Así Se Forjó El Cemento
Así Se Forjó El Cemento
Así Se Forjó El Cemento
Las características del lugar eran, literalmente, las de un búnker artístico. Para
resolver temas acústicos y evitar la furia de los vecinos (algo con lo que el boliche
tendría que lidiar a lo largo de toda su existencia), un ingeniero les dio la idea de
armar dos bloques, una caja dentro de otra, sin que se toquen, aislando así el
sonido. En el fondo estaba el escenario, de 11 x 14 metros, sumamente amplio,
que para muchos constituía una suerte de enorme playa en la cual era difícil que
los músicos se choquen o, inclusive, se encuentren: había (demasiado) lugar
para todos. En la entrada, del lado derecho, la barra, en donde Chabán gritaba
más de una vez ofertas que ahora parecen disparatadas (“¡Ultimos cinco
minutos! Cerveza y Coca: ¡dos pesos!”) o llevaba adelante performances que lo
hacían quedar como el “loquito” de Cemento, estrictamente, el dueño que no
perdía oportunidad para empujar la virulencia del rock un paso más allá y
transformarla en la más desacomplejada y desacartonada expresión artística. La
construcción del lugar costó 300.000 dólares, prestados a Chabán por la otra
gran figura del boliche en sus primeros años, la actriz Katja Alemann. En la mítica
noche de su inauguración, la idea materializada de Chabán mostraba todo lo que
iba a ser: una parrilla vendiendo choripanes, “Don’t You (Forget About Me)” de
Simple Minds sonando en los parlantes y el propio Chabán baldeando y
arreglando el techo, con escombros a los costados, un piso recién (y mal)
terminado y una lluvia torrencial que amenazaba con postergar todavía más la
apertura. Y todos los presentes sumidos en una suerte de mantra artístico-
rockero que sería el espíritu amable que respiraría en la misma locación en sus
20 años de historia.
¿Qué músicos de los hoy imprescindibles no pasó por Cemento? Las que ya en
los ’80 eran “clásicos”, obviamente. No iban a desfilar por allí Luis Alberto
Spinetta o Charly García –o Soda Stereo, que para la época era la gran banda
de rock latinoamericano, de gira en gira–, pero Sumo, Patricio Rey y sus
Redonditos de Ricota, Don Cornelio y la Zona (banda que parecía creada sólo
para tocar en Cemento), Memphis La Blusera, Los Violadores y Todos Tus
Muertos continuaron o inclusive armaron su reputación rockera en esa lugar
húmedo y terriblemente caluroso. En el caso de los Redondos, por ejemplo, su
etapa más fuerte de vinculación al boliche se da a finales de los ’80, luego de
haber estado en el primer año, presentar Oktubre (1986) en el Parakultural y
Paladium, y volver al territorio de Chabán en la época de la explosión de
convocatoria, entre Un baión para el ojo idiota (1987) y ¡Bang! ¡Bang! Estás
liquidado (1989). Estamos hablando de una banda que, en los ’90, lideró
convocatorias masivas que llevarían a decenas de miles de personas a visitar
los más extraños parajes para escucharlos o a desbordar canchas de fútbol en
los últimos años de su existencia. Esos mismos tipos, en la presentación de Gulp!
el 23 de agosto de 1985 en Cemento, no lograban sumar más de 900 personas.
A lo largo de los ’90, Cemento siguió siendo el semillero de bandas que armarían
sus propias tendencias, imponiéndolas al mercado y no al revés. Así sucedió con
la movida sónica de principios de la década, en donde se podían encontrar a
Babasónicos –quienes también supieron manejar el escenario y la puesta en
escena para sumar glamour a sus presentaciones–, Los Brujos, Juana La Loca,
Martes Menta, Tía Newton y, en las postrimerías de su auge, Peligrosos
Gorriones o, inclusive, Suárez, la banda de Rosario Bléfari representante del
lowfi nacional. También Cemento funcionó como lugar obligado para el heavy
metal y el punk nacional, músicas más comprometidas con algunos géneros
“tradicionales”. Con respecto a lo primero, Hermética, Almafuerte y Malón,
bandas de los ’90 que estaban vinculadas al desarrollo del metal en la década
anterior, dieron paso a A.N.I.M.A.L., grupo que supo hacerse del lugar ya cerca
del 2000. Se podía trazar una línea histórica similar con el punk, partiendo de la
mítica presentación del disco Invasión ’88, pasando por el hardcore gay
antifascista de Fun People y terminando en los últimos recitales de Flema y el
disco en vivo que catapultaría la carrera de El Otro Yo a comienzos del siglo XXI,
Contagiándose la energía del otro, grabado en Cemento en mayo de 2000. Pero
son todos caprichos del recorte: por Cemento pasaron un increíble número de
bandas, llegando a contar 3000 shows, entre nacionales y algunos míticos
internacionales (como la presentación de Queens of the Stonehedge a la que
asistieron 150 personas). Cuesta creer eso cuando se pasa por Estados Unidos
al 1200 y se encuentra un estacionamiento/depósito del Ministerio de Educación
de la Ciudad de Buenos Aires, desprendido ya de graffitis en paredes y de baños
en mal estado.
Entretenido, fruto de una larga investigación (que incluyó entrevistas con muchos
de sus protagonistas, Chabán incluido), por momentos paródico y por otros
trágico, Cemento: el semillero del rock es un excelente libro que nos sirve para
repensar una época de la cultura popular argentina. Hasta tal punto hay una
intención de volcar todas esas experiencias en el presente que el texto termina
con un exorcismo, una escena que parece al mismo tiempo de despedida y de
apertura a lo nuevo en donde el propio autor, Nicolás Igarzábal, se convierte en
parte del libro, una anécdota más para cerrar las puertas de Cemento. En cada
una de las páginas de su libro, lo que se lee es eso: un conjunto de voces que
quieren dejar de ser fantasmales, presas de un ayer que parece irrecuperable, y
que buscan proyectarse a otro tiempo, volcarse hacia el futuro. El debate del
libro, su gran fantasma, se da, en definitiva, en una sola cuestión: tratar de evitar
que el verbo “rockear” se conjugue únicamente en pasado.