Bestiario - H P Lovecraft
Bestiario - H P Lovecraft
Bestiario - H P Lovecraft
Las imágenes de Enrique Alcatena nos revelan los seres más inquietantes
del universo de H. P. Lovecraft en un descenso magistral hacia los abismos
del terror.
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H. P. Lovecraft
Bestiario
Ilustraciones de Enrique Alcatena
ePub r1.2
Sobre bestias y agujerillos 13.09.15
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Título original: Bestiario
H. P. Lovecraft, 2008
Traducción: Elvio E. Gandolfo
Ilustraciones: Enrique Alcatena
Los textos de H. P. Lovecraft que integran este libro han sido seleccionados de las siguientes obras: At
the Mountains of Madness, Dagon, Fungi from Yuggoth, The Call of Cthulhu, The Dream Quest of
Unknown Kadath, The Dunwich Horror, The Shadow Out of Time, The Shadow Over Innsmouth, The
Whisperer in Darkness, Pickman’s Model y The Horror in the Museum; ésta última escrita en
colaboración con Hazel Heald
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ÍNDICE
Hastur
Pingüinos de Leng
Chaugnar Faugn
Tsathoggua
Gules
Gugos
Dagon
Yog-Sothoth
Shoggoths
Nocturnos
Rhan-Tegoth
Grandes Antiguos
Engendros de Cthulhu
Gran Raza
Profundos
Hongos de Yuggth
Nyarlathotep
Azathoth
Shub-Niggurath
Bestias Lunares
Pólipos
Cthulhu
biografías
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Hastur
M
e encontré ante nombres y términos que había oído en otras partes en las más
odiosas relaciones: Yuggoth, el Gran Cthulhu, Tsathoggua, Yog-Sothoth,
R’lyeh, Nyarlathotep, Azathoth, Hastur, Yian, Leng, el Lago de Hali,
Bethmoora, L’mur-Kathulos, el Signo Amarillo, Bran, y el Mágnum
Innominandum… y fui llevado a través de eones innombrables y dimensiones
inconcebibles hasta mundos más antiguos y remotos que los que el enloquecido autor
del Necronomicón había apenas muy vagamente vislumbrado. Se me habló acerca de
los abismos de la vida primigenia así como de las corrientes que habían fluido desde
allí, y por último, acerca de los más ínfimos arroyos derivados de aquellas corrientes
y que habían llegado a mezclarse con los destinos de nuestra propia Tierra.
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Pingüinos de Leng
L
a verdad es que por un instante nos atenazó un temor ancestral casi más agudo
que el peor de nuestros temores razonados con respecto a aquellos seres.
Después llegó un destello de decepción, cuando la forma blanca se desplazó
silenciosa hasta un arco lateral sobre nuestra izquierda para unirse a otros dos
semejantes que lo habían llamado con voces roncas. Porque era sólo un pingüino,
aunque de una especie enorme y desconocida, mayor que el mayor de los pingüinos
emperador conocidos, y monstruoso por la combinación de su albinismo con la
carencia casi total de ojos.
Cuando hubimos seguido al ave hasta el arco y giramos nuestras antorchas sobre
el indiferente y distraído grupo de tres, vimos que todos eran albinos y carecían de
ojos, y eran de la misma especie desconocida y gigantesca. Su tamaño nos recordó a
algunos de los pingüinos arcaicos de las tallas de los Grandes Antiguos, y no nos
llevó mucho tiempo concluir que descendían de antepasados comunes, y que sin duda
habían sobrevivido por haberse retirado a alguna región más templada, cuya
oscuridad perpetua había destruido su pigmentación y les había atrofiado los ojos
hasta convertirlos en rendijas inútiles.
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Chaugnar Faugn
e
ra éste el recinto que había fascinado tanto a Jones. Había en su interior seres
híbridos y torpes que sólo podía concebir la fantasía, modelados con
habilidad diabólica, y coloreados de un modo horriblemente afín a la vida.
Algunos eran las figuras de mitos bien conocidos: gorgonas, quimeras, dragones,
cíclopes y todos sus congéneres estremecedores. Otros procedían de tiempos
susurrados furtivamente desde leyendas subterráneas: el negro e informe Tsathoggua,
el multitentacular Cthulhu, el proboscidio Chaugnar Faugn y otras blasfemias
insinuadas en libros prohibidos como el Necronomicón, el Libro de Eibon o los
Unaussprechlichen Kulten de von Junzt. Pero los peores eran aquellos del todo
originales para Rogers, y adoptaban formas que ningún relato antiguo se había
atrevido nunca a sugerir.
El horror en el museo
1932
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Tsathoggua
H
ay ciudades poderosas en Yuggoth: grandes hileras de torres con terrazas de
piedra negra como la muestra que traté de enviarle. Provenía de Yuggoth.
Allí el sol no brilla más que una estrella, pero los seres no necesitan luz.
Tienen otros sentidos más sutiles, y no ponen ventanas en sus grandes casas y
templos. La luz incluso los daña, los molesta y los confunde, pero no existe en
absoluto en el cosmos negro fuera del tiempo y el espacio del que son originarios.
Visitar Yuggoth volvería loco a cualquier hombre débil; sin embargo, me dirijo allí.
Los ríos negros de brea que fluyen sobre aquellos misteriosos puentes ciclópeos —
construidos por alguna raza anterior ya extinta y olvidada antes de que los seres
actuales llegaran a Yuggoth desde los vacíos finales— tendrían que bastar para hacer
de cualquier hombre un Dante o un Poe sólo con que pudiera mantenerse cuerdo el
tiempo suficiente para contar lo que ha visto.
Pero recuerde: ese mundo oscuro de jardines fungiformes y ciudades sin ventanas
no es realmente terrible. Sólo a nosotros nos lo parecería. Probablemente este mundo
les pareciera igual de terrible a esos seres cuando lo exploraron por primera vez en la
época primigenia. Como usted sabe, estaban aquí mucho antes de que terminara la
fabulosa época de Cthulhu, y lo recuerdan todo sobre la sumergida R’lyeh cuando
estaba encima de las aguas. También han estado dentro de la tierra; hay aberturas que
los hombres ignoran por completo, algunas en las propias colinas de Vermont. Y hay
mundos enteros de vida desconocida allá abajo: el azulado K’n-yan, el rojizo Yoth, y
el negro N’kai, carente de luz. Es de N’kai de donde proviene el terrible Tsathoggua;
usted lo recuerda: la criatura-dios amorfa, parecida a un batracio, mencionada en los
Manuscritos Pnakóticos, el Necronomicón y el ciclo mítico de Commoriom
preservado por el sumo sacerdote de los atlantes Klarkash-Ton.
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Gules
L
a demencia y la monstruosidad habitaban las figuras del primer plano, ya que
en el arte mórbido de Pick-man predominaba el retrato demoníaco. Aquellas
figuras rara vez eran del todo humanas, aunque a menudo se acercaban a lo
humano en distinto grado. La mayoría de los cuerpos, aunque eran más o menos
bípedos, tenían cierta inclinación hacia delante, y un aire vagamente canino. La
textura de la mayoría era gomosa al tacto. ¡Uf, casi puedo verlos!… Sus
ocupaciones… Bueno, no me pidan que sea demasiado preciso. Por lo común estaban
alimentándose, no diré de qué. A veces se los mostraba agrupados en cementerios o
pasadizos subterráneos, y a menudo parecían pelear por su presa, o más bien, por el
tesoro descubierto. ¡Y qué condenada expresividad le daba a veces Pickman a los
rostros ciegos de ese botín de osario! De vez en cuando mostraba a aquellos seres
saltando en la noche a través de ventanas abiertas, o agachados sobre el pecho de
algún durmiente, concentrados en sus gargantas. Una tela mostraba a un grupo
aullando alrededor de una bruja ahorcada en Gallows Hill, cuyo rostro muerto se
parecía mucho al de ellos mismos.
Pero no creas que fue todo este asunto horroroso del tema y el entorno lo que me
hizo perder el sentido. No soy un niño de tres años, y ya había visto cosas semejantes.
¡Eran los rostros, Eliot, aquellos rostros malditos que miraban lascivos y babeaban
como salidos de la tela, como si tuvieran el hálito de la vida misma! Aquel brujo
había caminado entre los fuegos del infierno con sus pigmentos, y su pincel había
sido una varita engendradora de pesadillas. ¡Alcánzame la garrafa, Eliot!
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Había algo llamado «La lección». ¡Que el cielo se apiade de mí por haber llegado
a verlo! Escucha… ¿puedes imaginar un círculo de indescriptibles seres de aspecto
canino en una iglesia, enseñándole a un niño a alimentarse igual que ellos? Es el
precio que tienen que pagar los niños cambiados al nacer, supongo: ya conoces el
antiguo mito acerca de cómo la gente extraña deja a sus crías en las cunas a cambio
de los bebés humanos que roban. Pickman estaba mostrando lo que les ocurre a esos
bebés robados, cómo crecen… y entonces empecé a ver una afinidad espantosa entre
los rostros humanos y los no humanos. En toda su gradación de morbidez entre lo
francamente no humano y lo degradadamente humano, Pickman estaba estableciendo
un sardónico vínculo evolutivo. ¡Los seres caninos provenían de los mortales!
El modelo de Pickman
1926
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Gugos
C
omenzó entonces un ascenso interminable en la oscuridad más compacta: era
casi imposible subir debido al tamaño monstruoso de los escalones, que
habían sido tallados por los gugos, y por lo tanto medían más o menos un
metro de altura. En cuanto a su número, Carter no pudo hacerse una idea aproximada,
porque no tardó en sentirse tan cansado que los gules, incansables y elásticos, se
vieron obligados a ayudarlo. A lo largo del ascenso sin fin acechaba el peligro de ser
descubierto y perseguido.
Los oídos de los gugos son tan agudos que los pies descalzos y las manos
desnudas de quienes trepaban podían oírse con facilidad al despertar la ciudad, y
desde luego los gigantes de grandes zancadas, acostumbrados a ver sin luz gracias a
sus cacerías de espectrales en las bóvedas de Zin, no tardarían en dar alcance a
aquella presa menor y más lenta sobre los escalones ciclópeos. Era muy deprimente
pensar que los silenciosos gugos no serían oídos en absoluto en plena persecución,
sino que caerían de pronto y aterradoramente en la oscuridad sobre quienes trepaban.
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Dagon
S
in embargo, fueron los relieves pictóricos, lo que más me fascinó. Bien
visibles a través de la masa de agua intermedia debido a su enorme tamaño,
había un conjunto de bajorrelieves cuya temática habría despertado la envidia
de Doré; creo que se suponía que aquellos seres representaban hombres… o, al
menos, cierto tipo de hombres; aunque se los mostraba retozando como peces en las
aguas de una gruta submarina, o rindiendo homenaje a cierto altar monolítico que
también parecía estar bajo las olas. No me atrevo a hablar en detalle de sus rostros y
formas, pues el mero recuerdo me provoca mareos. Grotescos más allá de la
imaginación de Poe o Bulwer, resultaban en términos generales condenadamente
humanos a pesar de las manos y pies palmeados, los labios terriblemente gruesos y
blandos, los ojos saltones y vidriosos, y otros rasgos aún menos agradables de
recordar. Curiosamente parecían haber sido cincelados sin guardar proporción, con el
entorno oceánico; y así, una de las criaturas mostrada en el acto de matar a una
ballena era representada apenas algo mayor que ella. Como digo, tomé nota de su
aspecto grotesco y del extraño tamaño; pero no tardé ni un instante en decidir que no
eran más que los dioses imaginarios de alguna tribu primitiva dedicada a la pesca o la
vida marítima, alguna tribu cuyo último descendiente había muerto antes de que
nacieran los primeros antepasados de los hombres de Piltdown o de Neanderthal.
Espantado ante ese atisbo inesperado de un pasado que estaba más allá de la
imaginación del más audaz antropólogo, me quedé meditando mientras la luna
proyectaba extraños reflejos sobre el silencioso canal que tenía a mis pies.
Entonces, de pronto, lo vi. Con apenas un leve chapoteo que indicaba su llegada a
la superficie, el ser se hizo visible sobre las aguas oscuras. Gigantesco y espantoso
como Polifemo, se precipitó como un tremebundo monstruo de pesadilla hacia el
monolito, que rodeó con sus descomunales brazos escamosos, mientras abatía la
horrenda cabeza para emitir un sonido pausado. Creo que en ese momento enloquecí.
Sobre mi ascenso frenético de la pendiente y el acantilado, y mi regreso delirante
al bote encallado, es poco lo que recuerdo. Creo que canté a voz en cuello, y que reí
de un modo extraño cuando ya no pude cantar. Tengo recuerdos confusos acerca de
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una gran tormenta que estalló poco después de llegar al bote; en todo caso, sé que oí
el retumbar de los truenos y de otros sonidos que la Naturaleza sólo emite en sus
estados de ánimo más salvajes.
Dagon
1937
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Yog-Sothoth
T
ampoco hay que creer —decía el texto que Armitage traducía mentalmente—
que el hombre es el más antiguo o el último de los amos de la tierra, o que esa
combinación de vida y sustancia discurre sola por el universo. Los Grandes
Antiguos eran, los Grandes Antiguos son, y los Grandes Antiguos serán. No
conocemos nada del espacio sino por intermedio de ellos. Caminan serenos y
primordiales, sin dimensiones y resultan invisibles para nosotros. Yog-Sothoth
conoce la puerta. Yog-Sothoth es la puerta. Yog-Sothoth es la llave y el guardián de la
puerta. Pasado, presente y futuro, todo es uno en Yog-Sothoth. Él sabe por dónde
entraron los Grandes Antiguos en el pasado, y por dónde volverán a irrumpir otra
vez. Sabe dónde Ellos han hollado los campos de la Tierra, dónde los siguen
hollando, y por qué nadie puede contemplarlos mientras lo hacen. A veces el hombre
puede saber que están cerca por Su olor, pero ningún hombre puede conocer Su
semblante, salvo en los rasgos de los hombres engendrados por Ellos, y los hay de
muchos tipos, distinguiéndose en apariencia de la auténtica forma humana hasta la
forma sin imagen ni sustancia que es la de Ellos. Caminan invisibles y hediondos en
lugares solitarios donde las Palabras han sido pronunciadas y los Ritos han sido
aullados en las Estaciones apropiadas.
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El viento gime con Sus voces, y la tierra murmura con Su voluntad. Abaten los
bosques y destruyen ciudades, aunque ningún bosque o ciudad advierte la mano que
los aniquila. Kadath, en el páramo helado, los ha conocido; pero ¿qué hombre conoce
a Kadath? El desierto helado del Sur y las islas sumergidas del océano conservan
piedras donde puede verse Su sello, pero ¿quién ha visto la helada ciudad hundida o
la torre sellada engalanada con algas y percebes? El Gran Cthulhu es Su primo,
aunque apenas puede entreverlos débilmente. ¡Iä! ¡Shub-Niggurath! Por su olor
inmundo Los conoceréis. Su mano está en vuestras gargantas, aunque no Los veáis, y
Su morada se encuentra en el umbral que custodiáis. Yog-Sothoth es la llave que abre
la puerta, el lugar donde se reúnen las esferas. Ahora el hombre reina donde Ellos
reinaron antes; pronto Ellos reinarán donde el hombre reina ahora. Después del
verano viene el invierno; después del invierno, el verano. Ellos esperan pacientes y
poderosos, porque volverán a reinar aquí.
El horror de Dunwich
1928
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Shoggoths
« South Station…, Washington…, Park Street…, Kendall…, Central…,
Harvard…». El pobre hombre estaba recitando las estaciones familiares del
túnel Boston-Cambridge que horadaba el pacífico suelo natal a miles de
kilómetros de distancia en Nueva Inglaterra, aunque a mí el ritual no me parecía
irrelevante ni me hacía sentir nostalgia del hogar. Sólo aportaba horror, porque
conocía con absoluta certidumbre la analogía monstruosa y nefasta que lo había
sugerido. Habíamos esperado ver, al volver la cabeza, una entidad terrible e increíble
moviéndose, si la niebla se hubiera diluido. Pero nos habíamos hecho una idea clara
de aquella entidad. Lo que en realidad vimos —porque por cierto la neblina había
tenido la maldad de disiparse— fue algo del todo distinto, e inconmensurablemente
más horrendo y detestable. Era la encarnación absoluta, objetiva, de esa «cosa que no
debería ser» del autor de novelas fantásticas, y la analogía comprensible más cercana
era un tren, inmenso y desenfrenado, como uno lo ve llegar desde el andén de una
estación: la gran frente negra que surge colosal de la infinita distancia subterránea,
constelada de luces de extraños colores y llenando el hueco prodigioso como un
pistón llena un cilindro.
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Pero no estábamos sobre un andén del subterráneo. Estábamos en medio de las
vías mientras aquella pesadillesca columna plástica de fétida iridiscencia negra
rezumaba apretadamente hacia delante a través del túnel de más de cuatro metros de
altura, cobrando una velocidad impía y proyectando ante ella una nube en espiral del
pálido vapor del abismo. Era algo terrible, indescriptible, mayor que cualquier tren
subterráneo, una reunión informe de burbujas protoplasmáticas, de tenue luminosidad
propia, y con miríadas de ojos transitorios que se formaban y caían como pústulas de
luz verdosa en todo el frente que llenaba el túnel y que se precipitaba hacia nosotros,
aplastando a los pingüinos frenéticos y resbalando sobre el suelo reluciente que él y
los de su especie habían dejado tan malignamente libre de toda basura. Y aún llegó
aquel grito ultra-terreno, burlón: «¡Tekeli-li! ¡Tekeli-li!», y al fin recordamos que los
shoggoths demoníacos —dotados por los Grandes Antiguos de vida, pensamiento y
configuraciones cambiantes de órganos, y carentes de lenguaje salvo el que
expresaban los grupos de puntos— tampoco tenían voz, salvo los acentos que
imitaban de sus amos desaparecidos.
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Nocturnos
Salidos de qué cripta se arrastran, no sabría decirlo
Pero cada noche veo a las viscosas criaturas,
Negras, cornudas y delgadas, de alas membranosas
Y colas que exhiben la púa bífida del infierno.
Llegan en legiones llevadas por el viento norte,
Con garras obscenas que excitan y arden,
Arrebatándome para emprender viajes monstruosos
A mundos grises hundidos en el pozo de las pesadillas.
Hongos de Yuggoth
1929-1930
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Rhan-Tegoth
« ¡Iä! ¡Iä! —aullaba—. Ya llego, oh, Rhan-Tegoth, ya llego con alimentos».
Has esperado largo tiempo y has comido mal, pero ahora tendrás lo
prometido. Eso y más, porque en vez de Orabona será alguien de alto grado
que dudó de ti. Lo aplastarás y lo dejarás seco, con todas sus dudas, y te pondrás
fuerte. Y a partir de entonces él será mostrado entre los hombres como un
monumento a tu gloria. Rhan-Tegoth, infinito e invencible, soy tu esclavo y tu sumo
sacerdote. Tienes hambre, y yo proveeré. Leí el signo y te lo he llevado de inmediato.
Te alimentaré con sangre, y me alimentarás con poder.
El horror en el museo
1932
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Grandes Antiguos
L
a historia completa, hasta donde fue descifrada, aparecerá más adelante en una
publicación oficial de la Universidad de Miskatonic. Aquí apenas esbozaré los
aspectos principales de forma algo vaga y desordenada.
Místicas o no, las esculturas relataban la llegada de esos seres con cabeza en
forma de estrella y provenientes del espacio cósmico a la Tierra naciente y sin vida;
así como la llegada de muchas otras entidades extraterrestres que en ocasiones
emprenden exploraciones espaciales. Parecían capaces de atravesar el éter interestelar
con sus enormes alas membranosas, lo que confirma las curiosas leyendas de las
colinas de las que me habló hace años un colega especializado en documentos
antiguos. Habían vivido mucho tiempo bajo el mar, construyendo ciudades fantásticas
y combatiendo en batallas aterradoras contra adversarios sin nombre valiéndose de
complejos aparatos que empleaban principios energéticos desconocidos. Es evidente
que sus conocimientos científicos y mecánicos superaban en mucho los del hombre
actual, aunque sólo hacían uso de sus formas más difundidas y elaboradas cuando se
veían obligados a ello. Algunas de las esculturas sugerían que habían pasado a través
de una etapa de vida mecanizada en otros planetas, pero que habían desistido al
descubrir que sus resultados eran emocionalmente poco satisfactorios.
La dureza extraordinaria de su organización y la sencillez de sus necesidades
básicas los hacían especialmente aptos para vivir en un plano superior sin necesidad
de los productos elaborados por la manufactura artificial, e incluso sin vestimenta,
salvo como protección ocasional contra los elementos.
Fue bajo el mar, al principio para alimentarse y después con otros propósitos,
como crearon por primera vez vida terrestre, usando las sustancias disponibles según
métodos que conocían desde hacía tiempo. Los experimentos más complejos se
produjeron después de la aniquilación de diversos enemigos cósmicos. Habían hecho
lo mismo en otros planetas, donde habían fabricado no sólo los alimentos necesarios,
sino también ciertas masas protoplasmáticas multicelulares capaces de conformar sus
tejidos en todo tipo de órganos transitorios bajo influencia hipnótica y creando de ese
modo esclavos ideales para ejecutar el trabajo pesado de la comunidad. Fue sin duda
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a esas masas viscosas a las que Abdul Alhazred llamó en susurros «shoggoths» en su
temible Necronomicón, aunque ni siquiera aquel árabe loco había sugerido que
existieran sobre la Tierra, salvo en los sueños de quienes habían mascado cierta
hierba alcaloide. Cuando los Grandes Antiguos con cabeza en forma de estrella que
moraban en este planeta hubieron sintetizado sus alimentos más simples y criado una
buena provisión de shoggoths, permitieron que otros grupos de células desarrollaran
otras formas de vida animal y vegetal para distintos propósitos, extirpando cualquiera
cuya presencia les resultara molesta.
Con la ayuda de los shoggoths, cuyas extremidades podían levantar pesos
prodigiosos, las pequeñas ciudades submarinas llegaron a ser laberintos de piedra tan
vastos e imponentes como los que más tarde se alzarían en tierra firme. De hecho, los
Grandes Antiguos, muy adaptables, habían vivido mucho tiempo sobre la tierra en
otras regiones del universo, y es probable que conservaran muchas tradiciones de la
edificación terrestre. Mientras estudiábamos la arquitectura de estas ciudades
paleontológicas esculpidas, incluyendo la de aquella cuyos pasadizos muertos desde
hacía eones aún entonces estábamos atravesando, nos impresionó una coincidencia
curiosa que todavía hoy no hemos logrado explicar, ni siquiera a nosotros mismos.
Los remates de los edificios, que en la ciudad real que nos rodeaba se habían
convertido como es lógico, en ruinas informes por el paso del tiempo, se veían
expuestos con claridad en los bajorrelieves, y mostraban vastos racimos de capiteles
agudos como agujas, delicados pináculos sobre ápices cónicos y piramidales, e
hileras de discos festoneados que coronaban respiraderos cilíndricos. Eso era
exactamente lo que habíamos visto en aquel espejismo monstruoso y descomunal,
proyectado por una ciudad muerta donde semejantes siluetas recortadas contra el
horizonte llevaban ausentes miles y decenas de miles de años. Una quimera que se
alzaba ante nuestros ojos ignorantes a través de las insondables montañas de la locura
cuando nos acercamos por vez primera al infortunado campamento devastado del
lago maldito.
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Engendros de Cthulhu
C
on el surgimiento de nuevas tierras en el Pacífico Sur comenzaron tremendos
acontecimientos. Algunas de las ciudades submarinas quedaron destruidas
más allá de toda esperanza, aunque no fue ésa la desgracia principal. Otra
raza —una raza terrestre de seres con forma de pulpo y que correspondían
probablemente a los fabulosos engendros prehumanos de Cthulhu— empezó pronto a
llegar desde el infinito cósmico y precipitó una guerra monstruosa que llevó durante
un tiempo a los Grandes Antiguos a refugiarse otra vez en el mar; un golpe colosal, si
se tienen en cuenta sus crecientes colonias construidas en tierra. Más tarde se pactó la
paz, y se entregaron las tierras más recientes a los engendros de Cthulhu, mientras
que los Grandes Antiguos se quedaron con el mar y las tierras más antiguas. Se
fundaron nuevas ciudades terrestres, las mayores de las cuales estaban en la
Antártida, porque aquella región de la primera llegada era sagrada. A partir de
entonces, como al principio, la Antártida siguió siendo el centro de la civilización de
los Grandes Antiguos, y todas las ciudades construidas allí por los engendros de
Cthulhu fueron eliminadas.
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Gran Raza
Y
entretanto la Gran Raza crecía hasta ser casi omnisciente, y se dedicaba a la
tarea de entablar intercambios con las mentes de otros planetas, y a explorar
sus pasados y futuros. Asimismo, trataba de sondear los años pasados hasta
llegar al origen de aquel orbe negro, muerto hacía eones en el espacio remoto, de
donde había llegado su propia herencia mental, puesto que la mente de la Gran Raza
era más antigua que su forma corporal.
Los seres de un mundo más antiguo y moribundo, conocedores de los secretos
definitivos, habían buscado en el futuro un mundo nuevo y otras especies donde tener
larga vida, y habían enviado sus mentes en masa hacia esa raza futura más adaptada
para albergarlos: las criaturas en forma de cono que poblaron nuestra Tierra hace mil
millones de años. Así llegó a existir la Gran Raza, mientras miles de mentes fueron
enviadas a su vez al pasado, condenadas a morir en el horror de formas extrañas. Más
tarde la raza volvería a enfrentar la muerte, aunque viviría otra migración hacia
adelante desde sus mejores mentes hacia otros cuerpos con una expectativa de vida
física más larga ante ellos.
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Profundos
D
e pronto empecé a sentir terror al mirarlos mientras pasaban. Miré el espacio
cercano de donde saldrían bañado por la luna, y tuve pensamientos extraños
acerca de la contaminación irreparable de aquel espacio. Tal vez se tratara de
los peores seres de Innsmouth, algo que uno no se atrevería a recordar después.
El hedor se volvió insoportable, y los ruidos crecieron hasta llegar a ser una babel
bestial de graznidos, aullidos y ladridos sin el menor vestigio de habla humana. ¿Eran
realmente aquéllas las voces de mis perseguidores? ¿Tenían perros, después de todo?
Hasta entonces yo no había visto ninguno de los animales inferiores de Innsmouth.
Aquellos golpes y tamborileos eran monstruosos; no podía mirar a las criaturas
degeneradas que los producían. Mantendría los ojos cerrados hasta que el sonido
decreciera hacia el oeste. Ahora la horda estaba muy cerca… El aire vibraba saturado
de gruñidos roncos y el suelo se sacudía con sus pisadas de ritmo extraterrestre. Casi
se me cortó el aliento, y luché con todas mis fuerzas para mantener los párpados
cerrados.
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Hongos de Yuggoth
e
l folklore antiguo, aunque confuso, evasivo y en general olvidado por la
generación actual, era de un carácter muy singular, y resultaba obvio que
reflejaba la influencia de historias indias aun anteriores. Yo lo conocía bien,
aunque nunca había estado en Vermont, a través de la muy rara monografía de Eli
Davenport, que incluye material oral recogido antes de 1839 entre los habitantes más
antiguos del estado. Por otra parte, este material coincidía con historias que había
oído en persona en boca de viejos montañeses de New Hampshire. Brevemente
resumido, sugería que una raza de seres monstruosos vivían ocultos en algún lugar de
las colinas más remotas, en los bosques profundos de los picos más altos y en los
valles oscuros donde corren arroyos de origen desconocido. Rara vez se llegaba a ver
a estos seres, pero había testimonios acerca de su presencia aportados por aquellos
que se habían atrevido a subir más de lo normal por las pendientes de ciertas
montañas o se habían adentrado en gargantas profundas, cortadas a pico, que incluso
los lobos evitaban.
Había extrañas huellas de garras en el barro a la orilla de las corrientes de agua y
en los terrenos desnudos, y curiosos círculos de piedra, rodeados de hierba
desgastada, que no parecían haber sido del todo dispuestos o formados por la
Naturaleza. Había, además, ciertas cavernas de considerable profundidad en los
flancos de las colinas, con las bocas cerradas por rocas de un modo que difícilmente
se podía considerar accidental, y con una proporción más que considerable de
aquellas extrañas pisadas, tanto de ida como de vuelta… si es que la dirección de esas
huellas podía calcularse con certeza. Y lo peor de todo eran los seres que la gente
aventurada había podido ver muy de vez en cuando en el crepúsculo de los valles más
remotos y en los densos bosques perpendiculares que estaban por encima de los
límites normales de ascensión.
Todo habría sido menos inquietante si las descripciones dispersas de esos seres no
hubieran concordado tan bien. Casi todos los rumores tenían varios elementos en
común. Aseguraban que las criaturas eran una especie de enormes cangrejos rosados
con varios pares de patas y con dos grandes alas membranosas en medio de la
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espalda. A veces caminaban sobre todas las patas, y a veces sólo sobre el par trasero,
utilizando los demás para transportar objetos de naturaleza indeterminada. En una
ocasión, alguien los había visto en cantidades considerables, todo un destacamento de
a tres en fondo que vadeaba las aguas poco profundas de un arroyo en una formación
evidentemente disciplinada. Otra vez vieron un espécimen que volaba, se había
lanzado en medio de la noche desde la cima de una colina solitaria y había
desaparecido en el cielo después de que sus grandes alas batientes se recortaran por
un instante contra la luna llena.
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Nyarlathotep
Y al fin llegó desde el interior de Egipto
El extraño Oscuro ante el que se inclinaban los fellás;
Silencioso y delgado y crípticamente orgulloso,
Y envuelto en telas rojas como las llamas del ocaso.
Las masas se apretujaban alrededor, ansiosas de órdenes,
Pero al partir no podían repetir lo que habían oído;
Mientras, a través de las naciones iba la temible noticia
De que las bestias salvajes lo seguían y lamían sus manos.
Hongos de Yuggoth
1929-1930
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Azathoth
El demonio me transportó por un vacío insensato,
Más allá de las brillantes constelaciones del espacio,
Hasta que ni tiempo ni materia se extendieron ante mí,
Sino sólo el Caos, sin forma ni lugar.
Aquí el vasto Señor de Todo murmuraba en la oscuridad
Cosas que había soñado pero no podía comprender,
Mientras, junto a él, murciélagos informes revoloteaban
En vórtices idiotas arrullados por rayos de luz.
Hongos de Yuggoth
1929-1930
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Shub-Niggurath
Que se canten sus alabanzas,
y que se recuerde la abundancia
al Chivo Negro de los Bosques,
¡Iä! ¡Shub-Niggurath!
¡El Chivo de Mil Descendientes!
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Bestias Lunares
A
lrededor de un fuego horrendo alimentado por los tallos repugnantes de los
hongos lunares se sentaba un círculo hediondo de bestias lunares y sus
esclavos casi humanos. Algunos de estos esclavos calentaban unas extrañas
lanzas en las llamas danzantes, y aplicaban a intervalos sus puntas al rojo vivo a tres
prisioneros muy bien amarrados que se retorcían de dolor ante los jefes del grupo. A
juzgar por los movimientos de sus tentáculos, Carter pudo deducir que las bestias
lunares de hocico chato estaban disfrutando enormemente con el espectáculo, y su
horror fue inmenso cuando, de pronto, reconoció los alaridos frenéticos y supo que
aquellos demonios necrófagos torturados no eran otros que los tres fieles camaradas
que lo habían guiado para salir sano y salvo del abismo, los que después habían
salido del bosque encantado para buscar Sarkomandia y la puerta de regreso a sus
profundidades natales.
La cantidad de bestias lunares malolientes que rodeaba aquel fuego verdoso era
enorme, y Carter supo que de momento no podía hacer nada para salvar a sus
antiguos colegas.
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Pólipos
L
os miembros de la Gran Raza nunca se referían intencionalmente al asunto, y
lo que podía percibirse provenía sólo de algunas de las mentes cautivas más
observadoras y agudas.
Según esos fragmentos de información, la base del temor era una horrible raza
más antigua de entidades extraterrestres parecidas a pólipos que habían llegado a
través del espacio desde universos inconmensurablemente lejanos, y que habían
dominado la Tierra y otros tres planetas solares hace unos seiscientos millones de
años. Eran sólo parcialmente materiales —tal como entendemos nosotros la materia
—, y su tipo de conciencia y sus medios de percepción diferían mucho de los que
tienen los organismos terrestres. Por ejemplo, carecían del sentido de la vista, por lo
que su mundo mental era una extraña matriz no visual de impresiones.
Sin embargo, eran lo bastante concretos como para utilizar objetos de materia
normal cuando estaban en regiones cósmicas que los contenían, y requerían
alojamientos, pero de un tipo peculiar. Aunque sus sentidos podían penetrar todas las
barreras materiales, no ocurría lo mismo con su sustancia, y ciertas formas de energía
eléctrica podían destruirlos por completo. Tenían el poder de desplazarse por el aire, a
pesar de la ausencia de alas o de cualquier otro modo visible de vuelo. Sus mentes
tenían una textura tal que la Gran Raza no había podido establecer ningún contacto
con ellas.
Cuando estas entidades habían llegado a la Tierra habían construido poderosas
ciudades basálticas de torres sin ventanas, y habían sometido a una horrible prisión a
los seres que encontraron. Fue entonces cuando las mentes de la Gran Raza
aceleraron a través del vacío desde aquel mundo oscuro, transgaláctico, conocido en
los perturbadores y discutibles Fragmentos de Eltdown como Yith.
A los recién llegados, con los instrumentos que crearon, les había resultado fácil
sojuzgar a las entidades depredadoras y obligarlas a bajar a las cavernas subterráneas
con las que ya se comunicaban desde sus habitáculos y en las que habían empezado a
vivir.
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La sombra más allá del tiempo
1934-1935
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Cthulhu
L
a letra manuscrita del pobre Johansen casi se quebró cuando escribió esto. De
los seis hombres que nunca llegaron al barco, cree que dos murieron de puro
miedo en aquel maldito instante. La Cosa no podía ser descrita: no existen
palabras para describir semejantes abismos de estridente e inmemorial locura, ni
semejantes contradicciones pavorosas de todas las leyes de la materia, la fuerza y el
orden cósmico. Una montaña que camina o tropieza. ¡Por Dios! ¿Es de extrañar que
al otro lado de la Tierra un famoso arquitecto se volviera loco, y que el pobre Wilcox
delirara de fiebre en aquel instante telepático? La Cosa de los ídolos, el engendro
verde y pegajoso llegado de las estrellas, había despertado para reclamar lo que era
suyo. Las estrellas estaban en la posición correcta otra vez, y lo que un culto antiguo
no había logrado por voluntad propia, un puñado de marineros inocentes lo había
hecho por accidente. Después de incontables millones de años, el gran Cthulhu estaba
suelto una vez más, y deliraba de placer.
Tres hombres fueron barridos por aquellas garras flácidas antes de que nadie se
diera la vuelta. Eran Donovan, Guerrera y Angstrom. Parker resbaló mientras los
otros tres se precipitaban frenéticos sobre paisajes interminables de rocas verdosas
tratando de alcanzar el bote, y Johansen jura que fue tragado hacia arriba por un
ángulo de manipostería que no debía estar allí, un ángulo agudo, pero que se
comportó como si fuera obtuso. Así pues, sólo Briden y Johansen llegaron al bote, y
remaron desesperados hacia el Alert mientras la montañosa monstruosidad descendía
dando golpes por las piedras resbaladizas y se detenía, vacilante, ante el borde del
agua.
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El vapor de las calderas no se había consumido del todo, a pesar de la partida de
todos los tripulantes hacia la playa; bastaron unos segundos de carreras frenéticas
entre ruedas y motores para hacer que el Alert se pusiera en marcha de nuevo.
Lentamente, entre los horrores distorsionados de aquella escena indescriptible, la
hélice empezó a golpear las aguas letales, mientras en el osario que era la costa, sobre
las construcciones que no eran de este mundo, la Cosa titánica venida de las estrellas
babeaba y gemía como Polifemo maldiciendo la nave en fuga de Odiseo. Después,
más audaz que los cíclopes de la leyenda, el gran Cthulhu se deslizó grasiento en el
agua y dio comienzo a la persecución con unos golpes que alzaron olas de potencia
cósmica. Briden miró hacia atrás y se volvió loco. Emitía una risa aguda que se
repetía a intervalos, hasta que la muerte lo alcanzó una noche en la cabina mientras
Johansen vagaba delirando de un lado a otro.
Pero Johansen aún no se había dado por vencido. Sabiendo que la Cosa alcanzaría
al Alert antes de que la presión del vapor llegara al máximo, decidió intentar algo
desesperado, y, acelerando los motores al extremo, subió con la velocidad de un rayo
a cubierta y giró por completo el timón. Se formó un remolino espumoso sobre las
aguas hediondas, y mientras aumentaba cada vez más la presión del vapor, el valiente
noruego enfiló su navío contra la gelatina perseguidora que se alzaba sobre la espuma
mugrienta como la popa de un galeón demoníaco. La horrenda cabeza de calamar que
se retorcía armada de tentáculos llegaba casi a la punta del bauprés del macizo navío,
pero Johansen siguió su marcha implacable. Se produjo entonces un estallido como el
de una vejiga que revienta, un líquido asqueroso como el de un pez luna rajado, un
hedor como de mil tumbas abiertas, y un sonido que el cronista no se atrevió a dejar
registrado por escrito. Por un instante el barco quedó envuelto en una nube verde acre
y cegadora, y después sólo quedó un intenso burbujeo venenoso a popa, donde —
¡Dios del cielo!— la materia plástica esparcida de aquel engendro celeste
innombrable se estaba recombinando para volver a su odiosa forma original, mientras
la distancia aumentaba a cada segundo a medida que el Alert ganaba velocidad.
Eso fue todo. Después, Johansen se limitó a meditar sombríamente sobre el ídolo
de la cabina y se dedicó a preparar unas pocas comidas para él y el maníaco que reía
a su lado. No trató de dirigir la nave tras aquel audaz impulso inicial, porque la
reacción le había quitado parte del alma. Después llegó la tormenta del 2 de abril, y la
conciencia se le terminó de nublar. Persiste una sensación de giros espectrales a
través de abismos líquidos de infinitud, de deslizamientos vertiginosos a través de
universos tambaleantes sobre la cola de un cometa, y de zambullidas histéricas desde
el abismo a la luna y desde la luna de vuelta al abismo, todo animado por un coro
riente de distorsionados e hilarantes dioses antiguos y demonios verdes del Tártaro
con alas de murciélago.
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La llamada de Cthulhu
1932
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«La emoción más antigua y más intensa de la
humanidad es el miedo, y el más antiguo y más intenso
de los miedos es el miedo a lo desconocido».
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HOWARD PHILLIPS LOVECRAFT (Providence, EE. UU., 1890 - ibídem, 1937).
Desconocido en vida fuera de un reducido círculo de amigos, Howard Phillips
Lovecraft está hoy considerado uno de los más prestigiosos autores de relatos y
novelas de terror sobrenatural del siglo XX.
Solitario niño prodigio y apasionado por la biblioteca gótica de su abuelo, escribe sus
primeros cuentos a la edad de siete años. A causa de su frágil salud, abandona
tempranamente la escuela y continúa los estudios de manera autodidacta. En 1906, su
talento y afición a la astronomía lo convierten en colaborador de periódicos locales.
Sin embargo, problemas afectivos y económicos lo sumergen en un prolongado
período de ostracismo que sólo supera gracias a su incursión en el mundo de la prensa
amateur, donde publica la mayor parte de su obra. En 1924 se casa con Sonia Greene,
siete años mayor que él, y se muda a Brooklyn. Después de dos años, su matrimonio
entra en crisis y, tras el divorcio, regresa a Providence.
Dedicado a un género literario de escasa popularidad, y desprovisto de fortuna
familiar, debe alternar la escritura con las tareas de corrector de estilo y ghostwriter.
La última década de su vida es prolífica en relatos en los que seres mitológicos de
planetas lejanos y eras pasadas manifiestan designios siniestros y constituyen una
amenaza para el hombre. La llamada de Cthulhu (1926), El horror en Dunwich
(1928), En las montañas de la locura (1931) y La sombra sobre Innsmouth (1931)
destacan dentro de una obra tan vasta como extraordinaria.
Enfermo de cáncer, muere a la edad de 47 años, sin haber alcanzado la fama ni el
reconocimiento de la crítica especializada.
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ENRIQUE ALCATENA (Buenos Aires, Argentina, 1957). Profesor de literatura
inglesa y norteamericana, y dibujante autodidacta, Alcatena comienza a dedicarse
profesionalmente a la historieta y la ilustración en 1975. Ha colaborado con las
editoriales Bastei (Alemania); DC, Marvel y Dark Horse (EE. UU.); Albin Michel
(Francia); DC Thomson y Fleetway (Inglaterra), y Eura (Italia), entre otras.
El universo gráfico de Alcatena, tiene raíces en las estampas japonesas del Ukiyo-e,
las miniaturas persas, los grandes ilustradores de principios de siglo XX, como
Nielsen, Rackham, Clarke y Sime, así como los dibujantes de superhéroes Kirby,
Infantino, Craig Russell y Windsor Smith.
Influido de niño por la mitología griega, descubre otros universos de leyenda, otros
mitos: los ciclos infinitos de la India, las laberínticas cosmogonías de Egipto y las
sagas nórdicas. Más tarde conoce a los grandes escritores del género fantástico: Lord
Dunsany, Jorge Luis Borges y Clark Ashton Smith, los grotescos dickensianos de
Peake, los finos e irónicos tours de force de Vance y los folletines de Moorcock y
Howard. Y, por supuesto, a H. P. Lovecraft, quien es fuente inagotable de inspiración
en su carrera de artista.
Actualmente, reside y trabaja en Buenos Aires.
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