Mi Discurso G
Mi Discurso G
Mi Discurso G
1. Saludo.
Estimado docente de la asignatura comunicación oral y escrita, doctor Saúl Sunción Ynfante
compañeros y compañeras, muy buenos días.
2. Presentación.
Mi nombre es Medina García Gustavo, alumno del I ciclo de la escuela académica profesional
de ingeniería de sistemas de la universidad católica los Ángeles de Chimbote (uladech) -
tumbes.
3. Galanteo.
5. Oración de transición.
Profesor, compañeros y compañeras, este poema que les he recitado, nos sirve para ilustrar el
tema del alcoholismo, el cual desarrollare a continuación.
a) Etimología.- El nombre alcohol viene del árabe hispánico al-kuhúl. Como es habitual con los
arabismos castellanos, el artículo de la lengua de origen va incorporado: es la forma al- que
aparece al principio de la palabra.
b) Concepto.- El alcoholismo es una enfermedad adictiva, que consiste en el excesivo
consumo de una droga legal, la más consumida a nivel mundial: el alcohol, contenido
en vinos, cervezas, sidras, coñac, vodka, ginebra, etcétera, que tiene como
característica la falta de posibilidad del individuo de abstenerse del consumo de esas
bebidas alcohólicas, que son las que contienen etanol.
c) Tipos de alcoholismo según la clasificación de Jellinek
Existe un gran número de causas y pautas de consumo del alcohol en personas
dependientes. En este sentido se han establecido un gran número de clasificaciones,
destacando la propuesta por Jellinek. Este autor clasifica a los bebedores y a los
alcohólicos en cinco grupos distintos, con el fin de indicar los problemas sociales y
terapéuticos propios de cada grupo.
f) Prevención.
1. ¿Cómo prevenir el alcoholismo?
Evita siempre tomar alcohol, aunque sea sólo una copa.
Si sales con tus amigos o te encuentras en una comida, es mejor tomar agua, zumo natural o
un buen refresco.
Aunque te inviten a una copa, recházala. Recuerda que una copa conlleva otra, y sólo con
ello conseguirás beber cada vez más y más
2. ¿Cómo pueden los miembros de la familia ayudar a una persona que bebe sin control?
Deja de ocultar el problema. Si tú has estado manteniéndolo en secreto, deja de hacerlo.
Díselo a otros miembros de la familia cercanos, al médico de familia, al sacerdote de la familia,
a otros en una buena posición para proporcionar una verdadera ayuda y apoyo.
Si todos los que están cerca de la escena o los que pueden proporcionar ayuda real, lo saben,
entonces el problema se puede encarar.
Prepara el apoyo que se le va a dar. Planea una charla con el adicto al alcohol y con
cualesquiera familiares que ellos respeten más y quienes puedan ser los más calmados.
No trates de hablar con la persona cuando él o ella haya estado bebiendo o cuando esté
fuertemente atribulado. Busca un momento en que esté sobrio y lo menos preocupado posible.
Para la mayoría de los bebedores, eso es temprano en el día.
Como equipo tranquilo, no acusativo, confronta a la persona con el daño que está causándose
a él mismo, a la familia y en otras áreas (trabajo, negocios, finanzas, a la comunidad, a su
carrera) por la bebida. Se especificó, pero tan paciente y no crítico como puedas ser. Sin
embargo, no te retraigas o seas compasivo.
Si esta es la primera vez que has enfrentado a un alcohólico acerca de su comportamiento,
entonces tú puede considerar si darle o no la oportunidad de dejar de beber por su cuenta. Si
el consumo se ha prolongado durante varios años, es prácticamente seguro que el cuerpo del
alcohólico estará en un estado tan adicto al alcohol, que la persona no será capaz de dejar de
beber por sí mismo.
Si ya se le ha dado a la persona la oportunidad de dejar de beber y no ha podido, y tal vez
también ha dado un montón de excusas para su fracaso, entonces este es el momento de hablar
de un centro de rehabilitación de alcohol.
Si el alcohólico se niega a hablar de ir a rehabilitación, la familia tendrá que ponerse de
acuerdo acerca de los próximos pasos a tomar. Pueden incluir negarse a rescatar a la persona
de problemas legales, financieros, profesionales o personales. Si se le ha dado alojamiento de
forma gratuita, la familia puede tener que acordar el negarse a proporcionar esta ayuda si él no
va a rehabilitación.
Si estos pasos fallan, considera entonces si hay alguien más a quien el alcohólico vea como
una autoridad. Mira si esa persona puede ayudar a convencer al alcohólico a buscar ayuda.
Si todos estos pasos fallan, el siguiente paso que la familia debería tomar es ponerse en
contacto con un intervencionista con experiencia trabajando con adictos. Traer al
intervencionismo y darle toda la ayuda que solicite, para conseguir que su ser querido llegue a
estar de acuerdo en obtener ayuda.
g) Recomendaciones.
Si estás en búsqueda de embarazo, embarazada, en período de lactancia o al cuidado de niños, no tomes
alcohol.
Si vas a conducir un vehículo o maquinarias, no tomes alcohol.
Nunca mezcles alcohol con ningún medicamento menos aun viagra; Ten en cuenta que el alcohol reduce la
potencia sexual.
Si tenéis problemas de salud –diabetes, hepatitis, hipertensión, asma, estás medicado o sufrís del corazón-
no tomes alcohol.
No mezcles diferentes bebidas alcohólicas entre sí, ni alcohol con otras drogas.
Si decidiste tomar, come siempre algo antes y durante la ingesta de alcohol. No lo hagas con el estómago
vacío.
El alcohol te deshidrata, por eso es importante tomar agua.
7. Terminación o cierre de todo (broche de oro).
Entre una tormenta de sollozos sin lágrimas y con voz pausada y triste, aquel amigo de la
infancia a quien hacía tantos años que yo no veía, cruelmente envejecido y enfermo, dio
principio a su narración, que más que esto, era una explosión de amargas recriminaciones y
tristes recuerdos. Me dijo:
Mi infancia fue triste, muy triste y muy mala, como todo lo que viene del vicio y del pecado. Mi
padre, un ebrio consuetudinario, no se preocupó nunca de mí, su único hijo. Descuidó mi
educación por entregarse por entero al alcoholismo; y lo que es más doloroso todavía, se olvidó
de mi alimentación, de mi vestido, hasta del más pequeñito juguete que tanto deseé en mis
tediosas horas infantiles. No tenía zapatos; mis pantalones estaban siempre sucios y rotos y con
frecuencia me sentía enfermo, muy enfermo y muy solo en aquella casa odiosa donde vivían el
escándalo y la miseria.
Mi pobre madre era la imagen misma del dolor. Esclava y víctima de los vicios de su esposo,
sucumbió dejándome aún en la adolescencia. Yo rodé por todos los caminos, saboreando el pan
de todas las humillaciones y llevando en mi organismo la sed incontenible de mi maldita
herencia alcohólica.
Desarmado ante la vida y con muchos complejos dañinos, empecé a sentir aquella fobia, aquella
fobia desesperante contra la sociedad. Eso marcó en mí el principio de mí caída en el
despeñadero más espantoso y homicida que mente alguna puede imaginar: El alcoholismo.
¡Yo no quería, no podía, estar solo! La soledad me producía un horror tan grande como el de la
muerte. No tenía amigos ni podía tenerlos, como no tenía novia ni a nadie en el mundo. Siendo
un pobre desdichado, enfermo y sin voluntad, me veía condenado a transitar por el mundo,
solo y triste.
Empecé a beber; es decir, empecé a ser el ladrón, el criminal, el canalla más grande del mundo.
Más me valiera no haber nacido que haber empezado a asomarme al abismo en donde nos
apresan siempre los más asquerosos vampiros del dolor y todos los demás demonios de la
degeneración y la ingratitud.
Al principio mis parrandas no pasaban de cuatro a cinco copas cada domingo. Obsequiaba a los
viciosos, a los que, necios como yo, concurrían a la cantina. Luego descubrí que mi peligrosa
costumbre me proporcionaba amigos, libertad y la distracción que yo nunca había tenido; y era
eso, precisamente, lo que yo necesitaba pero que trataba de obtener de una manera errónea.
Mis libaciones alcohólicas de una mañana o de unas cuantas horas de la noche, se volvieron
más prolongadas y frecuentes; cada vez más frecuentes y desvergonzadas, hasta que llegó
un día cuando, después de una parranda de toda una noche, me sentí a la mañana siguiente
sediento y sin apetito, deprimido y acobardado por no sé qué extrañas amenazas imaginarias.
El temblor, el terrible y vergonzoso temblor de la “cruda” [curda o borrachera], hizo presa de
mí, destrozando mi sistema nervioso y marcando el principio de mi alcoholismo agudo.
¡Caí! Voluntaria o involuntariamente; pero caí, ¡hondo, muy hondo! Caí irremediablemente en
todos los charcos del deshonor y en todos los abismos del mal, como seguramente les ocurre a
muchos alcohólicos; y lo que es peor aún, solo, desamparado, espantosamente solo.
Mis locos desenfrenos acabaron por alejar de mí a la sociedad entera, la estimación, la confianza
y el respeto, tanto de los que decían ser mis amigos como de todas las autoridades que se
ponían en guardia cuando yo pasaba cerca de ellas, como si fuera un perro rabioso.
Una noche, tan lúgubre como aquella hora en que murió mi madre, comprendí que estaba
fatalmente perdido. Quise rezar, pero aquello me era imposible. Traté de recordar algunos de
los rezos que mi madre pronunciara cuando me tenía en su regazo, pero fue inútil. Dios y la idea
de Dios me habían abandonado.
Estaba inconmensurablemente solo: sin fe en Dios, sin voluntad, sin cariño ni ilusiones. Todos
huían de mí como de un leproso moribundo. No sé si tenía razón, pero aquello me era doloroso
como el recuerdo de mi infancia.
Los vicios, el pecado y el error me colocaron en una circunstancia desesperada. No podía
escoger nada ni aspirar a nada. Me veía obligado a aceptar siempre lo que el “destino” me
imponía. Estaba desarmado y sin fuerzas. Era, pues, una verdadera piltrafa humana.
Encontrándome en esa situación, me casé. Aquella infeliz mujer no era para mí, no podía serlo,
como no puede ser un rayo de luz para el abismo.
No sé por qué, ni quién, encomendó a aquel ángel la dolorosa misión de redimir con el sacrificio
de su vida al demonio que yo era.
Fingí una pasión que no sentía. Me casé con ella sin quererla y sin estar siquiera enamorado.
No podía estarlo. ¡Cómo podría un cerdo enamorarse de la aurora!
No comprendí a mi esposa, no comprendí a aquel ángel que Dios me dio en un gesto de infinita
piedad hacia mí que no la merecía en absoluto.
Mientras mi esposa me brindaba bendiciones y ternuras, yo, miserable y despiadado, fabricaba
hora tras hora y astilla por astilla el ataúd donde al fin sepultaría a aquella reina de la absolución
y el amor.
Las primeras semanas de nuestro matrimonio, el entusiasmo de las nuevas emociones, algo así
como un regreso de mi dignidad y de mi voluntad, me hicieron abstenerme de la bebida. Pero,
del fondo de mil injusticias que yo inventaba, las temidas noches de angustia y soledad que
otrora me hicieron tanto daño, al fin volvieron para mi mal. Volvieron con un cortejo de horas
tediosas y aconsejadoras de mal, y con ellas volvieron mis infamantes borracheras.
Una noche de vicio y crueldad, yo regresaba a casa, como de costumbre, completamente
borracho. Gritaba y reía al mismo tiempo. Profería palabras obscenas y terribles blasfemias,
mientras me anegaba en mi propio vómito.
Hacía quince días que no regresaba a casa, y ahora lo hacía en aquella forma: loco, despiadado,
ciego de alcohol y de pecado. No me daba cuenta que, durante mi ausencia, Dios me había
concedido la trascendental y sublime responsabilidad de ser padre.
— ¡No hagas ruido, mi amor! —Me decía mi esposa desde la cama donde reposaba con mi
hijo—. ¿Que no ves que vas a despertar al niño?
¡Miserable de mí, que no atendí aquel ruego sacrosanto! Fui, por lo contrario, inmundo y brutal.
De un bárbaro manotazo, tiré fuertemente de las sábanas del lecho, gritando con la insolencia
peculiar de todos los borrachos:
— ¡Arriba los haraganes! ¡A trabajar todo el mundo!
Mi hijo cayó al suelo, llorando asustado. En mi borrachera, yo di dos o tres traspiés, mientras
mi esposa exclamaba llena de espanto:
— ¡Dios mío! ¡Mi muchachito! ¡Me lo vas a matar!
– ¡Deja esa almohada en el suelo!- ordené torpemente, mientras me paraba sobre aquel bulto,
descargando todo el peso de mi cuerpo despreciable sobre el tierno cuerpecito de mi propio
hijo.
El niño exhaló un gemido sordo que se mezcló con un grito desgarrador de la madre convulsa.
— ¡Mi hijo! ¡Mi hijo!… ¿Qué has hecho? ¡Me lo has matado!… ¡Has deshecho bajo tus plantas
mi propio corazón!
Ignorando de lo que había ocurrido, me arrojé pesadamente sobre el lecho vacío. Diez minutos
después dormía yo el pesado sueño de la embriaguez. En tanto, en medio de la noche, de la
más espantosa noche de mi vida, la boca enorme de la tragedia continuaba gritando:
— ¡Mi hijo! ¡Mi hijo!
A la mañana siguiente empecé a comprender. La presencia de los cadáveres de mi esposa y de
mi hijo me hizo volver la razón…
Un año más tarde, después de un largo proceso, me encontraba en una asquerosa celda de la
penitenciaría, sentenciado a diez años de cárcel.
Envejecí rápidamente en el presidio; pero al fin obtuve mi libertad tras dura condena, para luego
caer en la perenne cárcel de mi propia conciencia que no cesa de repetir:
— ¡Mi hijo! ¡Mi hijo!
Mi alma y mi corazón están tristes hasta la muerte; pero aun así, los dulces labios de mi fe
acrecentada en el martirio, no dejan de mostrarme la evidencia de Dios que me exclama al oído:
—Bienaventurados los que se arrepienten y se enmiendan porque ellos serán consolados y
bendecidos.