El Valor de Los Seres de Nuestro Entorno

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EL VALOR DE LOS SERES DE NUESTRO ENTORNO

Alfredo Marcos

Para discutir responsablemente en lo que debemos hacer en materia ambiental,


es necesario conocer los elementos de nuestro entorno, viviente y otros seres naturales y
artificiales, saber cual es su naturaleza y su valor objetivo. De lo contrario nos veremos
obligados a tomar decisiones en función tan sólo de la utilidad que tengan para nosotros,
o sobre la base de simples preferencias individuales o modas sociales, de modo
burdamente antropocéntrico. Hay quienes niegan que se pueda ir más allá de la utilidad,
los gustos o las modas. En mi opinión, se puede tratar de manera razonable del valor
que los seres tienen en sí mismos. Lo que es y lo que vale esta planta o este animal
concreto, no depende básicamente de que nos resulte más o menos útil, agradable o
conveniente, su realidad y su valor no están pendientes únicamente de nuestra mirada.
Están ahí, en el mundo, aunque nosotros ni siquiera sepamos de su existencia. Se puede
aceptar que la utilidad para nosotros añade valores a los seres, pero lo que vale en sí
cada uno queda en suspenso hasta que concluyamos nuestra contabilidad.

Par aclararnos sobre la naturaleza de los seres que nos rodean y acerca de su
valor, tenemos que emplear los conocimientos que nos aportan las ciencias muy
especialmente la biología. Pero recaeríamos en el cientificismo si pensáramos que las
ciencias naturales son nuestra única fuente de conocimiento sobre el entorno. En este
terreno son de suma utilidad también otras ciencias, así como las artes, la religión, la
vida cotidiana, el trato directo con los vivientes, los saberes tradicionales y el sentido
común crítico. Por supuesto, es también imprescindible la investigación de carácter
filosófico de los seres y su valor.

La doble reducción: cientificista y seleccionista.

De todos los seres que componen nuestro entorno son los vivientes concretos,
cada planta, cada animal los que más importancia tienen para la ética ambiental. Es
bueno que dispongamos de oxígeno atmosférico, pero lo es porque existen plantas y
animales. Es fácil ver que en ausencia de vivientes tan buena es una atmósfera como
otra. Pues bien, en el conocimiento de los vivientes se ha operado desde hace tiempo
una doble reducción que limita la comprensión de los mismos.

La primera reducción podemos llamarla cientificista. Según ese punto de vista el


conocimiento de los seres, incluido el hombre en todas sus dimensiones, debe confiarse
única y exclusivamente a las ciencias. Según la reducción cientificista, lo que podemos
aprender sobre los vivientes nos lo enseña la biología y solo la biología (entre cuyas
ramas se contarían la sociobiología, la epistemología evolucionista y la ética
evolucionista).

La segunda reducción, que podríamos llamar seleccionista, se ha operado dentro


ya del ámbito de la biología, pues la misma se reduce a menudo a la teoría de la
evolución y, en especial, a la teoría de la evolución por selección natural. Es más, con
frecuencia se habla de una versión de la misma, la que se constituido en la ortodoxia
neodarwinista, la versión sintética, que acaba por reducir la lucha darwinista por la
existencia al cálculo estadístico de la genética de poblaciones. Procediendo así
tendemos a olvidar, en primer lugar, la diferencia entre el hecho de la evolución y las
teorías de la evolución. Es evidente que el proceso evolutivo es una secuencia de
acontecimientos única e irrepetible, y las teorías que intentar dar cuenta de este hecho
han sido y son plurales. No debe extrañar que esto sea así, lo raro sería que una sola
teoría pudiese dar cuenta de todos los aspectos de un fenómeno tan complejo y
prolongado como la evolución. Pero, en segundo lugar, además, esta reducción, al
centrarse sólo en la biología evolutiva, con frecuencia desatiende al resto de las ramas
del conocimiento biológico, tan distintas y plurales, y que pasan a concebirse sólo como
especificaciones de la teoría de la evolución por selección natural..

El resultado de esta doble reducción ha sido negativo en muchos sentidos, en


primer lugar, para la propia teoría de la evolución por selección natural: una buena
teoría científica, que da cuenta de muchos hechos biológicos, se ha estirado para cubrir
ámbitos explicativos que no le son propios, y cuando se aplica a tales ámbitos, se
convierte en una mala y peligrosa teoría política (sólo hay que recordar los desatinos del
llamado darwinismo social), en una epistemología inconsistente, en una ética
insuficiente, así como en una ingenua y en muchos sentidos errónea metafísica. En
segundo lugar, esta doble reducción ha empobrecido considerablemente nuestra
comprensión de la naturaleza y del ser humano, al dejar en segundo plano buena parte
del conocimiento biológico pasado y presente, y al prescindir de otras vías de acceso a
la realidad viva, como pueden ser la filosofía, la religión, la experiencia cotidiana, las
tradiciones culturales o el arte, e incluso la poesía.

Biología y ética

El conocimiento es el resultado de la integración de muchas disciplinas y teorías.


Algunas teorías son claramente erróneas. Por ejemplo, luego de los experimentos de
Pasteur y Waismann, podríamos decirle a Lamarck que no se da la generación
espontánea como él suponía, o que los caracteres adquiridos no se heredan. Pero el
lamarckismo y otras teorías caducas, a despecho de lo que nosotros podríamos decir a
Lamarck, pueden aun tener algún valor por lo que pueden decirnos a nosotros. No hay
aquí asomo de relativismo( el lmarckismo tal y como lo formuló Lamarck es
simplemente una doctrina refutada), sino una actitud cuidadosa con la historia como un
tesoro de diversidad y experiencia, como una plataforma desde la que debemos
mirarnos con ojos autocríticos, invirtiendo nuestra común y estéril tendencia en emitir
anacrónicas sentencias condenatorias del pasado. . Así, la insistencia de Lamarck en que
es el comportamiento de los vivientes el que condiciona el curso de la evolución, nos
recuerda que la iniciativa esta muchas veces en los propios organismos, sólo que este
hecho debe ser explicado por mecanismos no lamarckianos, pues estos ya han sido
refutados: una mutación cualquiera tiene más o menos posibilidades de establecerse en
el acervo genético en función del comportamiento del viviente en que se dé. Por utilizar
el ejemplo de la jirafa, una mutación genética aleatoria cuyo efecto sea un cierto
alargamiento del cuello, será beneficiosa y quedará retenida si el organismo en que se
produce se alimenta de las ramas altas de los árboles, de lo contrario no le aportará
ningún beneficio.

De la misma manera, la insistencia de Lamarck sobre el hecho del ascenso


evolutivo (idea importante para ola ética) no debería perderse, sino más bien conjugarse
con la darwinista de la diversificación.
Las actuales teorías de la evolución deberían ser tomadas en cuenta con mayor
razón, puesto que no han sido refutadas. La neutralista sugiere una cierta
independencia de niveles en la evolución de los organismos. Dicho de otro modo, es
difícil concebir la aparición de nuevas y complejas formas de vida, como una mera
acumulación de pequeños cambios moleculares, pues dichos cambios se difunden y se
establecen en el acervo genético de una población de modo neutral, es decir, es decir,
que en gran medida escapan a la selección natural. Por otra parte, la teoría de los
equilibrios interrumpidos nos informa sobre los ritmos de la evolución, no tan
uniformes y graduales como creíamos.

Especial interés tiene la idea de Lynn Marguils de evolución simbiótica. La


evolución esta conducida, al menos en parte, por la colaboración simbiótica, a veces
hasta el grado de total integración, como sucede como sucede con los organelos de las
células ecucariotas (mitocondrias, cloroplastos, núcleo…etc.). Estas células son
concebidas como el resultado de la reunión de primitivas unidades, que en un tiempo
establecieron relaciones simbióticas y han acabado por integrarse. Existen más pruebas
y más consenso a favor de la evolución por simbiosis.. Esta idea no se opone toalmente
a la evolución por competición (para competir hay que colaborar), pero es indudable
que muestra una cara hasta el momento olvidada., cuando no negada, de la evolución
de los vivientes. A partir del énfasis darwinista en la competición, se han edificado
auténticas atrocidades en el terreno del pensamiento y la praxis política. El uso
ideológico de las teorías biológicas, se pone aún más de manifiesto cuando reparamos
en que la competición es sólo un aspecto del mundo natural, que no tiene por qué cubrir
a los demás y despacharlos al olvido, sino es por una utilización torcida de la ciencia.
En el mundo natural hay lo que desde nuestra visión parece crueldad, pero también
evidente belleza y orden; hay lucha, pero también colaboración entre distintos seres. El
propio Darwin hablaba de la naturaleza como un ser de dos caras. El mundo natural no
puede, pues, convertirse en la fuente única de nuestras ideas morales, y no porque esté
más allá o más acá del bien y del mal (no puede estarlo plenamente dado que hay una
relación metafísica entre el ser y el bien), sino porque en él se combina lo que
trasladado a la vida humana sería malo con lo que sería bueno y loable.

Lo que acabamos de decir respecto alas teorías de la evolución, tanto históricas


como presentes, debe decirse también de las demás ramas de la biología (bioquímica,
morfología, fisiología, embriología, etología, microbiología, botánica, zoología, etc.).

Cuando tratamos de ética ambiental, la ecología merece mención aparte, ya que


el nacimiento de la conciencia ecológica en nuestros días debe mucho a esta ciencia.
Las observaciones de Aldo Leopold y de otros pioneros, como Rachel Carson, nos
pusieron sobre aviso respecto ala complejidad de las relaciones ecológicas y al peligro
que supone nuestra intervención sobre las mismas. La ecología debe ser entendida en
cuanto a la interdependencia de los vivientes y las mutuas relaciones. Sólo el
conocimiento ecológico, que nos da, en contrapartida, la medida de lo mucho que
ignoramos y de lo débil que es en este terreno nuestra predicción, pondrá en nosotros la
prudencia, incluso el temor, comparables al ingente poder de beneficencia y de daño que
tenemos en nuestras manos.

Además, las ciencias de la vida son más que la biología. Medicina, veterinaria y
enfermería, con su conocimiento directo y a veces compasivo de las patologías de los
vivientes, con su saber de la vida de su lado más débil, desde el ángulo de la disfunción
y el sufrimiento, los estudios científicos y tecnológicos en el ámbito agropecuario, con
su aproximación a los vivientes como recursos, cada una con su peculiar modo de
acercamiento a los vivientes y a su entorno, deben contribuir también a formar la base
cognoscitiva propia de la ética ambiental.

Para discernir en terrenos éticos conviene, entonces, contar con buena


información acerca del mundo natural. La información científica, si no la hacemos
degenerar es un estólido ejercicio de contabilidad, nos acerca a la comprensión y
valoración del mundo natural, al sentimiento de admiración del que parte toda
investigación, y al que toda ciencia llega, pero también del que arranca toda actitud de
moral de respeto y cuidado. La buena ciencia, bien enseñada, nos conduce al asombro
ante la improbabilidad, la armonía, la funcionalidad de lo vivo. De la biología,
entendida en un sentido abierto y plural, de sus diversas disciplinas y teorías, de su
historia, obtenemos un magnífico caudal de información que debemos poner al servicio
de la comprensión de los vivientes, para que de ahí surja la valoración la valoración, el
respeto y cuidado de los mismos. Pero existen también otras vías de aproximación a los
vivientes y a la naturaleza, en general, que confluyen en esta misma tarea.

La ciencia y algo más: religión, filosofía, poesía…

Aún fuera de las ciencias naturales, existen otros caminos de acceso a la


comprensión de la realidad de los seres,, como la filosofía, las artes, la religión o la
experiencia directa del trato con los vivientes y, en especial, con los seres humanos. La
ética recibe aportes de todos los ámbitos.

Muchas de las religiones hablan de hermandad entre los vivientes o de su valor


como criaturas de Dios. El budismo, por ejemplo, nos invita a un comportamiento no
violento con los vivientes y al reconocimiento de mutuas relaciones. El Dalai Lama
afirma que todo el pensamiento y práctica budista se puede condensar en los dos
principios siguiente: a) adoptar una visión del mundo que perciba a la naturaleza
interdependiente… de todas las cosas y acontecimientos y b) basándome en lo anterior,
tener un modo de vida no violento y no perjudicial.

El cristianismo insiste en la dignidad de los seres como criaturas de Dios,


especialmente en el hombre, pero también en el resto de los vivientes, hasta el punto de
que Dios se ocupa de vestir a los lirios del campo y se complace en contemplar a cada
uno de los pájaros. En los textos bíblicos se encuentran sugerencias para fundar una
ecología de la responsabilidad para con las futuras generaciones, a las que debemos
legar un patrimonio natural en buen uso, pues nada, según el cristianismo, nos pertenece
en términos absolutos, sino que sólo administramos, y hemos de hacerlo prudentemente,
los bienes que dios nos confía.

En cuanto a la poseía y el arte, también nos hacer acercan ala naturaleza.


Muchos poemas ofrecen visiones realmente sugerentes de la naturaleza de los vivientes,
de la posición y responsabilidad del hombre entre los mismos e incluso del proceso
evolutivo.

La pintura naturalista, nos acerca también, de un modo propio e irremplazable, a


la naturaleza y a los vivientes. Lo mismo podríamos decir de la fotografía y del
reportaje naturalista. Estas actividades humanas y sus productos se sitúan en un terreno
incierto pero fértil, y cada vez más inevitable, entre el arte, la ciencia, las tecnologías de
los medios y su comercio, y la enseñanza de la ética. Desde hace siglos los pintores han
plasmado el mundo natural con su belleza, verdad y empatía.

Pero a pesar del reconocimiento de que la religión o el arte pueden realizar y


realizan valiosas aportaciones a la ética ambiental, no podemos olvidar que en una
sociedad plural la fe no está presente en todos, y las sensibilidades estéticas también son
diversas. Haríamos mal pasando por alto las aportaciones de la religión y del arte, pero
la filosofía, como discurso racional puede llegar con mayor autoridad a todo aquél que
esté dispuesto a valorar la razón y se considere a si mismo razonable, al margen de sus
convicciones religiosas o de las inclinaciones estéticas que posea.

Por supuesto el pluralismo de nuestras sociedades traspasa con mucho los límites
de la razón, y hay quien abiertamente rechaza la discusión racional como instrumento de
convivencia y de acuerdo. Ante estas posiciones, incluso la argumentación filosófica se
muestra impotente, y sólo cabe alertar de su peligro. También se debe reconocer que la
negación del valor universal de la razón se produce, en parte, como reacción contra la
versión excesivamente estrecha, engreída y cientificista de la razón. Quienes
pretendemos mantener vigente el valor universal de la discusión racional, deberíamos,
en consecuencia, desarrollar una idea de razón que, sin renunciar al universalismo, sea
más bien abierta y respetuosa con las distintas tradiciones.

Desde esta perspectiva, la filosofía resulta imprescindible como una de las bases
de la ética ambiental, entre otras cosas, para no obligar a las teorías científicas, que tiene
un ámbito propio de aplicación, a extrapolarse hasta terrenos que le son ajenos, hasta
convertirse en doctrinas filosóficas deficientes.

Para la ética ambiental sería preferible una filosofía: a) que distinga en el aspecto
ontológico entre vivientes y no vivientes, b) que nos permita establecer diferencias
ontológicas entre distintos vivientes, y c) que no confunda las entidades
supraindividuales, como especies, ecosistemas, poblaciones o la tierra en su conjunto,
con los individuos vivos.

Vivientes y no vivientes

¿Por qué decimos vivientes y no seres vivos, vida o materia viva?

En primer lugar, como es sabido, no hay diferencia entre materia viva o materia
no viva en tanto que materia. Lo único que diferencia a una de la otra es su integración
en un viviente. Por tanto, la noción de materia viva depende estrictamente de la de
viviente, incluso la identificación de la materia viva estrictamente del viviente del que
es parte. La materia viva no puede ser objeto principal de ninguna ciencia, y menos de
la biología. Es bien cierto que el biólogo debe obtener conocimiento sobre la materia de
los vivientes, este conocimiento es condición necesaria (pero no suficiente) para el
conocimiento de los propios vivientes, pero está claro que su objeto principal de estudio
es el viviente como tal, no la materia viva.

Por otra parte, cuando hablamos de vida podemos referirnos a la vida biográfica
o biológica. La vida, en este sentido, puede ser un mero concepto abstracto, lo que
tienen en común todos los vivientes, o bien algo concreto, a saber, el conjunto de
funciones que cumple un viviente, un grupo o la totalidad de los vivientes. En
cualquiera de los dos casos, la existencia de algo que podamos llamar vida, depende de
la existencia más básica e importante de los vivientes. No existe la vida como tal, al
margen de los vivientes concretos. Nuestros deberes morales son primariamente para
con estos seres, no para con la vida. De manera que la ética ambiental estará interesada,
en primer lugar, en saber qué es un viviente.

Llamar “seres vivos” a los vivientes puede inducir a confusión, pues no se trata
de seres a los que se les añade la vida, de seres que existen y además viven, sino que su
modo de ser es vivir; en ellos ser y vivir es indisociable. Por ejemplo un gato que no
esté vivo no es en modo alguno un gato, será la representación de un gato o el cadáver
de un gato, pero no un gato. Si no vive no es. Por eso es mucho más propio hablar de
vivientes.

De modo que nuestro objetivo será el de clarificar desde el punto de vista


filosófico que es un viviente, y, a partir de ahí, qué son los seres naturales y artificiales
de nuestro entorno. Todo ello servirá sin duda para investigar su valor y dignidad. Desde
el punto de vista aristotélico esta justificado comenzar por los vivientes, ya que ests son
las sustancias por antonomasia.

Los vivientes se distinguen de otros seres naturales no vivos. Se distinguen en


cuanto a su ser y a su valor y, en consecuencia, en cuanto al trato que merecen. Se
distinguen del resto de seres naturales, a simple vista, en que se nos presentan con una
serie de características muy especiales.

Parecen unidades claramente definidas con respecto a su entorno, o del


fondo, si es que hablamos de la perspectiva de la percepción. Desde las células
delimitadas por sus membranas, hasta los organismos más complejos, todos están
claramente definidos respecto a su entorno, y no sólo de modo estático, sino también
por su movimiento que se lleva a cabo con cierta independencia del medio que lo rodea.

Podemos reconocer que los vivientes tienen todos ellos una cierta unidad, son
unidades individuales, y en muchos casos también indivisibles. Quizá este aspecto
aparezca con más claridad en los animales, sobre todo en los superiores, y de modo
menos evidente en los organismos unicelulares que se reproducen por bipartición y en
las plantas. Todas las características que presentan los vivientes están sometidas a
gradación.

La separación del viviente respecto a su medio y su unidad individual, hacen


que aparezca una cara interna en los más diversos sentidos y grados. El viviente parece
tener, en todos los casos, cierto grado de intimidad: desde el reciento especial cercado
por una membrana o por una piel, hasta la intimidad e identidad inmunológica que
cierra un si-mismo y los separa químicamente de los demás seres; desde la más
elemental percepción del entorno, hasta una actividad mental desarrollada y rica, cuyo
exponente extremo es la intimidad mental y autoconsciente del ser humano, cuya
realidad difícilmente podemos negar. Salvada la ceguera conductista, ni siquiera
podemos negar que muchos animales parecen tener también actividad mental y cierto
grado de conciencia no reflexiva.
Alguna vez el filósofo Julián Marías, afirmó que una casa requiere tanto de
paredes que la delimiten y separen, como de ventanas y puertas que la comuniquen con
el exterior. Hoy añadiremos la línea telefónica, el cable de la electricidad, el de los datos
informáticos o de la televisión. La casa, por supuesto, es la prolongación, la prótesis, de
un peculiar viviente, de lo contrario no es casa. Y es que también los vivientes tienen,
además de “paredes”, de elementos de cierre que los delimitan, distinguen y
constituyen, “ventanas y puertas”. Es decir, la distancia que el viviente mantiene
respecto al equilibrio termodinámico, el desafío que plantea a la entropía, se sostiene
sólo gracias al continuo intercambio de materia, energía e información ( también
necesita de “cable de datos y antenas”). La necesaria apertura del viviente, el hecho que
su sostenimiento dependa del intercambio con el entorno, hace del ser viviente un ser
precario, necesitado y siempre al borde de la muerte (lo cual tiene características
morales). El viviente no es una mónada, sino que conjuga la separación y la
comunicación a partes iguales: sin membrana no hay célula, sin poros tampoco.
Cualquier ser vivo marca un interior y un exterior, y además los pone en continua
comunicación. Una piedra no tiene interior, todo ella es superficie.

Por otro lado, los vivientes parecen tener una existencia más objetiva que
cualquier otra entidad natural o artificial. Nos da la impresión de que los límites de
“esta montaña” o de “este arenal”, los ponemos en gran medida nosotros y dependen de
la escala que decidamos emplear. Tienen, en definitiva, mucho de convencionales.
Podemos creer que cualquier artefacto que construyamos, deja de ser lo que es fuera del
ámbito cultural en que se produce y emplea. Pero nos parece, sin lugar a dudas
razonable, que los vivientes existen en sí mismos, con independencia de nuestras
categorizaciones de la realidad. Por supuesto, no sabemos con certeza cómo es algo al
margen de nuestra percepción o de nuestro pensamiento. Esta es una vieja cuestión en
filosofía que a conducido a algunos al idealismo subjetivo. Sin embargo, en lo que a los
vivientes concretos se refiere, toda separación del realismo del sentido común se hace
realmente artificiosa. De todas las entidades que conocemos, tenemos la impresión
insuperable de que aquellas que menos dependen de nuestro modo de ser, de tocar o de
pensar, son los vivientes.

Una contemplación no deformada de los vivientes nos lleva a verlos como seres
que existen no sólo en sí, sino para sí. Son auto autorreferidos, autónomos,
automotores. Las partes y las funciones se mantienen mutuamente y se exigen unas a
otras. El desarrollo, el metabolismo, la reproducción, comportamiento, relación,
movimiento, todas las funciones y todas las partes del viviente, parecen estar
básicamente al servicio del propio ser que las realiza o posee. Sólo la decisión de
observar dedesde una metafísica mecanicista nos haría negar la evidencia que el ala es
para volar, el pulmón para respirar, y así sucesivamente, y que en cada ser vivo sus
partes y funciones están al servicio de la realización de su forma de ser.

Los aspectos funcionales o teleológicos (teleología: doctrina que considera el


mundo como un sistema de relaciones entre medios y fines) del viviente están
relacionados con su capacidad de anticipación. Un viviente no sólo reacciona como
cualquier otro ser físico, sino que también acciona, toma la iniciativa, se anticipa. El
árbol se ve afectado por el frío extremo, pero sus hojas no caen como reacción ante el
mismo, de ser así la caída llegaría tarde y el árbol moriría. Las hojas caen con la
disminución de las horas de luz. El árbol ha aprendido a relacionar lo uno con lo otro
(por supuesto, sin conciencia alguna de tal conocimiento). El árbol sabe que tras la
disminución de las horas de luz vendrá el frío extremo, utiliza lo uno como signo
del otro. Conocimiento y significado en su más rudimentaria expresión. El perro sabe
que su amo regresa a la caída del sol, lo anticipa: el ocaso para él es el signo de la
vuelta. Conocimiento y significado de más elevado rango y asistido de cierta
conciencia. El ser humano de algún modo aprende de la experiencia, conoce en sentido
paradigmático, y es capaz de comunicar y comunicarse ese conocimiento mediante el
lenguaje. Conocimiento y significado en el más alto grado y además, como novedad,
reflexivo.

La vida es el reino de la anticipación, de la iniciativa, del conocimiento y de


ese desdoblamiento en el tiempo que es el significado. La anticipación no niega la
causalidad eficiente, todo fenómeno tiene sus causas, y el árbol que anticipa el frío,
reacciona ante la variación de la luz. Pero esta constatación no nos puede hacer ciegos
ante el hecho de que, en efecto, anticipa el frío, de que ha aprendido la relación entre
dos fenómenos, uno que desencadena la reacción y otro anticipado por la misma y con
más importancia par la vida del árbol. El árbol ha aprendido a conectar esos dos
fenómenos porque el árbol, entre otras cosas, la con4exión entre esos dos fenómenos,
la incorpora, la materializa (y si fuese animal diríamos que la encarna). La anticipación,
la iniciativa, la tensión hacia el futuro, la significación ye l conocimiento que vinculan
distintos tiempos, saltan a la vista allá donde haya un viviente.

Todos estos rasgos constituyen una descripción fenomenológica (seguramente


incompleta) de los vivientes. Pero todos estos rasgos se producen y explican por el
hecho más básico de que cada viviente es una sustancia en sentido propio. Ni el
resto de los seres naturales ni los artefactos lo son en sentido pleno. Si se puede decir, y
se ha dicho, y quizá con razón, que son todos los fuegos el fuego y todos los electrones
el electrón, no se puede afirmar- y tendría graves consecuencias éticas- que todos los
vivientes sean la vida o meras pares o manifestaciones de la vida, ni siquiera que todos
los leones sean el mismo león.

Una sustancia es un ser en sí. El color verde de esta mesa es una entidad, pero no
una sustancia, porque no existe en sí, sino en la mesa y siempre en algo. La mesa,
respecto a su color es una sustancia, pero los seres artificiales solo son sustancias en
sentido accidental. La mesa puede ser vista como madera dispuesta según tal
configuración, y es fácil ver que en ausencia de un ser humano que la utilice o que
comprenda sus posibles usos, una mesa no e más que un trozo de madera. La existencia
de la mesa depende de la alguien que la fabrique y también de alguien que capte su
función, que la vea como mesa, mientras que “este gato” es “este gato”, con
independencia que alguien lo vea o no como tal. Las sustancias naturales no vivas
carecen de los rasgos propios de los vivientes. Tienen menos sustancialidad que éstos, y
por supuesto carecen de la intimidad (de la que depende, por ejemplo, la capacidad de
sensación, de sentido de placer y dolor) que es propia de algunos seres vivos. Su valor
es menor que el de los vivientes y en buena parte – aunque no totalmente- de la utilidad
que puedan tener para estos.

Distintos tipos de vivientes

Pensamos que no todos los seres vivos tiene en mismo valor intrínseco (al
margen del valor instrumental). Para tratar de entender abordaremos el problema
filosófico: la relación entre el ser y el deber.
La clave del círculo de la época moderna está en la separación radical entre los
hechos y los valores, entre el ser y el deber ser, entre el es y el debe, entre el ser y el
valer, entre el ser y el bien. No todas estas formulaciones son equivalentes, pero a los
efectos de la presente discusión podemos obviar las diferencias. La cuestión es que, que
por más que sepamos sobre el mundo, lo que es el caso, de ahí nada se sigue par al
cuestión de lo que es bueno o malo, de lo que tiene o no valor, de lo que debemos hacer
o evitar. Ahí esta , pues, la ciencia, máximo exponente de lo racional, quizá el único,
para informarnos de lo que es; y junto a ella, la más pavorosa entrega del ámbito del
bien, del valor o del deber a la emoción, al sentimiento o a la mera preferencia
subjetiva. Esta insatisfactoria escisión se puede salvar superando ciertos dogmas
modernos con la ayuda de las ideas de Jonas.

En primer lugar, Hans Jonas desmiente dos dogmas de la modernidad: “no


existen verdades metafísicas” y “no hay camino del ´es´ al ´debe´”. La estricta
separación del ser y el deber depende de un concepto de ser neutralizado, “libre de
valores”, en relación al cual la afirmación de que no se puede pasar del ser al deber es
meramente tautológico. La tesis de que no hay camino del ´es ´ al ´debe´, depende de
una cierta noción de ser que deberíamos discutir previamente, pero que no se discute
debido ala creencia en el primero de los dogmas y ala consiguiente desactivación de la
discusión metafísica. Sin discusión metafísica seria, el concepto de ser neutralizado, que
es el propio de la ciencia empírica, se convierte sin más en el único digno de
consideración.

Jonas propone ir a la raíz de la cuestión, es decir, a la pregunta por la primacía


del ser sobre el no-ser. Se pregunta ¿por qué el ser tiene valor, por qué es mejor qué el
no-ser?. La respuesta es que sólo en lo que es puede haber valor, de modo que esta mera
posibilidad es ya un valor que hace preferible el se r ala nada, es decir, que lo hace
mejor y, por tanto, preferible. Dicho de otro modo, sólo ‘puede haber algo bueno si hay
algo, de modo que obrar a favor del ser, es obrar, por lo pronto, a favor de la posibilidad
del bien.

Este valor del ser no se da por igual a todas las sustancias naturales. Unas
pueden ser más plenamente con otras y, en consecuencia, variará su valor por la
variación de la mera posibilidad de sustentar valores. Jonas formula esta idea en
términos de la capacidad de cada sustancia para tener fines y en caso del hombre
también para proponerse fines.

Contamos con la profunda intuición moral de que el ser vale más que el no-ser,
que los vivientes valen más que las cosas no vivas y que no todos los viviente valen lo
mismo, que no poseen la misma dignidad ni el mismo trato. Nos parece que no es lo
mismo dañar a un oso que a un vegetal, nuestros sentimientos no son iguales ante el
exterminio de un ave que ante el de un virus. Pero la ética no debe tomar en
consideración los sentimientos, las emociones y las intuiciones morales, no debería
limitarse a eso, pues no siempre constituye una buena guía. La, búsqueda de la claridad
exige una adecuada fase científica y filosófica. Partiendo de las ideas de Jonas podemos
intentar tal clarificación.
La intuición moral a la que no referimos, remite al debate sobre el progreso
biológico. Es decir, podemos preguntarnos si a lo largo del proceso evolutivo se ha dado
progreso desde formas de vida inferiores a formas de vida superiores

La evolución Lamarkista es claramente ascendente, se trata de un ascenso


evolutivo, mientras que la evolución darvinista, es más bien un proceso de
diversificación. Al optar por una teoría darvinista, la biología actual tiene que pensar la
cuestión del progreso en el marco de la diversificación de las formas de vida. Pero así
como para Lamarck la diversidad no era sino el efecto secundario de la presencia
simultánea de varias líneas de ascenso evolutivo en distintas fases, podría darse que la
diversificación darwinista produjese como efecto ascenso evolutivo.

Antes de entrar en la discusión sobre el progreso evolutivo, cabe advertir que el


debate que el debate a veces se cierra precipitadamente. La causa es que se toma una
noción de progreso excesivamente simple o ingenua. Para que la discusión tenga interés
hay que evitar las nociones ingenuas de progreso, fácilmente rebatibles:
unidireccionalidad, constante, sin retroceso, garantizado, hacia un fin preciso, sin
diversificación, sin conservación de las formas primitivas o estrictamente acumulativo.

Par decidir esta cuestión, se impone analizar la propia noción de progreso en lo


que tiene de esencial, sin los conceptos que acabamos de indicar en el párrafo anterior,
que podrán o no estar presentes, pero cuya ausencia por sí sola no impide que podamos
hablar de progreso con propiedad. La propuesta más clara la podemos tomar de
Francisco de Ayala. Según Ayala, la noción de progreso incluye tres componentes:
cambio, sentido y mejora. Es decir, no hay progreso donde no hay cambio. Esto parece
tan evidente que no merece comentario. Pero el cambio puede darse en un sentido o, por
el contrario ser recurrente, circular o reversible. Cualquier ámbito cambiante, pero
sujeto a eterno retorno, es un ámbito refractario al progreso. En el caso de la evolución
de los vivientes, se ha producido cambio y este cambio no ha sido cíclico. El registro
fósil, los relojes moleculares y quizá otros indicios nos sirven de testigos. Estas
consideraciones coinciden en esencia, con la llamada por los biólogos ley del Dollo, que
nos asegura que la filigénesis no es reversible.

En resumen en la evolución de los seres vivos se ha dado cambio, y un cambio


en cierto sentido, desde seres sencillos hasta otros más complejos, de unos pocos tipos
de formas de vida hasta una prodigiosa diversidad. Todo esto e puede afirmar sin salir
del ámbito de la biología. El sentido, como señala Ayala, no se ha mantenido en todos
los momentos del curso evolutivo, y en cualquier magnitud que observemos se han dado
retrocesos y luego avances. Por ejemplo, ha habido épocas de extinciones masivas, en
las cuales podemos presumir que la diversidad de la vida decreció; así sucedió al final
de la era primaria y al final de la secundaria. Pero a pesar de los altibajos, en líneas
generales, el curso de la evolución ha marcado una mayor diversidad y complejidad de
las formas d e vida.

Nos queda por saber si el cambio en cierto sentido ha sido también un cambio a
mejor. Si se diese esta tercera acepción podríamos hablar con propiedad y verdad de
progreso evolutivo. Se ha propuesto muy diversos criterios de progreso evolutivo:
crecimiento de la complejidad, de la diversidad, de la biomasa, del número de
individuos vivos, del número d especies, de las capacidades de algunos vivientes, etc.
Todos estos criterios podrían funcionar sin del ámbito de la biología. Pero en cada caso
podríamos preguntarnos: ¿Por qué es mejor que haya más biomasa en lugar de menos?
¿Por qué es mejor que se dé más diversidad que menos? Y así sucesivamente. En
conclusión, según señala Ayala, el aspecto axiológico del cambio, si la evolución a sido
a mejor, a peor o ha sido neutral, remite a criterios extrabiológicos. El biólogo, sin salir
de los límites de su disciplina, puede constatar el cambio y el sentido en que se produce,
pero no si se ha dado o no progreso. En mi opinión, la evolución del progreso biológico
sólo puede hacerse con criterios metafísicos. Así, ya el mismo surgimiento de un
viviente, por su capacidad para tener fines y sustentar valores, puede ser tenido por un
progreso en la historia del cosmos. Y en la medida que aparecen seres con mayor
autonomía, más integrados y unitarios, con una mayor flexibilidad comportamental y
capacidad de anticipación y de iniciativa, con una mayor conciencia de su entorno,
incluso con la posibilidad de sentir placer y dolor, y, en el extremo, seres capaces de
conciencia moral y conocimiento reflexivo, en esa medida podemos considerar que se
ha dado progreso evolutivo, que la naturaleza ha visto surgir en su seno seres cada vez
mejores. Podemos afirmar tal cosa desde la metafísica del ser, conforme a la cual el bien
y el ser, son dos caras de lo mismo, son convertibles. Cuanto más plenamente pueda ser
un ente, más valioso es y más apremiante es nuestro deber moral frente al mismo, si
acaso cae bajo nuestra custodia. Cabe afirmar que un viviente puede ser más plenamente
que un ser no vivo, un animal más que una planta y dentro de los animales se da una
gradación de función de sus capacidades sensomotoras, en función a su nivel de
conciencia y de su capacidad para verse afectados por algún tipo de sentimientos y
emociones. En última instancia, el ser humano puede tener una vida más plena, por lo
tanto, tiene más valor que cualquiera de los demás seres.

Existen otros criterios también válidos, al menos prima facie, y sin duda
conectados de un modo u otro con el de Hans Jonas: cada viviente, vive más y más
plenamente, es más, podríamos decir, y, por tanto, tiene un mayor valor intrínseco (al
margen de su valor instrumental), en la medida en que esté más integrado en su
morfología y funcionamiento, en la medida en que pueda aprender más, en la medida en
que se deber y su8 conducta sean más flexibles, en la medida que tenga mayor
capacidad de placer y dolor, y en la medida en que sea más conciente y libre. Estas no
son características accesorias que un viviente pueda poseer sin más, en mayor o menor
medida, sino que son definitorias de su vida misma, son su forma de vida.

Podemos obtener conocimiento empírico sobre todo ello a partir de las


investigaciones comportamentales, genéticas y neurofisiológicas. Tanto el genoma
como el sistema nervios constituyen las bases físicas de esa plasticidad y de sus
capacidades, son los soporte físicos de la información y son también la base de la
integración y comportamiento de cada organismo.

No cabe duda que la unidad de los organismos se aprecia, en primer lugar, en la


de su genoma. Ahora bien, el que diversas células tengan un mismo genoma es una
suerte así de una armonía preestablecida entre ellas, unas instrucciones compartidas que
no pueden matizarse o modificarse coordinadamente según las circunstancias
posteriores. Un segundo paso a la integración de las partes, se produce en cuanto el
funcionamiento de la unidad comienza a coordinarse bajo algún sistema de
comunicación, químico en principio, como son los más elementales sistemas de
comunicación celular, y nervioso más tarde.
Hay que observar que la huella de los primeros pasos evolutivos se conserva en
los organismos posteriores. Así, dependemos de la comunicación química todos los
vivientes, por ejemplo para la diferenciación celular, y está presente en nuestro sistema
endocrino o en la reproducción de los insectos que depende mucho de la comunicación
química por feromonas. Por otro lado, la información necesaria para el desarrollo de
sistemas de comunicación no deja de estar codificada en le genoma. Los sistemas
nerviosos más elementales, como el de los celentéreos, están constituidos por pequeños
arcos sensomotores con gran independencia entre sí. Posteriormente surge en varias
líneas evolutivas una coordinación y comunicación entre módulos, aunque muchas
funciones sigan estando repartidas en los distintos segmentos del cuerpo, como sucede
en los anélidos. En estos animales cada ganglio de su sistema nervioso inerva un
segmento de su cuerpo. Resulta que cada segmento tiene una gran independencia,
incluso las partes del animal pueden sobrevivir una vez que éste ha sido segmentado. Se
puede decir que, en cierto sentido, estos gusanos no son auténticos individuos, aunque
uno de los ganglios de su sistema nervioso, el llamado cerebral, ejerce algunas
funciones centralizadas. Posteriormente surgen sistemas nerviosos más centralizados
que se diversifican en una brillante radiación adaptativa. Los cordados, y en especial los
vertebrados, son organismos cada vez más integrados. Un estudio de la evolución del
sistema nervioso desde esta perspectiva, ofrecería una buena base para discutir sobre el
progreso evolutivo. La última fase de este proceso, la evolución del cerebro humano ha
sido profundamente estudiado por el neurofisiólogo y Premio Nóbel Jhon Eccles. Es
más que posible que muchos animales posean un grado u otro de conciencia. Pero en el
ser humano ésta se trasforma en autoconciencia. El encéfalo humano lateralizado y
dirigido en sus funciones por las zonas prefrontales del neocórtex, es la base física de
esta integración, que recoge y armoniza los elementos aún vegetativos, animales
(incluso se ha llegado a hablar de cerebro reptiliano) y plenamente humanos. La última
integración del sujeto humano se da más allá de lo puramente biológico, en el plano
biográfico.

Además, para que existan vivientes se requiere la existencia de los elementos


químicos de los que están compuestos y a partir de los que han evolucionado. Para que
existan animales superiores con cierto grado de conciencia o humanos autoconscientes,
es precisa la existencia de otros vivientes más simples, por motivos ecológicos y
evolutivos. Es decir, unos vivientes se alimentan de otros, en especial los animales de la
plantas, y unos han evolucionado a partir de otros, en especial las formas más complejas
han surgido a partir de otras más simples. Las ideas de Jonas nos permiten hacer
compatible esta perspectiva instrumental con la del valor intrínseco: la mera posibilidad
de sustentar formas de vida superiores, o o de evolucionar en esa dirección, es ya un
valor de los vivientes más simples y de los elementos químicos, un valor intrínseco,
aunque nunca llegue a ser ejercido, aunque se convierta en un valor instrumental.

La conexión estrecha entre el ser y el bien se explica perfectamente desde una


metafísica del ser, por ejemplo de raíz aristotélica o platónica, pero es sencillamente
injustificable desde una metafísica puramente empirista, para la que el salto desde el
“es” al “debe”, o desde los enunciados del “ser” a los de “deber”, está vedado, tal como
lo afirma Hume. De hecho, este paso de enunciados de ser a enunciados de deber, se
conoce desde la obra de Hume con el nombre de “falacia naturalista”. Si aceptamos la
metafísica empirista, nada de lo que es el caso nos indica lo que debería ser. La falacia
naturalista es insalvable dentro del marco empirista, mientras que no afecta una
metafísica del ser de corte aristotélico o platónico. De aquí se sigue, como parece
sensato a primera vista, que del conocimiento de los seres se obtienen indicaciones
inmediatas acerca de su valor, de nuestros deberes respecto a ellos y de la
responsabilidad que de ello se deriva. De modo más concreto, el daño o eliminación de
un viviente, siempre y en todo caso, es una pérdida en el orden del ser y, por lo tanto,
un mal que sólo se puede justificar por el servicio que dicho daño pueda hacer a una
forma de vida más valiosa.

Por supuesto, las nociones de bien o mal sólo cobran un sentido moral en el caso
de que el agente pueda tomar decisiones libre. Carece de sentido imputar el mal al
carnívoro que caza o al parásito que daña a su huésped. Pero los humanos no podemos
obviar el aspecto moral de nuestras decisiones. En las ceremonias que realizan ciertos
pueblos para hacerse perdonar por la caza, aparece de modo vívido esta tensión: la
conciencia del mal causado, siempre presente y nunca anulada, junto con la necesidad
de causarlo en vistas a la vida propia que se estima, y con toda razón, como valiosa.
Nuestra línea argumentativa da cuenta perfectamente del sentido de dichos rituales que,
desde otros puntos de vista, pudieran parecer contradictorios. Nada justifica, por tanto,
la eliminación voluntaria de una vida humana ajena (salvo quizá el caso de defensa
propia), cuya entidad y valor son superiores a los de cualquier otro ser natural.

Confluyen nuestras consideraciones en este punto, con las que se haría el sentido
común crítico, con quienes afirman el carácter sagrado de la vida humana y con el
imperativo kantiano que prohíbe taxativamente la utilización de las personáoslo como
medios. Cada persona es un fin en sí misma. Hemos seguido en este caso una vía de
razonamiento bien diversa de la kantiana, incluso distinta, dado su cariz filosófico y
científico, de la del sentido común crítico, distinta también de las consideraciones
religiosas. Hemos partido del valor de todos y cada uno de los vivientes ya reconocido
en muchas sociedades y cada vez más presente en la nuestra, hasta constituirse casi una
idea que atraviesa y conecta los muy plurales modos de pensar y de sentir que hallamos
en la misma. Hemos dado base metafísica a tal convicción y hemos obtenido las
consecuencias éticas que se siguen. La confluencia final con otros modos de pensar y
con otras trayectorias filosóficas sensatas no hace sino reforzar la confianza en el
resultado obtenido. Tal resultado puede ser considerado como humanista, pues afirma el
valor superior de la vida de las personas, pero no hay aquí antropocentrismo como
prejuicio, sino en todo caso una posición humanista que surge como producto del
razonamiento y, por tanto, en este sentido, inobjetable. Además, se trata de un
humanismo que no excluye el reconocimiento del valor de otras formas de vida, sino
que se acompaña necesariamente de tal reconocimiento.

Como conclusión, y en lo que atañe a la ética ambiental, se podría afirmar lo


siguiente: un ser vivo sólo puede ser voluntariamente dañado o eliminado por alguna
razón. El causar daño a un viviente voluntaria y concientemente y sin razón
proporcional a su valor intrínseco es un comportamiento malvado. Y si existen
instituciones de gobierno legítimas, una sociedad tiene derecho a preguntar por estas
razones, a evaluarlas y a pedir responsabilidades. La razón para dañar o eliminar a un
ser vivo puede estar en el servicio que ello puede prestar a otro cuyo valor intrínseco sea
mayor. Por supuesto, la razón para eliminar o dañar a un viviente de mayor valor
intrínseco, ha de tener más peso que la esgrimida en el caso de un viviente de menor
valor y, en ambos casos, el daño causado debe ser imprescindible para el bien buscado,
de lo contrario no estaría justificado. No se puede justificar del mismo modo la
eliminación de una planta que la de un mamífero, ni se pueden derivar las mismas
responsabilidades en uno y otro caso. Por supuesto, este juego tiene un límite. La razón
para dañar o eliminar aun mamífero superior tiene que ser sumamente poderosa y estar
en estricta relación con la supervivencia de un ser humano o con algún elemento de
intensísima importancia e irremplazable para su felicidad. Y, en última instancia, un ser
humano jamás puede se visto ni tratado solamente como un medio. Kant expresó esta
verdad moral en varios lugares y formas. De uno u otro modo, ya esta presente en otros
discursos morales, en la tal universal prohibición de matar, en la hermandad entre todos
los hombres que predican algunas religiones, en el mandato evangélico del amor al
prójimo como a uno mismo y en discursos posteriores acerca de la igualdad entre los
hombres. Pero la claridad con que Kant se expresa en este punto, constituye una de las
mayores aportaciones de la filosofía al progreso humano.

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