Es Fundamental La Ontología
Es Fundamental La Ontología
Es Fundamental La Ontología
Emmanuel Lévinas
1. EL PRIMADO DE LA ONTOLOGÍA
¿No reposa el primado de la ontología entre las disciplinas del conocimiento en una de las
más luminosas evidencias? Todo conocimiento de las relaciones que reúnen u oponen a
los seres unos a otros, ¿no implica de antemano la comprensión del hecho de que estos
seres y relaciones existen? Articular la significación de este hecho -retornar al problema
de la ontología- implícitamente resuelto por cada cual, incluso en forma de olvido, tal es,
según parece, edificar un saber fundamental sin el cual todo conocimiento filosófico,
científico o vulgar sería ingenuidad.
Poner en cuestión esta evidencia fundamental es una empresa temeraria. Pero abordar la
filosofía a partir de este cuestionamiento significa, al menos, remontarse a su fuente más
allá de la literatura y sus patéticos problemas.
2. LA ONTOLOGÍA CONTEMPORÁNEA
La comedia comienza con el más simple de nuestros gestos. Todos ellos comportan una
inevitable torpeza. Al extender la mano para acercar una silla, he arrugado la manga de mi
chaqueta, he rayado el suelo, he derramado la ceniza de mi cigarrillo. Al hacer lo que
quería hacer, he hecho miles de cosas no deseadas. El acto no ha sido puro, he dejado
huellas. Y, al borrar esas huellas, he dejado otras. Cuando Sherlok Holmes aplique su
ciencia a esta irreductible torpeza de cada una de mis iniciativas, la comedia se convertirá
en tragedia. Cuando la torpeza del acto se vuelve contra el fin perseguido, nos
encontramos de lleno en la tragedia. Para frustrar las funestas predicciones, Layo hará
exactamente lo que se precisa para que se cumplan. Edipo, al triunfar, construye su
propia desgracia. Como la presa que huye en línea. recta por la llanura cubierta de nieve
al escuchar a los cazadores y deja de ese modo las huellas que serán su ruina.
De este modo, somos responsables más allá de nuestras intenciones. Es imposible, para
la mirada que dirige el acto, evitar esa acción producida por descuido. Nuestros dedos
están presos en el engranaje, las cosas se rebelan contra nosotros. Es decir, nuestra
conciencia y nuestro dominio de la realidad mediante la conciencia no agotan nuestra
relación con ella, en la que estamos presentes en toda la densidad de nuestro ser. Que la
conciencia de la realidad no coincide con nuestra habitación en el mundo, eso es lo que
de la filosofía de Heidegger ha causado tanta impresión en el mundo literario.
Para Heidegger, la comprensión reposa en última instancia sobre la apertura del ser.
Mientras el idealismo de Berkeley hallaba en el ser una referencia -al pensamiento a
causa de los contenidos cualitativos del ser, Heidegger percibe su inteligibilidad en el
hecho en cierto modo formal de que el ente es -en su operación de ser, en su propia
independencia-. Ello no implica una dependencia previa respecto de un pensamiento
subjetivo, sino una suerte de vacante que espera a su titular, que está abierta merced al
hecho mismo de que el ente es. Así es como Heidegger describe, en su estructura más
formal, las articulaciones de la visión en las que la relación del sujeto y el objeto se
encuentra subordinada a la relación del objeto con la luz -una luz que no es objeto-. La
inteligencia del ente consiste, entonces, en ir más allá del ente -precisamente hasta lo
abierto- y percibirlo en el horizonte del ser. Es decir, que la comprensión, en Heidegger,
recupera la gran tradición de la filosofía occidental: comprender el ser particular es
situarse ya más allá de lo particular, comprender es entrar en relación con lo particular
como existente único mediante un conocimiento que es siempre conocimiento de lo
universal.
Excepto en el caso de los otros. Nuestra relación con otro consiste ciertamente en querer
comprenderle, pero esta relación desborda la comprensión. No solamente porque el
conocimiento del otro exige, además de curiosidad, simpatía o amor, maneras de ser
distintas de la contemplación impasible, sino porque, en nuestra relación con otro, él no
nos afecta a partir de un concepto. Es ente y cuenta en cuanto tal.
Nuestra respuesta es ésta: en nuestra relación con otro, ¿se trata de dejarle ser? ¿no es
en su papel de interpelado dónde se cumple la independencia del otro? Aquel a quién
hablamos, ¿es previamente comprendido en su ser? De ningún modo. El otro no es
primero objeto de comprensión y después interlocutor. Las dos relaciones se confunden.
En otras palabras, la invocación del otro es inseparable de su comprensión.
Ciertamente, tenemos aún que explicar por qué el acontecimiento del lenguaje no se sitúa
ya en el plano de la comprensión. Pues, ¿por qué no ampliar la noción de comprensión,
según ese procedimiento con el que nos ha familiarizado la fenomenología? ¿Por qué no
presentar la invocación del otro como la característica propia de su comprensión?
Tal cosa nos parece imposible. Por ejemplo, el manejo de los objetos de uso se interpreta
como su comprensión. Pero la extensión de la noción de conocimiento se justifica, en este
ejemplo, por la superación de los objetos conocidos, que se cumple a pesar de todo lo
que pueda haber de compromiso preteórico en el manejo de «utensilios». En el seno de la
manipulación, se sobrepasa el ente en el movimiento mismo que le capta, y en este «más
allá» necesario para la presencia ««en las inmediaciones de» se reconoce el itinerario
mismo de la comprensión. Esta superación no tiene únicamente que ver con la aparición
previa del «mundo» cada vez que entramos en contacto con lo manejable, como quiere
Heidegger, sino que remite también a la posesión y al consumo del objeto. Pero nada de
esto ocurre en mi relación con otro. También en ese caso, si se quiere, comprendo el ser
en el otro, más allá de su particularidad de ente; llamo a ser a la persona con la que entro
en relación, pero al llamarle ser apelo a ella. No pienso únicamente que es, sino que le
hablo. Es mi asociada en el seno de la relación que únicamente debería hacérmela
presente. Le he hablado, es decir, he olvidado el ser universal que ella encarna para
atenerme al ente particular que es. La fórmula «antes de entrar en relación con un ser es
preciso que lo haya comprendido en cuanto ser» carece aquí de aplicación en sentido
estricto: al comprender el ser, le digo simultáneamente mi comprensión.
El hombre es el único ser con quien no puedo encontrarme sin decirle este encuentro, y
es por ello que el encuentro se distingue del conocimiento. Hay en toda actitud relativa a
un ser humano un saludo -aunque sea como rechazo del saludo-. Aquí, la percepción no
se proyecta hacia el horizonte -campo de mi libertad, de mi poder, de mi propiedad- para
adueñarse del individuo sobre este fondo familiar. Aquí se relaciona con el individuo puro,
con el ente en cuanto tal. Y, para expresarlo en términos de «comprensión», ello significa
precisamente que la comprensión del ente en cuanto tal es ya la expresión que le ofrezco
de tal comprensión.
Esta imposibilidad de abordar a otro sin hablarle significa que en este caso el
pensamiento es inseparable de la expresión. Pero la expresión no consiste en trasvasar
de algún modo un pensamiento relativo a otro a su espíritu, como sabemos no ya desde
Heidegger, sino desde Sócrates. La expresión tampoco consiste en articular una
comprensión que compartiría de antemano con otro. Consiste, antes de toda participación
de un contenido común mediante la comprensión, en instituir la socialidad merced a una
relación irreductible, en consecuencia, a la comprensión.
La relación con otro no es, pues, ontología. Este vínculo con otro que no se reduce a la
representación del otro sino a su invocación, y en el que la invocación no va precedida de
una comprensión, es lo que llamamos religión. La esencia del discurso es la plegaria. Lo
que distingue al pensamiento que arrostra un objeto del vínculo con una persona es que
en este último se articula un vocativo: lo que se nombra es, al mismo tiempo, aquel a
quien se llama.
Puedo quererlo. Y, a pesar de ello, este poder es todo lo contrario del poder. El triunfo de
este poder es su derrota como poder. En el mismo momento en el que se realiza mi poder
de matar, el otro se me ha escapado. Sin duda, puedo perseguir un fin al matar, puedo
matar del mismo modo que cazar, talar árboles o abatir animales; pero en ese caso capto
al otro en la apertura del ser en general, como un elemento del mundo en el que, me
encuentro, le percibo en el horizonte. No le he mirado a la cara, no me he encontrado con
su rostro. La tentación de la negación total, que mide lo infinito de esta tentativa y su
imposibilidad, es la presencia del rostro. Estar en relación con otro cara a cara es no
poder matar. Y ésta es también la situación del discurso.
Si las cosas son solamente cosas, la relación que con ellas se establece es de
comprensión: como entes, se dejan sorprender a partir del ser, a partir de una totalidad
que les otorga una significación. Lo inmediato no es objeto de comprensión. Un dato
inmediato de la conciencia es una contradicción en los términos. Darse es exponerse a
las astucias de la inteligencia, ser captado mediante el concepto, mediante la luz del ser
en general, gracias a un rodeo u oblicuamente; darse es significar a partir de aquello que
no se es. La relación con el rostro, acontecimiento de la colectividad -la palabra-, es una
relación con el ente mismo en cuanto puro ente.
Que la relación con el ente sea invocación de un rostro y ya en sí misma palabra, una
relación con una profundidad más que con un horizonte -una ruptura del horizonte-, que
mi prójimo sea el ente por excelencia, todo esto puede resultar quizá sorprendente si nos
atenemos a la concepción de un ente insignificante por sí mismo, silueta en el horizonte
luminoso que no adquiere significación más que por esta presencia en el horizonte. El
rostro significa de otro modo. En él, la infinita resistencia del ente a nuestro poder se
afirma precisamente contra la voluntad asesina que arrostra, porque, en su desnudez -y la
desnudez del rostro no es una figura estilística-, significa por sí misma. Ni siquiera puede
decirse que el rostro sea una apertura, porque ello implicaría pensarlo como relativo a una
plenitud que le rodease.
¿Pueden las cosas adquirir un rostro? ¿No es el arte la actividad que otorga un rostro a
las cosas? La fachada de una casa, ¿no es una casa que nos mira? El análisis realizado
hasta aquí es insuficiente para responder a estas preguntas. En todo caso, nos
preguntamos si no sucede acaso que, en el arte, el tenor impersonal del ritmo, fascinante
y mágico, sustituye a la socialidad, al rostro, al habla.
¿Por qué la visión del rostro no es ya visión, sino audición y palabra? ¿Cómo puede
describirse el encuentro con el rostro -es decir, la conciencia moral- como condición de la
conciencia en sentido estricto y del desvelamiento? ¿De qué modo se afirma la conciencia
como imposibilidad de asesinar? ¿Cuáles son las condiciones de la aparición del rostro,
es decir, de la tentación y de la imposibilidad del asesinato? ¿De qué modo puedo
aparecerme a mí mismo como rostro? ¿En qué medida, en fin, la relación con otro o la
colectividad es nuestra relación -irreductible a la comprensión- con lo infinito? Tales son
los temas que se desprenden de esta primera contestación del primado de la ontología.
La investigación filosófica no podría de ningún modo contentarse con la reflexión sobre sí
o sobre la existencia. La reflexión no nos entrega más que el relato de una aventura
personal, de un alma privada que retorna a sí sin cesar, incluso cuando parece escaparse.
Lo humano sólo se ofrece a una relación que no es un poder.