L A S - P R e G U N T A S - D e - D I o S
L A S - P R e G U N T A S - D e - D I o S
L A S - P R e G U N T A S - D e - D I o S
Ricardo Hussey
Salvo los casos en que se indica lo contrario, todas las citas han sido tomadas de la
versión Casiodoro de Reina, Revisión de 1960.-
ÍNDICE
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PRÓLOGO
Cuando un siervo de Dios con casi ochenta años escribe de seguido cuatro o cinco
libros, es porque tiene algo que decir, y que desea quede como testamento
espiritual.
Al igual que en sus libros anteriores, Ricardo Hussey se propone profundizar
pasajes y verdades bíblicas, sacándoles todo su jugo. “Las Preguntas de Dios” son
un buen hilo conductor para llegar a compartir una serie de principios bíblicos, de
consejos prácticos sazonados de sentido común, y hasta de humor, que serán útiles
para todos.
Siempre a la búsqueda de la excelencia, de la santidad, de la pureza de
motivaciones y de comportamientos correctos, Ricardo Hussey nos hace atravesar
estas preguntas y sus respuestas, con un lenguaje sencillo y coloquial, pero
profundo, sabiendo separar la paja del grano, y dando a comer un alimento sólido y
al mismo tiempo digerible.
La sabiduría y equilibrio que caracterizan a Ricardo y su esposa Sylvia, la hemos
podido disfrutar en sus visitas regulares a nuestra iglesia. Encontramos en el libro,
algunas de las enseñanzas que le hemos oído en esas ocasiones, y que es bueno
tener en este formato para leerlas una y otra vez.
Adentrarnos en la lectura del libro, es como ir a la caza de tesoros ocultos que la
experiencia y el conocimiento de nuestro amado hermano nos hacen descubrir. A
veces, es como estar sentados junto a él al calor de la chimenea, y escuchar los
consejos de un anciano experimentado que nos enseña a vivir la vida cristiana.
Las anécdotas sacadas de su propia vida, nos transmiten una gran información y
conocimiento bíblico, nos dan ánimo y nos hacen sonreír, aunque también nos
cuestionan.
El autor escribe con claridad y “sin pelos en la lengua” como él mismo diría. Tiene
la libertad del que no debe nada a nadie sino es el amor. Al mismo tiempo, tiene una
serenidad propia del marinero que sabe llevar su barca a través de mares
tempestuosos. Simplemente, su testimonio es de gran inspiración y nos lleva a
reflexionar sobre cómo conducir nuestra vida.
Este libro nos desafía con sus preguntas, a veces nos molesta y siempre nos
acerca a la Palabra y Espíritu de Dios. Nos lleva a amar más a Jesús y a la iglesia, y
nos abre la puerta al llamado misionero. Por otra parte, sus experiencias con
comunidades cristianas que han atravesado diferentes problemas y los casos que
cuenta de errores cometidos en el ministerio, nos ayudan a no caer en las mismas
trampas en que otros cayeron.
En resumen, éste es un libro cálido, práctico y sincero, que todo aquél que quiera
aprender más a través de la vida de un siervo probado y aprobado debería leer.
Como otros de sus libros, también recomendamos éste para grupos de estudio
bíblico.
Gracias Ricardo por tomar el tiempo de transmitirnos tanta devoción y riqueza
espiritual.
José Gallardo preside desde hace más de veinticinco años la Asociación de Comunidades
Cristianas para la Rehabilitación de Marginados (Accorema), y es pastor de la iglesia “Piedras
Vivas” en Quintanadueñas, Burgos.
Nacido en Albacete en 1944, a los 11 años quiso entrar en la Orden de Predicadores y
estudió en un seminario de los Padres Dominicos. En 1964 emigró a Bruselas donde se
convirtió al Señor. Cursó estudios teológicos en Uruguay, Estados Unidos y Bruselas, donde
residió por 10 años y donde fue copastor de la iglesia española. De 1973 a 1977 fue profesor
en la Escuela Bíblica Menonita Europea de Bienenberg, Suiza.
En 1978 se unió a las Comunidades Cristianas de Burgos y junto con un equipo de
colaboradores, lleva a cabo desde entonces una labor de rehabilitación y reinserción social de
marginados, con un programa en el Centro Penitenciario de Burgos, que contribuyó a la
formación de varias iglesias en esta ciudad.
En Burgos encontró a su esposa, Carmen Ochoa, que es su ayuda idónea en la obra del
Señor. Tienen dos hijas, Sonia y Melisa, y un hijo, de nombre Rubén.
Es autor de los libros titulados “Libertad a los Cautivos” y “El Concepto Bíblico de Justicia.”
Recientemente ha llevado a cabo extensiones de la obra en Aguilar de Campóo (Palencia),
en la ciudad autónoma de Ceuta, en Marruecos y últimamente en Tobarra (Albacete)
Su ministerio se extiende a otras partes de España y también al extranjero, sobre todo
Francia.
INTRODUCCIÓN
Curiosísimo el tema, y además, por lo menos para quien esto escribe, sumamente
apasionante; y al mismo tiempo, indicativo de cómo la Biblia – esa mina inagotable de
tesoros – puede ser explorada y sondeada en tantas y tantas formas distintas.
Pero vayamos por partes. Un tema curioso, sí, curiosísimo, porque ¿a quién se le
ocurre que ese Ser Supremo, omnisciente y sapientísimo, pueda hacer preguntas?
¿Acaso necesita ser informado de algo? ¿hay algo que ignora y le hace falta que se
le ponga en conocimiento de ello?
¡Por supuesto que no! Él todo lo sabe, todo lo ve, todo lo comprende, y a la más
acabada perfección.
Sin embargo, en Su sagrado libro que nos ha legado, encontramos que Dios hace
muchas, muchísimas preguntas. Fijaos que en el muy breve libro de Malaquías, el último
del Antiguo Testamento, a Sus sacerdotes y a Su pueblo les hace nada menos que
dieciseis preguntas. Y en una gran parte del resto de las Escrituras, hechas ya sea a
través de Sus siervos o por parte de Él mismo en forma directa, hallamos una gran
profusión de preguntas de la más surtida variedad.
¿Qué fin persiguen Sus preguntas?
Desde luego que varios fines, distintos según el caso. En muchas ocasiones, quizá
en la mayoría, Él busca, por medio de ellas, llamarnos a la reflexión o a la realidad de las
cosas, cuando nos podemos encontrar engañados, en peligro o mal enfocados. Su
motivación es siempre el amor, que busca nuestro bien, y en tales situaciones, sacarnos
de lo ilusorio o engañoso, del error o del peligro, para situarnos en el terreno sólido de la
verdad e, idealmente, de Su plena voluntad para nuestras vidas.
En otras ocasiones el propósito que persiguen Sus preguntas es el de llamarnos la
atención, para mostrarnos o hacernos comprender algo importante que, o bien
desconocemos, o no hemos visto y apreciado en su debida magnitud.
En todavía otras, como Mateo 13:51, lo hace para que, recapacitando, nos
cercioremos de que hayamos entendido bien lo que nos ha estado queriendo decir.
En fin, esos son algunos de los fines de la preguntas de Dios. Y hemos de agregar
que, en el terreno de la comunicación de ideas, principios y verdades, el saber intercalar
preguntas sabiamente tiene un cúmulo de virtudes. No sólo ameniza la lectura y rompe lo
que puede ser una monotonía anodina, sino que ayuda al interrogado a ubicarse en el
ambiente, la atmósfera, el entorno o la esencia de lo que se está tratanto o narrando. Así
podrá apreciarlo, y aun saborearlo todo, mucho mejor, y la comunicación será, al par que
más interesante y vivaz, mucho más efectiva y provechosa.
Por supuesto que todo esto – y claro está que mucho más – es muy bien sabido por
el Espíritu Santo, Quien ha inspirado las Escrituras. Y por ello, con Su genio tan fino y
vibrante a la vez, se ha encargado de salpicar profusamente con Sus muchísimas
preguntas, una buena parte de los libros que las componen.
Dijimos al principio que el tema nos resulta apasionante. En efecto, de un tiempo a
esta parte, al comenzar a abrírsenos el mismo en nuestra visión, nuestros horizontes se
han ampliado considerablemente en el estudio de la palabra. Ahora, a menudo, cada vez
que nos encontramos con una pregunta, en seguida se nos encienden lamparillas de
inspiración, con una inquietud de indagar y entender el por qué, cuándo, dónde y como –
junto con el a quién o a quiénes va dirigida, y su proyección práctica y útil para redargüir,
corregir, enseñar o enriquecer, según el tiempo y la ocasión lo permitan o aconsejen.
Y estos nuevos horizontes, desde luego que han ensanchado nuestra perspectiva
panorámica de la fuente inagotable que constituye para Sus hijos la bendita palabra de
Dios.
La proclamación y enseñanza de las Escrituras, ya sea oral o escrita, generalmente
discurre por tres vías, si no únicas, por lo menos principales: la expositiva, la textual y la
temática.
Sin querer contradecir esto en ninguna manera, animamos al lector a que nos
acompañe en esta otra vía, que no encuadra con precisión dentro de ninguna de esas
tres, pero que, en cierto modo, aquí y allá tiene ciertos puntos en común con cada una de
ellas.
Nuestro recorrido en general ha de ir más o menos por orden cronológico, a medida
que en la lectura de los distintos libros vayan apareciendo las diferentes preguntas. La
excepción la encontrará el lector hacia el final, que hemos reservado para preguntas
hechas por el Señor Jesús, aun cuando las hechas por Dios a través de Pablo y otros
siervos son posteriores en función de tiempo. Muchas de las muchìsimas que contiene la
Biblia quedarán sin tocarse ni tratarse, mientras que a otras les daremos atención
preferente y bastante extensa.
Algunas preguntas serán las dirigidas a hombres y mujeres en un plano individual, o
a siervos o discípulos del Señor; otras, al pueblo de Israel o de Judá, o a iglesias del
Nuevo Testamento en forma colectiva. Pero en todo, y como parte de una trama de tonos
y matices diversos y variados, buscaremos extraer lo que realmente pueda ser de
provecho, edificación y enriquecimiento.
Dentro del vastísimo campo de posibilidades que nos brindan las muchas y sabrosas
preguntas que Dios hace a través de Sus siervos, que bajo la inspiración divina
escribieron las Sagradas Escrituras, tenemos en realidad para todos los niveles.
Así, el lector encontrará aquí y allá cosas rudimentarias y básicas y que en algún
caso incluso pueden venir bien para una persona inconversa, o un creyente falto de
algunas nociones elementales.
En otras partes se hallarán cosas más avanzadas, que en más de una ocasión serán
manjar sólido y vianda firme.
Para algunos, sin duda podrá chocar esta forma de presentar las cosas de Dios,
sintiendo una predilección, o más aun una necesidad, de que se particularice y escriba
separadamente, por ejemplo, para nivel elemental, intermedio y avanzado, por plantearlo
de esa forma.
Sin embargo, nuestra inspiración y espíritu fluyen de esa manera en que escribimos,
combinando y alternando lo uno con lo otro, a diferencia del libro de texto, o de
enseñanza sistemática, por ejemplo, que trata los temas en forma escalonada y
progresiva.
Creemos firmemente que hay lugar tanto para lo uno como para lo otro. Además, en
cuanto a nuestro estilo, contamos con el aliciente de que en la misma Biblia ésa es la
tónica general – pasaje tras pasaje en que se entremezclan y entrelazan temas y puntos
de los más variados niveles.
Esto da lugar y cabida para que en la Biblia, cada uno, no importa el menor o mayor
grado de madurez en que se encuentre, pueda hallar el alimento y la enseñanza que
necesita para su provecho y mejor desarrollo.
Humildemente aspiramos a que en alguna medida, el lector encuentre en esta obra
el mismo principio o tónica, sea cual fuere la etapa de crecimiento y desarrollo en que se
halle.
Así las cosas, sólo agregamos que, como en obras anteriores, nuestros esfuerzos y
trabajo van acompañados de la ferviente oración de que el Espíritu Eterno se digne
favorecerlos con Su bendición y sello aprobatorio, sin los cuales – lo comprendemos muy
bien – de poco o nada podrán valer.
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En los dos primeros capítulos del Génesis no encontramos ninguna pregunta. Son
todas afirmaciones precisas y claras de un Dios omnisciente y todopoderoso, que creó
todo a la perfección, colocando a cada cosa en su lugar exacto, de tal manera que no
había nada que preguntar ni cuestionar.
En el más allá, una vez alcanzada la redención y restauración en su forma plena y
final, no creemos que habrá ninguna pregunta que hacer.
Alguna vez hemos oído a alguien decir en medio de su predicación:
“Cuando yo esté con el Señor le preguntaré tales y tales cosas.”
Sin embargo, no creemos que serán así las cosas. Pablo nos dice en 1ª. Corintios
13:12 “...entonces conoceré como fui conocido.”
La verdad es que los ojos y la mente del que todo lo ve y todo lo sabe, nos conocen
con lujo de detalle, sin que nada en absoluto se les pase por alto. Y al pasar nosotros en
ese entonces a conocer en la misma forma, no habrá ninguna necesidad de preguntas.
¡Y en buena hora! De otro modo, habría una cola interminable de hombres y
mujeres llenos de preguntas de toda índole, y una buena parte de la eternidad se pasaría
en esa labor de preguntas y respuestas. En cambio, en lugar de ello, merced al
conocimiento pleno que habremos alcanzado, estaremos totalmente libres para darnos –
y muy dichosamente – a servirle y adorarle al Señor, y desde luego que en un nivel
mucho más elevado que el actual.
Pero mientras tanto, la vida y el mundo están llenos de interrogantes. Y las
Escrituras, por su parte, como ya se ha dicho, están en una buena parte salpicadas con
muchas preguntas de la más variada índole.
(*) Ver comentario sobre esto al final del capítulo¿En la carne, o en el Espíritu?
¿En la duda e incredulidadd, o en la fe viva?
¿En tus propios caminos y agenda, o en la plena voluntad de Dios?
¿En pereza y tibieza, o encendido en el amor y la gracia de lo alto?
¿En vestiduras manchadas por el vicio y el pecado, o en la blancura de la santidad?
¿En el engreimiento por algún éxito logrado, o en la auténtica humildad y
mansedumbre del Cordero?
¿En amargura, rencor u odio, o en la cristalina calma y dicha del amor?
¿En un lugar falto de comunicación con el Señor, o en hermosa comunión diaria con
Él?
Y así sucesivamente. Ya vemos que esta primer pregunta, tan corta y sencilla, nos
abre un abanico muy grande, con una extensa variedad de matices.
La segunda pregunta:
“¿Has comido del árbol de que yo te mandé que no comieses?” (3:11) -
¡Cuántas veces un creyente descuidado, algo inestable o desobediente, se
encuentra con esta pregunta en su fuero interno!
Horas de tiempo precioso, malgastadas mirando películas o programas impropios
para un verdadero hijo de Dios; la lectura de librillos baratos o novelas de contenido
dudoso; charlas huecas y a menudo bordeando sobre temas mundanos; largas sesiones
con el ordenador para explorar áreas desconocidas y a menudo erizadas de tentaciones y
peligros – en fin, y en suma - el árbol, en alguna de sus múltiples formas, que abre los
ojos a un mundo distinto y corrompido, y que lo deja a uno en la vergüenza de la
desnudez del pecado.
Querido lector que pudieras tener una debilidad que te hace proclive a esas cosas:
comprende bien que todas ellas son para perjuicio y grave riesgo de tu alma. Es el amor
del Señor lo que le mueve a hacer que en tu conciencia se repita una y otra vez esta
misma pregunta. Él quiere que aprendas a cultivar un deseo de pensar, oir, mirar y hacer
todo lo que es noble, limpio, edificante, puro, honesto, amable y de buen nombre, como
tan bien se nos aconseja en Filipenses 4:8.
Al hacerlo, verás que paralelamennte a ello, las cosas de índole contraria en que
tantas veces te has sumergido, irán perdiendo su valor y atractivo para ti, y de esta
manera te elevarás en tu nivel espiritual, moral y aun intelectual, para alcanzar horizontes
límpidos y fructíferos en tu vida.
No deseches esta admonición y advertencia, ni dejes que caiga en saco roto, que es
para tu propio bien, y a la postre, el de tus seres queridos, que en alguna forma u otra te
observan y siguen tu ejemplo.
La tercera pregunta.-
“¿Qué es lo que has hecho?” (3:13)
Ya podemos imaginar a más de un lector sentirse disgustado o molesto.
“¡Otra pregunta enjuiciatoria o condenatoria! Si sigue así, dejaré de leer este libro.
No me gusta nada esta tendencia indagatoria, que se mete en cada rincón de lo que
hago, digo o pienso.”
Calma, mi querido hermano. Ten en cuenta que estas preguntas están en el pasaje
que nos narra la desobediencia inicial de Adán y Eva, y son muy lógicas e indicadas
dentro de este contexto. Pero ten por cierto que quien esto escribe no tiene para nada en
su ánimo ni enjuiciarte ni condenarte en lo más mínimo.
Por el contrario, cada una de las preguntas y sus correspondientes comentarios,
persiguen el fin de estimularte a transitar en el camino del bien y de lo que es de
verdadero provecho para ti. Y si esto habrá de resultar en una serie de ajustes en ese
sentido en cuanto a tus actividades y prioridades, pues nadie debiera estar más
agradecido que tú mismo.
“¿Qué es lo que has hecho?”
¿Vuelto a hablar a destiempo, cuando debías haber callado?
¿A reincidir en críticas y chismes, cuando una y otra vez has comprobado el daño
que eso te hace a ti y a otros?
El abanico podría volver a abrirse de par en par, con una larga serie de cosas
indebidas en que a menudo algunos caen una y otra vez. Pero preferimos no
extendernos, y dejar librado al lector que ubique bajo esta pregunta la cosa o cosas que
pudieran corresponder. Feliz aquél o aquélla, que, con toda transparencia, pueda sentirse
actualmente exento de cualquier desliz de esa naturaleza en su andar cotidiano.
Lo que no podemos pasar por alto es la respuesta que, primero Adán y después
Eva, dieron a las preguntas que el Señor les hizo.
La de Adán fue:
“La mujer que me diste por compañera me dio del árbol, y yo comí.” (3:12)
En forma muy concisa, era culpar a Eva, y en forma tal vez indirecta, pero muy
concreta, a Dios, que se la dio por compañera.
En cuanto a Eva, su contestación fue:
“La serpiente me engañó y comí.”(3:13)
Ella sencillamente culpó a la serpiente. Ninguno de los dos reconoció su propia
culpa – en lugar de ello, Adán culpó a ella y a Dios, y Eva a la serpiente.
Eso sintetiza en forma muy precisa el estado y la reacción del corazón que no ha
recibido el don del arrepentimiento. Y lo vemos en todo ser humano hasta el día de hoy: o
bien se culpa al prójimo, a la sociedad o a las injusticias del mundo en que se vive, o si no
a Dios o al diablo. No cuenta para nada la culpabilidad de uno mismo.
Éste es un ingrediente muy concreto del pecado: el engaño. En vez de verse con
claridad la sencilla verdad de que ha sido por culpa propia, se cree y se afirma que el o
los culpables son los demás.
Esto coloca al pecador no arrepentido en un terreno falso y de mentira, y mientras se
mantenga en él no podrá salir de su atolladero. El verdadero arrepentimiento, como ya
explicamos en una obra anterior, lo saca de ese terreno falso, llevándolo al
reconocimiento abierto y sin atenuantes de su propia culpa y responsabilidad. Y éste es el
paso, primero y fundamental, que debe dar para que pueda ser restaurado.
Una persona que no está iluminada ni redargüida por el Espíritu Santo, siempre se
encontrará en la misma condición que Adán y Eva. En cambio, aquéllos que reciben el
don del arrepentimiento, ven y entienden las cosas en esta otra forma que hemos
esbozado, que es la única que los puede llevar a un estado de reconciliación con Dios,
perdón y salvación.
En la continuación del relato, vemos que a la serpiente – que, claro está, representa
a Satanás (ver Apocalipsis 12:9 y 20:2) – Dios no le hizo ninguna pregunta. En cambio,
pronunció una sentencia de maldición sobre ella, a la cual añadió una predicción de que
pondría enemistad entre ella y la mujer, y entre su simiente y la de la mujer, culminando el
versículo con la primer promesa mesiánica de la Biblia:
“...ésta te herirá en la cabeza, y tú le herirás en el calcañar.” (3:15b)
En el Calvario, el Hijo de Dios, simiente de la mujer, habría de asestar un golpe de
gracia a la serpiente y todo su reino de tinieblas, y ello sería al precio de Su sufrimiento y
muerte en la cruz. En comparación y contraste, ello sería como recibir una herida en el
talón.
En efecto: es verdad que nuestro Señor padeció a nuestro favor indeciblemente en
esa batalla, pero merced a Su gloriosa muerte y resurrección, ese dolor y padecimiento
resultaron transitorios. Ahora está a la diestra de la Majestad en las alturas, totalmente
recuperado y lleno de gozo y bienestar, mientras que Satanás, además de haber sido
derrotado totalmente, sólo tiene por delante y como futuro una ruina y un tormento
eternos.
(*)Hay una pregunta que muchas veces se hace: “Si Dios es absolutamente santo y
justo, y todo lo que hizo es bueno y limpio, ¿De dónde salió el diablo?”
Ésta es una pregunta razonable, y brota de una inquietud lógica de tener respuesta a
algo que evidentemente resulta o parece un gran enigma.
Lo que las Escrituras nos dicen al respecto, no es mucho ni está formulado de una forma
clara y evidente. Sin embargo, estudiando y comparando cuidadosamente lo poco que se nos
dice, creemos que se puede alcanzar o lograr una explicación coherente y satisfactoria.
Entre otros, hay dos pasajes del Antiguo Testamento que generalmente se concuerda en
que aportan claves sobre el tema.
El primero de ellos se encuentra en Ezequiel 28, particularmente los versículos 13 al 17,
que no citamos en su totalidad para no ser demasiado extensos, pero que el lector podrá y
deberá leer para acompañarnos mejor en esta breve explicación.
Aunque referido primariamente al rey de Tiro, las palabras “En Edén, en el huerto de Dios
estuviste” del versículo 13, nos hacen ver sin lugar a dudas que hay una interpretación que va
mucho más allá, a un pasado muy antiguo.
Así entendemos que se alude a un personaje que era un querubín grande, que fue
puesto en una fecha muy pretérita en el monte de Dios como guardián y protector, y que se
paseaba en medio de las piedras de fuego. Era perfecto en todos sus caminos y de gran
hermosura y sabiduría, al punto tal que, para el día de su creación, fueron preparados
primorosos tamboriles y flautas para celebrarlo.
Las palabras “Se enalteció tu corazón a causa de tu hermosura” del versículo 17, nos
dan una clave que hemos de hilvanar con otro pasaje que se halla en Isaías 14:12-15.
Para ello debemos tener en cuenta la forma en que estaban ubicados los dos
querubines del Lugar Santísimo, tanto en el tabernáculo de Moisés, como posteriormente en el
templo erigido por Salomón. Con las alas totalmente extendidas, sus miradas estaban fijas en
una contemplación constante e ininterrumpida del Ser Supremo que estaba sentado sobre el
propiciatorio. Esto reflejaba un reconocimiento absoluto de Su deidad, majestad y gloria.
Las palabras ya citadas de Ezequiel 28:17, dan a entender que este querubín grande y
protector, en un momento dado quitó su mirada de donde debía esta dirigida siempre, para
fijarla sobre sí mismo. Así, pasó a contemplar y admirar su propia hermosura, y sin duda, su
sabiduría y perfección también..
De esto colegimos que surgió en su interior lo que se nos dice en el pasaje de Isaías 14
sobre el Lucero, hijo de la mañana. No conforme con ocupar el lugar tan importante que se le
había asignado, y que desde luego suponía la debida sumisión al Dios que lo había creado,
pronunció de su corazón envanecido las palabras ”Subiré al cielo...junto a las estrellas de Dios,
levantaré mi trono...subiré y seré semejante al Altísimo.”
Creemos poder afirmar con buen fundamento que, hasta ese punto, en todo el universo
y en todo el pasado que databa del principio indefinido y fuera del tiempo, jamás se había oído
una sola mentira.
Pero esa exclamación suya:- “Seré semejante al Altísimo” - brotada de su
envanecimiento, del cual surgió el no querer estar supeditado al Creador Supremo - constituyó
la primer mentira del universo y de la historia – era algo indiscutiblemente falto de toda verdad.
Atendiendo al hecho de que los querubines – que son ángeles del más alto rango –
contaban y cuentan, al igual que el ser humano, con libre albedrío, podemos avanzar un poco
más en nuestras consideraciones.
Al rechazar la verdad incuestionable de que el Altísimo – su Creador, al cual le debía
todo lo que era y poseía – era y estaba por encima de él, se desplazó en sentido
diametralmente opuesto. Asi, dando la espalda a la verdad diáfana y cristalina que tenía por
delante, y yendo en rumbo totalmente contrario, se volvió en el padre y progenitor de la
mentira. Es decir, que él la creó y antes de eso no existía.
Esto desde luego que armoniza con las palabras de Jesús en Juan 8:44, que no
vacilamos en calificar de absolutamente determinantes y categóricas sobre el tema:
“...el diablo...no ha permaneccido en la verdad, porque no hay verdad en él. Cuando
habla mentira, de suyo habla; porque es mentiroso y padre de mentira.”
Redondeando y resumiendo en pocas palabras: al rechazar en su envanecimiento la
verdad clarísima que tenía delante suyo, Satanás se convirtió en el padre y creador de la
mentira. Y junto a ella nacieron todas las fuerzas contrarias a la luz, el amor, la justicia y la
santidad y pureza – es decir, las tinieblas, el odio, la injusticia y la inmundicia.
Estimamos en conclusión, que aquí caben muy bien las palabras de Pablo en 1ª.
Corintios 13:12
“Ahora vemos por espejo, oscuramente;...Ahora conozco en parte, pero entonces
conoceré como fui conocido.”
Sin lugar a dudas, en este escabroso tema hay profundidades, complejidades y
muchos otros factores adicionales que escapan a nuestra comprensión, que desde luego es
parcial y finita.
No obstante, el planteo que hemos efectuado y que sólo abarca la raíz y la base del
enigma, es algo que a nosotros nos deja satisfechos en el fuero interno. Confiamos que
también le satisfaga al lector.
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Al decirle “Si bien hicieres ¿no serás enaltecido?” el Señor le dio a Caín una
oportunidad de recapacitar y volver con la ofrenda que se le había determinado.
No obstante, Caín no quiso saber nada de ello, y en vez, lleno de odio y
maldad, invitó a su hermano a ir con él al campo, y allí perpetró lo que ya hemos
llamado el primer asesinato de la historia.
El apóstol Juan, en su primera epìstola, nos señala que Caín “era del
maligno.” (1ª. Juan 3: 12)
Un enfoque humanista buscaría mirarlo con una actitud bondadosa,
aduciendo que fue evidentemente en un arranque de rabia y rencor, justificable en
parte por ser rechazada su ofrenda.
Se agregaría a ello que llegar al extremo de afirmar que era del mismo
Satanás, constituye un fanatismo inadmisible. Con la oportunidad de serenarse y
encontrarse a sí mismo y descubrir su verdadera identidad, muy bien podría haber
resultado una excelente persona.
Así razona la mente humana, desprovista de la iluminación divina, y
buscando soluciones con total prescindencia de Dios.
Enseñados por la verdad de la Escritura y la luz que nos da el Espíritu Santo,
comprendemos que la afirmación del apóstol Juan a que hemos aludido, es
absolutamente certera.
Vemos cuatro razonos que contradicen la postura humanista esbozada más
arriba:
1) Hubo premeditación y alevosía;
2) No fue producto de un arranque de rabia, sino una manifestación de odio
profundo, exteriorizada al consumar el asesinato, con el agravante de
haber seguramente enterrado el cadáver para ocultarlo, para que nadie
se enterase.
3) Al preguntarle el Señor dónde estaba su hermano Abel, la respuesta que
dio lo identificó claramente como un hijo de Satanás.
“No sé. ¿Soy yo acaso guarda de mi hermano?”
Mentira a ultranza, que confirma que era del diablo, a quien Jesús con
toda claridad llamó el padre de mentira, al decir que “cuando habla mentira, de
suyo habla; porque es mentiroso y padre de mentira.” (Juan 8:44)
4) Y además de mentira, una descarada e insultante pregunta: - “¿Soy yo
acaso guarda de mi hermano?” - que raya en la blasfemia.
De paso, en un plano normal digamos que, de no haber sido del diablo,
por supuesto que debía haber sido el guarda, celoso y amante, de su
hermano menor, a quien hubiera debido y querido prodigar todo el
cuidado posible.
La blasfemia, tristemente tan común y corriente en tantas partes, alcanzará su
grado máximo en el final de los tiempos, cuando la bestia, que recibirá autoridad del
dragón, abrirá su boca para decir grandes cosas y blasfemias contra Dios
(Apocalipsis 13: 6) Ésa será la culminación abominable e infernal, pero a esta altura
tan temprana, ya vemos en Caín la misma clara tendencia, sin duda recibida de la
misma serpiente.
Abel.-
La vida y la persona de Abel es digna de que le dediquemos unos párrafos de
reconocimiento y elogio. Fue el primer mártir de la historia, y además figura en
primer lugar en el listado de los héroes de la fe que nos da el capítulo 11 de
Hebreos. En ese sentido, podemos conceptuarlo como el pionero en ese sendero
de la fe, que tantos y tantos mortales han transitado y continúan transitando hasta el
día de hoy.
Su ofrenda a Dios, además de ser impulsada por ese principio de la fe, fue
generosa y abundante – de lo primogénitos de sus ovejas y de lo mejor de ellas.
El autor de Hebreos la califica como “más excelente”, y el apóstol Juan puntualiza
que sus obras eran buenas, en contraste con las de Caín, que eran malas. (1ª. Juan
3:12)
En su actitud para con Dios y en su conducta, encontramos la combinación ideal
de la fe con la sencillez de la obediencia, elevadas al alto grado de darle al Señor lo
mejor y en abundancia.
Por sobre todas las cosas, Abel constituye desde entonces y hasta el final de los
tiempos, una señal clarísima e inequívoca.
“...dando Dios testimonio de sus ofrendas, y muerto, aún habla por ella.” (Hebreos
11:4)
Por la ofrenda que presentó, él habla a todo ser humano con el mensaje de que
ése y sólo ése es el camino correcto para ser aceptados por Dios: el de la fe en el
sacrificio de una víctima inocente – el Cordero de Dios, inmolado desde el principio
del mundo. (Apocalipsis 13:8)
Contra todo otro mensaje de buenas obras, de acumular méritos, de ganarse el ser
humano la salvación y la vida eterna por su pretendida bondad o nobleza o sacrificio
o buenas intenciones – el mensaje divino a través del evangelio, sigue en pie y en
vigencia como el único fiable y verdadero.
“Y en ningún otro hay salvación; porque no hay otro nombre bajo el cielo, dado a
los hombres, en que podamos ser salvos.” (Los Hechos 4:12)
Finalmente, la sangre de Abel derramada en tierra constituye la primer mención en
las Escrituras de algo que no solamente iba a ser de la mayor importancia, sino
también a elevarnos en el enfoque profético a algo de lo más sagrado y sublime para
el género humano caído: la bendita sangre del Santo Hijo de Dios, vertida en el
Calvario para nuestra redención eterna.
Sobre esto tan rico y hermoso hemos comentado en detalle en el capítulo IX de
“Las Sendas Antiguas y el Nuevo Pacto”, titulado “Mi Sangre del Nuevo Pacto”. Ello
nos exime de hacerlo aquí, pero lo señalamos para remitir al mismo a cualquier
lector interesado que no lo haya leído.
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“Agar, sierva de Sarai, ¿de dónde vienes tú, y a dónde vas?” (Génesis 16:8)
Al pasar a esta pregunta, hemos dado un salto grande en función de tiempo,
trasladándonos a la época de Abraham, muchos siglos más tarde.
Nos maravilla pensar que en este relato de algo sucedido hace tanto tiempo,
podemos encontrar cosas de candente aplicación a situaciones de hoy día, que a
menudo se dan en las iglesias.
Como claramente se nos dice en Gálatas 4, Agar, la sierva egipcia de Abraham,
representa aquello nacido de la carne, y que inevitablemente lleva a la esclavitud.
En la narración del texto que va del versículo 1 al 9 consta que ella fue muy
favorecida por Sarai – como todavía se llamaba Sara – al permitir que Abram
buscase tener prole a través de ella.
Al encontrarse embarazada, en vez de guardar su debido lugar y quedar
humildemente agradecida, comenzó a menospreciar a Sarai su señora
Esto es algo típico de la naturaleza carnal. Al tener éxito o recibir una bendición,
opta por envanecerse y despreciar a quienes, por lo menos por el presente, no están
siendo igualmente bendecidos.
Como consecuencia natural, Sarai reaccionó tratándola con rudeza, y al
encontrarse ante esa situación, Agar hizo lo que la naturaleza carnal casi siempre
hace en casos semejantes: escapar del problema que ella misma se ha creado, en
lugar de enfrentarlo con altura y humildad.
Y fue al huir de Sarai y encontrarse en el desierto, que el Señor le hizo la pregunta
que va en el encabezamiento. Notemos que fue una pregunta doble: “¿de dónde
vienes” y “¿a dónde vas?”
Significativamente, Agar sólo contestó la primera, quedando la segunda sin
respuesta. Sabía de dónde venía, pero no a dónde iba. De hecho, ya había ido al
desierto y era una fuga incierta y sin ningún destino o rumbo concreto – sólo se
trataba de escaparse del problema.
En realidad, como ya dijimos, era un problema que ella misma se había creado,
por su actitud altanera y despreciativa para con su señora. De haber actuado como
correspondía – en una postura humildemente agradecida, como también
puntualizamos más arriba – nada de eso le hubiera acontecido y habría continuado
en ese lugar que le correspondía, bajo el abrigo de Abram y Sarai.
La pregunta hecha por el Señor muestra Su preocupación por ella, al verla sin
rumbo y en el desierto. Al mismo tiempo, nos habla de la forma en que Él se
preocupa por aquellos descarriados que, en lugar de enfrentar su problema
debidamente, abandonan su lugar y, sin saberlo, quedan a la intemperie, en un
desierto y sin ninguna orientación clara.
A continuacicón pasa a darle a Sarai el consejo tan sensato y acertado: “Vuélvete
a tu señora, y ponte sumisa bajo su mano.” (16:9)
Eso suponía, desde luego, humillarse, reconocer su error, pedir disculpas y perdón
por su comportamiento tan reprochable, y deponer totalmente su actitud
despreciativa, para pasar en vez a una conducta respetuosa, servicial y agradecida.
En un principio, al surgir el problema cuando Sarai comenzó a afligirla, nada de
esto entraba dentro de sus planes o cálculos. En cambio, sólo atinaba a escaparse
dejando todas las cuentas morales – valga la expresión – totalmente impagas.
Pero ahora el desierto y la soledad, con la incertidumbre del futuro, la predisponen
mejor para atender al consejo dictado por la sensatez y la cordura para casos
semejantes: volver arrepentida al lugar que había abandonado.
Era el mismo camino que le tocó recorrer al hijo pródigo, y que le toca a tantos y
tantos de los hijos de Dios que, escapando de presiones y problemas que por sus
propios desatinos ellos mismos se han creado, han ido a parar, muchas veces sin
saberlo, al desierto, la soledad y la falta de un norte fijo en la vida.
Hoy en día, muchos cristianos se marchan en descontento de sus congregaciones,
mayormente por insatisfacción, insumisión a las autoridades de la iglesias, o
irregularidades semejantes.
Que cada uno tome seriamente en cuenta esta advertencia, y en vez de tomar esa
determinación equivocada, sepa atenerse al consejo divino, y ponerse sumiso y con
buena disposición bajo el abrigo de las autoridades que Dios ha puesto en la iglesia
a que pertenece.
Concluimos aquí lo que ha resultado un capítulo muy breve, si bien conceptuamos
que tiene no pocas cosas de peso e importancia. Y pasamos al siguiente, que como
verá el lector, es bastante más extenso.
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(*) Quizá pueda mediar también una interpretación arbitraria e incorrecta de algún pasaje
bíblico, como Ezequiel 37:9, en el que vemos que el profeta le profetizó al Espíritu que viniese
de los cuatro vientos y soplase sobre los muertos.
Absteniéndonos de comentar en detalle el pasaje en cuestión, nos limitamos a puntualizar
que no creemos que el mismo pueda dar, de ninguna forma, un asidero serio para actuaciones
como la que hemos señalado. Tendría que ser, en todo caso, por mandato expreso y auténtico
del Señor, el cual quedaría convalidado por un cumplimiento cabal. (Ver Deuteronomio 18:21-
22)
Una extensa pregunta, que nos habla con elocuencia de la grandeza imponente
del mar. Contemplando sus olas embravecidas, tanto desde la arena de la playa,
como de la cubierta de un barco navegando en alta mar, hemos quedado pasmados
de tanta inmensidad y de esa fuerza formidable que se mueve inquieta e incesante.
La misma está latente, no sólo cuando está agitado por el viento y la tormenta, sino
también cuando se aquieta en aparente calma.
Ese volumen de agua tan tremendo, con esa fuerza tan incalculable, por muchas
y variadas causas bien podría desbordarse, ocasionando estragos indecibles en
cualquier momento imprevisto en cualquier lugar de la tierra habitada. De hecho,
esto sucedío recientemente – el 26 de Diciembre de 2005 – con el formidable
Tsunami que ocasionó tantas víctimas en Indonesia, Tailandia y varios países más
del Lejano Oriente, llegando incluso hasta partes de la costa oriental del África
Pero fenómenos de esta naturaleza, que acontecen de tanto en tanto, son la
excepción y no la regla, y también – cabe que lo consignemos – son parte del
cumplimiento de las predicciones que dio nuestro mismo Señor Jesús en el sermón
profético del final de los tiempos. (Ver Lucas 21:25-26)
No obstante, la regla general es que esa fuerza formidable está controlada,
porque Alguien le ha establecido límites de desplazamiento, poniéndole puertas y
cerrojo, y ordenándole que no sobrepase las demarcatorias invisibles que le ha
impuesto.
Job escucha absorto esa pregunta - ¿Quién es ese alguien? El lo sabe muy bien,
como lo sabemos también nosotros: el Hijo Eterno de Dios, “el cual, siendo el
resplandor de su gloria, y la imagen misma de su sustancia, y quien sustenta todas
las cosas con la palabra de su poder...” (Hebreos 1:3)
Nunca olvidará el autor la profunda impresión que le causó ver la nieve por
primera vez. Los primeros treinta años de su vida había residido en el Gran Buenos
Aires, donde no recuerda que haya nevado en esos tres decenios, y nunca o casi
nunca nieva.
Una mañana de Enero, en pleno invierno europeo, al salir temprano de su casa
en el Sudeste de Inglaterra, donde recientemente se había establecido, se encontró
con que el jardín, la acera, la calle, los techos, en fin, todo, estaba completamente
cubierto de nieve.
Nunca había visto blancura semejante, ni nada que se le aproximase – era como
estar situado repentinamente ante un gran milagro. Unas horas antes, en el
anochecer anterior, todo el entorno de jardines, árboles, las viviendas adyacentes,
las calles y aceras, lucía esa gran variedad de colores y de los tonos propios de
cada uno.
Ahora, merced a la espesa nieve que había caído, todo estaba vestido de ese
blanco inmaculado. Después de contemplarlo por unos momentos, tomó un puñado
en la mano y lo miró de cerca.
¿Qué encanto veía en esos copos tan diminutos y tan, tan blancos!
Sin embargo, unas horas más tarde, después de haberla pisado y pisoteado
muchos transeúntes, y de haber circulado por las calles numerosos coches y
camiones, ese encanto original casi había desaparecido. En cambio, las huellas de
unos y otros habían dejado lodazales y barro por doquier, y el blanco hermoso de la
nieve estaba salpicado por todas partes con eso tan feo y desagradable.
Desde entonces, más de una vez lo ha recordado y pensado sobre todo eso que
vio ésa, su primer mañana con la nieve. Sus ideas y reflexiones siempre han sido
simples y sencillas, pues prefiere la sencillez, acompañada de la claridad, a lo que
sea complejo, sofisticado o difícil de comprender para la persona normal.
Comparte, pues, algunas de esas reflexiones, tan humildes como sencillas.
En primer lugar: ¿Quién manda la nieve?
Y la respuesta es una sola: dicho con toda reverencia – EL DE ARRIBA.
¿Y qué nos dice la nieve?
Pues, por lo menos, dos cosas. Una es que, así como es de blanco inmaculado
la nieve, así, y mucho más, lo es EL DE ARRIBA, que la creó y nos la manda.
La otra, que todo aquél que le ama y pretende seguirle y servirle, debe vivir de
blanco en todos los aspectos de su andar cotidiano.
Muy sencillas las dos cosas ¿verdad? Mas, ¡qué necesario es que en la práctica
se tomen muy en serio, para que se plasmen de verdad en toda nuestra vida y
conducta!
En cuanto a lo de las huellas de peatones y vehículos, la cosa discurre por otra
línea. Tantas y tantas veces Dios ha derramado desde lo alto, ya sea a nivel
individual o colectivo, bendiciones que han tenido el sello distintivo de algo celestial,
impecable y perfecto.
Mas ¡ay! con el correr del tiempo, el ser humano, de las formas más diversas y
por las razones más variadas, ha puesto su mano torpe sobre las cosas para
producir un deterioro lamentable. Así, lo hermoso y glorioso de un principio se ha
afeado y aun embarrado; por así decirlo, el oro se ha ennegrecido y el buen oro ha
perdido su brillo. (Lamentaciones 4:1)
(*) Esto es, desde luego, una suposición, con el fin de enfatizar el peso aplastante de la
pregunta. En realidad, no creemos que Dios quiera ni necesite tomarse vacaciones, ni
tampoco que ninguna de las huestes celestiales pueda jamás reemplazarlo de modo alguno.
¡Cuán fina y exquisita sensibilidad debiéramos tener, para que toda vez que
presenciemos y experimentemos una genuina visitación de lo alto, andemos “en
puntillas”, con el más tierno cuidado de no cometer ninguna torpeza que pudiera
empañar el brillo o apagar el Espíritu!
Con la observación cuidadosa por medio de un microscopio, se puede
contemplar la gran semejanza de los copos de nieve, puesto que todos están
formados en base al mismo y único patrón. No obstante, se nos dice que la
observación minuciosa y detallada ha podido establecer que, aun dentro de esa gran
uniformidad general, en una forma imperceptible para la vista natural, cada uno es
distinto de los demás.
En otras palabras, que hasta el presente no se han podido identificar dos copos
que sean absoluta y exactamente idénticos. Como para llenarnos otra vez de
asombro y admiración, y hacernos reconocer una vez más la grandeza del Creador
Supremo.
“Bienaventurados los de limpio corazón, porque ellos verán a Dios.” (Mateo 5:8)
“Seguid la paz con todos, y la santidad, sin la cual nadie verá al Señor.” (Hebreos
12:14)
“...y verán su rostro, y su nombre estará en sus frentes.” (Apocalipsis 22:4)
Algún lector podrá preguntar, con toda razón, ¿cómo puedo entrar en los tesoros
de la nieve?
En forma muy escueta, señalamos tres cosas fundamentales.
a) Tener una visión y comprensión muy clara de la absoluta santidad de Dios –
tanto del Padre, como del Hijo y del Espíritu Santo. Para esto, tenemos como
medios de gracia a nuestro alcance la palabra de Dios, que abunda en
versículos y pasajes que apuntan con toda claridad en ese sentido, y la obra
del Espíritu en nuestros corazones.
b) El cultivo de una comunión diaria por medio de la oración y la adoración.
Acercándonos asiduamente a Él y pasando buenos ratos en Su presencia, Su
blancura preciosa irá emblanqueciendo, a veces insensiblemente, las fibras
íntimas de nuestro ser interior.
c) Paralelamente a las dos cosas anteriores, deberá haber una actitud diaria,
clara y definida, de guardarnos celosamente de todo lo que nos pueda
contaminar, a la par que de darnos de lleno a las fuerzas contrarias del bien,
la justicia y una escrupulosa rectitud en todos los órdenes de la vida.
Como complemento de todo esto, y como un aporte positivo en muchos
sentidos, debemos considerar el ayuno en forma regular, que nos servirá, entre
otras cosas, para mantenernos humildes y encontrarnos diáfanos en nuestros
espíritus y en nuestra comunión con el Señor.
Querido lector: esta sexta y última pregunta dirigida a Job que hemos tomado,
adquiere mucha importancia al ser interpretada – como evidentemente
corresponde que sea – en su acepción espiritual y con aplicación a nuestra
vivencia práctica.
Entrar en los tesoros de la nieve, o no hacerlo – ésa es la disyuntiva. Esta última
opción – el no hacerlo – supone el riesgo muy grande de condenarse a la
desdicha, el infortunio y aun la maldición de seguir viviendo manchado, con el
pecado como una triste y lamentable constante en la vida, con todas sus
consecuencias fatales.
Por tu propio bien, por el de tus seres queridos que te rodean, porque se lo
debes al Señor que tanto te ha amado, y por muchas otras razones relacionadas
tanto con esta vida como con el más allá, buscando la gracia del Espíritu,
esmérate con todo ahinco y busca a diario ir entrando, cada vez más, en los
tesoros de la nieve. Así enriquecerás tu propia vida, y a su tiempo, también podrás
hacerlo con las de los demás.
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Rompiendo las reglas de uniformidad, ahora pasamos a otro capítulo, más bien
corto. Sin embargo, confiamos en que el lector también encontrará en él cosas de
provecho e inspiración.
Como bien se sabe, después de la grandiosa manifestación del fuego divino en
el Monte Carmelo, Elías se encontró con la amenaza de que se le iba a cortar la
cabeza, proveniente nada menos que de esa fiera de mujer llamada Jezabel.
Desde luego que no era solamente Jezabel en sí, sino toda la fuerza diabólica
que operaba en su vida. Comprensiblemente, Elías se dio a una fuga que lo llevó
primeramente a Beerseba, en el extremo austral del territorio de Israel, y desde allí,
en una marcha épica que le llevó cuarenta días y cuarenta noches, a Horeb, el
Monte de Dios.
Ése era el mismo lugar en donde, muchos siglos antes, el Señor se le había
aparecido a Moisés. En aquella ocasión fue para llamarlo a cumplir la estupenda
labor, bajo la guía y el poder divinos, de liberar a todo el pueblo de Israel del pesado
yugo de Faraón, rey de Egipto, al cual habían estado sometidos por unos buenos
años.
Esa labor habría de culminar con llevarlos a la tierra prometida de Canaán, la cual
fue completada por Josué, el sucesor de Moisés.
Esta ocasión posterior en el mismo escenario tenía matices muy distintos.
Después de pasar a habitar en la tierra prometida, Israel se había dado repetida y
reiteradamente a la idolatría, siendo muy infiel para con el Dios del cual había
recibido tanto favor y misericordia.
Elías se encontraba muy desanimado, y hasta había llegado a pedirle al Señor que
le quitara la vida, pues su angustia, estando bajo el enebro en Beerseba era tal, que
deseaba morir.
Cabe señalar que esta oración y este deseo nunca llegaron a cristalizarse, pues,
como sabemos, al igual que Enoc, no gustó la muerte, sino que fue trasladado al
cielo en un torbellino, según se nos narra en 2ª. Reyes, capítulo 2.
Al llegar a Horeb, lo primero que hizo fue meterse en una cueva, donde pasó la
noche. Fue entonces que le vino la palabra del Señor, con la brevísima pregunta:
“¿Qué haces aquí, Elías?” (1ª. Reyes 19:9)
Pasamos ahora de la realidad objetiva del relato del texto, a la aplicación
simbólica, pero muy práctica y bien fundada, de lo que hemos puesto como título del
capítulo:- “La Cueva de Elías.”
Esta aplicación no concuerda en forma total con el estado en que se encontraba
Elías, si bien tiene desde luego bastantes puntos en común.
Sabemos que en los momentos de dificultad, desánimo y sobre todo de depresión,
el ser humano a menudo busca refugiarse en algo que le procure alivio, protección,
o bien que le permita aislarse y escapar del problema.
Ese refugio, para los hijos de Dios siempre debiera ser el ponerse bajo el amparo
del Señor, a la sombra del Altísimo, buscando en Él y sólo en Él, el socorro,
consuelo o la gracia necesaria para capear el temporal, superar las dificultades y
poder seguir adelante.
No obstante, muchas veces, ya sea por encontrarse dolidos, por sentirse tristes,
etc., en vez de acudir a ese único y perfecto refugio, siguiendo los dictados de la
carne se dirigen a otros de la más diversa variedad. Estos otros refugios
generalmente son inadecuados y falsos y, extrayendo la metáfora del relato bíblico
en que nos encontramos, los llamamos cuevas.
Por empezar, la cueva es un lugar oscuro y que casi siempre resulta frío e
incómodo. La mayor virtud que le podemos atribuir, si es que se la puede llamar
virtud, es la de ser un lugar adonde uno se puede esconder para no ser visto por los
demás. Sin embargo, no conduce a nada realmente provechoso, pues
evidentemente no se podrá pasar todo el resto de la vida en ese lugar, y tarde o
temprano, habrá que salir y enfrentar el problema o las dificultades.
Consideremos algunas de las cuevas en que uno se puede refugiar.
La cueva de la autocompasión.-
La autocompasión, o sea el tener lástima de sí mismo, es algo mucho más grave
de lo que parece a primera vista. Cuando a uno le han ido mal las cosas, ya sea en
el ámbito de las finanzas, en el trabajo, en el área sentimental, o en cualquier otro
aspecto de la vida, es fácil caer en esa tentación de compadecerse de sí mismo y
sentirse la víctima, pobre e inocente, del infortunio que le ha tocado o le está
tocando sobrellevar.
Como creyentes en Cristo e hijos de Dios debemos rechazar de plano esa
tentación. La razón está en el hecho ya señalado más arriba de ser algo muy grave,
y que, de no dejarla totalmente de lado, nos llevará con toda seguridad a un mal fin.
Recordemos la ocasión en que Pedro, después de que el Señor predijese que le
era necesario padecer mucho y ser muerto y resucitar al tercer día, le tomó aparte
para reconvenirle, diciendo:
“Señor, ten compasión de ti; en ninguna manera esto te acontezca.” (Mateo 16:22)
Jesús no le contestó diciéndole, por ejemplo, que él no estaba bien enfocado y
debía comprender mejor las cosas, o algo así por el estilo. En cambio, en la forma
más cruda y tajante le dijo:
“Quítate de delante de mí, Satanás; me eres tropiezo, porque no pones la mira en
las cosas de Dios, sino en las de los hombres.” (16:23)
Él veía con toda claridad que esa exhortación o sugerencia venía directamente de
Satanás, con todo el veneno infernal que le acompañaba.
¿Por qué?
Porque significaba que, al tener lástima de sí mismo, se sentiría como una víctima
inocente de la injusticia del Padre, que le había enviado al mundo para sufrir en
lugar del pecador, cosa que Él, por ser tan bueno y justo, no se merecía para nada.
En otras palabras, que hubiera sido lamentarse por ese fin a que tenía que llegar, y
por el cual, en última instancia, el Padre era responsable. Y siguiendo el
razonamiento de Pedro – “en ninguna manera esto te acontezca” – le habría
conducido a desobedecer abiertamente el mandato del Padre.
Cuando nos compadecemos de nosotros mismos, sin darnos cuenta, por la vía de
sentirnos víctimas de las injusticias o infortunios que nos han tocado, llegamos
inevitablemente a culpar a Dios, como soberano que está sobre todas las cosas, por
permitir el mal que nos azota. Éste es un terreno muy peligroso, que muy bien
puede llevar al extremo de blasfemar el nombre de Dios, con todas sus funestas y
gravísimas consecuencias.
Para que quede más claro y mejor entendido, lo definimos como un proceso que
sigue el siguiente curso:
1) Lástima de uno mismo, que se considera la víctima inocente;
2) La culpa es de los demás, o de las injusticias de la sociedad, o el mal proviene
de las desgracias de este mundo;
3) Finalmente, la culpa recae, indirectamente pero a la larga en forma inevitable,
en Dios, el Soberano del universo – “¿Por qué y cómo permite eso?” “¿Por
qué no me hace justicia?” etc.
En momentos de tristeza o depresión, la tentación de refugiarse en la
autocompasión puede ser muy fuerte, pues produce una cierta satisfacción que
alimenta nuestro ego y lo absuelve de culpa. Con todo, esta cierta satisfacción es
muy malsana y además, predispone a no luchar y aferrarnos al Señor en medio de
la adversidad, sino a claudicar y sentirnos unos pobrecitos desdichados.
Por todo esto, exhortamos al lector en los términos más enfáticos, a que rechace
con determinación toda tentación a tener lástima de sí mismo en momentos
difíciles y dolorosos. En cambio, afirmándose en forma bien concreta en la
promesa de que “a los que a Dios aman, todas las cosas les ayudan a bien”, confíe
y aun declare en fe ante el Señor su confianza en que eso tan difícil o doloroso,
por Su gracia Él lo habrá de transformar a su tiempo en una fuente de bendición,
que habrá de contribuir a que se asemeje más a Jesucristo, el Hijo de Dios.
La cueva de la autoprotección.-
Nuestro organismo físico tiene, por haber sido creado así por Dios, un instinto
natural de protegerse y preservarse. Éste se mantiene latente a todo lo largo de la
vida y se manifiesta hasta el final, cuando se avecina la muerte, y muchas veces el
cuerpo lucha por sobrevivir hasta el último momento.
En la experiencia práctica de la vida cristiana, con frecuencia nos encontramos
con hermanos que han sido heridos o golpeados por circunstancias desfavorables
de la más variada índole. Como resultado, por el temor de ser todavía más
golpeados o heridos, se retraen evitando todo riesgo y así van construyendo
imperceptiblemente esta cueva de la autoprotección.
Naturalmente, hemos de ser sabios y cautos, no exponiéndonos torpe e
innecesariamente a lo que nos puede dañar, ya sea física, emocional o
espiritualmente. Cada uno debe tener una dosis adecuada de sentido común, para
conocer bien sus limitaciones y aun sus puntos débiles, y no extralimitarse ni
exponerse indebidamente.
Eso es normal y correcto, mas lo que estamos pensando al hablar de esta cueva
particular va más allá. Se trata de la persona que, como hemos dicho, ha sido
herida o golpeada, y en vez de buscar restablecerse y continuar luchando, entra en
una pasividad e inercia que prácticamente la paraliza. En esta forma, rehuye todo
compromiso que pudiera significar un riesgo en cualquiera y el más pequeño de
los sentidos, y llega a veces a aislarse totalmente, lo cual evidentemente le podrá
acarrear serios peligros.
Lo que corresponde en tales casos, es buscar la consejería y ayuda de algún
siervo o sierva con suficiente talante, para sanarla y encauzarla gradualmente a
realizar una labor acorde con sus dones y posibilidades, cuidando de no ubicarla
donde esté expuesta a recibir nuevos golpes y heridas.
Por otra parte, debemos recordar lo que dijo el Señor en Lucas 9:24:
“Porque todo el que quiera salvar su vida, la perderá; y todo el que pierda su vida
por causa de mí, éste la guardará.”
Aunque es distinto del caso que señalamos anteriormente, hay quienes no
quieren arriesgar nada, ni “jugarse” por el Señor y prefieren aferrarse a lo que
tienen, pues se sienten más seguros así. Lamentablemente, la sentencia de la cita
que hemos consignado tarde o temprano los alcanzará.
Sin comentarlas mayormente, enumeramos algunas otras cuevas en que se
suelen esconder algunos.
Sin duda que hay muchas más cuevas, pero las que hemos tratado son
posiblemente las más corrientes y nos servirán de orientación.
El refugiarse o esconderse en la cueva lleva en sí el principio del aislamiento,
que siempre es perjudicial y peligroso.
Recordamos hace muchos años oir a un joven estudiante bíblico, oriundo del
Paraguay, hablar brevemente sobre las ovejas. Un punto muy sencillo, pero
acertado e importante que señaló, fue que cuando una oveja se encuentra
enferma, uno de los primeros síntomas que casi siempre se advierte es que se
separa del resto del rebaño, rezagándose y quedando sola.
¡Qué gran verdad! ¡y a qué consecuencias graves puede llevar!
Es por eso que ahora debemos pasar a considerar brevemente la exhortación
que le hizo el Señor a Elías:
“Sal fuera, y ponte en el monte delante de Jehová.” (19:11)
Salir fuera de cueva, porque, como hemos visto, es un refugio falso, que nos
deja en lugar oscuro, generalmente frío e incómodo, y nos aisla de nuestros
hermanos, dejándonos en una soledad en que somos muy vulnerables y
propensos a los ataques y al engaño del enemigo.
Ponernos en el monte, delante de Jehová, porque allí estamos a la luz de Su
presencia, permitiendo que Él nos escudriñe y disipe las tinieblas y temores que se
han alojado en nuestros corazones.
Así podremos retomar la senda de comunión con Él y nuestros hermanos,
encontrando que nuestra enfermedad ha sido curada, y que podemos volver a
andar con pie firme en el camino de Su plena voluntad para nuestras vidas.
Este último párrafo nos puntualiza la meta inmediata que se debe procurar
alcanzar. Si no se la puede lograr a solas con el Señor, será necesario, como ya
señalamos antes, buscar la ayuda de otros.
De una forma u otra, lo fundamental y más importante y urgente, es salir de la
cueva y reencontrarnos con la luz y verdad.
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Además de esto, en cada versículo – con la sola excepción del 122 y el 132 en la
revisión 1960 de la versión Casiodoro de Reina – nos encontramos con la mención
de la palabra de Dios, o bien de vocablos de sentidos similares, tales como tus
juicios, tu ley, tus mandamientos, tus estatutos, tus preceptos, tus testimonios, etc.
Al repetírsenos esto nada menos que ciento setenta y cuatro veces en este
salmo, (posiblemente ciento setenta y seis en el original hebreo), se nos está
dando una señal muy clara y elocuente del lugar primordial que debe tener en
nuestras vidas la palabra de Dios.
Sepa el lector comprender bien esta señal y darle a las Sagradas Escrituras – el
libro de Dios escrito para cada uno de nosotros – el primer y mayor lugar, por
encima de todo otro libro.
“Ya vosotros estáis limpios por la palabra que os he hablado.” (Juan 15:3)
Sentados a Sus pies, los discípulos escuchaban una y otra vez las palabras de
vida, advertencia, luz y verdad que salían de Sus labios.
Las mismas eran como un agüita limpia y cristalina, que brotaba de Él, la fuente
santísima y eterna. Junto con todos los demás beneficios que esto les reportaba, y
tal vez sin que ellos se diesen cuenta mayormente de ello, les iban penetrando en
la mente y el corazón, comunicándoles una preciosa higiene y purificación interior.
Así, Jesús podía afirmar con toda sencillez, pero también con todo peso y verdad,
que ellos ya estaban limpios.
No hemos de entrar en ninguna disquisición teológica o dispensacionalista en
cuanto a estas palabras de Jesús, pronunciadas antes de Pentecostés. El hecho
concreto es que Jesús las dijo, no sólo antes de Pentecostés, sino aún antes de
Su crucifixión y muerte, y por lo tanto no podemos de ninguna forma cuestionar su
validez inmediata para con Sus discípulos.
Al mismo tiempo, son palabras que nos puntualizan también a nosotros el efecto
tan sano y purificador de Su palabra de verdad. Poniéndonos a Sus pies cada día,
bebiendo de esa afuente tan pura, hemos de conservarnos limpios y lozanos en
nuestro camino.
La simiente incorruptible.-
“...siendo renacidos, no de simiente corruptible, sino de incorruptible, por la
palabra de Dios que vive y permanece para siempre.” (1ª. Pedro 1:22)
La palabra viva de Dios tiene la capacidad de reproducir y lo hace según su
especie. Al germinar en nosotros produce el renacimiento, que nos convierte en
hijos de Dios, y así comenzamos a ser a imagen y semejanza Suya. Esto pone en
marcha un proceso que debe avanzar y alcanzar buenos progresos ya, en nuestra
vida presente, y que habrá de alcanzar su cumplimiento pleno al ser
perfeccionados finalmente en el más allá.
Los ingredientes de esta simiente o semilla son muy ricos y variados. En forma
condensada, podemos señalar que contiene en una forma u otra todos los
atributos del ser divino. Entendemos que esto es porque Dios no habla palabras
vacías o huecas, sino que infunde en ellas el aliento y el peso de Su propia vida.
Así, la semilla que brota en nuestros corazones está destinada a reproducir, en
diferentes grados y medidas, todos esos atributos. (*)
Veamos algunos de esos ingredientes, mayormente los vinculados con el limpiar
nuestro camino, que es el tema en que estamos.
“...Tú tienes palabras de vida eterna.” (Juan 6:68)
Puesto que vienen del Eterno Dios y del Eterno Hijo de Dios, estas palabras
contienen el ingrediente de la vida eterna, la cual pasamos a poseer desde el
mismo día y momento en que nacemos de nuevo, por el engendro de esa palabra
en nuestro ser interior.
“Santifícalos en tu verdad; tu palabra es verdad.” (Juan 17:17)
“...la palabra de verdad, el evangelio de vuestra salvación...” (Efesios 1:13)
“Ël, de su voluntad, nos hizo nacer por la palabra de verdad...” (Santiago 1:18)
Como sabemos, Jesús es la verdad personificada, el Espíritu Santo es el Espíritu
de verdad, y de Dios el Padre podemos decir que es totalmente imposible que
mienta.
(*) Se sobrentiende que aquéllos que hacen a la Deidad misma, como la omnipotencia y la
omnipresencia, siempre serán privativas de Dios y no de los seres creados.
Por el contrario, el diablo es padre de mentira, según lo llamó Jesús en Juan
8:44.
Al estar en el mundo, muertos en delitos y pecados, éramos todos proclives a la
mentira, aunque desde luego en diversos grados y medidas, según el caso.
Al darle cabida a Jesucristo en nuestros corazones en el momento de nuestro
real encuentro con Él en la conversión, Su palabra de verdad queda depositada
dentro de nosotros. De ahí en más, esa verdad que proviene de Él y de Su
palabra, pasa a regir nuestras vidas y la mentira queda desterrada.
Desde luego que debemos tomar y conservar plena conciencia de esto, como así
también de todos los demás ingredientes de la simiente de Su palabra. Y no sólo
eso, sino también prestarnos de lleno, por el ejercicio de la voluntad, por una parte
a su crecimiento y desarrollo, y por la otra, al destierro de nuestras vidas no sólo
de la mentira, sino también de todas las demás fuerzas opuestas que operaban en
nosotros anteriormente.
Directas.-
1) “...Consérvate puro.” (1ª. Timoteo 5:22)
2) “...y otros para usos viles. Así que, si alguno se limpia de estas cosas, será
instrumento para honra, santificado, útil al Señor, y dispuesto para toda
buena obra.” (2ª. Timoteo 2:20-21)
3) “Te mando delante de Dios...que guardes el mandamiento sin mácula ni
reprensión, hasta la aparición de nuestro Señor Jesucristo.” (1ª. Timoteo
6:13-14)
4) “Quítense de vosotros toda amargura, enojo, ira, gritería y maledicencia, y
toda malicia.” (Efesios 4:31)
5) “Haced todo sin murmuraciones y contiendas, para que seáis irreprensibles
y sencillos, hijos de Dios sin mancha en medio de una generación maligna y
perversa, en medio de la cual resplandecéis como luminares en el mundo.”
(Filipenses 2:14-15)
6) “Haced morir, pues, lo terrenal en vosotros: fornicación, impureza, pasiones
desordenadas, malos deseos y avaricia que es idolatría;...Pero ahora dejad
también vosotros todas estas cosas: ira, enojo, malicia, blasfemia, palabras
deshonestas de vuestra boca.” (Colosenses 3:5 y 8)
Éstas no las comentamos, pues todas hablan de por sí con absoluta claridad.
Indirectas.-
Ahora pasamos a algunas de las muchas que repercuten en el mismo sentido,
aunque la exhortación no sea directamente a limpiarse o santificarse.
1) ”Y sobre todas estas cosas vestíos de amor, que es el vínculo perfecto.”
(Colosenses 3:14)
Apenas si hace falta decir que quien anda en el verdadero amor, con toda
seguridad habrá de guardarse en estricta limpieza delante de Dios y los hombres.
4) “Pagad a todos lo que debéis: al que tributo, tributo; al que impuesto,
impuesto; al que respeto, respeto; al que honra, honra.” (Romanos 13:7)
Esta exhortación a que cumplamos nuestras obligaciones económicas, y de
respeto para con las autoridades, de hecho nos motiva a que no seamos ni
deshonestos ni irrespetuosos.
5) “Orad sin cesar.” (1ª. Tesalonicenses 5:17)
Al igual que las palabras de Jesús en Lucas 18:1, este versículo nos anima a orar
siempre, y como se ha dicho, al hacerlo, amén de todos el provecho que se deriva
directamente de ello, con toda seguridad que nos conducirá a una vida que
progresivamente se irá limpiando y purificando cada vez más.
6) “Por lo demás, hermanos, todo lo que es verdadero, todo lo honesto, todo lo
justo, todo lo puro, todo lo amable, todo lo que es de buen nombre; si hay
virtud alguna, si algo digno de alabanza, en esto pensad.” (Filipenses 4:8)
Aquí no se menciona para nada el limpiarse de impurezas y contaminaciones.
Sencillamente se insta a pensar en todo lo que es bueno y noble, y darse de lleno
a ello. El resultado de ello será, inevitablemente, una mayor purificación en la vida,
pues al abrazar con propósito todas estas virtudes, de hecho se dejarán de lado y
eliminarán todos los factores y principios contrarios y contaminantes.
7) “...hacedlo todo para la gloria de Dios.” (1ª. Corintios 10:31)
“...como siervos de Cristo, de corazón haciendo la voluntad de Dios...”
(Efesios 6:6)
Al cuidar que en cada cosa que hagamos glorifiquemos al Señor, habremos
de desechar no sólo la gloria propia que proviene del protagonismo o la
vanidad – que se nos mire y admire – sino también todo lo que sea indigno,
sucio o torcido.
Y paralelamente a eso, muy escuetamente, el hacer la voluntad de Dios de
corazón, presupone hacer el bien y lo bueno y desechar todo lo que no lo sea.
6)”Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, y con toda tu alma, y con toda tu
mente...Amarás a tu prójimo como a ti mismo.” (Mateo 22:37 y 39)
Después de señalarles a los fariseos que éstos eran el primer y segundo
mandamiento en importancia, agregó que de ellos dependían toda la ley y los
profetas.
Como vemos, aquí también hay una falta total de cualquier mención del pecado
en sus distintas formas, o de quitarlo de nuestras vidas. Sin embargo, el amar a
Dios y al prójimo de verdad , inevitablemente nos llevará a hacerlo.
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Así pues, el contraste entre el corazón recto y el que no lo es, es a todas luces
abismal. Mientras aquél transita por senderos de paz y no tiene necesidad de
esconder nada, éste a menudo abriga segundas intenciones y obra a espaldas de
otros, empleando también la astucia y el engaño en ocasiones para lograr sus
objetivos.
Lamentablemente, también es cierto que quien no tiene un corazón recto
contra un hermano, puede contagiárselo a otro. Relacionando esto con el mirar a
los ojos, a lo cual nos referimos brevemente con anterioridad en el capítulo,
acotamos que muchas veces la falta de rectitud se refleja en ello – en el mirar de
los ojos. Jesús dijo
¨”La lámpara del cuerpo es el ojo.” (Mateo 6:22)
Para ilustrar esto, tomamos por ejemplo el caso de un primer siervo, lleno de
envidia de otro – un segundo – y pasa a hablar en contra de él a un tercero, y éste,
que hasta entonces había tenido una muy buena relación con el segundo, ahora
queda infectado contra él, habiendo creído todo lo que el primero le dijo.
De esta manera, un corazón que era recto para con ese segundo siervo, ahora
deja de serlo, y este último, aunque lo advierte, mayormente por la mirada que
ahora nota que es distinta, no sabe a qué se debe. Por fin se entera de lo
ocurrido: el primer siervo, cargado de envidia, había invitado al tercero a su hogar
para descargar sobre él todo el veneno que tenía en su corazón.
Lamentablemente, situaciones como ésta suceden a menudo, y el enemigo las
usa para distanciar a consiervos que, antes de que eso ocurriese, tenían una sana
relación entre sí.
Recordando que “el chismoso aparta a los mejores amigos” (Proverbios 16:28)
podemos extraer conclusiones y moralejas importantes.
Una es, desde luego, el no criticar ni censurar a otros a sus espaldas, sino,
antes bien, descargar nuestra ansiedad o preocupación primeramente ante el
Señor, y si cuadra, con el o los implicados directamente, y no a sus espaldas con
terceros.
Otra consiste en que, cuando alguien nos presente quejas, acusaciones o
cargos contra alguno – y sobre todo si son contra un siervo de buen testimonio -no
los recibamos, ni dejemos que afecten nuestra actitud hacia él, mientras no se
compruebe en forma fehaciente que son fundados. Y por supuesto, que aun así,
debemos amarlos y orar por una enmienda o restauración, y no adoptar una
posición hostil o despreciativa.
Mejor todavía que todo esto, es que por nuestro hablar y conducta se nos
conozca como personas en nada dadas a escuchar y aceptar críticas infundadas o
maliciosas, o chismes, y mucho menos a propagarlos. De esta manera, será difícil
e improbable que otros se atrevan a venir a descargarlos sobre nosotros.
Así, podremos mantenernos puros y totalmente al margen de esa esfera, que
es tan perjudicial para una vida de íntima comunión y real transparencia con el
Señor y con nuestros hermanos.
Todo lo que antecede,y mucho más, se relaciona directamente con el tener y
mantener un corazón recto, tanto con el Señor como con los demás. Y en el
ámbito de la iglesia local en particular, es de especial importancia para guardar la
unidad del Espíritu. Si ésta se quiebra o resiente, el perjuicio será grave y la
bendición del Señor sobre la congregación se verá seriamente estorbada y
frenada.
Finalmente,
“Luz está sembrada para el justo,
Y alegría para los rectos de corazón.”
Ésta es una hermosa promesa, que se encuentra en el Salmo 97:11. Para el
que vive y anda en justicia y rectitud de corazón, hay una hermosa siembra. A su
debido tiempo, le brindará la inestimable cosecha de una luz que le permitirá vivir y
ver todo en la vida con claridad meridiana, y disfrutar de una alegría que le llenará
de la más íntima satisfacción.
Por todo lo dicho, mi querido lector, que tú y todos vivamos delante de Dios
cada día de tal forma, que nuestro corazón sea transparentemente recto con Él y
con nuestros hermanos. Amén.
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¿Por qué dices, oh Jacob, y hablas tú, Israel: Mi camino está escondido
de Jehová, y de mi Dios pasó mi juicio”? (Isaías 40:27)
“¿Se olvidará la mujer de lo que dio a luz, para dejar de compadecerse del
hijo de su vientre? (49:15)
Aquí el Señor toma como punto de referencia el amor de madre, del cual
podemos decir que, en un plano normal y humano, es lo más noble y puro que hay
sobre la tierra.
Esa criaturita que ella ha concebido y llevado por meses en su matriz, y que ha
formado, nutrido y calcificado de las entrañas y de la misma fuente de su ser, le
resulta tan preciosa, tan cara y tan tierna, que por ella se desvela y le prodiga sus
caricias maternales y sus más amorosos cuidados.
Y después de formular esta pregunta, pasa a afirmar con todo énfasis:
“Aunque olvide ella, yo nunca me olvidaré de ti.”
El amor de madre evidentemente es un don de Dios para el género humano,
peo el del Señor, por ser Él la fuente y el dador de todo amor y todo bien, lo supera
en mucho. Por alguna circunstancia anormal, difícil o imprevista, la madre puede
fallar, pero Él – el Dios del amor eterno – nunca, nunca jamás.
La misma verdad la refleja la pluma de David en el Salmo 27 versículo 10:
“Aunque mi padre y mi madre me dejaran,
Con todo, Jehová me recogerá.”
Él conocía el amor de su Dios y Señor tan bien, que sabía con toda certeza que
era mucho mayor que el de sus padres terrenales, por más buenos y amantes que
ellos hubieran sido.
A continuación, por boca de Isaías, el Señor hace la asombrosa y maravillosa
declaración:
“He aquí que en las palmas de las manos te tengo esculpida...” (49:16)
La prueba más fehaciente de ese amor sin igual es que nos lleva esculpidos en
las palmas de Sus manos benditas, que fueron horadadas por los clavos de Su
crucifixión. Y ello no fue por cierto una muestra alegórica o meramente sentimental,
sino algo que se plasmó en la fragua de Su cruento sacrifico y dolor, y con el fin no
sólo de salvarnos, sino de comprarnos a precio tan alto, para así poder tenernos
como Su más cara y amada posesión por toda la eternidad.
Quien esto escribe ha sido objeto, con el correr de los años, de muchos y muy
variados y preciosos consuelos de Dios.
Entre ellos recuerda una ocasión, hace ya más de cuarenta años, en que antes
de partir desde su hogar una mañana para iniciar su jornada de trabajo, necesitaba –
como en tantas otras oportunidades – recibir la consolación divina.
Tras derramar su alma al Señor en oración, casi insensiblemente abrió su
Biblia en esa página del libro de Isaías, y su mirada se fijó en seguida en esos dos
versículos que hemos citado.
Por supuesto que aquello no fue casualidad, sino la respuesta casi instantánea
de ese amor de Dios, tan tierno y exquisito. Y así, como muchas otras veces, pudo
emprender su marcha cotidiana plenamente consolado por Dios, al cual Pablo por
algo llama, y con toda razón, “Padre de misericordias y Dios de toda consolación.”
(2ª. Corintios 1:3)
¡Oh cansado o acongojado caminante! El agotamiento y la carga pueden ser
muy grandes, pero cobra ánimo ante la mucho mayor grandeza del Eterno Dios, a
Quien amas y sirves. Espera y apóyate en Él, depositando a Sus pies todo ese peso
que te agobia, y respira bien hondo, llenándote de nuevos bríos, ilusión y ganas de
vivir. Bien pronto trocará para ti todo lo amargo en dulce, y la oscuridad de la noche
incierta en el amanecer de un día nuevo y radiante.
¿Será quitado el botín al valiente? ¿Será rescatado el cautivo de un
tirano? (49:24)
Por el versículo siguiente entendemos que se está refiriendo a un valiente que
es un verdadero tirano, y que se ha hecho de un botín que no le pertenece, y de
cautivos que ha conseguido apresar.
La forma en que se plantea la pregunta da a entender que ese tirano y valiente
es tan fuerte, que nada parece indicar que ha de soltar a sus cautivos, ni perder el
botín que ha conquistado – como si los tuviese atenazados, y en un grado tal, que
se hace imposible quitárselos.
Sin embargo, la palabra del Señor pronuncia lo contrario con todo su peso
irresistible.
”Pero así dice Jehová: Ciertamente el cautivo será rescatado del valiente, y el
botín será arrebatado al tirano...” (49:25)
¿Qué podrá ser ese botín, y quiénes esos cautivos?
La parte final del mismo versículo lo aclara y define:
“...y tu pleito yo lo defenderé, y yo salvaré a tus hijos.”
Los hijos del pueblo de Dios de ese entonces, y los hijos del pueblo de Dios de
hoy día, descarriados y atrapados - ellos son el botín y los cautivos con que el
malvado tirano se ha logrado hacer.
Pero por cierto que él no tendrá la última palabra, ni se ha de salir con la suya.
Esos hijos descarriados y atrapados por él, en realidad no le pertenecen para nada,
pero como ladrón que es, aprovechándose de la rebeldía y el desgano que ha visto
en ellos, ha venido para hurtar, destruir y matarlos.
Todo lo contrario es el Buen Pastor, que ha venido para que tengan vida, y
para que la tengan en abundancia, y para que ello fuese posible ha dado Su misma
vida por las ovejas. (Juan 10:10-11)
Sus oídos no son sordos ni están taponados. Sin lugar a dudas, Él ha estado
oyendo tus ruegos, de quizás años, suplicando que sean rescatados y traídos de
vuelta al redil. Recuerda también por cierto la ocasión en que trajiste a cada uno de
ellos, en la más tierna infancia, para ser presentados a Él ,y cómo además les
enseñaste el camino del Señor por prédica y ejemplo desde que tuvieron uso de
razón.
Todo eso y tus lágrimas y desvelos, los tiene bien presentes en Su corazón
tierno y comprensivo. No te culpes ni condenes si en alguna coyuntura, por exceso
de celo tal vez, fuiste demasiado rígido o quisiste hacer tú en sus vidas la obra que
sólo Dios puede hacer.
Al final de cuentas, no es por los mayores o menores méritos que acumulan los
padres, sino por el pacto de gracia con que Él se ha comprometido. Tal vez muchos
padres que pueden haber sido menos ejemplares que tú, tienen la dicha de que sus
hijos siguen al Señor, y eso se debe a la gracia de ese pacto en acción, no a las
mayores o menores virtudes de ellos.
Por si te queda alguna duda, deja que lo que precede inmediatamente a las
dos preguntas la disipe por completo.
“...y conocerás que yo soy Jehová, que no se avergonzarán los que
esperan en mí.”
Tal vez entre los lectores haya quienes padezcan de alguna queja no abarcada
por lo que hemos puesto en este capítulo. Como ya dijimos más arriba, Él es el Dios
de toda consolación.
No hay angustia, dolor, sinsabor ni infortunio, para el cual Él no tenga el
consuelo y el bálsamo que resulte exactamente indicado. Su corazón tierno y
amante siempre está dispuesto a prodigárselo a quien se le acerque con sus cuitas,
buscándole de verdad.
Concluimos con tres estrofas de un himno antiguo, quizá bien conocido por
algunos.
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El libro de Isaías consta de sesenta y seis capítulos, así como la Biblia consta
de sesenta y seis libros. Se lo suele dividir en dos partes:- la primera abarca los
primeros treinta y nueve capítulos, mientras que la primera parte de la Biblia, es
decir el Antiguo Testamento, abarca los primeros treinta y nueve libros.
Si bien en esta primera parte Isaías tiene algunos pasajes con hermosas
promesas de restauración y bendición, aparte de algunas secciones de contenido
histórico, en su mayor parte presenta mensajes enjuiciatorios y condenatorios para
con el rebelde pueblo de Israel, y también para con otras naciones. En todo esto
tiene un significativo parecido con la tónica general del Antiguo Testamento.
La segunda parte de Isaías va desde el capítulo 40 al 66, es decir un total de
veintisiete, que también coincide con los veintisiete libros que forman el Nuevo
Testamento. Desde el mismo principio tiene un mensaje de consuelo y esperanza,
basado en las más maravillosas promesas, muchas de ellas en torno a la venida del
Mesías, la redención que había de venir a través de Él, y Su futuro reino glorioso.
Si bien hay algunos pasajes en que se intercalan advertencias y severas
reprensiones, la línea general de esta segunda parte es una de gracia, con
promesas, como se ha dicho, de las más gloriosas bendiciones, y esto también
guarda bastante similitud con el Nuevo Testamento.
Esta similitud, aunque no del todo precisa y exacta, hace que podamos en
cierta manera mirar al libro de Isaías como una Biblia en miniatura, conteniendo,
como se ha dicho al principio, un capítulo por cada libro del total de sesenta y seis
de las Sagradas Escrituras.
Asimismo, aunque no en forma completa, todas o la mayoría de las grandes
verdades bíblicas se encuentran presentes en Isaías, ora en forma clara y directa,
ora en figura o de manera embriónica.
Las mucha preguntas que encontramos en este libro, nos dan amplio margen
para explayarnos en una gran gama de verdades y principios, todos ellos normativos
de nuestro andar cotidiano en el Señor y en el servicio santo.
Como un paréntesis que se relaciona con esto, recordamos un caso que se nos
contó hace mucho, imaginario por cierto y algo risueño. Se trataba de un mosquito
que se había posado sobre un asta de un buey que se encontraba tirando
esforzadamente del arado.
Otro mosquito, al verlo situado en lugar tan inusual, le preguntó:
“¿Qué haces allí?
A lo cual le contestó, con aires de mucha importancia, como quien está
realizando una magna labor:
“Aquí estamos – arando.” (!)
Esto lo relacionamos con otro caso – verídico éste – pero con personas y no
mosquitos como protagonistas.
El relato tiene que ver con las labores de un siervo de Dios en una ciudad
determinada, no importa precisar cuál. En un principio, y por varios años, la tarea
era muy ardua en lo que parecía una tierra muy árida y remisa a dar fruto.
Con todo, después de perseverar arando fielmente por unos buenos años, el
siervo en cuestión pudo ver una cosecha abundante, con cerca de quinientas almas
convertidas y bautizadas.
Un tiempo más tarde se suscitó una situación tensa, con un hermano que
estaba en abierta oposición al siervo de Dios, y se había marchado de mala manera
con un pequeño grupo de allegados.
Ese hermano no era de esa ciudad, sino de otra situada a unos 100 kilómetros
de distancia, al igual que el siervo de Dios. Este último viajaba ese largo trayecto
con gran fidelidad cada semana, y en algunas ocasiones el hermano le acompañaba
y, tocando la guitarra, animaba en la alabanza.
Después de su marcha de la iglesia en forma tan fuera de orden, hubo una
reunión de varios consiervos para aclarar la situación y dejar las cosas bien
definidas.
Una vez terminadas las conversaciones, quien esto escribe, que era uno de los
siervos participantes, se dirigió a solas al hermano en desavenencia y rebeldía.
Como sabía que se había expresado en términos incorrectos en cuanto al siervo de
Dios, le recordó que debía honrarlo y respetarlo como corresponde, recordando que
la mano de Dios estaba sobre su vida, y de lo cual había la evidencia del hermoso
premio a sus labores en la ciudad a que nos hemos referido.
La respuesta de ese hermano, evidentemente desubicado por su rebeldía y
vanidad, fue más o menos así:
“Esa obra también la levanté yo, llevando la alabanza con mi guitarra.” (!)
¡Muy como el mosqito posado en el asta del buey! Él no sabía nada de la
perseverancia, los ayunos, desvelos y quebrantos del buey fiel que en realidad Dios
había usado para aquello. Así se erguía y proclamaba ser lo que no era, dando
muestras de un triste envanecimiento y ceguera espiritual.
Como no podía ser de otra forma, no prosperó ni mucho menos, sino que
después de un tiempo, el grupo con aspiraciones de iglesia que formó quedó
disuelto, y él mismo llegó a una situación muy penosa. Oramos que en Su
misericordia, el Señor lo restaure y pueda llegar a comprender bien cuál es el
verdadero camino en que debe andar.
Pero lo que sacamos en limpio de todo esto y de la pregunta del subtítulo, es
que en las cosas de Dios debe haber un arar que no lo puede asumir quien quiera o
quien se ofrezca como voluntario, sino el que el Señor disponga.
Ese arar es arduo y a veces debe ser prolongado, pero nunca o casi nunca (#)
por toda una vida. Requiere perseverancia, con la mirada siempre al frente, las
riendas bien sujetas, y cuidando que los surcos salgan bien derechos, sin desviarse
ni a diestra ni a siniestra, para evitar el desperdicio de tierra cultivable. (Como ve el
lector, todavía no estamos mecanizados - ¡seguimos con las riendas y el buey fiel de
antaño!)
Pablo nos dice en 1ª. Corintios 9:10 que “con esperanza debe arar el que ara” y
en Amós 9:13 tenemos la hermosa promesa:
“He aquí vienen días, dice Jehová, en que el que ara alcanzará al segador...”
Sí, el arado de la tierra es arduo y con frecuencia se prolonga por un buen
tiempo, pero quien persevera generalmente encontrará que no hay que continuar
haciéndolo indefinidamente – a su debido tiempo ha de llegar la preciosa cosecha.
Como dijimos antes, el pasaje en que estamos se extiende por varios
versículos. Siendo nuestros conocimientos de agricultura muy básicos y
rudimentarios, no podemos extraer el abundante caudal que uno bien versado nos
podría ofrecer.
No obstante, señalamos algunos puntos, sencillos pero provechosos,
entendiendo que de lo natural a menudo surge un paralelismo con lo espiritual que
es útil y edificante.
El arar en sí provoca lo que podríamos denominar un minúsculo terremoto,
trazado en la línea de cada surco. Por medio del mismo, por una parte se arrancan
de raíz abrojos, cardos y ortigas y se sepultan piedras y cascotes que yacen en la
superficie, que ha estado seca y descuidada. Por la otra, al penetrar las cuchillas del
arado en las entrañas de la tierra y trastornarla, afloran en la superficie grandes
terrones con un buen grado de humedad, y ricos en sales y sustancias minerales.
La tarea siguiente consiste en romper y quebrar, y aun desmenuzar esos
terrones, que de otro modo, se secarían y endurecerían, con el consiguiente
perjuicio.
En seguida hay que proceder a igualar la superficie, eliminando sus desniveles,
que darían lugar a exceso de riego en algunas partes y falta de él en otras.
Y recién entonces viene la siembra, echándose la semilla del eneldo y el
comino, disponiendo el trigo en prolijas hileras y la cebada y la avena en los lugares
más apropiados – todo esto, aprendido por el hombre de campo por la enseñanza
imperceptible que recibe del Creador Invisible, como nos puntualiza el versículo 26.
A continuación, en esta joya de pasaje se pasa a delinear la diferencia entre la
recogida del eneldo y el comino por una parte, y la trilla del trigo por la otra.
No hemos de despreciar el eneldo, que tiene virtudes medicinales, ni hemos de
decir del diminuto comino que no nos importa un comino (!), pues a pesar de su
pequeñez, importa e interesa por su fragancia, sus cualidades medicinales y su uso
como condimento.
Pero para uno el palo y para el otro la vara – lo que nos hace pensar en un
estado de desarrollo no muy avanzado, en el cual el Señor debe recurrir al rigor para
lograr la obediencia y el progreso.
El trigo está en un nivel superior, y para él no cabe ni el palo ni la vara. En lugar
de ello se lo trilla, separando el grano de la paja, y se hace la muy alentadora
salvedad y aclaración de que no se lo ha de trillar para siempre, ni se lo aplastará
con la rueda de la carreta, ni se lo quebrantará con los dientes del trillo.
En otras palabras, que por las pruebas y vicisitudes que permita que nos
acontezcan, el Señor irá separando la paja progresivamente, pero cuidando muy
bien de que el trigo no se comprima o dañe, sino que se preserve intacto.
Por otra cita de Amós, que antes de ser llamado por el Señor era un hombre de
campo, y seguramente buen conocedor de todas estas cosas, se nos estimula
mucho, diciéndonos que en el zarandeo de Su pueblo, Dios ha de hacerlo “como se
zarandea el grano en una criba,y no cae un granito en la tierra.” (Amós 9:9)
(#) Decimos casi nunca porque evidentemente ha habido, y hay, casos excepcionales en
que siervos y siervas de Dios han trabajado muy bien y en Su voluntad, pero sin ver fruto ni
cosecha en esta vida. Sin embargo, no nos cabe duda que el Señor ha de premiarlos en el más
allá, y verán con regocijo que de la siembra de ellos otros han cosechado con posterioridad.
En el orden del Nuevo Testamento, vemos que Jesús tiene para nosotros un
nivel más avanzado y elevado, sin perjuicio de que anteriormente hayamos pasado
por el palo, la vara, la trilla y la criba.
“Su aventador está en su mano, y limpiará su era, y recogerá el trigo en su
granero, y quemará la paja en fuego que nunca se apagará.” (Lucas 3:17)
La trilla ya ha separado la paja del grano, y ahora tiene el aventador en Su
mano. Sin hacer ruido ni causar dolor, el aliento divino del Espíritu Santo sopla en
nuestras vidas, apartando y llevándose la paja, e infundiendo vigor, vida y
reproductividad a lo que es en nosotros trigo de verdad.
Y finalmente, el punto más encumbrado nos está dado por Jesús mismo,
cuando figurativamente se comparó a sí mismo con el grano de trigo, fijando en el
derrotero de Su muerte y resurreccción, el que de una forma u otra también hemos
de seguir nosotros:
“De cierto, de cierto os digo, que si el grano de trigo no cae en la tierra y muere,
queda solo; pero si muere, lleva mucho fruto.” (Juan 12:24)
Si bien al explayarnos en cierta medida hemos traspasado los confines del
pasaje de Isaías 28, muy bien podemos volver a él para decir que, con toda razón, el
profeta le pone punto final con lo que resulta algo así como una exclamación de
profunda admiración:
“También esto salió de Jehová de los ejércitos, para hacer maravilloso el
consejo y engrandecer la sabiduría.” (Isaías 28:29)
Este apelativo desde luego que lo empleamos con todo cariño y respeto para
con el gran profeta Jeremías.
Con la excepción de los Salmos, que, como sabemos, son una recopilación de
varios libros, Jeremías es el más extenso de todos los libros de la Biblia, incluyendo
Isaías, aun cuando éste tiene más capítulos.
Entre muchas otras cosas, resalta el gran número de preguntas que contiene.
Son parte del elocuente hablar profético de Dios a Su pueblo, buscando una y otra
vez llamarlo a la más seria reflexión, para que deponga la desobediencia y la
rebeldía y retorne al Señor para su propio bien.
“Ahora, pues, ¿qué tienes tú en el camino de Egipto, para que bebas agua
del Nilo? (2:18)
Una de las muchas cosas que el Señor le reprochaba con frecuencia a Su
pueblo infiel, era su inclinación a volver a Egipto, o de buscar su ayuda en
momentos en que era atacado por algún otro enemigo.
El hacer eso significaba un volverse atrás a ese mundo del cual había sido
rescatado. Siglos antes, a través de Moisés les había dicho:
“No volváis nunca por este camino.” (Deuteronomio 17:16b)
Pero vez tras vez Israel y Judá habían desobedecido, y el mismo libro de
Jeremías termina en su parte histórica, con una emigración a Egipto del pequeño
remanente que quedó, después de la caída de Jerusalén ante las huestes de
Nabucodonosor.
A pesar de la expresa palabra del Señor advirtiéndoles que no fueran a Egipto,
se obstinaron en hacerlo, y a Jeremías le tocó la nada agradable misión de
acompañarlos para seguir siendo el vocero divino para con ellos.
El Nuevo Testamento abunda en exhortaciones en el mismo sentido de no
enredarnos con el mundo ni buscar su amistad. (ver, entre otros pasajes, Santiago
4:4 y 1ª. Juan 2:15-17)
Hoy día más que nunca, esas aguas turbias del Nilo de este mundo buscan
penetrar en una gran multiplicidad de formas en la vida de los hijos de Dios, para
debilitarlos y causarles cuanto daño puedan.
Cuida mucho de lo que contemplan tus ojos – lo que oyen tus oídos – lo que
lees y estudias – las amistades que tienes – los lugares que frecuentas – los
negocios en que te metes. En fin, que en todo tu andar te guardes sin mancha del
mundo, como tan puntualmente se nos exhorta en Santiago 1:27b.
La pregunta a Baruc.-
Baruc era el escribiente de Jeremías. En una ocasión en que él se quejaba de
que el Señor había añadido tristeza a su dolor, y que estaba fatigado de gemir (45:3)
Dios le dirigió esta pregunta por intermedio de Jeremías:
“¿Y tú buscas para ti grandezas?” (45:5)
Si miramos con atención, veremos que la pregunta no tiene ninguna relación
directa con la queja de Baruc. Más bien esperaríamos que se le hiciese tener en
cuenta que otros estaban sufriendo más que él, o bien que se le diese una
exhortación a que fuese sufrido y valiente.
No obstante, Dios, que escudriña los corazones, sabía que la queja de Baruc
iba por otro rumbo. A pesar de que sus palabras no lo denotaban, estaba buscando
grandes cosas para sí mismo.
Nuestra imaginación, sin ser demasidado exhuberante, se inclina a pensar que
en lo secreto de su corazón podría estar diciéndose algo así:
“Me ha tocado ser escribiente y discípulo de Jeremías. Y tanto lamento y tantas
lágrimas suyas, me han llenado a mí de tristeza y congoja, y ése es mi pan de cada
día.”
“¡Quién diera que me hubiera tocado aacompañar a un Elías, que mandaba
venir fuego del cielo! ¡o a un Eliseo, que donde quiera que iba hacía
poderosos milagros!”
Por algo nos dice el mismo Jeremías:
“Engañoso es el corazón más que todas las cosas y, perverso; ¿quién lo
conocerá?” (17:9)
Por supuesto que esto no se aplica al corazón transformado por el
renacimiento del Espíritu Santo. Pero hecha esta salvedad, la sentencia resulta muy
tajante y hace tabla rasa con toda la postura humanista que afirmaría todo lo
contrario – que dadas las oportunidades de una buena educación y un nivel de
prosperidad aceptable, siempre se habría de evolucionar hacia niveles de bondad,
buena disposición y aun de altruismo.
A través de Jeremías, la palabra de Dios nos está diciendo en forma
inequívoca, que podemos examinar todas las cosas que uno se pueda imaginar en
nuesto planeta, y en todo el universo – y ninguna de ellas la encontraremos tan
engañosa y tan perversa como el corazón humano.
La pregunta ¿quién lo conocerá?” encuentra una respuesta inmediata y muy
puntual en el versículo siguiente
“Yo Jehová, que escudriño la mente, que pruebo el corazón, para dar a cada
uno según su camino, según el fruto de sus obras.” (17:10)
Más allá – por detrás y por debajo de las palabras y el lamento de Baruc, el
Señor veía con claridad un corazón que buscaba grandezas para sí. E
inmediatamente después de la pregunta da el consejo, tan sencillo, pero tan preciso
y exacto:
“No las busques.”
¡Cuán fácil es, sobre todo en la inmadurez de la juventud, caer en el mismo
error de Baruc!
El autor también recuerda algo de esto en su trayectoria hace unos buenos
años – lo que suele llamarse “delirios de grandeza.”
Afortunadamente, la mano sabia y paciente del Señor supo sacarlo ileso de esa
esfera tan escabrosa e ilusoria, para ubicarlo progresivamente en el terreno sólido y
seguro de la voluntad de Dios para su vida.
Esa voluntad es buena, agradable y perfecta, como nos dice Pablo en
Romanos 12:2, y en ella hoy día se halla más realizado y feliz de lo que hubiera sido
en medio de esos sueños de su inmadurez juvenil.
Por ello, con el peso de la experiencia y de los años, como así también con el
respaldo de la palabra de Dios, le aconseja a cada lector, sobre todo al joven y a la
joven:
“No las busques.”
Si el Señor a Su tiempo te concede grandes cosas, con ellas te dará la gracia y
la humildad para llevarlas sobre tus hombros sin caer en el lazo del envanecimiento,
que ha sido la ruina de tantos. Pero si tú te empeñas en buscarlas y lograrlas –
“grandes cosas para ti” – o bien te eludirán, no te llegarán y quedarás frustrado y
desilusionado, o bien, si las alcanzas merced a tus propios esfuerzos, serán para tu
grave perjuicio y no para tu beneficio.
Lo que sí debes buscar, es ser lo que verdadermente Dios quiere que seas y
hacer lo que Él de veras quiere que hagas. Aunque ello te pueda parecer pequeño o
de poca importancia ante los ojos de los demás, y de los tuyos también, créeme que
eso es lo único que te ha de traer verdadera realización e íntima satisfacción en la
vida.
En ese lugar, y sólo en ése, te encontrarás a ti mismo como el varón o la mujer
que Dios propuso que fueras al crearte y traerte a este mundo. Y en ese lugar, y en
ningún otro, conocerás bien al Dios que por fin estará satisfecho de que estás
llegando a ser y a hacer, lo que desde el principio Él ha querido que fueras e
hicieras.
Desde luego que para ninguno de nosotros, Dios ha tenido malos designios. El
fuego eterno sólo ha sido preparado para el diablo y sus ángeles, como lo señaló
Jesús en Mateo 25:41. Para evitar que vayamos a ese lugar tan horrendo, Dios ha
llegado al grado supremo del amor y la misericordia, al dar a Su Hijo unigénito para
sufrir en lugar nuestro, y así salvarnos eternamente.
Su designio para ti y para mí, querido lector, es que estemos con Él, redimidos
y colmados del más rico bien por toda la eternidad. Y además, que al estar en
camino hacia tan dichoso fin, nuestras vidas sean hermoseadas progresivamente
con las virtudes y excelencias del hermoso y todo codiciable Hijo de Dios.
Desecha pues toda intención de hacerte y sentirte grande, o de buscar imitar
en sus formas y estilos a otros que parecen grandes en tus ojos. En cambio,
céntrate en amar de veras a Jesucristo, y en hacer lo que Él de verdad quiere que
hagas y no lo que tú u otros deseen de ti. Y sobre todo, en asemejarte más a Él en
Su humildad y mansedumbre, en Su amor, fe y pureza – en fin, en toda Su hombría
perfecta.
Te aseguro que si te empeñas de verdad en ello, llevado por la gracia del
Espíritu Santo, te pondrás bien en camino y con paso firme hacia la mejor meta que
pueda haber para tu vida – no la que quieras tú o busques tú, ni ningún otro para ti –
sino la que el sapientísimo e incomparable Dios tiene reservada para ti. Ninguna
como ella para ti.
“¿Qué tiene que ver la paja con el trigo? dice Jehová.” (23:28b)
Esta pregunta y la siguiente se refieren a la palabra de Dios.
En tiempos de Jeremías, al igual que siempre en el curso de la historia, había
muchos que pensaban tener la verdadera palabra del Señor, cuando en realidad no
la tenían.
Uno de sus rasgos característicos era que endulzaban sus lenguas,
pronunciando mensajes de bendición y paz, prediciendo siempre cosas halagüeñas.
Esto iba directamente en contra de lo que el Señor estaba en verdad diciendo, y que
era que se avecinaban juicios y castigos severísimos, a menos que se volvieran
cumplidamente de sus malos caminos.
El contraste entre la paja y el grano de trigo es muy sencillo, pero al mismo
tiempo resulta muy instructivo.
Los dos tienen un color bastante similar, así como la palabra falsa o espuria
puede asemejarse externamente a la auténtica. Sin embargo, la misma no tiene en
sí ninguna capacidad de reproducción, ya que carece totalmente de vida.
Por el contrario, el grano de trigo tiene vida y reproductividad en sí mismo.
Además, tiene poder alimenticio y de ella el cristiano se nutre espiritualmente al
leerla y comerla. (ver Ezequiel 3:1-3 y Jeremías 15:16)
Huelga decir que la paja no tiene ninguna propiedad alimenticia. Si se
intentase triturarla y cocinarla, no tendría ningún sabor ni sustancia, y si la
ingiriésemos seguramente nos dañaría los intestinos, así como la palabra falsa, si la
absorbemos, sin duda no traerá ningún provecho, y hará daño a quien lo haga.
El profeta Amós, que antes de ser tomado por el Señor para ser Su vocero era
un hombre de campo, aporta algo muy interesante al decir, en un versículo que, en
otro contexto, ya hemos citado en un capítulo anterior:
“Porque he aquí yo mandaré y haré que la casa de Israel sea zarandeada entre
todas las naciones, como se zarandea el grano en una criba, y no cae un granito en
la tierra.” (Amós 9:9)
Aunque la paja y demás impurezas caen en tierra ¡no así el trigo! ¡Hasta el
granito más pequeño resiste la criba y se preserva para el alfolí eterno!
¡Qué consuelo y qué firme aliciente para perseverar en la genuina palabra de
Dios, sin dejarnos desviar nunca de ella!
Como podemos ver, las preguntas del Señor a través de Jeremías, nos hacen
recapacitar sobre muchas cosas sustanciosas. Aunque en su extensa profecía
quedan bastantes más que no hemos tratado, nos hemos de dar por satisfechos con
estas siete que hemos comentado.
Algunas de ellas podrán tener una aplicación personal para el lector, por lo cual
recomendamos se las repase para poder absorber y apropiar su contenido.
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“...He aquí el Señor estaba sobre un muro hecho a plomo, y en su mano una
plomada de albañil.”
“Jehová entonces me dijo: ¿Qué ves, Amós?” (Amós 7:7-8)
Por medio de esta pregunta, el Señor dirige la atención de Su siervo Amós a
algo que Él tiene en Su mano, y que es de particular importancia: la plomada.
La misma es algo que, en la actualidad, también nosotros debemos ver y tener
muy clara en su aplicación presente.
En aquel entonces el uso de la plomada se vinculaba con Su trato con el infiel y
desobediente pueblo de Israel. Su idolatría y rebeldía eran tan crónicas e
incorregibles, que no quedaba otro remedio que aplicar la verdad de la justicia divina
y no tolerar más su pecado e impiedad.
En el Nuevo Testamento no encontramos ninguna mención directa de la
plomada, pero sabemos que hoy día, por la obra del Espíritu, se está edificando una
casa eterna, con fundamentos firmes, cuyo arquitecto y constructor es Dios.
(Hebreos 3:4-6 y 11:10)
Creíamos que con tanto adelanto tecnológico, la antigua plomada se habría
dejado de lado, para dar lugar a un instrumento más avanzado y moderno. No
obstante, un hermano que trabaja como maestro de obras en la construcción, nos ha
asegurado que no ha sido sustituida, sino que se la sigue utilizando como siempre.
Como es de conocimiento general, la plomada consiste en una pesa,
generalmente de plomo, de forma cónica o cilíndrica, suspendida de una cuerda, y
que se emplea para señalar con exactitud la línea vertical.
Para los fines nuestros, representa los principios y verdades divinos que son
imprescindibles para una edificación sólida y correcta, sin desviaciones ni
torceduras.
Esos principios y verdades son de fondo y no de forma. Entendemos con
claridad que hay cosas de forma – o llamémoslas secundarias y no fundamentales –
que varían de lugar en lugar, dentro del amplio y vasto marco de la iglesia universal
de Cristo.
Nos encontramos así con la agradable comprobación de que en las muchas,
muchísimas asambleas locales que forman la gran iglesia universal, hay una gran
variedad de matices, tonos y estilos, aun en las que pertenecen a una misma
cadena o vertiente.
Sin embargo, considerando el panorama en forma detenida y cuidadosa,
hemos de advertir que, en aquéllas en que hay un testimonio limpio y claro, y una
solidez que está produciendo resultados positivos y duraderos, sin lugar a dudas se
han de encontrar en funcionamiento los principios y las verdades fundamentales,
propios de la plomada espiritual de nuestro Dios.
Estos principios y verdades contenidos en la plomada, sustentan y propulsan
sólidamente la edificación, a la par que la mantienen en una perpendicularidad
precisa y correcta. Este aspecto es tan importante como el primero, tratándose de
una relación vertical en ambos sentidos, es decir desde lo alto hacia abajo y vice-
versa.
Un estudio minucioso y detallado de esos principios y verdades básicos
requeriría muchísimas páginas, y aun varios tomos voluminosos. No es nuestro
propósito ahondar en demasía, y quizá no estemos idealmente capacitados para
ello. Con todo, señalaremos claramente los principales, con algunos comentarios
que les acompañarán para mejor orientación del lector.
1) Un testimonio límpido y transparente.
Desde un comienzo debe brotar de la vida, ejemplo y prédica, tanto de quien o
quienes están al frente, como de todos los miembros comprometidos.
Asimismo, es indispensable que el mismo se conserve y preserve celosamente,
velando continuamente porque no se introduzcan ni el pecado, ni formas
mundanas. De lo contrario, todo el resto se verá seriamente socavado.
2) Una estrecha unidad y armonía entre todos los miembros.
Apenas si hace falta puntualizar que cuando ésta se resiente o quiebra, las
posibilidades de que se haga una obra fructífera y estable se ven
considerablemente disminuidas.
3) Una enseñanza clara sobre bases bíblicas limpiamente trazadas, y que
hace el debido hincapié en los valores cardinales de la vida cristiana, tanto
a nivel personal como corporativo.
Estos valores no pueden ser fijados arbitrariamente, según el estilo o la
preferencia de unos u otros. La misma Biblia es la que los señala con claridad y
con carácter de imprescindibles e insustituibles.
Aquí van algunos de los principales, sin descartar que hay varios más.
a) El verdadero amor, sin el cual nada somos y todo lo que hagamos de
nada nos sirve, sino que venimos a ser como metal que resuena y címbalo
que retiñe. (1ª. Corintios 13:1-3)
b) La fe, sin la cual es imposible agradar a Dios, (Hebreos 11:6) teniendo en
cuenta que lo que no proviene de ella es pecado. (Romanos 14:23b)
c) La santidad y limpieza en la vida, con la solemne advertencia que en la
ciudad celestial no entrará ninguna cosa inmunda, o que hace
abominación y mentira, como se nos previene en Apocalipsis 21:27.
d) La humildad y mansedumbre que el Cordero de Dios nos exhortó a
aprender y absorber de Él (Mateo 11:29) recordando que Dios “es excelso
y atiende al humilde, mas al altivo mira de lejos.” (Salmo 138:6)
e) La alabanza, viva y real, y la adoración en espíritu y en verdad.
(Colosenses 3:16b y Juan 4:23-24)
Lo que antecede, sin cubrirlo todo, nos da, no obstante, un panorama bastante
completo.
Ahora bien, cualquier lector podrá pensar que todo esto es una verdadera
utopía, y que rarísimamente se ha de encontrr una iglesia que funcione en forma
viva y fresca, desarrollando toda esa gama de ministraciones. Sin embargo, en
muchas partes las hay, aun cuando no abarquen absolutamente todo lo que hemos
puesto.
Pero vayamos por partes. Si miramos con atención en el libro de Los Hechos,
veremos que se nos presentan dos modelos que estimamos estarían más o menos a
la altura de lo que acabamos de delinear: la iglesia judía de Jerusalén, nacida el día
de Pentecostés, y de la cual se nos habla en detalle en los capítulos iniciales del
libro, y la gentil de Antioquía de Siria, nacida unos años más tarde.
Ambas tenían una rica abundancia de virtudes, contando también con
pluralidad y diversidad de ministerios.
De las demás, quizá la única que se les podría aproximar en estatura y calibre
sería la de los Efesios, aunque sin alcanzar a igualarlas.
Las restantes iglesias, tanto judías como gentiles, por lo que sabemos no
llegaban a esos niveles de amplitud y riqueza de recursos, y tenían una dependencia
sana y correcta de ministerios translocales que, o bien las habían fundado, o se
habían relacionado posteriormente con ellas para sobreedificar.
A esta altura, hacemos un importante paréntesis para señalar algo que ya
consignamos en parte en el capìtulo XI, página 128 de nuestro libro “Hora de Volver
a Dios”.
En efecto: volviendo al pasaje de Zacarías 4, encontramos que después de
haber visto el candelero de oro, el profeta preguntó:
“¿Que es esto, señor mío?”, siguiendo el texto con estas palabras:
“Y el ángel que hablaba conmigo respondió y me dijo: ¿No sabes qué es esto?
Y dije: No, señor mío.”
Entonces respondió y me habló diciendo: Ésta es palabra de Jehová a
Zorobabel, que dice: No con ejército, ni con fuerza, sino con mi Espíritu, ha dicho
Jehová de los ejércitos.” (4:4-6)
Esta última parte, que tantas veces se predica, se canta y se repite, no puede
sin embargo usarse en forma arbitraria y para cada situación que se presente. En el
texto citado tiene un antecedente muy claro y del cual dependía: el candelabro todo
de oro con sus siete lámparas y los dos olivos, uno a la derecha y el otro a la
izquierda del depósito que estaba encima.
Estos dos olivos que vertían de sí aceite como oro, eran los dos ungidos que
estaban delante del Señor de toda la tierra – a nuestro entender, Zorobabel y Josué,
el sumo sacerdote. (4:12-14)
Es decir, que para que ese actuar poderoso del Espíritu de Dios se pudiese
cristalizar, reduciendo el gran monte de oposición a llanura y llevando a buen fin la
reedificación del templo, hacía falta un requisito. Y el mismo no era otro que el
candelero todo de oro en la plenitud de su acepción y función para ese entonces.
En esto hay un paralelo muy importante con el Nuevo Testamento. En él, como
ya dijimos, tenemos dos iglesias modelos: la de Jerusalén y la de Antioquía de Siria.
Al funcionar en la plenitud representada por el candelero todo de oro, se creaba el
vehículo adecuado e ideal para que el poder del Espíritu Santo pudiese manifestarse
en forma inequívoca, y el evangelio se pudiese propagar por doquier con autoridad y
poder.
Tanto de Jerusalén como de Antioquía salían los enviados del Señor (aunque
más tarde de otros lugares también lo hacían) y ése era el orden claramente
establecido por Dios para que la manifestación de Su poder y gloria pudiese llevarse
a cabo.
Es verdad que a lo largo de la historia, tanto antes como después de la venida
de Cristo, ha habido muchas y grandes visitaciones de Dios. Algunas han sido en
tierra virgen, es decir donde todavía no se había establecido un testimonio del
evangelio, y para hablar con propiedad se las debería llamar despertamientos
espirituales.
Otras han venido como consecuencia de que las iglesias se encontraban en un
estado de gran decadencia y aun de muerte espiritual. De esta manera, al
cerrársele el paso en ellas a la vida y el poder del Espíritu, Éste ha irrumpido en
otras partes y en otros hombres y mujeres, seguramente mejor dispuestos para el
reino de Dios.
Es decir, que han resultado, bajo la soberanía de Dios, como respuestas a la
necesidad creada por la bancarrota espiritual en que estaban las iglesias, pero que
no responden al ideal que nos presenta el Nuevo Testamento. Este ideal, como ya
dijimos, es el de iglesias modelos como Jerusalén y Antioquía, que como
candelabros todo de oro, llenaban en el primer siglo el requisito idóneo para
posibilitar la acción poderosa del Espíritu Santo.
Naturalmente que no se nos pasa por alto que al Señor en ninguna manera se
lo puede encasillar, para que funcione de una forma única y determinada, ni nada
por el estilo.
No obstante, dado que a veces (#) se llega a tomar el avivamiento casi como
una obsesión que absorbe totalmente, y a menudo conduce a un enfoque futurista -
en vez de centrarse en la realidad del presente – consideramos oportuno formular
unas conclusiones y recomendaciones sobre todo esto.
La primera es que nuestra principal prioridad debe ser ceñirnos a obedecer las
muchas exhortaciones de las Sagradas Escrituras. Las mismas no van en la línea
de centrarnos y apasionarnos con el tema del avivamiento, debiendo notarse que
esta palabra – tan en boga en casi todas partes de la iglesia - no aparece ni una sola
vez en el Nuevo Testamento.
La tónica general, clarísima e indiscutible, es que vivamos en total
transparencia, buscando la plena voluntad de Dios para nuestra vida, tanto a nivel
personal, como en el ámbito de la iglesia en la cual Él nos ha ubicado.
La segunda es que, por nuestra conducta y aportación, contribuyamos todos a
que dentro de la iglesia misma surjan verdaderos candelabros todo de oro, que
faciliten al Espíritu Santo el requisito que ya hemos señalado para poder desplegar
todo Su poder, tal como sucedió en Jerusalén y Antioquía en los albores, y como ha
sucedido muchas veces desde entonces en el curso de los siglos.
En este sentido, debemos tener muy en cuenta que la malvada estrategia del
enemigo se centra fuertemente en atacar iglesias pujantes y florecientes, buscando
siempre mancharlas, introduciendo el pecado en sus filas, o bien enfriarlas en el
amor, o de lo contrario, intentando por todos los medios posibles provocar
desavenencias y divisiones.
Él sabe muy bien que si logra por lo menos uno de esos tres objetivos, el oro
del candelabro quedará ennegrecido, y el requisito idóneo para la manifestación del
poder y la gracia del Espíritu quedará frustrado y trunco.
En su trayectoria bastante extensa, el autor ha vivido y atravesado diferentes
etapas. En efecto, a poco de recibir una fuerte renovación del Espíritu Santo en su
vida, hace ya casi cuarenta y cinco años, por un tiempo, junto con su esposa y otros
hermanos allegados, centró su oración, casi exclusivamente, en el avivamiento,
como lo siguen haciendo algunos hoy día.
Sin embargo, después de un buen tiempo, comenzó a advertir que había algo
más bien ilusorio e irreal que lo desviaba de la realidad del presente.
En Su gran bondad, a esas alturas el Señor lo trasladó con su familia al
Noroeste de Inglaterra, y allí, codo a codo con preciosos hermanos y hermanas que
el Señor había llamado a la ciudad de Liverpool, y también a solas con Dios, tuvo
valiosas experiencias y aprendió importantes lecciones. Aun cuando tenía un buen
bagaje de conocimientos y experiencias anteriores, todo esto lo fue enriqueciendo y
ubicando en un nivel más maduro y sólido, permitiéndole además eliminar una
buena dosis de paja y retener el grano limpio y puro.
(#) Hemos subrayado en cursiva a veces, porque tenemos bien presente que hay
quienes, buscando con ahinco en oración el avivamiento, no dejan por eso de mantener su
enfoque debidamente ubicado en cuanto a su relación personal con el Señor y en la esfera de
su iglesia.
Al mismo tiempo, en esa obra que surgió entonces, a partir del año 1964, el
Señor levantó un testimonio que, sin abarcar todas las facetas que hemos
enumerado previamente, constituyó, no obstante, un verdadero candelabro de oro,
que irradió una luz muy pura y brillante en Liverpool. Más tarde la misma se
propagó a muchas otras partes, con ministerios que hoy día están sirviendo en
varios otros países.
Enviado desde ese lugar, partió junto con su esposa para España, donde con
algunos intervalos residieron por espacio de poco más de diez años, además de
otros cinco en la Argentina, y antes de eso siete en el Norte de Gales.
Actualmente se encuentra muy felizmente integrado en la congregación
denominada Earley Christian Fellowship, en Reading, cerca de Londres. La misma
tiene como lema “Una Casa de Oración para todas las Naciones”.
Si bien tampoco reúne todas las facetas que serían de desear, ha sido y es un
candelabro de oro, del cual han salido y siguen saliendo ministerios a otros países.
Asimismo, llegan y visitan al mismo otros ministerios, algunos de paso y otros para
integrarse y engrosar las filas.
Pertenecer a esta congregación, de la cual sale a menudo en sus viajes al
extranjero, con el apoyo espiritual y la oración de los hermanos, le resulta de
muchísima fortaleza y bendición. Al mismo tiempo, anhela y busca junto con ellos
un ensanchamiento en vertical y horizontal, para que la luz del candelabro brille con
más fuerza y fulgor.
Al hablar de iglesias bien dotadas y con pluralidad y variedad de dones y
ministerios, de ninguna manera tenemos en poco a consiervos nobles y esforzados
que trabajan, ya sea en lugares distantes, o en iglesias pequeñas y de pocos
recursos, y mayormente aisladas de las grandes ciudades.
De hecho, parte de nuestra labor a través de los años ha sido y sigue siendo
apoyar a algunas de ellas, reconociendo que las circunstancias y la providencia
divina han querido que sean así.
Tenemos también como antecedentes en el Nuevo Testamento, entre otras, la
iglesia de Hierápolis, la que estaba en casa de Ninfas (Colosenses 4:13 y 15), la que
se reunía en casa de Filemón (Filemón 2), y la de la casa de Aquila y Priscila en
Roma .(Romanos 16:3-5)
Pablo a todas ellas las reconocía como iglesias, y por cierto que nos las
despreciaba, ni las conceptuaba de baja categoría ni inferiores por su escaso
número de miembros, ministerios o recursos.
En conclusión: en esta dispensación actual el programa y vehículo para la
manifestación de la gloria y el poder de Dios es la iglesia – representada en nuestro
contexto por el candelabro todo de oro - y la cual, con sus millares y millares de
congregaciones o asambleas diseminadas por el mundo entero, constituye la
plenitud de Aquél que todo lo llena en todo. (Efesios 1:23)
Esta plenitud absoluta de la iglesia en el programa de Dios, lo abarca todo y,
funcionando debidamente, hace innecesario cualquier otro agregado o
complemento.
Nuestra visión y esfuerzos deben centrarse en ella, como así también – como
ya se ha dicho - en la obediencia a todas las exhortaciones que nos hacen las
Escrituras para nuestra vida a nivel personal. Y si hemos de buscar a Dios
expresamente para que derrame lo que suele llamarse un avivamiento, que lo
hagamos sin que de ninguna manera esto nos obsesione y absorba, al punto de
desatender la necesidad de vivir ahora, en el presente, en la realidad de la plena
voluntad de Dios. Y esto supone andar ordenadamente y servir con lo mejor de
nuestras fuerzas en nuestra iglesia, y en la parcela de labores que nos ha sido
asignada.
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“El que no escatimó ni a su propio Hijo, sino que lo entregó por todos nosotros,
¿cómo no nos dará también con él todas las cosas? (8:32)
En la persona de Su propio Hijo, eterno y unigénito, Dios nos ha dado sin lugar
a dudas lo más hermoso y preciado que Él tenía. Lo hizo en demostración acabada
y totalmente convincente de cuánto nos ama.
Eso era lo que Jesús quería decir cuando le afirmó a Nicodemo en Juan 3:16
“Porque de tal manera amó Dios al mundo, que ha dado a su Hijo Unigénito...”
Es decir, lo más querido y amado – lo más precioso y hermoso que tenía – eso
lo dio como prueba y prenda de Su amor indecible para con nosotros.
Y razonando con la lógica más sencilla y contundente, Pablo nos pregunta
cómo no nos dará entonces todas las cosas – todo lo demás.
Acaso habiendo dado a Su Hijo amado, ¿podrá retacearnos los medios
materiales que necesitamos para vivir digna y decorosamente delante de Él? ¿O
será que no está dispuesto a comunicarnos la gracia que necesitamos cada día para
hacer Su perfecta voluntad?
¿O podrá ser que se sienta remiso a protegernos de todo mal? ¿O no querrá
guiarnos día a día y alertarnos de cualquier peligro que se cierna sobre nosotros?
¿Considerará que al tratarnos con tanto amor y benevolencia por unos buenos
años, ya es suficiente o demasiado, y nos dejará librados a nuestras propias fuerzas
y posibilidades en la etapa final de nuestra vida?
Estas cosas que hemos enumerado, sólo son una pequeña parte de ese infinito
que abarca la frase “todas las cosas” con que Pablo lo engloba todo,
absolutamente todo – tanto para esta vida, como para la eternidad.
Caro y amado lector, que estás preocupado y afanoso por el mañana y lo que
te podrá faltar o acontecer, ya sea en lo económíco y material, como en cualquier
otro terreno de tu vida cotidiana - deja que esta pregunta que te hace el Señor a
través de la pluma de Pablo, sea la almohada suave y comodísima, hecha a medida
para ti. Entierra en ella tu cabeza y tu mente turbada. Diles un adiós final a la
ansiedad y el afán, y descansa y duerme como un lirón a la sombra de semejante
Dios, y del inmenso amor que tiene para contigo.
En resumidas cuentas, que en todo este pasaje hay muchísimo que masticar y
rumiar. Si lo haces de verdad y sin ninguna prisa, de seguro que podrás absorber
vitaminas potentes y altamente concentradas, como así también calcio, hierro,
fósforo y muchas otras sustancias que serán muy fortificantes para tu organismo
espiritual y aun para tu salud física.
Con oración y con el corazón plenamente abierto al Espíritu de Dios, repasa
detenidamente cada verdad que has leído. Aprópiala como parte de la herencia que
te pertenece como hijo y escogido de Dios, y vive de aquí en adelante en una nueva
dimensión de fe, seguridad y confianza. Amén.
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Somos muy conscientes de que esta pregunta, fue formulada por Pablo a
discípulos que sólo habían llegado a bautizarse en el bautismo de Juan para
arrepentimiento, sin haber alcanzado la conversión por la fe en el Señor Jesús.
Su respuesta – “Ni siquiera hemos oído si hay Espíritu Santo” – hace ver con
claridad lo totalmente incompleto del conocimiento y la experiencia que habían
tenido. Lo más probable es que hayan sido discípulos de Apolos, que estando en
Éfeso, había predicado con mucho fervor, pero sin conocer más que el bautismo de
Juan.
Como sabemos, Aquila y Priscila lo tomaron aparte y le impartieron la verdad
del evangelio en forma más acabada, y poco después partió para la región de
Acaya, y ministró entre los corintios en forma muy provechosa para ellos.
Volviendo ahora a la pregunta, notemos cómo Pablo, al llegar a Éfeso, en
forma inmediata por lo que se puede ver, les hizo esa pregunta, notando en seguida
la falta del Espíritu Santo en sus vidas.
En Los Hechos 8 leemos de la llegada del evangelio a Samaria por intermedio
de Felipe, el que había sido uno de los primeros siete diáconos y que luego pasó a
ser evangelista. Allí sin duda había habido una conversión evidente de muchos por
la fe en Jesucristo, seguida de sanidades, liberaciones de demonios, gran gozo en la
ciudad y el bautismo en agua.
Sin embargo, al llegar Pedro y Juan, comisionados por la iglesia madre de
Jerusalén, bien pronto también notaron que esos creyentes no habían recibido el
Espíritu Santo, y pasaron a imponerles las manos para que lo recibiesen.
“...los cuales, habiendo venido, oraron por ellos para que recibiesen el Espíritu
Santo; porque aún no había descendido sobre ninguno de ellos...” (Los Hechos 8:15-
16)
No queremos tomar esta experiencia de los creyentes en Samaria como
normativa. Más bien nos inclinamos por la postura de que en la enseñanza de las
epístolas, una vez asentado el polvo de la diversidad de experiencias que hallamos
en Los Hechos, se da por sentado que todo verdadero creyente, renacido por fe en
Jesucristo, tiene el Espíritu Santo.
No obstante, en el terreno práctico de la experiencia personal de cada uno,
hemos de admitir que en muchísimos casos, la evidencia de la presencia del Espíritu
Santo en sus vidas es muy limitada, y a veces virtualmente inexistente. Esto no sólo
por lo observado por otros, sino también por la propia confesión de ellos mismos.
Algunos hasta afirmarían que lo han creído porque así se les ha enseñado, pero que
en realidad, en el terreno del vivir cotidiano, muy poco o nada saben del Espíritu
Santo.
Como es un tema polémico, no queremos encararlo desde el punto de vista
doctrinal, sino desde el práctico de la experiencia diaria de un hijo de Dios.
Vista la exhortación que se nos hace en Efesios 5:18b “sed llenos del Espíritu”,
para quien tenga reparos en la pregunta de Pablo en Los Hechos 19:2 por
considerar que como creyente renacido e hijo de Dios, ya tiene el Espíritu Santo,
podemos plantear estas dos preguntas:
¿Cuándo, por primera vez, fue Ud. conscientemente lleno del Espíritu Santo?
¿Está Ud. renovándose en esa plenitud o llenura desde entonces?
Y sin lugar a dudas, aquí es donde muchos han de responder con toda
franqueza, que ni lo uno ni lo otro - lo cual de por sí debería inducirlos a buscar con
diligencia esa plenitud.
¿Cómo hacerlo?
Desde luego que con oración y con la lectura y el estudio consecuente de la
palabra, sobre todo en los pasajes del Nuevo Testamento que aportan sobre el
tema. Consignamos aquí algunas consideraciones y comentarios que pueden ser de
ayuda y orientación en ese sentido.
Creemos que donde muchos han errado en esto es en el aspecto de encasillar
las cosas en un orden rígido y determinado, generalmente basándose en la
experiencia que ellos han tenido, y para la cual encuentran uno o más versículos
que la respaldan.
Tanto los casos concretos que se nos dan en el libro de Los Hechos, como la
historia posterior de muchos siervos de Dios, nos brindan una gran variedad de
formas en que el Espíritu Santo ha venido a sus vidas y operado en y a través de
ellos.
Esto se debe por lo menos a dos razónes clarísimas:
1) El Señor conoce con exactitud la idionsincrasia y la necesidad de cada uno
de Sus hijos, y de acuerdo con las mismas, dispone la forma precisa en
que el Espíritu ha de venir a sus vidas y operar en ellas.
2) Él también sabe el propósito que tiene para con cada uno de ellos, por lo
cual también se encarga, no sólo de darles los dones y la gracia necesaria
para ese propósito, sino también de operar en ellos, forjando en sus vidas
y caracteres el vaso idóneo, adecuado e indicado, para ese fin.
Nos parece harto evidente que estas dos razones bastan y sobran para excluir
y desterrar el concepto, tan estrecho, de un determinado tipo de experiencia como la
receta universal para todos.
Miremos brevemente los distintos nombres dados, dentro de la inspiración
divina de las Escrituras, para definir el venir del Espíritu Santo a las vidas de los
apóstoles, discípulos y convertidos de la iglesia primitiva.
a) Bautizados con el Espíritu Santo. (Los Hechos 1:5; ver también Mateo
3:11; Marcos 1:8; Lucas 3:16; Juan 1:33 y Los Hechos 11:16)
b) Llenos del Espíritu Santo – la descripción de la experiencia inicial de San
Pablo (Los Hechos 9:17; ver también Los Hechos 4:8 y 31;11:24 y 13:9)
c) “Recibiréis el don del Espíritu Santo” (Los Hechos 2:38, ver también 5:32;
11:17 y 15:8)
ch) “El Espíritu Santo cayó sobre todos los que oían...” (Los Hechos 10:44)
d) “El Espíritu Santo...aún no había descendido sobre ninguno de ellos” (Los
Hechos 8:16)
e) El don del Espíritu Santo derramado sobre ellos. (Los Hechos 10:45; ver
también 2:17 y 18)
Vista esta gran variedad, nos parece my razonable formular la siguiente
conclusión práctica: mucho más que el nombre o rótulo, interesa la experiencia en sí
y que sea real y auténtica, y con repercusiones y frutos verdaderos y duraderos.Y si
uno ha de ponerle nombre a su experiencia particular, que sepa elegir después, de
la lista de seis que hemos consignado, el que mejor refleje lo que ha experimentado.
Es importante que quien busque la plenitud del Espíritu, lo haga con la firme
convicción de que es una experiencia claramente avalada por las Escrituras, y que,
por lo tanto, es la voluntad de Dios para su vida. Estimamos que las muchas citas
consignadas más arriba, le deben disipar cualquier duda que pudiera tener al
respecto, y predisponerlo a darse a esa búsqueda con confianza y buen ánimo.
A la base que ya hemos citado, de la oración y el estudio consciente de lo que
las Escrituras tienen que decir sobre el tema, debemos agregar la fe.
“Esto solo quiero saber de vosotros: ¿Recibisteis el Espíritu por las obras de la
ley, o por el oir con fe?” (Gálatas 3:2)
Ningún mérito que hayamos podido alcanzar nos vale para esto, sino el creer y
saber que es una promesa de Dios que Él está comprometido a cumplir para con
cada uno de Sus hijos.
Reforzamos esto con una afirmación y pregunta de Jesús, que elimina toda
duda y fortalece nuestra fe sobremanera:
“Pues si vosotros, siendo malos, sabéis dar buenas dádivas a vuestros hijos,
¿cuánto más vuestro Padre celestial dará el Espíritu Santo a los que se lo pidan?”
(Lucas 11:13)
No debemos detenernos ante estas dos preguntas, pensando que no se
aplican a quien busca la plenitud del Espíritu, por hablarse en ellas de recibir el
Espíritu, y pensar que como creyente convertido ya se tiene el Espíritu.
Razonamientos de esta índole sólo pueden hacer tropezar y confundir a quien
está buscando la plenitud.
El autor recuerda cómo enfrentó la situación hace muchos años, cuando
buscaba esa plenitud. Por una parte se sabía un hijo de Dios, renacido y que tenía
el Espíritu. No obstante, sabía con toda certeza que tenía una necesidad de algo
más profundo y eficaz en su vida, y que esa necesidad se vinculaba directamente
con la persona del Espíritu Santo.
Por lo tanto, se despojó de todo prejuicio o reparo en cuanto al nombre de la
experiencia que necesitaba. Sabiendo que estaba apoyado en algo bíblico y acorde
con la voluntad de Dios, se dio a ello con ahinco y lo pudo recibir a su debido tiempo.
Mirando las cosas retrospectivamente, esa experiencia ahora la definiría como
un nuevo derramamiento del Espíritu Santo en su corazón, que revolucionó su vida y
marcó un jalón importantísimo del cual nunca se ha vuelto atrás.
Por otra parte, justo es agregar que a través de los años, ha tenido que seguir
renovándose en el Espíritu vez tras vez. En otras palabras, que ese derramamiento
le ha resultado algo que ha necesitado repetirse o renovarse, lo cual siempre ha
podido alcanzar al buscar al Señor para ello con diligencia y propósito.
No cuenta el autor más detalles ni pormenores de su experiencia en aquella
oportunidad, y en ocasiones posteriores en que ha debido renovarse en ese
derramamiento, en parte por no extenderse demasiado, pero también porque no
desea fijar lo que le aconteció a él, como una pauta que tal vez otros quisieran imitar
o buscar para sí.
Si comparamos las experiencias de los siervos de Dios a través de los siglos,
nos encontramos con una gran variedad, aun cuando en lo fundamental siempre
haya un denominador común.
Como ya hemos dicho, Pentecostés al principio, Samaria en el capítulo 8 de
Los Hechos, Saulo de Tarso en el camino a Damasco en el noveno, la casa de
Cornelio enel décimo, y Éfeso en el décimo noveno, con lo principal y básico en
común, no obstante, en el orden y la forma o la manera, todos muestran grandes
diferencias. Y lo mismo sucede si comparamos los siervos que han surgido con
posterioridad al primer siglo y hasta el día de hoy.
Por lo tanto, y en conclusión, exhortamos a todo lector insatisfecho en cuanto a
su relación con el Señor, y consciente de la falta de una presencia y evidencia más
concreta de la virtud del Espíritu Santo en su vida, a que busque la plenitud del
Espíritu como algo que por derecho y herencia le corresponde, por ser hijo de Dios y
heredero de la promesa.
Y en esa búsqueda, los tres ingredientes principales que habrá de emplear
serán los ya señalados, a saber, la oración, la palabra, con las muchas promesas
que encierra, y la fe para apropiar y recibirlas.
2)¿No sabéis que sois templo de Dios, y que el Espíritu de Dios mora en
vosotros? (1ª. Corintios 3:16)
Este versículo, entre muchos otros, da apoyo a lo que manifestamos
anteriormente, de que las epístolas – asentado el polvo de la gran diversidad de
experiencias que tenemos en Los Hechos – en general dan por sentado que el
Espíritu Santo mora en el creyente verdaderamente convertido y renacido.
El relato de Los Hechos nos dice escuetamente que “muchos de los corintios,
oyendo, creían y eran bautizados.” (18:8b) Por el capítulo 14 de la primera epístola
dirigida a ellos, entendemos que algunos de ellos tenían el don de lenguas, si bien
es verdad que eran muy inmaduros en cuanto a su uso, y Pablo tuvo que corregir
sus errores y abusos.
Toda la tónica de la epístola nos hace ver lo mucho que dejaban que desear en
cuanto a desarrollo y maduración, al punto que Pablo mismo los califica de niños –
más precisamente, criaturas en la tierna infancia en el original griego. (3:1)
Esa inmadurez y falta de crecimiento se reflejaba en muchos aspectos
prácticos, tales como divisiones, celos, contiendas, inmoralidad por parte de algunos,
pleitos de hermanos contra hermanos delante de los incrédulos, etc.
A pesar de que Pablo les había dedicado un buen tiempo para criarlos y
educarlos en el camino a seguir, por lo que sabemos constituían una de las iglesias
más carnales y conflictivas del Nuevo Testamento.
Sin embargo, con la pregunta en que ahora estamos, Pablo les hace recordar
que eran templos de Dios y que el Espíritu de Dios moraba en ellos.
Su andar tan inconsciente y carnal los había insensibilizado espiritualmente,
hasta tal punto que parecían ignorar algo tan fundamental e importante: la morada
del Espíritu Santo en sus corazones.
Sin embargo, creemos no equivocarnos en afirmar que muchos creyentes, sin
necesariamente llegar a los extremos de desorden y carnalidad de los corintios, o
bien ignoran la misma verdad, o si la conocen en teoría, porque así se les ha
enseñado, con su conducta reflejan ignorarla o desconsiderarla casi por completo.
El hecho de que el mismísimo Espíritu Santo de Dios mora en nosotros es tan
tremendo, que debería ser más que suficiente para estimularnos a que nos
conduzcamos con un sano y saludable temor y temblor en toda nuestra manera de
vivir.
Cuando esto no sucede, es señal segura de una gran irresponsabilidad e
insensibilidad espiritual. Quien se encuentre en esa triste condición, debería buscar
al Señor con toda urgencia, pidiendo le dé un corazón tierno y sensible para tomar
conciencia de la morada del Espíritu. Así, podrá comenzar a cambiar y adecuar su
vida y conducta de tal forma, que honre y obedezca a ese maravilloso Huésped
Celestial, al cual se le ha dado el altísimo privilegio de hospedar.
Quien ha sido lleno del Espíritu y sabe lo que es andar en el Espíritu, pronto
empieza a conocerlo como persona – persona que tiene y abriga sentimientos, y que
los transmite al corazón del varón o la mujer en quien mora. Y todo esto lo hace para
encauzarlo por buen camino, advertirlo de peligros, animarlo a lo que está en la
voluntad de Dios, testimoniarle Su aprobación o desaprobación, según el caso, etc.
Veamos algunos de estos aspectos a través del prisma de las Escrituras, con la
mira de que se cristalicen en nuestro andar cotidiano.
“Porque el ocuparse de la carne es muerte, pero el ocuparse del Espíritu es
vida y paz.” (Romanos 8:6)
Cuando nos enfocamos en las cosas espirituales y aquello que es
verdaderamente de Dios y edificante, el Espíritu Santo nos infunde vida y paz, es
decir, un sentir vivificante que entona nuestro hombre interior y le da serena calma y
confianza.
Por el contrario, cuando uno se centra en lo carnal y material, Él retacea y aun
retira ese testimonio, y en cambio y de distintas formas, permite que sintamos sus
efectos negativos, que acarrean letargo, y a la postre, muerte espiritual.
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“¿No sabéis que los injustos no heredarán el reino de Dios? (1ª. Corintios
6:9ª)
Esta es una pregunta que nos habla a un nivel elemental, pero que está muy
en sazón en estos días en que, en nombre del progreso y de la evolución de la
sociedad y la civilizacion, se da todo o casi todo por bueno, echándose por la borda
los antiguos pero firmes, sabios y limpios valores que siempre han regido las vidas
de toda persona de bien.
A continuación de la pregunta, Pablo continúa escribiendo:
“No erréis; ni los fornicarios, ni los idólatras, ni los adúlteros, ni los afeminados,
ni los que se echan con varones, ni los ladrones, ni los avaros, ni los borrachos, ni
los maldicientes, ni los estafadores, heredarán el reino de Dios.” (1a. Corintios 6:9-
10)
La lista es bastante extensa, y sin duda se podrían agregar más. De hecho, en
Gálatas 5:19-21 el mismo Pablo nos da un listado todavía mayor, con la misma
conclusión que los que practican tales cosas no heredarán el reino de Dios.
Como siervos de Dios, y contra el aluvión que habla y da gritos a voz en cuello
en sentido contrario, no podemos ni debemos en ninguna manera claudicar y hablar
y pronunciarnos como lo hace el mundo. El siervo de Dios no puede sino coincidir
en su hablar con lo que Dios dice tan clara y expresamente en Su palabra.
Ésta no es una postura inmisericordiosa. En el versículo siguiente leemos:
“Y esto erais algunos; mas ya habéis sido lavados, ya habéis sido santificados,
ya habéis sido justificados en el nombre del Señor Jesús, y por el Espíritu de nuestro
Dios.” (1ª. Corintios 6:11)
Aquí tenemos el perfecto encuentro de la justicia con la misericordia. La
primera denuncia esas cosas como indignas, sucias y abominables delante del tres
veces santo Creador y Dios Supremo. Pero la segunda, al precio del sacrificio más
noble y puro del Crucificado en el Calvario, ha provisto un medio por el cual todo ser
humano que lo quiera de verdad, puede ser lavado, transformado y dignificado, de
tal manera que sea apto para participar de la herencia celestial.
Éste pues es el planteo que nos presenta la palabra de Dios: o nos acogemos
a ese medio que con tanto amor se nos ofrece, para así limpiar y dignificar nuestras
vidas y poder heredar el reino de Dios, o lo despreciamos y rechazamos,
continuando en el pecado y en el mal, con la horrible consecuencia de quedar
excluidos de ese bendito reino para siempre.
Esta última alternativa es como para hacerlo estremecer a uno de horror y
pavor. Oramos que todo lector que todavía no lo ha hecho, elija con toda urgencia y
determinación la otra opción tan hermosa y gloriosa, que gratuitamente le ofrece
salvación, perdón y vida eterna.
Querido hermano lector: ¿sigues con esa profunda satisfacción y dicha de que
disfrutabas en un principio?
De ser así, o mejor todavía, que las mismas sean aun mayores, nos
regocijamos de que así sea, y te exhortamos a que, con mucha humildad, pero
también con la mayor firmeza y resolución, sigas guardándote en el lugar de la plena
y más alta voluntad de Dios para ti.
Pero si desafortunadamente no fuese así, te animamos con los acentos más
tiernos, y desde luego para tu propio bien, a que busques al Señor con todo tu
corazón. Y no cejes hasta haber retomado la senda del amor, la luz, la verdad y la
íntima satisfacción de contar con una relación y comunión límpida y fluida con el
mismo Señor y con todos tus hermanos.
Para ello, la segunda pregunta que hemos incorporado bajo este subtítulo te
puede servir como uno de los primeros pasos a dar:
“Tú corríais bien; ¿quién ( o qué) te estorbó para no obedecer a la verdad?”
Teniéndola delante de ti, y con un espíritu dócil y anhelante por salir del atasco
en que te encuentras, considera el consejo que Jesús le dio a los efesios y aplícalo a
ti mismo.
“Recuerda, por tanto, de dónde has caído, y arrepiéntete, y haz las primeras
obras.”
Ten especial cuidado de no caer en la trampa de recordar y considerar los
fallos y errores de otros que te pueden haber perjudicado. Esto sólo puede llevar a
que tu arrepentimiento se diluya, y caigas en la tentación de justificarte a ti mismo.
No es eso lo que necesitas, sino llegar a ese punto en que, sin cortapisas de
ninguna clase, profundamente quebrantado y humillado, te entregas y sometes por
completo a la misericordia de Dios, así como el hijo pródigo y tantos otros lo hemos
tenido que hacer.
Sé bien que para que esto sea efectivo y fructifique, necesitarás mucho la
gracia del Espíritu Santo. Por eso, permite que concluya el capítulo con una oración
especial a favor tuyo.
Amado Padre Celestial, te pido con todo amor a favor de cada lector que,
habiendo comenzado bien en el camino de la fe, se ha encontrado con dificultades y
dado pasos en falso, que lo han llevado a apartarse de Ti, o a perder el gozo y el
amor que un día llenaron su corazón.
Entre Tus muchas promesas, está la de que no quebrarás la caña cascada, ni
apagarás el pábilo que humeare. Con el soplo suave de Tu Espíritu, reenciende
ahora la llama, llenando su pecho de un deseo ardiente de reencontrarse contigo de
verdad.
Concédele la gracia de un arrepentimiento real, de tal forma que pueda
acercarse a Ti con ese corazón contrito y humillado, que Tú aseguras que no
despreciarás.
Y como al hijo pródigo, por amor de Jesucristo, recíbelo, echándote a su cuello
y dándole el beso de Tu perdón, Tu misericordia y Tu plena restauración. Amén.
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Pero esto es harina de otro costal. Todavía volvemos al relato, y vemos que
uno de los dos discípulos se llamaba Andrés y tenía un hermano de nombre Simón
Pedro.
Sin que haya ningún indicio de mucho tiempo transcurrido – muy posiblemente
al promediar el día siguiente – este Andrés ya salió y se puso en campaña para
ganar a otros para el Cristo que acababa de venir a conocer. El primero que
encontró fue su propio hermano, y le compartió que habían encontrado al Mesías –
el Cristo tan largamente prometido y esperado – y sin más lo trajo a Jesús para que
él también lo conociera.
Ahora bien, uno de los sistemas de discipulado muy en boga hoy día, tiene
como lema estas cuatro palabras: ganar – consolidar - discipular – enviar.
Leyendo el relato que nos ocupa, podemos reconocer en él el primer paso:
ganados por el testimonio de Juan el Bautista; el segundo se desprende claramente
de su seguirlo y morar con Él esa misma noche, pero de allí parece que se pasa
directamente al cuarto de ser enviado, salteando el tercero de ser discipulado.
Y sin embargo, pensando un poco, podemos deducir con toda claridad y sin
nada rebuscado, que ese tercer paso también fue dado – o sea que Jesús no lo dejó
ir a Andrés a medio hacer y a medio cocinar. (#)
En esto damos rienda suelta a nuestra imaginación, pero lo hacemos de una
forma que estimamos que razonablemente no se la puede objetar.
Veamos, pues. La hora era avanzada, pero faltaba un buen rato – unas dos
horas – para que se hiciese de noche.
Muy posiblemente lo primero fue que los tres comiesen algún bocado,
llámeselo merienda, cena o lo que se prefiera. Después de eso, ¿podemos concebir
que el Señor les dijese: “Bueno muchachos – el día ha sido largo, estáis cansados –
mejor que os vayáis a dormir?”
De ninguna manera. Él no iba a desperdiciar una oportunidad como ésa de
darle el pan celestial a dos varones hambrientos y anhelantes como esos dos.
Seguramente que se quedaron sentados en una sobremesa muy prolongada, y
en la cual, quien más habló fue Jesús. Mientras los dos escuchaban con toda
atención, quedaban absortos al oir cosas que nunca habían oído ni conocido, y que
les llegaban con tanta claridad y sencillez, pero al mismo tiempo con tanto peso y
sustancia.
Al acercarse la medianoche, uno de ellos comienza involuntariamente a
bostezar, no de aburrimiento desde luego, sino de mero cansancio y sueño. Lleno
de comprensión, el Maestro los encomienda al cuidado del Padre celestial con una
breve oración, tras lo cual los invita a echarse a dormir.
(#) Aquí se sobreentiende que nos referimos a esa etapa primaria. Desde luego que
tanto Andrés como los demás, todavía tenían mucho que aprender y en que ser discipulados
más a fondo.
Aunque sus mentes y corazones estaban tan llenos de lo que habían estado
oyendo, bien pronto caen sumidos en un sueño plácido y reparador.
A la mañana siguiente, poco después de haber salido el sol, uno de ellos se
despierta, y al rato el otro también. Miran y ven que Jesús no está allí y se
preguntan:
“¿Dónde estará el Maestro? ¿Se habrá marchado ya a otra aldea o población?”
agregando en seguida: “Ojalá que no.”
Después de un largo rato, y para su gran satisfacción y beneplácito, Jesús
irrumpe por la puerta, irradiando luz y paz.
_“¡Qué alegría volver a verte! Nos temíamos que tal vez te habrías marchado a
otro lugar. ¿Acostumbras a darte un largo paseo a primera hora por la mañana?”
_“No, en realidad no es eso,” les contesta Jesús. “Mi costumbre es otra: busco
un lugar de quietud donde pueda estar a solas para hablar con mi Padre que está en
los cielos. Me encanta estar cerca de Él y empaparme de Su luz y presencia. Al
mismo tiempo, me sirve para saber qué es lo que Él quiere que haga y diga durante
el nuevo día que comienza.”
_“¿Se puede saber cuál es la primer cosa que sabes que debes hacer hoy?” le
preguntan.
_ “Pues lo primero que el Padre quiere que haga hoy, es deciros y explicaros
bien a vosotros dos como es Él – mi Padre Celestial.”
_ “Por lo que sabemos y nos enseñó Moisés, es muy severo, ¿verdad?”
_ “Severísimo”, les contesta Jesús, y mientras ellos reflejan en sus rostros un
cierto temor, no exento de reverencia, continúa diciéndoles:
_ “Sí, severísimo, pero al mismo tiempo, con un corazón muy tierno y lleno de
amor.”
_ “Explícanos, pues no entendemos cómo puede ser al mismo tiempo esas dos
cosas tan opuestas.”
_”Pues, escuchadme bien – es así, severísimo, porque si vais a ser mis
seguidores de verdad, Él tendrá Su mirada puesta en vosotros siempre. Y podéis
estar seguros que no pasará por alto ninguna cosa mala que hagáis o digáis. Muy
por el contrario, os hará sentir Su desagrado, y si no os dais por enterados, os dará
un fuerte tirón de orejas, y si todavía persistís, os habrá de dar una buena paliza,
que os dolerá mucho, pero que acabará por escarmentaros y haceros aprender bien
cuál es el verdadero camino.”
_ “Lo que te dijimos en un principio – muy severo.”
_”Sí, pero tenéis que comprender qué es lo que lo mueve a ser así.”
_”¿A ser tan exigente, que cuando hacemos el mal nos castiga en seguida?”
_”Bueno, antes que castigaros en seguida, siempre buscará persuadiros – a las
buenas. Pero si no respondéis, entonces sí pasará al castigo.”
_”Nos parece tan extraño que un Dios tan grande como Él, con tantas y tantas
otras cosas que deben demandar Su atención, pueda estar tan pendiente de
nosotros, de lo que hacemos, bueno o malo, siendo como somos tan pequeños y tan
insignificantes.”
_”Creedme, para Él nada de eso es imposible y ni siquiera difícil. Es verdad
que hay muchísimas cosas, tanto en este mundo en que estamos, como en todo el
resto del universo, que necesitan y exigen Su atención y cuidado en todo momento.
Pero Él atiende a todas ellas simultáneamente con comodidad y sin esfuerzo, y al
mismo tiempo puede fijar Su atención en cada uno de vosotros, sin que le cause ni
agotamiento ni el menor cansancio. Así es de grande, de sabio, de omnipotente y
de incansable.”
“Pero lo que más tenéis que comprender es que Su estar tan pendiente y tan
preocupado por vosotros, se debe a una sola razón: que os ama de verdad, con un
amor más grande y más sabio de lo que jamás os podréis imaginar.”
“Él sabe bien que si os consintiera el hacer el mal, sería para vuestra
perversión y ruina – para la perdición de vuestras almas. Por eso se preocupa y se
preocupará siempre porque viváis en amor y bondad – en rectitud y total limpieza. Y
además, os ayudará con Su Espíritu para que así sea, pues sabe muy bien que de
esa forma, y de ninguna otra, habréis de alcanzar una hombría digna, satisfecha y
dichosa, que os convertirá en verdaderos discípulos míos.”
“¿Habéis entendido?”
_“Sí, Maestro, está clarísimo, y haremos cuanto esté a nuestro alcance para
agradar al Padre y a Ti siempre y en todas las cosas.”
A esta altura, Jesús advierte que por ahora les ha dado cuanto pueden
absorber y digerir. Por lo tanto, los deja por el momento y pasa a ocuparse del
siguiente cometido que el Padre le ha asignado para la jornada.,
Mientras tanto, los dos discípulos guardan un prolongado silencio, en el cual
reflexionan, profundamente impresionados por todo lo que han oído.
Poco más tarde, Andrés empieza a pensar:
“Esto es tan maravilloso. Nunca he oído a hombre alguno hablar así. Siento
que no puedo callar y guardármelo para mí. Tengo que salir y decírselo a otros,
para que ellos también vengan a Él.”
Y así, no sólo ganado y consolidado, sino también discipulado (aunque desde
luego, como ya apuntamos antes, sólo en lo que llamaríamos primera fase) Andrés
es enviado por esa fuerza o gravitación espontánea del amor que le ha comunicado
Jesús con Su hablar sin igual
El primero que encuentra es nada menos que su propio hermano Simón, y le
habla de la manera más concisa y significativa, diciéndole que él y su compañero
han hallado al Mesías – al Cristo prometido y tan aguardado.
Y lo trae a Jesús, y así y allí se pone en marcha el auténtico y precioso
discipulado cristiano, vivo y reproductivo. Algo que eslabón tras eslabón, con el
correr de los años y los siglos, se habría de incrementar más y más, para seguir
hasta formar y completar, al final de los tiempos, una legión multitudinaria de toda
raza, lengua y nación – la de los verdaderos y benditos discípulos del gran Maestro
de los maestros.
La continuación del relato da para mucho más, pero debemos detenernos aquí.
No se nos escapa que para muchos, lo que acabamos de escribir no refleja con
exactitud lo que en realidad deben haber sido, tanto el trato como la enseñanza de
Jesús, a esos dos discípulos en aquella ocasión.
Estimamos que no sólo es posible sino también muy probable qe tengan razón,
pero solamente en cuanto a la forma. En cambio, creemos que el fondo de lo que
hemos puesto, concuerda y armoniza totalmente con las dos grandes columnas de
la prédica y el ejemplo de Jesús.
Sin lugar a dudas estas dos columnas fueron y siguen siendo la misericordia, la
gracia y el amor por una parte, y por la otra, la verdad de que la primera exige e
impone la segunda, en términos de una entrega total de nuestras vidas al que tanto
nos ha amado, con el abandono total de todo lo sucio, malvado, egoísta o torcido en
toda nuestra vivencia cotidiana.
Estas dos columnas el mismo apóstol Juan las define con concisa claridad al
decir “(...y vimos su gloria, gloria del unigénito del Padre) lleno de gracia y de
verdad.” (Juan 1:14)
En síntesis, que el estilo y el lenguaje utilizado por Jesús casi seguro que
fueron distintos, pero la esencia de lo que les inculcó – en aquella ocasión y en
todas las demás – está cabalmente reflejada.
Ya vemos a cuantas derivaciones nos han llevado estas dos palabritas de la
pregunta de Jesús: “¿Qué buscáis?
Y aquí va una bendita reflexión final para redondear el capítulo: cuando lo
buscamos de veras, no importa lo poco o lo mucho que podamos comprender y
esperar, a la postre hemos de encontrar y recibir muchísimo más de lo que
comprendíamos y esperábamos.
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En realidad, todo esto concuerda también con otras máximas y dichos, no sólo
de la Biblia, sino del hablar corriente. Citamos cuatro de ellos:
“No puede el buen árbol dar malos frutos, ni el árbol malo dar frutos buenos.”
(Mateo 7:18)
“Lo que es nacido de la carne, carne es; y lo que es nacido del Espíritu, espíritu
es.” (Juan 3:6)
“...todo lo que el hombre sembrare, eso también segará.” (Gálatas 6:7)
De tal palo, tal astilla.
Con todo, hemos de decir que la cita de Génesis 1 que hemos tomado, a los
fines de todo lo que hemos estado explicando, es la que define las cosas de forma
más precisa y acentuada.
A veces pensamos que en el más allá, muchos predicadores tal vez se las
tengan que entender con Pedro, por las numerosas alusiones a los fallos que tuvo,
mayormente en la primera parte de su trayectoria, antes de Pentecostés.
Algunas de ellas han sido en algo injustas, o faltas de la debida comprensión y
misericordia de que deberían haber sido acompañadas, máxime si se considera que
en su lugar, cualquiera de nosotros fácilmente podría haber obrado igual o peor que
el amado primer apóstol.
El caso en el cual surgió esta pregunta de Jesús, es un ejemplo puntual de lo
que acabamos de decir. Tantas veces, hemos oído referencias planteadas de forma
ligera sobre cómo Pedro sacó la mirada de Jesús, para fijarla en las olas y el viento
del mar embravecido – y así comenzó a hundirse, con la consabida moraleja de que
nunca debemos hacer lo que él hizo, es decir, dejar de mantener los ojos fijos en el
Señor.
Verdad es que el mismo Señor, por medio de la pregunta que nos ocupa, lo
reprendió a Pedro por haber dudado. Pero como mortales que somos, pongámonos
en su lugar: una pequeña barquilla con once compañeros a bordo. Una tormenta
feroz, con el viento que rugía y las olas gigantescas que venían una tras otra. Y su
pequeña personita con los pies en el agua, en algo que jamás había conocido ni
experimentado en su vida.
No sé tú, mi querido lector, pero yo en su lugar ni me hubiera atrevido a pedirle
al Señor, como lo hizo él, que mandase que fuese a Él andando sobre las aguas.
Habría hecho igual que los otro once discípulos, quedándome sentadito en la barca,
como espectador, muy interesado por cierto, pero no dispuesto para nada a
convertirme en actor de esa escena.
El hecho de que Pedro hizo lo que ninguno de los otros fue capaz de hacer,
arriesgándose de esa forma, lo muestra como un hombre singular, no uno del
montón que sigue el ritmo de los demás y no quiere arriesgarse.
De esas palabras de él “Señor, si eres tú, manda que yo vaya a ti sobre las
aguas” (Mateo 14:28), se desprende el brotar de su corazón, como si dijese: “Quiero
estar contigo, a tu lado; hacer lo que haces Tú y ser como Tú eres.”
Y no dudamos en afirmar que para el Señor eso que había en su corazón era
oro de gran valor, aunque todavía estaba rodeado de una buena dosis de escoria.
Por algo el Maestro, con Su visión sabia y certera, y después de una noche entera
de oración y comunión con el Padre, lo eligió como Su primer apóstol. (Lucas 6:12-
16)
Pero a pesar de esta defensa que hemos hecho de Pedro, tenemos que volver
a la verdad objetiva de que con Su pregunta, Jesús le reprochó el haber dudado,
aun en circunstancias tan extremas.
La hipocresía de los escribas y fariseos, y la incredulidad, son las dos cosas
que Jesús fustigó con mayor fuerza. Esta última, aun considerando y sabiendo que
era antes de la venida del Espíritu Santo el día de Pentecostés, lo que nos tiene que
dar mucho que pensar.
¿Qué pensará de nosotros cuando, en situaciones menos difíciles y teniendo
ya el Espíritu Santo, igualmente caemos en la duda?
Esta ocasión no fue la única en que Jesús reprochó a los discípulos por su
incredulidad; por cierto que lo hizo en varias más oportunidades.
Por otra parte, en algunas pocas ocasiones Él expresó Su profunda aprobación
por la fe viva y real que encontró. Las dos que sobresalen son la del centurión cuyo
siervo estaba enfermo, y la de la mujer cananea, cuya hija estaba atormentada por
un demonio.
De ésta dijo: “Oh mujer, grande es tu fe; hágase contigo como quieres.” (Mateo
15:28)
Y del centurión, Lucas nos dice que Jesús se maravilló de él, y dándose vuelta
les dijo a los que le seguían que en todo Israel no había hallado tan grande fe.
(Lucas 7:9)
Nuestro ánimo o temperamento indagador, nos ha movido a preguntarnos por
qué el Señor eligió a doce hombres, a los cuales bastantes veces los tuvo que
reprender por su falta de fe, y no incluyó entre ellos a estos dos – el centurión y la
mujer cananea.
Bien es cierto que la fe de estos dos últimos brotó de la necesidad muy
apremiante de un ser querido, lo que de por sí con frecuencia hace brotar la fe de lo
más hondo del corazón.
También es verdad que los dos eran gentiles, y los discípulos, a esa altura en
que la salvación todavía venía sólo de los judíos (Juan 4:22), tenían que ser de
Israel. Ahí debe estar la respuesta a nuestra pregunta.
Otra observación, si no contradictoria, por lo menos paradojal, es la que se nos
presenta en cuanto a la mujer cananea. Desde hace décadas, se está oyendo
afirmar con cierta insisten, que para que nuestra fe tenga fudamento firme, se la
debe apoyar en un rema, o palabra expresa del Señor sobre lo que buscamos o
esperamos de Él.
No cuestionamos esto, antes bien, como norma general lo aprobamos
totalmente. Constituye además un freno muy saludable para evitar que el fanatismo
o un entusiasmo carnal propio de la inmadurez, lleve a algunos a lanzarse a
aventuras descabelladas, apoyándose arbitrariamente en cualquier promesa de las
Escrituras, lo que a menudo puede terminar en el fracaso y desacreditar la
verdadera fe.
No obstante, en el caso de esa bendita mujer su fe triunfó y logró lo que
buscaba, ¡aun contra el silencio total del Señor primero (Mateo 15:23) y dos remas
negativos de Él después! (15:24 y 26)
¡Como para tirar por tierra todos nuestros esquemas, y poner muy de relieve
que nunca podemos ni debemos limitar el alcance de la fe!
“...porque for fe andamos, no por vista” (2ª. Corintios 5:7) nos hace entender
que la fe no se apoya en los sentidos naturales (vista, oído, sentimientos,
apariencias, etc.)
En cambio “...la fe es por el oir, y el oir, por la palabra de Dios.” (Romanos
10:17) lo cual deja bien sentado que el apoyo y sostén de nuestra fe debe ser la
palabra de Dios.
Habiendo hecho la defensa de Pedro anteriormente, ahora pasamos a
examinar el caso a la luz de estos dos postulados, que en realidad son cardinales en
cuanto a la fe.
Pedro tenía una palabra expresa de Jesús: Ven. Esa palabra era en realidad un
puente invisible, pero muy real y firme, apoyado en el cual podía ir hasta Jesús sin
hundirse. Mientras se apoyó en él, pudo andar sobre las aguas sin problema, pero
cuando dejó de hacerlo para fijar su vista en las olas del mar embravecido, de hecho
dejó de pisar en el puente que Jesús le había tendido y comenzó a hundirse.
Todo esto es muy conocido y resabido, pero volvemos a decir que en el lugar
de Pedro, cualquiera de nosotros muy bien podría haber corrido igual o peor suerte.
Como contraste, tomamos el caso de Pablo en Los Hechos 27, estando el
barco en que viajaba azotado por una fuerte y prolongada tormenta.
Él también había recibido una palabra expresa del Señor:
“...Pablo, no temas; es necesario que comparezcas ante César; y he aquí, Dios
te ha concedido todos los que navegan contigo.” (Los Hechos 27:24)
Aún después de recibirla, la tormenta seguía igual o peor, pero Pablo, muy
consciente del principio que él mismo había consignado en 2ª. Corintios 5:7 – “por fe
andamos, no por vista” – haciendo caso omiso de lo que veía y oía a su alrededor,
afirmaba con confianza:
“Por tanto, oh varones, tened buen ánimo; porque yo confío en Dios que será
así como se me ha dicho.” (27:25)
Y así esa palabra de fe que él abrazó y no soltó, resultó más poderosa que
toda la fuerza de la tormenta, y él y todos los demás a bordo llegaron a tierra sanos
y salvos.
De ninguna manera hemos puesto estos dos ejemplos para poner a Pablo por
encima de Pedro. En su caso particular, éste recién empezaba y no había sido lleno
del Espíritu, mientras que aquél sí lo había sido, y además estaba en una etapa muy
avanzada de su ministerio.
En cuanto al principio de andar por fe y no por vista , podemos ver el contraste
entre las dos cosas reflejado bien al principio, en los capítulos 2 y 3 de Génesis.
Dios le dio su palabra a Adán, señalándole claramente que no debía comer del
árbol de la ciencia del bien y del mal, so pena de perecer. (2:16-17) Por lo que
sabemos, Eva no había sido creada aún, pero es evidente que una vez creada y
presentada por Dios a Adán, éste le transmitió esa palabra a ella, y al acercársele la
serpiente para tentarla, ella sabía muy bien lo que Dios había dicho.
Significativamente se nos dice:”Y vio la mujer que el árbol era bueno para
comer, y que era agradable a los ojos, y árbol codiciable para alcanzar la sabiduría;
y tomó de su fruto, y comió; y dio también a su marido, el cual comió así como ella.”
(3:6)
La malicia de la serpiente le presentó ese árbol como algo muy codiciable, y le
incitó a fijar su vista en él, y a no creer en la palabra de Dios, sino a dejarla
completamente a un lado.
En otro orden de cosas, a veces lo que vemos y oímos, o sea las
circunstancias que nos rodean, coinciden con la promesa que esperamos, y apuntan
claramente en el mismo sentido. En esos casos es más fácil mantenernos en
nuestra fe. No obstante, en situaciones semejantes, debemos cuidarnos de que
nuestra fe no esté basada en lo que estamos viendo y oyendo, sino en lo que Dios
nos ha dicho.
Desde luego que cuando todo señala en sentido contrario, es más difícil seguir
firmes en la fe. Sin embargo, cuando al final y estando a punto de claudicar, el
Señor irrumpe en la escena dando un vuelco total a las cosas, salimos enriquecidos,
como hombres y mujeres que han comprobado en la vivencia práctica la gran
fidelidad de Dios.
Un problema práctico que a menudo se presenta, es el de saber a ciencia
cierta si una promesa determinada nos ha sido dada realmente por Dios, o si es algo
fraguado en nuestra mente, por un deseo o necesidad particular que podamos tener.
A veces, también sucede que se fincan esperanzas y hasta una fe ciega en una
profecía que ha sido dada, prediciendo gran bendición – como ser, una iglesia de
1.000 ó 2.000 miembros - lo cual en algunas partes, parece estar a la orden del día.
No es la ocasión propicia para extendernos sobre el particular, al cual, por otra
parte, ya nos hemos referido con cierto detalle en obras anteriores.
Solamente hemos de señalar que las profecías predictivas que se den, no
deben tomarse como infalibles, sino que se deben examinar cuidadosamente (1ª.
Tesalonicenses 5:20-21) a la luz de los principios y parámetros que nos fijan las
Escrituras.
Entre otros, podemos citar la medida de la fe dada a cada uno (Romanos
12:3b) y la exhortación a probar los espíritus, (1ª. Juan 4:1) que va mucho más allá
de verificar si confiesa o no con la boca que Jesucristo ha venido en carne.
En efecto, muchos que no sólo han sido correctos en cuantos a eso, sino
también a mucho más sobre doctrina cristiana, etc., han formulado predicciones que
han resultado claramente erróneas, y no han alcanzado ningún cumplimiento.
Quizá el consejo más sano de todos sea el de no enfocar nuestra fe hacia
grandes cosas que nos ha de deparar el futuro, sino vivir en la realidad del presente,
pisando sobre el terreno sólido de vivir en la voluntad de Dios cada día y en cada
cosa. Asi, dejaremos librado a Su sabiduría y bondad para con nosotros lo que el
mañana nos ha de traer, en la confianza implícita y absoluta que Él nos habrá de dar
a cada uno lo que verdaderamente nos corresponde. Querer más que eso es
evidente pecado, por ser un claro reflejo de disconformidad con Dios – “no estoy
conforme con Él - quiero ser mayor de lo que Él me ha hecho.”
Volviendo finalmente a la pregunta: que en los momentos de prueba, angustia
o desconcierto, podamos tenerlo siempre bien claro que Dios nos ama de verdad y
se preocupa por nosotros. Y por lo tanto, por oscuras o difíciles que sean las
circunstancias porque atravesemos, no dudemos nunca, sino confiemos firmemente
que Su mano buena y poderosa habrá de dar la salida (1ª. Corintios 10:13) y a su
tiempo poner cada cosa en su debido lugar.
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1) “¿Así que no habéis podido velar conmigo una hora?” (Mateo 26:40)
Pentecostés, con la venida del Espíritu Santo, todavía no había llegado. Sin
embargo, Jesús esperaba de Pedro, Juan y Jacobo, que velasen en oración
mientras Él afrontaba esa tremenda crisis en el huerto del Getsemaní. Que lo
hicieran durante una hora no le parecía mucho pedir, sino normal, y eso aun cuando,
como queda dicho más arriba, todavía no habían recibido el Espíritu.
Podemos y debemos trasladar esta pregunta de Jesús a los creyentes de la
actualidad, ya sea a los que testimonian haber sido bautizados con el Espíritu Santo,
o haber sido llenos de Él, o bien a los que por su formación teológica o doctrinal,
saben que tienen el Espíritu, por ser hijos de Dios por el renacimiento.
El día tiene 24 horas. Aun admitiendo la necesidad de trabajar, comer, dormir
y descansar, ¿es mucho pedir que de esas 24 horas le demos una al Señor, para
estar a solas y en exclusiva con Él?
Algunos sostienen que desde luego, eso es muy poco, y que ellos en realidad
están continuamente en comunión con el Señor, no necesitando por lo tanto aislarse
para hacerlo, pues en todo momento están en contacto y comunicación con Él.
Por cierto que debiéramos estar continuamente conscientes de Su presencia
y, en la medida en que lo permitan las circunstancias, mantenernos en comunicación
con Él. Pero esto no debe ser una excusa para justificar el no destinar a la oración
un tiempo concreto, en el cual nos dedicamos pura y exclusivamente a orar, dejando
de lado toda otra actividad.
Quien prescinde de hacerlo, argumentando que no lo necesita por estar
siempre en comunicación con Dios, nos tememos que se engaña a sí mismo.
Ni siquiera Jesús, a pesar de Su comunión constante con el Padre, dejó de
buscar ratos – a veces prolongados – para orar a solas, y sin otras ocupaciones ni
interrupciones de ninguna índole.
Juan el bautista afirmó con mucho peso:
“No puede el hombre recibir nada, si no le fuere dado del cielo.” (Juan 3:27)
Si anhelamos un incremento espiritual en nuestras vidas - que nuestro
servicio al Señor sea más ungido, que nuestras palabras tengan autoridad y
sustancia, que nuestras vidas reflejen algo de la gloria del Señor, - en fin, eso y
mucho más – entonces cabe hacernos la pregunta:
¿Cómo se ha de plasmar y concretar eso, sin que tengamos una vida de real
oración y comunión con el Señor?
Es al acercarnos a Él de veras, buscándole de todo corazón, que le
permitimos poner Su mano sobre nosotros, y obrar en nuestro interior por Su
Espíritu. Así podrá enderezar torceduras de nuestro carácter, quebrantarnos,
humillarnos, vaciarnos de mucho que todavía pueda quedarnos de autosuficiencia,
arrogancia, engreimiento, rebeldía o demás manifestaciones de la pasada manera
de vivir.
Al mismo tiempo, podrá llenarnos de todas esas virtudes que hacen a una
vida abundante y fructífera. Él es la fuente eterna e inagotable del amor, de la
gracia, de la santidad y la verdadera humildad y mansedumbre. Pero además, es el
Dios de fe que guarda Su palabra y cumple Sus promesas, y nos infunde una fe viva
para confiar en Él para toda empresa o servicio que acometamos en el marco de Su
voluntad.
En esos ratos y ocasiones en que, dejando a un lado todo lo demás, nos
damos de lleno a alabarle, agradecerle por Su inmenso amor y misericordia, adorarle
en espíritu y verdad y presentarle nuestras peticiones, ruegos y súplicas, le
brindamos la oportunidad que Él tanto anhela.
Y lo que anhela es corregirnos cuando sea necesario - renovarnos y
refrescarnos - comunicarnos nuevos suministros de gracia - inspirarnos con ese
soplo sin igual que viene de lo alto - alentarnos y consolarnos, según corresponda -
guiarnos y encaminarnos por la senda de Su plena voluntad para nuestras vidas -
crear en nosotros una creciente y progresiva semejanza a Su Hijo amado, y en fin,
todo un cúmulo de cosas maravillosas, pero para las cuales hay que estar
dispuestos a pagar el precio.
Nos engañamos si pensamos que todas estas cosas han de venir llovidas del
cielo, o servidas en bandeja, sin que las busquemos con el máximo ahinco.
Se nos ocurren dos sencillas ilustraciones sobre el tema en que estamos. La
primera parte de Juan 20:22, donde dice:
“Y habiendo dicho esto, sopló, y les dijo: Recibid el Espíritu Santo.”
Si deseamos ser personas que en realidad tienen en Su vida y servicio al
Señor la marca y el sello de ese soplo divino – de ese bendito oxígeno celestial -
tendremos que razonar de esta manera muy simple, pero también muy contundente:
¿Los discípulos, para que el Señor soplase sobre ellos, podían estar a unos
500 metros de distancia, o en la esquina de la otra manzana?
Seguramente que no – tendrían forzosamente que estar bien cerca de Él.
Muy sencillo, pero categórico e indiscutible: para tener ese soplo tan
precioso, necesariamente tendremos que vivir muy cerca de Él. ¡Tengamos muy
claro que Él no trabaja a distancia ni por control remoto!
Nos excedemos, dando todavía una tercera ocurrencia, quizá por aquello de
que no hay dos sin tres.
A todos nos gusta, ya sea en la conversación a la mesa, o en rueda de
amigos, etc., no solamente escuchar a los demás, sino también que se nos oiga a
nosotros. Es un deseo normal, y también sano, que podamos aportar en la
conversación, ya sea contando algo risueño, haciendo una observación oportuna y
amena, o bien corroborando y ampliando lo que otros han dicho.
Pues bien, aquí viene un desafío muy oportuno: que seamos hombres y
mujeres que, por encima de todo eso, hagamos oir nuestra voz en los cielos a diario
y por un buen rato.
Es decir, que nuestras palabras de tierna gratitud, de loas y honras a nuestro
Dios, de cariño y de amor hacia Él, suban hacia lo alto en fluida profusión. Y junto
con ellas, nuestras peticiones, súplicas y rogativas, como incienso grato, elevadas
hacia el Trono en las alturas por el Espíritu de gracia y de oración, el cual, ayudando
nuestras debilidades, nos mueve a orar como conviene.
Así, no sólo nuestro Padre celestial y Jesús, nuestro Sumo Sacerdote a Su
diestra, sino también los querubines, serafines, ángeles y arcángeles, nos conocerán
como hombres y mujeres que cada día, verano e invierno, en las buenas y en las
malas, hacemos oir en lo alto nuestra voz, reverente y humilde, pero también firme y
perseverante.
Así que, redondeamos este comentario de la importantísima pregunta de
Jesús a Pedro, Juan y Jacobo, presentando una misma meta, muy digna de que la
busquemos, expresada en estas tres formas distintas.
1) Ser hombes y mujeres que de verdad viven cerca de Jesús, para poder
recibir de Él ese soplo vivificante que trae inspiración, frescura y
fragancia, y además virtud divina, a todo lo que hacemos en Su santo
servicio.
2) Sin más comentarios, que sencillamente entremos en la categoría –
inmensamente minoritaria – de los “rodillas peladas.”
3) Que se sepa de nosotros, con toda certeza y verdad, que somos los que
se hacen oir cada día en los cielos.
Y para todo ello, hagámonos eco de lo que uno de los discípulos, después de
verlo orar, le pidió al Maestro en nombre de todos:
“Señor, enséñanos a orar.” (Lucas 11:1)
Para que oremos de verdad – como conviene que oremos; y en fin, que
oremos así como oras Tú, Señor Jesús. Amén.
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CAPÍTULO XIX – Las preguntas de Jesús (4)
2) Eloi, Eloi, ¿lama sabactani? que traducido es: Dios mío, Dios mío,
¿por qué me has desamparado? (Marcos 15:34)
“Volvió a decirle la segunda vez: Simón, hijo de Jonás, ¿me amas? Pedro le
respondió: Sí, Señor; tú sabes que te amo.” (21:16)
En esta segunda oportunidad Jesús omite “más que éstos”, pero vuelve a
emplear el verbo agapos. Al contestar Pedro afirmativamente, otra vez con filos – el
Maestro lo exhorta a pastorear Sus ovejas.
Es decir, que insiste en ese amor agapos , que se brinda en forma noble y
generosa por los dictados de la conciencia – pero esta vez, encaminado hacia Sus
ovejas.
¿Será que el Maestro consideraba más arduo y exigente el pastorear las
ovejas que los corderos? Muchas veces, habiendo perdido el candor de la infancia
espiritual, pueden llegar al punto de pensar que ya saben mucho, o lo saben todo, y
no son fáciles de enseñar, guiar o corregir.
“Le dijo la tercera vez: Simón, hijo de Jonás, ¿me amas? (filos) Pedro se
entristeció de que le dijese la tercera vez: ¿Me amas? Y le respondió: Señor, tú lo
sabes todo; tú sabes que te amo”. (filos) (21:17)
Aquí vemos como Jesús ya no emplea el verbo agapos, sino filos. Del nivel
tan alto en que empezó en la primera, ha descendido en la segunda y ahora también
en la tercera, para situarse en el mismo nivel en que Pedro se encuentra.
Esto nos puntualiza la gloria de Su gracia para con nosotros. Primeramente
busca hacernos ver la meta alta que tiene para nuestra vida, y de la cual, quizá sin
saberlo, distamos mucho, y a menudo ni siquiera la comprendemos, pensando en
valores numéricos, el éxito ministerial, etc., mientras Él en cambio ve las cosas
desde la perspectiva más elevada de la nobleza altruista, y aun el sacrificio como
expresión del amor perfecto.
Mas en Su gran bondad, condesciende a bajar a nuestro pobre nivel, para
comenzar a elevarnos con Su trato sabio, paciente y perseverante, hasta hacernos
alcanzar aquello que se había propuesto, y que, por supuesto, es mucho mejor.
Resulta comprensible que Pedro se entristeciese de que Jesús le preguntase
si le amaba por tercera vez. Muy posiblemente pensaba que el Señor dudaba de su
sinceridad, y tal vez le asediaba el recuerdo de que lo había negado tres veces.
“¿Será por eso que me lo vuelve a preguntar, por tercera vez?”
No creemos de ninguna manera que se trataba de dudar su sinceridad, sino
que Jesús, junto con todo lo demás que va en este pasaje, estaba sanando a Pedro
de las tres heridas profundas que dejó en su alma esa triple negación.
Siendo heridas causadas por el odio de Satanás, que había pedido poder
zarandearlo como al trigo, Jesús empleó el remedio maravilloso y único de Su gran
amor. Cada una de esas tres preguntas que le hizo a Pedro iba saturada de ese
amor sin igual hacia él, y dirigida precisamente a cada una de esas tres heridas,
para comunicarle el bálsamo y la gracia de una sanidad y restauración que iban a
ser completas y perfectas. (#)
(#) Para una exposición más amplia y detallada de esto, ver páginas 190 a 192 de
nuestra obra anterior “Hora de Volver a Dios.”
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