La Tragedia Del Congo

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I

George W. Williams, Roger Casement,


Arthur Conan Doyle y Mark Twain

George W. Williams (1849-1891), clérigo, his­


toriador y periodista, fue el primer negro en
ser elegido para formar parte de la Asamblea
Legislativa de Ohio, el primer gran historia­
dor americano de raza negra, y el primero en
llamar la atención del mundo hacia la crueldad
del gobierno colonial belga en África.
Roger Casement (1864-1916), diplomático
irlandés, gran defensor del Congo y de los
indios peruanos. Acabó sus días como antiim­
perialista convencido y nacionalista irlandés,
siendo ejecutado por el gobierno británico.
Arthur Conan Doyle (1859-1930), mundial­
mente conocido por los relatos de Sherlock
Holmes, también escribió novelas históricas y
ensayos o artículos a favor de la presencia de
Inglaterra en África.
Mark Twain (183 5-1910)^1 famoso escritor
norteamericano, era un antiimperialista y pro­
gresista con unos puntos de vista muy claros
sobre la política de su tiempo, lo que lo llevó
a escribir artículos y obras muy críticas, como
este soliloquio.
Fotografía deportada: Nativos prisioner<|
Boma, Congo. 1905.
LA TRAGEDIA
DEL CONGO
G. W. Williams, Roger Casement,
Arthur Conan Doyle, Mark Twain

EDICIONES DEL VIENTO


índice

Nota del editor 9

Carta al rey Leopoldo 13


G. W. WILLIAMS

Informe general del Sr. Casement al marqués de Lansdowne 29


ROGER CASEMENT

El crimen del Congo 207


ARTHUR CONAN DOYLE

Prefacio 209
Introducción ^ 213
1 De cómo se fundó el Estado Libre del Congo 217
11 El desarrollo del Estado del Congo 225
ni El funcionamiento del sistema 241
iv Las primeras consecuencias del sistema 247
v Más consecuencias del sistema 263
vi Voces desde las tinieblas 273
vil El informe del cónsul Casement 287
viii La comisión del rey Leopoldo y su informe 301
ix El Congo después de la comisión 325
x Algunos testimonios católicos sobre el Congo 337
xi Las pruebas hasta la fecha 343
xn La situación política 357
xiii Algunas disculpas del Estado del Congo 363
xiv Soluciones 369
Apéndice 373

El soliloquio del rey Leopoldo 377


MARK TWAIN
Nota del editor

Cuando en Ediciones del Viento iniciamos el proyecto de rescatar las


obras de los viajeros clásicos por el continente africano —que comen­
zamos con los viajes de Mungo Park, uno de nuestros libros más queri­
dos—, pronto nos encontramos con la controvertida figura de Stanley.
Desde su famoso encuentro con Livingstone a su experiencia como
explorador al servicio del rey Leopoldo n de Bélgica, había una trans­
formación sustancial. Lo que nos llevó a la terrib^ realidad de los crí­
menes cometidos en el Estado Libre del Congo, el territorio africano en
el que el rey Leopoldo sembró el terror.
Aquellos trágicos años dieron lugar a mucha literatura —quizá la
obra más conocida en la actualidad sea El corazón de las tinieblas, de
Joseph Conrad, que luego Coppola llevaría al cine, situando la acción
en Vietnam—, pero se echaba de menos la publicación de los escritos
oficiales que se manejaron en aquel momento, además de las denuncias
realizadas por los personajes más conocidos y carismáticos de la época.
El lector español no tenía acceso a las fuentes originales para conocer de
primera mano lo ocurrido en el Congo; por eso decidimos reunir los
cuatro documentos más importantes de aquellos años —que nunca
antes se habían traducido al español y que a nosotros nos parecen
imprescindibles— bajo el título de La tragedia del Congo.
El primero es la carta abierta que George Washington Williams le
escribió a Leopoldo de Bélgica en 1890. Resume en pocas palabras

9
Nota del editor

pero con asombrosa fuerza todos los males que acosaron al Congo, y
tiene el mérito de ser uno de los primeros documentos en denunciar
públicamente las fechorías de Leopoldo y además el de haber sido
escrito por un negro.
Williams era un afroamericano con mucha preparación y experien­
cia: había participado en la Guerra de Secesión, y luego estudió en la
Universidad, ejerció como clérigo, escribió varios libros de historia
y se dedicó a dar conferencias, entre otras muchas cosas. Llegó al
Congo con el plan de llevar negros norteamericanos a trabajar a Áfri­
ca; así recuperarían sus raíces y, a la vez, ayudarían al desarrollo de sus
hermanos más primitivos.
Cuando comprendió lo que allí estaba ocurriendo, no pudo conte­
nerse y publicó su carta en forma de panfleto. Aquello puso punto
final a todos sus planes: se le cerraron las puertas y se le dio la espalda.
Falleció prematuramente de tuberculosis, lo que supuso un gran ali­
vio para el Gobierno del Congo, ya que estaba escribiendo una exten­
sa obra sobre los abusos cometidos en el país.
Pero quizá el documento más importante fue el informe que el cón­
sul británico, Roger Casement, realizó sobre la situación en el Congo
en 1903. Constituye un documento histórico espeluznante y es, tal
vez, de los cuatro aquí incluidos, el texto que más impresionará al lec­
tor, por el tono oficial que lo impregna —lo cual le confiere gran vera­
cidad y realismo—, porque algunos comentarios positivos iniciales
recalcan su objetividad y porque nunca se deja llevar abiertamente
por la ira o el desprecio que la circunstancia merece. Precisamente eso
transmite mejor la sensación de impotencia, el dolor, la incredulidad
que sintió Casement ante todo lo presenciado. Es además un magnífi­
co libro de viajes.
El informe aún tardó en difundirse porque el rey belga sabía el daño
que podía hacerle semejante documento firmado nada más y nada
menos que por un cónsul británico. Hay que tener en cuenta que
Casement había viajado al Congo años antes, y estaba perfectamente
capacitado para observar los cambios que se habían producido con
la nueva administración. Cuando el texto por fin vio la luz, lo hizo
La tragedia del Congo

mutilado —sin nombres propios, tanto de personas como de lugares,


y sin algunos otros detalles— para disgusto de Casement. Nosotros
presentamos, por primera vez en español, el informe completo.
En tercer lugar hemos decidido incluir El crimen del Congo, de
Arthur Conan Doyle porque, a pesar de haberse publicado por pri­
mera vez en 1909, se trata del documento que abarca más tiempo y
que cuenta con un estilo más periodístico: nos explica de una manera
general todo lo ocurrido hasta entonces.
Conan Doyle se apuntó algo tarde a la Asociación para la Reforma
del Congo, pero cuando lo hizo se convirtió en uno de sus defensores
más convencidos e influyentes. Al publicarse El crimen del Congo, se
vendieron de inmediato miles de copias, se tradujo a distintos idiomas
y fue necesario reeditarlo en varias ocasiones. Los beneficios obteni­
dos con la venta del libro se utilizaron para ayudar a la Asociación. La
distribución masiva de la obra abrió los ojos a gran número de euro­
peos y americanos que seguían sin querer enterarse de lo que ocurría
en aquella parte del mundo.
Por último hemos traducido El soliloquio del rey Leopoldo, de
Mark Twain, publicado por primera vez en 1905, y que es totalmente
distinto a los escritos que lo preceden. Presenta, de manera caricaturi­
zada, la figura de un ser despótico y cruel que se enfrenta con sus
propios fantasmas. Uno de los personajes más funestos de la historia
de la colonización africana: Leopoldo 11 de Bélgica, el tirano.
Carta al rey Leopoldo
G. W. WILLIAMS
Mapa del Congo Belga editado por la Office de Publicité del rey Leopoldo n.
León de Moor, J. Lebége & Cíe, Bruselas r 896.
CARTA ABIERTA A SU SERENA MAJESTAD
LEOPOLDO II, REY DE LOS BELGAS Y SOBERANO
DEL ESTADO INDEPENDIENTE DEL CONGO,
ENVIADA POR EL CORONEL GEO. W. WILLIAMS,
DE LOS ESTADOS UNIDOS DE AMÉRICA EN 1890

Apreciado y buen amigo:

Tengo el honor de someter a la consideración de Vuestra Majestad


algunas reflexiones relacionadas con el Estado Independiente del
Congo, basadas en el estudio y la investigación detallados del país y
del carácter del gobierno personal que habéis establecido en el con­
tinente africano.
Para mí ha sido un placer aprovechar la oportunidad que se me con­
cedió el año pasado de visitar vuestro Estado en África; y ahora tengo
el desgarrador deber de hacer saber a Vuestra Majestad, de forma clara
aunque respetuosa, lo desilusionado, decepcionado y desalentado que
me he sentido. Todas las acusaciones que estoy a punto de presentar
contra el gobierno personal de Vuestra Majestad en el Congo han
sido cuidadosamente investigadas; se ha elaborado una lista exacta
de testigos capacitados y veraces, documentos, cartas, informes oficia­
les y fechas, que será depositada al cuidado del Ministro de Asuntos
Exteriores de Su Británica Majestad, hasta que se pueda crear una
Comisión Internacional con poder suficiente para convocar personas
y documentos, para tomar juramentos, y para dar fe de la verdad o
falsedad de dichas acusaciones.
Hubo ocasiones en las que d. henry m. Stanley envió a un hom­
bre blanco, acompañado de cuatro o cinco soldados zanzibaritas, a

1J
G. W. Williams

negociar tratados con los jefes nativos. El argumento principal era


que el corazón del hombre blanco se había cansado de las guerras y
de los rumores de guerra entre los distintos jefes, entre las distintas
aldeas; que el hombre blanco estaba en paz con su hermano negro y
deseaba “confederar todas las tribus africanas” para su defensa gene­
ral y el bienestar público. Todos los juegos de manos habían sido
cuidadosamente ensayados, y Stanley estaba preparado para lo que
tenía que hacer. En Londres había comprado cierto número de bate­
rías eléctricas que, al fijarlas en el brazo por debajo de la casaca, se
comunicaban con una cinta que pasaba por la palma de la mano del
hermano blanco, y cuando éste daba al hermano negro un cordial
apretón de manos, el hermano negro se quedaba muy sorprendido
ante la gran fuerza del hermano blanco, porque lo dejaba tamba­
leándose con sólo darle la mano de la fraternidad. Cuando el nativo
preguntaba acerca de la disparidad de fuerza entre su hermano blan­
co y él, se le decía que el hombre blanco era capaz de arrancar árbo­
les y realizar las más asombrosas demostraciones de fuerza. Después
venía el número de la lupa. El hermano blanco sacaba un cigarro del
bolsillo, de un mordisco le arrancaba la cabeza con aire despreocu­
pado, interponía la lupa entre el puro y el sol, y se lo fumaba com­
placido, para gran sorpresa y terror de su hermano negro. El hom­
bre blanco explicaba entonces su íntima relación con el sol y afir­
maba que, si le resultara necesario pedirle que quemara la aldea de
su hermano negro, éste la quemaría. El tercer número era el truco de
la bala. El hombre blanco cogía un arma de percusión, rasgaba el
extremo del papel que unía la pólvora a la bala, y metía la pólvora y
el papel en el arma, mientras deslizaba la bala en su manga izquier­
da. Sobre la boca del arma ponía un fulminante, y le pedía al her­
mano negro que se alejara unos diez metros y disparara contra su
hermano blanco para demostrar que éste era un espíritu y, por lo
tanto, resultaba imposible matarlo. Después de mucho rogárselo, el
hermano negro apuntaba al hermano blanco con el arma, apretaba el
gatillo, el arma se disparaba, el hombre blanco se encorvaba... ¡y se
sacaba la bala del zapato!

16
La tragedia del Congo

Con métodos como éstos, demasiado estúpidos y repugnantes como


para hablar de ellos, y unas cuantas cajas de ginebra, Vuestra Majestad
se ha convertido en el dueño de aldeas enteras.
Cuando llegué al Congo, lo primero que hice fue buscar los resultados
de tan brillante programa: “amparo y acogida”, “iniciativa benéfica”,
“esfuerzo práctico y sincero” para incrementar los conocimientos de los
nativos “y asegurar su bienestar”. Jamás había imaginado que los euro­
peos fuesen capaces de establecer un gobierno en un país tropical sin
construir un hospital; sin embargo, desde la desembocadura del Congo
hasta su cabecera, aquí, en la séptima catarata, a una distancia de i .448
millas, no hay ni un solo hospital para europeos, y únicamente tres
cobertizos para los africanos enfermos al servicio del Estado, que no son
aptos ni para albergar a un caballo. Los marinos que enferman suelen
morir a bordo de sus buques en Banana; y de no ser por la humanidad
de la Dutch Trading Company en dicho lugar —que a menudo abre su
hospital privado a los enfermos de otros países— muchos más morirían.
El Gobierno de Vuestra Majestad no tiene a su servicio ni un solo cape­
llán para consolar a los enfermos o enterrar a los muertos. Vuestros
hombres blancos enferman y mueren en sus alojamientos o en la ruta de
las caravanas, y pocas veces reciben un entierro cristiano. Con pocas
excepciones, los cirujanos del Gobierno de Vuestra Majestad han sido
hombres de gran habilidad profesional, entregados a su deber, pero que
se encontraban casi sin material médico y sin espacios en los que tratar a
sus pacientes. Los soldados y trabajadores africanos del Gobierno de
Vuestra majestad aún viven peor que los blancos, porque sus alojamien­
tos son más pobres, casi tan malos como los de los nativos; y en los
cobertizos que reciben el nombre de hospitales languidecen sobre un
lecho de cañas de bambú sin mantas, almohadas o alimentos que no sean
los mismos que se les sirven cuando están bien: arroz y pescado.
Estaba deseando ver hasta qué punto los nativos habían “adoptado el
amparo y la acogida de la iniciativa benéfica” (?) de Vuestra Majestad,
y me llevé una amarga desilusión. Los nativos del Congo, en lugar de
“adoptar el amparo y la acogida” del Gobierno de Vuestra Majestad,
se quejan de que les han arrebatado sus tierras por la fuerza, de que el

17
G. W. Williams

Gobierno es cruel y arbitrario, y afirman que ni aman ni respetan al


Gobierno y a su bandera. El Gobierno de Vuestra Majestad les ha
embargado la tierra, quemado los poblados, robado sus propiedades,
esclavizado a sus mujeres y niños, y cometido otros crímenes, dema­
siado numerosos para mencionarlos en detalle. Es natural que en todas
partes retrocedan horrorizados ante el “amparo y la acogida” que el
Gobierno de Vuestra Majestad les brinda con tanta avidez.
Sé, con total seguridad, que no “se ha realizado ningún esfuerzo
práctico y sincero para incrementar sus conocimientos y asegurar su
bienestar”. El Gobierno de Vuestra Majestad jamás se ha gastado ni
un solo franco con fines educativos, ni instituido sistema práctico de
industrialización alguno. En realidad, se han adoptado las medidas
menos prácticas contra los nativos, en casi todos los aspectos; y en
Boma, la capital del Gobierno de Vuestra Majestad, no hay ni un solo
nativo empicado. El sistema laboral es todo lo contrario a práctico;
los soldados y trabajadores del Gobierno de Vuestra Majestad lle­
gan, en gran cantidad, importados de Zanzíbar, a un coste de io li­
bras por cabeza, y de Sierra Leona, Liberia, Accra y Lagos por entre i
y io libras. A estos reclutas se los transporta en circunstancias aún
más crueles que las empleadas en Europa para transportar el ganado.
Comen arroz dos veces al día, usando sólo la mano; suelen pasar
mucha sed en la estación seca; se ven expuestos al calor y a la lluvia, y
duermen sobre las cubiertas sucias y mojadas de los navios, tan api­
ñados, que yacen entre excrementos humanos.
Cuando los que sobreviven llegan al Congo, se les pone a trabajar
como obreros por un chelín al día; como soldados se les prometen
dieciséis chelines al mes en dinero inglés, pero se les suele pagar en
pañuelos baratos o nociva ginebra. El trato cruel e injusto al que se
ven sometidas estas gentes les mina la moral a muchos, y los lleva a
despreciar y desconfiar del Gobierno de Vuestra Majestad. Son ene­
migos, no patriotas.
Al servicio del Gobierno de Vuestra Majestad en el Congo hay
entre sesenta y setenta oficiales del ejército belga, de los que sólo unos
treinta están en sus puestos; la otra mitad se halla en Bélgica de per-

18
La tragedia del Congo

miso. Estos oficiales perciben una paga doble: como soldados y como
civiles. No es mi deber criticar el uso ilegal y anticonstitucional de
dichos oficiales cuando entran al servicio de este Estado africano.
Semejante crítica llegará, con más elegancia, de algún estadista belga
que recuerde que no subsiste relación constitucional u orgánica entre
este Gobierno y la monarquía absoluta y completamente personal
que Vuestra Majestad ha establecido en África. Pero me tomo la liber­
tad de decir que muchos de esos repesentantes son demasiado jóvenes
e inexperimentados como para que se les confíe la complicada tarca de
tratar con las razas nativas. No conocen el carácter nativo y carecen
de sensatez, sentido de la justicia, entereza y paciencia. Ellos han ale­
jado a los nativos del Gobierno de Vuestra Majestad, han sembrado la
semilla de la discordia entre tribus y aldeas, y algunos han manchado
el uniforme del oficial belga con el asesinato, el incendio intencionado
y el robo. Otros representantes han servido fielmente al Estado y
merecen un buen trato por parte de su Real Señor.
De estas observaciones generales deseo pasar, ahora, a las acusacio­
nes concretas contra el Gobierno de Vuestra Majestad.

PRIMERA

El Gobierno de Vuestra Majestad carece de moral militar y solidez


financiera, necesarias para gobernar un territorio de 1.508.000 millas
cuadradas (3.905.720 Km2), 7.251 millas de navegación (11.674 Km), y
31.694 millas cuadradas (82.087 Km2) de superficie lacustre. En el Bajo
Congo sólo hay un puesto, en la región de las cataratas. Desde Leo­
poldville a Ngombe, una distancia de más de 300 millas, no hay ni un
solo soldado o civil. Ni uno de cada veinte representantes del Estado
conoce la lengua de los nativos, a pesar de estar continuamente dictan­
do leyes difíciles incluso para los europeos, y de esperar que los nativos
las comprendan y las respeten. Los nativos ponen en práctica las cruel­
dades más asombrosas, como enterrar esclavos vivos en la tumba de un
jefe muerto, o cortar las cabezas de los guerreros capturados en los
combates que tienen lugar entre ellos, pero el Gobierno de Vuestra

i9
G. W. Williams

Majestad no realiza esfuerzo alguno por impedirlas. Al año, se venden


entre 800 y 1.000 soldados para que los nativos del Estado del Congo se
los coman; y dentro de los límites territoriales del Gobierno de Vues­
tra Majestad se realizan incursiones en busca de esclavos, de las que se
encargan las gentes más crueles y de instintos más asesinos, ante las que
el Gobierno resulta impotente. En el Congo sólo hay 2.300 soldados.

SEGUN DA

El Gobierno de Vuestra Majestad ha fundado casi cincuenta puestos,


que cuentan con entre dos y ocho soldados-esclavos mercenarios de
la Costa Este. En esos puestos no hay un oficial blanco al mando;
ellos se encargan de los soldados negros de Zanzíbar, y el Estado es­
pera de ellos no sólo que se mantengan por sí mismos, sino que reali­
cen incursiones suficientes como para alimentar las guarniciones en
las que se acantonan los hombres blancos. Estos puestos piratas y
desaprensivos obligan a los nativos, a punta de pistola, a proporcio­
narles pescado, cabras, aves de corral y hortalizas; y cuando los nati­
vos se niegan a alimentar a estos vampiros, informan a la estación
principal y aparecen los oficiales blancos, acompañados por una fuer­
za expedicionaria que prende fuego a las casas de los nativos. Estos
soldados negros, muchos de ellos esclavos, ejercen el poder de la vida
y de la muerte. Son ignorantes y crueles, porque no comprenden a los
nativos; el Estado se los impone. No informan del número de robos
que cometen, ni del número de vidas a las que ponen fin; sólo se les
pide que subsistan aprovechándose de los nativos y, así, liberen al
Gobierno de Vuestra Majestad del coste que supondría alimentarlos.
Son la mayor lacra que sufre el país en estos momentos.

TERCERA

El Gobierno de Vuestra Majestad es culpable de violar los contratos fir­


mados con sus soldados, mecánicos y trabajadores, muchos de los cua­
les son súbditos de otros Gobiernos. Sus cartas nunca llegan a destino.

20
La tragedia del Congo

CUARTA

Los Tribunales del Gobierno de Vuestra Majestad son fracasados, injus­


tos, parciales y delincuentes. He presenciado y examinado en persona
su torpe funcionamiento. Las leyes publicadas y puestas en marcha en
Europa “para la protección de los negros” en el Congo, son letra muer­
ta y un fraude. He oído a un oficial del Ejército belga defender la causa
de un hombre blanco de baja graduación que era culpable de golpear y
apuñalar a un negro, para lo que presentó la distinción de razas y los
prejuicios como motivos suficientes por los que su cliente debía ser
absuelto. Sé que algunos prisioneros llevan dieciséis meses bajo custo­
dia porque no han sido juzgados. Vi cómo sorprendían al sirviente
blanco del gobernador general camille janssen robando una botella
de vino en la mesa de un hotel. Unas horas después, el procurador
general registró su habitación y encontró muchas más botellas de vino
robadas y otras cosas que no eran propiedad de los criados. En el
Estado del Congo no se puede procesar a nadie sin una orden del
gobernador general, y como éste se negó a que permitir que arrestaran
a su sirviente, no se pudo hacer nada. Los criados negros del hotel en el
que se robó el vino habían sido acusados de los robos y apaleados a
menudo, y ahora se alegraban de que se supiera la verdad. Pero, para
sorpresa de todo hombre honrado, el ladrón se hallaba bajo la protec­
ción del gobernador general del Gobierno de Vuestra Majestad.

quinta

El Gobierno de Vuestra Majestad es excesivamente cruel con sus pri­


sioneros, y los condena, por las infracciones más leves, a la cadena de
presos, algo que no ocurre con ningún otro Gobierno del mundo civi­
lizado o sin civilizar. Estas cadenas para bueyes se clavan en los cuellos
de los prisioneros y les producen úlceras, alrededor de las cuales se
posan las moscas, agravando la llaga supurante; de manera que el pri­
sionero siempre está doliente. A estas pobres criaturas se las suele azo­
tar con un pedazo seco de piel de hipopótamo que se llama chicote, y la
G. W. Williams

sangre suele fluir con cada golpe, cuando se sabe emplear. Las cruelda­
des infligidas a soldados y trabajadores no pueden ni compararse con
los sufrimientos de los pobres nativos a los que, bajo el más mínimo
pretexto, arrojan a las miserables prisiones del Alto Congo. No puedo
detenerme a hablar de las dimensiones de dichas cárceles en esta carta,
pero lo haré en el informe que presentaré ante mi Gobierno.

SEXTA

Se importan mujeres al Gobierno de Vuestra Majestad con fines inmo­


rales. Se introducen de dos maneras: se envían hombres negros a la costa
portuguesa, donde contratan a las mujeres como amantes de los hom­
bres blancos, quienes abonan al proxeneta una suma mensual. El otro
método consiste en capturar mujeres nativas y condenarlas a siete años
de servicio por algún delito imaginario cometido contra el Estado, del
que se acusa a las aldeas de las mujeres. Después el Estado alquila esas
mujeres al mayor postor, siendo los primeros en elegir los oficiales, y
luego el resto de los hombres. Cuando nacen niños de estas relaciones,
el Estado mantiene que como la mujer es de su propiedad, el niño tam­
bién lo es. No hace mucho, un comerciante belga tuvo un hijo con una
esclava del Estado, e intentó quedarse con él para educarlo, pero el jefe
de la estación en la que residía se negó a dejarse convencer por sus súpli­
cas. Al final, apeló al gobernador general, que le dio a la mujer; así el
comerciante pudo quedarse también con el niño. Sin embargo, éste fue
un caso extraordinario de generosidad y clemencia, y sólo hay un pues­
to —que yo conozca— donde no se encuentran hijos de los funciona­
rios civiles y militares del Gobierno de Vuestra Majestad abandonados a
la degradación; los hombres blancos ponen a los de su misma sangre
bajo el látigo del más cruel de los amos, el Estado del Congo.

SÉPTIMA

El Gobierno de Vuestra Majestad se dedica al intercambio y al comer­


cio, compitiendo con las compañías comerciales organizadas de Bél-

22
La tragedia del Congo

gica, Inglaterra, Francia, Portugal y Holanda. Impone cargas fiscales a


todas las compañías, mientras exime a sus propios productos de pa­
gar derechos de exportación, y convierte a muchos de sus funciona­
rios en comerciantes de marfil, con la promesa de una generosa co­
misión sobre todo lo que consigan comprar o reunir para el Estado.
Los soldados estatales patrullan muchas aldeas prohibiendo a los na­
tivos comerciar con nadie que no sea un representante del Estado;
y cuando los nativos se niegan a aceptar el precio impuesto por el
Estado, el mismo Gobierno que les había prometido “protección” se
apodera de sus bienes. En las ocasiones en las que los nativos han
insistido en comerciar con las compañías comerciales, el Estado ha
castigado su independencia quemando las aldeas próximas a los esta­
blecimientos comerciales y expulsado de ellas a los nativos.

OCTAVA

El Gobierno de Vuestra Majestad ha violado el Acta General de la


Conferencia de Berlín al disparar sobre las canoas de los nativos; al
confiscar las propiedades de los nativos; al intimidar a los comercian­
tes nativos e impedirles negociar con las compañías blancas; al acan­
tonar tropas en las aldeas nativas cuando no hay guerra; al provocar
que los buques que van de Stanley Pool a las cataratas Stanley, inte­
rrumpan su viaje y abandonen el río Congo, asciendan por el río
Aruhwimi hasta Basoko, y sean visitados para pedirles los papeles; al
prohibir que el vapor de una misión despliegue su bandera nacional
sin el permiso de un Gobierno local; al permitir que los nativos con­
tinúen con el tráfico de esclavos y al hacer uso, al por mayor y al por
menor, del propio tráfico de esclavos.

NOVKNA

El Gobierno de Vuestra Majestad ha sido, y sigue siendo, culpable de


librar guerras injustas y crueles contra los nativos, con la esperanza de
conseguir esclavos y mujeres que estén a las órdenes de los represen-

*3
G. W. Williams

tantes de vuestro Gobierno. Durante esas incursiones para conseguir


esclavos, el Estado arma a una aldea para que se enfrente a otra, y la
fuerza así conseguida se incorpora a las tropas regulares. No encuen­
tro los términos adecuados para describir a Vuestra Majestad las bru­
talidades cometidas por vuestros soldados durante dichas incursiones.
Los soldados que abren el combate suelen ser los bangala, sanguina­
rios caníbales que no respetan ni a la anciana abuela, ni al niño de
pecho. Se han dado casos en los que han llevado las cabezas de sus
víctimas a los oficiales blancos de los vapores expedicionarios y des­
pués se han comido los cuerpos de los niños muertos. En una de estas
guerras, dos oficiales del Ejército belga vieron, desde la cubierta de su
vapor, a un nativo en su canoa que iba a cierta distancia. No era un
combatiente e ignoraba el conflicto que se desarrollaba en la orilla,
lejos de allí. Eos oficiales se apostaron cinco libras a que eran capaces
de acertarle al nativo con sus rifles. Efectuaron tres disparos y el nati­
vo cayó muerto, con la cabeza agujereada, y la canoa comercial se
convirtió en una falúa funeraria que se deslizó en silencio río abajo.

DÉCIMA

El Gobierno de Vuestra Majestad se dedica al tráfico de esclavos,


al por mayor y al por menor. Compra, vende y roba esclavos. El
Gobierno de Vuestra Majestad paga a tres libras por cabeza los escla­
vos capacitados para el servicio militar. Los oficiales de las principales
estaciones consiguen a los hombres y reciben el dinero cuando estos
son transferidos al Estado; pero hay intermediarios que sólo ganan
entre veinte y veinticinco francos por cabeza. Hace poco se enviaron
316 esclavos río abajo, y aún se enviarán más. A esos pobres nativos
los mandan a cientos de millas de distancia de sus hogares, para ser­
vir entre otros nativos cuyas lenguas desconocen. Cuando huyen, se
ofrece una recompensa de 1.000 n’taka. No hace mucho que al salva­
je recapturado se le daban cien azotes con el chicote al día hasta su
muerte. El precio que el Estado paga por un esclavo, cuando se lo
compra a un nativo, es de 300 n’taka (barras de latón). La mano de
La tragedia del Congo

obra de las estaciones que el Gobierno de Vuestra Majestad posee en


el Alto Congo se compone de esclavos de todas las edades y de ambos
sexos.

UNDÉCIMA

El Gobierno de Vuestra Majestad acaba de firmar un contrato con el


gobernador árabe de este lugar para la creación de una serie de pues­
tos militares desde la séptima catarata hasta el lago Tanganika, territo­
rio sobre el que Vuestra Majestad no tiene más derechos de los que yo
tengo a ser comandante en jefe del Ejército belga. A cambio de dicho
trabajo, el gobernador árabe recibirá quinientos lotes de armas, cinco
mil barriles de pólvora y veinte mil libras esterlinas, pagaderas en
varios plazos. Mientras esto escribo, recibo la noticia de que estos
productos para la guerra, tan valiosos y perseguidos, serán desembar­
cados en Basoko y su residente será quien decida cómo distribuirlos.
Entre los árabes de la zona se extiende un profundo descontento, y
parecen pensar que están jugando con ellos. En cuanto al significado
de este paso, Europa y América están en condiciones de juzgarlo sin
que yo lo comente, sobre todo Inglaterra.

DUODÉCIMA

Los agentes del Gobierno de Vuestra Majestad han distorsionado el


Congo como país y su red de ferrocarriles. Don h. m. Stanley, el
hombre que fue vuestro principal agente al establecer vuestra autori­
dad en este país, ha tergiversado enormemente el carácter del mismo.
En lugar de ser fértil y productivo, es estéril e improductivo. Esta
situación no cambiará hasta que los europeos enseñen a los nativos la
dignidad, utilidad y beneficio del trabajo. No se producen mejoras
entre los nativos porque existe un abismo insalvable entre ellos y el
Gobierno de Vuestra Majestad, un abismo que jamás podrá ser cru­
zado. Sólo pronunciar el nombre de henry m. Stanley provoca esca­
lofríos entre estas gentes sencillas; recuerdan sus promesas rotas, sus
G. W. Williams

abundantes groserías, su mal carácter, sus fuertes golpes, sus duras y


rigurosas medidas, con las que les estafó sus tierras. Su última apari­
ción en el Congo causó una profunda sensación, cuando lideró a 500
soldados zanzibaritas y 300 hombres de los campamentos en su mi­
sión para liberar a Emín Pachá. Creyeron que aquello significaba el
sometimiento total y huyeron en medio del caos. Pero lo único que
éste fue dejando tras de sí fue miseria. Ningún hombre blanco man­
daba su retaguardia, por lo que sus tropas se rezagaban, enfermaban y
morían; y sus huesos quedaron desperdigados a lo largo de más de
doscientas millas de territorio.

CONCLUSIONES

Contra el engaño, el fraude, los robos, los incendios intencionados,


los asesinatos, las incursiones para hacer esclavos y la política general
de crueldad seguida por el Gobierno de Vuestra Majestad con los
nativos, destaca la paciencia sin igual de éstos, y su alma indulgente y
sufrida, que saca los colores a la civilización de la que tanto alardea el
Gobierno de Vuestra Majestad y a la religión que éste profesa. Du­
rante trece años, un único hombre blanco ha perdido la vida a manos
de los nativos, y en todo el Congo sólo han matado a dos blancos. El
comandante Barttelot1 recibió el disparo de un soldado zanzibarita, y
el capitán de un barco comercial belga fue víctima de su propia preci­
pitación y de su injusta manera de tratar a un jefe nativo.
Todos los crímenes perpetrados en el Congo lo han sido en vues­
tro nombre, y vos debéis responder ante el tribunal del Sentir Popu­
lar por la mala gestión de un pueblo, cuyas vidas y fortunas os fue­
ron confiadas por la augusta Conferencia de Berlín de 1884-1885.
Yo ahora apelo a las autoridades que os encomendaron este nacien­
te Estado, y a los grandes Estados que le dieron vida internacional,

t. Edmund Musgrave Barttelot (1X59-1888), oficial del Ejército británico que acompañó a Stanley
en la expedición para liberar a Emín Pachá. Stanley lo dejó al mando de una de las columnas que la
componían, y parece ser que Barttelot tardó poco en perder la cabera. (N. de la T.)

26
La tragedia del Congo

cuyas majestuosas leyes habéis desdeñado e ignorado, para que con­


voquen y creen una Comisión Internacional que investigue las acu­
saciones presentadas en este documento en nombre de la Humani­
dad, del Comercio, del Gobierno Constitucional y de la Civilización
Cristiana.
Esta petición se basa en los términos establecidos por el Artículo 36
del Capítulo vil del Acta General de la Conferencia de Berlín, según
los cuales esa augusta asamblea de Estados Soberanos se reservó el
derecho “a introducir, más adelante y de común acuerdo, las modifi­
caciones o mejoras cuya utilidad quede demostrada”.
Apelo al pueblo belga y a su Gobierno Constitucional, tan orgullo­
so de sus tradiciones, repleto de los cantares y las historias de sus de­
fensores de la libertad humana, y tan celoso de su actual posición en
la hermandad de los Estados Europeos, para que se purifique de la
imputación de los crímenes con los que se ha contaminado el Estado
del Congo de Vuestra Majestad.
Apelo a las Asociaciones Antiesclavistas de todos los rincones de la
Cristiandad, a los filántropos, los cristianos, los estadistas y a la gran
masa de las gentes de todas partes para que aceleren el fin de la tra­
gedia que la monarquía sin límites de Vuestra Majestad está represen­
tando en el Congo.
Apelo a nuestro Padre Celestial, cuyo oficio es el amor perfecto,
para que dé fe de la pureza de mis motivos y la integridad de mis pro­
pósitos; y apelo a la historia y a la humanidad para que manifiesten y
defiendan la verdad de las acusaciones que brevemente he esbozado.
Y bajo la palabra de honor de un caballero, me declaro el humilde y
obediente servidor de Vuestra Majestad.

Geo. W. Williams
Cataratas Stanley, Africa Central
18 de julio de 1890
Informe general del Sr. Casement
al marqués de Lansdowne1
ROGER CASEMENT

z. Henry Petty-Fitzmaurice, 50 marqués de Lansdowne (1845-1927)5 fne un político británico


muy renombrado que participó tanto en gobiernos liberales como conservadores. En 1900,
Lord Salisbury lo nombró Secretario de Estado de Asuntos Exteriores, que era el cargo que
ocupaba cuando se encargó el Informe Casement. (N. de los E.)
Roger Casement.
LONDRES, 1 1 DE DICIEMBRE DE I903

Señoría:

Tengo el honor de presentar mi informe sobre el viaje que reciente­


mente he realizado al Alto Congo.
Salí de Matadi el 5 de junio, llegué a Leopoldville el 6, y permanecí
en los alrededores de Stanley Pool hasta el 2 de julio, cuando partí
hacia el Alto Congo. Regresé a Leopoldville el 15 de septiembre, por
lo que el período de tiempo que pasé en la zona alta del río fue de tan
solo dos meses y medio, durante los que visité varios lugares del pro­
pio río Congo hasta su confluencia con el Lulongo, ascendí por dicho
río y por su principal afluente, el Lopori, hasta llegar a Bongandanga,
y rodeé el lago Mantumba.
Aunque mi visita fue breve y los lugares en los que estuve no que­
daban demasiado aislados de las rutas de transporte, la región visita­
da era una de las más importantes del Estado del Congo, y la zona
en la que pasé la mayor parte del tiempo, la del Ecuador, proba­
blemente sea una de las más productivas. Además, al visitar dicha
región, tuve la oportunidad de comparar su situación actual con el
estado en el que se hallaba cuando la vi hace dieciséis años. Entonces
(en 1887) había visitado la mayoría de los lugares a los que ahora

31
Roger Casement

volví, por lo que pude establecer una comparación entre cómo es­
taban las cosas cuando los nativos vivían sus primitivas vidas en
comunidades anárquicas y desorganizadas, sin que los europeos los
controlasen, y la situación creada por más de una década de una
intervención europea muy enérgica. Nadie que conociera la región
del Alto Congo con anterioridad podría dudar de que buena par­
te de esta intervención fuese necesaria, y hoy aún quedan pruebas
generalizadas de la gran energía desplegada por los representantes
belgas a la hora de introducir sus métodos de dominio sobre una de
las regiones más primitivas de África.
Unas estaciones admirablemente construidas y mantenidas reciben
al viajero en muchos lugares; una flota de vapores fluviales que suman
un total de, creo, cuarenta y ocho buques, propiedad del Gobierno
del Congo, navegan por el gran río y sus principales afluentes a inter­
valos definidos. Así se proporcionan medios de transporte frecuentes
a algunas de las zonas más inaccesibles del África Central.
Una vía férrea, excelentemente construida teniendo en cuenta las
dificultades a encontrar, conecta los puertos costeros con Stanley
Pool, atravesando una extensión de terreno complicado, que antes, al
fatigado viajero que se trasladaba a pie, le oponía muchos obstáculos
a superar y muchos días de gran esfuerzo físico. Hoy la línea férrea
funciona con gran eficiencia, y he visto muchas mejoras, tanto per­
manentes como de gestión, desde la última vez que estuve en Stanley
Pool, en enero de 1901. La región de las cataratas, por la que pasa el
ferrocarril, es un tramo de unas 220 millas de ancho, en general im­
productivo e incluso estéril Esta región, según creo, es la tierra, o al
menos el lugar de procedencia, de la enfermedad del sueño, un tras­
torno espantoso que se está abriendo camino, demasiado rápidamen­
te, hacia el corazón de África, y que incluso ha llegado a cruzar el
continente entero hasta alcanzar casi las costas del Océano índico. La
población del Bajo Congo se ha visto gradualmente reducida por los
estragos incontrolados de esta enfermedad, de momento incurable y
sin diagnosticar y, siendo una de las causas de la aparentemente rotun­
da disminución de la vida humana que he observado por todas partes
La tragedia del Congo

en las zonas que he vuelto a visitar, debemos asignarle un lugar pro­


minente a este mal. Sin duda los nativos le atribuyen su alarmante tasa
de mortandad, aunque también achacan, y yo creo que principalmen­
te, la rápida disminución de su número a otras causas. Quizás el cam­
bio más sorprendente de los observados durante mi viaje al interior
fuese la gran reducción de la vida nativa apreciable por todas partes.
Algunas comunidades que yo había conocido como grandes y prós­
peros centros de población, hoy han desaparecido por completo, o
son tan pequeñas que ya no resultan reconocibles. La orilla sur de
Stanley Pool tenía antes una población de 5.000 batekes, distribuidos
entre las tres poblaciones de Ngaliema (Leopoldville), Kinshasa y
Ndolo, situadas a unas pocas millas las unas de las otras. Estas gentes,
hará cosa de doce años, decidieron abandonar sus hogares y, en el
plazo de una noche, la mayor parte de ellos cruzaron a territorio fran­
cés, en la orilla norte de Stanley Pool. Donde antes se levantaban
aquellas populosas aldeas africanas, hoy sólo he visto algunas casas
europeas dispersas que, o pertenecen a los representantes del Go­
bierno, o a los comerciantes locales. Hoy en Leopoldville no residen,
según mis cálculos, ni 100 de los nativos originarios o de sus descen­
dientes. En Kinshasa pueden encontrarse unos pocos más, viviendo
alrededor de uno de los almacenes comerciales europeos, mientras
que en Ndolo no queda ninguno, y allí no hay nada, excepto una
estación de la Compañía Ferroviaria del Congo y un puesto del
Gobierno. Quizás aquellos bateke no resultaran unos súbditos espe­
cialmente deseables para una Administración enérgica que, por enci­
ma de todo, perseguía el progreso y los resultados inmediatos. Ellos
mismos eran intrusos procedentes de la margen norte del río Congo,
y llevaban una vida muy provechosa como intermediarios comercia­
les, explotando a la población menos sofisticada entre la que se habían
establecido. En mi opinión, sin embargo, debemos condenar su desa­
parición de la orilla sur de Stanley Pool, ya que formaban, en cual­
quier caso, un nexo de unión entre un elemento comercial europeo
que venía de fuera, y el original compuesto por posibles proveedores
nativos.

33
Roger Casement

LEOPOLDVILLE

A veces se dice que Leopoldville es una ciudad del Congo, pero no es


correcto llamarla así. Aparte de la estación gubernamental que, en
muchos aspectos, está muy bien planificada, no hay nada que recuer­
de a una ciudad; más correcto sería llamarla acuartelamiento. La esta­
ción gubernamental de Leopoldville, según fui informado por su jefe,
cuenta con unos 148 europeos y probablemente 3.000 trabajadores
nativos del Gobierno, y todos ellos viven en hileras bien ordenadas de
casas europeas muy bien construidas o, para el personal nativo, caba­
ñas hechas con barro. Unos senderos anchos, que bien podrían lla­
marse calles, conectan las distintas partes de este asentamiento del
Gobierno, y un esfuerzo primario por iluminar con electricidad ha
hecho aparecer tres luces delante de la casa del Commissaire-Général.
Dejando aparte el personal gubernamental, la comunidad general, o
público, de Leopoldville cuenta con menos de una docena de euro­
peos, y posiblemente no más de 200 nativos, dependientes de sus ho­
gares o comercios. Este público general abarca de dos establecimien­
tos misioneros que, en total, cuentan con 4 europeos; una estación
ferroviaria con, según creo, 1 europeo; 4 establecimientos comer­
ciales —uno portugués, otro belga, uno inglés y otro alemán— que
suman un total de 7 europeos, con, quizás, 80 o 100 dependientes
nativos; 2 pequeños comerciantes británicos del África Occidental, y
un par de sastres de Loango, que cosen las ropas de la comunidad
general. Creo que este recuento comprende a casi todos aquellos que
no dependen directamente del Gobierno.
Estas tiendas y comerciantes prácticamente no hacen negocios con
los productos nativos que, además, ni existen en la región, sino que
dependen de un comercio en efectivo realizado en moneda congoleña,
y que mantienen con la enorme plantilla de los empicados guberna­
mentales, tanto europeos como nativos. Si este tráfico de efectivo dis­
minuyese, las cuatro tiendas europeas se verían obligadas a cerrar. Lo
cierto es que, durante mi estancia en Leopolville, ocurrió precisamen­
te eso y, por motivos que no se hicieron públicos, el gran número de

34
La tragedia del Congo

trabajadores nativos del Gobierno del Congo, en lugar de recibir


parte de su salario mensual en efectivo para que se lo gastasen en su
vecindario —al igual que aquellos que recibían el finiquito al expirar­
les su contrato— recibieron como pago bienes de trueque, que ade­
más salieron de un almacén del Gobierno. Esta forma de pago no
satisfizo ni a los empleados nativos del Gobierno, ni a los comercian­
tes locales, y escuché muchas quejas al respeto. Los comerciantes se
quejaban, algunos de ellos ante mí, porque como no tenían otra posi­
bilidad de comerciar más que con los empleados gubernamentales a
cambio de efectivo, que el Gobierno pagase a esos hombres con bie­
nes acabaría, de un solo golpe, con todas las prácticas comerciales de
la región. Los trabajadores nativos se quejaban también, porque se les
pagaba con un paño que, en general, no querían tener en sus casas; y
para conseguir los medios con los que adquirir lo que querían, surgió
enseguida entre ellos la costumbre de vender por dinero efectivo, aún
perdiendo, los paños que se habían visto obligados a recibir en pago,
procedentes del almacén del Gobierno. Con esta transacción perdían
los trabajadores y los comerciantes. Las piezas de paño que el Go­
bierno valoraba en io fr. cada una a la hora de pagar a los obreros,
aquellos hombres las daban por 7 fr., e incluso por 6 fr. Yo mismo,
un día de junio, compré por 7 fr. la pieza, a dos trabajadores del
Gobierno que acababan de ser despedidos, dos piezas de paño que
a ellos les habían supuesto 10 fr. cada una. Aquellos hombres desea­
ban comprar sal en uno de los almacenes de la localidad, y con tal de
obtener los medios necesarios, sacrificaron de buen grado 3 fr. de cada
10 de su salario. Los comerciantes también se quejaban porque, debi­
do a la venta a gran escala que hacían los empleados del Gobierno, a
precios rebajados, de artículos de algodón, les resultaba casi imposible
vender tejidos a precios normales en toda la provincia.
Los 3.000 empleados del Gobierno que hay en Leopoldville proce­
den de casi todos los rincones del Estado del Congo. Algunos, sobre
todo los de la región de las cataratas, acuden a buscar empleo volun­
tariamente, pero muchos —yo creo que la gran mayoría— son hom­
bres, o muchachos, traídos de las regiones del Alto Congo y que
Roger Casement

sirven a las autoridades no porque lo hayan buscado ellos. El ié de


junio pasado, cinco empicados del Gobierno me trajeron sus contra­
tos de empleo y me pidieron que les dijera cuánto tiempo les quedaba
aún por cumplir. Todos eran hombres del Alto Congo y casi habían
cumplido en su totalidad los pla/os de su contrato. Cada uno de los
documentos parecía haber sido firmado y redactado en Boma en
nombre del gobernador general del Estado del Congo y tenía una
duración de siete años. Los hombres me dijeron que nunca habían
estado en Boma, y que todo el tiempo que habían cumplido en el tra­
bajo lo habían pasado en Leopoldville o en el Alto Congo. En tres de
los casos observé que se había producido una alteración en el período
a cumplir, de la siguiente manera:

Reduzco de siete a cinco años, el período de servicio de...

Dicha anotación había sido firmada por el inspector del Estado,


en funciones, de aquel distrito. Aparentemente, nadie le había hecho
caso, porque su sucesor la había tachado y, lo cierto era que, en cada
uno de los casos, sólo faltaban unos pocos meses para que se cum­
pliera el período completo de siete años.
En general, los empleados gubernamentales de Leopoldville me die­
ron la impresión de estar bien cuidados y, desde luego, ninguno de
ellos estaba ocioso. La principal dificultad a la hora de manejar una
plantilla tan numerosa surge debido a la necesidad de contar con pro­
visiones alimentarias suficientes en el territorio vecino. El alimento
básico en todo el Alto Congo es una preparación que se hace con la
raíz de la mandioca, macerada y cocida, a la que luego se le da forma
de barras o tortas de distinto peso. Los nativos de las regiones que
rodean Leopoldville se ven obligados a proporcionar una cantidad fija
cada semana de esta clase de alimento, que se recauda requisándolo en
todas las aldeas vecinas. El personal gubernamental europeo también
depende principalmente de las provisiones obtenidas de forma muy
similar entre los nativos de la zona. Y aunque necesario, a los provee­
dores nativos no les hace ninguna gracia y se quejan de que ellos son

36
La tragedia del Congo

menos cada año, mientras que las exigencias que se les hacen siguen
siendo las mismas, o incluso tienden a incrementar.
La estación que el Gobierno tiene en Leopoldville y su numerosa
plantilla existe casi exclusivamente en relación con el funcionamiento
de los vapores del Gobierno en el Alto Congo.
Un médico europeo está a cargo del hospital para europeos y de
otro establecimiento diseñado como hospital para nativos. En la esta­
ción del Gobierno reside también otro médico, cuyos estudios bac­
teriológicos son continuos y merecedores de elogio. Sin embargo, el
hospital para nativos es un lugar inapropiado, aunque no —según me
han dado a entender— por culpa del equipo médico local. Cuando
visité las tres chozas de barro que hacen las veces de hospital para
nativos, todas destartaladas y dos de ellas casi sin tejado de paja, en­
contré diecisiete pacientes con la enfermedad del sueño, hombres y
mujeres, que yacían en medio de la suciedad más completa. La ma­
yoría estaba en el suelo, algunos de ellos fuera del camino, delante de
las chozas, y una mujer se había caído al fuego justo antes de que yo
llegara (se encontraba en la fase final e insensible de la enfermedad) y
se había producido unas terribles quemaduras. La habían vendado,
pero seguía tirada en el exterior, en el suelo, con la cabeza casi dentro
de la hoguera, y mientras yo intentaba hablar con ella, al girarse, se
tiró encima un recipiente de agua hirviendo. Las diecisiete personas
que vi se hallaban, todas, muy cerca del final y, durante mi segunda
visita, dos días después, el 19 de junio, encontré a una de ellas muer­
ta al aire libre.
En contraste, un tanto sorprendente, con la situación de abandono
de estas personas, encontré, a un par de cientos de metros de distan­
cia, el taller del Gobierno para la reparación y puesta a punto de los
vapores. Aquí todo era luminosidad, atención, orden y actividad, y
resultaba imposible no admirar y encomiar la laboriosidad que había
creado y mantenido en un constante y buen estado de funcionamien­
to un centro tan útil. Durante mi estancia en Leopoldville, y con la
ayuda de un misionero local, se intentaron mejorar las condiciones de
los enfermos del hospital para nativos, pero en respuesta a la inter-

37
Roger Casement

vención de mi amigo, se hizo constar que no se podría hacer nada


encaminado a la construcción de un nuevo hospital hasta que los pla­
nes que se estaban estudiando se hubieran desarrollado antes en otro
lugar. Las estructuras que yo había visitado y que, en mi opinión, el
personal médico local rechazaba profundamente, habían sido, duran­
te varios años, la única forma de instalación hospitalaria a disposición
de la numerosa plantilla nativa del distrito.
Los almacenes del Gobierno en Leopoldville son grandes, están
bien construidos y contienen no sólo los bienes que el propio Go­
bierno envía río arriba en su flota de vapores, sino también los bienes
de varias compañías concesionarias. Por regla general, los distintos
productos que los vapores del Gobierno transportan río abajo se
pasan directamente del barco a los vagones de mercancías, que llegan
hasta el embarcadero, y desde allí se trasladan por tren hasta Matadi,
donde se embarcan rumbo a Europa. Me han dicho que las distintas
compañías que operan en el Alto Congo y que poseen concesiones
del Gobierno del Congo están obligadas, por los tratados vigentes, a
abstenerse de transportar tanto bienes como pasajeros, excepto dentro
de los límites de sus concesiones. Esa prohibición se extiende a sus
propias mercancías y a sus propios representantes. Si en caso de nece­
sidad imperativa se vieran obligados a transportar más allá de dichos
límites cualquiera de sus bienes o de sus gentes, deberán pagar al
Gobierno del Congo la tarifa por el flete o por el pasaje que establez­
ca el Gobierno, como si las mercancías o los pasajeros hubiesen sido
transportados en uno de los barcos gubernamentales. La tarifa por
transportar bienes o pasajeros a través de las vías fluviales interiores
resulta muy elevada; quizás no excesiva, dadas las circunstancias, pero
sí que permite, gracias a este monopolio virtual, obtener unos ingre­
sos anuales que dan para mucho más que mantener la flotilla del
Gobierno. Según los Presupuestos de 1902, publicados en el Bulletin
Officiel de enero de este año, al servicio de transporte se le atribuye
una contribución a la hacienda pública durante 1902 de 3.100.000
fr., mientras que los gastos correspondientes al mismo año suman
2.023.37Ú fr. Por propia experiencia sé que esta limitación del trans-
La tragedia del Congo

porte a sólo los buques del Gobierno, en general no resulta en benefi­


cio del público. Después de mi llegada a Leopoldville, mi intención
había sido la de salir hacia el Alto Congo enseguida, pero como los
navios del Gobierno estaban atestados, no pude viajar cómodamente
en ninguno de ellos. El vapor Flandre, uno de los más grandes, que
salió de Leopoldville hacia las cataratas Stanley el 22 de junio y en el
que yo había pensando, en principio, continuar viaje, zarpó con más
de veinte pasajeros europeos a bordo, además de la tripulación; y
todos ellos, según me informaron, tendrían que dormir en cubierta.
Por tanto, me vi obligado a buscar otro medio de transporte, y gracias
a la amabilidad del director de una de las grandes compañías comer­
ciales (la Société Anonyme Beige du Haut-Congo), encontré un alo­
jamiento excelente, como invitado, en uno de sus vapores. A pesar de
ir como invitado, sin pagar ningún tipo de pasaje, fue necesario soli­
citar un permiso especial al Gobierno del Congo para poder benefi­
ciarme de tal muestra de cortesía, y yo mismo vi el telegrama envia­
do por la autoridad de la zona en el que se autorizaba mi traslado a
Chumbiri.
Esta compañía comercial tiene otros tres vapores, pero la prohibi­
ción a la que me he referido es válida para toda la flotilla de navios
comerciales de nacionalidad congoleña en la zona alta del río. A pesar
de que a dichos buques no se les permite mover carga o pasajeros,
todos soportan una fuerte presión fiscal, debido a su tonelaje, mien­
tras que los barcos del Gobierno, que ingresan sumas considerables
gracias al transporte de mercancías y de pasajeros, no pagan impues­
tos. Los cuatro vapores de la Société Anonyme Beige du Haut-Congo
a los que he hecho referencia y de los que el más grande es, creo, uno
de 30 toneladas, pagan al año, según mis informaciones, los siguientes
impuestos:

Por el permiso para cortar leña iy. 870 Fr.


Licencia de cada vapor, según su tonelaje entre 400 y 600 Fr.
El patrón de cada barco necesita una licencia,
por la que se cobran 20 fr. anuales. 3

39
Roger Casement

Tanto él como cada uno de los demás miembros europeos de la


tripulación deben pagar 30 fr. al año como imposition personnelle
(impuesto personal), mientras que cada miembro nativo de la tripula­
ción cuesta a sus patronos 3 fr. al año por cabeza en concepto de
licencia por contrato, y 10 fr. al año por cabeza en concepto de impo­
sition personnelle.
El President Urban, el vapor más grande de la compañía a la que
me he referido, paga por todos estos conceptos, según mis informes,
una suma no inferior a 11.000 fr. anuales de impuestos. Si transporta
alguno de los agentes de la compañía que es su propietaria, o alguno
de sus bienes, sus dueños deben abonar al Gobierno del Congo el
flete y el pasaje, como si hubiesen viajado en uno de los barcos del
Gobierno.
Las compañías no pueden cortar leña a una distancia de media hora
en vapor de cualquiera de los puestos de recolección de madera del
Gobierno, que han sido situados en los mejores lugares para recoger
madera de los distintos cursos de agua navegables, de manera que la
licencia para cortar leña que el President Urban paga todos los años y
que le cuesta 10.000 fr., sólo le permite talar para usar como combus­
tible los árboles que su tripulación sea capaz de encontrar en los pun­
tos menos accesibles.

CHUMBIRI

A Chumbiri llegué el 6 de julio, y allí pasé cuatro días. Había visitado


aquel lugar en agosto de 1887, cuando la hilera de aldeas que compo­
nían el asentamiento contenía entre 4.000 y 5.000 personas. Hoy, la
mayoría de esas aldeas se hallan desiertas, la selva se ha apoderado de
sus abandonados emplazamientos y la comunidad al completo no
suma más de 500 almas. En Chumbiri no hay estación del Gobierno,
pero la Unión Misionera Baptista Americana tiene allí una estación
fundada hace más de diez años. La línea telegráfica gubernamental
que comunica Leopoldville con Coquilhatville, el cuartel general de
la región del Ecuador, atraviesa tierras que fueron de las aldeas de

40
Chumbiri próximas a las orillas del río. Las gentes de las poblaciones
ribereñas, y de una franja de veinte millas hacia el interior, deben
mantener la línea libre de maleza, y en muchos lugares, el camino del
telégrafo hace las veces de útil sendero público entre aldeas vecinas.
Algunos de los nativos de la zona se quejaban porque, a cambio de
ese servicio público obligatorio, no habían recibido remuneración de
ninguna clase; y, los que vivían lejos, porque les resultaba muy difícil
conseguir alimento cuando estaban alejados de casa ocupándose de di­
cha tarea. La investigación realizada en la zona dejó claro que durante
un año entero no se había efectuado pago alguno por este trabajo.
A los hombres también se les exige que trabajen en el puesto de
recolección de madera para los vapores del Gobierno, próximo a la
zona, y que está a cargo de un capataz nativo o capita, a su vez bajo el
mando de un Chef de Poste europeo en Bolobo, la estación guberna­
mental más cercana, a unas cuarenta millas río arriba. A estos leñado­
res, aunque se les obliga a trabajar y a veces se les retiene de manera
irregular, se les paga satisfactoriamente por su trabajo.
Las aldeas de Chumbiri tienen que proporcionar kwanga (el pre­
parado de raíz de mandioca antes mencionado) para el vecino puesto
de recolección de madera; y la cantidad que se les pide resulta, según
ellos, excesiva para su capacidad de abastecimiento, y desproporcio­
nada para el valor recibido a cambio. Me enteré de que el suministro
que se les exigía era de 380 kwanga (o tortas de mandioca cocida)
cada seis días, y que cada torta pesaba entre dos y tres kilos; lo que
equivale a un total de entre 770 kilos y una tonelada de comestibles
cuidadosamente preparados a la semana. A cambio se les paga una
barra de latón por kwanga, lo que supone una suma total de 19 fr.
para todas las aldeas cuya misión consiste en mantener avituallado el
puesto de tala de árboles. Después de calcular al detalle el número
de habitantes de dichas aldeas, estos suman un total —con hombres
mujeres y niños incluidos— de 240 personas. Además de preparar el
alimento y de recorrer con él una distancia considerable hasta el pues­
to del Gobierno, estas gentes deben colaborar en mantener limpia la
línea del telégrafo y en proporcionar trabajadores para el Gobierno.

4i
Roger Casement

Durante mi visita, un anciano fue arrestado para que sirviera como


soldado y llevado a Bolobo, a 40 millas de distancia, aunque poste­
riormente lo liberaron gracias a las protestas de un misionero que lo
conocía. Se me informó de que el número de leñadores en el puesto
local ronda los treinta, por lo que la cantidad de alimento exigida
supera con mucho sus necesidades; y se dice que el exceso lo venden a
las tripulaciones de los vapores que pasan por allí. En una de las al­
deas más pequeñas de Chumbiri, donde no hay más de diez habitan­
tes y sólo tres son mujeres capaces de preparar y cocinar el alimento,
debían proporcionar 40 kwanga (entre 80 y 120 kilos) a la semana,
para recibir como pago 40 barras (2 fr.). Estas gentes decían:

¿Cómo quieren que plantemos y cuidemos nuestras huertas, recoja­


mos., preparemos y cocinemos la mandioca, le demos forma portátil,
y después viajemos, para llevarla, durante casi un día hasta llegar al
puesto? Además, si el kwanga que hacemos les parece pequeño o que
no está bien cocinado, o si nos quejamos porque las barras que nos
dan en el asentamiento nos parecen demasiado cortas —como a veces
ocurre—, los leñadores nos dan una paliza y, en ocasiones, nos retie­
nen durante días para que cortemos leña como castigo.

Las declaraciones de este tipo pueden multiplicarse hasta el punto


de resultar monótonas.
La misión de Chumbiri solicita unos kwanga mucho más pequeños
que los que exige el Gobierno, y recibe entre algo más de medio kilo
y un kilo de alimento por el mismo precio, a saber: una barra. Los
kwanga cocinados para el consumo general —tal y como s.e venden
en los mercados locales— pesan menos de medio kilo. El Gobierno
exige, sin pagar el envío aunque a veces las distancias son considera­
bles, entre cuatro veces y media y seis veces más cantidad de comida
preparada que la que se vende públicamente por medio penique.
En la mayor parte del Alto Congo, la moneda reconocida consiste
en trozos de alambre de latón, y los trozos varían de tamaño según la
zona. Durante un tiempo, la medida reconocida de una barra de latón

42
La tragedia del Congo

era de 45 centímetros, pero hoy, la medida media de una barra no


supera los 18 o 20 centímetros. El valor nominal de una de esas barras
es de medio penique, y veinte de ellas se considera un franco; pero el
valor intrínseco, o coste real de una barra para cualquier importador
del alambre de latón directamente desde Europa, sería inferior a me­
dio penique. Y a pesar de que resulta sucia y difícil de manejar, ésta
es la moneda principal del Alto Congo, donde, exceptuando algunas
zonas del Congo francés que visité, el dinero europeo sigue siendo
desconocido.
Los motivos para explicar el descenso de población en Chumbiri
que me dieron tanto los nativos como el misionero local, señalan la
enfermedad del sueño como uno de los factores principales. También
se han producidos casos de emigración al otro lado del río, a la orilla
francesa, pero según deduzco no ha sido éste un recurso tan popular.
La gente no se ha acomodado con facilidad a las condiciones de vida
tan distintas que surgen al haber entre ellos un Gobierno europeo.
Mientras que antes acostumbraban realizar largos viajes río abajo
hasta Stanley Pool para vender esclavos, marfil, pescado seco, y otros
productos locales, que cambiaban por aquella mercancía europea que
los intermediaros bateke les pudiesen ofrecer, en la zona del Pool,
hoy se encuentran con que esa forma de actividad les está totalmente
prohibida.
La venta abierta de esclavos y los convoyes de canoas que una vez
recorrieron el Alto Congo, han desaparecido de todas partes. Nin­
guna ley del Gobierno del Estado del Congo ha producido resultados
más loables que la supresión rotunda de este mal tan extendido. En las
160 millas de viaje que hay entre Leopoldville y Chumbiri, no vi ni
una sola canoa grande de nativos navegar por el centro del río, y sólo
unas pocas de las pequeñas surgir de vez en cuando junto a la orilla,
cerca de las aldeas. Aunque la supresión de esta forma de comercio de
esclavos ha supuesto un indudable avance, mucho de lo que no era
recriminable en la vida que llevaban los nativos ha desaparecido con
él. El comercio del marfil ha dejado por completo de estar en manos
de los nativos del Alto Congo, y ni el pescado, ni ningún otro ejem-

43
Roger Casement

pío de industria local sirven para comerciar a gran escala o lejos de


sus casas.
Hasta donde pude observar en el poco tiempo del que dispuse, las
gentes de Chumbiri ahora casi nunca salen de su casa, excepto cuando
las requiere el representante local del Gobierno en Bolobo para que
sirvan como soldados o como cortadores de leña en uno de los pues­
tos del Gobierno, o para entregar las provisiones semanales de ali­
mento que se les exigen en la estación gubernamental más próxima.
Los comestibles requeridos incluyen aves de corral y cabras para
el consumo de los miembros europeos del personal gubernamental
de Leopoldville, o para los pasajeros de los vapores del Gobierno.
Dichas exigencias provienen del jefe del puesto de Bolobo, a quien,
según tengo entendido, se le requiere para que mantenga el suministro
en la medida de lo posible. Para obtener los víveres, se ve obligado a
ejercitar una presión continuada sobre la población nativa y, en los
últimos tiempos, dicha presión no siempre ha adoptado la forma de
una simple solicitud. Han sido necesarias expediciones armadas y se
han adoptado métodos más contundentes, a la hora de reunir las pro­
visiones, que aquellos previstos o justificados por la ley. Durante mi
estancia, escuché declaraciones muy precisas acerca del daño que una
de esas recientes expediciones provocó en los territorios que rodean
Chumbiri. El oficial al mando del distrito de Bolobo, al frente de un
grupo de soldados, se adentró en una zona del distrito en la que los
nativos, no acostumbrados al pago de impuestos que de ellos se espe­
raba, se habían retrasado en enviar cabras y aves de corral.
Corno resultado de dicha expedición, que tuvo lugar a finales de
1900, en las catorce pequeñas aldeas por las que pasaron, desaparecie­
ron diecisiete personas. Dieciséis de ellas, cuyos nombres se me facili­
taron, murieron a manos de los soldados y sus cuerpos fueron recu­
perados por sus amigos, y se denunció la desaparición de la que falta­
ba. Los muertos eran once hombres, tres mujeres, y un niño de cinco
años. Ataron y se llevaron como prisioneras a diez personas, pero
fueron liberadas cuando sus amigos pagaron dieciséis cabras, excepto
una —un niño—, que murió en Bolobo. Además, se apoderaron de 48
cabras y 225 aves de corral; quemaron varias casas, y una buena canti­
dad de las propiedades de sus dueños quedaron destruidas o resul­
taron saqueadas. Se presentaron protestas, en nombre de las aldeas
perjudicadas, ante el Inspecteur d’Etat de Leopoldville, que condenó
los excesos de su subordinado y mandó enviados a indagar lo ocurri­
do y a compensar económicamente a los parientes de los asesinados, y
a los dueños del ganado o de los bienes destruidos o robados. El cál­
culo de los daños realizado por los nativos sumaba un total de 71.730
barras de latón (3.550 fr.), que incluía 20.500 barras (1.035 fr-) como
compensación por las diecisiete personas muertas. Tres de ellas eran
jefes, y la cantidad media solicitada supondría alrededor de 1.000
barras de latón (50 fr.) por cabeza, lo que no parece un cálculo extra­
vagante del valor de la vida humana, teniendo en cuenta que las cabras
se valoraron en 400 barras (20 fr.) cada una. La suma total, según me
dijeron, abonada a los aldeanos perjudicados por el comisario del
Gobierno llegado desde Stanley Pool fue de 18.000 barras de latón
(950 fr.). Y dicha suma le fue exigida al oficial responsable de la incur­
sión, como multa por su mala conducta. No pude saber qué otra clase
de castigo se le impuso a dicho oficial, si es que llegó a imponérsele
alguno. Permaneció aún un tiempo como representante del Gobierno,
y luego fue trasladado a otro puesto muy próximo hasta que, por fin,
regresó a su casa, al terminar su período de servicio.

BOLOBO

En Bolobo, donde permanecí diez días a la espera de un vapor en el


que continuar viaje, la situación predominante es muy similar a la de
Chumbiri. Bolobo fue uno de los asentamientos nativos más impor­
tantes de la margen izquierda del Alto Congo, y su población, en los
primeros tiempos de gobierno civilizado, alcanzaba las 40.000 perso­
nas, casi todas de la tribu bobangi. Hoy se cree que el número total
de habitantes no supera los 7 u 8.000. Antes, las gentes de Bolobo
eran conocidas por sus viajes a Stanley Pool y su habilidad para co­
merciar. Hoy, todas sus canoas grandes han desaparecido, y aunque
Roger Casement

algunos aún cazan hipopótamos -—que siguen siendo numerosos en


las aguas colindantes—, no vi nada entre ellos que pudiera conside­
rarse laboriosidad.
Incluso resulta difícil explicar cómo viven ahora o en qué ocupan su
tiempo. No se quejaron demasiado por la cantidad de alimentos que se
les exige a la semana, lo que parecen considerar un elemento inevitable
propio de la situación, pero sí mucho por los requerimientos inespe­
rados que se les suelen hacer. En la zona no se obtienen ni caucho ni
marfil. Están obligados a proporcionar alimentos y cierta cantidad de
mano de obra. Frecuentemente se les requiere como leñadores, traba­
jadores en el puesto del Gobierno, remeros, y obreros en la ruta del
telégrafo, o para desempeñar cualquier otro trabajo público.
El trabajo encargado no parecía ser excesivo, pero se les encomen­
daba de forma irregular, se distribuía desigualmente, estaba muy mal
remunerado e incluso, a veces, ni siquiera estaba remunerado.
Las quejas sobre la manera de imponer el servicio son mucho más
frecuentes que las quejas por el hecho de que se les exija dicho servi­
cio. Si el funcionario de la zona tiene que realizar un viaje repentino,
al instante se convoca a los hombres para que vayan de remeros en su
canoa, y si se niegan reciben una paliza o van a prisión. Si hay que
limpiar de malas hierbas la plantación del Gobierno o la huerta para el
uso cotidiano, se envía a un soldado para que traiga a las mujeres de
algunas de las aldeas vecinas. Para el funcionario, éste es un impuesto
público necesario que él no puede dejar de exigir, pero para las muje­
res, que de repente se ven obligadas a dejar sus tareas domésticas y
emprender camino, con la azada en la mano, el bebé a la espalda y,
posiblemente, un marido hambriento y enfadado en casa, él encargo
no resulta nada grato.
Una de las tareas más pesadas impuestas a los nativos durante mi
estancia en Bolobo fue la construcción de un embarcadero de madera
en la playa del Gobierno, para el uso de los vapores gubernamentales.
Visité varias veces dicha estructura aún incompleta, y calculé que
habían sido ya utilizados, en su construcción parcial, entre 1.500 y
2.C00 árboles. Todos ellos habían sido talados y transportados por los

46
La tragedia del Congo

hombres de algunas de las poblaciones cercanas, y a cambio de ese


servicio obligatorio ninguno de ellos había sido remunerado, hasta la
fecha y según todos aquellos a los que pregunté. Me dijeron que se les
había ordenado hacerlo como impuesto público. La madera necesaria
había que traerla desde distancias considerables —la mayoría de los
árboles habían sido transportados varias millas—, y la tarea no resul­
taba agradable. Sin embargo, la principal queja que escuché en contra
de este trabajo era la de que el embarcadero estaba siendo tan mal
montado, que cuando estuviese acabado no serviría para nada, por lo
que todo su trabajo quedaría desperdiciado. En mi opinión, la crítica
era fundada, y la primera crecida del río arrastraría consigo la mayor
parte de la madera mal colocada.
Las gentes de Bolobo no se oponen tanto al impuesto habitual de
alimentos —porque es regular y pueden prepararlo y cumplir con él
de forma metódica— como a los trabajos repentinos e inesperados,
por ejemplo, los viajes en canoa, o la construcción de este embarcade­
ro, aún más oneroso. Comprendí que no eran capaces de relacionar la
exacción de su tiempo y de su trabajo, tan apresuradamente concebi­
da, con un sistema de contribución general de interés público, algo
que, sinceramente, debería quedar definido con claridad. Si se les apli­
case un impuesto anual en dinero, o en alguna forma de trueque que
sirviera como moneda legal, con el tiempo estas gentes comprende­
rían que un pago de este tipo, distribuido y aplicado equitativamen­
te, es un impuesto público que están obligadas a pagar, y que el Go­
bierno tiene derecho a forzar el cumplimiento de dicha obligación;
pero no le dan el mismo valor a esas convocatorias poco sistemáticas
que prevalecen en la actualidad. Que les hagan dejar precipitadamen­
te sus ocupaciones domésticas, o incluso su inactividad habitual, para
llevar a cabo una u otra de las tareas antes descritas, sin recibir ni
comida ni una paga por sus esfuerzos, como suele ocurrir, a estas gen­
tes tan poco adelantadas no les parece un servicio público que se les
pide en interés de todos, sino una simple carga personal que les impo­
ne el representante local de una organización que, para ellos, parece
existir sólo para su propio beneficio.

47
Roger Casement

El peso del kwanga exigido en Bolobo parecía ser inferior al de


Chumbiri, y me enteré de que esta variación se daba en todo el Alto
Congo. En Bolobo, las tortas de kwanga que se entregaban en el
puesto del Gobierno, pesaban cada una un poco más de un kilo tres­
cientos gramos. Las hechas para su venta normal en el mercado públi­
co pesaban medio kilo: yo mismo pesé una de cada clase, y los pesos
obtenidos fueron de un kilo cuatrocientos gramos la torta del Gobier­
no, y trescientos setenta gramos la de consumo general. El precio a
pagar en cada caso era el mismo: una barra de latón.
En la aldea de Litimba, que yo visité y que está situada a unas cua­
tro o cinco millas del puesto del Gobierno, habitaban alrededor de
cuarenta hombres adultos con sus familias. Esta aldea debe propor­
cionar, semanalmente, al puesto del Gobierno, 400 de estas tortas
(alrededor de 567 kilos de alimento), a cambio de las que reciben 20
fr. (400 barras). Las gentes de Litimba me contaron que cuando la
mandioca que cultivaban en sus campos no bastaba para preparar las
provisiones, compraban la raíz en el mercado local y debían pagar por
ella, en crudo, el doble de lo que recibían a cambio del producto pre­
parado y cocinado que entregaban en el puesto. No tuve manera de
verificar esta afirmación, pero muchas personas me aseguraron que
era estrictamente cierta. Además de proporcionar este alimento a la
semana, Litimba puede recibir las demandas habituales de remeros
para las canoas, obreros de día en la estación del Gobierno (hombres
y mujeres), recolectores de madera para el embarcadero, y cortadores
de leña en el puesto local para los vapores del Gobierno.
En esta aldea había muchos enfermos, más de lo normal en el
momento de mi visita. Sufrían la enfermedad del sueño y, aún peor,
la viruela. Ambas enfermedades han reducido en gran número la
población. Parece que la emigración a la margen francesa, que fue
muy activa, ahora ha terminado. A nivel local, tanto por parte de
los representantes del Gobierno como por la Compañía Misione­
ra Baptista —que cuenta con una estación muy próspera en Bolo­
bo—, se están realizando esfuerzos por mejorar las condiciones
físicas y sanitarias de las gentes, y las mejoras debidas a dichos

a8
La tragedia del Congo

esfuerzos resultan evidentes, pero se me dio a entender que se pro­


gresa muy despacio.
La insuficiencia de alimentos que, en general, se observa en esta parte
del Congo podría ser la causa de tanta enfermedad y, probablemente,
de la depresión mental de los nativos, que tantas veces he observado, en
sí misma causa frecuente de enfermedad. El jefe del puesto guberna­
mental de Bolobo me contó, durante parte de mi estancia allí, que aquel
distrito estaba agotado, en su opinión, y que cada vez iba a resultar más
difícil obtener alimentos que cubrieran las necesidades públicas de la
administración local.
A unas 40 millas por encima de Bolobo, en un lugar llamado Yum-
bi, se ha levantado un camp destruction, con entre 600 y 800 reclutas
nativos y un cuerpo de varios oficiales europeos. Por desgracia, no
tuve oportunidad de visitar el campamento, a pesar de haber conocido
a uno de sus oficiales, que fue tan amable de invitarme a visitarlo, pro­
metiéndome un caluroso recibimiento. Me contó que las reservas de
alimento nativo eran bastante abundantes en los alrededores del cam­
pamento, y que las principales raciones de los soldados consistían en
carne de hipopótamo, porque el Congo, en esa zona, ofrecía unas
provisiones casi inagotables de dichas criaturas.
Frente a la casa de uno de los nativos, en una aldea de Bolobo, cerca
de la misión inglesa, vi alrededor de setenta cráneos de hipopótamo.
Me dijeron que todos aquellos animales habían muerto a manos de un
solo hombre. Los cazadores nativos matan a muchos de ellos con lan­
zas, y a otros los cazan con armas de percusión. Parece que, hasta hace
poco, los representantes del Gobierno en la zona han comerciado en
gran medida con estas armas, y yo vi a varios de los jóvenes de Bolobo
en posesión de armas como esas, que le habían comprado, en distintos
momentos, al oficial de la zona, generalmente pagando con colmillos
de marfil. Parece que la venta de estas armas por parte de los represen­
tantes del gobierno del Congo ha descendido bastante desde hace algo
más de un año, porque a partir de esa fecha, a los poseedores de las
armas les ha resultado difícil conseguir licencias. Comerciar con estas
armas, o poseerlas, debería estar regulado por unas normas claramente

49
Roger Casement

redactadas, lo que, sin embargo, no se ha hecho hasta el año pasado.


Ahora se exige el pago de 20 fr. para conseguir una licencia que permi­
ta llevar armas, algo que la ley exige a cada poseedor de una de ellas.
Mientras estaba en Bolobo, supe que recientemente se había produ­
cido una afluencia masiva desde el distrito del lago Leopoldo II (que
comprende el Dómame de la Couronne) al país que queda más allá de
Bolobo. Me dijeron que el asentamiento más cercano de estos emi­
grantes se hallaba a unas 20 o 25 millas de Bolobo, por lo que decidí
visitarlo. Este viaje lo realicé el 20, 21 y 22 de julio, y visité dos gran­
des aldeas del interior que pertenecían a la tribu batende, donde des­
cubrí que ahora la mitad de la población estaba formada por refu­
giados de la tribu basengele, que antes habitaban las cercanías del lago
Leopoldo 11. Vi e interrogué a varios grupos de ellos, que resultaron
ser herreros y artesanos del latón muy laboriosos. Había hombres
mayores y jóvenes, mujeres y niños. Hacía cosa de cuatro años que
habían empezado a huir de su país y a buscar asilo entre sus amigos
los batende. Decían que la distancia recorrida durante su fuga era de
entre seis y siete días, lo que yo diría que suponen entre 120 y i$o
millas. Al preguntarles por qué habían huido, afirmaban que los
representantes del Gobierno y sus soldados los habían tratado tan mal
en su propio país, que la vida se había vuelto intolerable, que en su
hogar ya no les quedaba nada, excepto que los matasen si no lograban
reunir una cierta cantidad de caucho, o morir de hambre o a la intem­
perie, en un intento de satisfacer las demandas que se les hacían. Las
declaraciones que aquellas gentes hicieron ante mí eran de tal natura­
leza, que no pude creer que fueran verdad. Sin embargo, era bien cier­
to que habían abandonado sus casas y todo aquello cuanto poseían,
habían recorrido una gran distancia y ahora preferían vivir una espe­
cie de leve esclavitud entre los batende a permanecer en su propio
país. Tomé nota con atención de todas las declaraciones realizadas por
aquellas gentes, que se encuentran en la transcripción anexa. (Material
adjunto 1.) Unos días más tarde en Lukolela, encontré más basengele,
que confirmaron la verdad de las afirmaciones realizadas ante mí en
Mpoko.
La tragedia del Congo

Al regresar a Bolobo en septiembre, me enteré de que el reverendo


A. E. Scrivener, de la Compañía Misionera Baptista, que me había
acompañado en julio durante mi viaje a Mpoko, había realizado, en el
intervalo, un viaje de seis semanas a pie, desde Bolobo a las orillas del
lago Leopoldo n. Dicho viaje lo había llevado por los lugares de ori­
gen de algunos de los refugiados con los que yo había hablado en
Mpoko. Confirmó, sin lugar a dudas, la verdad de las declaraciones
que se me habían hecho, tanto por medio de sus propias observacio­
nes en el lugar, como por las declaraciones del actual funcionario del
Gobierno a cargo del distrito. El resto de la investigación que realicé
en Lukolela, y las afirmaciones del Sr. Scrivener están también repre­
sentadas en el documento anexo. (Material adjunto i.)

LUKOLELA

Salí de Bolobo el 23 de julio y continué río arriba en una pequeña lan­


cha de vapor que había tenido la suerte de conseguir para mi uso
exclusivo. Tocamos varios puntos de la orilla francesa, y el 25 de julio
llegamos a Lukolela, donde pasé dos días. Cuando visité la zona en
1887, tenía 5.000 habitantes; hoy, después de un cuidadoso recuento,
la población suma menos de 600 almas. Las razones que me dieron
para explicar este descenso fueron similares a las recibidas en los de­
más sitios: la enfermedad del sueño, una mala salud generalizada,
insuficiencia de alimentos, y los métodos empleados por los oficiales
locales para hacerlos trabajar, además de los impuestos que les exigían
los soldados del Estado. El distrito de Lukolela suministra una peque­
ña provisión de caucho, que los puestos locales del Gobierno exigen
en períodos fijos como contribución general. A los que habitan las
márgenes del río también se les pide comida: kwanga y pescado. Las
poblaciones que visité estaban muy mal conservadas y medio deshe­
chas. Desde luego no tenían nada que ver con las condiciones en las
que antes vivían aquellas gentes, ni en lo relativo a las residencias
ahora utilizadas, ni a la extensión de los terrenos de cultivo que las
rodean.

5i
Roger Casement

El misionero local, que lleva muchos años residiendo en Lukolela,


adujo varias razones que explicaban el aumento de la enfermedad y el
gran descenso de población en el distrito, en dos cartas que hace poco
dirigió al gobernador general del Estado del Congo. Una copia de
dichas cartas me fue entregada por quien las escribió, el reverendo
John Whitehead, cuando pasé por Lukolela en mi viaje de vuelta, el
12 de septiembre. No tuve oportunidad de verificar, por medio de mis
observaciones personales, las afirmaciones vertidas por el Sr. White-
head en sus cartas, porque mi estancia en Lukolela, al regresar, fue de
tan sólo unas horas. Sin embargo, no tengo derecho a dudar de la
veracidad del Sr. Whitehead, quien, por otro lado, dijo responsabili­
zarse por completo de las afirmaciones contenidas en sus cartas.
Agrego una copia de dichas cartas. (Material adjunto u.)
No visité el puesto del Gobierno en Lukolela, pero desde el río
pude ver que presenta un aspecto estupendo. Sus casas bien construi­
das, rodeadas por plantaciones de cafetos, ocupan un buen trecho de
la orilla.
Desde Lukolela continué hasta Irebu, que está en la desembocadura
del canal que conecta el Congo con el lago Mantumba, y que yo tenía
el propósito de visitar. Irebu, junto con las dos aldeas contiguas, Bu-
tunu y Busindi, presentaba un aspecto de lo más animado, cuando
la vi por última vez en el otoño de 1887. Por entonces, las tres pobla­
ciones sumaban entre 4.000 y 5.000 personas; se calculaba que sólo
Irebu tenía 3.000. Decenas de hombres habían salido en sus canoas
para darnos la bienvenida e invitarnos a pasar la noche en su aldea.
Cuando entré en Irebu el 28 de julio de este año, descubrí que la aldea
había desaparecido por completo, y que su lugar lo ocupaba un enor­
me camp d’instruction (campamento de instrucción), donde unos 800
reclutas nativos, traídos de distintos puntos del Estado del Congo,
se ven convertidos en soldados a la fuerza por un comandante y un
cuerpo de ocho oficiales y suboficiales europeos.
También hay un gran cafetal, una oficina del telégrafo, y un almacén
comercial, pero no pude ver indicios de vida nativa, que no fuera la
dependiente de dichos centros. Los poblados y sus campos habían
La tragedia del Congo

sido convertidos en un puesto militar muy bien trazado y admirable­


mente conservado. El comandante y sus oficiales me dieron una cor­
dial bienvenida. El campamento, como centro militar, está estupen­
damente elegido, porque la situación de Irebu no sólo domina la vía
fluvial del lago Mantumba, sino también uno de los canales navega­
bles más importantes del Congo; además, está situado frente al estua­
rio del gran río Ubangi, que probablemente sea el afluente más im­
portante del Congo. El comandante me contó que los nativos del dis­
trito circundante le proporcionaban, semanalmente, una enorme pro­
visión de alimentos nativos, lo bastante grande como para sustentar a
todos los soldados bajo sus órdenes.
Es difícil calcular con exactitud el número de soldados alistados y
mantenidos por el Gobierno del Congo. Creo que existen cuatro
camps d!'instruction, cada uno de los cuales tiene unos efectivos de 700
hombres. Las fuerzas efectivas de las compañías de Manyema, lago
Leopoldo 11, Lualaba-Kasai, Arumwimi, y Ruzizi-Kivu quedaron
fijadas en 750, 475, 850, 450 y 875 hombres, según la circular del
gobernador general fechada el 25 de junio de 1902. En el Estado del
Congo hay muchas otras compañías de la Force Publique, y creo que
podríamos decir, sin miedo a equivocarnos, que el número de hom­
bres comprometidos con la bandera no es inferior a 18.000. En una
circular con fecha del 26 de mayo pasado, dirigida a las autoridades
locales, el gobernador general afirmaba que era necesario añadir 200
hombres a cada uno de los campamentos del Alto Congo. En la mis­
ma circular, se indicaba el propuesto aumento de la fuerza general del
ejército en los siguientes términos:

Nuestro programa militar es muy amplio, y llevarlo a cabo exige una


cuidadosa atención y un gran esfuerzo, pero si no se ejecuta en su
totalidad, nos encontraremos en una situación precaria.
Si es necesario, aunque dudo de que sea ese el caso, el Gobierno
estará dispuesto a fortalecer el contingente de /90J, hasta un límite.

La misma circular añadía que:

53
Roger Casement

Ciertos distritos no reemplazan a los milicianos muertos, a los deser­


tores, o a los que son licenciados cuando llegan al campamento.
Además, durante el período de instrucción en los campamentos, se
produce un gran número de bajas entre los reclutas, ya que el método
para el transporte de milicianos deja mucho que desear.

El comandante me contó que algunos de los nativos que habían


huido al territorio francés, situado enfrente, hacía diez años, cuando
las tribus irebu habían abandonado sus hogares, estaban regresando
poco a poco al territorio del Estado del Congo. Posteriormente des­
cubrí que era verdad, ya que la gente afirmaba que, desde que el im­
puesto sobre el caucho había desaparecido en el distrito de Mantum-
ba, preferían regresar a sus tierras que permanecer en lugares extraños
del territorio francés, a los que habían huido cuando se estableciera
dicho impuesto.

EL LAGO MANTUMBA

Desde Irebu, recorrí unas veinticinco millas hasta llegar a Ikoko, que
había sido una gran aldea situada en la orilla norte del lago Man-
tumba, donde hay una misión que pertenece a la Unión Misionera
Baptista Americana. En el lago Mantumba permanecí diecisiete días,
tiempo durante el cual visité el puesto que el Gobierno tiene en
Bikoro, en la orilla este del lago, y muchas aldeas nativas dispersas por
las proximidades del lago. También viajé en barco, corriente arriba,
por uno de los ríos que desembocan en el lago, y visité tres poblados
nativos situados a lo largo de esta vía fluvial. El lago Mantumba es
una gran extensión de agua que mide entre 25 y 30 millas de largo, y
unas 12 o 15 millas en la parte más ancha, rodeada de una densa vege­
tación. Los habitantes del distrito son de la tribu ntomba, se encuen­
tran en estado salvaje y como armas usan unos arcos y unas flechas
muy buenos, y unas lanzas mal hechas. Además, en la selva hay mu­
chas familias o clanes de una raza enana llamada batwa, mucho más
salvaje e indómita que los ntomba, que forman el grueso de la pobla-
La tragedia del Congo

ción. Tanto los batwa como los ntomba siguen siendo caníbales, y el
canibalismo aún está presente en la zona, aunque de forma reprimida
y no tan abiertamente como antes. En los días previos a la fundación
del Gobierno del Estado del Congo, las gentes del lago Mantumba
eran los pescadores y comerciantes más activos de todo el Alto Con­
go. En flotas de canoas, se adentraban en la zona más profunda del
Congo y recorrían largas distancias, luchando para abrirse camino si
era necesario, en busca de compradores para su pescado o sus escla­
vos, o para hacerse con estos últimos. Todo eso ha desaparecido y, a
excepción de algunas canoas pequeñas utilizadas para pescar, no vi en
el lago, ni en las muchas aldeas en las que me detuve a lo largo de sus
orillas, ninguna canoa comparable a las que se veían con tanta fre­
cuencia en el pasado. El jefe de una de las aldeas que visité, investido
por el Estado, me contó que recientemente había comprado una bue­
na canoa por 2.000 barras de latón (100 fr.), en la que había enviado su
impuesto semanal de pescado al puesto local del Gobierno. El fun­
cionario que lo mandaba se había quedado con la canoa, la había uti­
lizado para transportar soldados del Gobierno, y ahora la estaban
usando en un puesto de tala de árboles gubernamental, que me nom­
bró, situado en el río principal. No había recibido nada por la pérdida
de su canoa, y cuando le aconsejé presentar el asunto ante el funcio­
nario local responsable, quien, sin duda, se habría quedado con la
canoa sin ser consciente de lo que hacía, se levantó el taparrabos y,
mientras me señalaba el lugar donde lo habían azotado con un chico­
te, me dijo: «Si me quejo, sólo conseguiré más de esto». Aunque tenía
miedo de protestar a nivel local, aquel jefe declaró estar perfectamen­
te dispuesto a acompañarme si yo lo llevaba ante uno de los jueces del
Congo o, mejor aún, hasta Boma. Le aseguré que una declaración
como la que había realizado ante mí recibiría toda la atención en
Boma, y que si podía demostrar que era verdad, obtendría una satis­
facción por la pérdida de su canoa.
Más de una vez se me hicieron declaraciones similares a ésta, a
menudo corroboradas por muchos testigos, durante mi viaje alrede­
dor del lago, algunas de ellas indicando, incluso, un incumplimiento

55
Roger Casement

del deber aún más grande. El mismo jefe me contó que uno de los
representantes del Gobierno en el distrito (de hecho, el mismo hom­
bre que se había quedado con su canoa) le había dado tres esposas. El
oficial había estado “haciéndole la guerra” a una aldea de la selva en la
que yo me hallaba, porque no le había entregado la provisión de ali­
mentos exigida, y como resultado de las medidas punitivas tomadas,
la aldea había quedado destruida y se habían hecho muchos prisione­
ros. Por eso, varias de las mujeres apresadas no tenían hogar y fueron
distribuidas entre algunos de los jefes investidos por el Estado en el
distrito. Mi informante me dijo: «Aquel día regalaban esposas. A mí
me dio tres. Pero el jefe de Bokoti se llevó cuatro». El jefe continuó
diciendo que, desde entonces, una de aquellas “esposas” se había esca­
pado, ayudada, según se quejaba él, por un hombre que vivía en su
aldea y que era esclavo, pero procedente de la aldea de ella.
La población de las aldeas situadas a las orillas del lago parece haber
disminuido un 6o o un 70 por ciento en los últimos diez años. En
1893 se intentó empezar a cobrar un impuesto en caucho en esta
zona, y durante unos cuatro o cinco años, este impuesto sólo pudo
cobrarse pagando el coste de una lucha continuada. Como la tarea de
reunir caucho les resultaba poco menos que imposible, las autorida­
des la abandonaron en el distrito, y los habitantes que quedan entre­
gan ahora una provisión semanal de comestibles para la manutención
del campamento militar de Irebu, o del enorme cafetal de Bikoro.
Varias de las aldeas que visité también proporcionan a esta última
estación un impuesto quincenal de copal, que las selvas circundantes
producen en abundancia. El copal también se lava y se extiende en las
orillas del lago. La cantidad de este producto proporcionada por cada
aldea, y por la que se les valora, es de diez sacos por quincena. Ofi­
cialmente, cada saco contiene 25 kg., por lo que el impuesto suma un
total de un cuarto de tonelada a la quincena. Pero cuando intenté
levantar uno de esos sacos, que estaban llenando en uno de los pobla­
dos nativos en los que estuve, descubrí que deben pesar bastante más
de 25 kg., por lo que llegué a la conclusión de que cada saco represen­
ta esa cantidad neta de resina de copal. Se pierde bastante producto en
La tragedia del Congo

el proceso de limpieza, corte y lavado de la resina tal y como se reco­


lecta. Así, la cantidad aportada por cada aldea supondría un total de
seis toneladas y media al año. El 31 de julio, cuando visité la esta­
ción que el Gobierno tiene en Bikoro, el jefe de dicho puesto, el Sr.
Wauters, me mostró diez sacos de resina que, según él, acababa de
traer una aldea muy pequeña de los alrededores. Me contó que por
aquel cuarto de tonelada de copal había pagado al poblado una pieza
de dril azul, un áspero tejido de algodón que en la zona cuesta, des­
pués de añadirle el coste del transporte, n'A fr. la pieza. En el Bulletin
Officiel del Gobierno del Congo de este año, (n° 4, abril de 1903) des­
cubrí que en 1902 se habían exportado 3 39'A toneladas de resina de
copal, toda procedente del Alto Congo, con un valor de 475.490 fr.
Por lo tanto, el valor por tonelada sería de unas £56. La cosecha quin­
cenal de cada aldea valdría un máximo de £14 (probablemente me­
nos), por lo que se realiza un pago máximo de 11 ‘A fr. En una de las
aldeas que visité, encontré a la mayoría de los habitantes preparando
el copal y la provisión de pescado que debían llevar a Bikoro al día
siguiente. Lo estaban metiendo todo en las canoas en las que iban a
cruzar el lago —remando unas 20 millas— y partieron, con su carga
durante la noche, pegados a mi vapor. Aquellas gentes me dijeron
que, con frecuencia, solían recibir, en lugar de tejido, 150 barras de
latón (7 'A fr.) por el cuarto de tonelada de copal que llevaban cada
quincena.
El valor del pago anual en resina de copal realizado por cada aldea
sería de unas £360, mientras que tomando la cifra de 9 fr. como media
de la remuneración quincenal que reciben, parece que a cambio les
entregan alrededor de £10 al año.
En el poblado de Montaka, situado en el extremo sur del lago y en el
que permanecí dos días, sus habitantes, durante mi estancia, parecían
absortos en la tarea de cortar y preparar la resina de copal para su
envío a Bikoro, y en disponer su entrega semanal de pescado para el
mismo puesto. Vi el llenado de los diez sacos con el copal, supervisado
por el jefe, quien también contribuía, y por un centinela enviado por el
Estado. Todas las unidades familiares estaban representadas en esta

57
Roger Casement

tarea final, y todos los miembros adultos de cada hogar de Montaka


ayudaban a la contribución general. Suponiendo que la población de
Montaka sume entre 600 y 800 almas —y ahora más no puede tener,
aunque hace diez años tenía 4.000—, al menos 150 adultos se ven
directamente afectados por la recolección y entrega, cada quincena, de
este impót en nature (impuesto en especie), lo que les ocupa la mayor
parte de los días del año. Como por las 6'A toneladas de copal con que
los 150 miembros de familias de Montaka contribuyen al año parecen
recibir no más que un total de £10 anuales (es decir, 26 pagos quince­
nales de 9 fr. jo c. de media, lo que supone un total al año de 247 fr.),
cada miembro adulto de los hogares de Montaka recibe por el trabajo
de todo un año la centésima quincuagésima parte de ese total (o sólo 1
chelín y 4 peniques). Eso es lo que vale en Montaka un ave de corral
adulta. La mañana en que salí de Montaka, compré 10 aves de corral
—gallinas— y por la única que presentaba un tamaño razonable pagué
30 barras (1 fr. 50c.); las demás, pequeños polluelos, costaron entre 15
y 20 barras cada una (de 75c. a 1 fr.).
Si las 6“A toneladas de resina de copal que esos 150 adultos suminis­
tran al año se valoran en £364, de ello se deduce que cada adulto apor­
ta alrededor de 2 libras y 8 chelines anuales en especie.
El trabajo que exige puede resultar, o no, terriblemente excesivo,
pero es continuo durante todo el año: los hombres deben permanecer
en su aldea y estar dispuestos —cada semana y cada quincena— a pre­
parar su contribución, por miedo a recibir un castigo sumario.
Los nativos contratados como mano de obra en mi vapor recibían,
cada uno, la suma de 20 barras (1 fr.) a la semana sólo para alimentos,
más 100 barras (j fr.) al mes. Es decir, que uno de esos nativos ganaba
más en una semana trabajando para mí —haciendo lo mismo que en
cualquier otro establecimiento privado que necesitase mano de obra—,
de lo que recibía un adulto de Montaka por un año entero de servicio
público obligatorio prestado al Gobierno.
En otras aldeas que visité, el impuesto era de cestas, que los habitan­
tes debían fabricar y entregar semanalmente, además de —como siem­
pre— cierta cantidad de comestibles, ya fuese kwanga o pescado. Las

58
La tragedia del Congo

cestas se utilizan en Bikoro para embalar la resina de copal y transpor­


tarla río abajo primero, y luego a Europa. El transporte por río se efec­
túa en los vapores del Gobierno. Los cesteros y otros trabajadores se
quejaban de que a veces les remuneraban su labor con carretes de hilo
de algodón y botones de camisa (que no les servían para nada), cuando
las provisiones de paño o de barras de latón escaseaban en Bikoro.
Como esos nativos van casi completamente desnudos, entiendo que ni
el hilo ni los botones les resultasen de utilidad. También aseveraban
que con frecuencia los azotaban por retrasarse o ser incapaces de com­
pletar el total de los cestos, o la provisión semanal de alimentos. Varios
hombres, incluido el jefe de una aldea, tenían anchos verdugones que
les cruzaban las nalgas y que, evidentemente, eran recientes. Uno de
ellos, un muchacho de unos 15 años, separó el taparrabos para mos­
trarme varias cicatrices que tenía en los muslos y que, según él y otros
que lo rodeaban, habían formado parte de un pago semanal por una
reciente escasez en sus provisiones de alimentos. Pude confirmar que
dichas afirmaciones no eran falsas cuando visité Bikoro el 31 de julio,
y el jefe del puesto me mostró el almacén del Domaine Privé. En él
había muy poca cosa, y el Sr. Wauters me confesó que llevaba un tiem­
po sin reponer sus reservas de bienes para el trueque. Parecía contener
entre 200 y 300 piezas de basto tejido de algodón, y nada más, y como
el tejido era visiblemente viejo, calculé el valor de todas las existencias
en, posiblemente £15. Desde luego no habría conseguido más de ha­
berlas sacado a subasta en cualquier punto del Alto Congo.
Las instrucciones que regulan la remuneración de los colaboradores
nativos y el modo de explotación de los foréts domaniales (bosques
estatales) se publicaron en el Bulletin Officiel de 1896, con la autori­
zación de los decretos del 30 de octubre y del 3 de diciembre de 1892.
Esas instrucciones generales disponen lo siguiente:

Todas las gestiones serán realizadas por los representantes de la


Administración, bajo la dirección del Comisario del Distrito. Todo lo
relativo a las gestiones realizadas en el Dominio Privado debe ser
claramente separado de cualquier servicio prestado al Gobierno.

59
Roger Casement

Los agentes responsables de las operaciones en el Dominio Privado,


dedicarán todas sus energías a la recolección de caucho y otros pro­
ductos forestales.
Sea cual fuere la forma de operar utilizada al efecto, se debe remu­
nerar a los nativos de manera coherente con el coste del trabajo
necesario para recolectar la materia prima; esta tarifa de pago la fija­
rá el Comisario del Distrito, que presentará dicha tarifa al Gober­
nador General para su aprobación.
El Inspector Estatal de la zona verificará que la tarifa sea con­
gruente con el precio del trabajo, supervisará su estricta aplicación, y
averiguará si las condiciones operativas generales son causa de cual­
quier queja justificada.
Aquellos agentes a los que se les confíe dicha tarea deben compren­
der que, recompensando con justicia a los nativos, utilizan el único
método eficaz para asegurar una buena administración de las tierras e
implantar en el nativo el gusto por el trabajo y el hábito de realizarlo.

Tanto por el estado en el que se hallaba el almacén del Domaine


Privé que inspeccioné en Bikoro, como por la obvia pobreza y el
claro descontento universal de los nativos colaboradores, cuyas al­
deas había visitado durante los diecisiete días que pasé en el lago
Mantumba, estaba claro que hacía mucho tiempo que dichas instruc­
ciones habían dejado de estar vigentes. La responsabilidad de que no
se aplicasen unas normas tan necesarias no podía atribuírseles a los
agentes locales, quienes, obviamente, si se quedaban sin los medios
para remunerar de manera adecuada, no podrían ocultar los descuidos
u omisiones de sus superiores. No afirmo que esas omisiones formen
parte de un incumplimiento sistemático de las instrucciones concebi­
das en interés del nativo, pero resultaba evidente que ni en el lago
Mantumba ni en las otras partes del Dómame Privé que visité se ha­
bían tomado las disposiciones adecuadas para inculcar a los nativos
la justa apreciación del valor del trabajo.
La estación de Bikoro lleva unos diez años constituida como plan­
tación del Gobierno. Se levanta en el lugar exacto que ocupaba la anti-

6o
La tragedia del Congo

gua aldea nativa de Bikoro, un asentamiento importante en 1893, re­


ducido ahora a un puñado de chozas mal conservadas y sucias, habi­
tado por los restos de su antigua población expropiada.
Otra pequeña aldea, Bomenga, se levanta al otro lado de las casas
del Gobierno: la plantación envuelve ambas aldeas, y ocupa sus vie­
jos campos de mandioca y sus huertos, que ahora están plantados con
cafetos. Hacia el interior, estos dejan lugar a árboles del cacao y del
caucho (Fantumia elástica), y también a la autóctona Landolphia, una
liana, que se cultiva extensamente. Toda la plantación ocupa 80c hec­
táreas. La atraviesan 70 kilómetros de senderos bien despejados, y uno
de ellos mide 11 kilómetros casi en línea recta. Allí hay empleados 400
hombres, de los que una parte mínima son nativos de la zona; a los
demás los han traído de lejos. Me contaron que un grupo numeroso
que vi estaba formado por “prisioneros” del distrito de Ruki. Hay
140.000 cafetos y 170.000 árboles del cacao, habiéndose plantado el
cacao más tarde que el café. El año pasado la cosecha fue de 112 tone­
ladas de café y 7 toneladas de cacao; y en su totalidad, después de lim­
piarla y prepararla en el almacén que el Gobierno tiene en Kinshasa,
fue enviada a Europa por cuenta del Gobierno. Hasta noviembre de
1901 no se empezó a plantar árboles del caucho. Ahora ya hay cultiva­
das 248 hectáreas, con 700.000 plantas jóvenes de Landolphia, y en
otros puntos de la plantación, en zonas principalmente dedicadas al
cultivo del café, hay 50.000 árboles de Fantumia elástica y otros 50.000
de Manihot glaziovii. Los edificios de la estación están construidos
por completo con materiales nativos, y se han levantado gracias al tra­
bajo de los nativos locales. El jefe del puesto ha dirigido muy hábil­
mente el trabajo de esta plantación, lo que absorbe todo su tiempo,
y hasta hace muy poco no tenía ayudante. Ahora tiene a sus órdenes
a un funcionario subordinado. Me contó que cuando se hizo cargo
del distrito había sesenta y ocho soldados nativos adscritos al puesto,
numero que ha sido capaz de reducir a diecinueve. En los días en los
que estaba vigente el impuesto en caucho en el lago Mantumba, era
necesario mantener en la región varios cientos de soldados. Según me
informan, en los alrededores ya no se explota el caucho.

61
Roger Casement

A pesar de los 70 kilómetros de caminos que cruzan la plantación,


muchos de los cuales es necesario recorrer con frecuencia, incluso a
diario, los dos europeos no cuentan con medios de locomoción, y
las inspecciones diarias que llevan a cabo en distintos puntos de esta
enorme plantación han de realizarlas a pie.
Además del control de tan próspero establecimiento, el jefe del
puesto es el jefe ejecutivo de todo el distrito, pero resulta más que evi­
dente que poco tiempo o energía puede quedarle, incluso al más acti­
vo de los funcionarios, para dedicarlo a algo que no sea su trabajo de
cultivar café y caucho, además de esas “absorbentes preocupaciones”
que las instrucciones generales antes citadas les imponen a los agentes
que explotan el Dominio Estatal.
Me he detenido en relatar el estado en el que se encuentran Bikoro
y las aldeas que visité en el lago Mantumba, en las notas que tomé en
aquel momento y que añado a este documento. (Material adjunto m.)
Una cuidadosa investigación sobre el estado de la vida nativa en la
zona del lago confirmó la veracidad de las declaraciones que me hicie­
ron tanto el Sr. Wauters, como el misionero americano de la zona, y
muchos nativos, según las cuales el enorme descenso de la población,
las aldeas sucias y mal conservadas, y la ausencia total de cabras, ove­
jas y aves de corral —que en su día abundaban en este país— debían
atribuirse, por encima de todo lo demás, al esfuerzo continuo realiza­
do durante muchos años para obligar a los nativos a explotar el cau­
cho. Grandes cuerpos de tropas nativas habían estado acantonados en
el distrito, y las medidas punitivas tomadas con tal fin se habían pro­
longado durante un período considerable. En el curso de dichas ope­
raciones se perdieron muchas vidas, y me temo que, además, se prac­
ticaba la mutilación general de los muertos, como prueba de que los
soldados habían cumplido con su deber. Cada una de las aldeas que
visité en la zona del lago, excepto la de Ikoko, donde hubo una mi­
sión durante aquellos tiempos revueltos, y otra más, habían sido
abandonadas por sus habitantes. La gente acaba de regresar a algunas
de esas aldeas; a otras están regresando ahora. En una, encontré en pie
los postes desnudos y quemados de lo que habían sido viviendas, y en

62
La tragedia del Congo

otra —la de Mwebi— la gente había huido al acercarse mi vapor, y a


pesar de lo mucho que gritaron los guías nativos que iban a bordo,
diciendo que el vapor pertenecía a una misión, no hubo forma de
convencerlos para que volvieran, y resultó imposible mantener nin­
gún tipo de trato con ellos. En los tres poblados que visité justo des­
pués del de Mwebi, cruzando el lago en dirección sur, los habitan­
tes huyeron al acercarse el vapor, y sólo conseguimos que regresaran
cuando comprendieron que el barco pertenecía a una asociación mi­
sionera y que a bordo llevaba gente de la misión.
En una de esas aldeas, Montaka, situada en el extremo sur del lago,
después de devolverles la confianza y de convencer a los fugitivos
para que regresaran de la selva cercana, donde se habían escondido, vi
a las mujeres volver, hasta que se hizo casi de noche, cargadas con sus
bebés, sus utensilios domésticos, e incluso la comida que habían reco­
gido a toda prisa. Al encontrarme en uno de los campos con algunas
de esas mujeres que regresaban, les pregunté por qué habían huido al
acercarme yo, y me contestaron, sonriendo: «Creimos que eras Bula
Matadi» (es decir “hombre del Gobierno”). Antes no existían esos
miedos en el Alto Congo; y en lugares mucho más apartados que
había visitado hace años, la gente llegaba desde muy lejos para dar la
bienvenida a un desconocido blanco. Pero hoy, la aparición de un
vapor del hombre blanco da la señal para que se produzca una huida
inmediata.
El Sr. Wauters, el jefe del puesto de Bikoro, me dijo que una inquie­
tud similar reinaba en todo el territorio que quedaba detrás de su
estación, y que cuando salía a realizar las más pacíficas de las misio­
nes, a sólo unas pocas millas de su casa, los poblados solían vaciarse
de seres humanos tan pronto llegaba a ellos y, en la mayoría de los
casos, le resultaba imposible entrar en contacto con las gentes en sus
hogares. No ocurría siempre lo mismo, según él, y puso como ejem­
plo algunas aldeas donde estaba seguro de ser recibido amistosamen­
te, pero en la mayoría le había resultado imposible encontrarlos al­
guna vez “en casa”. Cuando le pregunté el motivo de este miedo ha­
cia el hombre blanco, me dio como explicación que, como aquellas

63
Roger Casement

gentes eran salvajes y sabían muy bien los muchos crímenes que ha­
bían cometido, seguramente temían que el hombre blanco del Gobier­
no acudiese a castigar su mala conducta. Añadió que, sin duda, habían
sufrido un “pasado espantoso” a manos de algunos de los funciona­
rios que lo habían precedido en la administración local, y que llevaría
tiempo volver a ganarse la confianza de aquellas gentes. Dijo que a él
seguían acudiendo hombres a los que los soldados del Gobierno les
habían cortado las manos en aquellos tiempos horribles, y que en el
país que nos rodeaba aún había muchas víctimas de esa clase de muti­
lación. Mientras estuve en el lago conocí de primera mano dos de esos
casos. Uno era un joven al que le habían arrancado ambas manos a
golpes con la culata del rifle contra un árbol; el otro, un chaval de 11 o
12 años, al que le habían cortado la mano derecha por la muñeca. El
niño me describió las circunstancias en las que había sido mutilado y,
en respuesta a mi pregunta, me dijo que, aunque entonces estaba heri­
do, notó perfectamente el momento en que le cortaron la muñeca,
pero se quedó quieto, sin moverse, por miedo a que lo matasen. En
ambos casos, los soldados del Gobierno iban acompañados por ofi­
ciales blancos, cuyos nombres se me facilitaron. Seis nativos (una
niña, tres niños pequeños, un joven y una mujer) que habían sido
mutilados de la misma forma durante el régimen del caucho, habían
recibido los cuidados de la misión americana local, donde se les pro­
tegió, pero en la época de mi visita todos, excepto uno, habían muer­
to. La mujer había muerto a principios de este año, y su sobrina me
describió cómo se había llevado a cabo su mutilación. El día que partí
del lago Mantumba, cinco hombres a los que les habían cortado las
manos, llegaron a la aldea de Nyange, cruzando el lago, para verme,
pero al saber que ya había zarpado, regresaron a sus casas. Un mensa­
jero acudió a contármelo y yo lo envíe a Nyange para buscarlos, pero
ya se habían dispersado. Posteriormente, tres de ellos regresaron, pero
demasiado tarde para verme. Supongo que eran algunos de esos a los
que el Sr. Wauters había hecho referencia, porque llegaban del país
que rodea la estación de Bikoro. Incluyo las declaraciones de este
tipo, realizadas por las dos personas mutiladas a las que vi, y por otras
La tragedia del Congo

que habían presenciado esta forma de mutilación en el pasado. (Ma­


terial adjunto iv.)
Los impuestos a pagar por las gentes del distrito han de entregarse
semanal o quincenalmente y como consecuencia de esto, no pueden
abandonar sus casas. En algunas de las aldeas que visité cerca del final
del lago Mantumba, deben entregar las provisiones de pescado en el
campamento militar de Irebu semanalmente, o cada diez días, cuando
el lago está crecido y es más difícil pescar. La distancia entre Irebu y
una de esas aldeas no era inferior a 45 millas. El ir y venir entre sus
hogares y el campamento suponía, para las gentes de dicha aldea, un
viaje de 90 millas en canoa, remando; y cuando hay tormenta y las
aguas están encrespadas —como ocurre a menudo— el doble viaje les
lleva un mínimo de cuatro días. Todo ese tiempo debe añadírsele al
que emplean pescando, y como el castigo por incumplimiento de la
cantidad, o por retrasarse en la entrega, no es leve, el jefe responsable
de entregar el impuesto se opone firmemente a que nadie abandone la
aldea. Por casualidad, durante mi estancia, vi pruebas de ello, que ame­
nazaron con retrasar mi viaje. Estando en Ikoko, y como me hallaba
falto de personal, quise contratar a seis o siete jóvenes como leñadores
para que viajasen a bordo del vapor. Quería ocuparlos durante dos o
tres meses, y les ofrecí un buen salario, mucho más del que pudieran
esperar ganar a cambio de cualquier servicio local. Se presentaron más
hombres de los que necesitaba y seleccioné a seis. Cuando el jefe de la
aldea, investido por el Estado, se enteró, acudió enseguida a verme y a
protestar para que ninguno de sus hombres abandonara el poblado, y
me dijo que haría atar a todos los jóvenes que yo había elegido, y que
se los enviaría al representante del Gobierno en Bikoro. Por entonces
había tres soldados armados con rifles Albini acantonados en Ikoko, y
el jefe envió a buscarlos para que arrestasen a mi futura tripulación. El
razonamiento del jefe era de lo más lógico. Me dijo: «Cada semana soy
responsable de que se entreguen 600 raciones de pescado en Bikoro. Si
no se hace, como yo soy el responsable, yo seré castigado. Me han
dado latigazos más de una vez por no haber cumplido con la provisión
de pescado, y no quiero correr riesgos. Si estos hombres se van, no me

65
Roger Casement

llegará la mano de obra; por eso deben quedarse y ayudarme a juntar


el impuesto semanal». Me vi obligado a admitir que su razonamiento
era justo, y al final llegamos a un acuerdo. Yo le prometí al jefe que,
además de pagar los sueldos de los hombres que me llevaba, dejaría en
Ikoko una suma equivalente al valor que él le diera al trabajo de sus
hombres, para que pudiera contratar a otros que lo ayudasen a reunir
la cantidad total de pescado que se le exigía. El jefe del puesto del
Estado local admitió que se había visto obligado a azotar a los hom­
bres de las aldeas que no cumplían con las provisiones semanales, pero
que había interrumpido esa costumbre hacía ya algunos meses. En
lugar de azotarlos, ahora metía en la cárcel a los morosos. Si una aldea
que debía proporcionar, por ejemplo, 20c raciones semanales de pes­
cado, aportaba sólo 180, no aceptaba excusas y les ponía el cepo a dos
hombres. Si faltaban treinta raciones, detenía a tres de los hombres, y
así sucesivamente: un hombre por cada diez raciones. Esos hombres se
quedaban allí como prisioneros y tendrían que trabajar en Bikoro o,
posiblemente, serían enviados a Coquilhatville, la central administrati­
va del distrito del Ecuador, hasta que cumplieran con la imposición.
Posteriormente supe, una vez en los alrededores de Coquilhatville,
que el arresto inmediato y el encarcelamiento de este tipo, por no
completar el total del impuesto exigido, se producen constantemente.
Los arrestados son añadidos a la cadena de presidiarios, junto con
otros prisioneros, y se les exige que realicen los trabajos penitencia­
rios habituales. No se les lleva ante ningún Tribunal, no se les juzga o
condena a un período determinado de confinamiento, sino que se les
detiene, sin más, hasta que se obtiene algún tipo de compensación; y
mientras están detenidos, se les obliga a realizar trabajos forzados.
Es más, yo no pude encontrar, en ningún sitio, que el incumpli­
miento del impuesto semanal fuese punible por ley, y nadie me citó
ninguna ley que justificase ese encarcelamiento inmediato; pero si
dicha ley existe, es de suponer que no contempla el incumplimiento
de los contribuyentes semanales como un delito penal grave. Los
hombres detenidos no suelen ser los que han incumplido: la autoridad
requisitoria no puede distinguir. Se ve obligada a asegurar el cumpli-

66
miento de lo exigido a cada aldea, y los primeros hombres a mano
que pertenezcan a la comunidad infractora pagarán en la cadena de
presidiarios el error general y, posiblemente, el fallo individual de
otros. A veces, a los hombres que se llevan de esta forma ya no los
vuelven a ver en sus casas. Se los llevan como mano de obra a estacio­
nes del Gobierno que están lejos, o los alistan como soldados en la
Force Publique. Me dieron los nombres de muchas de estas gentes que
se llevaron así del distrito de Mantumba, y en algunos casos, sus
parientes habían sabido de su fallecimiento en regiones lejanas del
país. Creo que esta costumbre estaba más generalizada en el pasado,
pero aún sigue existiendo ahora, y a gran escala: yo pude advertir dis­
tintos casos en distritos muy separados entre sí. Los oficiales que lle­
van a efecto esta clase de arrestos no parecen tener otra táctica, a no
ser recurrir a medidas punitivas o al castigo corporal individual; mien­
tras los nativos afirman que, como los impuestos están distribuidos de
forma desigual, y ellos no hacen más que disminuir en número, la
presión ejercida sobre ellos cada semana suele resultarles insoportable,
y algunos eluden pagar ese impuesto siempre recurrente y desagrada­
ble. Si el ganduleo se generaliza, en lugar de ejercer las medidas pu­
nitivas sobre los individuos, se toman contra la comunidad rebelde.
Cuando no terminan en lucha, pérdida de vidas y destrucción de las
propiedades nativas, conllevan multas muy duras que se le exigen a la
aldea que ha incumplido. Unos cinco meses antes de mi presencia en
el lago Mantumba, tuvo lugar una expedición de poca importancia. La
aldea culpable era la de Mwebi, esa que, cuando quise visitarla, ni uno
solo de sus habitantes se quedó en ella para verme. Se decía que la
aldea llevaba unas tres semanas de retraso con el pescado que debía
llevar al campamento de Irebu. Una fuerza armada la ocupó, a las
órdenes de un oficial, y capturó diez hombres y ocho canoas. Las
canoas y los prisioneros se trasladaron a Irebu por el lago, mientras
que el grueso de la expedición regresó por tierra.
Mi informador, que habitaba un poblado próximo a Mwebi, en el
que yo estaba de visita por entonces, me contó que había visto cómo
se llevaban a los prisioneros a Irebu, vigilados por una guardia de seis

67
Roger Casement

soldados negros, atados con una cuerda nativa tan tirante, que gritaban
de dolor. El grupo se detuvo en su aldea para pasar la noche. Aquellos
hombres estuvieron diez días retenidos en Irebu, hasta que las gentes
de Mwebi entregaron la provisión de pescado y pagaron la multa.
Después de ser liberados, dos de aquellos hombres murieron, uno
cerca de Irebu, y el otro a la vista del poblado en el que me hallaba; mi
informador añadió que dos más murieron poco después de su regreso
a Mwebi. El jefe, que los había visto, dijo que los prisioneros estaban
enfermos y que, en las muñecas y los tobillos, llevaban las marcas de
las correas que habían utilizado para atarlos. De las canoas capturadas,
a Mwebi sólo devolvieron las viejas; las mejores fueron confiscadas.
El nativo que me relató este incidente añadió que es una estupidez
por parte del hombre blanco llevarse hombres y canoas de un lugar
tan pequeño como Mwebi, para castigarlo por la escasez de su provi­
sión de pescado. «Los hombres eran necesarios para pescar, al igual
que las canoas», me dijo, «y al llevárselos, a la gente de Mwebi le
resultó aún más difícil cumplir con su deber». Fui a Mwebi con la
esperanza de poder verificar la verdad de ésta y otras declaraciones
relacionadas con las penalidades recientemente impuestas a estas gen­
tes a causa de su desobediencia, pero debido a su timidez —sea cual
fuere la causa de la misma—, me resultó imposible entrar en contacto
con ellos. No hay duda de que se vigila atentamente a los habitantes
del distrito y todos sus movimientos. En el pasado, huían en gran
número al territorio francés, pero a muchos se les impidió hacerlo por
la fuerza.
Hoy, las autoridades congoleñas ponen trabas a los contactos de
este tipo, no utilizando las duras medidas del pasado, pero sin duda
de forma igualmente efectiva. En una carta fechada el 2 de julio de
1902, el actual comandante del campamento de Irebu le escribió lo
siguiente al reverendo E.V. Sjóblom, un misionero sueco (ya falleci­
do), que entonces estaba al frente de la misión de Ikoko:

Le quedaría muy agradecido si evitase usted que sus jóvenes se


detengan en el lado francés (del río) y comercien con los nativos
La tragedia del Congo

franceses que ban huido de nuestra orilla, vendiéndoles comestibles


producidos con el trabajo de nuestros nativos, que no han huido y
que no eluden el trabajo que les hemos impuesto.

COQUILHATVILLE

Desde el lago Mantumba continué hasta la inmediata vecindad de


Coquilhatville, donde pasé cinco días, principalmente en Bolenge,
Nganda y Wangata —comunidades nativas que se extienden a lo largo
de la margen oriental del Congo—. Estas aldeas ocupaban antes una
extensión de quince millas y contaban con una numerosa población.
Hoy sólo son asentamientos aislados, mucho más pequeños y, en la
mayoría de los casos, con unas chozas muy mal construidas. No se
veían ni cabras ni ovejas, cuando antes abundaban, y nos costó conse­
guir comida para la tripulación. En Bolenge hay un puesto de la
Misión Cristiana Americana, que fue fundado hará cosa de diez años
por su actual superior, el reverendo E. E. Faris. Esta misión, que no
tiene más puestos en el Estado del Congo, cuenta en Bolenge con tres
misioneros (uno médico), acompañados de sus esposas. Han hecho
mucho bien en el distrito, y el Dr. Layton, el misionero médico, está
realizando un estudio especial sobre la enfermedad del sueño, que en
los últimos años ha invadido el distrito, procedente del Bajo Congo.
La aldea de Nganda, que visité dos veces, debía suministrar el impues­
to habitual de comestibles y combustible para los vapores a Co-
quilhatvillc, que se encuentra a sólo seis millas. Allí había acantonado
un centinela del Gobierno, que habló con detalle del estado de aque­
llas gentes, junto con uno de los jefes del poblado. El propio centine­
la procedía del Alto Bussira, a varios cientos de millas de distancia.
Me contó que aquel era su tercer período de servicio con la Force
Publique. En cuanto a sus motivos para llevar tanto tiempo en el ejér­
cito afirmó que, como su propia aldea y su país tenían tantos proble­
mas debido al impuesto del caucho, no podía vivir en su propio hogar
y prefería, dijo riendo, «estar con los cazadores antes que con los
cazados». Tanto el jefe de Nganda como este centinela afirmaron que

69
Roger Casement

los impuestos de comestibles que se le exigían a esta aldea resultaban


difíciles de reunir, y estaban insuficientemente remunerados. En todas
estas declaraciones se producía una contradicción. A las contribucio­
nes que se les exigen a los nativos se las denomina “impuesto” y con­
tinuamente se dice que son “pagadas” o “remuneradas”. Resulta ob­
vio que los impuestos ni se compran ni se venden, pero la contradic­
ción sólo existe de palabra. Lo cierto es que las contribuciones sema­
nales o quincenales, que por todas partes se les exigen a las comu­
nidades nativas que visité, se gravan como impuestos o prestations
annuelles (tributos anuales), por Real Decreto del soberano del Esta­
do del Congo. Los decretos que autorizan la aplicación de estos im­
puestos datan del 6 de octubre de 1891 (Artículo 4), del 5 de di­
ciembre de 1892, y (para el distrito de Manyema) del 28 de noviembre
de 1893. Hay otro decreto del 30 de abril de 1897 que requiere la fun­
dación, por parte de los jefes nativos, de plantaciones de café y de
cacao. En ninguna parte vi u oí hablar de la existencia de dichas plan­
taciones como instituciones mantenidas por los propios nativos. Exis­
ten plantaciones de ambas clases, pero son propiedad bien del propio
Gobierno, bien de alguna agencia europea que actúa con la autori­
zación del mismo y, en parte, en su interés, sobre tierras declaradas
públicas. Los dos primeros decretos que establecen un sistema fiscal,
además estipulan la investidura de un jefe nativo reconocido por el
representante del Gobierno local, quien debe entregar a dicho jefe una
copia del procés-verbal (transcripción), tal y como se registra en los
archivos públicos, y una medalla o cualquier otro símbolo de su car­
go. Junto con la investidura, había que redactar una lista, indicando el
nombre de la aldea, su situación exacta, los nombres de los notables,
el número de sus casas, y el número real de su población (hombres,
mujeres y niños). Después el decreto continúa estipulando la forma
en que debían ser valoradas las prestations annualles impuestas a cada
aldea. El comisario del distrito debía confeccionar una lista de los
productos a suministrar por cada poblado, como maíz, sorgo, aceite
de palma, cacahuetes, etcétera, corvées (mano de obra) de soldados y
obreros. Se determinaba que la lista indicase además las tierras que
La tragedia del Congo

debían limpiarse y cultivarse bajo la dirección de los jefes, y la natu­


raleza de dichos cultivos, y «todas las demás obras de utilidad pública
que pudieran prescribirse en interés del bienestar público, la explota­
ción o la mejora del suelo, o de cualquier otra índole». Estas listas
debían ser presentadas, en primer lugar, para su aprobación, al gober­
nador general. Yo no presencié que esa ley fuera observada de forma
rigurosa o general, excepto en lo relacionado con la estricta aplicación
de las contribuciones. En muchas de las aldeas en las que la pedí, no
encontré copia alguna de ningún procés-verbal, y en varios casos ni
siquiera parecía haber tenido lugar el acto de investidura del jefe local.
Las plantaciones como las descritas en el decreto que estipula cómo
deben ser, no existen en ninguna parte del país que yo recorrí. En
algunos casos se había efectuado el recuento de casas y de personas,
según se me informó, pero hacía ya muchos años de ello; y como
desde entonces la población había disminuido tanto, ese recuento no
podía servir ahora como base exacta sobre la que calcular la magnitud
de la contribución existente.
En la aldea de Wangata, que visité en dos ocasiones durante mi
estancia en la zona, uno de los dos jefes investidos por el Estado me
proporcionó detalles de sus propias obligaciones públicas. Su parte de
Wangata había sido muy extensa, y en la época en que se había hecho
el recuento, albergaba a mucha gente. Hoy sólo cuenta con seis cabe­
zas de familia adultos, incluido él mismo, que habitan un total de
once chozas, con sus mujeres e hijos, lo que supone una población
total de veintisiete personas. El jefe actual es un hombre joven llama­
do Botolo. Me fijé en él y en su poblado porque me encontré con un
niño —yo diría que de unos siete años— en la aldea de Bolenge, que
resultó haber sido adquirido hacía poco por su jefe, Iso. Iso me contó
que le había comprando el chico, Ifodgi, a Botolo de Wangata por
i.ooo barras (50 fr.). Me dijo que Botolo tenía que pagar una multa
que le había impuesto el Commissaire-Général por la escasez de pro­
visiones durante varias semanas, y como le faltaban 1.000 barras para
completar la cifra exigida, le había empeñado a él a su sobrino Ifodgi a
cambio de dicha cifra. Aquello había tenido lugar el 14 de agosto, y

7i
Roger Casement

mi entrevista con Iso y el niño fue el 16 de agosto. Al día siguiente me


fui a Wangata, que se encuentra a tres millas de Coquilhatville, y vi
a Botolo, su aldea y sus gentes. En ese momento había exactamente
ocho hombres en el poblado, él incluido; pero ya que desde entonces
dos han sido detenidos como prisioneros en Coquilhatville por no
cumplir con la cantidad de provisiones semanales que debían entregar,
la última vez que vi Wangata en septiembre, sólo quedaban allí seis
hombres adultos. Según Botolo, el impuesto semanal exigido a la par­
te de Wangata controlada por Botolo era:

Kwanga 130 radones (unos 320 kilos de comida)


Pescado 93 radones
Esteras de paja de palma 900
Leña para los vapores El contenido de doscanoas

Además, cada semana, un pescado fresco y grande o, en lugar de


este, dos aves de corral para la mesa europea de Coquilhatville. Asi­
mismo, los hombres debían ayudar a cazar en los bosques para la
plantilla de la estación europea.
Los pagos realizados cada semana a cambio de estas provisiones
(cuando se entregaban todas) eran los siguientes:

Fr.
Kwanga, 130 barras 7,jo
Pescado, 9/ barras 4,73
Esteras de palma, 180 barras 9,00
2 canoas de leña, 1 barra 0,03
21,30

Los pagos por la leña se hacían con un recibo para ser canjeados
anualmente, pero Botolo me dijo que él se había negado a aceptar el
pago anual de 50 barras (2,50 fr.) por las 104 canoas llenas de leña
entregadas durante los doce meses. Para obtener dichas provisiones,
Botolo había tenido que comprar, frecuentemente, tanto pescado

72
La tragedia del Congo

como esteras de palma. El pescado, por regla general, costaba entre io


y 20 barras la ración, y el precio de mercado de las esteras es de una
barra por unidad; mientras que el kwanga, que el Gobierno pagaba
a i barra por pieza, costaba 5 barras en el mercado. El valor de la
contribución semanal de Botolo era, según los precios en curso, el
siguiente:

Barras Valor
c.
fr.
150 raciones kwanga, 3 barras unidad 750 37,5°
95 raciones pescado, 10 barras unidad 95° 47,5°
900 esteras de palma, 1 barra unidad 900 45,00
2 canoas de leña, 20 barras cada una 40 2,00
Total 132,00

Por lo que, sin tener en cuenta el pescado fresco o las aves de corral,
la pequeña aldea de Botolo, compuesta por 8 familias, perdía r 10 fr. 70
c. a la semana. Al final del año, a pesar de haber entregado a la estación
del Gobierno alimentos y productos por valor de 6.864 fr-> como pago
habían recibido 1.107 fr. 60 c. Botolo tenía que cumplir, personalmen­
te, con una parte del impuesto mayor que los demás, y supe que el
valor de su contribución personal alcanzaba las 80 libras, 3 chelines y 4
peniques al año según los precios locales, mientras que recibía 9 libras
y 15 chelines en pagos del Gobierno. Por lo tanto, su unidad familiar
—dos esposas, su madre y otros dependientes de él—, que ocupaba
tres chozas de cañas y hierba, contribuía con una cantidad neta anual
de 70 libras, 8 chelines y 4 peniques.
Aquellos que estaban al corriente de las condiciones locales con­
firmaron que estas cifras eran correctas. Botolo afirmó que su her­
mano mayor, Bokoli Kongo, era en realidad el jefe del poblado, pero
que unos ocho meses antes Bokoli Kongo había sido arrestado por
la escasez de sus provisiones de pescado y kwanga. Entonces el
Commissaire había impuesto a la aldea una multa de 5.000 barras (250
fr.), que Botolo había pagado, con la ayuda de un jefe vecino llamado

73
Roger Casement

Ifodgi. Bokoli Kongo no quedó en libertad de inmediato, y al poco


se escapó de la prisión de Coquilhatville y se escondió en la selva.
Llegaron los soldados de la estación gubernamental y ataron a ocho
mujeres de la aldea. Botolo y todos los hombres habían huido al ver­
los llegar, pero Botolo regresó por la mañana. El Commissaire-
Général visitó Wangata y le dijo a Botolo que como Bokoli Kongo
había huido, él (Botolo) pasaba a ser el jefe reconocido de la aldea.
Luego se le ordenó que encontrase a su hermano fugitivo, cuyo para­
dero él desconocía, y se multó con 5.000 barras a una población veci­
na llamada Ipeko, que era sospechosa de albergarlo. Desde entonces, a
pesar de que Bokoli Kongo había regresado a vivir a Wangata, habían
mantenido a Botolo, contra su voluntad, como jefe responsable de la
aldea. Era un joven de unos 23 o 24 años. Afirmó que había rogado,
una y otra vez, que lo liberasen del honor impuesto, pero en vano. A
su hermano, Bokoli Kongo, lo habían metido de nuevo en la cárcel de
Coquilhatville hacía poco, en relación con la pérdida de dos armas de
percusión que se le habían proporcionado cuando era jefe, con el
fin de que cazase para surtir la mesa de los blancos locales. Botolo
me aseguró que las imposiciones actuales eran muy superiores a lo
que él podía cumplir. Había recurrido repetidamente al Commissaire-
Général y a otros funcionarios de Coquilhatville, incluido el agente
de la ley, pidiéndoles que fuesen a visitar su aldea y comprobasen con
sus propios ojos —como lo estaba haciendo yo— que les decía la ver­
dad. Pero, hasta entonces, nadie le había escuchado, y siempre lo
habían desairado. La última vez que lo solicitó, sólo tres días antes de
verlo yo, lo habían amenazado con encarcelarlo de inmediato si no
cumplía con la entrega de las provisiones, y me dijo que ya no le que­
daba más salida que la huida o la cárcel. Afirmó que no podía huir
y dejar a su madre y los que dependían de él; además, sin duda que
lo encontrarían y cualquier población que lo albergara recibiría una
multa, como había pasado con Ipeko.
El domingo 9 de agosto, cuando fue a entregar las provisiones
semanales habituales, que deben suministrarse los domingos, le falta­
ban ocho raciones de pescado, diez de kwanga y 330 esteras de palma,

74
La tragedia del Congo

que representaban un valor de 84 barras (4 fr. 20 c.), según lo estima­


do en la lista de pagos del Gobierno. Aquel mismo día, la otra parte
—más grande—, de la población de Wangata también se quedó corta
al entregar las provisiones exigidas, por lo que a toda la aldea se le
impuso una multa de 5.000 barras de latón. La parte de la multa que
Botolo debía satisfacer la decidieron los propios nativos y era de 2.000
barras, de las que 1.000 serían aportadas por él personalmente. Como
ahora no tenía dinero, ni forma alguna de obtenerlo, había ofrecido
como garantía —con el consentimiento de su padre, Bokoli Kongo—
a su pequeño sobrino, el niño que yo había visto con Iso, el jefe de
Bolcnge. Cuando pregunté al respecto a los misioneros americanos de
Bolenge, estos me confirmaron la historia de Botolo. Además, se le
tenía por un hombre de muy buen carácter, y todo apuntaba a que su
declaración era verdad. En mi viaje de regreso río abajo, al pasar por
Bolenge el 10 de septiembre, volví a ver a Botolo, quien acudió a
verme después de que cayese la noche, con la esperanza de que yo
pudiera ayudarle. Me contó que, desde mi partida un mes antes, dos
de los jóvenes de su aldea habían sido retenidos como prisioneros en
Coquilhatville, al llevar las raciones, en dos semanas sucesivas, debido
a que en cada ocasión faltaban raciones por valor de 18 barras (90 c.),
y que esos dos jóvenes —cuyos nombres me proporcionó— seguían
aún en la cárcel. Me dijo que aquel mismo día había ido a rogar que
los liberasen, pero sin éxito, y que ahora en la aldea sólo quedaban
cinco hombres adultos, incluido él.
Declaró que, estando en Coquilhatville para cumplir dicha misión,
había visto cómo traían a once hombres de las aldeas vecinas, a los
que encerraron en la cárcel, todos por no haber cumplido con la es­
cala oficialmente fijada y exigida a sus distritos. Le ofrecí llevármelo
conmigo para exponer su caso ante las autoridades de otra zona, pero
se negó a abandonar a su madre. Que las declaraciones de Botolo no
eran tan poco fiables como podrían parecer a primera vista quedó
demostrado unos días más tarde, al comparar este caso con el de otra
aldea que visité. Se trata de una población llamada Walla, situada a
unas tres millas tierra adentro, en un bosque pantanoso próximo a la

75
Roger Casement

desembocadura del río Lulongo. Al salir de Coquilhatville continué


hacia la desembocadura de dicho río, que se introduce en el Congo
a unas cuarenta y cinco millas por encima de aquella estación, y per­
manecí dos días en la zona. Al enterarme de que las gentes de los
alrededores habían sido fuertemente multadas, hacía poco, por el
Commissaire-Général de Coquilhatville debido a que no habían cum­
plido con las provisiones de alimentos que debían entregar semanal­
mente en dicha estación, y que las multas habían sido especialmente
severas para con Walla, decidí visitar la población.

WALLA Y WANGATA

Visité Walla el 21 de agosto, donde pude corroborar las declaraciones


recogidas con mis propias observaciones. La aldea estaba formada por
una única y larga calle de chozas nativas situada en medio de un claro
de la selva. Al cruzarla de un extremo al otro calculé que en total ten­
dría unos 600 habitantes.
En la parte alta del poblado se habían congregado algunos hombres y
mujeres, y varios de los notables se adelantaron para realizar una larga
declaración a los siguientes efectos: que la parte alta de la aldea, en la
que me hallaba, debía entregar semanalmente 100 raciones de kwanga,
y treinta aves de corral a un intervalo mayor. Estas últimas eran para
consumir en Coquilhatville, mientras que el kwanga era, casi todo, para
consumo de los leñadores en el cercano puesto de abastecimiento de
madera que el Gobierno mantenía en el río principal. Les pagaban los
precios acostumbrados de estos artículos; es decir: 1 barra por cada
torta de kwanga y por las aves 20 barras. Además, cada semana debían
llevar 10 brazas de leña al puesto local de abastecimiento, por la que no
solían recibir pago alguno, y dos veces por semana sus mujeres tenían
que trabajar en la plantación de café del Gobierno, que se extiende por
los alrededores del puesto de suministro maderero.
Vi cómo preparaban varios haces de leña para transportarlos a dicho
lugar. Eran grandes y muy pesados, diría yo que de entre 32 y 36 ki­
los cada uno. Unos meses antes, a principios de año, debido, según

76
La tragedia del Congo

contaron ellos, a su incapacidad de enviar las aves de corral a Co-


quilhatville, una expedición armada de unos treinta soldados, coman­
dada por un oficial europeo, había llegado desde allí y ocupado su
aldea. Al principio, habían huido a la selva, pero los convencieron para
que regresaran. Entonces a muchos de ellos —los principales— los ata­
ron de inmediato a los árboles. El oficial les informó de que, como no
habían cumplido con su deber, iban a recibir un castigo. Primero exi­
gió que aportasen veinticinco hombres como obreros al servicio del
Gobierno. Se los habían llevado lejos para que trabajasen a beneficio
del Gobierno, y los que me lo contaban no sabían dónde estaban
ahora aquellos hombres. Me dieron los nombres de dieciocho de los
que se habían llevado, y me dijeron que los siete restantes procedían de
la parte baja de la aldea, por la que había pasado yo al llegar, donde sus
parientes podrían darme los detalles que quisiera saber. Desde enton­
ces, nadie había visto a aquellos veinticinco hombres en Walla, ni nadie
sabía dónde se hallaban. Después, el oficial les había impuesto, como
castigo complementario, una multa de 55.000 barras de latón (2.750 fr.)
- £110. Como no les quedaba más remedio que pagar dicha suma, y no
tenían otra forma de reunir semejante cifra, muchos de ellos se habían
visto obligados a vender a sus hijos y a sus mujeres. En Walla no vi
ganado de ningún tipo, excepto unas pocas aves de corral —posible­
mente menos de una docena— y parecía probable que, tal y como afir­
maban, aquellas gentes tuviesen grandes dificultades a la hora de
cumplir con las provisiones exigidas. Un padre y una madre se adelan­
taron para contarme que se habían visto obligados a vender a su hijo,
un muchachito llamado Manpwengi, por 1.000 barras para poder
hacer frente a su parte correspondiente de la multa. Una viuda declaró
que, para pagar su parte de la multa, había tenido que vender a su hija
Ikewe, una niña que, según la descripción de la madre, debía tener
unos 10 años. Se la había vendido por 1.000 barras a un hombre de
Lulanga, y había usado el dinero para pagar la multa.
Un hombre llamado Bokata había afirmado que, mientras la aldea
estuvo ocupada por los soldados, una mujer de su familia, llamada
Monyeme, había muerto a causa de un disparo efectuado por uno de

77
Roger Casement

ellos. Su marido, un hombre llamado Ifonzo, dio un paso al frente para


confirmar la declaración. Ambos contaron que la mujer había salido de
la casa de su esposo para obedecer al llamado de la Naturaleza, y que
uno de los soldados, pensando que quería huir, le había pegado un tiro
en la cabeza. El oficial arrestó al soldado, y dicen que se lo llevaron
prisionero cuando la fuerza de ocupación abandonó la aldea, pero no
sabían nada más. No sabían si lo habían juzgado o castigado. No ha­
bían llamado a ninguno de ellos a declarar, no se les había preguntado
nada, y tampoco el marido o la familia de Monyeme habían recibido
compensación alguna por su muerte. El sargento nativo que acompa­
ñaba a los soldados se había llevado a otra mujer, llamada Bonkona,
esposa de un hombre llamado Elengola. Le gustó y se la llevó con él a
Coquilhatville. Su marido oyó contar que allí había muerto de viruela,
pero no sabía con seguridad lo que le había ocurrido después de que se
la llevaran de Walla. Un hombre llamado Isofoli contó haber vendido
a su esposa Bomina, por 900 barras, a un hombre de Lulanga, para
poder pagar su parte de la multa.
Me resultaba imposible verificar aquellas declaraciones, y no podía
hacer más que anotar, con el mayor cuidado posible, las distintas afir­
maciones recibidas. Sin embargo, al regresar a Lulanga, descubrí que
lo declarado en relación con el niño Manpwengi y la niña Ikewe era
verdad. Los dos estaban en la zona y, gracias a mi intervención,
Manpwengi fue devuelto a sus padres. Me dijeron que la niña Ikewe
había pasado a manos de otro dueño y que habían prometido vender­
la a una aldea de la margen norte del Congo, llamada Iberi, cuyos
habitantes tienen fama de seguir siendo caníbales. Gracias al misione­
ro de la zona se pudo evitar la operación, yo pagué 1.000 barras al que
la había adquirido y dejé a Ikewe para que fuese devuelta a su madre a
través de la misión. Allí la vi el 9 de septiembre, después de que, gra­
cias a los esfuerzos del misionero, hubiese sido recuperada, y mientras
esperaba volver junto a su madre.
En relación con la cantidad de alimentos exigidos a Walla, no conse­
guí la cifra total de lo pedido a toda la comunidad, sino sólo la que
proporcionaba la parte alta de la aldea. El día de mi visita resultó ser el

78
La tragedia del Congo

mismo en el que se preparaba el kwanga que debía entregarse al día


siguiente en el puesto local de abastecimiento de madera. Vi a muchas
gentes preparando sus cuotas. Cada cuota de kwanga, por la que el
Gobierno paga i barra, constaba de cinco tortas de este alimento ata­
das juntas. Quise comprar uno de esos paquetes de cinco tortas, y le
ofrecí al hombre que lo llevaba io barras, o diez veces lo que iba a reci­
bir por él en el puesto del Gobierno. Rechazó mi oferta diciendo que,
aunque le gustaría tener las io barras, no se atrevía a entregar su ración
faltándole un paquete de tortas. Pesamos uno de aquellos paquetes y
llegaba a los 7 kilos. Es posible que se tratara de un paquete extraordi­
nariamente grande, aunque yo vi muchos otros que parecían ser del
mismo tamaño. Creo que podríamos asumir que la media de cada una
de las raciones de kwanga exigidas a esta aldea no bajaba de los 5 kilos
y medio de alimentos cocinados y cuidadosamente preparados: una
oferta nada desdeñable por medio penique. Según este cálculo, la parte
de Walla que visité envía semanalmente 545 kilos de comida, retribui­
dos con unos 5 fr. Debemos admitir que un alimento cocinado pareci­
do al pan a un precio de 7 :A fr. la tonelada, supone contar con unas
tortas increíblemente baratas. A la vez que preparaban este kwanga
para uso del Gobierno, vi preparar otro para el consumo del público
en general. Adquirí algunos de esos, que salían hacia el mercado local,
a su precio normal, es decir, una barra por pieza. Al pesarlos vi que,
de media, sumaban medio kilo. Parece que el peso exigido para los
alimentos entregados por esta aldea superaba veinte veces el de los ali­
mentos fabricados para consumo público.
Mientras estuve en Lulanga se estaba recaudando, entre las distintas
unidades familiares situadas a la orilla del río, una multa reciente de
20.000 barras (1.000 fr.). El Commissaire-Général de Coquilhatville les
había impuesto hacía poco dicha multa a las aldeas de Lulanga porque
aquel distrito no había cumplido con su cuota de provisiones. En
varías de las casas vi como reunían montones de barras de latón para
pagarla, y delante de una de ellas conté 2.700 barras que los distintos
miembros de aquella familia habían juntado. Me contaron que Walla
debía pagar 6.000 barras de esta otra multa, aunque aún no se había

79
Roger Casement

recuperado de su anterior contribución, mucho mayor. Los hombres


de Walla me rogaron que interviniera, si podía ayudarles a librarse
de esta otra imposición. Uno de sus jefes —un hombre fuerte y con
aspecto magnífico— rompió a llorar, diciendo que sus vidas no valían
nada, y que no sabían cómo escapar de los problemas que los acosaban
por todos lados. Sólo pude asegurarles que la única opción que tenían
de obtener ayuda era apelar a sus propias autoridades constituidas, y
que si los responsables de las multas entendían claramente sus circuns­
tancias, yo confiaba en que recibirían algún tipo de compensación.
Debemos recordar que estas multas se imponen de forma ilegal: no
son impuestas por un Tribunal; no se dictan después de una vista judi­
cial o debido a un delito demostrado contra la ley, sino que se aplican
arbitrariamente según el capricho o la mala voluntad de los segundos
comandantes del distrito; y que su cobro, además de su imposición,
implica la violación continuada de las leyes congoleñas. Asimismo, no
figuran en el recuento de los ingresos públicos en los “Presupuestos”
del Congo; no se pagan al erario público del país, sino que se gastan
para cubrir las necesidades de la estación o del campamento militar
del funcionario que las haya impuesto, según a dicho funcionario le
parezca bien.
En ningún lugar he podido encontrar en qué base legal, si es que
existe alguna, se apoyan los castigos infligidos a las comunidades o
individuos nativos por no cumplir con los distintos tipos de servicios.
Dichos castigos son prácticamente universales y adoptan muchas
formas, desde las expediciones punitivas efectuadas a gran escala, has­
ta ejemplos tan leves de multa y prisión como los impuestos reciente­
mente a Bolenge.
En el Código Penal del Congo no he encontrado ningún lugar en el
que se defina como delito el incumplimiento o la violación de cual­
quier forma de prestación o impót. (impuesto); y por lo que veo no
podría citarse sanción legal alguna por los castigos a infligir ante
infracciones de la ley no punibles con penas especiales.
Como parece que no se ha establecido un castigo especial según la
ley para los casos de incumplimiento o negativa a cumplir con las

So
La tragedia del Congo

demandas del recaudador de impuestos, lo adecuado sería, según


los términos del Decreto, que las sanciones legales necesarias pu­
dieran desaparecer por sí solas. Pero dicho Decreto establece para
todos los demás delitos sin especificar muchos otros castigos, y
muchas otras formas de infligirlos, que los que conocí durante mi
breve viaje.
El artículo i del Decreto establece que:

Las infracciones contra los decretos, reglas, arréts y normativas inter­


nas administrativas y policiales para las que la ley no haya estableci­
do condenas concretas, comportarán un castigo de entre uno y siete
días de trabajos forzados y una multa no superior a 200 fr., o sólo
una de ambas sanciones.

El artículo 2 establece que:

Dichos castigos serán administrados por los Tribunales del Estado de


acuerdo con las leyes vigentes.

Resultaría claramente imposible decir que esta ley, ya sea en for­


ma o modo de procedimiento, se aplicó al incumplimiento, por par­
te de la comunidad de Walla, de las exigencias que se les hicieron. Ni
el arresto inmediato y el alejamiento de sus hogares de los hombres
cuyos nombres se me facilitaron, ni la imposición de la fortísima
multa en barras de latón, encuentran justificación en esta página del
Código de Leyes del Congo. Aunque existiera justificación legal
para las acciones de las autoridades en este caso —como en los mu­
chos otros casos que se me presentaron—, dichas acciones merece­
rían valoraciones muy adversas. El total de la multa impuesta a Walla
no sólo resultaba totalmente desproporcionado a la gravedad del
delito cometido, sino que además era tan abrumador que excluía
toda posibilidad de ser pagado por cualquier medio razonable o
legítimo a disposición de la comunidad. Entre las primeras promul­
gaciones de las administraciones civilizadas, siempre se ha reconoci-
Roger Casement

do la declaración según la que ninguna multa, imposición o exacción


debe exceder la capacidad para satisfacerla de la persona a la que se
le impone. Pero aunque, como me atrevo a suponer, no existan, o
pudieran existir, leyes congoleñas o declaraciones judiciales que res­
palden el cobro de dichas multas, sí existen reglamentos muy explí­
citos sobre el trato a los nativos, en líneas generales, y su derecho a
ser protegidos judicialmente.
En el texts coordonné des diverses instructions relatives aux rapports
des Agents de l’État avec les indigenes (texto que contiene diversas
instrucciones relativas a las relaciones entre los representantes del
estado y los nativos), que aparece en el Bulletin Officiel de 1896 (pág.
255), se publican dichos reglamentos con todo detalle y, literalmente,
dejan poco espacio a la crítica.
Si se aplicaran como es debido, resulta evidente que una situación
como la que existe en Walla no llegaría a producirse, y una buena
parte del descontento general y del sufrimiento de los nativos que
presencié en todos los sitios desaparecería, junto con las multas y
muchas de las prestaciones, en el plazo de un mes desde la entrada en
vigor de estos reglamentos.
Basta con citar aquí un solo párrafo para enfatizar el alcance y la
importancia de estas observaciones:

Los agentes deben recordar que las condenas disciplinarias decreta­


das por las reglas de la disciplina militar sólo pueden aplicarse a los
reclutas militares, únicamente por infracciones disciplinarias, y en las
condiciones específicamente establecidas en dichos reglamentos.
No podrán aplicarse, bajo ninguna circunstancia, a los empleados
civiles del Estado, ni a los nativos, ya se hallen, o no, estos últimos,
en situación de rebelarse contra el Estado.
Aquellos que hayan sido denunciados por cometer algún delito
menor o grave, deberán ser remitidos al Tribunal correspondiente,
para ser juzgados de acuerdo, con la ley.

Ni en Walla ni en Lulanga se elabora caucho.

82
La tragedia del Congo

LAS COMPAÑÍAS CAUCHARAS A.B.I.R. Y LA LULONGA

Al llegar al río Lulongo, me adentré en uno de los distritos caucheros


más productivos del Estado del Congo, donde se dice que la industria
se encuentra muy desarrollada. El Lulongo lo forman dos grandes
afluentes —los ríos Lopori y Maringa— que, después de recorrer
cada uno un curso de 350 millas atravesando un país rico y lleno de
árboles, bien poblado por una tribu llamada mongo, se unen en
Basankusu, a unas 120 millas por encima del punto en el que el Lu­
longo se adentra en el Congo. Las cuencas de estos dos ríos forman la
concesión conocida como a . b . i . r . (Anglo-Belgian India Rubber and
Exploration Company), que cuenta con numerosas estaciones y una
plantilla de cincuenta y ocho europeos dedicados a explotar la in­
dustria del caucho, con sede central en Basankusu. Dos vapores que
pertenecen a la compañía a . b . i . r . recorren las vías fluviales de la con­
cesión, transportando río arriba mercancías europeas y, río abajo,
hasta Basankusu, el caucho, donde se traslada a bordo de un vapor del
Gobierno que, con ese fln, cubre la ruta entre Coquilhatville y Ba­
sankusu, una distancia de probablemente 170 millas. El transporte de
todos los materiales y agentes de la compañía a . b . i . r ., tan pronto estos
abandonan la concesión, se realiza exclusivamente en los vapores per­
tenecientes al Gobierno del Congo, y el dinero que se obtiene por los
pasajes y la carga se considera parte de los ingresos públicos. No
tengo cifras reales sobre la producción anual de caucho de la conce­
sión a . b . i . r ., pero sin duda han de ser elevadas y es posible, en un
buen año, que oscilen entre 600 y 800 toneladas. La calidad del cau­
cho de la a . b . i . r . es excelente y, por regla general, obtiene un alto pre­
cio en los mercados europeos, por lo que el total de sus rendimientos
anuales podría calcularse en una cifra no inferior a las £150.000. La
mercancía que utiliza la compañía se compone de los bienes que se
suelen utilizar para el trueque en el Africa central: paños de algodón
de distinta calidad, cuchillería de Sheffield, machetes, cuentas y sal.
Todos los nativos del interior de África buscan la sal con gran interés.
Creo que la compañía a . b . i . r . también importa armas de percusión,
Roger Casement

que se usan sobre todo para armar a los centinelas —llamados “guar­
das forestales”— que se acantonan, en cantidades considerables, en las
aldeas nativas de toda la concesión para ocuparse de que los hombres
escogidos en cada poblado aporten, con regularidad, la cantidad fija­
da de caucho puro que se les exige cada quincena. No tengo manera
de determinar el número de esta clase de hombres armados que em­
plea la compañía a . b . i . r ., pero vi a muchos de ellos al navegar cau­
ce arriba por el río Lopori, y el arma de uno de aquellos centinelas
—que era un salvaje ngombe— llevaba marcado en la culata ‘Depot
2210’. Además de todos esos guardas forestales, provistos de armas
de percusión que, en distancias cortas, puede resultar un arma muy
eficaz, la compañía a . b . i . r . tiene un armamento bastante completo de
rifles Albini. La ley limita el uso de estos rifles a veinticinco unidades
por cada factoría. Creo que los dos vapores cuentan con un arma­
mento similar.
El Secteur de Bongandanga, que fue el único distrito de la conce­
sión de la a . b . i . r . que visité, tiene tres factorías, de manera que el
número de rifles permitido en ese distrito sería de setenta y cinco.
No sé qué clase de límites, si es que existe alguno, se imponen en
cuanto al número de cartuchos Albini permitidos para la defensa de
dichas factorías. Cuando estuve en el Alto Congo, una de las com­
pañías concesionarias más grandes del Congo había solicitado a sus
directores de Europa una mayor provisión de cartuchos. Los direc­
tores habían respondido a la demanda preguntando qué había pasa­
do con los 72.000 cartuchos enviados tres años antes, y la respuesta
fue que se habían utilizado en la producción de caucho. Yo no vi la
correspondencia y no puedo dar fe de la verdad de dicha afirmación;
pero el funcionario que me contó que había tenido lugar ante sus
propios ojos, era uno de los que gozaban de mejor reputación en el
interior.
Cuando en junio estuve en Stanley Pool, en uno de los almacenes
gubernamentales de Leopoldville vi cierto número de cajones de rifles
con la etiqueta a . b . i . r ., que esperaban a ser transportados río arriba en
uno de los vapores del Gobierno; y cuando regresé a dicha población.
La tragedia del Congo

un funcionario local me dijo que, en julio, se habían enviado 200 rifles


para cubrir las necesidades de la compañía Lomami.
El derecho de las distintas compañías concesionarias que operan
dentro del Estado del Congo a emplear hombres armados —ya lleven
rifles Albini o armas de percusión— está regulado por decretos del
Gobierno, que confieren a estas asociaciones comerciales lo que ofi­
cialmente se denomina “derechos de vigilancia” (droits de police). Una
circular del gobernador general, relacionada con este asunto y fechada
el 20 de octubre de 1900, señala los límites dentro de los que se puede
ejercer este derecho. Antes de la emisión de esta Circular (cuya co­
pia se incluye: Material adjunto 5), parece que las distintas compañías
concesionarias entablaban operaciones militares a una escala bastante
amplia y hacían la guerra a los nativos por su propia cuenta. No parece
que se cumpla estrictamente la normativa que establece esta Circular,
con el fin de garantizar los permisos de todas las armas —rifles y
armas de percusión—, porque en varias ocasiones los centinelas o
guardas forestales que encontré en mi viaje por el Lulongo no tenían
permiso (Modele c) del tipo exigido por la Circular; y en dos casos los
encontré provistos de armas de precisión. Ninguna de las personas que
vi en el Alto Congo niega que el uso exhaustivo de hombres armados
a sueldo de las llamadas asociaciones comerciales, o al servicio del
Gobierno, como manera de hacer cumplir las exigencias de caucho,
haya sido algo general hasta hace muy poco.
Durante una conversación con el jefe de la Misión Americana de
Bolenge, el reverendo E. E. Faris, acabamos hablando sobre el estado
de los nativos en aquella zona. El Sr. Faris sacó un diario ya viejo y
en él, bajo el epígrafe de 23 de agosto de 1899, encontré y copié la
siguiente anotación:

23 de agosto, 1899. El Sr. Roy se refugió aquí de la lluvia, pensando


que esto era la s.a.b.; y charlando con el Sr. Guidini (empleado del
Telégrafo Estatal), en presencia de mí mismo y de Van Beers, dijo: «La
única forma de conseguir caucho es luchando. A los nativos se les pagan
3 y céntimos por kilo, según se afirma, pero eso incluye un gran beneficio

85
Roger Casement

con los tejidos; la cantidad de caucho se controla por el número de


armas, y no por el número de fardos de paño. La s.a.b. en el río Bussira,
con i yo armas, reúne sólo 10 toneladas (de caucho) al mes; nosotros, el
Estado, en Momboyo, con i j o armas, juntamos i j toneladas al mes».
«¿Entonces, llevan la cuenta según las armas?», le pregunté. «Partout»
(en todas partes), dijo el Sr. Roy. «Cada vez que el cabo sale a recoger
el caucho, se le entregan cartuchos. Debe devolver todos los que no
haya usado; y por cada uno usado, debe traer una mano derecha.» El
Sr. Roy me contó que a veces utilizan un cartucho para cazar un ani­
mal; y entonces le cortan la mano a un hombre vivo. Para ilustrar
hasta qué extremo llega este asunto, me dijo que, en seis meses, ellos
—el Estado— en el río Momboyo, habían utilizado 6.000 cartuchos, lo
que significa que 6.000 personas han muerto o han sido mutiladas. O
más de 6.000, porque me han contado en repetidas ocasiones que los
soldados matan a los niños utilizando la culata de sus armas.

Al comentar esta anotación, el Sr. Faris me dijo que el Sr. Roy al que
hacía referencia era un funcionario al servicio del Gobierno, que, en la
fecha en cuestión, había llegado desde el río Momboyo (un afluente
del gran río Ruki que forma parte, según creo, del “Domaine de la
Couronne”) de regreso a casa, enfermo. Había llegado en canoa desde
Balalandji, en muy mal estado. Entonces afirmó que volvía a su hogar
para no regresar nunca al Congo, pero se murió al poco tiempo, algo
más adelante río abajo, en Irebu.
El Sr. Faris afirmó que, camino de Norteamérica en octubre de
1900, había informado oralmente de esta conversación al gobernador
general Wahis, en Boma, como ejemplo de los métodos de exacción
vigentes entonces. Es probable que la emisión de la circular ames cita­
da tuviese relación con estos comentarios.
La región en la que desagua el Lulongo es muy fértil y, en el pasado,
ha mantenido una amplia población. En los días previos al estableci­
miento de normas civilizadas en el interior de África, este río ofrecía
una fuente constante de provisiones para los mercados de esclavos
del Alto Congo. Las poblaciones que rodean el Bajo Lulongo hacían

86
La tragedia del Congo

incursiones en las tribus del interior, tan prolíficas que no sólo propor­
cionaban criados, sino también carne humana, para los que resultaban
ser más fuertes que ellos. El canibalismo había estado siempre unido a
las incursiones en busca de esclavos, y no era poco común el espectá­
culo de ver grupos de seres humanos conducidos para ser expuestos
y vendidos en los mercados locales. En el pasado, al viajar por el río
Lulongo, había presenciado dicha escena más de una vez. En una oca­
sión, mataron a una mujer en la aldea por la que yo pasaba, y trajeron
su cabeza y otras partes de su cuerpo con la intención de vendérselas a
algunos de los tripulantes del vapor en el que iba. Hoy resulta imposi­
ble presenciar imágenes como esa en ninguna parte del país que recorrí,
y el mérito de dicha supresión corresponde por entero a las autoridades
del Gobierno del Congo. Quizás sea de lamentar que, en sus esfuerzos
por suprimir costumbres tan bárbaras, el Gobierno del Congo haya
tenido que contar con agencias de lo más salvaje como medio para
combatir el salvajismo. Las tropas que se empleaban para poner en
práctica medidas punitivas estaban formadas —y a menudo lo siguen
estando— por salvajes. Aún más, las medidas empleadas con el fin de
obtener reclutas para el servicio público solían diferenciarse poco de las
ilegalidades que el servicio estaba encargado de suprimir. La siguiente
copia de una orden para el reclutamiento de mano de obra para el
Gobierno, redactada por un ex-comisario del distrito del Ecuador, y
que hace referencia al afluente Maringa del río Lulongo, indica que el
propio Gobierno del Congo no dudaba, hace unos años, en comprar
esclavos (necesarios como soldados o como mano de obra), que sólo
podían obtenerse para la venta utilizando los medios más deplorables:

El jefe Ngulu de Wangata será enviado al Maringa con el fin de


adquirir esclavos para mí. Los agentes de la A.B.I.R. deberán infor­
marme de cualquier infracción que pueda cometer en camino.

Le Capitaine-Commandant
Sarrazzyn
Coquilhatville, i de mayo de i8g6

87
Roger Casement

Este documento me fue mostrado durante el curso de mi viaje. El


funcionario que puso en circulación estas indicaciones fue, durante un
período de tiempo considerable, la autoridad máxima del distrito; y
con frecuencia oí que los nativos se referían a él por el sobrenombre
que se había ganado en la zona: “Widjima”, o “Tinieblas”.
El curso del río Lulongo por debajo de Basankusu hasta que se une
con el Congo queda fuera de los límites de la concesión de la a . b . i . r .,
y creo que la zona se considera uno de los distritos de comercio libre,
donde no se reconoce el derecho exclusivo a los productos de la tie­
rra. La única compañía comercial que existe en el distrito es una lla­
mada La Lulonga, que cuenta con tres depots, o factorías, a lo lar­
go de las márgenes del río, de las cuales la principal está situada en
Mampoko. Esta compañía tiene un pequeño vapor en el que se reco­
gen sus productos nativos, pero el transporte general de todos sus
bienes, como en el caso de las asociaciones concesionarias, se reali­
za en las embarcaciones del Gobierno. Según tengo entendido, La
Lulonga no tiene derechos de vigilancia, según se definen en la circu­
lar del gobernador general, del 20 de octubre de 1900, pero emplea a
un número considerable de hombres armados que también reciben el
nombre de guardas forestales. Estos hombres están acantonados por
todo el bajo curso del río Lulongo, y descubrí que, al igual que ocurre
con los de la a . b . i . r ., lo único que hacían era obligar a la recolección
del caucho o de las provisiones que cada factoría necesitaba. Como el
distrito en el que la asociación La Lulonga lleva a cabo estas opera­
ciones ya había estado sujeto a la explotación, aún más completa, de
dos de las compañías concesionarias grandes, que sólo lo abandona­
ron cuando —según me informó uno de sus agentes— había quedado
agotado, el número de trepadoras caucheras que hoy contiene es casi
inexistente, y los nativos sólo consiguen producir la cantidad exigida
para contentar a sus amos después de superar grandes dificultades. En
el curso de mi trato con los nativos descubrí que varios de los centi­
nelas de esta compañía habían cometido, hacía poco, graves infraccio­
nes que, hasta mi llegada, parecían haber pasado inadvertidas; desde
luego, no habían sido castigadas. Varios de ellos —con nombres y

88
La tragedia del Congo

apellidos— fueron acusados de asesinato y mutilación por los nativos


de algunas poblaciones próximas a la sede central de dicha compañía,
quienes acudieron en mi busca con la esperanza de que pudiera ayu­
darles. En varias ocasiones, estas gentes me contaron que no se habían
quejado porque les parecía que sería inútil. Dijeron que, mientras que
el impuesto en caucho que se les exigía perdurase en su actual forma
obligatoria con la autorización de las autoridades, no serviría de nada
llamar la atención sobre actos que eran inherentes a su recolección.
La compañía La Lulonga —no más que la a . b . i . r . — parece tener un
derecho legal a exigir impuestos, pero lo cierto es que el Gobierno del
Congo en sí no exige contribución a las arcas públicas por parte de
los nativos que proporcionan a estas dos compañías todo aquello que
exportan, además de sus provisiones locales de alimentos y materias
primas. Por lo tanto, esas gentes deben estar legalmente exentas de
pagar impuestos al Gobierno de su país, o es que una parte de las
aportaciones que hacen a las asociaciones a . b . i . r . y Lulonga deben ser
reclamadas por el Gobierno en vez de los impuestos que tiene dere­
cho a exigir a dichos distritos.
En el caso de la asociación a. b. i. r. , se dice que una parte de los
beneficios se pagan a las cuentas públicas del Gobierno del Congo
(que posee acciones de la empresa), y que estos figuran anualmente en
los Presupuestos como produit de port-feuille. Al darme estas expli­
caciones, un agente de una de las compañías comerciales del Alto
Congo dijo que sería mucho más correcto llamarlo produit de porte-
fusil,, y a juzgar por el gran número de hombres armados que vi allí
empleados, la corrección no parecía inapropiada.
Creo que las compañías concesionarias explican los hombres arma­
dos a su servicio diciendo que sus factorías y sus agentes deben estar
protegidos contra la posible violencia de los bárbaros habitantes de las
selvas con los que tratan; pero esta legítima necesidad de salvaguardar
los establecimientos europeos no basta para justificar la presencia,
lejos de dichos establecimientos, de grandes números de hombres
armados acantonados en todas las aldeas nativas, y que ejercen, en sus
alrededores, una influencia que es mucho más que protectora. La
Roger Casement

explicación que me dieron para justificar este estado de cosas fue


que, como las “imposiciones” exigidas a los nativos estaban reguladas
por ley, y se calculaban teniendo en cuenta el trabajo público que
el Gobierno tenía derecho a exigirle a la gente, el cobro de dichas
“imposiciones” debía ser rigurosamente forzoso. Cuando señalé que
los beneficios de este sistema no los cosechaba el Gobierno, sino una
compañía comercial, y afirmé que los dividendos públicos de los
asuntos de dicha compañía, al igual que los datos oficiales del Go­
bierno, eran el resultado de las relaciones comerciales con los nativos,
se me informó de que las “imposiciones” eran en realidad comercio,
«porque, como usted ya habrá observado, pagamos el trabajo de los
nativos, o los productos que nos traen». «Pero», contesté, «acaba de
decirme que esos productos no pertenecen a los nativos, sino a uste­
des, la concesionaria, propietaria del suelo. Entonces, ¿cómo es que
les compran lo que ya es suyo?». «No compramos el caucho. Lo que
le pagamos al nativo es una remuneración por su trabajo al recoger
nuestro producto en nuestra tierra y traérnoslo.»
Dado que, según esto, los beneficios de la compañía se atribuían
sólo al trabajo del nativo, pregunté si no estaban protegidos por un
contrato con su empresa; pero entonces me remitieron de nuevo a la
afirmación de que los nativos realizaban estos servicios como un
deber público que su Gobierno les exigía. No eran trabajadores con­
tratados, sino hombres libres que vivían en sus propios hogares, y que
simplemente cumplían con la “imposición” que el Gobierno les exi­
gía, «de la que no somos más que los recaudadores, por derecho de
concesión». «Entonces, ¿su concesión implica», pregunté, «que les
han concedido no sólo una cierta extensión de terreno, sino las gentes
que habitan dicho terreno?». Pero tampoco aceptaron esto y me ase­
guraron que las personas eran totalmente libres, y no debían servir a
nadie que no fuera el Gobierno del país. Aunque todas la explicacio­
nes que se me ofrecieron entraban en contradicción con la siguiente.
Uno me dijo que era un impuesto, una carga obligatoria aplicada a las
gentes, como las que todos los Gobiernos tienen el indudable derecho
de exigir; pero esto no explicaba cómo, si era un impuesto, era recau-
La tragedia del Congo

dado por los agentes de una empresa comercial, y considerado el


resultado de sus relaciones comerciales con los nativos; y aún menos,
cómo —si era un impuesto— podía exigirse, de forma justa, semanal
o quincenalmente durante todo el año, en lugar de una vez o, como
mucho, dos veces al año.
Otro afirmó que era claramente legítimo comerciar con los nativos
porque estaban bien pagados y eran felices. Pero luego no pudo expli­
car la presencia de tantos hombres armados entre ellos, o el motivo
por el que ataban a hombres, mujeres y niños, ni por el que mante­
nían —en cada establecimiento comercial— una prisión, a la que lla­
maban maison des otages (casa de los rehenes), donde los comerciantes
nativos recalcitrantes pasaban largos períodos de confinamiento.
Un tercero admitió que no había ninguna ley en la legislación con­
goleña que convirtiera su establecimiento comercial en una estación
recaudadora de impuestos para el Gobierno, y que como el producto
de su trato con los nativos figuraba en los balances de su compañía
como comercio, y pagaban derechos arancelarios al Gobierno por la
exportación y dividendos a ios accionistas, y que él mismo recibía una
comisión del dos por ciento de su volumen de negocio, debía de ser
comercio; pero este exponente no pudo explicarme cómo, si esas ope­
raciones eran puramente comerciales, dependían de un privilegio ne­
gado a otros, ya que si —según había afirmado— los productos de
su distrito no podían ser elaborados ni comprados por nadie que no
fuese él, quedaba claro que no eran mercancía, porque para que algo
sea mercancía tiene que resultar comercializable. La mayoría de aque­
llos con los que quise comentar la situación, la resumieron diciendo
que se trataba, en effet (de hecho), de un trabajo obligatorio pensa­
do en interés de los nativos, quienes, si no eran controlados de esta
forma, pasarían sus días haciendo el vago, infructuosos para ellos mis­
mos y para la comunidad. Que los productos de la tierra fuesen reco­
lectados por los métodos —más benévolos— de las compañías co­
merciales era, en cualquier caso, preferible a que lo fuesen por los que
el Gobierno del Congo emplearía con el fin de obligar al cumpli­
miento de sus leyes; por lo que, si veía a mujeres y niños mantenidos

91
Roger Casement

como rehenes hasta la llegada del caucho u otros productos, era mejor
que eso lo hicieran las armas de percusión de los guardias forestales,
antes que los rifles Albini de los soldados del Gobierno, a los que, si
se los deja sueltos en un distrito, lo destrozan por completo.
No se me ofreció una explicación más satisfactoria que este resu­
men, de todo lo que vi en los distritos de la a . b . i . r . y La Lulonga.
Cierto es que en distintos círculos se me ofrecieron alternativas de
disculpa con diferentes interpretaciones, pero resultaba tan evidente
su falta de verdad, que era imposible admitir que tuviesen la más
mínima relación con las cosas que yo había visto.

(JOLONGO E IFOMl

En la primera aldea que toqué río Lulongo arriba —un pequeño


grupo de chozas llamado Bolongo—, la gente se quejaba porque en
su distrito ya no quedaba caucho, y sin embargo la compañía La
Lulonga les exigía, quincenalmente, una cantidad fija del mismo que
no podían proporcionar. Me dijeron que en la aldea había acantona­
dos tres guardias forestales de la compañía. A uno me lo encontré
cumpliendo con su deber, y los otros dos, según me contó, habían
ido a Mampoko para escoltar el caucho de aquella quincena. En la
población no se veía, ni se podía adquirir, ganado de ningún tipo,
aunque sólo unos pocos años antes había sido una comunidad grande
y muy poblada, llena de personas y bien provista de ovejas, cabras,
patos y aves de corral. A pesar de que la recorrí casi entera, sólo con­
té diez hombres con sus familias. Me dijeron que había más en la
parte del poblado que no visité, pero toda la comunidad que yo vi
habitaba chozas miserables, en medio del sufrimiento más absoluto.
Me dijeron que tres meses antes (creo que en mayo), una fuerza gu­
bernamental, comandada por un hombre blanco, había ocupado la
aldea, debido a su incapacidad de enviar a la sede de la compañía La
Lulonga —situada en Mampoko— la provisión habitual de caucho; y
en aquella ocasión, los soldados habían matado a dos hombres, cuyos
nombres se me facilitaron.
Como Bolongo se encuentra junto al cauce principal del río Lu-
longo, y en ella suelen detenerse los vapores en ruta, para mi próxima
inspección elegí una población algo apartada de este transitado cami­
no, en la que seguramente no esperarían mi visita. Subiendo por un
pequeño afluente del Lulongo llamado Bosombo, atraqué, sin que me
precediesen los rumores de mi llegada, en la aldea de Ifomi, donde
permanecí parte de los días 26 y 27 de agosto. F.n un cobertizo abier­
to levantado en el embarcadero, encontré dos centinelas de la compa­
ñía La Lulonga que vigilaban a quince mujeres nativas, cinco de las
cuales tenían niños de pecho, y otras tres estaban a punto de dar a luz.
El jefe de los centinelas, un hombre llamado Epinda —armado con
una escopeta de dos cañones para la que contaba con una cartuche­
ra— enseguida quiso explicarme el motivo de la detención de aquellas
mujeres. Me dijo que cuatro de ellas eran rehenes para asegurar la
solución pacífica de una disputa entre dos poblaciones vecinas, que ya
había costado la vida de un hombre. Su patrono, el agente de la com­
pañía La Lulonga en Bokakata, cerca de allí, había ordenado el arres­
to de las mujeres hasta que el jefe de la población culpable, a la que
ellas pertenecían, se presentara para celebrar el parlamento. El centi­
nela señaló que, evidentemente, aquel era un método mucho mejor de
resolver los problemas surgidos entre las poblaciones nativas, que
permitir que los solucionasen ellos solos guerreando.
Las otras once mujeres, que me señaló, habían sido arrestadas y
mantenidas en prisión —según él— con el fin de obligar a sus mari­
dos a aportar la cantidad de caucho que se les exigía para el siguiente
día de mercado. Cuando pregunté si era labor femenina recolectar el
caucho, me dijo que no, que por supuesto era trabajo de hombres.
«Entonces, ¿por qué detienen a las mujeres y no a los hombres?»,
pregunté. La respuesta fue: «¿No ve que si mantengo retenidos a los
hombres, nadie recolectaría el caucho? Pero, si arresto a sus mujeres,
los maridos están ansiosos por tenerlas de nuevo en casa, y así traen el
caucho enseguida y sin escatimar la cantidad». Cuando pregunté qué
sería de aquellas mujeres si sus maridos no conseguían aportar la can­
tidad adecuada de caucho para el siguiente día de mercado, enseguida

93
me contestó que allí se quedarían hasta que los hombres las salvaran.
Me explicó que obligaba al jefe de Ifomi a proporcionarles alimento,
y que él mismo se ocupaba de comprobar que lo recibían a diario.
Procedían de más de una aldea de la vecindad, me dijo, sobre todo de
Ngombi, o país interior, donde a menudo tenía que atrapar mujeres
para conseguir que se aportase la cantidad necesaria de caucho. Me
explicó que se trataba de una costumbre que cumplía muy bien sus
fines y ahorraba muchos problemas. Cuando su patrono llegaba a
Ifomi todas las quincenas para llevarse el caucho así recolectado, si
resultaba ser suficiente, soltaban a las mujeres y les permitían vol­
ver con sus maridos, pero si no bastaba, continuarían detenidas. Las
declaraciones del centinela eran claras y explícitas, al igual que las del
jefe de Ifomi y de algunos de los aldeanos con los que hablé. En res­
puesta a mis preguntas, el centinela me aseguró que detenía de esta
forma a las mujeres siguiendo órdenes de sus patronos. Que se trataba
de una costumbre generalizada que obtenía resultados; que aquellas
gentes eran muy vagas, y que esa era —con mucho— la forma más
sencilla de conseguir que hicieran lo que se esperaba de ellos. Al pre­
guntarle si había tenido que utilizar la escopeta, me contestó que se la
había dado el hombre blanco «para asustar a la gente y hacerles traer
el caucho», pero que no la había utilizado de ninguna otra forma.
Descubrí que los dos centinelas de Ifomi eran los verdaderos amos de
la población. Enseguida ordenaron a los habitantes de la aldea que me
proporcionasen los alimentos y la leña que necesitaba. Uno de ellos,
con la escopeta al hombro, marchó al frente de una fila de hombres
—con el jefe de la aldea en primer lugar— hasta la orilla del agua, cada
uno de ellos cargado con un haz de leña para mi vapor. Las pocas
gallinas que trajeron pudimos comprarlas sólo a través de su interme­
diación: en cada caso, el propietario nativo entregaba el ave al cen­
tinela, quien la traía a bordo, la negociaba, y se llevaba el precio
acordado. Cuando, al atardecer, invité al jefe de la aldea a charlar
conmigo, llegó claramente asustado por si los centinelas lo veían o
escuchaban sus afirmaciones; y el líder —Epinda—, al encontrárselo
hablando conmigo, interrumpió la conversación imperiosamente y

na
La tragedia del Congo

contestó él mismo a todas y cada una de las preguntas que le hice al


jefe. Cuando inquirí, por último, si él o sus vecinos pescaban en el río
Bosombo, en el que sabíamos que había mucha pesca, el centinela
intervino y contestó que no era asunto de aquellas gentes dedicarse a
pescar, «no les queda tiempo para eso, tienen que recolectar el caucho
que les exijo».
Al caer la noche, ataban entre sí a las quince mujeres del cobertizo,
por el cuello o por los tobillos, para que no se escaparan, y en esa
postura las vi, en dos ocasiones, durante la velada. Intentaban acurru­
carse alrededor de una hoguera. Por la mañana pude oír como el cen­
tinela jefe, antes de abandonar la aldea, le ordenaba a su compañero
que “vigilase de cerca a las prisioneras”. Posteriormente supe que
aquel centinela, al enterarse de que yo no era un misionero —como él
había creído— había marchado a contarle a su patrono de Bokakata
que un blanco desconocido había llegado a la aldea.
Después, el representante de la compañía quiso darme otro tipo de
explicación sobre lo que yo había presenciado en Ifomi, pero lo que
me contó chocaba de tal manera con lo que yo mismo había observa­
do, que no resultaba posible aceptarlo, ni para explicar la detención de
las mujeres que había visto atadas entre sí por el cuello, ni para refutar
las afirmaciones del centinela, realizadas cuando no había imaginado
que sus confesiones podrían afectar a los intereses de su patrono.

BONGANDANGA

Desde Ifomi continué hasta Bongandanga, una estación de la com­


pañía A.B.I.R. situada a unas 120 o 130 millas Lopori arriba, que es
un afluente del Lulongo, y sólo me detuve durante breves períodos
en route. En Bongandanga también hay una estación de la Misión
Congo-Balolo, que se fundó antes del asentamiento de la compañía
a . b . i . r . en la zona. Llegué a Bongandanga el 29 de agosto, cuando se

encontraba en pleno apogeo lo que allí se denomina mercado del cau­


cho. En esos días de mercado, que se celebran cada quincena, los
guardias armados hacen desfilar a nativos de los alrededores cargados
Roger Casement

con su provisión de caucho para entregársela al agente de la compa­


ñía. Durante mi estancia en Bongandanga, me alojé en el puesto de la
misión, que se encuentra a unos pocos cientos de metros de la factoría
de la a . b . i . r ., y tuve muchas ocasiones de encontrarme con los dos
agentes de dicha asociación, que me recibieron con gran hospitalidad
y cortesía.
La estación de la a . b . i . r . había sido bien construida, se mantenía en
buenas condiciones y demostraba el infatigable trabajo de aquellos
que estaban encargados de ella. Había dos buenas casas para el perso­
nal europeo y cierto número de almacenes de bambú, grandes y bien
construidos, para guardar y secar el caucho. Todas las casas se habían
levantado con materiales de la zona; de hecho, a excepción de una
pequeña reserva de bienes para el trueque en uno de los almacenes, y
las provisiones europeas necesarias para los hombres blancos, todo
lo que vi procedía de los alrededores y había sido proporcionado, de
una forma u otra, por los habitantes nativos. Lo mismo puede decirse
de prácticamente todos los asentamientos europeos en el interior del
país, siendo la única diferencia la forma en la que se solicita y se re­
compensa la ayuda de los nativos. Estos proporcionan materiales de
construcción de todo tipo, desde maderas muy pesadas hasta esteras
para techar y cuerdas nativas con las que atarlas; pero sus servicios al
proporcionar esos complementos tan necesarios para la vida civiliza­
da no parecen recibir una remuneración igual en todas partes. En
Bongandanga vi treinta y tres troncos grandes —cada uno de ellos no
podía pesar menos de media tonelada, y algunos se acercaban a la
tonelada— que, según me contó el agente, habían sido talados y trans­
portados por los nativos para la construcción de una casa nueva para
él. Me explicó que, como los nativos tenían que acudir allí quincenal­
mente desde distintos distritos, y que sólo llevaban unas cestas muy
pequeñas de caucho, él les obligaba a añadir ese peso adicional a las
tareas ya impuestas, pero que ésta en concreto se la reservaba a los
trabajadores del caucho reacios. En realidad se trataba de uno de los
castigos que aplicaba a los récolteurs (recolectores) que se atrasaban en
las entregas.
La tragedia del Congo

El día de mi llegada a Bongandanga (el 29 de agosto), los hombres


del distrito llamado Nsungamboyo, a una distancia de veinte millas,
habían venido con su aportación de caucho. Marchaban en una larga
fila, vigilados por los centinelas de la compañía a.b.i.r., y cuando
visité el recinto de la factoría para observar cómo se desarrollaba el
“mercado”, el Sr. Lejeune, el agente local, me informó que en aque­
llos momentos estaban presentes 242 hombres. Como a cada hombre
se le pedía que aportase 3 kilos netos de caucho, la cantidad que en
aquella ocasión habían llevado debía sumar unos tres cuartos de
tonelada de caucho puro. El caucho que cada hombre aportaba, des­
pués de pesado y aceptado como correcto, se trasladaba a un almacén
donde se troceaba y después, en otros almacenes, se colocaba en bal­
das para su secado. Como durante el proceso de secado se produce
una pérdida de peso considerable, para obtener 3 kilos netos los nati­
vos deben aportar un peso muerto muy superior a dicha cantidad. En
el recinto de la a . b . i . r . había centinelas por todas partes, vigilando y
controlando a los nativos, muchos de los cuales llevaban cuchillos y
lanzas. Los centinelas solían estar armados con rifles Albini, algunos
de ellos con varios cartuchos entre los dedos, listos para su uso inme­
diato. Otros llevaban armas de percusión, con una especie de cartu­
cho de papel fabricado en la zona para este tipo de arma que se carga
por la boca. A los vendedores nativos de caucho los vigilaban en des­
tacamentos o rebaños, muchos de ellos tras una barricada que se
extendía por delante de una casa que, según me dijeron, era la cárcel
de la factoría o, como se la llamaba en la zona, la maison des otages
(casa de los rehenes). Uno de los dos agentes de la a.b.i.r., sentado en
el porche de su casa, pesaba el caucho que traía cada uno de los hom­
bres vigilados. Si el caucho tenía el peso adecuado, su vendedor lo
llevaba al almacén de troceado o a uno de los almacenes de secado.
En el primero había entre 80 y 100 nativos que ya habían pasado la
prueba, agachados sobre unas plataformas de caña elevadas, trocean­
do el caucho en los tamaños adecuados. En las esquinas de las plata­
formas vigilaban, de pie o en cuclillas, los centinelas de la a.b.i.r., con
los rifles preparados.

97
En otro almacén, donde se secaba el caucho, entraron siete nativos
mientras yo lo inspeccionaba, cargados con cestas llenas del caucho
troceado, que enseguida clasificaron y extendieron sobre unas pla­
taformas elevadas. Cuatro centinelas armados con rifles vigilaban a
aquellos siete hombres.
Se me ofrecieron distintas explicaciones sobre los motivos por los
que se vigilaba constantemente a los nativos durante el “mercado”,
algo que yo observé. Primero dijeron que se trataba de una precaución
necesaria para asegurar la tranquilidad y el orden dentro de la factoría
comercial, debido a la presencia de tantos salvajes fornidos y sin civili­
zar. Pero cuando hice referencia a la férrea vigilancia ejercida sobre los
nativos en los cobertizos de troceado y secado, me contestaron que
aquellos eran “prisioneros”. Si el caucho aportado por el vendedor
nativo no cumplía con la cantidad solicitada, el individuo moroso que­
daba detenido y relegado a la maison des otages. Uno de esos casos
tuvo lugar mientras yo estaba allí. Se ordenó que se llevaran de allí al
incumplidor y varios centinelas lo arrastraron hasta otro lugar y lo
obligaron a mantenerse boca abajo sobre el suelo hasta que se acabó el
mercado. Intentó escapar mientras aquellos hombres lo retenían, y
uno de ellos lo golpeó en la boca; empezó a sangrar y, después de eso,
permaneció pasivo. No llegué a saber cómo aquel individuo había pur­
gado su infracción, pero cuando visité, en una oportunidad posterior,
el recinto delante de la cárcel, conté quince hombres y jóvenes vigila­
dos mientras trabajaban fabricando esteras para los edificios de la esta­
ción. Entonces me dijeron que aquellos hombres eran algunos de los
infractores del día de mercado anterior, a los que retenían como obre­
ros para que cubrieran con su trabajo la carencia de caucho.
Los pagos entregados a los que traían el caucho, dependiendo de la
cantidad aportada, consistían en cuchillos, machetes, sartas de cuen­
tas y, a veces, algo de sal. Vi a muchos hombres recibir un cuchillo
Sheffield con mango de madera, fuerte y resistente, y a otros, un ma­
chete. La hoja del mayor de los cuchillos medía 23 centímetros, y la
del más pequeño, 13. Su coste en Europa era de 2 chelines 10 peni­
ques, y r chelín 3 peniques la do cena respectivamente, menos un 2‘A

98
La tragedia del Congo

por ciento de descuento al pagar en efectivo. Según entendí, el hom­


bre que recibía uno de los cuchillos grandes, o un machete, había
aportado un cesto entero de caucho puro, que en cálculos europeos
representaría 27 Ir. Al coste original de uno de esos cuchillos —diga­
mos 2 peniques y medio— debemos añadir un ioo% para cubrir los
gastos de transporte, de manera que el coste local sumaría unos 6
peniques. Entre los nativos, esos cuchillos valen 25 barras (1.25 fr.) y
15 barras (75 céntimos) cada uno. Más adelante adquirí dos de esos
cuchillos a dos de aquellos caucheros, y pagué veinticinco cucharillas
de sal por el más grande, y seis cucharillas de sal más una botella vacía
por el pequeño. A un tercer miembro del grupo, cuyo pago había
consistido en una sarta de treinta y nueve cuentas de cristal, azules y
blancas (con un valor local de 5 barras), le compré su salario de una
quincena por cinco cucharillas de sal. Aquel joven confesó que su
cesta de caucho no había estado tan llena como las de los otros.
Fui a los hogares de aquellos hombres, a varias millas de distancia, y
comprobé su situación. Para recolectar el caucho, primero debían reali­
zar un viaje de dos días de duración, lo que suponía dejar a sus mujeres
y estar ausentes entre cinco y seis días. Los guardias los acompañaban
hasta los límites de la selva y, si no estaban de vuelta al sexto día, surgían
los problemas. Recolectar el caucho en los bosques —que, en general,
resultaban muy pantanosos— conlleva una gran fatiga y, a menudo, la
búsqueda infructuosa de una enredadera bien provista. Mientras que la
zona de aprovisionamiento disminuye cada vez más, la demanda de cau­
cho aumenta de manera constante. Poco tiempo antes, el distrito de
Bongandanga proporcionaba 7 toneladas de caucho al mes, cantidad que
se esperaba poder aumentar a 10 toneladas en poco tiempo. La cantidad
de caucho aportada por los tres hombres en cuestión habría representa­
do, probablemente, no menos de 7 kilos de caucho puro. Ese sería un
cálculo aproximado muy conservador, y a una media de 7 fr. por kilo,
podríamos decir que habían aportado caucho por valor de £2. A cambio
de este trabajo, o imposición, habían recibido bienes que costaban
mucho menos de 1 chelín, y cuyo valor local sumaba 45 barras (1 chelín
y 10 peniques). Como este proceso se repite veintiséis veces al año, el

99
Roger Casement

total de lo aportado anualmente en especie a la factoría local será de £52,


y a cambio habrán recibido bienes por un importe de 24 o 2 5 chelines,
con un valor de mercado en la zona de £2, 7 chelines y 8 peniques. Ade­
más de estos pagos formales, en ocasiones podían verse tratados de otra
manera, porque si su trabajo —a pesar de haber sigo igualmente duro—
resultaba menos provechoso en cuanto a la cantidad de caucho obteni­
do, la cárcel acabaría por albergarlos. Por todas partes las gentes me ase­
guraban que no eran felices bajo aquel sistema, y resultaba aparente,
hasta para el hombre más desalmado, que lo que decían era verdad.
El 1 de septiembre visité una aldea nativa llamada Bavaka, situada a
varias millas de distancia de la factoría que la a.b.i.r. tiene en Bon-
gandanga. Fui para ver la casa de uno de los notables que, junto con
su esposa y tres hijos pequeños, se había acercado a la misión inglesa
para visitarme. Yo iba a aquella aldea exclusivamente para realizar una
visita amistosa al hogar de este notable, porque los misioneros locales
me habían dicho que se trataba de una persona excelente, que daba
muy buen ejemplo a sus compatriotas. De camino, a sólo 405 millas
de la factoría A.B. 7.R., atravesé una parte de Bavaka (que es una pobla­
ción muy alargada) donde había varios centinelas de la asociación
a.b.i.r. Uno de ellos llevaba un revólver de 6 recámaras cargado con
seis cartuchos Eley 4.50 que, sin duda, se los habrían dado —como el
arma— en Ifomi, más para intimidar que para su uso real. Otro centi­
nela sólo llevaba un arma de percusión. Me contó que en aquella aldea
había seis centinelas de la a.b.i.r., pero que los otros cuatro acababan
de irse para trasladar unos prisioneros a Bongandanga. Me explicaron
que se trataba de algunos de los nativos del interior que no habían
aportado una cantidad suficiente de caucho. Un poco más adelante
encontré otros dos centinelas más de la a.b.i.r. en esta población. Al
regresar de Bavaka a la misión siguiendo otro camino, encontré otros
dos centinelas que, en apariencia, hacían las veces de jueces y resol­
vían un parlamento entre los nativos; ésta es una de las formas más
comunes en que los hombres aprovechan su autoridad en interés pro­
pio, chantajeando e interfiriendo en los asuntos domésticos de los
nativos exigiendo un pago por sus decisiones “judiciales”.

100
La tragedia del Congo

Al día siguiente, 2 de septiembre, mi anfitrión de Bavaka vino a


contarme que los centinelas le estaban creando problemas debido a
que yo lo había visitado el día anterior, y le decían que iban a infor­
mar al agente de la a . b . i . r . porque él y otros me habían contado men­
tiras sobre cómo los trataba dicha compañía, y que los iban a meter a
todos en la cárcel, para luego expulsarlos del país. Aquella tarde, el
agente en funciones de la a . b . i . r . habló conmigo acerca de mi visita a
Bavaka del día anterior, asegurándome que los nativos eran todos
unos mentirosos y unos delincuentes. El hecho de que hubiese ido en
persona a visitar una comunidad nativa —libre como yo era en teo­
ría—, y que hubiese hablado directamente con algunos de aquellos
nativos provocó un gran enfado, no pude menos que observar.
Que los miedos de mi anfitrión nativo no eran del todo infundados
lo supe posteriormente, gracias a una carta llegada de Bongandanga en
la que se me informaba que el 11 de septiembre dos de sus mujeres y
uno de los tres niños que yo había visto, habían huido en plena noche
para refugiarse en la misión evangelista, porque los centinelas acanto­
nados en Bavaka habían arrestado a mi amigo a medianoche, y en la
mañana del 12 de septiembre lo habían llevado a la factoría a . b . i . r . en
calidad de prisionero.
En cuanto al estado de los hombres que pagaban la escasa cuota de
caucho con su arresto en la maison des otages, el agente local me
garantizó que no recibían un mal trato v que “tenían su comida”. Por
otro lado, en muchos círculos se me aseguró que una de las medidas
utilizadas en aquella institución para tratar con los nativos rebeldes
era azotar con el chicote, un látigo de piel de hipopótamo. El reve­
rendo Edgar Standard, uno de los misioneros de la estación, me dijo
que con frecuencia había visto hombres salir de la factoría, después de
los mercados de caucho, que habían sido flagelados y que, en dos oca­
siones este año, la última de ellas en marzo, había visto y examinado a
dos nativos azotados con tal fuerza que casi no podían ni andar, por
lo que tuvieron que llevárselos sus amigos.
El camino público desde la factoría de la a . b . i . r . hasta Nsungam-
boyo y las aldeas vecinas atraviesa los terrenos de la misión, junto a la
Roger Casement

iglesia y las casas de su personal, por lo que los residentes en la misma


han de presenciar a la fuerza las idas y venidas de las caravanas de
caucho. En esos mismos círculos supe que los gritos de los hombres
mientras los flagelan se oyen claramente en la misión, que se encuen­
tra a sólo unos 300 metros de la maison des otages.
La asociación a . b . i . r . controla efectivamente los movimientos de los
nativos, tanto por agua como por tierra. Ya que prácticamente domi­
nan todas las aldeas de la concesión, anotan en libros a todos sus ha­
bitantes masculinos y, según su edad y su fuerza, deberán aportar
caucho o, en las aldeas próximas a la factoría, alimentos, como carne
de antílope o de jabalí (que han de cazar los ancianos), además del
acostumbrado kwanga, o plátanos, aves de corral y patos. Durante la
compra del caucho a los 242 hombres de Nsungamboyo que tuvo
lugar el 29 de agosto, el agente me mostró algunas de esas listas de las
aldeas, y me explicó que es el Gobierno quien fija las imposiciones
exigidas a los individuos nombrados, y que se calculan según el traba­
jo obligatorio que cada hombre le debe, pero del que queda exento en
la concesión para que trabaje el caucho y ayude al progresivo desa­
rrollo del territorio de la compañía a . b . i . r . Añadió que no eran las
pocas armas con las que contaba en Bongandanga las que imponían la
obediencia a dicha ley, sino el poder de la Force Publique del Estado
del Congo, que, si una aldea se niega a obedecer, se desplegará por el
distrito con el fin de garantizar el respeto a tan civilizados derechos.
Añadió que, como el castigo infligido en dichos casos resultaba terri­
blemente severo, era mejor que nadie se entrometiera con las medidas
más suaves y los demás recursos que se veía obligado a utilizar. Dijo
que dichas medidas implicaban el encarcelamiento frecuente de los
individuos en su “casa de los rehenes” local. Utilizando esos medios,
según él, un hombre verdaderamente recalcitrante, de los que se obs­
tinan en no cumplir con la cuota de caucho asignada, acabará por
entrar en razón. Me aseguró que al final entendería que, como resul­
tado de su desobediencia, todo su tiempo transcurriría en la cárcel o
recorriendo el camino entre ésta y su aldea, vigilado por los guardias.
El período de arresto normal era de quince días, entre un “día de mer-
La tragedia del Congo

cado” y el siguiente, y solía bastar—durante ese tiempo los prisione­


ros trabajaban en la factoría—, aunque también se daban castigos más
largos. De hecho, el Sr. Lejeune me contó que, recientemente, se había
planteado un proyecto excelente para ocuparse de los que se opo­
nían con obstinación a la industria del caucho, pero aún no se había
puesto en práctica. Se trataba de transportar al Alto Lopori, o al Alto
Maringa, lejos de sus hogares y de sus tribus, a los hombres que no se
lograse enderezar usando métodos menos severos. En aquellas lejanas
regiones, no tendrían la oportunidad de escapar porque los manten­
drían continuamente vigilados y constantemente trabajando. El Sr.
Lejeune dijo que su propuesta había sido rechazada por las autorida­
des locales. En una población que visité el i de septiembre, el jefe y
unas treinta personas me dieron los nombres de varios habitantes de
la aldea que habían sido transportados de esta forma, unos dieciocho
meses antes, a Eala, un puesto de la a.b.i.r. en el Alto Maringa, a unas
340 millas de distancia por río de Bongandanga. Tres de ellos, cuyos
nombres me facilitaron, ya habían muerto, y sólo dos habían regresa­
do; los demás seguían arrestados.
Sin embargo, las muertes se producen incluso en la cárcel local. Yo
he sabido de varias. El último jefe de Lulama, una aldea que visité con
el agente de la estación de la a.b.i.r. el 3 i de agosto, había muerto
unos meses antes, según se decía, a causa de su encarcelamiento. Lo
habían arrestado porque otro hombre de la aldea no había aportado
carne de antílope conforme a lo exigido. Después de pasar encerrado
un mes y medio, liberaron al jefe. Se encontraba tan débil, según me
contó su hijo, que fue incapaz de andar las 2 millas que lo separaban
de su casa, en Lulama, se desmayó en el camino y se murió a la maña­
na siguiente. Aquello había ocurrido el 14 de junio.
El 2 de septiembre vino a verme un hombre llamado Bonyoma.
Había recibido una grave herida en el muslo y caminaba con dificul­
tad. Afirmó que un centinela de la a . b . i . r ., un hombre llamado Bo-
fecu, le había disparado provocándole la herida que yo podía ver,
matando, al mismo tiempo, a Ise Evasu, un amigo. Los centinelas
habían ido a arrestar al jefe de Lulama por el asunto de la carne, que

103
Roger Casement

no era suficiente para el hombre blanco —no el actual hombre blanco,


sino otro—, y sus gentes se habían apiñado alrededor del jefe para
protegerlo. Deduje que un agente de la ley había investigado éste y
otros ultrajes denunciados el año anterior (creo que en abril de 1902),
y que como resultado el centinela Bofecu había sido trasladado del
distrito. Bonyoma me contó que aquel centinela había vuelto al país
por su cuenta, como hombre libre. Cuando le pregunté si no había
recibido alguna compensación por las heridas causadas, que conlleva­
ban una invalidez parcial, me dijo: «Hace cuatro meses me arrestaron
por no haber conseguido carne, y me tuvieron encerrado un mes y
medio. Bofecu, que mató a Ise Evasu y a mí me disparó en el muslo,
es un hombre libre, como todos sabemos; pero yo, que estoy herido,
debo salir a cazar para aportar carne».
Al investigar en otros círculos, esta afirmación quedó plenamente
confirmada; y resultó evidente que mientras el asesino estaba en liber­
tad, uno de los hombres a los que había herido gravemente, y casi
había dejado inválido, tenía que seguir saliendo a cazar y pagar su fra­
caso con la cárcel. Al seguir preguntando, me enteré de que aquella
ocasión (la de abril de 1902) había sido la única en la que un agente de
la ley había visitado el Lopori, aunque se habían presentado cargos en
la región que implicaban acusaciones muy graves, y esto en varias
ocasiones. Como en toda la zona de concesión de la a . b . i . r . no había
un magistrado residente, las investigaciones —a menos que las rea­
lizasen los propios agentes de la a . b . i . r .— debían desarrollarse en
Coquilhatville, que queda a 270 millas de Bongandanga, y a más de
400 millas de algunas zonas de la concesión.
Es verdad que se delega en un funcionario del Ejecutivo del Congo
para que ejerza una vigilancia capaz dentro de esta concesión; pero
no se trata de un magistrado titulado ni legalmente autorizado para
actuar como tal. El ocupante de dicho puesto es un militar de rango
inferior que está acantonado, con una fuerza de soldados, cerca de
Basankusu, la estación principal de la compañía a . b . i . r . Este funcio­
nario, cuando entra en el territorio de la a . b . i . r ., va acompañado de
soldados, y sus acciones se limitan, en general, a las medidas de tipo

104
punitivo, que son necesarias por lo mismo que en casi todas partes: la
negativa a proporcionar el caucho, o la disminución de la cuota. En la
fecha de mi visita al Lopori, este funcionario se encontraba de viaje
por el río Maringa: un viaje relacionado con ciertos enfrentamientos.
Su independencia no es completa, y su separación de las agencias de la
compañía a . b . i . r . no es tan evidente como debería serlo, en vista de
las circunstancias que rodean la recolección del caucho.
Sus viajes por estos dos ríos, el Maringa y el Lopori, que riegan el
territorio de la a.b.i.r., los realiza en los vapores de la compañía y, a
todos los efectos, es el invitado de los agentes de la misma. La super­
visión de este funcionario también se extiende hasta el curso del río
Lulongo, fuera de la concesión de la a.b.i.r., y había sido él quien
ocupara la ciudad de Bolongo en una ocasión varios meses antes de
mi visita, cuando habían muerto dos nativos.
El Commissaire-Général del distrito del Ecuador, en períodos
recientes, también ha estado en la concesión de la a . b . i . r ., pero dicho
funcionario —a pesar de ser el Jefe del Ejecutivo y el Presidente del
Tribunal Territorial de todo el distrito— llegó en calidad de visitante
de las estaciones de la a . b . i . r ., invitado en el vapor de dicha compañía.
Ningún vapor perteneciente al Gobierno del Congo asciende, con
regularidad, los ríos Lopori o Maringa, y el transporte del correo del
territorio de la a . b . i . r . depende, si es por río, de los dos barcos de la
compañía.
El pasado 15 de junio, el director de esta compañía informó por
carta a las misiones de Bongandanga y Baringa que había dado órde­
nes a los vapores de la compañía para que se negaran a transportar las
cartas, u otro tipo de correspondencia, procedentes de o dirigidas a
dichas misiones, que son los únicos establecimientos europeos dentro
de los límites de la concesión que no pertenecen a la a . b . i . r . Como
consecuencia de semejante orden, los misioneros de esos dos puestos
aislados se ven obligados —excepto cuando los visita el vapor de la
misión, lo que ocurre unas tres veces al año— a despachar toda su
correspondencia en canoas hasta su agente en Ikau, que queda fuera
de los límites de la concesión. Esto implica que cada una de estas

io5
Roger Casement

misiones debe contratar remeros y realizar un viaje en canoa de entre


120 y 130 millas hasta Ikau. Pero como la compañía a . b . i . r . afirma
tener derecho a interrogar a todas las canoas que pasen corriente arri­
ba o abajo, esta forma de transporte no resulta lo bastante segura,
además de los retrasos y otros tipos de molestias que conlleva. En la
época de mi visita a la concesión, la misión de Baringa, situada a 120
millas río Maringa arriba, había enviado una canoa tripulada por nati­
vos a su cargo con correo dirigido al mundo exterior: la oficina de
correos más próxima se hallaba en Coquilhatville, a unas 260 millas
de distancia. Al intentar pasar la estación que la a . b . i . r . tiene en Waka
—situada a medio camino río Maringa abajo—, el agente europeo exi­
gió a la canoa que orillase y le entregase la correspondencia. Los nati­
vos de la canoa contaron que dicho agente había abierto el paquete y
les había hecho preguntas, y que sólo después de muchos retrasos y
molestias, les devolvieron las cartas que les habían confiado para su
entrega al representante de la misión en Ikau.
No creo que fuera pedir demasiado que, a cambio de los amplísi­
mos privilegios de los que disfruta, relativos a la explotación de terre­
nos públicos y de una gran población nativa, se le pidiese a la com­
pañía a . b . i . r . —debido a la ausencia total de una flotilla pública— que
asumiese la tarea nada onerosa de transportar el correo público en sus
vapores, que con tanta frecuencia recorren las vías fluviales de la con­
cesión para recolectar el caucho. Si se nombrara un magistrado titula­
do para que residiera dentro de los límites de esta concesión —y de
las demás concesiones del Alto Congo, algunas de ellas territorios tan
grandes como un estado europeo y que aún contienen una numerosa
población nativa— el servicio público no saldría más que ganando.
Tal y como está hoy en día la situación, no hay ningún tribunal al
alcance de estas gentes que escuche sus quejas, y ninguna agencia
europea, salvo las misiones aisladas, tiene influencia directa sobre
ellos, a no ser esas a las que sólo les interesa su rentable explotación.
Me parece justo decir que el actual agente de la asociación a . b . i . r ., al
que conocí en Bongandanga, me dio la impresión de intentar, en unas
circunstancias muy complicadas y violentas, minimizar lo más posi-

10 6
La tragedia del Congo

ble, y dentro de los límites de su puesto, los males del sistema que allí
vi en funcionamiento.
Parece ser que las solicitudes de alimento impuestas a las aldeas pró­
ximas a las factorías eran menos onerosas que las que afectaban a las
poblaciones caucheras. Los agentes de la a b i r en Bongandanga me
. . . .

informaron que descansaban en la misma base legal que autorizaba el


trabajo del caucho, y la incapacidad de cumplir con ellas implicaba
el mismo tipo de arrestos y de encarcelamientos. Durante mi estancia
en Bongandanga, tuve noticia de varios casos de arresto por faltas de
este tipo.
El domingo 30 de agosto vi a seis de los centinelas locales regresar
a Nsungamboyo con armas de percusión y cebadores, después del
mercado del día anterior; y aquel mismo día, más tarde, en los
terrenos de la factoría, dos centinelas armados se acercaron al agen­
te mientras paseábamos, custodiando dieciséis nativos, cinco hom­
bres atados entre sí por el cuello, con cinco mujeres sin atar y seis
niños pequeños. Se me explicó que aquella situación tan violenta
se debía al persistente incumplimiento de los habitantes de la aldea
a la que pertenecían aquellas gentes a la hora de proporcionar su
cuota de alimentos. Me dijeron que aquellas personas acababan de
ser capturadas “en el río” por uno de los centinelas allí situado para
vigilar la vía fluvial. Se dirigían en sus canoas a sus lugares de pesca
nativos, cuando fueron espiados y detenidos. Le pregunté al agente
si los niños también eran responsables de proporcionar la provisión
de alimento, por lo que los soltaron, junto con una mujer mayor, y
les dijeron que se fueran corriendo a la misión y que asistieran allí a
la escuela. Estoy seguro de que no lo hicieron así, sino que regresa­
ron a sus casas, en la aldea incumplidora. Los otros cinco hombres
y cuatro mujeres acabaron en la maison des otages, vigilados por el
centinela.
El Sr. Lejeune me explicó que se veía forzado a atrapar mujeres,
mejor que hombres, porque así aportaban antes las provisiones;
pero no me explicó cómo conseguían su propio alimento los niños
que se quedaban sin sus padres. El Sr. Lejeune deploraba esta horri-
Roger Casement

ble imposición, pero dijo que las necesidades vitales de su propia


estación, además de las de los misioneros ingleses locales, a los que
había que proporcionar el alimento por ser invitados de la asocia­
ción a.b.i.r., le obligaban a ello si la gente no cumplía con las cuotas
correspondientes.
Mientras hablábamos de todo esto, llegó un centinela armado cus­
todiando a cuatro nativos —hombres— que llevaban racimos de plá­
tanos, parte de otra imposición alimentaria. El centinela le explicó a
su amo que la aldea que acababa de visitar no le había entregado carne
de antílope, alegando como excusa por no haber cazado las fuertes
lluvias de la noche anterior.
El Sr. Lejeune me pidió disculpas por no poder ofrecerme carne
durante mi estancia, insistiendo en la obvia necesidad en la que ahora
se hallaba de arrestar a algunas personas sin tardanza. Dijo que esa
misma noche tendría que enviar a alguien a atrapar mujeres. Al aban­
donar los terrenos de la a . b . i . r ., aún acompañado por este caballero,
llegaba otro grupo de hombres cargados con alimentos, vigilados por
tres guardias armados que los condujeron hasta la maison des otages,
al cargo de otros dos centinelas.
A las 8 de la tarde, después de la misa del domingo, llegaron co­
rriendo varios de los chicos de la misión, diciendo que los centinelas
de la a . b . i . r . conducían a cierto número de mujeres a través de los
terrenos de la misión, junto a la iglesia; y por la mañana me contaron
que durante la noche se habían llevado a cabo tres tomas de rehenes
como aquella. El 2 de septiembre, mientras paseaba por los terrenos
de la a . b . i . r . con el agente subordinado de la factoría, me encontré
con una hilera de quince mujeres, vigiladas por tres centinelas no
armados, procedentes de las aldeas contiguas. En respuesta a mi pre­
gunta se me dijo que aquellas mujeres —quienes evidentemente eran
esposas y madres— habían sido detenidas para obligar a sus maridos a
aportar la carne de antílope, o de otro tipo, que debían, parte de la
cual sería enviada a bordo de mi vapor cuando zarpásemos. Lo cierto
es que, gracias a los buenos oficios de este caballero, recibimos a
bordo medio antílope.
La tragedia del Congo

El 3 de septiembre, mientras abandonaba Bongandanga, varios no­


tables de las aldeas vecinas partían en sus canoas hacia la selva situada
en la otra orilla, para conseguir carne con la que rescatar a sus muje­
res, que eran aquellas a las que yo había visto arrestadas el día ante­
rior. Más tarde supe que el marido de una de las mujeres llevó a la
misión, dos días después, a su hijita, la cual, al verse privada de su
madre, había caído gravemente enferma, y a la que él no podía ali­
mentar. A petición del misionero, el 5 de septiembre liberaron a la
mujer. Yo aproveché la oportunidad de decirle al agente de la compa­
ñía a. b. i. r., antes de marcharme, que la costumbre de encarcelar mu­
jeres a cambio de las cuotas incumplidas por sus maridos, era, en mi
opinión, indudablemente ilegal, y que llamaría la atención del gober­
nador general del Estado del Congo hacia todo lo que había presen­
ciado. La excusa ofrecida, tanto en esa ocasión como en las demás
en que había aludido a la situación de los nativos de Bongandanga,
fue que esta estación, comparada con otras de la concesión de la
a.b.i.r., era una de las mejores y se gobernaba siguiendo una línea de
actuación mucho más seria que la que me había desagradado tanto
en Bongandanga. Más adelante realicé un comunicado oficial al Go­
bierno local de Boma relativo a todos estos puntos, en la medida en
que el sistema que yo había visto en funcionamiento afectaba a los
misioneros ingleses que se encontraban dentro de la concesión de la
a.b.i.r., y en dicha carta quise dejar claro que ni el Sr. Lejeune ni su
subordinado eran responsables de una situación que tanto hería los
sentimientos de mis compatriotas de Bongandanga, y que me había
sorprendido de forma desagradable.
Cierto que dos años antes ya me había llamado la atención el
encarcelamiento de mujeres en algunas zonas del Alto Congo, en un
caso en el que un súbdito británico de color —nativo de Lagos—
junto con tres europeos, todos ellos al servicio de la Compagnie
Anversoise du Commerce au Congo —otra compañía concesiona­
ria— habían sido acusados de varios actos de crueldad y opresión
que provocaron la pérdida de muchas vidas entre los nativos de la
región de Mongala. Aquellos hombres habían sido arrestados por las

109
Roger Casement

autoridades en verano de 1900, y condenados a largos períodos de


encarcelamiento, sentencia contra la que apelaron. Las acusaciones
presentadas contra el súbdito británico de color (que solicitó mi
ayuda) eran, entre otras, haber arrestado mujeres de forma ilegal y
haberlas retenido, también ilegalmente, en su puesto comercial; ade­
más, se alegaba que muchas de las mujeres habían muerto de hambre
durante el confinamiento. El propio hombre, cuando lo visité en su
celda de Boma en marzo de 1901, dijo que más de t o o mujeres y
niños habían muerto de hambre en sus manos, pero que la responsa­
bilidad, tanto del arresto como de su incapacidad para proporcionar­
les alimentos, debía achacársele a las órdenes y la negligencia de su
superior. El Tribunal de Apelaciones de Boma dictó sentencia final
sobre este caso el 13 de febrero de 1901; y en relación con el grado de
culpa del hombre de Lagos, el gobernador general me proporcionó
una copia de la sentencia, en la medida en que afectaba al acusado y
porque yo así lo había solicitado. Gracias a la sentencia supe que las
acusaciones habían quedado probadas sin lugar a dudas. Sin embar­
go, entre otras circunstancias atenuantes que aseguraban una impor­
tante reducción de la primera condena impuesta al hombre de color,
el Tribunal de Apelaciones citaba las siguientes:

Que es justo tener en cuenta que, por la correspondencia producida


en el caso, los jefes de la asociación concesionaria han inducido a sus
agentes —si no por medio de órdenes directas, sí con su ejemplo y su
tolerancia— a no tener en cuenta ni los derechos, ni las propiedades,
ni las vidas de los nativos; a usar las armas y los soldados, que debe­
rían haber servido para su defensa y el mantenimiento del orden,
para obligar a los nativos a proporcionar productos y horas de traba-
jo a la asociación, además de para perseguir como rebeldes y proscri­
tos a aquellos que pretenden escapar de las exigencias que se les im­
ponen. .. Que, por encima de todo está el hecho de que el arresto y
retención de mujeres, para obligar a las aldeas a aportar productos y
trabajadores, fue tolerado y admitido, incluso, por varias de las auto­
ridades administrativas de la región.

110
La tragedia del Congo

Yo había supuesto, en la época de estas conclusiones del Alto


Tribunal de Boma, que se habrían tomado medidas para que se res­
petase y se obedeciese la ley, relacionada con el caso, en todas partes,
y que sería imposible que en cualquier otro lugar del Estado del
Congo se repitieran las ilegalidades que habían salido a la luz en la
región de Mongala. Por lo que vi durante los pocos días pasados en
la concesión de la a.b.i.r. —y ya fuera de sus límites, en el Bajo
Lulongo— parece muy claro que las medidas tomadas por las auto­
ridades casi tres años antes no habían producido los resultados que,
sin duda, éstas deseaban.

REGRESO A BONGINDA

Al partir de Bongandanga el 3 de septiembre, retrocedí descendiendo


por los ríos Lopori y Lulongo, y llegué a Bonginda el 5 de septiem­
bre. Al día siguiente, sobre las 9 de la noche, unos nativos de los alre­
dedores acudieron a verme, trayendo con ellos un joven de dieciséis
años al que le faltaba la mano derecha. Se llamaba Ikabo, y sus parien­
tes dijeron que procedían de Ikanza-na-Bosunguma, una aldea situada
en la orilla opuesta del río, a unas millas de distancia. Como era tarde,
surgieron dificultades para obtener una traducción de sus declaracio­
nes, pero entendí que a Ikabo le había cortado la mano en Ikanza un
centinela de la compañía La Lulonga que estaba, o había estado, acan­
tonado allí. Dijeron que aquel centinela, cuando mutiló a Ikabo, había
matado también, de un disparo, a uno de los principales de la aldea.
Ikabo, además de la mutilación ya mencionada, había recibido un dis­
paro en el omóplato y, como consecuencia de ello, había quedado
deforme. Al recibir el disparo había quedado inconsciente, y entonces
el centinela le había cortado la mano, diciendo que se la entregaría al
director de la compañía en Mampoko. Cuando pregunté si lo había
hecho así, los nativos contestaron que creían que la mano sólo había
recorrido una parte del camino hasta Mampoko y que después la
habían tirado. No creían que el hombre blanco la hubiese visto.
Contaron que hasta la fecha no se habían quejado, aunque muchos de

ni
Roger Casement

ellos —algunos de los que estaban ante mí— habían sido contratados
como trabajadores en la misión de Bonginda, donde yo me encontra­
ba entonces. Declararon que no veían la ventaja de quejarse por un
caso como este, ya que no esperaban que resultase nada bueno para
ellos. Continuaron contando que un chico más joven que Ikabo, a
principios de año (finales de enero o principios de febrero, no fueron
capaces de ajustar más la fecha), había sido mutilado de forma similar
por un centinela de la misma compañía comercial, que seguía acanto­
nado en su aldea y que, cuando habían querido traer con ellos a esta
última víctima, el centinela había amenazado con matarlo, por lo que
ahora el chico estaba escondido. Me rogaron que regresara con ellos a
su aldea para que comprobase que me contaban la verdad. Consideré
mi deber escuchar dicha petición y decidí acompañarlos a su poblado,
a la mañana siguiente.
Por la mañana, cuando estaba a punto de salir hacia Ikanza, lle­
garon a verme muchas personas de los alrededores. Con ellas traían
a tres individuos que habían recibido unas horribles heridas cau­
sadas por arma de fuego, dos hombres y un niño muy pequeño,
de no más de 6 años, y un cuarto —un chico de 6 o 7— cuya mano
derecha había sido cortada a la altura de la muñeca. Uno de los
hombres, que había recibido un disparo en el brazo, declaró ser
Mbweko de Lobolo, una aldea situada a varias millas. Afirmó ha­
ber recibido el disparo en las siguientes circunstancias: los solda­
dos habían entrado en su población para garantizar la entrega del
impuesto sobre el caucho que la comunidad debía pagar. Esos hom­
bres lo habían atado y le habían dicho que, a menos que les pagase
1.000 barras de latón, le pegarían un tiro. Como no tenía barras
para darles, le dispararon en el brazo y lo soltaron. Me contó que
los soldados implicados eran cuatro, y me dio sus nombres. Creía
que todos eran empleados de la compañía La Lulonga y que proce­
dían de Mampoko. Cuando él, Mbweko, recibió el disparo en el
brazo, el jefe de su poblado acudió a rogarles a los soldados que no
lo hirieran, pero uno de ellos, un hombre llamado Ufulu, mató al
jefe de un disparo. En ese momento no había ningún hombre blan-

112
La tragedia del Congo

co con aquellos centinelas, o soldados. Según Mbweko, dos de ellos


habían sido enviados o llevados a Coquilhatville. Los otros dos
—cuyos nombres me dio— seguían en Mampoko. La gente de
Lobolo había enviado a alguien a contarle al hombre blanco de
Mampoko lo que habían hecho sus soldados. No sabía qué castigo,
en caso de existir alguno, habían recibido los soldados, porque en
Lobolo no se había abierto una investigación, ni ninguno de sus
habitantes había sido llamado a testificar contra sus agresores. Este
joven venía acompañado de cuatro hombres de su aldea, uno de los
cuales resultó ser el jefe actual. Los cuatro corroboraron la declara­
ción de Mbweko.
Después de ellos, llegaron enseguida dos hombres que declararon
ser el jefe y subjefe de la población ngombi de Bosombongo, situa­
da cerca de Ikanza, a sólo unas millas de la misma. Con ellos traían
a un hombre adulto llamado Biasia, cuyo brazo estaba destrozado
y muy hinchado por culpa de un disparo, y a un niño llamado
Mongala, con el brazo izquierdo roto por dos sitios, a causa de dos
disparos distintos, la muñeca destrozada y la mano casi suelta, sin
valer ya para nada. El jefe y el subjefe realizaron la siguiente decla­
ración: que a su poblado, como a todos los demás de la zona, se le
exigía proporcionar una cierta cantidad de caucho a la quincena, y
llevarla a la sede de la compañía La Lulonga, en Mampoko; que en
la época en la que se cometieron estos ultrajes —-según ellos, menos
de un año antes—, un hombre llamado Itala era el centinela de di­
cha compañía acantonado en su aldea; que los dos que ahora se
hallaban ante mí habían llevado el caucho quincenal a Mampoko.
Al regresar a Bosombongo, se encontraron con que Itala, el centi­
nela, había disparado contra dos hombres, llamados Ndekcli y
Mabelengi, matándolos, y había atado al hombre, Biasia, y al niño,
Mongala, que ahora estaban ante mí, a dos árboles. El centinela dijo
que era para castigar a los dos hombres por haber llevado el caucho
a Mampoko sin mostrárselo antes a él y pagarle una comisión. Los
dos hombres afirmaron haber regresado de inmediato a Mampoko
y haberle rogado al director de la compañía que los acompañase a

ID
Bosombongo para ver lo que habían hecho sus empleados. Pero,
según ellos, se había negado a acceder a sus peticiones.
Al volver a su poblado, se encontraron con que el hombre Biasia y
el niño Mongala seguían atados a los árboles y, además, habían recibi­
do los disparos que yo ahora podía ver. Al rogarle al centinela que
soltara a aquellos dos individuos heridos, él les había exigido el pago
de 2.000 barras de latón (ioo fr.). El subjefe se quedó para juntar el
dinero y el jefe volvió a Mampoko para informar de nuevo al director
de lo ocurrido. Entonces el director, acompañado por soldados, había
ido a Bosombongo con el jefe, pero el jefe declaró que el hombre
blanco había dado la orden de que lo atasen, y lo habían conducido
de vuelta a su poblado en calidad de prisionero. Al llegar, los cuerpos
de Ndekeli y Mabalengi, que ya habían recibido sepultura, fueron
desenterrados y mostrados al blanco, al igual que las dos personas
heridas. El jefe y el subjefe declararon que nada se le hizo al centinela
Itala, pero que el hombre blanco había dicho que, si aquellas gentes se
portaban mal de nuevo, era deber del centinela castigarlas. Declararon
que el centinela Itala permaneció algún tiempo más en Bosombongo,
y que no sabían dónde estaba ahora.
A estos les siguieron varios nativos que trajeron ante mí a un niño
de no más de 7 años, cuya mano derecha había sido cortada por
la muñeca. A este niño, de nombre Lokoto, lo traían desde la aldea
de Mpelenge, que queda a menos de 3 millas de Bonginda. Afirma­
ron que hacía algunos años (no conseguían fijar la fecha si no era
diciendo que Lokoto apenas había empezado a correr), varios centi­
nelas de la compañía La Lulonga habían atacado Mpelenge. Se debía
a que la aportación de caucho no era suficiente. No sabían si a los
centinelas los había enviado algún europeo, pero sí sabían sus nom­
bres, y su jefe era un tal Mokwolo. Este Mokwolo había matado de
un disparo a Eliba, el jefe de su aldea, y los habitantes habían huido
a la selva. Los centinelas los persiguieron, y Mokwolo había derri­
bado al niño Lokoto con la culata de su rifle y luego le había cortado
la mano. Declararon que, después, los centinelas se habían llevado la
mano del hombre muerto y la del niño Lokoto. Los centinelas cul-

114
La tragedia del Congo

pables pertenecían a la factoría que la compañía La Lulonga tiene en


Boiyeka. El hombre que acompañaba a Lokoto dijo también que
nunca se habían quejado, a excepción de ante el blanco “Monkanza”,
que entonces era el agente de la compañía en Boiyeka. Ni se les había
ocurrido quejarse ante el comisario del distrito. No sólo estaba lejos
sino que temían que no les creyese, y pensaban que a los blancos
sólo les interesaba el caucho, y que no saldría nada bueno de quejar­
se ante ellos.
Aún vinieron más hombres, pidiendo que les escuchara. Eran el
jefe Bowata, de Bokotila, acompañado por cinco de sus hombres.
Bowata declaró que Bokotila, antes situada en la orilla norte del río
Lulongo (donde yo mismo la había visto), había sido trasladada a la
fuerza a la orilla izquierda, junto a la factoría de Mampoko. Dijo
que el traslado forzoso había sido orden del Commissaire-Général
del distrito del Ecuador. El comisario había visitado Bokotila en su
vapor y había ordenado a los habitantes de la aldea que trabajasen
todos los días en Mampoko para la compañía La Lulonga. El jefe
había contestado que Mampoko quedaba demasiado lejos como
para que las mujeres de Bokotila fueran allí a diario, según se les
pedía; pero el comisario, como respuesta, se había apoderado de
cincuenta mujeres. Las mujeres fueron llevadas a Mampoko. Al
mismo tiempo se llevaron a dos hombres, llamados Mangonda y
Eyeba. El jefe siguió contando que, para recuperar a las mujeres, él
y los suyos tuvieron que pagar una multa de 10.000 barras de latón
(500 fr.). Ese dinero se lo habían pagado al propio Commissaire-
Général; él —el jefe— se lo había llevado en persona. Luego el
comisario les había ordenado abandonar el poblado, ya que queda­
ba demasiado lejos de la factoría, y levantar uno nuevo cerca de
Mampoko, de manera que estuviesen a mano para cubrir las nece­
sidades del hombre blanco. Se habían visto obligados a hacerlo:
muchos de ellos habían cruzado el río a la fuerza. Según el jefe,
aquel traslado había tenido lugar dos años antes, y ahora venían a
rogarme que utilizara mi influencia para permitirles regresar a su
hogar abandonado. Donde ahora vivían, cerca de Mampoko, no
Roger Casement

eran felices, y sólo deseaban que se les permitiese regresar al primi­


tivo emplazamiento de Bokotila. El jefe me dijo que deben llevar
diariamente a Mampoko lo siguiente:

10 cestas de resina de copal


i.ooo cañas largas (llamadas ngodji), que crecen en los pantanos y se
usan para cubrir y techar.
500 bambúes para la construcción.

Cada semana tienen que entregar:

200 raciones de kwanga.


120 raciones de pescado.

Además, cincuenta mujeres han de acudir todas las mañanas a la fac­


toría y trabajar en ella la jornada completa. Se quejaban porque las
remuneraciones a cambio de esos servicios no eran las adecuadas, y
porque los golpeaban continuamente. Cuando le pregunté al jefe Bo-
wata por qué no había acudido al director de la compañía si los centi­
nelas le pegaban a él o a los suyos, abriendo la boca señaló uno de sus
dientes, que estaba a punto de caerse, y dijo: «Esto es lo que recibí del
director hace cuatro días, cuando fui a contarle lo que ahora le cuento
a usted». Añadió que el hombre blanco le pegaba con frecuencia, y a
otros de los suyos.
Uno de los que lo acompañaban, que dijo llamarse Bwamba, contó
que dos semanas antes el blanco de Mampoko le había ordenado servir
como uno de los porteadores de su hamaca, durante un viaje que pen­
saba realizar al interior. Bwamba estaba terminando la construcción de
una casa nueva, y lo puso como disculpa, ofreciendo a cambio a uno de
sus amigos. En respuesta a su disculpa, el director le había quemado la
casa, diciendo que era un insolente. En la casa guardaba una caja de teji­
do y varios patos —todas sus posesiones—, que quedaron destruidos
en el incendio. Después, el blanco ordenó que lo atasen, se lo llevó al
interior, y sólo lo soltaba cuando le tocaba llevar la hamaca.

116
EL CASO EPONDO

Había más gente esperando, deseosa de hablar conmigo, pero anotar


las declaraciones ya efectuadas llevaba tanto tiempo que tuve que
irme, si quería llegar a Ikanza-na-Bosunguma a una hora razonable.
Acompañado por dos de los misioneros, crucé el Lulongo en canoa y
continué subiendo por un afluente hasta alcanzar un embarcadero
que parecía quedar a unas 8 millas de Bonginda. Aquí dejamos las
canoas y caminamos durante un par de millas a través de un bosque
anegado hasta llegar a la aldea. Allí encontré un centinela de la com­
pañía La Lulonga y un número considerable de nativos. Después de
cierto retraso, apareció un niño de unos 1$ años que llevaba el brazo
izquierdo envuelto en unos harapos sucios. Al retirarlos, vi que le
habían cortado la mano izquierda por la muñeca con un hacha, y que
en la parte más carnosa del antebrazo presentaba un disparo. El chico,
que dijo llamarse Epondo, en respuesta a mi pregunta, contó que un
centinela de la compañía La Lulonga le había cortado la mano, y que
dicho centinela seguía en el poblado. Me puse a buscar al hombre, que
al principio no aparecía, y los nativos se fueron uniendo a mí, hasta
alcanzar un número considerable, en mi busca por toda la población.
Después de un rato, apareció el centinela, con un arma de percusión.
El niño Epondo, al que puse ante él, lo acusó en la cara de haberlo
mutilado. El jefe y uno de los notables de la aldea, a los que interro­
gué después, corroboraron la declaración del chico. El centinela, que
dijo llamarse Mbilu pero que, según las gentes, se llamaba Kelengo,
no fue capaz de defenderse de las acusaciones. Intentó afirmar distraí­
damente, que había sido otro centinela de la compañía el que había
mutilado a Epondo. Dijo que su predecesor había cortado varias
manos, y que probablemente el chico sería una de las víctimas.
Los nativos dijeron que, en ese momento, había otros dos centinelas
en el poblado, que no eran tan malos como Kelengo, pero que el era
un canalla. Como las pruebas en su contra eran decisivas —un hom­
bre tras otro fueron adelantándose y declarando que habían presen­
ciado la mutilación—, informé, tanto a él como a los demás presentes,

117
Roger Casement

que solicitaría a las autoridades locales que fuese arrestado y juzgado


de inmediato. En el curso de mi interrogatorio, surgieron varias acu­
saciones más contra Kelengo. Eran menos graves y se trataba de los
típicos chantajes, masivamente denunciados en todas partes. Un hom­
bre llamado Cianzo dijo que Kelengo había atado a su mujer y sólo la
había liberado después de haberle pagado 1.000 barras. Otro contó
que Kelengo le había robado dos patos y un perro. Kelengo también
puso reparos a estos delitos menores, volvió a decir que a Epondo lo
había mutilado otro centinela, y dio varios nombres. Me llevé al chico
de vuelta conmigo y después lo acompañé hasta Coquilhatville, don­
de acusó formalmente a Kelengo, afirmando ante el comandante que
le tomaba declaración, que lo había hecho “por culpa del caucho”.
Como yo ya no podía regresar a Bonginda, envié por canoa al chico,
al cuidado del misionero encargado de dicha estación, quien se había
comprometido a ocuparse de que llegara a su casa sano y salvo. Des­
pués me han informado que, escuchando mi petición, las autoridades
de Coquilhatville habían arrestado a Kelengo, quien supuestamente
será juzgado a su debido tiempo. (Material adjunto vi.)
Obviamente, me resultaba imposible visitar todas las aldeas de los
nativos que acudieron a Bonginda, o a cualquier otro sitio, para ro­
garme que así lo hiciera durante mi viaje, o para comprobar in situ,
como en el caso del chico, las declaraciones efectuadas. En dicho caso,
la verdad de las acusaciones presentadas quedó ampliamente demos­
trada, y su importancia no se vio disminuida por el hecho de que nin­
guno de las nativos de la aldea aterrorizada hubiese intentado de­
nunciar lo ocurrido, a pesar de que la mutilación había acontecido a
cinco millas de Mampoko, la sede de una agencia civilizadora euro­
pea, y de que el culpable seguía entre ellos y conservaba el arma con la
que primero le había disparado a su víctima (para la que no pudo pre­
sentar documento de licencia, cuando se lo pedí, diciendo que era de
sus patronos). Mientras, cada quince días habían seguido acudiendo a
Mampoko a llevar el caucho de su distrito. Entre ellos había otro
chico mutilado (Ibako), al que este mismo centinela, u otro, le había
cortado la mano.
La tragedia del Congo

La principal vía fluvial del río Lulongo transcurría por delante de


sus puertas y por ella, casi cada quince días, había pasado un vapor del
Gobierno, corriente arriba o abajo, para transportar el caucho de la
compañía a . b . i . r . a Coquilhatville. Además, tenían canoas; y, en caso
de que todas las demás puertas se les cerrasen, tenían a su alcance el
Tribunal Territorial de Coquilhatville, y el viaje hasta allí corriente
abajo desde su aldea podía realizarse en cosa de doce horas. Lo cier­
to es que muchas de las poblaciones que visité debían realizar viajes
como ese cada semana o quincena para entregar las provisiones a sus
recaudadores de impuestos locales. El hecho de que aquellas gentes
no hubieran hecho nada por intentar librarse de una situación tan des­
graciada me llevó a creer que, entre ellos, el miedo a denunciar tales
actuaciones era auténtico. De ninguna manera debo yo asegurar que
todo lo afirmado por esas gentes, dadas las circunstancias, sea estric­
tamente cierto. También debemos admitir que podrían encontrarse
discrepancias en buena parte de lo denunciado por unos salvajes sin
civilizar a una persona cuyas simpatías se quieren ganar. Pero lo indu­
dablemente cierto es que su silencio anterior decía mucho más que sus
discursos actuales. A pesar de las contradicciones, e incluso tergiver­
saciones, quedaba claro que aquellos hombres declaraban bien lo que
habían visto con sus propios ojos, bien aquello que creían ciegamente,
con toda su alma. Nadie que fuese testigo de sus desgraciadas cir­
cunstancias, o que oyese sus ruegos, nadie que tuviese conocimiento
de la vida de los nativos africanos, o de su carácter, podría dudar de
que, en general, dijeran la verdad; y hube de quedar tristemente con­
vencido de que, en las muchas aldeas de la selva, ocultas tras las pan­
tallas de los árboles, que yo no podría visitar, aquellas gentes tenían
derecho a esperar que una administración civilizada estuviese repre­
sentada, entre ellos, por otros agentes que no fueran esos salvajes tan
eufemísticamente denominados “guardias forestales”.
El número de esos guardias forestales empleados al servicio de las
distintas compañías concesionarias en el Congo debe de ser conside­
rable; pero no sólo son las concesionarias las que emplean guardias
forestales, porque encontré a muchos de ellos al servicio de la compa-
Roger Casement

ñía La Lulonga, que ni es una concesionaria, ni tiene concedidos


“derechos de vigilancia”, que yo sepa. En la concesión de la a.b.i.r.
debe haber, como mínimo, veinte estaciones dirigidas por uno o más
agentes europeos. Cada una de esas factorías tiene, con permiso del
Gobierno, un arsenal de veinticinco rifles. Según este cálculo de las
factorías de la a.b.i.r., y sumando el armamento de los dos vapores
que dicha compañía posee, resulta que esta concesionaria emplea 550
rifles, con una provisión de cartuchos que, según creo, no ha sido aún
definida legalmente. Por ley, se supone que esos rifles no deben salir
de los límites de las factorías, aunque los centinelas, o guardias fores­
tales, están acantonados en casi todas las aldeas productoras de cau­
cho de la concesión.
Cada uno de esos hombres tiene un arma de percusión y la cantidad
de munición que pueden gastar individualmente parece no tener lími­
tes legales. Estas armas de percusión pueden resultar muy efectivas.
En el Bajo Lulongo adquirí la piel de un buen leopardo a un cazador
nativo que lo había matado el día anterior. Me dejó ver su arma de
percusión y la munición que usaba, y los hombres que iban con él me
contaron que él solo, con su arma, había matado a la bestia. Se la
había comprado unos años antes a un ex comisario del Gobierno en
Coquilhatviile, cuyo nombre me dio.
Creo que constituiría un cálculo moderado decir que el número de
armas de percusión que la compañía a . b . i . r . entrega a sus centinelas
va en una proporción de seis a uno con el número de rifles permitidos
para cada compañía. Sería fácil verificar dichas cifras, pero sea cual
fuere la proporción entre las armas de percusión y los rifles, queda
claro que sólo la asociación a . b . i . r . controla una fuerza-de unos 500
rifles y un número muy elevado de armas de percusión.
Las otras compañías concesionarias del Congo disfrutan de privile­
gios similares, por lo que no resultaría exagerado afirmar que entre
estas compañías y sus filiales (que no tienen derechos de vigilancia)
dirigen una fuerza armada de no menos de 10.000 hombres.
Sus “derechos de vigilancia”' según la circular de octubre de 1900
publicada por el gobernador general Wahis, parecían limitados al de-
La tragedia del Congo

recho a “solicitar” la presencia de fuerzas del Gobierno en la zona


para mantener el orden dentro de los límites de la concesión. Dicha
circular, aunque hablaba de armar a los capitas con armas de percu­
sión, no definía con claridad la jurisdicción de esos hombres en su
calidad de fuerza policial, ni su uso de dichas armas, pero resulta evi­
dente que el Gobierno ha tenido conocimiento y es responsable del
empleo de estos hombres armados. Un Real Decreto, fechado el io de
marzo de 1892, contiene claras promulgaciones relacionadas con el
uso de todas las armas de fuego que no sean fusiles de chispa. Según
lo dispuesto por este Decreto, todas las armas de fuego —que no sean
fusiles de chispa— y sus municiones debían depositarse, inmediata­
mente después de ser importadas, en un depot o almacén privado bajo
el control del Gobierno. Al entrar en el depot, cada una de las armas
importadas debía quedar registrada y marcada bajo supervisión de la
Administración, y no podía retirarse de allí, excepto en el caso de pre­
sentar un permiso de armas. Los permisos de armas conllevaban el
pago de 20 fr. y podían ser retirados en caso de mal uso. Por Orde­
nanza del Gobernador General del Estado del Congo, fechada el 16
de junio de 1892, se publicaron varios reglamentos por los que entró
en vigor, localmente, el anterior Decreto. Está claro que la responsa­
bilidad del uso exhaustivo de hombres provistos de armas de percu­
sión por parte de las distintas compañías comerciales del Alto Congo
corresponde a la autoridad gobernante que, o bien lo permitió de
forma legal, o no se ocupó de hacer respetar sus propias leyes.
Los seis nativos que se presentaron ante mí en Ikanza-na-Bosun-
guma habían sido heridos con armas de fuego, y las armas en cuestión
sólo podían estar en manos de sus agresores por el permiso, o la negli­
gencia, de las autoridades. Dos de esos individuos heridos eran niños:
uno de ellos seguro que no tenía más de 7 años y el otro, más o menos
de la misma edad, tenía el brazo totalmente destrozado por haber
recibido el disparo a quemarropa. Dejando a un lado hasta qué punto
eran verdad las afirmaciones directas de aquellas personas y de sus
familiares —que declararon que los culpables de los ataques habían
sido los centinelas de la compañía La Lulonga—, estaba claro que
Roger Casement

todos habían sido atacados por hombres armados, algo que una ley
que ya tenía once años prohibía claramente, excepto en casos especia­
les y «a personas que puedan ofrecer garantía suficiente de que las
armas y municiones facilitadas no serán entregadas, cedidas o vendi­
das a terceros», y, por si fuera poco, en poder de una licencia que
podría ser retirada en cualquier momento.
A tres de aquellos individuos heridos, con posteridad al primer ata­
que recibido, les habían cortado las manos; y según todos afirmaron,
el culpable era un centinela de la compañía La Lulonga. En el único
caso que pude investigar personalmente —el del niño Epondo— veri­
fiqué de inmediato la verdad de las declaraciones, sin que existiera la
más mínima duda en cuanto a la culpabilidad del centinela acusado.
Aquellos seis individuos heridos y mutilados procedían de aldeas
situadas en los alrededores de Ikanza-na-Bosunguma, y tanto por lo
que ellos me contaron como por los relatos de otros, llegados desde
más lejos, quedaba claro que aquellos no eran los únicos casos exis­
tentes en la zona. Un hombre que venía de un poblado a 20 millas de
distancia, me rogó que lo acompañara hasta su casa donde, según él,
ocho de sus conciudadanos habían sido asesinados por los centine­
las debido a la recogida quincenal del caucho. Pero mi estancia en
Ikanza-na-Bosunguma tuvo que ser, a la fuerza, breve. Sólo me quedó
tiempo para visitar la aldea de Bosunguma, donde únicamente pude
investigar la acusación presentada por Epondo. Además, el país está
formado, en gran medida, por bosques pantanosos, y las dificultades
que surgen al recorrerlo son enormes. Habríamos necesitado una
expedición equipada en condiciones, y no tenía a mi disposición los
medios necesarios para realizar una investigación exhaustiva. Pero me
resultó tremendamente evidente que los hechos presentados ante mí
durante los tres días que permanecí en Ikanza-na-Bosunguma justifi­
carían, de sobra, que se realizara la investigación más exhaustiva posi­
ble relacionada con el empleo de hombres armados en la región, y el
uso que éstos les dan a las armas que se les confían, aparentemente
como personas autorizadas que dependen de las empresas comercia­
les. Por lo que pude observar en la concesión de la a . b . i . r ., tengo muy
La tragedia del Congo

claro, además, que ninguna investigación realizada podría considerar­


se exhaustiva de no incluir, también, los territorios de dicha compañía.
El sistema de acantonar soldados del Gobierno en las aldeas, que en
su día fue universal, hoy ha sido ampliamente abandonado; pero los
abusos que prevalecían bajo esa práctica resurgen con el procedi­
miento de los “guardias forestales”, que, en una zona muy extensa,
representan la única forma conocida de policía. Pero las autoridades
admiten que la costumbre de emplear soldados nativos del Gobierno
en puestos aislados no ha desaparecido por completo.
En fecha tan reciente como lo es el 7 de septiembre de 1903, duran­
te el período en el que yo me hallaba en el Alto Congo, el gobernador
general ha despachado una circular sobre este tema, reprobando la
indiferencia hacia las instrucciones publicadas reiteradamente, que
habían prohibido el uso de tropas negras sin que éstas fueran acom­
pañadas por un oficial europeo. En la circular se requiere a los co­
mandantes y oficiales de la Force Publique que acaten rigurosamente
las tan repetidas instrucciones relacionadas con este asunto, y se recal­
ca que, a pesar de las categóricas órdenes que prohíben el empleo de
soldados negros, por sí solos, en el servicio público “esta deplorable
costumbre impera aún en muchos lugares”. Se anexa copia de dicha
circular. (Material adjunto vil.)
Según lo que he observado en los distritos por los que viajé en el Alto
Congo, parece casi imposible que los oficiales europeos puedan acom­
pañar siempre a los soldados que se envían a realizar expediciones de
poca importancia. El número de los oficiales es limitado; tienen mucho
que hacer entrenando a sus tropas y en los campamentos y las esta­
ciones, mientras que el territorio a explotar es muy amplio. Las rami­
ficaciones del sistema tributario, resumidas en lo que ya he contado
previamente, nos lo muestran como algo generalizado, y como ha de
ejercitarse una presión más o menos constante para que los contribu­
yentes cumplan —en un terreno enorme—, a los responsables de la
recaudación del impuesto se les debe permitir cierta dependencia de las
acciones incontroladas de los soldados nativos, que constituyen la úni­
ca policía existente en el país. Sin duda, el artículo más importante de
Roger Casement

imposición nativa en el Alto Congo es el caucho, y para ilustrar la


importancia que sus superiores atribuían a la recolecta y al incremento
de este impuesto, el 29 de marzo de 1901 se emitió la Circular del Go­
bernador General Wahis, dirigida a los Commissionaires de District y
Chefs de Zone. Se incluye copia de dicha circular. (Material adjunto viii.)
Las instrucciones que la circular expresa serían excelentes si las en­
viara el jefe de una empresa comercial a sus subordinados, pero diri­
gidas —como en realidad ocurre— por un gobernador general a los
principales funcionarios de su administración, revelan una concepción
del servicio público bastante limitada. En lugar de concentrar sus
energías en el gobierno de sus distritos, los funcionarios a los que se
dirige no podrían más que sentirse obligados a considerar la rentable
explotación del caucho como una de las funciones principales del
Gobierno. Teniendo en cuenta la interpretación que dichos funciona­
rios deben dar a las órdenes concluyentes de su jefe, sin duda pensa­
rían que uno de sus deberes más importantes sería ocuparse de la ren­
table producción cauchera. El funcionario encomiable sería aquel en
cuyo distrito se recogiera la más grande y mejor provisión de dicho
producto; y, de conseguirlo, los métodos utilizados para lograr el
incremento de beneficios —podemos creerlo— no serían atentamente
examinados.
No es necesario preguntarse qué tipo de política dictó semejante cir­
cular, basta con recordar que los oficiales a los que se reprende encar­
nan el poder en sus distritos, y que los agentes cuyo uso se les autoriza
constituyen una soldadesca salvaje, fuente de la desgracia y el malestar
de las comunidades nativas por las que pasé en el Alto Congo.

REGRESO A STANLEY POOL

Debido al resto de mis obligaciones, decidí regresar desde Coquilhat-


ville a Stanley Pool. F.1 último incidente de mi estancia en el Alto
Congo tuvo lugar la noche anterior a mi partida. Ya era tarde cuando
uno de los miembros nativos de la misión católica de Coquilhatville
se personó con algunos nativos del distrito de Bangala, a los que pre-
La tragedia del Congo

sentó como amigos suyos que huían de sus casas, y me pidió que los
llevase conmigo al territorio francés de Lukolela. Se trataba del jefe
Manjunda de Monsembi y siete de los suyos. El jefe declaró que,
debido a su incapacidad para cumplir con las imposiciones del comi­
sario del distrito de Bangala, había abandonado su hogar, junto con su
familia, e intentaba llegar a Lukolela. Ya había viajado en canoa 8o
millas río abajo, pero ahora se escondía en casa de unos amigos, en
una de las poblaciones próximas a Coquilhatville. Una parte del im­
puesto exigido a su poblado eran dos cabras que debían proporcionar
al mes para la mesa del hombre blanco de Bangala.
Como todas las cabras de los alrededores se habían entregado ya
para cumplir con dicha exigencia, sólo podía satisfacer la imposición
comprando en los distritos del interior tantas cabras como quisieran
venderle. Tenía que pagarlas a 3.000 barras por cabeza (150 fr.), y
como la remuneración del Gobierno era de sólo 100 barras (5 fr.) por
cabra, ya no podía seguir manteniendo la entrega. Después de solici­
tar en vano que lo liberasen de semejante carga, no le quedó más
remedio que huir. Le dije que lamentaba no poder ayudarlo, que lo
que debía hacer era solicitar el amparo de las autoridades del distrito;
y si eso no servía, el de las autoridades de Boma, más importantes. Me
contestó que eso le resultaba totalmente imposible. La última vez que
había acudido a los funcionarios de Bangala, le habían dicho que, si
no hacía efectivo el siguiente impuesto a vencer, lo atarían a la cadena
de presos. Añadió que un jefe vecino, incapaz de cumplir, acababa de
morir víctima de los trabajos forzados, y que ese sería también su des­
tino si lo atrapaban. Me dijo que, si no creía lo que me contaba, el
misionero protestante de Monsembi —de cuya Iglesia era miembro—
respondería por él y por la verdad de sus declaraciones; y yo le dije a
él, y a su amigo católico, que preguntaría en dichos círculos, pero que
me resultaba imposible ayudar a un fugitivo. Sin embargo, añadí que
no había ley alguna en la legislación congoleña que prohibiese, a él o a
cualquier otro hombre, viajar libremente a cualquier parte del país, y
que él tenía tanto derecho a navegar por el Alto Congo en su canoa
como yo en mi vapor, o como cualquier otra persona. Tanto él como
Roger Casement

los suyos se despidieron de mí a medianoche, diciéndome que, a me­


nos que pudiesen marchar conmigo, no creían que les fuera posible
llegar con bien a Lukolela.
El misionero residente en Monsembi, el reverendo John H. Weeks,
al que remití esta declaración, me informó por carta del 7 de octubre,
que la declaración de Manjunda era verdad. Me dijo:

Lo que Manjunda le contó en relación con el precio de las cabras es


totalmente cierto. En Bolombo cuestan 3.000; y aquí entre 2.500 y
3.000 barras. Hace más de ocho años que no compramos una cabra.
Los patos cuestan entre 200 y 300 barras, y nunca los compramos.
Las aves de corral, entre 60 y 100 barras, y tampoco podemos adqui­
rirlas, sólo cuando conseguimos un buen precio trocándolas por otros
artículos, como tazas y cosas así. En cuanto a lo de morir realizando
trabajos forzados, tiene muchos motivos para temerlo, porque hace
poco dos jefes han fallecido de esa manera. Son el jefe de una peque­
ña aldea más allá de Bolombo, que cometió el crimen de no mover
sus casas cien metros, para unirlas a Lobolu, tan rápido como el
comisario creyó que debía haberlo hecho; y el jefe del poblado de
Monsembi, que no fue capaz de cumplir quincenalmente con los
impuestos. A esos dos hombres los encadenaron juntos y les obligaron
a transportar pesadas cargas de adobes y agua, y los soldados que se
encargaban de ellos solían pegarles. No hay testigos.

El 11 de septiembre abandoné la población de Coquilhatville y lle­


gué a Stanley Pool el 15 del mismo mes.

R. Casement
Material adjunto al informe del Congo

NOTAS SOBRE LAS TRIBUS REFUGIADAS PROCEDENTES DEL DISTRITO DEL


LAGO LEOPOLDO II QUE EL SR. CASEMENT ENCONTRÓ CERCA DE BOLO-
BO EN JULIO DE 1903

Al oír hablar de los refugiados basengele del lago Leopoldo n, decidí


visitar el asentamiento más cercano de dichos fugitivos, que se encon­
traba a 20 millas de distancia, para verlos con mis propios ojos.
20 de julio. A las 12 dejamos Bolobo hacia Bodzandongo, donde
recogimos al Sr. Scrivener, y llegamos a Bongendi a las 4:33. Pasamos
la noche arrimados a la orilla.
21 de julio. A las 8 de la mañana salimos a pie de Bongendi, reco­
rriendo unas tres millas por hora. Llegamos a Mpoko a las 12:13.
Cruzamos cinco cauces de agua y pantanos, lo que nos retrasó; la dis­
tancia desde el río Congo será de unas 10 millas. Pasamos varias al­
deas batende, alejadas del camino que recorríamos. La gente iba al
mercado, estaba cerca pero era muy tímida y siempre se mantenía a
distancia.
En Mpoko encontramos una gran población batende y, disemina­
dos en medio de ella, pequeños asentamientos de refugiados basenge­
le. El poblado Mpoko consta de, aproximadamente, setenta y una
Roger Casement

casas batende y setenta y tres ocupadas por basengeles. Estos parecían


gentes trabajadoras y sencillas; muchos de ellos estaban tejiendo este­
ras y paños nativos con fibra de palma; otros tenían fraguas y tra­
bajaban el alambre de latón, convirtiéndolo en brazaletes, cadenas y
pulseras para el tobillo; otros trabajaban el hierro y hacían cuchillos.
Los cinco hombres que estaban sentados en una de aquellas herrerías,
dejaron su trabajo y se acercaron para hablar con nosotros. En aque­
lla choza basengele conté diez mujeres, seis hombres adultos y ocho
muchachos, Con la ayuda de Scrivener y Lusala —el intérprete nati­
vo— les pedí que me contaran por qué habían dejado sus hogares.
Tres de los hombres se sentaron frente a mí y contaron una historia
que no puedo creer que sea verdad, pero que parecía salir de sus cora­
zones. Me la tradujeron Scrivener y Lusala casi palabra por palabra, y
yo les pedí que me repitieran algunas partes una y otra vez, mientras
tomaba nota en mi libreta. El hecho de que lo escribiera todo y pre­
guntara nombres pareció impresionarles, y hablaban con lo que a mí
me pareció, sin lugar a dudas, una gran sinceridad.
Primero pregunté por qué habían abandonado sus hogares de los
alrededores del lago Leopoldo n y habían venido a vivir a un país
lejano y desconocido, entre los batende, donde nada poseían y, más o
menos, eran siervos. Al oír la pregunta, todos, las mujeres también,
gritaron: «Por culpa del impuesto en caucho que nos exigen los pues­
tos del Gobierno que rodean el lago y bordean el río Mfini».
Pedí que especificaran los nombres de sus lugares de procedencia.
Contestaron que eran de Bangongo. Otros refugiados basengele que
estaban en Mpoko eran bakuto, y los había bateto, pero todos habían
huido de sus casas por el mismo motivo: el impuesto del caucho.
Les pregunté cómo se les imponía dicho tributo. Habló primero el
jefe, que a mi llegada había estado trabajando un collar de hierro. Dijo:
—Me llamo Moyo. Estos que están a mi lado son Wankaki y Nkwa-
bali. Todos somos de Bangongo. Cada aldea de nuestro país tenía que
entregar veinte cargas de caucho. Las cargas eran grandes: eran así de
grandes... —Y me enseñó un cesto vacío que llegaba casi hasta la
empuñadura de mi bastón—. Esa fue la primera medida. Teníamos que
La tragedia del Congo

llenarlo pero, cuando el caucho empezó a escasear, el hombre blanco


redujo la medida. Esas cargas teníamos que entregarlas cuatro veces
al mes.
—¿Cuánto recibíais a cambio?
—(Todos) ¡No nos pagaban! ¡No nos daban nada!
Y entonces Moyo, a quieta volví a preguntar, dijo:
—Nuestra aldea recibía tejidos y un poco de sal, pero no la gente
que hacía el trabajo. Los jefes se quedaban con las telas, los trabajado­
res no recibían nada. La paga era una braza de tejido y un puñado de
sal por cada cesta grande llena, pero se la entregaban al jefe, nunca a los
hombres. Normalmente tardábamos diez días en conseguir las veinte
cestas de caucho: siempre estábamos en la selva y, si nos retrasábamos,
nos mataban. Cada vez nos teníamos que adentrar más en la selva para
encontrar las enredaderas del caucho, y sin comida, mientras nuestras
mujeres debían renunciar a cultivar los campos y las huertas. Nos
moríamos de hambre. Las bestias salvajes —los leopardos— mataron a
algunos de nosotros mientras estábamos trabajando en la selva, y otros
se perdieron o murieron de inanición o hipotermia; y le pedimos al
hombre blanco que nos dejara en paz, le dijimos que no podíamos
conseguir más caucho, pero el blanco y sus soldados dijeron: «¡Fuera!
No sois más que bestias. Sois nyama (carne)». Lo intentábamos, siem­
pre adentrándonos más y más en la selva, pero no lo conseguíamos y
entregábamos menos caucho del esperado, venían los soldados a las
aldeas y nos mataban. A muchos los mataban a tiros y les cortaban las
orejas; a otros los ataban con cuerdas y se los llevaban. A veces, los
blancos de los puestos no sabían las cosas malas que nos hacían los sol­
dados, pero eran los blancos los que enviaban a los soldados a casti­
garnos por no entregar el caucho exigido.
Y entonces Nkwabali tomó el relevo de Moyo y continuó con el
relato:
—A los blancos les dijimos: «Ya no somos bastantes para conseguir
lo que nos pedís. Nuestro país no tiene muchos habitantes y nos
morimos con rapidez. Nos mata el trabajo que nos obligáis a hacer, el
no cultivar nuestras tierras y el desmantelamiento de nuestros hoga-
Roger Casement

res». El blanco nos miró y nos dijo: «Hay montones de gente en


Mputu (Europa, el país del hombre blanco). Si en el país del hombre
blanco hay mucha gente, tiene que haber mucha gente en el país del
hombre negro». El blanco que lo dijo era el jefe de Ibale, se llamaba
Kwango, y era muy malo. Otros hombres blancos de Bula Matadi
que habían sido malos y malvados eran Mfuami Bonginda, Malu
Malu (¡Rápido! ¡Rápido!), y Mpampi. Estos nos mataban a menudo,
y lo hacían con sus propias manos o con las de sus soldados. Algu­
nos hombres blancos eran buenos. Esos eran Nkango, Bako Mobili,
Nyambi, Nyeli y Fuashi.
Esos les decían que se quedaran en casa, y no los perseguían ni
mataban como habían hecho los otros, pero después de lo que habían
sufrido, ya no se fiaban de la palabra de nadie, y habían huido de su
país; ahora pensaban quedarse aquí, lejos de sus hogares, en este país
donde no había caucho.
—¿Cuánto hace que abandonasteis vuestras casas, que huisteis del
grave problema del que habláis?
—Duró tres estaciones enteras y ya han pasado cuatro estaciones
desde que huimos y llegamos al país batende.
—¿Cuántos días se tardan desde Mpoko a vuestro país?
—Seis días de marcha rápida. Huimos porque no podíamos sopor­
tar las cosas que nos hacían. Colgaban a nuestros jefes, a nosotros nos
mataban o nos dejaban morir de hambre y nos hacían trabajar más de
lo humanamente soportable para conseguir el caucho.
—¿Cómo sabéis que eran los hombres blancos quienes ordenaban
que se os hicieran esas crueldades? Esas cosas tienen que haber sido
hechas por los soldados negros, sin conocimiento del hombre blanco.
—(Nkwabali) Los hombres blancos les decían a sus soldados: «Sólo
matáis mujeres; no sabéis matar hombres. Debéis demostrar que matáis
hombres». Y entonces, cuando los soldados nos mataban —aquí se
detuvo, dudó y luego, señalando las partes pudendas de mi bulldog,
que dormía tumbado a mis pies, continuó—: nos cortaban esas cosas y
se las llevaban a los hombres blancos, quienes les decían: «Es verdad,
habéis matado hombres».
La tragedia del Congo

—¿Pretendéis decirme que un hombre blanco ordenó que vuestros


cuerpos fuesen mutilados de esa forma y que se le llevasen esas partes
íntimas?
Nkwabali, Wankaki, y todos (gritando) dijeron a la vez:
—¡Sí! Muchos hombres blancos. Malu Malu lo hizo.
—¿Decís que es verdad? ¿Trataron así a muchos de vosotros des­
pués de matarlos?
—(Todos, gritando) \Nkoto\ ¡Nkotol (¡A muchos! ¡A muchos!)
No había duda de que aquellas gentes no estaban inventando. Su
vehemencia, el destello de sus ojos, su nerviosismo, no eran simula­
dos. Sin duda, exageraban en cuanto al número, pero resultaba evi­
dente que contaban algo que conocían bien y aborrecían. Scrivener, a
mi lado, dijo que a él ya le habían contado antes esas cosas, la primera
vez que se había encontrado con los refugiados basengele diez me­
ses antes, en el país interior pasado Bolobo. Solían enfadarse tanto al
recordar lo que les habían hecho que perdían el control, por lo que él
había dejado de preguntarles. Uno de los hombres que estaba ante mí
(Wankaki) empezaba a entrar en ese estado.
Pregunté si las tribus basengele seguían huyendo de su país, o si
ahora permanecían en él y trabajaban de manera voluntaria. Moyo me
contestó:
—Ahora ya no pueden huir, no les resulta fácil. Hay centinelas en el
país situado entre esto y el lago. Además, ya quedan pocos.
Nkwabali dijo:
—Oímos decir que los hombres blancos del lago recibieron cartas
en las que les decían que debían tratar bien a la gente. Oímos decir
que las cartas las enviaba el gran hombre blanco de Mputu (Europa);
pero nuestros hombres blancos rompieron las cartas y dijeron, rién­
dose: «Nosotros somos los basango y banyanga (los padres y las ma­
dres, es decir, los mayores). Los que nos escriben son sólo baña
(niños)». Desde que nos fuimos de casa, los hombres blancos que
ahora están en el lago nos han pedido que volvamos. Hemos oído
decir que quieren que volvamos, pero no lo haremos. No somos gue­
rreros, y no queremos pelear. Sólo queremos vivir en paz con nuestras
Roger Casement

mujeres y nuestros hijos, por eso nos quedaremos entre los batende,
que son amables con nosotros, y no regresaremos a casa.
—¿No os gustaría volver a vuestros hogares? En el fondo de vues­
tro corazón, ¿no deseáis todos volver?
—(Muchos) Amábamos nuestro país, pero no nos fiamos tanto
como para volver.
—(Nkwabali) Hombre blanco, ve con tu vapor al lago Leopoldo y
comprueba que lo que te hemos dicho es verdad. Quizás, si un blanco
que no nos odia va allí, Bula Matadi deje de odiarnos, y todos poda­
mos volver a nuestro país.
Les pedí que me señalasen a los refugiados de otras tribus, si los
había, y me trajeron a un muchacho que era bateto, y a un hombre de
los baboma, en el río Kasai o Mfini. Al preguntarles, los dos me con­
testaron que con ellos había muchos otros miembros de sus tribus,
también huidos de sus países.

Continuamos andando quince minutos hasta otro grupo de chozas


basengele, en medio del poblado batende. Aquí casi todos eran baku-
tu, y el anciano jefe estaba sentado en el recinto abierto que hacía las
veces de casa consistorial con un hombre baboma y dos muchachos.
Pronto llegó una anciana, y después otro hombre. La mujer se puso a
hablar con gran seriedad. Contó que el Gobierno les había hecho tra­
bajar tanto que no les quedaba tiempo para atender sus tierras y sus
huertas, por lo que se morían de hambre. Sus hijos pequeños habían
muerto; a los más mayores se los mataron. Mientras hablaba, los dos
hombres asentían. El anciano jefe dijo:
—Hace tiempo, cazábamos elefantes; había muchos en nuestras sel­
vas, y abundaba la carne. Pero Bula Matadi mató a los cazadores de
elefantes porque no le entregaban caucho, y empezamos a morirnos
de hambre. Nos enviaban a recoger caucho y, cuando volvíamos tra­
yendo poco, nos disparaban.
—¿Quién os disparaba?
—Los blancos, Malu Malu, Mpampi, Fuami, enviaban a sus solda­
dos para que nos mataran.
La tragedia del Congo

—¿Cómo sabéis que era el blanco quien enviaba a los soldados?


Podría ser sólo cosa de los soldados salvajes.
—No, no. A veces llevábamos el caucho a las estaciones de los blan­
cos. Llevamos el caucho a Mbongo, la estación de Malu Malu, a Ibali
y a la estación de Fuami. Cuando el caucho no bastaba, el blanco nos
ponía en filas, uno detrás del otro, y con una sola bala atravesaba
nuestros cuerpos. A veces nos disparaba así él mismo; otras, lo hacían
sus soldados.
—¿Quieres decir que os mataban en los puestos del Gobierno, los
hombres blancos del Gobierno, o ante sus propios ojos?
—(Con énfasis) Nos mataban en las estaciones del hombre blanco.
Nos mataban los hombres blancos. Nos mataban ante sus propios
ojos.
Los nombres Malu Malu, Fuami y Mpampi los oí pronunciar
repetidamente.
Nciele, el baboma, dijo que él también había huido y que ahora
vivía en paz con los batende.
La cantidad anómala de refugiados que existe en este poblado debe
igualar a la propia población batende. En todas partes nos encontra­
mos con los refugiados. También parecen estar mucho más ocupados
que sus anfitriones batende porque, durante las horas de más calor del
mediodía y de la tarde, no importaba en qué parte del poblado me
encontrase —y recorrí Mpoko entero hasta que se puso el sol— hallé
tejedores basengele, o herreros trabajando el hierro o el latón.
Dormimos en casa de Lusala. Muchos vinieron a hablar con noso­
tros por la noche.
22 de julio. Salimos de Mpoko sobre las 8 para regresar a la orilla
del Congo. De vuelta, abandonamos el camino principal y nos aden­
tramos en una de las aldeas secundarias, llamada Makesi. Está a sólo 4
o 5 millas del río. Allí encontramos treinta y dos chozas basengele y
cuarenta y tres batende, de manera que aquí la afluencia de fugitivos
casi iguala la población original. Vimos muchos basengele. Todos
tenían miedo, y resultaba tan evidente que ni ellos ni los batende se
fiaban, que no quisimos detenernos. Hablamos con uno o dos hom-
Roger Casement

bres mientras atravesábamos el poblado. Los basengele se alejaban de


nosotros pero, si mirábamos hacia atrás, veíamos muchas cabezas aso­
mar por las puertas de las casas ante las que acabábamos de pasar.
Llegamos al vapor alrededor de mediodía.

En Lukolela, el 26 de julio. Oí decir que, a veces, llegaban a Lukolela


basengele procedentes del distrito del lago Leopoldo 11. Ahora estoy a
unas too millas río arriba de Mpoko. Fui a Bwonzola, una de las
poblaciones agrícolas de Lukolela. Al entrar en la plantación vi dos
chozas con cinco hombres y una mujer, a la que enseguida reconocí
como basengele por su tocado, igual a los que llevaban en Mpoko.
Hablé con ellos gracias a Whitehead y el intérprete. El que llevaba la
voz cantante era un hombre joven llamado Bakotembesi que vive
en Bwonzola. Parece tener unos 22 o 23 años y habla con un aire de
franqueza. Me dijo que los basengele de aquí y de otras zonas de
Lukolela proceden de un lugar llamado Mbelo, próximo al lago Leo­
poldo ii. Un arroyo lo conecta con el lago. La aldea de la que él viene,
en el distrito de Mbelo, se llama Mpenge. Mbelo es un distrito grande
que tenía muchos habitantes. Ahora trabajan para el Gobierno, reu­
niendo caucho, kwanga y aves de corral, además de construir sende­
ros más anchos para conectar todas las poblaciones. Su propia aldea
debe proporcionar 300 cestas de caucho. Reciben una pieza de tejido
de algodón, que en su zona se llama sama, y nada más. (Nota: Esto
no puede ser verdad. Sin duda está exagerando). Los otros cuatro
hombres que estaban con él usaban el basto tejido de ..fibra de pal­
ma que fabrican los nativos, y me lo señalaron como prueba de que
no recibían tejido a cambio de su trabajo. Bakotembesi continuó
diciendo:
—Entonces nos mataban por no entregar caucho suficiente.
—Dices que os mataban por no entregar el caucho, ¿Os mutilaron
alguna vez los soldados como prueba de que os habían matado?
—Cuando nos mataban, el hombre blanco estaba presente. No
necesitaban pruebas. Ponían a los hombres y mujeres en fila y dispa­
raban. —Entonces hizo levantar a tres de los cuatro hombres que
La tragedia del Congo

estaban sentados y los puso en fila, uno detrás de otro; luego dijo—:
El blanco nos mandaba colocarnos así y nos mataba a todos con un
solo cartucho. Eso lo hacían a menudo. Y cosas peores.
—Pero, si tenéis que trabajar tanto, ¿cómo es que habéis podido
venir a Lukolela a ver a vuestros amigos?
—Nos vinimos sin que lo supieran ni los centinelas ni los soldados,
pero cuando volvamos a casa, podríamos tener problemas.
—¿Conocéis a los bascngelc que ahora viven en Mpoko, cerca de
Bolobo?
Y les di los nombres de Moyo, Wankaki y Nkwabali.
—Sí; muchos bascngelc huyeron a ese país. Moyo huyó por las
cosas que les hacían los hombres blancos del Gobierno. Los batende
y los basengele siempre han sido amigos. Por eso los basengele se
refugiaron con ellos.
—¿Hay centinelas o soldados ahora en vuestras aldeas?
—En las principales aldeas siempre hay cuatro soldados con rifles.
Cuando los nativos salen a la selva para recoger caucho, uno de ellos
suele quedarse para proteger a las mujeres. En las ocasiones en que los
soldados lo descubrieron, se negaron a creer lo que decía y lo mata­
ron por eludir su trabajo. Esto ocurre a menudo.
Cuando les pregunté a qué distancia se hallaba Lukolela de su país,
me contestaron que a tres días, y que después hacían falta dos días
más, por río, hasta el lago Leopoldo n, y tres por tierra. Nos rogaron
que fuéramos a su país. Dijeron:
—Os mostraremos el camino, os llevaremos allí, y veréis cómo son
las cosas, que nos han destrozado el país y que decimos la verdad.
Nos despedimos de ellos y regresamos a la orilla del río.

Las declaraciones anteriores, anotadas en ese momento en mi cuader­


no, me parecieron, si no falsas, muy exageradas, aunque se hubieran
hecho con aire convincente y sincero. No me reuní con más refugia­
dos basengele, porque a mi regreso a Bolobo, el 12 de septiembre,
permanecí allí unas pocas horas. Sin embargo, me dijeron que desde
que había estado en Mpoko en julio, el Sr. Scrivener, que me había
Roger Casement

acompañado, había partido con la intención de llegar al lago Leo­


poldo ii por tierra, viaje que, en apariencia, lo llevaría a través del país
de esas gentes a las que yo había visto e interrogado en Mpoko. El Sr.
Scrivener llevaba ya casi siete semanas ausente de Bolobo, pero su
vuelta se esperaba en poco tiempo. Unos días después, mientras yo
me hallaba en Stanley Pool, recibí un relato de su viaje, escrito desde
Bolobo al regresar, el 22 de septiembre. La carta que me envió contie­
ne lo siguiente:

Bolobo, 22 de septiembre de 1903

Lamento no haberle visto cuando pasó usted de vuelta y haber per­


dido, así, la oportunidad de transmitirle personalmente una gran
cantidad de pruebas relacionadas con la terrible mala gestión lleva­
ba a cabo, en el pasado, en el distrito del lago. Pasé tres semanas en
dicho distrito, y durante tres días fui el invitado de un funcionario
del puesto de Mbongo o, como él lo llama “Bongo”. Es el sucesor del
infame Malu Malu, del cual tanto oyó usted hablar a los refugiados
de Mpoko. Este Malu Malu (cuyo nombre es Massard) ocupó el dis­
trito en 1898, 1899 y 1900, y fue él quien despobló el país3.
Su sucesor, Auguste Dooms, es muy vehemente a la hora de conde­
narlo, y declara que hará todo lo que esté en sus manos para llevarlo
ante la justicia.
Ahora está acantonado en Umanghi, cerca de nuestra estación de
Bopoto4.
De Dooms no puedo decir más que cosas buenas. En una situación
muy complicada lo ha hecho estupendamente. La gente comienza a
aparecer y a reunirse alrededor de los muchos puestos que están a su
cargo. Dooms me contó que cuando tomó el relevo de Massard en la
estación de Bongo, visitó la cárcel y a punto estuvo de desmayarse,
tan horrible era la situación de aquel lugar y de los pobres desgra-

3. Y parece que sólo era uno. (R.C.)


4. Según me informaron en Matad!, este hombre acaba de regresar a Europa. (R.C.)
La tragedia del Congo

ciados que allí estaban. Me contó muchas cosas que le habían dicho
los soldados, como que Massard disparaba él mismo contra un hom­
bre tras otro de los que traían una cantidad insuficiente de caucho;
que los colocaba en fila y los mataba a todos con el mismo cartucho.
Mis maestros, que me acompañaban, también escucharon muchos
relatos aterradores de labios de los soldados, que confirmaban todo
lo que nos habían contado en Mpoko, como lo de que a Massard le
llevaban los órganos de los hombres asesinados por los centinelas en
sus distintos puestos. Vi una carta que el actual comandante de Ibali
le envió a Dooms, en la que le recrimina que no use medios más
enérgicos, le dice que hable menos y dispare más, y lo reprende por
no haber matado más que a una persona en un distrito a su cargo en
el que habían surgido algunos problemas. Dooms tiene que estar en
Bélgica dentro de tres meses, y afirma que el mismo día de su llegada
empezará a denunciar a su predecesor. A mí me hizo muchos favo­
res, y lamentaría perjudicarlo de alguna forma... Ya ha aceptado un
puesto en una de las compañías de Kasai, porque no es capaz de
seguir más tiempo al servicio del Estado. En todas las zonas del
Estado que he visitado, y han sido muchas, nunca había visto una
estación mejor cuidada, ni un distrito más controlado que éste que
preside Dooms. Es el Bafe del que nos hablaron las gentes de Mpoko,
del que dijeron que era amable.
Si puedo proporcionarle más información, o si desea hacerme algu­
na pregunta, estaré encantado de servirle y, a través de usted, a estas
gentes perseguidas.

Los siguientes párrafos los extraigo de un comunicado diferente,


relacionado con su viaje al lago, que el Sr. Scrivener me transmitió a
la vez:

...Hará cosa de siete semanas, cuando llevaba fuera quince días, oí


hablar de una media docena de basengeles que se sentían ansiosos
por visitar su antiguo hogar y estaban dispuestos a ir conmigo; así
que después de conseguir algunos artículos necesarios como provisio-
Roger Casement

nes y objetos para el trueque, partimos de nuestro puesto de Mpoko.


La estación seca llegaba a su fin, y muchas de las vías fluviales esta­
ban bastante secas, por lo que, durante algunas jornadas, incluso lo
llegamos a pasar mal por la falta de agua. Los dos primeros días de
viaje atravesamos, alternativamente, bosques y claros, y nuestros
guías evitaban las aldeas dentro de lo posible... En una pequeña
aldea conseguimos nuevos guías y nos adentramos en una región
poblada de árboles casi por completo, luego descendimos a un valle
oscuro en el que aún goteaba el agua de la lluvia. Nuestros guías
dijeron que pronto lo atravesaríamos, pero hasta la tarde del segun­
do día después de adentrarnos en él no salimos de aquella oscuri­
dad. Varias veces nos desviamos del sendero, y no culpo a los guías,
porque tanto la maleza como una especie de palmera espinosa ha­
bían sido aplastadas en todas las direcciones por los elefantes. Pare­
ce que aquella era una de sus zonas preferidas, y en una ocasión
nos acercamos mucho a una manada grande, que salió huyendo a
gran velocidad, aplastando los arbolillos, barritando, y armando un
jaleo aterrador. La segunda noche que pasamos en aquella selva,
mientras buscábamos el camino, encontramos una pequeña aldea de
fugitivos del distrito del caucho. Cuando estuvieron seguros de nues­
tras buenas intendones, nos dejaron pasar y nos dieron cobijo. Duran­
te la noche, otro tornado barrió la zona y derribó un árbol seco,
algunas de cuyas ramas cayeron entre mi tienda y las chozas en las
que dormían algunos de los muchachos. Nos libramos por poco.
Al día siguiente, temprano, uno de los hombres de aquella aldea
nos condujo al buen camino, y al poco recorríamos un sendero que,
evidentemente, habían ido abriendo los nativos al pasar, y no hacía
mucho tiempo.
—¿Qué es esto?
—Oh, es el camino que usábamos para llevarle el caucho al hom­
bre blanco.
—Pero, ¿por qué hablas en pasado?
—Porque todos han huido, o los han matado, o se han muerto de
hambre, así que ya no queda nadie para recoger el caucho.
Aquel día realizamos una marcha muy larga —casi nueve horas y
media caminando—, y atravesamos otros distritos despoblados. Por
todas partes había indicios de que, hasta hacía poco, sus habitantes
habían sido muchos, pero ahora el silencio era sepulcral, y los búfalos
vagaban a su aire entre las mandiocas y los bananos, que seguían cre­
ciendo. Fue un día triste, y cuando, al ponerse el sol, llegamos a un
gran puesto del Estado, nos vimos inmersos en una aflicción aún más
grande. Cierto, teníamos una casa cómoda a nuestra disposición, y
casas para todo el grupo; pero al poco tiempo comprendimos que nos
hallábamos en el centro de lo que había sido una región muy poblada,
conocida como Mbelo, de la que procedían muchos de los refugiados
de los alrededores de Bolobo. Fue aquí donde vivió un blanco llamado
Malu Malu... Llegó al distrito y, después de siete meses de obra dia­
bólica, lo había convertido en un desierto. Algunas de las historias que
se cuentan sobre él no son adecuadas ñipara ser escritas, pero las prue­
bas que atesoran los nativos son tan consistentes y tan universales que
resulta difícil no creer que aquí se hayan practicado el asesinato y la
rapiña a gran escala. Su sucesor, un hombre de naturaleza muy distin­
ta, y al que la gente aprecia mucho, ha tardado más de dos años y
medio, pero ha conseguido recuperar unos pocos nativos para que
vivan junto al puesto del Estado, y allí los vi yo, en sus pobres chozas,
casi sin poder afirmar que eran dueños de sus propias vidas en presen­
cia del nuevo hombre blanco (yo), cuya llegada los tenía preocupados.
Pasamos allí el domingo y, el lunes por la mañana, limpios y secos una
vez más, nos pusimos en marcha. Desde aquí hasta el lago no era posi­
ble que nos perdiéramos. Durante muchas millas, el camino era ancho
—entre dos y tres metros—, y en los sitios en los que existía la posibili­
dad de que el agua se embalsase habían colocado troncos. Algunos de
aquellos viaductos tenían varias millas de longitud y deben haber
requerido un trabajo inmenso; aunque nos alegrábamos de la facili­
dad con la que nos permitían continuar viaje, no podíamos dejar de
imaginarnos las muchas y crueles escenas que, muy probablemente,
acompañarían la colocación de aquellos troncos gigantescos. Deseo
enfatizar lo más posible la desolación y el vacío del país que atravesá-
Roger Casement

hamos; y que hasta hace muy poco se trataba de un distrito muy


poblado, más densamente de lo que es normal en la zona. Después de
unas horas llegamos a un puesto cauchero del Estado. Casi todos resul­
tan imponentes y algunos hacen suponer que en ellos residen varios
hombres blancos. Pero sólo en uno encontramos un blanco, el sucesor
del famoso (o infame) Malu Malu. En un lugar vi huesos humanos y
calaveras dispersos entre la hierba que rodeaba al puesto, que está
construido en el emplazamiento de varias poblaciones grandes; y en
otros lugares, esqueletos enteros. Al preguntar el motivo de una ima­
gen tan poco común, mi informante me dijo:
—Cuando enviaron a los bambote (soldados) para que nos obliga­
ran a recoger caucho, hubo tantos muertos que nos cansamos de
enterrarlos y, otras veces, cuando queríamos enterrarlos, no nos lo
permitían.
—Pero, ¿por qué os mataban ?
—A veces nos mandaban partir y, si el centinela nos encontraba
preparando comida para el tiempo que íbamos a pasar en la selva,
mataba a tres o cuatro para que nos diésemos prisa. Otras veces in­
tentábamos trabajar un poco en nuestras plantaciones, de manera
que cuando llegase el momento de la cosecha, tuviéramos algo que
comer, y el centinela mataba otros cuantos para que aprendiésemos
que lo nuestro no era plantar, sino recoger caucho. A veces nos en­
viaban a vivir quince días a la selva sin comida de ningún tipo y sin
nada con lo que poder hacer fuego, y muchos morían de frío y de
hambre. En ocasiones, la cantidad que traíamos no bastaba, y mata­
ban a varios para asustarnos y que llevásemos más. Algunos intenta­
ron huir, y murieron de hambre y privaciones en la selva, al tratar
de evitar los puestos del Estado.
—Pero, si los centinelas os mataban de esa forma, ¿qué ganaban?
Si erais menos, no podríais aportar más caucho.
—Bueno, nosotros tampoco lo entendemos. Pero así son las cosas.
Y al observar toda aquella desolación, las granjas desatendidas y las
palmeras abandonadas, no se podía más que creer en la verdad de lo
contado. Los centinelas del Estado lo confirmaron y aportaron detalles
La tragedia del Congo

aún más espeluznantes, y la declaración de un blanco en relación con


el estado del país —la atroz situación de las cárceles de los puestos esta­
tales—, se combinaron para convencerme, una y otra vez, de que,
durante los últimos siete años, este Domainc Prive (Dominio Privado)
del rey Leopoldo, ha sido un auténtico infierno en la tierra.
El actual régimen parece ser más tolerable. Ahora se les paga una
pequeña cantidad por el caucho que traen. Un puñado de sal —por
valor de un penique, más o menos— a cambio de dos kilos de cau­
cho, que en Europa valen entre 6 y 8 fr. La recolección sigue siendo
obligatoria, pero en comparación con lo que ocurría antes, los nativos
se consideran justamente tratados. Las familias y las comunidades
vuelven a juntarse, y las aldeas se fundan de nuevo; pero ¡cuánto ha
disminuido su número y qué terribles vacíos hay en las familias!...
Cerca de un puesto importante que está en el lago, vimos la única
población grande y aparentemente normal que hemos encontrado en
las tres semanas pasadas en el distrito. Aquí pudimos hacemos una
idea de lo poblado que estaría antes de la llegada del hombre blanco
y de su búsqueda del caucho...

Hago hincapié en que la región devastada que atravesó el Sr. Scri­


vener, y de la que procedían los refugiados que vi en Mpoko, compren­
de una parte del Domaine de la Couronne (Dominio de la Corona).

II

MEMORÁNDUM SOBRE LA SITUACIÓN DE LOS NATIVOS DEL DISTRITO DE


LUKOLELA, SEGÚN LA DESCRIBE EL REVERENDO JOHN WHITEHEAD,
QUE RESIDE ALLÍ DESDE HACE MUCHOS AÑOS Y HABLA CON FLUIDEZ SU
LENGUA.

(Este material adjunto consta de dos cartas que el Sr. Whitehead escri­
bió al gobernador general, el 28 de julio y el 7 de septiembre de 1903,
Págs. 9-13 del texto del Congo (9 de octubre), sección I, pero no
incluye mi nota explicativa. R. C.)
Roger Casement

(A)

EL REVERENDO J. WHITEHEAD AL GOBERNADOR GENERAL


DEL ES'l'ADO DEL CONGO
Compañía Misionera Baptista, Lukolela
28 de julio de 1903

Estimado señor:

Tengo el honor de acusar recibo de la circular y la lista de preguntas


relacionadas con la enfermedad del sueño, que se me envían a través
del reverendo J. L. Forfeitt.
Me apresuro a responder lo mejor posible, ya que el asunto es de
suma importancia, y confío en que, si doy la impresión de sobrepa­
sarme a la hora de exponer mis opiniones en referencia a esta horrible
enfermedad y asuntos similares, mi celo sea interpretado como algo
surgido de la pena excesiva y la simpatía hacia un pueblo que se extin­
gue. Creo que cumpliré con mi deber para con el Estado y con Su
Majestad el rey Leopoldo 11 —cuyo deseo por conocer los hechos
en interés de la humanidad hace mucho tiempo que es del dominio
público—, si hago un esfuerzo por expresarme con la mayor claridad
en lo relacionado con las necesidades de los nativos de Lukolela.
El número de habitantes de las aldeas de Lukolela en enero de 1891
no debe haber sido inferior a 6.000, pero cuando conté el total de los
que vivían en Lukolela a finales de diciembre de 1896, descubrí que
sólo era de 7T9 personas, y por el descenso calculé —ya que pudimos
contar las muertes conocidas que se produjeron en el plazo de un
año—, que al mismo ritmo de disminución, en diez años quedarían
sólo 400; pero imagine mi dolor cuando, al volver a contarlos de nue­
vo el viernes y el sábado pasados, descubrí que sólo quedaban 352
personas, y que el ritmo de muertes aumenta con rapidez. También he
notado una evidente disminución en los distritos del interior durante
el mismo número de años; tres distritos han quedado casi arrasados
(se encuentran cerca del río), y en otros el número de habitantes ha
La tragedia del Congo

disminuido claramente; de manera que si no se hace algo, y pronto,


para animar a la gente y conseguir que pierdan el miedo y dejen de
temblar (estados que generan circunstancias patológicas y propensión
a la enfermedad), sin duda toda aquella zona quedará despojada de
sus habitantes. La presión bajo la que ahora viven los está destrozan­
do; la comida que tan tristemente necesitan para sí, muy a menudo
deben llevarla al puesto del Estado, bajo amenaza de castigo, al igual
que la hierba, la cuerda de mimbre, y las cestas para el caoutchouc
(caucho) (parece que por estos tres últimos artículos no reciben paga
alguna); el caoutchouc deben traerlo desde los distritos del interior; a
los jefes se los debilita en su prestigio, y físicamente, encarcelándolos
de una manera cruel; y una vez debilitada su autoridad sobre su gente,
se los encadena cuando la cantidad de pan de mandioca y de caout­
chouc no es suficiente.
En la parte ribereña de Lukolela hemos hecho todo lo posible, en
calidad de miembros oficiosos del Estado, por enfrentarnos a la enfer­
medad con todos los medios a nuestro alcance; pero hasta ahora los
funcionarios del Estado nunca se han molestado lo más mínimo por
ayudar a los nativos de Lukolela a recuperarse o protegerse de la
enfermedad. En épocas de viruela, cuando no debe perderse tiempo
en pro de la comunidad, es posible que yo haya ido más allá de mis
derechos como ciudadano particular a la hora de enfrentarme a ella.
Pero siempre he encontrado las mayores dificultades cuando se trata­
ba de conseguir comida para ellos (los pacientes), y enfermeros, inclu­
so cuando no estaban obligados a llevar sus provisiones al puesto del
Estado, aunque cuando los alimentos y el trabajo se condensan en un
único cauce, toda filantropía voluntaria se paraliza. De nada nos sirve
enseñarles a esas buenas gentes que es necesario tomar buenos ali­
mentos y en abundancia, porque creen que nos estamos riendo de
ellos; nos señalan la comida que deben llevar al puesto. Que ciento
sesenta mujeres, la mitad de las cuales no pueden trabajar mucho ni
muy a menudo, deban abonar un impuesto semanal de pan de man­
dioca por valor de 900 barras de latón, no deja mucho margen para
que escuchen unas enseñanzas relacionadas con el cuidado personal
Roger Casement

en cuestiones alimenticias. En la actualidad, están obligados a aportar


cierto número de trabajadores, a algunos de los cuales los obligan a
seguir trabajando contra su voluntad después de haber cumplido con
su período de servicio; las aldeas necesitan la presencia de sus hom­
bres: ahora sólo hay ochenta y dos en los poblados de Lukolela, y la
sombra de la muerte planea sobre casi veinte de elloss.
Las gentes del interior y sus jefes tiemblan cuando deben bajar al
río, tantas han sido últimamente las cosas que les han hecho perder la
confianza, y ese miedo no los hace más fuertes físicamente, sino que
socava sus constituciones. Odian el asunto del caoutchouc obligatorio
y, naturalmente, hacen todo lo posible por librarse de él. Si no se hace
pronto algo que satisfaga a estas gentes desalentadas y que les asegure
la vida en sus hogares, la enfermedad se llevará a muchos rápidamen­
te, y los que queden considerarán al hombre blanco —de cualquier
nacionalidad o posición— su enemigo natural (no está lejos de serlo
ahora). Algunos ya han jurado morir, dejarse matar, o lo que sea,
antes de verse obligados a recoger el caoutchouc, lo que les supone la
cárcel y, luego, la muerte; saben que lo que se les ha hecho a otros, se
les puede hacer también a ellos, por lo que prefieren morir antes que
después. El Estado ya ha luchado contra ellos en dos ocasiones, si
no más; pero de nada sirve, no se rinden. No siempre es fácil ajustar
cuentas con quien quiere resistir.
Permítame aprovechar esta oportunidad para implorar, respetuosa­
mente, en favor de estas gentes, que se respeten sus derechos y que se
les muestre, compasivamente, la misma atención que un padre presta
a sus hijos. También deseo presentarle algunas sugerencias que se me
han ocurrido, al encontrarme cara a cara con estas gentes moribundas,
en relación con sus necesidades mientras las investigaciones médicas
sigan adelante —Dios lo quiera—, con el fin de dominar tan terrible
azote. Los pueblos ribereños precisan que se haga, de inmediato, lo
siguiente: 5

5. 12 de septiembre. El Sr. "Whitehead me contó, cuando en este día pasé por Lukolela, que
nueve de esos veinte han muerto desde que escribió lo anterior. (R. C.)
La tragedia del Congo

1. Que a la reducida población de Lukolela se le pida que abandone


el emplazamiento actual de sus viviendas y forme una comunidad en
tierras algo más altas, que ahora se usan como huertas y que han que­
dado empobrecidas por cultivar mandioca durante años. Se las conoce
como ntomba. Y que se les pida también que limpien la maleza de la
playa y los emplazamientos de sus viviendas actuales y allí planten
bananos, etc.
2. Que a nadie que tenga la enfermedad del sueño, y se sepa, se le
permita vivir en el nuevo emplazamiento; que lleven a los enfermos a
un lugar río abajo y que, entre todos, se ocupen de proporcionarles
alimento y cuidados. Las islas no son apropiadas, ya que una buena
parte del año no resultan habitables.
3. Que se les obligue a enterrar a sus muertos a una distancia consi­
derable de las viviendas, y que lo hagan en tumbas que, como poco,
tengan una braza de profundidad; y no como ahora, en tumbas super­
ficiales y muy próximas a las casas.
4. Que se les anime a levantar casas más altas, con más aberturas
para que entre la luz del sol y el aire durante el día, y con los suelos
por encima del nivel del suelo exterior.
y Que se haga un gran esfuerzo por lograr que mejoren la situación
de sus letrinas.
6. Que se les exhorte a dejar de comer y beber todos juntos, com­
partiendo el plato y el vaso.
7. Que se estimule a los hombres a recuperar sus viejas costumbres
de la caza, la pesca, la herrería, etc., y a las mujeres del cuidado de
sus huertos y sus chozas; y que se les proteja, mientras así lo hacen
y para que conserven sus propiedades, de los soldados del Estado,
los trabajadores y cualquier otra persona que quiera interferir con
sus derechos.
8. No podrán hacer nada de lo anteriormente dicho a menos que el
método actual y obligatorio que el Estado utiliza para adquirir su tra­
bajo y sus alimentos se cambie por otro voluntario.
9. Que los jefes, o los actuales representantes de los jefes fallecidos
entre los que se dividió la tierra antes de la existencia del Estado (creo
Roger Casement

que en Lukolela se encontrarán unos tres), sean'reconocidos como


encargados de estos asuntos, y que se les pida que dediquen sus im­
puestos (restituidos) sobre los productos, etc., de sus tierras a la mejo­
ra de sus poblados y de su distrito, construyendo caminos, etc.
io. Nombrar centinelas para hacer cumplir todo lo anterior, o cual­
quier otra norma beneficiosa, en cualquiera de las aldeas, sería preten­
der arreglar la deplorable situación actual con un mal cien veces peor.
Todas estas sugerencias, corregidas para adecuarlas a cada zona,
pueden ser igualmente aplicables a los distritos del interior.
Para contestar a la lista de preguntas, diría:
1. La enfermedad del sueño es, por desgracia, muy bien conocida en
Lukolela. Resulta frecuente en el distrito ribereño y en los del inte­
rior. Aún no puedo afirmar que sea más frecuente en los distritos in­
teriores que en el ribereño: eso sólo podría precisarse residiendo allí
durante más tiempo del que hasta ahora yo he podido quedarme.
Calculo que en el distrito ribereño la mitad de las muertes son causa­
das por la enfermedad del sueño. Los casos no se presentan por tan­
das, como ocurre con la viruela y el sarampión; hay demasiadas per­
sonas que no se ven afectadas al mismo tiempo en el mismo lugar. Sin
embargo, poco a poco, acaba con familias enteras. Los nativos creen
que la enfermedad procede de las tierras que quedan río abajo; y ha
sido frecuente, aunque no tanto como ahora, desde que las personas
más ancianas que conozco tuvieron uso de razón. Antes de que se
fundara aquí nuestra misión, arrojaban al río a cualquier sospechoso
de sufrir la enfermedad; pero creo que en el interior no existen prue­
bas de que hicieran otra cosa distinta a lo que hoy hacen: cuidar con
cariño de sus enfermos, haciendo caso omiso de la posibilidad de con­
tagiarse ellos (los cuidadores) o sus amigos, y, como hacen en la ribe­
ra, enterrar a los muertos cerca de las casas y, en algunos casos, inclu­
so vivir sobre las tumbas.
2. Por lo que he observado (desde enero de 1891), la enfermedad es
endémica; en las aldeas de la ribera, la tasa de mortalidad fue aumen­
tando lentamente hasta 1894, cuando los habitantes se rindieron y pen­
saron que sus casas ya no resultaban seguras; parece que luego el ham-
La tragedia del Congo

bre, la mala alimentación, el miedo y la falta de vivienda hicieron incre­


mentar terriblemente la tasa de mortalidad por enfermedad del sueño
y otras causas; y esa tasa aún ha aumentado más todavía, sobre todo
durante los dos últimos años. Cuanto menor es el número de poblado­
res, más atrozmente crece, en proporción, el índice de muertos.
3. Podemos describir el distrito de Lukolela de la siguiente forma: la
orilla está llena de árboles, y en ella se abren camino los arroyos. Uno
serpentea hacia el interior durante una distancia considerable, en direc­
ción a un distrito que, por tierra, puede alcanzarse en no menos de tres
días. Junto a los arroyos hay más o menos tierras bajas. Las 6 millas que
quedan por debajo de la misión están a un nivel más bajo que las 8
millas que quedan por encima. El punto más elevado de nuestras tierras
queda a unos 19 metros por encima del nivel de crecida, y es posible
que, río arriba, aún se eleven otros 3 metros más. Las tierras a las que
sugiero que se trasladen estas gentes pueden estar a una media de entre
12 y 15 metros por encima del nivel de crecida. Esta elevación creada
por salientes va descendiendo hasta convertirse en bosques bajos y lla­
nuras que quedan inundados en las crecidas, aunque en marea baja sue­
len permanecer secos; por detrás de estos se elevan pequeñas mesetas,
separadas por valles bajos de tierras boscosas y pobladas de hierba. En
las charcas y arroyos de estas tierras bajas consiguen las gentes la ma­
yor parte del pescado; incluso cuando el cauce del río está en su nivel
medio, la mitad del tiempo que lleva viajar entre las distintas mesetas
donde se encuentran las aldeas y las granjas, transcurre vadeando, a
veces con el agua hasta la altura de pecho.
4. Una gran parte de la población se compone de esclavos, sobre
todo procedentes de los tributarios del distrito del Ecuador, algu­
nos de las tribus mobsi, likuba y likwala, de la orilla norte, otros de
Ngombi, por debajo de Irebu, y otros de lugares tan lejanos como el
distrito del lago Leopoldo n y más sitios. Todas las tribus representa­
das se ven afectadas por igual, y ni el esclavo ni el hombre libre pare­
cen recibir un trato preferente.
5. Para el observador común, los hombres, mujeres y niños parecen
igualmente afectados. No siempre resulta fácil diferenciar esta enfer-
Roger Casement

medad de otros males, porque suele pasar que provoque distintas


complicaciones, que se vuelven más peligrosas si está presente la
enfermedad del sueño. Cuando el miedo y los castigos consiguen aca­
bar con el prestigio y el brío de un hombre en la flor de la vida, éste
pierde el interés en su hogar y se niega a comer y a beber; el contagia­
do con la enfermedad del sueño hace lo mismo. En el caso de las
mujeres, siempre se presenta una amenorrea; tratándola, a veces se
ha conseguido la mejoría de la paciente durante un tiempo pero, en
todos los casos de este tipo que hemos visto, se ha producido una
recaída; por eso resulta difícil saber si la paciente ha muerto por una
cosa o por la otra.
6. Los que están bien alimentados no caen ante este azote tan rápida­
mente como los mal nutridos. A nosotros nos parece que, en general, la
enfermedad no avanza tan rápidamente entre aquellos que cuidan su
alimentación y sus hábitos, pero ataca incluso a los más escrupulosa­
mente atentos a estos detalles.
Tienen una costumbre muy mala: a veces pasan días enteros sin
comer, aunque tengan a mano mandioca, plátanos u otros productos
de la tierra, simplemente porque no tienen ni carne ni pescado para
acompañarlos. En ocasiones se aprietan el cinturón con la comida
para conservar sus barras de latón con el fin de conseguir algún ar­
tículo codiciado por ellos. Ahora los nativos ya no cuidan tanto la
preparación de los alimentos y lo hacen más apresuradamente. La
mandioca la comen tan cruda como pueden. La mayor parte de la que
cultivan es amarga, porque es la que mayores cosechas permite. Los
plátanos suelen comerlos asados, hervidos y machacados hasta hacer
con ellos un pastel. También les gustan mucho los frutos de la palme­
ra, y su aceite forma parte de casi todos sus alimentos cocinados.
Utilizan, sobre todo en ausencia del pescado o de la carne, las hojas
de la mandioca, que machacan y hierven. Sin embargo, después casi
siempre les duelen la cabeza y el estómago, aunque se les pasa en unos
días si les funciona el intestino. Les gusta la comida bien sazonada con
pimienta y, por regla general, rio desprecian ni la carne ni el pescado
aunque estén podridos. Su pescado seco, del que comen grandes can-
tidades, no siempre está libre de gusanos. La carne del elefante parece
producirles diarrea; lo mismo ocurre con los murciélagos de la fruta;
la carne del hipopótamo suele provocarles un ligero estreñimiento.
Me temo que se contagian entre ellos al preparar la comida. Acos­
tumbran comer y beber juntos, de los mismos recipientes. Meten las
manos en los alimentos preparados, mientras se sientan alrededor
de la cacerola, y no puedo decir que se preocupen por el estado de
sus manos en ese momento. Las prendas suelen ser escasas, excepto
como decoración; de ahí que cuanto más frío sea el clima, menos ropa
usan, y cuanto más brilla y calienta el sol, más se tapan. Lavarse no es
un ejercicio muy común entre los nativos. En general, les gusta man­
tener los dientes limpios, y se los lavan todos los días, después de
cada comida. Les agrada untarse el cuerpo con aceite y polvos rojos
que sacan de la corteza de un árbol. El cabello lo dejan sin arreglarlo,
o arreglado de la misma forma, durante varias semanas, sin lavárselo.
Duermen casi siempre sobre construcciones elevadas hechas con
palos, a una distancia del suelo de entre quince centímetros a un
metro. Me temo que mientras duermen no usan gran cosa para tapar­
se, ya que las mantas las utilizan durante el día y las consideran sus
mejores galas. Muchos, sobre todo los que residen en un sitio de ma­
nera temporal, duermen en el suelo sobre una estera, nada más. Las
niguas, las chinches, los mosquitos y otros bichos abundan en sus
casas de la orilla, pero en el interior no hay tantas niguas y los mos­
quitos son muy raros. Las gentes del interior cuidan mucho sus fuen­
tes de agua, pero en la ribera usan casi siempre el agua del río, que es
de un color marrón oscuro. A veces la cogen en los arroyos, pero es
muy impura porque abunda en vegetación descompuesta y arcilla; o
en los manantiales, tal y como brota, pero sólo son salidas a la super­
ficie del subsuelo arcilloso. No arrojan muy lejos la basura de sus
chozas y los restos de sus comidas, a veces incluso lo dejan todo junto
a una de las paredes de la choza. De día, se alivian en el lugar resguar­
dado más próximo, sin preocuparse por otras cosas; y esos lugares,
teniendo en cuenta su actual situación de inseguridad, se encuentran
muy cerca. De noche, no son tan exigentes y hasta se alivian a la vista
Roger Casement

y en los caminos que luego todos pisan. Según la creencia general, la


enfermedad se transmite por las secreciones y, sin embargo, por muy
raro que parezca, los nativos casi no toman precauciones.
7. Todos los casos que hemos visto han acabado siempre siendo
mortales. A veces nos parecía que conseguíamos algo usando yoduro
potásico y aceite de hígado de bacalao, pero si les hizo algún bien, fue
sólo de forma temporal. Según lo que hemos observado creemos que,
desde la aparición de los primeros síntomas —que parecen ser menta­
les—, los casos mejor cuidados duran entre uno y tres años. En otros,
cuando pronto se rechaza el alimento y no se reciben los cuidados
adecuados, pueden morir en cuestión de pocos meses, o incluso sema­
nas, a partir de los primeros indicios. Los primeros síntomas parecen
ser los mentales: a veces falla el equilibrio mental, y luego viene el
indicio físico del dolor en la parte inferior de la espalda. Suelen pensar
que son almorranas y aplican los remedios habituales para dicho mal.
Después el dolor se extiende a toda la espalda y luego a la cabeza,
sobre todo a la nuca, y el paciente se ve sorprendido por el sueño en
los momentos más inoportunos. A menudo, los ojos se salen de las
órbitas, el rostro asume una expresión demacrada, y la anemia pro­
yecta su lividez en todo el cuerpo. La inteligencia disminuye rápida­
mente y el paciente suele morir echando espuma por la boca. Si no
se le entierra enseguida, los gusanos hacen su aparición de inmedia­
to. Cuando los nativos comienzan a llenarle los orificios nasales al
paciente con toda clase de remedios para librarlo del “desconcierto
de los ojos” (frase que usan para describir a una persona que se vuel­
ve loca), es muy probable que el paciente se desquicie violentamen­
te, y luego tenga que ser reducido a la fuerza con el cepo o de alguna
otra forma.
Sin duda, el aislamiento es la primera medida que se debe tomar,
pero lo difícil es decidir cuándo comenzar a aplicarla y, una vez logra­
do, es aún más difícil mantenerla. No podemos dejar a los pacientes
solos hasta que mueran; necesitan comida, cuidados (porque en las
fases finales quedan incapacitados) y que se los entierre. Y casi todos
los que se han dedicado a esto, han acabado por sucumbir. Sin embar-
La tragedia del Congo

go, conseguir que una persona se ocupe del pariente de otra es casi
imposible por convencimiento moral.
Antes olvidé añadir que el experimento de las casas mejoradas, como
las que construyeron los jóvenes y los trabajadores en la aldea que está
junto a la misión (con cañas y adobe, y unos tejados más altos y resis­
tentes) no ha supuesto beneficio alguno. Muy pocas de ellas durarán
más de uno o dos años. Sus ocupantes muestran síntomas que no pre­
sagian nada bueno. Cuando los que en ellas habitan mueran, tendremos
que quemarlas.
Le ruego disculpe que lo haya entretenido tanto tiempo, y sin más
se despide, etc.

John Whitehead

(B)

EL REVERENDO J. WHITEHEAD AL GOBERNADOR GENERAL


DEL ES TADO DEL CONGO
Compañía Misionera Baptista, Lukolela, Alto Congo
7 de septiembre de 1903

Estimado señor:

He visitado hace poco, en compañía de mi esposa, el distrito interior


de Lukolela, y allí me han contado tales cosas, y he visto con mis pro­
pios ojos semejantes pruebas de lo que a mí me parecen actos ilegales
y crueles, que la indignación y la aversión se han apoderado de mí.
He asumido la responsabilidad del deber humanitario —en eso con­
siste la llamada del Señor— que supone complementar la carta que le
envié sobre la enfermedad del sueño y la decadencia general de estas
gentes, y confirmar algunas de mis afirmaciones presentando hechos
de los que tengo conocimiento. Es posible que algunas de mis decla­
raciones no tengan una base muy segura, pero estoy convencido de la
verdad de todo lo que presento a su consideración.
El 16 de agosto de 1902, llamé la atención del comisario general de
Leopoldville sobre un asesinato que había cometido un soldado, al
dispararles a dos hombres que estaban encadenados. Un telegrafista,
el Sr. Gadot (el Sr. De Becker era el Chef de Poste residente en la esta­
ción de la parte alta) los había enviado, junto a un joven que caminaba
sin cadenas, a buscar agua a una charca situada a dos kilómetros del
puesto de la parte baja de Lukolela. Un soldado azotó al joven con un
chicote que encontró de camino, en una casa; el joven huyó y el sol­
dado mató a los dos hombres que quedaban. Mi carta se la llevó río
abajo un vapor que pasó por aquí al cabo de una semana. Los hom­
bres que estaban al cargo de los puestos no hicieron nada, hasta que,
en carta del 15 de septiembre de 1902, el jefe del puesto me pidió que
enviase a mis testigos. Esos testigos podrían haber estado disponibles
el mismo día de los hechos si los funcionarios hubiesen cumplido con
su deber. Subí con tantos testigos como pude reunir y les tomaron
declaración. No volvimos a saber nada más del asunto hasta el 24 de
abril de este año, cuando recibí una nota del agente estatal de aquí, en
la que me preguntaba por ciertas personas destinadas a nuestra esta­
ción y cuyos nombres me daba. No mencionaba el motivo por el que
se las requería en Leopoldville, pero yo lo imaginé. Sólo pude enviar a
una de ellas, porque otra había regresado a su casa y la otra estaba a
punto de morir. El hombre que residía en la aldea, que era uno de los
testigos que yo había presentado antes, fue enviado al puesto del
Estado y detenido, y no se le permitió regresar para preparar [síc] su
viaje al Pool. Mi aprendiz y este hombre bajaron hasta el Pool para
dar testimonio en relación con aquel asesinato. De camino, el capitán
del vapor les ordenó bajarse para cortar y transportar lá leña. Natu­
ralmente, ellos pusieron reparos pero, para mantener la paz, trabaja­
ron un poco. Cuando se desencadenó un fuerte aguacero, se les negó
el refugio del vapor, y pasaron la noche sentados en la orilla, los dos
bajo un frágil paraguas. Cuando llegaron al Pool, nadie parecía saber
para qué estaban allí: los enviaron de la Ceca a la Meca, y entonces
parece que descubrieron algún motivo para interrogarlos. El soldado
implicado estaba con ellos como si no fuese a haber juicio, como si no
La tragedia del Congo

hubiera hecho nada malo. De no ser por los amables favores de una
misión hermana, esos dos testigos lo habrían pasado realmente mal
durante las seis semanas que se vieron atrapados en Leopoldville;
prácticamente no tenían cobijo ni alimento, y lo cierto es que pasaron
bastante hambre. Al final, regresaron en el vapor de nuestra misión.
Parece que los únicos que sufrimos en relación con este asunto fuimos
yo —al perder a mi aprendiz durante seis semanas—, él, porque per­
dió sus ingresos de seis semanas, y el hombre de la aldea, que lo pasó
mal y también salió perdiendo; puede que a ojos de los funcionarios
del Estado las pérdidas no sean gran cosa, pero para ellos sí lo son. Y
resulta que yo soy el culpable de todos sus sufrimientos, porque si no
hubiese llamado la atención del comisario hacia el asesinato, no se
habrían necesitado testigos, ¿quién más iba a hablar de eso? Teniendo
en cuenta la forma en la que se ha llevado este asunto, y en la que se
ha tratado a los testigos que yo presenté, dudo en sacar más casos a la
luz. El trato recibido por los testigos no hace más que reforzar la falta
de confianza en el Estado que, por aquí, es algo muy común. Por lo
tanto, solicito que se dé un trato justo a los testigos y a aquellos que
saquen a la luz los desmanes.
El 6 de marzo de 1903, informé al agente del Estado, el Sr. Lecomte,
que en Mibenga había visto a un jefe —llamado Mopali— de Ngelo,
al que se habían llevado del puesto de Lukolela, donde había estado
encarcelado para empujar a su poblado a producir más caucho. Tenía
en la cabeza una herida que parecía haber sido provocada por algún
instrumento de hierro, los labios estaban hinchados y las piernas he­
ridas, como si se las hubieran golpeado con palos. Tanto él como el
hombre que lo llevaba afirmaron que las heridas se las habían hecho
mientras estaba encadenado y le obligaban a transportar leña. El Sr.
Lecomte contestó que él había visto al hombre antes de que se fuera,
y que se encontraba bien; luego me preguntó si tenía testigos. Le dije
que me lo habían contado el propio herido y su portador. Afirmó
que le gustaría localizar a los culpables. No se volvió a oír nada más
del asunto, así que puse los hechos en conocimiento del Directeur-
Général de Leopoldville, por carta fechada el 10 de julio. Pero, hasta
la fecha, no he sabido que se haya hecho algo al respecto, excepto la
repetición de un caso similar.
Me hallaba en la aldea de Mopali el 18 de agosto y fui a preguntar
cómo se encontraba el pobre hombre. Algunos dijeron que estaba
muerto, pero la mayoría afirmaron que su mujer se lo había llevado, a
petición propia, para sacarlo de en medio y que nadie lo encontrase.
Tenía miedo de que el Estado lo encadenase otra vez. Ellos me con­
taron que lo habían maltratado aún peor que cuando yo lo había
visto. Afirmaron que le habían cortado los pies, así que no contaba
con poder volver a andar, y los últimos en verlo decían que se movía
arrastrándose sobre las nalgas. Les pregunté si Mopali les había con­
tado dónde había recibido las heridas, si no había sido después de
abandonar la presencia del hombre blanco. A coro me respondieron:
«No, recibió esas heridas mientras estaba encadenado». También me
contaron que, al principio, tenían que entregar cinco cestas de caucho,
que para obligarlos a entregar diez habían encadenado a Mopali, y
que ahora les exigían dos cestas más.
También me enteré de que el joven que había huido del soldado,
cuando se produjo el asesinato de los dos prisioneros encadenados,
estaba muerto. Pregunté cómo había sido encarcelado en el puesto;
me explicaron que se lo habían llevado para liberar a su amo de las
cadenas que le habían puesto al cuello para sacarle más caucho a su
poblado y que, desde entonces, tanto el joven como su amo habían
muerto. Me relataron estas cosas y me preguntaron si eran justas. A
un jesuita insensibilizado le resultaría difícil decir que sí. Yo sólo pude
ruborizarme de vergüenza y decir que eran injustas.
El 17 de agosto, en Mibenga, el jefe, Lisanginya, en presencia de ter­
ceros, declaró que habían llevado el impuesto habitual de ocho cestas
de caucho, que después lo habían llamado a él (creo que fue el 8 de
junio cuando pasó por nuestra estación camino de allí), y que el hom­
bre blanco (el Sr Lecomte; el Sr. Gadot también estaba presente) dijo
que las cestas eran pocas y debían llevarle tres más. Le pusieron la
cadena al cuello y, mientras los soldados lo golpeaban con palos, tuvo
que cortar leña, transportar cosas pesadas y arrastrar troncos en
La tragedia del Congo

común con otros. Tres mañanas se vio obligado a coger el receptáculo


de la letrina del hombre blanco y vaciarlo en el río. Al tercer día (pro­
voca náuseas sólo contarlo), un soldado llamado Lisasi le obligó a
beber de él. Un joven llamado Masaka estuvo en la misma cadena en
el mismo período de tiempo, y dice que lo presenció todo. Cuando
entregaron las tres cestas adicionales, lo dejaron en libertad. Después
de regresar, pasó enfermo varios días. En mi carta del 28 de julio hice
referencia a este asunto, pero me pareció demasiado horrible para
escribirlo a fondo sin haber oído la historia completa de labios de su
protagonista. Me sonrojo una y otra vez según escucho la mala fama
del Estado en todos aquellos lugares a los que voy, porque ahora, en
el puesto, cada vez que encadenan a alguien, le obligan a beber las
defecaciones del hombre blanco.
Al atardecer del 21 de agosto, cuando regresábamos a Mibenga
desde Bokoko, una población situada más al interior, la Sra. White-
head y yo vimos a Mpombo de Bobanga, aldea mbongi del interior.
Se hallaba en un estado espantoso. Declaró que había llevado diez
cestas de caucho al puesto, y que querían una más, así que lo encade­
naron para conseguirla. Dijo que Mazamba, que estaba encargado de
él, lo había tratado muy mal. Acabó tan débil que tuvo que detenerse
en Libongo (un poblado que quedaba de camino) durante trece días
para recuperarse. No imagino en qué estado se hallaría cuando allí
llegó, tan mal estaba cuando yo lo vi en Mibenga. Parecía tener rota
la muñeca izquierda (se la rompió un tronco de madera, demasiado
pesado para él, que se le resbaló desde el hombro), tenía muy ma­
gullado un dedo de la mano derecha y le dolía mucho (dijo que se
lo habían hecho con un palo con el que le habían pegado), tenía la
espalda llena de golpes, el hombro izquierdo, además de los golpes,
había recibido cortes hechos con un cuchillo, la rodilla y el pie
izquierdos se le habían hinchado de la paliza y, en general, se hallaba
muy trastornado.
Después me encontré con Mabungikindo, un jefe de Bokoko,
importante población del interior, que también regresaba de la cadena
en la que lo habían retenido para conseguir tres cestas más de caucho.
Roger Casement

Tengo entendido que les han doblado el impuesto de caucho este año,
y las tres cestas más que pedían eran después del aumento. ¡Pobre
hombre! ¡Qué delgado estaba ahora aquél que tan fornido había sido!
Llevaba la medalla que lo reconocía como jefe investido por el estado.
La cogió en sus manos y me pidió que la mirara. Me encogí de ver­
güenza. Me preguntó si hacíamos esas cosas en nuestro país. Le con­
testé que no. Y él dijo: «Así es como nos trata el Estado. Nos pide
cosas y, cuando se las llevamos, nos encadena y nos pega». ¿Esto es
bueno? ¿Le extraña, señor, que los nativos odien al Estado y que su
mala fama resulte casi imposible de limpiar en esta zona? Una y otra
vez viví la dolorosa experiencia de encontrarme con hombres que
regresaban de prisión a causa del caucho. En Lukolela, a través de sus
agentes, el Estado está empujando a la desesperación y a la rebelión
a estas gentes indisciplinadas. Existe un rumor, que se ha difundido
desde el puesto del Estado, según el que se acercan soldados desde
Yumbi para luchar contra las gentes del interior, por las noticias que
llegan desde Bolebe y Bonginda. Si vamos a tener otra guerra, será la
que esta clase de trato ha engendrado.
Permita que abuse de su paciencia contándole otra historia de injusti­
cia que ninguno de estos bárbaros sería capaz de igualar siquiera. El 14
de agosto, a los jefes de Mibenga les costó mucho que los jóvenes entre­
garan el impuesto, que consistía en pan de mandioca por valor de 500
mitakos. Esto se debía a que un joven llamado Litambala se había es­
capado del puesto. Los porteadores generalmente regresaban al día si­
guiente, pero hasta la mañana del domingo día 16, no llegaron de vuelta
y resultó que uno de ellos, Mpia, había sido encadenado en lugar de
Litambala. Manejar así lo que ellos llaman mercado, a los nativos les
parece pura traición (y no sin razón). ¿Por qué habían detenido a
Litambala? Lo explicaré. Hace tiempo, un joven llamado Yamboisele
vivía junto al río, aunque era nativo de Mibenga; enfermó de viruela y
yo lo cuidé durante todo el proceso, que fue terrible. Cuando se recu­
peró, hacía trabajillos por la estación pero, por desgracia, empezó a ser
poco honrado. Cuando lo descubrimos, lo despedimos. Yo imaginé que
regresaría a su casa, pero se puso a trabajar para el Estado. Al cabo de
La tragedia del Congo

un tiempo se escapó y, aunque se había apuntado al trabajo sin el co­


nocimiento de su tribu, enviaron a buscar a su jefe, Lisanginya, y lo
encadenaron en calidad de rehén para que reemplazara a Yamboisele.
Después de un rato, aquel mismo día, y luego de prometer que enviaría
a alguien, lo liberaron, y envió a un joven llamado Bondumbu. Poco
después Yamboisele apareció en Mibenga, lo llevaron al puesto y pidie­
ron la liberación de Bondumbu. Se negaron a soltar a Bondumbu y
también se quedaron con Yamboisele. Al poco, según dice el informe,
enviaron a Yamboisele con 2.000 mitakos y 10 damajuanas para agua al
puesto inferior, situado a cierta distancia río abajo, y se escapó con todo
al lado francés. Cuando los porteadores llegaron de Mibenga el sábado
(16 de mayo) encadenaron a Moboma, y los soldados le pegaron. Yo vi
las marcas de los golpes. Los demás jóvenes les pidieron que no lo
detuvieran, porque no era del mismo jefe; entonces lo soltaron y detu­
vieron a Manzinda. A la semana siguiente lo liberaron y encadenaron a
Mola, que también había ido como porteador.
Después de dos semanas, el hombre blanco (los nativos dicen que
era el Sr. Gadot) envió a Mango (un nativo del poblado de Lukolela,
que entonces no era empleado del Estado) para que detuviese a un
hombre y lo llevara a trabajar en lugar de Mola. En ese momento
Lisanginya, el jefe, no estaba, pero el hombre detuvo a Litambala y se
lo llevó al Estado; a Mola lo dejaron en libertad. Litambala siguió tra­
bajando hasta que le mandaron hacer algo para lo que él no se consi­
deró lo bastante fuerte, y se escapó. Después, la semana que siguió al
encadenamiento de Mpia, costó muchísimo conseguir porteadores
para que entregasen el pan de mandioca, y en la aldea se recriminaban
los unos a los otros... tanto que Mombai, un hombre capaz y diligen­
te, se acercó al puesto y se entregó a cambio de Mpia. Pero desde
entonces, nada se ha sabido de Yamboisele.
Últimamente se me han presentado varios casos sobre el tipo de
esclavitud que emplean en el puesto. Se trata, más o menos, de lo
siguiente: por algún motivo (a veces relacionado con él y otras no) un
hombre empieza a trabajar en el puesto; completa su período de ser­
vicio, y le dicen que no podrá cobrar si no se reengancha otro período
Roger Casement

o trae a otro que ocupe su lugar. Conozco a algunos que lian dejado
sus ganancias en manos del Chef de Poste para no tener que volver a
empezar. Esa forma de coacción es contraria a toda ley civilizada,
puede recibir justamente el nombre de esclavitud y resulta totalmente
ilegal. Cito un caso reciente. El 26 de agosto vi en Mibenga a Ngo-
dele, un chaval del puesto del Estado, y pregunté por qué no estaba
trabajando. Me contestaron que su período de servicio había termina­
do y que el hombre blanco lo había enviado para decir que, cuando
mandaran a otro que ocupara su lugar, le entregarían su paga. Me
contaron que a Ngodele lo había obligado a ir su jefe, porque el jefe
del puesto había pedido a alguien que ocupara el lugar de otro, llama­
do Mokwala y muerto en el puesto.
Hago un llamamiento ante usted, señor, para que dejen de perpe­
trarse esta clase de actos contra sus súbditos, y no se difame más el
nombre del Estado.
Le ruego... etcétera...

John Whitehead

III

DECLARACIONES RELACIONADAS CON LAS CONDICIONES DE LOS NATI­


VOS EN EL LAGO MANTUMBA DURANTE EL PERÍODO DE LAS GUERRAS
DEL CAUCHO, QUE COMENZARON EN 1893

Los disturbios provocados por el intento de recaudar un impuesto en


caucho en este distrito, impuesto que desde entonces se ha interrum­
pido, parecen haber durado hasta 1900.
Durante las guerras, el número de habitantes disminuyó, según mis
cálculos, en un sesenta por cien, y los que quedaron empiezan a regre­
sar ahora, en muchos casos, a sus poblados destruidos o abando­
nados. El Sr. Clark, misionero residente en Ikoko, vivió en el lago
Mantumba durante todo este período, y la carta que me envió trata de
algunos de los muchos casos que presenció en aquella época.
La tragedia del Congo

Su mujer y él se encargan de una gran escuela en Ikoko, sobre todo


para niñas y mujeres. A muchas de ellas las dejaron allí, en calidad de
huérfanas, los funcionarios locales del Gobierno, en distintos momen­
tos. Al preguntar a algunas de aquellas mujeres cómo acabaron sien­
do huérfanas y entregadas a la misión, me enteré de que, en muchos
casos, habían sido capturadas durante las frecuentes “guerras” que el
Gobierno declaraba a los nativos del lago, porque sus padres habían
muerto en el curso de dichas operaciones militares. Las declaraciones
—que se adjuntan— de las cinco mujeres fueron realizadas en mi pre­
sencia, cuidadosamente traducidas al inglés y repetidas luego en len­
gua ntomba, para después certificar que reflejaban todo lo que ellas
habían dicho. Cada una de estas mujeres o niñas firmó el original con
su nombre, porque todas ellas habían aprendido a leer y escribir en su
lengua desde su llegada a la misión.
Durante el tiempo que permanecí en el lago Mantumba, presencié
muchas declaraciones de este tipo y algunas, realizadas por hombres
nativos, no eran para ser repetidas. Las cinco declaraciones anexas las
realizaron mujeres de vidas y formas de ser intachables que querían
contarme cómo se habían deshecho sus hogares y ellas acabado vi­
viendo en la misión. Las declaraciones se transcribieron tal y como
me las fue traduciendo su profesora, palabra por palabra. Las acepto,
en general, como verdaderas.

DEL REV. J. CLARK AL SR. CASEMENT


Estación de Ikoko, lago Mantumba, Alto Congo
j de agosto de 1903

Llegué al Congo a principios del año de 1880 y nunca he dejado de rea­


lizar mi trabajo de misionero en este país, a excepción de tres breves
períodos de descanso en Inglaterra y América. En 1893 llegué al Alto
Congo y allí permanecí hasta 1901. Durante este período, el Estado del
Congo empezó a poner en práctica el sistema de obligar a los nativos a
recoger caucho y de insistir en que los habitantes de un distrito no
podían salir del mismo para vender sus productos a los comerciantes.
Roger Casement

Por entonces, la población del país no era muy abundante, pero había
muchas aldeas llenas de actividad, llenas de niños con aspecto saludable
y ganas de jugar. Tenían buenas chozas, grandes plantaciones de pláta­
nos y mandioca y, por lo visto, eran ricos, pues sus mujeres se adorna­
ban con tobilleras, brazaletes, collares y otros ornamentos.
La siguiente es una lista de poblaciones o aldeas que yo conocía
bien. Anoto lo que yo creo que era su población en 1893 y la que es
ahora. Estas cifras han sido calculadas con mucho cuidado y atención:

18931903 NOTAS
Botunu 300 80
Bosende 600
Ngombe 300 40 No están en la vieja aldea, sino cerca.
Irebu 3.000 60 Ahora es un campamento estatal con
cientos de soldados y mujeres.
Bokaka 300 30
Lobwaka 200 30
Boboko 300 33
Mwenge 130 30
Boongo 230 50
Iluta 300 60
Ikenze 320 20
Ngero 2.300 300 En varios grupos pequeños de chozas.
Mwebe 700 73
Ikoko 2.300 800 Incluidos los campamentos de pesca.

Esta lista puede extenderse hasta doblar el número de aldeas, y en


todas se ha producido una gran disminución de su población. En gran
parte se debe a las medidas extremas a las que recurren los represen­
tantes del Estado, y a la libertad de la que disfrutan los soldados para
hacer lo que les viene en gana. Hay más gente en los distritos próxi­
mos a las aldeas mencionadas, pero están escondidos en la selva como
animales a los que persigue el cazador, con sólo unas pocas ramas api­
ñadas como cobijo, porque no confían en que la tranquilidad de ahora
La tragedia del Congo

continúe, y no se atreven a construir casas o preparar buenas huertas.


En todas las aldeas mencionadas existen muy pocas chozas buenas, y
cuando les insisto para que levanten casas mejores por el bien de su
salud, me contestan que no ganarían nada construyendo casas buenas
o preparando huertas más grandes, porque sólo conseguirían que el
Estado se fijase más en ellos y les exigiera impuestos aún más desor­
bitados. Existen varias causas que explican la disminución:
1. Irebu se quedó desierta debido a las exigencias de caucho realiza­
das por el Sr. Fievez. Lo mismo ocurrió en algunos otros casos. Los
nativos se pasaron al territorio francés.
2. La guerra, en la que murieron hombres, mujeres y niños. Las
mujeres y los niños solían morir víctimas de las balas perdidas, aun­
que no siempre, porque también los tomaban prisioneros y luego los
mataban. Yo he visto sus cuerpos y he conocido las circunstancias de
sus muertes y, triste es decirlo, aquellos actos espantosos no siempre
habían sido cosa de algún soldado negro. Presenté pruebas ante el Sr.
Wahis, el gobernador general (en 1896) contra un funcionario que
mató a una mujer y a un hombre, empleado de la misión, mientras
estaban ante él en calidad de prisioneros, con las manos atadas, y el
acusado no hizo ni el más mínimo intento por negar la verdad de mi
declaración. A los asesinados en la llamada “guerra” deben añadirse
todos aquellos —muchos— que murieron mientras eran prisioneros
de guerra. A otros se los llevaron a campos muy lejanos y ya nunca
volvieron. A los jóvenes los enviaban, principalmente, a las misiones
católico-romanas y allí, como en Kwamouth y Liranga, la tasa de
mortalidad era muy elevada. Pongo por ejemplo: se enviaron diez
niños desde un vapor del Estado a una misión, y a pesar del entorno
estable, al cabo de un mes sólo quedaban tres con vida. Los otros
habían muerto de disentería y problemas intestinales que habían con­
traído durante el viaje. Dos más lucharon por sobrevivir durante
quince meses, pero nunca recuperaron fuerzas y acabaron por morir.
En menos de dos años, sólo uno de ellos seguía vivo.
3. Otra de las causas de la disminución es que los nativos están muy
debilitados debido al suministro irregular e insuficiente de alimentos.
Roger Casement

Ya no resisten a las enfermedades como antes. A pesar de que les ase­


guramos que las cosas ya no volverán a ser lo que fueron, el nativo se
niega a construir casas en condiciones, a preparar grandes huertos y
a sacar el máximo partido a su nuevo entorno. No tiene ambiciones
porque no tiene esperanza y, cuando llega la enfermedad, parece que
le da igual.
4. El bajo porcentaje de nacimientos reduce el número de habitan­
tes. Una de las causas que lo explican es la debilidad física. Otra es
que las mujeres se niegan a tener hijos y utilizan métodos para librar­
se de la maternidad. El motivo que aducen para esto es que, si llega la
“guerra”, una mujer embarazada, o con un bebé recién nacido, no
puede huir con rapidez y esconderse de los soldados. Sin duda, se res­
taurará su confianza, pero el proceso será lento.
Existen dos cuestiones relacionadas con la “guerra” (como ellos la
llaman) que deseo aclarar:
1. La causa.
2. La forma en que se condujo. 1

1. Los nativos nunca habían obedecido a otros hombres que no fue­


ran sus propios jefes. Cuando Leopoldo ir se convirtió en su rey, ellos
no se enteraron, y no tuvieron ni voz ni voto al respecto. Se les exi­
gían cosas, y ellos no entendían por qué debían obedecer a aquellos
desconocidos. Algunas de las demandas no resultaban excesivas, pero
otras eran simplemente imposibles. A las gentes de Lusakani y al gru­
po de aldeas de Irebu se les pedían grandes cantidades de caucho. A
mano no disponían de mucho, y resultaba muy peligroso ser un ex­
traño en las partes de la selva no conocidas. Las gentes de Irebu ofre­
cieron pagar un tributo mensual de cabras, aves de corral, etc., pero
el Sr. Fievez quería caucho, así que se marcharon. Los de Lusakani
tuvieron que soportar el azote de la guerra con frecuencia y muchos
murieron. Ahora proporcionan lo que probablemente habrían entre­
gado sin perder ni una sola persona: kzvanga, carnes frescas, material
para techar y esteras. El cauchó se les exigió a otros y estalló la guerra.
Estos ahora entregan pescado y aves de corral al Estado.
Otro foco de guerra se hallaba en las acciones de los soldados nati­
vos. En general, sus declaraciones contra los demás nativos se acepta­
ban como verdades que no necesitaban confirmación. Por ejemplo: una
mañana se recibió la noticia de que los soldados del Estado habían dis­
parado contra varias personas cerca del canal que conecta el lago Man-
tumba con el río Congo, cuyos cauces se unen junto al campamento
estatal de Irebu. Además, se habían apoderado de varias canoas llenas
de mandioca, y los amigos de los muertos y propietarios de dos de las
canoas me pidieron que hablara en su nombre con el Sr. Sarrazyn, para
que se les devolvieran las canoas y el alimento, y para que se les permi­
tiera llevarse los cuerpos de los muertos y enterrarlos. Los acompañé,
pero Sarrazyn me rechazó de inmediato, y me dijo que, en calidad de
misionero, no tenía nada que ver con las gestiones del Estado, y que
debía regresar a mi misión y ocuparme de mis asuntos. Intenté hacerle
cambiar de opinión, pero se negó porque, según él, les habían disparado
cuando intentaban desertar del Estado y pasar a territorio francés. Lo
cierto es que el jefe muerto regresaba de entregar un mensaje del Sr.
Sarrazyn a una de las aldeas del lago, y lo mataron al este del campa­
mento y de su casa, mientras que “Francia” quedaba al oeste. Acom­
pañado de otros dos misioneros, me dirigí al lugar donde los habían
matado. Los soldados dijeron que les habían mandado detener, a lo que
se negaron, y que les dispararon porque se alejaban remando. Descu­
brimos que habían bajado a tierra porque los soldados los habían llama­
do y que, después, los ataron de pies y manos y les dispararon. Una
mujer se había resistido al primer disparo y había roto las tiras de enre­
dadera con las que le habían atado los pies y, a pesar de estar herida,
había intentado escapar. Una segunda bala la hizo caer, pero se volvió a
levantar y corrió unos pasos, hasta que la tercera bala la mató. A todos
les habían cortado las manos, es decir, la mano derecha de cada uno,
como prueba de la sinceridad de los soldados. El Sr. Sarrazyn mató a dos
de los soldados, pero no al jefe del grupo, a pesar de que él había sido el
culpable de todo y quien le había presentado el informe falso.
Volví a estar presente cuando llegó un jefe para quejarse de que cier­
tos soldados se habían llevado a sus mujeres y habían robado, de
Roger Casement

entre sus pertenencias, todo aquello que les apeteció. No se quejaba


del “impuesto” que los soldados habían ido a conseguir, pero habló
de la crueldad y la opresión que los soldados ejercían en su propio
beneficio. El oficial blanco lo echó a patadas del porche diciendo que
contaba muchas mentiras. El jefe se giró con la ira reflejándose en su
rostro, se quedó de pie en silencio mirando al blanco, y luego se mar­
chó indignado. Dos días más tarde llegó un informe que decía que, en
la aldea de aquel jefe, habían matado a todos los soldados, a sus muje­
res y a todos sus seguidores. Poco después, el oficial blanco que se
había negado a solucionar el asunto, junto con otro oficial belga, y
cierto número de sus soldados murieron también en una expedición
organizada con el fin de castigar a aquel jefe y a sus gentes por haber
matado a los primeros soldados.
Cuando se les dejó de exigir que entregasen caucho, en algunos
sitios se les empezó a pedir mano de obra. Una gran proporción de las
mujeres de esta aldea tenía que cruzar el lago hasta Bikoro, todas las
semanas, para trabajar allí durante dos días. Regresaban aquí al tercer
día. Casi todas las semanas se producían quejas porque la mujer de
alguien había sido retenida por un soldado, y cuando yo sugería que
el marido fuese a informar del asunto al hombre blanco, siempre con­
testaban: «No nos atrevemos». No temían tanto al hombre blanco
como a los soldados negros. En varias ocasiones los poblados fueron
castigados por no cumplir con su “impuesto” en mano de obra. 2

2. La forma en la que se condujo esta guerra resulta inaceptable para


cualquiera que tenga mentalidad europea. Los nativos atacaron Bi­
koro e Irebu, pero sólo después de que se realizaran numerosas expe­
diciones contra ellos, y se provocara a toda la población contra el
hombre blanco. En el 99% de las “guerras” de este distrito, la causa
fue el simple incumplimiento, por parte de los nativos, a la hora de
proporcionar productos, manos de obra u hombres, según lo deman­
dase el Estado. La lucha con Lokolo Longania fue larga porque se
resistió, durante mucho tiempo, a la autoridad del Estado; pero al
principio era un hombre tranquilo que intentaba complacer al Estado,
La tragedia del Congo

y que sólo dio comienzo a su carrera de luchador después de ha­


ber estado ayudando al Sr. Fievez. Cuando el Sr. Fievez marchó a
Coquilhatville, Lokolo regresó y empezó a exigir cosas y a pelearse
con la gente tal y como había hecho cuando era uno de los jefes del Sr.
Fievez.
Cuando informé de esto al Sr. Fievez, se enfadó y dijo que el jefe era
un bandido y que sería castigado. Lo encadenaron por numerosos
delitos y, un tiempo después de ser liberado, se produjo una lucha en
el extremo sur del lago (en la que murieron los dos hombres blancos),
y él se unió a otros nativos en un intento ineficaz de expulsar al hom­
bre blanco.
En la mayoría de las luchas que se producían, los nativos sólo que­
rían defenderse, a ellos y a sus hogares, de los ataques de los soldados
negros enviados a “castigarlos por no haber cumplido con su deber
para con el Estado”; y si el motivo para la guerra era pobre, el modo
en que se gestionaba bastaba para provocar la revuelta.
Informé al Sr. Wahis (1896), que entonces era gobernador general,
que a estos soldados se los solía enviar a declararle la guerra a una
aldea sin que los acompañase ningún oficial blanco, por lo que nada
evitaba que se entregasen a los más horribles excesos. Dijo que mi
afirmación era falsa6; pero yo le conteste que, dado que vivía en
Boma, no podía saber tan bien como yo lo que ocurría aquí, y que
podía demostrarle la veracidad de todas mis afirmaciones. Fíabíamos
visto los cuerpos de niños, mujeres y ancianos, no combatientes, que
habían sido asesinados por soldados negros que no iban acompañados
de hombres blancos.
Habíamos visto canoas, que regresaban de realizar expediciones en
lugares lejanos, sin ningún blanco al mando, con manos humanas col­
gando de un palo situado en la proa de la embarcación —o en peque­
ñas cestas—, que llevaban al hombre blanco como prueba de su valor
y entrega al deber. Lamento decir que, aunque sólo una de cada cin-

6 . Véase la Orden del Gobernador General Fuchs, deí 7 de septiembre de 1903, referida a este
punto. —R. C.
Roger Casement

cuenta declaraciones realizadas por los nativos sea verdad, algunos


hombres blancos han pecado de muchas cosas. También se les acusa
de haber olvidado los motivos y las condiciones de la guerra. Yo ame­
nacé con denunciar a un soldado ante su oficial por haber arrojado a
un niño al agua para que se ahogara. Se rió y me dijo: «El hombre
blanco no quiere que le llevemos niños». En mi propio porche denun­
cié a otro hombre por la misma conducta, y el oficial blanco le dijo:
«Cuando lleguemos a Bikoro, serás azotado». El hombre respondió a
su oficial y empezó a protestar. En ese momento, tuve que entrar en la
casa para ocuparme de un asunto y, desde el interior, oí al blanco que
le decía al soldado: «Cállate, que no pasará nada». Entonces el solda­
do se calló de repente y yo pude entender la sonrisa que iluminaba
algunos rostros cuando salí de nuevo. Supe que de nada serviría seguir
hablando del asunto. Una y otra vez nos hallábamos ante situaciones
que nos demostraban que algunos de los hombres blancos dirigían la
lucha según criterios salvajes y paganos, en lugar de según aquellos a
los que el público de Bélgica daría su aprobación.
Se entenderá, por tanto, que para nosotros fuese un trabajo muy
desagradable intentar probar cualquier cosa contra cualquier agente
del Estado, ya fuese blanco o negro. Incluso el Sr. Wahis pretendió (o
pareció desear hacerlo) asustarnos para que no declarásemos. Se enfa­
dó mucho conmigo, y con otros, por los informes que habíamos pre­
sentado. Todos eran ciertos —eso no se cuestionaba—, pero debíamos
haber guardado silencio. El Commissaire del rey, el Sr. Michel, se refi­
rió airadamente a los misioneros adversarios del Estado. Yo le contes­
té que no éramos adversarios, sino verdaderos amigos que deseaban
ver subsanados los errores y mejorados los aciertos. Él dijo: «Los
misioneros tienen las orejas demasiado largas». Le contesté que segu­
ramente querría decir que tenemos buena vista, porque no somos
culpables de anotar y publicar, sin más, las declaraciones de los nati­
vos, sino que vemos las cosas y las sabemos de primera mano; que ha
habido y hay hombres de buen corazón a las órdenes del Estado, in­
teresados en entender a las gentes, no hace ni falta decirlo; pero el sis­
tema concede un poder casi absoluto a los hombres aislados en los
La tragedia del Congo

puestos y que, si estos no son pacientes y tienen buena disposición, es


fácil que vuelvan a producirse los mismos abusos que han manchado
el pasado. Los soldados conservan las mismas tendencias y, en los
últimos meses, he visto suficiente como para demostrar que siguen
sintiéndose libres de actuar como les apetezca, en aquellos lugares en
los que no hay cerca un hombre blanco que ofrezca protección a los
nativos. Como prueba de esto, escribo lo siguiente: Hace poco, una
mujer acudió a mí y dijo que unos soldados le habían robado, y con
ella venían varios testigos de lo ocurrido. Los soldados estaban a las
órdenes de un hombre blanco, y a él le conté lo que habían hecho.
Enseguida se llevó a cabo una investigación, de la que resultó que lo
dicho por la mujer era verdad, y los hombres fueron azotados. El
robo había tenido lugar no lejos de mi casa, y ellos sabían que su
hombre blanco se hallaba cerca; pero se sentían seguros y probable­
mente, de no haber presentado yo el caso ante su oficial, habrían elu­
dido el castigo que merecían. Se azotó a tres de ellos. Ante mí pre­
sentaron muchos otros casos, pero no conseguí que la gente afrontase
el peligro de acusar a los soldados, por lo que debían asumir la pérdi­
da. He denunciado varios casos de delincuencia, pero nunca he estado
presente en una comisión de investigación relacionada con alguno de
esos casos. Dos hombres (soldados de este Gobierno) asesinaron a
dos (o tres) niños, una mujer y un hombre; fueron arrestados y pa­
saron por delante de mi estación en dirección a Irebu, encadenados.
Durante más de año y medio pregunté por este asunto y lo último
que me dijeron —quien entonces era el comisario—- fue que aún no
habían sido juzgados y que uno de los hombres había huido. Esta
información se me facilitó dos años después de que se cometieran los
crímenes. Mi mujer y yo éramos los principales testigos de cargo
pero, que nosotros supiéramos, ningún tribunal se había ocupado del
caso. Hay otro asunto similar. Acusé a un soldado de asesinar a un
hombre y herir gravemente a otro, porque los nativos se habían atre­
vido a denunciarlo. Arrestaron al Hombre, pero al poco estaba vivien­
do en el lado francés. Recibí información según la cual aún estaba al
servicio del Estado, y realicé un viaje de 50 millas para comprobarlo.
Roger Casement

Varios hombres me contaron que aquél al que yo buscaba estaba en el


puesto que yo había visitado, pero que no tenía derecho a registrar el
lugar, por lo que debía contentarme con lo que los hombres me ha­
bían dicho. Al poco se fue a vivir al lado francés, de manera que el
Estado no pudiera detenerlo. Por entonces, yo tenía una misión en el
lado francés, por eso sé que él estaba allí. Seguramente lo juzgaron y
lo absolvieron; pero yo era uno de los que lo habían acusado y pre­
sentado cargos contra él, y jamás oí hablar de juicio alguno. El repre­
sentante blanco al que acusé de disparar contra una mujer y un tra­
bajador de la misión seguramente fue sometido a algún tipo de conse­
jo de guerra, pero yo no estuve presente; y como continuó al frente
de la misma estación, supongo que su castigo consistió en una simple
multa. Alguien me contó que lo habían multado.
A los nativos que no aportan la cantidad adecuada de pescado,
kwanga, cestas, resina de copal o caucho exigida como impuesto se les
arresta y detiene según la voluntad del funcionario a cargo de la esta­
ción del Estado, y no hay nadie ante quien apelar. Durante mi último
período de servicio he visto hombres regresar de Bikoro sangrando
por las heridas hechas con el chicote, que volvían a casa ciegos de ira
para discutir el asunto con aquellos que no habían proporcionado la
parte que les correspondía. Los hombres castigados eran los que ha­
bían trabajado. Y, como resultado de estos azotes, en las aldeas se han
producido graves enfrentamientos.
En mi calidad de misionero americano, no se me puede acusar de
realizar estas declaraciones con fines políticos, porque todo el mun­
do sabe que los Estados Unidos de América no desean poseer terri­
torios aquí. Como misioneros, se nos acusa de enemistad hacia el
Estado del Congo, pero eso es falso. En cualquier lugar del mun­
do, los misioneros estamos dispuestos a denunciar cualquier abuso,
incluso los que se cometen bajo nuestra propia bandera, y nuestras
voces se levantan contra los excesos y contra todo aquello que tien­
da a darles permanencia.

Joseph Clark
La tragedia del Congo

DECLARACIÓN DE BIKELA

Nací en Ehanga. Al morir mi padre, mi madre y yo nos fuimos a


Mokili. Cuando, al poco tiempo, regresamos a Ehanga, Lokokwa de
Bikoro (Swanson) vino a luchar contra nosotros por culpa del cau­
cho. Ehanga no quería llevarle caucho al hombre blanco. Los niños
y las madres nos escapamos a lo más profundo de la selva. Los sol­
dados del Bula Matadi son muy fuertes y lucharon con ganas. Mata­
ron a un soldado, y los soldados mataron a un hombre de Ehanga.
Luego el hombre blanco dijo: «Volvamos a casa», y se fueron; y
nosotros salimos de la selva. Aquella fue la primera lucha. Después
hubo otra. Mi madre, mi abuela, mi hermana Nzaibiaka y yo hui­
mos a la selva. Llegaron los soldados y lucharon contra nosotros,
salieron de la aldea y nos persiguieron por la selva. Cuando los sol­
dados llegaron a la selva, cerca de donde estábamos, iban llamando a
mi madre por su nombre, y yo iba a contestar, pero mi madre me
tapó la boca con la mano para impedirlo. Entonces se fueron a otro
lado; nosotras también nos fuimos de allí. Si mi madre no me hubie­
ra hecho callar cuando la estaban llamando, nos habrían matado a
todas. Los soldados mataron a muchos de los nuestros. Los amigos
que quedaron con vida enterraron a los muertos y los lloraron. Des­
pués de aquello, durante un tiempo no hubo más luchas. Pero los
soldados volvieron a pelear con nosotros y huimos a la selva. Aun­
que en realidad venían a luchar contra Iyembe. Mataron a muchas
gentes de Iyembe y luego un soldado vino a Ehanga, y los de Ehan­
ga lo mataron. Los demás soldados se enteraron de que su amigo
había muerto, llegaron en gran número y nos siguieron a la selva.
Los soldados dispararon un arma y mataron a varios. Después vie­
ron un trocito de la cabeza de mi madre y corrieron hacia el lugar
donde estábamos, y cogieron a mi abuela, a mi madre, a Nzaibiaka y
a otra niña, más pequeña que nosotras.
Varios soldados discutieron por mi madre, porque todos la que­
rían como esposa, y al final decidieron matarla. La mataron con un
arma —le dispararon en el estómago— y ella cayó al suelo; cuando
Roger Casement

vi aquello, lloré mucho, porque habían matado a mi madre y a mi


abuela y yo me había quedado sola. Por entonces, a mi madre le
faltaba poco para dar a luz. También mataron a mi abuela, y yo
lo vi todo. Agarraron a Nzaibiaka y le preguntaron dónde estaba
su hermana mayor, y ella les dijo: «Se ha escapado». Le dijeron:
«Llámala». Ella me llamó, pero yo tenía demasiado miedo y no con­
testé, me fui corriendo de allí y llegué a otro lugar; no podía hablar
mucho porque me dolía la garganta. Vi un poco de kwanga en el
suelo y lo cogí para comérmelo. En aquel lugar solía haber mucha
gente, pero cuando yo llegué, no había nadie. A Nzaibiaka se la lle­
varon a Bikoro, y yo me quedé sola en aquel sitio. Un día vi que lle­
gaba un hombre desde el interior. Quiso matarme, pero después me
llevó a un lugar donde había gente, y allí vi a mi padrastro, el padre
de Nzaibiaka. Quiso comprarme a aquel hombre, pero el hombre
no me vendió. Le dijo: «Ahora es mi esclava. Yo la encontré». Un
día los hombres se fueron a pescar y, al mirar, vi que se acercaban
los soldados, así que me escapé, pero tropecé con una cuerda y caí, y
un soldado llamado Lombola me atrapó. Me entregó a otro soldado
y, al irnos, vimos a la gente de Ikoko pescando; los soldados les qui­
taron mucho pescado y una de sus mujeres, y continuamos hacia
Bikoro, donde me llevaron ante el hombre blanco.
El hombre blanco me puso a trabajar. La mujer del hombre blanco
me llamó para que le cocinara unos plátanos. Cuando terminé, ella se
los comió; y el hombre blanco también estaba. Entonces vimos que
llegaban algunos hombres de Pebe7, y nos llamó a los pequeños,
Nzaibiaka, Bikela y Mongo, y nos dijo que fuésemos con los hom­
bres de Pebe a la misión de Ikoko. Me dolió mucho la cabeza durante
el viaje en canoa. Cuando llegamos a la misión, estaban con las clases
nocturnas. Mama Monkasa (la Sra. Clark) y Pebe nos dieron plátanos
y maíz para comer. Al principio no sabíamos que la gente blanca de
Dios era tan buena con nosotros; creíamos que eran malos como los
blancos del estado que habíamos visto, pero descubrimos que no era

7. El nombre que los nativos daban al Rev. J. Clark. (R. C.)


La tragedia del Congo

así, que son muy distintos. Los soldados nos dijeron que, cuando un
misionero moría, a nosotros nos enterraban con él; pero sólo nos lo
dijeron para asustarnos.

Bikela

Firmada por Bikela ante mi presencia, después de que la anterior


declaración le fuese traducida por la Srta. Lena Clark ante mí, en
Ikoko, este 12 de agosto de 1903.

Roger Casement
Cónsul de Su Británica Majestad

DECLARACIÓN DE SEKOLO

Declaración de Sekolo, alumna de la misión de Ikoko, realizada ante


el cónsul de Su Majestad el 12 de agosto de 1903.

Yo, Sekolo, procedo de Nkoho. Nkoho y Mwebi lucharon y varios


hombres de Mwebi murieron. Un hombre de Mwebi, llamado Boncei
Motango, envió a un hombre a Lokolo Langanya para que le pidiera
al hombre blanco que fuera a luchar contra Nkoho. El blanco que
luchó primero con Nkoho se llamaba Ikoka (Swanson). Luchó con
nosotros por la mañana; yo me escapé con mi madre. Luego vinieron
los hombres de la aldea a decirnos que volviéramos. Cuando regresá­
bamos al poblado, ya cerca, preguntamos a cuántos habían matado, y
nos dijeron que a tres. Ikoka había quemado todas las chozas, así que
tuvimos que desperdigarnos por distintos sitios. Allí sólo se quedaron
algunos hombres para reconstruir la aldea. Al cabo de un tiempo, vol­
vimos al poblado y empezamos a plantar nuestras huertas. He termi­
nado la primera parte de la historia.
Nos quedamos mucho tiempo en nuestra aldea, y entonces el blan­
co que había luchado primero con Nkoho le dijo a Ntange (el Sr.
Fievez) que los de Nkoho eran muy fuertes, por lo que Ntange deci-
Roger Casement

dió venir a luchar con nosotros. Cuando llegó a Ircbu nos enteramos.
Era época de marea alta, así que cogimos las canoas y huimos, pero
los hombres se quedaron a esperar a los soldados. Cuando llegó el
hombre blanco, no intentó luchar contra ellos de día, sino que se reti­
ró y esperó a que llegara la noche. Cuando los soldados atacaron por
la noche, la gente huyó, por lo que no mataron a nadie, sólo a un
enfermo que encontraron en una choza, al que mataron y desfigura­
ron mucho su cuerpo. Reunieron tanto dinero nativo como encontra­
ron y, por la mañana, se marcharon. Cuando se fueron, volvimos a la
aldea, pero la encontramos totalmente destruida. Nos quedamos allí
mucho tiempo y el hombre blanco no volvió a luchar contra noso­
tros. Al cabo de un tiempo, oímos que Ntange regresaba a atacarnos.
Ntange envió a varios hombres de Ikoko para que les dijeran a los
de Nkoho que enviaran gente a trabajar para él, además de algunas
cabras. Los de Nkoho no quisieron hacerlo, por eso vino a luchar
contra nuestra aldea. Cuando nos avisaron de que venían los solda­
dos, huimos de nuevo. Mi madre me dijo que la esperara mientras
recogía algunas cosas para que nos las llevásemos, pero yo le dije que
debíamos irnos ya, porque los soldados se acercaban.
Me escapé y dejé a mi madre; me fui con otras dos personas mayo­
res que huían, pero nos cogieron. A los mayores los mataron y, a mí,
los soldados me hicieron llevar las cestas con las cosas que tenían
aquellas personas muertas, y con las manos que iban cortando. Me fui
con los soldados. Llegamos a otra aldea y me preguntaron cómo se
llamaba aquel sitio. Yo les dije: «No lo sé», pero me contestaron: «Si
no nos lo dices, te mataremos», así que les dije el nombre de aquel
poblado. Luego nos internamos en la selva buscando gente, y oímos
niños llorando. Un soldado se acercó corriendo al lugar de dónde
venían los llantos y mató a una madre y a sus cuatro hijos. Continua­
mos buscando gente entre la vegetación, y me pidieron que les mos­
trara el camino; me dijeron que me matarían si no lo hacía. Y lo hice.
Me llevaron ante Ntange, y él me mandó quedarme con el soldado
que me había atrapado. Ataron a seis personas, pero no sé a cuántas
habían matado, porque eran tantas que no pude contarlas. Cogieron a
La tragedia del Congo

mi hermana pequeña y la mataron; luego arrojaron su cuerpo al inte­


rior de una choza a la que prendieron fuego. Cuando acabaron con
eso, nos fuimos a Montaka y allí nos quedamos cuatro días. Después
fuimos a Ntondo y, como la gente había huido, mataron al jefe de
Ntondo. Permanecimos allí algunos días. Luego llegamos a Bikoro y,
desde allí, fuimos a Ibonzi, donde encadenaron a los prisioneros; pero
a mí no. Después él (Ntange) fue a luchar contra Moheli, y mató a
mucha gente y detuvo a seis personas. Cuando volvió de Moheli, nos
fuimos a Ikoko. Luego nos entregó a Pebe (el Sr. Clark), a mí y a una
niña de Moheli.
A mi padre lo mataron en la misma lucha en la que me capturaron.
A mi madre la mató un centinela acantonado en Nkoho después de
que yo me hubiese ido.

Nota realizada por la maestra de Sekolo:


“Sekolo llegó aquí a primeros de abril de 1894.”

Sekolo

Firmada por Sekolo, ante mí, el 12 de agosto de 1903, en Ikoko,


después de que yo leyese la declaración anterior y la mencionada
Lena Clark la hubiese traducido a la lengua ntomba.

Roger Casement
Cónsul de Su Británica Majestad

DECLARACIÓN DE ELIMA

Flima era de Bwanga, muy al interior. Un día, los soldados llega­


ron a su poblado para luchar; ella no supo que los soldados habían
ido a pelear con ellos hasta que vio a la gente del otro extremo de la
aldea correr hacia su lado; y entonces ellos empezaron a correr tam­
bién. Su padre, su madre, sus tres hermanos y su hermana estaban
con ella. Unos cuatro hombres murieron durante aquel susto [síc].
Roger Casement

Durante esta lucha fue cuando tomaron prisionera a Ncongo, una


de las niñas de la estación. Después de varios días, tiempo durante el
cual permanecieron en otras poblaciones, regresaron a su aldea. Sólo
llevaban allí pocos días cuando se enteraron de que los soldados,
que habían estado en otros poblados, volvían a dirigirse hacia allí,
así que los hombres cogieron sus arcos y sus flechas y se fueron a la
aldea vecina, para esperar allí a los soldados y enfrentarse a ellos.
Algunos de los hombres se quedaron con las mujeres y los niños.
Después, Elima y su madre fueron a trabajar a su huerto; mientras
estaban allí, Elima le dijo a su madre que había soñado que Bula
Matadi iba a luchar con ellos, pero su madre le dijo que se lo estaba
inventando.
Después Elima regresó a su casa y dejó a su madre en el huerto.
Cuando llevaba un rato en la casa con sus hermanos pequeños oyó
disparos. Entonces cogió a su hermanita y una cesta grande en la
que había mucho dinero nativo8, pero no pudo con todo, así que
dejó la cesta y huyó con la niñita; el hermanito podía correr a su
lado. Los niños mayores habían ido a la otra aldea a esperar a los
soldados. Al pasar, oyó que su madre la llamaba, pero le dijo que
corriera en otra dirección, y ella siguió adelante con su hermanita.
No podía correr muy rápido porque su hermana le resultaba pesada,
por eso mucha gente la adelantó y ella se quedó sola con la niña.
Entonces abandonó el camino principal y se ocultó en la selva.
Cuando llegó la noche, intentó volver al camino y seguir a la gente
que la había adelantado, pero no lo consiguió y tuvo que dormir
sola en la selva. Vagó por la selva durante seis días, y entonces llegó
a una aldea llamada Bokongo. Pero los soldados también estaban
luchando allí. Antes de entrar en el poblado desenterró un poco de
mandioca dulce para comer, porque tenía mucha, mucha hambre.
Se puso a buscar una hoguera donde cocinar su mandioca dulce,
pero no la encontró. Luego oyó un ruido, como de gente hablando,
escondió a su hermanita en una casa abandonada, y se fue a ver a

8. Barras de latón. (R. C.)


La tragedia del Congo

esas gentes a las que había oído hablar, pensando que podían ser de
su aldea, pero cuando llegó a la casa de la que procedía el ruido, vio
que a la puerta de la casa se sentaba uno de los mozos de los solda­
dos, y se dio cuenta de que no entendía bien su idioma, por lo que
supo que no eran de los suyos; le entró el miedo y corrió en la
dirección contraria al sitio donde había dejado a su hermanita.
Cuando llegó a las afueras del poblado, se paró y recordó que sus
padres le reñirían por haber dejado a su hermana, así que volvió,
por la noche. Llegó a una casa donde dormía el hombre blanco. Vio
al centinela en una hamaca junto a la puerta, aparentemente dormi­
do, porque no la vio pasar. Luego llegó a la casa donde había deja­
do a su hermana, la cogió y huyó de nuevo. Durmieron en una casa
abandonada en el límite de la aldea. Al amanecer, el hombre blanco
envió a los soldados a buscar gente por todo el poblado y las casas.
Elirna se hallaba fuera, frente a la casa, intentado hacer que su her­
mana caminara un poco, porque estaba muy cansada, pero la her­
manita se encontraba muy débil y no era capaz. Mientras las dos se
hallaban fuera, aparecieron los soldados y se las llevaron. Uno de
ellos dijo: «Podríamos quedarnos a las dos. La pequeña es mona»;
pero los otros dijeron: «No, no cargaremos con ella todo el camino;
debemos matar a la pequeña». Le clavaron un cuchillo en el estó­
mago a la niñita y dejaron su cuerpo tirado en el mismo lugar
donde la habían matado. Se llevaron a Elima a la siguiente aldea,
adonde les había mandado ir a luchar el hombre blanco. No volvie­
ron a la casa donde estaba el hombre blanco, sino que continuaron
hasta el poblado siguiente. El hombre blanco se llamaba Bonginda
(teniente Durieux). Los soldados le dieron a Elima algo de comer.
Cuando llegaron a la aldea siguiente, se encontraron con que todo
el mundo había huido.
Por la mañana, los soldados le dijeron a Elima que fuera a buscarles
mandioca, pero ella tenía miedo de salir, porque la miraban como si
quisieran matarla. Los soldados le dieron una paliza y empezaban a
arrastrarla afuera, pero el cabo (Lambola) la cogió de la mano y dijo:
«No debemos matarla; debemos llevársela al hombre blanco». Luego
Roger Casement

volvieron a la aldea donde estaba Bonginda y le mostraron a Elima.


Bonginda la entregó al cuidado de un soldado. Ella descubrió que en
aquella aldea habían atrapado a tres personas, entre las que había una
mujer muy anciana. Los soldados caníbales le pidieron a Bonginda
que les diera a la anciana para comérsela, y Bonginda les dijo que
podían cogerla. Los soldados le cortaron el cuello a la anciana, se la
repartieron y se la comieron. Elima lo presenció todo. Por la mañana,
Bonginda envió al soldado que la cuidaba a hacer un recado, pero
antes de irse, éste le dijo a Elima que recogiese unas hojas de mandio­
ca no lejos de la casa y que las cocinase. Cuando se marchó, ella fue a
cumplir la orden, pero los soldados caníbales le dijeron a Bonginda
que Elima intentaba huir, por eso querían matarla. Pero él les dijo
que la atasen, así que la ataron a un árbol, y pasó casi todo el día al
sol. Cuando el soldado que la cuidaba regresó, se la encontró atada.
Bonginda lo llamó para preguntarle por Elima, él le explicó a Bon­
ginda las órdenes que le había dado a Elima, y entonces se le permitió
desatarla. Permanecieron varios días en aquel lugar; luego Bonginda le
preguntó a Elima si conocía todos los poblados de los alrededores.
Ella contestó que sí, y él le mandó mostrarles el camino, para ir a
detener gente.
Llegaron a un poblado y sólo encontraron a una mujer, que se
moría de enfermedad, y los soldados la mataron con un cuchillo. En
varias aldeas no encontraron gente, pero al final llegaron a una a la
que habían huido varias personas, porque no sabían a qué otro sitio
ir, ya que los soldados estaban por todas partes. En esa aldea ma­
taron a un montón de gente —hombres, mujeres y niños—, e hicie­
ron algunos prisioneros. A los que habían matado les cortaron las
manos, y se las llevaron a Bonginda; las pusieron todas en una fila
para que Bonginda las viera. Después se fueron para regresar a
Bikoro. Se llevaron con ellos a muchos prisioneros. Las manos que
habían cortado las dejaron allí tiradas, porque el hombre blanco ya
las había visto y no les hacía falta llevarlas hasta Bikoro. Enviaron a
algunos de los soldados a Bikoro con los prisioneros, pero Bon­
ginda y los demás soldados se fueron a Bofiji, donde había otro
La tragedia del Congo

hombre blanco. Los prisioneros se le entregaron a Misolo (el Sr.


Müller). Elima estuvo dos semanas en Bikoro, luego huyó a la selva
próxima a Bikoro, donde pasó tres días, hasta que la encontraron y
la llevaron de nuevo ante Misolo. Él le preguntó por qué se había
escapado. Dijo que porque los soldados le habían dado una paliza.
El Sr. Clark se hallaba en Bikoro el día que encontraron a Elima y la
llevaron ante Misolo. Misolo la envió a trabajar a la huerta, pero
el Sr. Clark le pidió permiso para llevársela con él a la misión de
Ikoko. Llegó aquí en enero de 1896.
A la madre de Elima la mataron los soldados, y su padre murió de
hambre; mejor dicho, se negó a comer porque había perdido a su
mujer y a todos sus hijos.

Elima

Firmada por Elima en mi presencia, después de que la Srta. Lena


Clark le tradujese la declaración precedente, siendo yo testigo, en
Ikoko, el 12 de agosto de 1903.

Roger Casement
Cónsul de Su Británica Majestad

DECLARACIÓN DE BONSONDO

Bonsondo, una niña nativa del Congo, alumna criada en la misión,


realizó la siguiente declaración el 13 de agosto de 1903 ante el cónsul
de Su Británica Majestad, gracias a la traducción de su maestra y ama,
la Srta. Lena Clark.

Afirma que era de la aldea de Mwebi, donde vivía con su abuela.


Los soldados del Estado atacaron Mwebi hace mucho. Fue en la
época de Misolo?. Ella no sabe si él estaba con los soldados, pero 9

9. A este representante lo mataron en abril de rS96. R. C.


Roger Casement

oyó sonar la corneta cuando se iban. Llegaron a primera hora de la


tarde, empezaron a atrapar y atar a la gente y mataron a muchos.
Un gran grupo —ella cree que podían ser cincuenta— huyeron, y
ella iba con ellos, pero los soldados los persiguieron y los mata­
ron, a todos menos a ella. Era pequeña y pudo ocultarse en la selva.
Los muertos eran muchos, y había mujeres, aunque los niños eran
menos. Los niños se habían desperdigado ya cuando llegaron los
soldados, pero ella se había quedado con los adultos, pensando que
así estaría a salvo.
Cuando los mataron a todos, ella esperó oculta entre la hierba
durante dos noches. Tenía mucho miedo, le dolía la garganta de
sed, miró alrededor y, por fin, encontró un poco de agua. Se quedó
en la selva una tercera noche, los búfalos se acercaron a ella y pasó
mucho miedo, pero al final se marcharon. Al llegar el día, pensó
que sería mejor moverse, por lo que se alejó de allí y se subió a un
árbol. Llevaba tres días sin comer y estaba hambrienta. El árbol se
encontraba cerca de la casa de su abuela; miró a su alrededor y,
como no vio soldados, se acercó a casa de su abuela, cogió comida
y volvió a subirse al árbol. Los soldados se habían ido a cazar búfa­
los, y por eso ella había podido bajar del árbol. Los soldados re­
gresaron y se acercaron a los árboles y arbustos, mientras decían:
«¡Te hemos visto! ¡Baja de ahí!». Eso lo hacían siempre para que la
gente, creyendo que la habían descubierto, se entregase. Pero ella
no hizo caso y permaneció en el árbol. Al poco, los soldados se
marcharon, pero ella seguía teniendo miedo de bajar. Después oyó
que su abuela la llamaba, para saber si seguía viva; y cuando oyó la
voz de su abuela, supo que los soldados se habían ido y contes­
tó, pero casi no le salía la voz. Bajó del árbol y su abuela se la llevó
a casa.
Esa fue la primera vez. Al poco tiempo, su abuela y ella se fueron a
otra aldea, llamada Ngandi, cerca de Nko, y llevaban allí varios días
cuando llegaron los soldados. El hombre blanco los había enviado
porque las gentes de Ngandi no habían entregado al Estado lo que
éste les había pedido. Ni la gente de su aldea, ni la de Ngandi sabían
La tragedia del Congo

que tuviesen problemas con el Gobierno, por eso los sorprendieron a


todos. Ella estaba durmiendo. Su abuela —la madre de su madre—
intentó despertarla, pero no lo consiguió. Notó que la zarandeaban,
pero no hizo caso porque tenía mucho sueño.
Los soldados se acercaron enseguida a la casa: su abuela pudo salir
por los pelos. Cuando oyó a los soldados alrededor de la casa, miró y
no vio a su abuela, salió corriendo y la llamó; pero al correr, sus tobi­
lleras de latón hicieron ruido, alguien fue tras ella y la atrapó por la
pierna; se cayó y los soldados la cogieron.
No eran muchos soldados, sólo unos mozos con un soldado10, y
únicamente habían atrapado a una mujer y a ella. Por la mañana em­
pezaron a robar en las casas y se llevaron todo lo que encontraron y
que podían transportar.
Se las llevaron a una canoa y luego a Nko. El soldado que la había
atrapado era el centinela de Nko. Allí permaneció una semana con el
centinela, y cuando las gentes de Nko llevaron sus raciones semana­
les a Bikoro, la llevaron a ella también. Los amigos de la otra mujer
habían pagado su rescate. Las habían seguido hasta Kno y el centi­
nela la dejó marchar a cambio de 750 barras. Ella vio cómo le paga­
ban. Sus amigos también fueron a pagar el rescate de ella, pero el
centinela se negó, diciendo que el hombre blanco la quería porque
era joven; la otra mujer era mayor y no podía trabajar. No llevaba
mucho tiempo en Bikoro cuando Pebe (el Sr. Clark) pasó por allí y
el hombre blanco se la entregó. Pebe la trajo a la misión junto con
otra niña y un niño.

Bonsondo

Firmada por Bonsondo ante mí, el 13 de agosto de 1903, en Ikoko.

Roger Casement
Cónsul de Su Británica Majestad

10. Se refiere a un cabo y varios hombres sin adiestrar. R. C.


DECLARACIÓN DE NCONGO

Declaración efectuada ante el cónsul de Su Majestad, en Ikoko, el 12


de agosto de 1903. Es una joven alumna de la misión.

Cuando empezamos a huir de la lucha, huimos muchas veces. No me


cogieron porque iba con mi madre y mi padre. Después, mi madre
murió; a los cuatro días, mi padre murió también. Mi hermana mayor y
yo nos quedamos con dos niños pequeños, y entonces llegó la lucha
hasta el lugar al que habíamos huido. Mi hermana mayor me llamó:
«Ncongo, ven aquí». Y yo fui. Ella dijo: «Huyamos, porque no tene­
mos a nadie que se ocupe de nosotras». Cuando íbamos huyendo, vimos
que muchos nkundu venían hacia nosotras. Les dijimos que escaparan
porque venía la guerra. Preguntaron: «¿Es verdad?», y les contestamos:
«Es verdad; vienen». Los nkundu dijeron: «No huiremos; nosotros no
hemos visto soldados». Al poco ya vieron a los soldados, que los mata­
ron. Nos quedamos en una aldea llamada Nkombc. Un pariente me
llamó: «Ncongo, vámonos»; pero yo no quise ir. Llegaron los soldados;
me escapé sola y me escondí en la selva. Mientras corría me encontré con
un anciano que huía de un soldado. El soldado disparó. A mí no me dio,
pero el anciano murió. Después me cogieron, y a dos hombres. Los sol­
dados preguntaron: «¿Tienes padre y madre?»; yo contesté: «No». Me
dijeron: «Si no nos lo dices, te mataremos». Les dije: «Mi padre y mi
madre han muerto». Luego cogieron también a mi hermana mayor, y a
mis hermanitos pequeños los dejaron solos en la selva, para que murie­
ran, porque ya habían llegado las lluvias y llevaban varios días sin comer.
Por la noche me ataron las manos y los pies para que no.me escapara.
Por la mañana cogieron a tres personas más; dos tenían niños. Mataron a
los niños. Después, cuando estaba de pie en el exterior, un soldado me
preguntó: «¿A dónde vas?»; le dije: «Me voy a casa». Me dijo: «Andan­
do». Sacó su arma y me hizo entrar en la casa; quería matarme. Entonces
llegó otro soldado y me llevó con él. Oímos un gran estruendo. Nos
dijeron que la lucha había termiñado, pero no era verdad. Mientras íba­
mos de camino, mataron a diez niños porque eran muy, muy pequeños.
La tragedia del Congo

Los mataron en el agua. Después mataron a más gente, les cortaron las
manos y las metieron en una cesta para llevárselas al hombre blanco. Él
contó las manos: en total eran doscientas. Allí las dejaron. El hombre
blanco se llamaba Bonginda (el teniente Durieux). Bonginda nos envió
como prisioneros a Bikoro, para que los soldados nos entregasen a Mi-
solo. Misolo me mandó a escardar la hierba. Mientras estaba trabajando
fuera, llegó un soldado y me dijo: «Ven aquí»; yo fui y quiso cortarme la
mano. Se lo conté al hombre blanco y él le dio una paliza al soldado.
De camino, cuando íbamos hacia Bikoro, los soldados vieron a un
niño pequeñito y, al ir a matarlo, el niño se rió; el soldado golpeó al
niño con la culata de su arma y luego le cortó la cabeza. Un día mata­
ron a mi hermanastra y le cortaron la cabeza, las manos y los pies
porque llevaba adornos. Se llamaba Mobe. Después cogieron a otra
hermana y se la vendieron a los ngundu; ahora es esclava de ellos.
Cuando llegamos a Bikoro, el hombre blanco ordenó enviar aviso a
los amigos de los prisioneros para que trajeran cabras con las que res­
catar a sus parientes. A muchos de ellos los rescataron, pero yo no
tenía a nadie que pagara por mí, porque mi padre estaba muerto. El
hombre blanco me dijo: «Te irás con el inglés». El hombre blanco
(Misolo) me dio a un niño pequeño para que lo cuidara, pero yo
pensé que acabarían matándolo y ayudé a que se lo llevaran. Misolo
me pidió que le llevase al niño, pero yo le dije: «Se ha escapado». Dijo
que me mataría, pero Pebe llegó a Bikoro y me llevó con él.

nota. Ncongo llegó a la misión de Ikoko en diciembre de 1895.

Neon go

Firmada por Ncongo en mi presencia, después de que la declaración


previa le fuese traducida por la Srta.'Lena Clark ante mí en Ikoko, el
12 de agosto de 1903.

Roger Casement
Cónsul de Su Británica Majestad
Roger Casement

IV

NOTAS AL CASO DE MOLA EKULITE, UN NATIVO DE MOKILI, EN EL DISTRI­


TO DE MANTUMBA, AL QUE CORTARON O ARRANCARON A GOLPES AMBAS
MANOS, Y QUE HACEN REFERENCIA A OTROS CASOS SIMILARES DE MUTI­
LACIÓN EN DICHO DISTRITO

Encontré a este hombre en la misión de Ikoko el 29 de julio, y supe


que llevaba varios años al cuidado de los misioneros, desde el día en
que un grupo de profesores nativos lo había encontrado en su propia
aldea, situada en la selva, a unas millas de Ikoko. Cuando le pregunté
cómo había perdido las manos, la respuesta de Mola fue la declaración
que sigue:

Los soldados del Estado llegaron desde Bikoro y atacaron las aldeas de
Bwanga. Las quemaron y mataron a la gente. Después asaltaron un
poblado llamado Mauto, y también lo quemaron y mataron a la gente.
Desde allí se fueron a Mokili. Los habitantes huyeron a la selva, dejan­
do a unos pocos de los suyos con alimentos para ofrecérselos a los sol­
dados: entre ellos estaba Mola. Los soldados llegaron a Mokili a las
órdenes de un oficial europeo cuyo nombre nativo era Ikatankoi (“La
garra del leopardo”)1'. Los soldados hicieron prisioneros a todos los
hombres que habían quedado en la aldea y los ataron. Las manos se las
ataron muy fuertemente con cuerda nativa, y los dejaron a la intempe­
rie. Llovía mucho y permitieron que se mojaran de día y de noche. Las
manos se les hincharon porque las correas se contrajeron. Sus manos (las
de Mola) se habían hinchado Lanío por la mañana que las correas le
habían llegado hasta el hueso. Los soldados, al llegar a Mokili, sólo lle­
vaban con ellos un prisionero nativo; lo mataron durante la noche. En
Mokili tomaron como prisioneros a ocho personas, incluido él (Mola);
todos eran hombres; a dos los mataron durante la noche. Por la maña- ii.

ii. Posteriormente supe que este oficial murió cuando regresaba a Europa, en marzo de 1900.
Yo conozco su nombre. (R. C.)
La tragedia del Congo

na, sólo se llevaron a seis junto al lago, a langa. Al llegar a la orilla, el


hombre blanco ordenó que liberaran a cuatro de los prisioneros; el
quinto era un jefe, llatnado lyeli Etumba. Este jefe había regresado por
la noche a Mokili, en secreto, para intentar coger algo de fuego y lle­
varlo a la selva, donde se ocultaban los fugitivos. Su mujer había enfer­
mado debido a la fuerte lluvia que había descargado en la selva, y el
jefe quería el fuego para ella. Pero los soldados lo cogieron y se lo lle­
varon con los demás. Al jefe lo trasladaron a Bikoro, pero cree que, de
camino, en Nyange, intentó escapar y lo mataron. Las manos de Mola
estaban tan hinchadas que no servían para nada. Los soldados, al darse
cuenta de eso, y de que las correas le habían cortado la carne hasta lle­
gar al hueso, le aplastaron las manos contra un árbol con las culatas de
sus rifles, y luego lo soltaron. No sabe por qué le golpearon las manos.
El hombre blanco, Ikatankoi, no estaba lejos, y pudo ver lo que le
hicieron. Ikatankoi bebía vino de palma mientras los soldados le aplas­
taban las manos contra el árbol con las culatas de los rifles. Después, las
manos se le cayeron, como si mudara de piel. Cuando los soldados lo
abandonaron junto a la orilla del río, él volvió a Mokili, y cuando los
suyos regresaron de la selva, allí lo hallaron. Luego, unos chicos de la
misión —uno de ellos era pariente— llegaron para predicar en Mokili,
y se lo encontraron sin las manos. Después se trasladó a la misión,
donde, desde entonces, el Sr. Clark lo ayuda y lo mantiene.

La traducción de lo declarado por Mola dejaba algunas dudas sobre


si le habían cortado las manos con un cuchillo; pero al preguntarle
nos aclaró que se le habían caído solas debido a la tirantez de la cuer­
da hecha por los nativos y los golpes que los soldados les habían pro­
pinado con las culatas de sus rifles.
Con respecto a la declaración anterior, el Sr. Clark, después de que yo
le preguntase, me facilitó la siguiente información relacionada con Mola:
Al joven lo encontraron —me dijo el Sr. Clark— tal y como él me
lo había contado, unos evangelistas, que lo llevaron a la misión. A
veces su madre venía a visitarlo desde Mokili. Aunque le faltan las dos
manos, intenta ser útil conduciendo las ovejas de la misión.
Roger Casement

En abril de 1901, cuando el Sr. Clark iba camino de América, des­


pués de completar un período de ocho años consecutivos de resi­
dencia en el lago Mantumba, le escribió al gobernador general Wa-
his, señalándole la desgraciada situación de este hombre, y pidiendo
que se contemplara alguna prestación de fondos públicos para él.
El Sr. Clark tenía la esperanza de poder entregar su carta perso­
nalmente en Boma, pero el vapor se detuvo allí muy poco tiempo,
por lo que se vio obligado a enviarla. Y, curiosidades de la vida, yo
mismo me había ocupado de la carta en aquel momento, y la había
enviado a la residencia del gobernador, sin tener ni idea de cuál era
su contenido, y explicando que el Sr. Clark no había podido visitar
al gobernador. Yo no había oído hablar de Mola Ekulite hasta que
lo vi en la playa de Ikoko el 29 de julio pasado; pero resulta más
que asombrosa la coincidencia de que fuese yo, en abril de 1901,
quien entregase a las autoridades de Boma un llamamiento en su
favor. El Sr. Clark me contó que no había recibido, ni en su mo­
mento ni después, ningún acuse de recibo de la carta que le había
escrito al gobernador general. Al llegar a Europa había enviado una
segunda, y similar, súplica en nombre de Mola a la Administración
Central de Bruselas, en la que incluía una fotografía del joven lisia­
do y mutilado. Tampoco había recibido respuesta a esta segunda
carta. El único reconocimiento que parece haber recabado de las
autoridades de Bruselas fue que, a la semana de su envío, apareció
un párrafo en uno de los periódicos de Bruselas (el Sr. Clark cree
fue en Le Petit Bleu) en el que se decía que un misionero americano
andaba enseñando por ahí una fotografía falsa, afirmando que mos­
traba un nativo del Congo que había sido mutilado por los solda­
dos del Gobierno.
Desde entonces, a la vista de la atención que habían prestado a sus
dos peticiones, el Sr. Clark no había vuelto a intentar llamar la aten­
ción hacia el caso de Mola. Sin embargo, para convencerme de su
bona-fides, me entregó una copia, que encontró en su libreta, de la
primera carta dirigida al gobernador general Wahis, que yo mismo
había entregado. La carta dice lo siguiente:
La tragedia del Congo

Vapor ‘Sobo’
Boma, 4 de abril de 1901

Señor,

En nuestra estación de Ikoko, lago Mantumba, hay un joven que fue


mutilado hace unos años por los soldados del Estado. Le cortaron la
mano derecha, y la izquierda se la golpearon de tal manera contra el
lateral de una canoa que todos los dedos quedaron destrozados. Le
escribo para pedirle que haga algo para garantizar su estancia en la
misión. Cuando nos visitó en Ikoko, usted dio la orden de que un
joven que había sido mutilado fuese mantenido por el puesto de
Bikoro, pero él se negó a ir allí. Permítame que sugiera que el Chef
de Poste de Bikoro reciba la autorización para abonar 1 franco sema­
nal a la misión por el joven.
Ahora voy camino de Europa y de América y estoy impaciente por
decir que el Gobierno se ha ocupado de la manutención del joven, ya
que un oficial que regresó a Europa hace poco obtuvo, sin mi con­
sentimiento o conocimiento, una copia de la foto que yo le tomé al
joven.
Existen dos casos más, los de un hombre y un niño, a los que los
soldados de nuestro distrito les cortaron una mano, pero ambos pue­
den hacer algún trabajo y ganarse la vida. Le aseguro que ninguno
de estos casos de mutilación es reciente. Que yo sepa, no se ha pro­
ducido ninguna mu tilación en el período de servicio de quienes aho­
ra detentan la autoridad en nuestra zona.
Si no puede tomar una decisión antes de que el vapor Sobo zarpe,
le ruego que sea tan amable de enviarme su respuesta a mi dirección
de Escocia.

‘Congolia’, Arduthie Road, Stonehaven.


Quedo a la espera de... etc.

Joseph Clark
Roger Casement

La declaración efectuada en la carta, según la que una de las manos


fue arrancada contra el lateral de una canoa, era claramente inexacta.
Sin embargo, parece que se trataba de una forma bastante común de
mutilar a aquellos que sufrieron ese proceso en la región del lago, ya
que era uno de los métodos que, según el Sr. Wauters, los hombres
mutilados de la zona de Bikoro decían que habían empleado contra
ellos. Le mencioné el caso de Mola al Sr. Wauters el 31 de julio, cuan­
do visité Bikoro, y fue entonces cuando me informó que había varios
casos similares en los alrededores. Además de las dos cartas que el Sr.
Clark envió a las autoridades, descubrí que la presencia de Mola en la
misión, y su dependencia de la misma, era un hecho bien conocido en
toda la zona.
El 14 de agosto, cuando salí del lago Mantumba, volví a visitar el
campamento estatal de Irebu, donde, en el curso de una conversación
con el funcionario al mando, me referí de pasada —aunque intencio­
nadamente— al hecho de que había visto a Mola, y había escuchado
su historia de sus propios labios. Añadí que, según se desprendía de la
declaración del joven, parecía que la pérdida de sus manos era direc­
tamente atribuible a un oficial que, en apariencia, estaba presente y
al mando de los soldados en ese momento. También le dije que había
sabido de la existencia de otros casos en la zona. El comandante me
dijo, enseguida, que eso era imposible, pero que en el caso concreto
de Mola ordenaría una investigación de inmediato.
Al regresar del río Lulongo, descubrí que aquel comentario en me­
dio de la conversación había dado sus frutos. Cuando se enteró, el
comisario general del distrito del Ecuador se había dirigido al lago
Mantumba y había puesto en marcha, de inmediato, una investigación
judicial sobre cómo había perdido Mola las manos. Llevaron al joven a
Bikoro y, según me han informado, le han proporcionado, de por vida,
una casa de ladrillos, una mujer, y una asignación semanal. Tan enco-
miable disposición para ayudar al hombre lisiado tenía que haber sido
adoptada cuando el Sr. Clark solicitó ayuda dos años y medio antes.
Es de lamentar que la doble solicitud que presentó ante las más altas
instancias de la Administración congolesa no hubiese obtenido res-
La tragedia del Congo

puesta, a excepción de un insultante párrafo en un periódico, mientras


que un comentario casual por parte del cónsul de Su Majestad, reali­
zado a un funcionario de rango inferior, haya provocado una investi­
gación judicial y la ayuda inmediata.

Cuando estuve en la aldea de Bokoti el 7 de agosto, había encontrado


allí a un niño de no más de doce años al que le faltaba la mano dere­
cha. Este niño, respondiendo a mis preguntas, dijo que la mano se la
habían cortado los soldados del Gobierno unos años antes. No sabía
cuánto tiempo había pasado, pero por la altura que me indicó, si
ahora tenía doce, no podía haber tenido más de siete. El jefe y sus
parientes, que se mantuvieron junto a él durante el interrogatorio,
corroboraron su declaración. Los soldados habían llegado a Bokoti
procedentes de Coquilhatville por tierra, a través de la selva. Iban al
mando de un oficial cuyo nombre se me dio como “Etunbanbilo”. A
su padre y a su madre los mataron cuando él estaba con ellos. Vio
como morían, y a él lo alcanzó una bala y cayó al suelo. Me mostró
una cicatriz profunda en la parte posterior de la cabeza, en la nuca, y
me dijo que allí era donde la bala lo había herido. Cayó, seguramente
inconsciente, pero recuperó el conocimiento en el momento en que le
cortaban la mano con un hacha, a la altura de la muñeca. Le pregunté
cómo había podido quedarse quieto, sin decir nada. Me contestó que
había notado el corte, pero que tenía miedo de moverse, porque sabía
que, si se daban cuenta de que estaba vivo, lo matarían.
Me ocupé de tomar precauciones para asegurar el futuro de aquel
niño, y les pedí a los de la misión de Ikoko, que nunca habían oído
hablar de él hasta mi visita, que fueran a buscarlo a Bokoti y se ocu­
paran de él.
La Sra. Clark me facilitó los nombres de otras seis personas muti­
ladas de forma similar y que habían pasado distintos períodos de
tiempo en la misión. La última de ellos, una anciana, había muerto
sólo unos meses antes de mi visita y su sobrina, que es la mujer de
uno de los nativos principales relacionados con la misión, me contó
que su tía le había relatado muchas veces cómo había perdido la
Roger Casement

mano. Las tropas del Gobierno habían atacado la aldea y todos


huyeron a la selva, perseguidos por los soldados. La anciana (que
se llamaba Eyeka) había huido con su hijo; él cayó muerto de un
disparo y ella cayó a su lado (imaginaba que se había desmayado).
Entonces notó que le cortaban la mano, pero no se movió. Cuando
todo quedó en calma y los soldados se habían marchado, encontró
el cuerpo de su hijo a su lado, sin una mano, y que a ella también le
faltaba la suya.
Mientras permanecí en el lago Mantumba recibí muchas declara­
ciones relacionadas con actos reiterados de mutilación como estos;
algunas concretaban, otras hablaban en general. De la existencia de la
mutilación y las causas que la provocan no puede haber la más míni­
ma duda. No era una costumbre nativa previa a la llegada del hombre
blanco; no era consecuencia de los instintos primitivos de los salvajes
en sus rencillas entre aldeas; era el acto deliberado de los soldados
pertenecientes a una Administración europea, y esos hombres jamás
intentaron ocultar que, al cometer dichos actos, no hacían más que
obedecer las órdenes claras de sus superiores. La Sra. Clark, que ha­
bía residido en Ikoko con su marido durante todo el período com­
prendido entre 1893 y 1901, cuando se originó y llegó a su culmi­
nación el régimen del caucho, me proporcionó varios ejemplos con­
cretos de esta costumbre de la mutilación, que se habían llevado a
cabo en la misma población de Ikoko, cuando los soldados del Go­
bierno habían llegado desde Bikoro para saquearla u obligar a sus
habitantes a trabajar.
En una de aquellas ocasiones, los asesinatos habían llegado casi
hasta la puerta de la misión, porque algunos de los nativos que
huían buscaron refugio en la iglesia donde se encontraban la Sra.
Clark y sus alumnas. Al mediodía, cuando estaban a punto de sen­
tarse a comer, su marido le dijo que uno de los soldados iba a regre­
sar con una cesta llena de manos cortadas, que había dejado afuera,
en su porche, mientras preparaba la canoa junto al lago, para volver
a Bikoro. Entonces ella, junto con su marido, salió para ver con sus
propios ojos aquellas manos, cuatro de las cuales eran de niños, y el
La tragedia del Congo

Sr. Clark (que corroboró la declaración de su esposa) me dijo que en


aquella cesta había diecisiete manos humanas. La excusa que algunos
representantes del Estado me daban cuando yo comentaba esta cos­
tumbre tan repugnante era que, aunque era posible que la mutila­
ción indiscriminada hubiese tenido lugar en el pasado, siempre había
sido debida a los instintos primitivos de los salvajes, ya fuesen los
soldados salvajes contratados por el Gobierno, o los propios nativos
salvajes, pero que, en ningún caso, los funcionarios europeos habían
tenido conocimiento de dichos sucesos, o habían sido responsables
de ellos.
Por otro lado, las declaraciones que ante mí hicieron los nativos, o
los testigos de dichos actos —al no ser generalizaciones imprecisas
sino afirmaciones rotundas—, me dejaron convencido de que éstas y
otras formas de mutilación habían sido efectuadas por los soldados
del Gobierno como parte de la política general del momento, que
parecía principalmente diseñada para aplastar cualquier resistencia
organizada que los nativos pudiesen presentar ante la imposición de
un sistema tributario general.

CIRCULAR FECHADA EL 20 DE OCTUBRE DE 1^00

El Gobierno ha delegado en compañías comerciales, que operan en


determinadas zonas del territorio no sujetas al ejercicio inmediato de
la autoridad gubernamental, una parte de su poder en materia de polí­
tica general.
De estas compañías se dice que tienen “derechos de vigilancia”. A
esta expresión se le han dado interpretaciones equivocadas.
Algunos afirman que esto concede a los directivos de dichas com­
pañías, e incluso a los representantes de rango inferior, el derecho a
emprender operaciones militares ofensivas, a “hacer la guerra” a la
población nativa. Otros, sin siquiera molestarse en precisar cuáles
pueden ser los límites de estos derechos de vigilancia, han utilizado
Roger Casement

los medios que proporciona esta delegación de poder para cometer


los abusos más graves.
Es decir, que los “derechos de vigilancia”, que les han proporciona­
do los medios para protegerse y les han impuesto la obligación de
proteger a los individuos del mal uso de la fuerza, se han utilizado de
manera totalmente opuesta a uno de esos objetivos principales.
En vista de la situación, he decidido que los “derechos de vigilan­
cia”, expresión cuyo uso conservo provisionalmente, no implicará
más que el poder de requerir, con el fin de mantener o restaurar el
orden, la fuerza armada existente dentro o fuera de la concesión; pero
aun en este caso debe quedar bien claro que los representantes del
Estado conservarán el domino sobre los soldados durante el procedi­
miento, y serán los únicos jueces —y suya será toda la responsabi­
lidad—, de las operaciones militares que pueda considerar necesario
emprender.
Las armas mejoradas que las compañías poseen en sus distintas fac­
torías o centros y para las que, al igual que para las armas de otras
compañías que no tienen derechos de vigilancia, es necesario conse­
guir un permiso tipo B, no podrán ser, bajo ningún concepto, trasla­
dadas de los establecimientos para los que fueron permitidas.
En cuanto a las armas de percusión, no pueden retirarse de las fac­
torías excepto en manos de los capitas, y siempre y cuanto estos estén
en posesión de un permiso de tipo c.
Así, las armas de percusión sólo podrán salir de las factorías de una
en una. Como no pueden abandonar los establecimientos comerciales
en manos de grupos más o menos numerosos, nunca constituirán un
medio ofensivo.
Reitero formalmente la orden para que todos los representan­
tes del Estado cooperen en reprimir la violación de estas estrictas
prohibiciones.

Wahis
El Gobernador General
Boma, 20 de octubre de 1900
La tragedia del Congo

VI

NOTA INFORMATIVA QUE EXPONE LA ACUSACIÓN DE CORTARLE LA


MANO AL N I Ñ O EPONDO, PRESENTADA AL SR. CASEMENT POR LA GENTE
DE BOSUNGUMA EL 7 DE SEPTIEMBRE DE 1903

En la aldea de Bosunguma, en el país ngombe, situada en la margen


del Ileka, afluente del río Lulongo.
Están presentes el Rev. W. D. Armstrong y cl Rev. D. J. Danielson,
de la misión Congo-Balolo de Bonginda, Vinda Bidiola y Bateko
como intérpretes, y el cónsul de Su Británica Majestad.
También está presente el jefe de esa sección de Bosunguma, llamado
Tondebila, con muchos de sus conciudadanos y algunas mujeres y
niños.
Un chico, de unos 14 o 15 años, llamado Epondo, al que le han corta­
do la mano izquierda y le han envuelto el muñón con un harapo, cuya
herida apenas ha cicatrizado, hace su aparición y, en respuesta a las pre­
guntas del cónsul, acusa de habérselo hecho a un centinela llamado Ke-
lengo (al que ha puesto en la aldea el agente local de la compañía La Lu-
longa para que los habitantes recojan caucho). Se convoca al centinela,
que aparece, después de demorarse un poco, con un arma de percusión.
Tiene lugar el siguiente interrogatorio relativo a las circunstancias
que rodearon la pérdida de la mano de Epondo:
El cónsul, a través de Vinda, que habla en bobangi, y de Bateko, que
repite lo dicho en mongo a Kelengo y en el dialecto local a los demás,
pregunta a Epondo, en presencia del acusado:
—¿Quién te cortó la mano?
—(Epondo) El centinela Kelengo, aquí presente.
Kelengo niega la acusación (interrumpiendo) y afirma que se llama
Mbilu, y no Kelengo. El cónsul le pide que guarde silencio y le dice
que podrá hablar más tarde.
El cónsul llama al jefe de la aldea, Tondebila, y lo interroga por
mediación de los intérpretes. Después de habérsele dicho que cuente
la verdad sin miedo, afirma:
Roger Casement

—El centinela Kelengo, que está ante nosotros, le cortó la mano a


Epondo.
—(Cónsul) ¿Estabas presente cuando lo hizo?
—Sí.
El cónsul llamó a testificar a varios de los notables de la aldea.
Al primero de ellos, que dijo llamarse Mololi, el cónsul le preguntó,
señalando a la muñeca mutilada de Epondo:
—¿Quién le cortó la mano a ese niño?
—(Mololi, señalando al centinela) Ese hombre.
El segundo, llamado Eyikela, cuando el cónsul le preguntó lo mismo,
contestó:
—Kelengo.
Y cuando le hizo la misma pregunta al tercero, llamado Alondi, su
respuesta fue:
—Este hombre de aquí, Kelengo.
Luego el cónsul se dirigió de nuevo a Mololi y le dijo:
—¿Viste en persona cómo este centinela le cortó la mano al niño?
—Sí, lo vi.
La misma pregunta se le hizo a Eyikela, y su respuesta fue:
—Sin duda. Ese mismo día recibí esta herida (señalando un corte
junto al tendón de Aquiles del talón izquierdo), al huir asustado. Me
hirió mi propio cuchillo. Lo dejé caer al salir corriendo.
El cónsul le pregunta a Epondo:
—¿Cuánto hace que te cortaron la mano?
—No estoy seguro.
Dos jóvenes habitantes de la aldea, llamados Bonjingeni y Maseli,
intervienen y afirman acordarse. Aquello ocurrió cuando estaban exca­
vando la arcilla en la playa de la misión de Bonginda, cuando se empezó
a construir el canal para los vapores.
Entonces el Sr. Danielson afirma que la obra a la que se ha hecho
referencia, la apertura del canal para la misión de Bonginda, dio co­
mienzo el 2; de enero de este año.
Botoko, de Ekanza, otra sección de la aldea de Bosunguma, cuando el
cónsul le preguntó si había visto cómo le cortaban la mano al niño, contestó:
La tragedia del Congo

—Sí. No presencié el momento exacto del corte. Al llegar ya vi la


mano cortada y el suelo manchado de sangre. La gente había huido en
todas direcciones.
El cónsul les pidió a los intérpretes que preguntaran si había más
gente que hubiese presenciado el crimen y acusara a Kelengo de él.
Casi todos los presentes, unas cuarenta personas, en su mayoría
hombres, gritaron a coro que lo había hecho Kelengo.
—(Cónsul) ¿Están todos seguros de que fue Kelengo?
—(Respuesta general) Sí, fue él.
El cónsul le preguntó al acusado Kelengo:
—¿Le cortaste la mano a este niño?
La pregunta fue realizada en el lenguaje más sencillo posible, y
repetida seis veces, pidiéndosele que contestara con un simple “sí”
o no_ . »
CC

El acusado no respondió a la pregunta y se puso a hablar de otras


cosas no relacionadas con el asunto, como que se llamaba Mbilu
y no Kelengo, y que la gente de Bosunguma le había hecho cosas
malas.
Se le pidió que se ciñese a la pregunta que se le había hecho, que ya
hablaría más tarde de otras cosas, que ahora era el momento de res­
ponder a la pregunta con la misma claridad y sencillez que lo habían
hecho los demás. Que había escuchado las respuestas y la acusación
presentada en su contra, y que debía responder a las preguntas del
cónsul de la misma forma.
El acusado continuó hablando de temas irrelevantes y se negó a res­
ponder, o no supo hacerlo, a la pregunta que se le había hecho. Des­
pués de varios intentos de obtener una contestación a la pregunta de
si le había cortado la mano a Epondo, el cónsul afirmó:
—Se te acusa de este crimen. Te niegas a responder a las pregun­
tas que te hago directa y claramente, como han respondido tus acu­
sadores. Ya has oído su acusación. Tu negativa a contestar como
deberías, diciendo “sí” o “no”, a una pregunta directa y sencilla
me convence de que no puedes negar la acusación. Ya has oído de
qué te acusa toda esta gente. Como te niegas a responder de la
Roger Casement

forma en que ellos lo hicieron, puedes contar tu versión a tu mane­


ra. Te escucho.
El acusado empezó a hablar, pero antes de que Bateko (al que le ha­
blaba directamente) pudiera traducir sus afirmaciones y luego Vinda me
las tradujese a mí, un joven se separó del grupo e interrumpió.
Hubo alguna protesta y luego el hombre habló. Dijo que era Cian­
zo de Bosunguma. Que había matado dos antílopes y le había entre­
gado dos de las patas al centinela Kelengo como regalo. Kelengo se
negó a aceptarlas y ató a su mujer. Kelengo dijo que no eran regalo
suficiente para él y retuvo atada a la mujer de Cianzo hasta que él,
Cianzo, le pagó i .000 barras de latón por su libertad.
Entonces un joven, que dijo llamarse Ilungo, dio un paso al frente y
acusó a Kelengo de haberle robado, abiertamente, dos patos y un
perro. Se los quitó sin motivo alguno, sólo porque Kelengo los quería
y se los llevó a la fuerza.
El cónsul se dirigió de nuevo a Kelengo y le invitó a que contara su
versión y contestara como quisiera a la acusación hecha en su contra.
El cónsul pidió silencio y que nadie interrumpiera a Kelengo.
Kelengo afirmó que él no se había llevado los patos de Ilungo. Que
el padre de Ilungo le había dado un pato. (Todos se rieron). Que era
verdad que Cianzo había matado dos antílopes y le había regalado
dos patas, pero que él no había atado a su mujer, ni le había pedido
dinero para liberarla. El cónsul le dijo:
—Muy bien. Eso en cuanto a los patos y los antílopes, pero ahora
quiero que me hables de la mano de Epondo. Cuéntame qué sabes
sobre la amputación de la mano de Epondo.
Kelengo volvió a evadir la pregunta. El cónsul dijo:
—Dile esto de mi parte. Su amo lo ha puesto en esta aldea, ¿no es
así? Ésta es su aldea. ¿Me está diciendo que no sabe lo que ocurre en
el sitio donde vive?
A esto, Kelengo contestó que sí, que ésa era su aldea, pero que él no
sabía nada sobre la amputación de la mano de Epondo. Que tal vez
había sido el centinela que estaba allí antes de llegar él, que era un
hombre muy malo y le cortaba las manos a la gente. Aquel centinela
La tragedia del Congo

se había ido y era él quien cortaba manos, no él, Mbilu. Que no sabía
nada al respecto. El cónsul le preguntó:
—¿Cómo se llamaba ese centinela tan malo, tu predecesor, el que
cortaba manos? ¿Eo sabes?
Kelengo no da una respuesta directa y se le repite la pregunta. Lue­
go habla de varios centinelas y nombra a tres, diciendo que fueron sus
predecesores en Bosunguma: Bobudjo, Ekua y Lokola Longonya.
Entonces un hombre llamado Makwombondo interrumpe y afirma
que esos tres centinelas no residían en Bosunguma, sino que habían
estado acantonados en su propia aldea (la de Makwombondo). El
cónsul le pregunta a Kelengo:
—¿Cuánto hace que estás en este poblado?
—Cinco meses.
—¿Estás seguro?
—Cinco meses.
—Entonces, ¿conoces al niño Epondo? ¿Lo habías visto antes?
—No lo conozco de nada.
Aquí todos los presentes rompieron a reír y dieron rienda suelta a
expresiones de admiración ante la capacidad de mentir de Kelengo.
Kelengo continuó hablando y dijo que posiblemente Epondo sería
de la aldea de Makwombondo. Que, de todos modos, él no conocía a
Epondo. Que no lo conocía de nada.
Aquí habló Cianzo y dijo que él era hermano de Epondo y que
siempre habían vivido allí. Que su padre era Itengelo, ya muerto. Su
madre también había muerto. El cónsul le dijo a Kelengo:
—Elntonces, es definitivo: tú no sabes nada de este asunto.
—Definitivo. Lo he contado todo. No sé nada de esto.
Y entonces un hombre que dijo ser Elenge, de Ekanza, la sección
vecina de Bosunguma, se adelantó con su mujer. Afirmó que los-otros
centinelas del poblado no eran tan malos, pero que éste (Kelengo) era
malvado. Kelengo había atado a su mujer —Sondi, que lo acompaña­
ba— y le había pedido 50c barras para liberarla. Él había pagado.
A continuación, el cónsul le preguntó a Epondo cómo había perdi­
do la mano. Él, Bonjingeni y Maseli afirmaron que primero le habían
Roger Casement

disparado en el brazo y que luego, al caer al suelo, Kelengo le había


cortado la mano. El cónsul inquirió:
—¿Notaste cómo te la cortaban?
—Sí, lo note.
Y así acabó el interrogatorio. El cónsul anunció al jefe Tondebila y a
los presentes que informaría al Gobierno del Congo de todo lo que
había visto y oído, y que solicitaría que investigasen la acusación pre­
sentada contra Kelengo, quien merecía un severo castigo por sus actos
crueles e ilegales. Todo aquello de lo que se acusaba a Kelengo era ile­
gal, y si el Gobierno de su país sabía que se estaban haciendo esas
cosas, los autores de semejantes crímenes serían, sin lugar a dudas,
castigados.

Roger Casement
Cónsul de Su Británica Majestad

Hemos leído la declaración anterior y afirmamos que se trata de una


traducción fiel de lo que ayer se dijo en nuestra presencia en la aldea
de Bosunguma. Y en calidad de testigos estampamos nuestras firmas
en este documento.

William Douglas Armstrong


D. J. Danielson

Firmado por los mencionados William Douglas Armstrong y D. J.


Danielson, misioneros de Bonginda, el 8 de septiembre del año de
nuestro Señor de 1903, ante mí:

Roger Casement
Cónsul de Su Británica Majestad

Por la presente declaro que he oído al cónsul de Su Británica Ma­


jestad leer la declaración previa;y que se trata de una traducción fiel y
justa de las afirmaciones realizadas por los testigos interrogados ayer
La tragedia del Congo

en Bosunguma por el cónsul de Su Británica Majestad con mi ayuda,


en calidad de intérprete.

Vinda Bidiola

Firmado ante mí por Vinda Bidiola, en Bonginda, el 8 de septiembre


de 1903:

Roger Casement
Cónsul de Su Británica Majestad

Entregué una copia de mi puño y letra, y con mi sello, al coman­


dante Steevens, segundo jefe de Coquilhatville, el 10 se septiembre de
1903, cuando Epondo acusó a Kelengo del crimen cometido y yo
solicité el arresto inmediato de este último.

Roger Casement

VII

CIRCULAR DEL 7 DE SEPTIEMBRE DE 1903, EN LA QUE SE PROHÍBE QUE


LOS SOLDADOS ARMADOS CON RIFLES SALGAN DE SERVICIO SIN EURO­
PEOS AL MANDO.

ESTADO INDEPENDIENTE DEL CONGO


Boma, 7 de septiembre de iyoj

El análisis de los informes sobre las operaciones y los reconocimien­


tos militares muestra que las órdenes formales emitidas por el Go­
bierno, tantas veces repetidas, relacionadas con las instrucciones de
enviar soldados armados bajo el mando de suboficiales negros, no se
cumplen rigurosamente.
Incluso he advertido, a mi pesar, la poca disposición de cier­
tos representantes y agentes a cumplir con dichas instrucciones
Roger Casement

que, sin embargo, vienen dictadas por los intereses superiores del
Estado.
Las operaciones militares deben dirigirse de acuerdo con la norma­
tiva relativa al servicio en campaña, que nuestros oficiales y subofi­
ciales deben aplicar frecuentemente en la instrucción diaria, y siguien­
do las numerosas directrices sobre el asunto. Y con este fin, los ofi­
ciales superiores, antes de decidir qué operaciones realizarán, deben
determinar si los medios de los que disponen aquellos a su cargo son
suficientes.
Tengo el honor de invitar a los jefes territoriales a que recuerden
estas instrucciones a sus subordinados, y que les informen que cual­
quier incumplimiento de la norma que prohíbe el envío de soldados
armados bajo el mando de suboficiales negros será severamente casti­
gado, y podrá llevar implícito el despido del agente culpable.
Los soldados deben ser objeto de una supervisión constante, para
que les resulte imposible cometer las crueldades a las que sus primiti­
vos instintos podrían empujarles.
Las instrucciones prohíben, además, el empleo de los soldados como
trabajadores en los puestos y como porteadores.
Sin embargo, esta deplorable costumbre impera aún en muchos
lugares.
Es importante que los soldados, en el futuro, no sean retirados con­
tinuamente de sus guarniciones y separados de sus deberes militares, y
que permanezcan siempre bajo el control de sus jefes. Esto mejorará,
sin duda, la instrucción y la educación militar de los hombres de la
Force Publique. Por lo tanto, solicito a quien corresponda que se pon­
ga fin, de inmediato, a la mencionada situación. Del servicio postal
deben encargarse los trabajadores especialmente elegidos para ese fin.
Si las autoridades consideran necesario, en ciertos casos, escoltar
un puesto o un convoy de mercancía, la patrulla deberá organizarse
siguiendo la normativa, y deberá estar al mando de un europeo.
Y sólo en los casos más excepcionales, y si resulta absolutamente
necesario, podrá dicha patrulla, a falta de un europeo, estar al mando
de un suboficial de confianza y especialmente elegido para ello.
La tragedia del Congo

Pero en dichas ocasiones, que habrán de ser justificadas por las


autoridades, a los hombres bajo el mando de un suboficial negro se
les deben suministrar las armas de percusión reglamentarías, que son
buenas armas defensivas.

F. Fuchs
El Vicegobernador General

VIII

CIRCULAR DEL GOBERNADOR GENERAL WAHIS, DIRIGIDA A LOS COMI­


SARIOS DE DISTRITO Y A LOS JEFES DE ZONA

La calidad del caucho exportado del Congo es sensiblemente inferior


a la de hace un tiempo. Esta diferencia viene dada por varias causas,
pero principalmente se debe a que, al látex apto para ser recogido se le
añaden otras clases de látex de inferior calidad, c incluso cenizas.
Este motivo de pérdida puede, y debe ser, eliminado. Los comisa­
rios de distrito y los jefes de zona, todos muy experimentados, cono­
cen los métodos fraudulentos que los nativos intentan emplear con
frecuencia.
Deben tomar medidas para prevenir dichos fraudes. No puede du­
darse que, en esas zonas en las que la población se somete al impues­
to, no resultará imposible hacer que los nativos aporten un producto
puro; pero para conseguirlo, es necesaria una supervisión constante;
porque tan pronto el nativo percibe que la supervisión se relaja, inten­
ta reducir su trabajo recogiendo látex de mala calidad, si lo obtiene
fácilmente, o añadiéndole cuerpos extraños.
Siempre que se descubran dichos fraudes, deben ser castigados. Los
comisarios de distrito y los jefes de zona deberán examinar el pro­
ducto con frecuencia, para poder informar a su debido tiempo a los
jefes de estación, y no permitir una situación de lo más perjudicial.
A esta causa de disminución del valor del caucho debemos añadir el
mal embalaje del producto que, así, suele viajar durante meses en las
Roger Casement

peores condiciones. Podemos decir que gran parte del esfuerzo rea­
lizado para obtener un producto acorde con la riqueza del país se
pierde debido a esta negligencia, porque esta falta de cuidado puede
reducir el valor del caucho a la mitad.
Debo añadir que el valor del caucho, aun cuando no presente adul­
teración alguna, ha descendido en todos los mercados desde hace un
tiempo: por lo tanto, los jefes territoriales deben no sólo eliminar los
dos motivos de pérdida que pueden suprimir, sino que además deben
intentar neutralizar el tercero, realizando continuados esfuerzos para
incrementar la producción hasta el nivel estipulado en las instrucciones.
Prestaré una atención constante a las órdenes que transmito por la
presente.

Wahis
El Gobernador General
Boma, 29 de marzo de 1901
La tragedia del Congo

Isekausu muestra la amputación que le produjo Un hombre llamado Lomboto muestra los
un “capita” llamado Ikombi, Baringa. Congo Bel- efectos de un disparo en la mano por parte
ga 1905. de un “capita" de la concesión de caucho.
Bolomboloko. Congo Belga 1905.

Tres “capitas” de la abir (Anglo-Belgian Indian Rubber) con un prisionero. Congo Belga 19 ° S -
Roger Casement

Muchacha con un pie Hombre siendo azotado con un chicote (látigo de piel de hipopó­
amputado por los guar­ tamo) por un soldado. Congo Belga 1905.
das. Congo Belga 1905.

Hombres de una aldea congoleña muestran a dos misioneros y a la cámara las manos de dos
víctimas (Lingomo y Bolcnge) de los “soldados del caucho” de la abir. Distrito de Nsongo.
Congo Belga 1904.
La tragedia del Congo

Un niño, de nombre Impongi, con una mano Un niño mutilado por los soldados al haber
y un pie mutilados por los soldados al haber incumplido su padre la cuota de caucho. Dis­
incumplido su aldea la cuota de recolección trito del Ecuador. Congo Belga 1905.
de caucho impuesta por las autoridades bel­
gas. Congo Belga 1904.
Roger Casement

Dos hombres esposados y encadenados en Bauliri al no poder pagar sus impuestos en caucho.
Congo Belga 1904.
La tragedia del Congo

El joven Mola y la niña Yoka mutilados. Misionero sueco con un niño mutilado. Alto Con-
Las manos de Mola fueron amputadas tras go. Congo Belga 1904.
ser atadas demasiado fuerte por los solda­
dos, provocando gangrena. La mano de
Yoka le fue cortada por los milicianos al
creerla muerta. Congo Belga 1904.

Un grupo de recolectores de caucho. Bongwonga. Congo Belga 1905.


Roger Casement

El reverendo John Harris (izquierda) y su esposa la fotógrafa Alice Harris. Congo Belga 1910.

Mujeres mantenidas como rehenes para obligar a sus maridos a cumplir su cuota de caucho.
Congo Belga 1905.
El crimen del Congo
ARTHUR CONAN DOYLE
Prefacio

En Inglaterra somos muchos los que consideramos el crimen come­


tido por el rey Leopoldo de Bélgica y sus partidarios en las tierras del
Congo como el más grande conocido en los anales de la humanidad.
Yo personalmente soy por completo de esa opinión. Ha habido ex­
propiaciones como la de Inglaterra por los normandos, o la de Irlanda
por los ingleses. Ha habido masacres en pueblos como la de los suda­
mericanos por los españoles, o de naciones sometidas por los tur­
cos. Pero nunca antes ha habido semejante mezcla de expropiación y
masacre absolutas realizada con el odioso disfraz de la filantropía y
teniendo por motivo el más vil de los intereses comerciales. Es este
sórdido motivo y esa afectada hipocresía lo que hace que este crimen
sea único en su horror.
Los testigos del crimen pertenecen a todas las naciones, y no hay
posibilidad de error en los hechos. Hay cónsules británicos como
Casement, Thesiger, Mitchel y Armstrong, todos los cuales han escri­
to sobre ello de forma oficial aportando con detalle hechos y fechas.
Hay franceses como Pierre Mille y Félicien Challaye, que han escrito
libros sobre el tema. Hay misioneros de muchas razas, como Harris,
Weeks y Stannard (británicos); Morrison, Clark y Sheppard (ameri­
canos); Sjóblom (sueco) y el padre jesuita Vermeersch. Tenemos la
elocuente decisión del Gobierno italiano, que se negó a permitir que
sus oficiales italianos siguieran trabajando en semejante obra de ver-
Arthur Conan Doyle

dugos, y tenemos el informe de la comisión belga, cuyas pruebas fue­


ron suprimidas por ser demasiado terribles para ser publicadas; y,
finalmente, tenemos la incorruptible evidencia de la cámara Kodak.
Cualquier norteamericano que eche un vistazo a El soliloquio del rey
Leopoldo, de Mark Twain, verá algunas muestras. Una lectura atenta
de todas las fuentes de información revela que no hay forma de tortu­
ra inventada por el ingenio humano, por salvaje, obscena o grotes­
ca que sea, que no se haya empleado contra ese pueblo inofensivo e
indefenso.
En todo caso, y a mi parecer, sólo esto ya debería justificar nues­
tra intervención. Se ha intervenido varias veces en Turquía alegan­
do motivos humanitarios. Y en este caso hay una razón muy especial
para que Norteamérica e Inglaterra no se crucen de brazos ante el ase­
sinato de ese pueblo. En cierto sentido, son sus padrinos. Norteamé­
rica fue la primera potencia en otorgar reconocimiento oficial a la
empresa del rey Leopoldo en 1884, por lo que es responsable de ha­
berlo puesto en ese cargo del que tan terriblemente ha abusado. Ha
sido la causa indirecta e inocente de toda la tragedia. Seguramente es
de rigor que haga alguna reparación. Por otra parte, Inglaterra, y las
demás potencias europeas, firmaron en 1885 el tratado por el cual
todas y cada una de ellas se hacía responsable del estado de los nati­
vos. Hasta el momento, las demás potencias no han mostrado deseo
alguno de cumplir con ese compromiso. Pero la conciencia de Ingla­
terra está inquieta y se dispone poco a poco a actuar. ¿Seguirá Nor­
teamérica sus pasos?
En este momento hay dos ciudadanos norteamericanos, Sheppar y
esc noble virginiano que es Morrison12, a punto de ser juzgados en Leo­
poldville por decir la verdad acerca de esos sinvergüenzas. Morrison en

12. William Sheppard (18651927), misionero afroamericano de la Iglesia Presbiteriana. Pasó


muchos años en el Congo, donde se esforzó por denunciar las atrocidades cometidas por los
soldados del rey Leopoldo 11 contra los ktiba y otros pueblos congoleños.
William Morrison fue, durante varios años, el jefe de Sheppard y su gran aliado. Los dos fueron
juzgados en 1909, en Leopoldville, por haber publicado un duro artículo contra los métodos utili­
zados por la Compagnie du Kasai en la zona que tenía asignada para su explotación. (N. de los E.)
La tragedia del Congo

el banquillo de los acusados es mejor estatua de la libertad que la de


Bartholdi en el puerto de Nueva York.
Pero el Congo tiene por todas partes apologistas comprados y por
toda Norteamérica se intenta hacer creer que Inglaterra quiere echar a
Bélgica de su colonia y apropiársela para sí. Son acusaciones absurdas.
Dirigir de forma honesta una colonia tropical sin esclavizar a los nati­
vos es un proceso costoso. Por ejemplo, Nigeria, la colonia inglesa
más cercana, necesita un subsidio que asciende a dos millones de dó­
lares anuales. Dado el actual estado de desmoralización del Congo,
quien se haga cargo de ese Estado tendrá un gasto mínimo de diez
millones de dólares al año durante los próximos veinte años. Bélgica
no ha dirigido esa colonia. Se ha limitado a saquearla, obligando a sus
habitantes a enviar por barco a Amberes todo lo que pudiera haber de
valor, sin pagarles nada a cambio. Ninguna potencia europea decente
haría eso. Durante muchos años venideros, el Congo requerirá de su
futuro dueño un enorme gasto, además de verdadera vocación filan­
trópica. Confío en que eso no recaiga sobre Inglaterra.
También se ha intentado (pues el otro bando dispone de considera­
ble ingenio e ilimitados recursos) hacer creer que toda esta cuestión es
una disputa entre misiones protestantes y católicas. Cualquiera que lo
crea debería leer el libro La Question Congolaise, de ese elocuente y
santo jesuíta que es el padre Vermeersch". Vivió en ese país y, como él
mismo dice, lo que le empujó a escribir fue presenciar ese “sufrimien­
to incalculable”.
Nosotros, los ingleses que nos tomamos en serio este asunto, mira­
mos con impaciencia al Oeste en busca del apoyo moral que supon­
dría una intención clara de actuar. Sería un gran espectáculo ver el
estandarte de la humanidad y la civilización enarbolado en semejante
causa por las dos grandes naciones angloparlantes.

Arthur Conan Doyle

13. Arthur Vermeersch (1858-1936), jesuíta y teólogo belga, profesor de la Universidad Gre­
goriana y uno de los moralistas católicos más importantes de finales del xrx. (N. de los E.)
Introducción

Estoy convencido de que el motivo por el que la opinión pública no


es más sensible ante la situación del Estado Libre del Congo es que su
terrible historia no ha llegado a la gente en su totalidad. El Sr. Morel'4
ha hecho el trabajo de diez hombres, y la Asociación para la Reforma
del Congo ha luchado mucho con medios muy escasos, pero dedican
su tiempo y energía a cada nueva fase que surge de la situación. Por
tanto, me parece que hay sitio para esta historia general que se ocupa
de contar la totalidad de la situación hasta el momento actual. Esta his­
toria debe ser forzosamente superficial, si se quiere que tenga un tama­
ño y un precio que garantice su difusión entre el público general al que
está destinada. Aun así, contiene todos los datos básicos y permitirá al
lector formarse su propia opinión sobre el estado de las cosas.
En el supuesto de que, tras leer este libro, el lector desee ayudar en
la tarea de difundir la situación, podrá hacerlo de diferentes maneras.
Podría unirse a la Asociación para la Reforma del Congo (Granville
House, Arundel Street, W. C.). Podría escribir a su representante local
y ayudar a organizar reuniones que aireen la cuestión. Finalmente,
podría prestar este libro y comprar más ejemplares, pues todos los 14

14. Edmund Dene Morel (1858-1924) periodista británico que lideró el movimiento contra la
situación en el Estado Libre del Congo y los métodos empleados por Leopoldo II de Bélgica.
(N de los E.)
Arthur Conan Doyle

beneficios derivados de su venta se emplearán en difundir los hechos


entre el público alemán y el francés.
Podría argumentarse que todo esto es historia antigua y que en su
mayoría se refiere a un período anterior al pasado io de agosto de
1908, en que Bélgica se anexionó el Estado Libre del Congo. Pero no
es tan fácil desprenderse de esa responsabilidad. El Estado Libre del
Congo fue fundado por el rey belga, y explotado por capital belga,
soldados belgas y concesionarios belgas. Fue defendido y mantenido
por sucesivos gobiernos belgas, que hicieron todo lo posible por desa­
nimar a los reformistas. Al margen de las nimiedades legales, es un
insulto al sentido común suponer que la responsabilidad de lo sucedi­
do en el Congo no ha sido siempre belga. La maquinaria belga siem­
pre estuvo dispuesta a ayudar y defender el Estado Libre del Congo,
pero nunca a tenerlo controlado e impedir los crímenes.
Y Bélgica tuvo oportunidad de hacerlo. Si, nada más anexionarse el
Estado, hubiera formado una Comisión Judicial para investigar de
forma inflexible todo el asunto, con poderes para castigar pasadas
ofensas y examinar los escándalos de los últimos años, entonces sí que
habría hecho algo por aclarar el pasado. Si además de eso hubiera libe­
rado la tierra, renunciado por completo al sistema de trabajos forza­
dos y anulado los privilegios de todas las compañías concesionarias,
por el evidente motivo de haber abusado claramente de sus pode­
res, entonces quizá Bélgica podría haber seguido adelante en su em­
presa colonizadora en las mismas condiciones que los demás Estados,
expiando sus pecados hasta donde fuera posible.
Pero no hizo nada de eso. Ya lleva todo un año perseverando en las
malas artes de su predecesor. Su colonia es un escándalo a los ojos del
mundo entero. El tiempo de los asesinatos y las mutilaciones podrá
quedar en el pasado, como deseamos todos, pero el país está sumi­
do en un estado de aterradora y desesperanzada esclavitud1’. Nada de

i f . Desde que escribí este párrafo, la situación ha ido a peor. El Dr. Dórpinghaus, de Barmen,
excelente testigo alemán, lia demostrado más allá de cualquier duda que en la región de Busire, en
el mismo centro de la colonia, siguen cometiéndose las mismas atrocidades de siempre. Las his­
torias que cuenta sobre el uso del chicote y la casa donde retienen a los rehenes, sobre caníbales
armados y poblados incendiados, es la misma que se cuenta en otras partes de este libro. A. C. D.
La tragedia del Congo

esto es nuevo; sólo es una etapa más de la misma historia. Cuando


Bélgica se hizo cargo del Estado del Congo, también se hizo cargo de
su historia y sus responsabilidades. En estas páginas se explícita cuán
grande es esa carga.
La enumeración de las fechas da la medida de nuestra paciencia.
¿Acaso nos acusará alguien de precipitación porque preferimos pres­
cindir de palabras vanas y decir de forma clara que el asunto debe
aclararse, y cuanto antes? ¿O acaso debemos apelar, pruebas en mano,
a todas y cada una de las potencias para que nos ayuden a enderezar
las cosas? Si las potencias se niegan a ello, nuestro será entonces el
deber de honrar las garantías dadas para salvaguardar la seguridad de
esa pobre gente y dedicarnos a enderezarlas nosotros. Si las potencias
se unen a nosotros, o nos dan orden de hacerlo, tanto mejor... Pero
hay alguien mucho más importante que las potencias que nos conmi­
na a actuar.
Sir Edward Grey16 17 nos dijo en su discurso del 22 de junio de 1909,
que todo este asunto supone un peligro para la paz europea. Miremos
a la cara a ese peligro. ¿De dónde provendría? ¿Será Alemania, con su
tradición de feliz vida hogareña, quien alzará una mano para ayudar a
los carniceros de Mongala y del Dominio de la Corona 7? ¿Sería posi­
ble que quienes admiran justamente el espléndido ejemplo público y
privado de Guillermo 11, desenvainen la espada en favor de Leopoldo?
Hace mucho tiempo que Alemania tiene una deuda pendiente con el
Congo, tanto en nombre de sus derechos de comercio como en el de
la humanidad. ¿O serán los Estados Unidos quienes salgan en su de­
fensa, cuando sus ciudadanos han rivalizado con nosotros a la hora de
soportar y denunciar esas iniquidades? ¿O acaso el peligro proviene
de Francia? Hay quien piensa que el peligro viene del otro lado del

16. Sir Edward Grey (1862-1933), político ingles que en la época era el Secretario de Asuntos
Exteriores de su país. (N. de los E.)
17. Al principio, el territorio del Estado Libre estaba dividido en dos zonas: la zona de libre
comercio (un tercio del territorio), donde podían trabajar empresas europeas, participadas por el
rey; y la zona del Domaine Privé (Dominio Privado), explotada directamente por los funciona­
rios del rey. Más adelante, en 1893, Leopoldo reduciría la zona de libre comercio, creando una
nueva demarcación, la llamada Domaine de la Couronne (Dominio de la Corona). (1 ST. del T.)
Arthur Conan Doyle

canal, dado el capital invertido por Francia en esas empresas, y que el


Congo francés ha degenerado por la influencia y el ejemplo de su
vecino, y que Francia tiene derecho de prioridad. Yo, por mi parte,
no puedo creerlo. Conozco demasiado bien el instinto generoso y
caballeresco del pueblo francés. Y sé también que su pasado colonial
en el devenir de los siglos no es inferior al nuestro. Son tradiciones
que no se descartan a la ligera, y las cosas en ese país volverán a su
cauce en cuanto tengan un buen Ministro de las Colonias que dedique
su atención a las concesionarias del Congo francés. No olvidarán las
palabras de Brazza18 en su lecho de muerte: «Nuestro Congo no debe
convertirse en otro Mongala». Es imposible que Francia pueda aliarse
al rey Leopoldo y, de suceder así, su entente cordiale sería tan tensa
que acabaría quebrándose. Por tanto, dado que estas tres potencias,
las más directamente implicadas, tienen motivos tan claros para ayu­
dar, que no para estorbar, podemos seguir adelante sin miedo. Pero,
en caso de no suceder así, y que toda Europa mirase con desagrado
nuestra empresa, no seríamos dignos hijos de nuestros padres si no
avanzásemos por el claro sendero del deber patriótico.

Arthur Conan Doyle


Windlesham, Crowborough
Septiembre de 1909

18. Pietro Savorgnan di Brazza (i852 -i9 °5 )> explorador pacifista y humanista, principal artífice
de la creación del Congo Francés. (N. del T.)
I
DE CÓMO SE FUNDÓ EL ESTADO LIBRE DEL CONGO

Y a en los primeros años de su reinado, mostró el rey Leopoldo de


Bélgica un interés por África Central que durante largo tiempo se
achacó a nobleza y filantropía, hasta que el contraste entre esos apa­
rentes motivos y el actual comercio sin escrúpulos se volvió dema­
siado evidente. En fecha tan lejana como el año 1876, organizó una
conferencia de humanitarios y viajeros, que se reunieron en Bruselas a
fin de estudiar planes para abrir el continente negro. En esa conferen­
cia nació la llamada Asociación Internacional Africana, que, pese a su
nombre, era casi por completo belga, con el rey de los belgas como
presidente. Tenía el objetivo declarado de explorar esas tierras y cons­
truir estaciones que serían centros de civilización con casas de des­
canso para los viajeros.
Cuando Stanley volvió en 1878 de su gran viaje, fue recibido en
Marsella por representantes del rey de Bélgica, que contrató al famoso
viajero como agente de su Asociación. El primer encargo que recibió
Stanley fue abrir el Congo al comercio, y acordar con los nativos las
condiciones para la construcción de estaciones y almacenes. En 1879,
Stanley puso manos a la obra con su característica energía. Sus inten­
ciones personales eran admirables. “Sólo necesitaremos un simple con­
tacto”, escribió, “para convencer a los nativos de que nuestras inten­
ciones son puras y honorables, y que buscamos su bien material y
social, más que satisfacer nuestros intereses. Propagaremos las bendi-
Arthur Conan Doyle

dones que nacerán de una relación justa y amistosa con un pueblo


desconocido para ellos”. Stanley era un hombre inflexible, pero no un
hipócrita. No hay ninguna duda de que sentía lo que decía. En vista de
las historias sobre la estupidez y la holgazanería de los nativos, difun­
didas por los apologistas del rey Leopoldo para justificar su conducta
hacia ellos, vale la pena resaltar que Stanley tenía una opinión muy ele­
vada de su diligencia y su talento comercial. Los siguientes extractos
de sus obras aclaran esta cuestión fuera de cualquier duda:

Bolobo es un gran centro para el comercio de marfil y polvo de sán­


dalo, sobre todo porque sus habitantes son muy emprendedores.

De Irebu, una “Venecia del Congo”, dice:

Esta gente conoce bien muchas tierras y tribus del Alto Congo.
Conocen todos los apeaderos del río entre Stanley Pool19 y Upoto, una
distancia de seis mil millas. Todos los detalles sobre la vida salvaje, los
prosy los contras derivados del comercio, las diferentes clases de diplo­
macia que emplean los salvajes, son tan conocidas para ellos como el
alfabeto romano para nosotros... No es de extrañar que todos estos
conocimientos comerciales hayan dejado huella en sus rostros, tal y
como sucede en nuestras ciudades europeas. ¿ Acaso no reconocemos al
militar que vive entre nosotros, al abogado o al mercader, al banque­
ro, el pintor O el poeta? PUES, IGUAL SUCEDE EN ÁFRICA, SOBRE TODO
EN EL CONGO, CUYA GENTE ESTÁ MUY DEDICADA AL COMERCIO.
Durante los escasos días de contacto nos proporcionaron una idea
muy clara de cuales son sus cualidades, no siendo la menos evidente
su diligencia.
Tal y como se hacía en los viejos tiempos, Umangi, de la orilla
derecha, y Mpa, de la izquierda, enviaron a sus representantes con
colmillos de marfil, grandes y pequeños, cabras y ovejas, y frutas y

19. Stanley Pool en la actualidad recibe el nombre de Pool Malebo, y es un ensanchamiento del
río Congo que hace las veces de frontera entre Kinshasa y Brazzaville. (N. del T.)
La tragedia del Congo

hortalizas, clamando a gritos que se las compráramos. Era difícil


resistirse a semejantes apremios acompañados de zalamerías para
que adquiriéramos su mercancía.
Ya he hablado de los entusiastas mercaderes nativos que nos seguían
durante millas para conseguir la más pequeña pieza de tela. Mencio­
naré que, tras recorrer muchas millas para obtener tela a cambio de
marfil y polvo de secuoya, los desfallecidos nativos nos preguntaron:
«¿ Qué es lo que queréis f Decídnoslo, y os lo conseguiremos».

Acerca del escepticismo inglés ante las intenciones del rey Leo­
poldo, dice:

Aunque comprenden la satisfacción que produce la filantropía cuando


se aplica a Inglaterra, les cuesta admitir que sea ese sentimiento el que
induce al rey Leopoldo n a crear esta Asociación Internacional. Es un
soñador, como todos sus confreres en la obra, pues ese es el sentimien­
to que aplica a los millones de seres olvidados del Continente Negro.
Al no conllevar la empresa dividendo alguno, les cuesta apreciar en su
justa medida ese sentimiento ardiente, vivificador y expansivo, que
busca llevar influencias civilizadoras a las razas negras, e iluminar con
el brillo de la civilización los lugares oscuros de la triste África.

Cuesta dejar pasar estos extractos sin comentar que la población de


Bolobo, el primer lugar mencionado por Stanley, se ha reducido de
cuarenta mil a siete mil personas; que Irebu, llamada por Stanley la
populosa Venecia del Congo, tenía en 1903 una población de cin­
cuenta personas; que, según el cónsul Casement, los nativos que so­
lían seguir a Stanley, suplicándole comercio, ahora huyen a la selva
ante la cercanía de un barco de vapor, y que el sentimiento de genero­
sidad del rey Leopoldo 11 ha producido unos dividendos anuales del
trescientos por cien. Ésta es la diferencia entre las expectativas de
Stanley y el resultado actual.
Sin preocuparse por el posible efecto destructor que tendría su
labor, Stanley trabajó mucho con los jefes nativos, consiguiendo para
Arthur Conan Doyle

su patrono no menos de cuatrocientos cincuenta supuestos tratados


que transferían tierras a la Asociación. No tenemos constancia de cuál
fue el pago efectuado a cambio de esos tratados, pero sí que dispone­
mos de las condiciones de una transacción similar llevada a cabo en
1883 por un oficial belga en Palabala. En este caso, el pago realiza­
do al jefe de la tribu consistió en “un abrigo de tela roja con adornos
dorados, una gorra roja, una túnica blanca, una pieza de algodón
indio blanco, una pieza de tela moteada de rojo, cuatro garrafones de
ron, diez cajas de ginebra, ciento veintiocho botellas de ginebra, vein­
te pañuelos rojos, cuarenta camisetas y cuarenta gorros viejos de algo­
dón”. Es obvio que, con este trato, el jefe creía estar dando permiso
para que se construyera una estación. Nunca debió pasársele por la
cabeza la idea de que estaba vendiendo la tierra, pues era propiedad
comunitaria de toda la tribu y no le correspondía venderla. Y, aun así,
fue con esos tratados con lo que se expropió a veinte millones de per­
sonas y se proclamó que todas las riquezas y tierras del país pertene­
cían no a sus habitantes, sino al Estado. O sea, al rey Leopoldo.
El rey de los belgas se presentó ante las grandes potencias con ese
fajo de tratados en la cartera, manifestando grandes sentimientos hu­
manitarios y solicitando cierto reconocimiento entre las naciones para
el Estado que estaba formando. ¿Fue en ese momento consciente­
mente hipócrita? ¿Tenía ya prevista la forma en que sus actos futuros
diferirían de sus afirmaciones? Es una cuestión que mantendrá ocu­
pados a los historiadores del futuro, que quizá dispondrán de más
material que nosotros para formarse una opinión. Por un lado, hubo
un secretismo furtivo —en la forma en que evolucionaron sus planes
y en que se enviaban expediciones— que no debería tener cabida en
una empresa filantrópica. Por otro lado, hay un límite en la capacidad
de engaño del ser humano, y es casi inconcebible que un hombre que
interpreta un papel pueda engañar de forma tan completa a todo el
mundo civilizado. Me parece más probable que su mente ambiciosa se
diera cuenta poco a poco que su intervención en los asuntos de África
podía proporcionarle algo que no le daba su pequeño reino. Eligió
la trayectoria más evidente, la de la misión civilizadora y elevada,
La tragedia del Congo

tomando el camino de menor resistencia, sin una idea clara de adon­


de podría conducirlo. Una vez con los datos en la mano, su astuto
cerebro percibió las grandes posibilidades económicas de ese país,
sustituyendo sus antiguos sueños por una avaricia sin escrúpulos, e
iniciando paso a paso una caída que llevaría a aquel hombre de santas
aspiraciones de 1885 a tener en 1909 tal carga de responsabilidades
directas y personales como no ha tenido que sobrellevar ningún otro
hombre de la moderna historia europea.
De hecho, leer ahora las declaraciones que hicieron en su momento
el rey y sus representantes resulta ridículo, en vista del resultado. En
realidad estaban creando el más absoluto de los monopolios comer­
ciales, una organización destinada a aplastar cualquier clase de comer­
cio privado en un país tan grande como toda Europa, excluida Rusia.
Porque tal ha sido el resultado de su empresa. Veamos lo que dijo en
1885 el Sr. Beernaert, primer ministro belga:

El Estado, del cual será soberano nuestro rey, será una especie de
colonia internacional. No habrá m monopolios ni privilegios... Más
bien al contrario: habrá libertad absoluta de comercio, propiedades y
movimientos.

Y estas fueron las palabras del barón Lambermont, el plenipoten­


ciario belga, en la Conferencia de Berlín:

De ser necesario, se corregirá la tentación de crear impuestos abusi­


vos, buscando el libre comercio... No hay ninguna duda respecto al
significado estricto y literal del término “en asuntos comerciales”.
Significa... el derecho ilimitado de todos para comprar y vender.

La parte humanitaria es tan grave que empequeñece la de las pro­


mesas comerciales rotas, pero basta con estas últimas para decir que
todas las condiciones impuestas para la creación de ese Estado fueron
flagrante y claramente violadas, y que, por tanto, sus títulos de pro­
piedad están viciados desde el principio.
Arthur Conan Doyle

En su momento, las declaraciones del rey convirtieron al mundo


entero en su aliado entusiasta. Los Estados Unidos fueron el primer
país en apresurarse a reconocer formalmente el nuevo Estado. Y quizá
también fue el primero en darse cuenta de la verdad, y en dar pasos
públicos para retractarse de lo hecho. Las Iglesias y las cámaras de
comercio de Gran Bretaña apoyaban a Leopoldo, las primeras atraí­
das por la perspectiva de llevar sus misiones al corazón de África, las
segundas encantadas ante la oferta de un nuevo mercado. En el Con­
greso de Berlín, creado para regular la situación, las naciones compe­
tían entre sí para participar en los planes del rey de los belgas y exaltar
sus elevados fines. El Estado Libre del Congo se creó en medio del
regocijo general. El veterano Bismarck, tan crédulo como los demás,
le concedió su bendición bautismal: «El nuevo Estado del Congo»,
dijo, «está llamado a ser uno de los principales promotores de la obra
[civilizadora] que se abre ante nosotros, y ruego por su próspero de­
sarrollo y porque se hagan realidad las nobles aspiraciones de su ilus­
tre fundador». Así fue como nació el Estado Libre del Congo. Y, de
haber podido percibir las naciones allí reunidas cuál sería su futu­
ro, la traición a la religión y a la civilización de que sería reo, la inmen­
sa serie de crímenes que se perpetrarían por toda el África Central,
la disminución del prestigio de la raza blanca, seguramente habrían
estrangulado al monstruo en su cuna.
No es necesario dejar aquí constancia de todas las disposiciones del
Congreso de Berlín. Bastará con dos de ellas, pues son tanto las más
importantes como las violadas de forma más flagrante. La primera de
ellas, que conforma el quinto artículo del acuerdo, proclama que:
«Ningún poder con derechos de soberanía en las susodichas regio­
nes podrá otorgar monopolio o privilegio alguno en cualquier tipo
de asunto comercial». No puede haber palabras más claras, pero los
representantes belgas, conscientes de que semejante cláusula desar­
maría cualquier posible oposición, se esforzaron en subrayarla. «Nin­
guna situación de privilegio podrá crearse a este respecto», dijeron.
«Se mantendrá sin restricciones la libre competencia dentro de la esfe­
ra del comercio.» Sería interesante enviar ahora una expedición ale-
La tragedia del Congo

mana o británica al Congo en busca de esa libre competencia que se


prometió de forma tan explícita, para ver cómo le iba entre un go­
bierno monopolizador y el monopolio de las compañías que se han
repartido ese país. Algo de camino se ha recorrido desde que el prín­
cipe Bismarck declarase en la última sesión de la Conferencia que el
resultado “garantizaba a los comerciantes de todas las naciones libre
acceso al corazón del continente africano”.
Pero más importante aún es el Artículo vi, tanto por el asunto que
toca como porque los firmantes del tratado se obligaron solemne­
mente “en nombre de Dios Todopoderoso”, a velar por su cumpli­
miento. Dice:

Todas las potencias que ejerzan derechos de soberanía o tengan


influencia en esos territorios se comprometen a velar por la protec­
ción de la población nativa, a mejorar sus condiciones de vida mo­
rales y materiales, y a trabajar por la abolición de la esclavitud y
el tráfico de esclavos.

A esto se comprometió la unión de todas las naciones de Europa. Y


la forma en que han cumplido con esc juramento es una desgracia
para todas ellas, incluyendo la nuestra. Y, como mostraré a conti­
nuación, a ojos de todas ellas se ha representado una larga y horrible
tragedia, proclamada por sacerdotes y misioneros, por comerciantes,
viajeros y cónsules, y corroborada, pero en ningún modo reformada,
por una comisión de investigación belga. Vieron a ese pueblo infeliz,
ahijado suyo, robado de todas sus posesiones, pervertido, degradado,
mutilado, torturado y asesinado a una escala como no se había visto,
según mis conocimientos, en todo el curso de la historia, y ahora, tras
todos estos años en que los hechos eran de sobra conocidos, seguimos
en la etapa de las educadas protestas diplomáticas. No es respuesta
decir que Francia y Alemania han respetado aún menos el compromi­
so adquirido en Berlín. Un individuo no puede justificar el haber roto
su palabra con el argumento de que también la ha roto su vecino.
II
EL DESARROLLO DEL ESTADO DEL CONGO

En cuanto el rey Leopoldo tuvo el mandato del mundo civilizado,


procedió a organizar el gobierno del nuevo Estado, que teóricamente
sería independiente de Bélgica, si bien gobernado por el mismo indi­
viduo. En Europa, el rey Leopoldo era un monarca constitucional, en
África un autócrata absoluto. Se eligieron tres ministros para el nuevo
Estado, uno para asuntos exteriores, otro de economía y uno de inte­
rior, pero nunca se recalcará lo bastante que tanto ellos como sus
sucesores, hasta 1908, serían nombrados por el rey, pagados por el
rey, responderían sólo ante el rey, y que, en todos los sentidos, serían
simples empleados a sus órdenes. En cada nuevo paso pueden ras­
trearse los manejos de una única política y un único cerebro, tan com­
petente como siniestro. Si los ministros se concibieron para que fue­
ran una fachada, eran una fachada completamente transparente. En el
origen de todo estaba el rey, siempre el rey. El señor Van Eetvelde,
una de las tres cabezas visibles, resumió la cuestión en una sola frase:
“C’est a votre majesté qu’appartient l’État” [El Estado pertenece a Su
Majestad]. Eran simples administradores que gestionaban un Estado
vigilados de cerca por un dueño muy alerta y con mucha atención.
Uno de los primeros actos oficiales bastó para hacer pensar a los
observadores. Fue el anuncio del derecho a promulgar leyes median­
te decretos arbitrarios, sin publicarlos previamente en Europa. Por
tanto, habría leyes secretas que podrían alterarse en cualquier mo-
Arthur Conan Doyle

mentó. El Bulletin Officiel anunció que “ Tout les Actes du Gouverne-


ment qu’ily a intérét a rendrepublics seront insérés au Bulletin Offi­
ciel” [Todas las Actas del Gobierno que quieran hacerse públicas se
incluirán en el Boletín Oficial]. Estaba claro que los vientos transpor­
taban algo que podría sacudir la ya muy correosa conciencia del con­
junto de Europa. Mientras tanto, la organización del Estado seguía
adelante. Se eligió un gobernador general que viviría en Boma, decla­
rada capital. A sus órdenes habría quince comisarios de distrito, que
gobernarían los otros tantos distritos en que se dividió el país. La
única región por aquel entonces algo desarrollada era la del semicivi-
lizado Bajo Congo, en la desembocadura del río. Allí estaba la pobla­
ción blanca. Las zonas más alejadas, la parte alta del río y sus grandes
afluentes, sólo eran conocidas por algunos misioneros devotos y ex­
ploradores emprendedores. Grenfell y Bentley, de las misiones, con el
alemán Von Wissmann y el incansable Stanley, fueron los pioneros
que en los siguientes años abrieron esas vastas tierras interiores que
serían el escenario de tan atroces acontecimientos.
Pero la labor del explorador pronto se vería complementada y am­
pliada por la del soldado. Mientras los belgas llegaban por el oeste, los
esclavistas árabes lo hacían por el este, bajando por el río hasta las
cataratas Stanley”. No podía mediar compromiso alguno entre fuer­
zas tan contrarias, aunque algún intento se hizo de encontrarlo al ele­
gir al jefe árabe gobernador del Estado Libre. A eso le siguieron mu­
chos años de una larga campaña de enfrentamientos entre esclavis­
tas árabes y fuerzas del Congo, éstas últimas compuestas mayorita-
riamente por tribus caníbales, hombres de la edad de piedra con ar­
mas del siglo diecinueve. La abolición del tráfico de esclavos es una
buena causa, pero los medios utilizados y el empleo de bárbaros que
se comían por la noche a quienes habían matado durante el día eran
tan malos como el mal en sí. Con todo, resulta innegable la energía y
la habilidad de los jefes del Congo, especialmente en el caso del barón
Dhanis. Para el año 1894, las expediciones belgas habían llegado al 20

20. Las actuales cataratas Boyoma. (N. del T.)


La tragedia del Congo

lago Tanganika, los fuertes árabes habían caído y Dhanis pudo infor­
mar a Bruselas que daba por terminada la campaña y que ya no existía
el tráfico de esclavos. El Estado podía afirmar haber salvado del escla­
vísimo a buena parte de los nativos. En estas páginas mostraremos la
forma en que se procedió entonces a imponerles un yugo que hacía
piadoso el de la antigua esclavitud. Tras la caída del poder árabe, el
Estado Libre del Congo sólo emplee) el ejército para sofocar los mo­
tines de sus propias tropas negras y el ocasional alzamiento de sus
atormentados “ciudadanos”. Una vez dueño de su propia casa, podía
dedicarse a explotar el país que había ganado.
Mientras tanto, la política interna del Estado mostraba cierta ten­
dencia a tomar rumbos inusuales y siniestros. Ya he expresado mi
opinión de que el rey Leopoldo no fue en un principio culpable de
consciente hipocresía, que sus intenciones debían ser vagamente filan­
trópicas, y que sólo poco a poco se sumió en el abismo que veremos.
Esta opinión nace de algunos de los primeros edictos del Estado. En
1886, un largo discurso sobre las tierras nativas acababa con las pala­
bras: «Quedan prohibidos todos los actos o acuerdos que conlleven la
expulsión de los nativos del territorio que ocupan, o que les prive, de
forma directa o indirecta, de su libertad o sus medios de subsistencia».
Esto se decía en 1886. A finales del año siguiente se publicaba un acta
que, pese a no ponerse inmediatamente en práctica, tenía el efecto
exactamente contrario. Según esa acta, todas las tierras que no estu­
vieran ocupadas por los nativos se proclamaban propiedad del Esta­
do. ¡Reflexionemos un momento en el significado de esto! En ese país
los nativos no ocupaban otra tierra que la de sus poblados, y los esca­
sos cultivos de grano o yuca que los rodeaban. Todo lo que había más
allá eran las llanuras y las selvas, los ancestrales recursos de los na­
tivos, que contenían el caucho, el sándalo, el copal, el marfil y las pie­
les, que era en lo que basaban su comercio. Con una simple firma en
Bruselas se les quitaba todo lo que tenían, tanto la tierra como sus
productos. ¿Cómo iban a comerciar si el Estado les quitaba todo lo
que tenían para vender? ¿Cómo podría el comerciante extranjero
negociar con ellos si el Estado se había apoderado de todo para ven-
Arthur Conan Doyle

derlo directamente a Europa? De este modo, a los dos años de la crea­


ción del Estado mediante el Tratado de Berlín, se apoderaba con una
mano de todo el patrimonio de esos nativos cuya “mejora moral y
material” había parecido tan importante, mientras con la otra mano
rompía la cláusula del Tratado que prohibía los monopolios y garan­
tizaba el libre mercado a todos. ¡Qué ciegas fueron las potencias al no
darse cuenta de la clase de criatura que habían creado, y qué miopes al
no dar en aquellos primeros días los pasos necesarios para deshacer lo
andado y volver al sendero de la lealtad y la justicia! Por aquel enton­
ces, una palabra dicha con firmeza, un gesto severo ante tan flagrante
ruptura del acuerdo internacional, habría salvado a toda Africa Cen­
tral del horror que se abatiría sobre ella, salvaguardando a Bélgica de
una desgracia duradera y ahorrando a Europa algo que, en mi opi­
nión, no sólo ha rebajado la posición moral de todas las naciones que
la componen, sino que la sigue rebajando.
Una vez en posesión de la tierra y de sus productos, el siguiente
paso era conseguir la mano de obra que permitiera la recolección de
esos productos. En 1888 se hizo el primer gesto claro en esa dirección
al promulgarse un acta descrita en el Bulletin Off ciel, con esa odiosa
hipocresía que es el remate de tantas de estas transacciones, como crea­
da para la “especial protección de los negros”. Resulta evidente que la
auténtica protección ele los negros en asuntos comerciales habría sido
ofrecerles una paga que los indujera a trabajar durante el día, permi­
tiéndoles elegir el trabajo que quisieran hacer, tal como se hace con
los cafres en Sudáfrica, o en cualquier otra población. Dicha acta tenía
un objetivo muy distinto: atar a los negros a contratos de siete años
de un modo indistinguible de la esclavitud. Dado que las negociacio­
nes solían realizarse con el jefe de la tribu, el desgraciado súbdito era
transferido con escasos beneficios para su persona, y poco cono­
cimiento de las condiciones de su servidumbre. El Estado empleó el
mismo sistema para alistar a todos sus empleados, incluidos los reclu­
tas de su pequeño ejército. Un ejército complementado por una mili­
cia salvaje, perteneciente a diferentes tribus bárbaras, muchas de ellas
caníbales, y todas capaces de cualquier exceso en crueldades o ultra-
La tragedia del Congo

jes. Un alemán, August Boshart, nos proporcionó en su Zehn Jahre


Afrikanischen Lebens, una idea muy clara de cómo se reclutaban esas
tribus, y del significado exacto que tiene esa palabra tan atractiva de
libéré [liberado] cuando se aplica a un servidor del Estado.

Un comisario de distrito recibe instrucciones de proporcionar cierto


número de hombres en un plazo concreto. Se comunica con los jefes y
los invita a mantener una conversación en su residencia. Normal­
mente esos jefes ya tienen una idea de lo que va a pasar, y, como la
experiencia los hace sabios, han hecho virtud de la necesidad y se pre­
sentan a la reunión. En ese caso, las negociaciones se llevan a término
con facilidad; cada jefe promete cierto número de esclavos, y recibe
regalos a cambio. Pero, puede suceder que algún que otro jefe no
haga caso a la invitación amistosa, en cuyo caso se le declara la gue­
rra, se queman sus poblados, se saquean sus chozas y cultivos, y quizá
se mate a alguno de sus súbditos. Así se doma al rey en rebeldía, que
solicita la paz, la cual, por supuesto, se concede a condición de propor­
cionar el doble de esclavos. Esos hombres entran en la contabilidad
del Estado como libérés. Para impedir que huyan, se los encadena y
se los envía a la primera ocasión a uno de los campamentos militares,
donde les quitan las cadenas y se los recluta en el ejército. El comisa­
rio del distrito recibe dos libras esterlinas por cada recluta útil.

Una vez el rey Leopoldo tomó el país y se aseguró en el modo descri­


to la mano de obra necesaria para explotarlo, procedió a dar los siguien­
tes pasos para su desarrollo, todos extremadamente bien concebidos
para el objetivo previsto. El gran impedimento para la navegación por el
río Congo estaba en los rápidos que hacían impracticable el río duran­
te las trescientas millas que separan Stanley Pool de la desembocadura
del río en Boma. Se creó una compañía para buscar el capital que per­
mitiera construir un ferrocarril entre esos dos puntos. La construcción
dio comienzo en 1888, completándose en 1898, tras muchas vicisitudes
financieras, en una obra merecedora de aplauso como ejemplo de inge­
niería y esfuerzo constante. Se formaron otras compañías comerciales,
Arthur Conan Doyle

de las que hablaré más adelante, para explotar grandes distritos del país
que el Estado aún no podía manejar por no estar lo bastante estableci­
do. Según ese arreglo, las compañías aportaban el capital para explorar,
construir estaciones, etc., mientras que el Estado —o sea, el rey— rete­
nía cierto porcentaje, normalmente la mitad, de las acciones de esas
compañías. El plan en sí no era forzosamente despiadado; de hecho, se
parecía mucho al empleado por la Compañía Oficial de Rodesia en la
concesión de licencias mineras o de otro tipo. El escándalo estriba en los
métodos empleados por esas compañías para hacer realidad sus fines,
por ser los mismos empleados por el Estado, cuyo funcionamiento sir­
vió de modelo para las organizaciones más pequeñas.
Mientras tanto, el rey Leopoldo, al sentir lo débil de su posición
personal ante la gran empresa que le esperaba en África, se esforzó
más y más por implicar en el asunto a Bélgica como país. El Estado
del Congo ya era en buena medida resultado del trabajo y el dinero
belgas, pero en teoría no había relación entre los dos países. Se con­
venció al Parlamento belga para que prestase diez millones de francos
al Congo, naciendo así una relación directa que conduciría eventual-
mente a su anexión. En la época en que se concedió este préstamo, el
rey Leopoldo hizo saber que en su testamento legaba el Congo a
Bélgica. En esc documento aparecían las palabras «un Estado joven y
vasto, dirigido desde Bruselas, ha nacido pacíficamente bajo el sol,
gracias al benévolo apoyo de las potencias que dieron la bienvenida a
su aparición. Lo administran algunos belgas, mientras otros, que cada
día son más numerosos, aumentan sus riquezas». Así mostró el oro
a sus súbditos europeos. Y si bien el rey Leopoldo había engañado
antes a los otros países, reservó para el suyo el engaño más terrible de
todos. Pues el día en que sus súbditos abandonaron el honesto y sa­
neado desarrollo de su país para seguir la llamada del Congo y admi­
nistrar sin experiencia colonial previa un país que era sesenta veces el
suyo, fue un día negro en la historia de Bélgica.
La Conferencia de Berlín de 1885 fue la primera sesión internacio­
nal que se celebró sobre los asuntos del Congo. La segunda fue la
Conferencia de Bruselas de 1889-90. Resulta asombroso descubrir
La tragedia del Congo

que, tras tantos años, las potencias siguieran dispuestas a aceptar por
la cara las afirmaciones del rey Leopoldo. Cierto que entonces no
resultaba evidente ninguno de los planes más siniestros, pero la legis­
lación del Estado respecto a la mano de obra y el comercio ya indica­
ba el giro que tomarían sus asuntos en el futuro, si no se enderezaban
con mano firme. Una potencia, una sola, Holanda, tuvo la sagacidad
de ver la realidad de la situación y la independencia de mostrar su dis­
conformidad. El resultado de las deliberaciones fue la toma de varias
resoluciones filantrópicas de cara a apoyar al nuevo Estado en su
lucha con ese tráfico de esclavos destinado a reintroducirse de un
modo aún más odioso. Demasiado cercanos son todos esos aconteci­
mientos, y demasiado dolorosos e íntimos, como para que nosotros
podamos ver algún humor en ellos, pero al futuro historiador le cos­
tará contener la sonrisa cuando lea que el objetivo de ese acuerdo
europeo era «proteger de forma efectiva a los habitantes aborígenes
de África». Fue la última cumbre europea que se ocupó de los asuntos
del Congo. Ojalá la siguiente tenga por objetivo dar los pasos necesa­
rios para llevar a cabo esos elevados fines que siempre se han mencio­
nado de palabra y nunca se han llevado a la práctica.
El resultado más importante que tuvo la Conferencia de Bruselas
fue que las potencias se unieron para liberar al nuevo Estado de las
promesas de puerto franco hechas en 1885 y permitirle cobrar en el
futuro un impuesto del diez por ciento en las importaciones. El acta
permaneció dos años pendiente de firma por la oposición de Holan­
da, pero el que las demás potencias la refrendaran y renovaran el man­
dato al rey Leopoldo, fortaleció la posición del nuevo Estado, hasta el
punto en que no tuvo dificultades para conseguir un nuevo préstamo
de Bélgica, de veinticinco millones de francos, con la condición de
que, al cabo de diez años, tendría la opción a quedarse las tierras del
Congo como colonia.
Un examen a vista de pájaro del gran abanico que forman el enorme
río y sus afluentes, que cubre todo el centro de África, nos mostraría
que, en los años que siguieron a la Conferencia de Bruselas, entre
1890 y 1894, había señales de actividad europea por todas partes. En
Arthur Conan Doyle

el Bajo Congo se verían multitud de nativos reclutados para traba­


jar en el ferrocarril, y vigilados por soldados negros. En Boma y
Leopoldville, los dos extremos de la proyectada vía férrea, crecían
ciudades, con estaciones, muelles y edificios públicos. En el extremo
sudeste se vería una expedición dirigida por William Stairs, exploran­
do y anexionándose el gran distrito de Katanga, colindante con el
norte de Rodesia. Más al noroeste, a lo largo de la frontera oriental, se
verían pequeñas expediciones militares luchando con negros rebeldes
o bandidos árabes. Y por todo el río se creaban bases y construían
estaciones, algunas estatales y otras pertenecientes a las diversas com­
pañías concesionarias que iban a comerciar.
Mientras tanto, el Estado reforzaba su control sobre la tierra y sus
recursos, y creaba el sistema destinado a obtener tan aciagos resulta­
dos en un futuro próximo. Se desanimaba y expulsaba a los comer­
ciantes independientes, fuesen belgas o alemanes, ingleses o franceses.
Algunas de las protestas más sonoras contra el nuevo régimen tenían
origen belga. El Estado se autoproclamaba en todas partes como
único terrateniente y único comerciante, en flagrante desprecio del
Tratado de Berlín. En algunos casos trabajaba su supuesta propiedad,
en otros casos la arrendaba. Incluso expulsó a quienes habían luchado
por ayudar al rey Leopoldo en las primeras etapas de la empresa. El
comandante Parminter, que comerciaba en el Congo, resumía en 1902
la situación de la siguiente forma:

En resumen, la aplicación de los nuevos decretos del Gobierno signi­


fica que el Estado considera su propiedad privada la totalidad de la
cuenca del Congo, exceptuando las aldeas y cultivos de los nativos.
Ha decretado de su propiedad todos los productos de esta inmensa
región, y monopoliza su comercio. Los antiguos propietarios —las
tribus nativas— han sido desposeídos mediante una simple circular;
se les concede graciosamente permiso para recolectar esos productos,
pero a condición de que se los vendan al Estado por lo que a éste le
complazca darles. Mientras que los comerciantes extranjeros tienen
prohibido en todo el territorio comerciar con los nativos.
La tragedia del Congo

Por todas partes se emitían órdenes estrictas, por un lado a los nati­
vos, diciéndoles que no tenían derecho a recolectar los productos de
su tierra; y por el otro a los comerciantes independientes, informán­
doles que serían castigados si compraban algo a los nativos. En enero
de 1892, el comisario de distrito Baert escribió:

Los nativos del distrito de Ubangi-Welle no están autorizados a


recolectar caucho. Se les ha notificado que sólo obtendrán permiso
para hacerlo a condición de que recojan el producto para el exclusivo
beneficio del Estado.

El capitán Le Marinel fue aún más explícito algo después:

He decidido imponer estrictamente los derechos del Estado sobre sus


dominios y, en consecuencia, no puedo permitir que los nativos usen
en beneficio propio, o vendan a otros, cualquier porción del caucho o
el marfil del territorio. Todo comerciante que compre, o intente com­
prar, dichos productos a los nativos —que sólo están autorizados por
el Estado a recogerlos en las condiciones estipuladas—, será, en mi
opinión, culpable de tráfico de bienes robados, siendo denunciado a
las autoridades judiciales, para que se incoe proceso contra él.

Este último edicto pertenece al distrito de Bangala, pero fue seguido


por otro perteneciente al distrito más poblado del Ecuador, que evi­
dencia lo universal que fue la estricta adopción de ese sistema. En
mayo de 1892, el teniente Lemaire proclamó:

Dado que no se ha otorgado ninguna concesión para recolectar cau­


cho en los dominios del Estado correspondientes a este distrito, (1) los
nativos sólo pueden recolectar caucho a condición de vendérselo al
Estado, y (2) cualquier persona o personas, o barco, que tenga en su
posesión, o a bordo, más de un kilo de caucho será sometido a un
procés verbal, pudiendo confiscarse dicho barco sin prejuicio para el
subsiguiente proceso.
Arthur Conan Doyle

La idea de que esos insignificantes capitanes y tenientes, muy a


menudo oficiales ociosos del ejército belga, emitieran proclamas que
contradecían claramente la voluntad expresa de las grandes potencias
del mundo, debió parecer ridicula en su momento, pero la historia de
los siguientes diecisiete años probaría que una pequeña fuerza malva­
da, movida por la avaricia, puede ser más poderosa que cierta filan­
tropía generalizada que sólo abunda en buenas intenciones y lugares
comunes. Durante aquellos años —entre 1890 y 1895—> el público
general no conoció la indignación que pudieran sentir los comercian­
tes por las restricciones impuestas, llegando a él sólo noticias referidas
a la inauguración de nuevas estaciones, prevaleciendo la idea de que la
empresa del rey Leopoldo se mantenía fiel a las directivas humani­
tarias previstas inicialmente. Y entonces, por primera vez, tuvieron
lugar algunos incidentes que sugirieron un asomo de la violencia y la
anarquía que en realidad tenían lugar allí.
En lo que a Gran Bretaña se refiere, el primero de ellos fue el trato a
los nativos procedentes de Sierra Leona, Lagos y otros asentamientos
británicos, que fueron al Congo, animados por los belgas, a trabajar
en la construcción del ferrocarril y de otras obras. Venían del orden
impuesto en las colonias británicas y se quejaron en voz alta al verse
trabajando codo con codo con los forzados congoleses y bajo la dis­
ciplina de los centinelas armados de la Force Publique™. Mostraron su
descontento y ese descontento fue recibido con el castigo corporal. El
asunto creció hasta alcanzar dimensiones de escándalo.
En respuesta a una pregunta hecha en la Cámara de los Comunes el
12 de marzo de 1896, el Sr. Chamberlain, como Secretario de Estado
para las Colonias, declaró haber recibido quejas de esos súbditos bri­
tánicos, reclutados a la fuerza como soldados y que habían sido azo­
tados cruelmente, en algunos casos tiroteados, y añadió que «fueron
contratados con la aquiescencia de los representantes de Su Majestad, 21

21. El rey Leopoldo organizó a todos sus oficiales blancos en un ejército al mando de nativos
reclutados a la fuerza y obligados a servir durante siete años en esta Force Publique, que llegó a
ser la fuerza militar más importante de África Central. (N. del T.)
La tragedia del Congo

y se tomaron todas las precauciones posibles en su interés, pero, en


vista de las quejas recibidas, se ha prohibido el reclutamiento de tra­
bajadores para el Congo».
Este rechazo de Gran Bretaña al reclutamiento de trabajadores fue
el primer signo público y nacional de disconformidad con los méto­
dos congoleses. Años después surgió otro más notable, cuando el
Ministro de la Guerra italiano se negó a permitir que sus oficiales sir­
vieran en el ejército del Congo.
A principios de 1895 tuvo lugar el asunto Stokes, que conmovió
profundamente a la opinión pública, tanto en Alemania como en este
país. Charles Henry Stokes era inglés de nacimiento, pero residía en el
África alemana del este, habiéndole concedido Alemania una medalla
por sus servicios en la colonización, y formaba caravanas comerciales
en una base alemana, usando como porteadores a nativos del este de
África. Había cruzado la frontera del Estado con una de esas carava­
nas cuando fue arrestado por el capitán Lothaire, un oficial al man­
do de tropas congoleñas. El desgraciado Stokes debía creerse a salvo
como súbdito de una gran potencia y agente de otra, pero fue juzgado
allí mismo de modo informal, acusado de vender armas a los nativos,
y condenado y ahorcado a la mañana siguiente. Cuando el capitán
Lothaire informó a sus superiores de lo hecho, estos mostraron su
aprobación ascendiéndolo al rango de Commissaire-Général.
La noticia de esta tragedia despertó indignación tanto en Berlín
como en Londres. Ante estos hechos, los representantes del Estado
Libre del Congo en Bruselas —o sea, los agentes del rey— se vieron
obligados a admitir la completa ilegalidad del incidente, y sólo pudie­
ron recurrir a la excusa de que los actos de Lothaire eran bona-fide, y
carentes de cualquier motivación personal. Algo que en absoluto era
cierto, pues como señaló el barón Von Marschall al embajador britá­
nico en Berlín, Stokes era conocido por ser un comerciante de marfil
de éxito, y lo exportaba por la ruta del este, privando a los oficiales
del Gobierno del Congo de la comisión del diez por ciento que ha­
brían recibido de exportarlo por el oeste. «Esc fue el motivo», conti­
nuaba el informe, citando las palabras del estadista alemán, «por el
Arthur Conan Doyle

que lo mataron, y no por una supuesta venta de armas a los árabes, y


su muerte es ni más ni menos que un acto de protección comercial, y
no de justicia».
Era otra forma de interpretar la situación. Fuese o no cierta, no
podía haber dos opiniones respecto a la ilegalidad de lo sucedido.
Presiones de Inglaterra hicieron que Lothaire fuera juzgado en Boma
y exonerado. La misma presión hizo que se le volviera a juzgar en
Bruselas, donde el fiscal consideró coherente con su deber solicitar la
exoneración, siendo el proceso un fiasco. Entonces se permitió que el
asunto se estancara. Un sumario de t 8 8 páginas fue el monumento
final a Charles Henry Stokes, mientras su verdugo volvía a su puesto
en el Estado Libre del Congo, donde su nombre no tardó en reapare­
cer en los testimonios de actuaciones violentas y despóticas que con­
forman la historia de ese país. Fue nombrado director de la Socie­
dad Amberes para el Comercio del Congo, nombramiento que debió
venir del propio rey Leopoldo, y dirigió los asuntos de la compañía
hasta que se vio implicado en las masacres de Mongala, de las que
hablaremos más adelante.
Resulta necesario describir el caso de Stokes por ser histórico, pero
nada más lejos de mi intención el apelar en este asunto al amour pro-
pre nacional. Que Stokes fuera inglés es accidental, el ultraje sería el
mismo de haber sido ciudadano de cualquier otro Estado. La causa
que defiendo aquí es demasiado grande, además de demasiado eleva­
da, como para apoyarse en una llamada más mezquina que la que se
dirige a toda la humanidad. Procederé a describir un caso que tuvo
lugar unos años después, para demostrar que también sufrieron hom­
bres de otras nacionalidades aparte de la inglesa. El inglés Stokes fue
asesinado, pero, según algunos apologistas congoleses, su ejecución se
debió a que tras su juicio sumario no anunció su apelación inmediata
al tribunal supremo de Boma. El austriaco Rabinek, víctima de un
procedimiento similar, sí apeló al tribunal de Boma, y resulta intere­
sante ver qué ventajas obtuvo al hacerlo.
Como ya he dicho, Rabinek era austriaco, de Olmuntz, y una per­
sona de naturaleza amable y generosa, querido por todos los que le
La tragedia del Congo

conocían y, como testificaron muchos, apreciado por su trato justo y


amable con los nativos. Llevaba algunos años comerciando con las
gentes de Katanga, al sudeste del Estado del Congo, que linda con el
África Central británica. En aquel momento, los nativos se habían
alzado contra los belgas, pero Rabinek tenía tal influencia entre ellos
que aun así pudo seguir con su comercio de marfil y caucho, para el
cual tenía permiso de la Compañía de Katanga.
Al poco de recibir este permiso, por el que pagó una suma conside­
rable, en la compañía tuvieron lugar cambios con los que el Estado
se aseguraba el control de la misma. Apareció un nuevo gerente, el
comandante Weyns, instituyendo un nuevo régimen que sustituía al
del Sr. Léveque, que era quien había vendido el permiso en nombre
de la compañía original. El comandante Weyns buscaba que todo el
comercio del país perteneciera a la compañía concesionaria, que en
realidad era el Gobierno, según su costumbre habitual, pero interna-
cionalmcnte ilegal. El primer paso para asegurarse el comercio fue
destruir al conocido y exitoso comerciante privado que era el Sr.
Rabinek. Por tanto, y a pesar de sus permisos, se falseó una acusación
por trafico ilegal de caucho, delito imposible de cara a la completa
libertad de comercio otorgada por el Tratado de Berlín, incluso sin
tener el permiso en regla. El joven austriaco no podía creerse que el
asunto fuera en serio. Sus cartas son reveladoras, y muestran que con­
sideraba el asunto tan ridículo que le era imposible sentir miedo al
respecto. No tardaría en desengañarse, y sus ojos verían demasiado
tarde cómo eran los hombres y la organización a la que se enfrentaba.
El comandante Weyns presidió su corte marcial. El delito del que le
acusaba, traficar ilegalmcnte con caucho, sólo podía castigarse con la
prisión máxima de un mes, pero eso no servía a sus fines. El coman­
dante Weyns despachó el caso en cuarenta minutos, condenando al
prisionero y sentenciándolo a un año de prisión. Posteriormente se
intentaría disculpar tan monstruosa condena afirmando que el delito
castigado era el de vender armas a los nativos, pero la realidad es que
en su momento no se mencionó nada de eso, como prueban las trans­
cripciones existentes del juicio. Naturalmente, Rabinek apeló contra
Arthur Conan Doyle

la condena, y habría hecho mejor acatándola en la comisaría más cer­


cana. Quizá en ese caso habría escapado con vida. Pero así, estaba
perdido. «Hará un agradable viaje», dijo el comandante Weyns, «que
le impedirá volver a actuar del mismo modo, y servirá de ejemplo
para otros». El viaje en cuestión eran las dos mil millas que separaban
Katanga del tribunal de apelaciones de Boma. Haría ese viaje custo­
diado únicamente por soldados negros que tenían sus propias ins­
trucciones. El desgraciado hombre sintió que no llegaría vivo a su
destino. «Se rumorea que los europeos que han emprendido el viaje
han acabado envenenados», escribió a sus parientes, «así que, si de­
saparezco sin que tengáis noticias mías, podréis adivinar lo que ha
sido de mí». Nada más se supo de él, aparte de dos agónicas cartas,
suplicando a los oficiales que apresuraran el viaje. Murió tal y como
había supuesto, en el viaje Congo abajo, siendo rápidamente enterra­
do en una estación perdida, cuando con sólo dos horas más de viaje
podrían haber transportado su cuerpo hasta Leopoldville. Aún es
posible cubrir este negro asunto con una sombra todavía más negra,
gracias a la labor de los apologistas del Estado que se esforzaron por
hacer creer al mundo que la muerte de su víctima se debió al hábito de
tomar morfina. Esto fue refutado por cuatro testigos creíbles que lo
conocían bien y, sobre todo, por la actividad y la energía que lo ha­
bían convertido en uno de los principales comerciantes de África
Central. Era demasiado buen comerciante como para que le dejaran
compartir el enorme monopolio comercial del rey Leopoldo. El últi­
mo y casi inconcebible toque radica en que la totalidad de las carava­
nas y negocios del muerto, que ascendían a 15.000 libras esterlinas,
fueron requisados por quienes lo habían conducido a la muerte y,
según los últimos informes, ni sus parientes ni sus acreedores recibie­
ron parte alguna de tan grande suma. Mediten sobre esta historia y
díganme si es una exageración afirmar que Gustav María Rabinek fue
robado y asesinado por el Estado Libre del Congo.
Tras mostrar con estos dos ejemplos la forma en que el Estado Libre
del Congo osa tratar a los ciudadanos de los estados europeos que
comercian dentro de sus fronteras, procederé a detallar, en orden ero-
La tragedia del Congo

nológico, parte de la oscura historia de las relaciones de ese Estado


con sus razas súbditas, de cuya mejora moral y material respondíamos
tanto nosotros como las demás potencias europeas. Por cada caso que
cuente aquí, se conocen otros cien en los que no podemos demorar­
nos. Por cada uno conocido, hay diez mil cuya historia no ha llegado a
Europa. Sólo hay que pensar en lo vasto que es ese país y los pocos
que son los misioneros o cónsules que han informado de esas cuestio­
nes. Piensen también que todos los funcionarios del Estado del Con­
go han jurado no revelar, ni entonces ni después, nada de lo que pu­
dieran tener conocimiento. Piensen, finalmente, que la presencia del
misionero o del cónsul es disuasoria, y que los agentes del Gobier­
no actúan sin restricción alguna en la mayor parte del país, donde no
puede encontrarse a ninguno de ellos. Teniendo todo esto en cuenta,
seguimos sin saber si los terribles hechos que conocemos no son sino
las lindes de ese cinturón de violencia e injusticia que el padre Ver-
meersch resume en dos palabras: «Inconmensurable sufrimiento».
Ill
EL FUNCIONAMIENTO DEL SISTEMA

U na vez reclamada la totalidad de la tierra, tal como he mostrado, y


por tanto la totalidad de sus productos, el Estado —es decir, el rey—
procedió a construir un sistema que permitiera la recolecta de esos
productos con la mayor rapidez y el menor coste posibles. La base de
esc sistema consistía en obligar a las personas desposeídas (irónica­
mente llamadas “ciudadanos”) a recoger, en beneficio del Estado, los
mismos productos que se les habían quitado. Esto se realizaría de dos
maneras; la primera, imponiendo unos impuestos arbitrarios, de cre­
ciente cuantía, que acababan por hacer que las personas consumieran
su vida en dicha recolección, sin recibir nada a cambio. La segunda
era llamada comercial, y con ella el Estado pagaba a los nativos la can­
tidad que quisiera, y como eligiera, impidiendo la existencia de com­
petidores. Esa remuneración, monetariamente ridicula, podía asumir
formas absurdas, estando los nativos obligados a aceptarla, les gustara
o no, y al margen de cuál fuera la cantidad. El cónsul Thesiger12 des­
cribió en 1908 este supuesto comercio:

Procedió a distribuir las mercancías, dando un sombrero a un hom­


bre, una herradura a otro, etcétera. Cada receptor de la mercancía se 22

22. Wilfred Gilbert Thesiger (1871-1920) fue el cónsul británico en Boma de 1908 a 1909. (N.
de los E.)
Arthur Conan Doyle

hacía responsable de entregar una cantidad de bolas de caucho al


cabo de un mes. No se permitía elección alguna de objetos, ni se
admitía su rechazo. Si alguien objetaba, se arrojaba el objeto a su
puerta, y el hombre seguía siendo responsable de entregar las bolas
al cabo de un mes, tanto lo recogiera como si no. Los agentes fijaban
la cantidad de bolas a entregar, en función del máximo que era
capaz de producir cada uno.

Pero, ¿no estaba claro que ningún nativo, y menos los de tribus,
como dijo Stanley, con notables aptitudes para el comercio, habría
aceptado un trato en semejantes condiciones? Ahí es donde entraba el
sistema.
El sistema consistía en enviar a dos mil agentes blancos a recoger
el producto. Esos hombres blancos se establecían en solitario o por
parejas en las estaciones más céntricas, y cada uno tenía la concesión
de una parte del país con cierto número de poblados. Debían recoger
el caucho, que era el producto más valioso, con la ayuda de los nati­
vos. Esos blancos, muchos de los cuales ya eran hombres de escasa
moral antes de dejar Europa, estaban mal pagados, con un estipendio
de entre i ; o y 300 francos al mes. Complementaban ese sueldo con
una comisión o gratificación que variaba según la cantidad de caucho
recolectada. Si sus envíos eran grandes, aumentaba su paga, el aprecio
de sus superiores, un regreso anticipado a Europa y la posibilidad de
ascender. Si, en cambio, los envíos eran escasos, se veían sumidos en la
pobreza, la reprimenda y la pérdida de rango. No podía haberse con­
cebido un sistema mejor para forzar a un grupo de hombres a conse­
guir resultados a cualquier precio. No es descrédito para los belgas el
que les desmoralizara semejante existencia, pues entre esos agentes
también los había de nacionalidad no belga. Y dudo que ingleses, nor­
teamericanos o alemanes hubiesen podido actuar de otra forma al
verse expuestos a unas condiciones similares en un país tropical.
Y una vez desplazados esos dos mil agentes, deseosos de imponer la
recolecta de caucho a unos nativos muy poco dispuestos a ello, ¿cómo
pretendía el sistema que lo hicieran? El método era tan eficiente como
La tragedia del Congo
y
diabólico. Se concedió a cada agente control sobre cierto número de
salvajes, reclutados en las tribus más violentas y armados con armas
de fuego. Se apostaba a uno o dos de ellos en cada poblado para ase­
gurarse de que los habitantes hicieran su trabajo. A esos hombres se
les llamaba capitas, o cabecillas2’, y serían los perpetradores físicos,
que no morales, de muchos actos horrendos. Imaginen la pesadilla
que se viviría en cada poblado con esos bárbaros instalados en su
seno. No podían alejarse de ellos ni de día ni de noche. Reclamaban
vino de palma, pedían mujeres, pegaban, mutilaban y mataban a pla­
cer, imponiendo el incesto público para divertirse con el espectáculo.
A veces el poblado hacía acopio de valor y los mataba. La Comisión
belga constató que en un solo distrito mataron a 142 capitas en siete
meses. Después llegaban las expediciones de castigo, y la destrucción
de comunidades enteras. Cuanto más terror inspirase el capita, más
útil era, con más rapidez obedecían los habitantes del poblado, y más
caucho se enviaba al agente. Cuando la cantidad recogida disminuía,
el propio capita acababa probando parte del dolor físico que él mismo
había infligido. A menudo, el agente blanco excedía en crueldad a los
bárbaros que tenía a sus órdenes. Y, también a menudo, el hombre
blanco prescindía del hombre negro para actuar personalmente como
torturador y verdugo. Pero la norma era la que he contado, siendo los
capitas quienes cometían los ultrajes, aunque con la aprobación, y a
veces la presencia, de sus patronos blancos.
Sería absurdo dar por supuesto que todos los agentes eran igual de
implacables, y que no los hubo divididos entre el deseo de riquezas y
ascensos por un lado, y el horror de sus tareas diarias por el otro.
Ofrezco dos reveladores ejemplos sacados de las cartas del teniente
Tilkens, citados por el Sr. Vandervelde23 24 en el debate del Parlamento
belga:

23. A lo largo de todo el texto, el capita será llamado también centinela, guarda forestal e inclu­
so mensajero. Todos son sinónimos. (N. del T.)
24. Émile Vandervelde (1866-1938), figura prominente del movimiento obrero belga, que fue
miembro del parlamento de su país, ante el que denunció, en múltiples ocasiones, los abusos
cometidos en el Congo. (N. de los E.)
Arthur Conan Doyle

El vapor v.d.Kerkhove llega por el Nilo. Necesitará la colosal canti­


dad de mil quinientos porteadores, ¡todos infelices negros! No debo
pensar en ellos. Me pregunto cómo conseguiré esa cantidad. Si los
caminos fueran practicables la cosa cambiaría, pero siguen llenos de
ciénagas en las que muchos encuentran la muerte. Es una marcha de
ocho días y el hambre y el cansancio supondrían el fin para muchos
más. ¿Cuánta sangre necesitará ese barco para navegar? Ya he teni­
do que hacer tres veces la guerra a los jefes que no quieren trabajar.
Prefieren morir en la selva a trabajar. Si el jefe del poblado se niega,
hay guerra, y es una guerra horrible, de perfectas armas de fuego
contra lanzas y venablos. Un jefe de tribu acaba de irse tras quejar­
se: «Mi poblado está en ruinas, mis mujeres asesinadas». Pero, ¿qué
puedo hacerle yo? A menudo me veo obligado a encadenar a esos
infelices jefes hasta que me consiguen cien o doscientos porteadores.
Frecuentemente, mis soldados encuentran los poblados vacíos, y tie­
nen que llevarse a las mujeres y los niños.

A su madre le escribió:

El comandante Verstraeten ha visitado mi estación y me ha felicita­


do. Dijo que el tono de su informe dependerá de la cantidad de cau­
cho que consiga. He pasado de jéo kilos en septiembre a 1.500 en
octubre; a partir de enero será de 4.000 al mes, lo cual me proporcio­
nará 500 francos extra. ¿A que soy afortunado? Y si sigo así, dentro
de dos años, habré obtenido 12.000 francos adicionales.

Pero un año después escribió al comandante Lenssens con un tono


muy diferente:

Espero una revuelta general. Ya se lo avisé antes, creo que en mi


carta anterior. La causa es la de siempre: los nativos están hartos del
actual régime de trabajar como porteadores, recolectar caucho y bus­
car comida para negros y blancos. En los últimos tres meses he gue­
rreado sin parar, descansando sólo diez días, y tengo 152 prisioneros.
La tragedia del Congo

Ya llevo dos años en guerra con esta región, pero no puedo decir que
haya sometido a la población. Prefiere morir. ¿ Qué puedo hacer? Me
pagan para que haga mi trabajo, soy una herramienta al servicio de
mis superiores, y obedezco sus órdenes, tal como exige la disciplina.

Pensemos por un momento en la cadena de acontecimientos que


hizo que semejante situación fuera no sólo posible, sino inevitable. El
Estado está dirigido con el único objetivo de producir beneficios.
Con este fin se apropió de toda la tierra y de sus productos. ¿Cómo
pueden recolectarse entonces esos productos? Sólo empleando a los
nativos. Pero a esos nativos hay que pagarles o se negarán a trabajar,
lo cual reduce los beneficios. Por tanto hay que obligarlos a trabajar.
Pero hay muy pocos agentes para ello, por lo que se contrata a sub­
agentes que puedan inspirar terror en los nativos. Y para que esos
subagentes puedan hacer trabajar a la gente de forma constante de­
ben residir en los poblados. Por tanto, se envía a cada poblado un
capita que lo aterrorice. No está muy claro que estos pasos no fueran
accidentales, pero sí que son imprescindibles para satisfacer el objeti­
vo original. Una vez se ha confiscado la tierra, el resto es su lógica
consecuencia. Por tanto, resulta completamente fútil pensar en refor­
mas que pudieran arreglar la situación. Eso es imposible. Está fuera de
cuestión que cualquier falsa promesa o decreto escrito pueda cam­
biar la situación mientras no se recupere el comercio libre, sin trabas,
como el existente en las colonias inglesas y alemanas. Pero, por otra
parte, en el supuesto de que pudiera restaurarse ese comercio, los due­
ños del Congo, en vez de repartirse los dividendos, deberían pasar­
se muchos años gastando un mínimo de un millón anual para admi­
nistrar el país, igual que Inglaterra dedica medio millón anual para
administrar el país vecino de Nigeria. Y aquí está la raíz de todo el
problema.
Un detalle más antes de continuar con el siniestro recuento de
hechos. ¿Quién tiene la responsabilidad de esos actos sangrientos, de
esos miles de asesinatos a sangre fría? ¿La tiene el capita? Es un caní­
bal y un rufián, pero si no aterroriza al poblado es castigado por el
agente2’. ¿La tiene, entonces, el agente? Es un hombre envilecido,
pero, como ya he dicho, ningún hombre podría servir en esas condi­
ciones en un país tropical sin llegar a degradarse. Fue impulsado y
empujado al crimen por el clamor constante de sus superiores. ¿La
tiene entonces el comisario del distrito? Éste ha conseguido un puesto
bien pagado y de responsabilidad, que perderá si su distrito se queda
atrás en esa carrera de productividad. ¿La tiene entonces el goberna­
dor general de Boma? Es un hombre implacable y sin conciencia,
pero también hay algo que mitiga su culpa. Fue al país con un obje­
tivo y unas órdenes claras que tiene el deber de cumplir. Flabría que
ser un hombre de carácter excepcional para negarse a implantar ese
malvado sistema concebido antes de que le buscaran para el puesto,
renunciando así a su posición y sacrificando su carrera. ¿Dónde radi­
ca entonces la culpa? Tal y como hemos indicado, había media doce­
na de funcionarios en Bruselas, que en realidad eran administradores
pagados para dirigir una propiedad según unas líneas maestras de
actuación trazadas de antemano. Si seguimos la cadena, empezando
por el salvaje de manos ensangrentadas, pasando por el agente preo­
cupado y atrabilario, el pomposo comisario, el solemne gobernador
general y el astuto diplomático acabamos arribando sin interrupción
alguna en la cadena, y sin posible descargo o excusa, a la mente fría y
artera que concibió y puso en marcha toda esa maquinara. Y la culpa
debe recaer sobre el rey, siempre sobre el rey. Fue él quien lo planeó
todo, sabiendo cuáles podían ser las consecuencias. Y esas fueron las
consecuencias. Estaba al tanto de ellas, y se le informó de las mismas
una y otra vez, sin descanso. Una palabra suya habría cambiado el sis­
tema. Esa palabra nunca se dijo. No hay subterfugio posible que des­
víe la culpa moral del Jefe del Estado, de ese hombre que fue a África
para defender la libertad de comercio y la mejora de los nativos. 25

25. De arriba abajo, en el momento en que mejor funcionaba el sistema, el escalafón de poder
en la colonia del Congo consistía en gobernador general, con sus diputados, seguido del ins­
pector del Estado, comisario general, comisario de distrito, ayudante de comisario de i‘ clase,
ayudante de comisario de 21 clase, jefe de zona de 1* clase, jefe de zona de 2a clase, jefe de sector
de Ia clase, jefe de sector de 21 clase y jefe de estación. (N. del T.)
IV
LAS PRIMERAS CONSECUENCIAS DEL SISTEMA

hi primer testimonio que citaré es el del Sr. Glave, que abarca des­
de el año 1893 al de su muerte, acaecida en 1895. El Sr. Glave fue un
joven inglés que había trabajado para el Estado durante seis años, y
cuyo carácter y comportamiento fueron elogiados por Stanley. Cua­
tro años después de concluir su contrato recorrió el país de forma
independiente, desde Tanganika, en el este, hasta Matadi, junto a la
desembocadura del río, lo cual supone una distancia de dos mil millas.
El sistema de los agentes y el caucho aún estaba en pañales, pero pudo
apreciar por todas partes la violencia y el desprecio por la vida huma­
na que acabaría alcanzando la magnitud citada. Recordemos que era
un hombre de Stanley, un pionero y un comerciante con los nativos,
en nada fácil de sorprender. Estos son algunos de sus comentarios,
sacados de su diario.
Acerca de la liberación de esclavos por parte de los belgas, algo por lo
que se han atribuido tanto mérito, dice (Centennial Magazine, Vol. 53):

Se suponía que se les iba a salvar de la esclavitud y a liberarlos, algo


fuera de toda discusión. Pero se les arranca de sus poblados y se les
envía al sur para hacer de soldados, trabajadores y lo que sea, en esta­
ciones del Estado, y se rompen pacíficas familias, dispersándose a sus
miembros. Tienen que capturarlos a toda prisa y vigilarlos cuando los
transportan, o huyen todos. No parece que esta libertad prometida
Arthur Conan Doyle

tenga atrayentes perspectivas para ellos. Los niños así “liberados” se


envían a estaciones donde hay misiones francesas, para que reciban
atentos cuidados, pero nada justifica esta forma de servidumbre. Pue­
do entender que el Estado quiera obligar a los nativos a realizar cierto
número de trabajos durante determinado tiempo, pero no está bien
arrancar a la fuerza a la gente de sus casas y enviarlas aquí y allí, rom­
piendo sus familias. Sabré más cosas al respecto en el camino y cuando
llegue a Kabambare. Si de verdad existen estas condiciones, no veo en
qué beneficia a los nativos el movimiento antiesclavitud.

Respecto al empleo de bárbaros como soldados, dice:

También se emplean soldados del Estado que actúan sin oficiales


blancos. Esto no ha de permitirse, pues los soldados negros no com­
prenden el motivo por el que luchan y en vez de buscar el someti­
miento, a menudo masacran a los nativos o los hacen huir a la selva.
(...) Pero los soldados negros quieren luchar y saquear; no buscan un
arreglo pacífico. Tienen buenos rifles y municiones, son conscientes de
su superioridad sobre los nativos que usan arcos y flechas, y buscan
disparar y matar y robar. Los negros disfrutan matando negros, sin
importarles que las víctimas sean hombres, mujeres o niños, ni lo
indefensos que puedan estar. Esta no es forma razonable de estable­
cerse en un país; es pura persecución. No puede emplearse a los negros
para este tipo de cosas. A no ser que vayan al mando de un blanco.

Conoció y describe a un tal teniente Hambursin, que parecía ser un


oficial competente:

Ayer llegaron los nativos de un poblado vecino para quejarse de que


uno de los soldados de Hambursin había matado a uno de los suyos;
trajeron el arma del culpable. Hoy al formar filas, el soldado apare­
ció sin su arma. Una vez probada su culpabilidad, y sin mediar otra
cosa, se le colgó de un árbol. Hambursin ha ahorcado a vanos hom­
bres por asesinato.
La tragedia del Congo

De haber más como Hambursin, tendríamos menos escándalos. A con­


tinuación, Glave procede a comentar cómo se trataba a los prisioneros:

En las estaciones al cargo de hombres blancos, funcionarios del


Gobierno, se ven filas de pobres ancianas escuálidas, algunas meros
esqueletos, trabajando desde las seis de la mañana hasta el mediodía,
y desde las dos y media a las seis, acarreando vasijas de arcilla llenas
de agua, marchando pesadamente en grupos, y separadas unas de
otras por metro y medio de cuerda que llevan anudada al cuello. Son
prisioneras de guerra. En las guerras siempre se captura a las ancia­
nas, pero deberían recibir un trato humano. Van desnudas, a excep­
ción de un miserable trozo de tela hecho con retales, sujeto a la cin­
tura por un cordel. No les quitan la cuerda para nada. Viven en la
casa de los guardias, al cargo de centinelas negros que disfrutan abo­
feteándolas y humillándolas, pues no hay compasión en el corazón
de los nativos. Algunas mujeres tienen bebés, pero van igualmente a
trabajar. Conforman un espectáculo miserable y uno se pregunta si
las ancianas no deberían recibir algo más de consideración, por muy
prisioneras de guerra que sean; aunque sólo sea ocultar su desnudez.
Los prisioneros varones son tratados de mejor manera.

Al describir a los nativos dice:

Los nativos no son vagos, ni inútiles. Su gran fuerza es producto del


trabajo duro y una vida frugal y sobria.

Nos proporciona una idea de lo que es el chicote, el instrumento de


tortura preferido por los agentes y los oficiales del Estado Libre:

El chicote es de piel de hipopótamo sin curtir, sobre todo cuando está


nuevo, y va cortado como un sacacorchos, con bordes afilados como
cuchillos, y es duro como la madera. Es un arma terrible, y hace bro­
tar sangre a los pocos golpes. No deben propinarse más de veinticinco
golpes a no ser que la ofensa sea muy grave. Aunque nos hayamos
Arthur Conan Doyle

convencido de que la piel de los africanos es muy dura, hay que tener
una constitución extraordinaria para resistir el terrible castigo de un
centenar de golpes; normalmente la víctima queda insensible al cabo
de veinticinco o treinta. Con el primer golpe, chilla de forma abomi­
nable, luego calla y sólo se oyen gruñidos y el cuerpo le tiembla hasta
el final del castigo, momento en que el reo se aleja tambaleándose, a
menudo con cortes que no desaparecerán en su vida. Si es malo azo­
tar a los hombres, peor aún es que el castigo se inflija a mujeres y
niños. Los tratados con mayor dureza suelen ser niños pequeños, de
diez o doce años, que tienen dueños coléricos e irritables. En Kasongo
se cometen grandes crueldades. He visto dos niños con cortes muy
feos. De verdad creo que el hombre que recibe cien golpes queda al
borde de la muerte, y con el espíritu quebrado de por vida.

Vio como se trataba a los súbditos de otras naciones:

Laschet ahorcó a dos hombres de Sierra Leona dos días antes de mi


llegada (a Wabundu). Eran centinelas de guardia que se durmieron,
permitiendo que escapase un jefe nativo prisionero y encadenado. Al
día siguiente, Laschet ahorcó a los dos hombres en un arrebato de
ira. Eran súbditos británicos, contratados como soldados por el Esta­
do Libre del Congo. Supongo que en tiempos de guerra se les podría
ejecutar, fusilándolos tras una corte marcial, pero me parece escan­
daloso ahorcar sin juicio alguno a un súbdito de otro país.

Acerca de los disturbios generalizados dice:

Son consecuencia natural de la dura y cruel política del Estado, que


quiere arrancarle el caucho a este poblado sin pagar nada a cambio.
La revolución se propagará. (...) La estación (Isangi) está junto a un
gran poblado de un jefe importante de la costa, Kayamba, ahora
dedicado a los intereses del Estado, para el que captura esclavos y
roba marfil a los nativos del interior. ¿Sabe algo de esto el filantrópi­
co rey de los belgas? Si no lo sabe, debería saberlo.
La tragedia del Congo

A medida que se aleja de la zona de guerra y se adentra en la que


debería representar la paz, sus comentarios se vuelven más amargos.
Se da cuenta de que el naciente mercado del caucho ya está haciendo
uso de sus métodos:

Antes se trataba bien a los nativos, pero ahora se envían expedicio­


nes en todas direcciones, para obligarlos a recoger caucho y que lo
lleven a los puestos. Ikelemba arriba tenemos que recoger cien escla­
vos, simples niños, capturados en impías guerras con los nativos. (...)
No era necesario hacer esto en los viejos tiempos, cuando los blancos
no teníamos aquí ejército alguno. Este comercio a la fuerza está des­
poblando el país. (...) Esta mañana salí del Ecuador a las once en
punto, con un cargamento de cien pequeños esclavos, la mayoría ni­
ños de siete u ocho años, con algunas niñas entre ellos, todos robados
a los nativos. El comisario del distrito es un hombre violento. Cuan­
do hacía los arreglos para llevarme los cien pequeños esclavos, una
mujer al cargo de los jóvenes tenía problemas para entender su
orden, que él decía en un kabanji muy mal hablado. Saltó sobre ella,
la abofeteó y le dio una patada cuando se alejaba. ¡Hablan de filan­
tropía y civilización! No sé dónde están.

Y continúa:

La mayoría de los funcionarios blancos del Congo son contrarios a la


política estatal del caucho, pero las leyes la imponen. Por tanto, en
todas las estaciones vemos que, en cuanto pueden, los nativos aban­
donan sus hogares y se pasan al lado francés del río.

A medida que avanza, sus convicciones se vuelven más fuertes:

Por todas partes oigo las mismas noticias sobre el Estado Libre del
Congo: caucho y asesinato, esclavitud en su peor forma. Se dice que
la mitad de los libérés muere en el camino. (...) En Europa entende­
mos que la palabra libérés se refiere a esclavos salvados de sus crueles

251
Arthur Conan Doyle

dueños. ¡En absoluto es eso! La mayoría de ellos proviene de las gue­


rras que se libran contra los nativos por el marfil y el caucho.

Por todas partes ve evidencias de una completa falta de humanidad:

Hoy he visto en el camino el cadáver de un porteador. No podía


haber ninguna duda de que se trataba de un hombre enfermo; sólo
era piel y huesos. Deberían proporcionar algún cuidado a los portea­
dores; ese cruel desprecio por la vida es abominable. (...) Los belgas
no dan ningún valor a la vida de los nativos. No es de extrañar que
estos odien al Estado.

Finalmente, un poco antes de morir, supo que la práctica de la mu­


tilación era una de las consecuencias más destacables de la política
de “mejora moral y material para las razas nativas” prometida en la
Conferencia de Berlín:

Clark, que está en el lago Mantumba, comunicó al Sr. Harvey


haber visto a soldados del Estado en las cercanías de su estación,
luchando y tomando prisioneros; y que él mismo había visto a va­
rios hombres con manojos de manos cortadas con los que indica­
ban su habilidad personal. ¡Supongo que deben recogerlas para
demostrar su éxito! Había manos de hombres y de mujeres, y tam­
bién de niños pequeños. Los misioneros están tan a merced del
Estado que no informan en casa de esas prácticas bárbaras. Ya
había oído decir que esas manos se llevaban a las estaciones, y que
las había incluso de niños, pero no estaba muy seguro .de la veraci­
dad de esos informes hasta que me llegaron los que le envía Clark
a Harvey. Mucho de esto pasa en la estación del Ecuador. Esos
métodos no son necesarios. Hace años, en los antiguos y humanos
tiempos en que yo trabajé en el distrito del Ecuador sin tener sol­
dados, nunca experimenté problemas para conseguir los hombres
que necesitaba. Tampoco las otras estaciones. Entonces ni las esta­
ciones ni los barcos tenían problemas para encontrar hombres o

252
La tragedia del Congo

mano de obra, y tampoco lo tendrían los belgas de utilizar métodos


más razonables.

Una frase que vale la pena resaltar es: «Los misioneros están tan a
merced del Estado que no informan en casa de esas prácticas bárba­
ras». Contrariamente a lo que promueven los apologistas del rey
Leopoldo —que fueron los misioneros quienes propagaron este
asunto—, resulta que estos habían callado y que sólo salió final­
mente a la luz gracias al valor y la sinceridad de un puñado de ingle­
ses y norteamericanos.
Acabamos con el testimonio del Sr. Glave, que era un viajero inglés,
para pasar al del Sr. Murphy, misionero norteamericano que trabaja­
ba en esa misma época en otra parte del país, la región donde el río
Ubangi desemboca en el río Congo. Veamos hasta qué punto coincide
su historia, escrita de forma completamente independiente {Times, 18
de noviembre de 1895):

He visto cómo se hacían esas cosas y he elevado protesta al Estado en


los años 1888, 1889 y 1894, sin recibir nunca satisfacción alguna. He
viajado al interior y presenciado el saqueo del Estado en pos de su
injusto comercio. Permitan que les cuente un suceso que muestra la
forma en que este comercio indigno afecta a la gente. Un día, un
cabo del Estado, a cargo de la estación de Solifa, recorría el poblado
recogiendo el caucho. Se paró ante una pobre mujer, cuyo marido
estaba pescando fuera del poblado, y le preguntó: «¿Dónde está tu
marido?». Ella respondió señalando al río. «¿Dónde está el cau­
cho?», preguntó él entonces. «Preparado para entregarlo», respondió
ella. Ante lo cuál él dijo: «Mientes». Alzó el ama y le disparó en la
cabeza. Poco después volvió el marido y le contaron el asesinato de
su esposa. Fue directamente hasta el cabo, llevando consigo el cau­
cho, y le preguntó porqué había matado a su mujer. El pobre hom­
bre alzó entonces su arma y mató al cabo. Los soldados huyeron a la
central del Estado, y contaron lo sucedido, con el resultado de que el
comisario del distrito envió una fuerza mayor para apoyar la autori- 2

2 53
Arthur Conan Doyle

dad de los soldados; el poblado fue saqueado y quemado, y se mató e


hirió a mucha gente.

Y también:

El pasado noviembre (1894) hubo lucha en Bosira porque la gente se


negaba a entregar el caucho, y un funcionario del Estado me dijo
que habían matado a no menos de ciento ochenta personas. En otro
momento de ese mismo mes, unos soldados huyeron de un vapor del
Estado, y se decía que habían ido al poblado de Bombumba. El ofi­
cial envió un mensaje al jefe de ese poblado pidiéndole que se los
entregara. Aquél respondió que no podía hacerlo, pues los fugitivos
no habían ido allí. El oficial envió por segunda vez al mensajero con
la orden: “ Ven al momento, o habrá guerra por la mañana El viejo
jefe acudió al día siguiente a ver a los belgas y fue atacado sin pro­
vocación. Resultó herido y presenció cómo mataban a su esposa y
luego le cortaban la cabeza para quitarle el collar de bronce que lle­
vaba. También mataron a veinticuatro de sus hombres, a todos por
motivos tan nimios como los citados. Los nativos del lago Mantumba
han vuelto a huir de la crueldad del Estado, y éste envió soldados al
mando de un cabo de color para que hablara con ellos y los hiciera
volver. Por el camino, las tropas encontraron una canoa con siete de
los fugitivos. Les hicieron atracar con algún pretexto insignificante, y
los mataron y les cortaron las manos para llevárselas al comisario del
distrito. Los de Mantumba se quejaron al misionero de Irebu, y éste
fue a comprobar si la historia era cierta. Comprobó que había pasa­
do tal como se lo habían contado, y descubrió que uno de esos siete
era una niña que no había muerto. La niña se recuperó y aún vive
hoy en día, con el muñón de su brazo sin mano como testigo de tan
horrible práctica. Y éstas son sólo unas pocas de las muchas cosas que
pasan en un solo distrito.

Estos horrores no eran sólo por el caucho. Gran parte del país es
poco apropiada para el caucho, y allí había otros impuestos que se

254
La tragedia del Congo

cobraban con la misma brutalidad. Una aldea debía pagar con comida
y un día se retrasó:

Los habitantes del poblado dormían tranquilamente en sus camas


cuando oyeron un disparo y salieron a ver qué pasaba. Al ver que los
soldados rodeaban el poblado, sólo pensaron en escapar. Hombres,
mujeres y niños fueron tiroteados de forma implacable a medida que
huían de sus casas. El poblado quedó completamente destruido, y
hoy en día sigue en ruinas. El único motivo para esa escaramuza fue
que el poblado no había llevado ese día kwanga (comida) al Estado.

Finalmente, cl Sr. Murphy dice:

Fd caucho es responsable de la mayoría de los horrores que se perpetran


en el Congo. Ha reducido a los nativos a un estado de completa deses­
peración. Todos los poblados del distrito están obligados a llevar cada
domingo una cantidad concreta de comida al cuartel del comisario del
distrito. Se recoge a la fuerza, pues los soldados empujan a los hombres
a la selva, y si no van los matan, cortándoles la mano derecha, que
luego llevan al comisario del distrito como trofeo. A los soldados no les
importa a quién matan, y muy a menudo disparan contra pobres muje­
res indefensas e inofensivos niños. Esas manos de hombres, mujeres y
niños, se colocan en hileras ante el comisario del distrito, que las cuenta
para comprobar que los soldados no malgastan cartuchos. El comisario
del distrito recibe una comisión de un penique por cada libra de caucho
que consigue;por tanto, le interesa conseguir tanto como pueda.

Con esto se corrobora y se amplía todo lo escrito por el Sr. Glave.


El sistema acababa de implementarse, y sería más eficiente al cabo de
diez o doce años, pero ya daba los primeros frutos notables de la civi­
lización. No puede decirse que las reglas del rey Leopoldo fueran a
dejar el país incólume. Hay evidencia sobrada de que los salvajes nati­
vos desconocían este tipo de mutilaciones. Fue algo que se propagó
bajo la férula europea.
Arthur Conan Doyle

Tras atender al testimonio de un viajero inglés y al de un misionero


norteamericano, pasemos al de un clérigo sueco, el Sr. Sjóblom, tal
como se detalla en su libro The Aborigines’ Friend, publicado en julio
de 1897. Cubre la misma época que los otros dos, y se centra en el
distrito del Ecuador. Veamos el sistema en todo su apogeo:

Se niegan a recoger caucho. Entonces se declara la guerra y se en­


vían soldados en diferentes direcciones. Se ataca a los nativos en los
poblados y cuando estos huyen, intentan esconderse y salvar la vida,
los soldados los buscan. Entonces se destruyen sus arrozales y les
roban los víveres. Se arrasan sus platanares cuando aún no han
dado fruto, prendiendo a menudo fuego a las chozas y, por supues­
to, llevándose todo lo que haya de valor. Que yo sepa se han que­
mado por completo cuarenta y cinco poblados. Y digo por completo
porque hay muchos que sólo se han quemado en parte. He pasado
por veintiocho poblados abandonados. Los nativos abandonan sus
casas para establecerse en el interior. Para alejarse del hombre blan­
co viajan río abajo, o lo cruzan para entrar en territorio francés. A
veces, los nativos se ven obligados apagar una gran indemnización.
Los jéfes de tribu suelen pagar con alambre de latón y esclavos, y si
no hay esclavos suficientes venden a las esposas. Todo esto me lo
contó un funcionario belga. (...) Pondré un ejemplo de un hombre
al que vi matar ante mis ojos. Fue en uno de mis viajes al interior,
en el que quizá me adentré más de lo que esperaba el comisario del
distrito y en el que vi algo que igual él no habría querido que viese.
Fue en un poblado llamado Ibera, uno de esos poblados caníbales
en los que el hombre blanco nunca ha puesto el pie. Llegué con el
crepúsculo, después de que los nativos volvieran de los diferentes
sitios a los que iban a buscar caucho. Se agruparon a mi alrede­
dor en gran multitud, curiosos al ver a un hombre blanco. Ade­
más, habían oído que les llevaba buenas nuevas, las del Evangelio.
Cuando se reunió esa multitud y yo me disponía a predicarles, los
centinelas llegaron corriendo para coger a un anciano. Se lo llevaron
aparte, y el centinela al cargo vino hasta mí y dijo: «Quiero matar a

2 56
La tragedia del Congo

este hombre porque se ha pasado el día pescando en el río. No fue a


por caucho». Yo le dije: «No tengo autoridad para detenerte, porque
no tengo nada que ver con esos impuestos, pero la gente ha venido a
escuchar lo que tengo que decirles, y no quiero que lo mates ante
mí». Y él contestó: «Muy bien, lo mantendré atado hasta mañana
por la mañana, cuando te hayas ido. Lo mataré entonces». Pero
unos minutos después el centinela se enfureció y lo mató ante mis
ojos. Entonces volvió a cargar el rifle y a apuntar a los demás, que
se alejaron como paja arrastrada por el viento. Le dijo a un niño
pequeño, de ocho o nueve años, que le cortara la mano al hombre al
que había disparado. Éste no estaba muerto del todo y cuando notó
el cuchillo intentó apartar la mano. El niño le cortó la mano con
cierto esfuerzo y la puso junto a un árbol caído. Algo después echa­
ron la mano al fuego para ahumarla antes de enviarla al comisario
del distrito.

Aquí tenemos el sistema en su máxima expresión. Creo que la ima­


gen del niño cortándole la mano al moribundo, acatando órdenes de
un monstruo que seguramente lo habría matado de no obedecerle, es
de las más diabólicas que puede proporcionarnos el Congo. ¡Bonito
ejemplo de la doctrina de Cristo que quería predicar el misionero!
El Sr. Sjóblom parecía al principio incapaz de creer que semejantes
actos pudieran cometerse con el conocimiento y la aquiescencia de los
blancos. Y se aventuró a apelar al comisario del distrito. «Se volvió
furioso hacia mí», añade, «y dijo en presencia de los soldados que me
expulsaría del poblado si volvía a interferir en esa clase de asuntos».
De hecho, habría sido absurdo que el comisario del distrito intervi­
niera en lo sucedido, cuando esa mano se había cortado para poder
presentársela a él. El procedimiento queda explicado en el siguiente
pasaje:

Si el caucho no se entregaba en la cantidad requerida, los centinelas


atacaban a los nativos. Mataban a algunos y llevaban las manos al
comisario del distrito. Y otros nativos se le entregaban como prisio-
Arthur Conan Doyle

ñeros. Al principio llevaban las manos ya ahumadas. Los centinelas,


o los chicos que tenían de sirvientes, ponían esas manos en un peque­
ño horno, y una vez ahumadas las colocaban sobre las cestas con
caucho. He visto hacer esto en muchas ocasiones.

Y luego leemos en los últimos informes de los diplomáticos belgas


que se proponen continuar la benéfica y civilizadora tarea heredada.
Otro pasaje más del Sr. Sjoblom nos muestra la complicidad de las
autoridades belgas, al tiempo que nos revela que la presencia de mi­
sioneros solía ser disuasoria a la hora de cometer brutalidades a plena
luz. Si, en este caso, vieron todo lo que vieron, ¿cómo serían las cosas
en esas grandes extensiones del país donde no había misiones?

A finales de 1895, cuando todos recogían caucho, el comisario del dis­


trito dijo haber insistido a los centinelas para que no mataran a na­
die. Pero el 14 de diciembre pasó por nuestra misión un hombre,
acompañado de una mujer que portaba una cesta llena de manos.
El Sr. y la Sra. Banks me acompañaron al camino, y le dijeron a ese
centinela que pusiera las manos en el camino para contarlas. Con­
tamos dieciocho manos diestras ahumadas, y por el tamaño pudimos
ver que pertenecían a hombres, mujeres y niños. No entendíamos
cómo pudieron haberse cortado esas manos, cuando el comisario del
distrito había ordenado que no se matara a más nativos. Descubrí el
secreto en mi último viaje. Un lunes por la noche, un centinela que
volvía de ver al comisario del distrito, me dijo: «¿ Qué pueden hacer
los centinelas? Cuando el comisario del distrito está ante la gente nos
dice abiertamente que no matemos más, pero cuando.la gente se va
nos dice en privado que si no traemos mucho caucho debemos matar
a algunos, pero no llevarle las manos». Dijo que se había encadena­
do a algunos centinelas por matar a nativos que vivían cerca de una
misión, pero creía que el comisario del distrito sólo lo había hecho
porque podía saberse que lo había ordenado él. Yo le dije al centine­
la: «Deberías obedecer la primera orden, y no matar más». Y él me
respondió: «Si la gente no está asustada no va a por caucho, y el
La tragedia del Congo

comisario del distrito nos castiga con la piel de hipopótamo, o nos


encadena, o nos envía a Boma». Y añadió que el comisario del dis­
trito le inducía a ocultar las crueldades mientras le daba permiso
para hacerlas, pero que debía hacerlas de modo que pudieran justi­
ficarse en caso de saberse durante una investigación. En esa situa­
ción, el comisario del distrito podría decir: «pero si dije públicamente
que dejasen de matar», y así poder culpar al soldado, librándose de
la culpa, aunque la culpa y el castigo fueran suyos, ya que había
cometido ese acto terrible para ocultar o confundir a la justicia. Si los
centinelas estaban desconcertados por este mensaje, ¿ cómo estarían
los nativosi

Dije antes que era más fácil defender a los asesinos caníbales que a
quienes trabajan dentro del sistema. Los capitas ponen la misma excu­
sa. «No se crea mucho eso», le dijo uno de ellos al misionero. «Nos
matan si no les llevamos caucho. El comisario del distrito ha prometi­
do acortarnos el servicio si le llevamos muchas manos. Yo ya le he lle­
vado muchas, y espero acabar pronto mi servicio.»
Todo esto demuestra ampliamente que los comisarios están metidos
hasta las cejas en este horrible asunto, pero el Sr. Sjoblom todavía
pudo acceder a un nivel superior del escalafón que lleva al palacio de
Bruselas. El gobernador general WahisJÍ, un hombre que ha tenido
un siniestro papel en el país, viajó río arriba con la intención de hacer
que el sueco se desdijera, o de intimidarlo en caso de no conseguirlo.
Parece ser que lo último que tenía en mente era llegar a la verdad o
enderezar lo que estuviera torcido, pues sabía muy bien que lo torci­
do era básico para el sistema, que así el engranaje iría más despacio, y
que entonces el ingeniero jefe de Europa desearía saber qué pasaba
con su maquinaria productora de caucho. «Quizá presenciara usted
todo lo que ha contado», dijo, «pero no ha probado nada». Y el comi- 26

26. Théophile Wahis (1844-1921), oficial del Ejército belga que fue gobernador general del Congo
de 1892 a 1911. Antes se había ganado la confianza de Leopoldo 11 en México, cuando acompañó
a Maximiliano de Austria y a la emperatriz Carlota, hermana del rey belga. (N. de los E.)
Arthur Conan Doyle

sario decía esto mientras apuntaba con un rifle a la cabeza de los tes­
tigos para asegurarse de que no pudiera probarse nada. A pesar de
eso, el Sr. Sjdblom reunió pruebas y, tras acudir al gobernador, le pre­
guntó si quería escucharlas. «No quiero oír a ningún testigo», le dijo,
para añadir luego: «Como continúe reclamando una investigación
sobre estos asuntos, lo llevaremos a juicio... Y eso supondrá una con­
dena de cárcel de cinco años».
Ésta es la historia con la que el Sr. Sjóblom implica al gobernador
Wahis en la infamia general. «Eso es falso», gritará el apologista con­
goleño. ¡Qué extraño resulta que laicos y clérigos, suecos, norteame­
ricanos y británicos, se unan para difamar a tan inocente Estado! No
hay duda que esos niños malvados se cortan sus propias manos para
poder manchar así “la benévola y filantrópica empresa del Congo”.
Tartufo y Jack el destripador... ¡En la historia del mundo nunca se ha
visto una combinación semejante!
Incluyamos otra anécdota acerca del Sr. Wahis, pues pocas veces
tenemos a un gobernador del Congo enfrentándose en persona a los
resultados de su obra. Cuando el Sr. Sjóblom viajó río abajo, aún tuvo
ocasión de informarse de otro ultraje:

El Sr. Banks le dijo al gobernador Wahis que lo había presenciado


personalmente, por lo que éste mandó llamar al comandante al car­
go, pues el oficial que ordenó el ataque ya estaba en otro lugar, y le
preguntó en francés si la historia era cierta. El oficial belga aseguró al
Sr. Wahis que así lo era, pero éste, creyendo que el Sr. Banks no sabía
francés, dijo: «Quizá lo presenciara usted, pero no tiene testigos de
ello». El Sr. Banks respondió: «Oh, siempre puedo llamar al coman­
dante que acaba de decirle que todo es cierto». El Sr. Wahis intentó
restar importancia al asunto, cuando, para su gran sorpresa, Banks
añadió: «En cualquier caso, y atendiendo a su petición, ya he pro­
porcionado al cónsul británico, que hace poco pasó por aquí, una
declaración firmada al respecto». El Sr. Wahis se levantó de su asien­
to y dijo: «¡Oh, entonces se sabe en toda Europa!». Y por primera
vez dijo que se castigaría al comisario del distrito responsable.

2.6o
La tragedia del Congo

No hace falta añadir que el castigo fue una pura farsa.


Todos estos informes, cada uno ampliando el anterior, junto al ase­
sinato del Sr. Stokes, y la iniciativa del Despacito Colonial Británico
de prohibir todo reclutamiento para el Congo, tuvieron el efecto de
llamar la atención sobre la situación de ese país. Las acusaciones fue­
ron recibidas en parte con negativas, en parte con generalidades sobre
moralidad y en parte con falsas reformas. Los señores Van Eetvelde,
en Bruselas, y Jules Houdret, en Londres, negaron cosas que luego se
demostrarían por completo veraces. Las reformas se concretaron en
una teórica Comisión para la Protección de los Nativos, que fue com­
pletamente inservible, al igual que todas las supuestas reformas ante­
riores, y sólo existía de cara a Europa. Nadie sabía mejor que los
hombres de Bruselas que ninguna reforma podría cambiar nada,
como no fuera la de abolir el sistema en sí, pues era un sistema que
producía ultrajes de forma tan lógica y segura como que la escarcha
produce hielo. En siguientes capítulos se hablará de los resultados de
esa Comisión para la Protección de los Nativos.
V
MÁS CONSECUENCIAS DEL SISTEMA

Uebo interrumpir por un momento la historia de esta larga y funes­


ta sucesión de atrocidades para poder explicar algunos factores nue­
vos de la situación.
Ya se ha mostrado que el Estado del Congo, incapaz de manejar la
totalidad de sus vastos dominios, había subarrendado grandes extensio­
nes de terreno a compañías monopolistas, en completa contradicción
con el Artículo V del tratado de Berlín. Hasta el año 1897, eran compa­
ñías registradas en Bélgica, con alguna pretensión de alcance internacio­
nal. El Estado carecía de un control claro o directo de las mismas. Esto
iba a cambiar. Estrechó aún más los lazos que lo unían a esas empresas
comerciales, que en su mayoría se disolvieron para reconstruirse bajo la
ley congoleña. En la mayor parte de los casos, el Estado les concedía un
monopolio a cambio de quedarse con el control de las compañías, lle­
gando hasta el punto de nombrar a todos los gerentes y agentes de la
compañía, y obteniendo la mitad de las acciones o los beneficios, algo
muy a tener en cuenta cuando hablemos de la compañía a. b. i. r. , o de la
Kasau, la Katanga, la Anversoise, o cualquier otra, pues en realidad esta­
remos hablando del Estado, o sea, del rey Leopoldo. Era el dueño de
unas compañías, a las que pagaba una comisión del cincuenta por ciento
por hacer todo el trabajo. Y, al no pagarse nada por productos o por
mano de obra, y ser los beneficios los previstos (entre un cincuenta y un
setecientos por cien anuales), todas las partes ganaban con el trato.
Arthur Conan Doyle

Otro nuevo factor fue la finalización, en 1898, del ferrocarril del


Alto Congo, que unía Boma con Stanley Pool, sorteando las cata­
ratas. La empresa en sí era beneficiosa y espléndida. Los medios con
los que se llevó a cabo, inhumanos y sin escrúpulos. De no tener el
mundo civilizado más queja contra el Estado del Congo que la his­
toria de la construcción de su ferrocarril mediante trabajos forzados,
tan diferente a la tradicional forma de construir en países tropica­
les exhibida por otras colonias europeas, seguiría siendo una queja
muy grave. Pero eso resulta insignificante al lado de la esclavización
de todo un pueblo y de veinte años de masacres ininterrumpidas.
Incluimos aquí, a modo de retrato de las condiciones reinantes, un
pequeño apunte de D. Edouard Picard, miembro del senado belga,
que presenció su construcción:

La cruel impresión que producen los mutilados bosques se acrecienta


allí donde, hasta hace poco, estaban los poblados nativos, ocultos y
protegidos por el espeso y elevado follaje. Los habitantes han huido
de ellos, pese a las palabras de ánimo y las promesas de paz y trato
justo. Han quemado sus chozas y grandes montones de cenizas mar­
can los asentamientos en medio de palmerales abandonados y plata­
nares aplastados. Los terrores que despierta el recuerdo de los inhu­
manos azotes, las masacres, las violaciones y los secuestros, atormen­
ta sus pobres cerebros y huyen buscando refugio en el seno de la hos­
pitalaria selva, o al otro lado de las fronteras, en el Congo portugués
o el francés, todavía a salvo de tantos sufrimientos y temores, lejos
de los caminos transitados por los hombres blancos, esos perniciosos
intrusos con su cortejo de extraños e inquietantes hábitos.

El panorama era igual de siniestro en el camino por el que las cara­


vanas iban y venían de Stanley Pool.

Nos encontrábamos constantemente con porteadores, aislados o en


fila india: negros, negros miserables, llevando por única vestimenta
taparrabos horrendamente sucios, cargando en las desnudas o riza-
La tragedia del Congo

das cabezas arcones, fardos, colmillos de marfil, cestas de caucho o


barriles; la mayoría desfallecidos, vencidos por una carga que se
hacía más pesada por el cansancio y la escasa alimentación, a base de
un puñado de arroz y de sucio pescado seco; lastimosas cariátides
ambulantes, bestias de carga con flacas extremidades de mono, ras­
gos hinchados, ojos redondos y de mirada fija por la tensión de man­
tener el equilibrio y el sopor del agotamiento. Así iban y venían a
millares, organizados en un sistema de transporte humano, requisa­
dos por un Estado armado con una irresistible Force Publique pro­
porcionada por los jefes de tribu, de los que eran esclavos y que se
quedaban su salario; caminaban con rodillas dobladas y estómagos
protuberantes, un brazo alzado y el otro apoyado en un largo bastón
polvoriento y maloliente, cubiertos de insectos a medida que la enor­
me procesión subía montañas y cruzaba valles, muriendo en la cami­
nata o, una vez concluida ésta, yendo a sus poblados para morir allí
de agotamiento.

Recordemos que el capitán Lothaire, tras ser declarado inocente del


asesinato del Sr. Stokes, fue nombrado director gerente de la Anver-
soise Trust por el rey Leopoldo. En 1898 llegó al distrito de Mongala,
y desde ese momento empezaron a llegar a Europa rumores de ataques
nativos y sangrientas represalias, junto con la violencia y los disturbios
que es dado esperar cuando una población acostumbrada a la libertad
se ve de pronto reducida a la esclavitud. La magnitud de la operación
del caucho realizada bajo el salvaje mando del capitán Lothaire puede
colegirse por el hecho de que los beneficios de la compañía, que en
1897 fueron de 120.000 francos, aumentaron en 1899 a 3.968.000, una
suma que es considerablemente superior al doble del capital de la
empresa. El Sr. Mille menciona a un agente belga que enseñaba 2 5.000
cartuchos y decía: «Puedo convertir esto en 25.000 libras de caucho».
El capitán Lothaire creía en los mismos métodos comerciales, pues sus
enfrentamientos y su producción aumentaron de forma conjunta. Vale
la pena masacrar a la cuarta parte de la población si así se empuja a la
restante a trabajar de forma frenética e incesante.

265
Arthur Conan Doyle

Ningún detalle preciso de esos sucesos habría llegado a Europa de no


cometer Lothaire el gran error de enfrentarse a sus subordinados. Uno
de ellos, llamado Lacroix, envió un comunicado al Nieuwe Gazet de
Amberes, que, junto con Le Petit Bleu, tuvo un papel honorable e inde­
pendiente en esta época. La Congo Press Bureau, la Oficina de Prensa
del Congo, que había acallado a la parte más sobornable de la prensa
belga y parisina, aún no había alcanzado la eficiencia que luego tendría.
Esta carta de Lacroix se publicó el io de abril de 1900, y arrojó una
siniestra luz sobre lo que sucedía en el distrito de Mongala. Era una
confesión, pero una confesión que implicaba tanto a sus superiores
como a él mismo. Contaba cómo su jefe le había ordenado masacrar a
todos los nativos de un poblado que se retrasó en su entrega de cau­
cho. Cumplió con la orden, y luego su jefe encadenó a sesenta mujeres
y permitió que casi todas murieran de hambre porque su poblado
—Mummumbula— no había entregado suficiente caucho. «Me van a
juzgar», escribió, «por asesinar a ciento cincuenta hombres, por cru­
cificar a mujeres y niños, y por mutilar a muchos hombres y colgar sus
restos en la empalizada del poblado». Coincidiendo con esta confesión
de Lacroix, Le Petit Bleu publicó declaraciones juradas de soldados em­
pleados por la Anversoise Trust, contando que habían asesinado pobla­
dos enteros por no entregar bastante caucho. Otro agente, Moray,
publicó en Le Petit Bleu una confesión de la que extraigo lo siguiente:

Formamos en Ambas una partida de treinta, a las órdenes de Van


Eycken, que nos envió a un poblado para comprobar si los nativos
estaban recolectando caucho, y en caso contrario matarlos a todos,
incluidos hombres, mujeres y niños. Encontramos a los nativos tran­
quilamente sentados. Les preguntamos qué hacían. No supieron res­
pondernos, así que caímos sobre ellos y los matamos sin compasión.
Una hora después se nos unió Van Eycken y le contamos lo hecho. Él
respondió: «Muy bien, pero no basta con eso». Y nos ordenó cortarles
la cabeza a los hombres y colgarlas de la empalizada del poblado,
hacer lo mismo con sus órganos sexuales, e igual con las mujeres y
niños pero colgándolos con la forma de la cruz.

2 66
La tragedia del Congo

Los belgas reaccionaron ante estas recientes revelaciones, demos­


trando que lo único que impedía a los habitantes de ese país mostrar
la misma humanidad que cualquier otra nación civilizada era su igno­
rancia de lo que sucedía realmente. Aún no son conscientes de todas
las villanías que se han cometido en su nombre y, ¡seguramente su
reacción será terrible cuando lo descubran! Ya hay algunos muy ente­
rados de lo que sucede. Los señores Vandcrvelde y Lorand han lu­
chado valientemente en su Parlamento. Los funcionarios, encabeza­
dos por los señores Liebrichts y De Cuvelier, hicieron las habituales
declaraciones imprecisas y las negativas generalizadas. «Ah, pueden
estar seguros que arrojaremos luz sobre este asunto, lo aclararemos
todo», exclamó el primero. Y hubo luz, y aunque para algunos no fue
tanta como era de desear, al menos se juzgó y condenó a algunos de
esos canallas. En cualquier otra colonia europea se los habría ahorca­
do de inmediato como a los viles asesinos que eran, pero en el Congo
no se ahorca a los hombres blancos, ni siquiera cuando tienen las
manos manchadas con la sangre de cien asesinatos. El único hombre
blanco al que se ha ahorcado allí fue el inglés Stokes, y eso por ser un
comerciante de la competencia.
Pero hay que remarcar que sólo se castigó a los subordinados. Van
Eycken fue declarado inocente; Lacroix fue a la cárcel; Mattheys, otro
agente acusado de actos horribles, fue condenado a doce años, lo cual
sonó muy bien en su momento, pero lo liberaron al cabo de tres. Al
sentenciar a este hombre, el juez empleó las palabras: «Dado que es
justo tener en cuenta el ejemplo que le dieron sus superiores al no
mostrar respeto por las vidas o los derechos de los nativos». Son pala­
bras valientes, pero ¡qué indefensa queda la justicia cuando pueden
decirse palabras así, sin que produzcan resultado alguno! Por supues­
to, se referían al capitán Lothaire que, mientras tanto, había huido
a Matadi en un vapor, escapando desde allí a Europa. Su huida era
conocida por todos, pero ¿quién iba a atreverse a ponerle la mano
encima al favorito del rey? Desde entonces, Lothaire ha vuelto al
Congo en varias ocasiones, pero la justicia ha permanecido con los
ojos vendados en todo lo que a este hombre se refiere.

267
Arthur Conan Doyle

Hay un incidente en la historia de este juicio que merece resaltarse.


Moray, cuyo testimonio habría sido de gran importancia, fue encon­
trado muerto en su cama antes de iniciarse el proceso. En la historia
congoleña hay varios sucesos así. El comandante Dooms, tras amena­
zar con descubrir ante Europa las fechorías del teniente Massard, fue
encontrado poco después misteriosamente ahogado tras un encuentro
con un hipopótamo. El capitán Baccari, que volvió furioso de una
inspección del Estado, declaró con vehemencia haber sido envenena­
do. Mucho de lo que sucede en ese Estado pertenece al siglo xvi, y no
sólo en la forma en que se trata a los nativos.
Antes de dejar atrás estas revelaciones, junto al inevitable estallido de
ingenuidad de la prensa belga, vale la pena transcribir la siguiente decla­
ración de un oficial que había regresado del Congo, cuya entrevista
apareció en el Nieuwe Gazet de Amberes (io de abril de 1900). Dice:

Cuando se me ordenó establecer un fuerte, se me entregaron solda­


dos nativos y una cantidad prodigiosa de munición. Mi jefe me dio
las siguientes instrucciones: «¡Aplaste todos los obstáculos!». Obedecí
y pasé mi distrito a fuego y espada. Había salido de Amberes cre­
yendo que me limitaría a recolectar caucho. Grande fue mi estupe­
facción al conocer la verdad.

Estas palabras, junto a la ya citada carta del teniente Tilkens, arrojan


alguna luz sobre la posición del agente.
De hecho, algo debe decirse en favor de estos desafortunados hom­
bres, pues es más horrible ser inducido al crimen que soportarlo.
¡Examinen si no la secuencia de acontecimientos! El hombre ve un
anuncio ofreciendo un puesto comercial en los trópicos, y se presenta
en las oficinas. Se le dice que tendrá un salario de unas setenta y cinco
libras anuales, con gratificaciones según resultados. No sabe nada del
país o de las condiciones de trabajo, y acepta. Entonces le preguntan
si tiene dinero. No lo tiene. Se le adelanta un centenar de libras para
gastos y ropa, que se compromete a devolver. Viaja al Congo y des­
cubre la terrible naturaleza de la tarea que le espera: cometer crímenes
La tragedia del Congo

para obtener resultados. ¿No puede dimitir? «Así es», le dicen las
autoridades, «pero no podrá irse mientras no pague su deuda con tra­
bajo». No puede huir río abajo, porque el Gobierno controla todos
los vapores. ¿Qué puede hacer entonces? Algo que suelen hacer con
mucha frecuencia es volarse la tapa de los sesos. Las estadísticas de
suicidio son más elevadas que en cualquier otro trabajo del mundo.
Pero, supongamos que asume otra postura: «Muy bien, me quedaré
ya que me obligan, pero delataré estas fechorías a Europa». ¿Qué
sucede entonces? La rutina es sencilla. Se le acusa oficialmente de mal­
tratar a los nativos. Los maltratos de cualquier tipo siempre se llevan a
juicio, y no resulta difícil probar con la ayuda de los centinelas que el
agente es responsable de algo que no casa con la ley escrita, aunque
sea la costumbre aceptada. Es llevado a Boma, juzgado y condenado.
Por eso, en la prisión de Boma se encuentra tanto a los mejores hom­
bres como a los peores, hombres cuyas ideas son demasiado humanas
para las autoridades, junto a hombres cuyos crímenes ni siquiera la
administración congolesa puede pasar por alto. Que se cuide mucho
quien busque servir en ese siniestro país, pues las únicas salidas que le
esperan son el suicidio, la prisión de Boma o cometer actos tales que
envenenarán por siempre su memoria.
Ésta es la clase de circulares oficiales que reciben a miles los agentes.
Ésta en concreto proviene del comisionado del distrito de Welle:

Le concedo carte blanche para procurarse 4.000 kilos de caucho al


mes. Tiene dos meses para hacer trabajar a los suyos. Emplee prime­
ro la amabilidad, pero emplee la fuerza de las armas si persisten en
resistirse a la demandas del Estado.

Y ese Estado se formó para la “mejora moral y material de los


nativos”.
Ya que hablamos de los juicios de Boma, resumiré brevemente el
caso Caudron, que tuvo lugar en 1904. Fue notable por establecer
judicialmente lo que siempre había estado muy claro: la complicidad
entre el Estado y los criminales. Caudron era un hombre al que acu-

269
Arthur Conan Doyle

saban de 120 asesinatos a sangre fría. De hecho, era un agente efi­


ciente y concienzudo de la Anvcrsoise, la misma compañía cuyas
sangrientas acciones alcanzaron tanta altura cuando el gerente Lo-
thaire enseñó a los nativos lo que un ministro del Parlamento belga
describió como ley cristiana en acción. Caudron había trabajado
mucho por el bien de la compañía, y mucho por su propio bien,
pues se llevaba una comisión del tres por ciento sobre el caucho. Es
difícil explicar por qué lo eligieron a él de entre todos sus compañe­
ros asesinos, pero fue así, y acabó en Boma con una condena de
veinte años. Apeló, y se le redujo a quince años, que la experiencia
nos ha mostrado que en la práctica no pasan de dos o tres. Pero lo
interesante de su juicio estriba en que basó su apelación en que el
Gobierno estaba al tanto de las incursiones asesinas y que en ellas
había empleado a soldados gubernamentales. Los detalles que sacó
el juicio a la luz fueron:
1. La existencia de un sistema organizado de opresión, saqueo y
masacre, para aumentar la producción de caucho en beneficio de una
“compañía” que sólo era una fachada del propio Gobierno.
2. Que las autoridades locales dependientes del Gobierno estaban al
tanto y participaban del sistema.
3. Que los funcionarios locales del Gobierno participaban de
esos ataques, y que en ellos se empleaba regularmente a tropas del
Gobierno.
4. Que la judicatura es impotente a la hora de adjudicar la verdadera
responsabilidad a las cabezas adecuadas.
5. Que, por tanto, esas atrocidades continuarán cometiéndose mien­
tras no se extirpe el sistema en sí.
El abogado de Caudron solicitó documentos oficiales que demos­
trasen la cadena de responsabilidades, pero el presidente del tribunal
de apelaciones rechazó la petición, sabiendo tan bien como nosotros,
que eso sólo podía conducir al mismo trono.
Cabría preguntarse cómo es que llegaron a Europa los detalles de
este juicio, cuando tan rara vez se filtra algo de los tribunales de
Boma. La razón está en que allí vivía un súbdito británico de color

270
La tragedia del Congo

llamado Shanu27, que procuró acudir día tras día al tribunal para man­
tener un registro del procedimiento, que luego despachaba a Euro­
pa. Es interesante lo que sucedió a continuación, pues se boicoteó el
negocio de ese hombre, que era muy grande, y él lo perdió todo, de­
sesperándose en su desgracia y acabando por quitarse la vida. Fue
otro mártir de la causa congoleña.

27. Hezekiah Andrew Shanu era un africano educado en Europa y propietario de un impor­
tante negocio en el Congo. Llegó a recibir, en Bélgica, una medalla por sus servicios al Estado
del Congo, pero se convirtió en disidente y proporcionó información sobre las atrocidades
cometidas en el país, primero a Roger Casement, y luego a E.D. Morel. Cuando las autoridades
del Congo se enteraron, no lo detuvieron para no provocar un conflicto internacional —ya que
era súbdito británico— pero lo persiguieron sin tregua y lo arruinaron, hasta que se suicidó en
7905. (N. de los E.)
VI
VOCES DESDE LAS TINIEBLAS

Volveré ahora sobre los testigos del espeluznante trato a los nativos.
El reverendo Joseph Clark era un misionero norteamericano que vivía
en Ikoko, dentro del Dominio de la Corona, la reserva privada del
propio rey Leopoldo. Estas cartas cubren el período de tiempo entre
los años 1893 y 1899.
Así era Ikoko, a su llegada en 1893:

Irebu tiene unos dos mil habitantes. Ikoko al menos cuatro mil, y
hay otros poblados cerca, algunos tan grandes como Irebu, y dos
seguramente tan grandes como Ikoko. Los habitantes son apuestos,
valientes y activos.

En 1903, sólo quedaban seiscientos habitantes.


En 1894, Ikoko empezó a sentir los efectos de la “mejora moral y
material”. El 30 de mayo de ese año, Clark escribe:

Debido a problemas con el Estado, los habitantes de Irebu han hui­


do, abandonando sus casas. Ayer, los soldados mataron de un disparo
a un hombre enfermo que no intentaba huir, así como a otras perso­
nas, pues los soldados (nativos) del Estado hacen lo que quieren en
ausencia del hombre blanco.

273
Arthur Conan Doyle

En noviembre de 1894:

Los soldados han matado en Ikoko a gran número de personas, y la


mayoría de los habitantes que quedaban huyeron a la selva.

Ese mismo mes se quejó oficialmente al comisario Fievez:

Si no viene usted pronto y pone fin a la presente situación, los poblados


acabarán vacíos. (...) Le encarezco que nos ayude a restablecer la paz
en el lago. (...) Es muy duro ver los cadáveres en el arroyo y en la pla­
ya y saber por qué los mataron. (...) Las personas viven a la intempe­
rie, como bestias salvajes sin refugio o comida adecuada, y temen en­
cender fogatas. Muchos han muerto así. Una mujer huyó con tres hijos,
y los tres murieron en la selva, volviendo luego la mujer hecha una pil­
trafa para morir poco después por el hambre y el frío. La conocíamos
todos. Tenía yo en 1894 la esperanza de exponer todos estos hechos ante
el rey Leopoldo, pues estaba seguro de que no sabía nada de las horren­
das condiciones en que se cobra el llamado “impuesto del caucho ”.

El 28 de noviembre, escribe:

Los soldados del Estado trajeron siete manos, e informaron haber


matado a los hombres cuando huían al lado francés, etc.
Hemos descubierto que todo lo que dijeron los soldados era falso,
y que lo cierto era lo declarado por los nativos. Sólo hemos podido
encontrar seis cuerpos; el séptimo había caído al agua. Al cabo de
uno o dos días supimos de un octavo cuerpo que había flotado hasta
el muelle que hay más arriba. Pertenecía a una mujer, arrojada o
caída al agua después de ser tiroteada.

El 4 de diciembre dice:

Hace un año pasamos o visitamos los siguientes poblados, de aquí


a Ikoko:

H4
La tragedia del Congo

Población aproximada
Lobwaka 2JO
Boboko 2JO
Bosungu zoo
Ikenze ZJO
Bokaka 2 00
Mosenge NO
Ituta So
Ngero 2.000
Total J.lSo

Place una semana hice el mismo recorrido, y sólo quedaba gente en


Ngero, donde encontramos diez personas. En Ikoko apenas hay doce
personas aparte de las empleadas por Frank. Y más allá de Ikoko
sucede lo mismo.

El 12 de abril de 1894, escribe:

Lamento decir que sigue habiendo conflictos sobre el caucho. Todas


las semanas nos llega noticia de alguna pelea, e incluso en nuestra
aldea hay frecuentes “escaramuzas ” con soldados armados e indisci­
plinados. (...) Los últimos doce meses se han cobrado más vidas que
tres o cinco años de superstición y guerras nativas. Los nativos hacen
esta comparación entre ellos. (...) Resulta increíble y espantoso pen­
sar que estos salvajes armados con rifles cazan y matan libremente a
la gente que no tiene caucho que vender al Estado a cambio de casi
nada, y hiela la sangre en las venas verlos volver con las manos cor­
tadas de sus víctimas como prueba de “valentía ”, y encontrar entre
ellas manos de niños pequeños.

Lo siguiente se escribió el 3 de mayo de 1895:

La guerra por el caucho. El Estado pide a los nativos que recojan el


caucho y lo vendan a sus agentes a un precio muy bajo. A los nativos

275
Arthur Conan Doyle

no les gusta eso. Es un trabajo muy duro por una paga muy escasa, y
tienen que internarse en la selva lejos de sus casas, donde no se sien­
ten a salvo, y siempre hay peleas entre ellos. (...) El caucho de este
distrito ha costado centenares de vidas, y las escenas que he presen­
ciado, viéndome incapaz de ayudar a los oprimidos, bastan para que
desee estar muerto. Los soldados, que también son salvajes a su vez,
algunos hasta caníbales, están entrenados para usar rifles y, en mu­
chos casos, se envían sin supervisores blancos y hacen lo que les ape­
tece. Cuando llegan a un poblado, ninguna propiedad o esposa está a
salvo, y cuando guerrean son como diablos.
Imagínenlos volviendo de combatir a algunos “rebeldes”; en la
proa de la canoa hay una pértiga de la que cuelga un fardo. (...) Son
las manos (manos diestras) de dieciséis guerreros que han matado.
“Guerreros”. ¿Acaso no hay entre ellas manos de muchachas y de
niños pequeños (niños o niñas)? Yo las he visto. He visto hasta de
dónde se cortaron esos trofeos, cuando su pobre corazón aún latía
con fuerza suficiente como para propulsar a una distancia de hasta
metro y medio la sangre de las arterias cortadas.
Una vez trajeron a un bebé; habían cogido prisionera a su madre, y
arrojaron al infante al agua para que se ahogara ante sus ojos. Los
soldados nos dijeron con toda frialdad a mi esposa y a mí que su hom­
bre blanco no quería que se le llevaran bebés. Se llevaron a las muje­
res a rastras y dejaron al niño con nosotros, pero enviamos al bebé
con su madre y dijimos que informaríamos de eso al jefe de la esta­
ción. Lo hicimos así, pero no se castigó a los hombres. Ante mí dijeron
que le darían cincuenta latigazos al principal culpable, pero oí como
la misma boca enviaba un mensaje diciendo que no se le azotase.

Comparemos esto con los siguientes extractos del Bulletin Officiel


del rey Leopoldo, referido a esa misma parte del país:

La explotación de las plantas de caucho en este distrito se llevó a


cabo hace apenas tres años por el Sr. Fievez. Los resultados que obtu­
vo siguen sin igualarse. El distrito producía en 1895 mds de 650 tone-

276
La tragedia del Congo

ladas de caucho, compradas (sic)por 2 '/¿ peniques (precio europeo), y


vendidas en Amheres por 5 chelines con 5 peniques el kiloT

Un boletín posterior añadía:

Este desarrollo del orden general se combina con una mejora inevi­
table de las condiciones de vida de los nativos allí donde entran en
contacto con los europeos...
De hecho, ése es uno de los objetivos de la política general del
Estado: promover la regeneración de la raza, insuflándoles un
concepto más elevado de la necesidad del trabajo.

En verdad no conozco nada en toda la historia que pueda rivali­


zar con documentos como estos, ni piratas ni bandidos se sumieron
nunca en esc odioso y último abismo que es la hipocresía. Son únicos,
colosales en su horror, y colosales también en su afrenta.
Unas anécdotas más del digno Sr. Clark. Esto pertenece a una carta
enviada al jefe de distrito Mueller:

Hay un asunto referente a los centinelas de Nkake del que quiero


informarle. Recordará que hace un tiempo cogieron once canoas y
mataron a algunos habitantes de Ikoko. En prueba de ello, le llevaron
a usted unas manos, tres de las cuales eran de niños pequeños. Oímos
decir a uno de los remeros que uno de los niños no estaba muerto cuan­
do le cortaron la mano, pero no creí esa historia. Tres días después nos
dijeron que el niño seguía con vida, perdido en la selva. Envié a cuatro
de mis hombres a buscarlo, y me trajeron a una niña pequeña a la que
le habían cortado la mano derecha y abandonado para que muriera.
La niña no tenía otra herida. Dado que iba a ver al Dr. Reusens por mi
mala salud, le llevé a la niña, y él le cortó el brazo y se lo curó y parece
que vivirá. Creo que tan espantosa crueldad debería tener castigo.

28. Una libra tiene veinte chelines, un chelín doce peniques. Y una libra de 1900 equivaldría a
unas cincuenta actuales. (N. del T.)

277
Arthur Conan Doyle

El Sr. Clark seguía aferrándose a la esperanza de que el rey Leo­


poldo no conociera las consecuencias de su propio sistema. El 25 de
marzo de 1896 escribió:

Este tráfico de caucho está manchado de sangre y si los nativos se


alzaran y exterminaran a todos los blancos del Alto Congo, seguiría
quedando una terrible cuenta a su favor. ¿No podrá algún nortea­
mericano influyente ver al rey de los belgas y hacerle saber lo que se
hace en su nombre ? El lago está en la reserva del rey —no se permi­
te el paso a los comerciantes—y se ha matado a centenares de hom­
bres, mujeres y niños para recolectar el caucho que se le envía.

Finalmente, los nativos, acosados hasta no poder soportar más, se


alzaron contra sus opresores. ¿Y quién podría dejar de alegrarse de
que tuvieran algún éxito? Lo siguiente está sacado de un libro de car­
tas29 cuya primera fecha es el 29 de enero de 1897.

El alzamiento de los nativos tuvo finalmente lugar cuando los


centinelas robaron y maltrataron a un jefe importante. Delante de
mí, presentó su queja ante el Sr. Mueller, informando de la requisa
de sus esposas y bienes y de la violencia sufrida por su persona
a manos de los soldados estacionados en su aldea. Vi como el Sr.
Mueller lo echaba a patadas de su porche. Cuarenta y ocho horas
después no quedaban centinelas o seguidores suyos en el poblado
de ese jefe, siendo todos asesinados y mutilados. Poco después ma­
taron a Mueller, junto a otro oficial blanco y a muchos soldados, y
empezó la revuelta.

Ésta es una parte de su testimonio, una parte muy pequeña de la


narración proporcionada por el Sr. Clark. No olvidemos que procede
de una larga serie de cartas escritas a diferentes personas a lo largo de

29. Por libro de cartas se refiere al cuaderno donde se copiaba el contenido de las cartas que se
enviaban. (N. del T.)
La tragedia del Congo

los años. Sería posible creer inventado un único comentario, pero ni


siquiera los más ingeniosos apologistas de los métodos congoleños
podrían explicar la falsedad de todo el libro de cartas.
Con esto acabamos con el norteamericano Sr. Clark, para concen­
trarnos en el testimonio del inglés Sr. Scrivener, que cubre aproxima­
damente la misma época y lugar. Pero, para evitar que el punto de
vista parezca demasiado anglosajón, incluyamos antes un pasaje de los
viajes del francés León Berthier, cuyo diario fue publicado en 1902
por el Instituto Colonial de Marsella:

La estación belga de Imesse está bien construida. El jefe del puesto


está ausente. Ha ido a castigar al poblado de M’Batchi, culpable de
retrasarse en el pago del impuesto del caucho. (...) Una canoa llena
de soldados del Estado del Congo vuelve de saquear M’Batchi. (...)
Treinta muertos, cincuenta heridos. (...) Llegué a las tres en punto a
M’Batchi, escenario del sangriento castigo del jefe del puesto de
Imesse. ¡Pobre aldea! Los restos de miserables chozas. (...) Uno se
aleja de esas escenas de desolación humillado y apenado, rebosando
sentimientos indescriptibles.

Para poder mostrar la continuidad del horror congoleño en toda


su duración (algo que es la vergüenza de las grandes potencias, que
lo consintieron con su silencio), he incluido los testimonios de for­
ma ordenada. Los señores Clave, Murphy y Sjóblom cubrieron el
período de 1894 a 1897; el Sr. Clark nos llevó hasta 1900; los tri­
bunales de justicia de Boma nos revelaron las fechorías entre 1901
y 1904. Ahora recurrimos a la experiencia vivida por el reverendo
Albert E. Scrivener, un misionero inglés que, durante julio, agosto
y septiembre de aquel año, recorrió parte del Dominio de la Co­
rona, esa región que se asignó el propio rey Leopoldo, y donde el
Sr. Clark vivió tantos años de pesadilla. Veremos hasta dónde se
corroboran los testimonios independientes del norteamericano y
del inglés, el primero extraído de una sucesión de cartas, el segundo
de un diario.
Arthur Conan Doyle

Desperté a las seis de la mañana para descubrir que aún llovía. No


paró hasta las nueve, y conseguimos partir a las once. El día anterior
se había acabado el pan de mandioca, así que se cocinó algo de arroz,
pero la multitud que dejaba el pequeño poblado seguía hambrienta.
Intenté descubrir algo sobre ellos. Dijeron ser fugitivos de un distrito
situado a poca distancia, donde se recogía el caucho. Nos contaron
historias terribles de asesinatos y de muertes por hambre, y al oírlas
nos preguntamos cómo era posible que hombres tan maltratados
pudiesen seguir viviendo sin tomar represalias. Los niños y niñas iban
desnudos, y les regalé una pieza de percal, para su maravilla.
(...) Cuatro horas y media de viaje nos llevaron a un lugar llama­
do Sa... Por el camino pasamos por dos aldeas donde había más
gente que la que hemos visto en días. Debía haber ciento veinte
habitantes. Cerca de la estación había otro poblado pequeño. Deci­
dimos pasar allí el resto del día. Llegaron tres jefes con todos los
miembros adultos de su aldea y en total no llegaban a los trescientos.
¡ Y no hace ni seis o siete años que había aquí al menos tres mil!
Escuchar sus historias de crueldad y derramamiento de sangre te
encogía el corazón. Y es todo tan absurdo. Exterminar a los habi­
tantes de forma tan completa como se ha hecho en este distrito, y
todo porque no entregaban la suficiente cantidad de caucho para
satisfacer al hombre blanco... para encontrarse ahora, como conse­
cuencia inevitable, con un país vacío y una producción muy reducida
de caucho.

Finalmente, el Sr. Scrivener llegó a las proximidades de una “gran


estación del Estado”. Fue recibido con hospitalidad, y tuvo muchas
charlas con su anfitrión, que parecía ser un hombre decente que hacía
lo que podía en circunstancias muy difíciles. Su predecesor había cau­
sado un caos incalculable en la región, y el se esforzaba por cumplir
con los deberes asignados (que consistían, como era habitual, en con­
seguir todo el caucho posible) con toda la humanidad que le permi­
tía la naturaleza de la empresa. No hay duda de que hacía lo posible,
pues era alguien a quien el sistema aún no había rebajado a su nivel.

280
La tragedia del Congo

Debía ser uno de los pocos que había, y uno no puede dejar de pre­
guntarse cuánto escasearían, dada la naturaleza de sus ataduras y la
indefensión en que se ponía al funcionario que no satisfacía plena­
mente los deseos de sus superiores. Sólo había conseguido meterse
en problemas con el jefe del distrito. Mostró al Sr. Scrivener una carta
de este último, donde le reprochaba no usar medios más vigorosos,
diciéndole que hablase menos y disparara más, y reprendiéndolo por
no matar a más de un hombre en un distrito que era problemático.
Mientras el Sr. Scrivener estuvo en esa estación, bajo el régimen de
un hombre que se esforzaba por ser todo lo humano que le permitían
las órdenes, tuvo oportunidad de presenciar el proceso por el que el
Dominio de la Corona obtenía sus ingresos. Nos dice:

Todo funcionaba de forma militar, pero, hasta donde yo podía ver, el


caucho era la única y sola razón de todo. Era el tema de todas las
conversaciones, y resultaba evidente que la única forma de compla­
cer a los superiores era aumentando la producción de algún modo. Vi
llegar a algunos hombres, y la mirada asustada de sus rostros habla­
ba con demasiada elocuencia de lo espantosamente mal que lo ha­
bían pasado. Cada hombre traía una pequeña cesta que contenía,
pongamos, dos o tres kilos de caucho. Las vaciaron en una cesta ma­
yor que se pesó y, tras considerarse suficiente, cada hombre recibió un
puñado de sal gruesa y algunos de los jefes dos metro de percal. (...)
He oído a los hombres blancos y a los soldados contar historias de lo
más truculento. El anterior hombre blanco (cada vez que pienso en
él, me avergüenza mi color de piel) se paraba en la puerta del alma­
cén para recibir el caucho de los pobres y temblorosos desdichados
que, en algunos casos, tras semanas de privaciones en la selva, se
aventuraban a llegar con lo que habían conseguido recolectar. Un
hombre trajo menos de la cantidad debida, y el blanco lo mató allí
mismo en un arrebato de furia, cogiendo el rifle de uno de los guar­
dias. Rara vez traían menos de lo debido, pero siempre mataba así a
uno o dos ante la puerta del almacén «para que los supervivientes
traigan más la próxima vez». A los hombres que intentan abando-

281
Arthur Conan Doyle

nar el país pero son atrapados, se les trae a la estación y se colocan


uno detrás de otro, para matarlos con la bala de un rifle Alhini. «Es
una lástima desperdiciar cartuchos en semejantes miserables.» Sólo se
mantienen abiertos los caminos a y desde las diferentes estaciones, y
hay grandes zonas de la región abandonadas a las bestias salvajes. El
propio hombre blanco me dijo que se podía caminar durante cinco
días en la misma dirección sin ver un solo poblado o ser humano. ¡ Y
eso donde antes había una gran tribu!
(...) A medida que llegaban uno a uno los parientes vivos de mis
hombres se sucedían escenas conmovedoras. No había cabezas ga­
chas y sollozos, sino un despliegue de alegría sincera y lágrimas de­
rramadas a medida que se contaban unos a otros quiénes habían
muerto. ¡Cómo se estrechaban las manos y chasqueaban los dedos!
¡Qué expresiones de sorpresa, tapándose con la palma de la mano la
boca muy abierta para hacer más aparente su asombro! (...) En lo
que a la estación del Estado se refiere, está en muy malas condicio­
nes. (...) En tres de los laterales del normalmente enorme cuadrán­
gulo hay abundantes señales de que hubo una gran población, pero
sólo encontramos tres poblados, más grandes que los vistos hasta
entonces, sí, pero tristemente menguados respecto a lo que habían
sido. (...) No tardamos en hablar y, sin necesidad de animarlos, los
nativos empezaron a contarme las historias a las que ya tanto me
había acostumbrado. Vivían en paz y tranquilidad cuando los hom­
bres blancos llegaron por el lago con todo tipo de peticiones para que
hicieran esto y aquello, y pensaron que eso significaba la esclavitud,
así que intentaron alejar a los hombres blancos de sus tierras, pero
sin resultado. Los rifles eran demasiado poderosos, así que se some­
tieron e intentaron vivir lo mejor posible en esas nuevas circunstan­
cias. Primero llegó la orden de construir casas para los soldados, y eso
se hizo sin quejas. Luego hubo que alimentar a los soldados y a los
hombres y mujeres —parásitos todos ellos— que los acompañaban.
Después les dijeron que les llevaran caucho. Eso era nuevo para ellos.
Había caucho en el bosque, a varios días de distancia de sus hogares,
pero no sabían que pudiera tener algún valor. Se ofreció una peque-

282
La tragedia del Congo

ña recompensa y corrieron a por el cancho. « Qué raros son los blan­


cos que nos dan telas y cuentas a cambio de la savia de un árbol sil­
vestre.» Se regocijaron con lo que creyeron su buena fortuna, pero la
recompensa fue reduciéndose hasta que al final les pedían caucho a
cambio de nada. Intentaron oponerse, pero, para su sorpresa, los sol­
dados dispararon contra algunos de ellos, y a los que quedaban en
pie se les dijo, con muchos insultos y golpes, que fueran a por más
caucho o matarían a más personas. Aterrados, se pusieron a preparar
la comida para las dos semanas fuera del poblado que implicaba
la recolecta. Los soldados los descubrieron todavía en el poblado.
«¿Cómo? ¿Aún seguís aquí?» ¡Bang! ¡Bang! ¡Bang! Y algunos caye­
ron muertos entre sus esposas y conciudadanos. Grande fue su dolor
y quisieron preparar a los muertos para su entierro, pero no se les
permitió. Todos debían salir ya para la selva. ¿Sin comida? Sí, sin
comida. Y los pobres diablos tuvieron que irse sin ni siquiera made­
ros para hacer fogatas. Muchos murieron de hambre y de frío, y aún
muchos más por los rifles de los feroces soldados de la estación. Pese a
todos sus esfuerzos, la cantidad de caucho recolectada era cada vez
menor y cada vez mataban a más y más hombres.
Me mostraron la zona y me señalaron dónde habían estado los
poblados de los antiguos jefes. Un cálculo aproximado arroja el
resultado de que, siete años antes, la población dentro y fuera de la
estación sería de unas dos mil personas en un radio de, pongamos,
cuatrocientos metros. En este momento, apenas podría reunirse a
más de doscientas personas, y hay tanto dolor y tristeza en ellos que
su número disminuye con rapidez. (...) Había muchos huesos y crá­
neos humanos, a veces esqueletos completos, esparcidos por la hierba
a pocos metros de la cabaña que yo ocupaba. Conté treinta y seis crá­
neos y vi muchos grupos de huesos sin su calavera. Llamé a uno de
los hombres y le pregunté qué era eso. « Cuando empezó lo del cau­
cho», dijo, «los soldados mataron a tantos que nos cansamos de ente­
rrarlos, y muy a menudo no nos permitían hacerlo, así que arras­
trábamos los cuerpos hasta la hierba y los dejábamos allí. Hay cien­
tos de ellos por los alrededores, por si quieres verlos». Pero ya había

283
Arthur Conan Doyle

visto más que suficiente, y tenía el estómago revuelto por las historias
que me habían contado hombres y mujeres acerca de los espantosos
tiempos que habían vivido. Las atrocidades búlgaras se considera­
rían suaves al lado de lo que se ha hecho aquí.
(...) Con el tiempo, llegamos a Ibali. Apenas quedaba una casa
entera en pie. (...) ¿A qué venía semejante ruina? El comandante
estaba fuera en un viaje que probablemente no duraría menos de
tres meses, el subteniente se había ido en otra dirección en una expe­
dición punitiva. En otras palabras, habían descuidado la estación,
pero no la consecución de caucho. Estuve allí dos días y una de las
cosas que más me impresionó fue la recolecta de caucho. Vi largas
hileras de hombres llegando, igual que en Mbongo, con sus cestitas
bajo el brazo; vi cómo les pagaban con una lata llena de sal, y los dos
metros de percal que se entregaba a los jefes; vi su temblorosa timi­
dez y mucho más aún; lo que prueba el estado de terror en el que
viven y la virtual esclavitud a la que están sometidos.
(...) Con esto concluye mi viaje al lago. He aumentado mi conoci­
miento del país, así como, ¡ay!, mi conocimiento de los espantosos actos
que cometen los hombres en su enloquecida carrera para hacerse ri­
cos. Por lo que sé, soy el primer hombre blanco que ha entrado en el
Domaine Privé del rey, aparte de los empleados del Estado. Es de espe­
rar que esto despierte enfados en algunos círculos, pero es inevitable.

Con esto concluimos con el Sr. Scrivener. Pero quizá el lector crea
en la existencia de un complot misionero para difamar al Estado
Libre. Veamos entonces lo que dicen algunos viajeros, como el Sr.
Grogan, en su libro Cape to Cairo [De El Cabo a El Cairo]:

La gente está aterrorizada y vive en pantanos (de la frontera britá­


nica). Los belgas cruzaron la frontera, llegaron hasta el valle, mata­
ron a gran número de nativos, todos súbditos británicos, espantaron
a las muchachas y al ganado y llegaron incluso a atar y quemar a las
ancianas. No hago estas afirmaciones sin haberme informado antes a
fondo. Comenté la ausencia de mujeres y esa fue la razón que se me

284
La tragedia del Congo

dio. Sólo tras muchas preguntas me aseguraron los nativos que había
hombres blancos presentes cuando se quemaba a las ancianas. (...)
Hasta me describieron el aspecto personal de los oficiales blancos que
acompañaban a las tropas. (...) Ese poblado desdichado acudió a mí
para preguntarme por qué los habían abandonado los británicos.

Más adelante, dice:

Todos los poblados han sido quemados hasta los cimientos y, cuando
me alejaba de esa región, vi esqueletos, esqueletos por todas partes.
¡Y en qué posturas! ¡Qué historias de terror contaban!

Concluimos con unas palabras de otro testigo, D. Herbert Frost:

El poder que tiene un soldado armado entre ese pueblo esclavizado


es completamente primordial. Cada orden, deseo o antojo del solda­
do debe ser obedecido y aplaudido por jefes o por niños. Ante una
orden suya, teniendo el rifle preparado, un hombre... ultrajaría a su
propia hermana, entregaría la esposa que más ama a su perseguidor,
diría o haría lo que fuera. Para salvar la vida, claro está. Los males y
aflicciones de la raza esclavizada por el rey Leopoldo no disminuyen,
pues sus comisarios y agentes han creado y mantienen un diabólico
sistema inimaginable para sus víctimas.

¿Les parece todo esto horrible? Pero, aún así, ¿no resulta todavía
más horrible una frase como la siguiente?:

Nuestro único objetivo, no me canso de repetirlo, es la regeneración


moral y material, y hay que promoverla en una población cuya
degeneración heredada es muy difícil de medir. Los muchos horrores
y atrocidades que suponen una desgracia para la humanidad van
desapareciendo poco apoco gracias a nuestra intervención.

Habla el rey Leopoldo.


VII
EL INFORME DEL CÓNSUL CASEMENT

Hasta ahora, todos los informes publicados acerca de las negras fecho­
rías del rey Leopoldo y sus hombres provenían de individuos particula­
res, a excepción de un cauto documento del cónsul Pickersgill, fechado
en 1898. Sin duda habría otros informes oficiales, pero el Gobierno los
retenía. En 1904 se abandonó esta política de reserva, y el histórico
informe del cónsul Roger Casement confirmó, y en cierto modo amplió,
todo lo que ya había llegado a Europa mediante otras fuentes.
No está fuera de lugar dedicar alguna que otra palabra a la perso­
nalidad y las calificaciones del Sr. Casement, dado que ambas fueron
atacadas por detractores belgas. Es un funcionario público veterano y
experimentado que ha tenido excepcionales oportunidades para co­
nocer África y sus nativos. Entró en el servicio consular en 1892,
sirviendo en Nigeria hasta 1895, y en Bahía Delagoa’0 hasta 1898,
cuando fue finalmente transferido al Congo. Personalmente, es hom­
bre de gran carácter, sincero, generoso, profundamente respetado por
todos los que lo conocen. Su experiencia, relativa a los distritos del
Dominio de la Corona durante el año 1903, abarca sesenta y dos pági­
nas que pueden leerse en su totalidad en el Libro Blanco (White Book,
África. Núm. 1, i904)51. No me disculparé por la longitud de los

30. La actual Bahía Maputo, en Mozambique. (N. del T.)


31. Un Libro Blanco es un informe oficial del gobierno, que suele encuadernarse con tapas
blancas. (N. del T.)

287
Arthur Conan Doyle

extractos, pues esta primera declaración oficial es un documento his­


tórico, cuya publicación fue el primer paso del desfile de aconteci­
mientos que seguramente acabarán por arrebatar el Estado del Congo
de esas manos que han probado ser tan indignas, proporcionándole
las condiciones necesarias para que deje de ser una desgracia para la
civilización europea. Antes de empezar conviene recalcar que el Sr.
Scrivener estuvo presente en algunas de sus conversaciones con nati­
vos, y que corrobora el testimonio del cónsul.
El informe del Sr. Casement nos muestra al principio lo dispuesto
que está a alabar allí donde sea posible alabar, y a decir todo lo que
pueda decirse en favor de la Administración. Habla de «una inter­
vención europea muy enérgica», y añade que «nadie que conocie­
ra la región del Alto Congo con anterioridad podría dudar de que
buena parte de esta intervención fuese necesaria». «Unas estaciones
admirablemente construidas y mantenidas reciben al viajero en mu­
chos lugares.» «Eloy la línea férrea funciona con gran eficiencia.»
Considera la enfermedad del sueño «una de las causas de la aparen­
temente rotunda disminución de la vida humana que he observado
por todas partes en las zonas que he vuelto a visitar, y debemos asig­
narle un lugar prominente a este mal. Sin duda los nativos le atri­
buyen su alarmante tasa de mortandad, aunque también achacan, y
yo creo que principalmente, la rápida disminución de su número a
otras causas».
El taller del Gobierno es todo «luminosidad, atención, orden y acti­
vidad, y resultaba imposible no admirar y encomiar la laboriosidad
que había creado y mantenido en un constante y buen estado de fun­
cionamiento un centro tan útil».
No son palabras de un crítico que empieza su labor con mente pre-
juiciosa o con el deseo de construir una acusación.
Casement no encontró un maltrato excesivo en los tramos inferio­
res del río, sobre Stanley Pool. Los nativos estaban desahuciados y
desganados, por la prohibición de comerciar y los fuertes impuestos
en víveres, pescado y otros productos. Hasta que se acercó a las zonas
malditas del caucho no empezó a presenciar cosas terribles. Casement

288
La tragedia del Congo

había recorrido el Congo en 1887, y le sorprendió la timidez de los


nativos. Pronto obtendría la explicación:

En una de esas aldeas, S.}2, situada en el extremo sur del lago, des­
pués de devolverles la confianza y de convencer a los fugitivos para
que regresaran de la selva cercana, donde se habían escondido, vi a
las mujeres volver, hasta que se hizo casi de noche, cargadas con sus
bebés, sus utensilios domésticos, e incluso la comida que habían reco­
gido a toda prisa. Al encontrarme en uno de los campos con algunas
de esas mujeres que regresaban, les pregunté por qué habían huido
al acercarme yo, y me contestaron, sonriendo: «Creimos que eras
Bula Matadi» (es decir “hombre del Gobierno”). Antes no existían
esos miedos en el Alto Congo; y en lugares mucho más apartados que
había visitado hace años, la gente llegaba desde muy lejos para dar
la bienvenida a un desconocido blanco. Pero hoy, la aparición de un
vapor del hombre blanco da la señal para que se produzca una
huida inmediata.
(...) Dijo que a él seguían acudiendo hombres a los que los solda­
dos del Gobierno les habían cortado las manos en aquellos tiempos
horribles, y que en el país que nos rodeaba aún había muchas vícti­
mas de esa clase de mutilación. Mientras estuve en el lago conocí de
primera mano dos de esos casos. Uno era un joven al que le habían
arrancado ambas manos a golpes con la culata del rifle contra un
árbol; el otro, un chaval de 11 o 12 años, al que le habían cortado la
mano derecha por la muñeca. FA niño me describió las circunstancias
en las que había sido mutilado y, en respuesta a mi pregunta, me dijo
que, aunque entonces estaba herido, notó perfectamente el momento
en que le cortaron la muñeca, pero se quedó quieto, sin moverse, por
miedo a que lo matasen. En ambos casos, los soldados del Gobierno
iban acompañados por oficiales blancos, cuyos nombres se me facili­
taron. Seis nativos (una niña, tres niños pequeños, un joven y una

32. Cuando se publicó el Informe Casement, el f oreign Office eliminó todos los nombres de
personas y lugares, muy a pesar de Casement. Conan Doyle utiliza esa versión. (N. del T.)

289
Arthur Conan Doyle

mujer) que habían sido mutilados de la misma forma durante el


régimen del caucho, habían recibido los cuidados de la misión ame­
ricana local, donde se les protegió, pero en la época de mi visita
todos, excepto uno, habían muerto. La mujer había muerto a princi­
pios de este año, y su sobrina me describió cómo se había llevado a
cabo su mutilación.

Las multas por ofensas banales eran para conseguir los resultados
descritos a continuación:

Después, el oficial les había impuesto, como castigo complementa­


rio, una multa de 55.000 barras de latón (2.J50 fr.) - íno. Como
no les quedaba más remedio que pagar dicha suma, y no tenían
otra forma de reunir semejante cifra, muchos de ellos se habían
visto obligados a vender a sus hijos y a sus mujeres. En W. no vi
ganado de ningún tipo, excepto unas pocas aves de corral —posi­
blemente menos de una docena— y parecía probable que, tal y
como afirmaban, aquellas gentes tuviesen grandes dificultades a
la hora de cumplir con las provisiones exigidas. Un padre y una
madre se adelantaron para contarme que se habían visto obligados
a vender a su hijo, un muchachito llamado t., por 1.000 barras
para poder hacer frente a su parte correspondiente de la multa.
Una viuda declaró que, para pagar su parte de la multa, había
tenido que vender a su hija G., una niña que, según la descripción
de la madre, debía tener unos 10 años. Se la había vendido por
1.000 barras a un hombre de Y., y había usado el dinero para pagar
la multa.

Los nativos tenían el espíritu quebrado por la forma en que los


trataban:

Uno de sus jefes —un hombre fuerte y con aspecto magnífico— rom­
pió a llorar, diciendo que sus vidas no valían nada, y que no sabían
cómo escapar de los problemas que los acosaban por todos lados. Sólo
La tragedia del Congo

pude asegurarles que la única opción que tenían de obtener ayuda


era apelar a sus propias autoridades constituidas, y que si los respon­
sables de las multas entendían claramente sus circunstancias, yo con­
fiaba en que recibirían algún tipo de compensación.

I lay que aclarar que esas multas eran completamente ilegales. Quien
rompía la ley era el funcionario, y no los pobres nativos acosados:

Debemos recordar que estas multas se imponen de forma ilegal:


no son impuestas por un Tribunal; no se dictan después de una vista
judicial o debido a un delito contra la ley demostrado, sino que se
aplican arbitrariamente según el capricho o la mala voluntad de los
segundos comandantes del distrito; y que su cobro, además de su
imposición, implica la violación continuada de las leyes congoleñas.
Asimismo, no figuran en el recuento de los ingresos públicos en los
“Presupuestos ” del Congo; no se pagan al erario público del país,
sino que se gastan para cubrir las necesidades de la estación o del
campamento militar del funcionario que las haya impuesto, según a
dicho funcionario le parezca bien.

Aquí tenemos una anécdota muy ilustrativa:

Cuando estuve en el Alto Congo, una de las compañías concesio­


narias más grandes del Congo había solicitado a sus directores de
Europa una mayor provisión de cartuchos. Los directores habían
respondido a la demanda preguntando qué había pasado con los
y2.000 cartuchos enviados tres años antes, y la respuesta fue que se
habían utilizado en la producción de caucho. Yo no vi la corres­
pondencia y no puedo dar fe de la verdad de dicha afirmación;
pero el funcionario que me contó que había tenido lugar ante sus
propios ojos, era uno de los que gozaban de mejor reputación en el
interior.

Otro testigo explicó la relación exacta entre cartuchos y caucho:

291
Arthur Conan Doyle

La S.A.B.y’ en el río Bussira, con 130 armas, reúne sólo io toneladas


(de caucho) al mes; nosotros, el Estado, en Momboyo, con 130 armas,
juntamos 13 toneladas al mes. «¿Entonces, llevan la cuenta según las
armas?», le pregunté. «Partout» (en todas partes), dijo M.P. «Cada
vez que el cabo sale a recoger el caucho, se le entregan cartuchos.
Debe devolver todos los que no haya usado; y por cada uno usado,
debe traer una mano derecha.» M.P. me contó que a veces utilizan
un cartucho para cazar un animal; y entonces le cortan la mano a un
hombre vivo. Para ilustrar hasta qué extremo llega este asunto, me
dijo que, en seis meses, ellos —el Estado— en el río Momboyo, ha­
bían utilizado 6.000 cartuchos, lo que significa que 6.000 personas
han muerto o han sido mutiladas. O más de 6.000, porque me han
contado en repetidas ocasiones que los soldados matan a los niños
utilizando la culata de sus armas.

La veracidad de esta declaración, en la que se afirma que se les cor­


taban las manos a personas vivas, ha quedado ampliamente probada
por la cámara Kodak. Tengo en mi poder fotografías de al menos
veinte negros mutilados de ese modo.
Ésta es una copia de un despacho enviado por un oficial, en toda su
desnuda franqueza:

El jefe Ngulu de Wangata será enviado al Maringa con el fin de


adquirir esclavos para mí. Los agentes de la A.B.I.R. deberán infor­
marme de cualquier infracción que pueda cometer en camino.

Le Capitaine-Commandant
Sarrazzyn
Coquilhatville, 1 de mayo de 1896

Aplausos para el Estado que fanfarronea con haber acabado con el


tráfico de esclavos.

33. Société Anonyme Beige. (N. del T.)

292
La tragedia del Congo

Hay un pasaje que explica el funcionamiento del sistema de forma


tan clara y documentada que lo transcribo por entero:

Fui a los hogares de aquellos hombres, a varias millas de distancia,


y comprobé su situación. Para recolectar el caucho, primero debían
realizar un viaje de dos días de duración, lo que suponía dejar a
sus mujeres y estar ausentes entre cinco y seis días. Los guardias los
acompañaban hasta los límites de la selva y, si no estaban de vuel­
ta al sexto día, surgían los problemas. Recolectar el caucho en los
bosques —que, en general, resultaban muy pantanosos— conlleva
una gran fatiga y, a menudo, la búsqueda infructuosa de una enre­
dadera bien provista. Mientras que la zona de aprovisionamiento
disminuye cada vez más, la demanda de caucho aumenta de ma­
nera constante. Poco tiempo antes, el distrito de Bongandanga pro­
porcionaba 7 toneladas de caucho al mes, cantidad que se esperaba
poder aumentar a io toneladas en poco tiempo. La cantidad de
caucho aportada por los tres hombres en cuestión habría represen­
tado, probablemente, no menos de y kilos de caucho puro. Ese
sería un cálculo aproximado muy conservador, y a una media de y
fr. por kilo, podríamos decir que habían aportado caucho por va­
lor de £2. A cambio de este trabajo, o imposición, habían recibido
bienes que costaban mucho menos de 1 chelín, y cuyo valor local
sumaba 4y barras (1 chelín y 10 peniques). Como este proceso se
repite veintiséis veces al año, el total de lo aportado anualmente en
especie a la factoría local será de £32, y a cambio habrán recibido
bienes por un importe de 24 025 chelines, con un valor de mercado
en la zona de £2, y chelines y 8 peniques. Además de estos pagos
formales, en ocasiones podían verse tratados de otra manera, por­
que si su trabajo —a pesar de haber sigo igualmente duro— resul­
taba menos provechoso en cuanto a la cantidad de caucho obte­
nido, la cárcel acabaría por albergarlos. Por todas partes las gentes
me aseguraban que no eran felices bajo aquel sistema, y resultaba
aparente, hasta para el hombre más desalmado, que lo que decían
era verdad.

293
Arthur Conan Doyle

Vuelvo a incluir un pasaje donde se evidencia que Casement para


nada es un crítico mal intencionado:

Me parece justo decir que el actual agente de la asociación A.B.I.R,14,


al que conocí en Bongandanga, me dio la impresión de intentar, en
unas circunstancias muy complicadas y violentas, minimizar lo más
posible, y dentro de los límites de supuesto, los males del sistema que
allí vi en funcionamiento.

Al respecto de las masacres de Mongala, en las que estuvo implicado


Lothaire, se limita a citar la sentencia de la Corte de Apelación:

Que es justo tener en cuenta que, por la correspondencia producida


en el caso, los jefes de la asociación concesionaria han inducido a sus
agentes —si no por medio de órdenes directas, sí con su ejemplo y su
tolerancia— a no tener en cuenta ni los derechos, ni las propiedades,
ni las vidas de los nativos; a usar las armas y los soldados, que debe­
rían haber servido para su defensa y el mantenimiento del orden,
para obligar a los nativos a proporcionar productos y horas de traba­
jo a la asociación, además de para perseguir como rebeldes y proscri­
tos a aquellos que pretenden escapar de las exigencias que se les
imponen... Que, por encima de todo está el hecho de que el arresto y
retención de mujeres, para obligar a las aldeas a aportar productos y
trabajadores, fue tolerado y admitido, incluso, por varias de las auto­
ridades administrativas de la región.

Otro ejemplo más del funcionamiento del sistema:

Por la mañana, cuando estaba a punto de salir hacia K., llegaron a


verme muchas personas de los alrededores. Con ellas traían a tres

34. Se trata ele la Anglo-Bclgian India Rubber and Exploration Company, que fue formada en
1892 y se convirtió en una de las principales compañías caucheras, cuyo nombre se vio a menu­
do relacionado con las atrocidades cometidas. Cuando se reorganizó en 1898, se retiró todo el
capital británico y se le cambió el nombre por el de Abir. (N. de los E.)

2t>4
La tragedia del Congo

individuos que habían recibido unas horribles heridas causadas por


arma de fuego, dos hombres y un niño muy pequeño, de no más de 6
años, y un cuarto —un chico de 6 o 7— cuyas manos derechas ha­
bían sido cortadas a la altura de la muñeca. Uno de los hombres, que
había recibido un disparo en el brazo, declaró ser Y. de L., una al­
dea situada a varias millas. Afirmó haber recibido el disparo en las
siguientes circunstancias: los soldados habían entrado en su población
para garantizar la entrega del impuesto sobre el caucho que la co­
munidad debía pagar. Esos hombres lo habían atado y le habían
dicho que, a menos que les pagase 1.000 barras de latón, le pegarían
un tiro. Como no tenía barras para darles, le dispararon en el brazo
y lo soltaron.

Debo decir que entre mis fotografías tengo varias donde se ven bra­
zos rotos de esa manera.
Y así es como se trataba a los nativos cuando iban a quejarse ante el
hombre blanco:

Además, cincuenta mujeres han de acudir todas las mañanas a la fac­


toría y trabajar en ella la jornada completa. Se quejaban porque las
remuneraciones a cambio de esos servicios no eran las adecuadas, y
porque las golpeaban continuamente. Cuando le pregunté al jefe w.
por qué no había acudido al D.C. si los centinelas le pegaban a él o a
los suyos, abriendo la boca señaló uno de sus dientes, que estaba a
punto de caerse, y dijo: «Esto es lo que recibí del D.C. hace cuatro días,
cuando fui a contarle lo que ahora le cuento a usted». Añadió que el
hombre blanco le pegaba con frecuencia, y a otros de los suyos.

Un centinela fue sorprendido por el Sr. Casement, casi con las


manos en la masa:

Después de cierto retraso, apareció un niño de unos 15 años que lle­


vaba el brazo izquierdo envuelto en unos harapos sucios. Al retirar­
los, vi que le habían cortado la mano izquierda por la muñeca con un
Arthur Conan Doyle

hacha, y que en la parte más carnosa del antebrazo presentaba un


disparo. El chico, que dijo llamarse en respuesta a mi pregunta,
contó que un centinela de la compañía La Lulonga le había cortado
la mano, y que dicho centinela seguía en el poblado. Me puse a buscar
al hombre, que al principio no aparecía, y los nativos se fueron unien­
do a mí, hasta alcanzar un número considerable, en mi busca por
toda la población. Después de un rato, apareció el centinela, con un
arma de percusión. El niño i.L, al que puse ante él, lo acusó en la cara
de haberlo mutilado. El jefe y uno de los notables de la aldea, a los
que interrogué después, corroboraron la declaración del chico. El cen­
tinela, que dijo llamarse K.K. pero que, según las gentes, se llamaba K.,
no fue capaz de defenderse de las acusaciones. Intentó afirmar dis­
traídamente, que había sido otro centinela de la compañía el que
había mutilado a /./. Dijo que su predecesor había cortado varias
manos, y que probablemente el chico sería una de las víctimas.
Los nativos dijeron que, en ese momento, había otros dos centine­
las en el poblado, que no eran tan malos como K., pero que él era un
canalla. Como las pruebas en su contra eran decisivas —un hombre
tras otro fueron adelantándose y declarando que habían presenciado
la mutilación—, informé, tanto a él como a los demás presentes, que
solicitaría a las autoridades locales que fuese arrestado y juzgado de
inmediato.

El siguiente extracto será mi última cita del informe del cónsul


Casement:

Les pregunté cómo se les imponía dicho tributo. Elabló primero el


jefe, que a mi llegada había estado trabajando un collar de hierro.
Dijo:
—Me llamo N.N. Estos que están a mi lado son O.O. y P.P. Todos
somos de Y. Cada aldea de nuestro país tenía que entregar veinte
cargas de caucho. Las cargas eran grandes: eran así de grandes...
—Y me enseñó un cesto vacío que llegaba casi hasta la empuñadura
de mi bastón—. Esa fue la primera medida. Teníamos que llenarlo
La tragedia del Congo

pero, cuando el caucho empezó a escasear; el hombre blanco redujo


la medida. Esas cargas teníamos que entregarlas cuatro veces al mes.
—¿ Cuánto recibíais a cambio?
—(Todos) ¡No nos pagaban! ¡No nos daban nada!
Y entonces N.N., a quien volví a preguntar, dijo:
—Nuestra aldea recibía tejidos y un poco de sal, pero no la gente
que hacía el trabajo. Los jefes se quedaban con las telas, los trabaja­
dores no recibían nada. La paga era una braza de tejido y un puña­
do de sal por cada cesta grande llena, pero se la entregaban al jefe,
nunca a los hombres. Normalmente tardábamos diez días en conse­
guir las veinte cestas de caucho: siempre estábamos en la selva y, si
nos retrasábamos, nos mataban. Cada vez nos teníamos que aden­
trar más en la selva para encontrar las enredaderas del caucho, y sin
comida, mientras nuestras mujeres debían renunciar a cultivar los
campos y las huertas. Nos moríamos de hambre. Las bestias salvajes
—los leopardos— mataron a algunos de nosotros mientras estábamos
trabajando en la selva, y otros se perdieron o murieron de inanición
o hipotermia; y le pedimos al hombre blanco que nos dejara en paz,
le dijimos que no podíamos conseguir más caucho, pero el blanco y
sus soldados dijeron: «¡Fuera! No sois más que bestias. Sois nyama
(carne)». Lo intentábamos, siempre adentrándonos más y más en la
selva, pero no lo conseguíamos y entregábamos menos caucho del
esperado, venían los soldados a las aldeas y nos mataban. A muchos
los mataban a tiros y les cortaban las orejas; a otros los ataban con
cuerdas y se los llevaban. A veces, los blancos de los puestos no sa­
bían las cosas malas que nos hacían los soldados, pero eran los blan­
cos los que enviaban a los soldados a castigarnos por no entregar el
caucho exigido.
Y entonces P.P. tomó el relevo de n.n. y continuó con el relato:
—A los blancos les dijimos: « Ya no somos bastantes para conseguir lo
que nos pedís. Nuestro país no tiene muchos habitantes y nos morimos
con rapidez. Nos mata el trabajo que nos obligáis a hacer, el no cultivar
nuestras tierras y el desmantelamiento de nuestros hogares». El blanco
nos miró y nos dijo: «Hay montones de gente en Mputu (Europa, el

297
Arthur Conan Doyle

pais del hombre blanco). Si en el país del hombre blanco hay mucha
gente, tiene que haber mucha gente en el país del hombre negro». El
blanco que lo dijo era el jefe de F.F., se llamaba A.B., y era muy malo.
Otros hombres blancos de Bula Matadi que habían sido malos y mal­
vados eran B.C., C.D., y D.E. Estos nos mataban a menudo, y lo hacían
con sus propias manos o con las de sus soldados. Algunos hombres blan­
cos eran buenos. Esos eran E.F., F.G., G.H., H.I., I.K., K.L.
Esos les decían que se quedaran en casa, y no los perseguían ni
mataban como habían hecho los otros, pero después de lo que habían
sufrido, ya no se fiaban de la palabra de nadie, y habían huido de su
país; ahora pensaban quedarse aquí, lejos de sus hogares, en este país
donde no había caucho.
—¿ Cuánto hace que abandonasteis vuestras casas, que huisteis del
grave problema del que habláis?
—Duró tres estaciones enteras y ya han pasado cuatro estaciones
desde que huimos y llegamos al país de K.
—¿ Cuántos días se tardan desde N. a vuestro país?
—Seis días de marcha rápida. Huimos porque no podíamos sopor­
tar las cosas que nos hacían. Colgaban a nuestros jefes, a nosotros nos
mataban o nos dejaban morir de hambre y nos hacían trabajar más
de lo humanamente soportable para conseguir el caucho.
—¿ Cómo sabéis que eran los hombres blancos quienes ordenaban
que se os hicieran esas crueldades? Esas cosas tienen que haber sido
hechas por los soldados negros, sin conocimiento del hombre blanco.
—Los hombres blancos les decían a sus soldados: «Sólo matáis mu­
jeres; no sabéis matar hombres. Debéis demostrar que matáis hom­
bres». Y entonces, cuando los soldados nos mataban —Aquí P.P. se
detuvo, dudó y luego, señalando las partes pudendas de mi bulldog,
que dormía tumbado a mis pies, continuó—: nos cortaban esas cosas
y se las llevaban a los hombres blancos, quienes les decían: «Es ver­
dad, habéis matado hombres».
—¿Pretendéis decirme que un hombre blanco ordenó que vuestros
cuerpos fuesen mutilados de esa forma y que se le llevasen esas partes
íntimas?

298
La tragedia del Congo

P.P., O.O., y todos (gritando) dijeron a la vez:


—¡Sí! Muchos hombres blancos. D.E. lo hizo.
—¿ Decís que es verdad? ¿ Trataron así a muchos de vosotros des­
pués de matarlos?
—(Todos, gritando) ¡Nkoto! ¡Nkoto! (¡A muchos!¡A muchos!)
No había duda de que aquellas gentes no estaban inventando. Su
vehemencia, el destello de sus ojos, su nerviosismo, no eran simula­
dos. Sin duda, exageraban en cuanto al número, pero resultaba evi­
dente que contaban algo que conocían bien y aborrecían. Me dijeron
que solían enfadarse tanto al recordar lo que les habían hecho que
perdían el control. Uno de los hombres que estaba ante mí empeza­
ba a entrar en ese estado.

Tal es la historia, o una parte muy pequeña de ella, que el Cónsul de


Su Majestad entregó al Gobierno de Su Majestad para informarle de
la situación de esos nativos que “en nombre de Dios todopoderoso”
nos habíamos comprometido a defender.
Ese mismo Libro Blanco condenatorio contenía un breve testimo­
nio de la experiencia de Lord Cromer en el Enclave de Lado3', en el
Alto Nilo. Dice que la parte británica del río estaba coronada a lo
largo de ciento treinta kilómetros por aldeas nativas, cuyos habitantes
corrían por la orilla llamando al barco de vapor. La otra orilla (terri­
torio congoleño) era una espesura abandonada. Era difícil reconciliar
esa diferencia con el argumento “Tu quoque”v’ que tanto gustan de
usar los esbirros del rey Leopoldo. Lord Cromer acaba su informe
diciendo:

Me parece que los hechos antes reseñados son evidencia suficiente­


mente amplia del espíritu que anima a la administración belga, si es
que puede llamársela administración. Hasta donde he podido juzgar.

35. Territorio que perteneció al Estado Libre del Congo. Estaba situado en la margen occidental
del Alto Nilo, en lo que ahora es el sudeste del Sudán y el noroeste de Uganda. (N. de los E.)
36. Locución latina que significa “tú también”. (N. del T.)

2 99
Arthur Conan Doyle

el Gobierno se conduce exclusivamente por principios comerciales, e,


incluso según esa vara de medir; dan la impresión de ser unos princi­
pios un tanto miopes.

El mismo Libro Blanco que contiene esos documentos incluye la


defensa congoleña del Sr. De Cuvelier. Esa defensa consiste en ignorar
todos los hechos claros expuestos al público y en afirmar cosas como
que los propios británicos han hecho la guerra a los nativos, como si
no hubiera diferencias entre guerra y masacre, o que los británicos
cobran impuestos a los nativos, lo cual es un procedimiento muy justo
adoptado por todas las naciones con colonias, siempre que la cantidad
sea razonable. Y estaría bien que los dueños del Estado Libre usaran
ese sistema, restaurando de paso el libre mercado, abriendo el país a
todos y devolviendo a los nativos esa tierra y esos frutos que les han
quitado. Una vez hayan hecho esto, y hayan castigado a los culpables,
se terminará la agitación anti-Congo. Además de esto, buena parte
(casi la mitad) de la Respuesta al Informe sobre el Congo (Notes sur le
rapport de Mr. Casement, 11 de diciembre de 1903) se ocupa en inten­
tar demostrar que en un caso las heridas de mutilación fueron obra de
un jabalí salvaje. Debe haber muchos jabalíes salvajes en las tierras
congoleñas, y sus costumbres son de singular naturaleza. Pero no es en
el Congo donde se han criado esos jabalíes.
VIII
LA COMISIÓN DEL REY LEOPOLDO Y SU INFORME

1 efecto inmediato de la publicación como documento oficial del


comentario de Lord Cromer’7 y de las claras acusaciones del cónsul
Casement, fue la petición tanto en Bélgica como en Inglaterra de una
investigación oficial. Lord Lansdowne estipuló que la investigación
tendría que ser imparcial y rigurosa. El gobierno británico también
sugirió que debería ser de carácter internacional y al margen de la
administración local. De mala gana y por la constante presión, el rey
formó una comisión, pero recortando sus poderes hasta el punto en
que el procedimiento perdería toda utilidad. Eran tales las condicio­
nes que provocaron la protesta de hombres como A. J. Wauters, his­
toriador belga del Estado Libre del Congo, que manifestó en Mou-
vement Géograpbique (7 de agosto de 1904) que semejante comisión
no tendría ninguna utilidad. Al final, se aumentaron sus funciones
ligeramente, pero siguió careciendo de poderes punitivos, y el ámbito
de su actuación estaba limitado por todas partes.
El personnel de la Comisión era digno de la importancia de la investi­
gación. Su presidente era el Sr. Janssens, un reconocido jurista belga,
que impresionó a todos los que entraron en contacto con él, conside-

37. Evelyn Baring (1841-1917), primer conde de Cromer, fue un diplomático y administrador
colonial británico, que en la época que nos ocupa era cónsul general y embajador plenipoten­
ciario en Egipto. (N. de los E.)
Arthur Conan Doyle

rándolo un hombre recto y amable. El nombramiento del barón Nisco


estaba abierto a la crítica por ser un funcionario congoleño, pero nin­
guna queja surgió sobre él que no fuera por ese hecho. El tercer comi­
sionado fue el Dr. Schumacher, un distinguido abogado suizo. El go­
bierno inglés reclamó tener un representante en el tribunal y la petición
fue concedida con auténtica sutileza congoleña, después de que los tres
jueces llegaran al Congo. El inglés Sr. Mackie se dio toda la prisa posi­
ble en llegar, pero sólo lo hizo a tiempo de asistir a las tres últimas
sesiones, que se celebraron en la parte más baja del río, lejos de los
reputados agentes del caucho. Es digno de resaltar que, a su llegada,
reclamó las actas de las anteriores reuniones, y su petición fue rehusada.
Las pruebas reunidas por la Comisión nunca llegaron a publicarse en
Bélgica, y puede decirse con seguridad que nunca se publicarán. Afor­
tunadamente, los misioneros congoleños tomaron copiosas notas de los
procedimientos y de los testimonios convocados. Es de esas notas de
donde salen estos relatos. Si las autoridades congoleñas quieren discutir
la exactitud de estas versiones, que las refuten eternamente y acallen las
acusaciones publicando las actas que obran en su poder.
La primera sesión documentada se celebró en Bolobo del 5 al 12 de
noviembre de 1904. El veterano Sr. Grenfell15 dio testimonio de esta
sesión, y es de utilidad resumir su punto de vista, por ser uno de los
que más se resistieron a la condena al rey Leopoldo, y porque suelen
citarse sus primeras palabras como si fuera partidario defensor del
sistema. Expresó a los comisionados su desilusión por el fracaso del
gobierno congoleño en cumplir las promesas con que inauguró su
existencia. Declaró que ya no podía lucir las condecoraciones que le
había otorgado el soberano del Estado del Congo y que, en su opi­
nión, los males que padecía el país eran debidos a la prisa de unos
cuantos hombres por hacerse ricos, y a la ausencia de cualquier inten-

38. George Grenfell (18491906), misionero y explorador británico. En 1875 partió hacia
Camerún corno misionero baptista. Desde allí exploraría los ríos poco conocidos de la cuenca
del Congo y mandaría varias misiones. Era uno de los que mejor conocían la zona. En 1891 fue
nombrado embajador plenipotenciario de Bélgica, para que delimitase la frontera entre las
posesiones belgas y las portuguesas. (N. de los E.)

302
La tragedia del Congo

to serio de velar por los intereses del pueblo. Puso como ejemplo los
pocos funcionarios judiciales y la práctica imposibilidad de que un
nativo obtuviera justicia, ya que los testigos se veían obligados a via­
jar largas distancias hasta Leopoldville o hasta Boma. El Sr. Grenfell
habló enfáticamente contra el régimen administrativo del tramo supe­
rior del río, en función de lo que le habían informado.
El siguiente testigo fue el reverendo Sr. Scrivener, caballero que lle­
vaba veintitrés años viviendo en el Congo. Su declaración fue muy
parecida a la que hizo en su Diario, el cual he citado ya, y se refirió a
la situación del Dominio de la Corona. Tras él se interrogó a muchos
testigos. «¿Cómo sabe los nombres de los hombres asesinados?», le
preguntaron a un muchacho. «Uno de ellos era mi padre», fue la dra­
mática respuesta. «Hombres de piedra», escribió el Sr. Scrivener, «se
sentirían conmovidos por las historias que se van descubriendo aquí a
medida que la Comisión ahonda en la espantosa historia de la reco­
lección del caucho».
También testificó el Sr. Gilchrist, otro misionero. En su testimonio
mostró preocupación por el Dominio de la Corona y la zona de con­
cesionarias, sobre todo por la del río Lulongo. Dijo:

También les conté lo que habíamos visto en el Ikelemba: la desola­


ción de todos los distritos, las desgarradoras historias que nos contó la
gente, las carnicerías llevadas a cabo por hombres blancos del Estado
y de las compañías que, de vez en cuando, se asentaban allí, entre los
cuales hay nombres conocidos. Les señalé el hecho de que la cuenca
del Ikelemba se suponía territorio de libre comercio, pero que las
personas de los distintos distritos estaban obligadas a servir a las
compañías de esos distritos respecto al caucho, la resina de copal o la
comida. Cuando nos íbamos de un lugar apartado de la ribera sur,
llegaron dos hombres con el cuerpo cubierto de marcas de chicote,
castigo que recibieron del factor de Bosci al no cumplir con su cuota.
Yo le dije al comisario que, de darse las condiciones favorables, con­
cretamente la libertad, la población de las ciudades del interior, como
Ngombe y Mongo, aumentaría mucho.
Arthur Conan Doyle

En respuesta a las preguntas, se obtuvieron los siguientes hechos:

La situación inestable de la gente. Los más viejos nunca parecen


tener la suficiente confianza como para construir casas de forma esta­
ble. Huyen en cuanto sospechan que se acerca una canoa o un barco
de vapor con soldados.
Enfermedades respiratorias como la pulmonía, etc. Afectan a mu­
chos. La gente huye a las islas, vive al aire libre, se expone a toda clase
de cambios climáticos, coge frío, a lo que le siguen problemas pulmo­
nares y la muerte. Hace años que no vemos una casa nueva debido a
los movimientos de la población. Tienen mucho miedo de los soldados.
En la mayoría de los casos, la ausencia en los poblados es temporal; en
otros, se establecen permanentemente en la ribera norte del río.
Falta de alimentación apropiada. He presenciado cómo se recau­
dan los impuestos estatales y cómo, tras pagarlos, a los nativos no les
resta nada para comer, salvo hojas.

Flstán también las multas, que la Comisión declaró enseguida ilega­


les, que se imponían constantemente a la gente, y que siguieron impo­
niéndose incluso tras informar del asunto al gobernador general. A
pesar de esta declaración de ilegalidad, no se dio ningún paso al res­
pecto, y el principal infractor, el Sr. De Bauw, era el funcionario eje­
cutivo del distrito. A cada paso, uno descubría que en el Congo no
había relación entre la ley y su puesta en práctica. Todos los funcio­
narios, del gobernador general para abajo, quebrantaban la ley si así
podían incrementar las ganancias del Estado. Sólo se aplicaban las
leyes con severidad de cara a los extranjeros, como el austríaco Rabi-
nek o el inglés Stokes, que fueron lo bastante idiotas como para creer
que un acuerdo internacional tenía más peso que los edictos de Boma.
Lo creyeron así, y encontraron la muerte a causa de su incorregible
creencia y, en el caso del austríaco, sin pública protesta.
La siguiente sesión importante de la Comisión tuvo lugar en Ba-
ringa. El Sr. Harris y el Sr. Stannard, los misioneros de aquella esta­
ción, habían jugado un noble papel desde su llegada, al intentar pro-

304
La tragedia del Congo

teger a los nativos de sus atormentadores, dentro de sus muy limita­


das posibilidades. En ambos casos, y también en el de la Sra. Harris,
arriesgando repetidamente sus vidas. Los vecinos blancos de las fac­
torías caucheras también habían hecho desgraciadas sus vidas impi­
diendo que los nativos les dieran comida y atormentándolos de di­
versas formas. En una ocasión, un jefe y su hijo fueron asesinados por
orden del agente blanco por llevar al hogar de los Harris el cuarto
delantero de un antílope. Antes de escuchar el espantoso testimonio
de los misioneros —un testimonio cuya veracidad admitió allí mismo
el agente principal de la compañía a . b . i . r . —, sería interesante mostrar
la posición exacta de esta corporación y su relación con el Estado, tan
estrecha que a todos los efectos son la misma cosa. El Estado obtie­
ne el cincuenta por ciento de sus beneficios, pone los soldados del
gobierno a disposición de la compañía, aporta los barcos de vapor
gubernamentales y las licencias de suministros para el gran número de
rifles y la enorme cantidad de cartuchos que la compañía necesita para
su trabajo asesino. El Estado es cómplice directo de cualquier crimen
cometido por la compañía. Finalmente, los directores europeos de
esta compañía manchada de sangre son, o eran en aquel momento, el
senador Van der Nest, que ejercía de presidente, y un consejo forma­
do por el conde John d’Oultremont, Presidente del Tribunal Supremo
belga; el barón Dhanis, famoso en el Congo; y el Sr. Van Eetvelde,
criatura del rey y autor de tantos petulantes despachos al Gobierno
británico sobre la misión civilizadora y el elevado propósito del Esta­
do congoleño. Ahora, leamos algunos de los testimonios condensados
por el Sr. Harris:

Primero fueron las atrocidades específicas de 1904, desde asesinatos


y ultrajes hasta canibalismo, incluyendo el de hombres, mujeres y
niños. De esto pasé al encarcelamiento de hombres, mujeres y niños.
Después, llamé la atención sobre la destrucción de los pueblos de
Baringa y, como consecuencia, la hambruna de sus gentes. También
sobre los enormes grupos de prisioneros —hombres, mujeres y ni­
ños— capturados para obligarlos a trabajar; el asesinato de dos hom-

3°5
Arthur Conan Doyle

bres mientras trabajaban. Luego le tocó el turno a las irregulari­


dades cometidas el año anterior, 1903, como la expedición contra
Samb’ekota dirigida por un agente de la A.B.I.R. y el armar a los cen­
tinelas de la a.b.i.r. con rifles Albini. Después, llamé la atención sobre
la administración del señor Forcie, cuyo regime era terrible, inclu­
yendo el asesinato de Isekifasu, el principal jefe de Bolima, cuyas
esposas e hijos de varias edades fueron asesinados, descuartizados y
comidos; la decoración de las casas de los jefes con los intestinos,
hígados y corazones de algunos de los asesinados, tal y como escribió
“Ventas” en el West African Mail.
Confirmé, en general, el contenido de la carta de “Veritas”publi­
cada en el West African Mail.
Tras esto, pasé al Sr. Tagner, y declaré que ningún pueblo del distrito
había escapado a los asesinatos durante el régimen de este hombre.
Después, nos ocupamos de las irregularidades comunes a todos los
agentes, llamando la atención y demostrando, mediante casos con­
cretos, los azotes públicos ordenados por prácticamente todos y cada
uno de ellos; diciendo, por ejemplo, que vi con mis propios ojos como
seis hombres de Ngombe recibían cien latigazos cada uno a cargo de
dos centinelas que los propinaban simultáneamente.
A continuación dije que lo normal era que se encarcelara a hom­
bres, mujeres y niños amontonados en un solo edificio, sin considera­
ción para las exigencias de la naturaleza. Más todavía, que muchos,
incluso jefes, habían muerto en prisión o nada más ser excarcelados.
Luego, la mutilación de la mujer llamada Boaji, por permanecer
fiel a su marido y negarse a acceder a las pasiones de los centinelas.
La pierna sin pie de la mujer y su hernia demostraron la veracidad
de su declaración. Apareció ante la Comisión y ante el médico.
Después, el hecho de que los nativos fueran encarcelados por visi­
tar a amigos y parientes de otros poblados, y la negativa a permitir
que las canoas de los nativos navegasen por el río sin un permiso fir­
mado por el agente del caucho; señalando que incluso los misioneros
están sujetos a esas restricciones, y que son públicamente insultados,
de manera impublicable.

306
La tragedia del Congo

El siguiente punto tratado fue el de la responsabilidad, mante­


niendo que esa responsabilidad no recaía tanto en el individuo como
en el sistema. El centinela culpa al agente, que a su vez culpa al di­
rector, y así sucesivamente.
A continuación llamé la atención sobre las dificultades a que se
enfrentan los nativos para informar de cualquier irregularidad. El
número de funcionarios civiles es demasiado escaso y resulta prác­
ticamente imposible llegar a los existentes, ya que, antes, el nativo
tiene que pedir permiso al agente del caucho.
La inevitable relación existente entre la a.b.i.r. y el Estado hace
muy improbable que los nativos informen siquiera de las irregulari­
dades. Señalé entonces que creíamos firmemente que, de no ser por
nosotros, esas irregularidades nunca habrían visto la luz.
Seguimos con las dificultades a las que se enfrentaban los misione­
ros, señalando que la A.B.I.R. podía imponernos, y lo hacía, toda clase
de restricciones si nos atrevíamos a decir una sola palabra acerca de
sus irregularidades. Cité entonces algunos de los muchos casos que
alcanzaron el momento álgido cuando la sra. Harris y yo estuvimos a
punto de perder la vida por atrevernos a oponernos a las matanzas de
Van Caelcken. También señalé que no podíamos dejar de relacionar
la actitud del Estado, negándonos nuevos emplazamientos donde ins­
talarnos, con nuestra condena a la administración. Entonces mencio­
né que ya se había extraído todo el caucho de los bosques, señalando
que, durante un viaje de cinco días por la selva, no había visto ni una
sola planta de caucho de ningún tamaño. Eso es debido a que se han
explotado de tal manera que las raíces necesitarán descansar muchos
años para reponerse, mientras que los nativos se ven reducidos a sacar
esas raíces para conseguir algo de caucho.
El próximo tema a tratar fue la clara violación del espíritu y la letra
del Acta de Berlín. En primer lugar, no nos permitieron ampliar la
misión, y luego hasta se nos prohibió comerciar para conseguir comida.
Después afirmé que, hasta donde sabemos, ni un solo centinela ha
sido castigado por el Estado por los muchos asesinatos cometidos en
este distrito.

3°7
Arthur Conan Doyle

Señalé que una de las razones por las que los nativos no quieren
servir a la A.B.I.R., es porque los centinelas viajan en canoas de la
A.B.I.R., y lo único que hacen es azotar a los remeros para que sigan
remando.
Tras escuchar al Sr. Stannard, se interrogó uno a uno a dieciséis tes­
tigos de Esanga. Dieron detalles de cómo sus padres, madres, her­
manos, hermanas, hijos e hijas habían sido asesinados a sangre fría.
Entre los dieciséis denunciaron más de veinte asesinatos sólo en
Esanga. Les siguió el gran jefe de todo Bolima, sucesor de Isekifasu
(asesinado por la A.B.I.R.). ¡Qué lección para quienes hablan de misio­
neros mentirosos! Allí estaba, orgullosamente erguido ante todos,
señalando a sus veinte testigos, poniendo sobre la mesa sus ciento
diez ramitas, cada una representando una vida perdida a causa del
caucho. «Estas son las ramitas de los jefes, éstas son de hombres, éstas
más cortas representan a las mujeres; y éstas, más pequeñas aún, a los
niños.» Dio los nombres, aunque pidió permiso para llamar a su hijo
y que le ayudase a recordar. Pero la Comisión se dio por satisfecha
con él, creyendo que decía la verdad, y por tanto era innecesario.
Contó cómo su barba de muchos años, que le llegaba casi hasta los
pies, fue cortada por un agente del caucho, sólo por visitar a un
amigo de otro poblado. Al preguntarle si había matado centinelas de
la A.B.I.R., lo negó, pero admitió que su gente había matado con
lanza a tres de los hombres del centinela. Explicó la forma en que el
hombre blanco los había atacado y que al acabar la lucha, señaló los
cadáveres y dijo: «Ahora me traeréis caucho, ¿verdad?». A lo qué él
contestó: «Sí». Los cadáveres acabaron descuartizados y devorados
por los combatientes del Sr. Forcie. También dijo haber sido azotado
con chicote y encarcelado por el agente de la a.b.i.r., el cual además
le puso a hacer los trabajos más serviles.
Aquí entró Bonkoko para contar cómo acompañó a los centinelas
de la A.B.I.R. cuando fueron a asesinar a Isekifasu, con sus esposas e
hijos, a los que encontraron cenando pacíficamente, que mataron a
tantos como pudieron, y que descuartizaron y devoraron los cadáve­
res del hijo de Isekifasu y los de las esposas de su padre, así como la
La tragedia del Congo

forma en que extrajeron el cerebro del bebé, partieron su cuerpo por


la mitad y empalaron las dos mitades.
De nuevo explicó que, a su vuelta, el Sr. Forcie azotó a los centine­
las con chicote por no haber matado a suficientes personas en Bolima.
Tras esto, llegó Bongwalanga y confirmó la historia de Bonkoko;
este joven había ido a “vigilar”. Después, un jefe trajo a la mutilada
esposa de Lomboto, de Ekerongo, la cual mostró su hernia y su pier­
na sin pie. Fue el precio que tuvo que pagar por mantenerse fiel a su
marido. El esposo contó que lo habían azotado con chicote por enfu­
recerse cuando mutilaron a su esposa.
Después, Longoi, de Lotoko, puso dieciocho ramitas sobre la mesa,
que representaban a dieciocho hombres, mujeres y niños asesinados
por el caucho. Luego, Inunga dejó treinta y cuatro ramitas sobre la
mesa y explicó cómo treinta y cuatro de sus hombres, mujeres y niños
habían sido asesinados en Ekerongo. Admitió haber matado a un
centinela, Iloko, con una lanza, pero que eso, como en los demás
casos, había sido porque Iloko había matado primero a los suyos.
Lomboto mostró sus muñecas mutiladas y sus inútiles manos, obra
del centinela. Isekansu mostró el muñón de su antebrazo, contan­
do la misma patética historia. Todos los testigos hablaron de azota­
mientos, violaciones, mutilaciones, asesinatos y encarcelamientos de
hombres, mujeres y niños, y de multas ilegales e impuestos irregula­
res, etc., etc. La Comisión se esforzaba por recorrer todo ese cenagal
de iniquidad y de ríos de sangre, pero, desesperanzada, preguntó
cuánto más podía seguir. Les dije que podía seguir hasta que se con­
vencieran de que la A.B.i.R. había cometido cientos de asesinatos sólo
en este distrito: que había asesinado a jefes, hombres, mujeres y niños
pequeños, y que había multitud de testigos esperando mi señal para
declarar.
Señalé que, tan sólo en los poblados de Bolima, Esanga, Eke­
rongo y Lotoko, habíamos contabilizado unos doscientos asesi­
natos; y que todavía faltaba la gran mayoría. Aún no se habían
revisado los distritos de Bokri, Nsongo, Boruga, Ekala, Baringa,
Linza, Lifindu, Nsongo-Mboyo, Livoku, Boendo, el río Lomako,
Arthur Conan Doyle

la región de Ngomhe y muchos más, todos los cuáles podían contar


historias similares. Y comprendimos lo desesperado que era inten­
tar investigarlo todo de forma exhaustiva. La Comisión hubiera
necesitado meses para hacerlo.

¿Qué comentarios podrían sumarse a pruebas como éstas? Se estaba


mostrando el horror desnudo, y era fútil intentar hacerlo más vivido.
¿Cómo puede ninguno de los apologistas ingleses del Congo, atre­
verse a sembrar dudas sobre el recuento de ultrajes, diciendo que no
vieron nada de eso la ve/ que cruzaron en visita fugaz una pequeña
parte de este enorme país...? ¿Qué pueden decir Lord Mountmorris,
el capitán Boyd Alexander o la Sra. French Sheldon, ante tal cúmulo
de pruebas, miembros mutilados y espaldas azotadas? ¿Acaso pueden
decir más que el Sr. Longtain, el hombre incriminado, el agente prin­
cipal en la región? «¿Algo que alegar?», preguntó el presidente. El
Sr. Longtain se encogió de hombros. No tenía nada que decir. El
Presidente de la Comisión, que, dicho sea en su honor, había escu­
chado alguna de las pruebas con lágrimas recorriéndole las mejillas,
gritó de asombro y aversión. «Puedo aportar un documento», dijo el
agente. «Demuestra que 142 de mis centinelas fueron asesinados por
los lugareños en el transcurso de siete meses.» «¡Ciertamente, eso
complica el asunto!», exclamó el sagaz juez. «Si esos hombres tan bien
armados fueron asesinados por lugareños indefensos, ¡cuán terribles
debieron ser los hechos para motivar tan desesperadas represalias!»
Se preguntarán qué se hizo con este agente criminal, un hombre
cuyos actos merecían el peor castigo que pudiera imponer la ley
humana. Nada se hizo. Se le permitió salir del país del mismo modo
que al capitán Lothaire, y en circunstancias similares. Un agente
insignificante puede servir de ejemplo ocasional, pero castigar al
gerente de una gran compañía significaría disminuir el rendimiento
de la producción de caucho, y, ¿qué son la moralidad y la justicia al
lado de eso?
¿Por qué debería continuar con los testimonios dados ante la Comi­
sión? Su deambular cubrió poco espacio de este país y se limitó al río

310
La tragedia del Congo

principal, pero en todas partes obtuvieron los mismos testimonios de


esclavitud, mutilación y asesinato. Lo que Scrivener y Grenfell dijeron
en Bolobo, fue lo mismo que dijeron Harris y Stannard en Baringa, lo
que dijo Gilchrist en Lulanga, lo que dijeron Ruskin y Gamman en
Bongandanga, lo que dijeron el Sr. y la Sra. Lower en Ikau, lo que dijo
Padfield en Bonginda, lo que dijo Weeks en Monsembe. El lugar po­
dría variar, pero los resultados del sistema siempre eran los mismos.
Aquí y allí hubo toques humanos de los que perduran en la memoria,
aquí y allí se vivieron episodios de horror que destacan incluso en ese
Gólgota. Un muchacho testificó haber perdido a todos los parientes
que tenía en el mundo, varones y hembras, asesinados por culpa del
caucho. Cuando su padre yacía moribundo, le había encomendado a
sus dos hermanos menores, ordenándole que los cuidara con cariño. Él
los cuidó hasta que se vio obligado a internarse en la selva para recoger
caucho. Una semana la cantidad recolectada se quedó corta y, cuando
regresó, el poblado había sido arrasado en su ausencia. Encontró a sus
dos hermanos pequeños destripados sobre un tronco. No obstante, la
compañía siguió ganando su doscientos por cien.
Cuatro nativos fueron torturados hasta suplicar que alguien empu­
ñase una pistola y los matara.
Los jefes murieron cuando se les rompió el corazón.
El Sr. Gamman sabía que ningún poblado tardaba menos de diez o
quince días en satisfacer las demandas de la a . b . i . r . y la norma era que
la gente dispusiera de cuatro días al mes para uso propio. Por ley, las
horas de trabajos forzados eran cuarenta al mes. Pero, como ya he
dicho, en el Congo no hay ninguna relación entre la ley y su práctica.
Un testigo apareció llevando un cordón con cuarenta y dos nudos y
un paquete de cincuenta hojas. Cada nudo representaba un asesinato,
y cada hoja una violación en su pueblo nativo.
El hijo de un jefe asesinado llevó el cuerpo de su padre (podemos
especificar nombres, fechas y lugares) ante el agente blanco, con la
esperanza de obtener justicia. El agente llamó a su perro y lo lanzó
contra él; el perro mordió en la pierna al hijo que seguía cargando con
el cadáver de su padre.

311
Arthur Conan Doyle

Los lugareños llevaron a sus hombres asesinados ante el Sr. Spelier,


director de la compañía La Lulonga. Él los acusó de mentir y ordenó
que los echaran.
Un jefe fue arrestado por dos agentes blancos, uno de los cuales lo
sujetó mientras el otro lo golpeaba. Cuando terminaron, le dieron
patadas para que se levantara, pero estaba muerto. La Comisión in­
vestigó esa historia e interrogó a diez testigos. El jefe era Jonghi,
Bogeka el pueblo, octubre de 1904 la fecha.
Ésta es sólo una fracción de las pruebas presentadas ante la Comi­
sión, corroboradas en todo detalle con nombres, lugares y fechas, que
pudieran propiciar la condena. No había ninguna duda de que darían
fuerza a la misma. Los jueces viajaron río abajo más tristes y más
sabios. Cuando llegaron a Boma, se entrevistaron con el gobernador
general Costermans. Lo que pasó en esa entrevista no se ha publicado,
pero luego el gobernador general se rebanaría el cuello. Puede que
este hecho sea un indicio de lo que sentían los jueces cuando los testi­
monios seguían frescos en su mente y tenían los nervios estremecidos
por el horror de las pruebas.
Pasó un año entero entre el arranque de la Comisión y la presenta­
ción de su informe, publicado el 31 de octubre de 1905. Las pruebas
que hubieran conmocionado Europa hasta sus cimientos nunca se
publicaron, a pesar de que a Lord Lansdowne se le había garantizado,
de manera informal, que no se ocultaría nada. Sólo las conclusiones
vieron la luz, pero sin la documentación en que se fundamentaban.
El efecto de ese informe, una vez despojado de cortesías, fue la con­
firmación absoluta de todo lo que habían dicho tantos testigos duran­
te tantos años. Es fácil culpar a los comisionados por carecer del valor
de sus convicciones, pero estaban en una posición llena de dificulta­
des. El informe era realmente personal. Nadie sabía mejor que ellos
que el Estado era una ficción. Los había enviado el rey y era al propio
rey a quien tenían que informar de una materia que afectaba profun­
damente a su honor personal, además de a sus intereses materiales. De
haber sido, tal como se sugirió, una comisión internacional, la cues­
tión habría resultado sencilla. Pero, se había acordado que dos de los

312
La tragedia del Congo

tres hombres buenos debían ser personas que respondieran de lo que


se dijera. El Sr. Janssens era un hombre más o menos independiente,
pero era belga y súbdito del rey. El barón Nisco era empleado de la
monarquía y se jugaba su futuro. No obstante, considerándolo todo,
creo que los comisionados actuaron como hombres honrados.
Naturalmente, pusieron todo su empeño en decir tantas cosas como
pudieran en favor del rey y de su creación. Habrían tenido que ser
más que humanos para no hacerlo. Se extendieron en el tamaño y el
comercio de las ciudades en la desembocadura del Congo... como si
el botín de toda una nación pudiera circular río abajo sin provocar
comercio y opulencia en la desembocadura. Muy al principio del
informe, indicaban que les había llamado la atención la apropiación de
la tierra por parte del Estado. Dice el informe:

Si el Estado desea evitar que el principio de la apropiación de tierras


libres se convierta en un abuso, debería poner a sus agentes y oficia­
les en guardia contra una interpretación demasiado restrictiva y una
aplicación demasiado rigurosa.

Débil y adornado, cierto, pero era la piedra angular de todo lo que


había creado el rey, así que ¿cómo podían atreverse a cuestionarlo de
forma grosera? Su actitud no fue heroica, pero sí lógica. Y sigue:

Como la mayor parte de la tierra del Congo no está cultivada, esta


interpretación concede al Estado un derecho de propiedad absoluta y
exclusiva sobre prácticamente toda la tierra, con la consecuencia de
que puede disponer —él y sólo él— de todos los productos de la tie­
rra y procesar como cazador furtivo a cualquiera que tome para sí
hasta el menor de los frutos de esa tierra, y como receptor de bienes
robados a cualquiera que reciba tales frutos, además de prohibir a
quienquiera que se establezca en la mayor parte del territorio. Así,
la actividad de los nativos se ve limitada a zonas muy restringidas y
su situación económica queda paralizada. Esta legislación, aplicada
de forma abusiva, puede impedir cualquier desarrollo de la vida

3D
Arthur Conan Doyle

nativa. De este modo, no sólo se prohíbe a los nativos trasladar su


poblado, sino que incluso se les prohíbe visitar, aunque sólo sea tem­
poralmente, un poblado vecino sin un permiso especial. Un nativo
que se desplazara sin autorización expresa, se expondría a ser arres­
tado, devuelto a su pueblo e incluso castigado.

¿Quién podría negar, tras leer este pasaje, que el nativo del Congo ha
sido reducido de la libertad a la esclavitud? Y sigue una frase curiosa:

Permítannos adelantar que en la práctica no se ha mostrado tanto


rigor. Hay productos del Dominio que en casi todas partes se han
dejado a los nativos, como es la nuez de palmera, objeto de un
importante comercio de exportación en el Bajo Congo.

Ese comercio de nueces de palmera está establecido desde hace


mucho tiempo, sólo afecta a la desembocadura del río y nunca podría
verse afectado sin obvias complicaciones internacionales, y no tiene
ninguna relación con las grandes poblaciones del Alto Congo, cuyo
trato inhumano era el tema en cuestión.
El informe procede entonces a señalar muy claramente un hecho
importantísimo que deriva de la expropiación de la tierra a los nativos:

Aparte de los cultivos, que apenas bastan para alimentar a los nati­
vos y abastecer a las estaciones, todos los frutos del suelo son consi­
derados propiedad del Estado o de las sociedades concesionarias.

De ser así, significaría el fin para siempre del libre comercio o, inclu­
so, de cualquier comercio, salvo lo que exportase a Europa el propio
Gobierno o el puñado de compañías que en realidad representan al
Gobierno, en beneficio de un pequeño círculo de millonarios.
Una vez tratada la apropiación de la tierra y de sus productos, la
Comisión analiza con guantes de seda las raíces de la tercera propues­
ta de base: la imposición a los nativos del trabajo sin pagárseles nada a
cambio, diciendo que ese trabajo es un impuesto, o pagándoles con

314
La tragedia del Congo

calderilla, y calificando ese intercambio con el absurdo nombre de


comercio. Todo por el bien de sus opresores. Utiliza muchas palabras
para demostrar que a los nativos no les gusta el trabajo, y que, por lo
tanto, la imposición es necesaria. Es triste ver a hombres justos y cul­
tivados en tales aprietos para defender lo indefendible. ¿Les gusta tra­
bajar a los negros de las minas de oro de Rand? ¿Les gusta a los que
trabajan en las minas de diamantes de Kimberley? ¿Les gusta trabajar
a los porteadores de una caravana del África Oriental alemana? No
más que a los congoleños. ¿Por qué trabajan entonces? Porque se les
paga un sueldo justo. Porque el dinero ganado con su trabajo puede
proporcionarles más placer que el dolor que puedan padecer traba­
jando. Ésa es la ley del trabajo en todo el mundo. Y también es la ley
en el Congo, donde los misioneros que pagan honestamente a los tra­
bajadores no tienen dificultades para conseguirlos. Por supuesto, al
congoleño, como al inglés o al belga, no le gusta el trabajo cuando los
únicos que se benefician son otros y no él.
Pero, a pesar de este preámbulo, la Comisión no puede ocultar los
hechos reales:

Los numerosos agentes sólo piensan en una cosa: obtener el máximo


beneficio posible en el menor tiempo posible, y sus exigencias son a
menudo excesivas. Algo nada sorprendente al examinar la recolec­
ción de los productos del Dominio... porque los agentes, que no sólo
regulan los impuestos sino que los recaudan, tienen un interés direc­
to en aumentar la cantidad, dado que reciben una gratificación pro­
porcional al producto recolectado.

No podría hacerse declaración más clara del sistema atacado por los
reformadores y negado por los oficiales congoleños durante tantos
años. El informe explica entonces que cuando el Estado —en una de
sus pretendidas reformas significativas para los europeos, que no para
los congoleños—, asignó cuarenta horas de trabajos forzados al mes
como la cantidad debida por los nativos al Estado, el anuncio fue
acompañado por una convocatoria privada del gobernador general a

315
Arthur Conan Doyle

los comisarios de distrito, datada el 23 de febrero de 1904, para que


esa nueva ley no disminuyera, sino que «aportara un aumento cons­
tante de los recursos del Tesoro». ¿Podría decirse en términos más
claros que no iban a tenerla en cuenta?
La tierra se roba, el producto se roba, el trabajo se roba. En los vie­
jos tiempos el esclavo africano se exportaba, pero hemos avanzado
con los tiempos, y ahora una inteligencia superior demuestra lo ton­
tos que resultaban aquellos métodos anticuados cuando era más fácil
esclavizarlos en su propio país.
Pasemos a la parte del informe de la Comisión que se centra en los
impuestos a los nativos, en la comida, los porteadores y demás. Mues­
tra muy claramente la maldición que supone un ejército parasitario,
con sus familias, que debe ser alimentado por los nativos y las dificul­
tades que ello causa a unos nativos que ya tienen unos cultivos limita­
dos que sólo bastan para alimentarse ellos mismos. Ni siquiera se
paga por la madera que consumen los vapores del Estado, sino que se
toma como otro impuesto. Tales demandas «en ciertos casos, fuer­
zan a los nativos que viven cerca de las estaciones a un trabajo casi
continuo», una forma de admitir unas condiciones esclavizantes. El
informe describe el resultado del impuesto sobre el caucho en los
siguientes términos:

Esta circunstancia (que se agote el caucho), explica la repugnancia


que siente el nativo ante la idea de trabajar en el caucho, que, en sí
mismo, no es algo particularmente penoso. En la mayoría de los
casos, el nativo debe realizar cada quincena una marcha de uno o
dos días para llegar a la parte de la selva donde se encuentran en
cierta abundancia las plantas del caucho. Una vez allí, el recolector
pasa varios días sumido en una existencia miserable. Debe construir­
se un refugio improvisado que, evidentemente, no es sustituto de su
choza. Carece de la comida a la que está acostumbrado. Está priva­
do de su esposa, expuesto a las inclemencias del clima y al ataque de
las bestias salvajes. Una vez recogido el caucho, debe llevarlo a la
estación del Estado o de la Compañía, y sólo entonces volver a su

316
La tragedia del Congo

aldea, donde podrá estar no más de dos o tres días, pues ya se acerca
la siguiente fecha de entrega. (...) No es necesario añadir que este
sistema es una violación flagrante de la ley de las cuarenta horas.

El informe toca finalmente el tema de los castigos impuestos por el


Estado. Los enumera como «la toma de rehenes, el encarcelamiento
de los jefes, la institución de centinelas o capitas, las multas y las expe­
diciones militares», siendo esto último un eufemismo para las matan­
zas a sangre fría. Y continúa:

Se piense lo que se piense sobre las ideas nativas, actos como tomar a
las mujeres en calidad de rehenes ultrajan demasiado nuestro con­
cepto de justicia como para ser toleradas. El Estado prohibió esta
práctica hace tiempo, pero sin ser capaz de suprimirla por completo.

El Estado prohíbe, pero el Estado no sólo perdona, sino que ordena


mediante circular privada. Otra vez el abismo que separa la ley de los
hechos cuando aparece el interés del beneficio:

Nada de esto fue negado en las diversas estaciones de la A.b.i.r. que


visitamos, donde la norma aceptada es tomar a las mujeres como
rehenes, someter a los jefes de tribu a labores serviles, humillarlos,
azotar a los que recogen el caucho y permitir la brutalidad de los
empleados negros sobre los prisioneros.

Después sigue un pasaje revelador sobre los centinelas, capitas,


guardas forestales o mensajeros, como se les llama de forma indistin­
ta. Es una maravilla que no los llamen celadores de hospital en sus
esfuerzos por hacerlos parecer inofensivos. En realidad, y tal como
hemos visto, eran unos veinte mil caníbales armados con rifles Albini
de repetición. El informe dice:

Este sistema de centinelas nativos ha dado lugar a numerosas críti­


cas, incluso por parte de representantes del Estado. Los misioneros
Arthur Conan Doyle

protestantes que testificaron en Bolobo, Ikoko (el lago Mantumba),


Lulanga, Bonginda, Ikau, Baringa y Bongandanga, hicieron nota-
bles acusaciones contra los actos de esos intermediarios. Llevaron
ante la Comisión a multitud de testigos nativos, quienes revelaron
gran número de crímenes y excesos cometidos por los centinelas.
Según los testigos, esos auxiliares, sobre todo los estacionados en las
aldeas, abusan de la autoridad con la que se les ha investido, se con­
vierten en déspotas, reclaman mujeres y comida, no sólo para ellos
sino para el cuerpo de parásitos y criaturas sin profesión conocida que
el ansia de rapiña lleva a asociarse con ellos y de los que se rodean
como si fueran guardaespaldas, y matan sin compasión a todo el
que intente resistirse a sus exigencias y antojos. Evidentemente, la
Comisión fue incapaz de verificar en todos los casos la exactitud de
las alegaciones presentadas, sobre todo al haber tenido lugar los
hechos varios años antes. Sin embargo, la veracidad de las acusacio­
nes quedó confirmada por numerosas evidencias e informes oficiales.

Agrega:

Es imposible saber de cuántos abusos son culpables estos centinelas


nativos, siquiera aproximadamente. Según las costumbres nativas,
varios jefes de Baringa nos trajeron haces de ramitas, cada una de las
cuales simbolizaba a uno de los suyos asesinado por los capitas. Uno
de los jefes mostró 120 asesinatos en su poblado, cometidos en los
últimos años. Podría dudarse de la fiabilidad de esa forma nativa de
contabilidad, pero un documento llevado a la Comisión por el direc­
tor titular de la A.B.I.R. no permite dudas ante el carácter siniestro del
sistema. Este consistía en una lista que abarcaba del uno de enero al
uno de agosto de 190$ —es decir, un espacio de siete meses—•, donde
se aseguraba que los nativos habían matado o herido a 142 centine­
las de la sociedad. Es de suponer que, en muchos casos, esos centine­
las fueran atacados por los nativos en represalia. Por ello, uno puede
calcular el número de reyertas sangrientas provocadas por su presen­
cia. Por otro lado, los agentes interrogados por la Comisión, o pre-

318
La tragedia del Congo

sentes entre el público, ni siquiera intentaron negar los cargos pre­


sentados contra los centinelas.

Esa última frase es la guinda del pastel. Si los agentes presentes ante
la Comisión no intentaron siquiera negar los ultrajes, ¿quién iba a
atreverse a hacerlo en su nombre?
El resto del informe, aunque lleno de refinadas perogrulladas y de
vagas recomendaciones de reforma, completamente impracticables
mientras la raíz de todos los problemas permanezca inalterable, con­
tiene unos cuantos pasajes positivos que merece la pena destacar.
Hablando de la necesidad de dar instrucciones precisas a las expedi­
ciones militares, dice:

Las consecuencias suelen ser a menudo atroces. Y no es de extrañar.


Si en el curso de esas delicadas operaciones, cuyo objetivo es conse­
guir rehenes e intimidar a los nativos, no se ejerce una vigilancia
constante sobre los instintos sanguinarios de los soldados, en cuanto
la autoridad superior envía una expedición de castigo, es muy difí­
cil impedir que degenere en una masacre, acompañada de pillaje e
incendios.

E insiste:

Sin embargo, la responsabilidad de estos abusos no debe recaer siem­


pre en los comandantes de las expediciones militares. Al considerar
estos hechos, uno debe tener presente la confusión deplorable todavía
existente en el Alto Congo entre estado de guerra y estado de paz,
entre la administración y la represión, entre quienes pueden ser con­
siderados enemigos y quienes tienen derecho a ser considerados ciu­
dadanos del Estado y tratados de acuerdo a la ley. La Comisión
quedó sorprendida por el tono general de los informes relativos a las
operaciones descritas anteriormente. A menudo, admitiendo que la
expedición había sido enviada únicamente por el impago de impues­
tos, y sin hacer alusión a ataque o resistencia alguna de los nativos. 3

3l9
Arthur Conan Doyle

única justificación para el uso de las armas. Los autores de estos


informes hablan de “pueblos sorprendidos”, “enérgicas persecucio­
nes”, “numerosos enemigos muertos y heridos”, “botín ”, “prisioneros
de guerra”, “ condiciones de paz”. Evidentemente, estos funcionarios
creían estar en guerra y actuaron como si lo estuvieran.

De nuevo:

En el transcurso de tales expediciones, han tenido lugar graves abu­


sos. Hombres, mujeres y niños han sido asesinados, incluso cuando
sólo buscaban la seguridad en la huida. Otros han sido encarcelados.
A las mujeres se las han llevado como rehenes.

Hay un pasaje interesante sobre los misioneros:

A menudo, en las regiones donde se han establecido misiones evan­


gélicas, cuando los nativos creen sufrir algún agravio por parte de un
agente o un funcionario al mando, han adoptado la costumbre de
confiarse al misionero, en lugar de acudir al magistrado, su protector
natural. Este los escucha, los ayuda dentro de sus posibilidades, y se
hace eco de todas las quejas de una región. Es asombrosa la influen­
cia que poseen los misioneros en algunas partes del territorio. Y no
sólo entre los nativos que entran en la esfera de su propaganda reli­
giosa, sino entre todos los poblados cuyos problemas han escuchado.
Para el nativo de la región, el misionero es el único representante de
la equidad y la justicia. Al ascendente adquirido por su celo religioso,
se añade el prestigio con el que deberían investirse los magistrados,
en interés del propio Estado.

Ahora volveré, por un momento, a examinar el documento en su


conjunto.
Con el uso de la política que caracteriza a las autoridades del Con­
go, se intentó vender el documento al mundo como una triunfante
reivindicación de la administración del rey Leopoldo, lo cual habría 3

320
La tragedia del Congo

sido el mayor lavado de cara que jamás se habría llevado a cabo en el


planeta. Visto con más detalle, se percibe claramente que tras el velo
de frases refinadas y fórmulas de compromiso, se confirmaba com­
pletamente todo lo que habían estado diciendo los reformistas. Que
se había expropiado la tierra. Que se habían expropiado los productos
de la tierra. Que el pueblo estaba esclavizado y reducido a la miseria.
Que los agentes blancos habían dado a los capitas mano libre contra
ellos. Que se habían tomado rehenes de forma ilegal, además de haber
expediciones depredadoras, asesinatos y mutilaciones. Todas estas co­
sas se habían admitido por completo. No sé qué más podría habérsele
reclamado, salvo el hecho de que la Comisión hable con frialdad de
algo que cualquier persona privada diría con acaloramiento, y que
pudiera dar la impresión de que todo eso son actos aislados, cuando
las pruebas aportadas y la despoblación general del país muestran que
son generales, universales y parte de un único sistema que se extiende
de Leopoldville a los Grandes Lagos, y desde la frontera francesa
hasta Katanga. El testimonio sigue siendo de horror y de derrama­
miento de sangre, esté localizado en el Dominio Privado, en el de
la Corona o en un territorio cedido a una concesionaria, sea en la
tierra de la compañía Kasai, de la Anversoise, de la a.b.i.r. o de la
Katanga.
Donde la Comisión difiere de los reformistas es en su estimación de
la gravedad de la situación y de la necesidad de reformas radicales.
Hay que tener en cuenta que, de los tres jueces, dos nunca habían es­
tado anteriormente en África, y el tercero era funcionario de la insti­
tución atacada. Parecen haber creído que todos estos hechos terribles
eran fases necesarias de una expansión colonial. Si hubieran viajado,
como yo he hecho, por el África Oriental británica, habrían sabido
que golpear a un hombre negro en, por ejemplo, Sierra Leona, sig­
nificaba que un policía negro te llevaría ante un juez negro para
ser entregado a un carcelero negro, y habrían entendido que existen
otras formas de administrar una colonia. Y si hubieran leído algo
sobre aquel gobernador británico de Jamaica que, al enfrentarse a una
revuelta peligrosa y ejecutar a un nativo sin atenerse estrictamente a la
Arthur Conan Doyle

ley, fue llamado a Londres, donde fue juzgado, y apenas pudo evitar
al verdugo. Es por tensiones como ésta por lo que los europeos que
viven en los trópicos, provenientes de la nación que sea, deben inten­
tar mantener su morale civilizada. La naturaleza humana es débil, la
influencia del entorno fuerte. Tanto alemanes como ingleses pueden
ceder, y en casos aislados han cedido, a ese entorno. Ninguna nación
puede reclamar una mayor superioridad individual en eso, pero tanto
Alemania como Inglaterra (y añadiría a Francia, de no ser el Congo
francés) pueden afirmar que su sistema funciona tan bien contra el
ultraje como el belga lo favorece. Estas cosas no son, como parecen
pensar los comisionados, males necesarios tolerables en todas partes.
¿Cómo pueden pesar más sus torpes opiniones sobre la cuestión,
cuando se enfrentan a las palabras de reformistas como sir Harry
Johnston o Lord Cromer? El hecho es que el funcionamiento de una
colonia tropical es la mayor prueba de todas a las que se enfrenta la
nación que lo intenta; las pruebas supremas a las que hace frente el
espíritu de una nación son ver gente indefensa y no oprimirla, ver
grandes riquezas y no confiscarlas, tener poder absoluto y no abusar
de él, ayudar al nativo en vez de hundirse uno mismo. Todos hemos
fallado a veces. Pero nunca el fracaso ha sido tan desesperado, tan
escandaloso, ni tenido tales consecuencias para el mundo, tal degra­
dación para el buen nombre de la cristiandad y la civilización como el
fracaso de los belgas en el Congo.
Y todo esto ha pasado, y se ha tolerado, en una era de progreso. El
crimen más grande, más profundo y de mayor alcance de los que se
tiene constancia, tenía que estar reservado para estos últimos años.
Alguna excusa hay para el exterminio de una raza cuando, como los
sajones y los celtas, se trata de dos pueblos que luchan por una misma
tierra que sólo puede pertenecer a uno. Alguna excusa habrá también
para las matanzas religiosas, como la de Mohamed n en Constan-
tinopla o la del duque de Alba en los Países Bajos, ya que esos asesi­
nos intolerantes creían con toda sinceridad estar haciendo su brutal
trabajo sirviendo a Dios. Pero, aquí, los perpetradores actuaron con
sangre fría en las venas, sabiendo día tras día lo que hacían, con el

3^
La tragedia del Congo

único objetivo de aumentar una riqueza que de por sí ya era enor­


me. Teniendo en cuenta esta circunstancia, así como esa profesión de
filantropía con que se inauguró tan enorme matanza, el velo de men­
tiras con que se ha protegido, y la persecución y la calumnia a que se
ha sometido a los pocos hombres honrados que la denunciaron, sin
olvidar los argumentos de religión contra religión y de nación contra
nación que busca perpetuarse, díganme al sopesar todo esto, ¿cuándo
ha tenido lugar un hecho semejante en todo el devenir de la historia?
¿Qué es el progreso? ¿Es ir un poco más deprisa en un automóvil de
motor?, ¿escuchar cómo farfulla un gramófono? Eso son juguetes de
la vida. Pero si el progreso es algo espiritual, entonces no progresa­
mos. Hace cincuenta años no habría sido posible un horror como el
de Bélgica en el Congo. Ninguna nación europea habría podido lle­
varlo a cabo y, en caso contrario, todas las demás habrían alzado la
voz en protesta. Había más decoro y principios en aquellos días más
lentos. Vivimos una época de prisas, pero no llamemos progreso a
eso. La historia del Congo ha hecho de esa idea un pequeño absurdo.
IX
EL CONGO DESPUÉS DE LA COMISION

Las grandes esperanzas que levantó la constitución de la Comisión


entre los nativos y los pocos europeos que habían actuado como sus
defensores, no tardaron en convertirse en amarga desilusión. El in­
fatigable Sr. Harris había presentado ante la Comisión varios casos
recientes que habían llegado a sus oídos. Uno de ellos el de un jefe
depuesto que fue retenido en su poblado (Boendo) para impedirle ir
a la Comisión. Consiguió eludir a sus guardias, pero castigaron su
empeño haciendo que un centinela apaleara a su esposa hasta matarla.
Con la esperanza de poder presentarlas ante los jueces, trajo con él
ciento ochenta y dos ramitas largas y setenta y seis más cortas, en
representación de los adultos y los niños asesinados los últimos años
en su distrito por la compañía a . b . i . r . S u narración de los métodos
por los que esos desgraciados encontraron la muerte es impublicable,
excediendo con creces los sueños más salvajes de la Inquisición. Las
mujeres fueron asesinadas clavándoles estacas por debajo. Cuando el
horrorizado misionero preguntó al jefe si lo había presenciado perso­
nalmente, su respuesta fue: «De esa forma mataron a mi hija, Nsinga.
Yo mismo la encontré con la estaca clavada». ¡Y un reputado estadis­
ta belga aún puede escribir en este año de gracia que están cumplien­
do con la misión benéfica y filantrópica que se les ha encomendado!
En una comunicación posterior, el Sr. Harris dio los nombres de los
hombres, mujeres y niños asesinados por los centinelas del Sr. Pilaet.

325
Arthur Conan Doyle

«El año pasado», afirma, «o quizá el anterior, la joven Imenega


fue atada a un árbol y cortada por la mitad con un hacha, empe­
zando por el hombro izquierdo, siguiendo a través del pecho y del
abdomen, y terminando por el costado». Después, detallando nom­
bres y lugares, hizo hincapié en el horrible hecho de que los centi­
nelas habían forzado el incesto público: hermano con hermana, y
padre con hija. «Oh, hombre de iglesia», lloró el jefe al concluir,
«no te alejes mucho, pues si lo haces, vendrán, estoy seguro de que
vendrán, y estas débiles piernas no me sostendrán, y no podré huir.
Estoy cercano a mi fin; haz que me dejen morir en paz, no te alejes
mucho».
Excelencia, me sentí tan conmovido por el relato de esta gente que
me tomé la libertad de prometer, en nombre del Estado Libre del
Congo, que en el futuro sólo los delitos se castigarían con la muerte.
Les dije que esperaba que el inspector del rey estuviera de camino, y
que estaba seguro de que escucharía su historia y les daría tiempo
para recuperarse.

lis terrible pensar que no se ha cumplido tal promesa, aunque no


por culpa del Sr. Harris. ¿Es que el sueño de los comisionados nunca
se ve asediado por quienes depositaron tanta confianza en ellos, pero
cuya única recompensa ha sido la de verse castigados por las pruebas
que presentaron y cuya situación actual es más lamentable que nunca?
El resultado práctico de la Comisión fue que el castigo recayera sobre
los nativos, y no sobre sus asesinos.
El Sr. Malfcyt, un alto comisionado del rey, fue enviado con la pre­
tensión de hacer algunas reformas. Lo vacío de esa pretensión quedó
de manifiesto al enviarse al mismo tiempo al Sr. Wahis para sustituir
como gobernador general al tal Costermans que se suicidó tras entre­
vistarse con los jueces de la Comisión. Wahis ya había servido dos
períodos como gobernador, y fue bajo su administración cuando más
aumentaron los abusos condenados por la Comisión. ¿Podía el rey
Leopoldo mostrar con más claridad lo lejos que estaba de su inten­
ción cualquier reforma monárquica?
La tragedia del Congo

La visita del Sr. Malfeyt fue presentada como un paso hacia la mejo­
ra. Se aseguró al gobierno británico que su visita podía ser de tal natu­
raleza que llevaría a cabo todas las reformas necesarias. No obstante,
nada más llegar anunció que no tenía poder para actuar, y que sólo
había ido a ver y oír. Así ganaron unos cuantos meses más sin efectuar
cambio alguno. El único pequeño consuelo que podemos sacar de
esta sucesión de impotentes embajadores y comités de reforma que
nunca intentaron reformar nada, es que jugaron su partida y queda­
ron al descubierto, por lo que no podrán seguir jugando. Cualquier
gobierno que vuelva a aceptar garantías de la misma fuente será el
merecido hazmerreír del mundo.
¿Cuál fue entretanto la actitud de esa compañía, la a.b.i.r., cuyas
iniquidades habían quedado completamente expuestas ante la Comi­
sión, y cuyo gerente, el Sr. Longtain, había huido a Europa? ¿Estaba
avergonzada de tantos hechos sanguinarios? ¿Estaba preparada para
modificar de alguna forma su política tras las revelaciones que sus
representantes admitieron como ciertas? Leamos la siguiente entre­
vista que el Sr. Stannard mantuvo con el Sr. Delvaux, tras visitar éste
las estaciones de su deshonrado colega:

Habló de la Comisión de investigación de una manera despectiva, y


mostró una irritación considerable sobre lo dicho ante ella. Declaró
que la A.b.i.r. tenía toda la autoridad y el poder para mandar centi­
nelas armados, obligar a la gente a llevarles caucho y encarcelar a
quienes no lo hicieran. Hace poco, los nativos de una población lle­
varon su caucho al agente, pero éste se negó a aceptarlo por conside­
rarlo insuficiente, y se azotó a esos hombres y se los expulsó. El
director justificó que el agente rechazara el caucho por ser una canti­
dad demasiado escasa. Los comisionados habían declarado que la
A.b.i.r. no tenía poder para enviar centinelas armados a los pueblos a
azotar a las personas y enviarlas a los bosques en busca de caucho;
que eran guardias forestales y que ése era su trabajo. Cuando se lo
dijimos al Sr. Delvaux, se rió de la idea y dijo que el nombre no tenía
importancia; que unos llamaban a los centinelas por ese nombre, y
Arthur Conan Doyle

otros por otro. Le señalamos que la gente no estaba obligada a pagar


sus impuestos únicamente en caucho, sino con otras cosas, incluso con
dinero. Él lo negó, y dijo que los impuestos alternativos sólo signifi­
caban que un agente podía imponer el impuesto que le pareciera
adecuado. No tenía referencias de lo que se pedía a los nativos, pero
la A.B.I.R. prefería que se pagaran los impuestos en caucho. Esto es
lo que decía la A.B.I.R., a pesar de la interpretación del barón Nisco,
la mayor autoridad judicial del Estado, de que los nativos podían
pagar sus impuestos en lo que mejor les fuera. Todas estas cosas se
dijeron en presencia del alto comisionado del rey que, lo aprobara o
no, ciertamente no las contradecía ni protestaba contra ellas.

Una semana o dos después de la partida de la Comisión, la situación


en el país seguía siendo tan mala como siempre. Nunca se repetirá
demasiado que la situación no se originó en el país, sino que ocurría
allí, y en otras partes, debido a la presión de los representantes cen­
trales. De necesitarse más pruebas de ello, se encontrarán en el juicio
a Van Caelcken. Este agente, al ser arrestado, consiguió demostrar
(como pasó en el caso Caudron) que la verdadera culpa era de sus
superiores. En su defensa argumentó que:

Basa su poder en una carta del comisario general De Bauw (máximo


funcionario ejecutivo del distrito), y en una circular enviada por su
director, firmada como “Costermans” (el gobernador general), que
leyó ante el Tribunal, donde se deploraba la reducción en la pro­
ducción del caucho, diciendo que los agentes de la a.b.i.r. no debían
olvidar que tenían los mismos poderes de contrainte par corps
(detención) que los agentes de la Société Commerciale Anversoise au
Congo para aumentar la producción de caucho, y que si el goberna­
dor general o su comisario general no sabían qué era lo que escribían
o firmaban, él sí sabía qué órdenes eran las que tenía que obedecer.
Para él, la cuestión no estribaba en si las órdenes eran legales o ile­
gales, sino en que sus superiores deberían haber sabido y sopesado lo
que escribían antes de darle unas órdenes a ejecutar, que las deten-

328
La tragedia del Congo

clones de nativos por el caucho no eran ningún secreto, ya que al


final de cada mes había que redactar y firmar por duplicado una
declaración de las contrainte par corps realizadas durante el mes en
curso, y una de las copias era para el Gobierno.

Aunque en el Congo continuaban los ultrajes organizados, el rey


Leopoldo daba en Bélgica un nuevo paso que superaba todas sus
actuaciones anteriores en su cínico desprecio por cualquier intento de
coherencia. Sintiendo que debía hacerse algo en vista de lo que sus
propios delegados habían descubierto, nombró una nueva comisión,
cuyas atribuciones eran «estudiar las conclusiones de la Comisión de
Investigación, con el fin de formular las propuestas presentadas y bus­
car métodos prácticos para realizarlas». Merece la pena mencionar los
nombres de los escogidos para este trabajo. Si un areópagow europeo
hubiera convocado a su presencia a los principales cabecillas crimina­
les de este terrible asunto, todos esos hombres, a excepción de dos o
tres, habrían tenido que sentarse en el banquillo. Repasemos los nom­
bres uno a uno: Van Maldeghem como presidente, un jurista que
había escrito sobre leyes congoleñas, pero sin complicidad directa con
los crímenes; Janssens, el presidente de la Comisión anterior, un hom­
bre íntegro; el Sr. Davignon, un político belga. Hasta aquí, la selección
no estaba mal, pero ¡atención a los otros!: De Cuvelier, hombre del
rey y responsable de los horrores congoleños; Droogmans, hombre
del rey, administrador de los fondos secretos derivados de sus propie­
dades africanas y presidente del trust del caucho; Arnold, hombre del
rey; Liebrechts, lo mismo; Gohr, lo mismo; Chenot, comisionado del
Congo; Tombeur, lo mismo; Fivé, inspector del Congo; Nys, princi­
pal defensor legal del sistema creado por la monarquía; De Hemp-
tinne, presidente del trust Kasai del caucho; Mols, administrador de
la a.b.i.r. ¿No es evidente que, salvo los tres primeros, estos eran los
mismos hombres que estaban bajo sospecha? Toda la lista es un ejem- 39

39. En la antigua Grecia era el consejo que se reunía en la colina Areópago, en Atenas, con fines
públicos y que acabaría convirtiéndose en un tribunal. (N. del T.)

329
Arthur Conan Doyle

pío de ese humor cínico que proporciona un toque grotesco a esta


historia inconcebible. No es necesario añadir que no surgió ninguna
medida reformista de tal asamblea. Uno sólo puede regocijarse pen­
sando que la presencia de esa pequeña minoría con humanidad debió
evitar que el resto inventara nuevos métodos de opresión.
Sin embargo, no puede decirse que de esta comisión no nacieran
diligencias judiciales ni condena alguna de los actos. Pero, ¿quién
habría podido imaginar cuáles serían los hombres que se llevarían a
los tribunales? Según las pruebas presentadas por nativos y misio­
neros, toda la jerarquía belga era sangrientamente culpable, desde el
gobernador general al caníbal subvencionado. ¿A cuáles se castigó? A
ninguno, sólo al Sr. Stannard, uno de los testigos acusadores. Había
demostrado que los soldados de un tal Sr. Hagstrom se habían com­
portado brutalmente con los nativos. Éste fue el testimonio del jefe
Lontulu:

Lontulu, jefe superior de Bolima, vino con veinte testigos, todos los
que cabían en una canoa. Trajo con él ciento diez ramitas, cada
una de las cuales representaba una vida sacrificada a causa del
caucho. Las ramitas eran de diferentes longitudes, y representaban
a jefes, hombres, mujeres y niños según la longitud. Fue una ho­
rrible historia de matanzas, mutilaciones y canibalismo, y quedó
absolutamente claro que decía la verdad. Además, fue respaldado
por otros testigos presenciales. Estos crímenes los cometieron hom­
bres que actuaban siguiendo instrucciones de hombres blancos al
tanto de lo que se haría. En cierta ocasión, los centinelas fueron
azotados por no haber matado a suficientes personas. Una vez,
tras matar a varios nativos, incluido Isekifasu, el jefe principal, sus
esposas y sus hijos, se descuartizaron los cadáveres de todos, salvo
el de Isekifasu, y las fuerzas caníbales de la A.B.I.R. se alimentaron
con su carne. Los intestinos se colgaron sobre la casa, y se empaló a
un niño al que habían cortado en dos mitades. Tras un ataque, al
jefe Lontulu le mostraron los cadáveres de su gente y el agente del
caucho le preguntó si ahora traería el caucho. El replicó que lo
La tragedia del Congo

haría. Pese a ser un jefe de cierta importancia, fue azotado, encar­


celado y atado por el cuello por hombres que eran considerados
esclavos, forzado a hacer los trabajos más serviles, y un agente del
caucho le cortó la barba, que se había dejado crecer durante mu­
chos años y casi le llegaba hasta el suelo, sólo porque fue a visitar
otro poblado.

Lontulu fue interrogado por la Comisión y sus pruebas no fueron


rebatidas. Aquí reproduzco algunas de las preguntas y las respuestas:

—(Presidente Janssens) El Sr. Hagstrom les declaró la guerra. ¿Mata­


ron sus soldados a muchos hombres? ¿Se les entregaron los cadáveres a
las gentes de Monji y otras aldeas para que se los comieran ?
—(Lontulu) Sí. Los despedazaron y se los comieron.
—(Barón Nisco) ¿Lo azotaron?
—(Lontulu) Repetidamente.
—(Barón Nisco) ¿Quién le cortó la barba?
—(Lontulu) El Sr. Hannotte.
—(Presidente Janssens) ¿Vio a los centinelas matar a su gente?
¿Mataron a muchos?
—(Lontulu) Sí, aniquilaron a toda mi familia.
—(Presidente) Denos nombres.
—(Lontulu) Los jefes Bokomo, Isekifasu, Botamba, Longeva, Bo-
sangi, Booifa, Eongo, Lomboto, Loma, Bayolo...
Después recitó los nombres de las mujeres, los niños y los hombres
corrientes (los que no eran jefes).
—(Lontulu) ¿Puedo llamar a mi hijo para no cometer ningún error?
—(Presidente) No es necesario. Siga.
—(Lontulu) Bomposa, Beanda, Ekila...
—(Presidente) ¿Está seguro de que cada una de sus ramitas (no)
representa a una persona asesinada?
—(Lontulu) Sí.
—(Presidente) ¿Murió Isekifasu en ese momento?
La respuesta no está transcrita.

331
Arthur Conan Doyle

—(Presidente) ¿ Usted vio sus entrañas colgando en la casa?


—(Lontulu) Sí.
—¿Entregaron los cadáveres a los centinelas y a los hombres que
les ayudaron para que se los comieran ?
—Sí, se los comieron. Los que tomaron parte en la lucha los despe­
dazaron y se los comieron. (...)
Fue azotado con el chicote y preguntó: «¿Por qué hacéis esto? ¿Os
parece bien azotar a un jefe?».
E hizo un relato completo de lo mucho que sufrió y de lo mal que
lo trataron.

El Sr. Hagstrom acusó de libelo criminal al Sr. Stannard, por decir


que este testimonio ya se había presentado ante la Comisión. Por
supuesto, la única forma de probarlo era consultando los testimo­
nios que estaban en Bruselas. Pero, al ser Hagstrom sólo un títere
de lo más elevado del gobierno congoleño (es decir, del mismo rey),
no era muy probable que, en su intento por vengarse de los misio­
neros, llegaran a aportarse esos documentos oficiales por el simple
propósito de servir a la justicia. Las actas no llegaron. ¿Cómo po­
dría probar entonces el Sr. Stannard que su afirmación era cierta?
Obviamente, presentando al jefe Lontulu. Pero el infeliz Lontulu,
vencido y torturado, con la barba rapada y el espíritu roto, había
sido encarcelado antes del juicio y sabía cual sería su destino si tes­
tificaba contra sus amos. Retiró todo lo dicho ante la Comisión...
¿y quién podría culparlo? Así que el Sr. Hagstrom obtuvo su vere­
dicto y la reptilesca prensa belga proclamó que se había demostrado
que el Sr. Stannard era un mentiroso. Fue condenado a tres meses
de prisión, con la alternativa de una multa de 40 libras. Mientras
escribo estas líneas, dos más de esos misioneros de corazón de león,
norteamericanos esta vez —el Sr. Morrison y el Sr. Sheppard— pa­
decen una persecución similar en el Congo. Esta vez la inocente
perjudicada era la compañía Kasai. Pero Europa y Norteamérica
han puesto los ojos en ese proceso, y el Sr. Vandervelde, el intrépido
abogado belga de la libertad, está dispuesto a defender a los acusa- 33

332
La tragedia del Congo

dos. Lo que el Sr. Labori fue para Dreyfus40, el Sr. Vandervelde lo


ha sido para el Congo, salvo que su cliente es toda una nación. Él y
su noble camarada, el Sr. Lorand, son los dos hombres que redimi­
rán la infamia que oscurecerá durante mucho tiempo el buen nom­
bre de Bélgica.
Ahora pasaré rápida revista a las maldades cometidas desde las fechas
aquí tratadas. Digo “rápida”, no porque no exista mucho material don­
de escoger, sino porque creo que mi lector ya debe estar tan saturado de
horrores como yo que los he escrito. Aquí tengo algunas notas de un
viaje emprendido por W. Cassie Murdoch (misionero baptista), en fecha
tan reciente como julio y septiembre de 1907. Esta vez nos centramos
en el Dominio de la Corona, propiedad privada del rey Leopoldo, de
la que ya he incluido testimonios de los Sres. Clark y Scrivener que
se remontan hasta 1894. ¡Han pasado trece años y nada ha cambiado!
¿Qué representan estos trece años en cuanto a torturas y asesinatos? Si
todos esos gritos pudieran unirse, qué inmenso lamento llegaría hasta
los cielos. En el infierno congoleño, la luz más pavorosa puede encon­
trarse en el Dominio Real. Y el dinero arrancado a esa gente torturada,
se gasta en corromper periódicos y funcionarios públicos, y para que
resulte posible continuar el sistema. ¡Así la rueda del diablo gira y gira!
He aquí algunos extractos del informe del Sr. Murdoch:

Le señalé al viejo jefe del poblado más grande que me encontré, que
su pueblo parecía numeroso. «Ah», dijo él, «mi pueblo ha muerto.
Los que ahora ve sólo son una fracción de los que hubo una vez». Y
era bastante evidente que su poblado había sido de gran tamaño e
importancia. No puede haber la menor duda de que el Estado es la
causa directa de su despoblación. Por todas partes he oído historias
de ataques cometidos por soldados del Estado. El número de victi­

mo. Alfred Dreyfus, (1859-1917), capitán del Ejercito francés al que acusaron de traición militar
por haber entregado documentos secretos a Alemania. Después se demostró que las pruebas
contra él eran falsas pero, aun así, Dreyfus fue condenado. El caso tuvo una gran repercusión
—mantuvo a Francia pendiente desde 1894 a 1906— sobre todo porque el capitán Dreyfus era
judío. Fernand Labori (1860-1917) fue su abogado. (N. de los E.)

333
Arthur Conan Doyle

mas a las que tirotearon o torturaron hasta la muerte, debió ser


enorme. Un número similar a los abatidos por rifle, murió de inani­
ción y de frío. Más de uno de mis porteadores puede contar la forma
en que se arrasaron sus poblados y ellos escaparon por los pelos. No
son personas violentas, y no pude escuchar ni un solo intento de resis­
tencia. Pertenecen a esa clase de personas sobre las que los soldados
del Estado obtienen sus mayores victorias. Siempre prefieren huir a
combatir. Y, de hecho, no tienen nada con lo que luchar salvo unos
pocos arcos y flechas. He intentado hacer recuento del número pro­
bable de personas que he conocido, y debo decir que cinco mil no
sería exagerado. Hace unos años, la población del distrito por el que
viajo debía ser cuatro veces superior. En el viaje de vuelta estaba
deseoso de visitar Mbelo, el lugar donde se estacionó el lugartenien­
te Massard, y donde cometió sus indescriptibles ultrajes. No obstante,
cuando pregunté, me dijeron que allí ya no vivía nadie y que todos
los caminos estaban “muertos”. Al llegar a uno de los caminos que
conducían a Mbelo, quedó bastante evidente que hacía mucho tiem­
po que no se usaba. Más tarde, pude confirmar que, lo que una vez
fue un distrito con numerosos poblados grandes, ahora estaba com­
pletamente vacío.
(...) Con excepción de unas cuantas personas que vivían cerca de
una estación que ahora existe a esta orilla del lago y que proporcio­
nan kwanga y grandes esteras al Estado, todas las personas con las
que hablé tenían que pagar el impuesto del caucho. El impuesto del
caucho es una carga intolerable, tan intolerable que me resultaría
casi imposible creerla de no haberla visto con mis propios ojos. Es
difícil describirlo con serenidad. Lo que encontré es simplemente
esto: El “impuesto ” exige de veinte a veinticinco días de trabajo to­
dos los meses. En el Dominio de la Corona nunca han existido las
“cuarenta horas de trabajo al mes”, y nunca existirán mientras el
impuesto se exija en caucho. Al menos no en la región que yo visité.
De aplicarse esa ley, no habría, y posiblemente no podría haber, cau­
cho que recolectar, por la simple razón de que ya no queda caucho en
esa parte del Dominio.
La tragedia del Congo

Ya hace algún tiempo que descubrí que no había caucho en el


Dominio de la Corona, al oeste del lago Leopoldo4'. En mi viaje me
encontré continuamente con hombres que salían en busca de cau­
cho, y escuché con asombro la distancia que tenían que recorrer para
encontrarlo. Parecía tan imposible que fui escéptico; no creí que lo
que decíanfuera cierto. Pero escuché tan a menudo la misma histo­
ria y en tantos lugares diferentes, que me vi obligado a aceptarlo. A
mi vuelta, seguí sus huellas y descubrí que todo era verdad. Y tam­
bién descubrí que el caucho se recolecta en selvas situadas entre diez
y cuarenta millas fuera de los límites del Dominio de la Corona.
Una vez encuentran las plantas adecuadas, la recolección del cau­
cho es sólo una pequeña parte del trabajo total. He hecho un cuida­
doso cálculo de la distancia que recorrían las personas con que me
encontré, y he descubierto que el promedio no es menor a trescientas
millas entre la ida y la vuelta. Pero el viaje de ida y vuelta no les
ocupa los veinte o veinticinco días de cada mes. Cubren esa distancia
en diez o doce días, dedicando el resto del tiempo a buscar las plantas
y taladrarlas. Me encontré con un grupo que volvía con caucho y
había pasado seis noches en la selva. Y era poco. La mayoría acampa
diez noches, algunos hasta quince. Dos días después de abandonar el
Dominio vi unos hombres que volvían con las manos semivacías.
Llevaban ocho días enteros buscando sin encontrar nada. No pue­
do imaginar qué harían entonces esos pobres desgraciados. Si el día
señalado no entregaban la cantidad habitual de caucho, los metían
en bloc (los encarcelaban).
Los trabajadores del Chef de Poste de Mbongo me describieron un
brebaje que a veces se administraba a los capitas cuando se quedaban
cortos en su entrega de caucho. Aquel hombre blanco picaba hojas de
tabaco verde y las empapaba en agua, añadía pimienta roja y admi­
nistraba una dosis del líquido a los capitas que le fallaban. Este astuto
oficial conseguía así hasta trece “impuestos ” mensuales por año. En un
pueblo compré un aparato que los nativos utilizaban para saber cuán-

41. En la actualidad es el lago Mai-Ndombe. (N. del T.)

335
Arthur Conan Doyle

do tocaba cumplir con la cuota, consistente en un bastón con trozos de


madera atados a él. Todos los días movían uno de los trozos. Al con­
tarlos, descubrí que sólo había veintiocho. Pregunté por qué, y me
dijeron que originalmente había treinta pedazos, pero que el hombre
blanco solía llegar tantas veces el día veintiocho, diciendo que el tiem­
po se acababa, que terminaron por quitar dos.
Aquí, casi han cesado las atrocidades individuales. Los agentes
del estado parecen haber llegado a la conclusión de que matar a esa
gente es malgastar cartuchos. Pero todo el sistema es una inmensa
atrocidad que condena a las personas a una situación de miseria
inimaginable. Un hombre me dijo: «los esclavos son felices compara­
dos con nosotros. Los esclavos están protegidos por sus amos. Ellos los
alimentan y los visten. En cuanto a nosotros... los capitas hacen con
nosotros lo que quieren. Nuestras esposas tienen que plantar y culti­
var en los huertos y pescar en los arroyos para alimentarnos, mien­
tras nosotros nos pasamos los días trabajando para los Bula Matadi.
No, ni siquiera somos esclavos». Y tiene razón. No es esclavitud, tal
como se entiende la esclavitud; ni siquiera es el incivilizado concep­
to africano de la esclavitud. Nunca ha existido una esclavitud más
absoluta en su despotismo, o más diabólica en su tiranía.

Como puede verse, el problema está de sobra resuelto en lo que


compete a las personas, la amargura de la muerte es cosa del pasado.
Ninguna intervención europea puede salvarlos ya. En muchos lugares
han quedado completamente destruidos. Pero eran pupilos de Europa
y seguro que Europa, si no ha perdido por completo la vergüenza,
tendrá algo que decir sobre su destino.
X
ALGUNOS TESTIMONIOS CATÓLICOS
SOBRE EL CONGO

Uebe admitirse que la Iglesia Católica Romana, como cuerpo orga­


nizado, no ha alzado la voz como debiera en la cuestión del Congo.
Nunca ha habido campo mejor abonado para la aparición de un fray
Bartolomé de Las Casas. La proclama más orgullosa de esta Iglesia fue
que en los tiempos más negros de la historia del hombre, fue la única
que se mantuvo firme con sus terrores espirituales entre el opresor y
los oprimidos. Esta noble tradición ha quedado tristemente olvidada
en el Congo, donde las misiones, tal como yo lo entiendo, han realiza­
do una tarea excelente, pero donde nunca se ha invocado el poder de la
Iglesia contra las constantes barbaridades del Estado. Puede servir de
atenuante el hecho de que los principales establecimientos católicos
estaban río abajo, lejos de las zonas del caucho. Sin embargo, es im­
portante recoger en capítulo aparte que tal testimonio existe, puesto
que se ha hecho un esfuerzo indigno por presentar la situación como
una lucha entre credos rivales, cuando en realidad es una lucha entre la
humanidad y la civilización por un lado y la cruel codicia por el otro.
La organización de la Iglesia Católica es más disciplinada y admite
menos individualismo que los otros credos que han proporcionado
al Congo valientes campeones de la verdad. Sin duda, dentro de su
conocimiento, los sencillos sacerdotes se horrorizaron tanto como los
demás, pero se les negó cualquier medio de expresión. El Sr. Colfs,
que era católico, dijo en el Parlamento belga:

337
Arthur Conan Doyle

Nuestros misioneros tienen menos libertad que los misioneros extran­


jeros. Se espera que mantengan silencio. (...) Les han puesto una mor­
daza. Una mordaza para taparles la boca a los misioneros belgas.

El señor Santini, diputado católico y monárquico de Roma, ha sido


uno de los líderes del movimiento anti-congoleño, y ha hecho un tra­
bajo excelente en Italia. Empleando sus propias fuentes de informa­
ción, ha confirmado y ampliado todo lo dicho por ingleses y nor­
teamericanos. El 4 de febrero de 1907, Santini dijo en el Parlamento
italiano:

Me enorgullece haber sido el primero en presentar el tema del Con­


go en esta casa. Si a día de hoy nos ahorramos la vergüenza de vol­
ver a ver a miembros de nuestro ejército, valerosos y sin mancha
alguna, servir a las órdenes de una asociación de timadores, esclavis­
tas y bárbaros, me resulta legítimo poder declarar que he tenido
alguna participación, aunque modesta, en este resultado.

No hay conflicto de credos en una declaración así.


Las publicaciones católicas han tocado el tema de forma ocasional
pero valiente. Le Patrióte, de Bruselas (monárquico y católico), en
ejemplar del 28 de febrero de 1907, publica un editorial indignado:

La rebelión se extiende por el territorio de la a.b.i.r. El propio Go­


bierno fuerza la recolección del caucho y lo entrega en los muelles de
Amberes a los hombres de la A.b.i.r. (...) Nada ha cambiado en el
Congo. Se adoptan las mismas medidas abominables, se repiten los
mismos ultrajes. (...) El Gobierno ha adoptado las mismas medidas
que en Mongala, inundando el territorio de la A.B.I.R. con soldados
para aplastar al pueblo, creyendo que así trabajará y aumentará la
producción de caucho. (...) El recuerdo de estos hechos permanecerá
grabado en la memoria de los hombres y en la memoria de la ven­
ganza divina. Tarde o temprano los verdugos tendrán que rendir
cuentas ante Dios y ante la historia.
La tragedia del Congo

Existe una orden en la Iglesia Católica que siempre ha ostentado un


noble record en el trato de las razas nativas, la de los jesuítas. Nadie que
haya leído la Historia del Paraguay de Lozano42, o estudiado los archi­
vos de las misiones entre los pieles rojas del siglo xvm, puede olvidar
la imagen de devoción altruista que demuestran. El padre Vermecrsch,
digno sucesor de tales predecesores, ha publicado un libro. La Question
Congolaise, donde no encuentra nada incompatible entre su posición
como católico y su denuncia de los abusos cometidos en el Congo.
La posición del padre Vermeersch parece idéntica en todos los pun­
tos a la de los reformistas ingleses.
Cuando escribe sobre la justa propiedad de la tierra por los nativos lo
hace en términos que bien podrían pertenecer a una cita del Sr. Morel:

En el Congo, la tierra no puede estar supuestamente vacante. La pre­


sunción sólo favorece la ocupación, una ocupación total. Con eso se
quiere decir que no basta con reconocer los derechos de tenencia de los
nativos sobre la tierra que cultivan, o de ciertos derechos de uso —tala
de madera, caza, pesca...— sobre el resto del territorio, sino que esos
derechos de uso, que para ellos son mucho más importantes que para
nosotros, parecen implicar un completo animus domini y significan una
apropiación total, llevada a cabo de diferentes maneras. No es, en efec­
to, indispensable en la ley natural que yo deba agotar la utilidad de un
artículo o de una tierra para poder reclamarla como propia; basta con
que yo haga un uso positivo, personal, voluntario, de ella, y que tenga
la voluntad de prohibir a cualquier extraño su uso sin mi consenti­
miento. La ocupación efectiva va unida a la intención, existiendo todos
los elementos constituyentes para un título válido de propiedad. Supon­
gamos que algunos terratenientes belgas deseasen convertir una parte
de su propiedad en zona comunitaria; no por ello ese terreno dejaría de
ser de su entera propiedad. No hay duda de que la ocupación de su tie­
rra por parte de los nativos del Congo es colectiva, pero sigue siendo
una ocupación tan digna de respeto como la ocupación individual.

42. Pedro Lozano (1697-1752), misionero jesuita, etnógrafo e historiador español. (N . de los E.)

339
Arthur Conan Doyle

Y sigue:

¿ A quién pertenece el caucho que crece en la tierra ocupada por los


nativos congoleños? A los nativos y a nadie más sin su consentimien­
to y su justa compensación.

Más:

En resumen, reconocemos con mucho pesar; que la apropiación por


el Estado de la llamada tierra libre del Congo supone de hecho una
inmensa expropiación.

Y realiza un valiente ataque a los privilegios del rey Leopoldo:

La Humanidad, en cuyo nombre suplicamos, y los derechos cristia­


nos, cuyos principios nos empeñamos en inculcar, nos impelen a tocar
brevemente una creación extraña y misteriosa propia del Estado del
Congo: el Dominio de la Corona.
¿ Cuáles son los ingresos de esa misteriosa entidad civil? Los cálcu­
los realizados por el Sr. Cattier, que no dejan de ser una conjetura,
parecen establecer que sólo las ganancias de la explotación del cau­
cho alcanzan los ocho o nueve millones de francos anuales. El con­
de Smet de Naeyer reduce esta cantidad a cuatro o cinco millones.
Faltos de datos fiables, sólo podemos hacer conjeturas. Pero lamen­
tamos todavía más que un velo impenetrable oculte a la vista de
todos lo que sucede en los territorios de ese Dominio. Tiene ocho o
diez veces el tamaño de Bélgica, y en toda esa vasta extensión no hay
ni misioneros ni magistrados.

En aquellas fechas, sólo un misionero había entrado en ese oscuro


territorio y sus palabras fueron: «Las atrocidades búlgaras se conside­
rarían suaves al lado de lo que se ha hecho aquí».
Después, el padre Vermeersch procede a examinar la contabilidad
del Congo. Su crítica es más destructiva. Muestra más que sobrada-

340
La tragedia del Congo

mente, y con fina comprensión del tema, que en realidad no existe


ninguna relación entre las supuestas estimaciones previas y los presu­
puestos reales. A lo largo del desarrollo del Estado se han dado exce­
sos de millones de libras que nunca se lian contabilizado. En esto, el
padre Vermeersch coincide con los cálculos igualmente detallados del
profesor Cattier, de Bruselas.
Resume así el cálculo económico:

X, comisario de distrito, comete cada día decenas de ofensas contra la


libertad individual. ¿ Qué puede hacerse ? Estas violaciones de la ley
son necesarias para una gran empresa que necesita mano de obra. En
esos casos, la intervención del magistrado sería una imprudencia rui­
nosa que sólo causaría problemas en la región.
Pero, ¿y la ley?
¡Oh, la ley no es aplicable en el Congo!
Pero, si ofrecen una remuneración decente, ¿no conseguirían tra­
bajadores voluntarios?
Es precisamente a eso a lo que no hará caso el Estado. Sostiene que
la empresa debe seguir adelante sin pagar nada.

Y vuelve a despachar la ficción de “las cuarenta horas”:

Es imposible para el Estado obtener la cantidad de caucho que vende


anualmente, limitando el trabajo a cuarenta horas mensuales, sobre
todo si se tiene presente que muchas de esas horas se dedican a otras
faenas. Por consiguiente, una de dos: o las horas de más se prestan
gratuitamente, y en ese caso, ¿ cómo podría argumentarse que existe
una coerción?; o ese trabajo suplementario es forzado, y, en conse­
cuencia, la ley de las cuarenta horas es, sencillamente, un fraude.

Y muestra las raíces de este mal:

Mientras una voluntad inflexible fije por adelantado la cantidad de


caucho a conseguir, mientras las instrucciones se den en esta forma:

341
Arthur Conan Doyle

“Tiene que aumentar la producción a cinco toneladas de caucho al


mes” (caso presentado por los padres Cus y Van Hencxthoven en su
informe), no puede esperarse que se produzca la notable mejora que
todos deseamos.
(...) El gobernador general despide y nombra magistrados a volun­
tad, suspende la ejecución de multas y, de ser necesario, hasta devuelve
a Europa a quien lleve hábito. ¿ Quién no comprende el grave incon­
veniente de esta dependencia ? Y eso no es todo. No puede juzgarse a
ningún europeo sin la autorización del gobernador general.

Y, finalmente, sus motivos para escribir su libro:

La contemplación de ese sufrimiento inconmensurable nos motiva a


publicar este libro. La gravedad del mal, las causas de su raíz, se nos
habían escapado durante mucho tiempo. Una vez conocidas, no
pudimos reprimir en nuestro interior la compasión con la que fuimos
imbuidos, y resolvimos contárselo todo a los ciudadanos de un país
generoso, apelando a su religión, su patriotismo, su corazón.

Seguramente, ante tales pruebas provenientes de una fuente así,


algún examen de conciencia habrá entre esos altos miembros de la
jerarquía católica, incluidos cardenales y obispos, que hicieron todo
lo posible por paralizar el esfuerzo de los reformistas. Se presentaron
ante el mundo mal informados, en su desinterés por conocer la ver­
dad, y defendieron lo que será descrito por los historiadores como el
mayor crimen de la historia.
XI
LAS PRUEBAS HASTA LA FECHA

Ah ora incluiré algunos extractos de los informes de varios vicecón­


sules y cónsules británicos enviados en los últimos años. Se centran
menos en los ultrajes, pues hay que reconocer que han disminuido en
gran medida, y más en las condiciones generales del pueblo, que son
de una pobreza y una miseria deplorables, de una esclavitud sin el cui­
dado que suele tener el amo por la salud y la fortaleza del esclavo.
Ofreceré sin comentar algunos extractos de los informes del vicecón­
sul Mitchell con fecha de julio de 1906:

La mayoría de los puentes primitivos tendidos sobre los numerosos


arroyos y pantanos se han podrido, y tuvimos alguna dificultad para
cruzarlos sobre delgadas ramas o árboles caídos. Durante todo el ca­
mino a Banalya pude constatar que el estado de las carreteras, incluso
las más frecuentadas, es el mismo en toda la provincia. La razón es
que las autoridades locales no disponen de hombres, medios, o tiempo
para mantener los caminos en buenas condiciones. La parsimonia del
Estado a este respeto es más notable en el Dominio Privado, del que se
obtienen grandes riquezas y donde casi nada se gasta.
Así, mientras la política del Estado sea sacarle al país todo lo que se
pueda, empleando sólo recursos locales y gastando lo menos posible
en desarrollo y mejoras, no puede esperarse ningún aumento del bie­
nestar general.

343
Arthur Conan Doyle

(...) En todas las estaciones de la orilla norte (la derecha), entre Yarn-
huya y Basoko, encontré que los agentes europeos se habían ausentado
en el interior y, en la propia Basoko sólo quedaba el médico, estando el
resto del personal “de expediciónes decir, en expediciones punitivas.
Me quedé cinco días en Basoko, en parte a petición del Dr. Grossu-
le, y en parte por saber algo de las operaciones que se seguían en el
interior. Llegaron tres canoas llenas de prisioneros, todos cargados de
cadenas. Pero, lo único que pude descubrir fue que las enviaba el
barón Von Otter, que se había desplazado al promontorio situado en
la desembocadura del Aruwimi en el río Congo para hacer cumplir
las ordenanzas laborales.
En todos los poblados basenjipor los que pasé en mis dos viajes, los
nativos afirmaron emplear tres semanas del mes en encontrar y reco­
lectar el caucho, además de tener que llevarlo cada tres meses a la
estación del Estado, situada a cuatro o a seis días de distancia.
En este país, en exceso cargado de impuestos, no se gasta en caminos o
carreteras ni un penique de lo recaudado. El estado de la carretera más
importante de la provincia es poco menos que vergonzoso, y eso que es
la carretera de la que se muestran más orgullosas las autoridades.
Así, a excepción de pagos triviales por algunas cosas, los gastos
gubernamentales en la mejora del país son nulos fuera de los sueldos
y las raciones de comida europea de los agentes blancos, que son
extremadamente pocos. Es cierto que existe una Force Publique y
algunos travaillcurs, pero se reclutan a la fuerza y reciben una paga y
unas raciones lo más escasas posibles.
(...) Volviendo a los basenji, los siguientes detalles de un poblado en
plena selva dejarán claras cuales son sus obligacionesr. .Este poblado
tiene catorce hombres adultos; el poblado vecino, con el que trabaja
conjuntamente ya que los jefes son hermanos, tiene nueve. Cada hom­
bre debe entregar a la estación del Estado una gran cesta de unos doce
kilos de caucho cada mes y medio. Para conseguir esa cantidad necesi­
tan treinta días, aunque encuentren el caucho a una jornada de distan­
cia. Después emplean cinco días para llevarlo hasta la estación, y tres
días para regresar. Es decir, que dedican al servicio forzoso del Estado

344
La tragedia del Congo

treinta y ocho días de cada cuarenta y cinco. Por la cesta de caucho


reciben un kilo de sal, cuyo valor nominal es de un franco. El jefe reci­
be un kilo de sal por todo. Si el caucho resulta deficiente en calidad o
cantidad, el nativo puede ser azotado y encarcelado sin juicio. Como se
supone que todo esto equivale a las cuarenta horas de trabajo men­
suales, no veo por qué el nativo ha de ser responsable de la calidad,
aunque adulterase el caucho con otras sustancias.
La gente está descorazonada, y tienen la opinión unánime de que
estaban mejor bajo los árabes, cuyo gobierno era intermitente y de
quiénes siempre podían huir.
(...) Debo decir que, en mi experiencia de más de diecinueve años
en África Central y del Norte, nunca he visto una región tan mise­
rablemente pobre como la de los basenji en este Estado.
(...) Queda perfectamente claro que, bajo el sistema actual, los ins­
pectores, por muy concienzudos, trabajadores, y fieles que sean, no
pueden remediar el exceso de impuestos a los nativos.
(...) La concesión de tierra y semillas a los nativos es completa­
mente inútil si no les queda tiempo para cultivarla.
(...) Decir que el Estado no puede permitirse ese gasto es absurdo.
El Congo está cruelmente atiborrado de impuestos, y no creo que
ningún país gaste menos en sí mismo. El contribuyente no consigue
nada, literalmente, a cambio de una existencia de práctica esclavitud
para sostener al Gobierno.
Si el comercio y la navegación fueran realmente libres, y estuviesen
protegidos por una policía apropiada, podría desarrollarse enorme­
mente el comercio con Alemania por el río Ujiji, que hasta cierto
punto existe ya, así como con las colonias británicas y con Zanzíbar.
También se beneficiarían grandemente de ello los comerciantes
holandeses, que hasta hace pocos meses tenían una considerable flota
de vapores en el Alto Congo y sus afluentes, e igual ocurriría con los
franceses en Brazzaville y con los portugueses.
Prácticamente todos ellos han desaparecido del Alto Congo.
Tanto aquí (en Bopoto) como en todas partes, los nativos me pare­
cen tan agobiados por los impuestos que están deprimidos, y se consi-

345
Arthur Conan Doyle

deran prácticamente esclavizados por los Bula Matadi. Los incesan­


tes pedidos de caucho, comida y mano de obra, no les dejan ni respi­
ro m paz mental.

Siguen extractos del informe del vicecónsul Armstrong, fechados en


octubre de 1906:

Como resultado de mi viaje por esta parte del país, me veo forzado a
concluir que la condición de los nativos en el territorio de la A.B.I.R. es
deplorable, y aunque quienes viven cerca de las misiones están, com­
parativamente hablando, a salvo del maltrato de los agentes del cau­
cho y de sus centinelas armados, en otras partes del país están sujetos
a los mayores abusos.
No existe el trabajo libre, y se obliga a los nativos a trabajar por
un sueldo completamente inadecuado. Al visitar los diversos pobla­
dos de trabajadores del caucho, uno esperaría ver algunas comodi­
dades obtenidas a cambio del caucho —valorado en millones de
libras— que se les ha arrancado, pero la realidad es que los residen­
tes nativos no poseen absolutamente nada.
Sus condiciones de vida son deplorables, y la suciedad y la miseria
de sus poblados demasiado evidente. La gente vive en estado de
incertidumbre ante la posible llegada de agentes de policía y solda­
dos que, invariablemente, los arrancan de sus hogares y destruyen
sus chozas, por lo que les es imposible mejorar sus condiciones de
vida construyendo moradas más adecuadas.
No será posible ningún cambio en el sistema mientras no se adopte
un plan de impuestos más razonable. La práctica actual permite a los
agentes obtener la mayor cantidad posible de caucho de los nativos
pagando el menor sueldo posible, y autoriza el empleo de centinelas
armados para imponer este método deplorable.

En sus despachos, el vicecónsul Armstrong da pruebas de un plan


contra el disidente Sr. Stannard por parte de la infame compañía
a.b.i.r. No hay duda de que pretendían quebrarle la salud y amargar-

346
La tragedia del Congo

le la existencia con pleitos sucesivos. En mayo de 1906, los nativos de


un poblado llamado Lokongi se rebelaron contra sus centinelas asesi­
nos y les quemaron las casas. Enseguida se presentó una acusación
contra el Sr. Stannard por haberlos instigado a cometer tan lógico y
encomiable acto. Sobornaron o aterrorizaron a los nativos para que
testificaran contra él, y las cosas le habrían ido muy mal de no mediar
la intervención del cónsul. Acudió al poblado, acompañado del Sr.
Stannard y del director de la a.b.i.r., mandó que se reunieran los nati­
vos y les pidió que dijeran la verdad. Sin vacilar, respondieron que el
Sr. Stannard no había tenido nada que ver con aquel asunto, pero
que los representantes de la compañía amenazaron con torturarlos a
menos que dijeran que sí. El director de la a.b.i.r. calló ante estas
revelaciones y no pudo ofrecer ninguna explicación. El cónsul Arms­
trong señaló entonces al fiscal en palabras claras y precisas que sus
superiores bien podrían imitar, que el asunto ya había ido demasiado
lejos, que la paciencia inglesa casi se había agotado y que no siguieran
acosando al Sr. Stannard. Abandonaron la acusación.
Ahora pasare directamente a los informes más recientes recibidos
del Congo, para mostrar que, según informan los hombres imparcia­
les que hay allí, no se ha producido ningún cambio en la situación
general, salvo por el hecho de haber disminuido las matanzas y las
mutilaciones. Pero la gran opresión y el sufrimiento de la gente pare­
cen aumentar en vez de disminuir. Los siguientes extractos pertene­
cen al informe del cónsul Thesiger sobre sus experiencias en el dis­
trito de la compañía Kasai. Puede ser digno de comentario el hecho
de que esa compañía ha obtenido unos beneficios enormes, del sete­
cientos por cien. El primer párrafo puede encomendarse a la conside­
ración de esos viajeros británicos o norteamericanos que, tras una
visita fugaz, se aventuran a contradecir la experiencia de los hombres
blancos que han pasado toda su vida en el país:

Aunque las pruebas recogidas por los oficiales del Estado han demos­
trado que los casos individuales de abusos no son infrecuentes ni en
esas estaciones, con toda seguridad no serán vistos por el viajero oca-

347
Arthur Conan Doyle

sionaly cuando juzgue la situación del país por lo visto en esas esta­
ciones, podrá manifestar unas opiniones muy honestas pero desprovis­
tas de valor. Es como si una persona bienintencionada, al escuchar que
cierta empresa de moda hace una fortuna explotando a sus trabajado­
res, se aventurase a negar los hechos porque durante una visita super­
ficial a su establecimiento del West End vio que los vendedores tras los
mostradores iban bien vestidos y parecían bien alimentados, ignoran­
do la ulcerosa miseria de los cubiles de los trabajadores que confeccio­
nan los artículos vendidos tras los mostradores.

Tras decirnos que la Compañía Kasai, en su prisa por enriquecerse,


quizá previendo el posible final de la empresa, cortaba las plantas del
caucho en lugar de taladrarlas (algo ilegal, por supuesto, pero ¿qué
importa eso habiendo concesionarias belgas de por medio?), pasa a
mostrarnos la presión que se ejerce sobre el pueblo:

El trabajo es obligatorio e incesante. Las trepadoras de caucho deben


buscarse en la selva, cortarse y separarse de las ramas altas, luego cla­
sificarlas por tamaños y transportarlas a casa. Esta operación hay que
repetirla continuamente, ya que ningún hombre puede cargar con más
cantidad de la que lo mantendrá ocupado durante dos o tres días. Los
accidentes son frecuentes, sobre todo entre los bakuba, que son hom­
bres fornidos, cazadores y agricultores por naturaleza, y poco acos­
tumbrados a escalar árboles. Por grandes que puedan ser las aldeas
bakuba, su población va en descenso. Aquí no hay enfermedad del
sueño que disminuya su número, ni epidemia alguna en los últimos
años; por lo que la causa de despoblación es la exposición a los elemen­
tos, el exceso de trabajo y la escasez de comida adecuada. El distrito
bakuba fue antiguamente uno de los productores de alimentos más
ricos del país, siendo sus cosechas principales las de maíz y mijo, junto a
la mandioca y otrasplantas. Tanto era así que la misión de Luebo solía
ir allí a comprar maíz. Bajo el actual regime, a los lugareños no se les
permite malgastar el tiempo cultivando, cazando o pescando... tiempo
que puede emplearse en recolectar caucho.
La tragedia del Congo

Unos cuantos poblados tenían cultivos ocultos en pequeñas parcelas


de la selva, donde se suponía que estaban cortando plantas de caucho;
pero en el resto del distrito pasa lo mismo: los capitas no les dan tiem­
po para desbrozar las tierras y cultivarlas o para cazar y pescar. Si
intentan hacerlo, destruyen sus redes y aparejos de pesca. La mayoría
de los capitas, cuando se les pregunta, reconocen con bastante fran­
queza tener órdenes al respecto. Estos poblados se mantienen con lo
que dan sus viejos campos de mandioca, y comprando comida a los
bateke. En estas circunstancias, no es de extrañar que la población
esté disminuyendo. Tal como expresó una mujer: «Los hombres van
hambrientos al bosque, y cuando regresan, enferman y mueren». El
poblado de Ibunge, donde antes se celebraba semanalmente el mayor
mercado del distrito, ahora es una colección de chozas, de las que sólo
ocho son habitables, y el mercado ha desaparecido.

Así que los capitas siguen haciendo su trabajo de siempre. La idea


congoleña de reformarlos se ha limitado a cambiarles el nombre. Es
como si a un ladrón se le pudiera reformar llamándolo policía. Pero
lean el siguiente pasaje que nos muestra que si los capitas siguen siendo
los mismos, también los agentes. La raza blanca es ciertamente supe­
rior, porque cuando el corazón de un centinela salvaje cede, el hombre
blanco es capaz de azotarlo para que vuelva a su tarea inhumana:

Una vez salí de la región de Ibanj, donde los poblados no pagan


impuestos del caucho, encontré que todos los capitas, con muy pocas
excepciones, iban armados con armas de percusión. Los encontraba
con frecuencia, escoltando caravanas de caucho hasta el puesto de la
compañía, o yendo de poblado en poblado para recoger el caucho de
las estaciones a su cargo y distribuyendo las mercancías para el mes
siguiente. Noté que siempre llevaban sus pistolas y, de hecho, rara vez
vi un capita salir de su casa sin un arma. Estos son los hombres desig­
nados por los agentes de la compañía Kasai para supervisar el impues­
to del caucho. Siempre son elegidos entre los miembros de otra etnia,
no sienten ninguna simpatía por los nativos y, al respaldarles la auto-

349
Arthur Conan Doyle

ridad del agente, pueden hacer lo que quieran mientras el caucho lle­
gue en la fecha prevista y en cantidad suficiente. En los poblados son
los amos absolutos, y los lugareños tienen que proporcionarles gratis
casa, comida, vino de palma y una mujer. Tienen derecho a golpear o
encarcelar a los nativos por cualquier ofensa imaginaria o por descui­
dar el trabajo del modo que sea, e incluso hasta imponer multas en
conchas^ por su cuenta, o confiscar para su propio uso las conchas paga­
das por el demandado o por su familia en caso de juicio por envenena­
miento que, pese a las declaraciones de lo contrario hechas recien­
temente en el Parlamento belga, son frecuentes en este país. El nativo
no puede quejarse u obtener ninguna satisfacción, ya que los capitas
actúan en nombre de la compañía y el agente de la compañía siempre
los amenaza en nombre de los Bula Matadi.

Si las autoridades desean tomar cartas en el asunto, les sería muy


provechoso preguntar por la actuación de los capitas en Bungueh y
Bolong, o por la del capita Zappo Zap, que parece controlar a todos
los pueblos cercanos a Ibunge, aunque no viva en este último pobla­
do. A mí me parece que es de lo malo lo peor. No obstante, no se
puede culpar mucho a los capitas porque, si no consiguen bastante
caucho, pueden sufrir a su vez un castigo a manos del agente. Como
ejemplo nos sirve el caso de Sangela, donde un capita había sido azo­
tado con chicote tiempo atrás por no entregar el caucho suficiente.
Podrían citarse casos de forma interminable, pero probablemente
baste con estos para mostrar los métodos utilizados bajo los auspicios
de la compañía Kasai.
Pero en una carta fechada el 8 de marzo de 1908, encontramos que
el Dr. Dreypondt reprocha por escrito:

Saben que no tenemos ningún centinela armado, sólo comerciantes


desarmados que viajan por los pueblos cargados con mercancías de

43. Son los cauríes, conchas pulidas y muy brillantes de un gastrópodo marino (Cypraea monc-
td) que algunos pueblos de África y Asia usan como moneda. (N. del T.)

35°
La tragedia del Congo

todo tipo para comprar cancho. Nuestro único principio es el del


comercio... l’offre et la demande.

En las estaciones ignoran las leyes por completo, «y muchos de los


agentes no sólo castigan a los nativos, sino que conceden los mismos
privilegios a sus capitas. Sólo con estos medios consiguen que los
nativos no interrumpan su incesante trabajo».
El suicidio no es algo natural para los africanos, como ocurre con
algunas razas orientales, pero se está extendiendo junto a las otras
bendiciones del gobierno del rey Leopoldo.

En Ibanj, por ejemplo, a sólo un día de marcha de una estación estatal,


no hace mucho que dos batekes del poblado de Baka-Tomba fueron
encarcelados por entregar insuficiente caucho y se les sacaba a diario,
vigilados por un nativo armado, para hacerlos trabajar con una soga al
cuello. Un día, uno de ellos, harto de la cautividad, fingió haber visto
un animal en un árbol y pidió permiso al guardia para capturarlo.
Subió al árbol, ató a una rama la soga que llevaba alrededor del cuello
y se ahorcó. Lo descolgaron y, tras un tiempo considerable, lograron
recuperarlo gracias a la experiencia médica de uno de los misioneros.
Pude hablar con el hombre en su poblado, y el capita también confirmó
la historia.

La bandera norteamericana no es refugio para los perseguidos.

Más o menos por la misma época, ese mismo hombre tuvo el descaro
de ir con siete nativos armados a la misión norteamericana en ausen­
cia de los misioneros, y exigirle al nativo al cargo que le entregase un
nativo que había huido a consecuencia de alguna disputa y que,
según él, se ocultaba en la misión. El encargado, un hombre de Sie­
rra Leona, declaró su incapacidad para hacer lo que le pedía y que
debía esperar al regreso de los misioneros. Siguió un altercado, y el
agente lo golpeó dos veces en la cara. Yo le dije al hombre que, al ser
súbdito británico, lo apoyaría si quería denunciarlo, o que, al menos,

35i
Arthur Conan Doyle

exigiera al agente una compensación en telas. Dado que una acusa­


ción formal hubiera significado viajar hasta Lusambo, un viaje de
quince días, con la perspectiva de tener que quedarse allí entre cua­
tro y seis meses con todos los testigos mientras se esperaba a que se
viera el caso, prefirió la segunda opción. Le pagaron en telas.

Y sigue:

Todos estos casos pueden ser comprobados y son típicos de cierta clase
de agente desgraciadamente demasiado común, aunque no todos sean
así. También recibí numerosas quejas en varios poblados distintos con­
tra un agente, que no sólo pegaba y encarcelaba a los nativos por que­
darse cortos en la provisión de caucho, sino que también los obligaba a
proporcionarle alcohol destilado del vino de palma y acostumbraba a
tomar cualquier mujer del poblado que le gustara y viera en el merca­
do semanal o cerca de su propia estación. Tengo entendido que la com­
pañía prometió el pasado mayo al misionero norteamericano que ese
hombre sería retirado del puesto, pero seguía allí cuando pasé. Al estar
los nativos bajo el poder de hombres así, no se atreven a quejarse a las
autoridades y se encuentran completamente desvalidos.

Oficialmente la compañía no realiza expediciones punitivas; la ver­


dad es que utilizan a Lukenga, un jefe guerrero de la región, para que
las haga por ellos. Oficialmente no proporcionan armas a los capitas;
la verdad es que todos llevan armas que declaran ser de su propiedad
personal. En cada esquina encontramos hipocresía e incumplimiento
de las leyes.
Hablando de los bakuba, el cónsul dice:

Aunque no faltos de fuerza o de valor físico, es más una raza agrícola


que bélica, y sus poblados eran antes famosos por sus casas bien cons­
truidas y artísticamente decoradas, y por sus campos bien cultivados.
Sin embargo, tienen la desgracia de vivir en una región selvática
rica en plantas de caucho y, por consiguiente, bajo la maldición de la

352
I.a tragedia del Congo

compañía concesionaria Kasai. El resultado es que las industrias nati­


vas se mueren, sus casas y cultivos están descuidados, y su población
no sólo decrece, sino que se hunde hasta el nivel de razas menos ade­
lantadas y menos capaces.
No hay duda de que, a día de hoy, los bakuba son la raza más
oprimida por la compañía Kasai. Están acosados por su propio rey en
interés de la compañía cauchera, manipulados por agentes y capitas,
desarmados e incluso privados de los derechos más básicos, y si nada
se hace para ayudarlos, se hundirán al nivel de los salvajes y degra­
dados bateke.
Nos preguntamos en vano qué han ganado estas personas con la
vanagloriada civilización del Estado Libre. Buscamos inútilmente
cualquier intento de beneficiarlos o recompensarlos de algún modo
por la enorme riqueza que proporcionan a la tesorería del Estado.
Se destruyen sus industrias nativas, se les arrebata la libertad y su
población disminuye.
Los únicos esfuerzos para civilizarlos provienen de misioneros, que
sólo encuentran dificultades a cada paso.

El cónsul Thesiger termina comentando que cada vez que la com­


pañía se comporta ilegalmente castiga todo intento de reclama­
ción, y no hay ninguna esperanza para el país mientras ésta exis­
ta. Valientes palabras, sobre todo cuando pueden aplicarse a todo
el Estado del Congo, del que esas compañías son mera consecuen­
cia. No habrá esperanza para el país mientras no desaparezcan del
mapa. Uno no puede librarse de la fetidez mientras siga habiendo
podredumbre.
El siguiente documento sobre este tema pertenece al reverendo H.
M. Whiteside, residente en el célebre distrito de la a.b.i.r. L o trans­
cribo entero para que el lector pueda juzgar por sí mismo lo mucho
que el gobierno belga ha cambiado la situación:

Me gustaría presentar a su consideración unos cuantos hechos res­


pecto a la situación de este distrito (de la A.b.i.r.).

353
Arthur Conan Doyle

Tras el extenso viaje que he realizado recientemente por el distrito,


y particularmente por la región de Bompona, he encontrado en todos
los poblados visitados a nativos trabajando en el caucho, exceptuan­
do aquellos que pagan sus impuestos en provisiones.
Es difícil saber qué impuesto es más duro, si el del caucho o el de las
provisiones. Los que trabajan el caucho nos imploran que los libremos
de ese trabajo, y en un poblado hasta nos siguieron tras nuestra parti­
da durante una distancia considerable, siendo difícil distanciarse de
ellos. La cantidad de caucho recolectada es pequeña comparada con la
que se exigía anteriormente, pero no tengo ninguna duda de que esa
recolección exige un tercio del tiempo de las personas. Mucha gente de
los poblados que rodean Bompona estaba lejos, recolectando caucho.
Encontramos en la selva a muchos ionji, concentrados en su trabajo o
buscando alguna región con plantas de caucho no descubierta por otros
recolectores. También nos encontramos con nativos de otra tribu que
buscaban caucho. Casi todos los poblados emigran a la selva —hom­
bres, muchas mujeres y niños— cuando se les exige el caucho.
A la luz de estos hechos, cuán indignas son las afirmaciones de que
ya no se cobra el “impuesto” del caucho en territorio de la a.r.i.r.
Resulta difícil obtener datos precisos sobre el impuesto en comida,
pero es fácil ver la condición oprimida de la gente cuando se entra en
contacto con ella. Creo que a los nativos de Bompona les queda muy
poco tiempo libre, entre el impuesto de comida y la requisa de por­
teadores y remeros. Hay algo que uno no puede dejar de ver, y es la
apariencia miserable y mezquina de la gente que reside alrededor de
la estación estatal de Bompona. Las casas o chozas están en el mismo
estado que sus propietarios. Un pequeño fardo de tela, sería lo que
ocuparía todo el tejido que vi. Nunca vi una sola barra de latón, ni
ningún animal doméstico fuera de unos pollos miserables. La pobre­
za extrema de los nativos es notable. No hay duda de su deseo de
poseer bienes europeos, pero nada tienen con que comprarlos salvo
caucho y marfil, cuya propiedad ha reclamado el Estado.
Quizá pueda pensarse que pinto su condición en colores demasiado
negros, pero creo que las palabras fuertes son necesarias para dar
La tragedia del Congo

una idea justa de la absoluta desesperación y el espantoso aspecto del


pueblo de Bompona, de los nativos de los poblados situados hasta a
veinticinco millas de la estación estatal, y en menor grado el de los
trabajadores del caucho.

H. M. Whiteside
Ikau, i) de junio de 1909

Finalmente, tenemos el siguiente informe proveniente del otro


extremo del país. Está fechado el 1 de junio de 1909. El nombre del
remitente lo tiene el Ministerio de Asuntos Exteriores, aunque no se
haya publicado. Es ciudadano norteamericano:

Siento decir que es necesario promover la reforma del territorio


belga de Kwango a lo largo de esta frontera. Siguen produciéndose
robos y asesinatos al mando del oficial belga de Popocabacca. El mes
pasado acudió con una fuerza armada al distrito de Mpangala Niele,
dos días al oeste de aquí, para imponer la medalla del Congo a un
nuevo jefe que sustituya a nuestro viejo amigo Nlekani. Nlekani
dejó varios hijos, pero ninguno de ellos quiso asumir la responsabili­
dad de la Medalla de la Jefatura. Así que pusieron sus poblados bajo
la autoridad de un poderoso jefe de tribu que vive más al norte.
El representante del Gobierno del Congo lleva un año insistien­
do en que el hijo más joven del viejo jefe debería ser el Jefe de la
Medalla. Este joven, llamado Kingeleza, era una persona buena e
inteligente, pero rechazó la oferta, pensando que, al ser el hijo más
joven, carecería de la autoridad necesaria sobre las personas y ten­
dría problemas con el Gobierno si no satisfacía sus exigencias. Sin
embargo, el oficial belga insistió tanto, que finalmente Kingeleza
tuvo que aceptar para evitar un conflicto con el Gobierno.
Camino de la “investidura”, el oficial belga saqueó algunos pobla­
dos y mató a dos hombres. Los nativos de Kingeleza, reunidos para
presenciar la investidura, se enteraron de lo ocurrido en esos pobla­
dos, se atemorizaron y huyeron de sus propios poblados, por lo que
Arthur Conan Doyle

los belgas, al llegar, los encontraron abandonados. Los soldados pro­


cedieron a sacar a los fugitivos de la selva en la que se habían escon­
dido. Lograron capturar a veinte, entre los que se hallaba una her­
mana de Kingeleza, muchacha joven y atractiva. Cuatro de los nati­
vos serían luego liberados, y el balance se saldó con un botín que se
llevaron a Popocabacca. Los evangelistas de la misión norteamerica­
na, ausentes en el Bajo Congo, vieron que les habían destrozado la
casa y les habían quitado una tienda de campaña y todo el material
escolar.
En cuanto a Kingeleza, algunos de los soldados belgas lo encontra­
ron por el camino y lo mataron de un tiro. Al no saber que se trataba
de él, el oficial belga sigue buscándolo.
Este mismo “Jefe de Bandidos ”, como prefiero llamarlo yo, venía
de otra correría en la que llegó incluso a entrar en territorio portu­
gués a unas pocas horas de distancia de donde estoy escribiendo, des­
truyendo todo lo que no podía llevarse consigo. Afortunadamente, la
gente pudo escapar antes de su llegada. Los portugueses informaron
de este ultraje al gobernador general en Luanda44.

44. Posteriormente a la publicación de la primera edición inglesa de este libro, el Dr. Dorpin-
ghaus, de Barmen, volvió a Europa desde el Congo, trayendo pruebas completas y detalladas
que demuestran que la situación, dondequiera que tuvo oportunidad de observarla, sigue sien­
do tan violenta y sin ley como siempre. El escaparate de la tienda podrá ser inspeccionado por
cualquier turista de paso, pero sólo quienes se internan en el establecimiento saben lo que ocu­
rre en sti interior. (A.C.D.)
XII
LA SITUACIÓN POLÍTICA

N o he tocado en todo este libro el aspecto financiero del Estado


del Congo. Es un gran escándalo, tan grande que todavía no se han
definido sus límites. No entraré en ese cenagal. Si los belgas desean
ser engañados y comprometer su buen nombre tanto en lo financie­
ro como en lo moral, serán ellos quienes acabarán pagándolo. Uno
sólo puede limitarse a señalar los principales detalles, decir que
todas las cuentas se han mantenido en secreto durante la vida inde­
pendiente del Estado del Congo, que el año pasado no se ha publi­
cado ningún presupuesto sino sólo estimaciones del próximo año,
que el Estado ha obtenido enormes ganancias a pesar de lo cual ha
tenido que pedir dinero prestado, y que se han invertido grandes
sumas en especulaciones inmobiliarias en China y otros países. A
eso hay que añadir que se han rastreado hasta el propio rey diversas
cantidades de dinero que suman un mínimo de siete millones de
libras, que parte de ese dinero se ha gastado en construir edificios
en Bélgica, en comprar tierras en el mismo país, en construir en la
Riviera, en corromper a políticos y periodistas europeos y nortea­
mericanos (y me temo que nosotros tampoco podemos presumir de
insobornables), y, finalmente, en mantener un ritmo de vida que ha
hecho que el nombre del rey Leopoldo sea famoso en toda Europa.
De las compañías culpables, las más pobres parecen obtener un cin­
cuenta por ciento de beneficios anuales y las más ricas un setecien-

35 7
Arthur Conan Doyle

tos por cien. Dejo aquí este desagradable aspecto del tema. Estoy
apelando a la humanidad de los hombres, y a ésta sólo le preocupan
cuestiones más elevadas.
No obstante, antes de acabar con mi tarea, haré un corto repaso a la
evolución de la situación política tal como ha afectado, primero, a
Gran Bretaña y al Estado del Congo, y segundo, a Gran Bretaña y a
Bélgica. En cada caso, Gran Bretaña ha sido, de hecho, la portavoz del
mundo civilizado.
Nos remontemos hasta donde nos remontemos, el gobierno bri­
tánico no presentó ninguna protesta enérgica cuando el Estado del
Congo dio el paso fatal, causa directa de todo lo que ha venido des­
pués, que le hizo abandonar el camino honrado hollado hasta enton­
ces por todas las colonias europeas, y apropiarse del país como si
fuera suyo. Sólo en 1896 encontramos protestas contra el maltrato
a súbditos de color británicos, que acabó con una alocución del Sr.
Chamberlain en el Parlamento, prometiendo que no se permitirían
nuevas contrataciones. Fue la primera vez que nos mostramos en pro­
fundo desacuerdo con la política del Estado del Congo. En abril de
1897, sir Charles Dilke entabló un debate sobre los asuntos del Con­
go sin que se obtuviera un resultado definitivo.
Nuestros propios problemas en Sudáfrica (problemas que provocaron
en Bélgica un estallido de indignación por supuestos ultrajes británicos
totalmente imaginarios durante la guerra) nos dejaron poco tiempo para
cumplir con nuestras obligaciones para con los nativos estipuladas en
el Tratado. En 1903, el tema volvió de nuevo a primera plana, y en la
Cámara de los Comunes tuvo lugar un debate considerable que terminó
con una resolución casi unánime en los siguientes puntos:

Que, en el momento de su creación, el Gobierno del Estado Libre


del Congo garantizó a las potencias que sus súbditos nativos serían
gobernados con humanidad, y que dentro de sus dominios no se per­
mitiría ningún monopolio o privilegio comercial; por lo que esta
Cámara solicita al gobierno de Su Majestad que consulte con las
demás potencias signatarias del Acta General de Berlín, en virtud de

358
La tragedia del Congo

la cual existe el Estado Libre del Congo, para que se adopten las
medidas que terminen con los males prevalentes en ese Estado.

En julio del mismo año, tuvo lugar el famoso debate de tres días en el
Parlamento belga, provocado en realidad por la resolución británica. En
este debate, los dos valientes reformistas, Vanderveldc y Lorand, lucha­
ron con honor, aunque fueron aplastados por los votos de sus antago­
nistas. El Sr. de Favercau, Ministro de Asuntos Exteriores, explicó que
no había ninguna relación entre Bélgica y el Estado del Congo, y que
atacar al segundo era faltar al patriotismo belga. La política congoleña
fue defendida por el Gobierno belga de un modo que lo ha identificado
para siempre con todos los crímenes aquí contados. Ningún miembro
del Gobierno del Congo pudo nunca expresar el íntimo espíritu de la
administración congoleña de forma tan concisa como el conde De Smet
de Nacycr cuando dijo, hablando de los nativos: «No tienen derecho a
nada. Lo que se les da es pura propina». ¡Jamás en la vida se ha escu­
chado nada igual en boca de un estadista responsable! En 1885, se
formó un Estado para “la mejora moral y material de los nativos”. En
1903, el nativo “no tenía derecho a nada”. Las dos frases marcan el
principio y el final del viaje del rey Leopoldo.
En 1904, el Gobierno británico mostró su continua inquietud y de­
sagrado por la situación de los asuntos congoleños, publicando el ver­
daderamente horrendo informe del cónsul Casement. Este docu­
mento, que circuló oficialmente por todo el mundo, debió abrir los
ojos de todas las naciones, si es que seguían cerrados, al verdadero
objetivo y desarrollo de la empresa del rey Leopoldo. Se esperaba que
esta acción por parte de Gran Bretaña fuera el primer paso hacia la
intervención, y, de hecho, el Sr. Lansdowne dejó muy claro, con todas
las palabras necesarias, que tendíamos nuestra mano, y que si cual­
quier otra nación elegía cogerla, emprenderíamos unidos la tarea de la
necesaria reforma. Es un descrédito para las naciones civilizadas que
ninguna estuviera dispuesta a responder a la llamada. Si al final nos
vemos obligados a actuar en solitario, no podrán decir que no pedi­
mos ni deseamos su cooperación.

359
Arthur Conan Doyle

A partir de esa fecha, las quejas del Gobierno británico fueron fre­
cuentes, aunque no representaban adecuadamente todo el enojo y la
impaciencia de los súbditos británicos conscientes de la verdadera
situación. El Gobierno británico se abstuvo de adoptar medidas extre­
mas porque se entendía que pronto tendría lugar una anexión belga y
esperaba que eso marcase el principio de la mejora de las circunstan­
cias, sin necesitarse nuestra intervención. Pero se acumuló un retraso
tras otro y nada se hizo. El Gobierno liberal se mostró más preocu­
pado que el predecesor unionista, pero la diplomacia impidió que se
llegase a una conclusión definitiva. Los despachos diplomáticos se
sucedían mientras una gran población seguía sumida en la esclavitud
y la desesperación. En agosto de 1906, sir Edward Grey declaró que
«no podemos esperar indefinidamente», y aun así seguimos esperan­
do. En 1908 se produjo por fin la tan esperada anexión y el Estado del
Congo cambió su bandera azul con estrella dorada por la tricolor
belga. Se prometieron reformas inmediatas y radicales, pero esa pro­
mesa acabó como todas las anteriores. En 1909, el Sr. Renkin, Mi­
nistro belga para las Colonias, partió hacia el Congo en visita de ins­
pección y, antes de su salida, tuvo la franqueza de decir que nada cam­
biaría. Esta convicción la repitió en Boma, con una fioritura sobre el
“genial monarca” que presidía el destino de sus habitantes. Para cuan­
do se publique este panfleto, el Sr. Renkin habrá regresado ya, sin
duda para hacer el anuncio habitual de reformas menores, que tarda­
rán otro año en concretarse y serán completamente inútiles una vez se
pongan en práctica. Pero el mundo ha visto demasiadas veces ese
juego. No conseguirán volver a engañarlo. La paciencia europea tiene
sus límites45.

45. Desde que escribí lo anterior, el Sr. Renkin ha vuelto negando cualquier ultraje, lo cual pro­
duce una dolorosa impresión en vista de las detalladas e indiscutibles pruebas aportadas por el
Dr. Ddrpinghaus. Sus reformas, las que ha puesto en marcha hasta ahora, son ridiculas, dado
que empieza diciendo que en el Congo no existen problemas de propiedad de la tierra, cuando,
como hemos visto, la expropiación de la tierra a sus dueños naturales está en la base del pro­
blema. Debe recordarse que el Sr. Renkin es un ex-di rector de la Concesión de los Grandes
Lagos y, por tanto, ardiente partidario del sistema de las concesiones. (A.C.D.)
La tragedia del Congo

Entretanto, este mismo mes de agosto de 1909, todo un año después


de la anexión por Bélgica (una anexión, sea dicho, que Gran Bretaña
no reconocerá oficialmente mientras no le convenzan las reformas), el
principe Alberto, heredero al trono, ha vuelto del Congo y ha dicho:

El Congo es un país maravilloso que ofrece recursos ilimitados a los


hombres de empresa. Tengo la opinión de que esta colonia será un
factor importante para el bienestar de nuestro país, sean cuales sean
los sacrificios que haya que afrontar para su desarrollo. Lo que debe­
mos hacer es trabajar para la regeneración moral de los nativos,
mejorar su situación material, suprimir el azote de la enfermedad del
sueño y construir nuevos ferrocarriles.

¡“La regeneración moral de los nativos”! La regeneración moral de


su propia familia y de su propio país es lo que exige la situación.
XIII
ALGUNAS DISCULPAS DEL ESTADO DEL CONGO

Sólo queda examinar algunos de los intentos congoleños de responder


a lo que no tiene respuesta. Es justo escuchar a la otra parte, así que
pondré por escrito sus argumentos con toda la claridad que pueda:

i. Que el Estado del Congo es independiente, y que no es asunto de


nadie lo que ocurra dentro de sus fronteras.
Creo haber demostrado claramente que, según el Tratado de Berlín
de 1885, el Estado se formó con ciertas condiciones, y que esas con­
diciones no se han cumplido en lo referente al comercio y a los nati­
vos. Por tanto, tenemos derecho a interferir. Dejando al margen el
tratado, estos derechos podrían exigirse apelando a la humanidad,
como se ha hecho más de una vez con Turquía.

2. Que el Congo francés es igual de malo, y allí no interferimos.


Normalmente, el sistema colonial francés ha sido excelente y, por lo
tanto, hay motivos para creer que ese único mal ejemplo se enmenda­
rá pronto. Y al menos aquí, no tenemos ninguna obligación de inter­
venir por tratado.

y. Que la inquietud inglesa se debe a los celos por el éxito belga.


Nosotros no lo vemos como un éxito, sino como el fracaso más
estruendoso de la historia. ¿Por qué vamos a sentirnos celosos? ¿Por

363
Arthur Conan Doyle

el dinero? De haber utilizado los mismos métodos, podríamos haber


conseguido lo mismo en cualquiera de nuestras colonias tropicales.

4. Que es un complot de los comerciantes de Liverpool.


Esta leyenda tiene su origen en el hecho de que el Sr. Morel, líder y
héroe de esta causa, tenía negocios en Liverpool y luego fue elegido
miembro de la Cámara de Comercio de Liverpool. De hecho sí que
hay una conexión entre Liverpool y el movimiento, pues gracias a su
trabajo de comerciante el Sr. Morel entró en contacto con personas y
hechos que le provocaron una gran indignación, dando comienzo a
esa larga lucha que ha mantenido tan espléndida y desinteresadamen­
te. De hecho, todos los hombres de negocios ingleses tienen buenas
razones para actuar contra un sistema que los ha marginado de un
país que fue declarado abierto al comercio internacional. Pero, de
todas las ciudades, Liverpool es la que tiene menos razones para que­
jarse, ya que es el punto neurálgico de la línea que (¡ay!, que una línea
inglesa deba hacer eso) transporta el caucho congoleño de Matadi a
Amberes.

j. Que es un plan protestante para conseguir ventaja sobre las misiones


católicas.
En todas las colonias británicas se fundan y crean misiones católicas
sin que nadie las estorbe. Si el Congo fuera mañana británico, ninguna
iglesia o escuela católica sería molestada. ¿Qué ventaja ganarían los
protestantes con ese cambio? De hecho, las acusaciones provienen
tanto de católicos como de protestantes. El padre Vermeersch es tan
vehemente en esto como cualquier pastor inglés o norteamericano.

6. Que hay viajeros que han cruzado el país, o que residen en él, que
no han visto ni rastro de las atrocidades.
Tal defensa recuerda el viejo chiste donde un hombre, al ser acusado
por otros tres que decían haber estado presentes cuando cometió un
delito, declaró que las pruebas estaban a su favor, dado que podía pre­
sentar diez hombres que ni estaban presentes ni vieron nada. De los
La tragedia del Congo

blancos que viven en el país, la gran mayoría vive en el Bajo Congo,


que no se ve afectado por el criminal tráfico del caucho. Sus pruebas
no pueden demostrar nada. Cuando un viajero cruza el río principal,
su llegada es conocida y todo se prepara para él. Por ejemplo, según
tengo entendido, el capitán Boyd Alexander viajó a lo largo de la
frontera donde, naturalmente, es de esperar que haya condiciones más
favorables, pues las tribus descontentas pueden huir con sólo cruzar­
la. Para mostrar la falacia de tal razonamiento, pongo como ejemplo
el caso del reverendo John Howell, que durante muchos años viajó
por el río principal a bordo de uno de los barcos de su misión, y en
todo ese tiempo nunca vio atrocidad alguna. Sin duda se formó la opi­
nión de que sus hermanos exageraban. Pero un día oyó ruido de dis­
paros y hacia allí dirigió su pequeño vapor. Esto es lo que vio:
«Estaban horrorizados al encontrar soldados nativos del Gobierno
que mutilaban los cadáveres de los nativos que acababan de asesinar,
bajo la atenta mirada de sus oficiales blancos. Tres de los cadáveres
yacían al borde del río y miembros humanos se desparramaban a
pocos metros del paquebote. Un soldado del Estado fue visto arras­
trando las piernas y otras partes de un cuerpo humano. Otro soldado
estaba de pie junto a una cesta grande repleta de visceras humanas.
Dos oficiales, que presidían aquel caos humano, no tardaron en orde­
nar a los misioneros que se alejaran de la playa». Y esto fue en el río
principal, tras veinte años de ocupación europea.

7. Que el Gobierno ha reclamado tierras en Uganda y en otras colo­


nias británicas.
Allí donde la tierra ha sido reclamada, se ha trabajado con mano de
obra voluntaria en beneficio de la comunidad africana y no para
enviar los beneficios a Europa. Es una distinción vital.

8. Que en todas las colonias se producen incidentes odiosos.


Es verdad que ningún sistema colonial se libra de tales reproches.
Pero el sistema europeo busca descorazonar y castigar tales abusos,
sobre todo cuando los propician altos cargos. Ya he mencionado el caso
Arthur Conan Doyle

de Eyre, gobernador de Jamaica, juzgado en Inglaterra por ejecutar a un


mestizo durante una revuelta de la población negra sobre la que gober­
naba. Alemania tampoco ha dudado en llevar ante la justicia a cualquier
funcionario cuya conducta en los trópicos haya podido manchar su
prestigio. Pero en el Congo, tras veinte años de horror y brutalidad sin
parangón, no se ha condenado a un solo funcionario con un cargo supe­
rior al de simple empleado y, hasta donde yo sé, no se los ha juzgado
por una conducta por la que, de ser británicos, se habrían ganado el
patíbulo. ¿Qué oportunidad tendrían Lothaire o Longtain ante un jura­
do alemán o inglés? Ahí radica la diferencia entre los sistemas.

9. Que las acusaciones británicas no empezaron hasta que el Congo se


convirtió en un estado floreciente.
Dado que la riqueza del Congo proviene de ese sistema bárbaro, es
natural que ambas cosas atraigan la atención al mismo tiempo. Las ri­
quezas crecientes significan un sistema impuesto de forma más estricta.

10. Que el Estado del Congo se merece el crédito de haber prohibido


la venta de alcohol a los nativos.
Es verdad que la venta de alcohol a los nativos debería prohibirse
en toda África. Ésta se debe a la competencia comercial. Si un jefe
importante desea ginebra por su marfil, está claro que la nación que
suministre la ginebra conseguirá comerciar con él y que quien se la
niegue lo perderá. Es una explicación, no una disculpa. Pero, al no
haber competencia comercial en el Congo, no hay motivo para intro­
ducir un alcohol que sólo disminuiría la calidad y el valor del trabajo
de su población esclava. Si se compara con la inmoralidad absoluta
que tienen otros procedimientos en el Congo, está claro que la prohi­
bición del alcohol no nace de ningún motivo elevado, sino que está
dictada por puro interés egoísta.

11. Que la despoblación se debe a la enfermedad del sueño.


La enfermedad del sueño es una de las causas contribuyentes, pero
todas las pruebas incluidas en este libro tienden a demostrar que la

3 66
La tragedia del Congo

mayor despoblación se ha dado allí donde más ha presionado el


gobierno congoleño.

Con esto mi tarea llega a su fin.


Repaso mi exposición de los hechos y hago una mueca de dolor
ante sus muchas omisiones. Cuántos ejemplos concretos habré dejado
fuera, cuántas deducciones habré errado, cuántos aspectos del tema
habré descuidado. Es apresurada y parcial, como apresurado y parcial
sería el discurso de un hombre motivado por una ardiente injusticia y
una maldad intolerable. Pero es todo cierto... y desafío a cualquiera a
leerlo sin que surja en él la convicción de que es así. Sólo hay que
pensar en la multitud de testigos, en los detalles específicos de las
pruebas, en el sistema no negado que debe producir esos resultados
prima facie, en las admisiones de la Comisión belga. No puede quedar
ni una sombra de duda en la mente más escéptica de que todas las
acusaciones de los reformistas han quedado demostradas. No es
algo del pasado. Está pasando ahora mismo. La anexión belga no ha
supuesto ninguna diferencia. La maquinaria y los hombres que la
manipulan siguen siendo los mismos. Hay menos atrocidades, es ver­
dad. El espíritu de los infelices nativos está tan quebrantado que
seguir castigándoles sólo redundaría en una pérdida de la mano de
obra. El hecho indiscutible de que no se haya reducido la exportación
de caucho demuestra que sus circunstancias no han mejorado. Esa
exportación es la medida exacta del terrorismo empleado. Muchos de
los viejos distritos ya no funcionan, pero se compensa explotando los
nuevos con mayor energía. El problema, a mi parecer, es el mismo de
siempre. Pero, seguramente la respuesta no tardará. Tiene que existir
un límite a la silenciosa complicidad del mundo civilizado.
XIV
SOLUCIONES

Pero, ¿qué puede hacerse? ¿Qué curso debemos seguir? Medite­


mos en unas cuantas soluciones posibles y las razones por las que
las presentamos.
Hay un hecho capital que lo domina todo, y es que cualquier cam­
bio debe ser para mejor. Las tribus que estaban bajo el viejo régime
salvaje en que las encontró Stanley eran infinitamente más felices, más
ricas y más adelantadas de lo que están hoy día. Si la solución es que
vuelvan a esa existencia, al menos se librarán de la humillación ante
la raza blanca implícita en la ocupación belga. Por tanto, podemos
empezar tranquilos porque cualquier cosa que se haga siempre será
para mejor.
¿Puede encontrarse una solución a través de Bélgica?
No, es imposible. Y eso debe reconocerse desde el principio. Los
belgas han tenido ya su oportunidad. Han tenido casi veinticinco años
de posesión ininterrumpida, y han desencadenado un infierno en la
tierra. No pueden disociarse de lo que han hecho, ni pretender que lo
hizo otro estado. Lo hizo un rey belga, con soldados belgas, financie­
ros belgas, abogados belgas, capitales belgas, y todo ello lo refrenda­
ron y defendieron gobiernos belgas. Está fuera de cuestión que Bél­
gica permanezca en el Congo.
Y Bélgica no desearía seguir allí ni con reformas. No podría con la
carga. Cuando se devuelva el país a sus habitantes, junto con su liber-

3 69
Arthur Conan Doyle

tad, sc encontrará en la misma posición que las colonias alemanas e


inglesas, que requieren un considerable gasto anual del país madre.
Una prueba de la honestidad de la política colonial alemana, y de la
aptitud de Alemania para ser una gran potencia terrateniente, está
en que casi todas sus colonias tropicales, como las nuestras, tienen
un gran déficit económico. Es muy fácil mostrar un saldo favorable
cuando una tierra se explota como España explotó Ccntroamérica, o
como Bélgica explota el Congo. Siempre es más provechoso saquear
un negocio que dirigirlo. Ahora bien, un cálculo prudente nos dirá
que, de desaparecer los ingresos forzados del Estado del Congo,
habría que aportar un mínimo de un millón anual, durante veinte
años, para devolver al desmoralizado Estado a las condiciones lógicas
de una colonia tropical. ¿Pagaría Bélgica esos 20.000.000 de libras?
Seguro que no. Así pues, la reforma es una imposibilidad absoluta
mientras Bélgica retenga el Congo.
¿Qué hacer, entonces?
Eso es algo que deberán dilucidar los estadistas de Europa y Nor­
teamérica. Norteamérica, en 1884, se adelantó al resto del mundo al
reconocer este nuevo estado, y su reconocimiento provocó que el
resto del mundo lo siguiera. Pero desde entonces no ha hecho nada
para controlar lo que creó. Los ciudadanos de ese país han sufrido
tanto acoso como los británicos, y el comercio norteamericano se ha
encontrado con los mismos impedimentos, a pesar del sutil esfuer­
zo del rey Leopoldo para comprar la complicidad norteamericana
permitiendo que algunos de sus ciudadanos formasen una compañía
concesionaria y así compartir con ellos ese impío botín. Pero Nor­
teamérica tiene un elevado sentido de la moral, y seguramente tomará
cartas en el asunto una vez conozca los verdaderos hechos y aprenda
a distinguir el producto de los dólares del rey Leopoldo del trabajo de
los publicistas honrados. Norteamérica hizo su primera aparición
internacional en el escenario mundial aplastando piratas. Que eso sir­
va de precedente.
Pero el Gobierno británico debe actuar sin más dilación para sacar
el problema a la palestra. El curso obvio de los acontecimientos debe-

370
La tragedia del Congo

ría ser que, tras preparar el terreno sondeando a todas y cada una de
las grandes potencias, presente todas las pruebas y pida un Congreso
Europeo para discutir la situación. Tal Congreso seguramente daría
como resultado la división del Congo, una división en la que Gran
Bretaña, cuyas responsabilidades imperiales ya son demasiado vastas,
bien podría jugar un papel desinteresado. Si Francia, habiendo pro­
metido gobernar las tierras congoleñas de la misma excelente for­
ma en que lo hace con el resto de su imperio africano, extendiera sus
fronteras a todo lo largo de la ribera norte del río, podría esperarse
entonces que en esas regiones hubiera un gobierno ordenado. Ale­
mania también podría extender su Protectorado del África Oriental
hasta la ribera oriental del Congo. Con estas grandes partes del país
desligadas del dominio belga, no sería difícil crear en el centro una
gran reserva nativa bajo protección internacional, donde las cosas
nunca podrían hacerse tan mal como hasta ahora. El Bajo Congo y la
vía férrea de Boma presentarían dificultades, de eso no hay duda, pero
no son insalvables. Y uno siempre puede repetirse lo de que cualquier
cambio será para mejor.
Tal división podría ser una solución. Otra, menos permanente y esta­
ble —y no tan buena, a mi parecer— es la avanzada por el Sr. Morel y
otros de crear un control internacional del río, disposición que tengo
entendido existe ya. El problema es que pertenecer a todas las naciones
es pertenecer a ninguna, y que si los nativos se sublevan y provocan
disturbios generalizados, consecuencia probable de la retirada de la pre­
sión belga, se necesitaría una entidad más fuerte y rica que una Junta
Ribereña Internacional para negociar con ellos. Estoy convencido que
la división es la única opción para un cambio sólido y duradero.
Supongamos, sin embargo, que las potencias se niegan a reunirse y
que incluso Norteamérica nos abandona. Entonces será nuestro de­
ber, como lo ha sido a menudo en la historia, hacernos cargo en soli­
tario de una situación que debería ser tarea común. Lo hemos hecho a
menudo antes y volveremos a hacerlo si queremos ser dignos de nues­
tros ancestros. Habría que realizar una advertencia, fijar una fecha y
luego decidir cuál será nuestro curso de acción.

371
Arthur Conan Doyle

¿Y qué acción será ésa? ¿Una guerra contra Bélgica? La responsabi­


lidad es suya, no nuestra. Nuestras medidas deben ir contra el Estado
del Congo, que todavía no hemos reconocido como posesión belga. Si
Bélgica decide luchar, que así sea. Hay muchas maneras de poner de
rodillas al Estado del Congo. El bloqueo es una, aunque podría tener
complicaciones internacionales. Más sencillo sería declarar a ese terri­
torio Estado ilegal. Tal declaración significaría que ningún súbdito
británico estaría sujeto a sus leyes, y todo el que pretendiera impedir
por la fuerza que los comerciantes británicos entrasen en el Congo,
tendría que atenerse a las consecuencias. Si los súbditos británicos son
acusados, deberían ser juzgados en nuestros tribunales consulares. Y
de surgir complicaciones, como es probable, habría que ocupar Boma.
Lo cual seguramente conduciría a la Conferencia Europea que supo­
nemos se nos ha negado.
Otra solución más. Permitir que una larga caravana comercial en­
tre en el Congo desde Rodesia del Norte. Argumentaríamos que el
Tratado de Berlín nos da derecho a comerciar libremente allí, y haría­
mos valer nuestra reclamación. Eso atacaría la misma raíz del sistema
congoleño. Si no permiten el paso a la caravana, volvemos a Boma y a
la Conferencia Europea.
Podrían buscarse muchas soluciones, pero hay una que podría sur­
gir por sí sola y acabar repentinamente con la potencia congoleña.
Rodesia del Norte se está llenando poco a poco. El ferrocarril sigue
avanzando. La población nómada de África del Sur, medio bóer,
medio inglesa, aventureros y cazadores de leones, se dirige a la fron­
tera de Katanga. No son hombres que acepten que se les nieguen
unos derechos de entrada y comercio libre que de hecho tienen garan­
tizados. Sólo en el último año, doce carromatos bóer llegaron a la
frontera de Katanga y fueron expulsados de allí en contra de la ley
internacional. Son los primeros de muchos más. Nadie tiene derecho
a hacer algo así, y nadie, salvo su propio gobierno, tiene fuerza para
detenerlos. O las potencias europeas se dan prisa en regular la situa­
ción, o algún día se encontrarán ante un fait accompli. Es preferible
una división ordenada, dirigida desde París o Berlín, a la intrusión de

372
La tragedia del Congo

algún Piet Joubert46, con sus morenos seguidores, que no se amilanará


a la hora de tomar por la fuerza lo que cree suyo por derecho.
Pero, sea cual sea la solución adoptada, la conciencia europea no
debería contentarse con salvaguardar su futuro. Debería exigir un cas­
tigo para quienes han arrastrado por el barro a la cristiandad y a la
civilización con su injusticia y su violencia. Y debería fijarse una com­
pensación que pagarían esos bolsillos llenos al trescientos por cien, así
como compensaciones a las viudas y los huérfanos, a los mutilados y
los incapacitados. La justicia no puede conformarse con menos. Una
Comisión Internacional con poderes punitivos podrá parecer excep­
cional, pero las circunstancias son excepcionales y Europa deberá asu­
mirlo. No obstante, es de temer que se ofrezca como víctimas pro­
piciatorias a los infelices agentes del territorio —esos pobres cazado­
res de gratificaciones—, librándose así los verdaderos delincuentes. Ya
ha recaído sobre ellos la maldición y el desprecio de todos los hom­
bres honrados. ¡Ojalá también estén al alcance de la justicia de los
hombres! Son culpables del saqueo de todo un país, del expolio de
toda una nación, del mayor crimen de la historia, que lo es porque se
cometió bajo la odiosa pretensión de la filantropía. ¡Seguro que al
final tendrán su merecido, de algún modo, en alguna parte!

46. Piet Joubert (1834-1900) fue un militar y político sudafricano que, en 1877, se opuso a la
anexión británica del Transvaal, y en 1880 apoyó la lucha independentista sudafricana. (N. de
los E.)
Apéndice

EL CHICOTE

Dentro de los anales del Congo, los azotes con chicote se consideran
un castigo menor, libremente infligido a mujeres y niños. Pero la rea­
lidad es que es una tortura terrible, que deja a la víctima desollada y
desmayada. Su administración es toda una ciencia. Félicien Challaye47
menciona a un funcionario belga que se mostró comunicativo sobre
este tema. El bruto le dijo:

Cuesta creer lo difícil que es azotar de forma apropiada con el chico­


te. Hay que espaciar los golpes para que cada uno suponga una pun­
zada nueva. Tenemos una ley que nos prohíbe propinar más de
veinticinco azotes al día y nos obliga a detenernos cuando brota san­
gre. Por tanto, se deben dar veinticuatro azotes vigorosamente, pero
sin correr el riesgo de detenerse; entonces, en el vigésimo quinto, hay
que girar con destreza la muñeca para hacer brotar la sangre.

Le Congo Franjáis

La ley de los veinticinco azotes, como todas las demás leyes, no está
establecida en ninguna legislación del Alto Congo.

47. Félicien Challaye (1874-1967), filósofo y periodista anticolonialista que, entre otras muchas
obras, escribió Le Congo Franjáis. La question Internationale du Congo. (N. de los E.)
Arthur Conan Doyle

D. Stanislas Lefranc, juez en el Congo, y uno de los pocos hombres


cuya humanidad parece haber sobrevivido a semejante experiencia, dice:

Todos los días, a las seis de la mañana y las dos de la tarde, en cada
estación del Estado puede verse hoy, al igual que hace cinco o incluso
diez años, el desagradable espectáculo que voy a intentar describir, y
al que se invita especialmente a los nuevos reclutas.
El jefe de la estación señala a las víctimas. Éstas dejan la fila y avan­
zan, porque al menor intento de huida serían brutalmente capturadas
por los soldados, golpeadas en la cara por el representante del Estado
Libre, y verían doblado su castigo. Se tumban, aterrorizadas y tem­
blando, boca abajo, ante el capitán y sus colegas; dos de sus compañeros,
a veces cuatro, las sujetan por manos y pies, y les quitan el taparrabos.
Entonces, un soldado negro, al que sólo se le exige ser enérgico y des­
piadado, azota a las víctimas armado con un látigo de piel de hipopóta­
mo, similar al que podríamos hacer con piel de vaca, pero más flexible.
Cada vez que el verdugo aparta el chicote, una raya rojiza apare­
ce en la piel de la infeliz víctima que se retuerce entre terribles con­
torsiones, por muy fuerte que sea su constitución.
La sangre brota a menudo, y sólo rara vez hay desmayos. El chi­
cote se enrolla de forma regular e incesante en la carne de estos
mártires de los tiranos más implacables y aborrecibles que han
deshonrado nunca a la humanidad. Las infelices víctimas profie­
ren gritos terribles con los primeros latigazos, que pronto se apa­
gan para convertirse en gemidos. Además, cuando el funcionario
que ordena el castigo está de mal humor, propina puntapiés a los
que lloran o forcejean. Y he sido testigo de cómo algunos de ellos,
movidos por algún refinamiento de la brutalidad, exigen a los
esclavos saludarles militarmente una vez se han levantado bo­
queando. Esta formalidad, no exigida por las leyes, en realidad es
parte de los planes de esta vil institución que busca humillar a los
negros para así poder usar y abusar de ellos sin temor.

Le Régime Congolais
El soliloquio del rey Leopoldo
MARK TWAIN
UN ERROR ORIGINAL

«Esta obra de la “civilización” es una gigantesca y continuada carni­


cería. Todos los hechos aquí expuestos se negaron enérgicamente al
principio, para luego ir probándose, poco a poco, mediante docu­
mentos c informes oficiales. Se ha dicho que la práctica de cortar las
manos es contraria a las instrucciones dadas, pero usted se contenta
con decir que hay que ser indulgentes y que esa mala costumbre
debe corregirse “poco a poco” y, lo que es más, argumenta que sólo
se cortan las manos a los enemigos caídos, y que de haberse cortado
la mano a “enemigos” que no estaban muertos, y que, tras recupe­
rarse, tuvieron el mal gusto de acudir a los misioneros y enseñarles
sus muñones, sólo se debe a que se cometió el error de creer que
estaban muertos.»

Del debate en el Parlamento belga, 190J

‘soy yo’

«Leopoldo 11 reina de forma absoluta sobre todas las actividad inter­


nas y externas del Estado Independiente del Congo. Él solo ha esta­
blecido la organización de la justicia, del ejército y de los regímenes

379
Mark Twain

industriales y comerciales. Podría decir, y con más veracidad que Luis


xiv: “El Estado soy y o ” . »

Profesor F. Cattier
Universidad de Bruselas

«Repitamos lo que tantos han dicho hasta convertirlo en tópico: el


éxito de la empresa africana es obra de una única voluntad dirigente
que no se ha visto perjudicada por el titubeo de políticos timoratos,
de una única mente responsable, inteligente, meticulosa, consciente de
los peligros y las ventajas, con la presciencia de no tener en cuenta los
grandes resultados del futuro cercano.»

Alfred Poskine
Bilans Congolais
El soliloquio del rey Leopoldo

[Tira unos panfletos que ha estado leyendo. Está excitado y se atusa


con grandes dedos los amplios y largos bigotes, golpea la mesa con
sus enormes puños; profiere a breves intervalos rápidas andanadas de
lenguaje profano, agacha la cabeza arrepentido entre cada exabrupto,
besa el crucifijo Luis xi que le cuelga del cuello, acompañando los
besos con un murmullo de disculpas; alza la cabeza, colorado y sudo­
roso, y camina gesticulando.]
¡Ah, si pudiera cogerlos por el cuello! [Besa apresuradamente el
crucifijo y murmura.] En estos veinte años he gastado millones para
mantener callada a la prensa de dos hemisferios, y aun así sigue ha­
biendo filtraciones. He gastado otros tantos millones en la religión
y las artes, ¿y qué obtengo a cambio? Nada. Ni un cumplido. Esos
actos generosos han sido meticulosamente ignorados por la prensa.
No obtengo de la prensa nada que no sean calumnias y más calum­
nias, ¡y calumnias encima de calumnias! ¿Qué más me da si son cier­
tas? Siguen siendo calumnias si se profieren contra un rey.
Villanos... ¡Lo están contando todo\ Sí, todo: cómo peregriné entre
lágrimas por las grandes potencias, con la boca llena de Biblia y rezu­
mando piedad por los poros de la piel, implorando que me nombraran
su representante y me entregaran el vasto, rico y poblado Estado Libre
del Congo para que acabase con el comercio de esclavos, detuviera las
incursiones de los esclavistas y sacara de las tinieblas a esos veinticinco

381
Mark Twain

millones de bondadosos e inofensivos negros para conducirlos a la luz,


la luz de nuestro bendito Redentor, la luz que nace de su Santo Verbo y
que hace gloriosa nuestra noble civilización; para ayudarles a levantarse
y secar sus lágrimas, llenando de alegría y gratitud su maltrecho cora­
zón, haciéndoles ver que ya no estaban marginados y olvidados, sino
que eran nuestros hermanos en Cristo. Están contando que América y
trece grandes Estados europeos compartieron mis lágrimas, y se con­
vencieron de mis palabras; que sus representantes se reunieron en la
Conferencia de Berlín y me nombraron Soberano y Superintendente
del Estado del Congo, estableciendo cuáles serían mis competencias y
limitaciones, para que protegiera cuidadosamente de todo daño a las
personas, libertades y propiedades de los nativos, prohibiera el tráfi­
co de whisky y de armas, creara tribunales de justicia, hiciera que el
comercio fuera libre y sin ataduras para mercaderes y tratantes de todas
las naciones, y recibiera y protegiera a misioneros de todo credo y
denominación. Han contado la forma en que planeé y preparé mi go­
bierno y elegí a mi ejército de representantes —“amigos” y “explota­
dores”, todos “atrozmente belgas”— e icé mi bandera y “acogí” a un
presidente de los Estados Unidos, e hice que fuese el primero en reco­
nocerla y saludarla. Pues, que me insulten si quieren; me produce una
gran satisfacción recordar que fui más listo que esa nación que tan lista
se cree. Sí, claro que engañé a un yanqui, como los llaman ellos. ¿Que
mi bandera es una bandera pirata? Que la llamen así, que igual lo es. De
todos modos, ellos fueron los primeros en saludarla.
¡Esos entrometidos misioneros americanos! ¡Esos cónsules británi­
cos tan sinceros! ¡Esos oficiales belgas chivatos y traidores! Esos can­
sinos loros no paran de hablar y de decir cosas. Dicen que hace veinte
años que gobierno el Estado del Congo, pero no como representante
de las grandes potencias, no como un agente, un subordinado o un
capataz, sino como un soberano, un monarca absoluto que no rinde
cuentas a nadie, y que reina por encima de toda ley sobre un fértil
territorio que es cuatro veces el Imperio Alemán, que pisotea la carta
de derechos del Estado del Congo firmada en Berlín, que le prohíbe
el paso a todo comerciante extranjero que no sea yo; que ha restringí-
La tragedia del Congo

do el comercio a mi persona, empleando concesionarias que son alia­


das mías o fueron creadas por mí; que trata al país como un coto pri­
vado, y a la totalidad de sus vastos recursos como su “botín” personal
—mío, únicamente mío—, considerando a sus millones de habitantes
como de mi propiedad, por juzgarlos mis siervos, mis esclavos, y mío
su trabajo, remunerado o no, y que sus alimentos me pertenecen a mí
y no a ellos; que el caucho, el marfil y las demás riquezas de la tierra
son míos, y sólo míos, y obligo a los hombres, mujeres y niños a
recolectarlos para mí, con la amenaza del látigo y la bala, el fuego y el
hambre, la mutilación y el dogal.
;Son una plaga! ¡Y ya digo que no callan nada! Han denunciado
estos y otros detalles que la vergüenza debería haberles hecho callar,
pues con ello ponen en evidencia a un rey, una persona sagrada e
inmune a todo reproche, en virtud de haber sido elegido y nombrado
por Dios para ese gran oficio; un rey cuyos actos no pueden criticarse
sin cometer blasfemia, puesto que Dios los ha presenciado desde
siempre y nunca ha evidenciado desagrado alguno por ellos, ni los ha
desaprobado, estorbado o interrumpido en modo alguno. Y es en esta
señal donde veo su aprobación de mis actos, y por lo que estoy segu­
ro de poder afirmar que tengo su cordial y alegre aprobación.
Y si se me ha bendecido, coronado, beatificado, con esta gran recom­
pensa, esta recompensa dorada e indeciblemente preciosa, ¿por qué de­
bería preocuparme el que los hombres me maldigan y me insulten?
[Con un repentino arrebato.] Allá ardan durante un millón de eones...
[Recupera el aliento y besa efusivamente el crucifijo, murmurando
con pesar: “Todavía acabaré condenándome, con estos arrebatos”.]
¡Sí, esos chismosos lo están contando todo! Que someto a los nativos
a impuestos tan increíblemente onerosos que son puro robo. Impuestos
que deben pagar recogiendo caucho en difíciles condiciones que empeo­
ran más y más, o recogiendo y proporcionando comida por la que no
se les paga, todo lo cual tiene por consecuencia que el hambre, la enfer­
medad y la desesperación les impidan cumplir con un cometido que
requiere un trabajo agotador, incesante y sin reposo alguno, por lo que
acaban abandonando sus hogares y huyendo a la selva para escapar al
Mark Twain

castigo. Y mis soldados negros, reclutados en tribus enemigas, instigados


y dirigidos por mis soldados belgas, les dan caza y los masacran y que­
man sus aldeas, reservándose a algunas de las mujeres. Sí, lo están con­
tando todo: que estoy exterminando a una nación de criaturas amistosas
empleando todas las formas conocidas de matar, y por el bien de mi bol­
sillo, y que cada penique que obtengo es producto de una violación, una
mutilación o una vida. Pero no dicen, y lo saben, que durante todo este
tiempo también he luchado por difundir la religión, he enviado misio­
neros (con las “ideas adecuadas”, dicen ellos) para que les muestren el
error de sus actos y les enseñen el camino hacia el Señor, que es todo
amor y compasión, guardián constante y amigo de todos los seres que
sufren. Sólo cuentan lo que me perjudica, no lo que me favorece.
Cuentan que Inglaterra me reclamó una comisión de investigación
sobre las atrocidades del Congo y que organicé una sólo para acallar a
ese país entrometido, y a su desagradable Asociación para la Reforma
del Congo, compuesta por condes y obispos y universitarios y John
Morlcys4* y otros individuos semejantes, más interesados en asuntos
ajenos que en los propios. Pero, ¿se callaron entonces? No, se limita­
ron a señalar que la comisión estaba compuesta en su totalidad por
mis “carniceros del Congo”, “los mismos hombres cuyos actos de­
bían ser investigados”. Dijeron que era como nombrar una comisión
de lobos para investigar las depredaciones cometidas en un rebaño de
ovejas. \Nada satisface a un maldito inglés!4y

48. John Morley (1838-1923), primer vizconde Morley de Blackburn, fue un escritor y político
liberal inglés que formó parte de dicha Asociación. (N. de los E.)
49. Esta Comisión de Investigación tuvo un resultado más afortunado de lo previsto. Uno de los
miembros de la Comisión era un importante funcionario del Congo, otro un funcionario del
gobierno belga, el tercero un jurista suizo. Se temía que el resultado de su trabajo fuera tan poco
real como el de las innumerables y supuestas “investigaciones” realizadas por los oficiales locales,
pero se encontró ante una abrumadora avalancha de horrendos testimonios. Alguien presente en
las audiencias públicas escribió: «Hombres de piedra se sentirían conmovidos por las historias que
se van descubriendo aquí a medida que la Comisión ahonda en la espantosa historia de la reco­
lección del caucho». Es evidente que los miembros de la Comisión se sintieron conmovidos. En el
apéndice de este panfleto, incluyo algunas notas sobre el informe que emitieron y sus repercusio­
nes internacionales al entrar en conflicto con las condiciones con las que se fundó el Estado del
Congo. La Comisión de Investigación ordenó algunas reformas en la región que examinó, pero
parece ser que, tras su partida, las condiciones no tardaron en ser peores que al principio. (M. T.)

384
La tragedia del Congo

¿Y han sido esos qucjicas honestos con mi persona? No lo habrían


podido ser más de ser yo plebeyo, campesino o iluminado. Han
recordado al mundo que mi casa ha sido, desde sus primeros días,
una mezcla de capilla y de burdel, funcionando ambos negocios a
tiempo completo; que he sometido a mi reina y a mis hijas a diversas
crueldades, además de a vergüenzas y humillaciones diarias; que
cuando mi reina yacía en el feliz refugio de su ataúd y una de mis
hijas me imploró de rodillas que le permitiera ver por última vez el
rostro de su madre, yo me negué a ello; y que, hace tres años, insa­
tisfecho con mi saqueo a toda una nación extranjera, también les
robé las propiedades a mis hijas y rematé ese crimen presentándome
en los tribunales mediante terceros para defender ese acto, dando un
espectáculo al mundo civilizado. Ya lo he dicho: son injustos y abu­
sivos, resucitan y dan nueva actualidad a cosas como esa o cualquier
otra que pueda usarse en mi contra. Pero nunca mencionan nada
mío que pudiera contar a mi favor. He dedicado a las artes más dine­
ro que cualquier otro monarca de mi época, y lo saben. ¿Y hablan
de ello? ¿Lo mencionan siquiera? No, no dicen nada. Prefieren con­
vertir lo que llaman “siniestras estadísticas” en ofensivas lecciones
de jardín de infancia, con el fin de horrorizar a los sensibleros y vol­
verlos en mi contra. Dicen que si se llenaran cubos con toda la san­
gre inocente derramada por el rey Leopoldo en el Estado del Con­
go, y esos cubos se pusieran el uno al lado del otro, la hilera alcan­
zaría una longitud de dos mil millas; que si los esqueletos de sus
diez millones de asesinados y muertos por el hambre pudieran le­
vantarse y marchar en fila, tardarían siete meses y cuatro días en
pasar todos por un punto determinado; que todos agrupados en
multitud ocuparían más terreno que San Luis, Feria Mundial inclui­
da; que si todos aplaudieran a la vez con sus huesudas manos, el tru­
culento chasquido se oiría a una distancia de...
¡Maldición, cuánto me cansa esto! Y hacen milagros similares con el
dinero destilado de esa sangre que me he llevado al bolsillo. Lo apilan
en pirámides egipcias y alfombran Sallaras con él, lo ponen en los cie­
los y su sombra crea el crepúsculo en la Tierra. Y que cuántas lágri-

385
Mark Twain

mas he causado, cuántos corazones he roto... ¡Oh, nada puede con­


vencerlos para que dejen eso en paz!
[Hace una pausa, como si meditara.]
Bueno... No importa, ¡aún así, engañé a los yanquis! Eso me consuela.
[Lee con sonrisa burlona la “Orden de Reconocimiento del Presi­
dente”, del 22 de abril de 1884.]

...el Gobierno de los Estados Unidos anuncia su conformidad y da


su aprobación a los bondadosos y humanos objetivos de (mis planes
para el Congo) y ordena a los oficiales de los Estados Unidos, tanto
de mar como de tierra, que reconozcan su bandera como pertene­
ciente a un gobierno amigo.

Probablemente, los yanquis querrían retractarse ahora de ello, pero


descubrirán que para algo tengo agentes en América del Norte. Por
este lado no corro peligro, pues ninguna nación o gobierno puede
permitirse admitir que ha cometido una torpeza.
[Sonríe satisfecho y empieza a leer el Informe del reverendo W. M.
Morrison, misionero americano en el Estado Libre del Congo.]

Cuento aquí algunos de los muchos incidentes atroces que he obser­


vado personalmente; delatan el sistema de saqueo y ultraje organi­
zado que ahora mismo emplea el rey Leopoldo de Bélgica en este
infortunado país. Y si menciono al rey Leopoldo es por que él, y sólo
él, es el verdadero responsable, dado que es soberano absoluto de
estas tierras. Y así se declara él. Cuando nuestro Gobierno puso los
cimientos del Estado Libre del Congo en 1884, al reconocer su ban­
dera, poco imaginaba que la preocupación disfrazada de filantropía
del rey Leopoldo de Bélgica era en realidad un truco de uno de los
gobernantes más astutos, despiadados y carentes de conciencia que
se han sentado en un trono. Y digo todo esto sin tener en cuenta su
conocida moralidad corrupta, que ha convertido su apellido y el
de su familia en un insulto en dos continentes. Con toda seguridad,
nuestro Gobierno nunca habría reconocido esa bandera de saber que

38 6
La tragedia del Congo

quien pedía el reconocimiento era sólo el rey Leopoldo, de saber que


estaba instaurando una monarquía absoluta en el corazón de Africa,
de saber que, tras acabar con la esclavitud africana en nuestro país
con un alto precio en sangre y dinero, estaba estableciendo en África
una forma de esclavitud aún peor.

[Sonríe con malevolencia.]


Sí, fui demasiado listo para los yanquis. Les duele, les irrita. ¡No
consiguen asimilarlo! Y esto también les avergüenza de otro modo
que aún es más grave, pues nunca podrán limpiar sus anales del repro­
chable hecho de que su vana república, esa autoproclamada campeona
y defensora de las libertades del mundo, haya sido la única democra­
cia de la historia que empleó su poder e influencias ¡para establecer
una monarquía absoluta!
[Contempla con gesto hostil una majestuosa pila de panfletos.]
¡Malditos sean esos misioneros entrometidos! Escriben miles de esas
cosas. Parecen estar siempre presentes, siempre espiando, siempre pre­
senciando lo que pasa, y todo lo que ven lo ponen por escrito. Siempre
acechando en todas partes; y los nativos los consideran sus únicos ami­
gos y acuden a ellos con sus penas, mostrándoles las cicatrices y heridas
infligidas por mi policía, exhibiendo los muñones de sus brazos y
lamentándose porque les hayan cortado las manos como castigo por no
haber recolectado suficiente caucho, y como prueba ante mis oficiales
de que se llevó a cabo el castigo requerido y que era el adecuado. Uno
de esos misioneros vio ochenta y una de esas manos secándose al fuego
para ser entregadas a mis oficiales y, naturalmente, tuvo que ponerlo
por escrito y publicarlo. ¡Viajan y viajan, y espían y espían! ¡Y nada les
parece demasiado trivial como para no consignarlo a la letra impresa!
[Coge un panfleto. Lee un pasaje de Informe de un “Viaje hecho en
julio, agosto y septiembre de 1903, por el reverendo A. E. Scrivener,
misionero británico ”.]

...no tardamos en hablar y, sin necesidad de animarlos, los nativos


empezaron a contarme las historias a las que ya tanto me había acos-
Mark Twain

tumbrado. Vivían en paz y tranquilidad cuando los hombres blancos


llegaron por el lago con todo tipo de peticiones para hacer esto y aque­
llo, y pensaron que eso significaba la esclavitud, así que intentaron ale­
jar a los hombres blancos de sus tierras, pero sin resultado. Los rifles
eran demasiado poderosos, así que se sometieron e intentaron vivir lo
mejor posible en esas nuevas circunstancias. Primero llegó la orden de
construir casas para los soldados, y eso se hizo sin quejas. Luego hubo
que alimentar a los soldados y a los hombres y mujeres —parásitos
todos ellos— que los acompañaban. Después les dijeron que les lleva­
ran caucho. Eso era nuevo para ellos. Había caucho en el bosque, a
varios días de distancia de sus hogares, pero no sabían que pudiera
tener algún valor. Se ofreció una pequeña recompensa y corrieron a
por el caucho. «Qué raros son los blancos que nos dan telas y cuentas a
cambio de la savia de un árbol silvestre.» Se regocijaron con lo que
creyeron su buena fortuna, pero la recompensa fue reduciéndose hasta
que al final les pedían caucho a cambio de nada. Intentaron oponerse,
pero, para su sorpresa, los soldados dispararon contra algunos de ellos,
y a los que quedaban en pie se les dijo, con muchos insultos y golpes,
que fueran a por más caucho o matarían a más personas. Aterrados, se
pusieron a preparar la comida para las dos semanas fuera del poblado
que implicaba la recolecta. Los soldados los descubrieron todavía en el
poblado. «¿ Cómo? ¿ Aún seguís aquí?» ¡Bang! ¡Bang! ¡Bang! Y unos y
otros cayeron muertos entre sus esposas y conciudadanos. Grande fue
su dolor y quisieron preparar a los muertos para su entierro, pero no se
les permitió. Todos debían salir ya para la selva. ¿Sin comida? Sí, sin
comida. Y los pobres diablos tuvieron que irse sin ni siquiera maderos
para hacer fogatas. Muchos murieron de hambre y de frío, y aún
muchos más por los rifles de los feroces soldados de la estación. Pese a
todos sus esfuerzos, la cantidad de caucho recolectada era cada vez
menor y cada vez mataban a más y más hombres.
Me mostraron la zona y me señalaron dónde habían estado los
poblados de los antiguos jefes. Un cálculo aproximado arroja el
resultado de que, siete años antes, la población dentro y fuera de la
estación sería de unas dos mil personas en un radio de, pongamos.
La tragedia del Congo

cuatrocientos metros. En este momento, apenas podría reunirse a


más de doscientas personas, y hay tanto dolor y tristeza en ellos que
su número disminuye con rapidez.
Nos quedamos allí todo el lunes, y hablamos con mucha gente. El
domingo, uno de los chicos mencionó haber visto unos huesos, y pedí
que me los mostraran. Había muchos huesos y cráneos humanos, a
veces esqueletos completos, esparcidos por la hierba a pocos metros de la
cabaña que yo ocupaba. Conté treinta y seis cráneos y vi muchos grupos
de huesos sin su calavera. Llamé a uno de los hombres y le pregunté
qué era eso. «Cuando empezó lo del caucho», dijo, «los soldados mata­
ron a tantos que nos cansamos de enterrarlos, y muy a menudo no nos
permitían hacerlo, así que arrastrábamos los cuerpos hasta la hierba y
los dejábamos allí. Hay cientos de ellos por los alrededores, por si quie­
res verlos». Pero ya había visto más que suficiente, y tenía el estómago
revuelto por las historias que me habían contado hombres y mujeres
acerca de los espantosos tiempos que habían vivido. Las atrocidades
búlgaras se considerarían suaves al lado de lo que se ha hecho aquí. No
sé cómo pudo permitirlo la gente, e incluso ahora me maravillo al pen­
sar en su paciencia. Doy gracias porque alguno consiguiera huir.
(...) Estuve allí dos días y una de las cosas que más me impresionó
fue la recolecta de caucho. Vi largas hileras de hombres llegando,
igual que en Mbongo, con sus cestitas bajo el brazo; vi cómo les pa­
gaban con una lata llena de sal, y los dos metros de percal que se
entregaba a los jefes; vi su temblorosa timidez y mucho más aún; lo
que prueba el estado de terror en el que viven y la virtual esclavitud
a la que están sometidos.

Así son ellos; espían y espían, y luego publican hasta la menor nimie­
dad. Y ese cónsul británico, ese tal Casement, es como ellos. Consiguió
el diario de uno de los funcionarios de mi gobierno y, pese a ser un dia­
rio privado que no debería leer nadie aparte de su dueño, el Sr. Case­
ment demostró tal falta de delicadeza y de clase que incluso llegó a
publicar pasajes del mismo.
[Lee un pasaje del diario.]

389
Mark Twain

Cada vez que el cabo sale a recoger el caucho, se le entregan cartu­


chos. Dehe devolver todos los que no haya usado; y por cada uno
usado, debe traer una mano derecha. M.P. me contó que a veces uti­
lizan un cartucho para cazar un animal; y entonces le cortan la
mano a un hombre vivo. Rara ilustrar hasta qué extremo llega este
asunto, me dijo que, en seis meses, ellos —el Estado— en el río
Momboyo, habían utilizado 6.000 cartuchos, lo que significa que
6.000 personas han muerto o han sido mutiladas. O más de 6.000,
porque me han contado en repetidas ocasiones que los soldados
matan a los niños utilizando la culata de sus armas.

Cuando ese sutil cónsul cree que el silencio será más efectivo que
las palabras, emplea el silencio. Aquí deja que sea evidente que mil
muertes y mutilaciones al mes es una cantidad muy grande para una
región tan pequeña como la concesión del río Momboyo, haciendo
silencioso hincapié en su tamaño al acompañar su informe con un
mapa del prodigioso Estado del Congo, donde no hay sitio para
reflejar algo tan pequeño como ese río. Con ese silencio quiere decir:
«Si son mil al mes en este pequeño rincón, ¡imaginen lo que será
en todo este enorme Estado!». Un caballero no debería rebajarse a
semejantes trapacerías.
Y ahora hablemos de las mutilaciones. Está visto que no hay forma
de despistar a los críticos del Congo y mantenerlos despistados; te
esquivan para contraatacar desde otra dirección. Están llenos de tru­
cos arteros. Cuando empezó a llegar a Europa noticia de las mutila­
ciones (cortar manos, castrar hombres, etc.), se nos ocurrió discul­
parnos con una réplica que creimos que los desconcertaría de una vez
por todas, dejándoles sin saber qué decir; o sea, achacando osada­
mente esa costumbre a los nativos, diciendo que nosotros no la in­
ventamos, sólo la continuamos. ¿Y les desconcertó eso? ¿Les calló la
boca? Ni durante una hora. Esquivaron la réplica y contraatacaron
diciendo que «si un rey cristiano ve alguna diferencia moral entre
inventar sangrientas barbaridades e imitarlas de salvajes, que, por
caridad, obtenga el consuelo que pueda de su religión».
La tragedia del Congo

Pero lo más asombroso es la forma en que se comporta ese cónsul,


ese espía, ese cotilla.
[Coge el panfleto Trato de mujeres y niños en el Estado del Congo,
presenciado por el Sr. Casement en 1903.]
¡Ni dos años hace de esto! Difundirlo entre el público y fecharlo es
de una calculada malicia. Pretende socavar las declaraciones de mi ofi­
cina de prensa, que dicen que la crueldad de mis actos en el Congo cesó
por completo hace muchos, muchos años. Pero a este hombre le encan­
tan las nimiedades, disfruta con ellas, se regodea en ellas, las cuida, las
cultiva, las pone por escrito. Uno no necesita aburrirse leyendo su
monótono informe para darse cuenta; lo demuestran los encabeza­
mientos de cada uno de sus capítulos.
[Lee.]

Doscientas cuarenta personas, hombres, mujeres y niños, son obliga­


dos a proporcionar cada semana al Gobierno una tonelada de comida
preparada, recibiendo como única remuneración la bonita suma de 13
chelines y 10 peniques.

De acuerdo, es un precio a mi aire. Apenas un penique por semana


para cada negro. Y a este cónsul le encanta denigrarlo, cuando sabe
bien que podría haber obtenido a cambio de nada tanto comida como
mano de obra. Y puedo probarlo con mil ejemplos.
[Lee.]

Una expedición contra una aldea que no había cumplido con su


cuota (obligatoria) de comida, tuvo por resultado dieciséis personas
masacradas, entre ellas tres mujeres y un niño de cinco años. Se lle­
varon a diez personas, presas hasta que se pagara su rescate, entre las
cuales había un niño que murió en el viaje.

Pero se cuida de no explicar que si nos vemos obligados a recurrir al


secuestro es para cobrar las deudas allí donde la gente no tiene con
qué pagar. Las familias que escapan a la selva venden como esclavos a

391
Mark Twain

algunos de sus miembros para pagar así el rescate. Y sabe que yo deja­
ría de hacerlo si encontrase una forma menos censurable de cobrar sus
deudas... Mm... ¡Aquí tenemos otra exquisitez del cónsul! Transcribe
la conversación que mantuvo con unos nativos.

—¿ Cómo sabéis que eran los hombres blancos quienes ordenaban


que se os hicieran esas crueldades? Esas cosas tienen que haber sido
hechas por los soldados negros, sin conocimiento del hombre blanco.
—Los hombres blancos les decían a sus soldados: «Sólo matáis muje­
res; no sabéis matar hombres. Debéis demostrar que matáis hombres».
Y entonces, cuando los soldados nos mataban —Aquí se detuvo, dudó
y luego, señalando las partes pudendas de mi bulldog, que dormía
tumbado a mis pies, continuó—■; nos cortaban esas cosas y se las lleva­
ban a los hombres blancos, quienes les decían: «Es verdad, habéis ma­
tado hombres».
—¿Decís que es verdad? ¿ Trataron así a muchos de vosotros des­
pués de matarlos?
—(Todos, gritando) ¡Nkoto! ¡Nkoto! (¡A muchos!¡A muchos!)
No había duda de que aquellas gentes no estaban inventando. Su
vehemencia, el destello de sus ojos, su nerviosismo, no eran simulados.

Y el crítico tiene que divulgarlo, claro; carece de amor propio.


Todos los de su calaña me reprochan esto, pese a saber que no disfru­
to castigando a los hombres de esta forma concreta, que lo hago sólo
como advertencia a otros delincuentes. Los castigos comentes no sir­
ven con esos salvajes ignorantes; no les impresionan.
[Lee más encabezamientos]

Región devastada, población reducida de 40.000 habitantes a 8.000.

No se molesta en decir cómo sucedió. Es fértil en ocultamientos.


Quiere que sus lectores y esos reformadores del Congo, pertenecientes
a la ralea de Lord Aberdeen Norbury, John Morley o Sir Gilbert
Parker, crean que los asesinaron a todos. Cuando no es así. La mayoría
La tragedia del Congo

de ellos escapó, huyó a la selva con sus familias durante las incursiones
del caucho, y murió allí de hambre. ¿Cómo podemos evitar eso?
Uno de mis apenados críticos comenta que «otros gobernantes cris­
tianos cobran impuestos a su pueblo, pero proporcionan a cambio
escuelas, tribunales, carreteras, luz, agua y protección a la vida y el
cuerpo; el rey Leopoldo cobra impuestos a su nación robada, sin dar
a cambio nada que no sea hambre, terror, dolor, vergüenza, cautive­
rio, mutilación y masacre». ¡Ése es su estilo! ¡Nada proporciono! He
llevado el Evangelio a los supervivientes, y esos censores lo saben,
pero preferirían cortarse la lengua a mencionarlo. He pedido muchas
veces a mis hombres que den a los moribundos la oportunidad de
besar el signo sagrado y no tengo duda de que, en caso de que me
hayan obedecido, habré sido el humilde medio por el que se han sal­
vado muchas almas. Ninguno de mis difamadores ha tenido la ele­
gancia de mencionar esto, pero no nos demoremos en ello, pues a Él
no se le habrá pasado, y ese es mi solaz y mi consuelo.
[Deja el informe, coge un panfleto, y lo mira por encima.]
Aquí es donde se habla de la “trampa mortal”. El reverendo W. H.
Sheppard, un misionero entrometido haciendo de espía. Habló con
uno de mis soldados negros tras una incursión, engañándolo para
sacarle detalles. El soldado comenta:

—Exigí50 esclavos a un lado del río y yo al otro; dos colmillos de


marfil, 2.500 bolas de caucho, ij cabras, 10 gallinas y 6perros, algo
de grano, etc.
—¿ Cómo tuvo lugar la lucha? —pregunté.
—Mandé que sus jefes, subjefes, hombres y mujeres, vinieran un
día concreto, diciendo que iba a poner fin a este asunto. Una vez
cruzaron las puertas de ese cercado (cuyas paredes estaban hechas de
vallas de otras aldeas) exigí que me pagasen o los mataría a todos.
Cuando se negaron, ordené cerrar las puertas para que no pudieran
huir, y los matamos dentro del cercado. Pero las paredes se cayeron y
algunos escaparon.
—¿Cuántos matasteis? —pregunté.

393
Mark Twain

—Matamos muchos. ¿ Quiere verlos?


Era justo lo que yo quería.
—Creo que aquí matamos entre ochenta y noventa, pero no sé a
cuántos matamos en las otras aldeas. Envié a mis hombres y yo no fui.
Caminamos hasta la llanura situada junto al campamento. Allí
había tres cadáveres, sin carne de cintura para abajo.
—¿Por qué les han arrancado la carne y sólo quedan los huesos?
—pregunté.
—Mi pueblo se los ha comido —respondió al punto, pasando luego
a explicarse—. Los hombres con hijos jóvenes no comen gente, pero
los demás sí.
A la izquierda yacía un hombre muy grande, con un tiro en la
espalda y sin cabeza, (Todos los cadáveres estaban desnudos.)
—¿Dónde está la cabeza de este hombre? —pregunté.
—Han hecho un cuenco con su frente para moler tabaco y diamba.
Seguimos andando y mirando hasta muy avanzada la tarde, y
contamos cuarenta y un cuerpos. Los demás habían sido devorados
por los hombres.
En el camino de vuelta encontramos a una joven con un tiro en
la nuca a la que le habían cortado una mano. Pregunté por qué y
Mulunba N’Cusa explicó que siempre les cortaban la mano derecha
para luego poder entregarla al Estado.
—¿Podrías enseñarme las manos? —pregunté.
Así que nos condujo hasta una construcción de madera, bajo la
cual ardía un fuego lento, y allí estaban las manos diestras. Conté
ochenta y una en total.
Vi que había no menos de sesenta mujeres (bena pianga) prisioneras.
Afirmo que hemos investigado este ultraje tan a fondo como nos
resultó posible, y hemos concluido que todo fue un plan para sacarle
el mayor número de bienes a ese pobre pueblo, y luego atraparlo y
matarlo en esa trampa mortal.

¡Ya tenemos otro detalle más! El canibalismo. Informan de los casos


de canibalismo con una frecuencia ofensiva. Mis difamadores no se

394
La tragedia del Congo

olvidan de subrayar que, como soy un monarca absoluto y con una


sola palabra podría hacer que en el Congo dejase de pasar lo que sea
que desee impedir, todo lo que se haga allí se hace con mi permiso, y
es un acto mío, un acto personal mío, que yo cometo, que la mano de
mi enviado es en realidad mi mano, unida a mi brazo. Por ello me
retratan ataviado de regente, la corona en la cabeza, masticando carne
humana y farfullando gracias al Altísimo, de quien proviene todo lo
bueno. Cielos, cielos, cielos, esos sensibleros pierden por completo la
tranquilidad cuando se encuentran con cosas como las declaraciones
de ese misionero. Sueltan blasfemias y reprochan a los cielos que siga
con vida semejante villano. O sea, yo. No les parece normal. Se estre­
mecen pensando en cómo se ha reducido la población del Congo, de
veinticinco a quince millones durante los veinte años de mi adminis­
tración, y les dan arrebatos llamándome “el rey con diez millones de
asesinatos en el alma”. Me consideran un “récord”. Y la mayoría de
ellos no se contentan con acusarme sólo de esos diez millones. No,
qué va, calculan que, dado su crecimiento natural, de no ser por mí, la
población sería ahora mismo de treinta millones, por lo que cargan
cinco millones más en mi cuenta, haciendo que mi cosecha de muertes
alcance los quince millones. De este modo, afirman que el hombre
que mató a la gallina de los huevos de oro es también responsable de
los huevos que habría puesto de haberla dejado ilesa. Oh, sí, dicen
que soy un “récord”. Afirman que, si el hambre atacó a la India dos
veces en una sola generación, matando a dos millones de personas de
una población de trescientos veinte, y el mundo entero se llevó las
manos a la cabeza movido por la compasión y el horror, ¡el mundo no
sabría qué hacer con sus emociones de haber podido sustituir yo al
hambre durante veinte años! Esa idea dispara su imaginación, y ven al
Hambre llegando al Congo al cabo de esos veinte años y postrarse
ante mí para decirme: «Enséñame, Señor, veo que sólo soy un apren­
diz». Y luego se imaginan a la Muerte, acudiendo hasta mí, con su
guadaña y su reloj de arena, para suplicarme que despose a su hija y
reorganice y dirija el negocio familiar, ¡ocupándome del mundo ente­
ro! Y para entonces sus mentes enfermas andan desbocadas y sacan

3 95
Mark Twain

sus libros y, teniéndome a mí de modelo, amplían sus esfuerzos, bus­


cando en la historia alguien que esté a mi altura, deteniéndose en
Atila, Torquemada, Gengis Khan, Iván el Terrible y otros semejantes,
regocijándose malévolamente cuando no consiguen encontrarlo. Y
entonces buscan terremotos, ciclones, ventiscas, cataclismos y erup­
ciones volcánicas, y el veredicto es que ninguno de ellos está “al mis­
mo nivel” que yo. Y cuando por fin lo encuentran, o eso afirman, y
dan por terminada su labor, conceden reticentes que sí que hay algo
en la historia que está a mi altura, pero sólo una cosa: El diluvio. Es
excesivo.
Pero siempre son así cuando piensan en mí. En cuanto se mencio­
na mi nombre, son incapaces de cruzarse de brazos, al igual que un
vaso de agua no puede controlarse cuando tiene sales efervescentes
en sus entrañas. ¡La de cosas insólitas que se les puede llegar a ocu­
rrir, teniéndome a mí de inspiración! Un inglés se ofreció a apostar
tres a uno de lo que yo quisiera, no pasando de las 20.000 guineas, a
que durante los próximos dos millones de años sería el visitante más
señalado del infierno. El hombre está tan fuera de sí por la rabia que
no se da cuenta de lo idiota de su idea. Idiota y poco práctica, pues
nadie podría ganar con semejante apuesta; ninguno ganaría, dada la
pérdida de interés de la cantidad en juego, pues al cuatro o cinco
por ciento de interés compuesto, eso daría... No sé exactamente
cuánto, pero para cuando transcurriera ese tiempo y hubiera que
pagar la apuesta, podríamos comprar el mismo infierno con la can­
tidad acumulada.
Otro loco quiere construir un monumento para perpetuar mi nom­
bre, usando como materia prima esos quince millones de cráneos y
esqueletos, y está lleno de reivindicativo entusiasmo por tan extraño
proyecto. Lo tiene todo calculado y dibujado a escala. Con los cráneos
construiría una combinación de monumento y mausoleo que imitaría
con precisión la Gran Pirámide de Keops, cuya base mide 233 metros
de lado y cuya cumbre está a 148 metros de altura. Desea disecarme
y colocarme en lo alto de esa cumbre, con mi túnica y mi corona, mi
“bandera pirata” en una mano y unos grilletes y un cuchillo de carni-
La tragedia del Congo

cero en la otra. Construiría la pirámide en el centro de una llanura des­


poblada, un lugar sombrío y solitario cubierto de hierbajos y de hu­
meantes ruinas de aldeas quemadas, donde los espíritus de los ase­
sinados o los que murieron de hambre entonarían por siempre su la­
mento en el susurro de las errantes brisas. De la pirámide partirían,
como los radios de una rueda, cuarenta grandes avenidas de acceso,
cada una de treinta y cinco millas de largo, bordeadas a ambos lados
por un esqueleto sin cráneo cada metro y medio y unidos por cadenas
y grilletes en las muñecas con mi sello personal: un crucifijo cruzado
por un cuchillo de carnicero, con el lema “por este símbolo, prospe­
ramos”, constando cada lado de esa cerca ósea de doscientos mil es­
queletos, lo cual daría 400.000 por avenida. Se ha comentado con
satisfacción que todos los esqueletos, uno al lado del otro, formarían
una fila de tres o cuatro mil millas —quince millones en total—, que
uniría Nueva York con San Francisco. También se ha comentado, y
con el mismo entusiasmo con que una compañía de ferrocarriles anun­
cia que ha aumentado el recorrido de sus líneas, que tengo una pro­
ducción de 500.000 cadáveres anuales, con la fábrica a pleno rendi­
miento, por lo que, de mantenerme así diez años más, habría cráneos
suficientes para añadir 52 metros más a la altura de la pirámide, con­
virtiéndola así en la construcción arquitectónica más alta de la Tie­
rra con mucho, con esqueletos suficientes para continuar esa hilera
transcontinental mil millas en el interior del Pacífico. Se ha calculado
debidamente el coste de sacar el material de mis “innumerables y muy
dispersos cementerios privados”, transportarlo y construir monumen­
to y avenidas radiales, y alcanza un monto total de varios millones de
guineas, y entonces... entonces va ese idiota y me pide que yo le pro­
porcione el dinero. [Brusca y efusiva dedicación al crucifijo.] Me re­
cuerda que mis ingresos anuales provenientes del Congo se cuentan
en millones de guineas y que sólo necesitaría cinco millones para la
empresa. Todos los días conozco algún intento absurdo de sacarme
dinero; no me afectan, pues ni me paro a pensar en ellos. Pero éste, éste
me preocupa. Me pone nervioso, pues no hay forma de saber qué se le
ocurrirá después a una criatura tan desequilibrada... Si le diera por

3 97
Mark Twain

pensar en recunir a Carnegie... ¡pero debo apartar de mi mente esa


idea! Altera mis días y turba mi sueño. Es buscar la locura. [Hace una
pausa.] Pero no tengo otra salida, debo comprar a Carnegie.’0
[Da vueltas por la sala, molesto, murmurando entre dientes, y vuel­
ve a leer los encabezamientos del libro del cónsul.)

El Gobierno mata de hambre a los hijos de una mujer.


Masacre de mujeres y niños.
Nativos convertidos en seres sin ambiciones, al carecer de esperanza.
Los vigilantes del caucho encadenan a las mujeres por el cuello.
Las mujeres se niegan a tener hijos porque estando embarazadas no
pueden huir y esconderse de los soldados.
Declaración de una niña: «Mi madre, mi abuela, mi hermana y yo
huimos a la selva. Los soldados mataron a muchos de los nues­
tros... Después vieron un trocito de la cabeza de mi madre y
corrieron hacia el lugar donde estábamos, y cogieron a mi abuela,
a mi madre, a mi hermana y a otra niña, más pequeña que noso­
tras. Varios soldados discutieron por mi madre, porque todos la
querían como esposa, y al final decidieron matarla. La mataron
con un arma —le dispararon en el estómago— y ella cayó al suelo;
cuando vi aquello, lloré mucho, porque habían matado a mi
madre y a mi abuela y yo me había quedado sola. Yo lo vi todo».

Da cierta pena, aunque sólo sean negros. Me devuelve al pasado, a


cuando mis hijas eran pequeñas y huían —a su selva, por así decirlo—
cuando me veían venir...
[Reanuda la lectura de los encabezamientos del informe del cónsul.]

Le clavan un cuchillo en el estómago a un niño.


Cuando han cortado las manos, se las llevan a C.D. (oficial blanco) y
las ponen ante él para que las vea. Las dejan allí, porque una vez
las ha visto el blanco, no necesitan llevárselas a P.

50. Andrew Carnegie (1835-1919), millonario filántropo y antiimperialista furibundo. (N. del T.)

398
La tragedia del Congo

Los soldados abandonan en la selva a los niños prisioneros para que


mueran.
Los amigos de una joven capturada fueron a pagar su rescate, pero el
centinela no les dejó pasar; les dijo que el hombre blanco la había
reclamado porque era joven.
Extracto del testimonio de una joven nativa: «De camino, los sol­
dados vieron a un niño pequeñito y, al ir a matarlo, el niño se rió;
el soldado golpeó al niño con la culata de su arma y luego le cortó
la cabeza. Un día mataron a mi hermanastra y le cortaron la
cabeza, las manos y los pies porque llevaba adornos. Después
cogieron a otra hermana y se la vendieron a los W.W.; ahora es
esclava de ellos».

¡El niño se rió! [Hace una larga pausa, murmurando algo para sí.]
Esa inocente criatura. No sé... Habría preferido que no se riera.

Niños mutilados.
El Gobierno favorece el tráfico de esclavos entre tribus. Las mons­
truosas multas impuestas a las aldeas que se retrasan en su tributo
de comida fuerzan a los nativos a vender amigos y niños a otras
tribus para poder pagar la multa.
Un padre y una madre obligados a vender a su hijo.
Viuda obligada a vender a su hijita.

[Irritado.] ¡Allá cuelguen a este quejica monocorde! ¿Qué quiere


que le haga yo? ¿Dejar en paz a una viuda sólo porque es viuda? Bien
sabe él que apenas queda otra cosa que no sean viudas. No tengo nada
contra las viudas en general, pero los negocios son los negocios, y
tengo que vivir, ¿no? Aunque eso cause molestias a alguno que otro.
[Sigue leyendo.]

Hombres intimidados por la tortura de sus mujeres e hijas (para for­


zarlos a conseguir caucho y comida con la que liberar a sus mujeres
de la prisión y de las cadenas). El centinela me explicó que obede-
Mark Twain

cía órdenes de su jefe al capturar a las mujeres y traerlas (unidas


entre sí por el cuello con cadenas).
Un agente me explicó que se veta forzado a atrapar mujeres, mejor
que hombres, porque así aportaban antes las provisiones; pero no
me explicó cómo conseguían su propio alimento los niños que se
quedaban sin sus padres.
Una hilera de quince mujeres (capturadas).
Permiten que mujeres y niños mueran de hambre en las prisiones.

[Musitando.] Morir de hambre. Qué sufrimiento más largo y cons­


tante debe ser eso. Días y días, y más y más días, durante los que el
cuerpo desfallece, pierde fuerzas poco a poco, gota a gota. Sí, debe ser
la muerte más dura de todas. Y ver la comida pasar ante ti todos los
días, sin poder comerla... Por supuesto, los niños llorarían, y eso
encogería el corazón de las madres...
[Suspira.] Bueno, es inevitable; las circunstancias hacen necesario ese
castigo.
[Sigue leyendo.]

¡Sesenta mujeres crucificadas!

¡Qué estúpido, qué poco tacto! Toda la cristiandad se horrorizará y


se le pondrá la piel de gallina al leer esto. «¡El símbolo sagrado pro­
fanado!», gritará la cristiandad. Sí, la cristiandad murmurará. Puede
soportar sin perder la compostura que me acusen de cometer medio
millón de asesinatos anuales, pero que se profane su símbolo es algo
muy diferente. Lo considerará muy grave. Reaccionará y querrá exa­
minar mis actos. ¿Murmurará? Por supuesto; ya me parece oír su gri­
terío en la lejanía... Estuvo mal crucificar a esas mujeres, claramente
mal, manifiestamente mal. Ahora me doy cuenta, y lamento que haya
pasado, lo lamento de verdad. Habría obtenido el mismo resultado
despellejándolas... [Suspira.] Pero no se nos ocurrió; no se puede
pensar en todo. Al final, errar es humano.
Seguro que esas crucifixiones causan un gran alboroto. Las personas

400
La tragedia del Congo

volverán a preguntarse, como ya hicieron en el pasado, ¿cómo puedo


aspirar a ganarme el respeto de la raza humana mientras siga dedican­
do mi vida al asesinato y el pillaje? [Desdeñoso.] ¿Y cuándo he dicho
yo que quiera el respeto de la raza humana? ¿Acaso me confunden
con la masa? ¿Acaso olvidan que soy un rey? ¿Y qué rey ha valorado
alguna vez el respeto de la raza humana? En el fondo de su corazón,
quiero decir. Si reflexionasen un momento, verían que es imposible
que un rey otorgue valor al respeto de la raza humana. Un rey está en
un rango superior y cuando mira al mundo ve multitudes de mansas
cosas humanas que adoran a las personas y se someten a la opresión y
las demandas de una docena de cosas humanas que en nada son mejo­
res o superiores a ellas, que en realidad están hechas a su misma seme­
janza y a partir del mismo barro. Cuando esa multitud habla, lo hace
creyéndose una raza de ballenas, pero un rey sabe que en realidad son
renacuajos. La historia los delata. Si los hombres fueran de verdad
hombres, ¿cómo podría existir un zar? ¿Y cómo podría existir yo?
Pero existimos, estamos a salvo, y, con la ayuda de Dios, seguiremos al
frente del negocio. Y se verá que esa raza seguirá aguantándonos a su
manera dócil y nada memorable. Quizá ponga mala cara de vez en
cuando, y se haga la digna, pero no por eso dejará de vivir de rodillas.
Una de las especialidades del hombre es ponerse digno. Se enfada y
echa espumarajos por la boca y cuando crees que te va a arrojar un
ladrillo, ¡te lanza un poema! ¡Señor, menuda raza!

UN ZAR (1905)

Autócrata de cartón, déspota caducado;


planeta que desaparece a la luz del día;
parpadeante vela ante los luminosos rayos del sol,
consumida hasta la palmatoria; fruta tardía,
olvidada en una rama malograda, madurando hasta pudrirse.

Abandonado de Dios y olvidado por el tiempo,


contempla los resquebrajados confines de sus tierras,

401
Mark Twain

un dios cobarde al que rezan millones de tontos,


de Finlandia en Occidente hasta la lejana Catay,
Señor de un continente sometido a la escarcha,
cuya aparente ruina a su mente obtusa horroriza,
y en el gélido estupor de su sueño
oye apagados truenos, repicando en su caída,
y enormes fragmentos cayendo a las profundidades.”

Me veo obligado a admitirlo, está muy bien; es un gran retrato,


impresionante. Esa chusma sabe manejar la pluma, Aún así, de tener
oportunidad lo mandaría crucifi... despellejar. “Un dios cobarde.”
Qué gran descripción del zar: un dios y un cobarde; no tiene agallas,
el pobre; es un sensiblero que no sabe cuál es su sitio. “Un dios co­
barde al que rezan millones de tontos
Implacablemente correcto; conciso, además de sucinto; el alma y el
espíritu de la raza humana comprimidos en media frase. Arrodillaos
los ciento cuarenta millones de seres humanos. Arrodillaos ante esa
pequeña deidad de hojalata. De ponerlos a todos juntos, su masa se
extendería más y más en la distancia, durante llanuras y llanuras, per­
diéndose y disminuyendo en inconmensurable perspectiva, y ni con la
visión del telescopio podría alcanzarse la última frontera de esa dis­
persión continental de servilismo humano. Veamos, ¿por qué debería
valorar un rey el respeto de la raza humana? Sería irracional esperarlo.
¡Sí que es una raza curiosa! Encuentra defectos en mí y en mis ocupa­
ciones, y olvida que ni yo ni ellas podríamos existir una sola hora más
sin su permiso. La raza humana es nuestra aliada y todopoderosa pro­
tectora, nuestro baluarte, nuestra amiga y nuestra fortaleza. Y por ello
tiene nuestra gratitud, sincera y profunda, pero no nuestro respeto.
Que se retuerza y se revuelva y se enfurezca si quiere, que no pasa
nada; no nos importa.
[Pasa las hojas de un libro de recortes, deteniéndose en uno u otro
para leer alguno y comentarlo.]

51. B.H. Nadal, publicado en el New York Times. (N. de los E.)
La tragedia del Congo

Los poetas... ¡Cómo castigan a ese pobre zar! Franceses, alemanes,


ingleses, americanos... Todos le ladran. Los mejores y los más capaces
de la jauría, y los más feroces, son Swinburne (inglés, me parece) y
esos dos americanos, Thomas Bailey Aldrich y el coronel Richard
Waterson Gilder, de esos periódicos sensibleros que son el Century
Magazine y el Louisville Courier-Journal. Desde luego han proferido
gañidos muy fuertes. No consigo encontrarlos ahora, debo haberlos
traspapelado... Estaría preocupado si la mordedura de un poeta fuera
tan terrible como su ladrido, pero no lo es. Un rey sabio no se preo­
cupa por ellos, pero el poeta no lo sabe. Son como un perrito ante el
rayo. Cuando el zar truena, el poeta se aparta y ladra desde cierta dis­
tancia, para luego volver a su caseta meneando la cabeza con satisfac­
ción, pensando que ha causado un susto memorable, cuando en
realidad no ha pasado nada y el zar no ha notado su presencia. A mí
nunca me ladran; me pregunto por qué será. Los habrá comprado mi
Departamento de Corruptelas. Será por eso, porque seguro que ins­
piro alguno que otro ladrido; debo admitir que soy material de pri­
mera. Vaya, aquí hay un ladrido contra mí.
[Lee el poema entre dientes.]

...¿ Qué te da el sagrado derecho a asesinar la esperanza


y aguar la ignorancia con sangre humana ?

¿De qué elevado poder divisor de universos


obtienes tan sorprendente y madura brutalidad?

Oh, pavor... Dios que contemplas estas cosas,


ayúdanos a borrar este terror de la Tierra.

...No, veo que es Al 7Jarsl. Pero hay quien dirá que me cuadran esas
palabras, y de forma muy ajustada. “Madura brutalidad”. Dirán que la
del zar aún no ha madurado, pero que la mía sí; y no sólo está madura

52. Louise Morgan Sill, publicado en Harper's Weekly. (N. de los E.)

403
Mark Twain

sino que se ha podrido. Nada podría impedirles decir esto; incluso lo


considerarían inteligente. “Este terror.” Permitamos que el zar se quede
ese apodo; yo ya estoy servido. Hace mucho tiempo que soy “el mons­
truo”; era su apodo preferido. Monstruo criminal. Pero ahora tengo
otro. Han encontrado el fósil de un dinosaurio de diecisiete metros
de largo y cinco de alto, y lo exhiben en un museo de Nueva York con
la etiqueta de “Leopoldo n”. Pero eso no tiene importancia, no se le
piden modales a una república. Ah... eso me recuerda que nunca he
sido caricaturizado. ¿Será que los corsarios del lápiz no consiguen
encontrar un símbolo ofensivo que sea lo bastante grande y feo como
para hacer justicia a mi reputación? [Tras meditarlo.] No tengo más
remedio. Debo comprar el dinosaurio. Y hacerlo desaparecer.
[Repasa más encabezamientos. Lee.]

Más mutilaciones de niños. Les cortan las manos.


Testimonios de misioneros americanos.
Pruebas de misioneros británicos.

Todo es lo mismo; tediosas repeticiones y reiteraciones de sucesos


vendidos hasta la saciedad; mutilaciones, asesinatos, masacres, y sigue
y sigue, hasta causarte vahídos. Y entonces aparece el Sr. Morel para
aportar un comentario que bien podría haberse guardado, y sin pri­
varse de incluir algunas cursivas, claro; esta gente no sabe hacer nada
sin las cursivas:

Es de principio a fin una historia descorazonadora de miserias huma­


nas, y es reciente.

Con eso quiere decir 1904 o 1905. No entiendo cómo alguien puede
actuar así. Este Morel es un súbdito real, y la reverencia a la monar­
quía debería haberlo contenido al reflexionar sobre mí de forma tan
pública. Este Morel es un reformador, un reformador del Congo. Eso
da su medida. Publica en Liverpool un periódico llamado The West
African Mail, que se mantiene gracias a donativos de idiotas y sensi-

404
La tragedia del Congo

blcros, y todas las semanas bulle y apesta y supura con las últimas
“atrocidades del Congo”, como las detalladas en este montón de pan­
fletos. Estoy por cerrarlo. Ya he abortado alguno que otro libro sobre
las atrocidades del Congo en cuanto salió de imprenta; así que no
debería serme difícil cerrar un periódico.
[Estudia algunas fotos de negros mutilados y las tira al suelo. Suspira.]
La máquina Kodak ha sido una dolorosa calamidad. De hecho, es
el más poderoso de los enemigos. Los primeros años no teníamos
dificultades en hacer que la prensa “descubriera” que esas historias
de mutilaciones eran libelos, mentiras, invenciones de misioneros
americanos cotillas y extranjeros molestos al descubrir que la “puer­
ta abierta” del Congo de Berlín se les cerraba cuando iban a comer­
ciar allí. Con la ayuda de la prensa conseguimos que las naciones
cristianas del mundo prestaran oídos sordos e irritados a esas histo­
rias, y dijeran cosas muy duras sobre quienes las contaban. Sí, en
aquellos tiempos todo funcionaba de manera armoniosa y agradable,
y se me consideraba el benefactor de un pueblo oprimido y sin ami­
gos. ¡Y de pronto llegó la catástrofe! O sea, la incorruptible máqui­
na Kodak, ¡mandando la armonía al infierno! Es el único testigo que
he encontrado en mi larga experiencia al que no puedo sobornar.
Todos los misioneros yanquis y todos los comerciantes frustrados
que devolvíamos a casa tenían una, y ahora... Bueno, las fotos están
en todas partes, pese a todo lo que hacemos para bloquearlas y des­
truirlas. Diez mil pulpitos y diez mil prensas hablaban constante­
mente bien de mí, negando las mutilaciones con convicción y tran­
quilidad. Y entonces apareció esa pequeña y trivial cámara Kodak,
que hasta un niño puede llevar en el bolsillo, y los enmudeció a
todos sin proferir una sola palabra...
¿Qué es este fragmento?
[Lee.]

¡Basta ya de intentar enumerar sus crímenes! La lista es intermi­


nable, y nunca la acabaremos. Su espantosa sombra cubre todo el
Estado Libre del Congo, y una nación inofensiva de quince millo-

405
Mark Twain

nes de habitantes se marchita bajo ella, sucumbiendo rápidamente


ante sus miserias. Es un país de tumbas, El País de las Tumbas, el
Cementerio Libre del Congo. Resulta majestuosa la idea de que
el episodio más siniestro de toda la historia de la humanidad sea
obra de un único hombre, de un hombre solitario, de un solo indi­
viduo: Leopoldo, rey de los belgas. Es personalmente responsable
de los miles de crímenes que han ensombrecido la historia del Es­
tado del Congo. Es su absoluto y tínico señor. Podría haber impe­
dido los crímenes con solo pedirlo, y hoy día aún podría detenerlos
con una palabra. Pero no pronuncia esa palabra. Por el bien de su
bolsillo.
Resulta extraño ver a un rey destruir una nación, arrasar un país
sólo por el vil dinero, única y exclusivamente por eso. La sed de
conquista es algo regio; los reyes siempre han ejercido ese vicio
estatal; nos hemos acostumbrado a ella, y perdonamos esos viejos
hábitos al percibir cierta dignidad en ellos, pero nos resulta nueva
la sed de dinero, sed de chelines, sed de centavos, sed de sucias
monedas, no para enriquecer a una nación sino para enriquecer
sólo al rey. Nos revuelve el estómago, no conseguimos reconciliar­
nos con ella, nos desagrada, la despreciamos, la consideramos mez­
quina, poco regia, inapropiada. Como demócratas, deberíamos
reírnos y burlarnos de ella, regocijarnos al ver el manto púrpura
arrastrado por el fango, pero... Bueno, por mucho que lo intente­
mos, no podemos. Y al ver a este espantoso rey, este rey despiada­
do y empapado en sangre, este rey enloquecido por el dinero, que
se dirige al cielo aislado del mundo por sus sórdidos crímenes, sin
amigos y al margen de la raza humana, único en toda su casta,
antigua o moderna, pagana o cristiana, que se ha convertido en
carnicero por su beneficio personal, lo consideramos objetivo jus­
to y legítimo para el escarnio de aristócratas y plebeyos, y las im­
precaciones de todos los que ignoramos fríamente al opresor y al
cobarde y... Bueno, es un misterio, pero no queremos mirar, pues
es un rey, y eso nos duele, nos preocupa: un instinto antiguo y
heredado hace que nos avergüence ver a un rey degradado de

406
La tragedia del Congo

este modo, y nos negamos a conocer los detalles de lo sucedido.


Nos estremecemos y apartamos la mirada cuando los vemos en
papel impreso.

Muy cierto, ¡esa es mi protección! Y seguiréis apartando la mira­


da, como que conozco a la raza humana.
Apéndice
Escrito por Mark Twain
para la edición de 1906

.Desde que se publicó la primera edición de este panfleto, el Congo


ha entrado en un nuevo capítulo de su historia. La Comisión del rey
admite que el retrato expuesto en las páginas precedentes es correc­
to. Afirma que se cometen terribles abusos bajo el gobierno del rey.
El rey retuvo el informe durante ocho meses, pero sus comisionados
estaban demasiado afectados por el horror que se les expuso duran­
te su visita al Estado del Congo y los testimonios recabados llegaron
al mundo por otros medios. El resumen del informe que Bruselas
envió a la prensa europea y americana estaba hábilmente editado,
procurando pasar por alto la responsabilidad del rey en esa ver­
güenza, pero la historia que contaba el documento auténtico es tan
horrenda como todo lo que puede encontrarse en las transparentes
declaraciones de los misioneros. Por tanto, los hechos son claros,
indiscutibles e indiscutidos. El cortejo de los que vilipendiaban el
testimonio de los misioneros, dando esa imagen idílica de las condi­
ciones de vida bajo el gobierno del rey que engañó a los desinfor­
mados, ha abandonado el escenario dejando que sea Leopoldo quien
aguante el embate, junto al esqueleto que se niega a seguir escondido
en el armario del Congo.
Hay algo que el informe no hace. No juzga ni acusa al sistema
que engendró esa nauseabunda progenie de iniquidades, ni el de­
seo del rey de obtener la propiedad personal de 800. 000 millas cua-

409
Mark Twain

dradas”de territorio, con todo lo que contiene, y el empleo de hor­


das salvajes para hacer realidad ese deseo. La Comisión sostiene
que no le corresponde juzgar esta política. Al estar así descalificada
para atacar la raíz de esa enormidad, los comisionados propusieron
todas las reformas superficiales que se les han ocurrido. Y el rey se
ha apresurado a aceptar sus sugerencias, solicitando su ayuda refor­
madora en una nueva comisión. De este nuevo grupo de catorce
miembros, todos menos dos están comprometidos por su pasada
defensa y mantenimiento de la política del rey del Congo.
Así acabó la investigación del rey sobre sí mismo; sin duda mucho
menos jubilosa de lo que esperaba, pero tan poco efectiva como esta­
ba previsto. Se ha cubierto una etapa. La siguiente será que actúen las
potencias responsables de la existencia del Estado del Congo. Estados
Unidos está entre ellas. Semejante procedimiento se ha concretado en
peticiones al Presidente y al Congreso firmadas por John Wanamaker,
Lyman Abbott, Henry Van Dyke, David Starr Jordan y otros muchos
ciudadanos relevantes. Pocas veces ha tenido la hermandad de nacio­
nes civilizadas un motivo más justo para acudir a La Haya o a cual­
quier otro lugar de reunión disponible, y acaba de sonar la hora pre­
destinada para ese encuentro.

ALGUNAS COSAS QUE DICE EL INFORME DE LA COMISIÓN DEL REY

Exceptuando los bastos cultivos que apenas alcanzan para alimentar a


los nativos y abastecer a las estaciones, todos los productos del suelo
se consideran propiedad del Estado o de las sociedades concesiona­
rias... Incluso se ha admitido que los nativos no pueden disponer de
los frutos de la tierra que ocupan de un modo diferente a como lo
hacían antes de que se constituyera el Estado.
Cada funcionario al cargo de una estación, o cada agente al cargo de
una factoría, exige a los nativos los más diversos impuestos en trabajo
o especies, sin cuestionarse en que se basa para imponerlos, haciéndo-

53. 1.280.000 kilómetros cuadrados. (N. de los F..)

4IO
1.a tragedia del Congo

lo, bien para satisfacer sus propias necesidades y las de su estación,


bien para explotar las riquezas del domaine... Son los propios agentes
quienes regulan los impuestos y se ocupan de su recaudación, tenien­
do un interés directo en aumentarlos, pues reciben bonificaciones
proporcionales a lo recolectado.
Los misioneros, tanto católicos como protestantes, cuyo testimonio
escuchamos en Leopoldville, fueron unánimes al subrayar la general
miseria existente en la región. Uno de ellos dijo que «si este sistema
que obliga a los nativos a alimentar a los 3.000 trabajadores de Leo­
poldville continúa cinco años más, acabará por exterminar a la pobla­
ción del distrito».
Los funcionarios judiciales nos informaron de las tristes consecuen­
cias del sistema de porteadores: agota a las desdichadas personas some­
tidas a él, y amenaza con su destrucción parcial.
En la mayoría de los casos, el nativo debe realizar cada quincena
una marcha de uno o dos días para llegar a la parte de la selva donde
se encuentran en cierta abundancia las plantas del caucho. Una vez
allí, el recolector pasa varios días sumido en una existencia miserable.
Debe construirse un refugio improvisado que, evidentemente, no es
sustituto de su choza. Carece de la comida a la que está acostumbra­
do. Está privado de su esposa, expuesto a las inclemencias del clima y
al ataque de bestias salvajes. Una vez recogido el caucho, debe llevar­
lo a la estación del Estado o de la Compañía, y sólo entonces volver a
su aldea, donde podrá estar no más de dos o tres días, pues ya se acer­
ca la siguiente fecha de entrega. Nada de esto fue negado en las diver­
sas estaciones de la a.b.i.r. que visitamos, donde la norma aceptada es
tomar a las mujeres como rehenes, someter a los jefes de tribu a labo­
res serviles, humillarlos, azotar a los recolectores de caucho y permitir
la brutalidad de los empleados negros sobre los prisioneros.
Según los testigos, esos ayudantes negros, sobre todo los estaciona­
dos en las aldeas, se convierten en déspotas, reclaman mujeres y comi­
da, y matan sin compasión a todo el que intente resistirse a sus deseos.
La veracidad de estas acusaciones quedó confirmada por numerosas
pruebas e informes oficiales.

411
Mark Twain

Las consecuencias suelen ser atroces. Y no es de extrañar. Si en


el curso de esas delicadas operaciones, cuyo objetivo es conseguir
rehenes e intimidar a los nativos, no se ejerce una vigilancia cons­
tante sobre los instintos sanguinarios de los soldados, en cuanto
la autoridad superior envía una expedición de castigo, es muy di­
fícil impedir que degenere en una masacre, acompañada de pillaje e
incendios.

EL GOBIERNO DE LOS ESTADOS UNIDOS Y EL ESTADO DEL CONGO

La Asociación Internacional del Congo fue reconocida por los Esta­


dos Unidos el 22 de abril de 1884. Nueve meses después, ese recono­
cimiento era refrendado por Alemania y, luego, por las demás po­
tencia europeas. Se celebraron dos conferencias internacionales donde
las potencias se constituyeron en guardianes del pueblo del territorio
del Congo, comprometiéndose a velar por los principios adoptados
por la administración. El Gobierno de los Estados Unidos participó de
forma destacada en ambas conferencias. El Presidente de los Estados
Unidos no sometió al Acta de Berlín a su ratificación en el Senado,
por considerar que su completa adopción implicaba apoyar las recla­
maciones territoriales de potencias rivales sobre la región del Congo.
Finalmente, sería el Acta de Bruselas, con una cláusula que protegía
ese punto concreto, la ratificada formalmente por los Estados Unidos.
En cuanto a si tenemos o no la obligación de echar una mano a ese
pueblo que se muere, que el lector inteligente lo juzgue por sí mismo.

Stanley no vio más fortaleza o bandera de civilización alguna que la


de los Estados Unidos, que él mismo transportó a lo largo de ese
río... La primera petición de reconocimiento y apoyo moral se dirigió
de forma natural y justa al Gobierno cuya bandera fue la primera en
pasearse por la región.

John A. Kasson
North American Review, febrero de 1886
La tragedia del Congo

Este Gobierno hizo conocer desde el principio su vivo interés por el


bienestar y el progreso futuro de esa vasta región que ahora queda
bajo el sabio cuidado de Su Majestad, siendo la primera potencia que
reconoció la bandera de la Asociación Internacional del Congo como
perteneciente a un estado amigo.

El presidente Cleveland al rey Leopoldo


ii de septiembre de 1885

El reconocimiento de los Estados Unidos dio nueva vida a la Aso­


ciación, cuya existencia estaba gravemente amenazada por intereses
y ambiciones enemigas.

Henry Morton Stanley


El Congo, vol.i, página 383

El (el Presidente de los Estados Unidos) desea ver la mayor amplitud


posible al delimitar la región que dependerá de este benévolo Gobier­
no (el de la Asociación Internacional del Congo), coherente con los jus­
tos derechos territoriales de otros Gobiernos.

Discurso del Sr. Kasson, representante de los Estados Unidos


Conferencia de Berlín, 1886

La Conferencia de Berlín aceptó deforma tan clara la opinión de los


Estados Unidos que Herr von Bunsen, al resumir las actas, asignó a
los Estados Unidos el primer puesto de influencia en la Conferencia,
después de Alemania.

John A. Kasson
North American Review, febrero de 1886

Al enviar un representante a esta asamblea, el Gobierno de los Estados


Unidos desea evidenciar el gran interés y profunda simpatía que le

4U
Mark Twain

suscita la gran labor filantrópica que pretende realizar la Conferencia.


Nuestro país siente más que ningún otro un inmenso interés por el tra­
bajo de esta Asamblea.

Edwin Holland Terrell, representante norteamericano


Conferencia de Bruselas,
ia sesión, 19 de noviembre de 1889

El Sr. Terrell informa a la Conferencia de que está autorizado por su


Gobierno para firmar el Acta General que se adopte.
El Presidente dice que el Ministro de comunicaciones de los Estados
Unidos será recibido con gran satisfacción por la Conferencia.

Anales de la Conferencia
Bruselas, 28 de junio de 1890

Afirmando hablar en nombre de Dios Todopoderoso, tal como hicie­


ron en Berlín, los firmantes (de Bruselas) declararon sentirse igual­
mente animados por la firme intención de acabar con los crímenes y
la devastación engendrados por el tráfico de esclavos africanos, y de
proteger de manera efectiva a las poblaciones aborígenes, garanti­
zándoles los beneficios de la paz y la civilización.

H. R. Fox Bourne
Civilization in Congoland

El Presidente tiene la esperanza de que el Gobierno de los Estados


Unidos, el primero en reconocer al Estado Libre del Congo, no sea
de los últimos en acudir en su ayuda cuando así lo necesite.

Comentario del Presidente belga.


Conferencia de Bruselas,
sesión del 14 de mayo de 1890
La tragedia del Congo

¿ S E DEBERÍA AHORCAR AL REY LEOPOLDO?”

Entrevista del Sr. W. T Stead al reverendo John H. Harris, en Baringa,


estado del Congo, publicada en The English Review of Reviews, en
septiembre de 1905

El misionero entrevistado no es responsable de la sugerencia un tanto


chocante que encabeza esta entrevista. El crédito, o descrédito, según se
prefiera, corresponde por completo al editor, que desea un debate serio
y sin dogmatismos sobre el tema. Los puritanos y sus descendientes tie­
nen en poca estima la santidad que parece envolver a un rey, desde que
se le cortó la cabeza a Carlos 1 frente al Palacio de Whitehall, hace ya
casi doscientos cincuenta años. Por tanto, nada chocante o ridículo hay
en debatir la cuestión, cuando los actos de un soberano son tales que
justifican los servicios del verdugo público. Por supuesto, a un perio­
dista no le corresponde juzgar tal cosa, pero el escritor público no tiene
función más importante que la de llamar la atención sobre las grandes
injusticias, y ninguno de sus deberes es más necesario que el de insistir
en que no debe permitirse que rango o posición alguna protejan a un
criminal de la justicia, una vez descubierto su crimen.
La controversia existente entre la Asociación para la Reforma del
Congo y el emperador del Congo ha alcanzado la etapa en que se
hace necesario dar el paso que lleve a la reparación de atroces injusti­
cias y al castigo de criminales no menos atroces. El reverendo J. H.
Harris, misionero inglés, ha vivido los últimos siete años en esa re­
gión del centro de África —el Alto Congo— que el rey Leopoldo ha
entregado a uno de sus vampíricos grupos de socios financieros (co­
nocido como compañía a.b.i.r.), con el acuerdo estrictamente finan­
ciero de llevarse la mitad de los beneficios que se obtengan de la
sangre y el sufrimiento de los nativos. Acaba de volver a Inglaterra y
el mes pasado me llamó para darme las últimas noticias del Congo. El

54. Este artículo llegó a mis manos cuando lo anterior ya estaba en prensa y se recomienda su
lectura al rey y a los lectores de su soliloquio. (M. T.)

4H
Mark Twain

Sr. Harris es un hombre joven que vive en un peligroso estado de


furia volcánica, lo cual no es de extrañar. Tras presenciar durante siete
años la devastación causada por el Estado vampiro, es imposible negar
que tiene motivos para estar furioso. Empezó a hablar como lo hacen
quienes salen del abismo para contar horrendas historias de asesina­
tos, mujeres ultrajadas y asesinadas y niños mutilados, todo un des­
file infernal de horrores, acompañados de un canibalismo que, por
increíble que parezca, a veces era voluntario y a veces impuesto por
las ordenes de los oficiales, y yo le interrumpí, diciéndole:
—Querido Sr. Harris, los traductores de los despachos provenientes
de la India abrevian la primera página de la carta con las palabras
“después de las cortesías”, o “d.c.”. Le sugiero que abreviemos nues­
tra conversación sobre el Congo con las palabras “después de las atro­
cidades”, o “d.a”. Como dijo el otro día Lord Percy en la Cámara de
los Comunes, son tan constantes y monótonas que resulta innecesario
volver sobre ellas. Ninguna mente razonable duda ya de lo que su­
cede en el Congo: la explotación económica de medio continente
mediante la fuerza armada de unos pocos oficiales, cuyo único obje­
tivo y propósito es extorsionar la mayor cantidad de caucho en el
menor período de tiempo, proporcionando así los mayores dividen­
dos posibles a los dueños de las concesiones.
—Bien —dijo el Sr. Harris con reticencia, al estar acostumbrado a
hablar con personas que requieren que se les cuente este funesto asun­
to de principio a fin—, ¿qué es lo que quiere saber?
—Quiero saber si considera que es el momento de llevar al rey
Leopoldo ante un tribunal internacional para que responda de los crí­
menes perpetrados en el Estado del Congo siguiendo sus órdenes y
sirviendo a sus intereses.
El Sr. Harris hizo una pausa de un momento antes de responder.
—Eso dependerá de lo que haga el rey con el informe de la Comi­
sión, que ahora está en sus manos.
—¿Se ha publicado ese informe?
—No, y la cuestión es si llegará a publicarse alguna vez. Para nues­
tra gran sorpresa, la Comisión, que todos esperábamos que fuese una

416
La tragedia del Congo

pantalla creada para arrojar arena a los ojos del público, ha resultado
estar compuesta por personas muy respetables que han atendido con
imparcialidad a las pruebas, sin rechazar testimonios bona-fide de tes­
tigos fiables, y que se vieron abrumadas por la multitud de horrores
expuestos ante ellas, y que, creemos, debieron llegar a la conclusión de
que la administración del Congo necesita una revolución completa.
—¿Está usted seguro de que es ese el caso, Sr. Harris?
—Sí, muy seguro. La Comisión nos impresionó muy favorable­
mente a todos en el Congo. Algunos de sus componentes nos pare­
cieron ejemplos admirables de estadistas independientes y solidarios.
Eran conscientes de actuar en calidad de jueces; sabían que les miraba
toda Europa y, en vez de convertir su investigación en una farsa, la
hicieron realidad, y, estoy seguro, sus conclusiones serán tan conde­
natorias para el Estado que de no actuar el rey Leopoldo en conse­
cuencia, y permitir que esa infernal situación continúe progresando
sin control, cualquier tribunal internacional que juzgase delitos cri­
minales podría enviar al responsable al cadalso sólo con las pruebas
reunidas por la Comisión.
—Desgraciadamente —dije yo—, en este momento, el Tribunal de
La Haya no juzga delitos criminales internacionales, ni está cualifi­
cado para llevar al banquillo a acusado alguno, esté o no coronado.
Pero, ¿no cree que, dada la evolución de la sociedad, se hace necesaria
la constitución de esa corte criminal?
—Ahora mismo sería muy conveniente —dijo el Sr. Harris—, y no
se necesitaría ni una sola prueba más que el informe de la Comisión
para justificar que se envíe a la horca al responsable de que semejantes
abominaciones existan y se sigan manteniendo.
—¿Ha leído alguien el texto del informe?
—Cuando la Comisión volvió en marzo a Bruselas, parte del con­
tenido de ese informe era un secreto a voces. La Asociación para la
Reforma del Congo publicó mucho de lo obtenido. Los miembros de
la Comisión admitieron dos cosas cuando aún estaban en el Congo:
primero, que las pruebas sobre las fechorías que hasta entonces se
negaban resultaban abrumadoras, y, segundo, que esas mismas prue-

417
Mark Twain

bas reivindicaban la posición de los misioneros. Descubrieron, como


descubriría cualquiera que vaya al Congo, que los únicos europeos
residentes allí son los misioneros, y sólo los misioneros. Que los re­
presentantes del Estado del Congo llegan allí sin conocer la lengua,
sin saber nada del país y sin nada en la mente que no sea apoyar a las
compañías concesionarias en su extorsión del caucho. Parecen sor­
dos, ciegos y mudos, y no buscan dejar de serlo. Se van al cabo de dos
o tres años, siendo sustituidos por otros emigrantes tan ignorantes
como ellos, mientras que los misioneros se quedan allí año tras año,
manteniéndose en contacto personal con los nativos, hablando su len­
gua, respetando sus costumbres, e intentando defender sus vidas lo
mejor que pueden.
—Pero, Sr. Harris —señalé—, ¿acaso no vive allí un tal Grenfell,
misionero baptista, que durante todos estos años ha sido un defensor
convencido del Estado del Congo?
—Cierto, y siento decir que era así. Pero ya no lo es. El Sr. Grenfell
acabó abriendo al fin los ojos, y ahora está en las filas de los conven­
cidos. Ya no puede negar la abrumadora cantidad de pruebas acumu­
ladas contra la Administración del Congo.”
—¿Se informó del contenido del informe de la Comisión a los repre­
sentantes del Estado, antes de que ésta abandonase el Congo?
—A los principales representantes, sí —dijo el Sr. Harris.
—¿Con qué resultado?
—En cuanto el representante de mayor rango, el equivalente en
África a Lord Curzon en la India, tuvo en su poder las conclusiones
de la Comisión, el horrendo significado de las mismas le convenció de
que se había acabado la partida, por lo que fue a su habitación y se
cortó el cuello. Cuando volví a Europa me sorprendió descubrir la
poca importancia que se daba al significado de ese suicidio. Unas bre­
ves líneas en un periódico anunciaban el suicidio de un funcionario
del Congo. Nadie que las leyera podría haberse dado cuenta de que

55. La estación del Sr. Grenfell está en el Bajo Congo, en una región apartada de las vastas
zonas de caucho del interior.
La tragedia del Congo

ese suicidio tenía para el Congo el mismo significado que habría teni­
do, por ejemplo, el suicidio de Lord Milner de haberlo cometido nada
más recibir las conclusiones de una Comisión Real enviada a informar
sobre su administración en Sudáfrica.
—Bueno, en ese caso, Sr. Harris —dije—, si el gobernador general
se corta el cuello para no afrontar el calvario y la desgracia pública,
casi podríamos esperar ver alguna vez al rey Leopoldo en el banquillo
de La Haya.
—Responderé a eso —dijo el Sr. Harris—, citando las palabras con
que la Sra. Sheldon respondió a mis colegas, los Sres. Bond, Ellery,
Ruskin, Walbaum, Whiteside, y a un servidor, el 19 de mayo del pa­
sado año, cuando le preguntamos: «¿Por qué debería temer el rey
Leopoldo someterse al tribunal de La Haya?». La Sra. Sheldon con­
testó: «Los hombres no van al cadalso y meten la cabeza en el nudo
corredizo cuando pueden evitarlo».
G. W. Williams, Roger Casement,
Arthur Conan Doyle y Mark Twain
LA TRAGEDIA DEL CONGO

C uando 1876, Leopoldo II de Bélgica creó la


en

Asociación Internacional Africana y financió luego la


expedición de Stanley al río Congo (1879-1884), se esta­
ban poniendo las bases para una de las mayores tragedias
de la humanidad.
Al principio, tanto Europa como los Estados Unidos
apoyaron lo que creyeron que era una misión humanita­
ria y civilizadora. Pero en realidad se estaba permitiendo
que uno de los peores monstruos de la historia diese
rienda suelta a sus ansias de riqueza, sin que nadie supie­
ra lo que estaba de verdad ocurriendo en “el corazón de
las tinieblas”: el exterminio cruel de los habitantes de la
región.
Sólo cuando comenzaron a surgir textos de denuncia,
la opinión pública empezó a ser consciente de la realidad.
E diciones del V iento presenta en este volumen, tradu­

cidos por primera vez al español, cuatro durísimos docu­


mentos fundamentales para que el lector comprenda, de
primera mano, la magnitud de la tragedia del Congo.

EDICIONES DEL VIENTO


viento simún j 6

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