Jackson Enseñanzas Implícitas
Jackson Enseñanzas Implícitas
Jackson Enseñanzas Implícitas
Práctica de la enseñanza
01-084-005
14 Copias
Enseñanzas implícitas
Philip W. Jackson
Amorrortu editores
Buenos Aires - Madrid
Colección Agenda educativa. Directora: Edith Litwin
Untaught lessons, Philip W. Jackson
© Teachers College Press, Columbia University, 1992
Traducción: Alcira Bixio
www.amorrortueditores.com
ISBN 978-950-518-808-6
ISBN 0-8077-3193-5, Nueva York, edición original
Jackson, Philip W.
Enseñanzas implícitas. - 1 " ed., T reimp. - Buenos Aires :
Amorrortu, 2007.
144 p. ; 23x14 cm. (Agenda educativa dirigida por Edith Litwin)
ISBN 978-950-518-808-6
Impreso en los Talleres Gráficos Color Efe, Paso 192, Avellaneda, pro-
vincia de Buenos Aires, en junio de 2007.
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error que la señora Heiizi con su mirada de rayos X
parecía haber captado casi antes de que se cometiera.
En respuesta a esas advertencias inesperadas, los
alumnos que se hallaban junto a la pizarra no siempre
mejoraban su atención. A veces, uno o más de ellos, con-
vencidos de ser el blanco del estallido de la señora Hen-
zi, volvían a revisar los cálculos que ya habían comple-
tado y en el proceso se ponían tan nerviosos que termi-
naban agregando errores donde no habían cometido
ninguno. Aun cuando no pudieran encontrar ninguna
falla en el trabajo previo, a veces persistían en su bús-
queda durante algún tiempo antes de volver al punto
adonde habían dejado, y a todo esto perdían un buen
rato. No obstante, en una perspectiva más general, la
exclamación de la señora Henzi ejercía un efecto positi-
vo. Cada vez que ella repetía aquel estribillo «¡MUCHO
OJO!», era la clase, en su conjunto, la que elevaba su ni-
vel de atención.
El recuerdo de lo que ocurrió durante aquel año en la
clase de la señora Henzi se ha vuelto ahora borroso e
impreciso en su mayor parte. Recuerdo que hacíamos
muchos ejercicios sentados en nuestros asientos y creo
que semanalmente, los viernes, se nos tomaba un exa-
men, por lo menos eso es lo que mi memoria me permite
evocar en cuanto a hechos específicos. Es bastante ex-
traño que no retenga yo ninguna imagen visual de la
señora Henzi en el acto de realizar lo que hoy a veces
se conoce como «enseñanza frontal», es decir, el profesor
de pie frente a la clase, con una tiza en la mano, dando
instrucciones directas sobre cómo hacer esto o aquello.
Trato de imaginármela en esa postura, que —estoy se-
guro— ella debe de haber adoptado en innumerables
ocasiones, pero todo lo que obtengo es esa imagen de la
señora Henzi parada a un costado del aula supervisan-
do la revisión diaria de las tareas que habíamos realiza-
do en casa, con los cristales de sus lentes octogonales re-
lampagueando como dos espejos gemelos al reflejar la
luz de las ventanas. Al mismo tiempo puedo recordar
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con facilidad una considerable cantidad de sustancia
académica de lo que ocurrió aquel año. Recuerdo, por
ejemplo, varias de las reglas que empleábamos para re-
solver las ecuaciones. Esa era la manera en que se ense-
ñaba álgebra por aquellos días o por lo menos esa era la
manera en que la aprendíamos. No se hacía ningún
esfuerzo por inculcarnos el entendimiento que hoy pro-
curan los profesores de matemática. Aprendíamos a re-
solver ecuaciones y punto. Y lo hacíamos aplicando re-
glas. «Separar en términos», «Simplificar las expresio-
nes», «Eliminar los paréntesis», «Cambiar de signo al
pasar al otro lado», eran algunas de esas reglas. Tales
máximas eran bastante fáciles de recordar y lo lindo
era que surtían efecto. Uno nunca se molestaba en pre-
guntar por qué. Lo fundamental era «averiguar el valor
de x» y, mientras mío llegara a la respuesta correcta, ¿a
quién le importaban los principios sobre los que se ba-
saba esa respuesta? Años después, cuando fui a la uni-
versidad, comencé a comprender por qué algunas de
aquellas reglas que había aprendido en el colegio se-
cundario funcionaban tan bien como lo hacían. Pero
mientras duró mi permanencia en la clase de la señora
Henzi, el álgebra era como un automóvil que uno podía
conducir sin saber nada en absoluto de lo que ocurría
debajo del capó.
En el término de unos pocos meses logré convertir-
me en un conductor bastante bueno de la máquina de
«averiguar el valor de x» de la señora Henzi. Terminé el
año con un sobresaliente en álgebra y, lo que es más im -
portante, salí de aquella experiencia con el firme deseo
de continuar estudiando matemática. (Ese deseo fue
temporalmente aplastado al año siguiente, es triste de-
cirlo, pero no hace falta relatar aquí los detalles de ese
capricho del destino; baste mencionar que, retrospec-
tivamente, culpo de ello a una mala enseñanza.) ¿Qué
parte le correspondió a la señora Henzi en mi éxito ini-
cial y en alimentar mi deseo de saber más matemática?
¿Qué más, aparte de las reglas de álgebra, aprendí du-
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rante su tutela? La verdad es que no lo sé con certeza.
Aquel año la señora Henzi fue, sin reservas, mi profeso-
ra favorita, eso lo recuerdo con claridad y muchos años
después seguía refiriéndome a ella como tal. En reali-
dad, aún hoy ciertamente la incluiría entre los profeso-
res más memorables que tuve a lo largo de mi vida. Pe-
ro, con absoluta honestidad, no estoy del todo seguro de
las razones por las cuales la recuerdo tan vividamente
ni de por qué sigo pensando en ella, tantos años des-
pués, con una mezcla tan curiosa de simpatía y descon-
cierto. Que aquel año yo aprendiera mucho de álgebra
seguramente tuvo alguna relación con la parte de la
simpatía; no guardo dudas en ese sentido. Pero me sor-
prendería que la explicación concluyera allí. Es más:
creo que sería difícil determinar qué fue primero, si mi
agrado por la señora Henzi o el éxito que obtuve domi-
nando la materia que ella enseñaba. Sospecho que am-
bas cosas estuvieron estrechamente entretejidas y no
tengo la menor idea de cómo desenmarañarlas. No obs-
tante, me siento impulsado a reflexionar sobre esa ma-
raña y sobre todos los sentimientos que aún experimen-
to asociados al recuerdo de la señora Henzi. Me parece
que tales cuestiones conciernen a ciertos aspectos cru-
ciales de la enseñanza que rara vez se indagan. Tam-
bién conciernen a un asunto mucho más ambicioso: en
el plano nacional, ¿cómo concebimos a nuestras escue-
las y la misión que estas deben cumplir?
En la raíz de mi incertidumbre sobre cómo interpre-
tar mi persistente recuerdo de la señora Henzi y los
sentimientos mezclados que lo acompañan, subyace la
profunda sospecha de que lo que aprendíamos en su
clase no se limitaba en modo alguno al álgebra. Al mis-
mo tiempo, sin embargo, como ya lo reconocí, no puedo
describir ese aprendizaje adicional (si es que se lo puede
llamar así), del mismo modo en que puedo describir mi
conocimiento de álgebra, como tampoco puedo afirmar
con seguridad que en realidad existió. Entonces, ¿por
qué persisto en pensar que sí?
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prolongaban. Pronto teníamos que dedicarnos a los
quehaceres formales. «Esther, Raymond, Paul y Phyl-
lis. A la pizarra, por favor», decía la señora Henzi. Y
mientras los cuatro pasaban al frente, el resto de noso-
tros, salvo tinos pocos impacientes y solícitos casto-
res, lanzábamos un suspiro de alivio y agradecíamos
a nuestra buena estrella que nos había permitido eva-
dir el inflexible escrutinio del ojo penetrante de la se-
ñora Henzi, por lo menos en la primera ronda. De todos
modos, nuestro turno pronto llegaba.
¿Era eso lo que nos enseñaba la señora Henzi? ¿A to-
marnos seriamente el álgebra? ¿O fue la propia álgebra
la que nos enseñó tal cosa? Si así fuera, sin duda la se-
ñora Henzi reforzó esa enseñanza. En su clase no se
perdía el tiempo en bromear. A nadie se le ocurría simu-
lar que sabía la respuesta si no la sabía. Y, por supues-
to, esa era la parte más hermosa de la materia, o por lo
menos así me parecía a mí en aquella época. Siempre
había una respuesta, y una respuesta correcta. Todo
era tan imparcial. No tenía importancia quién fuera
uno ni con cuánta nitidez escribiera en la pizarra ni con
qué suficiencia sonriera al terminar su trabajo y volver-
se hacia la profesora. Allí estaba el resultado para que
todos lo vieran: x = 6. ¿Estaba bien? ¿O estaba mal? Te-
nía que ser una cosa o la otra. No había ningún «si»
ni ningún «pero» ni ningún «tal vez». ¿Era esa una de
las enseñanzas implícitas? Quizá, pero es difícil com-
prender por qué esa enseñanza tenía mucha más fuer-
za en una clase de álgebra que, por ejemplo, en una cla-
se de aritmética de primer grado. El hecho de que dos
más dos siempre es cuatro y nunca cinco nos enseña
tanto sobre la precisión y la imparcialidad de los núme-
ros como puede hacerlo cualquier lección de álgebra. O
por lo menos es lo que parece.
Tal vez una comprensión más esencial tenía algo que
ver con el hecho de darse cuenta de que las cosas difíci-
les pueden llegar a ser fáciles sí uno las va dominando
paso a paso. Porque ciertamente en la clase de la señora
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Henzi también aprendíamos eso. Nuestro dominio del
álgebra avanzaba lenta y firmemente, como un tren
que recorre una vía gradualmente ascendente. Había
pocos huff y puff y la pendiente apenas se advertía.
Pero si uno perdía un día o dos ¡BRUM!: el camino ha-
cia la recuperación se empinaba en un ángulo que hacía
acelerar los latidos del corazón. Por lo tanto, sólo irnos
pocos perdían alguna clase si podían evitarlo, y si la
perdíamos, tratábamos de que algún compañero nos
diera las tareas asignadas para el hogar junto con una
explicación sobre el modo de resolver el conjunto de
ecuaciones cada vez más complicadas.
Cuando yo me sentaba en casa a hacer las tareas
después de la escuela, normalmente hacía primero las
de álgebra. No recuerdo ahora si era más agradable
completarlas que a las tareas de las demás materias o
si yo tenía más miedo a las consecuencias si no las ha-
cía; lo que recuerdo bien es que no era una buena idea
rehuir las tareas de álgebra, independientemente de
qué quedara sin hacer. ¿Debo aprobar o culpar a la se-
ñora Henzi por ordenar de ese modo mis prioridades?
En cierto sentido, ciertamente. ¿Se transfirió ese hábito
de dejar muy rara vez de cumplir mis tareas de álgebra
a las demás asignaturas escolares y posiblemente has-
ta a mi vida en general? ¿Quién sabe? Por cierto, álge-
bra no era la única materia en la que yo cumplía mis ta-
reas debidamente. ¿Qué huella dejó —si es que dejó al-
guna— la realización responsable de aquellas tareas en
mi carácter? ¿Cómo podríamos responder a semejante
pregunta? ¿Por qué querríamos responderla? ¿Qué di-
ferencia habría?
El Tractatus de Wittgenstein termina con las si-
guientes palabras: «Wovon man nicht sprechen kann,
darüber muB man schweigen» («Aquello de lo que no
podemos hablar, debemos pasarlo por alto en silencio»).
Parece un buen consejo. Quizá deberíamos tomarlo al
pie de la letra al referirnos a personas como la señora
Henzi y a su influencia real o imaginada. Ya que somos
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incapaces de hablar de esa influencia con alguna certe-
za, ¿por qué no dejarla pasar en silencio?
Por supuesto, eso es precisamente lo que hacemos la
mayor parte del tiempo. ¿Con cuántafrecuenciapensa-
mos en los cambios que marcaron —si es que marcaron
algunos— tales docentes en nuestra vida? ¿Con cuánta
frecuencia piensan los propios docentes en esos térmi-
nos? Tiendo a suponer que no muy a menudo. En rea-
lidad, sospecho que la mayor parte de los adultos ape-
nas si recuerda los nombres de muchos de los docentes
que tuvieron a lo largo de su vida, y que aún menos pue-
den señalar con precisión lo que aquellos tutores ahora
anónimos pueden haber hecho por ellos durante los me-
ses o hasta los años de su tutela. ¡Oh!, por supuesto, hay
notables excepciones. Algunas personas son capaces de
recordar a cada uno de los docentes que tuvieron y qui-
zá todos podamos recordar a uno o dos docentes excep-
cionales (o más, si fuimos afortunados), aquellos que
marcaron, como decimos, «un cambio real en nuestra
vida» y que tal vez lo hicieron con una precisión tan
dramática que todavía podemos rememorar el hecho
específico o las palabras exactas que marcaron ese cam-
bio. Pero de los docentes promedio, adocenados, de esos
cuyos nombres podemos haber olvidado, ¿qué se puede
decir aparte de que «los tuvimos» en tal o cual materia o
en tal o cual año?
No obstante, ¿hay mucha diferencia con el resto? La
señora Henzi fue sin duda una de esas docentes memo-
rables de las cuales la mayoría de nosotros tuvo unas
pocas si fue afortunado. Sin embargo, cuando hoy trato
de encontrar indicios de su influencia, no puedo decir
con certeza qué le debo, si es que le debo algo. Tbdo lo
que se me aparece es ese tonto asunto de que ella solía
exclamar «¡MUCHO OJO!» cuando los alumnos revisa-
ban las tareas para el hogar en la pizarra. ¿Cómo debe-
ríamos tomarlo? ¿Deberíamos considerarlo una prueba
de mi débil memoria o es posible que yo me engañara a
mí mismo todos estos años y que la señora Henzi no ha-
ya tenido en mi vida un rol más importante que el que
tuvo la señorita cómo-se-llamaba que enseñaba inglés
en segundo año del mismo colegio secundario o el señor
no-se-cuánto-stein que enseñaba física?
Por cierto estoy dispuesto a aceptar la posibilidad de
que yo haya estado engañándome a mí mismo durante
todo este tiempo, entregándome a una forma de senti-
mentalismo decididamente pasada de moda y que a es-
ta altura de mi vida ya debí superar, pero antes de rele-
gar a la señora Henzi a la lista de los profesores cuyos
nombres uno ya no puede recordar, me siento impulsa-
do por una obrafilosóficaque leí recientemente a inten-
tar otra perspectiva. Para poder adoptarla debo apar-
tarme de mis recuerdos de la señora Henzi y de mis
pensamientos sobre tales recuerdos, por lo menos a una
distancia que me permita advertir la semejanza que
tienen con un fenómeno muy conocido e históricamente
significativo con el que todo adulto educado está fami-
liarizado al menos casualmente. Me refiero a la tradi-
ción de escepticismo que aflora de forma recurrente en
la historia de lafilosofíay lo ha hecho durante milenios.
En el marco de lo que se llama la «filosofía moderna»,
Descartes es la persona con la que la mayor parte de no-
sotros asocia inmediatamente el escepticismo como
punto de vista. Todo estudiante secundario conoce su
famoso «cogito ergo sum» por haber sido esta frase la
defensa última interpuesta por el filósofo francés con-
tra la insidiosa invasión de una duda que lo consumía
todo. Pero difícilmente el escepticismo terminaría con
Descartes. De una forma u otra continuó perturbando
el sueño de casi todos los filósofos importantes desde
aquellos días hasta los nuestros. Además, como una es-
pecie de dolencia física, el escepticismo no es en modo
alguno privativo de los filósofos. Se sabe que, en dife-
rentes versiones, ha atacado a críticos literarios, a ana-
listas políticos y a artistas de todo tipo. Los deconstruc-
tivistas actuales, que ponen el foco de la duda en la sig-
nificación correspondiente a las palabras, son sus vícti-
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mas más recientes. Es más, el escepticismo tiene un
modo no sólo de desbordar sus límites e invadir otras
esferas del pensamiento humano, sino también de pro-
pagarse como un reguero de pólvora allí donde puede
asirse.
Comentando esa ingobernabilidad en lo que concier-
ne a la explosión de ironía (una forma de escepticismo)
que hay en la literatura, Paul de Man (1983) observa:
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su vida psíquica, que es sobre lo que aparentemente
nos informan. Difícilmente este sea el lugar adecuado
para ofrecer siquiera un panorama de manual elemen-
tal sobre un tema tan importante, pero existen otros
dos rasgos de la posición escéptica que merecen un
breve comentario.
El primero es que las dudas del escéptico son contra-
intuitivas. Ala mayor parte de la gente le dan la impre-
sión de ser un ataque contra el sentido común. En reali-
dad, esa es la impresión que casi siempre causan a los
propios escépticos. Y ahí está precisamente la fuente de
su atracción y también de su revulsión. Por un lado, pa-
recen ridiculas; y por el otro, lógicamente convincentes.
David Hume (1969 [1739]) vina vez comentó de manera
memorable lo que le había provocado el pensamiento
escéptico y cómo lo había afrontado. Esos pensamien-
tos, decía:
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estas quimeras. Ceno, juego una partida de backgam-
mon, converso y me regocijo en compañía de mis ami-
gos; y cuando, después de tres o cuatro horas de espar-
cimiento, reanudo estas especulaciones, estas parecen
tan frías, tan forzadas y ridiculas que ya no puedo en-
contrar el entusiasmo para continuar adentrándome
en ellas» (pág. 316).
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despedirse cariñosamente de alguien; ir de compras, de
mala gana o con alegría, para un amigo que está en ca-
ma con un resfriado; sentirse reprendido y sentir que
sería humillante admitir ese sentimiento; simular no
comprender que el otro ha interpretado mi expresión
—con cierta razón— como si esta hubiese querido decir
algo más de lo que yo sinceramente quería significar;
refugiarse en el seno del matrimonio; refugiarse fuera
del matrimonio; tal vez precisamente de ese tipo de
cosas se trate, en su mayor parte, el conocimiento que
tenemos de los demás; o de eso se trata para mí» (pág.
439).
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importancia filosófica o en gravedad psicológica, a la
denodada búsqueda emprendida por Descartes en pos
de un fundamento epistemológico o a la ambiciosa lu-
cha de David Hume por extender el territorio de la ra-
cionalidad newtoniana. Sin embargo, hay una simili-
tud entre la postura del escéptico y la mía: el deseo com-
partido de tener alguna certeza, de saber algo en lugar
de simplemente creer en ese algo, deseo combinado con
la lacerante sospecha de que la empresa de procurar
ese conocimiento es fundamentalmente errónea porque
no sólo representa una afrenta al sentido común, sino
que además, en el largo plazo, sus efectos son abierta-
mente perniciosos.
¿Esas sospechas compartidas se justifican? Así pa-
rece en el caso de las dudas del escéptico sobre la exis-
tencia de un mundo exterior o sobre la presencia de
otras mentes. Pero, ¿qué podemos decir de un lugar tan
común como es la búsqueda de pruebas concretas de la
influencia de una antigua docente? ¿Qué hace que ese
sea un afán errado? ¿Por qué debería tener efectos per-
niciosos? En mi opinión, lo que resulta desacertado no
es la reflexión en sí misma, sino la dirección que toma
esa meditación cuando introducimos la exigencia de ob-
tener pruebas rigurosas. Es más, creo que lo que puede
tener efectos perniciosos es insistir en estar seguro acer-
ca de tales asuntos, lo cual se parece mucho a la preten-
sión de certeza del escéptico.
En este punto es donde entra en juego la solución
recomendada por Cavell. Su repudio de la búsqueda del
conocimiento emprendida por el escéptico me lleva a
preguntarme si mi exigencia de obtener pruebas o evi-
dencias concluyentes en estas cuestiones no es igual-
mente irrazonable, sin contar con que además es impo-
sible satisfacerla. Cavell me alienta a confiar en lo que
creo, a aceptar mis sentimientos de estar en deuda con
la señora Henzi y a reconocerlos por otros medios que
no sean el seguimiento de las huellas que pueda haber
dejado en mí su legado. ¿Por qué otros medios? Median-
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te actos de gratitud, quizá. Enviarles una carta a los hi-
jos de la señora Henzi, si es que tuvo hijos, podría haber
sido uno de esos gestos. Comprometerme a tratar de
ejercer una influencia positiva en la vida de mis propios
alumnos, podría ser otro.
(Una fantasía se entremete. Por alguna razón, la po-
sibilidad de que yo continúe la obra de mi antigua pro-
fesora y lo haga en su honor me trae el recuerdo de una
oración pronunciada ante el postrado Ronald Reagan
en The Knute Rockne Story: «Esta es por el Gipper». Me
imagino a mí mismo en una postura similar, detenién-
dome un instante antes de entrar en el aula. «Esta es
por usted, señora Henzi», susurro con los ojos cerrados
mientras giro el picaporte de la puerta. Pero, por su-
puesto, nunca podría hacer semejante cosa. Mi fantasía
es una expresión de cinismo. ¿De dónde procede esa vi-
sión cínica? ¿Es nuestro viejo amigo Escepticismo el
que me habla con una voz diferente? Me temo que sí.)
Para volver a reflexiones más sensatas, quizá la
manera más eficaz que tenga yo de hacerme cargo de
mi responsabilidad en estas cuestiones sea continuar
meditando sobre lo que me brindó la señora Henzi,
como lo estoy haciendo ahora. Tal vez si una cantidad
suficiente de nosotros se dedicara a considerar estas
cuestiones, alcanzaríamos una mejor comprensión de lo
que todos los docentes, para bien o para mal, dejan en
sus alumnos y hacen por ellos. Al menos esa es mi espe-
ranza y la razón de que dedique todo este tiempo a un
conjunto tan lejano y personal de recuerdos.
El tipo de reflexión a la que me refiero no implica ne-
cesariamente una búsqueda de pruebas concluyentes,
aunque tampoco desconocería esas evidencias si exis-
tieran. Se trata más bien de llegar a apreciar algo, lle-
gar a comprender la realidad de su significación. «Rea-
lizar» es la palabra que más se parece a lo que propon-
go. ¿Qué significa realizar algo? «Hacer real y efectiva
una cosa.» El diccionario Webster dice: «Convertir lo
imaginario o ficticio en real». También agrega: «Hacer
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que algo parezca real; impresionar en el espíritu como
real» (Webster's New International, 1937, pág. 2072).
Precisamente es esa conversión de lo imaginario o fic-
ticio en real, ese hacer que «parezca real», lo que se me
presenta como el punto capital de la cuestión. ¿Cómo
ocurre esto? ¿Qué hace que algo tan sutil como la in-
fluencia de una persona en otra parezca real? ¿Sólo
puede darse mediante la acumulación de pruebas?
Ya he dicho que creo que no y he dado como respues-
ta a la pregunta sobre qué da realidad a tales cosas una
sola palabra: reflexión. Otro nombre para el mismo pro-
ceso podría ser: meditación. Y sin duda hay otros.
¿Cómo fondona este proceso? Bueno, tomemos co-
mo ejemplo el caso de la señora Henzi. Al pensar en la
influencia que ella tuvo en mí, al meditar sobre esa in-
fluencia, en cierto sentido la he revitalizado. He contri-
buido a hacerla real, por lo menos para mí. He comen-
zado a hacer real (en el sentido radical de la expresión)
más plenamente lo que ella hizo por mí. Lo que se sien-
te al emprender este proceso es algo que no puede des-
cribirse en unas pocas palabras. No conozco ninguna
metáfora que lo capte en toda su plenitud. Es como es-
tar buscando un objeto y de pronto encontrarlo, pero no
del todo. También se parece a descubrir algo inespera-
damente, pero tampoco es eso. Por cierto no se parece a
tomar algo de un arcón, ni a desenterrar el cofre de un
tesoro. Es más como construir una casa en un árbol
aprovechando materiales desparramados al azar en el
jardín trasero y los terrenos vecinos, un proceso que, si
mal no recuerdo, requiere considerables dosis de inge-
nio e imaginación. El resultado puede no ser resistente
al agua y seguramente no será habitable en todas las
estaciones del año, pero está alh', cielo santo, está allí
arriba para perdurar; eso es seguro. Son testigos las ar-
dillas y los pájaros que picotean su techo con curiosidad
y exploran cautelosamente su interior.
Como hemos visto, semejantes propósitos siempre
entrañan riesgos. Uno es el riesgo del fracaso, que es el
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mismo riesgo de volverse un escéptico, el riesgo de ver
esfumarse ante los propios ojos ese sentimiento inicial
de estar en deuda, como el que yo siento hacia la señora
Henzi. También se corre un peligro en el otro extremo
del espectro: el de crear algo que es absolutamente fal-
so y tratarlo como si fuera verdadero, construyendo un
castillo en el aire en lugar de una casa en el árbol. Este
último riesgo es el antiguo peligro del autoengaño.
Esto es lo que tenemos: la duda escéptica, por un
lado, y el autoengaño, por el otro; las Estila y Caribdis
del proyecto constructivo por el que abogo aquí. ¿Estos
riesgos son iguales y opuestos? ¿Es posible eludir a los
dos?
En cuanto a la igualdad entre ambos, me parece que
cuando la actitud predominante es de gratitud y afecto,
como lo es en este caso, el riesgo de renunciar a ella tie-
ne un costo mayor y consecuencias más negativas, tan-
to en términos psicológicos como sociales, que el riesgo
correspondiente de creer lo que es falso. Por lo tanto,
mucho mejor si continúo pensando afectuosamente en
la señora Henzi, aunque exagere lo que ella hizo por mí,
que abandonar todo pensamiento de ella. ¿Por qué digo
que es mucho mejor? Simplemente porque vivir en un
mundo en el que las personas piensen bien de las de-
más, aun cuando a veces estas no lo merezcan, resulta
ser mucho más deseable que vivir en un mundo en el
que no ocurra eso.
Pero aunque el autoengaño sea en estas cuestiones
preferible al escepticismo, ¿no hay posibilidad de rehuir
ambos peligros? Resulta triste decirlo, pero el panora-
ma no es muy alentador. Si, como afirma Carvell, no es
posible refutar el escepticismo de manera concluyente,
la tentación de caer en su red de dudas será siempre un
peligro. Estila, el legendario monstruo que amenazaba
a los marinos en la Antigüedad, nunca se apartará de
su roca, al menos no durante el tiempo suficiente para
permitir que los seres humanos nos contemos entre.
quienes logran pasar por el estrecho que ella vigila. Es
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muy poco lo que podemos hacer en este sentido, conti-
núa sosteniendo Cavell, salvo luchar contra sus conse-
cuencias. A las semillas de la duda las llevamos en lo
más profundo de nuestro ser.
John Dewey (1929), aunque no llega a decir que el
mal del escéptico sea incurable, en su libro The quest for
certainty alcanza, como podrán recordarlo fácilmente
quienes hayan leído esa obra, una conclusión bastante
semejante. «El hombre que vive en un mundo de riesgos
se siente obligado a buscar seguridad», anuncia Dewey
al comienzo (pág. 3). Y continúa diciendo que hay dos
modos de hacerlo. Uno es «cambiando el mundo me-
diante la acción»; el otro es «cambiando el propio ser en
emoción y en ideas» (pág. 3). Dewey elige el camino de
la acción e insta a los demás a hacer lo propio. Pero en
ambos casos, aun en la perspectiva optimista de Dewey,
los individuos aparecemos caracterizados como seres
que aspiramos casi invariablemente a una seguridad
mayor y a una base más firme para nuestro hacer y
acontecer, como dice el propio Dewey, de las que pueden
proporcionarnos nuestros esfuerzos humanos. Lo que
esto significa, en otras palabras, es que nuestro anhelo
de certeza es poco más o menos insaciable, lo cual deja
continuamente entreabierta la puerta al escepticismo.
¿Y qué puede decirse del autoengaño? ¿Puede acaso
eludirse por completo? Al decir que no existe ninguna
posibilidad de ahuyentar a Escila de su roca, hemos
contestado indirectamente la pregunta referida al re-
molino de Caribdis. Porque si la duda es la condición
con la cual debemos vivir, incluirá el riesgo de enga-
ñarnos de vez en cuando. Como en el caso de los errores
de Upo l y d e Upo II de que hablan los estadígrafos, los
dos tipos de peligro se vinculan entre sí. Cuando uno se
acrecienta, el otro correspondientemente disminuye,
aunque ninguno desaparezca nunca por completo.
Ya he revelado mi inclinación personal cuando se
trata de reflexionar sobre los efectos positivos que pue-
dan ejercer los docentes en nuestra vida. En caso de no
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estar seguro de tales efectos —como hasta cierto punto
ha de ocurrimos siempre—, concedo al docente el bene-
ficio de la duda. Esta me parece una sensata regla em-
pírica que se asemeja a la actitud de buena intención
que encuadra nuestro sistema legal y obliga a conside-
rar inocente a toda persona hasta que se compruebe su
culpabilidad. Pero, como sabemos, en nuestro sistema
legal esa buena intención es sólo preliminar. Precede a
la ejecución de justicia. Busca cubrir el período de in-
decisión durante el cual se realizan los procedimientos
legales, antes de que el jurado anuncie su veredicto.
¿Qué ocurre en el caso de la enseñanza? ¿Debería
aplicarse el mismo razonamiento? Bueno, sí, por su-
puesto. Siempre deberíamos estar preparados para re-
tirar la confianza a los demás, incluidos los docentes,
cuando las convicciones en su contra alcancen la fuerza
suficiente. Con todo, cuando nos ponemos a juzgar a los
docentes, nuestra buena intención habitualmente no se
ve contrarrestada por un aura correspondiente de sos-
pecha y acusación que amenace con imponerse y que
por lo tanto se burle de nuestra inicial amabilidad. Des-
pués de todo, la enseñanza es una profesión en la cual
quienes la practican —por lo menos en su mayor par-
te— quieren hacer el bien. Esto no significa, desde lue-
go, que todos lo consigan, pero sí implica que esa bús-
queda del bien que ellos emprenden no necesariamente
debe verse atormentada, al menos no desde el comien-
zo, por la amenaza de un veredicto culpable.
Retomo la imagen de la señora Henzi por última vez.
La luz de aquellos cristales octogonales que usaba con-
tinúa resplandeciendo en mi espíritu como un faro in-
termitente cuya fuente está ahora a años luz de distan-
cia. ¿Qué debería hacer yo con ese resplandor intermi-
tente? ¿Contienen algún mensaje esos puntos y rayas?
¿Me están advirtiendo ¡MUCHO OJO, PHILIP!? Eso
sería muy apropiado, por supuesto. También lo sería
algo referente a que no pierda el rumbo o por lo menos a
que lo siga por el camino recto.
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Soy portador de marcas del año que pasé con la seño-
ra Henzi. A esta altura, eso debería quedar profusa-
mente aclarado. Sin embargo, cuando procuro revelar
esas marcas, decir cuáles son, ponerlas de manifiesto
para que todos puedan verlas, advierto que soy incapaz
de hacerlo de un modo que convenza al escéptico, inclu-
so, como debo reconocerlo a la luz de todo lo dicho, al es-
céptico que hay en mí. Lo que me hace sentir que esta
incapacidad mía es importante, lo que la vincula con
toda la iniciativa educativa, es que no soy el único que
la experimenta. Todos la compartimos, los estudiantes,
los padres, los ciudadanos en general y hasta los pro-
pios docentes; en realidad, los docentes quizá más que
los demás. ¿Quién sabe? Todos, en algún nivel, esta-
mos convencidos de que la enseñanza produce un cam-
bio, a menudo un cambio enorme, en la vida de los estu-
diantes, y lo hace por alguno de los caminos que he in-
tentado expresar aquí. Sin embargo, con frecuencia nos
cuesta mucho convencer a los demás de ese hecho. Por
consiguiente, cuando llega el momento de hablar del
grado de eficacia con el que funcionan nuestras escue-
las o de lo bien que hace su trabajo un grupo particular
de docentes, parece que olvidáramos lo que nos ha ense-
ñado la experiencia personal y termináramos invocan-
do pruebas tales como las notas alcanzadas en los tests
de rendimiento, actitud que ignora por completo casi
todo aquello sobre lo que he venido hablando y a lo que
me he referido aquí. Cuando nuestra unidad de interés
son las escuelas de toda una dudad o de todo un estado
o cuando se pretende desarrollar pruebas de aptitud,
para los docentes, aplicables en todo el país, tal vez no
haya otra forma de proceder. Pero el hecho (suponiendo
que sea un hecho) de que en tales circunstancias deba-
mos limitar nuestra perspectiva hasta el punto de ex-
cluir toda consideración de la mayor parte del bien que
los docentes en verdad hacen (y quizá también la mayor
parte del mal) no disminuye en lo mínimo el terrible pe-
ligro que implica hacerlo.
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Si en los años venideros no somos capaces de refle-
xionar más profundamente que hoy acerca de algunas
de las complejidades que habitan el corazón mismo de
la enseñanza, si no somos capaces de apreciar más ple-
namente el papel que pueden desempeñar y desem-
peñan los docentes en nuestra vida, estamos condena-
dos a tener aquellas escuelas y aquellos docentes cuyas
potencialidades formativas nunca llegan a realizarse.
Esta es la premisa cuyas consecuencias continuaré
indagando en los siguientes capítulos.
Listo. Finalmente, terminé. (Me doy vuelta desde la
pizarra y miro ami profesora.) «¿Está bien, señora Hen-
zi? ¿Es esto lo que debía descubrir? ¿Es este el valor de
la incógnita x en la ecuación educativa de hoy?» Ahora
puedo verla, asintiendo con la cabeza, mientras el refle-
jo de un día soleado repite sus destellos en el cielo raso,
la pizarra y el suelo.
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