Regreso Al Pais de Las Sombras - Hans Ruesch

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Años después de la aparición en

1950 en Norteamérica de Top of the


World, que tuvo una gran acogida, y
pronto se transformó en un auténtico
éxito de ventas, Hans Ruesch
publicó la continuación de aquella
apasionante narración, Back to the
Top of the World (1973), cuya
acogida por el público seguiría el
gran éxito de la primera. En esta
segunda entrega, que continúa la
saga, es Papik, el hijo de aquella
inolvidable pareja de inuits Ernenek y
Asiak, quien se ve envuelto en
dificultades con el hombre blanco.
Tras el éxito alcanzado por El País
de las Sombra Largas, que ha
vendido más de tres millones de
ejemplares en todo el mundo, este
regreso alcanzó también importante
número de lectores.
Hans Ruesch

Regreso al país
de las sombras
largas
El país de las sombras largas - 2
ePub r1.0
WAIF 05.12.14
Título original: Back to the Top of the
World (Ritorno alle ombre lunghe)
Hans Ruesch, 1973
Traducción: María Granata

Editor digital: WAIF


ePub base r1.2
I. Gravidez

LA primera vez que Viví rehusó reír,


Papik comprendió que estaba grávida,
aunque los dos ignorasen la razón por la
cual la preñez en las mujeres de su raza
imponía su rechazo al hombre. El
motivo no es otro que no dañar la prole,
tal como sucede entre los animales.
Por otra parte, desde que la larga
noche polar cubriera de oscuridad y
silencio la cima del mundo, Papik había
tenido más deseos de dormir que de reír.
Cuando los primeros albores de la
primavera penetraron la pared circular
del pequeño iglú, la pareja salió de la
pereza invernal como en un acto de
resurrección; sus cuerpos habían
quemado totalmente sus grasas y debido
a que sus provisiones se habían agotado
era preciso, como siempre, pensar en la
subsistencia, en la nutrición inmediata y
en el hijo en camino. Sin embargo, no
era el alimento lo que preocupaba a
Viví, ni tampoco la criatura que
pataleaba como si quisiera echar abajo,
a puntapiés, la puerta materna.
—Una tonta mujer otra vez se ha
despertado en lágrimas soñando con su
niña —dijo con aire culpable mientras
ayudaba a su marido a ponerse las botas.
—La olvidarás en cuanto nazca el
varón —le aseguró Papik sin evidenciar
la menor duda ya que los vuelos de los
cormoranes durante el otoño pasado
habían pronosticado claramente el
nacimiento de un varón—. Ahora
alguien va en busca de carne.
Y salió del iglú arrastrándose a lo
largo del angosto túnel. En cuanto su
nariz quedó al descubierto sintió el
mordisco de la helada en los ojos, la
única parte de su persona que no podía
revestir de grasa o de pelo.
Permaneciendo de bruces en el suelo
escrutó el ilimitado desierto de hielo
trastornado por las corrientes ventosas y
marinas. Los rayos del sol aún
escondido enrojecían los picos más
elevados. De no ser así, el glacial
panorama hubiese sido lívido. Aquella
era la cima del mundo. El país de las
sombras largas. Donde todo es distinto:
hombres, bestias, y la naturaleza misma.
El mar es sólido. Nieva sólo en verano
ya que en invierno el intenso frío impide
toda precipitación. Donde el sol está
bajo aun cuando alcance el vértice, pero
en compensación no se pone hasta el
otoño. Donde los perros son los mejores
enemigos del hombre. Donde existen
pájaros que no vuelan, mamíferos que
viven en el mar, animales acuáticos que
se arrastran por tierra, y algunos seres
humanos que el mundo llama
esquimales, o sea, comedores de carne
cruda, si bien ellos se definen
simplemente como Inuit: los hombres.
Pues se consideran los únicos dignos
de llamarse así.
Papik no había salido totalmente de
la boca del túnel y ya su aliento le había
escarchado las cejas y el borde del
capuchón. Cuando estuvo en pie escupió
y oyó el ruido seco del hielo al caer
sobre el hielo.
No hacía calor.
Ante la agresión del frío, los perros
hambrientos ladraban y gruñían en
dirección al amo, erizando su pelo en el
que se había incrustado la escarcha,
mostrando los dientes quebrados a
golpes de piedra. En cuanto Viví hubo
librado del túnel su vientre grávido, los
apaleó sin razón alguna, menos a Toctú
que era el jefe. Cuando el grupo de
perros se persuadió de la necesidad de
hacer silencio, se oyeron lejanos soplos
provenientes de los agujeros de aire que
las focas mantienen abiertos en la costra
del mar helado. Papik no había sabido
encontrarlos las pocas veces en que,
sacudiéndose la pereza invernal, había
salido en medio de la noche polar a sus
exploraciones.
A Viví se le iluminó el semblante
mientras se golpeaba el vientre: «¡El
chiquito tiene hambre!»
Viví era bella, especialmente cuando
sonreía, lo que en los últimos tiempos
sucedía muy de cuando en cuando. Su
palidez de fines de invierno hacía
resaltar sus ojos oscuros y vivaces. Los
labios carnosos y los pómulos altos
acentuaban los rasgos asiáticos de su
fisonomía. Era alta, y cuando no estaba
encinta, era bastante esbelta para ser
esquimal.
—¡Escóndete! —le ordenó Papik—.
Y haz callar a los perros. Alguien quiere
regresar antes del sol. —Y se encaminó
sobre el Océano Glacial con su paso de
joven ánade, los pies separados, a causa
de las ceñidas botas de foca que le
llegaban a la ingle.
La costra marina resonaba bajo sus
pasos y él tuvo que volver más elástico
su andar hasta sentirlo casi silencioso.
Antes de llegar a los agujeros de
aire avistó una forma familiar tendida
sobre un banco de hielo; una forma
hinchada, oscura, ahusada. Una hembra
mañanera ya salida del mar, le ahorró a
Papik un acecho que podía durar toda
una eternidad junto a una abertura de
ventilación, a riesgo de quedar
congelado.
No tenía más que acercarse y
matarla.
La vista de las focas es débil pero su
olfato agudo, y Papik llevaba encima
tanta grasa de foca que olía más a foca
que a hombre. Antes de entrar en el
campo visual de la presa, a menos de
trescientos pasos, se quitó la pelliza de
oso blanco que la habría espantado y
avanzó de bruces, sólo cubierto por su
ropa interior de pájaro. Compuesta
exclusivamente por pequeñas pieles
negras, cosidas por mujeres que no
medían el tiempo en horas sino en
estaciones, esa indumentaria era escudo
insuficiente contra la helada; pero
ayudaba a quien la vestía a asemejarse a
una foca.
Por otra parte, Papik había dejado
de reparar en el frío. Desde el momento
en que había divisado la presa, la fiebre
de la caza se le había encendido en las
venas hasta tal punto que empezó a
babear; le temblaba el mentón, hilos de
saliva pendían de las comisuras de su
boca y se congelaban hasta volverse
opacos, quebrándose cuando él movía la
cabeza.
La foca estaba encogida entre dos
agujeros de aire, pronta a sumergirse a
la primera señal de peligro. Agotada por
la larga vigilia del invierno durante la
cual había debido roer la costra helada
para mantener abiertos los agujeros,
trataba ahora de recuperarse con
pequeños, brevísimos sueños y algunas
palpitaciones. Entre uno y otro cabeceo
giraba el pescuezo para inspeccionar el
hielo o se rascaba con una aleta o se
sacudía sobre su grueso vientre,
desplazándose sólo algunos palmos.
Cuando su cabeza permaneció en
alto dirigida hacia donde él estaba,
Papik comprendió que había sido
descubierto.
Se enmascaró la cara con un largo
mechón negro y se ocultó, boca abajo,
como una foca adormecida. Después,
miró en torno a él moviendo la cabeza;
empezó a mugir estrechando los brazos y
el arpón contra su cuerpo, se rascó con
un pie y avanzó moviéndose sobre su
vientre.
Cuando el resplandor del sol ausente
recorrió un buen tramo de horizonte, la
foca pareció fascinada; Papik ya se
encontraba a tiro; no podía arriesgarse a
fallar y tuvo que recurrir a toda la fuerza
de su voluntad para frenar la propia
impaciencia. Sólo cuando estuvo tan
cerca de su presa hasta el punto de
poder mirar sus grandes ojos redondos y
negros, arrojó el arpón, convencido de
haberse asegurado la comida.
Ilusiones.
No había advertido al oso blanco en
acecho, el único animal que sobre los
hielos puede vencer al hombre.
Tampoco la foca había husmeado su
presencia, distraída por el galanteo de
Papik. Pero cuando vio levantarse el
brazo armado se precipitó hacia la
salida segura saltando sobre las aletas a
sorprendente velocidad.
El arpón fue más veloz.
Mientras la correa se desenrollaba,
la punta en forma de garfio penetró en la
nuca del animal que no por esto detuvo
la huida. Pero antes de que pudiera
zambullirse, una gran garra blanca y
velluda le arrojó desde atrás un bloque
de hielo y la aturdió, inmovilizándola.
Luego el resto del oso salió al
descubierto.
Era un macho de gran tamaño, pobre
en carnes pero rico en experiencia.
Como desde lejos hubiera bastado su
hocico negro para traicionar su
presencia sobre la blancura, el oso se lo
había enharinado restregándolo sobre la
costra marina. Se acurrucó plácidamente
sobre el hielo; en señal de posesión
apoyó una zarpa sobre la foca que
estaba como muerta y yacía, la cara
vuelta hacia abajo, y se puso a examinar
al hombre que, estupefacto, lo
observaba a su vez. Más aún, observaba
a ambos.
Porque los osos se habían
convertido en dos.

El macho había llevado tras de sí a la


hembra, evidentemente preñada, y
también ella había salido al descubierto.
Sin duda la pareja, riendo
sarcásticamente bajo sus bigotes, había
espiado al hombre en espera de recoger
los frutos de sus esfuerzos.
La mano de Papik corrió en busca
del cuchillo pero los dedos rígidos, no
lograron extraerlo; la vista se le empañó
y a causa del miedo se le doblaron las
rodillas. Enseguida se dio cuenta por
qué había fracasado: no llevaba consigo
los amuletos de caza. Eso explicaba
todo. Para su seguridad Viví se los había
cosido a la chaqueta que se había
quitado. Ahora se encontraba a merced
de los osos. En su estado no habría
podido burlar su ataque; además el
arpón había quedado metido en la foca.
Sintió el cansancio de golpe y todo el
frío en el que antes no había reparado,
ese aire glacial que le había penetrado
profundamente, hasta la médula. Tuvo
una fugaz visión de Viví: la vio
congelarse lentamente, esperando su
regreso, junto al niño que llevaba en las
entrañas. La cima del mundo tiene
esparcidos sobre toda su superficie
pequeños iglús convertidos en
sepulcros.
Mientras tanto, los osos parecían
satisfechos de su botín. De pronto se
olvidaron totalmente de Papik porque la
foca, reponiéndose, empezó a temblar
bajo la garra del macho que con sus
uñas, a modo de abanico, le desgarró el
vientre. Salió a la luz un cachorrito
rosado que se contorsionaba en la grasa
humeante, con ojos sanguinolentos y
ciegos bajo la frente huidiza y llena de
arrugas. La osa se adelantó, aferró por
la nuca el goteante feto y se alejó para
devorarlo sin ser estorbada.
Pésimo perdedor, Papik quiso
replicarle a la bestia que se había
mofado de él: un macho que le permitía
a la hembra sustraerle el mejor bocado,
simplemente debía esconderse. Vano
consuelo; sobre todo porque él mismo
no se comportaba en forma distinta con
Viví. Aunque sólo en ausencia de
testigos.

Viví no manifestó su júbilo cuando


Papik volvió a casa, así como no había
evidenciado su preocupación cuando lo
vio partir. Él jamás debía saber lo que
ella sentía cuando se quedaba sola en la
cima del mundo con los perros
famélicos que gruñían en el túnel y un
niño impaciente que pataleaba en sus
entrañas.
Preguntándose si el marido
regresaría.
Papik se sacudió sobre la piel que
recubría el levantado lecho de nieve y
permaneció inmóvil mirando la baja
cúpula interior convertida en hielo
durante el invierno. Viví no había
encendido el pabilo para economizar la
grasa de foca que da más calor cuando
se quema en el cuerpo, y el iglú estaba
neblinoso por la humedad que produce
la epidermis humana. Con la piedra de
sílice y la yesca de hongos secos dio
fuego al pabilo de heces resecas de
perro, y a medida que en el velón de
esteatita la grasa se derretía, creció la
diminuta llama devorando la niebla y
atacando el frío.
Ayudándose de manos y dientes Viví
consiguió, al cabo de un gran esfuerzo,
quitarle las botas heladas al marido.
Casi siempre el cuerpo de Papik,
todo carne y grasa, irradiaba más calor
que un candil y bastaba para calentar el
iglú. Pero ahora no era más que una
masa fría e inerte. Viví se bajó los
pantalones y oprimió con sus muslos los
pies helados colocando las plantas en
sus partes más cálidas. Mientras tanto le
sonreía, aunque sin obtener respuesta.
Entonces le lamió los dedos de los
pies para hacerlos entrar en calor. Y
dado que Papik no reaccionaba le tocó
la cara y advirtió que estaba dura como
un hueso.
Su sonrisa se desvaneció.
Con los nudillos le martilleó las
mejillas hasta que la capa de grasa
rígida se rompió como una máscara de
creta. Entonces vio la nariz con las
manchas blancas de hielo y la tomó con
la boca insuflándole calor y frotándola
dulcemente con su propia nariz; insistió
mucho tiempo.
Cuando la nariz se volvió mórbida y
los ojos se hicieron más vivos, Papik
lanzó un largo suspiro y farfulló, la
mandíbula todavía endurecida:
—¡Si supieras lo que ha sucedido!
¡Como para reír!
—Una mujer se lo estaba
preguntando. —Tranquilizada, Viví se
apoyó contra una pared y puso los pies
de Papik sobre su propio vientre
bullente.
—Escucha. Alguien consigue
arponear una foca grande, y ya piensa en
la espléndida comida. Después llega una
pareja de osos y alguien pierde no sólo
la foca sino también el arpón. ¿Has oído
alguna vez una cosa más cómica?
Viví debió haber oído historias más
cómicas porque mientras Papik se
dislocaba los maxilares, ella consiguió
esbozar una sonrisa.
—¡Y ahora deberemos matar a uno
de nuestros perros! —continuó Papik
maravillándose de que Viví no riera
también a mandíbula batiente—. ¡Como
si tuviésemos de sobra! ¡Es como para
reír!
Cuando el calor femenino comenzó a
excitar a Papik, quitando de sus
miembros los residuos del frío, y él le
sugirió sacarse los pantalones, Viví
frunció la nariz en señal de negativa,
indico el ventanuco de hielo
transparente encastrado en la pequeña
cúpula de nieve y exclamó alarmada:
—¡El sol!
Papik y Viví estaban atentos fuera
del iglú, las caras al viento, untadas de
frescura. Ahora importaba sólo una
cosa: no faltar al primer rayo de sol que
afloraría sólo brevemente en aquella
primera aparición del año. Quien no se
hiciera presente para darle la
bienvenida en primavera no llegaría con
vida para verlo desaparecer en el otoño.
Entre el cielo de sangre y el mar de
hielo ya se veía un pequeño espacio
verdoso, cada vez más intenso y
brillante.
Mientras tanto, los perros
molestaban a la pareja con sus protestas
recordándole que estaban famélicos; y
que era preciso matar a uno.
Papik había decidido prender a
Karipari, siempre el más indisciplinado,
pero el pícaro se le escapó. Atrapó a
otro y lo remató de una cuchillada. Le
extrajo sólo una tajada de hígado para él
y para Viví, puesto que sus estómagos
todavía estaban restringidos después del
largo ayuno, y además porque la carne
de perro era poco agradable. Dejó el
resto a la traílla.
Puede ser que lobo no coma lobo.
Pero carne come carne, después de
haberle sido quitada la piel.

Los perros ya habían arrancado toda la


carne del compañero y estaban royendo
los huesos con los dientes rotos, cuando
el grito triunfante de Papik resonó en la
banquisa:
—¡El sol!
—¡El sol! —le hizo eco Viví—. ¡El
sol que verá nuestro hijo!
En el horizonte el espacio verde se
había transformado en un gajo dorado
que crecía a simple vista tiñendo la
inmensidad congelada de un tenue rosa
que se expandía con enconada
obstinación y arrojaba larguísimas
sombras detrás de toda saliente. Papik y
Viví permanecieron rígidos e inmóviles,
ávidos de ese sol, respirando a plenos
pulmones, fascinados por la marea
rosada que se avecinaba, hasta que el
rocío bañó sus botas, trepó a sus ropas,
y envolvió sus rostros untados en una
ilusión de calor.
—¡El sol! —gritó una vez más
Papik. Se desnudó y arrojó sus ropas al
viento.
Viví lo imitó.
Ella tenía senos sólidos que no
habían conocido otro sostén que los
músculos fortalecidos por los trabajos
pesados, ahora henchidos por su
gravidez.
Cantando a viva voz Papik la tomó
de los brazos y se puso a saltar y a dar
vueltas, acompañado por los ladridos de
los perros escandalizados.
Pocos osos blancos sabían bailar
con mayor gracia que Papik. Todos los
hombres lo decían y ningún oso jamás
había afirmado lo contrario.
De golpe Papik detuvo la música y,
ansioso, miró por un instante la boca
riente de Viví. Después la obligó a
arrodillarse y la tuvo inmovilizada, de
bruces, oprimiéndole la nuca. Viví
intentó desligarse, disolviendo un
montón de hielo que tenía bajo las
rodillas, si bien había intuido que esta
vez Papik no se dejaría rechazar; aun no
sabiendo el porqué.
Papik hubiera podido decírselo.
Era la primera vez que la veía reír
desde la primavera pasada cuando los
dos mataron a su pequeña hija.
II. No llores

HABÍAN obtenido una victoria sin


igual.
En alguna época de la prehistoria,
restos de una tribu asiática expulsada de
su territorio natural, habían salido
triunfantes de su titánica lucha de
adaptación a una región no creada para
acoger a ningún ser humano, sólo a
poquísimos animales. Pero habían
quedado sojuzgados por su propia
conquista, que asegurándose la totalidad
de sus esfuerzos, había congelado su
desarrollo cultural manteniéndolo en el
estado primitivo en que se conserva aún
hoy día.
Su lucha no conoce fin; tampoco su
esclavitud.
Si bien no deben someterse a
ninguna ley humana, tampoco pueden
sustraerse a la dictadura de su hábitat.
Como la fauna salvaje evita al hombre,
están condenados a vivir en grupos
singularmente reducidos y a trasladarse
continuamente con sus bajísimos trineos
hechos de huesos, carnes congeladas y
leños encontrados a la deriva, tirados
por perros semisalvajes y perennemente
hambrientos. Y dado que la llama de la
vida arde con intensidad en los hielos
polares y la vejez sobreviene
precozmente, su principal ambición,
además de la continua e inmediata de
procurar el alimento, consiste en
procrear lo más pronto posible un varón,
es decir, un cazador más.
Así lo dicta la ley de la
supervivencia.
Pero no obstante sobrellevar la
existencia más ardua que se conoce, son
los más alegres entre todos los hombres,
y tal vez los más felices. Ríen de todo.
Excepto por la muerte de un niño.

Para Papik y Viví todo estaba andando


de la mejor manera cuando de pronto
tuvieron que afrontar lo peor. Entonces
su trineo construido con los huesos y la
carne congelada de la primera ballena
que por fin Papik consiguió matar,
danzaba alegremente sobre el Océano
Glacial, inclinando sus patines cubiertos
de hielo, impulsado por el viento
septentrional que soplaba casi sin
interrupción, como siempre sucedía en
primavera; y la pareja debía aferrarse al
armazón para no ser expelida. A cada
vuelta un trozo de sol siempre más
grueso asomaba en el horizonte y la
oscuridad jamás era completa; pero el
frío perduraba y un dosel de niebla
producida por el calor de los cuerpos se
extendía constantemente sobre el trineo
y el grupo de perros.
Con frecuencia Papik y Viví
permanecían con el pecho descubierto
para disfrutar de la luz sobre la piel, y
succionar el sol a través de los dientes.
Tras de Toctú, el jefe, la traílla se
había abierto en abanico; cada perro
había sido atado individualmente al
trineo con correas de diversa longitud,
como se hace en las grandes extensiones
privadas de árboles. Tiraban fuerte y
velozmente porque eran flacos y estaban
hambrientos. Un grave ulular de la
garganta del amo los hacía virar a la
izquierda. Un sonido agudo, a la
derecha. Pero si divisaban heces o
cualquier residuo comestible hacían
oídos sordos a las voces de mando y se
volvían insensibles a los golpes hasta no
haber acabado con todo; y si uno de los
amos descendía del trineo en busca de
un refugio, el otro, con el bastón, debía
defenderlo de la traílla impaciente por
atrapar una humeante golosina.
No obstante estar el hielo en lento,
continuo movimiento también en
invierno, el período nocturno había sido
el de mayor calma, ya que los mismos
elementos estaban paralizados por el
frío. La primavera lo había cambiado
todo. Sobre el Océano Glacial se habían
desencadenado los espíritus del aire,
mientras abajo Sedna, la vieja reina del
mar, volvía a mezclar las ingentes masas
de agua, tan profundas como altas son
las montañas. Al chocar, las corrientes
surgían golpeando la costra helada que
las aprisionaba y que cedía a veces
estallando con inmenso fragor y
lanzando al aire enormes témpanos que
se pulverizaban en grandes montones de
hielo centelleante, derribados y
nuevamente esparcidos hasta improvisar
casi metrópolis como devastadas por
terremotos en medio de la blanca
llanura.
Mediante una flecha con punta de
sílice lanzada con su arco de ballena,
Papik cazó durante el trayecto una zorra
azul, el único animal que en invierno no
cambia de pelo y que es fácil de avistar
sobre la blancura excesiva. Al
descuartizarla, Viví comprobó que
estaba preñada como todas las hembras
en primavera. La pareja devoró el
cachorrito a punto de nacer, más tierno
que la madre, despedazada por los
perros.
Poco después de que fuera matada la
zorra azul, el ángel custodio de Papik se
perdió.

Todavía estaba la pareja lamiéndose la


sangre de la zorra en los dedos, cuando
una tormenta se abatió de improviso.
Descendió la temperatura y el viento
duro y recto como una lanza, estalló en
ráfagas violentas que irrumpían de cada
lado agitando acompasadamente a la
traílla y levantando del sutil manto de
nieve copos leves y secos que impedían
la visibilidad con su envolvente
agitación. A fin de disgustar a las rachas
de viento, Papik la emprendió a
escupidas, y aquellas respondieron de la
misma manera.
Cuando una escupida lo golpeó en un
ojo Papik se enfureció en serio y echó
mano a su cuchillo. Tampoco entonces
las ráfagas se dieron por enteradas y en
vez de irse se tornaron más insolentes.
Debido a que los perros comenzaban a
cruzarse, con riesgo de enredar las
correas, Papik arrojó el ancla a la
primera cresta de hielo contra la que se
acumulaba la nieve, lo que él necesitaba
para erigir un refugio.
Inclinándose ante la tormenta que
cortaba el aliento, Viví se afanaba en
transponer un pequeño fardo, y de
pronto una fuerte punzada como un
calambre menstrual la dobló en dos.
Ella sabía que sólo la alegría se
comparte, no el dolor, y no pronunció
palabra. La primera contracción fue
breve. Poco después hubo una segunda.
Después otras, cada vez más rápidas.
Entonces reconoció los dolores del
parto.
Papik se encontraba cortando los
bloques de nieve detrás del trineo
levantado sobre un flanco a modo de
mampara, cuando advirtió que Viví
estaba asediada por los perros; algunos,
indiferentes a los golpes, le lamían las
botas. Acudiendo en su ayuda vio que
ella perdía sangre y que ésta caía de sus
pantalones.
—¿Está llegando el hijo? —le gritó
al oído, excitadísimo, librándola de la
corte que le hacía Karipari con un
puntapié que al perro le enseñó a volar.
—¡No es imposible!
Los perros insistían, nerviosos a
causa del olor de la sangre, y Papik se
vio obligado a inmovilizarlos
poniéndole a cada uno una de las patas
en el collar, antes de volver a su tarea.
—Una mujer te causa una gran
molestia —gritó Viví al viento.
—Un hombre ya está acostumbrado
—replicó Papik galante—. Además es
para nuestro hijo. ¡Su primer iglú!
Viví no respondió. Pasando sobre
las hileras iniciales de bloques puestas
en redondel, se arrodilló para abrir el
pequeño envoltorio, pero pronto quedó
rendida, apoyó la abrasada frente sobre
la nieve y apretó los ojos.
Mientras tanto, Papik proseguía su
tarea de erigir un refugio para los dos no
más alto ni más grande que un hombre; y
vio a Viví bajarse los pantalones y
excavar un agujero en el hielo debajo de
sí misma para hacerle un lugar a la
cabeza del recién nacido. Pero por el
momento sólo sangre caía en el agujero.
Mientras, agregaba un bloque tras
otro a la pared circular estrechando las
hileras para formar una cúpula, Papik
perdió de vista a su mujer arrodillada en
el interior. Cuando hubo completado el
reducido iglú, entró arrastrándose por el
angosto pasaje y se le reunió. La
encontró tendida sobre una mancha de
sangre apretando contra su seno un
diminuto bulto de pellejos.
Lloraba, silenciosa.

En la quietud del iglú se oía el rumor


del mar, que estaba debajo y que
levemente acunaba el habitáculo de
nieve; desde fuera, apagado por la
espesa pared en círculo, llegaba el
desencadenamiento de la tormenta.
—No llores —dijo Papik; pero
viendo que Viví era incapaz de frenarse,
fue presa del pánico y preguntó—: ¿Otra
vez una niña?
Viví frunció la nariz en señal de
negativa mientras sus lágrimas no
dejaban de caer, lentas y abultadas como
gotas de sangre.
—¡Entonces es un varón!
—Era. Porque ha muerto.
—Pero si lo sentíamos patalear…
—Ya no, desde hace un tiempo. Una
mujer no quiso decírtelo.
Sólo entonces Papik recordó que
durante varios giros del sol Viví había
estado taciturna. Se refugió junto a ella y
dejó caer sus brazos con desconsuelo:
—Habremos violado algún tabú.
Debemos consultar a un angakok. Pero
tú no debes llorar.
—¿Reír, entonces?
—No. Pero tampoco llorar. Tendrás
otro hijo.
Viví frunció la nariz.
—Una mujer no reirá más. Nunca
más.
—No digas tonterías…
—Una mujer no quiere perder otra
vez un hijo. Ni una niña. Una mujer se
siente mal. Para ti ella es sólo un peso
muerto. Toma el trineo y los perros y
déjala morir en paz junto a su chiquito.
Papik se mostró preocupado:
—¿Qué te pasa? ¿Te mordió un
glotón?
—¿Por qué no? ¿Acaso tú no te
desembarazaste de mi madre?
—¿Qué tiene que ver? Tu madre era
vieja y enferma y no hacía otra cosa que
lloriquear. Alguien le ha hecho un favor
arrojándola al mar.
—¿Y cuando tu madre se quitó la
vida? Nadie se lo impidió.
—Es natural. Había perdido ya
muchos dientes y también el marido.
Además no quería ser peso para nadie.
No es tu caso. Alguien tiene necesidad
de ti.
Viví le oprimió débilmente una
mano.
—¿Es cierto?
—¡Cierto! ¿Quién mastica mis botas
y raspa mis ropas hasta volverlas
blandas? Pero debes aprender a no
llorar.
Cuanto más se lo decía Papik, más
lloraba Viví.
—Escucha cómo alguien aprendió ya
desde pequeño a no llorar —continuó
Papik—. Esta fue la primera orden que
me impuso mi padre: «No llores».
Sucedió que una vez la banquisa se
rompió a causa de un maremoto y mi
brazo quedó aprisionado en el hielo; mi
padre se disponía a amputarlo. Mi
madre me acariciaba y se mordía los
labios hasta hacerlos sangrar, pero no
lloraba. Cuando fue afilada el hacha un
muchacho estalló en lágrimas. Entonces
mi padre se sentó a un lado diciéndome:
«Muchacho, tú no debes oponerte al
dolor. Cuanto más lo combates más se
hace sentir. Has visto muchas patas de
zorros, de visones, que quedaron en
nuestras trampas arrancadas a mordiscos
por los mismos animales que querían
recuperar su libertad. Ellos no lloran,
sin embargo sus dientes hacen sufrir más
que un hacha afilada. Y debes decirte
siempre que un hombre puede soportar
todo lo que puede soportar un animal».
Sin dejar de llorar, Viví le acarició
la mano mientras Papik proseguía:
—Mi padre dijo: «Quien sufre se
siente solo. Pero no es así. El mundo
está lleno de dolor. Y si lo deseas,
alguien te acompañará en tu dolor». Y
mi padre se hizo un tajo en el brazo, tan
profundo que un muchacho vio los
tendones blancos antes de que la sangre
los cubriese. «No creas que un padre no
sufre el dolor. Lo que quiere es que te
sientas menos solo en el tuyo. Pero si no
dejas de llorar en seguida, nosotros nos
iremos, y después, si quieres quedar con
vida, deberás cercenarte el brazo a
mordiscos, tú mismo, como hacen los
zorros. Siempre que de eso no se
encargue un oso». Entonces el
muchacho, que había dejado de llorar
para escuchar, le pidió al padre que
tomara el hacha.
—¿Y tu brazo? —le preguntó Viví
que también había dejado de llorar para
escuchar.
—Sucedió la cosa más cómica —rió
a carcajadas Papik—. El muchacho se
desvaneció, tal vez de miedo, y los
padres no se dieron cuenta. Cuando
volvió en sí y se vio con la espalda
dolorida envuelta en pieles
ensangrentadas, estaba convencido de no
tener ya su brazo. El hielo se había
abierto con la rapidez con que antes lo
había apretado, y cuando después de
varios sueños le fueron quitadas las
pieles él descubrió con estupor que el
brazo continuaba en su sitio. Mientras
tanto, había aprendido a no llorar.
—Una mujer no ha llorado cuando
trajo al mundo una niña, ni este
varoncito —dijo Viví con voz sorda—.
Ha llorado cuando los ha perdido.
Papik le acarició los párpados.
—No importa. Debes aprender. Pero
tal vez no sea culpa tuya que te resulte
difícil, ya que eres mujer del agua. Eres
del Sur, donde el mar se descongela
cada verano. Pero si quieres hacer de
madre a un verdadero hombre debes
aprender a no llorar. De lo contrario
¿cómo podrías enseñárselo?
Le restregó la nariz con la suya, le
secó las lágrimas con sus mejillas y le
olió la cara. Poco después se alejó,
turbado por el miedo, porque recordó
que un iglú en el que alguien ha muerto
debe ser abandonado de inmediato.
—Todavía no era en realidad una
persona —trató de tranquilizarlo Viví—.
Una madre está segura que un espíritu
tan pequeño no nos hará daño. Además
fuera hay tormenta.
Los párpados le pesaban y se
abandonó al sueño con su diminuto bulto
apretado al pecho; y dejando que Papik
se las viera solo con esa alma recién
desligada. La cual le infundía mucho
mas terror que la vieja reina del mar que
rezongaba bajo el hielo, y que los
enfurecidos espíritus del aire.
—¿Por qué no? —preguntó Papik
cuando el temporal hubo perdido su
fuerza y la pareja se aprestaba a
proseguir el viaje.
—Los perros devoran todo lo que
dejamos caer y un día nos devorarán
también a nosotros. Sin embargo, una
tonta madre no quiere ver a su hijo
acabar en boca de los perros; prefiere
que repose tranquilo en éste su primer y
último iglú.
Papik no quiso discutir. Viví se
sentía mal. La hemorragia no había
cesado. Él la olisqueaba.
Cuando todo estuvo preparado selló
la entrada con un bloque de nieve. El
pequeño iglú, convertido en sepulcro
por un fragmento humano que había
dejado de vivir antes de nacer, había
cambiado de aspecto bajo la furia del
huracán. Pronto la tramontana lo haría
desaparecer de la vista de los hombres,
cubriéndolo de una nieve que con el
tiempo se convertiría en hielo y
conservaría al hijo de ellos en el frío
polar.
Tal vez para siempre.
III. El huésped

ALGÚN espíritu maligno lo estaba


persiguiendo. No cabía duda. Acaso el
fantasma de la suegra arrojada por él al
mar. Naturalmente, Papik había actuado
impulsado por la bondad de su alma, es
decir, el suyo había sido un acto de
eutanasia aprobado por todos; pero los
espíritus de los beneficiados no siempre
se mostraban agradecidos.
Debido a que Viví permaneció
apática, acostada en el trineo durante
casi todo el trayecto, sin hablar, sin
sonreír, sin lamentarse, manando sangre,
Papik diagnosticó fatiga de útero y
pronosticó un rápido restablecimiento en
cuanto ella pudiese alimentarse lo
suficiente.
La costra marina se había reducido;
ya no se hubiese podido sepultar a un
hombre erguido sobre sus pies, como en
invierno, sino tendido; en una de las
paradas necesarias para hacer descansar
a los perros, Papik, que había cortado el
hielo con la quijada de un tiburón, se
puso a pescar.
O, por lo menos, lo intentaba.
Con la nariz aplastada desfloraba
esa agua de tal manera penetrada de
prepotencia, sobre el agujero que había
hecho y después de haber sacado los
pedazos de hielo roto. Las nalgas
vueltas al cielo, Papik agitaba con una
mano un pececillo suspendido en un
tendón, que le servía de anzuelo,
mientras con la otra estaba preparado a
golpear con el tridente, pero en vano
había esperado a que apareciese algún
pez en la superficie, si bien aquel era el
mejor momento, con poca luz y nada de
sol.
Estaba decidido a no marcharse con
las manos vacías, a riesgo de
convertirse en estatua de hielo, cuando
su sutil olfato advirtió una ráfaga de
grasa asada, lejana pero indudable.
También los perros la habían husmeado
y se habían puesto a ladrar en dirección
de donde provenía.
«¡Hay alguien!»
Papik brincó exultante, dio a la
traílla la orden de partir, y corrió tras el
trineo con sus pasos de ánsar,
empujándolo de los soportes.
Los perros no tenían necesidad de
fusta ni de otra conducción que la
impartida por su propio olfato, que los
llevó en una carrera jadeante pero
alegrada por la más optimista
expectativa, hasta una pequeña cúpula
nevada erigida sobre una cresta de
hielo. Aunque ningún perro diese la
bienvenida a los viajeros, el iglú estaba
habitado: un hilo de humo, en vías de
desvanecerse, se alzaba del agujero de
ventilación. Se detuvieron a cierta
distancia para observar esa evidencia de
vida con el corazón alborotado. No
habían visto otros seres humanos desde
el verano pasado, cuando habían
encontrado casualmente un trineo con
nómadas necillik.
Donde la compañía humana es rara
y, por lo tanto, preciosa, los
acercamientos son prudentes. Haciendo
un esfuerzo, Viví se aseguró, ante todo,
que Papik estuviese presentable.
Después soltó su pelo lacio y luciente,
lo peinó con una espina dorsal de
salmón y lo recogió sobre su cabeza
sujetándolo con espinas de pescado,
componiendo el peinado que más gusta a
la mujer polar, en forma de torre que
oscila si ella se mueve.
Cuando su aspecto no dejó nada que
desear, avanzaron por el túnel y se
hicieron anunciar por un concierto de
ladridos. Sujeto a la pared exterior del
iglú vieron un cebo de foca disecada.
Una cara arrugada con dientes
salientes apareció en el orificio bajo el
nivel del hielo y examinó a los recién
llegados con ojitos de brasa que se
movían furtivamente bajo el pliegue
mongólico. Después, lo que quedaba del
hombre se arrastró hacia afuera y se
levantó, sacudiéndose la nieve de
encima, seguido por una mujer.
El territorio de los hombres es
inmenso pero su mundo es reducido y
todos se conocen, por lo menos de
nombre. Cuando el hombre se presentó
como Ammaladok, Papik y Viví cayeron
en la cuenta de que la mujer que estaba a
sus espaldas debía ser Egurk. Y
recordaron que no obstante su nombre
que significaba Regazo Estrecho, hubo
un período en que ella había tenido que
dividir afecto y deberes conyugales
entre tres maridos contemporáneamente.
Un oso había devorado al más joven de
los tres hacía ya algunos años; un buen
alivio por cierto, para la pobre mujer.
Cuando todos supieron quiénes eran
hubo un gran intercambio de sonrisas y
ceremonias; cada uno hacía profundas
reverencias mientras estrechaba la mano
del otro teniéndola en alto, empresa no
fácil. Después Ammaladok exhortó a los
dos viajeros a entrar en eso que él
definió como su escuálido, mísero,
indigno tugurio. Y no había exagerado.

Aparte de poseer dos lechos, ya que


había sido construido para dos maridos,
el iglú era idéntico a todos los de Papik
y Viví, y ellos hallaron allí la atmósfera
protectora de la casa propia. La pared
circular manchada de sangre; la tibieza
de los cuerpos humanos; los olores del
pabilo flotante en la lámpara de
esteatita; de la orina recogida en el
receptáculo de hielo para los lavados y
el curtido de las pieles; de las
indumentarias suspendidas sobre el
secadero; de los cachorros que
retozaban sobre el cubrecama; y la
fragancia dulzona de la putrefacción…
La mirada de Papik hurgó
súbitamente detrás de la lámpara, donde
las provisiones de carne se reblandecen
más pronto y se vuelven tiernas y
gustosas, pero no había nada, aparte del
aroma que perduraba en el aire. En
efecto, Egurk se limitó a poner algunos
puñados de nieve tomados del bloque
potable, en un vaso de piedra que
colocó sobre el candil, después de lo
cual se sentó junto a su marido con las
manos modestamente recogidas sobre el
regazo.
Egurk no era una belleza. No se
podía decir que fuese vieja pero
tampoco joven; sus dientes se habían
consumido hasta las encías como era de
esperar en una mujer que debe ablandar
a fuerza de masticarlas, las botas y las
ropas de tantos maridos. La salvaba la
sonrisa radiante y la risa cálida,
característica de todas las mujeres de su
raza.
Y también de los hombres, por otra
parte.
Ammaladok tenía más edad que su
mujer; estaba tal vez próximo a los
cuarenta años y al natural fin de sus
días. La vida polar le había estropeado
la cara y disminuido el pelo pero en
compensación exhibía un par de bigotes
que, aunque ralos, le llegaban a los
hombros; una rareza en el Ártico donde,
por lo común, sólo las morsas y los
forasteros son bigotudos.
—¿Han oído la historia de Ippi? —
preguntó Papik en cuanto se arrinconó en
uno de los lechos—. ¿Del que llegó a
sobrevivir comiéndose sus propios pies
congelados?
—No —dijo Ammaladok.
—¡Pues resulta que sí, ya la han
oído, y en este momento!
Y Papik estalló en una ruidosa risa a
la que los dueños de casa hicieron eco
con las carcajadas breves y explosivas
de los verdaderos hombres.
—¿Y la de esos policías que
arrestaron a mi padre? —continuó Papik
—. Resulta que como no tenían amuletos
para el viaje cayeron al agua y mi padre
tuvo que salvarlos.
—No. ¡Cuenta!
—¡Ya está contada!
Ello generó nuevas explosiones de
hilaridad reafirmando en Papik la
convicción de que pocos hombres
divertían tanto como él.
—Los forasteros son muy cómicos
—observó Ammaladok secándose las
lágrimas.
—Pero el más cómico de todos es el
caso del viejo Pohol. ¿Lo conocen?
Afortunadamente los dueños de la
casa contestaron que no, y Papik pudo
hacer pública la que consideraba la más
brillante anécdota de su repertorio.
—Mi padre conocía a hombres que
en su juventud habían acompañado al
viejo Pohol en su famosa expedición.
Durante años y años los hombres
blancos habían intentado llegar tan al
norte que en cualquier dirección que
giraran estuvieran mirando al Sur. Nadie
sabe cuántos habían muerto rígidos por
el frío en las diversas tentativas; algunos
para sobrevivir tuvieron que devorar a
sus compañeros, sin contar las naves
que se dejaron sorprender por el otoño y
fueron despedazadas por los glaciares.
Los forasteros llevaban consigo todas
las provisiones necesarias para el viaje,
transportando pesos enormes, y
quisieron ayudar al viejo Pohol a lograr
su propósito. Parece que durante más de
un año en todas las tribus de los
hombres blancos se hablaba de una sola
cosa: «¿Conseguirá el viejo Pohol llegar
al centro norte?». Pero ellos
pronunciaban el nombre de manera
distinta[1]. El viaje fue duro para todos
porque los forasteros no eran robustos;
con frecuencia se congelaban y pesaban
mucho sobre los nuestros. Por fin los
instrumentos mágicos revelaron que la
expedición había llegado al centro
norte: la meta ambicionada por tantos
hombres blancos. ¿Y qué creen que
encontraron allí?
—¿Qué?
—¡Nada! —Los ojos de Papik
empezaron a llenarse de alegría—.
¡Absolutamente nada!
Una cosa fue cierta: si el iglú no se
desintegró por los estallidos de
hilaridad que se sucedieron, ningún
viento hubiera podido destruirlo.
Aunque estuviese a punto de sacudirse.
Pero por otra causa.
Según las reglas de la etiqueta,
Papik debería haber ridiculizado a los
forasteros o intercambiado noticias y
charlatanerías acerca de los verdaderos
hombres, más largamente; pero su
estómago pretendía que se pasase lo más
rápido posible al tema de la comida; en
cuanto la hilaridad se hubo aplacado,
manifestó:
—Mientras pescaba, alguien tuvo la
suerte de husmear grasa de foca. De otro
modo no habríamos tenido el placer de
encontrarlos.
Ammaladok respondió a tono:
—Los perjudicados hubiéramos sido
nosotros. ¿Y cómo anduvo la pesca?
—Los peces aún no han despertado
del letargo invernal —se ensombreció
Papik—. Por eso hemos seguido el
aroma del asado.
—¿Han venido para comer?
La melancólica confesión de Papik
que reveló no poseer más comestible
que los travesaños del trineo, produjo en
los dueños de la casa un ataque de risa
histérica que Ammaladok explicó en
cuanto estuvo en condiciones de
controlarse. Para la familia aquél había
sido un año magro; por eso el otro
marido había ido a cazar más lejos con
los perros que quedaban, los suficientes
para arrastrar un trineo con un solo
hombre. Pero no debió haber tenido
suerte porque no había regresado; por
eso Ammaladok, no queriendo sacrificar
los dos cachorros, había quemado un
resto de grasa de foca con la esperanza
de atraer algún oso.
La yesca atada en la parte exterior
del iglú, un pedacito de carne disecada,
estaba ligada a un par de huesos que al
primer contacto hubieran provocado un
sonido de alarma. Esa era una vieja
estratagema pero Ammaladok hablaba
de ello como si hubiese sido el inventor.
El oso que ponía en funcionamiento el
mecanismo podía ser abatido desde el
interior del iglú, sin obligar a sus
inquilinos a coger frío. Pero ahora toda
la grasa se había desvanecido en humo.
¿Y con qué resultado? Que su aroma
había atraído, en vez de un oso, a otra
pareja hambrienta.
Por eso las risotadas.
Papik no tuvo dificultad en apreciar la
comicidad de la situación;
especialmente cuando Ammaladok
declaró que ya podían, por lo menos,
comerse la yesca, y mandó a Egurk a
buscarla afuera: la alarma funcionó a la
perfección.
Viví no rió pero dijo:
—Deben disculpar a una inoportuna
mujer que quisiera descansar.
Los otros dejaron libre un lecho para
permitirle acostarse, y después se fueron
pasando de uno a otro un cráneo lleno de
nieve derretida.
Viví prefirió mordisquear un poco
de hielo bajo la cubierta de piel y alegró
a todos renunciando a su propia porción
de yesca.
—Deben disculparla —dijo Papik
—. Espíritus malignos le han hecho
parir, pocos sueños hace, un varoncito
muerto y el año pasado una mujercita
viva.
—¡Qué tristeza! —exclamó Egurk.
—Una torpe mujer no sirve para
nada en este momento —dijo Viví—. Ni
siquiera está en situación de reír.
Egurk soltó algunas carcajadas
mirando de soslayo al marido.
—Para asegurarnos un varoncito
sano —explicó Papik— es por lo que
vamos en busca de Siorakidsok, el
angakok capaz de predecir el tiempo, de
curar las enfermedades y la esterilidad.
—Siorakidsok es demasiado viejo
para hacerle pasar la esterilidad a una
mujer —observó Ammaladok riendo
locamente—. Es, por lo tanto, un
embrollón. Jamás ha sabido
proporcionarnos un hijo.
—Ni siquiera cuando una estúpida
mujer tenía tres maridos y se exponía
todo lo posible a la luna llena —añadió
Egurk.
Ammaladok aprobó:
—Siorakidsok le hacía tragar
brebajes mágicos hasta que vomitaba y
quiso a toda costa penetrarla con un
dedo, pero en vano.
—Y hasta ahora no tenemos un hijo
—dijo Egurk—; y no es imposible que
éste sea nuestro último iglú. ¿Quién de
nosotros tendrá fuerzas para construir
otro, con el estómago vacío, cuando éste
se convierta en hielo?
Papik se sentía a cada instante más
deprimido, estado de ánimo indigno de
un hombre. Era la primera vez que en un
iglú se le había ofrecido sólo un
bocadito de yesca y, para colmo, sin
tener la posibilidad de humillar a los
dueños de casa con obsequios
exagerados de su propio botín. Se echó
cabeza abajo en el túnel y regresó poco
después enarbolando una barra de carne
congelada cuyo tamaño era el del brazo
de un niño.
—¡Es un travesaño de tu trineo! —
protestó Ammaladok.
—Tenemos otros travesaños —dijo
Papik, y agregó una pequeña mentira—:
Además a un hombre le gusta correr con
los perros.
Los dueños de casa intentaron
rehusar un presente que las
circunstancias volvían precioso y, por lo
mismo, particularmente humillante. Pero
después que Papik empezó a chupar el
travesaño, hubiera sido descortés
rechazarlo; de modo que la barra de
carne pasó de una a otra lengua,
deshelándose y consumiéndose siempre
más rápidamente, a medida que el
apetito de los comensales despertaba.
También Viví la honró con un par de
lamidas, para demostrarse sociable más
que por otra cosa.

El travesaño había aquietado las


aflicciones del hambre por lo menos
momentáneamente. Cada uno prodigaba
sonrisas, resplandecientes de alegría, y
la conversación se tornó brillante.
Sólo Viví no participaba.
En el momento en que ella volvió la
cara a la pared y se echó una piel sobre
la cabeza dando a entender que deseaba
dormir, Ammaladok, guiñando un ojo y
descubriendo sus dientes le dijo a
Papik:
—Es triste tener a la mujer enferma.
—Me lo dices a mí… —respondió
Papik con una risita sarcástica.
—Tristísimo —rió Egurk
ruidosamente aunque turbada.
Siguieron intercambiándose miradas
intencionadas y risitas burlonas hasta
que Papik, impacientándose pero sin
perder la educación, declaró:
—Alguien no quería causar
molestias.
—¿De qué molestias hablas? —
preguntó Ammaladok.
Tomó luego de la mano a su mujer y
conduciéndola delicadamente ante Papik
los exhortó: «¡Únanse!».
Cuando un hombre ríe no siempre
piensa en el sexo, pero cuando piensa en
el sexo siente deseos de reír. En efecto,
Papik y Egurk sofocaban sus risitas
mientras Ammaladok decía:
—La vida es demasiado triste
cuando no se puede reír.
De improviso Papik frunció las
cejas:
—¡Un momento! Alguien no está en
situación de pagar de la misma manera.
—No es imposible que nos
volvamos a encontrar —lo tranquilizó
Ammaladok—. Por eso no mortifiques a
un pobre dueño de casa rehusando su
mísero ofrecimiento.
Papik dio pruebas de poseer
carácter al dominar su orgullo cuando
Ammaladok, extendiendo la mano en
busca de su pelliza de oso, añadió con
mucho tacto:
—Tu traílla se está peleando.
Alguien va a ver qué es lo que sucede.
En efecto, desde hacía algunos
minutos, se oía una estruendosa bulla de
perros. Egurk se puso de rodillas para
calzarle las botas al marido y también
Papik contribuyó en acelerar la partida
del dueño de casa ayudándolo a ponerse
la pelliza.
Mientras Ammaladok desaparecía
arrastrándose en el túnel, Papik observó
con atención a Viví. Parecía dormida; a
menos que como mujer ejemplar que
era, fingiese estarlo. Papik se arrodilló
para cerrar el agujero de acceso con el
bloque de nieve potable, y después se
volvió a Egurk con una risita
vergonzosa. Se oían las carcajadas de
Egurk que echaba atrás su rostro
convertido en una llamarada hasta los
cabellos.
No obstante su timidez inicial, Papik
estaba haciendo progresos con la dueña
de casa; de pronto la voz excitada de
Ammaladok retumbó sordamente en el
túnel y el tapón de nieve se movió como
si alguien quisiera entrar. Afuera los
perros parecían más agitados que nunca
y Papik pensó que por cierto le daban
mucho que hacer a Ammaladok; pero en
ese momento no le importaba nada.
Se separó de Egurk para bloquear la
entrada y gritar a viva voz que ésa no
era la ocasión más adecuada para volver
al hogar.
Pero Ammaladok insistía a riesgo de
enfriar los ardores de Papik y de
despertar a Viví. Farfullando palabras
incomprensibles el viejo seguía
empujando el tapón de nieve que Papik
desde el interior trataba de inmovilizar,
cuerpo a tierra y nalga al aire. Hasta que
el bloque se abrió y la cara aterrada y
encanecida por la nieve de Ammaladok
se encontró con la de Papik.
—¡Los osos! —refunfuñó el viejo
mientras entraba—. ¡Me están
husmeando los pantalones!
Se incorporó y se dispuso a agarrar
la lanza pero Papik se le anticipó y le
dio un empellón hacia la pared
exclamando:
—¡Fuera los pies! ¡Ahora eres tú el
invitado!
IV. La comida

HAY varias maneras de matar un oso y


los hombres las conocen casi todas;
pero jamás saben quién vencerá porque
con sus armas de leño y hueso, de sílice
y marfil, para abatir a la presa deben
acercársele hasta poder mirarla a los
ojos.
El oso blanco es superior al hombre
por diversos motivos: sabe caminar a
dos patas como el hombre pero también
a cuatro, cosa que el hombre no puede
hacer; es más fuerte y resistente que él;
soporta el frío polar y la tormenta de
nieve aun careciendo de cobijo; puede
nadar en aguas gélidas. Y trepar a las
masas de hielo resbaladizo. El hombre
tiene una sola ventaja importante sobre
el oso y no es su inteligencia: son los
diez dedos de sus manos.
Ni siquiera golpeándolo con la lanza
a través de la pared cuando el oso llama
a la puerta de la casa del hombre, éste
puede estar seguro de abatirlo, ya que el
animal no siempre le hace el juego: a
veces no se coloca en el punto justo y si
se siente herido puede enfurecerse y
destruir el iglú emprendiéndola a
zarpazos y patadas.
Los osos que habían respondido a la
llamada de Ammaladok no tuvieron
necesidad de arrasar el iglú ya que de
ello se encargó Papik mismo: en su
impaciencia por salir desfondó la pared
con un golpe de su cabeza que provocó
el derrumbe de la cúpula sobre sí
mismo, e irrumpió a cielo abierto con un
palmo de nieve sobre la cabeza, vestido
sólo con su lanza, y gritando
desaforadamente para darse coraje.
Delante del iglú, la superficie
llameante por el sol apenas asomado se
había vuelto un campo de batalla a causa
de la traílla de Papik y cuatro osos
blancos, uno todavía cachorro.
Algunos perros habían despedazado
las trabas. Dos ya estaban fuera de
combate, entre ellos Toctú, el jefe. Pese
a que una de sus patas delanteras aún
estaba inmovilizada en el collar, había
roto la correa de retención y atacado a
los agresores. Ahora yacía sobre uno de
sus flancos con un muslo desgarrado: un
blancor de hueso aplastado en un
terciopelo rojo. Ya agonizante, tuvo
fuerzas para gruñir a los osos
mostrándoles sus colmillos deshechos, y
para festejar la llegada del amo
moviendo débilmente la cola.
Los osos estaban tan hambrientos
después del largo invierno que habían
olvidado su natural desconfianza al
hombre. El macho más próximo se
irguió sobre sus patas traseras y,
dominante, se dispuso a agarrar a Papik;
pero quedó fulminado por la lanza que
le penetró el cerebro a través de las
fauces humeantes y del paladar, y Papik
a duras penas consiguió eludir la
tonelada de carne que se le venía encima
y que con su caída hizo temblar el hielo.
Esta primera acción fue rápida y
arriesgada. Si el golpe de Papik hubiese
fallado, vencedor y vencido habrían
cambiado sus papeles. Mientras tanto,
otro macho luchaba con algunos perros
que se le habían prendido a la piel. Sin
dejar de gañir intentaba herirlos con las
garras, pero hasta los perros ya
lastimados seguían mordiéndolo. Sus
dientes quebrados no conseguían
agujerear el duro cuero del oso pero
obstaculizaban sus movimientos, y Papik
no tuvo dificultad en traspasarlo con su
arma, adelantándose una vez más a
Ammaladok que lo había seguido
empuñando su hacha.
En ese momento la hembra se
desprendió de Karipari que la tenía
ocupada en singular contienda y optó
por irse. Pero el osito, que había tomado
la batalla por un juego y retozaba
regocijado entre caídos y matadores, no
la siguió. Entonces la madre volvió a la
carrera sobre sus propios pasos y con la
mano le dio un ligero golpe en la
cabeza.
Después de lo cual madre e hijo se
alejaron juntos.
Lo primero que hicieron los dos
hombres fue beber directamente de una
arteria la escaldada sangre de sus
presas, y después succionaron los
cerebros a través de un agujero
practicado en la base del cráneo.
Extrajeron un hígado humeante y
devoraron una buena porción antes de
emprenderla con los jamones. Cuanto
más comían más aumentaba el apetito.
Tuvieron la confirmación de que los
osos habían sido reducidos a un estado
famélico porque sus intestinos contenían
líquenes, ínfimas materias vegetales.
Durante las vueltas de sol que
siguieron faltó tiempo para reparar el
iglú. Viví, que todavía perdía sangre,
estaba demasiado débil para trabajar, y
los otros tres estaban ocupados en
comer y reír, en comer y evocar los
pormenores de lo que había ocurrido, en
comer y alimentar a los perros, en comer
y curtir las pieles, en comer y conservar
la carne.
Los nómadas deben viajar livianos,
con pocas provisiones, y Papik
aprovechaba para almacenar la mayor
cantidad de carne a través de su
estómago; por eso se atestaba de comida
todo lo que podía y se observaba el
vientre, hinchado como un balón.
Cuando ya no era capaz de tenerse en
pie se tendía boca arriba y Egurk le
hacía tragar bocaditos ya gustados y los
dejaba caer entre sus mandíbulas
totalmente abiertas hasta el extremo de
que le salieran por la nariz. Sólo
entonces se aquietaba su hambre y le
permitía adormecerse antes de comenzar
de nuevo.
Ammaladok no le iba en zaga, y
asimismo Egurk cuando les llegaba el
turno a las mujeres. En cuanto a Viví,
debía hacer un esfuerzo para ingerir
algún bocado.
A la traílla, en cambio, se le dio
poco de comer, como siempre. De esa
manera los hombres polares habían
logrado obtener una raza de perros sólo
poco menos vigorosos que los del Sur,
de menor corpulencia y, por lo mismo,
menos necesitados de alimento.
Para reemplazar a Toctú, Papik
eligió a Karipari, atrevida decisión que,
no obstante, debía dar sus frutos.
Ante todo, era preciso despertar el
amor propio del más maltratado
miembro de la traílla, y para eso fue
admitido en el cubrecama de Viví, entre
los misteriosos efluvios de los amos;
tuvo gustosos bocados; probó por
primera vez las caricias de una mano
sobre el hocico en vez de los golpes de
un palo sobre los riñones; y se sintió
apostrofar no con gritos que le hacían
erizar el pelo sino con humildes acentos
que le hacían estremecer el corazón.
Hasta que el rebelde se convirtió en
aliado.
El nuevo jefe de traílla no
necesitaba instrucciones: conocía sus
deberes. En cuanto sus compañeros
reñían, Karipari intervenía con
autoridad, y uno que se había puesto a
roer a escondidas el trineo fue agredido
por él con tanto ímpetu que le costó
media oreja.
Después de haber ayudado a los
dueños de casa a levantar un nuevo iglú,
Papik y Viví se marcharon sin
despedirse porque donde la compañía es
rara las separaciones son penosas y es
preferible ignorarlas. Cuando el trineo
estuvo listo para partir, ya Ammaladok y
Egurk les habían vuelto la espalda
fingiendo abocarse a urgentísimas
tareas.
Papik había mortificado a
Ammaladok dejándole toda la carne
sobrante, no así las dos pieles, que no
les hacían falta. Ammaladok se había
vengado regalándole sus dos únicos
cachorros para reemplazar a los perros
que los osos habían matado.
Mientras dejaban esos lugares. Viví
dijo:
—Egurk afirma que éste podría ser
su último iglú.
—No es imposible —rió Papik
haciendo silbar el látigo de mango corto
y la larguísima correa.

Avanzaban por un imperio de hielo


sobre el cual el sol no se ponía jamás.
La esfera roja de la primavera se había
desangrado en su esfuerzo por izarse en
la cima del mundo; ahora de continuo
circulaba sobre el horizonte, lívida y
cansada; levantándose un poco en medio
de cada vuelta, bajando levemente hacia
el lado opuesto, y arrojando sombras
giratorias, largas y pálidas porque los
rayos ahora eran bajos y débiles. Pero la
presencia ininterrumpida del sol y la
reverberación del hielo producían
temperaturas tan elevadas que a veces la
costra marina soltaba vapores que
velaban el cielo y revestían de leve
niebla los islotes cónicos y los iceberg
aprisionados en el Océano Glacial; y
provocaban también las primeras
nevadas.
A medida que descendían de la cima
del mundo, la costra helada reducía su
espesor, volviéndose siempre más
frágil. Se tornaban más frecuentes las
sorpresivas hendiduras en las que
irrumpía el agua abajo yacente, y una
vez Karipari, solo, eludiendo
bruscamente una, evitó que el convoy
entero fuese engullido. Ya se respiraba
un aire estival, el olor salobre del mar y
también la fragancia dulce de la
vegetación lejana.
Avanzaron sin contar las vueltas del
sol, no encontrando ningún ser humano y
avistando escasísima fauna, sólo a
distancia.
Debido a la ininterrumpida
exposición a la luz del día, su piel no
tardó en perder la palidez amarillenta
del invierno y a retomar el cobre
quemado del verano. Y como era
siempre de día no dormían casi nunca,
sólo breves instantes, cuando no había
otra cosa mejor que hacer. Habían
acumulado provisiones de sueño
suficientes para todo el verano. Ahora
debían absorber carne y sol para poder
vivir el próximo invierno.
Cuando los perros se cansaban de
tirar, Papik aprovechaba la parada rara
helar los patines de hueso del trineo o
para pescar. Desde que la luz filtraba a
través de la costra marina, los peces
habían despertado e, impacientes por
hacerse ensartar, afloraban en los
agujeros que Papik abría a propósito
para ellos, por lo común truchas
iridiscentes con el vientre sanguinolento
o salmones color sol con el dorso
manchado.
Más agradable que todos los peces
fue la foca que Papik logró obtener
haciéndole la corte. La sangre aceitosa y
la carne bermeja devorada entre tajadas
de grasa hicieron el milagro de reponer
a Viví hasta tal punto que ya podía
transportar pesos, raspar cueros y
masticar botas, Aunque ni la herida de
su cuerpo ni la de su corazón estuviesen
completamente cicatrizadas.
Antes de que llegasen a la costa, el
fuerte viento o quizás una tempestad
submarina, arrancó del casquete polar la
superficie sobre la que viajaban, y
durante un par de giros del sol se
encontraron flotando a la deriva en el
océano sobre un banco de hielo más
pequeño que una isla y que una borrasca
hubiera podido poner al revés o mandar
a morir en los mares cálidos. Hasta que
por fin arribaron a tierra firme donde la
vegetación enana empezaba a despuntar
apenas en la nieve semidisuelta, y donde
los glaciares que formaban estrías en
torno de los montes negros y rocosos
parían los primeros iceberg de la
estación volcándolos al mar líquido con
un inmenso fragor cuyo eco la costa
multiplicaba infinitamente.
Y fue allí donde se encontraron con
lo imprevisto.
V. El estrago

YA habían terminado de devorar el


trineo y estaban tratando de orientarse
en una región que cada año cambia,
cuando avistaron un buque.
Era una embarcación de hombres
blancos que avanzaba con decisión a lo
largo de la costa. Desde la cubierta
alguien hizo una señal con los brazos, y
la pareja, halagada y conmovida,
respondió con alegría al saludo.
Entonces el barco ancló, se puso en el
agua una chalupa y desembarcaron tres
hombres blancos.
Uno de ellos, un muchachón rubio
que hablaba a duras penas la lengua de
los hombres, sin perder tiempo en
reverencias y ceremonias le informó a
Papik que uno de sus angakok que
volaba por el cielo había divisado un
banco de focas, y ahora él y sus
compañeros querían proveerse de la
mayor cantidad posible de pieles, por lo
cual estaban dispuestos a recompensar a
quien quisiese prestarles ayuda.
Encontrar brazos válidos significó
siempre el gran problema en el
inconmensurable desierto del Ártico.
Viví recordaba los relatos de su
padre: cómo en cada estación llegaban
del Sur los balleneros trayendo a bordo
diablos velludos que invitaban a los
hombres a salir al mar con ellos, y cómo
los desmayaban con agua de fuego y
azotándolos; y cuando los hombres se
despertaban sintiendo que la cabeza les
dolía, ya estaban en alta mar. Sólo así
los balleneros lograban que su
tripulación se completara para las
peligrosas pescas del Norte.
Tiempos pasados; también
transcurridos para casi todas las
ballenas.
Ahora los ayudantes que buscaban
los forasteros eran, sobre todo, para la
caza de la foca. Los tres que abordaron
a Papik no lo desvanecieron a palos. Es
que ahora el uso de la violencia contra
los esquimales resultaba tabú. En
cambio, le prometieron focas y regalos,
dispuestos a llevar a bordo también a
Viví e inclusive a los perros; porque
sabían que la traílla y la mujer son las
únicas riquezas de un hombre.
Papik aceptó. Pero no con los ojos
puestos en la recompensa. Todo lo
contrario. Le complacía poder enseñar a
los forasteros cómo se cazan las focas.

En el pasado, toda vez que se había


aventurado en el Sur traicionero e
imprevisible, Papik había tenido
motivos de arrepentimiento; asimismo
esta vez los tendría. Al parecer, el
mundo entero, fuera de los hielos
polares, estaba infestado de forasteros
que no sabían vivir y se comportaban de
manera extravagante.
Era la primera vez que Papik
navegaba, no en un banco de hielo sino
en una chalupa de madera; y no tardó en
descubrir que había algo de avieso en
esa manera de viajar, además del
peligro de terminar ahogados. El
océano, constelado de hielos fluctuantes,
estaba agitado y la chalupa se
columpiaba; bien pronto Papik fue presa
de un atroz mal de mar, con el agravante
de tener que ocultar su estado por
razones de orgullo.
Sin contar con la humillación que
para él significaba ver que Viví, tan sólo
una mujer, no daba muestras de ningún
malestar.
Pese a mantenerse sentado en la
banqueta de la chalupa, tan derecho
como si estuviese empalado, la mirada
fija, los tres hombres blancos
advirtieron su estado y lo encontraron
irresistiblemente cómico; y Viví, por
cortesía, se unió a sus carcajadas.
Papik era el único en no encontrar
ningún motivo de risa.
El muchachón rubio que sabía hablar
su lengua le había dicho que se sentiría
mejor en cuanto pasara de la chalupa a
la nave; pero se equivocaba por demás;
el pesquero era veloz, por lo cual
cabeceaba sensiblemente no obstante su
mayor porte; el olor nauseabundo de las
máquinas hizo lo demás.
Por fin Papik prefirió perder la
dignidad: se tendió a lo largo sobre la
cubierta, cerró los ojos y se puso a
gemir.
Aunque no se tratase más que de una
modesta, sucia embarcación, el
pesquero debía parecer un islote
cargado de maravillas a quien no había
conocido morada más lujosa que un iglú.
En efecto, Viví inspeccionaba con gran
curiosidad las telarañas, los
escarabajos, seguida de su Karipari y
guiada por el capitán, que recibió del
perro un mordisco solemne en cuanto
apoyó una mano sobre el hombro de su
ama.
Papik, jadeante, permanecía
indiferente a todo. No le importaba
saber cuántos hombres había a bordo;
tampoco hubiera podido contarlos; sólo
podía llegar a veinte recurriendo a los
dedos de las manos y de los pies, y a
bordo tal vez había una media docena
más, todos hombres blancos.
Ansiaba una sola cosa: llegar al
banco prometido y no abandonarlo hasta
alcanzar tierra firme o hasta su
hundimiento.
Quien necesitaba datos precisos
para orientarse ya ha calculado que los
bancos de hielo que se desprenden en la
época estival del casquete polar o de la
costra marina, llegan a medir más de
ochocientos kilómetros de largo. El
banco al cual iba dirigido el pesquero
no era de los más grandes; todo lo
contrario. Pero tenía una ventaja: no
obstante ser blanco era negro: estaba
atestado de una masa de focas que
desbordaba sus límites.
Su luciente negrura aparecía
salpicada por el blancor de los recién
nacidos.
Millares de focas preñadas se
habían reunido sobre aquel banco para
parir sus crías y amamantarlas hasta que,
perdido el cándido vello lanoso con que
habían venido al mundo, aprendiesen a
nadar.
El período del parto coincide con la
rotura de los hielos —también por esto
los hombres respetan la inteligencia de
las focas— y cuando sienten
aproximarse el momento, las del Norte
que están gestando nadan bajo el
casquete ártico hacia el sur y se hacinan
sobre los témpanos que van a la deriva
en alta mar, convirtiéndolos en
maternidades flotantes, para tener a sus
cachorros a salvo de los osos.
Pero las focas también tienen
enemigos de los que no saben cómo
protegerse.
Después de haber desembarcado todos
sobre el banco de hielo, menos dos
hombres de la tripulación y Viví que
permaneció escondida bajo cubierta, ya
que las focas se avergüenzan de ser
vistas por una mujer cuando las van a
matar, el buque se colocó en la estela
del banco que navegaba veloz bajo el
cielo encapotado, impulsado por el
viento del septentrión.
Papik no sabía de qué modo los
hombres blancos llevarían a cabo la
caza. Cada una de sus curiosidades
naufragaba en la náusea del mal de mar.
En el momento de desembarcar, el
muchachón rubio le entregó un garrote
de encina igual al que armaba a los
otros, y le gritó algo. Todavía
ensordecido, Papik permaneció quieto,
mirando.
Los palos en alto y dando alaridos
como una horda conquistadora, los
cazadores blancos penetraron en el
rebaño de focas, acogidos por un
concierto de gritos roncos y se lanzaron
sobre los blancos cachorros que de
negro sólo tenían el hocico luciente y los
grandes ojos desorbitados por el pánico.
No contando por naturaleza con otra
defensa que la huida, la mayoría de las
madres, saltando sobre sus aletas,
alcanzaron la orilla y se zambulleron en
el mar. Las pocas que intentaron oponer
a los invasores el peso de sus propios
cuerpos se desplomaron súbitamente
bajo los garrotazos.
Viéndose a merced de los monstruos
desconocidos, los pequeños
enloquecieron: emitían agudísimos
balidos buscando la manera de escapar.
Pero el hospicio de maternidad se había
vuelto un matadero sin salida. Cada
cazador aferraba de una aleta al
cachorro más próximo, le destrozaba el
cráneo con el garrote, le daba vuelta y le
apuñalaba la garganta; después de lo
cual, con rápidos tajos de su afiladísima
cuchilla, lo despojaba de su pielcita
blanca y de la grasa que guardaba
debajo.
Algunos pequeños que habían
conseguido sustraerse a la caza después
de las primeras matanzas, corrían a
ciegas dando vueltas, agitando las
aletas, los grandes ojos salidos de sus
órbitas y cubiertos de sangre. Otros, en
cambio, se ponían frente al agresor,
inmovilizados, mirándolo con ojos
implorantes; pero ese acto instintivo de
sumisión que tantas veces obtiene la
gracia en el mundo animal, con los seres
humanos no daba otro fruto que el de una
muerte más rápida.
Inundado por la masacre, el témpano
parecía una paleta cubierta de manchas
escarlatas entre cuerpecitos
grotescamente despellejados, algunos de
los cuales aún se movían y, no obstante
el viento, el aire se llenaba del olor de
la sangre y de la carne fresca.
Papik observaba estupefacto.
Comprendía por qué cada cazador se
había pintado el rostro con la sangre de
la primera víctima: para protegerse del
viento cortante. Lo que no lograba
explicarse era la razón de semejante
estrago. Para él la caza era vida, hasta
tal punto que no sabía si cazaba para
vivir o si vivía para cazar. A él le
significaba luz y calor, ropas y alimento.
Esta, en cambio, era la primera caza que
no le proporcionaba regocijo y cuya
finalidad no conseguía comprender.
Las focas, animales inofensivos, de
índole dulce y generosa, aman a los
hombres; los nutren y les aseguran calor,
los proveen de vestimenta y también de
instrumentos. No asombra, por lo tanto,
que los hombres a su vez amen a las
focas, y no las maten más de lo
necesario. Y a veces se llevan a su casa
algún cachorro huérfano, ya que la foca
es el más afectuoso, alegre y gracioso
animal doméstico; y lo retienen hasta
que es capaz de nadar.
Otra cosa que Papik no entendía era
por qué bajo las máscaras de sangre las
caras de los cazadores aparecían
distorsionadas, como alteradas por un
sentimiento de rencor. Debido a que
conocía bien sólo a sus semejantes,
todos orgullosos de la pobreza que les
permitía ser libres —ningún hombre
posee tres puntas de arpón: a lo sumo
dos por si una se pierde—, Papik no
estaba familiarizado con lo opuesto, es
decir, con la sed de posesión y la avidez
de dinero.
En la prisa algunos cazadores
olvidaban rematar a sus pequeñas
víctimas y algunas volvían en sí, ya
desolladas, y nuevamente se ponían a
saltar —montoncitos de carne rosa
perlada de sangre— emitiendo gritos
estridentes, hasta caer abatidas sobre el
hielo, casi sin respirar, o bien se
tumbaban en el agua gélida y salada.
Mientras tanto muchas madres,
repuestas del desvanecimiento inicial,
volvían al banco en busca de sus crías.
Las reconocían aun así, peladas, ya que
sus hocicos estaban intactos, las besaban
lloriqueando desesperadamente, o bien
ofrecían a los cadáveres su leche con la
esperanza de resucitarlos.
Pero también ellas terminaban
masacradas.

Mientras Papik seguía de pie, inmóvil,


en la orilla del témpano, un codazo le
cortó el aliento, y se vio ante el
muchachón rubio y otro cazador que
sacudiendo los garrotes le decían con
voz silbante:
—¡Mata!
Y como Papik les fijaba la vista
conturbado, el rubio le dio un puñetazo
en el estómago y el otro un empellón que
lo hizo resbalar y caer.
Ni siquiera una piel esquimal se
burla de una caída en el hielo, que es la
más dura de todas las caídas.
Papik se incorporó de un salto, presa
de la furia ciega que en ocasiones
invade aun al más apacible de los
hombres; y Papik no era el más
apacible. Rechinó los dientes, le tembló
la mandíbula como cuando en primavera
avistaba la primera pieza, y mientras los
dos hombres blancos repetían:
—¡Mata! ¡Mata! —alzó el garrote y
lo dejó caer sobre la cabeza del rubio
que se desmayó como una foca. Después
golpeó también a su compañero, antes
de abalanzarse sobre los otros. Pero ya
no se daba cuenta.
Se enteró en vísperas del proceso.
VI. Aquel que
escucha

EL proceso tuvo lugar en Cabo


Miseria, una lengua de tierra
perennemente revestida de hielo,
proyectada hacia un mar profundo. El
capitán del pesquero había
desembarcado a Papik para que de él se
ocupase la justicia de los hombres
blancos. Bajo los rocosos despeñaderos
que parecían vivientes por las miríadas
de pájaros que allí anidaban, había unas
pocas casitas amarillas o marrones de
madera prensada, transportadas por los
hombres blancos, y algunas chozas
indígenas de piedra y tierra, construidas
para permanecer en pie durante roda la
trayectoria de un breve verano.
Al igual que los habitáculos de los
esquimales, las casas de leño que los
forasteros llevaban del Sur eran
construcciones rudimentarias de un solo
recinto, y que tampoco era espacioso.
Pero en Cabo Miseria había también un
puesto de trueque que además poseía
una cocina, orgullo de la patrona blanca,
mujer del mercader, aunque nada tenía
de moderno más que una hornalla de
carbón. Y era precisamente en la cocina
donde Boas, el juez viajero, había
decidido dar audiencia, ya que la casa
de los bomberos donde se celebraran
los procesos precedentes había sido
arrasada por un incendio meses atrás.
Como la cocina dejaba colar soplos
de viento helado, el juez Boas, que era
calvo, se había puesto un gorro de marta
con una larga cola que colgaba sobre su
nuca, y que en su patria se adquiría en
las tiendas de juguetes, no obstante lo
cual a él le parecía más adecuado a la
dignidad de su cargo que el gorro
montañés con que había llegado del Sur.
El mayor número de funcionarios
que solicitaban ser enviados por algún
tiempo a los rigores del Ártico eran
aventureros o idealistas, o simplemente
desatinados. El juez Boas era un
apasionado de la pesca. En cuanto a
Aaghe, el joven consejero jurídico a
quien le había sido encomendada por
oficio la defensa de Papik, era un
idealista incorregible.
Un sueño antes, Aaghe se había
hecho presente para darle la bienvenida
al juez cuando saltó a tierra desde la
barcaza que se aventuraba a lo largo de
esas costas una vez al año, durante la
breve estación en que el mar era
navegable. Los dos funcionarios eran
huéspedes del traficante Tor, una especie
de oso moreno, y de Birgit, su mujer, una
especie de osa rubia, que contaban entre
los poquísimos residentes de Cabo
Miseria. Los dos hombres de leyes se
habían cuidado de no discutir el caso
para no prejuzgarlo. Habían consumido
bastante alcohol, lo suficiente como para
terminar llamándose por sus nombres de
pila, pero no tanto como para despertar
con un tremendo dolor de cabeza y
amargamente arrepentidos de haberlo
hecho.
En suma, existían todas las premisas
que aseguraban la equidad y serenidad
del proceso.

En el ártico los procedimientos


jurídicos son extremadamente sumarios
y la justicia muy indulgente con los
indígenas, que el gobierno de los
hombres blancos se siente en el deber de
proteger.
Estaban presentes en la audiencia el
juez Boas, que presidía la mesa de la
cocina; el defensor Aaghe; Papik, el
imputado; un policía en representación
del Ministerio Público; el mercader Tor
que oficiaba de intérprete; su mujer
Birgit que, para tener su cocina a la
vista, solicitó llevar las actas; Viví, por
mera curiosidad, y Karipari, el jefe de
la traílla, dispuesto a morder a quien
intentase separarlo de su ama.
Después que el policía hubo leído en
alta voz la acusación según la cual Papik
era culpable de un homicidio y de
lesiones graves infligidas a otras
personas, Aaghe inició así su defensa.
—¡Honorable Boas!, debemos tener
presente que nuestro código penal no
siempre es aplicable a esta gente…
Aunque le faltase el aire en ese
ambiente recalentado por la estufa de
carbón, Papik parecía halagado por
encontrarse en una posición
privilegiada, sentado en el centro de la
cocina como un huésped de honor. Tanto
él como Viví seguían el incomprensible
debate con una sonrisa complacida,
curiosos por ver cómo se desarrollaría
la ceremonia.
Pese a ser ésas sus primeras armas,
Aaghe conocía las trágicas reacciones
de esquimales atrapados en la absurda
justicia de los hombres blancos, y dando
prueba de sagacidad, le había explicado
a su patrocinado que al romper esos
cráneos había quebrantado uno de los
más severos tabúes de los hombres
blancos y que ahora debía reparar el
daño.
Papik no era hombre de burlarse de
tabúes, sobre todo si eran de gentes tan
desequilibradas y peligrosas; agradecía
la ayuda ofrecida por Aaghe, quien ya le
había advertido que debería pasar un
tiempo en el extremo sur, cerca de la
línea de los primeros árboles, donde le
mostrarían cómo se exorcizaba a los
espíritus blancos.
Tan hábil y persuasivo había sido el
joven abogado, que Papik no veía la
hora de encaminarse al Sur.

Para los esquimales sólo el asesinato es


criminoso, y su manera de castigarlo es
simple y lineal como un cuchillo de
nieve: si el culpable no es violentamente
matado por los familiares de la víctima,
queda excluido para siempre de la
comunidad, terrible punición en un
territorio donde frecuentemente la
supervivencia depende de la solidaridad
del prójimo.
Pero un homicidio que es
consecuencia de una provocación no es
considerado un asesinato; sí, en cambio,
un incidente que conviene olvidar cuanto
antes. Sólo es asesinato un homicidio
intencional, como el cometido para
apropiarse de la mujer o de la traílla de
otro. Pero ello raramente sucede en una
raza que por tradición es gentil y
prudente, hasta tal punto de ser la única
en el mundo que jamás ha hecho la
guerra.
El juez Boas, jurista experto pero
recién llegado al Ártico, había sido
informado de todo antes de dejar su
patria, pero no era del parecer de que
usanzas locales empañasen la cristalina
limpidez de la ley.
Aunque sabía que un veredicto
severo contra un esquimal habría
significado su inmediata sustitución
antes de poder explorar las
posibilidades de la pesca en el país de
las sombras largas.
Aaghe continuaba su perorata, casi
ignorado por el juez, que intentaba
reproducir en el cuaderno de apuntes la
maravillosa trucha a pintas que Birgit le
había servido de cena la noche anterior.
El juez no había ingerido más de un
bocado, lo suficiente para que le
apareciera sobre la clavícula ese
desahogo pruriginoso que la ingestión de
pescado jamás dejaba de provocarle. En
un mundo cambiante e imprevisible, el
juez Boas podía estar seguro de esta
reacción alérgica.
Mientras completaba el dibujo de la
trucha interrumpiéndolo de tanto en tanto
para rascarse la clavícula, el juez se
preguntó si tendría aún tiempo para
pescar antes de que la barcaza zarpase
hacia una aldea más al norte, en donde
lo aguardaba un caso capaz de conturbar
singularmente a un espíritu jurídico: el
de un padre que había asesinado a su
propia hija para devorarla. Pero ni
siquiera el canibalismo, como todo
aquello que está al servicio de la
supervivencia, era considerado un
crimen entre los esquimales. A la deriva
sobre un banco de hielo, la familia
estaba muriendo de inanición. Madre,
hijo, hija, todos habían ofrecido su
propia vida para salvar a los otros,
hasta que el padre decidió sacrificar a
quien era menos útil. Para no pensar en
ello, el juez Boas volvió a prestar
atención al joven abogado que en ese
momento decía:
—Más cercanos a la condición
animal que a la humana, estos hombres
han conservado intacto su primitivo
modo de vivir que, según se supone, se
remonta a más de siete mil años. Si bien
a duras penas, lograron sobrevivir en un
desierto de hielo que cubre centenas de
millares de millas cuadradas, con
temperaturas que sobrepasan los sesenta
grados Celsius bajo cero; carecen de
leyes escritas, sustituyen la religión con
la superstición y son, en el fondo, un
pueblo débil, vaciado, condenado a
extinguirse, prisionero de sistemas
antiguos, incapaz de adoptar los nuevos:
nuestro deber es ayudarlos.
—¡Dios mío, qué tristeza! —
exclamó el juez con voz implorante; él
se jactaba de no perder jamás la flema, y
a fuerza de adiestramiento había
aprendido, en casos de necesidad, a
cerrar herméticamente las propias orejas
como una foca sumergida.
Y lo que hizo en esa ocasión fue
tomar otra vez el bolígrafo e iniciar una
nueva obra de arte.
El juez Boas estaba intentando
reproducir sobre el papel ese milagro
del genio esquimal que es el arpón largo
y uno de cuyos ejemplares había
admirado en el puesto de trueque de Tor.
Se trataba de un instrumento demasiado
complejo para recordar en todos sus
detalles después de haberlo visto una
sola vez y, por consiguiente, el dibujo
resultó un desastre; pero cumplió el
prefijado objetivo de distraer al artista y
permitirle conservar la calma. Hasta que
se sintió apostrofado por Aaghe:
—¡Boas! ¿Vuestra Honorabilidad
está siguiendo el discurso de la
Defensa?
—¡Sigo, sigo! —respondió el juez
resentidísimo por no haberlo hecho.
—Gracias, Honorable Boas. Como
ve, sólo comunicarse con esta gente es
un obstáculo casi insalvable ya que su
lengua no se asemeja a ningún habla del
mundo. Carecen de muchas palabras de
las que no podremos prescindir. Hasta
les faltan los improperios, a tal extremo
que deben recurrir a los nuestros si
quieren blasfemar. Y no tienen una sola
palabra para decir robar. ¿No es verdad,
Tor?
—Dicen tomar —aprobó Tor.
—Tampoco tienen el equivalente de
culpable y de inocente.
—No me diga.
El juez no parecía impresionado y
Aaghe empezó a indisponerse.
—Pese a que su lengua es tan
complicada que la palabra «hombre»
por ejemplo, tiene un millar de formas
distintas, según el sentido que se le da al
usarla, carece de un término para dios,
¡y menos aún para juez! —anunció con
maligno regocijo.
—¿Y entonces cómo se me define?
—Usted viene a ser, según la
traducción, Aquel Que Escucha —dijo
Aaghe.
—¿Y usted?
—Yo soy Aquel Que Habla.
—¡Aplaudo!
En ese instante un estruendo
proveniente de los pantalones de oso de
Viví, los sobresaltó a todos y
desencadenó los ladridos de Karipari:
consecuencia del plato de legumbres
envasadas que le dieron de comer y que
representó una grave ofensa para un
estómago exclusivamente carnívoro.
Como era una verdadera señora, Viví
enrojeció de vergüenza y se cubrió la
cara con las manos. Papik, en cambio,
festejó el disparo de su mujer con tales
carcajadas que ni siquiera el juez
consiguió permanecer serio.
—En ciertas regiones —continuó
diciendo Aaghe en cuanto el juez hubo
terminado otro dibujo y se dispuso a
escucharlo— hemos prohibido a los
esquimales matar más de tres focas por
cabeza, o directamente cazarlas en
ciertas estaciones, si bien toda su
economía se basa en las focas. Esto
puede explicar cómo el estrago de focas
hecho por nuestros cazadores haya
causado un estado de confusión en el
espíritu de nuestro imputado hasta el
punto de perder las luces de la razón y
caer presa de un rapto, precisamente,
del frenesí bien conocido en el mundo
médico con el término de histerismo
ártico, que lo impulsó a intervenir contra
aquellos que según él contravenían la
ley. ¡Honorable! ¡Yo adelanto la
hipótesis de que mi defendido se sintió
en el deber de reemplazar a la policía
para hacer respetar las leyes de nuestra
patria! ¿Cómo podía suponer que
nosotros permitamos a nuestros
cazadores masacrar doscientas cincuenta
mil focas cada primavera? ¿Y que otras
naciones autorizan masacres aún más
ingentes, con métodos todavía más
crueles que los nuestros?
Aaghe se refrescó la garganta con un
trago de leche condensada en la que se
había derretido un trozo de hielo, y
prosiguió:
—En otras palabras, mi patrocinado
actuó por un irresistible impulso que lo
privó de entendimiento y voluntad, en
cuyo caso la ley prevé la absolución. En
el supuesto que la Corte no quisiera
aceptar mi tesis, propongo que le sea
reconocido el derecho a su legítima
defensa.
—¿Legítima defensa? Escuchemos.
—En cuanto se opuso a participar
del estrago, el imputado fue agredido
por algunos cazadores y se consideró en
peligro.
—¡Por fin plantea el caso, mi joven
amigo! ¡Prosiga!
—¡Gracias, Honorable Boas! —
Conmovido por el inesperado estímulo,
Aaghe continuó con renovado fervor—:
En caso de que la Corte no quisiera
admitir la legítima defensa, que
reconozca por lo menos que no era
intención del imputado matar a su
desdichada víctima; sólo darle una
buena lección como a los otros dos
cazadores que se están reponiendo
rápidamente de las fracturas sufridas. Y
si, contra toda lógica, no lo hiciere, si la
Corte insistiese en considerar a mi
cliente responsable de homicidio
intencional, entonces debería aplicarle
la pena mínima ya que para esta gente
cualquier permanencia en la cárcel
significa una condena a muerte.
—No entiendo —dijo el juez Boas
con aire preocupado—. Explíquese.
—¡Honorable! Jamás un esquimal ha
sobrevivido en ninguna de nuestras
ciudades y menos aún en una prisión.
—Pero ésta no es una argumentación
jurídica, amigo mío —afirmó el Juez en
tono de dulce reproche.
—De acuerdo. Pero debemos tenerla
en cuenta.
—Prosiga y concluya. ¡Por el amor
del cielo!
—Ciertamente, Boas. Para terminar,
no nos remitiremos a la clemencia de la
Corte, la cual debería apreciar que
admitiendo el hecho y, por lo tanto,
renunciando a ser juzgado por un jurado,
mi patrocinado ahorra a los
contribuyentes una suma no desdeñable.
En efecto, encontrar y reunir a los
testigos es siempre una empresa
costosísima y con frecuencia imposible
en estas regiones.
—¿Por qué?
—Por lo común están dispersos por
todo el Ártico, a bordo de algún
pesquero o cazando focas en otro banco
de hielo.
El juez Boas alzó vivamente la
cabeza.
—¿Qué ha dicho? ¿Otro banco de
hielo? ¿No se habrá consumado sobre un
banco de hielo el homicidio?
—Sí. Así fue.
—¿Sobre un témpano errante?
—Precisamente.
—Usted esto no lo había
especificado aún, Aaghe, mi joven
amigo —dijo el juez, perplejo.
—Creí que lo sabía. Estoy seguro de
que está especificado en el informe.
El juez se puso a hojear
nerviosamente el delgado fajo de
papeles que tenía sobre la mesa.
—Aquí sólo figura la declaración
del capitán del pesquero, hecha
verbalmente a la policía. Por eso pensé
que el homicidio hubiese tenido lugar a
bordo de su nave.
—Ha ocurrido en el transcurso de
una masacre de focas, Boas. Y las focas
se aglomeran en el mar o sobre el hielo
o sobre las playas, pero nunca, y lo
repito: nunca, a bordo de un pesquero —
puntualizó Aaghe con irónica cortesía.
El juez se sonrojó y ordenó
bruscamente:
—¡Mostradme dónde ha sucedido!
—Aproximadamente aquí —dijo el
policía sacudiéndole el polvo al mapa.
—¡La Corte no admite
aproximaciones: quiere ver el punto
exacto!
—¡Pero Boas! —protestó Aaghe—.
Es imposible establecer la posición
precisa de un banco errante.
—El incidente ha ocurrido a
centenares de millas de la tierra firme
—añadió el policía.
El juez arrojó de la mesa su
bolígrafo con un gesto de ira e hizo
prodigiosos esfuerzos por aparecer
tranquilo.
—Jovencito, usted le ha hecho
perder un tiempo precioso a esta Corte.
—No entiendo.
—¡Es natural! El incidente,
entonces, habría acaecido en alta mar,
pero no a bordo de una nave ni de un
aparato aéreo; en cambio, sí, sobre un
banco de hielo que no enarbola ninguna
bandera ni pertenecía a nación alguna, e
iba a la deriva por aguas
extraterritoriales. ¿Exacto?
—Exacto.
—¿Entiende usted el significado
jurídico del término extraterritorial?
Ningún tribunal del mundo tiene
jurisdicción sobre lo cometido en aguas
extraterritoriales, por un individuo sin
nacionalidad, nacido quién sabe dónde,
sobre el casquete ártico. Por lo tanto
éste no debió haber sido incriminado. Y
esta Corte se declara incompetente
porque esto no incumbe a su
jurisdicción.
—Es que… es que… —Aaghe
balbucía confuso.
—No hay opción, ilustre señor. Y
visto que su patrocinado tuvo la
desgracia de que le tocara un defensor
como usted, yo ordeno su inmediata
libertad.
Aaghe estaba ruborizado mientras
los otros se miraban perplejos. También
Papik y Viví intuían que las cosas no
respondían a lo previsible.
—¡Yo impugno la decisión de la
Corte! —exclamó Aaghe en cuanto
recobró el habla.
—Es lícito reclamar —informó el
juez Boas con voz dulce e insinuante,
alargando el cuello—. ¿Usted qué
querría impugnar si la Corte pone en
libertad a su patrocinado?
—Yo… ¡yo impugno la razón! —
refunfuñó Aaghe—. Porque ofende mi
decoro profesional.
—¡Después de esto usted no tiene
más decoro profesional, amigo mío! —
estalló el juez cada vez más irritado.
—Le recuerdo —insinuó Aaghe
contraatacando— que no he sido yo
quien sometió a juicio a este hombre
sino el Estado.
—Y a mi vez permítame recordarle
que el sometimiento a juicio es
automático para un reo confeso de
homicidio. La audiencia está cerrada.
El juez se levantó bruscamente y se
puso a recoger papeles de la mesa.
Aaghe se encaró con él, jadeante:
—Si usted es tan eficiente, ¿por qué
no profundizó el caso desde el
comienzo, como era su deber?
El juez se tiñó de carmín, perdió de
golpe su compostura y gritó:
—¡Cierre el pico! ¡He dicho que la
audiencia ha concluido!
—Pero ¿no se avergüenza de echar a
los demás la culpa para disfrazar su
propia incapacidad?
El juez se movió como un pez.
—¿Incapacidad? ¡Lo haré borrar del
Registro si no se traga inmediatamente
sus palabras! ¡Usted está enfermo!
—¡Enfermo está usted si piensa que
yo me voy a tragar mis palabras, Boas!
—¡Usted es un deficiente! Y no se
permita llamarme Boas. ¡Para usted soy
todavía el juez!
—No cuando la audiencia está
cerrada.
Papik tiró de la manga a su defensor
pero Aaghe lo repelió y siguió
cambiando pareceres con el magistrado.
Entonces Papik se agarró al brazo de
Tor y le preguntó:
—¿Vamos de viaje al Sur?
—Nada de viaje al Sur —respondió
Tor.
—¿Nada de viaje? —se indignó
Papik.
—¡Nos lo habían prometido! —le
recordó Viví—. Nada de viaje.
Papik había sido paciente aunque a
fuerza de fatiga, y cortés, como era su
costumbre. Pero lo que es excesivo, es
excesivo. Los dos forasteros, inclinados
sobre la mesa, persistían en su
intercambio de opiniones sin ocuparse
de los huéspedes. A Papik le disgustaba
hacerlo, pero alguien debía darles una
lección de buena educación, para bien
de ellos mismos. Entonces aferró a
Aquel Que Habla por el cuello de su
chaquetón y a Aquel Que Escucha por la
espalda y entrechocó sus cráneos hasta
hacerlos retumbar.
—¡Sacadme a este animal de encima
de mis cabellos! —gritó el juez
olvidando que era calvo.
Los demás se habían levantado
exhortando a todos a la calma y a la vez
contribuyendo al desorden; incluido
Karipari. Hasta ese momento, el
comportamiento del jefe de la traílla
había sido ejemplar. Pero viendo que su
amo la emprendía contra dos extraños
los agredió sangrándolos a ambos, no
obstante sus dientes despuntados. No era
culpa suya si los hombres blancos tenían
nalgas de manteca y no llevaban
pantalones a prueba de colmillos.
Finalmente el policía se acordó que
le incumbía a él mantener el orden, para
lo cual sacó la pistola e hizo algunos
disparos al cielo raso, a modo de
advertencia. Papik, asustado, soltó la
presa.
Los gemidos de los forasteros
mordidos restablecieron la calma,
interrumpida sólo por los rezongos de
Karipari y las voces estrepitosas de
Viví, que le ordenaba silencio.
Las heridas no eran graves pero sí
dolorosas, especialmente para el juez
que debía renunciar a sus proyectos de
pesca por tiempo indeterminado. Y se
vengó en el acto condenando a Papik a
ocho meses de trabajos forzados por
agresión y lesiones a un funcionario
público.
Y lo confió a la custodia de su
patrocinante con el propósito de que
Aaghe no lo pasara sin problemas.
VII. Los tabúes

SOBRE una cosa, por lo menos, Papik


no alimentaba dudas: si los espíritus que
rigen la vida de los hombres son
terribles, los de los hombres blancos
son aún peores.
Y los tabúes están hechos para ser
respetados, no discutidos.
Su experiencia con los hombres
blancos se remontaba a los tiempos de
su adolescencia, en que había quedado
huérfano. Sus progenitores habían
perecido de muerte natural: el padre, al
desangrarse después de luchar con dos
osos a los que, no obstante, había
conseguido abatir; y poco después su
madre se había ahogado para reunirse
con el marido en el paraíso y no ser
carga de nadie en la tierra.
En aquel entonces Papik se había
unido a un grupo que acompañaba a
exploradores blancos en una expedición.
Había aprendido, en dicha ocasión, que
lo mejor que se puede hacer cuando se
está con forasteros, es no hacer nada:
única manera de no violar ninguno de
sus innumerables tabúes.
Para los hombres blancos
representaba un severísimo tabú el
consumo de la carne putrefacta. Quizás
era por eso, conjeturaba Papik, por lo
que estaban siempre enojados. También
a él se le habrían pasado las ganas de
reír si le hubiesen negado para toda la
vida esa golosina. Durante el viaje los
exploradores habían probado los
alimentos de los hombres y aprendido a
apreciarlos, evitando sólo las carnes
corrompidas. Hasta que el más animoso
de ellos se había decidido a desafiar a
los propios espíritus e infringir el
antiguo tabú. Había hecho una mueca al
probar el primer bocado de foca, tierna
y aromada a causa del reblandecimiento,
y después siguió masticando
impertérrito hasta consumir una buena
porción.
Lo que más impresionó a Papik fue
la velocidad con que actuaron los
espíritus blancos. El pecador todavía
estaba hurgándose los dientes con las
uñas, cuando su cara se volvió verde y
tuvo que oprimirse el estómago. Pero
los espíritus no lo despacharon en
seguida: lo hicieron sufrir durante dos
giros del sol, mientras sus compañeros
hacían diversos conjuros, afanosamente,
derramándole líquidos mágicos en la
garganta e introduciéndole en el recto
misteriosos sólidos.
Todo en vano.
Naturalmente, los hombres huyeron
del muerto, aterrorizados de su sombra;
no así los forasteros. Estos ni siquiera
tuvieron miedo de tocar el cadáver con
las manos desnudas, la mayor locura que
podría hacer un hombre. Sin embargo,
ninguno de los forasteros cayó
fulminado; en cambio, uno de sus
compañeros había muerto tan sólo por
haber probado una golosina prohibida.
Después de ello, en la mente de Papik
quedó impreso de una vez para siempre
que los forasteros poseen tabúes
completamente distintos.
Y que un hombre hace bien en
respetarlos cuando se encuentra en
compañía de ellos.

Si Papik le estaba reconocido a Aaghe,


que le mostraba cómo ganarse la
benevolencia de nefastos espíritus,
Aaghe a su vez estaba vagamente
agradecido a Papik, que le permitía
satisfacer su innata necesidad de ayudar
al prójimo. Debido a la decisión del
juez, Papik se sentía más cerca de Aaghe
que lo que hubiera podido estar
cualquier otro: confiado a la custodia de
su patrocinante, era su inquilino y su
huésped.
Desde Cabo Miseria, por vía
marítima, habían llegado al pequeño
centro en el que residía Aaghe. Este
hubiese deseado llevar también a Viví
para que ella acompañara a su marido,
pero sin los perros; y como los perros
no habían sido invitados, tampoco Viví
podía partir. Había quedado, por lo
tanto, en Cabo Miseria, para ayudar al
traficante Tor y a su mujer, Birgit, en su
puesto de trueque.
A la entrada de un gran fiordo,
debajo de la frontera de los perros pero
sobre la línea de los árboles, el pueblito
de Aaghe se hallaba en el extremo sur
según Papik, pero a los ojos de los
hombres blancos, en el extremo norte.
Contaba con poco más de un millar de
habitantes cuya vida era la industria de
la pesca, en la que también Papik debía
trabajar para exorcizar a los espíritus
que había ofendido.
Aunque poblado casi únicamente por
esquimales, el pequeño centro había
surgido por iniciativa de la policía
suprema —como los esquimales
llamaban al gobierno de los hombres
blancos— que había fundado su capital
administrativa en el Ártico sobre un
terreno accidentado y desprovisto,
cubierto de musgo y líquenes y
sembrado de rocas graníticas y
aguazales fangosos que aún no estaban
revestidos de nieve ya que Aaghe llegó
con su protegido en el tardío otoño. Las
casas, todas de madera prensada,
estaban levantadas sobre pilares de
cemento que las ponían a salvo de los
animales, y aparecían diseminadas sin
ningún orden; habían sido transportadas
al país de las sombras largas, donde no
crece leño alguno, por vía marítima. Lo
común eran casitas de un solo recinto,
con techo en punta, y algún que otro
edificio oblongo y chato, cada uno
dividido en numerosos departamentos,
grandes construcciones jamás vistas ni
soñadas por Papik.
La única calle, que arrancaba del
puerto y no llevaba a ninguna parte,
deteniéndose en cuanto el terreno
comenzaba a ser inaccesible, dividía el
poblado en dos, flanqueada por
emporios de productos foráneos. Se
llegaba a las otras casas a través de
senderos trazados por el paso de la
gente que se ensuciaba las botas con el
fango o con los desechos arrojados por
las ventanas.
Tal era el Sur.
A su llegada Papik se asombró, ante
todo, al ver tal cantidad de chicos
vagabundos que fumaban o mendigaban
tabaco, en vez de los rebaños de perros
salvajes que infestan todas las aldeas
del Norte. Aaghe le explicó que debido
a que la pequeña ciudad se encontraba
debajo del Círculo Ártico —los
hombres blancos llamaban así a la
frontera de los perros— donde la
economía esquimal no dependía de los
trineos, la policía tenía orden de matar
todo perro que no estuviese atado, para
proteger a los niños. Entonces Papik
quiso saber cuál era la razón para
mantener con vida a tantos chicos.
Por primera vez Aaghe no supo qué
responderle.

Aaghe condujo a su tutelado a su casa,


un reducido departamento amueblado a
la manera de los hombres blancos, en un
gran edificio reservado a los miembros
de la policía, y lo trató no como a
alguien sobre quien debía ejercer una
especial vigilancia, sino como a un grato
huésped.
La mujer de Aaghe, rubia y graciosa,
hizo otro tanto. Con ánimo deportivo
quiso ignorar el aspecto inusitado de
Papik, cuya costra de grasa de foca
sombreada de hollín no había sido
raspada por Viví desde la última
primavera, y asimismo el estado en que
se encontraban sus ropas de oso y de
pájaro que no habían sido lavados en
orina desde ese tiempo.
Ya en la primera comida se presentó
el problema del alimento. Papik engullía
con educación cuanto se le ofrecía,
limpiando bien los huesos después de
haberlos saboreado y astillado; pero era
evidente que la cocina de los hombres
blancos no era de su gusto. Y Aaghe,
completando con gestos las escasas
palabras de su vocabulario, le prometió
mejores platos de carne en lo venidero.
Las focas que en un tiempo
abundaban en esos mares habían sido
exterminadas por los cazadores
extranjeros; pero de vez en cuando
alguna nadadora solitaria procedente del
Norte caía en las redes de un pesquero
junto a las merluzas, e iba a parar al
mercado del pescado. Y en último caso
servía de consuelo la carne de reno.
Por el momento Papik tenía poca
hambre. Aún se sentía trastornado por el
largo viaje en un mar siempre movido; y
la obligación de permanecer sentado en
una silla ponía duramente a prueba los
macizos músculos de sus muslos, no
habituados a esa posición no natural, y
además se sentía asfixiar en el encierro
de ese ambiente sobrecaldeado. El
sudor le brotaba del pecho descubierto,
le caía a mares por los pantalones y
goteaba sobre el elegante piso de
linóleo.
Cuando después de la comida Aaghe
lo invitó a descansar en el pequeño
cuarto que le había destinado, Papik se
plantó ante la dueña de la casa con aire
de conquistador y una sonrisa asesina.
Reír ligeramente con esta mujercita
exótica tal vez lo hubiese aliviado de la
tristeza que pesaba en su corazón. Y
como Aaghe estaba esperando que él
respondiese a su invitación, Papik,
esbozando una sonrisa, lo miró
intencionadamente; después se acercó
aún más a la dueña de casa guiñándole
un ojo y haciéndole sentir su aliento en
la cara.
La joven mujer, los ojos
desmesuradamente abiertos, dio un paso
atrás, frunció la nariz como hacen los
blancos cuando advierten un feo olor, y
recurrió al marido con la mirada.
Como para los hombres fruncir la
nariz significa «no», la interpretación de
Papik fue la acertada y se desvaneció su
sonrisa. Por lo visto, esta gente no era
capaz de echarle una mano a quien se
encontraba lejos de su propia mujer. Eso
volvía a probar la insensibilidad de los
forasteros ocupados días enteros en
idear siempre nuevas maneras de
humillar y ofender a los hombres. ¿Y por
qué? Por envidia. No cabía otra
explicación.
Ellos tuvieron suerte de que Papik
fuera una persona prudente que se limitó
a manifestar su desaprobación sólo
poniendo cara de enojo.

Al día siguiente empezó a trabajar en la


planta envasadora de merluza, un
complejo de vastas salas de vidrio y
cemento frente al muelle, perteneciente a
una empresa de hombres blancos.
Una cálida corriente marina
mantenía ese fiordo todo el año
navegable y aun en los inviernos más
rígidos los pesqueros de distintos países
podían abrirse paso a través de las
masas de hielo y descargar directamente
en la fábrica sus redadas de merluzas,
que después se transformarían en filetes
congelados, o disecados como pejepalo,
o salados como bacalao, antes de ser
expedidos al resto del mundo.
Sólo el director y un par de jefes de
sección de la fábrica eran hombres
blancos; los operarios en su totalidad
eran esquimales. Como muchos de éstos
tenían la costumbre de ir de pesca o de
caza en vez de concurrir al trabajo, en
cuanto recibían el salario semanal, el
director tomó a Papik de buen grado ya
que tanto Aaghe como el Gobierno
garantizaban su asistencia. Pero antes
debía afrontar la ducha obligatoria para
los recién llegados, y cepillarse con
agua y jabón.
Intimidado por el ambiente insólito,
Papik se sometió dócilmente a esta
nueva afrenta, después de lo cual le
hicieron vestir el uniforme de los
trabajadores: zuecos de madera para
tener secos los pies; medias de lana para
mantenerlos calientes, y las primeras
prendas de tejido con las que debía
tomar contacto, el todo recubierto por
una blanca vestimenta completada por
una cofia en la que debía desaparecer la
enmarañada cabellera ya que los tabúes
de los blancos no consentían que pelos
untados fuesen a parar en el pescado
limpio.
Después fue destinado a una
máquina que ocupaba una sala entera y
que era estruendosa hasta el extremo de
impedir toda conversación. La
maquinaria comenzaba su función en un
punto elevado, próximo al cielo raso,
con un tobogán atendido por dos
hombres ubicados sobre una plataforma
de hierro.
Uno de los dos era Papik.
Una escalera móvil convoyaba hasta
la plataforma una ininterrumpida fila de
merluza que los dos hombres debían
hacer deslizar cabeza abajo por el
tobogán. Desde lo alto Papik veía cómo
las metálicas hojas automáticas cortaban
cabezas y colas antes de que las
merluzas fuesen engullidas por la
máquina, que poco después vomitaba
del otro extremo, a la izquierda, claros
filetes sobre una larga cinta
transportadora, mientras que a la
derecha una cinta idéntica a ésa recogía
los desechos. Cada cinta estaba
flanqueada por una hilera de
trabajadores, todos vestidos como
Papik, los cuales amontonaban los
filetes y lo descartado en carritos,
impulsados hacia afuera de la sala en
medio de un verdadero fragor.
Esto era todo: sin que jamás se
produjese el menor cambio.
Poco tiempo después, agotada la
curiosidad inicial, la monotonía de los
movimientos obligados y del continuo
estruendo, produjo en Papik una
perturbación que él no supo explicarse,
ya que el hastío era otro de los términos
que faltaban en su idioma. Empezó a
hincarles los colmillos a una que otra
merluza antes de hacerlas deslizarse
hacia la máquina, no por deseo de
alimentarse sino porque el hambre había
sido el único malestar conocido por él
hasta ese día, y el comer su única cura.
Y cuando se sintió saturado de merluza
comprobó que el mal persistía, más aún,
empeoraba.
Hasta que todas las máquinas se
detuvieron y en el repentino silencio su
compañero de plataforma le comunicó
que era la hora de comer.

En fila, hombres y mujeres entraron en


una sala provista de largas mesas y de
sillas de madera auténtica cuya perfecta
simetría despertó la admiración de
Papik. Menos admiró la comida: patatas
y croquetas de pescado que una salsa
blanca y gomosa disfrazaba, por lo que
se sintió complacido de haberse saciado
de merluza cruda. Para comer, todos los
comensales se servían de las mismas
peligrosas armas de metal que Papik
había visto usar a Aaghe y a su mujer, y
que él tuvo buen cuidado en no adoptar
por temor de pincharse la nariz o
sacarse un ojo.
Al observar a sus compañeros se dio
cuenta de que muchos debían tener en
sus venas sangre blanca. Vio pocos
dientes gastados por la masticación de
las pieles; eran numerosísimos los flojos
o faltantes, y la casi totalidad tenía el
tinte del tabaco. Ninguna maravilla.
Desde el momento en que habían entrado
en el refectorio, hombres y mujeres se
habían puesto a fumar a plenos
pulmones, también entre uno y otro
bocado. Los fumadores de pipa
recuperaban los restos de tabaco de los
cigarros de sus compañeros, y cuando el
tabaco se había consumido echaban
hacia atrás la cabeza, volvían la pipa en
la boca y lentamente comían las cenizas
calientes con manifiesto solaz.
A veces Papik se esforzaba por
comprender su lenguaje, especialmente
cuando recurrían a palabras extranjeras
para cosas extranjeras en lugar de usar
una circunlocución. Designaban el
comedor con el término de los hombres
blancos en vez de decir: «el sitio donde
la gente come», tal como habría hecho
un verdadero hombre.
Pero ello tenía escasa importancia
dado que hablaban poco y reían aún
menos. En vez de la risa jocosa que con
frecuencia retumbaba en toda casa
esquimal, aquí reinaba el silencio,
interrumpido a lo sumo por un parloteo
sumiso.
Un nuevo toque de campanilla
mandó a cada uno otra vez a su
monótono trabajo, por un tiempo
interminable; hasta que un último toque
puso fin a la tortura. Cansado y aturdido,
Papik se dirigió a la salida y hacia la
sonrisa de Aaghe que venía para
llevarlo a casa e informarle que su jefe
de sección estaba satisfecho de él.
Papik sofocó una risotada; no quería
ofender a nadie, pero evidentemente en
el Sur la habilidad de introducir peces
muertos, cabeza abajo en un tobogán,
bastaba para ser estimados y aun
elogiados.
Sin embargo, no todo le fue propicio
ese día.
Desde que su madre le limpiara el
cuerpecito recién nacido lamiéndolo de
la cabeza a los pies, la piel de Papik no
había estado jamás en contacto con el
agua ni había conocido otros detersivos
que la grasa animal, la orina o la saliva;
de modo que la estregadura con agua
caliente y jabón a la que tuvo que
someterse por la mañana le provocó esa
noche una comezón en todo el cuerpo y
el infernal prurito lo mantuvo despierto
hasta el día siguiente.
Y él lo soportó con estoicismo,
atribuyéndolo a la venganza de los
espíritus.
Como había tenido la ventana abierta de
par en par toda la noche, el radiador de
su habitación, al congelarse, reventó
inundando los departamentos de abajo y
causando ingentes daños al edificio;
después de lo cual Aaghe persuadió al
director de la fábrica de la conveniencia
de hacerlo dormir en la sección de
expedición del bacalao, un lugar
refrigerado.
Tampoco allí Papik se encontró a
gusto. La temperatura era soportable
pero le faltaba aire fresco y el
movimiento; o bien un buen sueño
invernal. Cada vez que podía dejarse
invadir por una larga modorra, el toque
de campanilla lo sobresaltaba
llamándolo al trabajo, que se veía
constreñido a iniciar casi dormido.
Ahora la luz diurna no duraba más que
una o dos horas cada giro, pero la gente
de la ciudad trabajaba y dormía el
mismo número de horas tanto en
invierno como en verano,
despreocupada del ritmo de la
naturaleza.
Juntamente con su alegría de vivir,
con su júbilo, el hambre estaba
abandonando a Papik: alarmante
síntoma. Esa era la estación en que la
circunferencia de un hombre debía
aproximarse a su altura; pero durante la
larga estancia en Cabo Miseria a la
espera del juez, y después de la nave
con rumbo al Sur, y el interminable viaje
por mar interrumpido por escalas en
varios pequeños puertos, Papik no había
conseguido acumular las acostumbradas
provisiones de carne y de grasa bajo su
piel, por lo cual ahora se sentía triste y
desganado.
Él, que siempre había anhelado la
compañía humana, empezó a evitarla y a
meditar en soledad sobre su infortunado
destino.
Aquí a nadie le interesaba saber si
él era o no un gran cazador de osos, y
Papik sufría la indiferencia general que
casi siempre derivaba en desprecio. Y
no era que alguien le incriminase el
homicidio: todos sabían que se trataba
de un accidente casual, debido a un
ataque de cólera, y que sólo la víctima
era responsable. Pero había quienes no
le sabían perdonar su aspecto diferente
al de ellos. Algunos tenían el descaro de
observar con una sonrisita burlona su
larga y vigorosa cabellera, suelta y
enmarañada, que jamás había conocido
el ultraje del cuchillo ni del peine; en
cambio, estos degenerados habitantes de
la ciudad se esforzaban por imitar en
todo a los hombres blancos, hasta el
punto de no comer nunca carne o
pescado crudos; sólo a escondidas. Y el
domingo muchos de ellos, en vez de ir
de caza o de pesca, se dirigían a la
iglesia para darse importancia,
apretando contra el pecho el Libro de
Misa, pese a no saber leer, y teniendo
escondidos los talismanes tradicionales
por miedo al Predicador blanco, que era
una persona irascible y cuyo nefasto
poder infundía terror a todos.
Papik hizo otro descubrimiento
sorprendente: estos meridionales no
sólo admiraban a los hombres blancos
sino también fingían ignorar que los
hombres polares, sólo ellos,
representaban la aristocracia.
Papik se consolaba diciéndose que,
en el fondo, no se encontraba en el Sur
para ser reverenciado, sino para expiar;
y era lo que estaba haciendo.

Cuando después del trabajo caminaba


sin rumbo, podía observar a los
muchachos y sus estúpidos juegos. En
realidad, no era culpa de ellos si no
tenían nada serio que hacer. Su mayor
diversión, además de hurtarles tabaco a
los paseantes y triturar restos de
cigarros recogidos del suelo, era romper
a pedradas los vidrios de las ventanas
sin dejarse sorprender.
La ciudad estaba electrificada, y el
continuo zumbido de los grupos
electrógenos que transformaban el
carburante en kilovatios, era lo que más
llamaba la atención: aunque ahora
estaba amortiguado por la nieve que
había empezado a revestir de un candor
uniforme los aguazales, el fango helado
y los líquenes.
Las mercancías foráneas expuestas
en los escaparates poseían una gran
diversidad de ingeniosos mecanismos.
Cuanto más complicadas y misteriosas
eran, menos interés suscitaban en Papik;
él sabía apreciar un simple cuchillo de
caza de luciente acero, pero desviaba la
vista de todo objeto más intrincado,
comprendiendo que se trataba de magia
blanca, de la cual, como honesto hombre
que era, prefería estar a distancia.
Pero la primera vez que vio medio
reno colgado, puesto a secar en el
exterior de una casa, se detuvo a
observarlo largamente mientras el
corazón se le oprimía con el recuerdo de
su vida de cazador.

Durante las comidas en el refectorio, un


tal Pilutoc logró desvanecer el
resentimiento de Papik con el calor de
su sonrisa y la revelación de que él
también provenía de los hielos del
Norte. Había llegado a la conclusión de
que para él era preferible vivir en ese
centro meridional después de haber
perdido en un cataclismo primaveral,
mujer, socio, hijo colectivo y traílla; la
policía lo había transportado,
gravemente herido, en trineo y en barco,
para ser curado en un hospital.
Para decir «hospital», Pilutoc no usó
el término extranjero; lo expresó a la
manera esquimal: «el lugar donde la
gente se desviste», venciendo así las
últimas reticencias de Papik, que le
abrió el corazón.
—Aquí los hombres no son mucho
más cordiales que los forasteros —le
confió Papik—. No se puede entrar en
las casas y comer lo que uno puede
encontrar sin ser invitado.
—Hay una razón —contestó Pilutoc,
y escupió en su propio plato—. Cada
uno está en deuda con los comercios.
Cuando la deuda crece los negocios no
dan más nada. El dinero sirve también
para comprar cerveza en el sitio donde
la música es ruidosa. Y allí —añadió
Pilutoc sonriendo con malicia— un
hombre encuentra ocasión de reír.
—¿Mujeres con marido?
Pilutoc frunció su chata nariz.
—Nada de maridos. No se precisa
el permiso de ningún hombre.
Mujeres sin marido representaba
siempre un tema interesante, y los
compañeros de mesa empezaron a
acompañar la conversación con las
breves y bruscas risotadas de los
hombres.
—Alguien no entiende —dijo Papik
—. ¿Los hombres no toman mujer?
—¿Y por qué deberían hacerlo?
Ropas y alimentos los compras en los
comercios, listos para el uso. En cuanto
a las mujeres, no es necesario que tengas
una esposa. Tampoco ellas dependen de
un marido porque cuentan con su salario,
y a quien no trabaja la policía suprema
le pasa un sueldo por no hacer nada.
—¿Pero aquí los hombres no quieren
hijos?
—¿Hijos? —Pilutoc volvió a
escupir en su plato porque allí había un
tabú que prohibía escupir en el suelo—.
¿Para qué? Cuando llegamos a viejos la
policía suprema nos mantiene. Habrás
visto a los ancianos sentados en una
banqueta detrás del mercado de
pescado. Mientras esperan la muerte, la
policía suprema los nutre.
—¿Y qué hace una mujer con los
hijos que trae al mundo?
—Si no los quiere, los entrega a la
casa donde alimentan a los huérfanos.
—¿Cómo se hace para reír con una
mujer sin la mediación de un marido?
—Lo decide ella. Aquí las mujeres
son mayoría porque son duras para
morir y nadie las mata. Y hasta las más
viejas piensan sólo en eso porque no
tienen nada que hacer.
—¿Y de qué te sirve una vieja?
Pilutoc rió burlonamente guiñando
un ojo a sus compañeros de mesa.
—¿No lo sabes? Aun cuando ya no
pueda ablandar las botas, una vieja
desdentada te puede satisfacer en ciertas
cosas secundarias mucho mejor que una
joven con dientes largos.
Los comensales estallaron en
carcajadas.
—Has sido astuto al llegar sin mujer
—concluyó Pilutoc dándole a Papik una
palmada en el muslo—. Cuando nos den
la próxima paga alguno te mostrará
cómo se encuentran aquí las risas.
VIII. La ciudad

CUANDO PILUTOC llevó a su amigo


al lugar donde la música es ruidosa, el
local estaba caldeado por el gentío,
saturado de humo, oliente a cerveza y
ensordecedor a causa de esa música,
hasta el punto de poner duramente a
prueba los tímpanos de Papik, aun
cuando estuviesen ya habituados al
estrépito de la fábrica.
Papik podía frecuentar locales
públicos sólo con alguien que lo
vigilara, y Aaghe, siempre altruista, se
había prestado a acompañarlo.
Aaghe le había prohibido beber
cerveza, temeroso de que el alcohol
pudiese influir negativamente en el
comportamiento de su tutelado, que
hasta ese momento había sido un
condenado modelo; pero le había
permitido fumar, y a Papik le alegraba
que su tutor supiese exactamente lo que
era lícito y lo que era tabú.
Papik nunca había probado la
cerveza ni apreciado el tabaco en las
raras ocasiones en que pudo probarlo;
pero esta vez, sin preocuparse de los
accesos de tos que le provocaba, se
puso a fumar de buena gana cuanto
cigarro le fue ofrecido, en la suposición
de que si lo permitían era porque los
espíritus blancos veían con buen ojo a
los fumadores.
Se quedó mirando el local con ojos
absortos por la maravilla y al mismo
tiempo lacrimosos por el humo.
No faltaban las mujeres, todas
esquimales, entre las que se veían
numerosas viejas. Había también
algunos hombres blancos. En esa
pequeña ciudad todos los forasteros
eran funcionarios estatales, serios y
reposados como Aaghe, o bien
dependientes de las industrias pesqueras
o de las empresas edilicias; por lo
común, diablos hirsutos y rubicundos de
nariz aguileña, los más bullangueros e
inquietos ejemplares de sus respectivas
tribus, llegados al Norte sin sus mujeres,
para cumplir un breve período de
trabajo incómodo pero lucrativo.
La pista estaba atestada de mujeres
vestidas a la manera de la ciudad y de
hombres en mangas de camisa, que
sudaban a mares mientras se movían al
ritmo de una música estentórea emitida
por un mecanismo eléctrico vistoso por
sus vidrios policromos.
Aunque no se bebía más que
cerveza, todos estaban alegres y muchos
no se tenían en pie. Papik reconoció a
varios compañeros de trabajo, hombres
y mujeres; en la fábrica, por lo general,
ceñudos y taciturnos, y aquí no menos
desatados que los otros.
Su amigo Pilutoc era uno de los más
agitados. Giraba en la pista con un
movimiento de copo de nieve en la
tormenta o bien se escabullía de una a
otra mesa en busca de nuevas damas con
quienes bailar; con escaso éxito a pesar
de su intrepidez y de su jactancia de la
víspera. Aunque Pilutoc significase
Pequeña Hoja, él era un tonel de grasa
maloliente y goteante, que casi siempre
era rechazado por las mujeres que
invitaba a bailar o plantado en mitad de
la danza por las pocas dispuestas a
arriesgarse. Después de cada fracaso
corría al banco, se bebía de un trago
otra botellita de cerveza y otra vez se
lanzaba, con renovado entusiasmo, hacia
una nueva derrota.
Pilutoc no era el único en cambiar
de dama. Las parejas fijas eran pocas;
no obstante, la mayoría bailaba, los ojos
entrecerrados, besándose y tocándose.
Muchas mujeres eran más osadas que
los hombres, especialmente las viejas. A
Papik le escandalizó el comportamiento
de una, casi anciana, que si hubiese
tenido un mínimo de decoro habría ido a
morir en el hielo; y, en cambio, asía con
fuerza a los muchachos y los arrastraba
a la pista intentando besarlos en los
labios, a la manera impúdica de los
blancos; el tierno frotamiento de las
narices y el olisquearse la cara no eran
para ella.
Y era evidente que también Aaghe
desaprobaba esas escenas.
—¿Es así en todas vuestras
ciudades? —le preguntó Papik.
—No exactamente. Aquí la gente se
embriaga más que entre nosotros y hay
más mujeres sin marido que tienen hijos.
—¿Por qué?
Aun habiéndose esforzado por
aprender la verdadera lengua, Aaghe no
sabía decir cuanto sentía en su corazón.
De todos modos lo intentó:
—Vosotros sois mucho más
amistosos que nosotros. La cerveza
vuelve a las mujeres de tu raza mucho
más expansivas y también priva a los
hombres de todo freno. Nosotros
conocemos los peligros del alcohol.
Vosotros no. ¿Entendido?
—No.
Y Papik dirigió su atención a la sala.
Los forasteros habían acaparado a
las muchachas más graciosas y jóvenes,
las que abiertamente los preferían a los
hombres de su propia raza; y su
comportamiento era el preludio
manifiesto de un género más íntimo de
hilaridad. También explicó esto Pilutoc
durante una de sus fugaces apariciones
en la mesa:
—Aquí las mujeres creen que los
hijos tenidos de hombres blancos traen
suerte.
Pero aún había mujeres capaces de
apreciar a un verdadero hombre. Fue el
caso de una señora con un vestido color
sangre de foca, que no era, por cierto, la
más joven de la sala, pero que poseía
aún todos sus dientes, y cuyo aspecto la
asignaba a una tribu todavía no irrigada
de sangre blanca. Evidentemente, la
cabellera larga y vigorosa de Papik y su
cara llena modelada por la intemperie,
la habían impresionado; comenzó a
lanzarle miradas intencionadas, y besos,
a hacerle diversos gestos y a sonreírle
mientras se disponía a bailar con otros.
Concluida una de las danzas se le acercó
tratando de atraerlo hacia sí, mientras
Papik se aferraba desesperadamente a la
mesa hasta que Aaghe echó atrás la
cabeza y estalló en risas.
El mismo Papik se asombró de su
rechazo, ya que siempre había soñado el
imposible sueño de obtener enjambres
de mujeres sin esfuerzo alguno; pero no
estaba acostumbrado a encontrarlas de
esa manera, así como no estaba
habituado a verse a sí mismo
convoyando una interminable fila de
merluzas en una cinta mecánica.
Cuando la dama vestida de rojo foca
volvió a la mesa para una nueva
tentativa más enérgica, Pilutoc la
advirtió y se la adueñó; y mientras se
movía con ella en la pista, le informó
que Papik era hermano de él y que
vivían juntos, y le gritó para que él
confirmara su mentira.
Complaciente como de costumbre,
Papik no negó.
Y cuando llegó el momento en que
no supo si sus manos debían servirle
para frotarse los ojos irritados por el
humo o para taparse las orejas
torturadas por la batahola, decidió irse.
Y tuvo la sorpresa final al
comprobar que la pelliza de oso que
había dejado en la entrada, había
desaparecido.
Juró que le infligiría al ladrón una
muerte lenta y cruel, pero Aaghe lo
disuadió prometiéndole que interesaría a
la policía en el caso; mucho se
maravilló Papik al enterarse de que la
función policial no se limitaba a arrestar
hombres y fusilar perros. Aaghe le hizo
notar que en aquella ciudad tan reducida
nadie llevaba pieles de oso, y que si las
autoridades convenían en destacar todo
el cuerpo de policía, compuesto por
cuatro hombres blancos, en busca del
culpable, seguramente Papik recobraría
su pelliza.
Y así fue.

Papik se esforzó penosamente para


adaptarse al nuevo mundo y comprender
que las mujeres que no pertenecen a
ningún hombre pertenecen a todos; pero
después de algunos sueños perturbados
por sus reflexiones, resolvió volver al
lugar donde la música es ruidosa, con la
esperanza de ser abordado nuevamente
por alguna dama deseosa de alegría.
Pero una vez más los espíritus malignos
interfirieron sus atrevidos propósitos.
Desde hacía varios sueños Papik no
se sentía del todo bien. Evidentemente,
los espíritus forasteros estaban en plena
acción. Pero como seguía
escrupulosamente las directivas
impartidas por Aaghe para
reconciliarlos, esperaba confiado que el
malestar desapareciese. En cambio, se
acrecentó en forma de un nudo en el
estómago, un clavo en el cerebro y una
hinchazón bajo las orejas. Sudaba
abrasado en calor y en seguida tiritaba
de frío; y cuando empezó a ver dos
merluzas convencido de que era una sola
la que había agarrado, comprendió que
su estado era grave.
Y, en efecto, se desvaneció en su
puesto de trabajo.
Recuperó los sentidos en un largo
corredor de hospital, gracias a que su
compañero de plataforma logró
aferrarlo justo a tiempo mientras caía
cabeza abajo en el tobogán de las
merluzas, a riesgo de perder cabeza,
cola y piel.
Le giraba la cabeza y sentía náuseas.
Vestía una camisa de tela y estaba
acostado en una angosta cama entre una
larga hilera de camas idénticas, todas
ocupadas por hombres con camisas
como la de él. A través de la puerta
abierta veía otro corredor idéntico al
suyo. Jamás había sospechado que podía
haber tantos enfermos en el mundo.
Aquél era uno de los pocos hospitales
construidos por los hombres blancos del
Ártico; el único en centenas de millares
de kilómetros cuadrados.
Un joven forastero y dos mujeres
esquimales que vestían de blanco y
emanaban olores extrañísimos, visitaban
a los yacentes. Cuando estuvieron junto
a Papik, la mayor de las dos le desnudó
el tórax.
—¿Qué significa esto? —exclamó el
doctor asustado ante la vista de una
hinchazón de mayor tamaño que un puño
y que bombeaba espasmódicamente
sobre el pecho del paciente.
—Un corazón enormemente
hipertrofiado —dijo la enfermera—. Se
ve con frecuencia en nuestros hombres
del Norte.
Entonces el doctor inició los
extraños exorcismos de los angakok
blancos: le tomó el pulso al enfermo, le
percutió el tórax con los dedos, le
pellizcó y oprimió en varios puntos.
Cuando le apretó bajo las orejas, Papik
dio un grito, y el doctor rió con ganas;
después dijo algo a las enfermeras, que
también rieron: el exorcismo más raro
de cuantos Papik había visto.
—Tienes una enfermedad de niños
—le informó la enfermera de más edad.
Aunque sufrir una afección de las
parótidas en edad adulta no era cosa de
reír, no dejaba de ser cómico descubrir
que un hombre grande y fornido como él
había contraído una enfermedad infantil.
Sólo Papik no consiguió reírse porque
cuando lo intentó las orejas le dolieron
malamente. Entonces la enfermera le
ordenó acostarse boca abajo, y en
cuanto Papik hubo obedecido, la otra
introdujo a traición una aguja en la
nalga.
Papik no era hombre de sufrir en
silencio semejante afrenta, menos de una
mujer. No obstante estar padeciendo,
saltó del lecho quebrando la aguja; pero
antes de que pudiese tomar del cuello a
la enfermera, el doctor lo contuvo
pidiendo ayuda. Pese a la condición en
que se encontraba, Papik resistió
bastante, pero con el auxilio de otros
pacientes al fin fue vencido y sometido a
una nueva inyección.
Que lo hizo dormir.

Una que otra vez una infección


proveniente del Sur, inocua para los
hombres blancos, había atacado a los
esquimales, que durante innumerables
generaciones se habían mantenido a
salvo; los gérmenes encontraban
organismos indefensos hasta el extremo
de que la mayoría terminaba por
sucumbir.
Como era habitual, Papik formaba
parte de la minoría. Pero su enfermedad
fue larga y penosa y le proporcionó
tiempo para reflexionar.
A lo largo de milenios, el ambiente
impío de los hombres había eliminado
constantemente los elementos frágiles e
ineptos, creando una raza no sólo
robusta sino también bastante
inteligente; y Papik jamás había tenido
motivos para dudar de que él fuese el
más inteligente de su raza. De modo que
no tardó en darse cuenta que no había
posibilidad de evadirse mientras los
hombres blancos quisieran tenerlo
consigo. Aquí ellos podían dominarlo;
sobre todo porque sus espíritus
infernales les conferían el poder de
inyectar magia negra en las venas de un
honesto hombre, haciéndolo dormir. Por
otra parte, la experiencia le había
enseñado que entre los hielos del Norte
él hubiese estado fuera de peligro
porque el hielo paraliza no sólo a los
forasteros sino a sus malvados espíritus.
Para confirmar sus pensamientos,
volvió mentalmente al caso de su padre,
el gran Ernenek, que había sido
arrestado sólo por haber dado muerte en
forma casual a un explorador blanco que
le había insultado al rehusar su
hospitalidad. Dos torpes policías, que
no tenían nada mejor que hacer, habían
recorrido todo el Ártico a lo largo de un
par de años antes de dar con él; pero
mientras lo llevaban al Sur maniatado,
el ángel custodio de Ernenek rompió la
costra marina y el agua engulló el trineo
de la policía. Casi todos los perros se
ahogaron y uno de los policías murió
después de haber sido pescado, porque
su indumentaria, de confección
extranjera, había dejado penetrar el agua
que al congelarse instantáneamente por
el viento gélido, le paralizó el corazón.
Y como todas las armas y provisiones
habían ido al mar, el otro policía quedó
a merced de Ernenek, el cual, en vez de
abandonarlo a su merecidísimo destino,
prefirió humillarlo salvándole la vida.
Después el hombre blanco se mostró
agradecido e hizo creer a sus
compañeros que Ernenek había muerto y
que debía ser borrado de la lista de los
buscados. Todo ello probaba que si los
hombres eran ignorantes e incapaces en
el Sur, los forasteros no eran menos
ignorantes e incapaces en el Norte.
Y que Papik debía regresar al lugar
de donde había venido, y no alejarse
nunca más.
La debilidad de Papik persistió
mucho tiempo, aún después de que el
dolor y la hinchazón desaparecieran; y
él hubiera podido sumirse en un largo
sueño reparador si el doctor y las
enfermeras no lo hubiesen molestado
siempre en lo mejor del sueño para
examinarlo y darle de comer.
Con frecuencia, también el buen
Aaghe lo visitaba para levantarle la
moral con bocaditos elegidos: por lo
común, lonchas de reno crudo, y una vez
un buen trozo de foca. Pero la vista de
esa carne roja jaspeada de grasa, llenó
el corazón de Papik de una nostalgia
indecible, sin satisfacer su paladar que
prefería la foca aún humeante de vida, o
reblandecida, o bien helada.
Y una vez Aaghe le llevó noticias de
Viví.
Le había llegado una carta del
puesto de trueque, esperada desde hacía
mucho tiempo, en viaje desde mediados
del invierno. El traficante Tor escribía
que Viví estaba bien y que aguardaba
confiada el regreso del marido.
—¡Claro que espera! —comentó
Papik—. Porque sabe que si se va con
otro los dos serán masacrados.
Aaghe se cubrió los ojos con la
mano.
—¡No, no! ¿Cuándo comprenderás
que no puedes andar por ahí matando
más gente? Una vez tuviste suerte pero
la próxima te encarcelarán.
Papik sonrió burlonamente.
—¿Quién? Un hombre estará a
salvo, entre los hielos.
—Los policías te darán caza.
Terminarán encontrándote.
La cara llena de Papik se abrió en
una gran sonrisa.
—¡Los policías! ¡Son ellos quienes
deben traerme a Viví así como han
encontrado mi piel de oso!
—La policía puede devolver un
objeto, pero no una esposa.
Papik se sorprendió.
—¿Por qué? ¿La policía permite que
uno se lleve la mujer de otro?
—Una mujer puede hacer lo que
quiere, según nuestras leyes.
—No según las nuestras. Un hombre
no puede permitir que otro le lleve la
mujer. Le quitaría también el honor.
—¡Papik, debes aprender a vivir con
nuestras leyes!
Papik sabía que no era correcto
contradecir a un forastero, y lo hizo
contra su voluntad y con mucho tacto.
—Nosotros no venimos aquí
trayendo nuestras leyes. ¿Por qué los
blancos van al país de los hombres
llevando las suyas?
—A ese territorio lo consideramos
nuestro —dijo Aaghe—. Y lo es porque,
desgraciadamente, nosotros somos los
más fuertes.
Papik sofocó una risotada y Aaghe
exhaló un suspiro.
—Sólo quiero ayudarte, Papik.
Pediré que te condonen la pena de los
últimos meses porque te sientes mal.
Para ello debes tener un poco más de
paciencia. Y estoy seguro de que
encontrarás a Viví esperándote:
—¡Es lo que un hombre te estaba
diciendo! —contestó Papik divertido.
IX. Siorakidsok

POR razones de salud, la policía


suprema liberó a Papik en primavera
antes de cumplir la totalidad de su pena.
Pero su retorno a Cabo Miseria fue lento
y arduo, y cuando se reunió con su mujer
ya era otra vez otoño.
Viví recibió a su marido con una
sonrisa apenas esbozada, por pudor,
puesto que estaban presentes Tor y
Birgit. Papik, por su parte, no se dignó
siquiera dirigirle una mirada para que
nadie pensase que le hacía feliz volver a
verla; de modo que no advirtió que ella
había aumentado notablemente de peso.
Cuando se retiraron a su pequeña
habitación para discutir asuntos de
interés recíproco, ella misma se lo hizo
notar.
Viví tenía una noticia que era buena
y otra que lo era menos. La buena: a
pesar de que Papik estuvo fuera casi un
año, Viví estaba en cinta. La menos
buena: todos los signos premonitorios
acerca del sexo de la criatura habían
sido vagos y contradictorios, razón de
más por la que Viví había deseado el
retorno del marido, que ahora debía
ponerse en acción sin pérdida de
tiempo.
Papik no había oído el segundo
anuncio porque estaba considerando el
primero.
—¿Te has expuesto a la luna llena en
mi ausencia? —quiso saber, ceñudo.
—Sí, es cierto —contestó con
presteza Viví.
No sólo el plenilunio podía fecundar
a una mujer, y Papik, hombre de mundo,
lo sabía.
—¿Acaso has reído con otros?
Viví se inflamó hasta el blanco de
los ojos.
—No es imposible.
Papik suspiró.
—Un estúpido hombre está
perdiendo la memoria. No recuerdo
haber recibido una petición para tal cosa
ni de haber dado el permiso.
Viví se le plantó delante con gesto
decidido.
—Tienes razón, como siempre. —
Obligó a sus bellos labios a sonreír—.
Pero no había modo de preguntártelo ni
tiempo que perder. Estabas impaciente
por tener un hijo varón. ¿Esto lo
recuerdas, por lo menos?
—Sí —admitió Papik humillado.

Los perros vagabundos de Cabo Miseria


estaban divididos en varias manadas,
cada una dirigida por un jefe que había
sabido imponerse a los otros. Uno de
esos capitanes naturales era Karipari.
Viví, ocupada en la casa e
imposibilitada de alimentar a sus perros,
no había conseguido mantenerlos
reunidos y se habían dispersado entre
los vagabundos. Los súbditos de
Karipari se componían de miembros de
la traílla original y de otros, y Papik, en
cuanto llegó, se hizo cargo de la manada
entera.
En cuanto a Karipari, no le estaba
permitido entrar en la casa por su
costumbre de morder a quien osara
aproximarse a su ama.
Papik y Viví dejaron la aldea.
(¿Aldea? Cuatro hombres blancos y una
cuarentena de esquimales cuando todos
los hombres estaban en las casas, cosa
que jamás sucedía). En el crepúsculo
otoñal, con un trineo de carnes
congeladas y de huesos, felices de poder
reanudar su peregrinaje en busca de
Siorakidsok, su angakok de confianza.
La separación de Tor y Birgit fue
celebrada con profusión de
agradecimientos, cumplidos y promesas.
Los hombres blancos no comparten la
idea de los esquimales, que piensan que
las partidas son tristes y que, por lo
mismo, conviene ignorarlas, y prefieren,
en cambio, despedirse ruidosamente,
casi siempre con acompañamiento de
besos, abrazos y sonrisas, como si
experimentaran felicidad al separarse.
—Son gentiles pero estúpidos —le dijo
Viví a Papik mientras se alejaban en el
trineo.
—Más que estúpidos, ignorantes —
contestó Papik haciendo chasquear el
látigo en la cabeza de los perros—.
Como todos los forasteros.
—¡Es cierto! Aquellos dos no sabían
siquiera que el viento del noreste es
varón y se llama Nakrayak. Que el del
noroeste es su mujer y se llama Pettarak.
Y que el del sudeste es su hija,
Kadannek.
—¡Un hombre no se asombra
absolutamente! —Papik rió de buena
gana—. ¡He conocido hombres que hasta
ignoraban que Aquel Que Camina es el
oso y que Aquel Que Corre es el perro!
Esto le provocó a Viví tal ataque de
hilaridad que perdió el asidero del
montante y de milagro no fue arrojada
del trineo, que se movía hacia un lado y
otro más de lo habitual debido a que la
traílla de perros recogidos aún no sabía
tirar en armonía.
—Pero no olvides una cosa —
prosiguió Papik—. Aunque gentiles,
pueden ser peligrosos por su locura.
Policía, leyes, espíritus. Nada de lo de
ellos tiene sentido. El único modo de
sentirse a salvo es estar lejos.
Pero antes debían consultar a
Siorakidsok, que según noticias muy
recientes, ya que no databan de más de
dos o tres inviernos, habitaba aún la
aldea en la ensenada donde Viví había
residido durante algunos años.
Si el más anciano y, por lo tanto, el
más sabio de todos los angakok, no le
aseguraba a Viví un hijo varón, nadie
sería capaz de hacerlo.
Hacía rato que el sol había bajado,
permitiéndole al mar transformarse de
nuevo en una pista huidiza, pero la luz
aún perduraba: la mejor estación para
viajar. Avanzaban velozmente en su
trineo sobre las grandes y blancas
llanuras bajo las que rumoreaba el
océano, costeando los majestuosos
iceberg recortados por los vientos, y las
lenguas de tierra negra y desnuda
surcada de glaciares.
En su habitual vuelta un trineo polar
recorre las encanecidas cabezas de tres
continentes —América, Asia, Europa—
y territorios pertenecientes a diversos
países que sólo sobre el mapa saben
individualizar sus límites. Los hombres
visitan el canal conocido como Lengua
del Oso para procurarse leños que van a
la deriva, la Bahía Alegre por el marfil
de las morsas, el Barranco de los
Espíritus por la esteatita, la Ensenada
Riente por los renos, la Tierra Oscura
por los bueyes almizcleros. Sobre el
casquete polar encuentran sólo alguna
que otra foca y algún oso vagabundo.
Si no hay un angakok que visitar, ni
interferencias de la policía, ni
catástrofes naturales, ni pérdidas de
perros o enojos de los espíritus, ni
homicidios u otras violencias, un trineo
polar emplea un par de años para
completar su ciclo y empezar de nuevo.
Si se demora un año más, no importa
mucho. Los hombres no tienen apuro,
convencidos de que la velocidad no
alarga la vida sino que la abrevia.
Pero esta vez la pareja estaba
impaciente por llegar a destino. Una
nueva vida crecía imperiosa en las
entrañas de Viví y no se podía correr el
riesgo de que naciese con el sexo
equivocado.
Era preciso llegar hasta el
omnisciente Siorakidsok antes del parto.
Debido a que los hombres no
cuentan los años, ninguno conoce su
edad. Siorakidsok era una excepción. La
última vez que lo vieron Papik y Viví, el
viejo angakok se jactaba de tener
trescientos años: quince hombres
contados hasta el fondo. Ahora, pocos
años después, afirmaba tener
cuatrocientos. Acaso por ello había
quien sospechaba que era proclive a la
exageración.
Siorakidsok era un hombrecito
reseco, paralizado por una vida penosa,
con una enorme boca desdentada en una
gran cabeza sin calva, y un par de
esmirriadas piernas de tal manera
encogidas, que daba la impresión de
estar agazapado en su tronco. Los
perversos atribuían a la haraganería esa
parálisis de sus miembros inferiores,
que el viejo había dejado de utilizar a lo
largo de sus años de gloria, en que
siempre encontraba informantes
dispuestos a transportarlo a todas partes
cómodamente sentado en su tapete de
reno.
La llegada del misionero a la
ensenada, algunos veranos atrás, había
provocado su ruina.
Ese forastero que con su larga barba
negra tenía un aspecto aún más
aterrorizante que los otros, había
venido, desde muy lejos, a la tierra de
los hombres para predicar la pobreza a
los pobres, pese a vivir en medio de
comodidades que a los ojos de todos
parecían un lujo desenfrenado, y la
comunidad de los bienes, siempre
practicada por ellos, mientras él bien se
guardaba de dividir con otros sus
provisiones.
Por otra parte, había persuadido a
los esquimales de la aldea de que creer
en la eficacia de los talismanes —que él
mismo arrancaba con su mano del cuello
de sus portadores— y en los angakok,
era un pecado que los conduciría
derechamente al fuego eterno. ¿Quién
osaría ignorar las admoniciones de un
enviado especial de la raza más
calamitosa que se conociese? Pero, en
verdad, nadie tampoco se atrevía a
renunciar a la protección de los
talismanes tradicionales que a partir de
entonces fueron ocultados en las ropas.
Además el misionero se había
negado a unir con el rito cristiano a
Papik y Viví, y a Ivalú, hermana de
Papik, con Milak, porque los dos
jóvenes hombres llegados desde hacía
poco, eran paganos, y antes de poder
desposar muchachas convertidas habrían
tenido que establecerse en la aldea y
tomar lecciones de cristianismo hasta
que el misionero los declarase aptos
para el matrimonio. Pero las dos parejas
no quisieron esperar y huyeron al Norte
para ponerse a salvo de las amenazas
del hombre blanco. Algún tiempo
después también él partió hacia otras
riberas, dejando que los convertidos se
las arreglaran solos con los tabúes
enunciados por él, después de
preguntarse cómo habían hecho sus
padres para sobrevivir entre los hielos
sin la guía de un misionero.
Por lo tanto hicieron de todo para
navegar en aguas seguras, tratando de no
ofender a los espíritus forasteros ni a los
propios.
Nadie osaba dejar a Siorakidsok
sobre el hielo, el sitio más adecuado
para un hombre de su edad. Todos tenían
miedo de su fantasma, no sólo del
castigo del «jefe espíritu» blanco, el que
prohibía matar a todo ser humano,
también a los ancianos y a los recién
nacidos. En tanto, la mayoría había
cesado de prestar oídos al angakok,
sobre todo cuando exigía tributos.
Algunos le arrojaban estómagos de
perdices blancas u otros desechos a la
puerta de su casucha de piedra y humus,
para mantenerlo con vida, y también con
la secreta esperanza de que su espíritu,
después de muerto, recordase su
generosidad y no se les apareciese en la
oscuridad para espantarlos. Y
Siorakidsok debía arrastrarse con las
manos hasta la entrada, para retirar las
miserias ofrecidas. De modo que en los
últimos años su vida no había sido fácil.
Hasta que llegaron Papik y Viví.

Aparte del deteriorado tapete de reno


sobre el que estaba acurrucado y de su
indumentaria de perro roñoso,
consumida hasta el cuero, y en la que su
cuerpecito se perdía, Siorakidsok no
poseía nada, y su choza no contenía más
que sus deyecciones resecas esparcidas
por doquier, y un montoncito de huesos y
cabezas de pescados pulidos hasta
brillar.
Se acordó de Papik y Viví sólo
después que ellos le informaran de su
identidad a gritos en los enormes
pabellones de sus durísimas orejas.
Entonces rompió a reír complacido y sus
ojitos de zorro se iluminaron de
esperanza.
—¿Eres hijo de Ernenek? —graznó
con una voz herrumbrada por la vejez.
—No es imposible.
—¡Ahora alguien lo recuerda llegar
aquí con jamones de oso!
—Los osos escasean este año —dijo
Papik compungido. Siorakidsok se
indignó.
—¿Cómo? ¿Nada de jamones?
—Nada. Y tenemos un grave
problema. Debes ayudarnos a tener un
hijo varón. Por eso hemos venido.
Siorakidsok se iluminó.
—¡Entonces aún hay gente que sabe
a quién debe dirigirse!
Ante todo quiso someter a Viví a una
exploración. Le ordenó aproximarse y la
penetró con el dedo más largo.
—¡Me haces cosquillas! —dijo ella
enrojeciendo.
—No la dañes —le recomendó
Papik, preocupado.
—¡Ji, ji! —reía el viejo—. Alguien
está tratando de descubrir si aquí hay un
varón o una mujercita.
Entre risas siguió agitando el dedo
dentro de Viví que se moría de
vergüenza, hasta que Papik golpeó con
un pie el suelo y exigió el veredicto.
Siorakidsok se enfadó.
—¡Los espíritus no quieren ser
forzados! —Amoscado, terminó la visita
médica, se lamió el dedo y chasqueó la
lengua—. Sabe a hembra. A menos que
sea varón. El hombre de la luna todavía
no ha decidido. Pero un angakok
intercederá ante él en favor de vosotros
si le traéis lo que precisa.
Más importante que la capacidad de
predecir el tiempo atmosférico o curar
las enfermedades, es la habilidad de
salir volando de la tierra en espíritu
para consultarle a la reina del mar o
bien al hombre de la luna, lo cual
determina el prestigio de los angakok en
la comunidad de los hombres; y, como
todos saben, es del hombre de la luna de
quien dependen las preñeces y los
nacimientos.
—Nos haremos ayudar por los otros
—dijo Papik. Aun cuando estas palabras
no penetraron sus viejos tímpanos,
Siorakidsok adivinó lo que Papik
acababa de manifestar. No en vano un
angakok cuenta con cuatro siglos de
experiencia.
—Los otros tienen miedo de
ayudarte —dijo—. El misionero celoso
los ha convencido de que cometen
pecado si recurren a un angakok.
—¿Y entonces?
Siorakidsok bajó la voz, mirando de
reojo la salida por si había alguien.
—Ante todo, debéis llevarme a otro
pueblito no corrompido todavía por las
supersticiones extranjeras. Pero a
escondidas porque los dos hombres
blancos que se encuentran aquí
seguramente intentarán retenerme.
—¿Por qué?
—Porque temen el poder de un
angakok una vez que está libre para
comunicarse con nuestros espíritus.
Papik se rascó la cabeza.
—Un hombre quería visitar a su
hermana este año o el próximo.
¿Recuerdas a Ivalú? Creo que ahora
vive en Monte Grávido. Por cierto, allí
serán felices de recibirte.
Papik y Viví plantaron la tienda en arco
sobre el trineo para protegerse del
punzante frío que soplaba en la
ensenada, no deseando alojarse en el
estercolero de Siorakidsok ni siquiera
para un breve sueño. Siguiendo su
consejo no hablaron con nadie. Según él,
si alguien hubiese tenido indicios de lo
que estaban madurando habría avisado a
los hombres blancos. Además, las
personas residentes eran casi
exclusivamente mujeres ancianas, como
en todas las aldeas, ya que los varones
tenían la pésima costumbre de perder la
vida en el mar o sobre el hielo mucho
antes de alcanzar una edad avanzada, y
las pocas personas jóvenes que hubieran
podido conocer a Viví estaban ausentes,
ocupadas en pescar o cazar.
Hubo un momento de gran ansiedad
en el acto de la partida, cuando se
dispusieron a sacar a Siorakidsok fuera
de la aldea.
Él había pedido a Papik y a Viví que
le prepararan un ungüento mágico —
aceite de hígado de foca mezclado a
diversas carnes finamente masticadas—
que lo habría vuelto invisible a los
hombres blancos una vez que él se
hubiese revestido la cara por fuera y el
estómago por dentro. Naturalmente,
cuando el trineo pasó frente a las chozas
con el enteco angakok que oscilaba
sobre los envoltorios, ningún esquimal
prestó atención porque sin duda alguna
se trataba de una partida.
Pero los dos hombres blancos se
detuvieron a observar con curiosidad.
No eran residentes y sí cazadores de
otras partes, padre e hijo, y usaban la
aldea como base antes de volver al Sur
con su carga de pieles.
Papik y Viví no tenían modo de
saber si el misterioso ungüento daba
resultado, ya que estaba hecho para
engañar tan sólo a los hombres blancos;
en efecto, ellos veían a Siorakidsok con
una claridad que los desazonaba,
arropado en sus cueros de perro en los
que habían insertado pieles de zorro
para mantenerlo con más calor.
Pero evidentemente el ungüento
funcionaba, ya que los hombres blancos
no hicieron ninguna tentativa para
retener al angakok.

Papik y Viví habían concertado pactos


claros con Siorakidsok. Ellos lo
conducirían a Monte Grávido, donde
vivía Ivalú, una aldea que jamás había
sufrido la influencia de los hombres
blancos y donde un angakok de límpida
fama hallaría el respeto de que era
merecedor. Por su parte, en cuanto
estuviese seguro, volaría en espíritu
hasta el hombre de la luna y lo
persuadiría de la necesidad de conceder
a la pareja un hijo varón.
Papik y Viví no eran tan ingenuos
como para creer ciegamente en las
promesas de un angakok. Ningún ser
pensante, comenzando por los
fundadores de las grandes religiones, ha
estado jamás completamente libre de
dudas. Pero ellos no veían otro camino.
Además, no ignoraban que los hombres
blancos admitían no poder influir en el
sexo de una criatura por nacer, mientras
que los angakok de los hombres lo
conseguían por lo menos la mitad de las
veces.
El fundamento de su fe era su
esperanza.
Grandes debían ser, por cierto, su fe
y su esperanza para soportar a un
compañero de viaje como Siorakidsok;
se quejaba de todo y continuamente
pedía de comer, si bien con escaso
éxito, también cuando por despecho
amenazó con morir. Papik no se dejó
impresionar y siguió nutriéndolo según
el principio que empleaba con los
perros: justo lo indispensable para
mantener el alma pegada al cuerpo, dado
que un poco de más sólo habría dilatado
el estómago aumentando las exigencias
futuras.
Cumpliendo un deber, Viví
masticaba las carnes para el huésped
desdentado, pero rehusaba darle de
comer boca a boca como a un niño; por
más que el viejo insistiese. Asimismo él
pretendía que Viví lo amamantase,
asegurando que todo angakok sabía
extraer leche de mujer que gestaba. Viví
se oponía y Siorakidsok se enfurruñaba
mascullando misteriosas maldiciones.
Pero en seguida volvía a la carga, más
petulante que nunca.
Más de una vez Papik estuvo tentado
de arrojar al viejo y dárselo a la traílla
para que se lo comiera, pero lo frenaba
el miedo a su espíritu y el deseo de un
hijo varón. Cuando la primera tormenta
de nieve le obligó a levantar un refugio,
Siorakidsok fue relegado al túnel con
los perros. Y como protestaba gritando
que él merecía un triple respeto —por
ser angakok, anciano y huésped— Papik
se limitó a entregarle un sistema de
alarma por si la traílla lo atacaba.
Pero ni siquiera los perros
mostraron excesivo interés por ese
esqueleto metido en pieles de sus
semejantes, y Papik tuvo que intervenir
una sola vez.

Llegados a destino, un descubrimiento


asombroso los hizo arrepentirse de
haberse sometido a la fatiga de un viaje
desagradable, ya que Siorakidsok bien
hubiera podido permanecer en su casa.
Monte Grávido ya poseía un
angakok; de haberlo sabido a tiempo,
Papik y Viví no habrían tomado en
consideración a ningún otro. Porque la
persona que toda la aldea reverenciaba
como a un ser dotado de poderes
sobrenaturales no era otra que la
hermana de Papik.
La dulce Ivalú.
X. Ivalú

LA verdad es que los hombres no


pueden vivir sin una guía, y si no la
tienen la crean.
Puede bastar un pronóstico que se
cumple para despertar la sospecha de
que se poseen conocimientos secretos o
poderes mágicos; hasta que otras
coincidencias y el auxilio de la astucia
convierten la suposición en certeza.
De los que pudiesen recordar los
comienzos de Siorakidsok no había
nadie con vida. Diferente fue el caso de
Ivalú.
Para la hermana de Papik, la carrera
de angakok en Monte Grávido se había
iniciado con la acertada predicción de
una tormenta, en franca oposición con la
opinión de los hombres. Entonces
alguien recordó su parto milagroso,
varias estaciones atrás, cuando ella
vivía en la aldea de la ensenada que
desde hacía más de un año se había
quedado sin un solo hombre, salvo el
misionero. Advertida desde su pubertad,
Ivalú jamás se había expuesto a la luna
llena, justamente para evitar el riesgo de
una preñez. Y pese a que el mismo
misionero, sin duda experto en la
materia, desechase la posibilidad de que
se trataba de un milagro, las mujeres de
la aldea, todas convertidas
recientemente y, por lo tanto, henchidas
de un entusiasmo de neófitos, habían
atribuido dicha concepción a la
interposición divina, en un momento en
que Ivalú había perdido los sentidos y
bebido el agua de fuego de que estaba
provista la Misión para el caso de
enfermedades graves.
También en Monte Grávido Ivalú
negaba la posesión de poderes
sobrenaturales. Pero cuanto más insistía
en no tenerlos, en mayor grado era
reverenciada por la gente; cuanto más
declaraba no haber visto jamás al
hombre de la luna, más convencidos
estaban los demás de que ella volaba
con frecuencia a su encuentro mientras
todos dormían.
Y que el hombre que vivía en la luna
la estimaba singularmente.

Papik y Viví tuvieron noticias de todo


esto antes de volver a ver a Ivalú. Se
habían detenido en el primer habitáculo
de Monte Grávido para preparar el
regreso a la patria y recoger
informaciones. Monte Grávido era una
isla pero durante once meses al año sólo
los peces se percataban de ello. Cuando
se unía a la vecina tierra firme del mar
congelado semejaba una montaña en
medio de una blanca llanura.
La pareja llegó cuando un gris
invadido de frío ya anunciaba el
invierno. La casucha ante la que se
habían detenido era una de las moradas
semipermanentes que los hombres se
construyen con tierra y piedra en los
rocosos sitios escarpados, después de
haberse internado para la caza estival, y
antes de erigir los invernales iglúes
sobre el hielo marino, que gracias al
agua que tienen debajo son más cálidos
que la tierra congelada en profundidad.
La choza estaba habitada por una
extraña pareja: un hombre maduro y un
jovencito de movimientos mórbidos y
ojos lánguidos que Papik y Viví tomaron
por mujer hasta que le vieron el tórax
descubierto. Después de lo cual se
miraron riendo. Ya habían oído hablar
de Noluk y de su joven compañero que
le cosía las ropas y le preparaba la
comida.
—¿Qué hace Ivalú, mi hermana? —
inquirió Papik después de haberle
permitido a Viví arrodillarse ante él
para rasgarle las botas.
—Espera siempre el regreso del
marido —contestó Noluk.
A Milak, marido de Ivalú, nadie lo
había vuelto a ver después de que se
alejara en un banco de hielo en busca de
osos. Tres años son muchos para darle
caza al oso, por lo menos desde el punto
de vista de una esposa; pero no era
insólito. Cada primavera muchos
hombres parten sobre témpanos que
navegan y que, arrastrados por las
corrientes circulares del noroeste, los
hacen arribar a centenas de kilómetros
más al sur; y no es que cada otoño
encuentren el viento propicio para
volver.
Ivalú estaba convencida de que su
Milak retornaría, pese a que otros
hombres continuamente trataban de
convencerla de lo contrario. Muy
comprensible: Ivalú poseía una carita
graciosa y un cuerpo todo músculos;
pero mucho desazonaba a sus cortejantes
el que también fuera una mujer seria.
—Sonríe a todos pero no ríe con
nadie —fueron las palabras de Noluk,
quien después refirió los poderes
misteriosos que la aldea había
descubierto en ella.
—¡Un angakok desenmascarará a esa
embustera! —gritó Siorakidsok cuando
también él hubo entendido.
Noluk lo miró con desprecio y se
dirigió a Papik:
—Éste debería tener más respeto a
su edad. El que calumnia a Ivalú quiere
que su lengua sea usada como yesca de
osos.
—¡Cuidado con tu lengua! —le gritó
Papik al angakok, al oído—. ¡Está en
peligro!
Siorakidsok se sentía de tal manera
sacudido por el descubrimiento de una
competencia que consideraba desleal,
que no honró ni con una mirada la
espléndida tajada de hígado
descompuesto, bullente de gusanitos
blancos, que le trajera el muchacho.
Papik no prestaba atención al
angakok y menos aún a la comida.
—¡Rápido! —le ordenó a Viví que
se había quedado sin aliento a fuerza de
pulirle las botas—. Alguien está
impaciente por volver a abrazar a su
hermana.

Hacía algunos años que no se veían y


por un instante, hermano y hermana
permanecieron en la penumbra de la
pequeña habitación observándose en
silencio.
Ivalú vivía demasiado sola en una
choza semipermanente de piedra y tierra
reforzada con costillas de ballena. Era
una verdadera mujer polar, menos
esbelta, más robusta que Viví. Su carita
redonda de ojos ardientes y oscuros
como el hollín, tenía mucho encanto.
Desde que se había convertido en mujer
de Milak, había renunciado a su peinado
a manera de torre de las mujeres del
Norte a cambio de trenzas sujetas en la
frente con una cinta y que caían sobre el
pecho, a la usanza del Sur. Y en vez de
llevar pieles de oso y de pájaro, vestía
con el mismo rebuscamiento meridional
que en un tiempo la hacía reír: mórbidas
pieles de reno revestidas de zorro y
visón y ornadas con diminutas cintas y
perlas multicolores.
En cuanto se recobró de la sorpresa
voló a los brazos de Papik, y los dos se
frotaron la nariz y se olieron
intercambiándose jubilosos gorjeos y
voces guturales.
Sólo después de haber restregado la
cara de Viví, Ivalú advirtió la presencia
de Siorakidsok, depositado en el umbral
junto a su piojoso tapete, y lo
reverenció, inclinándose profundamente
y emitiendo hacia él grititos festivos.
Pero el viejo la agredió en seguida
con voz estridente:
—¡Eres una falsa angakok pero una
impostora auténtica!
—Es lo que una tonta mujer les dice
continuamente a todos. Pero nadie lo
cree. Tal vez tú podrás convencerlos —
respondió Ivalú con una sonrisa cálida.
Siorakidsok, que no había entendido,
le replicó a los gritos:
—¡No me llames viejo embrollón,
vieja embrollona!
Mientras tanto habían entrado en la
casa una pareja que había visto el trineo,
y el hombre preguntó irritado ante las
palabras de Siorakidsok:
—¿Quién es el propietario de este
perro? ¡Echémoslo a puntapiés! Aunque
sea viejo.
—¡No, no! —rió Ivalú—. Es
Siorakidsok, el gran angakok, el cual
puede confirmar que una tonta mujer no
lo es.
—¡No le hagáis caso! —vociferó
Siorakidsok.
Pero cuando por fin comprendió que
Ivalú era amiga y que además tenía un
gran ascendiente sobre todos, en un
brusco echarse atrás se transformó en
una fuente de sonrisas, desdentadas pero
amplísimas, y aseguró haber intuido en
el pasado que Ivalú incubaba poderes;
le prometió su apoyo, ganándose así la
aprobación general.
Excepto la de Ivalú.
—Una tonta mujer es escuchada sólo
porque no ha errado algunas veces —
dijo—. Y si alguna pizca de buen
sentido hay en su cabecita, es porque
hace tiempo Siorakidsok le regaló
algunos de sus piojos.
Era cierto. Una vez que Ivalú había
manifestado su envidia por la sabiduría
del venerado angakok, éste había
inclinado la cabeza invitándola a sacarle
algún que otro piojo para transmitirle un
poco de su saber al pequeño e ignorante
cerebro de la joven.
—¡Deja de contradecirme! —gritó
el viejo que esta vez tampoco había
entendido bien—. Mejor es que
escuches: alguien te hará una propuesta.
Pero las visitas están invitadas a
alejarse.

Los visitantes se fueron pero la


proposición de Siorakidsok tuvo que
esperar. El grupo familiar lo arrastró
sobre su tapete hasta el rincón más
apartado, bajo los zorros desollados que
colgaban del cielo raso y junto a medio
pecho de la ballena congelada, y
después se pusieron a conversar entre
ellos a sabiendas de que el angakok no
podía oírlos.
También él lo sabía, por lo cual
decidió dormir.
—Por favor, no me digáis que Milak
seguramente volverá —empezó diciendo
Ivalú con una amplia sonrisa, una
sonrisa demasiado abierta—. Una mujer
ya lo sabe. Después de todo, ¿qué son
tres años y un poco más?
Mientras tanto, había puesto a licuar
un poco de nieve en la escudilla de
esteatita, agregándole alguna hojita de té
de la tundra —un bello ejemplo del lujo
en que se vive en el Sur— y las narices
de Viví palpitaron en la pregustación de
su bebida predilecta.
Papik respondió con una breve risa.
—¡Cierto! ¿Qué son unos pocos
años para uno que parte sobre un banco
de hielo?
Y evocó varios casos de otros
hombres que habían partido sobre hielos
flotantes y regresado después de años y
años; e Ivalú escuchaba con una sonrisa
vaga, como si ese razonamiento no fuese
referido a ella.
—Y admitiendo que Milak no
tuviese que volver —prosiguió
alegremente Papik—, encontrarías otros
maridos, no temas. Eres forzuda y sabes
coser ropas impermeables en caso de
que un hombre termine en el mar.
Ivalú no abandonaba su sonrisa y
miraba el vacío, y cuando la nieve de la
vasija estuvo disuelta, ofreció la bebida
que pasó de mano en mano.
Después del primer sorbo Viví se
dirigió resueltamente a su cuñada:
—Una mujer tiene un problema. El
hijo que le crece en el vientre tiene que
nacer varón porque será su último parto.
Una madre no puede olvidar a la niña
que ha debido morir.
Ivalú aprobó, la mirada vaga como
en un sueño, siguiendo quizá lejanos
pensamientos; y dijo:
—Una mujer sabe qué significa
perder un hijo. El mío era un varoncito
fuerte y sano, un verdadero pequeño
hombre. Esa pérdida fue aún más
dolorosa que la tuya.
—¡Viví no termina nunca con esa
niña! —intervino bruscamente Papik—.
¡Después de todo era tan pequeña! Y un
padre no la ha estrangulado, como hacen
tantos. Se tomó el trabajo de exponerla
al viento recién nacida, desnuda y
goteante, y le ha llenado la boca de
nieve para hacerla morir lo antes
posible. Mientras tanto, la tenía de las
manitas para darle coraje. Se durmió
casi en seguida, sin tener siquiera
tiempo de llorar. No existe muerte más
dulce. Un hombre que ya ha estado
varias veces a punto de helarse lo puede
decir. Después decapitamos un perro y
dejamos su cabeza junto a la pequeña
muerta, para que la guiara al paraíso de
los niños.
—No encontró el camino —dijo
Viví, la cara ensombrecida—. Se
presenta siempre en los sueños de una
madre, temblando de frío. Y una mujer
no abandonará en los hielos su próximo
hijo, aunque se trate de una mujercita.
Papik se levantó, escupió y con un
pie golpeó la tierra.
—¡Necesitamos ante todo un varón,
un cazador! No se pueden criar dos
niños de poca edad al mismo tiempo. Tú
puedes cargar uno solo en tu espalda. ¿Y
qué hace el segundo cuando un hombre
se va de caza? Lo devoran los perros, o
cae en un agujero o se pierde.
—¿Qué harías en mi lugar, Ivalú? —
preguntó Viví a su cuñada— ¡Tú que
eres tan sabia!
—Lo dicen los otros. Una mujer
jamás lo ha dicho.
—Y es lo que dicen los demás lo
que cuenta. ¿Qué harías en mi lugar?
—Si tienes fe tendrás un hijo varón
—contestó Ivalú recordando su
adoctrinamiento cristiano y
desmemoriada de su resultado
desastroso.
—¿Y si nace una mujercita? ¿Tú qué
harías?
Ivalú permaneció muda.
—¡Responde!
La respuesta no se hizo oír. En el
grave silencio una voz estridente que
salía del rincón olvidado, hizo
sobresaltar al trío. Siorakidsok había
despertado.
—¡Ivalú! Un angakok hablará con el
hombre en la luna para pedirle por la
criatura de Viví. ¡Pero con una
condición!
—Veamos.
—Si un angakok vuelve con vida de
su peligrosa misión, debes persuadir a
este rebaño de ignorantes que creen en
ti, de que él es el único que merece ser
reverenciado, escuchado y alimentado.
Y con la mejor comida de la tierra. Si lo
prometes, un angakok intentará saber del
hombre que está en la luna dónde se
encuentra tu marido.
—¿Cómo podrá decírtelo? —
preguntó Ivalú abriendo
desmesuradamente los ojos—. Él sólo
se ocupa de mujeres y de preñeces.
—¡Superstición! ¡Ignorancia! Su
posición elevada le permite ver todo lo
que sucede en la tierra. Pero, como es
sabido, con ofrecimientos importantes se
le pueden sonsacar las respuestas. —
Avanzó un poco hacia ellos y preguntó
con ansiedad—: ¿Es posible
conseguirlos?
—No es imposible.

Como numerosas muchachas pueden


confirmarlo, el espíritu del que
dependen las preñeces es despreciativo
y no hay que ahorrar esfuerzos para
congraciarse con él.
Ivalú y Viví fueron de choza en
choza ofreciendo a todos la posibilidad
de mostrarse generosos con su
contribución a la empresa espacial y,
naturalmente, nadie dejó perder
semejante ocasión. De modo que las dos
cuñadas recogieron lo mejor que los
habitantes habían conservado: humor
viscoso de pájaros, tripa de morsa,
carnes reblandecidas, y también la
suprema golosina: una piel de foca
rellena con su propia grasa y pequeñas
garzas marinas sin desplumar; si se
conserva sepultada bajo el hielo por lo
menos durante un año al amparo del sol
para que la putrefacción sea más lenta,
el contenido se amalgama en una pasta
violácea que tiene el sabor del queso y
la fragancia de un cadáver, y que a
cualquiera le haría agua la boca;
también, ciertamente, al hombre de la
luna.
Las demás mujeres ayudaron a las
dos cuñadas a masticar todas esas
golosinas, porque el hombre de la luna,
dada su avanzada edad, no tiene dientes,
pero sí buen apetito, tan bueno que
Siorakidsok juzgó insuficientes las
ofrendas y volvió a mandar a las
mujeres en busca de otras. No una vez
sino dos.
—Los espíritus no son como eran —
suspiraba—. Cada año ese vejestorio se
vuelve más imposible.
Cuando por fin quedó satisfecho, el
intrépido angakok se dejó encerrar con
todos los dones en un refugio levantado
expresamente para él fuera de la aldea y
provisto de un agujero en el techo para
que su alma pudiera volar en cuanto
todos se hubiesen alejado.
Hasta que el sol no cumpliera tres
vueltas, la duración de un vuelo lunar,
nadie podía acercarse a ese sitio ya que
al común de los mortales les está
prohibido descubrir los secretos de los
angakok.
Bajo pena de muerte atroz e
inmediata.
A la espera de que Siorakidsok
volviese a poner los pies en la tierra,
Papik se fue de caza por las
inmediaciones con los dos únicos
hombres que se encontraban en la aldea;
Viví se quedó con Ivalú a remendar y
raspar indumentarias y a intercambiar
habladurías. Vencido el término, los
habitantes se dirigieron en grupo a ver si
el angakok había retornado.
Les aguardaba una sorpresa.
Siorakidsok había logrado regresar
de la peligrosa aventura pero no había
podido sobrevivir a la fatiga. Una
verdadera pena, dado que los manjares
habían sido consumidos hasta las
migajas: prueba de que el hombre de la
luna los había probado y, por
consiguiente, respondido a las
peticiones.
Pero ésta fue una conclusión
apresurada. Una inspección más
completa reveló que los había ingerido
el mismo angakok, por lo menos parte de
ellos aunque en cantidad ya que los
había devuelto, como lo demostraba el
exiguo tórax todo salpicado.
Fuese lo que fuese, Siorakidsok se
había llevado al más allá su último
secreto.
Tampoco Ivalú podía decir qué
había ocurrido en el espacio. Tal vez el
hombre de la luna, después de todo, no
había agradecido las ofrendas de los
hombres y en uno de sus famosos
accesos de ira las había arrojado sobre
el embajador, el cual pensó seguramente
que sería un pecado desperdiciarlas.
Además de estas conjeturas había una
certeza: el hombre de la luna debía estar
encolerizado.
Y eso no presagiaba nada bueno.
La presión continua del presente
dejaba poco tiempo para ocuparse del
porvenir o rememorar el pasado. Lo
urgente, ante todo, era desembarazarse
del muerto. El modo más seguro era
dárselo a los animales para que se lo
comieran; así le habría sido más difícil
volver a la tierra con la misma forma y
hacer malignidades.
Como tocar un cadáver con las
manos desnudas significa
inevitablemente la muerte, y en caso de
usar guantes hay que tirarlos, los
habitantes de la aldea arrastraron a
Siorakidsok al abierto mediante una
correa que circundaba las tibias, sin
tocarlo. Descubrieron en esa ocasión
que las ropas roñosas del angakok no
habían sido sus únicas posesiones
terrestres. Mientras lo conducían a
destino, de sus pieles de perro cayó una
bolsita que contenía todos los dientes
que el viejo había perdido en el curso
de su vida. Después arrojaron el
cadáver a un precipicio y lo siguieron
con la mirada mientras rebotaba de roca
en roca, para asegurarse de que
alcanzaba el fondo. Después de lo cual
hicieron rápidamente todos los conjuros
necesarios para exorcizar al fantasma.
Cuanto más viejo es un hombre, más
le contraría dejar éste, el mejor de los
mundos.
Terminada la ceremonia, todos
estaban cansados y fueron a hacer
adiestramiento de sueño en vista del
invierno inminente.
Esa era la estación en que cada
vuelta del sol determina un período de
oscuridad mucho más largo que el de la
luz; y los primeros en despertar hicieron
un tremendo descubrimiento que los
llevó a arrancar del sueño también a los
otros: el cadáver había desaparecido sin
que hubiese la menor señal de animales
en el fondo del precipicio. Ninguno tuvo
el coraje de bajar para examinar el
terreno. Todos tenían la convicción de
que Siorakidsok ya había vuelto a la
vida, acechante.
Dispuesto a golpear.
Mientras los demás experimentaban
preocupación simplemente, Papik y Viví
se sentían aterrados. Las primeras
víctimas del angakok habrían sido ellos
por haber provocado el fatal viaje. Y
toda la comunidad estaba asustada ante
la pareja, por lo que fue consultada
Ivalú.
Como sabia mujer que era, Ivalú no
tardó en llegar al veredicto inevitable:
Papik y Viví debían partir cuanto antes
para bien de todos. Pero cuando ella fue
a buscarlos ya habían desaparecido.
Evidentemente, los dos habían
llegado por sí mismos a idéntica
conclusión y se habían ahorrado una
despedida con lágrimas.
XI. La venganza
LA primavera había vuelto, y ellos
estaban viajando sobre la banquisa
costera ante los dos conos de granito
denominados Senos del Diablo, cuando
Viví sintió el anuncio del parto. Un
hombre puede ayudar a su mujer en esta
circunstancia.
Mientras ella está de rodillas, él de
atrás le ciñe la cintura y le ayuda a
presionar. Pero Papik se había alejado
al avistar a un joven reno perdido y Viví
se encontraba totalmente sola al abierto,
sintiendo las primeras contracciones; lo
único que pudo hacer fue improvisar un
refugio colocando el trineo sobre uno de
sus flancos.
La experiencia le había enseñado a
llenarse de aire los pulmones a cada
calambre y después contraer el abdomen
para acelerar la expulsión. Y como
contra el dolor no había nada que hacer,
lo mejor era sufrirlo de golpe y lo más
pronto posible para desembarazarse de
él.
Cuando las contracciones fueron más
rápidas y tan punzantes que se le
nublaba la vista, salió la cabeza del
recién nacido, martirizándola y
proporcionándole a la vez un inmenso
alivio; y cuando le siguió el cuerpecito,
la cabeza golpeó ruidosamente en el
agujero cavado en el hielo; pero Viví
confiaba en que ese cráneo de tal
manera joven fuese bastante elástico o
bastante inteligente como para absorber
ese golpe sin dañarse mucho.
No era el cráneo lo que preocupaba
a la madre.
Viví había apartado una conchilla
para cortar el cordón; la misma que
usara para la niña. Pero llegado el
momento no la encontró. Encorvándose,
sin prestar atención al relampagueante
dolor que le producía ese movimiento,
se valió de sus dientes para separar el
cordón umbilical, que no obstante ser
mórbido y viscoso, ofreció una
inesperada resistencia.
Un buen síntoma de la tenacidad del
recién nacido.
A causa del tajante cierzo Viví no se
puso a limpiar con la lengua el
montoncito de carne rosa que había
traído al mundo, pero en seguida lo
guareció bajo su pelliza, al contacto de
su propia piel. Después se quitó los
pantalones y se tendió a la espera de la
placenta.
Como no había limpiado su fruto no
había establecido su sexo.
O tal vez prefería postergar el
descubrimiento.
Al poco tiempo sintió las
contracciones que anunciaban la
expulsión final. Viví, preocupada por
los perros, los había atado al otro lado
del trineo en cuanto tuvo los primeros
calambres. Pero el olor a sangre los
había excitado.
Por suerte, no había perdido también
la maza con que los apaleaba.
Cuando advirtió la viscosidad
bullente de la placenta sobre los muslos,
ya dos perros se habían soltado y se
acercaban babeando. Muchas mujeres
devoran su propia placenta todavía
caliente; no sólo porque comen de todo
sino porque saben que esa masa
vascular rica en vasos sanguíneos, es
materia vital, ideal para nutrir primero
al feto y después a la madre; y al decir
de muchas mujeres, capaz de distender
los nervios y también de aliviar el dolor.
Pero Viví no estaba en vena de hacerlo,
y abandonó su placenta a los dos perros.
Y mientras éstos se la disputaban, los
otros enloquecían en la tentativa de
romper las ligaduras.
Viví confiaba en que Papik no
tardase.
Estaba extenuado cuando volvió.
Doblado en dos hacia adelante, llegó
arrastrando con una correa puesta en un
hombro un joven reno que iba dejando
sobre el hielo la señal de un hilo rojo.
Ahora hubiera tenido que acostarse,
dejando toda iniciativa a su mujer, a la
que le incumbía preparar el botín y
cebar al cazador.
Pero esta vez no.
Acurrucado en la nieve, Papik
observaba con estupor a su mujer
acostada. La hinchazón que antes tenía
bajo los pantalones, en su ausencia se
había trasladado bajo la chaqueta.
—¿Has parido? —Viví asintió y
Papik preguntó con ansia—: ¿Y bien?
—Un varón —declaró Viví a ciegas.
Olvidada la fatiga, Papik dio un
salto y su pulular jubiloso enmudeció de
estupor a la traílla, que había empezado
a ladrar a la vista del botín.
Cuando Papik se puso de hinojos
para frotarle la nariz, Viví levantó su
chaqueta y le dedicó una ojeada a la
carita recién nacida.
—¡Es rubio! —exclamó Papik
desconcertado—. ¡Y tiene los ojos
claros… aunque un poco oblicuos!
—Tal vez con el tiempo se volverán
azules.
El fuerte maxilar de Papik pareció
desarticularse.
—¿Es hijo de un hombre blanco?
¿De Cabo Miseria?
—No es imposible.
Tampoco era imposible que Papik
hubiese preferido un hijo de su sangre o,
por lo menos, engendrado por un
verdadero hombre; de todos modos,
cualquier varón era preferible a una
mujercita y él no cabía en sí de la
alegría que le daba el deseo cumplido.
Tenía ante sí a un pequeño blanco
que llegaría a ser un verdadero hombre.
El recién nacido no era más feo que
otros, con su carita mofletuda y su frente
arrugada. A primera vista, no obstante
sus colores más claros, se lo podía
tomar por el hijo de un verdadero
hombre, tal vez por el corte asiático de
sus ojos trazado por la herencia materna.
Cuando Viví levantó su saco, la
criatura, expuesta al viento gélido, se
puso a gritar, y a Papik le hizo reír el
recuerdo del famoso incidente que había
signado su propio nacimiento. Sus
progenitores ignoraban que los seres
humanos, a diferencia de las bestias,
vienen al mundo desprovistos de dientes
y cuando descubrieron las encías
desguarnecidas del recién nacido
quedaron espantados. Era un golpe cruel
y había una única solución: el pequeño
monstruo desdentado fue de inmediato
puesto sobre el hielo, por humanidad.
Menos mal que la abuela materna lo
salvó justo a tiempo, aclarando el error,
antes de ir a morir por su propia
voluntad.
Para no ser una carga, ya que la
joven pareja tenía que criar un hijo.
Era una suerte que Papik ya no
experimentase cansancio después de la
buena noticia, por las muchas cosas que
tenía que hacer. Había que atar a los
perros que se habían soltado, levantar la
tienda de pieles a caballo sobre el
trineo, de modo que Viví pudiese lamer
el cuerpecito sin temor de que se
congelase antes de untarlo con grasa; y
desollar y descuartizar al reno antes de
que el frío lo endureciese. En su
entusiasmo, Papik corría de un lado a
otro deseoso de hacer todo a la vez y el
resultado fue que el viento voló la tienda
antes de que fuera debidamente fijada al
trineo obligando a Papik a erigir un
sólido iglú de nieve.
Pero mientras iba a iniciar la
construcción, las fuerzas lo abandonaron
de improviso, y se adormeció apoyando
la cara sobre la nevada costra. Casi
siempre esa posición le causaba una
molesta tortícolis, y Viví le puso el
mango del cuchillo bajo la mejilla para
separarla de la nieve, después de lo
cual, no soportando más su
incertidumbre, levantó su chaqueta e
inspeccionó el sexo del recién nacido.
Mujercita.

—Una mujer quiere llamarlo Utunia —


estaba diciendo Viví.
—¿Por qué no Ernenek, como mi
padre?
—No es imposible que una tonta
mujer sepa lo que debe hacer: ha
murmurado los nombres de varios de
nuestros antepasados en la oreja del
chico para que el alma y la sabiduría de
alguno pudiesen entrar en su cuerpo.
Pero Utunia era el nombre de mi abuelo,
que a veces se me aparece en sueños
temblando de frío. Quiere decir que su
nombre todavía no ha encontrado un
cuerpo, y una mujer quiere dárselo a
este niño.
Un alma se asemeja a una persona,
en pequeño, con el agregado de alas.
Cuando un hombre muere su alma intenta
entrar en el primer recién nacido
disponible. Un nombre se parece a un
alma, pero es aun más diminuto. Cuando
un hombre muere, su nombre vaga en el
aire helado, solitario y tembloroso,
hasta que alguien le asigne una nueva
criatura que le dé calor. Almas y
nombres carecen de sexo.
—Hemos llamado Ernenek a una de
tus perras, por tu padre —le recordó
Viví a Papik.
—Una perra que se ha perdido.
—Pero que todavía puede estar
viva. ¿Tu padre acaso se te apareció en
sueños tiritando de frío?
—No últimamente —admitió Papik.
—Quiere decir que su nombre está
caliente y seguro.
También lo estaba la pequeña
familia en el iglú que Papik había
levantado al despertar. No había sido
fácil construirlo en medio de la tormenta
de viento, sin la ayuda de Viví que se
sentía un poco débil después del parto y
que además no quería arrancar al niño
del calor de su seno.
Por primera vez en un iglú de la
pareja nada faltaba.
Había lo indispensable. El bloque
de nieve potable que cerraba la entrada.
El elevado lecho de nieve recubierto de
pieles. El secadero formado por una
lanza y el arpón hundidos en la cúpula.
La llamita color salmón que se espejaba
en la pared circular. El receptáculo
cavado en el hielo para la orina
destinada a los lavados. La provisión de
carne situada junto al candil para
apresurar su ablandamiento. El arco y
las flechas, los raspadores para las
pieles y el cuchillo doméstico de hoja
redonda que sólo exigía un movimiento
de la muñeca más que del codo, lo cual
hubiese sido incómodo en tan angosto
recinto.
Todos sus iglús precedentes habían
sido idénticos a éste, construidos según
cánones dictados por la necesidad y, por
lo tanto, inmutables. Pero a este último
lo completaba algo que había faltado en
los otros.
Utunia.
La ingle de la pequeña estaba
constantemente protegida por una cola
de zorro porque según Viví el corte aún
no había cicatrizado; pero Papik abrió
desmedidamente los ojos cuando vio las
diminutas nalgas.
—¿Dónde está la mancha azul? —
preguntó alarmado, porque todos los
varones de los hombres en los primeros
meses de vida exhiben la mancha
mongólica en la base de la espina
dorsal.
—Recuerda que es hijo de un
hombre blanco; por eso no tiene mancha.
La calmada respuesta de Viví lo
tranquilizó. La criatura era toda boca y
barriga, y Papik se solazaba viéndola
chupar y eructar en brazos de la madre,
la que tajantemente se negaba a
entregársela con el pretexto de que un
recién nacido no podía dejar de recibir
el calor materno ni siquiera por un
instante. A Papik sólo le estaba
permitido un cosquilleo en las
gordísimas mejillas, en sus repetidas
tentativas de hacerla reír hasta que al fin
se ponía a llorar, o bien dejar caer en la
pequeña caverna desdentada gotas de
aceite de foca y mínimas porciones de
hígado debidamente masticadas y
cubiertas de saliva.
Y cuando llevado por el entusiasmo
le daba demasiado alimento de una sola
vez, la criatura era lo bastante
inteligente como para devolverlo todo
conjuntamente con la leche.
Papik se sentía tan consciente de sus
responsabilidades paternas que prefirió
no emprender en seguida otro viaje. En
realidad, no había prisa. Ya no
necesitaba el consejo de un angakok. Y
aunque el otoño estuviese muy avanzado
y oculta casi toda la fauna, Papik con
frecuencia permanecía afuera para
explorar la costa nevada en busca de
algún retrasado vagabundo.
La cima del mundo ya se había
teñido de un gris oscuro, y los ojos de
Utunia de un azul claro, cuando
sobrevino lo inevitable.

De improviso Papik tuvo la sospecha.


Al despertar de un breve sueño, lo
asaltó la idea de que Viví no parecía una
madre tan feliz como era lícito esperar.
Saltó del lecho y, mientras Viví se
estaba restregando los ojos con restos
de sueño, arrancó la cola de zorro de la
ingle de Utunia, después de lo cual
permaneció de rodillas mirando con
horror eso que el Cuervo Negro hacedor
de los hombres no había creado para ser
mirado con horror.
Y aunque jamás en su vida Viví
había sido golpeada, levantó
instintivamente los brazos para proteger
su rostro. No tuvo por qué hacerlo.
Papik, anonadado, a duras penas
encontró fuerzas para lamentarse:
—La venganza del hombre de la
luna…
—¡Una tonta mujer lo quiere
conservar! —y Viví estrechó contra su
pecho a la criatura, dispuesta a la lucha.
—Sabes que no se puede —dijo
Papik fríamente—. Pronto seremos
viejos y se necesitan muchas estaciones
para que un hijo sepa cazar. Sólo
entonces podremos criar una mujercita,
si es que aún la quieres. Pero ante todo,
el varón.
—Una madre no dejará morir a
Utunia.
—Es preciso. —La desilusión de
Papik era profunda así como grande
había sido su regocijo—. Y ahora es
peor que si lo hubiéramos hecho en
seguida. También para ella. Y por tu
culpa.
Bruscamente, Viví pasó al ataque.
Los ojos hinchados, llenos de
lágrimas, agarró a Utunia por las
piernecitas y la arrojó sobre Papik que
alcanzó a cogerla. Se acurrucó en el
lecho y rompió a llorar. Pero en el acto
se levantó estremecida, arrancó a Utunia
de los brazos de Papik, y gritó:
—¡Entonces hazlo ahora mismo!
¡Rápido!
Se echó cabeza abajo en el túnel
empujando delante de sí a la pequeña,
que no habituada a semejante trato
chillaba hasta hacer temblar las paredes.
Un vez afuera, Viví la acostó
desnuda sobre la costra helada y le llenó
la boca de nieve. Papik dirigió la vista a
otra parte pero Viví le gritó a la cara:
—¡Mira!
—Alguien te lo ha dicho: había que
hacerlo en seguida —dijo Papik
turbado.
Viví le aferró la barbilla y dirigió su
cara hacia Utunia. La niña había dejado
de llorar. Estaba masticando nieve y
gorjeaba divertida.
—¡Mírala bien! Es la última niña
mía que ves morir. Porque una mujer no
reirá más. ¿Comprendes? ¡Nunca más!
Papik se ensombreció. Jamás la
pequeña le había parecido tan graciosa
ni le había despertado tanta ternura:
daba puntapiés y reía echando de su
boca bolitas de nieve semiderretida. O
tal vez fue la amenaza de «huelga» de
Viví lo que le hizo reflexionar.
—Podría haber una solución —
murmuró pensativo.
Viví se maravilló hasta el
desconcierto. Esa era la primera
demostración de que Papik no era
rígido, y se tiró sobre el suelo de
fragmentos rocosos. Frenéticamente se
puso a frotar con puñados de nieve el
cuerpecito de la niña, que abrió la boca
y retuvo el aliento como si hubiese sido
acuchillada.
Papik aferró de los hombros a Viví y
la empujó hacia atrás.
—¿Qué haces? ¿Te ha mordido un
glotón?
Viví se soltó y siguió arrojando
nieve sobre la pequeña.
La nieve que se derretía sobre el
cuerpecito caliente era de inmediato
convertida en hielo por el viento, y
Papik tomó a la criatura y la entró en la
casa.
Viví fue detrás de él, las mejillas
grises de lágrimas congeladas, las
pestañas emblanquecidas por la
escarcha.
—Se me ocurre una idea —dijo
Papik mientras desprendía la costra de
hielo del cuerpecito—: El tabú de los
hombres blancos contra dar muerte a los
semejantes vale también para las
mujercitas recién nacidas. A ellos
confiaremos a Utunia.
—¿Y si no la quieren?
—¿Por qué no escuchas? No pueden
dejarla morir. Es tabú.
El significado de tales palabras
penetró con lentitud el entendimiento de
Viví, demasiado sacudida. Cuando hizo
callar a la niña al calor de su seno, sus
lágrimas seguían brotando y derretían el
hielo de sus mejillas.
—Se lo dejaremos a ese que ha
reído contigo —prosiguió Papik—.
¿Quién es?
Como hombre orgulloso que era, a la
par que bien educado, jamás le había
hecho esa pregunta.
Viví reflexionó profundamente antes
de responder.
—Podría ser Tor. ¡Sí, justamente él!
Utunia estará en buenas manos con Tor y
Birgit. Es gente que vale. —Los ojos se
le iluminaron y empezó a sonreír a
través de las lágrimas—. Son buenos y
gentiles por ser forasteros.
Especialmente Birgit. ¡Verás que
enloquecerá de alegría cuando le
ofrezcamos a la niña de Tor!
Después de tal resolución la
olvidada risa volvió a resonar en el
pequeño iglú.
XII. El varón
ELLOS tienen dos modos de limitar los
nacimientos.
El primero es la lactancia
prolongada, que en las mujeres de los
hombres con frecuencia impide durante
su duración el retorno de las
menstruaciones y, por consiguiente, la
facultad de concebir. Muchas madres
llegan a amamantar a un hijo hasta la
edad adulta y a inhibir con ello la propia
fertilidad para no tener que recurrir a la
única alternativa que conocen: el
infanticidio.
Por el momento, Viví y Papik
estaban exentos de tal preocupación.
Desde que decidieron ofrecer a Utunia a
los hombres blancos, Viví nuevamente
tenía urgencia de concebir. De modo que
se apresuró en desacostumbrar a la niña
reduciéndole gradualmente el pecho y
aumentándole el aceite de hígado de
foca y de pescado que hacía gotear en su
garganta con su propio dedo, y la carne,
que ponía en su boca con sus propios
labios después de haberla masticado
largamente. Su leche cesó en breve
tiempo; pero necesitó una estación
entera antes de que sus reglas se
reanudaran.
La pequeñuela florecía vigorosa con
esa alimentación carnívora completada
con palpitantes frutos de mar hallados en
el vientre de las focas, sangre espumosa
de vida y ojos de pez, capaces de ver
todavía. Y podía divertirse con un
juguete —lujo extravagante, el único
objeto no indispensable— que la madre
había traído al cabo de tantos viajes
estériles: un sonajero compuesto de tres
estómagos de perdices blancas,
disecados e hinchados como globos, y
que contenían las últimas semillas
engullidas por las aves y que producían
ese maravilloso rumor que hace las
delicias de la infancia.
Era un iglú feliz.
Asiduas risas resonaban bajo la
breve cúpula blanca manchada de sangre
mientras invernaba sobre el hielo
marino en las proximidades de la costa.
Padre y madre gritaban de alegría
cuando se lanzaban uno a otro ese
juguete grácil que se llamaba Utunia y
que aprendía a sonreír a cada momento.
Papik hubiera podido abandonarse
al sueño invernal permitiéndole a su
cuerpo vivir a expensas del capital de
grasa acumulado bajo su piel durante el
verano; pero como las criaturas no
pueden sobrevivir a un letargo, también
él permaneció despierto. Un hombre
encuentra siempre algo que hacer en un
iglú. Ante todo, podía reír con su mujer.
Además podía extirparse la escasa
pelusa de la cara para evitar la
acumulación de humedad que se habría
convertido en hielo. Reparar los
instrumentos. Decorar la lanza y el
arpón con grabados, puesto que los
animales se dejan matar más dócilmente
con armas atractivas, como sucede con
nosotros. Y en el intervalo se aseguraba
que Utunia fuese alimentada hasta la
nariz toda vez que se ponía a gritar, cosa
que ocurría con frecuencia; la
pequeñuela todavía era toda boca y
barriga, y no conocía otras actividades
que llorar o reír a carcajadas, comer o
eliminar.
O bien podía arrojarse a la cara un
puñado de grasa de foca semiderretida,
de la que había junto a la lámpara, y
salir a explorar.
Así fue cómo en el corazón de la
noche, avistó un oso vagabundo sobre el
banco de nieve. La oscura costa se
recortaba sobre un fondo de firmamento
centelleante en el que remaba la Estrella
Polar, y los iceberg, las islitas y las
crestas de hielo arrojaban sombras de un
azul intenso sobre el mar de madreperla.
El oso era un animal tardo y descarnado,
con el hocico en punta. Su manto
velludo, habitualmente amarillo en
contraste con el hielo, aparecía
blanquísimo bajo la claridad de las
estrellas. Para atraerlo, Papik emitió
voces de foca oprimiéndose la garganta.
Hacía demasiado frío para
desembarazarse de la pelliza y
conformarse con el vestido de pájaros
negros. La delgada sábana nevada que
recubría la costa marina crujía bajo sus
botas. Otras señales del intenso frío eran
la total ausencia de viento y el olor del
ozono suspendido en el aire, y que Papik
creía llovido de las estrellas, porque era
siempre más perceptible cuando el cielo
aparecía inundado de astros, como en
ese momento.
Haciendo una fuerte exhalación oyó
claramente el estallido de la humedad en
el aliento, congelado en el acto.
Indudablemente, no hacía nada de
calor.
Hombre y oso empezaron a rondar
observándose con circunspección; su
hálito refulgía argentado por la luz de
las estrellas. Papik pensó que los osos
ya no eran los de otros tiempos, y
entonces golpeó a su antagonista con un
pedazo de hielo, y la bestia le volvió la
espalda, mirando de reojo alrededor
para asegurarse de que no había testigos
de su cobardía. Papik lo siguió con la
intención de provocarlo en un ataque
frontal. No podía bloquearle la retirada
sin el auxilio de los perros y, como de
costumbre, no podía renunciar a él.
Bamboleándose, el oso avanzaba
tranquilamente a lo largo de la costa,
hasta que husmeó algo que le interesó y
se puso a excavar. Papik, al acercarse,
lo vio extraer de la costra helada un
glotón grande como un perro robusto,
dormido quién sabe desde cuándo, con
el pescuezo ahora sangrante. Pero a la
vista de Papik que lo amenazaba con la
lanza en alto, el oso se retrajo y
abandonó su presa al hombre.
El glotón es la criatura más voraz y
sanguinaria pero también la más astuta y
valiente; en comparación, tanto el oso
como el hombre son rústicos y torpes.
En toda su vida Papik jamás había
logrado capturar uno; en cambio, como
tantos, con frecuencia había sido víctima
de la malicia de los glotones, que no
tienen otra cosa en la cabeza que hacer
fechorías a los seres humanos. Por eso,
cuando llevó a la casa ese raro trofeo,
Papik se sintió orgullosísimo, aun
debiéndoselo a un oso. Con su espesa
piel Viví podía confeccionarle a Utunia
la más abrigada de las chaquetas. La
carne resultó de pésimo sabor, como
había que esperar de un animal tan
maligno; pese a ello, Papik devoró el
hígado y el corazón para asimilar su
coraje. En cuanto al cerebro, pensó que
Viví lo precisaba más que él y la obligó
a comer más de la mitad. Viví le hizo
probar también a Utunia para asegurarle
la astucia de que la niña tendría tanta
necesidad en el loco mundo de los
hombres blancos al que estaba
destinada.
En cambio, el maxilar fue sepultado
en el hielo porque sus aguzados dientes
podían transmitir la rabia a que son tan
propensos estos animales.

Papik jamás le tuvo tanta confianza al


futuro como después de haber
consumido las partes vitales del glotón.
Era verdad que su ángel custodio había
regresado. Viví había vuelto a sonreír y
también a reír. Ya no estaban
amenazados por el espíritu de
Siorakidsok, ni por los tabúes de los
hombres blancos, ni por sus castigos.
Tenían que vérselas sólo con los
peligros normales: maremotos y roturas
de hielo, congelamientos invernales,
inundaciones estivales, carestía, osos, y
los caprichos de sus propios espíritus.
Lo que dejaba en cada verdadero
hombre alguna esperanza de llegar a la
estación venidera.
El optimismo de Papik fue
justificado cuando al surgir el alba Viví
advirtió que estaba encinta.
A pesar de que aún estaban lejos de
Cabo Miseria, no avanzaron mucho el
verano siguiente porque más convenía
cazar que seguir andando. Ante todo, era
preciso procurarse el alimento y
almacenar carne. Con el resultado de
que terminado el breve día, prefirieron
permanecer en la costa marina en vez de
internarse por un suelo demasiado frío
para invernar y más aún para viajar por
su superficie accidentada, con un niño
en el capuchón y otro en camino.
La presencia de Utunia confería una
nueva fascinación a sus iglús invernales.
Cuando el océano sepulto daba sus
voces guturales acunando dulcemente el
habitáculo bajo y semiesférico
engarzado en la banquisa para desafiar
mejor a las tormentas, Papik se
preguntaba preocupado qué sería de la
niña si a él lo hubiera engullido el hielo
dejándola en orfandad. Cuando se
aventuraba afuera, la visión de la
burbuja de nieve que resplandecía en las
tinieblas con una luz íntima y mortecina,
lo inundaba de un calor dulce como si se
encontrara en su interior, porque sabía
que allí dentro estaba Utunia. Y se sentía
agradecido a Viví por haberlo puesto en
la situación de tener que ahorrar esa
pequeña vida.
Y, sin embargo, una vez que la
necesidad lo obligó a arriesgarla
peligrosamente, no vaciló.

—¿Cómo es posible? —se asombró


cuando Viví le comunicó que las
provisiones estaban agotadas.
Tenía la impresión de que sólo
hubiese transcurrido un sueño desde que
habían deshelado una foca entera
sepultada en las vecindades, algún año
antes; aunque, a decir verdad, no se
trataba de una foca demasiado grande. Y
para decir toda la verdad, la gravidez de
Viví, ya avanzada, había triplicado el
apetito de ella e, inexplicablemente,
redoblado el del padre; por no hablar de
los perros, más famélicos cuanto menos
alimentados.
Se desencadenó una disputa
memorable.
—¡Un hombre se mata cazando de
noche! —exclamó Papik plantado
delante de su mujer—. Y entre una
salida y otra afila las armas, arregla los
instrumentos, le da de comer a la traílla.
Pero cuando quiere concederse un
merecido sueñito, oye que le dicen:
«¿Sabes? La despensa está vacía».
Tan mal había imitado el tono y los
modos de Viví, que ella, los puños en
los flancos, respondió enojada:
—Si una mujer come un poco más de
lo acostumbrado es porque un cierto oso
goloso que nosotros conocemos ha
querido reír exageradamente, y ahora
ella se encuentra con un hijo que le está
devorando la barriga. ¡Y se gasta los
dientes masticando las botas de su
marido, y le derrite la nieve, y embucha
a la niña, y cuida la lámpara! ¡Se arruina
los dedos fabricando agujas y cosiendo
vestidos! ¡Se queda con la espalda rota
después de raspar las pieles! ¿Y qué
gana? ¡Críticas!
—¡Alguien descubre que ha sido
burlado! —Papik jadeaba de rabia—.
¡En vez de una mujer le tocó una foca sin
dientes y sin cola! Que no hace otra cosa
que quejarse y nunca está con ánimo de
risa. Pero la culpa es mía. ¿Por qué tomé
una mujer del ridículo Sur? ¿Una mujer
del agua?
—¿El ridículo Sur? —repitió
indignada Viví.
Ella podía soportar las acusaciones
más injustas referidas a su propia
persona, como la de no tener jamás
ganas de reír, pero no la denigración de
su pueblo, que era el más noble de
todos. Aferró con ambas manos el
objeto que tenía más cerca —una bota
todavía dura y helada que colgaba del
secadero— y empezó a pegar a Papik.
El primer golpe le cogió de sorpresa y
le hizo salir sangre de la nariz, y los
siguientes fueron a dar en sus brazos
levantados.
Entre los verdaderos hombres, como
entre los animales salvajes, sólo la
mujer pega al otro; el macho no golpea
jamás a la hembra. Puede suceder que un
macho mate a la hembra; eso es todo.
Pero el caso es raro. Mientras tanto, los
insistentes aunque vanos esfuerzos de la
mujer por modificarle las facciones,
pronto convirtieron la ira de Papik en
hilaridad. Y como había poco lugar para
retroceder, al querer esquivar la
arremetida de Viví tropezó y cayó en el
lecho de nieve sobre Utunia, que se puso
a gritar.
Y fue la niña quien obtuvo la
victoria, sin dificultad alguna.

La riña había aguzado el apetito de los


cónyuges, empeorando la situación, y
Papik quemó un resto de grasa de foca y
destapó la boca de ventilación para
hacer salir el cautivante aroma con la
esperanza de atraer algún oso. Si no
había ninguna garantía de que el ardid
resultase, sí había la absoluta garantía
de que la abertura congelara el iglú y a
todos sus ocupantes. Pero el riesgo ya
estaba calculado.
Se durmieron a la espera del oso
hasta que los despertó el ladrido de los
perros. Habían dormido largamente: las
botas ya se habían secado. Papik se
vistió de prisa y se aventuró en la noche.
En efecto, había un oso, bastante
hambriento como para desafiar a los
perros pero no tanto como para
acercarse al hombre. Se le puede arrojar
al oso una bola de grasa que oculta en su
interior una punzante lámina córnea de
ballena, bien enrollada, y que cuando la
grasa se disuelve, se le abre en el
estómago; después hay que seguir al oso
hasta que pierda sus fuerzas; pero Papik
no tenía suficiente grasa y carne bajo la
piel como para una larga persecución en
ese frío. En cuanto a las hojas afiladas,
revestidas de grasa y clavadas en el
suelo para que la presa las lama y se
corte una y otra vez la lengua en su
propia glotonería hasta morir
desangrada, sólo podían ser empleadas
con éxito con lobos y con algún zorro.
Pero el oso es demasiado astuto.
Éste observaba, plácidamente
sentado en sus peludas ancas, insensible
al frío. Cuando Papik se le aproximó, el
oso se batió en retirada, aunque sin huir,
conformándose sólo con mantener la
distancia. Entonces Papik regresó al iglú
y le ordenó a Viví vestir a la niña.
Viví lo miró asustada.
—¡No la usarás de señuelo!
—¡Vístela! Antes de que el oso se
vaya de pesca.

Hasta entonces Utunia sólo había visto


el mundo de fuera desde la perspectiva
del capuchón en donde su madre la
llevaba. Cuando se encontró por primera
vez al abierto, sola bajo las estrellas,
sin tener siquiera un hocico de perro que
le hiciese compañía, se puso a gritar,
agitada.
Papik estaba tendido a cierta
distancia, a tiro, empuñando la lanza.
Aquel singular bulto de piel de foca y de
glotón que vociferaba y se debatía sobre
el hielo acabó por vencer la
desconfianza del oso, que además de ser
uno de los animales más cautos es uno
de los más curiosos. Pero cuando se fue
acercando y empezó a oliscarla, Papik
no pudo arrojar la lanza porque la niña
estaba en su trayectoria.
Esperó, a sabiendas de que el oso,
como todo cazador prudente, antes de
echar el zarpazo a un animal
desconocido lo examina con atención,
dando alrededor una vuelta completa.
Pero en el instante en que el oso
presentó su flanco y Papik se preparó al
lanzazo, los distrajo a ambos un grito
que salía del túnel: era Viví que acudía
en ayuda de su niña blandiendo una
enorme hacha, los ojos llameantes.
El tiempo que necesitó Papik para
echar una rápida mirada a su mujer, le
bastó al oso para adueñarse de Utunia
tomándola con los dientes de la pelliza,
y poder alejarse con ella al trote.
Papik, sin perder tiempo, sin
siquiera mirar, arrojó la lanza
confiándola a su ángel custodio. Y el
ángel no falló; aunque no del todo. La
punta de sílice atravesó un tendón
posterior del fugitivo, que se encorvó
pataleando. El peso del arma que
arrastraba lo relajó, pero no soltó la
presa. Papik lo persiguió con su paso de
ánade, y Viví fue en seguimiento de
Papik, también con las puntas de los
pies separadas, chillando como una
gaviota.
El oso se sacudía y pataleaba hasta
que pudo librarse de la lanza, después
de lo cual dejó caer el botín para
lamerse la herida, entre uno y otro salto.
Corriendo y resbalando y vuelto a
incorporarse, Papik recobró la lanza,
alcanzó al oso que renqueaba, lo
paralizó con un golpe en la espina
dorsal y lo terminó con el cuchillo.
En el momento en que el oso se
había posesionado de ella, Utunia había
dejado de llorar. Ahora reía y gorjeaba
mirando las dos caras ansiosas que se
inclinaban sobre ella. Nunca se divirtió
tanto.
Al revés de su madre.
Cuando se hubo asegurado de que la
niña no había sido dañada, Viví se
dobló en dos apretándose el vientre con
las manos como presa de náuseas o de
dolor. En realidad padecía ambas cosas.
Su susto había dado comienzo a los
trabajos del parto.

El recién nacido tenía todo lo necesario


para su adaptación a la vida en los
hielos. Un cuerpecito macizo para no
perder calor, orejas adheridas y
facciones chatas para eludir los
mordiscos de la helada, el pliegue
mongólico sobre los hundidos ojitos
para reducir la superficie expuesta,
narices angostas para calentar mejor el
aire inhalado; y en la base de la espina
dorsal campeaba la mancha azul: señal
de garantía de que el recién nacido era
hijo varón de un verdadero hombre.
Digno de llevar el nombre de
Ernenek, padre de Papik. Se le veía aún
rojo y delicado como las entrañas de las
que había salido para caer en el agujero
abierto en el hielo; y Viví, después que
lo hubo limpiado con la lengua y untado
con grasa de la lámpara, lo acostó sobre
el cubrecama con nada encima, salvo la
cola de zorro en la ingle; al igual que los
adultos, que dentro del iglú no vestían
otra cosa que un breve triángulo de piel.
El cuerpecito del recién nacido debía
acostumbrarse cuanto antes a las
temperaturas rígidas, y con el andar de
los años mudaría esa tierna epidermis en
una corteza coriácea capaz de protegerlo
del frío, y no sólo del frío, como las
pieles protegen a las bestias.
Cuando en los primeros albores del
año la familia se preparó a reanudar el
viaje, hubo que resolver un grave
problema: dónde situar a Ernenek. O
dónde poner a Utunia.
Si el recién nacido no podía
prescindir del capuchón materno,
tampoco se podía dejar de vigilar
constantemente a Utunia, ya que ahora
era capaz de trasladarse con sus propias
fuerzas, y además no pensaba en otra
cosa. Por lo tanto, en el momento de la
partida, Viví le presentó a Papik un
capuchón que había confeccionado a
escondidas.
Papik lo saludó con una carcajada
burlona y le anunció a su mujer y al
mundo que ella seguramente había
perdido la razón si creía que un hombre
se disponía a llevar un niño a la espalda
como cualquier mujer.
Viví estaba demasiado atareada
como para escucharlo. Cuando terminó
de cerrar los escasos bultos y de vestir a
los hijos, se puso el recién nacido a la
espalda y le entregó la niña a Papik, el
cual atónito miró a su hijo, después a su
mujer, y después a la hija de su mujer.
Y al fin, hablando entre dientes,
metió a Utunia en el capuchón nuevo.

La preocupación primordial de Papik


mientras surcaban el mar todavía
grisáceo y apenas nevado, era que
alguien lo viese reducido a cargar con
una niña y difundiese la noticia al resto
del mundo.
—Pero si no hay nadie a la vista —
Viví trataba de tranquilizarlo en vano.
Papik había notado que los perros lo
miraban con cierto desprecio, y para
prevenir una eventual insurrección los
apaleó duramente antes de que
cometieran cualquier inconveniencia.
Pero más que todo le inquietaba la
posibilidad de que alguna foca hiciese
conocer su deshonra a todas las
criaturas marinas que, como almas
nobles que eran, no se dejarían
aprehender por semejante hombre.
Una primavera cálida y la precoz
rotura de los hielos bloqueó a la
creciente familia sobre una costa
equivocada. Usar a los perros de tiro
como perros de carga y caminar
penosamente sobre la tierra firme
accidentada e inaccesible, cada uno con
un niño detrás del cuello, no era su
manera de viajar. Por lo tanto levantaron
la tienda de pieles para poder andar de
caza y poner trampas en la espera del
deshielo.
Así transcurrió otro breve estío.
Cuando Papik iba a la busca del
buey almizclero o del reno, y Viví
constantemente con Ernenek en el
capuchón estaba ocupada en sus tareas
domésticas, ahora redobladas, a Utunia,
por precaución, la ataban a un palo. Por
otra parte, Papik la había provisto de un
bastón más alto que ella, y le había
enseñado a esgrimirlo con todas sus
fuerzas sobre el hocico del perro que se
le acercase.
Hasta que la manada aprendió no
sólo a amar a la hija de su amo sino
también a respetarla.
El cuidado de los dos niños ocupaba
mucho a Viví. Y como para permanecer
estéril no debía dejar que cesara la
afluencia de su leche, se puso a
amamantar también a Utunia,
disminuyendo los bocados de carne
masticada.
Mientras tanto, Papik se tomaba un
gran trabajo para educar a Ernenek a la
manera de los hombres. Aun antes de
que la mancha mongólica comenzara a
desvanecerse, en cuanto aparecían
lágrimas en los ojos del pequeño, Papik
lo tomaba sobre las rodillas y le
ordenaba:
—¡Cara sin gracia! ¡No llores!
Como su propio padre solía hacer
con él. Pero el tono áspero y la cara
ceñuda que lo dominaban con su aire
tormentoso, no surtían otro efecto que el
de aterrorizar al pequeño y aguzar sus
gritos.
Hasta que Papik estallaba en risas y
renunciaba a sus esforzados intentos
educativos.

La idea de que pronto deberían


separarse de la niña entristecía a Papik
y no menos a Viví.
Ernenek ya denotaba una fuerte
personalidad, especialmente al mamar,
ya que además de leche, exprimía sangre
del seno de la madre con sus dientitos
incipientes, hasta tal punto que Viví
debía introducirle un hueso entre las
mandíbulas para no perder un pezón. En
cuanto a Utunia, ya era una personita
completa, con sus simpatías y sus
aversiones. No obstante, la pareja, a
medida que los chicos crecían, y con
ellos sus necesidades, se iba
convenciendo cada vez más de que uno
de los dos debía irse. Con un suspiro de
alivio y un peso en el corazón, llegaron
a Cabo Miseria hacia fines del invierno.
Papik detuvo el trineo a la vista del
puesto de Tor y Birgit, y Viví se dio a la
tarea de engalanar a la niña
cuidadosamente para el encuentro con
sus futuros padres.
XIII. A la caza del
padre

ESTABAN sentados en el puesto de


trueque después de los saludos y las
ceremonias. La acogida de Tor y Birgit
había sido calurosa, así como entusiasta
la complacencia por la prole de la
pareja. Mientras los grandes se
intercambiaban cumplidos y sonrisas,
Ernenek dormitaba sobre el seno de Viví
chupándose el pulgar, y Utunia, en el
suelo, mordisqueaba las botas de gala
de su madre.
—La pequeña Utunia es realmente
espléndida —decía Birgit.
Tor agregó:
—Verdaderamente una lindísima
niña.
—Os la damos —exclamó Papik;
pero no queriendo humillar a los dueños
de casa con una real ofrenda, añadió—:
Aceptaremos, a cambio, algún cuchillo y
tal vez algún paquete de té.
—A una tonta mujer le gusta el té —
confesó Viví ruborizándose.
—No se reciben niños en este puesto
de trueque —respondió Tor.
—Si queréis té, nos complacerá
regalároslo —dijo Birgit sin
avergonzarse de tomar una decisión en
lugar del marido—. Los dos nos
habíamos aficionado mucho a Viví. ¿No
es cierto, Tor?
—No queremos regalos —dijo
Papik terminantemente—. Entretanto, no
ha sido fácil mantener a esta niña junto
al varón. Por eso, tal vez querréis
cambiarla por algo. ¿Qué nos dais?
—Nada —afirmó Tor.
—¡Trato hecho! —y Papik, radiante,
sentó a Utunia en el banco.
—¡Te he dicho que no tomamos
niños!
Tor estaba vagamente inquieto.
—Si una tonta mujer puede hablar
—manifestó Viví dirigiéndose a él—, te
recuerda que una vez dijiste que aquí se
permuta cualquier cosa, también una
mujer vieja por dos jóvenes.
Tor se puso más nervioso aún.
—¡Pero si era una broma!
—Tú sabes que no podemos llevar
con nosotros a la niña teniendo también
un varón —le dijo Papik—. Por eso
debéis aceptarla.
—¿Y por qué justamente nosotros?
—inquirió Birgit.
Papik miró con maliciosa intención a
su mujer.
—¿Se lo decimos?
—¡Digámoslo! —contestó Viví
sofocando una risita.
En medio de carcajadas Papik se
dirigió a Birgit:
—¡Porque Tor es el padre!
Tor parecía de fuego y Birgit de
hielo. Durante unos instantes sólo se
oyeron las risitas de la pareja del Norte.
Birgit daba la impresión de haberse
congelado, pese a que hacía calor como
lo demostraba la cara de Tor, que
sudaba copiosamente. Papik se sintió en
el deber de precisarle:
—¿Recuerdas? Cuando ella vivía
con vosotros.
—Queremos mucho a Utunia —
prosiguió Viví—. Nos duele separarnos
de ella. Pero la dejamos en buenas
manos.
Birgit no oía. Miraba fijamente a
Tor, que tragaba saliva; después le habló
en la lengua de ellos y él balbució una
respuesta, y de pronto su conversación
se volvió muy animada.
—Puede suceder que no aprecien
nuestro ofrecimiento —le susurró Viví a
Papik al oído.
—¡Si no la quieren es que no la
merecen! —se enfureció él.
—Tal vez sean locos.
—¿Crees?
—No es imposible. Y en tal caso
sería peligroso dejársela.
—¿Qué haremos entonces?
Viví, antes de responder, se mordió
largamente el pulgar sin prestar atención
a la pareja forastera.
—¿Quién dice que el padre es Tor?
—Tú.
—Una tonta mujer se habrá
equivocado. ¿Crees realmente que yo
reiría con un viejo vulgar como él?
Debe de haber sido otro.
Papik se rascó la cabeza y miró a su
mujer.
—¿No lo recuerdas?
—¡Ha pasado tanto tiempo! Y ahora
no te pongas a gritar y a arruinarlo todo
haciéndome hacer un mal papel, te lo
ruego. Recuerda que no había modo de
pedirte permiso, y tú no veías el
momento de que yo quedara encinta.
—¿Y bien? ¿Con quién has reído?
—Tal vez con Lars. A veces una
mujer le ponía en orden la casa, aquí al
lado. Lars no tiene una esposa que le
pueda decir lo que debe hacer y a quién
no aceptar.
—¡Vamos a ver a Lars!

Lars, un joven rubio, representante del


lejano gobierno de los hombres blancos,
habitaba una pequeña choza de madera
pintada de amarillo y barnizada por
fuera, y empapelada con viejos diarios
por dentro. Pareció sorprendido al
volver a ver a Viví, y embarazado ante
la presencia del marido, y aún más
estupefacto al ver que se le ofrecía una
hija cuya existencia había ignorado.
Creía no haber entendido bien, ya que a
duras penas comprendía la lengua de
ellos, e hizo sonar una campana para
llamar a Tor.
Mientras aguardaban su llegada,
Viví se paseaba por la habitación
observando con curiosidad todos los
objetos misteriosos y superfluos que
provocan esa incomodidad tan amada
por los hombres blancos. En una maceta
colocada en la ventanita había dos
grandes flores amarillas. Viví las cortó,
le dio una a Papik y la otra se la comió
ella. Los hombres tenían no sólo el
derecho sino el deber de servirse los
alimentos que hallaban en las viviendas
ajenas para cumplimentar así a los
dueños de casa, y esas dos flores eran
los únicos comestibles a la vista. Viví se
abstuvo de hacérselas probar también a
los niños, cuyos reducidos estómagos
exclusivamente carnívoros no estaban
todavía en condiciones de soportar
vegetales.
Cuando llegó Tor, parecía turbado. Y
daba la impresión de sentirse más
confuso ahora que Viví le atribuía a otro
la paternidad de Utunia.
—¿Cómo es eso? —refunfuñó como
si considerase esa mudanza una afrenta
personal.
—Cualquiera que me da carne es mi
padre —sonrió Viví.
Después de haber hablado con Lars
en su idioma, Tor les dijo:
—Ante todo, Lars está molestísimo
porque habéis comido sus flores. Ha
esperado un año para verlas crecer, con
semillas y tierra hechas traer
expresamente de abajo de la frontera de
los perros. En cuanto a la niña, dice que
pronto vuelve a la frontera de los
árboles para casarse, y que la mujer que
lo espera ciertamente se pondría a gritar
si lo viera aparecer con una hija. Pero
está dispuesto a haceros un hermoso
regalo, y yo también os daré algo si os
vais de aquí sin hacer alboroto.
—No queremos regalos —dijo
Papik—. Queremos sólo un padre para
la niña.
Tor se puso ceñudo.
—No puedo hacer nada.
—En la casa donde los chicos están
sentados había otro hombre blanco —
manifestó Viví.
—¿Quieres decir Gaah, Aquel Que
Enseña?
—¡Sí! Gaah.
—Ha sido reemplazado.
—Un momento —dijo Papik—. Si
Aquel Que Enseña ha reído con Viví, la
niña pertenece a Aquel Que Enseña
aunque en este intervalo haya sido
cambiado. —Tor parecía incapaz de
seguir este simple razonamiento, y
Papik, después de escupirle en las botas,
le advirtió—: Si dejáis a la niña con
nosotros es como hacerla morir. ¡Y esto
para vosotros es tabú!
También Tor se enfureció.
—¡Recuerda, Papik: si dejas morir a
la niña serás castigado!
Después de haberle pedido al
marido el permiso para exponer su
propio punto de vista, dijo Viví:
—Una tonta mujer quisiera ver lo
mismo a Aquel Que Enseña. Tal vez
podrá persuadirlo de aceptar a Utunia.
Tor sacudió la cabeza.
—Mucho me asombraría. En el lugar
de Gaah ahora hay una mujer. Os será
difícil convencerla de que ella es el
padre de la niña.
Papik perdió la paciencia.
—¡Vosotros sabéis encontrar más
escapatorias que un glotón! ¿Hay otros
hombres blancos en esta aldea?
—Solamente Knut —dijo Tor—, que
bebe agua de fuego y en el poco tiempo
que le deja la bebida hace de policía.
Pero no creo que quiera cargar con una
hija, menos si no es suya.
—Una tonta mujer quiere probar —
dijo Viví desesperada.
Knut era el policía que había
asistido al proceso. Fueron todos a su
choza y lo encontraron en un momento
de sobriedad, pero para nada dispuesto
a ser padre antes de haberse asegurado
una esposa.
—Una tonta mujer comprende sus
razones —le dijo Viví a Tor—. Pero
infórmale que dada la escasez de
mujeres, sucede con frecuencia que un
hombre se casa con una niña y la cría.
Aunque fuese un hombre alto y recio
y pelirrojo, Knut quedó profundamente
sacudido cuando Tor le tradujo esas
palabras.
—¡No seré yo quien se case con una
niña! —dijo con voz de trueno dándole
un manotazo a la botella.
Mientras tanto Utunia había
empezado a tener hambre y a dar otras
muestras de inquietud, y cuando mojó el
piso y se puso a llorar, Papik se
impacientó y la instaló sobre la mesa.
—¡Es vuestra! —dijo perentorio—.
Nosotros nos vamos.
—¡Con la niña! —gruñó Tor
bloqueándoles la salida.
Papik se dirigió a Viví:
—En la aldea de Aaghe hay una casa
para huérfanos que acepta niños.
—¿Y les dan de comer?
—Ciertamente. Tanto que allí todos
quisieran volverse huérfanos. Pero está
en un territorio al que no se puede llegar
sin una de las naves los blancos, y ellos
no te llevan a bordo si no has matado a
alguien.
—Recuérdalo, Papik —dijo Tor—:
Knut informará a todos los policías, y si
abandonas a Utunia, serás castigado por
homicidio.
—No nos queda otra cosa que
probar con Ivalú —sugirió Viví.
—Pero Milak ya habrá vuelto o ella
habrá tomado otro marido —dijo Papik
—. Además el viaje es largo.
—Tal vez esté todavía aguardando.
Es la única esperanza.
Papik tiró su capuchón al suelo, lo
escupió y lo pisoteó.
—¡Un hombre no transporta más a la
niña! Si Utunia nos sigue, bien. Si se
queda atrás, peor para ella. Diga lo que
diga la policía. —Y con su voz vibrante
de rabia gritó—: ¡Fuera los pies!
¡Ninguno de vosotros es digno de ser el
padre de Utunia!
Estaba de tal manera encolerizado
que se alegró cuando cada uno de los
hombres blancos le ofreció hospitalidad,
a él y a su familia, dándole la
oportunidad de humillarlos, a uno tras
otro, con un brusco rechazo; y salió, la
frente alta, sin mirar a nadie. Viví, que
cargaba a Ernenek, tomó en brazos a
Utunia y fue tras él.
A los hombres blancos les parecía
mentira que la pareja hubiese decidido
partir; la acompañaron presurosos y la
ayudaron a atar a los perros; y cuando
gritaron sus saludos y agitaron pañuelos
en dirección al trineo, que se ponía en
marcha, Papik hizo algo que jamás había
hecho en su vida: saludó también él.
Ya que esta vez la separación no le
entristecía.
XIV. El matrimonio

LA primavera siguiente, mientras


todavía viajaba por Cabo Miseria
procedente de la Bahía de la Masacre,
la pareja se encontró casualmente con el
fantasma de Milak, marido de Ivalú.
Apareció en pleno día y de tamaño
natural, más bien grácil por tratarse de
un hombre, como siempre, pero muy
atrayente, pescando inclinado sobre un
agujero abierto en el hielo, en compañía
de un hombre y de una mujer. Al oírse
llamar, se volvió bruscamente, y
observó a Papik y a Viví sin dar
muestras de reconocerlos, y dijo con la
misma voz de Milak:
—Alguien se llama Panipciuk.
—¿No eres el marido de Ivalú?
El hombre frunció la nariz y con
movimiento de su cabeza señaló a la
mujer.
—Nuestra esposa —dijo.
Entonces Viví le tiró de la manga a
Papik y le susurró:
—¡Escapemos!
Y los dos huyeron horrorizados.
Porque eso sólo podía significar que
Milak había muerto y retornado a la vida
con su apariencia anterior —inclusive
tenía sobre los labios las dos cicatrices,
recuerdo del ataque de una morsa—
pero con otra alma: aterrorizador
descubrimiento como todos los
fenómenos inexplicables, que impulsó a
la pareja a exigirles a sus perros la
máxima velocidad.
En la primera parada, mientras
esperaba conciliar el sueño, Viví tuvo
una extraña sensación que la hizo
estremecerse: sintió que un soplo helado
le rozaba la nuca. Y en cuanto se lo dijo
a Papik, él tuvo la misma sensación.
Durante mucho tiempo a partir de
entonces, ninguno de los dos se atrevió a
dormirse sin que el otro montara
guardia.
Descubrir que Milak había muerto
les preocupó sobre todo por Utunia: si
también Ivalú hubiera tenido noticias de
ello, nada le habría impedido volver a
casarse.
Y en ese caso no querría cargar con
la niña.

El viaje, que debía seguir un itinerario


indirecto, dictado por la caza y las
estaciones, duró más de un año. O acaso
más de dos. No estaban seguros. Sólo
supieron con certeza que cuando se
reunieron con Ivalú era pleno verano
porque Monte Grávido se había vuelto
una isla circundada por aguas oscuras y
límpidas, consteladas de hielos
flotantes. Se veían alineadas sobre la
orilla algunas umiak, las grandes
embarcaciones de piel de morsa sobre
armazón de costillas de ballena,
recuerdo de los tiempos en que Monte
Grávido era una base de balleneros:
ahora servían para asegurar la
comunicación con el territorio vecino y
para la caza de la foca y la morsa
durante el breve período de
navegabilidad.
Encontraron a Ivalú instalada en una
nueva casita de tierra y huesos de
ballena, todavía en la confiada espera
de su Milak.
Toda la aldea recibió con un suspiro
de alivio la noticia de que durante ese
tiempo el hombre de la luna se había
vengado dándole a Viví una hija, una
mujercita, por lo que nadie ya tenía que
censurar la presencia de la pareja.
—¿Qué nuevas tienes de tu marido?
—preguntó Papik a su hermana,
guardándose bien de nombrar a Milak,
porque si su nombre todavía estaba
vagando sin cuerpo sufriría y podía
vengarse.
Ivalú respondió con una ancha
sonrisa:
—Milak todavía no ha vuelto. Una
tonta mujer ha oído decir que él ha
muerto y vuelto a la vida con otro
nombre. Pero son estúpidas habladurías,
de gente que quiere mal a una mujer. Es
eso.
—Es eso —le hizo eco Papik.
—Hemos visto un hombre que se le
parecía —se apresuró a decir Viví antes
de que Papik pudiese contenerla—. Y
que se volvió en cuanto lo llamamos.
—Pero dijo llamarse Panipciuk —le
aseguró Papik a la hermana. Ivalú
miraba el infinito y sonreía, a ninguno en
particular, remota como siempre
mientras decía:
—Existen hombres que se parecen a
Milak.
—Tenía su voz y también las dos
cicatrices sobre el labio —insistió Viví.
—Pero no su alma ni su nombre. De
lo contrario hubiera vuelto.
—Mientras esperas su regreso —
prosiguió Papik—, podrías ocuparte de
Utunia. Así nos será fácil criar al
pequeño Ernenek. Se asemeja mucho a
nuestro padre, y no sólo en el aspecto.
También tú querrás que crezca bien
protegido. Y dentro de pocos años,
cuando no debamos vigilarlo más,
podrás desembarazarte de Utunia.
—Milak en cuanto vuelva querrá
emprender otro viaje después de
asegurarse un hijo varón —dijo Ivalú—.
Y entonces, ¿qué haremos con Utunia?
—Puedes tenerla hasta el regreso de
Milak —contestó Viví—. Después la
puedes abandonar.
Ivalú la miró absorta.
—¡Hablas como si no creyeses en su
vuelta! ¡Como si estuviese muerto! ¡Eres
mala!
—¡No, no, chiquita! —intervino
Papik riendo—. Viví quiere una sola
cosa: saber a Utunia segura, contigo.
—Es imposible —dijo Ivalú rígida.
Pero después, leyendo la desesperación
en la cara de Viví, añadió—:
Escuchadme: no es imposible que
alguien tenga un marido para Utunia,
dispuesto a mantenerla mientras la cría.
No es una pretensión exagerada ya que
escasean las mujeres.
—¡Cierto! —exclamó Viví—. ¡Si
uno quiere una mujer que se la críe!
—Un poco de paciencia. El hombre
en cuestión se fue a cazar.
Tellerk era un esquimal polar que se
había aventurado en el Sur
principalmente para encontrar una mujer,
dado que las únicas hembras de
dimensiones adecuadas que hubiera
podido encontrar en la cima del mundo
eran las osas blancas. En ocasión de su
primer matrimonio había dado pruebas
de saber ser un marido ejemplar además
de un verdadero hombre.
Por eso Ivalú lo había propuesto.
Tiempo atrás había partido para
cazar, dejando en una aldea a su primera
mujer y a su hijo recién nacido. Durante
su ausencia los habitantes del lugar
sucumbieron a una de las tantas
epidemias importadas por el hombre
blanco y que son letales sólo para los
esquimales. Cuando Tellerk volvió de la
caza, quien podía moverse había huido,
mientras perros y lobos devoraban los
cadáveres aguardando a que muriesen
los últimos enfermos.
A través de la ventanita de la choza,
Tellerk vio a su mujer tendida en su
lecho de muerte, amamantando al hijo.
Por miedo a la infección, en ningún
momento traspuso ese umbral pero se
quedó cazando en aquel paraje para
poder arrojarle comida a su mujer por la
ventanita. Sólo cuando la vio muerta,
con el pequeño que succionaba
desesperadamente el pecho congelado,
Tellerk decidió abandonar esos lugares.
—Te ayudaremos a olvidar a tu
primera mujer —le prometió Ivalú en
una de esas sonrisas que habrían
conmovido hasta a un corazón de glotón
—. El hermano de una ha llegado hace
poco con su hija y no es imposible que
te la dé como esposa, si prometes
mantenerla.
Tellerk dudaba de sus propios oídos.
—¿Tienes un hermano? ¿Y él una
hija?
Poseía buena índole Tellerk, un solo
ojo válido, y, en compensación, cantidad
de dientes; era menos morrudo pero más
alto que Papik.
Ivalú asintió.
—Una hija mujer. ¿Prometes
mantenerla?
—¿Es joven?
—Jovencísima.
—¿Linda?
—Si es fea podrás restituirla.
Tellerk se puso a caminar de un lado
a otro para demostrar que nadie lo
apuraba; pero sólo hasta que Ivalú le
dijo:
—Está bien, Tellerk. Eres el primero
en recibir este ofrecimiento pero no el
último si no te decides.
Tellerk dio de inmediato su
consentimiento; e Ivalú le informó que
ahora sólo faltaba el de los padres de la
esposa. A los redobles de su pequeño
tambor, Papik y Viví, que estaban detrás
de la casa, aparecieron prodigando
sonrisas.
—¡Este es Papik, el hermano de una!
—¿Y ésta es la esposa? —preguntó
Tellerk regocijado.
—¡No, no! —rió Ivalú—. Es la
madre. ¿Qué das para sellar el pacto?
—¿Dónde está la hija?
—En la tienda —dijo Papik—.
Duerme.
—¿Tiene todos los dientes? —quiso
saber Tellerk.
—Casi todos —afirmó Viví.
—¿Sabe coser?
—Todavía no, pero aprenderá.
—Entonces, ¿qué puedes dar? —
urgió Ivalú a Tellerk. Él no era hombre
de dejar escapar un negocio.
—Una mandíbula de tiburón nueva
que corta el hielo como si fuese grasa de
foca, y un largo arpón en el cual un
hombre ha trabajado casi todo el
invierno. ¡No os vayáis! ¡Alguien corre
a buscarlos!

Después de que el esposo volvió con la


dote y Papik la hubo aceptado, ambas
partes quedaron comprometidas al
cumplimiento del pacto. No quedaba
sino presentar a la esposa.
Cuando Viví reapareció con la niña
profundamente dormida en sus brazos,
Tellerk abrió exageradamente ojos y
boca por el estupor.
—¡Aquí está Utunia! —anunció
jubilosa la madre levantando aún más en
alto a la criatura—. ¡Es toda tuya!
—Para protegerla y mantenerla —le
recordó Papik.
—¡Qué espléndida pareja! —dijo
Ivalú conmovida.
—Pero… pero… —Tellerk
empezaba a encontrar alguna fuerza para
balbucir y acurrucarse en el lecho.
—¿No es hermosa? —preguntó Viví.
—De aspecto no está mal, pero es
demasiado chica —contestó Tellerk,
humillado.
—Muy grande no es —dijo Papik—,
pero es simpática.
—Y crecerá —prometió Viví.
—Ya habías sido informado que es
muy joven —le recordó Ivalú—. ¿A
Kresuk lo conoces, no?
—¿Qué tiene que ver Kresuk? —
estalló Tellerk.
—Se casó con su mujer antes de que
naciera. Y con el tiempo su unión ha
resultado muy feliz.
—Está bien. Pero un hombre
esperaba otra cosa.
Viéndolo dudar, Viví decidió
intervenir con vehemencia.
—¿Por qué debemos criar a una
mujercita sólo para complacer a un
extraño? ¿Me lo puedes explicar? —
preguntó agresivamente.
Papik atacó al yerno por el otro
lado:
—¿Y dejársela llevar en cuanto se le
han formado los músculos y ha
aprendido a coser y a rascar?
—¡Qué egoísta eres! —le increpó
Ivalú.
Bajo aquel fuego cruzado Tellerk
tomó un aire tan entristecido y culpable
que los otros se apiadaron de él.
—No deberás cargar tú solo con la
pequeña Utunia —lo animó Papik—.
Viajaremos todos juntos, si quieres. Viví
se ocupará del iglú y de la niña mientras
nosotros dos vamos de caza.
—Serás como un huésped de mi
hermano —precisó Ivalú. Al oír estas
palabras, Tellerk levantó la cabeza y vio
que Viví le sonreía con dientes casi
nuevos y ojos relucientes que iluminaron
el repentino rubor de sus mejillas y de
golpe, la idea de ese matrimonio dejó de
asustarlo.
XV. Una contienda de
cerebros

PARA no poner en situación


embarazos a Viví y Tellerk mientras en
su tienda reían su primera risa, Papik
había llevado a los niños a casa de Ivalú
para tomar una escudilla de té.
Cuando Tellerk y Viví los alcanzaron
más tarde encontraron la choza llena de
gente. Estaba también el famoso Solo,
de paso por Monte Grávido, que había
ido en visita de conveniencia, a ver a
Ivalú con toda su familia: hombre
prudente que como tal mantenía buenas
relaciones con todos los angakok.
Solo tenía renombre de gran cazador
y de extraordinario marido.
Desde hacía años había sido capaz
de alimentar a tres esposas sin
compartirlas con nadie, reemplazando
periódicamente a la que había gastado
sus dientes para masticar las vestimentas
de la familia, por una más joven o, por
lo menos, de dientes intactos. Una vez
había tenido que ahogar a sus futuros
suegros antes de desposar a la hija, y lo
había hecho con tal discreción que la
policía fue incapaz de obtener las
pruebas. Naturalmente, todos los
maridos lo envidiaban. Las mujeres, en
cambio, no lo veían con buenos ojos;
aun cuando no censuraban la poliandria,
que tenía el crisma de la tradición, la
poligamia las escandalizaba.
Si una demostración de fuerzas entre
Papik y Tellerk resultaba inevitable,
antes o después, la presencia de Solo
fue lo que acortó el plazo.
Aunque no se lo habían confesado
siquiera a sí mismos, Papik y Tellerk se
sentían inferiores a Solo puesto que
cada uno de ellos ostentaba una sola
esposa, y para mayor menoscabo una de
éstas era chiquita.
Especialmente Tellerk sufría como
una ofensa personal la presencia de ese
hombre con su trío de mujeres y, para
colmo, con un varoncito lactante.
—Llevarse bien con una sola esposa
es ya bastante difícil —le dijo en cuanto
lo encontró en casa de Ivalú—. ¿Cómo
haces para llevarte bien con tres?
—Es fácil —contestó Solo lanzando
un escupitajo que después de trazar un
arco elegante fue a parar al otro extremo
de la habitación—: Un marido ha
establecido una regla: cuando él habla
todas las esposas deben callar. Y cuando
las esposas hablan, él no escucha.
Determinada así la superioridad
intelectual de Solo, Tellerk resolvió
atacarlo frontalmente con una importante
cuestión: la del alimento.
—Tus buenas señoras —sonrió
maliciosamente—, son bellísimas y
tienen una elegancia suprema pero dan
la impresión de estar un poco
hambrientas.
Solo acusó el golpe.
—Alguien ha llegado sin
provisiones —replicó secamente—. No
obstante, invita a todos a una abundante
comida, entre una y otra vuelta del sol,
después de haber dormido un poco.
—¿Una abundante comida? —se
asombró Tellerk—. ¿De qué? Como
ahora vas a dormir, ciertamente en
compañía de las tres lindas señoras.
Solo quiso ignorar la explosión de
hilaridad que siguió a esas palabras.
Cuando se desvanecieron las risas retiró
el dedo de su caverna nasal y dijo con
estudiada indiferencia:
—Alguien irá a cazar después del
reposo.
—Aceptamos tu invitación si tú
aceptas la nuestra —manifestó Tellerk.
Enfadado, Solo se levantó y salió
seguido por las tres mujeres que reían a
carcajadas.
Tellerk se dirigió a Papik:
—Ahora está en juego el honor de
alguien. Debemos procurarnos bastante
carne como para avergonzar a ese Solo
de una vez por todas.
Papik no respondió. Estaba
enfurecido porque Tellerk durante la
conversación no le había dado ocasión
de mostrarse brillante, y seguía tomando
aún la iniciativa. Viví, de su intercambio
de risas con el yerno, había emergido
más bella que siempre, y sólo para él
tenía ojos y oídos, y le aplaudía las
salidas menos afortunadas con su risa de
marfil.
—Iremos a la Bahía del Gran Oso a
buscar morsas —prosiguió muy dueño
de sí Tellerk—. Según Ivalú allí el hielo
es firme, y una morsa es justo lo que
necesitamos para hacer morir de envidia
a esa vejiga hinchada que es Solo.
—¡Un momento! —le contuvo Papik
—. ¿Quién dijo que iremos a la Bahía
del Gran Oso?
—¿Cómo quién lo dice? ¿No oíste
quién ha sido? —inquirió Tellerk,
burlón.
Papik tragó saliva.
—¿Quién decide la caza?
Tellerk fingió sorpresa.
—Alguien lo ha decidido.
—¡El que decide es este hombre! —
estalló Papik.
—No es así.
Por una vez nadie rió. Cada uno
comprendía que ése era un momento
peligroso. Jadeando, Papik se levantó,
tomó la lanza de la pared y apuntó al
ombligo de Tellerk.
—Alguien jamás ha recibido
órdenes. Dejemos que la lanza decida.
Tellerk palideció.
—¡Esperad! Ya sabéis que si uno
mata al otro, los dos querrían que eso no
hubiera sucedido. Dejemos que resuelva
el tambor —gritó Ivalú.
Los cantos que se acompañan con el
tambor, duelos de la inteligencia,
representan el único modo honroso de
dirimir una controversia, y es una
diversión para todos menos para el que
pierde.
—Es lo mejor —confirmó Viví.
—Un hombre está preparado —dijo
Tellerk y se apresuró a asir un tambor.
—¡Porque tienes miedo de la lanza!
—exclamó Papik.
—Escucha, Papik —intervino Ivalú
—: si os medís con la lanza el perdedor
quedará muerto y el vencedor querrá
morir. Si os medís con el tambor el
perdedor sólo hará un mal papel y el
vencedor será aplaudido.
Papik no quería confesar que
prefería mil veces la muerte al mal
papel. Solamente dijo:
—Un hombre no le tiene miedo a la
lanza.
—¿Pero le tienes miedo al tambor?
—preguntó Viví.
—¡Un hombre no le tiene miedo a
nada!

Bien podía suceder que Papik fuese el


más grande cazador sobre la frontera de
los perros; pero nadie, ni siquiera él
mismo, hubiera osado afirmar que él
fuese el mejor verseador; y era estro
poético lo que se precisaba para salir
victorioso de la contienda de cerebros
que en seguida tuvo lugar en la casita de
Ivalú, atestada hasta las costillas de
ballena del techo, de espectadores
excitados.
Únicamente Solo y sus esposas no
habían sido molestados en su sueño.
El habitáculo era sofocante por la
presencia de tantas personas apretadas
como merluzas en la red. El sudor
goteaba de los pechos untados de los
contendientes sobre los pequeños
tambores, que cada uno asía con una
mano y percutía con la otra haciendo
oscilar y columpiar el tórax mientras
cantaba los estribillos destinados a herir
al rival, provocando la hilaridad del
público, último arbitro en caso de que
ninguno de los dos se considerase
derrotado. Los espectadores, de pie
contra la pared o acurrucados en el
suelo, les dejaban escaso lugar a los
duelistas, que permanecían plantados
para no tropezar y se limitaban a
contorsionar el tórax.
Afortunadamente para Papik, la
capacidad poética de Tellerk se reveló
apenas superior a la suya.
—¡A través de sus focas un hombre
habla contra ti, aiaiai! —gemía Tellerk
según el rito—. ¡A través de las focas
que ha matado, más numerosas que las
que mataste tú, aiaiai!
—¡Aiaiai! —respondió Papik en
tono de lamento—. ¿Dónde están las
focas de que habla este desconocido?
¡Alguien ve sólo ojos esperanzados y
barrigas vacías que hay que llenar, ya
que este desconocido no lo ha logrado,
aiaiai!
—¡Este Papik es tan delgado que
uno podría colgar el arco en sus
costillas, aiaiai! —replicó Tellerk,
provocando risas que ciertamente
hubieran sido más estruendosas si Papik
no estuviese a punto de reventar de tanta
grasa y músculos como sucedía siempre
en la estación estival.
—¡Oh! —replicó Papik con aire de
desprecio contoneándose como una
morsa enamorada y haciendo retumbar
su tambor de piel de foca.
—¡Tellerk tiene que atar los hocicos
de sus perros y amarrarlos a un palo; si
no, lo devorarían para sobrevivir,
aiaiai! ¡Pobre Tellerk! ¡Pobres perros,
aiaiai!
Aunque habían asistido a contiendas
de cerebros más memorables que ésa,
los presentes querían divertirse a toda
costa y alimentaban el fuego
aplaudiendo las salidas aun más
trilladas; en cuanto a la mímica y
contorsiones de los contendientes,
fueron superiores al texto y a la música.
Bien pronto cada uno de los dos empezó
a contravenir las reglas interrumpiendo
con su propia réplica el versito del otro,
tratando de superarlo con el vigor de la
voz ya que no era posible con la gracia
del talento.
Cuando Papik cantó:
—¡Aiaiai! Alguien es inteligente
como un zorro y fuerte como un buey
almizclero —Tellerk le golpeó el
tambor con el suyo y respondió:
—¡Es cierto! ¡Pero ese alguien no es
Papik, el cual, aiaiai, tiene la fuerza del
zorro y la inteligencia del buey!
Después de lo cual arrojó el tambor
a la cara de Papik.
Resentido por la explosión de risas
que siguió a su gesto, Papik se abalanzó
inclinado sobre su rival y le dio un
cabezazo en el pecho. Tellerk le
respondió golpeándolo con su cabeza en
plena cara, y para inmenso solaz de los
presentes le partió una ceja y le sacó un
poco de sangre. Papik reaccionó
rompiéndole el tambor en el cráneo, y
después aferró de la cintura a su
aturdido rival, lo levantó por los aires y
lo golpeó repetidas veces contra el cielo
raso haciendo retemblar los puntales de
ballena y haciendo caer una lluvia de
fina tierra sobre todos. Todavía
sangrando, decía con voz de trueno:
—¿Esta sería la fuerza de un zorro?
¿Eh, eh?
—¡No, no! —lloriqueó Tellerk, que
había empezado también él a sangrar—.
¡Es la fuerza de un buey almizclero!
—¿Y la inteligencia?
—¡Tienes la inteligencia del zorro!
—¿Y entonces quién dirige la caza?
Como la respuesta se hacía esperar,
Papik lo golpeó un par de veces más
contra el cielo raso, y Tellerk se
apresuró a responder:
—¡Tú!
Entonces Papik le dejó caer a los
pies de los entusiastas espectadores.
Pero después le ayudó a levantarse y le
estrechó la mano para demostrar que no
le guardaba rencor, ya que después de un
duelo de cerebros es obligatoria una
reconciliación total.
Mientras Tellerk se consolaba con
una taza de té, Ivalú le preguntó al
hermano:
—¿Y bien, adónde iréis a cazar?
—A la Bahía del Gran Oso —
respondió Papik.
—¿Y no era ésa la propuesta de
Tellerk?
—Cierto. Pero él tenía que aprender
que el jefe de la familia es el que ordena
la caza, y también reconocer quién es el
jefe de la familia.
Papik pensaba que resolviendo la
cuestión de la caza lo resolvía todo,
estableciendo las premisas para una
vida familiar armoniosa y serena.
Pero pronto se vio enfrentado a un
problema de naturaleza absolutamente
distinta.
XVI. La viuda
REGRESARON con una robusta morsa,
y el gran cazador Solo quedó de tal
manera ofendido por la cantidad de
hígado y carne que le ofrecieron Papik y
Tellerk, en cuanto fue despertado, que
ordenó a sus esposas hacer los bultos, y
dejó Monte Grávido bullente de cólera y
con el estómago vacío.
Papik y Tellerk habían sacado
provecho de los consejos de Ivalú y
dado crédito a sus poderes misteriosos,
aunque ella, en su habitual modestia, los
atribuyese a su conocimiento de la isla.
El final del verano, cuando empezaba el
frío, aun antes de que la costa se
solidificase, era un pésimo período para
la caza. Los pájaros habían partido
hacia el sur y los animales salvajes
hacia abajo de la tierra, excepto pocas
focas y alguna morsa; pero no había
manera de cazarlas. Las frágiles
embarcaciones de pieles no podían
aventurarse en el mar por el peligro de
las masas siempre más imponentes de
los hielos flotantes que venían del
Norte; y la costra marina que
permanecía helada en alguna bahía no
era de consistencia como para soportar
el peso de un hombre.
Con una sola excepción.
Ivalú, que desde largo tiempo vivía
en Monte Grávido y que siendo una
mujer polar entendía de caza como
ninguna otra en la aldea, sabía que en la
Bahía del Gran Oso el hielo se mantenía
lo suficientemente sólido como para
sostener a un hombre, porque el sol no
lo tocaba jamás. Si otros lo sabían, bien
se guardaron de informar a Solo; de
modo que no fue durante su breve
estancia en Monte Grávido cuando él
pudo dar pruebas de su habilidad.
Después de la partida de Solo
también Papik y Tellerk dejaron la isla,
ya demasiado poblada de animales.
La caza continuó absorbiendo todas
sus energías, pero no en vano.
Dos cazadores en sociedad cobran
mayor botín que separadamente.
Mientras uno atraía hacia sí la atención
de una foca, el otro la sorprendía por el
lado opuesto. O bien uno restringía un
área de respiradero cerrando un agujero
tras otro, menos el que su compañero
estaba acechando.
Y también podía hacer uso del arpón
largo, traído como dote por Tellerk y
cuyo empleo requería dos hombres.
En verano se aventuraban tierra
adentro para cazar al buey almizclero y
al reno. Engullían cuanta carne sus
estómagos podían retener, y con
frecuencia aún más, y sepultaban la
sobrante con la esperanza de volverla a
encontrar en cualquier ocasión futura.
La imprevista dificultad que surgió
entre los dos hombres fue a causa de
Viví. Papik trataba a Tellerk no sólo
como a un yerno sino como a un
huésped, mientras Tellerk se comportaba
como si fuera socio del matrimonio de
Papik, quien una vez, al volver a casa,
oyó que Viví reñía ásperamente con él.
Desvanecida la fascinación de la
novedad, Viví había vuelto a ser una
esposa como tantas, sometida al marido
y atenta a sus propios deberes. Educada
según los criterios más austeros, ella no
olvidaba jamás que si una mujer puede
ser prestada, vendida o regalada, nada
debe acaecer sin el consentimiento de su
marido. Nadie ignoraba esta norma
básica del vivir en paz; pero había
quienes la olvidaban.
Tellerk era uno de éstos.
—¿Por qué molestas a Viví? —le
preguntó Papik irritado.
Tellerk se estaba restregando una
hinchazón en la frente que mostraba las
señales de un golpe de puño. No
obstante, respondió sin ninguna
cortedad:
—Deberías interceder ante Viví.
Ella pretende cada vez tu autorización.
Pero hay momentos en que la cosa es
urgente y tú no estás siempre en casa.
—¡Claro que se necesita la
autorización! ¡Y cada vez! —estalló
Papik.
—¿Y por qué? Nadie te la gasta.
—No es porque la gastes. ¡Es por
principio! Si uno no puede confiar en ti
en las cosas pequeñas, ¿cómo puede
fiarse de ti para las cosas más
importantes?
—¿Como cuáles? —dijo Tellerk en
tono de mofa; y dado que la respuesta se
hacía esperar, manifestó
ceremoniosamente—: Un hombre te pide
ahora el permiso. ¿Harías el favor de
salir? Quisiera intercambiar algunas
risas con Viví.
La ironía no hacía mella en Papik,
que replicó con un seco no.
—¡Más que avaro! —estalló Tellerk.
Y Papik enrojeció tocado en lo más
vivo; era la primera vez que había
merecido tal epíteto. Pero un hombre no
puede dar marcha atrás.
—Viví no es tu mujer y no puedes
disponer de ella a voluntad. Utunia irá
creciendo. Mientras tanto, alguien te
echará una mano pero sólo cuando él lo
diga.
—¡Un hombre no quiere ayuda!
Y Tellerk corrió afuera para
desahogar su ira con los perros,
mientras Viví, ruborizada por haber
causado un litigio doméstico, se afanaba
en las tareas de la casa.
A partir de entonces Tellerk
demostró claramente que jamás, por
nada del mundo, se rebajaría a pedirle
otro favor a Papik. Tampoco sus
relaciones con Utunia eran muy buenas:
entre los dos no existía intimidad ni
comunicación alguna.
—Utunia no quiere jugar conmigo —
se quejó Tellerk una vez—. Me da
puntapiés en la ingle.
—Siempre ha sido un poco huraña
con los extraños —le aseguró Viví—.
Con el tiempo te tomará confianza,
verás. Debes tener paciencia.
Pero la paciencia era la cualidad
que en menor grado poseía Tellerk. Se
enfurruñó y renunció a toda ulterior
tentativa de ganar el afecto de su
mujercita o, por lo menos, su estima.
Pero se preocupaba porque fuese
debidamente alimentada, y con
frecuencia la examinaba minuciosamente
para verificar su crecimiento; y siempre
le parecía que los progresos eran
mínimos o nulos.
Pero estaba en un error.
Los dos niños se desarrollaban
maravillosamente gracias a la leche
materna y a la sangre burbujeante y a los
peces vivos y al aceite de hígado; y
recibían asimismo bocados ya
masticados de carne corrompida que sus
inocentes estómagos rechazaron al
principio pero que después, a fuerza de
insistir, aprendieron a retener.
Mientras el pequeño Ernenek ya dejaba
traslucir un temperamento vivaz e
impetuoso, Utunia se mostraba más
tranquila y reflexiva.
El cobre reluciente de sus largos
cabellos lacios sueltos sobre los
hombros, y los ojos levemente
estrábicos, y azules como las grietas del
hielo, conferían a su carita redonda de
altos pómulos asiáticos, la fascinación
de lo insólito. La delicada pelusa que al
nacer había adornado sus miembros se
había reforzado con el crecimiento —
característica casi ignorada entre los
esquimales que por lo general
permanecen imberbes aun en el púber—.
Salvo en presencia de extraños, la niña
se mostraba voluntariosa y segura de sí
misma, tal vez porque el pequeño
Ernenek la miraba como ejemplo y como
a alguien que enseña a vivir.
Las únicas lamentaciones provenían
del marido que, evidentemente, había
esperado ver madurar un fruto recién
brotado, de la noche a la mañana.
Tellerk se ensombreció tanto que
Papik se conmovió, y una vez, antes de
dejar el iglú, lo tomó de un brazo y lo
llevó ante Viví pronunciando el
tradicional: «¡Uníos!». Tellerk quiso
ignorar el ofrecimiento y conservar el
gesto ceñudo, y Papik tuvo que
recordarle que ningún hombre podía
ofender así a una señora sin perder la
propia reputación. Tellerk estuvo de
acuerdo y por fin la armonía familiar fue
restablecida. Por lo menos durante un
período.
Criar dos niños al mismo tiempo
representaba una empresa casi
imposible, como todos los expertos lo
sabían, y no se podía tener éxito sin el
apoyo continuo de los ángeles custodios.
Fuera del iglú o del pezón materno
un niño está constantemente en peligro.
El hielo es un elemento que traiciona
con sus infinitas trampas, los maremotos
y los canales que de improviso se abren
y se cierran. En primavera, con la
licuefacción de la costra, los peligros se
multiplican. Ni el verano es una estación
segura, con tanta agua por todas partes y
el riesgo de la caza bajo la superficie.
Además las traíllas representan una
amenaza constante. A fuerza de golpes
los perros pueden aprender a respetar a
los niños, a los cuales se les enseña a
valerse de un garrote en cuanto tienen
fuerza para empuñarlo. Pero si un niño
cae, los perros fingen creer que se trata
de una comida arrojada al suelo para
ellos y en instantes lo despedazan.
Viví tenía también otro problema.
La presencia de un segundo hombre
en la casa había duplicado su trabajo.
Debía atender a los dos niños y además
desollar y descuartizar las presas de dos
cazadores, coser y rascar y masticar y
recomponer las botas y las pellizas de
oso y las ropas de pájaro y los guantes
de todos, incluidos los propios.
Y el cansancio empezaba a hacerse
sentir.
Mientras los hombres roncaban,
fatigados pero satisfechos, recuperando
sus fuerzas, Viví no conseguía dormir
plenamente. Uno u otro de los hijos la
despertaba siempre.
A veces sólo para bromear, o porque
quería jugar, o comer, o hacer lo
contrario. Y ella lo secundaba,
entontecida y somnolienta, o bien feliz
de ser tan requerida. Era como si el
buen humor y las fuerzas que
paulatinamente la abandonaban no se
perdieran y se transmitieran a los hijos.
Y se mostraba alegre sólo con ellos.
—Una mujer no quiere reír más con
Tellerk —le confió una vez a Papik.
—¿Por qué? ¿Te falta al respeto?
—No, no. Pero sucede que una
estúpida mujer está cansada, y además
acostumbrada a un hombre solo, y no le
gusta dividirse continuamente.
—Estos pequeños sacrificios son
necesarios para nuestra niña.
Viví no podía oponerse a semejante
argumento. Ya no le hacía eco a la
hilaridad de los dos hombres, pero se
sometía en silencio, por deber y, por lo
mismo, con resentimiento.
Hasta que, inesperada, la muerte
visitó a la familia.
Ocurrió al alba de un nuevo día, más
de dos años después del matrimonio de
Utunia, mientras la familia y los
elementos estaban resucitando del
entumecimiento de la estación. Los
espíritus del aire azotaban el Océano
Glacial y la reina Sedna sublevaba las
aguas, cuando Papik, asomándose al
túnel, avistó un oso y le siguió el rastro.
El iglú familiar había sido
semiexcavado en el hielo marino junto a
la costa, y el oso se dirigía a un
promontorio donde el peligro de que la
costra helada se abriese era mayor que
en cualquier otro sitio durante una
tempestad.
Pero Papik no resistía a la atracción
del oso, especialmente en primavera. Y
tampoco Karipari, que precedía al amo
desgañitándose.
—¡Vuelve atrás! —gritó Tellerk de
pie junto al túnel del que emergían los
otros uno a uno.
Viví se puso a correr con su paso de
ánade en pos de Papik, para llamarlo, y
los chicos corrían detrás de la madre
por la fuerza de la costumbre, y la traílla
detrás de su jefe; y Tellerk se quedó solo
delante del túnel.
Y en ese momento la costra se abrió
debajo del iglú que fue engullido junto
con Tellerk.
Toda la familia volvió a la carrera
sobre sus pasos, en la esperanza de
salvar al último de sus miembros. Si
hubiese sido posible pescarlo, Tellerk
habría salido con vida. Su vestimenta,
de materiales impermeables y cosida
con tendones de foca, que se dilataban al
contacto del agua, no la dejaba pasar.
Pero el canal se había cerrado de
inmediato por la presión del hielo
circundante, y lo único que quedaba de
Tellerk era el mango de su cuchillo
hendido en la costra, como una lápida
funeraria.
Tellerk no merecía terminar de ese
modo, sino Papik por haberse
aventurado en la zona insegura. Pero los
espíritus son caprichosos.
Fue así como la pequeña Utunia
conoció la amargura de la viudez antes
de probar las dulzuras del matrimonio.

Papik y Viví no perdieron tiempo e


hicieron todos los exorcismos
necesarios para resguardarse del
fantasma de Tellerk.
Lamentaron su prematura
desaparición con voz estentórea,
magnificando sus virtudes y callando sus
defectos. Esparcieron trocitos de carne
alrededor del sitio de su partida para
congraciarse con su espíritu, y también
en la secreta esperanza de que él los
ayudase en sus cazas futuras. Después
huyeron, apaleando sin piedad a la
traílla, y deteniéndose sólo de vez en
cuando para dejar tras ellos simulados
cepos y trampas, para asustar al
fantasma por si tuviera intención de
seguirlos.
Es normal que un muerto odie a los
vivos y que éstos deban congraciarse
con su fantasma proclamando con
vehemencia el dolor causado por su
muerte. Pero la desesperación de que
dio muestras la pequeña Utunia les
pareció exagerada a los padres. La niña
no se daba paz; ni siquiera cuando se le
aseguró que se habían tomado todas las
precauciones y que no había nada que
temer. Seguía derramando ríos de
lágrimas, y cuando le fue brindado el
pecho materno, ofrecimiento que
siempre la había calmado, en un acceso
de ira empezó a golpearlo con sus
puños.
Los padres ya no sabían qué hacer.
Utunia era una niña inteligente y más
precoz que el común de los hijos de los
hombres; pero, después de todo, ella no
debía tener más de seis o siete años, y
hasta ese día había demostrado más
afición por uno de los cachorritos de
Karipari que por cualquier ser humano.
—¿Que el fantasma la haya
alcanzado y le esté haciendo daño? —
conjeturó Viví.
Papik escupió de rabia y se puso a
pisotear el hielo.
—¡Esto nos faltaba! ¡Es preciso
reemplazar cuanto antes los instrumentos
que desaparecieron en el agua con el
iglú, y también debemos preocuparnos
por el fantasma de un hombre y la cólera
de una niña!
Desvelaron el misterio poco después
de haber levantado otro refugio.

Iban a acostarse cuando advirtieron que


Utunia se había alejado en la caliginosa
mañana. Y como la pequeña no obedecía
a sus llamadas fueron a buscarla y la
llevaron a la casa, en brazos, mientras
ella se debatía y pataleaba, gritando
entre sollozos:
—¡Dejadme! ¡Alguien quiere morir!
—¿Por qué tendrías que morir,
chiquita? —le preguntó Viví lamiéndole
las lágrimas y limpiándole la nariz con
la suya.
Utunia no respondió pero siguió con
sus sollozos hasta que el sueño venció al
llanto, después de lo cual los padres se
adormecieron. Pero, de golpe, Viví se
despertó y sacudió a Papik para
anunciarle:
—¡Utunia se ha escapado! ¡Está
decidida a morir!
—¿Cómo es posible? ¡No parecía
aficionada a Tellerk!
—Ella sabe que tu madre se ahogó
cuando quedó viuda, y tal vez se crea en
el deber de imitarla. Es una niña muy
impresionable.
—¿Impresionable Utunia? ¡Ah! ¡Lo
mismo que una cabeza de oso
congelada!
En tanto, Papik se había vestido
apresuradamente. Le entregó el pequeño
Ernenek a Viví, que no quería
permanecer en la casa a esperarlo, y
juntos fueron tras las narices de
Karipari, guía más segura que las leves
huellas de la niña en la costra barrida
por el viento.
Mientras avanzaban mecidos por las
ráfagas, la ausencia de Tellerk se hacía
sentir. El pequeño Ernenek pesaba sobre
la espalda de Viví pero no lo podían
dejar solo en el iglú por temor de que
despertara y hallara el modo de salir.
O la traílla el modo de entrar.

Cuando de lejos avistaron a Utunia que


yacía boca abajo, desataron a Karipari y
corrieron tras él.
Utunia estaba bien, no así la presa
por ella arponeada en el agujero de
hielo burbujeante de sangre. Viví recibió
un codazo en el estómago cuando intentó
abrazar a la niña, que no quería soltar su
presa, y que Papik sacó del agua
después de agrandar el respiradero. Se
trataba de una foca barbuda cuya piel es
la más adecuada para tiras y arreos.
Papik estaba trastornado.
—¿Qué has hecho?
Utunia se le plantó delante, las
piernas abiertas y empuñando el arpón.
—¡Ahora hay otro cazador en la
familia! —dijo—. No me dejaréis morir.
—Pero chiquita, ¿quién te quiere
dejar morir? —le preguntó Viví
frotándole la naricita.
Utunia la rechazó.
—¡Una niña ha oído vuestras
conversaciones! ¡Y vosotros creíais que
dormía! La habéis conservado con
vosotros sólo porque tenía marido.
—¡Te encontraremos otro!
—Los hombres no quieren niñas
flacas y chiquitas. Quieren viejas gordas
como tú.
—¡Ah, las mujeres! —vociferó
Papik—. ¡Justo en un momento como
éste! —Se golpeaba la cabeza con los
puños, con tanta fuerza que su cráneo
sonaba a hueco—. ¡Nuestra hija ha
ultrajado a las focas y ahora todo el
mundo marino nos evitará! ¡Estamos
desahuciados!
—¿Por qué? —preguntó Viví,
estupefacta—. ¿El tabú también vale
para las niñas?
—La ofensa es todavía más grave:
¡una foca matada no sólo por una mujer,
sino por una tan pequeña!
—Utunia no lo podía saber. ¿Qué
podemos hacer ahora?
—Una sola cosa —refunfuñó
humillado Papik—: ¡escapar y no
detenernos nunca!
XVII. Los hijos

PARA reconciliarse con el mundo de


las focas hicieron cuanto pudieron. Ante
todo, Papik fue en busca de un poco de
hielo dulce. Los iceberg son potables
por ser hijos de los heleros, nacidos de
nieve que con el tiempo se solidifica;
pero los que Papik vio aprisionados en
el Océano Glacial estaban demasiado
distantes. Por otra parte, también la
costra marina pierde su condición
salobre y se vuelve potable cuando
permanece largamente helada, ya que la
sal retenida por los cristales con el
tiempo se precipita. Papik ignoraba todo
esto pero sabía diferenciar el hielo
dulce, oscuro y transparente, del salado
que es blanco y opaco.
Disolvió en su boca un buen puñado,
con el que después roció la garganta de
la foca muerta, para congraciarse con
ella, puesto que los animales que viven
en aguas saladas indudablemente tienen
sed. Después, cada miembro de la
familia comió trocitos del corazón y del
hígado, convencidos de que si la foca
volviese a la vida sedienta de venganza,
no atacaría a las personas de quienes ya
se había vuelto parte integrante. Probar
los órganos vitales de una víctima es un
rito que los hombres casi siempre
ofician sólo con los cadáveres humanos,
después de un homicidio; pero la
gravedad de la ofensa perpetrada por
Utunia era tal que Papik no quería omitir
nada. Y como buena medida, en vez de
restituir a Sedna sólo los huesos de la
foca, arrojó al agua el esqueleto con su
carne, con la esperanza de que su gesto
generoso conmovería a la vieja reina del
mar.
Después de eso hizo correr a los
perros hasta que se desplomaron.
Durante varias vueltas del sol la
familia vivió con gran miedo de que en
el mundo marino se difundiese la voz
del horrendo crimen de Utunia, la cual
se sentía siempre más culpable y
preocupada por la desaprobación de los
padres quienes, en su presencia,
demostraban haber olvidado todo.
En su infantil ignorancia de los
tabúes, Utunia pensó que lo único que
quedaba era hacerles creer a los
espíritus que ella era un varón, y en ese
caso la familia no debería sufrir las
consecuencias de su acción tan
desconsiderada. ¿En qué se distinguen
las mujeres de los hombres? Las
mujeres hablan con voz sumisa, cosen,
rascan, descuartizan la caza, se sientan
en silencio detrás de los hombres
cuando éstos discuten cosas importantes;
las mujeres cuidan su cabellera
levantándola a manera de torre, como
Viví, o dejándola caer sobre el pecho en
dos trenzas, como Ivalú, o
componiéndola alrededor de la cara
como un mórbido marco. Los hombres,
en cambio, hablan rudamente, sacan
vientre y mentón, descuidan sus cabellos
dejándolos crecer como de estopa y
enmarañados, en desorden, a lo sumo
cortan con el cuchillo los que bajan
sobre la frente e impiden la visión.
No saltan a la vista otras
diferencias, ya que hombres y mujeres
visten del mismo modo, y Utunia
confiaba en que los espíritus no tuvieran
la secreta sagacidad como para
distinguirlos.
Poco tiempo antes la niña había
comenzado a aprender a coser y a
preparar las pieles; pero después del
desastroso suceso no quiso tocar una
aguja ni desenvolverse en ninguna clase
de trabajo doméstico. Dejó de lavarse
los cabellos y de peinarlos, y empezó a
comportarse y a hablar con rudeza, a
sacar estómago y barbilla, y decidió
acompañar al padre todas las veces que
iba de caza.
Se hizo una lanza, y a fuerza de
ejercitarse aprendió a servirse tan bien
de ella, que Papik le fabricó un pequeño
arco de hueso y tendones y numerosas
flechas diminutas con que abatir a los
pájaros en vuelo. Sólo después que
Papik no encontrara ninguna dificultad al
cazar focas y que Utunia arponeara otra,
él se convenció de la eficacia de la
estratagema urdida por la niña.
Y admitió, por lo tanto, que la
familia no estaba condenada.

El siguiente año, mientras iban con el


trineo por el fiordo helado conocido
como Lengua de Oso, en busca de la
madera que va a la deriva, y
posiblemente a la pesca de otro soltero
para Utunia, se cruzaron con un trineo de
necillik, portadores de un mensaje de
Ivalú.
Los necillik surcan la cima del
mundo con sus trineos de carne o
pescado congelados, no menos
asiduamente que los hombres polares, a
los cuales se considera superiores; por
eso Papik, cada vez que encontraba a
uno, debía contenerse para no estallar y
reírse en la cara.
—¿Eres realmente Papik, hermano
de la angakok Ivalú? —le preguntó el
necillik.
—No es imposible. ¿Por qué?
—Tenemos un mensaje para la
sobrina de Ivalú. Pero un hombre ve
sólo dos varones. ¿Dónde está la mujer?
Utunia y Ernenek estaban uno a cada
lado de Papik, los dos con sus
pantalones de oso, el torso desnudo,
bruñidos por el continuo sol, los
cabellos al viento, empuñando sus
lanzas incrustadas de sangre. El
delicado pelo y los ojos azules de
Utunia eran particularmente claros en
verano, a la luz del día y en contraste
con su piel bronceada; Ernenek, en
cambio, poseía cabellos gruesos, de un
negro azulado, y los ojos humosos de los
padres.
Antes de responder, Papik observó
alrededor para asegurarse de que no
había ningún animal marino que pudiese
oírlo.
Después dijo:
—Estos son nuestros hijos. La que
tiene el aspecto más rudo es la
mujercita.
El necillik sonrió maliciosamente y
se rascó la cabeza.
—¿La rubia? ¿La engendró un
hombre blanco?
—No es imposible —rió
sarcásticamente Papik mientras Viví y la
otra mujer se cambiaban miradas y
sofocaban sus risitas—. ¿Qué mensaje?
—Ivalú quiere cuanto antes a esta
sobrinita en Monte Grávido.
—¿Por qué?
—¿Quién sabe? Hemos recibido el
mensaje de otro trineo.

Conjeturaron que Ivalú hubiese tenido


conocimiento de la muerte de Tellerk y
ya tuviese otro esposo para la niña. O
bien, que Milak había retornado y que
ella lo había persuadido de la
conveniencia de tener a Utunia hasta el
nacimiento de un varón. En ambos
casos, era preciso apurarse. Pero
también era necesario sobrevivir. Como
debieron asegurarse la caza, quitarle el
cuero, devorarla y sepultar el sobrante,
esperar a que el mar se endureciese, y
después, que llegara a su fin la noche
profunda, tardaron otro año en arribar a
Monte Grávido.
La sonrisa de Ivalú parecía más
vacía que nunca y más remota su mirada.
Dijo que Milak había vuelto a ella:
pero sólo en sueños. Por lo que no era
imposible que hubiese muerto. No
obstante, Ivalú se negaba a unirse a otro
hombre ya que Milak le había prometido
regresar otras veces en sus sueños. Por
lo tanto, nada le impedía ocuparse de
Utunia. Segura en su posición de
angakok, se sentía feliz de poderle quitar
un peso al hermano y a la cuñada.
Cuando Utunia comprendió que sus
padres partirían sin ella, estalló en un
desgarrador llanto que sólo consiguió
frenar la amonestación paterna al
expresar que el llanto no es de hombres.
Crecida en el seno de la familia y unida
a ella como un brazo al cuerpo, la niña
no podía concebir la idea de separarse
ni de cambiar de vida. Renunciar al
trineo tras la traílla anhelante, a las
afanosas construcciones de los refugios
de nieve desafiando al repentino
huracán… A las silenciosas
exploraciones junto a las botas del
padre… A la instalación de las trampas,
a los encuentros con los osos, al
adiestramiento de los perros, a la
manufactura de armas y utensilios en la
intimidad del iglú azotado por la
tormenta y mecido por el mar… A los
suculentos amasijos masticados por su
madre que todavía, de vez en cuando, le
daba de comer de su propia boca
mórbida, por no hablar de la dulce y
caliente leche de su pecho mientras el
pequeño Ernenek succionaba el otro
pezón mirando a su hermana con sus
ojos de hollín y tocándole con un dedo
la mejilla henchida…
—Cuando llegue el invierno —Ivalú
quiso consolar a Utunia—, nos
construiremos un iglú sobre el hielo de
la bahía.
¡Linda diversión! La tía y ella.
—Y tendrás compañeras para jugar
—prosiguió Ivalú con seducción—. Te
enseñarán a usar un kayak y a dar
vueltas y vueltas en el mar con la ayuda
de un remo y sin embarcación; a recoger
cantidad de huevecitos sobre los
despeñaderos, y a participar en la
competencia por la captura de pájaros.
¡La competencia por la captura de
pájaros!
Entonces se unió a dos niñas de la
aldea, armadas de largas pértigas con
una red en el extremo para cazar
pingüinos y garzas marinas que en
extraordinarias cantidades anidaban en
las rocas derrumbadas provocando una
continua algarabía; pero fue únicamente
para no ser descortés, forzando su
naturaleza rebelde. El pequeño Ernenek
no obtuvo el permiso para acompañarla,
ya que sus padres no querían quitarle los
ojos de encima. No se podían arriesgar
a perder el hijo varón.
Cuando después de un largo acecho
sobre un borde rocoso, la primera garza
cayó en la red, las niñas la suspendieron
por el pico de un hilo tendido entre dos
estacas, y permanecieron inmóviles a la
espera de otras garzas que llegaron
atraídas por el aleteo de la primera.
Cada nueva presa se ponía junto a las
precedentes, hasta que el lugar fue un
inmenso aletear y un griterío de pájaros
que seguían atrayendo a otros.
Al fin las niñas habían capturado
tantos que era imposible transportar a
todos.
A Utunia le pareció grotesco
alegrarse por un puñado de garzas, pero
no abrió la boca. No consideraba a estas
niñas dignas de recibir una confidencia
que seguramente las habría hecho
palidecer: que ella esperaba, desde
hacía tiempo, la ocasión de abatir un
oso, macho y adulto, sin ayuda de nadie,
mientras sus padres estuviesen
durmiendo. Esta sí hubiera sido una
empresa de la que una niña de su edad
podía sentirse orgullosa, y que
ciertamente habría suscitado también la
admiración del padre, cazador de osos.
Utunia no tenía la menor aspiración
de impresionar a pescadores ni a
cazadores de pájaros.
En casa de Ivalú los adultos dormían
pero Utunia velaba. No quería
abandonarse al sueño por miedo a
despertar y encontrarse sin su familia.
Miró en torno, en la penumbra de la
habitación. Su padre estaba roncando
como una morsa. Su madre se agitaba en
un sueño inquieto. Ivalú dormía serena y
sonriente, tranquila en su dulce locura,
tal vez soñando con su Milak. ¿Y el
pequeño Ernenek?
Ernenek había desaparecido.
Utunia no quiso despertar a sus
padres por miedo de que al hacerlo, se
apresurase su partida. En cambio, tomó
la lanza y con Karipari enlazado se
dirigió a los despeñaderos de los
pájaros. Ernenek había quedado muy
ofendido cuando le prohibieron ir.
Y fue allí donde Utunia lo vio,
agarrado a una pared derrumbada sobre
un pantano en el que una familia de
morsas estaba al acecho.
El muchachito se arrastraba en
precario equilibrio a lo largo de una
cornisa baja hacia una fila de pequeñas
garzas alineadas en tan perfecto orden
que parecían artificiales.
Utunia le gritó que no se moviera,
pero él se limitó a sonreírle y prosiguió
avanzando. Tras dejar lanza y perro,
Utunia trepó por la pared rocosa.
Las garzas esperaron que Ernenek se
les acercase y emprendieron el vuelo
sólo a último momento. El pequeño
extendió una mano hacia la que más
tardó en volar, perdió el equilibrio y se
precipitó en el pantano de las morsas.
Utunia se arrojó del lugar escarpado
para volver a coger la lanza,
desollándose las manos en las rocas, y
después vadeó el pantano donde su
hermano estaba gesticulando
enmudecido por el miedo. Sorprendidas,
las morsas habían interrumpido sus
juegos. Al ver llegar a Utunia, un macho
grande y bigotudo avanzó hacia ella.
La carga de una morsa, que pesa más
que diez focas juntas, podía poner en
aprietos también a Papik. Utunia llegó a
tiempo para aferrar a Ernenek y sacarlo
del agua, y lo arrastró a lo largo de la
pedregosa playita.
La morsa, pez en el agua, se movía
un poco mejor que un pez en la tierra.
Después de la difícil prueba, los dos
niños se detuvieron riendo por haber
escapado del peligro. Estaban mojados,
ya que vestían las ropas de la casa, y en
cuanto tomaron aliento Utunia se llevó al
hermanito a la carrera por una pendiente
para que entrara en calor.
Karipari los seguía haciéndoles
fiestas.
Ya en la cuesta, por poco fueron a
dar contra una pareja de osos y dos
ositos. En verano, tal como lo hacen los
hombres polares, los osos blancos
también se aventuran tierra adentro
atraídos por el peligro de lo ignoto.
Utunia estaba convencida de que un
día u otro abatiría un oso; pero también
estaba segura de que ese día aún no
había llegado. No quería soltar al
hermanito, que no sabía correr por sus
medios y no se daba cuenta del peligro;
antes bien, reía apuntando a los osos con
su pequeña lanza.
Karipari, gruñendo, se abalanzó
sobre el oso que se le acercaba y le
clavó los colmillos en la garganta. El
oso lo agarró y le hundió los suyos.
Utunia sintió que sus rodillas se volvían
líquidas. Si no hubiese sido responsable
de su hermanito, habría corrido en
auxilio de Karipari y habría tratado de
inmovilizar al oso atravesándole un
tendón o perforándole la delgada piel de
debajo de la mandíbula. En cambio, ni
siquiera podía batirse en retirada. La
habían cercado.
El enorme macho dejó caer al perro
moribundo y avanzó hacia los dos niños.
Nunca como entonces Utunia
lamentó tanto ser aún una niña. Sabía
que los osos evitan al hombre si no están
hambrientos; y éstos no parecían
hambrientos. Por otra parte, no se
mostraban atemorizados por los dos
niños. Tal vez, a causa de sus
dimensiones, no los consideraban seres
humanos, ya que iban hacia ellos en vez
de alejarse.
Se esforzó por recordar las
enseñanzas del padre: «No grites si un
animal te ataca. Háblale con el tono
sumiso y cálido de una madre.
Confúndelo. Asómbralo».
Levantó a Ernenek sobre sus
espaldas y le ordenó erguirse y agitar
los brazos. El muchachito reía
estrepitosamente. Jamás se había
divertido tanto. Y con él a horcajadas
sobre sus hombros, Utunia parecía
altísima.
—Pequeño oso —dijo pensando en
los consejos de Papik—. Tal vez fue tu
padre el que mató al abuelo Ernenek. —
No importaban las palabras y sí el tono
—. Tu hígado es exquisito si se come
caliente, como tu lengua y tus jamones.
Pero tu carne es mejor helada. Por ahora
te los puedes guardar. Como tu enorme
corazón, pequeño oso.
En ese instante Ernenek arrojó la
lanza.
Rebotó en la gruesa piel sin cortarla,
pero el oso, asustado, retrocedió de un
salto. También los otros se habían
desconcertado ante esa figura en forma
de torre con muchos miembros, y Utunia
se retiró lentamente. Los osos la
siguieron a distancia un breve trecho;
después volvieron atrás para observar el
cadáver de Karipari.
Utunia se sentó con un hondo suspiro
de alivio. Y le dijo al hermano:
—¡Nunca más vuelvas a salir!
—¡Alguien quiere matar un oso! —
contestó Ernenek, divertido—. ¡Y
también un lobo!
—Ya llegará el momento. Ahora no.
—¡Ahora! ¡Este es el momento de
los lobos!
Ernenek tenía razón: una manada de
lobos los había seguido.
Cuando los padres los descubrieron,
escoltados por toda la traílla, los niños
se habían refugiado en una caverna y
habían bloqueado la entrada. El pequeño
Ernenek se divertía tirando piedras a los
sitiantes, y Utunia daba golpes de lanza
a cada lobo que se asomaba.
Mientras los perros atacaban a los
lobos, Viví abrazó a sus hijos.
—¡Una madre no te dejará nunca,
chiquita! —le dijo a Utunia—. ¡Eres un
verdadero cazador! ¡Necesitamos de ti!
Pero mientras Ernenek dejó que su
madre lo oliscase y le frotara la nariz,
Utunia, que todavía no la había
perdonado, la rechazó enfadada.
XVIII. Los hombres

PASARON los años y la familia siguió


sobreviviendo.
Los padres envejecieron
precozmente, así como precoces
crecieron los hijos, moldeados en
cuerpo y alma por un inflexible hábitat,
semejantes a otros verdaderos hombres
que en la seguridad de sus fortalezas de
hielo calcan aún hoy los patrones de sus
predecesores desafiando el frío polar en
esa suerte de burbujas de nieve
calentadas únicamente por la tibieza de
los cuerpos humanos; practicando el
infanticidio, la eutanasia, el suicidio, el
incesto, la superstición, la poliandria, la
comunidad de los bienes y la terapia del
reír, sin la exclusión de un ocasional
homicidio o un acto de canibalismo.
Y amando la vida sin temer la
muerte.
Para Papik y Viví era como tener
dos hijos varones. Desde el día en que
Ernenek fue capaz de empuñar las armas
del padre, le fue permitido manejarlas.
Si se cortaba, eso le servía de lección.
En poco tiempo, el muchacho aprendió a
saludar la presencia de su propia sangre
con una breve risa puesto que se le
había prohibido llorar y aprendió a
llevar a la casa pieles repletas de garzas
abatidas; y muy pronto también arponeó
su primera foca.
Utunia se había convertido en una
cazadora completa mucho antes de que
su hermano la igualase en estatura. Pero
un caso afortunado que le valió su
primer oso, suscitó en ella una excesiva
confianza en su ángel custodio, hasta que
otro suceso le enseñó que no siempre se
puede confiar en los ángeles.
En invierno, cuando escasean las
provisiones, los hombres a veces van en
busca de osos con la ayuda de un perro.
El mísero final de muchos valientes osos
está designado por el amor, a cuyo
dictado excavan una cueva en el hielo
para los cachorros y para entretener a la
esposa después del parto. A la guarida
del oso se penetra por un túnel secreto,
muy curvo, que deja entrar el aire y no
el viento y que los hombres han copiado
para sus propios iglús.
El perro es como un chico; no es
astuto ni prudente como los demás
animales del Ártico, hasta tal punto que
sin el hombre no hubiera podido
sobrevivir. En su desbordante
impetuosidad, el perro que olfatea la
presencia de un oso, pone en peligro a
su amo conduciéndolo directamente a su
cueva y causando el derrumbamiento del
techo. Papik conoció a un tal Nessark
que había encontrado de ese modo la
muerte; por eso, en cuanto Utunia fue lo
bastante fuerte como para llevar un
perro enlazado, la mandaba para hacer
el reconocimiento, confiando en que la
niña no se hundiría a causa de su leve
peso; y mientras Utunia aguardaba sobre
el techo de hielo, con el perro que
rascaba y gruñía, Papik localizaba la
entrada e irrumpía en la cueva, lanza y
cuchillo en mano.
Pero Utunia crecía; y una vez se
precipitó juntamente con el perro en una
cueva de oso.
Cuando Papik corrió en su ayuda,
Utunia ya había clavado al macho en la
pared atravesándole las fauces mientras
la hembra se las veía con el perro.
Incapaz de retirar la lanza hincada en la
pared de hielo, Utunia había echado
mano al cuchillo; pero ninguna niña
puede abatir una tonelada de oso con un
cuchillo de sílice; y a Utunia la salvó tan
sólo la repentina intervención del padre,
el cual, a partir de entonces, recurrió a
Ernenek, más liviano, para reconocer
cuevas de oso, con inmensa alegría del
niño.
Como Utunia no se consideraba
inferior a ningún cazador, se volvió tan
temeraria que constantemente Papik
debía aconsejarle prudencia.

Mientras tanto, el gobierno de la casa


pesaba enteramente sobre las espaldas
de Viví, y cada tentativa que hacía para
atraer a la hija al cumplimiento de los
deberes femeninos, era terminantemente
rechazada.
—Si no aprendes a coser jamás
encontrarás marido —la amonestó una
vez la madre.
—¡Quien sabe cazar no necesita
marido!
—Pero tendrás necesidad de
vestidos. ¿Y quién te los coserá?
—Si no quiere un marido podría
buscarse una esposa —sugirió el
pequeño Ernenek, y las risas que
siguieron a sus palabras por poco
provocaron el derrumbamiento del iglú.
—Bueno —prosiguió Viví—, una
que cose para ti no estará siempre.
Alarmada, Utunia se refugió en los
brazos de su madre.
—¿Por qué? ¡Tú no te irás!
—Antes o después, todos se van,
chiquita.
—Pero tú no. ¡Siempre estás en
casa!
—Todos se van —Viví la estrechó
fuertemente y empezó a mimarla como
cuando era pequeña—. Pero no debes
preocuparte. Tú dejarás a tu madre antes
de que ella te deje.
—¡Una muchacha no te dejará nunca!
—Sí que me dejarás cuando
descubras que un marido cuenta más que
un padre y que una madre, y que los
hijos todavía más. Y entonces te
arrepentirás de no saber coser.
—¡Nunca!
No obstante el afecto que le tenía
Utunia, a la madre le faltaba su ayuda en
la casa y con frecuencia el consuelo de
su compañía. Los dos hijos permanecían
afuera cazando con el padre durante
períodos tan largos que Viví no podía
seguir amamantándolos con la
regularidad necesaria, y para que no
cesara su leche y, por lo tanto, su
esterilidad, les daba a los cachorritos
sus pezones, alargadísimos y llenos de
grietas por la ininterrumpida lactancia.
Utunia volvía a casa extenuada como
todos los cazadores. Si el mal tiempo le
impedía salir, aprovechaba para dormir
o trabajar en la reparación de los
utensilios, como el padre y el hermano.
Hablaba, si es que hablaba, sólo de
caza, jamás de tareas domésticas. Las
pocas veces que encontraban
casualmente otro trineo o un iglú, y
conseguía vencer su propia timidez,
discurría con los hombres ya que con las
mujeres no tenía nada de qué hablar.
Decidida a ser considerada un varón,
sofocaba todo asomo de femineidad.
Hablaba en alta voz, bruscamente, e
insistía en descuidar sus cabellos, que
dejaba caer sobre los hombros, sueltos y
enmarañados, recubiertos de grasa y
hollín, como su padre, en vez de
lavarlos regularmente en orina y
peinarlos con una espina dorsal de
salmón, como su madre, que siempre
estaba compuesta a la perfección aunque
no había nadie a quien quisiera gustar
fuera de su marido.
Y esto todo el año.

Jamás habían tenido noticias de Aaghe


ni visto a alguien procedente de esa
lejana ciudad pesquera. Pero estaban
informados acerca de los hombres de la
propia raza gracias a los ocasionales
encuentros con otros nómadas. Las
noticias no eran recientes ni precisas,
pero su infrecuencia las volvía siempre
interesantes y, a veces, sensacionales.
Como ciertos rumores sobre Ivalú.
Según más de un trineo y más de un
iglú, la hermana de Papik había traído al
mundo un hijo; pero nadie fue capaz de
precisar si Milak había vuelto o había
sido reemplazado.
Otra noticia, picante, se refería a
Solo, el excelso cazador tan dado a las
mujeres: había terminado ahogado; pero
según las voces mordaces, es decir
todas, antes de caer al agua de un tumbo,
aquel ladrón de corazones había sido
asesinado, justamente por los cinco
solteros que después se encargaron de
consolar a las tres viudas.
Nadie había sentido hablar más del
viejo Ammaladok y de Egurk, su mujer,
de modo que el iglú en que Papik y Viví
los habían dejado, años atrás,
seguramente se había convertido en su
tumba y estaba ya fundido con el hielo.
El deseo es que nada dure, ni
siquiera las tumbas. Sin embargo, no es
imposible que aquéllas desfondadas en
los hielos polares duren eternamente.
La familia de Papik encontró uno de
estos sepulcros congelados una vez que,
carentes de víveres, buscó provisiones
que habían sepultado en el hielo algunos
años antes. En lugar del escondite
encontraron un iglú idéntico a uno de los
suyos, a excepción de los cuerpos de los
ocupantes, una pareja con un varoncito,
perfectamente conservados, que
parecían de cuero, un cuero violeta y
lustrado, y los instrumentos que
comprendían un objeto misterioso: un
colmillo del tamaño de un hombre, muy
curvo, de un animal desconocido. No
obstante el peso y el estorbo, Papik lo
cargó en el trineo, con la esperanza de
que se tratase de un poderoso talismán.
O bien podía ser un objeto nefasto,
ya que la caza siguió siendo mísera; el
hecho es que Papik se libró de él bien
pronto.
En cuanto Ernenek dejó de ser chico
y entró en la pubertad, manifestó su
intolerancia a la autoridad y a los modos
condescendientes de su hermana. Ya
había descubierto la diferencia entre los
sexos y sus divergencias y definidos
deberes; las demás niñas no pasaban
todo el tiempo de caza y ningún varón se
dejaba mandar por una mujer.
En otro tiempo su hermana había
sido dos veces más alta y tres veces más
astuta que él: óptimas razones para
respetarla y obedecerla. Pero después
que Utunia dejó de crecer y Ernenek casi
alcanzó su estatura, y descubrió que ella
no tenía casi nada que enseñarle, el
muchacho se dijo que esa subordinación
ya carecía de motivos para continuar. Su
rebelión hizo que se encendiera un feroz
antagonismo entre ambos, que competían
para emular al padre y merecer su
consideración.
Y al cual esta rivalidad le costó tres
dedos de una mano.
Desafiando la prohibición paterna
de alejarse sola del iglú, mientras todos
dormían Utunia se fue tras los talones de
un oso que había divisado en la
oscuridad otoñal. El astuto fingió no
reparar en ella y la condujo a un glaciar
que no presentaba dificultades para
grandes zarpas munidas de hirsuto pelo
y de garras, pero sí para botas de foca.
Tomando un atajo que la pondría cara a
cara con su presa, Utunia quiso saltar
una estrecha grieta, resbaló y cayó
dentro.
Las grietas de los glaciares son
bellísimas desde afuera pero feas vistas
desde su interior: tajos cuneiformes que
brillan en la blancura con un azul
intenso, angostos y profundos como
tallados por los golpes de un hacha
gigantesca y que se restringen en lo
hondo y aprietan a quien se precipita
como en un gélido torniquete.
Cuando Papik la encontró con ayuda
de un perro, Utunia estaba casi sentada,
perdida su capacidad de hablar. Y la
hallaron gracias al oso, que había
invertido los papeles, convirtiéndose de
presa en cazador. Estaba sobre la
hendidura y movía la cabeza estudiando
el modo de llegar al botín.
Papik tuvo que rasgar su propia
chaqueta en tiras, que anudó hasta
formar una correa, y tuvo que recurrir a
toda su fuerza y pericia para extraer a la
desdichada.
Después de sustituir sus guantes
helados por los propios, la cargó en sus
hombros y se quedó con las manos
descubiertas.
En el iglú la familia y los cachorros
se amontonaron sobre la muchacha para
infundirle calor, y fue sacrificado un
perro para que sus manos congeladas se
hundieran en el vientre humeante.
Mientras tanto, los padres intentaban
provocarle hilaridad, no menos eficaz
que la ira para generar calor desde
adentro. Papik consiguió por fin hacerla
reír narrándole la historia de aquel
explorador a quien sus compañeros de
viaje, todos hombres blancos, le habían
frotado con tanta fuerza la cara
congelada para reactivar su circulación
que la nariz se le había desprendido
como un trocito de hielo. Y se
necesitaron aún varios sueños para que
Utunia estuviese completamente
restablecida.
Pero no Papik.
Exhausto, él se había adormecido
con los pies rígidos apoyados sobre el
cálido vientre de Viví, olvidado de la
insensibilidad de sus manos. Cuando
despertó era demasiado tarde. Tres de
sus dedos no se recobraron nunca. Con
el tiempo se riñeron de azul, atacados de
gangrena. Y cuando fue preciso
amputarlos, Papik le ordenó a Utunia
que lo hiciera, como castigo. Y la
muchacha obedeció, torciendo apenas
los labios en el momento de descargar el
hacha de un golpe, sin pronunciar una
palabra.
Para demostrarle al padre que ella
era un verdadero hombre.

Mucho antes de que decrecieran las


fiebres y el dolor, Papik trató de hacer
bromas sobre su infortunio, diciendo que
era mejor perder tres dedos que dos
pies. Después de todo, todavía podía
contar hasta diecisiete. Pero una parte
de su alegría se había ido para siempre
con esos dedos. El incidente le había
recordado que tampoco él era
indestructible, y le hizo notar algunos de
los inconvenientes de la edad.
Se sentía menos ágil para ponerse en
pie después de una caída. Y con mayor
frecuencia los hijos tenían razón cuando
aseguraban que lo que él había tomado
por un bloque de hielo era un oso, o que
lo que a él le había parecido un hocico
de foca que asomaba en el agua era sólo
un trozo de madera a la deriva. Y
además de sus propias deficiencias notó
que Viví había ensanchado y que el
marfil de sus dientes se había
desgastado y oscurecido a fuerza de
masticar pieles.
Pero la vejez tenía una
compensación: ver crecer a los hijos.
Ernenek se parecía siempre más a su
abuelo cuyo nombre estaba orgulloso de
llevar. Y cuando sobrepasó en altura a la
hermana, después de haberla superado
en vigor, recobró el espíritu alegre del
verdadero hombre que durante un tiempo
había perdido.
En cuanto a Utunia, su figura pronto
sufrió los esperados cambios. Sobre su
tórax, que antes parecía el de un
muchachito, despuntó un par de senos
que desafiaban la ley de gravedad, con
la complicidad de músculos pectorales
no demasiado voluminosos pero sí
fuertes. El estómago saliente,
característica de todo verdadero
hombre, se restringió a la par que el
apetito, mientras que, por el contrario,
las nalgas planas desarrollaron ciertas
curvas que ni siquiera los pantalones de
oso lograban disimular; y el vello que
por un tiempo le había sombreado las
extremidades, desapareció para
concentrarse en otro sitio.
Viví hizo el descubrimiento de todo
esto de un día para otro, durante el
raspado anual a que sometía a sus
familiares cada primavera, después que
ellos se hubiesen desnudado para que
los besara el sol recientemente vuelto.
Nuevos y turbadores instintos habían
comenzado a agitar la sangre de la
muchacha, aguzando sus nervios y
alarmándola en la medida en que ella no
conseguía explicárselos. A nadie hizo
confidencia alguna y tomó una actitud
taciturna y sombría. Viví no tenía
necesidad de explicaciones. En vano
exageraba la deficiencia de su vista y el
endurecimiento de sus dedos con la
esperanza de poder iniciar a la hija, por
fin, en los trabajos de la casa.
Utunia seguía comportándose como
si tocar una aguja o un raspador fuese
tabú.
Aunque Monte Grávido se
encontraba lejos de su itinerario
habitual, Viví expresó su deseo de
volver a visitar a Ivalú después de
tantos años de separación; ante todo,
para poner a Utunia en contacto con la
gente, y también para satisfacer su
propia curiosidad sobre los muchos
hijos que, según los rumores, Ivalú
habría traído al mundo, aunque aún
faltara toda información acerca del
marido. Ese misterio habría bastado
para justificar la más pronunciada
desviación de la ruta consuetudinaria.
Llegaron a Monte Grávido en la
oscuridad del invierno, cuando el hielo
de la bahía estaba constelado por el
cálido centelleo que irradiaban todas las
pequeñas semiesferas de nieve erigidas
sobre la costra marina. En uno de estos
iglús encontraron a Ivalú, poco
cambiada en su aspecto, salvo un cierto
engrosamiento de su cintura y sus
mejillas, y al calor de no menos de
cinco niños —tres mujercitas y dos
varones, sin contar otro próximo a nacer
— y a cuyo mantenimiento toda la
comunidad contribuía, deseosa de estar
en buenas relaciones con su angakok.
Otros dos hijos de Ivalú habían muerto,
uno a causa del frío y el otro ahogado.
Con todo, ningún indicio de marido.
Pero seguramente Ivalú podía explicarlo
ampliamente.
—¿Los has adoptado, o
distraídamente te expusiste a la luna
llena? —quiso saber Papik, recordando
que el claro de luna es responsable de
muchas preñeces, como tantas mujeres
pueden testimoniar.
—No es imposible que haya sido la
luna —respondió Ivalú con su sonrisa
ausente—. Pero una mujer piensa que
también puede ser a causa de Milak, que
vuelve siempre en mis sueños, como lo
había prometido. Pero esto debe quedar
en secreto.
—¿Por qué?
—Podrían empezar las habladurías
de la gente, y la idea de que hubo
interferencias del cielo, y todo eso no
me atraería sino molestias.
Papik y Viví prometieron guardar el
secreto, y se alegraron de verla
disfrutar, serena y contenta, de su vivero
de varoncitos y mujercitas. Se enteraron
también de que hombres provenientes de
distintos lugares se presentaban de
continuo para consultarla y también para
persuadirla de que se fuera con ellos sin
los niños. Pero Ivalú no renunciaba a su
prole y no aceptaba las proposiciones
por más atrayentes que fueran.
—¿Y Utunia? —preguntó—. No hay
un soltero en el mundo que no se sentiría
feliz de tomarla como mujer, y ahora
está en condiciones.
Viví, que hasta ese momento se
había deleitado en la conversación, se
puso sombría:
—Utunia no está en condiciones. No
sabe coser y rehúsa aprender. Una
madre espera que encuentre alguno que
le cambie el corazón.
—¡Una muchacha no quiere un
marido que la mande! —estalló Utunia.
—Llegará el momento en que
querrás un hijo. Ya lo verás —le dijo la
tía.
—¡Nunca jamás! ¡Los niños son
sucios y barulleros y sólo dan molestias!
—Hay cosas que no se pueden
comprender antes de haber crecido
completamente. Te arrepentirás de no
haber escuchado a quienes saben.
Utunia levantó la barbilla en señal
de desafío y frunció la nariz.
Y al año siguiente se cumplió la
profecía de Ivalú del modo más
inesperado.
XIX. Donde la gente
se desviste

MÁS bello que desafiar un huracán de


nieve en la cima del mundo es disfrutar
del calor de un sólido iglú y
compadecer a los pobres diablos de
afuera.
Una vez, mientras caminaban sobre
el Océano Glacial, a fines del invierno,
cuando los resplandores policromos de
la aurora boreal por momentos
empalidecen a las estrellas, la familia
había advertido varias luces en la costa
oscura, azotada por el viento. Las luces
los guiaron hacia un grupo de edificios
como jamás habían visto: bloques
angulares de cemento y pabellones
semicilíndricos de hierro ondulado, que
sólo podían significar la presencia de
hombres blancos, aunque nunca los
habían encontrado tan al norte, pero
pertenecientes a una tribu diferente de la
de Aaghe, que construía casitas de techo
puntiagudo, o bien edificios de madera,
largos y bajos. Vieron, amontonados
alrededor, infinidad de cajas y de
bidones; y semihundidos en el suelo,
había también algunos iglús de nieve.
Cuando llegaron al lugar, las luces
se habían apagado y nada se movía,
como si todos se hallaran durmiendo.
Estaban cansados y poco
presentables, por lo que detuvieron el
trineo, improvisaron un iglú,
suspendieron del secadero las
vestimentas mojadas, y se acostaron.
Dormían dándose calor, y la luz
algodonosa del día naciente se filtraba
por la pared circular, cuando Viví, de
pronto, fue despertada por el concierto
de ladridos de los perros, dirigido con
autoridad por Nuna, el nuevo jefe de la
traílla. Viví quedó estupefacta al
advertir un oscuro fragor y el suelo que
temblaba, ya que estaba segura de que
no habían erigido el iglú sobre la costra
marina sino adentro, en la proximidad
de los edificios. Mientras intentaba
despertar a Papik pellizcándole el
espeso cuero del vientre, se rompió el
iglú y un monstruo de acero lo atravesó
de un lado a otro, llenando el aire de un
infernal estruendo y de un olor acre, y
reduciendo la pequeña semiesfera a un
montón de polvo blanco en el que las
formas humanas, aún somnolientas, se
movían lentamente.
El monstruo destructor era una
gigantesca pala mecánica.
Y como era más larga que el iglú, y
éste estaba parcialmente hundido, los
cinturones metálicos pasaron por arriba
sin tocar a quien estaba acostado; pero
Papik saltó con tal rapidez que la
máquina le rozó un flanco fracturándole
algunos huesos y haciéndole sangrar un
poco.
En cuanto comprendió que el hombre
blanco que conducía la bulldozer no
había querido ofenderle y que, por el
contrario, se sentía muy mortificado por
lo que había ocurrido, Papik se disculpó
por haberse puesto en su camino y se
esforzó por sonreírle entre sus muecas
de dolor.
Fue trasladado a un pabellón
destinado a enfermería, con infinidad de
botellitas, frascos y estuches mágicos
situados en diversos armarios, y
misteriosos instrumentos de metal
luciente suspendidos de sus paredes de
hierro, y provisto de un angakok blanco
y de una de esas asistentes que pinchan a
los que yacen con largas agujas. Al igual
que en la ciudad de Aaghe, también esta
enfermera era esquimal.
El pabellón, como todas las casas
del Ártico, comprendía un único recinto;
en éste se veían cuatro catres de los
cuales uno solo estaba ocupado. Y por
Papik. Y nuevamente él vio lo que los
hombres blancos eran capaces de
realizar con sus instrumentos mágicos.
Por ejemplo, hacer desaparecer el dolor
más fuerte con un solo pinchazo. Esto lo
asustó. Quien era capaz de tanto debía
ser aliado del demonio.
Con el cual los hombres, aun en sus
más tremendos dolores, jamás habían
logrado una relación amistosa.

Después de despertar del sueño en que


se había sumido tras la inyección,
sintiendo que la cabeza le giraba, Papik
experimentó un nuevo pavor al ver al
angakok blanco y a la enfermera
inclinados sobre él con los rostros
cubiertos de máscaras blancas que
dejaban ver sólo los ojos; hasta que
recordó haber visto similares máscaras
en la ciudad de Aaghe, cuando estuvo
yacente en el lugar donde la gente se
desviste, y se tranquilizó. Ciertamente
servían para ahuyentar a los espíritus
malignos que causan el dolor.
Después notó que la pantorrilla y el
muslo heridos estaban enyesados y por
el aire, suspendidos del cielo raso
mediante una cuerda; un exorcismo del
cual él había oído hablar, practicado por
los hombres blancos en casos de
fracturas.
—Tienes suerte de que aquí se
encuentren ellos —dijo la enfermera
riendo—. De lo contrario, ¿quién
arreglaría tus huesos?
Papik se sentía demasiado débil
para contestar y se consideraba más o
menos afortunado por la presencia de
los hombres blancos.
El recinto estaba sobrecaldeado por
una estufa de hierro en la que ardía un
combustible maloliente, y pese a ello el
doctor no se quitaba la pelliza ni cuando
trabajaba con el enfermo; en cuanto se
sacó la máscara, también su cara
apareció provista de pieles que tenían la
forma de una barbita rubia; en cambio
Papik estaba inmerso en un baño de
sudor aunque no tenía puesta otra cosa
que el yeso.
En busca de consuelo miró hacia las
ventanitas incrustadas de hielo.
Se había ido el doctor, y el sol
ausente ya había cumplido más de media
vuelta antes de que Papik tuviese fuerzas
para pedirle a Igah, la enfermera, que le
permitiese ver a sus familiares que
habían quedado fuera esperando, en el
trineo cubierto con la tienda para
protegerse del frío gélido.
Entonces Igah los hizo entrar.
Nuna, el cabeza de la traílla, saltó
sobre su amo ladrando, y se puso a
lamerle la grasa de la cara, mientras la
familia se volcaba en la habitación
olfateando los extraños olores que
reinaban allí, y todos se sacaban la
nieve de las botas. La vista del jefe de
la familia desnudo sobre el catre,
bañado en sudor y con una de sus
extremidades suspendida del cielo raso,
suscitó irrefrenables carcajadas.
Después se quitaron las ropas mojadas y
las colgaron de la lámpara para
secarlas, y de todo sitio en donde
hubiera algo que pendiera.
Mientras Ernenek percutía
experimentalmente el yeso del padre,
Utunia le ofreció una escudilla con carne
reblandecida, que en el ínterin se había
congelado conjuntamente con su moho.
Pero la infección le había quitado al
paciente no sólo el dolor sino también el
hambre, con gran regocijo de los
familiares que se dividieron la
exquisitez y después le tiraron los
huesos a Nuna.
Desde el momento en que habían
entrado, la enfermera Igah se había
mostrado poco sociable, criticando todo
lo que hacían y tratando de echar al
perro a puntapiés; y ellos se asombraron
ya que Igah era una esquimal y, como tal,
no podía contar con el atenuante de
desconocer las buenas maneras. No
habían descubierto todavía que los
estados de ánimo de la enfermera
estaban condicionados al alcohol, que
era su debilidad. Cuando Papik había
despertado de la operación, Igah se
había mostrado alegre y cordial porque
instantes antes había bebido un frasco de
jarabe para la tos. Ahora, en cambio,
estaba sobria y, por lo tanto,
malhumorada.
Afortunadamente, Papik les había
enseñado a los suyos que hay que
soportarlo todo cuando se está de visita,
por lo que respondieron a las
provocaciones de Igah ignorándolas —
estrategia bastante eficaz.
Cuando la enfermera se fue en
actitud altiva, golpeando el piso con sus
botas y cerrando con violencia la puerta,
los visitantes suspiraron aliviados.
Abrieron de par en par las ventanas para
que entrara el aire puro y salieran los
desagradables olores. Ernenek se acostó
al lado del padre y Viví trató de
tenderse junto a él del otro lado. Pero el
catre no estaba previsto para tres
personas, a duras penas para una sola,
por lo que se rompió quedando por
tierra con sus ocupantes, menos Papik
que quedó colgado de la pierna
enyesada. Todos gritaron. Papik, de
dolor.
Pero en seguida también él se asoció
a la hilaridad general.

Hubiera sido una grata visita si Igah no


la hubiese arruinado volviendo poco
después con el doctor a remolque.
Los hijos, que por primera vez
habían visto hombres blancos mientras
aguardaban en el trineo, y no de cerca,
le clavaron los ojos.
Ellos no eran los únicos
estupefactos. El doctor miró con
asombro el catre deshecho, las goteantes
vestimentas que colgaban de todas
partes, los huesos esparcidos sobre el
piso, el perro que se había puesto a
ladrar furiosamente, ya que nunca había
olfateado a un hombre blanco, y después
se dirigió a la enfermera con tono
irritado. Por suerte, la familia no podía
comprender. Una vez más intervino Igah
y fue para traducir sus palabras.
—El angakok blanco dice que
ustedes son sucios y hediondos —les
comunicó a las consternadas visitas.
En cuanto se repuso del estupor, Viví
replicó:
—¡Ustedes son los hediondos!
Y le escupió las botas a Igah.
El doctor sólo conocía tres palabras
de la lengua de los hombres —niño,
mujer y afuera— y con gestos
elocuentes las usó todas. Viví se
arrepintió en seguida de haber sido
descortés y temió males peores.
—Llevemos a tu padre fuera de aquí
—le susurró a cada uno de los hijos al
oído—. Esta gente es peligrosa.
—No lo dejaremos ir antes de que
pueda caminar —dijo Igah.
—Te daremos toda la comida que
llevamos en el trineo y después iremos a
cazar para ti si nos ayudas a llevarlo
afuera.
Igah no pudo dejar de sonreír.
—No entiendes. Aquí tu marido no
corre ningún peligro. Los hombres
blancos se sienten responsables y no
pueden dejarlo ir antes de haberlo
curado.
—¿Eso sería un tabú?
—Justamente.
Viví, resignada, dejó caer los
brazos. Contra los tabúes no se podía
luchar.
—¡Fuera, mujer! —repitió el doctor
indicando la puerta—. ¡Fuera,
muchacho! ¡Fuera, muchacho!
Utunia lo miró con la boca abierta,
rascándose la cabeza.
—¿Muchacho? —Frunció la nariz y
le dijo a Igah—: Alguien es una
muchacha, no un muchacho.
—¿Qué dice? —preguntó el doctor.
—Que no es varón sino mujer —
contestó Igah.
El doctor volvió a mirar a Utunia
con aire incrédulo, le pidió a la
enfermera que repitiera lo dicho, y
después estalló en una carcajada; y por
el esmalte de los dientes y la rosada
frescura de las encías, Utunia
comprendió que ese hombre blanco
debía ser muy joven, a pesar de la
barba. Tenía una cara divertida, con una
cómica nariz articulada cuya punta se
levantaba cuando reía.
Utunia no esperaba tanta alegría en
un hombre blanco después de todo lo
que le habían referido. Al principio se
sintió ofendida porque esa hilaridad la
tomaba por motivo. Pero la risa era tan
cálida y exenta de malicia que se
decidió, aunque tímidamente, a hacerle
eco, ya que permanecer en silencio
hubiera sido poco gentil.
O tal vez la razón era otra. Estaban
en la estación en que las focas,
presintiendo el deshielo, se aprestan a
salir del agua para buscar un
compañero, dispuestas a desafiar
cualquier peligro.
Y para Utunia aquélla era la primera
primavera desde que se había hecho
mujer.
XX. Blancanieves

CUANDO el tiempo mejoró y el hielo


incrustado en las ventanitas fue raspado
y arrojado afuera, Papik y su familia
tuvieron ocasión de observar más de
cerca algo que hasta ese momento
habían visto sólo raramente y a gran
distancia: aviones. Los que habían visto
antes unían los continentes, surcaban el
cielo ártico, y parecían minúsculos. Los
que veían ahora eran mucho más chicos
y, sin embargo, parecían más grandes
porque pasaban cerca de la ventana
antes de aterrizar, con esquíes montados
en el lugar de las ruedas, sobre la faja
costera que la pala mecánica había
aplanado gentilmente para ellos.
En aquel campamento los forasteros
eran casi todos angakok, porque
llegaban del cielo y partían por la
misma vía haciendo un ruido infernal. El
campamento, bautizado con el nombre
de Blancanieves por la Compañía que lo
había establecido allí un par de años
atrás, se estaba preparando para un
breve verano de actividad intensa. No
sólo los forasteros alojados en los
edificios de cemento y de hierro sino
también los esquimales que trabajaban
para ellos o vivían en torno al Centro,
eran tan numerosos que Papik era
incapaz de contarlos, ya que no le
bastaban los dedos de las manos y los
pies que tenía a su disposición; y ni
siquiera los de Viví, que no carecía de
ninguno.
En realidad, no tenía el menor deseo
de hacerlo, ya que se encontraba aún
bajo el efecto de las inyecciones de
Igah.
Puesto que la familia había viajado,
como de costumbre, con escasas
provisiones, los hijos enseguida
quisieron salir de caza; pero los
esquimales del lugar les habían
informado que el estrépito de las
máquinas que resonaba lejísimos sobre
la extensión helada, había hecho huir a
la fauna salvaje, y asimismo los
animales marinos evitaban esas aguas
desde que una nave de la Compañía, el
verano anterior, había descargado un
aceite particularmente nocivo.
Mientras Viví y sus hijos se
ocupaban de levantar un habitáculo de
tierra, piedra y nieve, recibieron la
ayuda de una tal Kio, una mujer tan
ancha como alta, de cara grande y
redonda y de modos amables; una
verdadera mujer de los hombres. Para
ser precisos, de dos hombres: Nualik y
Kuzikizok, que al igual que tantos
hombres polares encontraban
conveniente compartir a la esposa.
Otras mujeres se agregaron al grupo,
para ayudarlos e intercambiar noticias y
habladurías. Nadie sabía, y tampoco les
importaba mucho, qué era lo que los
hombres blancos buscaban en
Blancanieves, y por qué estaban
perforando el suelo helado con
máquinas tan grandes y estruendosas.
Debía haber algo que ellos habían
perdido y a lo que le daban mucho valor
porque era evidente que a los forasteros
no les gustaba vivir en las regiones
árticas, y tan cierto era, que para que se
quedaran la Compañía debía
desembolsar importantes sumas. Y nadie
recordaba haber visto una mujer blanca
en esos parajes, salvo las imágenes de
las revistas con que los forasteros
tapizaban las paredes de su alojamiento
para aislarlas de las corrientes de aire.
La familia se enteró además que la
Compañía acusaba a sus dependientes
esquimales de poco rendimiento en el
trabajo, naturalmente, una vil calumnia.
Un esquimal era capaz de trabajo
regular como cualquier otra persona; a
menos que avistasen un oso, lo que
ocurría muy raramente en los últimos
tiempos, o se fatigara, o sintiese sueño o
hambre, o se aburriese de su trabajo.
Entonces, por supuesto, lo interrumpía.
Pero cada vez que la fantasía de un
esquimal lo impulsaba al trabajo, nadie
podía pararlo.
Más bien eran los esquimales
quienes tenían razón para quejarse de
los hombres blancos. Como en todas las
sociedades libres, ellos no estaban
acostumbrados a aceptar órdenes sin
discutirlas, pero sí a analizar cada
problema en grupo y a escuchar el
parecer de cada uno. Los hombres
blancos seguían un sistema opuesto:
impartían órdenes y pretendían ciega
obediencia. Con frecuencia, si un
esquimal preguntaba el porqué o bien
proponía una solución diferente, el
hombre blanco se enfurecía, se ponía
rojo y empezaba a vociferar.
Los esquimales no se ofendían pero
compadecían al individuo diciéndose
que debía haber nacido con mal carácter
y no podía dejar de comportarse así.
Si un esquimal no soportaba esos
modos arbitrarios, se iba, limitándose,
en señal de protesta, a renunciar a la
paga que se le adeudaba.
La Compañía se esforzaba porque la
estancia de sus dependientes fuera
agradable, para que permanecieran. Por
eso el Centro de Blancanieves incluía
una proveeduría que se reabastecía en
verano cuando llegaba la nave, y donde
además se podía escuchar música a todo
volumen, jugar a la baraja, comer
alimentos envasados y tomar cerveza en
botella; y había también una reducida
sauna capaz de disolver la costra más
inveterada de la piel de un hombre.
Todo en aquel Centro —sillas, mesas,
catres, y las paredes mismas— provenía
de la tierra de los hombres blancos; y
había una iluminación como de día
producida por un ruidoso equipo
electrógeno.
Lo que menos coincidía con la
naturaleza de los esquimales era tener
que respetar un determinado horario,
además del hecho de que no sabían
descifrar el reloj, y se guardaban bien
de aprenderlo para no tener nada que
ver con la magia negra de los hombres
blancos. Ni los animales salvajes ni el
tiempo atmosférico observaban un
horario fijo; por lo tanto, tampoco los
esquimales habían sentido su necesidad.
Estaban habituados a cazar cuando
tenían hambre, o no había nada mejor
que hacer; a comer hasta reventar
cuando la carne abundaba para
preservarse de los inevitables períodos
de carestía; y a dormir cuando estaban
cansados o el mal tiempo los confinaba
en la casa, en vez de hacerlo cuando lo
ordenaban las agujas del reloj, como
sucedía con los hombres blancos.
—¿Obedecen al reloj también para
reír? —quiso saber Viví, provocando
una gran hilaridad, aunque no tanta como
cuando la mujer respondió
afirmativamente.
Los hombres blancos, por otra parte,
les reprochaban a los esquimales la falta
de todo sentido de la economía; no
comprendían por qué ellos no se
preocupaban, ante todo, de cancelar sus
deudas en la proveeduría y se
apresuraban, en cambio, a gastar el
salario en cerveza para emborracharse.
Una de las razones por las cuales los
esquimales se embriagaban era porque
encontraban incomprensibles los tabúes
de trabajo de los hombres blancos. Y no
era que la borrachera los volviese más
comprensibles: sólo les ayudaba a no
pensar en ello. Uno de los tabúes de los
hombres blancos prohibía a los
esquimales realizar ciertos trabajos bien
remunerados, aun cuando los supieran
hacer mejor que los hombres blancos.
Estos debían pertenecer a un sindicato,
es decir, habían tenido que someterse
antes a ciertas iniciaciones para estar
autorizados a cumplirlos. A los
esquimales sólo les eran permitidas
ciertas tareas simples como trasladar
cajas pesadas o alcanzar los utensilios a
los asalariados blancos. Los esquimales
aprendían con sorprendente facilidad
cualquier trabajo, sobre todo si se
trataba de mecánica, gracias a su sentido
práctico y a la velocidad mental de la
raza; pero esos singulares tabúes de
trabajo no permitían a la Compañía
emplearlos en labores más responsables
y entretenidas.
Los esquimales no siempre
conseguían ocultar lo que pensaban de
los forasteros, como cuando
descubrieron que aun cumpliendo las
mismas tareas que un esquimal, el
hombre que llegaba del exterior recibía
un salario mayor sólo por ser blanco.
Esa vez algunos debieron taparse
rápidamente la boca para no reírse en la
cara de Aquel Que Paga. He aquí una
tribu de hombres ricos y poderosos que
atravesaba en vuelo las nubes haciendo
un fragor endiablado; y que siempre
estaban calculando, papel y lápiz en
mano, y que, no obstante, no se habían
dado cuenta de que los esquimales
cumplían la misma faena mejor y más
rápidamente, capaces de trabajar
durante más tiempo que sus colegas
blancos, y que por lo mismo hubieran
merecido una paga no más baja que los
forasteros sino más alta…
—¡Qué risa!
Todo esto y mucho más supo la
familia por boca de las mujeres que
llegaron para retrasar la construcción de
la choza con sus charlas. Kio quería
llevar a Viví, en seguida, a que la viera
Aquel Que Paga, el hombre blanco que
todos consideraban propietario de la
Compañía porque era el que
desembolsaba el dinero. Seguramente
éste les daría trabajo, ya que los
dependientes esquimales desertaban con
frecuencia al encontrar algo mejor que
hacer, por lo que siempre había
necesidad de nuevos asalariados. Y con
el dinero se podía adquirir comida en la
proveeduría del Centro.
Viví debía pedir la autorización a
Papik. Pero no había prisa. Antes era
preciso terminar la casita y remendar las
indumentarias; mientras tanto, podían
comerse el trineo, que pronto se habría
descongelado en caso de no poder dejar
esos lugares.
La segunda vez que el doctor
encontró a los familiares de Papik en la
enfermería, hizo una mueca y les
informó por boca de Igah, que antes de
poner los pies en ese sitio hubieran
debido darse un baño.
—¡En tal caso nos vamos! —declaró
alarmado Papik.
—Nunca más podrás caminar si te
levantas ahora —dijo Igah.
—¡Pero ninguno de nosotros se
bañará!
Si los esquimales no cesaban de
maravillarse de las rarezas de los
hombres blancos, también el doctor
tenía de qué asombrarse; como la vez
que encontró a Utunia desnuda, acostada
en el piso de la enfermería mientras la
madre la raspaba con el raspador de
hueso con que ellos vuelven mórbidas
las vestimentas endurecidas al secarse.
Su pudor frente a los extraños y, sobre
todo, frente a un angakok blanco, la hizo
cubrirse inmediatamente.
—¿Que diablos hacen? —preguntó
el doctor en cuanto recobró el habla.
—Anticipan la limpieza de la
primavera —rió Igah, nuevamente de
óptimo humor porque acababa de
beberse otro frasco de jarabe para la tos
—. Para librarse del baño.
—¿Y por qué lo temen tanto?
—Porque el agua debilita la piel.
—¡Superstición! —El doctor se
descubrió el velludo antebrazo—.
Pregúntele a este hombre si mi piel es
débil.
Papik pellizcó el brazo del doctor y
sentenció:
—No es fuerte.
El advenimiento del verano trajo la
ininterrumpida luz solar mitigada por
ocasionales nevadas, la rotura de la
costra marina, la sinfonía de las garzas
que llegaban en apiñadísimas cantidades
para pescar en los sombríos canales
ensanchados en el hielo fundido, y nubes
de mosquitos sedientos de sangre que
hacían estragos en las epidermis blancas
pero que no conseguían mellar la dura
corteza esquimal; y trajo la desmañada
corte de un doctor rubio y una muchacha
polar, a cuya peregrina fascinación
había sucumbido.
Y ella, a su vez, se estremecía
inquieta en presencia del angakok
forastero.
Mientras Papik permanecía
confinado en su lecho a la espera de que
sus huesos se soldaran, sus familiares
comenzaron a participar de la vida del
campamento. Aquel Que Paga fue, en
verdad, felicísimo al tomarlos como
dependientes, ya que su asistencia era
segura por lo menos durante el tiempo
en que el jefe de la familia estuviese
atado al cielo raso de la enfermería.
Este pagador era un individuo de
escasa estatura, muy nervioso en
compensación, de piel y cabellos rojos,
y munido de un cinturón militar hirsuto a
causa de las lapiceras y lápices de
diversos colores que ocupaban el lugar
de los cartuchos. Y como no hablaba la
lengua de los hombres, había puesto
como jefe del personal esquimal a uno
de ellos, un tal Putú, un viejo que había
vivido largamente con una tribu de
hombres blancos bajo la frontera de los
perros, y que podía servir de intérprete
todas las veces que no estaba ebrio.
Viví fue destinada al refectorio —
que los esquimales denominaban «el
lugar donde la gente se emborracha»—,
más exactamente, a la cocina, otra
palabra ausente en esquimal, y que se
convirtió en «el lugar donde se quema la
carne», y que se hallaba en un ángulo de
la misma sala. Viví debía ayudar a otra
indígena que venía de vez en cuando, en
las tareas propias de la mujer aunque en
las más pesadas, como lavar los
cacharros y transportar los bidones del
combustible y el hielo para la provisión
de agua potable.
Por lo general, indígenas y
forasteros estaban de acuerdo,
especialmente si nadie terminaba
asesinado; pero existían inocuos
conjuros tanto en unos como en otros.
Los hombres blancos pretendían que
sus cacharros fuesen lavados con agua,
como en los países donde el agua está al
alcance de la mano. Cada lavado, en
Blancanieves, era una cuestión de estado
porque desdeñaban usar orina; ante
todo, había que buscar el hielo potable,
romperlo con un pico y después
transportarlo a la cocina y por fin
derretirlo. De modo que las mujeres
esperaban que los hombres blancos
estuviesen ocupados en otro lugar o
durmiendo, y seguían el método de
siempre, que era el más razonable:
sacaban los cacharros por la ventana y
los perros los limpiaban mejor que
cualquier mujer.
En tanto, una simpatía cada vez más
cálida unía a Viví y Kio, la buena gorda,
que para hacerle compañía ayudaba a su
nueva amiga, sin remuneración, en el
lugar donde se quema la carne. Y Viví,
que veía poco a su familia, se
regocijaba con esa amistad.
Utunia, demasiado orgullosa para
trabajar, pasaba su tiempo en la
enfermería consolando al padre,
intolerante a la obligada inmovilidad, y
le ayudaba a reparar los arreos; y
muchas veces el doctor le pedía que le
echase una mano ya que Igah se hacía
ver cada vez menos en el lugar donde la
gente se desviste y siempre más en
donde la gente se emborracha.
El joven doctor le pidió a Utunia que
no lo honrase más con el apelativo de
«viejo sabio» y que lo llamara por su
nombre, que era Hendrik, pero que los
labios esquimales no podían pronunciar
de otra manera que Indalerak.
Sin embargo Utunia, como todos los
de su raza, aprendía con facilidad el
idioma de los hombres blancos, que era
simple comparado con el de los
hombres. Más heroica fue la decisión
del doctor Hendrik de aprender el
esquimal, que por lo común escapa al
entendimiento de los forasteros. Pero
Utunia, y todo cuanto le atañía, lo atraía
con la fascinación de lo ignoto o tal vez
con la atracción del vacío; y él deseaba
explorar ese territorio virgen,
cualesquiera fuesen los peligros que
escondía.
Una vez el doctor Hendrik le pidió
uno de esos pequeños y afiladísimos
cuchillos con los que hacía incisiones en
la carne humana, y le recomendó que lo
tuviese bien limpio. Utunia tomó uno, lo
olisqueó y después lo lamió
solícitamente antes de entregárselo con
una amplia sonrisa. Lo que determinó
que el doctor Hendrik pronunciara una
apasionada conferencia sobre la higiene
que poco convenció a la muchacha, ya
que ella y toda su familia hubieran
tenido que estar muertos desde hacía
tiempo si hubiera sido verdad tan sólo la
mitad de lo que había comprendido. No
obstante, ella adoraba observar ese
cómico rostro y la articulada nariz que
se movía agitada cuando él hablaba. Y
las veces que el doctor Hendrik advertía
que ella lo miraba con la boca abierta,
embobada, no atinaba a permanecer
serio y estallaba en carcajadas a las que
Utunia en seguida hacía eco. Pero la
muchacha trataba de seguir las
directivas del doctor aun cuando él no la
veía.
Viví le hacía bromas a causa de él.
Sin embargo, poco tiempo después
Utunia no quiso hablar más de Indalerak,
y se ponía triste y taciturna si la madre
la interrogaba.
Sólo el espíritu ingenuo de Ernenek
se había dejado fascinar sin reservas
por las novedades foráneas, y en su
pensamiento poco sitio quedaba para su
familia mientras descubría el mundo de
los hombres blancos. Siempre
exuberante e impetuoso, en el recorrido
de un breve giro del sol, el muchacho
había probado el alcohol, el tabaco y la
sauna comunal, que había representado
el primer baño en su vida.
Y eso no era todo. Putú, el esquimal
antepuesto a los esquimales, lo había
destinado al hangar que servía de
refugio a los aviones pequeños y a la
gran niveladora, para ayudar a los
mecánicos blancos a desmontar y volver
a armar los aparatos y a usar la grúa y
otros mecanismos.
Ante un pedido del muchacho, que
quería ver cómo estaba hecha por dentro
la excavadora, Putú le prohibió abrir el
motor. Los hombres le habían asegurado
que desmontar una máquina era un juego
de muchachos, y Ernenek no se dio paz
hasta que no hubo probado. Una vez,
mientras los hombres blancos dormían o
tal vez se encontraban en el lugar donde
los hombres se emborrachan, se
introdujo en el hangar y desarmó solo el
imponente motor del monstruo,
ayudándose con la grúa y colocando las
piezas en torno a él en el orden en que
las sacaba, sistemáticamente, para estar
seguro de volverlas a armar como
correspondía. Y lo hizo sin excesivas
dificultades.
Le sobraron solamente un par de
piezas.
XXI. El deshielo

—¡TRABAJÁIS para otros!


¡Sirvientes! —Papik trataba de mantener
un tono jocoso mientras Viví lo
acompañaba a la casa.
Aún estaba enyesado y se apoyaba
en un bastón.
—No hay caza —se justificó Viví—.
El mar se ha abierto. No podemos partir
antes de que se cierre y que Indalerak
declare curada tu pierna.
Papik no perdió tiempo en
derrumbar la casita construida sin los
beneficios de su consejo y en
reconstruirla como era debido. Se
quejaba por la ausencia del hijo, que no
se encontraba allí para ayudarlo.
—Alguien tenía que hacer —se
excusó Ernenek cuando por fin apareció
—. Dice Putú que tal vez a fines del
verano un muchacho tendrá un fusil. Y
entonces podremos matar muchos osos
sin esfuerzo.
Papik apoyó el puño sobre la cadera
enyesada.
—No es imposible que cuando
tengas el fusil necesites balas.
—Alguien cambiará pieles por
balas.
—Las pieles sirven para vestirse.
—Alguien matará otros osos y se
comprará un saco de nylon.
—En el que morirás congelado —
Papik se esforzaba porque su tono no
fuese despreciativo para los espíritus de
los antepasados que moraban en el
cuerpo del hijo.
—Un estúpido muchacho matará más
osos todavía y comprará una estufa para
calentarse.
—Entonces se necesitarán más
pieles para comprar el material que
quema.
—Con el fusil es fácil.
Papik frunció la nariz.
—En los alrededores de casi todos
los puestos de trueque la policía te quita
el fusil si matas más de dos osos al año,
y más de tres o cuatro focas, aunque
ellos mismos maten focas en cantidades
impresionantes y sin restituirle los
huesos a Sedna.
—Debe haber alguna razón.
—Siempre la hay. La razón es que
están locos, tanto, que creen que sólo lo
que ellos hacen tiene sentido. Por eso
nos conviene estar lejos de ellos, sobre
el gran hielo en donde nos encontramos
seguros. Perdona a un estúpido padre si
te dice lo que sabe.
—Perdona a un estúpido hijo que
querría, al menos por una vez, cazar al
oso con un fusil, y llevarse una gran
máquina de hierro para divertirse —dijo
Ernenek con una sonrisita cohibida.
El reglamento de la Compañía prohibía
a los esquimales poseer armas de fuego.
Ante todo, existía el peligro de que uno,
especialmente si había bebido, sin
motivo alguno se dejase arrastrar por el
frenesí de los hombres y empezase a
hacer fuego alocadamente. Otra de las
razones era que una vez obtenido un
fusil, cualquier verdadero hombre
habría dejado plantado el trabajo para
irse de caza. En efecto, ninguno de los
esquimales de Blancanieves, excepto
Putú, había poseído jamás un fusil; todos
trabajaban para poder comprar uno.
Pero no lo recibirían antes de que Aquel
Que Paga declarase terminada la
estación laboral.
Walonga, un mestizo que
administraba la proveeduría de la
Compañía, tenía en exposición un lindo
fusil para inducir a los trabajadores a
ser perseverantes.
La compañía estaba muy interesada
en que las tareas programadas para el
verano fuesen concluidas puntualmente.
Debían ser instaladas ciertas máquinas y
construido un muelle antes de que el mar
se cerrase, de modo que el verano
siguiente las naves pudiesen descargar
directamente en tierra el material
destinado a Blancanieves, sin tener que
trasbordarlo en barcas.
En cuanto se quebró la costra
marina, una nave rompehielo de la
Compañía, después de abrirse paso con
la proa de acero a través de los
fluctuantes témpanos, trasbordó una
infinidad de cajas y barricas en las
chalupas, descargadas después en la
playita todavía cubierta de nieve. De la
nave habían desembarcado también
varios trabajadores blancos que se
habían comprometido a cumplir doce
horas diarias de labor los siete días de
la semana para aprovechar al máximo el
breve verano.
Mientras la nave estaba anclada, y
en el aire había olor a algas, gasolina y
pescado, Blancanieves se llenó de ruido
y actividad, y el movimiento aumentó
también en la enfermería. Muchos
trabajadores se hacían tajos, o dejaban
caer grandes pesos sobre sus pies, o
bien se daban puñetazos en el lugar
donde la gente se emborracha, y a veces
cuchilladas.
Era un período excitante.
Era también el período en que el
doctor Hendrik tenía más necesidad de
su enfermera y menos lograba
encontrarla, porque Igah prefería la
compañía de los blancos válidos a la de
los heridos y enfermos. Los acechaba a
la salida, cuando terminaba su turno, y
se iba con ellos a tomar cerveza o a ver
cómo vivían en esos pabellones de
hierro. Igah no era joven ni bella, y sólo
cordial cuando había bebido mucha
cerveza o jarabe para la tos; pero era
abordable, y los hombres no buscaban
otra cosa, tanto los blancos como los
verdaderos. Y el doctor Hendrik cada
vez más asiduamente debía recurrir a
Utunia, que no desertaba.
En cuanto a Papik, su resentimiento
con los hombres blancos llegó a un
nuevo vértice. Lo ignoraban, nadie le
pedía consejos que él de buen grado
hubiese dado. Esos salvajes parecían
evidentemente más interesados en su
esposa que en él.
—Algunas mujeres han recibido el
permiso para reír con los hombres
blancos —le informó una vez Viví.
—Hay una mujer que no tiene el
permiso —respondió Papik
bruscamente.
Viví insistió con una sonrisa
seductora:
—Los hombres blancos saben ser
gentiles. Les dan bonitas cosas a las
mujeres y también dinero a los maridos.
—Un estúpido marido puede
procurarte todo lo que necesitas —
exageró Papik—. ¡Y harás bien en
recordarlo!
Viví bajó los ojos compungida.
—Cierto. Una mujer pensaba que era
su deber informarte. Nunca se sabe.
—¿Y Utunia? ¿Ha sido puesta en
guardia?
—Utunia nunca ha sonreído a un
hombre antes de ahora, tanto que una
madre empezaba a preocuparse. Pero
ahora sonríe a Indalerak, el angakok
blanco; y sólo a él.
—Un hombre se ha dado cuenta en el
lugar donde la gente se desviste y espera
que le hayas dado las instrucciones del
caso.
—Utunia sabe muy bien que no debe
reír con ninguno, ni mirar la luna llena
antes de haberse asegurado un marido
que le dé un hijo.
—¿Por qué debe sonreír
precisamente a un forastero? —preguntó
irritado Papik—. Todos tienen feas
enfermedades y llevan una vida estúpida
y loca en tierras que no son apropiadas
para ningún hombre.
—Utunia lo sabe. Pero el corazón,
¿quién puede mandarlo?
Viví le tocó el pecho e hizo un gesto
tierno.
—En su juventud una tonta mujer se
enamoró de un oso llegado del Norte.
Sus padres le decían que jamás hubiese
podido vivir allí. Ella ahora no quisiera
morir en otro sitio.
Papik respondió a esta declaración
con un gruñido y fue en busca de su
equipo de pesca.
Varios bancos de hielo procedentes de
la costra marina, ya casi toda
desaparecida, encallaban en el codo de
la angosta playa hasta que la llegada de
otros los empujaba nuevamente hacia el
mar abierto. Papik se ponía a pescar
sobre una de esas superficies flotantes
confiando en que una repentina corriente
no arrastrase aquélla en la que él se
había aventurado. De todos modos, valía
la pena arriesgar la vida para procurarse
un poco de comida decente.
Debía apelar a toda su experiencia y
habilidad. Esparcía migajas de comida
en el área del agujero que había abierto.
Se inclinaba sobre el espejo del agua y
provocaba burbujas soplando dentro
para suscitar la curiosidad de los peces.
Permanecía inmóvil, boca abajo, la
nariz sobre el hielo, soportando
estoicamente los calambres que
torturaban su flanco agredido, todavía
enyesado. Y una vez consiguió arponear
una merluza grande.
Pero después que la nave de la
Compañía hubo descargado su sucia
gasolina en esas aguas puras, no obtuvo
otra presa que un joven escualo:
alimento de perros. Sin embargo, algo
comió, y no sólo las partes gustosas, las
mejillas y los ojos. El resto se lo dio a
la traílla.
De pronto un golpe de fortuna lo
puso en situación de asalariado de la
Compañía sin la mortificación de tener
que trabajar realmente. Después que
hubo desaparecido el fusil exhibido en
la proveeduría en concomitancia con la
partida de una pareja, y que también
empezaron a desaparecer de los estantes
tarros de avellanas, Papik fue el
encargado de montar guardia y cuidar la
mercancía cuando el administrador
Walonga se iba a dormir.
Aquel Que Paga solía garabatear
minúsculas cifras en un cuaderno que
registraba las sumas que la Compañía
debía a cada uno de sus empleados, y
las sumas que los empleados adeudaban
a la proveeduría, que a la vez era
propiedad de la Compañía. Sólo al
terminar la estación cada trabajador
sabría si su crédito superaba su deuda y,
en ese caso, si le alcanzaba para
comprar un fusil.
Papik no había aceptado ese empleo
porque deseara un fusil sino porque
Walonga le había asegurado que si
descubría al delincuente que le robaba
las avellanas, podía matarlo, y que al
matarlo se ganaría el favor de los
espíritus blancos, los cuales, a
diferencia de los espíritus de los
hombres, consideraban pecaminosa la
apropiación de alimentos ajenos. Bastó
esta información para despertar en Papik
el instinto de la caza, y de inmediato
afiló sus flechas, ajustó el nervio de
foca que comprimía el arco e instaló un
catre en la proveeduría, cerca de los
tarros de avellanas.
Como su organismo estaba
acostumbrado a sumirse en el sueño
cuando no tenía nada importante que
hacer, siguieron desapareciendo las
avellanas mientras él estaba de guardia,
y Walonga se burló de él delante de los
demás, para su oprobio.
Por fin Papik logró descubrir a un
ladrón de avellanas. Pero
indudablemente no atravesaba un
período afortunado, porque la persona
que sorprendió en falta era Ernenek, su
hijo; así que cerró el ojo que había
abierto cautamente al primer rumor
sospechoso y fingió dormir.

No solamente el sol daba vueltas sin


interrupción; también los esquimales,
que prefieren permanecer despiertos
durante el breve verano, y no hacen
como los forasteros cuando ven en sus
relojes que ha llegado el momento de
sentirse cansados; y fue justamente
durante uno de esos períodos de reposo
de los hombres blancos, que un grupo de
esquimales, reunidos en la playa para
fumar y discutir los asuntos del mundo,
enmudeció de improviso al ver un
brillante iceberg que iba a la deriva
peligrosamente.
Desde que la costra helada había
sido arrastrada por el viento y las
corrientes, el mar licuado transportaba
aislados hielos de toda forma y
dimensión y que variaban del tamaño de
una astilla al de ingentes masas como
verdaderas islas. Algunos de estos
hielos chocaban con la pedregosa
playita de Blancanieves antes de
continuar a la deriva.
El iceberg que atrajo la atención del
grupo era diferente de todos los que
habían visto ese verano: bullía de osos
blancos.
Los osos no le dignaron a
Blancanieves una sola mirada; bailaban
despreocupadamente sobre su montaña
de hielo flotante que la luz solar
sombreaba de azul, o se zambullían para
pescar en las aguas de zafiro, o se
solazaban nadando a lo largo de los
bordes, o bien descansaban de tantas
fatigas exponiendo al sol los trocitos de
hielo que se formaba en su peludo
vientre al salir del agua.
La presencia de toda una tribu de
osos que se divertían en un crucero
estival, volvió febricitantes a todos los
verdaderos hombres y trastornó el
campamento.
Sordos a los gritos de Putú que
ordenaba a todos no moverse, los
esquimales corrieron a equiparse. Los
primeros que volvieron armados de
lanzas, trataron de botar al agua las dos
chalupas de la nave que estaban en seco
en la playa. Alertados por los gritos
algunos hombres corrieron para
detenerlos, desencadenando una gran
confusión.
Otros esquimales, viendo que no
conseguían apoderarse de las chalupas,
se precipitaron directamente sobre los
bancos de hielo bloqueados por el codo
de la playa.
En ese momento Aquel Que Paga
salió, somnoliento y alarmadísimo, de su
casa de hierro ondulado, abotonándose
la peluda chaqueta sobre los
calzoncillos de lana, y ordenó a Putú
que le recordara al personal que estaba
prohibido dejar el trabajo antes de que
el contrato venciera. Pero por más que
Putú repitiese con voz estentórea una y
más veces la admonición, y en la
verdadera lengua, ningún esquimal lo
oyó.
Durante el verano, Aquel Que Paga
había advertido, aun no comprendiendo
la razón, que Papik tenía un fuerte
ascendiente sobre los demás esquimales;
y estaba persuadido de poder contar con
el apoyo de alguien que tenía toda la
familia empleada en la Compañía. Por
eso se dirigió a la carrera hacia la casita
de Papik, arrastrando también a Putú.
Papik estaba acostado en el lecho,
ocupado en reponer fuerzas después de
una larga pesca infructuosa, y en
preguntarse qué pecados había cometido
la familia para merecer tan mala suerte.
Porque nadie recibía un castigo sin
razón. Como si tal cosa, Viví había
puesto carne y pescado en un mismo
recipiente; es que los pecados son una
especialidad de las mujeres. O quizá los
hijos habían matado un reno blanco sin
que él lo supiera. O bien los espíritus
finalmente habían descubierto el ardid
de Utunia, que había osado asesinar
focas en vez de quedarse en su casa, y
ahora se vengaban.
Pero esta conjetura era demasiado
horrible para detenerse en ella, y Papik
prefirió descartarla en seguida. En
cuanto el mar empezara a congelarse
reabriendo la estación de los viajes,
sería conveniente consultar a Ivalú, cuya
reputación como angakok, según todas
las informaciones, había ido en aumento
conjuntamente con su número de hijos.
En extremo humillado, Papik no
hacía caso de la baraúnda que le llegaba
de afuera. Pero cuando el viejo Putú
irrumpió en su casa junto con Aquel Que
Paga, farfullando algo sobre hombres y
osos, Papik se enardeció. Se puso en pie
de un salto, agarró la pelliza y la lanza,
y renqueando se precipitó afuera.
Vio el iceberg hirviente de osos. Vio
a los hombres circundados de perros
alborozados que se dirigían a los
témpanos de la playa, y a Utunia que
abandonaba la enfermería y corría a la
casa para armarse.
En cuanto a Ernenek, se había asido
al comerciante Walonga y le imploraba
un fusil sin esperar a que la estación
terminase. El muchacho no habría
podido elegir un momento peor. Aquel
Que Paga, que había llegado al lugar, lo
tomó del cuello y lo tuvo inmovilizado
con la ayuda de Walonga y Putú, sin
darle explicación.
Saltando de un hielo a otro, Nualik y
Kuzikizok, los dos maridos de Kio,
fueron los primeros en alcanzar el
témpano más cercano, y después trataron
de separarlo de los adyacentes
sirviéndose de las lanzas y los pies. Aún
en movimiento, el banco de hielo
chocaba contra los vecinos permitiendo
que otros hombres lo abordaran antes de
desplazarse.
Sin dejar de renquear sobre su yeso
pero apoyándose en la lanza para dar
saltos más largos, Papik fue el último de
los cinco hombres que consiguió subir.
XXII. La larga noche

CON el advenimiento de la noche, el


hielo había vuelto a ser el territorio de
los hombres. Blancanieves estaba
enmudecida, envuelta en tinieblas y
paralizada por el frío. Pájaros y aviones
habían emprendido vuelo hacia climas
más suaves. El campito de aterrizaje
yacía abandonado. Las máquinas
hibernaban, a excepción del grupo
electrógeno, que de tiempo en tiempo
dejaba oír su zumbido. Y casi todos los
forasteros se habían marchado de
regreso bajo la línea de los árboles.
De ellos sólo habían quedado Aquel
Que Paga, que debía vigilar las
instalaciones de la Compañía, y el
angakok Indalerak, es decir, el doctor
Hendrik.
Nadie sabía por qué no se había ido.
Poco era lo que tenía que hacer. Los
raros casos que exigían su intervención
eran quemaduras en muslos y nalgas
esquimales; y sólo cuando empezaba el
invierno. Los hombres que acechaban
sobre los agujeros abiertos en el hielo
para pescar, se guarecían del frío de la
noche recubriéndose con una capa de
pieles colocada como una campana,
bajo la que ardía un candil para darle
calor al pescador y a los peces la
ilusión de que la primavera había vuelto
y era, por lo tanto, el momento de salir a
la superficie para dejarse clavar el
tridente. Casi siempre los hombres
abandonaban esa posición sólo cuando
habían apresado un pez o se había
prendido fuego a su ropa. Pero con el
avanzar del invierno la costra helada se
volvió más espesa y sólo las focas
podían perforarla para respirar, de
modo que cesó la actividad pesquera.
Después de lo cual el doctor
Hendrik no tuvo más quemaduras para
tratar.
La fauna escaseaba. Los raros osos
blancos que vagabundeaban por
aquellos parajes eran tan difíciles de
avistar en la noche de hielo como los
zorros blancos que delataban su propia
presencia con ladridos secos y cortados
como golpes de tos; y las focas no
habían vuelto después de que la nave,
una vez más, contaminara las aguas antes
de zarpar, puesto que no se oían los
soplidos y los gargarismos que
denuncian la presencia de sus
respiraderos.
Para colmo de males, Walonga había
agotado las reservas de cerveza, ya que
el consumo durante el verano había
superado las previsiones. Después de lo
cual la mayor parte de esquimales que
habían permanecido se fueron,
abandonando sus pertenencias y sus
deudas.
Pero mientras algunos partían, otros
llegaban en esa estación de los viajes,
con trineos o con perros de carga, o bien
a pie, caminando doblados hacia
adelante, cada uno cargando un gran
bulto en la espalda, amarrado con la
correa que le ceñía la frente, para
cambiar pieles por armas de fuego o
tabaco o posiblemente por algo de
beber.
Los esquimales no son la única raza
rica en recursos. Hacía tiempo, algunos
hombres blancos le habían revelado a
Walonga que existen infinitos medios de
producir bebidas alcohólicas en caso de
necesidad. Y como el tabú de la
Compañía contra el consumo de licores
regía sólo durante la estación laboral,
Walonga había revisado sus armarios y
puesto a fermentar harina de patatas,
fruta seca, azúcar y levadura en un tonel
que había contenido petróleo y que
añadió a la mixtura su delicada
fragancia.
Fue un extraordinario éxito.
Walonga fue el primero en
embriagarse, por espíritu de
responsabilidad, para asegurarse de que
el producto no era dañino. El segundo
fue un viajero recién llegado que bebió
a más no poder, y cuando volvió a su
trineo, perdió el conocimiento y fue
devorado por su propia traílla, sin
enterarse.
Su desgracia hizo la felicidad de
otros dos hombres que dejaron
Blancanieves llevándose a los perros y
a la viuda del desdichado.
Los esquimales habían descubierto
que Aquel Que Paga no era el
propietario de la Compañía, sino que
también él era un servidor; y que sus
patrones —que jamás se aventuraban tan
al norte y que a su vez eran servidores
de otros— habían decidido no tomar
trabajadores esquimales en la estación
venidera porque el programa del verano
anterior no había sido ni lejanamente
realizado. Y Aquel Que Paga no había
encontrado nada mejor que endilgarles
toda la culpa a los asalariados
esquimales, sólo porque algunos habían
abandonado su trabajo o se habían
comportado con negligencia.
Los hombres se divirtieron en
grande cuando Putú les informó sobre
eso que probaba, una vez más, la
ignorancia de los forasteros. Cualquier
persona inteligente se habría sentido
orgullosa y contenta de la ayuda de un
esquimal.
Para permanecer en las
proximidades del Centro de la
Compañía, los pocos esquimales que
habían quedado se habían construido una
casa común de tierra y piedra, antes de
que la superficie del suelo se congelara;
ahora se sentían seguros y cómodos en
esa construcción semihundida en la
tierra y enteramente obtenida de ella,
entre los olores de la grasa de foca que
se consumía en las lámparas, de las
vestimentas de cuero colgadas para
secar, orina, cachorros, cuerpos
humanos y carne ablandada.
Pero todo esto no bastaba para hacer
feliz a Viví.
Cada vez que se despertaba entre
extraños, y privada de su familia casi
siempre, se sentía perdida. Por eso se
amparaba cada vez más en Kio, la cual
se creía en el deber de mostrarse
doblemente más triste que Viví, ya que
acusaba la falta de dos maridos,
partidos con Papik ambos; y por no
hablar del hijo, un muchacho ya grande,
que había dejado Blancanieves la
primavera anterior en busca de caza y
que no había vuelto más.
Varios hombres habían empezado a
cortejar a Viví y a Kio en cuanto se
encontraron solas, pero ellas los habían
rechazado. Le aconsejaban a cada
pretendiente aguardar el regreso de los
maridos, si es que sólo deseaban reír
con ellas un par de veces, o bien la
noticia confirmada de su muerte si es
que querían tomarlas por esposas. Pero
lo decían, sobre todo, para no ofender a
los enamorados con una negativa
terminante; las dos estaban convencidas
de que sus maridos retornarían.
Había poco trabajo en el lugar
donde se quema la carne, y pocas eran
las ropas que cuidar cuando los hijos
hacían vida sedentaria, y ambas señoras
mataban su tiempo durmiendo un largo
sueño invernal, fumando en pipa, o bien
se ponían a jugar a las cartas o se bebían
el licor fabricado por Walonga;
actividades todas que Viví había
aprendido a apreciar gracias a su amiga,
ya iniciada. Kio carecía de dinero
debido a que anteriormente los dos
maridos y el hijo grande la habían tenido
demasiado ocupada como para trabajar
también ella en la Compañía. Ahora
Viví pagaba por las dos y estaba
orgullosa de poder hacerlo; pero se
esforzaba por no hacer pesar su propia
generosidad.
Como la familia de Viví todavía
debía retirar salarios atrasados,
Walonga le proporcionaba sin discutir
todo el licor y el tabaco y el alimento
seco o envasado que ella le pedía;
después le pasaba la notita a Aquel Que
Paga.
Las dos mujeres resultaron óptimas
fumadoras de pipa, pero siempre tenían
que improvisar nuevas reglas para las
partidas de naipes, incapaces de
recordar las reglas del juego; por otra
parte, las partidas resultaban siempre
más interesantes si se cambiaba
continuamente el reglamento. Mientras
tanto, bebían el licor de Walonga en el
lugar donde la gente se emborracha,
comparando su situación y confiándose
sus preocupaciones.
—Los hombres han partido con
demasiada prisa, sin equipos adecuados
ni suficientes perros —se lamentaba
Viví—. Pero la falta de amuletos, sobre
todo, es lo que podría resultar
desastroso.
Kio no quería ser menos y
observaba:
—No tenían siquiera una lámpara, ni
lo necesario para coser, ni una mujer
para calentar sus pies y remendar sus
ropas, que ya estarán hechas pedazos.
Basta que resbalen o pongan una pierna
o un brazo en el agua y es el fin.
—Los huesos de un marido todavía
no se habían acomodado bien. —Viví no
se atrevía a nombrar a Papik, pese a
estar convencida de que él aún seguía
vivo; pero la prudencia nunca es
demasiada.
También Kio pensaba de la misma
manera y no nombraba a Nualik y a
Kuzikizok.
—Mis maridos están envejeciendo
—suspiraba.
—También otro marido que, para
peor, es cojo —le contestaba Viví para
animarla.
—¡No, no! Los míos son mucho más
viejos. Ya están francamente
tambaleantes. Y los dos renquean, pero
sólo en casa. Es un secreto. No lo
divulgues.
Y seguían interminablemente en el
mismo tenor, hasta que los vapores del
alcohol volvían neblinoso el recuerdo
de los familiares ausentes, y las
adormecían, las mejillas apoyadas sobre
los naipes desparramados en la mesa de
madera.

Utunia estaba cada vez más nerviosa. Y


a veces tan irritable cuando se
encontraba en la casa que su madre
prefería que volviese al lugar donde la
gente se desviste. Pero su humor era
mutable como el tiempo ártico, y de
pronto podía mostrarse alegre y radiante
como la vez que le confió a su madre:
—No es imposible que una
muchacha quisiera tener un hijo.
Viví abrió desmesuradamente los
ojos.
—Una vez decías que los niños son
nada más que un estorbo.
—¿Tal vez no es así?
—Cierto. Mírate a ti misma.
Y el diálogo terminó con una fuerte
risa y un abrazo estrecho. Para Utunia la
vida en la enfermería era turbadora e
interesante al mismo tiempo. En efecto,
era interesante por lo turbadora. El
doctor Hendrik le había pedido que
ocupase definitivamente el puesto de
Igah, cuya desaparición de Blancanieves
había coincidido con la partida de uno
de los trineos.
Utunia no sólo estaba aprendiendo
cómo tratar un dedo aplastado y a hablar
el idioma de los hombres blancos sino
también, y sin la ayuda de nadie, a
perder el aspecto de varón y a adquirir
el de una muchacha. Llevaba todavía los
cabellos largos y lacios, sueltos sobre
los hombros, a la manera masculina,
pero ya empezaba a peinarlos con
cuidado, como las mujeres.
Era la primera vez que se
preocupaba por su apariencia física y
aún no sabía qué pensar de la imagen
rubia que la escrutaba con ojos
azulísimos y levemente estrábicos,
desde el espejo de la enfermería.
¿Era en verdad una belleza rara,
como con frecuencia aseguraba el doctor
Hendrik oprimiéndole la pequeña nariz
roma y recorriendo con su suave dedo
de angakok el trazado perfecto de los
labios carnosos y ligeramente
levantados?
No era imposible, aun cuando nadie
se lo hubiera dicho, porque entre los
esquimales jamás se le hacen cumplidos
a una muchacha, para ahorrarle el
azoramiento que inevitablemente
provoca todo elogio.
Utunia estaba fascinada y también
asustada por la turbación que le causaba
no sólo la proximidad del doctor
Hendrik sino el pensar en él; y que no
era de índole sexual. Por lo menos, ella
así lo creía. Porque nada de lo que
atañía a la vida sexual era un misterio
para quien había crecido en la intimidad
de un iglú.
Lo que la llenaba de ansiedad y
maravilla era el tumulto que advertía en
su corazón.
XXIII. Historia de
amor

ANTES de que la oscuridad mandase


a los peces a descansar en el fondo,
Utunia llevó una vez al doctor Hendrik a
pescar en la costra marina. Mientras
tanto, ya le había persuadido de la
conveniencia de quitarse la barba
durante el invierno para evitar la
acumulación de hielo que podía
congelarle la cara, aconsejándole que se
la dejara crecer en primavera para
asustar a los mosquitos.
Era la primera vez que el doctor
Hendrik veía a la muchacha en su
elemento, junto a un agujero cortado en
el hielo, las nalgas al viento y la nariz
sobre el agua, inmóvil como un muñeco
de nieve, con el tridente en alto, pronto a
golpear. Después que ella lo hizo callar
porque se había movido, el doctor se
había quedado estoicamente quieto
también él, atreviéndose a duras penas a
respirar, hasta que, de improviso, el
tridente se abismó en el agujero y en
seguida volvió a la superficie sacudido
por un salmón negro que se agitó
brevemente y que se congeló en seguida,
después del último estremecimiento. El
doctor vio a Utunia llevarse a la boca un
ojo del salmón, oyó el chasquido del
globo succionado fuera de la órbita,
pero rechazó, agradeciendo, el
ofrecimiento del otro ojo.
Después de aquella salida el doctor
Hendrik tuvo que esperar más de un
sueño para estar seguro de que no tenía
que lamentar la pérdida de su nariz por
el resto de sus días, porque se le había
congelado no obstante la grasa de foca
con que Utunia se la había recubierto
por precaución. Y prefirió informarse
acerca de la vida de los esquimales,
estando al calor.
—Por favor, jamás me preguntes qué
hacemos en los iglú —le dijo una vez
Utunia con una de sus esquivas sonrisas.
—¿Por qué?
—Una tonta muchacha no consigue
comprender muchas cosas de vuestra
vida. ¿Cómo podrás tú comprender la
nuestra?
Crecida en un grupo exclusivo y
estricto, la muchacha tenía la curiosidad
y también la desconfianza del oso. Pero
este hombre blanco, no obstante ser un
angakok de grandes poderes, era tan
comprensivo e indulgente en sus
consideraciones que ella se sentía
halagada y conmovida, y era más
comunicativa con él que con sus propios
familiares. Lo que en él la asombraba
por ser extraño, a la vez la subyugaba.
Como sus manos suaves, de recién
nacido, cómicas en un adulto.
Sin cicatrices, sin callos, sin uñas
rotas; sólo con algunos sabañones.
Quién sabe qué estragadas hubiesen
quedado sus delicadas palmas en caso
de tener que empuñar el asta de un arpón
para clavarlo con rigor en una foca o en
una morsa que se debate bajo el agua.
Otra de las particularidades que al
mismo tiempo le repugnaba y atraía, era
la espesa vellosidad que cubría los
antebrazos del hombre blanco y que ella
suponía se extendiese por todo su
cuerpo, como sucede con el diablo. Pese
a todo esto y a no ser un gran cazador, el
doctor Hendrik ejercía sobre ella una
fascinación irresistible. Utunia se retraía
cuando su mano mórbida
inadvertidamente la rozaba. Y, sin
embargo, no podía permanecer mucho
tiempo sin verlo.
Y menos, sin estar con él en sus
pensamientos.

Antes de que el último avión volase al


Sur, el doctor Hendrik le había pedido
que partiera con él, y Utunia se había
maravillado. ¿Es posible que éste
ignorase que se necesitaba el
consentimiento paterno?
—No debería decirlo —había
manifestado en ese momento el doctor
Hendrik—, pero dudo de que tu padre
vuelva.
Utunia había quedado absorta ante
esta herejía. Miró fijamente al doctor
con sus ojos azules como grietas en el
hielo, y contestó con extrema frialdad:
—No es imposible que te
equivoques, Indalerak.
—Lo espero.
Por el momento, el diálogo terminó
allí. Pero después, en el corazón de la
noche, cuando ni siquiera un rostro
untado y romo podía ignorar el mordisco
de la helada, Utunia reanudó la
conversación.
—Si tiene hambre y frío puede
construirse un refugio y entrar en letargo
—dijo mientras trajinaban en la
enfermería.
—¿Quién?
—Mi padre.
—Pero los seres humanos no se
aletargan, Utunia. Sólo ciertos animales,
como los osos.
Divertida, Utunia apoyó una mano
sobre su brazo y levantó la mirada hacia
ese rostro cómico.
—Disculpa si una tonta muchacha
contradice a un viejo sabio, pero eres
demasiado ignorante. No sabes que
sobre los hielos únicamente los osos no
hibernan jamás. En cambio, los hombres
sí.
—¿Cómo?
—Como no tenemos suficientes
provisiones para el invierno,
renunciamos a tocar los últimos restos y
dejamos enfriar el cuerpo. Es una
sensación extraña y también deliciosa.
Después de haberse enfriado, poco a
poco el cuerpo se adormece. A veces
uno se despierta temblando de frío en
pleno corazón del invierno. Es una
advertencia, una señal de alarma.
Significa que el cuerpo ha quemado casi
todas sus reservas y está a punto de
congelarse. Y entonces comemos algún
bocado y chupamos un poco de nieve y
volvemos a dormir. Cuando el alba nos
despierta, nuestros vestidos nos quedan
demasiado holgados. Si en el que
duerme la señal de alarma se olvida de
funcionar, los otros, al despertar,
encuentran un cadáver en el iglú.
—¿Y vosotros lo habéis hecho
realmente?
—Claro. ¡Y sin encontrar jamás un
cadáver!
—¿Y no tenéis miedo de dormiros
sin saber si vais a despertar?
—¿Por qué? Antes o después todos
se duermen para no despertar más. Y es
más cómodo en el propio iglú que en la
boca de un oso.
—¿Muchos lo hacen?
—Sí. Siempre que es preciso. Sobre
todos los hombres de los hielos, y
también los del agua. A menos que
tengan niños chicos. Los niños son
demasiado estúpidos como para
despertar antes de congelarse.

—Además —le dijo Utunia al doctor


Hendrik, en otra ocasión, volviendo
siempre a su padre con el pensamiento
—, cuando se está en grupo no todos
mueren de hambre.
—¿Qué quieres decir?
—Cuando muere uno de los
compañeros pueden comérselo. Y mi
padre, por cierto, no morirá de hambre
antes que los otros.
—¡No lo dirás en serio!
—¿Por qué no? ¿Qué es mejor: que
mueran todos o que algunos se salven?
—¡No me dirás que has comido
carne humana!
—No hubo necesidad hasta ahora —
respondió Utunia con naturalidad—.
Pero el padre de mi madre sí. Él dijo
que la carne del hombre tiene el sabor
de la del oso, pero que es un poco
mejor.
El doctor Hendrik tenía un aire tal
de pavor que Utunia se puso a reír. Le
tocó el pecho con un dedo y le dijo:
—Y ahora debes hacerme una
pregunta.
—¿Cuál?
—Has oído que la carne del hombre
es mejor que la del oso. Ahora tienes
que preguntar: ¿Y la carne de la mujer?
¿Es mejor que la del hombre?
Entonces el doctor Hendrik hizo eco
a la risa de Utunia, esperando, sin
creerlo realmente, que ella bromease. Y
le preguntó para seguir el juego:
—¿Y bien? ¿La carne de mujer es
mejor que la del hombre?
—Prueba y verás.
Fue la primera vez que la besó.
Aquellos dientes comedores de carne
cruda brillaban tan seductores en la
carita radiante que no había perdido aún
el bronceado del verano, que el doctor
Hendrik no pudo resistir. De improviso
la estrechó entre sus brazos y besó con
fuerza su sonrisa.
Utunia vaciló un instante, sintiendo
que los latidos de su corazón se volvían
cada vez más tumultuosos; después echó
hacia atrás la cabeza, descargó su
pequeño puño duro como la piedra entre
los ojos del hombre blanco y le escupió
en la cara.
Como lo requería la buena
educación.
—¿Cuántos son los nómadas de los
hielos? ¿Los que viven como vosotros?
—¿Quién lo sabe? Más que un
hombre contado hasta el fondo.
—¿Los conoces a todos?
—De nombre sí. Por lo menos a los
jefes de familia.
—Entonces dímelos. Y yo te diré el
número.
Desde el primer momento el juego le
gustó.
—Están Kanuk, Nasak, Ukali, Orpa,
Intedi. Y Nuga y Odin e Ippi y Mekiana
e Igadakhik y Simigak y Uvdloriak y
Avatak. Están Nualik y Kuzikizok, que
has conocido aquí, y Serkok, Kiviyk,
Angutivdluarsuk, Papik —continuó hasta
agotar los nombres y aseguró no haberse
olvidado de muchos.
—Más de ochenta —dijo el doctor
Hendrik que había contado valiéndose
de la magia, sin recurrir a los dedos de
las manos y de los pies—. ¿Todos tienen
esposa?
—No todos. Algunos tienen media
esposa, como Nualik y Kuzikizok que se
dividen a Kio, o un tercio de esposa.
—¿Y todos tienen hijos?
—No. Pero algunos tienen dos.
Como nosotros.
—Por lo tanto, son alrededor de
doscientos cincuenta ¿Es todo lo que ha
quedado de vosotros?
—No hemos sido nunca muchos más.
Ni muchos menos.
—¿Cómo lo sabes?
—Cada uno lo sabe. Sobre el hielo
que nunca se derrite no hay bastantes
animales salvajes: pocas focas y algún
oso vagabundo. Por eso también el
número de los hombres es limitado.
—¿Los otros mueren?
—O van al Sur, o se convierten en
hombres del agua, que viven sobre el
hielo sólo tres estaciones en el año —
Utunia había perdido interés en los
números—. Ahora dime, Indalerak:
¿dónde me llevarías? ¿Entre los árboles,
donde los hombres se enferman y
mueren?
El doctor Hendrik no supo qué
responder. Tenía conciencia de que
Utunia no habría podido vivir bajo la
línea de los árboles; que en todo el
mundo se podían encontrar miembros de
todas las razas, pero que un verdadero
esquimal sólo al norte de los siempre
verdes. Por el momento sólo podía decir
que no quería irse sin ella.
—También una tonta muchacha no se
sentiría contenta si te dejara, Indalerak.
Pero no puedes viajar con nosotros. No
sirves para nada. Y si resbalas en un
agujero y mueres, una muchacha se
sentirá muy triste.
El doctor Hendrik estaba
reflexionando.
—¿Piensas que podré
acostumbrarme al frío? ¿Y a vivir como
vosotros?
—Algunos lo consiguen, otros no.
—Debes saber, Utunia, que por mi
gente yo soy del Norte: provengo de una
región muy cercana a la línea de los
árboles.
—¡Entonces eres del extremo sur!
—Nosotros lo consideramos el
extremo norte. En verano salimos a
cazar renos. Pero en invierno
permanecemos en casa, al calorcito.
—Se puede aprender no sólo a
soportar el frío sino también a amarlo.
Nada peor existe pero tampoco nada
mejor.
—No comprendo.
—En invierno pensamos siempre en
el sol y en el verano que nos trae la
carne y la caza y tantas distracciones.
Pero después cuando el aire se vuelve
caliente y hay mosquitos y agua por
todas partes, nos sentimos débiles y
deseamos el retorno del frío. Mi padre
dice que los hombres blancos viajan por
todo el mundo porque buscan el mejor
territorio para vivir. Nosotros lo hemos
encontrado.
—Tal vez tu padre tenga razón.
—Si el frío no les gusta, ¿por qué
llegan hasta aquí?
—En verdad, son poquísimos los
que vienen. Muchos, para ganar más.
Otros, aunque ganen menos, porque
quieren ayudar. Aquí vienen nuestros
peores hombres, y también los mejores.
¿Comprendes?
—No. ¿Tú por qué has venido?
—Para ganar. Pero ahora que os
conozco quisiera más bien ayudar.
—Una tonta muchacha todavía no
entiende. ¿A quién quisieras ayudar?
—A ti. Y a tu gente.
Utunia se divertía.
—¡Me gustas porque me haces reír
mucho! ¡Somos nosotros los que siempre
debemos ayudaros a vosotros!
Discúlpame. Pero tú ni siquiera sabes
pescar.
—¡En la vida no sólo existe la
comida!
—Ya se sabe —dijo Utunia con
simplicidad—. Pero es la cosa más
importante. ¿No es cierto?
—¿Nunca te preguntas otra cosa que
de dónde llegará tu próxima comida?
—¿Y qué otra cosa hay que
preguntarse?
Al doctor Hendrik se le escapó la
paciencia.
—¡De dónde venimos todos! ¡Y
quién ha hecho las estrellas! ¡Y por qué!
Y cosas como éstas.
Utunia lo miró maravillada.
—¡Pero si todo esto nosotros lo
sabemos! ¿Vosotros no?
—No. Realmente no.
—¡Te burlas de mí, Indalerak!
—No, Utunia. No sabemos nada de
cuanto quisiéramos saber.
—¿Y os quedáis así, sin intentar
descubrirlo?
—Lo desearíamos, créeme.
—¿Entonces por qué no nos
preguntáis a nosotros?
—Pues bien, dímelo.
—Escucha, Indalerak, así se lo
puedes decir a los tuyos. Una vez,
cuando la costra de hielo se rompió, el
fragor creó al Cuervo Negro. Pero él,
completamente solo, se aburría, y
entonces se puso a hacer pequeños
hombres de nieve. Los hombres querían
tener a alguien a quien gritar e hicieron
pequeñas mujeres de tierra. Y como el
Cuervo no podía ver a todas estas
criaturas suyas en la oscuridad del
invierno, hizo dos grandes lámparas,
Papá Luna, y Mamá Luna, y las mandó a
rodar de este a oeste. Papá Luna se
hastió de dar siempre la misma vuelta y
para cambiar se fue al Sur. Entonces el
Cuervo lo hizo pedacitos: de ahí las
estrellas. ¡Sonríes! ¿No lo crees?
—¿Por qué no? Me parece por lo
menos tan probable como lo que dicen
nuestros angakok.
Como los accidentes habían
disminuido mucho, al igual que el resto,
en el frío invernal, sus conversaciones
raramente eran interrumpidas. Esa lo
fue, y por un grupo de hombres y
mujeres que transportaban a Viví,
privada de sus sentidos y con el rostro
cianótico.
Se había ahorcado.

Nada había dejado entrever su decisión.


Ella había continuado en sus tareas,
ahora reducidas al mínimo, y llevado su
vida habitual con su calma sonrisa de
siempre.
En la casa común algunas personas
dormían mientras otras estaban en el
lugar donde la gente se emborracha, y
cuando dos de éstas volvieron a la casa,
vacilantes a causa del licor de Walonga,
vieron a Viví que pendía del cielo raso
como un gigantesco murciélago,
arañando el piso con los pies. Entonces
despertaron a los otros para ayudarlos a
llevar a Viví al lugar donde la gente se
desviste, porque si Viví hubiese muerto
en la casa no habrían tenido más
remedio que abandonarla.
—¡Dale tu respiración! —le ordenó
el doctor Hendrik a Utunia, y se
precipitó hacia sus mágicos instrumentos
iniciando los exorcismos del caso.
El doctor había enseñado a la
muchacha algunos trucos de la brujería
de los angakok blancos, como el de
infundir el propio aliento a quien ha
perdido el suyo. Cosas que a uno le
dejan helado. Pero a veces era eficaz, y
tratándose de su madre Utunia no le
tenía miedo a nada; de modo que le
apretó las narices para impedir que el
alma se le volara, oprimió sus labios
contra los de ella, y le sopló aire en la
boca con toda la fuerza que tenía, a
intervalos regulares, mientras el doctor
Hendrik inyectaba un fluido misterioso
en las venas de la inerte mujer.
Después de prolongados esfuerzos
Viví dio algunos golpecitos de tos, y por
fin abrió los ojos y sonrió débilmente;
entonces Utunia se arrojó sobre ella, le
frotó la nariz y le olió la cara,
bañándola en llanto. Pero Viví,
repentinamente preocupada, le ordenó:
—¡No llores, chiquita!
—¡Debes decirme primero por qué
lo has hecho! —contestó Utunia.
—Cuando dejes de llorar.
Cesaron las lágrimas de Utunia y
Viví se lo dijo:
—Una mujer no tiene razones para
vivir. Tu padre debe de estar muerto
porque se le aparece en sueños cada vez
más seguido.
—¡También se te aparecía en sueños
antes de irse!
—Pero ahora una mujer sufre cuando
él aparece.
—¡Porque te falta! —dijo Utunia.
—El mar hace ya tiempo que está
transitable. ¿Por qué no vuelve?
—¡Volverá! —le aseguró Utunia con
ardor—. No será él quien se haga comer
por un estúpido oso ni quien caiga en un
estúpido agujero. Esto lo sabes.
—Pero lo que no sabes, chiquita, es
que a veces una madre quisiera que el
padre no volviese…
—¡Esto es imposible! —exclamó
Utunia—. ¿Y por qué?
—¿Qué dirá cuando nos encuentre a
todos tan cambiados? Cuando vuelves a
casa, apestas a agua y jabón, y a algo
peor. Ernenek a tabaco y a agua de
fuego, siempre que se digna regresar a
casa. Tal cual una tonta madre. La cual
ha descubierto que su hijo se baña en la
sauna sin que ella lo sepa. Y rara vez se
toma el trabajo de responderle, salvo
para decirle que ella no sabe nada.
—¿Y por qué no me lo dijiste antes?
¡Una muchacha le dará tales bofetadas
en la boca que gritará de dolor cada vez
que la abra!
—Bien sabes que no puedes hacerlo,
chiquita, porque Ernenek lleva el
nombre de tu abuelo. Tu padre no lo
haría jamás, si volviese.
—¡Volverá! —Utunia lo dijo dos
veces seguidas, perentoriamente, y
golpeando el suelo con el pie.
Como si tampoco ella lo creyese.
XXIV. Los osos

DE los cinco hombres que habían


partido en el témpano, sólo dos
regresaron a Blancanieves.
Dejarse llevar a la deriva sobre una
planicie de hielo a la caza de osos, es
una empresa no exenta de peligros. Aun
no habiendo borrasca, el hielo puede
darse vuelta y hacer naufragar a los
navegantes. O la vieja Sedna, que es
buena ya que proporciona tantos lindos
peces, y también maligna como todas las
mujeres de su edad, podría hacerla
morir en los cálidos Mares del Sur.
Dotados de un saber que, por lo
común, excede al de los hombres, los
osos abandonan los hielos que entran en
la zona peligrosa y ganan la costa a nado
burlándose de los cazadores que no
pueden imitarlos. Pero ¿qué verdadero
hombre no estaría dispuesto a arriesgar
el pellejo por ir a cazar osos?
Durante las primeras vueltas del sol
los cinco hombres de Blancanieves
estuvieron obligados a devorar al más
decaído de los pocos perros que habían
ido en su seguimiento, y que además
poco querían. Los mejores se
encontraban ocupados en otras faenas en
el momento de la improvisada partida.
Como Nuna, el jefe de la traílla de
Papik, empeñado en contender con
algunos rivales a causa de una perra en
celo.
En torno del témpano las aguas
bullían de merluzas; pero el cielo se
había cubierto y el mar estaba movido;
los hombres, acostados sobre el vientre
intentaban pescar su comida, pero un
fuerte oleaje los obligó a retirarse del
borde hacia el centro.
El témpano de los hombres, menos
profundo, era más veloz que el iceberg
que perseguían, y vagamente dirigible
según se colocaban para aprovechar la
tramontana. Cuando por fin consiguieron
llegar al iceberg, el acre aliento de los
osos los hizo babear. Pero los osos
estaban en gran saciedad por las
merluzas que habían pescado y se
mantuvieron lejos de los hombres. Dos
de éstos estaban armados de arcos y
flechas por si hubieran encontrado caza
menor. Pero animales orgullosos como
los osos no se dejan abatir a flechazos;
pretenden ser matados por lo menos por
una lanza. Hombres y perros los
perseguían por las resbaladizas
pendientes, y más de una vez tuvieron
que detenerse con la lengua fuera
mientras los osos se reían de ellos.
Uno de los hombres había dejado
aparte, a propósito, un pedazo de hígado
del perro sacrificado, al calor del
cuerpo para que no se congelara. En ese
trozo los hombres hundieron una elástica
lámina de ballena sacada de una de sus
armas, fuertemente enrollada, y lo
expusieron al viento hasta que se
endureció; después se lo arrojaron a los
osos. Muchos lo husmearon antes de que
uno de ellos se decidiese a engullirlo,
aparentemente más por curiosidad que
por hambre.
Los hombres ya no perdieron de
vista a ese imprudente, y cuando media
vuelta de sol más tarde aparecieron en
sus heces las primeras manchas de
sangre, se pusieron tras sus huellas; pero
se necesitaron otras dos vueltas de sol
antes de que el oso estuviese tan
debilitado como para dejarse matar.
Una vez descuartizado el oso,
Nualik, uno de los maridos de Kio, les
hizo perder el apetito a todos
observando que la tramontana, que
soplaba cada vez más fuerte, amenazaba
con desviarlos de las seguras corrientes
circulares del Norte, y empujarlos a los
mares cálidos, lo cual habría significado
el fin, tanto de la masa de hielo como de
sus navegantes.
—Primero se come: después nos
preocuparemos —dijo Papik terminante,
sonriendo intencionadamente con la
boca llena de hígado.
Todos, incluido Nualik, aplaudieron
esta propuesta, y comieron hasta el
hartazgo para postergar el momento de
la preocupación. No obstante la
impaciencia causada por el hambre,
ninguno olvidaba las buenas costumbres
si alguien le ofrecía uno de los mejores
trozos, con cumplidas palabras como
éstas:
—Después de ti, si aún queda.
Y cuando se saciaron hasta más no
poder, la preocupación fue olvidada del
todo. Fue tal vez por eso que Amainalik,
mientras se disponía a dormir, cayó al
mar. Despertó a todos con sus gritos
pidiendo ayuda, en tanto se debatía con
el oleaje; pero sus compañeros no
pudieron hacer otra cosa que saludarlo
con calurosos ademanes de adiós.
Por lo general, quien ve un hombre
en situación de ahogarse debe afrontar
un cruel dilema. Si pesca al náufrago,
ofende a la reina Sedna que se ve
despojada de una víctima, y si no
interviene se arriesga a ofender a los
familiares. Pero por suerte no se podía
invertir el derrotero del iceberg, por lo
cual les fue ahorrado a los cuatro lo
dificultoso de una decisión.
Y se consideraron doblemente
afortunados porque navegaban a tanta
velocidad bajo el impulso del viento
que difícilmente el fantasma habría
podido alcanzados a nado.
Antes de que el sol completara su
vuelta tras las nubes, el cuarteto tuvo
que hacer otras cosas en lugar de
preocuparse por un muerto. La presencia
humana excitaba a los osos, que ya no se
aventuraban en la pesca, y cuando el
hambre sobrepasó su prudencia natural,
avanzaron y cercaron a los hombres.
Algunos giraban, otros se habían
acurrucado y los observaban con los
astutos ojitos inyectados en sangre,
exhalando volutas de vapor blanco con
fuerte olor a pescado.
Los perros, que casi siempre se
abalanzaban sobre los osos sin
reflexionar mucho, estaban hartados con
los restos del oso abatido por los
hombres y querían hacer creer que
tenían otras cosas en qué ocuparse.
Los cuatro cazadores, lanza en ristre,
asumieron la formación defensiva
aprendida de los bueyes almizcleros,
colocándose en posición cuadriforme.
Naturalmente, los bueyes almizcleros no
se equivocan. Pero entre los hombres
hay siempre uno que malgasta la
prudencia para emerger sobre sus pares.
Papik estaba frenado por el yeso y por
sus huesos todavía dolientes. Pero
Kuzikizok, el otro marido de Kio, que
por ser el más anciano del grupo hubiera
tenido que ser el más sensato, de
improviso decidió dar una prueba de
virilidad; tal vez porque se sentía
próximo a perderla. Rompió la
formación con un grito y se arrojó con la
lanza levantada sobre uno de los osos,
que eludió el golpe y con un zarpazo
desplomó al agresor, al que un segundo
oso le clavó los colmillos en la ingle, un
tercero lo desfiguró con las garras y un
cuarto se lo llevó arrastrando.
Después de lo cual, con gran alivio
de los tres cazadores sobrevivientes,
todos los osos se dirigieron a la cima
más alta del iceberg, para comer a
Kuzikizok sin que nadie los molestara, y
sin perder de vista a los otros
cazadores; éstos resolvieron mostrarse
malhumorados con sus adversarios.
Mientras tanto, evocaban los estragos de
oso que habían hecho en otros tiempos,
hablando muy fuerte para hacerse oír.
Pero los osos fingían no enterarse.
Cuando el iceberg tocó una franja de
banquina costera, los tres cazadores se
trasladaron rápidamente, abandonando a
los osos a su crucero estival.
Y saludos.

Si fue fácil evadir la monotonía de la


vida familiar, el regreso fue más
dificultoso. El trío sobreviviente,
compuesto por Papik, Nualik y un tal
Kugutikak, no encontró focas ni maderos
a la deriva, a lo largo de la costa.
Avistaron una colonia de morsas,
inalcanzable sin una embarcación.
Internándose en un suelo casi
desprovisto de nieve, con los pocos
perros que les quedaban, mataron
algunos zorros, un buey almizclero y un
par de renos.
Estaban en la plenitud del breve
verano, y bajo ese sol cercano y rasante
que alargaba y disminuía las pálidas
sombras y que no se ponía nunca, los
hombres sudaban en exceso. Y parecía
que también sudaba el suelo, abigarrado
como estaba de nieve y hielo derretidos,
que entre la vegetación enana y las rocas
pulidas por el viento habían formado
una infinidad de pequeños lagos,
pantanos y aguazales, y arroyos
tortuosos como cerebro de glotón. El
accidentado terreno estaba cubierto por
un sutil tapiz multicolor que iba del
liquen crema como la tonalidad del reno
a la oscuridad de una tierra bituminosa,
salpicado de prímulas amarillas, de
niviarsiak violetas y escarlatas y de
brezos azules: pétalos carnosos y
cargados de color que cubrían ínfimos
tallos. Los hombres recogieron almizcle
verde, bueno para desecar y poder
utilizar como pabilo, o como aislante
térmico en las botas, en lugar de pelos
de perro.
Cuando empezó repentinamente el
frío otoñal, quisieron ganar la costa con
los perros cargados de trozos de reno
que debían servir como material del
trineo. Pero cuando por fin llegaron al
océano congelado estaban tan
hambrientos que se comieron el trineo
antes de usarlo.
Justamente en aquel período el yeso
de Papik, ya agrietado, lo abandonó
definitivamente, con inmenso alivio para
él; y sus compañeros rieron a carcajadas
al ver que la pierna salía torcida,
adelgazada y más coja que antes.
Cuando tuvieron listo otro trineo de
peces congelados, encontraron una
escarpada banquisa; la oscuridad ya
recubría la cima del mundo. La traílla no
era suficiente para tirar de un trineo en
aquel suelo accidentado, y pasaron
buena parte del invierno en un refugio de
nieve, entrampando algunos zorros; y
una vez descubrieron un escondrijo de
pájaros y huevos, hecho por algún
animal. No conocían bien esa región, y
la extensión del banco de nieve los
obligó a permanecer en una de sus
costas cuando el nuevo sol disolvió la
costra marina.
Se sintieron mucho más seguros
después de haber abatido una enorme
morsa; pero por poco tiempo. Se
inquietaron bastante cuando se vieron
constreñidos a pasar largos días aún
haciendo trabajos de mujer —obtener
agujas de hueso de los pájaros e hilo
para coser de nervio de morsa, y
remendar sus propias indumentarias—
en vez de cazar. Y a Kugutikak le
fastidió de tal manera discutir cada
problema con los compañeros, que un
buen día se fue de la casa furioso para
tomar una bocanada de aire, y nadie
nunca lo volvió a ver.

Cuando Papik regresó a Blancanieves


aún renqueaba bastante, y su vestimenta
estaba en un estado calamitoso, pero se
sentía exuberante y feliz. Mientras tanto,
había vuelto el inmenso frío porque el
sol se había abismado desde hacía
tiempo, pero cada uno de sus giros
todavía expandía en un breve trecho un
poco de luz.
Los cazadores habían estado afuera
durante más de un año; la nave de la
Compañía ya había hecho otra breve
escala, corrompiendo las aguas y
reintegrando la provisión de cerveza;
los aviones habían vuelto a partir o
estaban escondidos en los hangares, y
Blancanieves se preparaba para otra
larga noche.
El buen humor de Papik duró poco.
Pero no porque durante su ausencia
hubieran desaparecido todos los
utensilios y armas que tantos esfuerzos
le habían costado; cada uno tenía el
derecho de apropiarse de lo que
efectivamente no se usaba. Lo que le
irritó fue que la esposa y la hija sólo
pudieran darle una apresurada
bienvenida en la casa común, y que
Ernenek no se hubiera precipitado para
recibirlo.
Viví estaba atareada en el lugar
donde se quema la carne, Utunia todavía
hacía de aprendiz de hechicera en el
lugar donde la gente se desviste, y
Ernenek estaba ocupado en la casa
donde se doman las máquinas. El único
que no tenía nada que hacer era Nuna, el
jefe de la traílla.
Durante la breve estación laboral,
concluida hacía poco, los familiares de
Papik habían sido los únicos esquimales
todavía empleados en la Compañía.
Aquel Que Paga sabía que no habrían
abandonado Blancanieves porque
aguardaban al padre, y por eso con ellos
había hecho una excepción ante la
prohibición reciente de la Compañía de
contratar esquimales. Por la misma
razón también hubiera empleado a Kio,
pero la buena gorda había rehusado para
no ofender a Viví, orgullosa de
mantenerla. En cuanto a los demás
esquimales, habían partido casi todos.
Mientras Viví y Utunia ponían a
Papik al corriente de la situación, Kio,
que se encontraba también en la casa
común con Nualik, no sabía cómo
manifestar al mismo tiempo su júbilo
por el regreso de un marido y su dolor
por la muerte del otro. Y Viví no podía
aconsejarla puesto que estaba
discutiendo con Papik.
—Putú te puede explicar que no es
vergüenza aceptar dinero y comida de
los hombres blancos a cambio de
trabajar para ellos —le decía.
Y Utunia:
—De ellos podemos aprender
muchas cosas.
—Dime una —exigió Papik.
—Que es importante lavarse
siempre porque el aire y nuestra piel
están llenos de minúsculos animalitos
que sólo se ven con instrumentos
mágicos, y que nos traen las
enfermedades y los dolores y mueren
cuando nos lavamos.
Papik rió con ganas.
—¡La más estúpida de las
supersticiones! ¡Los dolores y las
enfermedades no provienen de
animalitos invisibles y sí de los
espíritus malignos que nuestros angakok
ven perfectamente!
Utunia osó contradecir al padre.
—Si matamos esos animalitos a
tiempo, no nos enfermamos.
—¡Pero si nosotros no nos
enfermamos, chiquita! Nos basta con
estar lejos de los espíritus forasteros. ¿Y
Ernenek?
—Casi ha aprendido a domar las
máquinas. Y al terminar la estación ha
obtenido un fusil.
—¿Un fusil? —preguntó Papik,
preocupado.
Viví asintió.
—No se separa nunca de él. Ni
siquiera para dormir.
Papik se levantó para ocultar su
disentimiento y conservar su sonrisa.
—¿Otras malas noticias?
—Sí —contestó Utunia bajando los
ojos y ruborizándose—. Una tonta
muchacha quiere casarse con Indalerak,
el angakok blanco.
Papik se dirigió a su mujer, y su
sonrisa le partía la cara de oreja a oreja.
—Un hombre empieza a perder el
oído ¿Tal vez es hora de que vaya a
morir?
—Has oído bien —dijo Viví—.
Utunia esperaba tu consentimiento. Y no
se lo puedes negar.
Papik pareció incapaz de responder.
Trasladaba su peso de un pie a otro y
tragaba saliva mientras los ojos se le
ponían brillantes.
Asombrada, Viví lo tomó de un
brazo.
—¡Papik! ¿No te pondrás a llorar?
—¿A llorar? ¡Si estoy riendo! —y
tuvo un estallido de incontenible
hilaridad—. ¡Piensa en todo lo que
hemos hecho por esta criatura! —
Hablaba entre una y otra risa—. Alguien
ha perdido tres dedos por ella. Tú te has
curvado la espalda para transportarla,
has reído hasta terminar con las piernas
torcidas para complacer al marido de
ella cuando era chica; te has consumido
los dientes y los dedos para vestirla. ¡Y
ahora nos deja! ¡Y para colmo por un
hombre blanco! ¿No es para reír?
Utunia le echó los brazos al cuello y
lo husmeó.
—Por eso una muchacha no ha sido
feliz durante mucho tiempo. Su corazón
no quería dejarte por un extraño. Pero
sabía que no podría hacer menos.
—¡Pobre mundo! Indalerak no es un
cazador. Es débil e ignorante y tiene un
olor feo.
—Debe gustarle a ella, no a ti —
Viví le recordó.
—Te habrá embrujado —prosiguió
Papik—. Con una de sus inyecciones.
—Es lo que una le repite siempre —
contestó Utunia—. Cuando está al lado
de él, una muchacha tiembla. Pero según
Indalerak, es al revés: él ha sido
embrujado. Estaba por volver bajo la
línea de los árboles donde lo espera otra
muchacha, de una tribu sedentaria como
él. Pero ahora no quiere partir. Dice que
tiene en el Norte a alguien que no desea
dejar. Tal vez vayamos adonde están los
renos, porque una muchacha que es una
muchacha no puede matar focas pero sí
cazar renos.
Papik creía que ya se habían
terminado las malas noticias.
Hasta que llegó Ernenek, fusil en
mano, y con un gabán de nylon sobre los
hombros.

El muchacho saludó al padre con una


ancha sonrisa, y los dos se estrecharon
las manos, manteniéndolas en alto
mientras se inclinaban, baja la cabeza;
Ernenek por respeto al padre, y Papik
por respeto a su padre cuya alma
albergaba el hijo.
—¡Ha crecido! —exclamó Papik—.
Y se asemeja cada vez más al abuelo. La
misma mirada. El mismo mentón. Los
mismos hombros.
—Es más alto que Utunia —dijo
Viví—. Y todavía está creciendo.
—Ernenek, no debes trabajar más
para los hombres blancos —dijo Papik
—. El mar está duro, hay buena luz.
¡Partimos!
Ernenek se ensombreció.
—A un estúpido muchacho le gusta
desarmar las máquinas. Y escuchar
música fuerte en el lugar donde la gente
se emborracha.
Esta vez Papik no rió.
—¡Y bebe agua de fuego y come
alimento en cajas… y probablemente se
lava con agua y jabón!
—También con vapor, en la sauna —
confesó Ernenek—. Pero mientras tanto,
aprende cosas, y no es imposible que
dentro de poco lleve a pasear a la
misma máquina que te rompió el
costado.
—¿No quieres viajar? ¿Prefieres un
lugar de hombres blancos?
—¡No, no! Pero alguien quiere
aprender algo más sobre las máquinas.
Algunas son capaces de llegar hasta la
luna.
—También nuestros angakok saben
ir.
—Pero los nuestros no me dicen
cómo se hace. Los hombres blancos me
lo dirán.
—Tal vez Ivalú también te lo dirá si
se lo pides —dijo Papik—. Pero debes
saber que existen dudas sobre los viajes
lunares de los hombres blancos.
—¿Quién lo dice?
—El cuñado de Nualik. Dijo que
nuestros angakok jamás han encontrado
huellas de hombres blancos en la luna.
Ni siquiera eso que todos deben dejar en
el suelo.
—De todos modos, un estúpido
muchacho quisiera llevar de paseo una
de esas máquinas, aunque sólo una vez.
—Esperemos ese día —intervino
Viví—. Se dice que los hombres se
cansan pronto de conducir las máquinas
y vuelven a la caza. Ese día partiremos.
—Algún otro —dijo Papik— ha
oído que viviendo largamente con los
forasteros los hombres se vuelven
demasiado débiles para irse. Partimos
ahora.
Viví se mordió los labios.
—Hay otra cosa que debes saber,
Papik. Nos hemos comprometido a
trabajar aquí también la próxima
estación, porque no sabíamos si
volverías, ni cuándo. Y gracias a Aquel
Que Paga, Walonga le ha anticipado a
Ernenek el fusil y este saco de
verdadero nylon.
—¿Ernenek no los ha comprado con
lo que ha ganado?
—El dinero ganado se le ha ido en
cerveza, cajitas y tabaco. Y también una
tonta mujer ha tomado muchas cosas que
todavía debe pagar.
—Devuelve todo.
—¿Cómo hace para devolver la
cerveza que han tomado ella y Kio? ¿El
tabaco que han fumado? ¿Los bizcochos
que se han comido? Debemos pagar más
de cuanto hemos ganado.
Papik empezaba a enardecerse.
—¡No importa! Nadie puede detener
a un hombre. Ernenek restituye el fusil y
partimos.
—Todavía no —dijo Ernenek.
Rehuía la mirada del padre pero su tono
era decidido.
—Somos demasiado viejos para
viajar sin un hijo —manifestó Viví.
—¿Demasiado viejos? —dijo
indignado Papik—. Aquel Que Paga los
ha trastornado. ¿Dónde está?
—Donde la gente se emborracha —
dijo Ernenek.
—¡Alguien quiere hablarle! —
Agitado, Papik empezó a ponerse otras
ropas y Viví a asustarse.
—¡Cuidado, Papik! Sabes que
tendremos muchos problemas si matas a
un hombre blanco o arruinas sus cosas.
—¡Un estúpido hombre sabe todo!
—vociferó Papik.
Adelantándose a él velozmente, Viví
aferró la lanza con la que había llegado
y que era la única arma que le quedaba,
la quebró en dos sobre sus rodillas,
arrojó los pedazos al suelo y como
buena medida los escupió. Pero
preocuparse por las acciones de una
mujer no hubiera sido cosa de un
verdadero hombre.
Por eso Papik se precipitó fuera sin
hacer caso.
XXV. Los primeros
hombres
AQUEL QUE PAga estaba sentado con
todos sus lápices en el lugar donde la
gente se emborracha, quemando tabaco
en la pipa, bebiendo cerveza de la
botella y escuchando música en caja, en
compañía del doctor Hendrik. Aunque
todos los relojes se habían parado y no
volverían a funcionar antes del deshielo,
los hombres blancos sabían por la radio
cuándo era la hora de tener sed.
Estaban allí también los pocos
esquimales que habían permanecido en
Blancanieves, entre ellos el viejo Putú y
el mestizo Walonga.
—¿Quién le ha aconsejado a
Ernenek no partir con el padre? —
Papik, que había entrado con la familia,
seguido de Nualik y Kio, se había
dirigido a Putú.
—¡Pregúntele a Aquel Que Paga!
—No es preciso —sonrió
maliciosamente Putú sin sacarse la pipa
de la boca; tenía los ojos enrojecidos y
los párpados pesados, como si hubiese
bebido mucho—. Ha sido este hombre,
que te da el mismo consejo: ¡trabaja
para los hombres blancos, Papik! Eres
demasiado viejo para vivir solo.
Papik estaba estupefacto: ¡Un viejo
que lo trataba de viejo a él! La única
respuesta oportuna era un cabezazo en
plena cara. En cuanto se repuso de la
sorpresa, bajó la cabeza y avanzó como
una catapulta, y Putú apenas tuvo tiempo
de sacarse la pipa de la boca antes de
ser golpeado en pleno rostro por el
cráneo de Papik y arrojado contra la
pared. Después de lo cual los que allí
estaban inmovilizaron al agresor. No
había necesidad: Papik estaba
satisfecho. Había sabido explicarse.
Manando sangre de la nariz, Putú se
incorporó vacilante y escupió astillas de
dientes ennegrecidos por el tabaco,
provocando la hilaridad de los
verdaderos hombres. El mismo Putú
saludó la presencia de sus propios
dientes ensangrentados esparcidos por
el suelo, con una risita cohibida.
En absoluto impresionado por la
proeza de Papik, el doctor Hendrik le
dijo:
—Alguien está de acuerdo con Putú.
A tu edad estás mejor en el Sur que en el
Norte —había asombrado a Papik
hablando su propia lengua.
—¿En el Sur? —dijo Papik—.
¿Donde cada uno es servidor de
alguien? No, Indalerak. Un hombre que
ha nacido sobre los hielos quiere morir
sobre los hielos.
—Háblale tú —le dijo el doctor
Hendrik a Putú.
Putú escupió otra bocanada de
sangre y dientes y se pasó la lengua por
los labios antes de explicar a Papik:
—Si vas al centro de los hombres
blancos, cerca de la línea de los
árboles, la policía suprema no te dejará
morir de hambre. —Ceceaba porque su
lengua se metía entre los dientes rotos
—. Quien es demasiado viejo para cazar
y pescar recibe un poco de comida
después de cada sueño.
—Pero seguramente nada de foca.
Esta respuesta suscitó nuevas risas
porque Papik había imitado el habla
defectuosa de Putú, quien, fingiendo no
darse cuenta, respondió:
—Pero a veces ballena y reno. Y
cuando perdemos los dientes la policía
suprema los reemplaza por dentaduras
completas.
—En tal caso, deberías ir tú. —
Sugirió Papik con una risita burlona.
—Un hombre irá, dentro de un año o
dos.
Entonces Papik recordó ciertos
viejos de más edad aun que Putú,
sentados en el banco público en la
ciudad de Aaghe, ocupados en mirar el
variado paisaje de las estaciones,
mientras esperaban la lenta muerte y el
subsidio del Gobierno.
—Y allí —prosiguió Putú— tu hijo
puede comprar armas a crédito y
pagarlas con lo que caza, y mandar a los
hijos a la casa donde los niños están
sentados. Allí aprenden a hablar como
los forasteros, a contar más que un
hombre hasta el fondo, y otras magias
blancas. —Putú se dirigió al doctor
Hendrik—: Todo esto Papik ya lo ha
oído. Es hablar en balde. Su cabeza es
dura como el hielo.
—Los cumplidos no me impresionan
—dijo Papik e hizo ademán de
marcharse.
El doctor Hendrik lo detuvo.
—¡Papik! Debes saber que alguien
quiere casarse con tu hija.
—¿Quién no quisiera? Las mujeres
escasean.
—No, no es por eso —dijo el doctor
Hendrik riendo—. Hay bastantes
mujeres bajo la línea de los árboles.
Pero como tu hija no hay. Para mí debe
ser Utunia o ninguna. Y por su amor,
alguien estaría también dispuesto a vivir
siempre en el Norte. Mientras tanto,
quisiera ayudaros.
—¿Quién quiere ayuda?
—Todos tenemos necesidad de
ayuda, Papik. Y, por tu bien, nadie aquí
te dará nada. Así no podrás partir.
También Walonga se hizo oír:
—Tu mujer ha creído que en tu
ausencia lo mejor era gastar y gastar.
Ahora, Papik, están cargados de deudas
que debes pagar tú.
—¡Trabajando! —acotó Putú con
malévolo regocijo. Nualik trató de
reconfortar a Papik.
—Un hombre que busca un nuevo
socio partirá contigo y con Kio en
cuanto vuelva nuestro hijo.
—¡Alguien no quiere esperar! —
dijo Papik, y salió fuera, al otoño.
El cielo estaba oscuro, de ese gris
que tira al negro, precursor de la noche
polar. Se sentía en el aire el olor del
frío. El aliento se convertía en volutas
blanquecinas, y el viento del septentrión
soplaba con ráfagas cortantes como
cuchillos que no herían la coriácea
corteza de la cara de Papik,
debidamente untada.
A puntapiés se abrió paso entre esa
masa hirsuta y ululante que moviendo las
colas estaba siempre a la espera de
cacharros para lamer, o de que alguien
saliera para evacuar, y los demás lo
siguieron envueltos en sus pellizas. Las
raras distracciones en Blancanieves se
limitaban a algún desastre aéreo, lo que
a la larga también podría resultar
monótono, y ahora hasta Kio había
olvidado su alegría y su dolor, ganada
por la tensión entre Papik que quería
partir y los otros que intentaban
retenerlo.
—¡No tienes siquiera un cuchillo! —
le gritó Viví inclinándose al viento y
frenando las lágrimas—. Ni un hijo. Ni
todos los dedos. ¡Y eres cojo!
—No temas, chiquita —le dijo
Ernenek a la madre—, papá es
demasiado viejo para viajar solo pero
no tan viejo para querer morir.
Papik no escuchaba. Aspiraba la
fragancia del invierno, complaciéndose
en el aire helado y serenamente
placentero que le expandía los pulmones
hasta las costillas. Respirar a fondo es
el remedio más inmediato contra el frío,
el oxígeno acelera la circulación
generando un calor instantáneo.
Otro recurso es servirse del frío
para combatirlo.
Señalando los bastones que había
junto a la salida, Papik ordenó a Viví
protegerlo de la manada de perros. Y
ante los ojos incrédulos de los hombres
blancos, se bajó los pantalones y se
acurrucó con las nalgas hacia los
espectadores; y Viví reía mientras tenía
a distancia a los perros con la ayuda del
bastón:
—¿Ves? ¡No puedes hacer siquiera
esto sin la ayuda de una estúpida mujer!
Papik martilló con los puños su
presa humeante, dándole forma de
cuchillo, compitiendo en velocidad con
el frío que todo lo endurecía. Después
se incorporó y, vuelto al grupo, vació su
vejiga.
Humeando y crepitando, su agua
formó al instante una estalagmita de
hielo ambarino que creció con rapidez
hasta casi alcanzar la surgente. Tomó
por la base el cono helado, aferró un
perro por el pescuezo y le cortó la
garganta con el puñal de hielo. El grito
del degollado se extinguió en seguida en
un remolino de sangre.
De la misma manera mató al segundo
perro.
Derritió en su boca un puñado de
nieve hurtada al viento y con esa agua
roció su improvisada hoja haciéndole
una leve envoltura de hielo que afiló al
calor de la palma de su mano. Se
esforzaba por trabajar con precisión,
pese a la prisa. Todo se endurecía
rápidamente y era difícil darle forma.
Después de haber probado en la punta
de la lengua el filo de la hoja, desolló a
los dos perros.
—¿Qué hace? —preguntó el doctor
Hendrik.
—Un trineo —dijo Utunia.
—¿De perro?
—Cualquier material puede servir.
También un cuerpo humano, si es
preciso.
—¿De veras piensa irse así?
—Cierto. Aun a costa de su propio
pellejo.
—¡Pero es inevitable!
—¿Lo has olvidado? La otra vez
dijiste que no volvería.
Aun cuando estuvieran estrechamente
enrolladas y esmaltadas de hielo, las
pieles de perro no representaban los
patines ideales para un trineo, sobre
todo si no estaban revestidas de marfil.
Por otra parte, no se precisaban
travesaños mejores que los trozos de
carne que Papik soldó a los patines
rociando con más nieve derretida las
crucetas.
Nuna, circundado por sus súbditos y
secuaces, aguardaba ladrando las
órdenes del amo. Papik reconoció a
varios miembros de su traílla, que lo
sentían extraño a causa de su ausencia, y
que ahora integraban manadas
vagabundas. Pero quien me alimenta es
mi patrón, y Papik reconquistó una
media docena con trocitos de carne de
los perros desollados. Ató la nueva
traílla al trineo mediante tiras de pieles
anudadas, más bien cortas para ahorrar
material y tiempo. Para cargar no tenía
otra cosa que los restos de los dos
perros y su persona.
Cuando todo estuvo listo encontró de
nuevo la calma. Sin ninguna prisa, con
un balanceo que le hizo aparecer
arrogante aunque renqueaba, se
aproximó al hijo.
—¿No quieres venir?
—Sí —contestó Ernenek queriendo
decir no. Significaba: «Sí, tienes razón,
no voy». Y el muchacho estrechó el fusil
contra su pecho.
—En tal caso no te llamas más
Ernenek. Un padre te quita el nombre
que te ha dado.
Mientras Ernenek permanecía
petrificado por el susto, Viví dijo
decidida:
—Una mujer no se irá sin el hijo.
—¿Quién tiene necesidad de una
mujer? —manifestó Papik con una risita
forzada—. A un hombre le bastan los
perros.
No era verdad. Nadie sabía mejor
que él que en la aritmética de la vida
polar la unidad más pequeña es la
pareja; pero no quería admitirlo, con
todos esos ojos fijos en él, como
hechizados. Jamás se había sentido más
orgulloso de ser un hombre, dispuesto a
desafiar al mundo y a intentar lo
imposible.
—¡Papik! —dijo, desesperada—. A
tu edad las únicas compañeras que
puedes encontrar entre los hielos son las
osas, y ellas te devorarán.
Papik la apartó. Había advertido que
Utunia estaba bañada en llanto, aferrada
a su doctor Hendrik. No la había visto
llorar desde aquella vez en que, aún
niña, debía ser dejada con Ivalú, y se le
acercó para recordarle que las lágrimas
no le estaban permitidas. Utunia lloró
más fuerte y le echó los brazos al cuello.
Y Papik la hizo girar de modo que su
espalda quedara contra el viento.
—Por lo menos, que tu cara no esté
al viento cuando lloras. Las lágrimas
pueden helarse en los pequeños túneles
de los ojos y romperlos —le sonrió—.
Ahora ya sabes por qué no debemos
llorar nunca, chiquita, ni siquiera de
rabia.
Y se alejó.
Tomó de la mano de Viví el palo
para los perros, y se dirigió al trineo,
balanceándose con mayor lentitud,
doblemente arrogante.
Nuna había disciplinado a sus
compañeros a mordiscos y zarpazos, y
los mantenía a cada uno en su sitio, y
cuando Papik los apaleó se pusieron a
tirar, ladrando a sus propias
exhalaciones emblanquecidas, mientras
algunos cachorros caracoleaban de
alegría en los flancos.
Cuando el trineo terminó de dar
brincos sobre el terreno irregular de la
costa y empezó a deslizarse por la lisa
llanura del mar, Papik saltó sobre un
travesaño; pero en seguida, al sentirse
tropezar, perdió el equilibrio y cayó
boca abajo sobre el hielo, porque Viví
había saltado a bordo también ella, y el
trineo era muy chico, hecho para un solo
hombre.
—¿Qué quieres? —preguntó Papik
renqueando junto a ella.
—¡Si tú no tienes necesidad de
nadie, una mujer tiene necesidad de
alguien!
—¡No hay suficientes perros para
dos!
—¡Ya habrá!
Mientras Papik avanzaba sin dejar
de renquear, con las puntas de sus pies
separadas, Viví cortó a mordiscos
pedacitos de carne de perro que había
en el trineo, y los dejó caer en su huella
anunciando:
—¡Rancho, muchachos!
Y bien pronto toda una manada le
corría detrás.
—¿Has visto? —exclamó—. ¿Qué
harías sin una estúpida mujer?
—¿Lo quieres saber? —dijo Papik
riendo—. ¡Me haría tirar cómodamente
en vez de afanarme en esta carrera!
Mientras tanto Ernenek hubiera
debido ignorar la partida de sus padres
y mirar a otro lado. Pero no lo hizo. Y
tampoco los otros conseguían apartar los
ojos de esa pareja anciana y del trineo
hecho de perro que una traílla recién
juntada arrastraba hacia la noche polar.
Nadie sabe qué sucedió en ese
momento en el alma del muchacho. Si
fue la mirada atónita y cargada de
admiración que había advertido en los
rostros de los demás lo que despertó su
orgullo de la vida familiar, ese orgullo
que lo estaba abandonando; o bien el
deseo de volver a tener el nombre del
abuelo. Quién sabe. Pero cada uno vio
lo que él hizo.
Arrojó el fusil a los pies de Walonga
y se puso a perseguir el trineo, con el
andar de ánade provocado por las botas
altas hasta la ingle.

La pequeña familia se deslizó y corrió y


tropezó largamente a causa de la
tramontana que se estaba convirtiendo
en un huracán y levantaba de la costra
helada los copos de nieve que son más
livianos cuanto más intenso es el frío; y
de vez en cuando, en plena carrera
recogían un puñado de nieve y lo
comían, o se arrancaban de las pestañas
las incrustaciones de escarcha. Hasta
que los perros agotaron sus fuerzas y el
trineo se detuvo.
En ese momento, la cima del mundo
estaba casi oscura bajo la tormenta
desencadenada.
Soltaron a los perros, que
frenéticamente se pusieron a excavar una
cueva; los torbellinos de nieve harían el
resto, cubriéndolos con una manta cálida
y mórbida. Papik se llevó a la boca un
trocito de perro helado, y sin hablar
para no desperdiciar el aliento y porque
cada uno sabía qué debía hacer, empezó
a cortar los bloques de nieve que
Ernenek disponía en una espiral cada
vez más estrecha, según la consabida
arquitectura. Viví, mientras tanto, usando
una piel congelada, a modo de pala,
arrojaba nieve contra la semiesfera
creciente y la golpeaba para obturar los
intersticios.
El viento azotador los obligaba de
vez en cuando a volverle la espalda y a
interrumpir la tarea para tomar aliento.
Ernenek trabajaba pausadamente;
también los bloques de Papik llegaban a
largos intervalos. Esa hoja improvisada
era menos eficiente que su cuchillo para
la nieve, largo y ancho, hecho a
propósito para las construcciones; pero
igual podía servir si la tormenta
concedía el tiempo necesario.
Cosa que no sucedió.
Papik no había descansado después
de su regreso. Faltó tiempo para que sus
ropas se secaran, y Viví no había podido
remendarlas. Tampoco había tenido
tiempo de alimentarse debidamente. El
pedacito de perro helado que
conservaba en la boca se derretía
demasiado lentamente para reemplazar
la energía que él quemaba con
demasiada rapidez en aquel frío intenso,
y antes de que el iglú estuviese a medio
construir las fuerzas lo abandonaron, y
cayó sentado preguntándose si no tenían
razón los que le habían llamado
demasiado viejo.
Viví lo sacudió.
—¡En pie! —al no recibir respuesta
le agredió—: ¿Te consideras un
hombre? ¡Avergüénzate!
Le escupió las botas sin resultado
alguno. Papik sabía que ella quería
encolerizado para que entrara en calor,
por lo que sólo atinó a sonreírle.
—Desvísteme —le dijo.
—¿Y después?
—Déjame morir. Podéis comerme.
—No. —Viví le tocó el estómago,
bromeando—. Serías demasiado duro
para mis viejos dientes —le tomó el
cuchillo de la mano y se lo tendió al hijo
—. Termina el iglú, chiquito.
Pero Ernenek, enternecido hasta las
lágrimas, se quedó mirándola a través
de las pestañas blancas de escarcha,
rígido e inmóvil en su gabán de nylon.
—¿Qué tienes?
—No hace calor —masculló el
muchacho con la mandíbula entorpecida.
Viví le tocó la cara con su mejilla y
advirtió que no estaba untado; y que la
callosa corteza adquirida en los largos
inviernos polares se había vuelto
delicada y vulnerable a fuerza de saunas
y jabonaduras y caldeadas habitaciones.
Quedó espantada. El frío estaba
venciendo.
Aferró al hijo por los hombros.
—Tus padres dependen de ti,
criatura. ¡A ver de qué eres capaz!
Ernenek ni siquiera era capaz de
fruncir la nariz.
Viví trató de inflamarlo diciéndole
que no tenía reciedumbre, que valía
menos que una mujer de las aguas; peor
aún, menos que un hombre blanco.
Inútilmente. Entonces lo obligó a
acostarse y se tendió sobre él
acariciando su rostro con el suyo. El
muchacho no reaccionaba. El frío ya
había avanzado mucho. Eso no hubiera
sucedido un año atrás.
—Chiquito —le susurró Viví al oído
—, debes hacer todo lo que tu mamá te
pida y ella hará todo lo que tú quieras.
Le sonreía, sus ojos sobre los de él,
confiando que en la penumbra el
muchacho no notase sus dientes
desgastados y viese sólo esa cara
sonriente de mujer, bella como siempre
o tal vez más que nunca, más mórbida,
más cálida. Si su seno no se le hubiese
secado en los últimos tiempos, por
negligencia, habría intentado darle calor
con su leche.
Después de que toda tentativa
resultara vana, Viví se quitó uno de sus
guantes; dejó caer la mano descubierta
dentro de las ropas de Ernenek y
acarició su piel, de arriba a abajo,
susurrándole:
—Que una madre vea cómo un
pequeño hombre se hace grande.
Mientras tanto, con el rostro le
restregaba la nariz y le exhalaba su
propio calor, con voces graves y gorjeos
como de felicidad. Hasta reanimarlo y
ver que sus mejillas se coloreaban y sus
ojos se volvían brillantes. Hasta que lo
sintió moverse. Entonces le dio una
palmada en la cadera y le obligó a
levantarse.
—¡En pie, chiquito! Terminemos el
iglú.
Cuando el refugio fue concluido
empujaron a Papik y lo arrastraron por
el angosto pasaje; pusieron a secar las
vestimentas, y se apretaron uno contra el
otro, conjuntamente con los cachorros
para llenar los espacios libres. Después
de eso no quedaba otra cosa que hacer
que reír del peligro sorteado y esperar a
que la tibieza de sus cuerpos calentase
el habitáculo.
Todo temor se había desvanecido.
Se sentían seguros, en su casa, porque
aquel iglú era exactamente igual a todos
los precedentes. La cúpula no más alta
que la cabeza de un hombre; el túnel no
más ancho que los flancos de una mujer;
el suelo circular no más largo que una
pareja haciendo el amor; cada elemento
ni demasiado grande ni demasiado
chico, en un maravilloso equilibrio entre
la economía y la eficacia.
Debajo, Sedna mecía el mar para
hacerlo dormir. Afuera, los espíritus del
aire amontonaban nieve, sobre la
pequeña cúpula, reforzándola. Podrían
matar un perro para los perros y otro
para ellos mismos. Después entrarían en
hibernación dejando enfriar sus cuerpos
y abandonándose al sueño, de modo tal
que las reservas de grasa bajo la piel se
quemaran lentamente y durasen tal vez
hasta el alba de la primavera, cuando las
primeras focas volviesen a emerger del
mar.
Y una vez que hubiesen matado una
foca estarían a salvo. Se llenarían de su
carne hasta sentirla salir por sus narices,
y su circulación enardecida les teñiría el
blanco de los ojos y los lóbulos de las
orejas. Con los huesos y carne de la
foca, y no con sus propias materias
orgánicas congeladas, podrían construir
los instrumentos necesarios para
procurarse más fácilmente otras focas y
completar sus provisiones.
Lo habían logrado en el pasado. No
era imposible hacerlo ahora.
En realidad, cuando abandonaron
sus cuerpos rígidos a la dulzura del
letargo, no sabían si aquel era su último
iglú. Pero sabían sin lugar a dudas que
su último iglú sería idéntico a ése.
Notas
[1] Peary. Papik ciertamente alude al
almirante Robert Peary que en 1909, a
los cincuenta y tres años, fue el primer
hombre que llegó al Polo Norte. <<

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