El Valor de Los Seres de Nuestro Entorno
El Valor de Los Seres de Nuestro Entorno
El Valor de Los Seres de Nuestro Entorno
Alfredo Marcos
Par aclararnos sobre la naturaleza de los seres que nos rodean y acerca de su
valor, tenemos que emplear los conocimientos que nos aportan las ciencias muy
especialmente la biología. Pero recaeríamos en el cientificismo si pensáramos que las
ciencias naturales son nuestra única fuente de conocimiento sobre el entorno. En este
terreno son de suma utilidad también otras ciencias, así como las artes, la religión, la
vida cotidiana, el trato directo con los vivientes, los saberes tradicionales y el sentido
común crítico. Por supuesto, es también imprescindible la investigación de carácter
filosófico de los seres y su valor.
De todos los seres que componen nuestro entorno son los vivientes concretos,
cada planta, cada animal los que más importancia tienen para la ética ambiental. Es
bueno que dispongamos de oxígeno atmosférico, pero lo es porque existen plantas y
animales. Es fácil ver que en ausencia de vivientes tan buena es una atmósfera como
otra. Pues bien, en el conocimiento de los vivientes se ha operado desde hace tiempo
una doble reducción que limita la comprensión de los mismos.
Biología y ética
Además, las ciencias de la vida son más que la biología. Medicina, veterinaria y
enfermería, con su conocimiento directo y a veces compasivo de las patologías de los
vivientes, con su saber de la vida de su lado más débil, desde el ángulo de la disfunción
y el sufrimiento, los estudios científicos y tecnológicos en el ámbito agropecuario, con
su aproximación a los vivientes como recursos, cada una con su peculiar modo de
acercamiento a los vivientes y a su entorno, deben contribuir también a formar la base
cognoscitiva propia de la ética ambiental.
Por supuesto el pluralismo de nuestras sociedades traspasa con mucho los límites
de la razón, y hay quien abiertamente rechaza la discusión racional como instrumento de
convivencia y de acuerdo. Ante estas posiciones, incluso la argumentación filosófica se
muestra impotente, y sólo cabe alertar de su peligro. También se debe reconocer que la
negación del valor universal de la razón se produce, en parte, como reacción contra la
versión excesivamente estrecha, engreída y cientificista de la razón. Quienes
pretendemos mantener vigente el valor universal de la discusión racional, deberíamos,
en consecuencia, desarrollar una idea de razón que, sin renunciar al universalismo, sea
más bien abierta y respetuosa con las distintas tradiciones.
Desde esta perspectiva, la filosofía resulta imprescindible como una de las bases
de la ética ambiental, entre otras cosas, para no obligar a las teorías científicas, que tiene
un ámbito propio de aplicación, a extrapolarse hasta terrenos que le son ajenos, hasta
convertirse en doctrinas filosóficas deficientes.
Para la ética ambiental sería preferible una filosofía: a) que distinga en el aspecto
ontológico entre vivientes y no vivientes, b) que nos permita establecer diferencias
ontológicas entre distintos vivientes, y c) que no confunda las entidades
supraindividuales, como especies, ecosistemas, poblaciones o la tierra en su conjunto,
con los individuos vivos.
Vivientes y no vivientes
En primer lugar, como es sabido, no hay diferencia entre materia viva o materia
no viva en tanto que materia. Lo único que diferencia a una de la otra es su integración
en un viviente. Por tanto, la noción de materia viva depende estrictamente de la de
viviente, incluso la identificación de la materia viva estrictamente del viviente del que
es parte. La materia viva no puede ser objeto principal de ninguna ciencia, y menos de
la biología. Es bien cierto que el biólogo debe obtener conocimiento sobre la materia de
los vivientes, este conocimiento es condición necesaria (pero no suficiente) para el
conocimiento de los propios vivientes, pero está claro que su objeto principal de estudio
es el viviente como tal, no la materia viva.
Por otra parte, cuando hablamos de vida podemos referirnos a la vida biográfica
o biológica. La vida, en este sentido, puede ser un mero concepto abstracto, lo que
tienen en común todos los vivientes, o bien algo concreto, a saber, el conjunto de
funciones que cumple un viviente, un grupo o la totalidad de los vivientes. En
cualquiera de los dos casos, la existencia de algo que podamos llamar vida, depende de
la existencia más básica e importante de los vivientes. No existe la vida como tal, al
margen de los vivientes concretos. Nuestros deberes morales son primariamente para
con estos seres, no para con la vida. De manera que la ética ambiental estará interesada,
en primer lugar, en saber qué es un viviente.
Llamar “seres vivos” a los vivientes puede inducir a confusión, pues no se trata
de seres a los que se les añade la vida, de seres que existen y además viven, sino que su
modo de ser es vivir; en ellos ser y vivir es indisociable. Por ejemplo un gato que no
esté vivo no es en modo alguno un gato, será la representación de un gato o el cadáver
de un gato, pero no un gato. Si no vive no es. Por eso es mucho más propio hablar de
vivientes.
Podemos reconocer que los vivientes tienen todos ellos una cierta unidad, son
unidades individuales, y en muchos casos también indivisibles. Quizá este aspecto
aparezca con más claridad en los animales, sobre todo en los superiores, y de modo
menos evidente en los organismos unicelulares que se reproducen por bipartición y en
las plantas. Todas las características que presentan los vivientes están sometidas a
gradación.
Por otro lado, los vivientes parecen tener una existencia más objetiva que
cualquier otra entidad natural o artificial. Nos da la impresión de que los límites de
“esta montaña” o de “este arenal”, los ponemos en gran medida nosotros y dependen de
la escala que decidamos emplear. Tienen, en definitiva, mucho de convencionales.
Podemos creer que cualquier artefacto que construyamos, deja de ser lo que es fuera del
ámbito cultural en que se produce y emplea. Pero nos parece, sin lugar a dudas
razonable, que los vivientes existen en sí mismos, con independencia de nuestras
categorizaciones de la realidad. Por supuesto, no sabemos con certeza cómo es algo al
margen de nuestra percepción o de nuestro pensamiento. Esta es una vieja cuestión en
filosofía que a conducido a algunos al idealismo subjetivo. Sin embargo, en lo que a los
vivientes concretos se refiere, toda separación del realismo del sentido común se hace
realmente artificiosa. De todas las entidades que conocemos, tenemos la impresión
insuperable de que aquellas que menos dependen de nuestro modo de ser, de tocar o de
pensar, son los vivientes.
Una contemplación no deformada de los vivientes nos lleva a verlos como seres
que existen no sólo en sí, sino para sí. Son auto autorreferidos, autónomos,
automotores. Las partes y las funciones se mantienen mutuamente y se exigen unas a
otras. El desarrollo, el metabolismo, la reproducción, comportamiento, relación,
movimiento, todas las funciones y todas las partes del viviente, parecen estar
básicamente al servicio del propio ser que las realiza o posee. Sólo la decisión de
observar dedesde una metafísica mecanicista nos haría negar la evidencia que el ala es
para volar, el pulmón para respirar, y así sucesivamente, y que en cada ser vivo sus
partes y funciones están al servicio de la realización de su forma de ser.
Una sustancia es un ser en sí. El color verde de esta mesa es una entidad, pero no
una sustancia, porque no existe en sí, sino en la mesa y siempre en algo. La mesa,
respecto a su color es una sustancia, pero los seres artificiales solo son sustancias en
sentido accidental. La mesa puede ser vista como madera dispuesta según tal
configuración, y es fácil ver que en ausencia de un ser humano que la utilice o que
comprenda sus posibles usos, una mesa no e más que un trozo de madera. La existencia
de la mesa depende de la alguien que la fabrique y también de alguien que capte su
función, que la vea como mesa, mientras que “este gato” es “este gato”, con
independencia que alguien lo vea o no como tal. Las sustancias naturales no vivas
carecen de los rasgos propios de los vivientes. Tienen menos sustancialidad que éstos, y
por supuesto carecen de la intimidad (de la que depende, por ejemplo, la capacidad de
sensación, de sentido de placer y dolor) que es propia de algunos seres vivos. Su valor
es menor que el de los vivientes y en buena parte – aunque no totalmente- de la utilidad
que puedan tener para estos.
Pensamos que no todos los seres vivos tiene en mismo valor intrínseco (al
margen del valor instrumental). Para tratar de entender abordaremos el problema
filosófico: la relación entre el ser y el deber.
La clave del círculo de la época moderna está en la separación radical entre los
hechos y los valores, entre el ser y el deber ser, entre el es y el debe, entre el ser y el
valer, entre el ser y el bien. No todas estas formulaciones son equivalentes, pero a los
efectos de la presente discusión podemos obviar las diferencias. La cuestión es que, que
por más que sepamos sobre el mundo, lo que es el caso, de ahí nada se sigue par al
cuestión de lo que es bueno o malo, de lo que tiene o no valor, de lo que debemos hacer
o evitar. Ahí esta , pues, la ciencia, máximo exponente de lo racional, quizá el único,
para informarnos de lo que es; y junto a ella, la más pavorosa entrega del ámbito del
bien, del valor o del deber a la emoción, al sentimiento o a la mera preferencia
subjetiva. Esta insatisfactoria escisión se puede salvar superando ciertos dogmas
modernos con la ayuda de las ideas de Jonas.
Este valor del ser no se da por igual a todas las sustancias naturales. Unas
pueden ser más plenamente con otras y, en consecuencia, variará su valor por la
variación de la mera posibilidad de sustentar valores. Jonas formula esta idea en
términos de la capacidad de cada sustancia para tener fines y en caso del hombre
también para proponerse fines.
Contamos con la profunda intuición moral de que el ser vale más que el no-ser,
que los vivientes valen más que las cosas no vivas y que no todos los viviente valen lo
mismo, que no poseen la misma dignidad ni el mismo trato. Nos parece que no es lo
mismo dañar a un oso que a un vegetal, nuestros sentimientos no son iguales ante el
exterminio de un ave que ante el de un virus. Pero la ética no debe tomar en
consideración los sentimientos, las emociones y las intuiciones morales, no debería
limitarse a eso, pues no siempre constituye una buena guía. La, búsqueda de la claridad
exige una adecuada fase científica y filosófica. Partiendo de las ideas de Jonas podemos
intentar tal clarificación.
La intuición moral a la que no referimos, remite al debate sobre el progreso
biológico. Es decir, podemos preguntarnos si a lo largo del proceso evolutivo se ha dado
progreso desde formas de vida inferiores a formas de vida superiores
Nos queda por saber si el cambio en cierto sentido ha sido también un cambio a
mejor. Si se diese esta tercera acepción podríamos hablar con propiedad y verdad de
progreso evolutivo. Se ha propuesto muy diversos criterios de progreso evolutivo:
crecimiento de la complejidad, de la diversidad, de la biomasa, del número de
individuos vivos, del número d especies, de las capacidades de algunos vivientes, etc.
Todos estos criterios podrían funcionar sin del ámbito de la biología. Pero en cada caso
podríamos preguntarnos: ¿Por qué es mejor que haya más biomasa en lugar de menos?
¿Por qué es mejor que se dé más diversidad que menos? Y así sucesivamente. En
conclusión, según señala Ayala, el aspecto axiológico del cambio, si la evolución a sido
a mejor, a peor o ha sido neutral, remite a criterios extrabiológicos. El biólogo, sin salir
de los límites de su disciplina, puede constatar el cambio y el sentido en que se produce,
pero no si se ha dado o no progreso. En mi opinión, la evolución del progreso biológico
sólo puede hacerse con criterios metafísicos. Así, ya el mismo surgimiento de un
viviente, por su capacidad para tener fines y sustentar valores, puede ser tenido por un
progreso en la historia del cosmos. Y en la medida que aparecen seres con mayor
autonomía, más integrados y unitarios, con una mayor flexibilidad comportamental y
capacidad de anticipación y de iniciativa, con una mayor conciencia de su entorno,
incluso con la posibilidad de sentir placer y dolor, y, en el extremo, seres capaces de
conciencia moral y conocimiento reflexivo, en esa medida podemos considerar que se
ha dado progreso evolutivo, que la naturaleza ha visto surgir en su seno seres cada vez
mejores. Podemos afirmar tal cosa desde la metafísica del ser, conforme a la cual el bien
y el ser, son dos caras de lo mismo, son convertibles. Cuanto más plenamente pueda ser
un ente, más valioso es y más apremiante es nuestro deber moral frente al mismo, si
acaso cae bajo nuestra custodia. Cabe afirmar que un viviente puede ser más plenamente
que un ser no vivo, un animal más que una planta y dentro de los animales se da una
gradación de función de sus capacidades sensomotoras, en función a su nivel de
conciencia y de su capacidad para verse afectados por algún tipo de sentimientos y
emociones. En última instancia, el ser humano puede tener una vida más plena, por lo
tanto, tiene más valor que cualquiera de los demás seres.
Existen otros criterios también válidos, al menos prima facie, y sin duda
conectados de un modo u otro con el de Hans Jonas: cada viviente, vive más y más
plenamente, es más, podríamos decir, y, por tanto, tiene un mayor valor intrínseco (al
margen de su valor instrumental), en la medida en que esté más integrado en su
morfología y funcionamiento, en la medida en que pueda aprender más, en la medida en
que se deber y su8 conducta sean más flexibles, en la medida que tenga mayor
capacidad de placer y dolor, y en la medida en que sea más conciente y libre. Estas no
son características accesorias que un viviente pueda poseer sin más, en mayor o menor
medida, sino que son definitorias de su vida misma, son su forma de vida.
Por supuesto, las nociones de bien o mal sólo cobran un sentido moral en el caso
de que el agente pueda tomar decisiones libre. Carece de sentido imputar el mal al
carnívoro que caza o al parásito que daña a su huésped. Pero los humanos no podemos
obviar el aspecto moral de nuestras decisiones. En las ceremonias que realizan ciertos
pueblos para hacerse perdonar por la caza, aparece de modo vívido esta tensión: la
conciencia del mal causado, siempre presente y nunca anulada, junto con la necesidad
de causarlo en vistas a la vida propia que se estima, y con toda razón, como valiosa.
Nuestra línea argumentativa da cuenta perfectamente del sentido de dichos rituales que,
desde otros puntos de vista, pudieran parecer contradictorios. Nada justifica, por tanto,
la eliminación voluntaria de una vida humana ajena (salvo quizá el caso de defensa
propia), cuya entidad y valor son superiores a los de cualquier otro ser natural.
Confluyen nuestras consideraciones en este punto, con las que se haría el sentido
común crítico, con quienes afirman el carácter sagrado de la vida humana y con el
imperativo kantiano que prohíbe taxativamente la utilización de las personáoslo como
medios. Cada persona es un fin en sí misma. Hemos seguido en este caso una vía de
razonamiento bien diversa de la kantiana, incluso distinta, dado su cariz filosófico y
científico, de la del sentido común crítico, distinta también de las consideraciones
religiosas. Hemos partido del valor de todos y cada uno de los vivientes ya reconocido
en muchas sociedades y cada vez más presente en la nuestra, hasta constituirse casi una
idea que atraviesa y conecta los muy plurales modos de pensar y de sentir que hallamos
en la misma. Hemos dado base metafísica a tal convicción y hemos obtenido las
consecuencias éticas que se siguen. La confluencia final con otros modos de pensar y
con otras trayectorias filosóficas sensatas no hace sino reforzar la confianza en el
resultado obtenido. Tal resultado puede ser considerado como humanista, pues afirma el
valor superior de la vida de las personas, pero no hay aquí antropocentrismo como
prejuicio, sino en todo caso una posición humanista que surge como producto del
razonamiento y, por tanto, en este sentido, inobjetable. Además, se trata de un
humanismo que no excluye el reconocimiento del valor de otras formas de vida, sino
que se acompaña necesariamente de tal reconocimiento.