La Marcha de La Locura - Barbara W Tuchman
La Marcha de La Locura - Barbara W Tuchman
La Marcha de La Locura - Barbara W Tuchman
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Barbara W. Tuchman
La marcha de la locura
La sinrazón desde Troya hasta Vietnam
ePub r1.0
Titivillus 24.01.2018
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Título original: The March of Folly. From Troy to Vietnam
Barbara W. Tuchman, 1984
Traducción: Juan José Utrilla
Retoque de cubierta: Titivillus
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Y no puedo ver razón para que alguien suponga que en el futuro los
mismos temas ya oídos no sonarán de nuevo… empleados por
hombres razonables, con fines razonables, o por locos, con fines
absurdos y desastrosos.
JOSEPH CAMPBELL. Prólogo a The Masks Of God Primitive Mythology, 1969.
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Agradecimientos
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Bajorrelieve que muestra una máquina de asedio asiria de una época medio siglo anterior a Homero. La
estructura consiste en una torre móvil con ruedas, provista de un ariete, perteneciente al reino de
Ashurnasipal II, 884-860 a. C.
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I. UNA POLÍTICA CONTRARIA AL
PROPIO INTERÉS
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U n fenómeno que puede notarse por toda la historia, en cualquier lugar o
período, es el de unos gobiernos que siguen una política contraria a sus propios
intereses. Al parecer, en cuestiones de gobierno la humanidad ha mostrado peor
desempeño que casi en cualquiera otra actividad humana. En esta esfera, la sabiduría
—que podríamos definir como el ejercicio del juicio actuando a base de experiencia,
sentido común e información disponible—, ha resultado menos activa y más frustrada
de lo que debiera ser. ¿Por qué quienes ocupan altos puestos actúan, tan a menudo, en
contra de los dictados de la razón y del autointerés ilustrado? ¿Por qué tan a menudo
parece no funcionar el proceso mental inteligente?
Relieve de terracota sobre un ánfora gigante (1.35 metros de alto) del siglo VII a. C., donde se muestra el
Caballo de Madera, con ruedas acopladas a sus pies y guerreros griegos surgiendo de su interior.
Encontrada en Mykonos en 1961.
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Fresco romano de Pompeya, circa siglo I a. C., que representa la entrada del Caballo de Madera en la
ciudad de Troya. En el extremo superior izquierdo aparece una mujer, posiblemente Cassandra, portando
una antorcha, mientras que en el extremo inferior izquierdo se le puede ver a ella (o a otra mujer)
corriendo hacia el Caballo, como si quisiera detenerlo. Aunque está bastante deteriorada, esta pintura
resulta de gran interés en Pompeya a causa de su grandeza trágica y su dramatismo.
Para empezar por el principio, ¿por qué los jefes troyanos metieron a aquel
sospechoso caballo de madera, dentro de sus murallas, pese a que había todas las
razones para desconfiar de una trampa griega? ¿Por qué varios sucesivos ministros de
Jorge III insistieron en coaccionar —en lugar de conciliarse— a las colonias
norteamericanas, aunque varios consejeros les hubiesen avisado, repetidas veces, que
el daño así causado sería mucho mayor que cualquier posible ventaja? ¿Por qué
Carlos XII y Napoleón, y después Hitler, invadieron Rusia, pese a los desastres que
habían acontecido a todos sus predecesores? ¿Por qué Moctezuma, soberano de
ejércitos valerosos e impacientes por combatir, y de una ciudad de 300 000
habitantes, sucumbió con pasividad ante un grupo de varios centenares de invasores
extranjeros, aun después de que habían demostrado, más que obviamente, que no eran
dioses, sino seres humanos? ¿Por qué se negó Chiang Kai-shek a oír toda voz de
reforma o de alarma, hasta que un día despertó para descubrir que el país se le había
escapado de las manos? ¿Por qué las naciones importadoras de petróleo se entregan a
una rivalidad por el abasto disponible, cuando un frente unido ante los exportadores
les habría permitido dominar la situación? ¿Por qué, en tiempos recientes, los
sindicatos ingleses, en un espectáculo lunático, parecieron periódicamente dispuestos
a asumir a su país en la parálisis, al parecer bajo la impresión de que estaban
separados de todo? ¿Por qué los hombres de negocios norteamericanos insisten en el
«desarrollo» cuando, demostrablemente, está agotando los tres elementos básicos de
la vida en nuestro planeta: la tierra, el agua y un aire no contaminado? (Aunque los
sindicatos y las empresas no sean, estrictamente, un gobierno en el sentido político, sí
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representan situaciones gobernantes).
Aparte del gobierno, el hombre ha realizado maravillas: inventó, en nuestros
tiempos, los medios para abandonar la Tierra y llegar a la Luna; en el pasado, dominó
el viento y la electricidad, levantó piedras inertes convirtiéndolas en aladas
catedrales, bordó brocados de seda a partir de la baba de un gusano, construyó los
instrumentos músicos, derivó de las corrientes energía motora, contuvo o eliminó
plagas, hizo retroceder el mar del Norte y creó tierras en su lugar; clasificó las formas
de la naturaleza, y penetró los misterios del cosmos. «Mientras que todas las demás
ciencias han avanzado», confesó el segundo presidente de los Estados Unidos, John
Adams, «el gobierno está estancado; apenas se le practica mejor hoy que hace 3000 o
4000 años[1]».
El mal gobierno es de cuatro especies, a menudo en combinación. Son: 1) tiranía
u opresión, de la cual la historia nos ofrece tantos ejemplos conocidos que no vale la
pena citarlos; 2) ambición excesiva, como el intento de conquista de Sicilia por los
atenienses en la Guerra del Peloponeso, el de conquista de Inglaterra por Felipe II,
por medio de la Armada Invencible, el doble intento de dominio de Europa por
Alemania, autodeclarada raza superior, el intento japonés de establecer un Imperio en
Asia; 3) incompetencia o decadencia, como en el caso de finales del Imperio romano,
de los últimos Romanov, y la última dinastía de China; y por último, 4) insensatez o
perversidad. Este libro trata de la última en una manifestación específica, es decir,
seguir una política contraria al propio interés de los electores o del Estado en
cuestión. El propio interés es todo lo que conduce al bienestar o ventaja del cuerpo
gobernado; la insensatez es una política que en estos términos resulta
contraproducente.
Para calificar como insensatez en este estudio, la política adoptada debe satisfacer
tres normas: debe ser percibída como contraproducente en su propia época, y no sólo
en retrospectiva. Esto es importante, porque toda política está determinada por las
costumbres de su época. Como bien lo ha dicho un historiador inglés, «nada es más
injusto que juzgar a los hombres del pasado por las ideas del presente. Dígase lo que
se diga de la moral, la sabiduría política ciertamente es variable[2]». Para no juzgar de
acuerdo con los valores actuales, debemos consultar la opinión de las épocas e
investigar sólo aquellos episodios cuyo daño al propio interés fue reconocido por sus
contemporáneos.
En segundo lugar, debió haber otro factible curso de acción. Para suprimir el
problema de la personalidad, una tercera norma será que la política en cuestión debe
ser la de un grupo, no la de un gobernante individual, y debe persistir más allá de
cualquier vida política. El mal gobierno por un solo soberano o un tirano es
demasiado frecuente y demasiado individual para que valga la pena hacer una
investigación generalizada. El gobierno colectivo o una sucesión de gobernantes en el
mismo cargo, como en el caso de los papas renacentistas, plantea un problema más
importante. (El Caballo de Troya, que pronto examinaremos, es una excepción al
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requisito del tiempo, y Roboam al requerimiento del grupo, pero cada uno de éstos es
un ejemplo tan clásico y ocurrió tan al principio de la historia conocida del gobierno,
que ambos pueden mostrar cuán profundo es el fenómeno de la insensatez).
La aparición de la insensatez es independiente de toda época o localidad; es
intemporal y universal, aunque los hábitos y las creencias de un tiempo y un lugar
particulares determinen las formas que adopte. No está relacionada con ningún tipo
de régimen: monarquía, oligarquía y democracia la han producido por igual.
Tampoco es exclusivo de ninguna nación o clase. La clase obrera, como está
representada por los gobiernos comunistas, no funciona en el poder más racional o
eficientemente que la clase media, como se ha demostrado notablemente en la
historia reciente. Es posible admirar a Mao Tse-Tung por muchas cosas, pero el Gran
Salto Adelante, con una fábrica de acero en cada patio, y la Revolución Cultural,
fueron ejercicios opuestos a toda sabiduría, que causaron grandes daños al progreso y
la estabilidad de China, para no mencionar siquiera la reputación del presidente.
Difícil sería llamar ilustrada a la actuación del proletariado ruso en el poder, aunque
después de sesenta años de dominio, hay que reconocerle una especie de brutal éxito.
Si la mayoría del pueblo ruso está mejor que antes en lo material, el costo en crueldad
y tiranía no ha sido menor, y sí probablemente mayor que en la época de los zares.
La Revolución francesa, gran prototipo de gobierno populista, pronto volvió a la
autocracia coronada en cuanto encontró un buen administrador. Los regímenes
revolucionarios de los jacobinos y del directorio pudieron encontrar fuerza para
exterminar a sus enemigos internos y derrotar a sus enemigos del exterior, pero no
pudieron contener lo suficiente a los suyos propios para mantener el orden interno,
instalar una administración competente o recabar impuestos. El nuevo orden sólo
pudo ser rescatado por las campañas militares de Bonaparte, que llevó el botín de las
guerras extranjeras para llenar las arcas del tesoro y, después, lo hizo mediante su
competencia como ejecutivo. Escogió sus funcionarios sobre el principio de «la
carrière ouverte aux talents»: siendo los talentos deseados inteligencia, energía,
laboriosidad y obediencia. Ello funcionó durante un tiempo hasta que también él,
víctima clásica de la hubris, se destruyó a sí mismo por extenderse demasiado.
Seria lícito preguntar por qué, dado que la insensatez o la perversidad es inherente
a los individuos, habíamos de esperar otra cosa del gobierno. La razón que nos
preocupa es que la insensatez en el gobierno ejerce mayor efecto sobre más personas
que las locuras individuales, y por tanto el gobierno tiene un mayor deber de actuar
de acuerdo con la razón. Precisamente por ello, y puesto que esto se sabe desde hace
mucho tiempo, ¿por qué no ha tomado nuestra especie ciertas precauciones y
levantado salvaguardias contra ella? Se han hecho algunos intentos, empezando por
la propuesta de Platón de seleccionar una clase, a la que se prepararía para ser
profesionales del gobierno. Según su plan, la clase gobernante en una sociedad justa
debía estar constituida por hombres que hubiesen aprendido el arte de gobernar,
tomados entre los racionales y los sabios. Como Platón reconocía que en la
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distribución natural éstos escasean, creyó que habría que engendrarlos y alimentarlos
eugenésicamente. El gobierno, afirmó, era un arte especial en que la competencia,
como en cualquier otra profesión, sólo podría adquirirse mediante el estudio de la
disciplina, y de ninguna otra manera. Su solución, hermosa e inalcanzable, fue los
reyes-filósofos. «Los filósofos deben ser reyes en nuestras ciudades, o los que hoy
son reyes y potentados deben aprender a buscar la sabiduría como verdaderos
filósofos, y así el poder político y la sabiduría intelectual se encontrarán en uno solo».
Hasta ese día, reconoció, «no puede haber descanso de las perturbaciones de las
ciudades, y, creo yo, de toda la especie humana[3]». Y efectivamente, así ha sido.
La testarudez, fuente del autoengaño, es un factor que desempeña un papel
notable en el gobierno. Consiste en evaluar una situación de acuerdo con ideas fijas
preconcebidas, mientras se pasan por alto o se rechazan todas señales contrarias.
Consiste en actuar de acuerdo con el deseo, sin permitir que nos desvíen los hechos.
Queda ejemplificada en la evaluación hecha por un historiador, acerca de Felipe II de
España, el más testarudo de todos los soberanos: «Ninguna experiencia del fracaso de
su política pudo quebrantar su fe en su excelencia esencial[4]».
Un caso clásico en acción fue el Plan 17, plan de combate francés de 1914,
concebido de acuerdo con una total dedicación a la ofensiva. Lo concentró todo en un
avance francés hacia el Rin, permitiendo que la izquierda francesa quedara totalmente
desguarnecida, estrategia que sólo podía justificarse por la creencia fija en que los
alemanes no podrían encontrar hombres suficientes para extender su invasión a través
del Occidente, por Bélgica, y las provincias costeras francesas. Esta suposición se
basó en la idea igualmente fija de que los alemanes nunca emplearían sus reservas en
la primera línea. Las pruebas de lo contrarío que empezaron a llegar al Cuartel
General francés en 1913 tuvieron que ser, y siguieron siéndolo, absolutamente
rechazadas para que ninguna preocupación por una posible invasión alemana por el
Occidente fuese a apartar fuerzas de una ofensiva directa francesa, hacia el Este,
hacia el Rin. Cuando llegó la guerra, los alemanes pudieron utilizar y utilizaron sus
reservas en la primera línea y emprendieron el largo camino, por el Oeste, con
resultados que determinaron una guerra prolongada y sus terribles consecuencias para
nuestro siglo.
Testarudez es, asimismo, el negarse a aprender de la experiencia, característica en
que fueron supremos los gobernantes medievales del siglo XIV. Por muchas veces y
por muy obviamente que la devaluación de la moneda alterara la economía y
enfureciera al pueblo, los monarcas Valois de Francia recurrieron a ella cada vez que
se encontraron en desesperada necesidad de dinero, hasta que provocaron la
insurrección de la burguesía. En la guerra, oficio de la clase gobernante, la testarudez
fue notable. Por muy a menudo que las campañas que requerían vivir de una región
hostil terminaran en hambre y aun en muerte por inanición, como en el caso de las
invasiones de Francia por los ingleses en la Guerra de los Cien Años, regularmente se
lanzaron campañas que inevitablemente tenían este destino.
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Hubo otro rey de España a comienzos del siglo XVII, Felipe III, que, según se
dice, murió de una fiebre que contrajo por permanecer demasiado tiempo cerca de un
brasero, acalorándose desvalidamente, porque no fue posible encontrar al funcionario
encargado de llevarse el brasero. A finales del siglo XX, empieza a parecer que la
humanidad puede estar acercándose a una etapa similar de insensatez suicida. Se
pueden ofrecer tantos casos, y con tal prontitud, que podemos seleccionar tan sólo el
caso principal: ¿Por qué las superpotencias no empiezan a despojarse mutuamente de
los medios del suicidio humano? ¿Por qué invertimos todas nuestras capacidades y
nuestras riquezas en una pugna por la superioridad armada que nunca podría lograrse
por un tiempo suficiente para que valga la pena tenerla, y no en un esfuerzo por
encontrar un modus vivendi con nuestro antagonista, es decir, un modo de vida, no de
muerte?
Durante 2500 años, los filósofos de la política, desde Platón y Aristóteles,
pasando por Tomás de Aquino, Maquiavelo, Hobbes, Locke, Rousseau, Jefferson y
Madison, hasta Hamilton, Nietzsche y Marx han dedicado sus ideas a las cuestiones
principales de la ética, la soberanía, el contrato social, los derechos del hombre, la
corrupción del poder, el equilibrio entre la libertad y el orden. Pocos, salvo
Maquiavelo, que se preocupó por el gobierno tal como es y no como debiera ser, se
preocuparon por la simple insensatez, aunque ésta ha sido problema crónico y
omnipresente. El conde Axel Oxenstierna, canciller de Suecia durante el tumulto de
la Guerra de los Treinta Años, a las órdenes del hiperactivo Gustavo Adolfo, y
verdadero gobernante del país, aunque supuestamente a las órdenes de su hija,
Cristina, tuvo amplia experiencia en qué basar la conclusión a que llegó en su lecho
de muerte: «Conoce, hijo mío, con qué poca sabiduría se gobierna al mundo[5]».
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por Sesac, rey de tal país.
Reconocido como rey indiscutible por las dos tribus meridionales de Judea y de
Benjamín, Roboam, consciente de la inquietud que había en Israel, emprendió al
punto el viaje hasta Sichem, centro del norte, para obtener la lealtad del pueblo. En
cambio, le salió al encuentro una delegación de representantes de Israel, quienes le
pidieron que aliviara el pesado yugo de los trabajos forzosos que les había impuesto
su padre y le dijeron que, si lo hacía, le servirían como leales súbditos. Entre los
delegados estaba Jeroboam, que había sido enviado a toda prisa desde Egipto, cuando
se supo que había muerto el rey Salomón, y cuya presencia ciertamente debió de
mostrar a Roboam que se enfrentaba a una situación crítica.
Contemporizando, Roboam pidió a la delegación que volviera, al cabo de tres
días, a recibir su respuesta. Mientras tanto, él consultó a los ancianos del consejo de
su padre, quienes le recomendaron acceder a la demanda del pueblo, advirtiéndole
que si actuaba con benignidad y «les decía buenas palabras, ellos serán tus servidores
para siempre». Caldeada su sangre por la primera emoción de la soberanía, Roboam
consideró demasiado benigno este consejo y se volvió hacia «los jóvenes que habían
crecido con él». Ellos conocían su verdadero sentir y, como en cualquier tiempo lo
han hecho los consejeros que desean consolidar su puesto en la «Oficina Oval», le
dieron el consejo que, según sabían, sería más grato para él. No debía hacer
concesiones sino decir claramente al pueblo que su gobierno no sería más llevadero
sino más pesado que el de su padre. Compusieron para él las célebres palabras que
podrían ser lema de cualquier déspota: «Y así deberás decirles: “si mí padre hizo
pesado vuestro yugo, yo lo haré todavía más. Mi padre os azotó con azotes, yo os
azotaré con escorpiones”». Encantado con esta fórmula feroz, Roboam se enfrentó a
la delegación, cuando ésta volvió al tercer día, y se dirigió a ella «rudamente»,
diciendo palabra por palabra lo que los jóvenes le habían sugerido.
El que sus súbditos no estuviesen de acuerdo en aceptar mansamente esta
respuesta no parece habérsele ocurrido antes a Roboam. No sin razón se ganó en la
historia hebrea la designación de «rico en insensatez[8]». Ahí mismo —tan
instantáneamente que se ha sugerido que ya habían decidido antes su curso de acción,
en caso de una respuesta negativa— los hombres de Israel anunciaron su separación
de la Casa de David, con el grito de batalla, «¡Israel, a tus estancias! ¡Provee ahora en
tu casa, David!».
Con una imprudencia que habría asombrado hasta al conde Oxenstierna, Roboam
emprendió entonces la acción más provocativa posible, dadas las circunstancias.
Llamando precisamente al que representaba el odiado yugo, Adyram, comandante o
prefecto del tributo en trabajos forzados, le ordenó —al parecer sin darle fuerzas en
su apoyo— que estableciera su autoridad. Adyram murió lapidado, por lo cual el
temerario e insensato rey inmediatamente pidió su carro y se fue a Jerusalén, donde
convocó a todos los guerreros de Judá y de Benjamín, para entablar la guerra y reunir
a la nación. Al mismo tiempo, el pueblo de Israel nombró su rey a Jeroboam. Él reinó
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durante veintidós años, y Roboam durante diecisiete, «y entre ellos hubo guerra cada
día».
La prolongada lucha debilitó a ambos estados, envalentonó a las tierras
conquistadas por David al este del Jordán —Moab, Edom, Ammón y otras— a
recuperar su independencia, y allanó el camino a la invasión de los egipcios. El rey
Sesac «con un gran ejército» tomó los fuertes fronterizos y se acercó a Jerusalén, que
Roboam sólo pudo salvar pagando al enemigo un tributo en oro del tesoro del templo
y el palacio real. Sesac también penetró en el territorio de su antiguo aliado
Jeroboam, llegando hasta Mageddo pero, sin duda por falta de los recursos necesarios
para establecer su dominio, tuvo que retroceder a Egipto.
Las doce tribus nunca volvieron a reunirse. Desgarrados por el conflicto, los dos
estados no pudieron mantener el orgulloso Imperio establecido por David y Salomón,
que se había extendido desde el norte de Siria hasta los límites de Egipto, dominando
las rutas internacionales de las caravanas y el acceso al comercio exterior por el mar
Rojo. Reducidas y divididas, no pudieron resistir la agresión de sus vecinos. Después
de 200 años de existencia separada, las diez tribus de Israel fueron conquistadas por
los asirios en 722 a. C. y, de acuerdo con la política asiria hacia los pueblos
conquistados, fueron arrojadas de sus tierras y dispersadas por la fuerza,
desvaneciéndose así hasta llegar a constituir una de las grandes incógnitas y perennes
especulaciones de la historia.
El reino de Judá, que contenía a Jerusalén, siguió viviendo como tierra del pueblo
judío. Aunque en diferentes épocas recuperó gran parte del territorio septentrional,
también sufrió conquistas y el exilio por las aguas de Babilonia, por entonces su rival,
luchas internas, soberanía extranjera, rebelión, otra conquista, otro exilio más lejano y
dispersión, opresión, ghettos y matanzas… pero no desaparición. El no seguir el otro
curso que Roboam habría podido tomar, aconsejado por los ancianos y tan a la ligera
rechazado, causó una larga venganza que ha dejado su marca sobre 2800 años.
Igualmente ruinosa, pero de causa opuesta, fue la locura que produjo la conquista
de México. Aunque no es difícil comprender a Roboam, el caso de Moctezuma sirve
para recordarnos que la locura no siempre es explicable[9]. El Estado azteca del que
fue emperador, de 1502 a 1510, era rico, refinado y depredador. Rodeada por
montañas en una meseta del interior (hoy, ubicación de la ciudad de México), su
capital era una ciudad de 60 000 hogares edificados sobre los pilotes, las calzadas y
las isletas de un lago, con casas de estuco, calles y templos, brillantes en su pompa y
sus adornos, poderosa en sus armas. Con colonias que por el Este llegaban hasta la
costa del golfo y por el Oeste hasta el Pacífico, el Imperio incluía cerca de cinco
millones de habitantes. Los gobernantes aztecas estaban avanzados en las artes y las
ciencias y la agricultura, en contraste con la ferocidad de su religión, cuyos ritos de
sacrificio humano nadie había superado en sangre y crueldad. Los ejércitos aztecas
lanzaban campañas anuales para capturar mano de obra esclava y víctimas para los
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sacrificios entre las tribus vecinas, así como abastos de alimentos, que siempre
escaseaban, y para someter nuevas áreas o castigar revueltas. En los primeros años de
su reinado, el propio Moctezuma encabezó tales campañas, extendiendo grandemente
sus fronteras.
La cultura azteca estaba sometida a los dioses: a dioses pájaros, dioses serpientes,
dioses jaguares, el dios de la lluvia, Tláloc, y el dios del Sol, Tezcatlipoca, que era
señor de la superficie de la Tierra, el «Tentador» que «susurraba ideas salvajes al
espíritu humano». Quetzalcóatl, dios fundador del Estado, había caído de la gloria y
se había ido por el mar, hacía Oriente, pero su regreso a la tierra se esperaba; sería
anunciado por augurios y apariciones que significarían el fin del Imperio.
En 1519, un grupo de conquistadores españoles llegados de Cuba, al mando de
Hernán Cortés, tocó tierra en la costa del golfo de México, en Veracruz. En los 25
años transcurridos desde que Colón había descubierto las islas del Caribe, los
invasores españoles habían establecido un Imperio que rápidamente iba devastando a
los pueblos aborígenes. Sí sus cuerpos no pudieron sobrevivir a los trabajos
impuestos por los españoles, sus almas, en términos cristianos, se salvaban. En sus
mallas y sus cascos, los españoles no eran colonos, con paciencia para desmontar
bosques y plantar semillas, sino inquietos aventureros, ávidos de oro y de esclavos, y
Cortés fue su más viva encarnación. Habiendo reñido con el gobernador de Cuba,
Cortés lanzó una expedición de 600 hombres, con 17 caballos y 10 piezas de
artillería, ostensiblemente para explorar y establecer comercio pero, en realidad y
como su conducta lo puso en claro, buscando la gloria y un dominio independiente,
bajo la Corona. Al tocar tierra, su primera acción consistió en quemar sus naves, para
que no hubiese retirada posible.
Informado por los habitantes del lugar, que aborrecían a sus señores aztecas, de
las riquezas y el poder de la capital, Cortés con la mayor parte de su fuerza
audazmente se lanzó a conquistar la gran ciudad del interior. Aunque atrevido y
resuelto, no era temerario y en camino estableció alianzas con las tribus hostiles a los
aztecas, especialmente con los tlaxcaltecas, sus principales rivales. Mandó a unos
mensajeros, presentándose como el embajador de un príncipe extranjero, pero no hizo
ningún esfuerzo por presentarse como una reencarnación de Quetzalcóatl, lo que para
los españoles era impensable. Marcharon con sus propios sacerdotes, en lugar muy
visible, llevando crucifijos y estandartes de la Virgen, y con el objetivo declarado de
ganar almas para Cristo.
Informado de su avance, Moctezuma reunió a sus consejeros, algunos de los
cuales le insistieron en que resistiera a los extranjeros por la fuerza del engaño,
mientras que otros argüían que si en realidad eran embajadores de un príncipe
extranjero, lo más recomendable sería darles la bienvenida y, si fueran seres
sobrenaturales, como parecían indicarlo sus maravillosos atributos, toda resistencia
sería inútil. Sus rostros «grises», sus atuendos de «piedras», su llegada a las costas en
unas casas que navegaban con alas blancas, su fuego mágico que brotaba de unos
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tubos y mataba a distancia, las extrañas bestias que llevaban sobre el lomo a sus jefes,
sugirieron algo sobrenatural a un pueblo para el que los dioses estaban por doquier.
Sin embargo, al parecer la idea de que su jefe fuese Quetzalcóatl, parece haber sido
un temor peculiar del propio Moctezuma.
Vacilante y aprehensivo, Moctezuma hizo lo peor que habría podido hacer en la
circunstancia: envió espléndidos regalos, que revelaban su riqueza, y unas cartas,
pidiendo a los visitantes dar vuelta, lo que reveló su debilidad. Llevados por cien
esclavos, los presentes de joyas, telas, maravillosos trabajos de plumas y dos enormes
platos de oro y de plata «tan grandes como ruedas de un carro» excitaron la codicia
de los españoles, mientras que las cartas que prohibían acercarse a su capitán, y casi
les rogaban retornar a su patria; escritas en el lenguaje más blando, para no provocar
a dioses ni embajadores, no resultaban muy temibles. Los españoles siguieron
adelante.
Moctezuma no hizo nada por contenerlos o bloquear su camino, hasta que
llegaron a la ciudad. En cambio, se les dio una bienvenida oficial y fueron escoltados
a unas moradas preparadas para ellos en el palacio y otros lugares. El ejército azteca
que aguardaba en las colinas la señal de ataque nunca fue llamado, aunque habría
podido aniquilar a los invasores, cortarles la retirada por las calzadas o ponerles sitio,
obligándoles a rendirse. En realidad, tales planes ya se habían preparado, pero su
intérprete los reveló a Cortés. En estado de alerta, puso a Moctezuma en arresto
domiciliario en su propio palacio, como rehén contra todo ataque. El soberano de un
pueblo belicoso, que en números superaba a sus captores por mil a uno, se rindió.
Mediante un exceso de misticismo o de superstición, al parecer se había convencido
de que los españoles eran en realidad el grupo de Quetzalcóatl, llegado a poner fin a
su Imperio y, creyéndose condenado, no hizo ningún esfuerzo por evitar su destino.
Mientras tanto, por las incesantes demandas de oro y provisiones que hacían los
visitantes, era clarísimo que eran «demasiado humanos», y por sus constantes ritos de
culto a un hombre desnudo sujeto a una cruz de madera, y a una mujer con un niño,
era evidente que no estaban relacionados con Quetzalcóatl, a cuyo culto se mostraron
abiertamente hostiles. Cuando, en un arranque de arrepentimiento, o por persuasión
de alguien, Moctezuma ordenó poner una emboscada a la guarnición que Cortés
había dejado en Veracruz, sus hombres mataron a dos españoles y enviaron, como
prueba, la cabeza de uno de ellos a la capital. Sin parlamentar ni aceptar
explicaciones, Cortés puso al instante al emperador en cadenas, y le obligó a entregar
a los perpetradores de aquel hecho, a los que quemó vivos a las puertas del palacio,
sin dejar de exigir un inmenso tributo punitivo en oro y joyas. Cualquier ilusión que
pudiese quedar de una relación con los dioses, se desvaneció ante la cabeza cortada
de aquel español.
El sobrino de Moctezuma, Cacama, denunció a Cortés como asesino y ladrón, y
amenazó con ponerse al frente de una revuelta, pero el emperador siguió silencioso y
pasivo. Tan seguro se sintió Cortés que, al enterarse de que a la costa había llegado
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una fuerza, procedente de Cuba, con órdenes de aprehenderlo, salió a hacerle frente,
dejando una pequeña fuerza de ocupantes que acabaron de enfurecer a los habitantes
del lugar, al destrozar altares y apoderarse de alimentos. El espíritu de rebelión
cundió, Moctezuma, habiendo perdido autoridad, no pudo ponerse al frente de su
pueblo ni suprimir su ira. Al regreso de Cortés, los aztecas, encabezados por el
hermano del emperador, se rebelaron. Los españoles, que nunca habían tenido más de
trece mosquetes[10], contraatacaron con espadas, chuzos y ballestas, así como
antorchas para incendiar las casas. Bajo gran presión, aunque tuvieran la ventaja del
acero, sacaron a Moctezuma para que pidiese poner alto a la lucha, pero, al aparecer,
su pueblo lo apedreó como cobarde y traidor. Llevado de vuelta a palacio por los
españoles, falleció tres días después, y sus súbditos le negaron los honores funerales.
Los españoles evacuaron la ciudad durante la noche, perdiendo una tercera parte de
sus fuerzas y todo su botín.
Uniendo a sus aliados mexicanos, Cortés derrotó a un superior ejército azteca, en
un combate en las afueras de la ciudad. Con ayuda de los tlaxcaltecas, organizó un
sitio en toda forma, cortó el abasto de agua dulce y alimentos de la ciudad, y
gradualmente penetró en ella, lanzando los escombros de los edificios destruidos al
lago, mientras avanzaba. El 13 de agosto de 1521, el resto de los habitantes, sin jefe,
muertos de hambre, se rindieron. Los conquistadores rellenaron el lago, edificaron su
propia ciudad sobre los escombros e impusieron su dominio en todo México, a los
aztecas y otros por igual, dominio que duraría 300 años.
No es posible tratar de refutar las creencias religiosas, especialmente las de una
cultura extraña, remota, y sólo a medias entendida. Pero cuando las creencias se
convierten en un engaño mantenido contra toda prueba natural hasta el punto de
perder la independencia de un pueblo, bien se les puede llamar locura. La categoría
es, una vez más, la testarudez, en la especial variedad de la manía religiosa. Nunca ha
causado daño más grande.
Las locuras no tienen que tener consecuencias negativas para todos los afectados.
La Reforma, causada por la locura del papado renacentista, no sería declarada ningún
infortunio por los protestantes. Los norteamericanos, en particular, no considerarán
lamentable su independencia, provocada por la locura de los ingleses. Puede
discutirse si la conquista de España por los moros, que duró 300 años en la mayor
parte del país, y 800 en partes menores, tuvo resultados positivos o negativos; es algo
que dependerá de la posición del examinador, pero es perfectamente claro que fue
causada por la locura de los gobernantes de España en aquella época.
Aquellos gobernantes eran los visigodos[11], que habían invadido el Imperio
romano en el siglo IV y, a fines del siglo V, se habían establecido como dominadores
de la península Ibérica, sobre los habitantes hispanorromanos, numéricamente
superiores. Durante 200 años permanecieron en pugna y a menudo en encuentros
armados, con sus súbditos. Por el desenfrenado interés egoísta, normal en los
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soberanos de su época, sólo crearon hostilidad, y a la postre, fueron su víctima. La
hostilidad fue agudizada por la animosidad de la religión, pues los habitantes locales
eran católicos del rito romano, mientras que los visigodos pertenecían a la secta de
Arrio. Nuevas disputas surgieron por su método de elegir a su soberano. La nobleza
del lugar trató de mantener el principio electivo habitual, mientras que los reyes,
invadidos por anhelos dinásticos, estaban dispuestos a hacer hereditario el proceso, y
así conservarlo. Se valieron de todo medio de exilio o de ejecución, confiscación de
propiedades, impuestos desiguales así como desigual distribución de tierras para
eliminar a sus rivales y debilitar toda oposición local. Estos procedimientos hicieron,
naturalmente, que los nobles fomentaran la insurrección, y que florecieran toda clase
de odios.
Mientras tanto, por medio de la organización superior y de la intolerancia más
activa de la Iglesia romana y de sus obispos en España, la influencia católica iba
cobrando fuerzas y, a finales del siglo VI, logró convertir a dos herederos del trono. El
primero fue muerto por su padre, pero el segundo, llamado Recaredo, reinó, siendo,
por fin, un gobernante consciente de la necesidad de unión. Fue el primero de los
godos en reconocer que para un soberano al que se oponen dos grupos enemigos, es
locura continuar siendo adversario de ambos a la vez. Convencido de que bajo el
arrianismo nunca habría unión, Recaredo actuó enérgicamente contra sus antiguos
partidarios y proclamó al catolicismo como religión oficial. También varios de sus
sucesores hicieron esfuerzos por aplacar a sus antiguos adversarios, llamando a los
exiliados y devolviendo propiedades, pero las divisiones y corrientes adversas eran
demasiado poderosas, y ellos habían perdido influencia en la Iglesia, en la cual
habían creado su propio Caballo de Troya.
El episcopado católico, confirmado en el poder, se lanzó al gobierno secular,
proclamando sus leyes, arrogando de sus poderes y celebrando concilios decisivos en
que se legitimaba a usurpadores favorecidos y se promovía una implacable campaña
de discriminación y de reglas punitivas contra todo el que fuera «no cristiano» o sea,
los judíos. Bajo la superficie, persistían las lealtades arrianas; decadencia y
desenfreno invadieron la corte. Por obra de cábalas y conjuras, usurpaciones,
asesinatos y levantamientos, los cambios de reyes durante el siglo VII fueron rápidos:
nadie ocupó el trono durante más de diez años.
Durante este siglo los musulmanes, animados por una nueva religión, se lanzaron
en una loca conquista que se extendió desde Persia hasta Egipto y, en el año 700,
llegaron a Marruecos, a través de los estrechos, desde España. Sus navíos saquearon
la costa española y, aunque rechazado, el nuevo poder, en la otra costa, ofreció a todo
grupo enajenado de los godos, la perspectiva siempre tentadora de una ayuda externa
contra el enemigo del interior. Por mucho que se haya repetido en la historia, este
recurso último siempre termina de un mismo modo, como lo supieron los
emperadores bizantinos cuando invitaron a los turcos, en contra de sus enemigos
internos: el poder invitado se queda y se adueña de las cosas.
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Había llegado el momento para los judíos de España, minoría en un tiempo
tolerada que había llegado con los romanos y prosperado en el comercio; los judíos
ahora fueron evitados, perseguidos, sometidos a conversión forzosa, privados de sus
derechos, propiedades, ocupación y hasta de sus hijos, arrancados a ellos por la
fuerza y entregados a los traficantes de esclavos. Amenazados de extinción,
establecieron contacto con los moros, y les dieron informes por medio de sus
correligionarios del África del Norte. Para ellos, todo era mejor que el régimen
cristiano.
Sin embargo, el acto decisivo se debió a la falla central de la desunión en la
sociedad. En 710, una conspiración de nobles se negó a reconocer como rey al hijo
del último soberano, lo vencieron y depusieron, y eligieron al trono a uno de ellos, el
duque Rodrigo, dejando todo el país en confusión y disputas.
El rey destronado y sus partidarios atravesaron los estrechos y, suponiendo que
los moros les harían el favor de recuperar para ellos el trono, los invitaron a
ayudarlos.
La invasión mora de 711 recorrió un país que estaba en pugna consigo mismo. El
ejército de Rodrigo ofreció vana resistencia y los moros se adueñaron de la situación,
con una fuerza de 12 000 hombres. Tomando ciudad tras ciudad, llegaron a la capital,
establecieron a los suyos en los puestos públicos, en un caso, entregando toda una
ciudad a los judíos y siguieron adelante. En siete años se había completado la
conquista de la península. La monarquía goda, no habiendo logrado crear un
principio viable de gobierno ni una fusión con sus súbditos, se desplomó bajo el
asalto, porque no había echado raíces.
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ponerlo a trabajar como esclavo, habían empobrecido a los plebeyos, creando mala
voluntad, así como unos crecientes deseos de insurrección. Solón, que no había
participado en la opresión de los ricos ni apoyado la causa de los pobres, gozó de la
insólita distinción de ser aceptable para unos y otros. Para los ricos, según Plutarco,
por que era hombre de riqueza y sustancia, y para los pobres, porque era honrado. En
el cuerpo de leyes que Solón proclamó, su preocupación no fue el interés de facción,
sino la justicia, y trató equitativamente a fuertes y débiles, en un gobierno estable.
Suprimió la esclavitud por deudas, liberó a quienes habían sido así esclavizados,
extendió el sufragio a los plebeyos, reformó la moneda para favorecer el comercio,
reguló los pesos y medidas, estableció unos códigos jurídicos que gobernaran la
propiedad heredada, los derechos civiles de los ciudadanos, los castigos por delitos y,
por último, no queriendo correr riesgos, arrancó al Consejo ateniense el juramento de
mantener sus reformas durante diez años.
Entonces Solón hizo algo extraordinario, tal vez único entre los jefes de Estado:
comprando un barco con el pretexto de ir a ver el mundo, partió al exilio voluntario,
por diez años. Sabio y justo como estadista, Solón no fue menos prudente como
hombre. Habría podido conservar el dominio supremo, aumentando su autoridad
hasta la tiranía, y en realidad, se le hicieron reproches por no hacerlo, pero, sabiendo
que las interminables peticiones y propuestas de modificar esta o aquella ley sólo le
valdrían mala voluntad si él no aceptaba, determinó partir para conservar intactas sus
leyes, porque los atenienses no podían rechazarlas sin su sanción. Su decisión sugiere
que una ausencia de ambición personal junto con un sagaz sentido común se
encuentran entre los ingredientes esenciales de la sabiduría. En las notas de su vida,
escribiendo sobre sí mismo en tercera persona, Solón lo dice de otra manera: «Cada
día se hizo más viejo y aprendió algo nuevo[12]».
Gobernantes fuertes y eficaces, aunque carentes de las cualidades completas de
Solón, se elevan de cuando en cuando, en estructura heroica, sobre los demás, como
torres visibles a lo largo de los siglos. Pericles presidió el siglo más grande de Atenas
con sano juicio, moderación y gran renombre. Roma tuvo a Julio César, hombre de
notables talentos de jefe, aunque un gobernante que mueve a sus adversarios al
asesinato, probablemente no sea tan sabio como debiera serlo. Después, bajo los
cuatro «emperadores buenos» de la dinastía de los Antoninos —Trajano y Adriano,
organizadores y constructores; Antonino Pío, el benévolo; Marco Aurelio, el
reverenciado filósofo— los ciudadanos romanos gozaron de buen gobierno,
prosperidad y respeto durante cerca de un siglo. En Inglaterra, Alfredo el Grande
rechazó a los invasores y engendró la unidad de sus connacionales. Carlomagno logró
imponer el orden a una masa de elementos adversos entre sí. Fomentó las artes de la
civilización no menos que las de la guerra y se ganó un prestigio que sería supremo
en la Edad Media, no igualado hasta cuatro siglos después por Federico II, llamado
Stupor Mundi o Maravilla del Mundo. Federico participó en todo: artes, ciencias,
leyes, poesía, universidades, cruzadas, parlamentos, guerras, políticas y pugnas con el
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papado, que al final, pese a todos sus notables talentos, lo frustraron. Lorenzo de
Médicis, el Magnifico, promovió la gloria de Florencia, pero, con sus ambiciones
dinásticas, socavó la república. Dos reinas, Isabel I de Inglaterra y María Teresa de
Austria fueron, ambas, gobernantes hábiles y sagaces que elevaron a sus países a la
condición suprema.
George Washington, producto de una nueva nación, fue un dirigente que brilla
entre los mejores. Aunque Jefferson fuese más culto o más docto, un cerebro más
extraordinario, una inteligencia incomparable, hombre verdaderamente universal,
Washington tenía el carácter de una roca y una especie de nobleza que ejercía un
dominio natural sobre los demás, junto con la fuerza interior y la perseverancia que le
capacitaron a prevalecer sobre una multitud de obstáculos. Hizo posible, a la vez, la
victoria física de la independencia norteamericana y la supervivencia de la rebelde e
incipiente joven república en sus primeros años.
A su alrededor, con extraordinaria fertilidad, florecieron talentos políticos, como
tocados por algún sol tropical. Pese a sus fallas y disputas, los Padres Fundadores han
sido justamente llamados por Arthur M. Schlesinger, Sr., «la generación más notable
de hombres públicos en la historia de los Estados Unidos o tal vez de cualquier
nación[13]». Vale la pena observar las cualidades que este historiador les atribuye:
eran intrépidos, tenían altos principios, eran muy versados en el pensamiento político
antiguo y moderno, sagaces y pragmáticos, no temían a experimentar, y —esto es
revelador— «estaban convencidos del poder del hombre para mejorar su propia
condición utilizando la inteligencia». Tal fue la marca de la Edad de la Razón que los
formó, y aunque el siglo XVIII tuvo la tendencia de considerar a los hombres como
más racionales de lo que en realidad fueran, supo provocar lo mejor que había en
estos hombres para gobernar.
Sería inapreciable si pudiésemos saber lo que produjo este brote de talento en una
base de sólo dos millones y medio de habitantes. Schlesinger sugiere algunos factores
que pudieron contribuir: vasta difusión de la educación, buenas oportunidades
económicas, movilidad social, preparación en el autogobierno: todo esto alentó a los
ciudadanos a cultivar, hasta su máximo, sus aptitudes políticas. Mientras la Iglesia
declinaba en prestigio, y los negocios, las ciencias y las artes aún no ofrecían
comparables caminos al esfuerzo humano, la ciencia política siguió siendo casi el
único canal para los hombres de energía y propósito firme. Tal vez, ante todo, la
necesidad del momento fue lo que provocó la respuesta, la oportunidad de crear un
nuevo sistema político. ¿Qué podía ser más emocionante, más propicio para mover a
la acción a los hombres de energía y propósito?
Ni antes ni después se ha invertido tanto pensamiento minucioso y razonable en la
formación de un sistema de gobierno. En las revoluciones francesa, rusa y china,
hubo demasiado odio de clases, demasiado derramamiento de sangre para que sus
resultados fueran justos o permanentes sus constituciones. Durante dos siglos, la
disposición norteamericana casi siempre ha logrado sostenerse bajo presión, sin
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descartar el sistema y probar otro después de cada crisis, como ha ocurrido en Italia y
Alemania, en Francia y España. Con una acelerada incompetencia en los Estados
Unidos, esto puede cambiar. Los sistemas sociales pueden resistir bastantes locuras
cuando las circunstancias son históricamente favorables, o cuando los errores son
limitados por grandes recursos o absorbidos por las grandes dimensiones, como en
los Estados Unidos durante su periodo de expansión. Hoy, cuando ya no hay
«amortiguadores», menos podemos permitirnos la insensatez. Sin embargo, los
Fundadores siguen siendo un fenómeno que debe tomarse en cuenta para elevar
nuestra estimación de las posibilidades humanas, aun si su ejemplo es demasiado raro
para constituir base de expectativas normales.
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en el comercio. Sus tiendas y talleres obtenían más clientes (consideración que hubo
tras la demanda católica para su supresión). La demanda fue justificada por el alto
motivo de que la disidencia religiosa era una traición al rey, y que la abolición de la
libertad de conciencia —«esta mortífera libertad»— serviría a la nación, además de
servir a Dios.
El consejo atrajo al rey, que se había vuelto más autocrático tras librarse de la
tutela inicial del cardenal Mazarino. Cuanto mayor fuera su autocracia, más le parecía
que la existencia de una secta disidente era una ruptura inaceptable en la sumisión a
la voluntad real. «Una ley, un rey, un Dios», era su concepto del Estado, y después de
25 años a la cabeza de éste, sus arterias políticas se habían endurecido, y su capacidad
de tolerar diferencias se había atrofiado. Luis había adquirido la enfermedad de la
misión divina, frecuentemente desastrosa para los gobernantes, y se había convencido
de que era voluntad del Todopoderoso que «yo sea Su instrumento para llevar de
regreso a Él a todos los que están sometidos a mí[15]». Además, tenía motivos
políticos. Dadas las inclinaciones católicas de Jacobo II en Inglaterra, Luis creyó que
la balanza de Europa estaba inclinándose hacia la supremacía católica y que ello
podría ayudarlo, si hacía un gesto dramático contra los protestantes. Además, por
causa de las disputas con el papa por otras cuestiones, deseaba presentarse como
paladín de la ortodoxia, reafirmando así el antiguo título francés de «cristianísimo
rey».
La persecución comenzó en 1681, antes de la Revocación en toda forma. Se
prohibieron los servicios religiosos protestantes, se clausuraron sus escuelas e
iglesias, se impuso el bautizo católico, los hijos serían separados de sus familias al
cumplir siete años para ser educados como católicos; las profesiones y ocupaciones
se fueron restringiendo gradualmente hasta quedar muchas prohibídas, a los
funcionarios hugonotes se les ordenó renunciar, se organizaron escuadrones de
clérigos dedicados a las conversiones, y se ofreció dinero a cada converso. Un
decreto siguió a otro, separando y desarraigando a los hugonotes de sus propias
comunidades y de la vida nacional.
La persecución engendra su propia brutalidad, y pronto se adoptaron medidas
violentas, las más atroces y eficaces de las cuales fueron las dragonnades, u orden de
alojar dragones del ejército en familias hugonotes; a los dragones se les alentaba a
portarse tan brutalmente como quisieran. Notoriamente rudos e indisciplinados, los
dragones perpetraron matanzas, palizas y asaltos a las familias, violando a las
mujeres, rompiendo y saqueando y dejando porquería mientras que las autoridades
ofrecían la exención de este horror como señuelo para convertirse. En esas
circunstancias, difícilmente podrían considerarse auténticas las conversiones en masa,
y causaron resentimientos entre los católicos porque hacían participar a la Iglesia en
perjurios y sacrilegios. A veces hubo que llevar por la fuerza a misa a quienes no
deseaban comulgar; entre ellos, hubo quienes escupieron y pisotearon la Eucaristía y
fueron quemados en la hoguera por profanar el sacramento.
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La emigración de los hugonotes se inició, desafiando los edictos que les prohibían
irse, bajo pena, si eran descubiertos, de ser sentenciados al cadalso. Por otra parte, sus
pastores, si se negaban a abjurar, eran enviados al exilio por temor a que predicaran
en secreto, alentando a los conversos a reincidir. Los pastores obstinados que
continuaron celebrando servicios fueron quebrantados en el potro, creando así
mártires y estimulando la resistencia de su grey.
Cuando se informó al rey de conversiones en masa, a veces hasta de 60 000 en
una sola región en tres días, él tomó la decisión de revocar el Edicto de Nantes,
alegando que ya no se necesitaba, puesto que ya no había hugonotes. Por entonces,
estaban surgiendo ciertas dudas sobre lo recomendable de esta política. En un
Concilio celebrado poco después de la Revocación, el Delfín, probablemente
expresando preocupaciones que se le habían confiado en privado, advirtió que
revocar el edicto podría causar rebeliones y emigración en masa, nociva para el
comercio francés, pero al parecer, su voz fue la única opuesta, sin duda porque contra
él no se podían tomar represalias[16]. Una semana después, el 18 de octubre de 1685,
se decretó formalmente la Revocación, que fue saludada como «el milagro de
nuestros tiempos». «Nunca se había visto semejante alegría de triunfo», escribió el
cáustico Saint-Simon, que supo contenerse hasta después de la muerte del rey, «nunca
hubo semejante profusión de elogios… Todo lo que el rey oyó fueron elogios[17]».
Pronto se sintieron los malos efectos. Los tejedores, fabricantes de papel y otros
artesanos hugonotes, cuyas técnicas habían sido monopolio de Francia, llevaron sus
habilidades a Inglaterra y a los Estados alemanes; banqueros y mercaderes sacaron
sus capitales; impresores, encuadernadores, constructores de navíos, juristas, médicos
y muchos pastores escaparon. Al cabo de cuatro años, de 8000 a 9000 hombres de la
armada y de 10 000 a 12 000 del ejército, además de 500 a 600 funcionarios, llegaron
a los Países Bajos, a engrosar las fuerzas de Guillermo III[18], enemigo de Luis, que
pronto sería su doble enemigo al subir al trono de Inglaterra tres años después, en
lugar del expulsado Jacobo II. Se dice que la industria de la seda de Tours y de Lyon
quedó arruinada, y que algunas ciudades importantes como Reims y Rouen perdieron
la mitad de sus trabajadores.
La exageración, a partir de la virulenta censura de Saint-Simon, quien afirmó que
el reino se había «despoblado» en una cuarta parte, fue inevitable, como
habitualmente lo es cuando los malos efectos se descubren a posteriori. Hoy se
calcula el número total de emigrados, un tanto elásticamente, entre 100 000 y
250 000. Cualesquiera que fuesen sus números, su valor para los adversarios de
Francia pronto fue reconocido por los Estados protestantes. Holanda les dio, al punto,
derechos de ciudadanía y exención de impuestos durante tres años. Federico
Guillermo, elector de Brandeburgo (la futura Prusia) emitió un decreto, una semana
después de la Revocación, invitando a los hugonotes a su territorio, donde sus
empresas industriales contribuyeron considerablemente al surgimiento de Berlín.
En recientes estudios se ha llegado a la conclusión de que ha sido exagerado el
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daño económico causado a Francia por la emigración de los hugonotes, y que no fue
más que un elemento del daño general causado por las guerras. Sin embargo, nadie
duda del daño político. El alud de panfletos y sátiras antifrancesas emitido por los
impresores hugonotes y sus amigos, en todas las ciudades en que se establecieron,
llevó a un nuevo clímax el antagonismo a Francia. La coalición protestante contra
Francia fue fortalecida cuando Brandeburgo entró en una alianza con Holanda, y se le
unieron los pequeños principados alemanes. En la propia Francia, la fe protestante
fue vigorizada por la persecución, y resurgió el odio a los católicos. Una prolongada
revuelta de los hugonotes camisard en las Cévennes, región montañosa del Sur, causó
una cruel guerra de represión, que debilitó al Estado. Allí y entre otras comunidades
hugonotes que se quedaron en Francia, se creó una base receptiva para la futura
Revolución.
Más profundo fue el descrédito en que cayó el concepto de monarquía absoluta.
Al ser rechazado por los disidentes el derecho del rey a imponer la unidad religiosa,
el derecho divino de la autoridad real fue cuestionado por doquier, y recibió un
estímulo el desafío constitucional que el siguiente siglo le deparaba. Cuando
Luis XIV, sobreviviendo a su hijo y a su nieto, falleció en 1715 después de un reinado
de 72 años, no dejó la unidad nacional que había sido su objetivo, sino una disidencia
viva y enconada, no el engrandecimiento nacional en riqueza y poder, sino un Estado
débil, desordenado y empobrecido. Nunca había un autócrata actuado tan eficazmente
contra su propio interés.
La opción factible habría consistido en dejar en paz a los hugonotes o, si acaso,
acallar el clamor contra ellos mediante decretos civiles, y no por la fuerza y la
atrocidad. Aunque ministros, clérigos y pueblo en general aprobaron la persecución,
ninguna de sus razones era inevitable. Lo peculiar fue que el asunto era innecesario, y
esto subraya dos características de la locura: a menudo no brota de un gran designio,
y sus consecuencias son, a menudo, una sorpresa. La locura consiste en persistir. Con
aguda si bien inconsciente perspicacia, un historiador francés escribió, acerca de la
Revocación, que «Los grandes designios son raros en la política; el rey procedía
empíricamente, y a veces, obedeciendo a sus impulsos[19]». Este argumento queda
reforzado, por una fuente inesperada, en un sagaz comentario de Ralph Waldo
Emerson, quien nos advierte: «Al analizar la historia, no hay que ser demasiado
profundo, pues con frecuencia las causas son muy superficiales[20]». Éste es un factor
que suelen pasar por alto los politólogos que, al hablar de la naturaleza del poder,
siempre lo tratan, aunque sea negativamente, con inmenso respeto. No lo ven como
algo que a veces es cuestión de hombres ordinarios apremiados por las circunstancias,
que actúan imprudente o torpe o perversamente, como suelen los hombres hacerlo en
circunstancias ordinarias. Los símbolos y la fuerza del poder los engañan, dando a sus
poseedores una calidad extraordinaria. Sin su enorme peluca rizada, sus grandes
tacones y su armiño, el Rey Sol era un hombre capaz de caer en errores de juicio,
equivocaciones y ceder a sus impulsos… como el lector y como yo.
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El último Borbón francés que reinó, Carlos X, hermano del guillotinado Luis XVI
y de su breve sucesor, Luis XVIII, mostró un tipo recurrente de insensatez que ha
sido llamado el tipo de Humpty-Dumpty: es decir, el esfuerzo por reinstalar una
estructura caída y en ruinas dando marcha hacia atrás a la historia. En el proceso,
llamado reacción o contrarrevolución, los reaccionarios se empeñan en restaurar los
privilegios y propiedades del antiguo régimen y, de alguna manera, en recuperar una
fuerza que no tenían antes.
Cuando Carlos X, a los 67 años, subió al trono en 1824, Francia acababa de pasar
por 35 años de los cambios más radicales ocurridos hasta entonces en la historia: de
una completa revolución hasta el Imperio napoleónico, Waterloo y la restauración de
los Borbones. Puesto que entonces era imposible cancelar todos los derechos, las
libertades y las reformas legales incorporadas al gobierno desde la Revolución,
Luís XVIII aceptó una Constitución, aunque nunca pudo acostumbrarse a la idea de
una monarquía constitucional; esta idea estaba más allá del entendimiento de su
hermano Carlos. Habiendo visto en acción el proceso durante su exilio en Inglaterra,
Carlos dijo que preferiría ganarse la vida como leñador a ser rey de Inglaterra[21]. No
es de sorprender que él encarnara la esperanza de los emigrados que volvieron con
los Borbones y que deseaban restaurar el antiguo régimen, completo con sus rangos,
títulos y, especialmente, sus propiedades confiscadas.
En la Asamblea Nacional, estuvieron representados por los ultras de la derecha,
quienes, junto con un grupo escindido de ultras extremos, formaban el partido más
poderoso. Habían logrado esto restringiendo la franquicia a la clase más rica,
mediante el método interesante de reducir los impuestos a sus adversarios conocidos,
de modo que no pudiesen satisfacer la calificación de 300 francos que se exigía a los
votantes[22]. Los cargos en el gobierno fueron similarmente restringidos. Los ultras
ocuparon todos los puestos ministeriales, incluyendo a un religioso extremista como
ministro de Justicia cuyas ideas políticas, según decíase, habían sido formadas por la
lectura continua del Apocalipsis. Sus colegas impusieron estrictas leyes de censura, y
elásticas leyes de cateo y arresto y, como primera realización, crearon un fondo para
compensar a cerca de 70 000 emigrados o sus herederos, a una tasa anual de 1377
francos. Esto era muy poco para satisfacerlos, pero sí fue suficiente para indignar a la
burguesía, cuyos impuestos lo pagaban.
Los beneficiarios de la Revolución y de la corte napoleónica no estaban
dispuestos a ceder ante los emigrados y el clero del antiguo régimen, y el
descontento, aunque sordo, iba en aumento. Rodeado por sus ultras, el rey
probablemente habría logrado terminar su reinado más o menos en paz si, mediante
nuevas imprudencias, no hubiese logrado su caída. Carlos estaba resuelto a gobernar,
y aunque no muy bien dotado intelectualmente para la tarea, sí abundaba en la
capacidad —típica de los Borbones— de no aprender nada ni olvidar nada. Cuando
sus adversarios en la Asamblea le causaron dificultades, él siguió el consejo de sus
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ministros, de disolver la sesión y, mediante cohechos, amenazas y otras presiones,
manipular una elección que le resultara aceptable. En cambio, los monarquistas
perdieron, casi por dos a uno. Negándose a admitir el resultado, como algún
desventurado rey de Inglaterra, Carlos decretó otra disolución y, de acuerdo con una
nueva y más estrecha franquicia y mayor censura, otra elección.
La prensa de la oposición llamó a la resistencia. Mientras el rey se iba a cazar, sin
esperar un conflicto abierto ni haber pedido apoyo militar, el pueblo de París, como
tantas veces, antes y después, levantó barricadas y se dedicó con entusiasmo a tres
días de luchas callejeras, conocidas por los franceses como les trois glorieuses. Los
diputados de la oposición organizaron un gobierno provisional. Carlos abdicó y huyó
al despreciado refugio de la monarquía limitada, del otro lado del canal de la Mancha.
Este episodio, de ninguna manera una gran tragedia, no tuvo otra importancia
histórica que llevar a Francia un paso más adelante, de la contrarrevolución a la
monarquía «burguesa» de Luis Felipe. Más importante es en la historia de la locura,
donde ilustra la inutilidad del intento recurrente, no limitado a los Borbones, de
querer reconstruir un huevo roto.
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probable que nosotros mismos nos agotemos[23]».
Se necesitaba una acción política para obtener una paz separada con Rusia, pero
ésta falló, al igual que numerosos sondeos y aperturas hechas a Alemania, o por
Alemania, con respecto a Bélgica, Francia y hasta la Gran Bretaña en los dos años
siguientes. Todos fracasaron por la misma razón: que las condiciones de Alemania en
cada caso eran punitivas, como de un vencedor, ya que exigían a la otra parte
abandonar la guerra tolerando anexiones e indemnizaciones. Siempre era el garrote,
nunca la zanahoria, y ninguno de los adversarios de Alemania se vio tentado a
traicionar a sus aliados sobre esa base.
Para finales de 1916, ambos bandos iban acercándose al punto de agotamiento,
tanto en recursos como en ideas militares, sacrificando literalmente millones de vidas
en Verdún y en el Somme, por ganancias o pérdidas que podían medirse con un
metro. Los alemanes vivían de un régimen de patatas, y los conscriptos del ejército
eran de 15 años. Los aliados se sostenían difícilmente, sin ningún medio de victoria a
la vista, a menos que viniera a ponerse de su lado la gran fuerza fresca de los Estados
Unidos.
Durante estos dos años, mientras los astilleros de Kiel estaban entregando
submarinos a un ritmo furioso, con el objetivo de fabricar 200, el Alto Mando
Supremo batallaba en conferencias de alto nivel sobre la renovación de la campaña de
torpedeo, contra el consejo enérgicamente negativo de los ministros civiles. Reanudar
ilimitadamente los hundimientos, decían los civiles, en palabras del canciller
Bethmann-Hollweg, «inevitablemente haría que los Estados Unidos se unieran a
nuestros enemigos[24]». El Alto Mando no sólo negó esto, sino que descontó dicha
posibilidad. Como era claro que Alemania no podría ganar la guerra exclusivamente
por tierra, su objetivo se había vuelto vencer a la Gran Bretaña, que ya vacilaba,
víctima de las escaseces, cortándole todo abasto por mar antes de que los Estados
Unidos pudiesen movilizarse, llevar tropas por tren y transporte a Europa en números
suficientes para afectar el resultado. Afirmaron que esto podría lograrse en tres o
cuatro meses. Los almirantes desenrollaron mapas y gráficas para mostrar cuántas
toneladas podían los submarinos enviar al fondo del mar en un momento dado hasta
tener a Inglaterra «boqueando en los juncos, como un pez[25]».
Las voces opuestas, empezando por la del canciller, afirmaban que la beligerancia
norteamericana daría a los aliados enorme ayuda financiera y levantaría su moral,
animándoles a sostenerse hasta que pudiese llegar ayuda en tropas, además de darles
todo el tonelaje de naves alemanas internadas en puertos norteamericanos y, muy
probablemente, trayendo en su secuela a otros neutrales. El vicecanciller Karl
Helfferich creía que reanudar la guerra mediante los submarinos «conduciría a la
ruina[26]». Funcionarios del Ministerio de Relaciones, preocupado directamente con
asuntos norteamericanos, también se opusieron. Dos importantes banqueros[27]
volvieron de una misión a los Estados Unidos, advirtiendo que no se subestimaran las
energías potenciales del pueblo estadounidense que, afirmaron, si despertaba,
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convencido de estar en una buena causa, podría movilizar fuerzas y riquezas en una
escala inimaginable.
Entre quienes trataban de disuadir a los militares, la voz más urgida era la del
embajador alemán en Washington, el conde Von Bernstorff, cuya cuna y educación
no prusianas le libraron de muchos de los engaños de sus colegas. Buen conocedor de
los Estados Unidos, Bernstorff repetidamente advirtió a su gobierno que la
beligerancia norteamericana seria segura en caso de continuar la guerra submarina, lo
que costaría a Alemania su derrota. Al intensificarse la insistencia militar, el
embajador se esforzó, en cada mensaje enviado a su patria, tratando de desviarla de
un curso que, en su opinión, sería fatal. Se había convencido de que la única manera
de evitar tal resultado seria poner un alto a la propia guerra, por medio de una
mediación de compromiso que el presidente Wilson estaba preparándose a ofrecer.
Bethmann también ansiaba esto, basándose en la teoría de que si los aliados
rechazaban tal paz, como era de esperarse, mientras que Alemania la aceptaba,
entonces ésta estaría justificada en reanudar la guerra submarina ilimitada sin
provocar la beligerancia norteamericana.
El bando belicista que exigía la guerra submarina incluía a los junkers y al circulo
de la corte, las asociaciones expansionistas, los partidos de derecha y una mayoría del
público, al que se había enseñado a poner su fe en los submarinos como medio de
romper el bloqueo puesto por Inglaterra a los alimentos que iban rumbo a Alemania,
y vencer así al enemigo. Unas cuantas despreciadas voces de socialdemócratas del
Reichstag gritaron: «¡El pueblo no quiere guerra submarina, sino pan y paz!», pero
poca atención se les prestó porque los ciudadanos alemanes, por muy hambrientos
que estuvieran, seguían siendo obedientes. El káiser Guillermo II, vacilante pero
deseoso de no parecer menos audaz que sus comandantes, añadió su voz a la de éstos.
La oferta de Wilson, de diciembre de 1916, de unir a los beligerantes para
negociar una «paz sin victoria» fue rechazada por ambos bandos. Nadie estaba
dispuesto a aceptar una solución sin alguna ganancia que justificara su sufrimiento y
sacrificio en vidas, y pagar por la guerra. Alemania no estaba luchando por el statu
quo, sino por la hegemonía alemana en Europa y por un mayor Imperio de ultramar.
No quería una paz mediada, sino una paz dictada, y no sentía ningún deseo, como
escribió el ministro de Relaciones Exteriores, Arthur Zimmermann, a Bernstorff, de
«arriesgarse a perder, con engaños, lo que esperaba ganar de la guerra», por obra de
un mediador neutral[28]. Toda solución que requiriera renuncias y pago de
indemnizaciones por Alemania —única solución que los aliados aceptarían—
significaría el fin de los Hohenzollern y de la clase gobernante. También tenían que
lograr que alguien pagara por la guerra, o ir a la bancarrota. Una paz sin victoria no
sólo pondría fin a los sueños de dominio, sino que también impondría enormes
impuestos que pagar por años de lucha que entonces habría sido vana. Significaría la
revolución. Para el trono, la casta militar, los terratenientes, los industriales y los
«barones» de los negocios, sólo una guerra triunfante ofrecía alguna esperanza de
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sobrevivir en el poder.
La decisión se tomó en una conferencia del káiser con el canciller y el Mando
Supremo, el 9 de enero de 1917[29]. El almirante Von Holtzendorff, jefe del Estado
Mayor del Almirantazgo, presentó una compilación de estadísticas —de 200 páginas
— sobre el tonelaje que entraba en los puertos ingleses, las tasas de carga, el espacio
de carga, los sistemas de racionamiento, los precios de los alimentos, comparaciones
con la cosecha del año anterior y, todo, hasta el contenido calórico del desayuno
inglés, y juró que sus submarinos podían hundir 600 000 toneladas mensuales, lo que
obligaría a Inglaterra a capitular antes de la siguiente cosecha. Dijo que aquélla era la
última oportunidad de Alemania y que no veía otra manera de ganar la guerra, «en
forma que garantice nuestro futuro como potencia mundial».
En respuesta, Bethmann habló durante una hora, reuniendo todos los argumentos
de los asesores según los cuales la entrada de los Estados Unidos en la guerra
significaría la derrota de Alemania. Sólo vio ceños fruncidos y oyó murmullos
inquietos alrededor de la mesa. Él sabía que la marina, decidiendo por sí sola, ya
había enviado al ataque los submarinos. Lentamente, fue cediendo. Cierto, el mayor
número de submarinos ofrecía una oportunidad de éxito mejor que la de antes. Sí, la
última cosecha había sido mala para los aliados. Por otra parte, los Estados Unidos…
El mariscal Von Hindenburg lo interrumpió, diciendo que el ejército podía
«encargarse de los Estados Unidos», mientras que Von Holtzendorff ofreció su
«garantía» de que «ningún norteamericano pondrá pie en el continente». El abrumado
canciller cedió. «Desde luego», dijo, «si el triunfo nos llama, debemos acudir».
El canciller no renunció. Un funcionario que después lo encontró tirado en un
sillón, al parecer enfermo, le preguntó alarmado si había recibido malas noticias del
frente. «No», contestó Bethmann, «pero finís Germaniae[30]».
Nueve meses antes, en una crisis previa por los submarinos, Kurt Riezler,
ayudante de Bethmann asignado al Cuartel General, había llegado a una conclusión
similar cuando escribió en su diario el 24 de abril de 1916: «Alemania es como una
persona que vacila al lado de un abismo, deseando fervientemente arrojarse en él[31]».
Y así resultó. Aunque los submarinos cobraron un número terrible de víctimas
entre los navíos aliados antes de que entrara en función el sistema de convoy, los
ingleses, alentados por la declaración de guerra norteamericana, no capitularon. Pese
a las garantías de Von Holtzendorff, dos millones de soldados norteamericanos
llegaron a Europa y, ocho meses después de la primera gran ofensiva norteamericana,
fueron los alemanes los que tuvieron que rendirse.
¿Hubo una alternativa? Dada la insistencia en la victoria y el rechazo a reconocer
la realidad, probablemente no la hubo. Pero se habría conseguido un mejor resultado
aceptando la propuesta de Wilson, sabiendo que aquél era un callejón sin salida, lo
que impediría o ciertamente aplazaría la adición de fuerzas norteamericanas al
enemigo. Sin los Estados Unidos, los aliados no tenían ya oportunidad de victoria, y
como la victoria probablemente estuviese, asimismo, fuera del alcance de Alemania,
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ambos bandos se habrían rendido, exhaustos, en una paz más o menos equitativa.
Para el mundo, las consecuencias de esa opción —no aprovechada— habrían
cambiado la historia: no habría habido triunfadores, ni reparaciones, ni culpabilidad
de guerra, ni Hitler y, posiblemente, tampoco una Segunda Guerra Mundial.
Sin embargo, como tantas opciones, aquélla era psicológicamente imposible.
Carácter es destino, como creían los griegos. Los alemanes habían sido enseñados a
alcanzar los objetivos por la fuerza, y no conocían el curso de la adaptación. No
fueron capaces de olvidar el engrandecimiento, ni aun a riesgo de ser vencidos. El
abismo de Riezler pareció llamarlos.
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implícita en su sociedad con el Eje. Cuando se vio que estos métodos sólo fortalecían
la oposición de los norteamericanos, los japoneses, habiendo examinado muy poco el
asunto, se convencieron de que si procedían a alcanzar su primer objetivo, los
recursos vitales de las Indias Holandesas, los Estados Unidos entrarían en guerra
contra ellos. Cómo lograr lo uno sin provocar lo otro fue el problema que los torturó
durante los años 1940-1941.
La estrategia exigía que, para apoderarse de las Indias y transportar a Japón sus
materias primas, era necesario proteger el flanco japonés contra toda amenaza de
acción naval norteamericana en el Sudoeste del Pacífico. El almirante Yamamoto,
comandante en jefe de la armada japonesa y autor del ataque a Pearl Harbor, sabía
que Japón no tenía esperanza de una victoria final sobre los Estados Unidos. Como
dijo al primer ministro Konoe, «No tengo ninguna confianza para el segundo o tercer
año». Como creía que las operaciones contra las Indias Holandesas «conducirán a un
temprano comienzo de guerra con los Estados Unidos», su plan consistió en forzar las
cosas y suprimir a los Estados Unidos mediante un «golpe fatal». Entonces, al
conquistar el Sudeste de Asia, Japón podría adquirir los recursos necesarios para una
guerra prolongada con objeto de establecer su hegemonía sobre la Esfera de Co-
Prosperidad. Propuso así que Japón «ferozmente ataque y destruya la principal flota
de los Estados Unidos al comienzo de la guerra, para que la moral de la marina
norteamericana y su pueblo se hunda hasta tal punto que no pueda recuperarse[32]».
Esta curiosa estimación fue la de un hombre que no desconocía los Estados Unidos,
pues había asistido a Harvard y servido como agregado naval en Washington.
Los planes para el golpe, supremamente audaz, de aplastar la flota norteamericana
del Pacífico en Pearl Harbor comenzaron en enero de 1941, mientras que la decisión
última continuó siendo tema de intensas maniobras entre el gobierno y los servicios
armados durante todo el año. Los partidarios del ataque preventivo prometieron, no
con mucha confianza, que suprimiría a los Estados Unidos de toda posibilidad de
intervenir y, se esperaba, de toda hostilidad ulterior. Y si no es así, preguntaban los
dudosos, entonces ¿qué ocurre? Arguyeron que Japón no podría ganar en una guerra
prolongada contra los Estados Unidos, que se estaba jugando la vida de su nación.
Durante ningún momento de las discusiones faltaron voces de advertencia. El primer
ministro, el príncipe Konoe, renunció, los comandantes se dividieron, los asesores se
mostraron vacilantes y preocupados, y el emperador estaba sombrío. Cuando
preguntó si el ataque por sorpresa podría obtener una victoria tan grande como el
ataque por sorpresa a Puerto Arturo en la guerra ruso-japonesa, el almirante Nagano,
jefe del Estado Mayor Naval, replicó que era dudoso que Japón pudiese ganar, de
cualquier manera[33]. (Es posible que al hablar al emperador, ésta fuese una ritual
inclinación de modestia oriental, pero en momento tan grave, esto parece
improbable).
En esta atmósfera de duda, ¿por qué se aprobó el riesgo extremo? En parte,
porque la exasperación ante la falla de todos los esfuerzos de intimidación había
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conducido a un estado mental de «todo o nada», y a una impotente aceptación de los
civiles, ante los militares. Además, hay que tomar en cuenta las grandiosas
pretensiones de las potencias fascistas, en que ninguna conquista parecía imposible.
Japón había movilizado una voluntad militar de terrible fuerza que, en realidad,
lograría extraordinarios triunfos, entre ellos, la toma de Singapur y el propio golpe de
Pearl Harbor, que estuvo a punto de provocar el pánico en los Estados Unidos.
Fundamentalmente, la razón de que Japón corriera el riesgo es que tenía que seguir
adelante o bien contentarse con el statu quo, que nadie estaba dispuesto a sugerir ni
podía, políticamente, permitirse. Durante más de una generación, la presión del
agresivo ejército que se encontraba en China y de sus partidarios en el interior, había
lanzado a Japón hacia el objetivo de un Imperio imposible ante el que ahora no podía
retroceder. Se había quedado preso de sus excesivas ambiciones.
Una estrategia distinta habría consistido en proceder contra las Indias Holandesas,
sin tocar a los Estados Unidos. Aunque esto habría dejado una incógnita en la
retaguardia del Japón, una incógnita habría sido preferible a un enemigo seguro,
especialmente el de un potencial muy superior al suyo propio.
Hubo aquí un extraño error de cálculo. En un momento en que al menos la mitad
de los Estados Unidos se mostraban marcadamente aislacionistas, los japoneses
hicieron lo único que pudo unir al pueblo norteamericano, y motivar a toda la nación
para la guerra. Tan profunda era la división en los Estados Unidos en los meses
anteriores a Pearl Harbor, que la renovación de la ley de conscripción por un año fue
impuesta en el Congreso por la mayoría de sólo un voto: ¡Un solo voto! El hecho es
que Japón habría podido adueñarse de las Indias sin temer a la beligerancia
norteamericana; ningún ataque a territorio colonial holandés, británico o francés
habría llevado a la guerra a los Estados Unidos. El ataque al territorio norteamericano
fue la cosa —la única cosa— que pudo hacerlo. Japón parece no haber considerado
nunca que el efecto a un ataque a Pearl Harbor tal vez no consistiera en aplastar la
moral sino en unir a la nación para la lucha. Este curioso vacío del entendimiento
provino de lo que podríamos llamar ignorancia cultural, que a menudo es un
componente de la insensatez. (Aunque estuvo presente en ambos bandos, en el caso
de Japón fue crítico). Juzgando a los Estados Unidos por ellos mismos, los japoneses
supusieron que el gobierno norteamericano podría llevar a la nación a la guerra en
cuanto lo quisiera, como Japón lo habría hecho y, en realidad, lo hizo. Fuese por
ignorancia, error de cálculo o simple temeridad, Japón dio a su enemigo el único
golpe necesario para que éste se pusiese resueltamente en pie de guerra.
Aunque Japón estaba iniciando una guerra y no estaba ya profundamente atrapado
en ella, sus circunstancias, por lo demás, fueron notablemente similares a las de
Alemania en 1916-1917. Ambos conjuntos de gobernantes arriesgaron la vida de la
nación y la vida de su pueblo en una jugada que, a largo plazo, y como muchos de
ellos bien lo sabían, casi seguramente perderían. El impulso provino del afán de
dominio, de las pretensiones de grandeza, de la codicia.
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Un principio que aparece en los casos hasta aquí mencionados es que la
insensatez es hija del poder. Todos sabemos, por continuas repeticiones de la frase de
lord Acton, que el poder corrompe. Menos sabemos que engendra insensatez; que el
poder de mando frecuentemente causa falla del pensamiento; que la responsabilidad
del poder a menudo se desvanece conforme aumenta su ejercicio. La responsabilidad
general del poder consiste en gobernar lo más razonablemente posible en el interés
del Estado y de sus ciudadanos. Un deber de tal proceso es mantenerse bien
informado, atender a la información, mantener abiertos el juicio y el criterio, y resistir
al insidioso encanto de la terquedad. Si la mente está lo bastante abierta para percibir
que una política determinada está dañando al propio interés, en lugar de servirlo, y si
se tiene confianza suficiente para reconocerlo, y sabiduría suficiente para invertirla,
tal es la cúspide del arte de gobernar.
La política de los vencedores después de la Segunda Guerra Mundial, en contraste
con el Tratado de Versalles y las reparaciones exigidas después de la Primera Guerra
Mundial, es un caso real de aprender de la experiencia y poner en práctica lo que se
aprendió: oportunidad que no se presenta a menudo. La ocupación de Japón de
acuerdo con una política ulterior a la rendición, planeada en Washington, aprobada
por los aliados y en gran parte llevada a cabo por norteamericanos, fue un ejercicio
notable de moderación del vencedor, de inteligencia política, de reconstrucción y
cambio creador. Al mantener al emperador a la cabeza del Estado japonés se impidió
el caos político, y por medio de él se logró obtener obediencia al ejército de
ocupación y una aceptación que resultó sorprendentemente dócil. Aparte del desarme,
la desmilitarización y los juicios a criminales de guerra para establecer la culpa, el
objetivo fue la democratización en lo político y lo económico, por medio de un
gobierno constitucional y representativo y la disolución de los carteles y la reforma
agraria. El poder de las enormes empresas industriales japonesas resultó, a la postre,
intransigente, pero la democracia política, que normalmente habría sido imposible de
lograr por orden superior y sólo habría avanzado gradualmente por medio de una
lenta lucha de siglos, fue transferida con todo éxito y, en conjunto, adoptada. El
ejército de ocupación no gobernó directamente sino por medio de oficiales de enlace
con los ministerios japoneses. La purga de los antiguos oficiales hizo ascender a
oficiales más jóvenes, tal vez no esencialmente distintos de sus predecesores, pero sí
dispuestos a aceptar el cambio. Se revisaron la educación y los libros de texto, y la
condición del emperador se modificó a la de mero símbolo «que se deriva de la
voluntad del pueblo, en quien reside el poder soberano».
Se cometieron errores, especialmente en política militar. La naturaleza autoritaria
de la sociedad japonesa se impuso. Y, sin embargo, en conjunto, el resultado fue
benéfico, sin venganzas, y puede considerarse como recordatorio alentador de que la
sabiduría en el gobierno aún es una flecha que nos queda, aunque rara vez se utilice,
en el carcaj humano.
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El tipo más escaso de inversión: el de un gobernante que reconozca que una
política no estaba sirviendo al propio interés, y desafiara los peligros de invertirla en
180 grados ocurrió sólo ayer, hablando en términos históricos. El presidente Sadat
abandonó una enemistad estéril con Israel, y desafiando las amenazas y la
indignación de sus vecinos, buscó una relación más útil. Tanto por su riesgo como
por la ganancia potencial, aquélla fue una gran acción, y al sustituir la insensata
continuación de toda negación por el sentido común y el valor, ocupa un lugar
eminente y solitario en la historia, que no se desdora por la tragedia de su asesinato.
Las páginas que siguen nos relatarán una historia más familiar y —por desgracia
para la humanidad— más persistente. El resultado último de una política no es lo que
determina su calificación como locura. Todo mal gobierno es, a la larga, contrario al
propio interés, pero en realidad sí puede fortalecer temporalmente a un régimen.
Califica como locura cuando muestra una persistencia perversa en una política que
puede demostrarse que es inviable o contraproducente. Casi huelga decir que este
estudio se basa en la omnipresencia de este problema en nuestro tiempo.
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II. EL PROTOTIPO: LOS TROYANOS LLEVAN EL
CABALLO DE MADERA DENTRO DE SUS MUROS
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E l relato más célebre del mundo occidental, prototipo de todos los cuentos de
conflicto humano, epopeya que pertenece a todos los pueblos y a todos los
tiempos desde que empezó la literatura —y en realidad, desde antes—, contiene la
leyenda, con o sin algún vestigio de fundamento histórico, del Caballo de Troya.
La Guerra de Troya ha aportado temas a toda literatura y pintura posteriores,
desde la desgarradora tragedia de Las troyanas, de Eurípides, hasta Eugene O’Neill,
Jean Giraudoux y los escritores de nuestro tiempo. Por medio de Eneas, en la secuela
de Virgilio, nos dio al legendario fundador y la epopeya nacional de Roma. Tema
preferido de los romanceros medievales, dio a William Caxton el material del primer
libro impreso en inglés, y a Chaucer (y después a Shakespeare) el ambiente, si no el
relato, de Troilo y Cresida. Racine y Goethe trataron de analizar el miserable
sacrificio de Ifigenia. El inquieto Ulises inspiró a escritores tan distintos como
Tennyson y James Joyce. Casandra y la vengadora Electra han sido protagonistas de
teatro y ópera alemanes. Unos treinta y cinco poetas y estudiosos han hecho
traducciones al inglés, desde que George Chapman, en tiempos isabelinos, descubrió
esta veta de oro. Incontables pintores han encontrado irresistible la escena del Juicio
de Paris, y otros tantos poetas han caído bajo el hechizo de la belleza de Helena.
Toda la experiencia humana se encuentra en el relato de Troya, o Ilión, al que
Homero, antes que nadie, dio forma épica, cerca de 850-800 a. C.[34] Aunque los
dioses son los motivadores, lo que nos revelan acerca de la humanidad es básico, aun
cuando —o, tal vez debamos decir porque— las circunstancias son antiguas y
primitivas. Ha permanecido en nuestras mentes y nuestras memorias durante 28
siglos porque nos habla de nosotros mismos, incluso cuando somos menos racionales.
En opinión de otro narrador, John Cowper Powys, refleja «lo que ocurrió, lo que está
ocurriendo y lo que nos ocurrirá a todos, desde el principio mismo hasta el fin de la
vida humana sobre la Tierra[35]».
Troya cae, al fin, tras diez años de lucha vana, indecisa, noble, infame, llena de
triquiñuelas, enconada, celosa y sólo ocasionalmente heroica. Como instrumento
culminante de la caída, el relato presenta el Caballo de Madera. El episodio del
Caballo ejemplifica una política seguida en contra del propio interés, ante
advertencias y una opción viable. Al aparecer en esta antiquísima crónica del hombre
occidental, sugiere que la prosecución de esa política es un hábito antiguo e inherente
al hombre. El relato aparece por primera vez, no en la Ilíada, que termina antes del
clímax de la guerra, sino en la Odisea, por boca del bardo ciego Demodoco, que, a
petición de Odiseo, narra las hazañas al grupo reunido en el palacio de Alcinoo[36].
Pese a que Odiseo alaba los talentos narrativos del bardo, el relato es muy
escuetamente narrado, como si los hechos principales ya fuesen conocidos. En el
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poema, el propio Odiseo le añade ciertos detalles y, en lo que parece un increíble
vuelo de la fantasía, también se los añaden otros dos participantes: Helena y Menelao.
Rescatado por Homero de las nieblas y los recuerdos más vagos, el Caballo de
Madera instantáneamente captó la imaginación de sus sucesores en los dos o tres
siglos siguientes, inspirándolos a elaborar el episodio, sobre todo, y de manera
importante, por la adición de Laocoonte en uno de los incidentes más notables de
toda la epopeya. Aparece por primera vez en la Destrucción de Troya, por Artino de
Mileto, pero compuesto probablemente cerca de un siglo después de Homero. El
papel dramático de Laocoonte, que personifica la Voz de la Prudencia, ocupa el lugar
central en el episodio del Caballo en todas las versiones siguientes[37].
El relato completo, tal como lo conocemos, del truco que finalmente logró la
caída de Troya, surgió en la Eneida de Virgilio, completada en el año 20 a. C. Para
entonces, el relato incluía las versiones acumuladas durante más de mil años.
Surgidas en distritos geográficamente separados del mundo griego, las varías
versiones están llenas de discrepancias e incongruencias. La leyenda griega es
insuperablemente contradictoria. Los incidentes no necesariamente se atienen a la
lógica narrativa; motivos y comportamientos a menudo son irreconciliables.
Debemos tomar la historia del Caballo de Troya como se presenta, como Eneas la
contó a la arrobada Dido, y como pasó, con nuevas revisiones y retoques de sus
sucesores latinos, a la Edad Medía y, de los romanceros medievales, hasta nosotros.
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embravecer las olas contra los invasores griegos. Apolo, en cambio, aún favorece a
Troya como su protector tradicional, tanto más cuanto que Agamenón lo ha
enfurecido al apoderarse de la hija de un sacerdote de Apolo, para llevarla a su lecho.
Atenea, la más ajetreada e influyente de todos, es implacable enemiga de los troyanos
y partidaria de los griegos, por causa de la ofensa original de Paris. Zeus, señor del
Olimpo, no toma parte muy decididamente, y cuando uno u otro miembro de su
extensa familia lo llama, es capaz de ejercer su influencia en favor de cualquier
bando.
Furiosos y desesperados, los troyanos lloran la muerte de Héctor, muerto por
Aquiles, quien brutalmente arrastra su cadáver, atado de los talones, tres veces en
torno de las murallas, entre el polvo de las ruedas de su carro. Los griegos no están
mejor. El airado Aquiles, su más grande guerrero, muere cuando Paris dispara una
flecha envenenada contra su talón vulnerable. Su armadura, que debe entregarse al
más meritorio de los griegos, es entregada a Odiseo, el más sabio, y no a Áyax, el
más valeroso, por lo que Áyax, enloquecido por el insulto a su orgullo, se da muerte.
La moral de sus compañeros decae y muchos de los griegos aconsejan la partida, pero
Atenea los contiene. Por consejo suyo[39], Odiseo propone un último esfuerzo para
tomar Troya por medio de una estratagema: construir un gran caballo de madera, de
tamaño suficiente para contener 20 o 50 hombres armados (o, en algunas versiones,
hasta 300) ocultos en el interior. Según su plan, el resto del ejército simulará
embarcarse de regreso a la patria mientras, que, de hecho, ocultarán sus naves, frente
a las costas, tras la isla de Ténedos. El Caballo de Madera tendrá una inscripción que
lo consagre a Atenea, como ofrenda de los griegos, para que ella los ayude a volver
sanos y salvos a su patria. La figura deberá causar la veneración de los troyanos, para
quienes el caballo es un animal sagrado y quienes bien podrán llevarlo a su propio
templo de Atenea dentro de la ciudad. De ser así, el velo sagrado que, según decíase,
rodeaba y protegía la ciudad, quedará desgarrado, los griegos ocultos saldrán, abrirán
las puertas a sus compañeros, llamados por una señal, y así aprovecharán su última
oportunidad[40].
Obedeciendo a Atenea, que se aparece en un sueño a un tal Epeyo[41],
ordenándole construir el Caballo, el «engaño» se completa en tres días, ayudado por
el «divino arte» de la diosa. Odiseo persuade a los jefes, un tanto renuentes, y a los
soldados más valerosos a entrar, mediante cuerdas, por la noche, y ocupar sus lugares
«a medio camino entre la victoria y la muerte[42]».
Al amanecer, unos exploradores troyanos descubren que el enemigo ha levantado
el sitio y se ha ido, dejando tan sólo, a sus puertas, una figura extraña y aterradora.
Príamo y su consejo salen a examinarlo y entablan una angustiada discusión, las
opiniones se dividen. Creyendo en la inscripción, Timetes, uno de los ancianos,
recomienda llevar el caballo al templo de Atenea, dentro de la ciudadela. «Más
sagaz», Capis, otro de los ancianos, se opone, diciendo que Atenea ha favorecido
durante demasiado tiempo a los griegos, y Troya haría mejor en quemar la supuesta
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ofrenda, allí mismo, o abrirla con hachas encendidas para ver lo que contiene su
interior[43]. Ésta era la opción factible.
Vacilante, pero temeroso de profanar algo que es propiedad de Atenea, Príamo se
decide por llevar el Caballo dentro de la ciudad, aunque haya que hacer una brecha en
las murallas o, según otra versión, haya que quitar el dintel de las Puertas Esceas,
para que pueda entrar. Éste es el primer presagio, pues ya se había profetizado que si
se quitaba el dintel de las Puertas Esceas, caería Troya.
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O en este caballo de madera están escondidos aqueos.
O es ésta una máquina construida contra nuestras murallas.
Para explorar nuestras casas y caer desde lo alto.
Sobre nuestra ciudad, o se oculta alguna trampa.
No os fiéis del caballo, teucros.
Sea lo que fuere, temo a los dánaos hasta cuando traen presentes[45].
Con esta advertencia, cuyo eco nos llega desde el fondo de las edades, arroja con
todas sus fuerzas su lanza contra el Caballo, en cuyo flanco queda vibrando, y arranca
un quejido a los atemorizados guerreros que hay en su interior. El golpe está a punto
de partir la madera, dejando penetrar luz en el interior, pero el destino o los dioses no
lo quisieron así; de otro modo, como más adelante dirá Eneas, Troya aún estaría en
pie.
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(aunque, puesto que el efecto resultó opuesto, ésta parece una falla de lógica). La
explicación que da Virgilio es que la propia Atenea fue responsable, para convencer a
los troyanos del relato de Sinón, sellando así su destino, y, como confirmación, hace
que las serpientes se refugien en su templo, después del hecho. El problema de las
serpientes fue tan difícil que algunos colaboradores de su época sugirieron que el
destino de Laocoonte no tenía nada que ver con el Caballo de Troya, sino que se
debía al pecado, totalmente ajeno, de haber profanado el templo de Apolo, durmiendo
allí con su mujer frente a la imagen del dios.
El bardo ciego de la Odisea, que no sabe nada de Laocoonte, simplemente afirma
que el argumento en favor de introducir el Caballo tenía que prevalecer, pues estaba
ordenado que Troya pereciera; o, como podríamos interpretarlo nosotros, que la
humanidad, en la forma de los ciudadanos de Troya, suele seguir una política
contraria a sus propios intereses.
La intervención de las serpientes no es un hecho de la historia que haya que
explicar, sino una obra de imaginación, de las más terribles jamás descritas. Produjo,
en mármol retorcido y doliente, tan vívida que casi nos parece oír los gritos de las
víctimas, una gran obra maestra de la escultura clásica.
Viéndola en el palacio del emperador Tito, en Roma, Plinio el Viejo consideró que
era una, obra que «debía preferirse a todo lo que han producido las artes de la cultura
y la pintura[48]». Y, sin embargo, la estatua no nos revela causa ni significado.
Sófocles escribió una tragedia sobre el tema de Laocoonte, pero el texto desapareció,
y sus pensamientos se han perdido. La existencia de la leyenda sólo puede decirnos
una cosa: que Laocoonte fue fatalmente castigado por percibir la verdad, y advertir de
ella.
Mientras por órdenes de Príamo se preparan cuerdas y ruedas para introducir el
Caballo en la ciudad, otras fuerzas, no nombradas, tratan aún de advertir a Troya.
Cuatro veces, ante las puertas de la ciudad, el Caballo se detiene, y cuatro veces, de
su interior, suena un chocar de armas, y, sin embargo, aunque esas paradas sean un
augurio, los troyanos siguen adelante, «sin atender, ciegos de frenesí». Tiran las
murallas y la puerta, sin preocuparles ya desgarrar el velo sagrado, creyendo que ya
no necesitan su protección. En las versiones posteriores a la Eneida, sobrevienen
otros portentos[49]: surge un humo manchado de sangre, las estatuas de los dioses
lloran, las torres parecen quejarse, doloridas, las estrellas se envuelven en niebla,
lobos y chacales aúllan, los laureles se secan en el templo de Apolo, pero los troyanos
no se alarman. El destino ha expulsado de sus mentes al temor «para que puedan
cumplir mejor su destino, y ser destruidos».
Aquella noche, los troyanos celebran, comen y beben con corazón alegre. Se les
ofrece una última oportunidad, una última advertencia. Casandra, la hija de Príamo,
posee el don de la profecía, conferido por Apolo que, enamorado de ella, se lo dio a
cambio de su promesa de yacer con él. Cuando Casandra, consagrada a la virginidad,
violó su promesa, el dios ofendido le echó una maldición, para que sus profecías
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nunca fuesen atendidas[50]. Diez años antes, cuando Paris se hizo a la vela rumbo a
Esparta, Casandra había previsto ya que su viaje causaría la ruina de su casa, pero
Príamo no le prestó atención. «Oh, pueblo miserable», grita, «pobres insensatos, no
comprendéis vuestro negro destino». Están actuando sin tino, les dice, hacia aquello
«que lleva en sí vuestra destrucción». Ebrios, riendo, los troyanos le dicen que habla
demasiado, «exceso de sin sentido». En la furia del vidente desdeñado, Casandra
toma un hacha y una tea ardiente y se precipita contra el Caballo de Madera, pero la
detienen antes de llegar a él.
Amodorrados por el vino, los troyanos duermen. Sinón sale subrepticia mente de
la sala y abre el escotillón del Caballo, para que salgan Odiseo y sus compañeros,
algunos de los cuales, envueltos en las tinieblas, han estado llorando bajo la tensión y
«temblando sobre sus piernas[51]». Se separan por toda la ciudad, para abrir las otras
puertas, mientras Sinón hace señas a los barcos, con una antorcha. En feroz alegría
del triunfo, cuando las fuerzas se unen, los griegos caen sobre sus enemigos
dormidos, matando a diestra y siniestra, incendiando las casas, saqueando tesoros,
violando a las mujeres. También mueren griegos, cuando los troyanos desenvainan
sus espadas, pero los invasores han obtenido la ventaja. Por doquier, corre la sangre
negra, cuerpos mutilados cubren la tierra, el murmullo de las llamas se eleva sobre
los gritos y los ayes de los heridos y los lamentos de las mujeres.
La tragedia es total; no hay heroísmo ni piedad que la mitigue. Pirro (también
llamado Neoptolemo) hijo de Aquiles, «enloquecido por su sed de asesinato»,
persigue al herido Polites, hijo menor de Príamo, por un corredor del palacio y,
«ávido del último golpe», le corta la cabeza, a la vista de su padre. Cuando el
venerable Príamo, resbalando sobre la sangre de su hijo, le arroja débilmente una
lanza, Pirro lo mata también a él. Las esposas y madres de los vencidos son
indignamente arrastradas, para repartirlas entre los jefes enemigos, junto con el botín.
La reina Hécuba corresponde a Odiseo; Andrómaca, esposa de Héctor, al asesino
Pirro. Casandra, violada, por otro Áyax en el templo de Atenea, es arrastrada con la
cabellera al aire y las manos atadas, para entregarla a Agamenón y, a la postre, a la
muerte por su propia mano, dispuesta a no ceder a su lujuria. Peor aún es el destino
de Polixena, otra hija de Príamo, en un tiempo deseada por Aquiles y ahora exigida
por su sombra, que es sacrificada sobre la tumba de Aquiles por los vencedores. La
mayor tragedia es reservada al niño Astianax, hijo de Héctor y Andrómaca, quien,
por órdenes de Odiseo, de que no sobreviva ningún héroe para buscar venganza, es
lanzado desde las murallas a la muerte. Troya, saqueada y en llamas, queda en ruinas.
El monte Ida gime, y el río Janto llora[52].
Entonando cánticos por su victoria, porque al fin ha terminado la larga guerra, los
griegos abordan sus naves, ofreciendo a Zeus plegarias, por volver a salvo a su patria.
Pocos lo logran, pues el destino, equilibrando las cosas, hace que sufran un desastre
paralelo al de sus víctimas. Atenea, enfurecida porque el violador profanó su templo,
o porque los griegos, ebrios de triunfo, no le ofrecieron las plegarias debidas, pide a
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Zeus el derecho de castigarlos y, con el rayo y el trueno, provoca una tormenta en el
mar. Los navíos se hunden o se estrellan contra las rocas, las costas de las islas
quedan llenas de restos, y el mar, de cadáveres flotantes. Uno de los que parecen
ahogados es el segundo Áyax; Odiseo, desviado de su curso, es impulsado por la
tormenta y naufraga, quedando perdido durante veinte años; llegando a su hogar,
Agamenón es muerto por su infiel esposa y el amante de ésta. El sanguinario Pirro es
muerto por Orestes en Delfos. Curiosamente, Helena, la causante de todo, sobrevive
intacta, con su belleza perfecta, y será perdonada, por Menelao, para recuperar a su
marido real, su hogar y su prosperidad. También Eneas escapa. Por su devoción filial,
llevando a su anciano padre a cuestas después de la batalla, Agamenón le permite
embarcarse con sus amigos y seguir el destino que le guiará hasta Roma. Con la
justicia circular que el hombre gusta de imponer a la historia, un sobreviviente de
Troya funda la ciudad Estado que conquistará a los conquistadores de Troya.
¿Hasta qué punto está basada en los hechos la epopeya troyana? Los arqueó
logos, como lo sabemos, han descubierto nueve niveles de un antiguo asentamiento
en la costa asiática del Helesponto, o los Dardanelos, frente a Galípoli. Su ubicación,
en los cruces de las rutas comerciales de la Edad de Bronce, provocaría ataques y
saqueo, lo que pueden explicar las pruebas, a diferentes niveles, de frecuentes
demoliciones y reconstrucciones. El Nivel VIIA, que contenía fragmentos de oro y
otros artefactos de una ciudad real y mostraba señales de haber sido violentamente
destruida por manos humanas, fue identificada con la Troya de Príamo, y su caída fue
fechada cerca del fin de la Edad de Bronce, hacía 1200 a. C. Es muy posible que las
ambiciones comerciales y marítimas de Grecia entraran en conflicto con Troya y que
la predominante entre las varias comunidades de la península griega reuniese aliados
para un ataque concertado contra la ciudad, del otro lado de los estrechos. El rapto de
Helena, como lo sugiere Robert Graves, pudo ser verdadero, en represalia por algún
anterior ataque griego.
Éstos fueron los tiempos micénicos en Grecia, cuando Agamenón, hijo de Atreo,
era rey de Micenas en la ciudadela que tiene la Puerta del León. Sus oscuros restos
aún se hallan sobre una colina al sur de Corinto, donde las amapolas son de un rojo
tan profundo que parecen empapadas, para siempre, en sangre de los Atridas. Alguna
causa violenta, por la misma época de la caída de Troya, pero probablemente sobre
un periodo más intenso, puso fin a la supremacía de Micenas y de Cnosos, en Creta,
con la que estaba vinculada. La cultura micénica conocía las letras, como lo sabemos
hoy, desde que la escritura llamada Lineal B, descubierta en las ruinas de Cnosos, fue
identificada como forma temprana del griego.
El periodo que siguió al desplome de Micenas constituye un negro vacío, de unos
dos siglos, llamado la Edad de las Tinieblas Griegas, cuya única comunicación con
nosotros es por medio de artefactos y fragmentos. Por alguna razón no explicada aún,
las lenguas escritas parecen haberse desvanecido por completo, aunque la recitación
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de las hazañas de los antepasados de una edad heroica claramente se transmitían, por
vía oral, de generación en generación. La recuperación, estimulada por la llegada del
pueblo dorio, del norte, se inició en torno del siglo X a. C., y de esa recuperación
surgió el inmortal celebrador cuya epopeya, formada por cuentos y leyendas de su
pueblo, inició la corriente de la literatura occidental.
Por lo general, se presenta a Homero recitando sus poemas acompañado por una
lira, pero los 16 000 versos de la Ilíada y los 12 000 de la Odisea, ciertamente fueron
escritos, por él o dictados por él mismo a un escriba. Sin duda había textos a
disposición de los diversos bardos de los dos o tres siglos siguientes que, en
complementarios relatos de Troya, introdujeron material de tradiciones orales para
llenar los huecos que dejara Homero. El sacrificio de Ifigenia, el talón vulnerable de
Aquiles, la aparición de Pentesilea, reina de las amazonas, como aliada de Troya y
muchos de los episodios más memorables proceden de estos poemas del ciclo
poshomérico que han llegado a nosotros por medio de resúmenes hechos en el siglo II
d. C., de textos hoy perdidos. La Chipria, llamada así por Chipre, patria de su
supuesto autor, es la más completa y primera de estas obras, y fue seguida, entre
otras, por la Destrucción de Troya, de Artino, y la Pequeña Ilíada, obra de un bardo
de Lesbos. Después de ellos, poetas líricos y los tres grandes trágicos abordaron
temas troyanos, y los historiadores griegos discutieron sobre sus testimonios. Luego,
autores latinos siguieron elaborando el relato antes y —especialmente— después de
Virgilio, añadiendo ojos de joyas al Caballo de Madera y otras fábulas deslumbrantes.
La distinción entre historia y fábula se desvaneció cuando los héroes de Troya y sus
aventuras ocuparon los tapetes y las crónicas de la Edad Media. Héctor se convierte
en uno de los Nueve Hombres Dignos al mismo nivel que Julio César y Carlomagno.
La pregunta de sí existió una base histórica para el Caballo de Madera, fue
planteada por Pausanias, viajero y geógrafo latino, con curiosidad de verdadero
historiador, quien escribió una Descripción de Grecia, en el siglo II d. C. Llegó a la
conclusión de que el Caballo debía representar alguna especie de «máquina de
guerra» o arma de sitio porque, según arguye, tomar la leyenda literalmente sería
imputar «verdadera locura» a los troyanos[53]. La pregunta sigue provocando
especulaciones en el siglo XX. Sí la máquina de sitio era un ariete, ¿por qué no lo
emplearon como tal los griegos? Si era el tipo de aparato por el cual los atacantes
podían subir a lo alto de las murallas, sin duda fue locura aún mayor de los troyanos
meterlo, sin abrirlo antes. De este modo, podemos seguir interminablemente por los
senderos de lo hipotético. El hecho es que, aunque tempranos monumentos asirios
muestran un aparato similar, no hay pruebas de que en la tierra griega en los tiempos
micénicos y homéricos se utilizara esa clase de máquina de guerra al sitiar una
ciudad. Tal anacronismo no habría preocupado a Pausanias, porque en su tiempo —y
especialmente mucho después— era normal dar al pasado los atributos y máquinas
del presente.
En realidad, se aplicaba todo tipo de estratagemas al poner sitio a lugares
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amurallados, o fortificados, en las tierras bíblicas, en la guerra del segundo milenio
a. C. (2000-1000), que cubre el siglo generalmente atribuido a la Guerra de Troya. El
ejército atacante, si no lograba penetrar por la fuerza, trataría de entrar por la astucia,
valiéndose de una treta para ganarse la confianza de los defensores, y un historiador
militar ha dicho que «la existencia misma de leyendas sobre la conquista de ciudades
por estratagemas atestigua que hay un núcleo de verdad[54]».
Aunque no menciona el Caballo de Madera, Herodoto, en el siglo V a. C., deseó
atribuir a los troyanos una conducta más inteligente de la que les atribuía Homero.
Sobre la base de lo que unos sacerdotes de Egipto le contaron en el curso de sus
investigaciones, Herodoto afirma que Helena nunca estuvo en Troya durante la guerra
sino que permaneció en Egipto donde había recalado con París cuando su nave fue
desviada de su curso, después de ser raptada ella de Esparta. El rey del lugar,
disgustado por el innoble comporta miento de Paris al seducir a la esposa de un
huésped, le ordenó partir. A Troya sólo llegó con París el fantasma de Helena. Si
hubiese sido real, arguye Herodoto, sin duda Príamo y Héctor la habrían entregado a
los griegos, antes que sufrir tantas muertes y calamidades. No pudieron estar tan
«obsesionados» que soportaran tantas calamidades por ella, o por Paris, que no era
precisamente muy admirado por su familia.
Habla allí la razón. Como Padre de la Historia, Herodoto pudo saber que en las
vidas de sus súbditos, el sentido común rara vez es un determinante. Arguye, además,
que los troyanos aseguraron a los enviados griegos que Helena no estaba en Troya
pero que no les creyeron porque los dioses deseaban la guerra y destrucción de Troya
para mostrar que grandes males causan grandes castigos. Sondeando el significado de
la leyenda, tal vez aquí es donde Herodoto llegue más cerca de él[55].
En la busca de significado no debemos olvidar que los dioses (o Dios, para el
caso) son un concepto de la mente humana; son criaturas del hombre, y no al revés.
Se les necesita y se les inventa para dar significado y propósito al enigma que es la
vida en la Tierra, para explicar extraños e irregulares fenómenos de la naturaleza,
hechos azarosos y, ante todo, una conducta humana irracional. Existen para soportar
la carga de todo lo que no podemos comprender salvo por intervención o designio
sobrenatural.
Esto puede decirse en especial del panteón griego, cuyos miembros están diaria e
íntimamente relacionados con los seres humanos y son susceptibles a todas las
emociones de los mortales, si no a sus limitaciones. Lo que hace que los dioses sean
tan caprichosos y faltos de principios es que en la concepción griega están
desprovistos de valores morales y éticos… como un hombre al que le faltara una
sombra. Por consiguiente, no tienen escrúpulo en engañar, a sabiendas; a los
mortales, o hacer que violen juramentos y cometan otros actos desleales y
vergonzosos. La magia de Afrodita hizo que Helena huyera con París, Atenea
mediante engaños logró que Héctor luchara contra Aquiles. Lo que es vergonzoso o
insensato en los mortales lo atribuyen a la influencia de los dioses. «A los dioses debo
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esta calamitosa guerra», se lamenta Príamo[56], olvidando que habría podido suprimir
la causa enviando a Helena de vuelta en cualquier momento (suponiendo que
estuviera allí, como lo estaba, y muy activamente, en el ciclo homérico), o
entregándola cuando Menelao y Odiseo llegaron por ella.
La intervención de los dioses no salva a los hombres de la acusación de
insensatez; antes bien, es el recurso del hombre para rechazar esa responsabilidad.
Homero comprendió esto cuando hizo que Zeus se quejara, en la primera sección de
la Odisea, de lo lamentable que era que los hombres achacaran a los dioses la fuente
de sus males, «cuando es por la ceguera de sus propios corazones» (o,
específicamente, por su «codicia e insensatez», en otra traducción) por lo que caen
sobre ellos sufrimientos «más allá de lo que está ordenado». Ésta es una afirmación
notable pues, si los resultados son de hecho, peores de lo que el destino les reservaba,
significa que actuaban la elección y el libre albedrío, y no alguna implacable
predestinación. Como ejemplo, Zeus cita el caso de Egisto, quien sedujo a la mujer de
Agamenón y asesinó al rey a su regreso, «aunque sabía la ruina que esto entrañaría ya
que nosotros mismos enviamos a Hermes a advertirle que no asesinara al hombre ni
amara a su mujer, pues Orestes, al crecer, tenía que vengar a su padre y desear su
patrimonio[57]». En pocas palabras, aunque Egisto sabía bien los males que
resultarían de su conducta, procedió, no obstante ello, y pagó el precio.
La «irreflexión», como lo sugirió Herodoto, es lo que quita al hombre la razón.
Los antiguos lo sabían, y los griegos tuvieron una diosa para ella. Llamada Até, fue la
hija —y, significativamente, en algunas analogías, la hija mayor— de Zeus. Su madre
fue Eris, o la Discordia, diosa de la Lucha (que en algunas versiones es otra identidad
de Até). La hija es la diosa, junto a ella, o separado, de la Irreflexión, el Mal, el
Engaño y la Ciega Insensatez, que hacen a sus víctimas, «incapaces de elección
racional» y ciegas ante las distinciones de la moral y la conveniencia[58].
Dada su herencia combinada, Até tenía una poderosa capacidad de dañar y fue, de
hecho, la causa original, antes del Juicio de Paris, de la Guerra de Troya, la primera
lucha del mundo antiguo. El relato de Até, tomado de las primeras versiones —la
Ilíada, la Teogonía de Hesíodo, casi contemporáneo de Homero y principal autoridad
en genealogía olímpica, y la Chipria—, atribuye su acto inicial al despecho, al no
haber sido invitada por Zeus a la boda de Peleo y la ninfa Tetis, futuros padres de
Aquiles. Entrando en el salón, maliciosamente hace rodar bajo la mesa la Manzana de
Oro de la Discordia, con la inscripción «Para la más Bella», lo que inmediatamente
despierta la rivalidad de Hera, Atenea y Afrodita. Zeus, como esposo de una y padre
de otra de estas damas celosas, y deseando evitarse dificultades si se le pone como
juez, envía a las tres contendientes al monte Ida, donde un joven y bello pastor, con
fama de experto en cuestiones de amor, puede hacer el difícil juicio. Desde luego,
éste es Paris, cuya fase rústica se debe a circunstancias que no nos interesan aquí, y
de cuya elección se deriva un conflicto, tal vez mucho mayor del que la propia Até se
había propuesto[59].
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Sin vacilar ante los daños que pudiera causar, Até, en otra ocasión, inventó una
complicada triquiñuela por la cual se difirió el nacimiento de Hércules, hijo de Zeus,
y antes de él nació un niño inferior, privando a Hércules de su derecho de
primogenitura. Furioso por este truco (que en realidad parece caprichoso, hasta para
una inmortal), Zeus expulsó del Olimpo a Até, para que en adelante viviera en la
Tierra, entre los hombres. Según su relato, la Tierra se llama el Prado de Até, no el
Prado de Afrodita ni el Jardín de Démeter, ni el Trono de Atenea o algún otro título
más grato sino que, como los antiguos tristemente sabían que lo era, el reino de la
insensatez.
Los mitos griegos enfocaban toda contingencia. Según una leyenda narrada en la
Ilíada[60], Zeus arrepentido de lo que había hecho, creó a cuatro hermanas llamadas
Litai, o Plegarias para el Perdón, que ofrecieron a los mortales los medios de librarse
de su locura, pero sólo si ellas respondían. «Seres cojos, arrugados, con la vista baja»,
las Litai siguen a Até, o la insensatez apasionada (a veces traducida como Ruina o
Pecado), como curadoras.
Si un hombre.
Reverencia a las hijas de Zeus cuando se le acercan.
Es recompensado, son atendidas sus plegarias.
Pero si se burla de ellas y las rechaza.
Ellas regresan a Zeus y piden.
Que la locura acose a ese hombre hasta que el sufrimiento.
Le haya quitado la arrogancia.
Mientras tanto, Até vino a vivir entre los hombres y no perdió tiempo en causar la
famosa disputa de Aquiles con Agamenón y su consiguiente ira, que llegó a ser el
punto principal de la Ilíada y que siempre ha aparecido tan des proporcionada.
Cuando por fin termina la pugna que tanto ha dañado a la causa griega, prolongando
la guerra, Agamenón censura a Até, o el Engaño, por haberse obsesionado él por la
muchacha que arrebató a Aquiles[61].
Y, podríamos añadir, muchas desde entonces, a pesar de las Litai. Una vez
aparece en la terrible visión de Marco Antonio cuando, contemplando la pila de
cadáveres a sus pies, prevé cómo «el espíritu de César, sediento de venganza con Até
a su lado, gritará “Ruina” y soltará los perros de la guerra[62]».
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condición humana o de revelar las contradicciones y las dificultades, sociales y
personales, a las que los hombres se enfrentan en la vida. Los mitos son considerados
como «cartas» o «ritos» o al servicio de otro número de funciones. Todo esto o parte
de esto puede ser o no ser válido; de lo que podemos estar seguros es de que los mitos
son prototipos de la conducta humana y que un rito al que sirven es el de la cabra
atada con un hilo escarlata y enviada al desierto, para que se lleve los errores y los
pecados de la humanidad.
La leyenda comparte con el mito y con algo más una conexión histórica, por muy
tenue y remota que sea, y casi olvidada. El Caballo de Madera no es un mito en el
sentido de Cronos que devora a sus hijos o de Zeus que se transforma en un cisne o
en una lluvia de oro con propósitos de adulterio. Es una leyenda sin elementos
sobrenaturales salvo la ayuda de Atenea y la intrusión de las serpientes, que fueron
añadidas, sin duda, para dar a los troyanos una razón de rechazar el consejo de
Laocoonte (y que son casi demasiado impositivas, pues no parecen dejar a los
troyanos gran opción sino escoger el curso que los lleva a la ruina).
Y, sin embargo, continúa abierta siempre la opción factible: la de destruir el
Caballo. Capis el Viejo, lo recomendó, antes de la advertencia de Laocoonte, y
Casandra después. Pese a las frecuentes referencias, en la epopeya, a que la caída de
Troya estaba escrita, no fue el destino sino la libre elección la que introdujo al
Caballo dentro de sus murallas. El «Destino» como personaje de leyenda representa
la realización de lo que el hombre espera de sí mismo.
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III. LOS PAPAS RENACENTISTAS PROVOCAN LA
SECESIÓN PROTESTANTE: 1470-1530
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P or la misma época en que Colón descubrió América, el Renacimiento —es
decir, el periodo en que los valores de este mundo remplazaron a los del más
allá— estaba en pleno florecimiento en Italia. Bajo su impulso, el hombre encontró
en sí mismo, y ya no en Dios, al arquitecto y capitán de su propio destino. Sus
necesidades, sus ambiciones y deseos, sus placeres y posesiones, su espíritu, su arte,
su poder, su gloria, eran la morada de la vida. Su paso por la Tierra ya no servía,
como en el concepto medieval, un triste exilio en ruta hacia el destino espiritual de su
alma.
Sobre un periodo de sesenta años, aproximadamente de 1470 a 1530, el espíritu
secular de la época quedó ejemplificado en una sucesión de seis papas —cinco
italianos y un español[63]— que lo llevaron a un exceso de venalidad, inmoralidad,
avaricia y una política de poder que resultaría terriblemente calamitosa. Su gobierno
desalentó a los fieles, causó descrédito a la Santa Sede, dejó sin respuesta los
llamados a la reforma, pasó por alto todas las protestas, advertencias y señales de
creciente revuelta, y terminó quebrantando la unidad de la cristiandad y perdiendo la
mitad de los partidarios del papa ante la secesión protestante. Su locura fue la locura
de la perversión, tal vez, de más graves consecuencias en la historia de Occidente, si
la medimos por sus resultados en siglos de continua hostilidad y guerra fratricida.
Los abusos de estos seis papas no brotaron plenamente del alto Renacimiento.
Antes bien, fueron un remate de locura sobre hábitos de gobierno papal que se habían
desarrollado en los 150 años anteriores, derivados del exilio del papado en Aviñón
durante la mayor parte del siglo XIV. El intento de retorno a Roma resultó, en 1378,
en su cisma, con un papa en Roma y otro en Aviñón, y en que los sucesores de cada
uno, durante más de medio siglo, afirmaban ser el verdadero papa. En adelante, la
obediencia de cada país o cada país o cada reino a uno u otro de los candidatos se
vería determinada por intereses terrenales, politizando así radicalmente a la Santa
Sede. El depender de gobernantes laicos fue un legado fatal del cisma porque los
papas rivales encontraron necesario compensar la división de su poder mediante todo
tipo de componendas, concesiones y alianzas con reyes y príncipes. Como también se
dividieron los ingresos, el cisma comercializó además de politizar al papado,
haciendo que los ingresos fuesen su principal preocupación. Desde entonces, la venta
de cualquier cosa espiritual o material que estuviese al alcance de la Iglesia, desde
absolución y salvación hasta episcopados y abadías, se convirtió en un perpetuo
comercio, atractivo por lo que ofrecía, pero repelente por aquello en que había
convertido la religión.
Bajo el embriagador humanismo del Renacimiento, los papas —una vez que la
Santa Sede fue definitivamente restaurada en Roma en el decenio de 1430—,
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adoptaron como suyos los valores y el estilo de vida de los príncipes saqueadores de
las ciudades-Estados italianas. Los gobernantes de la vida italiana, elegantes,
opulentos, sin principios y en interminables guerras mutuas, no eran, por razón de su
desunión y su limitada extensión territorial, más que potentados de la discordia. Al
reproducir su avaricia y su lujo, los seis papas no se comportaron mejor que sus
modelos y, por su superior categoría, habitualmente lo hicieron peor. Percibiendo las
ganancias del cargo, como lebreles lanzados sobre una pista, cada uno de los seis,
entre ellos un Borgia y dos Médicis, estuvo obsesionado por la ambición de
establecer una fortuna familiar que le sobreviviera. En este afán cada uno, por turnos,
se hundió en la política temporal de la época, lo que significa en una serie incesante
de combinaciones, intrigas y maniobras sin interés permanente ni principio guía,
regulada exclusivamente por el que parecía, de momento, el equilibrio del poder.
Como este equilibrio de poder era frágil y fluctuante, aquellos acuerdos estaban en
constante estado de cambio y traición, que permitía y en realidad requería el ejercicio
de componendas, sobornos y conspiraciones como sustituto de un pensamiento o un
programa.
El factor político predominante en el periodo fueron las repetidas invasiones de
Italia, en liga con uno u otro de los Estados italianos, por las tres principales
potencias —Francia, España y el Imperio de los Habsburgo— que competían por
conquistar la península o una parte, de ella. Aunque el papado participó íntegramente
en esta lucha, carecía de los recursos militares para que su intervención fuese
decisiva. Cuanto más participaba en los conflictos temporales, con resultados siempre
perniciosos, más impotente revelaba ser entre los monarcas, y en realidad, más
impotente quedó. Al mismo tiempo, retrocedió ante la obvia tarea de la reforma
religiosa porque temía perder autoridad, así como la oportunidad de lucro privado.
Los papas renacentistas, como italianos, participaron en el proceso que hizo de su
país una víctima de la guerra, la opresión extranjera y la pérdida de independencia;
como vicarios de Cristo, hicieron de su cargo una burla, y la cuna de Lutero[64].
¿Hubo una opción factible? La opción religiosa en forma de respuesta al
persistente grito de reforma era difícil de lograr, por los intereses creados de toda la
jerarquía, ya corrompida, pero si era factible. Las voces de advertencia eran fuertes y
constantes, y explícitas las quejas contra la negligencia papal. Regímenes ineptos y
corrompidos, como los de los últimos Romanov o del Kuomintang casi nunca pueden
ser reformados sin totales trastornos o disolución. En el caso del papado renacentista,
una reforma iniciada en lo alto por un jefe de la Iglesia, preocupado por su cargo,
proseguida con vigor y tenacidad por sucesores de ideales e ideas, habría podido
anular las prácticas más detestables, respondido a las peticiones de dignidad en la
Iglesia y sus sacerdotes e intentando satisfacer la necesidad de reafirmación
espiritual, evitando, posiblemente, la secesión postrera.
En la esfera política, la opción habría sido una consistente política institucional,
proseguida con constancia. Si los papas hubiesen dirigido a ello sus energías, en lugar
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de disipar sus esfuerzos en las mezquinas pugnas de la avaricia privada, habrían
podido aprovechar las hostilidades de las potencias seculares, en interés de los
Estados papales. Esto no estaba más allá de su alcance. Tres de los seis —Sixto IV,
Alejandro VI y Julio II— eran hombres hábiles y de fuerte carácter. Y, sin embargo,
ninguno de ellos, con la excepción parcial de Julio, cumpliría, en lo más mínimo, con
las tareas del estadista o se dejaría llevar por el prestigio de la cátedra de San Pedro
hasta una visión apropiada de las responsabilidades políticas, y mucho menos, de su
misión espiritual.
Podría decirse que la capacidad moral y las actitudes de la época hicieron
psicológicamente imposible la opción. En ese sentido, puede decirse que cualquier
opción no aprovechada está más allá del alcance de las personas en cuestión. Es
innegable que los papas renacentistas fueron forjados y dirigidos por su sociedad,
pero la responsabilidad del poder requiere, a menudo, el resistir y redirigir una
condición de la época. En cambio, como hemos visto, los papas sucumbieron a lo
peor que había en la sociedad, y mostraron, ante desafíos sociales visibles y
crecientes, una ilimitada tozudez.
La reforma era la preocupación universal de la época, y se expresaba en literatura,
sermones, folletos, canciones y asambleas políticas. La reforma, grito de batalla de
quienes, en cada época, se han alejado de la Iglesia por su condición mundana,
llevados por un anhelo de un culto más puro a Dios, se había generalizado desde el
siglo XII. Fue el grito que San Francisco oyó en una visión que tuvo en la iglesia de
San Damiano: «Mi casa está en ruinas. ¡Restáurala!». Era una insatisfacción ante el
materialismo y el clero indigno, con omnipresente corrupción y afán de lucro a cada
nivel, desde la curia papal hasta la parroquia de la aldea: de ahí el grito de reforma de
«la cabeza y los miembros». Se ponían dispensas a la venta, los donativos para las
cruzadas eran devorados por la curia, las indulgencias se vendían en el comercio
común de modo que el pueblo, se quejó el canciller de Oxford en 1450, ya no se
preocupaba por los males que pudiera hacer, porque siempre podrían comprar la
remisión de la culpa del pecado, por seis peniques, o ganarla «como apuesta en un
partido de tenis[65]».
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La venta de indulgencias, grabado en madera por Hans Holbein El Joven.
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después marcarían la revuelta protestante: la negativa de la transubstanciación, el
rechazo de la confesión, el tráfico de la indulgencia, de las peregrinaciones y de la
veneración de santos y reliquias. Ya no era impensable separarse de Roma. En el
siglo XIV, el célebre doctor de teología Guillermo de Occam pudo pensar en una
Iglesia sin papa, y en 1453, un romano, Stefano Porcaro, encabezó una conspiración
que tendía al derrocamiento total del papado (aunque, al parecer, su origen fue más
político que religioso). La imprenta y la creciente alfabetización alimentaron la
disidencia, especialmente por medio del conocimiento directo de la Biblia en la
lengua vernácula. Cuatrocientas de estas ediciones aparecieron en los primeros
sesenta años de imprenta, y todo el que sabía leer podía encontrar en la sabiduría de
los Evangelios algo que faltaba a la jerarquía de su propia época, envuelta en sus
túnicas de color púrpura y rojo.
La propia Iglesia hablaba regularmente de reforma. En los Concilios de
Constanza y de Basilea, en la primera parte del siglo XV, renombrados predicadores
arengaban cada domingo a los delegados, hablando de prácticas corrompidas e
inmorales, particularmente de simonía, de la incapacidad de generar el instrumento
salvador del renacimiento cristiano, una cruzada contra los turcos, de todos los
pecados que estaban causando la decadencia de la vida cristiana. Pedían acción y
medidas positivas. En los Concilios hubo interminables discusiones, se debatieron
numerosas propuestas y se emitió gran número de decretos que trataban
principalmente de las disputas entre la jerarquía y el papado por la distribución de
ingresos y la asignación de beneficios. Sin embargo, no se profundizó hasta los
lugares de básica necesidad en cuestiones como la visita de los obispos a sus sedes, la
educación del clero menor o la reorganización de las órdenes monásticas.
El alto clero no se mostraba sólidamente indiferente; en él había abades, obispos
y hasta ciertos cardenales que eran serios reformadores. También los papas hicieron
esporádicos gestos de respuesta. Se redactaron programas de reforma por orden de
Nicolás V y de Pío II durante los decenios de 1440 y 1460 —antes de los seis papas
que estudiaremos—, en el último caso, por obra de un dedicado reformador y
predicador, el cardenal y legado alemán Nicolás de Cusa. Al presentar su plan a
Pío II, Nicolás dijo que las reformas eran necesarias «para transformar a todos los
cristianos, empezando por el papa, en imágenes de Cristo[68]». Su compañero y
reformador, el obispo Domenico Domenichi, autor de un Tractatus sobre reforma,
para el mismo papa, se mostró igualmente severo. Era inútil, escribió, sostener la
santidad del papado, ante príncipes sin ley porque el diablo vive de los prelados y la
curia hacía que los laicos llamaran a la Iglesia «Babilonia, ¡la madre de todas las
fornicaciones y abominaciones de la Tierra!».
En el cónclave reunido para elegir un sucesor de Pío II en 1464, Domenichi
resumió el problema que habría debido ganar la atención de Sixto y sus sucesores:
«Hay que reafirmar la dignidad de la Iglesia, resucitar su autoridad, reformar su
moral, regular la curia, asegurar el curso de la justicia, propagar la fe», recuperar
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territorio papal y, en su opinión, «armar a los fieles para la Guerra Santa[69]».
Pocos de estos fines alcanzarían los seis papas renacentistas. Lo que frustró toda
reforma fue la falta de apoyo, si no un disgusto activo, hacia ella por una jerarquía y
un papado cuyas fortunas personales estaban comprometidas con el sistema existente
y que equiparaban la reforma con los concilios y la devolución de la soberanía papal.
Durante todo el siglo que siguió al levantamiento de Hus, estuvo en camino una
revolución religiosa, pero los gobernantes de la Iglesia no se dieron cuenta.
Consideraron la protesta simplemente como una disidencia que había que suprimir y
no como un serio desafío a su validez.
Mientras tanto, una nueva fe, el nacionalismo, y un nuevo desafío en el
surgimiento de Iglesias nacionales estaban socavando ya el régimen romano. Bajo la
presión política y los tratos que el cisma hizo necesarios, el poder de nombramiento,
fuente esencial del poder y los ingresos del papa —que el papado había usurpado al
clero local, al que originalmente correspondía—, fue gradualmente cedido a los
soberanos laicos o ejercido por órdenes suyas o en su interés. En gran parte ya se
había perdido en Inglaterra y en Francia, bajo arreglos forzosos con sus soberanos, y
se cedería más aún en este periodo al Imperio de los Habsburgo, a España y a otros
potentados extranjeros en el curso de varios tratos políticos.
Hasta un grado insólito en el Renacimiento el bien caminó del brazo del mal en
un asombroso desarrollo de las artes combinado con la degradación política y moral y
una conducta viciosa. El descubrimiento de la antigua edad clásica con su enfoque en
la capacidad humana, no en una fantasmal Trinidad; fue una exuberante experiencia
que llevó a abrazar apasionadamente el humanismo, principalmente en Italia, donde
se consideró que era un retorno a las antiguas glorias nacionales. Su hincapié en los
bienes terrenales significó un abandono del ideal cristiano de la renuncia, y su orgullo
en el individuo socavó la sumisión a la palabra de Dios como la transmitía la Iglesia.
Al enamorarse de la antigüedad pagana, los italianos de la clase gobernante sintieron
menos reverencia por el cristianismo que, como escribió Maquiavelo en los
Discursos, hace que la «suprema felicidad consista en la humildad, la abnegación y el
desprecio de las cosas humanas», mientras que la religión pagana encontraba su
supremo bien en la «grandeza del alma, fuerza del cuerpo y todas las cualidades que
hacen temibles a los hombres[70]».
Nuevas empresas económicas, siguiendo a la depresión y las miserias del fin de la
Edad Media, acompañó al humanismo en la segunda mitad del siglo XV. Se han dado
muchas explicaciones de esta recuperación: la invención de la imprenta extendió
inmensamente el acceso al conocimiento y a las ideas; los avances de la ciencia
aumentaron el entendimiento del universo, y en la ciencia aplicada se encontraron
nuevas técnicas; nuevos métodos de financiamiento capitalista estimularon la
producción; nuevas técnicas de navegación y construcción de navíos ensancharon el
horizonte comercial y geográfico; un poder recién centralizado que se tomó de las
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declinantes comunas medievales se encontró a disposición de las monarquías y el
creciente nacionalismo del siglo anterior le dio ímpetu; el descubrimiento del Nuevo
Mundo y la circunnavegación del globo abrieron panoramas ilimitados. Si éstos
fueron causa o coincidencia o un cambio de la marea en la misteriosa pleamar y
bajamar de los asuntos humanos, sea como fuere marcaron el principio del periodo
que los historiadores llaman la Edad Moderna.
Durante estos sesenta años, Copérnico estableció la verdadera relación de la
Tierra con el Sol; navíos portugueses llevaron esclavos, especias, polvo de oro y
marfil de África; Cortés conquistó México; los Fúcar de Alemania, invirtiendo las
ganancias obtenidas en el comercio de algodón y en la banca y bienes raíces, crearon
el más próspero imperio mercantil de Europa, mientras que el hijo de su fundador,
llamado Jacobo el Rico, destilaba el espíritu de la época jactándose de que
continuaría ganando dinero en tanto hubiese aliento en su cuerpo[71]. Su análogo
italiano, Agostino Chigi, de Roma, tenía veinte mil hombres a su servicio en las
sucursales de sus negocios en Lyon, Londres, Amberes y —sin dejar de hacer
negocios con los infieles, siempre que fuesen lucrativo— en Constantinopla y El
Cairo[72]. Los turcos, habiendo tomado Constantinopla en 1453 y avanzado a los
Balcanes, eran considerados casi como en la actualidad la Unión Soviética, como la
amenaza que pesaba sobre Europa, pero, aunque temerosas ante cualquier alarma, las
naciones cristianas estaban demasiado inmersas en conflictos mutuos para reunirse en
una acción contra ellos.
En España, Fernando de Aragón e Isabel de Castilla reunieron sus reinos, por
matrimonio, reintrodujeron la Inquisición y expulsaron a los judíos; Francisco I de
Francia se encontró con Enrique VIII en el Campo del Paño de Oro; Alberto Durero
floreció en Alemania, Jerónimo el Bosco y Hans Memling en Flandes. Erasmo, bien
recibido en las cortes y capitales por su ingenio escéptico, fue el Voltaire de esta
época. Tomás Moro, hacia el fin de los sesenta años, publicó Utopía, mientras que
Maquiavelo, espíritu opuesto en Italia, mostró una visión más sombría de la
humanidad en El príncipe. Sobre todo en Italia el arte y la literatura fueron honrados
como supremas realizaciones humanas y, así, produjeron una extraordinaria
fecundidad de talentos, desde Leonardo hasta Miguel Ángel y Tiziano y una veintena
de otros, apenas inferiores a los más grandes. La literatura fue engalanada por las
obras de Maquiavelo, por la gran Historia de Italia, de Francesco Guicciardini, por
las comedias y sátiras de Pietro Aretino, por el muy admirado poema épico Orlando
furioso, de Ariosto, que trata de la lucha entre cristianos y musulmanes, y por el Libro
del cortesano, de Castiglione.
De manera extraña, este florecimiento de la cultura no reflejó un brote
comparable del comportamiento humano sino, en cambio, una asombrosa baja de
nivel. Esto se debió, parcialmente, a la ausencia en Italia de la autoridad central de un
monarca, lo que dejó a las cinco principales regiones —Venecia, Milán, Florencia,
Nápoles y los Estados papales— más las ciudades-Estados menores, como Mantua,
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Ferrara y el resto, en ilimitados e interminables conflictos mutuos. Puesto que el
derecho al poder de los príncipes gobernantes se había originado en el grado de
violencia que los fundadores habían estado dispuestos a ejercer, en las medidas que
adoptaron para mantener o extender su gobierno se mostraron igualmente sin
escrúpulos. Secuestros, envenenamientos, traiciones, asesinatos y fratricidios,
aprisionamientos y torturas eran métodos cotidianos, empleados sin ninguna
compunción.
Para comprender a los papas, examinemos antes a los príncipes. Cuando los
súbditos de Galeazzo Maria Sforza, gobernante de Milán, lo asesinaron en una iglesia
por sus vicios y opresiones, su hermano, Ludovico il Moro, arrojó en prisión al
heredero, su sobrino, y se apoderó de Milán. Cuando la familia Pazzi, de Florencia,
antagonista de Lorenzo de Médicis, el Magnífico, ya no pudo soportar las
frustraciones de su odio, planeó asesinarlo así como a su apuesto hermano Giuliano
durante la misa en la catedral. La señal sería la campanilla que se toca a la hora de la
elevación, y en este momento, el más solemne de la misa, brillaron las espadas de los
atacantes. Giuliano cayó muerto, pero Lorenzo, alerta, se salvó gracias a su espada y
sobrevivió para dirigir una venganza de absoluta aniquilación contra los Pazzi y sus
partidarios[73]. Con frecuencia se planeaba que los asesinatos se cometieran en
iglesias, donde era menos probable que las víctimas estuviesen rodeadas por guardias
armados.
Los más terribles de todos fueron los reyes de la casa de Aragón que gobernaron
Nápoles. Ferrante (Fernando I), inescrupuloso, feroz, cínico y vengativo, concentró
todos sus esfuerzos hasta su muerte, ocurrida en 1494, en 1.a destrucción de sus
adversarios, y en este proceso inició más daños a Italia que ningún otro príncipe por
causa de las guerras intestinas. Su hijo y sucesor, Alfonso II, un brutal libertino, fue
descrito por el historiador francés Comines como «el hombre más cruel, vicioso y
bajo que jamás se haya visto[74]». Como otros de su calaña, abiertamente confesaba
su desprecio a la religión. Los condottieri, en quienes se basaba el poder de los
príncipes, compartían este sentimiento. Como mercenarios que luchaban por dinero y
no por lealtad, estaban «llenos de desprecio a todas las cosas sagradas… y no les
importaba si fallecían o no expulsados de la Iglesia[75]».
Los hábitos de los soberanos no dejaban de encontrar emulación de sus súbditos.
El caso de un médico y cirujano del hospital de San Juan de Letrán, tanto más
espeluznante al ser presentado en el tono frío de John Burchard, maestro de
ceremonias de la corte papal, cuyo registro diario es la fuente indispensable, revela
cómo era la vida renacentista en Roma. «Salía del hospital temprano, cada día por la
mañana, en una corta túnica y con una ballesta y disparaba contra todo el que se
cruzara en su camino, y se embolsaba su dinero[76]». Colaboraba con el confesor del
hospital, quien le nombraba los pacientes que, en la confesión, decían tener dinero, y
entonces el médico daba a estos pacientes «un remedio eficaz» y se dividía las
ganancias con el clérigo informador. Burchard añade que el médico después fue
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ahorcado con otros 17 malhechores.
El poder arbitrario, con su tentación de indulgencia para consigo mismo, su
desenfreno y su desconfianza eterna de los rivales, tendía a formar déspotas erráticos
y a producir hábitos de insensata violencia, tanto en los gobernantes satélites como en
los más grandes. Pandolfo Petrucci, tirano de Siena en el último decenio del siglo XV,
gozaba con el pasatiempo de dejar caer bloques de piedra desde cierta altura, sin
fijarse en quién estuviera abajo[77]. Los Paglioni de Perusa y Malatesta de Rimini
registraron historias sanguinarias de odios y crímenes fratricidas. Otros, como los
De Este de Ferrara, la más antigua familia de príncipes, y los Montefeltri de Urbino,
cuya corte celebró Castiglione en El cortesano, eran honorables y de buena conducta,
y hasta amados del pueblo. Decíase que el duque Federico de Urbino era el único
príncipe que podía ir sin armas ni escolta o que se atrevía a caminar por un parque
público[78]. Tristemente, resulta típico que Urbino fuese objeto de una brutal agresión
militar por uno de los seis papas, León X, quien codiciaba el ducado para su propio
sobrino.
Al lado de los canallas y de los escándalos, existían, como siempre, decencia y
piedad. Ninguna característica se adueña por completo de una sociedad. Muchas
personas, de todas las clases sociales, durante el Renacimiento aún rendían culto a
Dios, confiaban en los santos, deseaban la paz espiritual y no llevaban vidas de
delincuentes. En realidad, precisamente porque los sentimientos religiosos y morales
auténticos aún existían, fue tan aguda la angustia causada por la corrupción del clero,
especialmente de la Santa Sede, y tan poderoso el anhelo de reforma. Si todos los
italianos hubiesen seguido el ejemplo amoral de sus jefes, la depravación de los papas
no habría sido causa de protesta.
En la larga lucha por poner fin al caos y el desaliento causados por el cisma y
restaurar la unidad de la Iglesia, legos y clérigos convocaron a Concilios Generales
de la Iglesia, que supuestamente tenían supremacía sobre la Santa Sede, a los que esta
institución, la ocupase quien la ocupase, violentamente se resistió. Durante la primera
mitad del siglo XV, la batalla conciliar dominó los asuntos de la Iglesia, y aunque los
Concilios lograron al final establecer un solo pontífice, en cambio no consiguieron
que ninguna de las partes en pugna reconociera la supremacía conciliar. Sucesivos
papas se aferraron a sus prerrogativas, se empeñaron en sus actitudes y por virtud de
una oposición dividida conservaron su autoridad intacta, aunque no sin cuestionar.
Pío II, más conocido como el admirado humanista y novelista Eneas Sylvius
Piccolomini, había sido abogado conciliar en los comienzos de su carrera, pero en
1460 emitió, siendo papa, la temida Bula Exsecrabilis, con que amenazaba con
excomulgar a todo el que apelara, del papado, a un Concilio General. Sus sucesores
continuaron considerando a los Concilios casi tan peligrosos como a los turcos.
Nuevamente establecidos en Roma, los papas se volvieron hijos del
Renacimiento, superando a los príncipes en su patrocinio a las artes, creyendo, como
ellos, que las glorias de la pintura y la escultura, la música y las letras adornaban sus
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cortes y reflejaban su munificencia. Si Leonardo da Vinci adornó la corte de
Ludovico Sforza en Milán y el poeta Torcuato Tasso la corte de los De Este de
Ferrara, otros artistas y escritores acudieron en tropel a Roma, donde los papas
dispensaban su patrocinio. Cualesquiera que fuesen sus fallas en el cargo, dieron al
mundo legados inmortales en las obras que encargaron: el techo de la capilla Sixtina
de Miguel Ángel, las stanze del Vaticano, de Rafael, los frescos de la Biblioteca de la
catedral de Siena, de Pinturicchio, los frescos de las paredes de la Sixtina, de
Botticelli, Ghirlandaio, Perugino, Signorelli. Repararon y embellecieron Roma que,
abandonada durante el exilio en Aviñón, había caído en la suciedad y el descuido.
Ellos descubrieron sus tesoros clásicos, restauraron iglesias, pavimentaron las calles,
reunieron la incomparable Biblioteca Vaticana y, como remate del prestigio papal —e
irónicamente, para desencadenar la revuelta protestante— iniciaron la reconstrucción
de San Pedro, teniendo como arquitectos a Bramante y a Miguel Ángel.
Creían que por medio de bellezas y grandezas visibles dignificarían el papado, y
la Iglesia ejercería su imperio sobre el pueblo. Nicolás V, que ha sido llamado el
primer papa renacentista, hizo explícita esta idea en su lecho de muerte en 1455.
Pidiendo a los cardenales que continuaran con la renovación de Roma, dijo: «Para
crear una convicción sólida y estable debe haber algo que atraiga a la vista. Una fe
sostenida exclusivamente por la doctrina nunca dejará de ser débil y vacilante… Si la
autoridad de la Santa Sede está visiblemente mostrada en edificios majestuosos…
todo el mundo la aceptará y reverenciará. Nobles edificios que combinen el buen
gusto y la belleza con imponentes proporciones exaltarán inmensamente la cátedra de
San Pedro[79]». La Iglesia se había apartado ya mucho de Pedro el Pescador.
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1. Asesinato en una catedral: Sixto IV, 1471-1484
Sixto IV, por Melozzo da Forli. El Papa es mostrado señalando al prefecto de la Librería Vaticana (figura
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arrodillada). La figura central vestida de rojo, que permanece de pie, es el sobrino de Sixto, el cardenal
Giuliano della Rovere, y futuro Papa Julio II. Las dos figuras a la izquierda son los sobrinos rebeldes,
Pietro y Girolamo Riario. Este último fue un cabecilla de la conspiración contra los Pazzi, que fue
asesinado en 1488.
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Constantinopla generalmente era considerado como castigo de Dios por los pecados
de la Iglesia.
Los excesos de la jerarquía fueron promovidos, pero no iniciados, por los Della
Rovere; esto ya era un problema en 1460, cuando Pío II, en una carta enviada al
cardenal Borgia, lo censuró por una fiesta que había dado en Siena donde «no faltó
ninguno de los atractivos del amor» y «para que la lujuria fuera desenfrenada», no se
invitó a los esposos, padres y hermanos de las damas presentes. Pío advirtió del
«descrédito» de las sagradas dignidades. «Ésta es la razón de que príncipes y poderes
nos desprecien y que los legos se burlen de nosotros… El desprecio es el destino del
Vicario de Cristo porque parece tolerar estas acciones[85]». Bajo Sixto, la situación no
fue nueva; la diferencia fue que, mientras Pío se había preocupado por contener el
deterioro, sus sucesores no se preocuparon ni lo intentaron.
El antagonismo fue creciendo lentamente contra Sixto, especialmente en
Alemania, donde un antirromanismo, nacido del resentimiento causado por la avidez
clerical por el dinero fue agravado por las exacciones financieras de la curia papal,
brazo administrativo del papado. En 1479, la Asamblea de Coblenza envió a Roma
una gravamina, o lista de quejas. En Bohemia, patria de la disidencia husita, apareció
un manifiesto satírico en que se equiparaba a Sixto con Satanás, enorgulleciéndose de
su «total repudio de la doctrina de Cristo[86]». La Iglesia, acostumbrada a recibir
críticas de una u otra fuente durante cinco siglos, había llegado a endurecerse tanto
que no le preocupaban los vientos que pudieran soplar sobre el Imperio.
Para asegurarse de una eficiente recabación de ingresos, Sixto creó una Cámara
Apostólica de cien juristas para supervisar los asuntos financieros de los Estados
papales y los casos jurídicos en que el papado tenía intereses financieros. Dedicó esos
ingresos a multiplicar las posesiones de sus parientes y a embellecer las glorias
exteriores de la Santa Sede. La posteridad le debe la restauración de la Biblioteca
Vaticana, cuyo contenido triplicó, y a la cual convocó a sabios para registrar y
catalogar los libros. Reinauguró la Academia de Roma, invitó a hombres célebres a
sus aulas, fomentó las representaciones teatrales y comisionó pinturas. Su nombre
perdura en la capilla Sixtina, edificada por orden suya para la renovación del antiguo
San Pedro. Iglesias, hospitales, puentes caídos y calles lodosas se beneficiaron con
sus reparaciones. Si bien admirable en sus intereses culturales, Sixto mostró las
peores cualidades del príncipe renacentista en sus odios y maquinaciones, que
condujeron a guerras en Venecia y Ferrara y a una interminable campaña por reducir
a la familia Colonna, los nobles dominantes de Roma. El más escandaloso de sus
asuntos fue su participación en la conjura de los Pazzi, posiblemente a su instigación,
para asesinar a los hermanos Médicis. Aliado con los Pazzi por complejos intereses
familiares, Sixto aprobó la conspiración, o hasta participó en ella, o al menos, eso se
creyó generalmente, debido a lo extremo de su reacción cuando en la conjura sólo
cayó uno de los hermanos. Furioso por la violencia de la venganza de los Médicis
contra los Pazzi, en que hasta un arzobispo fue ahorcado, pese a la inmunidad
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clerical, Sixto excomulgó a Lorenzo de Médicis y a toda Florencia. Esta aplicación de
sanción espiritual por motivos temporales, aunque ciertamente no era nueva en las
prácticas de la Iglesia, causó gran descrédito a Sixto por el daño hecho a los
florentinos y a su comercio y porque surgieron sospechas de que el papa había
intervenido personalmente en todo aquello[87]. El piadoso Luis XI, rey de Francia,
escribió, preocupado: «¡Pluga a Dios que Vuestra Santidad sea inocente de crímenes
tan horribles!»[88]. La idea de que el Santo Padre estuviese planeando asesinatos en
una catedral aún no era aceptable, aunque antes de mucho casi no parecería anormal.
La salud interna de la Iglesia no le preocupaba a Sixto, y, basándose en el
precedente de Exsecrabilis, rechazó rudamente todos los llamados, cada vez más
insistentes, a un Concilio. Pero su negativa no acabó con la exigencia. En 1481, el
rumor de la reforma era ensordecedor. El arzobispo Zamometic, enviado del
emperador, llegó a Roma donde hizo severas críticas a Sixto y a la curia. Encarcelado
por orden del papa, en el castillo Sant’Angelo, fue liberado por un cardenal amigo
suyo y, aunque conociendo el riesgo, volvió implacablemente al tema. Publicó un
manifiesto en que pedía a los príncipes cristianos convocar a una continuación del
Concilio de Basilea para impedir que la Iglesia fuese arruinada por el papa Sixto, al
que acusó de herejía, simonía, vicios vergonzosos, despilfarrar el patrimonio de la
Iglesia, instigar la conspiración de los Pazzi y haber establecido una alianza secreta
con el sultán. Sixto contraatacó lanzando un anatema contra la ciudad de Basilea,
cerrándola a todos los de fuera y echando nuevamente a la cárcel al desafiante
arzobispo; allí, al parecer víctima de malos tratos, falleció dos años después; se dijo
que había sido suicidio[89].
La cárcel no acalla las ideas cuyo momento ha llegado, hecho que generalmente
no comprenden los déspotas, que, por su naturaleza misma, son gobernantes de poca
visión. En el último año de su vida, Sixto rechazó un programa razonable que le
habían presentado los Estados Generales de Tours, en Francia. Conmovida por la
elocuencia de un orador apasionado, Jean de Rély, la asamblea propuso una reforma
para suprimir los abusos fiscales, los beneficios plurales y la odiada práctica de ad
commendam, por la cual los nombramientos temporales, a menudo de legos, podían
hacerse «por recomendación» sin que el nombrado tuviese que desempeñar sus
deberes. Ad commendam, una de las cuestiones que despertaron pasiones peculiares
de su época, era un recurso que Sixto fácilmente habría podido prohibir, ganándose
así inmenso crédito entre el movimiento reformista. Ciego ante la oportunidad,
desdeñó aquel programa. Pocos meses después moría. Tanto rencor había provocado
su reinado que en Roma estallaron motines y saqueos, que durarían dos semanas,
encabezados por la facción de Colonna que el papa había tratado de aplastar. Sin que
nadie lamentara su muerte, Sixto IV no había hecho nada por la institución a cuya
cabeza había estado, aparte de desacreditarla.
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2. Aliado del infiel: Inocencio VIII, 1484-1492
Tumba de Inocencio VIII, por Antonio del Poliamolo, en la Basílica de San Pedro.
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resultado no planeado, como a menudo ocurre cuando dos candidatos ferozmente
ambiciosos se bloquean mutuamente el camino. Estos dos, que después realizarían
sus ambiciones, eran el cardenal Borgia, futuro Alejandro VI, y el cardenal Giuliano
della Rovere, el más capaz de todos los sobrinos de Sixto, el futuro Julio II. Giuliano,
conocido como el cardenal de San Pedro en Vincoli, tan dominante y pugnaz como su
tío, pero más eficiente, aún no pudo obtener los votos de una mayoría del Colegio.
Tampoco pudo Borgia, pese a cohechos hasta de 25 mil ducados y promesas de
ascenso lucrativo que hizo circular entre sus colegas[91]. Como informó el enviado
florentino, el cardenal Borgia tenía la reputación de ser «tan falso y orgulloso que no
hay peligro de que lo elijan[92]». En esta situación, los dos rivales vieron el peligro de
la elección del cardenal Marco Barbo, de Venecia, muy respetado por su noble
carácter y estrictos principios, que indudablemente habría limitado la esfera de un
Borgia o un Della Rovere y hasta, posiblemente, habría pensado en una reforma.
Cuando faltaban cinco votos para que Barbo fuera elegido, Borgia y Della Rovere
unieron sus fuerzas en favor del modesto Cibo, indiferentes a la afrenta, para los
reformadores, de elegir a un papa que había reconocido hijos ilegítimos. Con sus
votos combinados, su candidato fue coronado como Inocencio VIII.
Como papa, Inocencio se distinguió principalmente por su extraordinaria
indulgencia hacia su indigno hijo Franceschetto, primera vez que el hijo de un papa
había sido públicamente reconocido. En todos sentidos, el papa sucumbió a la energía
y voluntad del cardenal Della Rovere. «Enviad una buena carta al cardenal de San
Pedro», escribió el enviado de Florencia a Lorenzo de Médicis, «pues él es papa y
más que papa[93]». Della Rovere se trasladó al Vaticano y, en dos meses, elevó a su
propio hermano, Giovanni, de prefecto de Roma a capitán general de la Iglesia. El
otro promotor de Inocencio, el cardenal Borgia, quedó como vicecanciller a cargo de
la curia.
Inocencio dedicó toda su atención a otorgar riquezas a Franceschetto, quien era, a
la vez, avaro y disoluto, y acostumbraba recorrer las calles de noche rodeado de
malos compañeros, con propósitos lujuriosos. En 1486, el papa dispuso la boda de su
hijo con una hija de Lorenzo de Médicis y la celebró en el Vaticano con una
ceremonia tan elaborada que, debido a la escasez de fondos, se vio obligado a
empeñar la tiara papal y los tesoros del Vaticano[94]. Dos años después organizó otra
fiesta, no menos extravagante, también en el Vaticano, para la boda de su nieta con un
mercader genovés.
Mientras el papa daba rienda suelta a sus caprichos, su vicecanciller, más
concentrado en lo suyo, creaba muchos nuevos cargos para funcionarios apostólicos,
cuyos aspirantes debían pagar: prueba de que esperaban tener ganancias
remunerativas. Se puso a la venta hasta el cargo de bibliotecario vaticano, que hasta
entonces se había ocupado por méritos propios. Se estableció una oficina para la
venta de favores y perdones, a altos precios; 150 ducados de cada transacción eran
para el papa, y lo que quedaba era para su hijo. Cuando alguien criticó el perdón en
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lugar de la pena de muerte por asesinato, homicidio por imprudencia y otros delitos
graves, el cardenal Borgia defendió aquella práctica diciendo que «el Señor no desea
la muerte del pecador sino, antes bien, que viva y pague[95]».
En este régimen y bajo la influencia de su predecesor, el temple moral de la curia
se deshizo como la cera, llegando a un grado de venalidad que no podía dejarse de
observar. En 1488, a la mitad del reinado de Inocencio, fueron detenidos varios altos
dignatarios de la corte papal, y dos de ellos fueron ejecutados por haber falsificado,
para la venta, cincuenta bulas papales de dispensa en dos años[96]. La pena capital,
que debía mostrar la indignación moral del papa, sólo sirvió para subrayar las
condiciones de su reinado.
El Colegio de Cardenales, ahogado bajo el influjo de los cardenales de Sixto, que
incluían miembros de las familias más poderosas de Italia, era un escenario de pompa
y placer. Aunque algunos de sus miembros eran hombres dignos, sinceros en su
vocación, la mayoría eran nobles mundanos y codiciosos, que ostentaban su
esplendor, entregados al juego interminable de ejercer influencia en beneficio propio
o de sus respectivos soberanos. Entre los parientes de príncipes estaban el cardenal
Giovanni d’Aragona, hijo del rey de Nápoles, el cardenal Ascanio Sforza, hermano
de Ludovico, regente de Milán, los cardenales Battista Orsini y Giovanni di Colonna,
miembros de las dos familias eternamente rivales que gobernaban Roma.
En aquel tiempo, los cardenales no tenían que ser sacerdotes —es decir, calificar
por su ordenación para administrar los sacramentos y celebrar la comunión y los ritos
espirituales— aunque algunos de ellos pudieran serlo. Los que habían sido
nombrados por el episcopado, el nivel más alto del sacerdocio, continuaban ocupando
sus sedes, pero la mayoría formaba parte de los dignatarios de la Iglesia sin ninguna
función sacerdotal. Tomados entre las primeras filas de la jerarquía, cada vez más
dedicada a la administración, la diplomacia y los negocios financieros de la Iglesia,
procedían de las familias italianas gobernantes o, de ser extranjeros, habitualmente
eran más cortesanos que clérigos. Al avanzar la secularización, fueron cada vez más
frecuentes los nombramientos de legos, hijos y hermanos de príncipes o agentes
designados de monarcas, que no habían seguido la carrera eclesiástica. Uno de ellos,
Antoine Duprat, canciller lego de Francisco I, fue nombrado cardenal por el último de
los papas renacentistas, Clemente VII, y entró a su catedral, por vez primera, en su
propio funeral[97].
Así como los papas de este periodo, empleando el sombrero rojo como moneda
política, aumentaron el número de cardenales, a la vez para ensanchar su propia
influencia y para diluir la del Colegio, así también los cardenales reunían diversos
cargos —cada uno de los cuales sería un nuevo caso de ausentismo— para aumentar
sus ingresos, acumulando abadías, obispados y otros beneficios, aunque según el
derecho canónico sólo un clérigo tenía derecho a los ingresos y las pensiones
derivados de los bienes de la Iglesia. Sin embargo, el derecho canónico era elástico,
como cualquier otro derecho, y «a modo de excepción» autorizaba al papa a conceder
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beneficios y pensiones a laicos.
Viéndose como príncipes del ámbito de la Iglesia, los cardenales consideraban su
prerrogativa, para no decir su deber, competir en dignidad y esplendor con los
príncipes laicos. Quienes podían permitírselo vivían en palacios con varios cientos de
servidores, viajaban en un atuendo marcial, con espadas, sabuesos y halcones para la
caza, competían al pasar por las calles en el número y la magnificencia de sus
servidores montados, cuyo empleo daba a cada príncipe de la Iglesia una facción
entre los siempre inquietos ciudadanos de Roma. Patrocinaban bailes de máscaras y
músicos y fiestas espectaculares durante el carnaval; daban banquetes al estilo del de
Pietro Riario, incluyendo uno del opulento cardenal Sforza, del que un cronista dijo
que no podía aventurarse a describirlo «para que no dijesen que estaba contando
cuentos de hadas». Jugaban a las cartas y a los dados… y hacían trampa, según una
queja de Franceschetto a su padre, después de perder 14 mil ducados en una noche a
manos del cardenal Raffaele Riario. Esta acusación tal vez tuviese cierto fundamento,
pues otra noche, el mismo Riario, uno de los muchos sobrinos de Sixto, ganó ocho
mil ducados jugando con otro cardenal[98].
Para no perder influencia, los cardenales insistieron, como condición al ser
elegido Inocencio, en una cláusula que volvía a fijar en 24 su número. Al surgir
vacantes, rechazaban a los recién nombrados, lo que vino a limitar el nepotismo de
Inocencio. Sin embargo, la presión de los monarcas extranjeros logró imponer
algunos candidatos, y entre las primeras selecciones de Inocencio se encontró el hijo
natural de su hermano, Lorenzo Cibo. La ilegitimidad era obstáculo canónico al cargo
eclesiástico, que Sixto ya había pasado por alto en favor de Cesare, hijo del cardenal
Borgia, a quien ayudó a empezar a subir por la jerarquía eclesiástica desde los siete
años. Legitimar a un hijo o sobrino llegó a ser cosa de rutina para los seis papas
renacentistas: otro principio de la Iglesia pisoteado.
De los pocos nombramientos que le toleraron, el más notable que hizo Inocencio
para el Sacro Colegio fue el del nuevo cuñado de Franceschetto, Giovanni de
Médicis, de 14 años, hijo de Lorenzo el Magnífico. En este caso, no fue el deseo de
Inocencio sino la presión de la gran familia Médicis la que logró el nombramiento,
como cardenal, del chiquillo para quien su padre había estado acumulando ricos
beneficios desde la infancia. Tonsurado —es decir, consagrado para la vida clerical—
a los siete años, Giovanni fue nombrado abate a los ocho años, con el encargo
nominal de una abadía conferida por el rey de Francia, y a los once fue nombrado ad
commendam para la gran abadía benedictina de Monte Cassino, y desde entonces su
padre había movido todas sus palancas con objeto de obtener para él un cardenalato,
como paso hacia el propio papado. El joven Médicis cumpliría con este destino como
el quinto de los seis papas de nuestro relato: León X[99].
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León X, por Rafael
Después de plegarse a los deseos de Lorenzo, Inocencio, firme por una vez,
insistió en que el niño había de aguardar tres años antes de ocupar su lugar, dedicando
el tiempo al estudio de la teología y del derecho canónico. El candidato ya era más
docto que la mayoría, pues Lorenzo le había dado una buena educación entre
distinguidos tutores y sabios. Cuando por fin, en 1492, Giovanni, a los 16 años,
ocupó su lugar de cardenal, su padre le escribió una carta seria y reveladora.
Advirtiéndole de las malas influencias de Roma, «ese pozo de todas las iniquidades»,
Lorenzo pedía a su hijo «actuar de tal manera que convenzas a todos los que te vean,
de que el bienestar y el honor de la Iglesia y de la Santa Sede te importan más que
nada en el mundo». Tras este insólito consejo, Lorenzo pasa a indicar que su hijo
tendrá oportunidades «de estar al servicio de nuestra ciudad y nuestra familia», pero
que debe cuidarse de las seducciones del mal en el Colegio de Cardenales, que «en
este momento es tan pobre en hombres de valor… Si los cardenales fueran lo que
debieran ser, todo el mundo estaría mejor, pues siempre elegirían un buen papa
logrando así la paz de la cristiandad[100]».
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Aquí, expresado por el gobernante secular más notable del Renacimiento italiano,
vemos el meollo del problema. Si los cardenales hubiesen sido hombres dignos,
habrían elegido papas más dignos, pero unos y otros eran partes del mismo
organismo. Los papas eran los cardenales en estos sesenta años, elegidos del Sacro
Colegio y que, a su vez, nombraban a cardenales de su misma calaña. La insensatez,
en forma de dedicación total a mezquinas y miopes luchas por el poder con perverso
descuido de las verdaderas necesidades de la Iglesia, se volvió endémica, pasando
como una antorcha de cada uno de los seis papas renacentistas al siguiente.
Si Inocencio fue incapaz, ello se debió en parte a la perpetua discordia de los
estados italianos y también de las potencias extranjeras. Nápoles, Florencia y Milán
generalmente estaban en guerra en una u otra combinación contra uno u otro de los
vecinos pequeños; Génova «no vacilaría en incendiar al mundo», según se quejó el
papa, que era genovés[101]; la extensión territorial de Venecia era temida por todos.
Roma era el eterno campo de batalla de los Orsini y los Colonna; en los Estados más
pequeños surgían a menudo hereditarios conflictos internos de las principales
familias. Aunque al subir al trono Inocencio deseó seriamente establecer la paz entre
los adversarios, no tuvo la resolución necesaria para lograrlo. La energía a menudo le
fallaba por causa de recurrentes enfermedades.
La peor de sus preocupaciones fue una campaña de brutal acoso que
periódicamente se convertía en guerra abierta, obra del perverso rey de Nápoles,
cuyos motivos no parecen más precisos que simple maldad. Empezó con una
insolente demanda de ciertos territorios, se negó a pagar el habitual tributo de
Nápoles como feudo papal, conspiró con los Orsini para fomentar los disturbios en
Roma y amenazó con recurrir a una arma temida de todos: un Concilio. Cuando los
barones de Nápoles se levantaron en rebelión contra su tiranía, el papa se puso de
parte de ellos, por lo cual el ejército de Ferrante marchó contra Roma y la sitió,
mientras Inocencio buscaba frenéticamente aliados y fuerzas armadas. Venecia se
mantuvo apartada, pero permitió al papa contratar a sus mercenarios. Milán y
Florencia rechazaron toda ayuda, y por complejas razones —tal vez por el deseo de
ver debilitados los Estados papales— optaron por Nápoles. Esto fue antes de que
Lorenzo de Médicis, el gobernante florentino, estableciera conexiones de su familia
con Inocencio, pero éstas no siempre eran decisivas. En Italia, los socios de un día
podían ser los adversarios del día siguiente.
La llamada del papa, pidiendo ayuda extranjera contra Ferrante, despertó interés
en Francia, basada en la antigua y ya débil pretensión angevina a Nápoles que, pese a
los desastres de previos intentos, la Corona francesa no se decidía a abandonar. La
sombra de Francia atemorizó a Ferrante, quien pronto, cuando el sitio de Roma había
sumido ya a la ciudad en la desesperación, convino en firmar un tratado de paz. Sus
concesiones al papa, que parecieron asombrosas, se comprendieron mejor cuando,
más adelante, él las violó todas, repudió el tratado y volvió a la agresión.
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Ferrante se dirigió al papa con desprecio e insultos abiertos mientras sus agentes
provocaban la rebelión en varios Estados papales. Esforzándose por sofocar
levantamientos y conflictos en muchos lugares a la vez, Inocencio vaciló y dio largas
a todos los asuntos. Redactó una bula para excomulgar al rey y al reino de Nápoles,
pero no se atrevió a emitiría. El enviado de Ferrara informó de comentarios hechos en
1487 sobre «la pusilanimidad, impotencia e incapacidad del papa», que si no eran
disipados por alguna muestra de valor, dijo, tendrían graves consecuencias[102]. Éstas
fueron evitadas cuando Ferrante, en otra total inversión de política, pareció renunciar
a la guerra y ofreció un arreglo amistoso que el papa, pese a todas sus humillaciones,
se apresuró a aceptar. Para sellar esta frágil amistad, el nieto de Ferrante se casó con
una sobrina de Inocencio.
Tales eran los combates de Italia, pero aunque esencialmente frívolos y hasta
disparatados, resultaban destructivos, y el papado no se libró de sus consecuencias.
La más grave fue su pérdida de categoría. A lo largo del conflicto con Nápoles, los
Estados papales fueron tratados como pariente pobre, y el propio papa con menor
respeto, como consecuencia de la insolencia de Ferrante. Unos panfletos distribuidos
por los Orsini en Roma pedían el derrocamiento del papa, al que llamaban «marino
genovés» que merecía ser arrojado al Tíber[103]. Aumentaron las intrusiones de las
potencias extranjeras, violando las prerrogativas papales; las Iglesias nacionales
cedían beneficios a personas nombradas por ellas mismas, retenían diezmos,
regateaban la obediencia a los decretos papales. La resistencia de Inocencio fue débil.
El papa construyó entonces la célebre villa y galería de esculturas en la colina del
Vaticano, llamada el Belvedere por su soberbia vista de la Ciudad Eterna, y encargó
frescos de Pinturicchio y de Andrea Mantegna, que después han desaparecido, como
para reflejar el lugar de su patrón en la historia. Inocencio no tuvo tiempo, fondos ni
tal vez interés para muchas otras cosas en el patrocinio de las artes, ni para el
apremiante problema de la reforma. Su preocupación en esta esfera se concentró en la
menor de sus necesidades: una cruzada.
Cierto es que la opinión pública creía en una cruzada como la gran restauración.
Los predicadores que, por invitación, acudían al Vaticano unas dos veces al mes para
hablar ante la corte como Oradores Sagrados, invariablemente incluían una cruzada
en sus exhortaciones. Era deber del Santo Padre, y parte esencial de su cargo,
recordaban al pontífice, establecer la paz entre los cristianos; Pax-et-Concordia era el
propósito del gobierno pontificio. Poner fin a la lucha entre las naciones cristianas
constituía la petición más frecuente de los oradores, invariablemente aunada a un
llamado a las armas, a los reyes cristianos, contra los infieles. Sólo cuando se les
disuadiera de entablar sus guerras podrían unirse los gobernantes seculares contra el
enemigo común, el Turco, la «Bestia del Apocalipsis», en palabra de Nicolás de
Cussa, «el enemigo de toda naturaleza y humanidad[104]». Se decía que una guerra
ofensiva contra los turcos sería la mejor defensa de Italia. Se podrían recuperar
Constantinopla y los Santos Lugares, y los otros territorios cristianos perdidos.
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La unidad religiosa de la humanidad bajo el cristianismo era el objetivo último, y
también esto imponía la derrota del sultán. Toda esta empresa elevaría a la Iglesia por
encima de todo pecado e iniciaría —o bien remataría— la reforma.
Inocencio hizo grandes esfuerzos por lanzar a las potencias a una cruzada, como
lo había hecho Pío II aun más devotamente, cuando todavía estaba fresca la
impresión de la caída de Constantinopla. Y, sin embargo, la misma deficiencia que
hizo vanos los esfuerzos de Pío y de otros antes de él, la desunión entre las potencias
europeas, no inferior a la existente entre los príncipes de Italia, siguió viva. Pío había
escrito: «¿Qué poder mortal sería capaz de poner en armonía a Inglaterra y Francia,
genoveses y aragoneses, húngaros y bohemios?»[105]. Ni el papa ni el emperador
podían ejercer ya una supremacía. ¿Quién, entonces, podría persuadir a potencias
discordantes y hasta hostiles a que participaran en una empresa común? Sin un
mando general y una sola disciplina, todo ejército lo bastante grande para ser
poderoso se disolvería en su propio caos. Por encima de estas dificultades, faltaba un
impulso más fundamental: no la defensa, sino la ofensiva y una fe agresiva habían
inspirado las primeras cruzadas. Desde entonces, la Guerra Santa había perdido toda
credibilidad, cuando el comercio con los infieles era lucrativo y los Estados italianos
negociaban regularmente la ayuda del sultán contra uno u otro de ellos.
Sin embargo, Inocencio, sobre la base de lo que creyó que era el consentimiento
del emperador, anunció una cruzada en la bula de 1486, decretando al mismo tiempo
un diezmo a todas las iglesias, beneficios y personas eclesiásticas de todos los rangos,
que acaso fuera su verdadero propósito. Al año siguiente, logró convocar a un
congreso internacional en Roma, que pasó por todas las mociones de planear
objetivos, hablar de estrategia, designar las vías de acceso, los comandantes y las
dimensiones de los contingentes de cada nación. A la postre, ninguna fuerza se
reunió, y mucho menos partió de las costas de Europa. Este fracaso se ha atribuido al
conflicto civil que estalló en Hungría y a una renovada disputa entre Francia y el
Imperio, pero éstos no son más que pretextos para la falta de impulso. Ninguna
Guerra Santa serviría para glorificar al pontificado de Inocencio. En cambio,
mediante un giro inverso, el papado llegó a un acomodo antinatural con el enemigo
del cristianismo en el notable caso del príncipe Djem.
Djem, hermano del sultán y pretendiente vencido pero aún peligroso, al trono
otomano, se había librado de la venganza fraternal y se había refugiado, entre gente
de la otra fe, los Caballeros de San Juan, en Rodas. La orden de los Caballeros,
aunque originalmente fundada para combatir al infiel, tuvo suficiente criterio para
reconocer en Djem a un valioso aliado y llegar a un acuerdo con el sultán,
manteniendo a Djem fuera de toda acción beligerante a cambio de un subsidio anual
de 45 mil ducados. El Gran Turco, como llegó a ser conocido Djem, al mismo tiempo
se convirtió en influencia codiciada por todos. Venecia y Hungría, Francia y Nápoles,
y desde luego el papado, contendieron por él. Tras una temporal estadía en Francia,
Djem fue conquistado por el papa, junto con su subsidio, al precio de dos
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cardenalatos: uno para el gran maestro de Rodas y otro para un candidato del rey de
Francia[106].
La intención de Inocencio era emplear a Djem como medio de guerra contra el
sultán, sobre un vago entendimiento de que si era ayudado a conquistar el trono por
los cristianos, Djem retiraría de Europa las fuerzas turcas, incluso de Constantinopla.
Aun si esto hubiese sido creíble, no está claro cómo remplazar a un musulmán por
otro constituía una Guerra Santa.
Al llegar el Gran Turco a Roma en 1489 fue recibido con honores reales,
suntuosos presentes, el blanco palafrén del papa como su montura y una escolta por
Franceschetto al Vaticano. Un gentío entusiasta, si bien desconcertado, atiborraba las
calles a su paso, en la creencia de estar contemplando la realización de la familiar
profecía de que el sultán vendría a Roma a vivir con el papa, lo que anunciaría la
llegada de una paz universal. El papa y los cardenales recibieron en audiencia al
huésped, hombre alto, con turbante blanco, de sombrío aspecto, que sólo a veces
echaba miradas ardientes entre sus ojos entornados. Fue albergado con su séquito en
los apartamentos del Vaticano reservados a huéspedes reales y «se le dieron
pasatiempos de todas clases, como casa, música, banquetes y otras diversiones[107]».
De este modo, el Gran Turco, hermano de la «Bestia del Apocalipsis», moró en los
alojamientos del papa, corazón de la cristiandad.
Las maniobras diplomáticas continuaban en torno suyo. El sultán, temiendo una
ofensiva cristiana encabezada por Djem, inició aperturas ante el papa, mandó
enviados, y como presente, una preciosa reliquia cristiana, la Lanza Sagrada que,
supuestamente, había perforado el costado de Cristo en la cruz, y que fue recibida con
inmensas ceremonias en Roma. La presencia de su hermano, bajo custodia papal,
sirvió al menos para contener al sultán, mientras Djem vivió, de volver a atacar
territorios cristianos. Hasta ese grado, Inocencio logró algo, pero perdió más. El
público en general quedó asombrado por aquella relación, y la posición del papa se
vio comprometida en la mente del público, por la deferencia mostrada al Gran Turco.
Las enfermedades de Inocencio se volvieron más frecuentes hasta que su fin se
hizo obvio en 1492. Convocando a los cardenales a su lecho de muerte, les pidió
perdón por sus fallas y los exhortó a buscar un mejor sucesor[108]. Su último deseo
fue tan vano como su vida. El hombre al que los cardenales eligieron para la silla de
San Pedro estuvo tan cerca del príncipe de las tinieblas como puede estarlo un ser
humano.
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3. Depravación: Alejandro VI, 1492-1503
Alejandro VI, por Pinturicchio, en un fresco de la Resurrección de Cristo, en los Aposentos Borgia del
Vaticano.
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el papado, a sus dos rivales más importantes, los cardenales Della Rovere y Ascanio
Sforza. Este último, que prefería las monedas a las promesas, se dejó convencer
mediante la llegada de cuatro mulas cargadas de lingotes de oro que fueron enviadas
desde el palacio de Borgia hasta el de Sforza durante el cónclave, aunque,
supuestamente, éste debía celebrarse en una cámara[111]. En años posteriores, al
hacerse más conocidos los hábitos del papa, se empezaron a murmurar, y a creer, casi
cualesquier monstruosidades acerca de él, y esta caravana de mulas acaso fuera uno
de estos rumores. Y, sin embargo, ello tiene una credibilidad inherente, ya que se
habría necesitado mucho para convencer a un rival tan rico como Ascanio Sforza,
quien, además, recibió la vicecancillería.
El propio Borgia se había beneficiado de nepotismo, pues fue nombrado cardenal
a los 26 años por su tío, el viejo papa Calixto III, elegido a los 77 años, cuando ciertas
muestras de senilidad indicaron que pronto habría que elegir otro papa[112]. Sin
embargo, Calixto tuvo tiempo suficiente para recompensar con la vicecancillería a su
sobrino, por haber recuperado ciertos territorios de los Estados papales. Con los
ingresos de sus cargos papales, de tres obispados que ocupaba en España y de abadías
de España e Italia, de un estipendio anual de ocho mil ducados como vicecanciller y
seis mil como cardenal y de sus operaciones privadas, Borgia amasó una riqueza
suficiente para que, a lo largo de los años, fuese el miembro más rico del Sacro
Colegio. En sus primeros años como cardenal ya había adquirido lo suficiente para
construirse un palacio con logias de tres pisos en torno de un patio central donde él
vivía entre un suntuoso mobiliario tapizado de satín rojo y terciopelos con bordados
en oro, alfombras, salones en que colgaban tapetes de gobelinos, vajillas de oro,
perlas y sacos de monedas de oro de las que, según fama, él se jactaba que tenía
suficiente para llenar la capilla Sixtina. Pío II comparó esta residencia con la Casa de
Oro de Nerón, que en un tiempo se levantara no lejos de allí.
Decíase que Borgia nunca había faltado a un consistorio, las reuniones de negocio
de los cardenales, en 35 años, salvo cuando estaba enfermo o lejos de Roma. No
había nada en las funciones y oportunidades de la aristocracia papal que él no captara.
Inteligente y enérgico, había fortificado los caminos de acceso a Roma y, como
legado de Sixto, había cumplido con la compleja tarea de convencer a los nobles y a
la jerarquía de España de que apoyaran el matrimonio de Fernando e Isabel y la
fusión de sus reinos. Es probable que fuese el más hábil de los cardenales. Alto y
robusto, cortés, su apariencia era digna y hasta majestuosa; le encantaban las finas
ropas de tafetán color violeta y terciopelo color carmesí, y se fijaba mucho en las
apropiadas dimensiones de las bandas de armiño[113].
Según lo describieron sus contemporáneos, habitualmente se mostraba sonriente,
de buen humor, hasta alegre, y le gustaba «hacer cosas desagradables de un modo
agradable[114]». Orador elocuente, muy leído, era ingenioso y «se esforzaba por
brillar en la conversación[115]» tenía «brillante habilidad conduciendo los
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asuntos[116]», combinaba el celo con la propia estimación y el orgullo español y tenía
un don asombroso para ganarse el afecto de las mujeres, «atraídas a él más
poderosamente que el hierro por un imán[117]», lo que parece indicar que dejaba
sentir fuertemente cuánto las deseaba. Otro observador dice, un tanto
innecesariamente, que «comprendía perfectamente las cuestiones de dinero[118]».
Siendo un joven cardenal, Borgia había tenido un hijo y dos hijas, de madres
cuyos nombres no han llegado hasta nosotros, y después de más de 40 años, otros tres
hijos y una hija[119], de su reconocida amante, Vanozza de Cataneis, quien, decíase,
había seguido a su madre en ese papel[120]. Todos ellos formaban su familia
reconocida. Borgia logró adquirir para su hijo mayor, Pedro Luis, el ducado de
Gandía en España y el compromiso matrimonial con una prima del rey Fernando.
Cuando Pedro murió joven, su título, sus tierras y su novia pasaron a su hermanastro
Juan, el favorito de su padre, destinado a una muerte del tipo que haría célebre el
apellido Borgia. César y Lucrecia, los dos célebres Borgia que ayudaron a que el
nombre cobrara esta celebridad, eran hijos de Vanozza, junto con Juan y otro
hermano, Jofre. La paternidad de un octavo hijo llamado Giovanni, que nació durante
el papado de Borgia, parece haber sido algo incierto, aun dentro de la familia. Dos
sucesivas bulas papales lo legitimaron como hijo de César, y luego del propio papa,
aunque la opinión pública lo consideró como hijo bastardo de Lucrecia[121].
Fuese para darse un velo de respetabilidad, o por el placer de hacer cornudos, a
Borgia le gustaba que sus amantes tuvieran maridos, y dispuso dos sucesivos
matrimonios para Vanozza mientras era su amante, y otro para su sucesora, la bella
Julia Farnesio. A los 19 años, con un cabello dorado que le llegaba a los pies, Julia
fue casada con un Orsini en el palacio de Borgia y casi al mismo tiempo se hizo
amante del cardenal. Aunque una vida privada licenciosa no fuera ningún escándalo
en el alto Renacimiento, la relación entre un anciano, como se le consideraba a los 59
años, y una muchacha cuarenta años más joven resultó verdaderamente ofensiva para
los italianos, tal vez porque la consideraran antiartística. Tema de chistes atrevidos,
esto ayudó a empañar la reputación de Borgia.
Al ser Borgia elegido papa, el lamentable tráfico que le había valido el trono se
volvió conocimiento común, por la furia del decepcionado Della Rovere y sus
partidarios. El propio Borgia abiertamente se jactaba de ello. Éste fue un error,
porque la simonía era pecado oficial, que daría armas a los enemigos del nuevo papa,
las cuales no tardarían en emplear. Mientras tanto, Alejandro VI, como ahora se
llamaba, atravesó Roma en una esplendente ceremonia para ser coronado en la
basílica de San Juan de Letrán, rodeado por trece escuadrones de caballería, 21
cardenales, cada uno con un séquito de doce, y embajadores y nobles dignatarios que
competían en la magnificencia de su atuendo y en la ornamentación de sus
cabalgaduras. Las calles estaban decoradas con guirnaldas de flores, arcos de triunfo,
estatuas vivas, formadas por jóvenes desnudos, cubiertos de polvo de oro, y
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estandartes con el escudo de los Borgia: un toro rojo rampante, en campo de oro[122].
En este punto, pudo sentirse que la sombra de Francia iba alargándose sobre
Italia, anunciando ya la época de las invasiones extranjeras que acelerarían la
decadencia del papado y someterían Italia a un dominio externo. La península se
vería asolada durante los siguientes sesenta años, quebrantada su prosperidad,
perdería territorios, vería disminuir su soberanía y se aplazarían cuatrocientos años
las condiciones favorables a la unidad italiana: todo ello por ninguna ventaja
permanente para ninguno de los bandos en cuestión. Italia, fragmentada por las
incesantes guerras civiles de sus príncipes, era blanco vulnerable e invitador. También
era envidiada por sus tesoros urbanos, aun si la región no era tan tranquila, fértil,
comercialmente próspera y noblemente adornada como en la célebre descripción de
su patria hecha por Guicciardini poco antes de la penetración extranjera. Ninguna
necesidad económica causó las invasiones, pero la guerra seguía siendo la actividad
ya presupuesta de la clase gobernante; indemnizaciones e ingresos que podían
esperarse de territorios conquistados serían su fuente de lucro, así como fuente del
pago de los costos de la campaña misma. También puede ser que, así como las
primeras cruzadas medievales fueron una vía de escape para la agresividad de los
nobles, las campañas de Italia simplemente representaban un modo de expansión
nacionalista. Francia se había recuperado de la Guerra de los Cien Años, España
había expulsado finalmente a los moros, adquiriendo, en el proceso, su cohesión
nacional. Italia, bajo su cálido sol, dividida contra sí misma, era lugar atractivo para
una agresión.
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Alejandro acabaría por nombrar un total de 43 cardenales[125], entre ellos 17
españoles y cinco miembros de su propia familia; la suma exacta que cada cual pagó
por su capelo fue minuciosamente registrada por Burchard en su diario.
El creciente desinterés del papado en la religión en los 50 años anteriores, su
desprestigio y aversión a toda reforma dieron nuevo impulso a los planes franceses de
invasión. En el debilitamiento general de la autoridad del papa y sus ingresos,
causado por la succión de las iglesias nacionales en el siglo anterior, la Iglesia
francesa había conquistado una considerable autonomía. Al mismo tiempo, se veía
perturbada por la corrupción eclesiástica en su propio reino. Unos predicadores
tronaban contra esta decadencia en encendidos sermones, los críticos más serios la
estudiaban, se celebraban sínodos para proponer medidas de reforma… todo ello sin
mucho efecto práctico. En aquellos años, escribió un francés, la reforma era el tema
más frecuente de conversación[126]. En 1493, cuando se discutía la campaña en que la
Corona francesa reclamaría Nápoles, Carlos VIII nombró a una comisión, en Tours,
que debía preparar un programa que validaría su marcha por Italia[127] como una
cruzada en pro de la reforma, con la intención sobreentendida, si no explícita, de
convocar a un Concilio para deponer a Alejandro VI por motivos de simonía[128].
Ésta no fue idea espontánea del rey. Éste, un pobre hombre desgarbado, del decrépito
linaje de los Valois, con la cabeza llena de sueños de gloria caballeresca y cruzadas
contra los turcos, había añadido la reforma religiosa a sus preocupaciones, bajo la
influencia del cardenal Della Rovere que, en su incontenible odio a Alejandro, había
ido a Francia con el propósito expreso de combatirlo[129]. Insistió, ante el rey, en que
había que deponer a un papa «tan lleno de vicios, tan abominable a los ojos del
mundo», para poder elegir a un nuevo papa[130].
Precisamente esta acción, iniciada por los cardenales, contando con el apoyo de
Francia, había causado el cisma de reciente memoria, y nada, en la historia del
cristianismo, había causado un daño tan irreparable a la Iglesia. Que Della Rovere y
su bando pudiese pensar siquiera en una repetición, cualesquiera que fuesen los
crímenes de Alejandro, era simple irresponsabilidad, apenas explicable, salvo por
efecto de la locura que parecía haberse adueñado de cada uno de los príncipes
renacentistas de la Iglesia.
Alejandro tenía buenas razones para temer a la influencia de Della Rovere sobre
el rey de Francia, especialmente si dirigía la confusa mente real hacia una reforma de
la Iglesia. Según Guicciardini, que no fue ningún admirador de los papas, la reforma
era para Alejandro un pensamiento «terrible, más que ningún otro[131]».
Considerando que, con el paso del tiempo, Alejandro envenenó, aprisionó o de alguna
otra manera anuló a sus adversarios más peligrosos, incluso cardenales, resulta
asombroso que no metiese a prisión a Della Rovere, pero su enemigo y sucesor ya era
demasiado conocido, y además, tuvo buen cuidado de permanecer fuera de Roma y
de convertir su residencia en una fortaleza.
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Los informes llegados de Francia pusieron a los Estados italianos en frenética
conmoción, combinándose y recombinándose, como preparativos para resistir al
extranjero… o, de ser necesario, para unírsele. La gran pregunta para los dirigentes
papales y seculares era si podría obtenerse una mayor ventaja poniéndose del lado de
Nápoles o de Francia. Ferrante de Nápoles, cuyo reino era el objetivo de los
franceses, corrió a establecer tratos y contratos con el papa y los príncipes, pero,
como conspirador durante toda su vida, no pudo contenerse de socavar, en secreto,
sus propias alianzas. Sus esfuerzos le llevaron a la muerte al cabo de un año, y fue
sucedido por su hijo Alfonso. Una mutua desconfianza movía a sus vecinos, mientras
se entregaban (como lo escribió George Meredith, en un contexto muy distinto) a
«entregarse a vanidades, congregarse en absurdos, planear con miopía y conjurarse en
forma demencial[132]».
La decisión de Milán que precipitó la invasión francesa puede calificarse así, en
todos aspectos. Empezó con una queja a Ferrante, de su nieta Isabela, hija de Alfonso
y esposa del legítimo heredero de Milán, Gian Galeazzo Sforza, de que ella y su
esposo estaban siendo privados de su puesto legítimo, y quedando subordinados en
todo al regente, Ludovico el Moro y su mujer, muy capaz, Beatriz de Este. Ferrante
respondió con tan furiosas amenazas que convenció a Ludovico de que su regencia (a
la que no tenía intenciones de renunciar) estaría más segura deponiendo a Ferrante y
a su familia. Ludovico estableció una alianza con los inconformes barones de
Nápoles que compartían sus ideas y, para asegurarse el resultado, invitó a Carlos VIII
a entrar en Italia y establecer sus derechos sobre el trono napolitano[133]. Esto
implicaba correr un grave riesgo, porque la monarquía francesa, por el linaje de
Orleans, tenía mayores derechos a Milán que a Nápoles, pero Ludovico, aventurero
de corazón, confió en que se podría contener esta amenaza. Esto resultaría un error,
según lo probaron los hechos.
Por tales motivos y cálculos, Italia quedó abierta a la invasión, aunque ésta, en el
último momento, estuvo a punto de frustrarse. Los consejeros de Carlos,
desconfiando de la empresa, causaron tantas preocupaciones al rey, subrayando las
dificultades que le esperaban y la falta de palabra de Ludovico y de los italianos en
general, que Carlos contuvo su ejército cuando ya se había puesto en marcha. La
oportuna aparición de Della Rovere, ferviente en sus exhortaciones, reanimó su
entusiasmo. En septiembre de 1494, un ejército francés de 60 mil hombres atravesó
los Alpes llevando consigo, en palabras de Guicciardini, que por una vez no exageró,
«la semilla de innumerables calamidades[134]».
Al comienzo, casi cediendo al pánico, Alejandro, después de vacilar, entró en una
liga de defensa con Florencia y Nápoles, que se deshizo casi en cuanto se había
hecho. Florencia defeccionó, por una crisis de nervios de Pedro de Médicis, el hijo
mayor de Lorenzo el Magnífico, quien había muerto dos años antes. Desfalleciendo
de súbito ante el enemigo, Pedro entró en negociaciones secretas para entregar su
ciudad a los franceses. Después de este triunfo en Florencia, el ejército de Carlos
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continuó avanzando sin resistencia hacia Roma, donde el papa, después de
desesperadas negociaciones para no tener que recibirlo, sucumbió ante un poder
superior. El ejército invasor desfiló por Roma, tardando seis horas en pasar, en
interminable peregrinación de hombres de caballería y de infantería, arqueros y
ballesteros, mercenarios suizos con alabardas y lanzas, caballeros en armadura,
guardias reales que llevaban mazas de hierro al hombro, seguidos todos por el
temible rumor de 36 cañones que rodaban sobre el empedrado[135]. La ciudad se
estremeció. «Las requisiciones son terribles», informó el enviado de Mantua,
«innumerables los asesinatos, no se oyen más que quejas y llanto. En todos los
recuerdos humanos, la Iglesia nunca se había encontrado en tan desesperada
situación[136]».
Las negociaciones entre los vencedores y el papado transcurrían febrilmente.
Aunque obligado a abandonar Nápoles y entregar al príncipe Djem (que poco
después murió, vigilado por los franceses), Alejandro se mantuvo firme contra dos
demandas: se negó a entregar el Castel Sant’Angelo a manos francesas, y a investir
formalmente a Carlos con la corona de Nápoles. Bajo la presión en que se encontraba
Alejandro, esto requirió fuerza de carácter, aun si tuvo que ceder a los franceses el
derecho de paso a Nápoles, recorriendo el territorio papal. El único tema que no se
tocó durante todas las sesiones fue la reforma. Pese a constante estímulo del cardenal
Della Rovere y su bando, el vacilante y desconcertado rey de Francia no era hombre
que impusiera un Concilio, fomentara la reforma o depusiera a un papa. Ese cáliz
pasó de los labios de Alejandro; lo dejaron en su trono. Los franceses siguieron
adelante hacia Nápoles, sin entablar combate; la única violencia fue la de su propio
saqueo y la brutalidad que mostraron en los lugares que fueron tomando en el
camino. El rey Alfonso evitó la crisis abdicando e ingresando en un monasterio; su
hijo Ferrante II arrojó su espada y huyó.
La realidad de la presencia francesa en el sur de Italia galvanizó al menos una
unión de resistencia, iniciada por España. El rey Fernando, determinado a no permitir
que los franceses dominaran Nápoles, que España codiciaba, indujo al emperador
Maximiliano, que ya temía la expansión francesa, a unirse a él, ofreciendo como cebo
a su hija Juana en un matrimonio, que sería de grandes consecuencias, con Felipe,
hijo de Maximiliano. Con España y el Imperio como aliados, el papado y Milán
pudieron volverse contra Francia. Y cuando también Venecia ingresó, pudo surgir una
combinación llamada la Liga de Venecia, después llamada la Liga Santa, en 1495,
causando que los franceses, que se habían hecho aborrecer en Nápoles, temieran
verse aislados en la bota de Italia. Después de abrirse paso combatiendo en Fornovo,
en la Lombardía, única batalla de toda la campaña, combate confuso, sin efectos
decisivos, volvieron a Francia. Alfonso y su hijo pronto reaparecieron para seguir
gobernando Nápoles.
Aunque nadie, y Francia menos que nadie, obtuvo ventajas de esta aventura, si
bien insensata, las grandes potencias, sin desanimarse por los malos resultados,
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volvieron una y otra vez a la misma arena, para competir por el cuerpo de Italia.
Desde entonces, ligas, guerras, batallas, una confusa diplomacia y alineaciones
cambiantes se sucedieron unas a otras hasta culminar en un clímax feroz: el Saco de
Roma, en 1527, por tropas españolas e imperiales. Cada giro y maniobra de las
guerras de Italia de estos 33 años ha sido devotamente seguido y exhaustivamente
registrado en los libros de historia, muy por encima del interés general que puedan
ofrecer hoy. La importancia de los detalles en los anales permanentes de la historia es
virtualmente nula, salvo como estudio de la capacidad humana para el conflicto.
Hubo ciertas consecuencias históricas, algunas importantes y otras menores pero
memorables: los florentinos, indignados por la rendición de Pedro, se levantaron
contra él, depusieron a los Médicis y declararon una república; el matrimonio entre
España y los Habsburgos produjo al futuro emperador Carlos V como factor decisivo
del siglo siguiente; Ludovico el Moro, el hombre violento de Milán, pagó su locura
en una prisión francesa, donde murió; en Pavía, en la batalla más famosa de todas
estas guerras, un rey de Francia, Francisco I, cayó preso y alcanzó la inmortalidad en
los libros de citas, diciendo «Todo se ha perdido menos el honor».
Por lo demás, las guerras italianas son significativas por sus efectos sobre la
futura politización y decadencia del papado. Adoptando el mismo bando que
cualquier Estado secular, entrando en tratos y alianzas, reuniendo ejércitos y
combatiendo, llegó a absorberse tanto en las cosas que son del César, con el resultado
de que simplemente se le percibió como secular: factor que haría posible el Saco de
Roma. En proporción con su concentración en el reino del César, los papas tuvieron
menos tiempo o preocupación por las cosas de Dios. Dedicados continuamente a los
quid pro quos de una alianza a otra, descuidaron más que nunca los problemas
eternos de la Iglesia y la comunidad religiosa y casi no advirtieron las señales de la
inminente crisis en su propia esfera.
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lágrimas que todos deambulaban por la ciudad como atontados, más muertos que
vivos[138]». Su profecía de que Lorenzo el Magnífico e Inocencio VIII morirían en
1492, como en breve ocurrió, le dio un poder aterrador[139]. Por inspiración suya se
hacían hogueras en que muchedumbres, con sollozos e histeria, arrojaban allí sus
objetos valiosos y de lujo, sus cuadros, paños y joyas. Lanzó a bandadas de niños a
buscar por la ciudad objetos de «vanidad» que debían quemarse. Pidió a sus
seguidores reformar sus propias vidas, renunciar a las fiestas y juegos profanos, a la
usura y a las vendettas, y restaurar la observancia religiosa.
Cuando mayor era la indignación de Savonarola, era al fustigar a la Iglesia.
«Papas y prelados hablan contra el orgullo y la ambición y están hundidos en ellos
hasta las orejas. Predican la castidad y tienen mancebas… sólo piensan en el mundo y
en las cosas mundanas. No les preocupan las almas». Han convertido a la Iglesia en
«casa de infamia… una prostituta que se sienta en el trono de Salomón y llama a los
transeúntes. Todo el que puede pagar entra y hace lo que quiere, pero el que desea
bien es echado a la calle. Así, oh Iglesia prostituida, has revelado tus abusos ante los
ojos del mundo entero y tu aliento emponzoñado sube a los cielos[140]».
Que hubiera algo de verdad en estas palabras no excitaba a Roma, acostumbrada,
de tiempo atrás, a las censuras de fanáticos. Sin embargo, Savonarola llegó a volverse
peligrosamente político, cuando saludó a Carlos VIII como instrumento de la reforma
enviada por el Señor, «como yo lo predije hace tiempo», para curar los males de Italia
y reformar la Iglesia[141]. Defender a los franceses fue su error fatal, pues se convirtió
en amenaza para los nuevos gobernantes de Florencia, y se hizo notar, con desagrado,
por el papa. Aquéllos exigieron su supresión, pero Alejandro, deseoso de evitar un
escándalo popular, sólo entró en acción cuando las demandas de Savonarola contra él
mismo y contra la jerarquía se hicieron imposibles de pasar por alto, especialmente
cuando Savonarola llamó a un Concilio para deponer al papa por motivos de simonía.
Al principio, Alejandro trató de acallar discretamente a Savonarola, tan sólo
impidiéndole predicar, pero los profetas que sienten que llevan dentro la voz de Dios
no son fáciles de silenciar. Savonarola desafió la orden diciendo que Alejandro, por
sus crímenes, había perdido su autoridad de Santísimo Padre y «ya no es cristiano. Es
un infiel, un hereje y como tal ha dejado de ser papa[142]». La respuesta de Alejandro
fue la excomunión, que Savonarola no tardó en desafiar dando la comunión y
celebrando misa. Alejandro ordenó entonces a las autoridades florentinas acallar ellas
mismas al predicador, amenazando con excomulgar a toda la ciudad. El sentimiento
público se había vuelto ya contra Savonarola debido a una prueba de fuego a la que
fue arrastrado por sus enemigos, y que él no pudo sostener. Encarcelado por las
autoridades de Florencia y torturado para arrancarle una confesión de engaño,
torturado nuevamente por examinadores papales que trataban de arrancarle una
confesión de herejía, fue entregado para su ejecución por el brazo secular. Entre
silbidos y chirigotas de la multitud, fue ahorcado y quemado en 1498. El trueno había
sido acallado, pero quedó la hostilidad a la jerarquía que aquél había hecho sonar.
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Los predicadores itinerantes, ermitaños y frailes tomaron el mismo tema. Algunos
fanáticos, algunos locos, todos tenían en común su disgusto con la Iglesia y
respondían a un vasto sentimiento público. Todo el que adoptara como misión el
predicar la reforma estaba seguro de encontrar oídos ávidos. No eran un fenómeno
nuevo. Como forma de entretenimiento para el pueblo común, una de las pocas que
éste tenía, los predicadores laicos y los frailes predicadores solían, de tiempo atrás, ir
de una ciudad a otra, atrayendo a enormes multitudes que escuchaban pacientemente,
durante horas, los extensos sermones que aquéllos pronunciaban en las plazas
públicas, porque en las iglesias no cabía tanta gente. En 1448, se dijo que hasta
quince mil acudieron a oír a un célebre franciscano, Roberto da Lecce, predicar
durante cuatro horas en Perusa[143]. Fustigando los males de la época, exhortando a la
gente a llevar vidas mejores y abandonar el pecado, los predicadores fueron
importantes por la respuesta popular que encontraron. Sus sermones habitualmente
terminaban con «conversiones» en masa, y presentes de gratitud al predicador. Una
profecía muy frecuente al cambio de siglo fue la del «papa angélico» que iniciaría la
reforma, y que iría seguido, como lo prometiera Savonarola, por un mundo mejor. Un
grupo de unos veinte discípulos, obreros de Florencia, eligieron a su propio «papa»,
el cual dijo a sus fieles que, mientras no se realizara la reforma, era inútil ir a la
confesión porque no había sacerdotes dignos de este nombre[144]. Sus palabras
cundieron, como muestra de un gran cambio que se aproximaba.
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llegaron las sospechas a centrarse en César, basadas en un supuesto deseo de César de
suplantar a su hermano, recibiendo la generosidad paterna, o bien, como resultado de
un triángulo incestuoso con hermano y hermana. En el hervidero de los rumores
romanos, ninguna depravación parecía excesiva para los Borgia (aunque, desde
entonces, los historiadores han absuelto a César del asesinato de su hermano[145]).
Abrumado de pesar —o tal vez atemorizado— por la muerte de su hijo, Alejandro
se llenó de remordimientos y cayó en una rara introspección. «El mayor peligro para
cualquier papa», dijo ante un consistorio de cardenales, «se encuentra en el hecho
que, rodeado como está por aduladores, nunca oye la verdad acerca de su propia
persona y acaba por no querer oír de ella[146]». Este mensaje nunca ha sido escuchado
por algún autócrata en la historia. En su crisis moral, el papa anunció, además, que el
golpe que había sufrido era el juicio de Dios sobre él por sus pecados, y que estaba
resuelto a enmendar su vida y reformar la Iglesia. «Empezaremos la reforma con
nosotros mismos y luego procederemos por todos los niveles de la Iglesia hasta
realizar todo el trabajo». Al punto, nombró una comisión de varios de los cardenales
más respetados para establecer un programa, pero aparte de la estipulación de reducir
los beneficios plurales, aquello no llegó al fondo del asunto. Empezando por los
cardenales, requería la reducción de ingresos, que evidentemente habían subido, hasta
seis mil ducados para cada uno; la reducción de sus dependientes a no más de ochenta
(al menos doce de los cuales debían estar en las órdenes sagradas) y de los escoltas
montados a treinta. Mayor moderación a la mesa, con sólo un platillo hervido y uno
asado por cada comida, y el entretenimiento, de músicos y actores, sería remplazado
por una lectura de las Sagradas Escrituras. Los cardenales ya no tomarían parte en
torneos ni carnavales ni asistirían a teatros seculares ni emplearían a «donceles»
variados como sus servidores. Una estipulación, de que habría que romper con todas
las concubinas, en los diez días siguientes a la publicación de la bula que encarnaba
las reformas, acaso modificara el interés del Santo Padre en el programa. Una nueva
provisión, que llamaba a un Concilio para poner en vigor las reformas, bastó para que
el papa volviera a la normalidad. La propuesta bula, In apostolicae sedis specula,
nunca fue emitida, y no volvió a hablarse de reforma[147].
En 1499, los franceses, con un nuevo rey, Luis XII, retornaron, ahora reclamando,
por el linaje de Orleans, la sucesión de Milán[148]. Otro clérigo, el arzobispo de Ruán,
como principal consejero del rey, era el impulsor de este esfuerzo. Le movía la
ambición de ser papa y creía poder alcanzar gran influencia si los franceses se
adueñaban de Milán. El papel de Alejandro en la nueva invasión, indudablemente
afectado por su experiencia de la última, fue totalmente cínico. Luis había solicitado
la anulación de su matrimonio con su esposa, la triste e impedida Juana, hermana de
Carlos VIII, para casarse con la mucho más codiciable Ana de Bretaña, viuda de
Carlos VIII, para poder unir así, finalmente, su ducado a la Corona de Francia.
Aunque la solicitud de anulación de Luis fue furiosamente condenada por
Oliverio Maillard, el finado confesor franciscano del rey, y había causado indignación
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en el reino de Francia, que simpatizaba con la reina desdeñada, Alejandro se mostró
indiferente a la opinión pública. Vio un medio de llenar de oro sus arcas y de
favorecer a César que, habiendo renunciado a su carrera eclesiástica, tenía
ambiciones de casar con la hija de Alfonso de Nápoles, residente en la corte francesa.
La renuncia —sin precedentes— de César al capelo cardenalicio, que le valió la
enemistad de muchos cardenales, provocó en un diarista de los hechos del Vaticano
un suspiro que resumió todo el papado renacentista. «Así, ahora, en la Iglesia de
Dios, tutto va al contrario[149]». A cambio de treinta mil ducados y apoyo al proyecto
de César, el papa concedió la anulación solicitada por Luis, más la dispensa de casar
con Ana de Bretaña, arrojando un capelo cardenalicio al arzobispo de Ruán, quien se
convirtió así en el cardenal de Amboise.
En esta segunda escandalosa anulación y en sus consecuencias, se mezclaron
varios tipos de insensatez. Entre un esplendor ducal, César, llevando su dispensa, fue
a Francia, donde habló con el rey sobre la proyectada campaña de Milán sobre la base
del apoyo papal. La sociedad de Alejandro con Francia, hecha en favor de su hijo, al
que ahora describía como más caro para él que nadie en el mundo, enfureció a todo
un bando de sus adversarios: los Sforza, los Colonna, los soberanos de Nápoles y,
desde luego, España. Actuando a nombre de España, unos enviados portugueses
visitaron al papa para censurarle su nepotismo, su simonía y su política hacia Francia
que, según afirmaron, ponía en peligro la paz de Italia y, de hecho, toda la
cristiandad. También ellos levantaron la amenaza de un Concilio a menos que el papa
cambiara de curso. No lo hizo así. Unos severos enviados de España siguieron en la
misma misión, ostensiblemente hablando para el bien de la Iglesia, aunque su motivo
—frustrar los planes de Francia— era tan político como el de Alejandro. Las
conferencias fueron caldeadas; nuevamente se habló, como amenaza, de una reforma
por Concilio. Un furioso enviado dijo a Alejandro, en su cara, que su elección era
inválida, y nulo su título de papa. A cambio, Alejandro amenazó con hacerle arrojar
al Tíber, y censuró al rey y la reina de España en términos insultantes por su
intervención[150].
Cuando fracasó la boda de César, por la invencible aversión de la princesa a su
pretendiente, la alianza con Francia amenazó con desplomarse, dejando abandonado a
Alejandro. Se sintió en tan grande peligro que celebró audiencias acompañado por
una guardia armada. Por Roma circularon rumores de que las potencias le retirarían
su obediencia, causando así un posible cisma. Sin embargo, el rey de Francia dispuso
otro matrimonio para César, con la hermana del rey de Navarra, lo que llenó de
regocijo a Alejandro que, a cambio, apoyó las pretensiones de Luis a Milán y se unió
a Francia en una liga con Venecia, siempre dispuesta a oponerse a Milán. El ejército
francés volvió a cruzar los Alpes, reforzado por mercenarios suizos. Cuando Milán
cayó ante su embate, Alejandro expresó estar encantado, pese al odio que esto
provocó por toda Europa. Entre guerras y tumulto, los peregrinos que llegaban a
Roma para el Año del Jubileo, de 1500, no encontraron seguridad sino, en cambio,
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desorden público, asaltos, atracos y asesinatos.
César se había lanzado ahora a una carrera militar para recuperar el dominio de
aquellas regiones de los Estados papales que habían estado logrando mayor
autonomía[151]. Algunos de sus contemporáneos creyeron que su objetivo era un
dominio temporal, quizás un reino para sí mismo en el centro de Italia. El costo de
sus campañas fue de inmensas sumas obtenidas de los ingresos papales, que en un
periodo de dos meses llegaron a 132 mil ducados: cerca de la mitad del ingreso
normal del papado, y en otro periodo de ocho meses, a 182 mil ducados. En Roma era
como un soberano, encallecido en la tiranía, un buen administrador ayudado por
espías e informantes, fuerte en las artes marciales y capaz de degollar a un toro de un
solo tajo. También César amaba las artes, ayudaba a poetas y pintores, y, sin
embargo, no vaciló en cortar la lengua y la mano de un hombre que, según le dijeron,
había repetido un chiste acerca de él. Un veneciano, del que se suponía que había
hecho circular un folleto calumnioso acerca del papa y de su hijo, fue asesinado y
arrojado al Tíber. «Cada noche», informó el desolado embajador de Venecia, «se
descubren cuatro o cinco hombres asesinados, obispos, prelados y otros, de modo que
toda Roma tiembla de miedo de ser asesinada por el duque[152]». Siniestro y
vengativo, el duque se deshacía de sus adversarios por los medios más directos,
sembrando en su lugar dientes de dragón. Fuese para autoprotección o para ocultar
las manchas que le desfiguraban el rostro, nunca salía de su residencia sin llevar una
máscara[153].
En 1501, Alfonso, segundo marido de Lucrecia, fue atacado por cinco asaltantes,
pero logró escapar, aunque gravemente herido. Mientras era devotamente atendido
por Lucrecia, se convenció de que César era el perpetrador y que trataría de matarlo
por envenenamiento. Por este temor, Alfonso rechazó a todos los médicos, y, sin
embargo, estaba recuperándose, cuando, desde una ventana, vio a su aborrecido
cuñado paseándose abajo, en el jardín. Tomando un arco y una flecha, disparó contra
César y, fatalmente, falló. Pocos minutos después, fue destrozado por los guardias del
duque[154]. Alejandro, tal vez intimidado él mismo por el tigre que había criado, no
hizo nada.
La muerte de su yerno no causó grandes remordimientos al papa; antes bien, si
hemos de juzgar por el diario de Burchard, esto suprimió sus últimas inhibiciones, si
algunas le quedaban. Dos meses después de la muerte de Alfonso, el papa presidió un
banquete ofrecido por César en el Vaticano, famoso en los anales de la pornografía,
como el Ballet de las Castañas, sobriamente registrado por Burchard. Cincuenta
cortesanas danzaron después del banquete con los huéspedes, «vestidas al principio,
desnudas después». Dispersaron entonces unas castañas entre los candelabros
colocados en el piso, «que las cortesanas, a gatas entre los candelabros, recogían,
mientras el papa, César y su hermana Lucrecia miraban». Siguieron entonces unos
coitos entre invitados y cortesanas, con premios —finas túnicas de seda y capas— a
«quienes pudiesen efectuar el acto más a menudo con las cortesanas». Un mes
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después, Burchard registra una escena en que llevaron unas yeguas y unos sementales
a un patio del Vaticano y se procuró que copularan, mientras, desde un balcón, el
papa y Lucrecia, «observaban, riendo a carcajadas, con gran placer». Después
siguieron mirando mientras César mataba a todo un grupo de criminales desarmados,
a los que, como los equinos, habían llevado al patio[155].
Los gastos del papa agotaron las arcas. El último día del año 1501, Lucrecia,
envuelta en brocado de oro y terciopelo carmesí, con armiño y perlas, fue casada por
tercera vez con el heredero de los De Este, de Ferrara, en una ceremonia de magnífica
pompa seguida por una semana de alegres y suntuosos festivales, fiestas, funciones
de teatro, carreras y corridas de toros para celebrar la unión de los Borgia con la
familia más distinguida de Italia. El propio Alejandro contó cien mil ducados de oro,
ante los hermanos del novio, como dote de Lucrecia[156]. Para financiar tales gastos
así como las continuas campañas de César, el papa, entre marzo y mayo de 1503, creó
ochenta nuevos cargos en la curia[157], para ser vendidos por 780 ducados cada uno, y
nombró nueve cardenales nuevos de un solo golpe, cinco de ellos españoles,
recibiendo como pagos por el capelo cardenalicio un total de 120 mil a 130 mil
ducados. En el mismo periodo, se obtuvieron grandes riquezas a la muerte del rico
cardenal veneciano Giovanni Michele, quien expiró después de dos días de violentos
dolores intestinales; generalmente se creyó que César lo había envenenado, por su
dinero.
Aquél fue el último año de la vida de Alejandro. Lo rodeaban hostilidades. Los
Orsini, con muchos partidarios, habían entablado una larga guerra contra César.
Tropas españolas habían desembarcado en el sur y luchaban contra los franceses por
el dominio de Nápoles, que poco después conquistarían, estableciendo el dominio
español del reino por tres siglos y medio. Los clérigos serios, que se preocupaban por
la fe, hablaban insistentemente de un Concilio: un tratado del cardenal Sangiorgio,
uno de los nombrados por el propio Alejandro, afirmaba que la continua negativa
papal a convocar a un Concilio dañaba a la Iglesia y escandalizaba a todo los
cristianos, y si todos los remedios fallaran, los propios cardenales tenían el derecho
de convocar a un Concilio[158].
En agosto de 1503, a la edad de 73 años, Alejandro VI murió, no de
envenenamiento como inmediatamente se supuso, sino probablemente de
susceptibilidad, a su edad, a las fiebres del verano romano. La emoción pública,
liberada como por la muerte de un monstruo, se expresó en horribles relatos de un
cuerpo negro, hinchado, con la lengua saliendo de una boca babeante, tan horrible
que nadie se atrevía a tocarlo, y que hubo que arrastrar por una cuerda atada en torno
de los pies[159]. Se dijo que el difunto pontífice había obtenido la tiara mediante un
pacto con el diablo, contra el precio de su alma. Las hojas de escándalo, a las que
eran muy afectos los romanos, aparecieron cada día en torno del cuello del Pasquino,
antigua estatua desenterrada en 1501 que servía a los romanos como lugar donde
colgar sus sátiras anónimas.
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César, pese a su poderío militar, resultó incapaz de sostenerse sin el apoyo de
Roma, donde un viejo enemigo había sucedido a su benévolo padre. Ahora, los
dientes del dragón se levantaron contra él. Se rindió en Nápoles, contra la promesa
española de un salvoconducto, promesa pronto violada por sus captores, que lo
llevaron a una cárcel de España. Habiendo escapado después de dos años, llegó hasta
Navarra y ahí murió, en una batalla, al año siguiente.
Tantos habían sido los crímenes de Alejandro, que el juicio de sus
contemporáneos solía ser extremoso, pero Burchard, su maestro de ceremonias, no
fue ni adversario suyo ni apologista. La impresión que deja su diario, escrito en un
tono imparcial, sobre el papado de Alejandro es de continua violencia, asesinatos en
las iglesias, cadáveres en el Tíber, lucha de facciones, incendios y saqueos, arrestos,
torturas y ejecuciones, combinado todo ello con escándalos, frivolidades y continuas
ceremonias: recepción de embajadores, príncipes y soberanos, obsesiva atención al
atuendo y a las joyas, protocolo de procesiones, entretenimientos y carrera de
caballos en que los cardenales ganaban premios, todo ello con el registro de los
costos y finanzas.
Ciertos historiadores revisionistas han simpatizado con el papa Borgia y se han
esforzado por rehabilitarlo mediante complicados argumentos para refutar las
acusaciones contra él, tildándolas de exageraciones, falsificaciones o chismes o una
malicia inexplicable hasta que, a la postre, todo se desvanece en una nube de
invenciones. La revisión no puede explicar una cosa: el odio, la repugnancia y el
temor que Alejandro había engendrado cuando le llegó la hora de su muerte.
En los libros de historia, el pontificado se detalla mediante guerras y maniobras
políticas. Casi no se menciona la religión, salvo alguna diferencia ocasional a la
observancia del ayuno en la Cuaresma, por Alejandro, o su preocupación por
mantener la pureza de la doctrina católica mediante la censura de los libros. Tal vez
lo más indicado sea dejar la última palabra a Egidio de Viterbo, general de los
agustinos y figura importante en el movimiento de reforma. En un sermón, dijo que
Roma, bajo Alejandro VI, no conoce «Ni ley ni divinidad; reinan el oro, la fuerza y
Venus[160]».
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4. El guerrero: Julio II, 1503-1513
A sí como la tiara papal lo había eludido dos veces, el cardenal Della Rovere
ahora la perdió por tercera vez. Su adversario más poderoso, y un contendiente
soberbio, era el cardenal francés d'Amboise. También César Borgia que dominaba un
sólido grupo de once cardenales españoles, era una tercera fuerza, sombríamente
decidida a elegir a un español que fuera su aliado. Fuerzas armadas de Francia,
España, de los Borgia, de los Orsini y de varias facciones italianas ejercieron presión
en favor de sus diversos intereses, mediante una presencia intimidadora. Dadas las
circunstancias, los cardenales se retiraron a su cónclave, dentro de los muros
fortificados del castillo Sant'Angelo, y sólo después de alquilar tropas mercenarias
para su protección, se trasladaron al Vaticano[161].
Julio II, por Rafael. Detalle de La Misa de Bolsena, un fresco de una de las Estancias de Rafael en el
Vaticano. Las dos figuras que hay justo a la derecha de la túnica del Papa representan al Cardenal Raffaele
Riario y al Cardenal Suizo Matthäus Schiner.
Hubo muchos que habrían podido ser en esta elección. Una vez más, surgió un
papa accidental, cuando los principales candidatos se anularon unos a otros. Los
votos españoles fueron anulados por tumultuosos gentíos, que gritaban su odio a los
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Borgia, lo que hacía imposible la elección de otro español. D’Amboise fue anulado
por las abiertas advertencias de Della Rovere de que su elección resultaría en el
traslado del papado a Francia. Los cardenales italianos, aunque abrumadora mayoría
del Colegio, se dividieron en apoyo de diversos candidatos. Della Rovere recibió la
mayoría de los votos, pero le faltaron dos para alcanzar los dos tercios necesarios.
Encontrándose bloqueado, dio su apoyo al piadoso y digno cardenal de Siena,
Francesco Piccolomini, cuya avanzada edad y mala salud parecían indicar un breve
reinado. En esta situación, Piccolomini fue elegido, y tomó el nombre de Pío III en
honor de su tío, el antiguo Eneas Silvio Piccolomini, que había sido Pío II[162].
El primer anuncio público del nuevo papa fue que se dedicaría inicialmente a la
reforma, empezando en lo alto, por la corte papal. Hombre culto y leído, como su tío,
aunque de temperamento más estudioso y reservado, Piccolomini había sido cardenal
durante más de cuarenta años. Activo al servicio de Pío II, pero fuera de lugar en la
mundana Roma de los años siguientes, se había quedado en Siena durante los últimos
pontificados. Aunque poco conocido, gozaba de una reputación de bondad y castidad,
instantáneamente apreciada por el anhelo público de un «buen» papa, que sería lo
opuesto de Alejandro VI. El anuncio de su elección provocó tumultos de regocijo
popular. Los prelados reformistas se sintieron felices de que por fin el gobierno de la
Iglesia se hubiese confiado a un pontífice que era «depósito de todas las virtudes y
morada del Espíritu Santo de Dios[163]». Todos están llenos, escribió el obispo de
Arezzo, «con las más altas esperanzas de reforma de la Iglesia y el retorno de la
paz[164]». La vida religiosa y ejemplar del nuevo papa prometía «una nueva época en
la historia de la Iglesia».
Esta nueva época no sería. A los 64 años, Pío III era viejo para su época, y estaba
debilitado por la gota. Bajo la carga de audiencias, consistorios y las largas
ceremonias de consagración y coronación, fue debilitándose día tras día y falleció,
habiendo reinado durante 26 días.
El fervor y la esperanza con que se había recibido a Pío III eran medida del
anhelo del cambio, y suficiente advertencia de que un papado que se concentrara en
cosas temporales no estaba sirviendo a los intereses fundamentales de la Iglesia. Si
esto fue reconocido, tal vez por una tercera parte del Sacro Colegio, éstos no eran
más que paja al viento de una sola y feroz ambición. En la nueva elección, Giuliano
della Rovere, empleando «inmoderadas y totales promesas[165]», cohecho, cuando fue
necesario, y para asombro general, arrastrando a todas las facciones y anteriores
adversarios a su propio campo, obtuvo por fin la tiara papal. Fue elegido en un
cónclave de menos de 24 horas, el más breve en la historia. Un ego monumental se
expresó en el cambio de su nombre, por sólo una sílaba, para recibir el nombre papal
de Giulio, o Julio II.
Julio se encuentra entre los grandes papas por causa de sus realizaciones
temporales, entre ellas su fértil asociación con Miguel Ángel, pues el arte, después de
la guerra, es el gran inmortalizador de reputaciones. Sin embargo, tanto como sus tres
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predecesores, se olvidó de los fieles que estaban a su cargo. Sus dos pasiones
absorbentes, no motivadas por avaricia personal ni por nepotismo, eran la
restauración de la integridad política y territorial de los Estados papales y el
embellecimiento de su Sede y perpetuación de sí mismo por medio de los triunfos del
arte. Logró importantes resultados en estos esfuerzos que, siendo visibles, han
recibido amplia difusión, como suelen hacerlo las marcas visibles de la historia,
mientras que el aspecto importante de su reinado, su falta de visión ante la crisis
religiosa, ha sido pasado por alto, como suelen, asimismo, pasar las cosas invisibles
de la historia. Las metas de su política eran enteramente temporales. Pese a su fuerza
dinámica, perdió la oportunidad, como escribió Guicciardini, de «promover la
salvación de las almas para las cuales era el vicario de Cristo en la Tierra».
Impetuoso, violento, autocrático, sin escrúpulos, difícil de contener, Julio era un
activista, demasiado impaciente para consultar a nadie y casi nunca escuchaba
consejos[166]. En cuerpo y alma, informó el embajador de Venecia, «tiene la
naturaleza de un gigante. Todo lo que ha estado pensando la noche anterior ha de
efectuarse inmediatamente a la mañana, e insiste en hacerlo todo por sí mismo». Ante
resistencia u opiniones contrarias, «se muestra sombrío y cambia de conversación o
interrumpe al que está hablando con una campanilla que mantiene sobre la mesa
cercana[167]». También él padecía de gota, así como de una enfermedad de los riñones
y otros achaques, pero ninguna enfermedad del cuerpo contenía su espíritu. Sus
apretados labios, el color de su piel, sus «terribles» ojos oscuros, marcaban un
temperamento implacable, que no estaba decidido a ceder ante ningún obstáculo.
Terribilità era la palabra con que los italianos lo describían.
Habiendo quebrantado el poderío de César Borgia, Julio procedió a neutralizar a
las facciones de los barones romanos, en guerra, mediante juiciosos matrimonios de
los parientes de Della Rovere con Orsinis y Colonnas. Reorganizó y fortaleció la
administración papal, mejoró el orden en la ciudad por medio de severas medidas
contra los bandidos y los asesinos pagados y duelistas que habían florecido en tiempo
de Alejandro. Contrató la Guardia Suiza, protectora del Vaticano, y efectuó giras de
inspección por los territorios papales.
Su programa por consolidar el gobierno papal empezó con una campaña contra
Venecia para recuperar las ciudades de la Romaña, que Venecia había arrebatado a la
Santa Sede, y en esta aventura contó con la ayuda de Francia, en alianza con
Luis XII. Emprendió negociaciones, en diplomacia local o multinacional: para
neutralizar a Florencia, para comprometer al emperador, para activar a sus aliados,
para dislocar a sus adversarios. En sus intereses comunes si bien conflictivos, todos
los participantes en las guerras de Italia tenían designios sobre las extendidas
posesiones de Venecia, y en 1508 los bandos se fundieron en una coalición llamada la
Liga de Cambray. Las guerras de la Liga de Cambray en los cinco años siguientes
muestran toda la coherencia lógica de los libretos de ópera. Fueron dirigidos en gran
parte contra Venecia hasta que los bandos se volvieron contra Francia. El papado, el
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Imperio, y España y un importante contingente de mercenarios suizos tomaron parte
en un cambio de alianza tras otro. Mediante una magistral manipulación de las
finanzas, la política y las armas, ayudado por la excomunión cuando el conflicto se
ponía difícil, el papa logró recuperar, a la postre, los Estados del patrimonio que
Venecia había absorbido.
Mientras tanto, y contra todo consejo, la pugnacidad de Julio se extendió a la
recuperación de Bolonia y de Perusa, las dos ciudades más importantes del dominio
papal, cuyos déspotas, además de oprimir a sus súbditos, virtualmente se
desentendían de la autoridad de Roma. Anunciando su intención de ponerse al mando
personalmente, y rechazando las escandalizadas objeciones de muchos de los
cardenales, el papa asombró a Europa al ponerse a la cabeza de su ejército en su
marcha hacia el norte en 1506.
Años de beligerancia, conquistas, pérdidas y violentas disputas le aguardaban.
Cuando en el curso normal de la política italiana Ferrara, feudo papal, cambió de
bando, Julio, movido por la rabia ante la rebelión y el progreso dilatorio de sus
fuerzas punitivas, volvió a ponerse al mando, al frente de su ejército. Con casco y
cota de malla, el papa de barba blanca, que acababa de levantarse de una enfermedad,
tan cerca de la muerte que se habían tomado ya disposiciones para convocar a un
cónclave, dirigió un sitio, entre la nieve, soportando los rigores de un severo
invierno[168]. Estableciendo su cuartel general en una choza de campesino,
continuamente estaba a caballo, dirigiendo las tropas y las baterías, galopando entre
sus soldados, reconviniéndolos o alentándolos y guiándolos personalmente a través
de una brecha en la fortaleza. «Ciertamente, era muy insólito ver a un Sumo
Sacerdote, el vicario de Cristo en la Tierra… empleado, en persona, en dirigir una
guerra excitada por él mismo entre cristianos… y no reteniendo de Pontífice más que
el nombre y las ropas[169]».
Los juicios de Guicciardini están imbuidos por su desprecio a todos los papas de
su época, pero a muchos otros el espectáculo del Santo Padre como guerrero e
instigador de guerras les resultaba desalentador. Los buenos cristianos se
escandalizaron.
Julio fue impulsado en esta empresa por su furia contra los franceses que,
mediante una larga serie de disputas, se habían vuelto sus enemigos y a los que se
había unido Ferrara. El agresivo cardenal d’Amboise, tan resuelto a ser papa como
Julio antes que él, había convencido a Luis XII de exigir tres cardenalatos franceses
como precio por su ayuda. Contra su voluntad, Julio aceptó por contar con la ayuda
francesa, pero las relaciones con su viejo rival se habían enconado, y surgieron
disputas. Dijose que las relaciones del papa con la Liga dependían de si su odio a
d’Amboise resultaba mayor que su enemistad contra Venecia. Cuando Julio apoyó a
Génova en sus esfuerzos por sacudirse el yugo francés, Luis XII, espoleado por
d’Amboise, hizo mayores reclamaciones de derechos franceses en la asignación de
beneficios. Al extenderse el área de conflicto, Julio comprendió que los Estados
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papales nunca quedarían firmemente establecidos mientras los franceses ejerciesen
poder en Italia. Habiendo sido antes el «fatal instrumento» de su invasión, ahora
dedicó todos sus esfuerzos a expulsarlos. La inversión de su política, que requería
todo un nuevo conjunto de alianzas y acuerdos, atemorizó a sus compatriotas y hasta
a su enemigo. Luis XII, según dijo Maquiavelo, por entonces enviado florentino en
Francia, «está resuelto a reivindicar su honor aun si pierde todo lo que posee en
Italia[170]». El rey, vacilando entre la moral y los procedimientos militares, amenazó a
veces con «colgar a un concilio del cuello (del papa)» y en otros momentos, con
d'Amboise a su lado, amenazó con «conducir un ejército hasta Roma y deponer
personalmente al papa[171]». La visión no sólo de triunfar sino remplazar al papa trató
al cardenal d’Amboise. También él se había contagiado del virus de la locura… o de
la ambición, uno de sus grandes componentes.
En julio de 1510, Julio rompió relaciones con Luis, cerrando la puerta del
Vaticano al embajador francés. «Los franceses en Roma», informó alegremente el
enviado de Venecia, «salieron a hurtadillas, con aspecto de cadáveres[172]». Julio, por
lo contrario, se sintió robustecido por visiones de él mismo obteniendo gloria como
libertador de Italia. En adelante, Fuori i barbari! (¡Fuera los bárbaros!) fue su grito
de batalla[173].
Audaz en su nueva causa, ejecutó una inversión completa para unirse con Venecia
contra Francia. Ayudado también por España, siempre deseosa de echar de Italia a los
franceses, la nueva combinación, llamada la Liga Santa recibió la adición de los
suizos. Reclutados por Julio, en condiciones de subsidio anual, durante cinco años,
tenían por comandante al marcial obispo de Sión, Matthäus Schiner[174]. Éste, espíritu
afín al del papa, odiaba a sus poderosos vecinos, los franceses, aún más que Julio, y
dedicó sus talentos, en cuerpo y alma, a derrotarlos. Desgarbado, de nariz larga, con
energías ilimitadas, era un intrépido soldado y un fascinante orador, cuya elocuencia
antes de las batallas movía a sus tropas, «como el viento mueve las olas». La lengua
de Schiner, se quejó el siguiente rey de Francia, Francisco I, causó a los franceses
más dificultades que las formidables albardas suizas. Julio le nombró cardenal al
ingresar en la Liga Santa. En años posteriores y en batallas contra Francisco I,
Schiner entró en combate llevando su capelo y sus rojas ropas cardenalicias, después
de anunciar a sus tropas que deseaba bañarse en sangre francesa.
La adición de otro clérigo marcial, el arzobispo Bainbridge, de York, a quien Julio
nombró cardenal al mismo tiempo que elevó a Schiner, hizo más profunda la
impresión de un pontificado adicto a la espada. «¿Qué tienen en común el casco y la
mitra?», preguntó Erasmo, refiriéndose claramente a Julio, aunque aguardando,
prudentemente, a que hubiese muerto para preguntarlo. «¿Qué asociación hay entre la
cruz y la espada, entre el Libro Sagrado y el escudo? ¿Cómo te atreves, obispo, que
ocupas el lugar del apóstol, a enseñar la guerra a tu pueblo?»[175]. Si Erasmo, siempre
aficionado a la ambigüedad, pudo decir tanto, muchos otros se sintieron aún más
incómodos. En Roma aparecieron versos satíricos que se referían al heredero armado
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de San Pedro, y en Francia surgieron caricaturas y burlas, instigadas por el rey, quien
aprovechó la imagen de Julio como guerrero para hacer propaganda. Se dijo que
«adopta la pose del guerrero pero sólo parece un monje bailando con espuelas[176]».
Serios clérigos y cardenales le rogaron no conducir ejércitos en persona. Pero fueron
en vano todos los argumentos acerca de no provocar la desaprobación del mundo o
dar nuevas razones a quienes agitaban para deponerlo.
Julio perseguía sus objetivos, con absoluto desdén de los obstáculos que sólo
ayudaban a que pareciera más irresistible, pero en su afán olvidó el propósito
fundamental de la Iglesia. La locura, en uno de sus aspectos, es el apego obstinado a
un mal objetivo. Giovanni Acciaiuoili, por entonces embajador de Florencia en
Roma, sintió que las cosas ya estaban fuera de todo control. Educado en la teoría
florentina de la ciencia política basada en cálculos racionales, el embajador encontró,
en los violentos giros de la política de Julio y en su comportamiento, frecuentemente
diabólico, una perturbadora prueba de que los hechos estaban sucediendo «fuera de
toda razón[177]».
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compartió el título, ello no le importó en lo más mínimo. En 1506 descendió por una
escala hasta el fondo de un empinado pozo construido para sostener pilotes del nuevo
edificio, y puso allí la primera piedra de la «catedral del mundo», inscrita, desde
luego, con su nombre. El costo de la construcción superó con mucho los ingresos
papales y hubo que hacerle frente mediante un recurso de grandes consecuencias: la
venta pública de indulgencias. Extendida a Alemania en el siguiente pontificado,
completó la desilusión de un indignado clérigo, precipitando el documento que mayor
escisión causaría en la historia de la Iglesia.
En Miguel Ángel el papa había reconocido a un artista incomparable desde el
momento de su primer escultura en Roma, la Pietà réquiem en mármol que nadie
desde tal día puede contemplar sin emoción. Terminada en 1499 por encargo de un
cardenal francés que deseaba contribuir con una gran obra a San Pedro, a su partida
de Roma, hizo célebre a Miguel Ángel a los 24 años, y fue seguida, cinco años
después, por su poderoso David, para la catedral de su originaria Florencia.
Claramente, el papa supremo debía de ser glorificado por el artista supremo, pero los
temperamentos de los dos terribili chocaron. Después de que Miguel Ángel pasó
ocho meses cortando y transportando los mármoles más finos de Carrara, para la
tumba, Julio abandonó súbitamente el proyecto, se negó a pagar o a hablar al artista,
que volvió furioso a Florencia, jurando nunca más trabajar para el papa. Nadie puede
saber qué ocurrió en el sombrío y truculento cerebro de Della Rovere, y su arrogancia
no le permitió ofrecer ninguna explicación a Miguel Ángel[181].
Sin embargo, al ser conquistada Bolonia, el triunfo había de ser celebrado por la
misma gran mano. Tras repetidos y tercos rechazos y gracias a los persistentes
esfuerzos de los intermediarios, Miguel Ángel fue reconquistado y consintió en
modelar una enorme estatua de Julio, el triple del tamaño natural, como lo encargaba
el propio Julio. Cuando el modelo la vio, en barro aún, Miguel Ángel preguntó si
podía colocarle un libro en la mano izquierda. «Ponme una espada allí», respondió el
papa-guerrero, «yo no sé nada de letras[182]». Fundida en bronce, la colosal figura fue
derribada y fundida cuando la ciudad cambió de manos durante las guerras y
convertida en un cañón, burlescamente llamado La Giulia por los enemigos del papa.
De acuerdo con el espíritu renacentista, el papado de Julio, que llevó adelante la
obra de su tío Sixto IV, consagró energías y fondos a la renovación de la ciudad. Por
doquier se veían albañiles construyendo. Los cardenales crearon palacios, agrandaron
y restauraron iglesias. Surgieron iglesias nuevas o reconstruidas como Santa María
del Popolo y Santa María della Pace. Bramante creó el jardín de esculturas del
Belvedere y las logias que lo conectan con el Vaticano. Fueron llamados, para
ornamentar, grandes pintores, escultores, talladores y orfebres. Rafael exaltó la
Iglesia en frescos para los departamentos papales, recién ocupados por Julio porque
se negó a vivir en la misma morada de su difunto enemigo Alejandro. Miguel Ángel,
arrastrado una vez más contra su voluntad por el tozudo papa, pintó el techo de la
Sixtina, atrapado por su propio arte, y trabajó solo, en un andamiaje, durante cuatro
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años, sin permitir más que al papa inspeccionar su avance. Subiendo por una escala
hasta la plataforma, el anciano papa solía criticar al pintor y pelearse con él, y vivió
lo necesario para presenciar la revelación cuando «todo el mundo llegó corriendo» a
contemplar y a reconocer la maravilla de la nueva obra maestra.
El arte y la guerra absorbieron los intereses y los recursos del papa, con gran
descuido de la reforma interna. Mientras el exterior florecía, el interior entraba en
decadencia. Apareció por entonces un extraño recordatorio de la locura en la
antigüedad: la estatua clásica de mármol del Laocoonte fue redescubierta como para
advertir a la Iglesia… como su prototipo había antes advertido a Troya. Fue
desenterrada por un pacífico amo de casa llamado Felice de Fredi, cuando estaba
limpiando su viña de antiguas paredes, en la vecindad de los antiguos Baños de Tito,
construidos sobre las ruinas de la Casa de Oro de Nerón. Aunque la escultura estaba
rota, en cuatro pedazos grandes y tres más pequeños, no había romano que no
conociera una estatua clásica al verla. Inmediatamente se envió noticias al arquitecto
del papa, Giuliano de Sangallo, quien al punto se lanzó a caballo, con su hijo,
acompañado por Miguel Ángel, que en aquel momento estaba de visita en su casa.
Mientras desmontaba, Sangallo echó una mirada a los pedazos semienterrados y
gritó: «¡Es el Laocoonte que describe Plinio!». Los observadores miraban llenos de
emoción y de angustia mientras iban limpiando la estatua, y luego informaron al
papa, quien la compró al punto por 4140 ducados.
El antiguo Laocoonte, cubierto de tierra, fue recibido regiamente. Llevado al
Vaticano entre multitudes jubilosas y por caminos cubiertos de flores, fue
reconstruido y colocado en el jardín de esculturas de Belvedere, junto con el Apolo de
Belvedere, «las dos primeras estatuas del mundo». Tal fue el triunfo que De Fredi y
su hijo fueron recompensados con una pensión anual vitalicia de 600 ducados (que se
obtendría de los derechos de peaje por las puertas de la ciudad), y el papel del
descubridor fue anotado, por él mismo, en su lápida mortuoria[183].
De la antigua maravilla surgieron nuevos conceptos del arte. Su angustiado
movimiento influyó profundamente sobre Miguel Ángel. Los escultores más
importantes acudieron a examinarlo; los orfebres hicieron copias; un cardenal con
aficiones poéticas le escribió una oda («del corazón de poderosas ruinas, ¡mirad!/El
tiempo ha traído de nuevo Laocoonte a su hogar»)[184]; Francisco I trató de obtenerlo
como precio de la victoria obtenida sobre el siguiente papa[185]; en el siglo XVIII fue la
pieza principal de estudios efectuados por Winchelmann, Lessing y Goethe;
Napoleón se lo llevó, tras un transitorio triunfo, al Louvre, de donde, a su caída,
regresó a Roma. El Laocoonte era arte, estilo, virtud, lucha, antigüedad, filosofía,
pero, como voz de advertencia contra la autodestrucción, nadie atendió a él.
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Italia. La deposición era ya objetivo declarado, como si el aterrador ejemplo del
cisma del siglo anterior nunca hubiese ocurrido. La secularización había resultado
demasiado bien; el aura del papa se había desvanecido hasta que, a los ojos de los
políticos, si no a los ojos populares había llegado a no diferenciarse de ningún otro
príncipe o soberano, y se podía tratar con él en las mismas condiciones. En 1511,
Luis XII, asociado al emperador de Alemania y a nueve cardenales disidentes (tres de
los cuales le negarían después su consentimiento), convocó a un Concilio General. Se
llamó a prelados, órdenes, universidades, gobernantes seculares y al papa mismo para
asistir en persona o por medio de delegaciones, con el propósito declarado de una
«Reforma de la Iglesia en la Cabeza y los Miembros». Esto lo comprendieron todos
como eufemismo, por no decir guerra contra Julio.
Julio se encontraba ahora en la misma posición en que una vez había tratado de
colocar a Alejandro, mientras las tropas francesas avanzaban, y se preparaba un
Concilio. Se hablaba abiertamente de deposición y de cisma. El Concilio, patrocinado
por los franceses, en que los cardenales cismáticos adoptaban la posición de que Julio
no había cumplido con su promesa original de celebrar un Concilio, se reunió en Pisa.
Tropas francesas volvieron a entrar en la Romaña; Bolonia volvió a caer en manos
del enemigo. Roma tembló sintiendo aproximarse su ruina. Agotado por sus
esfuerzos en el frente de batalla, cansado y enfermo a los 68 años, viendo bajo ataque
su territorio y su autoridad, Julio, como último recurso, tomó la única medida a la que
tanto se habían resistido él y sus predecesores: convocó a un Concilio General que se
habría de reunir en Roma bajo su propia autoridad. Éste fue el origen, más por
desesperación que por convicción, del único gran esfuerzo hecho en asuntos
religiosos por la Santa Sede durante este periodo. Aunque minuciosamente
circunscrito, llegó a ser un foro, si no una solución, de todos los problemas.
El Quinto Concilio Laterano, como fue llamado, se reunió en San Juan de Letrán,
la primera iglesia de Roma, en mayo de 1512. En la historia de la Iglesia, la hora era
tardía, y hubo muchos que la reconocieron como tal, con una urgencia cercana a la
desesperación. Tres meses antes, el diácono de San Pablo, en Londres, John Colet,
erudito y teólogo, predicando ante una convención de clérigos sobre la necesidad de
reforma, había gritado: «¡Nunca necesitó más vuestros esfuerzos el estado de la
Iglesia!». En la fiebre de los ingresos, afirmó, «en la desalada carrera de beneficio a
beneficio», en avidez y corrupción, la dignidad de los sacerdotes se había
deshonrado, los laicos se habían escandalizado, el rostro de Cristo había sido
manchado, la influencia de la Iglesia destruida, peor que por la invasión de herejías
porque cuando el mundo absorbe al clero, «la raíz de toda vida espiritual se
extingue[186]». Éste era, en verdad, el problema.
Una terrible derrota en la Romaña, poco antes de que se reuniera el Concilio
Laterano, agudizó el sentido de crisis. El Domingo de Pascua, sin que los suizos
hubiesen salido aún al campo, los franceses, con ayuda de cinco mil mercenarios
alemanes, abrumaron a los ejércitos papal y español en una sanguinaria y terrible
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batalla en Ravena. Fue un mal presagio. En un tratado dedicado al papa en vísperas
del Concilio, un jurista boloñés advertirá: «A menos que, reflexionando, reformemos,
un Dios justo se vengará terriblemente, no antes de mucho[187]».
Egidio de Viterbo, general de los agustinos, que pronunció la oración inaugural en
el Concilio Laterano en presencia del papa, era otro de los que veían la Divina
Providencia en la derrota de Ravena y no vaciló en decirlo en palabras de
inconfundible desafío al anciano que ocupaba el trono. La derrota mostraba, dijo
Egidio, la vanidad de depender de armas mundanas, e invocó a la Iglesia para que
recuperara sus verdaderas armas, «piedad, religión, probidad y plegaria», la armadura
de la fe y la espada de la luz. En su actual estado, la Iglesia yacía en tierra, «como las
hojas muertas de un árbol en invierno… ¿Cuándo ha habido entre el pueblo mayor
descuido y mayor desdén a lo sagrado, a los sacramentos y a los sagrados
mandamientos? ¿Cuándo han estado nuestra religión y nuestra fe más expuestas a la
burla, aun de las clases más bajas? ¿Cuándo, oh dolor, ha habido una escisión más
desastrosa en la Iglesia? ¿Cuándo ha sido la guerra más peligrosa, más poderoso el
enemigo, más crueles los ejércitos?… ¿Veis la matanza? ¿Veis la destrucción, y el
campo de batalla cubierto por miles de cuerpos mutilados? ¿Veis que en este año la
Tierra ha absorbido más sangre que agua, más sangre que lluvia? ¿Veis que en la
tumba yace tanta fuerza cristiana como bastaría para emprender la guerra contra los
enemigos de la fe…?» [Es decir, contra Mahoma, «el enemigo público de Cristo»]
[188].
La peculiar pasión familiar de los papas, que al parecer les hacia considerar más
importante lograr fortunas familiares para ellos, que los asuntos de la Santa Sede, fue
plenamente compartida por León, para su ruina[212]. No teniendo hijos propios,
enfocó sus esfuerzos en sus parientes más cercanos, empezando con su primo
hermano Julio de Médicis, hijo bastardo de aquel Julián que fue muerto en la catedral
por los Pazzi. León anuló la barrera del nacimiento mediante una declaración en que
decía que los padres de Julio habían estado legalmente casados, aunque en secreto, y
así legitimado, Julio llegó a cardenal y a principal ministro de su primo, acabando por
Quedaron horrorizados la curia, los cardenales, los ciudadanos y todos los que
esperaban beneficiarse del patrocinio papal; los romanos se indignaron ante el
advenimiento de un extranjero, por tanto, dijeron, «bárbaro», y el propio papa elegido
no pareció impaciente de subir al trono. En cambio, los reformadores, alentados por
la reputación de Adriano, por fin tuvieron esperanzas. Redactaron unos programas
para un Concilio de reforma, con listas de reglas de la Iglesia, durante largo tiempo
desdeñadas, necesarias para limpiar de corrupción al clero. Su argumento quedó
resumido en la severa advertencia de uno de sus consejeros: «Bajo pena de
condenación eterna el papa debe nombrar pastores, no lobos[236]».
Adriano no apareció en Roma hasta finales de agosto de 1521, casi ocho meses
después de su elección, en parte debido a un brote de peste. Al punto hizo clara su
intención. Dirigiéndose al Colegio de Cardenales en su primer consistorio, dijo que
los males del clero y el papado habían llegado a tal clímax que, en palabras de San
Bernardo, «los que estaban empapados en el pecado ya no podían percibir el hedor de
sus propias iniquidades[237]». Afirmó que la mala reputación de Roma era la
comidilla de todo el mundo e imploró a los cardenales que suprimieran de sus vidas
la corrupción y el lujo, como su sagrado deber, poniendo un buen ejemplo al mundo
uniéndose a él en la causa de la reforma. Su público se mostró sordo a sus súplicas.
Nadie estaba dispuesto a separar la fortuna personal del cargo eclesiástico, o a
prescindir de las anualidades e ingresos de los beneficios plurales. Cuando el papa
anunció medidas de austeridad para todos, sólo encontró una sorda resistencia.
Adriano persistió. Los funcionarios de la curia, los antiguos favoritos, y hasta
cardenales fueron convocados, para censurarlos o para juicios y castigos. «Todo el
mundo tiembla», informó el embajador veneciano, «debido a las cosas hechas por el
papa en el plazo de ocho días[238]».
Adriano dictó reglas que prohibían la simonía, reducían los gastos, combatían la
venta de dispensas e indulgencias, nombraban sólo a clérigos calificados para obtener
beneficios, limitando uno a cada uno, sobre la nueva teoría de que los beneficios eran
para los sacerdotes, y no los sacerdotes para los beneficios[239]. En cada uno de sus
esfuerzos, se le dijo que quedaría en bancarrota o debilitaría a la Iglesia. Tan sólo
atendido por dos ayudantes personales, aislado por el lenguaje, despreciado por su
desinterés en las artes y las antigüedades, contrario en todo a los italianos, no pudo
hacer nada aceptable. Su carta a la Dieta alemana en que exigía la supresión de
Lutero como había sido decretada por la Dieta de Worms fue pasada por alto,
mientras que su reconocimiento de que en la Iglesia romana «se había abusado de las
cosas sagradas, se habían transgredido los mandamientos y todo había sido para mal»
le enajenó a la corte papal[240]. Contra protestas y manifestaciones populares,
pasquinate satírico, insultos en las paredes y la no cooperación de los dignatarios,
Adriano encontró el sistema demasiado arraigado para poder desalojarlo. Tristemente
Las dificultades surgieron del triunfo británico de 1763 sobre los franceses y los
indios en la Guerra de Siete Años. Con la cesión de Canadá y tierras internas por
Francia, la Gran Bretaña quedó en posesión de las grandes llanuras, a través de las
planicies Allegheny, de los valles del Ohio y Misisipi poblados por indómitas tribus
indias y por unos 8000 o 9000 católicos francocanadienses. Los franceses, aún no
enteramente expulsados del continente, conservaban la Louisiana y la embocadura
del Misisipi, desde donde, posiblemente, podrían emprender una campaña de retorno.
La administración y la defensa de la nueva área significaría mayores gastos para los
ingleses por encima del pago de intereses sobre la deuda nacional, que los costos de
la guerra casi habían duplicado, de 72 millones de libras a 130 millones de libras. Al
mismo tiempo, la cuenta del presupuesto se había decuplicado, pasando de 14.5
millones de libras a 145 millones.
La necesidad inmediata de la victoria fue establecer una fuerza armada calculada
en diez mil hombres en la América del Norte para la defensa contra los indios y el
resurgimiento de los franceses, y al mismo tiempo, colectar ingresos en las colonias
para pagar dicha defensa. Para su propia defensa, como la veían los ingleses. La
simple insinuación de un ejército permanente, que en la mentalidad del siglo XVIII
evocaba las peores connotaciones de tiranía, al punto pondría en estado de alerta y de
desconfianza a los colonos que tenían ideas políticas. Sospechaban que los británicos
La Cámara de los Comunes, en el reinado de Jorge III, por Karl Anton Hickel, 1793, muestra a William
Pitt El Joven dirigiéndose a la Cámara.
Charles Watson-Wentworth, 2.o marqués de Rockingham, del estudio de Sir Joshua Reynolds, 1771.
¡George, es un rey! George III, del estudio de Allait Ramsay, circa 1767.
El impuesto a la sidra provocó el tumulto final que llevó a la caída del aborrecido
conde de Bute, de quien se sospechaba que quería derrocar al rey, sosteniendo como
los tories la «prerrogativa» real. Renunció en 1763, y fue sucedido por el cuñado de
Pitt, George Grenville. Aunque el impuesto a la sidra claramente había sido un
fracaso y fue derogado en dos años, el gobierno, en su busca de ingresos, probaría los
mismos métodos fiscales en América.
George Grenville, cuando aceptó el primer cargo, a los 51 años, era un hombre
Ésta era la pauta de los ministros británicos. Procedían de unas 200 familias, con
174 títulos nobiliarios en 1760, se conocían unos a otros, de la escuela y la
universidad, estaban emparentados por medio de cadenas de primos, parientes
Los patrones políticos dominaban a veces hasta siete y ocho escaños, a menudo
Incapaz de contenerse, el coronel Isaac Barré, fiero exsoldado tuerto que había
peleado con Wolfe y Amherst en América, se puso en pie de un salto. «¿Llevados allí
por vuestro Cuidado? ¡No! Vuestras Opresiones los llevaron a América…
¿Alimentados por vuestra Indulgencia? Crecieron allí porque los abandonasteis…
¿Protegidos por vuestras armas? Ellos noblemente tomaron las armas en defensa
vuestra… Y creedme, y recordad que este día os lo digo, el mismo espíritu de libertad
que movió a ese pueblo al principio, lo acompañará aún… Son un pueblo celoso de
sus libertades y las reivindicará si un día son violadas. Pero el tema es demasiado
delicado y no diré más[321]». Estos sentimientos, observó Ingersoll, fueron
expresados espontáneamente, «con tanta fuerza y firmeza, y la interrupción fue tan
bellamente súbita, que toda la Cámara se quedó un rato asombrada, contemplándolo
intensamente y sin responder Palabra[322]». Tal vez fue aquél el primer momento en
que algunos cuantos comprendieron lo que se avecinaba.
Barré, que contemplaba al mundo con un «brillo salvaje» desde un rostro
marcado por el proyectil que le quitó el ojo en Quebec, se convertiría en uno de los
principales defensores de los colonos y oradores de la oposición. De antepasados
hugonotes, nacido en Dublín y educado en el Trinity College de Dublín (descrito por
el padre de Thomas Sheridan como mitad pelea de osos y mitad burdel[323]),
Alto, pálido, de rostro delgado, con nariz aguileña y ojos penetrantes, los tobillos
hinchados por la gota que le hacía bambolearse al caminar, era orgulloso, imponente,
apareciendo siempre en ropas oficiales y peluca, «sabio y terrible como un
Catón[352]». Siempre estaba actuando, siempre envuelto en la artificialidad, tal vez
para ocultar al volcán que había en su interior. Su mirada de desprecio o indignación
podía helar al adversario, su invectiva y sarcasmo eran «terribles»; tenía la misma
calidad de terribilità de Julio II. Su talento para la oratoria, en una época en que el
éxito político residía en ella, era literalmente mágico aunque pocos podrían explicar
por qué. Su elocuencia, vehemente, feroz, original, audaz, podía conquistar el apoyo
de los independientes del Parlamento. Teatral y hasta bombástico en su lenguaje,
pronunciado con gestos y tonos de actor, empleando «frases muy brillantes y
asombrosas», sus mejores discursos fueron improvisados, aunque, de una frase
particularmente notable, dijo a Shelburne que «tres veces la había probado en el
papel» antes de decidirse a emplearla[353]. En un susurro, su voz llegaba hasta los
escaños más remotos, y cuando se elevaba como la de un gran órgano en todo su
registro, su volumen llenaba la Cámara y podía oírse en el vestíbulo y por las
escaleras. Todos guardaban silencio para escuchar cuando Pitt se levantaba a tomar la
palabra.
A falta de Pitt, el duque de Cumberland reunió un gabinete mixto, y los tres
cargos principales fueron ocupados por amigos personales del hipódromo y del
ejército, ninguno de los cuales había ocupado antes cargos ministeriales. El principal
era un joven grande del reino, el marqués de Rockingham, uno de los nobles más
ricos de Inglaterra, con baronías en tres condados, con fincas en Irlanda y Yorkshire,
lord teniente de su condado natal, un título irlandés y los títulos apropiados de
caballero de la Jarretera y lord de la Real Cámara, que añadir a la lista. A los 35 años
era un «nuevo whig», de la generación joven, no experimentado, e incierto de cómo
proceder. Los secretarios de Estado eran el general Conway, que había sido edecán
Con una mayoría decidida a dar a los colonos una lección de soberanía y ávida de
una reducción de su propio impuesto a la tierra a consecuencia de los ingresos
llegados de América, la esperanza de mover al Parlamento a votar en favor de la
derogación era ínfima. Grenville tronó acerca de los «escandalosos tumultos e
insurrecciones» de Norteamérica, y lord Northington declaró que «abandonar la ley»
mediante la derogación significaría para la Gran Bretaña «ser conquistada en
América y convertirse en provincia de sus propias colonias». Ya no fue necesario
conocer la opinión de Pitt durante el descanso de Navidad, y cuando el Parlamento
volvió a reunirse el 14 de enero de 1766, Rockingham, tratando de mantener un
gobierno debilitado por la disensión, no sabía qué hacer.
Apareció Pitt. Hubo silencio en los escaños. Pitt dijo que la cuestión a la que se
enfrentaban era «de mayor importancia que la que jamás ocupara la atención de esta
Cámara», desde que sus propias libertades estuvieran en juego en la revolución del
siglo pasado y que «el resultado decidirá el juicio de la posteridad sobre la gloria de
este reino y la sabiduría del gobierno durante el reinado presente». Los impuestos no
eran «parte del poder gobernante o legislativo»; era un «don voluntario» de
asambleas representativas. La idea de «virtual representación de América en esta
Cámara es la idea más despreciable que jamás entrara en la cabeza de un hombre y no
merece seria refutación». Refiriéndose a ciertas observaciones de Grenville, en que
denunciara a aquellos ingleses que habían alentado la resistencia colonial, dijo: «Me
alegra que América haya resistido. Tres millones de personas tan inertes a todos los
sentimientos de libertad que son capaces de someterse voluntariamente a ser esclavos
habrían sido buenos instrumentos para esclavizar a los demás». Un miembro gritó
que debían enviar a la Torre de Londres al orador, evocando, según un testigo, «gritos
de aclamación como nunca había yo oído». Sorprendido, pero sin apartarse de su
tema, Pitt procedió a afirmar que la Ley Postal debía ser derogada «absoluta, total,
inmediatamente» y al mismo tiempo acompañada de una declaración de «autoridad
D espués de un error tan absoluto que hubo que retractarse, los políticos
británicos bien podrían haber hecho una pausa para reconsiderar la relación
existente con las colonias y preguntarse qué curso debían seguir para obtener, por una
parte, una benéfica lealtad y, por la otra, asegurarse la soberanía. Muchos ingleses
fuera del gobierno consideraban este problema, y Pitt y Shelburne, que pronto
llegarían al poder, subieron a sus cargos con la intención de aplacar la desconfianza y
restaurar la ecuanimidad en las colonias. El destino, como sabemos, se inmiscuyó.
La política no se reconsideró porque el grupo gobernante no tenía el hábito de la
consulta con un propósito establecido, tenían al rey encima de ellos y se hallaban en
pugna entre sí. No se les ocurrió que pudiese ser sabio evitar toda medida provocativa
durante tiempo suficiente para tranquilizar a las colonias de Inglaterra acerca del
respeto a sus derechos, sin dejar excusa a los agitadores. La violenta reacción a la Ley
Postal sólo confirmó a los ingleses en su creencia de que las colonias, encabezadas
por «hombres perversos e intrigantes» (como dice una resolución de la Cámara de los
Lores), tendían a la rebelión[366]. Ante la amenaza, o lo que se considera como una
amenaza, los gobiernos habitualmente tratan de aplastarla, rara vez de examinarla,
comprenderla y definirla.
Una nueva provocación surgió en la anual Ley de Alojamiento de 1766 para el
alojamiento, aprovisionamiento y disciplina de las fuerzas británicas. Contenía una
cláusula en que requería a las asambleas coloniales ofrecer cuarteles y abastos como
velas, combustible, vinagre, cerveza y sal a los soldados regulares No habría tenido
mucho que pensar el Parlamento para reconocer que esto seria considerado como otra
forma de impuesto interno, como inmediatamente ocurrió en Nueva York, donde
había los principales acantonamientos de tropas. Los colonos pronto vieron que se les
pedía pagar todos los costos del ejército en América como un «dictado» del
Parlamento. La Asamblea de Nueva York se negó a asignar los fondos requeridos, lo
cual causó gran ira en Inglaterra, como nuevo testimonio de desobediencia e
ingratitud. «Si llegamos a perder la superintendencia de los colonos, la nación se
pierde», declaró Charles Townshend ante tumultuosos aplausos en la Cámara[367]. El
Parlamento respondió con la Ley de Suspensión de Nueva York, que declaraba nulos
y vanos los actos de la Asamblea hasta que aprobara los fondos. Una vez más la
madre patria y sus colonias se encontraban en pugna.
En los Lores, con un público menor y menos sensible, el nuevo conde causó
menos efecto como orador y perdió su base acostumbrada en la otra Cámara, más
populosa. La gota lo atacó con fuerza; se volvió malhumorado y moroso; empezó a
tratar a sus colegas con dureza, tiránicamente. Dijo el general Conway, «Lenguaje
como el de lord Chatham, nunca se había oído al oeste de Constantinopla[371]».
Víctima de dolores crónicos, herido por la condena popular y un sentido de pasada
grandeza, frustrado por el giro negativo de los acontecimientos en América, cayó en
la depresión, no asistió a las reuniones de gabinete, se mostró inaccesible, aunque no
dejó de comunicar en una carta su ira contra «el espíritu de infatuación que se ha
apoderado de Nueva York… Su espíritu de desobediencia creará justamente un gran
fermento aquí… La última Ley Postal ha atemorizado a esa gente irritable y
desconfiada, haciéndolos perder la cabeza[372]».
Sin su amo, el heteróclito gobierno cayó en desorden. «Continuas cábalas,
facciones e intrigas entre los que están dentro y los que están fuera» dijo Benjamín
Franklin, «mantienen todo en estado de confusión[373]». El duque de Grafton, que
para su desgracia había aceptado la Tesorería, para la cual sabía que no era capaz[374],
con el objeto de dejar a Pitt libre de todo cargo administrativo, ahora a los 32 años
tuvo que actuar como jefe. Si bien sintiéndose más desconcertado que nunca en ese
Las distracciones de los ricos. Caballos de carrera pertenecientes a Charles Lennox, 3er duque de
Richmond, de George Stubbs, 1761.
Tres Leyes Coactivas más siguieron en rápida sucesión. Primero vino la Ley
Reguladora de Massachusetts, que virtualmente anulaba la situación de la colonia de
la bahía: derechos de elección y funcionarios, representantes, jueces y jurados, y el
derecho básico de convocar a reuniones del Ayuntamiento, todo lo que había estado a
«la única disposición de su propio gobierno interno», según la frase de Burke, fue
tomado por la Corona, actuando por medio del gobernador. No es exagerado pensar
que esto indicó a las demás colonias que lo que se le estaba haciendo a Massachusetts
se les podría hacer a ellas. Siguió la Ley de Administración de la Justicia, que
permitía a funcionarios de la Corona acusados de delitos en Massachusetts, si
afirmaban que no serían juzgados imparcialmente allí, ser juzgados en Inglaterra o en
otra colonia. Esto era un insulto, si se considera que Boston, con anterioridad, había
dado al capitán Preston, comandante de la «matanza», un juicio justo, defendido por
John Adams y lo había dejado libre. Luego, la Ley de Alojamiento anual añadía una
nueva provisión que, en caso de negarse a aportar cuarteles, autorizaba el alojamiento
de tropas en los hogares de ciudadanos, tabernas y otros edificios. Al mismo tiempo,
se dieron órdenes al general Gage de dirigirse a Boston para recibir de manos de
Hutchinson el cargo de gobernador.
La necesidad inmediata era liberar a la Gran Bretaña de una guerra sin provecho
para que quedara libre de enfrentarse al desafío francés, y la única manera de lograrlo
era un acuerdo con las colonias. Entre crecientes rumores de un tratado franco-
norteamericano, North, que después de Saratoga, había perdido toda esperanza de
victoria, estaba tratando de reunir otra comisión de paz contra la resistencia de
Germain, Sandwich, Thurlow y otros empecinados opuestos a todo trato con los
rebeldes. Aunque North se devanaba los sesos pensando en los términos que pudieran
ofrecerse —no tan mortificantes que el Parlamento los rechazara y, sin embargo, lo
bastante atractivos para ser aceptados por los norteamericanos—, por medio del
servicio secreto se supo de la firma de la alianza entre Francia y los Estados Unidos.
Diez días después, North presentó al Parlamento un conjunto de propuestas para
la comisión de paz, haciendo concesiones tan extensas que si se hubieran hecho antes
se habría podido evitar la guerra. Eran virtualmente las mismas de la ley de
asentamiento de Chatham que el Parlamento había rechazado el año anterior.
Renunciaban al derecho de fijar impuestos, aceptaban tratar con el Congreso como
cuerpo constitucional, suspender las Leyes Coactivas, la Ley del Té y otras medidas
objetables aprobadas desde 1763, discutir sobre la admisión de representantes
norteamericanos en la Cámara de los Comunes y nombrar unos comisionados de paz
con plenas facultades para «actuar, discutir y concluir cualquier punto[544]», No
concedían, como Chatham tampoco había concedido, la independencia ni el control
del comercio. La intención era recuperar las colonias, no perderlas.
Un «pleno silencio melancólico» reinó en la Cámara, tras oír la larga explicación
de North, que duró dos horas[545]. Él pareció haber abandonado los principios que el
gobierno había estado sosteniendo durante diez años. «Semejante manojo de
imbecilidades nunca desgració a una nación», comentó acerbamente el doctor
Johnson[546]. Sus amigos quedaron confundidos, sus adversarios vacilaron y Walpole,
como coro griego, hizo el comentario. Llamó a aquél día «ignominioso» para el
gobierno y un reconocimiento de que «la oposición había tenido razón de principio a
fin». Pensó que las concesiones eran tales que los norteamericanos las aceptarían, «y
sin embargo, amigo mío», escribió a Mann, «esta acomodaticia facilidad tuvo un
defecto: llegó demasiado tarde», Ya se había firmado el tratado con Francia; en lugar
de paz habría una guerra mayor. La Cámara se mostró dispuesta a aprobar el plan
«con una rapidez que no servirá para alcanzar el tiempo pasado[547]». Tenía razón: los
errores históricos a menudo son irrevocables.
En suma, las locuras de la Gran Bretaña no fueron tan perversas como las de los
papas. Los ministros no fueron sordos al creciente descontento, porque no tuvieron
oportunidad de serlo; expresado por sus pares, resonó en sus oídos en cada debate y
se les manifestó rudamente, en las acciones de chusmas y en motines. Ellos no
respondieron, por virtud de su mayoría en el Parlamento; pero se preocuparon por la
pérdida, se esforzaron y gastaron por evitarla y no pudieron disfrutar de las ilusiones
de invulnerabilidad de los papas. Tampoco fue su pecado capital la avaricia privada,
aunque estuvieron tan expuestos como casi todos los hombres a los aguijones de la
ambición. Acostumbrados a la riqueza, las propiedades y los privilegios, muchos de
ellos desde la cuna, no fueron impulsados por un afán de lucro que llegara a ser una
obsesión fundamental.
Dada la intención de conservar la soberanía, la insistencia en el derecho de fijar
impuestos fue justificable per se; pero fue la insistencia en un derecho «que sabéis
que no se puede ejercer», y ante la evidencia de que el intento sería fatal para la
lealtad voluntaria de las colonias, eso fue simple locura. Además, faltó más método
que motivación. La aplicación de la política fue volviéndose cada vez más inepta,
ineficaz y profundamente provocativa. A la postre, todo acabó en mera actitud.
La actitud fue un sentido de superioridad tan denso que resultó impenetrable. Un
sentimiento de esta índole conduce a la ignorancia del mundo y de los demás, porque
suprime la curiosidad. Los gabinetes de Grenville, Rockingham, Chatham-Grafton y
North pasaron por todo un decenio de creciente conflicto con las colonias sin que
ninguno de ellos enviase un representante, mucho menos un ministro, al otro lado del
Atlántico para conocer, discutir, descubrir lo que estaba estropeando y hasta
comprometiendo la relación y cómo se le podía hacer frente. No estaban interesados
en los norteamericanos porque los consideraban como chusma o, en el mejor de los
casos, como niños a quienes era inconcebible tratar como iguales, o hasta luchar con
ellos. En todos sus comunicados, los ingleses no se decidieron a referirse al
comandante en jefe adversario como «el general», sino sólo como «el señor»
Errores franceses en Indochina (¿Como ayudaría otro error?). Caricatura de Fitzpatrick, 8 de junio de
1954.
El presidente «ha sido más explícito sobre el tema», informó Churchill a Anthony
Eden, «que sobre ningún otro asunto colonial, y me imagino que uno de sus
principales objetivos de guerra es liberar de Francia a Indochina[577]» Y así era. En la
Conferencia del Cairo en 1943, los planes que el presidente tenía para Indochina
motivaron unas grandes mayúsculas en el diario del general Stilwell: «¡NO VOLVER A
FRANCIA!»[578]. Roosevelt propuso una administración fiduciaria «de 25 años o hasta
que la hayamos puesto en pie, como las Filipinas». Esta idea alarmó a los ingleses y
no provocó el menor interés en otra potencia que había gobernado Vietnam: China.
«Le pregunté a Chiang Kai-shek si deseaba Indochina», contó Roosevelt al general
Stilwell «y él me dijo, a quemarropa, “¡En ninguna circunstancia!”. Precisamente así:
¡En ninguna circunstancia!»[579].
La posibilidad de un autogobierno no parece habérsele ocurrido a Roosevelt,
aunque Vietnam —la nación que unía la Cochinchina, Anam y Tonkín— había sido,
antes de la llegada de los franceses, un reino independiente con una larga devoción al
autogobierno en sus muchas pugnas contra el dominio chino. Esta deficiencia del
enfoque de Roosevelt al problema fue típica de la actitud prevaleciente en aquella
Aquélla fue otra profecía más que cayó en oídos sordos. De Gaulle, que recibió el
mensaje estando en Washington, sin duda no lo transmitió a sus anfitriones
norteamericanos, pero nada sugiere que, de haberlo hecho, ello habría tenido el
menor efecto. Pocas semanas después, Washington informó a unos agentes
norteamericanos en Hanoi que se estaban adoptando medidas para «facilitar la
recuperación del poder por los franceses[601]».
La autodeclarada independencia duró menos de un mes. Transportados desde
Ceilán, por C47 norteamericanos, un general inglés y tropas británicas, con unas
cuantas unidades francesas, entraron en Saigón el 12 de septiembre, con el
complemento de 1500 soldados franceses que llegaron en barcos de Francia dos días
después. Mientras tanto, el grueso de dos divisiones francesas había partido de
Marsella y de Madagascar a bordo de dos transportes norteamericanos en el primer
acto de verdadera ayuda de los Estados Unidos[602]. Puesto que los embarques eran
controlados por los jefes conjuntos y la decisión política ya se había tomado en
Potsdam, el SEAC pudo pedir y recibir los transportes, entre los que había
disponibles en el fondo común. Después, el Departamento de Estado, cerrando la
puerta, dijo al Departamento de Guerra que iba en contra de la política
norteamericana «emplear navíos o aviones, bajo bandera norteamericana, para
transportar tropas de cualquier nacionalidad de ida o vuelta de las Indias Orientales
Holandesas o la Indochina francesa, o permitir el uso de tales transportes para llevar
armas, municiones o equipo militar a esas zonas[603]».
Hasta la llegada de los franceses, el comando británico en Saigón utilizaba
unidades japonesas, cuyo desarme fue aplazado, contra el régimen rebelde[604].
Cuando una delegación del Viet-Minh visitó al general Douglas Gracey, comandante
británico, con propuestas de mantener el orden, «Decían, “bienvenidos” y todas esas
cosas», recordó el general. «Era una situación desagradable, y pronto los eché[605]».
Esta observación, aunque característicamente británica, fue reveladora de una actitud
que se infiltraría afectando profundamente el futuro esfuerzo norteamericano tal
como se desarrolló en Vietnam. Encontrando su expresión en los términos «sucios» y
«simios», reflejó no sólo la idea de los asiáticos como inferiores a los blancos, sino
¿Ya era una locura la política norteamericana en 1945-1946? Aun juzgando según
las ideas de la época, la respuesta tiene que ser afirmativa, pues la mayoría de los
norteamericanos interesados en la política extranjera comprendían que la época
colonial había llegado a su fin y que su reanudación era lo mismo que volver a sentar
a Humpty-Dumpty sobre la pared[619]. Por muy apremiantes que fuesen los
argumentos en favor de apoyar a Francia, hubo una locura en atar la política del país
a una causa que toda la información indicaba que no tenía ya esperanzas. Los
políticos trataron de asegurarse de no estar uniendo los Estados Unidos a tal causa. Se
reconfortaron en las promesas francesas de futura autonomía, o bien en la idea de que
Francia carecía de poder para recuperar su Imperio y, a la postre, tendría que entrar en
negociaciones con los vietnamitas. Truman y Acheson aseguraron al público
norteamericano que la posición del país estaba «basada en la suposición de que la
afirmación de los franceses de que cuentan con el apoyo de la población de Indochina
será confirmada por los acontecimientos futuros[620]». Por tanto, no era ningún
crimen ayudarla, para tener una poderosa presencia en Europa… aunque ésta fuese
una proposición condenada al fracaso.
La lección podría haber sido cierta, pero no estaba bien aplicada. La agresión de
los treinta en Manchuria, el norte de China, Etiopía, la Renania, España y los Sudetes
fue abierta, con invasiones armadas, aviones y bombas, y fuerzas de ocupación; la
planeada agresión contra Indochina de 1950 era un estado mental autoinducido por
los observadores. En una reveladora apreciación, el Consejo de Seguridad Nacional
en febrero de 1950 dijo que la amenaza a Indochina sólo era una fase de los
«anticipados» planes comunistas de «apoderarse de todo el sudeste de Asia[629]». Y
sin embargo, un grupo del Departamento de Estado que investigó la infiltración
comunista del sudeste de Asia en 1948 no encontró ningunas huellas del Kremlin en
Indochina. «Si hay una conspiración dirigida por Moscú en el sudeste de Asia», dijo,
«Indochina es, hasta ahora, una anomalía[630]».
Sin embargo, que el peligro ruso en el mundo era real, y que el sistema comunista
era hostil a la democracia y a los intereses de los Estados Unidos, que el comunismo
soviético era expansionista y tendía a absorber a los Estados vecinos y a otros
Estados vulnerables, eran cosas indiscutibles. Que se les hubiese unido, en agresiva
sociedad, la China comunista, era condición natural, pero exagerada y que pronto
demostraría ser errónea. Es indiscutible que era correcto y apropiado, por interés
nacional, que los políticos norteamericanos trataran de contener este sistema
adversario y sofocarlo donde fuera posible. Sin embargo, que el sistema comunista
amenazaba la seguridad de los Estados Unidos desde Indochina era una extrapolación
rayana en la locura.
La seguridad de los Estados Unidos entró en la ecuación cuando China entró en la
guerra de Corea, acontecimiento que, según el presidente Truman, ponía a los
Estados Unidos en «grave peligro» de una «agresión comunista». No cabe duda de
que cuando el general MacArthur cruzó el paralelo 38, entrando en territorio ocupado
por los comunistas —la acción que provocó la entrada de China en la guerra— puso
la seguridad de China en grave peligro, desde el punto de vista chino, pero rara vez se
toma en cuenta el punto de vista del adversario cuando surge la paranoia de guerra.
Desde el momento en que los chinos trabaron combate contra norteamericanos,
Washington fue poseído por la suposición de que el comunismo chino estaba en
marcha y volvería a surgir sobre la frontera del sur de China, en Indochina.
El gobierno de Truman, vilipendiado y acusado de haber «perdido» China y haber
Secretario de Estado John Foster Dulles dejando una sesión de la Conferencia de Ginebra, abril de 1954.
Siendo Dulles senador en 1949, tras la caída de la China Nacionalista, declaró que
«nuestro frente en el Pacífico» estaba ahora «expuesto a ser rodeado desde el
Oriente… Hoy, la situación es crítica[643]». Su concepto de rodeo era un avance de
los comunistas chinos contra Formosa y desde allí a las Filipinas, y una capacidad, si
se les permitía pasar más allá de la China continental, «de avanzar y seguir
avanzando». Cuando las fuerzas de MacArthur en Corea fueron rechazadas por los
chinos, la estimación del enemigo por Dulles se volvió horripilante. Los bandidos de
Huk en las Filipinas, la guerra de Ho Chi Minh en Indochina, un levantamiento
comunista en Malasia, una revolución comunista en China y el ataque a Corea
formaban «parte de una sola pauta de violencia planeada durante 35 años y
finalmente llevada a su consumación de lucha y desorden» a través de toda Asia[644].
Sin embargo, era posible otra opción frente al hecho de apoyar a un cliente
enfermo, lo que en realidad fue intentado por los franceses. Ahora, un acomodo con
Hanoi era abiertamente el objetivo de Francia, no sólo por las inversiones y los
intereses comerciales franceses que había en el norte y en el sur, sino también para
poner a prueba la filosofía política de coexistencia pacífica de Mendès-France. El
gobierno de Francia, informó al embajador Douglas Dillon desde París, estaba cada
vez más «dispuesto a explorar y considerar… un final acercamiento entre norte y
sur[703]», y en busca de este objetivo envió a una figura importante, Jean Sainteny, a
Hanoi. Sainteny, exfuncionario colonial y oficial de la Francia Libre durante la
guerra, había mantenido relaciones con Ho Chi Minh y había servido durante la
guerra de Indochina como comisionado francés para el norte. Ostensiblemente, su
misión en Hanoi consistía en proteger los intereses de los negocios franceses, pero el
embajador Dillon se enteró de que Sainteny había convencido a su gobierno de que
Vietnam del Sur estaba condenado y que «el único medio posible de salvar algo era
hacerle el juego al Viet-Minh y tratar de desatarlo de todo lazo comunista, con la
esperanza de crear un Vietnam titoista que cooperara con Francia y que llegara,
incluso, a adherirse a la Unión francesa[704]».
Aunque la solución titoista pueda parecer hoy ilusoria, no lo era más que la
creencia norteamericana en formar una poderosa y capaz opción democrática frente al
régimen de Ho Chi Minh en el de Diem; un plan podía ponerse a prueba tan
fácilmente como el otro. El programa francés no funcionó porque Mendès-France
cayó de su cargo en 1955 y porque los hombres de negocios franceses, incapaces de
obtener ganancias dadas las restricciones comunistas, gradualmente se retiraron del
norte mientras que el dominio francés en general iba siendo reducido por los Estados
Unidos.
Sin embargo, el fracaso no necesariamente significa que la meta fuese
inalcanzable. Por entonces, el primer objetivo de Ho era obtener y mantener la
independencia de Vietnam ante Francia, así como el del mariscal Tito era
independizar de Rusia a Yugoslavia. Si los Estados Unidos podían ayudar a Tito, ¿por
qué tenían que aplastar a Ho? La respuesta es que la autohipnosis había funcionado:
mezclada con una vaga sensación del Peligro Amarillo avanzando con hordas de
chinos, ahora comunistas, esto pareció particularmente siniestro en el comunismo en
Asia. Como su agente, Vietnam del Norte tuvo que seguir siendo «el enemigo».
El cliente no lo estaba haciendo bien. Un intento de golpe de Estado por los
adversarios de Diem, en abril de 1955, una crisis de gabinete y la activa deslealtad de
su jefe de Estado Mayor revivieron la angustia norte americana. Según un
corresponsal del New York Times, su gobierno «había demostrado ser inepto,
ineficiente e impopular», las «posibilidades de salvarlo eran minúsculas» y «una
E l nuevo gobierno subió al poder equipado con intelecto, más pragmatismo que
ideología y la más pequeña mayoría electoral del siglo XX: cerca de medio por
ciento. Como el presidente, sus asociados eran activistas, estimulados por las crisis y
ávidos por tomar medidas activas. Según los registros, no celebra ron ninguna sesión
dedicada a un reexamen del compromiso que habían heredado en Vietnam, ni se
preguntaron hasta qué punto estaban los Estados Unidos comprometidos o cuál era el
grado de interés nacional que había en juego. Y tampoco, según aparece en las
montañas de memorandos, discusiones y opciones que inundan los escritorios, se
echó una ojeada general a una estrategia generalizada. Antes bien, la política se
desarrolló en arranques ad hoc, de un mes a otro. Un funcionario de la Casa Blanca
de la época, interrogado en años siguientes sobre cómo se definía el interés
norteamericano en el sudeste de Asia en 1961, replicó que era «simplemente algo
dado, presupuesto y no discutido[724]». Lo dado era que había que contener el avance
del comunismo doquier apareciera, y Vietnam era entonces el lugar de la
confrontación. Si no se le contenía allí, la vez siguiente sería más poderoso.
Siendo un joven congresista, Kennedy había visitado Indochina en 1951, y
llegado a la conclusión, obvia para la mayoría de los observadores norteamericanos,
de que contener el avance del comunismo hacia el sur era «construir un poderoso
sentimiento nacional no comunista». Actuar «aparte de unas metas innatamente
nacionalistas, desafiándolas, significa estar condenados al fracaso». Resulta un hecho
desalentador que, durante toda la larga locura de Vietnam, los norteamericanos no
dejaran de prever el resultado y actuaron sin referencia a sus propias previsiones.
Ya en 1956, Kennedy se había acercado más a la ortodoxia de la Guerra Fría,
hablando menos de «poderoso sentimiento nacional», y más del dominó en toda una
variedad de metáforas: Vietnam era la «piedra angular del mundo libre en el sudeste
de Asia, la piedra de toque del arco, el dedo en el dique». A la habitual lista de
vecinos que caerían «si la roja marejada del comunismo inundaba Vietnam» añadió la
India y Japón. La corriente de la retórica le llevó a caer en dos trampas: Vietnam era
un «campo de prueba de la democracia en Asia» y «una prueba de la responsabilidad
norteamericana y su determinación en Asia[725]».
Dos semanas antes de que Kennedy entrara en la Casa Blanca, el primer ministro
soviético, Nikita Jrúschov, ofreció el desafío decisivo de la época en su anuncio de
que las «guerras de liberación» nacionales serian el vehículo para hacer avanzar la
causa comunista. Estas «guerras justas», añadió, ocurrieran en Cuba, Vietnam o
Argelia, recibirían todo el apoyo soviético. Kennedy respondió en su discurso de
toma de posesión con una alarmante referencia a la defensa de la libertad «en su hora
General Maxwell D. Taylor y Walt Rostow con el general Duong («Big») Mirth, comandante de las
fuerzas de campo survietnamitas, en el club de oficiales en Saigón, octubre de 1961.
Ésta era una guerra del Ejecutivo, sin autorización del Congreso, y ante las
evasiones o negativas del presidente, fue una guerra virtualmente sin conocimiento
del público, aunque no sin noticias. Acusado por el Comité Nacional Republicano de
D esde el momento en que subió al poder, según alguien que lo conocía bien,
Lyndon Johnson decidió que él no iba a «perder» Vietnam del Sur[803]. Dadas
sus propuestas de marcha adelante, siendo vicepresidente en 1961, podía esperarse
esta actitud, y aunque se basaba en el credo de la Guerra Fría, tenía aún más que ver
con las demandas de su autoimagen, como al punto pudo notarse. Menos de 48 horas
después de la muerte de Kennedy, el embajador Lodge, que había vuelto a la patria a
informar sobre los acontecimientos posteriores a Diem, se reunió con Johnson para
informarle de la desalentadora situación. Las perspectivas políticas con el sucesor de
Diem, informó, no mostraban promesas de mejorar, sino, antes bien, de nuevas
pugnas; en lo militar, el ejército se mostraba vacilante y en peligro de ser abrumado.
A menos que los Estados Unidos tomaran un papel mucho más activo en la lucha, el
sur podía perderse. Había que enfrentarse a decisiones difíciles, dijo Lodge, sin
ambages al presidente. La reacción de Johnson fue instantánea y personal: «No voy a
ser el primer presidente de los Estados Unidos que pierda una guerra»; según otra
versión, dijo: «No voy a perder Vietnam. No voy a ser el presidente que vio al
sudeste de Asia seguir el camino de China[804]».
En la tensión nerviosa de su súbito ascenso, Johnson sintió que tenía que ser
«fuerte», mostrarse al mando, especialmente para librarse de la sombra de los
Kennedy, tanto el difunto como los vivos. No sintió un impulso comparable por ser
prudente, por examinar las cuestiones antes de hablar. Carecía de la ambivalencia de
Kennedy, nacida de cierto sentido histórico y al menos de cierta capacidad de
reflexionar. Enérgico y dominante, hombre pagado de sí mismo, Johnson fue afectado
en su conducción de la política de Vietnam por tres elementos de su carácter: un ego
que era insaciable y nunca seguro; una insondable capacidad de utilizar e imponer los
cargos del oficio sin inhibiciones; una profunda aversión, una vez decidido en un
curso de acción, a toda contraindicación.
Tras el asesinato de Diem, flotaban en el aire de Vietnam del Sur especulaciones
acerca de una solución neutralista, y es posible que Saigón hubiese entrado en un
acuerdo con los insurgentes en aquel punto, de no ser por la presencia
norteamericana. Se oyó una transmisión de la radio clandestina del Viet-Cong
sugiriendo las negociaciones por un cese del fuego. El servicio de inteligencia de
transmisiones extranjeras captó e informó a Washington de una segunda transmisión,
en que se sugería un acomodo con el nuevo presidente que había en Saigón, general
Duong Van Minh, líder del golpe contra Diem, si se separaba de los Estados
Unidos[805]. Estas ofertas no eran difíciles y probablemente sólo pretendían sondear
el caos político de Saigón. Si Washington no escuchaba, Saigón sí. El gigantesco
Vietnam del Norte estaba ahora enviando unidades de su ejército regular a través
de la línea, para explotar la desintegración del sur. Para impedir el desplome del
cliente norteamericano, el presidente Johnson y su círculo de asesores y los Jefes
Conjuntos llegaron a la conclusión de que había llegado el momento de que debían
entrar en una guerra de coacción. Sería una guerra desde el aire, aunque se daba por
sentado que esto, inevitablemente, haría llevar fuerzas de tierra. Dependencias civiles
y militares empezaron a trazar planes de operación, pero ante la situación de Saigón
que se hacía cada vez más precaria, no podía iniciarse la acción porque el presidente
Johnson se enfrentaba a la elección presidencial de 1964. Como su adversario era el
belicoso senador Barry Goldwater, él tenía que enfrentarse como el candidato de la
Johnson había dejado pasar ya una mayor oportunidad para la retirada: su propia
elección. Venció a Goldwater por la más grande mayoría popular en la historia de los
Estados Unidos y conquistó mayorías insuperables en el Congreso, de 68 contra 32
en el Senado y 294 contra 130 en la Cámara. El voto se debió en gran parte a la
escisión de los republicanos, entre los moderados de Rockefeller y los extremistas de
Goldwater, y al difundido temor a las belicosas intenciones de Goldwater; el
resultado colocó a Johnson en posición de hacer lo que le viniera en gana. Su interés
estaba en los programas de beneficencia y la legislación de los derechos civiles que
crearían la Gran Sociedad, libre de pobreza y opresión. Quería pasar a la historia
como el gran benefactor, más grande que Franklin Delano Roosevelt, e igual a
Lincoln. El no aprovechar en aquel momento su oportunidad de librar a su gobierno
de un terrible enredo en el extranjero fue locura irreparable, aunque no
exclusivamente suya. Sus principales asesores en el gobierno creían, como él, que
recibirían de la derecha un mayor castigo si se retiraban que de la izquierda por
continuar la lucha. Confiado en sus propios poderes, Johnson creyó que podría
alcanzar al destino, el interno y el externo, a la vez.
Los informes de Saigón hablaban de progresivos desmoronamientos, de motines,
corrupción, sentimiento antiyanqui, movimiento neutralista de los budistas. «Me
siento», declaró un funcionario norteamericano en Saigón, «como si estuviera en el
puente del Titanic[827]». Estas señales no sugirieron a Washington que su esfuerzo era
inútil y que era el momento de reducir las pérdidas, sino antes bien la necesidad de un
mayor esfuerzo para inclinar la balanza y recuperar la ventaja. Funcionarios, civiles y
militares, convinieron en la necesidad de intervención en forma de guerra aérea, para
convencer al norte de que abandonara su intento de conquista. Nadie dudaba de que
los Estados Unidos podrían alcanzar su objetivo gracias a su fuerza superior.
Como Kennedy, Johnson creía que perder Vietnam del Sur sería perder la Casa
Blanca. Significaría un debate destructivo, diría después, que «sacudiría mi
presidencia, mataría mi gobierno y dañaría nuestra democracia». La pérdida de China
que había hecho surgir a John McCarthy era «juego de niños comparado con lo que
puede ocurrir si perdemos Vietnam». Robert Kennedy se pondría al frente al decir a
El desafecto era más profundo de lo que indicaban los escasos votos. El Congreso
siguió votando obedientemente unas asignaciones porque la mayoría de sus
miembros no podían resolverse a rechazar la política del gobierno cuando la opción
significaba reconocer el fracaso de su país. Además, en gran parte eran cautivos
voluntarios del gigante identificado por Eisenhower como el complejo militar-
industrial. Los contratos de la Defensa eran su moneda, manipulados por más de 300
cabilderos mantenidos por el Pentágono en la colina del Capitolio[873]. Los militares
ofrecían viajes, banquetes, películas, portavoces, aeroplanos, fines de semana y otras
gratificaciones para los «muy importantes», especialmente para los presidentes de los
Comités de ambas Cámaras. Una cuarta parte de los miembros del Congreso tenía
comisiones reservadas. La crítica de las procuraciones militares hacía vulnerable a un
congresista a la acusación de estar socavando la seguridad nacional. Al reunirse el 89
Congreso en 1965, el vicepresidente Hubert Humphrey, ese audaz líder, avisó a los
nuevos miembros: «Si sienten el deseo de levantarse y pronunciar un discurso
atacando la política hacia Vietnam, no lo hagan». Después de un segundo o tercer
periodo, afirmó, podrían permitirse ser independientes, «pero, si desean volver en 67,
no lo hagan ahora[874]».
El voto de Fulbright sobre la enmienda de Morse significó una abierta ruptura con
Johnson. Se sintió traicionado por la orden de entrar en combate abierto, en contra de
todas las garantías dadas por Johnson, y un día confesaría que lamentaba su
participación en la Resolución del Golfo de Tonkin más que nada que hubiese hecho
en su vida[875]. Organizó entonces en enero-febrero de 1966, en seis días de
audiencias televisadas ante el Comité de Relaciones Exteriores del Senado[876], la
primera seria discusión pública a nivel oficial de la intervención norteamericana en
Un cierto escepticismo. Los senadores J. William Fulbright, John Sparkman y Wayne L. Morse
escuchando el testimonio del General Taylor en las Audiencias Fulbright, febrero de 1966.
Almuerzo en la Casa Blanca, octubre de 1967. En el sentido de las agujas del reloj desde la izquierda del
Presidente Johnson, son el Secretario de Defensa McNamara, el general Wheeler, el Secretario de Prensa
George Christian, Walt Rostow, el director de la CIA, Richard M. Helms, y el Secretario de Estado, Dean
Rusk.
«… y voila, sacamos una paloma… una paloma… tendré que pedirle que imagine que es una paloma».
(Vamos a oír a la paloma). Caricatura de Oliphant, 7 de marzo de 1969.
«¡Recuerda que estás bajo órdenes estrictas de no atacar diques, hospitales, escuelas y otros objetivos
civiles!». Caricatura de Sanders, 14 de marzo de 1972.
Si había una mayoría del silencio, esto era básicamente por indiferencia, mientras
que la protesta era activa y vociferante y, por desgracia, un enfoque para la gente a la
que Nixon, en una respuesta desprevenida aunque justificada a las bombas en las
universidades, llamó «vagabundos[962]». Un segundo Día de la Moratoria de
Vietnam, en noviembre, movilizó a 250 mil manifestantes en Washington.
Contemplando desde un balcón, el procurador general John Mitchell, exsocio de
Nixon en un bufete, pensó que aquello «parecía la Revolución rusa[963]». En ese
comentario, el movimiento antibélico tomó su lugar, a ojos del gobierno, no como la
disidencia de ciudadanos, con todos sus derechos, contra una política que grandes
números deseaban que su país abandonara, sino como la malicia y la amenaza de la
subversión. Fue esta opinión la que produjo la «lista de enemigos».
Como la disidencia fue expresada por la prensa y compartida por destacadas
figuras del establishment, Nixon creyó que era una conspiración contra su existencia
política, entre los «liberales» que él creyó que «habían tratado de destruirlo desde el
caso de Alger Hiss[964]». Kissinger, preocupado, a menudo furioso, como lo dice en
sus memorias, consideró la protesta como una intervención en los asuntos
extranjeros, un daño necesario a la democracia que había que soportar, pero que no
había que permitir que influyera sobre un serio estadista. No le reveló nada, aun
cuando fuera expresado por una delegación de sus colegas de la facultad de Harvard.
No dijo nada al presidente que él pensaba que valía la pena escuchar acerca de los
votantes en cuyo nombre él actuaba. Ninguno de los dos oyó nada válido en la
disidencia. Como el clamor por la reforma que llegó a los oídos de los papas
renacentistas, no les transmitió la noticia de una necesidad urgente, en interés de los
propios gobernantes, que requiriera una respuesta positiva.
Las negociaciones, fuesen en reuniones secretas entre Kissinger y Le Duc Tho,
En los Estados Unidos, las encuestas mostraron una mayoría que empezaba a
definirse en favor de la retirada de todas las tropas a fin de año, aun si el resultado
fuese el dominio de Vietnam del Sur por los comunistas. Por primera vez, una
mayoría aceptó la proposición de que «Era moralmente injusto que los Estados
Unidos estuviesen luchando en Vietnam», y que dejarse envolver, para empezar,
había sido un «error[986]». El público es voluble, las encuestas son efímeras y las
respuestas pueden responder a la redacción de la pregunta. Se descubrió inmoralidad
porque, como lord North dijo de su guerra, «La falta de éxito finalmente hizo que
fuera mal vista, el pueblo empezó a pedir la paz[987]».
Para 1972, la guerra había durado más que ningún otro conflicto extranjero en la
En la secuela, como todos lo saben, Hanoi abrumó a Saigón en dos años. Cuando
Nixon quedó destruido por Watergate y el Congreso finalmente había reunido los
votos necesarios para impedir una reintervención norteamericana, quitándole los
fondos, Vietnam del Norte lanzó una ofensiva final y el descorazonado sur no la
resistió. Aunque algunas unidades combatieron gallardamente, el ejército nacional de
Vietnam del Sur, en palabras de un soldado norteamericano, «era como una casa sin
cimientos… el desplome vino naturalmente[998]». Los comunistas establecieron su
gobierno sobre todo Vietnam y resultados similares obtuvieron en Camboya. El
nuevo orden político de Vietnam fue, aproximadamente, el que habría sido si los
Estados Unidos nunca hubiesen intervenido, sólo que resultó mucho más vengativo y
cruel. Tal vez la mayor locura fuese de Hanoi: luchar tan constantemente durante
treinta años por una causa que se convirtió en brutal tiranía una vez ganada.
La negativa del Congreso a permitir que los Estados Unidos volvieran a intervenir
representó el funcionamiento, no (como se quejó Kissinger) «el desplome de nuestro
proceso político democrático[999]». Más que una debilidad de la voluntad
norteamericana por ver cumplida la tarea, fue un tardío reconocimiento de un proceso
claramente contrario y nocivo al propio interés, y un pedir cuentas a la
responsabilidad política para terminarlo. Sin embargo, llegó demasiado tarde para
que el país se librara de su castigo. Las pérdidas humanas son soportables cuando se
cree que sirvieron a un propósito; son amargas cuando, como en este caso, 45 mil
muertos y 300 mil heridos fueron sacrificados vanamente. Gastos de cerca de 20 mil
millones de dólares anuales durante casi una década, para un total de cerca de 150 mil
millones de dólares por encima de lo que habría sido el presupuesto militar normal,
La guerra más larga había llegado a su fin. Como tenue eco desde una distancia
de doscientos años habría podido oírse el resumen hecho por Chatham a la traición de
una nación a sí misma: «por las artes de la imposición, por su propia credulidad, por
el medio de una falsa esperanza, un falso orgullo y prometidas ventajas de la
naturaleza más romántica e inverosímil». Un resumen contemporáneo fue expresado
por un congresista de Michigan, Donald Riegle. Hablando a una pareja de votantes
suyos que habían perdido a un hijo en Vietnam, se enfrentó al escueto reconocimiento
de que no podía encontrar palabras que justificaran la muerte del muchacho. «No
había manera en que yo pudiese decir que lo que había ocurrido iba en su propio
interés, o en interés de la nación, o el interés de alguien[1004]».
Apolodoro. The Library [and Epitome]. 2 vols. Trad. de sir James George Frazer.
Londres y Nueva York, 1921.
Arnold, Matthew. «On Translating Homer», en The Viking Portable Arnold. Nueva
York, 1949.
Bowra, C. M. The Greek Experience. Ed. Mentor Nueva York, 5. f.(1.a. ed. 1957).
Dictis de Creta y Dares el frigio. The Trojan War. Trad. de R. M. Frazer, Jr.
Bloomington, Indiana Univ. Press, 1966.
Dodds, E. R. The Greeks and the Irrational. Berkeley, Univ. of California Press,
1951.
Eurípides. The Trojan Women. Trad., con notas de Gilbert Murray, Oxford Univ.
Press, 1915.
Finley, M. I. The World of Odysseus. Ed. rev. Nueva York, 1978.
Grant, Michael, y Hazel, John. Gods and Mortals in Classical Mythology.
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Graves, Robert. The Greek Myths. 2 vols. Ed. Penguin Baltimore, 1955.
Grote, George. History of Greece. 10 vols. Londres, 1872.
Herodoto. The Histories. 2 vols. Trad. de George Rawlinson. Ed. Everyman. Nueva
York.
Homero. The Iliad. Trad. de Richmond Lattimore. Chicago, Univ. of Chicago Press.
1951.
—The Iliad. Trad. de Robert Fitzgerald. Nueva York, 1974.
—The Odyssey. Trad. de Robert Fitzgerald. Nueva York, 1963.
Kirk, G. S. The Nature of Greek Myths. Ed. Penguin Baltimore, 1974.
Knight, W. F. J. «The Wooden Horse at the Gates of Troy». Classical Quarterly. Vol:
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Macleish, Archibald. «The Trojan Horse», en Collected Poems. Boston, 1952.
Macurdy, Grace A. «The Horse-Trainíng Trojans». Classical Quarterly (O. S. 1923).
Vol. XVII, 51.
Quinto de Esmirna. The War of Troy. Trad., con introd. y notas, de Frederick M.
Combellach. Norman, Oklahoma Univ. Press, 1968.
Snell, Bruno. The Discovery of the Mind: Greek Orígins of European Thought.
Cambridge, Mass., 1953.
Scherer, Margaret 5. The Legend of Troy in Art and Literature. Nueva York y
Londres, 1963.
Steiner, George, y Fagles, Robert. Homer: A Collection of Critical Essays.
Englewood Cliffs, N. J., 1962.
La fuente más completa para la historia del papado en este periodo, con la que están
en deuda todos los estudios posteriores, es la Historia de los papas desde el fin de la
Edad Media, en 14 volúmenes, de Ludwig von Pastor, publicada por primera vez en
alemán, durante los decenios de 1880 y 1890. La clásica La cultura del Renacimiento
en Italia, de Jacob Burckhardt, publicada en alemán en su nativa Suiza en 1860, es
igualmente indispensable.
Las fuentes básicas en que están fundamentadas las obras siguientes son los archivos
del Vaticano; cartas, correspondencia diplomática e informes y otras fuentes diversas
reunidas en los Annals de Muratorí; crónicas individuales, especialmente el diario de
John Burchard, maestro de Ceremonias del Vaticano con Alejandro VI y Julio II; y
las principales historias de la época, la Storia d’Italia de Guicciardini, la Storia
d’Italia de Francesco Vertorí, El Príncipe y los Discursos de Maquiavelo, las Vidas
de los pintores de Vasarí.
FUENTES PRIMARIAS
Almon, John. Anecdotes of the Life of William Pitt, Earl of Chatham. 3 vols. Londres,
1793.
Barrington, Shute, obispo de Durham. The Political Life of William Wildman Viscount
Barrington, por su hermano. Londres, 1814.
Burke, Edmund. Correspondence. Ed. C. W. Fitzwilliam y R. Bourke, 4 vols.
Londres, 1844.
—, Speeches and Letters on American Affairs. Ed. Canon Peter McKevitt, Londres,
1961 (orig. 1908).
—, Writings and Speeches, 12 vols. Boston, 1901.
Chesterfield, Philip Stanhope, 4th Earl. Letters. Ed. Bonamy Dobrée, 6 vols. Londres,
1932.
Delany, Mary Granville. Autobíography and Correspondence. Ed. Lady Llanover, 6
vols. Londres, 1861-1862.
Fitzmaurice, Lord Edmond. Life of William, Earl of Shelburne. 3 vols. Londres, 1876.
(Incluye cartas y diarios).
Franklin, Benjamin. Autobiography. Ed. John Bigelow. Filadelfia, 1881.
—, Letters and Papers of Benjamín Franklin and Richard Jackson, 1753-85. Ed. Carl
van Doren, Filadelfia, 1947.
George III. Correspondence, 1760-1783. Ed. Sir John Fortescue, 6 vols. Londres,
1927-1928. (Todas las citas se refieren a esta edición, a menos que se haga notar
otra fuente).
—, Correspondence of, with Lord North. Ed. W. Bodham Donne, 2 vols. Londres,
1867.
Grafton, Augustus Henry, 3rd. Duke. Autobiography and Political Correspondence.
Ed. Sir William Anson. Londres, 1898.
Hansard. Parliamentary History of England. 36 vols. Londres, 1806-1820.
Pitt, William, Earl of Chatham. Correspondence. Ed. William S. Taylor y John H
Pringle. 4 vols. Londres, 1838-1840.
Rockingham, Charles, 2nd. Marquess. Memoirs. Ed. Earl of Albemarle. 2 vols.
Londres, 1852.
Stevens, B. F. Facsimiles of Mss in European Archives Relating to America. 25 vols
Londres, 1889-1895.
Walpole, Horace. Memoirs of the Reign of George III. Ed. Denis Le Marchant. 4 vols
Londres, 1845.
—, Last Journals, 1771-83.2 vols. Londres, 1859.
FUENTES SECUNDARIAS
George W. Ball
McGeorge Bundy
William P. Bundy
Michael Forrestal
J. K. Galbraith
Leslie Gelb
David Halberstam
Morton Halperin
Carl Kaysen
Robert S. McNamara
Harrison Salisbury
Bill Moyers
David Schoenbrun
James Thomson
129. <<
<<
<<
17. <<
Herbert Feis, The Road to Pearl Harbor, Princeton, 1950, 252. <<
Odisea y la Eneida se refieren a los versos —que pueden variar un tanto, según la
traducción—, no a las páginas). <<
fragmentos o epítomes, son: la Chipria, c. siglo VII a. C.; la Pequeña Ilíada, por
Lesches de Lesbos; la Destrucción de Troya, por Artino de Mileto. Tratamientos de la
Guerra de Troya, posteriores a la Eneida, se encuentran en: Apolodoro; las Fábulas
de Higino; la Poshomérica de Quinto de Esmirna; Servio sobre la Eneida; Dictis el
Cretense; y Dares el Frigio. <<
331. <<
II, 159; también Art of Warfare in Biblical Lands, Londres, 1965, 18. <<
Eris, o Erinis; a veces aparece como hija de Eris, diosa de la Discordia; en la Ilíada,
IX, 502-512, y XIX, 95-135; en varios diccionarios clásicos. <<
Diluvio que circuló por toda el Asia Menor, emanando probablemente de la región
del Éufrates, que frecuentemente se desbordaba. Zeus, resuelto a eliminar a la
insatisfactoria especie humana; o bien, según la Chipría, a «diezmar» la población,
que estaba abrumando a la Tierra nutricia, se decidió por «la gran lucha de la guerra
de Ilión, para que su carga de muertes vaciara al mundo». Por consiguiente, concibió,
o aprovechó la pugna de las diosas por la Manzana para causar la guerra. Eurípides
adopta esta versión cuando hace que Helena diga, en la obra de su nombre, que Zeus
dispuso la guerra para «aligerar a la madre Tierra de su miríada de ejércitos de
hombres». Es evidente que muy temprano hubo un profundo sentido de la indignidad
humana, para producir estas leyendas. (Sobre la leyenda del Diluvio, cf. Kirk,
135-136, 261-264; y Graves, II, 269). <<
años. <<
<<
<<
XVI. <<
ulterior demencia del rey. Como no ocurrió ningún otro ataque hasta el comienzo de
su definitiva enfermedad mental en 1788, más de veinte años después, hemos de
considerar al rey como cuerdo durante el periodo del conflicto con las colonias de
Norteamérica. <<
lleva consigo una connotación exacta para el lector moderno, que ninguna otra
palabra puede transmitir, he decidido utilizarlo, con ciertos remordimientos de
conciencia. <<
enero de 1766 tal vez refleje un inexacto conocimiento de los hechos o inexactos
informes parlamentarios; ambos hechos serían características típicas de la época. Se
ha calculado que el verdadero número de población era aproximadamente de 2.5
millones. <<
131. <<
comp. William Wilcox, New Haven, Yale Univ, Press 1978 Vols. 31, 41, n.o 9. <<
XVIII. <<
<<
428. <<
<<
<<
398. <<
informó el 2 de octubre de 1945 a los jefes conjuntos de Estado Mayor que la única
manera en que podía evitar la participación de las fuerzas británico/indias era «seguir
empleando a los japoneses para mantener la ley y el orden y esto significa que no
puedo empezar a desarmarlos en los próximos tres meses» (citado en Dunn en uno de
los siguientes: Lord Mountbatten’s Report to Combined Chiefs of Staff, 1943-1945
Londres, HMSO, 1951), Post Surrender Task, Section E of the above (Londres,
HMSO, 1969); Gran Bretaña: Documents Relating to British Involvent in the Indo-
China Conflict, 1945-1965, Command 2834 (Londres, HMSO, 1965). <<
78-79. <<
china, con objeto de precipitar una guerra con los Estados Unidos antes de que China
tuviese fuerzas suficientes para amenazar la seguridad de los Estados Unidos. Su
sugerencia de emplear armas en Indochina fue hecha oralmente por el ayudante del
almirante al general Douglas MacArthur, que por entonces actuaba como asesor del
Departamento de la Defensa, quien firmemente se opuso a la idea. «Si nos acercamos
a los franceses», escribió a Dulles, «la historia ciertamente se filtraría… causando
gran escándalo y protestas por los parlamentos del mundo libre», sobre todo entre los
aliados de la OTAN, en especial la Gran Bretaña. Entonces los Estados Unidos se
verían sometidos a presión para dar seguridades de que no se emplearían armas A en
el futuro sin antes consultar. Además la propaganda soviética presentaría «nuestro
deseo de emplear tales armas en Indochina como prueba del hecho de que estábamos
probando nuestras armas sobre pueblos aborígenes». Según una nota anexada por un
miembro del personal de Dulles, «Sec no quiso hablar de esto ahora con el Alm…
R… y creo que éste no quiso hablar de ello con Sec». (Chalmars Roberts en
Washington Post, 24 de octubre de 1971, citado en Gelb, 57, FRUS, op. cit., a sec. de
Estado, 7 de abril de 1954, 1270-1272). <<
de 1983 <<
<<
251-257. <<
octubre de 1954, 83rd Congress, Segunda Sesión; véase también Scheer. <<
Michigan State University, bajo la dirección del profesor Wesley Fishel, citado en
Scheer, 53. <<
215. <<
121. <<
disonancia cognoscitiva. Los pasajes citados son de su artículo en Armed Forces and
Society. Véase también Leon Festinger, A Theory of Cognitive Dissonance, Evanston,
III, 1957. <<
738. <<
511. <<
epígrafe para «Arms and the American Way», sin registrar la fuente original, en
Russett, 170; después en Summers, 18) esta declaración, que el señor McNamara no
recuerda, ha desafiado todos los esfuerzos para remitirla a una fuente primaria
documentada. Se le incluye aquí porque tiene el sonido de la verdad, y porque sus
implicaciones son graves, entonces como ahora. <<
digital). <<
249. <<