La Tragedia Del Congo
La Tragedia Del Congo
La Tragedia Del Congo
Prefacio 209
Introducción ^ 213
1 De cómo se fundó el Estado Libre del Congo 217
11 El desarrollo del Estado del Congo 225
ni El funcionamiento del sistema 241
iv Las primeras consecuencias del sistema 247
v Más consecuencias del sistema 263
vi Voces desde las tinieblas 273
vil El informe del cónsul Casement 287
viii La comisión del rey Leopoldo y su informe 301
ix El Congo después de la comisión 325
x Algunos testimonios católicos sobre el Congo 337
xi Las pruebas hasta la fecha 343
xn La situación política 357
xiii Algunas disculpas del Estado del Congo 363
xiv Soluciones 369
Apéndice 373
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Nota del editor
pero con asombrosa fuerza todos los males que acosaron al Congo, y
tiene el mérito de ser uno de los primeros documentos en denunciar
públicamente las fechorías de Leopoldo y además el de haber sido
escrito por un negro.
Williams era un afroamericano con mucha preparación y experien
cia: había participado en la Guerra de Secesión, y luego estudió en la
Universidad, ejerció como clérigo, escribió varios libros de historia
y se dedicó a dar conferencias, entre otras muchas cosas. Llegó al
Congo con el plan de llevar negros norteamericanos a trabajar a Áfri
ca; así recuperarían sus raíces y, a la vez, ayudarían al desarrollo de sus
hermanos más primitivos.
Cuando comprendió lo que allí estaba ocurriendo, no pudo conte
nerse y publicó su carta en forma de panfleto. Aquello puso punto
final a todos sus planes: se le cerraron las puertas y se le dio la espalda.
Falleció prematuramente de tuberculosis, lo que supuso un gran ali
vio para el Gobierno del Congo, ya que estaba escribiendo una exten
sa obra sobre los abusos cometidos en el país.
Pero quizá el documento más importante fue el informe que el cón
sul británico, Roger Casement, realizó sobre la situación en el Congo
en 1903. Constituye un documento histórico espeluznante y es, tal
vez, de los cuatro aquí incluidos, el texto que más impresionará al lec
tor, por el tono oficial que lo impregna —lo cual le confiere gran vera
cidad y realismo—, porque algunos comentarios positivos iniciales
recalcan su objetividad y porque nunca se deja llevar abiertamente
por la ira o el desprecio que la circunstancia merece. Precisamente eso
transmite mejor la sensación de impotencia, el dolor, la incredulidad
que sintió Casement ante todo lo presenciado. Es además un magnífi
co libro de viajes.
El informe aún tardó en difundirse porque el rey belga sabía el daño
que podía hacerle semejante documento firmado nada más y nada
menos que por un cónsul británico. Hay que tener en cuenta que
Casement había viajado al Congo años antes, y estaba perfectamente
capacitado para observar los cambios que se habían producido con
la nueva administración. Cuando el texto por fin vio la luz, lo hizo
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miso. Estos oficiales perciben una paga doble: como soldados y como
civiles. No es mi deber criticar el uso ilegal y anticonstitucional de
dichos oficiales cuando entran al servicio de este Estado africano.
Semejante crítica llegará, con más elegancia, de algún estadista belga
que recuerde que no subsiste relación constitucional u orgánica entre
este Gobierno y la monarquía absoluta y completamente personal
que Vuestra Majestad ha establecido en África. Pero me tomo la liber
tad de decir que muchos de esos repesentantes son demasiado jóvenes
e inexperimentados como para que se les confíe la complicada tarca de
tratar con las razas nativas. No conocen el carácter nativo y carecen
de sensatez, sentido de la justicia, entereza y paciencia. Ellos han ale
jado a los nativos del Gobierno de Vuestra Majestad, han sembrado la
semilla de la discordia entre tribus y aldeas, y algunos han manchado
el uniforme del oficial belga con el asesinato, el incendio intencionado
y el robo. Otros representantes han servido fielmente al Estado y
merecen un buen trato por parte de su Real Señor.
De estas observaciones generales deseo pasar, ahora, a las acusacio
nes concretas contra el Gobierno de Vuestra Majestad.
PRIMERA
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SEGUN DA
TERCERA
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CUARTA
quinta
sangre suele fluir con cada golpe, cuando se sabe emplear. Las cruelda
des infligidas a soldados y trabajadores no pueden ni compararse con
los sufrimientos de los pobres nativos a los que, bajo el más mínimo
pretexto, arrojan a las miserables prisiones del Alto Congo. No puedo
detenerme a hablar de las dimensiones de dichas cárceles en esta carta,
pero lo haré en el informe que presentaré ante mi Gobierno.
SEXTA
SÉPTIMA
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OCTAVA
NOVKNA
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DÉCIMA
UNDÉCIMA
DUODÉCIMA
CONCLUSIONES
t. Edmund Musgrave Barttelot (1X59-1888), oficial del Ejército británico que acompañó a Stanley
en la expedición para liberar a Emín Pachá. Stanley lo dejó al mando de una de las columnas que la
componían, y parece ser que Barttelot tardó poco en perder la cabera. (N. de la T.)
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Geo. W. Williams
Cataratas Stanley, Africa Central
18 de julio de 1890
Informe general del Sr. Casement
al marqués de Lansdowne1
ROGER CASEMENT
Señoría:
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volví, por lo que pude establecer una comparación entre cómo es
taban las cosas cuando los nativos vivían sus primitivas vidas en
comunidades anárquicas y desorganizadas, sin que los europeos los
controlasen, y la situación creada por más de una década de una
intervención europea muy enérgica. Nadie que conociera la región
del Alto Congo con anterioridad podría dudar de que buena par
te de esta intervención fuese necesaria, y hoy aún quedan pruebas
generalizadas de la gran energía desplegada por los representantes
belgas a la hora de introducir sus métodos de dominio sobre una de
las regiones más primitivas de África.
Unas estaciones admirablemente construidas y mantenidas reciben
al viajero en muchos lugares; una flota de vapores fluviales que suman
un total de, creo, cuarenta y ocho buques, propiedad del Gobierno
del Congo, navegan por el gran río y sus principales afluentes a inter
valos definidos. Así se proporcionan medios de transporte frecuentes
a algunas de las zonas más inaccesibles del África Central.
Una vía férrea, excelentemente construida teniendo en cuenta las
dificultades a encontrar, conecta los puertos costeros con Stanley
Pool, atravesando una extensión de terreno complicado, que antes, al
fatigado viajero que se trasladaba a pie, le oponía muchos obstáculos
a superar y muchos días de gran esfuerzo físico. Hoy la línea férrea
funciona con gran eficiencia, y he visto muchas mejoras, tanto per
manentes como de gestión, desde la última vez que estuve en Stanley
Pool, en enero de 1901. La región de las cataratas, por la que pasa el
ferrocarril, es un tramo de unas 220 millas de ancho, en general im
productivo e incluso estéril Esta región, según creo, es la tierra, o al
menos el lugar de procedencia, de la enfermedad del sueño, un tras
torno espantoso que se está abriendo camino, demasiado rápidamen
te, hacia el corazón de África, y que incluso ha llegado a cruzar el
continente entero hasta alcanzar casi las costas del Océano índico. La
población del Bajo Congo se ha visto gradualmente reducida por los
estragos incontrolados de esta enfermedad, de momento incurable y
sin diagnosticar y, siendo una de las causas de la aparentemente rotun
da disminución de la vida humana que he observado por todas partes
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LEOPOLDVILLE
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menos cada año, mientras que las exigencias que se les hacen siguen
siendo las mismas, o incluso tienden a incrementar.
La estación que el Gobierno tiene en Leopoldville y su numerosa
plantilla existe casi exclusivamente en relación con el funcionamiento
de los vapores del Gobierno en el Alto Congo.
Un médico europeo está a cargo del hospital para europeos y de
otro establecimiento diseñado como hospital para nativos. En la esta
ción del Gobierno reside también otro médico, cuyos estudios bac
teriológicos son continuos y merecedores de elogio. Sin embargo, el
hospital para nativos es un lugar inapropiado, aunque no —según me
han dado a entender— por culpa del equipo médico local. Cuando
visité las tres chozas de barro que hacen las veces de hospital para
nativos, todas destartaladas y dos de ellas casi sin tejado de paja, en
contré diecisiete pacientes con la enfermedad del sueño, hombres y
mujeres, que yacían en medio de la suciedad más completa. La ma
yoría estaba en el suelo, algunos de ellos fuera del camino, delante de
las chozas, y una mujer se había caído al fuego justo antes de que yo
llegara (se encontraba en la fase final e insensible de la enfermedad) y
se había producido unas terribles quemaduras. La habían vendado,
pero seguía tirada en el exterior, en el suelo, con la cabeza casi dentro
de la hoguera, y mientras yo intentaba hablar con ella, al girarse, se
tiró encima un recipiente de agua hirviendo. Las diecisiete personas
que vi se hallaban, todas, muy cerca del final y, durante mi segunda
visita, dos días después, el 19 de junio, encontré a una de ellas muer
ta al aire libre.
En contraste, un tanto sorprendente, con la situación de abandono
de estas personas, encontré, a un par de cientos de metros de distan
cia, el taller del Gobierno para la reparación y puesta a punto de los
vapores. Aquí todo era luminosidad, atención, orden y actividad, y
resultaba imposible no admirar y encomiar la laboriosidad que había
creado y mantenido en un constante y buen estado de funcionamien
to un centro tan útil. Durante mi estancia en Leopoldville, y con la
ayuda de un misionero local, se intentaron mejorar las condiciones de
los enfermos del hospital para nativos, pero en respuesta a la inter-
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CHUMBIRI
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Chumbiri próximas a las orillas del río. Las gentes de las poblaciones
ribereñas, y de una franja de veinte millas hacia el interior, deben
mantener la línea libre de maleza, y en muchos lugares, el camino del
telégrafo hace las veces de útil sendero público entre aldeas vecinas.
Algunos de los nativos de la zona se quejaban porque, a cambio de
ese servicio público obligatorio, no habían recibido remuneración de
ninguna clase; y, los que vivían lejos, porque les resultaba muy difícil
conseguir alimento cuando estaban alejados de casa ocupándose de di
cha tarea. La investigación realizada en la zona dejó claro que durante
un año entero no se había efectuado pago alguno por este trabajo.
A los hombres también se les exige que trabajen en el puesto de
recolección de madera para los vapores del Gobierno, próximo a la
zona, y que está a cargo de un capataz nativo o capita, a su vez bajo el
mando de un Chef de Poste europeo en Bolobo, la estación guberna
mental más cercana, a unas cuarenta millas río arriba. A estos leñado
res, aunque se les obliga a trabajar y a veces se les retiene de manera
irregular, se les paga satisfactoriamente por su trabajo.
Las aldeas de Chumbiri tienen que proporcionar kwanga (el pre
parado de raíz de mandioca antes mencionado) para el vecino puesto
de recolección de madera; y la cantidad que se les pide resulta, según
ellos, excesiva para su capacidad de abastecimiento, y desproporcio
nada para el valor recibido a cambio. Me enteré de que el suministro
que se les exigía era de 380 kwanga (o tortas de mandioca cocida)
cada seis días, y que cada torta pesaba entre dos y tres kilos; lo que
equivale a un total de entre 770 kilos y una tonelada de comestibles
cuidadosamente preparados a la semana. A cambio se les paga una
barra de latón por kwanga, lo que supone una suma total de 19 fr.
para todas las aldeas cuya misión consiste en mantener avituallado el
puesto de tala de árboles. Después de calcular al detalle el número
de habitantes de dichas aldeas, estos suman un total —con hombres
mujeres y niños incluidos— de 240 personas. Además de preparar el
alimento y de recorrer con él una distancia considerable hasta el pues
to del Gobierno, estas gentes deben colaborar en mantener limpia la
línea del telégrafo y en proporcionar trabajadores para el Gobierno.
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BOLOBO
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LUKOLELA
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EL LAGO MANTUMBA
Desde Irebu, recorrí unas veinticinco millas hasta llegar a Ikoko, que
había sido una gran aldea situada en la orilla norte del lago Man-
tumba, donde hay una misión que pertenece a la Unión Misionera
Baptista Americana. En el lago Mantumba permanecí diecisiete días,
tiempo durante el cual visité el puesto que el Gobierno tiene en
Bikoro, en la orilla este del lago, y muchas aldeas nativas dispersas por
las proximidades del lago. También viajé en barco, corriente arriba,
por uno de los ríos que desembocan en el lago, y visité tres poblados
nativos situados a lo largo de esta vía fluvial. El lago Mantumba es
una gran extensión de agua que mide entre 25 y 30 millas de largo, y
unas 12 o 15 millas en la parte más ancha, rodeada de una densa vege
tación. Los habitantes del distrito son de la tribu ntomba, se encuen
tran en estado salvaje y como armas usan unos arcos y unas flechas
muy buenos, y unas lanzas mal hechas. Además, en la selva hay mu
chas familias o clanes de una raza enana llamada batwa, mucho más
salvaje e indómita que los ntomba, que forman el grueso de la pobla-
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ción. Tanto los batwa como los ntomba siguen siendo caníbales, y el
canibalismo aún está presente en la zona, aunque de forma reprimida
y no tan abiertamente como antes. En los días previos a la fundación
del Gobierno del Estado del Congo, las gentes del lago Mantumba
eran los pescadores y comerciantes más activos de todo el Alto Con
go. En flotas de canoas, se adentraban en la zona más profunda del
Congo y recorrían largas distancias, luchando para abrirse camino si
era necesario, en busca de compradores para su pescado o sus escla
vos, o para hacerse con estos últimos. Todo eso ha desaparecido y, a
excepción de algunas canoas pequeñas utilizadas para pescar, no vi en
el lago, ni en las muchas aldeas en las que me detuve a lo largo de sus
orillas, ninguna canoa comparable a las que se veían con tanta fre
cuencia en el pasado. El jefe de una de las aldeas que visité, investido
por el Estado, me contó que recientemente había comprado una bue
na canoa por 2.000 barras de latón (100 fr.), en la que había enviado su
impuesto semanal de pescado al puesto local del Gobierno. El fun
cionario que lo mandaba se había quedado con la canoa, la había uti
lizado para transportar soldados del Gobierno, y ahora la estaban
usando en un puesto de tala de árboles gubernamental, que me nom
bró, situado en el río principal. No había recibido nada por la pérdida
de su canoa, y cuando le aconsejé presentar el asunto ante el funcio
nario local responsable, quien, sin duda, se habría quedado con la
canoa sin ser consciente de lo que hacía, se levantó el taparrabos y,
mientras me señalaba el lugar donde lo habían azotado con un chico
te, me dijo: «Si me quejo, sólo conseguiré más de esto». Aunque tenía
miedo de protestar a nivel local, aquel jefe declaró estar perfectamen
te dispuesto a acompañarme si yo lo llevaba ante uno de los jueces del
Congo o, mejor aún, hasta Boma. Le aseguré que una declaración
como la que había realizado ante mí recibiría toda la atención en
Boma, y que si podía demostrar que era verdad, obtendría una satis
facción por la pérdida de su canoa.
Más de una vez se me hicieron declaraciones similares a ésta, a
menudo corroboradas por muchos testigos, durante mi viaje alrede
dor del lago, algunas de ellas indicando, incluso, un incumplimiento
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del deber aún más grande. El mismo jefe me contó que uno de los
representantes del Gobierno en el distrito (de hecho, el mismo hom
bre que se había quedado con su canoa) le había dado tres esposas. El
oficial había estado “haciéndole la guerra” a una aldea de la selva en la
que yo me hallaba, porque no le había entregado la provisión de ali
mentos exigida, y como resultado de las medidas punitivas tomadas,
la aldea había quedado destruida y se habían hecho muchos prisione
ros. Por eso, varias de las mujeres apresadas no tenían hogar y fueron
distribuidas entre algunos de los jefes investidos por el Estado en el
distrito. Mi informante me dijo: «Aquel día regalaban esposas. A mí
me dio tres. Pero el jefe de Bokoti se llevó cuatro». El jefe continuó
diciendo que, desde entonces, una de aquellas “esposas” se había esca
pado, ayudada, según se quejaba él, por un hombre que vivía en su
aldea y que era esclavo, pero procedente de la aldea de ella.
La población de las aldeas situadas a las orillas del lago parece haber
disminuido un 6o o un 70 por ciento en los últimos diez años. En
1893 se intentó empezar a cobrar un impuesto en caucho en esta
zona, y durante unos cuatro o cinco años, este impuesto sólo pudo
cobrarse pagando el coste de una lucha continuada. Como la tarea de
reunir caucho les resultaba poco menos que imposible, las autorida
des la abandonaron en el distrito, y los habitantes que quedan entre
gan ahora una provisión semanal de comestibles para la manutención
del campamento militar de Irebu, o del enorme cafetal de Bikoro.
Varias de las aldeas que visité también proporcionan a esta última
estación un impuesto quincenal de copal, que las selvas circundantes
producen en abundancia. El copal también se lava y se extiende en las
orillas del lago. La cantidad de este producto proporcionada por cada
aldea, y por la que se les valora, es de diez sacos por quincena. Ofi
cialmente, cada saco contiene 25 kg., por lo que el impuesto suma un
total de un cuarto de tonelada a la quincena. Pero cuando intenté
levantar uno de esos sacos, que estaban llenando en uno de los pobla
dos nativos en los que estuve, descubrí que deben pesar bastante más
de 25 kg., por lo que llegué a la conclusión de que cada saco represen
ta esa cantidad neta de resina de copal. Se pierde bastante producto en
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gentes eran salvajes y sabían muy bien los muchos crímenes que ha
bían cometido, seguramente temían que el hombre blanco del Gobier
no acudiese a castigar su mala conducta. Añadió que, sin duda, habían
sufrido un “pasado espantoso” a manos de algunos de los funciona
rios que lo habían precedido en la administración local, y que llevaría
tiempo volver a ganarse la confianza de aquellas gentes. Dijo que a él
seguían acudiendo hombres a los que los soldados del Gobierno les
habían cortado las manos en aquellos tiempos horribles, y que en el
país que nos rodeaba aún había muchas víctimas de esa clase de muti
lación. Mientras estuve en el lago conocí de primera mano dos de esos
casos. Uno era un joven al que le habían arrancado ambas manos a
golpes con la culata del rifle contra un árbol; el otro, un chaval de 11 o
12 años, al que le habían cortado la mano derecha por la muñeca. El
niño me describió las circunstancias en las que había sido mutilado y,
en respuesta a mi pregunta, me dijo que, aunque entonces estaba heri
do, notó perfectamente el momento en que le cortaron la muñeca,
pero se quedó quieto, sin moverse, por miedo a que lo matasen. En
ambos casos, los soldados del Gobierno iban acompañados por ofi
ciales blancos, cuyos nombres se me facilitaron. Seis nativos (una
niña, tres niños pequeños, un joven y una mujer) que habían sido
mutilados de la misma forma durante el régimen del caucho, habían
recibido los cuidados de la misión americana local, donde se les pro
tegió, pero en la época de mi visita todos, excepto uno, habían muer
to. La mujer había muerto a principios de este año, y su sobrina me
describió cómo se había llevado a cabo su mutilación. El día que partí
del lago Mantumba, cinco hombres a los que les habían cortado las
manos, llegaron a la aldea de Nyange, cruzando el lago, para verme,
pero al saber que ya había zarpado, regresaron a sus casas. Un mensa
jero acudió a contármelo y yo lo envíe a Nyange para buscarlos, pero
ya se habían dispersado. Posteriormente, tres de ellos regresaron, pero
demasiado tarde para verme. Supongo que eran algunos de esos a los
que el Sr. Wauters había hecho referencia, porque llegaban del país
que rodea la estación de Bikoro. Incluyo las declaraciones de este
tipo, realizadas por las dos personas mutiladas a las que vi, y por otras
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miento de lo exigido a cada aldea, y los primeros hombres a mano
que pertenezcan a la comunidad infractora pagarán en la cadena de
presidiarios el error general y, posiblemente, el fallo individual de
otros. A veces, a los hombres que se llevan de esta forma ya no los
vuelven a ver en sus casas. Se los llevan como mano de obra a estacio
nes del Gobierno que están lejos, o los alistan como soldados en la
Force Publique. Me dieron los nombres de muchas de estas gentes que
se llevaron así del distrito de Mantumba, y en algunos casos, sus
parientes habían sabido de su fallecimiento en regiones lejanas del
país. Creo que esta costumbre estaba más generalizada en el pasado,
pero aún sigue existiendo ahora, y a gran escala: yo pude advertir dis
tintos casos en distritos muy separados entre sí. Los oficiales que lle
van a efecto esta clase de arrestos no parecen tener otra táctica, a no
ser recurrir a medidas punitivas o al castigo corporal individual; mien
tras los nativos afirman que, como los impuestos están distribuidos de
forma desigual, y ellos no hacen más que disminuir en número, la
presión ejercida sobre ellos cada semana suele resultarles insoportable,
y algunos eluden pagar ese impuesto siempre recurrente y desagrada
ble. Si el ganduleo se generaliza, en lugar de ejercer las medidas pu
nitivas sobre los individuos, se toman contra la comunidad rebelde.
Cuando no terminan en lucha, pérdida de vidas y destrucción de las
propiedades nativas, conllevan multas muy duras que se le exigen a la
aldea que ha incumplido. Unos cinco meses antes de mi presencia en
el lago Mantumba, tuvo lugar una expedición de poca importancia. La
aldea culpable era la de Mwebi, esa que, cuando quise visitarla, ni uno
solo de sus habitantes se quedó en ella para verme. Se decía que la
aldea llevaba unas tres semanas de retraso con el pescado que debía
llevar al campamento de Irebu. Una fuerza armada la ocupó, a las
órdenes de un oficial, y capturó diez hombres y ocho canoas. Las
canoas y los prisioneros se trasladaron a Irebu por el lago, mientras
que el grueso de la expedición regresó por tierra.
Mi informador, que habitaba un poblado próximo a Mwebi, en el
que yo estaba de visita por entonces, me contó que había visto cómo
se llevaban a los prisioneros a Irebu, vigilados por una guardia de seis
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soldados negros, atados con una cuerda nativa tan tirante, que gritaban
de dolor. El grupo se detuvo en su aldea para pasar la noche. Aquellos
hombres estuvieron diez días retenidos en Irebu, hasta que las gentes
de Mwebi entregaron la provisión de pescado y pagaron la multa.
Después de ser liberados, dos de aquellos hombres murieron, uno
cerca de Irebu, y el otro a la vista del poblado en el que me hallaba; mi
informador añadió que dos más murieron poco después de su regreso
a Mwebi. El jefe, que los había visto, dijo que los prisioneros estaban
enfermos y que, en las muñecas y los tobillos, llevaban las marcas de
las correas que habían utilizado para atarlos. De las canoas capturadas,
a Mwebi sólo devolvieron las viejas; las mejores fueron confiscadas.
El nativo que me relató este incidente añadió que es una estupidez
por parte del hombre blanco llevarse hombres y canoas de un lugar
tan pequeño como Mwebi, para castigarlo por la escasez de su provi
sión de pescado. «Los hombres eran necesarios para pescar, al igual
que las canoas», me dijo, «y al llevárselos, a la gente de Mwebi le
resultó aún más difícil cumplir con su deber». Fui a Mwebi con la
esperanza de poder verificar la verdad de ésta y otras declaraciones
relacionadas con las penalidades recientemente impuestas a estas gen
tes a causa de su desobediencia, pero debido a su timidez —sea cual
fuere la causa de la misma—, me resultó imposible entrar en contacto
con ellos. No hay duda de que se vigila atentamente a los habitantes
del distrito y todos sus movimientos. En el pasado, huían en gran
número al territorio francés, pero a muchos se les impidió hacerlo por
la fuerza.
Hoy, las autoridades congoleñas ponen trabas a los contactos de
este tipo, no utilizando las duras medidas del pasado, pero sin duda
de forma igualmente efectiva. En una carta fechada el 2 de julio de
1902, el actual comandante del campamento de Irebu le escribió lo
siguiente al reverendo E.V. Sjóblom, un misionero sueco (ya falleci
do), que entonces estaba al frente de la misión de Ikoko:
COQUILHATVILLE
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Fr.
Kwanga, 130 barras 7,jo
Pescado, 9/ barras 4,73
Esteras de palma, 180 barras 9,00
2 canoas de leña, 1 barra 0,03
21,30
Los pagos por la leña se hacían con un recibo para ser canjeados
anualmente, pero Botolo me dijo que él se había negado a aceptar el
pago anual de 50 barras (2,50 fr.) por las 104 canoas llenas de leña
entregadas durante los doce meses. Para obtener dichas provisiones,
Botolo había tenido que comprar, frecuentemente, tanto pescado
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Barras Valor
c.
fr.
150 raciones kwanga, 3 barras unidad 750 37,5°
95 raciones pescado, 10 barras unidad 95° 47,5°
900 esteras de palma, 1 barra unidad 900 45,00
2 canoas de leña, 20 barras cada una 40 2,00
Total 132,00
Por lo que, sin tener en cuenta el pescado fresco o las aves de corral,
la pequeña aldea de Botolo, compuesta por 8 familias, perdía r 10 fr. 70
c. a la semana. Al final del año, a pesar de haber entregado a la estación
del Gobierno alimentos y productos por valor de 6.864 fr-> como pago
habían recibido 1.107 fr. 60 c. Botolo tenía que cumplir, personalmen
te, con una parte del impuesto mayor que los demás, y supe que el
valor de su contribución personal alcanzaba las 80 libras, 3 chelines y 4
peniques al año según los precios locales, mientras que recibía 9 libras
y 15 chelines en pagos del Gobierno. Por lo tanto, su unidad familiar
—dos esposas, su madre y otros dependientes de él—, que ocupaba
tres chozas de cañas y hierba, contribuía con una cantidad neta anual
de 70 libras, 8 chelines y 4 peniques.
Aquellos que estaban al corriente de las condiciones locales con
firmaron que estas cifras eran correctas. Botolo afirmó que su her
mano mayor, Bokoli Kongo, era en realidad el jefe del poblado, pero
que unos ocho meses antes Bokoli Kongo había sido arrestado por
la escasez de sus provisiones de pescado y kwanga. Entonces el
Commissaire había impuesto a la aldea una multa de 5.000 barras (250
fr.), que Botolo había pagado, con la ayuda de un jefe vecino llamado
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WALLA Y WANGATA
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que se usan sobre todo para armar a los centinelas —llamados “guar
das forestales”— que se acantonan, en cantidades considerables, en las
aldeas nativas de toda la concesión para ocuparse de que los hombres
escogidos en cada poblado aporten, con regularidad, la cantidad fija
da de caucho puro que se les exige cada quincena. No tengo manera
de determinar el número de esta clase de hombres armados que em
plea la compañía a . b . i . r ., pero vi a muchos de ellos al navegar cau
ce arriba por el río Lopori, y el arma de uno de aquellos centinelas
—que era un salvaje ngombe— llevaba marcado en la culata ‘Depot
2210’. Además de todos esos guardas forestales, provistos de armas
de percusión que, en distancias cortas, puede resultar un arma muy
eficaz, la compañía a . b . i . r . tiene un armamento bastante completo de
rifles Albini. La ley limita el uso de estos rifles a veinticinco unidades
por cada factoría. Creo que los dos vapores cuentan con un arma
mento similar.
El Secteur de Bongandanga, que fue el único distrito de la conce
sión de la a . b . i . r . que visité, tiene tres factorías, de manera que el
número de rifles permitido en ese distrito sería de setenta y cinco.
No sé qué clase de límites, si es que existe alguno, se imponen en
cuanto al número de cartuchos Albini permitidos para la defensa de
dichas factorías. Cuando estuve en el Alto Congo, una de las com
pañías concesionarias más grandes del Congo había solicitado a sus
directores de Europa una mayor provisión de cartuchos. Los direc
tores habían respondido a la demanda preguntando qué había pasa
do con los 72.000 cartuchos enviados tres años antes, y la respuesta
fue que se habían utilizado en la producción de caucho. Yo no vi la
correspondencia y no puedo dar fe de la verdad de dicha afirmación;
pero el funcionario que me contó que había tenido lugar ante sus
propios ojos, era uno de los que gozaban de mejor reputación en el
interior.
Cuando en junio estuve en Stanley Pool, en uno de los almacenes
gubernamentales de Leopoldville vi cierto número de cajones de rifles
con la etiqueta a . b . i . r ., que esperaban a ser transportados río arriba en
uno de los vapores del Gobierno; y cuando regresé a dicha población.
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Al comentar esta anotación, el Sr. Faris me dijo que el Sr. Roy al que
hacía referencia era un funcionario al servicio del Gobierno, que, en la
fecha en cuestión, había llegado desde el río Momboyo (un afluente
del gran río Ruki que forma parte, según creo, del “Domaine de la
Couronne”) de regreso a casa, enfermo. Había llegado en canoa desde
Balalandji, en muy mal estado. Entonces afirmó que volvía a su hogar
para no regresar nunca al Congo, pero se murió al poco tiempo, algo
más adelante río abajo, en Irebu.
El Sr. Faris afirmó que, camino de Norteamérica en octubre de
1900, había informado oralmente de esta conversación al gobernador
general Wahis, en Boma, como ejemplo de los métodos de exacción
vigentes entonces. Es probable que la emisión de la circular ames cita
da tuviese relación con estos comentarios.
La región en la que desagua el Lulongo es muy fértil y, en el pasado,
ha mantenido una amplia población. En los días previos al estableci
miento de normas civilizadas en el interior de África, este río ofrecía
una fuente constante de provisiones para los mercados de esclavos
del Alto Congo. Las poblaciones que rodean el Bajo Lulongo hacían
86
La tragedia del Congo
incursiones en las tribus del interior, tan prolíficas que no sólo propor
cionaban criados, sino también carne humana, para los que resultaban
ser más fuertes que ellos. El canibalismo había estado siempre unido a
las incursiones en busca de esclavos, y no era poco común el espectá
culo de ver grupos de seres humanos conducidos para ser expuestos
y vendidos en los mercados locales. En el pasado, al viajar por el río
Lulongo, había presenciado dicha escena más de una vez. En una oca
sión, mataron a una mujer en la aldea por la que yo pasaba, y trajeron
su cabeza y otras partes de su cuerpo con la intención de vendérselas a
algunos de los tripulantes del vapor en el que iba. Hoy resulta imposi
ble presenciar imágenes como esa en ninguna parte del país que recorrí,
y el mérito de dicha supresión corresponde por entero a las autoridades
del Gobierno del Congo. Quizás sea de lamentar que, en sus esfuerzos
por suprimir costumbres tan bárbaras, el Gobierno del Congo haya
tenido que contar con agencias de lo más salvaje como medio para
combatir el salvajismo. Las tropas que se empleaban para poner en
práctica medidas punitivas estaban formadas —y a menudo lo siguen
estando— por salvajes. Aún más, las medidas empleadas con el fin de
obtener reclutas para el servicio público solían diferenciarse poco de las
ilegalidades que el servicio estaba encargado de suprimir. La siguiente
copia de una orden para el reclutamiento de mano de obra para el
Gobierno, redactada por un ex-comisario del distrito del Ecuador, y
que hace referencia al afluente Maringa del río Lulongo, indica que el
propio Gobierno del Congo no dudaba, hace unos años, en comprar
esclavos (necesarios como soldados o como mano de obra), que sólo
podían obtenerse para la venta utilizando los medios más deplorables:
Le Capitaine-Commandant
Sarrazzyn
Coquilhatville, i de mayo de i8g6
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Roger Casement
88
La tragedia del Congo
91
Roger Casement
como rehenes hasta la llegada del caucho u otros productos, era mejor
que eso lo hicieran las armas de percusión de los guardias forestales,
antes que los rifles Albini de los soldados del Gobierno, a los que, si
se los deja sueltos en un distrito, lo destrozan por completo.
No se me ofreció una explicación más satisfactoria que este resu
men, de todo lo que vi en los distritos de la a . b . i . r . y La Lulonga.
Cierto es que en distintos círculos se me ofrecieron alternativas de
disculpa con diferentes interpretaciones, pero resultaba tan evidente
su falta de verdad, que era imposible admitir que tuviesen la más
mínima relación con las cosas que yo había visto.
(JOLONGO E IFOMl
93
me contestó que allí se quedarían hasta que los hombres las salvaran.
Me explicó que obligaba al jefe de Ifomi a proporcionarles alimento,
y que él mismo se ocupaba de comprobar que lo recibían a diario.
Procedían de más de una aldea de la vecindad, me dijo, sobre todo de
Ngombi, o país interior, donde a menudo tenía que atrapar mujeres
para conseguir que se aportase la cantidad necesaria de caucho. Me
explicó que se trataba de una costumbre que cumplía muy bien sus
fines y ahorraba muchos problemas. Cuando su patrono llegaba a
Ifomi todas las quincenas para llevarse el caucho así recolectado, si
resultaba ser suficiente, soltaban a las mujeres y les permitían vol
ver con sus maridos, pero si no bastaba, continuarían detenidas. Las
declaraciones del centinela eran claras y explícitas, al igual que las del
jefe de Ifomi y de algunos de los aldeanos con los que hablé. En res
puesta a mis preguntas, el centinela me aseguró que detenía de esta
forma a las mujeres siguiendo órdenes de sus patronos. Que se trataba
de una costumbre generalizada que obtenía resultados; que aquellas
gentes eran muy vagas, y que esa era —con mucho— la forma más
sencilla de conseguir que hicieran lo que se esperaba de ellos. Al pre
guntarle si había tenido que utilizar la escopeta, me contestó que se la
había dado el hombre blanco «para asustar a la gente y hacerles traer
el caucho», pero que no la había utilizado de ninguna otra forma.
Descubrí que los dos centinelas de Ifomi eran los verdaderos amos de
la población. Enseguida ordenaron a los habitantes de la aldea que me
proporcionasen los alimentos y la leña que necesitaba. Uno de ellos,
con la escopeta al hombro, marchó al frente de una fila de hombres
—con el jefe de la aldea en primer lugar— hasta la orilla del agua, cada
uno de ellos cargado con un haz de leña para mi vapor. Las pocas
gallinas que trajeron pudimos comprarlas sólo a través de su interme
diación: en cada caso, el propietario nativo entregaba el ave al cen
tinela, quien la traía a bordo, la negociaba, y se llevaba el precio
acordado. Cuando, al atardecer, invité al jefe de la aldea a charlar
conmigo, llegó claramente asustado por si los centinelas lo veían o
escuchaban sus afirmaciones; y el líder —Epinda—, al encontrárselo
hablando conmigo, interrumpió la conversación imperiosamente y
na
La tragedia del Congo
BONGANDANGA
97
En otro almacén, donde se secaba el caucho, entraron siete nativos
mientras yo lo inspeccionaba, cargados con cestas llenas del caucho
troceado, que enseguida clasificaron y extendieron sobre unas pla
taformas elevadas. Cuatro centinelas armados con rifles vigilaban a
aquellos siete hombres.
Se me ofrecieron distintas explicaciones sobre los motivos por los
que se vigilaba constantemente a los nativos durante el “mercado”,
algo que yo observé. Primero dijeron que se trataba de una precaución
necesaria para asegurar la tranquilidad y el orden dentro de la factoría
comercial, debido a la presencia de tantos salvajes fornidos y sin civili
zar. Pero cuando hice referencia a la férrea vigilancia ejercida sobre los
nativos en los cobertizos de troceado y secado, me contestaron que
aquellos eran “prisioneros”. Si el caucho aportado por el vendedor
nativo no cumplía con la cantidad solicitada, el individuo moroso que
daba detenido y relegado a la maison des otages. Uno de esos casos
tuvo lugar mientras yo estaba allí. Se ordenó que se llevaran de allí al
incumplidor y varios centinelas lo arrastraron hasta otro lugar y lo
obligaron a mantenerse boca abajo sobre el suelo hasta que se acabó el
mercado. Intentó escapar mientras aquellos hombres lo retenían, y
uno de ellos lo golpeó en la boca; empezó a sangrar y, después de eso,
permaneció pasivo. No llegué a saber cómo aquel individuo había pur
gado su infracción, pero cuando visité, en una oportunidad posterior,
el recinto delante de la cárcel, conté quince hombres y jóvenes vigila
dos mientras trabajaban fabricando esteras para los edificios de la esta
ción. Entonces me dijeron que aquellos hombres eran algunos de los
infractores del día de mercado anterior, a los que retenían como obre
ros para que cubrieran con su trabajo la carencia de caucho.
Los pagos entregados a los que traían el caucho, dependiendo de la
cantidad aportada, consistían en cuchillos, machetes, sartas de cuen
tas y, a veces, algo de sal. Vi a muchos hombres recibir un cuchillo
Sheffield con mango de madera, fuerte y resistente, y a otros, un ma
chete. La hoja del mayor de los cuchillos medía 23 centímetros, y la
del más pequeño, 13. Su coste en Europa era de 2 chelines 10 peni
ques, y r chelín 3 peniques la do cena respectivamente, menos un 2‘A
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La tragedia del Congo
99
Roger Casement
100
La tragedia del Congo
103
Roger Casement
104
punitivo, que son necesarias por lo mismo que en casi todas partes: la
negativa a proporcionar el caucho, o la disminución de la cuota. En la
fecha de mi visita al Lopori, este funcionario se encontraba de viaje
por el río Maringa: un viaje relacionado con ciertos enfrentamientos.
Su independencia no es completa, y su separación de las agencias de la
compañía a . b . i . r . no es tan evidente como debería serlo, en vista de
las circunstancias que rodean la recolección del caucho.
Sus viajes por estos dos ríos, el Maringa y el Lopori, que riegan el
territorio de la a.b.i.r., los realiza en los vapores de la compañía y, a
todos los efectos, es el invitado de los agentes de la misma. La super
visión de este funcionario también se extiende hasta el curso del río
Lulongo, fuera de la concesión de la a.b.i.r., y había sido él quien
ocupara la ciudad de Bolongo en una ocasión varios meses antes de
mi visita, cuando habían muerto dos nativos.
El Commissaire-Général del distrito del Ecuador, en períodos
recientes, también ha estado en la concesión de la a . b . i . r ., pero dicho
funcionario —a pesar de ser el Jefe del Ejecutivo y el Presidente del
Tribunal Territorial de todo el distrito— llegó en calidad de visitante
de las estaciones de la a . b . i . r ., invitado en el vapor de dicha compañía.
Ningún vapor perteneciente al Gobierno del Congo asciende, con
regularidad, los ríos Lopori o Maringa, y el transporte del correo del
territorio de la a . b . i . r . depende, si es por río, de los dos barcos de la
compañía.
El pasado 15 de junio, el director de esta compañía informó por
carta a las misiones de Bongandanga y Baringa que había dado órde
nes a los vapores de la compañía para que se negaran a transportar las
cartas, u otro tipo de correspondencia, procedentes de o dirigidas a
dichas misiones, que son los únicos establecimientos europeos dentro
de los límites de la concesión que no pertenecen a la a . b . i . r . Como
consecuencia de semejante orden, los misioneros de esos dos puestos
aislados se ven obligados —excepto cuando los visita el vapor de la
misión, lo que ocurre unas tres veces al año— a despachar toda su
correspondencia en canoas hasta su agente en Ikau, que queda fuera
de los límites de la concesión. Esto implica que cada una de estas
io5
Roger Casement
10 6
La tragedia del Congo
ble, y dentro de los límites de su puesto, los males del sistema que allí
vi en funcionamiento.
Parece ser que las solicitudes de alimento impuestas a las aldeas pró
ximas a las factorías eran menos onerosas que las que afectaban a las
poblaciones caucheras. Los agentes de la a b i r en Bongandanga me
. . . .
109
Roger Casement
110
La tragedia del Congo
REGRESO A BONGINDA
ni
Roger Casement
ellos —algunos de los que estaban ante mí— habían sido contratados
como trabajadores en la misión de Bonginda, donde yo me encontra
ba entonces. Declararon que no veían la ventaja de quejarse por un
caso como este, ya que no esperaban que resultase nada bueno para
ellos. Continuaron contando que un chico más joven que Ikabo, a
principios de año (finales de enero o principios de febrero, no fueron
capaces de ajustar más la fecha), había sido mutilado de forma similar
por un centinela de la misma compañía comercial, que seguía acanto
nado en su aldea y que, cuando habían querido traer con ellos a esta
última víctima, el centinela había amenazado con matarlo, por lo que
ahora el chico estaba escondido. Me rogaron que regresara con ellos a
su aldea para que comprobase que me contaban la verdad. Consideré
mi deber escuchar dicha petición y decidí acompañarlos a su poblado,
a la mañana siguiente.
Por la mañana, cuando estaba a punto de salir hacia Ikanza, lle
garon a verme muchas personas de los alrededores. Con ellas traían
a tres individuos que habían recibido unas horribles heridas cau
sadas por arma de fuego, dos hombres y un niño muy pequeño,
de no más de 6 años, y un cuarto —un chico de 6 o 7— cuya mano
derecha había sido cortada a la altura de la muñeca. Uno de los
hombres, que había recibido un disparo en el brazo, declaró ser
Mbweko de Lobolo, una aldea situada a varias millas. Afirmó ha
ber recibido el disparo en las siguientes circunstancias: los solda
dos habían entrado en su población para garantizar la entrega del
impuesto sobre el caucho que la comunidad debía pagar. Esos hom
bres lo habían atado y le habían dicho que, a menos que les pagase
1.000 barras de latón, le pegarían un tiro. Como no tenía barras
para darles, le dispararon en el brazo y lo soltaron. Me contó que
los soldados implicados eran cuatro, y me dio sus nombres. Creía
que todos eran empleados de la compañía La Lulonga y que proce
dían de Mampoko. Cuando él, Mbweko, recibió el disparo en el
brazo, el jefe de su poblado acudió a rogarles a los soldados que no
lo hirieran, pero uno de ellos, un hombre llamado Ufulu, mató al
jefe de un disparo. En ese momento no había ningún hombre blan-
112
La tragedia del Congo
ID
Bosombongo para ver lo que habían hecho sus empleados. Pero,
según ellos, se había negado a acceder a sus peticiones.
Al volver a su poblado, se encontraron con que el hombre Biasia y
el niño Mongala seguían atados a los árboles y, además, habían recibi
do los disparos que yo ahora podía ver. Al rogarle al centinela que
soltara a aquellos dos individuos heridos, él les había exigido el pago
de 2.000 barras de latón (ioo fr.). El subjefe se quedó para juntar el
dinero y el jefe volvió a Mampoko para informar de nuevo al director
de lo ocurrido. Entonces el director, acompañado por soldados, había
ido a Bosombongo con el jefe, pero el jefe declaró que el hombre
blanco había dado la orden de que lo atasen, y lo habían conducido
de vuelta a su poblado en calidad de prisionero. Al llegar, los cuerpos
de Ndekeli y Mabalengi, que ya habían recibido sepultura, fueron
desenterrados y mostrados al blanco, al igual que las dos personas
heridas. El jefe y el subjefe declararon que nada se le hizo al centinela
Itala, pero que el hombre blanco había dicho que, si aquellas gentes se
portaban mal de nuevo, era deber del centinela castigarlas. Declararon
que el centinela Itala permaneció algún tiempo más en Bosombongo,
y que no sabían dónde estaba ahora.
A estos les siguieron varios nativos que trajeron ante mí a un niño
de no más de 7 años, cuya mano derecha había sido cortada por
la muñeca. A este niño, de nombre Lokoto, lo traían desde la aldea
de Mpelenge, que queda a menos de 3 millas de Bonginda. Afirma
ron que hacía algunos años (no conseguían fijar la fecha si no era
diciendo que Lokoto apenas había empezado a correr), varios centi
nelas de la compañía La Lulonga habían atacado Mpelenge. Se debía
a que la aportación de caucho no era suficiente. No sabían si a los
centinelas los había enviado algún europeo, pero sí sabían sus nom
bres, y su jefe era un tal Mokwolo. Este Mokwolo había matado de
un disparo a Eliba, el jefe de su aldea, y los habitantes habían huido
a la selva. Los centinelas los persiguieron, y Mokwolo había derri
bado al niño Lokoto con la culata de su rifle y luego le había cortado
la mano. Declararon que, después, los centinelas se habían llevado la
mano del hombre muerto y la del niño Lokoto. Los centinelas cul-
114
La tragedia del Congo
116
EL CASO EPONDO
117
Roger Casement
todos habían sido atacados por hombres armados, algo que una ley
que ya tenía once años prohibía claramente, excepto en casos especia
les y «a personas que puedan ofrecer garantía suficiente de que las
armas y municiones facilitadas no serán entregadas, cedidas o vendi
das a terceros», y, por si fuera poco, en poder de una licencia que
podría ser retirada en cualquier momento.
A tres de aquellos individuos heridos, con posteridad al primer ata
que recibido, les habían cortado las manos; y según todos afirmaron,
el culpable era un centinela de la compañía La Lulonga. En el único
caso que pude investigar personalmente —el del niño Epondo— veri
fiqué de inmediato la verdad de las declaraciones, sin que existiera la
más mínima duda en cuanto a la culpabilidad del centinela acusado.
Aquellos seis individuos heridos y mutilados procedían de aldeas
situadas en los alrededores de Ikanza-na-Bosunguma, y tanto por lo
que ellos me contaron como por los relatos de otros, llegados desde
más lejos, quedaba claro que aquellos no eran los únicos casos exis
tentes en la zona. Un hombre que venía de un poblado a 20 millas de
distancia, me rogó que lo acompañara hasta su casa donde, según él,
ocho de sus conciudadanos habían sido asesinados por los centine
las debido a la recogida quincenal del caucho. Pero mi estancia en
Ikanza-na-Bosunguma tuvo que ser, a la fuerza, breve. Sólo me quedó
tiempo para visitar la aldea de Bosunguma, donde únicamente pude
investigar la acusación presentada por Epondo. Además, el país está
formado, en gran medida, por bosques pantanosos, y las dificultades
que surgen al recorrerlo son enormes. Habríamos necesitado una
expedición equipada en condiciones, y no tenía a mi disposición los
medios necesarios para realizar una investigación exhaustiva. Pero me
resultó tremendamente evidente que los hechos presentados ante mí
durante los tres días que permanecí en Ikanza-na-Bosunguma justifi
carían, de sobra, que se realizara la investigación más exhaustiva posi
ble relacionada con el empleo de hombres armados en la región, y el
uso que éstos les dan a las armas que se les confían, aparentemente
como personas autorizadas que dependen de las empresas comercia
les. Por lo que pude observar en la concesión de la a . b . i . r ., tengo muy
La tragedia del Congo
sentó como amigos suyos que huían de sus casas, y me pidió que los
llevase conmigo al territorio francés de Lukolela. Se trataba del jefe
Manjunda de Monsembi y siete de los suyos. El jefe declaró que,
debido a su incapacidad para cumplir con las imposiciones del comi
sario del distrito de Bangala, había abandonado su hogar, junto con su
familia, e intentaba llegar a Lukolela. Ya había viajado en canoa 8o
millas río abajo, pero ahora se escondía en casa de unos amigos, en
una de las poblaciones próximas a Coquilhatville. Una parte del im
puesto exigido a su poblado eran dos cabras que debían proporcionar
al mes para la mesa del hombre blanco de Bangala.
Como todas las cabras de los alrededores se habían entregado ya
para cumplir con dicha exigencia, sólo podía satisfacer la imposición
comprando en los distritos del interior tantas cabras como quisieran
venderle. Tenía que pagarlas a 3.000 barras por cabeza (150 fr.), y
como la remuneración del Gobierno era de sólo 100 barras (5 fr.) por
cabra, ya no podía seguir manteniendo la entrega. Después de solici
tar en vano que lo liberasen de semejante carga, no le quedó más
remedio que huir. Le dije que lamentaba no poder ayudarlo, que lo
que debía hacer era solicitar el amparo de las autoridades del distrito;
y si eso no servía, el de las autoridades de Boma, más importantes. Me
contestó que eso le resultaba totalmente imposible. La última vez que
había acudido a los funcionarios de Bangala, le habían dicho que, si
no hacía efectivo el siguiente impuesto a vencer, lo atarían a la cadena
de presos. Añadió que un jefe vecino, incapaz de cumplir, acababa de
morir víctima de los trabajos forzados, y que ese sería también su des
tino si lo atrapaban. Me dijo que, si no creía lo que me contaba, el
misionero protestante de Monsembi —de cuya Iglesia era miembro—
respondería por él y por la verdad de sus declaraciones; y yo le dije a
él, y a su amigo católico, que preguntaría en dichos círculos, pero que
me resultaba imposible ayudar a un fugitivo. Sin embargo, añadí que
no había ley alguna en la legislación congoleña que prohibiese, a él o a
cualquier otro hombre, viajar libremente a cualquier parte del país, y
que él tenía tanto derecho a navegar por el Alto Congo en su canoa
como yo en mi vapor, o como cualquier otra persona. Tanto él como
Roger Casement
R. Casement
Material adjunto al informe del Congo
mujeres y nuestros hijos, por eso nos quedaremos entre los batende,
que son amables con nosotros, y no regresaremos a casa.
—¿No os gustaría volver a vuestros hogares? En el fondo de vues
tro corazón, ¿no deseáis todos volver?
—(Muchos) Amábamos nuestro país, pero no nos fiamos tanto
como para volver.
—(Nkwabali) Hombre blanco, ve con tu vapor al lago Leopoldo y
comprueba que lo que te hemos dicho es verdad. Quizás, si un blanco
que no nos odia va allí, Bula Matadi deje de odiarnos, y todos poda
mos volver a nuestro país.
Les pedí que me señalasen a los refugiados de otras tribus, si los
había, y me trajeron a un muchacho que era bateto, y a un hombre de
los baboma, en el río Kasai o Mfini. Al preguntarles, los dos me con
testaron que con ellos había muchos otros miembros de sus tribus,
también huidos de sus países.
estaban sentados y los puso en fila, uno detrás de otro; luego dijo—:
El blanco nos mandaba colocarnos así y nos mataba a todos con un
solo cartucho. Eso lo hacían a menudo. Y cosas peores.
—Pero, si tenéis que trabajar tanto, ¿cómo es que habéis podido
venir a Lukolela a ver a vuestros amigos?
—Nos vinimos sin que lo supieran ni los centinelas ni los soldados,
pero cuando volvamos a casa, podríamos tener problemas.
—¿Conocéis a los bascngelc que ahora viven en Mpoko, cerca de
Bolobo?
Y les di los nombres de Moyo, Wankaki y Nkwabali.
—Sí; muchos bascngelc huyeron a ese país. Moyo huyó por las
cosas que les hacían los hombres blancos del Gobierno. Los batende
y los basengele siempre han sido amigos. Por eso los basengele se
refugiaron con ellos.
—¿Hay centinelas o soldados ahora en vuestras aldeas?
—En las principales aldeas siempre hay cuatro soldados con rifles.
Cuando los nativos salen a la selva para recoger caucho, uno de ellos
suele quedarse para proteger a las mujeres. En las ocasiones en que los
soldados lo descubrieron, se negaron a creer lo que decía y lo mata
ron por eludir su trabajo. Esto ocurre a menudo.
Cuando les pregunté a qué distancia se hallaba Lukolela de su país,
me contestaron que a tres días, y que después hacían falta dos días
más, por río, hasta el lago Leopoldo n, y tres por tierra. Nos rogaron
que fuéramos a su país. Dijeron:
—Os mostraremos el camino, os llevaremos allí, y veréis cómo son
las cosas, que nos han destrozado el país y que decimos la verdad.
Nos despedimos de ellos y regresamos a la orilla del río.
ciados que allí estaban. Me contó muchas cosas que le habían dicho
los soldados, como que Massard disparaba él mismo contra un hom
bre tras otro de los que traían una cantidad insuficiente de caucho;
que los colocaba en fila y los mataba a todos con el mismo cartucho.
Mis maestros, que me acompañaban, también escucharon muchos
relatos aterradores de labios de los soldados, que confirmaban todo
lo que nos habían contado en Mpoko, como lo de que a Massard le
llevaban los órganos de los hombres asesinados por los centinelas en
sus distintos puestos. Vi una carta que el actual comandante de Ibali
le envió a Dooms, en la que le recrimina que no use medios más
enérgicos, le dice que hable menos y dispare más, y lo reprende por
no haber matado más que a una persona en un distrito a su cargo en
el que habían surgido algunos problemas. Dooms tiene que estar en
Bélgica dentro de tres meses, y afirma que el mismo día de su llegada
empezará a denunciar a su predecesor. A mí me hizo muchos favo
res, y lamentaría perjudicarlo de alguna forma... Ya ha aceptado un
puesto en una de las compañías de Kasai, porque no es capaz de
seguir más tiempo al servicio del Estado. En todas las zonas del
Estado que he visitado, y han sido muchas, nunca había visto una
estación mejor cuidada, ni un distrito más controlado que éste que
preside Dooms. Es el Bafe del que nos hablaron las gentes de Mpoko,
del que dijeron que era amable.
Si puedo proporcionarle más información, o si desea hacerme algu
na pregunta, estaré encantado de servirle y, a través de usted, a estas
gentes perseguidas.
II
(Este material adjunto consta de dos cartas que el Sr. Whitehead escri
bió al gobernador general, el 28 de julio y el 7 de septiembre de 1903,
Págs. 9-13 del texto del Congo (9 de octubre), sección I, pero no
incluye mi nota explicativa. R. C.)
Roger Casement
(A)
Estimado señor:
5. 12 de septiembre. El Sr. "Whitehead me contó, cuando en este día pasé por Lukolela, que
nueve de esos veinte han muerto desde que escribió lo anterior. (R. C.)
La tragedia del Congo
go, conseguir que una persona se ocupe del pariente de otra es casi
imposible por convencimiento moral.
Antes olvidé añadir que el experimento de las casas mejoradas, como
las que construyeron los jóvenes y los trabajadores en la aldea que está
junto a la misión (con cañas y adobe, y unos tejados más altos y resis
tentes) no ha supuesto beneficio alguno. Muy pocas de ellas durarán
más de uno o dos años. Sus ocupantes muestran síntomas que no pre
sagian nada bueno. Cuando los que en ellas habitan mueran, tendremos
que quemarlas.
Le ruego disculpe que lo haya entretenido tanto tiempo, y sin más
se despide, etc.
John Whitehead
(B)
Estimado señor:
hubiera hecho nada malo. De no ser por los amables favores de una
misión hermana, esos dos testigos lo habrían pasado realmente mal
durante las seis semanas que se vieron atrapados en Leopoldville;
prácticamente no tenían cobijo ni alimento, y lo cierto es que pasaron
bastante hambre. Al final, regresaron en el vapor de nuestra misión.
Parece que los únicos que sufrimos en relación con este asunto fuimos
yo —al perder a mi aprendiz durante seis semanas—, él, porque per
dió sus ingresos de seis semanas, y el hombre de la aldea, que lo pasó
mal y también salió perdiendo; puede que a ojos de los funcionarios
del Estado las pérdidas no sean gran cosa, pero para ellos sí lo son. Y
resulta que yo soy el culpable de todos sus sufrimientos, porque si no
hubiese llamado la atención del comisario hacia el asesinato, no se
habrían necesitado testigos, ¿quién más iba a hablar de eso? Teniendo
en cuenta la forma en la que se ha llevado este asunto, y en la que se
ha tratado a los testigos que yo presenté, dudo en sacar más casos a la
luz. El trato recibido por los testigos no hace más que reforzar la falta
de confianza en el Estado que, por aquí, es algo muy común. Por lo
tanto, solicito que se dé un trato justo a los testigos y a aquellos que
saquen a la luz los desmanes.
El 6 de marzo de 1903, informé al agente del Estado, el Sr. Lecomte,
que en Mibenga había visto a un jefe —llamado Mopali— de Ngelo,
al que se habían llevado del puesto de Lukolela, donde había estado
encarcelado para empujar a su poblado a producir más caucho. Tenía
en la cabeza una herida que parecía haber sido provocada por algún
instrumento de hierro, los labios estaban hinchados y las piernas he
ridas, como si se las hubieran golpeado con palos. Tanto él como el
hombre que lo llevaba afirmaron que las heridas se las habían hecho
mientras estaba encadenado y le obligaban a transportar leña. El Sr.
Lecomte contestó que él había visto al hombre antes de que se fuera,
y que se encontraba bien; luego me preguntó si tenía testigos. Le dije
que me lo habían contado el propio herido y su portador. Afirmó
que le gustaría localizar a los culpables. No se volvió a oír nada más
del asunto, así que puse los hechos en conocimiento del Directeur-
Général de Leopoldville, por carta fechada el 10 de julio. Pero, hasta
la fecha, no he sabido que se haya hecho algo al respecto, excepto la
repetición de un caso similar.
Me hallaba en la aldea de Mopali el 18 de agosto y fui a preguntar
cómo se encontraba el pobre hombre. Algunos dijeron que estaba
muerto, pero la mayoría afirmaron que su mujer se lo había llevado, a
petición propia, para sacarlo de en medio y que nadie lo encontrase.
Tenía miedo de que el Estado lo encadenase otra vez. Ellos me con
taron que lo habían maltratado aún peor que cuando yo lo había
visto. Afirmaron que le habían cortado los pies, así que no contaba
con poder volver a andar, y los últimos en verlo decían que se movía
arrastrándose sobre las nalgas. Les pregunté si Mopali les había con
tado dónde había recibido las heridas, si no había sido después de
abandonar la presencia del hombre blanco. A coro me respondieron:
«No, recibió esas heridas mientras estaba encadenado». También me
contaron que, al principio, tenían que entregar cinco cestas de caucho,
que para obligarlos a entregar diez habían encadenado a Mopali, y
que ahora les exigían dos cestas más.
También me enteré de que el joven que había huido del soldado,
cuando se produjo el asesinato de los dos prisioneros encadenados,
estaba muerto. Pregunté cómo había sido encarcelado en el puesto;
me explicaron que se lo habían llevado para liberar a su amo de las
cadenas que le habían puesto al cuello para sacarle más caucho a su
poblado y que, desde entonces, tanto el joven como su amo habían
muerto. Me relataron estas cosas y me preguntaron si eran justas. A
un jesuita insensibilizado le resultaría difícil decir que sí. Yo sólo pude
ruborizarme de vergüenza y decir que eran injustas.
El 17 de agosto, en Mibenga, el jefe, Lisanginya, en presencia de ter
ceros, declaró que habían llevado el impuesto habitual de ocho cestas
de caucho, que después lo habían llamado a él (creo que fue el 8 de
junio cuando pasó por nuestra estación camino de allí), y que el hom
bre blanco (el Sr Lecomte; el Sr. Gadot también estaba presente) dijo
que las cestas eran pocas y debían llevarle tres más. Le pusieron la
cadena al cuello y, mientras los soldados lo golpeaban con palos, tuvo
que cortar leña, transportar cosas pesadas y arrastrar troncos en
La tragedia del Congo
Tengo entendido que les han doblado el impuesto de caucho este año,
y las tres cestas más que pedían eran después del aumento. ¡Pobre
hombre! ¡Qué delgado estaba ahora aquél que tan fornido había sido!
Llevaba la medalla que lo reconocía como jefe investido por el estado.
La cogió en sus manos y me pidió que la mirara. Me encogí de ver
güenza. Me preguntó si hacíamos esas cosas en nuestro país. Le con
testé que no. Y él dijo: «Así es como nos trata el Estado. Nos pide
cosas y, cuando se las llevamos, nos encadena y nos pega». ¿Esto es
bueno? ¿Le extraña, señor, que los nativos odien al Estado y que su
mala fama resulte casi imposible de limpiar en esta zona? Una y otra
vez viví la dolorosa experiencia de encontrarme con hombres que
regresaban de prisión a causa del caucho. En Lukolela, a través de sus
agentes, el Estado está empujando a la desesperación y a la rebelión
a estas gentes indisciplinadas. Existe un rumor, que se ha difundido
desde el puesto del Estado, según el que se acercan soldados desde
Yumbi para luchar contra las gentes del interior, por las noticias que
llegan desde Bolebe y Bonginda. Si vamos a tener otra guerra, será la
que esta clase de trato ha engendrado.
Permita que abuse de su paciencia contándole otra historia de injusti
cia que ninguno de estos bárbaros sería capaz de igualar siquiera. El 14
de agosto, a los jefes de Mibenga les costó mucho que los jóvenes entre
garan el impuesto, que consistía en pan de mandioca por valor de 500
mitakos. Esto se debía a que un joven llamado Litambala se había es
capado del puesto. Los porteadores generalmente regresaban al día si
guiente, pero hasta la mañana del domingo día 16, no llegaron de vuelta
y resultó que uno de ellos, Mpia, había sido encadenado en lugar de
Litambala. Manejar así lo que ellos llaman mercado, a los nativos les
parece pura traición (y no sin razón). ¿Por qué habían detenido a
Litambala? Lo explicaré. Hace tiempo, un joven llamado Yamboisele
vivía junto al río, aunque era nativo de Mibenga; enfermó de viruela y
yo lo cuidé durante todo el proceso, que fue terrible. Cuando se recu
peró, hacía trabajillos por la estación pero, por desgracia, empezó a ser
poco honrado. Cuando lo descubrimos, lo despedimos. Yo imaginé que
regresaría a su casa, pero se puso a trabajar para el Estado. Al cabo de
La tragedia del Congo
o trae a otro que ocupe su lugar. Conozco a algunos que lian dejado
sus ganancias en manos del Chef de Poste para no tener que volver a
empezar. Esa forma de coacción es contraria a toda ley civilizada,
puede recibir justamente el nombre de esclavitud y resulta totalmente
ilegal. Cito un caso reciente. El 26 de agosto vi en Mibenga a Ngo-
dele, un chaval del puesto del Estado, y pregunté por qué no estaba
trabajando. Me contestaron que su período de servicio había termina
do y que el hombre blanco lo había enviado para decir que, cuando
mandaran a otro que ocupara su lugar, le entregarían su paga. Me
contaron que a Ngodele lo había obligado a ir su jefe, porque el jefe
del puesto había pedido a alguien que ocupara el lugar de otro, llama
do Mokwala y muerto en el puesto.
Hago un llamamiento ante usted, señor, para que dejen de perpe
trarse esta clase de actos contra sus súbditos, y no se difame más el
nombre del Estado.
Le ruego... etcétera...
John Whitehead
III
Por entonces, la población del país no era muy abundante, pero había
muchas aldeas llenas de actividad, llenas de niños con aspecto saludable
y ganas de jugar. Tenían buenas chozas, grandes plantaciones de pláta
nos y mandioca y, por lo visto, eran ricos, pues sus mujeres se adorna
ban con tobilleras, brazaletes, collares y otros ornamentos.
La siguiente es una lista de poblaciones o aldeas que yo conocía
bien. Anoto lo que yo creo que era su población en 1893 y la que es
ahora. Estas cifras han sido calculadas con mucho cuidado y atención:
18931903 NOTAS
Botunu 300 80
Bosende 600
Ngombe 300 40 No están en la vieja aldea, sino cerca.
Irebu 3.000 60 Ahora es un campamento estatal con
cientos de soldados y mujeres.
Bokaka 300 30
Lobwaka 200 30
Boboko 300 33
Mwenge 130 30
Boongo 230 50
Iluta 300 60
Ikenze 320 20
Ngero 2.300 300 En varios grupos pequeños de chozas.
Mwebe 700 73
Ikoko 2.300 800 Incluidos los campamentos de pesca.
6 . Véase la Orden del Gobernador General Fuchs, deí 7 de septiembre de 1903, referida a este
punto. —R. C.
Roger Casement
Joseph Clark
La tragedia del Congo
DECLARACIÓN DE BIKELA
así, que son muy distintos. Los soldados nos dijeron que, cuando un
misionero moría, a nosotros nos enterraban con él; pero sólo nos lo
dijeron para asustarnos.
Bikela
Roger Casement
Cónsul de Su Británica Majestad
DECLARACIÓN DE SEKOLO
dió venir a luchar con nosotros. Cuando llegó a Ircbu nos enteramos.
Era época de marea alta, así que cogimos las canoas y huimos, pero
los hombres se quedaron a esperar a los soldados. Cuando llegó el
hombre blanco, no intentó luchar contra ellos de día, sino que se reti
ró y esperó a que llegara la noche. Cuando los soldados atacaron por
la noche, la gente huyó, por lo que no mataron a nadie, sólo a un
enfermo que encontraron en una choza, al que mataron y desfigura
ron mucho su cuerpo. Reunieron tanto dinero nativo como encontra
ron y, por la mañana, se marcharon. Cuando se fueron, volvimos a la
aldea, pero la encontramos totalmente destruida. Nos quedamos allí
mucho tiempo y el hombre blanco no volvió a luchar contra noso
tros. Al cabo de un tiempo, oímos que Ntange regresaba a atacarnos.
Ntange envió a varios hombres de Ikoko para que les dijeran a los
de Nkoho que enviaran gente a trabajar para él, además de algunas
cabras. Los de Nkoho no quisieron hacerlo, por eso vino a luchar
contra nuestra aldea. Cuando nos avisaron de que venían los solda
dos, huimos de nuevo. Mi madre me dijo que la esperara mientras
recogía algunas cosas para que nos las llevásemos, pero yo le dije que
debíamos irnos ya, porque los soldados se acercaban.
Me escapé y dejé a mi madre; me fui con otras dos personas mayo
res que huían, pero nos cogieron. A los mayores los mataron y, a mí,
los soldados me hicieron llevar las cestas con las cosas que tenían
aquellas personas muertas, y con las manos que iban cortando. Me fui
con los soldados. Llegamos a otra aldea y me preguntaron cómo se
llamaba aquel sitio. Yo les dije: «No lo sé», pero me contestaron: «Si
no nos lo dices, te mataremos», así que les dije el nombre de aquel
poblado. Luego nos internamos en la selva buscando gente, y oímos
niños llorando. Un soldado se acercó corriendo al lugar de dónde
venían los llantos y mató a una madre y a sus cuatro hijos. Continua
mos buscando gente entre la vegetación, y me pidieron que les mos
trara el camino; me dijeron que me matarían si no lo hacía. Y lo hice.
Me llevaron ante Ntange, y él me mandó quedarme con el soldado
que me había atrapado. Ataron a seis personas, pero no sé a cuántas
habían matado, porque eran tantas que no pude contarlas. Cogieron a
La tragedia del Congo
Sekolo
Roger Casement
Cónsul de Su Británica Majestad
DECLARACIÓN DE ELIMA
esas gentes a las que había oído hablar, pensando que podían ser de
su aldea, pero cuando llegó a la casa de la que procedía el ruido, vio
que a la puerta de la casa se sentaba uno de los mozos de los solda
dos, y se dio cuenta de que no entendía bien su idioma, por lo que
supo que no eran de los suyos; le entró el miedo y corrió en la
dirección contraria al sitio donde había dejado a su hermanita.
Cuando llegó a las afueras del poblado, se paró y recordó que sus
padres le reñirían por haber dejado a su hermana, así que volvió,
por la noche. Llegó a una casa donde dormía el hombre blanco. Vio
al centinela en una hamaca junto a la puerta, aparentemente dormi
do, porque no la vio pasar. Luego llegó a la casa donde había deja
do a su hermana, la cogió y huyó de nuevo. Durmieron en una casa
abandonada en el límite de la aldea. Al amanecer, el hombre blanco
envió a los soldados a buscar gente por todo el poblado y las casas.
Elirna se hallaba fuera, frente a la casa, intentado hacer que su her
mana caminara un poco, porque estaba muy cansada, pero la her
manita se encontraba muy débil y no era capaz. Mientras las dos se
hallaban fuera, aparecieron los soldados y se las llevaron. Uno de
ellos dijo: «Podríamos quedarnos a las dos. La pequeña es mona»;
pero los otros dijeron: «No, no cargaremos con ella todo el camino;
debemos matar a la pequeña». Le clavaron un cuchillo en el estó
mago a la niñita y dejaron su cuerpo tirado en el mismo lugar
donde la habían matado. Se llevaron a Elima a la siguiente aldea,
adonde les había mandado ir a luchar el hombre blanco. No volvie
ron a la casa donde estaba el hombre blanco, sino que continuaron
hasta el poblado siguiente. El hombre blanco se llamaba Bonginda
(teniente Durieux). Los soldados le dieron a Elima algo de comer.
Cuando llegaron a la aldea siguiente, se encontraron con que todo
el mundo había huido.
Por la mañana, los soldados le dijeron a Elima que fuera a buscarles
mandioca, pero ella tenía miedo de salir, porque la miraban como si
quisieran matarla. Los soldados le dieron una paliza y empezaban a
arrastrarla afuera, pero el cabo (Lambola) la cogió de la mano y dijo:
«No debemos matarla; debemos llevársela al hombre blanco». Luego
Roger Casement
Elima
Roger Casement
Cónsul de Su Británica Majestad
DECLARACIÓN DE BONSONDO
Bonsondo
Roger Casement
Cónsul de Su Británica Majestad
Los mataron en el agua. Después mataron a más gente, les cortaron las
manos y las metieron en una cesta para llevárselas al hombre blanco. Él
contó las manos: en total eran doscientas. Allí las dejaron. El hombre
blanco se llamaba Bonginda (el teniente Durieux). Bonginda nos envió
como prisioneros a Bikoro, para que los soldados nos entregasen a Mi-
solo. Misolo me mandó a escardar la hierba. Mientras estaba trabajando
fuera, llegó un soldado y me dijo: «Ven aquí»; yo fui y quiso cortarme la
mano. Se lo conté al hombre blanco y él le dio una paliza al soldado.
De camino, cuando íbamos hacia Bikoro, los soldados vieron a un
niño pequeñito y, al ir a matarlo, el niño se rió; el soldado golpeó al
niño con la culata de su arma y luego le cortó la cabeza. Un día mata
ron a mi hermanastra y le cortaron la cabeza, las manos y los pies
porque llevaba adornos. Se llamaba Mobe. Después cogieron a otra
hermana y se la vendieron a los ngundu; ahora es esclava de ellos.
Cuando llegamos a Bikoro, el hombre blanco ordenó enviar aviso a
los amigos de los prisioneros para que trajeran cabras con las que res
catar a sus parientes. A muchos de ellos los rescataron, pero yo no
tenía a nadie que pagara por mí, porque mi padre estaba muerto. El
hombre blanco me dijo: «Te irás con el inglés». El hombre blanco
(Misolo) me dio a un niño pequeño para que lo cuidara, pero yo
pensé que acabarían matándolo y ayudé a que se lo llevaran. Misolo
me pidió que le llevase al niño, pero yo le dije: «Se ha escapado». Dijo
que me mataría, pero Pebe llegó a Bikoro y me llevó con él.
Neon go
Roger Casement
Cónsul de Su Británica Majestad
Roger Casement
IV
Los soldados del Estado llegaron desde Bikoro y atacaron las aldeas de
Bwanga. Las quemaron y mataron a la gente. Después asaltaron un
poblado llamado Mauto, y también lo quemaron y mataron a la gente.
Desde allí se fueron a Mokili. Los habitantes huyeron a la selva, dejan
do a unos pocos de los suyos con alimentos para ofrecérselos a los sol
dados: entre ellos estaba Mola. Los soldados llegaron a Mokili a las
órdenes de un oficial europeo cuyo nombre nativo era Ikatankoi (“La
garra del leopardo”)1'. Los soldados hicieron prisioneros a todos los
hombres que habían quedado en la aldea y los ataron. Las manos se las
ataron muy fuertemente con cuerda nativa, y los dejaron a la intempe
rie. Llovía mucho y permitieron que se mojaran de día y de noche. Las
manos se les hincharon porque las correas se contrajeron. Sus manos (las
de Mola) se habían hinchado Lanío por la mañana que las correas le
habían llegado hasta el hueso. Los soldados, al llegar a Mokili, sólo lle
vaban con ellos un prisionero nativo; lo mataron durante la noche. En
Mokili tomaron como prisioneros a ocho personas, incluido él (Mola);
todos eran hombres; a dos los mataron durante la noche. Por la maña- ii.
ii. Posteriormente supe que este oficial murió cuando regresaba a Europa, en marzo de 1900.
Yo conozco su nombre. (R. C.)
La tragedia del Congo
Vapor ‘Sobo’
Boma, 4 de abril de 1901
Señor,
Joseph Clark
Roger Casement
Wahis
El Gobernador General
Boma, 20 de octubre de 1900
La tragedia del Congo
VI
se había ido y era él quien cortaba manos, no él, Mbilu. Que no sabía
nada al respecto. El cónsul le preguntó:
—¿Cómo se llamaba ese centinela tan malo, tu predecesor, el que
cortaba manos? ¿Eo sabes?
Kelengo no da una respuesta directa y se le repite la pregunta. Lue
go habla de varios centinelas y nombra a tres, diciendo que fueron sus
predecesores en Bosunguma: Bobudjo, Ekua y Lokola Longonya.
Entonces un hombre llamado Makwombondo interrumpe y afirma
que esos tres centinelas no residían en Bosunguma, sino que habían
estado acantonados en su propia aldea (la de Makwombondo). El
cónsul le pregunta a Kelengo:
—¿Cuánto hace que estás en este poblado?
—Cinco meses.
—¿Estás seguro?
—Cinco meses.
—Entonces, ¿conoces al niño Epondo? ¿Lo habías visto antes?
—No lo conozco de nada.
Aquí todos los presentes rompieron a reír y dieron rienda suelta a
expresiones de admiración ante la capacidad de mentir de Kelengo.
Kelengo continuó hablando y dijo que posiblemente Epondo sería
de la aldea de Makwombondo. Que, de todos modos, él no conocía a
Epondo. Que no lo conocía de nada.
Aquí habló Cianzo y dijo que él era hermano de Epondo y que
siempre habían vivido allí. Que su padre era Itengelo, ya muerto. Su
madre también había muerto. El cónsul le dijo a Kelengo:
—Elntonces, es definitivo: tú no sabes nada de este asunto.
—Definitivo. Lo he contado todo. No sé nada de esto.
Y entonces un hombre que dijo ser Elenge, de Ekanza, la sección
vecina de Bosunguma, se adelantó con su mujer. Afirmó que los-otros
centinelas del poblado no eran tan malos, pero que éste (Kelengo) era
malvado. Kelengo había atado a su mujer —Sondi, que lo acompaña
ba— y le había pedido 50c barras para liberarla. Él había pagado.
A continuación, el cónsul le preguntó a Epondo cómo había perdi
do la mano. Él, Bonjingeni y Maseli afirmaron que primero le habían
Roger Casement
Roger Casement
Cónsul de Su Británica Majestad
Roger Casement
Cónsul de Su Británica Majestad
Vinda Bidiola
Roger Casement
Cónsul de Su Británica Majestad
Roger Casement
VII
que, sin embargo, vienen dictadas por los intereses superiores del
Estado.
Las operaciones militares deben dirigirse de acuerdo con la norma
tiva relativa al servicio en campaña, que nuestros oficiales y subofi
ciales deben aplicar frecuentemente en la instrucción diaria, y siguien
do las numerosas directrices sobre el asunto. Y con este fin, los ofi
ciales superiores, antes de decidir qué operaciones realizarán, deben
determinar si los medios de los que disponen aquellos a su cargo son
suficientes.
Tengo el honor de invitar a los jefes territoriales a que recuerden
estas instrucciones a sus subordinados, y que les informen que cual
quier incumplimiento de la norma que prohíbe el envío de soldados
armados bajo el mando de suboficiales negros será severamente casti
gado, y podrá llevar implícito el despido del agente culpable.
Los soldados deben ser objeto de una supervisión constante, para
que les resulte imposible cometer las crueldades a las que sus primiti
vos instintos podrían empujarles.
Las instrucciones prohíben, además, el empleo de los soldados como
trabajadores en los puestos y como porteadores.
Sin embargo, esta deplorable costumbre impera aún en muchos
lugares.
Es importante que los soldados, en el futuro, no sean retirados con
tinuamente de sus guarniciones y separados de sus deberes militares, y
que permanezcan siempre bajo el control de sus jefes. Esto mejorará,
sin duda, la instrucción y la educación militar de los hombres de la
Force Publique. Por lo tanto, solicito a quien corresponda que se pon
ga fin, de inmediato, a la mencionada situación. Del servicio postal
deben encargarse los trabajadores especialmente elegidos para ese fin.
Si las autoridades consideran necesario, en ciertos casos, escoltar
un puesto o un convoy de mercancía, la patrulla deberá organizarse
siguiendo la normativa, y deberá estar al mando de un europeo.
Y sólo en los casos más excepcionales, y si resulta absolutamente
necesario, podrá dicha patrulla, a falta de un europeo, estar al mando
de un suboficial de confianza y especialmente elegido para ello.
La tragedia del Congo
F. Fuchs
El Vicegobernador General
VIII
peores condiciones. Podemos decir que gran parte del esfuerzo rea
lizado para obtener un producto acorde con la riqueza del país se
pierde debido a esta negligencia, porque esta falta de cuidado puede
reducir el valor del caucho a la mitad.
Debo añadir que el valor del caucho, aun cuando no presente adul
teración alguna, ha descendido en todos los mercados desde hace un
tiempo: por lo tanto, los jefes territoriales deben no sólo eliminar los
dos motivos de pérdida que pueden suprimir, sino que además deben
intentar neutralizar el tercero, realizando continuados esfuerzos para
incrementar la producción hasta el nivel estipulado en las instrucciones.
Prestaré una atención constante a las órdenes que transmito por la
presente.
Wahis
El Gobernador General
Boma, 29 de marzo de 1901
La tragedia del Congo
Isekausu muestra la amputación que le produjo Un hombre llamado Lomboto muestra los
un “capita” llamado Ikombi, Baringa. Congo Bel- efectos de un disparo en la mano por parte
ga 1905. de un “capita" de la concesión de caucho.
Bolomboloko. Congo Belga 1905.
Tres “capitas” de la abir (Anglo-Belgian Indian Rubber) con un prisionero. Congo Belga 19 ° S -
Roger Casement
Muchacha con un pie Hombre siendo azotado con un chicote (látigo de piel de hipopó
amputado por los guar tamo) por un soldado. Congo Belga 1905.
das. Congo Belga 1905.
Hombres de una aldea congoleña muestran a dos misioneros y a la cámara las manos de dos
víctimas (Lingomo y Bolcnge) de los “soldados del caucho” de la abir. Distrito de Nsongo.
Congo Belga 1904.
La tragedia del Congo
Un niño, de nombre Impongi, con una mano Un niño mutilado por los soldados al haber
y un pie mutilados por los soldados al haber incumplido su padre la cuota de caucho. Dis
incumplido su aldea la cuota de recolección trito del Ecuador. Congo Belga 1905.
de caucho impuesta por las autoridades bel
gas. Congo Belga 1904.
Roger Casement
Dos hombres esposados y encadenados en Bauliri al no poder pagar sus impuestos en caucho.
Congo Belga 1904.
La tragedia del Congo
El joven Mola y la niña Yoka mutilados. Misionero sueco con un niño mutilado. Alto Con-
Las manos de Mola fueron amputadas tras go. Congo Belga 1904.
ser atadas demasiado fuerte por los solda
dos, provocando gangrena. La mano de
Yoka le fue cortada por los milicianos al
creerla muerta. Congo Belga 1904.
El reverendo John Harris (izquierda) y su esposa la fotógrafa Alice Harris. Congo Belga 1910.
Mujeres mantenidas como rehenes para obligar a sus maridos a cumplir su cuota de caucho.
Congo Belga 1905.
El crimen del Congo
ARTHUR CONAN DOYLE
Prefacio
13. Arthur Vermeersch (1858-1936), jesuíta y teólogo belga, profesor de la Universidad Gre
goriana y uno de los moralistas católicos más importantes de finales del xrx. (N. de los E.)
Introducción
14. Edmund Dene Morel (1858-1924) periodista británico que lideró el movimiento contra la
situación en el Estado Libre del Congo y los métodos empleados por Leopoldo II de Bélgica.
(N de los E.)
Arthur Conan Doyle
i f . Desde que escribí este párrafo, la situación ha ido a peor. El Dr. Dórpinghaus, de Barmen,
excelente testigo alemán, lia demostrado más allá de cualquier duda que en la región de Busire, en
el mismo centro de la colonia, siguen cometiéndose las mismas atrocidades de siempre. Las his
torias que cuenta sobre el uso del chicote y la casa donde retienen a los rehenes, sobre caníbales
armados y poblados incendiados, es la misma que se cuenta en otras partes de este libro. A. C. D.
La tragedia del Congo
16. Sir Edward Grey (1862-1933), político ingles que en la época era el Secretario de Asuntos
Exteriores de su país. (N. de los E.)
17. Al principio, el territorio del Estado Libre estaba dividido en dos zonas: la zona de libre
comercio (un tercio del territorio), donde podían trabajar empresas europeas, participadas por el
rey; y la zona del Domaine Privé (Dominio Privado), explotada directamente por los funciona
rios del rey. Más adelante, en 1893, Leopoldo reduciría la zona de libre comercio, creando una
nueva demarcación, la llamada Domaine de la Couronne (Dominio de la Corona). (1 ST. del T.)
Arthur Conan Doyle
18. Pietro Savorgnan di Brazza (i852 -i9 °5 )> explorador pacifista y humanista, principal artífice
de la creación del Congo Francés. (N. del T.)
I
DE CÓMO SE FUNDÓ EL ESTADO LIBRE DEL CONGO
Esta gente conoce bien muchas tierras y tribus del Alto Congo.
Conocen todos los apeaderos del río entre Stanley Pool19 y Upoto, una
distancia de seis mil millas. Todos los detalles sobre la vida salvaje, los
prosy los contras derivados del comercio, las diferentes clases de diplo
macia que emplean los salvajes, son tan conocidas para ellos como el
alfabeto romano para nosotros... No es de extrañar que todos estos
conocimientos comerciales hayan dejado huella en sus rostros, tal y
como sucede en nuestras ciudades europeas. ¿ Acaso no reconocemos al
militar que vive entre nosotros, al abogado o al mercader, al banque
ro, el pintor O el poeta? PUES, IGUAL SUCEDE EN ÁFRICA, SOBRE TODO
EN EL CONGO, CUYA GENTE ESTÁ MUY DEDICADA AL COMERCIO.
Durante los escasos días de contacto nos proporcionaron una idea
muy clara de cuales son sus cualidades, no siendo la menos evidente
su diligencia.
Tal y como se hacía en los viejos tiempos, Umangi, de la orilla
derecha, y Mpa, de la izquierda, enviaron a sus representantes con
colmillos de marfil, grandes y pequeños, cabras y ovejas, y frutas y
19. Stanley Pool en la actualidad recibe el nombre de Pool Malebo, y es un ensanchamiento del
río Congo que hace las veces de frontera entre Kinshasa y Brazzaville. (N. del T.)
La tragedia del Congo
Acerca del escepticismo inglés ante las intenciones del rey Leo
poldo, dice:
El Estado, del cual será soberano nuestro rey, será una especie de
colonia internacional. No habrá m monopolios ni privilegios... Más
bien al contrario: habrá libertad absoluta de comercio, propiedades y
movimientos.
lago Tanganika, los fuertes árabes habían caído y Dhanis pudo infor
mar a Bruselas que daba por terminada la campaña y que ya no existía
el tráfico de esclavos. El Estado podía afirmar haber salvado del escla
vísimo a buena parte de los nativos. En estas páginas mostraremos la
forma en que se procedió entonces a imponerles un yugo que hacía
piadoso el de la antigua esclavitud. Tras la caída del poder árabe, el
Estado Libre del Congo sólo emplee) el ejército para sofocar los mo
tines de sus propias tropas negras y el ocasional alzamiento de sus
atormentados “ciudadanos”. Una vez dueño de su propia casa, podía
dedicarse a explotar el país que había ganado.
Mientras tanto, la política interna del Estado mostraba cierta ten
dencia a tomar rumbos inusuales y siniestros. Ya he expresado mi
opinión de que el rey Leopoldo no fue en un principio culpable de
consciente hipocresía, que sus intenciones debían ser vagamente filan
trópicas, y que sólo poco a poco se sumió en el abismo que veremos.
Esta opinión nace de algunos de los primeros edictos del Estado. En
1886, un largo discurso sobre las tierras nativas acababa con las pala
bras: «Quedan prohibidos todos los actos o acuerdos que conlleven la
expulsión de los nativos del territorio que ocupan, o que les prive, de
forma directa o indirecta, de su libertad o sus medios de subsistencia».
Esto se decía en 1886. A finales del año siguiente se publicaba un acta
que, pese a no ponerse inmediatamente en práctica, tenía el efecto
exactamente contrario. Según esa acta, todas las tierras que no estu
vieran ocupadas por los nativos se proclamaban propiedad del Esta
do. ¡Reflexionemos un momento en el significado de esto! En ese país
los nativos no ocupaban otra tierra que la de sus poblados, y los esca
sos cultivos de grano o yuca que los rodeaban. Todo lo que había más
allá eran las llanuras y las selvas, los ancestrales recursos de los na
tivos, que contenían el caucho, el sándalo, el copal, el marfil y las pie
les, que era en lo que basaban su comercio. Con una simple firma en
Bruselas se les quitaba todo lo que tenían, tanto la tierra como sus
productos. ¿Cómo iban a comerciar si el Estado les quitaba todo lo
que tenían para vender? ¿Cómo podría el comerciante extranjero
negociar con ellos si el Estado se había apoderado de todo para ven-
Arthur Conan Doyle
de las que hablaré más adelante, para explotar grandes distritos del país
que el Estado aún no podía manejar por no estar lo bastante estableci
do. Según ese arreglo, las compañías aportaban el capital para explorar,
construir estaciones, etc., mientras que el Estado —o sea, el rey— rete
nía cierto porcentaje, normalmente la mitad, de las acciones de esas
compañías. El plan en sí no era forzosamente despiadado; de hecho, se
parecía mucho al empleado por la Compañía Oficial de Rodesia en la
concesión de licencias mineras o de otro tipo. El escándalo estriba en los
métodos empleados por esas compañías para hacer realidad sus fines,
por ser los mismos empleados por el Estado, cuyo funcionamiento sir
vió de modelo para las organizaciones más pequeñas.
Mientras tanto, el rey Leopoldo, al sentir lo débil de su posición
personal ante la gran empresa que le esperaba en África, se esforzó
más y más por implicar en el asunto a Bélgica como país. El Estado
del Congo ya era en buena medida resultado del trabajo y el dinero
belgas, pero en teoría no había relación entre los dos países. Se con
venció al Parlamento belga para que prestase diez millones de francos
al Congo, naciendo así una relación directa que conduciría eventual-
mente a su anexión. En la época en que se concedió este préstamo, el
rey Leopoldo hizo saber que en su testamento legaba el Congo a
Bélgica. En esc documento aparecían las palabras «un Estado joven y
vasto, dirigido desde Bruselas, ha nacido pacíficamente bajo el sol,
gracias al benévolo apoyo de las potencias que dieron la bienvenida a
su aparición. Lo administran algunos belgas, mientras otros, que cada
día son más numerosos, aumentan sus riquezas». Así mostró el oro
a sus súbditos europeos. Y si bien el rey Leopoldo había engañado
antes a los otros países, reservó para el suyo el engaño más terrible de
todos. Pues el día en que sus súbditos abandonaron el honesto y sa
neado desarrollo de su país para seguir la llamada del Congo y admi
nistrar sin experiencia colonial previa un país que era sesenta veces el
suyo, fue un día negro en la historia de Bélgica.
La Conferencia de Berlín de 1885 fue la primera sesión internacio
nal que se celebró sobre los asuntos del Congo. La segunda fue la
Conferencia de Bruselas de 1889-90. Resulta asombroso descubrir
La tragedia del Congo
que, tras tantos años, las potencias siguieran dispuestas a aceptar por
la cara las afirmaciones del rey Leopoldo. Cierto que entonces no
resultaba evidente ninguno de los planes más siniestros, pero la legis
lación del Estado respecto a la mano de obra y el comercio ya indica
ba el giro que tomarían sus asuntos en el futuro, si no se enderezaban
con mano firme. Una potencia, una sola, Holanda, tuvo la sagacidad
de ver la realidad de la situación y la independencia de mostrar su dis
conformidad. El resultado de las deliberaciones fue la toma de varias
resoluciones filantrópicas de cara a apoyar al nuevo Estado en su
lucha con ese tráfico de esclavos destinado a reintroducirse de un
modo aún más odioso. Demasiado cercanos son todos esos aconteci
mientos, y demasiado dolorosos e íntimos, como para que nosotros
podamos ver algún humor en ellos, pero al futuro historiador le cos
tará contener la sonrisa cuando lea que el objetivo de ese acuerdo
europeo era «proteger de forma efectiva a los habitantes aborígenes
de África». Fue la última cumbre europea que se ocupó de los asuntos
del Congo. Ojalá la siguiente tenga por objetivo dar los pasos necesa
rios para llevar a cabo esos elevados fines que siempre se han mencio
nado de palabra y nunca se han llevado a la práctica.
El resultado más importante que tuvo la Conferencia de Bruselas
fue que las potencias se unieron para liberar al nuevo Estado de las
promesas de puerto franco hechas en 1885 y permitirle cobrar en el
futuro un impuesto del diez por ciento en las importaciones. El acta
permaneció dos años pendiente de firma por la oposición de Holan
da, pero el que las demás potencias la refrendaran y renovaran el man
dato al rey Leopoldo, fortaleció la posición del nuevo Estado, hasta el
punto en que no tuvo dificultades para conseguir un nuevo préstamo
de Bélgica, de veinticinco millones de francos, con la condición de
que, al cabo de diez años, tendría la opción a quedarse las tierras del
Congo como colonia.
Un examen a vista de pájaro del gran abanico que forman el enorme
río y sus afluentes, que cubre todo el centro de África, nos mostraría
que, en los años que siguieron a la Conferencia de Bruselas, entre
1890 y 1894, había señales de actividad europea por todas partes. En
Arthur Conan Doyle
Por todas partes se emitían órdenes estrictas, por un lado a los nati
vos, diciéndoles que no tenían derecho a recolectar los productos de
su tierra; y por el otro a los comerciantes independientes, informán
doles que serían castigados si compraban algo a los nativos. En enero
de 1892, el comisario de distrito Baert escribió:
21. El rey Leopoldo organizó a todos sus oficiales blancos en un ejército al mando de nativos
reclutados a la fuerza y obligados a servir durante siete años en esta Force Publique, que llegó a
ser la fuerza militar más importante de África Central. (N. del T.)
La tragedia del Congo
22. Wilfred Gilbert Thesiger (1871-1920) fue el cónsul británico en Boma de 1908 a 1909. (N.
de los E.)
Arthur Conan Doyle
Pero, ¿no estaba claro que ningún nativo, y menos los de tribus,
como dijo Stanley, con notables aptitudes para el comercio, habría
aceptado un trato en semejantes condiciones? Ahí es donde entraba el
sistema.
El sistema consistía en enviar a dos mil agentes blancos a recoger
el producto. Esos hombres blancos se establecían en solitario o por
parejas en las estaciones más céntricas, y cada uno tenía la concesión
de una parte del país con cierto número de poblados. Debían recoger
el caucho, que era el producto más valioso, con la ayuda de los nati
vos. Esos blancos, muchos de los cuales ya eran hombres de escasa
moral antes de dejar Europa, estaban mal pagados, con un estipendio
de entre i ; o y 300 francos al mes. Complementaban ese sueldo con
una comisión o gratificación que variaba según la cantidad de caucho
recolectada. Si sus envíos eran grandes, aumentaba su paga, el aprecio
de sus superiores, un regreso anticipado a Europa y la posibilidad de
ascender. Si, en cambio, los envíos eran escasos, se veían sumidos en la
pobreza, la reprimenda y la pérdida de rango. No podía haberse con
cebido un sistema mejor para forzar a un grupo de hombres a conse
guir resultados a cualquier precio. No es descrédito para los belgas el
que les desmoralizara semejante existencia, pues entre esos agentes
también los había de nacionalidad no belga. Y dudo que ingleses, nor
teamericanos o alemanes hubiesen podido actuar de otra forma al
verse expuestos a unas condiciones similares en un país tropical.
Y una vez desplazados esos dos mil agentes, deseosos de imponer la
recolecta de caucho a unos nativos muy poco dispuestos a ello, ¿cómo
pretendía el sistema que lo hicieran? El método era tan eficiente como
La tragedia del Congo
y
diabólico. Se concedió a cada agente control sobre cierto número de
salvajes, reclutados en las tribus más violentas y armados con armas
de fuego. Se apostaba a uno o dos de ellos en cada poblado para ase
gurarse de que los habitantes hicieran su trabajo. A esos hombres se
les llamaba capitas, o cabecillas2’, y serían los perpetradores físicos,
que no morales, de muchos actos horrendos. Imaginen la pesadilla
que se viviría en cada poblado con esos bárbaros instalados en su
seno. No podían alejarse de ellos ni de día ni de noche. Reclamaban
vino de palma, pedían mujeres, pegaban, mutilaban y mataban a pla
cer, imponiendo el incesto público para divertirse con el espectáculo.
A veces el poblado hacía acopio de valor y los mataba. La Comisión
belga constató que en un solo distrito mataron a 142 capitas en siete
meses. Después llegaban las expediciones de castigo, y la destrucción
de comunidades enteras. Cuanto más terror inspirase el capita, más
útil era, con más rapidez obedecían los habitantes del poblado, y más
caucho se enviaba al agente. Cuando la cantidad recogida disminuía,
el propio capita acababa probando parte del dolor físico que él mismo
había infligido. A menudo, el agente blanco excedía en crueldad a los
bárbaros que tenía a sus órdenes. Y, también a menudo, el hombre
blanco prescindía del hombre negro para actuar personalmente como
torturador y verdugo. Pero la norma era la que he contado, siendo los
capitas quienes cometían los ultrajes, aunque con la aprobación, y a
veces la presencia, de sus patronos blancos.
Sería absurdo dar por supuesto que todos los agentes eran igual de
implacables, y que no los hubo divididos entre el deseo de riquezas y
ascensos por un lado, y el horror de sus tareas diarias por el otro.
Ofrezco dos reveladores ejemplos sacados de las cartas del teniente
Tilkens, citados por el Sr. Vandervelde23 24 en el debate del Parlamento
belga:
23. A lo largo de todo el texto, el capita será llamado también centinela, guarda forestal e inclu
so mensajero. Todos son sinónimos. (N. del T.)
24. Émile Vandervelde (1866-1938), figura prominente del movimiento obrero belga, que fue
miembro del parlamento de su país, ante el que denunció, en múltiples ocasiones, los abusos
cometidos en el Congo. (N. de los E.)
Arthur Conan Doyle
A su madre le escribió:
Ya llevo dos años en guerra con esta región, pero no puedo decir que
haya sometido a la población. Prefiere morir. ¿ Qué puedo hacer? Me
pagan para que haga mi trabajo, soy una herramienta al servicio de
mis superiores, y obedezco sus órdenes, tal como exige la disciplina.
25. De arriba abajo, en el momento en que mejor funcionaba el sistema, el escalafón de poder
en la colonia del Congo consistía en gobernador general, con sus diputados, seguido del ins
pector del Estado, comisario general, comisario de distrito, ayudante de comisario de i‘ clase,
ayudante de comisario de 21 clase, jefe de zona de 1* clase, jefe de zona de 2a clase, jefe de sector
de Ia clase, jefe de sector de 21 clase y jefe de estación. (N. del T.)
IV
LAS PRIMERAS CONSECUENCIAS DEL SISTEMA
hi primer testimonio que citaré es el del Sr. Glave, que abarca des
de el año 1893 al de su muerte, acaecida en 1895. El Sr. Glave fue un
joven inglés que había trabajado para el Estado durante seis años, y
cuyo carácter y comportamiento fueron elogiados por Stanley. Cua
tro años después de concluir su contrato recorrió el país de forma
independiente, desde Tanganika, en el este, hasta Matadi, junto a la
desembocadura del río, lo cual supone una distancia de dos mil millas.
El sistema de los agentes y el caucho aún estaba en pañales, pero pudo
apreciar por todas partes la violencia y el desprecio por la vida huma
na que acabaría alcanzando la magnitud citada. Recordemos que era
un hombre de Stanley, un pionero y un comerciante con los nativos,
en nada fácil de sorprender. Estos son algunos de sus comentarios,
sacados de su diario.
Acerca de la liberación de esclavos por parte de los belgas, algo por lo
que se han atribuido tanto mérito, dice (Centennial Magazine, Vol. 53):
convencido de que la piel de los africanos es muy dura, hay que tener
una constitución extraordinaria para resistir el terrible castigo de un
centenar de golpes; normalmente la víctima queda insensible al cabo
de veinticinco o treinta. Con el primer golpe, chilla de forma abomi
nable, luego calla y sólo se oyen gruñidos y el cuerpo le tiembla hasta
el final del castigo, momento en que el reo se aleja tambaleándose, a
menudo con cortes que no desaparecerán en su vida. Si es malo azo
tar a los hombres, peor aún es que el castigo se inflija a mujeres y
niños. Los tratados con mayor dureza suelen ser niños pequeños, de
diez o doce años, que tienen dueños coléricos e irritables. En Kasongo
se cometen grandes crueldades. He visto dos niños con cortes muy
feos. De verdad creo que el hombre que recibe cien golpes queda al
borde de la muerte, y con el espíritu quebrado de por vida.
Y continúa:
Por todas partes oigo las mismas noticias sobre el Estado Libre del
Congo: caucho y asesinato, esclavitud en su peor forma. Se dice que
la mitad de los libérés muere en el camino. (...) En Europa entende
mos que la palabra libérés se refiere a esclavos salvados de sus crueles
251
Arthur Conan Doyle
252
La tragedia del Congo
Una frase que vale la pena resaltar es: «Los misioneros están tan a
merced del Estado que no informan en casa de esas prácticas bárba
ras». Contrariamente a lo que promueven los apologistas del rey
Leopoldo —que fueron los misioneros quienes propagaron este
asunto—, resulta que estos habían callado y que sólo salió final
mente a la luz gracias al valor y la sinceridad de un puñado de ingle
ses y norteamericanos.
Acabamos con el testimonio del Sr. Glave, que era un viajero inglés,
para pasar al del Sr. Murphy, misionero norteamericano que trabaja
ba en esa misma época en otra parte del país, la región donde el río
Ubangi desemboca en el río Congo. Veamos hasta qué punto coincide
su historia, escrita de forma completamente independiente {Times, 18
de noviembre de 1895):
2 53
Arthur Conan Doyle
Y también:
Estos horrores no eran sólo por el caucho. Gran parte del país es
poco apropiada para el caucho, y allí había otros impuestos que se
254
La tragedia del Congo
cobraban con la misma brutalidad. Una aldea debía pagar con comida
y un día se retrasó:
2 56
La tragedia del Congo
Dije antes que era más fácil defender a los asesinos caníbales que a
quienes trabajan dentro del sistema. Los capitas ponen la misma excu
sa. «No se crea mucho eso», le dijo uno de ellos al misionero. «Nos
matan si no les llevamos caucho. El comisario del distrito ha prometi
do acortarnos el servicio si le llevamos muchas manos. Yo ya le he lle
vado muchas, y espero acabar pronto mi servicio.»
Todo esto demuestra ampliamente que los comisarios están metidos
hasta las cejas en este horrible asunto, pero el Sr. Sjoblom todavía
pudo acceder a un nivel superior del escalafón que lleva al palacio de
Bruselas. El gobernador general WahisJÍ, un hombre que ha tenido
un siniestro papel en el país, viajó río arriba con la intención de hacer
que el sueco se desdijera, o de intimidarlo en caso de no conseguirlo.
Parece ser que lo último que tenía en mente era llegar a la verdad o
enderezar lo que estuviera torcido, pues sabía muy bien que lo torci
do era básico para el sistema, que así el engranaje iría más despacio, y
que entonces el ingeniero jefe de Europa desearía saber qué pasaba
con su maquinaria productora de caucho. «Quizá presenciara usted
todo lo que ha contado», dijo, «pero no ha probado nada». Y el comi- 26
26. Théophile Wahis (1844-1921), oficial del Ejército belga que fue gobernador general del Congo
de 1892 a 1911. Antes se había ganado la confianza de Leopoldo 11 en México, cuando acompañó
a Maximiliano de Austria y a la emperatriz Carlota, hermana del rey belga. (N. de los E.)
Arthur Conan Doyle
sario decía esto mientras apuntaba con un rifle a la cabeza de los tes
tigos para asegurarse de que no pudiera probarse nada. A pesar de
eso, el Sr. Sjdblom reunió pruebas y, tras acudir al gobernador, le pre
guntó si quería escucharlas. «No quiero oír a ningún testigo», le dijo,
para añadir luego: «Como continúe reclamando una investigación
sobre estos asuntos, lo llevaremos a juicio... Y eso supondrá una con
dena de cárcel de cinco años».
Ésta es la historia con la que el Sr. Sjóblom implica al gobernador
Wahis en la infamia general. «Eso es falso», gritará el apologista con
goleño. ¡Qué extraño resulta que laicos y clérigos, suecos, norteame
ricanos y británicos, se unan para difamar a tan inocente Estado! No
hay duda que esos niños malvados se cortan sus propias manos para
poder manchar así “la benévola y filantrópica empresa del Congo”.
Tartufo y Jack el destripador... ¡En la historia del mundo nunca se ha
visto una combinación semejante!
Incluyamos otra anécdota acerca del Sr. Wahis, pues pocas veces
tenemos a un gobernador del Congo enfrentándose en persona a los
resultados de su obra. Cuando el Sr. Sjóblom viajó río abajo, aún tuvo
ocasión de informarse de otro ultraje:
2.6o
La tragedia del Congo
265
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2 66
La tragedia del Congo
267
Arthur Conan Doyle
para obtener resultados. ¿No puede dimitir? «Así es», le dicen las
autoridades, «pero no podrá irse mientras no pague su deuda con tra
bajo». No puede huir río abajo, porque el Gobierno controla todos
los vapores. ¿Qué puede hacer entonces? Algo que suelen hacer con
mucha frecuencia es volarse la tapa de los sesos. Las estadísticas de
suicidio son más elevadas que en cualquier otro trabajo del mundo.
Pero, supongamos que asume otra postura: «Muy bien, me quedaré
ya que me obligan, pero delataré estas fechorías a Europa». ¿Qué
sucede entonces? La rutina es sencilla. Se le acusa oficialmente de mal
tratar a los nativos. Los maltratos de cualquier tipo siempre se llevan a
juicio, y no resulta difícil probar con la ayuda de los centinelas que el
agente es responsable de algo que no casa con la ley escrita, aunque
sea la costumbre aceptada. Es llevado a Boma, juzgado y condenado.
Por eso, en la prisión de Boma se encuentra tanto a los mejores hom
bres como a los peores, hombres cuyas ideas son demasiado humanas
para las autoridades, junto a hombres cuyos crímenes ni siquiera la
administración congolesa puede pasar por alto. Que se cuide mucho
quien busque servir en ese siniestro país, pues las únicas salidas que le
esperan son el suicidio, la prisión de Boma o cometer actos tales que
envenenarán por siempre su memoria.
Ésta es la clase de circulares oficiales que reciben a miles los agentes.
Ésta en concreto proviene del comisionado del distrito de Welle:
269
Arthur Conan Doyle
270
La tragedia del Congo
llamado Shanu27, que procuró acudir día tras día al tribunal para man
tener un registro del procedimiento, que luego despachaba a Euro
pa. Es interesante lo que sucedió a continuación, pues se boicoteó el
negocio de ese hombre, que era muy grande, y él lo perdió todo, de
sesperándose en su desgracia y acabando por quitarse la vida. Fue
otro mártir de la causa congoleña.
27. Hezekiah Andrew Shanu era un africano educado en Europa y propietario de un impor
tante negocio en el Congo. Llegó a recibir, en Bélgica, una medalla por sus servicios al Estado
del Congo, pero se convirtió en disidente y proporcionó información sobre las atrocidades
cometidas en el país, primero a Roger Casement, y luego a E.D. Morel. Cuando las autoridades
del Congo se enteraron, no lo detuvieron para no provocar un conflicto internacional —ya que
era súbdito británico— pero lo persiguieron sin tregua y lo arruinaron, hasta que se suicidó en
7905. (N. de los E.)
VI
VOCES DESDE LAS TINIEBLAS
Volveré ahora sobre los testigos del espeluznante trato a los nativos.
El reverendo Joseph Clark era un misionero norteamericano que vivía
en Ikoko, dentro del Dominio de la Corona, la reserva privada del
propio rey Leopoldo. Estas cartas cubren el período de tiempo entre
los años 1893 y 1899.
Así era Ikoko, a su llegada en 1893:
Irebu tiene unos dos mil habitantes. Ikoko al menos cuatro mil, y
hay otros poblados cerca, algunos tan grandes como Irebu, y dos
seguramente tan grandes como Ikoko. Los habitantes son apuestos,
valientes y activos.
273
Arthur Conan Doyle
En noviembre de 1894:
El 28 de noviembre, escribe:
El 4 de diciembre dice:
H4
La tragedia del Congo
Población aproximada
Lobwaka 2JO
Boboko 2JO
Bosungu zoo
Ikenze ZJO
Bokaka 2 00
Mosenge NO
Ituta So
Ngero 2.000
Total J.lSo
275
Arthur Conan Doyle
no les gusta eso. Es un trabajo muy duro por una paga muy escasa, y
tienen que internarse en la selva lejos de sus casas, donde no se sien
ten a salvo, y siempre hay peleas entre ellos. (...) El caucho de este
distrito ha costado centenares de vidas, y las escenas que he presen
ciado, viéndome incapaz de ayudar a los oprimidos, bastan para que
desee estar muerto. Los soldados, que también son salvajes a su vez,
algunos hasta caníbales, están entrenados para usar rifles y, en mu
chos casos, se envían sin supervisores blancos y hacen lo que les ape
tece. Cuando llegan a un poblado, ninguna propiedad o esposa está a
salvo, y cuando guerrean son como diablos.
Imagínenlos volviendo de combatir a algunos “rebeldes”; en la
proa de la canoa hay una pértiga de la que cuelga un fardo. (...) Son
las manos (manos diestras) de dieciséis guerreros que han matado.
“Guerreros”. ¿Acaso no hay entre ellas manos de muchachas y de
niños pequeños (niños o niñas)? Yo las he visto. He visto hasta de
dónde se cortaron esos trofeos, cuando su pobre corazón aún latía
con fuerza suficiente como para propulsar a una distancia de hasta
metro y medio la sangre de las arterias cortadas.
Una vez trajeron a un bebé; habían cogido prisionera a su madre, y
arrojaron al infante al agua para que se ahogara ante sus ojos. Los
soldados nos dijeron con toda frialdad a mi esposa y a mí que su hom
bre blanco no quería que se le llevaran bebés. Se llevaron a las muje
res a rastras y dejaron al niño con nosotros, pero enviamos al bebé
con su madre y dijimos que informaríamos de eso al jefe de la esta
ción. Lo hicimos así, pero no se castigó a los hombres. Ante mí dijeron
que le darían cincuenta latigazos al principal culpable, pero oí como
la misma boca enviaba un mensaje diciendo que no se le azotase.
276
La tragedia del Congo
Este desarrollo del orden general se combina con una mejora inevi
table de las condiciones de vida de los nativos allí donde entran en
contacto con los europeos...
De hecho, ése es uno de los objetivos de la política general del
Estado: promover la regeneración de la raza, insuflándoles un
concepto más elevado de la necesidad del trabajo.
28. Una libra tiene veinte chelines, un chelín doce peniques. Y una libra de 1900 equivaldría a
unas cincuenta actuales. (N. del T.)
277
Arthur Conan Doyle
29. Por libro de cartas se refiere al cuaderno donde se copiaba el contenido de las cartas que se
enviaban. (N. del T.)
La tragedia del Congo
280
La tragedia del Congo
Debía ser uno de los pocos que había, y uno no puede dejar de pre
guntarse cuánto escasearían, dada la naturaleza de sus ataduras y la
indefensión en que se ponía al funcionario que no satisfacía plena
mente los deseos de sus superiores. Sólo había conseguido meterse
en problemas con el jefe del distrito. Mostró al Sr. Scrivener una carta
de este último, donde le reprochaba no usar medios más vigorosos,
diciéndole que hablase menos y disparara más, y reprendiéndolo por
no matar a más de un hombre en un distrito que era problemático.
Mientras el Sr. Scrivener estuvo en esa estación, bajo el régimen de
un hombre que se esforzaba por ser todo lo humano que le permitían
las órdenes, tuvo oportunidad de presenciar el proceso por el que el
Dominio de la Corona obtenía sus ingresos. Nos dice:
281
Arthur Conan Doyle
282
La tragedia del Congo
283
Arthur Conan Doyle
visto más que suficiente, y tenía el estómago revuelto por las historias
que me habían contado hombres y mujeres acerca de los espantosos
tiempos que habían vivido. Las atrocidades búlgaras se considera
rían suaves al lado de lo que se ha hecho aquí.
(...) Con el tiempo, llegamos a Ibali. Apenas quedaba una casa
entera en pie. (...) ¿A qué venía semejante ruina? El comandante
estaba fuera en un viaje que probablemente no duraría menos de
tres meses, el subteniente se había ido en otra dirección en una expe
dición punitiva. En otras palabras, habían descuidado la estación,
pero no la consecución de caucho. Estuve allí dos días y una de las
cosas que más me impresionó fue la recolecta de caucho. Vi largas
hileras de hombres llegando, igual que en Mbongo, con sus cestitas
bajo el brazo; vi cómo les pagaban con una lata llena de sal, y los dos
metros de percal que se entregaba a los jefes; vi su temblorosa timi
dez y mucho más aún; lo que prueba el estado de terror en el que
viven y la virtual esclavitud a la que están sometidos.
(...) Con esto concluye mi viaje al lago. He aumentado mi conoci
miento del país, así como, ¡ay!, mi conocimiento de los espantosos actos
que cometen los hombres en su enloquecida carrera para hacerse ri
cos. Por lo que sé, soy el primer hombre blanco que ha entrado en el
Domaine Privé del rey, aparte de los empleados del Estado. Es de espe
rar que esto despierte enfados en algunos círculos, pero es inevitable.
Con esto concluimos con el Sr. Scrivener. Pero quizá el lector crea
en la existencia de un complot misionero para difamar al Estado
Libre. Veamos entonces lo que dicen algunos viajeros, como el Sr.
Grogan, en su libro Cape to Cairo [De El Cabo a El Cairo]:
284
La tragedia del Congo
dio. Sólo tras muchas preguntas me aseguraron los nativos que había
hombres blancos presentes cuando se quemaba a las ancianas. (...)
Hasta me describieron el aspecto personal de los oficiales blancos que
acompañaban a las tropas. (...) Ese poblado desdichado acudió a mí
para preguntarme por qué los habían abandonado los británicos.
Todos los poblados han sido quemados hasta los cimientos y, cuando
me alejaba de esa región, vi esqueletos, esqueletos por todas partes.
¡Y en qué posturas! ¡Qué historias de terror contaban!
¿Les parece todo esto horrible? Pero, aún así, ¿no resulta todavía
más horrible una frase como la siguiente?:
Hasta ahora, todos los informes publicados acerca de las negras fecho
rías del rey Leopoldo y sus hombres provenían de individuos particula
res, a excepción de un cauto documento del cónsul Pickersgill, fechado
en 1898. Sin duda habría otros informes oficiales, pero el Gobierno los
retenía. En 1904 se abandonó esta política de reserva, y el histórico
informe del cónsul Roger Casement confirmó, y en cierto modo amplió,
todo lo que ya había llegado a Europa mediante otras fuentes.
No está fuera de lugar dedicar alguna que otra palabra a la perso
nalidad y las calificaciones del Sr. Casement, dado que ambas fueron
atacadas por detractores belgas. Es un funcionario público veterano y
experimentado que ha tenido excepcionales oportunidades para co
nocer África y sus nativos. Entró en el servicio consular en 1892,
sirviendo en Nigeria hasta 1895, y en Bahía Delagoa’0 hasta 1898,
cuando fue finalmente transferido al Congo. Personalmente, es hom
bre de gran carácter, sincero, generoso, profundamente respetado por
todos los que lo conocen. Su experiencia, relativa a los distritos del
Dominio de la Corona durante el año 1903, abarca sesenta y dos pági
nas que pueden leerse en su totalidad en el Libro Blanco (White Book,
África. Núm. 1, i904)51. No me disculparé por la longitud de los
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Arthur Conan Doyle
288
La tragedia del Congo
En una de esas aldeas, S.}2, situada en el extremo sur del lago, des
pués de devolverles la confianza y de convencer a los fugitivos para
que regresaran de la selva cercana, donde se habían escondido, vi a
las mujeres volver, hasta que se hizo casi de noche, cargadas con sus
bebés, sus utensilios domésticos, e incluso la comida que habían reco
gido a toda prisa. Al encontrarme en uno de los campos con algunas
de esas mujeres que regresaban, les pregunté por qué habían huido
al acercarme yo, y me contestaron, sonriendo: «Creimos que eras
Bula Matadi» (es decir “hombre del Gobierno”). Antes no existían
esos miedos en el Alto Congo; y en lugares mucho más apartados que
había visitado hace años, la gente llegaba desde muy lejos para dar
la bienvenida a un desconocido blanco. Pero hoy, la aparición de un
vapor del hombre blanco da la señal para que se produzca una
huida inmediata.
(...) Dijo que a él seguían acudiendo hombres a los que los solda
dos del Gobierno les habían cortado las manos en aquellos tiempos
horribles, y que en el país que nos rodeaba aún había muchas vícti
mas de esa clase de mutilación. Mientras estuve en el lago conocí de
primera mano dos de esos casos. Uno era un joven al que le habían
arrancado ambas manos a golpes con la culata del rifle contra un
árbol; el otro, un chaval de 11 o 12 años, al que le habían cortado la
mano derecha por la muñeca. FA niño me describió las circunstancias
en las que había sido mutilado y, en respuesta a mi pregunta, me dijo
que, aunque entonces estaba herido, notó perfectamente el momento
en que le cortaron la muñeca, pero se quedó quieto, sin moverse, por
miedo a que lo matasen. En ambos casos, los soldados del Gobierno
iban acompañados por oficiales blancos, cuyos nombres se me facili
taron. Seis nativos (una niña, tres niños pequeños, un joven y una
32. Cuando se publicó el Informe Casement, el f oreign Office eliminó todos los nombres de
personas y lugares, muy a pesar de Casement. Conan Doyle utiliza esa versión. (N. del T.)
289
Arthur Conan Doyle
Las multas por ofensas banales eran para conseguir los resultados
descritos a continuación:
Uno de sus jefes —un hombre fuerte y con aspecto magnífico— rom
pió a llorar, diciendo que sus vidas no valían nada, y que no sabían
cómo escapar de los problemas que los acosaban por todos lados. Sólo
La tragedia del Congo
I lay que aclarar que esas multas eran completamente ilegales. Quien
rompía la ley era el funcionario, y no los pobres nativos acosados:
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Le Capitaine-Commandant
Sarrazzyn
Coquilhatville, 1 de mayo de 1896
292
La tragedia del Congo
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34. Se trata ele la Anglo-Bclgian India Rubber and Exploration Company, que fue formada en
1892 y se convirtió en una de las principales compañías caucheras, cuyo nombre se vio a menu
do relacionado con las atrocidades cometidas. Cuando se reorganizó en 1898, se retiró todo el
capital británico y se le cambió el nombre por el de Abir. (N. de los E.)
2t>4
La tragedia del Congo
Debo decir que entre mis fotografías tengo varias donde se ven bra
zos rotos de esa manera.
Y así es como se trataba a los nativos cuando iban a quejarse ante el
hombre blanco:
297
Arthur Conan Doyle
pais del hombre blanco). Si en el país del hombre blanco hay mucha
gente, tiene que haber mucha gente en el país del hombre negro». El
blanco que lo dijo era el jefe de F.F., se llamaba A.B., y era muy malo.
Otros hombres blancos de Bula Matadi que habían sido malos y mal
vados eran B.C., C.D., y D.E. Estos nos mataban a menudo, y lo hacían
con sus propias manos o con las de sus soldados. Algunos hombres blan
cos eran buenos. Esos eran E.F., F.G., G.H., H.I., I.K., K.L.
Esos les decían que se quedaran en casa, y no los perseguían ni
mataban como habían hecho los otros, pero después de lo que habían
sufrido, ya no se fiaban de la palabra de nadie, y habían huido de su
país; ahora pensaban quedarse aquí, lejos de sus hogares, en este país
donde no había caucho.
—¿ Cuánto hace que abandonasteis vuestras casas, que huisteis del
grave problema del que habláis?
—Duró tres estaciones enteras y ya han pasado cuatro estaciones
desde que huimos y llegamos al país de K.
—¿ Cuántos días se tardan desde N. a vuestro país?
—Seis días de marcha rápida. Huimos porque no podíamos sopor
tar las cosas que nos hacían. Colgaban a nuestros jefes, a nosotros nos
mataban o nos dejaban morir de hambre y nos hacían trabajar más
de lo humanamente soportable para conseguir el caucho.
—¿ Cómo sabéis que eran los hombres blancos quienes ordenaban
que se os hicieran esas crueldades? Esas cosas tienen que haber sido
hechas por los soldados negros, sin conocimiento del hombre blanco.
—Los hombres blancos les decían a sus soldados: «Sólo matáis mu
jeres; no sabéis matar hombres. Debéis demostrar que matáis hom
bres». Y entonces, cuando los soldados nos mataban —Aquí P.P. se
detuvo, dudó y luego, señalando las partes pudendas de mi bulldog,
que dormía tumbado a mis pies, continuó—: nos cortaban esas cosas
y se las llevaban a los hombres blancos, quienes les decían: «Es ver
dad, habéis matado hombres».
—¿Pretendéis decirme que un hombre blanco ordenó que vuestros
cuerpos fuesen mutilados de esa forma y que se le llevasen esas partes
íntimas?
298
La tragedia del Congo
35. Territorio que perteneció al Estado Libre del Congo. Estaba situado en la margen occidental
del Alto Nilo, en lo que ahora es el sudeste del Sudán y el noroeste de Uganda. (N. de los E.)
36. Locución latina que significa “tú también”. (N. del T.)
2 99
Arthur Conan Doyle
37. Evelyn Baring (1841-1917), primer conde de Cromer, fue un diplomático y administrador
colonial británico, que en la época que nos ocupa era cónsul general y embajador plenipoten
ciario en Egipto. (N. de los E.)
Arthur Conan Doyle
38. George Grenfell (18491906), misionero y explorador británico. En 1875 partió hacia
Camerún corno misionero baptista. Desde allí exploraría los ríos poco conocidos de la cuenca
del Congo y mandaría varias misiones. Era uno de los que mejor conocían la zona. En 1891 fue
nombrado embajador plenipotenciario de Bélgica, para que delimitase la frontera entre las
posesiones belgas y las portuguesas. (N. de los E.)
302
La tragedia del Congo
to serio de velar por los intereses del pueblo. Puso como ejemplo los
pocos funcionarios judiciales y la práctica imposibilidad de que un
nativo obtuviera justicia, ya que los testigos se veían obligados a via
jar largas distancias hasta Leopoldville o hasta Boma. El Sr. Grenfell
habló enfáticamente contra el régimen administrativo del tramo supe
rior del río, en función de lo que le habían informado.
El siguiente testigo fue el reverendo Sr. Scrivener, caballero que lle
vaba veintitrés años viviendo en el Congo. Su declaración fue muy
parecida a la que hizo en su Diario, el cual he citado ya, y se refirió a
la situación del Dominio de la Corona. Tras él se interrogó a muchos
testigos. «¿Cómo sabe los nombres de los hombres asesinados?», le
preguntaron a un muchacho. «Uno de ellos era mi padre», fue la dra
mática respuesta. «Hombres de piedra», escribió el Sr. Scrivener, «se
sentirían conmovidos por las historias que se van descubriendo aquí a
medida que la Comisión ahonda en la espantosa historia de la reco
lección del caucho».
También testificó el Sr. Gilchrist, otro misionero. En su testimonio
mostró preocupación por el Dominio de la Corona y la zona de con
cesionarias, sobre todo por la del río Lulongo. Dijo:
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Señalé que una de las razones por las que los nativos no quieren
servir a la A.B.I.R., es porque los centinelas viajan en canoas de la
A.B.I.R., y lo único que hacen es azotar a los remeros para que sigan
remando.
Tras escuchar al Sr. Stannard, se interrogó uno a uno a dieciséis tes
tigos de Esanga. Dieron detalles de cómo sus padres, madres, her
manos, hermanas, hijos e hijas habían sido asesinados a sangre fría.
Entre los dieciséis denunciaron más de veinte asesinatos sólo en
Esanga. Les siguió el gran jefe de todo Bolima, sucesor de Isekifasu
(asesinado por la A.B.I.R.). ¡Qué lección para quienes hablan de misio
neros mentirosos! Allí estaba, orgullosamente erguido ante todos,
señalando a sus veinte testigos, poniendo sobre la mesa sus ciento
diez ramitas, cada una representando una vida perdida a causa del
caucho. «Estas son las ramitas de los jefes, éstas son de hombres, éstas
más cortas representan a las mujeres; y éstas, más pequeñas aún, a los
niños.» Dio los nombres, aunque pidió permiso para llamar a su hijo
y que le ayudase a recordar. Pero la Comisión se dio por satisfecha
con él, creyendo que decía la verdad, y por tanto era innecesario.
Contó cómo su barba de muchos años, que le llegaba casi hasta los
pies, fue cortada por un agente del caucho, sólo por visitar a un
amigo de otro poblado. Al preguntarle si había matado centinelas de
la A.B.I.R., lo negó, pero admitió que su gente había matado con
lanza a tres de los hombres del centinela. Explicó la forma en que el
hombre blanco los había atacado y que al acabar la lucha, señaló los
cadáveres y dijo: «Ahora me traeréis caucho, ¿verdad?». A lo qué él
contestó: «Sí». Los cadáveres acabaron descuartizados y devorados
por los combatientes del Sr. Forcie. También dijo haber sido azotado
con chicote y encarcelado por el agente de la a.b.i.r., el cual además
le puso a hacer los trabajos más serviles.
Aquí entró Bonkoko para contar cómo acompañó a los centinelas
de la A.B.I.R. cuando fueron a asesinar a Isekifasu, con sus esposas e
hijos, a los que encontraron cenando pacíficamente, que mataron a
tantos como pudieron, y que descuartizaron y devoraron los cadáve
res del hijo de Isekifasu y los de las esposas de su padre, así como la
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3D
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¿Quién podría negar, tras leer este pasaje, que el nativo del Congo ha
sido reducido de la libertad a la esclavitud? Y sigue una frase curiosa:
Aparte de los cultivos, que apenas bastan para alimentar a los nati
vos y abastecer a las estaciones, todos los frutos del suelo son consi
derados propiedad del Estado o de las sociedades concesionarias.
De ser así, significaría el fin para siempre del libre comercio o, inclu
so, de cualquier comercio, salvo lo que exportase a Europa el propio
Gobierno o el puñado de compañías que en realidad representan al
Gobierno, en beneficio de un pequeño círculo de millonarios.
Una vez tratada la apropiación de la tierra y de sus productos, la
Comisión analiza con guantes de seda las raíces de la tercera propues
ta de base: la imposición a los nativos del trabajo sin pagárseles nada a
cambio, diciendo que ese trabajo es un impuesto, o pagándoles con
314
La tragedia del Congo
No podría hacerse declaración más clara del sistema atacado por los
reformadores y negado por los oficiales congoleños durante tantos
años. El informe explica entonces que cuando el Estado —en una de
sus pretendidas reformas significativas para los europeos, que no para
los congoleños—, asignó cuarenta horas de trabajos forzados al mes
como la cantidad debida por los nativos al Estado, el anuncio fue
acompañado por una convocatoria privada del gobernador general a
315
Arthur Conan Doyle
316
La tragedia del Congo
aldea, donde podrá estar no más de dos o tres días, pues ya se acerca
la siguiente fecha de entrega. (...) No es necesario añadir que este
sistema es una violación flagrante de la ley de las cuarenta horas.
Se piense lo que se piense sobre las ideas nativas, actos como tomar a
las mujeres en calidad de rehenes ultrajan demasiado nuestro con
cepto de justicia como para ser toleradas. El Estado prohibió esta
práctica hace tiempo, pero sin ser capaz de suprimirla por completo.
Agrega:
318
La tragedia del Congo
Esa última frase es la guinda del pastel. Si los agentes presentes ante
la Comisión no intentaron siquiera negar los ultrajes, ¿quién iba a
atreverse a hacerlo en su nombre?
El resto del informe, aunque lleno de refinadas perogrulladas y de
vagas recomendaciones de reforma, completamente impracticables
mientras la raíz de todos los problemas permanezca inalterable, con
tiene unos cuantos pasajes positivos que merece la pena destacar.
Hablando de la necesidad de dar instrucciones precisas a las expedi
ciones militares, dice:
E insiste:
3l9
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De nuevo:
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La tragedia del Congo
ley, fue llamado a Londres, donde fue juzgado, y apenas pudo evitar
al verdugo. Es por tensiones como ésta por lo que los europeos que
viven en los trópicos, provenientes de la nación que sea, deben inten
tar mantener su morale civilizada. La naturaleza humana es débil, la
influencia del entorno fuerte. Tanto alemanes como ingleses pueden
ceder, y en casos aislados han cedido, a ese entorno. Ninguna nación
puede reclamar una mayor superioridad individual en eso, pero tanto
Alemania como Inglaterra (y añadiría a Francia, de no ser el Congo
francés) pueden afirmar que su sistema funciona tan bien contra el
ultraje como el belga lo favorece. Estas cosas no son, como parecen
pensar los comisionados, males necesarios tolerables en todas partes.
¿Cómo pueden pesar más sus torpes opiniones sobre la cuestión,
cuando se enfrentan a las palabras de reformistas como sir Harry
Johnston o Lord Cromer? El hecho es que el funcionamiento de una
colonia tropical es la mayor prueba de todas a las que se enfrenta la
nación que lo intenta; las pruebas supremas a las que hace frente el
espíritu de una nación son ver gente indefensa y no oprimirla, ver
grandes riquezas y no confiscarlas, tener poder absoluto y no abusar
de él, ayudar al nativo en vez de hundirse uno mismo. Todos hemos
fallado a veces. Pero nunca el fracaso ha sido tan desesperado, tan
escandaloso, ni tenido tales consecuencias para el mundo, tal degra
dación para el buen nombre de la cristiandad y la civilización como el
fracaso de los belgas en el Congo.
Y todo esto ha pasado, y se ha tolerado, en una era de progreso. El
crimen más grande, más profundo y de mayor alcance de los que se
tiene constancia, tenía que estar reservado para estos últimos años.
Alguna excusa hay para el exterminio de una raza cuando, como los
sajones y los celtas, se trata de dos pueblos que luchan por una misma
tierra que sólo puede pertenecer a uno. Alguna excusa habrá también
para las matanzas religiosas, como la de Mohamed n en Constan-
tinopla o la del duque de Alba en los Países Bajos, ya que esos asesi
nos intolerantes creían con toda sinceridad estar haciendo su brutal
trabajo sirviendo a Dios. Pero, aquí, los perpetradores actuaron con
sangre fría en las venas, sabiendo día tras día lo que hacían, con el
3^
La tragedia del Congo
325
Arthur Conan Doyle
La visita del Sr. Malfeyt fue presentada como un paso hacia la mejo
ra. Se aseguró al gobierno británico que su visita podía ser de tal natu
raleza que llevaría a cabo todas las reformas necesarias. No obstante,
nada más llegar anunció que no tenía poder para actuar, y que sólo
había ido a ver y oír. Así ganaron unos cuantos meses más sin efectuar
cambio alguno. El único pequeño consuelo que podemos sacar de
esta sucesión de impotentes embajadores y comités de reforma que
nunca intentaron reformar nada, es que jugaron su partida y queda
ron al descubierto, por lo que no podrán seguir jugando. Cualquier
gobierno que vuelva a aceptar garantías de la misma fuente será el
merecido hazmerreír del mundo.
¿Cuál fue entretanto la actitud de esa compañía, la a.b.i.r., cuyas
iniquidades habían quedado completamente expuestas ante la Comi
sión, y cuyo gerente, el Sr. Longtain, había huido a Europa? ¿Estaba
avergonzada de tantos hechos sanguinarios? ¿Estaba preparada para
modificar de alguna forma su política tras las revelaciones que sus
representantes admitieron como ciertas? Leamos la siguiente entre
vista que el Sr. Stannard mantuvo con el Sr. Delvaux, tras visitar éste
las estaciones de su deshonrado colega:
328
La tragedia del Congo
39. En la antigua Grecia era el consejo que se reunía en la colina Areópago, en Atenas, con fines
públicos y que acabaría convirtiéndose en un tribunal. (N. del T.)
329
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Lontulu, jefe superior de Bolima, vino con veinte testigos, todos los
que cabían en una canoa. Trajo con él ciento diez ramitas, cada
una de las cuales representaba una vida sacrificada a causa del
caucho. Las ramitas eran de diferentes longitudes, y representaban
a jefes, hombres, mujeres y niños según la longitud. Fue una ho
rrible historia de matanzas, mutilaciones y canibalismo, y quedó
absolutamente claro que decía la verdad. Además, fue respaldado
por otros testigos presenciales. Estos crímenes los cometieron hom
bres que actuaban siguiendo instrucciones de hombres blancos al
tanto de lo que se haría. En cierta ocasión, los centinelas fueron
azotados por no haber matado a suficientes personas. Una vez,
tras matar a varios nativos, incluido Isekifasu, el jefe principal, sus
esposas y sus hijos, se descuartizaron los cadáveres de todos, salvo
el de Isekifasu, y las fuerzas caníbales de la A.B.I.R. se alimentaron
con su carne. Los intestinos se colgaron sobre la casa, y se empaló a
un niño al que habían cortado en dos mitades. Tras un ataque, al
jefe Lontulu le mostraron los cadáveres de su gente y el agente del
caucho le preguntó si ahora traería el caucho. El replicó que lo
La tragedia del Congo
331
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332
La tragedia del Congo
Le señalé al viejo jefe del poblado más grande que me encontré, que
su pueblo parecía numeroso. «Ah», dijo él, «mi pueblo ha muerto.
Los que ahora ve sólo son una fracción de los que hubo una vez». Y
era bastante evidente que su poblado había sido de gran tamaño e
importancia. No puede haber la menor duda de que el Estado es la
causa directa de su despoblación. Por todas partes he oído historias
de ataques cometidos por soldados del Estado. El número de victi
mo. Alfred Dreyfus, (1859-1917), capitán del Ejercito francés al que acusaron de traición militar
por haber entregado documentos secretos a Alemania. Después se demostró que las pruebas
contra él eran falsas pero, aun así, Dreyfus fue condenado. El caso tuvo una gran repercusión
—mantuvo a Francia pendiente desde 1894 a 1906— sobre todo porque el capitán Dreyfus era
judío. Fernand Labori (1860-1917) fue su abogado. (N. de los E.)
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42. Pedro Lozano (1697-1752), misionero jesuita, etnógrafo e historiador español. (N . de los E.)
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Y sigue:
Más:
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(...) En todas las estaciones de la orilla norte (la derecha), entre Yarn-
huya y Basoko, encontré que los agentes europeos se habían ausentado
en el interior y, en la propia Basoko sólo quedaba el médico, estando el
resto del personal “de expediciónes decir, en expediciones punitivas.
Me quedé cinco días en Basoko, en parte a petición del Dr. Grossu-
le, y en parte por saber algo de las operaciones que se seguían en el
interior. Llegaron tres canoas llenas de prisioneros, todos cargados de
cadenas. Pero, lo único que pude descubrir fue que las enviaba el
barón Von Otter, que se había desplazado al promontorio situado en
la desembocadura del Aruwimi en el río Congo para hacer cumplir
las ordenanzas laborales.
En todos los poblados basenjipor los que pasé en mis dos viajes, los
nativos afirmaron emplear tres semanas del mes en encontrar y reco
lectar el caucho, además de tener que llevarlo cada tres meses a la
estación del Estado, situada a cuatro o a seis días de distancia.
En este país, en exceso cargado de impuestos, no se gasta en caminos o
carreteras ni un penique de lo recaudado. El estado de la carretera más
importante de la provincia es poco menos que vergonzoso, y eso que es
la carretera de la que se muestran más orgullosas las autoridades.
Así, a excepción de pagos triviales por algunas cosas, los gastos
gubernamentales en la mejora del país son nulos fuera de los sueldos
y las raciones de comida europea de los agentes blancos, que son
extremadamente pocos. Es cierto que existe una Force Publique y
algunos travaillcurs, pero se reclutan a la fuerza y reciben una paga y
unas raciones lo más escasas posibles.
(...) Volviendo a los basenji, los siguientes detalles de un poblado en
plena selva dejarán claras cuales son sus obligacionesr. .Este poblado
tiene catorce hombres adultos; el poblado vecino, con el que trabaja
conjuntamente ya que los jefes son hermanos, tiene nueve. Cada hom
bre debe entregar a la estación del Estado una gran cesta de unos doce
kilos de caucho cada mes y medio. Para conseguir esa cantidad necesi
tan treinta días, aunque encuentren el caucho a una jornada de distan
cia. Después emplean cinco días para llevarlo hasta la estación, y tres
días para regresar. Es decir, que dedican al servicio forzoso del Estado
344
La tragedia del Congo
345
Arthur Conan Doyle
Como resultado de mi viaje por esta parte del país, me veo forzado a
concluir que la condición de los nativos en el territorio de la A.B.I.R. es
deplorable, y aunque quienes viven cerca de las misiones están, com
parativamente hablando, a salvo del maltrato de los agentes del cau
cho y de sus centinelas armados, en otras partes del país están sujetos
a los mayores abusos.
No existe el trabajo libre, y se obliga a los nativos a trabajar por
un sueldo completamente inadecuado. Al visitar los diversos pobla
dos de trabajadores del caucho, uno esperaría ver algunas comodi
dades obtenidas a cambio del caucho —valorado en millones de
libras— que se les ha arrancado, pero la realidad es que los residen
tes nativos no poseen absolutamente nada.
Sus condiciones de vida son deplorables, y la suciedad y la miseria
de sus poblados demasiado evidente. La gente vive en estado de
incertidumbre ante la posible llegada de agentes de policía y solda
dos que, invariablemente, los arrancan de sus hogares y destruyen
sus chozas, por lo que les es imposible mejorar sus condiciones de
vida construyendo moradas más adecuadas.
No será posible ningún cambio en el sistema mientras no se adopte
un plan de impuestos más razonable. La práctica actual permite a los
agentes obtener la mayor cantidad posible de caucho de los nativos
pagando el menor sueldo posible, y autoriza el empleo de centinelas
armados para imponer este método deplorable.
346
La tragedia del Congo
Aunque las pruebas recogidas por los oficiales del Estado han demos
trado que los casos individuales de abusos no son infrecuentes ni en
esas estaciones, con toda seguridad no serán vistos por el viajero oca-
347
Arthur Conan Doyle
sionaly cuando juzgue la situación del país por lo visto en esas esta
ciones, podrá manifestar unas opiniones muy honestas pero desprovis
tas de valor. Es como si una persona bienintencionada, al escuchar que
cierta empresa de moda hace una fortuna explotando a sus trabajado
res, se aventurase a negar los hechos porque durante una visita super
ficial a su establecimiento del West End vio que los vendedores tras los
mostradores iban bien vestidos y parecían bien alimentados, ignoran
do la ulcerosa miseria de los cubiles de los trabajadores que confeccio
nan los artículos vendidos tras los mostradores.
349
Arthur Conan Doyle
ridad del agente, pueden hacer lo que quieran mientras el caucho lle
gue en la fecha prevista y en cantidad suficiente. En los poblados son
los amos absolutos, y los lugareños tienen que proporcionarles gratis
casa, comida, vino de palma y una mujer. Tienen derecho a golpear o
encarcelar a los nativos por cualquier ofensa imaginaria o por descui
dar el trabajo del modo que sea, e incluso hasta imponer multas en
conchas^ por su cuenta, o confiscar para su propio uso las conchas paga
das por el demandado o por su familia en caso de juicio por envenena
miento que, pese a las declaraciones de lo contrario hechas recien
temente en el Parlamento belga, son frecuentes en este país. El nativo
no puede quejarse u obtener ninguna satisfacción, ya que los capitas
actúan en nombre de la compañía y el agente de la compañía siempre
los amenaza en nombre de los Bula Matadi.
43. Son los cauríes, conchas pulidas y muy brillantes de un gastrópodo marino (Cypraea monc-
td) que algunos pueblos de África y Asia usan como moneda. (N. del T.)
35°
La tragedia del Congo
Más o menos por la misma época, ese mismo hombre tuvo el descaro
de ir con siete nativos armados a la misión norteamericana en ausen
cia de los misioneros, y exigirle al nativo al cargo que le entregase un
nativo que había huido a consecuencia de alguna disputa y que,
según él, se ocultaba en la misión. El encargado, un hombre de Sie
rra Leona, declaró su incapacidad para hacer lo que le pedía y que
debía esperar al regreso de los misioneros. Siguió un altercado, y el
agente lo golpeó dos veces en la cara. Yo le dije al hombre que, al ser
súbdito británico, lo apoyaría si quería denunciarlo, o que, al menos,
35i
Arthur Conan Doyle
Y sigue:
Todos estos casos pueden ser comprobados y son típicos de cierta clase
de agente desgraciadamente demasiado común, aunque no todos sean
así. También recibí numerosas quejas en varios poblados distintos con
tra un agente, que no sólo pegaba y encarcelaba a los nativos por que
darse cortos en la provisión de caucho, sino que también los obligaba a
proporcionarle alcohol destilado del vino de palma y acostumbraba a
tomar cualquier mujer del poblado que le gustara y viera en el merca
do semanal o cerca de su propia estación. Tengo entendido que la com
pañía prometió el pasado mayo al misionero norteamericano que ese
hombre sería retirado del puesto, pero seguía allí cuando pasé. Al estar
los nativos bajo el poder de hombres así, no se atreven a quejarse a las
autoridades y se encuentran completamente desvalidos.
352
I.a tragedia del Congo
353
Arthur Conan Doyle
H. M. Whiteside
Ikau, i) de junio de 1909
44. Posteriormente a la publicación de la primera edición inglesa de este libro, el Dr. Dorpin-
ghaus, de Barmen, volvió a Europa desde el Congo, trayendo pruebas completas y detalladas
que demuestran que la situación, dondequiera que tuvo oportunidad de observarla, sigue sien
do tan violenta y sin ley como siempre. El escaparate de la tienda podrá ser inspeccionado por
cualquier turista de paso, pero sólo quienes se internan en el establecimiento saben lo que ocu
rre en sti interior. (A.C.D.)
XII
LA SITUACIÓN POLÍTICA
35 7
Arthur Conan Doyle
tos por cien. Dejo aquí este desagradable aspecto del tema. Estoy
apelando a la humanidad de los hombres, y a ésta sólo le preocupan
cuestiones más elevadas.
No obstante, antes de acabar con mi tarea, haré un corto repaso a la
evolución de la situación política tal como ha afectado, primero, a
Gran Bretaña y al Estado del Congo, y segundo, a Gran Bretaña y a
Bélgica. En cada caso, Gran Bretaña ha sido, de hecho, la portavoz del
mundo civilizado.
Nos remontemos hasta donde nos remontemos, el gobierno bri
tánico no presentó ninguna protesta enérgica cuando el Estado del
Congo dio el paso fatal, causa directa de todo lo que ha venido des
pués, que le hizo abandonar el camino honrado hollado hasta enton
ces por todas las colonias europeas, y apropiarse del país como si
fuera suyo. Sólo en 1896 encontramos protestas contra el maltrato
a súbditos de color británicos, que acabó con una alocución del Sr.
Chamberlain en el Parlamento, prometiendo que no se permitirían
nuevas contrataciones. Fue la primera vez que nos mostramos en pro
fundo desacuerdo con la política del Estado del Congo. En abril de
1897, sir Charles Dilke entabló un debate sobre los asuntos del Con
go sin que se obtuviera un resultado definitivo.
Nuestros propios problemas en Sudáfrica (problemas que provocaron
en Bélgica un estallido de indignación por supuestos ultrajes británicos
totalmente imaginarios durante la guerra) nos dejaron poco tiempo para
cumplir con nuestras obligaciones para con los nativos estipuladas en
el Tratado. En 1903, el tema volvió de nuevo a primera plana, y en la
Cámara de los Comunes tuvo lugar un debate considerable que terminó
con una resolución casi unánime en los siguientes puntos:
358
La tragedia del Congo
la cual existe el Estado Libre del Congo, para que se adopten las
medidas que terminen con los males prevalentes en ese Estado.
En julio del mismo año, tuvo lugar el famoso debate de tres días en el
Parlamento belga, provocado en realidad por la resolución británica. En
este debate, los dos valientes reformistas, Vanderveldc y Lorand, lucha
ron con honor, aunque fueron aplastados por los votos de sus antago
nistas. El Sr. de Favercau, Ministro de Asuntos Exteriores, explicó que
no había ninguna relación entre Bélgica y el Estado del Congo, y que
atacar al segundo era faltar al patriotismo belga. La política congoleña
fue defendida por el Gobierno belga de un modo que lo ha identificado
para siempre con todos los crímenes aquí contados. Ningún miembro
del Gobierno del Congo pudo nunca expresar el íntimo espíritu de la
administración congoleña de forma tan concisa como el conde De Smet
de Nacycr cuando dijo, hablando de los nativos: «No tienen derecho a
nada. Lo que se les da es pura propina». ¡Jamás en la vida se ha escu
chado nada igual en boca de un estadista responsable! En 1885, se
formó un Estado para “la mejora moral y material de los nativos”. En
1903, el nativo “no tenía derecho a nada”. Las dos frases marcan el
principio y el final del viaje del rey Leopoldo.
En 1904, el Gobierno británico mostró su continua inquietud y de
sagrado por la situación de los asuntos congoleños, publicando el ver
daderamente horrendo informe del cónsul Casement. Este docu
mento, que circuló oficialmente por todo el mundo, debió abrir los
ojos de todas las naciones, si es que seguían cerrados, al verdadero
objetivo y desarrollo de la empresa del rey Leopoldo. Se esperaba que
esta acción por parte de Gran Bretaña fuera el primer paso hacia la
intervención, y, de hecho, el Sr. Lansdowne dejó muy claro, con todas
las palabras necesarias, que tendíamos nuestra mano, y que si cual
quier otra nación elegía cogerla, emprenderíamos unidos la tarea de la
necesaria reforma. Es un descrédito para las naciones civilizadas que
ninguna estuviera dispuesta a responder a la llamada. Si al final nos
vemos obligados a actuar en solitario, no podrán decir que no pedi
mos ni deseamos su cooperación.
359
Arthur Conan Doyle
A partir de esa fecha, las quejas del Gobierno británico fueron fre
cuentes, aunque no representaban adecuadamente todo el enojo y la
impaciencia de los súbditos británicos conscientes de la verdadera
situación. El Gobierno británico se abstuvo de adoptar medidas extre
mas porque se entendía que pronto tendría lugar una anexión belga y
esperaba que eso marcase el principio de la mejora de las circunstan
cias, sin necesitarse nuestra intervención. Pero se acumuló un retraso
tras otro y nada se hizo. El Gobierno liberal se mostró más preocu
pado que el predecesor unionista, pero la diplomacia impidió que se
llegase a una conclusión definitiva. Los despachos diplomáticos se
sucedían mientras una gran población seguía sumida en la esclavitud
y la desesperación. En agosto de 1906, sir Edward Grey declaró que
«no podemos esperar indefinidamente», y aun así seguimos esperan
do. En 1908 se produjo por fin la tan esperada anexión y el Estado del
Congo cambió su bandera azul con estrella dorada por la tricolor
belga. Se prometieron reformas inmediatas y radicales, pero esa pro
mesa acabó como todas las anteriores. En 1909, el Sr. Renkin, Mi
nistro belga para las Colonias, partió hacia el Congo en visita de ins
pección y, antes de su salida, tuvo la franqueza de decir que nada cam
biaría. Esta convicción la repitió en Boma, con una fioritura sobre el
“genial monarca” que presidía el destino de sus habitantes. Para cuan
do se publique este panfleto, el Sr. Renkin habrá regresado ya, sin
duda para hacer el anuncio habitual de reformas menores, que tarda
rán otro año en concretarse y serán completamente inútiles una vez se
pongan en práctica. Pero el mundo ha visto demasiadas veces ese
juego. No conseguirán volver a engañarlo. La paciencia europea tiene
sus límites45.
45. Desde que escribí lo anterior, el Sr. Renkin ha vuelto negando cualquier ultraje, lo cual pro
duce una dolorosa impresión en vista de las detalladas e indiscutibles pruebas aportadas por el
Dr. Ddrpinghaus. Sus reformas, las que ha puesto en marcha hasta ahora, son ridiculas, dado
que empieza diciendo que en el Congo no existen problemas de propiedad de la tierra, cuando,
como hemos visto, la expropiación de la tierra a sus dueños naturales está en la base del pro
blema. Debe recordarse que el Sr. Renkin es un ex-di rector de la Concesión de los Grandes
Lagos y, por tanto, ardiente partidario del sistema de las concesiones. (A.C.D.)
La tragedia del Congo
363
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6. Que hay viajeros que han cruzado el país, o que residen en él, que
no han visto ni rastro de las atrocidades.
Tal defensa recuerda el viejo chiste donde un hombre, al ser acusado
por otros tres que decían haber estado presentes cuando cometió un
delito, declaró que las pruebas estaban a su favor, dado que podía pre
sentar diez hombres que ni estaban presentes ni vieron nada. De los
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ría ser que, tras preparar el terreno sondeando a todas y cada una de
las grandes potencias, presente todas las pruebas y pida un Congreso
Europeo para discutir la situación. Tal Congreso seguramente daría
como resultado la división del Congo, una división en la que Gran
Bretaña, cuyas responsabilidades imperiales ya son demasiado vastas,
bien podría jugar un papel desinteresado. Si Francia, habiendo pro
metido gobernar las tierras congoleñas de la misma excelente for
ma en que lo hace con el resto de su imperio africano, extendiera sus
fronteras a todo lo largo de la ribera norte del río, podría esperarse
entonces que en esas regiones hubiera un gobierno ordenado. Ale
mania también podría extender su Protectorado del África Oriental
hasta la ribera oriental del Congo. Con estas grandes partes del país
desligadas del dominio belga, no sería difícil crear en el centro una
gran reserva nativa bajo protección internacional, donde las cosas
nunca podrían hacerse tan mal como hasta ahora. El Bajo Congo y la
vía férrea de Boma presentarían dificultades, de eso no hay duda, pero
no son insalvables. Y uno siempre puede repetirse lo de que cualquier
cambio será para mejor.
Tal división podría ser una solución. Otra, menos permanente y esta
ble —y no tan buena, a mi parecer— es la avanzada por el Sr. Morel y
otros de crear un control internacional del río, disposición que tengo
entendido existe ya. El problema es que pertenecer a todas las naciones
es pertenecer a ninguna, y que si los nativos se sublevan y provocan
disturbios generalizados, consecuencia probable de la retirada de la pre
sión belga, se necesitaría una entidad más fuerte y rica que una Junta
Ribereña Internacional para negociar con ellos. Estoy convencido que
la división es la única opción para un cambio sólido y duradero.
Supongamos, sin embargo, que las potencias se niegan a reunirse y
que incluso Norteamérica nos abandona. Entonces será nuestro de
ber, como lo ha sido a menudo en la historia, hacernos cargo en soli
tario de una situación que debería ser tarea común. Lo hemos hecho a
menudo antes y volveremos a hacerlo si queremos ser dignos de nues
tros ancestros. Habría que realizar una advertencia, fijar una fecha y
luego decidir cuál será nuestro curso de acción.
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La tragedia del Congo
46. Piet Joubert (1834-1900) fue un militar y político sudafricano que, en 1877, se opuso a la
anexión británica del Transvaal, y en 1880 apoyó la lucha independentista sudafricana. (N. de
los E.)
Apéndice
EL CHICOTE
Dentro de los anales del Congo, los azotes con chicote se consideran
un castigo menor, libremente infligido a mujeres y niños. Pero la rea
lidad es que es una tortura terrible, que deja a la víctima desollada y
desmayada. Su administración es toda una ciencia. Félicien Challaye47
menciona a un funcionario belga que se mostró comunicativo sobre
este tema. El bruto le dijo:
Le Congo Franjáis
La ley de los veinticinco azotes, como todas las demás leyes, no está
establecida en ninguna legislación del Alto Congo.
47. Félicien Challaye (1874-1967), filósofo y periodista anticolonialista que, entre otras muchas
obras, escribió Le Congo Franjáis. La question Internationale du Congo. (N. de los E.)
Arthur Conan Doyle
Todos los días, a las seis de la mañana y las dos de la tarde, en cada
estación del Estado puede verse hoy, al igual que hace cinco o incluso
diez años, el desagradable espectáculo que voy a intentar describir, y
al que se invita especialmente a los nuevos reclutas.
El jefe de la estación señala a las víctimas. Éstas dejan la fila y avan
zan, porque al menor intento de huida serían brutalmente capturadas
por los soldados, golpeadas en la cara por el representante del Estado
Libre, y verían doblado su castigo. Se tumban, aterrorizadas y tem
blando, boca abajo, ante el capitán y sus colegas; dos de sus compañeros,
a veces cuatro, las sujetan por manos y pies, y les quitan el taparrabos.
Entonces, un soldado negro, al que sólo se le exige ser enérgico y des
piadado, azota a las víctimas armado con un látigo de piel de hipopóta
mo, similar al que podríamos hacer con piel de vaca, pero más flexible.
Cada vez que el verdugo aparta el chicote, una raya rojiza apare
ce en la piel de la infeliz víctima que se retuerce entre terribles con
torsiones, por muy fuerte que sea su constitución.
La sangre brota a menudo, y sólo rara vez hay desmayos. El chi
cote se enrolla de forma regular e incesante en la carne de estos
mártires de los tiranos más implacables y aborrecibles que han
deshonrado nunca a la humanidad. Las infelices víctimas profie
ren gritos terribles con los primeros latigazos, que pronto se apa
gan para convertirse en gemidos. Además, cuando el funcionario
que ordena el castigo está de mal humor, propina puntapiés a los
que lloran o forcejean. Y he sido testigo de cómo algunos de ellos,
movidos por algún refinamiento de la brutalidad, exigen a los
esclavos saludarles militarmente una vez se han levantado bo
queando. Esta formalidad, no exigida por las leyes, en realidad es
parte de los planes de esta vil institución que busca humillar a los
negros para así poder usar y abusar de ellos sin temor.
Le Régime Congolais
El soliloquio del rey Leopoldo
MARK TWAIN
UN ERROR ORIGINAL
‘soy yo’
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Mark Twain
Profesor F. Cattier
Universidad de Bruselas
Alfred Poskine
Bilans Congolais
El soliloquio del rey Leopoldo
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48. John Morley (1838-1923), primer vizconde Morley de Blackburn, fue un escritor y político
liberal inglés que formó parte de dicha Asociación. (N. de los E.)
49. Esta Comisión de Investigación tuvo un resultado más afortunado de lo previsto. Uno de los
miembros de la Comisión era un importante funcionario del Congo, otro un funcionario del
gobierno belga, el tercero un jurista suizo. Se temía que el resultado de su trabajo fuera tan poco
real como el de las innumerables y supuestas “investigaciones” realizadas por los oficiales locales,
pero se encontró ante una abrumadora avalancha de horrendos testimonios. Alguien presente en
las audiencias públicas escribió: «Hombres de piedra se sentirían conmovidos por las historias que
se van descubriendo aquí a medida que la Comisión ahonda en la espantosa historia de la reco
lección del caucho». Es evidente que los miembros de la Comisión se sintieron conmovidos. En el
apéndice de este panfleto, incluyo algunas notas sobre el informe que emitieron y sus repercusio
nes internacionales al entrar en conflicto con las condiciones con las que se fundó el Estado del
Congo. La Comisión de Investigación ordenó algunas reformas en la región que examinó, pero
parece ser que, tras su partida, las condiciones no tardaron en ser peores que al principio. (M. T.)
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Así son ellos; espían y espían, y luego publican hasta la menor nimie
dad. Y ese cónsul británico, ese tal Casement, es como ellos. Consiguió
el diario de uno de los funcionarios de mi gobierno y, pese a ser un dia
rio privado que no debería leer nadie aparte de su dueño, el Sr. Case
ment demostró tal falta de delicadeza y de clase que incluso llegó a
publicar pasajes del mismo.
[Lee un pasaje del diario.]
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Cuando ese sutil cónsul cree que el silencio será más efectivo que
las palabras, emplea el silencio. Aquí deja que sea evidente que mil
muertes y mutilaciones al mes es una cantidad muy grande para una
región tan pequeña como la concesión del río Momboyo, haciendo
silencioso hincapié en su tamaño al acompañar su informe con un
mapa del prodigioso Estado del Congo, donde no hay sitio para
reflejar algo tan pequeño como ese río. Con ese silencio quiere decir:
«Si son mil al mes en este pequeño rincón, ¡imaginen lo que será
en todo este enorme Estado!». Un caballero no debería rebajarse a
semejantes trapacerías.
Y ahora hablemos de las mutilaciones. Está visto que no hay forma
de despistar a los críticos del Congo y mantenerlos despistados; te
esquivan para contraatacar desde otra dirección. Están llenos de tru
cos arteros. Cuando empezó a llegar a Europa noticia de las mutila
ciones (cortar manos, castrar hombres, etc.), se nos ocurrió discul
parnos con una réplica que creimos que los desconcertaría de una vez
por todas, dejándoles sin saber qué decir; o sea, achacando osada
mente esa costumbre a los nativos, diciendo que nosotros no la in
ventamos, sólo la continuamos. ¿Y les desconcertó eso? ¿Les calló la
boca? Ni durante una hora. Esquivaron la réplica y contraatacaron
diciendo que «si un rey cristiano ve alguna diferencia moral entre
inventar sangrientas barbaridades e imitarlas de salvajes, que, por
caridad, obtenga el consuelo que pueda de su religión».
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algunos de sus miembros para pagar así el rescate. Y sabe que yo deja
ría de hacerlo si encontrase una forma menos censurable de cobrar sus
deudas... Mm... ¡Aquí tenemos otra exquisitez del cónsul! Transcribe
la conversación que mantuvo con unos nativos.
de ellos escapó, huyó a la selva con sus familias durante las incursiones
del caucho, y murió allí de hambre. ¿Cómo podemos evitar eso?
Uno de mis apenados críticos comenta que «otros gobernantes cris
tianos cobran impuestos a su pueblo, pero proporcionan a cambio
escuelas, tribunales, carreteras, luz, agua y protección a la vida y el
cuerpo; el rey Leopoldo cobra impuestos a su nación robada, sin dar
a cambio nada que no sea hambre, terror, dolor, vergüenza, cautive
rio, mutilación y masacre». ¡Ése es su estilo! ¡Nada proporciono! He
llevado el Evangelio a los supervivientes, y esos censores lo saben,
pero preferirían cortarse la lengua a mencionarlo. He pedido muchas
veces a mis hombres que den a los moribundos la oportunidad de
besar el signo sagrado y no tengo duda de que, en caso de que me
hayan obedecido, habré sido el humilde medio por el que se han sal
vado muchas almas. Ninguno de mis difamadores ha tenido la ele
gancia de mencionar esto, pero no nos demoremos en ello, pues a Él
no se le habrá pasado, y ese es mi solaz y mi consuelo.
[Deja el informe, coge un panfleto, y lo mira por encima.]
Aquí es donde se habla de la “trampa mortal”. El reverendo W. H.
Sheppard, un misionero entrometido haciendo de espía. Habló con
uno de mis soldados negros tras una incursión, engañándolo para
sacarle detalles. El soldado comenta:
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50. Andrew Carnegie (1835-1919), millonario filántropo y antiimperialista furibundo. (N. del T.)
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¡El niño se rió! [Hace una larga pausa, murmurando algo para sí.]
Esa inocente criatura. No sé... Habría preferido que no se riera.
Niños mutilados.
El Gobierno favorece el tráfico de esclavos entre tribus. Las mons
truosas multas impuestas a las aldeas que se retrasan en su tributo
de comida fuerzan a los nativos a vender amigos y niños a otras
tribus para poder pagar la multa.
Un padre y una madre obligados a vender a su hijo.
Viuda obligada a vender a su hijita.
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UN ZAR (1905)
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51. B.H. Nadal, publicado en el New York Times. (N. de los E.)
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...No, veo que es Al 7Jarsl. Pero hay quien dirá que me cuadran esas
palabras, y de forma muy ajustada. “Madura brutalidad”. Dirán que la
del zar aún no ha madurado, pero que la mía sí; y no sólo está madura
52. Louise Morgan Sill, publicado en Harper's Weekly. (N. de los E.)
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Con eso quiere decir 1904 o 1905. No entiendo cómo alguien puede
actuar así. Este Morel es un súbdito real, y la reverencia a la monar
quía debería haberlo contenido al reflexionar sobre mí de forma tan
pública. Este Morel es un reformador, un reformador del Congo. Eso
da su medida. Publica en Liverpool un periódico llamado The West
African Mail, que se mantiene gracias a donativos de idiotas y sensi-
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blcros, y todas las semanas bulle y apesta y supura con las últimas
“atrocidades del Congo”, como las detalladas en este montón de pan
fletos. Estoy por cerrarlo. Ya he abortado alguno que otro libro sobre
las atrocidades del Congo en cuanto salió de imprenta; así que no
debería serme difícil cerrar un periódico.
[Estudia algunas fotos de negros mutilados y las tira al suelo. Suspira.]
La máquina Kodak ha sido una dolorosa calamidad. De hecho, es
el más poderoso de los enemigos. Los primeros años no teníamos
dificultades en hacer que la prensa “descubriera” que esas historias
de mutilaciones eran libelos, mentiras, invenciones de misioneros
americanos cotillas y extranjeros molestos al descubrir que la “puer
ta abierta” del Congo de Berlín se les cerraba cuando iban a comer
ciar allí. Con la ayuda de la prensa conseguimos que las naciones
cristianas del mundo prestaran oídos sordos e irritados a esas histo
rias, y dijeran cosas muy duras sobre quienes las contaban. Sí, en
aquellos tiempos todo funcionaba de manera armoniosa y agradable,
y se me consideraba el benefactor de un pueblo oprimido y sin ami
gos. ¡Y de pronto llegó la catástrofe! O sea, la incorruptible máqui
na Kodak, ¡mandando la armonía al infierno! Es el único testigo que
he encontrado en mi larga experiencia al que no puedo sobornar.
Todos los misioneros yanquis y todos los comerciantes frustrados
que devolvíamos a casa tenían una, y ahora... Bueno, las fotos están
en todas partes, pese a todo lo que hacemos para bloquearlas y des
truirlas. Diez mil pulpitos y diez mil prensas hablaban constante
mente bien de mí, negando las mutilaciones con convicción y tran
quilidad. Y entonces apareció esa pequeña y trivial cámara Kodak,
que hasta un niño puede llevar en el bolsillo, y los enmudeció a
todos sin proferir una sola palabra...
¿Qué es este fragmento?
[Lee.]
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John A. Kasson
North American Review, febrero de 1886
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John A. Kasson
North American Review, febrero de 1886
4U
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Anales de la Conferencia
Bruselas, 28 de junio de 1890
H. R. Fox Bourne
Civilization in Congoland
54. Este artículo llegó a mis manos cuando lo anterior ya estaba en prensa y se recomienda su
lectura al rey y a los lectores de su soliloquio. (M. T.)
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pantalla creada para arrojar arena a los ojos del público, ha resultado
estar compuesta por personas muy respetables que han atendido con
imparcialidad a las pruebas, sin rechazar testimonios bona-fide de tes
tigos fiables, y que se vieron abrumadas por la multitud de horrores
expuestos ante ellas, y que, creemos, debieron llegar a la conclusión de
que la administración del Congo necesita una revolución completa.
—¿Está usted seguro de que es ese el caso, Sr. Harris?
—Sí, muy seguro. La Comisión nos impresionó muy favorable
mente a todos en el Congo. Algunos de sus componentes nos pare
cieron ejemplos admirables de estadistas independientes y solidarios.
Eran conscientes de actuar en calidad de jueces; sabían que les miraba
toda Europa y, en vez de convertir su investigación en una farsa, la
hicieron realidad, y, estoy seguro, sus conclusiones serán tan conde
natorias para el Estado que de no actuar el rey Leopoldo en conse
cuencia, y permitir que esa infernal situación continúe progresando
sin control, cualquier tribunal internacional que juzgase delitos cri
minales podría enviar al responsable al cadalso sólo con las pruebas
reunidas por la Comisión.
—Desgraciadamente —dije yo—, en este momento, el Tribunal de
La Haya no juzga delitos criminales internacionales, ni está cualifi
cado para llevar al banquillo a acusado alguno, esté o no coronado.
Pero, ¿no cree que, dada la evolución de la sociedad, se hace necesaria
la constitución de esa corte criminal?
—Ahora mismo sería muy conveniente —dijo el Sr. Harris—, y no
se necesitaría ni una sola prueba más que el informe de la Comisión
para justificar que se envíe a la horca al responsable de que semejantes
abominaciones existan y se sigan manteniendo.
—¿Ha leído alguien el texto del informe?
—Cuando la Comisión volvió en marzo a Bruselas, parte del con
tenido de ese informe era un secreto a voces. La Asociación para la
Reforma del Congo publicó mucho de lo obtenido. Los miembros de
la Comisión admitieron dos cosas cuando aún estaban en el Congo:
primero, que las pruebas sobre las fechorías que hasta entonces se
negaban resultaban abrumadoras, y, segundo, que esas mismas prue-
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55. La estación del Sr. Grenfell está en el Bajo Congo, en una región apartada de las vastas
zonas de caucho del interior.
La tragedia del Congo
ese suicidio tenía para el Congo el mismo significado que habría teni
do, por ejemplo, el suicidio de Lord Milner de haberlo cometido nada
más recibir las conclusiones de una Comisión Real enviada a informar
sobre su administración en Sudáfrica.
—Bueno, en ese caso, Sr. Harris —dije—, si el gobernador general
se corta el cuello para no afrontar el calvario y la desgracia pública,
casi podríamos esperar ver alguna vez al rey Leopoldo en el banquillo
de La Haya.
—Responderé a eso —dijo el Sr. Harris—, citando las palabras con
que la Sra. Sheldon respondió a mis colegas, los Sres. Bond, Ellery,
Ruskin, Walbaum, Whiteside, y a un servidor, el 19 de mayo del pa
sado año, cuando le preguntamos: «¿Por qué debería temer el rey
Leopoldo someterse al tribunal de La Haya?». La Sra. Sheldon con
testó: «Los hombres no van al cadalso y meten la cabeza en el nudo
corredizo cuando pueden evitarlo».
G. W. Williams, Roger Casement,
Arthur Conan Doyle y Mark Twain
LA TRAGEDIA DEL CONGO
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