que cabía imaginar. La mente
humana poseía unas capacidades sorprendentes de las que no siempre se era
consciente. Y, lo mejor para él, podía ser sometida a influencias externas…
Juan nunca había pensado en eso. El razonamiento o la sugerencia tenía cierta
lógica interna, aunque la Iglesia parecía funcionar perfectamente con el Papa
robótico. Esa había sido una decisión de varios siglos atrás. Un Papa robótico es casi
omnisciente, perdura años y años, y cualquier avería puede ser reparada. Nadie
dudaba del statu quo, había sido una solución prácticamente perfecta hasta hoy.
Aunque, desde luego, también era cierto que siempre existía la posibilidad de volver
al sistema tradicional, con la elección de un Papa humano, la consabida fumata
blanca y toda la parafernalia litúrgica a la que la Iglesia era tan propensa. Se atrevió a
pensar que un humano como él, con la voz que le aconsejaba e informaba, tal vez
estuviera incluso por encima de las posibilidades de un robot. Se avergonzó del
pecado de orgullo y de la falta de humildad que ese simple pensamiento implicaba.
—No viene en nombre de la Iglesia. Ese pensamiento es, en sí mismo, herético.
¿Cómo podría volverse a un Papa humano?
—No voy a confirmarte lo primero. No puedo hacerlo, como ya te he dicho. Pero
lo que sugiero no es herejía. Te puedo garantizar que el mismísimo Pedro II ha
pensado en ello, en dejar de ser Papa y permitir que vuelva a haber un Sumo Pontífice
humano. Él no lo es y, en el fondo, conoce sus limitaciones. No sería la primera vez
que un Papa católico renuncia. Por eso puede ser necesario que todos los posibles
candidatos estén a disposición. Es solo una hipótesis por ahora, pero…
—Por lo visto está sugiriendo que yo mismo podría ser ese Papa humano de tal
hipotético futuro. Muy presuntuoso me parecería creerlo así. Es absurdo.
—Posiblemente lo sea. Hay que dar tiempo al tiempo. Yo solo te expongo la

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cruda realidad. Tú, o la voz que te aconseja, sabréis sacar las consecuencias. —El
hombre continuó—: Aunque puedo hacer conjeturas, en realidad el futuro me es tan
desconocido como lo es para ti, pero la posibilidad existe. Eso nadie puede dudarlo.
La voz interior seguía callada. Juan vacilaba, aunque la lógica del visitante no
dejaba de ser aplastante.
—Solo un burdo Satán podría intentar tentarme con algo así. Ambición, orgullo,
algo demasiado evidente. Le creía más sutil e inteligente. ¿Es usted un enviado de
Satán?
—Te aseguro que mis palabras no son fruto del discurrir de Satán, sino de un
simple razonamiento. Y si por casualidad Satán tuviera algo que ver en ello, nada
cambiaría la verdad de esa situación.
—Pero Satán no podría estar interesado en ayudar a la especie humana.
—A largo plazo seguro que no, pero a corto término… Nadie se atrevería a
asegurarlo. Suele decirse que Dios escribe recto usando renglones torcidos; Satán
podría no ser menos. —El hombre parecía casi orgulloso de plantearlo así—. Sea
como fuere, no hablamos ahora de Satán, sino de ti, de lo que podrías o no hacer. No
tomes ninguna decisión a la ligera. Puede haber en juego mucho más de lo que
imaginas.
El hombre se dio la vuelta y se encaminó a la entrada del jardín. Su andar era
sumamente silencioso y Juan comprendió por qué no le había oído llegar.
Ya casi en la puerta, el hombre se volvió levemente hacia él.
—Ya está bien por ahora —dijo—. Seguro que volveremos a vernos. Hasta
pronto.
Y se marchó dejando a Juan con nuevas preguntas en los labios.
Además de la voz, que por el momento mantenía ese terrible silencio.

Por una u otra razón, lo cierto es que al final Juan se decidió por el sacerdocio. No
fue un camino de rosas pero, en el fondo, resultó fácil. Posiblemente aquel al que en
su interior llamaba «el desconocido del jardín» tuviera razón.
Nunca más había vuelto a verlo, ni siquiera cuando, tras años de experiencia y
una carrera eclesiástica sumamente brillante, alcanzó la púrpura cardenalicia. Su
creciente familiaridad con la Curia y sus idas y venidas al escondido Nuevo Vaticano
le llevaron, sí, a conversaciones con el papa Pedro II, con diversos cardenales, con
muchas personas en las altas esferas de la Iglesia. Pero nunca encontró a su
«desconocido del jardín». Era como si nunca hubiera existido. O como si, según
había reiterado él, no tuviera nada que ver con la Iglesia. Y, por otra parte, la voz
nunca se había referido a ese hombre, a esa visita. Sin embargo, Juan jamás lo olvidó.
Pronto se adaptó a sus nuevas responsabilidades, que desempeñaba casi a la
perfección. La voz parecía especialmente dotada en el ámbito eclesiástico y seguía
informándole de todo lo conveniente y aconsejándole, siempre respetando su libertad.
Sin duda, tenerla a su lado había sido siempre de gran ayuda.

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Seguía sin saber, ni él ni nadie, por qué esa voz se manifestaba en su cerebro, de
forma que acabó considerándola una expresión más de su propio yo. No conocía su
origen ni su razón de ser, pero tras intentar explicarlo durante toda una vida, se había
convencido de que nunca llegaría a comprender los porqués de esa realidad. La voz
seguía en su cerebro y no había explicación. Eso era todo.
Pero un día, de visita en misión pastoral en un planeta casi aislado y escasamente
poblado, asistió a la caída de la Babel. Como personalidad preminente fue de los
primeros en lograr escapar y no fue afectado por el desastre que asoló el planeta y
acabó de manera definitiva con la vida que lo poblaba, de forma equivalente pero no
parecida a como había finalizado la vida en la Tierra.
Durante los primeros momentos, en la agitación asociada a las disposiciones y
maniobras de escape, no prestó atención a la ausencia de la voz. Su silencio le parecía
indefectiblemente asociado a la urgencia del momento, de modo que no se preocupó
por ese vacío.
Al menos en un primer momento.
Más tarde, la ausencia de la voz convirtió ese silencio en un grito ensordecedor.
La voz había desaparecido. Nunca supo cómo ni por qué, ni si existía alguna relación
con la caída de la Babel, pero lo cierto es que, de la misma manera que antes le
acompañaba, ahora le faltaba.
Sin saber exactamente por qué, estaba plenamente convencido de que la voz ya
nunca más volvería.
Y eso era terrible.
Tras una vida asociada a esa voz de forma inevitable, su ausencia era una carencia
inesperada, una soledad como nadie había podido experimentar en toda la historia
humana. Tras una vida de excepcional compañía íntima y siempre cómplice, percibió
y sufrió el intrínseco desamparo y la completa soledad del ser humano. Casi renegó
de su fe ante el terrible aislamiento que le embargaba. Un aislamiento total, estaba
solo con su mente en un abandono absoluto que parecía un encierro. Conoció el
destino inevitable de todos los seres humanos y, aunque sufrió lo indecible, logró
entender aún más la naturaleza humana, condenada irremediablemente a esa dolorosa
exclusión.
Al principio se preguntó cómo los seres humanos podían sobrellevar una vida de
persistente aislamiento, soledad e inevitable incomprensión. Por sus conversaciones
sabía que era difícil entender a los demás, que era imposible lograr una conexión
como la que la voz y él habían compartido. Sufrió no solo por sí mismo, sino también
por sus feligreses y por sus compañeros de sacerdocio. Sufrió, en definitiva, por la
dureza y el hermetismo de la naturaleza humana. Descubrió en sí mismo algo que
había solo intuido en el prójimo: la más espantosa soledad.
Era terrible.

La voz que le informaba y aconsejaba había sido etiquetada como «la voz de

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Dios» y, en realidad, para Juan había sido un Dios benévolo y colaborador. Ahora
experimentaba, muy a su pesar, lo que podría denominarse «el silencio de Dios», algo
de lo que había hablado muchas veces en su labor pastoral.
Recordaba haber usado repetidamente una antigua leyenda que al parecer
procedía de los lejanos tiempos de la vieja Tierra. La situaban en un lugar llamado
Escandinavia, en un país que llevaba por nombre Noruega. Una nación, según la
terminología antigua, aunque el mismo concepto de nación ya había desaparecido. Al
fin y al cabo, nada de lo humano resulta ajeno a cualquier humano. Banderías, falsas
ensoñaciones de separación y diferencias por localismos de un nacimiento no elegido
eran meras banalidades ante la realidad que unificaba a todos los seres humanos.
Afortunadamente, la humanidad había superado ya ese estadio primitivo. Volviendo a
esa legendaria Noruega, el relato intentaba ilustrar, con más contradicciones internas
de lo que parecía razonable, la existencia de ese ominoso «silencio de Dios» que
tanto parecía preocupar a algunos. ¿Cómo era posible que ese Dios al que se rezaba e
inquiría nunca respondiera?
La leyenda hablaba de una vieja ermita a la que acudía mucha gente a orar a Dios,
personificado esa vez en la figura de un Jesús crucificado, de un Cristo, un ungido
clavado en una cruz. Contaba también que, tras largo tiempo asistiendo a ese
peregrinar incansable de gente que rezaba a su Dios, el ermitaño que cuidaba el lugar,
un honrado y devoto varón casi con la aureola de santo, acabó pidiendo a Cristo que
le dejase ocupar su lugar.
Tanto porfió que el mismo Crucificado le dirigió la palabra:
—Mi amado hijo, puedo acceder a tu deseo pero solo te impongo una condición.
—¿Cuál, Señor? Seguro que con Tu ayuda podré cumplirla.
—Oigas lo que oigas y suceda lo que suceda, has de permanecer siempre en
silencio.
—Os lo prometo, Señor
Y, de manera milagrosa, como corresponde a hechos de tal naturaleza, se operó el
cambio. Nadie se dio cuenta de ello. El ermitaño era la imagen de Cristo, estaba en
ella y presidía el pequeño recinto. Oía las súplicas de los feligreses, veía sus
comportamientos y logró mantenerse fiel a su promesa: nunca dijo nada.
Hasta un día.
Ese día un hombre rico llegó a la ermita y, tras haber rezado para solicitar algunos
favores, abandonó el edificio. Pero al hacerlo, sin darse cuenta olvidó en el banco su
cartera, posiblemente repleta de una gran cantidad de dinero.
Poco después acudió un hombre muy pobre, quien, al ver la billetera y comprobar
su contenido, lo agradeció en el rezo y se marchó con ella. Tras el pobre llegó un
joven que deseaba solicitar la bendición divina para un largo viaje que debía
emprender de inmediato. Mientras el joven estaba todavía allí, volvió el rico azorado
en busca de su cartera. Al no hallarla y ver al joven, sacó sus conclusiones.
—¡Ladrón! ¡Devuélveme la billetera que me has robado!

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—¿Billetera? Yo no he robado nada —se defendió el muchacho.
—No mientas en la casa de Dios. ¡Devuélvemela!
—¡Yo no he robado nada!
—¡Ladrón! Llamaré a la policía. Ya basta de mentiras.
El ermitaño no pudo resistirlo más. Le parecía el colmo de la injusticia. Faltando
a su promesa, no puedo dejar de intervenir.
—¡Detente! —le dijo al rico—. No ha sido este joven. Yo lo sé.
El rico y el joven, sorprendidos, alzaron la mirada y vieron que el Cristo
crucificado les hablaba. Asistieron estupefactos a la explicación del ermitaño. Este
defendió al joven e increpó al rico. Finalmente, ambos se marcharon, el rico
sumamente avergonzado y el joven presuroso por llegar a tiempo para la inminente
partida de su viaje.
Cuando la ermita quedó a solas, el ermitaño oyó la voz de Cristo.
—Baja de la cruz. No sirves para ocupar ese puesto. No has sabido guardar
silencio.
—Pero, Señor, era una clara injusticia. Una acusación falsa. Ese joven era
inocente. ¿Cómo iba a permitir semejante sinrazón? —El ermitaño volvió a
encontrarse en su cuerpo, cerca del Cristo crucificado, que todavía le hablaba.
—Tú no sabías lo que yo sé. Que el rico perdiera la bolsa no era malo, la llevaba
llena de billetes para pagar la virginidad de una mujer. El pobre, por su parte,
necesitaba imperiosamente dinero para alimentar a su familia. Y el joven que iba a
ser golpeado y tal vez arrestado, no habría emprendido un viaje que para él resultará
fatal. En este momento acaba de hundirse el barco en el que viajaba y él ha perdido la
vida.
—Yo ignoraba todo esto —se excusó el ermitaño.
—Ya lo sé. Pero yo sí que lo sabía. Por eso callo.
Y el Señor guardó silencio de nuevo. Por los siglos de los siglos.
A Juan le resultaba dudoso de que esa leyenda justificara, aunque solo fuera
parcialmente, el «silencio de Dios». Y, por otra parte, no se le ocultaba que justificaba
un robo, el del pobre, y hablaba de una acusación injusta, la del rico. Pero lo cierto es
que nunca nadie reparaba en ello. Quienes oían sus palabras siempre parecían
predispuestos a aceptar sin espíritu crítico esa presunta parábola. Tal vez era un
efecto colateral de la fe.
Nunca lo supo.
Pero el «silencio de Dios», con o sin leyenda, le embargó durante el resto de su
vida. Como a todos los humanos. Juan perdía mucho más que los demás, pero a la
postre volvía a ser completamente humano en su naturaleza ineludible de intrínseca
soledad.

Era ese momento del día en que la luz duda entre marchar definitivamente o
quedarse un rato más. Una situación crepuscular como la de su propia vida. Sesenta y

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un años, según el cómputo de la vieja y todavía recordada Tierra. Un crepúsculo, el
luminoso, fingido ahora que la Tierra ya no existía. Un crepúsculo que era
completamente artificial aunque pareciera de lo más natural. Sin que él supiera por
qué, en todos los lugares donde los terrestres se instalaban, empleaban la tecnología
para reproducir el entorno de la vieja Tierra, destruida siglos atrás. Así ocurría en el
planeta donde estaba. Y en todas partes donde hubiera humanos. Juan no había
conocido otra situación.
De nuevo, pensó, una situación crepuscular, tal vez como en su propia vida.
Sesenta y un años: una realidad que su cuerpo físico tal vez sufría, pero que su mente
seguía ignorando. Más experiencia que a sus veintipocos años, pero, en definitiva, la
misma capacidad intelectual y, también, la misma sorprendente osadía. Todo ello tal
vez modificado e incluso acrecentado ahora por la experiencia acumulada. Qué
simples le parecían ahora esos veintipocos años en los que la composición que se
había hecho del mundo y del universo era, en el fondo, tan ingenua.
El crepúsculo, fingido o no, invitaba a la reflexión, pero hacía décadas que él no
se permitía caer en ese tipo de ensoñaciones sobre el yo.
Humildad. Seguía siendo una gran virtud. Ahora, pese a su supuesto poder
cercano a la cumbre de la Nueva Iglesia, pretendía que esa virtud siguiera siendo el
eje central de su vida.
La propuesta del cardenal Kusanagi todavía resonaba en su mente: «¿Por qué no
tú?».
Como si fuera tan sencillo. Tras un Papa robótico tal vez ya no tuviera sentido
volver a un Sumo Pontífice de naturaleza humana.
¿O sí? Recordaba haberlo discutido antes, pero no atinaba a saber dónde ni con
quién. O, al menos, no deseaba rcordarlo.
Kusanagi lo creía posible. Y habría otros como él. La osadía de su juventud
pasada le decía que la posibilidad era cierta. El proyecto y lo mucho por hacer
estimulaban su entusiasmo, pero la experiencia le llevaba a dudar, como la temerosa
luz artificial que seguía en su lento abandono para ceder el paso a la oscuridad.
Un Papa robótico. Recordó haber leído sobre los múltiples problemas, teológicos
o no, que surgieron cuando se decidió crear un Papa robot. Cierto que la Iglesia
católica se hallaba bastante perdida en esos tiempos de nacientes civilizaciones
planetarias galácticas. Muy cerca del fracaso. La idea había sido potente: al crear un
Papa robótico y proporcionarle toda la potencia informática posible, que era mucha,
se dispondría de un verdadero Sumo Pontífice infalible. Un nuevo papado «distinto»,
cuya consecuencia podría haber sido la unificación de todas las iglesias en una, el
viejo proyecto de todos.
No había sido así. El crecimiento de la Iglesia resultaba evidente, pero no había
sido completo. La humanidad se manejaba también por razones que nada tenían que
ver con el simple racionalismo. Tal vez, como imaginaba Kusanagi, era el momento
para volver al procedimiento habitual. Un Papa de nuevo humano, con todo lo que

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eso representaba de dudas, lejanía de la verdadera y racional infalibilidad y, en el
fondo, con la recaída en todos los defectos pero también las virtudes de los humanos.
¿Sería oscuridad lo que un Papa humano pudiera traer? ¿O solo los restos
agonizantes de una luz que se perdería definitivamente?
Humildad era de nuevo lo que se imponía. Para él y para la luz que se agotaba en
el falso crepúsculo.
Un ruido mortecino resonó a su izquierda. Un hombre, alto, enjuto y moreno le
miraba con una expresión de sorna. No le había oído llegar. Se le veía sumamente
seguro de sí mismo.
—¿Quién eres? —preguntó, molesto con esa imprevista interrupción de su retiro.
—Podría contestarte lo que Mefistófeles le contestó a Fausto, pero no sería cierto.
—¿Mefistófeles?
—Sí, uno de mis yos, uno de nosotros.
—Solo por recordar, ¿qué le dijo?
—Le dijo a Fausto, al doctor F., que era «una porción de aquella fuerza que
siempre quiere el mal y siempre obra el bien».
—¿Y no es cierto?
El hombre moreno le miró desafiante.
—No, no lo es, pero sirve. Aunque sea una especie de ejercicio práctico de esa
sedicente virtud de la que tanto habláis vosotros: la caridad. Las palabras de
Mefistófeles sugieren que el bien siempre triunfa, mal que nos pese a nosotros…
—¿Y no es así?
—No necesariamente.
—¿Eres Satán? —preguntó Juan tras reflexionar un momento.
—No. No podría. Somos uno y muchos al mismo tiempo. Tú has de poder
comprenderlo: afirmas creer en un dios uno y trino. Si entiendes o aceptas lo que
predicas de tu dios, ¿por qué no aceptarnos a nosotros?
—Pero tú no eres Dios.
—Ni falta que hace. Pero vosotros mismos os disteis cuenta alguna vez y lo
proclamasteis. Dijisteis de mí que soy legión. Somos uno y muchos.
—Eres el Adversario de Dios.
—Sí, ese puede ser un buen nombre: el Adversario. De Dios y de tantas cosas…
—¿Y qué haces aquí?
—Una nueva visita. ¿No me recuerdas…?
—¿Te he visto otras veces?
—Desde luego. Aunque tal vez no te acuerdes. Tal como decís a veces: los
caminos de Aquel que es son inescrutables. Los míos también.
La noche, artificial o no, avanzaba. Definitivamente la luz huía en retirada, pero
la oscuridad no se apoderó definitivamente del ambiente. Con suavidad, nuevas
fuentes de luz empezaban a refulgir. Esta vez eran marcadamente artificiales, como
en tantas y tantas noches de la vieja Tierra desde la era tecnológica: antorchas,

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electricidad, arcos de luz y toda la parafernalia con la que los humanos solían
ahuyentar las sombras y todo lo que indudablemente contenían. La luz demostraba al
fin que el contenido real de las sombras era tan solo el espacio aparentemente vacío.
El ser humano, por efecto de los miedos que acumulaba tras su largo pasado repleto
de historia, huía de la oscuridad.
Casi sin solución de continuidad se preguntó si el Adversario huiría también de
las tinieblas. Aunque también recordó que en su día se le llamó algo así como «Señor
de las tinieblas». Seguro que debía sentirse a sus anchas cuando la luz faltaba.
—¿No temes a la oscuridad? ¿No es así? —preguntó para romper el hielo del
ominoso silencio sobrevenido.
—No des nada por supuesto. La oscuridad os da miedo a vosotros. Yo tan solo
reflejo tus temores, vuestros temores. Para serte sincero, y esta vez no me va a costar
nada serlo, ante vosotros tan solo puedo ser lo que me dejéis ser. Y ser a la contra es
siempre lo más fácil. —La voz, siempre grave, seca y cortante, esta vez transmitía
resignación. El Adversario no parecía cómodo.
—¿Y qué haces aquí? —La pregunta era inevitable. Un ser, Adversario o no, que
se hubiera invitado a sí mismo debía de tener sus razones.
—Hablo contigo, ¿no es ya bastante?
—Pero ¿por qué?
—Es un buen momento. Como tantos otros, seguro. Pero más significativo.
—¿Por esa sensación crepuscular?
—No seas ridículo. Sabes que es por otras razones.
—No, no lo sé.
—Kusanagi te lo ha dicho claramente.
—Un absurdo, eso es lo que pretende Kusanagi.
—Pues no es así como lo ven otros. —La sorna era evidente en la voz del
Adversario.
—No importa. La humildad es una virtud que llevo practicando durante algunas
décadas.
—Sí, claro. Y yo no estoy aquí.
—El cinismo no te va.
—Absurdo. Eres el primero en decir tamaño disparate. No hay peor sordo que
quien no quiere oír. El cinismo es lo mío —declaró, y una nota de orgullo se
manifestó en la voz del Adversario—. Es mi mayor poder. Bueno… uno de los
mayores.
De repente, una especie de extravío mental se apoderó de Juan. ¿Por qué no?
Como todos, durante el pontificado de Pedro II, el Sumo Pontífice robot, él
también había imaginado muchas cosas. Algunas incluso contradictorias. Y temía que
fuera como en la vieja expresión del desaparecido poeta: «En mi soledad he visto
cosas muy claras, que no son verdad».
Era muy fácil de decir. Casi una tautología.

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Recordó el imposible precepto de san Ignacio sobre las mudanzas que no se
debían hacer en ciertos momentos. ¿Estaban ahora en uno de esos momentos? ¿O era,
simplemente, que la situación podía afectarle a él mismo? ¿Era esa la causa de su
interés?
Tampoco olvidaba que san Ignacio insistía en que «hay que aborrecer en todo y
no en parte cuanto el mundo ama y abraza»; pero una persona, por más humilde e
incluso cardenal que se sea, nunca ha de dejar de sentirse como un ser humano. El
mundo es el lugar donde se vive, no es posible aborrecerlo en todo. Aunque alguien
«distinto», como Pedro II, tal vez sí que pudiera. ¿Pensaba él, como humano,
realmente así? ¿O acaso era la presencia del Adversario lo que forzaba su mente a
excursiones y divagaciones antes impensadas?
Desgraciadamente, la voz ya no estaba con él para ayudarle. La soledad era
absoluta y resultaba abrumadora.
Era sorprendentemente fácil hablarlo con ese curioso otro yo que acababa siendo
el Adversario. En cierta forma era como hablar consigo mismo. Una especie de
frontón verbal. No se trataba de la voz perdida, pero en el fondo resultaba algo
parecido.
—Tras un Papa robótico, ya no hay lugar para el retorno del ser humano a las
labores de Sumo Pontífice —se empeñó en decir.
—Eso no lo crees ni tú con tu pretendida humildad. Precisamente un Sumo
Pontífice robótico deja mucho que desear. La religión es para los humanos, no para
los robots. —El Adversario ironizaba, seguro.
—Pero un robot no duda.
—Cierto, y por eso no sirve como referente para los humanos. Los humanos de
verdad solo pueden dudar.
—Por eso, un Pastor que no dude ha de ser un ejemplo inmejorable. Transmite
seguridad. Esa fue la razón definitiva que llevó a su elección. Yo, y como yo todos
los humanos, siempre dudamos. —Intentaba reafirmarse en los motivos que habían
llevado, unos pocos siglos antes, a elegir a Pedro II.
—No es cierto, hay humanos que tienen a gala no dudar nunca —replicó el
Adversario, tajante.
—Pero eso es una pose. Nunca puede ser cierto.
—Tú lo dices. No yo —zanjó definitivo el Adversario.
—¿Y tú? ¿Dudas? —preguntó al fin, casi temiendo la respuesta.
—Depende. Lo hago cuando intento acercarme a vosotros. Me libro de la duda
cuando soy o somos nosotros mismos. —Si ello fuera posible, se diría que el orgullo
volvía a enseñorearse de nuevo en la grave voz del Adversario.
—Dudas aparte, un Papa robótico ha de ser seguro en sus enseñanzas. No puede
equivocarse.
—Eso siempre que no intente superar los límites de sus conocimientos. ¿Y dónde
terminan esos conocimientos? ¿Quién lo sabe? ¿Lo sabe él mismo?

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Las preguntas del Adversario sugerían más que cuestionaban.
—Pero esos límites han de estar siempre más alejados que los del conocimiento
de un único ser humano. No vas a comparar el conocimiento accesible a un humano
con el que está al alcance de un robot, de una inteligencia artificial que puede acceder
a todas las bases de datos del universo conocido. Un Sumo Pontífice robótico tiene
muchos más conocimientos que cualquier humano.
—Casi diría que podrías tener razón —concedió momentáneamente el Adversario
—. Pero ¿cuáles son los conocimientos realmente relevantes para ejercer
adecuadamente como Sumo Pontífice? ¿Los conoces tú? ¿Los conoce alguien? ¿Los
conoce tu Papa robot?
—No todo se reduce al saber.
—Cierto —admitió el Adversario—. No seré yo quien te lo discuta. También
existen, por ejemplo, los sentimientos, la empatía… Al fin y al cabo, esa que
formulas es una expresión de tu propio pensamiento. Como la idea que tanto os
repetís sobre un Dios uno y trino que existe realmente. Aunque no me dirás que se
trata ahora de las emociones… —El planteamiento del Adversario parecía cargado de
sugerencias.
—El de las emociones siempre será un terreno resbaladizo —concedió Juan.
—Sí, y en eso basáis vuestra religión. Os hace falta la seguridad de un Dios. —El
Adversario insistía.
—Tan mala no debe ser esa religión si ha sobrevivido tantos y tantos años —
apuntó Juan, intentando escapar a lo que parecía inminente.
—Ahora solo hablas por comparación con las religiones que no han perdurado.
No se trata de que una religión sea buena o mala. Ni si puede o no extenderse en el
tiempo. La verdadera cuestión es si sirve o no a su propósito: ayudar a los humanos a
sobrellevar la vida.
—De nuevo el cinismo… ¿no?
—Bueno, ¿por qué no? Al fin y al cabo es un rasgo humano. Nació como una de
las más viejas escuelas de pensamiento. Antístenes ya os sugirió que la raíz del
cinismo supone rechazar los convencionalismos sociales y la moral comúnmente
admitida. Y eso fue hace muchos y muchos siglos. La Tierra todavía albergaba vida y
vuestro Jesús ni siquiera había nacido. Aunque ya existía Dios. Y yo mismo.
Sabía que era un absurdo. Sabía que no debía ni tan solo contemplar la
posibilidad. Pero le resultaba inevitable.
Como todos (o al menos así quería creerlo), Juan consideraba que había
demasiadas cosas en el pontificado de Pedro II que eran mejorables. Seguridad, sí,
pero el ser humano también vive de la inseguridad, de la duda. Como esa luz
crepuscular ya desaparecida y superada, en ese momento, por las luminarias que
hacían desaparecer una noche en realidad del todo inexistente.
Era imposible mejorar el pontificado de Pedro II en sus aspectos organizativos, en
su didactismo y su capacidad de evangelización. No en vano los ordenadores siempre

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habían mostrado su eficiencia en ciertos aspectos. Y Pedro II no dejaba de ser un
ordenador…, sofisticado, sí, pero ordenador al fin y al cabo. Una inteligencia
artificial a la que se imaginaba autoconsciente. Imaginar era la palabra correcta.
¿Cómo saber si un perro piensa?
El Adversario sabía suscitar esas dudas: ¿existía realmente Dios? ¿Solo era, como
decían tantos, fruto de una imposible necesidad humana? Pero ahí seguía la Iglesia, se
dijo Juan, como triunfando una vez más en una batalla tantas veces luchada y tantas
veces aparentemente ganada. El mismísimo Adversario se reclamaba como un
ejemplo más de los atributos de Dios: uno y muchos, como una entidad al tiempo
vasta e implícitamente inferior al uno y trino divino. Solo el menos poderoso
recurriría a una multitud para emular a un trino. ¿Una confesión de impotencia?
—Sabes que, tras un Papa robótico, ya no tiene sentido volver a lo humano.
Somos menos capaces. —En el fondo, Juan buscaba en el Adversario no tanto el
rechazo como la confirmación de que el viejo sistema era de nuevo posible. De
repente se sorprendió al pensar en el Adversario como si se tratara de su propia
conciencia. No era la perdida voz de Dios, era otra cosa, una conciencia ajena y
dislocada, sí, o al menos así interpretaba lo que pudiera ser la conciencia para la otra
gente.
—¡Tonterías! Y tú lo sabes.
—Nadie querrá aceptar de nuevo un Papa humano. Sería como retroceder.
—¿Y quién dice que retroceder no es la mejor manera de impulsarse hacia
delante? —El Adversario casi pedía a gritos la nueva respuesta.
—Ahora estás en tu papel: citando a Lenin. «Un paso adelante, dos pasos atrás».
—No intentes jugar a mi juego favorito. Tú sabes que Lenin perseguía otros fines.
Lo demonizaron, si la palabra tiene sentido… Ese hombre no merecía tanto.
—Sí. Y estamos mezclando cosas. —Juan se sentía irritado con la deriva que
tomaba la conversación.
—¿Y no es la vida humana una gran mezcla? De todo —sentenció el Adversario.
—Ahora quieres parecer un sofista.
—Jugar con las palabras y hacerles expresar lo que no dicen es uno de los
mayores recursos del ser humano. No sé si cabe considerarlo un poder, pero…
Juan se vio como en un Nuevo Huerto de Getsemaní, como si meditara mientras
se enfrentaba a una tentación distinta. No había olivos en el nuevo huerto de los
Olivos, pero sí la presencia del Adversario. De una manera u otra.
No era un sacrificio expiatorio personal lo que se alzaba en el futuro inmediato.
¿O tal vez sí? En esta ocasión nadie tenía que morir, tan solo la vieja organización
eclesial que parecía refugiada y excesivamente confiada en el pontificado robótico de
Pedro II. Y, sí, también había en el horizonte un sacrificio personal que, pese a no ser
cruento, obviamente era un sacrificio.
Sin necesidad de hablar con el Adversario, de quien empezaba a dudar de su
existencia separada, sabía que durante el pontificado de Pedro II se había dado un

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cierto relajamiento pastoral. La certidumbre de que el Sumo Pontífice robótico
subvendría a todas las necesidades y exigencias de estos tiempos había arraigado
mucho más de lo previsto.
Lejano, muy lejano, el viejo temor al maquinismo había dado paso a una
confianza ciega (y tan infundada como el antiguo temor…) en que todo iría por el
mejor de los caminos con la ayuda de las máquinas. El Sumo Pontífice robótico era
en el fondo una especie de garantía. Un descanso en las responsabilidades humanas.
Así lo veía la mayoría.
—Tengo un regalo para ti. —La voz del Adversario lo sacó de sus cavilaciones.
—¿Sí?
—Es solo un recuerdo. Estoy seguro de que este puede ser el comienzo de una
gran amistad.
Le miró un momento y le ofreció algo. Juan alargó la mano y tomó una caja. Era
de madera, de unos cinco centímetros de lado, exquisitamente trabajada. El
Adversario sabía que Juan siempre desconocería su contenido, pero le haría compañía
y le recordaría su existencia. Justo para eso se la había regalado. A Wagner no le
importó.
Juan no sabía si mostrar sorpresa o no. Al fin y al cabo, el Adversario y un
cardenal de la Iglesia parecían llamados a ser enemigos irreconciliables. O en todo
caso resultaba difícil que llegaran a ser amigos, al menos según su concepto de lo que
era realmente la amistad.
De repente, Juan recordó al hombre alto, enjuto, de cabello negro y perilla que le
había abordado antes de optar por el sacerdocio y comprendió que se trataba del
mismísimo Adversario.
Sorprendente. ¿Cómo podía el Adversario haberle incitado a tomar los hábitos?
¿Tan favorable podía ser el papel de Juan para los intereses del Adversario? Sin la
ayuda de la voz empezó a dudar seriamente, tal vez por primera vez en su vida.
Y ahora el Adversario parecía querer llevarle a la silla de Pedro. Tras haberle
convencido de entrar al servicio de la Iglesia.
¿Era Juan de fiar? ¿Qué perseguía el Adversario?
Se dice que los caminos de Dios son inescrutables, pero a partir de ese momento
Juan constató que los del Adversario también lo eran.
Volvió a sentirse seguro de sí mismo. ¿Orgullo? ¿La cizaña que había sembrado el
Adversario? No lo sabía, pero sí sabía que las palabras que este había dicho no tenían
nada que ver. La idea de volver a un Papa humano no era un disparate. Tal vez se
acercaban momentos especialmente duros, nuevos enfrentamientos con los seres de
supersimetría, de quienes seguía sin saberse a quién rendían obediencia ni cuáles eran
sus verdaderas intenciones ni el porqué de las mismas.
Tal vez hiciera falta un Papa humano para dirigir a la Iglesia en las complejidades
que se avecinaban. La inminente reunión de todos los cardenales tal vez sería la única
ocasión propicia.

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Juan no era el único que había pensado en ello. La oferta de Kusanagi, ignorante
como todos del terrible hecho de que Juan ya no disponía de la ayuda de la voz, era
solo un ejemplo más. Tal vez hubiera llegado el momento de que la especie humana
recuperara el control de la Iglesia.
A cada segundo que pasaba lo veía más claro.
Cuando intentó refrendarlo con el Adversario descubrió que ya no estaba allí.
No le sorprendió en lo más mínimo.
Fuera él o fuera otro el cardenal elegido, lo cierto es que, como en el viejo
Getsemaní, se hacía necesario un sacrificio más. Un sacrificio que alguien debía
sufrir. Ignoraba si tenía que ser él. Con seguridad tampoco el Adversario lo sabía. Tal
vez fuera otro el cardenal llamado a restablecer la tradición de un papado humano. En
cualquier caso, ahora estaba seguro de que los días de un Papa robótico habían
llegado ya a su fin.
Habría un sacrificio. Podía ser el suyo. Pero, con la presencia del Adversario o sin
ella, estaba seguro de que la conclusión era suya. Solo él había llegado a tal
convencimiento. Como muy bien había dicho el Adversario: «Ante vosotros tan solo
puedo ser lo que me dejéis ser». La decisión era suya. Como cuando estaba con la
voz.
De manera un tanto infantil, poniendo el carro antes de los bueyes, empezó a
buscar un nombre adecuado para el futuro Pontífice. El hecho de haber rememorado
al viejo huerto de los Olivos de Getsemaní le llevó en volandas a ese nombre.
En un primer momento le pareció casi como una herejía, como a muchos se lo
había parecido en su día el nombre elegido por el Sumo Pontífice robótico: Pedro II.
Un nombre sumamente atrevido que, considerando el cambio a una inteligencia
artificial operativa tras el ya sobrepasado punto de singularidad, no dejaba de tener su
lógica.
Llevado por esa lógica, ya fuera por efecto del Adversario o por sus propias ideas
de cambio, decidió que, llegado el caso, su nombre como Pontífice, si esa elección
llegaba a darse, debía ser, inevitablemente, Jesús II.

El resto, como suele decirse, fue simplemente historia.


La reunión de los cardenales que había de celebrarse en el Nuevo Vaticano acabó
convirtiéndose en un improvisado cónclave. Muchos más cardenales de los
imaginables lo sugirieron primero y lo exigieron después. Sorprendentemente para
algunos, aunque no para Juan, ni siquiera el mismo Pedro II se opuso. Alejado de las
pasiones humanas, sabía que los cargos son siempre transitorios, incluso uno como el
suyo, que había durado varios siglos. Como buen pastor conocía a los humanos. Con
sus conocimientos y su larga experiencia no podía ser de otra manera.
Con una gallardía no del todo humana y sin segundas intenciones, Pedro II se
hizo a un lado; dejó que el cónclave se organizara y ayudó en todo lo necesario.
Los cardenales, los únicos conocedores de lo que ocurría, experimentaron

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sentimientos divididos. Por una parte, la sorpresa ante la reacción de Pedro II y su
completa disponibilidad para el gran cambio; por la otra, la duda entre lo acertado o
no de la nueva decisión. ¿Quién se atrevería a sujetar las riendas de la Iglesia tras un
Papa robótico? Se requería una osadía incomparable, una determinación importante.
Algo que, en cierta forma, garantizara que el nuevo Papa humano pudiera ser incluso
el adecuado.
Pero ¿quién osaría aceptar? No era una decisión fácil ya que el posible fracaso
estaba muy cerca, como suele decirse al alcance de la mano o, simplemente, de una
mala decisión en cualquier momento dado.
Había en la nueva perspectiva problemas pastorales, teológicos y, evidentemente,
de supervivencia. En esa época de diáspora, los grandes dignatarios de la Iglesia se
movían por todos los planetas colonizados por la humanidad. Eran conscientes de la
realidad y complejidad de una civilización humana que podía empezar a disgregarse
y que, en todos los casos, simplemente se mantenía unida por el miedo.
Un miedo inconmensurable a esos misteriosos seres de supersimetría que ya
habían dado muestras de sus intenciones y su poder. Posiblemente la caída de la vieja
Tierra siglos atrás, pero sin duda también los recientes ataques que habían causado la
caída de las torres de Babel, las estructuras destinadas a facilitar y asegurar la
comunicación material entre los planetas. Ese había sido un golpe muy mal
intencionado cuyas consecuencias llevaría décadas reparar.
Ese miedo, que compartían prácticamente todos los cardenales, impedía a su vez
que se manifestaran las lógicas ambiciones humanas. Tal vez algunos cardenales
hubieran pensado en optar al nuevo papado, pero pocos hubieran sido capaces de
decidirse.
El hecho de haber recurrido a una máquina durante tanto tiempo había extendido
un elevado grado de conformismo, incluso entre los grandes señores de la Iglesia. La
máquina puede ser una gran ayuda para el ser humano, pero sin duda también puede
representar una rémora para su capacidad de decisión y aprendizaje. Desde que se
inventaron las calculadoras, allá en la vieja Tierra, pocos sabían ya desarrollar
algoritmos elementales como el de la multiplicación. Era más fácil, y también más
rápido y seguro, recurrir a la ayuda de la máquina. ¿Iba eso en detrimento de la
capacidad del ser humano? Nadie lo sabía, aunque algunos lo intuían.
La tecnología siempre había sido como un monstruo de dos caras. En una de ellas
ofrecía nuevas posibilidades e incontables maravillas. En la otra, el que podría
llamarse el lado tenebroso de la tecnología, su lado oscuro, residía todo aquello que
los nuevos desarrollos tecnocientíficos acababan llevándose consigo, algo que pocos
sabían prever con antelación. Pero el ser humano siempre había basado su
crecimiento y desarrollo en la tecnología, que a fin de cuentas era algo intrínseco en
él. Antes incluso del nacimiento de la historia registrada con documentos escritos, las
etapas del devenir humano se consideraban en función de las herramientas, la
tecnología, que la humanidad había sido capaz de construir en momentos

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determinados.
Los grandes señores de la Iglesia, como seres acostumbrados al poder, se hacían
ayudar por todo tipo de máquinas y, en su cúspide, reconocían la autoridad de una de
ellas. Sumamente dotada, sin duda, pero máquina al fin y al cabo.
Pese a la dificultad de la idea, finalmente comprendieron la necesidad de volver a
un papado humano. Había consenso cierto, pero nadie se atrevía a ponerle el cascabel
al gato. ¿Quién osaría?
Hasta que apareció Kusanagi con su propuesta.
Juan era un candidato casi evidente; la voz que le acompañaba incluso
garantizaba su idoneidad. Sin embargo, nadie sabía que esa voz le había abandonado.
Juan no era hombre dado a confidencias y aún menos tras el trauma que la ausencia
de la voz había supuesto para él.
Sea como fuere, lo cierto es que, tras la propuesta de Kusanagi, prácticamente
todos estuvieron de acuerdo. Juan era su mejor opción. Cambiar un papado de siglos
por otro que tan solo iba a durar algunas décadas resultaba, al menos al principio,
demasiado complejo. La presunta ayuda de la voz podía ser definitiva en esa primera
etapa de retorno al pasado.
Juan nunca anunció que la voz le había abandonado. Además de no interesarle
hacerlo, siempre le quedaba la remota esperanza de que la voz volviera. Nunca había
conocido su origen ni si su ausencia era definitiva. Siempre la había considerado «la
voz de Dios». Aunque la ausencia pareciera inapelable en ese momento, en el futuro
que le quedaba por delante la duda seguía siendo lícita. Por eso no dijo nada.
Y, acaso por primera vez en la historia, el cónclave registró una completa y difícil
unanimidad. Era una forma de escapar del arduo compromiso por parte de los
cardenales, que nunca antes habían soñado con sustituir a Pedro II y que, a la vez,
estaban sumamente preocupados por las consecuencias de su decisión. En su día, la
aceptación inmediata de Pedro II había hecho irreversible la situación, y las
responsabilidades que suponía el nuevo papado al recuperar un representante humano
significaban para todos un obstáculo casi infranqueable.
No así para Juan. La confianza que antes le había proporcionado la presencia de
la voz se había enraizado en su carácter. Su osadía tenía un escudo: el consejero
interior que anteriormente le permitía evitar errores. Había reflexionado sobre la
opción del papado humano bastantes veces, incluso con la ayuda del Adversario y,
sobre todo, ahora que la voz ya no estaba, habían surgido dudas. Sin embargo, se
sentía seguro y capaz. Confiaba en que si llegaba a ser del todo necesaria, la voz
retornaría a él. Si realmente era la voz de Dios, no podía fallarle.

En efecto, por una vez en la historia, el cónclave fue casi un trámite.


Se elegía, como es tradición, el nuevo obispo de Roma, de una Roma ya
inexistente, es cierto, pero también se elegía el Sumo Pontífice y el Pastor Supremo
de la Iglesia católica, el llamado Papa. Sin olvidar que sería también el nuevo jefe de

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Estado del Nuevo Vaticano y la cabeza del Colegio Episcopal.
En este caso, la reclusión de los electores, obligada por la tradición, resultaba
sumamente fácil. Nadie conocía el paradero real del Nuevo Vaticano y los que allí
vivían sabían cuáles eran sus obligaciones. No había periodistas ni posibilidad alguna
de indiscreción.
De las tres formas de elección posibles, aclamación, compromiso y escrutinio,
esta vez fue la aclamación. Tras la propuesta de Kusanagi y varias discusiones
previas, como inspirados por el Espíritu Santo, todos los cardenales coincidieron en
que Juan era el único con el que tal vez pudieran sentirse seguros en la flamante etapa
que se iniciaba de nuevo tras siglos y siglos de historia.
Tras la tradicional misa votiva por Pro Eligendo Pontificem y el preceptivo
juramento por parte de los cardenales, el improvisado maestro de Celebraciones
Litúrgicas Pontificias pronunció el obligado Extra omnes! Y los cardenales se
encerraron en la Nueva Capilla Sixtina.
El cónclave fue rápido. El secreto jurado por los cardenales nunca fue desvelado,
pero la rapidez de la resolución sorprendió a todos los observadores. Era fácil deducir
lo ocurrido. Al cabo de muy poco tiempo se llamó al secretario del Colegio de
Cardenales y al maestro de Celebraciones Litúrgicas Pontificias. En su presencia y la
de todas las eminencias, el cardenal decano se dirigió a Juan con la pregunta
protocolaria:
—Acceptasne electionem de te canonice factam in Summum Pontificem?
Juan dio su consentimiento y la tradicional ceremonia continuó:
—Quo nomine vis vocari?
Pese al arrebato inicial, Juan había decidido que Jesús II no era el nombre más
adecuado. Poca humildad habría en esa elección, sobre todo por parte de quien osaba
aceptar ser el sustituto de un Papa robótico en tiempos de dudas y quebrantos.
Primero había pensado en un nombre que tuviera aparejado un mayor grado de
humildad. Francisco podía haber sido adecuado. Pero, tras reflexionar, prefirió un
nombre más clásico y anodino. Finalmente eligió Benedicto, un Papa cuya primera
denominación fue usada en el siglo VI de la era cristiana, allá en la antigua Tierra. Un
Papa cuya elección como Pontífice se demoró once meses tras la muerte de su
antecesor, Juan III, a causa de una guerra.
—Vocabor Benedictus XXII —dijo Juan.
Y así quedó establecido.
El nuevo Papa humano era ya una realidad.
Se improvisó una fumata blanca que se debía más a la química que a la paja seca,
aunque esta vez su color tan solo pudo ser contemplado por los residentes del Nuevo
Vaticano, unos pocos elegidos.
Tras rezar unos breves momentos en la Sala de las Lágrimas, la sacristía de la
Nueva Capilla Sixtina, el flamante Papa acudió al tedeum entonado por los
cardenales para dar gracias a Dios. Después, el cardenal protodiácono le acompañó al

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balcón principal de la nueva basílica de San Pedro y anunció la buena nueva.
Desde el balcón, Benedicto XXII saludó a la concurrencia e impartió la bendición
apostólica Urbi et Orbe por primera vez en su vida.
La nueva plaza de San Pedro no estaba, ni mucho menos, completamente llena.
Sin embargo, un espectador avispado tal vez habría podido reparar en la presencia de
un hombre entre cuarenta y cincuenta años, de pelo muy negro, alto, delgado y
extremadamente elegante. Llevaba una perilla delicadamente recortada. Y parecía
sonreír con sorna.

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La Ira de Dios
Id y derramad sobre la Tierra las siete copas de la ira de Dios.

Apocalipsis 16,1

El Adversario estaba sentado en una estación de metro. Esperaba la llegada de un


tren, aunque el tren en realidad no le importaba. Lo que esperaba era la llegada de un
hombre. De un hombre solo. De un hombre solo con una ambición. De un hombre
solo con una ambición y un defecto. Al Adversario no le interesaban las virtudes de
los hombres, ya que todas le parecían iguales; en cambio, le producían gran deleite
sus defectos. Cuántas taras incontrolables no habrían causado la caída de imperios y
naciones. Cuánto orgullo y ambición no habrían acabado provocando el mal.
El hombre en cuestión no le interesaba realmente en cuanto hombre, sino más
bien como instrumento. Era aquel como podía haber sido cualquier otro. Los
términos de la contienda le vedaban intervenir directamente, así que debía servirse de
un agente humano, y el señor Wagner tenía los conocimientos precisos y la posición,
nula, que la tarea requería. Era, por supuesto, muy incómodo y molesto tener que dar
tantas vueltas, pero hay que aceptar las cosas como son y aprovechar lo mejor posible
las circunstancias. Después de todo, tampoco se ponía en marcha un plan así todos
los días.
Tarareó una cancioncilla. Se ajustó un poco el abrigo. Miró las vías.
Un tren llegó y se detuvo. Las puertas se abrieron y el tumulto humano recorrió
como un río la cueva subterránea. Los recuerdos se iban combinando y mezclando.
Pasaba la gente, cada persona era un mundo replegado sobre sí mismo, cada una
inmersa en los detalles concretos de su realidad.
El Adversario no se movió.
De pronto allí estaba. Cabizbajo, cansado, triste, deprimido…, perfecto. La
plataforma se despejó con rapidez, pero el hombre al que buscaba seguía allí,
indeciso, eligiendo una salida. Finalmente pareció escoger la de la plaza. El
Adversario dejó que saliera por delante antes de ponerse en pie para seguirlo.
Aquella jugada iba a ser divertida.
La plaza pentagonal se extendía bajo el cielo nocturno, bordeada de árboles
todavía verdes, marcada por el ritmo acompasado de miles de pasos. El hombre la
cruzó con rapidez, dejando atrás el enorme centro comercial que con sus potentes
luces hacía lo posible por reclamar una atención que el hombre poco prestaba. El
Adversario no pudo seguirle directamente y tuvo que buscar un ángulo algo más
abierto para entrar.
Una vez fuera del metro, el hombre parecía haber recuperado algo de su vitalidad
y ahora se movía con mayor determinación y rapidez, como si hubiese encontrado un
propósito en la vida del que antes carecía. Los cuerpos de los demás transeúntes

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chocaban o se rozaban entre sí, produciendo continuas ocasiones para el pecado y la
maldad. En otra ocasión, el Adversario se hubiese sentido vagamente interesado por
ese comportamiento, pero en ese momento la plaza podría haber estado vacía. Ni la
cacofonía de voces, ni los ruidos variopintos y caóticos, ni las luces parpadeantes, ni
los coches veloces y las naves aéreas conseguían apartarle de su objetivo.
El hombre se desvió a una vía lateral, un camino peatonal encastrado entre dos
arterias de tráfico. ¿Qué buscaba? Ahora miraba hacia la derecha mientras descendía
hacia el mar, en dirección al puerto. De pronto se detuvo, justo frente a un salón de
realidad virtual. Cruzó la calle esquivando los coches. Entró.
Magnífico, pensó el Adversario. Me encanta la electrónica.
Y desapareció.
En realidad no había desaparecido. Seguía exactamente donde había estado, pero
ya no en la forma anterior. Si bien el Adversario tenía vedado intervenir directamente
en los asuntos humanos —no podía, por ejemplo, lanzar sus huestes a un ataque sin
cuartel contra la humanidad—, sí se le permitía la manipulación limitada de la
realidad física. No violaba las leyes naturales, algo prohibido a cualquier ser de la
Creación, pero sabía aprovecharlas de forma ingeniosa. Para él, la realidad no era
más que una sombra nebulosa, una vaga neblina en la que unos ágiles movimientos
permitían cambios asombrosos. Con el tiempo, y la verdad es que había dispuesto de
mucho tiempo, había aprendido a hacer buen uso de sus facultades.
En ese caso había pasado a otro nivel de la realidad, en el que los fenómenos
macroscópicos cedían la primacía a los fenómenos cuánticos y cromodinámicos. Pese
a que no era la posición más cómoda, desde allí podían realizarse ciertas acciones
importantes. Ser una manifestación antropomórfica tenía sus pequeñas ventajas, que
sabía valorar y agradecer como correspondía.
Esperó pacientemente su oportunidad.

Al señor Wagner le encantaba hasta el delirio un juego terrible de asesinato y


destrucción, de esos que empiezan soltando sangre incluso antes de haber empezado a
jugar. Los que le conocían como un hombre tranquilo y algo tímido, extremadamente
inteligente y rebosante de curiosidad, quizá se habrían sorprendido al saber que, en la
fantasía de la realidad virtual, era capaz de convertirse en un psicópata despiadado
dispuesto a… no, no, ansioso de asesinar y masacrar sin mayores contemplaciones.
Aunque después de todo, quizá no se habrían extrañado de eso. Tampoco era una
situación tan insólita; muchas personas llevaban una doble vida interior de similares
características, por lo general fruto de la frustración causada por la distancia entre los
sueños y la realidad. Por otra parte, ¿quién conoce el mal que habita en el corazón de
los hombres? El Adversario sí lo conocía bien. Era su especialidad, podría decirse.
Desde su punto de vista, no existía el blanco ni el negro, solo un continuo de gris a
todos los efectos prácticamente uniforme.
En ese momento, el cuerpo físico del señor Wagner se hallaba recostado en un

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asiento cómodo y mullido, situado en el centro de una habitación de unos cinco
metros cuadrados, que no tenía ni el menor rasgo distintivo, equipado con guantes y
gafas que le permitían manipular y ver la realidad creada por el ordenador. Su mente,
mientras tanto, destrozaba con meticulosidad el cuerpo de uno de sus enemigos, un
pobre tipo que quizá también fuese un jugador de realidad virtual. Le atravesó el
estómago con una barra de hierro antes de descerrajarle un tiro en la cabeza…, por si
acaso. Nunca se es demasiado cuidadoso ni demasiado despiadado.
Todo aquello podía explicarse por su necesidad de liberar la frustración que sentía
por el último contratiempo en su trabajo. Pero el Adversario no lo creía. Su trabajo no
era más que un puesto de investigación de tercera o cuarta categoría en una
universidad local. No le reportaba ninguna satisfacción espiritual ni económica y,
desde luego, sus sinsabores no eran tan traumáticos como para justificar semejante
masacre. Sobre todo cuando esa misma carnicería se había producido igualmente
cuando el señor Wagner disfrutaba de todos los «beneficios» del inicio de su carrera
laboral.
No. ¿Cómo era aquello? Sí: un hombre que mata a otro es un asesino, un hombre
que mata a mil es un héroe, un hombre que los mata a todos es un dios. El señor
Wagner parecía desear con ahínco convertirse en un dios. Era, ciertamente, una noble
ambición que todo ser humano debería plantearse en algún momento. Por suerte, el
Adversario sabía cómo ayudarle a serlo.
Por un precio, claro.
Un precio muy alto.
Un precio terrible.
Pero el señor Wagner no tenía por qué saberlo. A pesar de ser un hombre de gran
inteligencia, en realidad no sabía usar su capacidad intelectual. Le cegaba siempre el
día siguiente, cuando sería mejor de lo que era ahora, pero sin hacer hoy ni el más
mínimo esfuerzo por garantizar ese mañana. Perseguía una meta hacia la que no se
molestaba en correr. Su ambición simplemente se limitaba a ser, a existir como una
pulsión interna que él rara vez se molestaba en cuidar y alimentar. Algún día ese
impulso se marchitaría y moriría, como acababan muriendo todas las emociones
humanas. Pero hoy…
Bien, hoy era el primer segundo de la línea de salida.
El Adversario sonrió para sí y se preparó para actuar.
El tipo de las garras, un mutante sediento de sangre, como suelen ser los
mutantes, había saltado sobre el señor Wagner desde su refugio tras un montón de
cajas. En lo alto de la parábola de su salto, el señor Wagner vio que se le venía
encima, apuntó su arma, que no podía identificar más que para afirmar que era
grande, pesada y lanzaba unos proyectiles satisfactoriamente destructivos, y empezó
a disparar. El cuerpo de su enemigo —que quizá fuese otro jugador, pensó con la
alegría que proporciona el hecho de molestar a otro— se convulsionó todavía en el
aire mientras las balas inexistentes destrozaban una carne que en realidad no estaba

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ahí. Los chorros de sangre mancharon la cara del señor Wagner mientras este seguía
disparando con furia y el cuerpo del enemigo se precipitaba sobre él. Se apartó a
tiempo para esquivar el inminente golpe contra el suelo.
Pero el cuerpo no cayó.
Se quedó suspendido en el aire, como una marioneta cuyos hilos no diesen más de
sí, con las garras todavía levantadas para clavarse en la carne del señor Wagner.
Incluso la sangre se había detenido y las gotitas flotaban en el aire acompañando a
unos chorros ahora sólidos.
Su primera idea fue que el sistema había vuelto a quedarse colgado. Era algo
relativamente frecuente, sobre todo en un sistema de tanta complejidad. La
informática era una de esas cosas que si no fallasen perdería buena parte de su gracia.
Luego se dio cuenta de que él todavía podía moverse, pero que cuanto le rodeaba
estaba congelado. Probó a disparar. Percibió el retroceso, el sonido de la bala
volando, pero cuando esta se alejó de un radio de aproximadamente un metro, se
detuvo en el aire y permaneció flotando.
Intentó pensar en un posible fallo de la red que congelase todo el juego menos las
rutinas que se refiriesen a él. No se le ocurrió nada. Si él, que era un jugador normal y
corriente, podía moverse, ¿por qué no se movían los demás jugadores que en ese
momento debían de estar conectados, cuando presumiblemente el sistema usaba con
ellos las mismas rutinas que en su caso?
¿Habré activado algún nivel secreto del juego?, pensó. Eran habituales, pero
nunca había oído que este juego en particular, Masacre de los mutantes radioactivos
3, los tuviese. Intentó repasar sus movimientos: había acabado el nivel anterior, había
atravesado la puerta y había virado a la derecha. Casi inmediatamente se encontró
con las cajas y aquel tipo le saltó encima. No, no había habido tiempo.
¿Qué pasaba entonces?
Empezaba a ponerse nervioso.
Un movimiento en la periferia de su visión.
Era posible que este nivel funcionase de otra forma. Quizás incluso fuese un
detalle «artístico», una forma de poner en evidencia la irrealidad fundamental del
juego. Bien, daba igual, si podía moverse, podía jugar.
Fue girando lentamente.
Había un hombre allí. Se sorprendió, pero no demasiado. Era habitual que los
enemigos apareciesen «de la nada». Lo más frecuente era que atacasen de inmediato,
casi sin dar tiempo a reaccionar. Pero la figura simplemente estaba allí, mirándole.
Era un hombre de unos cuarenta años, impecablemente vestido con un traje oscuro,
corbata roja y gabán blanco. La expresión denotaba aplomo, una impresión que la
perilla cuidadosamente recortada y las canas incipientes en las patillas parecían
corroborar. El rostro le resultaba familiar.
Debía de ser un boss.
Disparó.

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El hombre ni se inmutó. Una vez más los proyectiles quedaron suspendidos en el
aire en cuanto se alejaron un metro. Bien, claramente era un nivel que forzaba la
lucha cuerpo a cuerpo. Tendría que acercarse y… ¿acabar con él con las manos?
Quizás hubiese un cuchillo por algún lado…
Cajas, muchas cajas. La sala era grande y con muchas puertas que daban paso a
otros tantos pasillos, que a su vez llevaban a salas similares. Pensándolo bien, el
juego era un tanto repetitivo. Había que agradecer variaciones como la actual, que
ofrecían cierto elemento de rompecabezas. Bien, ¿cómo podría acabar con este
personaje? Se preguntó cuál sería la recompensa.
El hombre seguía inmóvil, pero le miraba fijamente con una expresión que
parecía diversión. Era evidente que comprendía el proceso mental del señor Wagner y
disfrutaba al verle buscar la forma de matarle.
Habló.
—No se moleste, señor Wagner. No soy un elemento del juego. Solo quería
hablar con usted. Mi nombre es Marlowe, Philip Marlowe.
¿El multimillonario? ¿El hombre que dirigía una empresa revolucionaria que
había cambiado el transporte, la electrónica y la informática? ¿El hombre que había
concebido y construido un sistema de transporte hiperrápido que durante veinticuatro
horas al día, siete días a la semana, conectaba continentes enteros? ¿El que se había
empeñado en hacer del viaje espacial una realidad y había enviado sus primeras
misiones camino de los asteroides?
Si se trataba de una broma, era de muy mal gusto.
El hombre sonrió.
—Le aseguro, señor Wagner, que no se trata de ninguna broma. Simplemente
pensé que mi invitación sería más… interesante de esta forma.
El avatar virtual del señor Wagner bajó el arma y la sostuvo por la inexistente
empuñadura. Vale, por el momento iba a aceptar la situación.
La imagen del otro siguió hablando.
—He estado siguiendo su carrera, señor Wagner. Fue un estudiante brillante y
muy prometedor. Ahora disfruta de un cómodo puesto de investigador en la
universidad que claramente no le resulta del todo satisfactorio. Ha escrito usted
algunos artículos de gran interés sobre cuestiones físicas fundamentales del
multiverso y la física de las energías negativas que, a pesar de contener ideas
realmente prometedoras, han pasado sin pena ni gloria. Como si nadie fuese capaz de
reconocer su talento.
El orgullo humano era un blanco sumamente fácil de alcanzar. Desde el punto de
vista del Adversario, el elogio era una flecha que habría podido lanzar en sentido
opuesto y aun así habría dado en la diana. Resultaba tan sencillo que casi no tenía
gracia.
Pero en este caso no era más que el comienzo.
—Ahora mismo tengo un proyecto estancado. Se trata de una idea a la que tengo

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gran aprecio y que me interesa mucho personalmente. Por desgracia, ciertos
elementos no acaban de cuadrar. Como se refieren a aspectos de la física que usted
domina… Pues bien, he pensado que quizá le interesaría trabajar directamente
conmigo para cambiar el mundo, señor Wagner. No querrá pasarse el resto de su vida
dando clases a jóvenes apenas interesados por la física o escribiendo papers que
nadie lee, ¿no? Eso sería como dedicarse a fabricar agua azucarada.
El señor Wagner estaba atónito. Si era una broma, le pareció la más cruel que
hubiese podido imaginar. Pero si no lo era, pues… Que alguien del calibre de
Marlowe le elogiase… Empezó a sentir una sensación de orgullo que no era habitual.
La imagen de Philip Marlowe sonrió beatíficamente. Había llegado el momento
de mostrar el cebo.
—Le ofrezco una oportunidad única, señor Wagner. El proyecto Marlowe, me he
permitido la debilidad de llamarlo así para indicar lo mucho que me importa, no solo
cambiará el futuro de la especie humana, sino que usted personalmente adquirirá
conocimientos que ahora mismo ni es capaz de concebir. Le aseguro que trabajar
conmigo le abrirá vistas que bien podrían ser de otros mundos. Podrá entregarse sin
problemas a su búsqueda del conocimiento total.
El señor Wagner era joven, treinta y tres años recién cumplidos, delgado y
descuidado tanto en el vestir como en el comportamiento. Sus pasiones eran la física
y la matemática, pero por el momento ambas disciplinas apenas le habían dado más
que sinsabores. Se había embarcado en ellas con el ansia de comprender el mundo en
su totalidad, de acumular un conocimiento absoluto, de algún día llegar a entender la
realidad. Pero…
La vida tiene la manía de no cumplir sus promesas. El talento no importa, el
trabajo duro rara vez recibe recompensa, el ansia acaba siendo una tortura.
Pero…
¿Y si todo eso era verdad? Siempre que la oferta fuera, en efecto, lo que el señor
Marlowe afirmaba. Se trataba de un hombre extraordinario que ya había hecho cosas
extraordinarias. Y si realmente ese era su proyecto más personal… Sería como
subirse a hombros de un gigante para poder ver más lejos.
La imagen metió la mano en el bolsillo.
—No quiero molestarle más, señor Wagner. Preferiría que hablásemos en una
situación menos virtual… Aquí tiene mi tarjeta. Está programada para franquearle el
paso a mi oficina. Venga a verme en cualquier momento. Allí estaré.
Ciertamente, en la mano mostraba una tarjeta que parecía de papel, aunque el
señor Wagner sabía que contenía complejos dispositivos informáticos que le
identificarían ante los sistemas de seguridad de MarloweCorp. De pronto, la tarjeta
voló de la mano del hombre y se dirigió hacia él. De forma instintiva, el señor
Wagner alargó su mano y la atrapó en el aire.
De pronto el hombre desapareció. El juego arrancó de nuevo y el enemigo que
había estado flotando en el aire cayó directamente sobre el señor Wagner, clavándole

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una garra descomunal en pleno pecho y matando instantáneamente a su avatar.
Despertó en el sofá de realidad virtual.
Vio que la tarjeta seguía en su mano.

La torre dominaba la ciudad.


No solo era alta, uno de esos edificios en forma de aguja que parece desafiar a los
cielos. Se levantaba además sobre una pequeña colina, de forma que el resto de la
ciudad se extendía a sus pies, en toda su magnificencia industrial y tecnológica del
siglo XXI. La contaminación, la muchedumbre, el tráfico incesante, la miseria habitual
de la humanidad no llegaban hasta sus niveles superiores. Era un poco como si la
torre se elevase en algo más que el espacio físico, como si de alguna forma lograse
trascender el mundo terrenal.
Subir había sido de lo más simple. La tarjeta actuaba como una alfombra mágica
y al señor Wagner no le habría sorprendido descubrir que ese pequeño rectángulo
también era capaz de elevarle físicamente por los aires. Ni siquiera tuvo que
presentarse. En cuanto traspuso la puerta, el edificio le reconoció y todos le trataron
con deferencia, desde los guardias de seguridad (más simbólicos que necesarios)
hasta la sucesión casi interminable de secretarios y secretarias que le saludaban a
cada paso e insistían en preguntarle si requería ayuda.
La torre se iba estrechando al ascender hasta culminar finalmente en una única
columna fuliginosa (como oscuro era todo el edificio) que parecía incluso
independiente. Llegado a ese punto, el visitante pudo pasar a un ascensor que recorría
el interior de la torre y que le llevaría directamente a la oficina de Philip Marlowe, en
el piso 108.
No comprendía muy bien cómo era posible que, tras haber entrado directamente
por la puerta, Philip Marlowe, un gigante de la tecnología que debía de estar más
ocupado que Dios durante los días de la Creación, pudiese recibirle como si le
esperara. Quizá viviese allí, en la planta superior, rodeado de todas las comodidades
que su ingenio y su dinero pudiesen concederle. Quizás, efectivamente, ese proyecto
misterioso le fuese tan personalmente querido como para delegar todos los aspectos
de su negocio. Lo más probable era que ya lo hubiese hecho antes. Un hombre como
Marlowe vivía para sus pasiones, y sus negocios y éxitos no eran más que
combustible para empresas futuras.
El ascensor en el que se hallaba no tenía botones más allá del piso 100. Una vez
que entró, el aparato se puso en marcha solo y los números en el panel de
información fueron cambiando. Curiosamente, la sensación física era de descenso, no
de estar subiendo, pero los números insistían en ir aumentando uno por uno. El señor
Wagner se dejó mecer por el movimiento del ascensor, intentando no pensar en la
conversación que estaba a punto de mantener.
Al llegar a su destino y abrirse las puertas del ascensor, no le sorprendió nada ver
una estancia espléndida, todo madera de la mejor calidad, cuadros en las paredes y

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distintos objetos que le resultaba difícil identificar. Parecía porcelana china, algún
objeto griego con un sátiro y… ¿un tridente?
Frente a él tenía una puerta. A los lados, un pasillo. Pero era un pasillo curvo, que
seguía a su vez la curva de la torre. No acababa de ser un círculo cerrado, porque
justo frente a la puerta, con un marco de madera exquisitamente trabajado, había otro
pasillo con otra puerta. Y otra más allá de esa, y así sucesivamente, intercalando
pasillos y puertas. Estas estaban situadas con absoluta precisión y la perspectiva hacía
que formasen una especie de túnel, una sucesión de lugares liminares que iban
recorriendo el interior de la torre. Al final se abría un enorme espacio luminoso que
parecía ocupar la mitad de la sección. Y en medio, perfectamente enmarcada por las
puertas, una mesa larga, de líneas rectas y severas, frente a un enorme ventanal.
Mientras trasponía los dinteles, lleno de esperanza, no pudo evitar ir contando las
puertas. Nueve en total. Y al atravesar cada una, no podía dejar de percibir la
magnificencia y el cuidado de la decoración. Incluso un patán como él podía
reconocer un grabado de Delacroix o una obra de El Bosco. ¿Aquello de allí era un
Pollock? Debía de ser una de sus primeras obras.
Otros objetos simplemente le llamaban la atención. Como esas siete copas
doradas dispuestas con gusto exquisito justo al pasar una de las puertas, por lo que
solo se veían si quien pasaba sentía curiosidad y se daba la vuelta. Suponía que el
propósito de todo ello era hacer comprender al visitante que no se acercaba a
cualquier lugar, que cuando recorría la alfombra roja que atravesaba las puertas, con
difusas marcas que la dividían en pequeños rectángulos como un enlosado, se
acercaba a un centro de verdadero poder.
Mientras caminaba, se le ocurrió que los pasillos curvos podían estar unidos entre
sí por los extremos. Con suficiente ingenio, era posible trazar un laberinto con ellos.
Visto así, podía desatar la imaginación y preguntarse qué mítica criatura podría estar
esperándole. Aunque, bien pensado, Philip Marlowe, el genial magnate, el mago del
mundo tecnológico, no era un ser menos fantástico que un minotauro; de hecho, quizá
fuera incluso más aterrador.
Con humor se preguntó si no debería haberse traído un cordel.
No fue más de un minuto que al señor Wagner le pareció mucho más largo, pero
finalmente llegó al despacho. A diferencia de lo que había visto en los semicírculos
anteriores, la decoración era tan simple que podría considerarse espartana. Aparte de
la mesa y sillas, apenas había otros ornamentos. Un cuadro discreto en la pared, eso
era todo. La mesa estaba casi vacía, solo una pluma elegante se hallaba dispuesta
horizontalmente en el centro. Nada más. Ni siquiera un ordenador.
No le sorprendía la sencillez de la decoración, porque el foco de atención de ese
espacio era el enorme ventanal que dominaba por completo la estancia. Cubría casi
todo el lateral, pero con una forma elíptica que se iba estrechando por los lados. El
señor Wagner se acercó y contempló desde las alturas la ciudad que se extendía a sus
pies. Desde allí casi era posible creerse rey del mundo. Pensó luego en cómo se vería

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desde el exterior. La altura y la forma de la ventana conspirarían para dar la
impresión de un ojo enorme e incorpóreo que examinase sus dominios. Mentalmente
se recordó que debía comprobarlo en cuanto volviese a bajar.
—Me alegra mucho verle de nuevo. O quizá debería decir verle por primera vez.
El señor Wagner se volvió para mirar a Marlowe. Su imagen real era muy similar
a su avatar, pero ahora se le reconocía con bastante más facilidad. O quizá fuese que
ya sabía quién se suponía que debía ser. Tras el encuentro en el salón de juegos no
había sabido a qué atenerse. Todo parecía demasiado conveniente, pero el hecho de
parar el juego mientras sus avatares seguían actuando había sido una demostración
bastante impresionante. El truco que había hecho aparecer la tarjeta virtual en el
mundo físico había sido un buen toque. Sabía que era una artimaña, evidentemente un
técnico se le había acercado mientras reposaba en el sofá y se la había colocado entre
los dedos, pero demostraba cierto sentido del humor que encajaba con lo que sabía
del millonario.
Al final, había decidido ir a verle. Las palabras de Marlowe sobre su trabajo y la
frustración que sentía le habían tocado demasiado hondo. Y por otra parte, si se
trataba de una broma, podía aceptar seguirla y ofrecer al responsable unas buenas
risas. Después de todo, se había tomado un trabajo enorme para organizarla.
Solo empezó a convencerse de que todo era real al encontrarse en el último
ascensor. En ese punto ya le parecía imposible que todo fuese una broma. Aunque no
estaba seguro de cuál de las dos opciones le daba más miedo.
Muy pocas personas habrían estado en este lugar, en este despacho. Muy poca
gente habría contemplado esta vista. Era, en cierta forma, motivo de orgullo.
De inmediato empezó a sentirse mejor.
—Admito que me dejó intrigado —dijo—. Lo de la tarjeta y… bien, esas
referencias a un proyecto.
Marlowe sonrió.
—El proyecto Marlowe, sí.
Caminó lentamente por la habitación. La mullida moqueta amortiguaba el sonido
de sus pasos. Llegó hasta la ventana y se detuvo junto al señor Wagner.
—Impresionante, ¿no es cierto?
—Toda esta torre es impresionante —reconoció el científico—. Los pasillos, las
obras, esas puertas.
—Las puertas están inspiradas en Rodin. Uno de mis favoritos. —Marlowe se
volvió hacia el señor Wagner—. Bien, hablemos.
Al visitante le tomó por sorpresa ese cambio de tema. Estaba acostumbrado a algo
de charla intrascendente, a algún comentario sobre esto o aquello, antes de pasar a la
cuestión crucial. Pero por lo visto esa diferencia explicaba por qué él no era el
millonario. Era evidente que Marlowe no tenía tiempo que perder.
—Me interesa su oferta.
Marlowe sonrió, cruzó rápidamente la habitación y se detuvo junto a la puerta.

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—Estupendo —dijo con alegría, como si hubiese recibido la mejor noticia del
mundo.
En ese momento apareció un secretario que le entregó una carpeta. El intercambio
fue breve y el hombre desapareció tan rápidamente que hubiese estado justificado
pensar que nunca se había presentado.
Marlowe regresó junto a la ventana.
—Este es su contrato —dijo, tendiendo la carpeta al señor Wagner—. Puede
leerlo atentamente y pasárselo a su abogado, pero es estándar. Lo habitual en estos
casos: me entregará su mente a cambio de fama, fortuna, conocimientos, hermosa
compañía… —Sonrió—. Las condiciones laborales son exactamente las mismas que
tiene en la universidad. No habrá de trabajar ni una hora más, excepto si usted así lo
decide, claro… La remuneración económica tiene muchos ceros y estoy seguro de
que le resultará totalmente satisfactoria. Pero…
El señor Wagner había estado repasando el contrato mientras Marlowe le hablaba.
Parecía idéntico al que había firmado con la universidad, exceptuando las generosas
contrapartidas: acceso total a los sistemas de información de la empresa, un
presupuesto ilimitado para experimentar, incluso un asistente personal que se
ocuparía de todos sus asuntos ajenos a su labor. Y sí, había muchos ceros en el
sueldo.
Dejó de leer en cuanto oyó ese «pero». ¿Pero qué? Miró al señor Marlowe a los
ojos. Eran oscuros, como si iris y pupila se confundiesen por completo. También
tenían un toque remoto, como si fuesen artificiales; recordaban los ojos de una
muñeca. Se estremeció y apartó esas ideas de su mente.
—¿Pero? —dijo al fin.
Marlowe cruzó las manos a la espalda y volvió a mirar a la ciudad, ahora cubierta
por la noche. El sol se ocultaba muy pronto en esa época del año.
—No elijo al personal a la ligera, señor Wagner. De hecho, rara vez me encargo
personalmente de contratar a alguien. Pero en su caso he estado siguiendo su
trayectoria. —Se volvió para mirarle—. Creo que tiene usted mucho potencial, creo
que puede hacer grandes cosas. Y le aseguro que nunca me equivoco en mis
apreciaciones sobre las personas. De hecho, no habría llegado hasta donde estoy si no
conociese bien lo que esconde el corazón del ser humano.
Dejó de hablar. Dio media vuelta y fue hasta la silla que había tras la mesa. Se
sentó con comodidad, pero conservando la elegancia que siempre parecía
acompañarle.
—Creo conocerle bien, señor Wagner. Sé que podría ofrecerle millones y eso no
le haría considerar mi oferta más que cualquier otra. Es decir, sí, mi fama y mi
leyenda pesarían en su decisión. Pero es usted un hombre ambicioso, aunque no ansíe
directamente el poder. Lo que usted desea, señor Wagner, es el conocimiento. Y eso
se lo puedo conceder.
Un breve silencio.

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—Hay cosas que no se pueden poner en un contrato. Pero mi promesa personal es
que si acepta trabajar conmigo, a cambio de sus servicios le concederé un
conocimiento tan absoluto como es posible tener en este mundo. Todo lo demás que
figura en ese contrato es un extra.
La expresión de Marlowe era totalmente seria. El señor Wagner no recordaba
haber visto a nadie hablar con tanta convicción. Era evidente que decía la verdad, o al
menos lo que creía verdad, y que la promesa era completamente solemne.
El proyecto en sí seguía constituyendo un misterio, pero la curiosidad, junto con
el orgullo de hacer algo importante y la promesa de conocimientos, acabaron
venciéndole. Se decidió allí mismo.
—Acepto entonces. Necesito algo para firmar.
Otra vez la expresión de alegría total. Marlowe saltó de su silla y tomó la pluma
que había sobre la mesa.
—Aquí tiene. Primero presione la tapa contra la piel. Así se registrará su ADN,
que pasará a ser parte integral de la tinta. Solo la sangre superaría eso —dijo
sonriendo.
El señor Wagner apoyó el contrato sobre la mesa, tomó la pluma y la sopesó entre
los dedos. El objeto era agradable al tacto y el peso resultaba satisfactorio. Se le
acomodaba perfectamente y encajaba a la perfección en el hueco entre el pulgar y el
índice. Era fácil imaginarse escribiendo todo el día con ella. Algo serio, un tratado
filosófico o una disquisición sobre la naturaleza del universo. Casi resultaba un
insulto usarla para firmar un simple contrato. Como le había indicado, tocó la tapa
contra el dorso de la mano. Sintió un ligero cosquilleo y en un segundo una luz verde
le indicó que estaba preparado. Quitó la tapa.
Metódicamente fue dejando sus iniciales en cada página del original y la copia.
Firmó dos veces, una al final de ambos documentos, junto a la firma que ya había
dejado el señor Marlowe en persona. Una vez terminado, cogió el montón y se lo
devolvió junto con la pluma.
—Estupendo —dijo Marlowe al tiempo que tomaba los papeles—. Ahora está
usted a mi servicio.
Salió de detrás de la enorme mesa y entregó los documentos a otro hombre que
acababa de entrar.
—Este es el señor Nolite —dijo, poniéndole la mano sobre el hombro—. Será su
asistente personal. Cualquier cosa que necesite, no dude en pedírsela, ya sea de día o
de noche. Está completamente a su servicio.
Nolite saludó cortésmente:
—Encantado de conocerle, señor Wagner.
Sin saber qué decir, este se limitó a devolverle el saludo.
Marlowe volvió a su lado con grandes zancadas y le estrechó la mano con gran
efusividad.
—Bienvenido a nuestra familia, señor Wagner, no se arrepentirá.

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Se encontraba de nuevo en un ascensor, pero en esta ocasión no estaba solo.
Marlowe iba con él, con las manos a la espalda, mirando fijamente al infinito. El
señor Wagner estaba descubriendo que el magnate tenía una increíble capacidad para
perderse en sus reflexiones, como si contemplase vistas de otro mundo. No dejaba de
resultar curioso. Habría esperado que un millonario hecho a sí mismo, que llevaba
más de una década revolucionando el mundo, fuese un hombre siempre centrado en
el presente. Desde luego, no entendía a los millonarios.
El ascensor también era otro, uno que había estado oculto en los laterales del
inmenso despacho. Era un ascensor especial porque solo paraba en pisos
determinados y, además, recorría la parte superior del edificio y descendía varias
plantas más abajo del mismo, hasta penetrar en las profundidades de la tierra, donde
se encontraban los laboratorios secretos de la empresa.
Iban a ver el proyecto Marlowe.
Poco antes se había realizado una última ceremonia. Marlowe abrió un cajón de
su mesa y de allí sacó una cajita. Era bastante sencilla, casi hacía juego con la
decoración del despacho. Marlowe la sopesó unos instantes, como si el momento
fuese de absoluta trascendencia. Finalmente, tendió la mano y se la ofreció con
reverencia al señor Wagner, quien la sostuvo en la palma. Apenas pesaba y el tacto
era de lo más agradable. La abrió con cierta expectación.
Dentro había un anillo.
—Es parte del sistema de control del edificio. En cuanto se lo ponga, se activará
con su ADN y no funcionará con otra persona. No solo le servirá de identificación,
sino que además permite el acceso casi total a los laboratorios y demás instalaciones.
Yo también llevo uno —levantó la mano con alegría—, aunque el mío… sirve para
más cosas.
El señor Wagner se sentía viviendo la situación más desconcertante de su vida.
Miró el anillo que descansaba en su lecho de terciopelo. En realidad, era una fina
banda de metal muy sencilla, sin ningún tipo de grabado o inscripción. Si era un
dispositivo electrónico, y por lo que había dicho Marlowe debía deducir que lo era,
todas sus entrañas tecnológicas debían de estar exquisitamente ocultas. Lo tomó entre
dos dedos de la mano izquierda y se lo puso lentamente en la derecha. Sintió otro
ligero cosquilleo y nada más. El anillo encajaba perfectamente y ni siquiera parecía
estar activado. Una vez puesto, su aspecto era de lo más normal.
—También forma parque del paquete médico de la empresa —añadió el señor
Marlowe—. Realiza todo tipo de funciones de mantenimiento vital, incluso en las
condiciones más extremas. Mientras lo lleve puesto, vivirá usted el resto de su vida
terrenal con total salud. Es otra promesa. —Sonrió.
En ese momento viajaban al centro de la Tierra. La sensación volvía a ser de
descenso, aunque en esta ocasión se correspondía con el paso de los números. Pronto
los pisos positivos se acabaron y empezaron los negativos. Sin apenas tensión, el
ascensor se detuvo en el piso 6.

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La puerta del ascensor se abrió a un pequeño espacio que daba a una puerta
cerrada. Esta se abrió sin problemas, igual que las posteriores, en cuanto Marlowe se
acercó a ellas, como si el hombre fuese un príncipe recorriendo su reino. La última de
las grandes puertas dio paso a un lugar inmenso que, según calculó, ocupaba buena
parte de la planta del edificio.
Había máquinas y personal por todas partes. Varias pasarelas permitían moverse a
distintos niveles. Nadie paró, la actividad incesante no varió en lo más mínimo.
Aquella gente estaba realmente ocupada.
En el centro de la estancia había un anillo. Muy similar al que llevaba puesto en la
mano, ahora que lo examinaba con atención, pero de tamaño descomunal. Unos diez
metros de diámetro, por lo que podía estimar. El anillo en sí debía de tener unos
cincuenta centímetros de ancho y el interior era espacio vacío. La superficie estaba
recubierta de extraños símbolos que en la distancia parecían complejos jeroglíficos,
pero que se resolvieron en simbología científica en cuanto se acercó un poco.
Gruesos cables salían del anillo recorriendo todo el laboratorio. No entendía bien
qué se suponía que era aquel armatoste, pero estaba claro que implicaba grandes
cantidades de energía y que todo debía medirse y controlarse. Observó que unos
pocos escalones conducían hasta el anillo.
Marlowe se detuvo y contempló el anillo maravillado.
—Es un prototipo, por supuesto. Un intento inicial a pequeña escala. Algún día
los construiremos enormes y en gran número. Miles, cientos de miles de ellos. Altos
como edificios, flotando libres en el espacio. Y todo empezará con este, una pequeña
semilla que crecerá para liberar a la humanidad.
Se detuvo con un rictus.
—Algún día —añadió.
El señor Wagner miraba a su alrededor. El espacio era tan enorme que el personal
tenía que usar pequeños coches eléctricos para desplazarse de un sitio a otro. El
transporte de material debía de ser una tarea compleja. Imaginó que en algún lugar
habría una dársena igualmente enorme que permitiese la entrada hasta allí de
camiones enteros. No podían haber construido todo eso bajando cada pieza por un
ascensor. Sabía que había otros laboratorios por encima y debajo, pero, según le
habían dejado claro, este era el más importante y secreto.
No pudo resistir más.
—¿Qué es?
Marlowe recuperó el ánimo. Durante un segundo contempló el anillo mientras las
emociones recorrían su cara: alegría, deseo, inquietud… ¿hambre? No mentía cuando
afirmaba que era su proyecto más personal.
—Es la fuente de energía perfecta —dijo al fin—. Todos los detalles están en el
sistema y podrá consultarlos al nivel que desee. Pero a grandes rasgos, esta máquina
abre un camino a otro universo. Busca un agujero de gusano que de forma natural
conecte este universo con otro. Luego, lo alimenta de energía hasta que lo hace

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crecer. Desde ese momento, si hemos elegido adecuadamente el universo de destino,
podrá extraer energía útil de él y enviar toda la que no podamos usar. Es como una
cascada que siempre cae, sin tener que preocuparnos de qué sucede con el agua una
vez llega abajo. De haberme podido resistir a llamarlo Marlowe, lo habría llamado
proyecto Escher. —Sonrió.
El señor Wagner volvió a observar al anillo. Otros universos. Agujeros de gusano.
Extraer energía. Sonaba a historia de ciencia ficción. Pero también sabía que, en
teoría, todo eso era posible. En muchas ocasiones había calculado las propiedades de
diminutos agujeros de gusano. Simplemente, nunca había pensado que alguien
tendría los recursos para hacer lo que Marlowe decía que hacía.
—¿Entonces…?
—Sí —se apresuró a decir Marlowe—, es un generador de energía eterna. Limpia
y gratuita, una vez establecida la conexión inicial. Con ella podremos abastecer todas
las necesidades de la civilización humana. La física es algo más avanzada de la que
usted conoce, todo el proceso de bombeo de energía para hacer crecer el puente es
totalmente novedoso, resultado de muchos miles de horas de trabajo, pero no dudo de
que se pondrá al día en un momento. Incluso es posible que le resulte trivial. En
cualquier caso, con esta tecnología llegaremos definitivamente al espacio. Pero…
El señor Wagner empezaba a comprender. Todo aquel armatoste de metal no
funcionaba. O al menos, no funcionaba como debía. Es decir, sin duda podía localizar
los diminutos agujeros de gusano, era incluso posible que consiguiese hacer crecer el
adecuado…
Marlowe pareció leer la expresión de su cara.
—Efectivamente, no funciona. O mejor dicho, funciona durante unas milésimas
de segundo. A pesar de los esfuerzos invertidos, no hemos sido capaces de mantener
el puente abierto. Algo de energía pasa, por lo que sabemos que funciona. Pero si no
permanece abierto durante más tiempo, no sirve de nada haber invertido la energía
inicial para abrirlo.
El señor Wagner miró a su alrededor. Por todas partes había técnicos y científicos
ajetreados, moviéndose de un lado a otro, transportando equipos. Algunos caminaban
despacio, observando continuamente un aparato que llevaban en las manos. Otros
miraban atentamente distintas pantallas que ofrecían todo tipo de datos. Los que
recorrían las pasarelas parecían comprobar una y otra vez los cables, como si
temiesen que fuesen a soltarse en cualquier momento. Imaginó que lo estaban
activando cada pocos minutos, aprovechando el breve intervalo de funcionamiento
para obtener más datos con la esperanza de acercarse a la respuesta.
Por mucho que lo intentase, le resultaba difícil ver aquel ajetreo como el
movimiento ordenado de una colmena: abejas atareadas, una legión de científicos y
técnicos, todas dispuestas a lograr un fin común. Por supuesto, debía haber un orden
subyacente, pero el espectáculo se le asemejaba más a una plaga de langostas. Volvía
a ser, como en el caso del ascensor, una sensación paradójica.

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—Y para eso le necesitamos —concluyó Marlowe.
Por un momento el señor Wagner se sintió desconcertado. Se había perdido en sus
elucubraciones sobre insectos voladores y al principio no supo a qué se refería
Marlowe, así que lo miró. El hombre estaba de pie junto a su máquina. Extrañamente,
no parecía pequeño en comparación con el artefacto; era como si de alguna forma
ocupasen el mismo espacio.
—¿Quiere que descubra cómo mantener el puente abierto? —dijo con algo de
sorpresa. De pronto sintió vértigo.
Marlowe volvió a sonreír.
—No se preocupe, señor Wagner. Tengo total confianza en usted. Sé que es capaz
de enfrentarse a esta tarea y sus conocimientos son justo los que necesitamos. Su
toque es fundamental para este proyecto. Sin usted, nada de lo que hacemos tiene
sentido.
Levantó la mano y señaló a un lado de la enorme sala.
—Venga, le mostraré su despacho. Podrá trabajar ahí cuando quiera. O si lo
desea, también puede ocupar un despacho privado en el piso 107. La vista también es
espléndida y podrá concentrarse con facilidad. El señor Nolite hará de contacto con el
laboratorio si es preciso. —En cuanto pronunció el nombre, el señor Nolite apareció
en la periferia de su visión—. Incluso tiene acceso total desde su nuevo apartamento.
El servicio de seguridad ya se ha ocupado de ello. Ventajas del anillo.
Recordaba vagamente haber leído algo de eso en el contrato.
—¿Apartamento?
Marlowe caminaba a toda prisa hacia lo que parecía una oficina exquisitamente
decorada en tonos de rojo y fuego, de forma que contrastaba con el funcionalismo
extremo del resto del laboratorio.
—Por supuesto, no podemos permitir que un empleado de su nivel viva en
cualquier lugar. Creo que le encantará. Luego el señor Nolite —de nuevo en la
periferia de su visión— le acompañará.
De pronto se detuvo y lo miró seriamente.
—Comprobará que trabajar conmigo tiene todo tipo de ventajas.
Se dio la vuelta y siguió caminando.

El ático era magnífico. Digno de un rey. Tres de sus cuatro lados estaban
acristalados y ofrecían una vista excelente. No era tan espectacular como la del piso
108 de la torre, pero de todas formas quitaba el aliento por derecho propio. Nunca
había visto un baño que ocupase todo el lateral de un apartamento. La bañera por sí
sola parecía más bien una piscina pequeña, muy lejos del diminuto balde de agua al
que estaba acostumbrado.
La verdad es que no le costó ningún esfuerzo habituarse a una vida de lujo. Tenía
absolutamente todo lo que podía desear. Todos los gastos estaban cubiertos. Podía
comer en cualquier restaurante que quisiese. Asistir a un espectáculo nunca era un

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problema. Si un día trabajaba veinte horas seguidas, perfecto. Si al día siguiente no
trabajaba, tampoco pasaba nada. Los desplazamientos se organizaban como por arte
de magia. Es más, había descubierto que se le permitía usar uno de los aviones
privados de la empresa. Era como estar en la cima del mundo.
El señor Nolite era increíblemente eficiente en su labor. Tanto, que en ocasiones
sentía la tentación de pedir algo imposible, como un cubo de cinco lados o un número
entero entre el 3 y el 4, simplemente por intentar desconcertarlo. Pero nunca lo hacía,
en parte porque una voz en su mente no dejaba de pensar: «¿Y si cumple?». Nunca
había tenido un criado, pero se resistía a creer que alguien como el señor Nolite fuese
lo normal. Era como un hombre invisible siempre presente, pero que solo se
manifestaba cuando se le invocaba.
Evidentemente, Marlowe vivía en un mundo muy diferente al suyo. Por supuesto,
no todo el mundo tenía medios y dinero para construirse un portal a otro universo en
el sótano de su edificio.
A pesar de todas las tentaciones mundanas, y había descubierto que la cantidad y
calidad de las tentaciones crecía enormemente con el dinero, se sumergió de lleno en
el trabajo. No solo la oportunidad era única, sino… Bien, resultaba difícil explicarlo.
Era como un ansia mental, un deseo insaciable por comprender. Y con semejantes
medios… resultaba muy fácil.
Por ejemplo, si algún detalle se le escapaba, si después de leer el mismo texto tres
o cuatro veces seguía sin comprender, si deducir por sí mismo las conclusiones de un
teorema o una demostración no servía, simplemente podía pedir hablar con el mayor
experto mundial en ese tema, ya fuese de día o de noche, ya estuviese a dos esquinas
de su trabajo o en el otro extremo del mundo. Así dio buen uso a ese avión privado.
Por ejemplo, toda la física de las energía negativas requería un buen repaso.
Había algunos detalles que no tocaba desde su tesis, así que solicitó hablar con el
mayor experto, un venerable anciano que a pesar de su avanzada edad seguía activo
en una pequeña universidad de Alemania. De inmediato Nolite lo organizó todo. A
las pocas horas, Wagner estaba en el avión camino de Alemania.
Nolite se sentó junto a él en el lujoso avión privado. Les habían servido copas de
champán, pero a pesar de que el señor Wagner había dado buena cuenta de la suya,
Nolite no parecía estar interesado en la deliciosa bebida. La situación era la habitual
en los viajes. Cuando se encontraban en casa, Nolite era tan invisible que bien podría
no existir, y solo aparecía si el señor Wagner requería algo de él. Sin embargo, en los
traslados actuaba más como guardaespaldas, acompañándole casi siempre a todas
partes. Ofrecía exactamente los mismos servicios fuera donde fuese, siempre con una
eficiencia que en ocasiones parecía sobrenatural, pero en los viajes lo hacía con
mayor… digamos «presencia». Una oportunidad única para charlar.
—¿Hace mucho que trabajas para el señor Marlowe? —Ya desde el principio
Nolite le había pedido que le tutease, aunque él siempre usaba el trato de respeto para
dirigirse tanto a Wagner como a Marlowe.

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Una mirada de diversión pareció atravesar el rostro de Nolite, pero se desvaneció
con tal rapidez que el señor Wagner no estuvo seguro de si había sido real. Quizá no
hubiese sido más que un efecto de la luz del sol que entraba por la ventanilla del
avión.
—Sí, digamos que sí —respondió al fin Nolite. Simultáneamente, como si la
pregunta hubiese sido el disparador adecuado, tomó la copa de champán y dio un
sorbo.
—Supongo que al trabajar para una persona como Marlowe se han de ver todo
tipo de cosas. Todo el mundo…
De nuevo la misma mirada de diversión, esta vez más conspicua.
—Trabajar para el señor Marlowe es siempre interesante —dijo Nolite—. He
estado con él desde el principio y nunca he dejado de ver maravillas. —Paró y bebió
—. Después de tantos años, puedo asegurarle que el mundo no es solo un lugar raro,
sino un lugar mucho más extraño de lo que puede imaginar una persona como usted.
Hay más cosas en el cielo y en la tierra de las que sueña su física, señor Wagner.
La respuesta había derivado por unos derroteros desconcertantes. El señor
Wagner estaba francamente un poco perplejo por ese comentario final. ¿Qué
pretendía decirle? No pudo resistirse:
—Pero es la física lo que le interesa al señor Marlowe, por eso me contrató.
Nolite tomó la copa entre las manos sin beber y volvió la cabeza para mirar por la
ventanilla. Había unas pocas nubes y el resplandor del cielo azul ocupaba
prácticamente toda la vista.
De pronto, Nolite le miró.
—Si me lo permite, señor Wagner…, ¿por qué aceptó este trabajo? Sé por qué
una persona como yo trabaja para el señor Marlowe… Pero usted, ¿por qué?
Más sorpresas todavía. Miró a Nolite sin saber qué decir.
Viendo claramente su incomodidad, Nolite prosiguió.
—No me malinterprete, señor Wagner. El señor Marlowe es una persona
admirable y mi lealtad para con él es inquebrantable. Un acontecimiento del pasado
unió irrevocablemente nuestros destinos. Desde entonces él y yo, y otros muchos,
porque somos legión, marchamos con el mismo paso.
Apoyó los codos sobre las rodillas y se inclinó hacia delante.
—Pero su situación es muy diferente, señor Wagner. Usted hizo uso de su libre
albedrío y decidió trabajar para él, aunque igualmente podría haber decidido lo
contrario. ¿Qué le convenció?
Muy bien, la pregunta era sobre él. Más personal de lo que había entendido al
principio…
—Bien, las condiciones del trabajo… —empezó a decir.
Nolite levantó una mano.
—Voy a interrumpirle en este punto, porque evidentemente no me he explicado
bien. Sé que las condiciones de su trabajo son excelentes; yo mismo constituyo una

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de las ventajas de su puesto. Y comprendo que puedan haber pesado en su decisión.
Pero su ambición no es de este tipo, señor Wagner. Usted quiere otra cosa… ¿Qué es?
Dígamelo.
Los ojos de Nolite le observaban fijamente, contemplándole como si escudriñasen
más allá de su simple forma física. Era como si estuviese viendo la forma platónica
del señor Wagner, la versión perfecta de la que él, en ese preciso instante, en ese
avión, no era más que una sombra también perfecta. O quizás estuviese
contemplando una multipotencialidad, la multitud innumerable de otros señores
Wagner que podrían hacer algo diferente. Un señor Wagner que seguía en su puesto
anterior, un señor Wagner que jamás terminó los estudios, un señor Wagner que
murió de una terrible enfermedad a los catorce años… La mirada no le hacía sentirse
desnudo. Le hacía sentirse infinitesimal, una parte minúscula de un todo
inconcebiblemente mayor que él.
—Me gusta aprender, me gusta saber cómo funciona el mundo. La oferta del
señor Marlowe me daba la oportunidad de hacerlo como nunca antes.
—¿Y se han cumplido sus expectativas?
¿Si se habían cumplido? Hasta un grado difícil de explicar. En los pocos meses
que llevaba trabajando para Marlowe, haciendo uso de sus fantásticos medios y
recursos, había aprendido más que en todos los años anteriores. Se sentía como el
aprendiz de brujo que da con el libro de hechizos de su maestro y va camino de
superarle en habilidades.
—Sí, con creces —respondió al fin—. Siento que el libro del universo empieza a
abrirse ante mí. Pronto podré empezar a pasar las páginas.
Nolite pareció quedar satisfecho y se recostó en el cómodo asiento.
—El árbol de la vida es gris —dijo—, pero las teorías son verdes.
Wagner se quedó perplejo al advertir que comprendía perfectamente lo que Nolite
había querido expresar. Sí, la vida de la mente le resultaba mucho más real, más viva,
que la realidad del mundo.
Nolite no volvió a hablar durante el resto del viaje. Tampoco le hizo falta.

Todos le conocían como el Doctor. Tenía nombre, por supuesto, pero si no era el
Doctor, era Doctor F. Por extrañas razones. Nada más. Jamás salía de Gotinga, donde
daba enigmáticas clases en la universidad a las que los estudiantes asistían más por
fascinación que por el interés que sus ideas pudiesen despertar. Tras una juventud
paseándose por los centros más prestigiosos del mundo, tanto en Europa, como en
Asia y América, de pronto se había recluido allí. Seguía publicando, y el mismo señor
Wagner había citado sus artículos. Pero…
Bien, el señor Wagner llevaba ecuaciones. Ecuaciones que prefería comentar en
privado y en persona. De ahí el viaje.
El Doctor le había citado en su domicilio particular. Nunca recibía visitas, se
decía; sin embargo, había aceptado de inmediato su petición. De momento, su fama

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de viejo huraño no se correspondía en absoluto con su comportamiento. Quizá todo
eso que se contaba en los congresos, entre copa y copa, no fuesen más que rumores
sin importancia. Aunque eso sí, el buen Doctor tenía por costumbre ser el único autor
de sus artículos, firmados con su nombre real, Ramhout van Dam, lo que solo se
podía calificar de franca excentricidad.
La casa tenía un pequeño jardín que daba de inmediato a la puerta principal. Allí
le dejó Nolite, quien con su habitual eficacia se había ocupado de todos los traslados.
Es más, el señor Wagner habría sido totalmente incapaz de salir de Gotinga y volver
al aeropuerto. Cada día que pasaba dependía más de su secretario.
Llamó a la puerta.
El anciano resultó ser mucho mayor de lo que había esperado. No físicamente,
pues no parecía pasar de unos setenta años bastante bien llevados. Se movía con
agilidad y se apartó de inmediato al abrirle la puerta. El gesto de la mano para
indicarle que pasase fue preciso y seguro. No parecía tener ningún problema para
moverse o caminar. De no ser por el pelo blanco y el rostro arrugado, podría haber
aparentado mucha menos edad.
Pero había algo en el porte mientras recorría el pasillo y le guiaba a la salita. Algo
en su forma de mirar al señor Wagner, una vez sentados. La forma en que le ofreció
algo de beber. Su celeridad al volver a levantarse, insistir en servir algo, ir al aparador
y preparar dos bebidas, una de las cuales dejó frente al señor Wagner, mientras
matenía la otra acunada entre las manos.
—Le agradezco, señor… —empezó a decir Wagner.
El hombre le interrumpió.
—Sé quién es usted, señor Wagner. La fama de su empleador, y su influencia, le
preceden. Sé lo que hace aquí y sé qué es el proyecto Marlowe.
Wagner se quedó atónito. Hasta ese momento habría jurado que nadie fuera del
laboratorio sabía nada del proyecto. Pero allí estaba, un anciano holandés emigrado a
Alemania que afirmaba estar al corriente de todo.
—No ponga esa cara —dijo el anciano con impaciencia—. A mis años se
aprenden muchas cosas. Además, Marlowe y yo tenemos historia. Ya nos hemos
encontrado antes.
Giró el vaso de un lado a otro mientras observaba atentamente la reacción del
recién llegado.
—Voy a serle sincero, señor Wagner. No tengo ni el más mínimo interés en
ayudarle. Pero, claro, se preguntará usted, ¿por qué hacerle venir hasta aquí si no
quiero colaborar con usted?
Sí, eso mismo, pensó el señor Wagner.
El hombre miró a un lado, hacia la ventana. El cielo sobre Gotinga era azul,
despejado. Un tiempo espléndido para esa época del año.
—Hay una diferencia importante entre no querer hacer algo y no hacerlo, señor
Wagner. No me interesa esta reunión; sin embargo, estoy obligado a mantenerla.

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Todavía sigo obligado.
Este hombre está loco, pensó el señor Wagner al tiempo que se ponía en pie.
—Lamento mucho haberle hecho perder el tiempo.
El hombre pareció enfadarse. Giró el vaso en sentido contrario.
—Siéntese, joven.
Fue una petición y una orden. Era evidente que estaba acostumbrado a ser
obedecido, como si mandase a toda una tripulación.
—¿Sabe?, yo también fui como usted. Joven, ambicioso y estúpido. No se ofenda,
no me refiero a ese tipo de estupidez. Me refiero a creer que podemos alcanzar los
sueños, que es posible tener siempre un viento veloz para llegar al otro lado del
mundo, que la realidad nos debe respuestas a nuestras preguntas.
Calló un momento.
—Deme lo que ha traído —añadió por fin.
—Son una serie de ecuaciones…
El Doctor levantó una mano.
—Démelas.
El señor Wagner abrió el maletín y sacó una serie de papeles. Ya le habían
advertido que el Doctor no aceptaba ningún tipo de comunicación electrónica. Era un
hombre tan chapado a la antigua que solo confiaba en lo que estaba impreso en papel.
—Son resultados de simulaciones y pruebas con el dispositivo real. Consiste en…
—Sé en qué consiste —lo interrumpió, alargando la mano.
Con renuencia, el señor Wagner le entregó los papeles. El anciano se los colocó
en el regazo y, sin soltar el vaso del que todavía no había bebido, empezó a pasar las
páginas muy lentamente. La expresión de su rostro se fue ensombreciendo, como si
estuviese leyendo una condena judicial en lugar de unos resultados de física.
El señor Wagner no sabía qué hacer. Por puro nerviosismo se tragó de golpe el
contenido del vaso. Luego se quedó sin nada que hacer excepto observar al anciano
mientras este pasaba una página tras otra.
Perdió la noción del tiempo.
Fuera la luz iba cambiando. Había entrado por la mañana, así que el sol se había
estado desplazando alejándose de la ventana. Del alegre fulgor matinal, la luz estaba
pasando a una cierta melancolía vespertina. La casa estaba ligeramente apartada, por
lo que el silencio resultaba incluso sobrecogedor, roto solo por el canto ocasional de
los pájaros.
En algún momento el anciano dejó de leer. Luego se quedó con los papeles sobre
el regazo. Había apoyado sobre las hojas ligeramente descuadradas sus dedos largos,
manchados por el tiempo y arrugados. Eran manos encallecidas, apreció el señor
Wagner, que delataban años y años de duro trabajo.
Nadie conocía el pasado del Doctor. Tenía sus títulos correspondientes, sí, y su
carrera académica estaba documentada. Pero era como si nunca hubiese sido joven,
como si ya hubiese sido un venerable anciano incluso cuando estudiaba. El Doctor

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siempre había sido un mentor, incluso cuando era imposible que lo fuese.
El hombre miraba una vez más por la ventana, con la vista fija en un horizonte
que parecía solo existir en su mente, porque al otro lado únicamente se veían árboles.
Permaneció un rato con la mirada perdida. Quizá fuesen diez segundos, quizá diez
minutos… A su pesar, el señor Wagner se sentía fascinado. Se preguntaba qué
historias tendría para contar. En cierta forma lamentaba que su misión allí fuese tan
corta.
De pronto el hombre pareció salir de sus recuerdos. Agitó la cabeza y por primera
vez se llevó el vaso, que asombrosamente seguía en su mano, a los labios, y bebió
con avidez, como quien apura la copa de la vida. Luego se recostó una vez más y
lanzó un suspiro que parecía ser a partes iguales alivio y decepción, un lamento por lo
que fue, pero al menos con la tranquilidad de saber que ya estaba fuera de sus manos.
—Sí, puedo ayudarle, señor Wagner. Va usted por muy buen camino. Un
momento.
De pronto recuperó la vitalidad. El anciano que había pasado horas leyendo
sentado en un sillón había desaparecido. Sí, seguía siendo un anciano físicamente,
pero de pronto se movía como si tuviese veinte años, un torbellino frenético de
actividad. Abrió y cerró cajones y puertas de armarios, movió libros, y finalmente
soltó un grito de alegría.
—Aquí está —exclamó, tomando un fajo de papeles. Raudo se acercó al señor
Wagner y se los ofreció sosteniéndolos con ambas manos, con una sonrisa de oreja a
oreja—. Son cálculos no publicados, ideas que quizá le sean de ayuda.
El señor Wagner tomó los papeles. Eran manuscritos. Manuscritos de verdad,
redactados a mano. Pero…
—No, no hay ningún problema —dijo el Doctor al percibir su inquietud—. No
los quiero para nada. No pienso publicarlos. Ya está, he terminado con todo. Aquí
acaba mi compromiso.
—Podría leerlos ahora, tomar notas —sugirió el señor Wagner—. Incluso puedo
encargarme de su transcripción para su publicación.
El Doctor sonreía. Por primera vez en toda la reunión parecía sentirse
sinceramente contento, feliz. En su rostro se manifestaba la satisfacción del que ha
tomado una decisión y ya sabe cuál es su camino.
Levantó una mano. La palma mostraba unas líneas de la vida extraordinariamente
largas. Un efecto óptico, porque por fuerza había de serlo, hizo que ante los ojos del
señor Wagner las líneas se agitaran y difuminaran, como si estuviesen
desapareciendo. Pero el hombre, que parecía haber rejuvenecido veinte años, bajó la
mano demasiado rápido.
—Tranquilo, de verdad —le repitió—. Los resultados son todo suyos. Haga con
ellos lo que mejor le parezca. En realidad, me libra usted de una carga.
Se produjo un momento de incomodidad. Los dos de pie en medio de la salita
llena de recuerdos. Fotos por todas partes, grandes personalidades de este o aquel

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campo. El fruto de una vida vivida con plenitud.
El hombre se movía de nuevo. Le hablaba mientras recorría el salón de un lado a
otro, como eligiendo objetos que desplazaba de un sitio a otro.
—Ahora, señor Wagner —le dijo sin volverse y sin dejar de moverse—, lamento
tener que pedirle que se marche. Tengo una tarea de la que debo ocuparme de
inmediato y que requiere toda mi atención.
Se limitó a volver la cabeza mientras las manos seguían con sus movimientos.
—Suerte, señor Wagner. Y piense bien lo que va a hacer a continuación.
El visitante apenas escuchó esas palabras. Sin saber cómo, se encontró de vuelta
en el coche, en el camino, en el avión. Cuando fue consciente de la realidad, estaba
ya sentado volando de vuelta a casa.

Durante el vuelo, frente a un señor Nolite que mantenía un imperturbable silencio


excepto para dar alguna orden a la tripulación, el señor Wagner sacó del maletín los
manuscritos del Doctor. Cruzó una pierna sobre la otra y se dispuso a leer.
Su intención era obtener una primera aproximación a lo que se decía, determinar
qué aspectos podían ser de interés y cuáles podía pasar por alto. Luego, más tarde, ya
lo repasaría todo con más detenimiento, reelaborando los razonamientos, repasando
las ecuaciones y las demostraciones.
No fue así. Desde el primer momento se sintió fascinado por lo que se contaba.
Era como un diálogo, como si él estuviese haciendo preguntas y el Doctor en el texto
las fuese respondiendo. Si se le ocurría una objeción, a las pocas páginas estaba
resuelta y tratada. Si pensaba en un ejemplo, más adelante aparecía debidamente
detallado. Al final tuvo que sacar una libreta para tomar notas, descartando la idea de
una breve lectura inicial.
Los textos se iban reforzando unos con otros. El primero establecía algunos
parámetros iniciales para mantener abierto un agujero de gusano y las características
de la energía negativa, cuya tensión forzaría la expansión de las bocas de los agujeros
de gusano. El problema estaba en lograr que esa situación fuese estable, cómo
contrarrestar la necesidad natural de las bocas por cerrarse contra la tendencia de la
energía negativa a expandirse cada vez más.
En todas las configuraciones que probaban en el laboratorio, una de las tendencias
acababa ganando. Si la tensión negativa era excesiva, la boca se extendía demasiado
hasta que el resto del agujero sufría y desaparecía a los pocos segundos, como una
burbuja que revienta. Si la tendencia de la boca a cerrarse era demasiado grande, el
agujero simplemente se contraía como si no hubiese existido nunca.
No parecía haber salida. Uno de los dos efectos, en mayor o menor grado, en
mayor o menor combinación, se acababa produciendo, cerrando el agujero en un
breve tiempo que era variable, entre milésimas y centésimas de segundos, de forma
que no servía para los propósitos de extraer energía.
Sin embargo, el Doctor iba demostrando laboriosamente, tan laboriosamente

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como debía leer el señor Wagner para entender su letra, que el equilibrio era posible.
No explicaba cómo, pero el desarrollo era impecable y llegaba a esa conclusión.
Había una manera de mantener las bocas abiertas indefinidamente. Aún más: era
posible, según demostraba uno de los últimos textos, hacerlo transfiriendo por el
agujero de gusano una cantidad ilimitada de energía. Como quien tiende un cable
mágico por el que puede pasar toda la electricidad que quiera sin que el cable sufra el
menor daño.
Era fascinante, incluso increíble. El señor Wagner repasó una y otra vez las partes
esenciales, pero al menos a primera vista todo parecía correcto. Eran unos resultados
que valía la pena publicar, que la especialidad recibiría con júbilo. En realidad, la
matemática implicada era sencilla, pero la aproximación y el uso que se le daba eran
claramente obra de un genio. Era una de esas situaciones en las que, cuando ves la
solución, resulta incluso evidente y piensas: «A cualquiera se le podría haber
ocurrido», pero solo fue una persona en concreto quien llegó a ello.
No entendía cómo el Doctor no había divulgado nada de eso. Ni siquiera una
publicación preliminar. Ni tan solo comentarlo a colegas. Cuando le habían
recomendado que hablase con él, no fue porque alguien supiese de la existencia de
esos resultados, sino más bien porque cuando tratabas con esa especialidad, las
energías negativas, los horizontes gravitatorios y los agujeros de gusano, visitar al
príncipe era pura necesidad. Al final, hablar con el Doctor había sido como cavar un
poco en el suelo y dar con la mayor mina de oro del mundo.
En cierto momento el cansancio lo venció. El viaje era largo y las comodidades
del avión privado pedían ser usadas. Al final, tras las segunda o quizá tercera lectura,
cuando la matemática le daba vueltas por todos los rincones del cerebro, decidió
tenderse un rato. Se dejó caer sobre la cama y se quedó profundamente dormido.
Fue un sueño inquieto. Más que un sueño, una vívida visión. Primero sonidos. El
crepitar de un gran fuego. El ulular de los búhos y el parlamento de los animales. El
gentío en la distancia.
Luego el bosque, la sucesión de árboles. La luna llena colgada del cielo, con su
frío tono azul. El paisaje iluminado por tonos naranja y rojizos, sombras que se
agitaban. Un gran fuego en medio. Figuras humanas corriendo a su alrededor,
aullando.
Caos y confusión. El señor Wagner se agitaba en sueños, pataleaba y movía los
brazos.
Las figuras desnudas bailaban alrededor del fuego, recitando las ecuaciones del
Doctor. El canto era monótono, repetitivo, una invocación, como si llamasen a este
mundo a un ser primigenio que no ocupaba la realidad desde hacía tiempo.
De pronto, un destello de luz y una serpiente agitándose sobre las llamas. No, no
era una serpiente. De alguna forma, en sueños, supo que tampoco era un dios antiguo,
ni un monstruo de pesadilla. Pero sí que era una entidad primordial: una cuerda
cósmica fraguada en los fuegos de la Creación, exhibiéndose, reluciendo brillante,

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alardeando de su pavorosa simetría.
La cuerda se agitó sobre el fuego, retorciendo a su alrededor el espacio y el
tiempo, confundiendo las épocas y los mundos. De pronto, en el sueño, las cavernas,
Helena de Troya, Napoleón en las pirámides, la bomba atómica cayendo sobre
Hiroshima. Un caos metódico, una certera confusión.
Al momento la cuerda se dobló mientras se retorcía, de forma que su infinitud
quedó reducida y sus dos extremos fueron visibles. Sus terminaciones se buscaron,
tanteando, rompiendo la noche con sus destellos de luz. Al final se tocaron y la
cuerda formó un círculo en los cielos, un recorrido eterno en el que la gravedad
cuántica controlaba la microfísica.
Pero no fue el final. Los cánticos seguían, la cansina letanía de ecuaciones
continuaba, las figuras seguían bailando e invocando. Aún habían de llegar más
criaturas. El círculo se deformó, un ocho o un infinito. Luego siguió doblándose,
triplicándose, adoptando formas extrañas y caprichosas. Se enderezó, se rompió y
reformó, hasta obtener una configuración vagamente cúbica.
Pero el cubo tampoco era el final. El cubo era trivial, una solución no válida.
Quedaban todavía muchas ecuaciones que recitar, mucha física que recorrer. El cubo
se repitió, una vez, dos, tres, cuatro, cinco…, finalmente, ocho veces, una especie de
cruz con cuatro brazos en lugar de dos.
La extraña cruz flotó momentáneamente en el aire. No parecía decidirse,
agitándose como si fuese inestable, como si alguien hubiese construido una casa
torcida.
Y de pronto se plegó fuera del mundo. Pasó a otra dimensión, donde la forma
hecha de cubos se dobló sobre sí misma como la serpiente Uróboros, tocando sus
caras, porque allí sus figuras tridimensionales eran como lados en nuestro mundo. Y
quedó un cubo mágico, imposible, una figura que solo podía entenderse en cuatro
dimensiones, un hipercubo. Un teseracto.
Ya no era un ser primigenio. Era algo completamente nuevo, un hircocervo
desconocido, surgido de nuevas ecuaciones. El canto se detuvo. Los animales dejaron
de hacer ruido. Incluso el bosque desapareció.
Solo quedó la figura flotando y las llamas de la hoguera. Por fin, la hoguera
también se apagó.
Y únicamente quedó la blanca radiación del teseracto.

Despertó de golpe, cubierto de sudor. Estaba en un avión, se recordó, volaba de


vuelta a casa. Respiró con agitación mientras intentaba calmarse. Miraba una y otra
vez las paredes, la cama, los objetos. Quería reafirmarse en la cotidianidad de cuanto
le rodeaba. Qué sueño más extraño, pensó, casi una pesadilla. No se puede viajar a
Alemania, se dijo, sin que te contaminen los cuentos de hadas.
Y en ese momento se dio cuenta.
Recordaba el caso de aquel químico que, dormitando, había encontrado la

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solución a la estructura de cierta molécula. A él acababa de pasarle lo mismo.
Recordó el hipercubo final. Esa era la configuración, estaba totalmente seguro. Las
bocas de los agujeros de gusano debían de ser sostenidas por hipercubos. Eso las
mantendría abiertas indefinidamente. Así se cumplirían las condiciones impuesta por
las ecuaciones del Doctor.
Estaba seguro.
Absolutamente seguro.
Sabía incluso cómo fabricarlo. Usaría un agujero de gusano adicional a cada lado.
Hasta el momento habían intentado mantener abiertas las bocas usando estructuras de
materia exótica, que tenía la propiedad de producir esa tensión negativa. Por
desgracia, así no se cumplían las condiciones y todo acababa desapareciendo. Pero de
pronto la solución era evidente. Usaría un agujero de gusano con esas estructuras
convencionales a cada lado, pero en lugar de utilizarlo para mover energía, antes de
que desapareciera lo emplearía para tejer las estructuras entre sí, para combinar
ambos extremos y crear la estructura hipercúbica requerida. Habría que hacerlo dos
veces, usar dos agujeros de gusano como si fuesen agujas de coser, a fin de crear dos
hipercubos. Luego, ampliarían el agujero de gusano definitivo, el que realmente
querían abrir. Mandarían una de las estructuras al otro lado para mantener esa boca
remota abierta mientras la del laboratorio quedaba abierta por el otro hipercubo.
Eso tenía que funcionar. Había dado con la solución.
Se levantó a toda prisa. Tomó su ordenador y se puso a teclear rápidamente una
propuesta. Era sencillo, casi milagrosamente tenían justo el equipo que hacía falta.
No les llevaría nada comprobar si su proyecto era factible. Pidió cálculos y una
prueba inicial. Si todo salía bien, el agujero de gusano estaría abierto y funcionando
incluso antes de que aterrizase.
La envió.
En unas pocas horas conocería el resultado, aunque en realidad no le hacía falta
confirmación. Sabía que funcionaría, lo sentía como una convicción absoluta. Había
cumplido.
Había resuelto el problema.
A las pocas horas, la ratificación fue casi anticlimática. Sí, habían intentado crear
los hipercubos. Sí, habían podido mantener las bocas abiertas. Sí, todo funcionaba
correctamente. El señor Marlowe le envió un mensaje de agradecimiento por vídeo,
un efusivo torrente de elogios. De todos ellos, Wagner se quedó con una frase: «Ha
abierto usted el libro de la naturaleza y ha pasado algunas páginas».
Era justo lo que quería.
Nolite le dejó junto a la puerta de su edificio. El coche se fue y él se quedó frente
a la entrada, todavía algo confundido por este día que había sido el más extraño de su
vida.
No vio venir el furgón.

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La habitación estaba casi completamente vacía. Las paredes eran blancas. El
suelo era blanco. El techo era blanco. La puerta era blanca. Él estaba sentado en una
silla que, por lo que podía determinar, también era completamente blanca. Apenas
podía moverse porque tenía las manos fijadas tras el respaldo de la silla. No dudaba,
sin embargo, de que al margen de la naturaleza de la sujeción, esta sería también
completamente blanca.
Alguien se había obsesionado con un tema.
Vale.
Forcejeó para probar la solidez de las ataduras.
Movió la cabeza de un lado a otro. No lograba apreciar nada distintivo. La
uniformidad blanca. Alguien podría haber escrito La narración del señor Wagner en
una habitación blanca. Tampoco había ventanas. De hecho, no tenía claro ni cómo
había luz. Una de esas nuevas paredes relucientes. De la misma forma, no dudaba de
que habría cámaras, aunque tampoco era capaz de localizarlas.
Un entorno estéril. Sin nada en lo que fijar la atención.
¿Era una trampa de privación sensorial? ¿Pretendían romper su voluntad? Había
oído hablar de esas situaciones. Gente que, encerrada en una habitación como esta,
acababa prefiriendo darse descargas eléctricas cada pocos segundos que estar a solas
con sus pensamientos.
¿Cuánto tiempo llevaba despierto? ¿Noventa segundos? ¿Ciento veinte?
¿Cuánto tiempo faltaba para que empezase a gritar por la falta de estímulos?
Empezó a sentir pánico.
La ansiedad se iba adueñando de él.
Sentía que sus miembros se ponían rígidos.
El corazón le bombeaba con fuerza.
El ataque de ansiedad era inevitable.
La puerta se abrió.
Apareció una figura completamente vestida de negro. Camisa negra, chaqueta
negra, pantalones negros. Un toque de blanco alrededor del cuello. Era una mujer que
ocupaba esa región indeterminada entre los cuarenta y los cincuenta años, con el
cabello negro y muy corto. No se apreciaba ningún otro rasgo distintivo.
Se miraron durante unos segundos. Luego la mujer entró en la habitación y se
dirigió al fondo. Soltó las ataduras de las manos y de inmediato el señor Wagner se
masajeó las muñecas. Luego la desconocida cogió una silla que había estado oculta a
su espalda, la dispuso delante del señor Wagner y se sentó mirándole.
Otros segundos de silenciosa valoración.
—Lamento mucho la situación —dijo al fin la mujer—. Soy la madre Martino, de
las Siervas del Gran Dios. Soy la encargada de… seguir el proyecto Marlowe.
—¿Una monja? —preguntó el señor Wagner, sintiéndose totalmente confundido.
—Sierva del Gran Dios —repitió la mujer, que parecía sinceramente preocupada

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por las capacidades mentales del señor Wagner tras su sueño.
Recapitulemos, pensó el señor Wagner. Estaba delante del portal. Un grupo de
cuatro figuras le había rodeado. Un breve forcejeo. Le habían dado algo. Se despertó
en este lugar.
¿Y todo eso por su trabajo?
Podría ser un claro caso de espionaje industrial.
Pero, entonces, ¿qué tenía que ver una monja con todo esto?
Ya del todo despierto, miró fijamente a la mujer.
—Vamos a empezar por lo básico —dijo tras un momento de reflexión, mientras
seguía masajeándose las muñecas—. ¿Dónde estoy?
La madre Martino pareció satisfecha con la reacción del señor Wagner. Las
señales de preocupación desaparecieron de su cara.
—Está en una casa segura que emplea nuestra organización. La propiedad en sí
no tiene ninguna relación con la Iglesia y es ilocalizable por ese lado. El edificio al
completo, y en especial esta habitación, está equipado con todas las contramedidas de
que disponemos. No podemos garantizar nada, por supuesto, pero nuestra intención
es que solo nosotras podamos saber lo que sucede aquí dentro.
El señor Wagner no sabía si alegrarse de esa información o sentir todavía más
miedo.
Le pareció inútil preguntar cuándo le liberarían. Evidentemente, si se habían
molestado en secuestrarle, la decisión de su posible liberación quedaba en sus manos.
Mejor sería lograr más información e intentar hacerse una idea de lo que pretendían.
Bien.
—¿Qué quieren de mí?
—Necesitamos su ayuda.
Había esperado algo como «información». Pero bien, «ayuda» también entraba
dentro de lo razonable.
—¿Mi ayuda para qué?
De pronto, la madre Martino pareció vacilar. Era extraño, apenas unos segundos
antes la había tomado por una persona totalmente segura de lo que estaba haciendo.
La mujer incluso apartó la vista una fracción de segundo.
Pero enseguida se recuperó y volvió a mirarle con el mismo aplomo.
—Queremos que nos ayude a detener el proyecto Marlowe.

—La guerra se inició hace mucho tiempo —dijo la madre Martino.


El señor Wagner se sentía más tranquilo. La petición de ayuda había sido
expresada con tal grado de sinceridad, con tal sentido de la urgencia, que se había
rendido. Aquella mujer decía la verdad. O, al menos, ella creía a pies juntillas en la
verdad de sus palabras. Tal vez se tratase de una actriz consumada, pero por el
momento estaba dispuesto a dejarse llevar por su instinto y pensar que aquella mujer
no pretendía hacerle daño. Más bien todo lo contrario.

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—Aunque usar la palabra «iniciar» —añadió la madre Martino, cambiando
ligeramente a un tono más irónico— es dar a entender que hubo una época en la que
no hubo guerra. Más bien la guerra forma parte del diseño del mundo. El conflicto es
permanente, un elemento consustancial a todo lo que es. Incluso podría decirse que
ese es el propósito final de la realidad.
Se detuvo de nuevo. Se llevó las manos un momento a la frente, como si estuviese
recapitulando sus ideas. El señor Wagner estaba atento.
La mujer apartó la mano y volvió a mirarle.
—Al principio fue la guerra. Sí, esa es la mejor forma de expresarlo. La batalla
entre el bien y el mal establecida desde siempre. Aunque la etiqueta de los bandos es
lo de menos. Cada uno persigue sus fines.
Vale. La cosa empezaba a desviarse un poco.
—Baste decir que la Iglesia, y por extensión toda la humanidad, está en un bando,
y en el otro se hallan el Adversario y sus seres de supersimetría. Las dimensiones del
enfrentamiento son enormes y las batallas se libran en múltiples planos, algunos de
los cuales son totalmente incomprensibles. Sin embargo, no es un conflicto caótico.
Cada plano tiene sus reglas y algunas cambian con el tiempo.
Otra pausa. Era evidente en la cara de la mujer que estaba buscando las palabras
correctas. ¿Temía que él no fuese capaz de entenderlo?
—Hasta ahora, en nuestro mundo, la guerra ha sido sobre todo mental. El
Adversario tenía prohibidas casi todas las intervenciones físicas en el mundo,
exceptuando alguna posesión ocasional, y debía actuar en el terreno de la psique
humana, en el mundo de los sueños, los deseos, las fantasías y las tentaciones. Por
nuestra parte, la situación era similar, pero al contrario. Si nos pusiésemos freudianos,
el Adversario sería el ello, la Iglesia el superyó y la humanidad el yo situado entre
esos dos extremos.
El señor Wagner no pudo contenerse más.
—¿El Adversario? —soltó.
La madre Martino pareció sorprenderse, como si no esperara la pregunta.
Probablemente para ella todo fuese tan evidente que ni siquiera concebía la
posibilidad de que hubiese dudas.
—Recibe distintos nombres en diferentes culturas. Es el responsable del mal
camino. El pecado, la mentira y la crueldad son sus armas. Su origen también es
fuente de historias, leyendas y elucubraciones: que si era mano derecha, que si fue
expulsado por su rebelión, que si nació como parte misma del mundo… En realidad,
para nosotros es imposible comprender su verdadera naturaleza. A efectos prácticos,
ahora en nuestro mundo se manifiesta como un hombre, sin serlo, que responde al
nombre que he mencionado. ¿Quién podría tener la esperanza de adivinar su nombre
real? Aunque eso tampoco importa. A todos los efectos, «el Adversario» sirve
perfectamente.
Se detuvo un instante para hablar casi de inmediato.

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—En otras versiones también se le conoce como «el portador de la luz». Quizá
fuese un heraldo, cuando servía al Creador. Me lo imagino viajando de un mundo a
otro anunciando la llegada del verdadero Dios, reluciendo de plata y reflejando la luz
de la esperanza.
Esta mujer está loca, pensó el señor Wagner. Aun así, no pudo contenerse.
—¿El diablo?
Una sonrisa irónica apareció en el rostro de la mujer. La verdad es que la ropa
negra le confería un aire de seguridad que al señor Wagner le inspiraba confianza.
Nada de lo que le estaba contando tenía sentido, pero era evidente que la mujer lo
creía.
Vaya con su suerte, haber caído en manos de fanáticos religiosos.
—Sé lo que piensa —dijo la mujer—, pero le aseguro que todo lo que le cuento es
cierto, en la medida en que puede ser verídico lo que es una simple traducción a
nuestro idioma de una realidad inaprensible. Es difícil de creer, sí, pero eso es algo
que suele ocurrir con las verdades.
La blancura de la habitación volvía a pesar sobre la mente del señor Wagner. Esa
mujer le contaba cosas absurdas y encima él no tenía nada donde fijar la mirada para
distraerse. O la miraba a ella o nada.
La miró.
—Supongamos que acepto lo que me está diciendo. El diablo existe y está en
guerra con Dios desde siempre. Vale. ¿Qué tengo yo que ver en todo esto?
La mujer frunció el ceño y unas arrugas de preocupación se formaron alrededor
de sus ojos, que contemplaban al señor Wagner con pena. ¿O era cierta envidia?
Quizás ella quisiese poder dudar como dudaba él.
—Como he dicho, hasta hace poco este campo de batalla era casi totalmente
psíquico. No era una buena opción, pero tampoco la peor. Se trataba más bien de una
guerra fría, con algún momento especialmente cruento cuando los ánimos se
desataban, en ambos bandos, debo añadir, y estallaba el conflicto. Pero incluso en
esos casos, intervenían personas contra personas. Sin embargo, recientemente la
situación ha cambiado. Las reglas han variado, el Adversario tiene permiso para
iniciar ataques físicos, y esa libertad irá incrementándose con el tiempo. Dentro de no
mucho podrá atacar directamente con sus huestes de supersimetría.
Al señor Wagner le incordiaba ese uso de la palabra «supersimetría». Le sonaba a
cuando la gente usaba «cuántica» o «energía» para referirse a cualquier fenómeno
que no podía comprender. Lo de «supersimetría» le parecía más bien que debía
traducirse como «no sé», pero prefirió no mencionar el tema.
—Sigue sin aclararse —se limitó a decir.
—Lo lamento. —La madre Martino parecía sinceramente contrita—. Intento
explicar la situación lo mejor posible, pero es evidente que estoy dando demasiadas
vueltas. Pues bien, ahí va. —En este punto pareció definitivamente aliviada—: El
proyecto Marlowe es el primer ataque físico del Adversario contra la humanidad. Su

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propósito no es otro que el final del mundo. El Apocalipsis. Y es usted la pieza
crucial.
—Vaaaaaale.
—Veo que no me cree, pero es muy simple. En este momento el Adversario aún
necesita que un ser humano inicie la acción. Tiene que establecer un pacto con
alguien, ofrecerle una recompensa a cambio de su ayuda. ¿Qué le ofreció a usted?
¿Fama, riqueza, mujeres? —Hizo una pausa para mirarle fijamente a los ojos—. Ah,
ya comprendo, inteligencia y el acceso a conocimientos que ningún otro ser humano
posea. Los más listos son los más fáciles de convencer.
El señor Wagner se quedó totalmente petrificado.
Vale, eso había dado un pelín demasiado cerca.
—No se preocupe —siguió diciendo la madre Martino—. Es bastante habitual.
No es usted el primero, hay más de una obra escrita sobre ese tema. Lo fundamental
es que es usted muy importante. Por eso el Adversario estaba dispuesto a ofrecer
cualquier cosa a cambio de algo mucho más importante que su alma inmortal: su
colaboración. La colaboración libre y voluntaria de un ser humano. Un ser humano
tentado y comprado, pero tentado y comprado con anuencia.
—Supongamos… —empezó a decir el señor Wagner.
De pronto, la madre Martino se mostró más segura que nunca.
—Dejemos de suponer de una vez —dijo tajantemente. Levantó ambas manos y
cerró los puños—. La realidad es simple. El proyecto Marlowe es un arma mortal. Su
verdadera función es causar la destrucción final de la humanidad. Eso de que sirve
para producir energía ilimitada solo es un engaño que las ecuaciones pueden
justificar. Es más, su intervención, señor Wagner, era primordial para completar el
proyecto y activar el dispositivo. Digamos que ese detalle forma parte de un pacto
para permitir este cambio en la acción. Los detalles finales deben ser suyos, la
activación de la máquina debe ser su responsabilidad y decisión.
El señor Wagner tragó saliva.
—Supongamos… —Se detuvo, pero la madre Martino no intervino—.
Supongamos —repitió— que creo todo eso. En ese caso, ya no hay nada que hacer.
La máquina está funcionando.
La madre Martino volvió a sonreír, pero fue con tristeza.
—Sí, eso es un contratiempo. No pudimos llegar antes hasta usted. Pensamos que,
al activarse la máquina con sus descubrimientos, ya no es usted tan necesario y por
eso han bajado la guardia —dijo—. La intervención puede ser sutil, pero creemos que
todavía queda un tiempo antes de que la máquina esté activa por completo. Primero
debe acumular toda la energía necesaria.
Se puso en pie.
—Señor Wagner, en este momento la única solución es destruir el proyecto
Marlowe, lograr que no se active finalmente. Perdida esta batalla, el Adversario
tendría que retroceder y aguardar otra oportunidad. Podría ser mañana, pero también

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dentro de mil años. Vale la pena intentarlo.
Se dio la vuelta y se dirigió a la puerta. Al llegar al umbral volvió la cabeza y
dijo:
—Y puedo demostrar todo lo que he dicho.
Tiró, abrió y salió. La puerta volvió a cerrarse. Una vez más, el señor Wagner se
quedó en el interior de la habitación blanca, tan uniforme que resultaba difícil estimar
sus dimensiones. Bien podía imaginar que se encontraba confinado dentro de una
nevera doméstica. O que se hallaba en un eterno desierto en el que ningún rasgo
indicaba dirección o sentido alguno. Era un poco como estar en el interior de ese
cubo mágico, cuya percepción se puede trastocar sin apenas esfuerzo.

Le mostraron las pruebas. Documento tras documento, extraídos de los archivos


de la Iglesia. Uno, dos, tres o cuatro podían ser falsificaciones, pero le expusieron
cientos de documentos de todo tipo. Textos que trataban de un hombre como
Marlowe, hablando con este o aquel, ofreciendo acuerdos de un tipo u otro. Siempre
mostraba el mismo aspecto, siempre la misma perilla y las sienes algo plateadas. En
distintos momentos del tiempo, con cientos de años de diferencia. También había
fotografías, dibujos, incluso películas, que eran muy anteriores a la aparición de
Marlowe en la escena tecnológica. Y no solo Occidente: otras culturas guardaban
registros similares.
—Todo esto está en los archivos más secretos del Vaticano. Traerlo hasta aquí ha
sido arriesgado, pero pensamos que valía la pena, que era incluso necesario. La
autorización viene del mismo cardenal de Padua.
La parte lógica de su mente le decía que todo eso era imposible. Es decir, la
cantidad de pruebas era abrumadora, más allá de cualquier posible falsificación, a
menos que la Iglesia llevase siglos preparándose. Cosa imposible, porque los
artilugios, la forma de vestir, su aspecto, todo delataba al mismo individuo.
La otra explicación posible era que se tratase de un viajero del tiempo. No un ser
con facultades sobrenaturales o, tal y como le había explicado la madre Martino,
poderes que superaban la comprensión de la ciencia en ese momento, sino alguien
que simplemente era capaz de moverse por el tiempo a su antojo. Podía aparecer en
un documento de hacía mil años y en el dibujo de una tribu africana que solo se
remontaba a un siglo atrás porque simplemente se trataba del mismo individuo,
separado por apenas unos minutos en su cronología personal. Todo lo que le habían
mostrado se explicaba fácilmente con una máquina del tiempo.
¿Y la maldad? Porque algunas de las pruebas incluían atrocidades que apenas
había podido mirar. Ninguna había sido cometida directamente por Marlowe… por el
Adversario…, pero sí se podían conectar con él.
Por no mencionar todo lo demás. El sueño que había tenido en el avión y que
había atribuido a la influencia de la estética propia de los hermanos Grimm de la
ciudad alemana quizá fuese algo más, algo más siniestro. Tal vez su subconsciente

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había detectado algo extraño en Marlowe.
Y luego estaba el Doctor, ese anciano misterioso que al principio se había negado
a ayudar. No quería participar en el asunto, pero de alguna forma estaba obligado a
hacerlo. Y se había mostrado rejuvenecido y vivaz, como si se hubiese quitado un
peso de encima, un peso de siglos.
No, no, no, era una locura.
Sin embargo había algo que no podía negar. Había visto las simulaciones
preparadas por la Iglesia. Se había concentrado tanto en lograr que la máquina
funcionara que en ningún momento había considerado lo que podría hacer una vez en
marcha. Extraer una cantidad de energía constante era, por supuesto, la opción más
evidente. Un flujo controlado en ambos sentidos, para abastecer las necesidades de
una ciudad o un continente. Eso es lo que había puesto en marcha.
O lo que creía haber puesto en marcha.
Porque, en realidad, el sistema no tenía límite. Con la misma facilidad con que se
podía extraer energía controlable, la máquina podía enviar sobre la Tierra el calor de
mil soles en un único instante. La configuración era estable, eso es lo que las
ecuaciones decían y eso era lo que los hipercubos garantizaban. Si el puente se
cerraba de forma natural, jamás podría conducir tanta energía, el flujo que pasase por
él sería siempre limitado. Pero abierto como estaría, bien… eso no tendría límite.
El anillo sería destruido, pero este solo era un dispositivo para manipular, un
simple mecanismo de encendido. Una vez destruido el anillo, el portal seguiría
abierto indefinidamente, haciendo lo último que se le dijese que hiciese. Era fácil
imaginarlo bombeando al mundo una cantidad prácticamente infinita de energía. En
segundos la atmósfera del planeta saltaría al espacio. Los mares y océanos no
tardarían en evaporarse de forma casi explosiva. Todos los habitantes del mundo
morirían completamente calcinados. Si no destruía el planeta entero, Marlowe podría
dejar una cáscara calcinada que jamás volvería a ver la vida.
Creía haber fabricado una fuente ilimitada de energía y, en realidad, había
fabricado lo que potencialmente podría ser el arma de destrucción más poderosa que
el mundo hubiese visto.
¿Qué clase de pacto había hecho? ¿A qué precio?

—Bien —le dijo más tarde a la madre Martino—. No estoy seguro de creer los
detalles. Las pruebas… Bien, es todo demasiado…, demasiado fantástico. Es algo
que no pertenece a mi mundo.
Hizo una pausa para respirar y se frotó las manos sin atreverse a mirar a la mujer
que esperaba pacientemente. Al final alzó la vista.
—Pero estoy de acuerdo en que esa máquina no debe existir —admitió—. Ahora
mismo todos mis cálculos y procesos están exclusivamente en el ordenador del
laboratorio. Hay que destruir el anillo junto con todo lo que hay allí. Es la única
forma. Algo así no debe existir. ¿Cómo puedo ayudar?

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Aliviada, la madre Martino se acercó al señor Wagner y le apoyó la mano en el
hombro. Lo miró a los ojos mientras le señalaba un dedo.
—El anillo. Conocemos el sistema de seguridad del edificio y también la
disposición de pasillos. Una vez dentro, sabremos orientarnos. Pero para entrar y
abrir puertas necesitamos una llave. Y usted, señor Wagner, será la nuestra.
Retiró la mano y echó un paso atrás.
—Vamos —dijo—. No tenemos tiempo que perder.

Eran tres mujeres, un hombre y él. Tres monjas, un monje y él. Tres monjas y un
monje al parecer especializados en el combate y él. Sor Isabel, sor Teresa y el
hermano Luis, además de la madre Martino. Los otros tres le saludaron cortésmente,
pero nada más.
No habían tardado mucho: ya estaban preparados y dispuestos a intervenir,
esperando únicamente su colaboración. ¿Qué habrían hecho de no haber logrado
convencerlo? Drogarlo, suponía. El anillo solo funcionaba si estaba vivo, nada más.
Pero imaginaba que la colaboración voluntaria de quien por una vez se dejaba tentar
por el reverso luminoso era más cómoda y conveniente. Un cuerpo que no había que
cargar y que podría ayudar en caso necesario, aunque no supiera usar armas.
A menos que el arma fuese de un videojuego.
Llegar a la enorme dársena del edificio —muchísimo mayor de lo que había
imaginado, con capacidad para contener varios camiones uno junto al otro— no
supuso ningún problema. Ya tenían todos los permisos, falsos, y demás elementos
necesarios. Una vez allí, la situación variaba mucho. Si bien empleados, transportistas
y otros trabajadores podían moverse por la dársena con relativa libertad, entrar en el
edificio era algo muy diferente.
Para eso estaba él, como bien sabía. Su anillo era lo único que podía abrir esas
puertas.
—Hemos hackeado parte del sistema de seguridad del edificio, que no es tan
perfecto como quieren hacer creer. No podemos eliminar imágenes, pero sí retrasar
las cámaras y desviarlas allí donde sea necesario. Pero nos es totalmente imposible
abrir las puertas —le había explicado la madre Martino.
Dejaron el furgón lo más cerca posible de la entrada. Los cinco llevaban el
uniforme de una empresa de mensajería, que además empleaba furgones similares al
suyo, con el mismo logotipo. Se aprovecharon también de que la dársena estaba casi
completamente vacía.
Por supuesto, el plan no era entrar por la puerta principal, por donde pasaba todo
el equipo de gran tamaño. Había varios accesos secundarios, que daban a otras zonas
del edificio y que habitualmente usaban los empleados de la empresa para su ir y
venir.
En el hackeo habían obtenido también los planos del inmueble. Había sido con
diferencia la parte más complicada y había requerido enormes recursos, pero eso les

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permitía escoger la puerta que les llevaría al laboratorio correcto.
Sor Isabel abrió la primera puerta. El señor Wagner no pudo evitar recordar la
otra puerta en lo más alto de la torre, la que Marlowe había atribuido a Rodin, y sintió
aprensión.
El anillo cumplió. Pasaron.
—Tenemos unos sesenta segundos —dijo el hermano Luis.
Todos empuñaron sus armas. Pequeñas pistolas de mano. No deberían ser
necesarias, pensó, pero por lo visto las monjas no opinaban lo mismo.
No tuvieron problema, la segunda puerta se abrió también y no tardó en cerrarse.
Pero lo que había al otro lado era una intersección en la que confluían tres
pasillos. Uno arrancaba directamente delante de ellos y los otros dos a ambos lados,
como a unos cuarenta y cinco grados.
—Esto está mal —dijo sor Teresa, que era la encargada del plano—. Aquí debería
haber una sala grande.
—¿Nos hemos confundido de nivel? —preguntó la madre Martino.
Sor Teresa hizo algunas comprobaciones en su móvil.
—No, este es el plano que en principio corresponde a este nivel. Pero no, esta
intersección no aparece en ninguna parte.
Los pasillos eran bien anchos. Como carreteras de cuatro carriles, aunque en
miniatura. En algunos tramos se veían despejados, mientras que en otros estaban
llenos de cajas apiladas. A lo largo del techo las luces iluminaban el espacio, aunque
algunas parpadeaban como si estuviesen estropeadas. Olía incluso un poco a
humedad, como si hubiesen entrado en una fábrica abandonada hacía mucho tiempo.
En varios puntos incluso se apreciaba corrosión. ¿Y aquello de allí era una gotera?
—Es una trampa —dijo la madre Martino, expresando lo que todos estaban
pensando. De inmediato se dio la vuelta e intentó abrir la puerta. No lo logró—. No
se abre.
—Pero… —murmuró el señor Wagner.
La madre Martino no dejaba de mirar a la puerta.
—En algún momento Marlowe habrá descubierto nuestra presencia aquí. Por
muchas medidas que hayamos tomado, es evidente que no podíamos entrar en una
instalación así sin que nos descubrieran. Pero confiábamos en el factor sorpresa y
poder avanzar sin problemas durante unos minutos.
Miró al suelo.
—Muchas hermanas trabajaron lo indecible para conseguir estos planos. Y han
resultado ser parte de una trampa. —Alzó la vista—. No hay mal que por bien no
venga. Han quemado las naves por nosotros. Ahora, pase lo que pase, solo nos queda
avanzar.
De pronto se oyeron unos golpes. Fuertes pero distantes.
—¿Qué es eso? —preguntó sor Isabel.
—Suena como un animal corriendo. Por el pasillo de la derecha. Se acercan —

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dijo sor Teresa.
—Salgamos de aquí —ordenó la madre Martino—. A la izquierda.
Echaron a correr tan rápido como pudieron. El señor Wagner se quedó algo
rezagado, porque el esfuerzo le estaba matando. ¿Cómo podía haber un animal allí
abajo? ¿Qué tamaño tendría para hacer tanto ruido? ¿Qué eran esos pasillos?
Los golpes se repetían a un ritmo regular, imperturbable, sin acelerarse ni
demorarse. Fuera lo que fuese lo que lo estuviese produciendo, tenía un objetivo
concreto y se dirigía a él sin vacilar.
Se oyó un eco mayor. El animal había llegado a la intersección. Casi de inmediato
los golpes empezaron a resonar en el pasillo por el que corrían. Los demás iban unos
metros por delante del señor Wagner. Sintió el corazón palpitando con fuerza en el
pecho, como si fuese a escapar en cualquier momento. El ruido era cada vez más
cercano.
Se volvió para mirar.
La criatura no era un animal, pero tampoco era exactamente humana. Se trataba
de una especie de cruce infernal, una figura humanoide que podía correr a cuatro
patas. Una musculatura potente le permitía avanzar a grandes zancadas. Los ojos eran
feroces y directos, con una mirada de odio concentrada en él, mientras que las fauces,
llenas de dientes, soltaban una baba verdosa que se agitaba con los movimientos.
Lo tenía a unos pocos metros.
Por primera vez en su vida el señor Wagner sintió auténtico miedo y en ese
momento comprendió la diferencia entre el estrés y el terror que lo atenazaba.
Cualquier situación fuera de lo común podía lanzar a un ser humano a un frenesí de
adrenalina en el que el cuerpo se preparaba para huir o luchar, ya fuera ante una
crítica del jefe, un problema en el tráfico o un simple mal capítulo de tu serie de
televisión favorita. Era una respuesta falsa del cuerpo, porque no había nada de lo que
huir, ningún peligro físico real al que enfrentarse.
Eso era totalmente diferente. Jamás se había encontrado ante un animal salvaje, ni
siquiera un perro con malas pulgas. Algún ser humano malcarado, algún insulto
ocasional, pero nada parecido a la bestialidad de este ser. Los videojuegos no le
habían preparado para el horror absoluto de enfrentarse a un engendro de pesadilla,
un monstruo feroz que venía a por él dispuesto a partirle el espinazo en dos para
luego devorarle las entrañas.
Y también supo en ese momento que un hombre como él, en realidad, no
respondía al estímulo de luchar o huir. Un hombre como él tropezaba con sus propios
pies, trastabillaba, se volvía para mirar la pesadilla que se acercaba y se quedaba
totalmente paralizado.
El monstruo estaba a unos pocos metros. Distinguió el blanco de sus ojos, que en
realidad era amarillo.
Dos disparos.
El monstruo siguió avanzando por la inercia, pero sus miembros se abrieron

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descontroladamente y chocó contra cajas y paredes. El señor Wagner vio con claridad
los dos agujeros en el cráneo. Vio las garras afiladas en las que antes no se había
fijado, absorto en los dientes. Vio la sangre que comenzaba a salir de los pozos que
tenía en la cabeza. Dos disparos más, para rematarlo por si acaso.
Se volvió y descubrió a sor Isabel con la pistola todavía en la mano.
—Es munición especial. Explosiva —le explicó ella, y le ofreció la mano para
levantarse.
Apenas se habían dado la vuelta para volver a correr cuando resonaron nuevos
golpes. Más, venían más.
El final del pasillo dio paso a una sala grande, más bien rectangular, con puertas y
recovecos en las paredes.
—Supongo que esto tampoco saldrá en los planos —dijo la madre Martino. No
era del todo una afirmación.
—No —dijo sor Teresa—. No aparece nada de esto. Pero tampoco comprendo
cómo puede estar todo esto aquí abajo.
La madre Martino suspiró, consciente de haber caído en una trampa que debería
haberle sido evidente. Pensó en todos los esfuerzos invertidos, los meses de largas
preparaciones. Y, al final, todo era falso.
Pero la misión seguía siendo lo que contaba.
—Da igual —dijo—. El laboratorio tiene que estar por aquí. Mantengamos esta
esperanza. Todavía puede salir algo bueno de todo esto.
Los golpes eran todavía lejanos. El señor Wagner los oía apoyado en la pared,
respirando agitadamente, intentando ajustar lo que acababa de ver con el mundo que
conocía. Logró hablar.
—¿Qué eran esas cosas?
—Ni idea —dijo la madre Martino—. Es la primera vez que sabemos de algo así.
—¿Demonios? —apuntó sor Teresa con sorna. Nadie le vio la gracia.
La madre Martino levantó una mano.
—Tenemos que seguir. El señor Wagner es el importante, hay que intentar llevarle
hasta el anillo. —Repasó las paredes con la mirada—. Por ahí —indicó, señalando al
pasillo que parecía más despejado.
Primero oyeron a la bestia saltar, luego el grito de agonía de sor Teresa. Todos se
volvieron para mirar y todos la vieron con el pecho abierto, mientras un ser de
pesadilla le devoraba las entrañas. Había estado oculto en lo alto de un montón de
cajas, sin hacer el menor ruido, esperando el momento justo.
La bestia los observó. Con paciencia, con tranquilidad, como si primero estuviese
dispuesto a disfrutar de su festín antes de continuar con la persecución. Bajo esa
atenta mirada desde una cabeza que periódicamente bajaba para dar otro bocado,
todos corrieron hacia el pasillo indicado antes.
Al avanzar por el corredor oyeron que los pasos de fondo entraban en la sala y se
detenían. Sin duda, la bestia o bestias habían decidido detenerse para dar cuenta de la

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pobre sor Teresa. Pero en cualquier caso, acababan de demostrar que estaban lejos de
ser animales irracionales. Podían ser sutiles, pacientes y planificar su ataque. Si
hacían ruido era porque querían.
Siguieron corriendo.
Ahora todo era una fuente potencial de peligro. Cualquier recodo podía esconder
a uno de esos seres.
—Tome —le dijo la madre Martino, ofreciéndole una pistola—. Es fácil, solo hay
que apretar el gatillo.
Un arma de verdad, pensó el señor Wagner. Qué extraña sensación, tener un arma
en las manos y sentir su peso real. Se parecía tanto al videojuego… Solo que ahora
mismo únicamente sentía terror. En el mundo de la realidad fingida era un hombre
valiente y sádico. En la vida real solo podía considerarse un hombrecito patético que
corría por su vida.
Otra intersección. A la derecha ahora.
Mientras la cruzaban, una de las bestias surgió desde la izquierda y atrapó el
brazo de sor Isabel. Esta intentó disparar con la mano derecha, pero no logró apuntar
correctamente. El monstruo le agarró la muñeca, reteniéndosela, y la contempló. La
mujer se debatía contra la bestia.
Disparos.
Era la madre Martino, que había alcanzado al monstruo. Este soltó de inmediato a
sor Isabel, pero demasiado tarde: en ese momento aparecieron otras dos criaturas que
atacaron inmediatamente a la mujer.
La madre Martino agarró el brazo del señor Wagner y tiró de él obligándole a
correr por el pasillo, a pesar de que el hombre apenas podía controlar las piernas. El
hermano Luis iba en la retaguardia, protegiendo al mermado grupo.
Para entonces las luces ya parpadeaban abiertamente e incluso había charcos en el
suelo. Las cajas se apilaban en desorden, se veían sillas tiradas y cristales rotos.
Como una estación de investigación abandonada a toda prisa. Bien podían estar en
otro mundo.
El señor Wagner sintió que algo caliente le recorría la pernera del pantalón. Se
había orinado encima de puro miedo. De forma incongruente, lo único que sintió fue
vergüenza ante la idea de que los otros le viesen en semejante estado. Era realmente
extraño el funcionamiento de la mente humana: le perseguían monstruos surgidos de
la mente de un demente y lo que sentía era vergüenza por haber cometido una
transgresión social.
Otra sala se abría al frente.
En medio de la estancia había un arma. Una ametralladora. Por supuesto era una
broma, alguien estaba jugando con ellos. Marlowe, el Adversario o quien fuese, tenía
un retorcido sentido del humor. Quería que los ratones tuviesen una remota
posibilidad frente a los gatos.
No se detuvieron. Al pasar, el hermano Luis se arriesgó a agarrar la

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ametralladora, la levantó y la examinó mientras corría.
—Está a medio cargar —gritó.
Otra sala. Algo más pequeña. Como habían hecho antes, la atravesaron corriendo.
O más bien lo intentaron.
Fueron cinco, que saltaron a la vez. Con una rapidez casi sobrenatural, el
hermano Luis les apuntó con la ametralladora y disparó. Sobre su cabeza cayó una
lluvia de sangre mientras movía el arma de un lado a otro, acribillando los cuerpos.
—Corred —gritó.
La madre Martino volvió a tirar del señor Wagner y lo guio por un pasillo lateral.
Oyeron que en la sala entraban más monstruos. Oyeron disparos. Y, finalmente,
oyeron los gritos de agonía del hermano Luis.
Al fondo del pasillo se veía una puerta cerrada sobre la cual destacaba una señal
luminosa que simplemente decía «Laboratorio 6». El señor Wagner no podía creerlo.
Era totalmente imposible que tras dar vueltas aleatorias por ese laberinto hubiesen
llegado a su destino. Por otra parte, después de lo que había visto, ¿qué se podía
afirmar sobre las imposibilidades?
Salieron de un hueco en la pared. Eran dos y embistieron con todas sus fuerzas. El
señor Wagner salió despedido contra el muro y, tras chocar con las cajas, se quedó
tendido. En la caída soltó la pistola, que acabó demasiado lejos. Sentía un horrible
dolor en el pecho. Probablemente se hubiese roto una costilla.
La madre Martino disparó, pero solo alcanzó a una de las bestias.
—Siga, siga —gritó.
El señor Wagner miró horrorizado la escena. El monstruo retenía a la madre
Martino por el cuello, mientras ella disparaba, incapaz de acertar.
Wagner volvió la vista al otro lado y vio la puerta del laboratorio. Qué cerca
estaba… Intentó arrastrarse, pero el dolor era insoportable y el agotamiento apenas le
permitía sostenerse.
Oyó que algo se desgarraba. La bestia había roto el cuello de la madre Martino,
pero ni se molestó en devorar el cadáver. Con la misma mirada de furia animal,
volvió la cabeza hacia Wagner. Este intentó ponerse en pie.
Al instante tuvo al monstruo al lado y el engendro no vaciló en lanzar un brazo
contra él. Sintió que las garras le herían el hombro y luego le recorrían el pecho. Las
heridas eran profundas y el impacto lo derribó hacia atrás.
La bestia lo observaba con deliberación e inteligencia.
Frenéticamente, el señor Wagner tanteó el suelo y encontró algo. Lo agarró casi
sin pensar y se lo puso delante.
¿Una sierra mecánica?
¿Pero…?
Ahora la bestia lo miraba como desafiándole. ¿Te atreverás? ¿Tendrás fuerza para
arrancarla? ¿De verdad vas a demostrar que eres algo más que un pelele patético? ¿Te
resistirás?

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Y saltó contra él.
Sin pensar, el señor Wagner tiró del cordón y la máquina se puso en marcha.
Sintió el ruido mecánico, sintió la presión de la carne al ser cercenada, sintió el calor
de la sangre salpicándole la cara y el pecho mientras los dientes de metal cortaban la
carne de la bestia, sintió el peso del cuerpo que cayó sobre él y lo atrapó contra el
suelo.
Tuvo que recurrir a todas sus fuerzas para quitárselo de encima. Se arrastró de
debajo y se acercó a una pared, donde se recostó. Ya no le importaba nada, no le
importaba que apareciese otro monstruo y le destrozara la garganta. Tenía que
descansar un segundo.
El dolor del pecho era una tortura insoportable. También parecía estar perdiendo
mucha sangre. Temía desmayarse en cualquier momento, así que hizo lo posible por
no mirar sus heridas, aunque tenía la impresión de que le faltaba parte del hombro.
Jadeó recostado contra la pared. Lloró de miedo y frustración. Pensó en las
personas que había visto morir, personas que no conocía de nada, personas que le
habían contado un cuento increíble, personas que le habían llevado hasta allí. Y que
habían muerto precisamente para conducirlo hasta esa puerta.
¿Ahora debía creer o descreer? Menuda pregunta. Todas las dudas se habían
desvanecido y ahora creía a pies juntillas. No necesariamente lo que le habían dicho,
pero estaba claro que Marlowe era un ser malvado con una mente retorcida. En el
mejor de los casos había fabricado en el laboratorio unos seres demenciales que eran
monstruos en toda regla. Los había visto matar sin vacilar.
Y él, el señor Wagner, le había construido el arma definitiva. Le había dado la
llave para destruir el mundo y Marlowe podía usarla en cualquier momento.
Miró a su izquierda y vio que la puerta estaba a apenas un metro de él. A su
derecha oía los golpes resonando por los pasillos, más bestias que se acercaban. Eran
como los mutantes de su juego, pensó. Lástima que él no fuese un guerrero virtual.
Bien, en este punto tenía que elegir. O conseguía llegar a la puerta o se dejaba
devorar por esas bestias. Daba la impresión de que iba a morir igualmente, así que
bien podía intentar ser un héroe al final. Procurar que la madre Martino y sus
compañeras no hubiesen muerto en vano.
Se puso en pie y avanzó apoyando una mano en la pared. Observó que iba
dejando un rastro de sangre. Qué adecuado, pensó.
Tomó el pomo. Se apoyó en él un momento. Dios, el dolor era insoportable.
Abrió la puerta.
Pasó.

Era como haber cambiado de escenario o de nivel. Aquí todo estaba limpio y
ordenado, sin corrosión, sin charcos, sin goteras. Tampoco había cajas aleatoriamente
apiladas sin sentido contra las paredes. Era el laboratorio preciso y eficiente que
recordaba.

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Se detuvo un segundo y prestó atención. El silencio era absoluto. No se oían los
golpes de las bestias devoradoras. No pertenecen a este lugar, pensó. De alguna
forma, eran monstruos que habían quedado atrás. No sabía con qué peligro se
encontraría aquí, pero sería diferente.
Se dio la vuelta y tocó la manija de la puerta. Por supuesto, cerrada, imposible de
abrir.
Bien, no podía perder el tiempo. No sabía cuánto tiempo más podría aguantar.
El anillo estaba justo delante, junto a la consola de control, zumbando
tranquilamente. Estaba activado, funcionando con normalidad como era de esperar.
Ahora mismo estaría extrayendo una cantidad normal de energía del otro universo.
No le asombró que no hubiese nadie allí, ya nada le podía sorprender a estas alturas.
Por supuesto, la obra exigía un único actor, y ese era él.
Se acercó.
Le separaban unos pocos metros, pero fue el trayecto más dolorosamente agónico
de su existencia, tanto que bien podría haber sido una distancia infinita. Había oído
que en momentos extremos como este la percepción del tiempo se dilataba, y así fue
para él. Pensó en su infancia, en su disfrute de la naturaleza, en el deleite que sentía al
aprender. Pensó en los innumerables libros que había leído cuando era niño, en los
incontables vídeos que había visto, cada uno revelando un detalle del mundo natural
que antes desconocía. Pensó en su primer juego de química, con aquellos
sorpendentes productos, los tubos de ensayo limpios, en las mezclas maravillosas que
podían hacerse…, pronto había tirado el manual y se había dedicado a experimentar
por sí mismo. Recordó la vez que había construido un dinamómetro para competir
con un compañero de clase. La primera vez que vio la luna a través de un
telescopio…
Pensó en el teorema fundamental de la aritmética, su preferido. La fascinante
teoría de números, con su cornucopia de complejidades ocultas en la aparente
sencillez de los números naturales.
Y todo para esto. Para acabar arrastrándose, ensangrentado, herido, agotado,
derrotado, como un esclavo encadenado a su molino, un arma inconcebible que, sin
embargo, él mismo había concebido.
Arrastraba un pie. ¿También se había hecho daño? Era posible. Con tanta
confusión era difícil saber dónde estaba herido. Debía darse prisa.
Llegó a la consola.
Sabía exactamente lo que tenía que hacer. De niño, estando de visita en un museo
científico, llegó hasta un enorme peso colgado del techo, una enorme masa de metal.
La idea de la experiencia era lograr que el peso se moviese tirando de él con una
cuerdecita que al extremo llevaba atado un pequeño imán. Se fijaba el imán y había
que dar pequeños tirones a la cuerda, tan sutiles que no lograsen separar el imán de la
masa de hierro, pero que, sin embargo, fuesen impartiendo una mínima cantidad de
movimiento al enorme cilindro. Así, tirando repetidamente, se lograba que la masa se

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moviese, oscilando cada vez más, hasta convertirla en un péndulo.
A esos efectos, el agujero de gusano era muy similar. Mientras la energía que
pasase por él fuese constante, seguiría funcionando sin más. Pero si introducía
pequeñas variaciones periódicas, incrementos y decrementos en secuencia, lograría
que el espaciotiempo en el interior del agujero comenzase a oscilar. Poco a poco, la
estructura no podría soportar esas tensiones y acabaría desmoronándose sobre sí
misma. El proceso destruiría los hipercubos, el anillo, el agujero de gusano y
prácticamente todo el laboratorio. La torre probablemente aguantaría, pero la
radiación emitida por la muerte del agujero de gusano destruiría toda la electrónica en
varias plantas, con suerte eliminando todo rastro de la receta para construir otro igual.
Tenía que confiar en que bastaría con eso.
Tecleó todo lo rápido que pudo. Tampoco podía excederse. No veía bien y se
mareaba con facilidad. Tenía que asegurarse de que introducía el programa correcto.
Mientras lo hacía, iba comprobando las simulaciones para asegurarse de obtener el
resultado deseado.
—Hecho. Ya está.
Las medidas indicaban que el agujero de gusano había empezado a oscilar.
Violentos flujos de energía lo recorrían de un extremo al otro. Pronto empezaría a
retorcerse sobre sí mismo, tirando de sus extremos, hasta arrancar sus anclajes en
ambos universos. Pero el flujo energético no se detendría. Si había calculado
correctamente, los daños se limitarían a una pequeña zona del laboratorio, convertida
en un foco de radiación que alguien tendría que limpiar.
Sí, evidentemente todo podía empezarse de nuevo. Pero la madre Martino le
había asegurado que esta estaba lejos de ser una victoria pírrica. Marlowe, el
Adversario, tendría que retroceder, iniciar su plan lentamente. Era posible que
ganasen tiempo suficiente para contraatacar en condiciones.
—Está hecho —repitió.
Se alejó lentamente de la consola. Oía el ligero crujido del anillo que se resistía
bajo los tirones del agujero de gusano. El hipercubo relucía al interaccionar con el
universo de energía positiva. Pronto se lo tragaría el agujero de gusano.

—¿Qué ha hecho, señor Wagner?


Se volvió para ver a Marlowe… al Adversario de pie a unos pocos metros.
Parecía estar totalmente sereno, vestido como siempre, con su perilla y sus sienes
entrecanas, mirándolo con atención, como si aguardase con interés la respuesta.
El señor Wagner vaciló un momento. Sintió debilidad en las rodillas y por un
instante pensó que iba a desmoronarse definitivamente. Echó una mano atrás y se
apoyó en la pesada mesa de la consola. El dolor del pecho era un suplicio.
—He acabado con sus planes, Marlowe. He destruido la máquina.
El Adversario sonrió.
—No le he preguntado qué cree haber hecho, señor Wagner. Quería saber si era

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consciente de lo que ha hecho.
El señor Wagner se sintió desconcertado. ¿Lo que creía haber hecho? ¿Se había
equivocado? Evaluó mentalmente el modelo. No, todo parecía correcto. Había
repasado los cálculos durante horas y los sistemas de control no habían apreciado
ningún error. No, con toda seguridad había provocado la destrucción del dispositivo.
El Adversario se volvió hacia el anillo. Una vez más, su figura, de tamaño
humano, parecía ser mucho mayor, casi comparable al propio anillo. Su presencia
dominaba el cavernoso espacio subterráneo en el que se encontraban.
—Su intención es hacer que el agujero de gusano sufra tensiones tan enormes que
acabe destruyendo el dispositivo. Cree que eso me retrasará lo suficiente. Lo
suficiente para qué, no me queda claro, pero la esperanza siempre permanece ajena a
esos detalles baladíes. —El Adversario no parecía preocupado.
Se volvió hacia el señor Wagner.
—Es usted un hombre inteligente, señor Wagner, no cabe duda. No es tan listo
como se cree, es verdad, pero sí lo suficiente para pensar sobre lo que está
ocurriendo. ¿Realmente cree que soy un villano de película, que permite al héroe
entrar en su laboratorio para detenerlo antes de poner en marcha sus planes? Podría
haber activado esta máquina en cualquier momento. ¿A qué cree que esperaba?
El señor Wagner miró a su alrededor. Era absolutamente imposible distinguir las
paredes. En ese momento, la única zona iluminada era el espacio que rodeaba el
anillo, donde se encontraban él y el Adversario, como dos torres enfrentadas. Pero
empezaba a sospechar que él mismo no era más que un peón. Y ni siquiera estaba
seguro del color.
—Quería que hiciese justo lo que acabo de hacer —aventuró el señor Wagner.
De pronto, esa sonrisa de júbilo, de puro deleite ante el plan bien ejecutado. Por
primera vez el señor Wagner apreció el matiz siniestro de esa sonrisa, lo que tenía de
elegancia despiadada, de feroz alegría. Recordó la mirada de los ojos amarillos.
—¡Efectivamente, señor Wagner! Me alegro de que haya comprendido al fin.
Sabía que no me equivocaba con usted.
Se acercó unos pasos. Instintivamente el científico se echó atrás. Apenas podía
sostenerse.
—Su presencia resultaba indispensable, señor Wagner. No para descubrir cómo
mantener esta máquina abierta, lo cual era una trivialidad. Cierto, la física humana
todavía no había combinado esos elementos, pero no hay nada como un anillo —dijo,
señalando al que el señor Wagner llevaba en el dedo— enviando información a un
cerebro humano para lograr resultados. No dudo de que con el tiempo habría llegado
usted a la misma solución, pero eso realmente no importaba. Esa parte se podía
acelerar.
El señor Wagner se llevó la mano frente a los ojos.
—No, no, no piense mal. O al menos, no muy mal. Hace también todo lo que le
dije: mantiene su estado de salud y, como ha comprobado, le permite el acceso al

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laboratorio. Pero también mejora algunos aspectos cognitivos, hace insinuaciones
sobre ideas, además de comprobar y registrar continuamente el estado de su cerebro.
Es una de sus facultades más asombrosas: a estas alturas, ese anillo sabe ser usted,
señor Wagner. El anillo ha capturado su alma. La ha capturado para mí.
Un paso más. El señor Wagner chocó contra la consola.
—Le aseguro que no me impulsa la maldad en sí, señor Wagner. Pero admita que
hay algo grandioso en todo esto —dijo mientras movía la mano para señalar el anillo.
Marlowe había querido que todo esto sucediese. Le había permitido acceso total
al laboratorio. Las medidas de seguridad habían sido las justas para acabar con el
comando de la Iglesia, pero no con él. Él había podido llegar hasta la guarida del
dragón para cumplir con su parte en ese plan siniestro.
Había activado la máquina.
La había programado para destruirse.
Y eso era…
Una expresión de horror se adueñó de su cara. Se había creído tan inteligente…,
había disfrutado de la brillantez de su plan, había creído que la victoria no solo sería
suya, sino que además sería fácil.
El orgullo le había impedido pensar dos veces.
—Ese era el plan —dijo el Adversario con la misma sonrisa de depredador—.
Usted debía activar la máquina. Debía hacerlo por las razones por las que lo ha
hecho: de buenas intenciones está engalanada esta victoria. Y la máquina será
destruida. Pero antes de morir nos dejará un magnífico regalo. Se creía usted
matadragones, señor Wagner, y lo que ha hecho es provocar el nacimiento del más
espléndido dragón de todos.
Una vez más repasó todo lo que sabía de la máquina. El agujero de gusano se
retorcería sobre sí mismo, lo que causaría su destrucción. Se llevaría con él buena
parte del laboratorio mientras emitía radiación. Pero…
¿Qué sucedería justo antes?
Durante una fracción de segundo el puente seguiría abierto mientras sus entrañas
se retorcerían bajo tensiones y densidades cada vez mayores. Esas densidades… si la
disposición era la correcta, como sin duda lo era, crearían…
—Un agujero negro —dijo con voz débil.
—Un verdadero huevo de dragón —precisó el Adversario—. Que de inmediato se
hundirá en las profundidades ignotas de la Tierra. Será, irónicamente, una segunda
caída. Llegará al núcleo, donde de inmediato se pondrá a devorar el mundo desde
dentro. Ad ovo…
El señor Wagner se volvió de inmediato hacia la consola. Si actuaba rápido, quizá
podría modificar el flujo de energía y…
La consola no respondía de ninguna forma.
—¿Siente ya cómo se agita el anillo? El momento de la creación está llegando.
Pronto…

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El anillo se retorció sobre sí mismo. Fue reduciéndose progresivamente a medida
que la contracción interna del espaciotiempo se lo tragaba. Más o menos al mismo
tiempo, la radiación atravesó el laboratorio dando de lleno contra el señor Wagner,
quien sintió la carne arder por dentro. Casi podía notar cómo le fallaban los órganos.
Cayó al suelo sin aliento y apenas pudo ver cómo la máquina desaparecía por
completo y un estruendo enorme rompía el suelo, sin sentir ya el dolor del pecho y el
hombro; tenía padecimientos más importantes de los que preocuparse. Creyó sentir el
tirón del agujero negro que acababa de iniciar su camino hacia el centro de la Tierra.
Y allí acabaría definitivamente con el mundo. Lejos de matar al dragón, lo había
liberado.
La muerte era el justo castigo. Era lo que merecía.
Antes de morir, lo último que oyó fue la voz del Adversario.
—Una cosa más. Nuestros contratos, señor Wagner, se extienden más allá de la
muerte.
—Pero la Tierra sigue ahí.
—Efectivamente —respondió el Adversario—, y así será durante mucho tiempo.
—Pero creía…
—¿Que el plan consistía en destruir la Tierra? Por supuesto, así es. Pero no se
trata de destruir a la humanidad. Al menos, no todavía. Por ahora, se trata de obligar a
la humanidad a salir de su planeta. Que se expanda por la galaxia, que colonice otros
mundos. El Apocalipsis tardará todavía unos años. Hay tiempo de sobra para todo
eso. La humanidad dispone, precisamente gracias a mis esfuerzos, de buena parte de
la tecnología que precisa. Y la Iglesia podrá prepararse debidamente.
El globo azul flotaba plácidamente. ¿Quién podría afirmar que se estaba librando
una guerra sin cuartel? ¿Quién sospecharía que el destino ya estaba totalmente
sellado? La Tierra moriría. No en ese momento. Algún día. Quizá pasasen
generaciones, pero moriría. Sin embargo, la humanidad persistiría y se extendería por
el universo.
Y así la victoria sería mayor.
Ganar en desigualdad de condiciones no tiene gracia.
—¿Ahora qué sucederá? —preguntó el señor Wagner.
El Adversario —impecablemente vestido con traje, camisa blanca, corbata roja;
con perilla y algunas canas en las patillas— cruzó la estancia y se situó junto a la
pequeña caja. Era un cubo de unos cinco centímetros de lado. Su exterior era de
madera exquisitamente trabajada y había sido tallado a partir de un bloque sólido.
Prestando atención, se podían apreciar tenues dibujos en su superficie, escenas que se
situaban en el mismo límite de lo comprensible, que parecían dispuestas a revelar sus
significados para luego retirar con brusquedad esa posibilidad, vacilando siempre,
jugando con la vista, burlándose de ella y del entendimiento meramente humano.
Sin embargo, lo realmente extraño era su interior.
Había sido ahuecada desde dentro, para dejar espacio a la maquinaria. Pero esta

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en sí no era más que una puerta que daba a otro espacio singular, muy lejos de la
Tierra y de su comprensión científica. Y en ese espacio lejano habitaba la consciencia
del señor Wagner, transferida allí momentos antes de su muerte. Era, literalmente, un
fantasma de otra dimensión, un ser que había transcendido hasta tal grado su
humanidad que para su antiguo mundo ya no era más que una simple voz que podía
surgir de ciento veinticinco centímetros cúbicos de madera.
El señor Wagner era consciente de lo que le sucedía. De hecho, había aceptado
sorprendentemente bien su nuevo estado. Había muerto un cuerpo y ahora ocupaba
otro. Simplemente, este nuevo cuerpo era mucho menos móvil que el anterior. A
cambio, no obstante, su mente podía expandirse por el espacio y el tiempo de manera
casi ilimitada. No es que pudiese hacer gran cosa con ese poder. Era más la
satisfacción de su curiosidad. En cierta forma, el Adversario había cumplido su parte
del trato. Ni riquezas ni fama, pero sí el conocimiento absoluto. O, al menos, un
conocimiento tan absoluto como podía existir en el universo puramente material.
De este modo podría ver el final de la partida.
—¿Qué sucederá ahora? —La pregunta sonaba portentosa en su mente remota,
pero surgió de la caja con una mundanidad ciertamente irónica.
—Pronto revelaré mi existencia. Signos, portentos y demás… ya sabe, lo habitual.
Todo quedará claro y evidente, la humanidad aceptará su situación. Una religión
concreta se revelará como verdadera. Y las demás… bien, cada uno lidiará como
pueda con su versión de los hechos. Luego tendré que esperar durante un tiempo.
Moveré alguna pieza aquí y allá. Él moverá alguna por su lado. Tendremos un
periodo de paz.
El señor Wagner meditó durante un rato. Le resultaba difícil decir cuánto. Su
medida interna del tiempo parecía diferir de la del mundo tablero. Bien podría ocurrir
que lo que para él eran segundos fuesen minutos allá fuera. El Adversario era un
individuo con una paciencia portentosa y aguardaba sin problema.
—¿Por qué? —fue lo único que logró decir.
—Me decepciona usted, señor Wagner. ¿De verdad esa es la única pregunta que
se le ocurre? ¿No conoce la fábula de la rana y el escorpión? Pues yo soy el escorpión
en esa historia. Pero observe que la narración no tendría sentido sin la presencia de
personajes tan diferentes. Si uno no estuviese dispuesto a confiar, si el otro no
estuviese siempre preparado para traicionar, no habría narración ni historia ni juego.
Mi naturaleza es exactamente la que es. Todos desempeñamos nuestro papel en esta
obra y nadie puede escapar al suyo, ni siquiera yo, el Adversario.
El señor Wagner meditó unos segundos.
—Entonces, ¿así termina todo? ¿Con un…? ¿Con qué?
El señor Wagner, en su estado actual, en el interior de una caja cúbica que estaba
dentro del mundo pero que realmente no era del mundo, no veía en el sentido
convencional. Apreciaba la realidad de forma más directa, más total, sin distinguir
realmente entre una sensación u otra. Es más, estaba convencido de que sentía cosas

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que nunca antes había experimentado, que percibía aspectos del mundo que antes le
habían estado totalmente vedados. Al principio la amalgama había sido confusa, para
luego solidificarse en la comprensión total y definida de que disfrutaba ahora. No vio
al Adversario sonreír, más bien lo percibió, de la misma forma que percibía la caída
de las hojas o el movimiento de las galaxias.
La verdad, el Adversario había cumplido con creces al menos una parte de lo
prometido.
El Adversario, todavía sonriendo, se acercó a la enorme ventana que daba a la
Tierra. El plácido mundo condenado flotaba ante ellos. Tan delicado en la distancia,
tan tranquilo. Tan muerto ya, como muerto había estado siempre. Como muerto está
ya el día desde que amanece y la noche desde que se hunde el sol.
—El mundo termina, señor Wagner —dijo el Adversario lentamente, sosteniendo
las manos a la espalda, sin apartar la vista del planeta al que acababa de derrotar—,
como terminan siempre los mundos: con una historia. En mi caso, ha sucedido en
muchas ocasiones. Hay innumerables narraciones en las que soy el antagonista y en
ocasiones el protagonista. En una leyenda, por ejemplo, soy el padrino de un niño que
se convierte en médico. Mi intervención le indica cuándo un paciente sanará o
cuándo ha de morir. En algunas versiones, el doctor logra engañarme consiguiendo
todo lo que quiere. En otras no me dejo confundir, por ser más viejo y por tanto más
sabio. Unas veces gana el ingenio humano; otras, gana la estupidez de retarse
conmigo. En algunos relatos, ofrezco fortunas inconcebibles por un premio baladí. En
otras, las mañas de un Odiseo moderno me contienen. A veces, en la misma narración
soy el villano y la víctima.
Hizo una pausa como si contemplase un lugar lejano.
—Ahora le tocará a usted también, señor Wagner. Esto que hemos pasado se
convertirá en leyenda y se contará millones de veces bajo millones de soles
diferentes. Los detalles cambiarán, evidentemente. En unas versiones, el proyecto
Marlowe será un dragón al que usted logrará vencer. En otras, la madre Martino y sus
malogradas compañeras vivirán para contar su historia. La Tierra siempre morirá,
porque será el hecho que precise explicación, cuya resolución se exige de la leyenda.
En algunos casos, el ingenio humano, representado por usted, señor Wagner, se alzará
orgulloso; en otras, el destino inexorable de la humanidad, también representado por
usted, señor Wagner, caerá frente al Adversario.
Una sonrisa.
—Será usted más famoso de lo que lo habrá sido ninguna otra persona en la
historia de la humanidad. No siempre le llamarán por su nombre, de igual forma que
en las historias que se cuentan sobre mí mis nombres son legión. Eso es lo de menos,
porque será siempre usted el referente último.
Miró directamente a la caja y cruzó las manos a la espalda.
—No diga, señor Wagner, que yo no cumplo mis tratos. —El Adversario volvió a
sonreír—. Incluso es posible que en el futuro se hable de una pequeña caja de madera

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en la que habita un genio inmortal poseedor de insuperables conocimientos sobre el
espacio y el tiempo. Una cajita que aparece, desaparece durante años y vuelve a
aparecer al otro lado del universo. Una cajita capaz de revelar cualquier misterio
siempre que la pregunta se realice de la forma adecuada.
Y el señor Wagner se dio al fin por satisfecho.

FIN

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