La Propiedad de Tierra en La Colonia

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LA PROPIEDAD DE TIERRA EN LA Tomado de: Revista Credencial

COLONIA Historia.
Mercedes, composición de títulos y (Bogotá - Colombia). Edición
resguardos indígenas 149,
Por: Fernando Mayorga Mayo de 2002
Desde temprano, la Corona española
organizó el acceso del colonizador a la
propiedad de la tierra realenga: al
respecto, las formas más comunes fueron
las mercedes de tierras, la venta y la
composición.

La distribución de tierras por mercedes se


efectuaba tanto al momento de fundarse
una nueva población, como, más tarde,
en la medida en que lo solicitan los
interesados. Conquistadores, virreyes,
gobernadores, audiencias y cabildos
estuvieron, en uno o en otro momento del
período hispánico, facultados para
conceder mercedes en nombre del rey. El
requisito de la confirmación real quedó
consagrado en la Recopilación de 1680,
que lo exige para las tierras dadas o,
incluso, vendidas por las autoridades
locales. Sin embargo, las demoras y las
erogaciones causadas por el envío de
testimonios solían acobardar a los
habitantes de las Indias que preferían
seguir con su título imperfecto. Sólo en
1754 se derogó la exigencia de acudir a
la Corte y se autorizó a las audiencias
para despachar confirmaciones.

En principio, el beneficiario de una


merced podía ser cualquier vasallo
español, indio o negro libre. En las
peticiones se alegaban servicios
prestados a la Corona, propios o de
ascendientes, se invocaba la carga de una
familia a la que se debía sustentar y el
tener la calidad de "vecino" o el ser
conocido como persona honrada. La
extensión de la tierra concedida fue
variable. Siguiendo la misma práctica
que durante la reconquista española, que
señalaba recompensas diferenciadas
según se hubiera luchado a pie o a
caballo, en los primeros años las
porciones de tierra en las Indias se
diferenciaron en caballerías y peonías.
Aunque algunas disposiciones fijaron las
medidas de unas y de otras, en la práctica
no tuvieron general aceptación y, según
los accidentes del terreno, parece
habérseles dado un contenido diferente
según las zonas.

Por lo general, la concesión de una


merced de tierra implicaba algunas
obligaciones para el beneficiario, que se
orientaban básicamente a que la tierra no
constituyera un factor de especulación
sino de arraigo. La principal fue la de
"vecindad", o sea la de residir en el lugar
durante cierto lapso. Las Ordenanzas de
población de 1573 mencionan, además,
la construcción de edificios, el cultivo de
las tierras y la crianza de ganado. Sólo
cumplidos los requisitos exigidos, el
dominio queda perfeccionado y su titular
puede disponer de la tierra como dueño
para venderla, arrendarla, hipotecarla,
legarla, etc.

En un primer momento, dado el interés


de la Corona por alentar el proceso de
población, las tierras se distribuyeron
gratuitamente. A mediados del siglo
XVI, dos factores se combinaron para
modificar la situación: la valorización de
la tierra y las necesidades económicas del
real erario. Esto supuso la convivencia de
los dos sistemas: la venta, que se
realizaba en pública subasta con
adjudicación al mejor postor en aquellas
zonas donde hubiera interesados, y la
merced, en la que predominaba el interés
por fijar nuevos núcleos de población
(zonas fronterizas o costas amenazadas
por desembarcos enemigos).

La composición suponía la legalización


de una ocupación de hecho de tierras
realengas al margen de lo determinado
por las leyes vigentes. Incluía a quienes
hubieran ocupado tierras sin título
alguno, a quienes se hubieran extendido
más allá de los límites fijados en sus
títulos, a quienes hubieran recibido
mercedes de funcionarios o de
instituciones no habilitados y a quienes
no hubieran hecho confirmar las
recibidas de autoridades locales. Una real
cédula de 1591 dispuso, en tal sentido,
que todos los poseedores de tierras
presentaran a las autoridades los títulos
correspondientes a fin de que se
procediera contra los ocupantes
indebidos obligándoles a restituir lo mal
habido o a pagar una módica
composición. A partir de entonces, la
composición se convirtió en la forma
preferida de adquisición: quien pretendía
una tierra la ocupaba, la denunciaba a las
autoridades, pagaba la información de
realengo y la tasación y, tras el pago
fijado, obtenía el título de propiedad.

El arrendamiento puede considerarse un


modo habitual de obtener un provecho de
la tierra que no se posee directamente. En
el Nuevo Reino de Granada, la presión
que ejerció el campesinado no indio por
la vía del arrendamiento de las tierras de
los resguardos desembocará en un
proceso irreversible de extinción y
agregación de pueblos de indios y en el
remate de las tierras declaradas
"vacantes" a favor de los vecinos. Otras
formas de acceso a la propiedad mucho
menos frecuentes fueron la expropiación
y el mayorazgo.

Las ideas fisiocráticas y utilitaristas en


boga con el iluminismo dieciochesco
sumadas a las crecientes necesidades
económicas de la Corona impulsaron una
serie de medidas que se iniciaron con la
real instrucción de 1754 que reglamentó
el camino por seguir con relación a "las
mercedes, ventas y composiciones de
bienes realengos, sitios y baldíos" hechos
hasta el momento y que se hicieran en
adelante. La instrucción impuso el
criterio de "borrón y cuenta nueva" para
las irregularidades producidas con
antelación a 1700 aunque anotó que, en
caso de que las tierras no estuvieran
cultivadas, se debía señalar un término
competente para ello bajo apercibimiento
de que, de lo contrario, bajo la misma
obligación, se haría merced de las
mismas a quien presentara la denuncia.
Para las situaciones posteriores a 1700 se
exigió, en cambio, la presentación del
título legítimo con constancia de que
hubiera precedido medida y avalúo. El
pago de una composición siguió siendo
el camino jurídico para consolidar
situaciones contrarias a la doctrina legal
vigente.

Los resultados de la aplicación de la


instrucción no parecen haber sido
satisfactorios. Poco más de dos décadas
más tarde, el virrey Manuel Guirior
planteó la cuestión tanto a la Corona
como a su sucesor en términos harto
elocuentes. Según el virrey, se había
hecho necesaria una orden general que
obligara a abandonar las tierras que
permanecían incultas o sin ser aplicadas
en la cría de ganados, permitiendo el
ingreso de quienes, tras pagar a su dueño
el valor de la parte, estuvieran dispuestos
a hacerlas producir "en beneficio del
común". Solo así -decía- se podría evitar
que quienes, por mercedes antiguas o por
algún otro título eran dueños de grandes
extensiones, las dejasen yermas. Un
informe de tal naturaleza era inaceptable
para la Corona que, tras escuchar las
versiones del fiscal Francisco Antonio
Moreno y Escandón y del juez de
realengos Benito del Casal y
Montenegro, expidió finalmente la real
cédula del 2 de agosto de 1780 que,
acorde con el dictamen del juez, exhibió
un contenido más tradicionalista que
moderno. La cédula ordenó no se
inquietara a los poseedores de tierras
realengas con legítimos títulos ni se les
obligara a vender contra su voluntad,
aunque aceptó que, por medios suaves, se
procurase que los propietarios de tierras
incultas las hicieran fructificar, ya por sí
mismos, ya por venta o arrendamiento a
terceros. Como un avance, se previno se
concediera tierra graciosamente a todo
aquel que la solicitara con ánimo de
cultivarla. De todas formas, a estas
alturas una buena cantidad de
campesinos blancos, mestizos y mulatos
había accedido a la propiedad de parte de
las tierras que habían formado parte de
pueblos indígenas extinguidos. Veamos,
pues, este otro proceso.

Desde temprano, la Corona reconoció la


legitimidad de la propiedad anterior a la
conquista. En las instrucciones
impartidas a los conquistadores se
aclaraba que no debía repartirse a los
peninsulares la tierra de los indios y que
sus estancias debían ubicarse lejos de los
pueblos de naturales para evitar que el
ganado dañase sus labranzas. Las leyes
7,9,12,16,17,18 y 19 del título 12, libro 4
y las leyes 8 y 20 del título 3, libro 6 de
la Recopilación se refieren a la
protección de las tierras de los naturales
dentro de las dos vertientes señaladas.
Paralelamente, las leyes que
reglamentaron el régimen de
encomiendas precisaron que el derecho
del encomendero debía limitarse a
percibir el tributo indígena sin que
pudiera bajo ningún concepto disponer
de su tierra.

Fue tarea de los oidores-visitadores del


siglo XVII inquirir, entre otras cosas, si
las comunidades indígenas gozaban de
tierras suficientes para su manutención y
para hacer frente al pago del tributo. En
tanto solían amparar a los indios ya
reducidos en las tierras que poseían o
ampliarlas si lo consideraban necesario,
en los casos de los naturales cuya
reducción ordenaban, debían trazar con la
mayor exactitud posible los límites de las
tierras de comunidad y poner a los
naturales en "quieta y pacífica" posesión
de las mismas. El globo de las tierras
comunales abarcaba tres subpartes: el
resguardo propiamente dicho (término
que se hizo extensivo a la totalidad de
tierras del común), que debía ser
repartido entre los integrantes del grupo;
el potrero destinado a la cría de ganados
y la labranza de comunidad, trabajada en
conjunto en turnos de rotación
obligatoria, cuyo producto debía
destinarse a dotar un hospital, al auxilio
de pobres, viudas y huérfanos y al
mantenimiento del culto. Dado que los
indios debían ser preferidos "en primer
lugar" a fin de que sus tierras estuvieran
"juntas y contiguas" a su pueblo e iglesia
sin presencia de españoles u otras etnias,
los visitadores ordenaban respetar
estrictamente los linderos de los
resguardos y daban por "nulos y de
ningún valor" los títulos de tierras
inclusos en los límites, dejando a los
blancos la posibilidad de acudir ante la
Real Audiencia para solicitar
compensación.

En función de la tutela protectora a la que


los naturales estaban sujetos por haber
sido asimilados legalmente a los
"rústicos" del derecho común, los
resguardos se consideraron inalienables y
se prohibió su arrendamiento. Si bien en
materia de ventas la prohibición se
cumplió, no ocurrió lo mismo con el
arrendamiento, que parece haber sido, en
mayor o menor grado según las zonas,
práctica frecuente a lo largo del período.
Era obvio que el arriendo beneficiaba a
ambos grupos. A los indígenas les
proporcionaba una renta extraordinaria
que les permitía hacer frente con menor
esfuerzo al pago del tributo, sin descartar
la posibilidad de echar mano de las leyes
de segregación a fin de deshacerse de los
intrusos si eventualmente su permanencia
se tornaba poco deseable. A los grupos
no-indios les permitía gozar del bien
arrendado y conseguir, para su
explotación, el trabajo "concertado" de la
población nativa.

Hacia mediados del siglo XVIII, las


teorías propias del siglo ilustrado, las
crecientes necesidades económicas del
real erario y la transformación de la
población rural neogranadina abrieron
paso a una política que desembocó en el
proceso de descomposición de los
resguardos.

En 1754 llegaba a América la real


instrucción de 1754, ya comentada, que,
lejos de innovar en relación con la
propiedad indígena, protegía al indio
cultivador, ordenaba la devolución de las
tierras usurpadas y mandaba que, en caso
de considerarlo adecuado, los resguardos
fueran ampliados según las necesidades
de las comunidades. Para llevar a la
práctica la instrucción, el oidor Andrés
Verdugo y Oquendo practicó durante
1755 y 1756 una visita a las provincias
de Tunja y Vélez. A su regreso, redactó
un informe en el que plasmó tanto la
irreversible transformación de la
sociedad rural neogranadina, como las
soluciones que había aplicado. La
disminución de la población indígena era
a estas alturas una realidad
incontrovertible: a las epidemias, se
habían sumado otros factores como el
mestizaje en aumento y el éxodo de los
indios mitayos quienes, ya por la fuerza,
ya atraídos por los jornales ofrecidos por
los españoles dueños de fincas,
abandonaban sus pueblos.

A esta situación, se sumaba el aumento


del pequeño campesinado blanco,
mestizo o mulato que arrendaba las
tierras improductivas de los resguardos
en los que vivía de asiento en contra de la
política de segregación vigente. Si bien
no se mostró partidario de las
traslaciones de pueblos a las que
consideró similares a un destierro, sí
cercenó las tierras más apartadas del
núcleo del poblado en aquellos lugares
donde encontró menos de una tercera
parte de los indígenas que habitaban el
sitio al tiempo de deslindar sus
resguardos. Para justificar una práctica
que podía parecer contraria a las leyes
vigentes, Verdugo echó mano del
argumento de que las tierras de
comunidad se habían otorgado a los
naturales no como "a propios dueños
para venderlas y arrendarlas" sino más
"como usufructuarios" para que pudieran
aprovecharse de ellas, reservando a los
visitadores la facultad de "ampliar o
restringir los resguardos" según lo
tuvieren por conveniente.

La política iniciada tímidamente por


Verdugo se fortaleció y se amplió
durante la década del 70 de la mano del
criollo Francisco Antonio Moreno y
Escandón y dio por resultado la extinción
y traslación de medio centenar de
pueblos de indios cuyas tierras fueron
vendidas a los vecinos por remate al
mejor postor. Según el fiscal, el
procedimiento había sido beneficioso
para el real erario porque, además del
dinero ingresado a sus arcas, se lo había
liberado de pagar el estipendio de varios
doctrineros y de hacerse cargo de reparar
y ornamentar las iglesias de pueblos cuyo
escaso número de habitantes no lo
justificaba. Por otra parte, se había
logrado que los vecinos que vivían en
calidad de arrendatarios comprasen las
tierras vacas y, sin la contingencia de ser
expulsados, se empeñaran en cultivarlas.

Dadas las protestas de los indios y la


oposición de parte de la Audiencia a las
medidas de Moreno, el virrey Manuel
Antonio Flores decidió consultar al
regente Juan Francisco Gutiérrez de
Piñeres, quien acusó al fiscal de haberse
excedido en sus funciones y sugirió al
virrey ordenar la suspensión de las
actuaciones pendientes. La decisión del
regente llegó tarde para evitar la
participación indígena en la revuelta
comunera de 1781. La cláusula séptima
de las capitulaciones de Zipaquirá se
hacía eco, en teoría, de las
reivindicaciones indígenas en materia de
tierras al establecer que los grupos cuyos
resguardos no hubiesen sido "vendidos ni
permutados" podían volver a ellos
recobrando no sólo el uso sino la "cabal
propiedad", lo cual significaba la
posibilidad de venta y/o arriendo y, en el
fondo, allanaba el camino para que los
sectores no-indios accedieran con
facilidad a las tierras de comunidad.

Las capitulaciones se anularon en marzo


de 1782. Desde entonces hasta el final
del período la situación fue caótica: al
retornar a sus tierras muchos grupos las
encontraron ocupadas por vecinos que,
tras los remates, se resistían a
abandonarlas. En muchos casos los
pleitos concluyeron con un arreglo entre
las partes que permitió a los blancos
permanecer en las tierras sobrantes. Ni el
arzobispo virrey Antonio Caballero y
Góngora ni sus sucesores parecen haber
tomado nuevas medidas de fondo.

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