Enciclopedia Iberoamericana de Psiquiatría

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ENCICLOPEDIA IBEROAMERICANA DE PSIQUIATRÍA

ESTÉTICA

La etimología d la palabra aisthesis indica la relación con la percepción y la


sensación. Si, a partir del clasicismo, la estética ha sido defendida como teoría de la
belleza y del arte, como disciplina filosófica autónoma nace con la modernidad (A.
Baumgarten, Aesthetica, 1750), en una concepción gnoseológica de la filosofía. Esto
no significa que no exista una reflexión estética previa; por el contrario, es posible
considerar fundamental el aporte del pensamiento antiguo que en nuestros días logra
gravitación renovada a través de atentas relecturas. Una vigencia que suele
contraponerse, con acierto, al proceso de separación que la modernidad instaura,
desarrollo que por una parte ha posibilitado la aparición de conocidas categorías
estéticas: el arte como arte bello, a partir del Renacimiento y sucesivamente el
surgimiento de la noción de obra de arte, de artista creador, de público del arte, de
museo, de crítica, etc. Entonces, para una adecuada comprensión la estética —y sin
particulares facetas eurocéntricas— nos resulta determinante retornar a los principios
de la estética antigua, en el origen occidental de nuestra cultura.

Desde Homero, la belleza ha sido sinónimo de esplendor y luminosidad, aún


antes de que los primeros filósofos dieran cuenta de sus condiciones formales de
armonía, simetría, orden y proporción. Fueron los pitagóricos los que vieron en la
armonía el secreto último del cosmos, iniciando su mensura. Para la mentalidad
helénica, rige una conjunción de valores para la cual todo lo digno de admiración es
bello, y éste es bueno (kalokagathía). Los griegos —que no vincularon esencialmente
arte con belleza (por cuyo motivo se ha dudado, incluso, de la existencia de una
estética antigua) — introdujeron el concepto de mimesis, inaugurando una
interpretación de fortuna milenaria. La idea de arte no respondía para ellos a una
noción unificada. Como techne, actividad manual regida por razón y tendiente a fin,
abarcaba tanto la pintura, la escultura y la arquitectura, como las producciones
artesanales. En cambio, poesía, música y danza eran actividades inspiradas que
involucraban posesión divina (enthousiasmós), las que terminaron confluyendo en la
tragedia. Según Platón, la Belleza es una Idea, la única que deja traza en el mundo
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visible, objeto de contemplación hacia el cual se va el alma impulsada por el eros,


daimón mediador. La estética se convierte así en una erótica. Tanto el arte como la
belleza, es sabido, ejercen una seducción inquietante que no pasó inadvertida en la
antigüedad. La había subrayado Gorgias, al descubrir en la palabra y en su capacidad
generadora de imágenes el efecto perturbante de las emociones (Encomio de Helena).
La de Platón es una reacción que pretende el acenso del alma y, por lo mismo, veta y
proscribe el detenerse en las apariencias. De allí la famosa condena. De allí la famosa
condena (metafísica) de la República, dirigida a la imagen, copia de copia, en tercer y
último grado de realidad. Otras críticas, ética y religiosa, se completan con la
gnoseológica que, en el Ion, cuestiona al poeta y al rapsoda por la falta de saberes en
relación a todo aquello que la poesía exhibe sin conocimiento auténtico. Esto y otros
argumentos constituyen el núcleo de la más célebre condena del arte que la historia de
la estética recuerde, condena ambigua de un genial discurso a veces contradictorio,
siempre dialógico, expresivo de la íntima conflictualidad de quien —también artista—
sentía profundamente la diferencia de la filosofía, y la tensión permanente que genera
el arte cuando aspira a la Idea. Tras Platón la mirada estrictamente racional y científica
del Estagirita elimina esa tensión. Aristóteles retoma las nociones tradicionales de
simetría y de orden y hace hincapié en la limitación (horismenon) de la extensión, que
ubica a lo bello en el límite de la percepción y del goce, siempre adaptados a las
facultades humanas. Su visión refleja el rechazo griego al infinito e indeterminado
(ápeiron). Quedaban así definidos, tempranamente, dos modos fundamentales de
concebir el fenómeno estético, como adecuación a formas y como lanzamiento al
Absoluto. Dentro del sistema aristotélico, el arte es virtud dianoética, un hábito del
entendimiento práctico sólo superado por la ciencia, tan estrechamente vinculado a
ésta como a la experiencia. Se distinguen dos tipos de arte: el que continúa la acción
de la naturaleza, y el que imita, con fines no utilitarios —son las “artes bellas”,
examinadas en la Poética—. La tragedia es comprendida y analizada a través de su
carácter racionalmente reglado, productivo y catártico; nos permite conocer el mundo
como debiera o pudiera ser, según verosimilitud y necesidad, de acuerdo con un ideal
lógico, dotado de coherencia y ejemplaridad. Es lo que nos permite gozar, aun en el
terror y la piedad. Desaparecido el impulso erótico, la emoción del arte, —de indudable
acento intelectualista— abre un horizonte de pragmático ligado a las expectativas de
los usuarios. Los dos máximo exponentes de la filosofía antigua, confluyen en la
formación del pensamiento escolástico, cuyo mayor representante —Santo Tomás de
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Aquino, siglo XIII— propone una novedosa síntesis: la de la belleza metafísica,


pensada como trascendental, a la par de lo uno, lo verdadero y lo bueno, con una
reflexión racional que coordina, en el sujeto y el objeto, una ontología y una anticipada
fenomenología, mediante la doble definición de lo bello. En efecto, Punchrum est
splendor formae y Pulchrum est quod visum placet. Con el inicio d la modernidad, que
registra sucesivas entradas a escena—de repercusión notabilísima— del platonismo y
del aristotelismo, el Renacimiento reflota el olvidado concepto de mimesis, a la vez, a la
vez que sella esa unidad de arte y belleza y que aún perdura en nuestros días.
Mientras que el racionalismo y el empirismo alternan posiciones que resultarán
decisivas para la estética moderna, Giambattista Vico la hace progresar en el siglo
XVII, con la excepcional valorización de la imaginación, y en el siguiente, Baumgarten
le da nacimiento como gnoseología inferior. Con estos y otros antecedentes. Immanuel
Kant pone un espacio mediador capaz de solucionar problemas pendientes, si bien la
terceridad de la Crítica del juicio no cumple únicamente un rol sistemático. El
reconocimiento plural de las facultades, en un proyecto moderno no totalmente
unificante, de esencia crítica, permite la emergencia de una facultad autónoma en una
esfera desinteresada y contemplativa donde lo bello es finalidad sin fin. La postulación
del sentimiento como sentido común contiene una fundamentación de lo estético en la
que la forma bella, distinguida de lo bueno, lo agradable y lo útil, queda suspendida, en
interrogación abierta (según la lectura derridana en particular), a través de la
disponibilidad no determinada, no regulada, del juicio reflexivo. Frente a la analítica de
lo bello, que garantiza el equilibrio de la imaginación y del entendimiento, la de lo
sublime suscita la difícil relación de la imaginación con la razón. En tanto adecuación a
forma, lo bello difiere de lo sublime que provoca un desajuste patente en la tensión de
un sentimiento que no es ya de agrado sino de placer y pena, por la imposibilidad de
presentación de las ideas de la razón (Vernunf, capacidad de lo incondicionado). La
estética kantiana, que ha incorporado, junto a las ideas del racionalismo francés, las
más importantes elaboraciones del pensamiento inglés —notoriamente, el tratamiento
de lo sublime, en Burke, y las sugerencias y las sugerencias neoplatónicas de
Shaftesbury— culmina con la noción de genio: aquél que actúa como la naturaleza al
producir, simultáneamente, la obra y su regla. Las ricas y fértiles ambigüedades que se
desprenden del texto kantiano quedan luego desdibujadas en el formalismo de
orientaciones posteriores, fuertemente impugnado por Hans G. Gadamer, que hace
notar el con figurarse de la “conciencia estética” sobre la base de la separación de lo
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estético y lo extra estético, con la acentuación de una autonomía despojada de


contenido. En las Cartas sobre la educación estética del hombre, de Schiller, la
aspiración al alma bella que requiere la formación estética como camino de acceso al
mundo moral, propicia la revalorización de la apariencia y abre el camino al formalismo.
Por su parte, la solución contenidista halla todavía en Hegel su último representante: el
arte es manifestación de lo Absoluto, y lo bello es la Idea en apariencia. Semejante
exaltación es, no obstante, el principio de la aniquilación del arte, anunciada en el gran
tema de la muerte. Las sucesivas manifestaciones de la Idea, que se concretizan,
dialécticamente, en la triadicidad de lo simbólico, lo clásico y lo romántico, desembocan
e n la etapa del Espíritu Absoluto, donde el arte es sólo el primer estadio, superado por
la Religión y la Filosofía. Luego de esta grandiosa sistematización, cuando la nueva
ideología positivista se fragmenta en diversificaciones de base científica y experimental,
cuyo fruto más interesante son las nacientes psicología y sociología del arte, el
romanticismo celebra la ya indisimulada separación del arte y de la vida, en defensa de
los valores de una creatividad subjetiva e intransferible, expresada en el carácter no
transitivo de la obra de arte. Radicalización, esta vez no racional, de la modernidad.,

Al propio tiempo, en los albores del siglo XX, las vanguardias históricas (la más
corrosiva: el dadaísmo), in tolerantes de la concepción del arte por el arte, producen la
explosión delas prácticas artísticas tradicionales. Benedetto Croce, en la línea Vico-De
Santis, equipara estética y lingüística y considera la imagen poética como síntesis a
priori estética, condición trascendental de la experiencia. Tal postura, idealista, que
influye sobre buena parte de la investigación estética en la primera mitad del siglo, halla
contrapeso crítico en el boom semiológico de la década del sesenta, con estudios de
corte analítico y científico acordes con la metodología estructuralista y lingüística
sausseriana. El tema del “lenguaje del arte”, evidentemente enriquecido por las
búsquedas de Ernst Casirrer, Suzanne Langer y los trabajos de semióticos como
Christian Metz, Emilio Garroni, Louis Marin, Hubertl Damish —entre otros—, encuentra
en Umberto Eco la síntesis de formulaciones estéticas, semióticas y filosóficas. Esto, a
partir de la puntualización del carácter “abierto”, esencialmente ambiguo, de la
significación del arte, y del retorno de la semiótica a áreas filosóficas que conjugan la
herencia estructuralista con el pensamiento tríadico de Charles S. Peirce. Desde otro
punto de vista, ubicado en las antípodas del estructuralismo, la fenomenología sigue
otros cauces, donde se destacan los aportes de Mikel Dufrenne. A su vez heredero de
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Husserl, Martin Heidegger retoma el tema de la muerte del arte en su fundamental texto
sobre El origen de la obra de arte. El arte es evento originario, puesto en obra de la
verdad como aletheia, cuyos términos constituyentes, mundo y tierra —profunda
reformulación del dualismo clásico materia y forma— instituyen el dinamismo de la obra
desde una condición unidad-lucha, tras las incidencias nietzschianas de lo apolíneo y lo
dionisíaco. Las ideas heideggerianas dan nuevo impulso a la hermenéutica
contemporánea, que obtiene fundamentación ontológica con Verdad y método (1960),
de Gadamer, ori entado a la recuperación de la ligación clásica entre kalón y el
theorein, entre el kalón y el éthos. Conviene advertir que se produce, a sí mismo,
paralelamente, una ampliación de lo estético en búsquedas de signos muy
diferenciados que propugnan una “estetización generalizada” de inocultable tendencia
al simulacro, el espectáculo y un a teatralización que compromete por igual al arte, la
vida y la política en un ámbito cultural muy vasto e indeterminado. Por un lado se
produce, al parecer, una mera reducción de lo ético a lo estético, privilegiándose la
naturaleza sensorial y pasional del comportamiento, con el resultado de cierta
trivialización de ambos aspectos. Otras ideas, que n o han dejado de tener vasta
influencia en la cultura “posmoderna” desde las posiciones del prestigioso
posestructuralismo francés, focalizan lo estético no ya en un sentido difuso y
comunicacional, sino como práctica textual densa, opaca, nuevamente intransitiva. Los
“textos” del arte, de la ciencia y de la filosofía testimoniarían la capacidad de frenar el
flujo informático y la veloz decodificación impuesta por la aceleración cotidiana. En
opinión de Jean-F. Lyotard, se reintroduce en la estética posmoderna la inadecuación
kantiana de lo sublime que lanza el hombre a la incógnita de un horizonte
incondicionado. No por azar se ha afirmado que esta época de posmodernidad se
caracteriza por una voluntad de forma neobarroca: se trataría de un nuevo y colosal
descentramiento que encuentra en el arte y en la reflexión sobre éste, ocasión para
exhibir aspectos definitorios de nuestro tiempo, que posibilita así mismo una aptitud
crítica —herencia moderna— que nuestra difusa contemporaneidad intenta, una vez
más recuperar y ejercer.

BIBLIOGRAFÍA
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Rosa María Ravera


Adriana Rogliano

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