Max Weber Teoria de La Ciudad
Max Weber Teoria de La Ciudad
Max Weber Teoria de La Ciudad
El texto de Max Weber que ha llegado hasta nuestros días con el título de La ciudad fue
publicado por primera vez en 1921 en el Archiv für Sozialwissenschaft und
Sozialpolitik. Se trata de un manuscrito póstumo e incompleto encontrado por Marianne
Weber entre los papeles de su marido que fue incluido en 1922 en el volumen
recopilatorio de Economía y Sociedad. Su redacción se cree que tuvo lugar entre 1911 y
1914 y formaba parte de una serie de escritos sobre historia universal que debía llevar el
nombre de Grundriβ der Sozialökonomik, aunque no hay coincidencia entre los
especialistas sobre este punto (Nippel 2000, 14-15; Breuer 2000, 76). Una alusión
epistolar de Weber a su intención de vincular la tipología de las ciudades a las formas de
dominación no legítima llevó a los editores de Economía y Sociedad a incluir el texto en
el capítulo dedicado a la sociología de la dominación. Lo cierto es que esta
característica de los regímenes urbanos tan sólo es tratada en una parte del escrito,
concretamente en la formación de los órganos comunales de las ciudades medievales
italianas por medio de la conjuratio de los burgueses. Weber lo interpretaba como un
acto político de usurpación original en contra de los poderes legítimos (Weber 2000,
26), pues implicaba una subversión de las formas feudales de asociación y una
alteración del patrimonialismo estamental. En el norte de Europa, por el contrario, la
formación de órganos comunales culminó generalmente con un compromiso entre las
distintas partes implicadas y un reparto de poderes en el marco del principio de
legitimidad vigente.
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nuestro autor a la distinción conceptual del burgués –el habitante de la ciudad- frente al
campesino y, más genéricamente, a la diferenciación social del trabajo en el medio
urbano, un factor condicionado por la ubicación geográfica de las ciudades -la costa
frente al interior- y su posicionamiento con respecto a los intereses y las rutas del
comercio.
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moderna (Simmel 1903). Weber coincidió con ambos autores en la fundación de la
Sociedad Alemana de Sociología y la influencia de sus ideas es reconocible en su obra.
De hecho, su caracterización de la ciudad occidental recoge el debate de Sombart con
los principales historiadores urbanos de la Alemania de la época –Otto Kallsen, Willi
Varges y Georg von Below- pero a diferencia de Sombart, Weber intentó esbozar un
concepto político-administrativo de la ciudad a fin de contrastarlo con distintas épocas y
culturas. Para él, lo característico de la ciudad occidental no estriba en la diferenciación
de los medios rural y urbano, sino en la organización autónoma de su vida comunitaria,
en el hecho de constituir una corporación de derecho público y en sus privilegios
colectivos frente a su entorno:
De nuevo, los rasgos generales de esta perspectiva habían sido esbozados por Marx
medio siglo atrás al señalar que:
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sultanismo islámico, de jerarquización estamental en la China imperial y de feudalismo
prebendario en el Imperio Otomano. Todas estas versiones suponían la supeditación
política de la ciudad a una estructura territorial más extensa y su obligada contribución a
los costes de sostenimiento de la misma. El tipo weberiano de la ciudad oriental destaca
el sometimiento de ésta a una doble estructura de dominación patrimonial: la de las
autoridades políticas estatales y la de la autoridad señorial local. Esta duplicidad no fue
desconocida en Europa, pero aquí las ciudades lograron un grado transitorio de
autonomía política y jurisdiccional inexistente en otras latitudes.
La única similitud histórica que Weber reconoce con la ciudad europea medieval es la
antigua polis griega. La polis clásica, sin embargo, nunca llegó a superar la naturaleza
eminentemente militar de sus fratrías ni su orientación económica hacia el botín de
guerra. La asociación de ciudadanos libres con privilegios estamentales ligados a su
especialización económica –cofradías, gremios de artesanos y guildas de comerciantes-
constituye para Weber una característica novedosa y específicamente occidental que
impulsó la autocefalia de las ciudades medievales, erosionando así el régimen feudal e
impulsando la racionalización –esto es, la despersonalización- del derecho. Por detrás
de tales formas horizontales de socialización Weber reconoce unas pautas de
confraternización (Verbrüderung) política ausentes en otros contextos históricos. A
diferencia de las formas naturales de asociación ligadas al parentesco o la descendencia
(como la phylé griega y la gens romana), las corporaciones urbanas medievales eran
agrupaciones arbitrarias que amparaban la igualdad jurídica de sus integrantes. En la
ciudad occidental, la disolución de los vínculos clánicos se vio favorecida por el
universalismo cristiano, una función que la religión islámica y el hinduismo fueron
incapaces de desempeñar en las sociedades orientales:
Para ilustrar este proceso Weber recurre al ejemplo de las ciudades hanseáticas,
gobernadas por corporaciones de comerciantes, y lo contrasta con la conjuratio y el
nombramiento de Capitani del Popolo en los órganos comunales las ciudades italianas.
El Popolo de la Italia medieval era un concepto heterogéneo que agrupaba a distintos
sectores comerciales y fabriles (popolo grasso y popolo magro) de las ciudades
opuestos al dominio del estamento señorial urbano (magnati). Su autonomía financiera,
administrativa y militar con respecto al primer magistrado de la ciudad (el podestá) lo
convertía, según Weber, en una agrupación política conscientemente ilegítima y
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revolucionaria (Weber 2000, 58). Siguiendo una interpretación extendida en su tiempo,
Weber consideraba que los derechos urbanos medievales derivaban de una usurpación
de privilegios arrancados a los estamentos señoriales. Tales privilegios, presentados por
los interesados como derechos originarios, escapaban al régimen vigente de
dominación legítima, si bien con el tiempo solían ser sancionados por las crónicas como
una concesión señorial. Estos derechos corporativos de naturaleza urbana entraron
finalmente en conflicto con las emergentes monarquías absolutas y sufrieron el declive
de las formas económicas feudales. De hecho, al comienzo de la Edad Moderna la
mayoría de las ciudades europeas estaba regida por castas de notables de origen burgués
o por una nobleza aburguesada. Weber atribuye esa decadencia de la autocefalia
municipal a la creciente concentración de las élites urbanas en actividades lucrativas, a
la profesionalización de las funciones militares y al desarrollo de un estamento de
notables urbanos interesados en los asuntos de la corte. El burgués (Bürger) fue así para
nuestro autor el producto de una determinada fase de la historia europea, un intermezzo
tras el cual la ciudad dejó de tener relevancia y se vio sustituida por el Estado como
marco institucional para el desarrollo del capitalismo.
La obra de Weber estuvo muy pronto disponible en castellano, gracias en buena medida
a los esfuerzos de algunos académicos españoles exiliados en México tras la guerra
civil, con José Medina Echevarría a la cabeza (Morcillo Laiz 2008). Su recepción en
América latina se vio pese a todo condicionada por diversos factores, como la precaria
estabilidad profesional de sus introductores y la larga hegemonía académica del
marxismo en la región. Adicionalmente, en su traducción de Economía y Sociedad
Medina y sus colegas cedieron ante el criterio del editor alemán de Weber, Johannes
Winckelmann, quien decidió expurgar su obra de toda referencia a la coyuntura política
original:
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De este modo [los traductores] concluyeron acentuando el sesgo abstracto de
los conceptos típico-ideales que abundan en su obra póstuma. Así, las teorías de
Weber sobre las formas de dominación, la burocracia, las clases, los estratos
sociales y el liderazgo quedaron desprovistas de toda referencia fáctica e
iniciaron el camino de una ‘modelización’ tan del gusto de los teóricos
generalistas que, durante las décadas de los 50’s y los 60’s, se esforzaron por
disponer de una teoría general del sistema social (Peón 1998, 57)
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por ello un significado especial. Estos acontecimientos marcaron el ocaso político de las
ciudades en la península ibérica, pero anunciaban el nuevo protagonismo que éstas
asumirían en la ocupación física y política del Nuevo Mundo. La ciudad se convertiría
en el núcleo político de la sociedad hispanoamericana y en el lugar por excelencia de su
vida cultural. A diferencia de Brasil, donde la colonización se apoyó en factorías
costeras y gestó inicialmente una sociedad de grandes propietarios agrarios, o de la
Nueva Inglaterra, donde los colonos puritanos se identificaron con valores religiosos
encarnados en la vida rural, la Monarquía Hispánica organizó su imperio colonial desde
el principio con una mentalidad decididamente urbana. Esto no quiere decir que se
desentendiese de la explotación de las tierras, las encomiendas y las minas. Más bien
significa que la administración de las posesiones coloniales se organizó como una red
jerárquica de jurisdicciones urbanas. Desde entonces, el poder político en Iberoamérica
ha residido tradicionalmente en las ciudades. En 1580 se contaban ya más de doscientas
ciudades y villas en las Indias. Hacia 1630 el número se había incrementado por encima
de las trescientas (Elliott 2006). La fundación de ciudades representaba la
materialización de los derechos territoriales concedidos por la Corona mediante
capitulación, pero reflejaba además todo un cuerpo de ideas y valores (Morse 1972;
Romero 1976).
Los reyes y príncipes que tienen el gobierno a su cargo, pueden mandar, obligar
y forzar a aquellos vasallos suyos que viven esparcidos y sin forma política en
los montes y campos que se reduzcan a poblaciones, usando y ejerciendo en esta
parte uno de los fines para que fueron constituidos, y como buenos tutores y
curadores, dirigiendo y persuadiendo a los que por su barbarismo o rusticidad
no lo alcanzan, lo mucho que les importan estas agregaciones; y dejarse guiar y
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gobernar en la forma que les granjea tantos provechos y es más ajustada a la
razón natural (Solórzano Pereira 1648, 204)
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Las ciudades no han surgido, como a menudo se cree, de las guildas. Más bien
ha sucedido al contrario: han sido las guildas las que han nacido en las
ciudades. Por lo demás, las guildas solo han logrado el dominio de las ciudades
en contados casos (en el norte, especialmente en Inglaterra, como ‘summa
convivia’). La regla fue más bien que el dominio de la ciudad lo tuviesen en un
principio las ‘familias patricias’, que son distintas de las guildas. Tampoco las
guildas eran idénticas a la ‘conjuratio’, la unión jurada de ciudadanos (Weber
2000, 31)
En su obra Weber tan solo menciona las ciudades españolas de pasada, y cuando lo hace
es para calificar de transitoria su autonomía (Weber 2000, 73). Una consideración más
detallada nos revela, sin embargo, el ambiguo encaje de las ciudades ibéricas en su
tipología urbana. Las ciudades medievales que florecieron a lo largo del Camino de
Santiago reprodujeron algunos rasgos de las ciudades nórdicas –como sus gremios y
cofradías- y de las ciudades meridionales –las conjuras de los burgueses francos contra
los poderes de abades y señores, tal y como ocurrió en Sahagún, Lugo, Carrión, Burgos,
Palencia y Santiago. Más al sur el patrón fue muy distinto. El factor que marcó
decisivamente el proceso de urbanización en la península fue su peculiar régimen
feudal, condicionado por la reconquista de los reinos musulmanes. Los reyes cristianos
dependían de la concesión de mercedes y privilegios a sus súbditos para ganar nuevos
territorios. La repoblación del valle del Duero fue llevada a cabo durante el siglo X por
particulares y pequeños monasterios al amparo de concesiones alodiales (el derecho de
presura). En una segunda fase la colonización se organizó mediante concejos urbanos, a
los que se asignaba su correspondiente alfoz. Al sur del río Tajo el protagonismo corrió
a cargo de las órdenes militares, mientras que durante el último período se recurrió al
sistema de donadíos y repartimientos entre la nobleza, las órdenes y los concejos. En
estas circunstancias, las ciudades cristianas –a diferencia de las musulmanas- se vieron
abocadas durante largo tiempo a funciones defensivas, eclesiásticas y agropecuarias en
detrimento de las actividades comerciales (Powers 1988). Esto permitió la
consolidación de una clase hidalga urbana –los caballeros villanos e infanzones- y la
obtención de un estatuto propio -los fueros- que las protegía frente a las servidumbres
feudales. Para una ciudad española, ser libre significaba estar bajo la jurisdicción directa
del rey y, por tanto, no estar sometida al vasallaje de ningún señor. El rey podía
modificar las leyes y alterar los fueros, pero en cuanto patrimonio real, el territorio de la
ciudad era inalienable. Sólo los núcleos mediterráneos con una fuerte proyección
comercial y manufacturera -Barcelona, Valencia y Palma de Mallorca- experimentaron
conjuras comunales similares a las francesas e italianas. En Castilla, por el contrario,
fueron escasas las formas usurpatorias en la creación de las corporaciones urbanas. Esta
combinación de iniciativa privada y estímulos reales volvería a repetirse en las
conquistas de ultramar, un rasgo que, unido a la debilidad de las tradiciones burguesas
ibéricas y al surgimiento de una nueva casta señorial, marcaría la naturaleza
patrimonialista del Estado indiano y el perfil de las ciudades coloniales (Morse 1972,
Góngora 1998).
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El acto formal del establecimiento de una nueva comunidad urbana en América se
inscribía en las prácticas simbólicas de apropiación del territorio. Las ciudades
coloniales trataban de fijar física y jurídicamente la población al terreno, mitigando así
los efectos disgregadores de las expediciones de conquista. Esta fórmula también
permitía legitimar algunas maniobras políticas en las conflictivas relaciones de los
conquistadores entre sí y con la Corona. Conviene recordar, por ejemplo, que el pacto
con que selló Cortés su determinación de conquistar el imperio mexica se plasmó en
una fundación urbana, la de la Villa Rica de la Vera Cruz, lo que le permitía paliar su
carencia de unas capitulaciones y el haber desobedecido a su superior Diego Velázquez,
gobernador de Cuba. De acuerdo con el derecho municipal castellano, la fundación de
una ciudad autorizaba a formar Cabildo, elegir al capitán de la tropa y apelar
directamente al rey (Frankl 1962). Un ritual similar, la fundación de Santiago de la
Nueva Extremadura, le sirvió a Pedro de Valdivia en Chile para reafirmar su autonomía
frente a Almagro y los hermanos Pizarro. Aun tratándose de un simple campamento, la
erección jurídica del mismo con nombramiento de alcaldes y regidores lo transformaba
legalmente en una república de moradores. La fundación de una ciudad testimoniaba
ante la Corona la población efectiva del territorio y el derecho de precedencia frente a
posibles huestes rivales. Por ello la ciudad seguía siendo la misma aun cuando cambiase
de emplazamiento, como ocurrió con frecuencia durante el período inicial de la
conquista. Lo que le confería su derecho de ser eran los vecinos, ya que “por muy
importante que sea su fundador, y por muchos títulos que posea para erigirla, [la
ciudad] es inexistente sin los vecinos, como se extingue cuando éstos la abandonan, esto
es, la ‘despueblan’” (Ramos Pérez 1983, 129).
Estas prácticas de apropiación del territorio contrastan con las de otros grupos
colonizadores. Entre los colonos ingleses, por ejemplo, el reconocimiento de la
propiedad de la tierra dependía de la construcción de una morada y del cercado y cultivo
del terreno (“to make habitation and plantation”). La creación de una nueva comunidad
civil no se plasmaba necesariamente en un ritual jurídico, al estilo de las Ordenanzas de
descubrimiento, sino por la invocación de una alianza teológica “ante Dios y los
demás”, como hicieron los puritanos del Mayflower (Seed 1995; Bradford 1952). El
modelo urbano de la colonización española difirió también de los sistemas señoriales
que, con distintas variaciones, ensayaron en América portugueses y franceses. Las
capitanías donatarias, empleadas en Brasil para proyectar hacia el interior del
continente la empresa colonizadora, hacían recaer en sus beneficiarios la
responsabilidad de desarrollar, proteger y administrar el territorio. Los senhores
donatários disfrutaron así de derechos jurisdiccionales negados a los encomenderos
españoles. Las Cámaras municipales brasileñas preservaron un mayor grado de
representatividad política que los Cabildos hispanoamericanos, ya que sus oficios nunca
fueron venales. Sin embargo, en su conjunto, la función colonizadora del sistema de
donaciones fracasó, siendo sustituido a mediados del siglo XVI por gobernadores
dependientes directamente de la autoridad real. El sistema de seigneuries practicado por
los franceses a orillas del río San Lorenzo se asemejaba en algunos aspectos al régimen
brasileño, aunque a menor escala. El seigneur de la Nouvelle France, como el donatario
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portugués, asumía el compromiso de poner en valor el terreno otorgado por la Corona.
Para ello debía repartir lotes de tierra entre sus censatarios, que quedaban ligados al
señor por obligaciones tributarias y de corvea. Este sistema resultaba particularmente
eficaz para el aprovechamiento de las redes fluviales que, desde la Gaspésie hasta
Luisiana, servían de base a la colonización francesa en Norteamérica, pero dificultaba
sobremanera la formación de núcleos urbanos. La proliferación de pequeñas
explotaciones agrarias a lo largo de la bahía de Chesapeake, en Virginia, ejerció un
similar efecto disgregador entre los colonos ingleses de la zona.
Aunque derivado del feudalismo ibérico, el régimen colonial español tuvo que
acomodarse a las condiciones de la nueva sociedad. Ésta se sedimentó muy pronto en un
sistema de castas que difería de la sociedad matriz en aspectos importantes. Españoles y
naturales estaban obligados por ley a morar en sus respectivas repúblicas, pero la
dependencia de la mano de obra nativa obligó a que las ciudades de españoles se
rodearan usualmente de barrios o pueblos de indios. La reducción de los nativos a
formas de vida urbana semejantes en apariencia a las castellanas generó procesos
sociales con características propias. Los Cabildos indígenas gozaron de cierta
autonomía, pero la oposición entre las instituciones del cacicazgo, el municipio y el
corregimiento corría necesariamente en detrimento de los indios del común y vació
progresivamente su significado (Solano 1983). Aun así, las repúblicas de indios
lograron pervivir en algunos casos hasta la independencia. Al margen de la estructura
institucional de las dos repúblicas, con el tiempo aparecieron otros grupos sociales que
adquirieron un peso creciente en la vida de la colonia. De entre ellos sobresalió el de las
castas, una imprecisa categoría multiétnica que incluía a libertos, mulatos, mestizos,
zambos e indígenas alienados de sus comunidades, cuya característica común se
limitaba a su exención de la servidumbre personal y del pago del tributo real.
Entre los estamentos criollos, alimentados continuamente por las oleadas migratorias, la
posesión señorial de la tierra y el tránsito generacional del comercio al latifundio
constituían la fuente de prestigio y la certificación del ascenso en la escala social. Pero
si la propiedad de la tierra otorgaba estatus, era la vida en la ciudad lo que permitía
hábitos civilizados. Las casas blasonadas que todavía hoy salpican el centro de las
antiguas ciudades coloniales atestiguan la vocación urbana de sus clases propietarias,
quienes solían buscar en los cargos públicos una fuente adicional de relumbre e
influencia. La mentalidad de la élite criolla fue por ello decididamente urbana, pero no
se acomodó al modelo de la ciudad mercantil y burguesa, sino al de corte o, por emplear
la categoría de Richard Morse, al de ciudad agro-administrativa (Morse 1971),
dependiente para su subsistencia de su posición en la red de jerarquías urbanas y de los
ingresos derivados de la agricultura, la ganadería y la minería. Cada ciudad cabecera
contaba así con un hinterland de poblaciones subordinadas. La ciudad de México, por
ejemplo, sede cortesana de la Nueva España, acumulaba en su seno la autoridad política,
económica y eclesiástica del Virreinato. Más allá de este esquema general, la tipología
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funcional de las ciudades hispanoamericanas se decidió durante el tránsito de la
conquista a la colonización (Lucena Giraldo 2006). Muy pronto las ciudades
constituidas en sedes virreinales o de Audiencias, Capitanías y obispados (México,
Lima, Panamá, Santo Domingo, Guatemala, Bogotá, Santiago…) se diferenciaron de
sus subordinadas, pero también de aquéllas en las que se asentaron los encomenderos y
los mineros acaudalados, como Zacatecas, Huancavelica o Potosí. Algunas ciudades
costeras como Veracruz, Cartagena y Portobelo, cabeceras regionales de las flotas de
Indias, se especializaron en la exportación de plata, el comercio con la península y la
importación de esclavos. Más al sur, Valparaíso y Buenos Aires se convirtieron en
activos puertos de contrabando hacia el interior del continente.
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camino entre el feudalismo tributario y el Estado patrimonial burocrático (Góngora
1998).
El administrador colonial español tenía que orientarse por los objetivos ‘reales’
de sus superiores, a menudo no reflejados en las instrucciones efectivas que
llegaban de España. De acuerdo con esto, la fórmula ‘se acata, pero no se
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cumple’ aparece como un dispositivo institucional para la descentralización de
la toma de decisiones (Phelan 1960, 13-14).
Presionados por las necesidades financieras, los últimos Austrias se vieron abocados a
poner a la venta los empleos de la Corona. Si inicialmente tan sólo se subastaron oficios
públicos considerados menores, el sistema se amplió posteriormente a puestos clave. En
1606 una real cédula permitió el traspaso en heredad de los cargos adquiridos en Indias
(Harry 1953; Tomás y Valiente 1972). La Monarquía vio así progresivamente enajenada
su capacidad para administrar las posesiones americanas de acuerdo con sus intereses.
En este proceso los Cabildos perdieron su precaria autonomía, quedando convertidos en
un reducto de la oligarquía criolla. El resultado de todo ello fue una decadencia
generalizada de la función municipal. Los libros de actas de los Cabildos revelan el
absentismo y el manifiesto desinterés de sus miembros por las tareas de gobierno, un
rasgo atribuible sin duda a la declinante rentabilidad de sus oficios, pero también a la
inanidad política de las instituciones coloniales (Pike 1960). Los tiempos heroicos,
cuando los Cabildos podían oponerse a la Audiencia o desafiar a los gobernadores, eran
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ya en el siglo XVII cosa del pasado. En circunstancias extraordinarias, como la vacante
del puesto de gobernador, la necesidad de recolectar un nuevo tributo o de hacer frente a
una rebelión, cabía la convocatoria de un Cabildo abierto, en el que participaba “la
parte principal y más sana del vecindario”. En tales ocasiones las corporaciones
coloniales revivían el espíritu de autonomía de los viejos ayuntamientos castellanos,
aunque solía ser el factor aristocrático el que salía fortalecido, pues los vecinos tendían
a aliarse con sus notables en contra de los funcionarios reales y la legislación de la
Corona.
El sistema de intendencias implantado por los Borbones a lo largo del siglo XVIII
puede entenderse como una reacción a esta situación generalizada de impotencia
política. Con él la Corona trató de uniformizar el modelo administrativo de España e
Indias y recuperar el control administrativo, fiscal y militar sobre sus dominios. El
refuerzo del poder ejecutivo a través de la figura del Intendente, tanto como la
reordenación de las jurisdicciones coloniales, propiciaron conflictos con las Audiencias
americanas y una serie de litigios competenciales que, en algunos casos, se prolongaron
hasta el período de la independencia. El nuevo modelo afectó también al municipio, que
vio sus cargos sometidos al veto de intendentes y gobernadores. En cualquier caso,
desde un punto de vista jurídico, sería inexacto afirmar que el nuevo sistema arrebataba
a los Cabildos unas competencias que, en realidad, jamás habían poseído (Lynch 1958,
212). La evidencia acumulada durante las décadas iniciales de la Ordenanza de
Intendentes en el Río de la Plata, el primer dominio americano en llevarla a la práctica,
revela una reactivación general de la administración pública y un incremento de la
tensión política local. La mayor capacidad recaudatoria del nuevo modelo y la supresión
de la venalidad en los oficios municipales se tradujo en una revitalización del espíritu
público que terminaría por volverse en contra del sistema que lo había generado. La
creciente resistencia de las corporaciones municipales a aceptar las iniciativas emanadas
de los órganos de la Corona se ha interpretado como una consecuencia de la declinante
calidad los funcionarios reales y del mayor celo municipal por la autonomía de sus
funciones. Así, por ejemplo, el Cabildo de Buenos Aires, tras liderar la resistencia
contra las invasiones inglesas de 1806 y 1807, reclamó para sí el título de Defensor de
América del Sur y Protector de los Cabildos del Río de la Plata, erigiéndose con ello en
protagonista de la incipiente vida política del Virreinato. De hecho, el papel de las
corporaciones municipales sería decisivo durante los primeros episodios de la
independencia, cuando diversos movimientos de base local intentaron entre 1808 y
1810 reasumir la soberanía de la que Fernando VII había abdicado.
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tratamiento de vasallo. También se abrogaron los señoríos jurisdiccionales y, con ellos,
el nombramiento privado de corregidores y alcaldes mayores en los pueblos de señorío.
La justicia ordinaria y las prerrogativas de los alcaldes quedaron incorporadas a la
nación a través de los nuevos ayuntamientos constitucionales, las únicas instituciones
de naturaleza territorial dotadas de autonomía política y función representativa. Por otro
lado, los convenios consuetudinarios de los señoríos territoriales (arriendos, censos,
aprovechamientos, etc.) fueron transformados en contratos de derecho privado. El
efecto más destacable del nuevo decreto fue el permitir a la nobleza y a la Corona eludir
la nacionalización de sus propiedades, convertidas en bienes capitales de un incipiente
mercado nacional. Por el contrario, las tierras de señorío eclesiástico –y, en América,
también las tierras comunales de los pueblos indígenas– serían objeto de
desamortización a lo largo del siglo XIX.
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o Caracas se constituyeron juntas soberanas, muchas de las ciudades de su entorno se
negaron a aceptar la supeditación política. Esta dinámica, extendida por todo el
continente, abrió una lucha por la preeminencia territorial que se prolongaría durante el
primer período de la independencia. El intento de las Cortes de Cádiz de convertir la
Monarquía Hispánica en un Estado nacional centralizado se saldó, por consiguiente, con
un proceso territorialmente centrífugo.
Con ello se sentaron las bases para un nuevo
sistema que, sin embargo, todavía no era nacional. En Hispanoamérica, la ruta que
conduce a los Estados nacionales arrancó de las ciudades, ya que fueron literalmente los
pueblos (no el pueblo) –esto es, sus Cabildos y órganos rectores- los que reclamaron la
soberanía. Pero para culminar este proceso fue preciso que se consolidaran unos nuevos
centros político-territoriales capaces de imponerse sobre los múltiples poderes locales
en pugna.
Desde una perspectiva weberiana resulta interesante comparar las Juntas y Cabildos
abiertos que tuvieron lugar entre 1808 y 1810 con las conjuras de los ayuntamientos
europeos medievales. Ciertamente, los movimientos juntistas americanos y la
deposición de los funcionarios de la Corona pueden interpretarse como una usurpación
de los poderes legítimos del sistema patrimonialista español, aunque en todos los casos
esas acciones se llevaron a cabo en nombre de los derechos de Fernando VII. La
iniciativa surgió en las instituciones de gobierno local y estuvo rodeada de debates sobre
los pasos a seguir ante una situación de vacío legal y político. Por lo demás, sus
protagonistas difícilmente pueden adscribirse a una clase burguesa que en la América
española de principios del XIX brillaba por su ausencia. Tampoco puede reconocerse en
ellas los rasgos de las ciudades plebeyas descritos por Max Weber. La movilización
popular tuvo en todo caso lugar en una fase posterior de las guerras de independencia, y
nunca en el ámbito del gobierno municipal. La relación de participantes en los Cabildos
y juntas insurgentes revela por el contrario una presencia abrumadora de notables
locales: terratenientes, nobles, funcionarios, clérigos, militares y, en menor medida,
comerciantes y caciques indígenas. Las agrupaciones gremiales apenas jugaron un papel
y allí donde lo hicieron, como en el caso del Consulado de comerciantes de México,
controlado por peninsulares, fue para frustrar la iniciativa del Virrey y del Cabildo de
convocar una junta general.
Las ciudades han jugado un papel fundamental en el tránsito hacia el Estado nacional en
América latina, pero su papel a lo largo del siglo XIX fue cambiante. La inestabilidad
de las nuevas repúblicas propició un desplazamiento general de la iniciativa política
desde las ciudades al medio rural y, en algunos casos, un declive demográfico (Morse
1974). Este es un período plagado de pronunciamientos, caudillos, luchas entre
centralistas y federales y de oposición entre los intereses del campo latifundista y los del
comercialismo urbano. En cualquier caso, las ciudades de este período no son ya las
poblaciones barrocas y aristocráticas del período colonial, sino unas nuevas ciudades
patricias controladas por unas clases rectoras amalgamadas durante las guerras de
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independencia y los procesos de mercantilización capitalista posteriores. La crisis
finisecular del modelo agroexportador y del sistema oligárquico ligado a él convirtió en
el nuevo siglo a las grandes ciudades latinoamericanas en palestra de movimientos de
masas impulsados por las expectativas de justicia social. La fuerza de esta irrupción de
las clases populares en la esfera política no hizo más que replicar las dimensiones
alcanzadas por las nuevas megalópolis. Una vieja figura autóctona, la del cacique
político, perdió así sus connotaciones rurales para transmutarse en una de las
expresiones más características de la cultura política latinoamericana: la del caudillo
populista. Desde Eliécer Gaitán, Raúl Haya de la Torre y Lázaro Cárdenas hasta Carlos
Ibáñez, José María Velasco Ibarra y Juan Domingo Perón, los movimientos populistas
latinoamericanos han sido fenómenos eminentemente urbanos. A diferencia de
populismos de base agraria como el estadounidense, ligado a la tradición democrática
jacksoniana, o del populismo ruso, asentado en formas de vida precapitalistas:
La diferencia entre los viejos caciques o gamonales del siglo XIX y los caudillos
populistas del siglo XX no estriba tanto en su respectivo origen rural o urbano como en
el estilo de liderazgo y su tipo de relación con el centro político. Los caciques
decimonónicos pugnaban por dominar los segmentos periféricos de un orden que se
había desintegrado con la independencia. El populismo moderno persigue, en cambio,
recrear un centro político nacional integrando a los sectores rurales y urbanos. Para ello
recurrió con frecuencia a modelos corporativos que permitían organizar y controlar los
distintos intereses sectoriales. En todos los casos se pusieron en juego prácticas
patrimonialistas y redes clientelares, pero el populismo, a diferencia del caciquismo
decimonónico, busca una relación directa con las masas. Los caudillos populistas
ocuparon un espacio político que contaba ya con un centro hegemónico -la capital de la
nación- y lo hicieron a través de la movilización social y la comunicación política.
Aunque las connotaciones peyorativas del término han impedido una tipificación
consensuada del fenómeno, el populismo se caracteriza a grandes rasgos por la
movilización intensiva tras un líder carismático, un bajo nivel de institucionalización
partidista, la búsqueda de alianzas interclasistas para sus programas de reforma y la
activación de una cultura popular de corte nacionalista (De la Torre 1994). Sus pautas
de comunicación política dependen de la identificación simbólica entre el caudillo y la
multitud, así como de fórmulas de motivación subjetiva que lleven a ésta a movilizarse.
El recurso a los medios de comunicación de masas y al discurso encendido desde el
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balcón en la gran plaza ha constituido por ello un instrumento crucial para la proyección
del potencial político populista.
El período clásico del populismo en América latina abarca desde los inicios de la Gran
Depresión hasta finales de los años cincuenta, y coincidió con la ampliación del
sufragio electoral y la puesta en marcha de programas de desarrollo a través de la
sustitución de importaciones (Freidenberg 2007). Su vigencia, bajo nuevos parámetros,
ha perdurado hasta el día de hoy. Ideológicamente, los populismos latinoamericanos han
encontrado acomodo tanto a la derecha como a la izquierda del espectro político. Esa
maleabilidad doctrinal obedece, según Ernesto Laclau, a su propia vacuidad semántica,
que les permite abrazar creencias políticas dispares, cuando no contradictorias,
haciéndolas valer como equivalentes frente a un antagonista común (Laclau 2005). Esta
es la razón por la que el populismo carece de un contenido específico, ya que su función
consiste en articular demandas dispersas. El populismo apela genéricamente al pueblo,
entendido como una totalidad homogénea en virtud de formas compartidas de
exclusión, y para realizar su mensaje emancipatorio postula acciones contundentes y
soluciones inmediatas que superen el status quo.
Las conflictivas relaciones del populismo con la democracia pueden estudiarse a partir
de las consideraciones de Weber sobre la dominación carismática. Por sus
características extraordinarias y ajenas a lo cotidiano, en su tipología la dominación
carismática se opone a las formas rutinarias de la dominación racional y tradicional,
especialmente la patrimonialista. Sus protagonistas se sienten portadores de una misión
(Sendung), pero el reconocimiento de la misma no se constituye en fundamento de su
legitimidad, sino que es fruto de la presión psíquica ejercida por las cualidades
carismáticas, un deber de quienes se sienten apelados por ellas: “una entrega
enteramente personal y llena de fe nacida del entusiasmo, la indigencia o la esperanza”
(Weber 1972, 140). Weber asocia el carisma a figuras como profetas y héroes militares,
y lo considera la gran fuerza revolucionaria en las épocas vinculadas a la tradición. Sin
embargo, en esa tipología incluye también al dominador plebiscitario (plebiszitäre
Herrscher) y al jefe carismático de partido (charismatische Parteiführer). Por otro lado,
el carisma es hasta cierto punto falible: está sometido a prueba y necesariamente cambia
con el tiempo. Si la jefatura carismática no aporta ningún beneficio a los dominados,
existe la posibilidad de que el carisma se disipe. Si se transforma en una relación
duradera, tiende a su rutinización (Veralltäglichung) en un sentido racionalista
(transmitido por leyes) o tradicionalista (mediante la búsqueda de señales, revelación,
designación o herencia):
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La racionalización del carisma puede conducir a que el reconocimiento de sus
cualidades llegue a ser visto como fundamento -y no como consecuencia- de la
legitimidad. En tal caso podemos asistir a una transformación antiautoritaria del
carisma, esto es, a la génesis de una legitimidad democrática que tienda a minimizar la
dominación de los hombres por los hombres: “a que la designación realizada por el
cuadro administrativo sea vista como ‘preselección’, la realizada por los predecesores
como ‘propuesta’ y el reconocimiento por la comunidad como ‘elección’” (Weber
1972, 156). En el curso de ese proceso se encuentra una pauta transicional o intermedia
de dominación que Weber califica de plebiscitaria:
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la Revolución Mexicana, antecedente inmediato del PRI, ligándolo al aparato sindical e
integrándolo en la estructura del Estado (Horváth 1998).
- Conclusiones.
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