Descola Philippe - Naturaleza Y Sociedad Perspectivas Antropologicas

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NATURALEZA Y SOCIEDAD

Perspectivas antropológicas

por
TIM INGOLD * ALF HORNBORG * GÍSLI PÁLSSON
PHILIPPE DESCOLA * ROY F. ELLEN
SIGNE HOWELL * LAURA RIVAL * EDVARD HVIDING
KAJ ÁRHEM * BERTRAND HELL * JO H N KNIGHT
ELENI PAPAGAROUFALI * DETLEV NOTHNAGEL
PAUL RICHARDS * GUIDO RUIVENKAMP

coordinado por
P H IL IP P E D E S C O L A
G ÍS L I P Á L S S O N
m ____________________
siglo veintiuno editores, s.a. de c.v.
CERRO DE.LAGUA248- DELEGACIÓN COYOACÁN. 04310. MÉXICO, D.F.

p o rta d a d e p atricia reyes baca

prim era ed ició n en esp añ ol, 2001


© sig lo x x i ed itores, s.a. d e c.v.
isb n 9 6 8 -2 3 -2 2 9 8 -7

p rim era e d ic ió n en in g lés, 19 9 6


© p h ilip p e d esc o la y g ísli p á lsso n
p u b lic a d o p o r r o u tle d g e , lo n d r e s
títu lo origin al: nature and society. aníhropological perspedives

d e r e c h o s reserv a d o s co n fo r m e a la ley-
im p r e so y h e c h o en m é x ic o / p r in te d a n d m a d e in m e x ic o
PREFACIO DE LOS COORDINADORES

1. INTRODUCCIÓN, por PHILIPPE DESCOLAR GÍSLI PÁLSSON

PRIMERA PARTE

DOMINIOS Y FRONTERAS CUESTIONADOS

2 . EL FORRAJERO ÓPTIMO Y EL HOMBRE ECONÓMICO, por TIM INGOLD

3 . LA ECOLOGÍA COMO SEMIÓTICA. ESBOZO DE UN PARADIGMA


CONTEXTUALISTA PARA LA ECOLOGIA HUMANA, por ALF HORNBORG

4 . RELACIONES HUMANO-AMBIENTALES. ORIENTALISMO,


PATERNALISMO Y COMUNALISMO, por GÍSLI PÁLSSON

5 . CONSTRUYENDO NATURALEZAS. ECOLOGÍA SIMBÓLICA Y PRÁCTICA


SOCIAL, por PHILIPPE DESCOLA

6 . IA GEOMETRÍA COGNITIVA DE LA NATURALEZA. UN ENFOQUE


CONTEXTUAL, por ROY F. ELLEN

SEGUNDA PARTE

SOCIOLOGÍAS DE LA NATURALEZA

7 . ¿NATURALEZA EN LA CULTURA O CULTURA EN LA NATURALEZA?


LAS IDEAS CHEWONG SOBRE LOS “HUMANOS” Y OTRAS ESPECIES,
por SIGNE HOWELL.

8 . CERBATANAS Y LANZAS. LA SIGNIFICACIÓN SOCIAL DE LAS


ELECCIONES TECNOLÓGICAS DE LOS HUAORANI, p or LAURA RIVAL
9. NATURALEZA, CULTURA, MAGIA, CIENCIA. SOBRE LOS METALENGUAJES
DE COMPARACIÓN EN LA ECOLOGÍA CULTURAL, por EDVARD HVIDING 192

1 0 . LA RED CÓSMICA DE LA ALIMENTACIÓN. LA INTERCONEXIÓN DE


HUMANOS Y NATURALEZA EN EL NOROESTE DE LA AMAZONIA, por
KAJ ÁRHEM 214

1 1 . CAZADORES RABIOSOS. EL DOMINIO DEL SALVAJISMO EN


EL NOROESTE DE EUROPA, por BERTRAND HELL 237

TERCERA PARTE

NATURALEZA, SOCIEDAD Y OBJETO

1 2 . CUANDO LOS ÁRBOLES SE VUELVEN SALVAJES. LA DESOCIALIZACIÓN


DE LOS BOSQUES DE LAS MONTAÑAS JAPONESAS, por JOHN KNIGHT 255

1 3 . X EN OTRAS PLANTES Y TRANSGÉNESIS. HISTORIAS IN-MORALES


SOBRE RELACIONES ENTRE HUMANOS Y ANIMALES EN OCCIDENTE,
por ELENI PAPAGAROUFALI 277

1 4 . LA REPRODUCCIÓN DE LA NATURALEZA EN LA FÍSICA ACTUAL


DF, ALTA ENERGÍA, por DETLEY NOTHNAGEL 295

1 5 . NUEVAS HERRAMIENTAS PARA LA CONVIVIALIDAD. SOCIEDAD


Y BIOTECNOLOGÍA, por PAUL RICHARDS)' GUIDO RUIVENKAMP 316

ÍNDICE ONOMÁSTICO 341

ÍNDICE TEMÁTICO 347

COIABORADORES
Este libro está centrado en los aspectos que relacionan la naturaleza
con la sociedad en antropología y en diversos contextos etnográficos.
Los trabajos que lo com ponen fueron presentados a la Tercera C on­
ferencia de la Asociación Europea de A ntropólogos Sociales, celebra­
da en Oslo en ju n io de 1994. En esa ocasión, Signe Howell observó,
en su discurso inaugural, que los organizadores habían tenido una
gran sorpresa y que los resúm enes presentados, al igual que los temas
propuestos p ara las discusiones en talleres, indicaban procesos bas­
tante inesperados; p o r un lado, algunos de los tem as “tradicionales”
propuestos p o r los organizadores habían recibido escasa o ninguna
respuesta de los posibles participantes, y, en cambio, algunos tem as
que en los últim os años h an sido generalm ente considerados com o
anticuados o agotados —incluyendo la ecología y el parentesco— des­
p ertab an un entusiasm o renovado. Así, no m enos de tres sesiones de
dedicaron a la naturaleza y el m edio am biente. Este libro reúne una
selección de los trabajos presentados en esas sesiones. El renovado
interés p o r tem as ecológicos que se reflejó en la conferencia de Oslo
y tam bién en este volum en es en cierto m odo inesperado, en vista de
la heg em o n ía de la teorización textualista en los últim os años. Sin
em bargo, aparentem ente la naturaleza y el m edio am biente se niegan
a desaparecer p ara siem pre del orden del día, y esta vez resurgen con
más vigor que antes. Esto hace p en sar que ha llegado el m om ento de
revisitar la antropología ecológica en térm inos teóricos nuevos. Des­
pués de todo, ya tenem os aquí un nuevo m ilenio, que sin d u d a p la n ­
teará a los hum anos problem as ecológicos enorm es.
Q uerem os agradecer a los participantes en las sesiones que orga­
nizam os en la conferencia de Oslo p o r su contribución a las anim a­
das discusiones que allí se desarrollaron, y en particular a los autores
de los trabajos presentados. Debem os agradecer tam bién a Stephen
G udem an, quien tuvo u n a participación im portante en u n a de esas
sesiones, y a A gnar Helgason, quien ayudó a p re p a ra r el m anuscrito
final. Por últim o, nuestro reconocim iento a R obert G oodm an por su
invaluable consejo editorial.
PHILIPPE DESCOLA
GÍSLI PÁLSSON

El tem a general de este libro -e l lugar que ocupan la naturaleza y el


m edio am biente en la teoría antropológica y el discurso social- no es
nuevo. Desde tem prano la naturaleza fue una de las preocupaciones
centrales de la antropología, ya sea en el cam po de las ciencias folk y
la ecología cultural o en el estudio de los mitos y rituales vinculados
con el m edio am biente y las técnicas de subsistencia. Sin em bargo, en
los últim os años, el tem a de la ecología, en el sentido más am plio del
térm ino, ha tendido a verse relegado a los m árgenes de las discusio­
nes antropológicas m ientras que el posm odernism o y las perspecti­
vas culturalistas dom inaban el escenario del desarrollo teórico de las
ciencias sociales en general. Esto se refleja en la oferta cada vez m e­
n o r (que presum iblem ente corresponde a la reducción de la d em an ­
da) de cursos de ecología en los planes de estudio de m uchos d e p a r­
tam entos de antropología. Sin em bargo la situación está cam biando
de nuevo, a m edida que cada vez más antropólogos regresan al estu­
dio de tem as am bientales (véanse, p o r ejem plo, McCay y Acheson,
1987; Croll y Parkin, 1992). Algo sim ilar parece estar ocurriendo en
otras disciplinas, incluyendo la filosofía, la historia y la sociología
(véanse, p o r ejem plo, Dickens, 1992; Sim m ons, 1993; A ttfield y
Belsey, 1994).
Los autores incluidos en este volum en enfocan la conexión entre
naturaleza y sociedad desde una variedad de perspectivas teóricas y
etnográficas, apoyándose en las últim as novedades de la teoría social,
la biología, la etnobiología, la epistem ología y la sociología de la cien­
cia, y u n a g ran v aried ad de estudios de caso etnográficos desde la
Am azonia, las Islas Salom ón, Malasia, las Islas Molucas, com unida­
des rurales japonesas y del noroeste de Europa, hasta grupos urbanos
de Grecia y laboratorios de biología m olecular y física de alta energía.
E ntre las p reguntas planteadas p o r los autores se en cu en tran las si­
guientes: ¿Los diferentes m odelos culturales de la naturaleza están
condicionados p o r el mismo conjunto de dispositivos cognitivos? ¿De­
bem os rem plazar la categoría dualista naturaleza-cultura histórica­
m ente relativa, p o r la distinción más general entre lo salvaje y lo so­
cializado? ¿Las culturas no occidentales ofrecen m odelos alternativos
para re p la n tear la universalidad y el tem a de las actitudes m orales
hacia los no hum anos? ¿La difununación de la oposición naturaleza-
cultura en algunos sectores de la ciencia co n tem p o rán ea im plicará
una redefinición de las categorías cosmológicas y ontológicas occiden­
tales tradicionales? Y p o r últim o: ¿el rechazo teórico del dualism o
naturaleza-cultura significaría m eram ente u n regreso a los conceptos
“ecológicos” de la E uropa medieval, o quizá p rep araría el escenario
para un nuevo tipo de antropología ecológica? Esta introducción es­
boza brevem ente los tem as del libro, pasa revista a los marcos teóri­
cos y argum entos de los autores y define cam pos de consenso y áreas
de desacuerdo. La discusión está dividida en tres partes, destacando
los problem as que p lan tea el dualism o naturaleza-cultura, algunos
intentos erróneos de resp o n d er a esos problem as, y las vías potencia­
les para salir de los actuales problem as del discurso ecológico.

EL DUALISMO NATURALEZA-CULTURA

D urante más de cuarenta años la dicotom ía naturaleza-cultura h a sido


un dogm a central de la antropología, proporcionando una serie de
instrum entos analíticos para program as de investigación aparentem en­
te antitéticos y tam bién un m arcador de identidad para la disciplina en
su conjunto. Para los materialistas, la naturaleza era un determ inante
básico de la acción social, e im portaban m odelos de explicación causal
de las ciencias naturales con la esperanza de d a r fundam entos más
sólidos y alcances más amplios a las ciencias sociales. La ecología cul­
tural, la sociobiología y algunas corrientes de la antropología marxis-
ta veían el com portam iento humano, las instituciones sociales y muchos
rasgos culturales específicos como respuestas adaptadas a las limitacio­
nes básicas de tipo am biental o genético, o sim plem ente expresiones
de las mismas. La naturaleza interna o externa -definida en los térm i­
nos etnocéntricos del lenguaje científico m o d ern o - era la gran fuerza
m otriz detrás de la vida social. En consecuencia se prestaba poca aten­
ción a la m anera en que las culturas no occidentales conceptualizaban
su m edio am biente y su relación con él, salvo p ara evaluar posibles
convergencias y discrepancias entre extrañas ideas émicas y la ortodo­
xia ética encarnada en las leyes de la naturaleza.
La an tro p o lo g ía estructuralista o sim bólica, p o r o tra p arte , ha
utilizado la oposición naturaleza-cultura com o dispositivo analítico
con el objeto de dar sentido a mitos, rituales, sistemas de clasificación,
simbolismos del cuerpo y de la com ida y m uchos otros aspectos de la
vida social que im plican una discrim inación conceptual en tre cuali­
dades sensibles, propiedades tangibles y atributos definitorios. Si bien
las configuraciones culturales som etidas a este tipo de análisis dife­
rían am pliam ente entre sí, el contenido concreto de los conceptos de
naturaleza y cultura utilizados como indicadores clasificatorios siem ­
p re se referían im plícitam ente a los dom inios ontológicos cubiertos
p o r esos conceptos en la cultura occidental. En otras palabras, si bien
cada u n o de los dos enfoques destacaba u n aspecto particular de la
p o larid ad -la naturaleza conform a la cultura, la cultura im pone sig­
nificado a la n atu raleza-, am bos daban p o r sentada la dicotom ía y
co m partían la m ism a concepción universalista de la naturaleza.
Las im plicaciones epistem ológicas del p arad ig m a dualista son
abordadas p o r varios de los trabajos incluidos en este libro. U na crí­
tica recu rren te es que la dicotom ía naturaleza-cultura dificulta una
co m p ren sió n v erd ad eram en te ecológica. A nalizando la figura del
“forrajero ó ptim o” en la ecología hum ana y su relación con el “h om ­
bre económ ico”, Ingold (capítulo 2) m uestra que al hom bre económ i­
co se le atribuye el diseño de sus propias estrategias de maximización,
m ientras que los forrajeros son vistos com o m eros ejecutantes de es­
trategias que les h an sido asignadas por la selección natural. El d o ­
m inio n atu ral se caracteriza p o r la elección racional, al m ism o tiem ­
p o que la sociedad se reduce a una estructura norm ativa externa que
hace que el co m p o rtam ien to se desvíe del óptim o. Así, la ecología
evolucionista h a creado la ficción antiecológica de u n ser n atu ra l
d o tad o de u n conjunto de capacidades y disposiciones antes de su
relación con el m edio am biente. Siguiendo u n a línea similar, H orn-
borg (cap. 3) m uestra que la actual oposición entre enfoques “dualis­
tas” y “m onistas” en ecología h u m ana hace eco a la anterior polari­
d ad en tre form alistas y sustantivistas en an tro p o lo g ía económ ica.
M ientras los defensores del dualism o insisten en la objetificación, la
elección consciente y la descontextualización, u n a epistem ología
m onista destacaría el arraigo, la autorregulación y la autonom ía lo­
cal. B asándose en el trabajo pionero de Roy R appaport, H ornborg
argum enta que el enfoque m onista es tam bién la única prem isa sóli­
da p ara u n a postura “contextualista”; es decir, u n a postura que con­
sidera que las sociedades tradicionales preindustriales tienen algo que
decirnos acerca de cóm o vivir en form a sostenible. Así, el paradigm a
dualista im pide un acercam iento realm ente ecológico a la relación que
existe e n tre los h u m an o s y el m ed io am b ien te. En el cap ítu lo 4,
Pálsson sugiere que una vez planteada la separación ontológica e n ­
tre n atu raleza y sociedad, no hay salida, no hay cóm o escapar a las
“cárceles” duales del lenguaje y el naturalism o, p o r m ás dialéctica y
lenguaje interactivo que se inyecte al discurso teórico.
Com o señala Descola en el capítulo 5, esa disyunción ontológica
ta m b ié n p ro v o ca u n a e x tra ñ a c o n fu sió n e p iste m o ló g ic a en las
prem isas teóricas tan to de la visión m aterialista com o de la cultu-
ralista. D ejando de lad o las am biciones com parativas iniciales de
Ju lián Steward, la ecología cultural tiende a ver cada sociedad como
un dispositivo hom eostático específico estrecham ente adaptado a un
m edio am biente específico. Por otra parte, las perspectivas cultura-
listas consideran a cada sociedad como un sistema original e incon­
m ensurable de im posición de significados a u n ord en natu ral cuya
definición y límites, sin em bargo, derivan de las concepciones occi­
dentales de la naturaleza. Paradójicam ente, la proclam ada universa­
lidad del determ inism o geográfico conduce así a u n a form a extrem a
de relativismo ecológico, m ientras que el autodenom inado relativismo
cultural n u nca cuestiona su aceptación de una concepción u n iv er­
salista de la naturaleza.
A dem ás, el p arad ig m a dualista im p id e co m p re n d er ad e cu ad a­
m ente las form as locales del saber ecológico y el know-how técnico, en
cuanto tien den a ser objetificadas de acuerdo con pautas occidenta­
les. D esarrollando este punto, H viding (cap. 9) critica la etnoecología
convencional p o r su incapacidad de incorporar “etnoepistem ologías”
alternativas y su correlativa tendencia a reificar ciertos dom inios de
conocim iento indígena para hacerlos com patibles con la ciencia oc­
cidental. Esas tendencias, señala, im p id e n cualquier com prensión
seria del papel que desem peñan ciertas creencias y prácticas -com o
la “m ag ia” o el ritu a l- en la relación diaria de las personas con su
am biente. En vena similar, Ellen (cap. 6) cuestiona la estrecha corres­
pondencia que la corriente principal de la etnobiología contem porá­
nea da p o r sentada entre el esquem a taxonóm ico de Linneo y la es­
tru c tu ra de clasificaciones folk de p lan tas y anim ales, observando
que la concepción jerá rq u ica de la naturaleza, ejem plificada p o r la
taxonom ía científica, no es algo que se desprenda con facilidad de sus
propios datos etnográficos. La naturaleza como u n inventario abstrac­
to de cosas distinguidas p o r un pequeño núm ero de características,
observa Ellen, es más evidente en los m useos de historia natural que
en la cultura viviente de los pueblos indígenas. Y, com o señalan tam ­
bién H viding y Descola, la búsqueda de universales específicos de
dom inio en el reconocim iento del “plan básico de la naturaleza” (Ber­
lín, 1992:8) dificulta la consideración seria de todas las entidades y
los fenóm enos que no caen dentro de la esfera de la concepción oc­
cidental de la naturaleza, p o r im portantes que pu ed an ser en concep­
ciones locales del m edio am biente.
La persistencia de la distinción en tre n atu raleza y cultura en el
discurso antropológico es todavía más sorprendente, porque esa dico­
tom ía n uclear aparece en m uchos sentidos com o la piedra de toque
filosófica de toda u n a serie de oposiciones binarias típicam ente occi­
dentales que p o r lo dem ás los antropólogos h an criticado con éxito:
m ente-cuerpo, sujeto-objeto, individuo-sociedad, etc. Además, la dis­
tinción entre naturaleza y cultura está siendo desafiada p o r u n corpus
creciente de datos que proceden de diferentes fuentes. Un tipo de dato
está relacionado con los estudios sobre la evolución biológica, las com ­
paraciones entre com portam ientos hum anos y no hum anos, y la inves­
tigación sobre el proceso de hom inización. En las teorías de M endel
y Darwin, los organism os aparecen com o pasivos y, a la vez, enajena­
dos de los am bientes en que viven, com o objetos gobernados p o r un
lado p o r los genes y p o r el otro por las presiones selectivas a través de
un proceso m ecánico de adaptación. Esos m odelos, antepasados teó­
ricos de u n a serie de paradigm as neodarw inianos, con inclusión de la
teoría del forrajeo óptimo, parecen presentar dificultades teóricas sus­
tanciales. Por ejem plo, la concepción m ecánica de la adaptación fue
necesaria, tal vez, p ara establecer la m odern a ciencia de la biología,
pero tam bién cerró otros caminos y así im pidió desarrollos ulteriores.
En realidad, los m odelos evolutivos dom inantes derivados de la llam a­
da “nueva síntesis” de las teorías de M endel y Darwin contradicen cada
vez más los hechos de la biología; no “resisten ni el exam en más super­
ficial de n uestro conocim iento del desarrollo y la historia n a tu ra l”
(Lewontin, 1983:284). O tro m odelo destaca que el organism o tiene el
p o d er de conform ar su propio desarrollóles sujeto de las fuerzas evo­
lutivas (véase H o y Fox, 1988). P artiendo de esa perspectiva, algunos
estudiosos han afirm ado que las relaciones en tre los organism os y sus
am bientes son recíprocas y no de sentido único. En el proceso de re­
lacionarse con el m edio am biente, los organism os construyen sus pro­
pios nichos. En otras palabras, el organism o en evolución es una de las
presiones selectivas que operan sobre él mismo; cada ser viviente p arti­
cipa en su propia construcción, tom ando p arte en alteraciones cultu­
rales o “protoculturales” de presiones selectivas (Odling-Sm ee, 1994:
168). Significativam ente, el vocabulario interactivo de la “coevolu­
ción” y la “construcción de nichos” está em pezando a suplantar a las
concepciones de m ecánica new toniana de las respuestas autom áticas
a las “fuerzas” de u n m edio am biente enajenado.
Además, tanto las investigaciones recientes dentro de la etología
de los prim ates com o las crecientes evidencias de datos sobre la des­
com unal escala tem poral que im plicaría el proceso de hom inización
tien d en a invalidar ideas como la de u n a frontera filogenética clara
entre la naturaleza y la cultura. Los estudios sobre chim pancés salvajes
m u estran no sólo que los p rim ates usan y fabrican algunas de las
h erram ientas de piedra, generalm ente consideradas com o u n rasgo
distintivo del Homo faber, sino tam bién que algunas bandas vecinas de
chim pancés elaboran y h ered an h erram ien tas de estilos m arcad a­
m en te d iferentes. En la term inología de los p re h isto ria d o res, eso
significaría que los chim pancés tienen diferentes “tradiciones” en tér­
m inos de cultura m aterial (Joulian, 1994). La com plejidad del com ­
portam iento social entre los babuinos tam bién está bien docum entada
(Strum, 1987). El hecho de que un individuo p u ed a provocar d e te r­
m inado tipo de respuesta de otro, con el objeto de influir en el com ­
p o rtam iento de un tercero parece indicar que los babuinos son capa­
ces de entender y categorizar com portam ientos en térm inos de estados
subyacentes y no como meros movimientos del cuerpo. Esa realización
sugiere fuertem ente que poseen la capacidad de form ar m etarrepresen-
taciones, es decir, representaciones de representaciones, sin ayuda del
lenguaje. El desarrollo del lenguaje probablem ente no es más que una
en tre m uchas etapas del proceso de hom inización, y desde u n a pers­
pectiva evolucionista puede ser vista como una consecuencia, antes que
u na causa, del desarrollo de la com unicación posibilitado p o r la capa­
cidad de form ar m etarrepresentaciones (Sperber, 1994:61). Está claro
que la cultura se tardó m ucho tiem po en evolucionar. ¿Surgió con los
prim eros hom ínidos, hace alrededor de tres m illones de años, o con
las prim eras herram ientas registradas, u n m illón de años m ás tarde?
Aun cuando los prim eros seres hum anos, Homo sapiens, probablem en­
te no tienen más de 100 000 años, hay algunas formas de enterram iento
de 150 000 años de antigüedad, y el p rim er fogón h a sido fechado en
450 000 años a.C. Esto hace que la idea misma de fechar el origen de
la cu ltu ra , o a sig n a rlo a u n a e ta p a d e te rm in a d a del p ro c eso de
hom inización, parezca totalm ente irreal.
En los estudios etnográficos acerca del adiestram iento y la pericia,
m ientras tanto, ha venido produciéndose u n viraje sim ilar del p u n ­
to de vista sobre el dualism o naturaleza-cultura. De acuerdo con las
teorías tradicionales del aprendizaje, el novicio se convierte gradual­
m ente en persona com petente p o r m edio de la internalización de un
código cultural o de u n libreto supraorgánico (Pálsson, 1994). En
otras palabras, la persona es vista como un recipiente enajenado que
progresivam ente absorbe del m edio am biente social cantidades cada
vez mayores de inform ación. Sin em bargo, los estudios recientes in­
dican que la oposición radical entre la persona y el m edio am biente
y en tre el individuo y la sociedad im pide u n a com prensión adecua­
da del proceso de aprendizaje. Suponiendo un m odelo constitutivo
del individuo, con la introducción de la agencia y el diálogo en el p ro ­
ceso de aprendizaje, Lave (1993) y otros han m ostrado que el ap ren ­
dizaje está situado en com unidades de práctica. U na perspectiva de
ese tipo supone u n a ru p tu ra radical con la tradición cartesiana. El
foco de la investigación ya no debe ser el individuo autónom o pasi­
vo, sino la persona com pleta actuando dentro de un contexto p a rti­
cu lar (In g o ld y Rival, am bos en este libro). El trab ajo d e cam po
antropológico es u n a ram a del aprendizaje que actualm ente se está
reorganizando sobre esos lincam ientos. La experiencia de trabajo de
cam po im plica m om entos sum am ente “personales”, pero no es sim­
plem ente un a em presa solitaria, la reflexión m onológica de u n obser­
v ad o r in d ep en d ie n te . La etnografía es un p ro d u cto dialógico que
incluye a colegas, cónyuges, amigos y vecinos, el resultado colectivo
de un a “larga conversación” (G udem an y Rivera, 1995).
Los críticos m odernistas podrían argum entar que la actual insatis­
facción con el p arad ig m a dualista del pasado no es sino o tra m oda
posm odem ista, y que la desconstrucción de la dicotom ía naturaleza-
sociedad tiene que ver más con la com petencia en el m ercado de tra­
bajo académ ico y con retóricas a la m oda que con datos sólidos y ob­
servaciones dignas de confianza del m undo real. Este tipo de crítica
está im plícito en la observación de W orster (1990:18) sobre la actual
po p u larid ad de la teoría del caos; hay “notables paralelos”, alega este
autor, entre la teoría del caos en la ciencia y el pensam iento posm o­
derno. Sin em bargo, el discurso etnográfico invita a u n a argum enta­
ción algo diferente. Para m uchos antropólogos -incluyendo varios de
los autores de este lib ro - el viraje desde u n a perspectiva dualista h a­
cia u n a m onista parece h aber sido desencadenado p o r el trabajo de
cam po entre pueblos p ara los cuales la dicotom ía naturaleza-sociedad
no tenía nin g ú n sentido. Tal es, p o r ejem plo, el caso de los jíbaros
ashuar del alto Amazonas, quienes, según Descola, consideran a la
m ayoría de las plantas y los anim ales com o personas que viven en sus
propias sociedades y se relacionan con los hum anos de acuerdo con
estrictas reglas de com portam iento social: los anim ales de cacería son
tratados como afines a los hom bres, m ientras que las plantas cultiva­
das son tratadas com o parientes p o r las m ujeres. Entre los makuna,
otro p ueblo del alto Am azonas, im p era u n a situación sim ilar; para
ellos, la h u m a n id a d re p resen ta u n a fo rm a p artic u la r de vida, que
participa en una com unidad mayor de seres vivientes regulada p o r un
conjunto único y totalizante de reglas de conducta (Arhem, en este
libro; véase, tam bién aquí, Rival).
Las cosmologías como éstas no están lim itadas a los pueblos nati­
vos de la Amazonia, ya que otras contribuciones a este libro presen­
ta n cuadros no tab lem en te sim ilares. Howell, p o r ejem plo (cap. 7),
afirm a que los chewongs, de la selva h ú m eda de Malasia, no separan
a los hum anos de los otros anim ales; p ara ellos, las plantas, los ani­
males y los espíritus están dotados de conciencia, es decir de lenguaje,
razón, intelecto y código m oral. Establecer distinciones ontológicas
e n tre d ife re n te s clases d e seres re su lta a ú n m ás difícil e n tre los
chewongs, porque ellos creen que tanto los hum anos com o m uchos
no hum anos son capaces de cambiar de aspecto a voluntad, de m anera
que a p rim era vista es casi im posible determ inar su identidad real. En
form a similar, H viding sostiene que los habitantes nativos de la laguna
Marovo en las Islas Salom ón no ven a los organism os y a los elem en­
tos inanim ados de su m edio am biente como partes de u n reino de la
naturaleza distinto y separado de la sociedad hum ana, y m uestra que
las categorías que utilizan p a ra d escrib ir ese am b ien te funcionan
com o códigos analógicos antes que com o oposiciones binarias, y que
esas categorías son fuertem ente dependientes de los m odos en que las
personas se ven a sí mismas en relación con otros com ponentes de su
ecosistema. Con base en su m aterial sobre los nuaulu de Seram, Ellen
se cuida de no desconstruir p o r com pleto el concepto de naturaleza,
afirm ando que en tre ese pueblo del oriente de Indonesia es posible
co n stru ir u n espacio conceptual qu e p re se n ta varias dim ensiones
conm ensurables con lo que nosotros, en Occidente, entendem os p o r
naturaleza. Sin em bargo, insiste enérgicam ente en que esas dim en­
siones son sum am ente contextúales, variables y contingentes, y que
en m uchos otros casos los datos etnográficos se resisten a la im posi­
ción de nuestro propio dualism o naturaleza-cultura.
Pero la dicotom ía naturaleza-cultura no sólo resulta inadecuada
cuando tratam os de en ten d er las realidades no occidentales, sino que
adem ás hay u n a creciente conciencia de que este tipo de dualism o no
da cuenta acabadam ente de la práctica efectiva de la ciencia m o d er­
na. Com o afirm a L atour (1994), la reificación de la naturaleza y la
sociedad com o dom inios ontológicos antitéticos es resultado de u n
proceso de purificación epistem ológica que disfraza el hecho de que
en la práctica la ciencia m o d ern a nunca ha podido cum plir con las
norm as del p aradigm a dualista. Por lo m enos desde el com ienzo de
la física m o derna, la ciencia produce constantem ente fenóm enos y
artefactos híbridos en los cuales los efectos m ateriales y las conven­
ciones sociales se m ezclan en form a inextricable. Por supuesto, la
conciencia de la artificialidad del paradigm a dualista ha sido estim u­
lada p o r la atención prestada a la creciente artificialidad del propio
proceso científico. N othnagel (utilizando datos obtenidos du ran te un
trabajo de cam po etnográfico en el conglom erado de laboratorios
c e r n en Ginebra), abogando por u n a “antropología sim étrica”, afir­

m a (cap. 14) que la ciencia de alta tecnología reproduce la naturale­


za; la ciencia no se ocupa de fenóm enos que “ocurren naturalm ente”,
sino que produce sus propios hechos y datos a través de la m ediación
de m odelos m atem áticos y aparatos técnicos sum am ente com plejos.
Este punto, que ya estaba claro en la física de partículas elem en­
tales (véase Bachelard, 1965), ahora h a llegado a un público m ayor
en la m edida en que el desarrollo de biotecnologías ha desencadena­
do una preocupación cada vez mayor sobre las consecuencias am bien­
tales, filosóficas y éticas de form as de vida producidas en m asa p o r
m étodos “no naturales”. Richards y Ruivenkam p (cap. 15) sostienen
que si bien la tecnología y la ciencia social suelen presentarse en una
relación de oposición, es difícil m an ten er esa polarización conceptual
si se presta atención a la generación de la tecnología com o proceso
social. Además, las nuevas técnicas de reproducción hum ana (Strat­
hern, 1992), las m anipulaciones transgénicas en anim ales y la inves­
tigación en xenotrasplantes (Papagaroufali, cap. 13) tienden a difu-
m inar las fronteras entre los hum anos y no hum anos establecidas hace
m ucho tiem po y a alterar las representaciones sociales de los lazos de
parentesco y de la construcción y desconstrucción de la persona. Ta­
les técnicas asimismo tienden a disipar aún más el prejuicio antropo-
céntrico, puesto que las unidades de referencia ya no son individuos
enteros, sino códigos genéticos y partes del cuerpo. Del m ismo m odo,
la investigación en tipos de cultivos transgénicos y m oléculas orgáni­
cas m odificadas ha provocado el tem or de que la liberación de orga­
nism os g en éticam en te tran sfo rm ad o s en el m edio am b ien te haga
a u m en ta r m ucho los riesgos de bioaccidentes (R ichards y R uiven­
kam p, en este libro). En sus form as más sim ples, las biotecnologías
son anteriores a la dom esticación de plantas y anim ales, pero las p o ­
sibilidades abiertas p o r las nuevas técnicas de in g en iería genética
subrayan el hecho de que la naturaleza va convirtiéndose cada vez más
n o sólo en u n artefacto producido p o r la sociedad (Rabinow, 1992;
Descola, cap. 5 de este libro), sino en u n artefacto som etido a las le­
yes del m ercado. A hora los científicos sociales están ex p lo ran d o el
“incóm odo caso” (Munzer, 1994) contra el reconocim iento de dere­
chos de pro p ied ad sobre órganos hum anos, tejidos, fluidos, células y
m aterial genético. Para algunos, esa m ercantilización es inhum ana y
deg rad ante, u n crim en contra la persona y la dignidad, m ientras que
p ara otros representa un esfuerzo hum anitario para aum entar la exis­
tencia de partes del cuerpo disponibles (Zelizer, 1992).
Los posm odernistas radicales probablem ente objetarán algunos de
los argum entos presentados más arrib a sobre la base de que los con­
ceptos de “hechos”, “evidencia” y “verificación em pírica” son cons­
trucciones m odernistas, reliquias de la historia de E uropa y de la Ilus­
tración. Sin duda, no existe una verdad definitiva: los paradigm as y
las epistemés son inevitablem ente construcciones sociales, productos de
u n tiem po y espacio particulares. Sin em bargo, algunas construccio­
nes son m enos adecuadas que otras p ara en tender el m undo, y cuando
no esclarecen nada y se dem uestra que son contrarias a la experien­
cia es preciso revisarlas o abandonarlas.

INTENTOS EQUIVOCADOS

Algunos p o d ría n arg u m e n tar que sostener la ausencia, en m uchas


sociedades, de cualquier concepto que corresponda a la idea occiden­
tal de la naturaleza es sim plem ente una cuestión de sem ántica, y que
otros conceptos, com o el de “salvajism o”, serían m ás universales y
m enos etnocéntricos. Es cierto que m uchas culturas, explícita o im ­
plícitam ente, atribuyen la calidad de salvaje a ciertas porciones dé su
m edio am biente, identificando así u n espacio particular más allá del
control directo de los hum anos (Oelschlaeger, 1991). Ellen sugiere
que u n a dim ensión cognitiva de todos los m odelos émicos de la n a ­
turaleza p o d ría ser la definición espacial del reino situado fuera del
área inm ediata de residencia de los hum anos. Sin em bargo, tam bién
señala que p ara los nuaulu la distinción entre salvaje y socializado es
sum am ente d ep endiente del contexto: wesie (la selva prim aria n u n ­
ca cortada) es a veces no hum ana y a veces la gente; a veces es m as­
culina, otras fem enina; a veces aparece com o antagónica y otras com o
d ad o ra de vida. H viding dice algo sim ilar cuando sostiene que aun
cuando en Marovo hay algunos conceptos que p o d rían conform arse
a u n a d im en sió n “salvaje-dom esticado”, no o p e ra n d e n tro de un
m arco binario.
Incluso en culturas que tienen u n concepto explícito de lo salva­
je, la distinción entre lo que es salvaje y lo que no lo es, no es necesa­
riam en te nítida. A nalizando los efectos de la transform ación de los
bosques de las m ontañas de Jap ó n , después de la guerra, en explo­
taciones forestales, K night dem uestra que com plicó una separación
ya am bigua entre “salvaje” y “dom esticado”. Para los aldeanos m o n ­
tañeses el viejo bosque era u n a encarnación del orden natural, bello
y sagrado p o r su propio salvajismo, m ientras que el nuevo bosque se
ha convertido en un espacio de desorden radical. A pesar de que téc­
nicam ente es un espacio de dom esticación, esa olvidada selva indus­
trial conserva los atrib u to s salvajes del bosque n atu ra l que vino a
rem plazar, sólo que ah o ra esos atributos se h a n vuelto to talm en te
negativos, porque el bosque ha sido desocializado y despojado de sus
valores m orales. Ese viraje, afirm a Knigt (cap. 12), es u n reflejo del
hecho de que en algunos casos un m edio am biente “salvaje” puede ser
m ás satisfactoriam ente controlado social, tecnológica e ideológica­
m ente, que un o dom esticado. En vena similar, H ell (cap. 11) destaca
la fundam ental am bivalencia de la categoría de lo salvaje tal com o se
expresa en los valores asignados a la caza en los bosques en el noroeste
de Europa en la actualidad. En esa región, la oposición entre n atu ra­
leza y cultura está m ediada p o r u n a actitud am bivalente que, p o r un
lado, oscila entre una com pulsión de cazar, inicialm ente positiva, que
define el estatus de género y la jera rq u ía m asculina, y, p o r el otro el
peligro siem pre presente de que el cazador se vuelva salvaje, sobre
todo a través de u n excesivo contacto con la “sangre n e g ra ” de sus
presas. Com o lo salvaje está tanto en el bosque como dentro de uno
mismo, la caza positivam ente valorada incluye la capacidad de con­
trolar esa am bigua coexistencia de naturaleza y cultura. En todos es­
tos casos, entonces, parecería que el concepto de salvaje fluctúa según
el contexto; difícilm ente podría calificar com o sustituto para el con­
cepto ontológico de la n aturaleza tal com o se usa en el p arad ig m a
dualista.
U na respuesta a la crítica del proyecto m odernista y la actual d i­
visión del trabajo entre las ciencias naturales y las sociales es intercam ­
b iar conceptos y perspectivas de am bos lados de la división en tre
naturaleza y sociedad, destacando las sim ilitudes fundam entales de
los dom inios natural y social. Así, algunas de las ciencias naturales han
tom ado de los científicos sociales los conceptos de com unidad y so­
ciedad. Del mismo m odo, algunas ram as de la antropología han ad o p ­
tado los conceptos biológicos de selección natural y ap titu d genética.
R icherson, p o r ejem plo, ha sugerido que “sería fácil desarrollar una
teoría de la ecología hum ana partien d o de las semejanzas existentes
entre las construcciones teóricas de las ciencias sociales y biológicas,
y ese enfoque es muy pro m eted o r” (1977:2). Sin em bargo, gran p a r­
te de ese intercam bio conceptual no hace sino subrayar las tram pas
del proyecto dualista. C ada una de las partes continúa practicando su
propia form a de reduccionism o, con u n a sección del p a r naturaleza-
cultura colonizando a la otra. Así, la sociobiología insiste en subsum ir
la cultura bajo las “leyes naturales” de la selección darwiniana.
En la perspectiva constructivista extrem a, que subsum e el m edio
am biente bajo el simbolismo de la tradición y la cultura, el m edio am ­
b iente no tienen ningún papel activo. En antropología, la frecuente
referencia a la cultura -la capacidad, que se supone exclusivam ente
hum ana, de alm acenar recuerdos, de ap ren d er y de com unicar- p a ­
rece no hacer más que reforzar las estructuras dualistas que se in ten ­
taba trascender. En cierta m edida, la posición constructivista hace eco
de la de los estudiosos europeos m edievales para los cuales su propia
tarea consistía principalm ente en leer el “libro” de la naturaleza. Sin
em bargo, para los textualistas m odernos, el m edio am biente es escri­
tura no sólo en sentido metafórico: más allá de la interpretación cultu­
ra l no hay m ás que triv ialid ad , si es que no espacio vacío (véase
Pálsson, 1995). Algunos de los principales arquitectos de la escuela
tex tu alista son conversos b a sta n te re p e n tin o s, p ro v e n ie n te s d el
d eterm inism o am biental y de la ecología cultural, que pasaron de u n
extrem o al otro. Así, un año antes de publicar su im portante tratado
textualista La interpretación de las culturas, G eertz (1973) escribió u n
artículo sobre sistemas de irrigación que indica u n a visión d eterm i­
nista am biental. C om parando Bali y M arruecos, afirm a que las “for­
mas rad icalm ente diferentes en que se m aneja el agua en esos dos
lugares conduce a algunas com prensiones generales de las culturas de
uuevo radicalm ente diferentes situadas en ellos” (Geertz, 1972:74).
A decir verdad, Geertz, tanto allí como en trabajos posteriores, criti­
ca las form as simples de determ inism o geográfico, sosteniendo que
“la habitual división entre naturaleza y cultura que hace de la p rim e­
ra u n escenario sobre el cual actúa la segunda” no es sino “un a ilu­
sión”. Sin em bargo, afirm a que el m edio am biente es u n factor acti­
vo y central en la conform ación de la vida social y que “una sociedad
establecida es el pu n to final de una historia tan larga de adaptación
a su m edio am biente que podría decirse que ha hecho de ese m edio
am biente u na extensión de sí m ism a” (Geertz, 1972:87-88). Tanto el
textualism o como la sociobiología sienten la creciente desilusión con
el dualism o teórico de naturaleza y sociedad, pero ninguno de los dos
ofrece u n a alternativa teórica viable al proyecto m odernista.
D esconstruir el paradigm a dualista puede aparecer com o sim ple­
m ente un ejem plo más de la saludable autocrítica que hoy perm ea la
teoría antropológica. Después de todo, la quem a de fetiches concep­
tuales es desde hace m ucho u n pasatiem po favorito de los an tro p ó ­
logos, y son muy pocos los cam pos que h an escapado a esa te n d e n ­
cia iconoclasta. Si categorías analíticas, tales com o la econom ía, el
totem ism o, el parentesco, la política, el individualism o e incluso la
sociedad h an sido caracterizadas com o construcciones etnocéntricas,
¿por qué no iba a pasar lo mismo con la disyunción entre naturaleza
y sociedad? La respuesta es que esa dicotom ía no es sim plem ente una
categoría analítica más en la caja de h erram ientas intelectuales de las
ciencias sociales: es el fu n d am en to clave de la epistem ología m o­
dernista. Ir más allá del dualism o abre u n paisaje intelectual com ple­
tam ente diferente, un paisaje en el que los estados y las sustancias son
sustituidos p o r procesos y relaciones; la cuestión más im portante ya
no es cóm o objetificar sistemas cerrados, sino cómo explicar la p ro ­
pia diversidad de los procesos de objetificación.
E ntonces, podem os preg u n tarn o s p o r qué todavía hay an tro p ó ­
logos que se m olestan en realizar estudios de las relaciones hum ano-
am bientales si hay tanto descontento con la antropología ecológica
convencional. Si la naturaleza se ha vuelto u n a categoría sin sentido
y el determ inism o am biental es cosa del pasado, ¿cómo puede toda­
vía valer la pen a trata r de en ten d er las interacciones entre los hum a­
nos y otros com ponentes vivos y no vivos del espacio que los circun­
da? U na prim era respuesta es que hoy ese tem a está en p rim er lugar
en la ag en d a pública, ahora que el m edio am biente ha llegado a ser
u na de las principales preocupaciones políticas y éticas de pueblos y
gobiernos en la m ayor p arte del m u n d o industrializado. Los an tro ­
pólogos pueden desem peñar su papel de ciudadanos y de estudiosos
utilizando su com petencia para tratar una serie de problem as am bien­
tales en discusión: los m ecanismos de un m odo de subsistencia sus­
tentable en sociedades no industriales; el alcance y el estatus del co­
n o cim ien to tra d ic io n a l y las técnicas de m an ejo d e recursos; las
fluctuantes fronteras taxonóm icas que traen consigo las nuevas tec­
nologías reproductivas; los fu n d am en to s ideológicos de los m ovi­
m ientos conservacionistas, y la m ercancificación de m uchos com po­
n entes de la biosfera. De hecho, algunas de las razones que llevan a
los antropólogos a revisitar tem as am bientales tienen que ver con los
cam bios que están produciéndose en la relación en tre naturaleza y
sociedad. No sólo la biotecnología m o d ern a presenta a los hum anos
u n a “n aturaleza” muy diferente de la experim entada p o r generacio­
nes an terio res (Richards y R uivenkam p, en este libro), sino que el
proceso de globalización en m archa, la intensificación exponencial de
relaciones sociales m undiales, tam bién tiene efectos muy profundos
(Lash y Urry, 1994:294). A m ed id a que la d eg rad ació n del m edio
am biente aum entaba con los avances tecnológicos y la expansión de
la producción económ ica, la preocupación p o r el m edio am biente
natural desbordó el alcance del estado nacional. El tem a de la respon­
sabilidad am biental, la ética y la política de la naturaleza, se niega a
resp etar cualquier frontera cultural: basta ver el crecim iento de los
m ovim ientos am bientalistas en el escenario internacional en los ú l­
timos años, y las tensiones recurrentes entre la ciencia occidental y las
epistem ologías locales. La naturaleza ya no es un asunto local, el p ra ­
do de la aldea es ahora el planeta entero.
A p esa r de (o quizá debido a) la globalización, la privatización y
m ercancificación d e “b ien es” am bientales se h a acelerado; con la
expansión de la retórica del consum ism o, la naturaleza se convierte
en u n m ercado. Com o resultado de la ráp id a extensión de los enfo­
ques de m ercado a recursos naturales (stocks pesqueros, bosques, etc.)
y a productos orgánicos (incluyendo m aterial genético y partes del
cuerpo), en m uchas sociedades h a venido produciéndose una tran s­
form ación fundam ental en respuesta a com prom isos ideológicos, a
desarrollos tecnológicos y tam bién a problem as económicos y ecoló­
gicos. D ada la significación del m ercado y la fascinación p o r la eco­
nom ía política y el discurso ecológico occidentales del hom bre eco­
nóm ico (Kopytoff, 1986; F riedlandy Robertson, 1990; Dilley, 1992),
los estudios antropológicos de los conceptos y las prácticas de econo­
m ía am biental y la m ercancificación del m edio am biente natural re­
presentan u n cam po de investigación im portante. El saber y la p eri­
cia antropológicos son esenciales p a ra d ese n trañ ar la m etafísica, el
etn o cen trism o y las desventajas de algunos de los conceptos clave
aplicados frecuentem ente a la “econom ía”, incluyendo los de “m er­
cado”, “eficiencia” y “producción”. Además, las semejanzas y diferen­
cias en la evaluación m oral de la m ercancificación plantean un p ro ­
blem a teórico y com parativo muy interesante.
O tra razón de ese continuado interés en tem as ecológicos tiene
que ver con la epistem ología. E xplorar nuevos caminos no significa
olvidar las realizaciones pasadas. La atención dedicada a la relación
entre los hum anos y su m edio am biente p o r corrientes de teoría so­
cial tan diferentes, com o el m arxism o, el estructuralism o, la fenom e­
nología, la ecología cultural y la antropología cognitiva, ap u n tan a
u n a p rem isa básica: la historia h um ana es el producto continuo de
diversos m odos de relaciones hum ano-am bientales. A dm itir esa p re­
misa no significa regresar a las tram pas del dualism o y del determ i-
nism o geográfico o técnico. Por el contrario, im plica tom ar en serio
la evidencia que ofrecen m uchas sociedades d o n d e el rein o d e las
relaciones hum anas abarca un dom inio más am plio que la m era so­
ciedad de los hum anos. Los cazadores huaorani saben que los anim a­
les que ellos cazan se com unican, ap ren d en y m odifican sus m odos de
vida en respuesta a los hum anos; hum anos y anim ales son seres so­
ciales que se relacionan m utuam ente en los m undos de ambos, y Ri­
val sugiere en este libro (cap. 8) que eso explica la correspondencia
entre las form as en que las personas se tratan entre ellas y la form a
en q ue tra ta n a los anim ales. En esas “sociedades de n a tu ra le z a ”
(Descola, 1992), las plantas, los anim ales y otras entidades p e rte n e ­
cen a u n a com unidad sociocósmica, sujeta a las mismas reglas que los
hum anos; cualquier descripción de su vida social debe, p o r fuerza,
inclu ir los co m p o n en tes del m edio am b ien te que son vistos com o
p a rte del dom inio social. La antropología ya no puede lim itarse al
análisis social convencional de sus com ienzos: debe re p la n te a r sus
d o m in io s y sus h e rra m ie n ta s p a ra a b a rca r no sólo el m u n d o d e
anthropos, sino tam bién la p arte del m undo con la que los hum anos
interactúan.
Es realista suponer que el m edio am biente es im portante y que para
co m p render tanto a la hum anidad com o al resto del m undo natural
la antropología, la ecología y la biología necesitan nuevos tipos de
m odelos, perspectivas y m etáforas. Eso podría requerir u n a revisión
fundam ental de la división académ ica del trabajo, y, en particular, la
elim inación de las fronteras disciplinarias en tre las ciencias n a tu ra ­
les y las sociales. Es muy posible que tengam os que aban d o n ar la ac­
tual separación entre la antropología física y la biológica, p o r un lado,
y, p o r otro, entre la antropología cultural y la social, dando nueva vida
al viejo proyecto antropológico filosófico que se concentraba en la
un id ad del ser hum ano (Ingold, 1990, y en este libro). Al parecer, los
diferentes campos de la erudición académ ica tienen en com ún más de
lo que los sectarios disciplinarios n o rm alm en te gustan de adm itir.
Significativam ente, m oralidades y m etáforas sim ilares se aplican a
contextos teóricos bastante diferentes (N othnagel y Pálsson, am bos en
este libro); los discursos sobre la naturaleza, la etnografía y la traduc­
ción cultural, p o r ejem plo, em plean tipos de im aginerías similares,
no to riam ente las m etáforas de la caza y la relación personal, el len ­
guaje teatral de la ironía, la tragedia, la com edia y el rom ance.
Parecería que el m azo académ ico ya se ha em pezado a barajar de
nuevo. U no de los signos relevantes es el rep resen tad o p o r el gran
interés actual p o r el cuerpo hum ano, más allá de los estrechos confi­
nes de la antropología física. A pesar de su supresión en el discurso
científico social m odernista, el cuerpo ha surgido como un tem a teó­
rico de la m ayor im portancia en la antropología social. Esto no debe
s o rp re n d e r a n ad ie, p u esto que el cu e rp o es u n tem a p o p u la r en
m uchos contextos etnográficos (Lock, 1993). Es claro que el cuerpo
no p erm ite fácilm ente u n a división fija del trabajo académ ico, com o
tam poco adm ite u n a frontera firm e en tre naturaleza y cultura. Rival
(en este volum en) m uestra cómo, en el proceso de caza y recolección,
los h u ao ran i dejan de ser cuerpos extraños, ajenos al m undo de la
selva; ap ren d en a percibir el m edio am biente com o lo hacen otros
anim ales, convirtiéndose en “residentes” profundam ente involucra­
dos en u n a co nversación con p la n ta s y an im ales (véase tam b ién
Howell, en este libro). O tro indicio de la fragilidad de la frontera entre
las ciencias naturales y las sociales es el creciente interés p o r el p ai­
saje en u n a variedad de estudios, incluyendo la antropología. A nte­
riorm ente, el tiem po y el espacio (preocupaciones clásicas de la geo­
grafía y las ciencias naturales) estaban relegados a una “caja n eg ra”
en las ciencias sociales (véase Hirsch, 1995:1), p ero ahora son el foco
de u n a extensa investigación com parativa. De nuevo, los avances teó­
ricos resu en an con m ucho de la producción etnográfica. U n fuerte
apego al lugar, o “topofilia” (véase Thom pson, 1990:113), parecer ser
u n a característica bastante com ún de las sociedades hum anas, con
frecuencia coloreada, en las sociedades estatales, por la etnicidad, el
nacionalism o y otras sensibilidades afines. La globalización no elim i­
na esas preocupaciones “locales”, sólo las redefine.
El reconocim iento de que la naturaleza es u n a construcción social
y de que las conceptualizaciones del m edio am biente son productos
de contextos históricos y especificidades culturales en perpetuo cam ­
bio presen ta un desafío difícil a la indagación antropológica. ¿Debe­
mos lim itarnos a interm inables descripciones etnográficas de “cosmo­
logías” locales, o más bien buscar tendencias o patrones generales que
nos p erm itan sustituir diferentes concepciones émicas de la n atu ra­
leza p o r un m arco analítico unificado? Y en este últim o caso: ¿sobre
qué bases teóricas se apoyaría un m arco analítico unificado? Los au ­
tores de este libro ofrecen respuestas contradictorias a estas preg u n ­
tas esenciales. Algunos ad optan una posición decididam ente relati­
vista, destacando el carácter localizado del conocim iento y poniendo
en d u d a que los sistemas de significados locales implícitos e inextri­
cables p u ed an expresarse adecuadam ente alguna vez en un m etadis-
curso. Así, p ara H ornborg, la tarea de la antropología ecológica con­
siste en e n te n d e r los contextos socioculturales que p erm ite n que
sistemas de conocim iento ecológicam ente sensibles persistan y evo­
lucionen. Según este autor, tales calibraciones locales alcanzan su
m áxim a eficiencia cuando no están sujetas a intentos de abarcarlas en
m arcos totalizantes. Tam bién se observa u n a p o stu ra relativista en
varios trabajos con influencia de enfoques textualistas. Hell, por ejem ­
plo, se apoya en la obra de Geertz p ara definir la cultura de la caza
en E uropa como u n “texto”, m ientras que Papagaroufali caracteriza
com o “cu en to s” las representaciones de la realidad producidas en
O ccidente, tan to p o r legos com o p o r científicos, d estacan d o con
eso la naturaleza narrativa y de base m oral de esas pretensiones de
verdad.
Algunos de nuestros autores abogan p o ru ñ a posición interm edia:
cuestionan los m odelos universalistas, pero, al m ism o tiem po, cuidan
de no cerrar la p u e rta a la posibilidad de com paraciones significati­
vas. Así, Howell sostiene que su posición no es una versión extrem a del
relativismo cultural en cuanto acepta que la sociabilidad y la intersub-
jetiv id ad son predisposiciones innatas de la hum anidad. La tarea de
los antropólogos, afirm a esta autora, es in terp retar prim ero sistemas
culturales locales y después exam inar las bases p ara la diferenciación
de los m odos de sociabilidad. En línea similar, H viding critica la p o ­
sición de privilegio concedida a las presuposiciones racionalistas
occidentales en el proceso de traducción de culturas, ab ogando en
cambio p o r u n m etalenguaje que se basaría en la com paración de di­
ferentes “etnoepistem ologías”, incluyendo la nuestra. El últim o paso
es el que dan algunos autores que, sintiéndose incóm odos con la frag­
m entación conceptual inducida p o r las perspectivas relativistas, se
aventuran a form ular m odelos analíticos alternativos com o sustitutos
para el actual paradigm a dualista. U tilizando las oposiciones de con­
tinuidad y discontinuidad, p o r un lado, y p o r el otro de dom inación
y protección, Pálsson distingue tres tipos de relaciones entre los hum a­
nos y el m edio am biente -q u e denom ina orientalism o, paternalism o
y co m unalism o-, cada u n o de los cuales re p resen ta ría u n a p o stu ra
particular con respecto a los temas “am bientales”. Tanto para el orien­
talismo como para el paternalism o am bientales los hum anos son los
am os de la naturaleza, sostiene Pálsson, con la diferencia de que el
p rim ero “explota” y el segundo “p ro teg e”. El com unalism o difiere de
am bos en que im plica el rechazo de to d a distinción radical en tre la
naturaleza y la sociedad y entre la ciencia y el saber práctico. Recha­
zar la idea de dom inio y dejar m argen al caos y a la contingencia en
las relaciones hum ano-am bientales no significa que los esfuerzos de
los hum anos p o r “m anejar” sus propias vidas no tengan sentido o sean
inútiles: m ás bien sugiere políticas m enos arrogantes y m ás sensibili­
dad al saber práctico y a la etnografía, fluir con la corriente en lugar
de trata r de controlarlo todo.
Ellen propone, además, la hipótesis de que el problem a del estatus
de la naturaleza se puede abordar identificando un núm ero m ínim o
de los supuestos subyacentes sobre los cuales se construyen los esque­
mas pragm áticos y las representaciones simbólicas. D etrás de todos
los m odelos culturales de la naturaleza, afirm a Ellen, hay u n a com ­
binación de tres im perativos cognitivos: la construcción inductiva de
la naturaleza, en térm inos de las “cosas” que la gente incluye en ella
y de las características que atribuye a esas “cosas”; el reconocim iento
espacial de un re in o fuera del dom inio hu m an o , y la com pulsión
m etafórica a en tender los fenóm enos p o r su esencia. D ependiendo de
los fenóm enos de “prehensión” que d an origen a clasificaciones, de-
sígnaciones y representaciones particulares, el peso relativo de cada
uno de esos ejes y sus asim etrías internas varía e n cada conceptuali-
zación de la naturaleza y explica sus características específicas. Tam ­
bién Descola aboga p o r u n m odelo transform acional para d a r cuen­
ta de los esquem as de praxis, en gran p arte implícitos, a través de los
cuales cada sociedad objetifica tipos específicos de relaciones con su
m edio am biente. Sostiene que cada variación local es resultado de una
com binación particular de tres dim ensiones básicas de la vida social:
m o d o s de id e n tific a c ió n , o el p ro c e so p o r el cual las fro n te ra s
ontológicas se crean y se objetifican en sistemas cosmológicos com o
el anim ismo, el totem ism o o el naturalism o; m odos de interacción que
organizan las relaciones entre las esferas de hum anos y no hum anos,
así como dentro de cada una de ellas, de acuerdo con principios como
los de reciprocidad, rapacidad o protección, y m odos de clasificación
(básicam ente el esquem a m etafórico y el esquem a m etoním ico), p o r
m edio del cual los com ponentes elem entales del m undo son represen­
tados com o categorías socialm ente reconocidas.
A pesar de adm itir la dificultad de traducir a proposiciones gene­
rales la com plejidad y lo intrincado d e su propia experiencia de una
sociedad particular, la m ayoría de los autores incluidos en este libro
m uestra, sin em bargo, cierta disposición a ir más allá de la m era des­
cripción de sistemas locales de relaciones hum ano-am bientales. Pa­
radójicam ente, es posible que de la riqueza m ism a de la propia expe­
rien c ia etn o g rá fica haya surgido u n a re n o v ad a fe en el proyecto
com parativo; es decir, del reconocim iento com partido de que ciertos
patrones, estilos de práctica y conjuntos de valores descritos p o r co­
legas antropólogos en diferentes partes del m u n d o son com patibles
con el propio conocim iento etnográfico de determ inada sociedad. Ese
reconocim iento probablem ente fue alim entado p o r cambios de vas­
tos alcances en el estilo de la narrativa etnográfica. A bandonando las
categorías universalistas que estructuraban m onografías anteriores,
ah o ra los antropólogos tien d en a ser a la vez más personales y más
im aginativos en la elección de los dispositivos que em p lea n p a ra
transm itir su interpretación de u n a sociedad. De ese m odo, surgen
convergencias y afinidades antes insospechadas de lo que a prim era
vista podría haber parecido un caos de descripciones etnográficas. En
otras palabras, la etnografía nos hace enfocar lo particular, a la vez que
m uchos particulares etnográficos estim ulan de nuevo el interés p o r
la com paración.
Los autores de este libro adoptan perspectivas, enfoques y posicio­
nes teóricas de lo más variadas, pero hay un incipiente consenso ge­
n eral sobre m uchos temas im portantes. Y, lo más im portante, todos
los autores com parten el interés p o r la interconexión entre naturaleza
y sociedad y los problem as teóricos que necesariam ente suscita. La
antropología es de espectro muy am plio, tom a de las ciencias tanto
naturales como sociales, pero, como hem os visto, está constantem ente
agitada p o r una contradicción fundam ental: “la p rim era p arte de la
h istoria de la especie h u m an a se expresa en térm inos evolutivos y
am bientales, la segunda niega al m edio am b ien te cualquier p apel
significativo en la historia hu m an a” (Crumley, 1994:2). R ep lan tearla
conexión n aturaleza-sociedad significa re p la n te a r la an tro p o lo g ía
ecológica, en particular su concepto de la relación entre la persona y
el m edio am biente. Las tradiciones biológicas y antropológicas p ro ­
fundam ente arraigadas, que insisten en separar ambas cosas, son ata­
cadas cada vez más con argum entos tanto teóricos como em píricos.
Bateson identificó algunos de los problem as utilizando el ejem plo de
un ciego con un bastón: “¿Dónde empiezoyo? ¿Mi sistema m ental está
unido al extrem o del bastón? ¿Está lim itado p o r mi piel? ¿Empieza
a la m itad del largo del bastón? Pero éstas son preguntas sin sentido”
(Bateson, 1972:459). Indudablem ente, lo son. La cuestión no es sim­
p lem ente determ inar el sitio exacto de las fronteras de la persona, la
tecnología y el m edio am biente, sino m ás b ien llam ar la atención
sobre cam pos de significación, “sistemas m entales” en la term inolo­
gía de Bateson. Etim ológicam ente, el concepto de “m edio am biente”
se refiere a lo que nos rodea, y, p o r lo tanto, hablando estrictam ente,
un m edio am biente incluye prácticam ente cualquier cosa, con excep­
ción de lo que es rodeado (Cooper, 1992). Sin em bargo, en vista de
la perspectiva ecológica desarrollada p o r Jam es Gibson, es im portante
aceptar algún concepto fenom enológico de m edio am biente intencio­
nal: las “concesiones” [affordances] del am biente varían para cada caso,
pero d ep endiendo de su “significado” o del m odo en que es percibi­
do (véanse Ingold, 1992; Carello, 1993). Esto no intenta sugerir múl­
tiples am bientes en el sentido interpretativista; la naturaleza no es una
serie de “libros”, y su percepción (o “lectura”) no está necesariam en­
te inform ada p o r “textos” culturales interm edios. Más bien, persona
y m edio am biente form an un sistema irreductible; la persona es parte
del m edio am biente y, viceversa, el m edio am biente es p a rte de la
persona.
Muchos de los autores incluidos en este libro abogan p o r una an ­
tropología cultural siguiendo esos lincam ientos. B akhtin desarrolló
un a perspectiva sim ilar con referencia al lenguaje. Según este últim o,
era im portante ir más allá de las ideas positivistas de la lingüística, que
presentaban al h ablante como un participante pasivo en la com uni­
cación p o r m edio del lenguaje. B akhtin proponía el enfoque “trans-
lingüístico”, que no sólo ofrecía una vigorosa crítica del objetivismo
abstracto de la lingüística autónom a, sino que, adem ás, in ten tab a
restaurar la naturaleza arraigada del lenguaje. Para él, el lenguaje es
“social en toda su am plia gam a y en todos y cada uno de sus factores,
de la im agen m aterial a los más rem otos vuelos del pensam iento abs­
tracto” (Bakhtin, 1981:259). Rechazando la separación radical entre
lo individual y lo social, B akhtin afirm aba que cada palabra del len­
guaje es el resultado acumulativo de las experiencias anteriores de los
hablantes y sus interacciones dentro del lenguaje de la com unidad. Tal
vez d eb eríam o s ap ro v ech ar la perspectiva de B akhtin y h ab lar de
“transecología” p a ra destacar las ideas de residencia y arraig o con
respecto al hogar hum ano, la naturaleza social del oikos hum ano.

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TRIMERA PARTE

DOM INIOS Y FRONTERAS CUESTIONADOS


2. EL FORRAJERO Ó PTIM O Y EL HOM BRE ECONÓM ICO

TIM INGOLD

INTRODUCCIÓN

El pensam iento de la Ilustración proclam ó el triunfo de la razón h u ­


m ana sobre una naturaleza recalcitrante. Como hija de la Ilustración,
la econom ía neoclásica se desarrolló com o una ciencia de la tom a de
decisiones h um ana y todas sus consecuencias, con base en la p rem i­
sa de que cada individuo actúa en persecución de su propio interés
racional. M ucho se ha discutido si los postulados de la teoría micro-
económ ica son aplicables a la hum anidad en general o sólo a las so­
ciedades caracterizadas como “occidentales”: entre las afirm aciones
antropológicas clásicas se cuenta la de Malinowski, que descartó como
“absurda” la suposición de que “el hom bre, y especialm ente el hom ­
bre de bajo nivel cultural, sea movido únicam ente por motivos p u ra ­
m e n te eco n ó m icos d e in te ré s p ro p io e sc la re c id o ” (M alinow ski,
1922:60), y la de Firth, quien, p o r el contrario, sostuvo que “en algu­
nas de las sociedades más prim itivas que conocem os [...] se dan las
más agudas discusiones sobre alternativas en torno a cualquier p ro ­
puesta de uso de recursos, sobre las ventajas económicas relativas del
intercam bio con tal persona o tal otra, y el más cuidadoso escrutinio
de la calidad de los bienes que cam bian de m anos [...] y o b tien en
beneficios p o r ello” (Firth, 1964:22; véase Schneider, 1974:11-12).
No es m i propósito aquí revisitar esa vieja discusión. En cambio,
quiero ocuparm e de la p aradoja que p resen ta el surgim iento en la
antropología contem poránea de un enfoque que intenta com prender
el com portam iento de pueblos considerados primitivos -m ás especí­
ficam ente, cazadores y recolectores- no a través de u n a extensión
directa de los principios de la econom ía form al, sino siguiendo un
cam ino bastante más indirecto. Esto significa extender a seres hum a­
nos principios que ya se utilizan en el análisis del com portam iento de
anim ales no hum anos, y que, sin em bargo, están estrecham ente m o­
delados -a l punto de identificarse con ellos- sobre los principios de
la ciencia económ ica. El enfoque en cuestión es conocido p o r sus
practicantes como “ecología hum ana evolucionista”, y es actualm en­
te u n a de las áreas de investigación más vigorosas en antropología
ecológica.
Mi objetivo es dem ostrar que la antropología evolucionista es el
revés exacto de la m icroeconom ía, igual que la selección natural es la
im agen especular de la elección racional. C om o tal, reproduce en
fo rm a in v ertid a la dicotom ía en tre razón y n aturaleza, que se e n ­
cuentra en el corazón de la ciencia posterior a la Ilustración. Pero al
trata r de d ar cuenta de la conducta en térm inos de propiedades p re ­
determ inadas y heredables de individuos aislados, la ecología evolu­
cionista no logra - a pesar de sus afirm aciones en c o n tra rio - desarro­
llar u n a perspectiva realm ente ecológica. C on esto, no quiero decir
sim plem ente u n a perspectiva que incorpore variables am bientales
externas como p arte de la explicación del com portam iento. U n e n ­
foque genuinam ente ecológico, en mi opinión, tendría que estable­
cer la intención y la acción hum anas en el contexto de una relación
p e rm a n e n te y m u tu am en te constitutiva en tre la gente y su m edio
am biente. Sin em bargo, sostengo que u n enfoque de ese tipo cuestio­
n a los fu n d a m e n to s m ism os del p a ra d ig m a ex p licato rio n eo d a r-
winiano.
Supongam os que tú eres un partidario del form alism o económ i­
co en an tropología, y que estás interesado en explicar p o r qué u n
g ru p o particu lar de cazadores y recolectores escoge concentrar sus
esfuerzos en la obtención de una com binación determ inada de plantas
y anim ales. A signando un valor de utilidad a cada u n idad de recur­
sos, m edida en térm inos de la satisfacción que proporciona, calcula­
rías una estrategia óptim a de procuración de recursos, que sería la que
da la m áxim a u tilid ad total en relación con el tiem po y la energía
invertidos. A continuación com pararías esa estrategia con lo que la
gente realm ente hace y, si resulta que se ajustan bien, declararías que
tu m odelo ha pasado la prueba de la confirm ación em pírica. Antici­
p an d o el desafío del escéptico - “¿y qué con eso?”- , concluirías que lo
que eso p rueba es que los cazadores y recolectores son tan capaces
como cualquier otro grupo hum ano de tom ar decisiones inform adas
en su propio interés. Señalarías que la razón es una facultad com ún
a todos los seres hum anos, no sólo de los “occidentales m odernos” o
“civilizados”, y que es etnocentrism o im aginar que nosotros decidim os
qué hacer, en cualquier situación dada, m ediante la deliberación ra ­
cional, pero ellos están lim itados en sus acciones p o r una ciega con­
form idad al saber recibido de las convenciones culturales.
¿Y qué pasa entonces con los anim ales no hum anos? Tam bién ellos
parecen aplicar estrategias de procuración de recursos que parecerían
em in en tem ente racionales si las hubiesen elaborado p o r sí mismos.
Pero, p o r supuesto, tú dices que no lo han hecho. Las estrategias de
los anim ales han sido elaboradas de antem ano p ara ellos, p o r la fuer­
za evolutiva de la selección natural. La lógica de la selección natural
es sim plem ente com o sigue: los individuos con estrategias m ás efi­
cientes de procuración de recursos ten d rá n u n a ventaja reproductiva
sobre los individuos con estrategias m enos eficientes, y com o esas
estrateg ias -o , m ás p recisam ente, las reglas o los p rogram as p ara
g e n e ra rla s- están codificadas en los m ateriales de la h erencia, las
estrategias más eficientes autom áticam ente ten d erán a q u edar más
firm em ente establecidas en cada generación a m edida que sus p o r­
tadores ten g an relativam ente más descendientes. Pero el p u n to de
p artida de la ecología evolucionista hum ana es que el com portam ien­
to forrajero de los cazadores y recolectores hum anos, igual que el de
sus equivalentes no hum anos, p u ed e ser en ten d id o com o la aplica­
ción, en co n tex to s am b ien tales específicos, de reglas d ec isió n o
“algoritm os cognitivos” que h an sido conform ados a través de un
proceso darw iniano de variación bajo la selección n atu ra l. De esa
prem isa se ha derivado un corpus de teoría, conocido en el oficio como
la “teoría del forrajeo óptim o”, consistente en m odelos form ales que
predicen cóm o d ebería com portarse un forrajero en determ inadas
c o n d ic io n e s e x te rn a s, s u p o n ie n d o que su ob jetiv o su p re m o es
m axim izar la proporción entre el insum o de energía derivable de los
recursos obtenidos y los costos en energía de la adquisición.
¿Esto significa que el cazador y recolector hum ano es una versión
del hom bre económico, o una especie de forrajero óptimo? A prim era
vista, esas dos figuras -am bas, p o r supuesto, construcciones ideales
de la im aginación analítica- parecen diam etralm ente opuestas, y su
fusión en la figura arquetípica del cazador y recolector “prim itivo”
parece reflejar la posición am bivalente de esa figura en el discurso de
la ciencia occidental, com o en transición en tre las situaciones de n a ­
turaleza y de hu m anidad (véase la fig. 2.1). S eguram ente el hom bre
económ ico ejerce su razón en la esfera de la interacción social, y al
hacerlo avanza en cultura o civilización, contra el fondo de una n a­
turaleza intrínsecam ente resistente. En cam bio, la racionalidad del
forrajero óptim o es ubicada en el corazón m ism o de la naturaleza,
m ientras que el dom inio específicam ente hum ano de la sociedad y la
cultura es visto como fuente de un sesgo norm ativo externo que puede
ser causa de que el com portam iento se desvíe del óptim o. Aquí está,
entonces, la paradoja a la que hice referencia al principio, de un en ­
foque que explícitam ente tom a como m odelo la m icroeconom ía clá­
sica y sin em bargo se considera aplicable a los seres hum anos sólo en
la m edida en que su com portam iento es en algún sentido com para­
ble con el de anim ales no hum anos. ¿Cóm o se p u ed e sostener, al
m ismo tiem po, que la facultad de la razón es la m arca distintiva de la
hu m an idad y que la racionalidad de los cazadores y recolectores, en
com paración con la de sus equivalentes no hum anos, se ve dificulta­
da p o r lim itaciones sociales y culturales? Tom aré esta pregunta como
p u n to de partida.

FIGURA 2 . 1. El cazador-recolector “prim itivo” con sid erad o com o una versión d el h o m ­
bre eco n ó m ico y com o una esp ecie d e forrajero óp tim o.
CULTURA Y ELECCIÓN

Los cazadores y recolectores, o forrajeros, viven en ambientes caracterizados


por recursos diversos, distribuidos en forma heterogénea. Del abanico de
especies potencialm ente com estibles, lugares y senderos de forrajeo, el
forrajero puede escoger combinaciones que procuran subsistencia en forma
más o menos eficaz y efectiva. Las elecciones del forrajero forman una estra­
tegia de ajuste a las condiciones ecológicas, un patrón adaptivo que es re­
sultado de procesos evolutivos y de las limitaciones impuestas por la situa­
ción, el m om ento y la suerte (Winterhalder, 1981a:66).

Esta lúcida afirm ación de uno de los m áxim os exponentes de la


teoría del forrajero óptim o nos lleva directam ente al núcleo del p ro ­
blem a. Se en cuentra en la contradicción entre las ideas, p o r u n lado,
de que la “estrategia de ajuste” del forrajero es resultado de una se­
rie de elecciones sobre adonde ir y qué procurar, y por el otro lado,
de que com o “p atró n adaptivo” es producto de u n proceso evolutivo.
Para ex plicar esa contradicción es útil te n e r p resen te u n ejem plo
em p írico , y con ese ob jeto m e o c u p a ré b re v em en te del m ateria l
etnográfico presentado p o r el propio W interhalder, quien lo recogió
en su trabajo de cam po entre los crees de M uskrat Dam Lake en el
norte de O ntario.
Los crees basan su subsistencia en u n a v aried ad de m am íferos
peq u eñ o s y grandes, aves acuáticas y peces, distribuidos en form a
dispersa y discontinua en un m edio am biente que es un mosaico fino
de distintos tipos de vegetación dom inante. No sólo la abundancia de
especies aprovechables fluctúa m arcada e irregularm ente de u n año
a otro, sino que adem ás el mosaico vegetal cam bia en respuesta a las
variaciones clim áticas, con el resu ltad o de que los cazadores crees
difícilm ente vuelven a encontrar las mismas condiciones de u n año a
otro (W interhalder, 1981a:80-81). Por lo tanto, tienen que elaborar su
táctica sobre la m archa. U na excursión de caza descrita p o r W inter­
halder ejemplifica este punto muy bien. En esa excursión, cuyo objeto
ostensible era colocar tram pas p a ra castores, el an tro p ó lo g o y su
a c o m p a ñ an te cree vieron señales de perdices, alces, lobos, liebres,
castores, visones, nutrias y ratas almizcleras. Ante cada señal, su com ­
pañero tenía que decidir si perseguir o no al anim al en cuestión. En
esa ocasión d isp aró co n tra las perdices, ignoró al alce y los lobos,
colocó lazos p a ra liebres y castores y arm ó tram p as p a ra las ratas
almizcleras y las nutrias. Pero W interhalder nos dice que esa cacería
fue u n ejem plo de u n estilo más antiguo de hacer las cosas: el trayec­
to d esde la aldea hasta el com ienzo del sendero lo hicieron en u n
vehículo especial p ara la nieve, pero durante la cacería propiam ente
dicha am bos avanzaron a pie. Los cazadores de la jo v en generación
hacen cada vez m ás uso de los vehículos p a ra la nieve, no sólo p ara
llegar hasta el sendero, sino para buscar a los animales. La consiguien­
te reducción del tiem po de búsqueda les perm ite ser m ucho más se­
lectivos y concentrarse en las especies de alta prioridad. En el p asa­
do, la m arca de u n buen cazador era supuestam ente su capacidad de
habérselas con cualquier tipo de anim al; en cambio, hoy se dice que
los cazadores m ás jóvenes se especializan en cazar sólo u n a o dos es­
pecies, y no son com petentes para lidiar con las otras (W interhalder,
1981a:86-89).
De esta descripción surge claram ente que los cazadores enfrentan,
elecciones, que las elecciones que hacen en conjunto form an u n p a ­
tró n , y que ese p a tró n cam bia en resp u esta a alteracio n es en los
parám etros de caza, provocadas, p o r ejem plo, p o r la introducción de
nuevas tecnologías. Sin em bargo, no está tan claro que ese p atró n
haya “evolucionado” en sentido darw iniano, ni que su surgim iento
tenga algo que ver con el proceso de selección natural. Supongam os
p o r u n m om ento que en la cacería descrita más arriba, tom ando en
cu en ta el re n d im ien to en calorías esp erad o de d iferentes especies
com estibles y los costos en energía de la búsqueda y la persecución (o
de colocar tram pas y visitarlas), las decisiones del cazador siguieron
de cerca lo que p o d ría tom arse com o m odelo de estrategia óptim a
p ara u n forrajero que intenta m axim izar la tasa n eta de ganancia de
energía. Y supongam os asimismo -a u n q u e es algo más problem áti­
co - que los hogares de los cazadores tácticam ente hábiles, que tienen
su aprovisionam iento relativamente seguro, son tam bién prósperos en
térm inos de la producción de hijos sanos: en otras palabras, que el
éxito del cazador en los bosques es acom pañado p o r el éxito repro­
ductivo en su casa. Todavía no habría ninguna razón para creer que
la estrategia cinegética exitosa es resultado de u n proceso evolutivo.
C om únm ente se oye afirmar, incluso a biólogos que deberían sa­
b er más (por ejem plo, Dunbar, 1987), que p ara dem ostrar que d e te r­
m in ad o tipo de com p o rtam ien to se h a d esarro llad o p o r selección
n atural basta con dem ostrar que contribuye positivam ente a la ap ti­
tud reproductiva de los individuos que lo ejecutan. Esa argum entación
tien e u n a deficiencia crítica, po rq u e no tom a en cuenta el eslabón
esencial que cierra el círculo d é la explicación darwiniana. El com por­
tam iento sólo evoluciona p o r selección natural si a través de sus efec­
tos sobre la reproducción contribuye a la representación en sucesivas
generaciones de u n conjunto de instrucciones o “p ro g ram a” p ara
generarlo. En otras palabras, el com portam iento no sólo debe tener
consecuencias para la reproducción, sino que adem ás debe ser u n a
consecuencia de los elem entos que se reproducen (Ingold, 1990:226,
n9). En cuanto a los anim ales no hum anos, en general se acepta que
los elem entos del program a replicados son genes. Pero cualesquiera
que sean los m éritos de esa suposición, una vez que volvemos nues­
tra atención a los seres hum anos se vuelve decididam ente irreal. No
conozco nin g ún autor reciente que haya sugerido que la variabilidad
co n d u c tu a l ev id en te en los estudios etn o g ráfico s de cazadores y
recolectores hum anos pueda atribuirse a diferencias genéticas entre
las poblaciones. En cam bio, se p ro p o n e que las instrucciones que
suscriben el com portam iento forrajero hum ano son culturales, en vez
de genéticas, codificadas en palabras u otros m edios simbólicos an ­
tes q u e en el “le n g u a je ” del ADN. C om o h a o b serv ad o el p ro p io
W in terh ald er (1981b: 17), en el caso de los forrajeros hum anos “la
inform ación pasada de generación en generación p o r la cultura p ro ­
porciona gran p arte del marco estratégico dentro del cual individuos
y grupos ejercen opciones y elecciones”.
¿Acaso este m o d elo de e n c u ltu ra c ió n nos lleva m ás cerca d e
com prender el com portam iento del cazador cree en el ejem plo descri­
to antes? En ese relato, el cazador aparece tom ando una serie de d e­
cisiones -d is p a ra r contra tal anim al, d ejar pasar a otro, arm ar una
tram p a para un tercero, etc.-, pero ese m odelo im plicaría que en rea­
lidad su autonom ía en la tom a decisiones es sum am ente restringida.
Después de todo, no está haciendo o tra cosa que aplicar u n conjun­
to de reglas de decisión adquiridas en form a más o menos inconscien­
te de sus mayores, y cuya prevalencia en la sociedad se debe no a su
com probada eficacia, sino al hecho de que sirvieron bien a sus p re d e­
cesores, perm itiéndoles traer a casa la com ida suficiente p ara m ante­
n e r a num erosos descendientes que -siguiendo las huellas de su p a­
d r e - re p ro d u je ro n los m ism os pasos estratég ico s en sus p ro p ias
cacerías. Para expresarlo en térm inos m ás generales: si u n a estrate­
gia de caza particular está inscrita en una tradición cultural, y si esa
tradición ha evolucionado a través de un proceso de selección n atu ­
ral, entonces lo único que el cazador p u ed e hacer es seguir actuando
de la m isma m anera, aun cuando los cambios en el m edio am biente
o en la tecnología hayan an ulado sus ventajas anteriores. Esto no
quiere decir que su com portam iento esté enteram ente prescrito: toda­
vía ten d rá auténticas elecciones que hacer: pero las hará dentro de un
m arco ecológico recibido, no serán sobre cuál m arco adoptar.

LA BIOLOGÍA NEODARWINIANA Y LA ECONOMÍA NEOCLÁSICA

Sin em bargo, extrañam ente, esa visión del forrajero hum ano com o
p o rtado r de propensiones culturales desarrolladas p o r evolución, que
hacen que el com portam iento tienda hacia lo óptim o existe, en los
escritos de los ecologistas evolucionistas, sim ultáneam ente con u n
cuadro bastante diferente. O bservando que el com portam iento h u ­
m ano con frecuencia parece estar muy lejos del óptim o, la culpa de
la d iscrep an cia se atribuye d irec tam en te a la cu ltu ra m ism a. Así,
W interhalder explícitam ente señala los “objetivos culturales”, situa­
dos dentro de sistemas de creencias y de significado, com o una de las
posibles razones de la disyunción, en el caso hum ano, “entre los ó p ­
tim os del m odelo y los com portam ientos observados” (198 Ib: 16).
Del m ism o m odo, Foley (1985:237) enum era, entre las consecuencias
de la capacidad hum ana de cultura, u n a serie de características que
“p u ed e n in h ib ir el logro de lo ó p tim o ”. Sin em bargo, en n in g u n a
p arte la contradicción es tan evidente como en la reciente reseña de
R obert L. B ettin g er (1991) de la teo ría del forrajeo ó p tim o en su
aplicación arqueológica y antropológica a los cazadores y recolectores
h u m an o s.1
H aciendo referencia al debate clásico en la antropología económ i­
ca entre los defensores de las corrientes denom inadas “form alism o”
y “sustantivismo”, B ettinger nos recuerda que los térm inos del debate
tienen su origen en la distinción de Max Weber (1947:184-185) en ­
tre los aspectos form al y sustantivo de la racionalidad hum ana, sien­
do el p rim ero el elem ento de cálculo cuantitativo, o contabilidad,
im plicado en la tom a decisiones económicas, y, el segundo, la subor­
dinación de la actividad económ ica a fines últim os o norm as de va­
lor de naturaleza cualitativa. Sin n egar el relieve del segundo en los
asuntos hum anos, B ettinger sostiene que los m odelos formales tienen
la gran ventaja de proporcionar “u na m edida de la racionalidad eco­

1 Lo q u e sigu e se b asa su sta n cia lm en te en u n a se cció n d e u n a reseñ a (In g o ld ,


1992) d el libro de B ettin ger y una selección de otros estu d ios recien tes sobre cazado-
res-recolectores en arq u eología y an trop ología.
n óm ica objetiva” co n tra la cual es posible calcular hasta d ó n d e el
com portam iento efectivo es gobernado p o r “incentivos racionales de
in teré s p ro p io ” y no p o r “n o rm as e ideas c u ltu ra le s” (B ettinger,
1991:106). Y eso, afirma, es precisam ente lo que los m odelos de los
teóricos del forrajeo óptim o nos perm iten alcanzar. El forrajero ideal
típico de esos m odelos es u n ser en teram en te libre de lim itaciones
culturales, que actúa exclusivamente en su propio y calculado interés;
en la m edida en que los seres hum anos reales son desviados p o r su
com prom iso con “norm as culturales”, es de esperar que su com por­
tam iento difiera del óptim o.
Esto nos hace ver al cazador cree bajo u n a luz enteratnente diferen­
te. La sabiduría recibida de su herencia cultural, lejos de suscribir su
capacidad de crear u n a estrategia efectiva, de hecho es capaz de im­
pedirle reconocer el m ejor curso de acción, juzgado en térm inos de un
cálculo objetivo de costos y beneficios. Por ejem plo, los cazadores más
viejos, fuertem ente com prom etidos con la idea tradicional de distri­
buir sus esfuerzos sobre una gran variedad de especies, siguen prac­
ticando u n estilo de caza de am plio espectro, aun cuando la disposi­
ción de vehículos p ara la nieve hace más ventajoso concentrarse en
un o s pocos tipos de anim ales preferidos, de alto re n d im ien to . En
cambio, los hom bres de la generación más joven, cuyo com prom iso
con los valores culturales tradicionales (por lo m enos a los ojos de sus
mayores) es débil, fácilm ente optan p o r una estrategia más especia­
lizada. Parece perfectam ente razonable suponer que esa estrategia es
resultado de un a decisión bien consciente y deliberada, p o r p arte de
esos hom bres más jóvenes, de no im itar el estilo de sus antepasados.
Pero p o r lo mismo no tiene ningún sentido considerarla como resul­
tado de u n proceso de variación bajo la selección natural.
Es im posible evitar la im presión de que los teóricos del forrajeo
óptim o están tratan d o de repicar y an d a r en la procesión, basándose
a veces en la b io lo g ía evolucionista n e o d a rw in ia n a y o tra s en la
m icroeconom ía neoclásica, según su conveniencia. En realidad, en
op in ió n de Bettinger, el hecho de que la teoría del forrajeo óptim o
haya llegado a la antropología a través de la biología es más o m enos
casual: “con la m ism a facilidad podría haberse derivado de la econo­
m ía” (1991:83). Si realm ente fuera así, los teorem as de la econom ía
serían aplicables al com portam iento no hum ano tanto como al hum a­
no, y el hom bre económ ico tendría su equivalente entre los animales.
La “ra ta alm izclera económ ica”, p o r ejem plo, colocaría su p ro p ia
autopreservación p o r encim a de los im pulsos de sus genes y decidi­
ría no visitar las tram pas arm adas p o r el cazador cree. Sin em bargo el
pasaje siguiente descubre el juego:

En las teorías darwinianas [...] los individuos son esenciales para la explica­
ción: sus intereses no pueden ser ignorados. Es el individuo con su interés
personal el que tiene que hacer elecciones reales y metafóricas acerca de la re­
producción y los riesgos selectivos asociados con diferentes cursos de acción
(Bettinger, 1991:152, cursivas mías).

Esencialmente, B ettinger no explica qué quiere decir con “eleccio­


nes m etafóricas”. Sólo podem os suponer que lo que tiene en m ente
es el hábito com ún que tienen los biólogos neodarw inianos de hablar
como si el individuo hubiera seleccionado lo que en realidad está in ­
corporado a su modus operandi po r incontables generaciones de selec­
ción n atu ral, de las que su p ro p ia constitución es el p ro d u cto m ás
reciente. La m etáfora puede ten er su utilidad en cuanto ofrece una
especie de abreviatura, pero cuando la realidad y la m etáfora se con­
funden, com o aquí, las consecuencias son desastrosas.
¿Las elecciones del cazador cree son reales o m etafóricas? Si son
reales, entonces no h an sido “tran sm itid as” com o p arte de n in g ú n
esquem a heredado, sea genético o cultural, y no tiene sentido hablar
de la selección natural. Por otra parte, si el com portam iento del ca­
zador sigue una estrategia que se desarrolló p o r evolución a través de
un proceso de selección natural, aunque trabajando sobre caracterís­
ticas transm itidas en form a cultural y no genética, entonces, hablan­
do con propiedad, no ejerce más elección en la m ateria de adonde ir
o qué especies perseguir que los seres no hum anos cuyo co m porta­
m ie n to su p u e sta m e n te está bajo co n tro l g en ético . “¿Por qué las
currucas de mi lugar de veraneo en New H am pshire em prendieron
su m igración hacia el sur en la noche del 25 de agosto?”, se p reg u n ­
ta E rnst M ayr (1976:362). Su resp u esta es que las aves tien en u n a
constitución genéticam ente evolucionada, conform ada “a través de
m uchos miles de generaciones de selección n atu ral”, que las induce
a resp o n d er en esa form a particular a u n a conjunción específica de
condiciones am bientales (reducción de las horas de luz d iu rn a unida
a u n brusco descenso de la tem peratura). Del m ism o m odo, la rata
alm izclera es com pulsivam ente em pujada hacia la tram p a del caza­
dor. Y tam bién del mismo m odo, de acuerdo con esta versión seleccio-
nista, el cazador está predispuesto a resp o n d er adecuadam ente a los
signos de la presencia de anim ales, revelada p o r sus huellas, p ersi­
guiendo a algunos, arm ando tram pas p ara otros y dejando de lado a
otros. No p o d ría h aber escogido hacer otra cosa que lo que efectiva­
m ente hace, igual que la rata almizclera no p o d ría h aber escogido no
m eterse en la tram pa, o la curruca no em igrar. Com o producto de la
“en c u ltu ració n ”, el cazador está tan d eterm in a d o p o r su heren cia
com o la ra ta alm izclera y las aves con sus respectivos conjuntos de
genes.
En resu m en , re c u rrir a la teo ría n eo d arw in ian a no es m o strar
cómo los individuos diseñan estrategias, sino cóm o la selección n atu ­
ral diseña estrategias p ara que los individuos las sigan. Equipado, en
virtud de su pasado evolutivo, con u n program a para generar u n com ­
portam iento más o m enos óptim o, dentro de u n contexto am biental
apropiado, el individuo está predestinado a ejecutar ese co m porta­
m iento; así toda su vida, juzgada p o r su resultado reproductivo, pasa
a ser sim plem ente u n a p ru e b a m ás en ese p rolongado y constante
proceso que es la p ro p ia selección natural. Toulm in (1981) hace re ­
ferencia a esto como un proceso de adaptación poblacional, en contras­
te con la adaptación calculadora, que es resultado de la tom a de deci­
siones racionales. Pero, como señala el mismo autor, las explicaciones
del com portam iento adaptivo basadas en la elección racional y en la
selección natural no son incompatibles. De hecho, se podría argum en­
tar que en realidad la prim era depende de la segunda, o, dicho de otro
modo, que un requisito previo para cualquier teoría del cálculo ad a p ­
tivo es u n a explicación de la naturaleza hum ana que necesariam ente
debe expresarse en térm inos poblacionales. A continuación presen­
to esa argum entación.

LA RAZÓN Y LA NATURALEZA COMO AGENTES DE SELECCIÓN

Una teo ría form al de la elección racional, com o la elaborada e n la


inicroeconom ía clásica, predice lo que las personas harán suponien­
do que su objetivo deliberado es obtener el m ayor beneficio posible
de sus acciones. Sin em bargo, sólo es posible estim ar los relativos
beneficios obtenibles de los diferentes cursos de acción en térm inos
de las creencias y preferencias subjetivas de las propias personas.
1)esde luego, pu ed e ser posible derivar algunas creencias y preferen­
cias “de ord en inferior” de otras “de orden superior”, p ero ese p ro ­
ceso de derivación no puede extenderse indefinidam ente. Por último,
si querem os explicar de dónde vinieron esas creencias y preferencias
en p rim er lugar -es decir, si buscamos el origen de las intenciones hu ­
m an as-, tenem os que d em o strar cóm o p u e d e n h ab e r surgido a lo
largo de u n a historia de selección natural. Se sostiene que el recurso
a la elección racional y la intencionalidad h u m ana revelan solam en­
te las causas próximas del com portam iento, m ientras que la causa úl­
tima está en esas fuerzas selectivas que h an dado a los individuos tanto
las motivaciones fundam entales que suscriben sus elecciones como los
m ecanism os cognitivos que les p erm iten hacerlas (Smith y W inter-
halder, 1992:41-50). Así, aun si se considera que las estrategias son
producto del razonam iento hum ano, todavía tenem os que recu rrir a
la selección natural para explicar la racionalidad de los estrategas.
¿Ofrece la ecología evolucionista hum ana esa explicación? No lo
hace, en realidad, no puede hacerlo, m ientras siga com prom etida con
su táctica principal de analizar el com portam iento en térm inos de sus
posibles consecuencias reproductivas en lugar de concentrarse en los
efectos de resultados reproductivos diferentes en el establecim iento
de los m ecanism os psicológicos que les dieron origen. Com o lo ha
expresado Symons (1992:148), la ecología evolucionista está intere­
sada en la adaptividad del com portam iento, m ientras que una expli­
cación realm ente darw iniana debería interesarse p o r la adaptación. Es
decir, debería tratar de m ostrar cómo los objetivos más básicos que los
seres hum anos buscan lograr, y que m otivan su conducta, han sido
diseñados p o r la selección natural en los tipos de condiciones am bien­
tales ex p erim entadas p o r poblaciones ancestrales en el curso de la
evolución de nuestra especie. Tales objetivos, dice Symons, son a la
vez específicos de la especie e inflexibles, de m anera que su persecu­
ción contem poránea, en am bientes muy diferentes de los del “m edio
am biente de la adaptividad evolutiva”, puede llevar a com portam ien­
tos cuyas consecuencias estarán p ro fu n d am en te m al adaptadas. El
gusto p o r lo dulce, p o r ejem plo, p u ed e h aber sido útil p ara nuestros
antepasados cazadores y recolectores, al establecer u n a preferencia
p o r la fruta en su pun to más nutritivo, pero p ara los habitantes más
ricos de una sociedad industrial m o d ern a puede ten er consecuencias
m enos benignas, com o caries y obesidad (Symons, 1992:139).
En años recientes, u n cam po de estudio com pletam ente nuevo,
conocido com o “psicología evolucionista”, ha surgido alrededor del
in tento de identificar las capacidades y disposiciones convencional­
m ente agrupadas bajo el título de “naturaleza hu m an a”, y de expli­
car cómo y p o r qué evolucionaron (Barkow, Cosmides y Tooby, 1992).
No es éste el lugar p ara hacer u n a crítica de la psicología evolucio­
nista, pero vale la p en a señalar que sus protagonistas se encuentran
enfrentados a los defensores de la ecología evolucionista, a pesar de
que unos y otros ad h ieren al p arad ig m a darw iniano. La diferencia
entre ellos es ésta: la ecología evolucionista intenta m ostrar cóm o el
co m p o rta m ien to re sp o n d e sensitivam ente a cam bios en el m edio
am biente, pero carece de una explicación coherente de la naturaleza
hum ana; la psicología evolucionista intenta construir precisam ente
esa explicación, pero al hacerlo es insensible a la delicada sintonía del
com portam iento hum ano con las condiciones am bientales. No se tra­
ta sim plem ente de u n a diferencia de énfasis, puesto en las diferencias
de com portam iento p o r unos y en los universales cognitivos p o r los
otros. El problem a es más profundo, porque el com portam iento que
la psicología evolucionista interpreta com o producto de m ecanismos
p ara la resolución de problem as desarrollados p o r evolución en la
m ente-cerebro hum ana, es interpretado por la ecología evolucionista
com o la expresión de soluciones ya alcanzadas a través del m ecanis­
mo de la selección natural, im preso en la m ente a través de u n p ro ­
ceso de enculturación. Yo m e propongo afirm ar que ninguna de esas
alternativas ofrece u n a explicación adecuada y ecológicam ente fun­
d am en tad a de cóm o se adquieren y se despliegan las habilidades de
subsistencia de los cazadores y recolectores. El problem a está en el
corazón del propio paradigm a darwiniano.

ALGORITMOS COGNITIVOS Y REGLAS PRACTICAS

Perm ítasem e re to rn a r p o r u n m om ento a la etnografía de W inter­


h ald er sobre los crees de M uskrat Dam Lake. Se recordará que su
m edio am biente presenta un mosaico heterogéneo de diferentes tipos
de hábitat, que difieren en térm inos de los tipos y la abundancia re­
lativa de las especies de presas que contienen. La teoría del forrajeo
óptim o predice que en tales circunstancias los forrajeros irán de área
en área, exam inando lo que cada una tiene p ara ofrecer, pero elim i­
n arán de su itin erario las zonas de baja calidad u n a vez que quede
claro que pu ed en ganar más concentrando sus esfuerzos en las de alta
calidad, a p esar de los costos adicionales de los desplazam ientos e n ­
tre ellas (M acArthur y Pianka, 1966). D onde los costos de desplaza­
m iento son elevados, los forrajeros te n d e rá n a ser generalistas con
respecto a las zonas, m ientras que d onde son bajos ten d erán a ser es­
pecialistas. W interhalder encontró que la adopción p o r los crees de ve­
hículos p ara la nieve y m otores fuera de borda, que redujeron mucho
el tiem po dedicado a los viajes, efectivam ente favoreció la especiali-
zación. Sin em bargo, aun en los días en que todos se desplazaban a
pie, ap arentem ente sus itinerarios sólo incluían pocos tipos de zonas
diferentes.
Para explicar esa discrepancia, W interhalder (1981a:90) propone
que los crees em plean un estrategia de forrajeo “intersticial” en lugar
de u n a “área p o r área” (véase la ñg. 2.2). Ésta es u n a estrategia que
tiene m ucho sentido cuando se cazan anim ales com o el alce y el reno,
que tam bién se desplazan con frecuencia de un lugar a otro, que no
son p articularm ente abundantes en relación con el núm ero de luga­
res con los que se asocian y que dejan huellas o senderos que pueden
ser utilizados p o r los cazadores como indicio de sus m ovim ientos re­
cientes y su ubicación presente. M oviéndose en los intersticios entre
las parcelas -es decir, principalm ente en la nieve endurecida de los

A B

Recorrido del forrajero


Recorrido de la presa móvil

FIGURA 2.2. D iferen tes estrategias d e forrajeo en u n m ed io am b ien te fragm entario.


A = forrajeo zon a p o r zona.
B = forrajeo in tersticial.
f u e n t e : W interhalder, 1981a, p. 91.
lagos y arroyos congelados que en todo caso facilita el desplazam ien­
to - el cazador p u ed e esp erar en c o n trar las huellas dejadas p o r los
animales cuando van de un lugar a otro, y sólo penetrará en uno cuan­
do las huellas in d ican que la p resa se e n c u e n tra allí ah o ra. “Los
forrajeros crees”, observa Winterhalder, “han desarrollado esta técnica
hasta llegar a un alto grado de habilidad” (1981a:91).
No hay razón p ara d u d ar de la veracidad de esta afirm ación. Lo
que m e interesa es más bien la significación que debem os atribuir al
concepto de habilidad en este contexto. Para W interhalder, evidente­
m ente h abilidad significa la capacidad de pro ducir soluciones rá p i­
das a los problem as ostensiblem ente com plejos que plantean conjun­
ciones específicas de circunstancias am bientales. En otra parte, Smith
y W interhalder (1992:57) sugieren que lo hacen p o r m edio de “reglas
prácticas”. Está claro, como señalan los autores m encionados, que las
técnicas m atem áticas form ales (incluyendo tangentes geom étricas,
derivadas parciales, desigualdades algebraicas y otras p o r el estilo)
utilizadas en la construcción de m odelos de forrajeo óptim o no tie­
nen u n a réplica en “los procesos cotidianos de tom a decisiones p o r
los a c to re s ” . Sin em b arg o “sim ples reglas p rácticas o algoritmos
cognitivos proporcionados p o r la selección natural o cultural podrían
perm itirles llegar muy cerca de la solución [a u n determ inado proble­
ma de forrajeo] en condiciones aproxim adas a las de los am bientes
donde se desarrollaron esos ‘atajos’” (1992:58, cursiva mías). U na de
esas reglas, p ara el cazador cree, podría expresarse así: “Avanza p o r el
lecho del arroyo hasta que encuentres u n a huella; después, si la h u e­
lla es fresca, busca hacia arriba la parcela a la que conduce.” Para lle­
gar a ser hábil, entonces, el cazador debe proveerse de esas reglas a
través de u n proceso de enculturación.
A hora, yo no p re te n d o negar que los cazadores crees recu rran a
reglas prácticas. Sin em bargo, creo que describir esas reglas com o
“algoritm os cognitivos”, fundam entalm ente es distorsionar su n atu ­
raleza. El concepto de algoritm o cognitivo proviene de la teoría de la
planeación y postula u n a serie de reglas de decisión encadenadas, in­
ternas al actor, que o peran con base en la inform ación recibida para
gen erar planes p ara la acción subsiguiente. Com o “solución” a algo
que se percibe como u n “problem a”, se supone que el plan debe con­
tener especificaciones precisas y com pletas de la acción que se predica
sobre él, de m an era que la segunda esté totalm ente aclarada p o r el
prim ero: p ara explicar lo que hacen los forrajeros basta con h ab er
explicado cómo deciden qué hacer. La fuerza y la utilidad de las re­
glas prácticas, en cam bio, reside en el hecho de que son intrínseca­
m ente vagas, especificando poco o n ad a de los detalles concretos de
la acción. Evocadas contra el fondo de la participación en u n m undo
real de personas, objetos y relaciones, las reglas prácticas p u ed en dar
a las personas u n m odo de hablar acerca de lo que h an hecho, o de
lo que se p ro p o n e n hacer a continuación, pero, u n a vez lanzados a la
acción misma, necesariam ente tienen que valerse de capacidades de
tipo muy diferente, es decir en capacidades de m ovim iento y p ercep­
ción desarrolladas globalm ente y sintonizadas con el m edio am biente.
Las reglas prácticas, com o dice S uchm an (1987:52), sirven “p a ra
orien tarte de m anera que puedas ob ten er la m ejor posición posible
para, desde ella, utilizar esas habilidades incorporadas de las cuales,
en un ú ltim o análisis, d e p e n d e tu éx ito ”. Sin em bargo, en n in g ú n
sen tid o sustituyen esas capacidades. Y tam poco es posible, com o
m ostraré a continuación, en ten d er la adquisición de habilidades téc­
nicas, en generaciones sucesivas, com o u n proceso de enculturación.

ENCULTURACIÓN Y ENHABIUTACIÓN

Si, com o afirm a la ecología evolucionista, el p a tró n d e fo rra je o


intersticial ha evolucionado p o r selección n atu ra l com o estrategia
ó ptim a de procuración de recursos p ara cazadores y tram peros en el
m edio am biente de la selva boreal, entonces debe ser expresable en
form a de reglas y representaciones que p u ed en transm itirse a través
d e las generaciones. Permítaseme destacar una vez más que no se trata
de que tales reglas y representaciones estén g enéticam ente codifi­
cadas. Más bien lo que sugiero es que la “fórm ula” del forrajeo inters­
ticial está c o n te n id a en u n corpus d e in fo rm ació n cu ltu ra l que se
tran sm ite de generación en generación en u n a form a análoga a la
transm isión genética. De acuerdo con esa analogía, la transm isión de
inform ación cultural debe distnguirse de la experiencia de su aplica­
ción en am bientes de uso particulares, exactam ente como la transm i­
sión de los elem entos constitutivos del genotipo deben distinguirse
de la realización de éste en u n m edio am biente particular, en la fo r­
m a m anifiesta del fenotipo. N o rm alm en te, esa distinción se hace
m ed iante el contraste entre dos form as de aprendizaje: social e indi­
vidual (por ejem plo, Richerson y Boyd, 1992:64). Así, en el ap ren d i­
zaje social, el novicio absorbe las reglas y los principios subyacentes
de la caza de los m iem bros de la com unidad que ya los dom inan; en
el aprendizaje individual los utiliza en el curso de sus actividades en
el m edio am biente.
Puesto que el aprendizaje social ocupa un lugar tan central en su
teoría -ta n central, en realidad, como la replicación g en ética- es bas­
tante so rp ren d en te que los ecologistas evolucionistas no hayan pres­
tado casi atención a cóm o ocurre. En consecuencia, com o K aplan y
Hi-11 tienen la honestidad de admitir, “no sabemos prácticam ente nada
sobre [...] los procesos de desarrollo p o r los cuales los niños de con­
vierten en adultos forrajeros” (1992:197). En la m ayoría de los casos,
la transm isión cultural es vista como u n sim ple proceso de copia, en
el que todo u n inventario de reglas y representaciones es m ilagrosa­
m en te descargado en la m ente pasivam ente receptiva del novicio.
Pero ese concepto de enculturación es ju stam en te lo que los psicólo­
gos evolucionistas objetan, afirm ando que no es posible adquirir nada
a m enos que ya haya instalados m ecanism os innatos que sirven para
“descodificar” las señales recibidas del m edio am biente social, y para
ex traer la inform ación contenida en ellas. Por lo tanto, sostienen que
el m o d elo trad ic io n a l de en c u ltu ració n se basa en u n a psicología
imposible. Los mecanismos innatos de procesam iento de inform ación
no sólo posibilitan la transm isión de formas culturales variables: tam ­
b ién im p o n en su p ro p ia estructura sobre qué se p u ed e a p re n d e r y
cómo. Y la evolución de esos m ecanism os bajo la selección natural,
según los psicólogos evolucionistas, es precisam ente lo que falta ex­
plicar (Tooby y Cosmides, 1992:91-92).
¿Acaso esta versión resulta más convincente? Yo creo que no, p o r
un a razón muy simple. Los seres hum anos no nacen con u n a arqui­
tectura ya p re p ara d a de m ecanism os especializados de adquisición;
en la m ed id a en que tales m ecanismos efectivamente existen, sólo p o ­
d rían surgir en u n proceso de desarrollo ontogénico. Por consiguien­
te, aun si existiera algo así como un “dispositivo de adquisición de tec­
n o lo g ía ” (an álo g o al “d ispositivo de ad q u isició n del le n g u a je ”,
postulado po r m uchos psicolingüistas), todavía tendría que pasar p o r
un proceso de form ación dentro del mismo contexto de desarrollo en
que el niño ap ren de las habilidades particulares de su com unidad. Y
si am bas cosas son aspectos del m ism o proceso de desarrollo, es difí­
cil ver cóm o es posible distinguir el aprendizaje de las habilidades
“a d q u irid a s ” de la fo rm a c ió n d el d isp o sitiv o “in n a to ” (In g o ld ,
1994:195). Sin em bargo, no hay ninguna razón para suponer que algo
como un “dispositivo de adquisición de tecnología” exista en absoluto.
Más bien el aprendizaje de habilidades técnicas parece d ep e n d er de
lo que podríam os llam ar “sistemas de soporte de la adquisición de tec­
nología” (Wynn, 1994:153). Esos sistemas, como argum enta Wynn, no
son ni siquiera parcialm ente innatos. Más bien son sistemas de apren­
dizaje, constituidos p o r las relaciones entre practicantes más y m enos
experim entados en contextos de actividad “m anual”. Y es de la repro­
ducción de esas relaciones, y no d e la transm isión genética - o de la
transm isión de algún código análogo de instrucciones culturales- que
d ep en d e la continuidad de u n a tradición técnica.
C onsiderando cóm o ap renden efectivam ente su oficio los cazado­
res novicios, hay dos cosas que es preciso decir de inm ediato. Prim e­
ro, no hay ningún código de procedim ientos explícito, que especifi­
que los m ovim ientos exactos que d e b e n ejec u tarse en cu a lq u ie r
circunstancia determ inada: de hecho, las habilidades prácticas de este
tipo parecen ser fundam entalm ente resistentes a la codificación en
térm inos de cualquier sistem a form al de reglas y representaciones
(Ingold, 1995:206). Segundo, no es posible, en la práctica, separar la
esfera de la relación del novicio con otras personas de la de su rela­
ción con el m edio am biente no hum ano. El cazador novicio aprende
acom pañando en los bosques a los cazadores más experim entados.
M ientras se desplaza, es instruido sobre lo que debe buscar y se le lla­
ma la atención sobre pistas sutiles que de otro m odo posiblem ente no
notaría: en otras palabras, es guiado en el desarrollo de una concien­
cia perceptiva sofisticada de las propiedades del am biente que lo cir­
cu n d a y de las posibilidades de acción que ofrecen. Por ejem plo,
ap ren de a registrar las cualidades de la textura de u n a superficie que
le perm itirán decir, con sólo tocar la huella de u n anim al en la nieve,
cuánto tiem po hace que la dejó y a qué velocidad se desplazaba.
Podríam os d ecir que adquiere ese know-how p o r observación e
im itación, pero no en el sentido en que utilizan habitualm ente esos
térm inos los teóricos de la enculturación. La observación no consis­
te en introducir en la cabeza una copia de determ inada inform ación,
del mismo m odo que la im itación no consiste en ejecutar m ecánica­
m ente instrucciones recibidas. Más bien, observar es aten d e r activa­
m ente las acciones de otros; im itar es alinear esa atención con el m o­
vim iento de la propia orientación práctica hacia el m edio am biente.
En conjunto, conducen a ese tipo de resonancia o ajuste rítm ico en la
relación entre el cazador y su en to rn o que es la m arca de la práctica
hábil.
Com o he sostenido en otra p arte (Ingold, 1991:371; 1993:463) la
fina coordinación de percepción y acción que se da aquí se entiende
m ejor com o un proceso de enhabilitación que com o uno de encultu-
ració n (véase tam b ién Pálsson, 1994). P orque no se tra ta d e u n a
transm isión de representaciones, com o im plica el m odelo de encul-
turación, sino de u n a educación de la atención. En realidad, las instruc­
ciones que el novicio recibe -te n e r cuidado con tal cosa, prestar a ten ­
ción a tal otra, e tc .- sólo adquieren significado en el contexto de su
com prom iso con el m edio am biente. Por lo tanto, no tiene sentido
hablar de la “cultura” como un corpus in d ep en d ien te de saber sin re­
lación con el m edio am biente, que estaría disponible para su trans­
m isión antes de las situaciones en que es aplicado (Lave, 1990:310).
Y si la cultura, en esa form a, existe en algún lugar, salvo en la cabeza
de los teóricos de la antropología, entonces la idea m ism a de que
evolucione es una quim era.

CONCLUSIÓN

En resum en, u na técnica como el forrajeo intersticial no se transm i­


te com o p arte de nin g ú n corpus sistem ático de representaciones cul­
turales, sino que más bien es inculcada a cada generación sucesiva a
través de un proceso de desarrollo, en el curso del relacionam iento
práctico de los novicios con los elem entos que constituyen el m edio
am biente que los rodea -b ajo la guía de m entores más ex perim enta­
d o s- en la conducción de sus tareas cotidianas. El cazador avezado
consulta el m undo, no las representaciones que tiene en su cabeza.
Sería im posible exagerar las im plicaciones de esta conclusión, porque
atacan el núcleo m ism o de la propia teoría darw iniana. U na prem isa
fundam ental de esta teoría es que los atributos morfológicos y las p ro ­
p en sio n es conductuales de los organism os individuales d eb e n ser
especificables, en algún sentido, ind ep en d ien tem en te y con an terio ­
rid ad a su e n tra d a en relaciones con su m edio am biente, y que los
com ponentes de esas especificaciones -y a sean genes o (en los h u m a­
nos) sus equivalentes culturales- deben ser transm isibles a través de
las generaciones. Yo digo, p o r el contrario, que tales especificaciones
independientes del contexto son, en el m ejor de los casos, abstraccio­
nes analíticas, y que en realidad las form as y las capacidades de los
organism os son las propiedades em ergentes de sistemas de d esarro­
llo (Oyama, 1985:22-23).
A hora podem os ver p o r qué el in ten to de p roducir u n a ecología
evolucionista neodarw iniana inevitablem ente tropieza con dificulta­
des. Porque si la m orfología y el com portam iento realm ente surgen
a través de u n a historia de relaciones en tre el organism o y el m edio
am b ien te, com o lo requiere una perspectiva re alm en te ecológica,
entonces es im posible atribuirlos a u n a especificación de diseño an ­
terior que se im porta al contexto am biental de desarrollo. Pero la teo­
ría de la adaptación bajo la selección natural implica precisam ente esa
atribución. Como hem os visto, los ecólogos evolucionistas h an ten d i­
do a evitar el problem a concentrándose en las consecuencias repro­
ductivas del com portam iento y m anteniéndose al m ism o tiem po ag ­
nósticos acerca de sus causas de desarrollo, sustituyendo así el estudio
de la ad aptación p o r el de la adaptividad. Los psicólogos evolucio­
n istas, p o r su p a rte , a d h irie n d o m ás e s tre c h a m e n te a la lógica
neodarw iniana de la adaptación, h an producido u n a descripción de
la naturaleza hum ana que es fundam entalm ente ¿¿^ecológica en su
recurso a una “arquitectura desarrollada p o r evolución”, fija y univer­
sal p a ra la especie, cualesquiera que sean las circunstancias am bien­
tales en que a las personas les toque crecer.
Para concluir, p erm ítase m e re g re sa r a la oposición con la que
em pecé, entre el forrajero óptim o y el hom bre económico. A este ú l­
tim o se le atribuye la capacidad de elaborar p o r sí m ism o sus estra­
tegias, m ientras que el prim ero necesita que la selección natural las
elabore p a ra él. En consecuencia, parecen encontrarse en los lados
opuestos de una división principal entre razón y naturaleza, libertad
y necesidad, subjetividad y objetividad. Pero de esa dicotom ía d ep e n ­
de tam bién el proyecto de la ciencia natural m oderna, y es la que fun­
d am en ta la distinción, tal com o ha aparecido en la lite ratu ra de la
antropología occidental, entre el científico, cuya hum an id ad no está
en d u d a, y el cazad o r y recolector, que al p a re c e r es sólo c o n tin ­
gentem ente hum ano. El científico - e n este caso el ecólogo evolucio­
n ista- construye un m odelo abstracto con base en el cual puede cal­
c u la r qué es lo m e jo r que p o d ría h a c e r el ca zad o r y reco lecto r;
después, esa predicción se “pru e b a” com parándola con lo que efec­
tiv am ente el cazador-recolector hace. Si la práctica observada co ­
rresp o n d e a la predicción, se dice que el m odelo ofrece u n a explica­
ción definitiva del com portam iento del cazador-recolector. En esta
descripción, la selección n atu ra l aparece no com o u n proceso del
m undo real, sino com o u n a reflexión de la razón científica en el es­
pejo de la naturaleza, que da al científico la excusa para exhibir mo-
délos de com portam iento como si fueran explicaciones del co m porta­
m iento.
Sin em bargo, n in g ú n recurso al “individualism o m etodológico”,
al “m étodo hipotético-deductivo” o a otras invenciones similares del
re p e rto rio de tru c o s d el a n a lista (S m ith y W in te rh a ld e r, 1992;
W interhalder y Smith, 1992) po d rá evadir el hecho de que los indi­
viduos cuyo com portam iento dicen explicar los ecólogos evolucio­
nistas son criaturas de su propia im aginación. La im agen científica de
la caza y la recolección com o u n curso n a tu ra lm e n te p re scrito d e
m aximización de aptitudes es tan ilusoria como la im agen que la cien­
cia tiene de su propia em presa, como u n m onum ento a la libertad y
la suprem acía de la razón hum ana. Lejos de enfrentarse desde los dos
lados de la fro n te ra de la n a tu ra le z a , ta n to las p e rso n a s q u e se
auto deno m inan científicos como las personas que los científicos d e­
n o m in an cazadores-recolectores son igualm ente pasajeros en este
m undo nuestro, que se ocupan del oficio de vivir y, al hacerlo, d esa­
rrollan sus capacidades y sus aspiraciones, dentro de una historia aún
en m archa de relacionam iento con los com ponentes hum anos y no
hum anos de nuestro m edio am biente. Si hem os de desarrollar una
com prensión ecológico exhaustiva de cóm o se relacionan las perso­
nas reales con esos am bientes, y de la sensibilidad y habilidad con que
lo hacen, es im perativo tom ar esa condición de relacionam iento como
p u n to de p artid a . Y, sin em bargo, p a ra eso, com o ya he m ostrado,
hace falta n ad a m enos que u n a revisión fu n d am en tal de la p ro p ia
teoría evolucionista.

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3. LA ECOLOGÍA COM O SEM IÓTICA
Esbozo de un paradigm a con textualista p ara la ecología hum ana

ALF ITORNBORG

En este capítulo quisiera conectar dos tem as recurrentes en la antro­


pología ecológica.1 U no es la polarización epistem ológica entre los
enfoques “d u alista” y “m o n ista” en ecología hum ana. El otro es el
problem a de si las sociedades tradicionales y preindustriales tienen
o no algo que decirnos sobre cómo vivir en form a sustentable. Com o
abreviatura para referirm e a esta últim a polaridad em plearé las ca­
tegorías “contextualista” (para la posición que p iensa que sí tienen
algo que decirnos) y “m odernista” (para la que piensa que no). Creo
que la interconexión de esas dos polaridades m erece u n a aclaración.
M ientras las limitaciones de las perspectivas con textualista y m o d er­
nista se van revelando inexorablem ente en todo el m undo, trataré de
inventariar algunos de los fundam entos teóricos sobre los cuales p o ­
dría articularse una postura norm ativa, m onista y contex tu alista.
Prefiero hablar de “contextualism o” (y no, p o r ejem plo, de “tra­
dicionalism o”) porque sugiere, en térm inos positivos, la antítesis ló­
gica a la modernidad tal com o la define, p o r ejem plo, G iddens. Las
observaciones de G iddens sobre las tendencias “d esarraigadoras” (es
decir, descontextualizantes) de la m o d ern id a d subsum en u n a larga
línea de conceptos p ro p u esto s p o r filósofos sociales com o Weber,
Marx, Tonni.es y Siinmel. Los procesos descontextualización invaden
todos los aspectos de la sociedad contem poránea. Son tan represen­
tativos para la construcción del saber científico com o p ara la organi­
zación de la vida económ ica. En co n traste con esto, u n a posición
“contextualista” es una que niega la capacidad de sistemas abstrac­
tos y totalizantes com o la ciencia y el m ercado p ara resolver los p ro ­
blemas básicos de la supervivencia hum ana, reconociendo los signi­
ficados locales e im plícitos com o co m p o n en tes esenciales de u n a
subsistencia sostenible. Todo esto tiene una significación que va m u­
cho más allá del m undo académ ico, considerando sus im plicaciones

1 R ccon o7.co c o n a g r a d e c im ie n to e l fin a n c ia m ie m o d e l C o n s e jo S u e c o d e


P la n ta ció n y C oord in ación ( kkn) para el trabajo en qu e se basa este capítulo.
¡ m i a el p a p e l d e lo q u e su ele llam arse “saber e c o ló g ic o tra d icio n a l”
<> ‘m anejo trad icion al d e recu rsos” en el d eb ate p ú b lico sobre el “d e ­
sarrollo su ste n ta b le”.

MATERIALISMO VULGAR O ECOLOGÍA HEGELIANA?

Mi p u n to d e p artida e n este artículo es la p o sició n co n tex tu a lista d el


libro d e R oy R app aport, Pigs for the Anc.estors (1 9 6 4 ), p ero n o es tanto
para d e fe n d e r sus tem p ran as form u la cio n es cib ern éticas c o m o para
seguir b rev em en te la carrera d e un m en saje con tex tu a lista p io n e ro a
través d e tres d e c e n io s d e p ara d ig m a s a n tr o p o ló g ic o s ca m b ia n tes.
M oran (1 9 9 0 :1 5 ) d ice q u e “n in g u n a ob ra ha te n id o m ayor in c id e n ­
cia e n el d esa rro llo d e u n e n fo q u e d e ec o siste m a s en a n tr o p o lo g ía ”
que el estu d io de R ap p ap ort, y “n in g ú n otro estu d io ha atraíd o ta n ­
tas criticas d el en fo q u e e c o ló g ic o ”. E xam in aré u n o so lo d e sus críti­
cos (F riedm an, 1974; 1979) y m e co n cen tra ré en cam b io en las c o n ­
v ergen cias en tre las a p o rta cio n es d e R ap p ap ort y los c o m p o n e n te s
m ás r e cien te s d e lo q u e p o d r ía articu larse c o m o un m arco c o n te x ­
tualista cad a vez m ás elab orad o.
En la a n tr o p o lo g ía eco n ó m ica , gran parte d e la p o la rid a d m o d er-
n ista -con textu alista se m an ifestó en la con troversia en tre los fo rm a ­
listas y su stan tivistas d e lo s d e c e n io s d e 195 0 y 1 9 6 0 , y m u ch o s d e
n osotros asociam os el c o n c e p to d e “ar ra ig o ” [embeddedness] co n Karl
Polanyi. Yo diría q ue e n los añ o s seten ta la m ism a p o la rid a d subya­
cen te q ue había o rgan izad o el discurso a n tro p o ló g ico sobre ec o n o m ía
se p ro y ectó en su d iscu rso sobre ec o lo g ía . R a p p ap o rt (1 9 6 8 ; 1979),
rep resen ta n d o al p o lo con textu alista, p ro p u so q u e los sistem as trad i­
cio n a le s y d escen tra liza d o s ten d ían a desarrollar m ed io s para reg u ­
lar los eco sistem a s locales m ás a d ap tad os a la su sten ta b ilid a d que las
e c o n o m ía s m od ern as.
La asp iración d e R ap p ap ort d e co lo ca r a la naturaleza y la so c ie ­
d ad en un m arco co m ú n d eb e ser en te n d id a contra el fo n d o d e dos
e n fo q u e s d ia m e tr a lm en te o p u e sto s d e la a n tr o p o lo g ía eco ló g ica : la
“e co lo g ía cultural”, m aterialista, cuyos p io n ero s íü ero n Ju lián Steward
y L eslie W h ite, y la “e c o lo g ía d e la m e n te ”, m en ta lista , d e G regory
B a teso n (1 9 7 2 ). Su a rgu m en tación p u e d e ser vista co m o un in te n to
de recon ciliación, p ero ha sid o criticada e n el m ism o lengu aje dualista
que in tentab a trascender. J on ath an Friedm an, p or ejem p lo, afirm ó en
1974 que la obra de R appaport pertenecía a “u n a ecología funcional
[...] ata sc a d a en la m a triz id e o ló g ic a d el m a te ria lism o v u lg a r”
(Friedm an, 1974:445). Cinco años m ás tarde, Friedm an (1979) des­
cribió la m ism a obra com o “ecología heg elian a” suspendida “entre
Rousseau y el Espíritu del M undo”. El hecho de h aber sido acusado,
p o r la m ism a obra y p o r el mismo crítico, de “m aterialism o vulgar”
y de hegelianism o, parece in d icar q ue el in te n to de m onism o de
R ap paport quizá no haya fracasado p o r com pleto, y que las dos crí­
ticas de F riedm an, aunque contradictorias, siguen atascadas en la
m atriz del dualism o.
Es seguro que en la antropología ecológica hay una serie de form u­
laciones que m erecen ser criticadas p o r su sesgo m aterialista o funcio-
nalista, incluidas las del p ro p io R ap p ap o rt (1968), com o él m ism o
adm ite sin dificultad (R appaport, 1979, 1990). Sin em bargo, retros­
p ectivam ente, podem os ver que esas deficiencias derivan en g ran
p arte del hecho de no h aber separado más decididam ente la argu­
m entación contextualista de u n vocabulario dualista, tarea que posi­
blem ente habría sido más difícil en los años sesenta que en los noven­
ta. Espero m ostrar que la intuición subyacente que en aquella época
se expresó en los térm inos funcionalistas de la cibernética hoy p u e ­
de ser elaborada a la luz de paradigm as m ás recientes, com o el post-
estructuralismo y la teoría de la práctica, y de avances teóricos en áreas
com o la ciencia cognitiva, la teoría de la m etáfora y la semiótica.

HOMEOSTASIS Y PROPÓSITO CONSCIENTE

Las posiciones de R appaport y Friedm an son diam etralm ente opues­


tas con respecto al papel del propósito consciente en cuanto a m an­
ten er sistemas sociales y ecológicos dentro de la “gam a de m etas” que
d efin en su viabilidad. R ap p ap o rt (1979:169-170) sigue a B ateson
(1972:402-422) al sugerir que la estru ctu ra lineal de la conciencia
p re p o sitiv a y re so lv e d o ra de p ro b le m a s es in cap a z d e c a p ta r la
conectividad circular de los sistemas vivientes, y que la racionalidad
y el conocim iento explícito son h erram ien tas insuficientes p ara el
m anejo sostenible de relaciones ecológicas. Ambos abogan p o r u n a
participación h u m ana más holística en el m edio am biente natural,
incluyendo la participación de aspectos inconscientes de la m ente
hum ana, como ocurre en la religión, el ritual y la estética. Friedm an
( 1979), p o r su parte, parece desconfiar de la significación regulatoria
de cualquier institución cultural que no esté organizada por la in ten ­
ción consciente.
Bateson y R ap paport están explícitam ente interesados en descu­
brir principios p ara dar a las sociedades hum anas mayores habilida­
des p ara autorregularse y p ara evitar catástrofes, pero Friedm an no
parece co m p artir esas esperanzas. En su opinió n, que se p resen ta
contra el fondo de la term odinám ica lejos-del-equilibrio de I. Prigo-
gine y de la “teoría de la catástrofe” de R. T hom , los sistemas socia­
les son in trín se c a m e n te y de u n a vez p a ra siem p re incapaces de
autorregularse. Es difícil conciliar esa visión fatalista con sus adver­
tencias de que la “solución religiosa” de Bateson y R appaport es “p e ­
ligrosa, p o r decir lo m enos” (Friedm an, 1979:266). Uno se pregunta
en qué sentido algo puede ser más “peligroso” que considerar que la
catástrofe es inevitable. La paradoja aquí es que al abogar p o r políti­
cas sociales ten d ie n te s a revitalizar la au to n o m ía local y cultural,
Bateson (1972) y R ap p ap o rt (1979) aparecen com o defensores del
propósito consciente (aunque a otro nivel), m ientras que se p o d ría
afirm ar que el fatalism o de Friedm an en ocasiones alcanza u n a d i­
m ensión religiosa. De nuevo, el problem a parece ser el dualism o car­
tesiano. Bateson y R appaport consistentem ente hablan de la cogni­
ción h u m a n a y el p ro c esam ien to de in fo rm ac ió n com o aspectos
activos de procesos evolutivos (lo que con cu erd a muy bien con la
posición fu n d am entalm ente optim ista de Prigogine: cf. Prigogine y
Stengers, 1984), m ien tras que en cam bio el enfoque objetivista de
Friedm an hacia los ciclos de transform aciones sociales parece indicar
que la acción h um ana tiene un alcance muy limitado.
O tro aspecto de la argum entación de Friedm an que m erece escru­
tinio es su visión de la homeostasis. Según él, el ciclo ritual de m atanza
d e p u erco s e n tre los m a rin g de T sem b ag a n o califica com o u n
hom eostático porque los valores de referencia que desencadenan la
m atanza (las quejas de las mujeres) no coinciden con la gam a de metas
d eterm in ad a p o r la capacidad de soporte del ecosistem a local. Por lo
tanto, “no hay regulación hom eostática del m edio am biente sino más
bien m antenim iento de ciertas variables am bientales como u n resul­
tad o no intencional [...] del ciclo ritu a l” (1979:256, cursivas mías).
C om o ejem plo de u n v erd ad ero hom eostático, en que la gam a de
m etas y los valores de referencia sí coinciden, Friedm an p ropone el
term ostato mecánico. Al parecer, el term ostato califica como hom eos­
tático p o rq u e es “u n m ecanism o que debe ser determ in ad o p o r un
regulador h u m an o ” en form a propositiva o teleológica (ibid.:256), y
propósito o teleología significa que “en el program a existe una frase
que especifica la m eta a alcanzar” (ibid.:267).
Si hem os d efin ir los procesos hom eostáticos en térm in o s de la
intención consciente, como sugiere Friedm an, surgen p o r lo m enos
dos g ra n d e s p ro b lem as. El p rim e ro es si la m iría d a d e procesos
hom eostáticos que ocurren dentro de los organism os vivientes, de las
am ebas a los mam íferos (incluyendo sus term ostatos coporales), ya no
d eb en ser considerados hom eostáticos, y en ad elan te ese concepto
debe q u edar lim itado a m áquinas de fabricación hum ana. Segundo,
definir los conceptos de intencionalidad y propósito com o la existen­
cia en el p ro g ram a de “u na frase que especifica la m eta a alcanzar”
recuerda una epistem ología cada vez más superada, según la cual sería
posible p ara nosotros ju zg ar si la “frase” está o no en alguna relación
exacta con la “m eta”. El propósito consciente tendría que estar respal­
d ado p o r u n a epistem ología objetivista p ara justificar una distinción
tan nítida entre teleología y teleonom ía. La intencionalidad no im pli­
ca tra n sp a re n c ia . Si la m eta es tan c o m p leja com o la v iab ilid a d
ecológica, podem os im aginar un vasto núm ero de frases diferentes
que p o d rían trabajar para el m ism o fin. Las cosmologías tradiciona­
les p u e d e n co d ificar o b serv acio n es m uy re le v an tes de procesos
ecológicos (y de participación en ellos) sin nada que corresponda al
vocabulario o incluso a la lógica de la ciencia m oderna. Si no fuese así,
la colonización hum ana p rem o d ern a de todos los biom as del plan e­
ta h ab ría sido inconcebible. Al concentrarse en la adecuación de los
m odelos culturales antes que en su “verdad” literal de acuerdo con las
definiciones de la ciencia m oderna, la obra de R appaport en 1968 en
cierto sentido presagiaba el destronam iento posm oderno de la n a rra ­
tiva m aestra.
Estudios recientes en ciencia cognitiva (M aturana y Varela, 1987)
sirven p a ra aten u a r la distinción en tre la intención h u m ana y otras
form as de direccionalidad sistémica en sistemas vivientes. Reconocer
la continuidad significa no sólo reconocer la com plejidad de la orien­
tación hacia metas en los sistemas vivientes en general, sino descons­
tru ir la ilusión de transparencia proyectada p o r el concepto de “p ro ­
pósito consciente”.
Si el pun to esencial en la definición de un hom eostático es si existe
en el program a u n a frase que especifique la m eta a alcanzar, debem os
p reg untarnos en qué criterios -a p a rte de la supervivencia- sería p o ­
sible fu n d ar una evaluación del grado de exactitud con que la “frase”
especifica la “m eta”. Si seguimos la m etaperspectiva sobre la cogni­
ción que ofrecen M aturana y Varela (1987:136-137), el único m odo
<ie evaluar esa correspondencia sería enfocar la relación entre el p ro ­
gram a y el m edio am biente desde u n a posición distanciada, com o la
de personas que están en la orilla felicitando a u n navegante subm a­
rino p o r evitar escollos que él sólo puede detectar p o r la lectura de
indicadores. La definición pragm ática de “conocim iento” de M atura­
na y Varela (1987:172-174) no supone u n a internalización del m edio
am biente sino “un com portam iento efectivo (o adecuado) en u n con­
texto determ inado”. En pocas palabras, concluyen estos autores, “vivir
es conocer”.
Desde esa perspectiva, al hablar de proyectos de sustentabilidad,
el problem a no es la exactitud, en térm inos definidos p o r la ciencia
m oderna, de la relación entre el program a y la m eta (valores de refe­
rencia y gam as de metas), sino la posibilidad de m antener algún tipo
de retroalim entación de inform ación capaz de calibrar continuam ente
uno con la otra. Entonces, el problem a principal pasa a ser la n atu ­
raleza (y el origen) del program a que define los valores de referencia,
y así gobierna el uso local de recursos. Este es un tem a recurrente en
el tratam ien to p o r R ap p ap o rt (1979) de la adaptación en contraste
con la “m ala adaptación”. C on la pérdida de la autosuficiencia local,
afirm a (ibid.: 162), hay tam bién u n a p érd id a de capacidad hom eos-
tática. En form a n ad a sorprendente, identifica el “dinero m ultipro-
p ó s ito ” com o u n a d e las p rin c ip a le s causas d e esas te n d e n c ia s
“m aladaptivas” (ibid.: 130-131, 167). Los térm inos económicos en que
se expresan los valores de referencia “pu ed en ser extraños e in ap ro ­
piad o s p a ra los sistem as que se están re g u la n d o ” (ibid.: 100). O tra
fuente de m aladaptación, estructuralm ente relacionada con la a n te­
rior, es el objetivismo de la ciencia m oderna, u n m odo de construc­
ción de conocim iento que deifica los “hechos” y destruye sistem á­
ticam ente los significados (ibid.: 128-130): “Com o el conocim iento
nunca p u ed e rem plazar al respeto com o principio guía en nuestras
relaciones ecosistémicas, es adaptivo que los m odelos basados en el
conocim iento g eneren respeto p o r lo que es desconocido, im prede-
cible e incontrolable, así como que codifiquen conocim iento em píri­
co” (1979:100-101). R appaport concluye que la racionalidad descon-
textualizada de la ciencia o del m ercado m undial es inadecuada para
la tarea de obtener una subsistencia sustentable de ecosistemas locales.
FJ, F L'N Í)AM FN'I'O M ONIS [ A DHL CON I FX I 1i AI .IS MO

Ahor a q u e han transcurrido más d e q u in ce añ os d e sd e q ue Friedm an


y R a p p a p o rt p resen ta ro n sus a rg u m en ta c io n e s con trarías - m o d e r ­
nista y con tex tu a lista -, es in teresa n te co n sid era r en qué m e d id a los
p r o c e so s m ás r e c ie n te s e n la an trop o lo g ía ., la so c io lo g ía y ca m p o s
rela cio n a d o s p u e d e n servir para co n so lid a r u n m arco crítico co n tex ­
tualista. U n a breve se le c c ió n d e referen cia s bastará p ara in d ica r el
im p u lso d e esa con vergen cia. La p reo cu p a ció n de R a p p a p o rt p o r la
p érd id a d e a u to n o m ía local, por eje m p lo , es co m p a rtid a por un n ú ­
m ero cada vez m ayor d e a n tr o p ó lo g o s y teó rico s d el d esa rro llo que
se ocu p an riel p red o m in io de los sistem as d e co n o cim ien to “d esarrai­
g a d o s” sobre* los “arraigad os” {véanse G u dem an , 1986; A pile! M arglin
y M arglin, 1 9 9 0 ;S h iv a , i 9 9 1; Crol! y Parlan, 1 9 9 2 ; Banuri y A pfíel
M arglin, 1993).
La c o n ex ió n en tre m o n ism o y co n tex tu a lism o es p a rticu la rm en te
e v id e n te en la r e c ie n te c o le c c ió n d e a rtíc u lo s e d ita d a p o r C roll y
Parkin (1 9 9 2 ). K1 a rg u m en to d e que la g en te, su saber in d íg en a y su
m ed io a m b ie n te e x iste n .in se p a r a b le m e n te “cada u n o d en tro ele los
o tro s” (ií)id,:i) es fu n d a m en ta l para su crítica d e los “lib reto s” ex te r­
n os para el desarrollo, ( atando el m e d io a m b ien te es “separado d e los
a g en tes h u m an os y p ercib id o co m o un hábitat ex terio r n o h u m a n o ”,
subyugado p or especialistas que im p o n en d istin cion es y categorías e x ­
teriores en in terés d el ord en , la racio n a lid a d y la u n ifo rm a ció n , q u e­
da ab ierto a “la ap rop iación , la d o m in a ció n , el ataqu e, la con q u ista y
la d o m e stica c ió n ” (ibi,d.:32). H asta un discurso tan b e n e v o le n te co m o
el d el a m b ie n ta lism o “g lo b a l”, p o d r ía m o s agregar, se basa e n gran
m ed id a en la m ism a in clin a ció n “o c c id e n ta l” a la ob jetificación y la
d e s c o n te x tu a liz a c ió n (E v ern d en , 1985; I n g o ld , 1993; H o r n b o rg ,
1993a, 1994a).
Si el con textu alism o tien e a su servicio u n a ep istem o lo g ía m onista,
p o d e m o s con clu ir, p or e l co n tra r io , q ue las te n d e n c ia s “d esa rra i-
g a d o ra s” d e la m o d ern id a d son parte in sep a ra b le d el d u a lism o car­
tesian o. Las relacion es entre las d iferen tes d im e n sio n e s d e la m o d e r ­
n id a d (p or e je m p lo , las in stitu cio n e s d el m erca d o , la p erso n a lid a d
“o c c id e n ta l” y la e p iste m o lo g ía d ualista) m erecen un escla recim ien ­
to m ás c o m p le t o . C o m o h e s o s t e n id o e n o tra p a r te (H o r n b o r g ,
1993b ), la argu m en tación d e C roll y Parkin p o d ría h aber ido m u ch o
m ás allá en lo que B ou rd ieu (1 9 9 0 ) ha lla m a d o “la ob jetificación d e
la objetificación”, es d ecir en la con cep tu alización y desfam iliarización
de la visión “o cc id en ta l” que está m in a n d o el “saber in te rn o ” (Croll
v 1‘arkin, 1992:22) d e las ccocosm olog'ías trad icionales. Si su libro sig ­
nifica el d escu b rim ien to d e que: la g en te, el d iscu rso y el m e d io am -
l>ientc p u e d e n ser in sep arab les, eso n o se refleja e n los d esc u b rid o ­
res, es d ecir en por q ué eso d eb ería resultar n o v ed o so para nosotros,
li >s "‘o cc id en ta les”. En n in gu n a íorm a con ecta sus p reo cu p a cio n es con
los c o n ce p to s so c io ló g ic o s d e m o d e rn id a d y “d esa r ra ig o ”, ni siq u ie­
ra con las ob servacion es tem pranas d e Polanyi sobre q ue la ec o n o m ía
m oderna está m en os “arraigada” que los m o d o s p rem o d ern o s d e sub-
Msiencia. Es un sig n o d e los tiem p o s q u e la an tro p o lo g ía eco ló g ica en
<■1 d ece n io d e 1990 se con centre en la “difícil, n eg o cia b le}' con testada
relación en tre p erso n a y m e d io am biente" (Croll y Parkin, 1992:9),
pero es la m en ta b le q ue parezca tan to ta lm e n te d ivorciada d e la a n ­
tro p o lo g ía ec o n ó m ic a . U na c o m p r e n sió n m ás p ro fu n d a d e la m o-
<l( i nidad habría ap ortad o esos n exos fu n d am en tales en tre eco n o m ía ,
discurso, “p erso n id a d ” y ecología. La d escon textu alización y la objeti-
Ii< ación p u e d e n ser vistas co m o fas d os caras d e u n a m ism a m o n ed a .
I .a d esco n tex tu a liza ció n d e las relacion es sociales, la p rod ucción d e
( o u o cim ieiit.oy las id en tid ad es tam bién p u e d e n ser exp resad as co m o
la objeLiíicación (y fetich ización ) d el in tercam b io, el len g u a je y el ser.
A dem ás, la ob jetificación (del cu erpo, el paisaje, la m a n o d e obra, las
m ujeres, las co lo n ia s) p u e d e ser id en tific a d a c o m o el fu n d a m e n to
n iiim o d el p oder, la represión y la ex p lo ta ció n . P arad ójicam en te, eso
Vilo se h a ce visib le p ara n o so tro s c u a n d o v o lv e m o s la ló g ic a d e la
m odernidad contra sí m ism a, ob jetiíican do la objetilicación, alcanzan-
<lo una visión distanciada y abarcando la am b ición d e abarcar (H orn -
Iiorg, 1994b).
El p ostestru ctu ralism o, al recon ocer la u nid ad d e discurso y prác-
i ica, b ien p od ría servir para reforzar el m en saje co n textu alista ex p re­
sado por Rappaport en Cerdos, para los antepasados hace más de un cuarto
i Ir siglo. En realidad, en sus artículos más recientes encon tram os el mis-
i no m ensaje subyacente, exp resad o en un vocabulario actualizado y más
i on vin cen te. R app aport escribe, p or ejem p lo , que los

Minificados y las comprensiones [humanos] no sólo reflejan o se aproximan


.i un mundo que tiene existencia independiente sino que participan en su
<(instrucción [...] El lenguaje se ha extendido con fuerza cada vez mayor
desde la especie en la que surgió para reordenar v subordinar los sistemas
ii.iiurales en que participan poblaciones de esa especie (Rappaport, 1903:
i :.(>).
Líneas com o éstas hacen pensar en Foucault aplicado a los ecosis­
tem as. A dem ás a rm o n iz an b ien con la p ersp ectiv a de científicos
cognitivos com o M aturana y Varela (1987:284, 253), quienes conclu­
yen que “es a través del lenguaje que el acto de conocer [.. .]■da ori­
gen a u n m u n d o ”, y que “el conocedor y lo conocido se especifican
m u tu am en te”. U na visión sim ilar está surgiendo en el cam po de la
historia am biental, donde se va reconociendo que el “saber” no es ni
u n a representación de algo que existe fuera de él, ni u n a m era cons­
trucción social, sino u n a relación negociada con la naturaleza que en
realidad reconstruye la naturaleza en el proceso de representarla (véa­
se Bird, 1987).
Esa concepción “relacionista” del conocim iento ofrece u n a vía
in term ed ia en tre la Escila del representacionism o y la Caribdis del
solipsismo (M aturana y Varela, 1987:133-134), cada uno, a su m ane­
ra, p ro d u c to de la m atriz dualista. Más allá del p aralizan te p u n to
m uerto de la m odernidad tardía entre objetivismo y relativismo (véase
B ernstein, 1983), sugiere u n acercam iento de sujeto y objeto que
p o d ría restaurar a la producción de conocim iento el sentido de p a r­
ticipación y de responsabilidad.
Los enfoques m onistas son cada vez más explícitos en la antropo­
logía ecológica reciente (por ejem plo, B ennett, 1990; Croll y Parkin,
1992). Sin em bargo, las form ulaciones del propio R appaport a veces
parecen innecesariam ente dualistas. Considérese la siguiente distin­
ción entre ecosistemas y culturas:

Un ecosistema es un sistema de transacciones de materia y energía dentro


de poblaciones de organismos de varios tipos y entre ellas [...] La cultura es
la categoría de fenóm enos que se distingue de otras por su contingencia
respecto a símbolos (Rappaport, 1979:59-60).

Mi convicción de que esta dicotom ía puede inducir a e rro r d eri­


va en gran p arte del trabajo de Jakob von Uexküll (1982) y del exa­
m en de Ingold (1992) de la significación para la ecología antropoló­
gica del concepto de Von Uexküll de Umwelt. En las palabras de T hure
von Uexküll (1982:7), la teoría del Umwelt consiste en “el hecho de
que los organism os vivos (incluyendo las células) resp o n d en com o
sujetos; es decir, responden sólo a signos...” C ada organism o en un
ecosistem a vive en su p ro p io m u n d o subjetivo {Umwelt), defin id o
p rincipalm ente p o r su m odo, específico de la especie, de percibir su
m edio am biente. “La cuestión del significado”, dice Jakob von Uex-
kiill (1982:37), es, p o r lo tanto, “la cuestión fundam ental para todos
los seres vivientes”. Esto im plica que la interacción ecológica presupone
precisam ente esa pluralidad de m undos subjetivos. En realidad, las
relaciones ecológicas se basan en el significado; son semióticas. Los
ecosistemas son tan contingentes respecto de la com unicación como
las culturas. La aspiración de R appaport a reu n ir lo objetivo y lo sub­
jetivo en u n m arco com ún tiene su paralelo en el cam po interdisci­
plinario de la semiótica, cuya m eta es “volver a in teg rar las ciencias
naturales y hum anas en la síntesis superior adecuada p ara una doc­
trina de signos” (Anderson et al., 1984:8).
A cierta altura, R appaport (1979:158) adm ite que “todos los orga­
nismos se com portan en térm inos de significados” (la diferencia esen­
cial es que los hum anos “tienen que construir p o r sí mismos esos sig­
nificados”; véase tam bién Ingold, 1992:43), pero aparentem ente eso
no lo im pulsa a revisar su definición de u n ecosistem a com o fu n d a­
m en talm en te “u n sistem a de transacciones de m ateria y e n e rg ía ”
(R appaport, 1979:59). Aquí sigue claram ente lim itado p o r las cate­
gorías del dualismo. En realidad, no hay razón para destacar el aspec­
to m aterial de los ecosistemas sobre el comunicativo, y tam poco para
hacer lo contrario con respecto a las sociedades hum anas. U na vez que
reconocemos que la subjetividad hum ana, igual que la subjetividad de
todas las dem ás especies, es un aspecto de la constitución m ism a de los
ecosistem as, tenem os u n fu n d a m e n to sólido p a ra concluir que la
destrucción del significado y la destrucción de ecosistem as son dos
aspectos del mismo proceso.
Al trata r de visualizar el proceso p o r el cual los significados y los
ecosistemas van siendo dem antelados sim ultáneam ente, volvemos al
concepto de descontextualización. Com o propone R appaport (1979:
142), la confusión de relaciones jerárquicas entre diferentes niveles de
com prensión (por ejem plo, específico y general, concreto y abstrac­
to, etc.) p o d ría “conducir a la destrucción no sólo del significado sino
tam bién del m undo m aterial”. M odelos descontextualizados, como la
racionalidad universal de la “Revolución verde” o el form alism o de
la teoría económ ica neoclásica, alteran la relación entre la persona y
el m undo al subordinar o eclipsar lo no-objetificable, las especifici­
dades locales que en todas partes hacen los significados tan im plíci­
tos e inextricables. El concepto neoclásico de “u tilidad”, por ejem plo,
im pone a m undos locales de todas partes el axiom a de la intercam bia-
b ilidad universal, disolviendo com plejas codificaciones de flujo de
recursos y p re p ara n d o el cam ino p ara u n sistem a cuya lógica ciega
consiste sim p lem en te en rem unerar una tasa cada v e / más acelerada de
d estru cción (Ilo rn b o rg , 1992).
El d e se n c a n to co n la racion alid ad o cc id en ta l tie n e u na h isto ria
larga. Mi argu m en to aquí, sin em bargo, es que los estu dios de eco lo g ía
h u m a n a están hoy en una p o sic ió n e x c e p c io n a l para articular u n a
crítica rucio-nal de: esa racion alid ad . La p osición co n tex tu a lista n o es
m isticism o sin o un sob rio r e co n o cim ie n to d e las lim ita cio n es d e las
in stitu cio n e s to talizan tes y los sistem as d e c o n o c im ie n to . N o es una
argu m en tación en pro de la regresión, sin o por una rm m íextauüzación
d e la p ro d u cció n d e co n o cim ien to . D eb id o a la pura co m p lejid a d y
esp ecificid a d d e las in terrela cio n es y llu ctu a cio n es ecosist.ém icas, es
b astan te razonab le esperar que las estrategias óp tim as para el m anejo
su sten tab le d e recursos sean g e n e r a lm e n te d efin id a s m ejor que n a ­
d ie por p ractican tes locales con larga y cercana ex p e r ie n c ia d e esas
esp ecificid a d es, y con un in terés esp ecia l en el resu ltad o. Sin em b a r­
g o, está claro que en la actualidad las estrategias electiv a s d e m a n e ­
jo, en gen era l, están inform ad as por con ju n to s d e c o n d ic io n e s total­
m e n te d iferen tes. La con trad icción estructural en la org a n iza ció n d e
la socied ad hum ana es un p u n to de partida a p ro p ia d o para cualquier
con trib u ción an trop ológica a las actu ales d elib era cio n es sobre el “d e ­
sarrollo su sten ta b le ”.2

- I na conclusión muy general, aunque ingenua, es que cualquier política diseña­


da para devolver poder a las comunidades locales para que desarrollen sus propias
eslraiegias para la reproducción sustenutble tendría que encontrar la forma de "in­
munizar” de alguna manera las actividades básicas de subsistencia contra los concep­
tos y las vicisitudes del mercado mundial. A largo plazo, la única solución lógica po­
dría ser distinguir, m ed ian te m onedas de p rop ósito particular, dos esferas fie
intercambio com pletam ente separadas, una dedicada a la reproducción tot al básica
(por ejemplo: la subsistencia, ta vivienda) y la otra a la integración global en curso (por
ejemplo: telecomunicaciones, medicina avanzada). Kso sería una manifestación en el
nivel institucional de una cosmología que reconoce que no Lodo es intercambiable (cf.
Kojjytolí, 1986). Al reorganizar fundamentalmente las ron<linones de la racionalidad
económica (por ejemplo, la determinación de los insumos óptimos de energía en la
agricultura) esto transformaría profundamente los patrones globales de manejo de
recursos.
MI I \l OKA. MORALIDAD Y POLÍTICA

N uestra argum entación en pro d e la recon textuafización d e la p rod u c­


ción d e c o n o c im ie n to referente a la práctica ec o ló g ic a local co n d u ce
necesariam ente a una con sid eración de la significación de la m etáfora,
l.sie p rob lem a es central para la a rgu m en tació n co n tex ü ia lista , en la
m edida en que sugiere una respuesta a la p regu n ta general d e qué hay
en. la naturaleza d e las com p ren sio n es locales q ue podría hacerlas más
significativas y, al m ism o tiem p o , m ás co n d u c en te s al uso su sten tab le
d e recursos q ue las rep resen tacion es m od ern as. N o m e estoy refirien ­
do aq uí a la cap acid ad d e los sistem as d e c o n o c im ie n to trad icion ales
d e registrar relaciones eco ló g ica s com p lejas, q ue ya ha sid o a m p lia ­
m en te d ocu m en ta d a (véanse, por ejem p lo , jo h a n n e s , 1989; Posey y
P»alée, 1989; M oran, 1993), sin o a su cap acidad d e con stitu ir “m o d e ­
lo s” p rcscrip tiv o s para el u so su ste n ta b le d e recu rsos. R a p p a p o rt,
d esp u és d e exam in ar la com pleja estruc tura metafóric a de la c o sm o lo ­
gía ritual d e los m arin g ( 1 9 7 9 :1 0 3 -1 13), observa q ue las m etáforas no
tran sm iten “informacié>n en el se n tid o d ig ita l”, sin o sig n ifica d o s q ue
podrían ser “afectivam en te m ás p o d e r o so s” (ibid.: 156-157). En su in ­
clin ación a cod ificar actitud es prácticas n orm ativas, las c o m p r e n sio ­
nes m etafóricas d e la n atu raleza asu m en las re sp o n sa b ilid a d es q u e
siem p re acom p a ñ a n al acto m ism o d e “con ocer" . Si el “c o n o c im ie n ­
to ” es una relación con la n atu raleza, co n stitu id o tanto por el c o n o c e ­
dor co m o p o r lo c o n o c id o , en to n c es la m etáfora es un m o d o d e c o ­
nocer que in corp ora las co n d icio n es m ism as d el co n o cim ien to .
A h ora q u isier a v in c u la r e s to con la im p o r ta n te a firm a ció n d e
t ¿udem an ( I 986) d e que la teoría eco n ó m ic a neoclásica se d istin g u e
de todos los m od elos locales de subsistencia por su am bición d e ab an ­
don ar la m etáfora. En lugar d e ubicar al sujeto co n o c e d o r d o ta n d o a
las prácticas eco n ó m ica s de: sign ilicad os derivados d e otras esferas d e
la vida (p or eje m p lo el resp eto por los an cestros), las re p resen ta cio ­
nes “d erivativas” d e R icardo se vu elven bacía ad en tro , sobre sí m is­
m as, en una red cerrada d e co n cep to s, autorrelérent.e y, p or lo m is­
m o, fin a lm en te tautológica. Ese acto d e d escon textu a liza ció n elim in ó
la m oralidad d e la vid a h u m an a y proporcione") un vocab u lario (por
ejem p lo, “u tilid a d ”) para incluir tod os los sistem as d e co n o c im ie n to
lo c a les .-1

’ (riidenmn propone que deberíamos repensar '‘el imperialismo [... | en términos


<lc quién llega a ser modelo para rpiién" (198(3:157). Id modelador univeisal “se une
La m etáfora es u n m o d o d e c o n o c im ie n to q ue ubica al sujeto h u ­
m a n o m e d ia n te la evocación d e esta d o s in te rio res n o ob je til i ca b les
asocia d o s co n form as esp ecíficas d e práctica. Por lo tanto, la sig n ifi­
cación d e la m etáfora para el co n tex tu a lism o resid e en su ca p acid ad
d e activar c o n o cim ien to s prácticos tácitos b asad os en la ex p er ie n c ia
d e co n d icio n es locales su m am en te específicas. Esta p o sició n co n cu er­
da co n la p ro p o sició n d e In g o ld (1 9 9 2 :5 2 -5 3 ) d e q ue las co n stru ccio ­
n e s cu ltu r a le s d el m e d io a m b ie n te so n secu n d a ria s r e sp e c to d e la
acción práctica (“el m o d o d e co n o cer d el p ra ctic a n te”), a la vez que
re co n o ce la cap acid ad d e esas co n stru ccio n es d e cod ificar y reforzar
un habitus ec o ló g ic o d eterm in ad o, in clu so y esp ecia lm en te en la trans­
m isió n d e esas d isp o sic io n e s d e u n a g en er a ció n a otra. U n m o d e lo
m e ta fó r ic o “c o n o c id o ” [cognised], m ás q u e c o d ific a r in fo r m a c ió n
ec o ló g ic a da “s e ñ a le s” para la activación d e rep erto rio s prácticos e s ­
p ecífico s a p rop iad os en el conLexLo d e la acción.
f a s c o m p re n sio n es m etafóricas d e prácticas d e su bsistencia y re­
la c io n e s e c o ló g ic a s h an sid o a b u n d a n te m e n te d o cu m e n ta d a s e n la
literatura an tro p o ló g ica (para tratam ien to s g en era les, v éa n se G u d e-
m an , 1986; In g o ld , 1986; Bird-D avid, 1993). Bird-D avid (1 9 9 3 :1 1 2 ,
1 2 1 ) observa q ue en todas partes los estu d io so s d e culturas d e caza­
d o res-recolectores tien d e n a rep resen tar “la rela ció n en tre los h u m a ­
n o s y la n atu raleza [...] en térm in os d e rela cio n es p e r so n a le s”, en un
m arco “su jeto a su jeto ” y n o “sujeto a o b je to ”, y p r o p o n e q u e “p u e s­
to que eso s p u eb lo s tribales tien en en co m ú n u n c o n o c im ie n to ín ti­
m o y p rob ad o p or el tiem p o d e sus resp ectivos a m b ien tes natu rales,
n o es p o sib le d escartar sin m ás sus re p r esen ta c io n e s en favor d e la
o cc id en ta l”. La ap licación de m etáforas sociales a prácticas d e su bsis­
ten cia n o está lim itad a a los cazad ores-recolectores, sino q ue parece
ser un a sp ec to o m n ip r e se n te d el p ro b lem a d e su b sisten cia p rem o -
d e r n a . D e s c o la ( 1 9 9 4 ) , p o r e j e m p lo , d e m u e s tr a q u e lo s a sh u a r

ni malicio ele todos los m odeladores”, y aunque por definición no puede admitirlo,
sus im ágenes, de hecho, pueden "crear su propia realidad' 1M-1 r>3). Kn una
reseña de Economics as Cullurt;. Friedman (1987) de nuevo ejem plifica la posición
finalista y objeiivista, al deplorar que Gudeman no distinga entre “el discurso sobre
la realidad y la organización de esa realidad”. Sin embargo, debe ser contrario a al­
gunas de las premisas más básicas de la antropología moderna sostener que existe una
distinción ontológica (como distinta de analítica) entre las relaciones sociales v su
etnoexplieaeión (por ejemplo, ent re el mercado y la teoría económica neoclásica). Mo
cabe duda de que hay un senLido en ei que la estrategia de abarcamiento conceptual
universalista es sinónim o de dom inación social (Hornborg, 1994b).
conceptúa) izan d iferen tes prácticas en térm in os d e d iferentes tipos d e
co m p ortam ien to social: las m ujeres cu id an las plantas cultivadas co m o
a p arien tes co n sa n g u ín eo s, m ien tras q ue los h om b res en can tan a las
presas co m o a p arien tes atines (ibid.■.327).
D escola a d em ás su g iere q ue si las rela cio n es so cia les o frecen un
m o d e lo co n cep tu a l para las relacion es en tre los h u m a n o s y la n a tu ­
raleza, cualquier m odificación de estas últim as em p ezará g en er a lm en ­
te p or u n a “m u ta ció n p revia” d e las prim eras (ib id /.^ ó 0). Tal vez n o
sea necesario estab lecer una p reced en cia tan generalizada, en tre otras
cosas p o rq u e es sa b id o q u e las m etá fo ra s p red ic a n sig n ific a d o s en
form a recíproca (véase Isbell, 1985). Sin em b argo, la o b servación d e
D escola sobre la co n g ru en cia en tre las rela cio n es sociales y las rela ­
cio n es en tre los h u m a n o s y la n atu raleza es in d u d a b le m e n te im p o r­
tante para la arg u m en tación que p ro p o n g o aquí, d e que varios rasgos
de la vida m od ern a q u e g en er a lm en te son co n sid era d o s co m o d istin ­
tos (p or ejem p lo , el in tercam b io m ercan til, la p erso n a “o c c id e n ta l”,
el d u alism o cartesian o) n o son sino los asp ectos sociales y e p is te m o ­
ló g ic o s d e un solo fe n ó m e n o d e la m o d ern id a d . En lugar d e tratar a
las p lan tas y los an im ales co m o categorías d e p arien tes, u na so cied a d
d e ex trañ os gen era “extrañ os n atu rales” (véase E vern d en , 1985). En
otras palabras, u n a socied a d basada en la ob jetificación (d el ser p ro ­
p io y d e otros c o m o persona p ub lica) te n d e r á a p royectar la m ism a
d ico to m ía jerárq uica su jeto-ob jeto sobre la relación entre la p erso n a
y el m u n d o (natural).
Entre las im p licacion es d e esta con clu sión hay otro argu m en to m ás
en favor d e la resu rrecció n p o sm o d e r n a d e “una fijeza r e n o v a d a ”
(G id d en s, 1990:1 78) d en tr o d e u n a esfera local d e vida social. Si el
m o d o m o d e r n o p r e d o m in a n te d e re la c ió n e n tre los h u m a n o s y la
naturaleza sólo p u e d e m ejorar en con ju n ción con una transform ación
d el m o d o m o d e rn o p red o m in a n te d e sociab ilid a d , la d iscu sión sobre
el “d esarrollo su sten tab le” ten dría q ue in corporar co n sid era cio n es d e
có m o revitalizar ese asp ecto d e la existen cia h um ana que T ó n n ie s lla­
m ó Gemeinschaft (cf. n. 2).
O tra im p licación es q ue n uestra elec ció n de m etáforas en el d is­
curso sobre el “d esarrollo su sten tab le” m erece cu id a d o sa c o n sid er a ­
ción. Es su m am en te in teresan te com p arar las nuevas m etáforas socia­
les p ara la in te r a c c ió n h u m a n o s-n a tu r a le z a q u e está n a rtic u la n d o
d iferen tes p articip an tes en ese d iscurso, co n sus eq u iv a len tes p rem o ­
d ern o s. En gen era l las culturas d e su bsistencia tra d icio n a les co n ce p -
tu a liza b a n la in te r a c c ió n h u m a n o s-n a tu r a le z a en té r m in o s d e sus
p ro p ias prácticas sociales de h ac er regalos y de recip ro cid ad (cf.
Ingold, 1986; Arhem , cap. 10 de este libro); en cambio, el discurso
reciente sobre la “econom ía ecológica” hace pensar que los ecosis­
tem as son una form a de “capital” en los que los hum anos deben in ­
vertir y que les proporciona “servicios” que deben ser evaluados ad e­
c u a d a m e n te en té rm in o s m o n e ta rio s (p o r ejem p lo , Folke y
Kaberger, 1.991; Jan sso n et al., 1994). Así, se dice que los servicios
ecosistémicos que hasta ahora no hem os pagado han generado para
la sociedad hum ana una “d eu d a” de proporciones inm ensas, y para
rectificar esa situación se han propuesto conceptos como los de “im ­
puestos verdes” y “Principio de El que contam ina p ag a”. C laram en­
te estam os ante u n caso m o d ern o de proyección de u n a m etáfora
social sobre la relación entre los hum anos y la naturaleza, en el que,
en consecuencia, esas relaciones son conceptualizadas com o transac­
ciones mercantiles. Sin embargo, en la m edida en que se usa como una
com prensión literal de la crisis am biental, es una m etáfora que p u e ­
de conducir a errores graves, porque los fenóm enos m onetarios com o
“inversiones”, “servicios” y “deudas” son solam ente relaciones entre
seres hum anos y de ningún m odo pueden denotar relaciones entre los
h um anos y la naturaleza. Los ecosistem as no están ofreciendo sus
“servicios” en el m ercado, y las com pensaciones m onetarias no tienen
nin g u n a utilidad para ellos. El dinero es un título o una pretensión
sobre otra persona. Por lo tanto, al contrario de lo que afirm a el dis­
curso convencional, no puede restaurar daños causados a la biosfera;
sólo puede redistribuirlos socialm ente. Sin em bargo, la com prensión
m etafórica de la naturaleza en térm inos de “servicios” que hay que
p ag a r cum ple la función ideológica esencial de utilizar los efectos
adversos del “crecim iento” económ ico p ara reforzar nuestra fe en él
(vvced, 1987).

CONCLUSIÓN

En u n a crítica p o r lo dem ás m uy p ersu asiv a de la m o d e rn id a d ,


Marglin (1990), a cierta altura, traza una línea innecesariam ente n í­
tida en tre los dom inios de lo que Keynes denom inó proposiciones
“orgánicas” y “atóm icas”. Las prim eras son proposiciones “cuya ver­
dad d ep en d e de las creencias de los agentes”, m ientras que las últi­
mas son proposiciones “cuya verdad es in d ep en d ien te de esas creen-
d a s ”. En opinión de Marglin, “las proposiciones sobre el m undo de
las cosas y las plantas son atómicas, m ientras que muchas, si no todas
las proposiciones sobre el m undo de los seres hum anos, el m undo de
las relaciones sociales, son orgánicas” (M arglin, 1990:15).
A la luz de los varios argum entos esbozados en este artículo, esa
distinción tan clara entre naturaleza y sociedad debería ser difícil de
sostener. En m ayor m edida de lo que reconocem os g eneralm ente,
hasta las conceptualizaciones de la naturaleza generan proposiciones
“cuya verdad d epende de las creencias de los agentes”. R appaport es
un ejem plo convincente:

En un mundo en que lo legítimo y lo significativo, lo descubierto y lo construi­


do, son inseparables, el concepto del ecosistema no es simplemente un marco
teórico dentro del cual es posible analizar el mundo. Es él mismo un elem ento
de ese mundo, y un elem ento fundamental en el mantenimiento de la integri­
dad de ese mundo frente a ataques cada vez más fuertes. Para decirlo de ma­
nera algo distinta: el concepto de ecosistema no es sim plem ente descriptivo
¡...] También es “performativo”; el concepto de ecosistema y las acciones ins­
piradas por él son parte de los medios de que el mundo dispone para mantener, si es
que no en realidad para construir, ecosistemas (Rappaport, 1990:68-69).

En este sentido, los debates sobre las capacidades autoestabili-


zadoras de los ecosistem as (por ejem plo, F riedm an, 1979; Vayda,
1986) son ideológicam ente tan com prom etedores como la polariza-
ción en tre los defensores del “saber ecológico” tradicional y los auto­
res que “ahora se ocupan exclusivamente de buscar ejem plos de mal
m anejo de recursos naturales en pueblos tradicionales, en apoyo de
la idea opuesta de que las prácticas ecológicas tradicionales eran bá­
sicam ente incorrectas” (Johannes, 1989:7).
En este capítulo he explorado algunas de las posibles fiindam enta­
ito n e s teóricas para la prim era de esas dos posiciones. He argum en­
tad o que u n a serie de avances recientes en las ciencias sociales y
cognitivas convergen en una crítica de la descante,xtiuüización del cono­
cimiento p o r la m o dernidad, y que esa crítica coincide con una am bi­
ción cada vez más exitosa de superar el dualism o cartesiano. El p a­
radigm a “contextualista” resultante es de im portancia fundam ental
p ara el debate contem poráneo sobre el “desarrollo sustentable”.
La discusión sobre el “saber ecológico tradicional” y el “m anejo de
recursos tradicional” (cf. Johannes, 1989; Posey y Balee, 1989; Gadgil,
1990; M oran, 1990; 1993; Berkes, Eolke y G adgil, 1993; Berkes y
Folke, 1.994) es intrínsecam ente paradójico en la m edida en que tiene
esp eran zas d e a p rop iarse y aplicar el saber local p o r m e d io d el m uy
m o d e r n ista m arco q ue está c o n tin u a m e n te e c lip sa n d o e se m ism o
saber. A b o g a n d o p o r lo q u e él lla m a “d e sc e n tr a liz a c ió n e p is t e m o ­
ló g ic a ”, Banuri (1 9 9 0 :9 7 -9 9 ) recon oce que u n a m ayor con textu alid ad
d el c o n o c im ie n to con vertirá a “el ex p er to , es tu d io so d e cien cia s u n i­
versales, [en] u n an acro n ism o ”. Es ev id e n te q u e un “e x p e r to ” en un
cam p o d e “saber loca l” ab stractam ente co n ce b id o es u n a co n tra d ic­
ción en sí. Pero, p or su p u esto, esa p arad oja es un a sp ecto o m n ip re­
sente d e la co n d ició n an tropológica. P odem os em p ren d er u n rnetadis-
cu rso sob re la con stru cció n d el c o n o c im ie n to , p ero e n térm in o s d e
pericia concreta, en el m ejor de los casos, p o d rem o s llegar a ser ap ren ­
d ices torp es d e p racticantes locales esp ecífico s.
En lu gar d e abordar el c o n o c im ie n to in d íg en a co m o otro “recur­
so ” a explotar, la a n tr o p o lo g ía ec o ló g ic a p o d ría co n cen tra rse en los
con textos socio-culturales que perm iten que sistem as d e co n o cim ien to
ec o ló g ica m en te sensitivos se d esarrollen )' persistan en el tiem p o. Hay
razones para creer que las m ejores co n d icio n es para esas calibraciones
locales se d an p recisam en te cu a n d o no están sie n d o so m etid o s a in ­
ten tos d e ab sorb erlos en m arcos totalizad ores d e un lip o u otro. A d ­
m itie n d o q ue los sign ificad os locales im p lícito s e in ex trica b les son la
m ateria m ism a d e la subsistencia eco ló g ica , una in d a g a ció n crítica en
la ec o lo g ía h u m an a bien p odría em p ez a r por en frentar a los a g en tes
d e la d estru cción m o d ific a n d o su p rop ia am b ición d e abarcar.

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O r i e n t a l i s m o , p a t e r n a l i s i n o y c o m í m a l i sitio*

Gran pai te del p en sa m ien to a n tr o p o ló g ico , en d iferen tes am b ien tes


a ca d ém ico s y e n rep resen ta ció n d e u n a a m p lia g a m a d e “e s c u e la s”
teóricas o d e parad igm as, da por sen ta d a u n a d istin ció n fu n d a m en ­
tal en tre naturaleza y socied ad . H o llin g sh e a d , cuyas ideas influyeron
en la e c o lo g ía cu ltural d e Julián Stew ard, fo rm u ló ese d u a lism o en
térm in os claros y sen cillos, h ab lan d o d e “los ó rd en es ec o ló g ic o y so ­
cia l”:

K1 p r i m e r o es e s e n c ialm en te u n a exte nsió n del o r d e n q u e e n c o n tr a m o s p o r


todas p a rle s en ia n a turaleza, m ien tras qu e el ú ltim o es un f e n ó m e n o exclu­
s i v a m e n t e , o p o r lo m e n o s casi e x c l u s i v a m e n t e , h u m a n o [ . ,.| El o r d e n
ecológico se basa p ri n c ip a l m e n t e en la c o m p e te n c ia , m ie n tr a s q u e la o rg a ­
nización social ha evolu cio n ad o a p a rt ir d e la com u n ic ació n (M ollingshead,
1940:358).

En g en era l, se su p o n ía que la teoría dualista estaba en el ca m in o


correcto: “ahora q ue se ha reco n o cid o el p rob lem a y se lia d a d o un
prim er p a so ”, su gería H o llin g sh e a d (1 9 4 0 : 3 5 8 ), 1‘p o d e m o s esp era r
una so lu ció n . ..”1 Ese prim er paso teórico era reforzado por una rígida
división acad ém ica del trabajo y d e estructuras in stitu cionales sólidas.

* Id estudio en que se basa este capítulo [orina parle de un proyecto ele investi­
gación en cohíbo) ació-i —''Propiedad común y política ambiental en una perspectiva
comparativa"- iniciado por el Programa de Investigación Ambiental Xórdico ( NKki’).
F.stc capítulo recibió asimismo el apoyo de oíros programas e instituciones, entre ellas
el Comité Nórdico para la Investigación en Ciencias Sociales ( n o s - s ) y la Fundación
Islandesa de Ciencias.
1 Fu la teoría social con frecuencia se lia contrastado el individuo orgánico con
la vida social colectiva; se supone que el primero es parte de la naturaleza, mientras
que la segunda es superorgánica. Un ejemplo de esa distinción es el famoso análisis
de Mauss de la morfología estacional de la identidad de los inuiLs (Pálsson. 1(J91 :t>8).
Para Mauss. el ritmo de la congregación y dispersión del ganado, en el invierno v el
verano respectivamente, determinaba la importancia relativa del ser natural y el ser
social en la vida de los imiits.
K! o rd en social era el cam p o d e los a n tr o p ó lo g o s y so c ió lo g o s, m ie n ­
tras q ue el o rd en e c o ló g ic o p erten ecía a los ec ó lo g o s p ro fesio n a les.
U na v e / estab lecid a esa d ico to m ía fu n d a m en ta l, lío llin g s h e a d , y
m uchos d e sus se g u id o res, g e n e r a lm e n te m atizab a la tesis d ualista,
d esta ca n d o q ue la n atu raleza y la so c ied a d n o d eb ían ser vistas co m o
esfera s totalm ente sep arad as, sin o d ia lé c tic a m e n te in te rco n ecta d a s;
rada u n o d e los ó rd en es “c o m p lem en ta y su p lc m en ta al otro en m u ­
chas fo rm a s’' (H o llin g sh ea d , 1 9 4 0 :3 5 9 ). I.os e c ó lo g o s d e hoy c o n ti­
núan “c o m p a r a n d o ” los ó r d e n e s d e n a tu ra leza y so c ie d a d c o m o si
fueran sistem as sep arad os y au tó n o m o s, y ex p lo r a n d o los n ex o s en -
u e e llo s ( H o llin g el a l., 1 9 9 4 ). A p e sa r d el le n g u a je d ia lé c t ic o e
interactivo, d e ese m o m e n to , la frontera en tre so cied a d y naturaleza
sig u e sie n d o un p u n to m uy co n tro v e rtid o . D u ran te gran p arte d e l
siglo x x los teóricos sociales han d eb a tid o in te n sa m e n te los m éritos
d e d o s tip o s d e d eterm .in ism .o s, las “c á r c e le s ” d e l le n g u a je y el
natu ralism o. En el d e c e n io d e 1970, S ah lin s d escrib ió m uy a p ro p ia ­
d a m e n te la an tro p o lo g ía , d iscip lin a co n tin u a m en te atrapada en tre el
id ea lism o y el m a teria lism o , c o m o “el p reso q ue se p asea en tre los
m uros m ás alejad os d e su c e ld a ” (1 9 7 0 :5 5 ), rcin v en ta n d o la aleg o ría
¡le la cavern a d e la República d e P latón. Sin em b a rg o en los ú ltim o s
años el viejo d eb ate en tre las razones m aterialista y cultural ha sid o
rem plazado, en for m a bastan te in esp erad a, p or otro m ás fu n d a m e n ­
tal: la d istin ció n en tre n atu raleza y socied ad , una d e las co n stru ccio ­
nes clave d el discurso m od ern ista, ha esta d o so m etid a a un ex a m en
cada vez m ás crítico en varios cam p os, in clu yen d o la a n tr o p o lo g ía y
la historia am biental. Este p roceso, que en p a ite resp on d e a la te n d e n ­
cia lin gü ística p o sm o d er n a , los p ro b lem a s a m b ie n ta le s g lo b a les, la
m od ern a tecn olo gía d e la in form ación , el reverd ecim ien to del d iscu r­
so p ú b lico y la r e d e fin ic ió n d e las fron teras d iscip lin a ria s, p la n tea
n uevos d esafíos a la teoría social y la práctica etn o g rá fica , p rep a ra n ­
d o la escen a para un n u e v o tipo d e an tro p o lo g ía eco ló g ica .
I na vía p osib le en esa d irección es ex te n d er el en fo q u e m arxian o,
que g e n e r a lm e n te se lim ita a las relacion es hum anas, al análisis d e las
relaciones en tre los h u m an os y el m e d io am b ien te, ’la p p e r (1 9 8 8 ) ha
so sten id o q u e en las so c ied a d e s de cazad ores y recolectores los seres
h u m an os y los an im ales p articipan e n la “p rod u cció n recíproca d e la
ex iste n c ia d e cad a u n o ” (1 9 8 8 :5 2 ), y, en ven a sim ilar, B r ig h tm a n ,
(1 9 9 3 ) alu d e a u n “p roceso d e trabajo a lg o n q u in o ” en el caso d e los
crees d e C anad á, p ro ce so “en el que h u m an os v an im a les p articipan
su cesivam en te co m o p rod uctores unos d e otros, ya q ue los a n im a les
ap o rtan de buen grado el ‘producto’ de sus propios cuerpos y los ca­
zadores se lo devuelven en form a de com ida cocida, todo figurado en
el idiom a del ‘am o r’” (1993:188).
Con base en esas perspectivas, mi propósito es, en parte, m ostrar
que se aplican discursos similares a contextos teóricos bastante distin­
tos. Prolongando argum entaciones propuestas p o r D onham (1990),
Bird-David (1993) y otros, sugiero que, a m enudo, los discursos sobre
la naturaleza, la etnografía y la traducción tienen m ucho en com ún,
principalm ente las m etáforas de la relación personal y la retórica clá­
sica. Más en g e n e ra l, este artíc u lo p ro p o n e la in te g ra c ió n de la
ecología hum ana y la teoría social, basándose en perspectivas frecuen­
tem ente asociadas con M arx y Dewey, viendo a los seres hum anos en
la naturaleza, dedicados a actos prácticos y localizados. Distingo en ­
tre tres tipos de paradigm as: orientalism o, paternalism o y com una-
lismo, cada uno de los cuales representa una posición particular con
resp ecto a las relaciones h u m an o -am b ien tales. El p a ra d ig m a del
com unalism o difiere de los otros dos en que rechaza la separación
radical en tre naturaleza y sociedad, objeto y sujeto, haciendo hinca­
pié en la idea de diálogo. Si bien los enfoques éticos del m edio am ­
bien te y las relaciones hum ano-am bientales están muy interconec-
tados, el prim ero me interesa menos que el segundo. M erchant (1990)
aplicó u n a taxonom ía sim ilar a la que p ro p o n g o p ara las relaciones
hum ano-am bientales a la ética am biental, distinguiendo entre los en ­
foques egocéntrico, hom océntrico y ecocéntrico.2

LA ECONOMÍA POLÍTICA DEL MEDIO AMBIENTE

La m o d erna dicotom ía naturaleza-sociedad se suele d ar p o r sentada,


y, p o r lo tanto, es necesario ubicarla en u n a perspectiva histórica y
etnográfica más am plia. En la E uropa m edieval no había separación
radical en tre naturaleza y sociedad; si la dicotom ía existía, debe de
haber sido muy diferente de la que caracteriza al proyecto m odernista.
Com o afirm a Gurevich (1992:297), en la época m edieval “el hom bre

2 Merchant propone que el enfoque egocéntrico se basa en el yo y en el capitalis­


mo del laissezfaire, el homocéntrico se basa en la sociedad y en el concepto de mayor-
domía, y, finalm ente, el enfoque ecocéntrico se dirige al cosm os entero, asignando
valor intrínseco a la naturaleza no humana.
se consideraba a sí m ism o como p arte integrante del cosmos [...] Su
relación con la naturaleza era tan intensa y com pleta que no podía
m irarla desde afuera; estaba dentro de ella.” Es significativo que el
térm ino m edieval “individuo” significaba, originalm ente, “indivisi­
ble”: algo que no se p u ed e dividir, como la un id ad de la Trinidad. El
cambio en el significado del concepto, la adopción de la connotación
m oderna que subraya las distinciones y discontinuidades, “es un re­
gistro en el lenguaje de una historia política y social extraordinaria”
(Williams, 1976:133). La sistemática fragm entación del m undo m e­
dieval y la “otrización” de la naturaleza que trajo consigo se origina­
ron d u ra n te el R enacim iento, cuando se transform ó toda la actitud
occidental hacia el m edio am biente, el conocim iento y el aprendizaje.
U no de los elem entos clave de la revolución epistem ológica del
Renacimiento es el espacio tridim ensional establecido p o r los p intó­
les italianos d u ran te los siglos XIV y XV.3 Para los pintores del R ena­
cim iento tem prano, educados en el m undo estático y holístico de la
filosofía aristotélica y la iglesia medieval, la tela era ante todo un es­
pacio decorativo p a ra la glorificación de los designios divinos. En
contraste con esto, a fines del Renacim iento, el arte pictórico se con­
centraba en form a consistente en la investigación cognitiva y espacial,
la representación de actividades hum anas y su lugar en la naturaleza
y en la historia. Esos esfuerzos de los pintores renacentistas alcanza­
ron u n triunfo artístico espectacular en las leyes de la perspectiva (la
palabra latina perspectiva significa “ver a través”). E n muy poco tiem ­
po, la n a tu ra leza se convirtió en u n universo cuantificable, trid i­
m ensional y apropiado p o r los hum anos. Esa “antropocracia”, para
em plear el térm in o de Panofsky (1991), representó u n a desviación
radical del universo ce rra d o de los aristotélicos, constituido p o r la
fie rra y las siete esferas que la ro d e an . Sin em b arg o la an sied a d
(artesiana de extrañam iento e incertidum bre provocada p o r la sepa­
ración del m undo m aterno de la Edad M edia y la tierra nutricia fue
com pensada p o r el yo racional, la obsesión p o r la objetividad y una
leoría “m asculina” del conocim iento natural: “‘Ella’ [la naturaleza] se
vuelve ‘ello’, y ‘ello’ p u ed e ser entendido y controlado. No a través de
la ‘sim patía’ [...] sino en virtud de la propia objetividad del ‘ello’ ... La
‘otredad ’ de la naturaleza es ahora lo que perm ite que sea conocida”
(Bordo, 1987:108).

3 En otra parte he examinado con más detalle la naturaleza de esa revolución y


sus implicaciones para la antropología (véase Pálsson, 1995, esp. el cap. 1).
Si la naturaleza es un “O tro ”, es necesario “traducirla”: igual que
el ru ido en las ruinas de la Torre de Babel, exige atención cuidadosa
y esfuerzo p o r com prender. Sin em bargo, esos esfuerzos pueden adop-
ta r form as diferentes. Los estudiosos de la traducción literaria subra­
yan que si bien la traducción p u ed e ser vista com o u n m atrim onio
perfecto entre dos contextos diferentes, u n elem ento im portante en
la trad ucción es el que se refiere a las relaciones de p o d e r en tre la
“fu en te” y el “recep to r” (Lefevere y Bassnett, 1990). U na traducción
indica la relativa sumisión o superioridad del traductor y la autoridad*
vi-á-vis, del receptor con respecto a la fuente. La m isma perspectiva
se p u ed e aplicar a la em presa etnográfica. En qué form a los e tn ó ­
grafos -co m o visitantes o h u ésp e d es- ven a sus anfitriones (y cóm o
son vistos p o r ellos), cómo m anejan sus vidas en tre ellos y cóm o re­
gistran lo que experim entaron, varía p a ra cada caso (Pálsson, 1993;
1995). Por consiguiente, podem os hablar de diferentes relaciones de
producción etnográfica.
Del m ism o m odo, poniendo el acento en el contraste en tre dom if
nación y protección con respecto al m edio am biente, podem os distin­
guir entre dos tipos radicalm ente diferentes de relaciones hum ano-
a m b ie n ta le s: el o rie n ta lism o y el p a te rn a lis m o a m b ie n ta le s. La
diferencia clave en tre am bos es que el p rim ero “explota”, m ientras
que el segundo “p ro teg e”. El orientalism o am biental sugiere recipro­
cidad negativa en las relaciones hum ano-am bientales, m ientras que
el paternalism o implica una reciprocidad equilibrada, presu p o n ien ­
do la responsabilidad hum ana. Tanto en el orientalism o com o en el
patern alism o am bientales, los hom bres son am os de la naturaleza.
R echazando la separación radical en tre naturaleza y sociedad, el ob­
je to y el sujeto, así com o las presunciones m odernistas de otredad*
certeza y m onólogo, y agregando la dim ensión de continuidad y dis­
continuidad, obtenem os u n tercer paradigm a que podríam os llam ar
com unalism o (véase la fig. 4.1). Este p arad ig m a sugiere u n a recipro­
cidad generalizada en las relaciones hum ano-am bientales, invocan­
do los conceptos d e contingencia, participación y diálogo.
No hay p o r qué sorprenderse ante las analogías del m undo hum a­
no y el am biente natural. Los hum anos con frecuencia trata n a otros
seres hum anos y al m edio am biente en formas similares. En realidad,
los discursos sobre la naturaleza, la etnografía y la traducción de textos
tien en m ucho en com ún. Así, el lenguaje m etafórico de la retórica
clásica - d e ironía, tragedia, com edia y ro m an ce- ha aparecido en u n a
am plia gam a de campos y contextos en diferentes m om entos. D onham
Continuidad COMUN ALISMO
A Reciprocidad generalizada

Discontinuidad ORIENTALISMO PATERNALISMO


Reciprocidad negativa Reciprocidad equilibrada

Dominación<■ ■>Protección

KiGURA 4.1. Tipos de relaciones humano-ambientales.

sostiene que aun cuando el intento de construir tipologías con las m e­


táforas “dram áticas” de la retórica “inevitablem ente produce resulta­
dos algo toscos, sin em bargo las cuestiones de retórica parecen deli­
near [...] la m anera en que todas las teorías sociales parten de premisas
m orales particulares” (Donham , 1990:192). O tra asociación m etafó­
rica se apoya en el lenguaje del relacionam iento personal, de las rela­
ciones sexuales y de parentesco; como veremos, esas m etáforas se han
utilizado con frecuencia para representar tanto la traducción de textos
como la superficie de contacto entre naturaleza y sociedad.

LA EXPLOTACIÓN ORIENTALISTA

El p arad ig m a del orientalism o am biental no sólo establece u n a frac­


tura fundam ental entre naturaleza y sociedad, sino que adem ás sugie­
re que los seres hum anos son los amos de la naturaleza, los encarga­
dos del m undo. En ese régim en “colonial”, el m u n d o se convierte en
“un a tabula rasa p ara la inscripción de la historia h u m an a” (Ingold,
1993:37). Si los seres hum anos no son del todo divinos, por lo m enos
com piten con Dios; como reza la arrogante afirm ación sobre Cari von
Linné, el archiclasificador de especies naturales: “Si bien Dios creó la
naturaleza, fue él quien la puso en o rd en .” El vocabulario del orienta­
lism o es típ icam en te de dom esticación, fronteras y ex p an sió n -la
exploración, conquista y explotación del m edio a m b ien te- p ara los
diversos fines de producción, consum o, dep o rte y exhibición. En la
m edida en que se puede hablar de “adm inistración” o “m anejo” del
m edio am biente, en este contexto se trata sim plem ente de una em ­
presa técnica, de la aplicación racional de la ciencia b ac o n ia n a y
ecuaciones m atem áticas al m undo natural. Típicam ente, esto sugie­
re u n a p ostura altanera con respecto al “o bjeto” en cuestión. En el
contexto orientalista, los científicos se presentan como analistas del
m undo material, no afectados p o r consideraciones éticas. Esto implica
una distinción radical entre legos y expertos, que es otra construcción
racional basada en las innovaciones del Renacim iento.
En vista de la persistente otrización del objeto de los estudios aca­
dém icos m odernistas, la im aginería baconiana del ataque sexual, de
“e n tra r y p e n e tra r en [...] hoyos y rincones” (Francis Bacon, cit. en
Bordo, 1987:108) es recurrente. Com o h an m ostrado, en tre otros,
Bordo (1987:171) y Nelson (1992:108; 1993:27), la literatura sobre
la ciencia m oderna está repleta de pasajes que describen interacciones
hum ano-am bientales p o r m edio de un lenguaje agresivo y sexual; la
naturaleza aparece como una hem bra seductora pero problem ática.
La antropología no está libre de las m etáforas de dep red ad o r y p re ­
sa ni de la jerg a sexual m odernista. Malinowski (1972), p o r ejem plo,
afirm aba que

el etnógrafo no sólo debe tender sus redes en el lugar adecuado y esperar a


ver qué cae en ellas. Debe ser un cazador activo, llevar a su presa hacia esas
redes y seguirla hasta sus guaridas más inaccesibles (Malinowski, 1972:8).

Esta es la retórica de la etnografía clásica, producida d u ra n te el


apogeo del colonialism o occidental. Los etnógrafos orientalistas co­
lonizan la realidad que están estudiando en térm inos de un discurso
universalista, afirm ando la su perioridad de su p ro p ia sociedad con
respecto a la de los nativos. Puesto que la an tro p o lo g ía es hija del
colonialismo, el predom inio del objetivismo y el orientalism o se ex­
tiende p o r u n p erio d o muy largo en la historia de la disciplina. La
traducción de textos se ha descrito con frecuencia en térm inos simi­
lares. Algunos de los principales estudiosos de la traducción no sólo
hablan de la relación entre el traducto r y el autor en térm inos de u n a
relación en tre el d e p red ad o r y la presa, sino que adem ás tien d en a
utilizar u n lenguaje sexual violento. El contenido del texto-fuente es
representado com o u n a presa fem enina y pasiva de la que el trad u c­
tor m asculino se apropia.
M uchos ejem plos de la explotación industrial de especies “salva­
jes” no dom esticadas ilustran las características del orientalism o am ­
biental. La literatura sobre las economías pesqueras, p o r ejem plo, con
frecuencia m u estra u n a p o stu ra agresiva; u n caso claro es el de la
expansiva econom ía pesquera de Islandia. En la pesca com petitiva de
la m ayor p arte de este siglo, el principal criterio em pleado para eva­
luar el h o n o r social de u n capitán de barco era el tam año relativo o
el volum en de lo pescado, no el valor relativo de lo que se atrapaba.
El héroe pesquero era el valiente capitán que llegaba a p o n er en p e ­
ligro a su tripulación p o r unas toneladas más, pescando no tanto “por
diligencia1’ (aflagni) como “p o r la fuerza” (afkrafti). D urante ese p e ­
riodo, el m ar representaba una masa de energía continua y gigantesca
sobre la cual los hum anos debían trabajar en form a activa y ofensiva,
“p o r la fuerza”, o más específicam ente, p o r obra de m achos osados
casi en g u erra con el ecosistem a (véase Pálsson, 1991).4
La m etáfo ra re tó ric a de la ironía p u e d e ser ú til p a ra ca p ta r la
m oralidad del orientalism o am biental y de sus funestas consecuencias.
Los productores in genuam ente esperan ten er el control total, y, sin
em bargo, con sus propias prácticas m inan seriam ente su dom inio, ya
que en ocasiones llegan a la casi desaparición de las especies que ex­
plotan. Actuar en térm inos de conceptos que tienen consecuencias tan
distintas de las esperadas es, sin duda, más bien irónico. Y lo que es
aún más irónico es que al enfrentarse a las realidades del agotam iento
de los recursos, a veces las personas ad o p tan la actitud fatalista de
pen sar que ese agotam iento no es sino un ingrediente inevitable del
progreso económico. Sin em bargo, la m etáfora de la ironía h a alcan­
zado m ucho menos popularidad, en los m edios académicos, que la de
la tragedia: basta ver el crecim iento exponencial de la literatura so­
bre la teoría “trágica” de los territorios com unes. C on frecuencia se
supone que la auto nom ía gub ern am en tal y la privatización son las
únicas altern ativ as fren te a la codicia individual y el m altrato del
m edio am biente. Sin em bargo, en cierto sentido, el régim en orien ta­
lista no tiene ningún dram a: no hay problem a am biental que solucio­

i Probablemente también podrían encontrarse ejemplos de! discurso que yo aso­


cio con el orientalism o ambiental en la literatura sobre el uso hum ano de animales
dom esticados (Tapper, 1988).
n a r ni n ec esid ad de m ed id as correctivas ni de p e ric ia científica,
ecológica o social.

LA PROTECCIÓN PATERNALISTA

El parad igm a paternalista com parte algunas de las prem isas m o d er­
nistas del orientalism o (tam bién im plica dom inio hum ano y distin­
ción en tre legos y expertos), p ero se caracteriza p o r relaciones de
protección y no de explotación. Esto incluye privilegiar la pericia cien­
tífica, u na inversión del po d er relativo de expertos y legos. En la vi­
sión am biental m o d ern a, los hum anos tien en u n a responsabilidad
p articu lar no sólo hacia los otros hum anos, sino tam bién hacia los
miem bros de otras especies, nuestros cohabitantes del m undo anim al,
y el ecosistem a global. Sin em bargo, debido precisam ente a esa pos­
tu ra radical con respecto a las relaciones hum ano-am bientales, el
m ovim iento am bientalista tiende a convertir a la n aturaleza en un
fetiche, separándola así del m undo de los hum anos. Se afirm a que los
h u m a n o s están a c tu a n d o en n o m b re d e la n a tu ra le z a . P ara los
ecologistas radicales, el tem a de los derechos de los anim ales “pasa
a ser algo sem ejante a las actividades de los revolucionarios de izquier­
da en el siglo XIX, sólo que ahora el beneficiario no es el proletaria­
do oprim ido sino la N aturaleza” (Bennett, 1993:343). Además, los ac­
tivistas de los derechos de los anim ales, atra p ad o s en el discurso
objetivista occidental sobre la ciencia y el O tro (los am bientalistas
orientalistas, si se quiere), con frecuencia establecen u n a distinción
fundam ental entre “ellos” (los productores indígenas) y “nosotros” (los
euro-norteam ericanos). En otras palabras, sólo algunos segm entos de
la hum anidad pertenecen propiam ente a la naturaleza, los que, según
se dice, am an a los animales y cuidan su m edio ambiente, variadam ente
llam ados “prim itivos”, los “hijos de la naturaleza” o Naiurwolker. Se
supone que “nosotros” dejam os atrás el “estado de naturaleza” hace
m ucho tiem po. Conceptos similares, dicho sea de paso, han aparecido
con frecuencia en la antropología; así, a veces se piensa que los m ode­
los ecológicos determ inistas son aplicables sólo a algunas sociedades,
en particular las sociedades de cazadores y recolectores.
O tra vez, una m oralidad equivalente puede revelarse en la prác­
tica etnográfica. En algunos casos, los etnógrafos idealizan y re la tivi-
zan el m undo de sus anfitriones, representando sus relaciones en tér­
minos de un contacto protector. A pesar del argum ento de protección,
esa posición no hace otra cosa que m an ten er la distinción orientalista
entre el observador y el nativo. Rosaldo p ro p o n e que la invocación
proteccionista de “mi pueblo” en m uchos trabajos etnográficos repre­
senta sim plem ente una negación ideológica de relaciones verdadera­
m ente jerárquicas: “Parece apropiado”, afirma, refiriéndose al trabajo
de Evans-Pritchard sobre los nuer, “que u n discurso que niega la d o ­
m inación que hace posible su conocim iento idealice, com o alter egos,
a pastores antes que a agricultores. Los pastores, com o los turistas
individuales [...] están m enos dispuestos a ejercer la dom inación que
los agricultores, los m isioneros o los funcionarios coloniales” (Rosal-
do, 1986:96). Tem as sim ilares ap arecen en el discurso académ ico
sobre la traducción de textos. La idea del contrato m atrim onial, como
ya se ha indicado, es un tem a persistente en los trabajos de m uchos
estudiosos de la literatura: p o r ejem plo, con frecuencia se habla de la
“fid elid ad ” de la traducción; esas construcciones logran sobrevivir
hasta a los ataques más descontructivos. D errida habla del “contrato
de traducción”, definido como un “him en o contrato m atrim onial con
la prom esa de producir un hijo cuya sim iente dará origen a la histo­
ria y el crecim iento” (1985:191). Jo h n so n (1985:143) lleva la analo­
gía en tre la traducción y el m atrim onio a un territo rio similar, afir­
m ando que el traductor puede ser considerado “no como un cónyuge
dudoso sino como un bigam o fiel, con su lealtad dividida entre una
lengua m a te rn a y u n a lengua ex tra n je ra ”, ag reg an d o que quizá la
m ejor descripción del proyecto de traducción sería un incesto.
Los agricultores con frecuencia parecen p ensar en las relaciones
h u m a n o -a m b ie n ta le s en térm in o s d e p ro tec ció n y re cip ro cid ad .
B ourdieu da la im presión de u n a extensión m etafórica del dom inio
del parentesco a la esfera de las relaciones hum ano-am bientales e n ­
tre los agricultores kabilas de Argelia. Los kabilas dicen que la tierra
“ajusta las cuentas” y se venga de los m alos tratos, y, por extensión,
el “buen agricultor “se presenta” a la tierra con la actitud apropiada
p ara u n hom bre que saluda a otro, cara a cara, con la actitud de fa­
m ilia rid a d c o n fia d a que m o s tra ría con u n p a r ie n te r e s p e ta d o ”
(Bourdieu, 1990:116). Significativamente, las relaciones entre h um a­
nos y su tierra se m odelan sobre los vínculos entre parientes distantes,
caracterizad as p o r el respeto y la form alidad, p o r la reciprocidad
equilibrada y no generalizada.
En el caso de los pescadores de Islandia, el paradigm a del paterna-
lismo está rep resen tado p o r la actual aplicación de la racionalidad
< iciii iIk a al m anejo d e Jas p esq uerías. Esa racionalidad, en gran parte
p rod ucto d e las guerras d el b acalao con Gran B retaña y la RFA en el
d e c e n io d e 1970 y la am en aza d e p esca excesiva en los ú ltim o s años,
op era con la orientación recolectora d e pesquerías hom eostáticas. Las
prim eras lim ita cio n es serias al eslu erzo pesquero d e las em b arcacio­
n es islan d esas fueron vedas transitorias contra la p esca e n sitios p ar­
ticu lares, p ero d e sp u é s, h a cia 1 9 8 2 , se in tro d u jero n m e d id a s m ás
en érgicas para im p ed ir el in m in e n te d esp lo m e d e las ex isten cia s d e
b acalao - e l m ás im p o rta n te recu rso n a cio n a l- y h a cer la pesca m ás
e c o n ó m ic a . En 1983 se in tro d u jo un sistem a d e cu o ta s p a ra h a cer
frente al problem a. Si b ien los p escadores continúan a p ro p iá n d o se de
su presa, en el sen tid o d e sacarla d el d o m in io natural, u n m u n d o se­
p arad o d el d e los h u m an os, co n el m anejo cien tífico la extracción ha
q u e d a d o sujeta a m ed id a s d e p ro tecció n ifiskvernd) y a reg la m en to s
m uy estrictos. En con secu en cia , los p escadores son d o m in a d o s cada
v ez m ás p o r el c o n o c im ie n to te c n o -c ie n tífic o y los o r g a n ism o s d el
e sta d o . Los p rin cip a le s arq u itecto s d el r é g im en p a te r n a lista d e la
p esca p rotegid a y del actual sistem a d e cuotas p erson ales transferibles
(econ om istas, b ió lo g o s v otros h a ced o res d e p olítica) con frecu en cia
p e r m a n e c e n firm em en te in sta la d o s en una p o sic ió n m o d e rn ista y
o b je tiv ista .5 U n eje m p lo es la su p r esió n d el tem a d e d e sig u a ld a d y
d istrib u ción social, una d istracción , un tem a ético, u n a ex tern a lid a d
irrelevan te en el estu d io y m a n e jo d el “h om b re e c o n ó m ic o ”, quizás
com p arab le a la categoría d e “s o c ie d a d ” en la lin g ü ística estructural.
C o m o en el m arco m oral d el p atern a lism o , las p erso n a s tien en
co n cien cia d e las co n secu en cias eco ló g ica s d e sus a ccio n es e in ten tan
o rga n iza rse para restaurar e l “e q u ilib r io ”, la m etá fo r a d e la tram a
cóm ica p u e d e parecer aprop iada. D e h ech o la m etá fo ra d e la c o m e ­
d ia ha sid o u tilizad a p o r varios e stu d io so s para lla m a r la a ten ció n
so b re la p o s ib ilid a d d e a c c ió n c o le c tiv a para fin e s d e c o r r e c c ió n
ecológica. McCay (1995), p or ejem p lo , sugiere que esa m etáfora capta
el estilo narrativo d e los en foq u es eco n o m icista s d e la cu estió n d e los
territorios co m u n es in form ad os p o r la teoría d e los ju eg o s. Sin e m ­
bargo, esta autora destaca q ue si b ien esos en fo q u es rep resen ta n un

* Los argum entos en favor del sistema de cuotas, inform ados por la econom ía
neoclásica, son .seductores y poderosos en el m undo m oderno. Primero, las autorida­
des nacionales o regionales se apropian del recurso, y después el total de pesca per­
misible pata una temporada es dividido em re Jos productores, con frecuencia los pro­
pietarios de embarcaciones. En otra etapa posterior, esos privilegios transitorios se
convierten en una mercancía comercializable.
K 1.1 . A C I O N E S H l l M A N O - A M K 1 E \ IA1 I S 91

v¡t aje im p o r ta n te en las prem isas e c o n o in ic ista s sobre la n atu raleza


h u m a n a , la tram a c ó m ic a sig u e s ie n d o “c r a sa m e n te m o d e r n is ta ”
(McCay, 1995:109) en el sentid o d e q ue n o tom a en cuenta seriam en te
los c o n te x to s m a y o res d e la h isto r ia , el p o d e r y la cu ltu ra . V arios
a n t r o p ó lo g o s y e c o n o m is t a s h a n p la n t e a d o d u d a s a ce rc a d e las
p rem isas n eo clá sic a s y a n d ro cén lrica s d e la teo r ía e c o n ó m ic a y del
in te n to g e n e r a l d e sep arar la e c o n o m ía d e la p o lítica , la étic a y la
cultura (C u d em a n , 1992; E n glan d, 1993).

I I COMUNALISM O

El p a ra d ig m a d e l co m u n a lism o d ifiere d e los d e l o r ie n ta lism o y el


p a tern a lism o e n q u e rechaza la sep aración d e n atu raleza y so cied a d
y los c o n c e p to s d e certeza y m o n ó lo g o , d esta ca n d o en ca m b io la c o n ­
tin g en cia y el d iá lo g o . A d iferencia d el p atern alism o , el co m u n a lism o
in d ica recip rocid ad gen era liza d a , u n in terca m b io q u e a m e n u d o se
re p r esen ta m eta fó r ica m en te e n té r m in o s d e r e la c io n e s p erso n a le s
íntim as. La n ecesid a d d e d esarrollar u na teoría “e c o ló g ic a ” d en tro d e
e s o s lin e a m ie n to s, u na teo ría q u e in te g r e p le n a m e n te la e c o lo g ía
h u m an a y la teoría social, a b a n d o n a n d o cu a lq u ier d istin ció n radical
enLre n atu raleza y socied ad , es reco n o cid a con frecu en cia en la actu a­
lid ad . Sin em b argo, el esb ozo d e esa teoría fue p ro p u esto e n los p ri­
m eros escritos d el joven Marx, q u ien insistía e n q u e los h u m a n o s no
p u e d e n separarse d e la naturaleza, e in versam en te, la naturaleza n o
se p u e d e separar d e los h u m an os. La n atu raleza, afirm ó, “tom ad a en
form a abstracta, p or sí m is m a -la n atu raleza fijada en a isla m ien to del
h o m b r e - n o es nada para el h o m b re” (1 9 6 1 :1 6 9 ).
El recien te d esarrollo d e una teoría d e la práctica, in spirad a tan ­
to en los escritos d e M arx co m o en las p ersp ectiva s d el p ragm atism o,
in clu yen d o el de Dewey, se basa en esa visión. Esa teoría no só lo ofrece
una p ersp ectiva q u e resu en a con el p arad igm a d e l co m u n a lism o , ig ­
n o ran d o el d u alism o d e exp ertos y le g o s, sin o q ue a d em á s ofrece una
p o d ero sa visión d e có m o ad q u ieren las p erson a s las h a b ilid a d es n e ­
cesarias para m anejar sus vidas, e m p ez a n d o , c o m o lo ex p re só D ew ey
(1 9 5 8 :2 3 ), “p or el con ocer, co m o factor en el h a cer y el p a d e c e r ”. L a

[) La posición de Dewey con respecto a temas ambientales es actualmente mate­


ria de controversia (véase Pepperman ’lavlor, 1990).
Ií ' im Iíi <li- la práctica dirige la atención sobre personas com pletas, las
iH»tt iones m aestro-aprendiz y la com unidad de p ráctica m ayor a la
i|iM- peí lenrreii, quitando del centro el estudio de la acción hum ana
( ( •Hdriii.in, 1992; Pálsson, 1994). U na perspectiva de ese tip o resu l-
i.i un an tíd o to útil al individualism o m eto d o ló g ico . La u n id a d de
¡mal ¡sis ya no es el individuo autónom o separado d el m u n d o social
por la supci licie del cuerpo, sino más bien la p erso n a en tera en ac­
ción, actuando dentro de los contextos de esa actividad. Perspectivas
similares se han desarrollado en otras disciplinas con respecto al con­
cepto del ser “separativo”. England (1993) sostiene que la idea n eo ­
clásica del ser y la utilidad subjetiva -id e a que lógicam ente excluye la
posibilidad de com paraciones interpersonales de utilidad, de “trad u ­
cir la capacidad m étrica de utilidad de u n o m ism o y de otras perso­
nas”- debe ser sustituida p o r los conceptos de em patia y conectividad.
Reconociendo la im portancia de la confianza y el com unalism o, los
antropólogos em p ren d en un diálogo etnográfico serio con las pobla­
ciones que visitan, fo rm a n d o u n a relación ín tim a o com unión. El
com unalism o del trabajo de cam po p u ed e caracterizarse com o un
proyecto en el que los antropólogos y sus anfitriones em p ren d en ac­
tividades significativas y recíprocas, com o h ab itan tes de u n m ism o
m undo (Pálsson, 1993; 1995). Esta idea tiene m ucho en com ún con
lo que H aberm as llam a la ética de discurso de la “situación de habla
ideal”, una estrategia com unicativa general p ara reconocer diferen­
cias y resolver conflictos (H aberm as, 1980:85). En u n a vena similar,
G udem an y Rivera (1990) recalcan que el trabajo de cam po es u n a
larga conversación; los antropólogos pro d u cen su etnografía con un
grupo h um ano que les responde. U na vez más, hay paralelos obvios
en el discurso literario. N eild (1989:239) pro p o n e u n enfoque herm e-
néutico de la traducción, que subraya la índole recíproca de la em pre­
sa; así, si el proceso de traducción p u ed e describirse com o u n a rela­
ción am orosa, una teoría de la traducción adecuada debe reconocer
el p ap el de la em patia y la seducción. El au to r “tie n d e la m an o ” al
traductor, alterando su conciencia del m ism o m o d o que el trad u cto r
altera el texto.
A ju z g a r p o r m uchas etnografías, las sociedades de cazadores y
recolectores representan muy bien los principios del comunalism o. En
esas sociedades, como se señala con frecuencia, las relaciones con los
anim ales salvajes se caracterizan p o r una estrecha cooperación. Bird-
David (1993) m uestra cóm o m uchos grupos de cazadores y recolec­
tores m etafóricam ente extienden el com unalism o de las relaciones
entre los hum anos al reino de las relaciones am bientales, proyectan­
do así u n a im agen del “m edio am biente d a d o r”. Tal com o u n niño
puede esperar el cuidado de sus padres, el m edio am biente ofrece su
apoyo incondicional, independientem ente de lo que haya ocurrido en
el pasado. En las sociedades de cazadores y recolectores, entonces, las
relaciones hum ano-am bientales p u ed e n describirse en térm inos de
reciprocidad generalizada. Como dicen los nayakas del sur de la In ­
dia, “la selva es com o u n a m a d re ”. Del m ism o m odo, los crees del
C anadá a veces dicen que están en com unión con la naturaleza y los
anim ales (B rightm an, 1993). Las actividades de caza suelen ser con­
sideradas como relaciones am orosas en que el cazador y su presa se
seducen m utuam ente; los cazadores tienen que e n tra r en relación con
los anim ales que cazan para ten er éxito, y viceversa. M atar a u n ani­
mal es iniciar u n diálogo con u n habitante del mismo m undo; los ani­
m ales son personas sociales y los hum anos son p arte de la n atu rale­
za. En la visión del cazador no hay distinción fu ndam ental en tre la
naturaleza y la sociedad;
Pero si bien los ejem plos etnográficos clásicos del p aradigm a del
com unalism o son p robablem ente los cazadores y recolectores, hay
otros que tam bién p u e d e n ser relevantes. Piénsese en los antiguos
escandinavos y sus relaciones con la tierra. Gurevich (1992) señala que
en la antigua Escandinavia las personas estaban unidas a la tierra en
form a tan indisoluble que la veían com o u n a extensión de su propia
naturaleza: “el hecho d e que un hom bre estaba así p erso n alm en te
unido con sus posesiones hallaba reflejo en u n a conciencia general de
la indivisibilidad del hom bre y el m undo de la naturaleza” (1992:178).
El h o n o r social, entonces, estaba encarnado en la tierra, el óal (de ahí
el alem án edel). U n ejem plo m oderno p ertin en te es la “econom ía de
subsistencia” que describen G udem an y Rivera (1990) p a ra el m u n ­
do ru ral colom biano. Tam bién allí la fuerza del cu erp o hu m an o se
encarna en la tierra. Si la tierra (y p o r extensión el cuerpo hum ano)
no es alim entada, la “base” se agota y la gente tiene que irse a las ciu­
dades. Por lo tanto, “cuidar” (o “m an ejar”) la base es u n a de las p rin ­
cipales preocupaciones. Para los colom bianos rurales, la base no es
sim plem ente u n “recurso” económico, en el sentido estrecho del té r­
m ino: es nad a m enos que la vida misma, u n oikos indiviso. Hay un eco
de estas posiciones en algunos econom istas occidentales (cf. Nelson,
1993:33) que abogan p o r u n a definición “p roveedora” de la ciencia
económica, que considere a los hum anos en relación con el m undo.
Para volver al contexto de la pesca, p u ed e h aber buenas razones
para explorar, en el esp íritu d el c o m u n a lism o , en q u é m ed id a el c o ­
n o cim ie n to práctico d e los p escad ores p od ría ser in teg ra d o en form a
más sistem ática al p roceso d e m an ejo d e los recursos, y có m o ese c o ­
n o cim ien to d ifiere d el co n o cim ien to tex tu a l d e los b ió lo g o s p ro fesio ­
nales. Yo h e p ro p u esto (Pálsson, 1994) q ue el c o n o c im ie n to e x te n si­
vo que los cap itanes tien en d el eco sistem a e n el q ue o p era n , p rod u cto
colectivo del aprendizaje, es resul tado d e añ os d e en h abilitación p rác­
tica, y q ue para fin es ad m in istrativos sería p ru d e n te p o n e r m ás aten-
ció n a ese saber, d e ja n d o esp a c io para flu c tu a cio n e s extrem as en el
ec o siste m a y al m ism o tiem p o a ten u a n d o la p rem isa m o d e rn ista d e
p red ictib ilid a d aso cia d a con el p ro y ecto e c o ló g ic o d e la su sten tab i-
lid ad . A lgu n os estu d io so s so stie n e n q u e las p esq u ería s de m ú ltip les
e s p e c ie s son sistem as caé>ticos co n d em a sia d a s in certid u m b res para
cu alq uier clase de control a largo p lazo (es in teresa n te señalar que, en
un com en tario crítico sobre la id ea d e “su sten tab ilid ad ” q ue se co n ce n ­
tra en la historia d e la ad m in istración d e p esq u erías, Ludwig, H ilborn
y Walters [1933:1.7J observan que p od ría ser “m ás a p ro p ia d o p en sar
que los recursos m anejan a los h u m a n o s q ue lo co n tra r io ”). Pero si los
eco sistem a s m arin os son re g ím en es d eterm in ista s 3; ca ó tico s, es p ro ­
bable que los q u e se ocu p an d irectam en te d el u so d e recursos en for­
m a cotid ia n a ten gan la in form ación m ás d ig n a d e co n fia n za sobre lo
q ue está o cu rrien d o en el sistem a en cu alq u ier m o m e n to en p a rticu ­
lar. En el r é g im en d e m an ejo islan d és, son p o co s lo s in te n to s d e u ti­
lizar el saber q ue Jos ca p ita n es h a n a lc a n z a d o a lo largo d e a n o s d e
p articip ación práctica. Sin em b argo, hay a lg u n o s sig n o s in teresan tes
d e cam b io en ese sen tid o , u n o d e los cu ales es el lla m a d o traw ling ra­
lly, p o r el cual un g m p o d e cap itan es p escan re g u la rm en te sig u ie n d o
los m ism os sen d eros p red eterm in a d o s (id en tifica d o s p o r ca p ita n es y
b ió lo g o s), a lin d e aportar in form ación ec o ló g ic a d etallad a.
Por otra p arte, n o está claro q ué es lo q ue im p lica dar p o d e r al
c o n o c im ie n to de los prácticos. Si b ien es cierto que e n el curso d e la
ex p a n sió n y d om in ación d e O ccid en te se h a h ech o a un lad o - c u a n ­
d o 110 e lim in a d o - u n g ra n corpus d e sab er local, y q u e hay b u en a s
razo n es para tratar d e recu perar y preservar lo q ue q u ed a d e e s e sa­
ber, la referencia a lo “in d íg e n a ” y lo “tra d icio n a l” e n esos co n tex to s
tie n d e a r e p r o d u c ir y reforzar las fr o n te r a s d e l m u n d o c o lo n ia l,
a p ro x im a d a m en te c o m o an tes los c o n ce p to s d e “p rim itiv o ” y “n a ti­
v o ”; los “n ativos” y los “p rim itivos” tien en ten d e n c ia a co n g reg a rse en
tiem p o s y lugares d eterm in a d o s. ¿D ón d e es n ece sa r io ubicar d e te r ­
m in ad a h abilidad o d eter m in a d o saber para clasificarlo c o m o “in di-
g e n a ”? ¿Q ué an tig ü ed a d tien e q ue ten er para calificar co m o '‘trad i­
c io n a l”? O tro p rob lem a con tro v ertid o se re la c io n a con el c o n c e p to
m ism o d e saber. El co n o cim ien to p ráctico es p resen ta d o a veces com o
una m ercancía com ercializab le, u n “cap ital cu ltu ral” que casi parece
una cosa, por ejem p lo , cu a n d o se co d ifica el saber in d íg en a para la
p ro tección d e los d erech os d e p ro p ied a d in telectu a l y la d efen sa le ­
gal d e p a te n tes y regalías. Pero b u en a p arte d el saber de los prácticos
es tácito, so n d isp o s ic io n e s a d q u irid a s e n e l p r o c e so d e p a rticip a r
d irectam en te en tareas cotidianas. Al reificar el co n o cim ien to práctico
ca e m o s en la tram pa d el d u a lism o cartesian o, q ue quizá está b a m o s
tratand o d e evitar, sep aran d o la m en te y el cuer p o.
T e n ie n d o en cu en ta el p arad igm a d el com u n alism o , y la n a tu ra le­
za c o n tin g e n te de la vid a h um ana, el libreto excesiv a m en te p esim ista
de la tragedia d ifícilm en te sería la m etáfora leatral apropiada para e x ­
presar las relacion es h u m an o-am b ien tales. T am p oco el libreto d em a ­
siado o p tim ista d e la co m e d ia resulta con v in cen te. Los m iem b ros d el
h oga r h u m an o n o son sim p lem en te R ob in son es co d icio so s (para to ­
m ar p restada una etiq u eta m arxiana) q ue in evita b lem en te d estru yen
los eco siste m a s d e los q ue form an p arte, ni ta m p o co son n ece sa r ia ­
m en te cap aces d e trabajar en arm onía p o r un b ien co m ú n claram en te
d efin id o. Tal vez la m etáfora d el rom ance sea la m ás realista, e n cuanto
deja alg u n a m e d id a d e esp e ra n za para el futuro, en un m u n d o con
p erspectivas en con trad as, in tereses en con dicto y virajes in esp era d o s.
En el rom an ce, co m o su giere McCay (sig u ien d o a D o n h a m , 1990):

el conflicto im pulsa la narrativa y no se resuelve al m odo de los análisis


neoclásicos [...] El romance implica 1...] un desarrollo complejo de caracte­
res, situaciones y trama, y su eje es la tensión de tío saber cuál será el d es­
enlace, pero esperar lo mejor (McCay, 1995:1 10).

“C om o m etáfora literaria”, con clu ye la autora, “el rom an ce es el


q ue m ás se acerca a la em p resa a n tr o p o ló g ica ”.

CONCLUSIÓN

H e d istin g u id o tres tip os d e p arad igm as con resp ecto a las relacion es
h u m a n o -a m b ie n ta le s: o r ie n ta lism o , p a te r n a lism o y c o m u n a lism o .
A lgu nas d e las prem isas m od ern istas d el o rien talism o (p rin cip a lm en ­
te la conjetura del dom inio hum ano, la superficie de contacto entre
naturaleza y sociedad y la distinción entre legos y expertos) son com ­
partidas p o r el paradigm a paternalista: de hecho, am bos paradigm as
son herederos intelectuales del Renacim iento, la Ilustración y la tem ­
prana ciencia positivista (desarrollada, en tre otros, p o r Descartes y
Brands Bacon), todos los cuales instituyeron una serie de dualism os
decisivos. La diferencia es que el prim ero se caracteriza p o r relaciones
de dominación, m ientras que el segundo se distingue p o r las relacio­
nes de protección. Además, el orientalismo sugiere ausencia de recipro­
cidad en las relaciones hum ano-am bientales, m ientras que el segun­
do típicam ente p resupone responsabilidad h u m an a y reciprocidad
balanceada. Por últim o, el paradigm a del com unalism o difiere tanto
del orientalismo com o del paternalism o en que rechaza los conceptos
de certeza y m onólogo y la separación radical de naturaleza y socie­
dad, A diferencia del paternalism o, pone el acento en la reciprocidad
generalizada de las relaciones hum ano-am bientales, u n intercam bio
que frecuentem ente tiene como m odelo las relaciones personales es­
trechas. Como hem os visto, tanto en la práctica etnográfica com o en
^aducción de textos aparecen relaciones similares. Así, los discur­
sos sobre el m anejo del m edio am biente, la etnografía y la traducción
de textos tienen m ucho en com ún, incluyendo las m etáforas de rela­
ción personal y relaciones sexuales y el lenguaje del teatro, con las
m etáforas de la ironía, la tragedia, la com edia y el rom ance.
El discurso social es m uchas veces, si no es que siem pre, polifóni­
co- En la m oderna Islandia, p o r ejem plo, fácilm ente podem os descu­
b rir indicios de la presencia de todos los p arad ig m as de que se ha
hablado (Pálsson, 1995). Para tom ar otro ejem plo, hab lan d o de las
representaciones de las relaciones en tre hum anos y anim ales de los
crees, B rightm an (1993:194) señala que algunos relatos indígenas,
incluyendo los de seducción, dan fe de la existencia de m utualism o
y com unión en las relaciones de hum anos y anim ales, m ientras que
otros hablan de jera rq u ía y dom inación; según este autor, esos rela­
tos p odrían o rd en arse en u n “continuum en tre la reciprocidad y la
explotación”. Esto hace pensar que no deberíam os ver los paradigm as
de manejo como regím enes limitados o islas discursivas, ni en el tiem ­
po ni en el espacio. “H ablando en térm inos operativos”, como obser­
vó Dewey, haciendo eco a la idea de Malinowski sobre la “larga con­
versación”, “lo rem o to y lo pasado están ‘e n ’ el co m p o rtam ien to ,
haciéndolo lo que es” (1958:279). Pero si los propios islandeses, o
tam bién podríam os decir los crees, parecen ser incapaces de decidir­
se in d iv id u a lm e n te o de co n v e n ir co lec tiv a m e n te sobre p u n to s
etnográficos básicos -y tam poco los etnógrafos que han escrito sobre
ellos (el tem a de “si los crees creen que uno u otro m odelo es más vá­
lido es ex cep cio n alm en te difícil de tr a ta r ”, concluye B rig h tm an
11993:299]), ¿cómo podrían em itir un veredicto único y definitivo los
que sólo disponen de etnografía de segunda m ano? A esta pregunta
sólo p u ed o ofrecer una respuesta sim ple y pragm ática: si hem os de
resolver el problem a de los desacuerdos etnográficos tendrem os que
enfrentarlo, igual que a los problem as am bientales, m ediante alguna
form a de ética com unicativa o norm a m oral que perm ita u n diálogo
libre e irrestricto.
En el proyecto de la m odernidad tem prana, con el descubrim iento
de las leyes de la perspectiva y el triunfo del visualismo, la ciencia se
convirtió en u n a bú squeda apasionada y agresiva de la verdad y el
conocim iento. Más tarde, el m odernism o fue denunciado por críticos
de diversas tendencias como cientificismo infantil y vulgar. El proyec­
to de la Ilu strac ió n fue p re se n ta d o com o u n a ilusión m etafísica.
Panofsky, que en general destacaba los triunfos del proyecto del Rena­
cim iento y su contribución a la ciencia, parece haber anticipado algo
de eso cu an d o sugirió que se p u ed e rep ro ch ar a la perspectiva, la
“inatem atización” del espacio visual, el haber “evaporado el ‘verda­
dero ser1, transform ándolo en una m era m anifestación de cosas vis­
tas” (Panofsky, 1991:71). En la actualidad, los occidentales cada vez
más se ven a sí m ism os com o p a rte in teg ra n te de la naturaleza, al
tiem po que el discurso am biental m oderno parece caracterizarse p o r
una “condición posm oderna”, un discurso que destaca, en form a muy
sim ilar al pensam iento renacentista, la interrelación de naturaleza y
sociedad, la índole “individual” de la vida hum ana, en el sentido ori­
ginal y unificado del térm ino.
Yo sugiero que el paradigm a del com unalism o, con su énfasis en
la práctica, la reciprocidad y el com prom iso, ofrece un cam ino para
salir del proyecto m odernista y de los dilem as am bientales de hoy. Es
verdad que los críticos del proyecto m odernista suelen deleitarse en
la nostalgia y la u topía. Los conceptos de la sociedad perfecta y su
antítesis, tem as frecuentes en el pensam iento occidental, han ad o p ­
tado m uchas form as, todas las cuales dan p o r sentada, como señala
Berlin (1989), un a Edad de O ro en la que “los hom bres eran inocen­
tes, felices, virtuosos, pacíficos y libres, y d onde todo era arm onioso”,
seguida p o r algún tipo de catástrofe, “el diluvio, la prim era desobe­
diencia del hom bre, el pecado original, el delito de Prom eteo, el des­
cubrim iento de la agricultura y la metalurgia, la acumulación prim aria
y otros p o r el estilo” (Berlin, 1989:120). Pero ad o p tar la perspectiva
dialógica del com unalism o no es sim plem ente re g resar al m u n d o
m edieval prerrenacentista y caer en un rom anticism o ingenuo, sino
más bien a d o p ta r u n a posición más realista, evitando los prejuicios
etnocéntricos del proyecto m odernista. T ratar a la naturaleza, a los
anim ales no h u m an o s y a “o tra s” culturas com o m eras piezas de
m useo p ara consum o académ ico y teórico es a la vez poco realista e
irresponsable, ten ien d o en cuenta que nuestras vidas y actividades
están inevitablem ente situadas en contextos ecológicos e históricos
más am plios. La antropología extravió el cam ino debido a la separa­
ción ra d ic al de la n a tu ra le z a y la sociedad, lo que H o llin g sh e a d
(1940:358) describió, en térm inos altam ente m odernistas, como u n
“com ienzo” teórico adecuado.
En la era de la posm odernidad, la im agen de Sahlins (1976:55) a
la que se hizo referencia al principio , de la an tro p o lo g ía com o u n
preso que se pasea en tre los “m uros” del idealism o y el m aterialism o,
parece cada vez más fuera de propósito. U na im agen más adecuada
d e la antropología contem poránea sería la de u n ex preso al aire li­
bre rascándose la cabeza, liberado de la caverna de Platón, perplejo
an te las ruinas de su cárcel: sus ilusiones perceptivas, sus estrictos
códigos de conducta y su extraño diseño arquitectónico. En esa situa­
ción, no sólo tiene que preguntarse, kafkianam ente, p o r qué antes
estuvo encerrado y cóm o eventualm ente salió, sino tam bién, y lo más
im p o rta n te , cóm o p o d rá gozar de la m ejo r m an era posible de su
nueva libertad, en ausencia de cualquier program a idealista y enfren­
tad o a lim itaciones m aterialistas inevitables y a u n a crisis ecológica.

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5. CONSTRUYENDO NATURALEZAS
Ecología simbólica y práctica social

PHILIPPE DESCOLA

En la actualidad, m uchos antropólogos e historiadores concuerdan en


que las concepciones de la naturaleza son construidas socialm ente y
varían de acuerdo con determ inaciones culturales e históricas, y, p o r
lo tanto, n u estra p ro p ia visión dualista del universo no d eb ería ser
proyectada como un paradigm a ontológico sobre las muchas culturas
a las que no es aplicable. Esa revisión fue desencadenada en parte p o r
u n a crítica in tern a de la metafísica y las epistem ologías occidentales
(véanse, en tre otros, Rosset, 1973; H o rig an , 1988; Latour, 1994).
T am b ién fue p ro d u c to de estu d io s e tn o g rá fic o s re a liz a d o s p o r
antropólogos que com prendían que la dicotom ía de naturaleza y cul­
tu ra era u n a h erram ien ta inadecuada o erró n ea para d ar cuenta de
los m odos en que la gente que ellos estudiaban hablaban de su m e­
dio am biente físico e interactuaban con él. C om únm ente, esa gente
no sólo atribuía disposiciones y com portam ientos hum anos a plantas
y anim ales -u n o de los más antiguos enigm as de la a n tro p o lo g ía-
sino que, adem ás, a m enudo expandían el reino de lo que p ara n o ­
sotros son organism os no vivientes para incluir espíritus, m onstruos,
o b jeto s, m in e ra le s o c u a lq u ie r e n tid a d d o ta d a de p ro p ie d a d e s
definitorias com o u n a conciencia, u n alma, u n a capacidad de com u­
nicarse, m ortalidad, la capacidad de crecer, u n a conducta social, un
código m oral, etc. En m uchas culturas en que las distinciones entre
tipos de seres vivientes, objetos y quim eras parecen borrosas, y d o n ­
de los no hum anos parecen com partir m uchas características especí­
ficas de la h um anidad, los criterios com unes de hom ología m orfoló­
gica o conductual que se utilizan p a ra d ed u c ir taxonom ías nativas
resultaban excesivam ente estrechos: al ignorar los criterios clasifica-
torios nativos, sim plem ente restringían la conceptualización de seres
a las clases de objetos que esperam os encontrar en la categoría occi­
dental de naturaleza.
Los resultados de ese prejuicio natu ralista h a n sido claram ente
visibles en la división antropológica del trabajo: la m ayoría de los
etnobiólogos todavía limita sus am biciones a estudiar las taxonom ías
y nom enclaturas folk de las especies vivientes que existen “n a tu ra l­
m en te”, m ientras que la antropología simbólica ha dedicado su a ten ­
ción a elucidar la lógica de cosm ologías nativas que no parecen cla­
sificar sus com ponentes de acuerdo con las reglas de la especificidad
de dom inio. Así, las clasificaciones h an sido definidas y tratadas de
diferentes m aneras, según la supuesta hom ogeneidad o heterogenei­
dad de sus contenidos, lo que es u n a anom alía extraordinaria p a ra
u n a disciplina que da p o r sentada la u n id ad de la hum anidad.
Ese dualism o teórico favoreció tam bién la persistencia de oposi­
ciones binarias, com o la de natural y sobrenatural, en cualquier for­
m a que le im ponga la m oda actual. C uando se supone que la n atu ra­
leza es u n dom inio de realidad transcultural y transhistórica, ningún
fen ó m eno o e n tid ad de la que se p u ed a decir que se a p a rta de las
posibilidades físicas ordinarias puede escapar al rótulo de sobrenatu­
ral. Sin em bargo, com o sostuvo D urkheim hace casi un siglo (1960),
la idea de u n orden sobrenatural es necesariam ente derivada de la
id ea de u n ord en n atu ra l de las cosas, y la p rim e ra no es sino u n a
categoría residual p a ra todos los fenóm enos que parecen incom pati­
bles con el funcionam iento racional de las leyes del universo. La o p o ­
sición en tre naturaleza y sobrenaturaleza se form ó en el curso de la
m atem atización del m un d o físico y si bien, p o r m ucho tiem po, de
Lucrecio a Marx, ha sido el arm a principal de las filosofías m ateria­
listas contra las ilusiones de la religión, difícilm ente p o d ría calificar
com o un universal antropológico.1 Los enfoques autodenom inados
materialistas m odernos, como la ecología cultural y algunas corrientes
de antropología m arxista, no prestaron atención a la dem ostración de
D urkheim cuando intentaron reducir la construcción social de la n a ­
turaleza a un reflejo m ecánico de determ inaciones físicas y técnicas
en la m ente. En esas perspectivas, las concepciones de la naturaleza

1 Decir que la oposición entre natural y sobrenatural es específica de cada cultu­


ra no excluye la hipótesis de que pueda existir un conjunto de suposiciones sobre
fenómenos cotidianos compartidas por todos en cada cultura, ni tampoco la hipóte­
sis, relacionada con la anterior, de que las ideas religiosas puedan ser resultado de la
violación explícita de algunas de esas intuiciones físicas, posiblemente universales
(véase Boyer, 1993). Sin embargo, hay una gran diferencia entre dar por sentada la
universalidad de un juego específico de dominio de herramientas mentales para la
cognición de un conjunto restringido de fenómenos físicos (gravedad, tangibilidad,
visibilidad, etc.) y dar por sentada la universalidad de un concepto de “naturaleza”
calificada como un dominio ontológico que sería concebido en todas partes como
teniendo las mismas fronteras discretas y siendo, activado por las mismas leyes.
no eran otra cosa que ideologías, es decir, representaciones distorsio­
n ad a s d e esas fuerzas m ateria le s “o b jetiv as” -y a fu e ra n factores
lim itantes del ecosistem a arbitrariam ente seleccionados o m al defi­
nidos “niveles de las fuerzas productivas”- que supuestam ente con­
form aban la estructura y evolución de las sociedades (Descola, 1988).
Esa fetichización de la naturaleza condujo a u n a form a extrem a de
relativismo ecológico en la que cada sociedad era el producto exclu­
sivo de un a estrecha adaptación y p o r lo tanto irreductible a cualquier
otra, incluidas las que parecían ten er en com ún am bientes muy simi­
lares.
Sin em bargo, a veces la dicotom ía naturaleza-cultura ha resultado
su m am en te fecunda, p o r ejem plo en la an tro p o lo g ía estru ctu ral,
donde Lévi-Strauss la h a em pleado en una variedad de contextos. No
resulta muy convincente en Las estructuras elementales del parentesco
(1949), d o n d e funciona com o la prem isa hipotética en la que se a p o ­
yan la explicación del tabú del incesto com o origen y condición del
intercam bio m atrim onial, y p o r consiguiente de la vida social. Esa d e ­
m ostración p relim inar no sólo puede ser separada de los principios
de la teoría de las alianzas expuesta en el resto del libro -q u e en mi
opinión se sostienen solos-, sino que el súbito surgim iento de la cul­
tu ra a p a rtir de un estado de naturaleza tam bién parece sum am ente
im p ro b ab le a la luz de las recientes descripciones del proceso de
hom inización (véanse Descola y Pálsson, en este libro). En otras obras,
Lévi-Strauss h a ten d id o a a te n u a r el dualism o de la oposición de
n aturaleza y cultura, en particular en “Estructuralism o y ecología”
(1972), d o n d e aboga p o r una concepción notablem ente naturalista
d el fu n c io n a m ie n to de la m e n te com o d isp o sitiv o F d tran te que
descodifica conjuntos de contrastes presentes ya en la naturaleza. En
las Mitológicas (1964, 1966,1968,1971), sin em bargo, la distinción en ­
tre naturaleza y cultura reaparece como dispositivo central p ara el o r­
d e n a m ie n to en m atrice s sem ánticas de a trib u to s y p ro p ie d a d e s
contrastantes expresados en el discurso mitológico. A pesar del hecho
de que las sociedades indígenas de Am érica, de d o n d e proviene la
m ayor p arte del m aterial exam inado p o r Lévi-Strauss, no distinguen
la n atu raleza de la cultura com o lo hacem os nosotros -si es que lo
hacen de alguna m an era-, la m ayoría de las oposiciones que organi­
za en to m o a ese eje tienen sentido p ara los antropólogos conocedo­
res de la región. Además, esas oposiciones son heurísticas, en el sen­
tido de que p erm iten hacer inferencias válidas a p a rtir de m ateriales
nuevos recolectados en la m isma sociedad o en otras vecinas. La cía-
ve de esa paradoja es quizás que la distinción en tre naturaleza y cul­
tura es poco más que u n a etiqueta am plia que Lévi-Strauss utilizó para
organizar convenientem ente, bajo su cobertura, conjuntos de cuali­
dades sensibles que p u ed en ser etnográficam ente relevantes, a pesar
de que los indoam ericanos no sienten necesidad de subsumirlas, como
lo hacem os nosotros, en dos dom inios ontológicos diferentes.

MÁS ALLÁ DEL UNIVERSALISMO Y EL RELATIVISMO

Sin embargo, el hecho de que la naturaleza sea socialmente construida


p lantea una cuestión im presionante: ¿debem os lim itarnos a describir
lo m ejo r posible las concepciones de la n atu ra leza que diferentes
culturas h an producido en diferentes m om entos, o debem os buscar
principios generales de orden que nos p erm itan com parar la diver­
sidad em pírica aparentem ente infinita de los complejos de naturaleza
y cultura? Yo rehúyo adoptar la posición relativista porque, entre otras
razones, presupone la existencia de lo que es necesario establecer. Si
se considera que cada cultura es u n sistema específico de significados
que codifican arb itrariam en te un m undo natu ral no problem ático,
que en todas partes posee todas las características que nuestra propia
cultura les atribuye, entonces no sólo queda sin cuestionar la causa
m ism a de la división entre naturaleza y culturas, sino que, a pesar de
las declaraciones en contrario, no p u ed e h aber escape del privilegio
epistem ológico otorgado a la cultura occidental, la única cuya defini­
ción de la naturaleza sirve como m edida p ara todas las dem ás.
Suponiendo, entonces, que existen algunos patrones muy genera­
les en la form a en que las personas construyen representaciones de
su m edio am biente físico y social, ¿dónde em pezam os a buscar indi­
cios de su existencia y modus operandi? Esa indagación no puede d e­
tenerse, p o r lo m enos no exclusivamente, en el estudio de las taxono­
mías etnobiológicas. A nte todo, la clasificación de plantas y anim ales
es sólo un aspecto lim itado de la objetificación social de la n atu rale­
za, ese proceso p o r el cual cada cultura dota de u n relieve particular
a ciertos rasgos del am b ien te que la circunda y ciertas form as d e
relacionam iento práctico con él. Para en ten d er ese proceso es nece­
sario tom ar en cuenta tam bién dim ensiones como las teorías locales
sobre el funcionam iento del cosmos, las sociologías y ontologías de
seres no hum anos, las representaciones espaciales de dom inios socia­
les y no sociales, las prescripciones y proscripciones rituales que go­
biern an el tratam iento de diferentes categorías de seres y las relacio­
nes con ellos, etc. Además, se han p lanteado grandes dudas sobre la
supuesta universalidad de las estructuras taxonómicas destacadas p o r
los etnobiólogos evolucionistas: esas dudas van desde el reconoci­
m ien to de la ex trem a v aria b ilid ad de los tip os de d e te rm in a n te s
sem ánticos que definen los taxa de tipo folk (Friedberg, 1986, 1990)
y la artificialidad de los artefactos taxonóm icos (Ellen, 1993) hasta un
desafío radical a la existencia m ism a de especies naturales (Ellen,
1979) y del ordenam iento jerárquico de las clasificaciones etnobioló-
gicas (Howell, 1989). Finalmente, aun si aceptam os que puede haber
universales sem ánticos específicos de dom inio que reflejan discon­
tin uidades perceptuales en tre tipos vivientes, subsiste la pregunta:
¿cómo contribuirá el conocim iento de esos patrones universales a una
m ejor com prensión de la diversidad real de las conceptualizaciones
de los no hum anos? En otras palabras, si todas las culturas clasifican
plantas y anim ales según procedim ientos idénticos, pero cada una de
ellas dota a las especies vivientes de atributos y valores sociales espe­
cíficos y concibe sus relaciones con ellas a su m anera, debe ser porque
las taxonom ías etnobiológicas desem peñan u n papel secundario en
ese proceso de diversificación.
U na característica com ún de todas las conceptualizaciones de no
hum anos es que siem pre se predican p o r referencia al dom inio hum a­
no. Esto conduce ya sea a m odelos sociocéntríeos, cuando las catego­
rías sociales se utilizan como una especie de diagram a m ental p ara el
ordenam iento del cosmos, o a u n universo dualista, como en el caso
d e las cosmologías occidentales, en las que la naturaleza es definida
n eg ativ am en te com o esa p arte o rd e n a d a de la realid ad que existe
in d e p en d ie n te m e n te de la acción hum ana. Por lo tanto la objetifi-
cación social de los no hum anos, ya opere p o r inclusión o p o r exclu­
sión, no se p u ed e sep arar de la objetificación de los hum anos; ambos
procesos están directam ente anim ados p o r la configuración de ideas
y práctica de la que cada sociedad extrae sus conceptos del propio ser
y de la o tred ad (Descola, 1992:111). Ambos procesos im plican esta­
blecer fronteras, atribuir identidades y descubrir m ediaciones cultu­
rales. Esto no significa que el m edio am biente orgánico e inorgánico
de los hum anos sea u n objeto simbólico que sólo existiría, a la m anera
d e Berkeley, porque es percibido a través del prism a de códigos cul­
turales específicos. A tribuir a las clasificaciones sociales explícitas un
peso excesivo en el ordenam iento conceptual de la naturaleza seria
tan erróneo como reducirlas a u n proceso perceptual y com putacional
específico de la especie y gobernado p o r la genética. Fácilm ente p o ­
dríam os llegar a una renovación del viejo dualism o durkheim iano p o r
el cual la naturaleza es un m ero análogo fantasm agórico de la socie­
dad, una proyección estática de categorías sociales explícitas, insen­
sible tanto a la influencia de la práctica com o a la incidencia de fac­
tores físicos en la form a como las personas usan y perciben su m edio
am biente.
Adem ás, con excepción de la tradición científica occidental, en
general las representaciones de no hum anos no se basan en un corpus
de ideas co h eren te y sistem ático. Se expresan contextualm ente en
acciones e interacciones cotidianas, en conocim iento vivido y técni­
cas del cuerpo, en elecciones prácticas y rituales apresurados, en to­
das esas pequeñas cosas que “no hace falta decir” (Bloch, 1992). Los
an tro p ó lo g o s reconstruyen esos m odelos m entales de la práctica,
principalm ente no verbales, a p artir de fragm entos y retazos, de ac­
tos ap arentem ente insignificantes y afirm aciones sueltas de toda ín­
dole, que entretejen p ara producir patrones significativos (Descola,
1994a). ¿Esos p a tro n e s significativos están re p re s e n ta d o s com o
lincam ientos p a ra guiar la acción en la m ente de las personas que
estudiam os, o son sim plem ente planos p ara nuestras propias in te r­
pretaciones etnográficas? Mi razón p ara favorecer la p rim era opción
es que, aun cuando la m ayoría de los m iem bros de cualquier com u­
n id ad d ad a sean incapaces de expresar con claridad los principios
elem entales de sus propias convenciones culturales, en su práctica
parecen conform arse a un conjunto básico de patrones subyacentes.2
Ahora bien: esos patrones subyacentes que parecen organizar las
relaciones entre los hum anos, así com o las relaciones entre hum anos
y no hum anos, no son, en mi opinión, estructuras universales de la
m ente que o p eren con in d ependencia de los contextos históricos y
culturales. Esos esquem as o schemata de praxis, com o prefiero llam ar­
los, son sim plem ente propiedades de objetificación de las prácticas
sociales, diagram as cognitivos o representaciones interm ediarias que
ayudan a subsum ir la diversidad de la vida real en un conjunto bási­

2 Q ue esa conform idad a patrones subyacentes no se lim ita a las sociedades


preletradas se puede comprobar reflexionando un poco. Por ejemplo, yo llevo algún
tiempo funcionando con eficiencia en el sistema académico francés; sin embargo, tuve
que esperar al Homo Académicas de Bourdieu (1992) para tener plena conciencia de
algunos de los principios que determinaban mi posición y guiaban mis acciones en
ese campo social y cultural específico.
co de categorías de relación. Pero com o los patrones de relación son
m enos diversos que los elem entos a los que se refieren, me parece que
es evidente que el núm ero de esos esquem as de praxis no puede ser
infinito^ Por eso, creo que los m odelos m entales que organizan la
objetivación social de no hum anos p u ed en ser tratados como un con­
junto finito de invariantes culturales, aunque definitivam ente no se
p u ed en considerar com o universales cognitivos. Quizás pu ed a expli­
car m ejor mi posición m ediante la analogía d élo s sistemas de p aren ­
tesco. Esa esfera de la práctica social está estructurada por una com ­
binación de reglas de alianza m atrim onial, principios ordenadores del
d om in io social p o r term inologías y m odos de co m p o rtam ien to , e
ideas acerca de la com patibilidad e incom patibilidad entre sustancias
corporales y entre elem entos discretos que definen la atribución y la
transm isión de derechos e identidades, tanto colectivos como indivi­
duales. Así, los sistemas de parentesco organizan m odos de relación,
m odos de clasificación y m odos de identificación en una variedad de
com binaciones que están lejos de haber sido descritas y com prendi­
das en form a exhaustiva, pero que m uchos antropólogos están dis­
puestos a trata r com o u n grupo de transform ación finito. Me parece
que la objetivación social de no hum anos es igualm ente estructurada
p o r una com binación de m odos.de x elad án . m odos de clasificación
y m odos de identificación, y creo aue se le podría.aplicar u n tra ta ­
m iento similar.3

ECOLOGÍA SIMBÓLICA

Modos de identificación

Los m odos de identificación definen las fronteras entre el propio ser


y la otredad, tal como se expresan en el tratam iento de hum anos y no
hum anos, conform ando así cosm ografías y topografías sociales espe­
cíficas. En o tra p arte he sostenido que la oposición en tre “sistemas
totém icos” y “sistemas anim istas” refleja dos m odos de identificación
d iferen tes (Descola, 1992). t-as clasificaciones totém icas utilizan

3 Las proposiciones perfiladas en este capítulo no son sino un esbozo de los ar­
gum entos de un libro en proceso sobre la antropología comparativa de las relaciones
entre humanos y no humanos.
discontinuidades em píricam ente observables entre especies n atu ra­
les p ara organizar conceptualm ente un orden segm entario que deli­
m ita unidades sociales (Lévi-Strauss, 1962), m ientras que el animismo
dota a los seres naturales de disposiciones y atributos sociales, \sí, los
sistemas anim istas son una inversión sim étrica de las clasificaciones
totémicas: no explotan las relaciones diferenciales en tre especies n a­
turales para d ar a la sociedad un orden conceptual, sino que más bien
utilizan las categorías elem entales que estructuran la vida social para
o rg a n iz are n térm inos conceptuales las relaciones entre los.seres hu­
m anos y las especies naturales. En los sistemas totém icos los no h u ­
m anos son tratados como signos, m ientras que en los anim istas son
vistos como térm inos de una relación. Sería conveniente destacar que
esos dos modos de identificación bien pueden estar combinados en una
misma sociedad (véase lo que dice Arhem sobre los makunas, en el cap.
10 de este libro). Los sistemas totémicos están vinculados a una orga­
nización segm entaria y p o r lo tanto están conspicuam ente ausentes
en las sociedades que carecen de grupos de descendencia, m ientras
que los sistem as anim istas tan to se e n c u en tran en sociedades con
grupos familiares como en las segm entarias. Sin em bargo, en las so­
ciedades en que están presentes ambos sistemas -caso com ún entre los
indígenas am ericanos- con frecuencia hay una distinción clara entre
dos dom inios separados de no hum anos, uno de los cuales se obje-
tilica a través de la clasificación to tém ica y el o tro a través de la
anim ista.4
Un tercer m odo de identificación, más fam iliar p ara nosotros, es
el naturalism o. El naturalism o es sim plem ente la creencia de que la
naturaleza efectivam ente existe, de que ciertas cosas deben su existen -
cia y su desarrollo a un principio ajeno tanto a la suerte como a los
efectos de la voluntad hum ana (Rosset, 1973). Típico de las cosm o­
logías occidentales desde Platón y Aristóteles, el naturalism o crea un
dom inio ontológico específico, un lugar de orden y necesidad, d o n ­
de nada ocurre sin u n a razón o una causa, ya sea originada en Dios

4 Tal es el caso, por ejemplo, entre los bororo del este del Brasil, que establecen
una distinción clara entre, por un lado, las especies aroe (el jaguar y la mayoría de los
felinos, las araras , aves acuáticas, el águila arpía, etc.) que están asociadas con las cla­
sificaciones totémicas, el orden social y las esencias nom inales, y por ptra parte las
especies bope (los buitres, los venados, el tapir, la capivara, el pécari, el bagre, etc.) que
encarnan procesos vitales, tanto positivos com o negativos, y que intercambian ener­
gía vital con los hum anos en un com plejo sistema de reciprocidad (véase Crocker,
1985).
(como en el famoso “Deus sive natura” de Spinoza) o inm anente en el
tejido del m undo (“las leyes de la naturaleza”). Como el naturalism o
es n u estro p ro p io m odo de identificación y p erm e a tan to nuestro
sentido com ún com o nuestra práctica científica, para nosotros ha lle­
gado a ser u n a presuposición “natural” que estructura nuestra epis­
temología, y en particular nuestra percepción de otros modos de iden­
tificación. En este contexto, el totem ism o y el anim ism o nos parecen
representaciones interesantes desde el punto de vista intelectual, pero
falsas, sólo m anipulaciones simbólicas de ese cam po de fenóm enos
específico y circunscrito que nosotros llam am os naturaleza. Sin em ­
bargo, viendo el asunto desde una perspectiva desprejuiciada, la exis­
tencia m ism a de la naturaleza como dom inio autónom o está tan le­
jos de ser u n dato prim ario de la experiencia com o los anim ales que
hablan o los lazos de parentesco entre hom bres y canguros.
Lo m ism o ocurre con el hecho de que a p artir de Galileo la cien­
cia m o d ern a ha ido haciéndose cada vez más eficiente en la descrip­
ción y explicación del funcionam iento interno de la realidad, p ru e ­
ba de la v erd ad últim a de n uestra cosm ología dualista. [De hecho,
como argum enta persuasivam ente Latour (1994), la creciente artificia-
lización de la naturaleza que ha caracterizado las operaciones de la
ciencia y la tecnología a p artir del siglo XVII sólo fue posibilitada en
la práctica p o r un reforzam iento de la oposición polar entre n a tu ra ­
leza y sociedacf^Una episteme dualista que im pedía la conceptualiza-
ción de h íb rid o s ontológicos de h echo favoreció su p ro liferació n
fenomenológica. Las explicaciones naturalistas de instituciones socia­
les favorecidas p o r los sociobiólogos son un ejem plo contem poráneo
de esa paradoja: cuando la naturaleza, en la form a de ADN, supues­
tam ente im pulsa las relaciones sociales m ediante la m axim ización de
su potencial reproductivo, opera tal com o actuaría el homo economicus
de Adam Sm ith y Ricardo en u n m ercado abierto de m edios lim ita­
dos y fines infinitos (Sahlins, 1976; Ingold, cap. 2 de este libro). En
ese sentido, el naturalism o nunca está muy lejos del anim ismo: el p ri­
m ero p roduce constantem ente auténticos híbridos de naturaleza y
cultura que no pu ede conceptualizar com o tales, m ientras que el se­
gundo conceptualiza u n a continuidad entre hum anos y no hum anos
que pu ed e p roducir sólo m etafóricam ente, en las m etam orfosis sim ­
bólicas generadas p o r los rituales.
Modos de rekicimi

Pero el anim ism o, el totem ism o y el natur alismo no son sino retículas
topológicas abstractas que distribuyen identidades relaciónales espe­
cíficas dentro de la colectividad de hum anos y no hum anos. Esas iden­
tid ad es se vuelven diferenciadas, y en consecuencia an tro p o ló g i­
cam ente significativas, cuando son m ediadas p o r m odos de relación,
o esquem as de interacción, que reflejan la variedad de estilos y de
valores que se encuentra en la praxis social. Yo he definido dos de esos
m odos de relación bajo las etiquetas de ra p acid ad y recip ro cid ad
(Descola, 1992). Ambos fueron aislados, dentro del marco general del
anim ism o, en dos culturas diferentes del alto Amazonas muy sim ila­
res en su tecnología, patrón de asentam iento y división del Lrabajo.
1al como se m anifiesta en la cosm ología de los indios tukanos del
orienLe colombiano, la reciproc idad se basa en un principio de estricta
equivalencia entre los hum anos y los no hum anos que com parten la
biosfera, la cual es concebida como u n circuito cerrado hom eostático.
C om o la cantidad de vitalidad genérica presente en el cosmos es fi­
nita, los intercam bios internos deben organizarse de m anera de d e ­
volver a los no hum anos las partículas de energía que se han desvia­
do de ellos en el proceso de procuración de alim ento, especialm ente
d u ra n te la caza. La retroalim entación energética se asegura, entre
otros m étodos, m ediante la retrocesión de almas anim ales al Amo de
los Animales y su subsecuente transform ación en anim ales cazables.
Así, hum anos y no hum anos se sustituyen m utuam enley contribuyen
conjuntam ente, p o r m edio de sus intercam bios recíprocos, al equili­
b rio g en e ral del c o sm o s/L a o rg a n iz ació n social de las trib u s de
tukanos se basa en un principio sim ilar de m inuciosa reciprocidad. A
p esar de la diversidad lingüística, cada tribu y cada g ru p o local se
concibe a sí m ism o como un elem ento integrado en un m etasistem a
regional, que debe su continuidad a intercam bios regulados de m u ­
jeres, símbolos y objetos con otras partes del lodo.
1,a rapacidad, en cambio, parece ser el valor dom inante de las tri­
bus de jíb aro s del o rien te de Ecuador y Perú. Tam bién aquí los no
hum anos son considerados como personas (aenls) que com parten al­
gunos de los atributos ortológicos de los hum anos, con los que están
unidos por la/os de consanguineidad (para las plantas dom esticadas)
o de afinidad (para los anim ales de la selva). Sin em bargo, no p a rti­
cipan en una red de intercam bio con los hum anos y no se ofrece nin­
gún equivalente por la vida que se les quita. En cambio, los no hum a­
nos tratan de vengarse, la m andioca chupando la sangre de las m u­
jeres y los niños, y los anim ales ca/ables delegando en los Amos de los
Animales la tarea de castigar a los cazadores excesivos con la m orde­
d u ra de una víbora (v la ingestión canibalística, en el discurso mítico).
Esa rapacidad recíproca regula tam bién las relaciones entre los hum a­
nos. La caza de cabezas entre las tribus jíbaras y las constantes peleas
internas (com binadas con el secuestro de m ujeres y niños) expresan
la necesidad de com pensar cada pérdida de vida con la captura de
identidades reales o virtuales entre vecinos estrecham ente em p aren ­
tados. En ese caso, la venganza se espera, pero no es el objetivo. Así,
la rapacidad m utua es el resultado no intencional de un rechazo ge­
neral de la reciprocidad, antes que un intercam bio deliberado de vi­
das a través de una relación belicosa. Com o m odos contrastantes de
relación con hum anos y no hum anos, la reciprocidad y la rapacidad
constituyen esquem as dom inantes que perm ean la ética de una cul­
tura. Sin em bargo, no excluyen la presencia de su opuesto en nichos
específicos: la reciprocidad equilibrada gobierna n o rm alm en te la
alianza m atrim onial entre los jíbaros, m ientras que los tucanos, que
a veces se perm iten el rapto de esposas, tienen clara conciencia de su
posición interm edia en una cadena cósmica de la alim entación (véa­
se Arliem, cap. 10 de este libro). En otras palabras, entre los tukanos
la reciprocidad incluye rapacidad, m ientras que entre los jíbaros ocu­
rre lo contrario.
U n tipo sim ilar de inclusión jerárquica se puede encontrar en un
tercer m odo de relación: la protección. Este m odo predom ina cuan­
do una gran colección de no hum anos son percibidos como d e p e n ­
diendo de los hum anos para su reproducción y bienestar. Esa colec­
ción p u ed e estar form ada p o r sólo unas pocas especies de plantas y
anim ales dom esticados que están tan vinculados a los hum anos, en
forma colectiva o individual, que aparecen como genuinos com ponen­
tes ya sea de toda la sociedad (como p o r ejem plo el ganado para los
p astores) o de u na u n id ad de parentesco más reducida (com o las
mascotas familiares, los anim ales sagrados como figuras ancestrales,
etc.). El vínculo de d ependencia con frecuencia es recíproco y algo
utilitario, porque la protección de los no hum anos generalm ente ase­
g u ra efectos benéficos; puede garantizar una base de subsistencia,
llenar una necesidad de apego emocional, proporcionar m oneda para
intercam bios o ayudar a perpetua)' un vínculo con una divinidad be­
nevolente. Aun a su nivel más altruista, com o en los m ovim ientos
conservacionistas co n tem p o rán eo s, la protección de no hum anos
nunca carece de alguna gratificación. Traslada el dom inio y la propie­
dad de la naturaleza propios del paradigm a cartesiano a otro plano,
un p e q u e ñ o enclave d o n d e la culpa se aten ú a y la dom in ació n se
transform a eufem ísticam ente en preservación paternalista y en trete­
nim iento estético.
La protección no sólo es m utuam ente beneficiosa, sino que con
frecuencia im plica una cadena de dependencias en cascada que vin­
culan diferentes niveles ontológicos m ediante una reduplicación de
relaciones asimétricas. En algunas culturas, el patrocinio benevolen­
te concedido p o r los hum anos a plantas y anim ales tam bién define la
actitud que tienen hacia los hum anos los representantes de otro gru­
po de no hum anos, a saber, las divinidades. Esas divinidades, que
p u ed e n ser ellas m ismas una hipóstasis de una planta o u n anim al
p a rtic u la rm e n te im p o rta n te en la econom ía local, son percibidas
como ancestros fundadores y protectores de los hum anos, adem ás de
ser los proveedores últim os -y a veces los progenitores directos- de
los no hum anos que los hum anos usan y protegen. Así, la protección
puede llegar a ser el valor general de u n sistema de relación que com ­
bina un a form a de rapacidad (al tom ar la vida de no hum anos anim a­
les o vegetales sin ofrecer equivalentes directos) y una form a de reci­
procidad (oblación a no hum anos divinos a cambio de la perpetuación
de una dom inación exitosa sobre no hum anos anim ales y vegetales).
Este conjunto de térm inos ahora está organizado en una jerarquía,
pero la objetificación social de los no hum anos todavía está estructu­
rad a p o r una relación de analogía.

Modos de categorización

C onceptualizar el m undo de hum anos y no hum anos implica tam bién


distribuir sus com ponentes elem entales de m anera que p u ed an ser
objetificados en categorías estables y socialm ente reconocidas. Sin
em bargo, la categorización no debería ser reducida a m eras clasifica­
ciones taxonóm icas (véase Q uéré, 1995). Para Aristóteles como para
la corriente principal de la etnobiología contem poránea, la clasifica­
ción de tipos n atu ra les equivale a u n a in feren cia predicativa o la
subsunción de un objeto en una clase. En esa perspectiva, los artícu­
los clasificados son concebidos com o sustancias, que se distinguen
unas de otras p o r rasgos contrastantes y, en general, p o r u n m arca­
d o r lingüístico específico; así, son tratados com o representaciones
m entales individuales, dotados de autonom ía relativa como resulta­
do de un relieve perceptual supuestam ente hom ogéneo. Como la cla­
sificación taxonóm ica o pera sobre contenidos que pueden estar d a ­
dos ya en la n a tu ra le z a , o p u e d e n ser re su lta d o de lim itacio n es
cognitivas y perceptivas específicas, no es sorprendente que la arqui­
tectura in tern a de las taxonom ías etnobiológicas folk presente unas
pocas características definitorias probablem ente universales (Atran,
1990; Berlin, 1992).
Pero el proceso de categorización puede ser visto con más am pli­
tud, en la tradición del esquematism o kantiano, como el ordenam ien­
to de un espacio dinám ico m ediante una determ inación m etódica de
singularidades. Desde esa perspectiva, la constitución de categorías
es u na función de su posición relativa, y sus identidades relaciónales
se construyen p o r procedim ientos en gran p arte implícitos. La clasi­
ficación de las enferm edades en la m edicina ayurvédica (Zim m er-
m an n, 1989) o la org an izació n de los atrib u to s sociales e n tre los
zafimanirys de M adagascar (Bloc.h, 1992) ofrecen excelentes ejem plos
antropológicos de esos principios clasificatorios. Este tipo de o rd en a­
m iento, conocido algunas veces com o paradigm ático (Petitot, 1985),
se basa p o r lo tanto en una lógica de relaciones, m ientras que la cla­
sificación taxonóm ica se basa en una lógica de predicados. La distin­
ción no es nueva. K ant distinguía en tre la división escolástica, que
ofrece u n a sistem atización para uso de la m em oria, y la división n a­
tural, que distribuye a los seres vivientes según leyes de com binación,
en lugar de alinearlos bajo categorías establecidas (Kant, 1947). En
cambio, si seguimos a Tort, no hay por qué considerar esos dos esque­
mas clasificatorios com o antitéticos; em p lea n d o el vocabulario de
clasificación de los tropos creado p o r Du Marsais en el siglo XVIII, ’ló rt
sostiene que el esquem a m etafórico, que clasifica p o r la sem ejanza, y
el esquem a m etoním ico, que clasifica p o r atributos o propiedades, en
conjunto constituyen cualquier m ecanism o clasificatorio (Tort, 1989).
El predom inio de uno de esos esquemas nunca es absoluto, puesto que
el ord en aparente que establece siem pre es subvertido por el inheren­
te al otro esquema.
Así, con frecuencia, la s/¿ ^ -ta x o n o m ía s co rrien tes de plantas y
anim ales están organizadas de acuerdo con el principio de semejanza,
es decir, p o r un esquem a m etafórico. Sin em bargo, si se consideran
sólo las dim ensiones sem ánticas de las nom enclaturas, a m enudo lo
que gobierna la atribución de nom bres es un esquem a m etoním ico,
especialm ente a nivel de los taxa subgenéricos en que hay m uchos
determ inantes especificativos referentes a las cualidades o los usos de
los artículos clasificados. Las clasificaciones simbólicas o totém icas,
p o r el co ntrario, se basan en un esquem a m etoním ico, puesto que
correlacionan clases de hum anos y clases de no hum anos, ya sea vincu­
lándolas p o r m edio de u n a cadena de p ro p ied a d es eslabonadas o
postulando que la organización del contraste establecido en uno de
los dom inios es un reflejo de la organización del otro o un m odelo
p ara ella (véase Durkheim, y Mauss, 1903, para la visión sociocéntrica,
y Lévi-Strauss, 1962, p o r la contraria). Pero el principio de asociación
activo en la clasificación simbólica puede ser él mismo, obliterado por
un principio de sem ejanza, p o r ejem plo, cuando se destaca u n a simi­
litud entre las cualidades esenciales de u n a especie totém ica y las atri­
bu id as a los m iem bros de u n g ru p o de descendencia que lleva su
nom bre. Incluso es posible que la falta de distinción entre los esque­
mas m etafórico y m etoním ico -q u e o peran sim ultáneam ente en m u­
chas clasificaciones simbólicas, aunque en diferentes niveles lógicos
y conceptuales- sea la razón principal de la persistencia de ese feti­
che antropológico que Lévi-Strauss llam ó la ilusión totém ica (1962).
C ada cultura, cada epúteme histórica, articula esos dos esquemas
clasificatorios para producir com binaciones específicas, cuya n atu ra­
leza varía de acuerdo con el tipo de esquem a dom inante, con el n ú ­
m ero de niveles que ese esquem a abarca y con el tipo de m odo clasi-
ficatorio privilegiado p o r cada uno de los esquem as en cada nivel de
clasificación. Esos m odos son bastante diversos: p o r ejemplo, el esque­
m a m etafórico puede clasificar por semejanza morfológica (como, por
ejem plo, la corriente principa] de la botánica desde A danson), p o r
analogía (de estructuras, de diseños, de facultades intelectuales o dis­
posiciones morales), o p o r una m atriz de rasgos contrastables (como
en la fonología estructural, la cladística, o ciencia de las ram ificacio­
nes, o la antropología física racialista). En cuanto al esquem a m etoní­
mico, p u ede clasificar p o r propiedades o p o r usos (como p o r ejem ­
plo la botánica occidental preclásica), de acuerdo con u n a relación de
c o n tig ü id a d e sp a cial (clasificación p o r h a b ita ts en tax o n o m ías
etnobiológicas folk o p o r topoi en cosmologías/c/A) o bien de acuerdo
con u n a relación de contigüidad tem poral (como el principio genea­
lógico que opera en la biología evolucionista o en la clasificación folk
de algunos g rupos de descendencia). Yo creo -m á s bien com o u n
acto de fe prospectivo- que el estudio de esas com binaciones jerá rq u i­
cas de esquem as clasificatorios y m odos de clasificación p o d ría a rro ­
ja r alguna luz sobre los diferentes tipos de categorización de h um a­
nos y no hum anos. U na em presa de ese tipo p o r lo m enos p o d ría
ofrecer u n escape de las dos opciones entre las cuales la etnociencia
oscila desde hace algún tiem po: la inconm ensurabilidad de las g ra­
máticas culturales o bien una universalidad artificial del ordenam ien­
to de los seres vivos obtenida m ediante la consideración exclusiva de
clasificaciones taxonóm icas.

COMBINACIONES

En vista de la naturaleza hipotética de las proposiciones presentadas


hasta aquí, parece ju sto ilustrar sus alcances y potenciales aplicaciones
proporcionando unos pocos ejem plos etnográficos. Por falta de esp a ­
cio consideraré solam ente algunos tipos de objetivación de no h u m a­
nos resultantes de diversas combinaciones de m odos de identificación
y m odos de relación, dejando de lado los m odos de clasificación.

Variaciones animistas

C om o m odo de identificación, el anim ism o p uede ser especificado


p o r lo m enos p o r tres tipos dom inan tes de relación: la rapacidad, la
reciprocidad y la protección. Los jíbaros ya nos han aportado u n ejem ­
plo de anim ism o rapaz o predatorio, pero ese rasgo tam bién es apli­
cable a m uchas sociedades guerreras, especial en Am érica, para la
cuales la captura e incorporación de personas, identidades, cuerpos
y sustancias constituyen la pied ra de toque de una filosofía social ca­
níbal, como p o r ejem plo los m undurucús de Brasil (Murphy, 1958),
los nivacles del G ran Chaco (Sterpin, 1993) o los chippewas sudocci­
dentales de la región de los G randes Lagos de N orteam érica (Ritzen-
thaler, 1978).
La reciprocidad es una inversión de la rapacidad y define esos sis­
temas anim istas en los que las relaciones entre los hum anos, así com o
entre hum anos y no hum anos, son alim entadas p o r u n intercam bio
c o n stan te de servicios, alm as, alim entos o vitalid ad genérica. La
creencia dom inante en esos sistemas es que los hum anos tienen una
deuda con los no hum anos, principalm ente p o r la com ida que estos
últimos les proporcionan. Los hum anos pueden tratar de esquivar sus
obligaciones, pero tam bién adm iten sin dificultad que es legítimo que
los no hum anos trate n de restaurar el equilibrio de la reciprocidad
cap tu ran do com ponentes de la persona hum ana, participando de su
com ida o abso rb ien d o una p arte de su vitalidad. A parte de las ya
m encionadas sociedades de los tukanos de la región noroccidental de
la Am azonia, este tipo de concepción está bien docum entada entre
pueblos de las áreas ártica y subártica de N orteam érica, com o los
in u its (Blaisel, 1993), los m o n tag n ais-n a sk ap i (Speck, 1935), los
ojibwa del n o rte (Hallowell, 1981) y los crees (Tanner, 1979; B right­
m an, 1993), o en tre algunos pueblos del sureste asiático, com o los
chewongs (Howell, 1989, véase tam bién el cap. 7 de este libro) o los
m a’betisek de Malasia (Karim, 1981).
C om o m odo dom inante de relación, la protección raras veces se
encuentra asociada con sistemas anim istas, puesto que éstos son más
com unes en las sociedades en que la caza constituye el foco principal
de la m ediación entre hum anos y no hum anos. Por otra parte, la p ro ­
tección implica un contacto directo y p erm an en te con la especie pro­
tegida y un tipo de dependencia de no hum anos que son más típicos
de las interacciones con anim ales dom esticados. Sin em bargo, Hama-
von describe claram ente un caso de anim ism o protector en su análi­
sis del “cham anism o p asto ril” practicado p o r los exirit-bulagat de
Siberia m eridional (Ham ayon, 1990:605-704). Entre ellos, el estatus
simbólico de los anim ales domésticos (ganado, caballos y ovejas) d e­
riva de la concepción com ún a todos los cazadores siberianos de que
hum anos y anim ales tienen una esencia similar. Pero m ientras que las
sociedades cazadoras buriats conciben su relación con los animales que
cazan y el Espírilu de ios Bosques en térm inos de igualdad y alianza,
los buriats pastores favorecen una relación jerárquica entre hum anos,
no hum anos protegidos (el ganado) y el protector no hum ano de esas
dos categorías, una figura llam ada S eñor Toro. Es con esa hipóstasis
del ganado que se establece una relación de intercam bio a través del
sacrificio de anim ales entendidos como equivalentes, para asegurar el
dom inio continuado de los hum anos sobre los no hum anos.

Variaciones totémicas

Los m odos de relación entre hum anos y no hum anos típicos de los sis-
Lemas totémicos son necesariam ente dicotómicos. En tales sistemas, los
no hum anos proporcionan un repertorio de etiquetas para la clasifica­
ción social; son los signos que una sociedad utiliza para conceptualizar
su segm entación y, en cuanto tales, no pueden constituir los térm inos
de relaciones sociales con humanos. Pero como el significado y la fun­
ción de los no hum anos no se limitan a su papel en la clasificación so­
cial, es posible que en otras esferas de la vida social se destaquen otros
aspectos de su potencial práctico o simbólico. Así, una relación rapaz
con una especie totém ica sólo es posible si se establece una distinción
clara en tre la especie com o concepto clasificatorio y los individuos
miembros de esa especie. Este parece ser el caso entre los aborígenes
australianos, que entienden la caza no como un intercam bio ni el pro­
ducto de una alianza entre hum anos y animales, sino como una activi­
dad totalm ente m undana de procuración de alim ento (Testart, 1987).
VI revés de lo que o curre en m uchas cosm ologías am erindias y si­
berianas, en que la relación con los anim ales es presentada como de
afinidad o de alianza con individuos de la m ism a posición, para los
cazadores australianos la presa no es ningún allerego cuya m uerte deba
ser com pensada. La relación de rapacidad parece ser literalm ente r a­
paz y 110 tiene ningún significado cosmológico definido. El tratam iento
ritual de animales, fuera del terreno de la caza subraya una abstracta
continuidad lineal entre la com unidad de no hum anos y la com unidad
de hum anos, en u na organización ceremonial orientada hacia la cele­
bración de la solidaridad y la com plem entariedad de los diferentes
segmentos que forman el todo social. D ependiendo del contexto, pues,
los anim ales son buenos tanto para com er o com o alim ento para el
pensamiento, pero nunca son com pañeros sociales.
Una relación de reciprocidad con no hum anos totém icos es tan
im posible como una de rapacidad, puesto que las especies totémicas,
al ser sim ples significantes de la segm entación social, no p u ed e n
en trar en una relación recíproca con los hum anos. Sin em bargo, los
sistemas totémicos puros son más bien excepcionales íúera de A ustra­
lia, y con frecuencia se encuentran com binados con sistemas animistas
que p erm iten la expresión de una relación de reciprocidad p o r lo
menos coir u na fracción de los no hum anos. Tal es el caso entre los
hororos de Brasil (véase la nota 4, p. 108).
La com binación de un sistema totém ico y una relación de protec­
ción tam bién im plica una relativa dicotom ización de los m odos de
interacción entre hum anos y no hum anos. Sin em bargo, esa dicotom ía
es m enos m arcada que en otros m odos de relación, en la m edida en
que los no hum anos protegidos, sin necesariam ente form ar parte del
conjunto de especies totémicas, pueden, no obstante, estar dotados de
una función totém ica, es decir, pueden ser utilizados como m arcado­
res de posición y de relaciones sociales. Un buen ejem plo de este úl­
timo caso son los nuer: además de tener un sis lema totémico tola] m en­
te ortodoxo, en el que algunos tío hum anos (m am íiéros, aves, repti­
les, árboles) sirven para conceptual izar la segm entación de los linajes,
los nu er tam bién “tienden a definir todos los procesos y las relaciones
sociales en térm inos de; g an a d o ” (Evans-Pritchard, 1940: 19). Este
aspecto es particularm ente m arcado en la vida ritual, por ejem plo en
la iniciación de ios varones, durante la cual eadajoveii tom a su “n om ­
bre de buey”, que conservará m ucho después de haber perdido la p o ­
sesión del particular buey (leí que el nom bre deriva (Evans-Pritchard,
1956:250-257). En el caso de los nuer, el ganado sirve de protección/’
sirve para pensar en él como un m arcador de identidades individua­
les y colectivas, y sirve para socializar com o un sustituto dil ecto de los
hum anos en las diversas esteras de intercam bio.

Variaciones naturalistas

De todos los modos de identificación, el naturalism o es obviam ente


el más fam iliar para los occidentales, aun cuando algunas de sus ex­
presiones conducen a antinom ias y, p o r lo tanto, están condenadas a
perm anecer en el terreno de la utopía. Ese es el caso, por ejemplo, del
sueño de postular u n a relación de reciprocidad entre la hum anidad
y la naturaleza, concebida como socios o entes de igual estatus, obje­
tivo im posible de alcanzar, porque en una cosmología naturalista no
puede haber terreno común entre los hum anos y los no hum anos: o
son percibidos como pertenecientes a com unidades inierconecLadas,
v en consecuencia el naturalism o pierde su carác ter predicativo, o bien
perm anecen confinados en dom inios ortológicos separados, y la dia­
léctica de la reciprocidad no es más que una m etáfora para expresar
una im posible aspiración a superar el dualism o. Las expresiones de
esa aspiración son com unes en el discurso filosóiicoy literario: en una
form a u otra ha sido expresada por portavoces tan diferentes como
Schelling (en su filosofía de la naturaleza), poetas rom ánticos com o
Lam artine o G oethe, Engels (en su Dialéctica de la naturaleza.) y, más
recientem ente, Michel S enes (1990).
En cuanto al naturalism o rapaz o predatorio, 110 es tanto un valor

' "I .a vaca es un parásito ríe los nuer, que dedican la vida a asegurar su bieiieslar"
(K\ ans-Pritchard, 1940:'56).
ro m o u n a antigua práctica europea, nacida en la Edad Media, cuando
se desbrozaron para el cultivo grandes extensiones de bosques; esa
práctica adquirió su legitimación con la filosofía cartesiana y su pieria
expresión con la mecanización del m undo, en el sentido tanto físico
como técnico de la expresión; y después esa práctica se transform ó en
el destino histórico de Europa, bajo el nom bre de producción, cuando
la sociedad burguesa logró concebirse a sí misma como la encarnación
de un orden natural. De esc estado de cosas 110 podía dejar de surgir
un deseo de proteger a la naturaleza, y adoptó la forma de una ideo­
logía que extendía a las especies salvajes y a los paisajes nat urales el tipo
de sensibilidad y de com portam iento ya experim entados en la relación
con algunos animales domésticos y en el desarrollo de jardines de re­
creación (Thomas, 1983). Al fetichizar la naturaleza como un objeto
trascendental, cuyo control se desplazaría del capitalismo predatorio
al m anejo racional de la economía m oderna, los movimientos conser­
vacionistas, lejos de cuestionar los fundam entos do la cultura occiden­
tal, más bien tienden a perpetuar el dualism o ontológico típico de la
ideología m oderna. Sin embargo, es posible que el program a propuesto
por los activistas am bientales conduzca, involuntariam ente, a una d i­
solución del naturalismo, puesto (¡ue la supervivencia de toda una va­
riedad de 110 humanos, hoy cada vez más protegidos de daños anthró-
picos”, dentro de poco dependerá casi exclusivamente de convenciones
sociales y acciones humanas. Así, las condiciones de existencia de las
ballenas a/ules, la capa de ozono o la Antártida no serán más “natura­
les” de lo que lo son actualm ente para las especies salvajes en zoológi­
cos o para los genes en bancos de datos biológicos. A m edida que la
deriva la aparta cada vez más de su definición histórica, la naturaleza
es cada vez menos el producto de un principio autónom o de desarro­
llo; su previsible defunción en cuanto concepto probablem ente cerra­
rá un largo capitulo de nuestra propia historia.

CONCLUSIÓN

Debido a su vaguedad m isma, la idea de la naturaleza ha sido el ele­


m ento principal en una serie de dicotom ías que constituyen los blo­
ques ele construcción de la historia del pensam iento occidental: n a­
tu rale za-c u ltu ra, n a tu ra leza -h isto ria , n a tu ra le z a -m e n te , etc. Sin
embargo, como señaló correctam ente H eidegger (1968), la naturaleza
ha sido m ucho más que el térm ino básico de u n a serie de conceptos
antitéticos; en todas esas distinciones funciona com o u n a totalidad
abarcadora que define las características mismas de cada uno de los
conceptos que contrapone. Lo que se distingue de la naturaleza re­
cibe su determ inación de ella, de m anera que la m ayoría de los temas
metafísicos parecen extraer su existencia del intento de trascender un
concepto que en sí tiene muy poco significado. La conclusión parece
inevitable: suprím ase la idea de naturaleza y todo el edificio filosófi­
co de las realizaciones occidentales se derrum bará. Pero ese cataclis­
m o intelectual no nos dejará necesariam ente enfrentados al gran vacío
del Ser que H eidegger denunció incesantem ente: sólo reconform ará
nuestra cosm ología haciéndola m enos exótica p ara m uchas culturas
que están a un paso de abrazar los valores de lo que creen que es la
m o d ern id ad . Es posible que la globalización ad q u iera entonces un
significado muy diferente: no la abolición de todas las diferencias
en tre “ellos” y “nosotros”, ni nuestro regreso a los principios de la
teología agustiniana, sino un nuevo terreno com ún que nos llevará a
“nosotros” más cerca de “ellos”, al tiem po que nos esforzamos, a nues­
tro m odo, p o r habérnoslas con un universo híbrido en el que h u m a­
nos y no hum anos ya no pueden ser m anejados cóm odam ente con dos
conjuntos enteram ente diferentes de dispositivos sociales.
No m e toca a m í predecir si ese reacom odo radical del mazo, a la
larga, tendrá lugar o no y si producirá un m undo mejor. Sin embargo,
sus consecuencias epistemológicas para la antropología son claram ente
previsibles. La principal es la obsolescencia del debate entre universa­
lismo y relativism o -q u e en sí es una reliquia de la dicotom ía entre
naturaleza y cu ltu ra - y del intento de traducirlo en program as an ti­
téticos. Ir más allá del universalismo y el relativismo implica dejar de
tratar a la naturaleza y la sociedad, así como a las facultades hum anas
y la naturaleza física, com o sustancias autónom as, abriendo de esta
m anera el camino a una com prensión verdaderam ente ecológica de la
constitución de entidades individuales y colectivas. Ya sean autoads-
criptas o externam ente definidas, conform adas p o r hum anos o sólo
percibidas por hum anos, ya sean materiales o inm ateriales, las entida­
des que form an nuestro universo sólo tienen significado e identidad a
través de las relaciones que las constituyen en cuanto tales. Las relacio­
nes son anteriores a los objetos que conectan, pero ellas mismas se ac­
tualizan en el proceso p o r el cual producen sus térm inos. U na antro­
po lo g ía no dualista sería entonces u n a especie de fenom enología
estructural en la que se describen y com paran sistemas locales de reía-
dones, no como redes funcionales que difieren en sus respectivas escalas
y tipos de conexiones -com o en la antropología simétrica p o r la que
abogan L atour (1994) y Callón (1991)- sino como variaciones dentro
de u n grupo de transform aciones, es decir como u n conjunto de trans­
formaciones estructuradas p o r com patibilidades e incom patibilidades
entre un núm ero finito de elementos. Entre esos elem entos figurarían
relaciones de objetivación de hum anos y no hum anos (Descola, 1994b),
m odos de categorización, sistemas de m ediación y tipos de “concesio­
nes” [affordances] (Gibson, 1979) relacionados con am bientes específi­
cos. Es posible que u n a vez que nos hayam os deshecho de la vieja
retícula ortogonal naturaleza-cultura surja un nuevo paisaje antropo­
lógico m ultidim ensional, en el que las hachas de piedra y los quarks,
las plantas cultivadas y el m apa de los genom as, los rituales de caza y
la producción de petróleo puedan llegar a ser inteligibles como otras
tantas variaciones dentro de u n solo conjunto de relaciones que abar­
que a hum anos y no hum anos.

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6. LA GEOMETRIA COGM TIVA DE IA NATURALEZA
Un e 11 foq ti e cor i1ex tu a 1*

IVI'WlDl (.( IÓ.\

Q ue las concepciones de la naturaleza varían histórica y etnográfi­


cam ente, y que p o r lo tanto, ellas mismas son intrínsecam ente cultu­
rales, es algo que hoy se aiinna tan am pliam ente que con frecuencia
se supone que ha llegado a ser una verdad antropológica evidente, lál
vez el m ejor ejem plo de esto en el discur so am bientalista popular, así
como en cierta antropología, es la oposición que se plantea, entre: la
visión sislémica y holística de las sociedades “tradicionales”, “tribales”
o “arcaicas” y el dualism o de la tradición científica m oderna y judeo-
cristiana dom inante. Q ue las concepciones de la naturaleza varían
más allá de esas abstracciones está bien dem ostrado en estudios in­
dividuales, tanto históricos (p. ej., Collingwood, 1945; 1 liornas, 1985;
H origan, 1988; T orrante, 1992) como etnográficos. En particular se
ha prestado m ucha atención a cómo esas concepciones pueden sur­
gir de prácticas particulares de- interacción am biental (p. ej., Ingold,
1992; Bird-David, 199?)) y cómo eslas últim as a su vez pueden servir
de apoyo a ideologías sociales particulares, o (p. ej., Schelold, 1988)
ser sostenidas por ellas.1 (lom o lo ha expresado l’hilippe Descola:

r u d a l u m i a e s p e c í f i c a d e c o n c e p t u a l i z a c i ó n c u l t u r a l i n t r o d u c e L a m b ién c o n ­
j u n t o s d e r e g l a s s o b r e el u s o y la a p r o p i a c i ó n d e la n a t u r a l e z a , e v a l u a c i o n e s

Dos versiones anteriores de este capítulo se presentaron en nn seminario en (“I


Vtusémn National (TI tisloive Naturelle (je París, patrocinado conjuntamente por el
(.'.Mis y til Laboi alón e dM<lhnobiologie-iSiogéographic, y como Conferencia Munro en
la U niversidad de Kditnburgo. Q uiero agradecer a C laudine Fricdherg. Cecile
Barraud y Anthony Cohén por la oportunidad de explorar las ideas presentadas aquí
en lonna revisada y abreviada, 'lodos los datos sobre los nuatilu a que se hace refe­
rencia han sido publicados anles en las obras alad as, donde puede encom i arse el
pleno reconocim iento de las aulori/aciones y los organismos fin andadores.
1 D oy aquí sólo unas pocas reterencias indicativas. Más ejemplos, junto con una
disensión más amplia de la “construcción cultural de la naturale/a’-, pueden encon­
trarle en Hilen, 1996b.
d e sistemas léemeos y creencias acerca de la estru c tu r a de! cosm os, la je r a r­
qu ía del ser y ¡os principios p o r los qu e fu ncionan las cosas vivientes (Deseóla,
1 9 9 2 : 1 10) . '

Pero las dem ostraciones em píricas de esa relatividad -m uchas de


las cuales tienen su origen en la afirm ación de Leach (1964:34-35) de
que la naturaleza no es más que una retícula topológica superpuesta
a un inundo co n tin u o - condujeron a un rechazo casi indignado de la
idea m isma de natur aleza. En realidad, cada vez es más difícil y equí­
voco sacar de esas implícitas “representaciones” o “construcciones” un
espacio conceptual que sea lingüística, cognitiva y sim bólicam ente
coherente. Así, el nuevo consenso ha dado origen a nuevos problemas:
el de la correspondencia ent re diferentes concepciones de la n atu ra­
leza (incluyendo el supuesto de que nu«\im naturaleza siem pre existe
como categoría com parable con la naturaleza (k ellos)-, la im plicación
de que cada cultura tiene una sola concepción (sin am bigüedades) de
la naturaleza, que es n u estra tarea ubicar, excavar y describir; y el
problem a de cómo se “construyen” o se “negocian’' esas concepciones
colectivas de la naturaleza cuya existencia, afirmamos. I ,o que p ropon­
go es que la cuestión del estatus categórico de la naturaleza puede ser
abordada en dos formas, superficialm ente antitéticas.
La prim era es una continuación de lo que sostienen ios relativistas
y dcsconstrucdonistas, a saber, que cualquier población, d ep e n d ie n ­
do de las circunstancias, es capaz de generar concepciones de la n a ­
turaleza que son confusas y variables -q u e de hecho pueden ser incon­
sistentes y contradictor ias-, y que esa variabilidad puede revelarse en
la praxis individual, en las representaciones colectivas o en cualquier
com binación de ambas. En consecuencia, es difícil hablar de “socie­
d ades” y “culturas” (es decir, construcciones de segundo orden) como
poseedoras de una concepción única de la naturaleza, y es una exa­
geración afirm ar que eso sea cierto incluso de poblaciones locales
em píricam ente idenl.iíicables. De hecho, se podría lle g a ra afirm ar
que hay pueblos que no tienen ningún concepto de naturaleza.
La segunda consiste en identificar un núm ero m ínim o de supues­
tos subyacentes sobre los que se construyen los esquem as p ra g m á ti­
cos y las representaciones simbólicas, y (¡ue p o r últim o gobiernan las
perm utaciones conceptuales de los hum anos (cf. Boyer, 1993).- Si lo

9 En cierto sentido mi objetivo es examinar hasta dónde es posible identificar una


categoría inocente de moralidad cuando la inclinación predom inante es a destacar
el carácter intrínsecamente moral de ¡a naturaleza. !\n supuesto, se podría alegar que.
in te rp re to co r re cta m e n te , eso es lo q ue D esco la (1 9 9 2 :1 1 0 ) q u iere
d ecir con “la objetilrcación social d e la n atu raleza realizada a través
d e un n ú m ero lim itado d e esq u em as operat ivos’’, y con su re co n o ci­
m ie n to d e q u e “los m o d o s d e re p r esen ta c ió n d e re la c io n e s co n la
naturaleza p resen tan ciertas características sim ilares” (ihid.-A 23). Esas
“características sim ilares” tan am p lia m en te observadas p u ed en e x p li­
carse si su p o n em o s que p or debajo d e lo d o s los m o d e lo s d e la natu­
raleza hay tres d im e n sio n e s o ejes cogn itiv o s que, cu a n d o los d isp o ­
sitivos cu lturales que p osib ilitan se com b in a n d e diíerent.es m aneras,
generan represen taciones particulares, todas recon ocibles co m o trans­
form acion es d e alguna -w-naturaleza o protonaturale/.a. El prim er eje
es el que nos p erm ite in terp retar la n atu raleza inducln ¡amerite en tér­
m in o s d e las “cosas” q u e la g e n te incluye en ella y las características
q ue atribuye a tales cosas. El se g u n d o es el q ue nos p osib ilita d efin ir
la naturaleza espacial mente, a sig n á n d o la a algú n rein o ex te rio r a los
h u m an os y a su esp acio d e vida in m ed ia to (cultural). El tercero es el
q ue n os p erm ite d efin ir la naturaleza en térm in o s esencia-listas, co m o
una fuerza q ue es e x ó g e n a a la volu n tad h u m a n a p ero que p u e d e ser
co n tro la d a en d iv erso s gra d o s. F.n la m e d id a en q ue eso s tres ejes
c o g n itiv o s h a cen co n tr ib u c io n e s ig u a les a las r e p r e se n ta c io n e s, es
p osib le p red icar q ue se acercan a esa id ea m u ltifacética y am bigu a,
pero p or ú ltim o recon ocible, que nosotros en O c cid en ie reco n o cem o s
co m o naturaleza; m ientras que cu an to m ás asim etría se in trod u ce en
el m o d e lo m en o s fam iliar resulta la con stru cció n . Y en la m ed id a en
que cada uno fie esos ejes p red om in a en u n a co n cep tu alización carac­
terística d e un co n tex to part icular, se va co n v irtien d o ta m b ién en una
“d e fin ic ió n ” d e la naturaleza.
M e co n cen tra ré aq u í en ejem p lo s to m a d o s en gran p arte d e mi
p rop io trabajo sobre los mum-lit-, un p u eb lo d e Serarn, en el o rien te d e
In d o n esia , cuyo m o d o d e su b sisten cia p u e d e d esc rib ir se su m a r ia ­
m en te co m o una co m b in ación de caza, extracción d e sagú y agr icu l­
tura itin er a n te. N o hay d atos n u evos, a u n q u e la m a n era c o m o los
u tilizo es d ife re n te. Así, co m ie n z o por p reg u n ta r c ó m o p o d r ía m o s
em p ezar a id en tificar los fen ó m e n o s culturales q ue m ás se ap roxim en
a cada u n o d e los tres ejes cogn itivos id en tifica d o s m ás arriba, y p or
exp lorar la m ed id a en q ue nos p erm iten deducir' la ex isten cia d e la
naturaleza c o m o cam p o. A con tin u ación ex a m in o c ó m o la co m b in a ­

dor último, todas las (alegorías implican reglas, y lóelas las reglas implican la tuerza
moral de “bien'’ v '‘mal’'. Ksloy de acuerdo con eso.
ción d e id eas culturales derivadas d e cad a uno d e los tres ejes g e n e ­
ra a m b ig ü e d a d intrínseca, y c ó m o se refleja eso en la variación q u e
aco m p añ a d iferen tes co n tex to s prácticos y sim b ólicos.

I. A N A T I ) U A t T / A ( . ( ) \ t ( ) T I F O S I U “ COSAS”

E x a m in em o s p rim ero hasta d ó n d e el p rim er eje, el m o d e lo induc;-


tivisla (la naturaleza co m o “cosas”), nos ayuda a g en era r una a p ro x i­
m ación , o una d im e n sió n , d e una h ip otética co n ce p c ió n nuaulu d e la
n atu raleza. Kn las m o d ifica cio n es cu lturales d e e se m o d e lo , las “c o ­
sas” particulares, en virtud de su sem ejan za con otras cosas, son vis­
tas - u n a vez a g r e g a d a s- c o m o parte d e la naturaleza. Así, a través d e
la in d u cción , la p rop ia naturaleza se con v ierte en una cosa q ue a c o n ­
tin u a ció n pasa a ser el p u n to d e partida c o n ce p tu a l d e un ra z o n a ­
m ie n to d ed u ctiv o . Se ha su g erid o (In g o ld , 1 9 86 :3 , 1992:44) q u e el
h e c h o d e q ue v em o s “co sa s” es lo q ue d istin g u e al Homo sapiens d e
otros anim ales: las aves p u e d e n percibir objetos fu n cio n a les co m o un
yu nq ue o un proyectil, p ero sólo los h u m a n o s p u ed en percib ir a lgo
lan abstracto co m o “una p ied ra ”. Ks p or eso que el a m b ien te h u m a ­
no con siste en ob jetos naturales a la esp era d e ser o rd en a d o s, o r ie n ­
tación que está estrech a m en te vinculada con la ten d en cia a ver- a n i­
m ales y plantas co m o objetos físicos, cosas de la naturaleza. Esa visión
está im p líc ita , p o r e je m p lo , en la te o r ía d e l t o te m is m o d e L évi-
Strauss.
Si la n atu raleza es la sum a de sus p a rles, d e b e m o s em p ez a r por
exa m in ar cu áles p u ed en ser esos co m p o n e n te s, y aquí los d atos más
accesibles son ctn o b io ló g ico s. Ya ten em o s bien esta b lecid o q ue lo d o s
los p u eb los t rabajan con un c o n ce p to d e tipo natural, ya sea co m o “un
tip o d e sustancia fen o m é n ic a de se n tid o co m ú n ” o co m o una “e n ti­
dad o n to ló g ica de naturaleza su b yacen te” í Atran. 1990:80, 94). Hay
cierta con troversia en torn o a si las categorías básicas aparecen, sie m ­
pre d en tro de un nivel particular d e abstracción, y acerca d e la form a
d eta llad a en q ue co r resp o n d en a m o d e lo s íilo gen ét icos. Se d iscu te en
qué m ed id a p o d e m o s represen tar y exp licar categorías m ás o m en o s
inclusivas, pero n a d ie duda d e que todas las p o b la cio n es h um anas lo
h a cen (E llen, 1993b). Más con trovertib le es la a firm ación d e B erlín
(1 9 9 2 ) y B oster (1 9 9 6 ) d e q ue los tip os n atu rales tien en un carácter
percept.ua! d istin to d el d e las form as cu lturales, c o n fo rm a d o p or la
p resió n selectiva. El in u n d o b io ló g ic o ha irra d ia d o , y la ca p a cid a d
h u m an a d e reco n o ce r el ord en básico en esa irradiación ha ev o lu c io ­
n a d o al m ism o paso. Así. para esa p o sició n (con la q ue b ásica m en te
sim p atizo), la naturaleza m ism a - o p or lo m en o s ‘el m u n d o b io ló g i­
c o ”- es p rod u cto d e la evolución cogn itiv a h um ana.
U n a e x p r e sió n form al d e este tip o d e m o d e lo sería una sim p le
agregació n lineal increm enta!:

n 1 4- n2 + n?i ... = N,

d o n d e w es un tip o n atu ral cultural m e n te c o n v e n id o , y A'' es la n a ­


turaleza c o m o una totalidad . Pero la m ayoría d e los p u eb lo s q u e c o ­
n o cem o s tam bién re co n o cen d o m in io s co n ce p tu a les m ás in clu y en tes
c o m o “p la n t a ” , “a n im a l”, " i o t a ”, e tc ., d e m o d o q u e un m o d e lo
a g r e g a tiv o d e la n a tu ra le za in tu itiv a m e n te d e b e r ía te n e r u na e s ­
tructura más o m en os com o: an im ales + plantas + otras cosas v iv ien ­
tes + cosas novivien l.es = naturaleza, que p odríam os expresar form al­
m en te com o:

(w I + « 2 + //■*...) = /V + (...) N + (...) N + ... = N

Para d em o stra r la plausibilidacl d e ese m o d e lo te n e m o s q ue d e ­


m ostrar:
1J Q u e cada una d e esas p arles co m p o n e n te s gen éricas (A,r) es re­
con ocid a;
2 ] que com p arten características co m u n es, y
3J q ue hay p ruebas de: que están vin cu lad as para form ar m i to d o
con cep tu a l (AO o, en otras palabras, una categoría g en era l.
P odem os exp lo ra r 1 y 2 ex a m in a n d o la ca teg o ría nuaulu q u e más
se acerca a nuestra palabra anim al. La ex isten cia d e esa ca teg o ría , lo
q u e Brant Berlin llam a un “in iciad or ú n ic o ”, p u e d e en p rin cip io d e ­
d ucirse d e la p resen cia de térm in os esp ecífico s cuyo reléren te se p u e ­
d e d em o strar que co in c id e con e! c o n te n id o sem á n tico d e ese d o m i­
n io, o, d o n d e n o existen térm in os d e ese tipo, d e d iversos m arcadores
lin g ü ístico s y culturales, o (hasta cierto p u n to ) u tiliza n d o e x p e r im e n ­
tos o rd en ad ores.
Los nuaulu n o tien en ningún térm in o cié uso com ún o a m p lia m en ­
te r e c o n o c id o para to d o s los a n im a les, a u n q u e hay tres ca n d id a to s
p osib les, p arcialesy raram en te usados (E llen, 1998b: 96-97). De m o d o
que, en rea lid a d , p o d ría m o s d ecir (¡ue esa ca te g o ría es, term in o!/)-
g ic a m e n te , una c a te g o r ía “e n c u b ie r ta '’, o p o r !o m e n o s “s e m ie n -
c u b ierta ”. Pero aun en au sen cia d e u n m e m b r ete d e d o m in io claro
p o d e m o s inferir 1.a ex iste n c ia de un p ro to tip o co g n itiv o d istin g u id o
d e otros d o m in io s, y tam b ién d e los h u m an os. Así, cu a n d o hablan de:
a n im ales, d e sus cu a lid a d es y relacion es, los n u au lu utilizan un d is­
curso que: p u e d e distinguirse:, p or ciertos aspextos p eq u eñ o s p ero sig ­
nificativos, d e otros discursos. D ifiere tanto léxicam ente: co m o en tér­
m in o s d e las rela cio n es sem á n tica s a p ro p ia d a s. Así, hay d ife re n tes
palabras para m atar a un anim al (ih im u i) y para m alar a un h u m an o
(alona), para una voz hum ana (mo’nyom) y el grito d e un anim al {moke),
y para el cab ello h u m an o (hua) y c'l vello corporal y las p lum as o la piel
d e un an im al (kunue). En alg u n o s casos la d iferen cia n o pasa de p e ­
q u eñ os cam bios fon o ló g ico s, com o en anai (niño h um ano) y anae (cría
anim al). T am b ién hay un léx ico esp ecia liza d o para actividad es e s p e ­
cíficas relacionad as con an im ales (por eje m p lo alinai, "‘cazar cu scu s”
p u n cu ad rú p ed o m arsupial j y asakaka, “llam ar a un cu scus”), y m uchos
térm in os a n atóm icos esp ecia les (por eje m p lo mala hit una. an ten a s de
in sec to s y m olu scos; kihene, alas y a le ta s), a d em á s de' a lr e d e d o r de:
cuarenta y siete térm in os sim ilares q ue h u m an os y a n im a les c o m p a r­
ten. KI h ech o de q ue las form as d e las categorías a n im a les cen tra les
son claram en te sim ilares en m uchos aspex tos, y con frecu en cia c o in ­
cid en ; d e q ue a m e n u d o los térm in os se exp resan co m o con ju n to s d e
co n trastas, m ien tras q ue e x isle n n om b res para p a rles d e a n im a les
(“ca b eza”, “c o ra zó n ”, etc.) y otros usos lin gü ístico s, hasta cierto p u n ­
ió im plica q ue existe* una categoría ''an im al” (cf. 'láylor, 19 9 0 :4 7 -5 1 ).
Esas d iferen cias no sólo ayudan a ubicar d o m in io s sep arad os y m a n ­
ten erlo s, en interés d e la co m u n ió n lingüíst ica efec tiva, sino q ue tam ­
bién sirven para fin es d e con traste sim b ólico. C laram en te, el rtúclex)
d el d o m in io se con sid era lim itad o por a fin id a d es p olitéticas, d e m a­
nera q u e e l in iciad or ú n ico n o es tan arbitrario c o m o p ro p o n e n a lg u ­
n os (H u n n , 1 9 77:44), aun cu an d o o c a sio n a lm e n te p u e d e ser difícil
d efin ir sus fronteras.
P odríam os em prenden’ un ejercicio sim ilar para el d o m in io d e las
“p la n ta s”, o d e hec;ho para cu a lq u ier otro d o m in io c o n ce p tu a l c[ue
c o n g reg u e partes id en lilicab les del m ed io am b ien te h u m an o con base
en características o form as g en era les sim ilares, sim p le m e n te h a cie n ­
d o in ferencias a partir de ex p re sio n es lingüíslie:as y prácticas cu ltura­
les. H e c h o eso, p od ríam os ord en ar los d o m in io s m ism os e n ca te g o ­
rías con trastantes m ás in clu yen tes, u tilizan d o rasgos d istin tivos co m o
los su gerid o s por Taylor (1 9 9 0 ) para los tohelo: vivo-no-vivo, sexu al-
no-sexual, respira-no-respira, etc. Tales distinciones abstractas son
discernibles tam bién entre los nuaulu (Ellen, 1993b:95), pero tienen
poca influencia práctica en su cultura viviente; tam poco tien en una
significación sim bólica p ro m in en te, y ciertam en te no p u e d e n ser
considerados com o pun to de p artid a de su clasificación del m undo
natural. En este caso sospecho que son ejem plos de ese tipo de con­
traste expresado, p ero casi im posible de generalizar, que los in fo r­
m antes bien dispuestos suelen p ro p o rcio n ar aleg rem en te y que el
etnógrafo se siente tentado de aceptar en un vano intento de im po­
n e r un orden a lo que de otro m odo se ve como un caos total.
En resum en, la concepción jerárquica de la naturaleza ejem plifi­
cada en la taxonom ía científica, y su extensión^»/#-semántica que a los
niveles más incluyentes abarca contrastes entre iniciadores únicos o
en tre vida y no-vida no es algo que se d esp ren d a fácilm ente d e los
datos sobre los nuaulu. Sin em bargo, no necesitam os apoyarnos en
esas abstracciones -a p a rte de que sea posible o no dem ostrar que tie­
n en raíces ém icas- para m odelar un concepto agregado o integrado
de las cosas naturales, puesto que los dom inios conceptuales tam bién
p u e d e n vincularse a través de sus superposiciones o coincidencias
(especialm ente las superposiciones de sus periferias), p o r lo que va­
rios autores (p. ej., Hays, 1976:502 han descrito p ara categorías m e­
nos incluyentes como “encadenam ientos” o “vinculaciones”. Así, si a
está vinculado con b, b con c y c con d, entonces eso im plica la existen­
cia de u n “grupo” a-b-c-d’. un caso de sem ejanza politética.
Algunas formas de vida nuaulu que son consideradas como anim a­
les en térm inos fílogenéticos no tienen afinidades evidentes con n in ­
guna otra categoría; un ejem plo son las esponjas, que se ag ru p an con
los “h o n g o s”. Sin em bargo, los m oluscos y las estrellas de m ar son
percibidos firm em ente como anim ales p o r una com binación de razo­
nes de com portam iento y m orfológicas. No hay u n a división nítida,
ya sea en térm inos lingüísticos o conceptuales, entre anim ales y p lan ­
tas y otros dom inios (Lévi-Strauss, 1966:138-139; Morris, 1976:542).
Algunos invertebrados son am biguam ente anim ales y plantas, algu­
nas plantas (por ejem plo algunos hongos y liqúenes) son am bigua­
m ente plantas y m ateria inerte; diferentes formas de vida se funden,
p e rm itie n d o la inferencia de u n a categoría viviente, la cual pu ed e
fundirse con lo no viviente. Así, a pesar del im perativo cognitivo de
distinguir los dom inios en térm inos de u n núm ero pequeño de carac­
terísticas o prototipos cognitivos, en la práctica siem pre h ab rá “p ro ­
blem as”, algunos de los cuales pueden ser culturalm ente manifiestos
com o “anom alías”; y son precisam ente éstas las que sirven para vin­
cular dom inios, form ando grupos más incluyentes.
Si la naturaleza es un inventario de cosas en este sentido, en to n ­
ces es preciso vincular esto con reglas sobre cóm o han de identificar­
se y relacionarse esas cosas: eso es orden, y ese ord en tiene que hallar
alguna legitim ación cultural. Los nuaulu reconocen que hay (de h e­
cho, debe haber) orden en el m undo, un orden que en térm inos ge­
nerales p u ed e ser com parable con la “g ran cadena del ser” predar-
w in ian a. P ru eb as n o co n clu y en tes d e esto p o d ría n e n c o n tra rs e
p rim ero en la p arte de la m itología nuaulu de los orígenes que habla
de la época en que el prim er Matoke (Señor de la Tierra) bajó del cielo
y anduvo p o r la tierra, d onde cada especie natural estaba represen­
tad a ap en as p o r u n solo organism o: u n a serp ien te, u n a palm a de
betel, un cálao, etc. A m edida que el Matoke se iba encontrando con
cada un o de ellos, les ponía nom bre, diciendo: “Esto es u n a serpien­
te”, “Esto es un a palm a de betel”, “Esto es un cálao”, etc. Y a m edida
que lo hacía, u n a g ran cantidad surgía de lo singular. Pero esto no
quiere decir que los nuaulu estén en condiciones de exponer -y m u­
cho m enos que estén de acuerdo co n - los principios de ese orden, y
ciertam ente no pueden hacerlo con la identificación o clasificación de
los anim ales para fines pragm áticos. Sim plem ente adm itirán que no
las saben, o p o r lo m enos que ig n o ra n g ra n p a rte de eso (Ellen,
1993b:94). Los individuos m enos m odestos p u e d e n d iscutir entre
ellos, pero, en sí, cada u n a de las clasificaciones discutidas existe d e n ­
tro de u n cam po axiom ático, cuyas coordenadas se suponen fijas. Y
el primus Ínter pares de los axiom as es que la naturaleza m ism a es fi­
nita, y que todos los anim ales tienen nom bre, aunque uno no lo sepa.
Por lo m enos en la teoría nuaulu, los nom bres no se dan arb itra ria­
m ente, p o r econom ía de pensam iento, sino que revelan p arte de un
orden que fue establecido en el principio del m undo, pero que sólo
es parcialm ente conocido, y m enos aún com prendido.
La naturaleza com o inventario de cosas llega a su apogeo en las
clasificaciones occidentales m odernas. Ya se ha m encionado la “g ran
cadena del ser”, pero tam bién está presente en el concepto de espe­
cie, en los esquem as taxonóm icos de L inneo y su re in terp retació n
darw iniana; está en la idea misma de “historia n atu ral”, que trae con­
sigo la idea de exposiciones p ara exhibir la naturaleza, como las que
em pezaron como gabinetes de curiosidades y llegaron a convertirse
en museos de historia natural, herbarios, jardines botánicos y zooló­
gicos, d u ran te los siglos XVIII y XIX . Pero la otra cosa que es significa­
tiva aquí, y que puede verse con claridad en las exhibiciones estáticas,
es que se interesan tan to p o r los m inerales (que nunca h an tenido
vida) com o p o r la vida; e igualm ente p o r plantas y anim ales m uertos
y todo el m aterial de clasificación am bigua que se presenta en form a
de huesos, fósiles y extrusiones y excreciones de seres vivos (como, por
ejem plo, el coral). Por lo tanto, la conceptualización de la n atu rale­
za com o u n a colectividad de cosas nunca es tan evidente com o en las
representaciones generadas p o r la ciencia occidental y en las genera­
das p o r antropólogos que investigan las clasificaciones folk del m u n ­
do natural, d onde el pun to de referencia explícito o im plícito es el
p a ra d ig m a occidental. Y tam b ién está, su p rem am en te, m ercanci-
ficada tanto en sus partes com o en su totalidad, en los eslogans de la
m e rc ad o tec n ia de in sp iració n a m b ien talista y en las políticas de
ecología y biodiversidad.

LA NATURALEZA COMO ESPACIO QUE NO ES HUMANO

A m en u d o la naturaleza es en ten d id a no tanto com o u n inventario


abstracto de sus contenidos (en el que cada elem ento es sep arad o
cognitivam ente de su hábitat y reorganizado de acuerdo con u n n ú ­
m ero lim itado de criterios m orfológicos o funcionales) sino en térm i­
nos de su m anifestación espacial o fenom enológica p redom inante.
Esa es la definición que está im plícita en m uchos casos de congruen­
cia sem ántica entre la selva y la naturaleza registrados p o r la etnogra­
fía. Pero para diferentes pueblos, que utilizan diferentes estrategias
de subsistencia, la congruencia semántica puede darse con alguna otra
topografía (“m ar” o “desierto”, p o r ejem plo, o “m ontañas”), todas las
cuales tien en en com ún algo cuya m ejor descripción (provisional)
p o dría ser la calidad de “salvaje”. Pero lo “salvaje” es el apogeo de algo
más cercano y más familiar, sólo que diferente. Por eso, aun cuando
p ara los nuaulu el ejem plo arquetípico de la congruencia es “selva”,
en form a m ás rutinaria, quizás, en ese sentido espacial, la n atu ra le­
za es “lo que no es la aldea”, o “lo que no es la aldea ni el h u e rto ”.
La “otredad natural” del concepto nuaulu de selva se encuentra en
su sentido más m un d an o en los adjetivos calificativos p ara anim ales
y plantas: p o r ejem plo, en el contraste entre los gecónidos imasasae
numa (“casa”) e imasasae ai ukune (“cima de los árboles, selva distan­
te ”), respectivam ente Hemidactylus frenatus y Gekko vittatus\ o en el
contraste en tre los m úridos mnaha numalniane (“casa/aldea”) y mnaha
wesie (“selva”), respectivam ente Mus musculus y Melomys. Tam bién es
evidente en la organización simbólica del espacio de la aldea (Ellen,
1986), y en las actitudes diferenciadas con respecto al lenguaje y el
com portam iento dentro y fuera de la aldea. Así, en la aldea se puede
“b ro m ea r”, b urlarse o usar exclam aciones relacionadas con ciertos
anim ales, p ero fuera de ella no. Algunas de esas exclam aciones son:
ikae nawe (“pez largo”), mau (w)anae, (“gatito”), asuwani anae (“casoar
jo v en ”) y hahu onate, “cerdo grande”. En la aldea, y por extensión tam ­
bién en los huertos, las exclamaciones son abundantem ente usadas en
el discurso ordinario; en la selva hacen enojar a los espíritus y provo­
can fuertes lluvias. Y si bien un individuo puede tratar de escapar de
las consecuencias de lo que ha dicho, corre el riesgo de que la tierra
lo trague (Ellen, 1993b: 175-176). Es interesante observar que el j u ­
ram ento masi mokota, “que se abra la tie rra ”, está sujeto al mismo tabú.
La m ism a regla -p e rm isib le en la a ld ea -p ro h ib id o en la selva- se
aplica adem ás a u n a am plia gam a de expresiones, que incluye excla­
m aciones derivadas de los nom bres de espíritus (por ejem plo, pama-
late raía). Esto es significativo teniendo en cuenta las sim ilitudes cla-
sificatorias entre anim ales y espíritus, de las que hablaré más adelante.
Pero contrastar selva y aldea en abstracto es insuficiente, porque
la experiencia personal usual es que la selva, el bosque o cualquiera
que sea su aproxim ación sem ántica, rodea o envuelve a la aldea, y, p o r
últim o, al sujeto; y es en este sentido que la naturaleza llega más cer­
ca de lo que en la tradición científica occidental h a pasado a ser “el
m edio am biente”. Así, la naturaleza siem pre se construye por referen­
cia al dom inio hum ano, y en últim a instancia está inspirada p o r ideas
y prácticas sobre el “yo” y el otro. No es solam ente u n a analogía sim ­
bólica, sino u n a homología de experiencia. Esto, sin em bargo, no debe
preocuparnos, porque de hecho todo lo que se experim enta y se re­
presen ta a nuestro alrededor en form a hom ologa, en m om entos cla­
ve, en contextos significativos, se transform a sim bólicam ente en opo­
siciones binarias abstractas que p erm iten una analogía más form al.
Así, p ara los nuaulu, la experiencia de vivir en casas que están situa­
das d en tro de los espacios de la aldea, que a su vez están situados
dentro de la selva, se transform a fácilm ente en u n a serie de oposicio­
nes lineales abstractas, p o r ejem plo entre casa y selva, o entre aldea
y selva, que a su vez pueden e n tra r en encadenam ientos simbólicos
más com plejos p o r m edio de la analogía (Ellen, 1986).
La tercera dim ensión del concepto de naturaleza es su sensación como
una esencia interior, una fuerza o energía vital fuera del control h u ­
m ano. Ésta es la más intangible de las tres. Podemos percibir y tocar
“cosas” y cam inam os p o r el “espacio”, pero la esencia in terio r g en e­
ralm ente sólo se experim enta en térm inos de sus consecuencias sen­
sibles, generalm ente p o r m edio de alguna com binación de los dos
prim eros ejes. Sin em bargo, las m ejores m anifestaciones físicas de la
esencia interior son esos flujos y pulsaciones asociados con las cosas
vivientes, con funciones del cuerpo: sangre, sudor y lágrim as, semen,
leche m aterna; latido del corazón, respiración, excreción, m ovim ien­
to; o, más en general, en el m edio am biente: flujo de agua, calor y frío,
viento, ruido, crecim iento. Y esto no se lim ita a la vida en ten d id a en
sentido estrecho. De esta m anera, T ournefort pudo identificar el acto
de creación tanto en sem illas com o en cristales m inerales (Atran,
1990:230). En ciertas circunstancias claram ente definidas el carácter
cultural genérico de la esencia o la energía p u ed e ser claro: así, con
respecto a la pasión hum ana, con frecuencia se habla de ella com o
“naturaleza anim al”. Esto está im plícito en el concepto occidental de
instinto anim al, la naturaleza com o opuesto de la educación; en el
hawa nafsu islámico como contrapuesto a akal (razón), y la idea muy
difundida en Indonesia de que el proceso de socialización es el p ro ­
gresivo control de fuerzas naturales. Pero la n aturaleza in terio r no
necesariam ente es ante todo una alusión a la anim alidad; es posible
que lo que se experim enta como consustancial con cualquier cantidad
de diferentes “tipos d e ” naturaleza sean las propiedades dinámicas.
No tiene p o r qué ser una m etáfora de lo social, y a veces p o d ría ser
m ejor hablar de fenóm enos a la vez naturales y sociales -p o r ejem plo,
los que se reflejan en la m aduración física- como resultados totalm en­
te com parables de procesos similares (Bloch, 1992).
La idea de la naturaleza como u n a esencia o u n a fuerza interior
pu ed e ten er asociaciones de incontrolabilidad en todas partes, pero
no podem os decir de antem ano si su expresión cultural será positi­
va, negativa o neutra. Eso d ep en d erá en gran p arte de las m etáforas
culturales que surjan de la im aginería. U n conjunto de m etáforas que
lo hace, y que ha sido extensam ente estudiado en la literatura, es el
relacionado con el género (MacCormack y S trathern, 1980; Atkinson
y E rrington, 1990; Valeri, 1990). O curre que los datos de los nuaulu
encajan perfectam ente con el motivo “lo m asculino es a lo fem enino
com o la cultura es a la naturaleza”, las hem bras tratadas como peli­
grosas p a ra el o rd e n m asculino, la intrusión de la naturaleza en la
cultura, que con frecuencia se m aterializa con referencia a la sangre
m enstrual y el acto del parto.

CONTRADICCIONES Y PROBLEMAS DE LÍMITES

C ada uno de los tres ejes -o , si se prefiere, dim ensiones o definicio­


n e s - esbozados es en sí insuficiente p ara generar o definir cualquier
construcción cultural de la naturaleza: los tres son necesarios p ara
em pezar siquiera a trazar u n m apa de su geom etría subyacente. Ade­
más, m i presentación hasta ahora ha sido fundam entalm ente artifi­
cial, en cuanto he ignorado problem as de límites y contradicciones
in tern as que surgen apenas yuxtaponem os dos o más de esos ejes,
que, p o r supuesto, es com o experim entam os culturalm ente la n a ­
turaleza. Es verdad que he tratado de anticipar algunos de ellos, p o r­
que ninguna colección de datos etnográficos que yo conozca presenta
las condiciones en ninguna otra form a, pero he tratado de limitarlos
en in terés d e la claridad de la exposición. Al exam inar estos tem as
p u e d e ser ú til im a g in a r los tres ejes re la cio n ad o s en u n espacio
tridim ensional. C onsideraré prim ero la conjunción del prim er eje (la
naturaleza como u n agregado de cosas) con el segundo (la natu rale­
za com o espacio exterior); después co n sid eraré la conjunción del
p rim ero con el tercero (la naturaleza com o esencia interior); y, p o r
últim o, la conjunción del segundo con el tercero. Espero que la ju s ­
tificación de ese ord en resulte evidente. Desde luego, hay contextos
en los que los tres ejes tienen u n a influencia directa en lo que ocurre.
El m ejo r ejem plo de la conjunción de uno y dos (cosas y el otro
espacial) es el reconocim iento cultural universal de que los propios
seres hum anos podrían ser “cosas” de la naturaleza, com parables con
otras cosas naturales, de que el inventario de la naturaleza no se limita
a lo otro (una versión del llam ado problem a del sujeto y el objeto); y
el reconocim iento de que los seres hum anos invaden físicam ente el
espacio de la naturaleza. Podemos explorar esta idea en relación con
la clasificación de los anim ales de los nuaulu.
En térm inos generales, para los nuaulu los hum anos son en m u­
chos aspectos iguales a los anim ales. T ienen semejanzas anatóm icas
y fisiológicas con los animales, pero sobre todo los mitos nos inform an
de que los anim ales, igual que sus equivalentes hum anos, tienen so­
ciedades. Algunas especies son representadas en form as que reflejan
organizaciones y valores básicam ente hum anos (por ejem plo, Ellen,
1972:233), y se habla de ellos en el lenguaje del parentesco. Las so­
ciedades anim ales tam bién están regidas p o r la división Patalim a-
Patasiwa - “G rupo C inco”-“G rupo N ueve”- de los pueblos seram eses
(los nuaulu son Patalima), m ientras que las tradiciones totémicas y u n a
rica m itología subrayan la idea de que los anim ales p u ed en transfor­
m arse en hum anos, y viceversa (Ellen, 1993b: 163-176). En resum en,
los hum anos im ponen una clasificación social al m undo de los anim a­
les. M uchos térm inos referentes al co m portam iento y la apariencia
que se usan p ara los hum anos se em plean tam bién para los animales.
En algunos casos los térm inos com unes p u ed e n ser entendidos como
consustanciales, m ientras que en otros la alusión - p o r lo m en o s- es
a u na extensión m etafórica de los hum anos. Las excepciones se p ro ­
ducen -y ya hem os visto algunas- cuando no hay u n m odelo h u m a­
no, com o ocurre con “ala”, “pico”, “cola”, etc. Y, p o r supuesto, n ad a
de eso im pide a los nuaulu definir el dom inio de los anim ales esen­
cialm ente p o r contraste con el hum ano. Taylor (1990:51) registra que
en el lenguaje y los conceptos de los tobelos se da a los hum anos u n
tratam iento totalm ente distinto del dispensado a los “anim ales”. Eso
le resulta problem ático, porque los “h um anos” tienen todas las carac­
terísticas que definen la categoría tobelo de “fa u n a”. A m í m ás que
problem ático me parece un rasgo com prensible de los universos con­
ceptuales de todos los pueblos. Podríam os p reg u n tar si los hum anos
son “anim ales” en la c lasific ació n /^ británica o francesa. La respues­
ta, p o r supuesto, es que depende, y en ese sentido las creencias nuaulu
son las mismas de m uchos otros pueblos. Encontram os una extensión
del m ism o problem a cuando consideram os el lugar de las especies
dom esticadas -o cualquier p arte de la naturaleza m odificada p o r los
h u m a n o s - en c u a lq u ie r in v e n ta rio de cosas n a tu ra le s (D escola,
1992:111).
El m ejor ejem plo de la conjunción de uno y tres (cosas y esencias)
es la atribución de esencia a partes particulares de la naturaleza. U na
versión muy difundida de esta idea está asociada con el animismo, una
especie de “objetificación social de la naturaleza” (Descola, 1992:114),
y en otra p arte (Ellen, 1988) he dem ostrado que la atribución de vida
a lo inanim ado (com únm ente p o r el antropom orfism o) es básica para
todas las conceptualizaciones hum anas del m undo. Es la continuidad
d e tipos naturales, com o ya se ha dicho, que en todas las culturas,
necesariam ente, da plausibilidad a la idea de que toda la naturaleza
está anim ada: anim al, vegetal y m ineral; la h um anam ente m odifica­
da y la hu m anam ente no m odificada.
U n aspecto p articular de esa continuidad es evidente en mis datos
sobre los nuaulu referentes a la consustancialidad de los espíritus y los
anim ales. Los nuaulu reconocen categorías de espíritus m ás o m enos
de la m isma m anera que reconocen categorías de anim ales; en reali­
dad, los espíritus son tratados como tipos naturales, como partes igual­
m ente significativas del m edio am biente (Ellen, 1993b: 176-179). Las
personas afirm an oír y “ver” espíritus todo el tiem po y yo he estado
presente en ocasiones en que el supuesto descubrim iento de u n espí­
ritu particu lar en u n árbol o en una m ata h a creado escenas de gran
excitación. Algunas form as de espíritus nuaulu parecen describir ani­
males reales; p o r ejem plo sinne inae (ciertos escarabajos o coleópteros
de cuernos largos, entre ellos Oryctes rhinoceros y Mulciper linnaei), (kau)
kama nahune (coleópteros de cuernos largos comestibles, como Gnoma
giraffa y Glenea corona', kama nahune es el espíritu de u n a persona que
m urió al caer de un árbol en las vicisitudes de la caza del cuscus), inara-
rai (la ra n a Litoria amboinensis) y rikune (varias clases de insectos y co­
leópteros, incluyendo Mictis, Oncomeris y Euphanta). Tal vez no deba­
mos so rp rendernos de que los que tienen más probabilidades de ser
redefinidos como espíritus sean los insectos (cf. D entan, 1968:26-27).
O tras categorías, com o naka, que se refiere a esos seres m íticos que
llam am os dragones, son utilizadas p o r los nuaulu para d en o m in ar a
ciertos anim ales reales del m undo que ellos nunca h an visto, pero de
los que h a n oído hablar, en este caso el “d ra g ó n de K om odo”. Los
dom inios se vuelven aún más borrosos cuando los espíritus penetran
en los cuerpos de anim ales influyendo en su com portam iento, como
cuando u n sakahatene p en e tra en las fauces de la m ortífera serpiente
nanate (.Acanthopis antarcticus). O tros espíritus h a n sido m odelados
sobre prototipos de anim ales particulares, a tal punto que en ocasio­
nes parecen conjuntarse experiencias de entidades pareadas. Así, los
masenu son com parados con los tiiku (probablem ente Otus magicus) y
los ahone con los sakoa (Ninox squamipila) en sus vocalizaciones. Todos
son búhos y, en consecuencia, nocturnos, lo que en sí es significativo.
Algunos anim ales se consideran derivados de espíritus, com o las h o r­
m igas isanone de isanone nanie. De m odo que no sólo a veces no hay
simples ru p tu ra s en los lím ites de un dom inio de lo que podríam os
in terp retar como el m undo “real”, sino que incluso hay áreas de super­
posición en tre lo objetivam ente visible y lo invisible.
No hay m ejor resum en de la conjunción de dos y tres (espacio y
esencia) que el concepto de “lo salvaje” y afínes. El otro natural no
siem pre es caótico y m aligno, y p a ra algunos pueblos su expresión
m ás fiel p o d ría ser com o u n a esp e cie de “c u ltu ra d el m ás a llá ”
(Schefold, 1988). Sin em bargo, p o r lo que se refiere a los nuaulu es
im predecible, difícil de controlar y de carácter fun d am en talm en te
m oral; hay m aneras buenas y malas de relacionarse con la selva, que
derivan en p arte de las historias sociales específicas de partes de ella,
pero tam bién de sus propiedades místicas intrínsecas. Ese “otro” n a ­
tural se refleja en la inferible oposición simbólica entre “naturaleza”
y “c u ltu ra”, evidente en la m ayor p a rte de los rituales, en los ritos
específicos que se llevan a cabo antes de cultivar u n pedazo de selva,
en los am uletos que se utilizan p ara proteger a los que viajan p o r la
selva, en la prohibición de determ inados com portam ientos y expre­
siones estan d o en la selva, en la co rrecta disposición ritu al de sus
productos. C uando los hum anos p en e tran en la selva llevan consigo
algo así como un “a u ra” de cultura, y cuando se realizan rituales en
la selva es com o si se crearan islas de cultura p a ra asegurar su efica­
cia. Así, en las cerem onias nuaulu de iniciación m asculina se erigen
plataform as que im itan esa entidad que m ejor representa (en realidad
fisicaliza) la cultura, es decir, la casa. En esa cerem onia los individuos
neófitos deben pararse en bloques hechos con cinco troncos, com o
p ara im p edir que sean contam inados p o r la selva. Estructuras simi­
lares se utilizan en los rituales de desbrozam iento de terrenos y otras
actividades rutinarias. La m ism a conjunción de la naturaleza com o
fuerza interior y com o espacio exterior se refleja, a través del prism a
de los conceptos de género, en la disposición simbólica de las aldeas
nuaulu. Aquí, las mujeres se asocian - p o r m edio de la ubicación de sus
cabañas de m enstruación y de p a rto - con el borde exterior de la al­
dea (la p arte más cercana a la selva). Por lo tanto, lo que es um versal­
m ente significativo sobre este aspecto conjuncional de la naturaleza
es que se convierte en una condición p ara el conocim iento, al contro­
lar la relación entre lo que se tom a com o naturaleza in tern a y lo que
se tom a com o n atu raleza externa (S trathern, 1992:194), lo que es
natural y lo que es de la naturaleza.
VARIACIÓN CONTEXTUAL

Podem os ver, p o r lo tanto, que lógicam ente la asociación funcional de


dos cualesquiera, o d e los tres d e los ejes cognitivos especificados,
p roduce com plicaciones conceptuales que ex tienden e intensifican
m ucho la riqueza de la im aginería simbólica de la naturaleza. Pero lo
que más pu ed e intrigarnos del com portam iento cognitivo y social en
g eneral de los hum anos es que las inconsistencias lógicas pu ed en ser
suprim idas en circunstancias particulares, y diferentes aspectos de una
idea m ultidim ensional pueden ser privilegiados a expensas de otros
aspectos en cualquier contexto. Veamos algunos ejem plos diferentes
de esto, tom ados de los nuaulu: selva, espíritus anim ales y m atanza
ritual.
Como hem os visto, entre los nuaulu la representación arquetípica
del otro natural colectivo es wesie, selva prim aria nunca cortada (Ellen,
1993a: 138-140). Sin em bargo, esto contrasta en diferentes formas con
otros tipos de terrenos, d ep endiendo del contexto. P uede contrastar
con wasi (tierra de propiedad de alguien, que a veces puede m ostrar
im p ortante vegetación selvática), destacando u n a distinciónjurídica;
con nisi (huerto), destacando la interferencia física hum ana; o con
niane (aldea), destacando formas de la tierra: vacía en contraposición
a un espacio lleno de árboles, habitada en contraposición al espacio
deshabitado, no dom esticado en contraposición al espacio dom esti­
cado, todos con diversas asociaciones simbólicas y consecuencias prác­
ticas p ara los consum idores nuaulu. Si bien los nuaulu no tienen p a ­
labras que signifiquen “naturaleza” ni “cultura”, es en los diversos y
com puestos sentidos de wesie que ellos llegan más cerca de u n térm i­
no de ese tipo, y de d onde se p u ed e deducir razonablem ente la exis­
tencia de u n concepto abstracto encubierto de “naturaleza” (cf. Valeri,
1990).
Así, en contextos particulares, el significado de wesie como un otro
n atural puede dicotom izarse m arcadam ente, sólo para reaparecer de
otro m odo en cualquier parte. Com o sostienen Croll y Parkin (1992:
3), la m ayoría de los pueblos atribuye a su m edio am biente u n a capa­
cidad de agencia algo caprichosa que ellos están obligados a interpre­
tar y negociar, y de la que com únm ente se consideran a sí m ismos
com o parte inseparable. En algunos contextos, incluso para los nuau­
lu, la selva es la gente, del mismo m odo que los ancestros son, en cierto
sentido, extensiones de los vivientes. Hay negociaciones y renegocia­
ciones acerca de los significados de la selva y la aldea, desbrozado y
no desbrozado, cultivado y no cultivado, salvaje y dom esticado (Croll
y Parkin, 1992:16). Las oposiciones se establecen con el único fin de
trascenderlas o fundirlas; la selva es a veces m asculina, a veces fem e­
nina; a veces es presentada com o antagónica, otras com o n u trid o ra
de la vida. Todas estas cosas proporcionan diferentes m odos de id en ­
tificación (ibid.: 16).
En form a similar, la yuxtaposición de clasificaciones de espíritus
y anim ales no sólo sirve para m ostrar las sim ilitudes estructurales y
las bases conceptuales de las categorías y las relaciones entre ellas, sino
que adem ás nos recuerdan u n a diferencia im portante: que n orm al­
m ente los espíritus son experim entados com o incorpóreos, m ientras
que los anim ales son experim entados ante todo como cosas, aun cuan­
do los nuaulu “saben” que los espíritus tienen cuerpos y los cuerpos
tienen espíritus. La lógica de esto en u n a dirección es que los nuaulu
tienen que afirm ar que ven a los espíritus para que éstos existan, y en
la otra que los anim ales deben ten er espíritus debido a las prohibicio­
nes y las creencias que los rodean. Sin em bargo, la idea de que los
anim ales tienen espíritu es problem ática si uno tiene que m atarlos, y
la cultura nuaulu ofrece una respuesta sum am ente práctica a esto, en
rituales conectados con los pinchos de m adera para carne o asúmate.
C uando se destaza a un anim al generalm ente se ensarta la carne
en u n palo de m adera aguzado, y de la p u n ta aguzada se saca u n a
astilla que se guarda y después se am arra al poste. Ese pedazo se uti­
liza tradicionalm ente para destazar al anim al m uerto, y representa su
espíritu; se supone que el acto de volver a am arrarlo al palo represen­
ta la re-unión del alm a y el cuerpo del anim al m uerto. Los propósi­
tos del asúmate son: inform ar a los ancestros que se ha m atado carne
y que deben venir a participar de ella; conferir prestigio, puesto que
el asúmate se coloca donde todos p u ed a n verlo; devolver el espíritu al
cosmos, y p o r lo tanto asegurar que las reservas finitas no se agoten
y las perspectivas de la caza sigan siendo buenas. Se cree que cada vez
que u n cazador no coloca un asúmate la existencia de anim ales salva­
jes de esa especie se reduce p o r un factor de uno. Sin em bargo, esas
m edidas prácticas, si se llevan a su extrem o lógico, se vuelven sum a­
m ente inconvenientes en la vida diaria. Es m ucho m ejor confiar en
u n a p erió d ica am nesia estratégica y o p e ra r con dos concepciones
contradictorias del m undo anim al: una que destaca su u nidad con la
hu m an id ad (y el privilegio de tom ar vidas p ara alim entarse) y otra
que destaca las diferencias fundam entales entre hum anos y anim ales
y que legitim a y facilita su explotación como alim ento (cf. Wazir-Jahan
Karim, 1981:188). Por supuesto, cualquier cosm ología m otivada por
el anim ism o tiene que generar respeto p o r las otras especies, respe­
to que con frecuencia es reforzado p o r prohibiciones de varios tipos.
Pero eso no tiene p o r qué ser incom patible con la caza, y sospecho que
p o r m ucho tiem po debe haber existido u n a contradicción en tre la
doctrina de la renovación infinita y el reconocim iento de que los ca­
zadores p u e d e n ex term in a r los anim ales lo calm ente (B rightm an,
1987:137).
Mi últim o ejem plo se desprende en form a conveniente de nues­
tras consideraciones sobre el asúmate. Todas las m uertes de anim ales
p o r los nuaulu en el curso de la caza tienen lugar fuera de la aldea,
en el otro natural. Esa acción de matar, que se da como culm inación
de la caza, no sólo tiene lugar en la naturaleza, sino que involucra a
una parte de la naturaleza, e ilustra el control de fuerzas naturales: la
dom inación de la naturaleza p o r la cultura en la naturaleza. En con­
traste, el sacrificio de anim ales tiene lugar en la aldea (y p o r lo tanto
es u n a m u erte controlada, cultural), la dom inación de la naturaleza
en la cultura. En el prim er caso, la ofrenda es una consecuencia de una
m uerte consum ada con otro propósito (generalm ente para comer); en
el segundo, el alim ento (cuando se consum e) es consecuencia de la
ofrenda. Pero la carne d e un anim al m uerto fuera de la aldea no es
sim plem ente carne de cualquier clase: pertenece a categorías anim a­
les reconocidas, cosas naturales específicas. Las más im portantes entre
éstas son peni (térm ino colectivo para puercos, venados y casoares),
que es a la vez natural y cultural. Por lo tanto, los peni (seres de la selva)
pasan de u n a condición natural (no controlada) a una condición cul­
tural (controlada), y en un im portante sentido dual sostienen la p o ­
sibilidad de que la “cultura” se identifique con el grupo de descenden­
cia y la casa en la que se h a n alm acenado sus m andíbulas acum uladas
(cultura-dentro-de-la-naturaleza). En cambio, los anim ales del sacri­
ficio son de tipo dom éstico (pollos, de preferencia gallos jóvenes) o
del reino de la aldea p o r asociación m etafórica, com o en el caso del
cuscus, que se parece a los hum anos y que, p o r conveniencia históri­
ca, h an llegado a ser u n sustituto de las cabezas hum anas. En conse­
cuencia, esos anim ales son naturaleza-dentro-de-la-cultura (Ellen,
1996a).
D efinitivam ente, la naturaleza no es u n a categoría básica. Más bien es
u n a categoría “de orden superior” en el sentido de R ap p ap o rt (Ra-
p p ap o rt, 1971:33-34), y para m uchos pueblos parecería no ten er en
absoluto un estatus categórico claram ente delim itado. Igual que ocu­
rre con las unidades más incluyentes de la jerarquía de Linneo, las
categorías folk no básicas no se p u e d e n d efin ir objetivam ente y es
im posible sostener una distinción firm e entre lo perceptual y lo social.
De hecho, es inconcebible que la clasificación pueda proceder en for­
mas que, para seguir a Geertz, “externalizan la cultura”. Las concep­
tualizaciones de la naturaleza no son invención de individuos (en cuyo
caso reflejarían más estrecham ente el proceso cognitivo), sino que
surgen a través de la contingencia histórica, las lim itaciones lingüís­
ticas, la extensión m etafórica, las prohibiciones rituales, etc. Com o
p arte de sistemas de creencias, son productos de interacciones, ad i­
ciones, elaboraciones y condensaciones. La existencia de contradiccio­
nes e inconsistencias se debe a que la naturaleza es a la vez una categoría
simbólica abstracta y una categoría cognitiva no básica, al mismo tiem ­
po un m odelo “del” m undo (una representación) y un m odelo “p ara”
(un plan de acción) (Geertz, 1966). Y es precisam ente esa capacidad de
pasar de uno a otro, de interactuar con el m edio am biente y distanciar­
nos de él, lo que nos distingue de los prim ates no hum anos.
N uestras com prensiones de la naturaleza tienen sus raíces en si­
tuaciones particulares que, si destilamos sus significados comunes, nos
p ro p o rcio n an algo que tiene cierta calidad provisional, abstracta y
em ergente. Esas concepciones de la naturaleza son consecuencia de
lo que en otra p arte (Ellen, 1993:cap. 8) h e llam ado prehensión: los
procesos a través de los cuales varias condiciones culturales y otras
lim itaciones dan origen a clasificaciones, designaciones y rep resen ­
taciones particulares. Las personas llevan a las situaciones en las que
tiene lugar la actividad clasificatoria, y de las cuales resultan afirm a­
ciones verbales sobre el com portam iento clasificatorio, inform ación
d e distintos tipos adquirida m ediante experiencias de socialización
form ales e inform ales, del m undo en general y de situaciones clasi-
ficatorias anteriores. Cóm o clasifican después, d e p e n d e del ju e g o
entre ese conocim iento pasado (incluyendo prescripciones y preferen­
cias con respecto a idiom as lingüísticos y cognitivos particulares), las
limitaciones materiales de la situación clasificatoria, los propósitos del
acto clasificatorio y las aportaciones de otros.
Además, es im portante reconocer que el procesam iento y alm ace­
nam iento de inform ación en el cerebro es im perfecto, y la com unica­
ción de esa inform ación es aún más im perfecta. Paradójicam ente, hay
u n a conexión entre esa deficiencia y la considerable capacidad de la
m en te h u m an a p a ra re o rd e n a r inform ación en diferentes form as,
sustituyendo inform ación irrelevante p o r o tra de m ayor y más inm e­
diata utilidad. Como ha señalado Sperber, (1985:31), “las represen­
taciones m entales tie n e n u n a estru ctu ra básicam ente inestable: el
destino n o rm al de u n a idea es transform arse o fundirse con otras
ideas; lo que es excepcional es la reproducción de u n a idea”. Siguien­
do a Lévi-Strauss, S perber insiste en que cualquier epidem iología de
las ideas, p o r lo tanto, debe interesarse p o r la transform ación tanto
com o p o r la persistencia. El hecho de que las com prensiones de la
naturaleza sean confusas, transversales y cam biantes es un reflejo de
eso. C on frecuencia, los conceptos son utilizados, operacionalizados,
sin ser definidos. La práctica eficiente que precede a la teoría no re­
quiere reflexión sobre la operación m ientras se realiza ésta, y buena
p a rte de lo que ap rendem os, en realidad, es a p re n d e r a no p en sar
sobre operaciones en las que antes había que pensar (Medawar, 1957:
138).
Todo esto es p ara destacar la form a contextual, variable y contin­
gente en que usamos esas abstracciones culturales que en térm inos de
nuestras propias convenciones émicas nos resulta conveniente re p re­
sentar como “n aturaleza”. Pero, p o r supuesto, para que haya com u­
nicación es preciso que la clasificación ten g a p o r lo m enos alguna
estructura intersubjetiva, reglas culturales convencionales, algún tipo
de doxa (Bourdieu, 1977). G ran p arte de esto es posible sim plem en­
te porque hay acuerdo suficiente sobre convenciones culturales, pero
eso no equivale a “una gramática de la variedad de m odos com o se
socializa la n atu ra leza” (Descola, 1992). Todo lo que he dicho aquí
indica que u n a an alogía gram atical sería bastan te falsa, igual que
cualquier tentativa de confinar la discusión a un nivel de expresión
lingüístico. Muy pocas lenguas poseen palabras que se traduzcan con
facilidad com o “natu raleza”, y, sin em bargo, siem pre hay algún con­
cepto focal en térm inos de las tres dim ensiones cognitivas exam ina­
das aquí. A veces, com o en el caso de los nuaulu, la sim ilitud con la
naturaleza ética global es suficientem ente cercana para ser reconoci­
ble; en otros casos -co m o entre m uchos cazadores-recolectores- la
sem ejanza es m ucho más tenue. El lenguaje sólo m edia -y en form a
bastante inadecuada- entre las muchas apariencias culturales y los tres
ejes cognitivos subyacentes que generan las coordenadas posibles: la
objetificación del m undo, el otro espacial y la esencia interior. Y el
m odelo de la geom etría cognitiva de la naturaleza que he presenta­
do aquí es consistente con intentos recientes -co m o los de Bloch e
In g o ld - de ir más allá de la representación lingüística y de ubicar la
percepción en acciones sobre el m undo (formas no m ediadas de co­
nocim iento), y -p arad ó jicam e n te - de resistirnos a im poner a los d a­
tos nuestros propios dualism os naturaleza-cultura.

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SEGUNDA PARTE

SOCIOLOGÍAS DE LA NATURALEZA
7. ¿NATURALEZA EN LA CULTURA O CULTURA EN
I A NATURALEZA?
Las ideas chewong sobre los “hum anos” y otras especies

SIGNE HOWELL

Desde la época clásica, en la filosofía m oral de O ccidente los h um a­


nos están separados -y p o r encim a- de todos los dem ás anim ales, de
acuerdo con ciertos criterios esenciales (por ejem plo, Ingold, 1988).
Esa separación se ha justificado con base en cierta superioridad m o­
ral y fue reforzada p o r la separación cartesiana de m ente y cuerpo,
asociados respectivam ente con el pensam iento y los sentim ientos. Se
consideraba que las propiedades de esas dualidades no eran equiva­
lentes: los hum anos son superiores a los anim ales, la m ente es supe­
rio r al cuerpo y, del m ism o m odo, el pensam iento es superior al sen­
tim iento (Skultan, 1977). Además, la m ente y los procesos m entales
eran considerados cualidades característicam ente masculinas, m ien­
tras que la relación con el cuerpo y las em ociones eran fem eninas. Si
consideram os, adem ás, u n a línea de p en sa m ie n to d o m in an te que
sostiene que la m ente es cultural m ientras que el cuerpo en natural,
nos encontram os dentro del esquem a occidental familiar. Esa opinión,
p o r su p u esto , d e b e ser c o n sid e ra d a com o u n sim p le e je m p lo
etnográfico más de cóm o los hum anos pu ed en construir u n signifi­
cado sobre sus propias identidades y am bientes. Sin em bargo, este
enfoque tiene am biciones universalistas y ha dem ostrado ser particu­
larm ente resistente a la crítica.
E xam inando u n tem a similar, Ingold dice que “cada generación
ha recreado su propia visión de la anim alidad com o una deficiencia
en to d o lo que se supone que nosotros los hum anos poseem os en
exclusividad, incluyendo el lenguaje, la razón, el intelecto y la con­
ciencia m o ral” y “[periódicam ente redescubrim os que] [...] los seres
hum anos son anim ales tam bién y [...] es p o r com paración con otros
anim ales com o m ejo r p o d em o s e n te n d e rn o s a nosotros m ism os”
(Ingold, 1994:15). Según yo lo entiendo, Ingold aboga p o r u n a ple­
na aceptación analítica de la anim alidad hum ana. Esas afirm aciones
y otras sim ilares de otros autores m e in d u jero n a reconsiderar mis
anteriores percepciones e interpretaciones de las visiones de la anim a -
lidad y el m edio am biente que tienen los chewongs, un pequeño gru­
po de aborígenes de la selva húm eda tropical de M alasia.1Yo sosten­
go que los chewongs incluyen anim ales y otras especies “naturales”,
como árboles, plantas, piedras, etc., en su construcción de significa­
do acerca de la h u m an id ad y la p erso n id ad , p ero que lo hacen en
form as muy diferentes de las que, según Ingold, usam os “nosotros”
(los hum anos occidentales instruidos), que em pleam os lo que perci­
bimos como deficiencias de los anim ales p ara prom over nuestra p ro ­
pia excelencia. Prim ero, no colocan a los seres hum anos exclusiva­
m ente aparte de otros seres que consideran como sensibles, ya sean
éstos espíritus, animales, plantas o cosas. Segundo, la separación entre
m ente y cuerpo, pensam iento y sentim iento, no tienen ningún sen­
tido p a ra ellos. Tercero, en su p ro p io m edio am biente selvático no
c o n tra p o n e n u n m u n d o n a tu ra l y u n m u n d o cultural, au n q u e sus
construcciones del yo y el otro en ese m edio am biente son antropo-
céntricas (cf. Descola, cap. 5 de este libro). Sí establecen, sin em bargo,
u n a distinción entre la selva y el m undo exterior de otros (temidos)
hum anos, a saber, los malayos y los chinos. Sin em bargo, yo afirm o
que sería inapropiado designar ese m undo com o la naturaleza.
Así, los chew ongs serían u n co n tra ejem p lo em pírico de varios
m odelos universalistas. E ntre los m ás im p o rta n te s de éstos en el
presente contexto están los que hacen distinciones categóricas (valo-
rativas o no) entre naturaleza-cultura, hum anos-otras especies, m ente-
cuerpo, m ente-em oción, ideología-práctica, ritual-m undano, sagra­
do-p ro fano, sociedad-cosm os. Lo que m e parece p a rtic u la rm en te
interesante es no sólo que esas fuertes categorías opositivas, que son
p arte inseparable del discurso occidental, no están presentes entre los
chewongs, sino que tam poco em plean distinciones de ese tipo como
vehículos p ara crear m etafóricam ente significado, o valor, en otras
categorías o dom inios conceptuales.

' El trabajo de campo se realizó entre los chewongs de Pahang, Malasia, de 1977
a 1979, con ayuda de una beca del Social Science Research Council del Reino Unido.
En 1981, 1990 y 1991 hice visitas más breves. Una versión anterior de este capítulo
fue presentada com o ponencia al Departam ento de Sociología y Antropología de la
Universidad de Keele. H e incorporado varios de los inteligentes comentarios hechos
por investigadores y estudiantes de esa institución. El trabajo fue revisado mientras
disfrutaba de la hospitalidad que se me ofreció com o académico visitante en el D e­
partam ento de Antropología Social de la Universidad de Cambridge. Agradezco a
todos mis colegas en ambos departamentos.
Ésta está lejos d e ser la p rim e ra vez que se aduce u n ejem plo
etnográfico en contra de afirm aciones filosóficas universalistas sobre
la ontología, la epistem ología y la naturaleza hum ana. Por ejem plo,
en los últim os años hem os padecido u n diluvio de negaciones con
fundam ento etnográfico de oposiciones operativas entre naturaleza
y cultura. No hay necesidad de insistir sobre ese tem a en particular.
Pero incluso co n siderando la m ultitud de contraejem plos, los che-
wongs p resen tan ciertas constelaciones desusadas que p erm iten ver
algunos p u n to s en form as lig eram en te novedosas. En ese sentido
p u ed e n resultar interesantes para re p la n te a r los parám etros de las
discusiones, tanto con respecto a los debates ecológicos actuales como
en to rn o a la antropología com parativa. Antes de seguir adelante, es
im p o rta n te d ecir que m i posición no es u n a versión ex trem a del
relativismo cultural. Más bien acepto plenam ente una unidad psíquica
y cognitiva de la hum anidad hasta d onde es posible postular u n a se­
rie de predisposiciones, predilecciones y limitaciones innatas, la más
im presionante de las cuales, desde el punto de vista antropológico, es
la de socialidad e intersubjetividad en la construcción de la concien­
cia y el significado. C oncuerdo con la crítica de Lukes a la teoría del
conocim iento de D urkheim cuando dice:

Ninguna descripción de las relaciones entre las características de una socie­


dad y las ideas y creencias de sus miembros puede explicar jamás la facul­
tad, o la capacidad, de estos últimos de pensar en forma espacial y tem po­
ral [...] eso [junto con las dem ás categorías de la m ente] es lo que es el
pensam iento (Lukes, 1975:447).

Sin em bargo, dicho esto, sostengo que, para fines de com paración,
el uso de categorías sustantivas com o natu raleza no nos lleva muy
lejos. Pero otros enfoques más abstractos pu ed en ser útiles. Por ejem ­
plo, p ara aclarar otro pun to teórico, en mi opinión es una p ero g ru ­
llada antropológica afirm ar que, m ínim am ente, la gente está com pro­
m etida con un a descripción -o un conjunto de descripciones- de su
m undo y que cualquier descripción presupone alguna teoría (con fre­
cuencia im plícita). C om o indica Descola (cap. 5 de este libro), las
personas parecen ajustar su práctica a un conjunto de reglas estruc­
turales. N uestra tarea consiste en descubrir e in terp retar la(s) descrip­
cio n es), las teorías y las reglas estructurales. Entonces, tal vez esta­
rem os en condiciones de estudiar la base de las diferenciaciones, las
relaciones entre yo y el otro y los diferentes m odos de socialidades.
DE LA NATURALEZA AL MEDIO AMBIENTE Y LA ECOLOGÍA,
¿Y DE REGRESO?

En los últim os años podem os observar u n renacim iento del interés


antropológico p o r la construcción social de la naturaleza o el m edio
am b ien te (p o r ejem plo, Ellen, 1982; In g o ld , 1988, 1993; Willis,
1990; Milton, 1993; Descola, 1994). La insistencia de Lévi-Strauss en
la dicotom ización universal de naturaleza y cultura resultó una base
fructífera p o r m ucho tiem po, pero la concentración exclusiva en los
aspectos clasificatorios de esa dicotom ía, y la com prensión de que es­
taba lejos de ser u n a sim ple oposición com o él suponía, nos han lle­
vado prácticam ente a abandonarla como tópico para la investigación
etnográfica. Sin em bargo, son muchos los que han regresado a esos
tem as movidos p o r el interés en el estudio com parativo de las ideas
indígenas acerca del m edio am biente, sum ado a u n nuevo foco en
cuestiones relacionadas con ideas indígenas de la naturaleza h u m a­
na, aunque desde puntos de partid a diferentes y proponiéndose d i­
ferentes fines. Al m ism o tiem po, pod em os n o tar u n cam bio en el
vocabulario utilizado. Antes, la palabra com únm ente em pleada era
“n a tu ra le z a ”, co n trastad a en sus im plicaciones con algo llam ado
“cu ltu ra”. A hora son más com unes los térm inos “m edio am biente” y
“ecosistem a”, m ás am plios e incluyentes. Sin em bargo, cualquiera
que sea el térm ino em pleado, hay u n a tendencia a d a r p o r sentado
que uno está estudiando algo objetivam ente dado y separado de los
h um anos. Para los antropólogos, las p re g u n ta s h an ten d id o a ser
“¿Cómo el pueblo X percibe, explota o interactúa con la naturaleza,
su m edio am biente, o su m undo ecológico?” Así, cuando nos encon­
tram os con una sociedad d onde no sólo es difícil establecer u n a d i­
cotom ía naturaleza (m edio am biente)-cultura (sociedad), sino que
adem ás parece no haber un concepto significativo construido de la
naturaleza, es posible que nos sintam os obligados a ofrecer una ra­
zón plausible p ara la ausencia de esa categoría, o bien a buscarla m e­
d ia n te enfoques inusitados, en lu g ar d e co n c en trarn o s en lo que
efectivam ente está ocurriendo. Decir que los chewongs no clasifican
su m undo de m anera que incluya una categoría significativa de n a ­
turaleza, no equivale a decir que los chewongs no construyen catego­
rías significativas. En el contexto presente, u n a m ejor descripción
sería decir que las principales diferenciaciones que ellos establecen
son entre seres conscientes e inconscientes. Sin em bargo, con excep­
ción de los seres hum anos, la pertenencia a cada u n a de esas dos ca­
tegorías no es fija, sino que depende de circunstancias contingentes.
Lo que va q uedando claro en las investigaciones recientes es que
n inguna afirm ación de determ inism o ecológico se puede sostener en
un discurso científico. Descola ha dicho con respecto a la selva húm e­
da am azónica que “no hay ninguna correspondencia predecible e n ­
tre ecosistemas específicos y específicos esquem as de práctica” y que
“esos esquem as p o r últim o están inform ados p o r ideas y prácticas
concernientes al ‘yo’ y el ‘otro’” (Descola, 1992:111). En otras p ala­
bras, es im posible predecir qué es lo que puede ser interpretado como
problem ático o no problem ático en un determ inado am biente social.
Mi objetivo es investigar algunas im plicaciones de las afirm acio­
nes anteriores y relacionarlas con percepciones, conceptos y catego­
rías de los chewongs. Debido a las lim itaciones de espacio, es posible
que mi presentación parezca una cultura reificada aprisionada tanto
espacial com o tem poralm ente. Sin em bargo, eso no refleja mi enfo­
que básico del estudio de otras formas de vida sociocultural, y rem i­
to a los lectores interesados a detalles etnográficos publicados previa­
m ente (Howell, 1982, 1985, 1989, 1994, 1995, 1996).

LAS IDEAS DE ESPECIE DE LOS CHEWONGS

La com prensión de los chewongs sobre las especies es inseparable de


su idea del m undo, de su visión de ellos m ismos y de otros. Sin em ­
bargo, si bien no em plean una categorización valorativa entre h um a­
nos, anim ales o plantas, hay una clase de seres que se constituye en
base a la presencia o ausencia de conciencia, en el sentido de lenguaje,
razón, intelecto y conciencia m oral o conocim iento (cf Ingold, 1994).
La conciencia así en ten d id a hace de uno u n “personaje” {ruwai,2 en
lengua chewong) -p a la b ra que prefiero a “h um ano”- no im porta cuál
sea la form a exterior (el “m anto” en chewong), sea de m ono, h um a­
no, cerdo salvaje, rana, fruta de ram butan, hoja de bam bú, el ser del
tru en o , un peñasco determ inado o cualquier o tra cosa. La ausencia
d e conciencia, p o r otra parte, no im plica pertenencia a o tra catego­

2 Esta palabra se encuentra, en una forma u otra, entre todos los grupos aborí­
genes senoi y semang de Malasia peninsular. Generalmente se traduce com o “alma”.
Creo que esa traducción es demasiado estrecha y vaga para denotar los significados
que los chewongs atribuyen a esa palabra. Personage [personaje] es lo más cercano que
he encontrado en inglés.
ría am plia, com o anim al o planta. De esto se desprende que no hay
características generales de “a n im alid ad ” o “vegetabilidad” que se
usen como base p ara evaluaciones com parativas. Más bien, los che­
wongs piensan en térm inos de una serie de seres conscientes e incons­
cientes, cada uno con form a diferente y respetuoso de sus particula­
res códigos sociales y -e n el caso de seres conscientes- m orales. En
otras palabras, es im posible discernir la familiar oposición conceptual
occidental de “anim alidad” y “h u m an id ad ”; ningún com portam ien­
to h u m ano puede ser clasificado como sim ilar a uno anim al.
Sugiero que ésta podría ser una razón p o r la que los chewongs no
tienen una categoría general de “anim al”, sino más bien toda una se­
rie de especies con nom bre que no están dentro de u n esquem a de cla­
sificación taxonóm ico. Esto concuerda con su tendencia a enum erar
cosas -o conceptos- antes que a ordenarlas jerárquicam ente p o r gru­
pos de similitudes percibidas. Esto no significa que no sean capaces de
clasificar de acuerdo con esos principios. Por ejemplo, existen catego­
rías indígenas para ave, serpiente, flor y árbol. Pero en realidad son su­
m am ente superficiales y más bien constituyen un paraguas bajo el cual
se enum eran todas las especies. Los que hablan malayo parecen enten­
d er y utilizar la palabra malaya equivalente a anim al (binantang), pero
no la in co rp o ran a la lengua chewong. En o tra p a rte he sostenido
(Howell, 1985, 1989) que el suyo es u n esquem a predicado sobre la
identificación y la denom inación, antes que sobre el agolpam iento, y
que el principio ordenador subyacente es la igualdad y no lajerarquía.
Esto es evidente tanto en el orden simbólico como en el sociop olí tico.

CHEWONG

Aun cuando los chewongs practican u n a form a sencilla de agricultu­


ra itinerante, su percepción de sí m ismos se construye en torno a la
caza y la recolección, y tanto su cosm ología como sus prácticas socia­
les se deben m ucho a una jerg a de cazadores y recolectores. Se defi­
n en a sí m ism os com o “gente de la selva” (bi brete) y com o “excava­
dores” (bi bai). Esto últim o se refiere al hecho de que excavan en busca
de tubérculos silvestres, es decir, que son forrajeros antes que agricul­
tores. Las orientaciones existenciales individuales y colectivas tienen
com o foco la selva y derivan sus significados de ella. Sostengo que la
selva en su totalidad, como m undo m aterial y espiritual, es espacio
cultural, no natural. Los chewongs se m ueven en ella con la confian­
za que deriva de la com prensión y el conocim iento. Está llena de sig­
nos que ellos saben cóm o interpretar, histórica, práctica y cosm ológi­
cam ente. Esos signos pueden ser senderos hechos por anim ales, un
árbol frutal plantado p o r un antepasado, piedras habitadas p o r seres
potencialm ente peligrosos, troncos de árboles caídos, el sitio donde
tuvo lugar u n acontecim iento dentro u n m ito determ inado, etc. En la
selva, nad a es sem ánticam ente neutro. El árbol se cayó porque alguien
en alguna p arte se rió cerca de un anim al; la lluvia con sol indica la
presencia de espíritus a la caza de carne, que incluiría el ruwai hum ano
si llegaran a encontrárselo, y así sucesivamente. Igual que otros p u e­
blos cazadores y recolectores, los chewongs m uestran un conocim iento
íntim o y detallado de la selva en que viven que va m ucho más allá de
cualquier necesidad práctica, y m antienen con ella una serie de rela­
ciones significativas. Sin em bargo, los principios de la simbiosis sólo
se p u ed en co m prender dando un paso atrás y ubicándolos dentro de
sus construcciones cosmológicas.

CUESTIONES DE CONCIENCIA E IMPERATIVOS MORALES

En vista de las consideraciones anteriores, prefiero p o n er el énfasis


interpretativo en la significación constitutiva de la práctica significati­
va, antes que en u n concepto abstracto como “naturaleza”. Los che­
wongs p u ed en ser considerados, según Johnson, como un excelente
ejem plo de un a constitución cultural de conocim iento hecho cuerpo,
o encam ado [embodied], o im aginación encarnada. Sin em bargo, no es
que hayan puesto “el cuerpo de vuelta en la m ente” (Johnson, 1987:
xix): las dos cosas nunca estuvieron separadas. Además, quiero ir un
poco más allá que Johnson y sugerir que la relación contraria tam bién
existe, y que, p a ra acuñar u n a frase, los cuerpos “se en m en ta n ”, se
hacen m ente. Además, sería preciso m odificar la concentración exclu­
siva en la m ente -lo cognitivo- dando estatus interpretativo tam bién a
lo afectivo. Esto se hace evidente cuando examinamos su com prensión
de personaje y especie. Los principales ingredientes del conocim ien­
to encarnado de los chewongs son el cuerpo, ruwai (el “alm a”, véase más
adelante); los ojos, com o sede de la percepción de la realidad, o las
realidades; el olor, y el hígado, como interm ediario de las em ociones
y el intelecto. Pero aun cuando estén diferenciadas y tengan nombres,
cada una de esas cualidades es indivisible en partes o cualidades des­
conectadas. La enferm edad, p o r ejemplo, no es sim plem ente corporal
o m ental -psicológica-: puede ser causada p o r una llaga, p o r una pier­
na quebrada, p o r la pérdida del mwai o del olor o p o r una em otividad
inapropiada. Los síntomas en sí no dan inform ación suficiente: es p re­
ciso averiguar las causas m ediante prácticas chamánicas antes de p o ­
d er pasar a las actividades curativas.
Los personajes p u ed en ser literalm ente cualquier cosa. Si u n a es­
pecie en particular es o no es personaje puede ser visible, o no, para
el “caliente” ojo hum ano, pero es siem pre evidente p a ra el ojo “frío”
del cham án. Hay algunas cualidades esenciales necesarias para ser ca­
racterizado com o un personaje -q u e son form alm ente idénticas en to­
dos los casos-, pero las m anifestaciones concretas de esas cualidades
y los preceptos m orales son dependientes de la especie. Buena parte
de la m oralidad chewong se expresa m ediante directivas referentes a
la alim entación, que a su vez se basan en la m anera en que cada es­
pecie ve efectivamente la realidad. Esto pu ede atribuirse directam ente
a la calidad de sus ojos, que tiene sutiles diferencias en cada caso. La
m anera en que una especie ve a otra depende de lo que constituye ali­
m ento para ella. Así, cuando los seres hum anos ven el cuerpo de u n
m ono lo ven como carne; cuando un tigre ve un cuerpo hum ano lo ve
como carne. Un has (grupo de espíritus maléficos) que ve a un ruwai
hum ano lo percibe como carne, etc. Todos los seres m ortales que vi­
ven en la selva tienen que com er carne p ara m antenerse con vida, y
p ara eso tienen que matar. Lo que constituye efectivam ente la carne
en cada caso depende de los hábitos de cada clase particular de seres.3
Sin em bargo, la dem anda social de com p artir el alim ento se m antie­
ne p o r igual en todos los grupos de personajes: en todas partes, co­
m er a solas es considerado como el acto antisocial más extrem o. Así,
la alim entación no es u n a cuestión de biología sino de m oralidad.
Todos los personajes actúan cultural y socialm ente, y m ientras uno se
com porte de acuerdo con las premisas m orales de su especie no puede
ser en m odo alguno condenado p o r sus acciones, aun cuando éstas
causen daño a otras especies. Los hum anos (y otros) harán todos los
esfuerzos posibles p ara evitar encontrarse con seres conocidos com o
dañinos, porque se supone que éstos se com portarán en la form a co-

:i Se podría pensar que el hecho de que existe una categoría general de carne (ai)
indica un conocimiento implícito de los animales. Pero ai incluye peces (para los cuales
hay una palabra, kiel) y no incluye a los muchos animales que los chewongs no comen.
rresp o n d ien te a su especie y atacarán. Los chewongs son relativistas;
para ellos cada especie es diferente, p ero igual.

EL RU W AI COMO PERSONAJE

Es posible, p o r supuesto, estar vivo sin ser u n personaje. El concep­


to chewong de ruwai tiene varios niveles y especificidad de significa­
do. En el sentido m ás am plio, todos, los hum anos, los árboles, los
anim ales, los ríos, tienen ruwai en el sentido de u n principio vital que
los distingue de las cosas inertes. Como tal, está asociado con el alien­
to y la hum edad. El segundo nivel de significado de ruwai es en el sen­
tido de “alm a” o conciencia. Así, todos los anim ales y las plantas tie­
nen ruwai en el sentido general de estar vivo, pero sólo algunos “son
g ente”, es decir, son seres conscientes o personajes. Por ejem plo, afir­
m ar que los m onos “tienen ruwai'’ equivale a afirm ar que son perso­
najes, que tienen en com ún la versión específica de los atributos cons­
cientes com unes a la especie de los monos.
El tercer nivel de significado es el del espíritu-guía y el de ten er
u n a relación con uno de ellos. En tales contextos, decir que uno “tie­
ne ruwai’' equivale a decir que uno tiene una relación con un perso­
naje no hum ano. En este capítulo, me ocuparé del segundo nivel de
significado de ruwai, p ero creo que es significativo que se utilice la
m isma palab ra p a ra los tres aspectos de la “vida”, vinculándolos a to­
dos, m etoním icam ente, en un esquem a conceptual general.
¿Q ué significa ser u n p erso n aje? En p rin c ip io significa te n e r
cap acid ad es racionales, con todas sus im plicaciones de lenguaje,
intencionalidad, razonam iento, em otividad, m ovim iento y participa­
ción en un m odo de socialidad com partido. En otras palabras, los p er­
sonajes piensan, sienten, juzgan y actúan de acuerdo con ciertos cri­
terios m orales externos. Sin em bargo, es preciso ensanchar nuestra
concepción de la conciencia p a ra incluir aspectos fisiológicos, y no
sólo m entales. C ada especie tiene asimismo su cuerpo - “m anto”- y su
olor especiales, y am bos son tam bién p a rte inseparable de su estatus
como personaje. Así, el m ovim iento, el aliento y el olor form an p a r­
te del concepto chewong de conciencia (Howell, 1989, 1996). Desde
el p u n to de vista de los principios, todas esas cualidades son necesa­
rias, pero todas se m anifiestan de diferente m anera en cada especie.
Los seres con aptitudes cham ánicas h an tenido m ucho contacto con
m iem bros de o tra especie consciente; tien en m uchos espíritus guía y
su ruwai es capaz de vagar p o r todos los m undos, y sus ojos “fríos”
significan que p u ed en ver a través de todos los engaños, y ver la rea­
lidad como es realm ente.
Todos los aspectos de la conciencia se constituyen en relaciones
recíprocas y en conjunto form an el personaje. Esto significa que hay
u n cuerpo correcto p ara el ruwai correcto. Si bien es posible ponerse
el cuerpo de otra especie, eso sólo p u ed e hacerse p o r periodos bre­
ves y es u n asunto arriesgado. C uando alguien cae en trance, el ruwai
(de cualquier ser consciente) abandona su cuerpo, pero es vital que
regrese al cuerpo correcto. C uando el ruwai se pierd e o es atrapado
p o r un ser dañino, la persona se enferm a, y tam bién una lesión físi­
ca seria afecta al ruwai. En cualquiera de esos casos es indispensable
realizar u na curación -re sta u ra r el equilibrio en tre las p arte s-, o la
persona m uere. Aun cuando los chewongs reconocen que existe una
división entre el ruwai y su m anto, ellos insisten en que am bas cosas
no son realm ente divisibles: cada una se constituye p o r m edio de la
otra, creando u n a totalidad que sólo transitoriam ente puede separar­
se. Es como si las cualidades de u n ruwai hum ano estuvieran im pre­
sas en la cualidad del m anto hum ano y viceversa. Esas cualidades, a
su vez, afectan la calidad del hígado, los ojos y el olor, y son afecta­
das p o r ellas. De este m odo, el conocim iento ligado a la especie y las
em ociones son conocim iento encarnado en un sentido muy real.

ÉTICA CHEWONG

La epistem ología chewong está, pues, basada en u n a com prensión de


las especies naturales que im plica que las especies que son p erso n a­
jes p articipan en su p ro p ia versión de u n universo m oral: u n univer­
so m oral que abarca el com portam iento “práctico” cotidiano. A hora,
pasaré a la cuestión referente al sentido m oral inform ado p o r la es­
pecie, y lo que quiero decir con esto es conciencia de sí m ism o en el
m undo, en relaciones significativas con otros.
La relación entre el cuerpo -el “m anto”- y el ruwai no siempre es tie­
ne una correspondencia obvia o está claram ente definida. El engaño es
p arte del juego. Así, uno puede toparse con un ser que tenga el cuerpo
de una rana, pero que en realidad sea un ser hum ano, y viceversa. Este
últim o punto es de particular interés en lo que es, después de todo, una
visión antropocéntrica del m undo. U n espíritu o u n a planta pueden
ad o p tar u na form a hum ana, de la misma m anera en que un ser hum a­
no pu ed e ad o p tar la form a de una planta o un animal. Tam bién es po­
sible que el hecho de habitar por algún tiem po un cuerpo de otra especie
provoque la pérdida de la pertenencia a la especie original. De nuevo,
esto se aplica tanto a los hum anos que han habitado en un cuerpo ani­
m al com o a los anim ales o espíritus que h an habitado en u n cuerpo
hum ano. En esos casos se produce una verdadera m etamorfosis y el ser
ve el m undo con los ojos de la especie huésped, y percibe y siente como
ella. Los recuerdos de la identidad anterior se borran. Por lo tanto, se
p uede hablar de fusión de la m ente, las em ociones y el cuerpo en un
sentido muy real, y en consecuencia las ideas chewongs contradicen una
prem isa básica de las sugerencias de Johnson, a saber, la de que el cuer­
po es un dato estable del cual no nos separam os nunca (1987:206). Para
los chewongs, los cuerpos son partes de un todo m ayor que constituye
a la persona como m iem bro de la especie, y es perfectam ente posible
moverse entre cuerpos, aunque sólo en form a transitoria.
La selva y todo lo que hay en ella no son la “naturaleza”. Más bien,
el m edio am biente de la selva constituye los límites del dom inio cul­
tural chewong, y, en cuanto tal, el potencial para la aparición de p e r­
sonajes. H asta que algo se revela como personaje, los chewongs m an­
tienen u n a actitud agnóstica hacia cada planta, cada piedra y cada ser
que se m ueve en la selva. Si hubiéram os de em plear conceptos anti­
cuados, no sería e rró n eo afirm ar que los chewongs tienen una con­
cepción dualista de su m undo, concepción que pu ed e ser predicada
sobre la ausencia o la presencia de conciencia. Sin em bargo es im por­
tante destacar que no hay fronteras absolutas entre ellas, ya sean tem ­
porales, espaciales o de categorías. Con excepción de la categoría h u ­
m ana, el estatus de especie de un personaje no es ni finito ni estable,
igual que no son estables las relaciones en tre los distintos aspectos de
la p ersonidad. Las especies pasan a ser y dejan de ser categorizadas
com o personajes d ep endiendo de circunstancias contingentes.
Además, la idea de que la “n aturaleza” existe para ser explotada
o controlada p o r los hum anos sería absurda p ara la form a de pensar
de los chewongs, igual que sería absurdo sugerir que la m ente debe
controlar al cuerpo, o que los hom bres deben controlar a las mujeres,
o algunos individuos a todos los demás. Las personas interactúan con
la selva, su socialidad está directam ente activa en relaciones con otros
seres conscientes, así como con las partes de la selva que no son vis­
tas com o personajes.
Así, las identidades ligadas a la especie dentro de un am biente in­
cluyente form ado p o r num erosos universos sociales y m orales son la
clave p ara com prender las concepciones de los chewongs. Es desde
ese p u n to de vista que afirm o que su m un d o social está form ado p o r
los poco más de trescientos cincuenta individuos hum anos sólo super­
ficialm ente, y en cam bio debe ser extendido hasta coincidir tanto con
la selva com o con el cosmos chewong. Por debajo de las ideas che­
wongs respecto de esto hay u n a percepción clara de cóm o las relacio­
nes se m antienen a través de procesos de intercam bio. Todos los ac­
tores y potenciales actores de su universo están ubicados en form a
relacional. Los individuos chewongs no tie n e n n in g u n a dificultad
para e n ten d e r la idea de m utualidad. Su com prensión ontológica se
basa en esas ideas. En una sociedad que sólo se puede describir com o
organizada en form a extrem adam ente laxa -c o n parentesco p o r afi­
nidad, sin dirigentes ni instituciones políticas form ales, y d onde la
ética igualitaria es realm ente u n a experiencia vivida- se vuelve p e r­
tinente preguntar qué es lo que constituye la sem ántica de la sociedad,
el p u n to de referencia m oral para los individuos. Mi proposición es
que para los chewongs la sociedad está lim itada po r los personajes con
los que tienen una relación de obligación, responsabilidad y derechos,
y con los cuales esas dem andas se expresan en relaciones de intercam ­
bio de algún tipo. Por ejem plo, todos los anim ales cazados se cham us­
can antes de destazarlos: el olor de la piel quem ada va a la tierra de
ese anim al particular y representa una especie de devolución de la fe­
cundidad. O tra form a de expresar esto sería decir que los chewongs
viven en u n continuo diálogo con la selva y los habitantes de la selva
y, como cualquier diálogo significativo, tam bién ése transcurre en el
m arco de premisas, valores y conceptos com unes.
E ntonces, aun cuando desde u n p u n to de vista la sociedad che­
w ong pu ede parecer estática, creerlo así sería erróneo. Sus construc­
ciones ideológicas son sum am ente flexibles e incorporan las ideas, los
objetos m ateriales y las prácticas nuevos del exterior que provocan
alguna resonancia cultural (Howell, 1995) y les dan u n sentido con­
form e a los principios existentes.

FUENTES DE INFORMACIÓN

Hay tres fuentes principales a las que podem os recu rrir p ara funda­
m en tar lo afirm ado más arriba. Las dos prim eras son un gran conjun­
to de m itos y canciones cham ánicas, y una serie de prescripciones y
proscripciones, todo lo cual da form a y constituye la subjetividad y el
com portam iento social. Esos dos dom inios están incrustados dentro
del tercero: la cosm ología chewong. Muchos de los vectores cosm oló­
gicos p u edes descubrirse exam inando los dos prim eros cam pos; en
conjunto, esas tres fuentes de conocim iento constituyen los principios
que estructuran la vida cotidiana, las prácticas cham ánicas y el códi­
go m oral. H aré una breve presentación de cada una, em pezando p o r
algunas p ertin entes ideas cosmológicas chewongs (para u n exam en
detallado, véase Howell, 1986, 1989).

La cosmología

E squem áticam ente, la cosmología chewong p o d ría describirse com o


ocho m undos colocados en capas. T ierra Siete (te tujuh) es la de la selva
y los seres que viven en ella, así com o los malayos y los chinos (y ah o ­
ra tam bién los ingleses). Este es u n m undo muy caluroso, d onde h u ­
m anos y anim ales tienen calor porque d erram an sangre a través de
sus acciones de cazar y com er carne. Por eso, todos los seres son m o r­
tales. Abajo está T ierra Ocho, que es el M undo de Después -u n a isla
de nieblas sobre la cual los chewongs no saben m ucho y no les im por­
ta - y arriba T ierra Seis, que es el hogar de los “seres originales”. Es­
tos todavía son inm ortales, situación que puede atribuirse directam en­
te al am biente frío causado p o r el hecho de que no com en nada más
que frutas y rocío. Entre Siete y Seis hay varios m undos de varias es­
pecies de espíritus, y las prim eras cinco tierras no son significativas.
E ntrem ezclados -p o d ría m o s d e c ir- con T ie rra Siete tam bién hay
varios m undos, m ás habitados p o r diversos seres fríos e inm ortales
que viven en o cerca de ríos o en flores y que se alim entan de rocío.
La m ayoría de los seres, sean anim ales o espíritus, pueden tanto d a ­
ñ ar com o ayudar a los seres hum anos.
Sin em bargo, cuando causan daño, éste nunca es prem editado o
malicioso, sino que generalm ente es resultado de alguna transgresión
hu m an a (véase más adelante). A lternativam ente, buscan aplacar su
ham bre y cazan seres hum anos (cuerpo o ruwai) igual que los seres
hum anos cazan diversos anim ales.
Prescripciones y proscripciones

No hay reglas explícitas que ordenen a los chewongs no robar, no m a­


tar o abstenerse de otros com portam ientos habitualm ente sancionados,
ni tam poco hay instituciones sociopolíticas que puedan castigar a quie­
nes lo hacen. El com portam iento norm ativo se predica con base en
num erosas prescripciones y proscripciones que hacen referencia al
com portam iento de todos los días, y la sanción es el ataque de algún
ser no hum ano, sea personaje o no. Las reglas cubren tres áreas p rin ­
cipales: la ejecución de tareas aparentem ente m undanas, el m an d a­
m iento de com partir y el control de la em otividad. Las repercusiones
en todos los casos caen dentro de una variedad muy limitada: padecer
una enferm edad, sufrir un accidente o una catástrofe “natural” causa­
da p o r algún ser no hum ano. Un examen de las reglas revela una fuerte
preocupación p o r las relaciones y la sociabilidad de toda índole: entre
hum anos, espíritus y el m edio am biente en general y entre los propios
hum anos. Por ejemplo, no com partir comida, p o r pequeña que sea la
cantidad que haya, es exponer al peligro a los que no dieron nada;
cuando se am arran las vigas de una casa, el ratán utilizado debe estar
alineado de cierta m anera, a fin de no aprisionar su espíritu; al cocinar,
es preciso tom ar precauciones extremas para no m ezclar la carne o el
olor de diferentes animales. Los m andam iento sobre el com portam ien­
to em ocional expresivo, p o r ejemplo reírse de animales, gritar frente
a la desgracia, silbar, expresar (o incluso sentir) anticipación o deseo,
subrayan aún más la responsabilidad de los individuos de controlarse.
Algunas de esas formas de acción pued en causar deslizamientos de tie­
rras, torm entas eléctricas u otras “catástrofes naturales”, m ientras que
otras pu eden provocar enferm edades o accidentes a los individuos. Es
p articularm ente interesante señalar que las repercusiones efectivas
p u eden afectar ya sea el cuerpo del transgresor (o de la víctima cuan­
do se le ha negado participar en la comida) o algún otro aspecto de su
conciencia, ya sea el ruwai, el hígado, el olor o los ojos. Del m ism o
m odo, hay casos en los que el agente de la venganza es un anim al es­
pecífico. Por ejemplo, un tigre o u n insecto venenoso -y a sea el anim al
visible o su ruwai- m uerde el cuerpo o el ruwai de los que expresan el
deseo de u n cigarrillo cuando no hay tabaco en el lugar.
Así, la causa de enferm edades y accidentes está íntim am ente ligada
a la percepción de la responsabilidad individual, las relaciones con
otras especies y el m edio am biente de la selva, y con el reconocim iento
de que no hay separación entre el cuerpo y la m ente.
Mitos y canciones

Hay u n g ran corpus de m itos que todos los chewongs conocen muy
b ien (Howell, 1982). Todos con tien en algu na inform ación cosm o­
lógica, y dan p ru e b a de la íntim a im bricación de los hum anos y la
selva. U no de los puntos instructivos sobre los m itos para los propios
chewongs es que p ro p o rcio n an inform ación sobre la id en tid ad de
especie. Así, cada vez que les preguntaba si una especie determ inada
era personaje, ellos se detenían a pensar si había algún mito sobre eso.
U na categoría de mitos puede ser considerada com o ejem plo para el
m anejo correcto del propio ser, y contiene teorías tanto de causa como
de efecto.
U n g ran núm ero de mitos se refiere a relaciones engañosas entre
diferentes especies de personajes. Así, hay historias en las que perso­
najes hum anos aparecen bajo el m anto de anim ales, e historias en las
que anim ales, plantas o espíritus aparecen con m anto hum ano. U na
com plicación adicional es que personajes no hum anos pu ed en a p a­
recer en cuerpos hum anos cuando están “en su casa”, en “su propia
tierra”, expresando así la fundam ental igualdad de todas las especies
de personajes. En esos mitos pueden detectarse dos libretos princi­
pales: aquellos en los que el personaje disfrazado regresa a su propia
especie y aquellos en los que se m etam orfosea, convirtiéndose en un
m iem bro de la especie a la que sim ulaba pertenecer. Muchas de las
historias incluyen relaciones sexuales que cruzan barreras de especie,
en las que el individuo ilegítim o engaña a su com pañero o com pañe­
ra. Al ser descubierto, d ep endiendo del com portam iento observado
cuando estaba aún disfrazado, puede o no regresar a su especie n a ­
tal. Si su com portam iento se ha desviado hasta apartarse dem asiado
de las norm as de los códigos de su propia especie, no tienen elección
y son m etam orfoseados autom áticam ente. O bien, al ser descubiertos,
regresan p erm anentem ente a su verdadero cuerpo. Los cuerpos for­
m an p arte del todo m ayor que constituye a la persona com o m iem ­
bro de un a especie, y si bien es posible moverse en tre diferentes cuer­
pos, sólo puede hacerse p o r períodos breves.
El siguiente m ito abreviado dem uestra cóm o u n com portam ien­
to in ap ro p ia d o e n tre los hum anos conduce al rechazo del m undo
hum ano y a un regreso forzoso a la especie natal del individuo.

Un perro se había casado con una mujer. Simulaba ser un hombre. Nadie
conocía su verdadera identidad. Siempre que iba de caza con sus cuñados
encontraba un pretexto para regresar al sitio dond e la presa había sido
destazada antes de llevarla a casa. Allí se com ía los intestinos y la sangre.
Cuando eso se descubrió volvió a ser perro y los perros perdieron su estatus
de personajes.

Las prácticas religiosas chewongs son chamanísticas. Las personas


se en cu en tran con espíritus en sueños o d u ran te estados de trance y
reciben canciones que deben cantarse cada vez que realizan u n a se­
sión. Las canciones consisten en u n a m ultiplicidad de voces que se
entrem ezclan. Diversos espíritus se tu rn an cantando y hablando so­
bre sus m undos y sus actividades, y, de tanto en tanto, los cantores
intervienen en el canto con sus propias voces, relatando experiencias
de los viajes de sus almas. Nuevas canciones surgen com o resultado
de encuentros de individuos con diferentes espíritus, m ientras que
viejas canciones p u ed e n m orir con sus propietarios. Así, las cancio­
nes son u n a continua fuente de detalles acerca de los diversos espíri­
tus y sus m undos, y el principal m edio de m an ten er u n a com unica­
ción activa entre diferentes especies (para un estudio más detallado
de las canciones chewongs, véase Howell, 1994).
En el contexto presente, hay cuatro puntos que podem os deducir
de los m itos y las canciones chewongs. Prim ero, dem uestran una in­
terconexión no jerárquica entre los seres hum anos y otros seres -co n s­
cientes e inconscientes- de su m undo. Segundo, expresan la m orali­
dad chewong m ediante ejem plos de prescripciones, proscripciones y
com portam ientos correctos. Com o tales, desem peñan funciones p e ­
dagógicas norm ativas adem ás de construir m etafóricam ente una vi­
sión del m undo. Tercero, destacan tanto la universalidad de la m oral
com o su vinculación con cada especie, creando así distinciones entre
diferentes especies sin evaluar su significación relativa. Así, la acción
ritualizada es lo que se predica sobre las reglas. Cuarto, las concepcio­
nes chewongs de la personidad destacan tanto el conocim iento encar­
nad o com o los cuerpos “m entales” y “em ocionales”. Por lo tanto, yo
sostengo que el ser chewong participa en su realidad existencial m edian­
te la ejecución continua de rituales que, en sí y por sí, expresan la estruc­
tura de dependencia y m utualidad. En tales sociedades, los individuos
no están delim itados o sujetos p o r sus cuerpos. El alma, el espíritu o el
yo -com o queram os llam arle- se distribuye p o r un campo social mucho
mayor, y los individuos son parte de un sistema de relaciones mayor que
define los parám etros de la enferm edad, las desgracias, las catástrofes
“naturales”, la fertilidad e infertilidad, etcétera.
CONCLUSIÓN

La visión chewong no puede ayudar a los científicos o a los filósofos


m orales occidentales en su intento de establecer diferencias y simili­
tudes esenciales entre los hum anos y otros anim ales, y los etólogos y
otros que buscan argum entos en favor o en contra de la teoría de que
diversos anim ales tienen “cultura” o “lenguaje” deben buscar eviden­
cias en o tra parte. Tanto la construcción occidental de la naturaleza
y la cultura como las fronteras postuladas entre esos conceptos están
incrustadas en u n a ideología y u n a filosofía específicas de una cultu­
ra y tienen u na historia intelectual muy larga. Es imposible m odificar­
las salvo p lan tea n d o p reguntas que utilicen conceptos y categorías
relevantes hallados en los discursos científico y filosófico occidenta­
les. E n su libro Primate Visions, Haraway con m ucha pertinencia, se­
ñala que no pued e haber encuentro prediscursivo con la biología, o,
más en general, con la naturaleza: “Las ciencias naturales no necesa­
riam ente se van acercando cada vez más a una ‘naturaleza’ objetiva de
la que p u ed en apropiarse m aterial y sim bólicam ente, sino que en sí
mismas son actividades sociales, inextricablem ente situadas dentro de
los procesos que le d iero n o rig en ” (Haraway, 1989, cit. en W ade,
1993:18).
In g o ld sugiere que la p reg u n ta “¿Q ué es un anim al?” se p u ed e
resp o n d er de m uchas m aneras, pero que “cada [...] paradigm a tiene
alguna visión de la anim alidad profundam ente incrustada, y con fre­
cuencia sólo vagam ente reconocida, en la m ayoría de sus supuestos
más fu n d am entales”; “lo que liga las contribuciones [de los autores
del volum en] no es u n a teoría, sino u n a preg u n ta” (Ingold, 1988:15).
No m e cabe d ud a de que está en lo cierto p o r lo que se refiere a los
discursos occidentales, pero tam poco de que la pregunta “¿Qué es un
anim al?” no ten dría ningún sentido p ara un chewong si se le form u­
la en esos térm inos. El concepto de “an im alid ad ”, y aún m ás el de
“bestialidad”, no form an p arte de su m apa cognitivo del m undo. Yo
sugiero que es tam bién p o r eso que en su lengua no hay una palabra
que corresponda a “anim al”. Y sostengo, adem ás, que es in apropia­
do b u sca r u n a c a te g o ría e n c u b ie rta de anim al en la clasificación
chewong del m undo. Lo que argum ento es que aun cuando su visión
del m u n d o es antropocéntrica, es m ás apropiado decir que los con­
trastes simbólicos que hacen se basan en la distinción entre los seres,
plantas y objetos que son personajes y los que no lo son. En ese sen­
tido es que resuelven lo que en mi opinión es una predilección hu m a­
na, a saber, la de establecer prem isas p ara distinguir entre el propio
ser y el otro. Los chewongs no hacen distinciones categóricas del tipo
naturaleza-cultura o m ente-cuerpo, pero sí diferencian entre “noso­
tros” y “ellos”. La continuidad o la extensión de la hum anidad, diría,
se m ueve en tra n d o y saliendo y alred ed o r de los num erosos seres y
objetos nom brados y enum erados de su m edio am biente, en los m u­
chos m undos que según ellos existen en la selva. Lo interesante, sin
em bargo, es que esas fronteras están lejos de ser absolutas, y “noso­
tros” es u n a categoría fluida. Además, la realidad no es divisible en
m aterial y espiritual, en m ente y cuerpo, em oción e intelecto. Más
bien es p ercibida com o form ada p o r seres y cualidades fluidos en
interm inable interacción m utua.
Los chewongs, entonces, no tienen ninguna dificultad p a ra acep­
tar que seres distintos de los hum anos puedan ser sujetos con concien­
cia de sí mismos, con pensam ientos y sentim ientos propios. Sin em ­
bargo, a diferencia de los miembros de varios movimientos ecologistas
occidentales, los chewongs no aceptarían que los seres hum anos tie­
nen apriori cierta responsabilidad m oral hacia esos otros seres vivien­
tes, o que en principio todos los seres tienen la m ism a im portancia y
los mismos derechos. Los chewongs adm iten la posibilidad de que los
m iem bros de cualquier especie natural p u ed an ser o convertirse en
personajes, pero es cuestión de exam inar cada caso a m ed id a que se
presenta. Los chewongs aceptarían que todo lo que hay en su m edio
am biente es capaz de interactuar significativam ente con ellos -ta n to
positiva com o negativam ente-, pero es im posible separar esas posi­
ciones de su cosmología. Por eso es qué toda la selva, incluyendo los
num erosos m undos invisibles situados dentro y p o r encim a de ella, es
espacio cultural. E llen ha su g erid o (cap. 6 de este libro) que u n a
m anera de identificar una construcción universal de la naturaleza es
buscar la form a en que la naturaleza es definida com o algo espacial­
m ente separado de nosotros, “asignándola a algún reino exterior a los
hum anos y a su espacio de vida inm ediato (cultural)”. Pero p a ra que
eso ocurra, es necesario establecer algún tipo de distinción en tre la
a ld e a y la selva con la que los h u m a n o s in te ra c tú a n en fo rm a s
estructuradas. Esto no es aplicable a los chewongs. No obstante, yo
sugiero que los m undos fuera de la selva, los de los malayos y los chi­
nos, son contrastados con la selva y percibidos com o desconocidos y
peligrosos, posiblem ente salvajes. Sin em bargo, no es posible descri­
b ir ese m undo fuera de la selva como naturaleza en n in g u n a form a
que resulte adecuada o útil. C iertam en te lo tra ta n con precaución
extrem a, y en cualquier trato con él los chewongs cultivan la tim idez
com o u n aspecto inseparable y positivo de su p erso n id a d (Howell,
1989, 1996). De m odo que, puesto que no participan en el universo
social chew ong de hum anos y no hum ano s en la selva - e n la g ran
cadena del ser-, los tipos de relaciones que los chewongs pu ed en te­
n e r con tales personas son no recíprocos. A diferencia de las partes
significativas de la selva con las que los chewongs tienen constantes
relaciones de intercam bio -u n a econom ía de regalos- los m odos de
relacionarse con los desconocidos m undos exteriores no tienen n in ­
guna significación más allá de los encuentros mismos.
Dicho esto, quiero term inar con u n a nota más general. La cosm o­
logía y las teorías chewongs del ser en el m undo denotan que su com ­
p ren sió n de sí m ism os, de otros, y de los num erosos otros signifi­
cantes, los guían y constituyen com o sujetos que saben y actúan de
acuerdo con principios coherentes y con diferentes m odos de socia­
bilidad. No suscriben categorizaciones que coincidan con las occiden­
tales, pero eso no significa que no diferencien. Para u n estudio com ­
parativo de ontologías y epistem ologías, u n b u en punto de p artid a
sería u n a ex p loración de principios indígenas de diferenciación y
m odos de relacionarse.

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8. CERBATANAS Y LANZAS*
La significación social de las elecciones
tecnológicas de los huaorani

Este artículo propone que la tecnología de la caza puede arrojar nueva


luz sobre la conexión entre la sociedad y la naturaleza. Exam ina las
relaciones sociales existentes entre los huaorani, un grupo de cazado-
res-recolectores de la Amazonia, y los anim ales que cazan. Estudia el
vasto saber etológico de los huaorani, las relaciones sociales p o r m e­
dio de las cuales las arm as se hacen y se usan, y tam bién aquellas que
atañ en a la distribución de las presas cazadas, su p rep aració n y su
consum o. C ad a u n o de esos aspectos ilu m in a los p rin c ip io s que
estru cturan la organización social y aseguran su reproducción. Las
técnicas de caza de los huaoranis, que se basan en u n profundo cono­
cim iento de la vida anim al, generan relaciones sociales específicas y
producen identidades sociales distintivas. Se m uestra que la cerbatana
y la lanza, que constituyen dos m odos contrastantes de m atar a las
presas y de relacionarse con ellas, m onitorean la distancia social en
los mitos. Así, su función m ítica revela u n a notable analogía entre la
m anera en que los huaoranis se tratan unos a otros y la form a com o
tratan a los animales. Se concluye que la tecnología de caza podría ser
m ejor guía que el simbolismo anim al para la objetificación social de
la naturaleza.
Si aceptam os la proposición de que los procesos técnicos son so­
cialm ente significativos (Lemonnier, 1994), debem os ver la tecnolo­
gía de caza com o u n área clave para co m p ren d er la conexión entre
n atu raleza y sociedad. Son pocos los etnógrafos de sociedades de
cazadores que no h an com entado la extensión y precisión del saber
etológico que poseen los cazadores indígenas. Y la m ayoría de ellos

* El trabajo de campo entre los huaoranis (realizado entre enero de 1989 y junio
de 1990) fue posibilitado por el generoso apoyo de la Wenner-Gren Foundation for
Anthropological Research. Estoy muy agradecida a Philippe Erikson, Stephen Hugh-
Jones, Michael O’Hanlon y Roy Ellen, quienes comentaron los borradores, y a Gisli
Pálsson por sus valiosos comentarios editoriales.
da p o r sentado -a u n q u e no lo digan explícitam ente- que el éxito en
la caza debe ser atribuido prim ariam ente a la pericia en el rastreo y
la im itación de gritos anim ales de los cazadores. ¿Por qué, entonces,
los estudios tien d en a ignorar el conocim iento práctico de los hábi­
tos de vida de las diferentes especies anim ales, concentrándose en
cam b io en aspectos sem ánticos y éticos d el sim bolism o anim al?
(Nelson, 1973; R idington, 1982; Bird-David, 1993.)
Los estudios sobre la caza en la Am azonia han exam inado la ad a p ­
tació n a m b ie n ta l (Gross, 1975; Ross, 1978; Hawkes et al., 1982;
R edford y Robinson, 1987), la eficiencia técnica (H am es y Vickers,
1983) y las creencias religiosas (Reichel-Dolm atoff, 1976; Descola,
1992). Esos estudios h an planteado tres preguntas: ¿la caza de p eq u e­
ñas presas se adapta a la ecología amazónica? ¿Las arm as tradicionales
son m ás eficientes que las arm as de fuego? ¿Se alcanza el equilibrio
ecológico p o r m edio de la práctica cham ánica? Igual que la m ayor
p arte de la antropología am azónica, esos estudios pasan p o r alto la
experiencia vivida que deriva de relacionarse activam ente con agen­
tes n o h u m an o s que c o m p a rte n n u e s tro m ed io a m b ie n te (véase
Descola, 1986 com o una excepción notable). Esto se p u ed e atribuir
en p arte a la extrem a polarización de las opiniones en to rn o a la caza
indígena, explicadas como limitaciones am bientales o com o limitacio­
nes semiológicas. No conozco ninguna obra, p o r ejem plo, que hable
de la gran variedad de técnicas de caza que p u ed en encontrarse en
grupos que o p eran en condiciones ecológicas similares. Este artícu­
lo exam ina el hecho de que los huaoranis cazan casi exclusivamente
m onos, pájaros y pecaríes de labio blanco (Tajassu peccari) esencial­
m e n te con dos tipos de arm as, cerb atan as y lanzas. C om o espero
dem ostrar, la elección de esas arm as, profundam ente arraigadas en
las relaciones sociales, podría haber sido dictada p o r criterios distintos
de la eficiencia técnica.

EL CONTEXTO ETNOGRÁFICO DE LA CAZA

La historia de los huaoranis se caracteriza p o r la intención conscien­


te de evitar la inserción en redes regionales y escapar a las alianzas
políticas concom itantes. H asta donde sabemos, h an vivido p o r siglos
en los intersticios entre las grandes naciones zaparo, shuar y tokano
del alto M arañón, d o n d e constituyeron enclaves nóm adas y autár-
quicos que rechazaban ferozm ente el contacto, el com ercio y el in ter­
cambio con sus poderosos vecinos. Ese drástico aislam iento ha encon­
trad o varias expresiones culturales. Por ejem plo, la lengua huaorani
no se p u ed e atribuir a ningún grupo conocido. Además, cuando p o r
p rim era vez el Instituto Lingüístico de Verano tuvo contacto con ellos,
poco después de 1960, literalm ente no tenían ningún rasgo cultural
no huaorani.
Com o he m ostrado en otros estudios (Rival, 1992, 1993), ese aisla­
cionism o co rresp o n d e a u n sistem a altam ente endogám ico aunque
suficientem ente flexible com o para incluir variaciones dem ográficas
relativam ente amplias. En m om entos de estabilidad dem ográfica, la
población general se divide en redes dispersas de malocas [longhouses]
que se casan entre ellas, separadas p o r vastas extensiones de selva no
ocupada. Para más seguridad y autonom ía, los grupos residenciales
tien d en a aislarse de la m ayoría de los otros grupos. Existe un grado
m ayor de solidaridad entre las malocas que intercam bian cónyuges.
Esos grupos débilm ente constituidos, llamados a veces huaomoni (“no-
sotros-gente”), m antienen relaciones de hostilidad latente con todos
los dem ás grupos, a los que llam an “otros” o “enem igos” (<huarani). Las
m alocas no relacionadas por m atrim onio evitan encontrarse, y a m e­
n u d o cada una ignora la ubicación exacta de las dem ás. Sin em bargo
las relaciones personales entre parientes que viven en malocas no alia­
das p erm iten una renovación periódica de las alianzas en tre grupos
huaranis, sin lo cual la sociedad huaorani no podría seguir existiendo
como entidad separada. Si la necesidad de m antener abiertas las alian­
zas con huaranis asegura la cohesión general de la tribu, lo que estruc­
tu ra los grupos huaom onis es la preferencia cultural por las alianzas
de herm an o y herm ana. Los herm anos de distinto sexo se agrupan en
pares desde edad tem prana, y tratan de m antenerse cultural y espa­
cialm ente cerca d u ran te toda la vida. Aún después de casarse siguen
unidos p o r vínculos fuertes y duraderos. El m atrim onio es uxorilocal.
La m ayoría de los m atrim onios se da en tre prim os cruzados (con una
pro p o rció n significativa de m atrim onios en tre prim os cruzados d o ­
bles), y hay m uchos que u n en series de pares de herm anos y herm a­
nas. Expresado en térm inos culturales más generales, la preferencia
cultural es que herm ano y h erm ana perm anezcan dentro del mismo
grupo huaomoni y casen a algunos de sus hijos entre ellos.
El sistem a tradicional de alianzas sociales, basado en u n estricto
cerram ien to sobre sí m ism o del m undo social huaorani, así com o en
el parcial aislam iento y la evitación m utua de los grupos regionales,
corresponde a un m odo particular de subsistencia y uso de la selva.
Los g rupos de casas se desplazan re g u la rm en te en tre sus m alocas
(construidos en la cima de alguna elevación) y u n a serie de residen­
cias secundarias y abrigos de caza. En cuanto a la dieta, hay u n a cla­
ra p referencia p o r la fruta, especialm ente el fruto de u n a palm era
(.Bactris gasipaes). Sus presas favoritas, las aves y los m onos, son espe­
cies arb óreas que se alim en tan p rin cip a lm en te de fru ta .1 C uando
abunda, la fruta es el alim ento principal y la caza se interrum pe. Los
árboles frutales, legado de generaciones anteriores, son plantas de
crecim iento lento, cuya abundancia convierte la selva en u n m edio
am biente generoso.
Antes de la introducción de las armas de fuego a m ediados del de­
cenio de 1970, aves y m onos se cazaban exclusivamente con cerbatana,
y los pécaris de labio blanco (Tajassu peccari) con lanzas.2 El pécari de
labio blanco, único anim al terrestre que comían, se cazaba sólo ocasio­
nalm ente. No había ninguna otra arm a -n i tram pas, ni arcos y flechas,
ni m azas- y casi todas las otras especies anim ales eran tabú. La pesca,
actividad de mujeres y niños más que de los hom bres, era m arginal.3
Con excepción de los niños, que cazan en bandas, los cazadores gene­
ralm ente persiguen solos pequeñas especies arbóreas durante el día.
Por lo menos un m iem bro de la maloca sale a cazar cada día, y es raro
que los cazadores vuelvan con las m anos vacías. En realidad, los reto r­
nos son elevados, y cada persona come p o r lo m enos 200 gramos de
carne cada día. Las presas cazadas se reparten, se cocinan y se consu­
m en de inm ediato. La carne es tan apreciada como la fruta, en gene­

1 Hasta donde sé, no existe un térm ino general equivalente a “anim ales’’. Los
animales que se cazan son oingaiñ, literalmente “animal cazable, por lo tanto com es­
tible”. Si se insiste mucho, los informantes m encionan -c o n mucha renuencia- tér­
minos inclusivos com o “m onos”, “peces” y “aves”, que forman extendiendo el signi­
ficado de una especie “prototípica”. Por ejem plo g ata, nom bre del m ono lanudo,
puede referirse a todos los monos.
2 Las escopetas fueron introducidas por el ILV. Ampliamente utilizadas, hoy, rara
vez son compradas, ya que los hombres las adquieren por intercambio o como rega­
lo de diversas instituciones y de las compañías petroleras. Algunas mujeres todavía
cazan con la escopeta del m arido o de un hijo. Los perros fueron introducidos al
mismo tiem po que las armas de fuego, pero raramente se usan para cazar.
s Se utiliza una variedad de venenos vegetales para atontar a los peces, que des­
pués se recogen en redes tejidas por las mujeres. Los hombres a veces em plean una
lanza larga y flexible hecha de madera de balsa para atrapar peces grandes en las
lagunas. Esas lanzas de pesca se usan también para alisar el canal de las cerbatanas
después de perforado.
ral se hierve y a m enudo se come sin más aderezo. No hay reglas p ar­
ticulares sobre a quién le toca qué parte. El exam en de 867 cacerías (que
rindieron 3 165 presas m uertas) p o r Yosty Kelley (1983) corresponde
a mis propias observaciones y resultados registrados: los monos, espe­
cialm ente el m ono lanudo (Lagothrix lagotricha), pero tam bién el mono
aullador (Alouatta seniculus) y el m ono arañ a (Ateles paniscus), y dos ti­
pos de gallináceas (Mitu Salviniy Penelope jacquacu) son las especies más
apreciadas y las que se cazan con más frecuencia.

EL CONOCIMIENTO PRÁCTICO DE LA CAZA

Tanto las m ujeres como los hom bres tienen un g ran conocim iento de
los hábitos, habitats y sitios de alim entación de la m ayoría de las es­
pecies arbóreas. D educiendo con base en los ciclos de las frutas, las
condiciones climáticas y m uchos otros signos, son capaces de p re d e­
cir los com portam ientos de los anim ales y de ubicar a los que no p u e­
den ver. C on el desarrollo de habilidades sensoriales -especialm ente
el oído y el olfato- sienten la presencia de anim ales y anticipan su si­
guiente m ovim iento. Los niños adquieren ese conocim iento en gran
p arte entre ellos, a m edida que exploran la selva (nunca más allá de
u n rad io de cuatro kilóm etros, ap ro x im ad am en te, a lre d ed o r de la
m aloca) con niños m ayores. H om bres, m ujeres y niños pasan horas
ex p lo ran d o len tam en te la selva a lo largo de sus senderos. No sólo
cazan y recolectan (dos actividades que en la práctica casi no se dife­
rencian) sino que caminan, observando con interés y placer evidentes
los m ovim ientos de los anim ales, el progreso de la m aduración de las
frutas o sim plem ente el crecim iento de la vegetación. C am inando de
ese m odo (un estilo de desplazam iento m arcadam ente diferente del
que usan cuando van de visita o transportan com ida de un lugar a otro)
u no nunca se cansa ni se pierde. N uestro propio cuerpo adquiere el
olor de la selva y deja de ser extraño al m undo selvático. A prendem os
a percibir el m edio am biente como lo hacen los otros anim ales. Uno
llega a ser un “residente”, participando intensam ente en una conver­
sación silenciosa con las plantas y anim ales circundantes (Ingold,
1993b). C am inando p o r la selva día tras día con inform antes h uaora­
nis, em p ec é a c o m p re n d e r que al in te rp re ta r el m edio am b ien te
desde la perspectiva de un anim al, estaban reconociendo la capacidad
de vo lu n tad y p ro p ó sito del anim al. Las aves y los m onos, en p a r­
ticular, m uestran intención y propósito en su búsqueda de alim ento.
D ocum entar ese conocim iento práctico está lejos de ser fácil. Los
inform antes se m u estran renuentes a contestar p reg u n tas sobre el
co m p o rtam ien to de los anim ales, com o si su saber no fuera verba-
lizable. La conducta anim al no se p u ed e enseñar ni explicar: es p re ­
ciso observarla y experim entarla en form a práctica. Por lo tanto, las
entrevistas formales no aportaron datos sustanciales sobre el com por­
tam iento anim al, pero en cam bio sí m e hicieron ver algunos de los
principios que organizan el conocim iento práctico de los huaoranis.
Por ejem plo, los inform antes separaban claram ente los datos obser­
vados de las cosas que habían oído decir. C uando no estaban seguros,
adm itían abiertam ente su ignorancia. Si un inform ante recom pensaba
mi insistencia con alguna generalización (infundada), nunca faltaba
alguien que adujera un ejem plo contrario. Por últim o, el com porta­
m iento anim al invariablem ente se describía p o r m edio de expresio­
nes antropom órficas (lo cual, según Kennedy, 1992, parece ser com ún
tam bién entre los etólogos occidentales). Fue p o r la participación en
expediciones en la selva que a p ren d í lo poco que sé sobre el com ­
p o rta m ie n to anim al y las percep cio n es de los h u a o ra n is sobre el
com portam iento anim al. Las conversaciones inform ales que avanza­
ban a buen paso tanto du ran te com o después de la cacería tam bién
resultaron m ucho más instructivas que las entrevistas.
Las historias de cacería se com parten con los que se quedaron en
casa. Los cazadores tienen que resp o n d er a num erosas preguntas y
relatar en detalle qué sendero tom aron, hasta d ónde fueron, qué es­
taba com iendo el anim al que cazaron, d ónde le dieron, etc. Las inter­
pretaciones del com portam iento anim al se p onen a p rueba constan­
tem ente y todas las afirm aciones se discuten. C uando los cazadores
relatan una persecución fallida, los dem ás los critican p o r no haber
adoptado mejores tácticas, y de inm ediato se arm a una viva discusión,
en la que los cazadores tratan de justificar sus acciones con base en
anteriores persecuciones exitosas. Las m ujeres, que acom pañan a los
cazadores y con frecuencia cazan tam bién, participan plenam ente en
esas conversaciones. Los niños escuchan atentam ente esos relatos de
interacciones recién vividas, observadas y recordadas entre cazadores
y presas. Igual que sus parientes adultos, se sum ergen con g ran d e ­
leite en ese com partir el saber práctico.
Después de h ab er participado en cierto núm ero de cacerías y de
oír incontables conversaciones sobre la caza, tengo la im presión de
que el conocim iento de los m onos y las aves, y el interés p o r ellos,
están p articularm ente desarrollados. Sin em bargo, he recogido más
inform ación sobre los monos. Por lo que pude observar y oír, parecería
que los cazadores tienen un conocim iento bastante íntim o de los in­
dividuos que com ponen u n a banda de m onos (distinguen los machos
de las hem bras, los adultos de los jóvenes), y planean con anticipación
qué individuo van a cazar en una determ inada excursión. O casional­
m ente, el anim al cazado deja ver su “a lm a” y “habla con los ojos”,
pid ien d o que le p erd o n en la vida. Si se produce esa com unicación, el
cazador busca otro anim al.4
Los m onos son, con m ucho, las presas más favorecidas. De los tres
m onos más grandes aprecian especialm ente al m ono lanudo. Cazan
grandes cantidades de m onos lanudos, y los consideran más p ro h íj­
eos que los m onos araña y los aulladores. Se dice que tienen u n sen­
tido de territorialidad muy desarrollado. Sus hábitos sociales se com ­
p a ra n con los de los h u m an o s. Igual que los h u m an o s, viven en
grupos estables, llam ados nanicaboiri, nom bre que tam bién se usa para
referirse a los grupos de casas. No veo ninguna operación totém ica
ni asim ilación m etafórica en este dato lingüístico, sino más bien el
reco n o cim iento de la sim ilitud en tre la organización social de los
m onos lanudos y la de los huaoranis (que es tal vez la razón p o r la que
los monos lanudos establecen las pautas por las que se juzga a las otras
dos especies). Por ejem plo, es sum am ente significativo el hecho de
que se rep ro d u cen en la época en que d a frutos la p alm era Bactris
gasipaes (que es tam bién la época en que se celebran las cerem onias
de m atrim onio).
Ese co n o cim iento d etallad o de las diferencias en tre especies y
d en tro de ellas incluye un auténtico interés por la dinám ica pobla-
cional anim al y hum ana. C uando los asentam ientos hum anos llegan
a ser dem asiado grandes o se sedentarizan dem asiado, los anim ales
arbóreos huyen. Es preciso m an ten er cierto equilibrio entre los gru­
pos hum anos y los anim ales que se cazan. Eso se logra de dos m an e­
ras, u na pragm ática y la otra simbólica. Los recursos alim enticios -e n
particular la fru ta - son conscientem ente com partidos con las especies

4 Los cazadores que me relataron incidentes de ese tipo parecían creer que algu­
nos anim ales (y árboles) tienen la capacidad de mover a com pasión a los humanos
com o parte de su calidad en cuanto organismos vivientes. Esas relaciones personales
se establecen por m edio del contacto visual. Son sum am ente conjeturales. Si uno
vuelve a encontrarse con el mismo animal, es posible que éste no dé el m enor indi­
cio de darse cuenta, y si muestra indiferencia por su destino será muerto. Hasta donde
sé, no hay idea de sacrificio ni de intercambio de almas entre animales y humanos.
cazadas. N unca se arranca toda la fruta de un árbol: es preciso dejar
algo “p ara los pájaros y los m onos”. La adopción cham ánica de hijos
“jag u ares” corresponde a la m isma lógica de m an ten e r la caza cerca.
D urante los trances cham ánicos, los “p a d re s” adoptivos reciben la
visita de los jaguares adoptados, quienes, según se dice, controlan la
distribución de los anim ales y atraen bandas de m onos o de pájaros
a las inm ediaciones de los asentam ientos hum anos, adem ás de hacer
saber a los cazadores dónde pueden en co n trar caza ab u n d an te.5
Los esfuerzos p o r m antener cerca a anim ales naturalm ente limi­
tados en su distribución y necesidades ecológicas resultan aún más
notables en com paración con el total desinterés p o r controlar la dis­
tribución del pécari. La característica más im portante del pécari de
labio blanco (Tajassu peccari, uré en lengua huaorani) parece ser el
hecho de que vagan en grandes grupos de cien o más. M ientras que
los m onos son reconocidos como individuos, los pecaríes form an una
m ultitud anónim a. La segunda característica de com portam iento sig­
nificativa es que carecen de territorio: vagan p o r áreas muy extensas
y com en indiscrim inadam ente productos de diversas ecozonas. Son
om nívoros y su carne, suave, gorda y blanda, es casi el opuesto de la
carne de m ono, que es d ura, m uscular y correosa. Adem ás, com en
frutas caídas que se p u d re n sobre el suelo de la selva. En vista del
am biente insalubre en que viven, se dice que están infectados p o r una
serie de parásitos en la piel y los intestinos (para una percepción si­
m ilar de los vaupés, véase Reichel-Dolmatoff, 1985:133).
El evidente desinterés po r los pecaríes me pareció algo relacionado
más en general con la aversión p o r el suelo de la selva, especialm en­
te las áreas pantanosas d o n d e los pecaríes se revuelcan en el lodo.
A dem ás, tien en una glándula que produce un olor nauseabundo y
repelente que se asocia con el olor de podredum bre y descomposición.
Esos anim ales de tierra, con su preferencia po r los terrenos bajos, los
pantanos y los claros naturales, inspiran repugnancia a las personas
que viven sobre lomas o riscos y nunca salen de debajo del techo v e­
getal.6 Por últim o, cuando pasan cerca de una maloca, los pecaríes

^ A diferencia de los cham anes tukanos {Reichel-Dolmatoff, i 976), que uiilizan


su poder para asegurar la constante regeneración de la caza, los chamanes huaoranis
se ocupan principalmente de atraer animales cazables y de controlar su distribución
espacial.
Mis inform antes nunca afirmaron esto explícitam ente, pero pronto com pren­
dí que la preferencia por caminar sobre los bordes de elevaciones (los senderos de caza
invariablemente siguen la cresta de alguna elevación, y evitan todo lo posible los ríos
dejan tras de sí u na estela de destrucción. N unca los buscan en las
cacerías, pero cada vez que los encuentran cerca de un asentam iento
los m atan: son vistos com o invasores agresivos. El conocim iento que
tienen los huaoranis de la organización social de los pecaríes es lim i­
tado, p o r decir lo m enos, lo cual es algo so rp re n d en te, porque los
pecaríes de labio blanco son sum am ente sociales (Sowls, 1984). Es
posible que se deba a que la experiencia directa de esos anim ales es
m ínim a. R ara vez los observan en la selva prim aria, y el contacto con
ellos parece limitarse a cacerías colectivas durante las cuales el objeti­
vo no es observar hábitos sociales sino m atar todos los animales que se
pueda. Sin em bargo m e quedó la im presión de que adem ás de esas
r azones objetivas, los pecaríes eran considerados sociológicam ente
m enos interesantes que los monos. Si el conocim iento de los animales
es guiado principalm ente p o r la relación directa -y la forma más com ún
de relación directa de los huaoranis con los anim ales es la caza-, tam ­
bién es conform ado p o r la elección cultural (¿o deberíam os decir p o ­
lítica?) de relacionarse más, o menos, con determ inadas especies.

LA FABRICACIÓN DE ARMAS

Las arm as de los huaoranis son eficientes, funcionales y bien ad ap ta­


das. Sin em bargo, otras armas, como arcos y flechas, o diferentes téc­
nicas de caza, como las tram pas, serían igualm ente eficientes. En rea­
lidad los huaoranis han hecho una elección de tecnología. Los arcos y
Hechas están más am pliam ente diíündidos en la Amazonia que las cer­
batanas, y algunos grupos cazan pecaríes con cerbatanas. Yo sostengo
que la tecnología de caza de los huaoranis, producto de la selección
cultural, es funcional no sólo físicamente, sino tam bién socialmente.
Tanto p ara las cerbatanas como p ara las lanzas se utiliza el mismo
m aterial básico, m ad era de palm a. Las cerbatanas se hacen con dos
pedazos de tepa, m ientras que las lanzas se tallan de la m adera m ucho
más d u ra del tehue.1 Los huaoranis fabrican sus cerbatanas cortando

y lugares pantanosos), donde el suelo está seco y “lim pio”, está ligada con una pro­
funda aversión al lodo y las hojas en descomposición. Siempre que pueden evitan el
suelo por com pleto, y en cambio “caminan” de un árbol a otro. También trepan a los
árboles para atravesar los ríos.
‘ Tehue (literalm ente “madera dura”) es el térm ino utilizado para designar la
madera de la Bactris gasipft.es (para un análisis de la importancia cultural de esta ma-
en dos longitudinalm ente la m adera del centro de la larga hoja de la
palm a y haciendo una muesca en cada mitad, para después unir las dos
partes, sellarlas con cera de abeja (para im pedir fugas de aire) y envol­
verlas enteram ente en la corteza de una liana. Las lanzas, un poco más
largas que las cerbatanas, son delgados trozos de m adera con las p u n ­
tas endurecidas al fuego; se usan con am bas m anos y p o r am bos lados
rem atan en puntas triangulares. Esas puntas, u n a de las cuales gene­
ralm ente tiene alguna hendidura, son tan agudas y filosas como h o ­
jas metálicas. Se p u ed en volver a afilar, pero casi siem pre se rom pen
en el cuerpo de la víctima. A diferencia de la cerbatana, que se hace
p ara usarla u n a y otra vez, la lanza se hace p a ra m atar a u n solo ani­
mal. En la guerra, la lanza se debe dejar en el cuerpo de u n enem igo
agonizante.
Las cerbatanas se hacen de diversos largos, y algunas son m ucho
m ejor trabajadas que otras. En una buena cerbatana, las dos muescas
internas ajustan con exactitud, form ando un canal recto de superficie
perfectam ente lisa. Esto se logra colocando arena dentro del canal y
después frotando con una lanza de pesca larga y delgada hecha de la
durísim a m adera de tehue. Los cazadores p u ed en dedicar sem anas a
la fabricación de una cerbatana, especialm ente de las más largas, que
llegan a m edir más de tres m etros y a pesar alrededor de cuatro kilos.
Com o el trabajo necesario es m inucioso y aburrido, nunca le dedican
más de algunas horas, en días alternados. Las lanzas no son tan difí­
ciles de hacer. U na lanza es buena si tiene dos puntas bien afiladas, el
asta perm ite em puñarla firm em ente, y el peso es suficiente para lograr
u n buen im pacto de penetración, pero no tanto que dificulte cargar­
la en los desplazam ientos y en los ataques. No se considera u n produc­
to term inado hasta que la superficie, muy bien pulida, es adornada con
plum as y dibujos distintivos hechos de finas tiras de lianas. Las cerba­
tanas son todas muy similares -salvo p o r una m anufactura más o m e­
nos hábil-, pero las lanzas son objetos individualizados. Los patrones
decorativos y la form a de las muescas son m arcadores distintivos p o r
los cuales es posible identificar sin duda alguna a sus propietarios.
Las cerbatanas se usan para im pulsar flechas o dardos con la punta
im p reg n a d a de c u rare .8 Las flechas, que se g u ard an en aljabas de

dera, véase Rival, 1993). N o estoy segura de qué significa upa-, mis informantes me
dijeron que tepa se refiere a la madera más blanda de una palma Bactris gasipaes )o -
ven, pero Lescure et al. (1987:298) la clasifican com o otra especie de palma no iden­
tificada de la familia Arecaceae.
8 Los huaoranis llaman oóme al veneno, oónta a la planta (Curarea tecunarum), y
bam bú, se hacen de la m adera de las hojas de palm a, cortando trozos
del tam año adecuado que se adelgazan y aguzan a cuchillo. Los ca­
zadores pueden p rep arar fácilmente cuarenta flechas o más en un día.
P rep ararlas es u n a ocupación popular, especialm ente m ientras se
conversa con visitantes. Los hom bres hacen su propio curare; nunca
es objeto de comercio o intercambio. Su preparación, que no lleva más
de unas cuantas horas, es fácil y sencilla. Además, el veneno se con­
serva p o r varios meses si se guarda en u n lugar seco y relativam ente
fresco, g en eralm ente u n a olla colgada del techo de palm a en un rin ­
cón desocupado de la maloca. C uando se necesita más, hom bres o
m ujeres cortan trozos de la liana venenosa en la selva y los llevan de
regreso a la maloca. El curare se p rep ara en m edio de otras activida­
des dom ésticas y se hierve sobre el fogón conyugal donde se prep ara
toda la com ida. N o se espera ningún com portam iento particular de
las m ujeres (ni siquiera cuando están m enstruando) ni de los niños.
No observé n in g ú n tabú o com portam iento ritualizado en relación
con la preparación del curare.
U na lanza se hace en pocas horas. A diferencia de las cerbatanas, su
producción no está lim itada por un proceso de m anufactura muy ela­
borado: lo que la limita es la escasez de la m adera de tehue. La palm e­
ra Bactris gasipaes se cultiva por su fruto, en plantaciones en la selva de
p ro p ied ad de una familia. N orm alm ente sólo se utilizan para hacer
lanzas los árboles muy viejos que no producen fruta. D erribar palm e­
ras jóvenes -cosa que ocurre com únm ente en tiem po de guerra- es visto
como un a am enaza potencial al orden social. Mientras que las cerba­
tanas son fabricadas p o r los hom bres cuando ellos quieren, o cuando
necesitan una, la fabricación de lanzas es “colectiva”, en el sentido de
que tienden a hacerlas todos al m ismo tiem po, trabajando cada hom ­
bre en la suya. El trabajo en las cerbatanas se realiza con frecuencia fuera
de la maloca, a plena luz del sol. Se hacen entre otras actividades, con

dahuaoontame a la liana. La liana abunda en todo el territorio huaorani. Cuando se les


pregunta por el origen del veneno, los informantes responden que la fabricación del
curare es un saber antiguo que provino de la experim entación con diversas plantas
venenosas. Los antepasados de los huaoranis observaron que algunas especies anima­
les - e n particular las arañas y los escorpiones- envenenaban a sus presas, e intenta­
ron imitarlas. Primero intentaron utilizar el líquido obtenido de arañas pisadas. Como
ese m étod o falló, continuaron experim entando -siem p re sin é x ito - con distintas
hojas, cortezas y plantas, hasta el día en que observaron que ningún animal comía
jamás la fruta de la liana oonta. Entonces probaron a preparar veneno con ella y fun­
cionó.
amigos y parientes observando, haciendo comentarios y dando consejos
sobre el proceso. En contraste con eso, las lanzas se hacen generalm ente
en la selva, o en el aislamiento de malocas desiertas (cuando la mayo­
ría de los habitantes se ha ido a cultivar la tierra, a recolectar o a cazar).
M ientras trabajan, los hom bres enton an cantos de guerra que advier­
ten a todos de sus intenciones, la fabricación de lanzas es motivada por
el deseo de derram ar sangre y causar m uchas m uertes.
Las cerbatanas perm anecen erguidas verticales en el centro de la
m aloca, al alcance de cualquiera que las necesite. Se prestan genero­
sam ente a los parientes, a veces p o r periodos prolongados. Sin em ­
bargo, en ningún caso se com ercian. Las cerbatanas bien hechas son
elogiadas p o r lo parejo de sus muescas y la calidad de su tallo, que es
p erfec ta m e n te p lan o y ovalado, ensan ch án d o se suavem ente en la
em bocadura. Los buenos fabricantes de cerbatanas son muy adm ira­
dos, no sólo p o r su habilidad sino p o r su sentido de las proporciones
y la estética. Las cerbatanas más grandes y pesadas son técnicam en­
te m ás eficientes (más seguras contra falsos m ovim ientos, están dise­
ñadas para ap u n tar a m onos desde el suelo) y tam bién más “sociales”.
Su tam año y peso se asocian con la edad adulta plena. Y porque en ­
carnan cualidades sociales im portantes - la m adurez plenam ente al­
canzada, la fuerza controlada, el sentido artístico y el del equilibrio-
es p o r lo que esas herm osas arm as son tan apreciadas. Las cerbatanas
p u ed en ser utilizadas p o r otro, aparte de su dueño, m ientras que cada
lanza sólo p u ed e ser em p u ñ ad a p o r el que la hizo. Las m ujeres, en
particular, jam ás tocan las lanzas de sus parientes de sexo m asculino.
Cada hom bre guarda cinco o seis lanzas prontas en el techo de p al­
m a de la maloca. D ejar una lanza apoyada contra la pared hace que
se tuerza, pero lo más im portante es que las lanzas son peligrosas, no
deben ser vistas todos los días. En algunas m alocas todas las lanzas se
guardan juntas, m ientras que en otras cada hom bre guarda las suyas
en u n a p arte distinta del techo. Además, los hom bres guardan lanzas
escondidas en la selva. C ada vez que se necesitan se hacen cantidades
de lanzas nuevas; típicam ente, después de u n a cacería de pecaríes
(hacen falta u n a o dos lanzas para cada animal), antes de una cerem o­
nia de b ebida organizada p o r gente que no sea de la fam ilia (cada
invitado de sexo m asculino debe llevar dos o tres lanzas de regalo al
an fitrió n ) o después de u n a exp ed ició n de m atan za (las lanzas se
qued an en los cuerpos de los enem igos). A unque hoy raram en te se
usan, las lanzas todavía se fabrican colectivam ente y se ofrecen como
regalo a los forasteros (funcionarios gu b ern am en tales, ingenieros
p etroleros, turistas o d irigentes de organizaciones indígenas). Los
hom icidios son raros en la actualidad, pero todavía se llevan a cabo
con lanza: jam ás se usa u n arm a de fuego p ara m atar a u n enem igo.

“c a z a m o s c o n c erba ta na y m atam os c o n la n za ”

U n arm a, como cualquier herram ienta, prolonga el cuerpo en su es­


fuerzo p o r conocer el m undo relacionándose con él (Ingold, 1993a).
La caza con cerbatana, que asegura el sum inistro más regular de car­
ne, tiende a ser una actividad solitaria. Las m ujeres, que tom an pres­
tadas las cerbatanas de sus padres, h erm anos ó m aridos, tien d en a
cazar aves antes que m onos, y hasta d onde sé no usan curare en las
flechas que hacen ellas m ismas. En cam bio, la caza con lanza, que
ap o rta grandes cantidades de carne, es com unitaria. Sin em bargo,
sólo se da de tan to en tanto, cuando se descubre u n a m an ad a de
pecaríes cerca de un asentam iento.
U sar un a cerbatana, igual que hacerla, requiere de u n aprendiza­
je. Los m uchachos ap ren d en ambas artes al m ismo tiem po, em pezan­
do con m odelos pequeños.9 Los niños más chicos, y tam bién las n i­
ñas, son activam ente instruidos tanto p o r niños mayores com o p o r
adultos; ap ren d en a im itar gritos de anim ales y tam bién a d isp arar
contra aves y m am íferos pequeños con flechas sin veneno desde las
ram as más bajas de los árboles. A m edida que se les entregan cerba­
tanas cada vez más grandes y pesadas, gradualm ente van aprendiendo
los m ovim ientos apropiados y ejecutándolos en form a cada vez más
precisa, coordinada y controlada, hasta alcanzar la plena eficacia. Los
adolescentes de más de quince años cazan especies arbóreas mayores
con fuerza y precisión. H an aprendido a soplar con u n a sacudida del
cuerpo entero. N orm alm ente disparan contra los m onos desde una
distancia de entre 17 y 30 metros. Los jóvenes disparan a una distancia
de en tre 24 y 31 m etros, m ientras que los cazadores adultos p u ed en
acertar a u n a presa desde una distancia de entre 39 y 41 m etros (Yost
y Kelley, 1983:194-196).

9 Aprender a hacer una cerbatana es un proceso largo y gradual; sólo los adultos
casados dom inan el oficio. N o sé con certeza cóm o aprenden los niños a hacer y arro­
jar las lanzas. En varias ocasiones observé juegos con lanzas (sólo vi muchachos), pero
no pude decidir si eran cacerías de pecaríes o excursiones de matanza.
El observador no p u ed e dejar de observar la com postura de al­
guien cazando con cerbatana. No rastrean ni persiguen a las presas,
sino que se ap ro x im an a ellas. El descubrim iento de u n a presa no
causa sorpresa ni excitación: el cazador p rep ara sus flechas lentam en­
te, con calma, sacándolas del carcaj u n a a una, sin prisa. C ada flecha
se envuelve en algodón natu ral muy fino (eso hace que quede bien
ajustada en la cerbatana) y tiene una ra n u ra hecha con una m andíbula
de pirañ a (para asegurar que la cabeza envenenada se rom pa y que­
de d en tro del cuerpo del animal). Las flechas se disparan soplando
en la cerbatana que se sostiene casi vertical con am bas m anos firm e­
m ente colocadas alrededor de la em bocadura. Para u n m ono araña
pueden hacer falta hasta doce flechas, y hasta m edia hora puede trans­
c u rrir an tes de que h ag a efecto el veneno. D espués sobreviene la
m uerte, silenciosa y prácticam ente indolora. Cazar anim ales arbóreos
con cerbatana es “llevar carne m uerta de vuelta a casa” (odinga éenqui
po) o “ir a soplar” (oonte go). Sólo los jaguares y las águilas arpías m atan
anim ales arbóreos: los huaoranis, los verdaderos seres hum anos, los
“soplan”. La velocidad de las flechas sin veneno p u ed e m atar aves
pequeñas, pero, p o r su escaso peso, el im pacto no es suficiente para
m atar monos. Lo que causa la m uerte no es la caza (la acción de so­
plar) sino el curare.
“M atar” es hueno tenongui, literalm ente “causar la m u erte de al­
guien con la lanza”. Sólo se m ata h irien d o , d e rra m a n d o sangre y
d esg arrando órganos con la lanza. Igual que en m uchas otras cultu­
ras (Blackm ore, 1971:84-90), no hay diferencia en tre las lanzas de
caza y de guerra. U sar la lanza es un asunto violento y peligroso. Para
m atar con la lanza el cazador debe em pujar su arm a con violencia e
infligir u n a herida grande a corta distancia. El éxito con la cerbata­
na d ep en d e de la tuerza pulm onar y el control de la garganta, m ien­
tras que la lanza requiere fuerza, resistencia y g ran destreza física, en
particu lar con los brazos. Las cualidades necesarias p ara ten er éxito
en la caza del pécari -y en la g u e rra - no son el control y la coordina­
ción de los movimientos, el autodom inio y la cuidadosa elección de
la víctima, sino el coraje ciego y la ferocidad.
Aunque durante mi trabajo de cam po nunca presencié una caza de
pécari, he observado el com portam iento de la gente ante la (falsa)
alarm a p o r la aproxim ación de una m anada, y he oído innum erables
relatos de cacerías m em orables. C uando una m anada se acerca a una
maloca, sus habitantes salen corriendo muy agitados. La proxim idad
de los pecaríes los enfurece e im pulsa a los hom bres a matar. M ien­
tras ellos buscan sus lanzas, las m ujeres y los niños em pujan a la m a­
n ad a hacia ellos con gritos y ruidos. C ada hom bre, arm ado con cin­
co o seis lanzas al hom bro, tra ta de m a ta r todos los anim ales que
pueda, cualquiera que sea su sexo o edad. U na vez arrojada una lan­
za no es fácil recuperarla; esto se debe tanto a su diseño com o a la
fuerza con que se arroja.
Los pecaríes son agresivos, no huyen sino que atacan, causando
heridas profundas en las piernas de los cazadores. Por consiguiente
en las cacerías de este tipo tanto el cazador com o la presa son h eri­
dos y d erram an sangre. La m uerte es dolorosa, sucia, violenta y ru i­
dosa. La cacería es concebida y realizada com o u n a expedición de
m atanza o una guerra. Tanto los pecaríes com o los enem igos h um a­
nos son m uertos con lanzas de m ad era de palm a, en u n ataque de
furia violenta (pü inte), mezcla de valor, tem eridad, ira y fuerza, tan ­
to m oral com o física. Sin em bargo a los pecaríes no los buscan com o
a los hum anos enem igos: los m atan sólo cuando invaden el te rrito ­
rio de un a maloca. Son im predecibles: vienen en m anadas de “otros”
anónim os y deben ser elim inados. U na cacería de pecaríes es un e n ­
frentam iento entre un grupo de hum anos (la unidad de maloca) y un
g ru p o de anim ales (la m anada). M atar al enem igo, con el cual no
p u ed e h ab e r n in g u n a relación personal, es u n a em presa colectiva.
Igual que la fabricación de lanzas, que requiere el esfuerzo colectivo
y la participación individual de todos los m iem bros del grupo-hom -
bres, m ujeres y niños. A los niños chicos les p o n en las m anos sobre la
piel de los cuerpos palpitantes y sangrantes antes de desollarlos, para
que absorban su fuerza y su energía.
Por lo tanto, la caza del pécari es especial; es una m atanza colec­
tiva seguida p o r un banquete. Las pieles no se guardan para v ender­
las y la carn e no se ahúm a p a ra consum irla después. Los pecaríes
bebés nunca son adoptados com o mascotas, sino m uertos y comidos.
La carne de pécari, la carne de un anim al om nívoro con un apetito
incontrolado, se considera muy tóxica y sólo se puede consum ir de vez
en cuando, en u n a especie de orgía, p o r el grupo huaomoni en cuyo
territo rio se cazó la m anada (una vez visité a un grupo que había o r­
ganizado u n b an q u ete de pécari tres días antes, y todavía estaban
todos acostados en sus ham acas, m edio enferm os).
La form a en que la cerb atan a y la lanza se in co rp o ran al discurso
m ítico es u n a dem ostración u lterio r de su significado social. En el
m ito, igual que en la realidad, las dos arm as son utilizadas para estruc­
tu rar dos relaciones sociales contrastantes, que, según creo, represen­
tan dos respuestas com plem entarias al problem a del intercam bio y la
alianza. Sin em bargo, en el m ito funcionan más com o m ecanism os
reg ulatorios que com o arm as, y m edian en tre hum anos, antes que
en tre hum anos y anim ales. U n m ito p o p u lar en el que figuran una
cerbatana, dos herm anos y su herm ana, ilustra el dilem a de la proxi­
m idad social:

Un hermano y una hermana, que siempre habían sido muy unidos, dormían
en la misma hamaca. En su sueño, el hermano se convirtió en un mosquito
y sin querer penetró en la boca de su hermana. Ella despertó por las cosqui­
llas y pronto descubrió con horror que tenía la cara manchada de gm ipa [sig­
no de que su hermano la había “molestado”; es un eufemismo para las rela­
ciones sexuales]. El joven [en algunas versiones del m ito], m ortificado y
terriblemente avergonzado, pide a su hermano menor que lo envíe al cielo
con su cerbatana. [En otras versiones el herm ano menor, indignado por el
delito de su hermano mayor, decide castigarlo enviándolo al cielo]. El her­
mano incestuoso se convierte en la luna. El hermano m enor y la hermana
se hacen aliados muy cercanos. Triste por la ausencia de su hijo y con el
corazón desgarrado por la distancia insalvable [su hijo no regresará nunca],
la madre contem pla la luna todas las noches.

El m ito expone con claridad el dilem a que enfrenta esta sociedad


endogám ica y uxorilocal: sólo uno de los herm anos pu ed e p erm an e­
cer cerca de su h erm an a y casarse d en tro del nexo endogám ico. El
m atrim onio de prim os cruzados, tal como lo practican los huaoranis,
refuerza los lazos entre herm anos y herm anas, pero fom enta la en e­
m istad entre los herm anos. La dispersión y el alejam iento de los hi­
jo s que se casan, que es casi inevitable, afecta p rin cip a lm en te a la
m adre: sus hijas casadas se quedan en casa, pero los hijos deben irse
cuando se casan. Segundo, el m ito ilustra bien el peligro potencial que
contiene la relación entre herm ano y herm ana. H erm ano y herm ana
son anim ados a form ar parejas desde ed ad muy tem prana, a m an te­
nerse cercanos y a intercam biar sus hijos en m atrim onio. Pero si es­
tán dem asiado cerca p u ed e n llegar al incesto, es decir, a form ar la
u n ió n que deberían h ab e r form ado sus hijos. Los herm anos que se
acercan dem asiado a sus herm anas am enazan el orden social del m is­
m o m odo que los m onos que tratan de im itar a los hum anos (hay u n a
serie de m itos referentes a las catástrofes sociales causadas por m onos
que están dem asiado cerca o dem asiado lejos de los hum anos). La
cerbatana se usa p a ra restablecer la distancia apropiada. La tercera
lección del m ito es que la cerbatana vigila la distancia social en tre los
parientes. Su acción en la caza de m onos es el opuesto exacto de su
efecto en el mito. En u n caso, un anim al no tan lejano es aproxim a­
do espacial y socialm ente. En el otro, un p arien te que estaba dem a­
siado cerca es enviado a una distancia insalvable, tanto social com o
físicam ente.
La cerbatana, que es capaz tanto de acercar (lo que está dem asia­
do lejos) com o de alejar (lo que está dem asiado cerca), es un instru­
m ento poderoso p a ra vigilar la distancia social. Pone a los hom bres
en u n a p o sició n de c o n tro l, com o d e fe n so re s d e las re la cio n es
endogám icas. Tanto el incesto como el intercam bio abierto am enazan
la endogam ia, cuyo epítom e es la alianza privilegiada entre un h e r­
m ano y un a herm ana, y la relación simbiótica entre un grupo huaomoni
y u n a b an d a de m onos lanudos. Siento la tentación de decir que la
form a p articular de la cerbatana huaorani, que dicho sea de paso se
llam a oó mena (“dos m itades que soplan”), corresponde al intercam ­
bio restringido entre dos herm anos de distinto sexo.
Hay un m ito que incluye el uso de lanzas para resolver conflictos
interétnicos, y es paralelo al m ito de la cerbatana com o m edio para
resolver problem as familiares. En am bos casos encontram os a la im a­
ginación hu ao rani utilizando arm as de caza para regular la distancia
social. Pero m ientras que la cerbatana vincula o disocia a parientes
cercanos que viven en la m ism a m aloca, la lanza asocia a personas
h u ao ran i con personas no huaorani. El m ito explica el origen de la
m ad era d u ra y las lanzas m ortales. Al p rin cip io de su historia, los
h u ao ran is sólo ten ían lanzas hechas de m ad era de balsa, que eran
dem asiado blandas y rom as para matar. Estaban a m erced de num e­
rosos caníbales y bajo la am enaza constante de ser m uertos. Su única
protección contra esos poderosos enem igos era vivir escondidos. Un
día los visitó el hijo del sol y íes enseñó la existencia de las palm eras
Bactris gasipaes. C uando aprendieron a hacer lanzas de m adera dura
p u d iero n defenderse y sobrevivir com o grupo separado. Sin las lan­
zas de m ad era de palm a los huaoranis habrían sucum bido a las accio­
nes genocidas de esos “otros”, excesivamente num erosos. Esas lanzas,
que se usan tam bién p ara la guerra interna, asimismo son necesarias
p ara la continuidad de los grupos huaomoni. La lanza, en suma, es un
in stru m en to violento y poderoso que traza fronteras sociales entre
“nosotros” y “otros”, así como entre “verdaderos hum anos” y “caní­
bales”.
Esos dos m itos confirm an que la sociedad existe a través de su
objetificación de la naturaleza (Descola, 1992), y que la tecnología es
en ten d id a m ejor com o uno de los procesos p o r los que se institucio­
nalizan las estructuras sociales (Latour, 1994). C onceptualizada como
la objetificación del vínculo privilegiado que une a herm anos y h e r­
m anas, la caza con cerbatana representa la elección de una relación
cercana y no agresiva con las especies arbóreas cuyo ep íto m e es el
m ono lanudo. Esa form a de caza, que no se considera violenta, es
p racticada tam bién p o r m ujeres y niños. Las cerbatanas de m ayor
tam año, hechas por los hom bres casados de residencia uxorilocal, son
am pliam ente com partidas dentro de la maloca. Asociadas con la con­
tinuidad de los grupos huaom oni y las plantaciones de palm as, ayu­
dan a p erp etu ar un m undo social endógam o y autárquico basado en
el co m p artir antes que en el intercam bio recíproco. Las lanzas, p o r el
contrario, son instrum entos que m arcan fronteras y defienden el lado
de ad entro del exterior rapaz. La caza con lanza es asunto d e d e rra ­
m ar sangre y aniquilar a los enemigos. N unca com partidas, altam ente
individualizadas y ritualm ente regaladas a los enem igos, las lanzas
hieren a anim ales y personas no em parentadas. Las lanzas están des­
tinadas a m asacrar a aquellos con quienes no es posible hacer alian­
zas. En suma, la cerbatana -tecnología de inclusión- y la lanza -te c ­
nología de exclusión- contribuyen de dos m aneras diferentes a la
construcción de la m ism a com unidad sim biótica y m oral: el grupo
en d ó g am o huaom oni con sus palm as y sus anim ales arbóreos aso­
ciados.

CONCLUSIÓN

La tecnología de caza de los huaoranis es producto de elecciones so­


ciales, manifiestas en la form a en que se diseñan, se fabrican y se usan
las armas. La cerbatana y la lanza fueron creadas dentro de u n m u n ­
do de relaciones y m itos sociales distintivos y h an participado en su
reproducción. Además, están asociadas con diferentes m odos de co­
nocer a los anim ales cazables y relacionarse con ellos. Al revés de Yost
y Kelley (1983), que atribuyen la preferencia de los huaoranis por las
presas arbóreas a su im potencia tecnológica (la m ayoría de las espe­
cies terrestres eran tradicionalm ente tabú, porque nadie sabía cóm o
cazarlas antes de la introducción de las arm as de fuego), yo he p ro ­
puesto u n a visión no determ inista de la tecnología de caza huaorani.
E xam inar la tecnología de caza en térm inos de eficiencia no nos p e r­
m ite resp o n d er a las preguntas siguientes: ¿por qué se escogió la cer­
batan a con preferencia al arco y flecha, arm as com unes en la Amazo­
nia?, ¿por qué en esta cultura no se e n c u e n tra n m azas ni tram pas
(otras dos arm as familiares en la Amazonia)?, cpor qué muchos g ru ­
pos am azónicos com en algunas de las especies que son tabú para los
h uaoranis?10 En realidad, si hacem os com paraciones transculturales,
el estilo huaorani de cazar pecaríes esporádicam ente, y exclusivamen­
te con lanzas, parece bastante excepcional. Muchos grupos am azóni­
cos no esperan que las m anadas de pecaríes se presenten, sino que las
rastrean regularm ente y las atacan con dardos envenenados arrojados
con cerbatana. Otros grupos atacan a los pecaríes de cerca con mazas,
o los m atan con arcos largos (Sowls, 1984:180-182). Algunos grupos
usan p erro s y arm as de fuego desde hace siglos (G renand, 1995), y
cam bian las pieles p o r m uniciones (Descola, 1986:275). Del mismo
m odo, la idea de que los dardos envenenados y las lanzas represen­
tan dos técnicas de caza com pletam ente diferentes e incom patibles
está lejos de ser universal. En el sudeste asiático, p o r ejem plo, las cer­
batanas suelen ten er puntas de lanza am arradas al extrem o, y se uti­
lizan p a ra cazar anim ales terrestres, com o cerdos salvajes, además de
presas arbóreas (Blackmore, 1971; Sellato, 1994). C ada uno de esos
m étodos es indicio de diferencias sustanciales en el m odo en que los
cazadores se relacionan socialmente con los anim ales que cazan, con
sus com unidades y con los extraños.
En consecuencia, la tecnología de caza desarrollada p o r una socie­
dad particular debe ser entendida en relación con un conjunto com ­
plejo de factores históricos, sociales y culturales. D eterm inar la com ­
b in ació n específica de factores que condujo a la ado p ció n de u n a
tecnología en lugar de otra es, desde luego, una em presa sum am en­
te arriesg ad a (Pfaffenberger, 1988:244). En particular, deberíam os
cuidarnos de sustituir una teoría de la tecnología “sustantiva” p o r otra

10 Para Yost y Kelley (1983), la tecnología de caza de los huaoranis es eficiente en


términos de adaptación al m edio ambiente, pero ineficiente en términos de captura
d e energía, ya que no les permite aprovechar todas las fuentes de proteína que existen.
“in stru m en tal” (Feenberg, 1991). Tal com o las he descrito aquí, las
técnicas de caza de los huaoranis co rresp o n d en a las condiciones y
elecciones siguientes.
En cierto nivel, las técnicas de caza están condicionadas p o r acon­
tecim ientos históricos, en particular p o r el rechazo político de cual­
quier tipo de contacto o intercam bio con gentes que no sean h u ao ­
ranis. La transform ación de la caza huaorani en los últim os años ha
sido causada principalm ente p o r un cam bio en la política hacia los
extraños. Al aceptar convivir con los m isioneros del i l v , los huaoranis
accedieron a form ar com unidades encabezadas p o r forasteros po d e­
rosos, capaces de “a tra e r” grandes flujos de bienes m anufacturados
gratuitos. Em pujados a ad o p tar un estilo de vida más sedentario cu
aldeas sem iperm anentes a lo largo de los ríos (un biotopo más rico en
anim ales terrestres) y a intensificar la horticultura sem brando p la n ­
taciones de m andioca m ás grandes que atra en a roedores, tapires y
pecaríes de cuello, están practicando cada vez más la “caza de h u er­
to ” (Linares, 1976) y m atando a especies que antes e ra n tabú, cuya
carne consum en y tam bién cambian p o r m uniciones. El arm a de fue­
go perm ite al cazador obtener carne p o r m edio de la tradicional caza
solitaria, p ero tam bién crea cierta d e p e n d en cia con respecto a los
forasteros. En cambio, los grupos más aislados utilizan las cerbatanas
con más frecuencia y privilegian las relaciones con las aves y los m o­
nos, a los que continúan atrayendo p o r m edio del m ovim iento cons­
tante y u n m anejo cuidadoso. Este ejem plo ilustra cómo las arm as de
fuego, igual que otras arm as y técnicas de caza, participan en la cons­
titución de las relaciones sociales. T ienen que sujetarse a reglas socia­
les tanto com o adaptarse a condiciones am bientales. Los cazadores
huaoranis no ven la escopeta com o un avance técnico con respecto a
la lanza o a la cerbatana: la han adoptado como p arte de un m odo de
vida diferente. Hoy las lanzas y las cerbatanas son m enos utilizadas para
cazar que las escopetas, pero, en cambio, las lanzas no han sido sus­
tituidas como arm a de ataque ni como regalo para los “enem igos” que
p o d rían llegar a ser aliados, y tam poco las cerbatanas se com ercian
ni se intercam bian con forasteros; igual que en el pasado, se ofrecen
com o regalo exclusivamente a parientes cercanos.
En otro nivel, las técnicas de caza reflejan el saber práctico que con­
form a las interacciones concretas entre hum anos y anim ales a través
de la percepción y la participación directa en el m undo. La elección
política del aislacionism o radical condujo a la form ación de relacio­
nes estrechas basadas en el respeto y la confianza con algunos anim a­
les, m ientras que otros, definidos com o rapaces, son violentam ente
excluidos. Es p o r m edio de la caza, una práctica especializada que ocu­
p a m uchas horas de la vida cotidiana, que los cazadores adquieren el
conocim iento de las especies que consideran “cercanas”. A esos ani­
males familiares, que com parten el m ism o m edio am biente, se les re­
conocen sentim ientos, volición y cierto grado de conciencia. Los ca­
za d o res sab en p o r e x p e rie n c ia que los a n im a le s se co m u n ican ,
ap ren d en y m odifican sus hábitos y costum bres en respuesta a los h u ­
m anos. En consecuencia, los hum anos y los anim ales que cazan son
seres sociales que están activos cada u n o en el m undo del otro. Eso
explica la correspondencia entre los m odos en que las personas se tra-
_;^ ,unas a otras y cómo tratan a los anim ales.
.. Por últim o, la función instrum ental de la cerbatana y la lanza es
explotada sim bólicam ente a nivel mítico. La caza es un saber prácti­
co con base en el cual se form an y se com parten inferencias comunes.
Por lo tanto, no es nada sorprendente que la caza funcione como un
terren o ex p erim ental en el que se im aginan o se representan otros
tipos de experiencia social. En los m itos huaoranis com entados a n ­
tes, las dos arm as de caza simbolizan (en form a indicadora antes que
m etafórica) dos relaciones sociales com plem entarias, la endogam ia y
la autarquía. En este sentido, el simbolismo huaorani de la caza con­
cuerda con los estudios anteriores del simbolismo anim al, en el que
los animales personifican a grupos sociales (Lévi-Strauss, 1964), a p er­
sonas sociales (U rton, 1985) o a la relación en tre la hum anidad y la
anim alidad (Willis, 1990). Sin em bargo, en contraste con esos siste­
mas representativos basados en gran p arte en construcciones cosm o­
lógicas, el simbolismo tecnológico huaorani está inform ado por una
relación d irecta y práctica con el m un d o . ¿Es acaso que el pueblo
h u ao ran i, en lugar de apropiarse sim bólicam ente de la naturaleza
(Ingold, 1988:13) prefiere descubrir qué es lo que ofrece?

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9. NATURALEZA, CULTURA, MAGIA, CIENCIA
Sobre los m etalenguajes de com paración en la ecología cultural*

EDVARD HVIDING

Este capítulo se ocupa de algunos problem as en los fundam entos de


la indagación antropológica, referentes a la apropiación “em pirista”
de algunos conceptos prevalecientes en el discurso racionalista (cf.
Leach, 1976). O bservando en form a crítica algunas prácticas episte­
mológicas de la antropología, se concentra en la sabiduría recibida
sobre las relaciones entre las personas y su m edio am biente, en p a r­
ticular en el dualism o conceptual, presuntam ente universal, de “n a­
tu rale za” y “c u ltu ra” (véase Lévi-Strauss, 1966). E xpone la p ro p o ­
sición de que el dualism o de n aturaleza y cultura form a p arte de la
“etnoepistem ología” occidental y deriva de una base ontológica que
no es universal. Además, investiga algunos contextos epistemológicos
d e los conceptos de “m agia” y “ciencia”, con particu lar referencia a
su uso dualista en el discurso antropológico y a debates filosóficos más
am p lio s. A c o n tin u a c ió n se d a n alg u n o s ejem p lo s de co n tex to s
ontológicos y epistem ológicos alternativos n o dualistas a través del
exam en de m ateriales etnográficos de M elanesia, y se exploran algu­
nas de sus im plicaciones analíticas.

* Agradezco a Harald Grimen y Reidar Gronhaug por las discusiones y crítica de


los borradores de este capítulo (en üna etapa inicial) y a Gisli Pálsson y Philippe
Descola (en la tercera conferencia de la a j l a s , Oslo, 1994). Por sus enseñanzas v dis­
cusiones sobre Ja com plejidades epistem ológicas de la captura de tortugas marinas
y la magia del clima, agradezco profundamente a David Livingstone Kavusu, jefe de
la aldea de Nínive en la laguna Marovo, en las Islas Salomón. Bob Johannes me pro­
porcionó informes de varios autores, publicados e inéditos, sobre las tortugas mari­
nas del Pacífico sur. El material empírico en el que se basa este ensayo deriva de vein­
tiocho m eses de trabajo de cam po en las Islas Salom ón (1 9 86-1987, 1989-1990,
1991-1992, 1994) financiado por el Consejo de Investigación de N oruega, el Insti­
tuto para la Investigación Cultural Comparativa (Oslo) y la Universidad de Bergen.
Por la autorización para llevar a cabo ese trabajo, agradezco al gobierno de las Islas
Salomón y al Consejo del Area de Marovo.
ACERCA DE LOS PRIVILEGIOS EPISTEMOLÓGICOS EN ANTROPOLOGÍA

D entro y fuera de la antropología h ubo m ucha discusión sobre si las


prem isas racionalistas o c c id e n ta le s p u e d e n o no ser co n sid era d a s
com o representativas de universales hum anos, y si se les puede con­
ceder un a posición epistem ológicam ente privilegiada en la traducción
d e culturas. Se ha ex ten d id o m ucho la opinión de que el dualism o
cartesiano y otras metafísicas características de las prem isas ontoló-
gicas occidentales han dom inado el análisis antropológico al punto
de llegar a oscurecer varios órdenes de realidad. Como lo expresaba
u n a crítica proveniente de la antropología feminista, “los científicos
sociales deben guardarse de la tendencia a utilizar el discurso dom i­
nante de la cultura eu ropea p ara unlversalizar nuestras categorías,
volviéndonos así sordos a otras m aneras de estru ctu rar el m u n d o ”
(MacCormack, 1980:21). Esa universalización ha tenido como uno de
sus centros más im portantes el presunto dualism o de “naturaleza” y
“cu ltu ra”, exam inado p o r una serie de críticos. W agner afirm a que
“aun cuando adm itim os ..] que otras culturas incluyen conjuntos de
objetos y de im ágenes que difieren de los nuestros por su estilo, te n ­
dem os a superponerlos a la m isma realidad: la naturaleza tal co m o
nosotros la percibim os” (Wagner, 1975:142). S trathern (1980) se basa
en W agner para expresar el punto aparentem ente simple d e que “no
hay tal cosa como naturaleza o cultura. Cada uno de ellos es u n con­
cepto altam ente relativizado cuya significación últim a debe d eriv a r­
se de su lugar d entro de una metafísica d eterm inada” (M. S trathern,
1980:177).
Lévy-Bruhl (1985) exploró la “m entalidad prelógica” de los “p u e­
blos prim itivos”, que vio como no gobernada p o r relaciones lógicas.
Su obra ataca la idea de una unidad psíquica de la h um anidad, p ro ­
pon ien d o en cambio una relatividad cognitiva. Sin em bargo, en las
generaciones posteriores de antropólogos la búsqueda de u n iv ersa­
les hum anos dem ostrables (ya sea m ediante el funcionalism o em pi-
rista de Malinowski [1948], el estructuralism o racionalista d e Lévi-
Strauss [1963] o el proyecto in te rp re ta tiv o de G eertz [1 9 7 3 ]) h a
relegado a Lévy-Bruhl a la oscuridad y el olvido. Esto no se d e b e sim ­
p le m e n te a d esa cu erd o s académ icos, sino tam b ién a las graves
im plicaciones ideológicas del esquem a evolucionista de Lévy-Bruhl,
con sus niveles prelógico y lógico de la capacidad m ental, asociados
con pueblos “subdesarrollados” y “desarrollados”.
En un encuentro más reciente entre la filosofía y, en este caso, la
etnografía de p rim era clase, W inch (1977) analiza el clásico estudio
de E v ans-P ritchard sobre la m agia y h ec h ic ería e n tre los azande
(1976). Com o señala Tam biah (1990:117), la crítica de W inch m ere­
ce ser considerada como histórica en cuanto “fue una ocasión en la
que los filósofos m odernos se zam bulleron en la etnografía an tro p o ­
lógica exótica p ara debatir sus cuestiones filosóficas”. U na de las co­
nocidas argum entaciones de Evans-Pritchard tiene que ver con la idea
de que existe u n a “realid ad ” in d ep en d ien te del contexto, contra la
cual podem os ju zg ar la racionalidad de las ideas zandes sobre la h e ­
chicería, la m agia y los oráculos. Además, Evans-Pritchard suponía
que esa realidad independiente del contexto sólo puede ser estable­
cida p o r la ciencia: “N uestro corpus de conocim iento científico y la
lógica son los únicos árbitros de cuáles conceptos son m ísticos, de
sentido com ún y científicos” (Evans-Pritchard, 1976:229)-
Así, Evans-Pritchard puede argu m entar tranquilam ente que ju z ­
gando p o r los criterios de la ciencia occidental, la hechicería no existe
en realidad, a pesar del hecho observado y registrado de que las ideas
zandes sobre los brujos y sus acciones m uestran p o r sí solas u n a lógi­
ca consistente. Sin em bargo, Winch (1977), basándose en su crítica del
positivism o lógico en la ciencia social (1957) y tam bién en los escri­
tos tardíos de W ittgenstein (1983) sobre los “ju eg o s de len g u aje”,
sostiene que las ideas zandes sobre la brujería no se p u ed en com pa­
ra r con la ciencia occidental. C ada conjunto de conceptos, el zande
y el “científico occidental”, se basa en los juegos de lenguaje de u n a
com unidad determ inada y no pued e ser juzgado de acuerdo con una
realidad in d ep en d ie n te o un m etalenguaje. Así, la lógica científica
occidental no puede constituir una verdad independiente del contex­
to ni un criterio único p o r el que pu ed an juzgarse las creencias y prác­
ticas mágicas de los azandes.
Una serie de críticos del análisis antropológico han afirm ado, des­
de el in terio r de la disciplina, que la costum bre de privilegiar algu­
nos “d om inios” com o más o m enos dados, com o ocurre en particu­
lar con el parentesco, la economía, la política y la religión (Schneider,
1984) en innum erables estudios etnográficos (y planes de estudio uni­
versitarios), de hecho no hace otra cosa que reflejar grandes premisas
ontológicas y corrientes políticas dom inantes en ia cultura occiden­
tal (burguesa). O tra reacción, aunque de índole bastante distinta y m e­
nos explícitam ente relativista, ha'sido la proliferación de ram as de la
“etnociencia”. Desde fines del decenio de 1950 han aparecido muchas
ram as de la investigación antropológica que llevan el prefijo “e tn o ”.
La m ayoría p u ed en agruparse bajo u n paraguas tenuem ente defini­
do que hace referencia a enfoques cognitivos del “punto de vista in ­
d íg en a” con respecto a ram as específicas de la ciencia occidental. Así
contam os, como m ínim o, con la “etnociencia”, que en el discurso a n ­
tropológico norm al se refiere no sólo a los puntos de vista “indígenas”
en general, sino tam bién al enfoque m etodológico riguroso ad o p ta­
do en los estudios antropológicos cognitivos de sistemas de clasifica­
ció n y e s tru c tu ra s tax o n ó m icas o b serv ab les en “o tra s c u ltu ra s ”
(véanse, p o r ejem plo, Berlín et al., 1974; Ellen, cap. 6 de este libro).
De esta fo rm a tenem os no sólo etnobiología, etn obotánica, etno-
ecología y etnom edicina, sino incluso, según u n a lista alfabética in­
cluida en un reciente diccionario de antropología (Seymour-Smith,
í 986) que llega a parecer u n a parodia involuntaria, etnom atem áticas,
etnom usicología, etnofarm acología, etnofilosofía, etnopsiquiatría y
etnopsicología.

KTNOCIENCIA Y OTRAS CIENCIAS

El fuerte em pirism o de distintas ram as de la etnociencia está ligado


al aspecto émico de la distinción en tre émico y ético acuñada origi­
n a lm e n te p o r Pike (1954) y e la b o ra d a d esp u é s p o r d ec en as d e
antropólogos cognitivos. Es notable que el prefijo “e tn o ” se use en la
m ayoría de los casos en los nom bres de disciplinas que la epistem o­
logía occidental considera “ciencia objetiva” con base en los rigores
del m étodo hipotético-deductivo (cf. Popper, 1980). Por otra parte la
“etnofilosofía” h a d espertado muy poco interés, y la “etnohistoria”
estuvo de m oda principalm ente en épocas en que la historia típica­
m ente era vista com o un dom inio del conocim iento objetivo: más
ta rd e se c o n sid e ró que el p a sa d o es “in v e n ta d o ” (p o r ejem p lo ,
Hobsbawm y Ranger, 1983). Además, con el cambio del clima polí­
tico, las historias de pueblos tribales pasaron a ser tratadas como his­
toria propiam ente dicha (cf. Wolf, 1982; Stannard, 1990). Por lo tan ­
to, parecería que el prefijo “e tn o ” indica un cam po de conocim iento
“in d ígena”, cuyo estatus depende del de un equivalente canónico en
la ciencia no “e tn o ”, la occidental. Esto va aco m p añ ad o p o r una
reificación de los dom inios de conocim iento indígenas con el obje­
to de hacerlos com patibles con la ciencia occidental, com o p u ed e
verse en la aten ció n p re sta d a re c ie n te m e n te al “saber ecológico
trad icio n al” (cf. Berkes, 1989; H ornborg,, cap. 3 de este volum en).
La etnoecología tiene que v er con el estudio del conocim iento
in d íg en a de los recursos naturales y su explotación (cf. Ellen, 1982),
y aquí el prefijo “e tn o ” indica que el cam po de conocim iento especí­
fico es el del observado y no el del observador (Conklin, 1954), de
acuerdo con la idea am pliam ente acep tada de que “vemos la n atu ra­
leza [objetiva] en térm inos de im ágenes culturales [subjetivas]” (Ellen,
1982:206). Apoyándose en la m oderna disciplina llam ada “ecología”,
recientem ente definida p o r uno de sus pioneros com o “el estudio de
los sistem as de sostén de la vida de la tie rra ” (O dum , 1989:24), la
etnoecología sigue am arrad a a conceptos sobre u n “m edio am biente
n a tu ra l”. El acento se pone en estudiar los m apas culturales que la
g ente tiene de u n m edio am biente natu ral cuyos atributos dados son
definidos p o r la ciencia occidental. El significado cultural es visto
com o algo que in teractú a con las “leyes” que rig e n la n a tu ra le z a .1
H aciendo eco a la visión de Evans-Pritchard de la m agia azande, la
etnoecología probablem ente presupone la existencia de una realidad
in d ep en d ie n te del contexto, contra la cual se puede evaluar la racio­
n alid ad del conocim iento “ecológico” indígena. Los conceptos acep­
tados y las “verdades” establecidas p o r la ciencia ecológica y biológi­
ca occidental m antienen su privilegio epistem ológico.
P artiendo de construcciones ontológicas en las que pred o m in a el
d u alism o d e n a tu ra le z a y cu ltu ra , el estu d io co n v e n cio n al d e la
etnoecología tiende a afirm ar im plícitam ente que una retícula subje­
tiva de “cultura” se coloca sobre la realid ad objetiva de la “n atu rale­
za”. M etodológicam ente, este enfoque g en era m ucha inform ación
sobre las representaciones taxonóm icas, pero m enos sobre las relacio­
nes y los procesos am bientales tal com o los perciben las personas en
cuestión, puesto que esos procesos bien p u ed e n ser vistos a pñori p o r
el an tro pólogo a través del conocim iento científico occidental sobre
la realidad de la “naturaleza”. Además, los esfuerzos analíticos tien­
d e n a d e s ta c a r los niveles d e co n v e rg en c ia e n tre etn o ec o lo g ía y
ecología, en tre la clasificación etnobiológica y la clasificación bioló­
gica (linneana). La evaluación del saber indígena en térm inos de su
com patibilidad con la ciencia occidental fácilm ente se convierte en la

1 Compárese la distinción hecha por Rappaport (1979) entre los m odelos “ope-
racional” (como definido por las leyes de la naturaleza) y “cognised ” (como definido
por la cultura o “basado en el conocim iento”) del m edio am biente de cualquier p o ­
blación humana.
tarea p rin cip al a ejecutar. Los estudios del conocim iento ecológico
indígena a m enudo señalan que las categorías y los criterios de clasi­
ficación no co rresponden a los de la ciencia occidental y que las p e r­
cepciones in díg enas de los nexos ecológicos no coinciden con los
p o stu lad o s occid entales sobre la cau salid ad (cf. J o h a n n e s, 1981;
Berlin, 1992).2
Berlin, uno de los fundadores de la etnobiología, sostuvo recien­
tem ente que ciertas regularidades am pliam ente difundidas en la cla­
sificación y la designación de anim ales y plantas entre pueblos ágrafos
tradicionales reflejan sim ilitudes en la apreciación - e n g ran p arte
inconsciente- que las personas tienen del “plano básico de la n a tu ra ­
leza” (Berlin, 1992:8). Este autor defiende la afirm ación universalista
de que

si bien los seres humanos son capaces de reconocer muchos patrones dife­
rentes en la estructura de la naturaleza en general, en cualquier flora o fau­
na local hay un patrón único que se destaca de todo lo demás. Algunos bió­
logos sistemáticos han hecho referencia a ese patrón general como el sistema natural
[...] la capacidad [de los seres humanos] de reconocer patrones es probable­
mente innata (Berlin, 1992:9, cursivas del original).

Sin em bargo, al privilegiar así las “leyes naturales” e insistir en una


relación inn ata en tre los patrones naturales y su reconocim iento p o r
los seres hum anos, es muy posible que fenóm enos y dom inios que,
según la ciencia (o la ontología occidental), no están incluidos en la
“natu raleza” queden p o r eso mismo im pedidos de tener ningún va­
lo r explicativo “re a l” en el análisis de las re lacio n es cu ltu ra le s-
ecológicas. Eso hace que las categorías taxonóm icas, las cadenas de
im plicaciones y los nexos causales localm ente percibidos p u ed an ser
representados muy mal p o r el observador antropológico, conducien­
do a niveles de contextualización inadecuados. Esto, desde luego, no
equivale a po stular que no existan re g u larid ad es o patrones en los
am bientes, p o r ejem plo, de la selva húm eda, la sabana, los arrecifes
de coral, el d esierto o la tundra, sino m ás bien que la im portancia
acordada a los p atrones en cualquier tipo determ inado de am biente
m uestra un a variación cultural considerable que es preciso reconocer.

2 Los actuales debates sobre el “conocim ien to in d ígen a” y el “m anejo de base


comunitaria” del medio ambiente y los recursos parecen atrapados en interminables
debates entre las interpretaciones dem asiado rom ánticas y las dem asiado cínicas
(véanse las contribuciones en McCay y Acheson, 1987 y Berkes, 1989).
La búsqueda m onotem ática de universales y u n orden estandarizado
en la clasificación tiende a oscurecer este hecho. U na m ayor atención
a la práctica en que los hum anos se relacionan con el m edio am bien­
te, en lugar de la búsqueda positivista de m odelos cognitivos, y princi­
p alm ente de representaciones taxonóm icas, p o d ría abrir el cam ino
hacia enfoques más amplios de la ecología cultural y una reversión del
ya antiguo olvido de la etnobiología p o r p arte de la corriente princi­
pal de la antropología (cf. Ellen, 1993).

EPISTEMOLOGÍAS ALTERNATIVAS: EJEMPLOS DE LAS ISLAS SALOMÓN

Pasaré ah ora a la form a en que la gente que viven alrededor de una


laguna de coral en la M elanesia, en el Pacífico occidental, se relacio­
nan con los am bientes de mar, arrecife coralino y selva húm eda, de
los que d ep e n d en p ara su sustento m aterial y espiritual. La laguna
Marovo, situada en el área de Nueva Georgia en la Provincia O cciden­
tal de las Islas S alom ón (véase la fig. 9.1) es u n m edio am b ien te
ecológicam ente variado dom inado p o r 700 km cuadrados de arreci­
fe coralino, delim itados p o r una larga cadena de arrecife más eleva­
do y que tiene a sus espaldas altas islas volcánicas con selva húm eda.
Viven allí a lre d e d o r de 10 000 p erso n as, en aldeas situadas en su
m ayoría en la costa de las lagunas de las islas altas. La producción
dom éstica se centra en los cultivos rotativos de raíces (principalm ente
batatas dulces), en la pesca en el arrecife y en las lagunas y en u n sec­
tor m onetario pequeño pero diverso. La adhesión a las iglesias cris­
tianas, principalm ente la M etodista y la Adventista del Séptim o Día
y a m e n u d o con n o to rio s sin cretism o s, es u n iv e rsa l en M arovo
(Hviding, 1996). A comienzos de 1995 se propuso la inclusión de la
laguna de Marovo, con sus “maravillas naturales y culturales", en la
lista de sitios de patrim onio m undial de la UNESCO.
Las prem isas ontológicas que prevalecen en Marovo sostienen que
los organism os y los com ponentes no vivientes del m edio am biente,
subsum idos en el concepto d epuava (territorio de m ar y tierra y “to ­
das las cosas que hay en él”), no constituyen un reino diferenciado de
la “n aturaleza” o “m edio am biente n atu ra l”, separado de la “cultura”
o “sociedad h u m an a”. Los habitantes de Marovo no ven los arrecifes,
el m a r y la selva com o “u n m ed io am b ie n te de objetos n e u tro s ”
(Ingold, 1992:53). Al igual que entre los baktam an de Nueva Guinea,
FIG URA 9.1. Area de Marovo, patrones de asentam iento de acuerdo con el censo de
1986.
K JE N T E : Universidad de Bergen, 1991.

entre los marovos “uno está dispuesto a ser uno con un m edio am bien­
te que en todas sus partes, especies y procesos es e n ten d id o com o
b ásicam en te de u n solo tip o u n itario , ad ecu ad o p a ra el h o m b re ”
(Barth, 1975:195). Por supuesto que en Marovo hay conceptos bási­
cos que co n cu erdan con una dim ensión “salvaje-dom esticado”; sin
em bargo, esos conceptos son cuestión de grado y funcionan com o
códigos analógicos antes que como oposiciones binarias; están rela­
cionados en tre sí antes que contrastados, y no constituyen u n equiva­
lente de la dicotom ía naturaleza-cultura (véase M. S trathern, 1980
acerca de u n caso algo sim ilar de las m ontañas de Nueva Guinea). Las
relaciones transform acionales entre los conceptos ap u n tan directa­
m ente a prem isas ontológicas procesales, no dicotom izantes.
U n exam en más d etallado de la epistem ología m arovo ilum ina
algunos atributos fundam entalm ente procesales e hipotetizantes de
las creencias y conocim ientos del p u eb lo m arovo con respecto al
m edio am biente. Tales concepciones indígenas de la construcción,
validación, transm isión y utilidad práctica del saber sobre el m edio
am biente p lan tea n u n a serie de desafíos al análisis antropológico.
R efiriéndose a los preceptos ontológicos p o r los cuales los marovos
no actúan en el m edio am biente a p a rtir de u n a dicotom ía entre “su”
“cu ltu ra” y u n a “n aturaleza” explotada p o r ellos a través de m edios
ofrecidos p o r esa cultura, una cuestión prim aria es cómo analizar las
relaciones de las personas con su m edio am biente desde u n a base de
inform ación que no está ni puede estar ordenada de acuerdo con u n
dualism o “naturaleza-cultura”. La “naturaleza” puede ser u n a cate7
goría analítica para nosotros, pero no p ara los marovos. Sin em bar­
go, estos últim os se co m p o rtan en fo rm a bastan te analítica en sus
encuentros con el m edio am biente, aunque lo hacen desde una posi­
ción de relación práctica.
En la epistem ología procesal e h ip o tetiz an te que prevalece en
Marovo, la adquisición y validación del “conocim iento” (inatei) incluye
varios estados sucesivos: de “oír acerca d e ” algo (avosoa) se obtiene u n
estado de “saber” (atei). El conocim iento previo y el subsiguiente y el
contexto social de la transm isión del conocim iento determ inan si ese
“saber” en trañ a o no “creer” (va tutu-ana, literalm ente “im buir de ver­
d a d ”), estado que a través de repetidas instancias verificatorias de “ver
p o r uno m ism o” (omia) se transform a en “confiar” (norua, literalm ente
“estar convencido de la eficacia”) y el estado de “ser sabio” (tetei). U n
ejem plo de u n rein o muy in m ed iato d e presen cia h u m an a en un
m edio am biente potencialm ente peligroso puede servir p ara ilustrar
esos procesos epistem ológicos relaciónales y prem isas ontológicas
m utualistas.
D urante seis días de cada sem ana, en tre 200 y 300 hom bres de
Marovo, en prom edio, pasan la m ayor p arte del día buceando en las
profundidades del arrecife exterior, hacia el océano, p ara cazar peces
con arp ó n y recolectar conchas para fines comerciales. Esa presencia
de seres hum anos en aguas pobladas p o r cantidades bastante consi­
derables de tiburones peligrosos muy raras veces conduce a cualquier
tipo de ataque de los tiburones a los hum anos; con frecuencia se se­
ñala que los únicos buzos m uertos p o r tiburones en Marovo p erte n e­
cían a grupos de descendencia (butubutu, cf. H viding, 1993) que no
tienen u na relación totém ica con esos animales, los únicos que com en
hum anos en el m edio am biente de Marovo (con excepción del tem i­
ble cocodrilo de agua salada, con el que algunos butubutu tienen una
relación totém ica sim ilar). Por u n a serie de razones históricas, el
totem ism o del tiburón (que entraña la prohibición de dañar, provo­
car, m atar y sobre todo com er tiburones) sólo está asociado con un
núm ero lim itado de los butubutu localizados de Marovo que lo prac­
tican, en especial los que tienen una historia de orientación m arítim a
y poseen territorios ancestrales (puava) form ados principalm ente p o r
arrecife y mar. Los pescadores de Marovo consideran que la observa­
ción de que los tiburones tienden a atacar sobre todo a m iem bros de
los grupos no totém icos de orientación terrícola -p o stu lad o com ún
en las áreas costeras de las Islas S alom ón- convalida su creencia de
que el respeto ancestral p o r los tiburones les asegura a cam bio p ro ­
tección contra sus ataques en el presente. Los casos que se recuerdan
de ataques fatales son considerados com o la “p ru e b a” o el “ensayo”
(ichinangava) de la creencia ancestral en la eficacia del totem ism o del
tiburón, y “creyendo” (va tutuana) en la idea uno llega a convencerse
y la eleva al nivel de “confiar” (norua)?
Tales ideas m utualistas sobre la relación en tre las p erso n as y el
m edio am biente que las rodea, entendido como mar, tierra y más allá,
p e rm e a m uchos cam pos de actividad y de in terés en M arovo. Por
ejem plo, el actual estado de desorden de los ciclos m enstruales antes
sincronizados de las m ujeres de cualquier aldea es considerado p o r
m uchas m ujeres de edad como resultado de que las m ujeres más j ó ­
venes viajan más a la capital H oniara, donde pierden contacto con los
ritm os cíclicos de la vida aldeana, centrada en la periodicidad lunar
de la pesca y la agricultura y en el hecho de que “tradicionalm ente”
todas las m ujeres em pezaban a m enstruar alrededor de la noche de
la luna llena (taomi paleke, literalm ente “con tem plar la lu n a”, es un
térm ino com ún p ara la m enstruación). Las ancianas lam entan que la
creciente falta de atención a la luna de las más jóvenes y su participa­
ción cada vez m en o r en las actividades de la aldea h an reducido su
com ensalidad y sociabilidad. Esa argum entación adem ás sigue un
p atró n am pliam ente docum entado en M elanesia de hacer hincapié

3 Por supuesto, el antropólogo podría señalar que la información sobre ataques


fatales de tiburones en el área de Marovo desde alrededor de 1950 indica, siguien­
do esas líneas, una correlación directa.
en Ja colectividad y en la sustancia com partida a través del trabajo y
la residencia en com ún, y, sobre todo, a través del consum o de alim en­
tos obtenidos y cultivados en u n territo rio com ún (cf. A. S trathern,
1973).4 Así, la argum entación de las ancianas de Marovo no se refie­
re a un efecto causal unilateral de la luna sobre las vidas hum anas, sino
que es m ucho más com pleja e incluye varios niveles de causalidad en
las relaciones entre las personas y el m edio am biente y entre las p e r­
sonas mismas, sin nin g u n a frontera que corresponda al dualism o de
naturaleza y cultura.
Las relaciones con el m edio am biente de la gente de Marovo tam ­
bién incluyen la m anipulación del am biente p o r m edio de actos de
intervención am pliam ente conocidos y a m en u d o uniform ados que
- d e acuerdo con la opinión de Evans-Pritchard (1976) acerca del p ri­
vilegio epistem ológico de la ciencia- deberían ser considerados como
pertenecientes a la categoría de la “m agia”. Sin em bargo, esos actos
aparecen en la vida cotidiana como “h erram ien tas” observables y al­
tam ente pragm áticas para el m anejo de problem as planteados p o r el
m edio am biente, que en el contexto de las islas del Pacífico incluye en
lugar p ro m in en te el papel del clima p a ra los viajes p o r mar. Si hay
fuertes olas que im piden que las canoas salgan de la playa de la aldea
en la costa oceánica, es posible que se llam e a algunos ancianos para
que ejecuten el acto de va bule (calmar), que consiste en calm ar las olas
p o r un m om ento (lo suficiente para lanzar la canoa al m ar) m ed ian ­
te el recitado de un hechizo y la acción de arrojar a las olas u n trozo
an u d ad o de u n a p lanta trepadora de la playa. Tam bién du ran te los
viajes se utiliza la m agia práctica. Si d u ra n te un viaje en canoa en u n
día de torm enta se ve que se acerca uno de los tem ibles ivori (una es­
pecie de p e q u e ñ o to rn ad o ), la m ayoría de los adultos, hom bres y
mujeres, sabe realizar u n acto que hará que la n egra colum na de n u ­
bes en rotación se p arta en dos y que las dos partes desaparezcan, una
hundiéndose en el m ar y la otra regresando al cielo. Ese acto, seke ivori
(literalm ente “d ar el golpe m ortal al viento ivori”), consiste en reci­
tar un breve ensalm o m ientras se hacen m ovim ientos circulares con
u n cuchillo de m onte (que siem pre se lleva en las canoas) o bien en
golpear dos piedras (que se llevan al m ar con m enos frecuencia).
Esos actos son p arte integrante de la relación práctica de los ha-

4 A dem ás, la cien cia occid en tal parece apoyar un argum ento acerca de la
sincronización de los ciclos menstruales de las mujeres que viven o trabajan en estre­
cha cercanía (véase McClintock, 1971).
hitantes de Marovo con su m edio am biente y de su percepción de las
lim itaciones im puestas p o r el m edio am biente a la actividad h u m a­
na. Así, las relaciones de las gentes de M arovo con el m edio am bien­
te no parecen estar necesariam ente lim itadas p o r las “leyes de la n a­
tu ra le z a ”. La eficacia de la m agia p ráctica p a ra su p erar lo que en
térm inos científicos occidentales se considerarían “limitaciones natu­
rales” se com prueba regularm ente m ediante su uso.3 Las incom pren­
sibles dualidades de la m agia como acto técnicam ente falso pero so­
cialm en te v erd ad ero , com o “m ala ciencia” (según Tylor, F razer y
Evans-Pritchard) o com o “arte retórica” (según Malinowski, 1948, y
otros),

sólo desaparecerán cuando logrem os arraigar la magia en una teoría más


amplia de la vida humana, en la que el camino de la acción ritual sea visto
como un m odo indispensable para el hombre, en cualquier parte y en todas
partes, de relacionarse con la vida del m undo y participar en ella (Tambiah,
1990:3).

EPISTEMOLOGÍA COMPARATIVA: EL CASO DE LAS TORTUGAS MARINAS

Para ocupam os más directam ente d e cuestiones d e com paración p a­


sarem os a u n cam po del saber de Marovo que im plica una confron­
tación directa con la ciencia occidental. La captura estacional de to r­
tugas m arinas se basa en un corpus de conocim iento com plejo sobre
los ciclos v itales, los h áb ito s de a n id a m ie n to y los p e rio d o s de
incubación de los huevos de dos especies de tortugas m arinas.6 El
principal custodio de ese dom inio de la práctica m arítim a en la actua­
lidad es David Livingstone Kavusu (nacido en 1926). D urante el tra ­
bajo de cam po en 1986 tuve el privilegio de ser invitado p o r Kavusu

5 Vale la pena señalar que hay grados de eficacia mágica registrados en ese sen­
tido. En forma característica, siguiendo la distribución igualitaria del saber de toda
índ ole que existe en Marovo, los que practican la m agia en determ inada ocasión
pueden ser desafiados por observadores.
6 Las tortugas verdes (Chelonia mydas) y Pico-de-halcón (Eretmochelys imbrícala)
anidan en las islas H ele durante todo el año, pero con un marcado pico en el perio­
do de noviembre a enero. La tortuga Lomo-de-cuero (Dermochelys coriacea) sólo ani­
da en playas de arena negra volcánica, que en Marovo únicamente se encuentran en
la costa oceánica suroeste de la isla Vangumi.
.1 <11 n m p a ñ a rlo en las e x p e d ic io n e s d e caza d e to rtu g a s q ue tien en
lugar cad a a ñ o an tes d e n avid ad , a c o n d ic ió n d e q ue le p erm itie ra
"Lh acer(m e) c o n o c e d o r ” [va atei) an tes d e partir hacia las islas H ele,
Kavuso ex p r e só a lg u n o s d e sus fu n d a m en to s e p iste m o ló g ic o s en la
sig u ie n te forma:

lo d o e sto sob re las tortu gas v in o d e I d e p a r e [una gran isla d e sh a b ita d a al


su re ste d e M arovo), p o r q u e la g e n t e d e a llí e ra g e n te d e l o c é a n o f ...l Mi
padre- [ ... | qu ería q u e yo su p iera [atei) to d o sob re las to rtu g a s para q u e c o n ­
servara e se saber. Yo creí [va fu lu a n a ) lo q u e m e d ijo. Pero n o p o d ía co n fia r
[n oru a) en e llo hasta h a b er lo visto [am ia) to d o por m í m ism o. D e m anera q u e
lili allá a las islas H e le y e n c o n tr é a lg u n o s n id o s d e tortu ga, y e sca rb é hasta
e n c o n tr a r los h u ev o s y los c o n té , y m arq u é e so s h u ev o s b ien para averiguar'
en c u á n to tie m p o r eg r esa ría n e sa s to r tu g a s.7 D e sp u é s v o lv í al c o n tin e n te ,
p e r o c u a n d o lle g ó el m o m e n to d e l r eg r eso d e la p rim era d e las tortu gas e s ­
taba d e vu elta en esa isla en l íe l e . Y lleg a ro n , p rim ero u n a y d e sp u é s las otras
q u e yo había m aread o. E n to n ce s su p e q u e fu n cio n a b a , lo q u e m i p ad re m e
h ab ía d ic h o . Y p u d e co n fia r e n e llo .

Los d eta lles d el ex a m en d e los n id os y los h u ev o s para p red ecir el


m o m e n to y lugar del regreso d e una tortu g a al n id o son d em a sia d o
co m p lica d o s para describ irlos aquí. Sin em b a rg o , es p reciso señalar
que d urante la tem p orad a, en tre n oviem b re y febrero, los h abitantes
d e las cuatro p eq u eñ a s ald eas d e la costa oceá n ica d e V angunu “m ar­
ca n ” y capturan tantas tortugas com o n ecesita n p ara el ciclo d e final
d e añ o que in clu ye n avidad , añ o n uevo y la celeb ra ció n d e las bodas.
Parece h aber una correlación casi total en tre la m arca y la ca p tu ra .8
A dem ás, algu nas p ersonas señalan que, co m o las islas H e le están a un
día en tero d e rem o d e las ald eas, 110 valdría la p en a ir hasta allá si no
p ud ieran confiar en sus propias p red iccion es. D esd e un p u n to d e vista
escé p tico se p od ría argu m en tar que d e to d o s m o d o s las tortugas q ue
llegan allí a an idar son m uchas y q u e lo q ue se co n sid era una torlu -

" La edad de cualquier nido de tortuga se establece tomando algunos de sus hue­
vos y exam inando el estado de ima mancha clara calcificada que se va extendiendo
sobre la cáscara durante los primeros siete días después de puesto el huevo. Trans­
curridos esos siete días, cuando roda la cáscara se ha calcificado y el huevo es todo
blanco, la edad del indo se determina rompiendo un huevo y examinando el embrión.
8 Las personas involucradas aíin n an ca tegóricam en te q u e casi todas ias tortugas
cuyo regreso se ha "marcado" son, d e h ech o, capturadas. A d em ás, m is p ropios datos
cu an titativos d e las tem p orad as d e caza de tortugas d e 1 9 8 6 -1 9 8 7 y 1 9 8 9 -1 9 9 0 c o ­
rroboran to ta lm en te esa afirm ación.
ga “m arcada" en realid ad p od ría ser cu alq u iera . Pero las p layas d e
i le le n o son d el rípo en que an id an Jas tortugas, y los totales d e tor­
tugas y d e visitan tes h u m an os d u ran te cu alq u ier ép o ca d e l a ñ o son
d e m a sia d o esca so s c o m o para q ue lo s en c u e n tr o s ca su a les sea fre­
cu en tes.
Kl p u n to a x io m á tico sobre los h uevos d e tortuga es que d e a cu er­
d o con el sab er recib id o d e M arovo su in cu b ación dura v ein tiú n días.
Lsto sign ifica que, p u esto que las tortugas siem p re salen a la playa a
p o n e r sus h u e v o s d u r a n te la n o c h e , lo s h u e v o s se a b rir á n e n la
v ig e sim o p r im era n o ch e su b sig u ien te (cu alqu ier tortugu ita q ue salga
tarde, d u ra n te el día, sería d evorad a p or las aves m arinas y otros in ­
n u m erab les d ep red a d o res). D esp u és q ue Kavusu m e ed u có hasta el
nivel d e saber esto, alg u n o s m eses m ás tarde m e asom b ró d escub rir
q u e en u na serie d e in fo rm es técn ico s y e stu d io s d e a u to r id a d es se
afirm a q ue la in cu bación d e los h u evos d e esas m ism as tortugas tie­
n e u n a d u ración estim a d a d e en tre cin c u e n ta y cin c o y se te n ta días
(p or e je m p lo , V aughan, 1981; Oarr, 1984). A m e d ia d o s d e 1987 le
c o n té a Kavusu acerca d e esas estim a c io n e s basadas en la in v estig a ­
ción en una serie d e sitios trop icales (in c lu y en d o p a rles d e las Islas
S a lo m ó n ), y le p reg u n té q ué p en saba sobre esa seria discrep ancia. Su
reacción in m ed ia ta fue: ‘‘Uso es m en tira, o se trata d e ofi'as tortugas
d ife r e n te s.” Le aseg u ré que las esp e cie s eran las m ism as, re firié n d o ­
m e a las id en tific a cio n e s in clu id as en estu d io s d e las tortugas m a ri­
nas d e las Islas S alo m ón (por ejem p lo , McElroy y A lexander, 1979),
y eso prod ujo la sigu ien te respuesta inspirada, en traducción directa y
só lo p a rcia lm en te resu m id a a fin d e consei'var to d o el e fe cto e x p li-
catorio:

N o sé c ó m o d escu b riero n e so esas g e n te s [... J P eto e n mi o p in ió n es una gran


m e n tira . Yo p r o b a b le m e n te sería c a p a / d e d e c ir te una o d o s m en tira s sob re
cosas c o m o los p e c es o h isto ria s sobre el kasim u (la tr a d ició n ), p o rq u e a lg u ­
nas d e e sa s cosas n o las se b ie n . ¡Pero las tortu gas! Lo q u e sé sob re las to r tu ­
g as está b ie n a d e n tr o d e m i c o ra z ó n , las to rtu g a s están d e n tr o d e mi vida, y
lo q u e te d ig o sob re las to r tu g a s es v e rd a d , y yo sé q u e es v erd a d [...] Los
a n c ia n o s m e d ijero n q u e las to rtu g a s b e b é salen d e lo s h u e v o s d e s p u é s d e
v e in tiú n días, y yo creía lo q u e e llo s m e d ije ro n , p ero e so n o era su fic ie n te
para m í. Yo te n ía q u e ir y verlo c o n m is p r o p io s ojos. K ntonees m e fui a H e le
y e n c o n tr é u n n u e v o n id o , y e x a m in é los h u ev o s para ver c u á n d o volvería la
to r tu g a , p e r o n o lo s sa q u é lo d o s , lo s d e jé ah í. E n to n c e s a m a r ré los n u d o s
(referen cia a am arrar u n a serie d e n u d o s e n tin a tira d e c o r te /a , c o r r e s p o n ­
d ie n te al n ú m e r o d e n o c h e s q u e faltan h asta la fe ch a calcu lad a para el reg re­
so de la tortuga; después de cada noche se elim ina un nudo). Y me quedé
allá en esa isla pequeña [...] y vino un domingo, y vinieron dos domingos, y
esa tortuga salió de nuevo a poner otros huevos después de catorce días, tal
como yo había marcado y amarrado los nudos, siguiendo lo que mi padre me
enseñó. Y exam iné los huevos del primer nido de esa tortuga y todavía no
estaban abiertos, pero ya tenían tortuguitas diminutas dentro. Entonces
esperé, y en la séptima noche después del regreso al nido, en la vigésim o
primera noche después de hecho el primer nido, salieron las tortugas bebés.
Hicieron un hoyo en la arena y salieron una por una, y una larga hilera de
ellas corrió por la arena hacia el mar. Yo he visto eso, y sé que cuando te digo
veintiún días, es verdad. No sólo una sino dos veces me quedé días y días en
las islas H ele para ver eso. Por eso te digo: después de veintiún días, cuan­
do el suko [una mancha calcificada que se va extendiendo sobre la cáscara de
un huevo nuevo (véase la n. 7)] cubre todo el huevo, ese huevo es todo blanco.
Y desde ese día hay sangre adentro de ese huevo. Siete días más y llegamos
a catorce días. La tortuga madre vendrá de nuevo, si es una vonu pede [las
tortugas pico de halcón; se sabe que los ciclos de las tortugas verdes son algo
diferentes], y ahora puedes ver una pequeña tortuga dentro de los huevos
del primer nido si rompes uno. Es una tortuga de verdad, con cabeza, ojos,
patas. Es una tortuga, pero todavía no está pronta para salir. Siete días más
de tus nudos, y esa noche es el momento para que esa tortuguita salga y corra
hacia el mar. U no o dos días antes de eso la cáscara del huevo ha em pezado
a romperse. Y en esa vigésim o primera noche, tiene que ser de noche, las
nuevas tortugas escarban su camino hacia arriba y corren hacia el mar, to­
das las de un nido juntas. Es así que yo sé que es. N o creo que esos científi­
cos hayan ido realmente a las islas y vivido allí por mucho tiempo para con­
tar todos sus cincuenta o sesenta días. Utilizaron su m ente para averiguar
eso. N o lo vieron, creo yo. Tal vez uno de ellos íue a una isla y encontró un
nido y le puso una marca a ese nido. Pero no se quedó observando ese nido
día y noche todo el tiem po. No, tenía que regresar a su oficina, y cuando
volvió para examinar el nido que había marcado, otras tortugas habían al­
terado la marca. Tú sabes que las tortugas grandes descom ponen toda la
playa cuando salen. Entonces descompusieron su marca, que quedó metida
en la arena cerca de otro nido. Y entonces él no vio los huevos que había visto
primero, cuyos bebés tortuga habían salido la vigésimo primera noche. De
alguna manera él creyó que cuando él llegó cincuenta días después [...] y el
nido marcado estaba vacío, que los huevos necesitaban todos esos días para
abrirse. Pero se equivocó por com pleto. Eso es lo que yo creo que sucedió.
Pero en cuanto a mí, las islas Hele y las tortugas me pertenecen, y yo sé que
lo que digo es verdad, porque lo he visto por m í mismo. Ahora he terminado.

El enfoque em p irista deductivo que David Livingstone Kavusu


ad o p ta p ara su explicación de la validez de su propio saber es asom ­
broso. Yo sóio p u ed o adm itir que la defensa de Kavusu del periodo
de incubación de veintiún días m e resulta p o r lo m enos tan convin­
cente como la presentación del periodo de incubación de entre cin­
cuenta y cinco y setenta días docum entada en los informes de los bió­
logos. Sin em bargo, la discrepancia es tan grande que crea una duda
im p ortante que no es posible resolver aquí. Lo que sí podem os obser­
var es que las reflexiones de Kavusu se extienden hasta cubrir todo el
terren o hasta la epistem ología com parativa. C uando la inform ación
procedente del cam po de la ciencia occidental cuestiona sus opinio­
nes, Kavusu reflexiona sobre los procesos m entales y las limitaciones
m etodológicas que han producido la opinión, para él errónea, de los
biólogos occidentales, y sugiere qué es lo que puede haberlos lleva­
do a ese error.

PARADIGMAS RIVALES

Identificar la epistem ología de Marovo, según la representa un reco­


nocido p en sad o r experto como Kavusu, com o de orientación básica­
m ente “em pirista”, no significa que exista necesariam ente una corres­
p o n d en cia con el p arad ig m a canónico de la ciencia occidental. De
hecho, la exposición de Kavusu de ese corpus de conocim iento p rác­
tico es en sí u n p arad ig m a científico. La teoría indígena y la teoría
antropológica, incluyendo en esta últim a en este caso las que la bio­
logía occidental considera “leyes naturales”, pu ed en ser vistas com o
dos paradigm as distintos, posiblem ente rivales. No es mi propósito
atacar ni defen der la superioridad de una u otra en cuanto a la com ­
pren sió n de lo que hacen las tortugas. Más bien lo que quiero decir
es que es im posible co m p ren d er lo que hacen las personas (que es
básicam ente el proyecto de la antropología) a través exclusivamente
de la com paración del saber indígena con la ciencia occidental, dando
preferencia epistem ológica a esta última.
O tra problem ática de la investigación antropológica se desp ren ­
de de los ejem plos em píricos. No sólo la epistem ología de Marovo
o p e ra a p a rtir de la ausencia de u n a dicotom ía en tre natu raleza y
cultura - e n realidad, de la ausencia de conceptos equivalentes a esas
categ o rías g em ela s-, sino en cadenas de observaciones de nexos
causales que tiend en a ser deducidos y postulados con escasa o n in ­
g u n a separación en tre lo “m ágico” y lo “re a l”. Esto p u ed e parecer
lógico, puesto que si no hay nada “n a tu ra l”, en el sentido occidental,
tam poco puede haber nada “sobrenatural”. Además, “m agia” y “cien­
cia” no son teorías distintas de cóm o p o r qué existen las cosas (cf.
Tam biah, 1990). Así, tenem os que en fren tar el reto y analizar proce­
sos epistem ológicos que incluyan fenóm enos, incluso observados p o r
nosotros du ran te el trabajo de cam po (como interferir con el clima),
que norm alm ente serían clasificados p o r los conceptos occidentales
com o pertenecientes al difuso y negacional reino de lo sobrenatural.
Tam bién a nivel de la interacción social hay problem as de análisis al
m anejar conocim ientos que no p u ed en ser incorporados a los esque­
mas existentes sobre la cultura, la naturaleza, la m agia o la ciencia. En
com p aración con orientaciones in terp re tativ a s m ás relativistas en
antropología (en particular los enfoques feministas de las relaciones
de género y de los usos m etafóricos del dualism o naturaleza-cultura
(cf. M acC orm ack y S tra th e rn , 1980; M ore, 1988), los estudios de
ecología “cultural” o “h u m a n a ” parecen h ab e r tard ad o u n poco en
captar esos puntos, debido al arraigo de esos enfoques en postulados
axiomáticos sobre el ordenam iento cultural y la clasificación cognitiva
de la “realidad” de la naturaleza, sobre la universalidad de la dicoto­
m ía de naturaleza y cultura y sobre la necesidad de proceder en fo r­
m a analítica partien d o de una base objetiva. La separación de la so­
ciedad y la naturaleza es p arte de nuestras construcciones ontológicas
de occidentales e intelectuales, a tal p u n to que p u ed e resultarnos
difícil cap tar que es necesario ex ten d er lo social y lo subjetivo hasta
bien ad entro de lo que inicialm ente p u ed e aparecer com o natural y
objetivo.

METALENGL'AJES PARA LA COMPARACIÓN

Los ejem plos m encionados m ás arrib a indican que la “etn o ep iste­


m ología” de Marovo con respecto al m edio am biente presenta p a ra ­
lelos so rprendentes con el m étodo hipóte tico-deductivo de Kuhn, a
la vez que se ocupa de temas que están m ucho más allá de lo que se­
rían los hechos de la naturaleza según la definición de la ciencia oc­
cidental. Parece claro que los estudios antropológicos de las relacio­
nes e n tre las gen tes y su m edio am b ien te d eb e n d e sta c a r m ás el
análisis com parativo de las epistem ologías p ro p iam e n te dichas. El
pueblo de Marovo, que tiene trece térm inos taxonóm icos p ara diver­
sas etapas del desarrollo de lo que en la clasificación linneana es un a
sola especie de pez llam ada Katsuwonus pelamis (un tipo de atún),
subsume más de cien especies linneanas de pequeños peces de colo­
res que viven entre el coral en la única categoría taxonóm ica de kepe.
Eso se debe a que todos esos peces pequeños no tienen prácticam en­
te nin guna im portancia pragm ática o simbólica para los habitantes de
Marovo; en cambio, el atún tiene u n valor inm enso com o alim ento
cerem onial, como el ser m ás sagrado del m ar y como foco de las ac­
tividades rituales estacionales.
En este sentido, la tesis de Berlin (1992) de que los seres hum anos
reconocen u na clase de organism os ind ep en d ien tem en te de su utili­
d ad o su significación simbólica no parece ser aplicable a Marovo. La
com plejidad taxonóm ica parece estar fuertem ente ligada a las dife­
rentes m aneras en que la gente se ve a sí m ism a participando en al­
gún tipo de interacción con diferentes com ponentes vivientes y no
vivientes de su m edio am biente. Esas formas de interacción no corres­
p o n d en necesariam ente a las prem isas occidentales acerca de las re­
laciones ecológicas entre los seres hum anos y el m edio am biente. En
contextos com o éste, el estudio de la “etnoecología” abarca m ucho
más que la identificación de los “marcos culturales” superpuestos al
m edio am biente para clasificarlo, y debe incluir una investigación más
general de las fronteras ontológicas y los criterios epistem ológicos.
Se p o d ría alegar que los supuestos acerca de un dualism o univer­
sal naturaleza-cultura no p u ed en constituir u n m etalenguaje p ara el
análisis com parativo de las relaciones en tre los seres hum anos y el
m edio am biente. Y tam poco el dualism o de naturaleza y cultura cons­
tituye u n “lenguaje de contraste evidente en el que podem os com ­
p re n d er sus prácticas en relación con las nuestras” (Taylor, 1981:209).
En este co n tex to , u n len g u aje co m p arativ o d eb e incluir tan to la
disyunción entre naturaleza y cultura in h eren te a la ontología occi­
dental como otras ontologías que representen enfoques más integra-
dores e interactivos. En esta línea, lo que estoy proponiendo aquí no
es la in co n m en su ra b ilid ad y el relativism o extrem o a través de la
“alterid a d rad ical” (Reesing, 1994), sino más bien la visión de que
para u na com prensión com parativa ap ro p iad a de las relaciones e n ­
tre los seres hum anos y el m edio am biente hacen falta instrum entos
analíticos am pliados y no tan firm em ente arraigados en la ontología
y la “etnoepistem ología” occidentales.
Las posiciones interactivas y relaciónales podrían ser una base para
ese m etalenguaje. Al concentrarse en las interacciones de los seres
hum anos con el m edio am biente del que derivan m uchas form as de
subsistencia, las perspectivas procesales ad q u ieren prom inencia, a
diferencia de las clasificatorias. La idea de u n a disyunción en tre la
“cu ltura” de los hum anos y la “realidad objetiva” de la “naturaleza”
p o d ría entonces ceder el lugar a una perspectiva m utualista, siguien­
do los lincam ientos propuestos p o r Ingold (1992). El estudio de esas
interacciones debe ir más allá del m arco conceptual del “nicho eco­
lógico”, cuyo pionero en los estudios antropológicos fue B arth (1956).
Pero p o r todo lo dicho debería estar claro que no es posible dar p o r
sentado de antem ano qué es lo que constituye el “m edio am biente
total”, sin tom ar en cuenta las ideas indígenas. No sólo los diferen­
tes pueblos p u ed en clasificar de diferente m an era los com ponentes
am bientales similares, sino que adem ás tienen ideas acerca de las vin­
culaciones entre los seres hum anos y el m edio am biente que van más
allá de las “leyes naturales”.
Por lo tanto, las llam adas “determ inantes ecológicas” del proceso
social no consisten solam ente en las o p o rtu n id ad e s y lim itaciones
objetivas planteadas p o r la “n aturaleza” y las “herram ientas técnicas”
de los hum anos para aprovechar las oportunidades y superar las li­
m itaciones. En lugar de lim itarse a unos pocos p árrafo s sobre “las
condiciones ecológicas”, o, en el m ejor de los casos, a u n capítulo
sobre “ecología” que incluya elem entos de clasificación indígena, la
perspectiva cultural-ecológica en antropología tiene que tom ar en
cuenta los fundam entos ontológicos m ás profundos de la práctica
hu m ana en el m undo, y seguir las im plicaciones de esos fundam en­
tos a d o n d e quiera que vayan. Al investigar las redes de relaciones
am bientales en que están “enm arañados” (Ingold, 1992:39), debería­
mos evitar la reificación (como producto de nuestra propia “etnoepis-
tem ología” y de nuestra actitud interpretativa) no sólo de los “siste­
mas ecológicos”, sino tam bién de la “naturaleza”.
Por últim o, un m etalenguaje para la com paración y el análisis en
ecología cultural que acentúe la participación antes que la separación
(Ingold, 1992) y p arta de posiciones interactivas p o d ría estim ular una
búsqueda no esencialista de categorías y tram as de las relaciones en ­
tre los seres hum anos y el m edio am biente estructurados p o r p roto­
tipos. Al “concebir cada categoría en térm inos de sus casos claros antes
que de sus fronteras” (Rosch, 1978, en D’A ndrade, 1995:118), nues­
tro análisis de las relaciones de las gentes con su m edio am biente
p o d ría h ac er resaltar la relacio n alid ad antes que las disyunciones
definidas a priori, y de hecho am pliar el foco hacia los contextos so-
cíales d el saber y d e la práctica a m b ien tales. En g en era l, el én fasis en
la c a te g o r iz a c ió n a m b ie n ta l m e d ia n te p r o to tip o s an tes q ue p o r las
p ro p ied a d es d e los “ob jetos q u e ex isten o b jetiv a m en te e n el m u n d o ”
(Joh n son , 1993:8; cf. Lakoff, 1987) p o d r ía h acer avanzar el an álisis
cultural con m ás fuerza h acia tem as an alíticos, c o m o p roceso, “borro-
sid a d ”, flexib ilid ad e in teracción abierta. Eso, a su vez, haría resaltar
o sc ila c io n e s y rela cio n es en tre los d o m in io s q u e co n frecu en cia so n
vistos co m o an a lítica m en te sep arad os - ta le s c o m o naturaleza, cu ltu ­
ra, m agia y cien cia.

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10. LA RED CÓSMICA DE LA ALIMENTACIÓN*
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el noroeste de la Amazonia

KAJ ÁRHEM

Entre algunos am erindios de la Am azonia el concepto de “n aturale­


za” es contiguo al de “sociedad”.1 En conjunto, constituyen u n orden
integrado, representado alternativam ente com o u n a sociedad g ran ­
diosa o como una naturaleza cósmica. Así, la hum anidad es vista como
u na form a particular de vida que participa en una com unidad m ayor
de seres vivientes regulada p o r u n conjunto único y totalizante de
reglas de conducta. Siguiendo a Croll y Parkin (1992), adopto el con­
cep to de ecocosm ología p ara d esignar esos m odelos integrales de
conectividad entre los hum anos y la naturaleza.2 Este concepto está
relacionado con los clásicos conceptos antropológicos de “totem ism o”
y “anim ism o”. En la form ulación de Lévi-Strauss (1966), totem ism o
es un sistem a intelectual de clasificación de unidades sociales basado
en la clasificación de las especies naturales. Por lo tanto, el totem ism o
explota las discontinuidades observables en la naturaleza p ara im po­
n e r a la sociedad un o rd en conceptual. El anim ism o, com o señala
Descola (1992), puede ser considerado en algunos aspectos significa­
tivos com o el inverso sim étrico del totem ism o: un m odo de organi­
zar conceptualm ente la relación entre los seres hum anos y las espe­

* Reconozco con agradecim iento los com entarios constructivos de Bill Arens,
Philippe Descola, Andrew Gray, Joanna Overing y Dan Rosengren sobre los borrado­
res de este capítulo. El concepto de “interconexión de hum anos y naturaleza” del
subtítulo lo tom é de Bird-David (1993).
1 Lo mismo puede decirse de muchos, si es que no de la mayoría, de los pueblos
indígenas del mundo. Hay abundante información de Norteamérica (véase, por ejem­
plo, Martin, 1978; Tanner, 1979, y N elson, 1983). Para más inform ación sobre la
Amazonia, véase la nota 6 y la bibliografía.
2 El concepto, relacionado con éste, de ecosofía, según la definición de Naess
(1989) se refiere a “una visión filosófica del mundo inspirada por las condiciones de
vida en la ecoesfera”. En la m edida en que una ecosofía implica una filosofía basada
en la com prensión ecológica, pero que va más allá del conocim iento desinteresado
para abarcar normas y valores fundamentales, puede ser vista com o una particular
variedad moderna -individualizada y explícitamente form ulada- de ecocosmología.
d e s n aturales con base en un sistema de clasificación social. Los sis­
tem as anim istas dotan a los seres naturales de disposiciones hum anas
y atributos sociales; a veces, com o en el caso que exam inarem os más
ad elan te, a los anim ales se les atribuye “c u ltu ra”: hábitos, rituales,
canciones y danzas propios. Si los sistemas totém icos m odelan la so­
ciedad sobre la naturaleza, los sistemas anim istas m odelan la n atu ra­
leza sobre la sociedad.
Sin em bargo, la separación analítica de los sistemas totém icos y
anim istas tien d e a o cultar que los dos esquem as tienen en com ún
p ro p ied ad es fundam entales: ambos suponen u n a relación de conti­
n u id ad entre naturaleza y sociedad, con implicaciones experienciales
y conductuales muy im portantes (véase Willis, 1990). Intelectualm en-
te, el totem ism o y el anim ism o son estrategias co m plem entarias y
equivalentes p ara com prender la realidad y relacionar a los hum anos
con su m edio am biente: una hace uso de im ágenes naturales para dar
sentido a la sociedad hum ana y la o tra em plea representaciones so­
ciológicas p ara construir ord en en la naturaleza. Desde el punto de
vista experiencial, ambas form an parte de ecocosmologías totalizantes
que in teg ra n conocim ientos prácticos y valores m orales. Com o cons­
tru ccio n es sociales holísticas, las ecocosm ologías son atractivas y
m otivadoras; m oldean la percepción, conform an la práctica y ofrecen
lincam ientos significativos para vivir.
E n este capítulo se explora u n a ecocosm ología p articu lar de la
Am azonia, que presenta rasgos tanto de sistemas anim istas com o de
sistem as totém icos. Para los m akunas de la A m azonia colom biana,
todos los seres -espíritus, hum anos, anim ales y plan tas- participan en
u n cam po de interacción social definido en térm inos de rapacidad e
intercam bio. El rasgo central de su ecocosm ología es que entien d en
la rap acid ad hu m ana como u n intercam bio revitalizador con la n atu ­
raleza, m odelado sobre la regla de reciprocidad entre afines y p o r los
intercam bios con m ediación cham ánica entre los hom bres y los dio­
ses. Este capítulo se enfoca sobre las ideas de los m akunas acerca de
la caza, la pesca y el consum o de anim ales como alim ento, y cómo esas
ideas se in teg ran en u n m arco cosmológico más am plio, proporcio­
n an d o a los individuos una base m oral y existencial para su interac­
ción con el m edio am biente. Este caso ilustra rasgos generales y p e r­
sistentes de las ecocosmologías indígenas y, en consecuencia, aum enta
la com prensión antropológica y com parativa de la conexión entre la
sociedad y la naturaleza.
I .os m akunas, u n p eq u eñ o grupo h abían le de tukano oriental que vive
en el n o roeste de la A m azonia, son los h ered ero s c o n tem p o r á n e o s d e
una an tigu a cultura d e la selva tropical q ue a n te rio r m e n te se e x te n ­
día por gran d es parles de la cu en ca a m a z ó n ic a .! Los m akunas habitan
m alocas m u ltifám iliares y p eq u eñ as a ld ea s a m p lia m en te d ispersas a
lo largo d e ríos y ar royos, y su su b sisten cia se basa en la agricultura
itin erante, la pesca y la caza en la selva inLeriliivial . 1 Su a lim en to bá­
sico es la yuca, o m a n d io ca am arga, y - e n línea con el p alrón g e n e ­
ral d e la A m a z o n ia - las m ujeres son agricu ltoras y los h om b res caza­
dores y p escad ores. 1.a vida política trad icional se centra en la m aloca
y su "propietario'', el jefe d el gru p o q ue la habita. Los esp ecialistas en
ritos - e n especial dos grujios de ch am an es (cum ua, yaia), pero L a m b i é n
can tores y d a n / a n L e s - tenían in flu en cia social y p olítica d eb id o a su
co n o cim ien to religioso y h abilidad es rituales. G rupos de m alocas m ás
o m en os cercanas, vin cu lad as por relacion es d e p a ren tesco agn á tico
y a lia n za s m a tr im o n ia le s, form ab an g ru p o s lo c a les y le r r ito r ia le s
d é b i l m e n t e u n id os bajo la au toridad ten u e y ep isó d ic a de jeiés p a r­
ticu larm en te p rom in en tes.
La socied a d tuka.no m ayor, d e la q ue los m akunas form an parte:,
está organ izada en clan es n om b rad os p a trilin ea les (o “sib s”) a so cia ­
d o s con u n a p r o p ie d a d ritu a l, un lengu aje' d is tin to y te r r ito r io s
an cestrales g eo g r á fica m en te d elin id o s, ( (nitrados en el lugar d e n a ­
c im ien to m ítico d e los ancestros de los d iversos clan es. La p ro p ied a d
ritual in clu y e in stru m e n to s y o r n a m e n to s c e r e m o n ia le s, sustancias
rituales (coca, tabaco, pintura roja y cera d e abejas), en salm os, ca n cio ­
n es y un co n ju n to d e n om b res d e p erso n a . Ln su form a “e s e n c ia l”,
espiritual, esa p rop ied ad ritual está asociada con el lugar d e n a cim ien ­
to del an cestro del clan, que es tam b ién el “bogar" y el d estin o final
d e tod os los m iem bros del clan. El h o g a r ancestral d el clan se llam a
la “casa d e d esp er ta r” d e los an tep asad os; al morir; las alm as d e los
m iem b ro s d el clan viajan a esa casa in v isib le d o n d e , seg ú n se d ice,
“d esp iertan " corno espíritus.

■' 1‘ara un panorama general do la etnografía makuna. véase Arhem (1981, 1990
y 199:5).
1Como la mayoría de los indígenas de la Amazonia, los makunas sufren rada vez
más los electos dramáticos de las estructuras económicas externas, com o el súbito v
v iolen to btiovi de las econ om ías de i oro y de la coca que hoy recorre la cuenca
amazónica.
Los clan es están organ izados, por o rd en d e a n tig ü ed a d , en u n id a ­
d es e x o g á m ic a s m ayores m o d e la d a s sob re un g ru p o d e h erm a n o s
a g n á tic o s. Las u n id a d e s ex o g á m ic a s a su v e / está n e m p a r e n ta d a s
en tre ellas por m atrim on io y afinidad según el p rin cip io de in tercam ­
bio d irecto. La form a id ea l d e m atrim on io, tal c o m o se ex p resa en la
jerga d e la id e o lo g ía agn álica, es el in tercam b io eq u ilib rad o d e m u ­
je r e s en tre d os g ru p o s d e h om b res u n id o s p o r lazos d e p a ren tesco
agn ático. L 1 sistem a se basa en una ter m in o lo g ía rela cio n a l d e “dos
líneas" (dravidiana) q ue p ro p o rcio n a a sim ism o el m o d e lo d e in te r­
ca m b io básico para la in tera cció n con la “n a tu ra le za ”: u n a a lian za
entr e d os categorías s o d a lm e n lc d efin id a s - “y o ” y “o tro ”- p erp etu a ­
das por una serie con tin u a d e in tercam b ios recíprocos. Los m akunas
se id en tifican a sí m ism os com o “p u e b lo d el a g u a ” ([demasa), d e sc e n ­
d ien te s d el an cestro e p ó u im o d el clan A n acon d a d e A gua (Ide hiño).
Los d el P ueblo del A gua se vinculan, estrech a m en te por m a trim o n io
con otro gru p o e x ó g a m o form ad o p or varios cla n es q u e se id e n tifi­
can co m o Yibamasa o los I lijos d e Yiba, a lu d ie n d o a su d esc en d e n c ia
estip u lad a d e un ser' ancestral asociad o con la selva. En co n ju n to , el
P ueblo d el A gua y el P ueblo d e Yiba form an una sola co m u n id a d lin ­
güística, q u e habla la le n g u a origin al d el P ueblo d el A gua y habita un
territorio con tin u o . Err un sen tid o m ás a m p lio se p u e d e decir que esa
u n id ad social m ayor, lin gü ística y esp a c ia lm cn tc unitaria es llam ada
m akuna, térm in o que, en este artículo, utilizaré con ese ú ltim o se n ­
tido. Al hablar exclu siv a m en te del clan Idem asa em p lea r é el vocab lo
in d íg e n a o su traducción literal, Pueblo del Agua.

DESCRIPCIÓN (.LNLRAL DE LA ECOCOSMOLOGÍA MARI NA

Entre los m akunas, la caza, la pesca y la h orticu ltura -ig u a l q ue casi


cualquier' otro trabajo rutinario u o p era c ió n práctica, in clu y en d o la
in g estió n d e a lim en to s cada d ía - van a com p a ñ a d a s d e actos rituales
o chanránicos, b asad os en la co sm o lo g ía de los m akunas y co n stitu ti­
vos d e su .forma d e vida. En esa co sm o lo g ía es fu n d a m en ta l la d istin ­
ción en tre la realidad visible, física y cam b ia n te d e la ex p er ie n c ia c o ­
tidiana, y el reino in visible, invariable y trascen d en tal d e los d io ses y
los esp íritu s an cestrales que los m akunas llam an el m u n d o ///. C ada
form a m aterial y actividad práctica tien e su h o m ó lo g o en el m u n d o
he. D e h ech o , las form as m ateriales y las o p era c io n es físicas d el n iun -
do visible enseñan a los seres hum anos acerca de la realidad oculta del
m undo de los espíritus, y, p o r lo tanto, del significado más profundo
de la existencia.
En esa realidad dual, todos los seres y las cosas tienen una “form a
fenom enológica” y una “esencia espiritual”. En su aspecto esencial no
hay diferencia entre los seres hum anos, los anim ales (no hum anos) y
las plantas: todos pertenecen a la m ism a categoría ontológica de los
seres m ortales. En el discurso cham ánico se los clasifica contextual-
m ente como masa (pueblo; gente).5 D entro de la categoría incluyen­
te de masa hay distintas clases de seres que se distinguen p o r rasgos
específicos (de los que se habla como “arm as”) asociados con el ori­
gen m ítico de la clase y sus hábitos reproductivos y alim enticios espe­
cíficos. En esa sociedad incluyente de los seres m ortales, una clase de
seres se transform a en otra con gran facilidad: los hum anos se con­
vierten en anim ales, los anim ales se transform an en hum anos y una
clase de anim ales se convierte en otra. La idea subyacente es que los
espíritus de plantas, anim ales y hum anos p u ed en ad o p tar u n a varie­
d ad de form as m ateriales y así p e n e tra r en diversos m undos vivien­
tes y m anifestarse com o diferentes clases de seres. La esencia, en to n ­
ces, se revela en d ife re n te s form as d e v italid a d . Todos los seres
vivientes participan de una vitalidad genérica que tiene la capacidad
de “fluir” o circular entre diferentes m undos vivientes. La tarea del
cham án consiste en regular ese flujo vital y asegurar la reproducción
o rd e n a d a de las d istin ta s clases de seres que p u e b la n el cosm os
m akuna.
En el discurso cham ánico, el universo de los seres vivientes es p re­
sentado com o una red alim enticia cósmica de “com edores” y “com i­
d a ”. D esde el p u n to de vista de cualquier clase de seres, todos los
dem ás son “cazadores” o “presas”. Así, desde el pun to de vista de los
seres hum anos {masa), ese universo alim enticio se divide en com ida
h um ana (masa bare), que incluye todas las plantas y los anim ales que
sirven de alim ento al hom bre, y “com edores de hom bres” {masa barí
masa), que incluye a to d o s los an im ales d e p re sa que seg ú n los

’ El concepto polisém ico de masa es central para la comprensión de la cosmología


v la sociología makunas. En diferentes contextos significa: los seres vivientes, por
contraposición a los objetos inanimados, o bien el clan patrilineal (sib) com o unidad
social aislada entre otras unidades equivalentes que constituyen el mundo de la vida
humana. Espero que la interconexión de esos múltiples significados quede clara en
el curso de este capítulo.
m akunas se alim entan de seres hum anos. En lenguaje cham ánico, la
categoría de los anim ales de presa se denom ina p o r el suprem o d e ­
predador, el ja g u a r (yai), y la categoría “com ida” p o r el prototipo del
anim al comestible, el pez (wai), form ando así un sistema tripartito de
clasificación cósmica, basado en la cadena de la alim entación:

com edor — alim ento/com edor — com ida


YAI -► MASA -► WAI
“ja g u a r” — “g en te” — “p ez”

Es u n universo de cazadores; el m undo visto desde un punto de


vista m asculino y “p red ato rio ”. Los lím ites del sistema se definen, en
u n extrem o, p o r los depredadores supremos, que atacan a todos los
seres vivientes y no son presa de ninguno; y en el otro extrem o p o r
las plantas comestibles que, en relación con las dem ás formas de vida
del sistema, son solam ente comida. El nivel trófico interm edio incluye
la m ayoría de las form as de vida, que son a la vez com edores y com i­
da. Y puesto que todos los animales -e n su aspecto esencial- son “gen­
te”, el esquem a se aplica a cualquier anim al: desde el punto de vista
de los peces y los anim ales cazables, los hum anos están en la catego­
ría de “d ep red ad o res”, m ientras que las frutas, las semillas, los insec­
tos y los detritos de plantas están incluidos en su categoría “com ida”.
La categoría de los depredadores supremos, en la que están losjagua-
res, las anacondas y las grandes aves de presa, incluye tam bién a los
dioses y los espíritus he rapaces, con lo que el sistema se convierte en
u n a ecología realm ente cósmica. Tal como el cazador hum ano m ata
y consum e a su presa, los dioses m atan y consum en seres hum anos.
Pero -y ésta es la clave de todo el sistem a- p o r m edio de su m atanza
y consum o de seres hum anos los dioses tam bién p erm iten que los
h um anos se reproduzcan. Del m ism o m odo el cazador hum ano, al
apresar y com er anim ales y peces, perm ite que los anim ales se rep ro ­
duzcan y se m ultipliquen. Así, la depredación o la rapacidad son una
form a “m asculina” de procreación.
C uando un ser hum ano m uere, el alm a es capturada (“consum i­
d a ”) p o r los dioses y devuelta a la casa de nacim iento del clan para
re n ace r com o u n a p erso n a espiritual com pleta. Del m ism o m odo,
cuando un cazador hum ano m ata y consum e a su presa, devuelve el
espíritu del anim al m uerto a su lugar de origen, la “casa de nacim ien­
to ” de los anim ales. Por m edios cham ánicos confiere a la especie el
p o d er de reproducirse y m ultiplicarse. En la visión de los m akunas,
m atar para com er en trañ a un acto de reciprocidad: se intercam bia la
vida y la vitalidad a nivel del individuo p o r la renovación y la conti­
n u id ad esencial a nivel de la categoría (el clan, la especie). Tal es, en
pocas palabras, la filosofía m akuna de la vida: la rapacidad, entendida
com o intercam bio, explica la m uerte y da cuenta de la regeneración
de la vida:

YAI MASA WAI

Espíritus Seres Plantas y anim ales


rapaces hum anos comestibles

Por su capacidad creativa (y destructiva), los cham anes son id en ­


tificados con esp íritu s ra p ace s y llam ados yaia. Los ja g u a re s, las
anaco n das y las aves rapaces son m anifestaciones naturales de los
espíritus rapaces, y los cham anes son sus hom ólogos hum anos. Todos
son “cazadores cósmicos” con apariencias diferentes, capaces de cam ­
b iar de form a con facilidad y de moverse librem ente entre los diver­
sos estratos y dom inios del cosmos. A través de sus actividades ra p a ­
ces, los cazadores cósmicos m edian en tre diferentes m undos de vida
y aseguran la continuidad y la reproducción ordenada de seres de toda
clase en el m undo.
Los m akunas describen a los anim ales com o “p ersonas”. Los an i­
males cazables y los peces están dotados de conocim iento, capacidad
de acción intencional y otros atributos hum anos. Se dice que viven en
m alocas en la selva y en los ríos, en los depósitos naturales de sal, las
colinas y los rápidos. C uando vagan p o r la selva o n ad an en los ríos
aparecen com o peces y anim ales, pero cuando p en etran en sus casas
descartan sus disfraces de anim ales, se p o n en sus coronas de plum as
y dem ás ornam entos rituales y se convierten en “g ente”. T ienen h u e r­
tos d o n de recogen su alim ento y puertos sobre los ríos d o n d e reco­
gen agua y se bañan. C ada casa y cada com unidad tiene su p ro p ieta­
rio y jefe, que guarda y pro teg e a sus habitantes. Los Padres de los
Peces son las anacondas y las rayas, que viven en las profundidades de
ríos y lagunas. Del mismo m odo, cada especie anim al cazable tiene su
p ro p io espíritu guardián particular, y los principales de éstos son los
E spíritus Tapires, los dueños de las casas de los tapires. Las com uni­
dades anim ales están organizadas según los mismos lincam ientos de
las sociedades hum anas, y la interacción de hum anos y anim ales se
m odela sobre la interacción de diferentes grupos de personas en el
m undo de la vida hum ana. De hecho, se dice que cada especie o co­
m u n id ad de anim ales tiene su propia “cultura”, su saber, sus costum ­
bres y b ien es p o r m edio de los cuales se m an tien e com o u n a clase
d istinta de seres. Por lo tanto, en el sentido de que el m undo vivien­
te es en ten d ido como una sociedad cósmica de “pueblos” y “com uni­
d a d e s ” co n sus p ro p ia s “c u ltu ra s ” d ife re n te s, la eco co sm o lo g ía
m akuna constituye u n sistema anim ista y totalizante de acuerdo con
la definición de Descola (1992).
Sin em bargo, la ecocosm ología m akuna tam bién tiene u n aspecto
evidentem ente totémico. Como ya se ha dicho, los clanes hablantes de
m akuna se dividen en tre el Pueblo del Agua y el Pueblo de Yiba, des­
cendientes respectivam ente de la A naconda de Agua y un ser mítico
de la selva llam ado Yiba. Por lo tanto, la división social en tre el Pue­
blo del A gua y el Pueblo de Yiba corresponde a u n a división entre el
dom inio natural y el dom inio cósmico: el río y la selva, el agua y la tie­
rra , los peces com estibles (wai) y los anim ales terrestres cazables (wai
bttctt, literalm ente “peces viejos”). La A naconda de Agua es el Espíri­
tu Propietario de la m aloca subacuática de M aneitara, mítico lugar de
nacim iento y casa de d esp e rta r del Pueblo del Agua. Adem ás, es el
Padre de los Peces que desovan en M aneitara. Así, la casa de despertar
del Pueblo del Agua es al mismo tiem po la casa de nacimiento-y-danza
de la población de peces que habita el sistem a de ríos que define el
territo rio del Pueblo del Agua. Del m ismo m odo, Yiba está asociado
con los anim ales frugívoros de la selva, que se describen com o sus “tra­
bajadores” e hijos. H ay u n a relación particularm ente estrecha entre
Yiba y los tapires. Yiba creó los depósitos naturales de sal adonde los
tapires van a beber y a comer, y esos depósitos naturales son las casas
de nacim iento-y-danza de los tapires; cada uno de los depósitos con
nom bre que hay en la selva está asociado con el origen de uno de los
clanes del Pueblo de Yiba. Y los ancestros personificados y con n om ­
bre de los diferentes clanes del Pueblo de Yiba son representados como
anacondas-convertidas-en-tapires -E spíritus tap ires- que guardan y
pro teg en a sus descendientes hum anos y anim ales.
Aquí tenem os, entonces, los elem entos m ínim os de u n sistem a
totém ico p len am en te desarrollado: u n a analogía en tre dos órdenes
clasificatorios más la idea de una “conexión esencial” entre unidades
de los dos órdenes. De este m odo la división entre el Pueblo del Agua
y el Pueblo de Yiba corresponde a una distinción entre dom inios cós­
micos y en tre dos clases prototípicas de anim ales (por u n lado, los
peces y, p o r el otro, los anim ales cazables com edores de fruta, re p re­
sentados arquetípicam ente p o r los tapires), cada u n a de ellas asocia­
da con un dom inio natural específico. La idea de la conectividad esen­
cial está form ulada en térm inos de ancestros com unes y u n origen
com ún (véase la fig. 10.1).

Dominio del río Dom inio de la selva


ESPÍRITU ESPÍRITU TAPIR
ANACONDA (YIBA)

peces ............. Pueblo del Agua Pueblo de Y iba............. tapires

rápidos depósitos naturales


de sal
FIG URA 10.1. El esquema totémico.

En esa sociedad cósm ica, d o n d e todos los seres m o rtales son


ontológicam ente “iguales”, hum anos y anim ales están unidos p o r u n
pacto de reciprocidad. La distinción categórica en tre “co m ed o r” y
“com ida” - o cazador y p re sa- parece anular el vínculo de “p aren tes­
co” totém ico entre hum anos y anim ales; todos los “o tros” anim ales
son tratados com o “afines esenciales”. La relación en tre el cazador
h u m ano y su presa, en consecuencia, es vista como u n intercam bio,
cuyo m odelo es la relación entre afines. Los hom bres proporcionan
a los Espíritus Propietarios de los anim ales “alim entos p ara el espí­
ritu ” (coca, ra p é y cera de abejas ardiendo); a cambio de eso, los es­
píritus asignan a los seres hum anos anim ales cazables y peces. En ese
intercam bio, m ediado p o r los cham anes, particip an tres conjuntos
diferentes de relaciones: entre hom bres y espíritus (los cham anes y los
Espíritus Propietarios); entre espíritus y anim ales (el Espíritu Propie­
tario y sus anim ales protegidos) y entre hom bres y anim ales (el caza­
d o r h u m ano y su presa).
Cada u n a de esas diadas tiene u n contenido sociológico claro. El
ch am án se relaciona con los Espíritus P ropietarios de los anim ales
com o con u n hom bre afín; es una relación de igualdad, pero tam bién
incluye posibilidades de peligro y violencia. Si el cazador viola el arre­
glo negociado p o r el cham án, el Espíritu Propietario se venga envian­
do la m u erte y la enferm edad al transgresor y su com unidad. El caza­
dor, p o r su parte, se relaciona con su presa com o u n hom bre con una
m ujer afín (es decir, u n a m ujer de la categoría prescrita p ara el m atri­
m onio). Así, se dice explícitam ente que el cazador atrae y seduce a su
presa. La analogía de com portam iento en el dom inio social es eviden­
te: los hom bres tienden a com portarse en form a muy autoafirm ativa
y a actuar con m anifiesta agresividad hacia sus potenciales cónyuges,
m ientras que se supone las m ujeres deben actuar en form a sum isa y
furtiva hacia sus parientes afines de género masculino. Por últim o, los
Espíritus Propietarios son representados como Jefes o Padres de los ani­
males. El caso paradigm ático de esa relación es la existente entre un
p ad re y sus hijas casaderas, o entre u n herm ano (mayor) y sus h erm a­
nas (menores): es una relación de autoridad, protección y asignación.
Los padres o herm anos mayores asignan sus hijas o herm anas m eno­
res a m aridos apropiados, exactam ente com o los Espíritus P ropieta­
rios asignan sus “hijos anim ales” a seres hum anos.
En resum en, los m akunas explotan explícitam ente el m odelo so­
ciológico del intercam bio m atrim onial para conceptualizar la interac­
ción entre hom bres y animales. Y al igual que en el dom inio social, esa
relación de afinidad tiene género: en su aspecto espiritual los Otros
anim ales son “m asculinos” (Espíritus Propietarios); en su aspecto fí­
sico son “fem eninos” (presas). Por debajo de ese m odelo de intercam ­
bio sociológico está la concepción cosmológica que vincula la d ep re­
dación con la regeneración. La m uerte es vista como instrum ento para
la reproducción de la vida. Es necesario m atar a u n anim al para que
nazca otro, tal com o es necesario que los seres hum anos m ueran -es
decir, sean m uertos, procesados y consum idos p o r los dio ses- para
que nazca otro. La perpetuación del orden cósmico -q u e incluye to­
das las variedades de masa- requiere tanto de la rapacidad “masculi­
n a ” com o de la fertilid ad “fem en in a”, y la vida social se basa en el
intercam bio continuo d e vitalidad individual p o r esencia categórica.
El m odelo sociológico de intercam bio se expresa con la m áxim a
claridad en el cham anism o de la caza. La caza, especialm ente en p re ­
p aración de rituales en gran escala, incluye típicam ente un elem en­
to de “negociación” activa entre el cham án y los Espíritus P ropieta­
rios de los anim ales cazables. Para cada categoría de presas, el cham án
pide al Espíritu P ropietario “com ida cultivada”, que en el lenguaje
velado del discurso cham ánico es u n a m etáfora de la carne. El Espí­
ritu Propietario, p o r su parte, solicita “com ida p ara el espíritu” (coca
y rapé) a cambio de las presas que asigna. Si sustituim os la palabra
“com ida” p o r “m ujeres”, el pasaje da u n a descripción exacta de las
negociaciones reales que tienen lu g ar en tre afines en p rep aració n
p ara un intercam bio m atrim onial.
La im agen del intercam bio entre hom bres y peces es diferente. Los
peces son el prototipo del alim ento anim al p ara los seres hum anos.
La relación apropiada con los peces incluye una ofrenda generaliza­
da y continua de alim ento p ara el espíritu a los Padres de los Peces,
p ero no hay n in g ú n elem ento activo de negociación, no se les pide
perm iso. La in teracció n cham ánica co n los E spíritus P ropietarios
parece estar m odelada sobre el principio de reciprocidad generaliza­
da, y no equilibrada. En realidad, eso p o d ría ser u n a indicación del
estatus “prescriptivo” de los peces com o alim ento. En los mitos, los
peces generalm ente son presentados com o u n producto secundario
de los trabajos creativos de los dioses, m ien tras que los an im ales
cazables terrestres aparecen como avalares de los propios dioses, tam ­
bién ellos poderosos actores en el dram a de la creación. En el m ito y
en el discurso cham ánico los anim ales selváticos figuran como indi­
viduos o especies individualizadas: ra ra vez son tratados com o una
clase genérica o agrupados en una categoría alim enticia cham ánica
com o la de los peces. Los anim ales cazables terrestres, en resum en,
aparecen com o agentes activos iguales a los dioses y a los hom bres;
son “p erso n as”, y p o r lo tanto m atarlos y consum irlos es peligroso.
Para convertir a los anim ales-personas ya m uertos en com ida adecua­
da p ara los hum anos es preciso despojarlos de su “h u m an id ad ” a tra­
vés del cham anism o de la comida.

EL SISTEMA CHAMÁNICO

Para los m akunas, todo alim ento es radicalm ente am bivalente y p o ­


deroso. La com ida contiene las sustancias prim ordiales de las que fue
hecho el m un d o y a través de las cuales es recreado constantem ente;
sostiene la vida y da fuerza, pero tam bién m ata y causa enferm edades.
Por m edio del cham anism o de la com ida, los hom bres -y sólo los
h o m b res- m akunas convierten a seres y sustancias potencialm ente
peligrosos de la naturaleza en alim ento dad o r de vida p ara los seres
hum anos. Por lo tanto, la bendición de los alim entos es u n a p a rte
pro m inente del proceso de preparación de la com ida, la co n trap ar­
tida m asculina de la actividad culinaria de las mujeres. En todo mo~
m entó y lugar los hom bres repiten conjuros y soplan silenciosam en­
te fórm ulas mágicas sobre un trozo de com ida o una calabaza de lí­
quido. Prácticam ente todas las plantas y los anim ales comestibles traí­
dos de la selva o del río se bendicen antes de comerlos.
El m arco conceptual y el repertorio simbólico de la bendición de
los alim entos se basan en el m ito. El que bendice debe conocer y re­
correr en su recitado silencioso el origen m ítico de cada clase de ali­
m ento. En el proceso de la creación, cada clase de seres recibió sus
poderes particulares (conceptualizados com o “arm as”) que le p erm i­
ten m antenerse y defenderse en su hábitat apropiado. C ada conjun­
to p articular de “arm as” (astillas de m adera, plum as, veneno, saliva,
sangre, semen) objetifica los poderes creativos que hicieron surgir a la
especie y definen su id en tid ad genérica. En el caso de los anim ales,
esas sustancias y poderes son incorporados continuam ente a través de
los alim entos que ingieren, y p o r lo tanto sucesivamente reincorpora­
dos a niveles cada vez más elevados de la cadena alimenticia. Para cada
form a de vida hay una categoría prescrita de com ida apropiada (wai),
lo que en conjunto constituye una especie de sistema alimenticio pres-
criptivo. Así, p a ra los m akunas, com er se convierte en u n acto me-
tafísico de incorporación de los poderes creativos de los dioses, que
tueron infundidos en todos los seres en el acto de creación. C om er en ­
trañ a u n proceso de parcial consustanciación e identificación con-
textual en tre el com edor y la com ida, y p o r lo tanto tam bién la posi­
bilidad de que el com edor sea “consum ido” por la propia com ida que
ingiere. C om er es u n a batalla en que el com edor conquista y supera
las defensas de la com ida (o más bien de su fuente viviente) con ries­
go p erm an en te de ser derrotado él m ismo p o r sus arm as letales.
En la re d cósmica de la alim entación, los seres hum anos ocupan
una posición única. A diferencia de los dem ás seres vivos, que p o d ría
decirse que consum en el alim ento preo rd en ad o p ara ellos en form a
“n atu ral”, los hom bres com en m ediante el cham anism o de la com ida.
A través de la bendición los hom bres transform an personas-anim ales
en com ida hum ana, y así afirm an su hum anidad. La capacidad chamá-
nica p erm ite a los hum anos superar los peligros inherentes a la “n a tu ­
raleza” y al m ism o tiem po incorporar la fuerza vital que encierra.
El cham anism o de la com ida m akuna form a p arte de u n conjun­
to m ayor de ideas y prácticas que constituyen un “sistema cham ánico”.
En los térm in os más sim ples, ese sistem a está form ado p o r cuatro
dom inios sem ánticos definidos p o r dos ejes o dim ensiones p e rp e n ­
diculares. A lo largo de uno de los ejes los m akunas distinguen entre
cham anism o preventivo (queare) y curativo (quenore); a lo largo del otro
diferencian entre cham anism o protector y regenerador (wanore ) y la
brujería destructiva y potencialm ente letal (rohare) (véase la fig. 10.2).

wanore
protector y regenerador

( 1)
queare
preventivo

(4)
rohare
destructivo

f ig u r a 10.2. El sistema chamánico.

La bendición de la com ida es realizada p o r la m ayoría de los h o m ­


bres adultos. Sólo el cham anism o de la com ida relacionado con acon­
tecim ientos rituales excepcionales (como la cerem onia de iniciación
m asculina) requiere de los servicios de cham anes protectores (cu m u a ).
Lo mismo vale para las curaciones. En cualquier com unidad hay hom ­
bres con habilidades curativas parciales, algunos incluso especializa­
dos en el tratam iento de determ inadas afecciones y enferm edades. Sin
em bargo, las en ferm edades más serias son tratad as p o r cham anes
reconocidos, ya sean cum ua o yaia. Los yaia son considerados los cu­
randeros m ás poderosos; sólo a ellos se les atribuye la habilidad de
“c h u p a r” (jutire) e n fe rm e d a d e s causadas p o r esp íritu s ra p ace s y
cham anes enem igos. Los cum ua, p o r su parte, se especializan en el
cham anism o protector y m antenedor de la vida, wanore. Sin em bar­
go, debido al po d er de su conocim iento, los cum ua son llam ados tam ­
b ién p a ra tra ta r to d a u n a gam a de e n ferm ed a d es derivadas de la
m o rd ed u ra de una víbora, el consum o de alim entos perjudiciales o
infracciones de las restricciones rituales.
U n exam en general de los cuatro cam pos de la figura 10.2 resu­
m e las c a ra c te rístic a s esenciales de la co sm o lo g ía y la p rá c tic a
cham ánica de los m akunas:
1] D ebido a las sustancias y los objetos poderosos (“arm as”) que
contienen, todos los alim entos naturales son intrínsecam ente peli­
grosos p a ra los seres hum anos. Por m ed io de la b en d ició n de los
alim entos (bate queare) esas sustancias dañinas son elim inadas de la
com ida. El que bendice recoge en su m ente las arm as contenidas en
la com ida, las am arra todas ju n tas y las devuelve a su fuente y lugar
de origen.
2] El concepto de “arm as” específicas de cada especie no sólo ex­
plica la práctica de la bendición de los alim entos, sino que constitu­
ye la base de las teorías indígenas de la enferm edad y la curación. Para
los m akunas, la m ayoría de las enferm edades p rovienen de com er
alim en to s in ad ecu ad o s o no bendecidos. En g en eral, la curación
cham ánica (quenore) en trañ a la elim inación de las “arm as” patógenas
contenidas en la com ida no bendecida, que se visualiza en el cuerpo
de la víctima como m anojos de dardos o astillas o espinas de m ade­
ra. El ch am án que cura iyai) “c h u p a” los objetos en m arañ ad o s del
cuerpo del paciente, los desata y los “escupe”. Todo el proceso p u e­
de ser visto com o u n a creación al revés.
3] Las tuerzas d e sostén de la vida de cada especie -lo que podría
llam arse su esencia o alm a genérica- están íntim am ente (y al parecer
causalm ente) ligadas a la reproducción y continuidad de la especie
com o clase d istin ta de seres. Al re tira r las “arm a s” de la com ida y
enviarlas de regreso a su origen, el que bendice los alim entos está
ejecutando u n acto esencialm ente regenerador: devuelve el “alm a”
del anim al (o p lan ta comestible) m uerto y cocido a su casa de naci­
m iento, y con eso perm ite que después renazca. Así, la bendición de
los alim entos tiene u n aspecto esencialm ente creativo que la subsume
en p arte en el cam po del cham anism o wanore, el cham anism o protec­
tor, reg u lad o r y sostenedor de la vida que asegura la renovación del
cosmos y la reproducción ordenada de todos los seres. Sin em bargo,
no basta con devolver las propiedades “esenciales” y regenerativas de
cada clase de anim ales a su casa del nacim iento, sino que tam bién es
necesario que el cham án protector (cuma) esté constantem ente ofre­
ciendo alim entos cham ánicos (coca, rapé y cera de abejas) a los Espí­
ritus Propietarios de los anim ales. Esto es wanore puro y simple. Las
calabazas de coca y de ra p é -las “calabazas de la fertilidad”- deben
m antenerse siem pre llenas, y m ientras realiza su trabajo de sostén de
la vida, el cham án visita esas casas y ofrece a sus propietarios alim entos
y otros regalos, com o com pensación a los Espíritus Propietarios p o r
sus regalos de peces y anim ales terrestres.
El pacto de reciprocidad que im plica la relación entre hom bres y
anim ales se expresa con claridad en las ideas acerca de la enferm edad.
Las personas que no bendicen su com ida están en realidad negándose
a devolver las fuerzas sostenedoras de la vida y regeneradoras de los
anim ales a sus casas de nacim iento, negando así a la especie su capa­
cidad de reproducirse. Del mismo m odo, al olvidar ofrecer coca y rapé
a los Espíritus Propietarios de los animales, un cham án incom petente
o m alvado está negándose en form a m anifiesta a devolver, recíproca­
m ente, el regalo del sustento de vida hecho a los hum anos. En ven­
ganza, los anim ales capturan alm as hum anas y se las llevan a sus ca­
sas en los ríos y en la selva. Esa incursión predatoria de los espíritus
anim ales en el m undo de la vida h u m ana se m anifiesta en las p erso ­
nas como enferm edad y m uerte. La enferm edad, entonces, es un cas­
tigo p o r faltar a la reciprocidad.
4] Los conceptos de castigo y venganza ap u n tan al cuarto dom i­
nio del cham anism o makuna, la hechicería destructiva (robare) p erp e­
trad a p o r cham anes y hechiceros m alignos (yaia). Rohare es algo así
como un concom itante ontológico de wanore -e l cham anism o procrea-
tivo y sostenedor de la v id a- y el inverso de la curación. En su capa­
cidad p re d ato ria de enviar enferm ed ad y m u erte -ig u a l que en su
capacidad de curar y restaurar la v id a-, el cham án-hechicero actúa
com o u n dios entre los hum anos, m anipulando las fuerzas de la vida
y la m uerte.
A diferencia del papel centrado en la persona y activamente asocial
del cham án-hechicero (yai), el cham án protector (cumu) desem peña
u n papel explícitam ente social y orientado hacia la com unidad en la
sociedad m akuna. Se dice que el cumu sostiene o m antiene el m undo.
M edia entre los seres hum anos y otras form as de vida y tiene la capa­
cidad de com unicarse con los poderosos Espíritus Propietarios de los
animales. Por lo tanto, la m ejor descripción del trabajo cham ánico de
wanore sería quizás com o una “cosm onom ía”. El cham án protector es
u n adm inistrador cósmico que controla las relaciones de rapacidad e
intercam bio entre diferentes form as de vida y com unidades, h u m a­
nas y no hum anas. A él co rresp o n d e supervisar el pacto en tre los
hom bres y los anim ales y garantizar el bienestar de la gente aseguran­
do la reproducción de las form as de vida no hum anas de las que d e­
p en d e la vida de los hum anos.
MUERTE Y NUEVO DESPERTAR

KI ch am án p ro tecto r tiene adem ás tareas más im p o rtan tes que las


inm ediatam ente asociadas con la caza, la pesca y el cham anism o de
la com ida. D esem peña u n papel clave en los principales rituales del
ciclo vital, en el m om ento del nacim iento, la iniciación y la m uerte.
Algunas observaciones sobre los conceptos m akunas de la m uerte y la
vida en el más allá arrojarán más luz sobre su ecocosm ología y su sis­
tem a chamánico.
Según se cree, finalm ente todos los seres hum anos son m uertos y
consum idos p o r los dioses, ya sea directam ente p o r m edio de un ata­
que p red ato rio o indirectam ente p o r la acción de hechiceros m alig­
nos o espíritus anim ales vengadores. El pap el prim ordial del cumu
consiste en p ro teg er a los seres hum anos de los peligros inherentes
a la vida y ayudarlos a eludir, m ientras sea posible, su inevitable des­
tino final. C uando la m uerte finalm ente llega, el alm a se separa del
cu e rp o y viaja a los espíritus del M undo del C ielo. Allí, dicen los
cham anes m akunas, los dioses cocinan y com en a la persona m uerta,
reconstituyendo con ello al m uerto com o persona espiritual en la casa
de n ac im ien to d el clan. D u ran te su proceso en el o tro m u n d o el
cham án oficiante actúa en com plicidad con los dioses. U na vez que
ha establecido que el alm a está irreversiblem ente p e rd id a p a ra el
cuerpo, le corresponde supervisar su viaje a los cielos, entregarla en
m anos de los dioses y asegurar su reconstitución final -s u nuevo des­
p e r ta r - com o p e rso n a e sp iritu al com pleta. De hecho, el trab ajo
cham ánico en relación con la m uerte puede verse como u n a sim ula­
ción actuada del trabajo divino de los dioses cuando capturan el alma
del m uerto y finalm ente la devuelven a su casa de origen.
Al nacer se da a la criatura el nom bre de un abuelo difunto, lo que
implica la idea de una continuidad espiritual entre los vivos y los m uer­
tos; u na transm igración del alm a en tre las casas de los vivos y las ca­
sas de d esp ertar de los m uertos. Así, la vida y la m uerte son estaciones
en el viaje cíclico del alma; un proceso continuo y cíclico de construc­
ción, desconstrucción y reconstrucción de la persona hum ana.
La en ferm edad se entiende com o u n a disociación transitoria del
alm a con respecto al cuerpo, causada generalm ente por el consum o
de alim entos -sobre todo alim entos an im ales- no benditos o im pro­
piam ente m anipulados. Por m edio de sus “arm as” letales, los espíri­
tus anim ales tienen la capacidad de capturar y llevarse el alm a hum a­
na a las casas de los anim ales. Esto significa que hay u n a am enaza
í <justante de desorden y violencia p red ato ria entre las diferentes co­
m u n id a d e s de seres; u n a in e s ta b ilid a d in trín s e c a en el cosm os
m akuna que debe ser com batida constantem ente p o r los cham anes
protectores. Las vidas p u ed en ser robadas, las fronteras entre distin­
tas formas de vida p u ed en ser transgredidas y la integridad de cual­
q u ier co m u n id ad p u ed e ser violada. El trabajo del cumu a p u n ta a
asegurar la integridad, el carácter distintivo y la reproducción de cada
form a de vida, puesto que la supervivencia h u m ana d ep en d e de un
intercam bio equilibrado entre todas ellas.
Esta visión im plica una sociedad cósmica totalm ente interactiva,
interconectada e interdependiente: los seres hum anos d ep e n d en de
los peces y los anim ales terrestres cazables (y las plantas comestibles)
p ara su supervivencia. Pero los peces y los anim ales terrestres cazables
tam bién dep en d en de la práctica ritual y cham ánica h u m ana para su
reproducción; a través del trabajo metafísico del cham án y de los can­
tos y danzas rituales, los hom bres hacen que los anim ales se críen y
se m ultipliquen en sus casas de nacim ientq-y-danza en los ríos y en la
selva. Del mismo m odo, los seres hum anos sum inistran alim ento a los
dioses y a la vez d ep en d en de ellos p ara la continuación de su exis­
tencia y la reproducción ordenada de la sociedad. Dicho de otra m a­
n era, los hom bres se relacionan con los anim ales igual que Los dioses
se relacionan con los hom bres. En cierto sentido, entonces, los hom ­
bres son dioses con relación a los anim ales y las plantas, y se espera
que actúen com o tales.
Los rituales funerarios de los m akunas y las actividades chamánicas
asociadas con la m atanza y el consum o de anim ales aparecen com o
variaciones sobre u n solo tem a m etafísico: la transform ación de la
m u erte en nueva vida. C uando el cham án, o el que bendice la com i­
da, devuelve las “arm as” de los anim ales a sus casas de nacim iento
ejecuta el m ism o trabajo ritual y busca alcanzar el m ism o efecto que
cuando -a ctu an d o como un dios entre los h u m an o s- devuelve las al­
mas de los m uertos a sus casas de despertar: asegura la reproducción
continuada de la especie, en un caso de los anim ales y en el otro de
los hum anos. Por lo tanto, el cham anism o de la com ida es análogo al
cham anism o funerario, u n a desconstrucción del anim al o la persona
en sustancia corpórea y esencia espiritual, con el objeto de perm itir
su subsecuente reconstrucción.
Así, el cham anism o de la comida, igual que las actividades cham á­
nicas relacionadas con la m uerte hum ana, tiene un aspecto creativo
y u n a potencia reconstructiva: perm ite el renacim iento. En este im ­
p o rtan te aspecto el trabajo metafísico de los cham anes y de los h o m ­
bres sabios es el equivalente directo de la labor reproductiva de las
m ujeres com o m adres y agricultoras. Por m edio de las actividades
cham ánicas asociadas con la caza y la pesca, la depredación hum ana
se convierte en una actividad d adora de vida. Sin hom bres que ejecu­
tasen los “ritos fúnebres” para los anim ales (a través del cham anism o
de la co m id a), éstos no p o d ría n re p ro d u c irs e . Así, m e d ia n te su
cham anism o del alim ento los hom bres “p lan tan ” y “cultivan” sim bó­
licam ente su com ida anim al, y a través de la caza y la pesca cosechan
el fruto de sus labores cham ánicas. En consecuencia, la caza es una
especie de horticultura masculina, punto que se expresa explícitam en­
te en narraciones míticas. Esa capacidad cham ánica, y las responsa­
bilidades que implica, es lo que p o r últim o distingue a los hum anos
de los anim ales en el pensam iento m akuna: p o r m edio de sus cono­
cim ientos y prácticas cham ánicos los hom bres aseguran la reproduc­
ción de las form as de vida de las que depend en. Los anim ales poseen
el c o n o c im ie n to n e c e sa rio p a ra m a n te n e rs e a sí m ism os en sus
hábitats particulares, p ero sólo los hom bres tienen el conocim iento
que les perm ite recrear las especies de las que d ep e n d en para vivir.
En la ecocosm ología m akuna, el universo de los seres vivientes está
form ado p o r diferentes “pueblos”, cada uno con su particular capa­
cidad de m antenerse y defenderse a sí mismo. Pero los hum anos son
singulares en cuanto se les ha dado el conocim iento y la responsabi­
lidad de m an ten er el conjunto.

CONCLUSIÓN

La ecocosm ología m akuna no es u n a construcción m ental, etérea,


carente de significación práctica. Es algo nacido de la práctica y ac­
tu a d o en tare as co tid ia n a s d e su b siste n cia y su p erv iv en cia. Los
m akunas no tienen ni el incentivo social ni las técnicas p a ra p ro d u ­
cir y alm acenar un excedente de alim entos significativo. La ideología
de la recip ro cidad que guía su interacción con el m edio am biente
im pone fuertes sanciones contra la sobreexplotación de recursos de
la selva y del río. Sólo se puede capturar peces y presas terrestres más
allá de las necesidades inm ediatas de la familia en preparación para
banquetes rituales en que la carne y los peces son com partidos entre
varias familias y con la aprobación explícita de los chamanes. Esa regla
es o b ligatoria, y se cree que las transgresiones provocan m u erte y
enferm edades. En otro lugar he estim ado que los m akunas p o r razo­
nes míticas, excluyen de la pesca más de la m itad de su territorio flu­
vial (Arhem, 1993). Tam bién hay áreas de la selva ap artad as com o
“santuarios” de los animales. Esas restricciones son severas en las áreas
consideradas como los lugares dé cría -las casas de nacim iento-y-dan-
za- de los animales: depósitos de sal, colinas, rápidos y caídas de agua.
Ese m apa m ítico del territorio, que asigna a cada zona o pun to desig­
n ad o del te rrito rio u n a significación cosm ológica y u n significado
mítico, tiene vastas consecuencias p ara el uso de los recursos p o r los
seres hum anos. En realidad, los m itos son planos p ara el uso de la
tie rra , y p la n o s su m a m e n te eficien tes p u e sto que están a la vez
ecológicam ente conform ados, em ocionalm ente cargados y son moral-
m ente coercitivos. En conjunto, el m odo de subsistencia m akuna cons­
tituye un sistem a com plejo pero eficiente de adm inistración de los
recursos, u n a cosmología convertida en ecología.
M ediante sus prácticas cham ánicas y sus actividades de caza y
pesca ritualm ente reguladas, los m akunas están constantem ente lle­
vando a la práctica su cosmología. Pero es sobre todo p o r m edio de
su incesante narración de mitos y de la ejecución regular de rituales
com unitarios como la cosmología m akuna es intelectualm ente elabo­
rada y socialm ente reproducida como u n todo coherente y persuasi­
vo. D urante los dram áticos rituales colectivos esa visión del cosmos se
transform a en una intensa experiencia personal p ara todos los p a r­
ticipantes, quienes conform an y reform an sus percepciones de la rea­
lidad y las convierten en un marco norm ativo p ara la acción en y so­
bre el m undo.
En el centro de esa visión cosm ológica hay una concepción p a rti­
cular de la interconexión de los hum anos y la naturaleza. Los makunas
destacan la continuidad entre la naturaleza y la sociedad, y, p o r últi­
m o, la u n id ad esencial de toda vida, tal com o se m anifiesta en los
conceptos de masa - la “h u m an id ad ” de todos los seres- y he -la rea­
lidad trascendental e indiferenciada m ás allá de toda diferenciación
física. La dep red ació n , o ra p acid ad h u m an a - la caza, la pesca y la
recolección-, es in terp retad a como u n intercam bio, y m atar p ara co­
m er es representado com o un acto regénerativo a través del cual la
m u e rte sirve p a ra la re g en eració n de la vida. Esa id eo lo g ía tiene
im plicaciones m uy fuertes p a ra las acciones hum anas. Los “otros”
anim ales son tratados como “iguales” y como “personas”, socios en un
pacto m oral que gobierna las relaciones dentro de la sociedad h u m a­
na, así com o en la sociedad m ayor de todos los seres. En lu g ar de
proclam ar la su p erio rid ad de la h u m an id ad sobre todas las dem ás
Ibrmas de vida, legitim ando así la explotación de la naturaleza por los
hum anos, la ecocosmología m akuna destaca la responsabilidad de los
hum anos hacia el m edio am biente y la interdependencia de la n atu ­
raleza y la sociedad. La vida hum ana tiende a u n a m eta única, funda­
m ental y socialm ente valorada: m an ten er y rep ro d u cir la totalidad
interconectada de los seres que constituyen el m undo viviente; “m an ­
ten er el m u n d o ”, como dicen los m akunas. De hecho, esa responsa­
bilidad cosm onóm ica hacia el todo -y el consiguiente saber cham á-
nico- es, p ara los m akunas, la m arca distintiva de la hum anidad.
Al relacionar su concepción incluyente de la “n aturaleza” con una
teoría de la enferm edad, los m akunas cargan su ecocosm ología con
la inm ediatez y potencia existenciales. Así, su etnoetiología relacio­
n a la en ferm ed ad h u m an a con el m altrato del m edio am biente; la
enferm ed ad es vista com o el resultado de u n a m ala adm inistración
cosm onóm ica. Los conceptos de salud y curación no enfocan, estre­
cham ente, la persona individual, sino el todo natural y social del que
el paciente hum ano es una parte. Ese sistema “ecom édico” totalizante,
con todas sus deficiencias biom édicas, es una sanción n otoriam ente
poderosa contra el abuso am biental. El p o d e r vinculante de ese sis­
tem a es tan fuerte que aun los individuos que no creen del todo en él
(como ocurre actualm ente con al m enos algunos de los hom bres j ó ­
venes educados p o r m isioneros) se ven, sin em bargo, fu ertem en te
inducidos a ad h erir a sus reglas, porque los costos existenciales y so­
ciales de no hacerlo son enorm es. Para el cazador y pescador makuna,
la salud de su fam ilia d e p e n d e de su m anejo p ru d e n te del m edio
am biente. R espetar el pacto con la naturaleza es la única m anera de
asegurar el bienestar hum ano y la continuada fertilidad de la tierra.
El caso de los m akunas está lejos de ser único. A bundan tradicio­
nes notablem ente similares en los registros etnográficos. Los temas de
la rap acid ad y la reciprocidad, la venganza y la renovación perm ean
las ecocosmologías amazónicas de las que tenem os descripciones dig­
nas de confianza.6 A unque su form a y expresión varían, las represen­
taciones locales de la interconexión de n aturaleza y sociedad en la

BVéanse, por ejem plo, Reichel-DolmatofF, 1971; Seeger, 1981; Crocker, 1985;
Brown 1986; Viveiros de Castro, 1992; Overing, 1993; Descola 1994. Cf. también la
detallada descripción de la cosm ología de los em berá (en la región de C hocó, en
Colombia) en Isacsson (1993).
Am azonia parecen ser transform aciones de u n p atró n fundam ental­
m ente similar, característico de la región en su conjunto.7 Las re p re­
sentaciones culturales de la rapacidad com o intercam bio, y las con­
cepciones de la enferm edad com o “venganza de la naturaleza”, sin
em bargo, tienen una extensión que va m ucho más allá de la región y,
de hecho, son com unes a los pueblos indígenas de todo el m u n d o .8
Siguiendo a B ateson (1979), B ateson y B ateson (1987) y R appaport
(1979, 1994), creo que es posible ver esas representaciones y su inte­
gración en m odelos ecocosmológicos to té micos, animistas y más com­
plejos com o codificaciones culturales de com prensiones ecológicas,
desarrolladas du ran te milenios de interacción práctica íntim a con el
m edio am biente.9 Lo que desde el pun to de vista de los actores y las
form as de vida individuales aparece com o depredación y consum o
violento, en una perspectiva holística y sistémica se representa m ejor
com o relaciones de interdependencia, intercam bio cíclico y recipro­
cidad.10
M ientras que la “violencia de una N aturaleza m an ten id a p o r se­
res que se devoran unos a otros es evidente para los que participan en

7 El lector cuidadoso notará resonancias profundas en la literatura citada, pero


también algunas diferencias significativas de interpretación. En ese sentido, mi aná­
lisis desafía la descripción generalizada de la cosm ología de los tukanos de Reichel-
Dolm atoff (1976) y propone interpretaciones alternativas del rico material sobre los
jíbaros aportado por Brown (1986) y Descola (1994), que acercan las cosmologías de
los jíbaros y de los makunas más que el análisis comparativo de Descola (1992). Es­
pero desarrollar esos puntos en otro contexto.
8 En su reciente intento de formular una teoría general de la religión, Bloch
(1992) examina una serie de representaciones asombrosamente similares de “violen­
cia de reb ote” de este tipo, tomadas principalm ente de la etnografía del sudeste
asiático (los buid, orokaiva y ma’betisek). Las conclusiones a las que llega con base
en ese material son muy diferentes de las que propongo aquí.
3 Lo que tengo en m ente aquí es algo más preciso que la muy general relación
entre conocimiento práctico y representación mental, característica de la “ciencia de
lo concreto” y del pensam iento clasificatorio en general (Lévi-Strauss, 1966); más bien
conjeturo que los procesos culturales tienen la capacidad de desarrollar una especie
de “visión de sistemas” de la realidad que llega más allá de la conciencia individual
y conscientemente articulada para capturar una “dim ensión integradora de experien­
cia” (Bateson y Bateson, 1987:2).
10 Después de todo, la imaginería de las ecocosm ologtas indígenas -incluyendo
la de los makunas- no es esencialm ente tan diferente de los conceptos y las metáforas
que utiliza la ciencia ecológica para captar las com plejidades de la realidad biológi­
ca (por ejemplo, redes de alimentación, ciclos nutrientes, comunidades, mutualismo,
antagonism o), que siempre implican formas sutiles de interacción e interconexión
éntre diferentes formas de vida.
ella”, escribe R appaport (1994:158), “el orden de arm onía a nivel del
ecosistem a del que los participantes form an p arte no lo es. Trascen­
diéndolos, está oculto para ellos.” En esta visión, el mito y el ritual son
exactam ente lo que los m akunas dicen que son: vehículos de conoci­
m iento acerca del orden invariable y trascendente que está detrás de
las apariencias. En im aginería m etafórica, el m ito y el ritual revelan
patrones mayores y conexiones sólo im perfectam ente percibidas, pero
in tu itiv a m e n te v islu m b rad as, p o r la e x p e rie n c ia o rd in a ria . La
ecocosm ología m akuna presenta la sociedad y la naturaleza como un
todo, atribuye valor a ese todo y, así, lo hace real.

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11. CAZADORES RABIOSOS
El dom inio del salvajismo en el noroeste de Europa

¿Podrá el estudio de las prácticas cinegéticas m odernas decirnos algo


acerca de la discutida frontera com ún entre naturaleza y sociedad en
las sociedades occidentales? Un enfoque puram ente sociológico m os­
tra rá cóm o la caza refleja el ord en social de su época. Ai seguir un
código cinegético estricto, los cazadores de hoy se rigen por u n código
social más am plio, igual que los héroes griegos y germ anos cuando
vencían al terrorífico jab alí o los caballeros m edievales que iban en
busca del venado blanco. Igual que en la guerra, las relaciones entre
los h o m bres y los anim ales salvajes siguen u n a lógica de violencia
institucionalizada en la cual, de acuerdo con u n a tradición de trata­
dos cinegéticos que se rem onta a la Grecia antigua, el cazador aparece
com o el arq u e tip o del h o m bre social p le n a m e n te re a liz a d o .1 Sin
em bargo la caza tam bién revela conceptualizaciones específicas de la
naturaleza. Leach (1964) ha m ostrado cómo entre sus conciudadanos
británicos el tratam iento lingüístico dispensado a las categorías an i­
m ales refleja los tabúes o los valores rituales con que han sido carac­
terizados, con lo que expresan un código cultural y m uestran u n dis-
tanciam iento social. Igual que las categorías lingüísticas, las técnicas
de caza recelan una taxonom ía del m undo animal. En Europa, al igual
que en la A m azonia o en Africa, algunos anim ales son protegidos,
cazados con tram pas o cazados con armas, m ientras que otros son muy
apreciados, tem idos o destruidos. Así, su estatus simbólico constitu­
ye un indicador de fronteras ontológicas y clasificaciones sociales.
En este capítulo m e propongo exam inar la construcción de la ca­
tegoría del “territorio salvaje” [wilderness] en el noroeste de Europa,
según se expresa en los valores atribuidos a la persecución de animales
salvajes, en particular las “bestias” de los bosques que la im aginación
colectiva europea considera como los anim ales “más salvajes” por ex­
celencia.

1 Para el m undo griego véase, por ejem plo, Xenofonte, 1970; para la tradición
francesa véase Phebus, 1971 [1391]; para la tradición alemana, Góchhaussen, 1764.
Los docum entos históricos, el folclor y los datos etnográficos so­
bre la caza m ayor revelan que en esa área la oposición naturaleza-
cultura está m ediada por una actitud am bivalente que oscila entre, por
un lado, u n a com pulsión iniciahnente positiva de cazar que define el
estatus de género y la je ra rq u ía m asculina, y, p o r el otro, el peligro
siem pre presente de que el cazador se vuelva salvaje, principalm en­
te p o r un contacto excesivo con la “sangre n eg ra” de sus presas. Cierta
form a de dom inio de lo salvaje dentro de uno mismo y en los bosques,
p o r lo tanto, constituye un concepto específicam ente europeo de la
am bigua coexistencia de naturaleza y cultura.

BREVE PANORAMA DE LA CAZA EUROPEA

En el occidente de Europa se conocen dos tipos principales de caza


en los bosques: el tipo que utiliza batidores y la llam ada “caza silen­
ciosa” (consistente en acechar o esperar que la presa se presente),2 que
aparentem ente no tienen nada en com ún. C uando las ubicamos en un
contexto social más am plio, esas técnicas diferentes parecen im plicar
dos culturas de la caza totalm ente separadas. En realidad, la elección
de u n a técnica está estrecham ente correlacionada con el tipo de es­
tructura social, las condiciones de acceso a la caza y la densidad rela­
tiva de cazadores, así como el código legal y ético de la caza. Esos datos
son rudim entarios para la identificación de las diferentes concepcio­
nes contem poráneas de la caza.
En una vasta área geográfica, que abarca todas las regiones en las
que se h ab lan dialectos germ ánicos, así com o u n a serie de países
centroeuropeos (Polonia, H ungría y Eslovaquia), los cazadores com ­
parten una m isma concepción de la caza como “cosecha”. Esa concep­
ción se m aterializa en el acercam iento individual y silencioso al vena­
do -técnica conocida tanto en francés com o en alem án com o pirsch-
con el objeto de obtener un excelente trofeo. En esta caza-como-co-
secha el cazador afirm a ser responsable de la “adm inistración de la
población anim al”; vigila y m antiene una población óptim a de vena­
dos en su territorio de caza, cuidando de que todos los anim ales ra-

- La gran cacería con perros no existe en Alemania, y es estadísticamente margi­


nal en Francia; en el Reino U nido se practica principalm ente en relación con el zo­
rro y la liebre.
paces sean destruidos y que los venados tengan forraje y abrevaderos
con m inerales. A través de la práctica de lo que se llam a “m atanza
selectiva” los cazadores, además, elim inan a los machos de cornam en­
ta irre g u la r o asim étrica, p o rq u e esos anim ales son considerados
-e rró n e a m e n te según los etólogos- com o malos reproductores. Esta
form a de cazar gira en to rn o a u n a preocupación fundam ental: la
práctica de “Hege”. Este térm ino alem án, utilizado desde el siglo XV,
expresa un concepto de conservación y protección y denota la caza
como u n a búsqueda del anim al que proporcionará el trofeo más pres­
tigioso. En el caso del venado, todos los cazadores sueñan con encon­
trarse frente a frente con un anim al que tenga una perfecta cornam en­
ta “regia”. Toda la organización de la caza está regulada de acuerdo
con un a com pleja apreciación del trofeo, y el crecim iento anual de los
cuernos en la com unidad de los venados determ in a la estrategia de
los cazadores. El vademécum indispensable para cazar son m anuales
prácticos, com o Das Ansprechen der Hirsches, que m uestra el valor del
anim al en función de la m orfología de su cornam enta (para un an á­
lisis d etallado de la concepción de la caza com o cosecha en Alsacia
véase H ell, 1985:167-209).
Esa concepción de la caza no carece de obligaciones sociales. Para
ad m inistrar y cosechar sus presas, el cazador debe ganar acceso ex­
clusivo a u n territorio extenso. Como solam ente una élite puede ca­
zar en esas condiciones, existe un conjunto muy grande de regulacio­
nes que controla la caza en los bosques. Desde Austria hasta Alsacia
(donde hay un código legal local particular sobre la caza) las caracte­
rísticas básicas del sistem a legal cinegético son las mismas: lim itación
del núm ero de poseedores de licencias de caza para cada coto, una
cláusula estipulando la superficie m ínim a de los cotos de caza (200
hectáreas p o r lo m enos), la adjudicación obligatoria a los cazadores
de lotes de bosque de pro p ied ad privada y la prohibición de dispa­
rar contra venados espantados p o r otros.
En cam bio en los países del sur de E uropa y en la m ayor parte de
Francia la caza está asociada con la idea de un derecho libre de reco­
lección. Los cazadores rechazan cualquier idea de adm inistración
razonada de la fauna salvaje, considerando que “los anim ales crecen
solos”; p refieren el m étodo con batidores, que describen com o una
costum bre antigua y tradicional. En esa caza com o “recolección” se
hace todo lo posible p ara m an ten er u n a am plia separación entre lo
dom éstico y lo salvaje. La m atanza de anim ales salvajes responde
p rincipalm ente a la necesidad real o im aginaria de proteger las tie­
rra s cultivadas, y, p o r lo ta n to , p asa a fo rm a r p a rte d e la lógica
utilitaria del agricultor. En los países en que prevalece esta ética de la
caza el derecho a cazar y el derecho a ten er pro p ied ad privada están
estrecham ente unidos en el sistema legal, excluyendo p o r com pleto
la idea de u n enfoque com unitario de la adm inistración de la propie­
dad territorial, que es básica en el aspecto legal de la caza como co­
secha.
En consecuencia, en la actualidad hay dos culturas cinegéticas
divergentes que coexisten en el occidente de Europa, la caza com o
cosecha y la caza com o recolección. U na es individualista y elitista
m ientras que la o tra está abierta a todos y tiene u n a orientación co­
m unitaria, y ese contraste se refleja en la proporción de cazadores por
país (véase el cuadro 11.1).

CUADRO 1 1 .1 . LAS ÁREAS CULTURALES DF. CAZA EN EUROPA OCCIDENTAL:


NÚMERO DE CAZADORES COMO PROPORCIÓN DE LA POBLACIÓN TOTAL,
1 9 8 1 , EN PORCENTAJES

Caza como cosecha Caza como recolección


Area Proporción Area Proporción

Alemania 0.4 Italia 2.6


Alsacia 0.6 Francia 3.6
Austria 1.2 España 2.1
Luxemburgo 0.6 Grecia 3.1

fu e n te : Hell, 1994, p. 23.

Esa dualidad no es, en m odo alguno, de desarrollo reciente. La


base de la codificación m oderna de las prácticas de caza europeas tie­
ne sus orígenes en la Alta E dad Media, com o p u ed e verse com paran­
do el estatus de la caza en el corpus legal m edieval de Italia central y
del valle del Rin (véase La chasse au Moyen Age 1980:69-68, 99-113).
En el contexto colectivo de los italianos, la caza estaba en teram ente
controlada p o r las dem andas de la econom ía agrícola y pastoril loca­
les. Las com unidades aldeanas trataban de preservar la integridad de
sus tierras de cultivo y sus anim ales domésticos contra los ataques p re­
datorios de anim ales salvajes que eran considerados com o “u n a m o­
lestia”. No había ninguna preocupación p o r la protección de la fau­
na salvaje, ni siquiera de los anim ales com estibles. La legislación
parece seguir el m odelo de la tradición rom ana, a la que tantos autores
clásicos hacen referencia. Columelle, p o r ejem plo, pensaba que los
anim ales salvajes eran los enem igos de la agricultura, y la caza una
pérdida de tiem po (De Res Rustica), m ientras que para Varrón la p e r­
secución de anim ales salvajes era u n ejercicio inútil y causa de fatiga
innecesaria. U n au to r del siglo i d.C. observaba que es m ucho más
sencillo criar u n anim al que perseguirlo d u ra n te horas en el frío y
entre m alezas espinosas (Rerum Rusticarum). La caza mayor, introdu­
cida en Italia p o r Escipión Emiliano, que la trajo de O riente, nunca
Ilie realm ente del agrado de la aristocracia rom ana, para la cual siem­
pre fue u n a práctica despreciable que era m ejor dejar a los tram peros
profesionales, a los m ayordom os encargados de las propiedades agrí­
colas o a los pastores encargados de defen d er sus rebaños.
En la R enania, en cam bio, se en cu en tra u n a práctica cinegética
com pletam ente distinta. Las regulaciones medievales m uestran que
se im ponían limitaciones estrictas al forrajeo o al desbrozam iento de
nuevas áreas boscosas, y en general a la extensión del área de tierras
de cultivo. Todos los m edios utilizados p o r los cam pesinos italianos
para pro teger sus terrenos contra los anim ales salvajes (cercas, uso de
lram pas, posesión de perros, etc.) estaban prohibidos para los cam ­
pesinos de B adén o de Alsacia. Sin em bargo, existía u n a co n trap ar­
tida: el cazador estaba obligado a p ag ar una indem nización. Así, en
1549 el señor alem án Felipe de Hesse fue obligado a distribuir cerea­
les como com pensación p o r los terribles daños causados p o r los ja b a ­
líes. D etrás de esas disposiciones reguladoras está el perfil de los so­
b eran o s de la d in a stía caro lin g ia. C a rlo m a g n o y sus ce le b rad a s
“C apitulaires”, p o r ejem plo, ju n to con los grandes reyes-cazadores de
los siglos v i i i y IX, intentaban establecer el dom inio de la caza en los
bosques p o r m edio de derechos regios detallados. La caza no era sólo
una simple actividad “noble”: estaba ontológicam ente ligada a la fun­
ción civilizadora atribuida al rey-héroe.3
¿D ebem os entonces suponer que existe u n a oposición radical y
absoluta en tre los dos tipos de prácticas de caza europeas? En mi
opinión, sería un erro r hacerlo. En realidad, detrás del aparente abis­
mo que existe en tre las dos técnicas de caza, con sus respectivas éti­
cas y m odalidades, hay u n código simbólico subyacente com ún que
estructura la práctica de la caza en to d a Europa. N ingún tipo de caza

3 Esta idea de una relación estrecha entre lo sagrado, la realeza, la caza y el bos­
que está desarrollada explícitam ente en la obra del jurista inglés John Manwood
(1592).
está en teram en te libre de condiciones y nin g ú n d erram am iento de
sangre es considerado jam ás como un acto sin im portancia. Cualquie­
ra que sea la cultura de caza a la que p erten ecen y el área geográfica
en que viven, todos los cazadores europeos com parten un m ism o es­
quem a cultural, el de un flujo de sustancias salvajes que em ana de los
bosques. La circulación de ese flujo traza el m apa del contorno ver­
d adero del dom inio natural de lo salvaje.

EL SISTEMA DE LA SANGRE NEGRA

Las representaciones culturales de la caza en E uropa están construi­


das en torno a la m etáfora de la “sangre n e g ra ”, líquido que supues­
tam ente im pregna tanto el cuerpo del cazador com o el de la presa.
Los distintos grados de concentración de la sangre negra constituyen
u n a especie de escala p o r la cual se m ide el grado de salvajismo atri­
b u id o a los anim ales de los bosques, a los cazadores, a la carne de
distintas presas y, más en general, al com portam iento social. La más
elaborada de esas escalas es posiblem ente la de los diferentes grados
de “fiebre” que, según se dice, ataca a los cazadores y les da su carác­
ter distintivo (llam adaJagdfieber, o “fiebre de cazar”, en los países de
habla alem ana).

La escala de la fiebre

Los cazadores europeos suelen decir que la caza “se lleva en la san­
gre”. Al hacerlo, establecen una dem arcación natu ral absoluta entre
los cazadores y los no cazadores. Los cazadores no se convierten en
tales p o r elección ni p o r azar, su destino está escrito en su “sangre
n eg ra”, que es la legitim ación final de su estatus particular. El efecto
d e la circulación de ese específico fluido interno es un deseo irresis­
tible de m atar y d erram ar la sangre de anim ales cazables de los bos­
ques, com pulsión que los hom bres com unes no sienten. La exclusión
de las m ujeres de la caza en los bosques -re a lid a d social confirm ada
p o r los datos estadísticos sobre la caza- se justifica sobre esa m ism a
base: se dice que las mujeres y la sangre negra son absolutam ente in­
compatibles. En general, se considera que la ausencia de fiebre de ca­
zar indica la exterioridad de los no cazadores respecto de ese dominio.
El discurso de los cazadores sobre las escalas de fiebre - o la ausen­
cia de e lla- no es u n a retórica abstracta: se basa en u n conjunto de
creencias folk sobre la fisiología hum ana. Entre los síntom as que in­
dican los efectos tangibles de esa singular fiebre en el cuerpo del ca­
zador se cuentan: al calor corporal elevado, el hervor de los hum o­
res c o rp o ra le s y la ag u d iza ció n de los sen tid o s. Los niveles de
concentración de la sangre negra sirven tam bién para indicar una
jera rq u ía relativa entre los mismos cazadores, cuyo estatus personal
está correlacionado con la fuerza de la fiebre. Los menos afectados p o r
la fiebre de cazar son los que participan en partidas de caza en g ru ­
pos y utilizan el m étodo colectivo de los batidores. En ese contexto al­
tam ente social los cazadores cuidan de m an ten er su pasión dentro de
límites estrictos. En el otro extrem o de la escala de la fiebre están los
cazadores furtivos y, sobre todo, los “hom bres de los bosques”, indi­
viduos asocíales que viven solos en m edio del m onte. Se considera que
esos cazadores extrem adam ente individualistas han caído presa de la
“rab ia” debido a u n a fiebre excesiva, es decir u n a efervescencia de la
sangre negra que resultó dem asiado intensa. El resto de los cazado­
res (rastreadores, pirscheurs, etc.) adoptan los com portam ientos y las
técnicas de caza que m ejor reflejan su nivel personal de fiebre. C uanto
m enos colectiva es la práctica de caza, más cercana es la identificación
del cazador con los anim ales salvajes.

La escala del calor de la carne de caza

La siguiente escala en la clasificación de los cazadores y las prácticas


de caza se basa en la clasificación de la carne de caza (principalm en­
te la de venado y jabalí) com o función de su calor corporal intrínse­
co, que en sí mismo es función del peligro que esas carnes represen­
tan p ara el consum o hum ano. La sangre negra hace que el cuerpo se
seque y provoca u n a fiebre perniciosa. Es p o r eso que se dice que el
consum o excesivo de carne de caza produce algunos efectos fisioló­
gicos secundarios, tales com o vóm itos y la aparición de verrugas y
hem orroides, considerados todos com o síntom as clásicos de la con­
tam inación de la sangre. La carne de caza, que se considera pesada y
muy “ca lie n te” y que tiene u n fu erte olor, está p ro h ib id a p a ra las
mujeres. La razón de esa prohibición es idéntica a la registrada para
la po b lació n siberiana (Lot-Falck, 1953:185): se considera que las
m ujeres no son capaces de so p o rtar la fuerza in h ere n te a la carne
salvaje. La carne de caza se clasifica según su grado de im pregnación
de sangre negra. La concentración de la sangre negra dism inuye con
la distancia de las “e n tra ñ a s” -té rm in o genérico que describe u n a
mezcla de sangre y esperm a y denota el asiento básico de la anim a­
lid ad del a n im a l- hacia los m iem bros, com o las patas, que son las
partes más alejadas del foco de la anim alidad. Esa taxonom ía se re­
fleja vividam ente en la variación del color de la sangre. D ebido a su
posición y a su estrecha relación con las entrañas, los principales ó r­
ganos son considerados carne n egra y muy caliente. A continuación,
las costillas, la p arte exterior del abdom en y los hom bros se clasifican
com o carne roja, y su m ayor calor todavía requiere u n a preparación
culinaria precautoria, la marinade. Los muslos, que p erte n ece n a la
p a rte exterior del anim al, se consideran carne salvaje endulzada o
atenuada, con el color más pálido asociado con la carne vacuna. La
carne de las secciones exteriores del anim al, que induce solam ente un
calor m oderado, ha adquirido el estatus de platillo gastronóm ico y,
en consecuencia, p u ed e ser com ida p o r no cazadores en ocasiones
festivas.

La escala del salvajismo animal

El rep ertorio de colores y olores asociados con partes del cuerpo tam ­
bién funciona como u n m ecanism o taxonóm ico para la clasificación
de los anim ales de los bosques. La taxonom ía folk utilizada p o r los
cazadores europeos y la common law c o n tem p o rán ea se basa en u n
esquem a clasificatorio que se rem onta a la Edad Media. En antiguos
tratados de caza, tanto alem anes com o franceses, se encuentra la dis­
tinción en tre “bestias rojas” (venados, corzos), “bestias negras” (lobos
y jabalíes) y “bestias m alolientes” (zorros, m artas, com adrejas). Tam ­
bién aquí, lo que estructura la je ra rq u ía taxonóm ica es el grado de
co ncentración de la sangre negra. Los cazadores co ntem poráneos
tienen num erosas anécdotas que apoyan su convicción de que el j a ­
balí, el m ás negro de los anim ales, solitario dedicado y perverso, es
u na de las bestias más salvajes que hay en los bosques. Se dice que su
verdadera naturaleza se m uestra cuando ataca a un hom bre, porque
de inm ediato trata de castrarlo. La sexualidad y el color están estre­
cham ente unidos en la evaluación del salvajismo de u n anim al. Así,
se dice que du ran te la época de celo la sangre negra hierve debido a
la reten ció n de la esperm a, convirtiendo “presas rojas” en “presas
n egras”. D urante ese periodo, hasta el pacífico corzo pu ed e conver­
tirse en u n anim al feroz, literalm ente rabioso.
Los anim ales m alolientes encarnan la idea m ism a del salvajismo
extrem o. Es verdad que producen secreciones glandulares olorosas,
pero su fuerte olor se atribuye sobre todo a atributos específicos de su
estatus simbólico. Aquí hay dos consideraciones. Primero, su carne se
considera dem asiado negra; son anim ales carnívoros con un a p a ra­
to digestivo muy pequeño, que no les perm ite digerir del todo la carne
fresca que ingieren. Por eso es que está p ro h ib id o com er su carne,
m ientras que la de otros anim ales cazables, todos ellos herbívoros, se
puede comer. Pero los anim ales m alolientes tam bién están asociados
con la suciedad porque, como com edores de carroña, transgreden un
im portante tabú bíblico: “No comerás de un anim al m uerto o h erid o ”
(Levítico, x v i i ). En consecuencia son considerados im puros.

N iveles de comestibilidad

La observación del consum o de carnes de caza m uestra que las deci­


siones sobre el sabor y el corte de la carne no son arbitrarias. A los
hom bres se les da carne de acuerdo con el nivel particular de su fie­
bre, y esta regla es im puesta por un código cultural que trata el im ­
pulso a consum ir sangre negra com o u n a realidad fisiológica im pe­
riosa. La fiebre incita al hom bre a com er carne de diversos grados de
negrura, según su fuerza, m ientras que el calor intrínseco de la p ie­
za escogida ayuda a m antener su particular com pulsión por lo Salvaje.
De esta m anera, se establecen um brales de com estibilidad. Los que
no cazan, y p o r consiguiente no sienten fiebre alguna, se abstienen de
com er carne que consideran difícil de digerir o poco saludable. Sin
em bargo, en el otro extrem o de la escala, los cazadores furtivos p u e­
den com er im punem ente la carne más negra del anim al que ha caí­
do en u n a de sus tram pas (y p o r lo tanto no ha sangrado) o beber su
sangre sin cocerla. En cuanto a los “hom bres de los bosques”, no tienen
ningún reparo en rom per la prohibición com ún y com er la carne de
anim ales malolientes, carne que haría enferm ar a otros cazadores. Por
lo tanto es im perativo que sólo consum an carne que corresponda a su
propia naturaleza. C onocer sus propios límites respecto de su capaci­
dad -o su deseo- de com er sangre negra equivale, para un cazador, a
definir su posición en la escala de salvajismo. Esa identidad se m ani­
fiesta tam bién en el campo del com portam iento social cotidiano.
E l cuerpo salvaje

La idea de que el cazador sufre u n a transform ación gradual de su


naturaleza hacia un estado salvaje se funda en una serie de conside­
raciones. Para empezar, se dice que su cuerpo cambia, porque la fie­
bre que se apodera de él desencadena un desarrollo de sus facultades
“natu rales”. La fiebre agudiza los sentidos del oído, el olfato y la vis­
ta y hace al cuerpo del cazador insensible al frío, la fatiga y los ara­
ñazos de las m atas espinosas. Como p rueba em pírica de ello se ale­
ga que incluso c a re c ie n d o de c u a lq u ie r asisten cia Lécnica y en
condiciones climáticas adversas, los cazadores furtivos no tienen d i­
ficultad para sobrevivir en los bosques. El vigor y el calor asociados
con u n cuerpo que se ha vuelto salvaje tienen una fuerte connotación
sexual. La im agen del hom bre salvaje, cubierto de pelo y dotado de
una fuerte virilidad, todavía es un estereotipo com ún en Europa, igual
que en la E dad M edia. Todo parece girar en torno a la idea de que
cuanto más salvaje se vuelve el cuerpo más inclinado se siente el ho m ­
bre a rom per con las norm as sociales. La figura del “hom bre de los
bosques” encarna esa ausencia de sociabilidad: vive enteram ente solo,
su lenguaje se va haciendo cada vez más lim itado y gradualm ente deja
de preocuparse p o r la higiene.
Esa conceptualización del salvajismo está estructurada p o r un es­
quem a central: im pulsados p o r su sangre negra, algunos hom bres
pued en term inar p o r com partir la naturaleza de las bestias salvajes.
Detrás de esa obsesión está la idea del peligro latente en la sangre
n eg ra.4 Siem pre está presente el riesgo de que el necesario proceso
de hacerse cada vez más salvaje a fin de ten er cada vez más éxito en
la caza p u ed a desem bocar en una bestialidad incontrolable. H asta
hace bastante poco (finales del siglo XIX) esa am enaza era vista como
una posibilidad real que podía m anifestarse en una enferm edad te­
rrible: la rabia. Las personas “rabiosas” se consideraban anim ales
salvajes: eran agresivas, ladraban y echaban espum a p o r la boca; su­
puestam ente sentían un fuerte im pulso a m order a otros debido a un
deseo de sangre, y eran notoriam ente licenciosas. El terro r colectivo
que esta erupción de com portam iento salvaje provocaba en el centro
de los pueblos o ciudades solía conducir a formas terribles de ostra-

4 Para las relaciones entre la sangre negra, la rabia y otras furias salvajes, véase
lle ll (1994:99-1.98).
( isino social. Por últim o, la persona rabiosa sería m uerta p o r asfixia
:i lin de evitar el contagio p o r la efusión de sangre negra.

LA FUNCIÓN DEL SALVAJISMO

1.1 plano sim bólico esbozado más ad elan te se basa en u n a am biva­


lencia fundam ental con respecto a la sangre negra. Por un lado, los
cazadores tratan de capturar su fuerza salvaje (infusa en la carne de
las presas pero conservada tam bién en el trofeo), m ientras que, p o r
el otro, tem en el extrem o p o d e r de m etam orfosis que posee. Esa
am bivalencia no sólo determ ina el cam po de com portam iento social
asociado con la caza, sino que tam bién es el m odelo de m uchas repre­
sentaciones de lo Salvaje en las sociedades europeas m odernas. Por
ejem plo, éste es el m arco recu rren te de las narraciones p opulares
basadas en el tem a de la “Caza salvaje ”. Los folcloristas de toda Eu­
ropa han m ostrado que esas historias eran com unes en todo el con­
tinente hasta el final del siglo XIX. Esos relatos, basados en la trad i­
ción oral, describían el cíclico pasaje de una caza sobrenatural en el
cielo invernal. Los grupos de cazadores provenían del otro m undo y
dejaban tras de sí presas ensangrentadas y descuartizadas. Incapaces
de resistir su atracción, los espectadores eran im pulsados a tratar de
apoderarse de la carne negra. A veces tenían suerte y veían su p arte
tran sfo rm arse en oro, pero en la m ayoría de los casos la rabia los
dom inaba y se los llevaban los fantasmas.
La Caza salvaje era objeto de sentim ientos am biguos. Algunos
agricultores la veían com o u n a posesión sagrada de los difuntos y
deseaban verla pasar p o r encim a de sus cam pos y establos, porque
tenía p o deres de fecundidad; otros, en cambio, la describían com o
una jauría siniestra form ada p o r alm as condenadas que traía consi­
go torm entas y destrucción (véase T hom pson, 1958; M otif E.:501).
Esa im agen am bivalente es la base de ciertos rituales urbanos de C ar­
naval, registrados a com ienzos de nuestro siglo, que en trañ ab an la
súbita irrupción de figuras enm ascaradas que representaban anim a­
les salvajes: venados (en Inglaterra, Alem ania y Europa Central), osos
(en Francia y España), a-urochs (bisontes europeos, ños primigenius) (en
Polonia) o bestias peludas (en Grecia y los Balcanes). Al com ienzo del
ritual, los habitantes dan una entusiasta bienvenida a esas personifi­
caciones del Salvajismo, invitándolas a arar u n surco en el m edio de
Tipos de comportamiento social Tipos de cazadores

Sociabilidad aldeana No cazadores


Mujeres
Medida Grupo de caza colectiva
Pasión Rastreadores
“Pirscheurs”
Individualismo Caza con acecho
Salvajismo Cazadores furtivos
Rabia “Hombres de los bosques”

SANGRE NEGRA

Sangre cruda Animal maloliente


Carne negra no sangrada Animales en celo
Organos
Carne de caza roja Jabalí
Venado
Muslos Venado roe fusas
Carne blanca Animales domésticos castrados

Tipos de carne Tipos de animal

ESCALA DE LA SANGRE

F IG U K A 11.1. El sistema de la sangre negra.

la aldea o a arrojar trigo en cada puerta. Sin em bargo, la atm ósfera


am istosa cam bia m uy p ro n to . Las alegres canciones de las figuras
enm ascaradas se transform an en obscenas y lascivas y las bendiciones
de fecundidad se convierten en am enazas de violación. En la últim a
p arte del ritual, las figuras salvajes son sim bólicam ente m uertas (o
castradas), o bien expulsadas fuera de los límites de la población, con
gritos y arrojándoles piedras.5


’ Para algunas cifras sobre territorios salvajes en Europa véase Glotz, 1975. Para
un ritual específico, la matanza del oso en los Pirineos, véase Van Gennep (1947:908-
917).
CONCLUSIÓN

La id ea de que lo Salvaje necesita ser confinado d en tro de lím ites


estrictos (rituales o de otro tipo) es p arte de u n a configuración ideo­
lógica m ayor que establece u n a dem arcación clara e n tre Salvaje y
Dom esticado. El origen de esa Weltanschauung europea debe encon­
trarse en aquel m om ento del Neolítico en que la agricultura y la d o ­
m esticación de algunos anim ales establecieron u n nuevo ord en de la
naturaleza. Las relaciones de com pañerism o sagrado entre hom bres
y anim ales que im peraban durante el Paleolítico -relaciones que los
antropólogos han observado en sociedades de cazadores-recolectores-
füeron sustituidas, tanto en E uropa com o en el Cercano O riente, por
u n a solidaridad mística entre el hom bre y el dom inio vegetal. Con la
dom esticación de las plantas se construyó un concepto diferente del
ciclo global de fecundidad y fertilidad, cambio simbólico básico en la
relación con la naturaleza, que después fue reforzado p o r el cristia­
nism o.6 De ahí en adelante, la sangre de los anim ales sacrificados fue
rem plazada p o r la sangre del nuevo dios, que se identificaba con una
espiga de trigo, m etáfora explícita en m uchos textos sagrados (Evan­
gelio según San Juan:xn).
La ad o pción de la agricultura im plicó u n a revolución radical e
irreversible, tanto en el uso y el significado de los símbolos como en
las organizaciones sociales y los sistem as tecnoeconóm icos. En ese
contexto, la persistencia de la caza en sociedades europeas puede ser
vista p rin c ip a lm e n te com o respuesta a u n a necesidad ideológica.
Según el arqueólogo J. D. Vigne (1993), la construcción social de un
dom inio específico definido como salvaje tuvo lugar du ran te el p ro ­
ceso m ism o de neolitización. Estudiando las estrategias selectivas de
dom esticación aplicadas en sociedades europeas, sostiene que algu­
nas especies naturales, en particular los cérvidos, fueron deliberada­
m en te dejadas en estado salvaje a fin de salvaguardar su apropiación
m ediante la caza. Así, esa práctica pasó a ser el cam po de actividad
h u m an a altam ente simbólico y estrictam ente codificado dedicado a
relacionarse con lo salvaje.

6 Con respecto a los esquemas dramáticos que estructuran los libretos mítico-ri-
tuales vinculados con la m uerte y la resurrección de una deidad (Osiris, Tavnmuz,
Adonis, etc.), véase Durand (1960:339-359). El prehistoriador J. Cauvin (1994) sos­
tiene que en el Cercano Oriente las mutaciones técnicas y sociales del Neolítico fue­
ron precedidas por una revolución del sim bolismo religioso.
En mi opinión, las concepciones contem poráneas de lo Salvaje en
Europa deben ser vistas en el contexto de esa antiquísim a continui­
d ad cultural. B asándom e en el trabajo de G eertz sobre las riñas de
gallos en Bali (1973), yo planteo que la cultura de la caza en Europa
debe ser considerada com o un “texto” que revela un ethos específico.
La referencia a la caza perm ite com prender m ejor la razón cultural
de las p referencias alim enticias con tem p o rán eas - p o r ejem plo, la
carne “b lan ca” antes que la “n e g ra ”- y la clasificación de especies
naturales. Permite, asimismo, arrojar luz sobre un pun to focal de las
culturas europeas, nuestra am bigua relación con la sangre. D entro de
la esfera de lo Salvaje, tal como se expresa en las prácticas de caza, la
carne 110 es una m ercancía objetíficada, no se ha transform ado en un
cuasivegetal, no ha sido despojada de connotaciones sexuales y de
género.7 Los rituales sacrificiales estrictam ente codificados de la caza
p erm iten transgredir el tabú que con tanto rigor se observa en el es­
pacio dom éstico: “No com erás la sangre de ninguna carne porque la
sangre es el alm a de toda carne” (Levítico, xvii:14).

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7 El estatus de la carne animal muerta en las sociedades occidentales ha sido


objeto de m uchos trabajos; véanse, por ejem p lo , Sahlins (1 9 7 6 ), Barrau
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NATURALEZA, SOCIEDAD Y OBJETO
12. CUANDO LOS ÁRBOLES SE VUELVEN SALVAJES
La desocialización de los bosques de las m ontañas japonesas

JOHN KNIGHT

INTRODUCCIÓN

“A m edida que los árboles de la m ontaña se hacen más altos, la aldea


se hace m ás rica”.1 Escuché esta frase a un dueño de bosques jap o n és
que com entaba irónicam ente sobre el actual estado de decadencia de
las tierras altas. A pesar de los m uchos árboles altos que las rodean,
su aldea y otras similares no se han hecho ricas. La relación norm ati­
va entre el crecim iento de los árboles y la riqueza de la aldea expre­
sada m ás a rrib a no estaba funcionando en realidad. De hecho, en
m uchos sentidos las grandes extensiones de árboles altos han llega­
do a significar la degeneración de las m ontañas en lugar de su desa­
rrollo. El bosque alrededor de la aldea es cada vez m enos un sím bo­
lo de riqueza y cada vez más un “desierto verde” (midori no sabaku).
Este capítulo trata de cómo una iniciativa productiva específica ha
llegado a ser experim entada localm ente como una form a negativa de
cam bio am biental. Después de la guerra, en las m ontañas japonesas
m uchos bosques naturales mixtos han sido convertidos en plantacio­
nes m onocultivadoras de árboles, en u n intento de hacer de la zona
m ontañosa un espacio de domesticación capaz de sustentar formas de
subsistencia ru ral m odernas. Pero si bien las m ontañas h an sufrido
realm ente una transform ación, el nuevo bosque no es lo que se había
prom etido. Lejos de extender el control hum ano del m edio am bien­
te natural, ese bosque industrial, de hecho, crea u n nuevo y más ra ­
dical d esorden am biental.2

1 Yama no kigi ga sukusuku sodatsu to mura wa yutaka ni naru .


2 El trabajo de cam po se llevó a cabo en el área de aldeas montañesas de Hongu,
situada en la península de Kii en el centro de jap ón , durante un periodo de veinti­
siete m eses entre 1987 y 1989, y de nuevo por cinco semanas en el otoño de 1994. El
tema de la investigación anterior era el despoblam iento rural. Las montañas jap on e­
sas han sido un lugar de em igración en gran escala desde m ediados de los cincuen­
ta, con el resultado de un despoblam iento general. Posteriormente, la investigación
se centró en el m odo en que esa tendencia social en las aldeas lúe experim entada a
En los últim os años se presta más atención a la situación de am bien­
tes ostensiblem ente naturales. D urante m ucho tiem po se consideró
que los cazadores y recolectores son “ecológicam ente pasivos” y que
viven en u n m edio am biente natural, en lugar de ten er cualquier efec­
to o control significativo sobre él (para u n a crítica de esta visión véa­
se Chase, 1989:42), lo que im plica que el único m edio de controlar
un m edio am biente natural es la agricultura. Así, la llam ada “revolu­
ción neolítica” divide la historia hum ana en dos m itades contrastantes
con respecto a la naturaleza. Sin em bargo, algunos biólogos, arqueó­
logos y antropólogos actualm ente cuestionan ese supuesto. Como lo
expresa Ucko (1989:xii), “la dom esticación efectiva de las plantas es
u n a form a relativam ente tardía de m anipulación del m edio am bien­
te y no siem pre es ventajosa a largo plazo desde el punto de vista de
la adaptación”. Lo im portante aquí es que podría h aber cierto grado
de m anipulación o control am biental sin verdadero cultivo, y que bien
p o d ría ser superior al grado de control am biental que efectivam ente
se obtiene p o r m edio del cultivo.
Para los antropólogos que estudian uno u otro tipo de agriculto­
res, este pun to podría invertirse con ventaja. Si en la práctica los ca-
zadores-recolectores no son tan ecológicam ente pasivos como ap are­
cen en las representaciones, ¿es seguro que los agricultores son tan
ecológicam ente activos como se ha ten d id o a verlos hasta ahora? Si
el control ecológico existe aparte del cultivo, entonces el cultivo p o r
sí solo no es garantía de control am biental.
El cultivo puede definirse como u n a actividad espacialm ente e n ­
focada y ecológicam ente intervencionista que requiere m ano de obra
y consiste, en tre otras cosas, en plantar, desyerbar e incluso desbro­
zar tierras (H arris, 1989:17-22). Aquí, “actividad” incluye dos cosas
que es preciso distinguir: acciones particulares de cultivo y los procesos
de cultivo mayores, de los que esas acciones form an parte. Las prim e­
ras, al acumularse, constituyen algo más grande: a la larga e idealm en­
te, u n p ro c e so d e cultivo exitoso. Pero n o hay e n esto n in g u n a
inevitabilidad; se presum e un m anejo de las actividades de cultivo en
el tiem po, com o m ínim o p o r u n agricultor, aunque tam bién pu ed en
p articipar m uchos agricultores diferentes. Además, en algunos casos

través de cambios en el bosque circundante. Así, los que trabajaban en los bosques
pasaron a ser un o de los temas principales de la investigación.
(en p articular en la adm inistración forestal m aderera) esos agriculto­
res pueden estar distanciados en el tiem po, distribuidos en un periodo
largo, incluso transgeneracional.
El cultivo debe distinguirse de la producción en general porque
incluye u n proceso de crecim iento orgánico. Los actos de cultivo exi­
tosos se co o rd in an en térm inos de ese crecim iento. Sin em bargo,
cuanto m ayor es el lapso im plicado m ayor es la posibilidad de lo que
podría llam arse producción incom pleta. En el caso de la producción
inorgánica, producción incompleta tiende a ser sinónim o de produc­
ción suspendida, pero no ocurre lo m ismo con la producción orgáni­
ca, es decir, el cultivo. Aquí la producción es relativam ente in d ep en ­
d ien te de los pro d u cto res hum anos, p o rq u e el crecim iento p u ed e
continuar en ausencia del agricultor. Lo que brota sigue siendo arti­
ficial y no (prístinam ente) natural, porque los actos de cultivo an te­
riores han afectado el patrón de crecim iento en form a irreversible. Sin
em bargo tam poco es totalmente artificial: lo que se desarrolla es un
producto parcial cuya form a final evidentem ente no llega a ser lo que
debería en cuanto a su apariencia, calidad, etc., es decir, lo que habría
sido si se le hubiera aplicado debidam ente el conjunto com pleto de
actos productivos. El agricultor ha perdido el control del crecim ien­
to; el “p ro d u cto” se ha liberado de la intención productiva que inició
su proceso.
Lo que m e interesa aquí es el m anejo forestal p ara producir m a­
dera. Esta especie de cultivo com ercial de árboles p lantea dos com ­
plicaciones adicionales con respecto al cultivo. El prim ero tiene que
ver con la escala tem poral del crecim iento, el segundo con la escala
espacial y la ubicación de ese crecim iento. Los árboles no sólo salen
diferentes de lo que deberían ser; lo hacen en periodos prolongados,
en u n a gran escala de producción y en tipos particulares de lugares.
Las consecuencias de que el cultivador pierda el control del crecim ien­
to no son solam ente productos no planeados -p roductos extraños a la
intención productiva original-, sino tam bién u n medio ambiente no pla­
neado. En este capítulo se m uestra cómo u n intento patrocinado p o r
el estado de establecer una vasta producción m aderera en las m onta­
ñas de Jap ó n es experim entada p o r los aldeanos, decenios más ta r­
de, com o u n a serie de cambios ambientales perturbadores.
YAMA

En jap o n és la palabra yama denota tanto las m ontañas como los bos­
ques, po rq u e la distinción conceptual en tre los dos es m ínim a. Los
bosques de m ontaña cubren más de dos tercios de las tierras del país
y p o r m ucho tiem po h an sido u n a fuente im portante de simbolismo
p ara los japoneses. Las m ontañas son “símbolos de la procreación en
su aspecto volcánico, símbolos de fertilidad en su función de parte-
aguas y m orada de los m uertos en su aislam iento del m undo cotidiano
de los hum anos” (Smith, 1979:59). U na característica clave del yama
es su carácter salvaje (Kalland, 1992:222). Las m ontañas, igual que el
mar, son u n sitio del oku (u oki, p ara el m ar), el interior, u n espacio
salvaje asociado con espíritus kami y opuesto al espacio m undano que
habitan los seres hum anos (Berque, 1986:74-76).
Pero para los aldeanos m ontañeses el yama constituye un am biente
local. Pero aun cuando se refieren a él en form a genérica, lo experi­
m en tan en form a sum am ente diferenciada. Y en p rim er lugar desde
el punto de vista ecológico. La variación ecológica fue particularm en­
te m arcada en la península de Kii. En Ja p ó n es com ún distinguir entre
los bosques frescos, tem plados y caducifolios del noreste del país y las
selvas cálidas, tem pladas, siem pre verdes y de hojas anchas del suroes­
te y la zona del Pacífico de Ja p ó n (por ejem plo, Ichikaw a y Saito,
1985:12-32). Sin em bargo, es preciso ag reg ar que, adem ás de esa
distinción regional, hay tam bién variaciones debidas a la altura.
En el m ontañoso interior de la península de Kii los dos tipos de
bosque se encuentran muy cerca uno de otro, lo que ha llevado a algu­
nos autores a proclam ar la im portancia especial del m edio am biente
natu ral de la zona com o el lugar del bosque de hayas más m erid io ­
nal de Jap ó n , e incluso como el sitio d onde las dos ecologías del país
se en c u en tran (Ue, 1994:4-6). El bosque típico es del tipo siem pre
verde y de hoja ancha, pero tam bién hay bosques caducifolios de ro­
ble blanco, cerezos, arces y castaños, m ientras que de los 800 m etros
de altura en adelante em piezan los bosques de robles caducifolios. Sin
em bargo, es preciso destacar que ese bosque previo era m ixto y ya
contenía coniferas naturales, incluyendo cryptom eria y ciprés ja p o ­
nés, las dos especies principales de coniferas de plantación que des­
pués llegarían a ser tan ubicuas.
En H ongu, actualm ente, a pesar de que los forestadores hablan de
“b o sq ue siem p rev erd e de hojas b rilla n te s ” (shoyojurin) y “bosque
caducifolio de hojas anchas” (bakoyorin), etc., esa clasificación cientí-
ñca adm itida existe al lado de otra clasificación local más antigua de
los árboles y los bosques: “árboles de h ierro ”, “árboles superficiales”
y “árboles negros” (véase Ue, 1994:7). Los “árboles de hierro” (kanagi)
son las especies siem pre verdes de hoja ancha, com o el roble p eren ­
ne que se utiliza para hacer carbón. Los “árboles superficiales” (asagi)
son los blandos, com o la pasania, el roble blanco y el cerezo, que si
bien no sirven p ara hacer carbón d an b u en a leña. Los “árboles n e­
gros” (kuroki) son los de agujas de color oscuro com o el pinabeto o
abeto am ericano, el abeto Douglas y el plateado, la cryptom eria y el
ciprés jap o n és, que se usaban en la construcción (ibicl.)
Segundo, aun cuando para los japoneses de las llanuras el yama
puede parecer u n lugar esencialm ente situado más allá de la esfera de
la habitación hum ana, para los m ontañeses, las diferentes partes de
las m ontañas sirven p ara diferentes propósitos. Las zonas de m onta­
ña situadas cerca de la aldea, el satoyama, son im portantes desde hace
m ucho tiem po, p ara la subsistencia de las aldeas porque es donde se
practica la agricultura de roza productora de trigo, mijo y tubérculos.
D u ran te b u en a p a rte de su h isto ria los ald ean o s m ontañeses h an
dep en d id o de esos cultivos distintos del arroz, m ientras el arroz ap o r­
taba un a p arte relativam ente m enor de la subsistencia local. Yukawa
(1988) afirm a incluso, que para los aldeanos m ontañeses las m o n ta­
ñas eran tradicionalm ente el lugar de la producción (caza, recolección
y agricultura de tumba-y-quem a), m ientras que la aldea era el lugar
de consum o (véase Ue, 1994:7). La posterior introducción del culti­
vo del arroz hizo que la aldea tam bién se convirtiera en lugar de p ro ­
ducción, pero, dada la escasez de tierras adecuadas para el cultivo del
arroz, continuaron cultivándose partes de las m ontañas.
Además de ser ellas mismas lugares de cultivo, las m ontañas con­
tribuían en foraias im portantes a la agricultura en la aldea. La m ateria
vegetal del bosque, en particular de las partes caducifolias del bosque
m ixto, se utilizaba com o fertilizante p a ra los cultivos y tam bién com o
forraje p a ra el ganado. Adem ás se usaba m ad era del bosque com o
com bustible (leña y carbón) y para la construcción. En las m ontañas
de Ja p ó n la m anipulación del crecim iento del bosque tiene una his­
toria muy larga. Totm an (1989:247) señala que en diferentes m om en­
tos los gobernantes estim ularon el crecim iento de diferentes tipos de
árboles en los bosques más cercanos a las aldeas. En el siglo xvil, por
ejem plo, la p rio rid ad era la m adera como combustible, y se estim u­
laba el crecim iento de las especies de hoja ancha.
El yama era adem ás una fuente directa de alim ento: allí se recolec­
taban nueces, bayas, hongos silvestres y una am plia variedad de sansai
o plantas m ontañesas comestibles (varios tipos de helechos, fárfara,
etc.). Plantas m ontañesas se utilizan desde hace m ucho tiem po en
m edicina y tam bién p ara hacer canastos, p ara extraer fibras textiles
y com o ofrendas sagradas en las casas o en los festivales (véase “El
estudio sobre plantas locales”, Shinohara, 1990:205-206). Además de
cortar ejem plares naturales de “árboles negros”, incluyendo crypto­
rnerías y cipreses, p a ra la construcción, tam bién se p lantaban y cui­
daban cryptom erias y cipreses más adentro de los bosques para p o ­
d er cortarlos y venderlos en caso de necesidad (m atrim onio de u n a
hija, funeral de un pariente, etc.). M uchos anim ales y aves del bosque
se cazaban p o r su carne, entre ellos el jabalí, el venado, el serow [an­
tílope asiático], la liebre, el faisán, la palom a torcaza y el gorrión.
Las diferentes plantas se asocian con diferentes partes del yama,
com o picos m ontañosos, cornisas, pasos, laderas, barrancos, pastiza­
les, etc. (véase Shinohara, 1990:209-212). Tam bién hay anim ales aso­
ciados con diferentes partes de las m ontañas. El jabalí, el m ono y el
faisán son tradicionales azotes de la agricultura, que viven en el sato
yama cerca de las aldeas. El oso y el serow, p o r su parte, son anim ales
del okuyama, las partes más rem otas de las m ontañas, y, p o r lo tanto,
raras veces los aldeanos los encuentran.
El yama es adem ás un lugar de espíritus. Todas las m ontañas en
cuanto tales tienen asociaciones sagradas en el Jap ó n , pero tam bién
aquí los aldeanos m ontañeses establecen ulteriores distinciones entre
diferentes partes del yama. En el okuyama habitan peligrosos espíritus
y seres com o dem onios de aspecto feroz y hom bres-pájaros (tengii) que
viven en los árboles, en las partes más altas cerca de las cum bres. Hay
superposición e n tre los espíritus y los anim ales del okuyama. En el
J a p ó n m uchos anim ales están asociados con el m undo de los espíri­
tus como servidores o m ensajeros de los espíritus kami. El m ono, p o r
ejem plo, era considerado com o m ed iad o r en tre el yama no kami (el
espíritu de la m ontaña) y los seres hum anos (véase Ohnuki-Tierney,
1987:43-45). En los santuarios shintoístas de todo el J a p ó n se encuen­
tran im ágenes de m onos, lobos, venados y zorros. El serow del oku es
visto com o u n “dem o n io vaca”, an im al fantasm a de las m o n tañ as
(Kaneko e/ al., 1992:29).
La caracterización tradicional del yama com o un lugar salvaje, en
contraposición a la aldea o la llanura, debe ser vista ju n to con el h e ­
cho de que partes del yama contribuyen desde hace m ucho tiem po a
la subsistencia en las m ontañas. YAyania era u n lugar de caza, recolec­
ción, agricultura y silvicultura, así com o de religión, y existía un sa­
b e r local altam ente diferenciado de la distribución de las plantas, los
anim ales y los espíritus dentro de él.
En consecuencia, partes del yama se incorporaron a la vida de las
aldeas. Sin em bargo, de esto no se desprende que se considerase que
el yama estaba de alguna m anera bajo el control de las aldeas. N unca
p o d ría ser así, porque el yama era un espacio de u n orden de m agni­
tu d diferente al de la aldea. Por lo tanto, la aldea estaba siem pre en
actitud defensiva ante el yama, y el m antenim iento de las fronteras de
la aldea, p o r ejem plo, era u n a preocupación rutinaria. Vivir en una
aldea m ontañesa, al lado de los bosques, requiere de una presencia
activa que inhiba otras form as de vida rivales, en particular el creci­
m iento dé las plantas. U n frente de esa lucha es la escarda de los cam ­
pos de la aldea. O tro es la costum bre d e michibushin, o lim pieza de los
senderos de la aldea, que se realiza dos o tres veces al año. Michibushin
en tra ñ a elim inar todas las plantas de crecim iento indeseado de los
senderos y del límite con el bosque, y tam bién se realiza u n a práctica
sim ilar en el cem enterio de la aldea. El yama puede no ser “salvaje”
en el sentido de u n m edio am biente totalm ente inhóspito a cualquier
presencia hum ana, pero su asociación con el espíritu de la m ontaña
y las diferencias de escala con respecto a la aldea como lugar de p ro ­
cesos orgánicos de crecim iento hacen de él u n m edio am biente peli­
groso, extraño y, p o r últim o, incontrolable.

LAS PLANTACIONES DE ÁRBOLES

Se ha hecho un in tento de im poner al yama un control productivo. En


la po sg u erra se produjo en el J a p ó n u n a gran expansión del área de
plantaciones de coniferas. El estado de posguerra concedió alta p rio ­
rid ad a la restauración de la cubierta de árboles de las m ontañas,
después de la tala de árboles en g ran escala que había tenido lugar
antes y d u ran te la guerra. En los años de la p o sg u erra se lanzó una
cam paña nacional de reforestación en que se designaron días y sem a­
nas especiales p ara plan tar árboles y se celebraron cerem onias an u a­
les. Se aprobó u n a serie de leyes p ara im pulsar la forestación, p rin ­
cipalm ente p o r m edio de subsidios, p ero tam bién, si era necesario,
por m edio de la coerción (Fujita, 1993:187; Iguchi, 1998:69-71). Tam ­
bién h u b o u n a im p o rta n te intervención científica en el cultivo de
árboles, a través de program as de germ inación del gobierno, el d e­
sarrollo de fertilizantes y plaguicidas químicos, nuevos m étodos de
silvicultura y la m ecanización. C ontra ese fondo de apoyo g u b ern a­
m ental, sum ado a la fuerte dem anda de m ateriales de m adera provo­
cada p o r la g u erra de Gorea y la recuperación de la econom ía n a ­
cional, en el decenio de 1950 la silvicultura parecía ten er u n futuro
sum am ente prom etedor, lo que era u n buen augurio p ara los aldea­
nos m ontañeses. A través de inversiones en gran escala con apoyo gu­
bernam ental, los bosques de las m ontañas serían sede de un trabajo
silvícola m oderno, técnicam ente avanzado y m ecanizado. Se d esa­
rrollaría una red m ejorada de caminos para hacerlos accesibles, la in­
troducción de sierras m ecánicas aum entaría la eficiencia de los tra ­
b a ja d o re s y los avances cien tífico s im p u ls a ría n au m e n to s en la
productividad y la calidad de los productos de los bosques. Nuevos
bosques industriales ofrecerían em pleo a los aldeanos, obviando la
necesidad de em igrar a buscar trabajo en o tra parte.
En la península de Kii se cultivaban árboles desde m ucho antes de
esa expansión. Antes de la guerra, la silvicultura m aderera japonesa
era principalm ente extractiva -m ás bien se reducía a la tala de árbo­
les de crecim iento p rim a rio -, au n q u e tam b ién existía silvicultura
regenerativa, es decir, plantación. La visión industrial de la foresta­
ción es claram ente identificable como de posguerra, pero la tradición
de cultivar árboles p o r la m ad era existía ya antes de la g uerra, y en
algunos casos desde m ucho antes.3
Para los aldeanos m ontañeses, cultivar árboles p o r su m adera es
un a habilidad sum am ente apreciada que se designa con el térm ino
yamazukuri, que literalm ente significa “hacer m o n tañ a”. U na “buena
m o n tañ a” (ii yama) d ep e n d e de una serie de factores. A nte todo, la
m ejor m adera se da en las laderas que m iran al nojrte. H asta el dece­
nio de 1950 era com ún encontrar plantaciones en las laderas norte,
m ientras que las orientadas hacia el sur conservaban su bosque m ix­
to. Sin em bargo, recientem ente las laderas sur tam bién se han con­
vertido en bosque plantado. Segundo, un buen bosque no debe estar
dem asiado alto. H asta los años cincuenta la línea de los árboles no
superaba los 800 m etros, ni siquiera p a ra los cipreses que se plantan

3 La Península de Kii tiene su propia tradición fuerte de plantación de bosques


asociada con la región de Yoshino en el norte. I-a silvicultura de Yoshino se desarro­
lló en el siglo XVII y se caracteriza por un m étodo de plantación sumamente intensi­
vo y frecuentes operaciones de entresacado.
en las laderas arriba de la cryptom eria. A hora hay plantaciones inclu­
so en laderas a g ran altura.
El cultivo exitoso de árboles es un proceso a largo plazo que requie­
re insum os de trabajo regulares. Después de recolectar las semillas y
hacerlas germ inar, p re p a ra r el terreno y p lan tar los arbolitos, es p re ­
ciso lim piar la plantación de hierbas y m aleza a intervalos regulares,
elim inar trepadoras como el arru rraz y la wisteria y aplicar fertilizante
e insecticida. Finalmente, tam bién es necesario podar y seleccionar los
árboles jóvenes. El bu enyamazukuri o m anejo forestal se da donde ese
cuidado o te’ire (literalm ente “m eter la m an o ”) se ha aplicado en for­
ma continua d u ran te u n ciclo de cincuenta a sesenta años, y su resul­
tado es la m adera de alta calidad, de gran diám etro y sin nudos, apro­
piada p ara la construcción.
La duración de ese ciclo de producción hace que yamazukuri sea
muy diferente de komezukuri, el cultivo del arroz. Aun cuando no hay
cosecha anual, pu ede haber una apreciación anual del crecim iento de
los árboles. Com o observaba un trabajador forestal retirado:

Cuando uno les ha dedicado muchos cuidados durante muchos años, sien­
te un afecto muy profundo por los árboles. El placer de ver el crecimiento
de cada año es muy diferente del de los cultivos que se cosechan anualmen­
te. Aquí, en cambio, uno tiene que esperar por lo menos treinta años -pero
en prom edio sesenta- para cortar los árboles (Ue, 1984:17).

Esa cualidad acum ulativa de yamazukuri hace de los árboles u n


medio im p ortante p ara las relaciones sociales entre diferentes gene­
raciones de aldeanos, principalm ente p o r conducto de la familia. La
familia jap o n esa, conocida como el ie, es idealm ente un grupo corpo­
rativo que se continúa en el tiem po p o r m edio de la sucesión del hijo
m ayor que vive con los padres, atiende ritualm ente a los antepasados
de la familia y es responsable de p erp etu ar el linaje por u n a genera­
ción más. En las aldeas m ontañesas las propiedades boscosas suelen
constituir la esencia de esos lazos fam iliares transgeneracionales a
largo plazo.
U n g ran p ro p ietario de terren o s boscosos de más de cincuenta
años de ed ad tiende a identificar sus diversas m ontañas p o r el an te­
pasado que las plantó y las cuidó más. Al térm ino de cada año él “in­
form a” (hokoku suru) en el altar ancestral dom éstico acerca de las plan ­
taciones taladas d u ran te el año anterior. La m ayor p arte de las talas,
explica, se hacen en bosques plantados p o r su abuelo o su bisabuelo
(su p ad re m urió joven), y en esa ocasión de fin de año él expresa su
“g ra titu d ” (kansha) p o r los esfuerzos de ellos que le p e rm ite n a él
subsistir hoy, y les pide su bendición p ara asegurar que las m ontañas
de la familia no sufran daños en el próxim o año.
Tam bién p u ed e n reconocerse linajes familiares que no son los de
los propietarios. En el ejem plo anterior, el p adre y el abuelo de uno
de los principales capataces de m o ntaña {jamaban) habían trabajado
con el p adre y el abuelo del propietario. Como su propio p adre m u­
rió joven, el propietario se siente particularm ente unid o al padre de
su capataz, porque de hecho ese hom bre asum ió el papel de su padre
en la transm isión del know-how del yamazukuri y los detalles de las
diferentes plantaciones. C uando el p adre del capataz m urió hace al­
gunos años, el propietario decidió d a r su nom bre a una de las m on­
tañas de la familia, la últim a que había plantado el anciano. Para el
extraño, aparte de sus diferentes edades, especies y grados de cuida­
do, las plantaciones m adereras tienden a parecer todas iguales, pero
p a ra quienes trabajan en ellas y las ad m in istran llegan a co n ten er
como inscriptas todas las relaciones sociales que hicieron posible su
cultivo exitoso.

¿ PLANTACION ES SALVAJ ES ?

La visión de posguerra del cultivo intensivo de los bosques m ontaño­


sos del país no se ha realizado p o r entero. El área de tennenrin, o “bos­
que n atu ral”, ya muy reducida, ha dism inuido aún más, m ientras que
el jinkorin, o “bosque artificial” ha aum entado muchísimo. En H ongu,
donde el 93% de la tierra es bosque de m ontaña, el 64% del área es
de plantación, contra el prom edio nacional es de 42%. Y el 60% del
área de bosque de plantación en H ongu es de ciprés japonés, contra
38% de cryp tom eria. El área cultivada del bosque se h a expandido
m ucho, y sim ultáneam ente con ese cam bio del m edio am biente n a­
tural en la posguerra se han producido grandes cambios sociales en
las m ontañas japonesas. La m igración en gran escala hacia las ciuda­
des ha reducido drásticam ente la población de las aldeas m ontañesas.
Entre 1955 y 1995 la población de H ongu se redujo a m ucho m enos
de la m itad.
No in ten taré re la tar aquí la h istoria bastante más com pleja del
cam bio social en las m ontañas del Jap ó n , pero es necesario señalar
dos grandes cambios nacionales. Prim ero, en el decenio de 1960 el
gobierno jap o n és eliminó la prohibición de im portar m adera, m edida
que a la larga tuvo el efecto de d e p rim ir los precios de la m ad era
nacional. Segundo, p ara fines de los años cincuenta un notable au­
m ento del crecim iento económ ico en el área u rb a n a de Ja p ó n trans­
form ó el m ercado de trabajo en el país, constituyendo un fuerte atrac­
tivo p ara la población rural.
Esas fuerzas nacionales más am plias constituyen el fondo de una
p a rtic u la r ex p erien cia local de cam bio p o r p a rte de los aldeanos
m ontañeses de H ongu. Com o presagiaba la visión de los años cin­
cuenta, es sin du da el bosque nuevo el que ha tenido los mayores efec­
tos sobre m uchas aldeas m ontañesas en los noventa. Sin em bargo,
para los aldeanos m ontañeses que vivenjunto a él, lejos de ser la zona
de orden dom esticado que originalm ente se proponía, ese bosque es
un espacio de desorden radical y m ultifacético que am enaza la idea
m isma de asentam iento en las tierras altas.

Montañas negras

La transform ación del anterior bosque m ixto en plantaciones m ade­


reras de árboles de u n a sola especie h a creado u n paisaje nuevo y
ex traño. En H o ngu actualm ente la n o rm a es u n bosque industrial
uniform e y rectilíneo, form ado no tanto p o r árboles com o p o r tron­
cos cada vez más gruesos y sin ram as colocados a interv alos regulares
y cuidadosam ente protegidos de cualquier otra flora y fauna. Por lo
tanto, ese bosque nuevo es muy diferente del bosque zokibayashi que
lo precedió, que típicam ente incluía árboles caducifolios y perennes,
de hoja ancha y de agujas, ju n to con una densa vegetación secunda­
ria de plantas y arbustos y que era famoso p o r ser “denso” (usso shita).
Las m ontañas han sido som etidas a u n a hom ogeneización total;
un signo de eso es la obsolescencia generalizada de los topónim os:
m ontañas hasta hace poco conocidas y nom bradas por sus patrones
distintivos de crecim iento boscoso - “m eseta de hayas” (buna no taira),
“m o ntaña de roble p eren n e” (kashiomonyama)~ han pasado a ser to­
das bosques de cipreses o de cryptom eria. Se ha perdido la antigua
variación del bosque según la altura, el área y las especies. El lugar
famoso porque allí se encontraban las dos ecologías del J a p ó n es cada
vez m ás u n lugar de ninguna ecología, convirtiéndose en cam bio en
u n a en o rm e p lan tac ió n m o n o cu ltu ral de árboles igual a las áreas
m ontañosas de todo el país. El paisaje m ontañés que antes contenía
“árboles de h ierro ”, “árboles superficiales” y “árboles negros” ahora
no tiene “n ad a más que árboles negros” (kuroki bakari). La gente se
queja de que en com paración con el antiguo bosque m ixto esas m on­
tañas de árboles negros “se sienten oscuras” (kuraku kanjiru).

Deterioro

D ebido al estado del m ercado, ya no hay el m ism o incentivo econó­


m ico p a ra cu id ar el bosque que había antes. Eso ha llevado a que
m uchas personas vendan toda o p arte de su tierra boscosa. Otros han
conservado sus bosques, pero no les prestan el cuidado necesario, lo
que hace que pierdan más valor.
U e señ a la que la m ay o r p a rte d e los p ro p ie ta rio s d e tie rra s
boscosas trabajan en pequeña escala com o él, y no pueden ganarse la
vida p o r entero con sus bosques. Es com ún que los hom bres com o él
trabajen p a ra g ran d es te rra te n ie n te s y sólo vuelvan a sus propias
m ontañas en su tiem po libre. Es profundam ente p ertu rb ad o r p ara él,
cuando regresa, descubrir que el descuido de su propia m ontaña ha
tenido efectos irreversibles. Es como si

has estado ocupado cuidando al hijo de otra persona y no le has dado sufi­
ciente atención a tu propio hijo. Cuando ves el árbol torcido y sabes que no
p uedes h acer nada para enderezarlo sien tes una gran am argura (U e,
1984:18).

Toda u n a generación de cultivadores de bosques se ha visto en esa


situación: obligados a cuidar los bosques de otros, descuidando los
suyos.
Esa es tam bién la situación que enfrentan los m igrantes. U n p ro ­
blem a clave en las aldeas de gran em igración, com o las de H ongu, es
el descuido de los ancianos m iem bros de la familia debido al despla­
zam iento m igratorio de hijos adultos, en particular el hijo mayor, el
heredero, que de otro m odo se habría encargado de ellos. Los efec­
tos nocivos de esa ausencia social se extienden incluso a los difuntos
de la familia. Se dice que los ancestros sin descendientes residentes
en el lugar que hagan regularm ente ofrendas en las tum bas de la fa­
milia se convierten en una especie de fantasm as infelices, muensama,
que no tienen perspectivas de progresar hacia el estado de descanso
budista (jobutsu) y, en cambio, están condenados a una existencia so­
litaria en tre los dos m undos.
Sin em bargo, los efectos nocivos de la ausencia de los m igrantes
no se lim itan al m undo social, sino que se extienden al m undo n atu ­
ral. Ya se h a hablado del carácter activo de la presencia de los habitan­
tes de las aldeas m ontañesas frente al m edio am biente natural, y en
consecuencia esa ausencia m igratoria en gran escala se expresa en un
d eso rd en n atu ral (adem ás de social). Por u n lado, los senderos, los
límites y los cem enterios de las aldeas de m igrantes están escasamente
atendidos y con frecuencia invadidos p o r las malezas, m ientras que
el bosque invade las fronteras de la aldea. Por o tra parte, los bosques
fam iliares, p lantados y cuidados p o r u n p ad re o incluso u n abuelo,
tam bién h an sufrido p o r el descuido de la generación actual. H ongu
es u n lugar no sólo de aldeas m igrantes sino de bosques migrantes.
Muchos m igrantes plantaban arbolitos antes de abandonar H ongu
con la esperanza de que, tal vez con algún cuidado ocasional, a la larga
p o d rían llegar a ten er u n bosque lucrativo. Sin em bargo, en los bos­
ques m igrantes, el te’ire, o cuidado regular, brilla por su ausencia, y,
p o r lo tanto, los bosques m igrantes son lo más triste que se pueda
im aginar, m al atendidos, sin selección, sin poda y de muy reducido
valor m ercantil. B uena parte de ese bosque es hoy senkorin, “bosque
d e incienso”, es decir, u n bosque superpoblado de árboles débiles y
delgados que parecen palitos de incienso clavados en el suelo, o bien,
según otra expresión com ún, moyashi no yama, “u n a m ontaña de bro­
tes de frijol”, porque los árboles parecen brotes de frijol de soya. Son
sum am ente vulnerables a la nieve y al viento y debido a la superficia­
lidad de sus raíces están siem pre expuestos a los deslizam ientos de
tierra. A comienzos de los ochenta se calculaba que más de u n tercio
del to tal de p la n ta c io n e s ja p o n e sa s su fría de ese d esc u id o (Ue,
1984:21; véase O uchi, 1988:48). En 1994, p o r lo m enos en H ongu,
se estim aba que la escala de ese descuido era m ucho mayor: las esti­
m aciones de los forestadores sobre la escala de ese descuido, oscila­
b an entre el 50 y el 90% del total de las plantaciones.
En teoría, d ada la extensión del ciclo de producción, el m igrante
d eb ería p o d e r cuidar de los árboles locales d u ra n te sus periódicos
regresos a la aldea, pero en la práctica el deterioro sobreviene con
m ucha frecuencia porque el cuidado (te1iré) así espaciado es inadecua­
do. Los bosques que resultan no son lo que se esperaba, porque tie­
n en las m arcas p erdurables de otras form as de crecim iento natural
que no fu ero n im pedidas. Para entonces es dem asiado tard e p ara
hacer algo al respecto: cada hom bre sólo tiene u n a o p o rtu n id ad en
la vida de hacer yamazukuri con éxito. 'EXyamazukuri exitoso, igual que
las aldeas “lim pias”, depende de la presencia local. La ausencia local
es una licencia p ara el crecim iento vegetal ilícito. Así, las m ontañas
cuentan la historia de las aldeas que circundan. Las aldeas m igrantes
despobladas (kaso, literalm ente escasam ente pobladas) tienden a es­
ta r ro d eadas de “bosques de incienso (superpoblados, es decir, no
seleccionados).
El deterioro p u ed e aparecer incluso d onde las plantaciones son
atendidas regularm ente. Los venados, los serows, los osos, las liebres
y los jab alíes son am enazas serias p a ra el bosque (gaiju). Los osos
arran cando cortezas perjudican m ucho las plantaciones de coniferas,
provocando la defoliación e incluso la m uerte de los árboles. En al­
gunas áreas eso afecta a la m ayoría de los árboles plantados, provo­
cando grandes pérdidas económicas p ara el propietario del bosque.
Y lo que resulta particularm ente irritante es que los osos parecen es­
coger los m ejores árboles del bosque, árboles m aduros de m ás de
veinte años en los que ya se ha invertido m ucho trabajo (Ue, 1983:
362-363). Tam bién los venados dañan los árboles al ram onear, a rra n ­
car cortezas y (los m achos adultos) lim piarse la cornam enta, todo lo
cual tiene el efecto de retardar el crecim iento, rebajar la calidad de la
m adera y, p o r consiguiente, su valor m ercantil, y puede llegar a cau­
sar la m uerte del árbol. Tam bién el jabalí, en su búsqueda de raíces
de arrurruz, lirio y helecho, suele hacer grandes hoyos al pie de á r­
boles en crecim iento, al punto de que a veces el árbol se cae.
Para m inim izar esos daños se utiliza una serie de m edidas, entre
ellas quem ar pelo de animales en la plantación (cuyo olor m antiene
alejados a los anim ales dañinos), colocar cabello hum ano (que se con­
sigue del barbero) o ropa vieja en el perím etro de la plantación, así
com o cercas m odernas electrificadas, dispositivos que hacen ruido y
p ro g ram as de exterm inio de plagas. A hora, los aldeanos p u e d e n
ganar dinero cazando liebres, osos, venados y serows con tram pas o con
armas, com o plagas del bosque, aunque la protección legal de cierv as
y serows causa m ucho resentim iento entre los terratenientes de zonas
boscosas, que p e rió d ic a m e n te reclam an u n a selección en m ucho
m ayor escala (véase, p o r ejemplo, Hirasawa, 1985:57-108).
Invasión

Ya hem os dicho que los bosques se extendieron hacia las zonas más
altas de las m ontañas. Tam bién se extendieron en dirección contra­
ria, y descendieron de las m ontañas hasta al borde mismo de las al­
deas. Esa nueva proxim idad del bosque es causa de cierta preocupa­
ción en tre los aldeanos, sobre el fondo del cam bio en la geografía
m ism a del poblam iento de la región m ontañosa. D urante este siglo
los asentam ientos han ido desplazándose gradualm ente, alejándose
de las m ontañas hacia los valles de los principales ríos. En consecuen­
cia ah o ra hay, dispersas p o r las m ontañas, una serie de aldeas aban­
do n ad as e invadidas p o r la vegetación, de éstas se dice que se han
“vuelto m o n tañ a” (yama ni natía).
La nueva invasión del bosque am enaza con u n destino sim ilar a
muchos de los asentam ientos actuales. La prim era razón de ello es que
el satoyama, el bosque cercano, ha sido transform ado en plantaciones
m adereras, y el antiguo bosque m ixto h a sido sustituido p o r u n nue­
vo tipo de conjunto m onocultural de árboles altos. Segundo, en los
pastizales, los cam pos de arroz de la periferia y otros campos tam bién
se h an p lantado árboles (con frecuencia p o r los m igrantes), creando
literalm ente otra extensión del bosque plantado. La idea original era
que a la larga esos árboles tam bién serían d errib ad o s y vendidos a
buen precio como m adera, pero en la práctica g ran parte de ese bos­
que m igrante, como ya se ha dicho, se ha deteriorado a tal pun to que
ya no se considera que valga la p en a cosecharlo.
El efecto acumulativo de esa tendencia ha sido m odificar la cali­
d a d d el m ed io a m b ie n te de las ald ea s m o n ta ñ e sa s. Las ald eas
m igratorias, en conjunto, son aldeas oscuras. En la m edida en que las
m o n tañ as se sien ten m ucho m ás cercanas, la aldea efectivam ente
adquiere un carácter cada vez más oku o “in terio r” (es decir, rem oto),
asem ejándose a las más rem otas aldeas abandonadas que ya han sido
tom adas p o r la m ontaña.
Desde hace m ucho tiem po existe en tre los aldeanos m ontañeses
u n a tendencia a m irar río abajo, hacia aldeas m enos rem otas y más
alejadas de las m ontañas que la propia. De ah í la antigua expresión
de que “las novias se m udan río abajo” (hanayome wa kawa o kudaru)
(Ue, 1984:209). E ntre los elem entos que indican que el oku nunca ha
sido un lugar deseable p ara vivir está, prim ero, el hecho de que m u­
chas aldeas de H ongu fueron fundadas p o r refugiados (cosa que los
aldeanos todavía citan com únm ente), y segundo, el hecho de que los
habitantes tienden a n egar que su aldea sea oku, y en cambio señalan
otro asentam iento situado más arriba com o la aldea realmente oku. Sin
em bargo, u n a op in ió n local com ún es que esa preferen cia p o r las
partes m ás bajas, que con el establecim iento de la red vial h an que­
dado totalm ente libres de control logístico, ha tenido efectos p e rn i­
ciosos. En la gráfica frase de Ue, la aldea cercana pero más baja ha
“vuelto la espalda” a la aldea más alta (Ue, 1984:209-210), y el efec­
to acum ulativo de esa tendencia ha sido el aislam iento radical y el
despoblam iento extrem o de la m ayoría de las aldeas oku.
Representado de este m odo, el carácter rem oto de las aldeas de las
m ontañas parece provenir de las fuerzas exógenas de urbanización y
el sesgo hacia las zonas más bajas. Lo que hace el oscurecim iento de
las aldeas d eb id o a la invasión del bo sq u e es ex a cerb ar en forma
endógena ese creciente sentim iento de encontrarse oku, rem otas. Las
aldeas m ontañesas están atrapadas entre el atractivo de la zona más
baja y el abrazo cada vez más estrecho de las m ontañas.
La invasión del bosque afecta a la aldea en su totalidad, pero cau­
sa daños específicos a los cem enterios, con frecuencia situados en el
borde (superior) de la aldea. La prolongación de las plantaciones de
coniferas los hace más oscuros que antes. Las plantaciones form an un
techo alto y parejo, creando un m edio am biente de bosque uniform e­
m ente oscuro en el que la som bra im pide el crecim iento de cualquier
otra vegetación. Su nueva proxim idad al bosque significa que el ce­
m enterio pasa a com partir ese am biente oscuro. Sin em bargo, ese tipo
de am biente es casi lo opuesto de las ideas locales com unes sobre el
am biente norm ativo de los cem enterios: en contraste con el bosque,
oscuro y frío, las tum bas deberían estar en hiatari no ii tokoro, “u n lu­
gar de b uena luz del sol”, es decir, un lugar lum inoso donde puedan
recibir luz solar directa.
Los aldeanos hacen referencia a la invasión del yama, pero es im ­
p o rtan te señalar que el nuevo yama es u n poco distinto del antiguo.
Si bien es oscuro, no es denso. La luz no penetra, pero hay claras ave­
nidas de espacio libre y, en los bosques atendidos regularm ente, la
densidad vegetativa de la vegetación secundaria m ixta está n otoria­
m ente ausente.
Así como una aldea oscura deprim e a quienes tienen que vivir en
ella, un cem enterio oscuro es kimiwarui, terrorífico, y sum am ente in ­
deseable p a ra los difuntos en terrad o s en él. Además, la invasión de
las plantaciones puede causar daños subterráneos a las tum bas aldea­
nas, a m ed id a que las raíces se ex tiend en hacia los restos hum anos
enterrad o s. Como lo expresó un forestador: los árboles altos, igual
que las personas altas, tienden a tener pies grandes. Así, se piensa que
las plantaciones m adereras que recientem ente han colonizado la zona
de satoyama alrededor de las aldeas p o d rían causar a las tum bas d a ­
ños m ucho mayores que los ocasionados p o r el antiguo bosque m ix­
to cercano, que po r ser regularm ente cortado para obtener leña nunca
alcanzaba grandes alturas y, p o r lo tanto, no desarrollaba una red de
raíces tan extensa.
Se dice que el daño ocasionado p o r las raíces -e n p artic u la r la
penetración en los huecos oculares del crán eo - p ertu rb a seriam ente
a los ancestros “dorm idos”, al punto de im pulsarlos a causar desgra­
cias a sus descendientes vivos que han perm itido el surgim iento de esa
situación de extrem a incom odidad postum a. En u n a serie de aldeas
de H o n g u los descendientes h an em p ren d id o acciones correctivas,
trasladando el cem enterio más cerca de la aldea (es decir, más abajo
de la m ontaña), a lugares más soleados, a distancia de las plantacio­
nes invasoras.

Desplazamiento

La difusión de las plantaciones ha tenido efectos muy serios sobre los


bosques m ontañeses en su conjunto. A m enaza el tennenrin o bosque
n atural al extenderse profundam ente hacia el interior de las m onta­
ñas. Esa constante contracción del área de bosque natural provoca una
erosión del hábitat de toda la vida silvestre, y los anim ales del bosque
se encuentran en situación de asedio. Esa alteración de la ecología del
bosque es lo que está detrás del aum ento registrado en los últim os
años de los daños causados a las granjas p o r los anim ales salvajes.
Las aldeas m ontañosas siem pre h an sido vulnerables a esas incur­
siones de los anim ales del bosque, especialm ente del jabalí. Los ja b a ­
líes eran tan num erosos que se decía que eran “los piojos de las m on­
tañas” (yama no shirami). Ue ofrece u n a descripción gráfica de lo que
llam a la “g u e rra estratég ica” (kóbósen) librada p o r los aldeanos en
decenios pasados p ara defender sus cultivos de las invasiones o to ñ a­
les de los jabalíes, g u erra que incluía m edidas com o g ritar reg u lar­
m ente desde las casas hacia los cam pos d u ra n te toda la noche para
espantarlos, vigilar físicam ente los cam pos pasando la noche en una
choza, d ejar lám paras de aceite ard ie n d o en los cam pos e incluso
con stru ir “m uros co n tra jab alíes” (shishigaki) en el perím etro de la
aldea (Ue, 1983:12). En aldeas más rem otas de H ongu hay santuarios
del lobo en los que los aldeanos p iden al lobo que proteja sus campos
contra los jabalíes. El núm ero de jabalíes ha dism inuido, aunque to ­
davía se oyen quejas sobre daños causados p o r ellos, y algunos agri­
cultores siguen d urm iendo ju n to a sus cultivos (en cam ionetas) a fi­
nes del verano, con sus perros afuera vigilando las parcelas. Además,
se dice que las incursiones de otros anim ales están aum entando, y en
particular en los últim os años hubo un notable aum ento de los daños
causados p o r m onos (sarugai). El m ono es tradicionalm ente conoci­
do como u n ladrón (dorobo), que roba com ida a los hum anos, pero en
época reciente, a m edida que la expansión de las plantaciones red u ­
ce los recursos disponibles para ellos, bajan cada vez con más frecuen­
cia a las aldeas a alim entarse de los árboles de kaki (persimmon) y cas­
tañas, tallos de arroz, hongos, b atata dulce y m aíz dulce. En otras
zonas se h a registrado asimismo la aparición de los osos com o plaga
de los cultivos; su objetivo principal son las colmenas, pero tam bién
gustan de alim entarse de la plantación de arroz de la aldea cuando
está próxim a a m ad u rar (Takahashi, 1984:86-93). Se considera que
la ubicuidad de los daños causados p o r los osos a las plantaciones se
debe a que han sido desplazados de su hábitat en lo alto de las m o n ­
tañas p o r la tala del bosque m ixto de las alturas, que los obliga a va­
gar p o r las plantaciones en zonas m ás bajas, y del m ism o m odo su
bajada a las aldeas es u n indicio aún m ás claro del desorden actual de
las m ontañas. Tam bién el serow -o tro tradicional habitante del oku-
suele ser visto ahora en las inm ediaciones de las aldeas, tendencia que
se ha registrado tam bién en otras regiones del país (véase Kamata,
1992:17).
La im presión que se crea es la de que los anim ales del oku ya no
viven en el okuyama. H ubo u n a m igración dentro de las m ontañas de
im portancia escasam ente inferior a la de los aldeanos hacia las ciu­
dades. Ue hace explícito ese paralelism o:

Tanto para los osos como para la gente, el lugar de residencia ha sido arrui­
nado. Así como el oso tiene que bajar de la cumbre, hoy calva, de la m onta­
ña a las plantaciones, la gente tiene que abandonar la aldea para trabajar en
otra parte (Ue, 1983:366-367).

Por u n lado, ese nuevo d eso rd en ecológico refleja el d eso rd en


social de las aldeas m ontañesas despobladas. Por el otro, lo exacerba:
así como existe la sensación de que el bosque arbóreo está invadiendo
físicamente la aldea -am enazando convertirla en yama-, las incursio­
nes del bosque animal en plantaciones y aldeas provocan la sensación
de que la calidad del espacio vital está siendo m inada.
Ese sentim iento de que en la actualidad el yama se ha convertido
en un lugar de desorden es reforzado, además, p o r las dificultades que
los habitantes locales tienen hoy para cazar y recolectar en las m on­
tañas. U n símbolo de la p érd id a del carácter natural del bosque es la
creciente escasez del hongo del pino (matsutake, Armillaria edades). Ese
hongo vive sim bióticam ente en las raíces del pino rojo, pero en años
recientes el núm ero de pinos rojos en el bosque ha sido seriam ente
afectado p o r la “pudrición del p in o ”. La población local reconoce la
enferm edad, pero, sin em bargo, tiende a asociar la dism inución del
p in o rojo y de los muy apreciados matsutake con el au m ento de las
plantaciones.4 Los cazadores se quejan de la dificultad para encontrar
anim ales cazables en sus lugares tradicionales. Algunos sólo pueden
hallarse ahora en okuyama muy remotos. Otros, como el faisán, deben
ser soltados cada año (en el verano) antes de la época de caza.
T am b ién se p u e d e p e n sa r que la difusión de las p lan tacio n es
m adereras afecta la calidad de los anim ales del bosque. Así, N om oto
registra que otros aldeanos de la región afirm an que los jabalíes que
capturan en las áreas de plantación son más chicos y no saben tan bien
como los cazados en el bosque natural (Nom oto, 1990:64). U n sen­
tim ien to sim ilar se p u e d e e n c o n tra r en H ongu. Los cazadores de
H ongu tienden a distinguir en tre el “jabalí de m o n tañ a” (okashishi),
de b u en sabor, y el “jabalí de valle” (tanishishi) que no sabe tan bien,
aleg an d o que los p rim ero s se alim en tan de las nueces y bayas del
bosque m ixto, m ientras que los segundos sólo com en gusanos, insec­
tos y cangrejos pequeños. La colonización de las laderas orientadas
al sur (m uchas de las cuales eran conocidas com o shiiyama) p o r las
p lan tacio n es m adereras a p a rtir del decenio de 1950 ha reducido

4 También Fukuoka (1985:28-29) defiende esa conexión, señalando que cuando


se limpia un área de bosque y se plantan cryptomerias las aves pequeñas ya no encuen­
tran alim ento suficiente y tienden a desaparecer. La desaparición de las aves peque­
ñas, a su vez, permite que se multipliquen los escarabajos de cuernos largos, y justa­
m ente esos escarabajos son los portadores de los nematodes que atacan al pino rojo.
Ichikawa y Saito (1985:112), por otra parte, destacan la escasez de hojas caídas cau­
sada por la expansión de las plantaciones com o factor fundamental en la actual es­
casez de matsutake. Los bosques de las montañas japonesas ya no son capaces de abas­
tecer plenam ente el mercado nacional estacional de hongos de pino, que ahora se
importan todos los años desde Corea del Sur.
precisam ente el hábitat que produce los jabalíes de buen sabor. O sea,
que con la expansión de los “árboles negros” las m ontañas no sólo se
ven diferentes, sino que tam bién saben diferente.

CONCLUSIÓN

En este capítulo se ha m ostrado que un m edio am biente antes dom es­


ticado es vivido ahora como u n espacio de desorden. En lugar de la
m adera de alta calidad que debería h ab e r producido, el cuidado in ­
adecuado ha dado como resultado m adera de baja calidad, inadecua­
da p ara los fines de construcción, que fue el propósito original. Ese
cultivo deficiente de los árboles es u n a expresión del trasto rn a d o
orden social de las tierras altas en d o n d e se produjo. En ése, que es
el más largo de los ciclos de producción, el control productivo de los
árboles m aderables está correlacionado con la continuidad interge­
neracional de la familia. En la m edida en que la familia es fuerte, la
silvicultura te n d rá u n m arco social. C ualquier pertu rb ació n de esa
co n tin u id ad m ina el control productivo. En consecuencia, hoy las
plantaciones m adereras representan u n producto parcial: el produc­
to del trabajo hum ano, pero tam bién de la parcialidad de su aplica­
ción. Los esfuerzos productivos de u n a generación no han sido con­
sum ados p o r los de las generaciones posteriores.
En consecuencia, la correlación norm ativa entre el crecim iento de
los árboles y la prosperidad de la aldea ya no es aplicable. D ebido al
déficit de trabajo hum ano aplicado a ello, el crecim iento de los árboles
que debería haber sido expresión de u n a nueva era de prosperidad
en las m ontañas es de calidad inferior y, p o r lo tanto, de escaso valor
m ercantil. Entonces, ese crecim iento de los árboles en la posguerra
adquiere un significado bastante diferente. El nuevo bosque invierte
la correlación entre árboles altos y aldeas ricas a través de una serie
de efectos am bientales negativos. La tendencia de posguerra a p lan ­
tar árboles, im pulsada p o r el gobierno como base económ ica de una
m o d e rn id a d de las m ontañas, ha creado en los bosques u n m edio
am b ien te nuevo, p ero éste todavía es capaz de evocar los peligros
asociados con el yama. Esos bosques, ostensiblem ente industriales, en
lugar de d ar a las aldeas un nuevo nivel de prosperidad m aterial, las
ensom brecen e invaden cada vez más. El bosque cultivado que, según
el estado de p o sg u erra, iba a e n riq u e cer a las aldeas m ontañesas,
ah o ra am enaza en cambio con ahogarlas. En cierto sentido el yama
siem pre am enazó con ese destino a los asentam ientos de las alturas,
pero la diferencia es que hoy ese proceso se da con una nueva in ten ­
sidad industrial.

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13. XENOTRASPLANTES Y TRANSGÉNESIS
H istorias in-m orales sobre relaciones entre hum anos
y anim ales en Occidente

ELENI PAPAGAROUFALI

CERDOS PARA LOS DESCENDIENTES

Los sociedades occidentales tien d en a tra ta r “h u m an o ” y “an im al”


com o conceptos discontinuos y m u tu am en te excluyentes. El rasgo
distintivo en tre los dos “m undos” ha sido la posesión real y potencial
de m ente o “razón”. A diferencia de los hum anos, los anim ales y todo
el resto de la naturaleza no hum ana son vistos com o carentes de ra ­
cionalidad. En la práctica, esa posición antropocéntrica significa que
los anim ales no son capaces de alcanzar in ten cio n alm en te el bien
m oral, es decir, que no son capaces de crear cultura, y, p o r lo tanto,
no se les deben conceder “derechos” o el estatus de agentes m orales
(Haraway, 1989; Willis, 1990; Ingold, 1994).
D urante los últim os dos decenios, la certeza de los occidentales
sobre lo que cuenta com o naturaleza “h u m a n a ” y “a n im al” parece
h a b e r sido c u e stio n a d a p o r p rá cticas b io tecn o ló g icas com o los
xenotrasplantes y la transgénesis: p o r xenotrasplantes se entienden
los trasplantes de órganos y tejidos de anim ales a seres hum anos con
enferm edades term inales. Las investigaciones clínicas incluyen tras­
p la n te s de riñ o n es, h íg ad o y corazón de d o n a n te s chim p an cés y
babuinos a seres hum anos; la investigación básica incluye trasplantes
de órganos y tejidos de prim ate a prim ate y de cerdos a babuinos, a
ratones y a otros anim ales pequeños. La transgénesis, p o r su parte,
en tra ñ a transferencias de genes de hum anos a anim ales y viceversa.
Las m anipulaciones transgénicas de anim ales incluyen planes de los
investigadores p a ra in sertar p artes de genes hum anos a óvulos de
cerda fertilizados con el objeto de crear “cerdos transgénicos”. La idea
es cruzar después en tre ellos esos cerdos de diseñador a fin de crear
cerdos con órganos listos para uso hum ano, y así cubrir la diferencia
entre la “oferta” y la “dem an d a” de órganos. Al m ism o tiem po, esos
p lan es incluyen tam b ién investigaciones sobre la transferencia de
genes de anim ales a hum anos. Los biólogos h an im pulsado esos ex­
perim entos para superar el rechazo de órganos anim ales p o r parte de
los organism os receptores hum anos (p o r ejem plo, H anson, 1992;
Cooper, 1992; N ajarian, 1992; Niekraz, et al., 1992).
En mi tentativa de acercarm e a la tran sg én esis y los x e n o tra s­
p lantes con u n enfoque antropológico, he com prendido que esos fe­
nóm enos suscitan en los hum anos el tem or de que su com ún n atu ra­
leza hum ana, y las capacidades consideradas como exclusivas de ella,
p u edan desaparecer. Entre las reacciones a esa preocupación pu ed en
incluirse varias reclasificaciones de los criterios que d istin g u en la
naturaleza hum ana de la(s) animal(es), así como revaloraciones de las
relaciones entre hum anos y anim ales. En la m ayoría de los casos las
respuestas de ese tipo se justifican “m oralm ente” p o r m edio del uso
de valores clave de O ccidente y “proyectos” relacionados con ellos,
com o desarrollo, progreso, civilización, dom esticación. Sin em bargo,
en antropología, ya es un lugar com ún que tales proyectos son an ti­
guas tácticas apropiacionistas occidentales, m ás bien “in m o rales”,
usadas contra seres considerados como “otros”, p o r ejem plo, los an i­
m ales y los hum anos en estado sim ilar al anim al. A través de esas tác­
ticas el “otro” es subordinado al “yo” a fin de rep ro d u cir la im agen
original del “m ism o”, del “u n o ” que es el H om bre (el hum ano) de
o rig en occidental (Haraway, 1991; véanse tam b ién Wagner, 1975;
Sahlins, 1976; Jordanova, 1980; MacCormack, 1980).
En este estudio, he buscado clasificaciones de este tipo, m oralm en­
te justificadas, producidas p o r los discursos científico y popular sobre
los xenotrasplantes y la transgénesis en sociedades consideradas “d e­
sarrolladas”, es decir, E uropa occidental y Estados U nidos, y “m enos
d esarrolladas”, en este caso Grecia. La com paración en tre esos dos
contextos se p ro p o n e d a r a conocer las características históricas y
culturales específicas del caso griego, que constituye la p arte princi­
pal de este trabajo.
Los m iem bros de sociedades “desarrolladas” y “m enos desarrolla­
das” han dem ostrado ser similares en su esfuerzo p o r reproducir, p o r
cualquier m edio, historias de una im aginaria plenitud original con­
siderada com o exclusiva de los hum anos. Sin em bargo, las d isp ari­
dades entre los dos contextos, en térm inos de “desarrollo” económ i­
co y tecnológico, revelan diferencias en las interpretaciones de esas
dos prácticas biom édicas y las subyacentes concepciones de la n a tu ­
raleza. En realidad, se advierte que la naturaleza, hum ana o anim al,
es construida, y cuestionada, m ediante taxonom ías m odeladas sobre
la base de intereses históricos y culturales específicos, que son proyec-
lados com o progresistas y, p o r lo tanto, m oralm ente justificados. Lo
que trato de dem ostrar en este capítulo es que las historias1 -c ie n tí­
ficas y p o p u lare s- que los occidentales cuentan acerca de sí mismos
y los anim ales están determ inadas p o r relaciones de fuerza histórica­
m ente específicas que se desarrollan cotidianam ente, tanto dentro de
las naciones como entre ellas.

LÍMITES DE ESPECIES, FRONTERAS DE VALOR

Los xenotrasplantes y la transgénesis ocurren en Europa occidental


y en Estados Unidos. Con respecto a los xenotrasplantes, los cientí­
ficos europeos y estadounidenses se dividen en dos grandes catego­
rías: prim ero, los m édicos y bioeticistas que p ro p o n en que los g ran ­
des m onos y otros anim ales “superiores” d eb en ser sacrificados en
form a “h u m an a” en beneficio de los hum anos “que com o especie tie­
n en m ayor valor m oral que los anim ales” (por ejem plo, M artin, 1990;
Reemtsma, 1990; Caplan, 1992). Segundo, los médicos y filósofos que
sostienen que en lugar de los prim ates no hum anos, los médicos d e ­
berían utilizar como fuente de órganos a los hum anos que no poseen
-potencial o realm en te- capacidades cognitivas y emocionales que les
p erm itan ten er una vida individual, y que, p o r lo tanto, pu ed en ser
considerados m enos desarrollados intelectualm ente que los gorilas y
los chim pancés. Entre los hum anos ineficientes propuestos para sus­
titu ir a los prim ates se cuentan las personas en estado de m uerte ce­
rebral, así como los recién nacidos anencefálicos, comatosos o corti­
calm ente m uertos (por ejem plo, K ushnery Belliotti, 1985; Francione,
1990; Singer, 1992; Regan, 1993).
Las taxonom ías que surgen de esta segunda posición son variables.
Si bien giran en torno a la distinción básica en tre las especies h um a­
na y anim al, las clasificaciones se basan en el grado de cognición que
las subcategorías de am bas especies tien en en com ún, siem pre m i­

1 U tilizo el concepto de “historia” para destacar la naturaleza narrativa, y, en


consecuencia, ordenada, solucionadora de conflictos y de base moral de las afirma­
ciones de verdad hechas tanto por científicos com o por legos al representar la reali­
dad (\Vhite, 1981), en este caso la(s) naturaleza(s) humana y animal(es). Es un con­
cepto útil para la ubicación de las diferentes versiones interpretativas de fenóm enos
aparentemente gobernados por “leyes” supuestamente “naturales”, es decir “objeti­
vas” y fijas.
d ien d o la cognición p o r pautas hum anas. Así, en algunos casos, los
hum anos ineficientes, como p o r ejem plo los recién nacidos anence-
fálicos, constituyen p o r sí mismos una categoría inferior a la que in ­
cluye a los hum anos norm ales o m entalm ente retardados y a los gran­
des m onos, así como a la que incluye a las “formas inferiores de vida”
(como, p o r ejem plo, los peces y los reptiles). El principio m oral sub­
yacente en esas clasificaciones es que u n ser vivo sólo m erece protec­
ción si tiene cierta capacidad p ara la autoconciencia que posibilita la
vida individual. En otros casos, los seres hum anos que llevan vidas
“vegetativas” son clasificados al nivel de las plantas y/o los anim ales
“inferiores” (por ejem plo, insectos y gusanos) a los que no se atribu­
ye individualidad o estatus m oral y que, p o r lo tanto, son “rem pla-
zables”. El principio m oral subyacente a estas clasificaciones es que
“los cerdos tienen derechos, pero las lechugas (y los seres cognitiva-
m ente inferiores) n o ” (Singer, 1992:730). Los debates entre los repre­
sentantes de esas dos posiciones son feroces. La opinión pública tien ­
de a apoyar la segunda: los grandes m ovim ientos de vegetarianos,
ecologistas y defensores de los derechos de los anim ales de Europa
occidental y Estados U nidos son célebres p o r las prolongadas luchas
que h an librado contra los investigadores.
A p rim era vista, la transgénesis, a diferencia de los xenotrasplan-
tes, no tiene nada que ver con las fronteras entre las especies. Para los
biólogos m oleculares, las “especies” son dispositivos heurísticos de la
ciencia, es decir, entidades históricas que no tienen existencia n a tu ­
ral (por ejem plo, Singleton et al., 1994). Según ellos, todos los orga­
nism os vivos form an p arte de una “re d ” interconectada de seres vi­
v ien tes fo rm a d a p o r evolución. A dem ás, to d o s los o rg a n ism o s
vivientes usan a otros organism os y son usados p o r ellos. Los filóso­
fos m orales han dado la bienvenida a esa posición com o antiantropo-
céntrica: “Es el fin de la N aturaleza com o O tro”, exclam a Callicott,
profesor de filosofía y recursos naturales (1996:16).
Sin em bargo, a pesar de esa im agen igualitaria del universo, las
personas que trabajan en transgénesis, igual que las que lo hacen en
xenotrasplantes, sienten la necesidad de d a r nom bre al lugar no se­
ñalado de los hum anos en la naturaleza y de describir la naturaleza,
ig u a lm e n te no id e n tific a d a , de la so cied a d h u m a n a (H araw ay,
1991:93; Midgley, 1994:33). Para hacerlo, tanto los filósofos como los
biólogos recurren principalm ente a la im agen de los m onos antropoi-
des: los prim eros describen a los hum anos -m iem bros de la “re d ”-
com o “m onos” que, sin em bargo, son “grandes”, “listos” y “precoces”.
Los segundos, en su esfuerzo p o r p ro b a r que la transgénesis es un
fenóm eno antiguo de la evolución natural yjustificar las transgénesis
recientes dirigidas p o r hum anos, destacan las sem ejanzas genéticas
entre hum anos y chim pancés. Al mismo tiem po, destacan tam bién las
características exclusivas de los hum anos: en particular que son con­
siderados como los únicos organism os que tienen conciencia de esa
tram a de la naturaleza. En consecuencia, se supone que los hum anos
deb en ten er la obligación “m oral” de p ro teg er y prom over el cono­
cim iento acerca de los organism os que viven “en estado salvaje”, es­
pecialm ente los grandes m onos, fenotípica y genéticam ente sim ila­
res a los h u m a n o s y que co n stitu y en “la m e jo r fu e n te de claves
científicas sobre los orígenes del hom bre y las características sociales
h u m an as” (McCarthy y Ellis, 19994:28).
Los activistas, igual que los abogados y los creadores de política
am biental, se oponen a la m ayoría de las m anipulaciones transgéni-
cas, especialm ente a las que im plican la transferencia de genes an i­
m ales a seres hum anos antes que lo contrario. Tam bién están p reo­
c u p a d o s p o r la p o sib ilid a d de que sean lib e ra d o s o rg a n ism o s
transgénicos “en la naturaleza salvaje” y p o r la alteración del estado
“o riginal” del ecosistem a (ibid.).
E xam inando todas esas posiciones diferentes, se pu ed e observar
que si bien la mayoría de las clasificaciones revelan el carácter borroso
de las fronteras de las “especies”, todas ellas, explícita o im plícitam en­
te, proyectan las capacidades m entales de los hum anos com o únicas
en el universo: los organism os vivientes que no poseen razón son cla­
sificados com o “inferiores” (cualquiera que sea la “especie” a la que
pertenecen), m ientras que los que la tienen, aunque sea parcialm en­
te (por ejem plo los m onos), son clasificados com o “superiores”. Con
base en esa evaluación, los babuinos y los chim pancés son presenta­
dos com o la principal fuente de inform ación sobre el estado “origi­
n al” de la naturaleza hum ana, reconocido como presocial, irracional
y “salvaje”. Ese aspecto anim al de la naturaleza hum ana es habitual­
m en te rech azad o (M acC orm ack, 1980; M idgley, 1994), pero, sin
em bargo, su relación con la naturaleza del m ono es continuam ente
preservada p o r m edio de historias científicas y populares debido a su
u tilidad: funciona com o m ito secular de los orígenes y com o justifi­
cación m oral p ara los proyectos de desarrollo de los científicos occi­
dentales, como los xenotrasplantes y la transgénesis.
CONCEPCIONES GRIEGAS DE LAS RELACIONES CON LOS ANIMALES:
PLATONISMO, ANTROPOCENTRISMO, HELENOCENTRISMO

En G recia encontram os u n a actitud m ás bien indiferente hacia los


tem as relacionados con los animales. El papel “periférico” del país en
la investigación científica se expresa tam bién en su tradicional absten­
ción de proyectos de estudio de especies h u m ana y anim ales (véase
Krimbas, 1986, 1993). En realidad, los griegos, a diferencia de los
estad u nidenses y de otros europeos, no h a n m o strad o interés p o r
explicar los orígenes biológicos y sociales de los hum anos p o r m edio
de la com paración de hum anos con anim ales. Y, p o r el contrario, el
darwinism o, el neodarw inism o y la sociobiología, así com o las teorías
etológicas y de psicología anim al, h an sido entre ignorados y hosti­
lizados.
Según Krimbas, los griegos, en su esfuerzo p o r definir su identi­
dad nacional con base en el legado de los griegos antiguos, han sido
siem pre platónicos, antropocéntricos y helenocéntricos, o, dicho de
otro m odo, h an ten id o u n a actitud negativa hacia las teorías de la
naturaleza que cuestionen las historias con principio y fin previsto y
predefinido (ibid.). Es un hecho que los griegos tienden a interesarse
más p o r sus propios orígenes históricos com o griegos que p o r sus
o ríg en es biológicos com o hum anos. Al m ism o tiem p o , tie n d e n a
(pre)definir su evolución futura en térm inos que im plican la protec­
ción y preservación (en oposición al cambio, la prom oción y el desa­
rrollo) del actual estado de cosas.
Esas tendencias pueden observarse en las actitudes de los griegos
hacia los xenotrasplantes y la transgénesis y las concepciones subya­
centes de la naturaleza hum ano-anim al. Esas dos prácticas biomédicas
sólo recientem ente h an sido conocidas p o r el público y su aplicación
científica es inexistente (xenotrasplantes) o muy lim itada (transgé­
nesis). Las reacciones a esos fenóm enos extranjeros consisten en opi­
niones desperdigadas de m édicos y defensores de los derechos de los
anim ales publicitadas en artículos periodísticos, cosa muy distinta de
u n a literatura im portante basada en debates científicos y populares
de producción local.
Los médicos griegos tienen una actitud más bien negativa hacia los
x enotrasplantes y la transgénesis: aparte de cuestionar la posibilidad
de desarrollar un sólido apoyo legal y ético para esas prácticas (Do-
m enikou, 1991), m uchos consideran que esos experim entos con an i­
m ales son anticientíficos (lo que significa que esos experim entos es­
tán alteran d o artificialm ente leyes naturales establecidas), especies-
istas e inhum anos (Charitakis, 1992). La m ayoría, especialm ente los
involucrados en trasplantes de corazones h u m an o s,2 los considera
“ineficaces” y ciertam ente “im posibles para países como Grecia”, lo
que quiere decir países que “siem pre h an seguido las realizaciones
científicas p an e u ro p ea s en lugar de e x p e rim e n ta r p o r su c u e n ta ”
(M andros y Kordatos, 1991:52). En vista de la escasez de órganos
hum anos, los m édicos p resen tan la donación p o r hum anos vivos, y
sobre todo el trasplante de órganos artificiales, com o las únicas solu­
ciones científicam ente posibles (ibid.:58).
Las asociaciones de defensa de los derechos de los anim ales com ­
p a rte n actitudes sim ilares, que sólo recientem ente h an surgido, en
escala m uy reducida, en las ciudades griegas. Con base en el princi­
pio de que los anim ales, igual que los hum anos, sienten dolor, los
activ istas c o n sid e ra n los x e n o tra s p la n te s y las m a n ip u la c io n e s
transgénicas como prácticas inm orales que violan los derechos de los
anim ales. En realidad, la ausencia de tales fenóm enos en G recia es
considerada como un ejem plo de la superioridad m oral de los grie­
gos. De acuerdo con el presidente de la C onfederación de Asociacio­
nes Griegas p o r los Derechos de los Animales, que es, adem ás, vete­
rinario, “es más útil investigar n uestra historia que gastar el dinero
del país en m onos” (comunicación personal).
Las actividades de los movimientos griegos de defensa de los d e ­
rechos de los anim ales en las ciudades son de escala reducida y con­
sisten en protestas callejeras y acciones judiciales co n tra prácticas
como la realización de experim entos médicos con animales, especial­
m ente con perros y gatos sin d u eño;3 la m atanza de los perros calle­
jeros, en lugar de buscar personas que los “a d o p te n ”; la to rtu ra de
anim ales en zoológicos y circos; y el m altrato de los perros de pedigree
en “círculos de clase alta”. Según el presid ente de la U nión de Eco­
logía y Derechos Animales de Grecia, la m ayoría de esas prácticas son
no sólo “an tin aturales” sino “extranjeras”, im portadas del exterior;
son “antiguos hábitos desarrollados p o r los colonizadores europeos

2 En Grecia los trasplantes de órganos y tejidos humanos se iniciaron a fines del


decenio de 1960 en un número limitado de hospitales. El primer trasplante de cora­
zón humano fue hecho en 1990, mientras que el primer injerto de un corazón arti-
ficial fue intentado -p ero fracasó- en 1994.
s En Grecia la investigación con anim ales se realiza principalm ente con ratas,
hamsters, perros, gatos, conejos, cerdos y ovejas. Una investigación encontró que una
elevada proporción de perros provenían de la calle (Charitakis, 1992).
(p r in c ip a lm e n te in g leses) para ex p lo ta r tan to a los h u m a n o s co m o a
los an im ales, ya sea m a tá n d o lo s p ara g a n a r d in ero o e x h ib ié n d o lo s
la d o a lad o para gan ar placer y p restig io ” (co m u n ica ció n p erso n a l).
Esa in te r p r e ta c ió n está im p líc ita m e n te a so c ia d a co n u n a p o sic ió n
n egativa h acia las actividad es p atrocin adas por a so cia cio n es ex tr a n ­
jeras d e d efen sa d e los an im ales en G recia, q ue in clu ye la p rotecció n
“racista” y “elitista ” d e alg u n o s an im ales so la m en te, co m o p o r e je m ­
p lo tortugas, osos y lob os. Los re p r esen ta n te s d e la Iglesia o rto d o x a
griega -sa c e r d o te s y t e ó lo g o s -e x p r e s a n o p in io n e s sim ilares. A poyan
el Lrasplante d e ó rg a n o s h u m a n o s, p e r o se o p o n e n a los x e n o tr a s­
p la n tes y en particular al trasp lan te d e ó rgan os Lransgénicos sim ila ­
res a lo s h u m a n o s, p orq u e sus a n te c e d e n te s n e o e v o lu c io n ista s son
c o n sid era d o s in co m p a tib les con “el esp íritu cristian o o rto d o x o g rie­
g o ” (K aroussos, 1987:46).
A esta altura d eb ería ser ev id e n te q ue los g rieg o s, a d iferen cia d e
lo s e u r o - e s t a d u n id e n s e s , n o e s tá n tan in te n s a v e x t e n s a m e n t e
in volu crad os con los an im ales, e sp e cia lm e n te co n los a n im a les “su­
p erio re s”. La au sen cia d e m o n o s en el cu ad ro refuerza las d istin c io ­
n es p la tó n ic a s en tre las e s p e c ie s h u m a n a y a n im a les. En rea lid a d ,
tan to los m éd ico s co m o los activistas g rieg o s parecen estar m ás in te ­
resad os en la con servación d e las (ron leras en tre las esp e cie s q u e en
su d estru cción , au n q u e cada gru p o p o r ra zo n es d iferen tes. D el m is­
m o m o d o , lo s g rieg o s, a d iferen cia d e lo s e u ro -e sta d u n id en ses, n o
están in teresad os en p ro teg er o im p u lsar el c o n o c im ie n to d el a sp ec­
to ‘'salvaje” d e la n atu raleza -in c lu id a la n atu raleza h u m a n a -, e s p e ­
cia lm en te d e la q ue se halla en lugares “e x ó tic o s”. En cam b io, tanto
los in v estigad ores c o m o los activistas se co n cen tra n e n el m e d io a m ­
b ien te ya co n o cid o , “d o m e stica d o ”, es d ecir en el a m b ien te “g r ie g o ”.
Las d os se c c io n e s q u e sig u en co n stitu y e n u n a ten ta tiv a d e ilustrar
m ejor el caso g riego.

I A S LU CHAS I)K LOS G R 1KGOS C O N T R A LOS GUSA N O S

Los in d ivid u os con q u ien es h ab lé d e xen otrasp lan t.es y tra n sg én esis
son h om b res y m ujeres urbanos, ed u ca d o s y d e clase m ed ia , d e en tre
v ein ticin co y cuarenta y cin co añ os d e ed a d . La m ayoría d e ello s so n
futuros d o n a n te s d e órgan os o d el cu erp o en tero , y p o r lo tan Lo han
d esa rro lla d o u n a sen sib ilid a d esp ecia l a los tem as re la cio n a d o s con
los tr a sp la n te s.4 T an to lo s d o n a n te s c o m o lo s n o d o n a n te s estab an
b ien in form ad os acerca d el trasp lan te d e órg a n o s h u m a n o s y a n im a ­
le s, so b r e to d o p o r lo s m e d io s m a s iv o s. M e n o s sa b ía n so b re la
tr a n sg é n e sis y m e n o s aú n sob re las m a n ip u la c io n e s tra n sg én ica s.
N uestras con v ersa cio n es giraron en to rn o a la cu estión a m p lia d e si,
en caso d e p a d e cer u n a en fer m e d a d fatal, aceptarían recibir ó rg a n o s
h u m an os, an im ales o artificiales p ara p ro lo n g a r su vida. N a d ie res­
p o n d ió n eg a tiv a m en te. Por el con trario, to d o s declararon q ue p r e fe ­
rirían seg u ir v iv ie n d o p or cu alq u ier m e d io an tes q ue e x p er im en ta r
“un fin in d ig n o ”, es d ecir “ser co m id o p or sucios gu sa n o s allí abajo”.
Esas p erso n a s, todavía vivas y sanas, ya ex p er im en ta b a n se n tim ie n ­
tos co m o d o lo r y vergü en za (es decir, “p érd id a d e d ig n id a d h u m a n a ”)
causados p or una im aginaria lucha con tra los gu sanos. De rep en te, las
lom brices, seres q ue en com p aración co n los seres h u m a n o s son c o n ­
sid erad os d e estatus “in fe rio r” en to d o se n tid o (en e] a sp ec to co g n i-
tivo, em o c io n a l, m oral), ap arecieron co m o los m ayores e n e m ig o s d e
los h u m a n o s.
Más c o n cr eta m en te , los q u e h abían a c e p ta d o d o n a r sus ó rg a n o s
“d esp u és d e la m u e rte” dijeron que lo habían h ech o p orque les aterra­
ba la id ea d e “e x p erim en ta r u na m u erte co n un fin tan in d ig n o ”. Para
esas p ersonas, los cu erp os sin órgan os pasan a ser “cáscaras vacías”: n o
t ie n e n se n tid o s ni alm a ni e le m e n to s d e p erso n a lid a d . Por lo tanto,
una vez en terra d o s “n o sufrirían al ser c o m id o s p or sucios g u sa n o s”.
Los d o n a n te s de! cu er p o en ter o (a la E scuela d e M edicin a) y los n o
d o n a n te s c o m p a rten esa m ism a o p in ió n . Los p rim ero s d ijeron q ue
h abían e s c o g id o esa form a d e “fin d esp u é s d e la m u e r te ” p o rq u e no
p o d ía n sop ortar la idea d e ser en terra d o s y d ev o ra d o s p o r g u sa n o s, y
creían q ue d o n a n d o el cu erp o se resistían a una “co stu m b re” - e l e n ­
tierro req u erid o p or la Ig le s ia - q ue es “un in su lto para la p e r s o n a li­
dad h u m a n a ”. Los ú ltim o s (los n o d o n a n tes) ta m b ién ju stifica ro n su
c o n se n tim ie n to a la recep ció n d e ó rg a n o s p o r m e d io d el tra sp la n te
por su “m ie d o a ser co m id o s p or los sucios g u sa n o s”. C reían q ue re­
chazar esa ú ltim a o p o rtu n id a d d e seg u ir v iv ien d o equ ivald ría a “re n ­
d ir s e ” a lo s g u sa n o s, “eso s seres m in ú sc u lo s y d e sv e r g o n z a d o s q u e
esp eran ah í abajo c o m o C aronte para devorar carne h u m a n a ”.

■' Kste capítulo es parte de un proyecto mayor sobre las donaciones fie órganos y
cuer pos humanos en Grecia. Se basa en entrevistas y largas conversaciones con vein­
ticinco individuos residentes en la ciudad de Atenas. Entre los no donantes hay per­
sonas que tienen relaciones más o menos “especiales” con animales, corno cazadores
y dueños de mascotas.
No debería sorprender que las tres categorías interrogadas (donan­
tes de órganos, donantes del cuerpo y no donantes) hayan dicho -sin
que se les preg u n tara- que preferirían que sus cuerpos fuesen cremados
antes que enterrados y expuestos a los gusanos carroñeros. La crem a­
ción -institución que la Iglesia ortodoxa griega no a p ru e b a -5 es vista
como “u n fin digno después de la m u erte”, porque así el difunto tiene
“u n fin rá p id o ” y “las cenizas no pueden convertirse en alim ento para
los gusanos”. El tem or de ser com idos que m anifestaron mis in te r­
locutores tiene ecos en la im aginería de la m uerte que encontram os en
las lam entaciones fúnebres griegas, que las ancianas aún en tonan en
m ucho pueblos de Grecia. En esas canciones antiquísim as, en su m a­
yoría improvisadas, se describe el cadáver como “alim ento” devorado
p o r la tierra, o p o r Caronte, o p o r animales que viven en el exterior de
la tum ba (por ejem plo diversos carroñeros) o dentro de la tierra, como
serpientes, escorpiones y gusanos (Danforth, 1982:101-103; Sereme-
takis, 1991:185). Dada esta imaginería, la m uerte, contrariam ente a la
visión cristiana de u n a recom pensa después de la vida, ganada p o r
paciencia y perseverancia, está m arcada p o r la oscuridad, el m iedo y la
desesperación (Danforth, 1982:60; Caraveli, 1986:184; Seremetakis,
1991:185).
A pesar de sus antecedentes urbanos, mis interlocutores parecen
co m p artir los mismos antiquísim os sentim ientos e im ágenes respec­
to de la m uerte. Sin em bargo, tal vez debido a sus antecedentes, no
pu eden esperar las lam entaciones de sus parientes com o una form a
de p ro testa después de su m uerte. En esas im aginaciones urbanas
pred o m inan form as de protesta o de resistencia más rápidas, formas
que anticipan e incluso im piden que sus cuerpos sean consumidos por
anim ales: la perspectiva de do n ar los órganos o el cuerpo, el apoyo
a la crem ación y el consentim iento a recibir órganos no son sino re­
sistencias im aginarias en u n a lucha im aginaria -a u n q u e experim en­
tada d o lo ro sam en te- entre hum anos y anim ales, en este caso entre
griegos urbanos y lom brices griegas.

J La cremación es legal, pero la Iglesia O rtodoxa no la acepta. Se cree que va en


contra de ía creencia y esperanza cristiana en la resurrección (Lekkou, 1994:9, 11).
MÁQUINAS DE FABRICACIÓN HUMANA Y HUMANOS CONTRA ANIMALES

En vista del tem or de mis interlocutores a la descom posición de su


cuerpo a través de su ingestión p o r los “gusanos del H ades”, cabría
esp erar que tuvieran una actitud positiva hacia los xenotrasplantes en
general, puesto que el objetivo de éstos es prolongar la vida y/o poster­
gar la m uerte. Sin em bargo, surgieron diferencias im portantes cuando
se les pidió que im aginaran qué tipo de trasplante escogerían para sí
m ismos: órganos hum anos -d e cadáver o de ser viviente-; órganos
anim ales -p ro ced e n te s de organism os norm ales o transgénicos-; u
órganos artificiales. Esa p re g u n ta hipotética incluía asim ism o otra
hipótesis, a saber, la de que cualquier tipo de trasplante ten d ría las
m ismas posibilidades de éxito o fracaso.6
A parte de unos pocos (todos eran futuros donantes de órganos)
que afirm aron que aceptarían “cualquier clase” de trasplante “con tal
de salvar el cu erpo y el alm a”, los dem ás p u ed e n dividirse en tres
categorías. La más num erosa resultó ser la de los que preferirían ó r­
ganos artificiales antes que anim ados, hum anos o anim ales de cual­
quier tipo. Esas personas estaban en contra de que se m ataran anim a­
les “p ara extraerles un solo órgano”. Además, tem ían que los órganos
hum anos, vivos o cadavéricos, pud ieran provenir de gente del Tercer
M undo necesitada de dinero, de prisioneros ejecutados o de h um a­
nos m entalm ente retardados. Los órganos hum anos cadavéricos pro­
cedentes de hum anos con m uerte c e re b ra l o anencefalia, así como los
órganos vivos procedentes de parientes, tam bién eran descartados,
p o r tem or a que los parientes de los donantes o los propios d o n an ­
tes vivos p u d ieran “causar problem as” interviniendo en sus vidas.
Paralelam ente a esas justificaciones “racionales” existía la repul­
sión p o r cualquier p arte del cuerpo m uerta o viva “llena de líquidos
rep u g n an tes”, así como desconfianza hacia esos “pedazos de carne”

Aunque pueda parecer exagerado llevar tan lejos una cuestión hipotética, es
preciso entender que esas hipótesis se basan en hechos: Jos médicos todavía están ex­
perimentando con trasplantes de los tres tipos. Por un lado, los trasplantes humanos
no han resultado tan exitosos com o esperaban los m édicos y el público. Por el otro,
la escasez de trasplantes humanos ha contribuido al im presionante progreso de la
investigación básica y clínica sobre los trasplantes animales y artificiales,
7 De acuerdo con investigaciones realizadas en hospitales urbanos de Grecia, los
médicos, las enfermeras y los estudiantes de m edicina no sólo no tienen suficiente in­
formación acerca de la definición de muerte cerebral, sino que no están dispuestos
a encarar esa realidad (Dardavessis et a i , 1989).
procedentes ya sea de seres “ineficientes” - p o r ejem plo los anence-
fálicos- o de seres saludables pero ya “usados” y probablem ente “gas­
tad o s”. En cambio, los órganos artificiales serían “lim pios”, “nueve-
ritos” - “com o mi p ar de lentes nuevo”- “m ejor m onitoreados” y, p o r
consiguiente, “más dignos de confianza” y “definitivam ente m ucho
m ás cerca de los hum anos vivientes, en com paración con los órganos
anim ales o de seres hum anos m uertos”.
A continuación, en térm inos num éricos, viene la categoría de los
que “jam ás escogerían órganos procedentes de anim ales”, y en p a r­
ticular de anim ales genéticam ente modificados. Para esas personas los
anim ales son “m uy diferentes de los hum anos”: son “seres inferiores
a los hum anos, en todos los aspectos” y “más bien repugnantes”. Para
algunos, aceptar órganos anim ales con el objeto de sobrevivir cons­
tituía adem ás “un insulto a la naturaleza h u m an a”. Tam bién rechaza­
b a n las d o n a c io n e s de an im ales m o d ificad o s p o r la in g e n ie ría
genética: “La últim a cosa que quiero en esta breve vida m ía es tener
u n m o n stru o d en tro de m í y tal vez convertirm e en u n o ”, dijo un
hom bre, riendo a carcajadas. “Ésas no son cosas naturales”, agregó,
m o stra n d o enojo, repulsión y h orror. Esos individuos p re feriría n
dejar a los m édicos la decisión de si trasp lan tar órganos hum anos o
artificiales. Estos últim os eran considerados com o de igual valor o
igualm ente “cercanos a la naturaleza h u m an a”, y, en realidad, como
preferibles a los órganos hum anos cadavéricos, p o r no p rovenir de
personas m uertas.
El alto grado de “n aturalidad” atribuido a los órganos artificiales
p o r esta categoría de donantes y tam bién p o r la anterior, se basa en
el hecho de que - a diferencia de los órganos anim ales- son hechos por
seres hum anos. Además, inspira confianza la fam iliaridad de los h u ­
m anos - “p o r lo m enos los occidentales”- con la tecnología: se m en ­
cionaron los lentes com unes y de contacto, las drogas, los arreglos
dentales, los m arcapasos, los dispositivos intrauterinos y las prótesis
com o casos de “a rte fac to s” que no sólo sustituyen a la n atu ra leza
hum ana sino que se convierten en p arte de ella. Además, en la p e r­
cepción de esas personas, tales artefactos se vuelven más naturales
cuanto m enos visibles son.
En últim o lugar viene la m enos num erosa categoría de los que no
q u errían recibir órganos artificiales y preferirían los anim ados. Para
esas p ersonas “los órganos artificiales n o tien en alm a”, y, en conse­
cuencia, “la vida que proviene de órganos anim ados es superior a la
tecnología [para el m antenim iento de la vida]”. Para algunos, escoger
los órganos artificiales equivale a “ju g a r a ser Dios”; en otras palabras,
la opción p o r los órganos anim ados -h u m an o s o an im ales- “m antie­
ne a los hum anos en el nivel que les co rresp o n d e”. Esos individuos
dijeron que dejarían a los cirujanos la decisión de qué tipo de órganos
-h u m an o s o anim ales-utilizarían finalm ente. C onsideraban a ambos
tipos ig u alm en te cercanos a la n aturaleza h u m an a p o r el hecho de
te n e r “alm a”.8 El alm a es necesaria p a ra la “m ejor com unicación”
entre donantes y receptores, tanto antes com o después de la o p era­
ción. Sin em bargo, p o r eso m ismo las m ascotas eran consideradas
m ejores fuentes de órganos que los babuinos y los chim pancés. Las
m ascotas y los hum anos están más cerca unos de otros, p o r lo tanto se
co m unican-y se com unicarán- mejor, m ientras que los babuinos y los
chiam pancés son extraños, p o r lo m enos para los griegos.
La m ism a línea de p ensam iento p erm e a la distinción en tre los
órganos procedentes de donantes vivos y los cadavéricos. No escoge­
ría n estos últim os porque están m uertos, y, p o r lo tanto, no tienen
alm a; adem ás no hab ría habido n in g u n a com unicación previa con
esos donantes, cuando estaban vivos, porque eran extraños. En cam ­
bio, los donantes vivientes, en general parientes o amigos muy cer­
canos, son como las mascotas, sum am ente familiares y no desconoci­
dos. En consecuencia, los receptores p o d rían com unicarse con los
órganos tan bien com o se com unican con los donantes.
A esta altura vale la p en a señalar que las personas de esta catego­
ría estaban más interesadas que las dem ás, e incluso preocupadas, p o r
los órganos p ro ced en tes de anim ales g en éticam en te m odificados.
D ieron dos razones p ara esa actitud: prim ero, que esos órganos les
parecían “dem asiado artificiales, más artificiales que los órganos ar­
tificiales”, y, p o r lo tanto, “com pletam ente carentes de alm a”. En com ­
paración con los órganos transgénicos, los órganos artificiales pare­
cían “poseer más alm a, hablando m etafóricam ente”, p o r ten er “una
conexión directa con m anos y m entes h u m anas”; en cambio, en los
organism os (y órganos) transgénicos “los que hacen todo el trabajo”
son “los genes”, p o r la “m ediación” de los hum anos, pero sin su in ­
tervención “directa”. El tem or de que su propio código genético pu~

8 Tanto los entrevistados que creen en alguna forma de “vida después de la muer­
te ” (la mayoría) com o los que no, identifican el “alma” con conceptos como “energía”
o “fuerza”, “espíritu” o “volición ”, “sentim ien tos”, “concien cia”. Todos ellos son
percibidos com o “fuerzas” que constituyen o sostienen la vida, incluyendo la vida
después de la muerte.
diera cam biar debido a la aceptación de esa “cosa” en su interior se
p ro y e ctó com o la se g u n d a ra z ó n p a ra la n eg a tiv a a esa opción.
Parafraseando las palabras de todos los individuos pertenecientes a
esta categoría: los genes, igual que los donadores m uertos, los chim ­
pancés y los babuinos, son [vistos como] “extraños”. C uanto más cerca
se m anten ga uno de lo que es más o m enos “fam iliar”, más cerca es­
tará de su propio ser y de su naturaleza, y más segura, más “intacta”,
se m an ten d rá esa naturaleza.

ANIMALES “SUPERIORES”, HUMANOS “ INFERIORES”

Todas las personas con quienes hablé de transgénesis y x e n o tra s­


plantes com partían la convicción de que si su vida y su personalidad
h a n de ser “p ro lo n g a d a s”, d eb en serlo de acuerdo con u n tipo (o
definición) específico de la naturaleza, que en su caso equivale a algo
familiar, contrapuesto a lo desconocido. Las cosas fam iliares (o n a tu ­
rales) son percibidas com o poseedoras de “alm a” o algún otro tipo de
fuerza que se transm itirá a sus cuerpos m ortalm ente enferm os y los
“rean im ará” o “resucitará” a esta vida. De hecho, las preferencias de
mis interlocutores coinciden con las halladas en el contexto más ge­
neral de Grecia. La m ayoría de ellos concuerda con los m édicos grie­
gos en apoyar los sustitutos artificiales y las donaciones de hum anos
(no anim ales) vivos (no cadáveres). La m ayoría es c o n tra ria a las
donaciones anim ales con base en opiniones com partidas p o r la Igle­
sia griega, los defensores griegos de los derechos de los anim ales y
m uchos m édicos. Por últim o, los que acep tarían órganos anim ales
m uestran las mismas preferencias que los griegos defensores de los
derechos de los anim ales y los investigadores p o r los anim ales vivos
“n atu rales” (es decir, no organism os transgénicos, que son conside­
rados “antinaturales”) “inferiores”, en particular los “dom esticados”.
Todas estas clasificaciones y evaluaciones (generales y particulares)
llevan a dos conclusiones im portantes. La p rim e ra es que p a ra los
griegos la n atu ra leza se reduce a lo que se p u ed e e n c o n tra r en el
m ercado en Grecia (incluyendo productos im portados) y se p u ed e
consum ir (Strathern, 1992, afirm a lo mism o para los ingleses). De ahí
la variabilidad de las definiciones de lo natural. Sin em bargo, la p re ­
ferencia m ostrada p o r un tipo de naturaleza (o de m ercancía) frente
a otro - p o r ejem plo artificial frente a hu m an o /an im al- apunta a una
segunda conclusión: que la naturaleza no sólo es variadam ente defi­
nid a (y, p o r lo tanto, construida), sino tam bién cuestionada p o r los
griegos - e igualm ente p o r los euro-estadunidenses-, lo que lleva a la
reproducción de la “sagrada im agen original del m ism o”, o de lo “fa­
m iliar”, es decir del H om bre “sano”, “com pleto” o “eficiente”, y de
preferencia de origen griego. Es con base en la definición de la n a ­
turaleza com o m ism edad o fam iliaridad, y tam bién como salud y efi­
ciencia, que mis interlocutores excluyen a los d o n an tes que viven
como vegetales (casos de m uerte cerebral o anencefalia), sienten aver ­
sión p o r los donantes anim ales procedentes de selvas o sabanas “exó­
ticas” o de “quién sabe d ó n d e” (caso de los anim ales transgénicos), y
evitan o cuestionan la calidad de órganos procedentes de personas
consideradas “m arginales” (vendedores de órganos vivos del Tercer
M undo, prisioneros ejecutados, individuos con retardo m ental). Esas
exclusiones deben ser vistas com o p a rte del proceso clasificatorio,
evaluatorio y productor de com petencia de subordinar lo “otro” a lo
“m ism o”. Al “m odificar”, “d esarro llar”, “dom esticar”, “p ro te g e r” e
incluso “recibir” al “otro” en el propio cuerpo -convirtiéndolo así en
m ism o -fam iliar- se excluye alguna “o tra cosa” evaluada com o no
natural-fam iliar-m ism a.
Sin em bargo, los tipos de “otros” y las tácticas utilizadas p ara su­
bordinarlos a lo “m ism o” y “fam iliar” parecen ser análogos al “g ra­
d o ” de desarrollo -o salud o eficiencia- del contexto específico d e n ­
tro del cual esos procesos tie n e n lugar. En el co n tex to de países
“desarrollados”, como los de E uropa y Estados Unidos, el papel del
“otro ” es desem peñado p o r anim ales tanto “inferiores” como “supe­
riores”, en particular m onos antropoides y tam bién hum anos “sem e­
jan tes a m onos”, es decir, m entalm ente deficientes. Los europeos oc­
cidentales y los estadunidenses tienen el p o d er político y económ ico
necesario p ara iniciar proyectos de desarrollo y, p o r lo tanto, ex p e­
rim entar con la producción de lo “nuevo” y lo “no fam iliar”, incluyen­
do m áquinas que parecen hum anas. Además, presentan esas noveda­
des como pasos “naturales” de la evolución, el desarrollo o el progreso
del H om bre, y “fam iliarizan” a priori a la gente con sus futuros pasos
“adaptacionistas”. Se ha dem ostrado que los hom ínidos desem peña­
ro n un pap el muy im portante en esas explicaciones evolucionistas.
D ebido a sus sim ilitudes biológicas con los hum anos, los científicos
occidentales los utilizan constantem ente p ara m ostrar al público oc­
cidental el estado o el escenario -socioeconóm ico, político, cultural-
en que deberían haber perm anecido si no hubieran abrazado los p ro ­
yectos d esa rro llista s p ro d u c id o s p o r sus países, en este caso los
x enotrasplante y la transgénesis.
En el contexto “m enos desarrollado” de Grecia, el papel del “otro”
sólo es desem peñado p o r anim ales “inferiores” (de los gusanos a las
m ascotas) y m áquinas. El p rim er tipo se en cu en tra en el am biente
griego: ejemplifica y refuerza la naturaleza platónica, antropocéntrica
y helenocéntrica de las relaciones de los griegos con “otros”, en este
caso los anim ales. El segundo tipo es im portado del extranjero y p a ­
gado con la ayuda económica que Grecia recibe de la U nión Europea.
Se utiliza p a ra la conservación y protección del estado presen te (y
futuro ) de la n a tu ra le z a h u m ana; al m ism o tiem po, ejem plifica y
refuerza la naturaleza periférica y d ep en d ien te de las relaciones de
Grecia con los euro-estadunidenses.
La ausencia de los grandes m onos dentro de las preocupaciones
científicas y m orales de los investigadores y activistas griegos es señal
d e que el país carece del po d er político y económ ico necesario para
la “subordinación” de anim ales “superiores”. Los griegos, igual que
los habitantes de países “no desarrollados”, están más interesados en
preservar sus orígenes nacionales que en estudiar los orígenes de la
h um anid ad y el grado en que los hum anos evolucionaron o “se desa­
rro llaron ” en divergencia de sus prim os hom ínidos.
M ientras tanto, la U nión Europea advierte a Grecia que si no p a r­
ticipa más “agresivam ente” en la lucha económ ica y tecnológica de los
europeos contra Estados U nidos y el Jap ó n , será considerada com o
“m enos” que m iem bro de la Unión, lo que significa que será exclui­
da de las actividades de la Unión. La justificación m oral subyacente
a esta clasificación es que Grecia insiste en m antenerse “periférica” en
el proyecto de la U nión de “convergencia en el desarrollo” (Roume-
liotis, 1992). En term inología anim al, esa advertencia significa que si
los griegos no desarrollan sus relaciones con los anim ales “superio­
res” (además de los gusanos, las mascotas y los perros callejeros), ellos
mismos serán clasificados y/o evaluados com o anim ales “inferiores”,
es decir, carentes de “derechos” o del estatus de agentes m orales.
Los biólogos m oleculares nos advierten (Singleton et al., 1994:11)
que, de los protozoarios a los hum anos, todos somos la com ida de
algún otro. Q uizá esta vez (fines del siglo XX) los griegos deberían
escucharlos. Si p o r lo m enos com plem entaran sus historias sobre sus
orígenes en los antiguos griegos con historias sobre sus orígenes en
los chim pancés, p o d ría n volverse “m ás salvajes” y “superiores”, es
decir más europeos.
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ANTROPOLOGÍA SIMÉTRICA Y FÍSICA DE ALTA ENERGÍA

En su relación con la naturaleza, las sociedades occidentales aplican


básicam ente un enfoque científico. Ese enfoque, caracterizado p o r la
m edición y la expresión m atem ática, es el que h a predom inado p o r
lo m enos desde la Ilustración.1Además, ha generado algunos de los
argum entos clave p ara distinguir a las sociedades occidentales de las
que se llam aban, y a veces todavía se llam an, “sociedades prim itivas”.
D esde esa perspectiva, las ciencias naturales no sólo son m otivadas
p o r la búsqueda de la verdad, sino que desem peñan un papel central
en u na clasificación generalm ente evolucionista de las sociedades. Así,
la frontera com ún entre naturaleza y cultura funciona como m ecanis­
m o estru ctu rador p ara la diferenciación socio-cultural.
En vista de ese p ap el em inente de las ciencias naturales, resulta
asom broso que los laboratorios en los que se producen esas diferen­
cias hayan sido sistem áticam ente excluidos del foco em pírico de la
antropología cultural. Esa es una de las razones p o r las que las discu­
siones sobre las diferencias entre “nosotros” y “ellos” h an resultado
en cierta m edida estériles, sin llegar a ninguna conclusión firm e. En
contraste con las descripciones antropológicas de “otras” sociedades,
hay muy pocos estudios etnográficos de subculturas centrales de las
sociedades occidentales. Un buen ejem plo de ese desequilibrio, se-

* Quisiera agradecer a la gente de c e r n , en particular a los de UA2, a l e p h , CM S,


eagle, a sc o t y teoría que estuvieron dispuestos a responder a mis preguntas, me
invitaron a reuniones y en algunos casos me ofrecieron su amistad. Esas ocasiones me
resultaron muy provechosas. Además, quisiera agradecer a Philip pe Descola por sus
útiles comentarios y a Francis Jarman por revisar mi inglés. Sin embargo, las posibles
deficiencias de este artículo son mías. La Universidad de Bielefeld generosamente me
ofreció contratos que m e permitieron trabajar en mi investigación.
1 Hay buenos argum entos para cuestionar la distinción histórica nítida entre el
periodo m edieval y la Ilustración (véase, por ejem plo, Duhem , 1906; hay una sinop­
sis de la posición de Duhem en Schafer, 1978).
h alad o por V o lg er y W elck (1 9 9 3 :6 3 7 ), es, en m i o p in ió n , la c o m p a ­
ración lim itad a d e H allp ik e (197 9 ); co r re g ir esa a sim etría es parte
d el p rogram a de lo q ue o c a sio n a lm e n te se llam a “a n tr o p o lo g ía si­
m étrica” (véan se N o lh u a g e l, 1989, cap. 3, y Latour, 1991; en cu an to
a e je m p lo s d e c a m p o s p ro m eted o re s para una a n tr o p o lo g ía d e los
p a ís e s o c c id e n ta le s , v é a n s e ja c k so n , 1987; A g u lh o n el a l., 1989;
J ’J Jom m e, 1992 y N o lim a g e l, 1993a). La a n tr o p o lo g ía sim étrica p u e ­
d e ser vista c o m o un in terés ren ovad o en las d iscu sio n es co m p a ra ti­
vas sobre la relación en tre form as de c o n o c im ie n to cien tíficas, racio­
nales y locales (por eje m p lo la m agia), que, d esd e la obra d e Frazer,
es un tem a d elic a d o y sin resolver en a n tr o p o lo g ía (véase la m b ia h ,
1984). Este en fo q u e ciertam en te n o interna n egar todas las d ife re n ­
cias; m ás b ien se p r o p o n e ex a m in a r la c u e s tió n em p írica d e hasta
d ó n d e llegan.
U na p rem isa d e la a n tr o p o lo g ía sim étrica es q ue los p ro b lem a s
c e n t r a le s d e las s o c ie d a d e s m o d e r n a s se e n f r e n t a n p r im e r o en
subculturas esp ecíficas más o m en os localizadas; es sólo en una fase
p osterior que los resultados de esas elab o ra cio n es se distribuyen a una
gam a más am plia d e subculturas y a otras culturas, m ed ia n te p ro ce­
sos d e “trad ucción ”. La an trop ología cultural, (pie coloca el trabajo d e
cam p o en el cen tro d e su orien tación em p írica, d eb ería resultar a d e ­
cuada para estu d iar las subculturas de la cien cia o ccid en ta l, en p ar­
ticular cu a n d o se trata d e dar cu en ta de: la p ro d u cció n co tid ia n a d e
co n o c im ie n to an tes q u e de las v er sio n es p u lid as, d ep u ra d a s y en la
m ayoría d e los casos escritas para su circulación pública. R eco n o cien ­
d o la asim etría de la a n tr o p o lo g ía en ese sen tid o y la im portan cia d e
la localidad en la producción de con ocim ien to , algu nos partidarios d e
los e slu d io s c ie n tílic o s llegaron así a a d o p ta r un e n fo q u e a n tr o p o ­
ló g ico (los p rim eros ejem p los son Latour y W oolgar, 1979, y Knorr-
C etin a, 1981; ('I p rim er estu d io d e cam p o en la física de alta en ergía
fue realizado por Tntveek en i 988).
Las c o n s id e r a c io n e s q u e sig u e n , b a sa d a s en trab ajo d e ca m p o
h ech o en el co n g lo m er a d o de laboratorios d e física d e alta energía del
C t R N (('en tre Iíu rop éen d é la R echerche N ucléaire [('en tro E uropeo
d e In vestig a ció n N uclear]) en G inebra, darán un eje m p lo d e la con -
c.epluali/.ación d e la interfac.e en tre naturaleza y cultura por parte d e
una cultura organ izacion al que ha in flu id o p ro fu n d a m en te en el e n ­
foq u e occid en tal d e la naturaleza tal co m o es e n se ñ a d o en las escu e­
las v d ifu n d id o p o r los m e d io s d e c o m u n ic a c ió n , y p o r ese m e d io
tran sform ad o en un e le m e n to esen cial d e las id e o lo g ía s d el progre-
s o y las co n ce p c io n es lin eales del tie m p o .2 La física d e alia en erg ía se
con sid era a sí m ism a co m o una "ciencia d e fron tera ”; a d em á s es una
“gran c ie n c ia ” en el sen tid o de que utiliza d isp ositivos en o rm e s que
com b in an una am plia gam a d e tecn o lo g ía s a lta m en te sofisticadas. Su
ob jetivo prin cip al es doble: su m otivación es la in d a g a r ion d e los b lo ­
ques d e con stru cción básicos d e la m ateria (partículas) y las leyes d e
interacción q ue “g o b iern a n ” las com plejas estructuras construidas con
ellas. Pero tam bién busc a una teoría que d escrib a el o rig en d el u n i­
verso, su evolu ción y su d estin o final, sig u ie n d o la id ea d e q ue “la fí­
sica d e en ergO ía m uvJ alta es física d e los co m ie n z o s d el u n iv erso ”.
En el a sp ecto ex p erim en ta l, esto requ iere d e a celera d o res en los
que las partículas ch ocan en un p u n to d eter m in a d o , "el v é r tic e ”, con
la m áxim a en ergía q ue p o d em o s m anejar (y costear) en la actualidad,
p ro d u cien d o así un co m p lejo proceso d e in teraccion es caracterizadas
p o r una m u ltitu d d e h u e lla s cuyas p r o p ie d a d e s in d ica n el tip o d e
partícula p rod u cid a. Esas h uellas son registradas por en o rm es d e te c ­
tores co n stru id os a lred ed or del vértice co m o u na cebolla, co n capas
d e su b d etectores d iferen tes, relativos a los d iversos p rocesos im p o r ­
tantes para un libreto ex p er im en ta l d eter m in a d o . A través d e “c a d e ­
nas d e tr a d u c c ió n ” (L atour, 1 9 9 1 ) a m e n u d o m uy c o m p le ja s, las
in teraccion es con e( m aterial d etec to r son co n v ertid a s en una señal
q ue p u e d e ser m an ip u lad a elec tr ó n ic a m en te , es decir, escrita en una
cinta (cassette) y así “e x p o rta d a ” del sitio d el e x p e r im e n to e in co r p o ­
rada a los p ro ce d im ien to s com p u teriza d o s que im plica el análisis en
la física d e alta en ergía. C om o lo indica este breve esb o zo , es n ece sa ­
rio cruzar buen n ú m ero d e “fronteras'’ y llevar a cabo con éx ito n u ­
m erosas tran sform acion es y trad u ccion es an tes d e p o d e r “a tacar” la
frontera Imal que dist in g u e n atu raleza d e cultura.
Los in tereses fu n d am en tales d e la física d e las partíc ulas e le m e n ­
tales su elen exp resarse en afirm aciones co m o “n osotros cam b iarem os
el m o d o co m o u sled m irará al m u n d o m a ñ a n a ”. Es frecu en te el e m ­
p leo d e su perlativos y atributos alusivos al tam a ñ o y la am bición . La
física d e alta en ergía ha sido -h a sta a h o r a -u n a cien cia p restigiosa que
se lleva la m ayoría (relativa) d e los p rem io s N o b el d e física y d esem -

1 F u n d a d o en 19f) 1 e n G in e b r a c o m o la b o r a t o r io e u r o p e o do in vesti ga( ion b á s i­


ca, el c e n t r o ha c o n s e r v a d o su n o m b r e o r ig in a l a po s a r d e q u e h a c e ya varios d e c e n i o s
q u e la tísica n u c le a r s ó l o o c u p a u n a pal le m u y p e q u e ñ a d e su p r o g r a m a d e in v e s ti­
g a c i ó n . F.sluve en el (.i'R \ casi p e r m a n e n t e m e n t e d e s d e s e p t i e m b r e d e 19H8 hasta
m a y o do 1992 .
peña un papel decisivo en la com petencia entre naciones y/o continen­
tes - e n especial Estados U nidos y E uropa occidental- en torno a lo
que se llam a el liderazgo científico. En consecuencia, la física de las
partículas elem entales funciona com o u n a especie de símbolo, indi­
cando la posición tecnológica y científica relativa de cualquier nación
o continente.
El enfoque om niabarcante y cosmológico de la física de alta en er­
gía tiene buenos ejem plos en teorías com o la “G ran Teoría Unifica­
da” o la “Teoría de Todo” (teorías que tienen su precursor en la famosa
“W eltform el” de Heisenberg). Esas teorías, que in ten tan describir la
estructura últim a de la naturaleza física en térm inos de procesos de
interacción gobernados p o r leyes de simetría, en realidad apuntan a
te rm in a r con todas las p reg u n tas, p ro p o rc io n a n d o u n m arco que
generaría todas las respuestas. Esto es claram ente m ilenarista y con­
tradice toda la experiencia histórica de la física; de hecho, hasta ahora
todo pensam iento “fundam entalista”, tanto sobre los bloques de cons­
tru cc ió n e le m e n ta le s de la m a te ria com o sobre las cosm ologías
om niabarcantes, h a resultado estar equivocado.3

LA PRODUCCIÓN DE “SÍMBOLOS NATURALES”

En la m o d ern a física de alta energía la naturaleza es reproducida. Su


existencia está ligada a aceleradores; su presencia es validada p o r d e­
tectores y p o r los conceptos teóricos y los instrum entos analíticos que
dan significado a las señales emitidas. Esos instrum entos están ubica­
dos dentro de un am biente específico y característico p ara un grupo
corporativo específico p ara el cual tienen sentido. Los detectores son
los “ojos” de la física experim ental, pu esto que abren “ventanas” y
aseguran que “la nueva física sea visible”. Esas m etáforas p u ed en ser
co nsideradas com o u n a “supervivencia” de sus prim eros tiem pos,
cuando las técnicas de detección no electrónicas se basaban en la ins­
pección visual. En form a más general, esas m etáforas que expresan la
m ediación entre naturaleza y cultura están relacionadas con la o rien ­
tación visual que en las sociedades occidentales es significativa (véa-

Nuevas teorías ya están prediciendo que los quarks también son “com puestos”
(en el M odelo Estándar actual se consideran elem entales), o que existen universos
paralelos (en contra de la teoría del “big bang”).
se Latour, 1986). Los detectores son concebidos, construidos y utiliza­
dos a través de colaboraciones m ultinacionales en las que participan
diferentes universidades e institutos de investigación (los equipos de
investigación trabajando “en la frontera” incluían entre 100 y más de
400 personas en el periodo com prendido entre 1988y 1992).4 La con­
ju n ció n específica entre naturaleza y cultura establecida p o r esos d e­
tectores, no m brada en general p o r un acrónim o, es tam bién el rasgo
distintivo que indica a grupos específicos de personas, com o “la b an ­
da de ALEPH” o “los tipos raros de h e l i o s ” . La conjunción específica
entre naturaleza y cultura dada p o r u n detector particular funciona
p o r lo tan to com o u n a especie de “o p e ra d o r totém ico” en sentido
Lévistraussiano, dividiendo a los especialistas en grupos de personas
vinculados con una interface específica entre naturaleza y cultura.
Los detectores difieren en cuanto a los productos esperados. En
buena m edida, son u n a anticipación de los resultados, que traduce un
libreto teórico en u n a posibilidad técnica. Para hacerlo, los ex p e­
rim entadores se apoyan m ucho en las llam adas sim ulaciones Monte-
Cario, gen eradores d e núm eros random izados que duplican la su­
perficie de contacto en tre n atu ra leza y cu ltu ra in tro d u cien d o un
hom ólogo virtual. Los M onte-Carlos ofrecen una sim ulación de des­
com posición de partículas en referencia a valores m edidos o libretos
futuros. Se co n struyen com o piezas de m aq u in aria, ofreciendo la
posibilidad de escoger los parám etros o de m odificarlos. En el p ro ­
ceso de construcción, los M onte-Carlos virtualm ente perm iten a los
físicos “estar a h í” antes de tom ar los prim eros datos (véase Latour,
1987:248). En el proceso de análisis los M onte-Carlos tam bién ayu­
dan a los físicos a afinar sus expectativas y a en ten d er “qué está h a­
ciendo el detector”. Por ejem plo, se dice que “la form a [de una dis­
tribución] están bien reproducida p o r el M onte-Cario, lo que significa
[...] que entendem os la fragm entación protón-qLiark”.
D urante el “tiem po que corre” se registran colisiones de partícu­
las y se escriben en “cintas de datos crudos”, que son el punto de p a r­
tida de consideraciones analíticas. Los procesos analíticos llevan m u ­
cho tiem po (a ju zg ar po r mis observaciones, transcurre p o r lo menos
u n año entre el últim o registro de datos y la presentación de un tra ­
bajo escrito). Los resultados se producen m ediante complejos proce­
dim ientos de refinam iento y clasificación. En consecuencia, ningún

4 La vida total de un detector en la frontera de la alta energía es de diez años. Su


diseño y construcción requieren de otros diez.
r e s u l t a d o e m p í r i c o d e la m o d e r n a f ís ic a d e a l t a e n e r g í a es e v i d e n t e
por sí m i s m o . Por m u c h o t i e m p o la s p a r t í c u l a s l l e v a n su f i r m a i n s t r u ­
m e n t a l : n o h a y e le c t r o n e s s in o e le c tr o n e s -C A L P A T o e le c t r o n e s - E R lC y
s o n “ f i l t r a d o s ” d e SLO W STR EA M S [ " c o r r ie n t e s le n t a s ” ] o c in ta s d e
M IC R O -D A T A -S U M M A R Y . Esos e le c t r o n e s t i e n d e n a d i f e r i r e n t r e e llo s , y
“ e l e l e c t r ó n ” s ó lo a p a r e c e a l f i n a l d e l a n á lis is . Así, l a c a l i d a d ic ó n ic a
d e la s p a r t í c u l a s es d e m o s t r a d a a posteriori p o r p r o c e d im ie n to s a n a ­
lít ic o s b a s a d o s e n e l r a z o n a m i e n t o m a t e m á t i c o . Las d ific u lta d e s q u e
e x p e r i m e n t a m o s p a r a e n c o n t r a r e l t é r m i n o a p r o p i a d o n o s ó lo r e f l e ­
j a n in c o n s is t e n c ia s e n t r e d i f e r e n t e s c o n c e p to s s e m ió tic o s c o n r e s p e c t o
a la s d e f i n i c i o n e s d e la s d i s t in t a s s u b c a t e g o r ía s d e u n s ig n o , s in o q u e
t a m b ié n in d ic a n la im p o r t a n c ia d e la c u ltu r a . El c o n c e p t o d e ic o n o d e
Peirce (1931), que d e s t a c a la s c u a lid a d e s d e “ p r i m e r i d a d ” y “ s i m i l a -
r i d a d ” , se a c e r c a a lo q u e se q u i e r e d e c i r a q u í . Sin e m b a rg o , la r e la ­
c ió n d e l “ i c o n o ” y e l “ i n d i c a d o r ” c o n r e s p e c t o a l o q u e se r e c o n s t r u ­
y e c o m o n a t u r a l e z a s ig u e s ie n d o c o m p l e j a y se r e s is te a u n a d e f i n i c i ó n
s in a m b i g ü e d a d e s . Esto p u e d e ser in t e r p r e t a d o c o m o u n a in d ic a c ió n
d e l a c o m p l e j i d a d d e la s u p e r f i c i e d e c o n t a c t o e n t r e n a t u r a l e z a y c u l ­
t u r a , p o r lo m e n o s e n e l c o n t e x t o a l q u e m e r e f i e r o a q u í. El f a c t o r de­
c is iv o q u e i n f l u y e e n e s a i c o n i c i d a d r e c o n s t r u i d a es la c o n f i a n z a e n la
f i d e l i d a d d e la “ c a d e n a d e t r a d u c c i ó n ” . La e x p e r i e n c i a c o n lo s a p a ­
r a t o s y lo s i n s t r u m e n t o s d e l a n á lis is se t r a n s f o r m a e n u n a c o n v ic c ió n
c o le c t iv a d e “ e s t a r a h í ” , c o m o la q u e se e x p r e s a e n la a f i r m a c i ó n d e
q u e “ n o r m a l m e n t e es p r e c is o m u c h o t i e m p o p a r a que la s p e r s o n a s ad­
q u i e r a n c o n f i a n z a e n sus a l g o r i t m o s ” . C o m o la i c o n i c i d a d es p r o d u ­
c id a p o r m e d io s s o c io - c u lt u r a le s y c a r a c t e r iz a d a p o r c o n v e n c i ó n , t i e n e
c u a lid a d e s s im b ó lic a s .
En su posición interm edia, las partículas o los procesos de descom ­
posición son, p o r lo tanto, “símbolos naturales”, para aplicar la expre­
sión acuñada p o r Douglas (1973). Este concepto está relacionado con
la reapreciación de la clasificación que ha caracterizado a la antropo­
logía a partir de Lévi-Strauss (1962). Las descripciones estructuralistas
se concentran en procesos que transgreden el “lím ite” entre n atu ra­
leza y cultura, conviniendo la naturaleza en cultura (por ejem plo la
domesticación, la educación y la cocina) o la cultura en naturaleza (por
ejem plo, la enferm edad, la m uerte y la guerra). Esos procesos m edia­
dores son parte de un libreto complejo, que incluye “arenas” especí­
ficas, com o el cu erpo hum ano, y p erso n as específicas clasificadas
com o “in te rm e d ia ria s”, p o r ejem plo los curanderos. Al tra ta r con
fenóm enos naturales las sociedades no sólo producen o reproducen
u n a clasificación de ellos, sino que re-establecen una definición de la
cultura concebida como un orden frágil basado en la restricción y la
m oderación. Así, los procesos de transgresión adquieren una signifi­
cación simbólica m últiple. Dada esa visión, no sólo la sociedad influye
en la clasificación de la naturaleza, sino que adem ás la n aturaleza
funciona como m edio de introducir o m antener el orden con respecto
a la clasificación de elem entos culturales (véanse, por ejem plo, Leach,
1964; Bulmer, 1967; Tam biah, 1969; Willis, 1972; Ohnuki-Tierney,
1987). En ese proceso de m odelam iento recíproco, las estructuras
m etafóricas del razonam iento tien en u n a im portancia central. Esa
estrecha in terrelación en tre n aturaleza y cultura condujo a L atour
(1991:128ss) a p ro p o n e r un enfoque sim étrico d e la an tro p o lo g ía
como ciencia que no acepta ninguna diferencia a priori en tre “el polo
de la n aturaleza” y “el polo del sujeto-la sociedad”.
Los procedim ientos analíticos en la física de las partículas elem en­
tales tienen fuerte influencia de las discusiones teóricas. La teoría y
el experim em to se distinguen por diferentes carreras y diferencias en
la estru ctu ra social de sus respectivos proyectos. Las estructuras de
congresos y el cam po de las publicaciones siguen ese patrón dualista.
E x p erim en to y teo ría se o p o n en en disputas interm inables p o r el
prestigio y el liderazgo. Además, están parcialm ente separados p o r
diferentes visiones de la naturaleza: u n a partícula no es exactam en­
te la m ism a cosa p ara u n teórico puro que para un experim entalista.
Para un experim entalista, la partícula es principalm ente una resonan­
cia que debe ser extraída de una cantidad enorm e de datos. En cam ­
bio, p ara u n teórico una partícula hipotética es “la form a más econó­
m ica de escribir u n a teoría”. U n teórico, especialm ente si trabaja en
tem as fu n d am entales, jam ás será capaz de ap reciar y co m p ren d er
plen am en te el pensam iento de un experim entalista, y viceversa. En
la física experim ental hay m ucho folclore que exam ina esa asociación
“incóm oda”. Cuentos o chistes hacen referencia a la cuestión de has­
ta dónde se debe confiar en el trabajo de los teóricos al elaborar las
propias estrategias de descubrim iento. Así, entre experim entalistas y
teóricos existe u n a com pleja estructura de relaciones y alianzas dom i­
nadas p o r com prom isos inform ales u hostilidades perdurables, que
da origen a intercam bios y traducciones y a m últiples m arginalidades,
así com o conjunciones entre espacios y categorías semánticos.
Las vinculaciones transversales están concentradas en un grupo
específico de teóricos -llam ados fenom enologistas-, que presentan
razo n am ien to teórico “p u ro ” e in tem p o ral en form a concreta p o r
m edio de la conform ación de hipótesis razonables y del sum inistro a
los experim entalistas de instrum entos utilizables en form a de cálcu­
los o program as de simulación. Así, los experim entalistas d ep en d en
de u n grupo situado fuera de su p ropia esfera de discusiones p a ra el
sum inistro de pro d u cto s que en g eneral son tratad o s com o “cajas
n eg ras”. Lo m ism o vale p ara los teóricos. Sin em bargo, esos límites
son negociados constantem ente y las m anipulaciones de esas estruc­
turas espacio-tem porales es uno de los factores centrales que p erm i­
ten a los “grandes hom bres” de la física acum ular p o d e r (N othnagel,
1993c). La teoría p u ra representa, entonces, el aspecto simbólico -se
concentra en el razonam iento m atem ático basado “en principios li­
brem ente inventados”, es decir, cultura-, m ientras que la física expe­
rim ental representa el “aspecto icónico”. Ambas están relacionadas
p o r un grupo “interm edio” específico.
El complejo proceso de traducción o m ediación genera un “espacio
de negociación” (espace de negotiation); este concepto -surgido del enfo­
que francés en la antropología de la ciencia (por ejem plo Latour, 1987;
Callón, 1 991)-es especialm ente valioso aquí, porque excluye cualquier
distinción preestablecida entre contenido y contexto y entre naturale­
za y cultura al incluir todos los distintos elem entos traducidos y nego­
ciados, así como a los diversos actores que traducen y negocian en un
campo com ún. De este m odo, un “espacio de negociación” se basa en
procesos de m ediación e interm ediarios que circulan entre los actores
y definen sus relaciones. Esas vinculaciones técnicas incluyen artefactos
técnicos, inscripciones literales, seres hum anos y dinero (Callón, 1991:
134-135). El “espacio de negociación” cambia a m edida que el proyec­
to envejece: si el proyecto tiene éxito, es decir, si es capaz de presentar
un resultado, el “espacio de negociación” es casi inexistente y las cade­
nas de traducción se hacen irreversibles. Obviamente, esto depende no
sólo del objeto mismo sino también del núm ero de actores hum anos que
participan en la interpretación.5

;; Es preciso agregar que los procesos de negociación esbozados aquí incluyen


solam ente partes de un “espace de negotiation" en ciencia. Es preciso traducir intere­
ses en un programa, que después debe traducirse en un argum ento político para
obtener financiamiento, y el (m andam iento debe traducirse en instalaciones técni­
cas, etc. “Los científicos toman textos, aparatos experim entales y fondos y los trans­
forman en nuevos textos” (Callón, 1991:141). Es necesario hacer todo eso para que
sea posible la observación de la “naturaleza”. Ese proceso no es unilineal, porque el
objeto a encontrar ya está ahí en alguna forma cuando se form ulan los intereses
(Latour, 1987:287, por ejemplo).
La reproducción d e la naturaleza com o signo significativo d el cual
se puede hablar es esencialm ente una actividad clasificatoria acom pa­
ñ ad a y estructurada p o r u n rico folclore. U na de sus características es
un cuadro abu ndante de tropos com o m etáfora, m etonim ia, sinécdo­
que, etc. (N oeth, 1985-.507). Por ejem plo, los procesos de descubri­
m iento se llam an “caza” (o “cazar”). Pero, com o sabemos p o r la antro­
pología cultural, la caza es una de las actividades m ediadoras entre
naturaleza y cultura caracterizada por un valor simbólico muy pronun­
ciado. E n trañ a no sólo la transform ación de naturaleza en cultura
-convertir a un anim al salvaje en presa comestible -, sino tam bién todo
u n conjunto de valores socioculturales (hay datos relacionados con
estudios africanos, p o r ejem plo, en N othnagel, 1989: cap. 2). Esos
valores incluyen tanto m ecanismos p ara com p artir y distribuir com o
mecanismos de diferenciación de p o d er (la separación de los géneros,
p o r ejem plo), puesto que la caza es g en eralm en te considerada más
prestigiosa que la agricultura. Ese m arcado valor simbólico tam bién
se revela en una perspectiva “histórica”, en la m edida en que m uchos
héroes culturales son caracterizados com o cazadores (De H eusch,
1972; Feierman, 1974; Adler, 1978). En térm inos generales, se podría
decir que la “naturaleza salvaje” funciona com o una reserva de signi­
ficado sociocultural. Así, significado y sentido, p o d er y dom inación se
extraen de esas actividades transform acionales y m ediadoras. Hay
paralelos claros con la física de alta energía, en la que la naturaleza a
m enudo es construida como el “O tro”, u n a entidad exterior. Los físi­
cos utilizan gran abundancia de tropos deícticos que caracterizan al
“O tro ” com o algo “ahí afuera” del que es preciso “extraer” o “a rra n ­
car” una señal o “física nueva” (aquí utilizo el concepto de deixis para
designar estrategias para localizar cosas y personas en el espacio y el
tiem po; para una explicación véase Lyons, 1977: cap. 15). Es obvio que
esos procesos son esenciales p ara la clasificación. La cuestión de “qué
está ocurriendo ahí” se resuelve estableciendo categorías que discrimi­
nan entre la señal y el fondo y producen un “a d en tro ” y u n “afuera”.
De ese m odo se crean num erosas fronteras que se m onitorean cuida­
dosam ente para asegurar que no “aparezca” n ad a imprevisto.
Existe u n a tendencia a confundir los tem as relacionados con la
interface en tre naturaleza y cultura con discursos acerca de lo extra­
ño y lo exótico. En u n a am plia gam a de sociedades, la percepción de
los extraños está íntim am ente ligada a la relación de los hum anos con
la naturaleza. Lo m ism o vale en la física de alta energía, donde todo
lo que queda afuera de la actual base de razonam iento, conocida como
el “m odelo estándar”, se califica de “exótico”. Así, lo “exótico” es lo cog-
n itiv a m e n te an o rm al, y la estab ilid ad del lím ite e n tre el m odelo
están d a r y lo exótico es lo que p ro p o rcio n a u n arg u m en to p a ra la
verdad del prim ero. La caza que tiene que ver con ese lím ite caracte­
riza la “n aturaleza” com o una entidad viviente que lanza obstáculos
y dificultades y p resen ta resistencia. Adem ás, ofrece a las personas
inteligentes los m edios apropiados para superar esas dificultades; p o r
ejem plo, se dice que “la naturaleza es generosa y ofrece una cadena
de descom posición con la secuencia de p arid a d de giro ap ro p ia d a”
(Telegdi, 1990:9). Así, u n “cazador de partículas” experim entado y
fam oso es tam b ién u n h o m b re de m uchos trucos: sabe co n stru ir
“tram pas” p ara cazar neutrinos, hacer un experim ento en el que las
eficiencias se anulan y variar la presión de cámaras de gas para reducir
la dispersión causada p o r la ionización. La intim idad con la “n atu ra­
leza” y la destreza en ella que caracterizan al cazador de partículas
experim entado y avezado es muy sim ilar a la registrada, p o r ejemplo,
p ara los cazadores entre los ashuar (Descola, 1986:293).
Física “En m edio” Naturaleza “salvaje”

“C onocido” Zona de predicción "Desconocido”

M odelo estándar Exotismo “Sorpresas”

FIG U R A 14.2. Los descubrimientos: el “paisaje” de la física.

Sólo la búsqueda de “nuevas físicas” es caracterizada com o caza.


La física orientada al refinam iento de valores ya establecidos es tra­
tad a de otra m anera, con m etáforas referentes a procesos de cultivo
o m aquinaria. La distribución de prestigio que sigue a esa clasifica­
ción m etafórica concuerda con el p atrón habitual, porque sólo la caza
posee el potencial para los descubrim ientos. Los periodos de caza son
periodos de excitación, en los que la pasión se traduce en horas de
trabajo extraordinarias. El equipo del “experim ento” interactúa cons­
tantem ente, agrupándose alrededor de las mesas a la hora de la co­
m ida, com partiendo inform ación y discutiendo rum ores. La caza casi
siem pre tiene lugar en circunstancias com petitivas, puesto que siem ­
p re hay p o r lo m enos dos “cam pañas de caza” trabajando en el m is­
m o régim en tem poral. Eso hace que el tiem po pase rápido y da o ri­
gen a lo que se llam a una “carrera”. No hay ninguna razón funcional
p ara ese tipo de com petencia, porque experim entos subsecuentes, que
ex p lo ran los dom inios de energía u n p eld añ o m ás arriba, au to m á­
ticam ente evaluarán los hallazgos de sus predecesores.
El tiem po de caza es u n tiem po de cuidadosa evaluación del am ­
biente com petitivo, en el que no sólo se tiende a hacerle trucos a la
naturaleza sino tam bién a otros experim entos relacionados, por ejem ­
plo, m ediante una cuidadosa distribución de inform ación. La trans­
gresión del lím ite en tre n aturaleza y cultura va p aralela al reforza­
m iento de los límites entre subculturas experim entales. Por lo tanto,
la p articular conjunción entre naturaleza y cultura establecida en los
experim entos es transform ada en disyunción social que crea una ven­
taja. El objetivo, como en la mayoría de los libretos de descubrimiento,
es transform ar la región física tratada en un territorio, es decir algo
a lo que se le p u ed a p o n er un título. Los paralelism os entre las are­
nas de descubrim iento m anejadas en contextos antropológicos y las
de la física de alta energía son sorprendentes (N othnagel, 1993c).

CUERPOS DISCIPLINADOS Y PENSAMIENTOS DISCIPLINADOS

El proceso de reproducción de la naturaleza es representado m ediante


m etáforas de refinam iento. Partiendo de “cintas de datos crudos”, por
la vía del establecim iento de “candidatos” p o r m edio de procesos de
“co rte” -se p a ra r las señales del fo n d o - se llega finalm ente a u n a v er­
sión “p u lid a ” que se p re sen tará al público. Esa transform ación es
acom pañada p o r un rico cuadro de tropos referentes a conceptos de
enferm edad, infección, curación y lim pieza. Evidentem ente esto tie­
ne que ver con el estilo deíctico de razonam iento al que ya se ha h e ­
cho referencia. Todos los dom inios conceptuales a los que se alude
p resu p o n en la existencia de fronteras o límites. Ese es el caso, p o r
ejem plo, cuando se instalan m etafóricam ente los conceptos de enfer­
m ed ad (“hay algo que está enferm o en e r i c ”), intrusión (“la m uestra
está co ntam inada”) y herm eticidad (“hay u n a filtración del fondo”).
Por la com plejidad de la interface en tre naturaleza y cultura, u n o de
los tem as centrales es evitar los fenóm enos artificiales llam ados “fan­
tasm as”, éstos son enfrentados m ediante cam pañas llam adas “caza de
fantasm as” o “m atanza de fantasm as”. De nuevo podem os ver la ló­
gica dualista que caracteriza los procesos de clasificación.
Esos conceptos m etafóricos ya indican que el proceso de análisis
se caracteriza p o r una discrim inación productiva. Para expresarlo de
otro m odo, el establecim iento de lím ites sirve p ara prom over el o r­
den, es un “desbrozam iento” productivo del m undo que transform a
el “ahí afuera” en u n a representación cargada de teoría. En una m e­
dida considerable, la producción de entidades a través de la clasifica­
ción se refiere al cuerpo hum ano, que es paralelo a ese proceso debi­
do a su p ro p ia posición am bigua entre n aturaleza y cultura. Así, el
cuerpo m odela m etafóricam ente lo que está ocurriendo en el proce­
so analítico, hecho que desde el pun to de vista antropológico no d e­
bería sorprender. Las distribuciones tienen “hom bros" y “piernas”; las
“p iern as” son “cortadas” o pu ed en ser “recuperadas”, y u n “hom bro”
puede parecer “enferm o”, “extraño” o “exótico”. Además, las distri­
buciones son inspeccionadas p o r su “c om portam iento”. Las hay de
“buen co m portam iento”, o que “se p o rtan bien”, es decir, en u n a for­
m a clásica esperada. D esde otro p u n to de vista, la instalación del
cuerpo m ediante conceptos metafóricos da origen a concepciones de
u n dom inio de la naturaleza “basado en la m ano”. Por ejem plo uno
“le a g a rra la m a n o ” a u n trabajo, o tien e u n a técnica “b ien en la
m an o ”. Así, el cuerpo es utilizado com o un dispositivo conceptual
m últiple p ara im portar significado al discurso analítico cotidiano de
los físicos experim entales.6
La im portancia del cuerpo no es accidental; está más o menos bien
do cu m en tad o que las form as en que nos relacionam os con nuestra
naturaleza exterior tam bién reflejan las form as como nos relaciona­
mos con nuestra naturaleza interior. U n ejem plo célebre de la antro­
pología cultural se refiere a los llam ados “ritos de pasaje”, d onde la
propagación del ord en cultural a m enudo es representada m ediante
el uso de la naturaleza exterior “salvaje” (N othnagel, 1989: cap. 2).
Tam bién se p o d ría decir esto al revés. Desde esa perspectiva, el con­
cepto de naturaleza “salvaje” es redefinido regularm ente m ediante su
representación dram ática, es decir, cultura. Esa estrecha vinculación
entre naturaleza interior y exterior -q u e duplica la superficie de con­
tacto n atu raleza-cultura- desem peña u n papel im portante en la his­
toria de las ideas occidentales que vinculan el dom inio de la n atu ra­
leza in terio r con el dom inio de su com plem ento exterior (Bachelard,
1965; Leiss, 1972:57) y viceversa: “La dom inación hum ana de la n a­
turaleza se ejerce tam bién sobre el propio cuerpo” (Lippe, 1988:17).7
Esto queda claro cuando se hace referencia a m odos específicos de
habla y de com portam iento que indican la calidad de argum entos uti­
lizados con frecuencia en la física de alta energía. U n ejem plo notable
es la expresión “argum entos de ag itar la m an o ” [handwaving

6 Por lim itaciones de espacio, tengo que excluir el exam en de formas de razo­
nam iento en las que la lógica dualista se invierte; es decir, la cuestión de si los arte­
factos socioculturales son concebidos en forma “naturalista”. Es lo que ocurre, por
ejem plo, cuando se concibe la com petencia en térm inos de “selección natural” y
“supervivencia del más apto”.
7 Traducción del alemán del autor.
arguments\. Es fácil ver que en esa expresión evaluadora se introducen
nociones de restricción y disciplina en favor de una m edida indicadora
de la “b o n d ad ” de un argum ento. Los argum entos bien fundam enta­
dos se atribuyen a cuerpos en reposo. Así el valor epistem ológico de
la superficie de contacto naturaleza-cultura establecido p o r un hablan­
te d eterm inado está m etafóricam ente ponderado en térm inos de do ­
m inio del cuerpo. El cuerpo enculturado es, p o r lo m enos en parte,
culturalm ente específico, y puede ser leído com o un signo significa­
tivo que indica m em bresía e id en tid ad . El concepto de B ourdieu
(1989) de la hexis y su relación con la id en tid ad corporativa alude a
esto. La enculturación del cuerpo tam bién es p arte im portante de la
socialización profesional de los físicos (Traweek, 1988; N othnagel,
1993b).8 El ejem plo esbozado antes contradice la doctrina oficial oc­
cidental favorable a la separación del cuerpo y la m ente, que fue un
ingrediente central de la filosofía de la Ilustración y todavía desem pe­
ña un papel im portante en la ciencia oficial (véase Kutschmann, 1986).
Es posible en c o n trar m ecanism os de restricción argum entativa
similares a éstos en regím enes retóricos, por ejem plo con respecto a
las estrategias de “estar ah í” con las que los físicos cierran sus argu­
m entos, trata n d o de convencer a otros de que p u e d e n en carar las
regiones prom etidas. La física, por ejem plo, tiene su versión del “pre­
sente etnográfico” antropológico (cf. Bazerman, 1988). Paralelam ente
a la transform ación de lo oral en escrito hay un proceso de destem -
poralización y anulación de circunstancias socioculturales específicas.
En lenguaje estrucluralista, un texto sintagm ático es luego paradig-
m atizado p re p a ra n d o el cam ino p ara la inclusión de los hallazgos
actuales en un conjunto real de constantes naturales.

LA NATURALEZA COMO FUENTE DE SIGNIFICADO SOCIOCULTURAL

Los discursos de descubrim iento y clasificación que caracterizan a la


física de alta energía se basan en la prem isa de u n a abundancia de
significado. En térm inos de tiem po, esto se traduce en una ideología

wComo los tísicos ya t i e n e n cuerpos e n e culturados uni.es de pasar por esa sociali­
zación, es preciso señalar que los modos de expresión 110 verbales también son cul­
turales v específicos de género. U 11 análisis más deLallado debería tomar en conside­
ración este hecho.
de optim ism o y horizontes abiertos. Para establecerlo como una re­
p re s e n ta c ió n valiosa y o p e ra tiv a de la n a tu ra le z a en un m arco
epistem ológico es preciso hacer a un lado los argum entos que favo­
recen u na concepción circular del tiem po. Algunos físicos teóricos
ad optan esa posición abogando por el “Principio A ntrópico”. La dis­
cusión en to rn o al P rincipio A ntrópico p u ed e ser vista com o una
reapreciación filosófica, epistem ológica, de la relación entre n atu ra­
leza y cultura ya discutida bajo el rótulo de “símbolos naturales”. En
térm inos sencillos, el Principio Antrópico alude a la relación proble­
m ática entre dos rasgos fundam entales de la observación de la natu­
raleza: los hum anos son un producto de la naturaleza, pero tam bién
son una condición necesaria para la existencia de la “naturaleza” (para
un ex a m e n d e ta lla d o de las d ife re n te s v ersio n e s d el P rin c ip io
Antrópico, véase Barrow y Tipler, 1988). Por lo tanto, entre lo orgá­
nico y lo inorgánico existe una relación íntim a y dual que lleva a p re­
guntarse si al estudiar la naturaleza los hum anos no se encontrarán
sólo a sí mismos. O, p ara ubicarlo en una perspectiva teleológica: ¿la
naturaleza está construida de tal m anera que el observador hum ano
aparece como una consecuencia necesaria? Ln este últim o argum en­
to la estrecha relación entre los hum anos y la naturaleza justifica el
optim ism o epistem ológico de que hasta las áreas más “rem otas” de la
“n atu ra leza” son accesibles al pensam iento hum ano. Lsa posición
autoriza cierto optimismo, pero no perm ite definir la naturaleza como
una entidad in d ependiente, p o r más radical que sea nuestra concep­
ción del P rincipio A ntrópico. Por lo tanto, la natu raleza no es un
“O tro ” distinto, y la negación de su “o tred a d ” introduce una p o ten ­
cial circularidad. La investigación en la naturaleza es al m ismo tiem ­
po una indagación en la identidad de los hum anos. Pero eso am en a­
za a la id ea de progreso que está en el corazón de la física de alta
energía; es difícil definir independientem ente el referente, es decir,
la naturaleza.
Las ideas antrópicas -situadas en los m árgenes de la teo ría - son
consideradas com o un “ejercicio académ ico” p o r la m ayoría de los
físicos, en especial p o r los del lado experim ental, para quienes la teo­
ría p u ra e intem poral sólo adquiere im portancia cuando se traduce
a algo m edible (en la actualidad hay u n a anim ada polém ica entre un
en foque filosófico y otro más ex p erim en tal; p a ra un resum en, cf.
Kobbe, 1994). Así, la distribución diferencial de ideas y conceptos
sobre la naturaleza en tre los distintos segm entos de la física de alta
energía sirve a varios propósitos funcionales.
Como en la física de alta energía todavía es incierto qué es lo que
se observa y cómo se p uede describir, y como cada uno tiene solam en­
te teorías que cubren aspectos parciales, el progreso se docum enta
principalm ente m ediante parám etros “técnicos”. Por lo tanto, lo que
está en el corazón de la idea de progreso es el dom inio de la n atu ra­
leza, su cultivo productivo y todas las teorías de m ediano alcance re­
lacionadas con esto. Todavía no se en tien d en conceptos centrales y
globales, com o la naturaleza esencial de una partícula elem ental o la
masa. Sin em bargo, eso no im pide que se m idan masas y se detecten
partículas elem entales.
La física de alta energía no sólo tiene que ver con la naturaleza y
los cuerpos, tam b ién trata con personas. H acer fam oso a alguien
reco m p en sán d o lo con prem ios y m edallas, adem ás de p o n e rle su
nom bre a partículas, calles y plazas, parecería ser, a prim era vista, sim­
plem ente un m edio de crear una especie de héroe cultural; ocasional­
m ente uno lee u oye frases como: “la m asa de Planck es la m asa para
la cual la frecuencia C om pton [...] es igual al radio Scharzschild” (Lin­
de, 1989:1). Pero esa producción de personas famosas tam bién des­
em p eñ a u n pap el im p o rtan te en relación con la producción socio-
cultural del tiem po. De nuevo, nos enfrentam os a dos concepciones
del tiem po parcialm ente diferentes; al d ar su nom bre a cosas las p e r­
sonalidades específicas se vuelven en cierto m odo inm ortales, pero
d entro de u n m arco com petitivo los nom bres o p eran como símbolos
paradigm áticos que significan progreso y horizontes de tiem po ilimi­
tados. Es sólo en una etapa posterior que u n a subcultura localizada,
que construye una visión situada de la naturaleza y del tiem po encar­
nada en “grandes hom bres”, puede ser traducida en u n símbolo cla­
ve del progreso central para sociedades enteras. Sin em bargo, cuan­
do la física de alta energía cum ple esa función simbólica más global
lo hace p o r conducto de una im agen pública bastante diferente del
tipo de visión interna descrito más arriba.

CONCLUSIÓN

En resum en, la naturaleza tal como es considerada en los laboratorios


de física de alta energía es reproducida. Es una representación inscrita
en “tecnohechos”. Por lo tanto, su calidad icónica no es u n a cualidad
d ada, ev idente p o r sí m ism a, sino algo activam ente elaborado. El
m arco cultural “local” en que tiene lugar esa reproducción se carac­
teriza p o r un rico folclor que m etafóricam ente tom a elem entos de una
variedad de otras superficies de contacto en tre naturaleza y cultura,
incluyendo la del cuerpo hum ano. La naturaleza, tal como es conce­
bida en la cultura de la física de alta energía, d ep en d e de dos contra­
dicciones: abundancia de significado y escasez de signos, nociones
intem porales y tiem po lineal com petitivo. Ambas cosas parecen ser
necesarias, y los cortocircuitos se p re v ie n en p o r m edios sociocul-
turales.
Así, la naturaleza, que de acuerdo con sus raíces epistem ológicas
es algo que crece en form a independiente, casi no existe en el m arco
que he venido exam inando. Allí la naturaleza está íntim am ente liga­
d a con la cultura, caracterizada p o r u n a estru ctu ra organizacional
p articular y tipos distintivos de habla y de habitus: “a la m anera de la
física”, com o suelen decir los físicos. Es sólo en u n a segunda instan­
cia que el establecim iento de la naturaleza com o signo significativo
adquiere im portancia a nivel general. Lo hace m ediante procesos de
traducción, p o r los cuales las versiones localizadas específicas adquie­
ren im portancia global. Esos procesos sirven, adem ás, a fines especí­
ficos, en cuanto desem peñan u n papel im portante en relación con lo
que se llam a “liderazgo científico”, produciendo una clasificación de
naciones (culturas) basada en concepciones del tiem po evolucionistas
y lineales. U na m irad a más de cerca a la cultura de la física de alta
energía p o d ría proporcionar u n ejem plo, m ostrando los m ecanismos
que aseguran la producción de tiem po lineal.
La naturaleza es en m uchas formas una reserva para la producción
de cultura; eso im plica la producción de sentido m ediante procesos
de clasificación y refinam iento, transform aciones y aplicaciones téc­
nicas, la producción de versiones específicas del tiem po, la encultu-
ración, cuerpos disciplinados, identidades locales ligadas a particu ­
lares superficies de contacto naturaleza-cultura, personas famosas y,
p o r últim o, la clasificación “sim bólica” de naciones y culturas. En
consecuencia, la tesis algo w eberiana de E der (1988), de que las con­
cepciones m odernas de la naturaleza se caracterizan p o r su desim bo­
lización, aparece com o una simplificación. La naturaleza reproduci­
da p o r los físicos está dotada de una serie de rasgos simbólicos que
precisam ente aseguran la continuidad del interés en ese campo, y, p o r
lo tanto, su existencia misma.
A p esar de estar en el centro de todas las actividades, “n atu ra le­
za” es un térm ino raram en te em pleado en física. La “física” m ism a es
lo que se utiliza p ara significar lo que se está encarando, p o r ejem plo
en expresiones como “el verdadero significado físico”, “volvamos a la
física”, “no encontram os física hacia ad elan te”, etc. La “n aturaleza”
sólo en tra en el ju eg o cuando es h ora de p o n e r fin al debate, porque,
com o suelen d ecir los físicos, “Es la n atu raleza la que nos guía en
determ in ada dirección.” Sin em bargo, lo “n atu ral” está investido de
significado cultural, “determ inado p o r los que poseen el p o d er y el
dinero necesarios p ara utilizar la naturaleza en form a instrum ental”
(Pugh, 1988:2). En las sociedades, tan to occidentales com o no, la
naturaleza no es solam ente objeto de contem plación y curiosidad, está
vinculada con cuestiones de p o d er y de prestigio, así com o a proble­
m as fundam entales relacionados con la identidad hum ana. Este ú l­
tim o rasgo h a sido destacado p o r Godelier, (1984:10): “l ’homme a una
histoireparce qu'il transforme la nature” [“el hom bre tiene historia p o r­
que transform a la naturaleza”]. Visto desde otra perspectiva, ese rasgo
“p ro d u ctiv o ” de la interface n atu raleza-cu ltu ra tam bién revela u n
problem a fundam ental: “¿Cómo y p o r qué los hombres, que son parte
de la naturaleza, logran verse a sí m ismos como distintos de la n atu ­
raleza, a pesar de que para subsistir tienen que m an ten er constante­
m ente relaciones con la naturaleza?” (Leach, 1970:102).
La física n o sólo está produciendo sentido en térm inos científicos;
adem ás, adquiere u n a calidad metafísica cuando extiende nociones
acerca del “cóm o”, que pueden ser tratadas a nivel “técnico”, a nocio­
nes referentes al “p o r qué”, que desbordan el nivel técnico, funcional
de razonam iento. Com o lo expresa Kobbe (1994): “más que todas las
dem ás disciplinas, la física alcanza las fronteras de lo perceptible, y
toca el dom inio de la religión”. No cabe duda de que la dim ensión
metafísica de los intereses fundam entales de la física de alta energía
está relacionada con la extrem a “ahí-afueridad” que caracteriza sus
fines últim os. C oincide con la extrem a distancia que existe entre el
tipo de cuestiones que los físicos encaran y el m undo fenom énico de
todos los días. Esto tiene que ver con los m étodos de la física tanto
com o con su objeto. La reproducción de la naturaleza está ligada a
instalaciones técnicas com plejas, a u n a v aried ad de in stru m en to s
sofisticados, a u n a específica estru ctu ra dualista del cam po y - p o r
su p u esto- a físicos que han pasado p o r u n largo proceso de sociali­
zación profesional. Sin aceleradores, sin M onte-Carlos, sin los “ojos
calibrados” de los físicos y la com pleja relación entre experim ento y
teoría nadie sabría jam ás de la existencia de los “quarks”. Por lo tan ­
to, es ante todo u n conocim iento situado, vinculado a u n a cultura
específica, lo que posibilita esa reproducción de la n atu raleza.9 La
deslocalización de ese conocim iento es sólo u n segundo paso. Im plica
que los “q u arks”, reproducidos en ese am biente local, son después
transform ados en u n texto escrito que se p uede hacer circular, publi­
car y finalm ente in co rp o rar a los libros de texto que representan el
conocim iento científico acerca de la naturaleza. C on ese paso, todos
los aspectos locales, todo el folclore que influye y caracteriza la rep ro ­
ducción de la naturaleza, se pierd e o -si se p re fie re - es suprim ido.
A hora la naturaleza se ha convertido en u n texto, listo para servir de
base a un a clasificación de las naciones, p ara la instalación de concep­
ciones específicas del tiem po, etc. La naturaleza es instalada en u n a
red m ucho m ayor de transform aciones y traducciones, lista p ara ge­
n erar un a m ultitud de argum entos, significados e intereses ulteriores.
La dicotom ía entre “nosotros” y “ellos” creada en este contexto de
razonam iento supone im plícitam ente u n a distinción en tre “conoci­
m iento arraigado en la sociedad, y conocim iento in d ep en d ien te de
la sociedad” (Latour, 1987:213). Los m odos de conocim iento anterio­
res se desig nan g en e ralm en te con el prefijo “e tn o ”. R ecordar a la
gente de las sociedades occidentales que el conocim iento científico
acerca de la naturaleza tam bién se genera en culturas locales, d e p e n ­
dientes de circunstancias específicas y tradiciones situadas, es uno de
los tem as centrales de la antropología sim étrica. Es en ese contexto
d o n d e el razo n am ien to científico re c u p e ra sus aspectos sociocul-
turales, ab rien d o así el cam ino p a ra u n estudio com parativo de la
interface entre naturaleza y cultura que no excluya a la ciencia.

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1“). \IJ E V A S H E R R A M IEN TA S PARA LA C O N V IV IA L ID A D
S ocied a d y b io tecn o lo g ía

PA U L R I C H A R D S
(a ido k i i \ i- \ K A \ i r

¿En q ué circunstancias, y con qué con secu en cia s, los g ru p o s sociales


se in teresan por futuros tecn o ló g ico s y tratan d e o b te n e r algú n c o n ­
trol sobre el proceso d e la gen eración d e tecn o lo g ía ? P lan team os esta
p regu n ta básica en relación con las b io te cn o lo g ía s agrícolas {d efin i­
das en forma. am plia co m o p ro ce d im ien to s que m o d ifica n p ro ceso s
a g r o b io ló g ic o s para b e n e fic io m a teria l h u m a n o p o r m e d io d e la
m a n ip u la ció n d e p rin cip io s c o n o c id o s, o m ás e str ec h a m en te c o m o
m o d ifica cio n es que se basan en avan ces recien tes d e la b io lo g ía m o ­
lécu la ]).1
C on frecuencia se p resen tan a la tec n o lo g ía y la cien cia social en
una relación d e o p o sició n , rellejo L a n í o d el leg a d o filo só fico ca rtesia ­
n o co m o d e h ech o s d e la historia te c n o ló g ica recien te. La tec n o lo g ía
nuclear, desar rollada en co n d icion es de gran secreto p o r un co m p lejo
industrial-m ilitar, ha ten id o una in lln en cia fun d am en tal en la a g e n ­
da d e los críticos d e la tec n o lo g ía en el m u n d o in du strial d esp u és de
KM5 (H all, 198ó). Sin em b argo, es difícil so sten er esa p ola riza ció n
con cep tu al si p restam os a ten ción a la tec n o lo g ía co m o proceso social.
Las nuevas tecn ologías son ¡jarte in tegran te d el discurso y la p rác­
tica sociales. Surgen d el interior d e m arcos in stitu cion ales, y fu n c io ­
nan co m o p u n to s ló c a les para el cu estio n a m ien to en tre grujios. Por
esa razón., el le n g u a je d el cam b io te c n o ló g ic o es tam b ién un disc ur­
so m oral (el lengu aje del “d eb er ser" antes q ue el del “ser’'). D iferentes
gru p os ven el luturo d e distintas m aneras, co m o rellejo d e diferencias
s iste m á tic a s en cu ltu ra m a teria l y o r g a n iz a c ió n so c ia l (D o u g la s y
Wildavsky, 1982). Jal vez por esa razón los d eb a tes acerca d e te c n o ­
logías alternativas d eg en er a n y se con v ierten en d iá lo g o s d e sordos.
N u e stra a m b ic ió n actu al (tal c o m o se r e su m e en e s te a rtíc u lo ) es
m odesta: e x a m in a n d o el c am p o de la g en er a ció n d e b io tecn o lo g ía s,

1 Hse es el luco d d programa de investigac ión del grupo sobre Tecnología, y De­
sarrollo Agrario de la Universidad Agrícola de YVageningen.

i wc,;
y tratand o d e id en tificar alg u n o s de los p rin cip a les actores organ iza-
cion ales, esp e ra m o s p o d e r sugerir form as útiles d e em p ez a r a a n a li­
zar la c o n ex ió n en tre so cied a d y b io te cn o lo g ía . Este cap ítulo in ten ta
“m arcar” alg u n o s p u n tos d e con testa ció n soc ial q ue tien en p rob abi­
lid ad es d e llegar a ser críticos, y co m en ta r alg u n a s p o sib ilid a d es d e
in v estig a ció n en cien cia social. Se h ace referencia p rin cip a lm en te al
p r o c e s a m ie n t o d e a lim e n t o s , al m e j o r a m ie n t o d e p la n ta s, a la
b io tecn o lo g ía en el d esarrollo del d ercer M undo y a los d eb ates sobre
con servación y agricultura su sten iab le.

TÉCNICA Y I !•( \< >1 < K.IA

En g en er a l se su p o n e q u e tec n o lo g ía sign ifica tanto un co n ju n to d e


procesos m ed ia n te los cu ales la acción h u m an a p rovoca tran sform a­
cio n es en las co n d icio n es m ateriales y m en tales d e la existencia co m o
el c o n o c im ie n to m ed ia n te el cual se o b tie n e n esas tran sform acion es,
(aran d o la d efin ició n destaca la im portan cia d el c o n o c im ie n to a lg u ­
nos analistas trazan una d istin ción n ítida en tre técn ica (la ca p acid ad
práctica d e alcanzar d eter m in a d o s objetivos) y tec n o lo g ía (el c o n o c i­
m ie n to d e p rin cip io s su b yacen tes ab straíd os d el p ro p io p ro ceso d e
tran sform ación , d e m anera que permití* con sid era r nuevas tran sfor­
m acion es p o ten cia les a m es d e ten er cu alq uier co m p eten cia práctica).
Según estas d efin icio n es, los asuntos h u m an os han estad o d o m in a d o s
p o r la técnica hasta hace muy p o co tiem p o , p ero la tec n o lo g ía (que
d e sd e el sig lo xvn lia avan zad o p a ralelam en te a los a d ela n to s de! c o ­
n o cim ie n to cien tífico ) es ah ora una fuerza d o m in a n te en el m u n d o
m o d e rn o . E n realid ad, m u ch o s c o n sid er a n q ue la te c n o lo g ía es un
factor clave d e la m od ern id a d .
El c o n c e p to m o d e rn o d e tecn ología, co m o c o n o c im ie n to d e p rin ­
cip io s su byacen tes a p rocesos d e tran sform ación m aterial, está lig a ­
d o a la p r ee m in e n c ia alcanzada por el in d iv id u a lism o m e to d o ló g ico ,
l.o s program as d e en señ a n za en tec n o lo g ía , si bien a d m iten la esp e -
cialización , exp resan claram en te que las ab stracciones de p rin cip io s
te c n o ló g ic o s q u e cu en tan son las que p u e d e n ser intern alizadas por
a g en tes h u m an os in d ivid u ales. A co n tin u ación eso s pr in cip io s serán
d esarrollad os por in d ivid u os o p or eq u ip o s, trabajando en o rg a n iza ­
c io n e s (em p resas, la b o ra to rio s d e in v estig a c ió n g u b e r n a m e n ta le s,
universidad es, etc.) ap oyadas p or in stitu cion es específicas (m ercados,
leyes nacionales e internacionales sobre la propiedad intelectual, etc.).
Las principales organizaciones p ara la generación de tecnología en
el m undo m oderno son em presas que o p eran en el m ercado, pero las
organizaciones del sector público son im portantes en algunos secto­
res (en particular la defensa y la agricultura internacional).
La definición convencional puede ser cuestionada en varios aspec­
tos. El pasaje de la técnica a la tecnología como condición de la m o­
d ern id ad (Ingold, 1988) se puede cuestionar en térm inos em píricos,
po r lo m enos en el sentido negativo de que con frecuencia es difícil
p rob ar la ausencia de apreciación del principio abstracto en periodos
anteriores, antes del surgim iento de códigos estandarizados p ara la
re p resen tació n y la com unicación in terc u ltu ra l de relaciones abs­
tractas.
La etno grafía m o d ern a tiene varias historias que ofrecer com o
advertencia respecto de eso. Los agricultores “de subsistencia” ejer­
cen u n a presión selectiva sobre los tipos de plantas al cosechar y al
rep la n tar; con cultivos que se re p ro d u ce n siem pre en tre ellos [in-
breeding] se h a dem ostrado que eso suele conducir a una sólida ap re­
ciación de la estabilización del fenotipo a través de la selección m a­
siva, y que de ahí en adelante algunos agricultores tienen presente esa
estabilización al escoger sus técnicas de cosecha y alm acenam iento de
semillas (Richard, 1993). Sin em bargo, en ausencia de u n m arco de
teoría evolucionista y genética m endeliana, los principios de selección
a m en u d o se expresan en térm inos de abstracciones locales que al
extranjero le resulta difícil descodificar. Esas abstracciones p u ed e n
invocar conceptos de antepasados y hechiceros en los que hay elem en­
tos de interés tanto sociológico com o biológico mezclados en form a
inextricable (Longley y Richards, 1993).
U n segundo cuestionam iento podría m ontarse desde una perspec­
tiva durkheim iana: no es im posible ni absurdo concebir abstracciones
tecnológicas que sean elem entos de la conciencia colectiva antes que
individual. Desde ese pun to de vista, la discusión sobre la abstracción
tecnológica y la m odernidad es sim plem ente un debate sobre la abs­
tracción a nivel de los agentes individuales y el ascenso a la prom inen­
cia del individualism o m etodológico bajo el capitalism o com o base
p ara la com prensión del com portam iento hum ano y la tom a de d e­
cisiones. Algunos críticos (entre ellos nosotros) detectan u n a circu-
laridad conceptual muy conveniente oculta bajo la supuesta transición
histórica de u n m undo dom inado p o r la técnica a uno dom inado p o r
la tecnología. Es posible que la abstracción tecnológica haya ido h a ­
ciéndose cada vez más im portante en la época m oderna, pero la ca­
pacidad de esa abstracción es una característica de la especie, y p o r
lo tanto está (al m enos) latente en poblaciones hum anas anteriores.
La ap a ric ió n de la abstracción tecn o ló g ica com o e lem e n to de la
autoconciencia cultural en el m undo occidental m oderno, en conse­
cuencia, p o d ría deber m ucho a factores sociológicos.
Los sociólogos de la ciencia dem uestran con éxito que subcampos
científicos “se condensan” a p a rtir de la elaboración de organizacio­
nes y redes profesionales, y que las hipótesis científicas necesitan no
sólo evidencia sino una com unidad estable de creyentes para alcan­
zar el éxito (Latour, 1987; Pickering, 1992). Lo m ism o vale para la
tecnología. Es im posible com prender plenam ente las historias p a rti­
culares de diseño sin hacer referencia a las redes de actores que sos­
tienen la creencia en determ inada línea de desarrollo tecnológico (cf.
Law y Callón, 1992). A puntar a ese “trabajo” ideológico y tra ta r de
“desenm ascarar” los intereses sociales que sostienen conjuntos p a r­
ticulares de opciones tecnológicas significa, p o r supuesto, co rrer el
riesgo de caer en u n a controversia política. Pero a esta altura es im ­
posible evitar la política. Presentar ciertos tipos de trayectorias tecno­
lógicas com o “n a tu ra le s” e “inevitables” es u n a m anifestación de
p o d er político que niega la posibilidad de elección. U na de las ironías,
y de las oportunidades, de la biociencia m oderna es que los nuevos
desarrollos son vistos no sólo com o inevitables sino com o abriendo
nuevas posibilidades de elección, tan to a los tecnólogos com o a la
sociedad en general.

¿QUÉ ES BIOTECNOLOGÍA? UN ESBOZO ESQUEMÁTICO

E n lu g a r de afirm aciones problem áticas, y posiblem ente cu ltu ral­


m ente condicionadas, construidas con base en la distinción entre téc­
nica y tecnología, es posible considerar la biotecnología, en u n a visión
am plia, com o antigua y m o d ern a a la vez y difundida a lo largo de
diferentes culturas. Conocem os biotecnologías indígenas para la se­
lección de anim ales y plantas, el bio p ro cesam ien to de alim entos,
bebidas y otros m ateriales (por ejem plo fibras) p o r m edio de la fer­
m entación, la destilación, el ahum ado, la lixiviación (para destoxi-
ficar), el m anejo de la fertilidad del suelo m ediante el uso de residuos
orgánicos, etc. El alcance y la eficacia transculturales de la biotecno-
logia in d íg e n a en el m u n d o m o d e rn o es tem a de in v estig ació n
etnográfica. La red CIKARD (C enter for Indigenous K nowledge for
A griculture and R ural D evelopm ent [C entro p ara el C onocim iento
In d íg e n a p a ra la A g ric u ltu ra y el D esarro llo R ural]), Iowa S tate
University) trabajó en el intento de registrar conocim iento biotecno-
lógico indígena en alrededor de veinte países de África, Asia y Am é­
rica L atina (“In d ig en o u s Knowledge an d D evelopm ent M o n ito r”,
1994). O tros organism os desarrollan actividades similares de inven­
tario y docum entación.
El reconocim iento de que la innovación en la biotecnología es u n
hecho establecido desde hace m ucho tiem po (Bud, 1993) y am plia­
m ente distribuido en tre las culturas será cada vez más im portante en
el cuestionam iento de algunas de las afirm aciones más disparatadas
y agresivas de derechos de propiedad intelectual en la biotecnología
“m o d erna” (por ejemplo, la “p ropiedad” de genomas de plantas hasta
ah o ra conform ados en gran m edida p o r la selección de los agricul­
tores pero recientem ente m odificados m ediante nuevos m étodos de
transferencia de genes). La perspectiva transcultural tam bién es im ­
p o rtan te porque contribuye a hacer explícito el contenido social de
la biotecnología. U n ejem plo serían las preferencias alim enticias y la
cocina regional com o una “je rg a ” p o r la que el público general llega
a reconocer el contenido social de elecciones tecnológicas en el p ro ­
cesam iento de alim entos (Ventura y Van d er M eulen, 1994).
A un a d m itie n d o u n a definición am plia de tecnología, m uchos
com entaristas, sin em bargo, trazarían una línea firm e entre biotecno­
logías tradicionales, establecidas y modernas. U n ejem plo de biotecnolo­
gía trad icional sería la producción de alcohol p o r ferm en tació n y
d estilación de vino de palm a. El cultivo de plan tas con base en la
genética m endeliana y el conocim iento de las estadísticas multivaria-
das sería un ejem plo de una biotecnología establecida. Y en general
se considerarían biotecnologías m odernas las que d ependen de avan­
ces recientes de la biología m olecular (Tait, Chataway y Jones, 1990).
Antes de indicar brevem ente algunas de esas tecnologías m odernas,
sobre la base de que probablem ente no son tem as familiares p ara los
lectores de antropología, se im pone u n a advertencia. Algunos auto­
res in te n ta n sep a rar la biotecnología “m o d e rn a ” com o u n a esfera
distinta, específicam ente porque tienen en m ente el argum ento de
que el contexto social no es tan im portante aquí como en las biotecno­
logías “tradicionales”, como la panificación o la fabricación de cerve­
za. Com o explicarem os más adelante, es preciso enfrentar este p u n ­
to de vista con una atención muy cuidadosa, p o r ejem plo, a la econo­
m ía política de las decisiones de inversión en la industria biotecno-
lógica o a la participación de las redes de actores en la conform ación
de la vida del laboratorio.
Los descubrim ientos iniciales clave en la biología m olecular fue­
ron el reconocim iento (por Avery, en 1944) de que el m aterial genético
de los crom osom as es el ADN, y la co m p re n sió n d e la e stru c tu ra
tridim ensional de esa molécula p o r Cricky Watson (1953). Veinte años
m ás ta rd e , Boyer, lo g ró u n ir secuencias de ADN d e dos fu e n te s
genéticas (dos plasm idios de Escherichia coli) produciendo así el p ri­
m er a d n recom binado (artificialm ente creado).
La tecnología de la recom binación del ADN es u n elem ento de la
mayor im portancia en el repertorio de la ingeniería genética (el grupo
de técnicas que im plica alterar el estado natural del genom a de un
organism o). La ingeniería genética d ep en d e en gran parte del cono­
cim iento de las enzimas capaces de cortar y pegar secuencias de genes
determ inadas. Se p u ed en usar genes foráneos en bacterias, p o r ejem ­
plo p ara p roducir insulina hum ana, para m etabolizar petróleo (y así
“com er” m anchas de petróleo derram ado) o para sintetizar vacunas
(por ejem plo contra la hepatitis B y el virus de Epstein-Barr). En un
nivel más ambicioso, se p u ed e utilizar el m ontaje de genes p a ra in­
corporar cambios genéticos perm anentes en eucariotes (amebas, hon­
gos, plantas y anim ales).
Parecería que en la percepción pública de la biotecnología las plan­
tas y los anim ales “transgénicos” tienen una im agen m ucho m ayor que
la que su lim itada im portancia presente justifica. El m ayor im pacto
de la biotecnología en la actualidad debe encontrarse en la ingenie­
ría del bioprocesam iento (el aum ento de escala de las tecnologías de
enzim as p ara la producción masiva de moléculas orgánicas m odifica­
das, p ara la m anufactura de drogas y el procesam iento de alimentos).
Es especialm ente en el procesam iento de alim entos que el desarrollo
de la biotecnología industrial tiene más probabilidades de tener con­
secuencias socioeconóm icas vastas (R uivenkam p, 1989, 1994). La
tecnología de las enzim as ofrece a la industria procesadora de alim en­
tos la posibilidad de la sustitución flexible entre fuentes de sum inis­
tro de azúcares y aceites comestibles. Eso provocaría una reestructu­
ración de las cadenas mundiales de suministro de alimentos que podría
tener consecuencias socioeconómicas enorm es para los países subdesa-
rrollados especializados en mercancías agrícolas com o la caña de azú­
car o el aceite de palm a.
Sin em b argo, el recien te d esarrollo d e la tec n o lo g ía d e un “cañ ón
d e g e n e s ” abre la p o sib ilid a d d e la p rod u cción m ás o m en o s ru tina­
ria d e tip os d e cultivos “tra n sg én ico s” a bajo costo. Las p ro b a b ilid a ­
d es d e q u e eso s m éto d o s tran sgén icos lle g u e n a sustituir}' d esp la za r
a los p ro ce d im ien to s con v en cio n a les para el m ejo ra m ien to d e p la n ­
tas y an im ales in d u striales son d iscu tibles. A lgu nas fu en tes in fo r m a ­
d as s o s t ie n e n q u e so n los a s p e c to s m e n o s e s p e c ta c u la r e s d e las
b io te c n o lo g ía s , c o m o el cu ltiv o d e te jid o s y el u so d e m a rca d o res
m o lec u la res, los q u e p ro b a b le m e n te ten d r á n m a y o r im p a c to en el
m ejo ra m ien to d e p lan tas y an im ales, 110 su stitu y en d o , sin o a p o y a n ­
d o las actividad es d e cría estab lecid as (S im m o n d s, 1983; T h o tta p illy
el a i , 1992). Ya sea q ue el g en se transfiera m ed ia n te la reprodu cción
sexual o a través d el m on taje, los criad ores todavía n o tien en seg u ri­
d a d d e c ó m o se e x p r e sa r á e n el fe n o tip o , y c ó m o se las v er á e s e
fe n o tip o en un am b ien te d eterm in a d o .
Sin em b argo, en la actu alid ad se h acen a firm a cio n es m uy osad as
acerca d e la m ed id a en que las n uevas tec n o lo g ía s d e transferencia d e
g e n e s facilitarán la tran sferencia d e g e n e s, p o r eje m p lo para la to le­
rancia a los h erb icidas en una varied ad “o b jetiv o ” d e p lantas cultiva­
das. Los p o see d o r es d e la p aten te d el “ca ñ ó n d e g e n e s ”, W. R. G race
y su subsidiaria A gracetus, in tentaron re cien te m e n te esta b lecer d e r e ­
ch os d e p a ten te sobre los g en o m a s d e arroz y a lg o d ó n m o d ific a d o s
m ed ia n te esa tecn ología. Eso, por lo m en o s, tuvo el efecto d e c o n c e n ­
trar c o n sid e r a b le a te n c ió n in te rn a cio n a l sobre lo in a p r o p ia d o que
resultan los sistem as d e d erech os d e p ro p ied a d in telectu a l ex isten tes
(p aten tes, d erech os d e autor y m arcas registradas) para cubrir recur­
sos g e n é tic o s v eg e ta les (Shiva, 1994).
Es p reciso m en cio n a r aq uí otra área d el d esarrollo b io te cn o ló g ic o
para co m p le ta r este b reve p a n o r a m a e s q u e m á tic o d e l c a m p o . Los
p rogresos en la b io lo g ía m olecu lar y en la in g en ier ía g en ética tien en
im p lica c io n es con sid erab les p ara la rep ro d u cció n h u m an a. El aseso-
ra m ien to g e n é tic o (p or eje m p lo en el caso d e p a d res e n p e lig r o d e
transm itir g en es de an em ia d e células tip o gu adañ a o ftbrosis quística)
p od ría ser su stitu id o algú n día p o r la terapia g en étic a (técn icas para
curar en fer m e d a d es gen éticas). Más in m ed ia ta es tal vez la im p o r ta n ­
cia d e los m o d e rn o s m éto d o s de base b io tecn o ló g ica u tilizados hoy en
el m anejo d e la fertilidad hum ana, p or eje m p lo la fertilización in vitro ,
o n uevas técn icas q u e p e r m ite n a los p a d res e s c o g e r el sex o d e sus
hijos. T od avía no está claro e x a c ta m e n te cé>mo esas e le c c io n e s m ás
am p lias afectarán a la fam ilia y otras rela cio n es h u m an as, p ero a lg u ­
nos ad vierten que están en juego el se n tid o y el sig n ifica d o d e lo so ­
cial (Slrath ern, 1990, 1992).

KI. 1>AISAJL I \ > ¡ I l'l C lONAL DI'. I .A 15i () r ECN ( ) L ( X . íA

P u e d e n h a cer se d o s a firm a cio n e s sob re el m arco o rg a n iz a cio n a l e


in stitu cion al d en tro d el cual se d esarrolla h oy la b io te c n o lo g ía . Pri­
m ero, la b io te c n o lo g ía está d om in ad a por el sector p rivad o, y, por lo
tanto, es esen cial q ue los analistas resuelvan una serie d e cu estio n es
relac ion ad as con la cultura in stitu cional d el sector privado (por e je m ­
p lo, e n te n d e r los re g ím en es d e p ro p ied a d in telectu a l p referid o s p o l­
los n eg o cio s). S eg u n d o , los gru p os d e p resión am b ien talistas son un
foco cada vez m ás im p ortan te para el escru tin io p ú b lico d e las e le c ­
c io n es b io tecn o ló g ica s. Esto tien e im p lica cio n es para el con trol d e la
b io te c n o lo g ía en el T ercer M undo.

L a biotecnología y el sector privado

Es n ecesario d estacar la im portan cia d el sector privad o y d e las e m ­


presas m u ltin a cio n a les en las áreas d o n d e la b io tecn o lo g ía ha ten id o
hasta ahora su m ayor im pacto e c o n ó m ic o -p r o c e sa m ie n to d e a lim e n ­
tos y d rogas. En com p a ra ció n con el d esarrollo d e la tec n o lo g ía n u ­
clear d e sp u é s d e 1945, los p aíses y esta d o s d esa rro lla d o s a p a r e n te ­
m e n te e n cu en tra n q ue la b io te c n o lo g ía tie n e m e n o s sig n ifica c ió n
estra tég ico -m ilita r (aun cu an d o, co m o se m uestra en la d escrip ció n
d e B u d | I993J, la p r e o c u p a c ió n p o r las p o s ib ilid a d e s d e “g u erra
b a cter io ló g ic a ” es un factor relevan te en la d escon fia n za d el p úb lico
hacia la in g en iería gen ética ). A dem ás, en esos p aíses la agricultura es
u n a in d u stria “vieja” y so b rep ro ieg id a , y la ten d en cia g en era l d e la
p o lítica en N o rtea m érica y Europa en los ú ltim o s añ os (con m uchas
variacion es locales y retrocesos a corto p la zo ) ha sid o hacia la p ro g re­
siva separación del estad o d e áreas estratégicas c o m o la in vestigación
y d esarrollo (ID) agrícola y la ad m inistración d e ex ced en tes de a lim en ­
tos. U n eje m p lo n otab le fue la d ecisió n d el g o b ier n o b ritánico en el
d e c e n io d e 1980 d e v en d er los in stitu tos d e in vestig a ció n sobre pro­
d u cción d e veg eta les d e l sector p ú b lico al sector p riv a d o . Por c o n si­
g u ien te , está p ro d u c ién d o se una alteración, d el eq u ilib rio en tre la id
llevada a cabo en los sectores público y privado, con posibilidades de
que haya u n a reducción en la financiación y el apoyo institucional
p a ra el trabajo e m p re n d id o p o r laboratorios universitarios y otras
organizaciones del sector público.
Esa alteración del equilibrio entre la iniciativa de los sectores p ú ­
blico y privado en la investigación biotecnológica podría tener, asimis­
mo, im plicaciones im portantes para los países en desarrollo, donde
aún hay argum entos muy sólidos en favor de la id biotecnológico en
el sector público, aunque la creciente influencia global de la cultura
institucional del sector privado los va corroyendo. U n caso ilustrati­
vo p o d ría ser el de los tipos de regím enes de derechos de p ropiedad
intelectual, que el sector privado reclam a para cubrir innovaciones en
biotecnología y que, de ser aplicados, p o d ría n inhibir actividades,
com o la experim entación adaptiva de los agricultores, que son signi­
ficativas p a ra la im plantación rá p id a de innovaciones agrícolas basa­
das en la biotecnología.
Más en general, se ha expresado preocupación p o r el im pacto en
los países pobres del aum ento de la capacidad de los procesadores
in d u striales de alim entos de sustituir fuentes de aceites y azúcares
u tilizan d o técnicas de in g en iería b io p ro ce sad o ra im pulsadas p o r
enzim as. M ientras que antes los agricultores tropicales p ro d u cían
m ercancías distintas -com o aceite de palm a, chocolate y caña de azú-
c a r- p a ra las cuales ten ían una ventaja com parativa am biental, es
posible que term inen sum inistrando apenas m ateria prim a p ara una
in d u stria pro cesad o ra de alim entos capaz de crear, en el p u n to de
procesam iento, la com binación exacta de aceites, grasas y jarabes para
la que hay dem anda en ese m om ento. En un m undo en que la n o r­
m a suele ser la agricultura p o r contrato, esto parece reducir aún más
los niveles de p o r sí bajos del po d er de negociación de los agriculto­
res pobres.

Las organizaciones ambientalistas y la biotecnología

Si bien no hay consenso entre los historiadores y los científicos sociales


acerca de las raíces del am bientalism o m oderno en los países indus­
triales, en general se atribuye significación a (por lo m enos) cuatro
tipos de factores: la experiencia de desastres específicos de contam i­
nación (derram es de petróleo, envenam iento de aves p o r d d t , etc.);
cambios en la distribución de la riqueza y la com posición de clase de
la sociedad industrial m oderna (los activistas am bientales suelen ser
de clase m edia y quizá tam bién particularm ente dependientes de las
o p o rtu n id ad es de em pleo del sector público, véase Lowe y G oyder
[1986]); el ascenso de las actividades de e n tre te n im ie n to de base
am biental (Hays [1987]); y el im pacto de los m edios de com unicación
masivos m odernos (en especial la televisión).
Douglas y otros (Gouglas y Wildavsky, 1982), sin em bargo, han
insistido en un enfoque más “profundam ente estructurado” y socioló­
gicam ente autosuficiente para explicar cómo y p o r qué los grupos que
hacen cam paña seleccionan y escogen un conjunto relativam ente es­
trecho de preocupaciones en las que concentrarse, entre la vasta gam a
de incertidum bres y peligros que afligen a la sociedad en algún m o­
m ento dado. De acuerdo con esta línea de explicación, el “am bienta-
lism o” no es tanto una respuesta objetiva a un peligro externo como
u n a de las form as típicas en que los grupos sociales proyectan tensio­
nes y preocupaciones internas para que la sociedad se responsabilice.
No se pu ed e negar el fuerte tufo apocalíptico de algunos m ovim ien­
tos am bientalistas activistas, pero todavía no está claro hasta qué p u n ­
to el enfoque de “teoría cultural” de la escuela de Douglas p u ed e ser
in teg rad o como u n elem ento dentro de una explicación más am plia
del am bientalism o, o si se sostiene p o r sí solo com o u n a form a de
explicar específicam ente las tendencias m ilenaristas del am bienta­
lismo.
Pero de cualquier m odo que expliquem os el ascenso del am bien­
talismo, la influencia de los grupos am bientalistas en la conform ación
d e la biotecnología parece destinada a aum entar. Varios de los m ayo­
res grupos de cam paña “verdes” de los países desarrollados ya tienen
posiciones concretas acerca de tem as de biotecnología, y con frecuen­
cia han llegado a ellas p o r su preocupación p o r tem as relacionados
con la ag ricu ltura “sustentable”. En algunos casos, eso catalizó un
interés p o r problem as del desarrollo global, y es posible que las alian­
zas entre grupos am bientalistas y ONG tengan cada vez más im portan­
cia. Los grupos am bientalistas señalan, asimismo, los biorriesgos y h a­
cen cam pañas p o r el control de la investigación transgénica y de los
organism os genéticam ente m odificados (OGM) que se liberan en el
m edio am biente. Ahí se apoyan en experiencias anteriores en casos
de contam inación am biental y cam pañas contra el abuso de plagui­
cidas. Además, explotan con éxito las resonancias que existen entre
los biorriesgos y la preocupación del público acerca de la seguridad
de la energía nuclear (riesgos de radiación, entre otros).
A parte de que el lobby industrial biotecnológico subestim e o no los
riesgos asociados con el procesam iento y la liberación de OGM, en los
países industriales la desconfianza pública suele ser elevada, tal vez
com o reflejo del secreto y la ausencia de consulta que envolvieron el
inicio del desarrollo de la energía nuclear. Bud (1993) nos recuerda
que la biotecnología es muy anterior a la ingeniería genética, y en otro
tiem po fue (y tal vez en el futuro volverá a ser) u n a receta favorita de
los radicales políticos p ara resolver la cuestión de la suciedad y los
daños causados p o r la prim era revolución industrial y ofrecer liberar
del ham bre a los países en desarrollo. Sin em bargo, en la conform a­
ción de las percepciones m odernas, fue decisivo el hecho de que los
prim eros trabajos transgénicos exitosos se realizaron con bacterias y
coincidieron con el periodo de m ayor intensidad de la agitación es­
tudiantil contra la g u erra de Vietnam. El legado de esa coincidencia
es la percepción muy difundida entre el público, y en particular en los
grupos más instruidos de form adores de opinión de m ediana edad en
Estados U nidos y E uropa occidental, de que la biotecnología es en
cierto m odo u n producto de la “guerra bacteriológica” y está indisolu­
blem ente ligada al p o d er de (en la frase de Eisenhower) “el com ple­
jo m ilitar-industrial”.
En m uchos países hay una tendencia creciente a tratar de desm on­
tar esa desconfianza p o r m edio del diálogo organizado, a veces m e­
d ian te consultas regulares con g rupos am bientalistas. En Estados
U nidos se dice que en algunos casos los grupos am bientalistas están
ganando p arte de la influencia de que antes disfrutaban los grupos de
productores-industrias en la conform ación del program a de investi­
gación de universidades públicas y otros organism os de investigación
del sector público. Está p o r verse si los grupos am bientalistas consti­
tu irán una “oposición leal”, dirigiendo la generación de tecnología
p o r canales nuevos y útiles, o ten d rán el efecto de paralizar la reali­
zación efectiva del potencial de la biotecnología en los países indus­
triales (cf. Rabino, 1994).
M ientras tanto, em pieza a d esarro llarse un debate im p o rtan te
acerca del papel de esos grupos activistas en los países subdesarrolla­
dos. Las organizaciones am bientalistas son actores cada vez más im ­
portantes en el escenario político en un a serie de países de África, Asia
y América L atina (surgidos p o r im itación o p o r invención in d e p e n ­
diente), pero en algunos casos rivalizan con grupos desarrollados en
torno a problem as políticos y ecoculturales enfocados localm ente (los
llam ados “m ovim ientos am bientalistas de los pobres”). En la actúa-
lidad, varios grupos am bientalistas de Am érica Latina y Asia (no tanto
de Africa) están haciendo una cam paña p o r la protección de la bio-
d iv ersid ad . A lgunos vinculan sus cam p añ as a la p ro tecció n de la
biodiversidad y los derechos de los pueblos indígenas. O tros ven una
vinculación en tre la biodiversidad agrícola y la biotecnología, y se
concentran en problem as relacionados con los derechos de propiedad
intelectual de recursos biológicos. Algunas naciones con tradición de
activismo cam pesino tam bién tienen fuertes organizaciones de agri­
cultores indígenas que em piezan a exam inar cuidadosam ente la agen­
da biotecnológica y a in ten tar ejercer algún control sobre ella (como
o curre, p o r ejem plo, en la India). La significación de esos grupos
-ta n to los movimientos conservacionistas en los que predom ina la cla­
se m edia como los “m ovimientos am bientalistas de los pobres”- no se
lim ita a su potencial incidencia en los futuros de la biotecnología en
los países en desarrollo, sino que form a parte, en u n nivel general, del
debate global m ayor acerca de la dem ocratización y la sociedad civil
(cf. Taylor y Buttel, 1992).

PROBLEMAS DE SOCIEDAD Y BIOTECNOLOGÍA: PRIORIDADES


DE INVESTIGACIÓN

La innovación biotecnológica como proceso socioeconómico

B uena p arte de la tecnología de p u n ta -y en particular en el cam po


biotecnológico- es elaborada p o r equipos de id pertenecientes a em ­
presas que o p eran dentro de u n m arco de cultura institucional capi­
talista o contratados p o r ellas. A pesar de que la teoría de la “innova­
ción inducida” (cf. Ruttan, 1982), basada en la idea de que el am biente
externo (por ejem plo, las tendencias del m ercado) efectivam ente se­
ñala a los equipos de ID dónde se necesitan innovaciones, h a tenido
sus defensores y sus triunfos analíticos, existe una considerable con­
troversia acerca de si la teoría económica establecida es com pletam en­
te adecuada p ara la tarea de explicar el com portam iento innovador
de las em presas en la vida real.
E xam inando enfoques sociológicos y económicos de la innovación
tecnológica, Mackenzie (1992) plantea la necesidad de una síntesis de
enfoques. En particular señala que las decisiones d e id en tecnologías
de p u n ta se tom an contra un fondo de gran incertidum bre económica
y que esa situación de tom a de decisiones en condiciones de extrem a
incertidum bre tiene sus semejanzas con los problem a que enfrentan
los sociólogos cuando in ten tan explicar p o r qué algunas clases de
hipótesis llegan a ten er éxito y otras son rechazadas, antes de alcan­
zar un acuerdo claro sobre los hechos, en la ciencia de laboratorio.
U n conjunto de argum entos con apoyo em pírico considerable es
que el factor clave en la “selección” de la hipótesis previa a la evidencia
es la m edida en que los científicos lo g ran establecer redes sociales
estables de consenso y apoyo (cf. Latour, 1987; Stichweh, 1992; Fuji-
m ura, 1992). Mackenzie (1992), indica que esa perspectiva, inspira­
da en estudios recientes en sociología de la ciencia (Pickering, 1992)
p o d ría ser im portante para com prender cóm o los argum entos de i d
rivales llegan a ser adoptados o descartados dentro y entre las em pre­
sas (cf. Webster, 1989). Tam bién llam a la atención sobre la n atu rale­
za p u ram ente convencional de algunas tom as de decisiones en ID (con
base en intuiciones y reglas prácticas arbitrarias) y la posible im por­
tancia de las profecías previam ente aseguradas en el triunfo de algu­
nas líneas de desarrollo. Tam bién defiende la im portancia del trab a­
jo etnográfico en la docum entación de los enfoques concretos de la
tom a de decisiones (cf. Latour, 1987; Cam brosio etal., 1990), y p ro ­
pone un nuevo campo, potencialm ente útil, que denom ina etnoconta-
bilidad [elhno-accountancy] y que sería el estudio de cóm o los to m a­
dores de decisiones efectivam ente utilizan los datos contables, en
contraposición a las recom endaciones de los libros de texto basadas
en ideales de elección racional. Mackenzie piensa que la etnoconta-
b ilidad p o d ría ayudar a discernir algunas diferencias sutiles en la
form a en que se m anejan transculturalm ente marcos y procedim ien­
tos estandarizados de tom a de decisiones em presariales.
Ya existe apoyo em pírico para el tipo de program a que propone
M ackenzie (Kingery, 1991). Al parecer, el p ro g ram a de M ackenzie
sería un pun to de p artid a interesante y relevante p ara el trabajo en
la construcción social de la innovación biotecnológica. En particular,
parece relevante destacar la potencial significación de la com prensión
etnográfica del proceso de construcción de un libreto. Pero tam bién
será igualm ente im portante p ara trazar u n m apa del terreno, antes
de em pantanarse en casos detallados. Tal vez lo que hace falta en la
actualidad sea un equivalente biotecnológico del p an o ram a etnográ­
fico del Instituto Africano Internacional, como base p ara aprehender
la gam a de cosm ologías habitadas p o r las “trib u s” de innovadores
biotecnológicos. Si es así, es preciso discutir qué debe incluirse en ese
p an o ram a y debatir qué categorías p o d rían utilizarse para la recolec­
ción de datos. Tam bién es necesario en ten d er que cualquier trabajo
etnográfico de ese tipo es inseparable del análisis a nivel de la econo­
m ía política global (véase la sección siguiente), puesto que las “tribus”
de innovadores prosperan o declinan según la posición que ocupan
en u n orden global en evolución (Ruivenkam p, 1989).

Enfoques de la economía política sobre los impactos biotecnológicos

S iguiendo las huellas de los análisis clásicos, p o r ejem plo sobre el


im pacto de innovaciones tales como los cultivos de m ercado y la re­
volución verde en las form aciones sociales agrarias de países subde-
sarrollados, recientem ente se realizó una serie de estudios del impacto
de la biotecnología en la cadena internacional de sum inistro de ali­
m entos. Al parecer, la tecnología de las enzim as en el procesam iento
de alim entos (especialm ente en relación con los aceites y azúcares
vegetales) ten d rá im plicaciones considerables para la división in ter­
nacional del trabajo agrícola. P robablem ente las fuerzas de trabajo
agrícolas de los países pobres ten d rán desventajas aún mayores si el
aum ento de capacidad de los procesadores de alim entos para alter­
n ar entre diferentes fuentes de sum inistro de m aterias prim as clave
conduce a la im predecibilidad en las relaciones entre el m ercado y los
productores en regiones tropicales especializadas en cultivos com o el
de la palm a aceitera. Los biotecnólogos ya hablan de “cultivos acei­
teros de diseñador” (Murphy, 1994). Los cultivadores de oleaginosas
y los agricultores p o r contrato del Tercer M undo parecen destinados
a subsistir con dádivas de segunda m ano y m odas del pasado. Por eso
es im p o rtan te que las ciencias sociales con tin ú en m o n ito rean d o la
incidencia de la biotecnología en la distribución del p o d er y la capa­
cidad de acción decisiva en las sociedades agrarias. Pero, además, sería
preciso tom ar más en cuenta el potencial im pacto de la biotecnología
en la econom ía política global del consum o.
U n debate im portante es sobre si las em presas transnacionales son
realm ente transnacionales, o (como ya prefiere creer la com pañía de
la Coca-Cola) multilocales. H asta el m om ento, las im plicaciones de
la búsqueda de beneficios m ultilocal todavía no están claras. Es po­
sible que las opciones “de diseñador” que ofrece la biotecnología ten­
gan su im pacto prim ario en la división internacional del trabajo, pero
tam bién h ab ría que p re sta r alguna atención a si conducirán a una
intensificación de las elecciones de consum o “de abajo hacia arrib a”
y a la elaboración de nuevas variedades de artículos de consum o (por
ejem plo alim entos y bebidas “regionales” de bajo costo) diseñados
según las preferencias locales. La econom ía política del p o d e r del
con su m id o r es un cam po relativam ente inexplorado. Si hem os de
encarar seriam ente la construcción de libretos en biotecnología, e n ­
tonces la etnografía de la tom a de decisiones en las cadenas de super­
m ercados p o d ría ser un paso tan esencial com o com prender la d in á­
m ica social interna de los laboratorios de id , del lado productivo de
la ecuación.

La conformación social de la biotecnología

¿Qué fuerzas sociales m ayores p o d rá n influir en la biotecnología?


Aquí nos vemos obligados a enfrentar la p re g u n ta básica: “¿Cómo se
expresa la sociedad d en tro y a través de la biotecnología?” Para el
análisis convencional, la biotecnología aparece como un dom inio en
gran p arte a-social. Las cuestiones clave, entonces, son cóm o incidi­
rá la biotecnología en la sociedad y cómo reaccionarán los grupos de
clientes y de consum idores a ciertos desarrollos de la biotecnología.
U n análisis radical llama la atención sobre el hecho de que la biotecno­
logía, como conjunto de prácticas de algunos grupos hum anos (comu­
nid ad es de laboratorio y em presas privadas), es inextricablem ente
sociológica. El carácter inherentem ente híbrido -social-técnico- de la
biotecnología es aquí más evidente que en cualquier otra p arte en la
esfera de las nuevas tecnologías reproductivas, d onde personal m é­
dico y progenitores trabajan para conform ar los dom inios hasta ahora
naturales (o determ inados p o r Dios) del género y el parentesco. Pero
los bioingenieros, de toda índole, in ten tan “conform ar la vida”, y, al
hacerlo, p o n en de m anifiesto profundas cuestiones, tanto sociológi­
cas com o técnicas. Y si los bioingenieros h an em pezado a m oldear los
m ateriales básicos de la vida en form as de muy largo alcance, en to n ­
ces la sociedad p o r su parte ya no puede d ejar la cuestión de la direc­
ción de la biotecnología a los ingenieros expertos, sino que tiene que
plantearse algunas preguntas como: “¿Cuántos procesos sociotécnicos
h íb rid o s ro tulados biotecnología p u e d e n visualizarse en el estado
actual de los conocim ientos?”, y “¿qué criterios deberían regir la se­
lección de los ya propuestos para su desarrollo u lterior?” Esto im pli­
ca una relación entre los “ingenieros” y la “sociedad” como no se ha
visto en los últim os dos o tres siglos. Podría ser útil considerar breve­
m ente los siguientes cuatro puntos.

Biotecnología hecha a la medida

La biotecnología afirm a ser capaz de ofrecer futuros diseñados. Eso


p o d ría ser retó rica solam ente. Hay razones p a ra sospechar que el
im pacto general de las plantas y los anim ales transgénicos podría ser
más lim itado de lo que se anticipaba. Es posible que la opinión p ú ­
blica y los legisladores rechacen la transgénesis, o recorten severam en­
te su experim entación, p o r razones éticas o de seguridad. La selección
n atural p o d ría ten er la últim a palabra con respecto a m uchos de los
nuevos organismos. Hace algunos años, Sim m onds (1983) afirmó que
el m ayor im pacto de la biotecnología en el desarrollo de plantas con­
sistiría probablem ente en el fortalecim iento de procedim ientos con­
vencionales (a través de la aceleración de ciclos, la caracterización
genética, etc.) más que en la sustitución total de los procedim ientos
convencionales p o r la m anipulación transgénica. Por o tra parte, si
algunas de las afirm aciones de la biotecnología resultan ser algo más
que retórica será im portante preg u n tar quién da las órdenes, y cómo
afectará la visión del m undo y de la vida cotidiana del que escoge esa
posibilidad entre las distintas y crecientes opciones biológicas.
Ese p u n to ha sido exam inado por S trathern (1990, 1992) en rela­
ción con las nuevas biotecnologías de reproducción. ¿Qué pasa con
las relaciones sociales y el concepto de naturaleza en el hipotético caso
de que los hijos pasen a ser producto de las elecciones de los pro g e­
nitores en cuanto consum idores de tecnologías reproductivas? A pa­
rentem ente, la posibilidad de biotecnologías hechas a la m edida, es­
pecialm en te p ara am bientes rudos g en eralm en te olvidados p o r la
investigación convencional sobre el m ejoram iento de plantas y an i­
males (Ruivenkam p y Richards, 1994), ofrece una tram a con más es­
peranza (o m enos problem ática) que el cam po reproductivo exam i­
nado p o r S trathern. En el prim er caso, la relación entre el agricultor
y el investigador puede transform arse útilm ente de una relación clien­
te-patrón, en otra cliente-contratista; en los países pobres la biotecno­
logía agrícola, si es apoyada p o r el sector público, p o d ría ofrecer
m ayores territo rio s p a ra la instrum entación de program as p a ra la
generación de tecnología “de abajo hacia arrib a” como los que p ro ­
p o n e el m ovim iento “los agricultores p rim e ro ” en la investigación
agrícola (De Boef et al., 1993). Sin em bargo, el trabajo realizado en y
sobre organizaciones de agricultores parece indicar que un requisito
previo es que ya haya grupos de clientes con u n a com prensión más o
menos clara del proceso de investigación en biotecnología y d e lo que
se puede esperar, con realism o, como producto de ese proceso, antes
de que se haga realid ad la investigación agrícola im pulsada p o r la
biotecnología y orientada p o r la dem anda. Y se requiere urgentem en­
te de una investigación atenta en cuestiones tales com o cuál es exac­
tam ente esa com prensión en cada contexto específico, cóm o se fo r­
man esas com prensiones y hasta qué pun to son adecuadas como base
para dirigir la investigación. Además, hace falta m ucha más inform a­
ción sobre cóm o instituciones de investigación agrícola introducidas
desde el exterior, o diseñadas según lincam ientos externos, llegaron
a incorporarse a culturas institucionales locales en los países en d e­
sarrollo, y qué consecuencias ha tenido esa incorporación (Richards,
1994).

Actitudes del público hacia los bi ornesgos

Las investigaciones ap o rtan cierto apoyo (Tait, 1988) a la opinión de


que las actitudes del público hacia los riesgos inherentes a la biotecno­
logía tien den a ser neutrales o a ser fu ertem ente influidos (quizás en
form a inapropiada) p o r las “filtraciones” de ideas y actitudes desde
dom inios afines (m iedo a accidentes nucleares, preocupación p o r el
renacim iento de la eugenesia nazi, etc.), y para ten er u n a verdadera
respuesta habrá que esperar a que la conform en los prim eros acciden­
tes biotecnológicos (ya sea una fuga de O G M o accidentes industriales
en bioprocesam iento). Las contribuciones de la ciencia social al a n á­
lisis de los riesgos son hoy ricas y variadas (Royal Society, 1992) y tien­
den a ir en direcciones diferentes según las distintas valoraciones de
la n atu raleza de los hum anos evaluadores del riesgo (para decirlo
crudam ente, si las evaluaciones de riesgo son consideradas com o ju i­
cios p rincipalm ente sociales o principalm ente psicológicos). Es posi­
ble que de la teoría cognitiva surja u n m arco com ún (específicam ente
p o r m edio del estudio de la heurística cognitiva de la evaluación de
riesgos). Las culturas de seguridad de fábrica en la industria biopro-
cesadora son potenciales candidatas para un estudio etnográfico muy
im portante.
La capacitación de los biotecnólogos

La form ación de destrezas es un “escenario” fu n d am en tal p a ra el


exam en de las interacciones entre sociedad y tecnología. E ntre los
tem as relevantes se cuenta el exam en de la historia y el carácter p re ­
sente de las instituciones de educación superior que form an bioinge-
nieros, los antecedentes sociales de los reclutas de la bioingeniería, la
profesionalización de los bioingenieros y los debates sociales acerca
del pap el y el estatus de esos profesionistas. Sería interesante ten er
inform ación com parativa sobre los antecedentes, la m otivación y las
perspectivas de carrera de las cohortes de bioingenieros graduados
en diferentes países, y perfiles biográficos de personajes clave o repre­
sentativos (especialm ente los que conform an la política de id de los
principales laboratorios de em presas privadas y del sector público).
Además, necesitam os inform ación de m uchos países sobre el conte­
nido del plan de estudios en biotecnología, y qué influencia ejercen
sobre ese contenido diferentes grupos de interés. En particular, sería
o po rtu no p reg u n tar qué contenido de ciencias sociales tiene o d eb e­
ría ten er la capacitación de los bioingenieros. Y p reg u n tar si la socie­
dad en general d em an d ará cada vez más que los tecnólogos sean so-
cialm en te sensibles adem ás de tecn o ló g icam en te com p eten tes, y
cóm o resp on derán las instituciones de educación y capacitación a esa
d em an da de m ayor sofisticación de los ingenieros (quizás paralela a
u n a m ayor sensibilización a temas sociales en la capacitación de m é­
dicos y arquitectos).2

La biotecnología y la sociedad civil

La biotecnología se desarrollará, cada vez más, bajo el escrutinio es­


céptico, p o r no decir hostil, de organizaciones activistas interesadas
en tem as am bientales. C om prender el ascenso del am bientalism o y
los tipos de organizaciones e intereses presentes en el m ovim iento
am bientalista es u n a tarea de investigación de la m ayor im portancia
p ara las ciencias sociales. La industria de la biotecnología, adem ás,
ap aren tem en te com prende que ese tipo de escrutinio público ya es

2 Actualmente, Harro Maat, miembro de nuestro grupo de investigación, está exa­


m inando este tipo de problemas en cuanto afectan la capacitación de bioingenieros
e ingenieros agrícolas en Holanda.
una característica p erm a n en te del paisaje dem ocrático, con la cual
ten d rán que ap ren d er a convivir, y que es posible que gran parte del
interés se centre en estudios de ciencias sociales que afirm en ser ca­
paces de descodificar, explicar, predecir o m anejar la aceptabilidad
pública de diferentes tipos de desarrollos biotecnológicos (Levidow
y Tait, 1991). U n problem a significativo de eq u id ad in ternacional
p o d ría presentarse si en el O ccidente la presión pública lim ita cier­
tos tipos de avances biotecnológicos que p o d rían ten er gran im p o r­
tancia p a ra grupos con m enos posibilidades de ser escuchados de
países pobres; p o r ejem plo, si el P arlam ento Europeo, siguiendo la
tendencia de A lem ania (cf. Rabino, 1994), tom a m edidas p ara limi­
tar la investigación en transgénesis, con lo que potencialm ente lim i­
taría la o p o rtu n id ad de que científicos europeos contribuyan al desa­
rrollo de nuevos tipos de plantas de cultivo. Los grupos de activistas
am bientalistas no son exclusivos de los países industriales desarrolla­
dos, sino que hoy son un fenóm eno m undial. C on la difusión de la
televisión global y las com unicaciones p o r satélite, fax, correo electró­
nico, etc., resulta relativam ente fácil para los grupos que se hallan en
áreas rem otas participar en redes m undiales de intercam bio de ideas.
El p ro p io debate sobre el cambio am biental global se ha vuelto glo­
bal, con el consiguiente rápido aum ento de las organizaciones activis­
tas en el Tercer M undo. El rico y variado paisaje de ONG am bienta­
listas en surgim iento requiere u rg en tem en te u n a caracterización y
docum entación básicas. Se necesita trabajo etnográfico para com pren­
d er el alcance y la variedad de esas ONG y redes de ONG locales y re­
gionales, y resp o n d er a preguntas sobre sus orígenes y carácter; p o r
ejem plo, en qué m edida representan a grupos “nacionalistas” de clase
m edia, diferentes de una tradición de resistencia cam pesina (los “m o­
vim ientos am bientalistas de los pobres”).
E ntre la avalancha de inform ación y el torbellino de actividades
surgidos de la conferencia de u n g e d en 1992 sobre el am biente glo­
bal p u ed e discernirse una tendencia central sobresaliente. En todo el
m undo los grupos activistas han tom ado una característica central de
la biotecnología: hasta hoy los genes no se p u ed en hacer, sólo se to ­
m an prestados de organism os vivos. Entonces, si los que tom an pres­
tado insisten en los derechos de p ro p ied ad intelectual en biotecno­
logía, los q u e p re s ta n h a rá n lo m ism o. Es p ro b a b le que en los
próxim as decenios las relaciones N orte-Sur estén cada vez más p re ­
ocupadas p o r tem as que giren en to rn o al eje d eterm in a d o p o r la
biodiversidad del sur y la biotecnología del N orte (Seabrook, 1993;
Kumar, 1993). Las actuales afirm aciones de p ro p ied ad intelectual de
recursos genéticos a través de m apas de genom as y nuevas técnicas de
tran sfere n cia de genes p ro b a b le m en te re su lta rá n insostenibles a
m ed id a que jueces, abogados e inspectores de patentes em piecen a
absorber todas las im plicaciones políticas de la oposición del Tercer
M undo, que ahora se va construyendo a lo largo del eje biodiversidad-
biotecnología (Shiva, 1994). Los científicos sociales interesados en
estos tem as p u ed en dividirse en dos grandes grupos: los que partici­
p an activam ente en la lucha p o r la p ropiedad intelectual de los recur­
sos y los que in tentan responder a la pregunta form ulada por Marilyn
Strathern:, ¿qué h ará p o r nuestra concepción de la naturaleza y de
nosotros m ismos esta lucha p o r la p ro p ied a d de los recursos g en é­
ticos?

CONCLUSIÓN

En esta conclusión querem os destacar, sobre todo, la necesidad de un


p en sa m ie n to radical sobre tem as de sociedad y biotecnología. Un
análisis social muy com pleto (por ejem plo, utilizando la perspectiva
de la teoría de actor-red) es esencial para que quede claro que la com ­
p re n sió n de lo que es posible lo g rar m e d ian te la aplicación de la
biotecnología es producto de contextos sociales y arreglos de trabajo
definidos. Por encim a de todo, es preciso com prender que la biotecno­
logía es u n proceso dom inado p o r el capital aventurero [venture capi­
tal] en un orden m undial de em presa privada en rápida elaboración,
y que eso im pone ciertas limitaciones a las formas en que se conside­
ra la m ateria p rim a de la biotecnología. En ninguna parte se ve esto
tan claro como en la “interacción” entre la tecnología de la secuencia
genética y los intentos de asegurarse la pro p ied ad privada de secuen­
cias de genes m ediante derechos de patentes. A esta altura, no q u e­
rem os exp resar n in g u n a opinión sobre lo ju sto y lo injusto en esta
área, salvo señalar que la idea de p aten tar genes liquida por com pleto
la idea del gen como un puro producto a-social de la investigación de
laboratorio. En el m undo de las patentes de plantas o de virus, el gen
sin duda hoy es u n objeto híbrido construido a p a rtir de hechos bio­
lógicos y argum entos de abogado. El m undo de la biotecnología está
lleno de híbridos sociotécnicos similares, y la tarea particular de una
sociología de la biotecnología (como sugiere Latour [1993] en otros
co n tex to s) es c o m p re n d e r las fu en tes y las im plicaciones de ese
hibridism o sociotécnico.
Las ciencias sociales lucharon du ran te generaciones contra la h i­
bridación de sus objetos de estudio. El deseo de im pedir el m estiza­
je entre nuestras categorías está en la raíz de la muy antigua y firm e­
m ente defendida distinción entre naturaleza y cultura. Pero igual que
en los estudios lingüísticos de lenguajes mixtos (estudios de “criolli-
zación”), lo que a prim era vista parece negativo puede ser en realidad
un a fuente de fuerza y nuevas visiones teóricas (Richards, 1994). Así,
nuestra principal afirm ación acerca de la inm inente revolución social
desencadenada p o r la biotecnología es que ya ninguna de las partes
-lo s ingenieros profesionales que trabajan p ara em presas privadas
p o r un lado, digamos, y p o r el otro los grupos de interés, ya sean clien­
tes potenciales o grupos de activistas de la sociedad civil- puede p e r­
m itirse participar en el debate en form a unilateral. Al afirm ar dere­
chos de p ro p ie d a d sobre la m ateria p rim a básica de la vida, o al
posibilitar que los progenitores escojan el sexo de su hijo, los bioinge-
nieros están p en etran d o en el más íntim o santuario social del que los
individuos y los grupos extraen su sentido de identidad. Sea ése su
propósito o no, los bioingenieros se convierten en teóricos sociales y
se abren al debate entre la naturaleza y el valor de otros o rdenam ien­
tos sociales. Del m ism o m odo, los grupos que representan intereses
sociales ya no pueden contentarse con dejar las decisiones técnicas en
las hábiles m anos profesionales. La caracterización correcta del gen
ya no es exclusivam ente u n tem a p ara el análisis en tre biólogos en
arcanas torres de marfil, sino un problem a vital que afecta el m odo en
que los individuos se ven a sí mismos en sociedad.
La prueba de la im portancia de este pu nto es el interés que actual­
m ente existe p o r la calidad de la com prensión pública de esos p u n ­
tos básicos (como en el caso de la conferencia del consenso público
sobre la biotecnología de plantas patrocinada p o r el Consejo de In ­
vestigación en Biotecnología y Ciencias Biológicas del Reino Unido,
celebrada en noviem bre de 1994). Algunos im aginan que ese proce­
so en gran p arte intenta aclarar m alentendidos a fin de p erm itir a los
biotecnólogos trabajar en un cam po más lim pio, pero otros, viendo
m ás lejos, sienten que se están echando las bases p a ra u n contrato
en teram en te nuevo entre la ciencia y la sociedad. Ese nuevo contra­
to haría explícito el carácter híbrido de toda generación de tecnolo­
gía. Y, además, requeriría que las premisas sociales detrás de cualquier
construcción de un libreto tecnológico se presenten al desnudo a la
más am plia y dem ocrática inspección. La elección en ciencia y tecno­
logía ya no estaría dom inada p o r la frase de H enry Ford (puede es­
coger cualquier color con tal de que sea negro). El equivalente actual
de la “elección” de Ford es la idea de que sólo hay una trayectoria
posible p ara el desarrollo de la biotecnología, y que todas las em p re­
sas están obligadas a recorrer esa m ism a trayectoria p o r las férreas
leyes de la com petencia em presarial. Ingenieros conscientes de su
pap el social y un público inform ado atento a la posibilidad del p lu ­
ralism o cognitivo en u n m undo de objetos biosociales híbridos p o ­
d rían em p re n d er ju n to s program as de investigación biotecnológica
radicalm ente diferentes de los contem plados hoy, con consecuencias
totalm ente nuevas y potencialm ente benéficas.
Com o hem os sostenido en o tra p a rte (Ruivenkam p y R ichards,
1994), el p rim er paso necesario para trata r la biotecnología no como
una am enaza sino com o u n a o p ortunidad podría ser pensar en gran­
de, pero diferente. Para hacerlo es preciso am pliar deliberadam ente y
en form a radical la com posición del grupo que ap o rta ideas al ejer­
cicio de construcción del libreto. Precisamente más allá del alcance de
las redes de actores que hoy sostienen gran p arte de la biotecnología
del m un d o está la fuerza im aginativa reprim ida de los pobres ru ra ­
les del m undo, el m ayor grupo de potenciales beneficiarios de una
revolución tecnológica correctam ente m anejada. Debem os in ten tar
urgentem ente explorar las nuevas y valiosas concepciones híbridas de
la naturaleza y la cultura que podrían aparecer si dam os a los pobres
rurales u n a voz clara en los debates sobre el futuro de la biotecnología.

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Anderson, M., 69 Bordo, S., 83, 86
Apffel Marglin, F., 66 Boster, J., 127
Arhem, Kai, 18, 74, 108, 111, 214- Bourdieu, Pierre, 66, 89, 106n, 143,
236 308
Aristóteles, 83, 108, 112 Boyd, R., 52
Atkinson, J.M., 134 Boyer, 321
Atran, S., 113, 127, 134 Boyer, P., 125
Attfield, R., 11 Brightman, R„ 81, 93, 96-97, 116
Avery, O.T., 321 Brightman, R.A., 141
Bud, R„ 320, 323, 326
Bachelard, G., 19, 307, 313n Bulmer, R., 301
Bacon, Francis, 86, 96 Buttel, F.H., 327
Bakhtin, M., 31
Balée, W , 71, 75 Callicott, B.J., 280
Banuri, T., 66, 76 Callón, M., 121, 302, 319
Barkow, J.H ., 48 Cambrosio, A., 328
Barrow, J.D., 309 Caplan, A.L., 279
Barth, E, 199, 210 Caraveli, A., 286
Bassnett, S., 84 Carello, C., 30
Bateson, Gregory, 30, 61-63, 234 Carr, A., 205
Bateson, M.C., 234 Cauvin, J., 249n
Bazerman, G., 308 Charitakis, G., 283
Belliotti, R., 279 Carlomagno, 241
Belsey, A., 11 Chase, A.K., 256
Bennett, J.W., 68, 88 Chataway, J., 320
Berkes, F., 75, 196 Collingw'ood, R.G., 124
Berlín, B„ 15, 113, 127, 128, 195, Columelle, 241
197, 209 Conklin, H.C.,C196
Berlín, I., 97-98 Cooper, D.E., 30
Bernstein, R.J., 68 Cooper, D.K., 278
Berque, A., 258 Cosmides, L., 48, 53
Bettinger, Robert L., 44-46 Crick, F.H.C., 321
Bird, E.A.R., 68 Croll, E., 11,66-68, 139-140,214
Crumley, L., 30 Friedland, R., 24
Friedman, Jonathan, 62-63, 72, 75
D ’Andrade, R., 210 Fujimura, J.H ., 328
Danl'orth, L., 286 Fujita, Y., 261
Danvin, Charles, 15, 22, 46-47, 48- Fukuoka, M., 273n
49, 131
De Boef, W., 332 Gadgil, M„ 75
Dentan, R.K., 137 Galilei, Galileo, 109
Derrida, Jacques, 89 Geertz, C„ 22-23, 27, 142, 193, 250
Descartes, René, 17, 83, 95 Gibson, J J ., 30, 121
Descola, Philippe, 11-33, 72-73, 101- Giddens, A., 60, 73
123, 125, 126, 136, 143, 151- Godelier, M., 312
153, 170, 186-187,214, 221,304 Goethe, joh an n Wolfgang von, 118
Dewev, John, 82, 91, 96 Goyder, J., 325
Dickens, P., 11 Grenand, P., 187
Dillcy, R., 24 Gross, D., 170
Domenikou, A., 282 Gudeman, S„ 17, 66, 71-72, 91, 92,
Donham, D.L., 82, 84-85, 95 93
Douglas, M„ 300, 316, 325 Gurevich, A., 82, 93
Du Marsais, C.C., 113
Dunbar, R., 42 Habermas, Jürgen, 92
Durkheim, Émile, 102, 114, 151 Hall, T., 316
Hallowell, A.I., 116
Eder, K., 311 Hallpike, C.R., 296
Ellen, Roy E, 14, 18, 20, 28, 105, Hamayon, R., 116
124-146, 152, 166, 195, 196, 198 Hames, R., 170
Ellis, G., 281 Haraway, D , 165, 277, 278, 280
Engels, Friedrich, 118 Harris, D.R., 256
England, P., 91, 92 Hawkes, K., 170
Errington, S., 134 Hays, S„ 325
Evans-Pritchard, E.E., 89, 118, 194, Hays, T.E., 130
196, 202, 203 Heidegger, M., 120
Evernden, N., 66, 73 Heisenberg, W.K., 298
Hell, Bertrand, 21, 27, 237-251
Feenberg, A., 188 Heusch, L. de, 304
Feierman, S., 304 Hilborn, R., 94
Firf.h, R., 37 Hill, K., 53
Foley, R., 44 Hirasawa, M., 268
Folke, C., 74, 75 Kirsch, E., 27
Foucault, Michel, 68 Ho, M.-W., 15
Fox, S.W., 15 Hobsbawm, E., 195
Francione, G.L., 279 Hollingshead, A.B., 80, 81, 98
Frazer, Sir James George, 203, 296 Horigan, S., 101, 124
Friedberg, C., 105 Hornborg, Alf, 13, 27, 60-79, 196
Howell, Signe, 18, 27, 28, 105, 116, Kushner, T., 279
149, 168 Kutschmann, W., 308
Hunn, E., 129
H vid in g, Edvard, 15, 18, 21, 28, Lakoff, G„ 211
192-213 Lamartine, A.M.L. de, 118
Lash, S., 24
Ichikawa,T., 258, 273 Latour, B., 19, 101, 109, 186, 296,
Iguchi, T., 261 297, 299, 301, 302, 313, 319,
Ingold, Tim, 13, 17, 26, 30, 37-59, 3 2 8 ,3 3 5 .
66, 69, 72, 74, 85, 109, 124, 127, Lave, J., 17, 55
144, 149, 152, 153, 165, 173, Law, J., 319
181, 189, 198, 210, 277, 318 Leach, E.R., 125, 192,237, 30 1 ,3 1 2
Isbell, B.J., 73 Lefevere, A., 84
Leiss, W., 307
Jackson, A., 296 Lemonnier, P., 169
Jansson, A.M., 74 Lévi-Strauss, C., 103-104, 108, 114,
Johannes, R.E., 71, 75, 197 127, 130, 143, 152, 189, 192,
Johnson, B., 89 193, 214, 299, 300
Johnson, M., 155, 159, 2 11 Levidow, L., 334
Jones, S„ 320 Lévy-Bruhl, L., 193
jordanova, L.J., 278 Lewontin, R.C., 15
Joulian, E, 16 Linares, O., 188
Linde, A., 310
Káberger, T., 74 Linneo (Linné, Cari), 14, 85, 131
Kalland, A., 258 Lippe, R. von, 307
Kamata, K., 272 Lock, M., 26
Kaneko, H., 260 Longley, C., 318
Kant, E., 113 Lot-Falck, E„ 243
Kaplan, H., 53 Lowe, P, 325
Karim, W.-J., 116 Lucrecio, 102
Karoussos, K., 284 Lodwig, D., 94
Kavusu, David Livingstone, 203-207 Lukes, S., 151
Keesing, R.M., 209 Lyons, Sir John, 304
Kelley, P, 173, 181, 187
Kennedy, J.S., 174 MacArthur, R.H., 49
Keynes, John Maynard, 74 McCarthy, C.R., 281
Kingery, W.D., 328 McCay, B.M., 11, 90, 95
Knight, John, 21, 255-276 MacCormack, C.P., 134, 193, 208,
Knorr-Cetina, K., 296 2 Ú , 281
Kobbe, B„ 309, 312 McElroy, J.K., 205
Kopytoff, I., 24 Mackenzie, D., 327, 328
Kordatos, D., 283 Malinowski, B., 37, 86, 96, 193, 203
Krimbas, C., 282 Mandros, S., 283
Kumar, Patnam, 335 Manwood, John, 24 ln
Marglin, S., 66, 75 Pfaffenberger, B., 187
Martin, J., 279 Hesse, Felipe de, 241
Marx, Karl, 60, 81, 91, 102 Pianka, E.R., 49
Maturana, H.R., 64, 65, 68 Pickering, A., 319, 328
Mauss, Marcel, 80n, 114 Pike, K„ 195
Mayr, Ernst, 46 Platón, 81, 108
Medawar, P.B,, 143 Polanyi, Karl, 61, 67
Mendel, G.J., 15 Popper, K.R., 195
Merchant, C., 82 Posey, D.A., 71, 75
Milton, K., 152 Prigogine, I., 63
Midgley, M., 280, 281 Pugh, S., 312
Moore, H.L., 208
Moran, E.F., 61, 71, 75 Quéré, L., 112
Morris, B., 130
Munzer, S.R., 20 Rabino, I., 326, 334
Murphy, D.J., 329 Rabinow, P., 20
Murphy, R.F., 115 Ranger, T., 195
Rappaport, Roy, 13, 61-65, 66-69,
Naess, A., 214n 71, 75, 142, 196n, 234-235
Najarían, J.S., 278 Redford, K„ 170
Neild, E .,92 Reemstma, K., 279
Nelson, J.A., 86, 93 Regan, T., 279
N el son, R.K., 170 Reichel-Dolmatoff, G., 170, 176
Newton, Isaac, 16 Ricardo, David, 71, 109
Niekrasz, 278 Richards, Paul, 19, 20, 24, 316-340
N oeth, W., 303 Richerson, BJ., 22, 52
N om oto, K., 273 Ridington, R., 170
Nothnagel, Detlev, 19, 26, 295-315 Rtzenthaler, R.E., 115
Rival, Laura, 17,18, 25, 26, 169-191
Odling-Smee, F.J., 16 Rivera, A., 17, 92, 93
Odum, E.R, 196 Robertson, A.F., 24
Oelschlaeger, M., 20 R obinson,J., 170
Ohnuki-Tierney, E., 260, 301 Rosaldo, R., 89
Ouchi, Y., 267 Rosch, 210
Oyama, S., 55 Ross, E., 170
Rosset, C., 101, 108
Pálsson, Gísli, 11-33, 55, 80-100, Roumeliotis, P., 292
103 R uivenkam p, G uido, 19, 20, 24,
Panofsky, E., 83, 97 316-340
Papagaroufali, E., 19, 27, 277-294 Ruttan, V., 327
Parkin, D., 11, 66, 67, 68, 139, 140,
214 Sahlins, M., 81, 98, 109, 278
Peirce, C.S., 300 Saito, I., 258, 273
Petitot, J., 113 Schefold, R„ 124, 138
Schelling, F.W.J., 118 Taylor, P.M., 129, 136
Schneider, D.M., 194 Telegdi, V.304L.,
Schneider, H.K., 37 Telstart, A., 117
Escipión Emiliano, 241 Thom, R., 63
Seabrook, J., 334 Thomas, K„ 119, 124
Sellato, B., 187 Thom pson, S., 27, 247
Seremetakis, N., 286 Thottapilly, G., 322
Serres, Michel, 118 Tipler, F.J., 309
Seymour-Smith, C., 195 Tónnies, F., 60, 73
Shinohara, T„ 260 Tooby, J., 48, 53
Shiva, V , 66, 322, 335 Torrance, J., 124
Simmel, G., 60 Tort, E, 113
Simmonds, N.W., 322, 331 Totman, C., 259
Simmons, I.G., 11 Toulmin, S., 47
Singer, P., 279, 280 Tournefort, J.P de, 134
Singleton, 280, 292 Traweek, S., 296, 308
Skultans, V., 149 Tylor, Sir E. B„ 203
Smith, Adam, 109
Smith, E A „ 4 8 ,5 1 ,5 7 Ucko, 256
Smith, H„ 258 Ue, T., 258, 259, 263, 266, 267, 268,
Sowls, L.K., 177, 187 269, 270-272
Speck, F.J., 116 Urry, J., 24
Sperber, D., 16, 143 Urton, G„ 189
Spinoza, Baruch, 109
Stannard, D.E., 195 Valeri, V., 134, 139
Stengers, I., 63 van der Meulen, H., 320
Sterpin, A., 115 Vare la, F.J., 64, 65, 68
Steward, Julián, 14, 61, 80 Varrón, 241
Stitchweh, R., 328 Vaughan, P.W., 205
Strathern, A., 202 Vayda, A.P., 75
Strathern, M., 19, 134, 138, 193, Ventura, F., 320
199, 208, 290, 323, 331, 335 Vickers, W., 170
Strum, S„ 16 Vigne, J.D., 249
Suchman, L., 52 Volger, G., 296
Symons, D., 48 von Uexküll, Jakob, 68-69
von Uexküll, Thure, 68-69
Tait, J., 320, 332, 334 í
Takahashi, Y., 272 Wade, P, 165
Tambiah, S.I., 194, 203, 208, 296, Wagner, R., 193, 278
301 Walters, C., 94
Tanner, A., 116 Watson, J., 321
Tapper, R.L., 81 Wazir-Jahan Karim, 140-141
Taylor, C., 209 Weber, Max, 44, 60, 311
Taylor, P.J., 327 Webster, A.J., 328
Welck, K. von, 296 Woolgar, S., 296
White, Leslie, 61 Worster, D., 17
Wildavsky, A., 316, 325 Wynn, X , 54
Williams, R., 83
Willis, R., 152, 189, 215, 277, 301 Yost,J., 173, 181, 186-187
Winch, P., 194 Yukawa, Y., 259
Winterhalder, B., 41-42, 43, 44, 48,
50-51, 57 Zelizer, VA., 20
Wittgenstein, L., 194 Zimmermann, F., 113
Woli, E.R., 195
abstracción, 127-128, 318-319 animales: categorías y estatus simbó­
adaptación, 12, 15, 23, 41, 47, 48, lico, 237; donantes de órganos
56; calculadora, 47; en contraste genéticamente preparados, 288,
con la “m ala ad a p tación ”, 65; 289-290; escala de salvajismo,
poblacional, 47 244-245; relaciones de los hu­
adaptividad, 48, 56 manos con los, 18, 25, 136-138,
afinidad, relaciones de, 217, 222-223 139-141, 277-294
aforestación, en Japón, 261-264 animalidad, 149, 165
agricultura, 20, 256-257 anim ism o, 29, 107-108, 109, 115-
Alemania, 334 116, 136, 141,214-215, 221
algoritmos cognitivos, 39, 49-52 Ansprechen des Hinches, Das, 239
alianza, teoría de la, 103 antropocentrismo, 277, 282-284
alim ento: cadenas internacionales “antropocracia”, 83
de suministro, 321-329; chama­ antropología, 11-33; y la unidad del
nismo, 224-231; simbolismo, 13, ser hum ano, 26-31; v. también
214-236, 237-251; tecnologías antropología cognitiva; antro­
de procesamiento, 319-320, 321- pología cultural; antropología
32 2, 323, 324, 329; y m oral, ecológica; antropología eco n ó ­
156, 162 mica; antropología estructural;
“alma”, 289 antropología evolucionista hu­
Alsacia, 239-241 mana; antropología feminista;
altruismo, 112 an tropología m arxista; an tro­
Amazonas, 18, 110, 214-236 pología simbólica; antropología
ambientalismo, 23-25, 88, 333-334; simétrica; antropología social
global, 66; y responsabilidad so­ antropología cognitiva, 11, 25, 195
cial, 325 antropología cultural, 296, 307
ambiente global, 325, 334-335 antropología ecológica, 12, 24, 26-
América Latina, 326-327 28, 30-31, 60-79, 81
americanos, indígenas, 108 antropología económica, 13, 61, 67
amerindios amazónicos, 214-236 antropología estructural, 103-104
analógicos, códigos, 18 antropología feminista, 193, 208
anencefalia, 279, 287, 291 antropología humana evolucionista,
animal, psicología, 282 37-57
animales de caza, 224, 237-238; cono­ antropología simbólica, 13, 102
cimiento práctico de, 173-177; es­ antropología simétrica, 19, 121,313;
cala de calor de la carne, 243-244 y física de alta energía, 295-298
animales, derechos de los, 88, 280, antropología social, 26
283, 290 antropom orfism o, 136
aprendizaje, 143; naturaleza con- nómico, 327-329; organizaciones
textual del proceso, 17-18; so­ am bientalistas y, 324-327; pai­
cial e individual, 52-53 saje institucional para la, 323-
aprendizaje, sistemas de, 54, 94,181 327; prioridades de in vestiga­
Argelia, 89 ción, 327, 335; y el sector priva­
armas: elección y m itos, 184-186; do, 323-324; y la sociedad civil,
específicas para cada esp ecie, 3 3 3 -3 3 5
227; huaorani, 177-181 Biotechnology and Biological Scien­
arraigo, 31, 60-61, 66-68 ces Research Council UK [Con­
artefactos, naturaleza y sociedad, 20, sejo de Investigación en Biotec­
253-340 nología y Ciencias Biológicas del
Artico, 116 Reino Unido], 336
ashuar, jíbaros, 18, 72-73, 304 bororo, 108n, 117
Asia, 326-327; sudoriental, 116, 187 Brasil, 108n, 115, 117
australianos, aborígenes, 117-118 Buriat, 116
Austria, 239
autarquía, 189 canciones chewong, 163-164
ayurvédica, medicina, 113 canibalismo, 115
azande, 194 caos, teoría del, 17
capital cultural, 94-95
babuinos, 16 capitalismo, 318, 327
Badén, 241 catástrofe, teoría de la, 63
Baktaman, 198 categorías: básicas, 127-130; esque­
Bali, 22, 250 matismo kantiano, 113; inocen­
biodiversidad, protección de la, 327 tes de moralidad, 125-126n
bioingeniería, 333 categorización, m odos de, 112-114,
biología, neodarwiniana, 15, 44-47; 116, 237
v. también biología molecular, et- caza, 26, 117; como actividad media­
nobiología dora, 303-306; com o cosecha,
b iología m olecular, 20, 280, 292, 238; con batidores, 238, 239;
316, 320, 322 contexto etnográfico, 170-173;
b ioprocesam ien to, in gen iería de, chamanismo, 222-224, 230-231;
321, 324 en e l n oroeste de Europa, 21,
biorriesgos, 20, 325; actitudes del 237-251; ética de la, 238-239;
público hacia los, 332 sistem a de la “sangre n eg ra ”,
biotecnología, 19-20, 24, 277-294, 241-248; y el rey- héroe, 241; si­
3 16-340; agrícola, 316, 327, lenciosa; véase persecución; sig­
331; capacitación en, 333; es­ nificación social de la elección de
bozo esquem ático de, 319-322; tecnología, 41-43, 169-191, 238;
incidencia de la perspectiva de la y tabúes, 140-141
econom ía política, 329-330; in­ “caza de fantasmas”, 306
dígena, 319-320; la conform a­ cazadores y recolectores, sociedades
ción social de la, 330-335; la inno­ de, 26, 37-57, 81, 92-93, 154-
vación com o proceso socioeco­ 155, 256
cerbatanas, 177-183, 186-187 simbólica o totémica, 114; siste­
Cercano Oriente, 249 mas folk de, de plantas y animales,
Cerdos para los antepasados (Rappa- 14; y grado de cognición, 279-
port), 61-62, 67 280; y objetificación, 104-105; y
ceremonias de iniciación masculina, sistemas de creencias, 142; v. tam­
118, 138, 226 bién categorización, modos de
CERN (Centre Européen de la Re- co-evolución, 16
cherche Nucléaire [Centro Euro­ códigos genéticos, 19-20, 289-290
p eo de Investigación Nuclear]), Colombia, 93, 110
19, 296 colonialismo occidental, 86
cham anism o, 116, 156, 157-158, comparativa, investigación, 27-30,
164; del alimento, 224-231; de la 151, 167; m etalenguajes en la,
caza, 223, 230-231; m akuna, 192-213
2 1 5 ,2 1 8 ,2 1 9 -2 2 0 , 224-231 comunalismo, 28, 82, 91-95, 98
chew ong, 18, 116, 149-168; ética, com unicación, 143-144; desarrollo
150-160; prescripciones y pros­ de la, 16
cripciones, 162 com unidades, re-em poderam iento
chimpancés, 16 de las, 70n
chippewa del suroeste, 115 “concesiones” del ambiente, 30, 121
cibernética, 62 conciencia e im perativos m orales,
ciencia: contrato con la sociedad, 153, 155-157
336; con texto social de la, 19- con ocim ien to , 151; com o capital
20 ; moderna, objetivismo de la, cu ltu ra l, 95; d e s lo c a liz a c ió n
65; m oderna y dualism o, 109; del conocim iento situado, 313;
naturaleza, cultura y magia, 192- encarnado, 155-158; sistem as
213; occidental, 194-197, 295 arraigados de, 66-68; y m etáfo­
ciencia cognitiva, 62-63, 64-65, 68 ra, 71-72; y respeto, 65; véase
ciencias naturales, 56, 295; y cien ­ in d ígen a, co n o cim ien to local;
cias sociales, 22, 26-31 conocimiento; técnica
ciencias sociales: y ciencias natura­ conocim iento local, 14, 27, 66, 70-
les, 22, 26-31; y tecnología, 19- 71, 75-76, 94-95, 296, 313
20, 316, 335-336 conservación, la caza y la, 238-239
CIKARD (C enter for In d igen ou s conservacionismo, 24, 111-112, 119
Knowledge for Agriculture and constructivismo, 22
Rural D evelop m en t [Centro consumismo, 24, 329-330
para el C onocim iento Indígena contextualismo, 13, 21, 60-79, 106,
en Agricultura y Desarrollo Ru­ 124-146; monismo y, 66-70
ral]), 320 contingencia, 91, 95
cinegética, tratados de, 237 continuidad, y discontinuidad, 28,84
clasificación, 300-301; de Linneo, 14, cosm ología, 12, 18, 64, 109; ch e­
142, 196; estudio local, 101-102, wong, 161; ritual maring, 71; v.
259; estudios de sistem as, 13, también ecocosmología
195, 197; lógica dualista de la, cree, indígenas canadienses, 41-46,
303-307; modos de, 29,113-114; 49-52, 81, 93, 96-97, 116
creencias, 44, 74-75; clasificación y, d ualism o, 1 1-31, 101-102, 106,
142 109, 124; cartesiano, 82-83,
cristianismo, 249 149, 193, 308, 316; en an tro­
cuerpo, 13, 19, 26, 306-308, 311 p o lo g ía eco ló g ica , 60, 63; v.
cultivo, 256-257 también dualismo naturaleza-cul­
cultura, 22-23, 104-105, 300-301; tura
definición de Rappaport de la, dualismo mente-cuerpo, 308
68 ; naturaleza y, 149-168, 295- dualismo naturaleza-cultura, 11, 12-
315; y elección, 41-44 20, 101-104, 335-336; en la et-
cultura, teoría de la, 325 noepistemología occidental, 192-
cuotas, sistemas de, 90 213; posibles caminos para salir
curare (veneno), 178-179 del, 26-31; respuestas al, 20-25

darwinismo, 15, 39, 282; v. también


neodarwinismo eco-cosmología, 214-224
deixis, 304, 306 ecocentrismo, 82
democratización, 327, 336-337 ecología, 1 1, 80-81, 152-153, 196;
desarrollados, países, 278 com o sem iótica, 60-79; de la
desastres de contam inación, 324, m en te, 61; v. también ecología
325 cultural; ecología evolucionista;
“descentralización epistem ológica”, ecología hegeliana; ecología hu­
76 mana; ecología simbólica; etno-
desconstrucción, 17, 19, 23, 125 ecología
descontextualización, 65-66, 69-70, ecología cultural, 12, 14-15, 25, 61,
71, 75 102; metalenguajes para la com ­
desocialización, 255-276 paración en, 192-213
desorden ambiental, 255, 266-271, ecología evolucionista y micro eco-
272-275 no mía, 13, 38-57
determ inism o, 12, 22-23, 81; eco­ ecología hegeliana, 62
lógico, 153 ecología humana: desarrollo de la
diálogo, 91, 96-97 teoría de la, 22; enfoques dua­
dicotomía naturaleza-cultura, 17-18, lista y monista, 14, 60-79; y teo­
253-340 ría social, 82, 91-95
dimensiones espaciales de la natura­ ecología simbólica, 107-115; y prác­
leza, 18,20-21,29, 104-105, 126, tica social, 101-123
132-133, 143 econom ía, 24-25, 327; d efinición
discurso moral, en el lenguaje de la “proveedora” de la, 93; neoclá­
tecnología, 316 sica, 37, 69, 71, 91; u también
divinidades, 112 econom ía ambiental; econom ía
dom esticación, 21, 116, 141, 249- ecológica; microeconomía
250; de plantas, 256 econom ía ambiental, 24-25
dominación, 28, 84, 96, 307 “econom ía de subsistencia”, 93
dominios, cuestionados, 35-146 econom ía del regalo, 73-74, 167
doxa, 143 econom ía ecológica, 73-74
econom ía política: del m edio am­ “Estructuralismo y ecología" (Lévi-
biente, 82-85; enfoques sobre los Strauss), 103
efectos de las b iotecn ologías, estructuralism o, 13, 25, 103, 193,
329-330 300, 308
econ om ías pesqueras, 87, 89-90, Estructuras elementales del parentesco,
93-94 Las (Lévi-Strauss), 103
ecosistem a, 61, 94, 152; concepto ética, 23-24; v. también ética ambien­
de, 75; definición de Rappaport tal; ética comunicativa
de, 68-69 ética ambiental, 82
teosofía, 214n ética comunicativa, 97
Ecuador, región oriental de, 110 ética del discurso, 92
Edad Media, 22, 82, 119, 240-242, ético, modelo, véase émico-ético, dis­
244 tinción
educación de la atención, 55 etnicidad, 27
egocentrismo, 82 “ct.no-”, 194, 195, 313
elección, y cultura, 41-44 etnobiología, 14, 101-102, 105, 127,
electrón, 300 196
ém ico-ético, distinción, 12, 20-21, etnocentrismo, 12, 23
143, 195 etnociencia, 115, 195-198
empirismo, 192, 193, 195 etnocontabilidad, 328
empresas multilocales, 329-330 etnoecología, 4, 196-197, 209
cnculturación, 43, 52-55, 308 etnoepistem ología, 14, 28, 208-209;
endogamia, 171, 184, 189 dualismo naturaleza-cultura en
enfermedad y abuso ambiental, 227, la etnoepistem ología occidental,
229-230, 233 1 9 2 ,2 1 3
enhabilitación, 17, 52-55, 94 etnografía, 17, 26-27, 318; estilo de
enzimas, tecnología de las, 321-322, narrativas, 29-30; relaciones de
329 producción de la, 84-97; y filoso­
epistemas, 20 fía, 193-194
ep istem o lo g ía , 13-14, 23, 25, 64, etología, 169, 282; de primates, 16
109; alternativa, 198-207 eucariotes, cambio genético en los,
Escandinavia, 93 321
esencialismo, 126, 134-135, 143-144 Europa, 1 19, 292; la caza en el n o­
espace de négotiation, véase espacio de roeste de, 237-251; occidental,
negociación 278, 279-281, 292, 326
espacio, 27; tridimensional, 83 evolución: cognitiva humana, 128;
“espacio de negociación”, 302, 303 “Nueva síntesis” de las teorías de
especies: ideas chew ong sobre las, Darwin y Mendel, Í5
153-154; valor y fronteras de las, Exirit-Bulagat, 116
279-281 “exótico”, lo, 304
espíritus y animales, 137, 139-140 experim ento y teoría, 301 -302, 312-
esquema metafórico, 29, 113-114 313
esquema metoním ico, 29, 114, 303 explotación, 84, 85-87, 96
Estados Unidos, 278, 279-281, 326
fenom enología, 25, 121, 301-303 herramientas, su uso por no huma­
fenotipo, 52, 318, 322 nos, 16
fetichización de la naturaleza, 88, hexis, 308
103, 119 hipotético-deductivo, m étodo, 195,
filogénesis, 16 208
filosofía moral, 149, 280 historia, 195
filosofía y etnografía, 194 historia ambiental, 68, 81
física: de alta energía, 19, 295-315; historia natural, 131
socialización profesional de la, historias, 27, 278-279
308; uso del término, 311-312 holism o, 124
física de partículas elementales, véa­ “hom bre ec o n ó m ic o ”, 13, 24-25,
se física de alta energía 37-59, 90, 109
folclor en la física exp erim en tal, homeostasis y propósito consciente,
3 0 1 ,3 0 3 ,3 1 0 -3 1 3 14, 62-65
formalismo, 13, 44, 61 hominización, 16, 103
forrajeo, estrategias intersticiales o Homo economicus, véase hombre eco­
trozo por trozo, 51, 52; v. tam­ nómico
bién teoría del forrajeo óptimo Homofaber, 16
forrajeo óptim o, teoría del, 13, 15, Homo sapiens, 16, 127
37-59 homocentrism o, 82
Francia, 239 Hongu, 258, 264-274
fronteras, 105, 306; cuestionadas, Huaorani, 25, 26, 169-191
35-146; problemas y contradic­
ciones, 135-138 icono, 300, 310
funcionalismo, 193 Idemasa, clan, 217
identidad: humana e investigación
Gemeinschaft, 73 de la naturaleza, 309, 312; y d e­
género y metáforas culturales, 134- rechos de p rop ied ad sobre la
135, 138, 238 materia prima de la vida, 336
genotipo, 52 identificación, m odos de, 29, 107-
geometría cognitiva, 28-29,124-146 109, 115, 118
globalización, 24, 27, 120 ideología, 24-25, 74, 102, 119, 165,
Gran Chaco, 115 296
“Gran Teoría Unificada”, 298 Iglesia ortodoxa griega, 284, 286,
Grandes Lagos, 115 290
Grecia, 278, 282-292; antigua, 237 “ilusión totémica” (Lévi-Strauss), 114
“guerra bacteriológica”, 323, 326 Ilustración, 37-38, 96, 295, 308
imperativos morales, y la conciencia,
habilidades, form ación de, 333; v. 155-157
también enhabilitación imperialismo, 7 ln
habitus ecológico, 72 impuestos verdes, 74
Hege, 239 incesto, tabú del, 102-103, 184-185
helenocentrism o, 282-284 India, 93, 327
héroes culturales, 310 “indicador”, 300
indígena, conocimiento, 94-95, 169- Ma’Betisek, 116
191, 196-197, 200-207, 210 Madagascar, 113
individualism o m etodológico, 317- magia: naturaleza, cultura y ciencia,
318 14, 192-213; práctica, 202-203
Indonesia, 18, 126, 134 makuna, 18, 108, 216-235
inducción, 28, 126, 127-132 Malasia, 18, 116, 150
“innovación inducida", teoría de la, manejo de la fertilidad, 322
327 mapas de genomas, 335
Instituto Lingüístico de Verano (ilv), Marañón, alto, 170
171, 188 maring, 71
intencionalidad, 30, 64 Marovo, laguna, islas Salomón, 18,
interaccionismo, 29, 210-211 21, 198-203
intercam bio, 160, 167, 215, 217, Marruecos, 22
223; la rapacidad como, 232-233 marxismo, 25
interconexión de humanos y natura­ marxista, antropología, 12, 81, 102
leza, 214-236 masa (gente), 218, 223
Interpretación de las culturas, La materialismo, 12, 14, 61-62, 102
(Geertz), 22-23 matrimonio: e ideología agnática de
interpretivismo, 193 los m akunas, 217, 223; uxori-
inuit, 80n, 116 local en tre los huaorani, 171,
investigación, temas de, sociedad y 184
biotecnología, 316-340 m ediación cultural, 105, 143, 300-
ironía, 87 306
Islam, 134 m edio ambiente: etimología del tér­
Islandia, 87, 90, 94, 96 mino, 30, 133; como tema políti­
Islas Hele, 204 co y ético, 23-24; generoso, 93;
Italia, 240-241 intencional, 30; la economía p o­
lítica del, 82-85; la naturaleza y
Japón, bosques montañosos del, 21, el, 152-159; papel del, 22-23
255-276 Melanesia, 192, 198
jíbaros, 18, 72-73, 110, 115, 234-n, Mendel, teoría de, 15
304 m enstruación sincronizada, 201,
202n
kabilas, campesinos de Argelia, 89 mercado, la naturaleza y el, 20, 24,
Kii, península de, 258, 262 65, 74, 290
mercancificación, 20, 24, 132
lanzas, 177-183, 185 metáfora, 26, 28, 71-74, 81-82, 85,
lenguaje, 14, 31, 67, 81; desarrollo 96, 134, 234n, 301
del, 16; fuerza mediadora, 143 metáfora, teoría de la, 62
“leyes de la naturaleza”, véase “leyes m etalen guajes, para la com p ara­
naturales” ción, 27-28, 208-211
“leyes naturales”, 22, 108-109, 197 microeconomía: y la ecología evolu­
lugar, 27 cionista, 38-57; neoclásica, 44-47
Mitológicas (Lévi-Strauss), 103
m itos, 13; chew ong, 163-164; tus de la, 28; interna o externa,
makunas, 224-231, 232, 235; y 12, 138, 307; m odelo transfor­
la elección de armas, 169, 184- m acional, 29, 107-114; repro­
186 ducción d éla, 295-315; sociedad
“M odelo Estándar”, 304, 305 y artefacto, 20, 253-340; sociolo­
m odelo transformacional (Descola), gías de la, 147-251; y cultura,
29, 107-115, 121 149-168, 295-315; y la razón, 37-
m odelos culturales, adecuación de 59; y m ercado, 20, 24, 65, 74,
los, 64, 114, 127-128, 143-144 290
m odelos mentales, 106-107, 143 naturalismo, 14, 29, 81, 101, 108-
m odernidad, 60, 318 109, 118-119
m odernismo, 20, 23, 60-65, 97 Nayaka, 93
monismo, 13, 17; contextualismo y, neodarwinism o, 15, 38, 44-47, 56,
66-70 282
m onos, antropoides, 280-281 nicho ecológico”, 210
Montagnais-Naskapi, 116 nichos, construcción de”, 16, 210
montaje de genes, 321 Nivacle, 115
Monte-Cario, simulacros, 299 no-humanos: comportamiento com ­
moralidad, 71-74; y la clasificación parado con el de los hum anos,
de humanos y animales, 12, 279- 15; actitudes morales hacia, 12;
281 conceptualización de, 104-105;
“m ovimientos ambientalistas de los v. también animales; plantas
pobres”, 326, 334 Norte-Sur, relaciones, 334-335
muerte cerebral, 279, 287, 291 Norteamérica, 116
m uerte, actitudes griegas hacia la, nuaulu, 18, 21, 127-131, 132-135,
284-286 136, 137-138, 139-141
multinacionales, 323 nuer, 89, 118
mundurucú, 115 N ueva Guinea, 199
Muskrat Dam, lago Ontario, 41, 49 “N ueva sín tesis” de las teorías de
mutualismo, 201 Darwin y Mendel, 15

nacionalismo, 27 objetificación, 14, 66-67, 125-126,


narraciones; véase historias 143-144; clasificación y, 104-
naturaleza: estatus categórico de la, 105; de la naturaleza y tecnolo­
124-146; como construcción so­ gía de caza, 169, 186; de no hu­
cial, 27, 101-123; com o esencia manos, 101-123
interior, 126-127, 134-135, 144; “objetivos culturales”, 44
como espacio que no es humano, oiküs, 93
132-133; como fuente de signifi­ ojibwa del norte, 116
cado socio-cultural, 308-310; ONG (organizaciones no guberna­
como “Otro”, 83-84; como texto, m entales) am bientalistas, 325,
22, 23, 27, 313; com o “tipos de 334
cosas”, 127-132; diferentes m o­ ontología, 12, 14, 18, 108, 209
delos culturales, 11, 28-29; esta­ “operadores totém icos”, 299
oposiciones binarias, 15, 102 pluralismo cognitivo, 337
organismos genéticam ente m odifi­ pobres rurales, 326-327, 334, 337
cados (o g m ), 325-326 poder, relaciones de, 279, 292, 303,
organ izacion es am bientalistas y 3 1 2 ,3 1 9 ,3 2 9
biotecnología, 324-327 política, 71-74
órganos, trasplante de: animales a política, m edio am biente v, 23-24,
humanos; véase xenotrasplantes; 3 2 5 -3 2 6
artificiales, 283, 285, 287, 288, política verde, 325-326
289, 290-291; humanos cadavé­ postestructuralismo, 62, 67
ricos, 287, 289; humanos vivos, positivismo, 96
287, 288, 289, 290; v. también posm odernism o, 17, 20, 98
trasplante de corazón práctica social y ecología simbólica,
orientalism o, 28, 82, 85-88, 95-96 101-123
otredad, 83-84, 105, 107, 132-133, práctica, 17, 56, 106, 197, 210-211
1 39,278, 291-292, 304, 309 práctica, teoría de la, 62, 91-92
pragmatismo, 91-92
paisaje, 26 “prehensión”, 28-29, 142
países m enos d esarrollados, 278, “presente etnográfico”, 308
321, 326 Primate Vision (Haraway), 165
Paleolítico, 249 primates, etología de los, 16
paradigmas, 20; rivales, 207 “Principio Antrópico”, 309
p arentesco, sistem as de, 19, 107; “Principio de El que C ontam ina
cognáticos, 160 Paga”, 74
Parlamento Europeo, 334 privatización, 24
partículas, 19, 297-300 privilegio epistem ológico, 104, 193-
patentes de genes, 335 195, 196, 207
patentes, véase derechos de propie­ procesos, 23, 210
dad intelectual progreso, 296-297, 310
paternalismo, 28, 82, 88-91, 95-96 propiedad intelectual, derechos de,
pécari, caza del, 182-183 20, 95, 320, 322, 324, 334-335
pericia, 17, 76, 86, 88 propósito consciente y homeostasis,
persecución, 238 62-65
perspectiva, 83, 97 protección, 28, 29, 84, 88-91, 96,
Perú, 110 111-112, 116-118, 238-239
pintura, 83 psicología evolucionista, 49
Finch, 238 psicología evolucionista, 49
plaguicidas, abuso de los, 325 Pueblo del Agua., véase makuna
planeación, teoría de la, 51 pueblos primitivos, mentalidad pre-
plantas, biotecnología de, 336 lógica de los, 193
plantas, genom as de, propiedad de
los, 320, 322 quarks, 298, 299, 313
plantas, relación de los hum anos
con las, 18, 20, 264-272 racionalismo, 69-70, 192, 193
platonismo, 282-284 rapacidad, 29, 110-111, 112, 115,
215; y especies totém icas, 117- Salomón, islas, 18, 198-203
118 salvaje, lo, 20-21, 138, 304, 307; en
razón y naturaleza, 37-59 el noroeste de Europa, 237-251;
realidad “independiente del contex­ funciones de, 247-248; planta­
to”, 194 ciones, 264-274
recién nacidos con muerte cortical, salvaje, territorio, 20-21, 132, 237
279 salvaje-domesticado, dimensión, 12,
reciprocidad, 15, 29, 73, 84-85, 96, 21, 249-250
110, 115; en la cosm ología ma- sangre, simbolismo de la, véase “san­
kuna, 215, 220, 222, 228, 231- gre negra”, sistema de la
235; equilibrada, 84, 89, 111; “sangre negra”, sistema de la, 241-
generalizada, 85, 91-93, 96 248
recursos, agotamiento de, 87 sector privado, la biotecnología y el,
recursos, manejo de, 24, 75 324, 335
red de actores, teoría de la, 335, 337 seguridad nuclear, 325
reglas prácticas, 49-52 selección: darwiniana, 15, 22, 39,
reificación de la naturaleza, 19 282; alteraciones “protocultura-
relación, m odos de, 110-112, 115, les” de presiones selectivas, 16;
116-118,119 la razón y la naturaleza com o
relaciones entre humanos y anima­ agentes de, 38-39, 47-49
les, 18, 25, 96, 135-141 selva, 158-159, 166, 216; como otre-
relaciones entre los humanos y el m e­ dad natural, 132-133, 139-140;
dio ambiente, 23-25, 28, 80-100 montañosa del Japón, 255-276
relaciones, 23, 72-73 Semang, 153n
relativismo, 14, 27, 103, 120, 125; semiótica, 300; la ecología como, 60-
más allá del, 104-107 79
religión, 312 senoi, 153n
Renacimiento, 83, 86, 96, 97-98 ser, 120
Renania, 240, 241 seram, 18, 126, 136
reproducción: humana e ingeniería sexuales, metáforas, 86-87
genética, 19-20, 322; de la natu­ Shinto, 260
raleza por la ciencia de,alta tec­ shuar (ashuar, jíbaro), 170
n o lo g ía , 19, 295-315; nuevas Siberia, 116, 243
biotecnologías de la, 20, 24, 330, significado, 30, 68-69, 308-310
331 signos, 116-117, 300, 311; v. también
respeto, 65, 140 semiótica
retórica clásica, 82, 84, 86-87, 91, 95 silvicultura maderera, 255-276
revolución neolítica, 249, 256 “símbolos naturales”, la producción
riesgos, análisis de, 332 de, 298-306, 310
rituales, 13, 14, 63, 104-105, 118, simulacros, 299, 302
138, 140, 307; m akunas, 225- sinécdoque, 303
230, 232, 235 “sistemas m entales”, 30
romanos, 240-241 “situación de habla ideal”, 92
ruwai, como personaje, 153, 156-158 sobrenatural, 102, 208
sociedad: y biotecnología, 316-340; teoría y experimento, 301-302, 312-
naturaleza y artefacto, 253-340; 313
y contrato con la ciencia, 336 teorías locales, 104
sociedad civil, y biotecnología, 327, terapia de genes, 322
3 3 3 -3 3 5 Tercer Mundo, 323, 324, 329, 334,
sociobiología, 12, 22, 23, 109, 282 335
sociocentrismo, 105-106 termodinámica lejos-del-equilibno, 63
sociología de la biotecnología, 335 Tetepare, 204
sociología de la ciencia, 319, 328 textualismo, 22, 23, 27, 313
sociologías de la naturaleza, 147-251 tiempo: conceptos del, 308-310; li­
sociológico, orden, 80 neal, 296-297, 311
subculturas, 296, 310 tierra, 93
subjetividad, 68-69 tipos naturales, 127-132
sustantivismo, 13, 44, 61 Tobelo, 129-130
sustentabilidad, 24, 61, 70, 73-75, toma de decisiones, etnografía de la,
94, 325 en biotecnología, 328, 330
“topofilia”, 27
taxonomía, 14, 104, 131; deL inneo, tortugas marinas, 203-207
14, 142; estudios de estructuras, totem ism o, 29, 107-108, 116-118,
195, 197, 208-209 127, 214-215,221-223; del tibu­
taxonomías folk, 113-114 rón, 201
técnica, 317-319; v. también conoci­ trabajo de campo, 17, 92, 296
m iento trabajo, división internacional del,
“tecnohechos”, 310 329
tecnología, 24; elección de, por los traducción cultural, 26
huaorani, 169-191; técnica y, traducción: cadenas de, 297, 300,
317-319; y ciencia social, 19-20, 302; “contrato” de (Derrida), 89;
31 6 -3 4 0 procesos de, 296, 311; textual,
tec n o lo g ía de recom b inación del 84, 86-87, 89, 92, 96; y espacio
A D N , 321 de negociación, 302; v. también
tecnología de secuenciación de g e­ traducción cultural
nes, 335 “transecología”, 31
tecnología de transferencia de g e­ transgénesis, 19-20, 277-294, 321-
nes, 320, 335 322, 325, 331; definición, 277;
tecn ología d el “cañón de g e n e s”, limitaciones a la, 334; oposición
322 a la , 281
teleología, 64 trans lingüística, 31
teleonom ía, 64 transmisión cultural, 52-53
teoría cognitiva, 332 transnacionales, empresas, 329-330
teoría de la elección racional, 13,37- trasplante de genes de hum anos a
38, 47 animales, véase transgénesis
teoría de las presas, 90 trasplantes de corazón, 283
“Teoría de Todo”, 298 tropos, 303-304, 306; clasificación
teoría social, 24-25, 80n, 81-82 de los, 113-114
Tsembaga Maring, 63 vaupés, indígenas, 176
tukanos (in d ígen as am azónicos), violencia, institucionalizada en la
110, 116, 170, I76n, 216 caza, 237

Umwelt, teoría del, 68 “Weltformel” (Heisenberg), 298


UNCED, conferencia sobre el m edio
ambiente global (1992), 334 xenotrasplantes, 19, 277-294; defi­
unidad de la hum anidad, 26, 102, nición, 277
151, 193
universalismo, 12, 14, 105, 115, 120, yama, 258-261
192-193, 197; más allá del, 104- Yibamasa, 217, 221-222
107 yo: y la otredad, 105, 107, 133, 153,
utilidad, 69-70, 92 278; “separativo”, 92
Yoshino, 262n
valor: en términos económicos, 65; y
las fronteras entre especies, 279- Zafimaniry, 113
281 Zaparo, 170
variación contextual, 139-141
Kaj Árhem: profesor de antropología en la Universidad de Gotemburgo.

Philippe Descola: d irector de estudio en la École des H autes Etudes en


S ciences Sociales de París y m iem bro d el Laboratoire d ’A nthropologie
Sociale del Collége de France.

Roy F. E llen: profesor de antropología en la sección de Ecología Humana


de la Universidad de Kent.

Bertrand Hell: profesor de antropología en la Universidad del Franco Con­


dado, en Besan^on.

A lf Homborg: profesor de antropología en la Sección de Ecología Humana


de la Universidad de Lund.

Signe Howell: profesor de antropología en la Universidad de Oslo.

Edvard H viding: conferencista del Departamento de Antropología Social de


la Universidad de Bergen.

Tim Ingold'. profesor y jefe del Departamento de Antropología Social de la


Universidad de Manchester.

John Knight: conferencista en antropología social en la Universidad de Kent.

Detlev Nothnagel: asociado con las universidades de Gotinga, H ildesheim y


Múnich.

Gísli Pálsson: profesor de antropología en la Facultad de Ciencia Social de la


Universidad de Islandia, y ha sido investigador asociado del Colegio Sueco
de Estudios Avanzados en Ciencias Sociales de Uppsala.

Eleni Papagamufali: conferencista en antropología social en la Universidad


del Egeo en Mitilene.

Paul Richards', profesor de antropología en el University C ollege de X.on-


dres, y presidente del Grupo de Trabajo sobre T ecnología y D esarrollo
Agrario de la Universidad Agrícola de Wageningen, Holanda.
J,aura Rival: conferencista en antropología social en la U niversidad de
Kent.

Guido Ruivenkamp: investigador en el Working Group for Technology and


Agrarian D evelopm ent en la Universidad Agrícola de W agenigen, Países
Bajos.
tipografía: d etegraí, s.a.
im preso en p u b lim ex, s.a.
calz. san lo ren zo 2 7 9 -3 2
col. estrella iztapalapa
d o s m il ejem plares y sobrantes
20 de febrero de 2001

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